La Habitacion Del Dragon Volador
La Habitacion Del Dragon Volador
La Habitacion Del Dragon Volador
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Joseph Sheridan Le Fanu
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Titivillus 21.12.16
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Título original: The Room in the Dragon Volant
Joseph Sheridan Le Fanu, 1998
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PRÓLOGO
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LA HABITACIÓN DEL «DRAGÓN VOLADOR»
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PRÓLOGO
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CAPÍTULO PRIMERO
En ruta
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practicado por la generalidad de los ingleses de la época, era hablar francés; así pues,
le contesté, eso creo, haciendo gala de una perfecta corrección gramatical. Tras varias
inclinaciones de cabeza, el caballero se retiró al interior del vehículo, al tiempo que
volvía a aparecer la recatada y bonita cabeza.
La dama debió de oírme hablar a mi sirviente, pues moduló sus palabras en un
inglés tan bello y balbuciente, y con una voz tan dulce, que volví a maldecir el velo
negro que se interponía entre ella y mi romancesca curiosidad.
El escudo de armas que figuraba en el panel del carruaje era harto curioso.
Recuerdo perfectamente el emblema representado: la figura de una cigüeña pintada
en color carmín sobre lo que los heraldistas denominan un «campo de oro». El ave se
sostenía sobre una pata, y con la otra tenía agarrada una piedra. Es, creo, el emblema
de la vigilancia. Su originalidad llamó particularmente mi atención, quedando
grabada en mi recuerdo. Había también un par de tenantes a cada lado, aunque no
recuerdo qué eran.
Los modales corteses de aquellas personas, la corrección de sus criados, la
elegancia del carruaje y el curioso escudo de armas, todo ello hacía suponer que se
trataba de personas nobles.
La dama, como es de suponer, no me resultó por ello menos interesante, sino todo
lo contrario. ¡Qué fascinación tan grande ejerce un título en la imaginación! No en la
de personas esnobs o de escasa moralidad, que quede bien claro. La superioridad de
rango ejerce un influjo poderoso y genuino sobre el amor; la idea del superior
refinamiento va asociada con él. Las despreocupadas atenciones del caballero llegan
más hondo al corazón de la lozana lechera que largos años de viril devoción del
honrado leñador; y lo mismo se puede aplicar a las demás capas sociales. ¡Qué
mundo tan injusto!
Pero en este caso hubo algo más. Yo me consideraba un joven bien parecido —y
creo que con total fundamento—; y nadie podía poner en tela de juicio mi uno
ochenta y pico de estatura. ¿Qué necesidad tenía la dama de darme las gracias? ¿No
lo había hecho sobradamente, y por los dos, el que presumí era su marido?
Instintivamente, me di cuenta de que la dama me había mirado con ojos nada
indiferentes; y, a través de su velo, sentí el poder de su mirada.
Dejando un reguero de polvo detrás de las ruedas, y bañada por la luz dorada del
sol, la dama se alejaba ahora de un joven y prudente caballero que la seguía con
ardiente mirada y suspiraba profundamente conforme la distancia se iba agrandando.
Le dije al postillón que no se le ocurriera adelantar a aquel vehículo, sino que,
antes bien, no lo perdiera de vista y se detuviera en los mismos puestos de relevo. No
tardamos en llegar a la pequeña población antes mencionada, y el coche que
seguíamos se detuvo en la Belle Étoile, una confortable posada antigua. Los
desconocidos se apearon y penetraron en la casa.
Nosotros seguíamos a paso lento. Yo me apeé a mi vez y subí los escalones
indolentemente, aparentando apatía e indiferencia.
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En mi audacia, no me paré a preguntar en qué habitación podría encontrarlos.
Miré en el aposento de la derecha y luego en el de la izquierda. Pero los que yo
buscaba no estaban allí.
Subí las escaleras. Estaba abierta la puerta de un salón. Entré con el aire más
inocente del mundo. Era una estancia espaciosa, y descubrí que, además de a mi
propia persona, contenía a otro ser vivo: a la preciosa y elegante dama. Allí estaba el
mismísimo sombrero del que me había enamorado. La dama se hallaba de espaldas a
mí. Yo no podía distinguir si el celoso velo estaba levantado. Se encontraba leyendo
una carta.
Permanecí unos instantes sin apartar los ojos de ella con la vaga esperanza de que
se volviera y me diera la oportunidad de verle la cara. Pero no lo hizo, sino que,
dando uno o dos pasos, se plantó delante de una pequeña consola de una sola pata
pegada a la pared, sobre la que se elevaba un hermoso espejo con un marco
desdorado.
Yo podría perfectamente haberlo confundido con un cuadro, pues reflejaba el
retrato de medio cuerpo de una mujer extraordinariamente hermosa.
Sus finos dedos sujetaban una carta, en cuya lectura parecía estar enfrascada.
Su rostro era ovalado, melancólico, dulce. Aunque también poseía una nota
indefinible de sensualidad. Nada podía superar la delicadeza de sus facciones ni el
lustre de su tez. Como tenía la mirada baja, no pude distinguir de qué color tenía los
ojos; sólo que sus párpados eran largos y sus cejas delicadas. Seguía leyendo; aquella
carta debía de interesarle sobremanera. Yo no había visto nunca una figura humana
tan inmóvil; me encontraba ante una estatua coloreada.
Como por entonces yo gozaba de una vista buena y penetrante, vi aquel bello
rostro con perfecta claridad. Hasta distinguí las venas azules que recorrían la blancura
de su garganta despejada.
Debería haberme retirado con el mismo sigilo con que había entrado antes de que
fuera advertida mi presencia. Pero mi interés era tan grande que quería quedarme
unos minutos más. En aquel lapso, ella alzó los ojos. Eran ojos grandes, de una
tonalidad que los poetas modernos llaman «violeta».
Aquellos espléndidos ojos melancólicos pasaron del espejo a mi persona con una
mirada altiva; enseguida la dama bajó su velo negro y se dio media vuelta.
Pensé que habría preferido que no la viera. Yo estaba observando cada mirada y
movimiento suyos, hasta los más mínimos, con una atención tan intensa como si me
fuera en ello la vida.
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CAPITULO II
A quel rostro era de los que enamoran a primera vista. Mi curiosidad dio paso a
ese tipo de sentimientos que se adueñan tan rápidamente de los jóvenes. Mi
audacia se rindió ante aquella dama, y me embargó la sensación de estar cometiendo
una impertinencia. Ella se encargó de poner las cosas en su sitio, pues la misma dulce
voz que yo había oído antes dijo ahora fríamente, y en francés:
—Sin duda monsieur ignora que este cuarto es privado.
Inclinando la cabeza cuanto pude, mascullé unas disculpas y retrocedí en
dirección a la puerta.
Sin duda le parecí arrepentido y confuso (confieso que así me sentía), pues ella
dijo entonces, como para quitar un poco de tensión a la escena:
—No obstante, me alegro de tener otra oportunidad de agradecer a monsieur la
ayuda, tan presta y eficaz, que ha tenido la bondad de prestarnos hoy.
Fue más el tono distinto de su frase que el contenido de la misma lo que me dio
renovado ánimo. Ella no necesitaba darme las gracias; y, aunque tal hubiera sido el
caso, ciertamente no estaba obligada a hacerlo de nuevo.
Todo aquello me resultó sumamente halagador, sobre todo el que se produjera tan
inmediatamente después del ligero reproche.
Ahora hablaba en voz baja y con timidez, y noté que había vuelto la vista
rápidamente hacia una segunda puerta de aquella misma estancia; supuse que el
caballero de la peluca negra, su celoso marido, iba a asomar por ella a no más tardar.
Casi en el mismo momento se oyó una voz aflautada y nasal impartiendo órdenes a
un criado, voz cada vez más próxima. Pertenecía a la persona que tan profusamente
me había dado las gracias desde la portezuela del coche de camino, una hora antes
aproximadamente.
—Monsieur tendrá la amabilidad de retirarse —dijo la dama con un tono que
parecía de invitación, al tiempo que agitaba la mano en dirección a la puerta por la
que yo había entrado.
Hice de nuevo una profunda reverencia, di unos pasos atrás y cerré la puerta. Bajé
las escaleras henchido de felicidad y fui directamente a hablar con el dueño de la
Belle Étoile (como ya he dicho, tal era el nombre de mi posada).
Describí el aposento del que acababa de salir, dije que me gustaba y pregunté si
estaba libre.
Él contestó que lo sentía muchísimo, pero que el aposento y las dos habitaciones
contiguas estaban ocupadas…
—¿Por quién?
—Personas de distinción.
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—Pero ¿quiénes son? Deben de tener algún nombre, o título…
—Sin duda, monsieur; pero es tal la riada humana que se dirige hacia París que
hemos dejado de preguntar los nombres o títulos a nuestros huéspedes. Los
designamos simplemente por las habitaciones que ocupan.
—¿Cuánto tiempo piensan parar aquí?
—Tampoco eso puedo decírselo, monsieur. No nos interesa. Mientras las cosas
sigan así, nuestras habitaciones no podrán estar nunca desocupadas.
—¡Me habría gustado tanto alojarme en esos aposentos! ¿Es también dormitorio
alguno de ellos?
—Sí, señor; por cierto, monsieur debe saber que nadie suele contratar una alcoba
si no piensa pernoctar.
—En fin, espero me pueda dar algunas habitaciones, en la parte de la casa que
sea.
—Ciertamente. Monsieur puede disponer de dos aposentos. Son los únicos que
hay ahora mismo libres.
Los tomé de inmediato.
Estaba claro que aquellas personas pensaban parar allí; por lo menos no se irían
hasta la mañana siguiente. Empecé a sentirme como quien se embarca en una
aventura.
Tomé posesión de mis habitaciones y miré por la ventana, la cual descubrí que
daba al patio de la posada. Muchos caballos estaban siendo liberados de los arneses,
calientes y cansados, para ser sustituidos por otros, recién salidos de los establos.
Numerosos vehículos —unos privados, y otros, como el mío, parecidos a los que en
Inglaterra se llamaban antiguamente sillas de posta— estaban sobre el pavimento
esperando su turno de relevo. Los criados más atareados trajinaban de un lado a otro,
y los que no tenían nada que hacer se paseaban o bromeaban, y la escena en su
conjunto parecía animada y divertida.
En medio de todo aquello creí reconocer al vehículo y a uno de los criados de las
«personas linajudas» que tanto interés despertaban en mí en aquel momento.
Así pues, bajé corriendo hasta la puerta trasera y, en un santiamén, me encontré
en el empedrado desigual, en medio del espectáculo visual y sonoro que en semejante
tipo de lugares suele acompañar a los momentos de especial trajín y vaivén.
El sol estaba ya próximo a ponerse y arrojaba sus rayos dorados sobre las
chimeneas de ladrillo rojo de los obradores, haciendo que los dos toneles que,
colocados en la punta de sendos postes, servían de palomares, parecieran
incendiados. Esta luz hace que todo nos resulte pintoresco y nos interesen cosas que,
en el sobrio gris de la mañana, nos podrían parecer aburridas.
Tras una pequeña búsqueda di con el vehículo que andaba buscando. Un criado
estaba cerrando con llave una de las portezuelas, las cuales estaban provistas de
auténticas cerraduras. Me detuve a unos pasos, con la mirada fija en la enseña del
vehículo.
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—¡Bonita esa cigüeña roja! —observé, apuntando al escudo de armas de la puerta
—; sin duda el emblema de una familia distinguida.
El criado me miró unos instantes mientras se metía la llave en el bolsillo, y dijo,
con un saludo y una sonrisa ligeramente sarcásticos:
Monsieur es libre de hacer conjeturas.
No cedí al desaliento, sino que le administré ese laxante que en muchas ocasiones
actúa de forma muy venturosa sobre la lengua y que no es otro que una propina.
El criado se quedó mirando el napoleón de su mano y luego volvió la vista hacia
mí, con una sincera expresión de sorpresa.
—¡Monsieur es muy generoso!
—No hay de qué. ¿Quiénes son la dama y el caballero que han viajado en este
carruaje y a quienes, como sin duda recuerdas, mi criado y yo prestamos hoy ayuda
en una emergencia, cuando sus caballos se hallaban caídos en el suelo?
—Es el conde, y a la joven dama la llamamos la condesa; pero no sé… Puede ser
su hija.
—¿Me puedes decir dónde viven?
—Por mi honor, monsieur, que no puedo decirlo. ¡No lo sé!
—¿Que no sabes dónde vive tu amo? Seguro que sabes de él más cosas que el
nombre…
—Nada que valga la pena contar, monsieur. A mí me contrataron en Bruselas el
día mismo de la partida. Monsieur Picard, mi compañero, el mayordomo de monsieur
el conde, ha pasado muchos años a su servicio y lo sabe todo; pero no habla nunca
salvo para impartir órdenes. De su boca no he podido recoger ninguna información.
Bueno, una vez que estemos en París, espero enterarme rápidamente de todo. Pero
ahora sé de ellos más o menos lo que usted, monsieur.
—¿Y dónde está monsieur Picard?
—Ha ido al cuchillero a que le afilen las cuchillas. Pero no creo que le vaya a
contar nada.
Fue aquélla una cosecha bastante pobre para tan dorada siembra. Creo que aquel
hombre decía la verdad, y que me habría revelado con toda honestidad los secretos de
aquella familia de haber estado al corriente de alguno. Me despedí cortésmente y
volví a subir las escaleras rumbo a mi habitación.
Llamé de inmediato a mi criado. Aunque lo había traído conmigo de Inglaterra,
había nacido en Francia; era un tipo habilidoso y vivaracho y, por supuesto, estaba
perfectamente al corriente de los usos y costumbres de sus compatriotas.
—St. Clair, cierra la puerta y ven aquí. No podré descansar hasta que no descubra
algo sobre esas personas linajudas que tienen sus aposentos debajo de los míos. Toma
quince francos; busca a los criados a los que hemos echado hoy una mano; toma con
ellos un petit soupery ven luego a contarme toda su historia. Ya me he entrevistado
con uno de los dos, que no sabe nada y así me lo ha hecho saber. El otro, cuyo
nombre he olvidado ahora, es el mayordomo del noble desconocido, y lo sabe todo. A
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ése le deberás sonsacar todas las cosas que puedas. Por supuesto, es el venerable
gentilhombre, y no la joven dama que lo acompaña, el que me interesa sobre todo.
¿Comprendido? Y ahora, márchate ya. ¡Vuela! Y vuelve con todo tipo de pormenores
y circunstancias interesantes, que me muero por conocerlos.
Era un encargo que se adecuaba a las mil maravillas a los gustos y temperamento
de mi digno St. Clair, con quien, como habrán observado, me había acostumbrado a
hablar con esa familiaridad especial que la antigua comedia francesa impone entre
amo y criado.
Estoy seguro de que se burlaba de mí en secreto; pero su expresión no delataba
nada que no fuera cortesía y complacencia.
Tras varias miradas de complicidad, asentimientos y encogimientos de hombros,
se retiró; desde mi ventana vi cómo, en menos que canta un gallo, había bajado al
patio, donde poco después se hurtó a mi vista en medio de tanto carruaje estacionado.
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CAPÍTULO III
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podría olvidar… Dicho llanamente, todo aquello estaba hecho con la vaga, vaguísima
esperanza de que aquellos ojos pudieran posarse en el irreprochable atavío de un
esclavo melancólico y conservaran la imagen quizá con una secreta aprobación.
Mientras ultimaba los preparativos, la luz vino a faltarme; desapareció el último
rayo horizontal de sol, quedando sólo un resplandor crepuscular. Suspiré al unísono
con aquella hora melancólica y abrí la ventana de par en par; quería echar un vistazo
antes de bajar. Noté que la ventana debajo de la mía estaba también abierta, pues oí
dos voces conversando, aunque no pude distinguir qué estaban diciendo.
La voz masculina era muy curiosa; era, como ya les he contado, atiplada y nasal.
Por supuesto, la reconocí al instante. Y la voz que le contestaba hablaba con un tono
dulce que también reconocí al punto. El diálogo duró sólo un minuto; la desagradable
voz masculina reía, creí, con una especie de sátira demoníaca, y luego se alejó de la
ventana, de manera que yo casi dejé de oírla.
La otra voz seguía cerca de la ventana, pero no tanto como al principio.
No era un altercado; evidentemente no había nada excitante en aquel coloquio.
¡Qué no habría dado yo para que hubiera sido una trifulca —y cuanto más violenta
mejor—, y haber podido intervenir como enmendador de entuertos y defensor de la
belleza ultrajada! Pero, ¡ay!, si un juez hubiera tenido que pronunciarse por el
carácter de los tonos que oía, aquellos dos podrían haber sido la pareja más tranquila
del mundo. Unos instantes después, la dama empezó a cantar una extraña chanson.
Huelga recordarles que la voz cantada suena más que la hablada. Así, pude distinguir
perfectamente la letra. El timbre de su voz tenía acaso exquisita dulzura
característica, creo saber, de una mezzosoprano; había una nota de patetismo y un
poco también de burla, creí detectar, en la entonación. Me he atrevido a hacer una
traducción torpe, pero fidedigna, de la letra:
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nada más, ni siquiera el murmullo de su conversación.
¡Qué voz tan encantadora la de aquella condesa! ¡Cómo modulaba, se amplificaba
y temblaba! ¡Cómo me emocionó y me trastornó! ¡Qué lástima que un viejo grajo
destemplado tuviera poder para amedrentar a semejante Filomena! ¡Qué vida tan
contradictoria!, filosofé. ¡Que una hermosa condesa, con la paciencia de un ángel, la
belleza de una Venus y el talento de todas las Musas, fuera una esclava! Seguro que
sabe quién ocupa el aposento que está encima del suyo; me ha oído subir la ventana.
Fácil adivinar a quién va dirigida su música, viejo celoso, y a quién has sospechado
que va dirigida.
Salí de mi habitación embargado por una agradable emoción y, al bajar al piso
inferior, pasé por la puerta del conde lo más despacio que pude. Había pocas
probabilidades de que la bella cantante apareciera en aquel momento. Dejé caer mi
bastón al suelo del pasillo, junto a su puerta. Pueden estar seguros de que tardé
bastante tiempo en recogerlo; pero la fortuna no me sonrió. Como no podía pasar toda
la noche en aquel pasillo recogiendo mi bastón, decidí bajar al vestíbulo.
Consulté el reloj y vi que sólo quedaba un cuarto de hora para el comienzo de la
cena.
En aquellos tiempos todo el mundo renunciaba a sus refinamientos habituales,
pues en las posadas reinaba el más completo desorden; así, podía ser que algunas
personas hicieran en tales circunstancias lo que nunca habían hecho antes. ¿Sería
posible que, por una vez, el conde y la condesa ocuparan sendos asientos en la mesa
común?
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CAPÍTULO IV
Monsieur Droqville
Mi querido Beckett:
Me permito presentarle a mi queridísimo amigo el marqués de Harmonville,
quien le explicará la índole de los servicios que quizá esté en su mano hacerle a
él y a nosotros.
Luego habló del marqués como de un hombre cuya enorme riqueza, íntimas
relaciones con las viejas familias y legítimo influjo en la corte lo hacían la persona
más adecuada para esas misiones amistosas que, para satisfacer el deseo de su
soberano y de nuestro gobierno, tan afablemente había emprendido.
Mi perplejidad no pudo ser mayor al leer acto seguido:
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Por cierto, Walton estuvo aquí ayer, y me dijo que era probable que su escaño
se encontrara seriamente amenazado; no cabe duda, dice, de que algo se está
tramando en Domwell. Sabe que me resulta muy complicado intervenir, ni aun
con la mayor cautela. Pero me permito aconsejarle que envíe enseguida a Haxton
a que averigüe qué es lo que está ocurriendo. Me temo que sea algo grave.
Debería haberle dicho antes que, por razones que entenderá después, cuando
haya hablado con él cinco minutos, el marqués —de acuerdo con todos nuestros
amigos— ha renunciado a su título durante unas semanas y que se hace llamar
simplemente monsieur Droqville.
En estos momentos me dirijo a la ciudad, y no puedo decir nada más.
Suyo afectísimo,
R***
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Monsieur Beckett me permitirá, espero, incluir su nombre en la lista de mis amigos.
Yo le agradecí sinceramente aquellas muestras de amabilidad.
Monsieur —prosiguió—, no sabe lo contento que me sentiría si lograra
convencerle para que vaya a visitarme a Claironville, Normandía, donde espero ver,
el 15 de agosto, a muchos amigos, a los que quizá le interesará conocer.
Por supuesto, le agradecí efusivamente su hospitalario ofrecimiento. Continuó:
—Por el momento no puede ver a mis amigos, por los motivos que usted supone
perfectamente, en mi casa de París. Pero monsieur tendrá seguramente la amabilidad
de hacerme saber en qué hotel piensa albergarse en París; comprobará que, aunque el
marqués de Harmonville se encuentre ausente, monsieur Droqville se va a ocupar
igualmente de usted.
Con renovadas muestras de gratitud, le facilité la información que deseaba saber.
—Y, entre tanto —prosiguió—, si se le ocurre alguna manera en la que pueda
serle útil monsieur Droqville, sepa que nuestra comunicación no se interrumpirá aquí,
y que yo dispondré las cosas de manera que pueda usted dar conmigo fácilmente.
Me sentía halagadísimo. Estaba claro que, como se suele decir, le había caído
bien al marqués. Este tipo de simpatías a primera vista suele cristalizar en amistades
de larga duración. Tal vez el marqués juzgaba prudente asegurarse de la buena
disposición del involuntario conocedor de un secreto político, por vago que éste
fuera.
Tras despedirse con su especial galanura, desapareció por la puerta que daba
acceso a la Belle Étoile.
Yo permanecí un rato en medio de la escalinata ponderando la nueva amistad que
acababa de hacer. Pero los maravillosos ojos, la estremecedora voz y la exquisita
figura de la bella dama que se había apoderado de mi imaginación volvieron a
imponerse rápidamente sobre cualquier otra consideración. Así, mi atención volvió a
centrarse en la romántica luna mientras bajaba los escalones. Avancé por mitad de la
calle entre extraños objetos y entre casas antiguas y pintorescas, en un estado de
ensoñación y de reflexión.
A los pocos minutos me hallaba de nuevo en el patio de la posada, donde ahora
reinaba la calma. El lugar ruidoso de una o dos horas antes estaba ahora
completamente en silencio y vacío, salvo algunos carruajes desperdigados. Tal vez en
aquellos momentos se encontraba cenando la servidumbre. Me sentía especialmente a
gusto en medio de aquella soledad y, sin que nadie me estorbara, dirigí mis pasos
hacia el coche de mi amada, bañado también por la luz de la luna. Permanecí un rato
ante él, lo circunvalé. Me estaba comportando de la manera necia y sentimental cómo
se comporta un adolescente con ocasión de su primer amor. Las cortinas del vehículo
estaban echadas, y las portezuelas, supuse, cerradas con llave. La claridad de la luna
prestaba nitidez a cada objeto y proyectaba sobre el empedrado la sombra afilada y
negra de las ruedas, los tiros y los muelles. Me planté ahora delante del blasón
pintado de la portezuela que examinara antes con luz solar. Preguntándome cuántas
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veces se habrían posado los ojos de ella en el mismo objeto, me sumí en un sueño
encantador. Detrás de mí se oyó una voz sorda:
—¡Una cigüeña roja, qué bien! La cigüeña es un ave de presa; es vigilante, rapaz
y pesca gobios. Y roja… ¡Como la sangre! Ja, ja… Un símbolo muy apropiado.
Me había vuelto y estaba mirando el rostro más pálido que jamás había visto. Era
ancho, feo y torvo. Pertenecía a un oficial francés, vestido con el uniforme de faena,
de uno noventa de estatura aproximadamente. Una pronunciada cicatriz le bajaba de
la frente a la nariz, lo que hacía más siniestro aún aquel rostro repelente.
El oficial alzó la barbilla, enarcó las cejas y, con una risita burlona, agregó:
—En cierta ocasión abatí por mera diversión a una cigüeña que se creía a salvo en
las nubes. —Se encogió de hombros y esbozó una risita perversa—. Mire, monsieur,
cuando un hombre como yo, un hombre de energía, ¿comprende?, un hombre de una
extraordinaria presencia de ánimo que ha dado la vuelta a Europa debajo de una
tienda y, parbleu!, a veces sin nada que lo cobijara, decide descubrir un secreto, sacar
a la luz un delito, atrapar al ladrón, ensartar a un bandido en la punta de su espada, es
difícil que no lo consiga. ¡Ja, ja, ja! Adieu, monsieur!
Se dio bruscamente la media vuelta y salió del patio con paso marcial.
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CAPÍTULO V
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cabeza mientras esbozaba una sonrisa.
—A pesar de todo, descubrirá que hay grandes diferencias —dijo—. No cabe
duda de que cada nación tiene sus particularidades intelectuales y morales;
particularidades que, entre las clases criminales, generan un estilo de villanía no
menos peculiar. En París, la clase que vive de la Pillería es tres o cuatro veces mayor
que en Londres, y vive mucho mejor. Algunos de sus miembros hasta vive
espléndidamente. Son más ingeniosos que los granujas londinenses; son más activos
e imaginativos, Y las dotes de comediante, de las que sus compatriotas andan poco
sobrados, están aquí muy extendidas. Estos valiosísimos atributos los sitúan a un
nivel completamente diferente. Esos granujas saben adoptar los modales de las clases
distinguidas y se mueven entre el lujo como pez en el agua. La mayoría vive del
juego.
—Igual que la mayoría de los granujas londinenses.
—Sí, pero de manera muy distinta. Son habitués de ciertos lugares de juego,
billares y otros antros, entre los que destacan las carreras, donde se apuesta muy alto;
y merced a su mayor conocimiento de los juegos de azar desvalijan a los incautos
haciendo trampas, sirviéndose de compinches, sobornos y otros artificios, que varían
según el tipo de impostura. Pero aquí se hace de una manera más elaborada, y con
una finesse realmente exquisita. Hay gente cuyos modales, comportamiento y
conversación no tienen igual, y viven en casas preciosas en los barrios más elegantes,
con muebles del gusto más refinado y exquisitamente lujosos. Algunos de estos
individuos imponen respeto incluso a los burgueses parisienses, que los creen
sinceramente personas distinguidas porque sus costumbres son dispendiosas y lujosas
y sus casas son frecuentadas por extranjeros de campanillas y, en cierto modo
también, por jóvenes necios del beau monde francés. En todas estas casas se juega
fuerte. La supuesta pareja anfitriona raras veces se une al juego; se limita a facilitar a
sus cómplices la manera de desplumar a sus invitados; y es así como timan y roban a
forasteros acaudalados.
—Pero yo he oído hablar de un joven inglés, hijo de lord Rooksbury que reventó
dos mesas de juego parisienses el año pasado, sin ir más lejos.
—Veo —dijo riendo— que usted ha venido aquí a hacer lo mismo. Yo también,
cuando tenía su edad, traté de llevar a término la misma arriesgada empresa. Para
empezar, reuní una suma del orden de quinientos mil francos; esperaba hacer saltar la
banca gracias al simple procedimiento de doblar siempre la apuesta. Había oído
hablar de ello, e imaginaba que los tramposos que tenía enfrente no sabían nada al
respecto. Sin embargo, luego descubrí que no sólo estaban al corriente del truco, sino
que además habían tomado las debidas precauciones contra el mismo; y así me vi
frenado en mis planes, antes incluso de empezar la partida, por una regla que impedía
doblar la apuesta original más de cuatro veces consecutivas.
—¿Y esa regla sigue aún en vigor? —pregunté yo, descorazonado.
Mi interlocutor se encogió de hombros con una sonrisa en los labios.
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—Por supuesto que sí, mi joven amigo. La gente que vive de un arte siempre lo
entiende mejor que cualquier aficionado. Veo que usted tramó el mismo plan, y que
venía bien provisto para ello.
Le confesé que me había preparado para una empresa de mayor envergadura aún.
Venía con una bolsa de treinta mil libras esterlinas.
—Cualquier conocido de mi queridísimo amigo lord R*** me interesa; y, además
del respeto que siento hacia él, estoy encantado con usted; así que le ruego perdone
mis preguntas y mis consejos tal vez demasiado indiscretos.
Le di mis más sinceras gracias por su valiosísimo consejo y le rogué tuviera la
amabilidad de darme cuantos consejos se le ocurrieran.
—Pues, si quiere un buen consejo —dijo—, deje el dinero en el banco en que
esté. No arriesgue ni un solo napoleón en una casa de juego. La noche que decidí
saltar la banca perdí entre siete mil y ocho mil libras. Para mi siguiente aventura
conseguí introducirme en una de esas elegantes casas de juego que pasan por ser
mansiones privadas de personas de distinción y me salvó de la ruina un caballero a
quien desde entonces he tratado cada vez con mayor respeto y amistad. Da la
casualidad de que dicho caballero se encuentra ahora en esta casa. He reconocido a su
criado y he ido a visitarle a sus aposentos, donde he podido comprobar que es el
mismo hombre valiente, cortés y honorable que siempre he conocido. Si no viviera
actualmente tan al margen de la vida social, habría considerado casi un deber el
presentárselo. Hace quince años habría sido el tutor ideal para usted. El caballero de
que hablo no es otro que el conde de St. Alyre. Está entroncado con una familia de
recio abolengo. Es el honor personificado, y el hombre más sensato de este mundo, si
exceptuamos una cosa.
—¿Qué cosa? —vacilé. Ahora estaba profundamente interesado.
—Pues que está casado con una criatura encantadora, a la que lleva al menos
cuarenta y cinco años, y que, aunque creo que sin ningún motivo, es terriblemente
celoso.
—¿Y la dama?
—La condesa creo que es digna en todos los sentidos de un hombre tan bueno —
contestó con un tono algo seco.
—Creo que la he oído cantar esta tarde.
—Sí, me da la impresión de que es una persona con muchas cualidades. —Tras
unos minutos de silencio, prosiguió—: En fin, no debo perderle a usted de vista, pues
me sentiría muy mal si, la próxima vez que vea usted a mi amigo lord R***, tuviera
que decirle que lo han desplumado en París. Un inglés rico como usted, con una suma
tan grande depositada en bancos de París, joven, alegre y generoso…, hay mil
vampiros y arpías que se pelearán por tener el privilegio de devorarlo.
En aquel momento recibí una especie de codazo de mi vecino de la derecha. Un
golpe accidental mientras se daba la vuelta en su asiento.
—Por el honor de un soldado, que no hay bicho viviente en esta sala que sane
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más deprisa que yo.
El tono con el que dijo esto fue seco y estentóreo, y casi me hizo saltar en mi
asiento. Al volverme reconocí al oficial cuyo rostro ancho y pálido casi me había
asustado en el patio de la posada; se limpió la boca con furor y, tras beber un trago de
Mâcon, prosiguió:
—¡Nadie! ¡No es sangre, sino licor! ¡Milagro! Aparte de la estatura, tendones,
huesos y músculos, y aparte también del valor, por todos los ángeles de la muerte que
pelearía desnudo contra un león y le arrancaría los dientes de un puñetazo y lo
azotaría con su propia cola hasta darle muerte. Digo que, aparte de estos atributos que
me han sido dados, y sin tener en cuenta que yo valgo por seis hombres en el campo
de batalla, merced a esta excepcional capacidad de cicatrización que poseo, ya
pueden destrozarme, atravesarme, despedazarme con balas de cañón, que la
naturaleza me devolverá mi integridad en menos tiempo que uno de vuestros sastres
remienda una vieja casaca. Parbleu!, caballeros, si me vieran desnudo, se reirían con
ganas… Miren mi mano, un tajo con un sable en toda la palma, hasta el hueso, que
recibí cuando intenté salvar mi cabeza, suturado con tres puntos, y cinco días después
estaba jugando a la pelota con un general inglés, prisionero en Madrid, contra los
muros del convento de Santa María de la Castidad… ¡En Arcole, por el mismísimo
Lucifer! ¡Aquello sí que fue una batalla! Cada uno de los que allí había, caballeros,
tragó en cinco minutos más humo del que se necesitaría para que se asfixiaran aquí
todos ustedes. En aquella misma ocasión recibí dos balas de mosquete en los muslos,
metralla en la pantorrilla, una lanzada en mi hombro izquierdo, un fragmento de
metralla en mi deltoides izquierdo, un bayonetazo en el cartílago de las costillas del
lado derecho, un sablazo que me arrancó una libra de carne del pecho, y el trozo
mayor de una espoleta en la frente. ¡No está mal, eh! ¡Ja, ja! Y todo eso en un
periquete. Ocho días y medio después estaba yo haciendo una marcha forzada, con un
pie descalzo, y era otra vez la vida y alma de mi compañía, y estaba más fresco que
una lechuga.
—Bravo, bravissimo! Per Bacco, ecco un galant’uomo! —exclamó con marcial
éxtasis un italiano bajito y regordete que fabricaba mondadientes y cunas de mimbre
en la isla de Nôtre Dame—. ¡Sus hazañas serán celebradas en toda Europa! ¡La
historia de estas guerras debería escribirse con su sangre!
—¡Bah! ¡No tiene importancia! —exclamó el soldado—. El otro día, en Ligny,
donde hicimos de los prusianos cien mil billones de átomos, un trozo de obús me
atravesó la pierna y me abrió una arteria. La sangre me brotaba como por una
chimenea, y en medio minuto había perdido la suficiente como para llenar un jarro.
Un minuto después debería haber expirado si no me hubiera arrancado el fajín en un
santiamén, lo hubiera atado a mi pierna por encima de la herida y hecho un par de
nudos, cortando así la hemorragia y salvando mi vida. Pero sacré bleu, caballeros,
había perdido demasiada sangre y desde entonces estoy más pálido que el culo de un
plato. Pero no importa. Todo eso son simples menudencias. La sangre está bien
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derramada, caballeros. —Dicho lo cual, se concentró en su botella de vin ordinaire.
El marqués había cerrado los ojos y me pareció resignado y asqueado todo el
tiempo que duró la escena.
—Garçon! —dijo luego el oficial, volviéndose en su silla para llamar al
camarero. Por primera vez hablaba en voz baja—. ¿Quién ha venido en ese carruaje
amarillo oscuro y negro estacionado en mitad del patio, con armas y tenantes
blasonados en la portezuela y una cigüeña más roja que mis hazañas?
El camarero no lo sabía.
El excéntrico oficial, cuya mirada se había vuelto de repente torva y grave,
parecía haber delegado en otros comensales la tarea de dirigir la conversación
general. De forma aparentemente accidental, se fijó ahora en mí.
—Perdone, monsieur —dijo—; pero ¿no le he visto por casualidad hace un rato
examinar junto a mí el escudo de armas de ese vehículo? ¿Me puede decir quién llegó
en él?
—Yo diría que el conde y la condesa de St. Alyre.
—¿Y están aquí, en la Belle Étoile? —preguntó.
—Sí, se alojan en el primer piso —contesté.
Hizo ademán de levantarse, apartando ligeramente la silla de la mesa. Pero
enseguida volvió a sentarse, y pude oírle perjurar y mascullar insultos para sus
adentros con ceño fruncido y huraño. No habría sabido decir si estaba alarmado o
furioso.
Me volví para decir un par de cosas al marqués, pero éste se había marchado.
Otras personas se habían retirado igualmente, y la partida de los comensales no tardó
en dispersarse.
Dos o tres tarugos de leña ardían en el fuego, pues la noche se había vuelto fría.
Fui a sentarme junto a la chimenea, en un gran sillón de roble esculpido que tenía un
respaldo maravillosamente alto y que parecía más viejo que Matusalén.
—Garçon —dije—. ¿Podría decirme quién es ese oficial? —Es el coronel
Gaillarde, monsieur.
—¿Viene a menudo por aquí?
—Sólo ha venido una vez antes, monsieur. Hace un año se alojó aquí durante una
semana aproximadamente.
—Es el hombre más pálido que he visto en mi vida.
—Eso es bien cierto, monsieur; más de una vez lo han confundido con un
aparecido.
—¿Me puede servir una botella de borgoña, que sea bueno de verdad? —Puedo
traerle el mejor borgoña de Francia, monsieur—. Haga el favor de poner la botella
sobre esa mesa, y un vaso al lado.
¿Puedo quedarme aquí una media hora?
—Naturalmente, monsieur.
Me sentía muy a gusto; el vino era excelente, y mi pensamiento resplandeciente y
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sereno. «¡Ah, mi bella condesa! ¿No nos vamos a conocer nunca?».
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CAPÍTULO VI
Un sable desenvainado
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de coñac.
—Me quedé dormido y he estado soñando —dije, temeroso de que se me hubiera
escapado alguna palabra ofensiva por el papel que él había desempeñado en mi sueño
—. Durante unos instantes no sabía ni quién era yo.
—Usted es el joven caballero que está hospedado encima del conde y la condesa
de St. Alyre, ¿no es cierto? —dijo entornando un ojo con aire pensativo y mirándome
fijamente con el otro ojo.
—Así lo creo; sí, así es —contesté.
—Bueno, jovencito, procure no tener sueños peores que los que ha tenido esta
noche —dijo con tono enigmático mientras meneaba la cabeza con una risita entre
dientes—. Sueños peores —repitió.
—¿Qué quiere decir el señor coronel? —pregunté.
—Estoy tratando de descubrirlo por mí mismo —dijo—; y creo que lo
conseguiré. Cuando tenga sujeta una punta del hilo entre el índice y el pulgar, por
mucho trabajo que me cueste seguiré el hilo tramo a tramo, poco a poco, de esta y esa
manera, por arriba y por abajo, de un lado a otro, hasta que todo el hilo quede bien
liado en mi pulgar y logre dar con la otra punta, con su correspondiente secreto.
Ingenioso, ¿no? ¡Más astuto que cinco zorros juntos! ¡Más despierto que una
comadreja! Parbleu! Si no me hubiera importado rebajarme, habría hecho fortuna
como espía. ¿Es bueno el vino de aquí? —dijo con una mirada inquisitiva hacia mi
botella.
—Más que bueno —dije—. ¿Quiere un vaso el señor coronel?
Tomó el mayor que encontró, lo llenó, lo alzó con una reverencia y lo bebió
despacio.
—¡Ah, bah! ¡No es de lo mejor, ni mucho menos! —exclamó con cierto
desprecio, pero volviéndolo a llenar—. Debería haberme dicho que le pidiera un
borgoña, y no le habrían traído esta pócima.
Me libré de aquel hombre tan pronto como me lo permitió la buena educación y,
calándome el sombrero, salí sin otra compañía que mi recio bastón. Visité el patio y
miré hacia las ventanas de la condesa. Por desgracia, estaban cerradas, y ni siquiera
tuve el pequeño consuelo de contemplar la misma luz que estaba contemplando en
aquel momento la hermosa dama mientras escribía, leía, o permanecía sentada en su
sillón pensando en… quienquiera que fuese.
Acepté aquella grave privación con la mayor resignación que pude y decidí darme
una vueltecita por la población. No les aburriré con efectos de luz de luna ni con las
ensoñaciones de un hombre que se ha enamorado instantáneamente de un hermoso
rostro. Diré simplemente que mi paseo duró una media hora y que, cuando volvía
dando un pequeño rodeo, me encontré en una placita bordeada de casas con gabletes
y en cuyo centro se erguía, sobre un pedestal, una estatua de piedra desgastada por
varios siglos de lluvia. Estatua que estaba mirando también un hombre delgado y
bastante alto, a quien reconocí al instante: no era otro que el marqués de Harmonville,
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que me reconoció a su vez casi inmediatamente. Dio unos pasos en mi dirección y
dijo encogiéndose de hombros y riendo:
—Le sorprenderá encontrar a monsieur Droqville mirando esa vieja figura de
piedra a la luz de la luna. Pero algo hay que hacer para matar el tiempo. Como veo,
también usted padece ennui. Estas pequeñas poblaciones de provincia… ¡Cielo santo,
qué fuerte hay que ser para vivir en ellas!… Sólo sería capaz de renegar de una buena
amistad hecha en mis años jóvenes si para cultivarla me obligaran a vivir en
semejantes lugares. Supongo que sigue usted mañana su viaje a París…
—He pedido caballos.
—Yo espero una carta, o una llegada. Cualquiera de las dos cosas me sacarían de
aquí. Pero no puedo decir cuándo se producirá ese acontecimiento.
—¿Puedo ayudarle de alguna manera para acelerar su partida? —me ofrecí.
—Me temo que no, monsieur. Pero le doy mil gracias. Es una obra en la que
todos los papeles están ya repartidos. Yo soy un simple aficionado, y sólo la amistad
me ha empujado a tomar parte en ella.
Siguió hablando un rato mientras volvíamos despacio hacia la Belle Étoile; luego
se produjo una pausa, que yo aproveché para preguntarle si sabía algo del coronel
Gaillarde.
—¡Ah, sí, cómo no! Está un poco loco; ha recibido algunas heridas peligrosas en
la cabeza. Solía dar un tostón espantoso al personal del Departamento de la Guerra.
Tiene la cabeza constantemente llena de pájaros. Le buscaron un empleo, sin ningún
cargo de responsabilidad, por supuesto; pero en su famosa campaña, Napoleón, que
no podía prescindir de nadie, lo puso al mando de un regimiento. Siempre fue un
combatiente temerario, de esos que tanto se valoraban entonces.
Hay, o había, en esta ciudad, otra posada llamada L’Écu de France. El marqués se
detuvo en su puerta, me dio las buenas noches de manera misteriosa y desapareció.
Mientras proseguía premiosamente hacia mi posada, me tropecé, en la sombra de
una hilera de álamos, con el garçon que me había servido el borgoña una hora antes.
Iba pensando en el coronel Gaillarde y, cuando el pequeño camarero pasó a mi lado,
le hice señas de que se detuviera.
—Me ha dicho antes, si no recuerdo mal, que el coronel Gaillarde paró en la Belle
Étoile durante una semana hace cierto tiempo.
—Sí, monsieur.
—¿Está en su sano juicio?
El camarero puso ojos de plato.
—Desde luego, monsieur.
—¿Nunca ha sospechado nadie que esté loco?
—Nunca, monsieur. Es un poco alborotador, pero un hombre muy astuto también.
—No sabe uno a qué atenerse —mascullé entre dientes mientras me alejaba.
Ya se veían las luces de la Belle Étoile. En la puerta, iluminado por la luna, había
un coche tirado por cuatro caballos, y en el vestíbulo estaba teniendo lugar un furioso
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altercado. Los berridos del coronel Gaillarde se imponían a cualquier otro sonido.
A casi todos los jóvenes les gusta, cuando menos, presenciar una algarada. Pero,
intuitivamente, sentí que ésta me iba a interesar a mí de manera especial. Hice
corriendo los cincuenta metros que me separaban de allí y me encontré en el
vestíbulo de la vieja posada. El actor principal de aquel extraño drama era, en efecto,
el coronel, que estaba plantado ante el viejo conde de St. Alyre, vestido con su traje
de viaje, y con su bufanda de seda negra cubriéndole la parte inferior del rostro.
Resultaba evidente que se había visto interceptado cuando se disponía a subir a su
coche. Un poco por detrás del conde estaba la condesa, también con atavío de viaje;
llevaba el rostro cubierto por su espeso velo negro, y sus delicados dedos sostenían
una rosa blanca. Imposible concebir una efigie más diabólica del odio y la furia que
la personificada por el coronel. Se le notaban en la frente sus venas nudosas, tenía los
ojos desencajados, le rechinaban los dientes y acompañaba sus denuncias estentóreas
con zapatazos contra el suelo y molinetes con su sable.
El dueño de la Belle Étoile estaba tratando de calmar al coronel. Dos camareros,
pálidos de terror, contemplaban la escena impotentes. El coronel no dejaba de berrear
manteniendo la espada en alto.
—No creía a mis ojos cuando reconocí el ave de presa roja. No podía creer que
tuvieran la audacia de viajar por la ruta nacional, alojarse en una posada honrada y
cobijarse bajo el mismo techo que otros hombres honrados. ¡Pareja de vampiros, de
lobos, de demonios! ¡Llamad a los gendarmes, deprisa! Por san Pedro y Lucifer que,
si alguno de los dos trata de salir por esa puerta, le rebanaré la cabeza.
Permanecí unos segundos estupefacto. ¡Qué oportunidad tan buena se me
brindaba! Me acerqué a la dama, la cual, con aire desencajado, me agarró del brazo.
—¡Oh, monsieur! —susurró en medio de su agitación—. Este horrible loco…
¿Qué podemos hacer? No quiere dejarnos pasar. Va a matar a mi marido.
—No tema nada, madame —contesté con romántica devoción; e,
interponiéndome entre el conde y Gaillarde, que no dejaba de lanzar invectivas, grité:
—¡Sujete su lengua y despeje el camino, rufián, matón, cobarde!
La dama dejó escapar un grito leve, que recompensó con creces el riesgo que yo
corría, mientras la espada del frenético soldado, tras una pausa de indecisión, silbaba
en el aire para abatirme.
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CAPÍTULO VII
La rosa blanca
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mil batallas, lo apoyaron contra la pared, apuntalándolo a cada lado con baúles y
almohadas, e introdujeron un vaso de coñac, que fue debidamente apuntado en su
cuenta, en su gran boca, donde por primera vez aquel delicioso elixir no fue
ingurgitado desaforadamente.
Se mandó llamar a un pequeño cirujano militar de unos sesenta años, de cabeza
calva y con gafas, que había amputado ochenta y siete piernas y brazos tras la batalla
de Eylau, y se había retirado con su espada y su sierra, sus laureles y sus escayolas a
esta su ciudad natal. Al principio creyó que el cráneo del arrojado coronel se había
fracturado; en cualquier caso había una conmoción en la sede del pensamiento, y,
pese a su extraordinaria capacidad autocurativa, había motivos sobrados para
mantenerlo fuera de combate durante al menos un par semanas.
Yo empecé a sentir cierta inquietud. Qué lástima si aquella excursión mía, en la
que iba decidido a hacer saltar bancas y romper corazones (y, como ven, también
cabezas), acababa en el cadalso o en la guillotina. En aquellos tiempos de
inestabilidad política no estaba claro cuál era el procedimiento en vigor para castigar
a los criminales.
El coronel fue conducido a su habitación roncando apopléjicamente.
Vi al posadero en la sala en la que habíamos cenado. Cuando se emplea algún tipo
de fuerza para conseguir un objetivo importante, no se puede andar especulando ni
escatimando medios económicos. Mejor pasarse por mil que quedarse a un milímetro
de la meta. Yo sentí esto de manera instintiva.
Pedí una botella del mejor vino que había en la posada; invité al posadero a
compartirlo conmigo, en la proporción de dos vasos a uno, y luego le dije que no
debía rechazar un insignificante souvenir de un huésped que había quedado
encantado de todo lo que había visto en la famosísima Belle Étoile. Dicho lo cual,
coloqué en su mano treinta y cinco napoleones, al tacto de los cuales su semblante,
hasta entonces poco simpático, se tornó radiante, mientras su talante distante se
trocaba en amigable; así, mientras se llevaba apresuradamente las monedas a los
bolsillos, quedaba claro que entre nosotros dos se habían instaurado unas relaciones
muy cordiales.
Inmediatamente saqué a relucir el tema de la cabeza rota del coronel. Ambos
convenimos en que, si yo no hubiera dado aquel certero bastonazo, el militar habría
decapitado a la mitad de los huéspedes de la Belle Étoile. No hubo un solo camarero
de la posada que no estuviera dispuesto a corroborar bajo juramento la veracidad de
aquella afirmación.
El lector supone sin duda que yo tenía otros motivos, además del deseo de escapar
de las fastidiosas pesquisas judiciales, para desear reanudar cuanto antes mi viaje a
París. Como comprenderá cuál no sería mi horror al saber que, ni por ruegos ni por
dinero, no había manera alguna de conseguir caballos aquella noche. El último par de
la ciudad lo había reservado el Écu de France, para un caballero que había almorzado
y cenado en la Belle Étoile y que tenía que continuar hacia París aquella misma
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noche.
¿Quién era aquel caballero? ¿Había marchado ya? ¿No se le podría convencer
para que aguardara hasta el día siguiente?
El caballero se encontraba ahora en sus habitaciones recogiendo su equipaje, y su
nombre no era otro que el de monsieur Droqville.
Subí rápidamente a mi cuarto, donde encontré a mi criado St. Clair. Al verlo, mis
pensamientos cambiaron unos instantes de rumbo.
—Y bien, St. Clair, dime ahora quién es esa dama —le conminé.
—Esa dama es la hija o esposa, no importa cuál de las dos cosas sea, del conde de
St. Alyre, el anciano caballero que ha estado tan a punto de ser troceado esta noche,
según me han referido, por la espada del general a quien monsieur ha tenido la suerte
de mandar a la cama con un buen ataque de apoplejía.
—¡Cierra el pico, idiota! Ese hombre estaba más borracho que una cuba. Está
mohíno; puede decir lo que quiera, ¿a quién le importa? Recoge todas mis cosas.
¿Dónde se hospeda monsieur Droqville?
Por supuesto que lo sabía; siempre lo sabía todo.
Media hora después, monsieur Droqville y yo viajábamos juntos rumbo a París,
en mi coche de camino y con sus caballos. Al cabo de un rato me aventuré a
preguntarle al marqués de Harmonville si la dama que acompañaba al conde era de
verdad la condesa.
—¿No tiene una hija?
—Sí; eso creo. Es una joven muy hermosa y encantadora. No puedo contestarle
con exactitud. Quizá era ella. Es hija de un matrimonio anterior. Hoy sólo he visto al
conde.
Al marqués le estaba entrando la modorra y, poco después, cayó completamente
dormido en su rincón. Yo también daba algunas cabezadas; pero el marqués dormía
como un tronco. No se despertó, y sólo durante un par de minutos, hasta la siguiente
posta, donde había tenido la suerte de conseguir caballos mandando por delante a su
criado, según me dijo.
—Perdone que sea un compañero tan aburrido —dijo—; llevaba más de sesenta
horas sin dormir. Tomaré aquí una taza de café; ya he echado un sueñecito.
Permítame que le recomiende que haga usted lo mismo: el café de aquí es realmente
bueno.
Ordenó dos tazas de café expreso y esperó con la cabeza asomada por la ventana.
—Guardaremos las tazas —dijo al camarero que le traía las tazas—. Y la bandeja.
Gracias.
Hubo un pequeño retraso mientras él abonaba aquellas cosas; luego pasó al
interior del vehículo la pequeña bandeja y me ofreció una taza de café.
Como yo le dije que no necesitaba la bandeja, él se la colocó sobre las rodillas
para que le sirviera de mesa en miniatura.
—No soporto que me esperen los camareros mientras bebo el café —dijo—. Me
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gusta saborearlo tranquilamente.
Asentí. Era realmente un café buenísimo.
—Al igual que monsieur el marqués, yo he dormido muy poco durante las dos o
tres últimas noches; y me cuesta mucho trabajo mantenerme despierto. Este café hará
maravillas en mí; ya me siento como nuevo.
Nos pusimos en marcha antes de haber apurado las tazas.
Durante un rato el café nos volvió parlanchines, y la conversación se animó.
El marqués era extremadamente simpático, además de hábil, y me hizo una
brillante y divertida descripción de la vida parisiense, con sus peligros y seducciones,
presentando su retrato de manera que se me quedaran bien grabadas algunas
enseñanzas de orden práctico.
A pesar de las historias divertidas y curiosas que contó el marqués, llenas de sal y
de colorido, me fueron entrando unas ganas terribles de dormir.
El marqués, que notó esto, se resignó afablemente a que nuestra conversación
fuera decayendo. Su ventanilla iba abierta. Primero arrojó su taza por ella, luego la
mía, y finalmente hizo lo propio con la pequeña bandeja, que oí chocar contra la
calzada. Un valioso hallazgo, a no dudarlo, para algún campesino madrugador. Me
acomodé en mi rincón; tenía mi querido souvenir —mi rosa blanca— cerca del
corazón, envuelto ahora en papel blanco. Éste me inspiraba toda una gama de sueños
románticos. Empecé a sentir el peso del sueño, pero sin llegar nunca a perder la
conciencia del todo. Desde mi rincón seguía visualizando en diagonal, con los ojos
semientornados, el interior del coche. Deseaba con todas mis fuerzas conciliar el
sueño, pero la barrera entre la vigilia y éste se me antojaba absolutamente
infranqueable, y así entré en un estado de somnolencia completamente nuevo e
indescriptible.
El marqués cogió del suelo su valija, la colocó sobre sus rodillas, la abrió y sacó
la que resultó ser una lámpara, que sujetó con dos pinzas en la ventanilla opuesta. La
encendió con una cerilla, se caló las lentes y sacó un fajo de cartas, que se puso a leer
con mucha atención.
Avanzábamos muy lentamente. En mi impaciencia, yo había empleado hasta
entonces cuatro caballos por etapa. Pero, en aquella emergencia, podíamos
considerarnos afortunados de haber encontrado dos. Con todo, la diferencia de
velocidad resultaba deprimente.
Acabó pareciéndome aburrida la visión del marqués leyendo con sus lentes
caladas, doblando y guardando las cartas una a una. Me esforcé por poner fin a
aquella imagen fatigosa, pero algo me impedía cerrar los ojos del todo. Volví a
intentarlo, pero estaba claro que había perdido la capacidad de cerrarlos.
Me habría restregado los ojos, pero ni siquiera podía mover una mano; mi
voluntad no mandaba ya sobre mi cuerpo. Descubrí que me resultaba tan difícil
mover cualquier articulación o músculo como, por ejemplo, haber intentado, por un
acto de voluntad insólito, hacer volcar el carruaje. Hasta entonces no había
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experimentado ninguna sensación de terror. Fuera lo que fuera, aquello no se podía
equiparar con una simple pesadilla. ¡Empecé a asustarme de verdad! ¿Estaría
padeciendo algún ataque?
Era horrible ver cómo mi afable compañero seguía dedicándose a sus ocupaciones
rutinarias cuando podría haber ahuyentado mis horrores con un simple sacudimiento.
Hice un esfuerzo sobrehumano por gritar; pero nada. Repetí el esfuerzo varias
veces, con el mismo resultado.
Mi compañero había vuelto a empaquetar sus cartas y estaba mirando por la
ventanilla mientras tarareaba el aria de una ópera. Echó hacia atrás la cabeza y dijo,
volviéndose hacia mí:
—Sí, ya se ven luces; llegaremos dentro de unos minutos.
Me miró más de cerca y, con una sonrisa afable, y un pequeño encogimiento de
hombros, dijo:
—¡Pobrecillo! ¡Qué cansado debe de estar! ¡Qué sueño tan profundo le ha
entrado! Cuando se detenga el coche seguro que se despertará.
Luego colocó nuevamente las cartas en la valija, la cerró, se metió las lentes en el
bolsillo y volvió a mirar por la ventana.
Entramos en una pequeña población. Supongo que serían las dos de la
madrugada. El coche se detuvo. Vi abrirse la puerta de una posada, de la que salía
luz.
—Sí, ¡qué cansado debe de estar! —exclamó tras haber esperado una respuesta de
mi parte.
Mi criado se acercó a mi portezuela y la abrió.
—Tu amo duerme profundamente. ¡Está tan cansado! Sería una crueldad
molestarle ahora. Tú y yo nos retiraremos mientras cambian los caballos, y
tomaremos un piscolabis. Le traeremos algo a monsieur Beckett, pues, en cuanto se
despierte, seguro que va a morirse de hambre.
Despabiló la llama y echó más aceite a la lámpara. Extremando el cuidado para
no despertarme, salió tras dirigirme a mí otra sonrisa amable y a mi criado otra
palabra de precaución. Lo oí conversar con St. Clair mientras entraban en la posada.
Entre tanto, yo quedaba abandonado en el mismo rincón y en la misma postura.
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CAPÍTULO VIII
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luces, el documento a que acabo de referirme; lo desplegó y, con un lápiz, empezó a
tomar rápidas notas sobre su contenido en un pequeño cuaderno de bolsillo.
Este hombre parecía trabajar con la celeridad sigilosa y fría propia de un agente
secreto.
Colocó los papeles en el mismo orden en que los había encontrado, los volvió a
meter en mi bolsillo y desapareció.
Su visita, según mis cálculos, no duró más de tres minutos. Inmediatamente
después de su desaparición oí nuevamente la voz del marqués. Entró en el coche y vi
cómo me miraba esbozando una sonrisa, medio envidiándome, creo, por un sueño tan
profundo. Ah, si hubiera sospechado…
Volvió a sumirse en la lectura y clasificación de sus papeles a la luz de la lámpara
que acababa de coadyuvar a las maquinaciones de un espía. Ahora estábamos ya
fuera de la población y proseguíamos el viaje a la misma velocidad moderada. El
lugar donde había recibido la visita de aquel agente secreto, como podríamos
denominarlo, se debía de hallar a unas dos leguas de distancia cuando de repente sentí
un extraño palpitar en un oído y la sensación de que el aire pasaba por él y se alojaba
en la garganta. Parecía como si una burbuja de aire, formada en el oído, se hinchara y
explotara en él. La tensión indescriptible del cerebro pareció ceder de inmediato; noté
un extraño zumbido en la cabeza y una especie de vibración en todos los nervios del
cuerpo, como ocurre con un miembro que, según la frase popular, se ha dormido.
Exhalé un grito y me quedé medio levantado en mi asiento, donde me dejé caer luego
temblando, con una sensación de debilidad mortal.
El marqués se me quedó mirando, me cogió la mano y me preguntó con aire serio
si estaba enfermo. Sólo pude contestarle con un gemido profundo.
Poco a poco el proceso de restablecimiento fue tocando a su fin; y así pude,
aunque muy débilmente, decirle lo enfermo que me había sentido. Asimismo le puse
al corriente de la violación de mis cartas durante su ausencia.
—¡Cielo santo! —exclamó—. Ese bellaco no habrá tocado mi valija…
Le dije que, por lo que yo había podido observar, podía estar tranquilo a ese
respecto. Él colocó la valija a su lado, sobre el asiento, la abrió y examinó su
contenido minuciosamente.
—Sí, no hay nada que temer. Todo en su sitio, gracias a Dios —masculló—.
Daría cualquier cosa para que ciertas personas no leyeran nunca media docena de
cartas que llevo aquí.
Luego me preguntó con gran solicitud por el mal que me había sobrevenido.
Cuando le hube contado todo, me dijo:
—Un amigo mío me dijo en cierta ocasión que era posible un ataque como el que
ha sufrido usted. A él le sobrevino a bordo de un barco, a resultas de un estado de
especial excitación. Era un hombre valiente como usted; y había tenido que hacer
valer a la vez su fuerza y su coraje. Una o dos horas después, el cansancio se apoderó
de él y pareció caer en un sueño profundo. Se sumió en un estado que luego describió
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igual que usted, lo que me hace pensar que se trata de la misma clase de ataque.
—Me alegra saber que no he sido el único. ¿Padeció una recaída?
—Traté con él después durante muchos años, y nunca me habló de tal cosa. Lo
que me sorprende es el paralelismo de las causas propiciadoras del ataque. El
inesperado y valiente combate, en condiciones tan desfavorables para usted, con un
espadachín experimentado, como es ese demente coronel de dragones, el cansancio y,
finalmente, la forma como ha cedido, como mi otro amigo, al sueño.
»Me gustaría —prosiguió— descubrir quién fue ese coquin que espió sus cartas.
Pero no vale de nada volvernos ahora porque no conseguiríamos enterarnos de nada.
Esa gente siempre actúa con mucha habilidad. Sin embargo, estoy casi convencido de
que debió de ser un agente de policía. Si se hubiera tratado de cualquier otro tipo de
facineroso, de seguro que le habría robado.
Yo hablaba muy poco, pues me sentía débil y agotado, pero el marqués seguía
distrayéndome con su amable conversación.
—Hemos intimado tanto —dijo al final— que debo recordarle que por el
momento no soy el marqués de Harmonville, sino solamente monsieur Droqville; sin
embargo, cuando lleguemos a París, aunque no pueda verle a menudo, podré serle de
gran utilidad. Le pediré que me diga el hotel en el que piensa alojarse, pues, como el
marqués está, como puede ver, de viaje, la mansión de Harmonville se encuentra por
el momento ocupada por dos o tres viejos criados, que ni siquiera deben ver a
monsieur Droqville. Sin embargo, este último ya se las ingeniará para hacerle entrar
en el palco que monsieur el marqués tiene en la ópera, así como también a otros
lugares de más difícil acceso. Y, tan pronto como concluya la misión diplomática del
marqués de Harmonville, y éste tenga libertad para mostrarse a plena luz, no excusará
a su amigo, monsieur Beckett, de cumplir su promesa de visitarlo este otoño en el
Château de Harmonville.
Como pueden imaginar, di mis más sinceras gracias al marqués.
Cuanto más nos aproximábamos a París más valoraba su protección. La
protección de un hombre tan importante, que se interesaba tan amablemente por el
desconocido con el que, por así decir, se había topado por error, podría hacer mi visita
bastante más deliciosa de lo que me había esperado.
Nada podía ser más gentil que los modales y las atenciones del marqués. Mientras
aún le daba las gracias, el coche se detuvo de repente delante del lugar donde nos
esperaban caballos de relevo y donde teníamos que separarnos.
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CAPITULO IX
Chismes y consejos
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Yo le mostré media docena de cartas, y él echó un vistazo a las señas.
—No tenga en cuenta estas cartas —dijo—. Yo mismo lo presentaré en sociedad.
Lo llevaré personalmente de casa en casa. Un amigo a su lado vale más que todas las
cartas juntas. No haga amistad ni intime con nadie hasta entonces. A ustedes, los
jóvenes, les gusta apurar hasta la última gota los placeres anónimos de una gran
ciudad antes que embarcarse en las obligaciones de la vida social. No se pierda ni
uno. Le mantendrán ocupado, día y noche, durante al menos tres semanas. Cuando
eso haya pasado, yo disfrutaré ya de toda mi libertad, y yo mismo lo introduciré en la
rutina brillante pero relativamente tranquila de la buena sociedad. Déjese en mis
manos; y recuerde que, en París, una vez que ha sido uno aceptado por el beau monde
ya no puede vivir a su aire.
Le di de nuevo las gracias y prometí seguir sus consejos al pie de la letra.
Él pareció encantado y dijo:
—Ahora le diré algunos lugares a los que debería ir. Coja un plano y escriba
letras o números sobre los puntos que le voy a indicar, y haremos así una pequeña
lista. Todos los lugares que le voy a mencionar son dignos de verse.
De esta manera metódica, y con gran cantidad de anécdotas divertidas y
escandalosas, me ofreció un catálogo y una guía, que, para una persona ávida de
novedades y placeres como yo, poseían un valor incalculable.
—Dentro de dos semanas, tal vez de una sola —dijo—, tendré el gusto de poder
ser verdaderamente útil para usted. Entre tanto, esté bien alerta. Absténgase de jugar;
le dejarían sin blanca si lo hiciera. Recuerde esto: aquí está rodeado de hábiles
estafadores y granujas de todo tipo que viven de lo que sustraen a los forasteros. No
confíe en nadie que no conozca.
Le volví a dar las gracias y le prometí sacar provecho de sus consejos. Pero mi
corazón estaba demasiado lleno de la bella dama de la Belle Étoile para permitir que
nuestra entrevista terminara sin que yo hubiera intentado saber algo más de ella. Así
pues, le pregunté por el conde y la condesa de St. Alyre, a los que había tenido la
suerte de salvar de un trance sumamente desagradable en el vestíbulo de la posada.
Pero, ¡ay!, no los había visto desde entonces. No sabía dónde paraban. Poseían
una bonita casa antigua a las afueras de París, pero él creía probable que se quedaran,
al menos unos cuantos días, en la urbe, ya que habría que hacer bastantes
preparativos, después de una ausencia tan prolongada, antes de volver a instalarse en
su hogar.
—¿Cuánto tiempo han estado fuera? —Unos ocho meses, creo.
—Son pobres, me parece haberle oído decir.
—Sí, para una persona como usted podrían considerarse pobres.
Pero, monsieur, el conde tiene unas rentas que le permiten vivir con comodidades
y hasta con elegancia, sobre todo llevando una vida tranquila y apartada en este país
barato.
—Entonces son muy felices, ¿no? —Digamos que deberían ser felices—. Y ¿qué
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se lo impide? —Él es celoso.
—Pero su mujer… No le da motivo alguno… —Me temo que sí.
—¿Cómo, monsieur?
—Siempre he pensado que es un poco demasiado…, excesivamente… —
¿Demasiado qué, monsieur?
—Demasiado bonita. Pero aunque tiene unos ojos extraordinariamente bellos,
unas facciones exquisitas y la tez más delicada del mundo, creo que es una mujer
honrada. ¿No la ha visto usted nunca?
—Vi a una dama completamente embozada en su abrigo, con un velo que le
tapaba la cara, la otra noche en el vestíbulo de la Belle Étoile, cuando le partí la
cabeza a ese individuo que estaba intimidando al anciano conde. Pero su velo era tan
tupido que no me permitió ver sus rasgos. —Respuesta ésta, como convendrán,
bastante diplomática—. Podría ser la hija del conde. ¿Se pelean?
—¿Quién, su mujer y él?
—Sí.
—Un poco.
—¿Y por qué motivo?
—Es una vieja historia: por los diamantes de ella. Son de gran valor. Valen, según
La Perelleuse, aproximadamente un millón de francos. El conde desearía venderlos
para disponer de mayor numerario, que él está dispuesto a gastar como a ella le
plazca. Pero la condesa, a quien pertenecen, se resiste a ello, y por una razón que,
quiero creer, no está capacitada para revelársela.
—Dígame, por favor, cuál es esa razón —dije, picado en mi curiosidad—,
supongo que piensa lo bella que estará con ellos cuando se case con su segundo
marido.
—¡Ah! Claro, sin duda. Pero el conde de St. Alyre es un hombre bueno, ¿no?
—Admirable, y sumamente inteligente.
—¡Cómo me gustaría que me lo presentara! Oyéndole a usted parece tan…
—Tan agradablemente casado. Pero viven completamente apartados del mundo.
Él la lleva de vez en cuando a la ópera o a alguna diversión pública; pero nada más.
—Y él debe de recordar tantas cosas del antiguo régimen, y tantos episodios de la
revolución…
—Sí, es el hombre más indicado para un filósofo como usted. Se suele quedar
dormido después de comer, pero no su esposa… Bueno, hablando en serio, le aseguro
que apenas frecuenta el beau monde y que se ha vuelto un tanto apático, al igual que
su esposa. Y nada parece interesarle a la condesa, ¡ni siquiera su marido!
El marqués se levantó para despedirse.
—No arriesgue su dinero —reiteró—. Pronto tendrá oportunidad de colocar parte
de él en un negocio muy ventajoso. Varias colecciones de cuadros realmente buenos,
pertenecientes a personas que apoyaron la restauración bonapartista, van a ser
vendidos en subasta dentro de unas semanas. Podrá hacer maravillas cuando
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comience la venta. ¡Va a haber auténticas gangas! Resérvese para ellas. Yo le
mantendré puntualmente al corriente. Quede con Dios. A propósito —dijo,
deteniéndose en seco al acercarse a la puerta—, casi me olvidaba. La semana que
viene va a haber un acontecimiento que debería entusiasmarle, pues suele escasear
bastante en Inglaterra. Me refiero a un bal masqué, organizado, según dicen, con un
esplendor aún mayor del habitual. Tendrá lugar en Versalles. Todo el mundo estará
allí; la gente se afana para conseguir invitaciones. Pero creo que podré conseguirle
una. Buenas noches. Adieu!
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CAPÍTULO X
El velo negro
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estimación de su persona.
—Por favor, no diga una palabra más; mi desconcierto ha sido sólo por usted, y
reconozco que lo he expresado en términos muy duros, que, estoy seguro, su buena
disposición sabrá perdonar. Quienes me conocen un poco mejor saben que a veces
digo muchas más cosas de las que quiero decir; y siempre lamento que me ocurra
esto. Monsieur Beckett se olvidará pronto de que su viejo amigo, monsieur Droqville,
ha perdido momentáneamente los estribos por atención a él, y así… volvemos a ser
los buenos amigos de siempre.
Sonrió como el monsieur Droqville que había conocido en la Belle Étoile y alargó
la mano, que yo tomé respetuosa y cordialmente.
Nuestra disputa pasajera había terminado dejándonos mejores amigos.
El marqués me aconsejó que reservara una cama en algún hotel de Versalles, ya
que luego encontraría problemas dada la gran demanda existente, y que lo hiciera
inclusive la mañana siguiente.
Así pues, ordené unos caballos para las once en punto, y, tras intercambiar unas
cuantas palabras más, el marqués de Harmonville me dio las buenas noches y bajó a
toda prisa las escaleras, tapándose con un pañuelo la boca y la nariz. Desde mi
ventana vi cómo subía de un brinco a su coche cerrado y desaparecía.
Al día siguiente fui a Versalles. Cuando me aproximaba a la puerta del Hôtel de
France me dije para mis adentros que no había pecado precisamente de madrugador,
sino más bien de todo lo contrario. Alrededor de la entrada se agolpaba un enjambre
de carruajes, de manera que resultaba imposible dar un paso adelante si no era a pie y
sorteando toda una legión de caballos. El vestíbulo estaba a rebosar de criados y
caballeros que gritaban al hotelero, el cual, en un estado de educada locura, aseguraba
a todos y cada uno de ellos que no había habitación ni aposento libre en todo el hotel.
Me deslicé hasta la puerta, dejando el vestíbulo a los que seguían profiriendo
gritos y súplicas con la falsa esperanza de que el propietario pudiera, si quería,
encontrarles un hueco. Subí a mi coche y me dirigí, a la máxima velocidad que
permitieron mis caballos, al Hôtel du Réservoir. Pero encontré la entrada igual de
abarrotada. El resultado fue el mismo. Aquélla era una situación irritante, pero ¿qué
se podía hacer? Mientras me hallaba en el vestíbulo de este hotel hablando con uno
de sus intendentes, mi postillón había logrado con excesivo celo hacer avanzar los
caballos, poco a poco, a medida que los otros carruajes iban retirándose; ahora se
hallaba ante la escalinata del hotel.
Aquella maniobra resultó muy útil para subir al vehículo. Pero, una vez en él,
¿cómo salir de allí? Había coches delante y detrás, y no menos de cuatro hileras al
otro lado.
Por entonces yo tenía una vista extraordinariamente buena. Si ya antes había
estado impaciente, adivinen cuáles serían mis sentimientos cuando vi pasar por el
angosto margen que quedaba al otro lado de la calzada una calesa descubierta, en la
que estaba seguro de haber reconocido a la condesa, cubierta con el velo, y a su
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marido. Su coche había tenido que aminorar la marcha debido a un carro que ocupaba
toda la anchura del camino y avanzaba con la lentitud propia de tales vehículos.
Habría sido más inteligente por mi parte saltar a la acera y dar un rodeo por
delante de los carruajes detenidos delante de la calesa. Pero, desgraciadamente, yo era
más un Murat que un Moltke y preferí una carga directa sobre mi objeto antes que
recurrir a ninguna táctica. Atravesé como una flecha el asiento trasero de un carruaje
que estaba al lado del mío, no sé cómo; hice lo propio, dando una voltereta, en una
especie de cabriolé, en la que un anciano y un perro estaban echando una cabezadita;
salté repartiendo disculpas incoherentes por encima de un coche abierto, en el que
había cuatro caballeros enfrascados en una discusión muy animada; tropecé al
apearme y caí sobre los lomos de un par de caballos, que al instante se encabritaron y
me hicieron morder el polvo de la calle.
A quienes observaran mi intrépida carga sin estar al corriente de mi secreto debí
de parecerles un demente. Por fortuna, la calesa que me interesaba había pasado antes
de la catástrofe, y, cubierto como estaba yo de polvo y con el sombrero aplastado,
pueden imaginarse que no deseaba realmente presentarme así ante el objeto de mi
quijotesca devoción.
Permanecí unos instantes en medio de una tormenta de insultos,
desagradablemente atemperados con risotadas; y, en medio de todo aquello, mientras
me esforzaba por sacudirme el polvo de la ropa con un pañuelo, oí una voz que me
resultó familiar:
—Monsieur Beckett!
Volví la cabeza y vi al marqués mirando por la ventanilla de un carruaje. Fue una
visión agradable para mí. En un periquete me encontré junto a la portezuela.
—Lo mejor es irse de Versalles —dijo—; ya ha visto que no hay ni una sola cama
libre en ninguno de los hoteles; y puedo añadir que no hay una sola habitación libre
en toda la ciudad. Pero no se preocupe: he encontrado algo para usted que le puede
convenir. Diga a su criado que me siga, y usted suba y siéntese a mi lado.
Afortunadamente, acababa de abrirse una brecha en medio de aquel
conglomerado de carruajes, y el mío estaba acercándose.
Indiqué al criado que nos siguiera, y, tras dar el marqués unas órdenes a su
cochero, nos pusimos rápidamente en movimiento.
—Le voy a llevar a un lugar confortable, cuya existencia sólo conocen muy pocos
parisienses, y donde, sabedor de cómo estaban las cosas aquí, le he reservado una
habitación. Está a menos de dos kilómetros de distancia: es una antigua posada
llamada Le Dragon Volant. Tiene usted suerte de que mi aburrida encomienda me
trajera a este lugar tan temprano.
Creo que habíamos recorrido unos dos kilómetros hasta el lado más alejado del
palacio cuando embocamos un camino viejo y estrecho, con los bosques de Versalles
a un lado, y al otro numerosos árboles viejísimos, de una altura poco frecuente en
Francia.
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Nos detuvimos ante una posada de planta antigua y maciza, construida con piedra
de Caen; su arquitectura era más rica y florida que la habitual en semejante clase de
edificios, lo que indicaba su destino original como mansión privada de alguna
persona acaudalada y, probablemente, dado que las paredes lucían numerosos
escudos de armas, también distinguida. Una especie de porche, menos antiguo que el
resto, se proyectaba hospitalariamente con un amplio y florido arco, sobre el cual,
labrado en altorrelieve de piedra, pintado y dorado, destacaba la enseña de la posada.
Era un dragón volador, con alas en rojo y oro vivos, desplegadas; la cola, color
verde claro y oro, se retorcía y anudaba infinitas veces, y acababa en una punta
bruñida y dentada como el dardo de la muerte.
—Yo no entraré, pero seguro que le parecerá un lugar confortable; en cualquier
caso, siempre es mejor que nada. Entraría gustoso con usted, pero mi anonimato me
lo impide. Ah, le agradará saber también que es una posada encantada. Al menos a mí
me habría agradado en mis años jóvenes. Pero no aluda a este espantoso hecho
cuando hable con el posadero, pues creo que es un tema que aún levanta ampollas.
Adiós. Si quiere disfrutar del baile, siga mi consejo y vaya disfrazado de dominó.
Espero dejarme caer un rato por allí; si voy, me pondré el mismo disfraz. ¿Cómo nos
reconoceremos mutuamente? Déjeme pensar… Algo que llevemos en la mano… Una
flor no valdría, pues mucha gente llevará flores. ¿Y si lleva usted una cruz roja de
unos cinco centímetros de larga —usted es inglés— cosida o sujeta en el pecho de su
dominó, y yo una blanca? Sí, eso es; y, a cualquier sala que vaya usted, sitúese cerca
de la puerta hasta que nos encontremos. Yo le buscaré en todas las puertas que
franquee; y usted hará igual, de manera que no deberíamos tardar en encontrarnos.
Así queda, pues, convenido. Yo no me divierto en tales ocasiones si no voy con una
persona joven; una persona de mi edad necesita el contagio de espíritus jóvenes y de
la compañía de alguien que disfrute de todo espontáneamente. Hasta luego. Nos
veremos esta noche.
Todo esto me lo dijo cuando yo estaba ya pie en tierra. Cerré la puerta del coche,
le dije adiós y lo vi alejarse.
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CAPÍTULO XI
El Dragón Volador
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—¡Oh! ¡El conde! ¿Está seguro? —pregunté con redoblado interés. Fue ahora el
posadero quien clavó su mirada en mí—. Completamente, monsieur. El conde de St.
Alyre. —¿Viene frecuentemente a este lugar apartado?—. No, monsieur; suele pasar
bastante tiempo fuera. —¿Y es pobre?— seguí investigando.
—Yo le pago el alquiler de esta posada. No es mucho; pero él no puede esperar
mucho tiempo —contestó con una sonrisa sarcástica.
—Sin embargo, por lo que he oído decir, no debería de ser tan pobre —proseguí.
—Dicen, monsieur, que juega mucho. Yo no lo sé. Pero sí puedo asegurarle que
no es rico. Hace unos siete meses, un pariente suyo murió muy lejos de aquí.
Enviaron el cadáver a esa mansión del conde, y él lo enterró en el cementerio de Père
Lachaise, tal y como había deseado el finado. El conde pasó unos días muy afligido,
aunque, según cuentan, recibió una buena herencia de aquella persona fallecida. Pero
el dinero no parece sentarle nunca bien.
—Es viejo, creo.
—¿Viejo? Nosotros lo llamamos «el judío errante», si olvidamos, claro, que
nunca tiene cuatro ochavos en el bolsillo. Sin embargo, monsieur, no le falta valor: se
ha casado con una mujer joven y guapa.
—¿Y quién es ella? —pregunté con subido interés—. Es la condesa de St. Alyre.
—Sí, pero imagino que podrá decirme algo más de ella. ¿Tiene cualidades?
—Tres, monsieur, por lo menos, y sumamente atractivas. —¡Ah! ¿Y cuáles son?
—Juventud, belleza y… diamantes.
Me eché a reír. Aquel viejo astuto se negaba a satisfacer mi curiosidad.
—Ya veo, amigo mío, que no se atreve a…
—A tener problemas con el conde —completó la frase—. Es cierto. Y ve,
monsieur, él podría perjudicarme de dos o tres maneras; lo mismo que yo a él. Así
pues, es mejor que cada cual se ocupe de lo suyo, y que exista una relación pacífica,
ya me entiende.
Era inútil insistir, al menos por el momento. Tal vez no tenía nada que relatar. Si
con el tiempo llegaba a persuadirme de lo contrario, podría intentar el efecto de unos
cuantos napoleones. Posiblemente él ya estaba pensando en sacar algún beneficio.
El dueño del Dragón Volador era un hombre mayor, delgado, de piel bronceada, y
de aire inteligente, decidido y claramente militar. Luego supe que había servido a las
órdenes dé Napoleón en las primeras campañas de Italia.
—Una pregunta que creo puede usted contestar sin correr ningún riesgo de
enemistad —dije—. ¿Está el conde en casa?
—Tiene muchas casas, supongo —dijo de manera evasiva—. Pero…, pero creo,
puedo decir que… está viviendo actualmente en el castillo de la Carque.
Más interesado que nunca, miré por la ventana más allá de las ondulaciones del
terreno, donde se erguía el castillo, enmarcado por un lúgubre decorado de follaje.
—Lo he visto hoy, en su carruaje, en Versalles —dije—. Nada más normal.
—Luego su coche y caballos y criados están en el castillo.
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—El coche lo aparca aquí, monsieur, y los criados los contrata para cada ocasión.
Ni uno solo duerme en el castillo. Semejante vida debe de ser terrible para madame la
condesa —apostilló.
¡El viejo roñoso!, exclamé para mis adentros. Espera sacarle los diamantes por
medio de esta tortura. ¡Qué vida! ¡Qué par de enemigos con los que tiene que
enfrentarse: los celos y el chantaje!
El caballero, tras platicar consigo mismo de esta manera, posó los ojos una vez
más en el castillo de aquel brujo y dejó escapar un suave suspiro, un suspiro de
nostalgia, resolución y amor.
¡Qué tonto era entonces! Sin embargo, cuando nos encontramos con un ángel,
¿nos volvemos acaso más sensatos al envejecer? A mí me parece que son nuestras
ilusiones las que van cambiando con el tiempo; nosotros estamos siempre igual de
locos.
_Hombre, St. Clair —exclamé al ver a mi criado entrar y ponerse a ordenar mis
cosas—, qué, ¿ya has encontrado dónde dormir?
—En el desván, monsieur, entre telarañas y, par ma foi, entre gatos y lechuzas.
Pero nos llevamos muy bien. Vive la bagatelle!
—No sabía que estuviera tan llena la posada.
—Principalmente, monsieur, los criados de las personas que tuvieron la suerte de
conseguir alojamiento en Versalles.
—¿Qué te parece el Dragón Volador?
—¿El Dragón Volador? El viejo y llameante dragón, monsieur. El diablo en
persona, si es cierto lo que cuentan. A fe de un cristiano, monsieur, que en esta casa
han tenido lugar milagros diabólicos.
—¿Qué quieres decir? ¿Ha habido aparecidos?
—Nada de eso, señor. ¡Ojalá! No. Personas que jamás han vuelto, que se
desvanecieron en presencia de media docena de testigos.
—¿Qué quieres decir, St. Clair? Oigamos la historia o milagro o lo que quiera que
sea.
—Es sólo esto, monsieur. Resulta que un antiguo escudero del finado rey
guillotinado durante la Revolución —si monsieur tiene la bondad de hacer memoria
—, al que le había permitido el emperador volver a Francia, vivió en este hotel
durante un mes y, al cabo de dicho tiempo, se esfumó, como le he dicho, ante los ojos
de media docena de testigos fidedignos… El otro era un noble ruso, de uno noventa
de estatura, el cual, mientras describía, de pie en medio de la habitación de abajo,
ante siete caballeros de probada veracidad los últimos momentos de Pedro el Grande,
sosteniendo una copa de aguardiente en la mano izquierda y su taza de café, casi
vacía, en la derecha, desapareció de manera similar. Se encontraron sus botas en el
lugar exacto que había pisado antes de desaparecer; al caballero de su derecha lo
encontraron, asombrado, con la taza de café en la mano, y al caballero de la izquierda
con la copa de aguardiente…
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—Seguro que éste se la bebió en medio de su turbación —sugerí.
—No, se conservó durante tres años entre las curiosidades de esta casa. El cura la
rompió mientras conversaba con mademoiselle Fidone, el ama de llaves, en el cuarto
de ésta; pero del noble ruso nunca más se volvió a oír. Parbleu! Cuando salgamos del
Dragón Volador espero que sea por la puerta. Todo esto lo oí contar, monsieur, al
postillón que nos trajo hasta aquí.
—Entonces tiene que ser verdad —comenté en tono jocoso. Pero estaba
empezando a sentir la melancolía del paisaje y de la estancia en la que, me
encontraba. Sin saber cómo, se había deslizado por mi cuerpo un extraño
presentimiento y tenía pocas ganas de bromear. Mi ánimo había decaído.
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CAPÍTULO XII
El mago
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Aquéllos y los de las varillas batieron las palmas repetidas veces y bailaron en
silencio alrededor del palanquín una danza curiosa y medio salvaje que, sin embargo,
en cuanto a las figuras y posturas, resultaba perfectamente acompasada. Danza que se
vio pronto acompañada de más palmas y de gritos monótonos y rítmicos.
Mientras tenía lugar esta danza, una mano se posó suavemente sobre mi brazo.
Me volví y vi a mi lado a un dominó negro con una cruz blanca.
—Qué alegría haberlo encontrado —dijo el marqués—; y precisamente en este
momento. Ésa es la mejor atracción de todas las salas. Tiene que hablar con el mago.
Hace aproximadamente una hora me tropecé con ellos más allá y formulé algunas
preguntas al oráculo. En mi vida he visto una cosa tan asombrosa. Aunque sus
respuestas hayan sido un poco veladas, no me ha quedado ninguna duda de que
conoce todos los detalles sobre la misión que tengo encomendada, que no conoce
absolutamente nadie en este mundo más que yo y dos o tres de las personas más
discretas de Francia. Nunca olvidaré la impresión que me ha producido. He visto
cómo lo consultaban también otras personas, que evidentemente han quedado
igualmente sorprendidas, y más asustadas aún si cabe que yo. He venido con el conde
de St. Alyre y la condesa (y señaló con la cabeza en dirección de una figura enjuta,
también disfrazada de dominó; era el conde).
—Venga conmigo —dijo—. Se lo presentaré.
Como pueden suponer, le seguí presuroso.
El marqués me lo presentó, sin dejar de hacer una hábil mención de mi afortunada
intervención en la Belle Étoile; el conde me colmó de cumplidos y cortesías, y dijo al
final, para mi gran contento:
—La condesa anda por aquí, dos salones más allá, charlando con su vieja amiga
la duquesa de Argensaque; iré a buscarla dentro de unos minutos para que pueda
también conocerle y agradecerle la ayuda que nos prestó con tanto valor en aquella
ocasión tan desagradable que nos tocó vivir.
—Tiene que hablar con el mago como sea —dijo el marqués al conde de St. Alyre
—. Se divertirá mucho, al igual que yo, se lo aseguro. ¡Nunca me habría esperado
semejantes respuestas! Estoy sorprendidísimo.
—¿De veras? Entonces haremos lo posible por probar también —contestó.
Los tres nos dirigimos hacia el palanquín, donde se hallaba el mago de la barba
negra.
A nuestro lado pasó un joven vestido de español que acababa de hablar con el
mago en compañía de un amigo; le oímos decir:
—¡Qué farsa tan ingeniosa! ¿Quién será el que está dentro del palanquín? ¡Parece
conocer a todo el mundo!
El conde, con su disfraz de dominó, avanzaba tieso a nuestro lado en dirección
del palanquín. Los criados chinos mantenían un círculo despejado a su alrededor y los
espectadores se arremolinaban sin sobrepasar el círculo.
Uno de estos hombres —el que con su varita dorada había encabezado la
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procesión—, extendió hacia él la mano:
—¿Quiere dinero? —le preguntó el conde.
—Oro —contestó el acólito.
El conde depositó una moneda en su mano. Al marqués y a mí se nos pidió que
hiciéramos lo propio al penetrar en el círculo; petición a la que accedimos
religiosamente.
La primera pregunta que hizo el conde fue la siguiente: —¿Soy soltero o casado?
El mago descorrió la cortina rápidamente y aplicó el oído hacia un chino
ricamente ataviado que estaba sentado en la litera. Luego, tras retirar la cabeza y
volver a cerrar la cortinilla, contestó:
—Lo segundo.
En las siguientes preguntas se observó el mismo ceremonial. El hombre de la
varita negra no era un profeta, sino un médium que se limitaba a transmitir las
contestaciones de otra persona más importante que él. Siguieron dos o tres preguntas,
cuyas respuestas parecieron divertir sobremanera al marqués, pero cuyo verdadero
significado se me hurtó por completo, pues yo no sabía prácticamente nada de la vida
y milagros del conde.
—¿Me ama mi mujer? —preguntó jocosamente.
—Todo lo que usted merece.
—¿A quién amo más en este mundo?
—A sí mismo.
—¡Ah! Yo diría que eso se puede aplicar más o menos a todo el mundo. Pero,
dejando a un lado mi propia autoestima, ¿hay algo en el mundo que yo ame más que
a mi mujer?
—Sus diamantes.
—¡Ah! —exclamó el conde.
Observé que el marqués se había echado a reír.
—¿Es cierto —preguntó el conde, cambiando de tema perentoriamente— que ha
habido una batalla en Nápoles?
—No, en Francia.
—En efecto —dijo el conde, con una mirada sarcástica a su alrededor—. ¿Y
puedo saber entre qué potencias y por qué motivo en concreto?
—Entre el conde y la condesa de St. Alyre, por un documento que suscribieron el
25 de julio de 1811.
El marqués me dijo después que aquélla era la fecha en que habían firmado su
contrato matrimonial.
El conde se quedó sin voz unos minutos (supuse que con las mejillas al rojo
carmín debajo del disfraz).
Nadie más que nosotros sabía que el interrogador era el conde de St. Alyre.
Me pareció que le costaba trabajo encontrar su siguiente pregunta, y, tal vez; que
estaba arrepentido de haberse metido en aquel berenjenal.
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De ser tal el caso, se vio rescatado por el marqués, quien, cogiéndolo de un brazo,
le susurró:
—Mire quién viene por su derecha.
Yo miré a la dirección indicada por el marqués y vi una figura chupada y desvaída
acercarse hacia nosotros. No venía enmascarado. Tenía el rostro ancho, lleno de
cicatrices, pálido. En una palabra, era el feo rostro del coronel Gaillarde, con el
uniforme de cabo de la Guardia Imperial, el brazo izquierdo ajustado de manera que
parecía amputado y la parte inferior de la manga de la guerrera vacía y prendida con
alfileres al pecho. Lucía auténticas tiras de esparadrapo en las sienes y las cejas,
donde mi bastón había dejado su marca, una marca que figuraría en lo sucesivo entre
las más honorables cicatrices de guerra.
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CAPÍTULO XIII
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cierto tiempo para llegar a ser coronel, mientras que el inglés es incuestionablemente
joven.
—Yo le cortaré la cresta a ese gallito —soltó con un juramento y una sonrisita; y
con un tono más suave preguntó—: ¿Dónde está ella?
—Suficientemente cerca para ofenderse si usted falla.
—A fe mía que tendría razón. Y usted también lleva razón, monsieur profeta. ¡Mil
gracias! ¡Adiós!
Y, mirando a su alrededor y estirando al máximo su cuello flaco, se alejó
desgarbadamente con sus cicatrices, su chaleco, sus polainas y su gorro de piel de
oso.
Entre tanto, yo había estado esforzándome por ver a la persona aposentada en el
palanquín. Sólo una vez tuve la oportunidad de un vistazo aceptablemente largo. Lo
que vi fue muy singular. El oráculo iba, como he dicho, ricamente ataviado al estilo
chino. Era un personaje mucho más importante que su intérprete, que estaba fuera.
Sus facciones parecían amplias y pesadas; tenía la cabeza inclinada hacia abajo, los
ojos cerrados y la barbilla apoyada en la pechera de su pelliza bordada. Su rostro
parecía impasible: la imagen viva de la apatía. Su carácter y pose parecían una réplica
exagerada de la inmovilidad del personaje que se comunicaba con el bullicioso
mundo exterior. Aquel rostro parecía rojo sangre; pero esa impresión era
consecuencia, deduje, de la luz que entraba por las cortinas de seda rojas. Vi,
asombrado, todo aquello como casi de un solo vistazo; no dispuse de muchos
segundos para hacer observaciones. El terreno estaba ahora despejado para mí, y el
marqués dijo:
—Adelante, amigo mío.
Le obedecí. Mientras me acercaba al mago, como llamábamos al hombre de la
varita negra, miré de reojo para ver si el conde estaba cerca.
No. Estaba unos metros más atrás. Y el marqués y él, al parecer plenamente
saciados en su curiosidad, estaban conversando de algún otro tema.
Sentí gran alivio, pues aquel sabio parecía desvelar todos los secretos de forma
inesperada; y era más que probable que algunos de los míos no le hicieran mucha
gracia al conde.
Permanecí unos segundos dubitativo. Quería probar al profeta. Un anglicano es
una rara avis en París.
—¿Cuál es mi religión? —pregunté.
—Una bella herejía —contestó el oráculo al instante—. ¿Una herejía? ¿Puedo
saber cómo se llama? —Amor.
—¡Ah! Entonces supongo que soy politeísta, y que amo a muchas mujeres.
—Sólo a una.
—Pero, en serio —pregunté, con la intención de dar a nuestro coloquio un giro
menos embarazoso—, ¿he aprendido alguna vez de memoria palabras de devoción?
—Sí.
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—¿Puede repetirlas?
—Acérquese.
Me acerqué, y apliqué el oído.
El hombre de la varita negra cerró las cortinas y susurró lenta y claramente estas
palabras, que, huelga decirlo, reconocí al instante.
Puede ser que no vuelva a verle, y que pueda olvidarlo. Váyase. Adiós. ¡Por el
amor de Dios, váyase!
Me sobresalté al oírlas. Como saben, eran las últimas palabras que me había
susurrado la condesa.
¡Santo cielo! ¡Qué cosa tan milagrosa! ¡Unas palabras con toda seguridad no
escuchadas por ningún oído terrestre más que por el mío y el de la dama que las había
pronunciado!
Miré el rostro impasible del portavoz de la varita. Nada indicaba que se hubiera
dado cuenta, ni siquiera que tuviera la menor conciencia, de que aquellas palabras
pudieran interesarme particularmente.
—¿Qué es lo que más anhelo? —pregunté, sin saber apenas lo que decía.
—El paraíso.
—Y ¿qué me impide alcanzarlo?
—Un velo negro.
¡Cada vez mayor suspense! Las respuestas me parecían indicar un conocimiento
minucioso de cada detalle de mi pequeño romance, del que ni siquiera el marqués
sabía lo más mínimo. ¡Además, yo, el interrogador, iba disfrazado de tal manera que
ni mi propio hermano me habría reconocido!
—Ha dicho usted que yo amaba a alguien. ¿Es correspondido mi amor? —Seguí
preguntando.
—Inténtelo.
Yo estaba hablando más bajo que antes, y me había acercado al hombre moreno
de la barba para que así no tuviera que elevar la voz.
—¿Me ama alguien? —repetí.
—En secreto —fue la respuesta.
—¿Mucho o poco? —insistí.
—Demasiado.
—¿Cuánto tiempo durará este amor?
—Hasta que la rosa pierda sus pétalos.
La rosa… Otra alusión…
—Y luego… ¡la oscuridad! —suspiré—. Pero hasta entonces vivo en la luz.
—La luz de unos ojos violeta.
El amor, si no es una religión, como el oráculo acababa de decir, es al menos una
superstición. ¡Cómo exalta la imaginación! ¡Cómo debilita la razón! ¡Cuán crédulos
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nos torna!
Todo aquello, de lo que, tratándose de otro, me habría reído bastante, a mí me
afectó poderosamente. Inflamaba mi ardor, casi me ofuscaba el cerebro y hasta influía
en mi conducta.
El portavoz de aquella asombrosa superchería —si es que lo era— me hizo con su
varita una señal para que me retirara, lo que yo hice con los ojos aún fijos en aquel
grupo, ahora rodeado de un aura de misterio en mi imaginación. De nuevo en el
corrillo de espectadores, lo vi levantar de repente la mano con gesto imperioso y
hacer una señal al acólito que empuñaba la varita dorada.
Éste golpeó el suelo con la varita y exclamó con voz aguda:
—El gran Confu permanecerá en silencio una hora.
Al instante, los portadores bajaron una especie de persiana de bambú, que cayó
con un ruido seco, y la aseguraron por debajo; luego, el hombre del enorme fez y
barba y varita negras empezó una especie de danza de derviche. En esto se le unieron
los hombres con las varitas doradas y, finalmente, en un corro exterior, los propios
portadores, mientras el palanquín se erigía en el centro de los círculos descritos por
estos solemnes danzarines, cuyo ritmo, poco a poco, se aceleraba, cuyos gestos se
tornaban bruscos, extraños, frenéticos, mientras el movimiento se hacía cada vez más
veloz, hasta que, al cabo, el torbellino era tal que los bailarines parecían volar a la
velocidad de una rueda de molino y, en medio de las palmas de la concurrencia y del
asombro general, los extraños actores se mezclaron con la multitud y el espectáculo,
al menos por el momento, tocó a su fin.
El marqués de Harmonville se encontraba cerca de allí, mirando al suelo y
reflexionando, a juzgar por su actitud. Al acercarme, me dijo:
—El conde acaba de irse a buscar a su mujer. Lástima que ella no estuviera aquí
para consultar al profeta; me atrevo a afirmar que habría sido divertido ver cómo
reaccionaba el conde. ¿Y si vamos en su busca? Le he pedido que le presente a la
condesa.
Con el corazón latiéndome con fuerza, acompañé al marqués de Harmonville.
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CAPÍTULO XIV
Mademoiselle de la Vallière
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condesa estaríamos en un ambiente luminoso…
¡Enigmático y turbador parlamento! ¿Qué podía yo contestar? Esta dama podría
ser, como dicen que son algunas damas, una amiga de hacer daño o una íntima amiga
de la condesa de St. Alyre. Así pues, pregunté con cautela:
—¿Qué condesa?
—Si usted me conoce, debe saber que es mi más querida amiga. ¿No es ella
hermosa?
—¡Cómo puedo saberlo! Hay tantas condesas…
—Todo el que me conoce sabe quién es mi amiga más querida. Veo que no me
conoce…
—Es usted cruel. No puedo creer que me haya equivocado. —¿Con quién estaba
usted paseando hace poco?— preguntó. —Con un caballero, un amigo— contesté.
—Ya lo he visto; sí, con un amigo, por supuesto. Pero creo que lo conozco, y me
gustaría estar segura. ¿No es por casualidad marqués?
De nuevo una pregunta que volvía a ponerme en un aprieto.
—Aquí hay demasiada gente. En un momento puede uno pasearse con una
persona y en otro con otra distinta…
—Que una persona sin escrúpulos no tenga dificultad en eludir una pregunta tan
sencilla como la mía… Sepa, pues, de una vez por todas, que nada desagrada tanto a
una persona inteligente como la desconfianza. Usted, monsieur, es un caballero
discreto, al que debo respetar en consecuencia.
—Mademoiselle me despreciaría si yo violara una confidencia.
—Pero usted no me engaña. Usted imita la diplomacia de su amigo. Yo detesto la
diplomacia. Significa fraude y cobardía. ¿No cree que lo conozco? Me refiero al
caballero con la cruz de cinta blanca en el pecho. Conozco perfectamente al marqués
de Harmonville. Ya ve para qué le ha servido su ingeniosidad.
—A esa conjetura no puedo contestar ni sí ni no.
—No está obligado. Pero ¿cuál era su motivo para mortificar a una dama?
—Eso es lo último que yo haría en este mundo.
—Usted fingió conocerme, pero no me conoce. Por capricho, indolencia o
curiosidad quiso conversar, no con una dama sino con un disfraz. Me ha admirado y
parece confundirme con otra persona. Pero ¿quién es completamente perfecto? No se
puede encontrar la verdad en esta tierra.
—Mademoiselle se ha formado una opinión errónea de mí.
—Igual que usted de mí; ahora descubre que no soy tan tonta como suponía. Yo
sé perfectamente a quién desea usted halagar con sus cumplidos y declamaciones
melancólicas, y a quién anda buscando con ese propósito.
—Dígame a quién se refiere —le supliqué.
—Con una condición.
—¿Cuál?
—Que usted confiese que he acertado si nombro a la dama.
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—Usted me atribuye propósitos poco claros —objeté—. No puedo admitir que
haya querido hablar con una dama en el tono que usted describe.
—Bueno, no insistiré en eso; prométame solamente que, si nombro a la dama,
reconocerá usted que llevo razón.
—¿Tengo que prometerlo absolutamente?
—Por supuesto que no. No hay ninguna obligación. Pero su promesa es la única
condición para que yo siga hablando con usted.
Dudé unos instantes; pero luego pensé que no tenía la más remota posibilidad de
acertar. La condesa no podía haber confesado a nadie nuestro brevísimo romance, y
era difícil que la persona disfrazada de La Vallière supiera quién era la persona
disfrazada de dominó.
—De acuerdo —dije—. Lo prometo.
—Debe prometerlo por el honor de un caballero.
—De acuerdo. Lo prometo por el honor de un caballero.
—Pues esa dama es la condesa de St. Alyre.
Yo estaba sorprendido, y desconcertado, pero recordé mi promesa y dije:
—La condesa de St. Alyre es, a no dudarlo, la dama a la que yo esperaba ser
presentado esta noche; pero le ruego que crea, por el honor de un caballero, que ella
no tiene la menor sospecha de que yo estaba buscando dicho honor, y hasta es poco
probable que se acuerde siquiera de mi existencia. Yo tuve el honor de prestarles al
conde y a ella un pequeño servicio, demasiado insignificante, me temo, para haber
merecido por su parte algo más que un ligero recuerdo.
—El mundo no es tan desagradecido como usted supone. Y, aun cuando lo fuera,
quedan aún algunos corazones que lo redimen. Yo puedo garantizarle que la condesa
de St. Alyre nunca olvida una acción amable. La condesa no muestra lo que siente;
así que es una mujer desgraciada sin que se le note.
—¿Desgraciada? Bueno, en realidad me temía que pudiera serlo. Pero, en cuanto
a lo que usted tiene la bondad de suponer, es un sueño bastante halagador.
—Le he dicho que soy la amiga de la condesa, y a ese título debo de conocer algo
de su carácter. Entre nosotras se intercambian confidencias, y yo puedo saber más de
lo que usted piensa acerca de esos servicios insignificantes cuyo recuerdo supone
usted tan fugaz.
Aquella conversación me estaba interesando cada vez más. Yo era igual de
depravado que los demás jóvenes de mi edad, y el carácter abyecto de mi propósito
me importaba un ardite ahora que se habían despertado el amor propio y todas las
pasiones que se mezclan en este tipo de romances. La imagen de la bella condesa
había vuelto a superponerse a la bonita contrapartida de La Vallière, que tenía delante
de mi. Habría dado cualquier cosa por oírle repetir solemnemente que ella se
acordaba del campeón que, por su amor, y con un bastón por única arma, se había
lanzado ante el sable de un dragón rabioso y había salido victorioso.
—¿Ha dicho que la condesa es desgraciada? —pregunté—. ¿Cuál es el motivo de
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su infelicidad?
—Muchas cosas. Su marido es viejo, celoso y tirano. ¿No le basta con esto? Y,
cuando descansa de su presencia, se siente sola.
—Pero usted es su amiga, ¿no? —sugerí.
—¿Y usted cree que le basta con una amiga? —replicó—. Sólo tiene una persona
a la que abrir su corazón.
—¿Hay espacio para otra amistad?
—Inténtelo.
—¿Cómo puedo intentarlo?
—Ella le ayudará.
—¿Cómo?
Obtuve otra pregunta por respuesta:
—¿Ha reservado habitación en alguno de los hoteles de Versalles?
—No, no me fue posible. Estoy alojado en el Dragón Volador, una posada que
limita con el parque del castillo de la Carque.
—Eso puede facilitar las cosas. No necesito preguntarle si tiene valor para una
aventura, ni si es un hombre de honor. Una dama puede confiar en usted sin miedo.
Hay pocos hombres a los que se puede conceder una entrevista como la que voy a
proponerle. Se verá con ella a las dos de la madrugada en el parque del castillo de la
Carque. ¿Qué habitación del Dragón Volador ocupa usted?
Estaba sorprendido de la audacia y decisión de aquella muchacha. ¿No estaría
burlándose de mí?
—Eso se lo puedo decir con total precisión —dije—. Según miro desde la parte
trasera de la casa, donde se encuentran mis aposentos, mi ventana es la del extremo
derecho, junto a la esquina; está en el segundo piso, contando desde la planta del
vestíbulo.
—Muy bien. Usted habrá observado, si mira al parque, dos o tres pequeñas
arboledas de castaños y tilos, que crecen tan cerca unas de otras que forman un
pequeño bosquecillo. Debe volver a su hotel, cambiarse de ropa y, guardando un
sigilo escrupuloso en cuanto a su destino, salir del Dragón Volador y saltar la tapia
del parque sin que lo vea nadie; reconocerá fácilmente el bosquecillo que le he
mencionado; allí encontrará a la condesa, que le concederá una audiencia de unos
minutos, confiando en la más escrupulosa reserva de su parte, y le explicará en unas
palabras muchas cosas que yo no estoy en condiciones de hacer aquí.
Es imposible describir lo que sentí al escuchar aquellas palabras. Estaba aturdido.
Me sobrevino la duda. No podía creer aquellas palabras tan trascendentales.
—Mademoiselle debe comprender que, si me atreviera a convencerme a mí
mismo de que semejante dicha y semejante honor están realmente destinados para mí,
mi gratitud duraría toda la vida. Pero ¿cómo voy yo a creer que mademoiselle no
habla movida más por su propia simpatía o bondad que por la certeza de que la
condesa de St. Alyre me va a conceder semejante honor?
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—Monsieur cree que no estoy, como pretendo estarlo, en el secreto que hasta
ahora él supuso que no era compartido por nadie más que por la condesa y él mismo,
o que lo estoy engañando cruelmente. Que soy la confidente de la condesa lo juro por
todo lo que tiene de entrañable un adiós susurrado. Lo juro por la última compañera
de esta flor —cogió durante unos instantes entre sus dedos un delicado capullo de
rosa blanca que se hallaba disimulado en su ramo—. Por mi buena estrella, y la de
ella, ¿o he de decir más bien por nuestra Belle Étoile? ¿No he dicho ya bastante?
—¿Bastante? —repetí—. Más que bastante. Mil gracias.
—Y, como estoy en el secreto, es obvio que soy su amiga; y, si soy su amiga,
¿considera lógico utilizar su querido nombre de esta manera? ¿Y todo para hacerle
una vulgar jugarreta a usted, un extranjero?
Mademoiselle sabrá perdonarme si considera lo mucho que valoro la posibilidad
de ver y hablar con la condesa. ¿Le extraña entonces que me muestre algo incrédulo?
Pero me ha convencido y espero sepa perdonar mi titubeo.
—¿Estará pues en el lugar que le he dicho, a las dos en punto de la madrugada?
—Con toda seguridad —contesté.
—Y, estoy convencida, monsieur no se abstendrá de hacerlo por miedo. No, no
necesita asegurármelo. Su valor está ya sobradamente probado.
—En mis actuales circunstancias, no hay ningún peligro que no esté dispuesto a
arrostrar con entusiasmo.
—¿No convendría que fuera usted ya, monsieur, a reunirse con su amigo?
—Le prometí esperarlo aquí hasta que volviera. El conde de St. Alyre dijo que
pensaba presentarme a la condesa.
—¿Y monsieur es tan ingenuo como para creerlo?
—¿Por qué no iba a creerlo?
—Porque es muy celoso y astuto. Ya verá cómo no le presenta nunca a su esposa.
Vendrá y dirá que no la ha encontrado y le prometerá presentársela en otra ocasión.
—Creo que se acerca acompañado de mi amigo. No. No viene acompañado de
ninguna dama.
—Ya se lo dije. Si esta dicha sólo le fuera a llegar a través de sus buenos oficios,
ya podría esperar sentado… Entre tanto, es mejor que no me vea a su lado.
Sospecharía que hemos estado hablando de su mujer, y eso redoblaría sus celos y su
vigilancia.
Di las gracias a mi desconocida y disfrazada amiga y, dando un pequeño rodeo,
me aproximé al conde.
Sonreí bajo mi disfraz cuando éste me aseguró que la duquesa de la Roquème
había cambiado de salón y se había llevado con ella a la condesa; pero que esperaba,
en un futuro muy próximo, tener la oportunidad de presentarnos.
Evité al marqués de Harmonville, que caminaba al lado del conde.
Temía que pudiera proponerme que lo acompañara a su casa, y no tenía ganas de
verme obligado a darle una explicación.
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Así pues, me perdí rápidamente entre la multitud y avancé lo más deprisa que
pude hacia la «Galería de los Espejos», en la dirección opuesta a la que habían
tomado el conde y mi amigo el marqués.
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CAPITULO XV
E n aquella época, las fiestas francesas tenían lugar más temprano que nuestros
modernos bailes londinenses. Consulté mi reloj. Eran algo más de las doce.
Era una noche apacible y bochornosa; a pesar de que algunos salones eran
realmente muy amplios, era imposible conseguir que la temperatura no resultara
sofocante, especialmente para personas disfrazadas. En algunos lugares la turba
resultaba incómoda, y la profusión de luces contribuía a aumentar el calor. Así pues,
me quité el disfraz, como vi hacer a otras personas a las que el misterio les importaba
tan poco como a mí. Acto seguido empecé a respirar más a gusto, y poco después oí
una voz amiga que me llamaba por mi nombre en inglés. Era Tom Whistlewick, del
de Dragones. Se había quitado el disfraz y tenía el rostro acalorado como yo. Era uno
de los héroes de Waterloo, con la gloria recién estrenada, a quienes todos los países
del mundo, salvo Francia, admiraban; y lo único negativo que yo conocía de él era su
costumbre de calmar la sed con champán siempre que acudía a bailes, fiestas, veladas
musicales y otro tipo de reuniones. Al presentarme a su amigo, monsieur
Carmaignac, observé que las palabras no le fluían con nitidez. Monsieur Carmaignac
era bajito, delgado y más tieso que un palo. Era calvo, inhalaba rapé y llevaba gafas;
como supe enseguida, desempeñaba un cargo oficial.
Tom era un tipo jocoso, astuto y difícil de entender en aquellas curiosas
condiciones. Arqueaba las cejas, retorcía los labios de forma extraña y se abanicaba
con su disfraz.
Tras intercambiar cuatro palabras corteses, observé con agrado que prefería el
silencio y se conformaba con el papel de oyente mientras charlábamos monsieur
Carmaignac y yo; con extraordinaria cautela e indecisión, se acomodó en un banco
junto a nosotros y pronto pareció tener dificultades para mantener los ojos abiertos.
—Le he oído decir —dijo el caballero francés— que se aloja en el Dragón
Volador, a una media legua de aquí. Cuando trabajaba en un departamento de policía
distinto, hace cuatro años, esa casa fue escenario de dos casos muy extraños. El
primero fue el de un acaudalado émigré, al que el emp… Napoleón había permitido
regresar a Francia. Desapareció. El segundo —igualmente extrañó— fue el de un rico
aristócrata ruso, que desapareció también de manera misteriosa.
—Mi criado —dije— me ha hecho un relato confuso de algunos acontecimientos
y, si no recuerdo mal, con las mismas personas como protagonistas; es decir, un
emigrado francés y un noble ruso. Pero como ha presentado las cosas como si se
tratara de fenómenos paranormales ó sobrenaturales no he creído ni una palabra de
cuanto me ha dicho.
—No, no se trata de casos sobrenaturales, sino simplemente inexplicables —
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puntualizó el caballero francés—. Por supuesto, se han planteado hipótesis, pero el
misterio nunca se ha dilucidado ni, que yo sepa, se han aportado pruebas
convincentes.
—Por favor, cuénteme la historia —le rogué—. Creó que tengo derecho, ya que
afecta al lugar en el que me hospedo. ¿No sospecha usted del personal de la casa?
—¡Oh! Ha cambiado de dueño desde entonces. Pero hay una habitación en
particular sobre la que parece cernerse la fatalidad.
—¿Podría describirme esa habitación?
—Ciertamente. Es una alcoba espaciosa del segundo piso con artesonado de
madera situada en la parte posterior de la casa, y en el extremo derecho según se mira
desde las ventanas.
—¡No me diga! ¡Caramba, pero si ésa es mi habitación! —exclamé con redoblado
interés, y una pizca de aprensión—. Los huéspedes en cuestión, ¿murieron ó
desaparecieron por arte de magia?
—No, no murieron. Desaparecieron como por ensalmo. Le contaré lo que pasó
con pelos y señales, pues en el primer caso fui yo quien acudió a la casa oficialmente
a hacer la investigación; y, aunque no llevé personalmente el segundo, me dejaron ver
el expediente y fui yo quien redactó la carta oficial a los familiares de los
desaparecidos, que habían solicitado al gobierno la investigación del caso. Recibimos
cartas de los parientes más de dos años después, por las que supimos que los
desaparecidos no habían vuelto a dar señales de vida.
Aspiró un poco de rapé y me miró fijamente.
—¡Ninguna señal de vida! Le referiré lo que ocurrió, según nuestras pesquisas. El
noble francés, que era el caballero de Château Blassemare, a diferencia de la mayor
parte de los emigrados, había tomado precauciones a tiempo; así, había vendido
buena parte de sus bienes antes de que la revolución avanzara tanto que hiciera inútil
dicha operación y se exilió llevándose consigo una suma de dinero considerable.
Regresó con casi medio millón de francos, que invirtió mayoritariamente en fondos
estatales franceses, dejando en Austria una suma mucho mayor en forma de tierras y
títulos mercantiles. Habrá observado que este caballero era rico y que no había
prueba alguna de que hubiera perdido dinero ni de que estuviera pasando por ningún
apuró financiero. ¿Me sigue?
Asentí con la cabeza.
—Este caballero gastaba por debajo de lo que su situación económica le habría
permitido. Poseía unos aposentos confortables en París y durante cierto tiempo se
dedicó a frecuentar los teatros y otros lugares de razonable esparcimiento. No jugaba.
Era un hombre de mediana edad, que quería pasar por más joven de lo que en
realidad era, con lo que ello supone de pequeñas vanidades; pero, por lo demás, era
una persona afable y educada que no molestaba nadie. Como ve, una persona poco
susceptible de provocar hostilidades.
—Desde luego —convine.
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—A principios del verano de 1811 obtuvo un permiso para copiar un cuadro en
uno de esos salones de pintura y vino aquí a Versalles con esta finalidad. Su obra
avanzaba lentamente. Después de cierto tiempo abandonó el hotel de Versalles y se
fue a vivir, para cambiar un poco, al Dragón Volador. Allí tomó, por decisión
personal, la habitación que casualmente le han dado a usted. Desde entonces parece
ser que pintó muy poco, y fueron raras las veces que fue a su casa de París. Una
noche le dijo al posadero del Dragón Volador que iba a París a pasar un par de días
por asuntos personales; que su criado le acompañaría, pero que se quedaba su
habitación del Dragón Volador y regresaría unos días después. Dejó allí parte de su
ropa, pero se llevó a París un baúl, su neceser y el resto del equipaje, con su criado en
la parte trasera del carruaje. ¿Me sigue, monsieur?
—Con suma atención —contesté.
—Pues bien, monsieur, llegado cerca de su casa de París, detuvo repentinamente
el carruaje y le dijo al criado que había cambiado de planes; que dormiría en otro
lugar aquella noche; que tenía un asunto muy importante que resolver en el norte de
Francia, no lejos de Ruán; que se pondría en marcha antes del amanecer y que
volvería un par de semanas más tarde. Llamó un simón, empuñó una saca de cuero
que, según contó su criado, era suficientemente grande para contener unas camisas y
un abrigo; pero que era también enormemente pesada, como él mismo pudo
comprobar, pues tuvo que sostenerla mientras su amo sacaba de la bolsa treinta y seis
napoleones, de los que el criado debía rendir cuentas a su regreso. Luego le mandó
que se marchara en el carruaje mientras él, empuñando la mencionada saca, subía al
simón. Hasta este punto, como ve, el relato es bastante claro.
—Perfectamente —convine.
—Pero ahora viene el misterio —dijo monsieur Carmaignac—. Después de esto,
que nosotros sepamos nadie volvió a ver al conde de Château Blassemare, ni
conocidos ni amigos. Luego averiguamos que, la víspera, el agente de cambio del
conde había vendido, por orden de éste, todos sus bonos franceses y le había dado su
equivalente en dinero. La razón esgrimida para esta operación concordaba con la que
había dado a su criado. Dijo que marchaba al norte de Francia para pagar algunas
deudas y que no sabía exactamente cuánto dinero iba a necesitar. La saca, cuyo
excesivo peso había extrañado al criado, contenía, a no dudarlo, una suma de oro
considerable. ¿Quiere monsieur probar mi rapé?
Me alargó su tabaquera abierta, de la que tomé un poco a modo de experimento.
—Cuando se inició la investigación —prosiguió—, se ofreció una recompensa
por cualquier información que pudiera arrojar alguna luz sobre el misterio, sobre todo
por la que pudiera facilitarnos el conductor del simón, como, por ejemplo: «me
contrató la noche del día tal, hacia las diez y media, un caballero con una saca de
cuero negro, que se había apeado de un carruaje privado y dio dinero a su criado tras
contarlo dos veces». Se presentaron unos ciento cincuenta cocheros, ninguno de los
cuales resultó ser el hombre que buscábamos. Sin embargo, obtuvimos una curiosa e
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inesperada prueba para otro caso completamente distinto. ¡Qué barbaridad! ¡Qué
ruido hace ese arlequín con su espada!
—¡Intolerable! —Convine.
El arlequín desapareció, y monsieur Carmaignac reanudó su relato:
—La información a que me refería nos la suministró un muchacho de unos doce
años que conocía al conde perfectamente, ya que le había servido varias veces como
mensajero. Afirmó que hacia las doce y media de aquella misma noche —en la que,
tome usted nota, brillaba una hermosa luna llena— fue enviado, al haberse puesto de
repente su madre con dolores, a buscar a la comadrona, que vivía a tiro de piedra del
Dragón Volador. La casa de su padre, punto de partida, se hallaba a unos dos
kilómetros de distancia de la posada, para alcanzar la cual tenía que rodear el parque
del castillo de la Carque. El camino pasa por delante del viejo cementerio de St.
Aubin, separado de éste sólo por una valla muy baja y dos o tres árboles viejos y
enormes. El muchacho se puso un poco nervioso al acercarse a este antiguo
cementerio y, a la luz brillante de la luna, vio a un hombre al que reconoció
claramente como al conde, a quien conocían con el mote de «El sonrisas». Tenía un
aspecto muy triste y estaba sentado encima de una lápida, sobre la que había también
una pistola, mientras él cargaba otra.
»El muchacho pasó por allí de puntillas, sin hacer ruido, sin apartar la vista en
ningún momento del conde de Château Blassemare, o del hombre al que había
confundido con él. No iba vestido como de costumbre, pero el testigo juró que no le
cabía la menor duda en lo que a su identidad se refería. Dijo que tenía una expresión
grave y adusta, pero que, aunque no sonreía, era la misma cara que él conocía de
sobra. De esto estaba completamente seguro. Si era él, fue la última vez que alguien
lo vio. Desde entonces no se ha vuelto a oír hablar de él. Nada se ha descubierto de él
en Ruán y alrededores. No hay pruebas de su muerte, pero tampoco hay el menor
indicio de que siga con vida.
—Es un caso realmente singular —convine; iba a hacer otro par de preguntas
cuando Tom Whistlewick, que sin que yo me diera cuenta se había levantado a dar un
paseo, volvió mucho más despierto y mucho menos achispado.
—Vamos, Carmaignac, se está haciendo tarde y debo irme, de veras, por el
motivo que le he dicho antes. Beckett, tenemos que vernos pronto.
—Siento mucho, monsieur, no poder relatarle ahora el otro caso, el del otro
inquilino de la misma habitación, un caso más misterioso y siniestro que el último,
ocurrido en el otoño del mismo año.
—¿Por qué no me hacen el honor de venir a comer conmigo mañana al Dragón
Volador?
Mientras avanzábamos por la «Galería de los Espejos», conseguí arrancarles su
promesa.
—¡Por Baco! —exclamó Whistle poco después—. Fíjense en esa pagoda, o silla
de manos o lo que quiera que sea: sigue aún donde la dejaron esos individuos, sin que
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haya nadie cerca de ella… No me explico cómo hacen para adivinarlo todo tan
diabólicamente bien. Jack Nuffles, a quien he conocido esta noche, dice que son
gitanos. ¿Dónde están, por cierto? Voy a echar un vistazo al profeta.
Lo vi tirar de las persianillas, que estaban construidas a imitación de las celosías
venecianas: cubrían las cortinas rojas del interior, pero no parecían ceder, y
Whistlewick sólo pudo mirar por debajo de una que no estaba totalmente bajada.
Al volver, nos contó lo siguiente:
—Apenas he visto al viejo. Estaba demasiado oscuro. Está cubierto de oro y rojo,
y tiene un sombrero de mandarín bordado; duerme como un lirón, ¡y por Júpiter que
huele peor que una mofeta! Aunque sólo sea por oler vale la pena acercarse… ¡Buah!
¡Puf! ¡Arg! ¡Vaya perfume! ¡Beerg!
Decliné aquella invitación tan seductora, y nos dirigimos lentamente hacia la
puerta. Me despedí de ellos, recordándoles su promesa. Así, pude subirme por fin a
mi carruaje y dirigirme sin más dilación hacia el Dragón Volador por el más apartado
de los caminos, bajo la sombra de árboles antiguos e iluminado por la suave luz de la
luna.
¡Cuántas cosas habían ocurrido en las dos últimas horas! ¡Qué variedad de
cuadros extraños y animados se habían agolpado en tan breve espacio! ¡Qué aventura
tan estupenda me esperaba!
¡Cómo contrastaba el silencioso y solitario camino iluminado por la luna con el
abigarrado torbellino de placeres a cuyo rugido, música, luces, diamantes y colores
acababa de hurtarme!
La visión de la naturaleza solitaria a aquella hora de la noche actuó como un
sedante repentino. La locura de mi empresa, y la culpabilidad que entrañaba, me
llenaron momentáneamente de remordimiento y horror. En aquel momento me habría
gustado no entrar nunca en aquel laberinto que me conducía no se sabía a dónde. Era
demasiado tarde para volverse atrás; pero la amargura ya estaba deslizándose en mi
copa, y durante varios minutos unos vagos presentimientos apesadumbraron mi
corazón. Poco más habría bastado para revelar aquel mi poco viril estado anímico a
mi vivaracho amigo Alfred Ogle o incluso al mordaz pero simpático Tom
Whistlewick.
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CAPÍTULO XVI
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—St. Clair —le dije—, voy a darme un paseo en esta noche de luna. No tardaré
más de diez minutos. No te acuestes hasta que yo vuelva. Si el paseo me gusta, podría
alargarlo un poco más.
Bajé los escalones y miré a derecha e izquierda, como quien no sabe qué
dirección tomar. Luego avancé por la carretera, contemplando ora la luna ora las
nubes blancas que se deslizaban por el otro lado, silbando todo el tiempo una
tonadilla que se me había pegado en una visita a la ópera.
A unos doscientos metros aproximadamente del Dragón Volador, dejé de
disimular: me di media vuelta y escudriñé con atención el camino, que parecía
cubierto de escarcha, y, a la luz de la luna, divisé el gablete de la vieja posada, así
como una ventana, semioculta tras el follaje, de la que salía una luz tenue.
No se oía ningún ruido de pasos ni se veía el menor rastro de figura humana. La
luz de la luna era suficiente para consultar el reloj. Faltaban sólo ocho minutos para la
hora convenida. Un tupido manto de hiedra cubría en este punto la tapia y formaba en
lo alto una especie de racimo.
Esto me facilitaba la escalada, además de servir de pantalla a mi empresa en caso
de que alguien estuviera mirando por casualidad en aquella dirección. ¡Lo conseguí!
Ya me hallaba en el parque del castillo de la Carque, como el furtivo infame que
traspasa los dominios de un señor confiado.
Ante mí se elevaba el bosquecillo designado, que parecía más negro que los
crespones de una corona fúnebre. A cada paso parecía más alto y proyectaba una
sombra cada vez más negra a mis pies. Seguí avanzando, y sentí cierto placer al
verme sumergido por completo en medio de la sombra. Ya estaba sobre los tilos
grandiosos y los castaños centenarios, y la esperanza aceleró los latidos de mi
corazón.
Este bosquecillo se abría ligeramente en el centro, donde, ceñido por una pequeña
escalinata, se erguía un templete griego o capilla, que cobijaba una estatua. Era de
mármol blanco, con columnas corintias acanaladas y vanos cubiertos de vidrio; entre
las grietas se abría paso la hierba. El moho se insinuaba en el pedestal y la cornisa, y
el mármol descolorido y añejo exhibía los estigmas de un largo abandono. A unos
metros de la escalinata, una fuente abastecida por los grandes estanques del otro lado
del castillo derramaba sus aguas con sonido metálico sobre una ancha pila de
mármol; el chorro de agua centelleaba cual lluvia de diamantes al claro de luna. La
impresión de descuido y ruina hacía más bonita aún la escena, y más triste. Yo estaba
demasiado atento al castillo, de donde debía llegar la dama, para percibir con detalle
estos efectos; pero, de manera semiconsciente, aquel decorado romántico me sugería
en cierto modo la gruta, la fuente y la aparición de Egeria.
Mientras observaba atentamente, me habló una voz por detrás, ligeramente a la
izquierda. Me volví sobresaltado: allí estaba la persona disfrazada de mademoiselle
de la Vallière que había visto unas horas antes.
—La condesa estará aquí enseguida —dijo. La joven estaba en medio del claro y
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la luz de la luna caía directamente sobre ella. Nada podía favorecerle más; su figura
parecía más graciosa y elegante que nunca—. Entre tanto, le diré algunas cosas
acerca de ella. Es una mujer desgraciada; está triste por su matrimonio con un tirano
celoso que la quiere obligar a vender sus diamantes, que valen…
—Treinta mil libras esterlinas. Lo he oído decir a un amigo. ¿Puedo ayudarla de
alguna manera en esta lucha desigual? Dígame cómo, y cuanto mayor sea el peligro o
el sacrificio, más feliz me hará. ¿Puedo ayudarla de alguna manera?
—Si desprecia el peligro, que, sin embargo, no es ningún peligro; si desprecia,
como ella, las leyes tiránicas de este mundo y es suficientemente caballeroso como
para dedicarse en cuerpo y alma a la causa de una dama, sin más recompensa que su
pobre gratitud…; si puede hacer estas cosas, claro que la puede ayudar, y ganarse así
no sólo su gratitud, sino también su amistad.
Con estas palabras, la dama disfrazada se volvió, y pareció romper a llorar. Yo me
declaré dispuesto a ser el esclavo de la condesa.
—Pero —añadí— usted me dijo que estaría aquí pronto.
—Siempre y cuando no ocurra nada imprevisto; como el conde de St. Alyre está
en casa, y vigila constantemente, es dificilísimo dar un paso sin peligro.
—¿Desea ella verme? —pregunté con tierna vacilación.
—Primero diga si ha pensado realmente en ella, más de una vez, en la aventura de
la Belle Étoile.
—Siempre la he tenido presente. Día y noche sus bellos ojos me siguen a todas
partes; su dulce voz siempre resuena en mis oídos.
—Dicen que mi voz se parece a la de ella —dijo el disfraz.
—En efecto —contesté—. Pero es sólo un parecido. ¡Ah! ¿Es entonces la mía
mejor?
—Perdóneme, mademoiselle, pero yo no he dicho eso. La de usted es una voz
muy dulce, pero se me antoja un poco más aguda.
—Un poco más chillona, quiere decir —contestó la señorita de La Vallière, me
pareció que algo picada.
—No, no más chillona: su voz no es chillona, es maravillosamente dulce; pero no
es tan patéticamente dulce como la suya.
—Eso es un prejuicio, monsieur, eso no es cierto. Hice una reverencia; no podía
contradecir a una dama.
—Veo, monsieur, que se ríe de mí. Me cree vanidosa porque pretendo en algunos
aspectos igualarme a la condesa de St. Alyre. Le desafío a que me diga que mi mano
es menos hermosa que la suya.
Dicho lo cual, se quitó el guante y alargó la mano, con la palma hacia abajo, a la
luz de la luna.
La dama parecía realmente molesta. Aquello era indigno e irritante; pues se
estaban desperdiciando unos momentos preciosos mientras manteníamos aquella
conversación insulsa, que no parecía conducir a nada.
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—¿Admite, entonces, que mi mano es tan bonita como la suya?
—No puedo admitirlo, mademoiselle —dije con la sinceridad de la impaciencia
—. No quiero entrar en comparaciones, pero la condesa de St. Alyre es a todos los
respectos la dama más hermosa que jamás han contemplado mis ojos.
La disfrazada rió primero fríamente y, luego, con cierta simpatía. Exhalando un
suspiro, exclamó:
—Le probaré lo que digo.
Y, mientras así hablaba, se retiró el disfraz, y mis ojos vieron en persona a la
condesa de St. Alyre, sonriente, confundida, tímida y más bella que nunca.
—¡Cielo santo! —exclamé—. ¡Qué monstruosamente estúpido he sido! ¡Así que
fue con madame la condesa con quien estuve hablando todo el rato en el salón!
La contemplé en silencio. Y ella, con un esbozo de sonrisa dulce y comprensiva,
me alargó la mano, que cogí y llevé a mis labios.
—No, no debe hacer eso —dijo con voz queda—. Aún no nos conocemos lo
suficiente. Creo que, aunque usted se equivocó, aún se acuerda de la condesa de la
Belle Étoile, y que es usted todo un campeón, fiel y sin miedo. Si usted hubiera
cedido al coqueteo de una rival disfrazada de mademoiselle de La Vallière, la condesa
de St. Alyre nunca habría confiado en usted ni le habría dado ninguna cita. Pero ahora
estoy segura de que es usted una persona de fiar, además de valiente. Sabe de sobra
que no me he olvidado de usted, y también que, si alguna vez arriesgara su vida por
mí, yo arrostraría igualmente cualquier peligro antes que perder a un amigo. Me
quedan sólo unos minutos. ¿Vendrá de nuevo mañana por la noche a las once y
cuarto? Yo estaré aquí a esa hora, pero no se olvide de extremar la precaución para
que nadie sospeche que ha venido aquí. Me lo debe usted, monsieur.
Yo le prometí repetidas veces que moriría antes que permitir que cualquier
imprudencia pusiera en peligro aquel secreto que daba a mi vida sentido e interés.
Cada momento me parecía más hermosa, y mi entusiasmo iba aumentando en
proporción.
—Mañana debe venir por otro camino —dijo—; y, si viniera una tercera vez,
volveríamos a cambiar. En el otro extremo del castillo hay un pequeño cementerio,
con una capilla en ruinas. Los vecinos temen pasar por allí de noche. El camino está
desierto y hay una barrera que permite acceder a este camposanto. Lo atravesará y se
encontrará a unos veinte metros de aquí, en un lugar rodeado de matorrales.
Por supuesto, le prometí observar al pie de la letra sus instrucciones.
—Llevo más de un año viviendo en un terrible estado de indecisión. Pero ha
llegado la hora de dar el paso. La mía ha sido una vida muy triste, más solitaria que la
de un claustro. No he tenido a nadie que escuchara mis confidencias, a nadie que me
aconsejara, a nadie que me liberara de los horrores de mi existencia. Pero por fin he
encontrado a un amigo valeroso y decidido. ¡Cómo olvidar la escena heroica del
vestíbulo de la Belle Étoile! ¿Ha conservado usted la rosa que le di al despedirnos?
Sí; no necesita jurarlo. Confío en usted. Richard, ¡cuántas veces he repetido en la
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soledad su nombre, que he conocido por mi criado! ¡Richard, mi héroe! ¡Oh,
Richard! ¡Oh, mi rey! ¡Cuánto le amo!
Yo la habría estrechado contra mi corazón, me habría arrojado a sus pies. Pero
aquella mujer hermosa y, debo decirlo, inconsecuente, me rechazó.
—No, no debemos desperdiciar en extravagancias estos preciosa momentos.
Comprenda mi situación. En el matrimonio no existe la indiferencia. No amar al
marido —continuó— es odiarlo. El conde, ridículo por todo lo demás, es tremendo
cuando le acometen los celos. Por eso, por favor, extreme la precaución. Finja con
todas las personas con las que hable no conocer a ninguno de los moradores del
castillo de la Carque, si alguien menciona al conde o a la condesa de St. Alyre en su
presencia; diga que no conoce a ninguno de los dos. Mañana por la noche le contaré
más cosas. Tengo motivos, que no puedo explicar ahora, para hacer cuanto estoy
haciendo ahora y cuanto voy a hacer después. Adiós. ¡Váyase ya! Déjeme sola.
Hizo con la mano un gesto perentorio para que me marchara. Musitando un
«adiós», la obedecí.
Esta entrevista no duró, creo, más de diez minutos. Volví a escalar la tapia del
parque y regresé al Dragón Volador antes de que cerraran las puertas.
Permanecí despierto en mi lecho, en medio de una fiebre de euforia. Hasta que
despuntó el día, y vino a llevarse aquella visión, vi a la bella condesa de St. Alyre,
siempre en la oscuridad, delante de mí.
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CAPÍTULO XVII
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Lachaise; que, con el permiso del conde de St. Alyre, llegaría a casa de éste (el
castillo de la Carque) hacia las diez de la noche siguiente para ser transportado desde
allí en un coche fúnebre, acompañado por cualquier miembro de la familia que
deseara asistir al entierro.
—Apenas he visto a ese pobre caballero dos veces en mi vida —dijo el conde—,
pero, como no tiene a ningún otro pariente, no puedo rechazar este encargo, por
desagradable que sea; por eso quiero acudir a la oficial de defunciones para firmar en
el libro y obtener la debida autorización para su inhumación. Pero aquí surge otro
problema. He tenido la mala suerte de torcerme el pulgar y no podré escribir durante
una semana. Sin embargo, como una firma es igual de válida que otra, la suya podría
servir tanto como la mía. Y como usted se ha ofrecido tan amablemente a
acompañarme, todo saldrá perfectamente.
Salimos del hotel. El conde me facilitó el nombre y apellido del finado, así como
la edad, la enfermedad de la que había muerto y varios otros detalles, amén de una
nota acerca del lugar exacto en el que se debía cavar la tumba (bastante sencilla); a
saber, entre dos panteones de la familia de St. Amand. El cortejo fúnebre, se decía,
llegaría dos días después, a la una y media de la madrugada. Luego me entregó el
dinero para sufragar los gastos del entierro, más un suplemento por nocturnidad. Era
bastante dinero. Yo le pregunté a nombre de quién debía ordenar que se extendiera el
recibo.
—No a mi nombre, mi querido amigo. Querían que yo me convirtiera en albacea,
y ayer escribí rechazando dicho encargo. Pero me han asegurado que, si el recibo
estuviera a mi nombre, ello me convertiría en albacea ante la ley, y ya no podría
echarme atrás. Así pues, le ruego que; si no tiene ningún reparo, se escriba el recibo a
su nombre.
Yo hice lo que me había pedido.
Cuando llegue el momento, entenderán por qué me he entretenido en contar todos
estos detalles.
Mientras yo me encargaba de las formalidades, el conde, embozado en su bufanda
de seda negra y con el sombrero calado hasta los ojos, se echó una cabezadita en un
rincón del carruaje; estado en el que me lo encontré a mi vuelta.
París había perdido su encanto para mí. Me apresuré a cumplir el pequeño asunto
que se me había encomendado, eché de menos una vez más mi tranquila habitación
del Dragón Volador, la melancolía de los bosques del castillo de la Carque y la
emocionante y embriagadora proximidad del objeto de mi pasión, a la vez loca y
reprobable.
Me detuve en la oficina de mi agente de cambio. Como ya he dicho, yo tenía una
suma líquida en mi banco. Poco me importaban los intereses de unos días, o la suma
entera, en comparación con la imagen que ocupaba mis pensamientos, cuyo brazo de
marmórea blancura me convocaba en la noche al bosquecillo de tilos y castaños del
castillo Carque. Pero había concertado con él una entrevista para aquel día y sentí
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alivio al oírle decir que era mejor dejar el dinero en manos de mi banquero unos días
más, ya que los fondos estatales franceses caerían con toda seguridad en breve plazo.
Aquella circunstancia tuvo también una incidencia directa en mis aventuras
subsiguientes.
De regreso al Dragón Volador, encontré en mi saloncito, para mi desesperación, a
mis dos invitados, de quienes me había olvidado por completo. Maldije interiormente
mi estupidez por haberme comprometido con su agradable sociedad. Pero aquello ya
no tenía remedio y unas palabras a los camareros bastaron para reparar enseguida mi
olvido.
Tom Whistlewick estaba en gran forma, y se puso casi de inmediato a contar una
historia muy extraña.
Me dijo que no sólo Versalles, sino también todo París, se hallaba en aquellos
momentos alborotado a raíz de una jugarreta indignante, y rayana en el sacrilegio,
que habían hecho a alguien la noche anterior.
La pagoda, como persistía en llamar al palanquín, había quedado en el lugar
donde la habíamos visto por última vez. Ni el mago ni su acólito ni los portadores
habían vuelto a aparecer. Terminado el baile, y después de retirarse todos los
invitados, los criados que ayudaban a apagar las luces y a cerrar las puertas la
encontraron aún allí.
Sin embargo, decidieron dejarla donde estaba hasta la mañana siguiente, pues se
suponía que para entonces sus propietarios habrían mandado a algún mensajero a
retirarlo.
Pero nadie se presentó. Entonces se ordenó a los criados que se lo llevaran de allí,
y su peso extraordinario les recordó por primera vez la presencia de su ocupante
humano, del que se habían olvidado. Forzaron la puerta, e imaginen cuál no fue la
consternación al descubrir, no a un hombre vivo, ¡sino a un muerto! Debían de haber
transcurrido tres o cuatro días desde la muerte de aquel hombre, bastante corpulento,
ataviado con túnica china y sombrero de colores. Unos dijeron que se trataba de una
farsa para insultar a los aliados, en cuyo honor se había organizado el baile. Otros
opinaron que no era más que una broma pesada y cínica que, pese a su gravedad, se
podía perdonar si se imputaba al ingenio y bufonería irreprimibles de la juventud.
Hubo incluso algunos, más proclives al misticismo, que aseguraron que el cadáver
había sido condición sine qua non para la exhibición adivinatoria, y que las
revelaciones y alusiones que tanto habían asombrado a los asistentes se habían debido
indudablemente a la necromancia.
—El asunto está en manos de la policía —observó monsieur Carmaignac—, y
ésta no es digna de su nombre si no encuentra pronto, y pone a disposición de la
justicia, a los individuos que han atentado contra el decoro y los sentimientos del
público; a no ser, por supuesto, que se trate de individuos más astutos de lo que
suelen ser los simples saltimbanquis.
Yo estaba pensando para mis adentros en lo inexplicable que había sido mi
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coloquio con el mago, tan expeditivamente tildado por monsieur Carmaignac de
«saltimbanqui»; cuando más pensaba en ello, más asombroso me parecía.
—Fue realmente una broma muy original, aunque algo sospechosa —dijo
Whistlewick.
—Ni siquiera original —dijo Carmaignac—. Casi exactamente lo mismo tuvo
lugar hará unos cien años en un baile de gala en París; y no se logró dar con los
desalmados farsantes.
Esta afirmación de monsieur Carmaignac, como descubrí después, era exacta,
pues entre mis libros de anécdotas y recuerdos franceses se encontraba aquel mismo
incidente subrayado por mi propia mano.
Mientras hablábamos de aquel asunto, vino el camarero a anunciar que la cena
estaba servida y podíamos pasar al comedor. Mis invitados se encargaron de
compensar mi relativa taciturnidad.
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CAPÍTULO XVIII
El camposanto
L a cena que nos sirvieron fue realmente buena, al igual que los vinos; a pesar de
que se trataba de una posada apartada, probablemente se comía aquí mejor que
en algunos de los más prestigiosos hoteles de París. El efecto moral que produce
cenar bien es inmenso: todos nosotros lo sentimos aquella noche. El sosiego y buen
humor que produce son más duraderos y agradables que la tumultuosa euforia de
Baco.
Mis amigos, pues, se mostraron contentos y muy locuaces, lo cual me ahorró el
trabajo de tener que hablar; y estuvieron todo el rato contando historias divertidas, a
las que, si he de ser sincero, no presté prácticamente ninguna atención, pues mis
pensamientos estaban por completo en otra parte, hasta que de repente surgió un tema
que me interesó poderosamente.
—Sí —dijo Carmaignac, prosiguiendo un hilo argumental que se me había
hurtado—. Hubo otro caso, además del noble ruso, más extraño todavía, cuyo nombre
no recuerdo ahora, aunque lo recordé precisamente esta mañana. Se había alojado en
la misma habitación. Por cierto, monsieur, ¿no piensa —añadió volviéndose hacia mí,
disimulando su seriedad con una sonrisa— cambiar de habitación ahora que hay
menos gente en la posada? Por supuesto, siempre y cuando piense usted quedarse
aquí más tiempo.
—Ah, no, gracias. Pienso cambiar de hotel, así podré pasear de noche por la
ciudad. Pero, aunque pase aquí esta noche, por lo menos, espero no sutilizarme como
los otros. Pero ha dicho usted que hay otra historia parecida relacionada también con
esa misma habitación. Oigámosla, pues. Pero bebamos antes un poco de vino.
La historia que contó fue muy curiosa.
—Este caso ocurrió —dijo Carmaignac—, si la memoria no me falla, antes que
los otros dos. A un caballero francés —ojalá pudiera recordar su nombre—, hijo de
un comerciante, que acudió a esa posada, el Dragón Volador, el posadero le dio la
habitación a la que me he referido; es decir, la que usted ocupa, monsieur. Ya había
dejado de ser joven —tenía más de cuarenta años— y distaba mucho de ser apuesto.
El personal de la posada decía que era el hombre más feo, pero también el más
bonachón, que jamás había pisado la tierra. Tocaba el violín, cantaba y escribía
poesía. Sus costumbres eran extrañas, pero espontáneas. A veces se pasaba todo el día
en su habitación escribiendo, cantando o tocando el violín, y salía por la noche a dar
un paseo. ¡Un hombre realmente excéntrico! No era un millonario, ni mucho menos,
pero tenía un modicum bonum, ya me comprenden: una cantidad cercana al medio
millón de francos. Tras consultar a su agente de cambio sobre la posibilidad de
invertir este dinero en valores extranjeros, sacó todo el dinero del banco. Ahora ya
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conoce usted su situación financiera cuando ocurrió la catástrofe.
—Por favor, llénese el vaso —dije.
—¡Saque fuerzas de este vino, monsieur, para afrontar la catástrofe! —bromeó
Whistlewick mientras se llenaba el suyo.
—Pues bien, eso fue lo último que se supo de su dinero —prosiguió Carmaignac
—. Y ahora les contaré algo acerca de su poseedor. La noche siguiente a aquella
operación financiera fue presa de un arrebato poético; mandó llamar al posadero y le
dijo que desde hacía tiempo venía meditando un poema épico, que quería empezar a
escribir aquella noche, por lo que no quería que lo molestaran bajo ningún con hasta
las nueve de la mañana. Tenía dos pares de velas, una frugal cena fría en una mesita,
suficiente papel para escribir toda La Henriada y provisión proporcional de plumas y
tinta.
»Sentado a la mesa de su despacho lo encontró el camarero, que hacia las nueve,
le llevó una taza de café; éste comentó después que había visto escribir tan deprisa
que parecía que en cualquier momento iba a empezar a arder el papel (éstas fueron
sus palabras textuales), pero ni siquiera alzó la vista; parecía estar completamente
enfrascado en su trabajo. Pero cuando volvió el camarero, una media hora después la
puerta estaba cerrada, y aquél le repitió desde el interior que no quería que lo
molestaran.
»Así pues, el garçon se marchó, y a las nueve de la mañana siguiente llamó a su
puerta y, al no recibir contestación, miró por el ojo de la cerradura. Las velas estaban
aún ardiendo; los postigos estaban cerrados, como él los había dejado. Volvió a
llamar, con mayor fuerza. Pero nadie contestó. Dio entonces parte de este continuado
y alarmante silencio al posadero, el cual, al ver que su huésped no había dejado la
llave en la cerradura buscó otra para abrir la puerta. Las velas estaban ya boqueando
en los candeleros, pero daban aún luz suficiente para constatar que el huésped había
desaparecido. La cama estaba sin deshacer, y los postigos estaban cerrados por
dentro. Alguien dijo que el escritor había salido de la habitación cerrando la puerta
por fuera y, con la llave en el bolsillo, se había marchado de la posada. Sin embargo,
aquí surgía otro problema: el Dragón Volador cerraba sus puertas a cal y canto a las
doce de la noche, y, después de esa hora, nadie podía salir de la casa sin tener la llave,
y ello dejando la puerta sin cerrar por fuera, pues ésta se atrancaba desde dentro, a no
ser que contara con la complicidad o ayuda de alguien de la casa.
»Ahora bien, ocurrió que, un rato después de atrancarse las puertas, hacia las doce
y media, un criado que no se había enterado de su orden de no ser molestado, al ver
que salía luz por el ojo de la cerradura, llamó a la puerta para saber si el poeta quería
algo. Éste contestó con cajas destempladas al inoportuno criado y lo despidió
repitiéndole la orden de que no lo molestaran durante la noche. Aquel incidente
probaba que el poeta estaba en la casa después de que se cerraran bien las puertas de
la calle. Las llaves las guardaba el propio posadero, el cual juró que las encontró
colgadas en la cabecera de su cama, en su lugar habitual, a la mañana siguiente; y que
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nadie podía haberlas cogido sin despertarlo. Que eso era lo único que podía decir. El
conde de St. Alyre, a quien pertenece esta casa, mostró gran actividad y
consternación. Pero no se descubrió nada.
—¿Y desde entonces no se ha sabido nada de ese poeta épico? —pregunté yo.
—Absolutamente nada. Nunca volvió a aparecer. Supongo que estará muerto; si
no, debe de haberse metido en algún asunto sucio, desconocido para nosotros, que lo
ha obligado a esconderse con el mayor sigilo y celeridad. Lo único que sabemos con
certeza es que, tras ocupar la habitación en la que usted duerme, se evaporó, sin que
nadie desde entonces haya sabido cómo lo hizo ni haya tenido noticias suyas.
—Usted ha mencionado tres casos —le recordé—, y todos en la misma
habitación.
—Sí, tres. Todos igualmente incomprensibles. Cuando se comete un asesinato, la
gran dificultad con que se encuentran los asesinos es cómo ocultar el cadáver. Es muy
difícil creer que alguien haya asesinado a tres personas consecutivamente en la
misma habitación y haya hecho desaparecer sus cadáveres sin dejar rastro alguno.
Luego cambiamos de tema, y el grave monsieur Carmaignac nos distrajo con un
asombroso ramillete de anécdotas escandalosas, que sus funciones en el departamento
de policía le habían permitido conocer.
Afortunadamente, mis invitados tenían sendos compromisos en París y me
dejaron hacia las diez de la noche.
Subí a mi habitación y miré en dirección del castillo de la Carque. El cielo estaba
salpicado de nubes, y el parque, a la luz intermitente de la luna, tenía un aspecto
melancólico y fantasmagórico.
Volvieron vagamente a mi mente las extrañas anécdotas referidas por monsieur
Carmaignac sobre la habitación que yo ocupaba, tiñendo de tonos oscuros las alegres
y frívolas historias que relató también. Miré alrededor de la habitación, que estaba
sumida en una oscuridad siniestra, con una sensación desagradable. Cogí mis pistolas
con una aprensión indefinible ante la eventualidad de tener que utilizarlas antes de mi
regreso. Sensación que, conviene dejarlo claro, en modo alguno enfrió mi fervor.
Nunca había sido mayor mi entusiasmo. Mi aventura me absorbía y arrobaba, al
tiempo que dejaba un poso de extrañeza y gravedad en el fondo de mi ser.
Me puse a pasear por la habitación. Ya había averiguado el lugar exacto en que se
encontraba el pequeño camposanto: aproximadamente a unos dos kilómetros de
distancia. No quería presentarme antes de tiempo.
Me deslicé en silencio, avancé lentamente por el lado izquierdo de la carretera y,
desde allí, entré en una pista más estrecha, también a mi izquierda, que, bordeando la
tapia del parque y describiendo una ruta de circunvalación, siempre bajo majestuosos
árboles viejos, pasa por delante del viejo camposanto. Éste, semioculto entre los
árboles, ocupa poco más de veinte áreas, a la izquierda del camino, y se halla situado
entre éste y el parque del castillo de la Carque.
Aquí, en este lugar fantasmal, hice una pausa y escuché. Reinaba el más completo
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silencio. Una espesa nube había oscurecido la luna, de manera que a lo sumo podía
distinguir los contornos de los objetos más próximos, y eso sólo de manera vaga; y a
veces, flotando en la negra niebla, por así decir, emergía la blanca superficie de una
lápida sepulcral.
Entre las formas que se recortaban sobre el gris metálico del horizonte,
destacaban algunos de esos arbustos o árboles que, al igual que nuestros enebros
ingleses, tienen unos dos metros de altura, la forma de un álamo en miniatura y el
oscuro follaje de un tejo. No conozco el nombre de este arbusto, pero lo he visto a
menudo en lugares particularmente fúnebres.
Descubrí que había llegado con cierto adelanto y me senté un rato en el borde de
una lápida, pues suponía que la bella condesa tenía buenas razones para no desear que
yo penetrara en los dominios del castillo antes de lo estipulado. Permanecí sentado en
ese estado de indolencia inducido por la espera, con los ojos puestos en el objeto que
estaba justo delante de mí, que tenía aquel ligero contorno negro que he descrito.
Estaba justo delante de mí, a unos doce pasos de distancia.
La luna empezó a asomar bajo la nube que la había mantenido oculta durante
aquel tiempo, y, a medida que la luz iba en aumento, el árbol que había estado
observando perezosamente empezó a adoptar una nueva forma. Ya no era un árbol,
sino un hombre de pie, inmóvil. Cuanto más clara era la luz de la luna más clara
resultaba también aquella imagen, hasta que, por fin, la distinguí con total nitidez: era
la silueta del coronel Gaillarde.
Afortunadamente, éste no miraba en mi dirección. Yo lo veía sólo de perfil, pero
no había duda alguna en cuanto a su blanco mostacho, su rostro farouche y su
desgarbado uno noventa de estatura. Allí estaba ante mí, acechando alguna señal o la
llegada de alguien, con la vista y el oído aguzados.
Si, por casualidad, volvía los ojos en mi dirección, yo sabía que debía disponerme
a reanudar inmediatamente el combate iniciado en el vestíbulo de la Belle Étoile. En
cualquier caso, ¡qué nefasta fortuna la que había apostado, en aquel lugar y momento
precisos, a un observador tan peligroso! ¡Y qué felicidad para él golpearme
duramente y al mismo tiempo echar por tierra los planes de la condesa de St. Alyre, a
la que parecía odiar!
Levantó un brazo y silbó con suavidad. Oí el sonido de otro silbido, igual de
tenue, y, para mi gran alivio, el coronel avanzó en la dirección de aquel sonido,
ampliando la distancia que existía entre nosotros con cada zancada; acto seguido, le
oí hablar, pero en un tono bajo y cauteloso.
A pesar de todo, reconocí la voz peculiar de Gaillarde.
Me deslicé sigilosamente, extremando al máximo la precaución, en la dirección
donde resultaban audibles estos sonidos.
Me pareció ver un sombrero sobresaliendo por la tapia en ruinas y luego vi otro
sombrero. Sí, vi dos sombreros conversando (las voces pertenecían a quienes los
llevaban). Ambos avanzaron, no en dirección del parque, sino del camino; yo me
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quedé tendido sobre la hierba, escudriñando por encima de una tumba, cual soldado
adelantado que espía al enemigo. Una tras otra, las figuras emergieron plenamente a
la vista al saltar la valla que había al lado del camino. El coronel, el último en
escalarla, permaneció unos instantes arriba, mirando a su alrededor, y luego saltó al
otro lado de la carretera. Oí sus pasos y el ruido de su conversación mientras se
alejaban, dándome la espalda, en la dirección opuesta al Dragón Volador.
Esperé a que aquellos sonidos se esfumaran por completo en la distancia antes de
entrar en el parque. Seguí las instrucciones que me había dado la condesa de St. Alyre
y avancé entre arbustos y matorrales hasta el punto más próximo al ruinoso templo;
una vez allí, atravesé el pequeño espacio que me separaba del lugar de la cita.
Me encontraba de nuevo bajo las gigantescas ramas de los viejos tilos y castaños;
suavemente, y con el corazón latiéndome fuertemente, me aproximé al pequeño
monumento.
La luna brillaba ahora ininterrumpidamente, derramando sus rayos sobre el
delicado follaje y moteando el verdor del suelo bajo mis pies.
Alcancé los escalones y me encontré en medio de la antañona columnata de
mármol. Ella no estaba allí ni en el santuario interior, cuyas ventanas ojivales estaban
prácticamente ocultas por pantallas de hiedra. La dama no había llegado todavía.
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CAPITULO XIX
La llave
E speré en el último peldaño, con los ojos y oídos bien abiertos. Un par de
minutos después, oí el crujir de unos ramajos; miré en aquella dirección y vi
que se acercaba entre los árboles una figura envuelta en un abrigo.
Avancé con ansiedad. Era la condesa. No habló, pero me dio la mano, y yo la
conduje al lugar donde se había desarrollado nuestra última entrevista. Ella reprimió
el ardor de mi apasionado saludo con una firmeza dulce pero perentoria. Se quitó la
capucha, se sacudió sus hermosos cabellos y, mirándome con ojos tristes y brillantes,
suspiró profundamente. Algún pensamiento terrible parecía abrumarla.
—Richard, debo hablarle con absoluta franqueza. Me encuentro en el momento
más crítico de mi vida. Estoy segura de que desea defenderme. Creo que se apiada de
mí, y hasta que me ama quizá.
Al oír aquellas palabras tuve un arranque de elocuencia, como les ocurre a los
jóvenes alocados en una situación parecida. Pero ella me mandó callar con la misma
firmeza melancólica.
—Escúcheme, mi querido amigo, y luego dígame si puede ayudarme. ¡Qué
confianza tan loca tengo en usted!, y, sin embargo, mi corazón me dice que actúo
sabiamente. Citarme aquí con usted, ¡qué gran locura parece! ¡Qué concepto tan
pobre debe de tener de mí! Pero, cuando me conozca de verdad, me juzgará con
justicia. Sin su ayuda no puedo cumplir mi propósito. Si ese propósito no se lleva a
cabo, moriré. Estoy encadenada a un hombre al que desprecio, al que detesto con toda
mi alma. He decidido huir. Tengo joyas, sobre todo diamantes, por los que me
ofrecen treinta mil libras de vuestro dinero inglés. Son de mi exclusiva propiedad,
según contrato matrimonial. Me las llevaré conmigo.
Estoy segura de que usted entiende de joyas. Estaba ordenándolas cuando llegó la
hora y le he traído ésta para enseñársela. Mire.
—¡Es magnífico! —exclamé al contemplar un collar de diamantes que,
suspendido de sus preciosos dedos, centelleaba y refulgía a la luz de la luna. Pese a la
gravedad del momento, pensé que me estaba mostrando aquella joya con el regodeo
normal con que una mujer exhibe este tipo de gemas.
—Sí —dijo—, voy a desprenderme de todas mis joyas para convertirlas en
dinero, y a romper para siempre con los antinaturales y abominables lazos que me
unen, en nombre de un sacramento, a un tirano. Un hombre joven, guapo, generoso y
valiente como usted no puede ser también rico. Richard, usted dice que me ama;
usted compartirá todo esto conmigo. Huiremos juntos a Suiza, sin dejar pistas a
nuestros perseguidores. Mis poderosos amigos intervendrán para conseguir la
separación. Entonces seré feliz por fin y podré recompensar a mi héroe.
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Ya pueden ustedes imaginarse la manera florida y vehemente en que le expresé
mi agradecimiento, le juré consagrarme a ella de por vida y le dije que dispusiera de
mí a su antojo.
—Mañana por la noche —dijo— mi marido acompañará los restos de su primo,
monsieur de St. Amand, hasta Père la Chaise. El féretro, según me ha dicho, saldrá de
aquí a las nueve y media. Usted acudirá aquí mismo a las nueve de la noche.
Yo le prometí obediencia total.
—Yo no bajaré hasta aquí a reunirme con usted. ¿Ve esa luz roja que sale de la
ventana de la torre, en la esquina del castillo?
Asentí.
—La he colocado allí para que pueda reconocerla mañana por la noche. En
cuanto vea esa luz rosácea en esa ventana, sabrá que el cortejo fúnebre ha
abandonado el castillo, y que puede acercarse sin peligro. Yo habré abierto la ventana
para que pueda entrar. Cinco minutos después, un coche tirado por cuatro caballos
nos estará esperando en la puerta de la cochera. Yo dejaré los diamantes en sus
manos, y, tan pronto como subamos al coche, dará comienzo nuestra huida.
Sacaremos por lo menos una ventaja de cinco horas, y, con nuestra energía,
estratagemas y recursos, no habrá nada que temer. ¿Está dispuesto a arrostrar todo
esto por amor a mí?
De nuevo volví a proclamarme esclavo suyo.
—Lo único que me preocupa todavía —prosiguió— es saber si podremos
convertir rápidamente los diamantes en dinero. No me atrevo a retirarlos mientras
esté mi marido en la casa.
Aquélla era la oportunidad que yo estaba esperando. Le hice saber que tenía en
poder de mi banquero una suma no inferior a treinta mil libras, y que acudiría a la cita
con aquella suma en forma de oro y billetes, evitando así el riesgo que entrañaba
vender sus diamantes de manera precipitada, a un precio seguramente inferior al que
tenían.
—¡Cielo santo! —exclamó ella con una especie de desencanto—. ¡Así que es
usted rico! Eso quiere decir que he perdido la dicha de hacer doblemente feliz a mi
generoso amigo. Bueno, no nos opongamos al destino, si está escrito que así sea.
Contribuyamos, entonces, cada cual a partes iguales. Usted aportará su dinero, y yo
mis joyas. Me produce una felicidad especial la idea de compartir nuestros recursos.
Tras esto siguió un coloquio romántico, tan subido de poesía y pasión que me
resultaría imposible reproducirlo aquí.
Y luego me dio una instrucción particular:
—He venido también provista de una llave, cuyo uso debo explicarle.
Era una doble llave: una tija larga y delgada, con un paletón a cada extremo: uno
aproximadamente del tamaño con que se abre una puerta corriente y el otro casi tan
pequeño como los que abren un estuche.
—Mañana por la noche todas las precauciones serán pocas. Cualquier
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contratiempo daría al traste con todas mis esperanzas. He sabido que ocupa la
habitación embrujada del Dragón Volador. Es precisamente la habitación que yo
habría elegido para usted. Le diré por qué. Cuentan que un hombre se encerró en ella
toda una noche y que cuando, a la mañana siguiente, fueron a preguntar por él, había
desaparecido. Yo creo que en realidad quería zafarse de sus acreedores, y, como el
dueño del Dragón Volador era por aquel entonces un sinvergüenza, lo ayudó a
esfumarse. Mi marido, que investigó el asunto, descubrió la manera en que se había
efectuado la escapada. Fue con la ayuda de esta llave. Aquí tiene un documento y un
plano en que se describe cómo se ha de proceder. Lo he cogido del escritorio del
conde. Y ahora debo confiar una vez más en su ingenio para despistar al personal del
Dragón Volador. Asegúrese de probar primero las llaves, para ver que las cerraduras
funcionan perfectamente. Yo tendré mis joyas preparadas. En cuanto a usted,
independientemente de cómo hagamos el reparto de bienes, le aconsejo que traiga el
dinero consigo porque podrían transcurrir muchos meses antes de que podamos
volver a París o revelar nuestro lugar de residencia a alguien. Y nuestros pasaportes.
Encárguese también de eso; ponga los nombres y lugares de destino que le plazcan. Y
ahora, querido Richard —prosiguió apoyando cariñosamente el brazo sobre mi
hombro y mirándome a los ojos con una pasión inefable mientras con la otra mano
apretaba la mía—, mi vida está en sus manos. He apostado todo a la carta de su
fidelidad.
Mientras pronunciaba la última palabra, palideció de repente y, como si le faltara
el aliento, exclamó:
—¡Dios mío! ¿Quién está ahí?
En aquel mismo momento dio un paso atrás y desapareció por la puerta labrada
en el mármol permaneciendo cerca de ésta al fondo de una pequeña cámara sin
tejado, tan pequeña como el propio santuario, cuya ventana estaba tapada por una
espesa pantalla de hiedra que apenas dejaba filtrarse un rayo de luz.
Yo permanecí en el umbral que ella acababa de atravesar, mirando en la dirección
en la que había lanzado aquella mirada tan angustiada. No era de extrañar que se
sintiera tan aterrorizada: cerca de nosotros, a unos quince metros de distancia, y
acercándose a paso rápido, muy claramente iluminado por la luna, se acercaban el
coronel Gaillarde y su compañero. A mí me protegían la cornisa y un trozo de pared;
pero, desconocedor de este particular, yo estaba esperando el momento en que, con
uno de sus alaridos frenéticos, se lanzara sobre mí como un loco.
Di un paso atrás, saqué del bolsillo una de mis pistolas y la armé. Estaba claro
que no me había visto.
Permanecí con el dedo en el gatillo decidido a abatirlo si se atrevía a entrar en el
lugar en que se hallaba la condesa. Aquello, a no dudarlo, habría sido un asesinato,
pero en mi fuero interno tenía la decisión completamente tomada. Una vez que nos
hemos metido en asuntos secretos y culpables, estamos más cerca de otros delitos
mayores de lo que sospechamos.
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—¡Ahí está la estatua! —exclamó el coronel con su habitual tono cortante y
discordante—. Sí, es ésa.
—¿A la que aluden las estrofas? —preguntó su compañero.
—Ni más ni menos. La examinaremos mejor la próxima vez. Bien, monsieur,
vámonos de aquí.
Y, para mi gran alivio, el bizarro coronel dio media vuelta y, de espaldas al
castillo, se alejó entre los árboles en dirección de la tapia del parque, que saltaron por
donde se divisaban los gabletes del Dragón Volador.
Encontré a la condesa presa de auténtico terror. No quiso aceptar mi insistente
invitación a acompañarla hasta el castillo. Sin embargo, la tranquilicé asegurándole
que impediría por todos los medios la posible vuelta del coronel loco. Ella se
recuperó enseguida y se despidió nuevamente con palabras dulces y pausadas. Yo me
quedé mirándola fijamente, con la llave en la mano y una agitación en el cerebro
rayana en la demencia.
Allí estaba yo, dispuesto a arrostrar todos los peligros, a desafiar todas las leyes
divinas y humanas, a asesinar si fuera necesario y a meterme en complicaciones
inextricables y horribles (¿qué me importaba a mí?), por una mujer de la que no sabía
más que era tan hermosa como imprudente.
Más de una vez he dado las gracias al cielo por la misericordia que tuvo conmigo
al guiarme por los laberintos en que estuve a punto de perderme.
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CAPÍTULO XX
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diariamente con la deliciosa condesa d’Aulnois, habría visto en aquella aparición
marchita al genius loci, al hada mala, a cuya señal se habían esfumado sucesivamente
los malhadados huéspedes de aquella habitación. Pero yo ya era mayorcito. Así y
todo, los ojos oscuros de la anciana seguían fijos en los míos, con una constancia e
inteligencia que delataban que mi secreto había sido descubierto. Me sentía
confundido y alarmado; ni siquiera se me ocurrió preguntarle qué asunto la había
llevado allí.
—Estos ojos viejos lo vieron a usted anoche en el parque del castillo.
—¿A mí? —exclamé con el mayor aire de sorpresa despreciativa que pude
afectar.
—Es inútil, monsieur. Sé bien por qué se aloja usted aquí; y yo le digo que se
marche. Deje esta casa mañana por la mañana y no vuelva nunca por aquí.
Levantó la mano que tenía libre mientras me miraba con una expresión de intenso
terror.
—Nada en esta tierra… No sé de qué me habla —contesté—. Además, ¿por qué
debería usted preocuparse por mí?
—Yo no me preocupo por usted, monsieur. Me preocupo por el honor de una
familia antigua a la que he servido en días más felices, cuando ser noble equivalía a
ser honrado por todos. Pero sé, monsieur, que hablo en vano y que usted es insolente.
Yo mantendré mi secreto, y usted el suyo; eso es todo. Pero, en cuanto al suyo, pronto
lo encontrará tan duro de guardar que no tendrá más remedio que divulgarlo.
La anciana atravesó lentamente la estancia y cerró la puerta antes de que yo
hubiera podido encontrar algo que replicar. Permanecí un buen rato inmóvil donde
ella me había dejado. Los celos del viejo conde, razoné, parecen a esta vieja arpía la
cosa más terrible de la creación. Con todo, independientemente del desdén que yo
sintiera hacia los peligros que aquella anciana había esbozado tan misteriosamente,
no resultaba en modo alguno agradable, pueden suponer bien, que un secreto tan
peligroso fuera sospechado por un extraño, y aún menos si ese extraño estaba de parte
del conde de St. Alyre.
¿No debía yo buscar por todos los medios la manera de informar a la condesa,
que había confiado en mí tan generosamente (o tan locamente, según sus propias
palabras), del hecho de que había al menos otra persona que sospechaba de nuestro
secreto? Pero, ¿no era más peligroso aún tratar de comunicarnos? ¿Qué había querido
decir la vieja arpía con aquello de «Guarde usted su secreto, que yo guardaré el
mío»?
En mi cabeza bullían mil preguntas, a cual más desconcertante. Mi aventura
parecía un viaje a través de una montaña boscosa, donde a cada paso un nuevo
duende o monstruo surge de la tierra o salta de un árbol.
Expulsé expeditivamente de mi mente aquellas dudas angustiosas y terribles. Me
aseguré de que la puerta había quedado bien cerrada, me senté a la mesa y, con una
vela a cada lado, coloqué ante mí el pergamino que contenía el croquis y notas que
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me informaban sobre cómo debía utilizar la llave.
Tras estudiarlo un buen rato, hice un reconocimiento. El rincón situado a la
derecha de la ventana estaba cortado de través por la cenefa.
Lo examiné detenidamente y, tras una pequeña presión, un pequeño trozo de
moldura cedió y reveló una cerradura. Al retirar el dedo, volvió a su lugar
nuevamente, por la acción de un muelle. Hasta ahora había interpretado con éxito mis
instrucciones. Una búsqueda parecida, junto a la puerta y justo debajo de ésta, se vio
recompensada con un descubrimiento parecido. El paletón pequeño de la llave
entraba aquí al igual que en la cerradura superior; y ahora, tras dos o tres vueltas de la
llave, se abrió una puerta en el panel, dejando al descubierto un paño de pared
desnudo y una abertura estrecha y abovedada, practicada en el espesor de la pared,
más allá de la cual se veía una escalera de caracol de piedra.
Penetré con la vela en la mano. No sé si el aire encerrado durante mucho tiempo
tiene alguna cualidad extraña, pero a mí siempre me ha parecido así, y en aquel caso
infestaba el ambiente con un olor a mampostería rancia. Mi candela iluminó
débilmente la desnuda pared de piedra que rodeaba la escalera, cuyo pie no podía ver.
Empecé a bajarla y unas vueltas después me encontré sobre el suelo de piedra. Aquí
había otra puerta de roble viejo, y muy sencilla, empotrada en el grueso de la pared.
El paletón grande de la llave entraba perfectamente en la cerradura, que estaba
oxidada. Coloqué la bujía sobre las escaleras y apliqué ambas manos; giró con
dificultad y emitió un chirrido que me hizo temer por el secreto de mi operación.
Durante unos minutos no me moví. Pero, poco después, me armé de valor y abrí
la puerta. El aire de la noche entró por el vano y apagó la vela. Cerca de la puerta
había un bosquecillo de acebos, casi tan denso como una jungla. Me habría
encontrado en medio de la más completa oscuridad de no haber sido porque, a través
de las hojas más altas, titilaba un resplandor de claro de luna.
Suavemente, por miedo a que alguien pudiera haber abierto su ventana al oír el
chirrido de la cerradura oxidada, me abrí paso con dificultad hasta salir a una zona
despejada. Allí descubrí que la maleza se extendía casi hasta el parque y se unía con
el bosquecillo que rodeaba al templete de que ya he hablado antes.
Ni un general habría ideado un acceso más seguro para llegar desde el Dragón
Volador hasta el lugar donde yo había platicado en dos ocasiones con el ídolo de mi
latría culpable.
Volví la mirada hacia la vieja posada y vi que la escalera por la que yo había
bajado estaba encajada en una de esas torretas alargadas que decoran este tipo de
edificios. Estaba situada en el ángulo que se correspondía con la parte del artesonado
de mi habitación que aparecía indicada en el croquis recién consultado por mí.
Plenamente satisfecho de mi experimento, volví a la puerta no sin cierta
dificultad, subí de nuevo a mi habitación y volví a cerrar la puerta secreta; besé la
llave misteriosa que su mano había empuñado aquella misma noche y la coloqué
debajo de mi almohada, sobre la cual, poco después, reposó mi cabeza aturdida, que
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no consiguió conciliar el sueño durante un buen rato.
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CAPÍTULO XXI
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lateral de la tienda, vi un gran espejo con un marco deslustrado y pasado de moda.
Reflejado en él vi lo que en las casas antiguas he oído llamar una «rotonda», en la
que, entre muebles viejos y artículos polvorientos, algunos colgados de la pared,
había una mesa a la que estaban sentadas tres personas enfrascadas en lo que parecía
una conversación seria. A dos de estas personas las reconocí al instante. Una era el
coronel Gaillarde; la otra, el marqués de Harmonville; y la tercera, que estaba
jugueteando con una pluma, era un hombre delgado y pálido, picado de viruela, con
el pelo lacio y negro y el aspecto más penoso que he visto jamás en mi vida. El
marqués levantó los ojos, y su mirada fue seguida al instante por sus dos compañeros.
Durante unos instantes no supe qué hacer. Pero estaba claro que no me habían
reconocido, pues la poca luz que entraba por la ventana me daba de espaldas y la
parte de la tienda que tenía ante mí estaba sumida en una oscuridad casi total.
Al percatarme de ello, tuve la sangre fría suficiente para fingir hallarme
completamente enfrascado en los objetos que tenía ante mí, y así fui saliendo
lentamente de la tienda. Me detuve un instante para ver si me seguía alguien, y sentí
gran alivio al notar que no se oían pasos. Puedo asegurarles que no me entretuve ni
un minuto más en aquella tienda donde había hecho un descubrimiento tan singular
como inesperado.
No era asunto mío investigar qué había podido reunir al coronel Gaillarde y al
marqués en aquel lugar tan destartalado, y hasta tan sucio; ni quién era el individuo
que mordía la punta de su pluma. Los empleos que el marqués aceptaba a veces lo
obligaban sin duda a juntarse con gente rara.
Contento por haber escapado de allí, llegué a la entrada del Dragón Volador justo
cuando se estaba poniendo el sol. Despedí al vehículo que había alquilado y entré en
la posada con un cofre en la mano —de unas dimensiones maravillosamente
pequeñas, habida cuenta de su cuantioso contenido—, disimulado por una envoltura
de cuero.
Una vez en mi habitación, mandé llamar a St. Clair y le conté prácticamente la
misma historia que al posadero. Le di cincuenta libras para que gastara todo lo que
necesitara y abonara la cuenta de la habitación hasta mi vuelta. Luego tomé una cena
ligera y apresurada. Mis ojos se posaban a menudo en el solemne reloj viejo de la
chimenea, el único cómplice en mi reprobable aventura. El cielo favoreció mis planes
cubriéndose de un mar de nubes.
El posadero salió al vestíbulo a preguntarme si necesitaba un vehículo para ir a
París. Yo estaba preparado para aquella pregunta y le repliqué de inmediato que
pensaba ir a pie hasta Versalles, donde alquilaría un coche. Llamé a St. Clair.
—Ve —le dije— y tómate una botella de vino con tus amigos. Te llamaré si
necesito algo; entre tanto, aquí tienes la llave de mi cuarto. Estaré escribiendo algunas
notas, por lo que no quiero que nadie me moleste, al menos durante media hora. Al
cabo de ese tiempo probablemente descubras que ya he marchado a Versalles; por
tanto, si no me encuentras en mi habitación, puedes darlo por supuesto. Lo ordenarás
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todo y cerrarás la puerta. ¿Comprendido?
St. Clair se despidió, deseándome todo tipo de felicidad y sin duda prometiéndose
algún pequeño esparcimiento con mi dinero. Con la vela en la mano, subí las
escaleras con premura. Faltaban sólo cinco minutos para la hora concertada. No creo
que haya nada cobarde en mi naturaleza, pero confieso que, conforme se acercaba el
momento crítico, sentí algo parecido al suspense y a la angustia de un soldado que va
a entrar en acción. ¿Me iba a echar atrás? ¡Por nada del mundo!
Eché el cerrojo a la puerta, me puse el gabán y me metí una pistola en cada
bolsillo. Había llegado el momento de introducir la llave que me había dado mi dama;
entreabrí la puerta secreta, tomé el cofre bajo el brazo, apagué la vela, descorrí el
cerrojo de la puerta de la habitación, agucé el oído unos segundos para asegurarme de
que nadie se acercaba y luego crucé el cuarto a toda velocidad, franqueé la puerta
secreta y eché el pestillo al salir. Me encontraba en la escalera de caracol en medio de
la más completa oscuridad, con la llave entre los dedos. Hasta ahora todo estaba
saliendo bien.
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CAPÍTULO XXII
Embeleso
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interponerse en mi camino el viejo conde, a quien había visto temblar de terror ante el
coronel bravucón? Empecé a barajar todas las posibilidades que podrían presentarse.
Pensé: con una aliada tan hábil y valerosa como mi bella condesa, ¿hay acaso
posibilidad de que se tuerza la empresa? ¡Bah!, me dije despachando con una sonrisa
aquellas imaginaciones absurdas.
Mientras platicaba conmigo mismo de aquella guisa, vi la luz que me daba la
señal. La luz de color rosa, emblema de la esperanza radiante y alba de un día feliz.
Clara, suave y constante brillaba la luz en la ventana, destacándose sobre la piedra
oscura. Musitando, ante la visión de aquella señal, apasionadas palabras de amor, me
coloqué la caja fuerte bajo el brazo y, tras unas cuantas zancadas rápidas, abordé el
castillo de la Carque. Ningún signo de luz o vida, ninguna voz humana, ninguna
pisada ni ningún ladrido de perro daban motivo para la inquietud. Una cortina de
aquel ventanal estaba echada. Al acercarme, descubrí que media docena de peldaños
conducían hasta allí; una especie de verja, que servía de puerta, estaba abierta.
Una sombra del interior se acercó a la cortina, la descorrió y, mientras yo subía
los peldaños, me murmuró con dulzura:
—¡Richard, mi queridísimo Richard, venga! ¡Ah, cómo he deseado que llegara
este momento!
Nunca me había parecido tan hermosa. Mi amor se trocó en un entusiasmo
delirante. Hasta llegué a desear tropezarme con algún peligro real para demostrarle la
enormidad de mi amor a aquella criatura. Terminados los primeros saludos
tumultuosos, ella hizo que me sentara a su lado en un sofá, y así permanecimos un
par de minutos. Luego me dijo que el conde ya se había ido, y que en aquel momento
se encontraría a unos dos kilómetros de distancia, acompañando al cortejo fúnebre,
rumbo a Père Lachaise. Allí estaban también los diamantes. Me mostró
apresuradamente un cofre que contenía una gran profusión de brillantes de gran
tamaño.
—¿Qué es eso? —me preguntó.
—Un cofre con treinta mil libras de dinero contante y sonante —contesté.
—¿Qué? ¿Todo ese dinero? —exclamó.
—Sí, ni una esterlina más ni menos.
—¿No es innecesario llevar tanto dinero teniendo todo esto? —dijo tocando los
diamantes—. Habría sido de su parte una muestra suplementaria de amabilidad
dejarme que proveyera yo por las necesidades de los dos, al menos durante cierto
tiempo. Eso me habría hecho más feliz aún de lo que me siento.
—¡Mi querido y generoso ángel! —declamé en un rapto de pasión—. Olvida
usted que durante un largo período de tiempo puede ser necesario observar el más
estricto silencio en cuanto a nuestro paradero y mantenernos al margen de todo
contacto social…
—Así que ha traído toda esa gran suma. ¿Está seguro? ¿La ha contado?
—Sí, por supuesto. Me la han entregado hoy mismo —respondí, quizá con cierta
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expresión de sorpresa en el rostro—. Por supuesto que la he contado al retirarla del
banco.
—Me hace sentirme algo nerviosa viajar con tanto dinero. Estas joyas constituyen
un peligro muy grande, y ese dinero no hace sino aumentarlo. Pongamos juntos
nuestros cofres; usted se quitará el gabán cuando estemos listos para partir, y tratará
de ocultarlos con él. No me gustaría que los cocheros sospecharan que transportamos
un tesoro tan grande. Ahora voy a pedirle que cierre las cortinas de esa ventana y
eche la barra de seguridad a los postigos.
Apenas había hecho eso cuando se oyó a alguien llamar a la puerta.
—Sé quién es —me dijo en voz baja.
Vi que no estaba alarmada. Avanzó con calma hasta la puerta, y durante unos
segundos oí una conversación susurrada.
—Es mi doncella particular, que vendrá con nosotros. Es de total confianza. Dice
que es más prudente retrasar la partida hasta que pasen unos diez minutos. Nos ha
preparado café en la habitación contigua.
Abrió la puerta de dicha habitación y echó una mirada a su interior.
—Tengo que decirle también a mi doncella que no lleve demasiado equipaje. ¡Es
tan extraña! No se mueva. Quédese donde está. Es mejor que no le vea por ahora.
Salió de la habitación haciendo un gesto para que extremara la precaución.
Se había producido un cambio en la manera de comportarse de mi bella condesa.
Durante los últimos minutos se había insinuado en ella la sombra de una duda, un aire
de abstracción, una mirada casi de recelo. ¿Por qué estaba pálida? ¿Por qué aquella
mirada oscura en sus ojos? ¿Por qué había cambiado también su voz? ¿Había salido
algo mal de repente? ¿Acechaba algún peligro?
Pero pronto se calmó mi zozobra. Si hubiera habido algo semejante, ella me lo
habría hecho saber al instante. Era lógico que, conforme se aproximaba el momento
de la verdad, se fuera poniendo cada vez más nerviosa. No volvió tan pronto como yo
habría deseado. A un hombre en aquella situación la inacción absoluta le resultaba
punto menos que insoportable. Me puse a pasear por la habitación presa de inquietud.
Era una habitación pequeña. Había una puerta en el otro extremo. La abrí sin pensarlo
dos veces. Afiné el oído. No se oía absolutamente nada. Me encontraba en un estado
de gran excitación y ansiedad, y cada una de mis facultades estaba concentrada en lo
que se avecinaba, y en ese sentido se habían desligado del presente inmediato. No
puedo explicar de otro modo el que hiciera tantas cosas insensatas aquella noche,
pues en modo alguno me faltaba la cualidad de la astucia. Tal vez la más estúpida de
todas fuera que, en vez de volver a cerrar inmediatamente aquella puerta, que no
debería haber abierto nunca, decidí coger una vela y penetrar en dicha estancia.
Donde, de manera completamente inesperada, hice un descubrimiento
sobrecogedor.
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CAPÍTULO XXIII
Retrocedí, asombrado por partida doble. ¡Así que el féretro no había salido todavía!
Allí estaba el cadáver. Me habían engañado. Sin duda esto explicaba la manifiesta
turbación de la condesa. Habría sido más prudente por su parte haberme puesto al
corriente de la situación.
Abandoné aquel lugar fúnebre y cerré la puerta. Desconfiar de mí era la peor
imprudencia que podía haber cometido. No hay nada más peligroso que la precaución
mal aplicada. Completamente ignorante de aquel hecho, yo había penetrado en
aquella habitación y habría podido toparme con algunas de las personas que tanto
empeño teníamos en evitar.
Aquellas reflexiones se vieron interrumpidas casi tan pronto como habían tomado
forma con el regreso de la condesa de St. Alyre. Al instante adiviné que había
detectado en la expresión de mi rostro el decurso de mis pensamientos, pues lanzó
una mirada apresurada en dirección de la puerta.
—¿Ha visto algo…, que le haya molestado, mi querido Richard? ¿Ha salido de
esta habitación?
Yo le contesté inmediatamente que sí y le conté con absoluta franqueza lo que
había visto.
—Bueno, no quería que se sintiera más inquieto de lo necesario. Además, es un
asunto repugnante y horrible. El cadáver está ahí, pero el conde se marchó un cuarto
de hora antes de que yo encendiera la lámpara y le abriera el ventanal. El cadáver no
llegó hasta ocho o diez minutos después de que él se marchara. No quería que los
sepultureros de Père Lachaise supusieran que se había aplazado el funeral. Sabía que
los restos del pobre Pierre llegarían con toda seguridad esta misma noche; a pesar del
retraso inesperado, tiene buenas razones para desear que se celebre el funeral antes de
amanecer. El féretro con el cadáver debe salir de esta casa dentro de diez minutos.
Inmediatamente después estaremos libres para emprender nuestro loco y venturoso
viaje. Los caballos nos están esperando a la puerta de la cuadra, enganchados al
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carruaje. En cuanto a este funeste horror (le entró un bonito escalofrío), no pensemos
más en él.
Aseguró con cerrojo la puerta, y, al volverse, advertí en su rostro y actitud una
expresión de penitencia tan exquisita que tuve que contenerme para no caer postrado
a sus pies.
—Es la última vez —agregó con un pequeño tono de súplica, a la vez dulce y
triste— que engañaré a mi valeroso y apuesto Richard, a mi héroe. ¿Estoy
perdonada?
Acto seguido se produjo otra escena de apasionada efusión, y de raptos y
protestas de amor, aunque sólo murmurados por miedo a que pudieran oírnos.
Por fin, levantó una mano, como para impedir que me moviera, con los ojos fijos
en mí y el oído puesto en la puerta de la estancia donde habían colocado el ataúd, y
permaneció sin respirar en esa actitud unos instantes. Tras hacerme una ligera señal,
avanzó de puntillas hacia la puerta y puso el oído, al tiempo que extendía la mano
hacia atrás como para advertirme de que no me moviera: al cabo de unos segundos
volvió nuevamente de puntillas y me dijo al oído:
—Están retirando el ataúd. Venga conmigo.
La acompañé a la habitación desde la que su doncella, según me dijo, había
hablado con ella. Sobre una bandeja de plata había una cafetera y unas antiguas tazas
de porcelana, que me parecieron realmente preciosas; en otra más pequeña, situada a
su lado, había unos vasitos de licor y una garrafa que contenía, como supe poco
después, crema de noyó.
—Yo misma le serviré. Déjeme que sea su camarera. No me consideraré
perdonada por mi querido Richard si se niega a que le sirva.
Llenó una taza de café y me la pasó con la mano izquierda, mientras posaba el
brazo derecho sobre mi hombro; después, acariciando con los dedos mis rizos,
murmuró:
—Tómese esto. Yo también me serviré después.
Era excelente. Cuando hube apurado la taza, me pasó el licor, que también bebí.
—Volvamos, cariño, a la habitación contigua —dijo—. Esas horribles personas ya
han debido de irse y estaremos más seguros ahí por el momento.
—Todo lo que diga mi hermosa reina yo lo cumpliré —murmuré—, y no sólo
ahora, sino siempre.
He de confesar que aquellos arrebatos líricos se basaban, inconscientemente, en la
idea que me había formado de la galantería a la francesa. Aún hoy me avergüenzo al
recordar la grandilocuencia con la que traté a la condesa de St. Alyre.
—Y ahora se va a tomar una deliciosa copita de noyó —dijo con tono alegre. El
ambiente fúnebre del momento anterior, y el suspense de una aventura de la que
dependía el futuro, había desaparecido como por ensalmo de aquella criatura
tornadiza. Salió corriendo y volvió con otra copita diminuta, que, tras decirme unas
palabras elocuentes y tiernas, me llevé a los labios y bebí.
Esperanza
Desesperación
Catástrofe
— P arecen buenos caballos, aunque habrá que cambiarlos por el camino —iba
diciendo Planard—. Dé a los hombres un par de napoleones; es preciso
tenerlo todo terminado para antes de las tres y media. Y ahora, vamos; yo lo
mantendré en posición vertical para que usted le meta los pies en el ataúd; asegúrese
también de que quedan bien juntos antes de cubrirlos con el sudario.
Un instante después, como había indicado Planard, me encontraba sostenido por
éste, de pie sobre un extremo del ataúd; poco a poco me fueron dejando caer. Luego,
Planard me extendió los brazos en paralelo a mis costados y, alisándome con cuidado
los encajes de la pechera y los pliegues del sudario, se plantó a los pies del ataúd y
echó una última mirada general, al parecer de satisfacción.
El conde, que era muy metódico, cogió mi ropa, hizo un lío con ella y la guardó,
según oí decir después, en uno de los tres armarios empotrados que se hallaban
disimulados en la pared.
Ahora comprendí su abominable plan. Aquel ataúd estaba destinado a mí. El
funeral de St. Amand era una farsa para despistar a la policía. Yo mismo había dado,
y firmado, las órdenes pertinentes en Père Lachaise y había abonado los gastos del
entierro del inexistente Pierre de St. Amand, cuyo lugar iba yo a ocupar, encerrado en
su ataúd, con su nombre en la placa encima de mi pecho y una tonelada de barro
sobre mi ataúd; y, cuando me despertara de aquella catalepsia, después de llevar
varias horas en la tumba, perecería allí dentro de la manera más horrible que se pueda
imaginar.
Si, luego, por algún capricho de la curiosidad o de la sospecha, se exhumaba el
ataúd y se examinaba el cadáver en él encerrado, ningún análisis químico podría
detectar huella alguna de veneno, ni el más exhaustivo examen podría detectar rastro
alguno de violencia.
Yo mismo había contribuido a dar falsas pistas a la policía, en caso de que mi
desaparición despertara alguna sospecha, y hasta había escrito a algunos amigos míos
de Inglaterra diciéndoles que no esperaran carta mía durante tres semanas por lo
menos.
En medio de mi júbilo culpable, la muerte había llamado a mi puerta, sin dejarme
escapatoria alguna. Traté de rezar en aquel momento de pánico sobrehumano, pero
sólo pensamientos de terror, juicio final y tormento eterno lograron distraerme de mi
destino inmediato.
No me empeñaré en describir lo que es de por sí indescriptible: el horror en
estado puro que se había adueñado de mi alma. Me ceñiré a describir lo que ocurrió,
tal y como me quedó grabado en la memoria de manera perdurable.
Y de la que huí tan pronto como pude, sin ni siquiera honrar a mi amigo el
marqués de Harmonville con una visita a su confortable castillo.
El marqués salió bien parado. El conde, su cómplice, fue ejecutado. A la bella
Eugénie le asistieron circunstancias atenuantes —al parecer, su especial belleza— y
la condenaron a sólo seis años de cárcel.
El coronel Gaillarde recuperó parte del dinero de su hermano, sacado de la
fortuna no muy boyante del conde y de la soidisante condesa. Esto, junto con la
ejecución del conde, le devolvió el buen humor. Lejos de abordarme con ánimo
hostil, me dio cortésmente la mano asegurándome que consideraba el bastonazo que
le había propinado en la cabeza como un revés recibido en una lid un tanto irregular
pero de cuya justicia y validez no le cabía la menor duda.
Creo que sólo me queda referirme a dos detalles suplementarios. En primer lugar,
los ladrillos que vi en la estancia del ataúd habían sido transportados hasta allí
envueltos en paja para hacer creer en la existencia de un cadáver y evitar las
sospechas y contradicciones que podría haber originado la llegada de un ataúd vacío
al castillo.
En segundo lugar, los magníficos brillantes de la condesa fueron tasados por un
joyero y vendidos por unas cinco libras a una reina de la tragedia que andaba
necesitada de un aderezo de oropel.
La condesa había sido años atrás una de las actrices más destacadas en la pequeña
escena de París, de donde había sido rescatada por el conde para que se convirtiera en
su cómplice principal.
Fue ella quien, admirablemente disfrazada, había espiado mis documentos
durante el memorable viaje nocturno a París y quien había interpretado el papel de
maga dentro del palanquín con ocasión del baile de disfraces en Versalles. Aquel
sofisticado embuste había tenido por objetivo mantener vivo mi interés por la bella
condesa, interés que temían pudiera desfallecer. La mascarada también había tenido
como objeto seleccionar a otras víctimas potenciales, de las que ya no es el caso
ponernos a hablar aquí. La introducción de un cadáver real —procurado por una
persona que abastecía a los anatomistas de París— no implicaba ningún peligro real,
toda vez que intensificaba el misterio y hacía que el profeta se mantuviera vivo en las
«Pues es un hombre con el que no tengo nada en común; ni hay nadie que
pueda imponer su mano sobre nosotros dos. Aparte, pues, de mí su vara y
deje de amedrentarme su estampa».
H ace ya unos veinte años que Mrs. Jolliffe no luce aquel esbelto talle que la
había distinguido. Ahora tiene más de setenta años, y no le pueden quedar ya
muchos más mojones que contar en el camino que la llevará a su morada definitiva.
Su pelo, que se peina con raya en medio y tiene recogido bajo la cofia, es ahora más
blanco que la nieve, y su rostro es algo más pícaro, aunque igual de afable. De
cualquier modo, aún anda tiesa y con paso seguro y ligero.
Estos últimos años se ha dedicado al cuidado de inválidos adultos, tras dejar en
manos más jóvenes a la pequeña población que vive en la cuna y anda a cuatro patas.
Quienes recuerdan su rostro bonachón entre los primeros que emergen de las sombras
de la inexistencia y le deben las primeras lecciones en el deleitoso arte de andar y
balbucear, están en la actualidad bastante creciditos también. Algunos de ellos lucen
ya algunas canas entre los mechones morenos, aquel «lindo pelo» que ella peinaba
con tanto esmero para luego enseñarlo a las madres asombradas, las cuales no se ven
ya por la pradera de Golden Friars, pues sus nombres permanecen grabados para
siempre en las grises lápidas del camposanto.
Así, si el tiempo madura a unos y marchita a otros, podemos decir que la hora
triste y tierna del ocaso ya le ha llegado a nuestra entrañable viejecita del norte, que
un día tuvo también en sus brazos a la preciosa Laura Mildmay, la cual entra ahora
sonriente en la habitación, le echa los brazos alrededor del cuello y le da dos sonoros
besos.
—¡Qué suerte tiene! —exclamó Mrs. Jenner—. Llega a tiempo para escuchar un
cuento.
—¿De veras? ¡Qué maravilla!
—¡Pero no es uno de esos cuentos que están escritos! No es ningún cuento, sino
una historia verdadera que vi con mis propios ojos. Pero a esta criatura
probablemente no le apetezca ahora, justo antes de irse a la cama, que le cuenten una
historia de aparecidos y de fantasmas…
—¿De fantasmas? Precisamente lo que más me gustaría oír en este momento.
—Bueno, cariño —dijo Mrs. Jenner—, si no te da miedo, siéntate aquí con
nosotras.
—Estaba empezando a contarme lo que le pasó la primera vez que la mandaron a
trabajar a casa de una anciana que se estaba muriendo —dice Mrs. Jenner—, y vio
allí un fantasma. Pero, Mrs. Jolliffe, por qué no prepara primero un poco de té y
empieza luego…
La buena mujer obedeció y, tras preparar un poco de esta tonificante bebida, tomó
un traguito, arrugó ligeramente las cejas para concentrarse en lo que iba a contar y
Yo soy ahora una mujer vieja, pero la noche que llegué a la finca de Applewale
tenía sólo trece años. Mi tía era allí el ama de llaves, y una especie de calesa estaba
esperándome en Lexhoe para llevarme hasta Applewale.
Yo iba con un poco de miedo cuando llegué a Lexhoe, y, al ver el carruaje y el
caballo me entraron ganas de volverme con mi madre a Hazelden. Estaba llorando
cuando subí a la calesa, y el viejo cochero John Mulbery, que era una persona de gran
corazón, me compró medio kilo de manzanas en el Golden Lion para que me alegrara
un poco y me dijo que había un bizcocho de grosella y té y chuletas de cerdo
esperándome, todo bien calentito, en el cuarto de mi tía en Applewale. Hacía una
hermosa noche de luna, y empecé a comerme las manzanas mirando por la ventanilla
de la calesa.
Es una vergüenza que los caballeros asusten a una pobre muchacha inocente
como era yo entonces. A veces pienso que a lo mejor estaban bromeando. Eran dos
caballeros que habían subido también a la calesa.
Al caer la tarde, recién salida la luna, me preguntaron adónde me dirigía. Bueno,
yo les dije que iba a servir a casa de la señora Arabella Crowl, en Applewale, cerca
de Lexhoe.
—Ah, entonces —dice uno de ellos— vas a durar poco allí.
Yo lo miré como diciendo «¿por qué?», pues yo hablaba con el mayor candor y
no se me ocurría ocultarles nada, sino que quería más bien resultarles simpática.
—Porque sí —dice él—, y más te vale que no se lo cuentes a nadie. Tú mírala y
obsérvala bien: verás que está poseída por el demonio; es un fantasma en toda regla.
¿Llevas alguna biblia?
—Sí, señor —digo yo; pues mi madre me había metido una pequeña biblia en la
maleta, y yo sabía que la llevaba conmigo. Y, aunque la letra es demasiado pequeña
para mis ojos fatigados, todavía la conservo en mi armario.
Al mirarlo a la cara para decirle «Sí, señor», creí verlo guiñar un ojo a su amigo;
aunque no estaba segura.
—Bien —dice él—. No te olvides de ponerla bajo la almohada todas las noches.
»El cantante, cuya condición etílica me atrevo a decir que se asemejaba bastante a
la de su héroe, se alejó demasiado para que yo pudiera seguir deleitándome con su
buen humor, y, conforme su música se iba apagando, caí en un estado de somnolencia
que no era ni profunda ni reconfortante. La letra de aquella canción se me había
pegado y yo seguía repasando las aventuras del aquel paisano respetable, que, al salir
de la taberna, se había caído a un río, del que era pescado para ser llevado a presencia
del juez de primera instancia, el cual, tras enterarse por el veterinario que estaba “más
muerto que muerto”, emitió su fallo a tenor de dicho diagnóstico en el momento en
que el interfecto recobraba el conocimiento; un airado altercado seguido de una
batalla campal entre el cadáver y el juez ponía fin a la historia en medio del buen
humor y del júbilo general.
»Yo seguí recitando con cansina monotonía aquella balada hasta el último verso,
y luego da capo, y así sucesivamente, a lo largo de mi desagradable duermevela, no
sabría decir durante cuánto tiempo. Sin embargo, al final me encontré musitando
“más muerto que muerto” al tiempo que otra especie de voz dentro de mí parecía
decir, lenta pero claramente: “¡muerto, muerto, muerto!, ¡y que el Señor se apiade de
tu alma!”, y al punto me despabilé por completo y miré fijamente delante de mí sin
despegar la cabeza de la almohada.
»Y entonces, ¿querrás creerme, Dick?, vi otra vez aquel maldito espectro delante
de mí mirándome con su semblante pétreo y diabólico a menos de dos metros de mi
cama.
Tom se detuvo aquí y se enjugó el sudor de su rostro. Yo me sentía un poco
nervioso. La muchacha estaba tan pálida como Tom, y, estando reunidos como
estábamos en el mismísimo escenario de la narración, los tres nos alegrábamos de
que fuera de día y se oyeran en la calle los ruidos del trajín cotidiano.
—Sólo lo vi claramente unos tres segundos —prosiguió su relato—, y luego se
fue difuminando; pero durante mucho tiempo después quedó como una columna de
vapor oscuro en el punto donde se había aparecido, entre la pared y yo; y estoy seguro
de que aún seguía allí. Después de un buen rato, aquel vapor también se esfumó.
Entonces cogí mi ropa y bajé al vestíbulo, donde me vestí, con la puerta medio
L a vieja Sally siempre ayudaba a su joven ama cuando ésta se preparaba para ir a
la cama. No es que Lilias necesitara ayuda, pues poseía las virtudes de la
limpieza y la diligencia y sólo molestaba a la buena anciana lo suficiente para que no
se considerara un trasto inservible.
A su manera tranquila, Sally hablaba por los codos y conocía toda suerte de
cuentos antiguos de aventuras y misterios que ayudaban a Lilias a dormirse
placenteramente, pues sabía que no tenía nada que temer mientras viera a la vieja
Sally sentada con su labor junto al fuego y oyera el ligero ruido que hacía su padre, el
párroco, al subirse a la silla, como era su costumbre, para alcanzar los libros de la
estantería (tranquilizante prueba de que el afable y solícito guardián de la casa estaba
despierto y atareado).
La vieja Sally estaba contando a su joven ama, que unas veces escuchaba
embobada y otras se perdía hasta cinco minutos seguidos de su amable cháchara,
cómo el joven Mr. Mervyn se había mudado a la vieja y embrujada Casa de los
azulejos, «allá en Ballyfermot», sin que, inexplicablemente, nadie le hubiera
advertido acerca de los arcanos peligros que allí le aguardaban.
Ésta se hallaba situada junto a un solitario recodo de la estrecha carretera. Lilias
se había asomado a menudo al camino de entrada —corto, recto y herboso— para
divisar el viejo caserón, que, así le habían contado desde niña, habían ocupado
inquilinos misteriosos y había sido escenario de peligros preternaturales.
—En nuestros días, Sally, hay personas que se llaman librepensadoras y no creen
en nada, ni siquiera en los fantasmas —dijo Lilias.
—Pues le aseguro, Miss Lilly, que la casa a la que se ha ido a vivir ahora lo
curará rápidamente del libre pensamiento, si es cierto la mitad de lo que cuentan —
contestó Sally.
—Bueno, yo no he dicho que Mr. Mervyn sea un librepensador, pues no sé nada
de él; pero, si no lo es, debe de ser una persona muy valiente y muy buena. Sally, te
confieso que yo sentiría muchísimo miedo si tuviera que dormir allí —dijo Lilias con
un pequeño estremecimiento mientras se representaba unos momentos la vieja
mansión con su singular aspecto maligno, amedrentador y furtivo, como si la
vergüenza y la culpa la hubieran obligado a ocultarse entre los viejos y melancólicos
olmos y las abundantes cicutas y ortigas.
—Y ahora que me encuentro a salvo en la cama, mi querida viejecita Sally, atiza
el fuego (aunque era la primera semana de mayo, la noche era gélida) y cuéntame
otra vez lo que pasó en ese caserón, a ver si consigues asustarme de verdad.
Así, la buena anciana Sally, que creía a pie juntillas en aquellas historias, arrancó
a hablar —en aquel terreno en el que tan bien se desenvolvía— con amable cadencia,
E stoy seguro de que la joven se creía todo cuanto Sally le contaba, pues la
consideraba persona veraz. Pero todo aquello no valía más que lo que suele
valer semejante cháchara —prodigios, fábulas, los que nuestros antepasados llamaban
cuentos de invierno—, que va aumentando con las nuevas aportaciones que hace cada
nuevo narrador. Sin embargo, aquella casa no estaba embrujada por meros rumores
de la gente. Bajo las cenizas de aquellos relatos se escondía un pequeño rescoldo de
verdad, un misterio para cuya solución tal vez alguno de mis lectores pueda aportar
una teoría personal, aunque yo confieso no tener ninguna.
Miss Rebecca Chattesworth, en una carta fechada a finales de otoño de 1753,
hace una minuciosa y curiosa relación de cosas extrañas ocurridas en la casa de los
azulejos, las cuales, aunque al principio las considera sandeces, ha escuchado con
especial interés y relata con suma minuciosidad.
Yo quería reproducir aquí toda la carta, que es realmente curiosa además de
idiosincrásica, pero mi editor se negó a ello (y creo que con razón). La carta de esta
vieja dama digna tal vez resulte demasiado larga, por lo que voy a ofrecer aquí sólo
algunos extractos de la misma.
Aquel año, hacia el 24 de octubre, se produjo una extraña discusión entre Mr.
Alderman Harper, residente en la calle Mayor de Dublín, y lord Castlemallard, quien,
en su calidad de primo de la madre del joven heredero, se había encargado de la
administración de la finca en que se hallaba situada la casa de los azulejos.
El tal Alderman Harper había tomado en alquiler esta casa para su hija, la cual
había casado con un caballero apellidado Prosser. Éste la amuebló y tapizó sin reparar
en gastos. Mr. y Mrs. Prosser llegaron allí a mediados de junio, y ésta, después de ver
cómo su numerosa servidumbre la iba abandonando paulatinamente, dijo que no
podía seguir viviendo en aquella casa, y su padre fue entonces a ver a lord
Castlemallard y le dijo sencillamente que no suscribía el contrato de arriendo porque
en aquella casa ocurrían unas cosas extrañas y misteriosas que no podía explicar. Para
ser más claros, le dijo que la casa estaba embrujada y que ningún criado viviría allí
más de unas cuantas semanas y que, después de lo que había sufrido allí la familia de
su yerno, no sólo debería quedar eximido del pago del arriendo, sino que además
debían demoler aquella casa por constituir una amenaza y estar permanentemente
habitada por seres mucho peores que malhechores ordinarios.
Lord Castlemallard presentó una denuncia en el registro de la propiedad para
obligar al señor concejal Harper a cumplir lo pactado y abonar las mensualidades del
arriendo. Pero el concejal redactó un escrito, apoyado nada menos que por siete
largas declaraciones juradas, cuyas copias fueron entregadas al señor juez con el
deseado efecto, pues, en vez de abrirle expediente judicial, resolvió eximirlo.