Sex - Beatriz Gimeno
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Beatriz Gimeno
Sex
ePUB v1.0
Polifemo7 18.09.12
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Título original: Sex
Beatriz Gimeno, 2008.
Diseño/retoque portada: Nieves Guerra
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Todo lo que no se hace carne se convierte en fantasma
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A Boti, cuyo cuerpo me gusta mucho
aun después de tanto tiempo.
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INTRODUCCIÓN
Escribir este libro ha sido un desafío; por muchas razones. Ha sido divertido pero
mucho más difícil de lo que esperaba. Hace tiempo escuché a alguien decir: «Hay que
escribir pornografía para lesbianas». yo pensé: «¿Por qué no?» Pensé que, entre libro
serio y libro serio, éste sería una especie de divertimento. Estaba muy equivocada,
naturalmente y, lejos de relajarme, este libro me ha sometido durante varios meses a
una tensión inesperada.
En cuanto decidí escribirlo busqué por Internet libros de porno lésbico escritos en
otros países, sobre todo en Estados Unidos, para ver cómo eran. La mayoría —casi
todos— son recopilaciones de relatos de varias autoras.
Decidí hacer lo mismo, escribir yo misma uno o dos relatos y dirigir una
recopilación. Llamé y escribí a varias amigas para pedirles relatos sexuales o, para
que lo entendieran bien, pornográficos. En un par de semanas me había llegado
alguno, pero me encontré con que la mayoría de ellos no tenían nada de sexo
explícito, eran más bien erotismo light, y eso no era lo que yo quería. Algunos sí se
correspondían con esa categoría que llamamos pornografía, pero en este caso el
inconveniente con el que me encontré fue que las autoras no querían que su nombre
apareciera: querían firmar con pseudónimo. Ante esa posibilidad yo mantengo un
desacuerdo profundamente ideológico. Soy una activista que se ha pasado la vida
luchando contra todos los armarios y no puedo plegarme ahora a construir uno que
albergue al sexo lesbiano. Por más que me haya dado cuenta de que muchas
feministas que combaten con firmeza el patriarcado están encantadas en sus armarios,
lo cierto es que el armario es un mecanismo social de opresión, construido,
precisamente, para que las sexualidades e identidades no normativas no se hagan
visibles; es un mecanismo que juega con nuestra complicidad y nuestro miedo.
Ofrece una recompensa a quien permanece dentro que es la respetabilidad. En ese
sentido, en tanto que la respetabilidad es un valor liberal de clase media, la
recompensa es mayor cuánto mayor es el poder social de la persona en cuestión. Usar
pseudónimo es un equivalente de las imágenes oscurecidas y la voz distorsionada con
la que hace años gays y lesbianas aparecían en la televisión. Usar pseudónimo para
escribir de sexo es propio del siglo pasado; y ni tan siquiera eso, ya que, para
entonces, algunas mujeres firmaban con su nombre historias pornográficas. Como
activista estoy convencida de que esas precauciones tienen mucho que ver con la
lesbofobia internalizada y que, además, dan una mala imagen de nosotras; una
imagen desprovista de agencia y de poder. Por todo eso, visto lo visto, decidí escribir
el libro yo sola. Fui muy osada y me esperaban dificultades que no había previsto.
Ese fue el primer desafío.
Enseguida me di cuenta de la razón por la que la mayoría de estos libros son
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siempre recopilaciones de varias autoras: porque es muy complicado para una sola
persona escribir relatos de sexo que no parezcan el mismo. Si los relatos tienen que
resultar sexualmente excitantes, es normal que se tienda a escribir de las propias
fantasías sexuales pero, como le ocurre a todo el mundo, mis fantasías son limitadas
(más aún mis prácticas sexuales) y más o menos son siempre del mismo tipo, así que
mis relatos resultaban muy parecidos. Me resultó muy complicado, mucho más de lo
que imaginaba al principio, escribir historias diferentes. En ese sentido este libro me
ha resultado el más difícil de todos los que he escrito; me ha hecho sufrir y no volveré
a escribir nada semejante a no ser que consiga hacer una verdadera recopilación.
Ojalá que su publicación haga que las lesbianas se animen a escribir de sexo, porque
es necesario que rompamos la imagen que se tiene de nosotras, pero, más aún, romper
la que nosotras tenemos de nosotras mismas. No sólo somos, por supuesto, sexuales,
sino que nuestro sexo no siempre está hecho de ternura, de amor y de caricias. A
veces es violento o agresivo, a veces juega por el poder y el control.
Un segundo problema con el que me enfrenté es que reiteradamente, amigas y
amigos, me aconsejaron (algunos/ as casi me suplicaron) que no publicara un libro
como éste. En esta ocasión no era por razones de pudor, sino que mis amigos/as me
advertían de que mi «carrera» se vería perjudicada con esta publicación. Una
advertencia de este tipo sólo podía hacer que me reafirmara no sólo en la idea de
publicarlo, sino de poner mi nombre bien grande en la portada. Primero, porque
cualquiera que me conozca sabe que a mí me gusta escoger siempre el camino que,
según la mayoría, menos me conviene —es un rasgo de mi personalidad, para bien o
para mal—. Si me encuentro con algo difícil, prohibido o peligroso, lo más probable
es que decida internarme en ello; siempre lo he hecho. Si hay algo de lo que huyo es
de cualquier imagen conservadora o integrada de mí misma, pues no quiero parecer
una persona respetable en el sentido que socialmente se le da a esa palabra. Me
gustaría, si no sonara demasiado petulante, que mi única carrera fuese aquella que
resultara, en la medida de lo posible, desestabilizadora para cierto orden social; desde
luego, no quiero que finalmente mi trabajo como activista sirva para integrarme y, en
la medida en que me integra, me acabe armarizando. En el momento en que me vi en
la tesitura de tener que proteger esa supuesta «carrera», supe que tenía que romper
ese armario que se me quería construir encima. En mi opinión, no tengo ningún tipo
de «carrera» más allá de mi gusto por escribir libros y estoy segura de que podré
seguir haciéndolo. No pertenezco al estamento universitario ni me siento obligada
con ningún tipo de institución y mucho menos con ningún tipo de «apariencia
social». Espero que mis libros sean juzgados por lo que dice cada uno de ellos, y no
porque lo que yo haga sea más o menos políticamente correcto. Pertenezco a ese
grupo de personas a las que les produce cierto placer sacudir, como sea, a la sociedad
bienpensante.
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Otras amigas me advirtieron de que un libro de este tipo impediría que, en
adelante, se me tomara en serio. Ante esto soy aún más clara: pocas cosas hay en el
mundo tan serias como el sexo —sólo la muerte, pero no es momento de hablar de la
muerte—. En ese sentido, este libro es tan serio como cualquier otro, aunque
contenga también algo de humor. Ambas cosas no están reñidas.
También me advirtieron de que, para muchas lectoras, este libro podría parecer
autobiográfico. Esta última advertencia fue la que, definitivamente, me impulsó a
publicarlo con mi nombre. He explicado más arriba lo difícil que me resultó evitar
precisamente que lo fuera pero, en todo caso, tampoco eso me supondría ningún
problema. Me gustaría poder decir que he vivido todas estas historias porque,
ciertamente, eso haría subir mi popularidad, pero la verdad es que he vivido
únicamente tres de las historias que narro. Sí es cierto, sin embargo, que a lo largo del
libro pueden rastrearse muchas de mis preferencias sexuales. Las que me hayan
conocido, digamos íntimamente, pueden jugar a adivinar cuánto hay de mí en cada
historia: este juego me pareció divertido.
En todo caso, es verdad que las historias que aparecen aquí podrían haber sido
placenteramente imaginadas por mí. En ese sentido me hago responsable de todas
ellas. No he escrito nada que yo no pudiera imaginar o que me parezca, por la razón
que sea, que no debe hacerse o, sobre todo, pensarse: me parecería deshonesto. Eso
no quiere decir que me gustaría llevar a la práctica todas estas historias o siquiera
alguna de ellas, pues hay una enorme diferencia entre fantasía sexual y realidad. La
fantasía es el lubricante del deseo, pero no necesariamente se quiere ver convertida en
realidad. Quienes creen que fantasear sexualmente con algo es querer verlo
convertido en realidad no entienden el significado de las fantasías sexuales. La
oposición entre fantasía y realidad no puede reducirse a la oposición convencional
entre los términos de ficción y realidad. La fantasía no se refiere al mundo físico, sino
al mundo psíquico que es una realidad particular, una forma de exístencia particular
que no se debe confundir con la realidad. En ese sentido, fantasía y realidad no son
dos caras de la misma moneda, son monedas distintas que no tienen por qué
corresponderse para ser plenas y satisfactorias.
En relación con esto último, algunas amigas también me advirtieron que
determinadas historias no son «correctas» desde el punto de vista de cierto
feminismo. A eso tengo que decir que en mi opinión como feminista, todas las
historias que aquí aparecen están bien. En el sexo, voluntario y gozoso, entre mujeres
casi todo puede hacerse y, por supuesto, imaginarse. La imaginación no sólo es
inevitablemente libre, sino que es gozosamente libre. Tampoco es este el lugar para
desarrollar este tema, pues sé que provoca mucha controversia, pero no creo que
pueda considerarse machista casi nada de lo que dos mujeres puedan hacer y
disfrutar; dos mujeres pueden hacer lo mismo que una pareja heterosexual y el
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significado de la acción es completamente diferente. La heterosexualidad está
connotada en un sentido distinto al de la homosexualidad. Entre un hombre y una
mujer hay siempre un poder real que puede ser material, pero que siempre es,
además, simbólico. Entre un hombre y una mujer el poder difícilmente puede ser un
juego, porque el mundo y nuestras subjetividades están construidos sobre esa plantilla
que se corresponde con un poder real. Entre dos mujeres puede haber diferencias de
poder, claro, pero éste siempre puede subvertirse; entre dos mujeres sí es posible
jugar con el poder.
Mi opinión respecto a la pornografía, asunto demasiado complejo para aclararlo
en tres líneas, es que la pornografía, que no es más que sexo explícito, puede ser
sexista y misógina o no serlo en absoluto. Y, en todo caso, la pornografía escrita es
sólo una forma de expresión perfectamente legítima de las fantasías sexuales. Otra
cosa es la pornografía filmada o fotografiada, en la que hay personas implicadas,
mujeres reales implicadas. Pero en todo caso, dejo este interesante tema para un libro
«más serio».
Por último, es evidente que este libro no gustará a todas las lectoras, como
también lo es que no puede leerse de una sentada: sería una sobreexposición. Espero
que los relatos resulten excitantes y animo desde aquí a las lesbianas para que
escriban más sobre sexo.
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CON LOS OJOS CERRADOS
Cuando sonó el teléfono el viernes por la mañana no podía suponer qué tipo de fin de
semana me esperaba. Escuché la voz de Irene y el corazón me dio un vuelco; al fin y
al cabo estoy loca por ella. Me había ocurrido lo que nunca debe ocurrir: estaba
enamorada de una heterosexual, enamorada, a su vez, de su novio. Nunca me había
pasado; no soy tan tonta. Lo de Irene fue mala suerte, porque me la presentó una
amiga lesbiana y la tomé por tal. Mi amiga y yo salimos a cenar una noche y ella
apareció con Irene que, al parecer, estaba deprimida. La cena fue suficiente para
enamorarme. Después de cenar fuimos a tomar algo y ella coqueteó conmigo de
manera evidente. A mi amiga se la notaba molesta, pero yo lo achaqué a los celos.
Cuando Irene se fue, mi amiga me aclaró que el motivo de su enfado no eran los
celos, sino que se debía a que Irene era heterosexual y había estado coqueteando
conmigo de manera evidente. Pero ya era demasiado tarde: se me había metido
dentro.
Digan lo que digan los apologetas del amor (que hay muchos), yo siempre lo paso
mejor cuando no estoy enamorada que cuando lo estoy. El amor duele, intranquiliza,
crea ansiedad, y dudo que nos haga felices; el sexo sin amor es divertido, procura
placer y felicidad sin complicaciones. Por eso procuro no enamorarme y escapo en
cuanto intuyo que puede pasar y, por supuesto, procuro no enamorarme de una
heterosexual. No siempre se puede evitar, pero siempre puede intentarse. Y en cuanto
a las heterosexuales, creo que cualquier mujer puede ser lesbiana y jamás me ha
detenido la presunta heterosexualidad sin fisuras de algunas mujeres. Al fin y al cabo,
la vida es demasiado corta; no hay tiempo para dudar. Me he acostado con muchas
heterosexuales supuestas o reales, pero nunca me he enamorado de ninguna, porque,
si ya intento evitar las complicaciones amorosas, enamorarse de una hetero es lo peor
que puede pasarle a una lesbiana. Tarde o temprano ellas se enamorarán de un
hombre y, desde mi punto de vista, eso es humillante. Estoy dispuesta a compartir a
una mujer, pero desde luego no con un hombre. En el caso de Irene, todo fue
inevitable. Empecé a pensar en ella demasiado a menudo, no podía quitármela de la
cabeza.
Me enamoré y me dispuse a sufrir. Intentaría llevarlo lo mejor posible.
Quedamos, charlamos, fuimos al cine. Eso el primer día. El segundo salimos a comer
y dimos un paseo. El tercer día fuimos al campo, nos quedamos a dormir en un hotel
rural y follamos allí. Y comencé a sufrir. Me dijo que me llamaría cuando su novio se
fuera de la ciudad, pero no debía salir mucho porque me llamó pocas veces en los
meses siguientes. Debí negarme desde el principio, pues cada vez que me llamaba y
nos veíamos el sufrimiento después era mayor. Siempre me decía que aquella era la
última vez y que la próxima le diría que no, que no quería verla, pero cuando
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escuchaba su voz y su propuesta, no podía evitar que el deseo me hiciera un nudo en
el estómago. No era rapaz de decir que no.
Ella nunca me dio su teléfono ni su dirección, por lo que me obligaba a esperar
que fuera ella quien llamara y a estar siempre con el miedo de que no lo hiciera más.
Así pasaron unos meses y el sufrimiento aumentó, porque cada vez tenía más ganas
de ella y me resultaba difícil aceptar una situación como aquella pero, al mismo
tiempo, era muy complicado romper del todo y aceptar que no volvería a verla. De
ella me gustaba todo menos que estuviese enamorada de su novio. La hubiese
compartido sin problemas con tal de que fuese una partición equitativa. Esto debe ser
el amor, pensaba, este sufrimiento. Pensaba en ella a todas lloras, la echaba de menos
todo el tiempo y me dedicaba a lachar en el calendario los días que faltaban hasta
nuestra próxima cita. Vivía para ese día y lloraba, lloraba mucho, cosa que no me
había pasado antes. Por lo general soy bastante dura, pero el amor me volvió blanda.
Quien dice que el amor lo cambia todo tiene más razón que una santa; lo que no se
dice es que cambia para peor.
Y cuando aún nos quedaba una semana para nuestra siguiente cita sonó el
teléfono. Era sábado por la mañana e Irene jamás llamaba durante el fin de semana
porque, por lo general, su novio no se iba nunca durante esos días, así que no
esperaba escuchar su voz. Pero sí, era su voz. El estómago me dio un vuelco y el
corazón se me puso a latir descontroladamente. Me proponía una cita en su casa de
campo. No pregunté nada ni dije nada excepto que sí, que iría. Tenía que haber
supuesto que había gato encerrado, pero eran tantas las ganas que tenía de verla que
ni lo pensé. Acepté inmediatamente sin hacerme más preguntas. Cogí el mapa, el
coche y la dirección y me eché a la carretera con el estómago encogido, como
siempre que iba a verla.
En el camino fui dejándome llevar por el cuerpo, concentrándome en las
manifestaciones físicas del deseo: en el estómago, en el peso del corazón, que, más
que latir pesa, en los latidos del clítoris, en la perceptible tirantez de los pezones, en
la mayor dificultad de la respiración… Así llegué al pueblo que me había indicado y
encontré la casa con facilidad. Llamé a la puerta y abrió Irene, con una amplia sonrisa
que me hizo concebir esperanzas. Parecía tener ganas de verme, pero no tantas como
yo a ella, desde luego. En cuanto entré comenzó a besarme: parecía estar muy salida,
lo que era raro en ella. Pero, desde luego no era cuestión de preocuparse por eso. Me
llevó al dormitorio y, encima de la cama continuamos besándonos hasta que me dijo
que quería probar una cosa, que le apetecía jugar a algo nuevo. No sólo no podía
negarme, tampoco quería negarme. Sacó unas esposas de un cajón y me las mostró.
No sabía si eran para ella o para mí pero, en todo caso, le dije que no me gustaban
nada los juegos s/m. Me respondió que no se trataba de eso, pero que me quería atada
a la cama. Cualquiera de mis amigas me hubiera dicho que estaba loca por dejarme
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atar por alguien a quien, después de todo, no conocía bien, pero así es el amor, que
nos vuelve medio tontas. Pasó las esposas por detrás de uno de los barrotes de la
cama y yo le dejé que las cerrara en torno a mis muñecas.
La cosa empezó bien cuando comenzó a desnudarme. Me excitó mucho que me
fuera quitando, una por una, cada una de las prendas, y verme después
completamente desnuda. Cuando estuve así, comenzó a desnudarse ella y me resultó
muy placentero ver cómo se desnudaba sin poder tocarla. Cuando estuvo
completamente desnuda comenzó a besarme por todo el cuerpo y yo empecé a
retorcerme de placer. Pero duró poco. Abrió el cajón de la mesilla, sacó un antifaz
negro y me lo puso. Hasta ahí, a mí me parecía bien porque no verla, sólo sentirla, era
una manera de aumentar el placer. Y así fue durante un rato. Pero el placer terminó
enseguida; cuando oí que la puerta se abría y escuché unos pasos en la habitación,
tuve claro que entraba otra persona. Entonces empecé a intranquilizarme, porque
supuse que sería su novio. Y aunque en el sexo me gusta experimentar, la posibilidad
de hacerlo con un hombre, simplemente siempre me ha repugnado.
—Irene, suéltame o dile que se vaya. Y no bromeo, lo digo en serio. Esto no tiene
ninguna gracia.
Lo que recibí en respuesta fue un beso hondo, húmedo, profundo, dulce, que me
puso todo el vello de punta. Un beso de ella, sin duda. Un beso muy largo, que hurgó
en mi boca hasta que mi corazón se aferró a ella y dejó de preocuparse por si alguien
miraba o no miraba. Besaba y besaba y, de repente, con la boca de Irene aun sobre la
mía, sentí unos labios sobre mi vientre, cerca de mi ombligo, y una lengua que bajaba
y se hundía en él. Tenía que ser el novio y me disponía de nuevo a protestar, pero la
boca de Irene me lo impedía. Después, la lengua desconocida comenzó a bajar muy
despacio hacia mi coño y al llegar al borde del pelo recorrió la línea que marca mi
morena pelambrera. Con Irene en mi boca y el novio en mi coño, comencé a dejarme
llevar y a no pensar. Me gusta abandonarme a las sensaciones de la piel hasta llegar a
olvidar dónde me encuentro. Hay que poner cada poro, abierto y deseante, debajo de
la lengua que recorre la superficie de la piel, de manera que toda ella sienta la boca, la
saliva, la lengua.
Unas manos estrujaron mis tetas hasta ponerlas juntas y una boca abierta abarcó
los dos pezones para lamerlos primero y cogerlos suavemente con los dientes
después. Yo ya no protestaba, mientras mis pezones se encontraban en la boca de
alguien, unas manos suaves recorrían mi cuerpo acariciándolo, desde el cuello,
bajando por los lados, las caderas, el interior de los muslos, sin llegar a tocar ningún
punto neurálgico.
—Estás empapada —dijo Irene—. Ya no quieres que te suelte.
No, ya no quería. Me retorcía agarrada a los barrotes de la cama para poner mi
cuerpo tenso bajo las lenguas, bajo las manos que lo recorrían. Dos bocas, cuatro
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manos, dos cuerpos frotándose contra el mío.
Es cierto que estaba empapada y una boca se encargó de beber toda esa humedad.
Una boca que no era capaz de distinguir chupó, lamió, presionó y recorrió con su
lengua mi coño entero parando de vez en cuando para evitar que me corriera.
Noté la presión de un dedo que iba a entrar dentro:
—No —dije—, no me gusta que me penetren.
—Cariño, esta mañana te vamos a follar —dijo la voz de Irene.
Entonces cogió mis piernas y las levantó sobre mi cabeza. Yo hacía fuerza hacia
abajo, pero fue inútil, pues unos brazos las sujetaban. En esa posición, mi culo y mi
coño quedaban expuestos a sus miradas y a sus manos, y yo no podía ni mirarlos. Me
sentí como si mis agujeros se abrieran de repente esperando algo. Me sentí expuesta y
abierta, me sentí bien, sentí mucho placer; y más aún cuando sentí una mano, una
lengua recorriendo la línea que va desde el culo hasta el clítoris mientras un dedo
presionaba el culo. No quería que entrara, pero lo hizo un poco, sólo un poco,
mientras que otro entraba entero en mi vagina. Me sentí explotar, invadida de placer,
cuando el dedo comenzó a moverse dentro de mí. Todo mi cuerpo se movía al mismo
ritmo, tratando de aumentar la sensación de placer. Entonces, los dedos salieron de
repente del culo y la vagina y fueron sustituidos por dos lenguas que comenzaron a
moverse frenéticamente. No tardé mucho en correrme sobre las bocas de Irene y de
ese alguien. Me corrí dándome cuenta de que el hecho de estar atada proporcionaba a
mi cuerpo una resistencia y una tensión que aumentaba mucho el placer. Al terminar,
sentía que me habían conectado a una máquina; estaba exhausta, pero hubiera podido
empezar de nuevo.
En ese momento, sentí que entre mis piernas se colocaban otras piernas, que
contra mi coño se frotaba otro coño y que los dos cuerpos unían sus bocas ahora. No
me gustó pensar en Irene besándose con su novio y hubiera querido dejarlo ahí; de
repente me había puesto muy triste. No quería seguir, pero ese otro coño me
presionaba entera y se movía cada vez con más fuerza, así que aguanté la presión
para que Irene se corriera.
Al acabar, la sentí de nuevo en la boca, la besé con tristeza y sentí otra boca
recorriendo la comisura de mis labios. Sentí que un leve deseo crecía de nuevo y traté
de adivinar cuál era la boca de Irene, pero no la distinguía. Entonces me vino la
imagen del novio besándome y me revolví: no quería besarle.
—Ya basta —dije de la manera más asertiva que pude.
—Sí, ya basta —respondió Irene.
Y me quitó el antifaz. La vi a ella sonriéndome. Volví la cara y me encontré con
Sandra, la pequeña Sandra, la amiga lesbiana de Irene; siempre me decía que yo le
gustaba mucho. Bueno, ahora había tenido mucho de mí, así que no creo que tuviera
queja.
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HABITACIÓN DE HOTEL
Al lado de mi trabajo hay un hotel al que eché el ojo hace mucho. Es el típico hotel
para ejecutivos que vienen a cualquiera de las múltiples ferias que se organizan en el
recinto de al lado. Es el sitio perfecto, porque está fuera de Madrid y porque aquí no
puede vernos nadie que nos conozca. Así que, cuando quedo con ella, lo primero que
hago es reservar una habitación por teléfono para el día convenido. Ese día salgo de
la oficina demasiado pronto, mucho antes de lo que hemos quedado, porque quiero
llegar antes que ella. Necesito un tiempo para estar sola antes de que ella llegue.
Quiero estar tranquila durante un rato en la habitación y que el tiempo que falta hasta
la hora de la cita me ayude a tranquilizarme. Intento no pensar mucho porque, a
veces, pienso demasiado. Intento no pensar en ella y pongo la televisión, pero me doy
cuenta de que no veo nada, de que no me la puedo quitar de la cabeza: sólo con
pensar en ella todo mi vello se pone de punta, como si ya la estuviera tocando. Estoy
sentada en la cama y abro un poco los muslos de manera que mi clítoris se aplaste
contra el colchón; ese contacto, esa presión, impide que pueda olvidar ni por un
momento lo que estoy haciendo en esta habitación de hotel un martes por la mañana.
Estoy engañando a mi mujer, y ella va a engañar a la suya.
Por fin llama a la puerta, abro y entra Ana con esa sonrisa suya que tanto me
duele. Al verla es como si me vertiera, como si todo lo de adentro saliera afuera; el
corazón, la sangre, las tripas, el sexo, los músculos, todo se vacía y vuelve después a
llenarse en un movimiento que me incendia por dentro. Estamos de pie frente a
frente, mirándonos. Ni siquiera nos hemos saludado porque yo, como siempre que
estoy con ella, no se qué quiere de mí; no sé lo que ella preferiría que yo hiciera,
porque no suele hablar mucho y yo, que me gusta contarlo todo, me quedo paralizada
con su silencio. Entonces alza su brazo y restriega su mano cerrada contra mi boca
hasta hacerme daño y, cuando ya me voy a quejar, abre la mano y me acaricia los
labios con los dedos; con sus preciosos dedos, delgados y huesudos, que parecen
hechos nada más que para introducirse en todos mis orificios. Su dedo perfila primero
mis labios cerrados y después presiona para abrirlos, y ese mismo dedo recorre mis
dientes y después mis encías para buscar mi saliva y con ella empapar mis propios
labios. Por fin, cogiéndome la cara con la otra mano, me abre la boca y me mete un
dedo, dos, tres; y yo los chupo, los acaricio con mi lengua, los recorro, los succiono
mientras ella los mete y los saca y recorre todos los intersticios de mi boca. Después
es su mano entera la que juega con mi boca, la palma de su mano la que aplasta
contra mi cara; es su mano la que intento lamer y es su dedo pulgar el que me trago.
Por fin se cansa de este juego y se decide a besarme. El beso de Ana, que reconocería
ante cualquier otro beso, que es tan extraño, tan diferente. Mete su lengua en mi boca,
la recorre entera, me muerde los labios, me llena la boca de su saliva. Yo gimo y
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retrocedo, porque siento que me falta el aire, los pezones me duelen, el clítoris
hinchado y palpitante me avisa de la necesidad que tiene de que le toque y le
descargue. Por eso quiero que su mano presione ahí: en el centro neurálgico de mi
desesperación, aunque sea por encima del pantalón. Le cojo la mano y se la llevo
hasta ese lugar, que me desespera y del que siempre me falta ella, y se la aprieto
contra mí. Pero aún no es el momento y por eso, desasiendo su mano de la mía, que
busca retenerla en mi entrepierna, me da una bofetada que sirve para mostrarme, por
si me quedara alguna duda, quién manda ahí, por si no lo había entendido. Ana,
naturalmente. Su bofetada, que ha dejado mi mejilla encendida y caliente, me ata a
ella más fuertemente que si me pusiera una correa al cuello: así fue desde el
principio, así será siempre.
Entonces me sube la camiseta por encima de las tetas; ya sabe a estas alturas que
nunca llevo sujetador. Me pellizca los pezones, me los acaricia primero con suavidad,
después con más fuerza, hasta que consigue ponerlos duros y erguidos, y después me
los succiona. Me desabrocha el pantalón y, metiendo su mano por debajo de las
bragas, pone su mano en mi coño, y sólo ese contacto ya supone un placer tan intenso
que tengo que poner mi cabeza en su hombro y respirar hondo, apenas me tengo en
pie. Empieza a apretarme el clítoris rítmicamente y siento que me voy a correr, pero
Ana no quiere que eso ocurra y por eso, cuando siente que ya estoy a punto, me
empuja hasta la cama, me pide que me desnude y lo hago. Me dice que abre las
piernas y lo hago. Y durante un rato que se me hace eterno me mira ahí, bien abierta,
abierta para ella en realidad, y entonces se quita el abrigo (aún no lo ha hecho). Lo
deja en una silla y saca del bolsillo un dildo y un condón, y se lo pone despacio y con
cuidado.
Normalmente, no me gusta nada que me penetren pero, en casos excepcionales es,
sin embargo, lo que me da más placer. Disfruto cuando es una mujer que me gusta
mucho, no lo soporto si es un hombre o alguien que no me interesa demasiado. Me
gusta mucho cuando esa mujer me gusta tanto que necesito que me llene y que entre
dentro; me gusta sentirme abierta y vulnerable y penetrada y poseída cuando esa
persona puede de verdad poseerme, y Ana es la única que puede.
No me corro sólo con el dildo, pero si me toca el clítoris al mismo tiempo, ella o
yo misma, entonces el orgasmo es intenso y muy, muy profundo. Yo misma me
masturbo ahora, porque Ana está con una mano en el dildo y con la otra tiene los
dedos en mi boca. Siempre me corro mejor si tengo algo en la boca. Podría decir que
esta persona que tiene una mano en mi boca y otra en mi coño, esta persona a la que
nunca veo pero con la que siempre sueño es lo más importante que me ha pasado en
la vida, pero si lo dijera puede que no le gustara oírlo, así que no digo nada y me dejo
llevar por el placer que ya viene y que me llevará muy lejos, allí donde siempre
quiero estar porque no hay un lugar mejor que ese.
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Me corro profunda, larga y silenciosamente porque no soy yo muy escandalosa en
el orgasmo. Siempre me retengo para gemir o gritar. Ana se desnuda y se pone
encima de mí y yo comienzo a acariciarle la punta del clítoris con la misma
indecisión de siempre, porque me atenazan los nervios con ella, sólo con ella me
pueden. Está empapada, está chorreando, así que es fácil deslizar el dedo. Y no dice
nada, no dice lo que le gusta y lo que no, así que me muevo entre tinieblas con
respecto a ella. Finalmente, cuando comienza a correrse, grita y jadea sobre mi
hombro y un líquido caliente mancha mis muslos, está eyaculando mientras su placer
parece ser inmenso y largo.
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SÓLO DE VEZ EN CUANDO
Tengo bajo control mis fantasías sexuales y, en general, no soy partidaria de llevarlas
todas a la práctica. Las fantasías sexuales son el combustible necesario del sexo, pero
hay que cuidarlas porque a veces, si se utilizan con profusión, se agotan. A mí, al
menos, me ocurre. Si las pongo en práctica muy a menudo, tengo comprobado que el
umbral de mi excitación sube y cada vez me cuesta más llegar a un umbral sexual
aceptable a partir del cual dejarme llevar. En el sexo hay cosas con las que una puede
apañarse en la imaginación pero cuesta, —o no le gusta—, manejarlas en la realidad.
Además, si todo lo que sueñas lo conviertes en realidad, ¿qué usas después como
lubricante masturbatorio? Lo asegura una, que se masturba muy a menudo. No, hay
cosas que deben quedar para la imaginación.
Dicho todo esto a modo de introducción, sí hay una cosa que exijo a mis amantes:
que se afeiten el coño. Si no lo tienen afeitado, se lo afeito yo. Es lo único que pido,
es lo único que necesito para excitarme a gusto, y creo que no es mucho. Lo demás ya
lo improviso, o lo improvisamos y, después de eso, naturalmente hay algunas que se
entregan más y otras menos, hay algunas que me gustan más y otras menos, con
algunas la cosa va bien y con otras no, como le ocurre a todo el mundo. Pero, en todo
caso, si quieren repetir conmigo y ponerse en mis manos y, desde luego, en mi
lengua, quiero ver y sentir y comer un coño que sea tan suave y liso como el de un
bebé. Y mientras folien conmigo lo llevarán afeitado, aunque sean amantes
ocasionales.
En la vida lo mejor es tener una amante semifija con la que no se conviva y, si es
posible, amantes ocasionales. Ambas situaciones no son incompatibles con
enamoramientos puntuales que conviertan en fija, por un tiempo, al objeto de ese
amor. Pero no hay deseo, ni amor, que pueda durar siempre y ni siquiera un tiempo.
Pasado un tiempo, el sexo se convierte en una obligación mecánica y el amor se
convierte en amistad en el mejor de los casos. Esto es inevitable y lo mejor es tratar
de adecuar la propia vida a esa inevitabilidad. Yo estoy soltera por épocas pero, esté
como esté, hace años que Mara es mi amante semifija. Una amante para la fantasía.
Hay veces que me da por llamarla cada día, hay épocas en las que me enamoro y
ella se me olvida, hay momentos en los que tengo otras ocupaciones y el sexo pasa a
un segundo o tercer plano, pero lo cierto es que Mara siempre vuelve. Vuelve a mi
cama y, aunque no se lo digo, Mara siempre termina por ocupar también mi cabeza.
No comparto mi vida con ella, ni tampoco mis sentimientos. No comparto la
cotidianidad, ni las penas o alegrías; con ella comparto una parte de mis fantasías
sexuales. Ella tendrá su vida, de la que yo no conozco mucho pero, sea la que sea la
que tenga, siempre consigue hacerla compatible conmigo. Cuando la llamo, a
cualquier hora, en cualquier época del año, tenga lo que tenga que hacer, jamás dice
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que no puede, ni intenta tampoco dejarlo para otro día y otra hora; siempre está ahí
para mí y supongo que eso es lo que la convierte en imprescindible en mi vida, y
supongo también que eso lo sabe; y, finalmente, tengo que suponer que le gusta.
Nunca tengo que preguntar «¿Puedes?» o «¿Te viene bien?». Nada de eso, después
del «Hola, ¿cómo andas?, ¿algo nuevo?» o cualquier otra pregunta insustancial, le
digo «El martes a las ocho», y ella responde: «vale».
El martes a las ocho llamará a mi puerta, estoy segura de que perfectamente,
porque sigue siendo mía. Después de eso, depende. Depende de mis ganas, que varían
mucho de un día a otro; depende de muchas cosas. A veces, si le dijera de qué
depende que yo prefiera una cosa u otra es posible que ella misma se quedara
asombrada. Mis ganas están en función de algo tan tonto como que aparezca en mi
puerta con falda o pantalón. Si lleva falda, es posible que desee fingir que no me
apetece el sexo, que lo que quiero es ver con ella una película en la televisión, y
puede que mientras estamos viendo la película yo atraiga su boca hacia la mía de vez
en cuando, o le roce los pezones sólo para ver cómo crecen, o acaricie un poco el
interior de los muslos, y que todo ello lo haga sin poner mucho interés, como algo
que hago sólo para entretener las pausas publicitarias. Y es posible que después, de
vez en cuando, meta la mano por debajo de su falda sólo para comprobar como su
braga se va empapando. Eso me gusta mucho.
Si lleva pantalón, puede que lo que me apetezca sea sentarme en el sillón y
decirle que se vaya desnudando mientras yo miro. Me gusta mucho ver cómo se va
desnudando, porque es como reencontrarme con ella, porque a veces se me olvida
que es verdaderamente preciosa. Otras veces, en cambio, mis ganas dependen de
otras cosas como que lleve el pelo suelto o recogido, porque si lo lleva suelto es muy
posible que prefiera que todo el trabajo lo haga ella. Me gusta sentir cómo su melena
va acariciando mi piel según su lengua va bajando o subiendo por mi cuerpo; y si lo
lleva recogido, entonces seguramente me den ganas de lo contrario, de decirle que se
tumbe en la cama y de ordenarle que no mueva un solo músculo.
Hoy la he llamado a media tarde porque me sentía un poco triste. Es domingo y
mi ánimo anda por los suelos y, por si fuera poco, llueve. Hace por lo menos tres
meses que no he hablado con ella porque he andado medio enamorada de una rubia
que, al final, ha resultado ser insoportable. Nunca me han gustado las rubias, no sé
qué me dio con ésta; ha sido una historia desgraciada, de esas que dejan una pequeña
herida en el alma. Pero la semana pasada decidí que esta historia estaba acabada y
comencé a pensar de nuevo en Mara. Cuando dejo pasar meses sin llamarla y otra vez
comienzo a pensar en ella, siempre prefiero dejar pasar unos cuantos días, que yo
llamo de «descompresión» para que me dé tiempo a imaginarla, a volver a pensar en
ella tal como ella es: no me gusta pensar en ella como sustituta de alguien que no
está. Cuando me entrego a Mara, es Mara quien está conmigo y ninguna otra. Me
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excita pensar que la llamaré, que ella lo dejará todo y vendrá. En el fondo siempre
existe la posibilidad de que diga que no puede, que se ha enamorado de otra y que ha
decidido ser fiel o algo así. Llamarla después de un tiempo supone cierta
incertidumbre, cierto peligro, y ese peligro es, en el fondo, parte del juego. No creo
que me gustara tener sobre su relación conmigo una certeza absoluta. El riesgo está
siempre ahí.
A las cinco de la tarde, después de intentar en vano dormir la siesta, por fin la
llamo y le digo que venga. Al otro lado del teléfono escucho algo así como un suspiro
y, por un momento, temo que me diga que hoy no puede, temo que esta tarde se acabe
el juego. Pero no, no será hoy, y Mara dice que en menos de una hora estará en mi
casa. Así es, en menos de una hora está llamando al timbre. Mi tarde triste se ilumina
cuando ella aparece sonriendo por la puerta. Nos damos un beso muy ligero y, sin
más, entra en el salón. Nunca, o casi nunca, demoramos los preliminares; cuando la
llamo es porque quiero follar, no la llamo para ir al cine, ni para charlar. Mara no está
para nada de eso. Hoy, como hace tanto que no la veo, lo primero que quiero hacer es
recordar su cuerpo y por eso le pido que se desnude, quiero ver cómo se desnuda para
mí, porque mi autoestima ha quedado un poco dañada después de mi última aventura.
Ahora necesito recomponerla.
Me siento en el sillón y Mara se pone delante. Comienza a desnudarse
lentamente, dejando que la mire, y con la seguridad que sólo puede tener una amante
de hace muchos años. No es fácil aguantar una mirada valorativa sobre la propia
desnudez, pero la desnudez de Mara lo aguanta todo. Está tan guapa, tiene un cuerpo
tan bonito que un día tengo que preguntarle cómo consigue no coger ni un solo gramo
de peso. ¿Cómo lo hace? A mí se me acumula todo en la cintura, en eso que yo llamo
los rollos, que comienzan a parecer un flotador adherido a mis caderas del que no
consigo librarme. El cuerpo de Mara no parece sufrir de los problemas que afectan al
resto de las mortales, por lo que supongo que debe esforzarse para estar así y que
debe emplear tiempo en ello, quizá también dinero.
Está desnuda delante de mí, afeitada claro; entonces la llamo con un gesto, se
acerca y yo paso el dorso de mi mano por su coño para comprobar lo suave que está.
No sé, supongo que soy una fetichista de los coños afeitados; cada una tiene sus
manías y ésta es la mía. Se lo acaricio por delante varias veces y después introduzco
ligeramente mi mano en la raja, pero muy poco, sólo para comprobar que ya está
mojada, también como siempre, hay cosas que no cambian. Yo también estoy muy
mojada, pero eso ella no lo va a saber. Entonces le digo que coja una silla y la ponga
delante de mí, delante del sillón en el que yo estoy sentada. Le digo que se siente con
las piernas muy abiertas y las manos a los lados, como si se sujetara a la silla. Así,
bien quieta, desnuda, y bien dispuesta, no hay nada en el mundo que me guste más
que tener este cuerpo a mi disposición, pero eso tampoco lo va a saber. Y me gusta no
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sólo porque Mara es preciosa y porque además es exactamente mi tipo de mujer y
porque me gustó desde el primer momento en que la vi, sino que me gusta también
porque, en realidad, me gustan los cuerpos conocidos; me gusta saber qué resortes
tocar, me gusta saber en todo momento qué hacer y cómo funcionar. No me gusta
perder tiempo aprendiendo un cuerpo, prefiero ese momento en el que ya no hay nada
que explicar respecto al placer ajeno y respecto al propio. Quizá en este aspecto, sólo
en este, tenga que decir que me gusta lo previsible.
Y hoy, en realidad, lo que me apetece es tocar, no chupar, ni lamer, ni besar, y
mucho menos que me haga nada de eso a mí. Lo que hoy me apetece es sólo tocar, y
eso es lo que hago durante un buen rato. Ella está quieta en la silla mientras yo la toco
por todas partes y, poco a poco, la hago gemir y temblar. Toco su cara y su boca,
acaricio su cuello, sus hombros, sus brazos, todo muy despacio porque sé que Mara
es muy sensible a las caricias, realmente toda la superficie de su piel es una enorme
zona erógena, y me encanta ver cómo su respiración va cambiando de intensidad y
cómo se va acelerando y cómo comienza a gemir un poco, deseando, pidiendo con
sus gemidos, que mis caricias se hagan más profundas. Pero yo las mantengo en un
nivel superficial y retraso tocarle las tetas, que las tiene especialmente sensibles, o las
ingles, donde le encanta que le acaricie. Voy muy poco a poco, acariciando la parte
interna del codo, los muslos, las rodillas, y después voy subiendo la mano por la parte
interior del muslo hasta llegar al borde mismo de su coño. Llega un momento en que
ya quiere que le meta la mano y por eso se revuelve ligeramente en la silla,
intentando cerrar las piernas, pero yo la empujo hacia atrás, contra el respaldo.
—No —le digo—, hoy no te mueves. Hoy esperas.
No dice nada, vuelve a pegar su espalda a la silla y le abro aún más las piernas.
Ahora sí le acaricio los pezones con el pulgar hasta que los tiene bien duros y se
los puedo coger fácilmente con los dedos y tirar de ellos ligeramente. Toda ella está
tensa, lodos sus músculos están en tensión, como si hiciera un esfuerzo para estar
agarrada a los bordes de la silla. Gime un poco cuando le cojo los pezones, pero lo
hace muy bajo, porque sabe que también me gusta que sea silenciosa. Que el placer
se le note levemente en la respiración, en la alteración que es claramente perceptible
en el subir y bajar de su vientre al respirar, me gusta escuchar sus gemidos apagados
cuando se corre. Si hay algo que no soporto es a esas mujeres que gritan de manera
sobreactuada cuando se corren.
Cuando escucho su respiración sofocada en el momento en que cojo sus pezones
tengo que contenerme para no poner mi boca en ellos, pero boy he decidido que nada
de boca, nada de lengua; hoy sólo voy a usar las manos. Dejo mi mano izquierda en
sus tetas y bajo la derecha hacia el coño. Ella echa hacia delante todo el cuerpo, de
manera que ahora se sienta en el extremo de la silla para dejar toda la zona al
descubierto. Me pongo en cuclillas ante ella y le miro el coño, que está todo baboso.
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Le rozo ligeramente el clítoris y de vez en cuando meto la punta del dedo en la
vagina, sólo un momento y lo saco, y vuelvo a acariciarla pero muy levemente, como
si la tocara de pasada. Introduzco el dedo entre sus labios, recorro sus canales, rodeo
el clítoris sin llegar a tocárselo, acaricio con mi dedo desde ahí hacia atrás, hasta
donde me permite la silla. Así estoy un buen rato hasta que ella misma lleva su mano
para intentar tocarse. No, eso sí que no. Le quito la mano de donde intentaba ponerla
y ahora le pongo las dos hacia atrás, como si estuviera atada a la silla y la miro
fijamente.
—No muevas más las manos —le digo, y no creo que lo haga.
Paso los dedos por su clítoris empapado, recojo su flujo y después se lo llevo a su
boca:
—Mira a lo que sabes —le digo, y ella abre la boca, atrapa mis dedos, mete su
lengua entre ellos y los succiona de tal manera que tengo que arrancárselos para
poder llevarlos otra vez al coño.
Y ahora sí, voy a dejar mi mano ahí. Le introduzco dos dedos en la vagina
mientras que mi pulgar le frota el clítoris con fuerza. Apenas dura nada porque está
muy excitada. Pensaba parar y alargarlo, pero no me da tiempo, se corre enseguida,
con una especie de convulsión a la que sigue un lamento ahogado, que termina
cuando reposa su cabeza sobre mi hombro. Yo estoy en cuclillas frente a su coño
abierto.
Así se queda un rato y después me dice:
—¿Y tú?, ¿me dejas?
Pero no, hoy casi prefiero quedarme sola. No sé por qué, estoy melancólica.
Entonces se lo digo y ella asiente, se va a la cocina, saca una cerveza de la nevera y
se la bebe apoyada contra la pared. Yo la sigo porque me gusta verla desnuda
haciendo cosas. Cuando termina la cerveza, me pregunta:
—¿Quieres me que vaya?
—Sí, hoy sí.
—De acuerdo —dice.
Entonces se viste, me besa en la boca y se va. Claro que la quiero, pero no se lo
voy a decir, aunque estoy convencida de que lo sabe.
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RECONVERSION
Doce años juntas y una profunda crisis sexual. Es normal; todo el mundo dice que es
normal. Puede que sea normal, pero también es preocupante porque… ¿qué se hace?
No hay duda de que nos queremos y de que queremos seguir juntas; no hay duda
tampoco de que no concebimos las relaciones sexuales fuera de la pareja, somos
tradicionales para eso. También es normal. Al principio no me preocupaba lo más
mínimo porque no me importa mucho el sexo y a Carla tampoco. Después de tantos
años con ella, con una vez a la semana me basta y me sobra; parecía que a ella
también. Ahora todo es más lento y todo mucha ternura y mucho amor. No echo nada
en falta. Pero las cosas se han complicado un poco porque, de un día para otro, Carla
no quiere sexo, ni una vez a la semana ni nada. Bueno, pensé, es una fase. Todo el
mundo decía que en el sexo se pasa por fases y en la pareja también. Pero pasaba el
tiempo y Carla no hacía otra cosa que poner excusas, parecía una esposa harta ya del
marido, del sexo y de todo.
Dejé pasar más tiempo y seguía igual. Al cabo de unos meses creo que esto es
más que una fase. Entonces pienso si estoy dispuesta a pasarme el resto de mi vida
sin sexo. Y no, puede que no sea muy sexual, pero el resto de mi vida sin nada de
sexo, no.
—Tenemos que hablar —le digo una noche mientras la abrazo en la cama después
de que me haya rechazado de nuevo.
—Sí, tenemos que hablar. Quizá tenía que habértelo dicho antes. Ya no tengo
orgasmos.
—¿Cómo que no tienes orgasmos? —yo estoy atónita. Carla era de orgasmo
fácil… hasta ahora.
—Ya lo has oído. No consigo correrme de ninguna manera. Ni contigo, ni
masturbándome.
—Y entonces, ¿las últimas veces?
—Fingía —me dice.
Me dan ganas de matarla. Decirme eso es casi la manera más segura de que
tampoco yo vuelva a tener orgasmos. A partir de ahora creeré siempre que finge, no
me relajaré, estaré pendiente de otras cosas. No tengo manías, pero que mi pareja
finja un orgasmo es casi lo peor que me puede pasar para mis propios orgasmos.
«Comprensión», me digo, hay que ser muy paciente con ella.
—Son cosas que pasan. Son fases, se pasará. Tenemos que relajarnos y no pensar
en ello; tomarlo con calma y con tiempo.
Y la convenzo para que me deje masturbarla.
—Sin tiempo —le digo—, lo que tardas, tardas. Y si no te corres no pasa nada.
Efectivamente, no hay manera, no se corre, aunque me parece que me paso horas
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masturbándola. Me duele la mano; finalmente tengo que dejarla por imposible.
Y a partir de ahí, nuestra vida se complica. Antes, el sexo era casi costumbre, no
le dábamos importancia y, de repente, tiene importancia, mucha importancia. Me
paso el día pensando en eso. ¿No volverá a correrse? ¿Eso es lo que nos espera en el
futuro?
No me resigno. Hablo con mi amiga Josefina, que tiene mucha experiencia y me
dice que introduzcamos novedades.
—¿Qué son novedades? —pregunto.
—No sé… cualquier cosa, otras relaciones, otra manera… juguetes…
De todo lo que me sugiere Josefina los juguetes es lo único que me parece
posible. No me imagino haciéndolo de otra manera después de tantos años. Si
aparezco ante Carla vestida de cuero y con un látigo, o si me visto de lo que sea, o si
pongo velas y me pongo romántica, le daría un ataque de risa. Hay cosas que la
costumbre impide hacer. Esas cosas se hacen al principio, cuando todo es posible;
después no se puede.
Pero lo de los juguetes me parece una buena idea. No hay que ser tan tradicional
como nosotras. Y me voy a una juguetería sexual. Me da un poco de vergüenza
entrar, claro, pero eso son cosas que hay que vencer. Una vez que has traspasado la
puerta, el lugar es muy poco amenazante y lo que hay dentro aún menos. La verdad
es que me da un poco de asco ver todos esos penes de plástico puestos de pie en una
estantería. Ya sé que no se llaman penes y muchos no lo parecen —otros sí—, pero
todo lo que está en la estantería me parece muy fálico. Nunca me han gustado las
cosas tiesas, ni las torres, ni los obeliscos… ni los penes. Pero para Carla es aún peor
y ni siquiera soporta comerse un plátano. Tiene que trocearlo antes. Somos esa clase
de lesbianas.
Cojo un dildo pequeño de color rosa, que me parece lo menos agresivo de todo lo
que hay en la estantería. No me veo empuñando eso. La dependienta me mira y me
parece amablemente dispuesta a ayudarme.
—¿No tienes algo un poco menos… fálico? —he dudado al usar la palabra.
No se ríe, no se asombra, debe estar preparada para cualquier clase de comentario
o petición extraña. Es su trabajo.
—Pues sí —dice para mi asombro y tranquilidad—, tengo aquí un vibrador casi
redondo.
Y así es; se acerca y, de detrás de los dildos fálicos, saca otra cosa, si no
completamente redonda, al menos un poco más redondeada. Y lo compro. Es rosa.
Lo dejo en el cajón de mi mesilla y decido usarlo esa misma noche. Por la tarde
intento mostrarme especialmente cariñosa, porque Carla se queja de que a veces ni
me entero de que está en casa y después, en la cama, pretendo tener sexo. Así es
imposible, dice, y tiene razón, ese es uno de los problemas de los matrimonios de
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larga duración. Por eso en esta tarde me esfuerzo de verdad y la beso cuando llega de
la oficina, la acompaño un rato para que me cuente qué tal le ha ido el día, le preparo
un té y una copa por la noche… pero si está sorprendida no dice nada.
Cuando nos metemos en la cama me echo sobre ella y como siempre
últimamente, me rechaza, pero esta vez le digo:
—Tengo algo que nos puede servir —y saco la cosa.
—¿Cómo va a servirnos una radio? —pregunta.
Me enfado, pienso que tendría que poner algo de su parte.
—No es una radio, tonta, es un vibrador —le respondo, al tiempo que le doy al
botón de ON y la cosa se pone en marcha con una especie de zumbido. Me mira un
poco atónita; jamás hemos usado nada de eso. Incluso hemos dicho siempre que los
juguetes sexuales no iban con nosotras. Puede que sea una cuestión de edad.
Carla me mira alternativamente a mí y a la cosa y, finalmente, sin decir nada, se
incorpora y se desnuda. Entonces, de repente, me doy cuenta del tiempo que hace que
no la veo completamente desnuda, del tiempo que hace en realidad que no estamos
completamente desnudas, la piel contra piel. Me gusta. Me desnudo también. La
acaricio.
Sostengo el vibrador; no sé muy bien cómo se usa. ¿No traía instrucciones? La
convenzo para que se tumbe boca arriba, que no se preocupe, que no piense en nada,
que se concentre en las sensaciones, que se olvide de mí. Se tumba y yo me siento a
su lado. Le abro las piernas, se las dejo muy, muy abiertas, tanto como puede abrirlas.
Al ver sus piernas tan abiertas me excito mucho más de lo que pensaba. Creo que no
recuerdo haber visto su coño así de abierto desde hace mucho tiempo. Quizá no nos
hemos esforzado bastante. En los últimos tiempos ni siquiera nos desnudábamos del
todo. Pongo en marcha la cosa y se la aplico a los pezones. No sé si es esto lo que hay
que hacer, pero no parece que le disguste. Estoy bastante rato. Al principio, nada;
después su cara empieza a cambiar un poco y su respiración se altera de manera
perceptible. Yo estoy ahora sentada entre sus piernas. Le pongo el vibrador en el
clítoris. Da una especie de respingo, pero mantengo la mano firme; me mantendré así
todo el tiempo que sea necesario, moviéndolo en círculos.
Y hace falta tiempo; al rato me aburro. Me echo sobre ella y pongo mi boca en
sus tetas, le succiono con fuerza sus pezones. Temo hacerle daño, pero no parece que
le duela porque gime y se mueve bajo mi boca, y succiono y succiono y mantengo la
mano con el vibrador en su clítoris y sigo moviéndolo, preguntándome si se hará de
esta manera. Yo también estoy muy caliente; hacía tiempo que no me ponía así. Y me
voy excitando cada vez más, hasta que me da la impresión de que me voy a correr
y… no puedo evitarlo, dejo a Carla y me aplico el vibrador a mi propio clítoris. Justo
a tiempo: me estaba corriendo yo sola. ¡Qué placer, la verdad! Ahora me doy cuenta
de cuánto hace que no me corría verdaderamente a gusto.
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Miro a Carla, que parece un poco enfadada. Pongo cara de disculpa, cojo otra vez
el vibrador y volvemos a empezar.
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CALOR
Hoy no nos quita nadie los cuarenta grados a la sombra en esta maldita ciudad; no
hay donde esconderse. En los trabajos, con el aire acondicionado, aun es soportable,
pero casi da miedo que llegue la hora de salir a las cuatro, la peor hora del día. Es
como entrar en el infierno. Y más aún para mí, que no tengo coche y que debo andar
unos veinte minutos antes de llegar a la parada del autobús. Y no es sólo uno: son dos
autobuses los que tengo que coger antes de llegar a mi casa. Es el precio de vivir en el
centro y de que las oficinas estén en las afueras. Tardo más o menos una hora y media
en llegar a mi casa. Eso es lo que me espera un lunes como hoy, con toda la semana
por delante para recorrer el mismo trayecto. Odio los lunes, como todo el mundo, y
más en verano. Cuando salgo a la calle me llega una especie de ola de calor que me
empuja hacia atrás y me entran ganas de volver a meterme en el portal. Después,
cuando por fin me repongo y salgo, pienso que me voy a desmayar; es como si el
asfalto se pegara a las suelas de mis zapatos. No he comido, porque si como y
después me lanzo a la calle con este calor, me dan ganas de vomitar, por eso prefiero
tomar un aperitivo y cenar fuerte después.
Sobre las cuatro de la tarde llego a mi casa y, según entro, nada más cerrar la
puerta detrás de mí, me voy quitando la ropa hasta quedarme completamente
desnuda. Ni siquiera me molesto en dejar la ropa en el dormitorio, simplemente me
tiro en el sillón del salón y pienso en Pepa. En ese duermevela en el que una se sume
cuando hace mucho calor pienso en Pepa, que vive a cientos de kilómetros de aquí,
en una ciudad en la que hace mucho menos calor y adonde, si fuera lista, debería
mudarme. Por ahora nos vemos cada quince días porque yo vivo en Córdoba y ella en
Gijón, así que la cosa no es fácil. Pero vivir tan lejos también tiene sus alicientes.
Uno de ellos es que, aunque llevamos tres años juntas, sexualmente estamos aún en
un momento pleno y fogoso. Y cuando hace mucho calor pienso intensamente en ella,
porque nada me gusta más que juntar nuestros cuerpos entre el mutuo y compartido
sudor cuando follamos. Ahora, en verano, cuando viene a visitarme, no hay nada más
sensual que nuestros cuerpos resbalando uno encima del otro, la humedad del sudor
mezclándose con la humedad del sexo de cada una y nuestras manos acariciando las
pieles mojadas.
Este pensamiento hace que me despierte del todo y que la llame por teléfono.
Cuando contesta le pregunto si vendrá este fin de semana y me dice que no cree que
pueda.
Le cuento que el sudor me corre por el cuerpo y me dice que le gustaría
bebérselo. Le digo que estoy empapada y que tengo el interior de los muslos, la raja
del culo, el interior de los codos… todos los lugares donde la carne toca la carne,
empapados de un sudor pegajoso y maloliente. Me dice que le encanta cuando estoy
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sudorosa y maloliente.
—¿Estás desnuda? —me pregunta.
Le digo que sí, desnuda y tirada en el sillón, aplastada por el calor, pero con la
imaginación libre y ligera.
—Bien, baja tu mano despacio hasta tu coño y comienza a acariciarte. Piensa que
estoy contigo, piensa que bajo mi lengua por tu columna vertebral.
Lo pienso y noto que mi cuerpo, sólo con la fuerza de la imaginación, se llena de
ella. Sólo con eso y mi mano, me voy poniendo caliente, me voy hinchando como
una gallina clueca.
—Tienes un culo precioso del que me acuerdo mucho —me dice—, un culo para
ser usado y admirado.
—Así que te gusta mi culo… Sabes que es todo tuyo ¿verdad? Es tu culo. ¿Tú
estás desnuda? —le pregunto.
—No, yo sólo me he abierto la bragueta, por si decido hacerme una paja, ya
veremos. ¿Estás tumbada en el sillón?
—Sí, tirada, me revuelco en el sudor. Tengo las piernas abiertas, me estoy
tocando.
—Si estuviera contigo, no dejaría que te ducharas, me gusta cuando estás sucia, te
olería todos los huecos, olería ese olor, mezcla del sudor y el sexo, te pondría de
espaldas, me subiría sobre ti, te follaría cabalgándote, como me gusta, con la
humedad de mi coño mezclándose con el sudor de tu espalda y con mi aliento
caliente sobre tu nuca.
Su voz es susurrante y se me clava dentro como un punzón. Subida sobre mi
espalda, siento su peso sobre mí, su humedad, mientras mueve sus caderas hacia
delante y hacia atrás mientras se echa hacia delante y me coge las tetas desde detrás y
me besa y me lame el cuello. Me gusta que suba y que baje la lengua por mi cuello
mientras me acaricia los pezones, me gusta cuando me lame el lugar donde me nace
el pelo porque eso me hace temblar, como si recibiera una descarga eléctrica. Me
encanta que después vaya bajando desde ahí para recorrer con su lengua mi columna
vertebral, eso hace que toda yo me erice como un gato.
—Me correría sobre ti, deslizándome sobre el sudor de tu espalda, me correría y
después me quedaría sobre ti, pegada a ti para que el calor te envolviera y metería la
mano por debajo y llegaría al coño y te lo tocaría.
Entonces cambió de tono.
—Te lo voy a tocar, subida sobre ti, metiendo mi mano dentro, te muerdo la nuca,
la mano en una teta, te folio con un dedo… Mi peso te impide casi respirar, tienes la
cara contra el cojín, te cuesta coger aire, mi cuerpo te aplasta mientras te penetro…
Me doy la vuelta para aplastarme contra el sofá, imaginando que la llevo a mi
espalda. Estoy tal y como ella me dice, con mi mano debajo de mi cuerpo,
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masturbándome, con el teléfono sobre un cojín al lado de mis oídos. Sus palabras me
llegan suaves y, en un momento dado, es como si estuviera aquí, a mi lado. Mis
suspiros se convierten en gemidos, mi mano se mueve muy rápidamente.
—Así, así, mi amor… Te estoy follando como te gusta…
Finalmente, el orgasmo convierte mi gemido en un grito ahogado.
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PLACER
Se sienta delante de mí. Yo estoy en mi sillón azul, que he colocado justo enfrente de
la cama en la que ella se sienta. A mi lado tengo una mesita con todo lo necesario.
Vamos a jugar.
Le digo que se desnude. Y lo hace muy despacio, quitándose cada prenda y
dejándolas caer a un lado. Cuando está en bragas y sujetador le digo que pare. Me
acerco, me pongo en cuclillas frente a ella, le huelo el coño, se lo toco —ya está
mojada—, le toco los pezones por encima de la tela; me gusta sentir los aros que los
atraviesan y la cadena que va de una anilla a la otra. Me encanta esa cadena de la que
yo puedo tirar si quiero.
Vuelvo a mi sillón y le digo que acabe de desnudarse. Lo hace y se sienta. La
miro despacio, pensando lo que pienso siempre que la tengo así, y que incluso
después de tanto tiempo no hay nadie que pueda gustarme tanto. Y si lo pienso cada
vez que la veo desnuda es porque es extraño el deseo que me inspira, y eso que nunca
me han gustado las mujeres rubias, blancas, con aspecto nórdico, sino que siempre he
preferido a las morenas y meridionales. Pero así son las cosas del deseo; Cris es una
anglosajona pálida que desde que apareció en mi vida la trastornó totalmente.
Me acerco a ella y la toco toda entera mientras permanece muy quieta, sólo se
mueve ligeramente para facilitar el acceso de mi mano. Le toco la cara, le acaricio el
cuello por debajo de su mata de pelo largo color miel, le acaricio los labios, le meto la
mano en la boca y, por un rato, dejo que chupe los dedos de mi mano izquierda
mientras la derecha continúa con la inspección. Bajo por las tetas, dibujo con un dedo
los pezones, dejando que se ponga tensa mientras imagina que voy a tirar de la
cadena y sí, tiro ligeramente, lo suficiente como para que se queje, pero no más.
Juego con los pelos de su axila, y finalmente, con las dos manos apoyadas en sus
caderas, vuelvo a ponerme en cuclillas para pasar el dorso de la mano por el suave
coño recién afeitado. Con el dedo recorro su abertura sin llegar a profundizar. Eso
vendrá luego, pero ella ya está pidiendo más.
Noto que también yo estoy muy caliente y que podría correrme ya, sólo con verla
así, sólo con recorrerla, pero hoy voy a follarla porque se lo prometí la última vez y lo
voy a hacer como sé que a ella le gusta. Es lo que espera de mí y es lo que voy a
darle.
Me acerco de nuevo y me sitúo de pie, frente a ella. Pongo mi mano sobre su
cabeza y le digo que se tumbe boca abajo, con la cabeza hacia fuera. Así ésta queda a
la altura de mi roño. Me bajo el pantalón y las bragas hasta los tobillos y, cogiéndola
del pelo, llevo su boca hasta mi coño y le digo que saque la lengua y lo lama. Le
cuesta mucho porque no tiene apoyo para la cabeza, pero pone las manos en el suelo
y consigue llegar a mí con su lengua húmeda. Abro un poco los piernas para que
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llegue mejor: su lengua recorre mi abertura y me lame el clítoris, muy suavemente,
sólo la punta, como me gusta, pero enseguida me retiro porque no es el momento
todavía.
Ahora que está con el cuerpo tendido boca abajo y sujetándose con las manos en
el suelo, saco los pies del pantalón y las bragas y le acaricio el culo. Un culo
precioso, tan bonito como toda ella. Meto mi dedo en su agujero, su rosa roja lo
atrapa y Cris se pone a jadear; no sé si se queja o le gusta. A veces es lo mismo.
Ya que estoy desnuda de cintura para abajo aprovecho para coger el arnés y
ponérmelo mientras le digo que vuelva a sentarse. Cuando lo hace, mira con deseo la
enorme polla que me he puesto en su honor, pero no voy a dársela todavía, al menos
no en su coño, ni en su culo, pero me acerco y se la aplasto contra la boca hasta que
la abre y se la meto entera; cuando le da una arcada se la saco y le repaso su propia
saliva por la cara. En realidad estoy muriéndome por besarla, pero me contengo. Sé
que hoy eso no le gustaría; hoy esto no va de besos.
Vuelvo a la mesilla y cojo las esposas que uso para atarle las manos: a veces se
las ato por delante, lo que tiene sus ventajas porque puede, por ejemplo, masturbarse
o masturbarme a mí. A veces se las ato por detrás, lo que la inmoviliza mucho más; se
queda completamente a mi merced, sin que pueda hacer nada. Ahora se las ato por
detrás y si me masturba tendrá que ser con la lengua. Y lo intenta.
Cuando me pongo frente a ella para atarle las manos a la espalda, mi coño queda
de nuevo a la altura de su boca y, como tiene agachado el cuello para dejar que ponga
sus brazos hacia atrás, intenta meter su lengua por un lado del arnés y llegar hasta mi
clítoris. Pero yo no quiero que lo haga y no se lo he pedido: ese movimiento me
fastidia. Agarro un mechón de su pelo, le subo la cabeza y le pego una bofetada, que
la tira de lado sobre la cama. Me subo a horcajadas sobre ella y termino de sujetarle
las manos con las esposas.
Me incorporo y la incorporo a ella tirando de la cadena que lleva en las tetas, lo
que hace que use sus rodillas para evitar que tire y la haga daño. Se levanta casi de un
salto y se sienta de nuevo, tiro un poco y la pongo de pie. Vuelvo a mi sillón. Le digo
que se agache y que haga pis, que quiero ver cómo mea. Se pone en cuclillas, pero no
puede, le salen un par de gotas. Dice que no puede, estando tan excitada. Vuelvo a
abofetearla y le doy tan fuerte en la cara que, como no puede sostenerse sin manos,
cae de espaldas. Ahora, sin manos, le costará mucho levantarse. Y le cuesta. Tiene
que ponerse primero de lado, empujarse con el hombro, pero no puede y se arrastra
hasta la cama para conseguir encontrar un punto de apoyo en la cabeza y así volver a
levantarse. Mientras, voy a por una jarra de agua y un vaso. Lo lleno y se lo doy en la
boca hasta que lo acaba, luego le doy otro. Vuelve a ponerse en cuclillas y consigue
que le salga un chorrito, poco más. Veo que se esfuerza, pero es difícil hacer pis con
el clítoris hinchado. Como amenazo con darle más agua, se esfuerza de verdad: tiene
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la tripa llena. No tengo prisa, me siento a esperar tranquilamente y al final lo
consigue. Cuando comienza a mear sobre el suelo y el pis resbala por sus muslos, yo
me levanto y pongo la mano debajo; después con ella empapada me acaricio un poco
y estoy lista.
Entonces sí, la arrastro hacia la cama, le hago levantar las piernas y cuando me
meto en ella las pone sobre mis hombros. La folio con fuerza, porque cuanto más
fuerte la empujo, más siento yo el arnés clavándose en mi clítoris. La tollo con tanta
fuerza que su cabeza golpea contra la pared y gime en cada acometida. Cuando
comienzo a correrme pongo mi boca sobre la suya para que mis gritos se queden
dentro de ella. La beso con verdadero amor.
Al terminar, me quedo encima de ella, descansando, aprovechando este momento
de paz para acariciarla, pero ella no tiene paz porque quiere su orgasmo y por eso
ahora se mueve debajo de mí intentando frotarse contra cualquier cosa. Sus piernas
abrazan mi cuerpo con fuerza —Cris tiene mucha fuerza ya que es deportista— y, si
no estuviera atada, manejaría mi cuerpo con toda facilidad.
No estoy dispuesta a dejar que se corra a base de frotarse conmigo porque yo no
he acabado, así que me levanto y vuelvo con un utensilio que me encanta porque
estimula el punto g. Es de color morado y, desde que me hice con él, me encanta
metérselo porque es como manejar un instrumento de precisión. Suelo hurgar en su
interior hasta conseguir para ella un orgasmo enorme e intenso, que suele dejarla
arrasada de placer. No lo uso siempre, sólo en las grandes ocasiones y hoy lo es,
porque celebramos nuestro reencuentro. No quiero que se acostumbre. Pero cuando
me ve empuñarlo suspira de puro placer adelantado.
Se lo introduzco lenta, muy lentamente, con cuidado, y cuando llego, comienzo a
darle vueltas siguiendo las indicaciones de su respiración, de sus gemidos, de sus
pequeños gritos, que me van diciendo cuándo he tocado un punto sensible. Entonces
sí lo muevo más rápido, pero nunca demasiado porque le haría daño. Su tensión va
creciendo, su cuerpo se arquea, su respiración se vuelve espasmódica y, finalmente,
cuando comienza a gritar, suelta un enorme chorro de líquido que empapa la cama,
mis piernas, sus piernas, todo. Veo que no ha perdido su capacidad para eyacular y
veo que yo no he perdido la mía para tocarle allí donde le gusta.
Me tumbo junto a su espalda y la abrazo. Le suelto las manos y la beso en la base
del cuello. La habitación huele a sexo y a orín. Me pego mucho a su espalda y le
susurro que la quiero y que no vuelva a dejarme, que me muero sin ella. No me
contesta, pero no la voy a sujetar: es completamente libre.
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MANÍAS
El sexo anónimo y rápido estaría bien si pudieras repetir con la misma anónima
varias veces, pero mi problema, y el de muchas mujeres, es que nuestros cuerpos no
funcionan así, como una máquina hidráulica. Necesito follar varias veces con la
misma persona para que la cosa funcione. En general las mujeres necesitamos
«aprender» los cuerpos ajenos y enseñar cómo moverse por el nuestro para empezar a
disfrutar verdaderamente. Vale, las hay muy todoterreno a las que lo mismo les da
una teta talla S que XXL o que se manejan igual de bien con un arnés que con
camisón de encaje, pero algunas necesitamos tiempo. O quizá es que yo soy una
maniática. Pensándolo bien, es cierto que estoy llena de manías pero, a estas alturas
de mi vida, tengo derecho a tenerlas. En el sexo hay cosas que odio y si me las hacen,
o lo intentan, ya está, se estropeó el polvo. No puedo seguir. A veces he pensado que
quizá no estaría mal editar un manual de instrucciones, como me dijo una amiga con
la que me acosté y que terminó más bien enfadada conmigo.
Veamos que cosas tendrían que figurar en ese manual:
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eso me gusta. Y, claro, me gusta que toquen el clítoris con los dedos, no tanto con la
lengua. Creo que comer el coño es un arte que no todo el mundo domina, pero al que
todo el mundo se lanza con afán. Y no es fácil, hay que saber, y hay que escuchar lo
que dice la que está con las piernas abiertas; hay que pedir que vaya dando
indicaciones. Niñas, hay que hablar y escuchar. Yo no sé qué manía tienen algunas
mujeres de estar calladas. Tener por primera vez el cuerpo de una mujer que no habla
es como navegar a oscuras. No se sabe por dónde ir. Por eso lo mejor es ir dando
indicaciones, porque lo cierto es que hay tantos gustos sexuales como cuerpos.
Yo he conocido de todo: la que quería que se lo mordieses, la que quería que se lo
succionases como si fuera un chupete, la que quería que metieras la lengua entre los
labios, la que le gustaba que usaras la lengua como si fuera un dedo, la que le gustaba
que le dieras pequeños toques y muy continuados… En todo caso, creo que como un
dedo no hay nada: controlas mucho mejor y, además, lo mejor de todo es que tú
puedes estar arriba, junto a la boca. Eso es lo que me gusta y no me gustan las
variaciones. Me gusta lo que me gusta, la boca en mi boca, la mano en mi coño.
Comenzar despacio, bajando desde arriba o desde el culo, pero ir despacio,
acariciando desde el principio, empezando por las ingles, metiendo después el dedo
entre los labios mayores para llegar luego, muy suavemente, a la punta del clítoris y
ahí sí, comenzar poco a poco a mover el dedo más rápido sobre el capuchón y mucho
más rápido y un poco más fuerte cuando me vaya a correr. No se puede decir que sea
una chica complicada. No sé por qué me dicen lo que me dicen: más fácil que yo,
ninguna.
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LOS PEZONES DE MARGA
Mi mujer, Marga, es una escritora conocida. Sale mucho en televisión. Es famosa,
atractiva, simpática… y también tiene unos pezones saltones que no hace falta
estimular porque siempre están erguidos como dos montañas. Me gusta pasar los
labios por encima, aprisionarlos y tirar de ellos, me gusta lamerlos. Me gusta
mojarlos con cualquier cosa: yogur, miel, mermelada… y chupar y chupar hasta
dejárselos limpios y relucientes. Además, los tiene muy sensibles y es capaz de
correrse simplemente con juntar las piernas mientras se los chupo.
Sus pezones son tan duros y tan grandes que me gustar restregar mis propios
pezones sobre los suyos. Me tumbo encima de ella poniendo mis tetas encima de las
suyas y me froto con sus pezones hasta que los míos crecen y se ponen duros y
tirantes. Después, sube y me los mete en la boca, e incluso puede frotarme con ellos
el clítoris, nunca he visto unos pezones tan duros. De hecho, siempre tiene problemas
con la ropa y ni siquiera un sujetador a prueba de los deportes más duros consigue
que los pezones no se le marquen de manera escandalosa. En verano tiene que
ponerse dos camisetas porque, si no, todo el mundo termina con la vista puesta en sus
pezones. A veces, cuando quiero que se ponga nerviosa, me divierte pasar mi mano
por encima o agarrárselos en cualquier sitio, en la calle, en una tienda… ella se pone
colorada, porque la gente la conoce y comienzan enseguida a murmurar. Yo me
excito y la gente se queda entre asombrada y atónita; no se me ocurriría hacerlo en
medio de una manifestación de la extrema derecha o en una misa, claro, pero sí me
gusta rozárselos como sin querer y que la gente no sepa qué pensar.
Hace un par de meses fuimos a una de esas macrofiestas bolleras que se
organizan ahora. Yo odio bailar, pero a mi mujer le encanta y le encanta también
coquetear y ligar si se tercia; a mí me aburre. Esa noche estuvo bailando todo el
tiempo con una chica muy joven. Yo estuve intentando charlar con amigas a pesar del
volumen de la música infernal con el que nos castigaban y es que, para ciertas cosas,
ya no tengo edad. Marga no sólo estuvo bailando con la joven; también las vi
bebiendo y riendo, sentadas en una esquina, y después vi cómo Marga le apartaba el
pelo de la cara y cómo le acariciaba el cuello y… la verdad es que me puse celosa.
No es que nos seamos absolutamente fieles pero, en fin, procuramos en lo posible no
hacer sufrir la una a la otra. Si ocurre, bueno, ocurrió, pero yo procuro que Marga no
se entere y desde luego no quiero enterarme (le lo que ella hace cuando yo no estoy o
cuando no miro. Para mí, mi libertad es más importante que su fidelidad. No podría
pedir que respetase mi libertad, si yo no estuviera dispuesta a respetar la suya. Las
infidelidades sexuales siempre duelen, se opine sobre ellas lo que se opine, pero que
duelan no quiere decir necesariamente que sean importantes. Hay que saber cómo
manejarse con ellas. Así que el discurso me lo sé, lo tengo claro, pero otra cosa es
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que después el dolor, la rabia, los celos… todos esos sentimientos incontrolados,
puedan más que la inteligencia y que cualquier teoría. Y eso es lo que estaba a punto
de ocurrirme esa noche viendo coquetear a Marga, más que coquetear en realidad,
metiendo mano a esa joven, que no tenía pinta de ser muy lista. Aunque sí que estaba
buena. Yo hablaba con mis amigas y por el rabillo del ojo no perdía de vista a Marga.
Desde luego no iba a ser tan ridicula como para montar un número de celos, pero en
casa íbamos a tener una bronca de las que hacen época. Hay que respetar ciertos
pactos y Marga estaba a punto de saltárselos.
En realidad no ha pasado nada, me dije para tranquilizarme; no ha hecho nada por
lo que tenga que rendir cuentas, al fin y al cabo sólo está coqueteando como hace
siempre. Lo que pasa es que la joven miraba a mi Marga como suelen mirarla las
jóvenes: con una mezcla de devoción y deseo que me estaban provocando unos celos
imposibles de controlar. Hice un esfuerzo por alejar todos los pensamientos malsanos
de mi mente y me sumergí en una conversación política con una amiga. Poco después
estábamos discutiendo acaloradamente y, durante un rato, se me olvidaron Marga y la
joven.
Bebí y bebí, hablé y hablé, y ellas, por lo que también pude ver, bailaban, se
sentaban, paseaban por el local… Marga hablaba y gesticulaba como hace siempre,
debía estar dándole a la joven una clase magistral. La joven escuchaba ensimismada,
como si hablara con dios. ¡Qué rabia me da cuando Marga se pone a dar lecciones a
las jóvenes!, especialmente si lo hace con la intención de impresionar.
En un momento dado las perdí de vista y me preocupé un poco. Traté de
tranquilizarme y de apartar de mi mente los celos pero no pude; había bebido
demasiado y no me podía distraer con nadie que atrajera mi atención en toda la
discoteca. Nadie me gustaba lo bastante como para intentarlo, así que busqué a Marga
y a su amiga por el local y me las encontré en una esquina más oscura y apartada que
la anterior. Se estaban besando, pues ya estaban en esa base.
No me acerqué; estaba bebida y rabiosa, frustrada y dolida, pero no tanto como
para hacer el ridículo abiertamente. Me aparté y me senté donde yo podía verlas a
ellas, pero ellas no podían verme a mí a no ser que me buscaran, y mucho me temía
que lo último que Marga iba a hacer esa noche era buscarme. Ver cómo tu pareja, a la
que quieres, besa apasionadamente a otra no es plato de buen gusto. Me sentía, más
que desgraciada, miserable, sola y abandonada.
Al poco rato vi que se levantaban y que se marchaban hacia el fondo, a una
especie de cuarto oscuro que las organizadoras habían considerado necesario habilitar
para que las mujeres pudieran tener sexo. Unas luces rojas iluminaban a medias aquel
espacio, en el que había sillones y en el que algunas parejas se besaban y, como
mucho, metían sus manos por debajo de la ropa. No se hacía nada que no pudiera
hacerse fuera, si acaso los besos eran más profundos y largos y, si acaso, las manos
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hurgaban por entre las braguetas de los pantalones o bajo las faldas; poco más.
Busqué a Marga y a la joven; las encontré en una esquina haciendo lo mismo que
hacían allí todas las parejas. Se besaban con pasión y Marga metía su mano bajo la
falda de su compañera. El efecto del alcohol se me estaba pasando y ahora me
invadía una especie de tranquilidad que suele llegarme a continuación de la euforia.
Pensé que Marga me gustaba mucho, pensé que la quería y me sentía querida por ella,
pensé que me gustaba mirarla besando a esa joven que a mí también me gustaba,
pensé que su boca, que era mía, besando a otra, me resultaba muy excitante y pensé
que, después de todo, al final de la noche, Marga se vendría conmigo a casa y sería
sólo mía. Eso pensé, pero no podía apartar mis ojos de ellas dos.
Entonces me acerqué. Marga debió verme por el rabillo del ojo, porque dejó de
besar a la chica y sacó su mano de debajo de la falda. Yo me acerqué aún más y
percibí claramente que todo su cuerpo se ponía tenso y a la defensiva. La joven se
arregló un poco la falda aún más nerviosa, mirando al suelo como avergonzada.
Cuando Marga pudo ver mi cara se relajó. Mi mujer me conoce muy bien, me conoce
mejor de lo que me conozco a mí misma: son muchos años queriéndonos. Así que, si
en algún momento le había inquietado que yo me acercara, ya se le había pasado esa
inquietud. Siempre sabe lo que pienso, le basta con mirarme. Y ahora ya no estaba
inquieta sino, si acaso, curiosa. Me acerqué aún más y me puse frente a ellas,
aproximando mi cara a la de Marga; comencé a besarla y ella se unió a mi beso. En
ese momento, la joven quiso marcharse, pero la agarré del brazo y se lo impedí. La
miré, sonreí para que no se pusiera nerviosa y le acaricié la cara. Marga también
sonreía. Entonces le abrí la camisa, le desabroché el sujetador y se lo puse por
encima, dejando sus tetas al aire. Ella se dejaba hacer. Mi cuerpo las tapaba a ambas:
era difícil ver en la oscuridad lo que estábamos haciendo. La joven respiraba cada vez
con más fuerza. Me volví hacia ella y le puse una mano detrás de la cabeza.
—Saca la lengua —le dije, y ella me obedeció.
Cuando sacó la lengua, empujé su cabeza y su boca sobre el pezón de Marga y,
agarrándola por el pelo, fui moviendo su boca de un pezón a otro, hacia arriba y hacia
abajo.
—Lame —ordené, y ella lo hizo, lamiendo unos pezones que están hechos para
eso, sacando mucho la lengua y pasándola lentamente sobre ellos al ritmo que le
marcaba mi mano sobre su nuca.
Marga, que hasta ese momento me miraba sorprendida, cerró los ojos, se entregó
y comenzó a gemir de placer según yo movía la cabeza de la chica. Yo miraba gozar a
Marga gozando y me gustaba. Me ponía muy cachonda tener la posibilidad de verlo
desde fuera. Le desabroché el botón del pantalón.
—Ahora mete tu mano ahí y búscale el clítoris.
La boca de Marga se volvió hacia mí y comenzó a buscarme, pero yo no quería
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perder la posibilidad de contemplar cómo se corría en manos de aquella chica, que
era como decir en mis manos. Puse mi boca sobre la suya y la besé, mientras ella me
la llenaba de los sonidos que nacían en su garganta. «Busca la punta», dije mientras
aún mantenía su cabeza sobre la teta y ella chupaba y chupaba y Marga se encogía
sobre sí misma.
—Busca la punta —le susurré al oído—. Con un dedo, en círculos sobre la punta.
Mi boca estaba ahora exactamente sobre su oreja. Saqué la lengua, se la metí,
recorrí su contorno, mordisqueé el lóbulo mientras susurraba:
—Despacio, despacio, házselo despacio —y mientras, no le permitía que apartara
su boca del pezón—. Así, despacito, házselo despacito, cómete el pezón, chúpalo…
Un hilo de saliva salió de su boca y cayó al suelo.
Marga comenzó a respirar muy fuerte.
—Ahora más fuerte, más fuerte —la guié, y ella lo hizo.
Marga se dobló sobre sí misma con una especie de lamento contenido, intentado
no hacer ruido. Por fin levanté la cabeza de la chica de la teta de Marga y, al soltarle
la cabeza, la chica se puso más cómoda. Marga terminó desplomándose sobre el
sillón, gimiendo y sujetando la camisa de manera que le tapara las tetas. Entonces la
chica quedó allí, respirando también muy fuerte, como yo. Las dos estábamos
terriblemente calientes. Yo la empujé con mi cuerpo contra la pared y comencé a
besarla mientras le decía:
—Mira cómo me has puesto, mira —y guiaba su mano por la bragueta abierta de
mi pantalón, por debajo de mi braga—. Estoy empapada, mira cómo me has puesto.
Ahora tendrás que hacer algo.
Le decía todo eso al oído mientras le metía la lengua en la boca, la mordía en el
cuello y guiaba su mano por mi coño empapado, que sólo esperaba una caricia, así de
caliente estaba. Y ella, obediente, como era, hizo lo que le pedía. Hacía tiempo que
no me corría tan bien: no hay nada como un estímulo nuevo.
Al terminar, me dejé caer al lado de Marga y la acaricié. Era como si
estuviéramos solas y nos lo hubiéramos hecho la una a la otra; al menos yo me sentía
así. La chica se había puesto en cuclillas, supongo que su coño quería también que
alguien se ocupase de él.
—¿Os volveré a ver? —preguntó. Me gustó ese plural.
—Claro —dijo Marga—, mañana.
Ella sonrió y yo también.
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CAMA NUEVA
Sábado por la mañana. Paloma tiene que ir a Ikea a comprar una cama nueva porque
la suya está ya que se cae y, además, no le sirve. No le sirve para descansar porque el
somier se dobla como un acordeón y… no le sirve con Laura. Y ya se ha hecho a la
idea de que tendrá que gastar dinero, porque a Paloma no le basta con comprar un
somier y poner un colchón encima, ella necesita una cama que tenga un buen
cabecero con barrotes o barras para poder atar, si se tercia, a quien corresponda. No
siempre puede hacerlo, no siempre quiere hacerlo, depende de la mujer en cuestión;
pero nada resulta peor que encontrarse con una mujer a la que le gusta, como Laura, y
no tener dónde hacerlo. Durante mucho tiempo pensó que, mejor que gastarse tanto
dinero en un cabecero con barrotes, que son carísimos, habría que poner simplemente
dos ganchos en la pared que pudiera usar cuando fueran necesarios y taparlos con un
cuadro o cualquier otra cosa cuando no hicieran falta. Pero ahora encuentra cutre lo
de los ganchos, le parece que dan a su dormitorio aspecto de decorado de película
porno. Tampoco le gusta atar a nadie al somier: una vez lo hizo y le pareció
deprimente tener a aquella mujer atada como si estuviera en la cruz. Fue algo
horrible. Para comodidad de ambas, y para que le resulte erótico, tiene que atarlas con
los brazos hacia arriba; esa es la manera de hacerlo.
Se lanza a Ikea en medio de una multitud que, al parecer, siente la imperiosa
necesidad de cambiar de muebles el mismo día. Paloma recorre la tienda con
cansancio y mucho aburrimiento y, al llegar por fin a la zona de dormitorios, se fija
en unos cuantos, tratando de imaginar esas camas puestas en su habitación. La que
busca no debe desentonar demasiado con el resto del dormitorio, bastante clásico. Por
fin se decide por una con un cabecero de metal que parece antiguo: es bonita y le
parece perfecta para lo que necesita. Porque no sólo necesita atar, de vez en cuando, a
sus amantes, también necesita dormir, estar lo suficientemente cómoda para leer, para
llevarse una bandeja y comer… a Paloma le gusta hacer muchas cosas en la cama.
Y después follar… no siempre necesita el cabecero, por supuesto, eso es para
ocasiones especiales. Su amigo Marcos se la imagina siempre atando a sus parejas y
dándolas con un látigo y por eso se ríe de ella, pero nada más lejos de la manera de
funcionar de Paloma que, en realidad, como ella dice de sí misma, es «polifuncional»
y se adapta más a sus parejas que sus parejas a ella. Quien crea, como Marcos, que le
gusta hacer siempre lo mismo, está muy equivocado, porque cada mujer es diferente
y cada mujer pide una cosa distinta en la cama. Si hay algo que a Paloma le guste del
sexo es la variedad, saber adaptarse a sus amantes y jugar a adivinar sus debilidades,
sus gustos. Paloma es, en el sexo, como en la vida, perfeccionista al máximo. Se
sorprende de que Marcos le diga que él siempre folla de la misma manera, porque
ella siempre lo hace de forma diferente. Hay mujeres que, desde que las besa, ya sabe
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que están pidiendo ternura y ella es lo que da; hay mujeres que piden suavidad y
también la da, hay mujeres que lo dejan todo en sus manos y entonces ella es
perfectamente capaz de coger la batuta; y, por último, hay mujeres que piden fuerza y
Paloma también sabe dar fuerza. Lo que Paloma no hace nunca en la cama es
abandonarse. En la cama manda ella, eso es así, igual que en la vida ella manda
también sobre trescientos empleados; es cuestión de carácter. Atar a una mujer sólo le
parece excitante si a su pareja le gusta tanto como a ella, si se lo pide, si lo desea. Y
al pensar en esto, no puede dejar de pensar en Laura, que vuelve de viaje la semana
próxima y a la que no ha podido dejar de imaginar atada a la cama desde entonces. Al
pensar en ella, un estremecimiento le nace allí donde nace el placer y se le extiende
por el cuerpo llenándola de aire caliente.
Hace tres semanas conoció a Laura en una discoteca y se gustaron nada más
verse. Ella estaba apoyada en la barra hablando con la camarera y estaba claro que
estaba sola. A Paloma le gustó su aspecto desde el principio, parecía una chica fuerte,
con un poco de pluma y poco femenina, y enseguida pensó en dominarla. Paloma
lleva meses sola después de haber vivido en pareja durante más de diez años más o
menos monógamos por su parte. La ruptura le ha dolido, le ha hecho daño, ha pasado
unos meses muy malos y había jurado que no volvería a enredarse con una pareja
estable. Esas cosas que se piensan siempre cuando se rompe y en las que todas
volvemos a caer en cuanto la vida nos da la oportunidad.
Laura y ella comenzaron a hablar en la medida que se puede hablar cuando la
música está a ese volumen; bailaron un poco, pero la verdad es que Paloma buscaba
otra cosa en cuanto sintió su cuerpo cerca y supuso que ella también, porque Laura
enseguida quiso dejar de bailar. Se sentaron en unos bancos al fondo del local y
comenzaron a besarse y a acariciarse la parte de la piel que la ropa dejaba libre. Así
estuvieron un buen rato, comiéndose la boca, mordiéndose en el cuello y metiéndose
las manos bajo las camisetas en busca de sus respectivos pezones erectos; sintiendo
cómo sus bragas se empapaban, al menos las de Paloma. Enseguida, ella no aguantó
más, se subió sobre el muslo de Laura y, mientras continuaban besándose y Laura la
agarraba por las caderas, Paloma consiguió correrse allí mismo y en silencio. Nadie
se dio cuenta, sólo Laura, que notó el gemido ahogado que Paloma exhaló antes de
caer sobre su cuello. Después, al rato, salieron y, por algún motivo, nadie habló de ir
a ninguna casa. Paloma no lo dijo porque quería descansar, ya que al día siguiente
tenía trabajo, y no sabe por qué Laura tampoco dijo nada; a lo mejor intuyó que
Paloma prefería irse sola. Salieron de la discoteca de la mano, se besaron en la calle,
se intercambiaron los teléfonos y después se fueron a su casa.
Despertó pensando en ella. Al día siguiente tuvo que dar un cursillo a cien
empleados venidos de todas partes y apenas pudo concentrarse en lo que hacía. Pasó
el día pensando en ella de manera agobiante y más bien tórrida. A veces, en medio de
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sus explicaciones, se quedaba con la mirada fija en algún punto del infinito, pensando
en ese momento en el que cogió los dos brazos de Laura y se los levantó sobre su
cabeza para sujetárselos hacia atrás mientras la besaba. Y le gustó, porque Laura se
resistió ligeramente, como si le costara verse sometida a la pasividad que le pedía,
pero finalmente cedió y fue cuando se subió encima de ella. En eso estuvo pensando
todo el día. Lo cierto es que sólo podía imaginar a Laura desnuda atada a su cama,
pidiendo que la follara de una vez, y ella retrasándolo, y mordiendo, chupando,
lamiendo, todo menos eso que Laura desearía que ella tocara. Laura le gustaba, su
boca le gustaba. Paloma nunca puede estar segura de si una mujer le gusta o no hasta
que no prueba su boca. Hay mujeres que le gustaban mucho hasta que las besó y
dejaron de gustarle porque no le gustó su beso. Y no se refiere a que fuera
desagradable, sino a que no le gustó por la razón que fuera y que no todo el mundo
compartiría. Hay besos que no le gustan porque parecen dados con poco interés, hay
besos que no le gustan porque no son besos en los que se ponga todo el cuerpo, todo
el deseo. Hay besos que son mero trámite, que son sólo un preludio apresurado de lo
que se pretende que venga después. Paloma puede juzgar por un beso la manera en la
que follará esa persona y casi nunca falla. Le gustó el beso de Laura: rebelde, pero
finalmente entregado. Así que, después de un día entero de trabajo, por fin la llamó al
móvil, contraviniendo su regla de no llamar tan pronto. Laura estaba fuera de Madrid
y volvía en una semana. Hablaron de tonterías y al final Laura le dijo:
—Me alegro que me hayas llamado, me alegro mucho.
Así que quedaron que en cuanto volviera se verían.
Y ya está a punto de volver y ese ha sido uno de los motivos por los que Paloma
ha dedicado esta mañana a comprar una cama. Así se le pasa rápidamente la tarde, en
espera de mañana, montando una cama y hablando con su amigo Marcos, a quien
confiesa, sin poder evitarlo:
—Estoy montando una cama para atar a Laura.
Y ambos se ríen, pero ella se ríe con el deseo sonando ya en sus tripas. Por la
noche, su teléfono se ilumina con un mensaje, es Laura: «Mañana estaré ahí. Yo
también te deseo».
Al día siguiente, a media tarde, suena al timbre de la puerta: es Laura. El corazón
de Paloma late de deseo como hacía tiempo no latía. Entra y, sin saludarse siquiera,
comienzan a besarse. Enseguida Paloma la coge de la mano, se la lleva al dormitorio
y la tiende en la cama. Se echa encima de ella, sujetándola entre sus piernas y,
mientras la besa, la muerde en el cuello y en los labios; le muerde también el lóbulo
de la oreja, y mientras Laura gime de placer. Con sus manos en las caderas de
Paloma, ésta va desnudándola lentamente. Besa cada trozo de piel que va dejando al
descubierto y juega a meter su lengua por debajo del sujetador y a bajárselo con los
dientes, mientras que sus manos agarran los brazos de Laura por encima de su
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cabeza. Cuando ya está desnuda, sujeta sus brazos con uno de los suyos y con la otra
mano toca por primera vez su clítoris, sólo una pequeña caricia que, sin embargo,
hace que Laura se estremezca. Finalmente, mientras sigue sujetando sus muñecas con
una mano, busca con la otra en el cajón de la mesilla y saca las esposas que compró
hace tiempo en una tienda de juguetes sexuales. Paloma pasa las esposas por detrás
de un barrote del cabecero y después mete en ellas las delgadas muñecas de Laura,
que se deja atar con tranquilidad. Ahora sí está completamente inmovilizada, y
Paloma tiene libres sus dos manos para acariciarla. Coge su cara, le abre la boca
apretando sus carrillos, mete su lengua y bucea con ella. Le lame la cara, los ojos, los
labios, la mete en su oído; después le besa y le muerde los hombros. Con una mano
busca y juega con los pezones sin llegar a cogerlos, pasando tan sólo la mano por
encima, pero con la otra baja hasta el coño y le mete dos dedos en la vagina. Laura se
retuerce y levanta el cuerpo todo lo que le permiten los brazos inmovilizados.
Paloma se levanta y se desnuda. Disfruta viendo a Laura inmovilizada de esa
manera, disfruta tanto que está tentada de marcharse y dejarla así un buen rato, pero
no se atreve; al fin y al cabo, es la primera vez y piensa que no hay que tensar
demasiado la cuerda, y nunca mejor dicho. Así que vuelve a su cuerpo, con ganas ya:
también ella está empapada. Se sienta sobre su vientre para frotarse y dejar ahí su
humedad. Se frota hasta que el vientre de Laura está empapado de su flujo, pero lo
cierto es que ella misma se ha excitado tanto al frotarse que está a punto de correrse,
pero no quiere que esto ocurra. Se tiende sobre Laura, que busca algo que besar, algo
de la piel de Paloma sobre la que poder posar su lengua. Paloma le da a veces su
boca, a veces sus dedos, a veces un pezón, que Laura succiona desesperadamente, y
comienza a acariciar el clítoris de Laura lentamente y parando de vez en cuando
mientras que ella se retuerce y le pide que siga. Paloma ha decidido que ella va a
correrse antes, porque si lo retrasa mucho es posible que luego le cueste, que se
conoce. Los pezones de Laura están enormes, erectos, crecidos y engordados; Paloma
pone ahí su boca, succionando, mordiendo, lamiendo y acariciando con la lengua,
provocando en Laura distintos sonidos mientras se sube sobre su muslo y se frota
fuertemente moviéndose con sus caderas. Cuando llega el orgasmo, succiona de tal
manera el pezón que tiene en la boca que Laura chilla de dolor y entonces se aparta
del muslo y se deja caer entera sobre el coño, golpeándose más que frotándose,
haciendo que también Laura esté a punto de correrse, mientras busca la postura en la
que pueda frotarse. El orgasmo llega para Paloma potente y esplendoroso,
convulsionando todo su cuerpo hasta que por fin se deja caer sobre una Laura que
gime y que no ha llegado aún. Tratando de recuperar su respiración normal, vuelve
ahora al pezón de Laura, más suavemente; lo levanta con la lengua y la masturba
fácilmente con la mano derecha. Laura no tarda nada en correrse, ya estaba casi a
punto, y lo hace moviendo todo el cuerpo y tirando de las esposas e incorporándose a
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medias.
Ahora las dos descansan una encima de la otra. Paloma acaricia el cuerpo de
Laura, desde el cuello hasta los muslos. Y, poco a poco, siente que el deseo vuelve a
crecer y por la respiración de Laura supone que en ella también. Pero ahora le suelta
los brazos porque quiere sentir sus manos y su abrazo.
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MI BOCA Y SUS MANOS
Como soy cajera de supermercado en una ciudad pequeña me paso el día viendo
manos de mujer y códigos de barras. Como todo el barrio viene a este supermercado
y yo llevo aquí quince años puedo saber a quién estoy saludando, antes de levantar la
vista y mirarle la cara, solo por las manos; me las conozco todas de memoria. Hay
mucha señora mayor que lleva toda la vida comprando aquí y también hay amas de
casa a las que conoces de todos los días, pero en cambio poca chica joven, porque
trabajo por la mañana, a una hora en la que las jóvenes están estudiando o trabajando.
Así que, la verdad, en estos años no he tenido ocasión de levantar la vista con
curiosidad, digamos sexual, para ver qué cara se corresponde con unas manos que me
gusten. Para que a mí una mujer me excite, tienen que gustarme sus manos y no
comprendo cómo no le ocurre lo mismo a todo el mundo. Por ejemplo, me costaría
acostarme con una mujer de manos cortas y dedos gordos. No quiero ofender, pero
cada una tiene sus manías sexuales y sus preferencias, y éstas son las mías. Una
mujer con unas manos que no me gustaran simplemente no me excitaría. De todas las
manías sexuales que hay en el mundo, ésta es relativamente fácil de entender porque,
al fin y al cabo, te van a tocar con las manos y los dedos van a entrar en ti, así que
para mí son muy importantes, aunque no sean fundamentales. Prefiero unas manos
bonitas y sexys, unos dedos largos y finos, que un cuerpo así o asá. Puedo olvidarme
del cuerpo, del nombre, de la voz, de la conversación o de cualquier otra cosa, pero
raramente me olvido de unas manos que me han gustado mucho. Y mientras estoy
follando también me gusta olvidarme de todo, excepto de las manos y de mi cuerpo.
Así es el sexo que me gusta, olvidarme de todo y concentrarme únicamente en mi
cuerpo y en las manos.
Por eso, me definiría como muy pasiva. Soy una una bottom, que dirían en
América, lo contrario de una top; es decir, una lesbiana a la que, si es posible,
siempre le gusta estar abajo. Suelo bromear con un amigo gay, que se define como
pasivo, sobre la necesidad de fundar un club reivindicativo de los pasivos/as sexuales,
porque estamos muy mal vistos. En contra de lo que pueda parecer, no es fácil ser
pasiva; ahora todo el mundo espera que el sexo sea una cosa que se reparte a medias,
como si esto fuera un trabajo o una obligación. Y, como esto, además, no tiene nada
que ver con el poder, el control, mandar… esas cosas, me es difícil acoplarme. A
veces encuentro a alguien a quien le gusta hacerlo todo y hacérselo todo a sí misma:
esa es la persona ideal para mí. «Pasividad» es mi palabra fetiche. Al principio,
cuando era joven, me sentía mal, como si tuviera una especie de obligación que
cumplir, pero con el tiempo y la experiencia he aprendido que en esto del sexo hay de
todo y gente mucho más rara que yo, así que si encuentro a mi media y perfecta
naranja (aunque sea para una noche) perfecto; y, en último caso, si tengo que
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«activarme», como yo digo, pues lo hago, tampoco es el fin del mundo. Aun así, si
puedo elegir, sé muy bien lo que me gusta. Como me gusta decir de mi misma, «yo
soy una lesbiana de espalda en cama».
Mi obsesión por las manos tiene mucho que ver con otra de mis peculiaridades
sexuales, que es que mi zona erógena por excelencia es la boca. Y si juntamos las
manos con la boca, nos encontramos con que una de mis prácticas sexuales preferidas
es que me metan los dedos en la boca. Ya sé que es raro, aunque en realidad no tanto.
Una amiga/amante mía siempre dice que tengo el coño en la boca, o un coño por
boca. Es un poco exagerado, pero tiene mucho de verdad. La mejor forma de
excitarme es tocarme la boca de cualquier manera, por fuera, por dentro, con un dedo,
con la mano abierta, con un objeto, meterme algo, acariciármela, darme en ella con
fuerza… Me gusta chupar cualquier cosa, lamer, morder, succionar, besar… «Mi
boca y sus manos» sería el título que me gustaría poner a una historia de amor, si un
día me decidiera a escribirla. Y se la dedicaría a ella, a Bárbara, porque estoy
enamorada de ella, de sus manos y de la manera que tiene de tocarme la boca.
La conocí un lunes; no puedo olvidarlo porque es siempre el peor día de la
semana en mi trabajo, cuando todas las mujeres se lanzan a comprar víveres después
del fin de semana y las cajeras de los supermercados no damos abasto; es un día
difícil y cansado. Aquel lunes estaba yo con la mente en otro sitio, donde siempre la
tiene una cajera de supermercado, en cualquier sitio excepto en la cinta que va
pasando los productos, cuando las manos más atractivas que había visto en mucho
tiempo, quizá por inusuales, me pasaron un brik de leche. Eran unas manos blancas,
delgadas y nervudas y, además, llenas de pecas. Hay quien le tiene manía a las pecas,
pero a mí me gustan. Están hechas para acariciarme, pensé, y tuve que levantar la
vista. Se trataba de una pelirroja con pinta de extranjera, llena, sí, de pecas, y de edad
indefinida como les ocurre a las pelirrojas a veces, aunque a mí la edad, la verdad no
es algo que me preocupe mucho. No me gustan las chicas demasiado jóvenes porque
sus manos son demasiado blandas y, a menudo, poco expertas; necesito manos
expertas y algo curtidas, es así como me gustan. La pelirroja desde luego no era del
barrio y me sonrió, así que le rocé la mano al darle el brik y ella no la apartó tan
rápido como hubiera sido lo normal. Yo sonreí más aún y ella también. Entonces
intenté entablar una conversación adecuada para la ocasión, pero resultó inútil porque
la pelirroja no hablaba ni pizca de español. Eso me desalentó un poco, porque era
difícil saber si estaba tratando de ser amable, y lo de la mano lo había interpretado
simplemente como una costumbre local, o estaba aceptando ligar conmigo. Aún me
quedaban dos oportunidades: el momento de coger el dinero y el momento de darle el
cambio. Cuando me dio el billete abarqué toda su mano con la mía, y me pareció que
ella se sorprendía un poco, pero tampoco la apartó esta vez, y al darle el cambio ya se
puede decir que mis dedos se entrelazaron con los suyos. Este último movimiento era
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inequívoco. Fuera del país que fuera y hablara el idioma que hablara, lo había
entendido. Así que pensé que era cosa hecha. Como era lunes, había cola y entre mis
aproximaciones manuales, que lo ralentizaron todo un poco, y que ella era —parecía
ser— del este, las señoras de la cola comenzaron a despotricar contra la inmigración.
Pensé que más valía darse prisa.
Le hice un gesto a Bárbara —luego sabría que se llamaba Bárbara— para que se
pusiera a un lado mientras yo le metía un poco de ritmo a la cola y pasaba a toda
velocidad los códigos de barras por el escáner —bendito escáner, que permite a las
cajeras del supermercado pasarse la jornada laboral pensando en sus cosas, sexuales
casi siempre, y no como antes, cuando había que teclear número a número—.
Aquello sí era esclavitud. La polaca —era polaca— esperaba sonriendo. En un
momento de respiro le escribí mi dirección en el reverso de una cuenta y le apunté
también que salía de trabajar a las cinco. Los subrayé con fuerza, a las 17.00 y
pareció entenderlo. Todo el asunto me pareció sorprendente, agradable pero
sorprendente. Nunca había ligado en el supermercado, nunca había ligado sin decir
una palabra, nunca antes había ligado con una polaca, ni con una pelirroja llena de
pecas y, por si fuera poco, ni siquiera estaba segura de haber ligado. En todo caso, las
mañanas de trabajo son mucho más agradables si una tiene plan por la tarde. Hube de
lidiar con la duda de si la polaca habría entendido algo o si lo habría malinterpretado
todo debido quizá a alguna costumbre de su país que permita entrelazar los dedos a
las dientas sin que eso tenga mayor significado. Era un riesgo pero, como decía mi
madre, hay que correr riesgos; y sobre esto mi padre tenía otra frase muy adecuada: la
esperanza es la madre de todas las posibilidades, y en eso es en lo único que tenía
razón. Pero en todo caso, animada por el refranero familiar la mañana transcurrió
muy rápido y yo volví a casa casi corriendo para que me diera tiempo a tener los
dientes como perlas.
A las cinco y media sonó el timbre y apareció mi polaca, aparentemente muy
contenta. Y como no teníamos mucho de que hablar y, sobre todo, como no teníamos
en qué hablar le acaricié la cara mientras cerraba la puerta. Me pareció un gesto poco
agresivo en caso de que yo estuviese equivocada y la polaca no estuviese allí por lo
que yo suponía. Pero yo tenía razón: hay historias que se entienden en todos los
idiomas. Bárbara me besó en la boca. Fue en ese momento, justo en ese momento,
cuando comenzó nuestro buen entendimiento. ¿Qué suele hacer la gente ante un beso
en la boca, ante un buen beso de una persona a la que se desea? Lo normal es
contestar al beso, pero como ya he explicado al principio, cualquier cosa que me
hagan en la boca me disuelve, literalmente, de placer. Así que, como me suele pasar
cuando la mujer que me besa me gusta mucho —y Bárbara me gustaba mucho—, yo
emití un gemido sordo pero claramente audible, junté los muslos y me puse a temblar.
Es lo que me pasa cuando me besan. Apoyé mi espalda en la pared y entreabrí la
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boca, esperando más. Y me besó de nuevo, con más intensidad y con el mismo
resultado. Ante el éxito de sus besos, Bárbara se dedicó a comerme la boca con
fruición y yo a tratar de mantenerme en pie. No pareció extrañada por lo que es un
comportamiento, como poco, inusual. Me mantenía pasiva y mis manos tan sólo se
apoyaron en sus caderas, mientras buscaba su boca y quería más boca y más boca.
En un momento dado la guié por el pasillo hasta mi habitación, pero no me
tumbé, ni siquiera me acerqué a la cama, sino que me puse de pie con la espalda
apoyada en la pared. Ella se puso frente a mí y siguió con mi boca y yo seguí
gimiendo y temblando; cuando digo que estaba temblando no es una figura literaria,
yo tiemblo de deseo, no puedo evitarlo. No me pasa siempre y no me gusta que me
pase, porque es incómodo, pero ya he aprendido que, si tengo mucho deseo, los
temblores son inevitables. Las amantes que me conocen saben que, cuando tiemblo,
es porque me muero de deseo y la cosa va bien. Yo temblaba, Bárbara lo entendió y
siguió con mi boca; yo no deseaba nada más. Me sujetaba a su cintura para que no me
cayera y apretaba los muslos y contraía mis músculos pélvicos. Es algo que he
aprendido y que aumenta el placer; incluso me permite correrme sin tocarme.
Y… bueno, a veces hay personas que tienen una percepción, una sensibilidad
especial y Bárbara es una de esas. Al mismo tiempo que su lengua se movía por mi
boca, acercó un dedo y comenzó a acariciarme la comisura de los labios. Yo gemí aún
más y temblé aún más y ella ya no paró. Me acarició los labios con sus dedos y yo se
los quise chupar, pero los apartó; me dio más lengua, me acariciaba de nuevo y, poco
a poco, fue dejando, muy lentamente, que yo le atrapara los dedos y se los metiera
enteros en mi boca y se los chupara tan fuerte como podía. Ella movía sus dedos
dentro de mi boca como si se tratara de la lengua, los pasaba sobre mis encías; me
daba el pulgar, que apoyaba sobre el paladar. Nadie me había tratado así la boca.
Estaba tan caliente que, ante mi desesperación, en un momento en el que junté las
piernas, me corrí con un orgasmo pequeño y corto que me dobló sobre mi misma de
rabia. Demasiado pronto, demasiado poco.
Bárbara se rió. Nos desnudamos y volvimos a empezar todo el proceso, sólo que
desnudas. Ella encima de mí, follándome con su boca y sus dedos, y yo gozando
como pocas veces. Me enamoré de ella, claro, y aunque tardamos un poco en
entendernos, cuando por fin entendimos lo que decíamos, fue todavía mejor.
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TRES EN LA CAMA (O DOS)
Yo aseguro y certifico que la pareja abierta es un infierno. Cuánto mejor es el engaño
de toda la vida. Supongo que Lucía me habrá sido infiel alguna vez en alguno de sus
viajes de trabajo, pero yo no he notado nada ni nadie ha llamado a casa preguntando
por ella, ni nunca la he visto más pendiente del teléfono que de mí. Y en cuanto a mí,
también me he acostado con otras alguna vez, pero siempre con mucho cuidado,
sabiendo, además, que la mejor manera de que Lucía no se enterara era no
aprenderme siquiera los nombres de mis amantes, y mucho menos pedirles el
teléfono. Era algo no hablado, quizá sobreentendido, ni siquiera pensado. La pareja,
mejor cerrada o con apariencia de cerrada. Pero la abrimos y vimos que no
funcionaba; más que disfrutar sufríamos y por eso, tras un plazo de dos meses,
decidimos volver a nuestra vida de siempre pero… ¡Ah! Ya no era lo mismo. La
verdad es que habíamos mordido la manzana de la tentación, por lo menos yo, y le
había cogido algo de gusto al asunto. Además, estoy en plena crisis de los cuarenta y
llevo con ella desde los veinticinco. Antes de la crisis no había ligado nada, o por lo
menos no me acuerdo, y ahora, con los años, me ha dado por pensar que lo que no
haga ahora ya no podré hacerlo nunca. Son los malos rollos de la edad y a ella le pasa
lo mismo.
Lo que pasa es que Lucía y yo llevamos quince años juntas y cualquiera sabe que
eso no hay vida sexual que lo aguante. Y no es que no haya sexo entre nosotras, no,
que sí que hay y además no está mal; y no es tampoco que no nos queramos, que nos
queremos mucho y tenemos toda la intención de envejecer juntas. Es que, desde hace
un tiempo, deseamos tener sexo con otras, de una manera que empezaba a dañar a
nuestra relación, cosa que ninguna de las dos quería que ocurriera. Entonces
hablamos muy civilizadamente y pensamos en darnos un respiro, en convertirnos en
una pareja abierta, aunque sólo fuera para probar durante un tiempo limitado, un par
de meses, por ejemplo, para ver qué pasaba. Todas nuestras amigas nos miraron como
diciendo «estas pobres, no saben dónde se meten». Y claro, ellas tenían razón: no lo
sabíamos. Fue un infierno. No hace falta que dé muchas explicaciones: cualquier
lesbiana que lo haya intentado sabrá de lo que hablo.
La cosa es como sigue: aquella que liga la primera piensa que la cosa va bien y se
pone muy contenta, mientras que la que no liga al mismo tiempo siente que se muere
de celos. Después, la que no ha ligado, se lanza a ligar como una loca sólo por no
quedarse atrás y entonces liga con varias de forma muy seguida —a veces incluso sin
tener ganas—; entonces es la otra la que empieza a preocuparse. Y después ya
ninguna de las dos puede estar tranquila un momento en casa, porque sólo puedes
pensar que tu mujer está con otra, ni puedes hablar con nadie por teléfono, porque tu
mujer se pone de un humor de perros; y desde luego se acabó salir con las amigas de
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toda la vida, con las que antes salías tranquilamente de cañas y con las que incluso te
emborrachabas de vez en cuando. Antes, cuando eso ocurría, y yo volvía a casa con
un pedo de ordago, lo único que Lucía me decía era: «Anda cariño, acuéstate que
vaya pedo llevas». Luego estaban sus viajes de trabajo, que antes me venían tan bien
para estar tranquila y desconectar de todo. Pues desde que nos convertimos en pareja
abierta, se acabó la paz durante sus viajes; y se acabó también el presupuesto, porque
comencé a llamarla a cualquier hora del día o de la noche para ver si descubría algo
sospechoso por la voz —por si estaba con alguien— y un par de veces incluso me
presenté en su hotel con el consiguiente enfado por su parte. Por eso decidimos
volver a nuestra vida de siempre.
Pero una tarde en la que andaba yo dando vueltas a estas cosas se me ocurrió una
idea y se la propuse a Lucía: en lugar de salir por ahí para buscar a otra pareja, ¿por
qué no metíamos a una tercera en nuestra cama? Solo de vez en cuando, cuando nos
apeteciera. Lucía, todo hay que decirlo, no se lo tomó bien; se enfadó mucho, puso el
grito en el cielo pero, a decir verdad, fue pasajero. Después de pensarlo toda una
tarde, empezó a parecerle mejor, y al rato ya estaba pensando en las cuestiones
prácticas a las que ella es mucho más aficionada que yo. ¿Dónde, quién, cómo? Esos
pequeños detalles. Nuestras amigas, esas agonías, nos dijeron que eso tampoco
funciona, porque en los tríos siempre hay una que se queda fuera, pero Lucía, muy
lista, muy práctica y muy organizada, como es ella, les dijo que eso ocurre cuando no
se prepara bien, que hay que pactar previamente a qué va a dedicarse cada una.
—Al menos dos tienen que ponerse de acuerdo —dijo, como si fuera una experta
en tríos, y continuó—: Nosotras dos, como somos las que nos conocemos, nos
pondremos de acuerdo antes de de ligar con ella.
Yo no estaba muy segura de que esa fuera la estrategia correcta pero, como por
una parte, no tenía ni idea de cómo funcionan los tríos y como, por la otra, Lucía
siempre lleva en todo la voz cantante, dejé que fuera ella quien lo organizara y nos
repartimos el cuerpo de la aún desconocida, antes siquiera de haberla conocido. No
hubo problema en eso, cada una tiene sus preferencias sexuales y sus gustos bien
diferenciados. Una amiga nos recordó entonces que tendríamos un problema con el
físico de la susodicha —el caso era amargarnos—. Y parecía cierto porque, para que
una chica me erotice a mí, tiene que tener pluma, y para que erotice a Lucía, nada de
pluma.
—Bueno, habrá un término medio —dije yo—, tampoco seremos muy estrictas.
Cuando decidimos ponernos manos a la obra descubrimos que no era tan difícil
como podría pensarse. La cosa consiste en sacudirse la pereza de pareja y salir a ligar
como hacíamos cuando estábamos solas. Hay que ir a una discoteca y, a la segunda o
la tercera vez, ya le habíamos cogido el truco. El truco es que parezca que estás sola.
Ligar es muy fácil, pero ligar en pareja tiene su enjundia. El asunto es poner a la otra
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tan cachonda que, cuando le digas que hay una tercera, le parezca bien. Así que vas a
la disco, bebes, bailas, miras, te miran, te dejas mirar, sonríes y terminas comiendo la
boca a alguien que te gusta lo suficiente y que supones que le gusta a tu pareja. Para
eso, antes de empezar con el trámite, la has mirado desde el fondo de la barra y ella te
ha levantado las cejas diciendo que sí, o directamente que no, con la cabeza. Y
después, o lo hace Lucía, o lo hago yo. Si decidimos que es del gusto de las dos, pues
se hace lo dicho: la besas, te ríes un poco a lo tonto, bebes y ella bebe también, y
cuando ya has besado y tocado y te parece que la otra no va a decir a nada que no, se
lo sueltas. Puedes soltárselo a bocajarro, lo que suele asustar un poco, o decírselo de
manera un poco más sofisticada como, por ejemplo: «¿Y si hiciéramos algo
especial?» «Especial, ¿como qué?» es lo que va a decir ella —eso es lo que dijeron
las tres primeras—. Entonces se lo sueltas. La cuarta que me ligué dijo que sí;
prefiero no acordarme de lo que dijeron las otras tres.
Y bueno, lo hicimos y fue bien. Hay que aprender a hacer tríos, lo digo por si
alguna de las que leen esto tiene esa tentación. No es mala idea, pero hay que
aprender, como a todo. Al principio, ella parecía la loncha de jamón de un bocadillo y
era como si Lucía y yo quisiéramos comérnosla a mordiscos. Todo era tenerla a la
pobre allí, desnuda, y lamerla, comerla, morderla, besarla, y chuparla por todas partes
hasta que se incorporó y dijo algo así como: «¡Basta!» Entonces ya nos
tranquilizamos y procuramos ir más despacio. Hubo besos a tres… es divertido y
excitante tanta lengua, hubo caricias tranquilas y besos tranquilos allí dónde a cada
una le gusta besar y ser besada. Me puse muy caliente mientras sentía los besos de la
extraña por mi cuerpo, pero cuando abrí los ojos y vi que Lucía le estaba comiendo el
coño, entonces me puse aún más caliente y pensé que eso era lo más excitante que
había visto, pues cuando me lo hacía a mí yo no la veía, claro. Así que lo dejé todo,
me tumbé cerca de ella, la miré muy de cerca y, lo que es aún más extraño, la quise
mucho. No sólo la deseé más que nunca, sino que, además, la quise. Me gustaba el
sonido de su lengua y me gustaba escuchar la respiración de la de arriba. Cuando ella
comenzó a gemir, subí para ver su cara, la besé y le acaricié los labios con mi lengua
mientras se corría. Pero cuando acabaron, Lucía tenía ganas de seguir, la otra también
y yo me di cuenta entonces de que lo que más me había gustado era ver a mi chica
haciéndoselo a otra. Así que ellas volvieron a empezar una vez que yo convencí a
Lucía de que verdaderamente yo estaba bien; en realidad, estaba más que bien. Lo
estaba pasando mejor que nunca.
La chica se quedó contenta, Lucía también y yo más. Así que desde entonces
quedamos a veces y yo, sobre todo, miro. A veces toco un poco, le meto un dedo en
la boca para que me lo chupe mientras se corre, o le chupo un pezón, o acaricio y
dirijo la cabeza de Lucía, a quien le gusta mucho comer el coño, nunca he entendido
por qué. Lo pasamos bien las tres juntas y lo pasamos mucho mejor que antes las dos
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solas. Nos seguimos queriendo lo mismo y tenemos las mismas ganas que antes de
estar juntas. Nuestras amigas están amarillas de envidia. Por cierto, la chica se llama
Silvia.
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SEXO Y CHOCOLATE
Ayer por la mañana sonó el teléfono y lo cogí con rapidez. Estaba pegada a él desde
hacía horas: esperaba esa llamada con impaciencia. Era Pau para decirme la nota del
último examen de su oposición de MIR. Su «¡Hola!» lo decía todo: había sacado tan
buena nota que podría elegir hospital. Las dos nos pusimos a dar gritos por teléfono y
cuando por fin dejamos de gritar, le dije que tenía que venir a celebrarlo. Le dije
también unas cuantas guarradas por teléfono, porque llevamos bastantes meses
viéndonos muy poco por culpa de sus oposiciones, así que yo tenía muchas ganas de
ella y es de suponer que ella de mí también. Mi pobre Pau llevaba meses enclaustrada
y era hora de celebrar su éxito. Y, además, no es sólo que nos hubiéramos visto poco
en los últimos meses, sino que siempre que nos veíamos ella estaba preocupada y casi
puedo asegurar que, mientras follábamos, Pau murmuraba algunos temas de su
oposición.
Escoger hospital en nuestra ciudad, tener tiempo para nosotras, para salir, para ir
al cine tranquilamente… no me lo podía creer. Pau volvería a ser mi novia y no una
especie de mueble; volvería a mí y yo también tenía muchas ganas de tenerla toda
entera para mí. Pau es pequeña, gordita, muy morena de piel y de pelo; debe tener
algún ancestro gitano. Es muy cariñosa, muy habladora y graciosa; es alegre y
siempre está de buen humor. Le gusta el cine «en pantalla grande» y viajar. Me gusta
mucho su risa y no me importa que hable sin parar; con ella es imposible sentirse
sola. Llama a cualquier hora para contar lo primero que se le pasa por la cabeza.
Adora dos cosas: los coños y el chocolate. De los coños le gusta todo y el chocolate,
siempre que sea amargo, en cualquier modalidad. Cualquiera diría que lo de los coños
es normal en una lesbiana, pero es que ella tiene fijación. Le gusta mirarlos, le gusta
abrirlos con los dedos mientras los mira, le gusta meter la lengua hasta dentro, le
gusta olerlos, lamerlos… y le gustan también por arriba, le gustan los pelos, rubios,
morenos, blancos… Le gusta besarlos y le gusta mucho comerlos cuando una no se lo
espera. Por ejemplo, a veces estamos cenando en casa y le pregunto:
—¿Qué quieres de postre?
Entonces ella dice:
—Tu coño.
Y se acabó la cena; mi postre ya no es una manzana, sino un enorme orgasmo,
porque mi novia sabe llevarme al cielo cuando me come el coño. Lo puede hacer a
cualquier hora, en cualquier momento, por raro que parezca. En cambio a ella no hay
boca que se le acerque ahí abajo. Le gusta comerlos, no que se lo coman, y yo no lo
hago bien. Cada una tiene sus habilidades.
Además de lo dicho le encantan los niños y siempre está hablando de que le
gustaría tener uno. Estoy segura de que sería una buena madre y me ha convencido de
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que yo también lo sería. Así que es posible que un día nos animemos si es que
conseguimos llegar a vivir juntas, cosa que ahora es más fácil con su examen
aprobado. Por eso estábamos tan contentas las dos: porque ahora nuestro futuro era
más fácil que antes. Pau tiene las tetas grandes y redondas, y toda ella es exuberante
porque lo que más le gusta es comer, y no sólo esa parte de la anatomía femenina que
ya he explicado, ni tampoco chocolate. En realidad, a mi novia le gusta todo: comer,
follar, dormir, hablar, viajar, reír… Pau alegra mi vida y todos mis días. Pensé que se
merecía un premio por haber aprobado y que las dos nos lo merecíamos por haber
superado esos meses tan duros que por fin se habían acabado.
Me fui de compras y me acerqué a una de esas tiendas que venden chocolates de
todo tipo. Compré una botella de chocolate amargo en sirope y compré fresas. Esperé
a que llegara la tarde y a que viniera. Cuando abrí la puerta nos abrazamos y nos
besamos, deseándonos ya y con hambre la una de la otra; con ganas de celebrar su
éxito. Nos fuimos al dormitorio y nos desnudamos con rapidez; le dije entonces que
tenía preparado un premio para ella. Me tumbe con las piernas abiertas y una
almohada en los ríñones de manera que mi coño quedaba levantado. Cogí la botella
de chocolate y lo dejé caer muy lentamente sobre el vientre y el ombligo haciendo
dibujos con el chocolate, que caía espeso sobre mi piel hasta inundar todo el pubis y
toda la parte peluda. Después lo dejé caer por la raja hasta empaparlo todo y me
coloqué estratégicamente algunas fresas; Pau no se lo creía, jamás habíamos usado
comida en nuestros juegos, porque yo nunca había querido hacerlo. No me gusta
mezclar comida y sexo, o eso había dicho siempre. Pero ahora que Pau empezó a
lamer lentamente el chocolate por mi vientre cambié de opinión; de acuerdo, me
gustaba, y lamentaba no haberlo hecho antes. O quizá no lo lamentaba, porque así
esta celebración era verdaderamente eso, una celebración. Mi novia puede dedicarse a
lamer horas y horas; nunca se cansa ni se impacienta. La que siempre me impaciento
soy yo, pues a veces le digo que se centre de una vez en mi clítoris porque exploto.
Pero esta vez ella era la homenajeada, así que yo estaba dispuesta a que me lamiera
tan despacio como quisiera y, por lo que estaba viendo, estaba dispuesta a terminar
con todo el chocolate antes de centrarse en la cuestión. Le gusta mucho pasar la
lengua por los pelos antes de meterse con los interiores, así que ahora que mis pelos
estaban llenos de chocolate amargo pensé que me iba a hacer una limpieza total. Y así
fue.
Me lamió entera lentamente y se comió todas las fresas con tanta delicadeza que
toda mi piel se fue poniendo sensible, como más fina, como si toda ella necesitara un
abrigo. Después se concentró un buen rato en el interior de mis muslos sin llegar a
meter la lengua en el coño, que ya la estaba llamando. Después lamió la zona que va
desde el clítoris hasta el culo, una parte que me gusta mucho, que es muy sensible y
que me da mucho placer. Me gustaba el sonido de su lengua chupando y lamiendo mi
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piel y me costaba no decirle que volviera arriba y que me tocara directamente la
punta del clítoris, que debía estar crecido e hinchado y que latía pidiendo que alguien
se ocupara de él. En lugar de eso subió hasta mi boca para darme a probar el
chocolate, mezclado con el sabor de mi coño y con su saliva, y todo eso me supo a
gloria. Fue un beso que quise retener en mi boca de puro amor que sentía. Volvió
abajo y comenzó a meter la lengua entre los labios interiores y exteriores, mientras
decía lo mucho que le gustaba saborearme. Y no sólo era su lengua lamiéndome la
piel con detenida aplicación lo que me estaba excitando hasta el orgasmo. La
sensación húmeda y pegajosa de su lengua me excitaba tanto como el sonido de toda
su boca chupando y tragando. Entonces sí comenzó a lamerme el clítoris muy
lentamente, dándome toquecitos suaves aquí y allá, y enseguida se puso a lamer en
redondo, presionando con la lengua, empujando la punta hasta que, cuando mi
respiración y mis quejas le dijeron que yo no podía más, por fin comenzó a hacerlo
muy rápido, metiendo y sacando a veces la lengua de la vagina y presionando y
recorriendo el clítoris en toda su extensión. Hay orgasmos profundos, hay orgasmos
largos, hay orgasmos inolvidables, pero éste fue un orgasmo lleno de amor que me
llenó entera y que me vació después para dejarme caer con ganas de tenerla a mi lado
y de abrazarla.
Pau lo hace muy bien y yo, en cambio, no consigo aprender. Cuando lo intento,
ella siempre se queja de que le hago daño. Lo cierto es que, como ella dice, yo tengo
otras habilidades. Cuando se tumbó a mi lado, le puse la mano en el clítoris y
comencé a acariciárselo suavemente, pero miré el reloj y vi que se había hecho muy
tarde. Entonces le dije:
—Voy a hacértelo rápido, sin ninguna complicación, que tengo que sacar al perro.
Y así fue, rápido y sin complicaciones. En cuanto acabé corrí a lavarme, me vestí
y me fui a sacar al perro. Al regresar, ella seguía tumbada y desnuda, con cara de
felicidad; la habitación olía a una extraña mezcla de sexo y chocolate. «Sexo y
chocolate». Pensé que sonaba como el título de una película, o quizá de una canción.
«Sexo y chocolate»: no hay mejor manera de celebrar un buen examen.
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EJECUTIVA AGRESIVA
La bronca del martes fue épica; la eché a empujones de mi casa y casi la tiro escaleras
abajo. No quiero volver a verla.
Llamo a mi amiga Rosa para contárselo y no me entiende. Dice que está harta y
que ya ha vivido esto mismo una treintena de veces, que ha vivido peleas terribles.
—¡Mucho llanto, mucho grito pero siempre vuelves! —me dice.
—Esta vez no, se ha terminado.
—Eso no te lo crees ni tú.
—Bueno, ya lo verás.
Y así acaba nuestra conversación.
Después me tumbo en la cama a pensar: necesito pensar. Y termino pensando en
Amaya. ¿He terminado con ella? Ya no lo sé. ¿Volveré a verla? De repente, me
invade una oleada de angustia y me entran ganas de llamarla y disculparme otra vez.
¿Por qué estoy tan enganchada a ella?
—Está claro que eres masoquista —me dice Rosa, a la que he vuelto a llamar por
teléfono.
—No tiene nada que ver con eso —respondo yo, no muy convencida.
Pero lo cierto es que no creo ser masoquista, aunque lo más fácil es pensar que sí,
que lo soy. No creo serlo. No me importa que me aten, pero no me gusta nada que me
peguen, y lo de las cuerdas o las esposas es más bien una cosa de atrezzo; me da un
poco igual. Lo que me excita es la sensación de entregarme y de perder mis propios
límites. No ser pasiva o dejar de serlo, porque puedo ser muy activa, sino el hecho de
sentir que mi amante está tomando posesión de mi cuerpo; un cuerpo que le ofrezco,
que le entrego por amor o por placer; por mi placer o por el suyo. He estado con
muchas mujeres y he vivido con varias; me he enamorado también de algunas y he
sufrido por unas cuantas, pero engancharme de la manera en que estoy enganchaba a
Amaya me ha ocurrido pocas veces; quizá nunca hasta ahora.
Eso es lo que le explico a Rosa, que no entiende nada y que me dice que, en todo
caso, Amaya me hace sufrir y que hay que apartarse como sea del sufrimiento. Es
cierto, tengo que dejarla porque me hace sufrir y no me gusta nada sufrir. El control
no tiene nada que ver con el dolor, sino siempre con el placer.
Qué le vamos a hacer si me gusta, me excita y me hace gozar mucho. Es que
cuando no está en mi vida la echo de menos, es que cuando estamos juntas se
comporta exactamente como me gusta, de la manera en que me vuelve loca, como si
mi cuerpo le perteneciese, en cualquier momento, donde quiera, como quiera. No es
que sea desagradable, ni que sea violenta o que me hable dándome órdenes, nada de
eso. Además, no se lo permitiría… Se trata de una actitud que seguramente sólo yo
perciba, pero que me da tanto placer que me es imposible resistirme a ella, no la he
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encontrado en nadie más. Cuando estamos en casa de las amigas, por ejemplo, y me
mira desde el otro lado del sillón, sólo con su sonrisa es como si se estuviese echando
encima de mí, aunque yo sea la única en percibirlo; como cuando se levanta, y se
sienta a mi lado, y me acaricia el pelo y, de repente, baja la mano y me roza un pezón,
o como cuando mete la mano entre mis piernas sin que nadie se dé cuenta, en el cine
o donde sea.
—¿Es que soy la única persona que le da tanta importancia al sexo? —le digo a
Rosa, pero es una pregunta retórica, claro está. El sexo es un juego en el que cada
participante pone las reglas que quiere y Amaya juega como a mí me gusta y por eso
me cuesta tanto dejarla, porque cuando la he dejado y después me la he encontrado en
cualquier sitio, en una fiesta, en la librería, en el barrio, y me ha mirado de esa
manera…
—Tú vuelves, siempre vuelves —me dice Rosa— y haces mal, se siente segura y
por eso te hace sufrir.
Paso la semana resistiendo las ganas de llamarla y no la llamo, pero sé que el
viernes tendré que verla porque es el cumpleaños de una amiga común que da una
fiesta en su casa. Dudo si ir o no ir, pero es una de mis mejores amigas y no ir por
culpa de Amaya… Es como esconderme.
—Iré, iré —le digo a Rosa cuando me llama—. ¿Vamos juntas?
Mi amiga abre la puerta con una sonrisa de oreja a oreja, como sabiendo lo que
todo el mundo debe saber, que nos hemos peleado otra vez. Supongo que todas
piensan que es otra de nuestras crisis, pero lo que no saben, pienso yo, es que esta vez
es de verdad.
Paseo por el piso saludando a unas y a otras; las conozco a casi todas desde hace
siglos. De repente, me siento un poco angustiada, como encerrada en un armario;
todo es demasiado previsible. Entro en la cocina, me sirvo algo de comer y me voy al
salón con mi plato; entonces veo a una mujer que no conozco, una mujer mayor, con
pinta muy formal, conservadora diría yo, que está sentada en el sofá y que ha
comenzado a mirarme exactamente como me mira Amaya. Y su mirada tiene el
efecto de hacerme sentir igual que cuando me mira Amaya: desposeída. Y eso me
calienta. Amaya, que ahora entra en el salón, se da perfecta cuenta de lo que pasa y
también me dejo llevar, porque le estoy dando de su propia medicina, de la que duele.
Creo que es la primera vez que soy yo la que tengo la sartén por el mango y esa
sensación es agradable; pero lo más agradable es ver a Amaya insegura de su poder
sobre mí, ella que siempre ha estado convencida de que no podía perderme… Ahora
soy yo la que elijo. Por un instante me asusto; ¿no me estaré equivocando? No, llega
un momento en que una tiene ya la suficiente experiencia como para saber qué
significa una mirada como ésta.
Me dejo llevar acunada por esa mirada que me sigue por la habitación, que me
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sigue cuando me levanto, cuando me vuelvo a sentar. Me siento halagada y me gusta
ignorar a Amaya, que trata vanamente de llamar mi atención; ahora puedo incluso
verla como parte de un pasado que soy capaz de ver lejos de mí, como parte de un
pasado que no ha sido tan agradable como a mí me hubiese gustado. En toda la noche
no hago otra cosa que estar pendiente de esa mujer.
—Ya está —le digo a Rosa—, Amaya es el pasado.
—No me digas. Y ¿quién es el presente? ¿No podrías darte un respiro?
Pero yo estoy demasiado ocupada como para hacerle caso y ni siquiera me
enfado.
Mercedes y yo apenas hablamos, es más bien un juego de miradas, mirarnos y
reconocernos. El hecho de que sea mucho mayor que yo, de que sea tan distinta a mí
en la manera de vestir, también me excita y sólo espero no equivocarme con ella.
Finalmente, cuando ya he bebido lo bastante, me siento en el brazo del sofá, mientras
hago como que charlo con todas; al rato, ella pone su mano distraídamente encima en
mi muslo, así que a mitad de la noche ya tengo claro que no me estoy equivocando en
absoluto. Cuando Amaya ve que Mercedes pone una mano en mi muslo y luego en
mi hombro, se va de la cena y yo paladeo lentamente mi triunfo. La venganza es un
plato que se sirve frío, y así es. Rosa me mira desde el otro lado de la habitación con
cara de pocos amigos.
Cuando la gente comienza a marcharse, Mercedes se levanta del sofá, me mira y
me dice:
—¿Me acompañas?
—Claro —respondo.
Rosa dice que no con la cabeza pero ¿qué iba a contestar? Así que salimos juntas
y nos montamos en su coche. Hablamos de cosas banales: el tiempo, el tráfico esas
cosas que se dicen cuando hay que llenar las horas pero no hay gran cosa que decir.
Como no hay tráfico a causa de la hora enseguida llegamos a su barrio, y eso que está
en el quinto pino. Un barrio de esos que es como un jardín, con buenas casas y un
garaje que se abre automáticamente según llegamos y desde el que cogemos un
ascensor que se supone que nos llevará directamente a su piso. Dinero, se ve el
dinero.
Yo la sigo bastante asombrada, porque soy una auxiliar administrativa que nunca
ha estado antes en una casa como ésta. Ahora me pregunto dónde habrá conocido mi
amiga a una persona como esta Mercedes, tan distinta de todas nosotras. Cuando la
puerta del ascensor se cierra, comienza a besarme mientras me mete la mano por
debajo de la ropa, buscando mis tetas con ansiedad y con fuerza. Me hace un poco de
daño en los labios porque me muerde con fuerza y después baja su boca por mi cuello
y me muerde hasta hacerme daño. Mañana tendré una marca, como una adolescente.
Me da un poco de rabia.
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Entramos en una casa elegante, de rica.
—¿En qué trabajas? —le pregunto.
—Soy abogada —y sin ningún preámbulo me lleva hasta su dormitorio.
—Desnúdate —me dice, y eso es lo que comienzo a hacer, con pudor porque
siempre da pudor desnudarte delante de alguien que te mira, y más si te mira vestida.
Cuando me quito las bragas me pasa la mano por el vientre, juega con los pelos
de mi coño y dice:
—Y ahora, desnúdame —y eso lo que hago. Ella me agarra la cara y la acerca
hasta la suya para besarme mientras yo lucho con botones, cremalleras, corchetes y
todo tipo de artefactos que llevan las ropas para sujetarse y que no se nos caigan,
sobre todo en el caso de las ricas. Con lo fácil que es quitar una camiseta.
Cuando sólo queda quitarle las bragas, me detiene y no me deja continuar; se las
deja puestas. Me arroja sobre la cama, se tumba encima de mí y durante un rato nos
besamos, nos frotamos y ella acaricia mi clítoris suavemente; yo empiezo a pensar
que esto va bien. Sólo puedo chuparle los pezones porque continúa con las bragas
puestas y porque no me deja hacer gran cosa, ya que me aparta las manos cuando las
pongo sobre su cuerpo. Es en este momento, cuando me estoy preguntando por qué
no se quita las bragas de una vez, se levanta de la mesilla, saca un arnés con su
correspondiente dildo, que se coloca con pericia, y me mira desafiante. Yo me he
puesto un poco nerviosa; aunque no es la primera que lo usan conmigo y muchas
amigas lo tienen, lo cierto es que Amaya no es muy partidaria, así que ahora este
artefacto me ha descentrado un poco.
Eso es sólo en el primer momento: cuando está lista, la veo con esa cosa e
imagino lo que va a pasar, las tripas se me revuelven de placer y, simplemente, abro
las piernas, dejando mi vagina abierta y desprotegida. Abierta para ella, para que me
folle, deseando que me folie, suplicando que me folie.
Saca un condón de la mesilla, se lo pone y después se pone frente a mí para jugar
un rato conmigo, pasando la punta sobre mi clítoris, poniéndome tan caliente que yo
misma quiero cogerlo y metérmelo de una vez por todas, porque ya necesito sentirme
llena, pero ella sonríe y dice:
—No, no, así no.
Y yo la dejo hacer. Se echa sobre mí y yo continúo entregada, con las piernas
abiertas; empujando con las caderas el dildo entra sin ninguna dificultad. Estoy muy
mojada. Cuando el dildo está dentro de mí, siento algo que no he sentido antes, la
sensación de estar llena, entregada del todo, llena de sexo, completamente a su
merced. Hasta ese momento no había sabido lo que es sentir el cuerpo completamente
entregado.
Y entonces, ¡vaya!, Amaya aparece como una ráfaga en mi pensamiento: imagino
el placer que sentiría, que sería mucho mayor si fuera ella quien estuviera usando un
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dildo como este. Y pienso que tengo que decírselo, y eso me distrae y me pone muy
triste; no puedo evitarlo, aunque intento por todos los medios concentrarme en lo que
tengo entre las piernas. Pero enseguida las acometidas de su cuerpo contra el mío, su
vientre contra el mío, su mano ahora en mi coño y su boca en mis tetas, me hacen
volver a mí misma y a esta sensación nueva que es correrse sintiéndose llena y
penetrada, algo nuevo y precioso para mí; me corro despacio y lentamente, con un
buen orgasmo. Mi orgasmo llama al suyo y mientras yo estoy acabando con ese
arquear del cuerpo que pide que no se termine, ella se sienta, se quita el arnés y se lo
hace frotándose contra mí. Yo aún estoy terminando y ella empieza a gemir. Ha
estado muy bien.
Lo malo es que ahora, al terminar, no me siento feliz ni siento las ganas que tengo
siempre que me corro con Amaya, de reírme, de besarla, de acariciarla, de dormirme
encima de ella, o debajo. Por el contrario, siento un agujero dentro de mí y una
nostalgia inmensa de su piel, de su olor tan conocido, y también unas enormes ganas
de llamarla, unas enormes ganas de tenerla cerca. Siento una necesidad imperiosa de
contarle esto que me acaba de suceder y tengo la sensación, además, de que si no se
lo cuento será como si no me hubiera pasado. Como no me parece que deba llamarla
desde casa de Mercedes le digo que tengo que marcharme, que me he dejado en casa
cosas importantes que tengo que llevar al trabajo. Me mira incrédula y un tanto
socarrona, pero no parece importarle que me vaya. Yo estoy deseando irme. En
cuanto pongo un pie fuera de su casa corro en busca de un taxi.
En cuanto Amaya abre la puerta, la abrazo y me echo a llorar. Ella me abraza
también, aunque no llora porque nunca llora o, por lo menos yo no la he visto jamás.
No quiere escuchar nada, porque dice que es muy tarde, y nos vamos a dormir. No se
lo conté hasta el día siguiente, pero no parece que le haya importado gran cosa. Pero
eso sí, lo primero que hacemos esa mañana es ir a una juguetería a comprar un dildo
color violeta, tamaño medio, que usamos de vez en cuando. Y no hay nada
comparable a lo que siento cuando Amaya entra en mí y me folla, es lo mejor del
mundo o, por lo menos, es lo que más me gusta. Sobre gustos…
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RAREZAS
Un amigo me cuenta por teléfono que, según un blog de sexo, las geishas japonesas
tenían una técnica sexual que consistía en llevar a un hombre al orgasmo
succionándole sólo el dedo gordo del pie y después me dice que va a pedirle a su
novia que se lo haga. Yo le digo que los hombres siempre piensan en lo mismo, pero
lo digo por decir algo. No hay como los lugares comunes para llenar los espacios de
la conversación.
Mi amigo vuelve a llamarme a los dos días y yo aprovecho para preguntarle qué
tal le ha ido el asunto del dedo. Me dice que bien, que aunque no ha llegado al
orgasmo ha sido una experiencia placentera.
—Cariño, ¿te importaría succionarme el dedo gordo del pie? —si no se lo pido,
exploto.
Ella me mira frunciendo el ceño. No le gustan mucho las innovaciones, hay
mujeres que son más bien de piñón fijo y la mía es de ésas.
—No sé —duda—, no sé si me va a gustar. No me parece muy lesbiano. Es como
hacer una mamada a una polla pequeña.
Lo dicho, no le gustan las innovaciones.
—Cariño, me han contado que es muy agradable, anda, no te cuesta mucho —
pongo la voz melosa de pedir favores y consigo que se ría.
Entonces se baja hasta los pies de la cama —nunca mejor dicho—, pasa su lengua
por el empeine, la mete entre los dedos, que besa y chupa antes de llegar al dedo
gordo y metérselo entero en la boca, succionándolo con fuerza, como si se lo fuera a
tragar. Después, presionando el dedo con la lengua y contra el paladar, traga y traga
mientras yo me concentro en esa sensación; poco a poco, el placer se va extendiendo
por todo el cuerpo, como si cien bocas lo estuviesen recorriendo. Me siento como si
fuera un gato al que toda la piel se le levanta al paso de la mano que le acaricia, y casi
ronroneo.
Es cuestión de concentrarse y de centrarse en la sensación que llega desde el pie.
Y es cuestión de liberarse de la prisa.
Cierto que, para llegar al orgasmo, tengo que ayudarme un poco con la mano
pero, después de todo, esto no es un concurso.
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ALICE
Nosotras nos conocimos en Oxford, donde yo pasé un semestre en un curso de
historia del arte. Alice estaba en el mismo curso que yo y era imposible no fijarse en
ella. Lo que ya parecía mucho más difícil —imposible— es que ella se fijara en mí.
Yo soy más bien anodina, una española normal, baja de estatura, castaña,
completamente vulgar. Tampoco soy el colmo de la alegría, ni de la sociabilidad, ni
de la simpatía, ni nada. La vida a veces tiene esas cosas extrañas. Desde que la vi la
imaginé en mi cama, pero jamás me hubiera atrevido a hablar con ella y mucho
menos a intentar ligar con ella. Ni siquiera podía sospechar que fuera lesbiana. Es de
esas mujeres que los hombres persiguen y de hecho no había un solo alumno varón
que no lo hubiese intentado; al menos todos ellos se pasaban el día dándole
conversación. Y ella sonreía y parecía encantada, y se mostraba extremadamente
simpática, y se reía con las tonterías que le decían, y a su vez decía tonterías. Si me
hubieran torturado yo hubiera jurado que era la perfecta hetero. Me dan mucha rabia
las heterosexuales que tontean con los hombres haciendo honor a la palabra
«tontear», es decir, que se vuelven tontas. Es curioso: cuando una mujer intenta ligar
con otra mujer busca mostrar lo mejor de sí, intenta mostrarse inteligente, ocurrente,
culta… Cuando intenta ligar con un hombre se hace la tonta, lo cual no dice mucho
de nosotras, ni tampoco de ellos. En todo caso, no lo soporto. Por eso me volvía loca
que alguien tan fascinante como Alice, que además era inteligente y culta en clase, se
volviera estúpida cuando la rodeaban los hombres, riéndose de todas sus bromas y
poniendo cara de interés ante los temas de conversación más aburridos que se puedan
imaginar. Cuando la veía así, con esa risa falsa y estúpida, tenía ganas de ir hacia ella,
zarandearla y decirle:
—Pero ¿qué te pasa? Tú no eres así.
Pero me controlaba, claro. No soy yo la enviada para cambiar la manera en que
las heterosexuales intentan seducir a los machos de la especie.
Alice es muy guapa. Todo el mundo lo dice. Es norteamericana pero sus padres
son suecos. Es una mujer preciosa, de esas que la gente se vuelve a mirar cuando
pasa. Tiene unos fascinantes ojos color verde que son difíciles de describir. A veces le
digo que sus ojos no parecen de verdad. Tiene una sonrisa que enamora, que
transmite toda la alegría del mundo; a su lado es imposible sentirse triste. Cuando
sonríe es como si el mundo se abriera ante una. Tiene una melena rubia que le cae por
los hombros y en la que a mí me gusta enredarme, que me gusta oler, donde me gusta
perderme. Tiene unas manos sensibles que parecen hechas para acariciar y que, desde
que las ves, ya estás deseando que recorran tu cuerpo. Alice es un sueño de mujer, y
es mía. Y yo nunca dejo de preguntarme cómo se posible que se fijara en mí. Es la
mujer más guapa que he visto y si no fuera mi mujer no podría quitármela de la
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cabeza, pensaría en ella de la mañana a la noche. Pensaría en ella a todas horas y
pergeñaría planes absurdos para encontrármela en todas partes. Sé que eso mismo le
pasa a mucha gente cuando la conoce y desde que ella es mi mujer tengo esa
sensación de sentirme orgullosa de llevarla a mi lado. Alice tiene unas piernas largas
que acaban en unos pies perfectos. Suele ir con minifalda y con sandalias. A mí me
gustan mucho los pies, me fijo mucho en ellos y si son bonitos me gusta besarlos; los
pies de Alice son para empezar a besarlos y no acabar nunca. Me sentaba siempre
cerca de ella, a un lado, de manera que pudiera ver sus pies y sus piernas. A veces, en
medio de la clase, se me iba la cabeza y pensaba que me acercaba, me arrodillaba, le
besaba los pies, le lamía los dedos, el empeine, los delgados tobillos, subía por su
pierna hasta los muslos, metía la cabeza bajo su falda y pegaba mi boca a su coño por
encima de la braga, se la llenaba de saliva y la olía, y lo que pasara después ya me
esforzaba por no imaginarlo, al menos en clase.
Alice anda como las modelos. Moviendo todo el cuerpo, balanceando las caderas
de una manera que dice «Sígueme» y yo no imaginaba nada mejor que seguirla hasta
donde quisiera llevarme. Alice me gustaba tanto que me enfadé conmigo misma,
porque estaba a punto de hacerme perder el curso. No hacía más que imaginarla y
masturbarme. Creo que no me he masturbado tanto en mi vida, por la mañana, por la
noche y en el baño del college. Nunca había estado con una mujer como ella; no
podía imaginar ni siquiera cómo sería la sensación de navegar por un cuerpo
semejante, por unas caderas como las suyas por un culo como el que marcaba su
minifalda.
La universidad organizó una fiesta a mitad del semestre para los alumnos
extranjeros. Allí estaba Alice, rodeada, como siempre, de hombres. Yo me agarré a un
vaso de whisky y me paseé con él por toda la sala, mirando aquí y allá, hablando con
unos y con otros, pero más bien con desgana. Al final, me senté en una escalera. Al
rato, no sé por qué milagro o conjunción de los astros, Alice se había sentado a mi
lado y, como si fuese lo más normal del mundo, comenzamos a hablar. Era como si
ya nos conociéramos o como si hubiésemos tenido antes cientos de conversaciones.
Sacó lo mejor de mí en un minuto, sacó mi mejor sentido del humor, mi capacidad
para reírme de mí misma.
En un momento dado le dije:
—Allí te deben echar de menos.
—¿Allí? ¿Dónde? —como si no lo supiera.
—Mira a esos chicos, que dudan si acercarse o no. Fíjate cómo nos miran; bueno,
rectifico, fíjate cómo te miran.
Se rió con esa risa abierta que tanto me gusta. Que me entra dentro, que me
traspasa su alegría, que es como si el cielo se abriera sólo para mí.
—Que miren, que miren. Es todo lo que van a tener de mí.
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—¿Y eso? ¿No te gusta ninguno?
Esta era una de esas preguntas que se hace una rezando por dentro para que la
respuesta sea la que espera, o más bien la que desea.
—Ninguno. En realidad cuando digo ninguno quiero decir ninguno. No me
gustan los hombres.
Y me miró de esa manera que hace que lo que se acaba de decir sea aun más
importante, para que no cupiera ninguna duda. Pero yo no supe qué decir, no estaba
segura. No era posible, el corazón me latía a mil. La sangre se me había subido a la
cara, que me ardía.
—¿Qué quieres decir? ¿Ningún hombre?
—Soy lesbiana —y añadió—. Como tú, ¿no?
Entonces supe lo que significaba que el corazón se te saliera del pecho al recibir
una noticia. Jamás, jamás lo hubiera ni sospechado. A partir de ahí la conversación
siguió con dificultad, porque yo estaba muy nerviosa, excitada, azorada, avergonzada,
tratando de impresionarla… Ya no era yo, y Alice me miraba con sorna. No sé lo que
dije después de saber que era lesbiana; tonterías, supongo. Recuerdo que después me
pasó una mano por la mejilla y me dijo:
—Y tú me gustas.
Desde ese momento creo que, si no existe dios, debe existir al menos la diosa de
las lesbianas. ¿Cómo iba a gustarle a Alice? Alice la maravillosa y yo la poca cosa.
En dos segundos tuve que sobreponerme; al fin y al cabo soy mayorcita y tengo
experiencia, no iba dejar pasar aquella oportunidad por una cuestión de nervios. Nos
besamos. Alice olía a gloria, sabía a gloria, su piel era suave y decir que era como de
terciopelo es una cursilada pero por dios que es la verdad. Nos fuimos a su casa o
más bien me llevó a su casa mientras yo caminaba en una nube.
Tengo que decir que aquella noche no dejé el pabellón español muy alto. Estaba
tan nerviosa que pasados los primeros besos no era capaz de hacer nada a derechas.
Estábamos desnudas y Alice era exactamente un sueño, como las mujeres que una
imagina o ve en las revistas y piensa que no existen y que todo es photoshop. Pues
no, tenía a una de ellas desnuda delante de mí. Me preocupaba mi estómago, que no
es plano precisamente, mi celulitis, mis muslos, un poco gordos, mis tetas, un poco
caídas; me preocupaba no saber hacerlo, me preocupaba tanto todo que estaba seca
como un papel de lija, mientras que ella me ofrecía un coño jugoso, empapado,
suave, donde mis dedos desaparecían como si se los tragara. Ella me tocó y me dijo:
—No has mojado mucho —y yo, en lugar de decirle la verdad, que no era otra
que a veces las ganas excesivas o los nervios pueden impedir que el deseo fluya
naturalmente, no se me ocurrió otra cosa que decir:
—He mojado lo normal.
¡Dios, qué tontería! Idiota, soy idiota. Aquello precisamente no contribuyó mucho
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a que me relajara. Así que después de que ella intentara manejar aquel clítoris tan
seco que casi me hacía daño, no dejé que acercara su boca, porque estaba segura de
que no me iba a correr y la idea de Alice comiéndome el coño sin resultado me ponía
aun más nerviosa. Ella se apartó de mí y yo quedé tumbada con ganas de llorar. Se
puso enfrente, a mis pies, sentada sobre sus rodillas. Con sus manos me abrió las
piernas completamente, dejándome totalmente abierta ante su vista. Yo cerré los ojos,
me daba vergüenza, aunque parezca mentira. Durante un rato, sólo me miró y yo
aguanté con los ojos cerrados y con ganas de estar lejos, presintiendo un desastre.
—Mastúrbate.
—No puedo, ahora no puedo.
Yo casi gemí al decirlo, pero en cuanto lo dije me di cuenta de que ya estaba bien
de hacer el tonto aquella tarde.
—Claro que puedes. Quiero ver cómo lo haces.
Su interés comenzó a excitarme un poco. A veces sólo es cuestión de abrir una
pequeña puerta que ha costado un poco encontrar. Y de repente se encuentra, se
empuja y resulta que se abre. La orden «Mastúrbate» abrió mi puerta y me puso en
aquella habitación con Alice, desnudas las dos. Creo que ese fue el momento en que
verdaderamente la vi y la deseé de verdad y que hasta ese momento había sido como
tener a mi lado una muñeca, preciosa pero sin vida. Sólo en ese momento mi deseo
fluyó con normalidad. Me incorporé un poco apoyando la espalda en la pared, de
manera que quedé casi sentada, con las piernas abiertas, ella enfrente. Bajé la mano a
mi clítoris, ahora ya empapado y comencé a meter mis dedos entre los labios, de
manera que Alice me viera bien. Ella, frente a mí, abrió sus piernas, su coño quedó
abierto ante mi vista. Empecé a acariciármelo en círculos, suavemente, con un dedo,
muy poco a poco. Ella comenzó también a acariciarse alrededor, pasando sus dedos
por entre sus pelos rizados, acariciándose la piel, sin quitarme la vista de su coño. A
veces nos mirábamos a los ojos. La excitación crecía y crecía, quería tener una parte
de ella más cerca, quería que mi boca pudiera tocarla, pero no se acercaba, yo sólo
miraba cómo se acariciaba y su coño abierto y rosa, mojado, atravesado por el flujo
blanquecino, mucoso. Se mojó la mano en su propio flujo y se la pasó por el coño,
por el pelo, por la tripa. Yo comencé a acariciar la punta de mi clítoris mucho más
fuerte, pero quería hacerlo con los dedos, no con la mano, para que ella pudiera verlo
bien. Al rato, sólo podía usar toda la mano y ella ya comenzó a masturbarse también.
Una frente a la otra, un coño frente al otro. Escuchábamos cómo cambiaban las
respiraciones y abríamos las bocas buscando más aire; cuando finalmente mi caricia
se volvió frenética entonces ya no pude mirarla más y tuve que concentrarme en mi
sensación. Me eché hacia atrás para sentir el placer únicamente, en ese momento en
el que desaparece el mundo alrededor y se hace blanco. Sólo con ver cómo me corría
ella comenzó a correrse y a gritar; eso acrecentó mi propio orgasmo, uno de los
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mejores de mi vida. Uno de los mejores de su vida, según me ha contado.
No fue una mala primera vez, pero hubo otras mejores porque, desde entonces,
vivimos juntas.
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EL QUE SOBRA ES ÉL
El ruido de la calle entra implacable por las ventanas cerradas de la oficina, a pesar de
que los dobles cristales están para evitarlo. En el pequeño despacho de la cuarta
planta el aire está viciado, pues lleva años acumulando humo y expedientes
polvorientos que se amontonan en las paredes y que se supone que son del tiempo de
cuando no había ordenadores. Un cuarto pequeño en el que Yolanda y Miriam llevan
trabajando cerca de veinte años. Veinte años juntas compartiendo ese espacio y un
secreto. Un secreto que nadie conoce en el edificio, ni fuera de él en realidad. Un
secreto que sólo sabe Yolanda, y Miriam a veces sí y a veces no.
Se conocieron en la academia que preparaba las oposiciones a Técnico A del
Ministerio. Se examinaron juntas, ambas sacaron un buen número y pidieron el
mismo destino; después, movieron un poco las cosas y consiguieron estar en el
mismo despacho. Y llevan así veinte años, en los que ha pasado de todo; y, más que
nada, ha pasado la vida. Miriam se casó por fin con aquel novio que ya tenía cuando
conoció a Yolanda y luego tuvo dos hijos casi seguidos, como para terminar pronto;
Yolanda vivió con Miriam los embarazos, después estuvo en los partos y fue la
madrina de ambos. Los acompañó junto con su madre en su primer día de colegio
porque el padre estaba trabajando y porque los padres no se ocupaban entonces de
esas cosas; después fue la que se enfadó con el chico cuando comenzó a sacar malas
notas y fue también la que regaló a la chica un viaje a Londres cuando terminó el
instituto con buenas notas. Desde hace poco, ambos van a la universidad y ya no hay
quien los coja en casa. Y quizá por eso ahora Miriam anda un poco melancólica, más
callada que de costumbre y un poco más triste. Por eso, Yolanda intenta animarla y
procura contarle cosas alegres y que la hagan reír.
En todos estos años, Yolanda ha estado enamorada de Miriam sin decir nada. Ha
tenido novias, amantes e incluso una pareja que le duró un par de años, pero la verdad
es que la sombra de Miriam siempre le ha impedido consolidar nada. Miriam siempre
ha estado ahí, por debajo de cualquier pensamiento erótico que tuviera, e incluso su
cuerpo imaginado, que no visto, ha estado siempre cerca de cualquier otro cuerpo que
Yolanda tocara. Se enamoró de ella en cuanto la vio, porque esas cosas pasan a veces.
Y desde entonces ha estado siempre, de una manera u otra, pendiente de ella y de sus
hijos, que considera casi como suyos. Julián, su marido, es casi como si no existiera;
nunca hablan de él, nunca aparece en ninguna referencia que haga la propia Miriam,
que se supone que no lo menciona porque debe saber que a Yolanda no le gusta ni
siquiera escuchar su nombre. Lo cierto es que, en todos estos años, la vida ha pasado
sobre ella sin renunciar a Miriam. En la oficina, las veces que salen a comer o a tomar
café, las veces que se van de compras después del trabajo… todo el tiempo que
comparten está impregnado del deseo que Yolanda siempre ha sentido por Miriam y
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que no ha decaído en este tiempo. Y como cuando la conoció Yolanda pensó que
Miriam era lesbiana, pues no ha perdido la esperanza, aunque después se casara y
jamás dijera nada que pudiera hacerla pensar que lo era o que tenía con ella la más
mínima oportunidad. Pero a veces… a veces ha pensado que sí, que podía tener esa
oportunidad. En alguna ocasión, con el objetivo de consolarla o de animarla, Yolanda
la ha tomado de la mano y Miriam ha mantenido ese contacto más tiempo del
estrictamente necesario; lo cierto también es que a veces, cuando Miriam se ha
quejado, por ejemplo, de dolor de garganta y Yolanda ha querido mirarla y le ha
pedido que abra la boca, ha aprovechado para acariciarle el cuello y la nuca mientras
fingía que le miraba la garganta por dentro. En otras ocasiones, cuando Miriam le ha
mostrado un traje nuevo que se ha comprado, ella se lo ha colocado y para ello la ha
rozado un pecho, la ha acariciado de manera bastante inconfundible, según ella
pensaba, y Miriam no se ha movido ni se ha apartado. Pero en veinte años, ese juego
trivial que ambas han jugado ha sido todo. Y ahora, con el tiempo, Yolanda se ha
acostumbrado a ello y ya no llora, ni sufre como antes, ni se va a su casa desesperada
maldiciendo su mala suerte. Ahora piensa que la vida es así y que hay que tomarla
como es.
—Julián y yo estamos pasando un momento muy malo —dijo Miriam una
mañana.
Yolanda levantó la vista del expediente que tenía delante:
—¿Sí?, ¿qué os pasa? Creía que erais el matrimonio perfecto.
En realidad, al escuchar las palabras de Miriam, sin poder evitarlo, y aunque
posiblemente no quieran decir nada, su corazón se ha puesto a latir
descompasadamente.
—No hay un matrimonio perfecto, todos cambian con el tiempo.
—¿En qué consiste el cambio? —contestó Yolanda simulando un desinterés que
está muy lejos de sentir.
A Miriam le costaba continuar y dudó un poco antes de seguir:
—Ahora dice que quiere probar cosas nuevas.
—Ah, ya —manifestó Yolanda con cierto desdén—. Que se ha encoñado con una
joven. No te preocupes, les pasa a todos, pero al final vuelven. Si es que te interesa
que vuelva, claro —esto último lo dijo levantando la mirada, mirándola directamente
a los ojos.
Durante un rato, siguieron trabajando en silencio. Estaba claro que Miriam se
había quedado con algo que decir. Yolanda esperaba, pues no suponía qué podía ser.
Al rato volvió a la carga:
—No es eso que dices, no es ninguna joven. Quiere hacer experimentos, pero
conmigo. Experimentos sexuales, quiero decir.
La conversación comenzaba a poner un poco nerviosa a Yolanda. No quería
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imaginar a Miriam y a Julián teniendo ningún tipo de relación sexual y mucho menos
aún «experimental». Esta era una imagen que llevaba toda la vida intentando evitar.
Los problemas sexuales de Julián le importaban un rábano. Así que contestó
manifestando un claro desinterés:
—Ah… Bueno mujer, entonces no es para preocuparse. Total, si es contigo…
—Quiere que me acueste con otra mujer mientras él mira.
Entonces sí que Yolanda se quedó sin habla, paralizada y con el vello de punta.
No pudo decir nada. Le temblaba la mano y algo se le encogió por dentro. Como si
una mano le apretara las tripas y se las estrujara.
—¿Y qué piensas de eso? —preguntó con voz insegura.
—Lo he pensado mucho. A mí no me importaría, pero claro, tendría que sentirme
cómoda. Por eso me gustaría que fueses tú —y luego añadió mirándola fijamente—:
al fin y al cabo yo siempre te he gustado —dijo Miriam.
Y entonces Yolanda sí que tuvo que levantarse y marcharse del despacho. Primero
se fue al servicio y se sentó sobre la tapa del váter, temblando. Ahí estuvo durante un
buen rato, hasta que pudo sobreponerse. Después volvió al despacho, pero no se
sintió con ganas de decir nada. La miró, cogió su abrigo y se marchó. Durante dos
días no volvió al ministerio porque estuvo pensando. No pudo relajarse ni un minuto,
no pudo dejar de pensar, ni dormida podía olvidarse del tema. Lo que pensaba era en
la posibilidad que se le brindaba de tener a Miriam desnuda entre sus brazos, de
besarla, acariciarla, tal como siempre había deseado, tal como siempre había soñado.
Quizá la única oportunidad que nunca volvería a tener; pero, al mismo tiempo, debía
estar cerca de Julián, cuando a ella los hombres le repugnaban y especialmente éste,
por quien sentía un indisimulado rencor. Era como si una bomba hubiera explotado
en su cabeza. Al tercer día había tomado una decisión y volvió al despacho. Encontró
a Miriam más deseable que nunca y se sorprendió de la extraña manera en que a
veces funciona el deseo; cómo a veces no dura nada, cómo a veces se empeña en
perdurar a través de los años. En esta ocasión, ahora que tenía por primera vez la
posibilidad cierta de estar con Miriam, el deseo, tantos años con ella, creció de nuevo
sólo con verla. Esa sensación en el estómago, ese calor que te recorre el cuerpo, el
corazón latiendo y el clítoris palpitando, todo eso comenzó cuando vio a Miriam;
como si fuese la primera vez.
Se sentó en su mesa.
—He estado pensando, claro, de hecho no he podido pensar en otra cosa.
Miriam… —se atragantó y no pudo seguir, porque quería decirle tantas cosas que
decidió no decir ninguna e ir al grano—: De acuerdo, pero con una condición: que
Julián no me toque ni se acerque. En realidad, me gustaría que encontráramos la
manera de que él pueda vernos pero yo a él no. Si recuerdo que está mirando, es
posible que no pueda hacerlo.
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—Eso será fácil —dijo Miriam.
—Vaya, nunca pensé que terminara actuando ante un voyeur —dijo Yolanda
poniendo cara de asco—. ¿Cuándo lo hacemos?
Miriam le dijo que al día siguiente, se acercó a ella y la besó en la boca con un
beso muy suave e inseguro, pero era el primer beso que Miriam le daba y Yolanda
tembló y sintió ganas de llorar. En todo caso, este beso la ayudó a no arrepentirse de
su decisión. El deseo que sentía ahora por ella era nuevo. Apenas podía pensar, tenía
el sentido, el buen sentido, como obnubilado por una mezcla de miedo, ansiedad,
esperanza, deseo, dolor… Y el día llegó. Habían quedado en que Yolanda se acercaría
a casa de Miriam, una casa en la que había estado cientos de veces. No quiso pensar
en nada mientras conducía hacia allí; se negó a pensar en cómo resultaría aquello.
Resultaría como tuviera que resultar: eso era lo único que sabía. Llamó a la puerta y
Miriam abrió enseguida. Vestida con unos vaqueros y una camiseta, iba mucho más
sencilla que para ir a la oficina. El corazón de Yolanda se detuvo, o eso le pareció, y
perdió la noción de lo que ocurría. Miriam la cogió de la mano y se la llevó al
dormitorio. La besó en la mejilla, en los ojos, en la nariz, en la boca. La besó en la
boca hasta que Yolanda abrió los labios y Miriam pudo meter la lengua. Yolanda se
olvidó de todo, de los años pasados, de lo que estaban haciendo allí; era como si se
acabaran de encontrar y tuvieran veinte años. La lengua de Miriam recorría su boca,
se enroscaba en su lengua y después recorría sus labios, su cuello, sus clavículas y sus
hombros, mordiendo, besando. Yolanda estaba paralizada porque, de alguna manera,
había supuesto que ella sería la que iba a llevar la voz cantante. El mundo dejó de
existir para Yolanda e incluso Julián; la lengua de Miriam la alejaba de la realidad, las
manos de Miriam la terminaron de separar de todo. La desnudó con rapidez, sin
detenerse; ella misma se desnudó en un momento, como si dispusieran de un tiempo
limitado o como si tuviera miedo de que Yolanda se arrepintiera.
Ahora estaban las dos sentadas frente a frente, en el borde de la cama. Yolanda
respiraba entrecortadamente; parecía la más inexperta. Miriam parecía saber qué
hacer. Le cogió un pecho con la mano, lo apretó y se lo llevó a la boca: iba de uno a
otro comiendo con hambre sus pezones. Yolanda gemía porque el deseo no la dejaba
moverse, hasta que pudo recuperar el dominio de la situación y, agarrándola por el
culo, la apretó contra ella para sentirla muy cerca, para sentirla tan cerca que ahora la
respiración entrecortada de Miriam se le metía dentro, dentro de su boca, pero
también de su cabeza, de sus venas; estaba respirando el aire de Miriam, estaba
metida en Miriam. La apretó tanto contra ella, sus dos cuerpos se apretaron tanto, sus
dos coños uno contra otro, que pensó que iba a correrse en ese mismo momento.
Luego Miriam recuperó la iniciativa y sus besos subían y bajaban, comían
literalmente todo su cuerpo, y al fin la empujó sobre la cama y se subió encima de
ella. Ahora eran los besos pero eran también sus manos las que subían y bajaban y
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recorrían todas las superficies de su piel: las axilas, las orejas, los ojos que la lengua
recorría, las manos entrelazadas sobre la cabeza, y después la mano que bajaba hasta
su clítoris, un dedo que la penetraba y después salía, dos dedos, tres dedos, y la boca
sobre su boca, y la boca en los pezones succionando hasta que Yolanda gritaba de
dolor y de placer. Los dientes suaves en los pezones, más fuertes en el lóbulo de la
oreja, dejando marcas en el cuello, mordiendo los muslos, mordiendo los talones,
mordiendo la palma de la mano.
Yolanda jamás hubiera imaginado que sería así, pero no hubiera podido imaginar
placer mayor que el que sintió en cada centímetro de su piel cuando, por fin, los
dedos de Miriam se concentraron en su clítoris mientras su boca y su lengua seguían
recorriendo su cuerpo. Todo el cuerpo de Yolanda se levantó como si lo recorriera
una corriente eléctrica, su cabeza se echó hacia delante, sus piernas se doblaron y sus
manos se agarraron al colchón. Entonces los dedos de Miriam se ralentizaron hasta
obligar a Yolanda a suplicar que siguiera, que fuera más rápido, que la follara de una
vez. Cuando la respiración de Yolanda se interrumpía y su garganta se volvía un
gemido, entonces Miriam levantaba la mano e iba a cualquier otra parte de su cuerpo,
hasta que la mano de Yolanda cogió la mano de Miriam y se la puso de nuevo sobre
el clítoris.
—Vamos —le apremió—, ya, ya, tiene que ser ya —casi gritó—, y por fin
Miriam dejó allí sus dedos, que siguieron el ritmo que Yolanda marcaba. Su mano
siguió sobre la de Miriam hasta que el placer comenzó como un pequeño terremoto
interior y salió de ella como una inundación que la empapara. Tensó sus muslos, sus
pies se le pusieron rígidos, todo el cuerpo arqueado hacia atrás; un grito ahogado vino
a marcar un orgasmo que la empujó hacia adelante, hacia el cuerpo de Miriam, que la
abrazó y la sostuvo hasta que recuperó un ritmo normal de respiración.
Entonces, cuando se echaban las dos hacia atrás, exhaustas, Yolanda vio a Julián a
través del espejo, sentando en un sillón, mirando, y sintió ganas de llorar y una
sensación parecida a la náusea.
—Dile que se vaya —le pidió a Miriam—. No puedo soportarlo.
Yolanda ahora casi gritaba. Miriam no dijo nada, se levantó y cerró la puerta.
Después se tumbó al lado de Yolanda y la susurró al oído:
—Me he pasado la vida soñando con este momento; soy toda tuya.
Yolanda se incorporó un poco:
—¿Eso qué quiere decir?
—Exactamente lo que parece. Dejo a Julián y me voy contigo.
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MAÑANA DE LUNES EN UN SEX-SHOP
Un lunes por la mañana… ¿quién iba a entrar en aquel sex-shop de barrio? Nadie
absolutamente. Sólo nosotras dos, que veníamos de estar follando toda la noche y que
aún no nos habíamos ido a dormir. Te empeñaste en entrar y en aquel momento no
supe por qué, porque lo último de lo que tenía ganas a esas horas y con el cuerpo
como lo tenía era de pensar, ver, saber, imaginar… Nada que tuviera que ver con el
sexo. Pero te empeñaste en entrar y entramos, al fin y al cabo, ya sabes que nunca te
llevo la contraria. Quizá por eso te empeñaste en entrar, sólo para fastidiarme, porque
yo odio esos sitios. Llenos de hombres rijosos y viejos verdes. Además, ya no hay
ninguna necesidad de ir a esos sitios desde que existen jugueterías sólo para chicas.
Pero, en fin, tienes un lado cutre que no es precisamente uno de tus encantos.
Afortunadamente no había nadie. Recorriste las estanterías, mientras yo miraba
distraída de lejos, esperando que nos fuéramos por fin a desayunar. Después cogiste
no sé qué cosas y te fuiste a pagar. Te vi de lejos, hurgando en la bolsa y volviendo a
las estanterías. Te acercaste adonde están las revistas porno y estuviste hojeándolas.
También eso me dio mucha rabia; me molestan muchos las revistas porno para
hombres.
—Ven —dijiste con una voz que no admitía réplica. Y fui, y, cogiéndome de la
mano, me llevaste a un lugar más o menos escondido detrás de una estantería—. ¿Has
tenido suficiente esta noche?
—Estoy destrozada, cariño. Ha sido fantástico, mejor que nunca. Pero estoy
cansada, tengo hambre y sueño. Vamos a desayunar de una vez… —supliqué, pues
aún no sabía por dónde andaba.
—No estoy muy segura de haberte dado todo lo que querías…
Yo no sabía de qué iba aquello. Entonces sacaste de la bolsa un vibrador que ya te
habías encargado de desempaquetar y supongo que de pagar. Lo pusiste en marcha.
—Dime que quieres más —soltó con esa voz que no admite réplica— dime que te
has quedado con ganas.
Yo me empecé a poner muy nerviosa y a farfullar no sé qué cosas.
—Dime que quieres más —y me abriste la bragueta y pusiste en marcha el
vibrador y me lo aplicaste sobre el coño, sobre la braga. Notaba la vibración, claro y
me dolía por las anteriores acometidas de aquella noche. La cosa aquella hacía ruido
y estar allí de pie, donde cualquiera que diera la vuelta a la estantería podría vernos,
me puso muy nerviosa, pero también me había puesto, de repente y de nuevo, muy
excitada.
Me miraste a los ojos.
—Dime que estás deseando que te folle otra vez.
El vibrador comenzaba a hacer su efecto y tu me cogiste la barbilla y me pasaste
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la lengua sobre la cara; el deseo, que parecía muerto, nació de nuevo con ese
contacto, despacio, en el centro de mi ombligo, como un picor que se extendía hacia
abajo, hacia el centro neurálgico del placer. Apretabas con fuerza el vibrador sobre mi
coño, sobre la tela de las bragas. Y yo comencé a olvidar dónde estábamos y a
concentrarme en esa sensación que empezaba a extenderse por mi piel. Entonces te
detuviste.
—No —dije—. No te detengas. Dame más, cariño, aún tengo más ganas —
susurré en tu oído.
—Tú siempre tienes ganas —dijiste sonriendo—, pero no, ya ha habido bastante
por hoy. En realidad, tengo otro regalo. Este es para luego —dijiste.
El vendedor parecía saber mucho mejor que yo lo que venía ahora. Me
desabrochaste el pantalón, me lo bajaste un poco y después me bajaste las bragas; el
vendedor estaba mirando y ahí estaba yo, con las bragas en las rodillas. Entonces
sacaste unas bolas chinas y me las metiste con un dedo. Yo gemí de dolor.
—Para que no te olvides de mí en todo el día —dijiste.
Me subí la ropa y, caminando como pude, nos fuimos por fin a desayunar.
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DESEO
Al abrir la puerta me quedé sin palabras. Tenía que decirte unas cuantas cosas y, sin
embargo, cuando entraste todo había desaparecido en la vorágine de un deseo caliente
que se derramó dentro de mí como una marea desbocada. Ya no supe que decir, ya no
tenía nada que hacer sino entregarme. Siempre me ha resultado sorprendente cómo
besas, porque besas de una forma extraña; sólo puedo calificar así tus besos y me
pregunto si te lo han dicho antes. Nunca he sentido un beso como el tuyo. Es un beso
que no acaba de ser un beso; es un beso con el que no te entregas, como si estuvieras
guardándote algo. Tu beso me deja siempre con ganas de más, tu beso me da ganas de
llorar, tu beso parece estar siempre de paso, marchándose, igual que tú.
Por eso me quedé en silencio; no pude decir nada, pues tu presencia —vestida,
desnuda— siempre me deja sin palabras. Sé que ese es mi principal problema, porque
las palabras son mi herramienta de seducción, y suele funcionar excepto contigo, con
quien nada me funciona, con quien me quedo muda. Ya sabes que después no puedo
comer, apenas puedo respirar y, si te soy sincera, tampoco disfruto mucho en la cama.
Demasiado deseo termina por enterrar el placer, demasiado deseo impide soltar la
imaginación y agarrota la sensibilidad. Te deseo tanto, tanto, que no disfruto como
debiera. Es así; nunca me das tiempo a que vaya relajándome con el tiempo, a que
pueda controlar la velocidad a la que mi corazón late nada más verte. Cuando te veo
cerca, el corazón me mata, me late tan deprisa que respiro con dificultad y no soy
capaz de concentrarme. Necesitaría estar tranquila, pero nunca puedo dejar que mi
cuerpo se vaya acostumbrando a lo que tu cuerpo significa para mí. Nunca hay una
segunda vez, nunca puedo pensar «mañana irá mejor»; estoy desde el principio
obligada a pensar: «ahora o nunca», y no puedo.
Por eso me desnudé tan rápido, por eso te desnudé tan deprisa, sin poder
disfrutarte, y ¡tantas veces desde entonces me he arrepentido! Sin embargo, apenas
hubo por mi parte más que movimientos mecánicos con los que intentaba dominar
ese deseo que es más que el hambre, más que la necesidad de respirar, más que el
dolor cuando de verdad duele, más que todo y más que nada. Cuando el deseo se hace
necesidad absoluta, convierte al cuerpo en un apéndice de la voluntad que se intenta
controlar en vano. No controlaba mi cuerpo, pero miré el tuyo intentado
aprehenderlo, para recordarlo cuando no lo tuviera delante. Lo veía por primera
después de muchos años y lo intentaba comparar con el cuerpo que conocí y que no
he llegado a olvidar. Ha cambiado, desde luego. Ha cambiado como cambian todos
los cuerpos con los años, pero no está menos excitante, menos atractivo, al menos
para mí. Ha perdido en parte las formas femeninas de la juventud, que tan poco me
gustan; se ha hecho más redondo, ha perdido la forma definida en las caderas, el
pecho está un poco más caído… y sin embargo era para mí exactamente igual de
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deseable que entonces, porque lo que hace tu cuerpo deseable emana de dentro.
Puede que tu cuerpo siga siendo absolutamente deseable cuando seas una anciana
venerable; tienes esa suerte. Además, hay cosas que no cambian con la edad o que
incluso mejoran, como las manos. Tus manos son las mismas de entonces y yo aun
las encuentro más atractivas; las manos son de esas partes del cuerpo que mejoran
con la edad, al menos para mí. Las manos se vuelven menos carnosas con el tiempo,
más nervudas, más sensibles; las manos, con la edad, muestran experiencia y saber
hacer. Creo que nunca he tenido ocasión de poder decirte lo que me gustan tus manos,
que son como deben ser unas manos que se dispongan a entrar en mi cuerpo,
delgadas, pequeñas y de dedos finos. Es extraño que tus manos sean tan femeninas,
tan frágiles y capaces, en cambio, de guardar, o de aparentar tanta fuerza cuando
cogen las mías y las suben por encima de mi cabeza para sujetar mis brazos. Mis
manos, que son fuertes y grandes, no pueden nada contra tus manos pequeñas; así es
el amor, así es el deseo, que confunde y trastoca el orden de las cosas. Eres delgada y
debes ser débil; sin embargo, lo que más deseo en este mundo es que me domines,
que me venzas y que me pegues. Lo único que quiero es que me pegues y que me
acaricies, porque en esa combinación de fuerza y debilidad está eso que a mis ojos te
hace irresistible, lo que hace que te sueñe, te imagine y te desee, y supongo que lo
sabes. Quiero que me pegues, quiero que me abofetees, no porque me guste el dolor,
sino porque me gusta saber quién manda, quién controla, quién es quién en la cama,
orden sin el cual yo me pierdo. Quiero que me demuestres que puedes hacerme tuya y
yo quiero entregarme toda entera a ti para gozar; así son las cosas a veces y así de
extraño es el placer. Y no creas que me entrego siempre; en muchas otras ocasiones,
en cambio, me gusta mandar. Todo depende de lo que quiera dar o tomar.
Lo que más desearía contigo es tener tiempo. No quiero que me hables, ni me
cuentes, ni quiero yo contarte nada. No quiero tiempo para hablar, sino tiempo para
besarte toda entera, para lamerte toda entera. Para besar cada milímetro de tu piel,
para bajar la lengua por tu cuello, para chuparte los pezones, para bajar por tu vientre
hasta tu ombligo, para meter la lengua en tu vagina, para lamer tu clítoris, para
chuparte el culo. Quiero tener tiempo para que me vayas dando, uno detrás de otro,
los dedos de tus manos, para metérmelos en la boca, y para lamer las palmas de esas
manos que después entrarán en mí. Quiero tener todo el tiempo del mundo para mirar
tu coño que ahora está gris y precioso y que apenas tuve tiempo de mirar. Quiero
tiempo para poder darme cuenta de lo que está pasando, para tranquilizarme, para
poder tranquilizar mi corazón. Para darme cuenta de lo que me estás haciendo, de
todo lo que aún me puedes hacer. Me gusta cómo me tratas, me gusta cómo entran tus
dedos en mi vagina, invadiéndome, me gusta sentirme llena y vulnerable, me gusta
sentirme vencida, porque ese es un sentimiento extraño para mí que sólo se da en el
sexo, y me permite descansar, a mí, que soy tan fuerte. Daría años de vida por estar
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cerca de tu coño más a menudo, por poder besarlo, chuparlo, lamerlo, por poder
decirte cada día lo que me gusta, lo que me gusta su olor y su sabor salado, y lo que
me gustaría poder beber de él cada vez que tengo sed. Porque tu coño es precioso, el
más bonito que he visto, porque quien diga que todos los coños son iguales es que no
ha visto muchos. Son todos distintos. Necesito que me montes como tú sabes hacerlo,
porque es así como hay que hacerlo y como quiero que lo hagas. Y que no me dejes
correrme cuando quiero frotarme contra tu muslo, siempre demasiado pronto,
siempre demasiado excitada para poder concentrarme, siempre tan nerviosa que
tiemblo con sólo que me pongas la mano encima. Me gusta que me des órdenes al
oído y, si pudiera, ésas serían las únicas órdenes que yo seguiría en mi vida, que es,
para todo lo demás, una rebelión constante. Y me gusta, claro, cuando te corres con
ese placer inmenso que deja el mío tan pequeño, con ese placer que, siendo el tuyo, es
el mío, y me deja herida, y me dejó vencida desde el principio. Me gustas tanto que
no puedo pensar en otra cosa, ni desear a otra, ni querer otra cosa en el mundo que
volver a verte.
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UNA PEQUEÑA DIFERENCIA
Cuando me llamaron del hospital no podía sospechar que era para ofrecerme un
trabajo; suponía, más bien, que era para actualizar de nuevo mi curriculum. Cuando
estás en paro pueden llamarte a cualquier hora, en cualquier momento y de un día
para otro. No te da tiempo a pensártelo: suponen que, como estás parada, no tienes
nada que hacer. Y así fue; me llamaron un martes y el miércoles me estaba
entrevistando un matrimonio que buscaba a alguien que se ocupara de su hija Celia,
que acababa de salir del hospital después de un año de internamiento y rehabilitación.
Al parecer, había tenido un accidente de coche, había estado muy grave y ahora que
salía del hospital no quería volver a vivir con sus padres. Éstos, temiendo que no
pudiese vivir sola, querían contratarme, al menos para los primeros meses. Claro que
no tenía que estar todo el día con ella sino, si acaso, ayudarla en lo más difícil:
bañarla, hacerle la compra, pasear con ella… No sabía exactamente qué tenía que
hacer, porque no sabía exactamente lo que me iba a encontrar, aunque sus padres ya
me habían advertido de que era una chica muy obstinada y muy difícil.
Y lo que me encontré fue a una mujer de unos treinta años en silla de ruedas. Muy
atractiva, con una sonrisa muy bonita y unos ojos grises que le daban un aire especial
a toda su cara, que era muy delgada. Estaba rabiosa porque sus padres le habían
impuesto mi presencia y prefería pensar que podía hacerlo todo sola. Yo me había
hecho a la idea de que iba a un lugar en el que sería muy necesaria y por tanto bien
acogida, pero me encontré con todo lo contrario: con una mujer que había tenido que
transigir en parte, y que no tenía ninguna gana de transigir en nada más. Además,
tenía razón: apenas me necesitaba porque se las hubiera arreglado sola. El edificio y
el piso al que se había mudado después del accidente estaban perfectamente
adaptados. Sus padres tenían dinero y allí no se había escatimado nada para que ella
estuviera cómoda y para que su silla pasara por todos los huecos. Había agarraderas
donde eran necesarias y no había lugar al que no pudiera acceder; incluso las
necesidades más engorrosas, como ir al baño, las tenía solucionadas.
En todo caso, me pagaban para que estuviera con ella y eso hacía. En algún
momento llegué a pensar en decirle a sus padres que se estaban gastando el dinero a
lo tonto, pero lo fui retrasando porque después de tanto tiempo en paro, si aquellos
padres millonarios decidían gastarse su dinero para que su hija no estuviese sola,
¿quién era yo para decir nada? Era un trabajo fácil, cómodo y bien pagado y, además,
Celia me cayó bien desde el principio, teníamos la misma edad, nos reíamos de las
mismas cosas y charlábamos con gusto durante los paseos. La segunda semana ya era
más que eso: estaba deseando que llegara la hora de ir a su casa y me di cuenta de que
pensaba en ella más de lo debido. Eso comenzó a angustiarme y a preocuparme
porque, al fin y al cabo, Celia era mi paciente y yo tengo una ética profesional.
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Además, me preocupaba mucho pensar en ella de esa manera, porque no estaba
segura de cuánta sensibilidad sexual le habría quedado ya que, desde luego, en las
piernas no tenía nada. Pero no me atrevía a preguntarle, claro.
La tercera semana seguía sin saber qué hacer cuando de repente, una tarde, me
dijo:
—¿Por qué no me bañas?
Hasta ese momento ella se había bañado, por lo que yo sabía, sola y sin
problemas. Pero no le di mayor importancia y pensé que estaría cansada, ya que
habíamos dado un largo paseo. Por eso me puse a llenar la bañera pero, a medida que
el agua subía de nivel, también mi nerviosismo fue subiendo. No sabía si ese «¿Por
qué no me bañas?» incluía desnudarla, meterla en la bañera, o qué. Lo cierto es que
hasta ese momento, aunque la había ayudado a vestirse, ella se ponía la ropa interior
y nunca la había visto completamente desnuda. De repente, verla totalmente desnuda
me puso muy nerviosa; últimamente había pensado muchas veces en ella y la
encontraba cada vez más deseable. Cuando la bañera estuvo llena supe que no quería
hacer aquello. Nunca me había pasado nada igual, y eso que me paso el día llevando
gente desnuda de un lado a otro.
—El baño ya está preparado —le dije—; métete tú sola, que puedes
perfectamente.
Esperaba estar diciendo esto con mi tono más profesional.
Se acercó al baño en su silla de ruedas y se paró en la puerta.
—No, desnúdame y báñame. Estoy muy cansada, no me siento capaz.
Mis nervios tenían que ver, sobre todo, con mi ética, con la necesaria distancia
que hay que tener con todos los pacientes, con los problemas que pueden surgir en
situaciones más o menos embarazosas. Pero me dije a mí misma que, o era capaz de
hacer aquello o tendría que cambiar de profesión. Así que me dirigí a Celia, la cogí
en brazos y la dejé, con mucho cuidado, sentada sobre la cama. No pesaba nada, para
lo que estoy acostumbrada a manejar. Se dejó desnudar como una niña y mi corazón
se aceleró de tal manera que ella tenía que oírlo por fuerza. Apenas podía mirarla
desnuda; estaba delgada y su cuerpo muy blanco después de tantos meses sin tomar el
sol. Un cuerpo pálido en el que solo se señalaba el ocre de los pezones y el negro del
pubis, que se notaban aún más por el contraste con la blancura de su piel. La miraba
sin querer mirar, casi como si no la viera a ella, como si no fuera una mujer, como si
no fuera esa mujer que me gustaba, que me venía gustando tanto. Intentaba pensar en
otras cosas cuando tuve que agacharme para cogerla de nuevo; ahora su cuerpo
desnudo me produjo un escalofrío, como si su desnudez se pasara a mi cuerpo.
Cuando la tuve en brazos, ella se abrazó a mi cuello; su respiración estaba tan cerca
de mí y su boca tan cerca de la mía que tuve que hacer un verdadero esfuerzo para no
besarla en ese momento. Su boca me llamaba, su aliento me llamaba.
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Me pareció que me miraba con cierta ironía, pero yo intentaba que nuestras
miradas no se cruzaran. La llevé hasta el baño y la introduje en la bañera. En ese
momento mi respiración estaba ya muy alterada, pero quise creer que era del esfuerzo
de llevar un cuerpo en brazos. No sabría decir en qué momento la profesionalidad
había desaparecido engullida por el deseo. Celia parecía ajena a todo y se recostó en
la bañera, cerró los ojos y dejó que yo me ocupara de ella. Me pidió que le lavara el
pelo y eso lo hice con gusto, porque no me pareció peligroso; lo hice muy
suavemente y acariciando en círculos su cuero cabelludo, dejando que el placer
sensual que ella parecía sentir me invadiera a mí también. Cuando acabé de lavarle el
pelo y de aclarárselo, la enfermera ya había desaparecido. Toda mi piel se había
contagiado del placer que Celia parecía sentir: era como si me hubiera vestido un
traje de sensibilidad extrema, que me tapara desde la punta del pie hasta el último
pelo de mi cabeza.
Después, cuando acabé con el pelo, llené la esponja con jabón y, acariciándola,
comencé a pasarla lentamente por su cuerpo. No hubo un centímetro de su piel por
donde no pasara la esponja. Le lavé un brazo, después el otro, las axilas, los hombros;
le enjaboné la espalda desde la nuca hasta la raja del culo, en círculos, muy despacio
y con suavidad. Cuando llegué al culo le introduje, cuidadosamente, parte de la
esponja, y, después, como si no cupiera o fuera demasiado áspera, le lavé suavemente
el culo con la mano. A estas alturas yo estaba completamente excitada y mi
respiración era lo único que se escuchaba en ese baño, mientras que ella se dejaba
hacer con los ojos cerrados, muy concentrada. Después, la seguí lavando por delante,
el cuello, el escote y los pechos, con especial cuidado en los pezones. De vez en
cuando la miraba tratando de adivinar qué sentía, pero parecía estar en otro mundo.
Yo desde luego sí lo estaba; a esas alturas estaba en el mundo del deseo.
Bajé la esponja suavemente por su vientre, por sus caderas. Y ahí me detuve para
comenzar por abajo; por los pies, que ella no debía sentir, pero yo sí, las piernas, la
parte interior de los muslos. Pasé la esponja dulcemente por el pubis, hacia adelante y
después hacia atrás. Ella estaba como dormida, su respiración apenas se notaba.
Cuando estuvo llena de jabón, para no moverla, comencé a aclararla con la ducha y
volví a repetir toda la operación con el chorro de agua caliente, mientras pasaba mi
mano por su piel como si le quitara el jabón. El agua, su cuerpo desnudo, mi mano
acariciando cada centímetro de su piel… y ella que no decía nada, que no hacía nada.
Supuse que podía continuar.
Puse la mano en su cuello mientras la masajeaba con el agua caliente y después
recorrí sus hombros. A esas alturas yo estaba tan mojada que podría pensarse que el
agua con la que estaba bañando a Celia me había empapado a mí. Pero ella no parecía
darse cuenta de nada, con los ojos cerrados, la respiración pausada, y yo lo único que
quería a esas alturas era besarla. Desde los hombros bajé por delante, por la parte de
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su precioso escote y, temblando, puse mis mano en uno de sus pechos, como si
siguiese quitando un jabón inexistente. Temblando de excitación y de miedo cogí un
pezón entre mis dedos índice y corazón y me pareció, sólo me pareció, escuchar una
especie de gemido que salía de ella, aunque no abrió los ojos. Entonces ya no pude
evitar acercar mi lengua a ese pezón que sobresalía entre mis dedos. Celia sonrió
levemente. Ahora sí, le chupé con fuerza el pezón y entonces emitió algo parecido a
un sonido de placer. Fui a su boca y la besé con todo el deseo que mi cuerpo
acumulaba en ese momento. La besé tan fuerte, la mordí tan fuerte, con tanto deseo,
con tantas ganas, que se quejó de dolor. Pero yo no podía parar y le besé toda la cara
y la mordí con rabia en el cuello.
Después me calmé y la saqué del agua. La envolví en una toalla y la llevé de
nuevo a la cama. Entonces me dediqué a secarla de la misma manera que la había
enjabonado, acariciando con la toalla cada centímetro de su piel, suavemente, cada
uno de sus dedos, cada uno de sus miembros y, ahora ya sin miedo, cada uno de los
orificios de su cuerpo. Dejé que el deseo, inundándome, volviera a crecer desde mi
estómago. La secaba con la toalla y la mojaba con la lengua. Jamás había estado tan
excitada, nunca en mi vida. La obligación de ir despacio que me había impuesto,
cuando en realidad quería echarme sobre ella, frotarme contra su cuerpo y comérmela
a besos, esa lentitud me transportaba a una dimensión del placer desconocida. Al
mismo tiempo que iba acariciando su piel era como si ella acariciara la mía. Mis
manos la tocaban con un ritmo desconocido para mí pero, al mismo tiempo, era como
si unas manos invisibles, me estuvieran haciendo lo mismo. Y mientras, Celia
permanecía quieta y concentrada, los ojos cerrados, su respiración estaba ahora
perceptiblemente más acelerada y podía ver que tragaba saliva. Era como si toda ella
estuviese volcada en su piel, como si se hubiera fundido en ella y, por lo que a mí
respecta, puedo jurar que era como tener la piel en carne viva. Sentía que podía
correrme sin hacer nada, simplemente con que cerrara las piernas; y aún estaba
vestida. Llegó un momento en el que ya no pude más. Me levanté, me desnudé y me
tumbé sobre ella para, nada más apretar mi coño contra el suyo, tener un orgasmo que
se venía acumulando y retrasando desde hacía un buen rato. Emití un gemido
ahogado, como si no quisiese romper aquel silencio casi religioso.
Al acabar, me sentía terriblemente mal, con ganas de llorar. Me dejé caer a un
lado y la miré. Entonces ella abrió los ojos y vio los míos llenos de lágrimas.
—¿Qué te pasa?
Yo no tenía palabras. Celia se rió:
—¡Ha sido fantástico, de verdad! Una de las mejores experiencias corporales que
he tenido.
Celia goza de otra manera y yo gozo de ella porque tiene manos, boca, lengua y
porque sabe cómo hacer para llevarme al paraíso.
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DESDE SAN FRANCISCO
Me gustan las chicas peligrosas. Yo soy tranquila y prudente, conservadora y
tradicional, y por eso nadie diría de mí que en el sexo me va la marcha y que cuanta
más caña me den, mejor. Pero sí, así es, en el sexo nada es lo que parece y por eso me
enamoré de Ruth, que es una chica dura, muy dura. Así que nos entendemos bien ella
y yo. Es aficionada a todo tipo de artefactos, al cuero y a darme fuerte, le gusta
atarme y a mí me gusta que me ate y me folie de esa manera, completamente
indefensa. Le gusta atarme a la cama, al somier, con los brazos abiertos, o al
cabecero, un poco incorporada; a veces le gusta atarme con las manos a la espalda,
así es como más indefensa me siento y como siento también que mi cuerpo está más
expuesto, y esa exposición me hace gozar. A mi novia le gusta follarme con todo tipo
de pollas que compra por Internet y siempre se queja de que aquí no haya clubs S/M
como en otros países; dice que, por no haber, no hay siquiera locales de cuero para
mujeres. Es cierto que nos dejan entrar en algunos locales de chicos, pero no es lo
mismo. Ruth siempre anda frustrada porque no encuentra el ambiente que a ella le
gustaría, aunque, en mi opinión, debería estar contenta y no quejarse tanto. Debería
estar contenta de haberme encontrado a mí: le digo que no es sencillo encontrar a
alguien que te siga hasta donde quieras llegar, tan lejos como quieras, y que las chicas
tan duras como ella no lo tienen fácil. A Ruth le gusta mucho viajar y supongo que,
cuando está por ahí, buscará esos lugares de los que habla y a los que yo nunca la he
acompañado. Lo cierto es que, por lo que cuenta, creo que me daría miedo entrar en
un lugar de ésos. Me gusta el peligro, pero no sé si tanto; creo que me gusta el peligro
siempre que pueda controlarlo. A Ruth, al fin y al cabo, ya la conozco, y le tengo
cogido el aire, pero no estoy segura de que me gustara hacer algunas de las cosas que
me cuenta que hace cuando sale al extranjero. Quizá es que, después de todo, soy un
poco provinciana, me gusta lo que conozco y puedo controlar.
Sin embargo, una vez, el verano pasado, el extranjero, con todos sus peligros, se
me metió directamente en casa y tuve verdadero miedo, aunque me duró poco. Una
tarde sonó el teléfono: era Ruth.
—Hola, tengo un regalo para ti. Es una sorpresa. Estate aquí en media hora —y
colgó.
«Aquí» era, claro, su casa, y el regalo, por la voz con la que lo dijo, supuse que
sería un nuevo dildo de tamaño superior a lo normal para taladrarme como a ella le
gusta —y a mi también…— o cualquier juguete nuevo. Así que salí hacia su casa
contenta y en estado de máxima excitación. Sólo el oír a Ruth me pone, porque nunca
sé qué va a hacerme, pero sé que, en todo caso, todo lo que me haga va a gustarme.
Me conoce muy bien y siempre me da lo que quiero.
Llegué a su casa y me abrió la puerta antes incluso de que tocara el timbre. Debía
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haber oído el ascensor.
«Pues sí que tiene ganas», pensé. Iba vestida como va siempre, con vaqueros y
camiseta; los pezones se transparentaban claramente por debajo de la camiseta, ya
que nunca lleva sujetador; siempre va así a todas partes, todo el mundo la mira y a mí
me encanta que la miren, porque pienso que, en realidad, es mía. Por eso, ahora, nada
más verla, puse mis manos en sus tetas y cogí sus pezones por encima de la tela,
susurrándole al oído:
—Me gustas tanto, tanto…
Pero en esta ocasión ella estaba distinta; se desasió y me dijo.
—Vamos a ver cuánto te gusto.
Y eso sonó como una amenaza. Me cogió de la mano y me llevó al salón, donde
me encontré con otra chica que se levantó del sofá al vernos entrar. No la había visto
nunca y, además, parecía extranjera. Era muy rubia, llevaba el pelo muy corto, un
piercing en la ceja y vestía igual que Ruth.
—Es Amanda, una amiga de San Francisco.
Así que aquí estaba una de sus amigas de San Francisco, donde me contaba que
tan bien se lo pasaba en los bares de cuero para chicas.
—Llegó el lunes y ha venido a pasar unos días.
Llegó el lunes y estábamos a sábado, así que Amanda llevaba con ella seis días y
Ruth no me había dicho nada. Me invadieron los celos, no pude evitarlo, y me puse
de muy mal humor. Ruth folla con quien quiere y cuando quiere, pero yo prefiero no
saberlo y mucho menos verlo, porque no puedo evitar que me duela. Si alguna vez la
he visto ligar con alguien estando yo delante, me he marchado y he pensado en
dejarla. Ya sé que es una tontería, pero es verdaderamente lo único que me hace daño.
No me cabía duda de que con aquella americana había habido sexo y, conociendo a
Ruth, mucho sexo. Entre otras cosas porque no me parecía posible que tuviese a una
chica en casa y no se la tirase y, además, porque la americana no parecía
precisamente una monja. La americana empezó a mirarme a mí de arriba abajo y
después le dijo algo a Ruth que yo no entendí, porque no hablo inglés. Ahora las dos
sonreían y yo no sabía por qué, pero la mirada de la americana primero y la de Ruth
después me transmitieron una especie de amenaza indefinida, que hizo que mi
corazón palpitara más deprisa de lo normal. Mis bragas comenzaban a empaparse.
Ruth se acercó a mí y comenzó a manosearme las tetas mientras me decía al oído:
—Vamos a hacerte un regalo.
Eso sí que sonó directamente como una amenaza, y un escalofrío de placer y de
miedo recorrió mi columna vertebral. Sin darme tiempo a darme cuenta de nada, Ruth
comenzó a besarme mientras me desnudaba y yo me dejaba hacer pensando que era
un juego nuevo, que sería agradable y que sería tan placentero como siempre.
Además, no me niego a nada que venga de ella, y menos cuando me besa. Pero
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cuando terminó de desnudarme se apartó de mí para que Amanda me mirara y me
juzgara, y yo me sentí muy incómoda allí desnuda bajo su mirada. Comenzó a no
gustarme aquella situación y le dije a Ruth que me marchaba, haciendo ademán de
coger mi ropa. Pero se acercó a mí, me cogió por la barbilla, me miró fijamente y me
dijo:
—Le he prometido a Amanda que tendríamos sexo y le he dicho que eres muy
obediente. Si ahora te vas y me pones en entredicho, es mejor que no vuelvas nunca.
Me quedé pasmada, paralizada, muy caliente también con aquellas palabras y,
antes de que me diera cuenta, Ruth ya estaba otra vez besándome y acariciando todo
mi cuerpo, y yo entregada a ella.
Amanda se acercó a nosotras y comenzó a besarme también; en un momento me
vi besada, acariciada, lamida por dos bocas, y cuatro manos me succionaban los
pezones, se metían en mi boca, en mi ombligo y me bajaban por el vientre. Las
manos fuertes de Ruth me abrieron las piernas y sus dedos me penetraron con tanta
fuerza que, a pesar de lo mojada que estaba, lancé un gemido de dolor. Después sacó
su mano y esparció mi flujo por la parte de dentro de mis muslos. Yo ya no sabía
quién de las dos me hacía qué; sólo podía gemir y tratar de que el aire me llegara a
los pulmones, porque cuando no tenía una boca en mi boca tenía otra. Enseguida
alguien me lamió la nuca y todos los pelos de mi cuerpo se erizaron, al tiempo que
volvía a notar que unos dedos entraban en mi vagina, ahora más suavemente,
mientras el pulgar de la misma mano apretaba mi clítoris. Estaba entre dos cuerpos
que subían y bajaban por el mío y pensé que iba a desmayarme porque me sentía
como hueca, como si me hubieran vaciado de aire. Y cuando estaba llegando a un
punto de no retorno en la excitación y el placer me iba a desbordar, vi que Ruth cogía
de la estantería el arnés de siempre y un dildo nuevo que me pareció enorme, al que
puso un condón. En general nunca usa lubricante, porque con el condón y mi
humedad no hace falta. Pero en esta ocasión, tal vez por su tamaño, lo untó todo de
lubricante. Amanda no se apartaba de mi cuerpo mientras yo miraba de reojo lo que
hacía Ruth; hasta ahí todo era más o menos normal. Después cambiaron de nuevo;
Ruth vino hacia mí con el arnés sobre los vaqueros y Amanda cogió de la estantería
un guante de goma, que también untó de lubricante, y se lo puso.
—Vamos a follarte —dijo Ruth— como a ti te gusta.
—No —dije yo, suponiendo lo que iba a pasar y no estando muy segura de que
aquello me fuera a gustar. Mi «No» hizo que Ruth me diera una sonora bofetada. Casi
nunca me pega porque dice que es demasiado fácil, así que aquella bofetada hizo que
deseara verdaderamente ser follada.
—Sí —susurré entonces—, sí.
Ruth me empujó contra el brazo del sofá y abrió mis piernas con las suyas.
—Así sí me gusta, que te abras para mí.
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Y me metió primero los dedos, uno, dos, tres, y después los sacó y apretó la punta
del dildo contra mí. Inmediatamente comenzó a metérmelo muy despacio. Mientras
me decía al oído cosas como:
—¿Te gusta, verdad que sí?
Y sí, me gustaba, pero también me dolía. Tenía la sensación de que se me estaban
rompiendo las tripas, de que aquello no cabía, pero sí que cupo. Después me levantó
sobre ella, casi a pulso, y yo la abracé con mis piernas. Ella me ayudaba con sus
manos en mi culo. Yo apenas podía ni respirar con aquella cosa dentro, y cada
inspiración y expiración salían de mi cuerpo con dolor y acompañados de mi voz
quebrada. Ahora, Ruth se dio la vuelta y fue ella la que se apoyó sobre el brazo del
sofá conmigo allí prendida, de manera que me pudo inclinar un poco hacia delante. Y
luego fue Amanda la que se acercó por detrás con su guante lleno de lubricante,
echándome sobre el culo otro sobre más. La verdad es que en ese momento di gracias
de que fuera una mano y no un dildo lo que iba a meterme: pensé que podría
soportarlo. Ruth rodeó mi cuerpo con sus manos, las puso sobre mi culo y me lo abrió
para que entrara Amanda; entonces sí que grité, pero Amanda puso su mano
izquierda encima de mi boca, de manera que mis gritos quedaron ahogados. Amanda
empezó a acariciarme el ano y tuve la impresión de que se abría solo ante la presión
de su dedo, que comenzó a hundirse en mis entrañas; primero la punta y después el
dedo entero. Me sentí más allá del dolor y si no gritaba era sólo porque ahora era la
boca de Ruth la que estaba sobre mi boca y me lo impedía. Las dos empezaron a
moverse, una con el dildo, otra con el dedo, y yo sentía que no era más que un
agujero penetrado. Entonces, Ruth dejó de sujetarme con sus manos, quedé apoyada
en sus caderas y con la fuerza de mis piernas y puso al menos una de sus manos sobre
mi clítoris comenzando simplemente a apretar mientras entre ambas seguían
moviéndome. Pero el dolor impedía que me corriera; era una sensación extraña donde
en el límite del dolor encontraba un enorme placer y al revés. Cuando no podía más,
cuando verdaderamente estaba a punto de llorar, ambas salieron de mí y Ruth siguió
acariciándome el clítoris; entonces el orgasmo llegó desde dentro, en oleadas, como
si me hubieran conectado a una máquina eléctrica. No fue un estallido seco, como
otras veces, sino que era como si el estallido tuviera un centro que se situaba en mi
vientre y desde allí fuera expandiéndose por cada centímetro de mi piel, como las
ondas de una explosión. Entonces sí que grité como nunca, y cuando Ruth terminó yo
no me tenía en pie. Si me hubiera soltado me habría desmayado. Pero Ruth no me
soltó, sino que me cogió con mucho cuidado y me tumbó en el sofá. Se arrodilló a mi
lado y me besó en el vientre. Yo cerré los ojos y oí que se decían algo. Creo que
después me dormí y que ellas se fueron al dormitorio, pero no me importó. Al fin y al
cabo, lo que ocurriera ahora allí dentro me lo deberían a mí.
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INFIDELIDADES
Nos conocimos hace años, muchos años, y nos gustamos. Ambas estamos casadas y
ambas hemos decidido no poner en riesgo nuestras respectivas parejas. Al fin y al
cabo, todas las historias se acaban pareciendo y no merece la pena, en mi opinión,
cambiar de vida para pasar de una a otra, a no ser que la que se viva sea insoportable.
Pero quiero a mi marido, me gusta mi vida con él y también me gusta Carolina y el
sexo con ella. Con Carolina comparto algo más que sexo, algo que ella me da y que
me dura mucho tiempo; me sirve para masturbarme, para vivir, para sentir cuando
estoy con mi marido o en medio de una mañana de trabajo. Es un equipaje que ella
me da para tener una ilusión extra por la vida.
Fue en el campo. Nuestros maridos son compañeros de trabajo y habíamos
quedado para comer en su chalet de la sierra, porque Jorge quería presentarnos a su
nueva novia, Carolina. Carolina es de madre guineana y padre español. Es mulata y
muy guapa; nada más verla envidié a Jorge. Además es muy simpática y se ríe
mucho, con una risa abierta que alegra la vida. Nos entendimos bien y conectamos
enseguida así que, después del primer día, comenzamos a quedar para salir y nuestros
maridos, claro, encantados de que fuéramos amigas. Pronto empecé a pensar en ella
sexualmente y a todas horas. No fue una sorpresa que la deseara, porque me gustan
los hombres y las mujeres y tengo relaciones con ambos. Pero Carolina parecía una
heterosexual sin fisuras y siempre hablaba de hombres. Por mi parte, comencé a
introducir temas de contenido sexual en nuestras conversaciones. Como ya teníamos
cierta intimidad a veces hablábamos de nuestra infancia, de nuestra juventud, de
nuestras primeras experiencias, y fue entonces cuando le conté que mi primera
experiencia sexual había sido con una compañera de colegio y que habíamos estado
juntas tres años más o menos. Carolina se sorprendió mucho y dijo que siempre había
sentido curiosidad por las mujeres. Poco a poco me di cuenta de que era ella la que
sacaba el tema más a menudo, como sin querer darle importancia. Me decía, por
ejemplo, que ella había tenido una amiga lesbiana y que había sentido cierta atracción
hacia ella, pero que nunca se había atrevido a decir nada. Hacía constantemente ese
tipo de comentarios y para entonces yo ya estaba segura de que acabaríamos en la
cama, pero no quería arriesgarme porque me asustaba un poco su reacción posterior.
La veía un poco perdida, bastante frágil y vulnerable. No quería hacerle daño, no
quería que se colgara de mí y que comenzara a llamarme a casa hasta que Manuel
acabara por enterarse; tampoco quería que se sintiera mal y nuestra amistad se
rompiera, porque la apreciaba de verdad y me gustaba su compañía y nuestras
interminables conversaciones por teléfono. Pensé mucho en todas las posibilidades
pero, al mismo tiempo, no podía dejar de desearla, cada vez con más intensidad.
Hasta que llegué a la conclusión de que tenía que intentarlo, porque si no lo hacía
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tampoco podría seguir viéndola. Por entonces ya me resultaba imposible salir con ella
únicamente como amiga.
Aproveché un día en que Jorge y Manuel se fueron de viaje, algo bastante
frecuente, para llamarla y decirle que se viniera a dormir a casa, porque no me
gustaba estar sola. Vino más o menos a la hora de cenar. Yo había preparado una
buena cena y un buen vino y bebí un poco más de la cuenta para darme valor, pues no
estaba muy segura de lo que iba a hacer, ni tampoco de su respuesta. Lo cierto es que
ambas bebimos mucho. Hablamos, nos reímos y por fin nos fuimos al dormitorio. En
mi casa sólo hay una cama de matrimonio. Carolina comenzó a desnudarse y al
quitarse la ropa apareció con un sujetador negro de seda y unas bragas negras a juego.
Estaba sexy, preciosa y deseable. Y se lo dije.
—Estás preciosa.
Entonces, la tímida Carolina me dijo:
—¿Te gusto? Pues demuéstramelo. Tú eres la experta.
No me sentía muy experta en ese momento, pero me acerqué a ella, acaricié la
seda del sujetador y levemente los pezones por encima de la tela hasta que crecieron
lo suficiente. Estuve así bastante rato mientras nos mirábamos. Me gustaba que ella
nunca lo hubiera hecho con una mujer, porque percibía claramente cómo la excitaban
aquellas caricias leves en sus pezones.
Los hombres no suelen hacer estas cosas, pues suelen ser muy aburridos en la
cama. Después, metí la mano bajo la tela y le saqué las tetas sin quitarle el sujetador.
Primero una y después la otra. Ahora era a mí a quien resultaba muy excitante verlas
así, apretadas contra el sujetador de seda, disparadas hacia el cielo. Le metí la mano
por debajo de la braga para sacarla, ya muy mojada. Nunca me había pasado, pero de
pronto me di cuenta de que estaba excitada por una braga y un sujetador, excitada por
la ropa interior. Normalmente, con las chicas con las que me había acostado, la ropa
interior había desaparecido enseguida; más bien había sido arrancada con prisas. Así
que le dije:
—No te muevas, no te quites nada —y la tendí en la cama, con las tetas
comprimidas por la fuerza del sujetador. Yo sí me desnudé a toda velocidad y me
tumbé encima. Ella, simplemente, echó hacia atrás sus brazos y se agarró al cabecero
de la cama; fue como si estuviera poniendo todo su cuerpo a mi disposición. Eso me
puso muy cachonda.
Se dejó besar, y acariciar, y lamer, y chupar, sin quitarse la ropa interior, a veces
con las tetas por fuera, a veces por dentro, según me apetecía. Le olí el coño por
encima de la braga negra y me llegó su olor, un olor inconfundible que después
impregna toda la habitación y las sábanas cuando una amante se va. Le acaricié muy
lentamente los bordes de la braga por el interior de los muslos, con la lengua y con
los dedos, acercando mis dedos a su clítoris pero sin llegar a tocarlo. Cogí la parte de
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atrás de las bragas y se la metí en la raja mientras apretaba la tela con el dedo,
presionando hasta introducírsela incluso por el culo.
Me gustaba mucho el contraste entre nuestras dos pieles. Entre su piel negra y la
mía, entre su coño inmensamente poblado, que asomaba por los lados de la braga y,
el mío, afeitado con la forma del bikini que me pongo en verano. Metí mi boca entre
esos pelos, olí y metí mi lengua bajo las bragas, hasta que por fin se las quité. Ya
tenía ganas de tocarle ese botón que tenemos entre las piernas y que nos conduce
directamente al mismo cielo cuando lo manejamos bien. Le puse la mano en lo alto
del pubis y la fui bajando hasta llegar al clítoris, empapado ya. Tumbada sobre ella,
con la boca jugando con su teta y su pezón y mi mano manejando por abajo, Carolina
tuvo su primer orgasmo con una mujer. Gritó tanto que tuve que poner mi boca
encima de la suya. Lo hicimos otra vez esa noche y otra vez por la mañana antes de
que se fuera. Todo fue bien. Nos vemos mucho y follamos poco. Nos vemos mucho
para que el deseo crezca y se mantenga, follamos poco para no liarnos la vida y para
que el deseo no se acabe. Es un buen acuerdo que nos satisface a las dos.
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VIAJE DE TRABAJO
Carmen suspira satisfecha cuando el avión comienza a rodar por la pista en dirección
a Miami. Siempre que un avión despega y ella va dentro, tiene esa agradable
sensación de que deja su vida atrás, como si abriera un paréntesis que cerrará cuando
regrese. Nunca sabe qué le deparará un viaje de trabajo, porque siempre va abierta a
lo que surja. No se pone límites e intenta aprovechar todo lo que puede. En cualquier
caso, ligar siempre ha sido muy fácil para ella, porque los congresos son los sitios
perfectos para tener aventuras extramatrimoniales sin consecuencias. Los congresos
médicos a veces reúnen a cientos de personas que después de la sesión de trabajo
salen a cenar y tienen ganas de divertirse, de follar, para qué vamos a engañarnos,
luego se emborrachan… y pasa lo que pasa. De hecho, Carmen lo ve cada vez que
asiste a uno. Ve a sus compañeros y compañeras casados saliendo y entrando de
habitaciones que no son las suyas, como adolescentes que salen de viaje por primera
vez. A ella no le pasa tan a menudo como a ellos, porque para una lesbiana no es tan
sencillo como para los heterosexuales: el mundo está lleno de ellos. También está
lleno de lesbianas, sí, pero lleva un poco de tiempo reconocerlas y a veces, si te
mueves en un círculo restringido, no es tan sencillo identificarlas en una noche o dos.
No es fácil reconocer a una lesbiana entre cien personas, sobre todo si sólo hablas con
diez o doce de ellas. Además será por la edad, pero últimamente se encuentra
cansada; son cincuenta años y le pesan un poco, sobre todo a la hora de dormir pocas
horas si al día siguiente tiene que exponer una ponencia o trabajar. Ya no es como
antes, cuando podía pasarse la noche sin dormir y aparecer a la mañana siguiente
como si tal cosa. Eso, a su edad, es imposible, así que cuida sus horas de sueño.
Le gustan los viajes en avión porque le proporcionan tiempo para pensar. Casada,
enamorada, bien casada… le gusta su mujer. Le gusta desde todos los puntos de vista.
Nunca se aburre con ella y la hace reír mucho. Sexualmente les va bien, ella le gusta
mucho y, aunque evidentemente no es como al principio, sigue habiendo buen sexo
entre ellas. Lola encarna exactamente su tipo físico ideal. Le gustó desde que la vio,
tuvo que esperar que se separara de su marido, tuvo que convencerla de que era
lesbiana, lo que costó un poco, tuvo que conquistarla… pero lo consiguió. Y jamás se
ha arrepentido ni de esperar, ni del lío que supuso todo aquello, aquel horrible
divorcio suyo. Están muy a gusto la una con la otra, son muy complementarias, en
fin, que se quieren. Jamás han pensado en la posibilidad de ser una pareja abierta,
porque eso a ambas les parece imposible de mantener; no hay pareja que lo aguante
o, al menos, ellas piensan que no podrían aguantarlo. Ambas son más o menos fieles,
aunque no es fácil. A Carmen la monogamia siempre le ha costado mucho, así que ser
fiel a Lola es un sacrificio mayor de lo que seguramente la misma Lola supone, pero
lo hace por amor. En realidad, sólo le es infiel en los viajes de trabajo, con mujeres de
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las que no recuerda el nombre y a las que está segura de que no volverá a ver. En su
opinión, eso no puede contarse exactamente como infidelidad. No se lo dice, por
supuesto. ¿Para qué? Al volver a Madrid ni siquiera se acuerda del asunto. Además,
Carmen es una firme partidaria del «ojos que no ven, corazón que no siente». Poner
en riesgo su pareja, su amor, porque una vez en Londres o en Milán o en donde sea se
haya tirado a una médica en un congreso… la verdad es que le parecería una
completa injusticia: para ella misma y para Lola. La verdad no siempre es lo que
parece.
En cuanto a Lola, Carmen no sabría decir si le ha sido siempre fiel, porque a
veces también tiene que viajar por trabajo y, en fin, la carne es débil, y la suya
también. No se le ocurriría preguntar y desde luego prefiere no saber. Le dolería, por
supuesto, y a ella le dolería también si supiera de sus pequeñas infidelidades. Las
cosas del amor son así, extrañas y, por más que nos empeñemos, no logramos
controlar ese afán de posesión que parece que va en el lote cuando te enamoras. A
veces hay que esconder la verdad, porque hace daño.
Ese era su estado de ánimo, esos eran sus razonamientos en el viaje mientras
repasaba la ponencia que leería en un congreso relacionado con las terapias
hormonales para las mujeres menopáusicas, esas en las que ya nadie cree —me
refiero a las terapias— excepto las compañías farmacéuticas, que todavía están
dispuestas a gastar mucho dinero tratando de convencer a los médicos para que
extiendan recetas a toda mujer que se ponga a tiro y que tenga la menopausia, la
premenopausia o la menopausia entera. El congreso duraba cuatro días más los dos
de viaje: una semana en total. De su casa había salido de mal humor porque le
costaba marcharse; cada vez le da más pereza tantas horas de avión, pero después, en
cuanto se sube, se alegra de ir. Además, en esta ocasión, el hospital donde trabaja se
ha empeñado en que tenía que ir y ella va dispuesta a aprovechar el tiempo y, ya que
va, se dará al menos un chapuzón en la playa.
Pero no tendrá ocasión. El primer y el segundo día fueron de trabajo constante y
muy intenso. Durante la segunda jornada expuso su ponencia, que fue bien y, sólo
después de haber cumplido con su deber, se relajó y se permitió salir con sus
compañeros españoles a cenar. Durante la cena bebieron bastante, como suelen hacer
los españoles. Después de la cena se empeñaron en ir a una discoteca y Carmen se vio
en la obligación de acompañarles, pero allí se aburría terriblemente y se entristeció un
poco. Echaba de menos a Lola y, además, se sentía cansada de tanta heterosexualidad.
Fue entonces cuando tuvo una idea absurda: se le ocurrió llamar a un taxi y
marcharse sola a una discoteca de mujeres. Carmen es de esas lesbianas que piensa
que no se puede ir a una ciudad sin llevar la dirección de un par de locales de
ambiente, por si surge la ocasión de poder dar una vuelta y ver al menos cómo se
mueven las lesbianas en ciudades y culturas distintas. Desde luego no esperaba ligar,
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sólo mirar, estar un rato y contarle después a Lola cómo era el ambiente de Miami.
Nada más entrar se dirigió a la barra y allí reconoció, sentada en un taburete y
mirando alrededor, a una colega noruega con la que había intercambiado un par de
impresiones por la mañana. Como suele pasar con todos los asistentes a los congresos
médicos, la noruega parecía otra y Carmen supuso que ella misma también parecía
otra. Durante el día se ponen trajes de chaqueta y pañuelos al cuello, parecen
profesionales y parecen también mujeres. Por la noche, se ponen vaqueros, zapatillas
—o al menos eso es lo que Carmen lleva esa noche y lo que lleva también la noruega
—, y parecen lesbianas o, por lo menos eso es lo que Carmen quiere parecer. Las dos
se reconocieron, se sonrieron y comenzaron a charlar como si fuera muy normal
encontrarse allí hablando de colegas y de hormonas. Pero lo que lo cambió todo es
que, de repente, Carmen se dio cuenta de que bajo su camiseta se transparentaban
unos pezones anillados por sendos piercing. En principio se puso muy nerviosa
porque, hasta ese momento, su colega era sólo eso, una colega noruega. Pero ver sus
piercings fue como verla desnuda. Su colega noruega era de repente una lesbiana,
cuyas tetas estaban atravesadas por dos anillas que estaban pidiendo una lengua que
jugara con ellas. Y el nerviosismo fue dejando paso a la excitación y a la posibilidad
de un rato de sexo cuando se dio cuenta de que su conversación había dejado de ser
seria para pasar a ser la típica conversación absurda que una mantiene cuando quiere
follar. A su edad tiene que tener cuidado: no quiere parecer desesperada. En realidad
no se siente vieja ni desesperada, pero aun así tiene un poco más de cuidado que
antes; siempre es posible encontrarse con gente que las prefiera jóvenes. La noruega
andaría por los treinta y cinco o así, una edad perfecta para una mujer.
Enseguida pasaron de las copas a las bocas, así que fue muy fácil. Y también
enseguida le puso la mano en los pezones, por encima de la camiseta. Nunca había
tocado unos pezones anillados y ese tacto la excitó mucho. Quería meter la mano por
debajo, pero a la noruega no le pareció bien allí, en la barra, así que la cogió de la
mano y la llevó a los baños. El trasiego de parejas en los baños era constante; Carmen
se preguntó que por qué no hacían una especie de cuartos privados, en lugar de que
todas estuvieran besándose y metiéndose mano en un pasillo, esperando que quedara
un baño libre. Además, también se preguntó qué pasaría si una necesitara el baño de
verdad. En esas cosas pensaba mientras toda su pretensión era meterle una mano bajo
su camiseta mientras se besaban en la boca, se chupaban las orejas, se mordían en el
cuello, en las clavículas, en los hombros.
Por fin quedó un baño libre y, nada más entrar, Carmen la empujó contra la pared
y le quitó la camiseta para ver aquella preciosidad. Dos hermosas tetas con sus
pezones atravesados por dos anillas doradas. Aplicó allí su boca sin saber qué punto
de sensibilidad tendría ella, si podía hacerlo fuerte o suave; en todo caso percibió que
le gustaba. A Carmen también, y mucho. Jugó a meter su lengua en las anillas y tiró
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de ellas suavemente, mientras con su mano levantaba el pecho hacia su boca, buscaba
la carne del pezón con la punta de la lengua y tiraba suavemente con los dientes. La
noruega entonces se desabrochó el pantalón, se metió la mano bajo las bragas y
comenzó a masturbarse. Eso no le gustó a Carmen, que le quitó la mano y comenzó a
bajar la lengua hasta detenerla en su ombligo, mientras sus manos le bajaban el
pantalón hasta los tobillos y después las bragas seguían el mismo camino. Entonces al
tocarla… el corazón le dio un vuelco. ¡Tenía un piercing en el clítoris! Un piercing
que nada más rozarlo la hizo gemir. Carmen se arrodilló y puso allí su boca como si
le fuera en ello la vida. No le iba la vida pero le dio mucho placer, porque lo cierto es
que sentir la calidez y blandura de la carne al mismo tiempo que la dureza del metal;
sentir en su lengua la anilla que se movía con facilidad, así como los gemidos y los
movimientos de la noruega, le producían a ella también estremecimientos tan fuertes
que, en un momento dado, pensó que le bastaría con juntar los muslos para correrse;
pero no quiso hacerlo, pues eso significaría un orgasmo corto y pequeño.
Metió la lengua de manera que podía mover la anilla mientras con la punta podía
también llegar a la punta de su clítoris. Al parecer sólo con que moviera un poco la
anilla la noruega sentía mucho placer, o eso parecía, porque se corrió enseguida. Se
corrió con cuidado de no gritar mucho, seguramente porque ambas recordaban que
fuera había una larga cola de gente esperando. Se corrió casi en silencio, mientras
todo su cuerpo se tambaleaba hacia delante hasta que cayó sentada en el váter.
Entonces Carmen se levantó y, poniéndose de pie frente a la noruega, llevó su mano
hasta su coño empapado, mientras con las suyas volvía a jugar con los piercings de
sus pezones. Estar allí de pie jugando con sus anillas, tirar de ellas, ver cómo sus
pezones se estiraban mientras ella le producía dolor, le trajo a Carmen un orgasmo de
los buenos, de los que nacen bien dentro y se transmiten después por todo el cuerpo.
Mientras se corría se echó hacia adelante, hacia su cuello, y lo mordió tanto y tan
fuerte como duró su placer.
Por fin salieron. Era extraño ahora estar en aquella discoteca y lo cierto es que
Carmen pensaba que quizá hubieran debido ir al hotel. Pero cuando la noruega no
quiso volver con ella y dijo que se quedaba un rato más, ella se fue contenta de no
tener que compartir taxi ni conversación. ¿De qué se habla después de follar en un
váter? Así que se fue al hotel y se metió en la cama. A pesar de todo, antes de
dormirse, comenzó a recordar esas tetas, ese coño atravesado por las anillas, y se
masturbó suave y placenteramente. Pensó que esa imagen vendría a su cabeza para
poblar sus fantasías masturbatorias durante mucho tiempo. A la mañana siguiente, la
vio a lo lejos con un pañuelo al cuello tapando las marcas que ella le habría dejado.
Se miraron y se sonrieron. Eso fue todo y estuvo muy bien que fuera así.
Al llegar a Madrid dejó pasar unos días y entonces, como quien no quiere la cosa,
le dijo a Lola que por qué no se ponía un piercing en un pezón. Ésta la miró como si
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estuviera loca y le dijo que se lo pusiera ella.
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DE UNA EN UNA
Desde que Berta y Beatriz, o Beatriz y Berta llegaron a la empresa, Susana está muy
ocupada pensando en ellas y eso es divertido. No es que haya hecho de eso un
mundo. Sigue con su vida y liga y folla lo que puede, pero anda entretenida pensando
en ellas cuando tiene un rato libre. A veces se imagina con Berta y a veces con
Beatriz. A veces se imagina con las dos. Las ve todos los días al pasar por delante de
su mesa y las saluda. Para Susana, los días laborables simplemente son más
agradables desde que ellas dos han llegado.
Beatriz y Berta, Berta y Beatriz trabajan en la planta segunda como becarias. Son
amigas y están terminando derecho. Están haciendo prácticas en la empresa. Son
parecidas físicamente y tienen dos nombres que empiezan por B. Son jóvenes,
simpáticas, guapas, despreocupadas, alegres. Todo eso que son las chicas de veinte
años. Se sientan una enfrente de la otra y todo el mundo les gasta bromas al pasar.
Susana las ve al entrar, dice «Buenos días» y se va a su despacho. Susana es la jefa y
por eso piensa que más vale que no bromee con las becarias, pero le gustan mucho las
dos, tanto Beatriz como Berta. Le sería difícil decir cuál de ellas le gusta más. Quizá
Berta, porque lleva gafas, y a Susana le gustan las chicas con gafas, pues encuentra
que es erótico el gesto de quitarle las gafas a una chica: es como comenzar a
desnudarla. Es excitante; cuando le quitas a una chica las gafas es que vas a empezar
a besarla. Esa es Berta. Pero Beatriz tiene el pelo largo y lo lleva en una trenza, y
cuando le quitas a una chica la goma del pelo, se lo sueltas y se lo desordenas con la
mano para que le quede bien suelto, también es excitante. Eso es que vas a empezar a
besarla; y esa es Beatriz.
El sábado pasado Susana salió por el ambiente y vio a Berta de lejos con otras
chicas en uno de los locales en los que ella misma recaló con unas amigas; entonces
cayó en la cuenta de que Berta es inequívocamente lesbiana. Tenía que haberse dado
cuenta antes: siempre ha presumido de que reconoce a una lesbiana en cuento la ve. A
Susana le ha fallado el olfato con Berta, pero ahora que lo sabe le parece bastante
evidente. No habla de chicos, no vienen chicos a buscarla y le sonríe de esa manera.
En la empresa todos saben que Susana es lesbiana, así que ahora la sonrisa de Berta
tiene un significado especial. Después piensa que, si Berta es lesbiana, Beatriz seguro
que también lo es, porque siempre andan juntas, y si una lesbiana es íntima amiga de
otra mujer y las dos se ríen, es que esa otra también es lesbiana. Son lesbianas pero
no son pareja, porque eso sí que se nota o, al menos, eso es lo que piensa Susana.
Llama a Berta a su despacho.
—El sábado te vi de lejos, en Chueca.
A ver qué dice.
—Sí, voy mucho por el ambiente.
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La cosa va bien, piensa Susana.
—¿Eres lesbiana?
De repente, Susana se asusta un poco; está siendo una irresponsable, pues no ha
debido preguntar eso. Una cosa es decirle a una empleada que la has visto en Chueca
y otra muy distinta hacer este tipo de preguntas personales. Pero a Berta no parece
importarle.
—Claro —dice.
—Ya, yo también.
—Ya lo sé, es vox populi en esta empresa ¿no?
—Sí, sí, ¿y Beatriz?
—Beatriz también.
—¡Cuánta lesbiana en esta empresa! —dice Susana por decir algo.
Beatriz se ríe y se va. Y Susana se pasa la mañana pensando en ella. A veces le da
por preguntarse cómo habrá llegado a directora de nada si se pasa el día pensando en
el sexo y las mujeres. Aunque parezca increíble hasta ahora nadie se ha dado cuenta
de que no hace otra cosa.
Al final del día, Susana llama a Berta de nuevo. Ella hace así las cosas, no las
piensa. Después suele arrepentirse de la mitad de ellas, pero de la otra mitad no se
arrepiente, así que, en su opinión, las cuentas le salen equilibradas.
—¿Quieres venir conmigo a mi casa al salir del trabajo?
Berta la mira y Susana no es capaz de saber si la ha cogido por sorpresa o no. De
todas formas, Berta responde sencillamente:
—Vale.
Pues ya está todo dicho. Cuando llega la hora de la salida, Susana recoge sus
cosas y pasa a recoger a Berta. Beatriz las mira divertida cuando salen; es de suponer
que Berta le ha contado el plan.
Una vez que todo está claro y ya están en casa de Susana, tampoco hay que dar
mucha conversación. Le quita las gafas. ¡Ah… qué gusto! Qué ganas tenía de hacer
eso. Sólo quitarle las gafas y Susana ya está muy excitada, le encanta quitar las gafas
a las chicas. Le besa los ojos y le pasa la lengua por el párpado, le muerde el cuello
hasta que Berta se queja y sabe ya que mañana irá a trabajar con una marca; con
varias en realidad, porque Susana sigue mordiendo su cuello, alternando los
mordiscos y los besos, subiendo y bajando, mientras Berta acompaña los mordiscos y
los besos con sonidos guturales. Luego, entre besos, la lleva a la habitación y se
quitan la ropa a toda velocidad. Esto no va a ser un polvo pausado y amoroso. Esto va
a ser un polvo rápido. En realidad, aunque parezca lo contrario, Susana piensa de sí
misma que no es muy sexual. Le gusta llevarse a las mujeres a la cama, le gusta la
excitación que siente, el deseo voraz, le gusta desnudarlas y besarlas y le gusta
mucho tener un cuerpo desnudo entre los brazos, le gusta verlo, tocarlo y le gusta el
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después, pero no le gusta demorarse mucho. Se aburre. En realidad, piensa que echar
un polvo es como masturbarse con otra. Al menos para ella; no es de las que se pasa
una hora acariciando lentamente. Berta parece ir al grano también. Besos profundos,
saliva, lenguas que se enroscan y se buscan, manos al clítoris, máxima excitación.
Susana se monta encima de ella y pone sus tetas justo encima de las de Berta; acaricia
sus pezones con los suyos, que se ponen tan duros que casi le duelen al rozarse.
Comienza a follar a Berta con el cuerpo; luego sus piernas se enroscan de manera
que sus clítoris quedan uno frente al otro, y se empapan uno del otro. Durante un rato
se frota, pero después Susana se incorpora y coge el muslo de Berta, que lo dobla
para que ahora ella pueda frotarse con más comodidad. Cuando comienza a correrse,
Susana se vuelca en su boca, se la llena de saliva, muerde con fuerza su clavícula
hasta que se queja de dolor y entonces se deja ir.
—¡Qué placer!, ¡qué gusto! —susurra en su oído.
Cuando Susana ha acabado, Berta puede escoger: su mano, su boca, su muslo, su
culo, su espalda… lo que quiera, Susana le dará lo que quiera. Berta se tumba y le
coge la mano. Susana piensa que es lo más fácil, lo más cómodo también, así que la
masturba hasta que se corre ella también. Luego se quedan un rato tumbadas la una al
lado de la otra, respirando, descansando. En breve volverán a empezar y, al final,
Susana la masturbará una tercera vez, pensando en el vigor que tienen las jóvenes y
que ella perdió hace mucho tiempo. No sabe cuándo dejó de poder correrse tres veces
seguidas.
Al día siguiente, Susana la lleva al despacho con un pañuelo prestado en el cuello
porque lo tiene morado. Se pasa el día recordando el polvo y sintiendo los latidos de
su clítoris con el recuerdo de la noche pasada. A veces se lo aprieta contra la silla y
eso le da gusto. Y de nuevo piensa que en esta empresa deben estar locos para
nombrarla a ella directora de nada.
Las cosas siguen como siempre hasta que una tarde de la semana siguiente es
Beatriz la que entra en su despacho y le pregunta:
—¿A mí no quieres llevarme a tu casa?
Últimamente Susana pensaba mucho en Beatriz y en su espesa trenza negra, así
que la respuesta es sencilla:
—Claro que quiero.
Y ahora es Berta la que las mira con ironía cuando ambas se van juntas. El
proceso es parecido, sólo que ahora Susana goza desenredando la trenza de Beatriz,
quitando su goma, enredando su pelo, pasando sus manos entre el trenzado. Y
cogiéndola del pelo la lleva hasta su boca para besarla. Pero las cosas no van a ser
ahora tan tranquilas como lo fueron con Berta, porque Beatriz agarra la camisa de
Susana desde el cuello y tira de ella hasta arrancársela, rompiendo los botones.
Después le baja el sujetador bajo los pechos y le muerde los pezones, mientras mete
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sus manos en las axilas de su jefa. Beatriz sube la lengua por el cuello de Susana
hasta su boca, pero no se deja besar, sino que se la lleva hasta la habitación así,
semidesnuda, y caliente ya como una perra en celo. Allí la empuja sobre la cama y se
sube sobre ella para llevar su lengua por toda la piel que le queda libre, mientras mete
la mano bajo su falda, bajo las bragas, y comienza a toda velocidad a acariciar la
punta de su clítoris. Este tampoco va a ser un polvo lento. En dos minutos, Susana
está gritando de placer y Beatriz todavía está vestida sobre ella.
Cuando Susana ha acabado de correrse, pero aún no se ha repuesto de la sorpresa
que la velocidad y casi ferocidad de Beatriz le ha producido, ésta comienza de nuevo
a acariciarle el clítoris, dolorido por la acometida anterior, pero mucho más
lentamente mientras le dice al oído:
—Te vas a correr otra vez, ¿verdad? Te voy a masturbar hasta que te corras y
después me vas a comer el coño hasta que me corra yo. Tú serás la jefa en la oficina,
pero aquí la jefa soy yo y ya te diré cómo tienes que comerme el coño, despacito,
despacito y durante mucho tiempo, porque yo soy muy lenta.
Mientras le susurra estas palabras al oído, sigue moviendo sus dedos sobre el
clítoris de Susana, que está de nuevo crecido y que de nuevo comienza a respirar
alteradamente. Al poco, Susana ha tenido su segundo orgasmo y, sin tiempo a
recuperarse, Beatriz se ha quitado los pantalones y se ha sentado encima de su cara.
—Come —le dice.
Susana pone las dos manos sobre los muslos de Beatriz para poder controlar su
cuerpo y hacer un poco de fuerza sin ahogarse. Su lengua comienza a recorrer lo que
tiene encima, todo el espacio que queda sobre su boca, todo el clítoris, el espacio
entre los labios y un poco más atrás. Lo hace despacio, metiendo la lengua en los
intersticios, pero Beatriz le dice:
—Vete a la punta.
Y Susana busca la punta y ahí comienza a dar pequeños toques, primero despacio
y después, según la respiración de Beatriz le indica, cada vez más deprisa. Al mismo
tiempo, ésta comienza a mover las caderas atrás y adelante sobre la boca, sobre toda
la cara de Susana, a la que le es difícil encontrar, con tanto movimiento, la punta del
clítoris, pero lo busca, lo toca y lo lame hasta que Beatriz comienza a gemir sobre
ella, se levanta y se sienta cada vez más rápido sobre su boca. Finalmente acaba y se
tumba a un lado. Susana está tan excitada que aún podría correrse otra vez más. Se
lleva la mano al coño y Beatriz le dice:
—¿Quieres más?
Susana contesta:
—Sólo un poco más.
Beatriz entonces, sin moverse, le hace una paja suave y pequeña que le provoca
un orgasmo suave y pequeño, pero que hace que por fin se sienta saciada.
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Esta noche también duermen juntas y a la mañana siguiente la deja en la oficina,
como hiciera con Berta.
A los dos meses, cuando se celebra el consejo de administración, Susana impone
que hagan fijas en la empresa tanto a Beatriz como a Berta. Está convencida de que
se lo merecen.
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NUEVA VIDA
Una tarde, después de haber estado viendo una película tumbada en la cama, Teresa
baja a la farmacia y compra una caja de supositorios de glicerina. Al subir, Rocío
sigue desnuda en la cama, esperando. Se acuesta con ella y se abrazan: han estado
follando toda la tarde, pues en los últimos días se pasan horas y horas en la cama.
Teresa comienza a acariciar el culo de Rocío y presiona con su dedo el agujero, que
se abre y se cierra ante ese contacto. Después pone ahí mismo la lengua y presiona
también. Siente con placer su sabor acre y amargo y también el placer de Rocío, que
tiembla bajo sus manos. Si abarcara el cuerpo de su amante, la rodeara desde atrás
con sus brazos y le acariciara el clítoris en este momento, Rocío se correría
rápidamente, pero no es esa la intención de Teresa.
Por el contrario, se aparta y busca en la mesilla la caja de supositorios. Saca uno
de su envase y lo calienta entre sus manos para ablandarlo. Rocío sigue con el cuerpo
dispuesto. Entonces le acerca el supositorio al culo y lo coloca justo en el centro del
agujero; comienza a presionar y el supositorio se desliza hacia dentro mientras Rocío
gime y tiembla de placer. Enseguida, Teresa repite la operación con otro. Al
supositorio le sigue el dedo y mete la mitad de él. Ahora sí que rodea con su brazo el
cuerpo de Rocío y la masturba hasta que grita y su cuerpo se desploma. Teresa se
coloca sobre su espalda y así se están hasta que anochece. De tanto en tanto la besa
en la nuca y la abraza muy fuerte. Al llegar la noche, se levantan para cenar. Llevan
dos semanas sin salir de casa ni casi de la cama.
Se conocieron dos semanas antes y hablaron de cosas banales que ninguna de las
dos recuerda a estas alturas. Se intercambiaron los teléfonos sin saber muy bien qué
pasaría, pensando que aquello quedaría en una mera amistad; una amistad como
tantas. Dos días después, Rocío llamaba a casa de Teresa para comentar algo de una
amiga común y quedaron en volverse a llamar. La siguiente llamada fue para quedar a
tomar un café y esa misma noche, Teresa besó a Rocío en el bar. Apenas habían
hablado ni se conocían, apenas sabían la una de la otra, pero Rocío siempre dice que
al ver a Teresa fue como si le atravesara un rayo y después de eso ya nada nunca fue
igual.
Para Rocío fue rápido, inexplicable, después de tantos años en los que no
esperaba, ni deseaba, cambiar de vida. Estaba contenta con su tranquila vida de
pareja. Para Teresa fue más lento, aunque, por el contrario, una vez que lo supo, no le
costó hacerse a la idea. Ella sí quería un cambio, se ahogaba en su vida gris, en la que
ya no encontraba ilusión para enfrentarse a nada. Recuerda que lo primero que hizo
Rocío fue despertar su deseo. En esa noche, y después de tantos años, después de
conocer a tantas mujeres, el cuerpo de Rocío la llamó y ya no pudo librarse de esa
llamada. Rocío notó su mirada, su atención y su interés, pero regresó a su casa
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preguntándose si no estaría equivocándose; a su edad no quería ilusionarse
inútilmente. Lo que ambas sabían a esas alturas es que el sexo en sus vidas ya no era
importante, porque después de tantos años con sus parejas habían terminado por
convertir el sexo en algo rutinario, que poco tenía que ver con lo que en su día fueron
el deseo y la excitación; más bien estaba relacionado con la ternura, con el afecto, con
la necesidad de sentirse cerca. En cualquier momento, a cualquier edad, se puede
empezar una nueva vida y se pueden hacer realidad sueños y fantasías. Cuando se
encontraron en casa de unas amigas comunes, Teresa llevaba diecisiete años casada y
Rocío llevaba quince.
Desde el momento en que se besaron, y sin saber muy bien qué iba a ser de sus
vidas, comenzaron a verse engañando a sus respectivas parejas, pero sabiendo
también que esa situación no podía durar mucho. En la tercera salida se fueron a un
hotel y tuvieron una especie de escarceo sexual, pero no disfrutaron mucho a causa de
los nervios, la excitación y el deseo acumulados, que se mezclaban con la urgencia; la
culpa que ambas sentían era un poderoso antiafrodisiaco. Para Rocío, Teresa era tan
solo su tercera experiencia sexual y de las otras dos casi ni se acordaba. Teresa tenía
mucha más experiencia, nunca había sido fiel y antes de su vida en común había
habido muchas otras. Su primera experiencia juntas no fue desde luego como para
recordarla, pero no le dieron importancia. Sabían que necesitaban tiempo y sentirse
libres, así que acordaron decírselo a sus parejas dos días después, en el mismo día. Y
comenzó un proceso muy doloroso, como lo son todas las separaciones. Una persona
que lo ha sido todo durante tantos años, con la que se ha compartido todo, la mejor
amiga, la amante, la compañera, se convierte de pronto en nada. ¿Cómo no sufrir? Es
como una pequeña muerte. Conservar la amistad, además, fue imposible, porque sus
respectivas parejas se sintieron engañadas. Ninguna lo esperaba después de tantos
años y con una vida ya hecha… Hecha de lo que se hacen todas las vidas: de
hipotecas, propiedades, recuerdos, fotos, amigas en común, familias en común.
Lo primero que hicieron fue alquilar un piso amueblado y meterse en la cama;
ahora, cuando lo recuerdan, tienen la sensación de que se pasaron semanas allí, sin
moverse, y realmente así fue. Se metían en la cama por la mañana y en ocasiones
veían atardecer, cambiar el color de la luz por la ventana. Entonces les parecía
mentira llevar diez horas seguidas en la cama sin sentir que el deseo se agotara. Todo
era acariciarse, y besarse, y masturbarse, y chuparse, lamerse, morderse, introducir
dedos y lenguas por todos los orificios. Rocío dice ahora, recordando aquellos días,
que la sensación que tenía entonces era la de asomarse a un balcón muy alto que le
producía mucho vértigo y que nunca sabía lo que vendría a continuación, y que
cuando Teresa le decía «Date la vuelta», ella nunca sabía lo que iba a hacerle, porque
cada una hizo realidad deseos ocultos y hasta ese momento prohibidos. A Teresa le
gustan mucho los culos, pero jamás pudo llevar a cabo esa fantasía con su antigua
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pareja, para quien el culo era siempre algo sucio, propio del sexo gay. A Teresa le
gusta mucho ese agujero, esa flor rosa que se abre y se cierra al tacto como un animal
vivo. Le gusta soplarlo, le gusta tocarlo con el dedo y le gusta lamerlo e introducir la
lengua mientras pasa su mano por debajo del cuerpo de Rocío y la masturba. Rocío
jamás pensó que el culo tuviera nada que ver con el sexo entre mujeres, pero le daba
mucho placer estar de espaldas mientras Teresa bajaba su lengua desde la nuca, por
toda la espina vertebral, hasta el mismo culo, y su piel se iba erizando al paso de la
lengua húmeda.
Teresa y Rocío hicieron juntas todo lo que nunca antes habían hecho, porque sus
parejas se habían negado. A veces, en lugar de un supositorio, Teresa le metía un
dedo con mucho cuidado, un dedo enfundado en un guante de látex, un dedo que ese
agujero voraz se comía como si tuviera hambre y que apretaba como si se lo quisiera
quedar dentro. Rocío se daba la vuelta, siempre ignorante de lo que le iba a pasar,
deseante de cualquier cosa que Teresa le hiciera, mojada, empapada. Porque Teresa, a
pesar de su experiencia, no había conocido a nadie que se mojara tanto como Rocío
se mojaba cuando estaba excitada. Tanto, que si en el momento de máxima excitación
se ponía de pie, le caía un pequeño chorro de flujo bajo sus pies. A veces, en el
máximo de la excitación, Teresa le pedía que se pusiera en cuclillas y veía cómo
goteaba su coño, que parecía un grifo mal cerrado; nunca había visto nada así hasta
ese momento. Entonces le gustaba pasar su lengua por esas humedades, que no eran
sino la marca del deseo, o poner su mano debajo y ver cómo se iba empapando
mientras se besaban.
Rocío era la más callada de las dos y no hablaba mucho porque, al fin y al cabo,
todo lo que Teresa le hacía le parecía bien y le daba placer. Teresa era más habladora
e iba dando instrucciones para que Rocío aprendiera a moverse por su cuerpo y solía
decir «Más rápido» o «Cuidado, más despacio» o «Por ahí vas bien». Teresa está
convencida de que cada cuerpo de mujer es completamente distinto a los demás y de
que hay que aprenderse cada uno de ellos antes de poder disfrutar plenamente; por
eso, no le gustaba que Rocío fuera tan callada y tuviera que ir guiándola; le hubiera
gustado que fuese más habladora. A Teresa nunca le han gustado las amantes
silenciosas. Siempre dice que cada cuerpo necesita sus instrucciones, pero a Rocío le
costaba mucho expresar lo que quería; no estaba acostumbrada, pero poco a poco lo
fue haciendo, se fue soltando, como se va inclinando una planta hacia la luz que entra
de lado. Poco a poco, en todo ese tiempo que pasaron en la cama, Rocío fue
aprendiendo a pedir lo que quería y a dar instrucciones.
Un día que se estaban duchando juntas, Rocío cerró el grifo del agua, pegó su
cuerpo al de Teresa y le pidió que se hiciera pis. Entonces se agachó frente a ella, le
abrió las piernas y puso sus manos debajo, esperando a que el líquido saliera. Teresa
se excitó tanto con esa petición que no podía hacer nada. Apenas le salían unas gotas,
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que se cortaban inmediatamente. Cuando se está muy excitada a veces es difícil
mojarse y, por la misma razón, es difícil soltar la vejiga. Finalmente consiguió que
saliera un chorro fuerte y potente, todo lo acumulado durante la noche, y Rocío lo
recibió con las manos abiertas, dejando que se empapasen. Cuando Teresa acabó,
Rocío subió sus manos hacia el clítoris de Teresa para acariciarlo lenta y
profundamente, hasta que Teresa gritó de placer. Y ella misma se llevó las manos
manchadas a su propio sexo, y las restregó, y se corrió, y le encantó hacerlo. Desde
entonces no han sido pocas las veces en las que Teresa hacía pis sobre el cuerpo de
Rocío, que lo recibía como un regalo. Recibían todos los fluidos corporales: el pis, el
flujo, la sangre de la menstruación, todo lo que viniera del cuerpo era excitante, todo
lo que el cuerpo diera era bien recibido y con todo jugaban y gozaban. Y así
estuvieron casi sin trabajar, casi sin salir de casa, casi sin hacer ninguna otra cosa
durante varios meses.
Después la vida cotidiana se impuso. Tuvieron que volver a sus trabajos, a sus
cosas y, poco a poco, el deseo se fue apaciguando y apagando como ocurre siempre.
Ahora han pasado ya veinte años y de aquellos meses queda el recuerdo; ahora
apenas encuentran tiempo ya para amarse.
Beatrizgimeno.es