Pais Confianza

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"Un país que perdió la confianza"

Por WILLIAM OSPINA

El escritor William Ospina, en compañía de varios intelectuales colombianos, creó


un texto sobre las posibles vías para sacar al país de su actual crisis a través de la
cultura. El resultado fue el texto Colombia en el planeta, que se convirtió en un
proyecto apoyado por el Ministerio de la Cultura y el Programa de las Naciones
Unidas para el Desarrollo. Lea el escrito completo.

"Un país que perdió la confianza"


La idea de un gran proyecto cultural que enfrente algunos males viejos de la
sociedad colombiana y siembre semillas de reconciliación nació inicialmente de
una conversación con Gabriel García Márquez, y ha tomado fuerza en el diálogo
con muchos colombianos convencidos de que la cultura y la educación son
fundamentales para resolver la tragedia nacional. Este texto es fruto de
numerosas conversaciones entre distintos grupos de ciudadanos, de artistas e
intelectuales, de expertos en cuestiones sociales y promotores culturales, pero es
sólo un borrador, y aspira a que todos sus lectores, en particular los jóvenes, se
animen a enriquecerlo con sus aportes y sus objeciones, pero también a que lo
transformen en iniciativas artísticas y en tareas culturales.

Al final de su relato Los funerales de la Mama Grande, Gabriel García Márquez


puso en labios de su narrador una reflexión singular: Sólo faltaba entonces que
alguien recostara un taburete en la puerta para contar esta historia, lección y
escarmiento de las generaciones futuras, y que ninguno de los incrédulos del
mundo se quedara sin conocerla... Allí sugiere que la historia debería ser contada
en primer lugar por sus protagonistas y sólo después por los especialistas; que la
historia, antes de convertirse en densos volúmenes, sea elaborada primero como
cuento, casi, se diría, como chismorreo de vecinos, en esas tardes largas y
espaciosas en que las gentes comunes gozan amonedando en palabras los
dramas y las maravillas del pasado y del presente.

Esta actitud hacia la historia es natural en una cultura que siempre encontró en los
hechos cotidianos el tema de sus canciones, que supo exaltar las situaciones más
comunes en símbolos perdurables. Como esos maestros de Gabo, los juglares
vallenatos, Colombia necesita convertir hoy las agitadas circunstancias de su
historia reciente en intensos relatos y en cantos conmovidos, para que no se
olviden los dolores y los heroísmos de esta época tremenda, y para que el relato
mismo sea a la vez bálsamo y espejo, que nos permita dejar de ser las víctimas y
empezar a ser los transformadores de nuestra realidad.

Como ha escrito Harold Bloom hablando de la cultura contemporánea, nuestra


desesperación requiere el bálsamo y el consuelo de una narración profunda. Esto
es válido para los individuos y para los pueblos. Que las personas mayores, a las
que una cultura frívola relega y olvida, siendo los portadores de la experiencia y la
única vía al futuro, nos cuenten cómo fueron estos campos hace seis o siete
décadas, antes de que comenzara el viento cruel que dio origen a las ciudades
modernas; que nos cuenten cómo se formaron estas ciudades a las que todavía
hoy vemos crecer ante nuestros ojos. Que esos dos millones de desplazados que
han llegado a ellas y que han hecho, como quería Fernando González, el viaje a
pie por el territorio, refieran la historia reciente del país y puedan elaborarla
ayudados por los lenguajes del arte. Que narren, que pinten, que actúen, que
filmen, que canten la historia heroica y peligrosa de todos estos años. Que
transformen su tragedia en enseñanza y en sentido para todos. Siempre existió en
el país esa destreza y ese regocijo con el lenguaje que hizo de los pobladores de
los campos narradores extraordinarios. Y los recursos múltiples del arte nos
permitirán pronunciar el conjuro, convertir los recuerdos privados en múltiple
memoria compartida.

Hoy los colombianos somos víctimas de los tres grandes males que
echaron a perder a Macondo: la fiebre del insomnio, el huracán de las guerras, la
hojarasca de la compañía bananera. Vale decir: la peste del olvido, la locura de la
venganza, la ignorancia de nosotros mismos que nos hizo incapaces de resistir a
la dependencia, a la depredación y al saqueo. La exuberante Colombia parece
haber perdido la memoria, parece haberse extraviado en su territorio, como esos
personajes de Rivera a los que se tragó la selva, y parece haber perdido toda
confianza en sí misma, hasta el punto de no creer que haya aquí ninguna
singularidad, ninguna fortaleza original para dialogar con el mundo. Es, por
supuesto, una mala ilusión, porque el mundo sabe, a veces mejor que Colombia
misma, que el país está lleno de originalidad y de lenguajes vigorosos. Pero es
necesario que Colombia lo sepa también.

Que sepamos todos de dónde salieron esos bambucos que hoy se siguen
haciendo en Veracruz y en Tabasco, esas cumbias que resuenan por las playas
del Caribe, esos currulaos enardecidos del Chocó, esos vallenatos traviesos de
Escalona, de Leandro Díaz y de Alejo Durán, que ahora se escuchan en Buenos
Aires y en Madrid, en Guadalajara y en Río. Hoy Gabriel García Márquez llena con
su elocuencia embrujada la vida de incontables personas en todos los rincones del
planeta, Fernando Botero puebla con sus irónicas estampas tropicales bañadas de
luminosidad renacentista los museos del mundo, y por muchas razones distintas
buenas y malas los colombianos y el nombre de Colombia se hacen sentir cada
vez más en los escenarios de la historia contemporánea. Pero el país vive en
peligro y necesita encontrarse consigo mismo a través de un diálogo inusitado con
el mundo.

Mientras las circunstancias recientes de nuestra realidad atraen sobre Colombia


las miradas de la humanidad, y ya nadie ignora dónde estamos, quiénes somos,
cuáles son nuestra virtudes y, sobre todo, cuáles son nuestros defectos, nosotros
seguimos ignorándolo, y en tiempos en que tantos países parecen haber accedido
a notables progresos, Colombia permanece en el umbral de la modernidad,
absorta en una suerte de cosmogonía salvaje, a punto de interrogarse a sí misma,
sin saber cómo convertir en rapsodia su arte incomprensible de vivir siempre en
peligro, la curiosa relación con la guerra y con la muerte que nos caracteriza.

Reconocerse en sí misma es el gran desafío de la Colombia presente.


Mientras los colombianos no tengamos un lenguaje común para hablar de nuestro
territorio, y no tengamos un relato compartido de los mitos y de los símbolos que
nos unen, será muy difícil cumplir juntos las tareas que nos está reclamando la
historia. Un país sólo vive en confianza, sólo se constituye como nación solidaria
cuando comparte una memoria, un territorio y unos saberes originales. No basta
tenerlos, es necesario compartirlos. La urgente tarea de refundación de Colombia
es antes que todo una tarea cultural: debemos emprender una gran expedición por
el olvido, debemos pronunciar un conjuro contra la venganza desde las
encrucijadas de nuestro territorio en peligro, debemos vivir una original aventura
estética, mirando la naturaleza equinoccial, las ciudades nacidas del choque de la
modernidad con la tradición, y explorando las riquezas del mestizaje, para
encontrar los rostros y los lenguajes que definen nuestro lugar en el planeta.

Las numerosas guerras civiles del siglo XIX, las dos grandes guerras de la primera
mitad del siglo XX, y la guerra actual, en la que se cruzan todos los conflictos de la
diversidad, han tenido como efecto común el cortar sin tregua para los
colombianos los hilos de la memoria. La leyenda de la casa perdida vuelve sin
cesar en nuestras canciones, en nuestras novelas, en nuestros poemas. La Casa,
iba a ser el nombre original de Cien años de soledad. Ese Paraíso en el que
transcurre la María de Jorge Isaacs, esa Casa Grande de Alvaro Cepeda
Samudio, esa turbulenta Mansión de Araucaima de Alvaro Mutis, esa idílica
Morada al sur de Aurelio Arturo, lo mismo que esas casas de nuestro cine
reciente, la edificación amenazada de La estrategia del Caracol, la casa en ruinas
de La vendedora de rosas, se exaltan también en un símbolo de las raíces
cortadas, del desarraigo y de una amorosa patria perdida.

Debemos interrogar al espíritu de la venganza que nos hizo perder esa patria.
Sería una exageración afirmar que aquí se ha borrado el tabú del asesinato, ese
tabú que debe estar escrito con fuego en el corazón humano, ya que es el
fundamento mismo de la cultura, pero ¿cómo negar que entre nosotros se ha
debilitado? Y ya no parecen ser las religiones quienes tengan el poder de instaurar
de nuevo en las conciencias ese mito poderoso, anterior a la ley positiva y a la
sanción moral, que obra sobre los nervios casi como una ley natural. Pero tal vez,
como lo hizo la tragedia en tiempos de Sófocles y en tiempos de Shakespeare, el
arte sí pueda todavía renovar en nuestros corazones la vigencia de esas leyes
profundas, reinscribir en ellos el sentido sagrado y el poderoso temor, convertir a
los muertos en aliados invencibles de nuestro amor por la vida, haciéndolos
capaces de infundir en los criminales el pavor frente al crimen.

Hay sociedades donde los muertos no mueren del todo. En México las gentes les
llevan serenatas a las tumbas, ponen en ellas platos de enchiladas y de mole
poblano, celebran como un carnaval el día de difuntos y, como en esos grabados
de Guadalupe Posada donde se ven esqueletos que bailan en las fiestas del
mundo, viven con los muertos una mitología jubilosa, testimonio de una profunda
familiaridad. Entre los antiguos romanos, los muertos se convertían en divinidades
familiares, con las que se dialogaba, con cuya protección se contaba siempre.
Entre nosotros, en cambio, se ha trivializado la muerte. Los muertos se fueron
convirtiendo en deshechos que seres distraídos arrojan al olvido, bajo un triste
rótulo de N.N. El asesinato es un arma política común, y también un instrumento
siniestro de control social. Pero tal vez lo que permite que la venganza recurra al
crimen para dirimir los conflictos es esa idea de que los seres humanos se borran
con la muerte. Lo que impidió que los muertos de la dictadura argentina se
perdieran en el olvido fue que las Madres de la Plaza de Mayo los sacaron a la
calle día tras día y año tras año: es así como se demuestra que el amor es más
poderoso que la muerte. Aquí es necesario despertar a los muertos, pedirles que
sigan vivos en el corazón de quienes los amaron, que nos acompañen en una
larga fiesta por la vida. Los Wayúu suelen atar con cintas rojas las manos y los
pies de quienes han sido asesinados, para que el asesino no pueda olvidar que ha
cometido un crimen. Cuando hayamos cumplido esa labor poética y mítica de
despertar a los muertos, de convertirlos en aliados de la vida, cuando hayamos
demostrado que no es tan fácil matar del todo a un ser humano, la venganza
tendrá que inventarse otras formas de dirimir sus conflictos, y no podrá creer que
se elimina una contradicción eliminando a los contradictores.

Ahora bien, desde los comienzos de la cultura occidental, la poesía testimonió el


secreto de los jóvenes homéricos, de todos aquellos que viven peligrosamente. En
la Odisea de Homero alguien pronuncia estas palabras significativas: "Los dioses
labran desdichas para que a las generaciones humanas no les falte qué cantar".
Las guerras y los éxodos fueron siempre la forma más acentuada de ese vivir en
peligro, pero la humanidad siempre supo extraer de ellas enseñanza, fortaleza y
consuelo. Hoy en Colombia innumerables seres humanos, hombres, mujeres y
niños se mueven en una frontera de riesgos, no hay colombiano que no sienta
cada día en su vida el sabor del peligro, y por eso debemos interrogar nuestra
relación con un espacio físico que se ha convertido progresivamente en región de
zozobra. En barrios azarosos, oyendo en la noche los estampidos de las armas de
colina en colina, calculando siempre qué zonas de la ciudad pueden ser visitadas,
estudiando siempre los rostros de los demás en pueblos donde crece la angustia,
preguntándonos qué carreteras son seguras, en qué vías hay riesgo, sobre qué
poblaciones están suspendidas las nubes de la amenaza, volviendo a sentir como
en los años cincuenta que viejos conocidos se van cambiando en seres
condenados o en colaboradores del mal, Colombia tarda en reaccionar, en
modificar su realidad cotidiana, en nombrar su heroísmo y su miedo. Es preciso
que oigamos el relato de los jóvenes homéricos, de quienes han aprendido a vivir
en el filo de la muerte, es necesario que también ellos, con los múltiples lenguajes
del arte, se cambien de víctimas en intérpretes y transformadores de su realidad.

Del mismo modo debemos contrariar la locura que hizo que década tras década el
país se haya acostumbrado a vivir bajo la sombra mítica de un monstruo que se
finge eterno, omnipresente y omnipotente. Ese monstruo se llamó Sangrenegra y
Desquite, se llamó Fabio Vásquez y Javier Delgado, se llamó Gonzalo Rodríguez
Gacha y Pablo Escobar, y aunque cíclicamente caía en poder de la justicia o bajo
una lluvia de balas, mostrando que no era más que un pobre ser resentido y
vengativo, sigue imperando por el miedo sobre la sociedad y, a pesar de su
muerte, vuelve a alzarse una y otra vez, con otro nombre y otro discurso,
creyéndose de nuevo el dueño del país, el que decide quién vive y quién muere,
quién permanece en el territorio y quién se va de él.

¿Qué hace que Colombia se haya habituado a vivir bajo la gravitación de ese
monstruo inevitable siempre significativo y siempre insignificante? Tal vez lo que
tiene que ser conjurado no es el monstruo particular, por el que sus propios
patrocinadores y voceros terminan sintiendo terror, y al que finalmente destruyen,
sino la costumbre colectiva de estar a la vez fascinados y aterrorizados con él.

Como el mítico Minotauro de Creta, que exigía cada año el tributo de la sangre
joven de la isla, este monstruo parece ineluctable, pero es verdadera la
interpretación que hizo de él Borges en su relato Asterión: la principal necesidad
del monstruo es la de desaparecer, y lo único que verdaderamente lo sostiene es
el temor que la sociedad le profesa.

Este es un país peligroso pero valeroso. La gran mayoría de la sociedad está


compuesta por seres valientes que salen cada mañana desarmados a las calles a
luchar por la vida, a trabajar y a crear. Sin embargo se ha extendido la creencia de
que los valientes son los tenebrosos guerreros que necesitan andar armados
hasta los dientes y que se jactan de perdonar a todos los demás el atrevimiento de
existir. Nuestro gran desafío es ayudar al monstruo a desaparecer. Y para ello es
fundamental cambiar nuestras ideas de la valentía y de la cobardía. Es el
monstruo el que tiene miedo, es por eso que anda armado y enloquecido, y
Colombia debe vivir la fiesta de reírse del monstruo, desarticularlo como a esos
muñecos de carnaval de los que cada miembro de la comparsa lleva una parte y
que a veces se disgregan ante los ojos regocijados de los niños.

Como en otros tiempos, pero con una amplitud insospechada, la guerra ha


arrojado de sus tierras a dos millones de personas del campo. Y si a
ellossumamos los cuatro millones de colombianos que viven fuera del territorio,
que han sido arrojados hacia el mundo exterior en busca de trabajo, de futuro, de
seguridad, sentiremos una vez más que el destierro sigue siendo el signo de esta
patria precaria. Se van nuestros científicos y nuestros talentos. Y hasta una parte
muy importante de nuestro arte y de nuestra literatura han sido elaborados en el
exilio. En el exilio se escribió la obra de Barba Jacob y de Alvaro Mutis, de García
Márquez y de Fernando Vallejo, en el exilio se ha pintado buena parte la obra de
Luis Caballero y de Fernando Botero. Sin embargo, esas obras nacidas en tierras
extrañas fueron tal vez las más colombianas, porque no hay mejor manera de
conocerse a sí mismo que mirándose en contraste con lo que es distinto.

Varios millones de colombianos van hoy por el mundo procurando entenderqué


planeta es éste que durante tanto tiempo era para nosotros una fábulainverosimil.
Colombia fue una nación casi totalmente cerrada a los vientos de las migraciones
que en cambio poblaron a la Argentina y al Brasil, que pusieron siempre en
contacto a Venezuela con el resto del mundo, que hicieron de México uno de los
países más hospitalarios que pueda imaginarse, que le dieron a Cuba entre tantas
cosas su espléndida riqueza musical.

http://www.semana.com/on-line/articulo/un-pais-perdio-confianza/54043-3

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