Sex - Beatriz Gimeno

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Este

libro, que en palabras de la propia Beatriz Gimeno «ha resultado el más


difícil de todos los que he escrito», tiene una finalidad concreta: construir una
pornografía con un lenguaje propio de mujeres para recuperar, de este modo,
un concepto de placer y de sexualidad que los hombres habían usurpado en
su propio beneficio. Beatriz Gimeno pretende que esta recopilación de
relatos eróticos sirva para que «las lesbianas escriban más sobre sexo».

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Beatriz Gimeno

Sex
ePUB v1.0
Polifemo7 18.09.12

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Título original: Sex
Beatriz Gimeno, 2008.
Diseño/retoque portada: Nieves Guerra

Editor original: Polifemo7 (v1.0)


ePub base v2.0

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Todo lo que no se hace carne se convierte en fantasma

César Fernández Moreno

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A Boti, cuyo cuerpo me gusta mucho
aun después de tanto tiempo.

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INTRODUCCIÓN
Escribir este libro ha sido un desafío; por muchas razones. Ha sido divertido pero
mucho más difícil de lo que esperaba. Hace tiempo escuché a alguien decir: «Hay que
escribir pornografía para lesbianas». yo pensé: «¿Por qué no?» Pensé que, entre libro
serio y libro serio, éste sería una especie de divertimento. Estaba muy equivocada,
naturalmente y, lejos de relajarme, este libro me ha sometido durante varios meses a
una tensión inesperada.
En cuanto decidí escribirlo busqué por Internet libros de porno lésbico escritos en
otros países, sobre todo en Estados Unidos, para ver cómo eran. La mayoría —casi
todos— son recopilaciones de relatos de varias autoras.
Decidí hacer lo mismo, escribir yo misma uno o dos relatos y dirigir una
recopilación. Llamé y escribí a varias amigas para pedirles relatos sexuales o, para
que lo entendieran bien, pornográficos. En un par de semanas me había llegado
alguno, pero me encontré con que la mayoría de ellos no tenían nada de sexo
explícito, eran más bien erotismo light, y eso no era lo que yo quería. Algunos sí se
correspondían con esa categoría que llamamos pornografía, pero en este caso el
inconveniente con el que me encontré fue que las autoras no querían que su nombre
apareciera: querían firmar con pseudónimo. Ante esa posibilidad yo mantengo un
desacuerdo profundamente ideológico. Soy una activista que se ha pasado la vida
luchando contra todos los armarios y no puedo plegarme ahora a construir uno que
albergue al sexo lesbiano. Por más que me haya dado cuenta de que muchas
feministas que combaten con firmeza el patriarcado están encantadas en sus armarios,
lo cierto es que el armario es un mecanismo social de opresión, construido,
precisamente, para que las sexualidades e identidades no normativas no se hagan
visibles; es un mecanismo que juega con nuestra complicidad y nuestro miedo.
Ofrece una recompensa a quien permanece dentro que es la respetabilidad. En ese
sentido, en tanto que la respetabilidad es un valor liberal de clase media, la
recompensa es mayor cuánto mayor es el poder social de la persona en cuestión. Usar
pseudónimo es un equivalente de las imágenes oscurecidas y la voz distorsionada con
la que hace años gays y lesbianas aparecían en la televisión. Usar pseudónimo para
escribir de sexo es propio del siglo pasado; y ni tan siquiera eso, ya que, para
entonces, algunas mujeres firmaban con su nombre historias pornográficas. Como
activista estoy convencida de que esas precauciones tienen mucho que ver con la
lesbofobia internalizada y que, además, dan una mala imagen de nosotras; una
imagen desprovista de agencia y de poder. Por todo eso, visto lo visto, decidí escribir
el libro yo sola. Fui muy osada y me esperaban dificultades que no había previsto.
Ese fue el primer desafío.
Enseguida me di cuenta de la razón por la que la mayoría de estos libros son

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siempre recopilaciones de varias autoras: porque es muy complicado para una sola
persona escribir relatos de sexo que no parezcan el mismo. Si los relatos tienen que
resultar sexualmente excitantes, es normal que se tienda a escribir de las propias
fantasías sexuales pero, como le ocurre a todo el mundo, mis fantasías son limitadas
(más aún mis prácticas sexuales) y más o menos son siempre del mismo tipo, así que
mis relatos resultaban muy parecidos. Me resultó muy complicado, mucho más de lo
que imaginaba al principio, escribir historias diferentes. En ese sentido este libro me
ha resultado el más difícil de todos los que he escrito; me ha hecho sufrir y no volveré
a escribir nada semejante a no ser que consiga hacer una verdadera recopilación.
Ojalá que su publicación haga que las lesbianas se animen a escribir de sexo, porque
es necesario que rompamos la imagen que se tiene de nosotras, pero, más aún, romper
la que nosotras tenemos de nosotras mismas. No sólo somos, por supuesto, sexuales,
sino que nuestro sexo no siempre está hecho de ternura, de amor y de caricias. A
veces es violento o agresivo, a veces juega por el poder y el control.
Un segundo problema con el que me enfrenté es que reiteradamente, amigas y
amigos, me aconsejaron (algunos/ as casi me suplicaron) que no publicara un libro
como éste. En esta ocasión no era por razones de pudor, sino que mis amigos/as me
advertían de que mi «carrera» se vería perjudicada con esta publicación. Una
advertencia de este tipo sólo podía hacer que me reafirmara no sólo en la idea de
publicarlo, sino de poner mi nombre bien grande en la portada. Primero, porque
cualquiera que me conozca sabe que a mí me gusta escoger siempre el camino que,
según la mayoría, menos me conviene —es un rasgo de mi personalidad, para bien o
para mal—. Si me encuentro con algo difícil, prohibido o peligroso, lo más probable
es que decida internarme en ello; siempre lo he hecho. Si hay algo de lo que huyo es
de cualquier imagen conservadora o integrada de mí misma, pues no quiero parecer
una persona respetable en el sentido que socialmente se le da a esa palabra. Me
gustaría, si no sonara demasiado petulante, que mi única carrera fuese aquella que
resultara, en la medida de lo posible, desestabilizadora para cierto orden social; desde
luego, no quiero que finalmente mi trabajo como activista sirva para integrarme y, en
la medida en que me integra, me acabe armarizando. En el momento en que me vi en
la tesitura de tener que proteger esa supuesta «carrera», supe que tenía que romper
ese armario que se me quería construir encima. En mi opinión, no tengo ningún tipo
de «carrera» más allá de mi gusto por escribir libros y estoy segura de que podré
seguir haciéndolo. No pertenezco al estamento universitario ni me siento obligada
con ningún tipo de institución y mucho menos con ningún tipo de «apariencia
social». Espero que mis libros sean juzgados por lo que dice cada uno de ellos, y no
porque lo que yo haga sea más o menos políticamente correcto. Pertenezco a ese
grupo de personas a las que les produce cierto placer sacudir, como sea, a la sociedad
bienpensante.

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Otras amigas me advirtieron de que un libro de este tipo impediría que, en
adelante, se me tomara en serio. Ante esto soy aún más clara: pocas cosas hay en el
mundo tan serias como el sexo —sólo la muerte, pero no es momento de hablar de la
muerte—. En ese sentido, este libro es tan serio como cualquier otro, aunque
contenga también algo de humor. Ambas cosas no están reñidas.
También me advirtieron de que, para muchas lectoras, este libro podría parecer
autobiográfico. Esta última advertencia fue la que, definitivamente, me impulsó a
publicarlo con mi nombre. He explicado más arriba lo difícil que me resultó evitar
precisamente que lo fuera pero, en todo caso, tampoco eso me supondría ningún
problema. Me gustaría poder decir que he vivido todas estas historias porque,
ciertamente, eso haría subir mi popularidad, pero la verdad es que he vivido
únicamente tres de las historias que narro. Sí es cierto, sin embargo, que a lo largo del
libro pueden rastrearse muchas de mis preferencias sexuales. Las que me hayan
conocido, digamos íntimamente, pueden jugar a adivinar cuánto hay de mí en cada
historia: este juego me pareció divertido.
En todo caso, es verdad que las historias que aparecen aquí podrían haber sido
placenteramente imaginadas por mí. En ese sentido me hago responsable de todas
ellas. No he escrito nada que yo no pudiera imaginar o que me parezca, por la razón
que sea, que no debe hacerse o, sobre todo, pensarse: me parecería deshonesto. Eso
no quiere decir que me gustaría llevar a la práctica todas estas historias o siquiera
alguna de ellas, pues hay una enorme diferencia entre fantasía sexual y realidad. La
fantasía es el lubricante del deseo, pero no necesariamente se quiere ver convertida en
realidad. Quienes creen que fantasear sexualmente con algo es querer verlo
convertido en realidad no entienden el significado de las fantasías sexuales. La
oposición entre fantasía y realidad no puede reducirse a la oposición convencional
entre los términos de ficción y realidad. La fantasía no se refiere al mundo físico, sino
al mundo psíquico que es una realidad particular, una forma de exístencia particular
que no se debe confundir con la realidad. En ese sentido, fantasía y realidad no son
dos caras de la misma moneda, son monedas distintas que no tienen por qué
corresponderse para ser plenas y satisfactorias.
En relación con esto último, algunas amigas también me advirtieron que
determinadas historias no son «correctas» desde el punto de vista de cierto
feminismo. A eso tengo que decir que en mi opinión como feminista, todas las
historias que aquí aparecen están bien. En el sexo, voluntario y gozoso, entre mujeres
casi todo puede hacerse y, por supuesto, imaginarse. La imaginación no sólo es
inevitablemente libre, sino que es gozosamente libre. Tampoco es este el lugar para
desarrollar este tema, pues sé que provoca mucha controversia, pero no creo que
pueda considerarse machista casi nada de lo que dos mujeres puedan hacer y
disfrutar; dos mujeres pueden hacer lo mismo que una pareja heterosexual y el

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significado de la acción es completamente diferente. La heterosexualidad está
connotada en un sentido distinto al de la homosexualidad. Entre un hombre y una
mujer hay siempre un poder real que puede ser material, pero que siempre es,
además, simbólico. Entre un hombre y una mujer el poder difícilmente puede ser un
juego, porque el mundo y nuestras subjetividades están construidos sobre esa plantilla
que se corresponde con un poder real. Entre dos mujeres puede haber diferencias de
poder, claro, pero éste siempre puede subvertirse; entre dos mujeres sí es posible
jugar con el poder.
Mi opinión respecto a la pornografía, asunto demasiado complejo para aclararlo
en tres líneas, es que la pornografía, que no es más que sexo explícito, puede ser
sexista y misógina o no serlo en absoluto. Y, en todo caso, la pornografía escrita es
sólo una forma de expresión perfectamente legítima de las fantasías sexuales. Otra
cosa es la pornografía filmada o fotografiada, en la que hay personas implicadas,
mujeres reales implicadas. Pero en todo caso, dejo este interesante tema para un libro
«más serio».
Por último, es evidente que este libro no gustará a todas las lectoras, como
también lo es que no puede leerse de una sentada: sería una sobreexposición. Espero
que los relatos resulten excitantes y animo desde aquí a las lesbianas para que
escriban más sobre sexo.

La Granja de San Ildefonso, junio de 2008

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CON LOS OJOS CERRADOS
Cuando sonó el teléfono el viernes por la mañana no podía suponer qué tipo de fin de
semana me esperaba. Escuché la voz de Irene y el corazón me dio un vuelco; al fin y
al cabo estoy loca por ella. Me había ocurrido lo que nunca debe ocurrir: estaba
enamorada de una heterosexual, enamorada, a su vez, de su novio. Nunca me había
pasado; no soy tan tonta. Lo de Irene fue mala suerte, porque me la presentó una
amiga lesbiana y la tomé por tal. Mi amiga y yo salimos a cenar una noche y ella
apareció con Irene que, al parecer, estaba deprimida. La cena fue suficiente para
enamorarme. Después de cenar fuimos a tomar algo y ella coqueteó conmigo de
manera evidente. A mi amiga se la notaba molesta, pero yo lo achaqué a los celos.
Cuando Irene se fue, mi amiga me aclaró que el motivo de su enfado no eran los
celos, sino que se debía a que Irene era heterosexual y había estado coqueteando
conmigo de manera evidente. Pero ya era demasiado tarde: se me había metido
dentro.
Digan lo que digan los apologetas del amor (que hay muchos), yo siempre lo paso
mejor cuando no estoy enamorada que cuando lo estoy. El amor duele, intranquiliza,
crea ansiedad, y dudo que nos haga felices; el sexo sin amor es divertido, procura
placer y felicidad sin complicaciones. Por eso procuro no enamorarme y escapo en
cuanto intuyo que puede pasar y, por supuesto, procuro no enamorarme de una
heterosexual. No siempre se puede evitar, pero siempre puede intentarse. Y en cuanto
a las heterosexuales, creo que cualquier mujer puede ser lesbiana y jamás me ha
detenido la presunta heterosexualidad sin fisuras de algunas mujeres. Al fin y al cabo,
la vida es demasiado corta; no hay tiempo para dudar. Me he acostado con muchas
heterosexuales supuestas o reales, pero nunca me he enamorado de ninguna, porque,
si ya intento evitar las complicaciones amorosas, enamorarse de una hetero es lo peor
que puede pasarle a una lesbiana. Tarde o temprano ellas se enamorarán de un
hombre y, desde mi punto de vista, eso es humillante. Estoy dispuesta a compartir a
una mujer, pero desde luego no con un hombre. En el caso de Irene, todo fue
inevitable. Empecé a pensar en ella demasiado a menudo, no podía quitármela de la
cabeza.
Me enamoré y me dispuse a sufrir. Intentaría llevarlo lo mejor posible.
Quedamos, charlamos, fuimos al cine. Eso el primer día. El segundo salimos a comer
y dimos un paseo. El tercer día fuimos al campo, nos quedamos a dormir en un hotel
rural y follamos allí. Y comencé a sufrir. Me dijo que me llamaría cuando su novio se
fuera de la ciudad, pero no debía salir mucho porque me llamó pocas veces en los
meses siguientes. Debí negarme desde el principio, pues cada vez que me llamaba y
nos veíamos el sufrimiento después era mayor. Siempre me decía que aquella era la
última vez y que la próxima le diría que no, que no quería verla, pero cuando

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escuchaba su voz y su propuesta, no podía evitar que el deseo me hiciera un nudo en
el estómago. No era rapaz de decir que no.
Ella nunca me dio su teléfono ni su dirección, por lo que me obligaba a esperar
que fuera ella quien llamara y a estar siempre con el miedo de que no lo hiciera más.
Así pasaron unos meses y el sufrimiento aumentó, porque cada vez tenía más ganas
de ella y me resultaba difícil aceptar una situación como aquella pero, al mismo
tiempo, era muy complicado romper del todo y aceptar que no volvería a verla. De
ella me gustaba todo menos que estuviese enamorada de su novio. La hubiese
compartido sin problemas con tal de que fuese una partición equitativa. Esto debe ser
el amor, pensaba, este sufrimiento. Pensaba en ella a todas lloras, la echaba de menos
todo el tiempo y me dedicaba a lachar en el calendario los días que faltaban hasta
nuestra próxima cita. Vivía para ese día y lloraba, lloraba mucho, cosa que no me
había pasado antes. Por lo general soy bastante dura, pero el amor me volvió blanda.
Quien dice que el amor lo cambia todo tiene más razón que una santa; lo que no se
dice es que cambia para peor.
Y cuando aún nos quedaba una semana para nuestra siguiente cita sonó el
teléfono. Era sábado por la mañana e Irene jamás llamaba durante el fin de semana
porque, por lo general, su novio no se iba nunca durante esos días, así que no
esperaba escuchar su voz. Pero sí, era su voz. El estómago me dio un vuelco y el
corazón se me puso a latir descontroladamente. Me proponía una cita en su casa de
campo. No pregunté nada ni dije nada excepto que sí, que iría. Tenía que haber
supuesto que había gato encerrado, pero eran tantas las ganas que tenía de verla que
ni lo pensé. Acepté inmediatamente sin hacerme más preguntas. Cogí el mapa, el
coche y la dirección y me eché a la carretera con el estómago encogido, como
siempre que iba a verla.
En el camino fui dejándome llevar por el cuerpo, concentrándome en las
manifestaciones físicas del deseo: en el estómago, en el peso del corazón, que, más
que latir pesa, en los latidos del clítoris, en la perceptible tirantez de los pezones, en
la mayor dificultad de la respiración… Así llegué al pueblo que me había indicado y
encontré la casa con facilidad. Llamé a la puerta y abrió Irene, con una amplia sonrisa
que me hizo concebir esperanzas. Parecía tener ganas de verme, pero no tantas como
yo a ella, desde luego. En cuanto entré comenzó a besarme: parecía estar muy salida,
lo que era raro en ella. Pero, desde luego no era cuestión de preocuparse por eso. Me
llevó al dormitorio y, encima de la cama continuamos besándonos hasta que me dijo
que quería probar una cosa, que le apetecía jugar a algo nuevo. No sólo no podía
negarme, tampoco quería negarme. Sacó unas esposas de un cajón y me las mostró.
No sabía si eran para ella o para mí pero, en todo caso, le dije que no me gustaban
nada los juegos s/m. Me respondió que no se trataba de eso, pero que me quería atada
a la cama. Cualquiera de mis amigas me hubiera dicho que estaba loca por dejarme

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atar por alguien a quien, después de todo, no conocía bien, pero así es el amor, que
nos vuelve medio tontas. Pasó las esposas por detrás de uno de los barrotes de la
cama y yo le dejé que las cerrara en torno a mis muñecas.
La cosa empezó bien cuando comenzó a desnudarme. Me excitó mucho que me
fuera quitando, una por una, cada una de las prendas, y verme después
completamente desnuda. Cuando estuve así, comenzó a desnudarse ella y me resultó
muy placentero ver cómo se desnudaba sin poder tocarla. Cuando estuvo
completamente desnuda comenzó a besarme por todo el cuerpo y yo empecé a
retorcerme de placer. Pero duró poco. Abrió el cajón de la mesilla, sacó un antifaz
negro y me lo puso. Hasta ahí, a mí me parecía bien porque no verla, sólo sentirla, era
una manera de aumentar el placer. Y así fue durante un rato. Pero el placer terminó
enseguida; cuando oí que la puerta se abría y escuché unos pasos en la habitación,
tuve claro que entraba otra persona. Entonces empecé a intranquilizarme, porque
supuse que sería su novio. Y aunque en el sexo me gusta experimentar, la posibilidad
de hacerlo con un hombre, simplemente siempre me ha repugnado.
—Irene, suéltame o dile que se vaya. Y no bromeo, lo digo en serio. Esto no tiene
ninguna gracia.
Lo que recibí en respuesta fue un beso hondo, húmedo, profundo, dulce, que me
puso todo el vello de punta. Un beso de ella, sin duda. Un beso muy largo, que hurgó
en mi boca hasta que mi corazón se aferró a ella y dejó de preocuparse por si alguien
miraba o no miraba. Besaba y besaba y, de repente, con la boca de Irene aun sobre la
mía, sentí unos labios sobre mi vientre, cerca de mi ombligo, y una lengua que bajaba
y se hundía en él. Tenía que ser el novio y me disponía de nuevo a protestar, pero la
boca de Irene me lo impedía. Después, la lengua desconocida comenzó a bajar muy
despacio hacia mi coño y al llegar al borde del pelo recorrió la línea que marca mi
morena pelambrera. Con Irene en mi boca y el novio en mi coño, comencé a dejarme
llevar y a no pensar. Me gusta abandonarme a las sensaciones de la piel hasta llegar a
olvidar dónde me encuentro. Hay que poner cada poro, abierto y deseante, debajo de
la lengua que recorre la superficie de la piel, de manera que toda ella sienta la boca, la
saliva, la lengua.
Unas manos estrujaron mis tetas hasta ponerlas juntas y una boca abierta abarcó
los dos pezones para lamerlos primero y cogerlos suavemente con los dientes
después. Yo ya no protestaba, mientras mis pezones se encontraban en la boca de
alguien, unas manos suaves recorrían mi cuerpo acariciándolo, desde el cuello,
bajando por los lados, las caderas, el interior de los muslos, sin llegar a tocar ningún
punto neurálgico.
—Estás empapada —dijo Irene—. Ya no quieres que te suelte.
No, ya no quería. Me retorcía agarrada a los barrotes de la cama para poner mi
cuerpo tenso bajo las lenguas, bajo las manos que lo recorrían. Dos bocas, cuatro

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manos, dos cuerpos frotándose contra el mío.
Es cierto que estaba empapada y una boca se encargó de beber toda esa humedad.
Una boca que no era capaz de distinguir chupó, lamió, presionó y recorrió con su
lengua mi coño entero parando de vez en cuando para evitar que me corriera.
Noté la presión de un dedo que iba a entrar dentro:
—No —dije—, no me gusta que me penetren.
—Cariño, esta mañana te vamos a follar —dijo la voz de Irene.
Entonces cogió mis piernas y las levantó sobre mi cabeza. Yo hacía fuerza hacia
abajo, pero fue inútil, pues unos brazos las sujetaban. En esa posición, mi culo y mi
coño quedaban expuestos a sus miradas y a sus manos, y yo no podía ni mirarlos. Me
sentí como si mis agujeros se abrieran de repente esperando algo. Me sentí expuesta y
abierta, me sentí bien, sentí mucho placer; y más aún cuando sentí una mano, una
lengua recorriendo la línea que va desde el culo hasta el clítoris mientras un dedo
presionaba el culo. No quería que entrara, pero lo hizo un poco, sólo un poco,
mientras que otro entraba entero en mi vagina. Me sentí explotar, invadida de placer,
cuando el dedo comenzó a moverse dentro de mí. Todo mi cuerpo se movía al mismo
ritmo, tratando de aumentar la sensación de placer. Entonces, los dedos salieron de
repente del culo y la vagina y fueron sustituidos por dos lenguas que comenzaron a
moverse frenéticamente. No tardé mucho en correrme sobre las bocas de Irene y de
ese alguien. Me corrí dándome cuenta de que el hecho de estar atada proporcionaba a
mi cuerpo una resistencia y una tensión que aumentaba mucho el placer. Al terminar,
sentía que me habían conectado a una máquina; estaba exhausta, pero hubiera podido
empezar de nuevo.
En ese momento, sentí que entre mis piernas se colocaban otras piernas, que
contra mi coño se frotaba otro coño y que los dos cuerpos unían sus bocas ahora. No
me gustó pensar en Irene besándose con su novio y hubiera querido dejarlo ahí; de
repente me había puesto muy triste. No quería seguir, pero ese otro coño me
presionaba entera y se movía cada vez con más fuerza, así que aguanté la presión
para que Irene se corriera.
Al acabar, la sentí de nuevo en la boca, la besé con tristeza y sentí otra boca
recorriendo la comisura de mis labios. Sentí que un leve deseo crecía de nuevo y traté
de adivinar cuál era la boca de Irene, pero no la distinguía. Entonces me vino la
imagen del novio besándome y me revolví: no quería besarle.
—Ya basta —dije de la manera más asertiva que pude.
—Sí, ya basta —respondió Irene.
Y me quitó el antifaz. La vi a ella sonriéndome. Volví la cara y me encontré con
Sandra, la pequeña Sandra, la amiga lesbiana de Irene; siempre me decía que yo le
gustaba mucho. Bueno, ahora había tenido mucho de mí, así que no creo que tuviera
queja.

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HABITACIÓN DE HOTEL
Al lado de mi trabajo hay un hotel al que eché el ojo hace mucho. Es el típico hotel
para ejecutivos que vienen a cualquiera de las múltiples ferias que se organizan en el
recinto de al lado. Es el sitio perfecto, porque está fuera de Madrid y porque aquí no
puede vernos nadie que nos conozca. Así que, cuando quedo con ella, lo primero que
hago es reservar una habitación por teléfono para el día convenido. Ese día salgo de
la oficina demasiado pronto, mucho antes de lo que hemos quedado, porque quiero
llegar antes que ella. Necesito un tiempo para estar sola antes de que ella llegue.
Quiero estar tranquila durante un rato en la habitación y que el tiempo que falta hasta
la hora de la cita me ayude a tranquilizarme. Intento no pensar mucho porque, a
veces, pienso demasiado. Intento no pensar en ella y pongo la televisión, pero me doy
cuenta de que no veo nada, de que no me la puedo quitar de la cabeza: sólo con
pensar en ella todo mi vello se pone de punta, como si ya la estuviera tocando. Estoy
sentada en la cama y abro un poco los muslos de manera que mi clítoris se aplaste
contra el colchón; ese contacto, esa presión, impide que pueda olvidar ni por un
momento lo que estoy haciendo en esta habitación de hotel un martes por la mañana.
Estoy engañando a mi mujer, y ella va a engañar a la suya.
Por fin llama a la puerta, abro y entra Ana con esa sonrisa suya que tanto me
duele. Al verla es como si me vertiera, como si todo lo de adentro saliera afuera; el
corazón, la sangre, las tripas, el sexo, los músculos, todo se vacía y vuelve después a
llenarse en un movimiento que me incendia por dentro. Estamos de pie frente a
frente, mirándonos. Ni siquiera nos hemos saludado porque yo, como siempre que
estoy con ella, no se qué quiere de mí; no sé lo que ella preferiría que yo hiciera,
porque no suele hablar mucho y yo, que me gusta contarlo todo, me quedo paralizada
con su silencio. Entonces alza su brazo y restriega su mano cerrada contra mi boca
hasta hacerme daño y, cuando ya me voy a quejar, abre la mano y me acaricia los
labios con los dedos; con sus preciosos dedos, delgados y huesudos, que parecen
hechos nada más que para introducirse en todos mis orificios. Su dedo perfila primero
mis labios cerrados y después presiona para abrirlos, y ese mismo dedo recorre mis
dientes y después mis encías para buscar mi saliva y con ella empapar mis propios
labios. Por fin, cogiéndome la cara con la otra mano, me abre la boca y me mete un
dedo, dos, tres; y yo los chupo, los acaricio con mi lengua, los recorro, los succiono
mientras ella los mete y los saca y recorre todos los intersticios de mi boca. Después
es su mano entera la que juega con mi boca, la palma de su mano la que aplasta
contra mi cara; es su mano la que intento lamer y es su dedo pulgar el que me trago.
Por fin se cansa de este juego y se decide a besarme. El beso de Ana, que reconocería
ante cualquier otro beso, que es tan extraño, tan diferente. Mete su lengua en mi boca,
la recorre entera, me muerde los labios, me llena la boca de su saliva. Yo gimo y

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retrocedo, porque siento que me falta el aire, los pezones me duelen, el clítoris
hinchado y palpitante me avisa de la necesidad que tiene de que le toque y le
descargue. Por eso quiero que su mano presione ahí: en el centro neurálgico de mi
desesperación, aunque sea por encima del pantalón. Le cojo la mano y se la llevo
hasta ese lugar, que me desespera y del que siempre me falta ella, y se la aprieto
contra mí. Pero aún no es el momento y por eso, desasiendo su mano de la mía, que
busca retenerla en mi entrepierna, me da una bofetada que sirve para mostrarme, por
si me quedara alguna duda, quién manda ahí, por si no lo había entendido. Ana,
naturalmente. Su bofetada, que ha dejado mi mejilla encendida y caliente, me ata a
ella más fuertemente que si me pusiera una correa al cuello: así fue desde el
principio, así será siempre.
Entonces me sube la camiseta por encima de las tetas; ya sabe a estas alturas que
nunca llevo sujetador. Me pellizca los pezones, me los acaricia primero con suavidad,
después con más fuerza, hasta que consigue ponerlos duros y erguidos, y después me
los succiona. Me desabrocha el pantalón y, metiendo su mano por debajo de las
bragas, pone su mano en mi coño, y sólo ese contacto ya supone un placer tan intenso
que tengo que poner mi cabeza en su hombro y respirar hondo, apenas me tengo en
pie. Empieza a apretarme el clítoris rítmicamente y siento que me voy a correr, pero
Ana no quiere que eso ocurra y por eso, cuando siente que ya estoy a punto, me
empuja hasta la cama, me pide que me desnude y lo hago. Me dice que abre las
piernas y lo hago. Y durante un rato que se me hace eterno me mira ahí, bien abierta,
abierta para ella en realidad, y entonces se quita el abrigo (aún no lo ha hecho). Lo
deja en una silla y saca del bolsillo un dildo y un condón, y se lo pone despacio y con
cuidado.
Normalmente, no me gusta nada que me penetren pero, en casos excepcionales es,
sin embargo, lo que me da más placer. Disfruto cuando es una mujer que me gusta
mucho, no lo soporto si es un hombre o alguien que no me interesa demasiado. Me
gusta mucho cuando esa mujer me gusta tanto que necesito que me llene y que entre
dentro; me gusta sentirme abierta y vulnerable y penetrada y poseída cuando esa
persona puede de verdad poseerme, y Ana es la única que puede.
No me corro sólo con el dildo, pero si me toca el clítoris al mismo tiempo, ella o
yo misma, entonces el orgasmo es intenso y muy, muy profundo. Yo misma me
masturbo ahora, porque Ana está con una mano en el dildo y con la otra tiene los
dedos en mi boca. Siempre me corro mejor si tengo algo en la boca. Podría decir que
esta persona que tiene una mano en mi boca y otra en mi coño, esta persona a la que
nunca veo pero con la que siempre sueño es lo más importante que me ha pasado en
la vida, pero si lo dijera puede que no le gustara oírlo, así que no digo nada y me dejo
llevar por el placer que ya viene y que me llevará muy lejos, allí donde siempre
quiero estar porque no hay un lugar mejor que ese.

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Me corro profunda, larga y silenciosamente porque no soy yo muy escandalosa en
el orgasmo. Siempre me retengo para gemir o gritar. Ana se desnuda y se pone
encima de mí y yo comienzo a acariciarle la punta del clítoris con la misma
indecisión de siempre, porque me atenazan los nervios con ella, sólo con ella me
pueden. Está empapada, está chorreando, así que es fácil deslizar el dedo. Y no dice
nada, no dice lo que le gusta y lo que no, así que me muevo entre tinieblas con
respecto a ella. Finalmente, cuando comienza a correrse, grita y jadea sobre mi
hombro y un líquido caliente mancha mis muslos, está eyaculando mientras su placer
parece ser inmenso y largo.

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SÓLO DE VEZ EN CUANDO
Tengo bajo control mis fantasías sexuales y, en general, no soy partidaria de llevarlas
todas a la práctica. Las fantasías sexuales son el combustible necesario del sexo, pero
hay que cuidarlas porque a veces, si se utilizan con profusión, se agotan. A mí, al
menos, me ocurre. Si las pongo en práctica muy a menudo, tengo comprobado que el
umbral de mi excitación sube y cada vez me cuesta más llegar a un umbral sexual
aceptable a partir del cual dejarme llevar. En el sexo hay cosas con las que una puede
apañarse en la imaginación pero cuesta, —o no le gusta—, manejarlas en la realidad.
Además, si todo lo que sueñas lo conviertes en realidad, ¿qué usas después como
lubricante masturbatorio? Lo asegura una, que se masturba muy a menudo. No, hay
cosas que deben quedar para la imaginación.
Dicho todo esto a modo de introducción, sí hay una cosa que exijo a mis amantes:
que se afeiten el coño. Si no lo tienen afeitado, se lo afeito yo. Es lo único que pido,
es lo único que necesito para excitarme a gusto, y creo que no es mucho. Lo demás ya
lo improviso, o lo improvisamos y, después de eso, naturalmente hay algunas que se
entregan más y otras menos, hay algunas que me gustan más y otras menos, con
algunas la cosa va bien y con otras no, como le ocurre a todo el mundo. Pero, en todo
caso, si quieren repetir conmigo y ponerse en mis manos y, desde luego, en mi
lengua, quiero ver y sentir y comer un coño que sea tan suave y liso como el de un
bebé. Y mientras folien conmigo lo llevarán afeitado, aunque sean amantes
ocasionales.
En la vida lo mejor es tener una amante semifija con la que no se conviva y, si es
posible, amantes ocasionales. Ambas situaciones no son incompatibles con
enamoramientos puntuales que conviertan en fija, por un tiempo, al objeto de ese
amor. Pero no hay deseo, ni amor, que pueda durar siempre y ni siquiera un tiempo.
Pasado un tiempo, el sexo se convierte en una obligación mecánica y el amor se
convierte en amistad en el mejor de los casos. Esto es inevitable y lo mejor es tratar
de adecuar la propia vida a esa inevitabilidad. Yo estoy soltera por épocas pero, esté
como esté, hace años que Mara es mi amante semifija. Una amante para la fantasía.
Hay veces que me da por llamarla cada día, hay épocas en las que me enamoro y
ella se me olvida, hay momentos en los que tengo otras ocupaciones y el sexo pasa a
un segundo o tercer plano, pero lo cierto es que Mara siempre vuelve. Vuelve a mi
cama y, aunque no se lo digo, Mara siempre termina por ocupar también mi cabeza.
No comparto mi vida con ella, ni tampoco mis sentimientos. No comparto la
cotidianidad, ni las penas o alegrías; con ella comparto una parte de mis fantasías
sexuales. Ella tendrá su vida, de la que yo no conozco mucho pero, sea la que sea la
que tenga, siempre consigue hacerla compatible conmigo. Cuando la llamo, a
cualquier hora, en cualquier época del año, tenga lo que tenga que hacer, jamás dice

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que no puede, ni intenta tampoco dejarlo para otro día y otra hora; siempre está ahí
para mí y supongo que eso es lo que la convierte en imprescindible en mi vida, y
supongo también que eso lo sabe; y, finalmente, tengo que suponer que le gusta.
Nunca tengo que preguntar «¿Puedes?» o «¿Te viene bien?». Nada de eso, después
del «Hola, ¿cómo andas?, ¿algo nuevo?» o cualquier otra pregunta insustancial, le
digo «El martes a las ocho», y ella responde: «vale».
El martes a las ocho llamará a mi puerta, estoy segura de que perfectamente,
porque sigue siendo mía. Después de eso, depende. Depende de mis ganas, que varían
mucho de un día a otro; depende de muchas cosas. A veces, si le dijera de qué
depende que yo prefiera una cosa u otra es posible que ella misma se quedara
asombrada. Mis ganas están en función de algo tan tonto como que aparezca en mi
puerta con falda o pantalón. Si lleva falda, es posible que desee fingir que no me
apetece el sexo, que lo que quiero es ver con ella una película en la televisión, y
puede que mientras estamos viendo la película yo atraiga su boca hacia la mía de vez
en cuando, o le roce los pezones sólo para ver cómo crecen, o acaricie un poco el
interior de los muslos, y que todo ello lo haga sin poner mucho interés, como algo
que hago sólo para entretener las pausas publicitarias. Y es posible que después, de
vez en cuando, meta la mano por debajo de su falda sólo para comprobar como su
braga se va empapando. Eso me gusta mucho.
Si lleva pantalón, puede que lo que me apetezca sea sentarme en el sillón y
decirle que se vaya desnudando mientras yo miro. Me gusta mucho ver cómo se va
desnudando, porque es como reencontrarme con ella, porque a veces se me olvida
que es verdaderamente preciosa. Otras veces, en cambio, mis ganas dependen de
otras cosas como que lleve el pelo suelto o recogido, porque si lo lleva suelto es muy
posible que prefiera que todo el trabajo lo haga ella. Me gusta sentir cómo su melena
va acariciando mi piel según su lengua va bajando o subiendo por mi cuerpo; y si lo
lleva recogido, entonces seguramente me den ganas de lo contrario, de decirle que se
tumbe en la cama y de ordenarle que no mueva un solo músculo.
Hoy la he llamado a media tarde porque me sentía un poco triste. Es domingo y
mi ánimo anda por los suelos y, por si fuera poco, llueve. Hace por lo menos tres
meses que no he hablado con ella porque he andado medio enamorada de una rubia
que, al final, ha resultado ser insoportable. Nunca me han gustado las rubias, no sé
qué me dio con ésta; ha sido una historia desgraciada, de esas que dejan una pequeña
herida en el alma. Pero la semana pasada decidí que esta historia estaba acabada y
comencé a pensar de nuevo en Mara. Cuando dejo pasar meses sin llamarla y otra vez
comienzo a pensar en ella, siempre prefiero dejar pasar unos cuantos días, que yo
llamo de «descompresión» para que me dé tiempo a imaginarla, a volver a pensar en
ella tal como ella es: no me gusta pensar en ella como sustituta de alguien que no
está. Cuando me entrego a Mara, es Mara quien está conmigo y ninguna otra. Me

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excita pensar que la llamaré, que ella lo dejará todo y vendrá. En el fondo siempre
existe la posibilidad de que diga que no puede, que se ha enamorado de otra y que ha
decidido ser fiel o algo así. Llamarla después de un tiempo supone cierta
incertidumbre, cierto peligro, y ese peligro es, en el fondo, parte del juego. No creo
que me gustara tener sobre su relación conmigo una certeza absoluta. El riesgo está
siempre ahí.
A las cinco de la tarde, después de intentar en vano dormir la siesta, por fin la
llamo y le digo que venga. Al otro lado del teléfono escucho algo así como un suspiro
y, por un momento, temo que me diga que hoy no puede, temo que esta tarde se acabe
el juego. Pero no, no será hoy, y Mara dice que en menos de una hora estará en mi
casa. Así es, en menos de una hora está llamando al timbre. Mi tarde triste se ilumina
cuando ella aparece sonriendo por la puerta. Nos damos un beso muy ligero y, sin
más, entra en el salón. Nunca, o casi nunca, demoramos los preliminares; cuando la
llamo es porque quiero follar, no la llamo para ir al cine, ni para charlar. Mara no está
para nada de eso. Hoy, como hace tanto que no la veo, lo primero que quiero hacer es
recordar su cuerpo y por eso le pido que se desnude, quiero ver cómo se desnuda para
mí, porque mi autoestima ha quedado un poco dañada después de mi última aventura.
Ahora necesito recomponerla.
Me siento en el sillón y Mara se pone delante. Comienza a desnudarse
lentamente, dejando que la mire, y con la seguridad que sólo puede tener una amante
de hace muchos años. No es fácil aguantar una mirada valorativa sobre la propia
desnudez, pero la desnudez de Mara lo aguanta todo. Está tan guapa, tiene un cuerpo
tan bonito que un día tengo que preguntarle cómo consigue no coger ni un solo gramo
de peso. ¿Cómo lo hace? A mí se me acumula todo en la cintura, en eso que yo llamo
los rollos, que comienzan a parecer un flotador adherido a mis caderas del que no
consigo librarme. El cuerpo de Mara no parece sufrir de los problemas que afectan al
resto de las mortales, por lo que supongo que debe esforzarse para estar así y que
debe emplear tiempo en ello, quizá también dinero.
Está desnuda delante de mí, afeitada claro; entonces la llamo con un gesto, se
acerca y yo paso el dorso de mi mano por su coño para comprobar lo suave que está.
No sé, supongo que soy una fetichista de los coños afeitados; cada una tiene sus
manías y ésta es la mía. Se lo acaricio por delante varias veces y después introduzco
ligeramente mi mano en la raja, pero muy poco, sólo para comprobar que ya está
mojada, también como siempre, hay cosas que no cambian. Yo también estoy muy
mojada, pero eso ella no lo va a saber. Entonces le digo que coja una silla y la ponga
delante de mí, delante del sillón en el que yo estoy sentada. Le digo que se siente con
las piernas muy abiertas y las manos a los lados, como si se sujetara a la silla. Así,
bien quieta, desnuda, y bien dispuesta, no hay nada en el mundo que me guste más
que tener este cuerpo a mi disposición, pero eso tampoco lo va a saber. Y me gusta no

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sólo porque Mara es preciosa y porque además es exactamente mi tipo de mujer y
porque me gustó desde el primer momento en que la vi, sino que me gusta también
porque, en realidad, me gustan los cuerpos conocidos; me gusta saber qué resortes
tocar, me gusta saber en todo momento qué hacer y cómo funcionar. No me gusta
perder tiempo aprendiendo un cuerpo, prefiero ese momento en el que ya no hay nada
que explicar respecto al placer ajeno y respecto al propio. Quizá en este aspecto, sólo
en este, tenga que decir que me gusta lo previsible.
Y hoy, en realidad, lo que me apetece es tocar, no chupar, ni lamer, ni besar, y
mucho menos que me haga nada de eso a mí. Lo que hoy me apetece es sólo tocar, y
eso es lo que hago durante un buen rato. Ella está quieta en la silla mientras yo la toco
por todas partes y, poco a poco, la hago gemir y temblar. Toco su cara y su boca,
acaricio su cuello, sus hombros, sus brazos, todo muy despacio porque sé que Mara
es muy sensible a las caricias, realmente toda la superficie de su piel es una enorme
zona erógena, y me encanta ver cómo su respiración va cambiando de intensidad y
cómo se va acelerando y cómo comienza a gemir un poco, deseando, pidiendo con
sus gemidos, que mis caricias se hagan más profundas. Pero yo las mantengo en un
nivel superficial y retraso tocarle las tetas, que las tiene especialmente sensibles, o las
ingles, donde le encanta que le acaricie. Voy muy poco a poco, acariciando la parte
interna del codo, los muslos, las rodillas, y después voy subiendo la mano por la parte
interior del muslo hasta llegar al borde mismo de su coño. Llega un momento en que
ya quiere que le meta la mano y por eso se revuelve ligeramente en la silla,
intentando cerrar las piernas, pero yo la empujo hacia atrás, contra el respaldo.
—No —le digo—, hoy no te mueves. Hoy esperas.
No dice nada, vuelve a pegar su espalda a la silla y le abro aún más las piernas.
Ahora sí le acaricio los pezones con el pulgar hasta que los tiene bien duros y se
los puedo coger fácilmente con los dedos y tirar de ellos ligeramente. Toda ella está
tensa, lodos sus músculos están en tensión, como si hiciera un esfuerzo para estar
agarrada a los bordes de la silla. Gime un poco cuando le cojo los pezones, pero lo
hace muy bajo, porque sabe que también me gusta que sea silenciosa. Que el placer
se le note levemente en la respiración, en la alteración que es claramente perceptible
en el subir y bajar de su vientre al respirar, me gusta escuchar sus gemidos apagados
cuando se corre. Si hay algo que no soporto es a esas mujeres que gritan de manera
sobreactuada cuando se corren.
Cuando escucho su respiración sofocada en el momento en que cojo sus pezones
tengo que contenerme para no poner mi boca en ellos, pero boy he decidido que nada
de boca, nada de lengua; hoy sólo voy a usar las manos. Dejo mi mano izquierda en
sus tetas y bajo la derecha hacia el coño. Ella echa hacia delante todo el cuerpo, de
manera que ahora se sienta en el extremo de la silla para dejar toda la zona al
descubierto. Me pongo en cuclillas ante ella y le miro el coño, que está todo baboso.

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Le rozo ligeramente el clítoris y de vez en cuando meto la punta del dedo en la
vagina, sólo un momento y lo saco, y vuelvo a acariciarla pero muy levemente, como
si la tocara de pasada. Introduzco el dedo entre sus labios, recorro sus canales, rodeo
el clítoris sin llegar a tocárselo, acaricio con mi dedo desde ahí hacia atrás, hasta
donde me permite la silla. Así estoy un buen rato hasta que ella misma lleva su mano
para intentar tocarse. No, eso sí que no. Le quito la mano de donde intentaba ponerla
y ahora le pongo las dos hacia atrás, como si estuviera atada a la silla y la miro
fijamente.
—No muevas más las manos —le digo, y no creo que lo haga.
Paso los dedos por su clítoris empapado, recojo su flujo y después se lo llevo a su
boca:
—Mira a lo que sabes —le digo, y ella abre la boca, atrapa mis dedos, mete su
lengua entre ellos y los succiona de tal manera que tengo que arrancárselos para
poder llevarlos otra vez al coño.
Y ahora sí, voy a dejar mi mano ahí. Le introduzco dos dedos en la vagina
mientras que mi pulgar le frota el clítoris con fuerza. Apenas dura nada porque está
muy excitada. Pensaba parar y alargarlo, pero no me da tiempo, se corre enseguida,
con una especie de convulsión a la que sigue un lamento ahogado, que termina
cuando reposa su cabeza sobre mi hombro. Yo estoy en cuclillas frente a su coño
abierto.
Así se queda un rato y después me dice:
—¿Y tú?, ¿me dejas?
Pero no, hoy casi prefiero quedarme sola. No sé por qué, estoy melancólica.
Entonces se lo digo y ella asiente, se va a la cocina, saca una cerveza de la nevera y
se la bebe apoyada contra la pared. Yo la sigo porque me gusta verla desnuda
haciendo cosas. Cuando termina la cerveza, me pregunta:
—¿Quieres me que vaya?
—Sí, hoy sí.
—De acuerdo —dice.
Entonces se viste, me besa en la boca y se va. Claro que la quiero, pero no se lo
voy a decir, aunque estoy convencida de que lo sabe.

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RECONVERSION
Doce años juntas y una profunda crisis sexual. Es normal; todo el mundo dice que es
normal. Puede que sea normal, pero también es preocupante porque… ¿qué se hace?
No hay duda de que nos queremos y de que queremos seguir juntas; no hay duda
tampoco de que no concebimos las relaciones sexuales fuera de la pareja, somos
tradicionales para eso. También es normal. Al principio no me preocupaba lo más
mínimo porque no me importa mucho el sexo y a Carla tampoco. Después de tantos
años con ella, con una vez a la semana me basta y me sobra; parecía que a ella
también. Ahora todo es más lento y todo mucha ternura y mucho amor. No echo nada
en falta. Pero las cosas se han complicado un poco porque, de un día para otro, Carla
no quiere sexo, ni una vez a la semana ni nada. Bueno, pensé, es una fase. Todo el
mundo decía que en el sexo se pasa por fases y en la pareja también. Pero pasaba el
tiempo y Carla no hacía otra cosa que poner excusas, parecía una esposa harta ya del
marido, del sexo y de todo.
Dejé pasar más tiempo y seguía igual. Al cabo de unos meses creo que esto es
más que una fase. Entonces pienso si estoy dispuesta a pasarme el resto de mi vida
sin sexo. Y no, puede que no sea muy sexual, pero el resto de mi vida sin nada de
sexo, no.
—Tenemos que hablar —le digo una noche mientras la abrazo en la cama después
de que me haya rechazado de nuevo.
—Sí, tenemos que hablar. Quizá tenía que habértelo dicho antes. Ya no tengo
orgasmos.
—¿Cómo que no tienes orgasmos? —yo estoy atónita. Carla era de orgasmo
fácil… hasta ahora.
—Ya lo has oído. No consigo correrme de ninguna manera. Ni contigo, ni
masturbándome.
—Y entonces, ¿las últimas veces?
—Fingía —me dice.
Me dan ganas de matarla. Decirme eso es casi la manera más segura de que
tampoco yo vuelva a tener orgasmos. A partir de ahora creeré siempre que finge, no
me relajaré, estaré pendiente de otras cosas. No tengo manías, pero que mi pareja
finja un orgasmo es casi lo peor que me puede pasar para mis propios orgasmos.
«Comprensión», me digo, hay que ser muy paciente con ella.
—Son cosas que pasan. Son fases, se pasará. Tenemos que relajarnos y no pensar
en ello; tomarlo con calma y con tiempo.
Y la convenzo para que me deje masturbarla.
—Sin tiempo —le digo—, lo que tardas, tardas. Y si no te corres no pasa nada.
Efectivamente, no hay manera, no se corre, aunque me parece que me paso horas

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masturbándola. Me duele la mano; finalmente tengo que dejarla por imposible.
Y a partir de ahí, nuestra vida se complica. Antes, el sexo era casi costumbre, no
le dábamos importancia y, de repente, tiene importancia, mucha importancia. Me
paso el día pensando en eso. ¿No volverá a correrse? ¿Eso es lo que nos espera en el
futuro?
No me resigno. Hablo con mi amiga Josefina, que tiene mucha experiencia y me
dice que introduzcamos novedades.
—¿Qué son novedades? —pregunto.
—No sé… cualquier cosa, otras relaciones, otra manera… juguetes…
De todo lo que me sugiere Josefina los juguetes es lo único que me parece
posible. No me imagino haciéndolo de otra manera después de tantos años. Si
aparezco ante Carla vestida de cuero y con un látigo, o si me visto de lo que sea, o si
pongo velas y me pongo romántica, le daría un ataque de risa. Hay cosas que la
costumbre impide hacer. Esas cosas se hacen al principio, cuando todo es posible;
después no se puede.
Pero lo de los juguetes me parece una buena idea. No hay que ser tan tradicional
como nosotras. Y me voy a una juguetería sexual. Me da un poco de vergüenza
entrar, claro, pero eso son cosas que hay que vencer. Una vez que has traspasado la
puerta, el lugar es muy poco amenazante y lo que hay dentro aún menos. La verdad
es que me da un poco de asco ver todos esos penes de plástico puestos de pie en una
estantería. Ya sé que no se llaman penes y muchos no lo parecen —otros sí—, pero
todo lo que está en la estantería me parece muy fálico. Nunca me han gustado las
cosas tiesas, ni las torres, ni los obeliscos… ni los penes. Pero para Carla es aún peor
y ni siquiera soporta comerse un plátano. Tiene que trocearlo antes. Somos esa clase
de lesbianas.
Cojo un dildo pequeño de color rosa, que me parece lo menos agresivo de todo lo
que hay en la estantería. No me veo empuñando eso. La dependienta me mira y me
parece amablemente dispuesta a ayudarme.
—¿No tienes algo un poco menos… fálico? —he dudado al usar la palabra.
No se ríe, no se asombra, debe estar preparada para cualquier clase de comentario
o petición extraña. Es su trabajo.
—Pues sí —dice para mi asombro y tranquilidad—, tengo aquí un vibrador casi
redondo.
Y así es; se acerca y, de detrás de los dildos fálicos, saca otra cosa, si no
completamente redonda, al menos un poco más redondeada. Y lo compro. Es rosa.
Lo dejo en el cajón de mi mesilla y decido usarlo esa misma noche. Por la tarde
intento mostrarme especialmente cariñosa, porque Carla se queja de que a veces ni
me entero de que está en casa y después, en la cama, pretendo tener sexo. Así es
imposible, dice, y tiene razón, ese es uno de los problemas de los matrimonios de

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larga duración. Por eso en esta tarde me esfuerzo de verdad y la beso cuando llega de
la oficina, la acompaño un rato para que me cuente qué tal le ha ido el día, le preparo
un té y una copa por la noche… pero si está sorprendida no dice nada.
Cuando nos metemos en la cama me echo sobre ella y como siempre
últimamente, me rechaza, pero esta vez le digo:
—Tengo algo que nos puede servir —y saco la cosa.
—¿Cómo va a servirnos una radio? —pregunta.
Me enfado, pienso que tendría que poner algo de su parte.
—No es una radio, tonta, es un vibrador —le respondo, al tiempo que le doy al
botón de ON y la cosa se pone en marcha con una especie de zumbido. Me mira un
poco atónita; jamás hemos usado nada de eso. Incluso hemos dicho siempre que los
juguetes sexuales no iban con nosotras. Puede que sea una cuestión de edad.
Carla me mira alternativamente a mí y a la cosa y, finalmente, sin decir nada, se
incorpora y se desnuda. Entonces, de repente, me doy cuenta del tiempo que hace que
no la veo completamente desnuda, del tiempo que hace en realidad que no estamos
completamente desnudas, la piel contra piel. Me gusta. Me desnudo también. La
acaricio.
Sostengo el vibrador; no sé muy bien cómo se usa. ¿No traía instrucciones? La
convenzo para que se tumbe boca arriba, que no se preocupe, que no piense en nada,
que se concentre en las sensaciones, que se olvide de mí. Se tumba y yo me siento a
su lado. Le abro las piernas, se las dejo muy, muy abiertas, tanto como puede abrirlas.
Al ver sus piernas tan abiertas me excito mucho más de lo que pensaba. Creo que no
recuerdo haber visto su coño así de abierto desde hace mucho tiempo. Quizá no nos
hemos esforzado bastante. En los últimos tiempos ni siquiera nos desnudábamos del
todo. Pongo en marcha la cosa y se la aplico a los pezones. No sé si es esto lo que hay
que hacer, pero no parece que le disguste. Estoy bastante rato. Al principio, nada;
después su cara empieza a cambiar un poco y su respiración se altera de manera
perceptible. Yo estoy ahora sentada entre sus piernas. Le pongo el vibrador en el
clítoris. Da una especie de respingo, pero mantengo la mano firme; me mantendré así
todo el tiempo que sea necesario, moviéndolo en círculos.
Y hace falta tiempo; al rato me aburro. Me echo sobre ella y pongo mi boca en
sus tetas, le succiono con fuerza sus pezones. Temo hacerle daño, pero no parece que
le duela porque gime y se mueve bajo mi boca, y succiono y succiono y mantengo la
mano con el vibrador en su clítoris y sigo moviéndolo, preguntándome si se hará de
esta manera. Yo también estoy muy caliente; hacía tiempo que no me ponía así. Y me
voy excitando cada vez más, hasta que me da la impresión de que me voy a correr
y… no puedo evitarlo, dejo a Carla y me aplico el vibrador a mi propio clítoris. Justo
a tiempo: me estaba corriendo yo sola. ¡Qué placer, la verdad! Ahora me doy cuenta
de cuánto hace que no me corría verdaderamente a gusto.

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Miro a Carla, que parece un poco enfadada. Pongo cara de disculpa, cojo otra vez
el vibrador y volvemos a empezar.

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CALOR
Hoy no nos quita nadie los cuarenta grados a la sombra en esta maldita ciudad; no
hay donde esconderse. En los trabajos, con el aire acondicionado, aun es soportable,
pero casi da miedo que llegue la hora de salir a las cuatro, la peor hora del día. Es
como entrar en el infierno. Y más aún para mí, que no tengo coche y que debo andar
unos veinte minutos antes de llegar a la parada del autobús. Y no es sólo uno: son dos
autobuses los que tengo que coger antes de llegar a mi casa. Es el precio de vivir en el
centro y de que las oficinas estén en las afueras. Tardo más o menos una hora y media
en llegar a mi casa. Eso es lo que me espera un lunes como hoy, con toda la semana
por delante para recorrer el mismo trayecto. Odio los lunes, como todo el mundo, y
más en verano. Cuando salgo a la calle me llega una especie de ola de calor que me
empuja hacia atrás y me entran ganas de volver a meterme en el portal. Después,
cuando por fin me repongo y salgo, pienso que me voy a desmayar; es como si el
asfalto se pegara a las suelas de mis zapatos. No he comido, porque si como y
después me lanzo a la calle con este calor, me dan ganas de vomitar, por eso prefiero
tomar un aperitivo y cenar fuerte después.
Sobre las cuatro de la tarde llego a mi casa y, según entro, nada más cerrar la
puerta detrás de mí, me voy quitando la ropa hasta quedarme completamente
desnuda. Ni siquiera me molesto en dejar la ropa en el dormitorio, simplemente me
tiro en el sillón del salón y pienso en Pepa. En ese duermevela en el que una se sume
cuando hace mucho calor pienso en Pepa, que vive a cientos de kilómetros de aquí,
en una ciudad en la que hace mucho menos calor y adonde, si fuera lista, debería
mudarme. Por ahora nos vemos cada quince días porque yo vivo en Córdoba y ella en
Gijón, así que la cosa no es fácil. Pero vivir tan lejos también tiene sus alicientes.
Uno de ellos es que, aunque llevamos tres años juntas, sexualmente estamos aún en
un momento pleno y fogoso. Y cuando hace mucho calor pienso intensamente en ella,
porque nada me gusta más que juntar nuestros cuerpos entre el mutuo y compartido
sudor cuando follamos. Ahora, en verano, cuando viene a visitarme, no hay nada más
sensual que nuestros cuerpos resbalando uno encima del otro, la humedad del sudor
mezclándose con la humedad del sexo de cada una y nuestras manos acariciando las
pieles mojadas.
Este pensamiento hace que me despierte del todo y que la llame por teléfono.
Cuando contesta le pregunto si vendrá este fin de semana y me dice que no cree que
pueda.
Le cuento que el sudor me corre por el cuerpo y me dice que le gustaría
bebérselo. Le digo que estoy empapada y que tengo el interior de los muslos, la raja
del culo, el interior de los codos… todos los lugares donde la carne toca la carne,
empapados de un sudor pegajoso y maloliente. Me dice que le encanta cuando estoy

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sudorosa y maloliente.
—¿Estás desnuda? —me pregunta.
Le digo que sí, desnuda y tirada en el sillón, aplastada por el calor, pero con la
imaginación libre y ligera.
—Bien, baja tu mano despacio hasta tu coño y comienza a acariciarte. Piensa que
estoy contigo, piensa que bajo mi lengua por tu columna vertebral.
Lo pienso y noto que mi cuerpo, sólo con la fuerza de la imaginación, se llena de
ella. Sólo con eso y mi mano, me voy poniendo caliente, me voy hinchando como
una gallina clueca.
—Tienes un culo precioso del que me acuerdo mucho —me dice—, un culo para
ser usado y admirado.
—Así que te gusta mi culo… Sabes que es todo tuyo ¿verdad? Es tu culo. ¿Tú
estás desnuda? —le pregunto.
—No, yo sólo me he abierto la bragueta, por si decido hacerme una paja, ya
veremos. ¿Estás tumbada en el sillón?
—Sí, tirada, me revuelco en el sudor. Tengo las piernas abiertas, me estoy
tocando.
—Si estuviera contigo, no dejaría que te ducharas, me gusta cuando estás sucia, te
olería todos los huecos, olería ese olor, mezcla del sudor y el sexo, te pondría de
espaldas, me subiría sobre ti, te follaría cabalgándote, como me gusta, con la
humedad de mi coño mezclándose con el sudor de tu espalda y con mi aliento
caliente sobre tu nuca.
Su voz es susurrante y se me clava dentro como un punzón. Subida sobre mi
espalda, siento su peso sobre mí, su humedad, mientras mueve sus caderas hacia
delante y hacia atrás mientras se echa hacia delante y me coge las tetas desde detrás y
me besa y me lame el cuello. Me gusta que suba y que baje la lengua por mi cuello
mientras me acaricia los pezones, me gusta cuando me lame el lugar donde me nace
el pelo porque eso me hace temblar, como si recibiera una descarga eléctrica. Me
encanta que después vaya bajando desde ahí para recorrer con su lengua mi columna
vertebral, eso hace que toda yo me erice como un gato.
—Me correría sobre ti, deslizándome sobre el sudor de tu espalda, me correría y
después me quedaría sobre ti, pegada a ti para que el calor te envolviera y metería la
mano por debajo y llegaría al coño y te lo tocaría.
Entonces cambió de tono.
—Te lo voy a tocar, subida sobre ti, metiendo mi mano dentro, te muerdo la nuca,
la mano en una teta, te folio con un dedo… Mi peso te impide casi respirar, tienes la
cara contra el cojín, te cuesta coger aire, mi cuerpo te aplasta mientras te penetro…
Me doy la vuelta para aplastarme contra el sofá, imaginando que la llevo a mi
espalda. Estoy tal y como ella me dice, con mi mano debajo de mi cuerpo,

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masturbándome, con el teléfono sobre un cojín al lado de mis oídos. Sus palabras me
llegan suaves y, en un momento dado, es como si estuviera aquí, a mi lado. Mis
suspiros se convierten en gemidos, mi mano se mueve muy rápidamente.
—Así, así, mi amor… Te estoy follando como te gusta…
Finalmente, el orgasmo convierte mi gemido en un grito ahogado.

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PLACER
Se sienta delante de mí. Yo estoy en mi sillón azul, que he colocado justo enfrente de
la cama en la que ella se sienta. A mi lado tengo una mesita con todo lo necesario.
Vamos a jugar.
Le digo que se desnude. Y lo hace muy despacio, quitándose cada prenda y
dejándolas caer a un lado. Cuando está en bragas y sujetador le digo que pare. Me
acerco, me pongo en cuclillas frente a ella, le huelo el coño, se lo toco —ya está
mojada—, le toco los pezones por encima de la tela; me gusta sentir los aros que los
atraviesan y la cadena que va de una anilla a la otra. Me encanta esa cadena de la que
yo puedo tirar si quiero.
Vuelvo a mi sillón y le digo que acabe de desnudarse. Lo hace y se sienta. La
miro despacio, pensando lo que pienso siempre que la tengo así, y que incluso
después de tanto tiempo no hay nadie que pueda gustarme tanto. Y si lo pienso cada
vez que la veo desnuda es porque es extraño el deseo que me inspira, y eso que nunca
me han gustado las mujeres rubias, blancas, con aspecto nórdico, sino que siempre he
preferido a las morenas y meridionales. Pero así son las cosas del deseo; Cris es una
anglosajona pálida que desde que apareció en mi vida la trastornó totalmente.
Me acerco a ella y la toco toda entera mientras permanece muy quieta, sólo se
mueve ligeramente para facilitar el acceso de mi mano. Le toco la cara, le acaricio el
cuello por debajo de su mata de pelo largo color miel, le acaricio los labios, le meto la
mano en la boca y, por un rato, dejo que chupe los dedos de mi mano izquierda
mientras la derecha continúa con la inspección. Bajo por las tetas, dibujo con un dedo
los pezones, dejando que se ponga tensa mientras imagina que voy a tirar de la
cadena y sí, tiro ligeramente, lo suficiente como para que se queje, pero no más.
Juego con los pelos de su axila, y finalmente, con las dos manos apoyadas en sus
caderas, vuelvo a ponerme en cuclillas para pasar el dorso de la mano por el suave
coño recién afeitado. Con el dedo recorro su abertura sin llegar a profundizar. Eso
vendrá luego, pero ella ya está pidiendo más.
Noto que también yo estoy muy caliente y que podría correrme ya, sólo con verla
así, sólo con recorrerla, pero hoy voy a follarla porque se lo prometí la última vez y lo
voy a hacer como sé que a ella le gusta. Es lo que espera de mí y es lo que voy a
darle.
Me acerco de nuevo y me sitúo de pie, frente a ella. Pongo mi mano sobre su
cabeza y le digo que se tumbe boca abajo, con la cabeza hacia fuera. Así ésta queda a
la altura de mi roño. Me bajo el pantalón y las bragas hasta los tobillos y, cogiéndola
del pelo, llevo su boca hasta mi coño y le digo que saque la lengua y lo lama. Le
cuesta mucho porque no tiene apoyo para la cabeza, pero pone las manos en el suelo
y consigue llegar a mí con su lengua húmeda. Abro un poco los piernas para que

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llegue mejor: su lengua recorre mi abertura y me lame el clítoris, muy suavemente,
sólo la punta, como me gusta, pero enseguida me retiro porque no es el momento
todavía.
Ahora que está con el cuerpo tendido boca abajo y sujetándose con las manos en
el suelo, saco los pies del pantalón y las bragas y le acaricio el culo. Un culo
precioso, tan bonito como toda ella. Meto mi dedo en su agujero, su rosa roja lo
atrapa y Cris se pone a jadear; no sé si se queja o le gusta. A veces es lo mismo.
Ya que estoy desnuda de cintura para abajo aprovecho para coger el arnés y
ponérmelo mientras le digo que vuelva a sentarse. Cuando lo hace, mira con deseo la
enorme polla que me he puesto en su honor, pero no voy a dársela todavía, al menos
no en su coño, ni en su culo, pero me acerco y se la aplasto contra la boca hasta que
la abre y se la meto entera; cuando le da una arcada se la saco y le repaso su propia
saliva por la cara. En realidad estoy muriéndome por besarla, pero me contengo. Sé
que hoy eso no le gustaría; hoy esto no va de besos.
Vuelvo a la mesilla y cojo las esposas que uso para atarle las manos: a veces se
las ato por delante, lo que tiene sus ventajas porque puede, por ejemplo, masturbarse
o masturbarme a mí. A veces se las ato por detrás, lo que la inmoviliza mucho más; se
queda completamente a mi merced, sin que pueda hacer nada. Ahora se las ato por
detrás y si me masturba tendrá que ser con la lengua. Y lo intenta.
Cuando me pongo frente a ella para atarle las manos a la espalda, mi coño queda
de nuevo a la altura de su boca y, como tiene agachado el cuello para dejar que ponga
sus brazos hacia atrás, intenta meter su lengua por un lado del arnés y llegar hasta mi
clítoris. Pero yo no quiero que lo haga y no se lo he pedido: ese movimiento me
fastidia. Agarro un mechón de su pelo, le subo la cabeza y le pego una bofetada, que
la tira de lado sobre la cama. Me subo a horcajadas sobre ella y termino de sujetarle
las manos con las esposas.
Me incorporo y la incorporo a ella tirando de la cadena que lleva en las tetas, lo
que hace que use sus rodillas para evitar que tire y la haga daño. Se levanta casi de un
salto y se sienta de nuevo, tiro un poco y la pongo de pie. Vuelvo a mi sillón. Le digo
que se agache y que haga pis, que quiero ver cómo mea. Se pone en cuclillas, pero no
puede, le salen un par de gotas. Dice que no puede, estando tan excitada. Vuelvo a
abofetearla y le doy tan fuerte en la cara que, como no puede sostenerse sin manos,
cae de espaldas. Ahora, sin manos, le costará mucho levantarse. Y le cuesta. Tiene
que ponerse primero de lado, empujarse con el hombro, pero no puede y se arrastra
hasta la cama para conseguir encontrar un punto de apoyo en la cabeza y así volver a
levantarse. Mientras, voy a por una jarra de agua y un vaso. Lo lleno y se lo doy en la
boca hasta que lo acaba, luego le doy otro. Vuelve a ponerse en cuclillas y consigue
que le salga un chorrito, poco más. Veo que se esfuerza, pero es difícil hacer pis con
el clítoris hinchado. Como amenazo con darle más agua, se esfuerza de verdad: tiene

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la tripa llena. No tengo prisa, me siento a esperar tranquilamente y al final lo
consigue. Cuando comienza a mear sobre el suelo y el pis resbala por sus muslos, yo
me levanto y pongo la mano debajo; después con ella empapada me acaricio un poco
y estoy lista.
Entonces sí, la arrastro hacia la cama, le hago levantar las piernas y cuando me
meto en ella las pone sobre mis hombros. La folio con fuerza, porque cuanto más
fuerte la empujo, más siento yo el arnés clavándose en mi clítoris. La tollo con tanta
fuerza que su cabeza golpea contra la pared y gime en cada acometida. Cuando
comienzo a correrme pongo mi boca sobre la suya para que mis gritos se queden
dentro de ella. La beso con verdadero amor.
Al terminar, me quedo encima de ella, descansando, aprovechando este momento
de paz para acariciarla, pero ella no tiene paz porque quiere su orgasmo y por eso
ahora se mueve debajo de mí intentando frotarse contra cualquier cosa. Sus piernas
abrazan mi cuerpo con fuerza —Cris tiene mucha fuerza ya que es deportista— y, si
no estuviera atada, manejaría mi cuerpo con toda facilidad.
No estoy dispuesta a dejar que se corra a base de frotarse conmigo porque yo no
he acabado, así que me levanto y vuelvo con un utensilio que me encanta porque
estimula el punto g. Es de color morado y, desde que me hice con él, me encanta
metérselo porque es como manejar un instrumento de precisión. Suelo hurgar en su
interior hasta conseguir para ella un orgasmo enorme e intenso, que suele dejarla
arrasada de placer. No lo uso siempre, sólo en las grandes ocasiones y hoy lo es,
porque celebramos nuestro reencuentro. No quiero que se acostumbre. Pero cuando
me ve empuñarlo suspira de puro placer adelantado.
Se lo introduzco lenta, muy lentamente, con cuidado, y cuando llego, comienzo a
darle vueltas siguiendo las indicaciones de su respiración, de sus gemidos, de sus
pequeños gritos, que me van diciendo cuándo he tocado un punto sensible. Entonces
sí lo muevo más rápido, pero nunca demasiado porque le haría daño. Su tensión va
creciendo, su cuerpo se arquea, su respiración se vuelve espasmódica y, finalmente,
cuando comienza a gritar, suelta un enorme chorro de líquido que empapa la cama,
mis piernas, sus piernas, todo. Veo que no ha perdido su capacidad para eyacular y
veo que yo no he perdido la mía para tocarle allí donde le gusta.
Me tumbo junto a su espalda y la abrazo. Le suelto las manos y la beso en la base
del cuello. La habitación huele a sexo y a orín. Me pego mucho a su espalda y le
susurro que la quiero y que no vuelva a dejarme, que me muero sin ella. No me
contesta, pero no la voy a sujetar: es completamente libre.

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MANÍAS
El sexo anónimo y rápido estaría bien si pudieras repetir con la misma anónima
varias veces, pero mi problema, y el de muchas mujeres, es que nuestros cuerpos no
funcionan así, como una máquina hidráulica. Necesito follar varias veces con la
misma persona para que la cosa funcione. En general las mujeres necesitamos
«aprender» los cuerpos ajenos y enseñar cómo moverse por el nuestro para empezar a
disfrutar verdaderamente. Vale, las hay muy todoterreno a las que lo mismo les da
una teta talla S que XXL o que se manejan igual de bien con un arnés que con
camisón de encaje, pero algunas necesitamos tiempo. O quizá es que yo soy una
maniática. Pensándolo bien, es cierto que estoy llena de manías pero, a estas alturas
de mi vida, tengo derecho a tenerlas. En el sexo hay cosas que odio y si me las hacen,
o lo intentan, ya está, se estropeó el polvo. No puedo seguir. A veces he pensado que
quizá no estaría mal editar un manual de instrucciones, como me dijo una amiga con
la que me acosté y que terminó más bien enfadada conmigo.
Veamos que cosas tendrían que figurar en ese manual:

—No me gusta que me metan la lengua en la oreja. No lo soporto, me da repelús.


¡Qué manía tiene la gente con la oreja!
—No me gusta que me llenen el ombligo de saliva. Me hace cosquillas, pero en
plan desagradable, y me da un poco de asco, para qué lo voy a negar.
—No me gusta que me succionen los pezones como si me estuvieran mamando.
Ya tuve una hija y fue suficiente.
—No me gusta que me metan nada en la vagina. Yo, como Monique Wittig, no
tengo vagina. Soy lesbiana para ahorrarme eso de la vagina; ya me cuesta hasta
meterme un tampax.
—No me gusta que me toquen mucho las manos y los pies menos aún. Me hace
cosquillas y me pone muy nerviosa.
—No me gusta hacer el 69; no sé a quién se le ocurrió dicha práctica infame. Lo
cierto es que o se está a una cosa o a la otra: no se pueden hacer bien dos cosas a la
vez.

Seguramente se me olvida algo. En todo caso, esto es lo más importante.


Pero, por el contrario, hay cosas que me gustan, faltaría más. Me gusta que me
besen durante horas: pueden comerme la boca tiempo y tiempo, nunca me canso. Me
gusta que me besen suave y que me besen fuerte. Me gusta que me muerdan los
labios, que me llenen la boca de saliva, que me acaricien los labios con la lengua, que
me succionen los labios, que me den la lengua; que me metan los dedos en la boca
mientras me corro, que me perfilen los labios con los dedos llenos de mi saliva, todo

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eso me gusta. Y, claro, me gusta que toquen el clítoris con los dedos, no tanto con la
lengua. Creo que comer el coño es un arte que no todo el mundo domina, pero al que
todo el mundo se lanza con afán. Y no es fácil, hay que saber, y hay que escuchar lo
que dice la que está con las piernas abiertas; hay que pedir que vaya dando
indicaciones. Niñas, hay que hablar y escuchar. Yo no sé qué manía tienen algunas
mujeres de estar calladas. Tener por primera vez el cuerpo de una mujer que no habla
es como navegar a oscuras. No se sabe por dónde ir. Por eso lo mejor es ir dando
indicaciones, porque lo cierto es que hay tantos gustos sexuales como cuerpos.
Yo he conocido de todo: la que quería que se lo mordieses, la que quería que se lo
succionases como si fuera un chupete, la que quería que metieras la lengua entre los
labios, la que le gustaba que usaras la lengua como si fuera un dedo, la que le gustaba
que le dieras pequeños toques y muy continuados… En todo caso, creo que como un
dedo no hay nada: controlas mucho mejor y, además, lo mejor de todo es que tú
puedes estar arriba, junto a la boca. Eso es lo que me gusta y no me gustan las
variaciones. Me gusta lo que me gusta, la boca en mi boca, la mano en mi coño.
Comenzar despacio, bajando desde arriba o desde el culo, pero ir despacio,
acariciando desde el principio, empezando por las ingles, metiendo después el dedo
entre los labios mayores para llegar luego, muy suavemente, a la punta del clítoris y
ahí sí, comenzar poco a poco a mover el dedo más rápido sobre el capuchón y mucho
más rápido y un poco más fuerte cuando me vaya a correr. No se puede decir que sea
una chica complicada. No sé por qué me dicen lo que me dicen: más fácil que yo,
ninguna.

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LOS PEZONES DE MARGA
Mi mujer, Marga, es una escritora conocida. Sale mucho en televisión. Es famosa,
atractiva, simpática… y también tiene unos pezones saltones que no hace falta
estimular porque siempre están erguidos como dos montañas. Me gusta pasar los
labios por encima, aprisionarlos y tirar de ellos, me gusta lamerlos. Me gusta
mojarlos con cualquier cosa: yogur, miel, mermelada… y chupar y chupar hasta
dejárselos limpios y relucientes. Además, los tiene muy sensibles y es capaz de
correrse simplemente con juntar las piernas mientras se los chupo.
Sus pezones son tan duros y tan grandes que me gustar restregar mis propios
pezones sobre los suyos. Me tumbo encima de ella poniendo mis tetas encima de las
suyas y me froto con sus pezones hasta que los míos crecen y se ponen duros y
tirantes. Después, sube y me los mete en la boca, e incluso puede frotarme con ellos
el clítoris, nunca he visto unos pezones tan duros. De hecho, siempre tiene problemas
con la ropa y ni siquiera un sujetador a prueba de los deportes más duros consigue
que los pezones no se le marquen de manera escandalosa. En verano tiene que
ponerse dos camisetas porque, si no, todo el mundo termina con la vista puesta en sus
pezones. A veces, cuando quiero que se ponga nerviosa, me divierte pasar mi mano
por encima o agarrárselos en cualquier sitio, en la calle, en una tienda… ella se pone
colorada, porque la gente la conoce y comienzan enseguida a murmurar. Yo me
excito y la gente se queda entre asombrada y atónita; no se me ocurriría hacerlo en
medio de una manifestación de la extrema derecha o en una misa, claro, pero sí me
gusta rozárselos como sin querer y que la gente no sepa qué pensar.
Hace un par de meses fuimos a una de esas macrofiestas bolleras que se
organizan ahora. Yo odio bailar, pero a mi mujer le encanta y le encanta también
coquetear y ligar si se tercia; a mí me aburre. Esa noche estuvo bailando todo el
tiempo con una chica muy joven. Yo estuve intentando charlar con amigas a pesar del
volumen de la música infernal con el que nos castigaban y es que, para ciertas cosas,
ya no tengo edad. Marga no sólo estuvo bailando con la joven; también las vi
bebiendo y riendo, sentadas en una esquina, y después vi cómo Marga le apartaba el
pelo de la cara y cómo le acariciaba el cuello y… la verdad es que me puse celosa.
No es que nos seamos absolutamente fieles pero, en fin, procuramos en lo posible no
hacer sufrir la una a la otra. Si ocurre, bueno, ocurrió, pero yo procuro que Marga no
se entere y desde luego no quiero enterarme (le lo que ella hace cuando yo no estoy o
cuando no miro. Para mí, mi libertad es más importante que su fidelidad. No podría
pedir que respetase mi libertad, si yo no estuviera dispuesta a respetar la suya. Las
infidelidades sexuales siempre duelen, se opine sobre ellas lo que se opine, pero que
duelan no quiere decir necesariamente que sean importantes. Hay que saber cómo
manejarse con ellas. Así que el discurso me lo sé, lo tengo claro, pero otra cosa es

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que después el dolor, la rabia, los celos… todos esos sentimientos incontrolados,
puedan más que la inteligencia y que cualquier teoría. Y eso es lo que estaba a punto
de ocurrirme esa noche viendo coquetear a Marga, más que coquetear en realidad,
metiendo mano a esa joven, que no tenía pinta de ser muy lista. Aunque sí que estaba
buena. Yo hablaba con mis amigas y por el rabillo del ojo no perdía de vista a Marga.
Desde luego no iba a ser tan ridicula como para montar un número de celos, pero en
casa íbamos a tener una bronca de las que hacen época. Hay que respetar ciertos
pactos y Marga estaba a punto de saltárselos.
En realidad no ha pasado nada, me dije para tranquilizarme; no ha hecho nada por
lo que tenga que rendir cuentas, al fin y al cabo sólo está coqueteando como hace
siempre. Lo que pasa es que la joven miraba a mi Marga como suelen mirarla las
jóvenes: con una mezcla de devoción y deseo que me estaban provocando unos celos
imposibles de controlar. Hice un esfuerzo por alejar todos los pensamientos malsanos
de mi mente y me sumergí en una conversación política con una amiga. Poco después
estábamos discutiendo acaloradamente y, durante un rato, se me olvidaron Marga y la
joven.
Bebí y bebí, hablé y hablé, y ellas, por lo que también pude ver, bailaban, se
sentaban, paseaban por el local… Marga hablaba y gesticulaba como hace siempre,
debía estar dándole a la joven una clase magistral. La joven escuchaba ensimismada,
como si hablara con dios. ¡Qué rabia me da cuando Marga se pone a dar lecciones a
las jóvenes!, especialmente si lo hace con la intención de impresionar.
En un momento dado las perdí de vista y me preocupé un poco. Traté de
tranquilizarme y de apartar de mi mente los celos pero no pude; había bebido
demasiado y no me podía distraer con nadie que atrajera mi atención en toda la
discoteca. Nadie me gustaba lo bastante como para intentarlo, así que busqué a Marga
y a su amiga por el local y me las encontré en una esquina más oscura y apartada que
la anterior. Se estaban besando, pues ya estaban en esa base.
No me acerqué; estaba bebida y rabiosa, frustrada y dolida, pero no tanto como
para hacer el ridículo abiertamente. Me aparté y me senté donde yo podía verlas a
ellas, pero ellas no podían verme a mí a no ser que me buscaran, y mucho me temía
que lo último que Marga iba a hacer esa noche era buscarme. Ver cómo tu pareja, a la
que quieres, besa apasionadamente a otra no es plato de buen gusto. Me sentía, más
que desgraciada, miserable, sola y abandonada.
Al poco rato vi que se levantaban y que se marchaban hacia el fondo, a una
especie de cuarto oscuro que las organizadoras habían considerado necesario habilitar
para que las mujeres pudieran tener sexo. Unas luces rojas iluminaban a medias aquel
espacio, en el que había sillones y en el que algunas parejas se besaban y, como
mucho, metían sus manos por debajo de la ropa. No se hacía nada que no pudiera
hacerse fuera, si acaso los besos eran más profundos y largos y, si acaso, las manos

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hurgaban por entre las braguetas de los pantalones o bajo las faldas; poco más.
Busqué a Marga y a la joven; las encontré en una esquina haciendo lo mismo que
hacían allí todas las parejas. Se besaban con pasión y Marga metía su mano bajo la
falda de su compañera. El efecto del alcohol se me estaba pasando y ahora me
invadía una especie de tranquilidad que suele llegarme a continuación de la euforia.
Pensé que Marga me gustaba mucho, pensé que la quería y me sentía querida por ella,
pensé que me gustaba mirarla besando a esa joven que a mí también me gustaba,
pensé que su boca, que era mía, besando a otra, me resultaba muy excitante y pensé
que, después de todo, al final de la noche, Marga se vendría conmigo a casa y sería
sólo mía. Eso pensé, pero no podía apartar mis ojos de ellas dos.
Entonces me acerqué. Marga debió verme por el rabillo del ojo, porque dejó de
besar a la chica y sacó su mano de debajo de la falda. Yo me acerqué aún más y
percibí claramente que todo su cuerpo se ponía tenso y a la defensiva. La joven se
arregló un poco la falda aún más nerviosa, mirando al suelo como avergonzada.
Cuando Marga pudo ver mi cara se relajó. Mi mujer me conoce muy bien, me conoce
mejor de lo que me conozco a mí misma: son muchos años queriéndonos. Así que, si
en algún momento le había inquietado que yo me acercara, ya se le había pasado esa
inquietud. Siempre sabe lo que pienso, le basta con mirarme. Y ahora ya no estaba
inquieta sino, si acaso, curiosa. Me acerqué aún más y me puse frente a ellas,
aproximando mi cara a la de Marga; comencé a besarla y ella se unió a mi beso. En
ese momento, la joven quiso marcharse, pero la agarré del brazo y se lo impedí. La
miré, sonreí para que no se pusiera nerviosa y le acaricié la cara. Marga también
sonreía. Entonces le abrí la camisa, le desabroché el sujetador y se lo puse por
encima, dejando sus tetas al aire. Ella se dejaba hacer. Mi cuerpo las tapaba a ambas:
era difícil ver en la oscuridad lo que estábamos haciendo. La joven respiraba cada vez
con más fuerza. Me volví hacia ella y le puse una mano detrás de la cabeza.
—Saca la lengua —le dije, y ella me obedeció.
Cuando sacó la lengua, empujé su cabeza y su boca sobre el pezón de Marga y,
agarrándola por el pelo, fui moviendo su boca de un pezón a otro, hacia arriba y hacia
abajo.
—Lame —ordené, y ella lo hizo, lamiendo unos pezones que están hechos para
eso, sacando mucho la lengua y pasándola lentamente sobre ellos al ritmo que le
marcaba mi mano sobre su nuca.
Marga, que hasta ese momento me miraba sorprendida, cerró los ojos, se entregó
y comenzó a gemir de placer según yo movía la cabeza de la chica. Yo miraba gozar a
Marga gozando y me gustaba. Me ponía muy cachonda tener la posibilidad de verlo
desde fuera. Le desabroché el botón del pantalón.
—Ahora mete tu mano ahí y búscale el clítoris.
La boca de Marga se volvió hacia mí y comenzó a buscarme, pero yo no quería

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perder la posibilidad de contemplar cómo se corría en manos de aquella chica, que
era como decir en mis manos. Puse mi boca sobre la suya y la besé, mientras ella me
la llenaba de los sonidos que nacían en su garganta. «Busca la punta», dije mientras
aún mantenía su cabeza sobre la teta y ella chupaba y chupaba y Marga se encogía
sobre sí misma.
—Busca la punta —le susurré al oído—. Con un dedo, en círculos sobre la punta.
Mi boca estaba ahora exactamente sobre su oreja. Saqué la lengua, se la metí,
recorrí su contorno, mordisqueé el lóbulo mientras susurraba:
—Despacio, despacio, házselo despacio —y mientras, no le permitía que apartara
su boca del pezón—. Así, despacito, házselo despacito, cómete el pezón, chúpalo…
Un hilo de saliva salió de su boca y cayó al suelo.
Marga comenzó a respirar muy fuerte.
—Ahora más fuerte, más fuerte —la guié, y ella lo hizo.
Marga se dobló sobre sí misma con una especie de lamento contenido, intentado
no hacer ruido. Por fin levanté la cabeza de la chica de la teta de Marga y, al soltarle
la cabeza, la chica se puso más cómoda. Marga terminó desplomándose sobre el
sillón, gimiendo y sujetando la camisa de manera que le tapara las tetas. Entonces la
chica quedó allí, respirando también muy fuerte, como yo. Las dos estábamos
terriblemente calientes. Yo la empujé con mi cuerpo contra la pared y comencé a
besarla mientras le decía:
—Mira cómo me has puesto, mira —y guiaba su mano por la bragueta abierta de
mi pantalón, por debajo de mi braga—. Estoy empapada, mira cómo me has puesto.
Ahora tendrás que hacer algo.
Le decía todo eso al oído mientras le metía la lengua en la boca, la mordía en el
cuello y guiaba su mano por mi coño empapado, que sólo esperaba una caricia, así de
caliente estaba. Y ella, obediente, como era, hizo lo que le pedía. Hacía tiempo que
no me corría tan bien: no hay nada como un estímulo nuevo.
Al terminar, me dejé caer al lado de Marga y la acaricié. Era como si
estuviéramos solas y nos lo hubiéramos hecho la una a la otra; al menos yo me sentía
así. La chica se había puesto en cuclillas, supongo que su coño quería también que
alguien se ocupase de él.
—¿Os volveré a ver? —preguntó. Me gustó ese plural.
—Claro —dijo Marga—, mañana.
Ella sonrió y yo también.

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CAMA NUEVA
Sábado por la mañana. Paloma tiene que ir a Ikea a comprar una cama nueva porque
la suya está ya que se cae y, además, no le sirve. No le sirve para descansar porque el
somier se dobla como un acordeón y… no le sirve con Laura. Y ya se ha hecho a la
idea de que tendrá que gastar dinero, porque a Paloma no le basta con comprar un
somier y poner un colchón encima, ella necesita una cama que tenga un buen
cabecero con barrotes o barras para poder atar, si se tercia, a quien corresponda. No
siempre puede hacerlo, no siempre quiere hacerlo, depende de la mujer en cuestión;
pero nada resulta peor que encontrarse con una mujer a la que le gusta, como Laura, y
no tener dónde hacerlo. Durante mucho tiempo pensó que, mejor que gastarse tanto
dinero en un cabecero con barrotes, que son carísimos, habría que poner simplemente
dos ganchos en la pared que pudiera usar cuando fueran necesarios y taparlos con un
cuadro o cualquier otra cosa cuando no hicieran falta. Pero ahora encuentra cutre lo
de los ganchos, le parece que dan a su dormitorio aspecto de decorado de película
porno. Tampoco le gusta atar a nadie al somier: una vez lo hizo y le pareció
deprimente tener a aquella mujer atada como si estuviera en la cruz. Fue algo
horrible. Para comodidad de ambas, y para que le resulte erótico, tiene que atarlas con
los brazos hacia arriba; esa es la manera de hacerlo.
Se lanza a Ikea en medio de una multitud que, al parecer, siente la imperiosa
necesidad de cambiar de muebles el mismo día. Paloma recorre la tienda con
cansancio y mucho aburrimiento y, al llegar por fin a la zona de dormitorios, se fija
en unos cuantos, tratando de imaginar esas camas puestas en su habitación. La que
busca no debe desentonar demasiado con el resto del dormitorio, bastante clásico. Por
fin se decide por una con un cabecero de metal que parece antiguo: es bonita y le
parece perfecta para lo que necesita. Porque no sólo necesita atar, de vez en cuando, a
sus amantes, también necesita dormir, estar lo suficientemente cómoda para leer, para
llevarse una bandeja y comer… a Paloma le gusta hacer muchas cosas en la cama.
Y después follar… no siempre necesita el cabecero, por supuesto, eso es para
ocasiones especiales. Su amigo Marcos se la imagina siempre atando a sus parejas y
dándolas con un látigo y por eso se ríe de ella, pero nada más lejos de la manera de
funcionar de Paloma que, en realidad, como ella dice de sí misma, es «polifuncional»
y se adapta más a sus parejas que sus parejas a ella. Quien crea, como Marcos, que le
gusta hacer siempre lo mismo, está muy equivocado, porque cada mujer es diferente
y cada mujer pide una cosa distinta en la cama. Si hay algo que a Paloma le guste del
sexo es la variedad, saber adaptarse a sus amantes y jugar a adivinar sus debilidades,
sus gustos. Paloma es, en el sexo, como en la vida, perfeccionista al máximo. Se
sorprende de que Marcos le diga que él siempre folla de la misma manera, porque
ella siempre lo hace de forma diferente. Hay mujeres que, desde que las besa, ya sabe

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que están pidiendo ternura y ella es lo que da; hay mujeres que piden suavidad y
también la da, hay mujeres que lo dejan todo en sus manos y entonces ella es
perfectamente capaz de coger la batuta; y, por último, hay mujeres que piden fuerza y
Paloma también sabe dar fuerza. Lo que Paloma no hace nunca en la cama es
abandonarse. En la cama manda ella, eso es así, igual que en la vida ella manda
también sobre trescientos empleados; es cuestión de carácter. Atar a una mujer sólo le
parece excitante si a su pareja le gusta tanto como a ella, si se lo pide, si lo desea. Y
al pensar en esto, no puede dejar de pensar en Laura, que vuelve de viaje la semana
próxima y a la que no ha podido dejar de imaginar atada a la cama desde entonces. Al
pensar en ella, un estremecimiento le nace allí donde nace el placer y se le extiende
por el cuerpo llenándola de aire caliente.
Hace tres semanas conoció a Laura en una discoteca y se gustaron nada más
verse. Ella estaba apoyada en la barra hablando con la camarera y estaba claro que
estaba sola. A Paloma le gustó su aspecto desde el principio, parecía una chica fuerte,
con un poco de pluma y poco femenina, y enseguida pensó en dominarla. Paloma
lleva meses sola después de haber vivido en pareja durante más de diez años más o
menos monógamos por su parte. La ruptura le ha dolido, le ha hecho daño, ha pasado
unos meses muy malos y había jurado que no volvería a enredarse con una pareja
estable. Esas cosas que se piensan siempre cuando se rompe y en las que todas
volvemos a caer en cuanto la vida nos da la oportunidad.
Laura y ella comenzaron a hablar en la medida que se puede hablar cuando la
música está a ese volumen; bailaron un poco, pero la verdad es que Paloma buscaba
otra cosa en cuanto sintió su cuerpo cerca y supuso que ella también, porque Laura
enseguida quiso dejar de bailar. Se sentaron en unos bancos al fondo del local y
comenzaron a besarse y a acariciarse la parte de la piel que la ropa dejaba libre. Así
estuvieron un buen rato, comiéndose la boca, mordiéndose en el cuello y metiéndose
las manos bajo las camisetas en busca de sus respectivos pezones erectos; sintiendo
cómo sus bragas se empapaban, al menos las de Paloma. Enseguida, ella no aguantó
más, se subió sobre el muslo de Laura y, mientras continuaban besándose y Laura la
agarraba por las caderas, Paloma consiguió correrse allí mismo y en silencio. Nadie
se dio cuenta, sólo Laura, que notó el gemido ahogado que Paloma exhaló antes de
caer sobre su cuello. Después, al rato, salieron y, por algún motivo, nadie habló de ir
a ninguna casa. Paloma no lo dijo porque quería descansar, ya que al día siguiente
tenía trabajo, y no sabe por qué Laura tampoco dijo nada; a lo mejor intuyó que
Paloma prefería irse sola. Salieron de la discoteca de la mano, se besaron en la calle,
se intercambiaron los teléfonos y después se fueron a su casa.
Despertó pensando en ella. Al día siguiente tuvo que dar un cursillo a cien
empleados venidos de todas partes y apenas pudo concentrarse en lo que hacía. Pasó
el día pensando en ella de manera agobiante y más bien tórrida. A veces, en medio de

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sus explicaciones, se quedaba con la mirada fija en algún punto del infinito, pensando
en ese momento en el que cogió los dos brazos de Laura y se los levantó sobre su
cabeza para sujetárselos hacia atrás mientras la besaba. Y le gustó, porque Laura se
resistió ligeramente, como si le costara verse sometida a la pasividad que le pedía,
pero finalmente cedió y fue cuando se subió encima de ella. En eso estuvo pensando
todo el día. Lo cierto es que sólo podía imaginar a Laura desnuda atada a su cama,
pidiendo que la follara de una vez, y ella retrasándolo, y mordiendo, chupando,
lamiendo, todo menos eso que Laura desearía que ella tocara. Laura le gustaba, su
boca le gustaba. Paloma nunca puede estar segura de si una mujer le gusta o no hasta
que no prueba su boca. Hay mujeres que le gustaban mucho hasta que las besó y
dejaron de gustarle porque no le gustó su beso. Y no se refiere a que fuera
desagradable, sino a que no le gustó por la razón que fuera y que no todo el mundo
compartiría. Hay besos que no le gustan porque parecen dados con poco interés, hay
besos que no le gustan porque no son besos en los que se ponga todo el cuerpo, todo
el deseo. Hay besos que son mero trámite, que son sólo un preludio apresurado de lo
que se pretende que venga después. Paloma puede juzgar por un beso la manera en la
que follará esa persona y casi nunca falla. Le gustó el beso de Laura: rebelde, pero
finalmente entregado. Así que, después de un día entero de trabajo, por fin la llamó al
móvil, contraviniendo su regla de no llamar tan pronto. Laura estaba fuera de Madrid
y volvía en una semana. Hablaron de tonterías y al final Laura le dijo:
—Me alegro que me hayas llamado, me alegro mucho.
Así que quedaron que en cuanto volviera se verían.
Y ya está a punto de volver y ese ha sido uno de los motivos por los que Paloma
ha dedicado esta mañana a comprar una cama. Así se le pasa rápidamente la tarde, en
espera de mañana, montando una cama y hablando con su amigo Marcos, a quien
confiesa, sin poder evitarlo:
—Estoy montando una cama para atar a Laura.
Y ambos se ríen, pero ella se ríe con el deseo sonando ya en sus tripas. Por la
noche, su teléfono se ilumina con un mensaje, es Laura: «Mañana estaré ahí. Yo
también te deseo».
Al día siguiente, a media tarde, suena al timbre de la puerta: es Laura. El corazón
de Paloma late de deseo como hacía tiempo no latía. Entra y, sin saludarse siquiera,
comienzan a besarse. Enseguida Paloma la coge de la mano, se la lleva al dormitorio
y la tiende en la cama. Se echa encima de ella, sujetándola entre sus piernas y,
mientras la besa, la muerde en el cuello y en los labios; le muerde también el lóbulo
de la oreja, y mientras Laura gime de placer. Con sus manos en las caderas de
Paloma, ésta va desnudándola lentamente. Besa cada trozo de piel que va dejando al
descubierto y juega a meter su lengua por debajo del sujetador y a bajárselo con los
dientes, mientras que sus manos agarran los brazos de Laura por encima de su

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cabeza. Cuando ya está desnuda, sujeta sus brazos con uno de los suyos y con la otra
mano toca por primera vez su clítoris, sólo una pequeña caricia que, sin embargo,
hace que Laura se estremezca. Finalmente, mientras sigue sujetando sus muñecas con
una mano, busca con la otra en el cajón de la mesilla y saca las esposas que compró
hace tiempo en una tienda de juguetes sexuales. Paloma pasa las esposas por detrás
de un barrote del cabecero y después mete en ellas las delgadas muñecas de Laura,
que se deja atar con tranquilidad. Ahora sí está completamente inmovilizada, y
Paloma tiene libres sus dos manos para acariciarla. Coge su cara, le abre la boca
apretando sus carrillos, mete su lengua y bucea con ella. Le lame la cara, los ojos, los
labios, la mete en su oído; después le besa y le muerde los hombros. Con una mano
busca y juega con los pezones sin llegar a cogerlos, pasando tan sólo la mano por
encima, pero con la otra baja hasta el coño y le mete dos dedos en la vagina. Laura se
retuerce y levanta el cuerpo todo lo que le permiten los brazos inmovilizados.
Paloma se levanta y se desnuda. Disfruta viendo a Laura inmovilizada de esa
manera, disfruta tanto que está tentada de marcharse y dejarla así un buen rato, pero
no se atreve; al fin y al cabo, es la primera vez y piensa que no hay que tensar
demasiado la cuerda, y nunca mejor dicho. Así que vuelve a su cuerpo, con ganas ya:
también ella está empapada. Se sienta sobre su vientre para frotarse y dejar ahí su
humedad. Se frota hasta que el vientre de Laura está empapado de su flujo, pero lo
cierto es que ella misma se ha excitado tanto al frotarse que está a punto de correrse,
pero no quiere que esto ocurra. Se tiende sobre Laura, que busca algo que besar, algo
de la piel de Paloma sobre la que poder posar su lengua. Paloma le da a veces su
boca, a veces sus dedos, a veces un pezón, que Laura succiona desesperadamente, y
comienza a acariciar el clítoris de Laura lentamente y parando de vez en cuando
mientras que ella se retuerce y le pide que siga. Paloma ha decidido que ella va a
correrse antes, porque si lo retrasa mucho es posible que luego le cueste, que se
conoce. Los pezones de Laura están enormes, erectos, crecidos y engordados; Paloma
pone ahí su boca, succionando, mordiendo, lamiendo y acariciando con la lengua,
provocando en Laura distintos sonidos mientras se sube sobre su muslo y se frota
fuertemente moviéndose con sus caderas. Cuando llega el orgasmo, succiona de tal
manera el pezón que tiene en la boca que Laura chilla de dolor y entonces se aparta
del muslo y se deja caer entera sobre el coño, golpeándose más que frotándose,
haciendo que también Laura esté a punto de correrse, mientras busca la postura en la
que pueda frotarse. El orgasmo llega para Paloma potente y esplendoroso,
convulsionando todo su cuerpo hasta que por fin se deja caer sobre una Laura que
gime y que no ha llegado aún. Tratando de recuperar su respiración normal, vuelve
ahora al pezón de Laura, más suavemente; lo levanta con la lengua y la masturba
fácilmente con la mano derecha. Laura no tarda nada en correrse, ya estaba casi a
punto, y lo hace moviendo todo el cuerpo y tirando de las esposas e incorporándose a

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medias.
Ahora las dos descansan una encima de la otra. Paloma acaricia el cuerpo de
Laura, desde el cuello hasta los muslos. Y, poco a poco, siente que el deseo vuelve a
crecer y por la respiración de Laura supone que en ella también. Pero ahora le suelta
los brazos porque quiere sentir sus manos y su abrazo.

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MI BOCA Y SUS MANOS
Como soy cajera de supermercado en una ciudad pequeña me paso el día viendo
manos de mujer y códigos de barras. Como todo el barrio viene a este supermercado
y yo llevo aquí quince años puedo saber a quién estoy saludando, antes de levantar la
vista y mirarle la cara, solo por las manos; me las conozco todas de memoria. Hay
mucha señora mayor que lleva toda la vida comprando aquí y también hay amas de
casa a las que conoces de todos los días, pero en cambio poca chica joven, porque
trabajo por la mañana, a una hora en la que las jóvenes están estudiando o trabajando.
Así que, la verdad, en estos años no he tenido ocasión de levantar la vista con
curiosidad, digamos sexual, para ver qué cara se corresponde con unas manos que me
gusten. Para que a mí una mujer me excite, tienen que gustarme sus manos y no
comprendo cómo no le ocurre lo mismo a todo el mundo. Por ejemplo, me costaría
acostarme con una mujer de manos cortas y dedos gordos. No quiero ofender, pero
cada una tiene sus manías sexuales y sus preferencias, y éstas son las mías. Una
mujer con unas manos que no me gustaran simplemente no me excitaría. De todas las
manías sexuales que hay en el mundo, ésta es relativamente fácil de entender porque,
al fin y al cabo, te van a tocar con las manos y los dedos van a entrar en ti, así que
para mí son muy importantes, aunque no sean fundamentales. Prefiero unas manos
bonitas y sexys, unos dedos largos y finos, que un cuerpo así o asá. Puedo olvidarme
del cuerpo, del nombre, de la voz, de la conversación o de cualquier otra cosa, pero
raramente me olvido de unas manos que me han gustado mucho. Y mientras estoy
follando también me gusta olvidarme de todo, excepto de las manos y de mi cuerpo.
Así es el sexo que me gusta, olvidarme de todo y concentrarme únicamente en mi
cuerpo y en las manos.
Por eso, me definiría como muy pasiva. Soy una una bottom, que dirían en
América, lo contrario de una top; es decir, una lesbiana a la que, si es posible,
siempre le gusta estar abajo. Suelo bromear con un amigo gay, que se define como
pasivo, sobre la necesidad de fundar un club reivindicativo de los pasivos/as sexuales,
porque estamos muy mal vistos. En contra de lo que pueda parecer, no es fácil ser
pasiva; ahora todo el mundo espera que el sexo sea una cosa que se reparte a medias,
como si esto fuera un trabajo o una obligación. Y, como esto, además, no tiene nada
que ver con el poder, el control, mandar… esas cosas, me es difícil acoplarme. A
veces encuentro a alguien a quien le gusta hacerlo todo y hacérselo todo a sí misma:
esa es la persona ideal para mí. «Pasividad» es mi palabra fetiche. Al principio,
cuando era joven, me sentía mal, como si tuviera una especie de obligación que
cumplir, pero con el tiempo y la experiencia he aprendido que en esto del sexo hay de
todo y gente mucho más rara que yo, así que si encuentro a mi media y perfecta
naranja (aunque sea para una noche) perfecto; y, en último caso, si tengo que

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«activarme», como yo digo, pues lo hago, tampoco es el fin del mundo. Aun así, si
puedo elegir, sé muy bien lo que me gusta. Como me gusta decir de mi misma, «yo
soy una lesbiana de espalda en cama».
Mi obsesión por las manos tiene mucho que ver con otra de mis peculiaridades
sexuales, que es que mi zona erógena por excelencia es la boca. Y si juntamos las
manos con la boca, nos encontramos con que una de mis prácticas sexuales preferidas
es que me metan los dedos en la boca. Ya sé que es raro, aunque en realidad no tanto.
Una amiga/amante mía siempre dice que tengo el coño en la boca, o un coño por
boca. Es un poco exagerado, pero tiene mucho de verdad. La mejor forma de
excitarme es tocarme la boca de cualquier manera, por fuera, por dentro, con un dedo,
con la mano abierta, con un objeto, meterme algo, acariciármela, darme en ella con
fuerza… Me gusta chupar cualquier cosa, lamer, morder, succionar, besar… «Mi
boca y sus manos» sería el título que me gustaría poner a una historia de amor, si un
día me decidiera a escribirla. Y se la dedicaría a ella, a Bárbara, porque estoy
enamorada de ella, de sus manos y de la manera que tiene de tocarme la boca.
La conocí un lunes; no puedo olvidarlo porque es siempre el peor día de la
semana en mi trabajo, cuando todas las mujeres se lanzan a comprar víveres después
del fin de semana y las cajeras de los supermercados no damos abasto; es un día
difícil y cansado. Aquel lunes estaba yo con la mente en otro sitio, donde siempre la
tiene una cajera de supermercado, en cualquier sitio excepto en la cinta que va
pasando los productos, cuando las manos más atractivas que había visto en mucho
tiempo, quizá por inusuales, me pasaron un brik de leche. Eran unas manos blancas,
delgadas y nervudas y, además, llenas de pecas. Hay quien le tiene manía a las pecas,
pero a mí me gustan. Están hechas para acariciarme, pensé, y tuve que levantar la
vista. Se trataba de una pelirroja con pinta de extranjera, llena, sí, de pecas, y de edad
indefinida como les ocurre a las pelirrojas a veces, aunque a mí la edad, la verdad no
es algo que me preocupe mucho. No me gustan las chicas demasiado jóvenes porque
sus manos son demasiado blandas y, a menudo, poco expertas; necesito manos
expertas y algo curtidas, es así como me gustan. La pelirroja desde luego no era del
barrio y me sonrió, así que le rocé la mano al darle el brik y ella no la apartó tan
rápido como hubiera sido lo normal. Yo sonreí más aún y ella también. Entonces
intenté entablar una conversación adecuada para la ocasión, pero resultó inútil porque
la pelirroja no hablaba ni pizca de español. Eso me desalentó un poco, porque era
difícil saber si estaba tratando de ser amable, y lo de la mano lo había interpretado
simplemente como una costumbre local, o estaba aceptando ligar conmigo. Aún me
quedaban dos oportunidades: el momento de coger el dinero y el momento de darle el
cambio. Cuando me dio el billete abarqué toda su mano con la mía, y me pareció que
ella se sorprendía un poco, pero tampoco la apartó esta vez, y al darle el cambio ya se
puede decir que mis dedos se entrelazaron con los suyos. Este último movimiento era

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inequívoco. Fuera del país que fuera y hablara el idioma que hablara, lo había
entendido. Así que pensé que era cosa hecha. Como era lunes, había cola y entre mis
aproximaciones manuales, que lo ralentizaron todo un poco, y que ella era —parecía
ser— del este, las señoras de la cola comenzaron a despotricar contra la inmigración.
Pensé que más valía darse prisa.
Le hice un gesto a Bárbara —luego sabría que se llamaba Bárbara— para que se
pusiera a un lado mientras yo le metía un poco de ritmo a la cola y pasaba a toda
velocidad los códigos de barras por el escáner —bendito escáner, que permite a las
cajeras del supermercado pasarse la jornada laboral pensando en sus cosas, sexuales
casi siempre, y no como antes, cuando había que teclear número a número—.
Aquello sí era esclavitud. La polaca —era polaca— esperaba sonriendo. En un
momento de respiro le escribí mi dirección en el reverso de una cuenta y le apunté
también que salía de trabajar a las cinco. Los subrayé con fuerza, a las 17.00 y
pareció entenderlo. Todo el asunto me pareció sorprendente, agradable pero
sorprendente. Nunca había ligado en el supermercado, nunca había ligado sin decir
una palabra, nunca antes había ligado con una polaca, ni con una pelirroja llena de
pecas y, por si fuera poco, ni siquiera estaba segura de haber ligado. En todo caso, las
mañanas de trabajo son mucho más agradables si una tiene plan por la tarde. Hube de
lidiar con la duda de si la polaca habría entendido algo o si lo habría malinterpretado
todo debido quizá a alguna costumbre de su país que permita entrelazar los dedos a
las dientas sin que eso tenga mayor significado. Era un riesgo pero, como decía mi
madre, hay que correr riesgos; y sobre esto mi padre tenía otra frase muy adecuada: la
esperanza es la madre de todas las posibilidades, y en eso es en lo único que tenía
razón. Pero en todo caso, animada por el refranero familiar la mañana transcurrió
muy rápido y yo volví a casa casi corriendo para que me diera tiempo a tener los
dientes como perlas.
A las cinco y media sonó el timbre y apareció mi polaca, aparentemente muy
contenta. Y como no teníamos mucho de que hablar y, sobre todo, como no teníamos
en qué hablar le acaricié la cara mientras cerraba la puerta. Me pareció un gesto poco
agresivo en caso de que yo estuviese equivocada y la polaca no estuviese allí por lo
que yo suponía. Pero yo tenía razón: hay historias que se entienden en todos los
idiomas. Bárbara me besó en la boca. Fue en ese momento, justo en ese momento,
cuando comenzó nuestro buen entendimiento. ¿Qué suele hacer la gente ante un beso
en la boca, ante un buen beso de una persona a la que se desea? Lo normal es
contestar al beso, pero como ya he explicado al principio, cualquier cosa que me
hagan en la boca me disuelve, literalmente, de placer. Así que, como me suele pasar
cuando la mujer que me besa me gusta mucho —y Bárbara me gustaba mucho—, yo
emití un gemido sordo pero claramente audible, junté los muslos y me puse a temblar.
Es lo que me pasa cuando me besan. Apoyé mi espalda en la pared y entreabrí la

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boca, esperando más. Y me besó de nuevo, con más intensidad y con el mismo
resultado. Ante el éxito de sus besos, Bárbara se dedicó a comerme la boca con
fruición y yo a tratar de mantenerme en pie. No pareció extrañada por lo que es un
comportamiento, como poco, inusual. Me mantenía pasiva y mis manos tan sólo se
apoyaron en sus caderas, mientras buscaba su boca y quería más boca y más boca.
En un momento dado la guié por el pasillo hasta mi habitación, pero no me
tumbé, ni siquiera me acerqué a la cama, sino que me puse de pie con la espalda
apoyada en la pared. Ella se puso frente a mí y siguió con mi boca y yo seguí
gimiendo y temblando; cuando digo que estaba temblando no es una figura literaria,
yo tiemblo de deseo, no puedo evitarlo. No me pasa siempre y no me gusta que me
pase, porque es incómodo, pero ya he aprendido que, si tengo mucho deseo, los
temblores son inevitables. Las amantes que me conocen saben que, cuando tiemblo,
es porque me muero de deseo y la cosa va bien. Yo temblaba, Bárbara lo entendió y
siguió con mi boca; yo no deseaba nada más. Me sujetaba a su cintura para que no me
cayera y apretaba los muslos y contraía mis músculos pélvicos. Es algo que he
aprendido y que aumenta el placer; incluso me permite correrme sin tocarme.
Y… bueno, a veces hay personas que tienen una percepción, una sensibilidad
especial y Bárbara es una de esas. Al mismo tiempo que su lengua se movía por mi
boca, acercó un dedo y comenzó a acariciarme la comisura de los labios. Yo gemí aún
más y temblé aún más y ella ya no paró. Me acarició los labios con sus dedos y yo se
los quise chupar, pero los apartó; me dio más lengua, me acariciaba de nuevo y, poco
a poco, fue dejando, muy lentamente, que yo le atrapara los dedos y se los metiera
enteros en mi boca y se los chupara tan fuerte como podía. Ella movía sus dedos
dentro de mi boca como si se tratara de la lengua, los pasaba sobre mis encías; me
daba el pulgar, que apoyaba sobre el paladar. Nadie me había tratado así la boca.
Estaba tan caliente que, ante mi desesperación, en un momento en el que junté las
piernas, me corrí con un orgasmo pequeño y corto que me dobló sobre mi misma de
rabia. Demasiado pronto, demasiado poco.
Bárbara se rió. Nos desnudamos y volvimos a empezar todo el proceso, sólo que
desnudas. Ella encima de mí, follándome con su boca y sus dedos, y yo gozando
como pocas veces. Me enamoré de ella, claro, y aunque tardamos un poco en
entendernos, cuando por fin entendimos lo que decíamos, fue todavía mejor.

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TRES EN LA CAMA (O DOS)
Yo aseguro y certifico que la pareja abierta es un infierno. Cuánto mejor es el engaño
de toda la vida. Supongo que Lucía me habrá sido infiel alguna vez en alguno de sus
viajes de trabajo, pero yo no he notado nada ni nadie ha llamado a casa preguntando
por ella, ni nunca la he visto más pendiente del teléfono que de mí. Y en cuanto a mí,
también me he acostado con otras alguna vez, pero siempre con mucho cuidado,
sabiendo, además, que la mejor manera de que Lucía no se enterara era no
aprenderme siquiera los nombres de mis amantes, y mucho menos pedirles el
teléfono. Era algo no hablado, quizá sobreentendido, ni siquiera pensado. La pareja,
mejor cerrada o con apariencia de cerrada. Pero la abrimos y vimos que no
funcionaba; más que disfrutar sufríamos y por eso, tras un plazo de dos meses,
decidimos volver a nuestra vida de siempre pero… ¡Ah! Ya no era lo mismo. La
verdad es que habíamos mordido la manzana de la tentación, por lo menos yo, y le
había cogido algo de gusto al asunto. Además, estoy en plena crisis de los cuarenta y
llevo con ella desde los veinticinco. Antes de la crisis no había ligado nada, o por lo
menos no me acuerdo, y ahora, con los años, me ha dado por pensar que lo que no
haga ahora ya no podré hacerlo nunca. Son los malos rollos de la edad y a ella le pasa
lo mismo.
Lo que pasa es que Lucía y yo llevamos quince años juntas y cualquiera sabe que
eso no hay vida sexual que lo aguante. Y no es que no haya sexo entre nosotras, no,
que sí que hay y además no está mal; y no es tampoco que no nos queramos, que nos
queremos mucho y tenemos toda la intención de envejecer juntas. Es que, desde hace
un tiempo, deseamos tener sexo con otras, de una manera que empezaba a dañar a
nuestra relación, cosa que ninguna de las dos quería que ocurriera. Entonces
hablamos muy civilizadamente y pensamos en darnos un respiro, en convertirnos en
una pareja abierta, aunque sólo fuera para probar durante un tiempo limitado, un par
de meses, por ejemplo, para ver qué pasaba. Todas nuestras amigas nos miraron como
diciendo «estas pobres, no saben dónde se meten». Y claro, ellas tenían razón: no lo
sabíamos. Fue un infierno. No hace falta que dé muchas explicaciones: cualquier
lesbiana que lo haya intentado sabrá de lo que hablo.
La cosa es como sigue: aquella que liga la primera piensa que la cosa va bien y se
pone muy contenta, mientras que la que no liga al mismo tiempo siente que se muere
de celos. Después, la que no ha ligado, se lanza a ligar como una loca sólo por no
quedarse atrás y entonces liga con varias de forma muy seguida —a veces incluso sin
tener ganas—; entonces es la otra la que empieza a preocuparse. Y después ya
ninguna de las dos puede estar tranquila un momento en casa, porque sólo puedes
pensar que tu mujer está con otra, ni puedes hablar con nadie por teléfono, porque tu
mujer se pone de un humor de perros; y desde luego se acabó salir con las amigas de

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toda la vida, con las que antes salías tranquilamente de cañas y con las que incluso te
emborrachabas de vez en cuando. Antes, cuando eso ocurría, y yo volvía a casa con
un pedo de ordago, lo único que Lucía me decía era: «Anda cariño, acuéstate que
vaya pedo llevas». Luego estaban sus viajes de trabajo, que antes me venían tan bien
para estar tranquila y desconectar de todo. Pues desde que nos convertimos en pareja
abierta, se acabó la paz durante sus viajes; y se acabó también el presupuesto, porque
comencé a llamarla a cualquier hora del día o de la noche para ver si descubría algo
sospechoso por la voz —por si estaba con alguien— y un par de veces incluso me
presenté en su hotel con el consiguiente enfado por su parte. Por eso decidimos
volver a nuestra vida de siempre.
Pero una tarde en la que andaba yo dando vueltas a estas cosas se me ocurrió una
idea y se la propuse a Lucía: en lugar de salir por ahí para buscar a otra pareja, ¿por
qué no metíamos a una tercera en nuestra cama? Solo de vez en cuando, cuando nos
apeteciera. Lucía, todo hay que decirlo, no se lo tomó bien; se enfadó mucho, puso el
grito en el cielo pero, a decir verdad, fue pasajero. Después de pensarlo toda una
tarde, empezó a parecerle mejor, y al rato ya estaba pensando en las cuestiones
prácticas a las que ella es mucho más aficionada que yo. ¿Dónde, quién, cómo? Esos
pequeños detalles. Nuestras amigas, esas agonías, nos dijeron que eso tampoco
funciona, porque en los tríos siempre hay una que se queda fuera, pero Lucía, muy
lista, muy práctica y muy organizada, como es ella, les dijo que eso ocurre cuando no
se prepara bien, que hay que pactar previamente a qué va a dedicarse cada una.
—Al menos dos tienen que ponerse de acuerdo —dijo, como si fuera una experta
en tríos, y continuó—: Nosotras dos, como somos las que nos conocemos, nos
pondremos de acuerdo antes de de ligar con ella.
Yo no estaba muy segura de que esa fuera la estrategia correcta pero, como por
una parte, no tenía ni idea de cómo funcionan los tríos y como, por la otra, Lucía
siempre lleva en todo la voz cantante, dejé que fuera ella quien lo organizara y nos
repartimos el cuerpo de la aún desconocida, antes siquiera de haberla conocido. No
hubo problema en eso, cada una tiene sus preferencias sexuales y sus gustos bien
diferenciados. Una amiga nos recordó entonces que tendríamos un problema con el
físico de la susodicha —el caso era amargarnos—. Y parecía cierto porque, para que
una chica me erotice a mí, tiene que tener pluma, y para que erotice a Lucía, nada de
pluma.
—Bueno, habrá un término medio —dije yo—, tampoco seremos muy estrictas.
Cuando decidimos ponernos manos a la obra descubrimos que no era tan difícil
como podría pensarse. La cosa consiste en sacudirse la pereza de pareja y salir a ligar
como hacíamos cuando estábamos solas. Hay que ir a una discoteca y, a la segunda o
la tercera vez, ya le habíamos cogido el truco. El truco es que parezca que estás sola.
Ligar es muy fácil, pero ligar en pareja tiene su enjundia. El asunto es poner a la otra

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tan cachonda que, cuando le digas que hay una tercera, le parezca bien. Así que vas a
la disco, bebes, bailas, miras, te miran, te dejas mirar, sonríes y terminas comiendo la
boca a alguien que te gusta lo suficiente y que supones que le gusta a tu pareja. Para
eso, antes de empezar con el trámite, la has mirado desde el fondo de la barra y ella te
ha levantado las cejas diciendo que sí, o directamente que no, con la cabeza. Y
después, o lo hace Lucía, o lo hago yo. Si decidimos que es del gusto de las dos, pues
se hace lo dicho: la besas, te ríes un poco a lo tonto, bebes y ella bebe también, y
cuando ya has besado y tocado y te parece que la otra no va a decir a nada que no, se
lo sueltas. Puedes soltárselo a bocajarro, lo que suele asustar un poco, o decírselo de
manera un poco más sofisticada como, por ejemplo: «¿Y si hiciéramos algo
especial?» «Especial, ¿como qué?» es lo que va a decir ella —eso es lo que dijeron
las tres primeras—. Entonces se lo sueltas. La cuarta que me ligué dijo que sí;
prefiero no acordarme de lo que dijeron las otras tres.
Y bueno, lo hicimos y fue bien. Hay que aprender a hacer tríos, lo digo por si
alguna de las que leen esto tiene esa tentación. No es mala idea, pero hay que
aprender, como a todo. Al principio, ella parecía la loncha de jamón de un bocadillo y
era como si Lucía y yo quisiéramos comérnosla a mordiscos. Todo era tenerla a la
pobre allí, desnuda, y lamerla, comerla, morderla, besarla, y chuparla por todas partes
hasta que se incorporó y dijo algo así como: «¡Basta!» Entonces ya nos
tranquilizamos y procuramos ir más despacio. Hubo besos a tres… es divertido y
excitante tanta lengua, hubo caricias tranquilas y besos tranquilos allí dónde a cada
una le gusta besar y ser besada. Me puse muy caliente mientras sentía los besos de la
extraña por mi cuerpo, pero cuando abrí los ojos y vi que Lucía le estaba comiendo el
coño, entonces me puse aún más caliente y pensé que eso era lo más excitante que
había visto, pues cuando me lo hacía a mí yo no la veía, claro. Así que lo dejé todo,
me tumbé cerca de ella, la miré muy de cerca y, lo que es aún más extraño, la quise
mucho. No sólo la deseé más que nunca, sino que, además, la quise. Me gustaba el
sonido de su lengua y me gustaba escuchar la respiración de la de arriba. Cuando ella
comenzó a gemir, subí para ver su cara, la besé y le acaricié los labios con mi lengua
mientras se corría. Pero cuando acabaron, Lucía tenía ganas de seguir, la otra también
y yo me di cuenta entonces de que lo que más me había gustado era ver a mi chica
haciéndoselo a otra. Así que ellas volvieron a empezar una vez que yo convencí a
Lucía de que verdaderamente yo estaba bien; en realidad, estaba más que bien. Lo
estaba pasando mejor que nunca.
La chica se quedó contenta, Lucía también y yo más. Así que desde entonces
quedamos a veces y yo, sobre todo, miro. A veces toco un poco, le meto un dedo en
la boca para que me lo chupe mientras se corre, o le chupo un pezón, o acaricio y
dirijo la cabeza de Lucía, a quien le gusta mucho comer el coño, nunca he entendido
por qué. Lo pasamos bien las tres juntas y lo pasamos mucho mejor que antes las dos

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solas. Nos seguimos queriendo lo mismo y tenemos las mismas ganas que antes de
estar juntas. Nuestras amigas están amarillas de envidia. Por cierto, la chica se llama
Silvia.

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SEXO Y CHOCOLATE
Ayer por la mañana sonó el teléfono y lo cogí con rapidez. Estaba pegada a él desde
hacía horas: esperaba esa llamada con impaciencia. Era Pau para decirme la nota del
último examen de su oposición de MIR. Su «¡Hola!» lo decía todo: había sacado tan
buena nota que podría elegir hospital. Las dos nos pusimos a dar gritos por teléfono y
cuando por fin dejamos de gritar, le dije que tenía que venir a celebrarlo. Le dije
también unas cuantas guarradas por teléfono, porque llevamos bastantes meses
viéndonos muy poco por culpa de sus oposiciones, así que yo tenía muchas ganas de
ella y es de suponer que ella de mí también. Mi pobre Pau llevaba meses enclaustrada
y era hora de celebrar su éxito. Y, además, no es sólo que nos hubiéramos visto poco
en los últimos meses, sino que siempre que nos veíamos ella estaba preocupada y casi
puedo asegurar que, mientras follábamos, Pau murmuraba algunos temas de su
oposición.
Escoger hospital en nuestra ciudad, tener tiempo para nosotras, para salir, para ir
al cine tranquilamente… no me lo podía creer. Pau volvería a ser mi novia y no una
especie de mueble; volvería a mí y yo también tenía muchas ganas de tenerla toda
entera para mí. Pau es pequeña, gordita, muy morena de piel y de pelo; debe tener
algún ancestro gitano. Es muy cariñosa, muy habladora y graciosa; es alegre y
siempre está de buen humor. Le gusta el cine «en pantalla grande» y viajar. Me gusta
mucho su risa y no me importa que hable sin parar; con ella es imposible sentirse
sola. Llama a cualquier hora para contar lo primero que se le pasa por la cabeza.
Adora dos cosas: los coños y el chocolate. De los coños le gusta todo y el chocolate,
siempre que sea amargo, en cualquier modalidad. Cualquiera diría que lo de los coños
es normal en una lesbiana, pero es que ella tiene fijación. Le gusta mirarlos, le gusta
abrirlos con los dedos mientras los mira, le gusta meter la lengua hasta dentro, le
gusta olerlos, lamerlos… y le gustan también por arriba, le gustan los pelos, rubios,
morenos, blancos… Le gusta besarlos y le gusta mucho comerlos cuando una no se lo
espera. Por ejemplo, a veces estamos cenando en casa y le pregunto:
—¿Qué quieres de postre?
Entonces ella dice:
—Tu coño.
Y se acabó la cena; mi postre ya no es una manzana, sino un enorme orgasmo,
porque mi novia sabe llevarme al cielo cuando me come el coño. Lo puede hacer a
cualquier hora, en cualquier momento, por raro que parezca. En cambio a ella no hay
boca que se le acerque ahí abajo. Le gusta comerlos, no que se lo coman, y yo no lo
hago bien. Cada una tiene sus habilidades.
Además de lo dicho le encantan los niños y siempre está hablando de que le
gustaría tener uno. Estoy segura de que sería una buena madre y me ha convencido de

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que yo también lo sería. Así que es posible que un día nos animemos si es que
conseguimos llegar a vivir juntas, cosa que ahora es más fácil con su examen
aprobado. Por eso estábamos tan contentas las dos: porque ahora nuestro futuro era
más fácil que antes. Pau tiene las tetas grandes y redondas, y toda ella es exuberante
porque lo que más le gusta es comer, y no sólo esa parte de la anatomía femenina que
ya he explicado, ni tampoco chocolate. En realidad, a mi novia le gusta todo: comer,
follar, dormir, hablar, viajar, reír… Pau alegra mi vida y todos mis días. Pensé que se
merecía un premio por haber aprobado y que las dos nos lo merecíamos por haber
superado esos meses tan duros que por fin se habían acabado.
Me fui de compras y me acerqué a una de esas tiendas que venden chocolates de
todo tipo. Compré una botella de chocolate amargo en sirope y compré fresas. Esperé
a que llegara la tarde y a que viniera. Cuando abrí la puerta nos abrazamos y nos
besamos, deseándonos ya y con hambre la una de la otra; con ganas de celebrar su
éxito. Nos fuimos al dormitorio y nos desnudamos con rapidez; le dije entonces que
tenía preparado un premio para ella. Me tumbe con las piernas abiertas y una
almohada en los ríñones de manera que mi coño quedaba levantado. Cogí la botella
de chocolate y lo dejé caer muy lentamente sobre el vientre y el ombligo haciendo
dibujos con el chocolate, que caía espeso sobre mi piel hasta inundar todo el pubis y
toda la parte peluda. Después lo dejé caer por la raja hasta empaparlo todo y me
coloqué estratégicamente algunas fresas; Pau no se lo creía, jamás habíamos usado
comida en nuestros juegos, porque yo nunca había querido hacerlo. No me gusta
mezclar comida y sexo, o eso había dicho siempre. Pero ahora que Pau empezó a
lamer lentamente el chocolate por mi vientre cambié de opinión; de acuerdo, me
gustaba, y lamentaba no haberlo hecho antes. O quizá no lo lamentaba, porque así
esta celebración era verdaderamente eso, una celebración. Mi novia puede dedicarse a
lamer horas y horas; nunca se cansa ni se impacienta. La que siempre me impaciento
soy yo, pues a veces le digo que se centre de una vez en mi clítoris porque exploto.
Pero esta vez ella era la homenajeada, así que yo estaba dispuesta a que me lamiera
tan despacio como quisiera y, por lo que estaba viendo, estaba dispuesta a terminar
con todo el chocolate antes de centrarse en la cuestión. Le gusta mucho pasar la
lengua por los pelos antes de meterse con los interiores, así que ahora que mis pelos
estaban llenos de chocolate amargo pensé que me iba a hacer una limpieza total. Y así
fue.
Me lamió entera lentamente y se comió todas las fresas con tanta delicadeza que
toda mi piel se fue poniendo sensible, como más fina, como si toda ella necesitara un
abrigo. Después se concentró un buen rato en el interior de mis muslos sin llegar a
meter la lengua en el coño, que ya la estaba llamando. Después lamió la zona que va
desde el clítoris hasta el culo, una parte que me gusta mucho, que es muy sensible y
que me da mucho placer. Me gustaba el sonido de su lengua chupando y lamiendo mi

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piel y me costaba no decirle que volviera arriba y que me tocara directamente la
punta del clítoris, que debía estar crecido e hinchado y que latía pidiendo que alguien
se ocupara de él. En lugar de eso subió hasta mi boca para darme a probar el
chocolate, mezclado con el sabor de mi coño y con su saliva, y todo eso me supo a
gloria. Fue un beso que quise retener en mi boca de puro amor que sentía. Volvió
abajo y comenzó a meter la lengua entre los labios interiores y exteriores, mientras
decía lo mucho que le gustaba saborearme. Y no sólo era su lengua lamiéndome la
piel con detenida aplicación lo que me estaba excitando hasta el orgasmo. La
sensación húmeda y pegajosa de su lengua me excitaba tanto como el sonido de toda
su boca chupando y tragando. Entonces sí comenzó a lamerme el clítoris muy
lentamente, dándome toquecitos suaves aquí y allá, y enseguida se puso a lamer en
redondo, presionando con la lengua, empujando la punta hasta que, cuando mi
respiración y mis quejas le dijeron que yo no podía más, por fin comenzó a hacerlo
muy rápido, metiendo y sacando a veces la lengua de la vagina y presionando y
recorriendo el clítoris en toda su extensión. Hay orgasmos profundos, hay orgasmos
largos, hay orgasmos inolvidables, pero éste fue un orgasmo lleno de amor que me
llenó entera y que me vació después para dejarme caer con ganas de tenerla a mi lado
y de abrazarla.
Pau lo hace muy bien y yo, en cambio, no consigo aprender. Cuando lo intento,
ella siempre se queja de que le hago daño. Lo cierto es que, como ella dice, yo tengo
otras habilidades. Cuando se tumbó a mi lado, le puse la mano en el clítoris y
comencé a acariciárselo suavemente, pero miré el reloj y vi que se había hecho muy
tarde. Entonces le dije:
—Voy a hacértelo rápido, sin ninguna complicación, que tengo que sacar al perro.
Y así fue, rápido y sin complicaciones. En cuanto acabé corrí a lavarme, me vestí
y me fui a sacar al perro. Al regresar, ella seguía tumbada y desnuda, con cara de
felicidad; la habitación olía a una extraña mezcla de sexo y chocolate. «Sexo y
chocolate». Pensé que sonaba como el título de una película, o quizá de una canción.
«Sexo y chocolate»: no hay mejor manera de celebrar un buen examen.

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EJECUTIVA AGRESIVA
La bronca del martes fue épica; la eché a empujones de mi casa y casi la tiro escaleras
abajo. No quiero volver a verla.
Llamo a mi amiga Rosa para contárselo y no me entiende. Dice que está harta y
que ya ha vivido esto mismo una treintena de veces, que ha vivido peleas terribles.
—¡Mucho llanto, mucho grito pero siempre vuelves! —me dice.
—Esta vez no, se ha terminado.
—Eso no te lo crees ni tú.
—Bueno, ya lo verás.
Y así acaba nuestra conversación.
Después me tumbo en la cama a pensar: necesito pensar. Y termino pensando en
Amaya. ¿He terminado con ella? Ya no lo sé. ¿Volveré a verla? De repente, me
invade una oleada de angustia y me entran ganas de llamarla y disculparme otra vez.
¿Por qué estoy tan enganchada a ella?
—Está claro que eres masoquista —me dice Rosa, a la que he vuelto a llamar por
teléfono.
—No tiene nada que ver con eso —respondo yo, no muy convencida.
Pero lo cierto es que no creo ser masoquista, aunque lo más fácil es pensar que sí,
que lo soy. No creo serlo. No me importa que me aten, pero no me gusta nada que me
peguen, y lo de las cuerdas o las esposas es más bien una cosa de atrezzo; me da un
poco igual. Lo que me excita es la sensación de entregarme y de perder mis propios
límites. No ser pasiva o dejar de serlo, porque puedo ser muy activa, sino el hecho de
sentir que mi amante está tomando posesión de mi cuerpo; un cuerpo que le ofrezco,
que le entrego por amor o por placer; por mi placer o por el suyo. He estado con
muchas mujeres y he vivido con varias; me he enamorado también de algunas y he
sufrido por unas cuantas, pero engancharme de la manera en que estoy enganchaba a
Amaya me ha ocurrido pocas veces; quizá nunca hasta ahora.
Eso es lo que le explico a Rosa, que no entiende nada y que me dice que, en todo
caso, Amaya me hace sufrir y que hay que apartarse como sea del sufrimiento. Es
cierto, tengo que dejarla porque me hace sufrir y no me gusta nada sufrir. El control
no tiene nada que ver con el dolor, sino siempre con el placer.
Qué le vamos a hacer si me gusta, me excita y me hace gozar mucho. Es que
cuando no está en mi vida la echo de menos, es que cuando estamos juntas se
comporta exactamente como me gusta, de la manera en que me vuelve loca, como si
mi cuerpo le perteneciese, en cualquier momento, donde quiera, como quiera. No es
que sea desagradable, ni que sea violenta o que me hable dándome órdenes, nada de
eso. Además, no se lo permitiría… Se trata de una actitud que seguramente sólo yo
perciba, pero que me da tanto placer que me es imposible resistirme a ella, no la he

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encontrado en nadie más. Cuando estamos en casa de las amigas, por ejemplo, y me
mira desde el otro lado del sillón, sólo con su sonrisa es como si se estuviese echando
encima de mí, aunque yo sea la única en percibirlo; como cuando se levanta, y se
sienta a mi lado, y me acaricia el pelo y, de repente, baja la mano y me roza un pezón,
o como cuando mete la mano entre mis piernas sin que nadie se dé cuenta, en el cine
o donde sea.
—¿Es que soy la única persona que le da tanta importancia al sexo? —le digo a
Rosa, pero es una pregunta retórica, claro está. El sexo es un juego en el que cada
participante pone las reglas que quiere y Amaya juega como a mí me gusta y por eso
me cuesta tanto dejarla, porque cuando la he dejado y después me la he encontrado en
cualquier sitio, en una fiesta, en la librería, en el barrio, y me ha mirado de esa
manera…
—Tú vuelves, siempre vuelves —me dice Rosa— y haces mal, se siente segura y
por eso te hace sufrir.
Paso la semana resistiendo las ganas de llamarla y no la llamo, pero sé que el
viernes tendré que verla porque es el cumpleaños de una amiga común que da una
fiesta en su casa. Dudo si ir o no ir, pero es una de mis mejores amigas y no ir por
culpa de Amaya… Es como esconderme.
—Iré, iré —le digo a Rosa cuando me llama—. ¿Vamos juntas?
Mi amiga abre la puerta con una sonrisa de oreja a oreja, como sabiendo lo que
todo el mundo debe saber, que nos hemos peleado otra vez. Supongo que todas
piensan que es otra de nuestras crisis, pero lo que no saben, pienso yo, es que esta vez
es de verdad.
Paseo por el piso saludando a unas y a otras; las conozco a casi todas desde hace
siglos. De repente, me siento un poco angustiada, como encerrada en un armario;
todo es demasiado previsible. Entro en la cocina, me sirvo algo de comer y me voy al
salón con mi plato; entonces veo a una mujer que no conozco, una mujer mayor, con
pinta muy formal, conservadora diría yo, que está sentada en el sofá y que ha
comenzado a mirarme exactamente como me mira Amaya. Y su mirada tiene el
efecto de hacerme sentir igual que cuando me mira Amaya: desposeída. Y eso me
calienta. Amaya, que ahora entra en el salón, se da perfecta cuenta de lo que pasa y
también me dejo llevar, porque le estoy dando de su propia medicina, de la que duele.
Creo que es la primera vez que soy yo la que tengo la sartén por el mango y esa
sensación es agradable; pero lo más agradable es ver a Amaya insegura de su poder
sobre mí, ella que siempre ha estado convencida de que no podía perderme… Ahora
soy yo la que elijo. Por un instante me asusto; ¿no me estaré equivocando? No, llega
un momento en que una tiene ya la suficiente experiencia como para saber qué
significa una mirada como ésta.
Me dejo llevar acunada por esa mirada que me sigue por la habitación, que me

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sigue cuando me levanto, cuando me vuelvo a sentar. Me siento halagada y me gusta
ignorar a Amaya, que trata vanamente de llamar mi atención; ahora puedo incluso
verla como parte de un pasado que soy capaz de ver lejos de mí, como parte de un
pasado que no ha sido tan agradable como a mí me hubiese gustado. En toda la noche
no hago otra cosa que estar pendiente de esa mujer.
—Ya está —le digo a Rosa—, Amaya es el pasado.
—No me digas. Y ¿quién es el presente? ¿No podrías darte un respiro?
Pero yo estoy demasiado ocupada como para hacerle caso y ni siquiera me
enfado.
Mercedes y yo apenas hablamos, es más bien un juego de miradas, mirarnos y
reconocernos. El hecho de que sea mucho mayor que yo, de que sea tan distinta a mí
en la manera de vestir, también me excita y sólo espero no equivocarme con ella.
Finalmente, cuando ya he bebido lo bastante, me siento en el brazo del sofá, mientras
hago como que charlo con todas; al rato, ella pone su mano distraídamente encima en
mi muslo, así que a mitad de la noche ya tengo claro que no me estoy equivocando en
absoluto. Cuando Amaya ve que Mercedes pone una mano en mi muslo y luego en
mi hombro, se va de la cena y yo paladeo lentamente mi triunfo. La venganza es un
plato que se sirve frío, y así es. Rosa me mira desde el otro lado de la habitación con
cara de pocos amigos.
Cuando la gente comienza a marcharse, Mercedes se levanta del sofá, me mira y
me dice:
—¿Me acompañas?
—Claro —respondo.
Rosa dice que no con la cabeza pero ¿qué iba a contestar? Así que salimos juntas
y nos montamos en su coche. Hablamos de cosas banales: el tiempo, el tráfico esas
cosas que se dicen cuando hay que llenar las horas pero no hay gran cosa que decir.
Como no hay tráfico a causa de la hora enseguida llegamos a su barrio, y eso que está
en el quinto pino. Un barrio de esos que es como un jardín, con buenas casas y un
garaje que se abre automáticamente según llegamos y desde el que cogemos un
ascensor que se supone que nos llevará directamente a su piso. Dinero, se ve el
dinero.
Yo la sigo bastante asombrada, porque soy una auxiliar administrativa que nunca
ha estado antes en una casa como ésta. Ahora me pregunto dónde habrá conocido mi
amiga a una persona como esta Mercedes, tan distinta de todas nosotras. Cuando la
puerta del ascensor se cierra, comienza a besarme mientras me mete la mano por
debajo de la ropa, buscando mis tetas con ansiedad y con fuerza. Me hace un poco de
daño en los labios porque me muerde con fuerza y después baja su boca por mi cuello
y me muerde hasta hacerme daño. Mañana tendré una marca, como una adolescente.
Me da un poco de rabia.

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Entramos en una casa elegante, de rica.
—¿En qué trabajas? —le pregunto.
—Soy abogada —y sin ningún preámbulo me lleva hasta su dormitorio.
—Desnúdate —me dice, y eso es lo que comienzo a hacer, con pudor porque
siempre da pudor desnudarte delante de alguien que te mira, y más si te mira vestida.
Cuando me quito las bragas me pasa la mano por el vientre, juega con los pelos
de mi coño y dice:
—Y ahora, desnúdame —y eso lo que hago. Ella me agarra la cara y la acerca
hasta la suya para besarme mientras yo lucho con botones, cremalleras, corchetes y
todo tipo de artefactos que llevan las ropas para sujetarse y que no se nos caigan,
sobre todo en el caso de las ricas. Con lo fácil que es quitar una camiseta.
Cuando sólo queda quitarle las bragas, me detiene y no me deja continuar; se las
deja puestas. Me arroja sobre la cama, se tumba encima de mí y durante un rato nos
besamos, nos frotamos y ella acaricia mi clítoris suavemente; yo empiezo a pensar
que esto va bien. Sólo puedo chuparle los pezones porque continúa con las bragas
puestas y porque no me deja hacer gran cosa, ya que me aparta las manos cuando las
pongo sobre su cuerpo. Es en este momento, cuando me estoy preguntando por qué
no se quita las bragas de una vez, se levanta de la mesilla, saca un arnés con su
correspondiente dildo, que se coloca con pericia, y me mira desafiante. Yo me he
puesto un poco nerviosa; aunque no es la primera que lo usan conmigo y muchas
amigas lo tienen, lo cierto es que Amaya no es muy partidaria, así que ahora este
artefacto me ha descentrado un poco.
Eso es sólo en el primer momento: cuando está lista, la veo con esa cosa e
imagino lo que va a pasar, las tripas se me revuelven de placer y, simplemente, abro
las piernas, dejando mi vagina abierta y desprotegida. Abierta para ella, para que me
folle, deseando que me folie, suplicando que me folie.
Saca un condón de la mesilla, se lo pone y después se pone frente a mí para jugar
un rato conmigo, pasando la punta sobre mi clítoris, poniéndome tan caliente que yo
misma quiero cogerlo y metérmelo de una vez por todas, porque ya necesito sentirme
llena, pero ella sonríe y dice:
—No, no, así no.
Y yo la dejo hacer. Se echa sobre mí y yo continúo entregada, con las piernas
abiertas; empujando con las caderas el dildo entra sin ninguna dificultad. Estoy muy
mojada. Cuando el dildo está dentro de mí, siento algo que no he sentido antes, la
sensación de estar llena, entregada del todo, llena de sexo, completamente a su
merced. Hasta ese momento no había sabido lo que es sentir el cuerpo completamente
entregado.
Y entonces, ¡vaya!, Amaya aparece como una ráfaga en mi pensamiento: imagino
el placer que sentiría, que sería mucho mayor si fuera ella quien estuviera usando un

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dildo como este. Y pienso que tengo que decírselo, y eso me distrae y me pone muy
triste; no puedo evitarlo, aunque intento por todos los medios concentrarme en lo que
tengo entre las piernas. Pero enseguida las acometidas de su cuerpo contra el mío, su
vientre contra el mío, su mano ahora en mi coño y su boca en mis tetas, me hacen
volver a mí misma y a esta sensación nueva que es correrse sintiéndose llena y
penetrada, algo nuevo y precioso para mí; me corro despacio y lentamente, con un
buen orgasmo. Mi orgasmo llama al suyo y mientras yo estoy acabando con ese
arquear del cuerpo que pide que no se termine, ella se sienta, se quita el arnés y se lo
hace frotándose contra mí. Yo aún estoy terminando y ella empieza a gemir. Ha
estado muy bien.
Lo malo es que ahora, al terminar, no me siento feliz ni siento las ganas que tengo
siempre que me corro con Amaya, de reírme, de besarla, de acariciarla, de dormirme
encima de ella, o debajo. Por el contrario, siento un agujero dentro de mí y una
nostalgia inmensa de su piel, de su olor tan conocido, y también unas enormes ganas
de llamarla, unas enormes ganas de tenerla cerca. Siento una necesidad imperiosa de
contarle esto que me acaba de suceder y tengo la sensación, además, de que si no se
lo cuento será como si no me hubiera pasado. Como no me parece que deba llamarla
desde casa de Mercedes le digo que tengo que marcharme, que me he dejado en casa
cosas importantes que tengo que llevar al trabajo. Me mira incrédula y un tanto
socarrona, pero no parece importarle que me vaya. Yo estoy deseando irme. En
cuanto pongo un pie fuera de su casa corro en busca de un taxi.
En cuanto Amaya abre la puerta, la abrazo y me echo a llorar. Ella me abraza
también, aunque no llora porque nunca llora o, por lo menos yo no la he visto jamás.
No quiere escuchar nada, porque dice que es muy tarde, y nos vamos a dormir. No se
lo conté hasta el día siguiente, pero no parece que le haya importado gran cosa. Pero
eso sí, lo primero que hacemos esa mañana es ir a una juguetería a comprar un dildo
color violeta, tamaño medio, que usamos de vez en cuando. Y no hay nada
comparable a lo que siento cuando Amaya entra en mí y me folla, es lo mejor del
mundo o, por lo menos, es lo que más me gusta. Sobre gustos…

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RAREZAS
Un amigo me cuenta por teléfono que, según un blog de sexo, las geishas japonesas
tenían una técnica sexual que consistía en llevar a un hombre al orgasmo
succionándole sólo el dedo gordo del pie y después me dice que va a pedirle a su
novia que se lo haga. Yo le digo que los hombres siempre piensan en lo mismo, pero
lo digo por decir algo. No hay como los lugares comunes para llenar los espacios de
la conversación.
Mi amigo vuelve a llamarme a los dos días y yo aprovecho para preguntarle qué
tal le ha ido el asunto del dedo. Me dice que bien, que aunque no ha llegado al
orgasmo ha sido una experiencia placentera.
—Cariño, ¿te importaría succionarme el dedo gordo del pie? —si no se lo pido,
exploto.
Ella me mira frunciendo el ceño. No le gustan mucho las innovaciones, hay
mujeres que son más bien de piñón fijo y la mía es de ésas.
—No sé —duda—, no sé si me va a gustar. No me parece muy lesbiano. Es como
hacer una mamada a una polla pequeña.
Lo dicho, no le gustan las innovaciones.
—Cariño, me han contado que es muy agradable, anda, no te cuesta mucho —
pongo la voz melosa de pedir favores y consigo que se ría.
Entonces se baja hasta los pies de la cama —nunca mejor dicho—, pasa su lengua
por el empeine, la mete entre los dedos, que besa y chupa antes de llegar al dedo
gordo y metérselo entero en la boca, succionándolo con fuerza, como si se lo fuera a
tragar. Después, presionando el dedo con la lengua y contra el paladar, traga y traga
mientras yo me concentro en esa sensación; poco a poco, el placer se va extendiendo
por todo el cuerpo, como si cien bocas lo estuviesen recorriendo. Me siento como si
fuera un gato al que toda la piel se le levanta al paso de la mano que le acaricia, y casi
ronroneo.
Es cuestión de concentrarse y de centrarse en la sensación que llega desde el pie.
Y es cuestión de liberarse de la prisa.
Cierto que, para llegar al orgasmo, tengo que ayudarme un poco con la mano
pero, después de todo, esto no es un concurso.

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ALICE
Nosotras nos conocimos en Oxford, donde yo pasé un semestre en un curso de
historia del arte. Alice estaba en el mismo curso que yo y era imposible no fijarse en
ella. Lo que ya parecía mucho más difícil —imposible— es que ella se fijara en mí.
Yo soy más bien anodina, una española normal, baja de estatura, castaña,
completamente vulgar. Tampoco soy el colmo de la alegría, ni de la sociabilidad, ni
de la simpatía, ni nada. La vida a veces tiene esas cosas extrañas. Desde que la vi la
imaginé en mi cama, pero jamás me hubiera atrevido a hablar con ella y mucho
menos a intentar ligar con ella. Ni siquiera podía sospechar que fuera lesbiana. Es de
esas mujeres que los hombres persiguen y de hecho no había un solo alumno varón
que no lo hubiese intentado; al menos todos ellos se pasaban el día dándole
conversación. Y ella sonreía y parecía encantada, y se mostraba extremadamente
simpática, y se reía con las tonterías que le decían, y a su vez decía tonterías. Si me
hubieran torturado yo hubiera jurado que era la perfecta hetero. Me dan mucha rabia
las heterosexuales que tontean con los hombres haciendo honor a la palabra
«tontear», es decir, que se vuelven tontas. Es curioso: cuando una mujer intenta ligar
con otra mujer busca mostrar lo mejor de sí, intenta mostrarse inteligente, ocurrente,
culta… Cuando intenta ligar con un hombre se hace la tonta, lo cual no dice mucho
de nosotras, ni tampoco de ellos. En todo caso, no lo soporto. Por eso me volvía loca
que alguien tan fascinante como Alice, que además era inteligente y culta en clase, se
volviera estúpida cuando la rodeaban los hombres, riéndose de todas sus bromas y
poniendo cara de interés ante los temas de conversación más aburridos que se puedan
imaginar. Cuando la veía así, con esa risa falsa y estúpida, tenía ganas de ir hacia ella,
zarandearla y decirle:
—Pero ¿qué te pasa? Tú no eres así.
Pero me controlaba, claro. No soy yo la enviada para cambiar la manera en que
las heterosexuales intentan seducir a los machos de la especie.
Alice es muy guapa. Todo el mundo lo dice. Es norteamericana pero sus padres
son suecos. Es una mujer preciosa, de esas que la gente se vuelve a mirar cuando
pasa. Tiene unos fascinantes ojos color verde que son difíciles de describir. A veces le
digo que sus ojos no parecen de verdad. Tiene una sonrisa que enamora, que
transmite toda la alegría del mundo; a su lado es imposible sentirse triste. Cuando
sonríe es como si el mundo se abriera ante una. Tiene una melena rubia que le cae por
los hombros y en la que a mí me gusta enredarme, que me gusta oler, donde me gusta
perderme. Tiene unas manos sensibles que parecen hechas para acariciar y que, desde
que las ves, ya estás deseando que recorran tu cuerpo. Alice es un sueño de mujer, y
es mía. Y yo nunca dejo de preguntarme cómo se posible que se fijara en mí. Es la
mujer más guapa que he visto y si no fuera mi mujer no podría quitármela de la

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cabeza, pensaría en ella de la mañana a la noche. Pensaría en ella a todas horas y
pergeñaría planes absurdos para encontrármela en todas partes. Sé que eso mismo le
pasa a mucha gente cuando la conoce y desde que ella es mi mujer tengo esa
sensación de sentirme orgullosa de llevarla a mi lado. Alice tiene unas piernas largas
que acaban en unos pies perfectos. Suele ir con minifalda y con sandalias. A mí me
gustan mucho los pies, me fijo mucho en ellos y si son bonitos me gusta besarlos; los
pies de Alice son para empezar a besarlos y no acabar nunca. Me sentaba siempre
cerca de ella, a un lado, de manera que pudiera ver sus pies y sus piernas. A veces, en
medio de la clase, se me iba la cabeza y pensaba que me acercaba, me arrodillaba, le
besaba los pies, le lamía los dedos, el empeine, los delgados tobillos, subía por su
pierna hasta los muslos, metía la cabeza bajo su falda y pegaba mi boca a su coño por
encima de la braga, se la llenaba de saliva y la olía, y lo que pasara después ya me
esforzaba por no imaginarlo, al menos en clase.
Alice anda como las modelos. Moviendo todo el cuerpo, balanceando las caderas
de una manera que dice «Sígueme» y yo no imaginaba nada mejor que seguirla hasta
donde quisiera llevarme. Alice me gustaba tanto que me enfadé conmigo misma,
porque estaba a punto de hacerme perder el curso. No hacía más que imaginarla y
masturbarme. Creo que no me he masturbado tanto en mi vida, por la mañana, por la
noche y en el baño del college. Nunca había estado con una mujer como ella; no
podía imaginar ni siquiera cómo sería la sensación de navegar por un cuerpo
semejante, por unas caderas como las suyas por un culo como el que marcaba su
minifalda.
La universidad organizó una fiesta a mitad del semestre para los alumnos
extranjeros. Allí estaba Alice, rodeada, como siempre, de hombres. Yo me agarré a un
vaso de whisky y me paseé con él por toda la sala, mirando aquí y allá, hablando con
unos y con otros, pero más bien con desgana. Al final, me senté en una escalera. Al
rato, no sé por qué milagro o conjunción de los astros, Alice se había sentado a mi
lado y, como si fuese lo más normal del mundo, comenzamos a hablar. Era como si
ya nos conociéramos o como si hubiésemos tenido antes cientos de conversaciones.
Sacó lo mejor de mí en un minuto, sacó mi mejor sentido del humor, mi capacidad
para reírme de mí misma.
En un momento dado le dije:
—Allí te deben echar de menos.
—¿Allí? ¿Dónde? —como si no lo supiera.
—Mira a esos chicos, que dudan si acercarse o no. Fíjate cómo nos miran; bueno,
rectifico, fíjate cómo te miran.
Se rió con esa risa abierta que tanto me gusta. Que me entra dentro, que me
traspasa su alegría, que es como si el cielo se abriera sólo para mí.
—Que miren, que miren. Es todo lo que van a tener de mí.

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—¿Y eso? ¿No te gusta ninguno?
Esta era una de esas preguntas que se hace una rezando por dentro para que la
respuesta sea la que espera, o más bien la que desea.
—Ninguno. En realidad cuando digo ninguno quiero decir ninguno. No me
gustan los hombres.
Y me miró de esa manera que hace que lo que se acaba de decir sea aun más
importante, para que no cupiera ninguna duda. Pero yo no supe qué decir, no estaba
segura. No era posible, el corazón me latía a mil. La sangre se me había subido a la
cara, que me ardía.
—¿Qué quieres decir? ¿Ningún hombre?
—Soy lesbiana —y añadió—. Como tú, ¿no?
Entonces supe lo que significaba que el corazón se te saliera del pecho al recibir
una noticia. Jamás, jamás lo hubiera ni sospechado. A partir de ahí la conversación
siguió con dificultad, porque yo estaba muy nerviosa, excitada, azorada, avergonzada,
tratando de impresionarla… Ya no era yo, y Alice me miraba con sorna. No sé lo que
dije después de saber que era lesbiana; tonterías, supongo. Recuerdo que después me
pasó una mano por la mejilla y me dijo:
—Y tú me gustas.
Desde ese momento creo que, si no existe dios, debe existir al menos la diosa de
las lesbianas. ¿Cómo iba a gustarle a Alice? Alice la maravillosa y yo la poca cosa.
En dos segundos tuve que sobreponerme; al fin y al cabo soy mayorcita y tengo
experiencia, no iba dejar pasar aquella oportunidad por una cuestión de nervios. Nos
besamos. Alice olía a gloria, sabía a gloria, su piel era suave y decir que era como de
terciopelo es una cursilada pero por dios que es la verdad. Nos fuimos a su casa o
más bien me llevó a su casa mientras yo caminaba en una nube.
Tengo que decir que aquella noche no dejé el pabellón español muy alto. Estaba
tan nerviosa que pasados los primeros besos no era capaz de hacer nada a derechas.
Estábamos desnudas y Alice era exactamente un sueño, como las mujeres que una
imagina o ve en las revistas y piensa que no existen y que todo es photoshop. Pues
no, tenía a una de ellas desnuda delante de mí. Me preocupaba mi estómago, que no
es plano precisamente, mi celulitis, mis muslos, un poco gordos, mis tetas, un poco
caídas; me preocupaba no saber hacerlo, me preocupaba tanto todo que estaba seca
como un papel de lija, mientras que ella me ofrecía un coño jugoso, empapado,
suave, donde mis dedos desaparecían como si se los tragara. Ella me tocó y me dijo:
—No has mojado mucho —y yo, en lugar de decirle la verdad, que no era otra
que a veces las ganas excesivas o los nervios pueden impedir que el deseo fluya
naturalmente, no se me ocurrió otra cosa que decir:
—He mojado lo normal.
¡Dios, qué tontería! Idiota, soy idiota. Aquello precisamente no contribuyó mucho

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a que me relajara. Así que después de que ella intentara manejar aquel clítoris tan
seco que casi me hacía daño, no dejé que acercara su boca, porque estaba segura de
que no me iba a correr y la idea de Alice comiéndome el coño sin resultado me ponía
aun más nerviosa. Ella se apartó de mí y yo quedé tumbada con ganas de llorar. Se
puso enfrente, a mis pies, sentada sobre sus rodillas. Con sus manos me abrió las
piernas completamente, dejándome totalmente abierta ante su vista. Yo cerré los ojos,
me daba vergüenza, aunque parezca mentira. Durante un rato, sólo me miró y yo
aguanté con los ojos cerrados y con ganas de estar lejos, presintiendo un desastre.
—Mastúrbate.
—No puedo, ahora no puedo.
Yo casi gemí al decirlo, pero en cuanto lo dije me di cuenta de que ya estaba bien
de hacer el tonto aquella tarde.
—Claro que puedes. Quiero ver cómo lo haces.
Su interés comenzó a excitarme un poco. A veces sólo es cuestión de abrir una
pequeña puerta que ha costado un poco encontrar. Y de repente se encuentra, se
empuja y resulta que se abre. La orden «Mastúrbate» abrió mi puerta y me puso en
aquella habitación con Alice, desnudas las dos. Creo que ese fue el momento en que
verdaderamente la vi y la deseé de verdad y que hasta ese momento había sido como
tener a mi lado una muñeca, preciosa pero sin vida. Sólo en ese momento mi deseo
fluyó con normalidad. Me incorporé un poco apoyando la espalda en la pared, de
manera que quedé casi sentada, con las piernas abiertas, ella enfrente. Bajé la mano a
mi clítoris, ahora ya empapado y comencé a meter mis dedos entre los labios, de
manera que Alice me viera bien. Ella, frente a mí, abrió sus piernas, su coño quedó
abierto ante mi vista. Empecé a acariciármelo en círculos, suavemente, con un dedo,
muy poco a poco. Ella comenzó también a acariciarse alrededor, pasando sus dedos
por entre sus pelos rizados, acariciándose la piel, sin quitarme la vista de su coño. A
veces nos mirábamos a los ojos. La excitación crecía y crecía, quería tener una parte
de ella más cerca, quería que mi boca pudiera tocarla, pero no se acercaba, yo sólo
miraba cómo se acariciaba y su coño abierto y rosa, mojado, atravesado por el flujo
blanquecino, mucoso. Se mojó la mano en su propio flujo y se la pasó por el coño,
por el pelo, por la tripa. Yo comencé a acariciar la punta de mi clítoris mucho más
fuerte, pero quería hacerlo con los dedos, no con la mano, para que ella pudiera verlo
bien. Al rato, sólo podía usar toda la mano y ella ya comenzó a masturbarse también.
Una frente a la otra, un coño frente al otro. Escuchábamos cómo cambiaban las
respiraciones y abríamos las bocas buscando más aire; cuando finalmente mi caricia
se volvió frenética entonces ya no pude mirarla más y tuve que concentrarme en mi
sensación. Me eché hacia atrás para sentir el placer únicamente, en ese momento en
el que desaparece el mundo alrededor y se hace blanco. Sólo con ver cómo me corría
ella comenzó a correrse y a gritar; eso acrecentó mi propio orgasmo, uno de los

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mejores de mi vida. Uno de los mejores de su vida, según me ha contado.
No fue una mala primera vez, pero hubo otras mejores porque, desde entonces,
vivimos juntas.

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EL QUE SOBRA ES ÉL
El ruido de la calle entra implacable por las ventanas cerradas de la oficina, a pesar de
que los dobles cristales están para evitarlo. En el pequeño despacho de la cuarta
planta el aire está viciado, pues lleva años acumulando humo y expedientes
polvorientos que se amontonan en las paredes y que se supone que son del tiempo de
cuando no había ordenadores. Un cuarto pequeño en el que Yolanda y Miriam llevan
trabajando cerca de veinte años. Veinte años juntas compartiendo ese espacio y un
secreto. Un secreto que nadie conoce en el edificio, ni fuera de él en realidad. Un
secreto que sólo sabe Yolanda, y Miriam a veces sí y a veces no.
Se conocieron en la academia que preparaba las oposiciones a Técnico A del
Ministerio. Se examinaron juntas, ambas sacaron un buen número y pidieron el
mismo destino; después, movieron un poco las cosas y consiguieron estar en el
mismo despacho. Y llevan así veinte años, en los que ha pasado de todo; y, más que
nada, ha pasado la vida. Miriam se casó por fin con aquel novio que ya tenía cuando
conoció a Yolanda y luego tuvo dos hijos casi seguidos, como para terminar pronto;
Yolanda vivió con Miriam los embarazos, después estuvo en los partos y fue la
madrina de ambos. Los acompañó junto con su madre en su primer día de colegio
porque el padre estaba trabajando y porque los padres no se ocupaban entonces de
esas cosas; después fue la que se enfadó con el chico cuando comenzó a sacar malas
notas y fue también la que regaló a la chica un viaje a Londres cuando terminó el
instituto con buenas notas. Desde hace poco, ambos van a la universidad y ya no hay
quien los coja en casa. Y quizá por eso ahora Miriam anda un poco melancólica, más
callada que de costumbre y un poco más triste. Por eso, Yolanda intenta animarla y
procura contarle cosas alegres y que la hagan reír.
En todos estos años, Yolanda ha estado enamorada de Miriam sin decir nada. Ha
tenido novias, amantes e incluso una pareja que le duró un par de años, pero la verdad
es que la sombra de Miriam siempre le ha impedido consolidar nada. Miriam siempre
ha estado ahí, por debajo de cualquier pensamiento erótico que tuviera, e incluso su
cuerpo imaginado, que no visto, ha estado siempre cerca de cualquier otro cuerpo que
Yolanda tocara. Se enamoró de ella en cuanto la vio, porque esas cosas pasan a veces.
Y desde entonces ha estado siempre, de una manera u otra, pendiente de ella y de sus
hijos, que considera casi como suyos. Julián, su marido, es casi como si no existiera;
nunca hablan de él, nunca aparece en ninguna referencia que haga la propia Miriam,
que se supone que no lo menciona porque debe saber que a Yolanda no le gusta ni
siquiera escuchar su nombre. Lo cierto es que, en todos estos años, la vida ha pasado
sobre ella sin renunciar a Miriam. En la oficina, las veces que salen a comer o a tomar
café, las veces que se van de compras después del trabajo… todo el tiempo que
comparten está impregnado del deseo que Yolanda siempre ha sentido por Miriam y

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que no ha decaído en este tiempo. Y como cuando la conoció Yolanda pensó que
Miriam era lesbiana, pues no ha perdido la esperanza, aunque después se casara y
jamás dijera nada que pudiera hacerla pensar que lo era o que tenía con ella la más
mínima oportunidad. Pero a veces… a veces ha pensado que sí, que podía tener esa
oportunidad. En alguna ocasión, con el objetivo de consolarla o de animarla, Yolanda
la ha tomado de la mano y Miriam ha mantenido ese contacto más tiempo del
estrictamente necesario; lo cierto también es que a veces, cuando Miriam se ha
quejado, por ejemplo, de dolor de garganta y Yolanda ha querido mirarla y le ha
pedido que abra la boca, ha aprovechado para acariciarle el cuello y la nuca mientras
fingía que le miraba la garganta por dentro. En otras ocasiones, cuando Miriam le ha
mostrado un traje nuevo que se ha comprado, ella se lo ha colocado y para ello la ha
rozado un pecho, la ha acariciado de manera bastante inconfundible, según ella
pensaba, y Miriam no se ha movido ni se ha apartado. Pero en veinte años, ese juego
trivial que ambas han jugado ha sido todo. Y ahora, con el tiempo, Yolanda se ha
acostumbrado a ello y ya no llora, ni sufre como antes, ni se va a su casa desesperada
maldiciendo su mala suerte. Ahora piensa que la vida es así y que hay que tomarla
como es.
—Julián y yo estamos pasando un momento muy malo —dijo Miriam una
mañana.
Yolanda levantó la vista del expediente que tenía delante:
—¿Sí?, ¿qué os pasa? Creía que erais el matrimonio perfecto.
En realidad, al escuchar las palabras de Miriam, sin poder evitarlo, y aunque
posiblemente no quieran decir nada, su corazón se ha puesto a latir
descompasadamente.
—No hay un matrimonio perfecto, todos cambian con el tiempo.
—¿En qué consiste el cambio? —contestó Yolanda simulando un desinterés que
está muy lejos de sentir.
A Miriam le costaba continuar y dudó un poco antes de seguir:
—Ahora dice que quiere probar cosas nuevas.
—Ah, ya —manifestó Yolanda con cierto desdén—. Que se ha encoñado con una
joven. No te preocupes, les pasa a todos, pero al final vuelven. Si es que te interesa
que vuelva, claro —esto último lo dijo levantando la mirada, mirándola directamente
a los ojos.
Durante un rato, siguieron trabajando en silencio. Estaba claro que Miriam se
había quedado con algo que decir. Yolanda esperaba, pues no suponía qué podía ser.
Al rato volvió a la carga:
—No es eso que dices, no es ninguna joven. Quiere hacer experimentos, pero
conmigo. Experimentos sexuales, quiero decir.
La conversación comenzaba a poner un poco nerviosa a Yolanda. No quería

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imaginar a Miriam y a Julián teniendo ningún tipo de relación sexual y mucho menos
aún «experimental». Esta era una imagen que llevaba toda la vida intentando evitar.
Los problemas sexuales de Julián le importaban un rábano. Así que contestó
manifestando un claro desinterés:
—Ah… Bueno mujer, entonces no es para preocuparse. Total, si es contigo…
—Quiere que me acueste con otra mujer mientras él mira.
Entonces sí que Yolanda se quedó sin habla, paralizada y con el vello de punta.
No pudo decir nada. Le temblaba la mano y algo se le encogió por dentro. Como si
una mano le apretara las tripas y se las estrujara.
—¿Y qué piensas de eso? —preguntó con voz insegura.
—Lo he pensado mucho. A mí no me importaría, pero claro, tendría que sentirme
cómoda. Por eso me gustaría que fueses tú —y luego añadió mirándola fijamente—:
al fin y al cabo yo siempre te he gustado —dijo Miriam.
Y entonces Yolanda sí que tuvo que levantarse y marcharse del despacho. Primero
se fue al servicio y se sentó sobre la tapa del váter, temblando. Ahí estuvo durante un
buen rato, hasta que pudo sobreponerse. Después volvió al despacho, pero no se
sintió con ganas de decir nada. La miró, cogió su abrigo y se marchó. Durante dos
días no volvió al ministerio porque estuvo pensando. No pudo relajarse ni un minuto,
no pudo dejar de pensar, ni dormida podía olvidarse del tema. Lo que pensaba era en
la posibilidad que se le brindaba de tener a Miriam desnuda entre sus brazos, de
besarla, acariciarla, tal como siempre había deseado, tal como siempre había soñado.
Quizá la única oportunidad que nunca volvería a tener; pero, al mismo tiempo, debía
estar cerca de Julián, cuando a ella los hombres le repugnaban y especialmente éste,
por quien sentía un indisimulado rencor. Era como si una bomba hubiera explotado
en su cabeza. Al tercer día había tomado una decisión y volvió al despacho. Encontró
a Miriam más deseable que nunca y se sorprendió de la extraña manera en que a
veces funciona el deseo; cómo a veces no dura nada, cómo a veces se empeña en
perdurar a través de los años. En esta ocasión, ahora que tenía por primera vez la
posibilidad cierta de estar con Miriam, el deseo, tantos años con ella, creció de nuevo
sólo con verla. Esa sensación en el estómago, ese calor que te recorre el cuerpo, el
corazón latiendo y el clítoris palpitando, todo eso comenzó cuando vio a Miriam;
como si fuese la primera vez.
Se sentó en su mesa.
—He estado pensando, claro, de hecho no he podido pensar en otra cosa.
Miriam… —se atragantó y no pudo seguir, porque quería decirle tantas cosas que
decidió no decir ninguna e ir al grano—: De acuerdo, pero con una condición: que
Julián no me toque ni se acerque. En realidad, me gustaría que encontráramos la
manera de que él pueda vernos pero yo a él no. Si recuerdo que está mirando, es
posible que no pueda hacerlo.

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—Eso será fácil —dijo Miriam.
—Vaya, nunca pensé que terminara actuando ante un voyeur —dijo Yolanda
poniendo cara de asco—. ¿Cuándo lo hacemos?
Miriam le dijo que al día siguiente, se acercó a ella y la besó en la boca con un
beso muy suave e inseguro, pero era el primer beso que Miriam le daba y Yolanda
tembló y sintió ganas de llorar. En todo caso, este beso la ayudó a no arrepentirse de
su decisión. El deseo que sentía ahora por ella era nuevo. Apenas podía pensar, tenía
el sentido, el buen sentido, como obnubilado por una mezcla de miedo, ansiedad,
esperanza, deseo, dolor… Y el día llegó. Habían quedado en que Yolanda se acercaría
a casa de Miriam, una casa en la que había estado cientos de veces. No quiso pensar
en nada mientras conducía hacia allí; se negó a pensar en cómo resultaría aquello.
Resultaría como tuviera que resultar: eso era lo único que sabía. Llamó a la puerta y
Miriam abrió enseguida. Vestida con unos vaqueros y una camiseta, iba mucho más
sencilla que para ir a la oficina. El corazón de Yolanda se detuvo, o eso le pareció, y
perdió la noción de lo que ocurría. Miriam la cogió de la mano y se la llevó al
dormitorio. La besó en la mejilla, en los ojos, en la nariz, en la boca. La besó en la
boca hasta que Yolanda abrió los labios y Miriam pudo meter la lengua. Yolanda se
olvidó de todo, de los años pasados, de lo que estaban haciendo allí; era como si se
acabaran de encontrar y tuvieran veinte años. La lengua de Miriam recorría su boca,
se enroscaba en su lengua y después recorría sus labios, su cuello, sus clavículas y sus
hombros, mordiendo, besando. Yolanda estaba paralizada porque, de alguna manera,
había supuesto que ella sería la que iba a llevar la voz cantante. El mundo dejó de
existir para Yolanda e incluso Julián; la lengua de Miriam la alejaba de la realidad, las
manos de Miriam la terminaron de separar de todo. La desnudó con rapidez, sin
detenerse; ella misma se desnudó en un momento, como si dispusieran de un tiempo
limitado o como si tuviera miedo de que Yolanda se arrepintiera.
Ahora estaban las dos sentadas frente a frente, en el borde de la cama. Yolanda
respiraba entrecortadamente; parecía la más inexperta. Miriam parecía saber qué
hacer. Le cogió un pecho con la mano, lo apretó y se lo llevó a la boca: iba de uno a
otro comiendo con hambre sus pezones. Yolanda gemía porque el deseo no la dejaba
moverse, hasta que pudo recuperar el dominio de la situación y, agarrándola por el
culo, la apretó contra ella para sentirla muy cerca, para sentirla tan cerca que ahora la
respiración entrecortada de Miriam se le metía dentro, dentro de su boca, pero
también de su cabeza, de sus venas; estaba respirando el aire de Miriam, estaba
metida en Miriam. La apretó tanto contra ella, sus dos cuerpos se apretaron tanto, sus
dos coños uno contra otro, que pensó que iba a correrse en ese mismo momento.
Luego Miriam recuperó la iniciativa y sus besos subían y bajaban, comían
literalmente todo su cuerpo, y al fin la empujó sobre la cama y se subió encima de
ella. Ahora eran los besos pero eran también sus manos las que subían y bajaban y

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recorrían todas las superficies de su piel: las axilas, las orejas, los ojos que la lengua
recorría, las manos entrelazadas sobre la cabeza, y después la mano que bajaba hasta
su clítoris, un dedo que la penetraba y después salía, dos dedos, tres dedos, y la boca
sobre su boca, y la boca en los pezones succionando hasta que Yolanda gritaba de
dolor y de placer. Los dientes suaves en los pezones, más fuertes en el lóbulo de la
oreja, dejando marcas en el cuello, mordiendo los muslos, mordiendo los talones,
mordiendo la palma de la mano.
Yolanda jamás hubiera imaginado que sería así, pero no hubiera podido imaginar
placer mayor que el que sintió en cada centímetro de su piel cuando, por fin, los
dedos de Miriam se concentraron en su clítoris mientras su boca y su lengua seguían
recorriendo su cuerpo. Todo el cuerpo de Yolanda se levantó como si lo recorriera
una corriente eléctrica, su cabeza se echó hacia delante, sus piernas se doblaron y sus
manos se agarraron al colchón. Entonces los dedos de Miriam se ralentizaron hasta
obligar a Yolanda a suplicar que siguiera, que fuera más rápido, que la follara de una
vez. Cuando la respiración de Yolanda se interrumpía y su garganta se volvía un
gemido, entonces Miriam levantaba la mano e iba a cualquier otra parte de su cuerpo,
hasta que la mano de Yolanda cogió la mano de Miriam y se la puso de nuevo sobre
el clítoris.
—Vamos —le apremió—, ya, ya, tiene que ser ya —casi gritó—, y por fin
Miriam dejó allí sus dedos, que siguieron el ritmo que Yolanda marcaba. Su mano
siguió sobre la de Miriam hasta que el placer comenzó como un pequeño terremoto
interior y salió de ella como una inundación que la empapara. Tensó sus muslos, sus
pies se le pusieron rígidos, todo el cuerpo arqueado hacia atrás; un grito ahogado vino
a marcar un orgasmo que la empujó hacia adelante, hacia el cuerpo de Miriam, que la
abrazó y la sostuvo hasta que recuperó un ritmo normal de respiración.
Entonces, cuando se echaban las dos hacia atrás, exhaustas, Yolanda vio a Julián a
través del espejo, sentando en un sillón, mirando, y sintió ganas de llorar y una
sensación parecida a la náusea.
—Dile que se vaya —le pidió a Miriam—. No puedo soportarlo.
Yolanda ahora casi gritaba. Miriam no dijo nada, se levantó y cerró la puerta.
Después se tumbó al lado de Yolanda y la susurró al oído:
—Me he pasado la vida soñando con este momento; soy toda tuya.
Yolanda se incorporó un poco:
—¿Eso qué quiere decir?
—Exactamente lo que parece. Dejo a Julián y me voy contigo.

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MAÑANA DE LUNES EN UN SEX-SHOP
Un lunes por la mañana… ¿quién iba a entrar en aquel sex-shop de barrio? Nadie
absolutamente. Sólo nosotras dos, que veníamos de estar follando toda la noche y que
aún no nos habíamos ido a dormir. Te empeñaste en entrar y en aquel momento no
supe por qué, porque lo último de lo que tenía ganas a esas horas y con el cuerpo
como lo tenía era de pensar, ver, saber, imaginar… Nada que tuviera que ver con el
sexo. Pero te empeñaste en entrar y entramos, al fin y al cabo, ya sabes que nunca te
llevo la contraria. Quizá por eso te empeñaste en entrar, sólo para fastidiarme, porque
yo odio esos sitios. Llenos de hombres rijosos y viejos verdes. Además, ya no hay
ninguna necesidad de ir a esos sitios desde que existen jugueterías sólo para chicas.
Pero, en fin, tienes un lado cutre que no es precisamente uno de tus encantos.
Afortunadamente no había nadie. Recorriste las estanterías, mientras yo miraba
distraída de lejos, esperando que nos fuéramos por fin a desayunar. Después cogiste
no sé qué cosas y te fuiste a pagar. Te vi de lejos, hurgando en la bolsa y volviendo a
las estanterías. Te acercaste adonde están las revistas porno y estuviste hojeándolas.
También eso me dio mucha rabia; me molestan muchos las revistas porno para
hombres.
—Ven —dijiste con una voz que no admitía réplica. Y fui, y, cogiéndome de la
mano, me llevaste a un lugar más o menos escondido detrás de una estantería—. ¿Has
tenido suficiente esta noche?
—Estoy destrozada, cariño. Ha sido fantástico, mejor que nunca. Pero estoy
cansada, tengo hambre y sueño. Vamos a desayunar de una vez… —supliqué, pues
aún no sabía por dónde andaba.
—No estoy muy segura de haberte dado todo lo que querías…
Yo no sabía de qué iba aquello. Entonces sacaste de la bolsa un vibrador que ya te
habías encargado de desempaquetar y supongo que de pagar. Lo pusiste en marcha.
—Dime que quieres más —soltó con esa voz que no admite réplica— dime que te
has quedado con ganas.
Yo me empecé a poner muy nerviosa y a farfullar no sé qué cosas.
—Dime que quieres más —y me abriste la bragueta y pusiste en marcha el
vibrador y me lo aplicaste sobre el coño, sobre la braga. Notaba la vibración, claro y
me dolía por las anteriores acometidas de aquella noche. La cosa aquella hacía ruido
y estar allí de pie, donde cualquiera que diera la vuelta a la estantería podría vernos,
me puso muy nerviosa, pero también me había puesto, de repente y de nuevo, muy
excitada.
Me miraste a los ojos.
—Dime que estás deseando que te folle otra vez.
El vibrador comenzaba a hacer su efecto y tu me cogiste la barbilla y me pasaste

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la lengua sobre la cara; el deseo, que parecía muerto, nació de nuevo con ese
contacto, despacio, en el centro de mi ombligo, como un picor que se extendía hacia
abajo, hacia el centro neurálgico del placer. Apretabas con fuerza el vibrador sobre mi
coño, sobre la tela de las bragas. Y yo comencé a olvidar dónde estábamos y a
concentrarme en esa sensación que empezaba a extenderse por mi piel. Entonces te
detuviste.
—No —dije—. No te detengas. Dame más, cariño, aún tengo más ganas —
susurré en tu oído.
—Tú siempre tienes ganas —dijiste sonriendo—, pero no, ya ha habido bastante
por hoy. En realidad, tengo otro regalo. Este es para luego —dijiste.
El vendedor parecía saber mucho mejor que yo lo que venía ahora. Me
desabrochaste el pantalón, me lo bajaste un poco y después me bajaste las bragas; el
vendedor estaba mirando y ahí estaba yo, con las bragas en las rodillas. Entonces
sacaste unas bolas chinas y me las metiste con un dedo. Yo gemí de dolor.
—Para que no te olvides de mí en todo el día —dijiste.
Me subí la ropa y, caminando como pude, nos fuimos por fin a desayunar.

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DESEO
Al abrir la puerta me quedé sin palabras. Tenía que decirte unas cuantas cosas y, sin
embargo, cuando entraste todo había desaparecido en la vorágine de un deseo caliente
que se derramó dentro de mí como una marea desbocada. Ya no supe que decir, ya no
tenía nada que hacer sino entregarme. Siempre me ha resultado sorprendente cómo
besas, porque besas de una forma extraña; sólo puedo calificar así tus besos y me
pregunto si te lo han dicho antes. Nunca he sentido un beso como el tuyo. Es un beso
que no acaba de ser un beso; es un beso con el que no te entregas, como si estuvieras
guardándote algo. Tu beso me deja siempre con ganas de más, tu beso me da ganas de
llorar, tu beso parece estar siempre de paso, marchándose, igual que tú.
Por eso me quedé en silencio; no pude decir nada, pues tu presencia —vestida,
desnuda— siempre me deja sin palabras. Sé que ese es mi principal problema, porque
las palabras son mi herramienta de seducción, y suele funcionar excepto contigo, con
quien nada me funciona, con quien me quedo muda. Ya sabes que después no puedo
comer, apenas puedo respirar y, si te soy sincera, tampoco disfruto mucho en la cama.
Demasiado deseo termina por enterrar el placer, demasiado deseo impide soltar la
imaginación y agarrota la sensibilidad. Te deseo tanto, tanto, que no disfruto como
debiera. Es así; nunca me das tiempo a que vaya relajándome con el tiempo, a que
pueda controlar la velocidad a la que mi corazón late nada más verte. Cuando te veo
cerca, el corazón me mata, me late tan deprisa que respiro con dificultad y no soy
capaz de concentrarme. Necesitaría estar tranquila, pero nunca puedo dejar que mi
cuerpo se vaya acostumbrando a lo que tu cuerpo significa para mí. Nunca hay una
segunda vez, nunca puedo pensar «mañana irá mejor»; estoy desde el principio
obligada a pensar: «ahora o nunca», y no puedo.
Por eso me desnudé tan rápido, por eso te desnudé tan deprisa, sin poder
disfrutarte, y ¡tantas veces desde entonces me he arrepentido! Sin embargo, apenas
hubo por mi parte más que movimientos mecánicos con los que intentaba dominar
ese deseo que es más que el hambre, más que la necesidad de respirar, más que el
dolor cuando de verdad duele, más que todo y más que nada. Cuando el deseo se hace
necesidad absoluta, convierte al cuerpo en un apéndice de la voluntad que se intenta
controlar en vano. No controlaba mi cuerpo, pero miré el tuyo intentado
aprehenderlo, para recordarlo cuando no lo tuviera delante. Lo veía por primera
después de muchos años y lo intentaba comparar con el cuerpo que conocí y que no
he llegado a olvidar. Ha cambiado, desde luego. Ha cambiado como cambian todos
los cuerpos con los años, pero no está menos excitante, menos atractivo, al menos
para mí. Ha perdido en parte las formas femeninas de la juventud, que tan poco me
gustan; se ha hecho más redondo, ha perdido la forma definida en las caderas, el
pecho está un poco más caído… y sin embargo era para mí exactamente igual de

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deseable que entonces, porque lo que hace tu cuerpo deseable emana de dentro.
Puede que tu cuerpo siga siendo absolutamente deseable cuando seas una anciana
venerable; tienes esa suerte. Además, hay cosas que no cambian con la edad o que
incluso mejoran, como las manos. Tus manos son las mismas de entonces y yo aun
las encuentro más atractivas; las manos son de esas partes del cuerpo que mejoran
con la edad, al menos para mí. Las manos se vuelven menos carnosas con el tiempo,
más nervudas, más sensibles; las manos, con la edad, muestran experiencia y saber
hacer. Creo que nunca he tenido ocasión de poder decirte lo que me gustan tus manos,
que son como deben ser unas manos que se dispongan a entrar en mi cuerpo,
delgadas, pequeñas y de dedos finos. Es extraño que tus manos sean tan femeninas,
tan frágiles y capaces, en cambio, de guardar, o de aparentar tanta fuerza cuando
cogen las mías y las suben por encima de mi cabeza para sujetar mis brazos. Mis
manos, que son fuertes y grandes, no pueden nada contra tus manos pequeñas; así es
el amor, así es el deseo, que confunde y trastoca el orden de las cosas. Eres delgada y
debes ser débil; sin embargo, lo que más deseo en este mundo es que me domines,
que me venzas y que me pegues. Lo único que quiero es que me pegues y que me
acaricies, porque en esa combinación de fuerza y debilidad está eso que a mis ojos te
hace irresistible, lo que hace que te sueñe, te imagine y te desee, y supongo que lo
sabes. Quiero que me pegues, quiero que me abofetees, no porque me guste el dolor,
sino porque me gusta saber quién manda, quién controla, quién es quién en la cama,
orden sin el cual yo me pierdo. Quiero que me demuestres que puedes hacerme tuya y
yo quiero entregarme toda entera a ti para gozar; así son las cosas a veces y así de
extraño es el placer. Y no creas que me entrego siempre; en muchas otras ocasiones,
en cambio, me gusta mandar. Todo depende de lo que quiera dar o tomar.
Lo que más desearía contigo es tener tiempo. No quiero que me hables, ni me
cuentes, ni quiero yo contarte nada. No quiero tiempo para hablar, sino tiempo para
besarte toda entera, para lamerte toda entera. Para besar cada milímetro de tu piel,
para bajar la lengua por tu cuello, para chuparte los pezones, para bajar por tu vientre
hasta tu ombligo, para meter la lengua en tu vagina, para lamer tu clítoris, para
chuparte el culo. Quiero tener tiempo para que me vayas dando, uno detrás de otro,
los dedos de tus manos, para metérmelos en la boca, y para lamer las palmas de esas
manos que después entrarán en mí. Quiero tener todo el tiempo del mundo para mirar
tu coño que ahora está gris y precioso y que apenas tuve tiempo de mirar. Quiero
tiempo para poder darme cuenta de lo que está pasando, para tranquilizarme, para
poder tranquilizar mi corazón. Para darme cuenta de lo que me estás haciendo, de
todo lo que aún me puedes hacer. Me gusta cómo me tratas, me gusta cómo entran tus
dedos en mi vagina, invadiéndome, me gusta sentirme llena y vulnerable, me gusta
sentirme vencida, porque ese es un sentimiento extraño para mí que sólo se da en el
sexo, y me permite descansar, a mí, que soy tan fuerte. Daría años de vida por estar

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cerca de tu coño más a menudo, por poder besarlo, chuparlo, lamerlo, por poder
decirte cada día lo que me gusta, lo que me gusta su olor y su sabor salado, y lo que
me gustaría poder beber de él cada vez que tengo sed. Porque tu coño es precioso, el
más bonito que he visto, porque quien diga que todos los coños son iguales es que no
ha visto muchos. Son todos distintos. Necesito que me montes como tú sabes hacerlo,
porque es así como hay que hacerlo y como quiero que lo hagas. Y que no me dejes
correrme cuando quiero frotarme contra tu muslo, siempre demasiado pronto,
siempre demasiado excitada para poder concentrarme, siempre tan nerviosa que
tiemblo con sólo que me pongas la mano encima. Me gusta que me des órdenes al
oído y, si pudiera, ésas serían las únicas órdenes que yo seguiría en mi vida, que es,
para todo lo demás, una rebelión constante. Y me gusta, claro, cuando te corres con
ese placer inmenso que deja el mío tan pequeño, con ese placer que, siendo el tuyo, es
el mío, y me deja herida, y me dejó vencida desde el principio. Me gustas tanto que
no puedo pensar en otra cosa, ni desear a otra, ni querer otra cosa en el mundo que
volver a verte.

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UNA PEQUEÑA DIFERENCIA
Cuando me llamaron del hospital no podía sospechar que era para ofrecerme un
trabajo; suponía, más bien, que era para actualizar de nuevo mi curriculum. Cuando
estás en paro pueden llamarte a cualquier hora, en cualquier momento y de un día
para otro. No te da tiempo a pensártelo: suponen que, como estás parada, no tienes
nada que hacer. Y así fue; me llamaron un martes y el miércoles me estaba
entrevistando un matrimonio que buscaba a alguien que se ocupara de su hija Celia,
que acababa de salir del hospital después de un año de internamiento y rehabilitación.
Al parecer, había tenido un accidente de coche, había estado muy grave y ahora que
salía del hospital no quería volver a vivir con sus padres. Éstos, temiendo que no
pudiese vivir sola, querían contratarme, al menos para los primeros meses. Claro que
no tenía que estar todo el día con ella sino, si acaso, ayudarla en lo más difícil:
bañarla, hacerle la compra, pasear con ella… No sabía exactamente qué tenía que
hacer, porque no sabía exactamente lo que me iba a encontrar, aunque sus padres ya
me habían advertido de que era una chica muy obstinada y muy difícil.
Y lo que me encontré fue a una mujer de unos treinta años en silla de ruedas. Muy
atractiva, con una sonrisa muy bonita y unos ojos grises que le daban un aire especial
a toda su cara, que era muy delgada. Estaba rabiosa porque sus padres le habían
impuesto mi presencia y prefería pensar que podía hacerlo todo sola. Yo me había
hecho a la idea de que iba a un lugar en el que sería muy necesaria y por tanto bien
acogida, pero me encontré con todo lo contrario: con una mujer que había tenido que
transigir en parte, y que no tenía ninguna gana de transigir en nada más. Además,
tenía razón: apenas me necesitaba porque se las hubiera arreglado sola. El edificio y
el piso al que se había mudado después del accidente estaban perfectamente
adaptados. Sus padres tenían dinero y allí no se había escatimado nada para que ella
estuviera cómoda y para que su silla pasara por todos los huecos. Había agarraderas
donde eran necesarias y no había lugar al que no pudiera acceder; incluso las
necesidades más engorrosas, como ir al baño, las tenía solucionadas.
En todo caso, me pagaban para que estuviera con ella y eso hacía. En algún
momento llegué a pensar en decirle a sus padres que se estaban gastando el dinero a
lo tonto, pero lo fui retrasando porque después de tanto tiempo en paro, si aquellos
padres millonarios decidían gastarse su dinero para que su hija no estuviese sola,
¿quién era yo para decir nada? Era un trabajo fácil, cómodo y bien pagado y, además,
Celia me cayó bien desde el principio, teníamos la misma edad, nos reíamos de las
mismas cosas y charlábamos con gusto durante los paseos. La segunda semana ya era
más que eso: estaba deseando que llegara la hora de ir a su casa y me di cuenta de que
pensaba en ella más de lo debido. Eso comenzó a angustiarme y a preocuparme
porque, al fin y al cabo, Celia era mi paciente y yo tengo una ética profesional.

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Además, me preocupaba mucho pensar en ella de esa manera, porque no estaba
segura de cuánta sensibilidad sexual le habría quedado ya que, desde luego, en las
piernas no tenía nada. Pero no me atrevía a preguntarle, claro.
La tercera semana seguía sin saber qué hacer cuando de repente, una tarde, me
dijo:
—¿Por qué no me bañas?
Hasta ese momento ella se había bañado, por lo que yo sabía, sola y sin
problemas. Pero no le di mayor importancia y pensé que estaría cansada, ya que
habíamos dado un largo paseo. Por eso me puse a llenar la bañera pero, a medida que
el agua subía de nivel, también mi nerviosismo fue subiendo. No sabía si ese «¿Por
qué no me bañas?» incluía desnudarla, meterla en la bañera, o qué. Lo cierto es que
hasta ese momento, aunque la había ayudado a vestirse, ella se ponía la ropa interior
y nunca la había visto completamente desnuda. De repente, verla totalmente desnuda
me puso muy nerviosa; últimamente había pensado muchas veces en ella y la
encontraba cada vez más deseable. Cuando la bañera estuvo llena supe que no quería
hacer aquello. Nunca me había pasado nada igual, y eso que me paso el día llevando
gente desnuda de un lado a otro.
—El baño ya está preparado —le dije—; métete tú sola, que puedes
perfectamente.
Esperaba estar diciendo esto con mi tono más profesional.
Se acercó al baño en su silla de ruedas y se paró en la puerta.
—No, desnúdame y báñame. Estoy muy cansada, no me siento capaz.
Mis nervios tenían que ver, sobre todo, con mi ética, con la necesaria distancia
que hay que tener con todos los pacientes, con los problemas que pueden surgir en
situaciones más o menos embarazosas. Pero me dije a mí misma que, o era capaz de
hacer aquello o tendría que cambiar de profesión. Así que me dirigí a Celia, la cogí
en brazos y la dejé, con mucho cuidado, sentada sobre la cama. No pesaba nada, para
lo que estoy acostumbrada a manejar. Se dejó desnudar como una niña y mi corazón
se aceleró de tal manera que ella tenía que oírlo por fuerza. Apenas podía mirarla
desnuda; estaba delgada y su cuerpo muy blanco después de tantos meses sin tomar el
sol. Un cuerpo pálido en el que solo se señalaba el ocre de los pezones y el negro del
pubis, que se notaban aún más por el contraste con la blancura de su piel. La miraba
sin querer mirar, casi como si no la viera a ella, como si no fuera una mujer, como si
no fuera esa mujer que me gustaba, que me venía gustando tanto. Intentaba pensar en
otras cosas cuando tuve que agacharme para cogerla de nuevo; ahora su cuerpo
desnudo me produjo un escalofrío, como si su desnudez se pasara a mi cuerpo.
Cuando la tuve en brazos, ella se abrazó a mi cuello; su respiración estaba tan cerca
de mí y su boca tan cerca de la mía que tuve que hacer un verdadero esfuerzo para no
besarla en ese momento. Su boca me llamaba, su aliento me llamaba.

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Me pareció que me miraba con cierta ironía, pero yo intentaba que nuestras
miradas no se cruzaran. La llevé hasta el baño y la introduje en la bañera. En ese
momento mi respiración estaba ya muy alterada, pero quise creer que era del esfuerzo
de llevar un cuerpo en brazos. No sabría decir en qué momento la profesionalidad
había desaparecido engullida por el deseo. Celia parecía ajena a todo y se recostó en
la bañera, cerró los ojos y dejó que yo me ocupara de ella. Me pidió que le lavara el
pelo y eso lo hice con gusto, porque no me pareció peligroso; lo hice muy
suavemente y acariciando en círculos su cuero cabelludo, dejando que el placer
sensual que ella parecía sentir me invadiera a mí también. Cuando acabé de lavarle el
pelo y de aclarárselo, la enfermera ya había desaparecido. Toda mi piel se había
contagiado del placer que Celia parecía sentir: era como si me hubiera vestido un
traje de sensibilidad extrema, que me tapara desde la punta del pie hasta el último
pelo de mi cabeza.
Después, cuando acabé con el pelo, llené la esponja con jabón y, acariciándola,
comencé a pasarla lentamente por su cuerpo. No hubo un centímetro de su piel por
donde no pasara la esponja. Le lavé un brazo, después el otro, las axilas, los hombros;
le enjaboné la espalda desde la nuca hasta la raja del culo, en círculos, muy despacio
y con suavidad. Cuando llegué al culo le introduje, cuidadosamente, parte de la
esponja, y, después, como si no cupiera o fuera demasiado áspera, le lavé suavemente
el culo con la mano. A estas alturas yo estaba completamente excitada y mi
respiración era lo único que se escuchaba en ese baño, mientras que ella se dejaba
hacer con los ojos cerrados, muy concentrada. Después, la seguí lavando por delante,
el cuello, el escote y los pechos, con especial cuidado en los pezones. De vez en
cuando la miraba tratando de adivinar qué sentía, pero parecía estar en otro mundo.
Yo desde luego sí lo estaba; a esas alturas estaba en el mundo del deseo.
Bajé la esponja suavemente por su vientre, por sus caderas. Y ahí me detuve para
comenzar por abajo; por los pies, que ella no debía sentir, pero yo sí, las piernas, la
parte interior de los muslos. Pasé la esponja dulcemente por el pubis, hacia adelante y
después hacia atrás. Ella estaba como dormida, su respiración apenas se notaba.
Cuando estuvo llena de jabón, para no moverla, comencé a aclararla con la ducha y
volví a repetir toda la operación con el chorro de agua caliente, mientras pasaba mi
mano por su piel como si le quitara el jabón. El agua, su cuerpo desnudo, mi mano
acariciando cada centímetro de su piel… y ella que no decía nada, que no hacía nada.
Supuse que podía continuar.
Puse la mano en su cuello mientras la masajeaba con el agua caliente y después
recorrí sus hombros. A esas alturas yo estaba tan mojada que podría pensarse que el
agua con la que estaba bañando a Celia me había empapado a mí. Pero ella no parecía
darse cuenta de nada, con los ojos cerrados, la respiración pausada, y yo lo único que
quería a esas alturas era besarla. Desde los hombros bajé por delante, por la parte de

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su precioso escote y, temblando, puse mis mano en uno de sus pechos, como si
siguiese quitando un jabón inexistente. Temblando de excitación y de miedo cogí un
pezón entre mis dedos índice y corazón y me pareció, sólo me pareció, escuchar una
especie de gemido que salía de ella, aunque no abrió los ojos. Entonces ya no pude
evitar acercar mi lengua a ese pezón que sobresalía entre mis dedos. Celia sonrió
levemente. Ahora sí, le chupé con fuerza el pezón y entonces emitió algo parecido a
un sonido de placer. Fui a su boca y la besé con todo el deseo que mi cuerpo
acumulaba en ese momento. La besé tan fuerte, la mordí tan fuerte, con tanto deseo,
con tantas ganas, que se quejó de dolor. Pero yo no podía parar y le besé toda la cara
y la mordí con rabia en el cuello.
Después me calmé y la saqué del agua. La envolví en una toalla y la llevé de
nuevo a la cama. Entonces me dediqué a secarla de la misma manera que la había
enjabonado, acariciando con la toalla cada centímetro de su piel, suavemente, cada
uno de sus dedos, cada uno de sus miembros y, ahora ya sin miedo, cada uno de los
orificios de su cuerpo. Dejé que el deseo, inundándome, volviera a crecer desde mi
estómago. La secaba con la toalla y la mojaba con la lengua. Jamás había estado tan
excitada, nunca en mi vida. La obligación de ir despacio que me había impuesto,
cuando en realidad quería echarme sobre ella, frotarme contra su cuerpo y comérmela
a besos, esa lentitud me transportaba a una dimensión del placer desconocida. Al
mismo tiempo que iba acariciando su piel era como si ella acariciara la mía. Mis
manos la tocaban con un ritmo desconocido para mí pero, al mismo tiempo, era como
si unas manos invisibles, me estuvieran haciendo lo mismo. Y mientras, Celia
permanecía quieta y concentrada, los ojos cerrados, su respiración estaba ahora
perceptiblemente más acelerada y podía ver que tragaba saliva. Era como si toda ella
estuviese volcada en su piel, como si se hubiera fundido en ella y, por lo que a mí
respecta, puedo jurar que era como tener la piel en carne viva. Sentía que podía
correrme sin hacer nada, simplemente con que cerrara las piernas; y aún estaba
vestida. Llegó un momento en el que ya no pude más. Me levanté, me desnudé y me
tumbé sobre ella para, nada más apretar mi coño contra el suyo, tener un orgasmo que
se venía acumulando y retrasando desde hacía un buen rato. Emití un gemido
ahogado, como si no quisiese romper aquel silencio casi religioso.
Al acabar, me sentía terriblemente mal, con ganas de llorar. Me dejé caer a un
lado y la miré. Entonces ella abrió los ojos y vio los míos llenos de lágrimas.
—¿Qué te pasa?
Yo no tenía palabras. Celia se rió:
—¡Ha sido fantástico, de verdad! Una de las mejores experiencias corporales que
he tenido.
Celia goza de otra manera y yo gozo de ella porque tiene manos, boca, lengua y
porque sabe cómo hacer para llevarme al paraíso.

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DESDE SAN FRANCISCO
Me gustan las chicas peligrosas. Yo soy tranquila y prudente, conservadora y
tradicional, y por eso nadie diría de mí que en el sexo me va la marcha y que cuanta
más caña me den, mejor. Pero sí, así es, en el sexo nada es lo que parece y por eso me
enamoré de Ruth, que es una chica dura, muy dura. Así que nos entendemos bien ella
y yo. Es aficionada a todo tipo de artefactos, al cuero y a darme fuerte, le gusta
atarme y a mí me gusta que me ate y me folie de esa manera, completamente
indefensa. Le gusta atarme a la cama, al somier, con los brazos abiertos, o al
cabecero, un poco incorporada; a veces le gusta atarme con las manos a la espalda,
así es como más indefensa me siento y como siento también que mi cuerpo está más
expuesto, y esa exposición me hace gozar. A mi novia le gusta follarme con todo tipo
de pollas que compra por Internet y siempre se queja de que aquí no haya clubs S/M
como en otros países; dice que, por no haber, no hay siquiera locales de cuero para
mujeres. Es cierto que nos dejan entrar en algunos locales de chicos, pero no es lo
mismo. Ruth siempre anda frustrada porque no encuentra el ambiente que a ella le
gustaría, aunque, en mi opinión, debería estar contenta y no quejarse tanto. Debería
estar contenta de haberme encontrado a mí: le digo que no es sencillo encontrar a
alguien que te siga hasta donde quieras llegar, tan lejos como quieras, y que las chicas
tan duras como ella no lo tienen fácil. A Ruth le gusta mucho viajar y supongo que,
cuando está por ahí, buscará esos lugares de los que habla y a los que yo nunca la he
acompañado. Lo cierto es que, por lo que cuenta, creo que me daría miedo entrar en
un lugar de ésos. Me gusta el peligro, pero no sé si tanto; creo que me gusta el peligro
siempre que pueda controlarlo. A Ruth, al fin y al cabo, ya la conozco, y le tengo
cogido el aire, pero no estoy segura de que me gustara hacer algunas de las cosas que
me cuenta que hace cuando sale al extranjero. Quizá es que, después de todo, soy un
poco provinciana, me gusta lo que conozco y puedo controlar.
Sin embargo, una vez, el verano pasado, el extranjero, con todos sus peligros, se
me metió directamente en casa y tuve verdadero miedo, aunque me duró poco. Una
tarde sonó el teléfono: era Ruth.
—Hola, tengo un regalo para ti. Es una sorpresa. Estate aquí en media hora —y
colgó.
«Aquí» era, claro, su casa, y el regalo, por la voz con la que lo dijo, supuse que
sería un nuevo dildo de tamaño superior a lo normal para taladrarme como a ella le
gusta —y a mi también…— o cualquier juguete nuevo. Así que salí hacia su casa
contenta y en estado de máxima excitación. Sólo el oír a Ruth me pone, porque nunca
sé qué va a hacerme, pero sé que, en todo caso, todo lo que me haga va a gustarme.
Me conoce muy bien y siempre me da lo que quiero.
Llegué a su casa y me abrió la puerta antes incluso de que tocara el timbre. Debía

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haber oído el ascensor.
«Pues sí que tiene ganas», pensé. Iba vestida como va siempre, con vaqueros y
camiseta; los pezones se transparentaban claramente por debajo de la camiseta, ya
que nunca lleva sujetador; siempre va así a todas partes, todo el mundo la mira y a mí
me encanta que la miren, porque pienso que, en realidad, es mía. Por eso, ahora, nada
más verla, puse mis manos en sus tetas y cogí sus pezones por encima de la tela,
susurrándole al oído:
—Me gustas tanto, tanto…
Pero en esta ocasión ella estaba distinta; se desasió y me dijo.
—Vamos a ver cuánto te gusto.
Y eso sonó como una amenaza. Me cogió de la mano y me llevó al salón, donde
me encontré con otra chica que se levantó del sofá al vernos entrar. No la había visto
nunca y, además, parecía extranjera. Era muy rubia, llevaba el pelo muy corto, un
piercing en la ceja y vestía igual que Ruth.
—Es Amanda, una amiga de San Francisco.
Así que aquí estaba una de sus amigas de San Francisco, donde me contaba que
tan bien se lo pasaba en los bares de cuero para chicas.
—Llegó el lunes y ha venido a pasar unos días.
Llegó el lunes y estábamos a sábado, así que Amanda llevaba con ella seis días y
Ruth no me había dicho nada. Me invadieron los celos, no pude evitarlo, y me puse
de muy mal humor. Ruth folla con quien quiere y cuando quiere, pero yo prefiero no
saberlo y mucho menos verlo, porque no puedo evitar que me duela. Si alguna vez la
he visto ligar con alguien estando yo delante, me he marchado y he pensado en
dejarla. Ya sé que es una tontería, pero es verdaderamente lo único que me hace daño.
No me cabía duda de que con aquella americana había habido sexo y, conociendo a
Ruth, mucho sexo. Entre otras cosas porque no me parecía posible que tuviese a una
chica en casa y no se la tirase y, además, porque la americana no parecía
precisamente una monja. La americana empezó a mirarme a mí de arriba abajo y
después le dijo algo a Ruth que yo no entendí, porque no hablo inglés. Ahora las dos
sonreían y yo no sabía por qué, pero la mirada de la americana primero y la de Ruth
después me transmitieron una especie de amenaza indefinida, que hizo que mi
corazón palpitara más deprisa de lo normal. Mis bragas comenzaban a empaparse.
Ruth se acercó a mí y comenzó a manosearme las tetas mientras me decía al oído:
—Vamos a hacerte un regalo.
Eso sí que sonó directamente como una amenaza, y un escalofrío de placer y de
miedo recorrió mi columna vertebral. Sin darme tiempo a darme cuenta de nada, Ruth
comenzó a besarme mientras me desnudaba y yo me dejaba hacer pensando que era
un juego nuevo, que sería agradable y que sería tan placentero como siempre.
Además, no me niego a nada que venga de ella, y menos cuando me besa. Pero

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cuando terminó de desnudarme se apartó de mí para que Amanda me mirara y me
juzgara, y yo me sentí muy incómoda allí desnuda bajo su mirada. Comenzó a no
gustarme aquella situación y le dije a Ruth que me marchaba, haciendo ademán de
coger mi ropa. Pero se acercó a mí, me cogió por la barbilla, me miró fijamente y me
dijo:
—Le he prometido a Amanda que tendríamos sexo y le he dicho que eres muy
obediente. Si ahora te vas y me pones en entredicho, es mejor que no vuelvas nunca.
Me quedé pasmada, paralizada, muy caliente también con aquellas palabras y,
antes de que me diera cuenta, Ruth ya estaba otra vez besándome y acariciando todo
mi cuerpo, y yo entregada a ella.
Amanda se acercó a nosotras y comenzó a besarme también; en un momento me
vi besada, acariciada, lamida por dos bocas, y cuatro manos me succionaban los
pezones, se metían en mi boca, en mi ombligo y me bajaban por el vientre. Las
manos fuertes de Ruth me abrieron las piernas y sus dedos me penetraron con tanta
fuerza que, a pesar de lo mojada que estaba, lancé un gemido de dolor. Después sacó
su mano y esparció mi flujo por la parte de dentro de mis muslos. Yo ya no sabía
quién de las dos me hacía qué; sólo podía gemir y tratar de que el aire me llegara a
los pulmones, porque cuando no tenía una boca en mi boca tenía otra. Enseguida
alguien me lamió la nuca y todos los pelos de mi cuerpo se erizaron, al tiempo que
volvía a notar que unos dedos entraban en mi vagina, ahora más suavemente,
mientras el pulgar de la misma mano apretaba mi clítoris. Estaba entre dos cuerpos
que subían y bajaban por el mío y pensé que iba a desmayarme porque me sentía
como hueca, como si me hubieran vaciado de aire. Y cuando estaba llegando a un
punto de no retorno en la excitación y el placer me iba a desbordar, vi que Ruth cogía
de la estantería el arnés de siempre y un dildo nuevo que me pareció enorme, al que
puso un condón. En general nunca usa lubricante, porque con el condón y mi
humedad no hace falta. Pero en esta ocasión, tal vez por su tamaño, lo untó todo de
lubricante. Amanda no se apartaba de mi cuerpo mientras yo miraba de reojo lo que
hacía Ruth; hasta ahí todo era más o menos normal. Después cambiaron de nuevo;
Ruth vino hacia mí con el arnés sobre los vaqueros y Amanda cogió de la estantería
un guante de goma, que también untó de lubricante, y se lo puso.
—Vamos a follarte —dijo Ruth— como a ti te gusta.
—No —dije yo, suponiendo lo que iba a pasar y no estando muy segura de que
aquello me fuera a gustar. Mi «No» hizo que Ruth me diera una sonora bofetada. Casi
nunca me pega porque dice que es demasiado fácil, así que aquella bofetada hizo que
deseara verdaderamente ser follada.
—Sí —susurré entonces—, sí.
Ruth me empujó contra el brazo del sofá y abrió mis piernas con las suyas.
—Así sí me gusta, que te abras para mí.

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Y me metió primero los dedos, uno, dos, tres, y después los sacó y apretó la punta
del dildo contra mí. Inmediatamente comenzó a metérmelo muy despacio. Mientras
me decía al oído cosas como:
—¿Te gusta, verdad que sí?
Y sí, me gustaba, pero también me dolía. Tenía la sensación de que se me estaban
rompiendo las tripas, de que aquello no cabía, pero sí que cupo. Después me levantó
sobre ella, casi a pulso, y yo la abracé con mis piernas. Ella me ayudaba con sus
manos en mi culo. Yo apenas podía ni respirar con aquella cosa dentro, y cada
inspiración y expiración salían de mi cuerpo con dolor y acompañados de mi voz
quebrada. Ahora, Ruth se dio la vuelta y fue ella la que se apoyó sobre el brazo del
sofá conmigo allí prendida, de manera que me pudo inclinar un poco hacia delante. Y
luego fue Amanda la que se acercó por detrás con su guante lleno de lubricante,
echándome sobre el culo otro sobre más. La verdad es que en ese momento di gracias
de que fuera una mano y no un dildo lo que iba a meterme: pensé que podría
soportarlo. Ruth rodeó mi cuerpo con sus manos, las puso sobre mi culo y me lo abrió
para que entrara Amanda; entonces sí que grité, pero Amanda puso su mano
izquierda encima de mi boca, de manera que mis gritos quedaron ahogados. Amanda
empezó a acariciarme el ano y tuve la impresión de que se abría solo ante la presión
de su dedo, que comenzó a hundirse en mis entrañas; primero la punta y después el
dedo entero. Me sentí más allá del dolor y si no gritaba era sólo porque ahora era la
boca de Ruth la que estaba sobre mi boca y me lo impedía. Las dos empezaron a
moverse, una con el dildo, otra con el dedo, y yo sentía que no era más que un
agujero penetrado. Entonces, Ruth dejó de sujetarme con sus manos, quedé apoyada
en sus caderas y con la fuerza de mis piernas y puso al menos una de sus manos sobre
mi clítoris comenzando simplemente a apretar mientras entre ambas seguían
moviéndome. Pero el dolor impedía que me corriera; era una sensación extraña donde
en el límite del dolor encontraba un enorme placer y al revés. Cuando no podía más,
cuando verdaderamente estaba a punto de llorar, ambas salieron de mí y Ruth siguió
acariciándome el clítoris; entonces el orgasmo llegó desde dentro, en oleadas, como
si me hubieran conectado a una máquina eléctrica. No fue un estallido seco, como
otras veces, sino que era como si el estallido tuviera un centro que se situaba en mi
vientre y desde allí fuera expandiéndose por cada centímetro de mi piel, como las
ondas de una explosión. Entonces sí que grité como nunca, y cuando Ruth terminó yo
no me tenía en pie. Si me hubiera soltado me habría desmayado. Pero Ruth no me
soltó, sino que me cogió con mucho cuidado y me tumbó en el sofá. Se arrodilló a mi
lado y me besó en el vientre. Yo cerré los ojos y oí que se decían algo. Creo que
después me dormí y que ellas se fueron al dormitorio, pero no me importó. Al fin y al
cabo, lo que ocurriera ahora allí dentro me lo deberían a mí.

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INFIDELIDADES
Nos conocimos hace años, muchos años, y nos gustamos. Ambas estamos casadas y
ambas hemos decidido no poner en riesgo nuestras respectivas parejas. Al fin y al
cabo, todas las historias se acaban pareciendo y no merece la pena, en mi opinión,
cambiar de vida para pasar de una a otra, a no ser que la que se viva sea insoportable.
Pero quiero a mi marido, me gusta mi vida con él y también me gusta Carolina y el
sexo con ella. Con Carolina comparto algo más que sexo, algo que ella me da y que
me dura mucho tiempo; me sirve para masturbarme, para vivir, para sentir cuando
estoy con mi marido o en medio de una mañana de trabajo. Es un equipaje que ella
me da para tener una ilusión extra por la vida.
Fue en el campo. Nuestros maridos son compañeros de trabajo y habíamos
quedado para comer en su chalet de la sierra, porque Jorge quería presentarnos a su
nueva novia, Carolina. Carolina es de madre guineana y padre español. Es mulata y
muy guapa; nada más verla envidié a Jorge. Además es muy simpática y se ríe
mucho, con una risa abierta que alegra la vida. Nos entendimos bien y conectamos
enseguida así que, después del primer día, comenzamos a quedar para salir y nuestros
maridos, claro, encantados de que fuéramos amigas. Pronto empecé a pensar en ella
sexualmente y a todas horas. No fue una sorpresa que la deseara, porque me gustan
los hombres y las mujeres y tengo relaciones con ambos. Pero Carolina parecía una
heterosexual sin fisuras y siempre hablaba de hombres. Por mi parte, comencé a
introducir temas de contenido sexual en nuestras conversaciones. Como ya teníamos
cierta intimidad a veces hablábamos de nuestra infancia, de nuestra juventud, de
nuestras primeras experiencias, y fue entonces cuando le conté que mi primera
experiencia sexual había sido con una compañera de colegio y que habíamos estado
juntas tres años más o menos. Carolina se sorprendió mucho y dijo que siempre había
sentido curiosidad por las mujeres. Poco a poco me di cuenta de que era ella la que
sacaba el tema más a menudo, como sin querer darle importancia. Me decía, por
ejemplo, que ella había tenido una amiga lesbiana y que había sentido cierta atracción
hacia ella, pero que nunca se había atrevido a decir nada. Hacía constantemente ese
tipo de comentarios y para entonces yo ya estaba segura de que acabaríamos en la
cama, pero no quería arriesgarme porque me asustaba un poco su reacción posterior.
La veía un poco perdida, bastante frágil y vulnerable. No quería hacerle daño, no
quería que se colgara de mí y que comenzara a llamarme a casa hasta que Manuel
acabara por enterarse; tampoco quería que se sintiera mal y nuestra amistad se
rompiera, porque la apreciaba de verdad y me gustaba su compañía y nuestras
interminables conversaciones por teléfono. Pensé mucho en todas las posibilidades
pero, al mismo tiempo, no podía dejar de desearla, cada vez con más intensidad.
Hasta que llegué a la conclusión de que tenía que intentarlo, porque si no lo hacía

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tampoco podría seguir viéndola. Por entonces ya me resultaba imposible salir con ella
únicamente como amiga.
Aproveché un día en que Jorge y Manuel se fueron de viaje, algo bastante
frecuente, para llamarla y decirle que se viniera a dormir a casa, porque no me
gustaba estar sola. Vino más o menos a la hora de cenar. Yo había preparado una
buena cena y un buen vino y bebí un poco más de la cuenta para darme valor, pues no
estaba muy segura de lo que iba a hacer, ni tampoco de su respuesta. Lo cierto es que
ambas bebimos mucho. Hablamos, nos reímos y por fin nos fuimos al dormitorio. En
mi casa sólo hay una cama de matrimonio. Carolina comenzó a desnudarse y al
quitarse la ropa apareció con un sujetador negro de seda y unas bragas negras a juego.
Estaba sexy, preciosa y deseable. Y se lo dije.
—Estás preciosa.
Entonces, la tímida Carolina me dijo:
—¿Te gusto? Pues demuéstramelo. Tú eres la experta.
No me sentía muy experta en ese momento, pero me acerqué a ella, acaricié la
seda del sujetador y levemente los pezones por encima de la tela hasta que crecieron
lo suficiente. Estuve así bastante rato mientras nos mirábamos. Me gustaba que ella
nunca lo hubiera hecho con una mujer, porque percibía claramente cómo la excitaban
aquellas caricias leves en sus pezones.
Los hombres no suelen hacer estas cosas, pues suelen ser muy aburridos en la
cama. Después, metí la mano bajo la tela y le saqué las tetas sin quitarle el sujetador.
Primero una y después la otra. Ahora era a mí a quien resultaba muy excitante verlas
así, apretadas contra el sujetador de seda, disparadas hacia el cielo. Le metí la mano
por debajo de la braga para sacarla, ya muy mojada. Nunca me había pasado, pero de
pronto me di cuenta de que estaba excitada por una braga y un sujetador, excitada por
la ropa interior. Normalmente, con las chicas con las que me había acostado, la ropa
interior había desaparecido enseguida; más bien había sido arrancada con prisas. Así
que le dije:
—No te muevas, no te quites nada —y la tendí en la cama, con las tetas
comprimidas por la fuerza del sujetador. Yo sí me desnudé a toda velocidad y me
tumbé encima. Ella, simplemente, echó hacia atrás sus brazos y se agarró al cabecero
de la cama; fue como si estuviera poniendo todo su cuerpo a mi disposición. Eso me
puso muy cachonda.
Se dejó besar, y acariciar, y lamer, y chupar, sin quitarse la ropa interior, a veces
con las tetas por fuera, a veces por dentro, según me apetecía. Le olí el coño por
encima de la braga negra y me llegó su olor, un olor inconfundible que después
impregna toda la habitación y las sábanas cuando una amante se va. Le acaricié muy
lentamente los bordes de la braga por el interior de los muslos, con la lengua y con
los dedos, acercando mis dedos a su clítoris pero sin llegar a tocarlo. Cogí la parte de

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atrás de las bragas y se la metí en la raja mientras apretaba la tela con el dedo,
presionando hasta introducírsela incluso por el culo.
Me gustaba mucho el contraste entre nuestras dos pieles. Entre su piel negra y la
mía, entre su coño inmensamente poblado, que asomaba por los lados de la braga y,
el mío, afeitado con la forma del bikini que me pongo en verano. Metí mi boca entre
esos pelos, olí y metí mi lengua bajo las bragas, hasta que por fin se las quité. Ya
tenía ganas de tocarle ese botón que tenemos entre las piernas y que nos conduce
directamente al mismo cielo cuando lo manejamos bien. Le puse la mano en lo alto
del pubis y la fui bajando hasta llegar al clítoris, empapado ya. Tumbada sobre ella,
con la boca jugando con su teta y su pezón y mi mano manejando por abajo, Carolina
tuvo su primer orgasmo con una mujer. Gritó tanto que tuve que poner mi boca
encima de la suya. Lo hicimos otra vez esa noche y otra vez por la mañana antes de
que se fuera. Todo fue bien. Nos vemos mucho y follamos poco. Nos vemos mucho
para que el deseo crezca y se mantenga, follamos poco para no liarnos la vida y para
que el deseo no se acabe. Es un buen acuerdo que nos satisface a las dos.

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VIAJE DE TRABAJO
Carmen suspira satisfecha cuando el avión comienza a rodar por la pista en dirección
a Miami. Siempre que un avión despega y ella va dentro, tiene esa agradable
sensación de que deja su vida atrás, como si abriera un paréntesis que cerrará cuando
regrese. Nunca sabe qué le deparará un viaje de trabajo, porque siempre va abierta a
lo que surja. No se pone límites e intenta aprovechar todo lo que puede. En cualquier
caso, ligar siempre ha sido muy fácil para ella, porque los congresos son los sitios
perfectos para tener aventuras extramatrimoniales sin consecuencias. Los congresos
médicos a veces reúnen a cientos de personas que después de la sesión de trabajo
salen a cenar y tienen ganas de divertirse, de follar, para qué vamos a engañarnos,
luego se emborrachan… y pasa lo que pasa. De hecho, Carmen lo ve cada vez que
asiste a uno. Ve a sus compañeros y compañeras casados saliendo y entrando de
habitaciones que no son las suyas, como adolescentes que salen de viaje por primera
vez. A ella no le pasa tan a menudo como a ellos, porque para una lesbiana no es tan
sencillo como para los heterosexuales: el mundo está lleno de ellos. También está
lleno de lesbianas, sí, pero lleva un poco de tiempo reconocerlas y a veces, si te
mueves en un círculo restringido, no es tan sencillo identificarlas en una noche o dos.
No es fácil reconocer a una lesbiana entre cien personas, sobre todo si sólo hablas con
diez o doce de ellas. Además será por la edad, pero últimamente se encuentra
cansada; son cincuenta años y le pesan un poco, sobre todo a la hora de dormir pocas
horas si al día siguiente tiene que exponer una ponencia o trabajar. Ya no es como
antes, cuando podía pasarse la noche sin dormir y aparecer a la mañana siguiente
como si tal cosa. Eso, a su edad, es imposible, así que cuida sus horas de sueño.
Le gustan los viajes en avión porque le proporcionan tiempo para pensar. Casada,
enamorada, bien casada… le gusta su mujer. Le gusta desde todos los puntos de vista.
Nunca se aburre con ella y la hace reír mucho. Sexualmente les va bien, ella le gusta
mucho y, aunque evidentemente no es como al principio, sigue habiendo buen sexo
entre ellas. Lola encarna exactamente su tipo físico ideal. Le gustó desde que la vio,
tuvo que esperar que se separara de su marido, tuvo que convencerla de que era
lesbiana, lo que costó un poco, tuvo que conquistarla… pero lo consiguió. Y jamás se
ha arrepentido ni de esperar, ni del lío que supuso todo aquello, aquel horrible
divorcio suyo. Están muy a gusto la una con la otra, son muy complementarias, en
fin, que se quieren. Jamás han pensado en la posibilidad de ser una pareja abierta,
porque eso a ambas les parece imposible de mantener; no hay pareja que lo aguante
o, al menos, ellas piensan que no podrían aguantarlo. Ambas son más o menos fieles,
aunque no es fácil. A Carmen la monogamia siempre le ha costado mucho, así que ser
fiel a Lola es un sacrificio mayor de lo que seguramente la misma Lola supone, pero
lo hace por amor. En realidad, sólo le es infiel en los viajes de trabajo, con mujeres de

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las que no recuerda el nombre y a las que está segura de que no volverá a ver. En su
opinión, eso no puede contarse exactamente como infidelidad. No se lo dice, por
supuesto. ¿Para qué? Al volver a Madrid ni siquiera se acuerda del asunto. Además,
Carmen es una firme partidaria del «ojos que no ven, corazón que no siente». Poner
en riesgo su pareja, su amor, porque una vez en Londres o en Milán o en donde sea se
haya tirado a una médica en un congreso… la verdad es que le parecería una
completa injusticia: para ella misma y para Lola. La verdad no siempre es lo que
parece.
En cuanto a Lola, Carmen no sabría decir si le ha sido siempre fiel, porque a
veces también tiene que viajar por trabajo y, en fin, la carne es débil, y la suya
también. No se le ocurriría preguntar y desde luego prefiere no saber. Le dolería, por
supuesto, y a ella le dolería también si supiera de sus pequeñas infidelidades. Las
cosas del amor son así, extrañas y, por más que nos empeñemos, no logramos
controlar ese afán de posesión que parece que va en el lote cuando te enamoras. A
veces hay que esconder la verdad, porque hace daño.
Ese era su estado de ánimo, esos eran sus razonamientos en el viaje mientras
repasaba la ponencia que leería en un congreso relacionado con las terapias
hormonales para las mujeres menopáusicas, esas en las que ya nadie cree —me
refiero a las terapias— excepto las compañías farmacéuticas, que todavía están
dispuestas a gastar mucho dinero tratando de convencer a los médicos para que
extiendan recetas a toda mujer que se ponga a tiro y que tenga la menopausia, la
premenopausia o la menopausia entera. El congreso duraba cuatro días más los dos
de viaje: una semana en total. De su casa había salido de mal humor porque le
costaba marcharse; cada vez le da más pereza tantas horas de avión, pero después, en
cuanto se sube, se alegra de ir. Además, en esta ocasión, el hospital donde trabaja se
ha empeñado en que tenía que ir y ella va dispuesta a aprovechar el tiempo y, ya que
va, se dará al menos un chapuzón en la playa.
Pero no tendrá ocasión. El primer y el segundo día fueron de trabajo constante y
muy intenso. Durante la segunda jornada expuso su ponencia, que fue bien y, sólo
después de haber cumplido con su deber, se relajó y se permitió salir con sus
compañeros españoles a cenar. Durante la cena bebieron bastante, como suelen hacer
los españoles. Después de la cena se empeñaron en ir a una discoteca y Carmen se vio
en la obligación de acompañarles, pero allí se aburría terriblemente y se entristeció un
poco. Echaba de menos a Lola y, además, se sentía cansada de tanta heterosexualidad.
Fue entonces cuando tuvo una idea absurda: se le ocurrió llamar a un taxi y
marcharse sola a una discoteca de mujeres. Carmen es de esas lesbianas que piensa
que no se puede ir a una ciudad sin llevar la dirección de un par de locales de
ambiente, por si surge la ocasión de poder dar una vuelta y ver al menos cómo se
mueven las lesbianas en ciudades y culturas distintas. Desde luego no esperaba ligar,

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sólo mirar, estar un rato y contarle después a Lola cómo era el ambiente de Miami.
Nada más entrar se dirigió a la barra y allí reconoció, sentada en un taburete y
mirando alrededor, a una colega noruega con la que había intercambiado un par de
impresiones por la mañana. Como suele pasar con todos los asistentes a los congresos
médicos, la noruega parecía otra y Carmen supuso que ella misma también parecía
otra. Durante el día se ponen trajes de chaqueta y pañuelos al cuello, parecen
profesionales y parecen también mujeres. Por la noche, se ponen vaqueros, zapatillas
—o al menos eso es lo que Carmen lleva esa noche y lo que lleva también la noruega
—, y parecen lesbianas o, por lo menos eso es lo que Carmen quiere parecer. Las dos
se reconocieron, se sonrieron y comenzaron a charlar como si fuera muy normal
encontrarse allí hablando de colegas y de hormonas. Pero lo que lo cambió todo es
que, de repente, Carmen se dio cuenta de que bajo su camiseta se transparentaban
unos pezones anillados por sendos piercing. En principio se puso muy nerviosa
porque, hasta ese momento, su colega era sólo eso, una colega noruega. Pero ver sus
piercings fue como verla desnuda. Su colega noruega era de repente una lesbiana,
cuyas tetas estaban atravesadas por dos anillas que estaban pidiendo una lengua que
jugara con ellas. Y el nerviosismo fue dejando paso a la excitación y a la posibilidad
de un rato de sexo cuando se dio cuenta de que su conversación había dejado de ser
seria para pasar a ser la típica conversación absurda que una mantiene cuando quiere
follar. A su edad tiene que tener cuidado: no quiere parecer desesperada. En realidad
no se siente vieja ni desesperada, pero aun así tiene un poco más de cuidado que
antes; siempre es posible encontrarse con gente que las prefiera jóvenes. La noruega
andaría por los treinta y cinco o así, una edad perfecta para una mujer.
Enseguida pasaron de las copas a las bocas, así que fue muy fácil. Y también
enseguida le puso la mano en los pezones, por encima de la camiseta. Nunca había
tocado unos pezones anillados y ese tacto la excitó mucho. Quería meter la mano por
debajo, pero a la noruega no le pareció bien allí, en la barra, así que la cogió de la
mano y la llevó a los baños. El trasiego de parejas en los baños era constante; Carmen
se preguntó que por qué no hacían una especie de cuartos privados, en lugar de que
todas estuvieran besándose y metiéndose mano en un pasillo, esperando que quedara
un baño libre. Además, también se preguntó qué pasaría si una necesitara el baño de
verdad. En esas cosas pensaba mientras toda su pretensión era meterle una mano bajo
su camiseta mientras se besaban en la boca, se chupaban las orejas, se mordían en el
cuello, en las clavículas, en los hombros.
Por fin quedó un baño libre y, nada más entrar, Carmen la empujó contra la pared
y le quitó la camiseta para ver aquella preciosidad. Dos hermosas tetas con sus
pezones atravesados por dos anillas doradas. Aplicó allí su boca sin saber qué punto
de sensibilidad tendría ella, si podía hacerlo fuerte o suave; en todo caso percibió que
le gustaba. A Carmen también, y mucho. Jugó a meter su lengua en las anillas y tiró

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de ellas suavemente, mientras con su mano levantaba el pecho hacia su boca, buscaba
la carne del pezón con la punta de la lengua y tiraba suavemente con los dientes. La
noruega entonces se desabrochó el pantalón, se metió la mano bajo las bragas y
comenzó a masturbarse. Eso no le gustó a Carmen, que le quitó la mano y comenzó a
bajar la lengua hasta detenerla en su ombligo, mientras sus manos le bajaban el
pantalón hasta los tobillos y después las bragas seguían el mismo camino. Entonces al
tocarla… el corazón le dio un vuelco. ¡Tenía un piercing en el clítoris! Un piercing
que nada más rozarlo la hizo gemir. Carmen se arrodilló y puso allí su boca como si
le fuera en ello la vida. No le iba la vida pero le dio mucho placer, porque lo cierto es
que sentir la calidez y blandura de la carne al mismo tiempo que la dureza del metal;
sentir en su lengua la anilla que se movía con facilidad, así como los gemidos y los
movimientos de la noruega, le producían a ella también estremecimientos tan fuertes
que, en un momento dado, pensó que le bastaría con juntar los muslos para correrse;
pero no quiso hacerlo, pues eso significaría un orgasmo corto y pequeño.
Metió la lengua de manera que podía mover la anilla mientras con la punta podía
también llegar a la punta de su clítoris. Al parecer sólo con que moviera un poco la
anilla la noruega sentía mucho placer, o eso parecía, porque se corrió enseguida. Se
corrió con cuidado de no gritar mucho, seguramente porque ambas recordaban que
fuera había una larga cola de gente esperando. Se corrió casi en silencio, mientras
todo su cuerpo se tambaleaba hacia delante hasta que cayó sentada en el váter.
Entonces Carmen se levantó y, poniéndose de pie frente a la noruega, llevó su mano
hasta su coño empapado, mientras con las suyas volvía a jugar con los piercings de
sus pezones. Estar allí de pie jugando con sus anillas, tirar de ellas, ver cómo sus
pezones se estiraban mientras ella le producía dolor, le trajo a Carmen un orgasmo de
los buenos, de los que nacen bien dentro y se transmiten después por todo el cuerpo.
Mientras se corría se echó hacia adelante, hacia su cuello, y lo mordió tanto y tan
fuerte como duró su placer.
Por fin salieron. Era extraño ahora estar en aquella discoteca y lo cierto es que
Carmen pensaba que quizá hubieran debido ir al hotel. Pero cuando la noruega no
quiso volver con ella y dijo que se quedaba un rato más, ella se fue contenta de no
tener que compartir taxi ni conversación. ¿De qué se habla después de follar en un
váter? Así que se fue al hotel y se metió en la cama. A pesar de todo, antes de
dormirse, comenzó a recordar esas tetas, ese coño atravesado por las anillas, y se
masturbó suave y placenteramente. Pensó que esa imagen vendría a su cabeza para
poblar sus fantasías masturbatorias durante mucho tiempo. A la mañana siguiente, la
vio a lo lejos con un pañuelo al cuello tapando las marcas que ella le habría dejado.
Se miraron y se sonrieron. Eso fue todo y estuvo muy bien que fuera así.
Al llegar a Madrid dejó pasar unos días y entonces, como quien no quiere la cosa,
le dijo a Lola que por qué no se ponía un piercing en un pezón. Ésta la miró como si

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estuviera loca y le dijo que se lo pusiera ella.

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DE UNA EN UNA
Desde que Berta y Beatriz, o Beatriz y Berta llegaron a la empresa, Susana está muy
ocupada pensando en ellas y eso es divertido. No es que haya hecho de eso un
mundo. Sigue con su vida y liga y folla lo que puede, pero anda entretenida pensando
en ellas cuando tiene un rato libre. A veces se imagina con Berta y a veces con
Beatriz. A veces se imagina con las dos. Las ve todos los días al pasar por delante de
su mesa y las saluda. Para Susana, los días laborables simplemente son más
agradables desde que ellas dos han llegado.
Beatriz y Berta, Berta y Beatriz trabajan en la planta segunda como becarias. Son
amigas y están terminando derecho. Están haciendo prácticas en la empresa. Son
parecidas físicamente y tienen dos nombres que empiezan por B. Son jóvenes,
simpáticas, guapas, despreocupadas, alegres. Todo eso que son las chicas de veinte
años. Se sientan una enfrente de la otra y todo el mundo les gasta bromas al pasar.
Susana las ve al entrar, dice «Buenos días» y se va a su despacho. Susana es la jefa y
por eso piensa que más vale que no bromee con las becarias, pero le gustan mucho las
dos, tanto Beatriz como Berta. Le sería difícil decir cuál de ellas le gusta más. Quizá
Berta, porque lleva gafas, y a Susana le gustan las chicas con gafas, pues encuentra
que es erótico el gesto de quitarle las gafas a una chica: es como comenzar a
desnudarla. Es excitante; cuando le quitas a una chica las gafas es que vas a empezar
a besarla. Esa es Berta. Pero Beatriz tiene el pelo largo y lo lleva en una trenza, y
cuando le quitas a una chica la goma del pelo, se lo sueltas y se lo desordenas con la
mano para que le quede bien suelto, también es excitante. Eso es que vas a empezar a
besarla; y esa es Beatriz.
El sábado pasado Susana salió por el ambiente y vio a Berta de lejos con otras
chicas en uno de los locales en los que ella misma recaló con unas amigas; entonces
cayó en la cuenta de que Berta es inequívocamente lesbiana. Tenía que haberse dado
cuenta antes: siempre ha presumido de que reconoce a una lesbiana en cuento la ve. A
Susana le ha fallado el olfato con Berta, pero ahora que lo sabe le parece bastante
evidente. No habla de chicos, no vienen chicos a buscarla y le sonríe de esa manera.
En la empresa todos saben que Susana es lesbiana, así que ahora la sonrisa de Berta
tiene un significado especial. Después piensa que, si Berta es lesbiana, Beatriz seguro
que también lo es, porque siempre andan juntas, y si una lesbiana es íntima amiga de
otra mujer y las dos se ríen, es que esa otra también es lesbiana. Son lesbianas pero
no son pareja, porque eso sí que se nota o, al menos, eso es lo que piensa Susana.
Llama a Berta a su despacho.
—El sábado te vi de lejos, en Chueca.
A ver qué dice.
—Sí, voy mucho por el ambiente.

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La cosa va bien, piensa Susana.
—¿Eres lesbiana?
De repente, Susana se asusta un poco; está siendo una irresponsable, pues no ha
debido preguntar eso. Una cosa es decirle a una empleada que la has visto en Chueca
y otra muy distinta hacer este tipo de preguntas personales. Pero a Berta no parece
importarle.
—Claro —dice.
—Ya, yo también.
—Ya lo sé, es vox populi en esta empresa ¿no?
—Sí, sí, ¿y Beatriz?
—Beatriz también.
—¡Cuánta lesbiana en esta empresa! —dice Susana por decir algo.
Beatriz se ríe y se va. Y Susana se pasa la mañana pensando en ella. A veces le da
por preguntarse cómo habrá llegado a directora de nada si se pasa el día pensando en
el sexo y las mujeres. Aunque parezca increíble hasta ahora nadie se ha dado cuenta
de que no hace otra cosa.
Al final del día, Susana llama a Berta de nuevo. Ella hace así las cosas, no las
piensa. Después suele arrepentirse de la mitad de ellas, pero de la otra mitad no se
arrepiente, así que, en su opinión, las cuentas le salen equilibradas.
—¿Quieres venir conmigo a mi casa al salir del trabajo?
Berta la mira y Susana no es capaz de saber si la ha cogido por sorpresa o no. De
todas formas, Berta responde sencillamente:
—Vale.
Pues ya está todo dicho. Cuando llega la hora de la salida, Susana recoge sus
cosas y pasa a recoger a Berta. Beatriz las mira divertida cuando salen; es de suponer
que Berta le ha contado el plan.
Una vez que todo está claro y ya están en casa de Susana, tampoco hay que dar
mucha conversación. Le quita las gafas. ¡Ah… qué gusto! Qué ganas tenía de hacer
eso. Sólo quitarle las gafas y Susana ya está muy excitada, le encanta quitar las gafas
a las chicas. Le besa los ojos y le pasa la lengua por el párpado, le muerde el cuello
hasta que Berta se queja y sabe ya que mañana irá a trabajar con una marca; con
varias en realidad, porque Susana sigue mordiendo su cuello, alternando los
mordiscos y los besos, subiendo y bajando, mientras Berta acompaña los mordiscos y
los besos con sonidos guturales. Luego, entre besos, la lleva a la habitación y se
quitan la ropa a toda velocidad. Esto no va a ser un polvo pausado y amoroso. Esto va
a ser un polvo rápido. En realidad, aunque parezca lo contrario, Susana piensa de sí
misma que no es muy sexual. Le gusta llevarse a las mujeres a la cama, le gusta la
excitación que siente, el deseo voraz, le gusta desnudarlas y besarlas y le gusta
mucho tener un cuerpo desnudo entre los brazos, le gusta verlo, tocarlo y le gusta el

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después, pero no le gusta demorarse mucho. Se aburre. En realidad, piensa que echar
un polvo es como masturbarse con otra. Al menos para ella; no es de las que se pasa
una hora acariciando lentamente. Berta parece ir al grano también. Besos profundos,
saliva, lenguas que se enroscan y se buscan, manos al clítoris, máxima excitación.
Susana se monta encima de ella y pone sus tetas justo encima de las de Berta; acaricia
sus pezones con los suyos, que se ponen tan duros que casi le duelen al rozarse.
Comienza a follar a Berta con el cuerpo; luego sus piernas se enroscan de manera
que sus clítoris quedan uno frente al otro, y se empapan uno del otro. Durante un rato
se frota, pero después Susana se incorpora y coge el muslo de Berta, que lo dobla
para que ahora ella pueda frotarse con más comodidad. Cuando comienza a correrse,
Susana se vuelca en su boca, se la llena de saliva, muerde con fuerza su clavícula
hasta que se queja de dolor y entonces se deja ir.
—¡Qué placer!, ¡qué gusto! —susurra en su oído.
Cuando Susana ha acabado, Berta puede escoger: su mano, su boca, su muslo, su
culo, su espalda… lo que quiera, Susana le dará lo que quiera. Berta se tumba y le
coge la mano. Susana piensa que es lo más fácil, lo más cómodo también, así que la
masturba hasta que se corre ella también. Luego se quedan un rato tumbadas la una al
lado de la otra, respirando, descansando. En breve volverán a empezar y, al final,
Susana la masturbará una tercera vez, pensando en el vigor que tienen las jóvenes y
que ella perdió hace mucho tiempo. No sabe cuándo dejó de poder correrse tres veces
seguidas.
Al día siguiente, Susana la lleva al despacho con un pañuelo prestado en el cuello
porque lo tiene morado. Se pasa el día recordando el polvo y sintiendo los latidos de
su clítoris con el recuerdo de la noche pasada. A veces se lo aprieta contra la silla y
eso le da gusto. Y de nuevo piensa que en esta empresa deben estar locos para
nombrarla a ella directora de nada.
Las cosas siguen como siempre hasta que una tarde de la semana siguiente es
Beatriz la que entra en su despacho y le pregunta:
—¿A mí no quieres llevarme a tu casa?
Últimamente Susana pensaba mucho en Beatriz y en su espesa trenza negra, así
que la respuesta es sencilla:
—Claro que quiero.
Y ahora es Berta la que las mira con ironía cuando ambas se van juntas. El
proceso es parecido, sólo que ahora Susana goza desenredando la trenza de Beatriz,
quitando su goma, enredando su pelo, pasando sus manos entre el trenzado. Y
cogiéndola del pelo la lleva hasta su boca para besarla. Pero las cosas no van a ser
ahora tan tranquilas como lo fueron con Berta, porque Beatriz agarra la camisa de
Susana desde el cuello y tira de ella hasta arrancársela, rompiendo los botones.
Después le baja el sujetador bajo los pechos y le muerde los pezones, mientras mete

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sus manos en las axilas de su jefa. Beatriz sube la lengua por el cuello de Susana
hasta su boca, pero no se deja besar, sino que se la lleva hasta la habitación así,
semidesnuda, y caliente ya como una perra en celo. Allí la empuja sobre la cama y se
sube sobre ella para llevar su lengua por toda la piel que le queda libre, mientras mete
la mano bajo su falda, bajo las bragas, y comienza a toda velocidad a acariciar la
punta de su clítoris. Este tampoco va a ser un polvo lento. En dos minutos, Susana
está gritando de placer y Beatriz todavía está vestida sobre ella.
Cuando Susana ha acabado de correrse, pero aún no se ha repuesto de la sorpresa
que la velocidad y casi ferocidad de Beatriz le ha producido, ésta comienza de nuevo
a acariciarle el clítoris, dolorido por la acometida anterior, pero mucho más
lentamente mientras le dice al oído:
—Te vas a correr otra vez, ¿verdad? Te voy a masturbar hasta que te corras y
después me vas a comer el coño hasta que me corra yo. Tú serás la jefa en la oficina,
pero aquí la jefa soy yo y ya te diré cómo tienes que comerme el coño, despacito,
despacito y durante mucho tiempo, porque yo soy muy lenta.
Mientras le susurra estas palabras al oído, sigue moviendo sus dedos sobre el
clítoris de Susana, que está de nuevo crecido y que de nuevo comienza a respirar
alteradamente. Al poco, Susana ha tenido su segundo orgasmo y, sin tiempo a
recuperarse, Beatriz se ha quitado los pantalones y se ha sentado encima de su cara.
—Come —le dice.
Susana pone las dos manos sobre los muslos de Beatriz para poder controlar su
cuerpo y hacer un poco de fuerza sin ahogarse. Su lengua comienza a recorrer lo que
tiene encima, todo el espacio que queda sobre su boca, todo el clítoris, el espacio
entre los labios y un poco más atrás. Lo hace despacio, metiendo la lengua en los
intersticios, pero Beatriz le dice:
—Vete a la punta.
Y Susana busca la punta y ahí comienza a dar pequeños toques, primero despacio
y después, según la respiración de Beatriz le indica, cada vez más deprisa. Al mismo
tiempo, ésta comienza a mover las caderas atrás y adelante sobre la boca, sobre toda
la cara de Susana, a la que le es difícil encontrar, con tanto movimiento, la punta del
clítoris, pero lo busca, lo toca y lo lame hasta que Beatriz comienza a gemir sobre
ella, se levanta y se sienta cada vez más rápido sobre su boca. Finalmente acaba y se
tumba a un lado. Susana está tan excitada que aún podría correrse otra vez más. Se
lleva la mano al coño y Beatriz le dice:
—¿Quieres más?
Susana contesta:
—Sólo un poco más.
Beatriz entonces, sin moverse, le hace una paja suave y pequeña que le provoca
un orgasmo suave y pequeño, pero que hace que por fin se sienta saciada.

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Esta noche también duermen juntas y a la mañana siguiente la deja en la oficina,
como hiciera con Berta.
A los dos meses, cuando se celebra el consejo de administración, Susana impone
que hagan fijas en la empresa tanto a Beatriz como a Berta. Está convencida de que
se lo merecen.

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NUEVA VIDA
Una tarde, después de haber estado viendo una película tumbada en la cama, Teresa
baja a la farmacia y compra una caja de supositorios de glicerina. Al subir, Rocío
sigue desnuda en la cama, esperando. Se acuesta con ella y se abrazan: han estado
follando toda la tarde, pues en los últimos días se pasan horas y horas en la cama.
Teresa comienza a acariciar el culo de Rocío y presiona con su dedo el agujero, que
se abre y se cierra ante ese contacto. Después pone ahí mismo la lengua y presiona
también. Siente con placer su sabor acre y amargo y también el placer de Rocío, que
tiembla bajo sus manos. Si abarcara el cuerpo de su amante, la rodeara desde atrás
con sus brazos y le acariciara el clítoris en este momento, Rocío se correría
rápidamente, pero no es esa la intención de Teresa.
Por el contrario, se aparta y busca en la mesilla la caja de supositorios. Saca uno
de su envase y lo calienta entre sus manos para ablandarlo. Rocío sigue con el cuerpo
dispuesto. Entonces le acerca el supositorio al culo y lo coloca justo en el centro del
agujero; comienza a presionar y el supositorio se desliza hacia dentro mientras Rocío
gime y tiembla de placer. Enseguida, Teresa repite la operación con otro. Al
supositorio le sigue el dedo y mete la mitad de él. Ahora sí que rodea con su brazo el
cuerpo de Rocío y la masturba hasta que grita y su cuerpo se desploma. Teresa se
coloca sobre su espalda y así se están hasta que anochece. De tanto en tanto la besa
en la nuca y la abraza muy fuerte. Al llegar la noche, se levantan para cenar. Llevan
dos semanas sin salir de casa ni casi de la cama.
Se conocieron dos semanas antes y hablaron de cosas banales que ninguna de las
dos recuerda a estas alturas. Se intercambiaron los teléfonos sin saber muy bien qué
pasaría, pensando que aquello quedaría en una mera amistad; una amistad como
tantas. Dos días después, Rocío llamaba a casa de Teresa para comentar algo de una
amiga común y quedaron en volverse a llamar. La siguiente llamada fue para quedar a
tomar un café y esa misma noche, Teresa besó a Rocío en el bar. Apenas habían
hablado ni se conocían, apenas sabían la una de la otra, pero Rocío siempre dice que
al ver a Teresa fue como si le atravesara un rayo y después de eso ya nada nunca fue
igual.
Para Rocío fue rápido, inexplicable, después de tantos años en los que no
esperaba, ni deseaba, cambiar de vida. Estaba contenta con su tranquila vida de
pareja. Para Teresa fue más lento, aunque, por el contrario, una vez que lo supo, no le
costó hacerse a la idea. Ella sí quería un cambio, se ahogaba en su vida gris, en la que
ya no encontraba ilusión para enfrentarse a nada. Recuerda que lo primero que hizo
Rocío fue despertar su deseo. En esa noche, y después de tantos años, después de
conocer a tantas mujeres, el cuerpo de Rocío la llamó y ya no pudo librarse de esa
llamada. Rocío notó su mirada, su atención y su interés, pero regresó a su casa

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preguntándose si no estaría equivocándose; a su edad no quería ilusionarse
inútilmente. Lo que ambas sabían a esas alturas es que el sexo en sus vidas ya no era
importante, porque después de tantos años con sus parejas habían terminado por
convertir el sexo en algo rutinario, que poco tenía que ver con lo que en su día fueron
el deseo y la excitación; más bien estaba relacionado con la ternura, con el afecto, con
la necesidad de sentirse cerca. En cualquier momento, a cualquier edad, se puede
empezar una nueva vida y se pueden hacer realidad sueños y fantasías. Cuando se
encontraron en casa de unas amigas comunes, Teresa llevaba diecisiete años casada y
Rocío llevaba quince.
Desde el momento en que se besaron, y sin saber muy bien qué iba a ser de sus
vidas, comenzaron a verse engañando a sus respectivas parejas, pero sabiendo
también que esa situación no podía durar mucho. En la tercera salida se fueron a un
hotel y tuvieron una especie de escarceo sexual, pero no disfrutaron mucho a causa de
los nervios, la excitación y el deseo acumulados, que se mezclaban con la urgencia; la
culpa que ambas sentían era un poderoso antiafrodisiaco. Para Rocío, Teresa era tan
solo su tercera experiencia sexual y de las otras dos casi ni se acordaba. Teresa tenía
mucha más experiencia, nunca había sido fiel y antes de su vida en común había
habido muchas otras. Su primera experiencia juntas no fue desde luego como para
recordarla, pero no le dieron importancia. Sabían que necesitaban tiempo y sentirse
libres, así que acordaron decírselo a sus parejas dos días después, en el mismo día. Y
comenzó un proceso muy doloroso, como lo son todas las separaciones. Una persona
que lo ha sido todo durante tantos años, con la que se ha compartido todo, la mejor
amiga, la amante, la compañera, se convierte de pronto en nada. ¿Cómo no sufrir? Es
como una pequeña muerte. Conservar la amistad, además, fue imposible, porque sus
respectivas parejas se sintieron engañadas. Ninguna lo esperaba después de tantos
años y con una vida ya hecha… Hecha de lo que se hacen todas las vidas: de
hipotecas, propiedades, recuerdos, fotos, amigas en común, familias en común.
Lo primero que hicieron fue alquilar un piso amueblado y meterse en la cama;
ahora, cuando lo recuerdan, tienen la sensación de que se pasaron semanas allí, sin
moverse, y realmente así fue. Se metían en la cama por la mañana y en ocasiones
veían atardecer, cambiar el color de la luz por la ventana. Entonces les parecía
mentira llevar diez horas seguidas en la cama sin sentir que el deseo se agotara. Todo
era acariciarse, y besarse, y masturbarse, y chuparse, lamerse, morderse, introducir
dedos y lenguas por todos los orificios. Rocío dice ahora, recordando aquellos días,
que la sensación que tenía entonces era la de asomarse a un balcón muy alto que le
producía mucho vértigo y que nunca sabía lo que vendría a continuación, y que
cuando Teresa le decía «Date la vuelta», ella nunca sabía lo que iba a hacerle, porque
cada una hizo realidad deseos ocultos y hasta ese momento prohibidos. A Teresa le
gustan mucho los culos, pero jamás pudo llevar a cabo esa fantasía con su antigua

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pareja, para quien el culo era siempre algo sucio, propio del sexo gay. A Teresa le
gusta mucho ese agujero, esa flor rosa que se abre y se cierra al tacto como un animal
vivo. Le gusta soplarlo, le gusta tocarlo con el dedo y le gusta lamerlo e introducir la
lengua mientras pasa su mano por debajo del cuerpo de Rocío y la masturba. Rocío
jamás pensó que el culo tuviera nada que ver con el sexo entre mujeres, pero le daba
mucho placer estar de espaldas mientras Teresa bajaba su lengua desde la nuca, por
toda la espina vertebral, hasta el mismo culo, y su piel se iba erizando al paso de la
lengua húmeda.
Teresa y Rocío hicieron juntas todo lo que nunca antes habían hecho, porque sus
parejas se habían negado. A veces, en lugar de un supositorio, Teresa le metía un
dedo con mucho cuidado, un dedo enfundado en un guante de látex, un dedo que ese
agujero voraz se comía como si tuviera hambre y que apretaba como si se lo quisiera
quedar dentro. Rocío se daba la vuelta, siempre ignorante de lo que le iba a pasar,
deseante de cualquier cosa que Teresa le hiciera, mojada, empapada. Porque Teresa, a
pesar de su experiencia, no había conocido a nadie que se mojara tanto como Rocío
se mojaba cuando estaba excitada. Tanto, que si en el momento de máxima excitación
se ponía de pie, le caía un pequeño chorro de flujo bajo sus pies. A veces, en el
máximo de la excitación, Teresa le pedía que se pusiera en cuclillas y veía cómo
goteaba su coño, que parecía un grifo mal cerrado; nunca había visto nada así hasta
ese momento. Entonces le gustaba pasar su lengua por esas humedades, que no eran
sino la marca del deseo, o poner su mano debajo y ver cómo se iba empapando
mientras se besaban.
Rocío era la más callada de las dos y no hablaba mucho porque, al fin y al cabo,
todo lo que Teresa le hacía le parecía bien y le daba placer. Teresa era más habladora
e iba dando instrucciones para que Rocío aprendiera a moverse por su cuerpo y solía
decir «Más rápido» o «Cuidado, más despacio» o «Por ahí vas bien». Teresa está
convencida de que cada cuerpo de mujer es completamente distinto a los demás y de
que hay que aprenderse cada uno de ellos antes de poder disfrutar plenamente; por
eso, no le gustaba que Rocío fuera tan callada y tuviera que ir guiándola; le hubiera
gustado que fuese más habladora. A Teresa nunca le han gustado las amantes
silenciosas. Siempre dice que cada cuerpo necesita sus instrucciones, pero a Rocío le
costaba mucho expresar lo que quería; no estaba acostumbrada, pero poco a poco lo
fue haciendo, se fue soltando, como se va inclinando una planta hacia la luz que entra
de lado. Poco a poco, en todo ese tiempo que pasaron en la cama, Rocío fue
aprendiendo a pedir lo que quería y a dar instrucciones.
Un día que se estaban duchando juntas, Rocío cerró el grifo del agua, pegó su
cuerpo al de Teresa y le pidió que se hiciera pis. Entonces se agachó frente a ella, le
abrió las piernas y puso sus manos debajo, esperando a que el líquido saliera. Teresa
se excitó tanto con esa petición que no podía hacer nada. Apenas le salían unas gotas,

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que se cortaban inmediatamente. Cuando se está muy excitada a veces es difícil
mojarse y, por la misma razón, es difícil soltar la vejiga. Finalmente consiguió que
saliera un chorro fuerte y potente, todo lo acumulado durante la noche, y Rocío lo
recibió con las manos abiertas, dejando que se empapasen. Cuando Teresa acabó,
Rocío subió sus manos hacia el clítoris de Teresa para acariciarlo lenta y
profundamente, hasta que Teresa gritó de placer. Y ella misma se llevó las manos
manchadas a su propio sexo, y las restregó, y se corrió, y le encantó hacerlo. Desde
entonces no han sido pocas las veces en las que Teresa hacía pis sobre el cuerpo de
Rocío, que lo recibía como un regalo. Recibían todos los fluidos corporales: el pis, el
flujo, la sangre de la menstruación, todo lo que viniera del cuerpo era excitante, todo
lo que el cuerpo diera era bien recibido y con todo jugaban y gozaban. Y así
estuvieron casi sin trabajar, casi sin salir de casa, casi sin hacer ninguna otra cosa
durante varios meses.
Después la vida cotidiana se impuso. Tuvieron que volver a sus trabajos, a sus
cosas y, poco a poco, el deseo se fue apaciguando y apagando como ocurre siempre.
Ahora han pasado ya veinte años y de aquellos meses queda el recuerdo; ahora
apenas encuentran tiempo ya para amarse.

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SOY UNA ARTISTA
Domingo de agosto. Nos mata el calor. No podemos movernos y nos limitamos a ir
de la cama al sofá y de éste a la cama. Todas las ventanas de la casa están abiertas
porque intentamos, en vano, que haya un poco de corriente. El calor impide que
tengamos hambre y nos hemos limitado a beber un zumo y a tomar un sándwich.
Andamos medio desnudas. Sole lleva una camiseta de tirantes muy floja y un
minipantalón. Está tumbada en el sofá y se ha quedado dormida. El sudor le pone la
piel brillante y la camiseta se ha estirado, dejándome ver a medias un pezón. A ella el
calor la vuelve perezosa en el sexo. A mí el calor me pone cachonda. Nada me gusta
más que dos cuerpos sudados sudando aún más por el esfuerzo; me gusta el olor que
desprende el cuerpo al sudar y al mezclarse con el olor del sexo, me gusta el sabor
salado de la piel… en fin, que me gusta follar en verano. Cuando veo a Sole con el
pezón medio fuera y veo cómo su escote se ha llenado de minúsculas gotitas de sudor
siento, a pesar de la pereza que me abate en esa hora, una punzada de deseo, que me
hace pensar en acercarme mientras ella sigue dormida y lamer ese sudor que se le
escurre entre sus dos pequeñas, abarcables, blancas y redondas tetas. Es un deseo aún
pequeño, como un pinchazo, como un ligero picor que irá creciendo y que crecerá
hasta explotar. Sólo llevamos seis meses juntas y en todo este tiempo no hemos
parado de follar.
Ahora hago un poco de ruido para que se despierte. Entreabre un ojo, suelta un
gruñido de rabia y dice algo así como «Déjame dormir», pero mis ganas están ya
despiertas, calientes, y no van a conformarse tan fácilmente.
—Soy capaz de hacer que te corras sin tocarte el coño —le digo de repente,
tratando de llamar un poco su atención y de que se deshaga de la modorra.
—Hace mucho calor. Por dios, ¿es que no piensas en otra cosa? —me dice en
broma.
La verdad es que no, no pienso en otra cosa desde que la conozco, así que insisto:
—Te apuesto a que te corres.
Entonces se incorpora un poco y me mira muy seria, pero con una seriedad
fingida.
—Si me corro sin que me toques el coño, en todo caso, sería mérito mío, no tuyo.
—Lo que me faltaba por oír. Si consigo que te corras sin tocarte el coño es que
soy una artista del sexo. Al fin y al cabo, lo único que tú tienes que hacer es dejarte
hacer. Bueno, y concentrarte un poco —admito.
—O no —está pesada—. En todo caso querrá decir que yo soy muy fácil.
—¿Y dónde está el mérito de eso? —y aquí se acaba la conversación. Algo en su
actitud me sugiere que puedo intentarlo.
Me acerco al sillón en el que sigue tumbada y me hago un hueco a su lado.

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Remolonea un poco mientras insiste en eso del calor, que tiene sueño, que está
cansada, que no me junte tanto… Pero yo sigo pensando que pocas cosas son tan
excitantes como el sudor entre cuerpo y cuerpo. Me resulta de lo más erótico, pero en
fin, hay gustos para todo… Algo me dice que se queja por quejarse.
Me inclino sobre ella y empiezo por besarla un poco, muy suavemente, sólo para
evitar que me rechace. Esto va a necesitar tiempo. Intento no darle opción a que
responda a mi beso, me limito a coger sus labios con los míos y después, muy
suavemente, también con mis dientes, a chupárselos, a tirar de ellos a pasar mi lengua
por encima; y así estoy un buen rato. Después voy a su oreja y le meto la lengua y
hurgo en ella y perfilo su contorno, le muerdo el lóbulo, se lo chupo. A Sole le excita
mucho que le metan la lengua en la oreja. Y, aunque se hace la dormida, su
respiración ha cambiado de ritmo. Después los ojos, sobre los que paso mi lengua,
mientras que meto la mano derecha por debajo de su camiseta y le cojo una teta para
comenzar a acariciarle un pezón con un dedo, hasta que crece. Después voy al otro. A
estas alturas la respiración de Sole está ya un poco alterada, aunque quiera fingir que
sigue durmiendo. Le dejo la camiseta subida a la altura del cuello. Pero mi lengua
sigue en su cara, va de la oreja a los ojos, de los ojos al óvalo de la cara y baja por el
cuello, que le muerdo un poco, mientras mis manos insisten en los pezones, que están
ya enormes, como torres. Mi lengua y mis besos siguen por las clavículas, los
hombros descubiertos, el interior de los codos, y por fin sus manos. Sin soltar sus
pezones, con mis manos en ellos, mi boca recoge cada uno de los dedos de su mano.
Me los meto en la boca, los succiono, los chupo, le beso las palmas y, lamiéndolas, se
las acaricio con la lengua. Y vuelvo a las tetas con la boca. Me meto el pezón en la
boca para acariciarlo vigorosamente con la lengua, mientras que el otro sigue en mis
manos. Sole gime débilmente.
Le desabrocho el short y se lo quito, pero le dejo puestas las bragas. Mi boca
comienza el camino de su vientre despacio, muy despacio, hasta su ombligo, en
donde se detiene para meter la lengua y llenarlo de saliva. Ahora, recorro el borde de
las bragas por su cintura y después por sus muslos hasta llegar a su interior. Sole
arquea el cuerpo con un sonido sofocado y se agarra al sillón. Mi mano sigue en sus
pezones, acariciando sus tetas; a veces sube también hasta su cara y le toco los labios,
le acaricio la boca, vuelvo a bajar, luego subo de nuevo. Por fin me bajo entera hasta
sus pies, bajo la lengua por el empeine y la meto entre sus dedos. Succiono con
fuerza el dedo gordo, al tiempo que mi mano sube por su pierna para acariciarle el
interior de los muslos, donde las bragas ocultan el coño. Estoy un rato chupando los
dedos de sus pies y vuelvo a subir muy rápidamente. Le lamo los pezones y ahora mis
dedos entran en su boca, acarician sus encías, perfilan con su propia saliva los labios,
entran y salen y no se dejan agarrar, aunque ella quiere chuparlos. En realidad le
estoy follando la boca. De vez en cuando acerco mi boca, le doy mi lengua, pero

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enseguida vuelvo a los dedos. Ana se revuelve y junta los muslos con fuerza, yo sigo
lamiendo, ella quiere bajar sus manos y tocarse, pero se las sujeto: nada de manos, ni
suyas ni mías, ese es el trato.
En un momento, comienza a abrir y cerrar los muslos rápidamente, pone su
cuerpo de lado para hacer más fuerza, mis dedos siguen en su boca y mi boca
succiona ahora con fuerza un pezón, mientras que le acaricio el otro con la mano
abierta. Finalmente noto que se está corriendo y entonces subo mi boca hasta la suya
para besarla.
—¿Ves? —digo cuando se recupera—. Te he ganado la apuesta.
—Ha sido un orgasmo muy pequeño.
—Vaya, pero te has corrido; de eso se trataba —le digo ahora un poco fastidiada.
Entonces sonríe y me besa.
—Vale… ¿Lo hacemos ahora como dios manda?

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UNA BUENA BOFETADA A TIEMPO…
Me llama por la mañana y quedamos en vernos el sábado para ir a comer al campo.
No hace ni dos semanas que nos conocemos, apenas nos hemos acostado un par de
veces y de ninguna de ellas me acuerdo bien, porque en ambas ocasiones yo estaba
borracha. Pero lo que sí sé es que ella me gusta más de lo que nadie me haya gustado
nunca. No sé muy bien por qué, no sabría explicarlo porque no es el tipo físico de
mujer que me ha gustado hasta ahora y tampoco me gusta demasiado como persona;
su cuerpo, por la razón que sea, me atrae como un imán. No quiero hacerme más
preguntas.
Quedamos en una plaza que hay cerca de su casa y allí estoy yo a la hora justa; no
quería retrasarme por nada del mundo. Ella aparece también a su hora; es puntual y
eso me gusta, odio esperar y no me gusta la gente que hace esperar. Cogemos el
coche y salimos a la carretera. No hablamos mucho porque lo cierto es que me quedo
muda cuando estoy en su presencia. Y eso que yo soy muy habladora, pero lo cierto
—y no se lo puedo decir porque no me creería— es que cuando estoy cerca de ella
literalmente me ahoga el deseo. Tampoco eso me había pasado nunca. Cuando la veo,
me siento como si dentro de mí se inflase un globo que me presionara el sexo y el
pecho, me impidiera respirar, me impidiera hablar y también me impidiera comer.
Algún día, ella se asustará de todo eso y no querrá ni hablar conmigo. Creerá que es
amor y yo también llegaré a creerlo, pero en realidad, nunca será amor, siempre será
deseo. Nunca será ternura, no serán ganas de estar con ella en un sofá leyendo o
viendo la televisión, ni ganas de ir al cine, ni de irme con ella de vacaciones, ni de
comentarle un libro, ni de comentarle nada. Desde que la conozco y hasta mucho
tiempo después, sólo tendré ganas de follar con ella y la posibilidad de hacer otras
cosas no me seducirá nada; todo lo que no sea follar me parecerá perder el tiempo.
En esa mañana nos dirigimos a un pueblo de la sierra a pasear; luego pensamos
comer por ahí y volver. En el coche voy como levitando; tener su cuerpo tan cerca es
como si estuviera en carne viva, con toda la piel al aire, como si fuera desnuda. Cada
poro de mi piel está inflado incluso ahora, mientras escribo y recuerdo aquello.
Después de una hora y media de coche llegamos a un sitio en el que se puede dar
paseo por el campo, así que detiene el coche al lado de la carretera. Bajamos y
comenzamos a caminar por el monte; el pueblo se ve a lo lejos.
Nos internamos un poco alejándonos de la carretera, buscando un lugar desde
donde no se escuche el ruido de los coches. Caminamos un rato y, llegadas a un punto
que ella considera suficiente, me detiene y comienza a besarme. Sus besos son muy
extraños, como de papel, como si no profundizaran, aunque lo hagan. Siempre he
pensado eso, incluso la primera vez cuando me besó en aquel bar en el que la conocí.
Es como si apenas te rozara. Pero eso no es malo porque son besos que nunca te

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sacian, que te dejan con ganas de más, que te abren el hambre, que te hacen desear
que siga y siga…
Me besa metiendo sus manos bajo mi jersey y diciéndome que me tumbe en el
suelo. Entonces yo me pongo un poco nerviosa porque pienso que cualquiera nos
puede ver; esto no es precisamente el desierto; estamos cerca de un pueblo muy
turístico. Pero me tumbo de todas formas: ni se me ocurriría no hacerle caso. Lo que
ella quiera de mí lo tendrá: es así de simple. Me gustará dárselo, sea lo que sea. Ella
lo sabe. Me tumbo en el suelo, aunque no puedo evitar estar pendiente de los ruidos;
pienso que podré oír si viene alguien y que nos dará tiempo a levantarnos o, al
menos, a fingir que estamos tumbadas descansando. Eso me tranquiliza: pensar que
me dará tiempo a reaccionar si alguien se acerca y que sólo tengo que estar un poco
ojo avizor. En realidad, no me gusta nada estar aquí tumbada, estoy deseando que nos
levantemos, que vayamos a comer y después, ya en Madrid, podamos follar, sí, pero
en su casa. Pienso que es difícil ponerse en situación mientras intentas escuchar
supuestos pasos que se acercan, aunque pienso también que besar es fácil.
Pero su intención no es que nos besemos: se tumba directamente encima de mí,
me abre el pantalón y mete la mano debajo de mis bragas. Eso me pone un poco más
nerviosa, pero a ella le gusta coquetear con el peligro; siempre está en el filo de la
navaja. A pesar de los nervios y de la sensación de intranquilidad que me produce
estar en esa situación en medio del campo, o precisamente por ello, estoy muy
excitada al sentirla encima de mí, al sentir su cuerpo encima del mío, al ver cómo ella
se baja un poco el pantalón para apoyarse mejor en mí.
Sigue besándome, me agarra los brazos con los suyos y los sujeta con la mano
izquierda detrás de mi cabeza; ni osaría moverme, ni osaría desprenderme de su
mano, que es para mí una atadura más fuerte que una cadena. He podido comprobar
que a ella le gusta mandar en la cama y ella habrá comprobado también que eso a mí
no sólo no me importa, sino que es lo que quiero de ella. En todo caso, no hemos
pasado de los juegos inocentes a los que juega cualquier pareja. Hasta ahora.
De repente, con la mano derecha me abofetea con fuerza una vez, y después otra
y otra… no son bofetadas de broma, no son cachetes, no son palmadas. Jamás había
hecho eso; en realidad, nadie me ha hecho algo así. Al principio, la sorpresa me
paraliza, lo paraliza todo, paraliza el mundo alrededor. Dejo de escuchar los sonidos
del campo, dejo de escuchar mi respiración, que ahora parece un río que baja por una
montaña abrupta, dejo de escuchar su aliento sobre mi cara. Y en medio de ese
silencio, que es como si estuviera en el interior de una caverna, una oleada de placer,
que nace muy dentro, explota dentro de mí. Es un placer distinto a todos, es más que
un orgasmo, es más que placer sexual, es todo el cuerpo, todo, desde la punta de los
dedos de las manos hasta la punta de los dedos de los pies lo que se quema. Ella me
besa y me abofetea alternativamente. Yo no puedo soportar la simple idea de que se

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levante, de que deje de pegarme, de que levante su peso de mí. Necesito que me
toque el coño ahora, lo necesito como nunca he necesitado nada, es una necesidad
animal, es un deseo que exige ser saciado en este mismo momento.
Me pega, me pega, y continúa besándome y pegándome hasta que por fin baja su
mano a mi coño y comienza a acariciarlo por debajo de las bragas mientras sigue
sujetando mis manos con su mano y su boca sigue hurgando en mi boca. Apenas
tiene que tocarlo, no hace falta nada más que un leve contacto de sus dedos para que
comience a correrme y, en el momento en que comienza mi orgasmo, mete dos dedos
en mi vagina y me provoca un orgasmo largo, potente, profundo, que me nace en el
vientre, en el centro de mi ombligo, y se extiende a todo el cuerpo por la superficie de
la piel. Cuando yo aún estoy corriéndome, ella comienza a correrse también; en ese
momento vuelve a abofetearme y, aunque incluso a mí ahora me resulte difícil de
creer, entonces vuelvo a empezar. Hace ya un rato que me ha dejado de importar la
posibilidad de que alguien nos vea y por eso ahora grito, porque escuchar mi propio
grito de placer me ayuda a prolongarlo. Es más que un grito, es un rugido, es una
petición para que no pare. El placer es inmenso, tan inmenso que nunca olvidaré este
día.
Cuando acabamos, se levanta como si nada y todo vuelve a ser normal, excepto
yo. Nos subimos de nuevo al coche y vamos a comer. Pero yo no vuelvo a ser la de
antes. No puedo comer y apenas puedo pronunciar palabra durante la comida por más
que ella intenta entablar una conversación, pues sus bofetadas siguen sonando y me
siguen quemando la piel aun cuando estemos sentadas en un restaurante. El placer no
se aparta de mi piel, el globo ha vuelto a hincharse en mi interior, sólo con mirarla
mientras me habla. Toda yo me he convertido en sexo: la superficie de la piel, los
nervios, mis músculos… Estoy sentada y noto como mi clitoris late al recordarlo; no
puedo pensar en otra cosa durante la comida ni nada puede ahora rozar un solo átomo
de mi piel sin sentir un placer intenso. Después de comer volvemos a casa en silencio.

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EN EL RESTAURANTE
Me vio por primera vez en una hamburguesería, aunque yo no la vi a ella. Estaba
sentada detrás de mí con su novia y yo estaba con la mía. Hablábamos de sexo, de
sexo entre mujeres así que, según me cuenta, ella se cambió de posición para poder
verme y escucharme mejor. Me contó que ya no pudo quitar los ojos de mí, porque le
parecí muy guapa y porque le gustaba lo que estaba contando y cómo lo estaba
contando. Me dijo que le gustó mucho mi pelo, que es una mata de «rastas» rubias,
que le gustó mi sonrisa, y que mi boca estaba pidiendo que la follaran. Eso me contó.
También me dijo que en aquel momento sintió mucho que ambas estuviésemos
acompañadas, porque si hubiéramos estado solas ella seguramente me hubiera hecho
alguna proposición en ese mismo momento. Es de la opinión de que no hay que
perder el tiempo pensando en si las cosas deben hacerse o no. Siempre dice que las
cosas deben hacerse si no hay daño objetivo. Pero en este caso, yo estaba con otra,
con mi mujer, y por eso ella se dedicó más bien a su hamburguesa. Su novia no se
molestó porque se cambiara de posición para mirarme mejor; al fin y al cabo, mirar
es inofensivo.
Pero el destino quiso que dos horas después nos encontráramos de nuevo en la
reunión de lesbianas a la que yo iba por primera vez aquella tarde. Yo seguía con mi
pareja, claro, y ella con la suya. No obstante, me sonrió para darme la bienvenida al
grupo y después se pasó toda la tarde muy pendiente de mí. Durante la reunión yo
dije algunas cosas y, según me contó luego, eso provocó que ella se derritiera en su
asiento. Me dijo que la mezcla de mi atractivo físico y de mi inteligencia me hizo
irresistible a sus ojos. Todo eso me lo contó después y me da un poco de pudor
contarlo aquí, pero es lo que dijo.
Lo cierto es que, cuando acabó la reunión, se acercó a mí para charlar. Según me
contó, después de las reuniones, antes de ir a cenar, siempre se quedaban un rato
antes en el local para dar la bienvenida a las nuevas. Ella lo hizo y también
aprovechamos para hablar un poco de todo: literatura, política, amigas comunes o
conocidas… Todas sus opiniones me parecieron muy acertadas y, para colmo, su
escritor preferido era Proust. Yo ya no necesité nada más. Hablamos mirándonos a los
ojos, mirándonos la boca y otras partes del cuerpo. Estaba claro lo que iba a pasar,
porque también coincidimos al comentar que ninguna de las dos soportamos la
monogamia, que nos parece una cárcel. Ella me dijo, en concreto, que lo considera un
invento perverso y absurdo que hace desgraciada a la gente. Me contó que llevaba
con su novia quince años y que no concebía no poder follar con nadie más. Por mi
parte, le conté que la fidelidad me pareció natural los cinco primeros años de vida en
pareja en los que, realmente, el cuerpo no me pedía otra cosa. Pero que pasados esos
años, la fidelidad simplemente me pareció una misión imposible de cumplir. Y sin

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embargo, sigo enamorada de mi mujer, me río con ella, me lo paso bien, me gusta
cómo es, lo que dice, lo que piensa y espero y deseo envejecer con ella pero…
¿acostarme sólo con ella hasta el final de mis días? No, imposible. Renunciar a ella…
¿Por qué, si la quiero? Ella estuvo de acuerdo en eso.
Cuando llegó el momento de que el grupo se marchara a cenar, ella nos invitó, a
mi novia y a mí, a acompañarlas y, al decírmelo, me tocó la mano. Yo le cogí los
dedos para decirle que sí, que por supuesto que iríamos. En ese momento miré a mi
novia, ella también la miró y nos dimos cuenta de que su gesto era más bien
amenazador, así que corrí hacia ella y la cogí por la cintura para ir agarradas hasta el
restaurante. Al llegar allí nos distribuimos, procurando no sentarnos con nuestras
parejas, y ella intentó sentarse a mi lado y lo consiguió. Me pareció bien, pues yo
también había hecho lo posible para sentarme con ella. Estaba sorprendida, porque la
verdad es que todo iba demasiado rápido y además era peligroso, con nuestras dos
novias sentadas a la misma mesa. Yo suelo ir deprisa, pero ella parecía ir tan deprisa
como yo, o más todavía. Pensaba que de allí saldría un intercambio de correos para
escribirnos, para quedar un día… casi nunca hago planes.
Durante la cena seguimos hablando de las mismas cosas y, según me contó, yo le
parecí aún más interesante que al principio. Y ante mi sorpresa, en un momento dado,
entre el primer plato y el segundo, su mano se movió por debajo del mantel sobre uno
de mis muslos. Sentí que toda la sangre que tenía, delatándome, se agolpaba en mi
cara, pero aparentemente nadie se había dado cuenta de nada. Entonces ella me miró
y se levantó. Vi que se iba hacia el baño. Esperé unos segundos y me levanté tras ella.
Avancé por el pasillo que conducía a los servicios y el corazón golpeaba con fuerza,
en esa mezcla de excitación sexual y peligro que tanto me gusta. Empujé la puerta del
baño y se me echó encima poniéndome contra la pared, abriéndome la boca con su
lengua y presionando mis tetas por encima de la ropa. Yo me moví hasta que
conseguí cerrar con pestillo y me apoyé en el lavabo, mientras ella me desabrochaba
el pantalón y metía su mano por debajo de la tela. Fue muy rápido. Yo estaba tan
mojada como cabía esperar y eso hizo muy fácil que me penetrara con dos dedos
mientras me empujaba contra el lavabo y me levantaba con su cuerpo. Estaba tan
mojada que sus dedos en realidad se escurrían en mi interior y ella los movía con
rapidez y pericia mientras su pulgar apretaba mi clítoris con fuerza. Su boca se movía
también por encima de mi boca, por mi cuello, y su lengua recorría todo lo que la
ropa dejaba libre.
El olor a sexo lo llenaba todo y yo me corrí pensando en que me iba a comer su
coño en cuanto acabara; en que quería comérmelo, en que la iba a sentar en el lavabo
y que apenas tendría que agacharme porque quedaría a la altura de mi cara. Pensar en
eso hizo que me corriera enseguida y cuando lo notó, ella tapó mi boca con la suya.
Me corrí con su boca en mi boca.

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Y en cuanto me recuperé intenté desabrocharle el pantalón. No quería perder
tiempo y me arrodillé ante su coño, puse mi boca por encima de la tela y gimió. Temí
que se corriera demasiado rápido: tenía verdaderas ganas de comérmelo. Le bajé las
bragas, puse mis manos en sus nalgas y la empuje hacia mi boca. Metí la lengua
tratando de poner un freno a mi impaciencia, haciéndolo con cuidado porque a veces
soy demasiado brusca y hago daño, pero en cuanto mi lengua recorrió sus labios ella
se agitó y se echó hacia atrás, tratando también de no hacer ruido. No me dio tiempo
a mucho.
Entonces alguien intentó abrir la puerta y tuvimos que vestirnos rápidamente.
Salimos como si tal cosa y volvimos a la mesa por separado. Primero me senté yo y
al poco entró ella y se sentó. Seguimos charlando en el punto en que lo habíamos
dejado. Al final nos despedimos, cogiéndonos de la mano por debajo de la mesa y
asegurando que nos veríamos en la cita siguiente, dos semanas después. Yo me volví
a casa con mi novia. Íbamos de la mano y haciendo planes para las vacaciones, pues
parecía de buen humor. Cuando nos íbamos a acostar, me dijo:
—Lávate bien la cara antes de meterte en la cama, cariño, que hueles a coño.

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NOCHEVIEJA
Parejas, parejas, en esta fiesta de Nochevieja no hay más que parejas. Yo soy la única
desparejada junto a una tal Arantxa, con la que Clara pretende liarme. Las parejas me
aburren a morir. Me aburren las parejas que van juntas a todas partes y que en las
reuniones sociales se comportan como parejas; que se sientan juntas, que cuchichean
al oído como si no lo tuvieran ya todo dicho; que se hablan en clave de pareja, que
sólo les falta ir juntas al baño. Para mí todo eso es un horror. Cuando he tenido pareja
y hemos ido juntas a algún sitio, he evitado en lo posible comportarme como si ella
fuera mi otra mitad. Nunca soy la mitad de nada: soy una persona completa que
nunca abdica de sí misma. Y esa Arantxa que no llega.
Cuando me llamó Clara para invitarme a la fiesta de fin de año y me dijo que
esperaba que me ocupara un poco de Arantxa, una amiga suya, recién separada que
estaba muy deprimida, le dije que si se había vuelto loca; que desde cuándo le parecía
a ella que yo podía pasarme una noche cuidando a una soltera deprimida. Pero Clara
me conoce hace mucho; hace años nos acostamos durante un tiempo, sabe cómo soy
y sabe que la quiero, que me gusta y que me cuesta negarle nada. Le dije que sí, que
iría; entre otras cosas porque también yo puedo convertirme en una lesbiana
deprimida si me paso otra Nochevieja sola en mi casa. Después, durante toda la
semana, a punto estuve de volverme atrás, porque pensé que era lo que me faltaba,
que mis amigas comiencen a usarme para entretener a sus amigas solteras o, peor
aún, que traten de emparejarme con ellas. No necesito una pareja fija y toda esa
complicidad que se supone natural en las parejas a mí me asquea.
Cenamos. Arantxa llama por teléfono y cuenta que se ha retrasado porque le ha
surgido un imprevisto de última hora y yo me pregunto qué imprevisto le puede
surgir a una a las diez de la noche de un fin de año. Llego a la conclusión de que
nadie que trabaje hasta esa hora en este día merece la pena.
Clara pone música y todas bailamos un poco. Yo bailo también, pero enseguida lo
dejo, pues sé que tengo que controlarme. He bailado con Carmen, cuyas tetas se
adivinan perfectamente tras un generoso escote que deja al descubierto un atractivo y
llamativo canalillo. Dejo de mirarla cuando noto que su pareja está poniendo cara de
pocos amigos. Hasta ahora, lo único bueno de tener pareja es que acostarse con otras
está prohibido, lo que lo hace mucho más interesante. Lo mejor del sexo es saltarse
las reglas y la pareja es un poderoso corsé para marcar los límites por encima de los
que hay que saltar.
Clara me saca de allí tirándome de una manga, me lleva a la cocina y me pide que
la ayude con los canapés.
—Estás fatal. Pero Arantxa te va a gustar.
—Estoy perfectamente —protesto—, quizá un poco aburrida de tanta

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respetabilidad. ¿Es que nadie es infiel? ¿Desde cuándo somos todas como nuestras
abuelas?
—Estás fatal —insiste Clara.
Clara se va a abrir la puerta y me dice que Arantxa ya ha llegado. Entonces llevo
los canapés al salón. Arantxa debe ser una chica regordeta, de pelo corto, anodina, sin
ningún atractivo evidente, que está sentada en un sillón en el fondo del salón. Clara
debe estar loca si verdaderamente piensa que yo voy a ocuparme de una chica tan
poco interesante. Arantxa debe saber que yo soy yo, esa que le han dicho que está
soltera, porque no deja de mirarme desde lejos, pero tanta atención deja de gustarme
y este asunto me hace sentir muy incómoda, algo que no me ocurre a menudo. De
repente me siento furiosa con Clara, por invitarme con el objetivo de que me
encargue —aún no sé de qué manera— de esta chica que no deja de mirarme, pero…
¿Qué le ha contado Clara de mí?
Vuelvo a la cocina.
—¿Quién es esa Arantxa? ¿Por qué quieres colgármela?
—Es una amiga que conocí cuando hice el master en Estados Unidos. Ya sé que
parece poca cosa, pero dale una oportunidad: puede gustarte.
—No me gusta nada —y vuelvo al salón donde las parejas siguen tan juntas como
las dejé.
Bebemos mucho. En las fiestas se bebe mucho. Bebemos casi hasta
emborracharnos. Arantxa, que no ha dejado de mirarme, se ha colocado a mi lado. No
ha hablado gran cosa en toda la noche, por lo que además de su nulo atractivo físico
su atractivo intelectual brilla por su ausencia.
—Clara, ¿sacas otra botella de ron?
—Yo te la traigo —dice Arantxa. Y me la trae, de manera que tengo que fijarme
con un poco más de atención en ella. No está tan mal después de todo.
Bebo y bebo. Ahora quiero hielo.
—Yo te lo traigo —dice de nuevo Arantxa.
¿Es su manera de hacerse notar?
Me gusta provocar; puede parecer infantil, pero es divertido. Y me gusta convertir
el sexo en un juego permanente que se pueda jugar también fuera de casa. Soy un
poco exhibicionista y pocas cosas me gustan más que erotizar a una mujer en público
para tirármela después. Clara me mira y sonríe, y yo entiendo o creo entender —todo
lo que puedo entender con la cabeza nublada por el alcohol—. Ahora Arantxa anda
ayudando a poner la mesa y yo estoy en medio de una nube. En un momento dado,
me mira y yo doy unos golpecitos en el brazo del sofá para que se siente a mi lado, y
observo cómo sonríe y viene hacia mí. Pierdo la vergüenza con rapidez debido al
alcohol y, además, seamos francas: nunca he tenido mucha vergüenza. La agarro por
la barbilla para meter mi lengua en su boca mientras toda ella se estremece de manera

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ostensible. Después la levanto y le doy una especie de azote en el culo para que siga
con sus cosas. Se ha puesto colorada, pero todo parece más fácil ahora.
Le pido que me traiga cosas: un vaso de vino, el plato con las uvas, una servilleta,
lo que sea, y ella me lo trae todo. Cuando llega el momento le pido que me pele las
uvas, aunque reconozco que esto último lo hago con miedo de ir demasiado deprisa.
Cuando empiezas a jugar con una persona siempre corres el riesgo de que no te siga y
te deje con el culo al aire, pero el alcohol es un poderoso disolvente del miedo.
Arantxa no sólo me sigue, sino que me mira arrebolada, colorada y excitada. Después
llegan las campanadas, el lío, los abrazos, los besos, los gritos y yo me incorporo a la
juerga general sin dejar de mirar de reojo a Arantxa. Para entonces estoy deseando ir
a casa a follar.
—¿Nos vamos?
Y nos vamos.
Nos vamos teniendo claro de qué manera nos vamos a relacionar. Cada una va
conociendo su papel, porque hay muchas maneras de relacionarse sexualmente con
una mujer. A mí me gustan muchas de ellas, puedo variar tanto como mi pareja me
pida. En realidad, aunque no lo parezca, suelo adentrarme por los caminos que mi
pareja me va mostrando. Es evidente que ha sido Arantxa quien me ha mostrado el
camino y no al revés. Así que al llegar a casa me visto en el papel que voy a
interpretar.
Abro la puerta seria y concentrada. No le digo que pase, ni la guío por la casa,
simplemente dejo la puerta abierta detrás de mí. Solo quiero que se ponga nerviosa y
que dude, que se sienta vulnerable; es un truco muy viejo, pero que siempre funciona.
Me sigue hasta el salón y me sitúo en el medio de la habitación. No hago nada
además de mirarla, otra cosa que nunca falla. Ante mi mirada tuvo que bajar la vista,
pues comenzaba a estar asustada. Le digo que me espere ahí quieta y voy a mi
habitación para ponerme un arnés, un dildo y un condón. Vuelvo al salón, donde me
espera en el mismo sitio en el que la he dejado. Entonces le pregunto:
—¿Sabes lo que te va a pasar esta noche?
Esa pregunta sólo contribuye a ponerla aún más nerviosa, nerviosa de verdad. En
ese momento podría hacer cualquier cosa con ella. Su nerviosismo comienza a
excitarme.
—Esta noche te van a follar —noto que se relaja, supongo que porque eso es lo
que quiere—. Te van a follar de verdad, como nunca te han follado.
Entonces bajo mucho mi tono de voz. Tengo comprobado que las órdenes se
deben dar en un tono de voz muy bajo.
—Acércate —y lo hace, poniéndose muy cerca. Yo misma siento que un latigazo
de placer recorre ya mi columna vertebral.
—Ahora desabróchame el pantalón.

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Eso le resultó fácil y percibí que se alegraba de tener algo sencillo y comprensible
que hacer. Me desabrochó el pantalón solo para descubrir el arnés y el dildo color
verde.
—Ahora cómeme el coño —y a ella no se le ocurre otra cosa que meterse el dildo
en la boca, lo que me hace reír.
—He dicho el coño.
Esa equivocación la pone aún más nerviosa de lo que ya está. Verdaderamente
está temblando y tengo la sensación de que incluso está a punto de llorar. Por un
momento me da pena y a punto estoy de detenerme pero, si lo que hago no le gusta,
¿por qué no para y se va? No sería la primera vez que he tenido que pedir, suplicar
perdón, y hacerme perdonar. En realidad, no me importa cambiar las tornas: todo
depende, como dije, de mi pareja.
Cuando estoy a punto de detenerme, Arantxa se agacha aún más para llegar hasta
mi clítoris y poder lamerlo bien. Realmente sabe cómo hacerlo, no es una novata.
Entonces soy yo la que se hace agua, la que comienza a vaciarse, la que tiembla, la
que necesita un apoyo, la que se siente vulnerable y a su merced.
No quiero correrme ni aquí ni de esa forma, así que le digo:
—Ya basta. Ahora desnúdate.
Arantxa es otra, ha recuperado su seguridad, está tranquila y disfruta claramente.
Mientras ella se desnuda, yo acabo de quitarme el pantalón. Supongo que ella piensa
que ahora que está desnuda iremos por fin a la cama pero, por supuesto, la cosa no va
a ser tan sencilla.
—Colócate de culo en el brazo del sillón, que voy a follarte por detrás.
Ahí vuelve a dudar, piensa que la voy a dar por culo y le da miedo, le da miedo el
dolor, le da miedo toda la situación, no saber responder. Pero ya hemos llegado muy
lejos y hace todo lo que le pido. Se coloca con el vientre apoyado en el brazo del
sillón, con la parte de delante del cuerpo echada hacia el asiento y con las piernas en
el suelo.
—Abre las piernas. ¿Cómo quieres que entre?
Abre las piernas.
—Más.
Y las abre todo lo que puede. Me coloco detrás de ella, acaricio con un dedo su
columna vertebral, haciéndola gemir tan sólo con ese contacto, y acaricio su coño
desde detrás, deslizando el dedo por toda la zona perineal. Primero meto dos dedos en
su vagina y, cuando ella manifiesta placer, los saco y le introduzco el dildo.
A veces he follado con tíos, a veces me he metido o me han metido un vibrador y
lo cierto es que, si de meter algo se trata, lo mejor es por detrás, porque se nota
mucho más. Cualquier cosa que te penetre por detrás roza el clítoris al entrar y, al
mismo tiempo, produce una cierta sensación de que te rompe por dentro. Arantxa está

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muy, muy caliente, muy excitada, cosa que es perceptible en sus gemidos, en su
respiración y en sus temblores, tanto que me trasmite su excitación, lo que ella está
sintiendo, de manera que yo misma me excito como hacía años que no me sucedía. El
dildo entra como la seda en una vagina empapada y, una vez bien dentro, la sujeto por
las caderas y comienzo a meterlo y sacarlo, rozando el clítoris en cada acometida.
Ahora le cojo un brazo y se lo meto por debajo de su muslo, con la mano hacia
afuera, de manera que yo misma me rozo contra su mano al entrarla.
Sólo puedo decir que fue fantástico, un gran orgasmo para mí y para ella. Al
menos para mí fue de los mejores, de esos que nacen en el coño y que se extienden
por la superficie de la piel y por dentro, como si la sangre lo distribuyera por todo el
cuerpo para acabar explotando en el cerebro. Ella aplastó la cabeza contra un cojín
cuando se corría, de manera que su sonido me llegó ahogado pero potente. Yo tardé
un poco más, pero me corrí enseguida, animada por su propio orgasmo.
Cuando acabé, me aparté, me fui y la dejé en esa posición. Yo sabía que ella se
estaba preguntando si podía moverse o no. Ahora estaba muy tranquila; ahora ya
sabía que lo que le vendría de mí sería placer. Yo fui a lavarme un poco y a quitarme
el resto de la ropa. Volví desnuda al salón; ella se había puesto más cómoda. Me
acerqué y la besé en la base del cuello y en la espalda, le acaricié levemente los
pezones y exhaló una especie de de gruñido de gusto.
—¿Quieres más? —le pregunté.
Sí, quería más, ella tenía ganas de más. Ahora me eché sobre ella y pasando mis
brazos por debajo de sus caderas y de sus muslos jugué con su clítoris mientras esta
vez mi lengua recorría su nuca y su espalda, hasta que volvió a correrse. Entonces me
levanté, ella se incorporó y yo la senté sobre mí para besarla. La besé con mucho
amor por lo bien que lo habíamos pasado, porque estaba deseando que volviera otro
día.
Después hice la cena y mientras cenábamos hablamos de nosotras y comenzamos
a conocernos. Yo hablé más que ella porque soy muy habladora y también porque,
según me dijo después, ella tenía el coño dolorido y le costaba sentarse derecha.
Después de cenar dijo que se tenía que ir y yo no la invité a quedarse porque quería
quedarme sola, pero al besarla en la puerta me dijo: —Llámame cuando quieras.
Desde entonces la llamo de vez en cuando, no mucho, porque no quiero
cansarme, ni cansarla. Es como un dulce que gusta mucho: más vale saborearlo
despacio.

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REGALOS DE CUMPLEAÑOS
Sí, a veces hay que meter un poco de picante en la relación. Por eso he buscado en
Internet algún juguete sexual, pero no sé muy bien qué es lo que quiero. Tampoco
estoy muy segura de que lo que veo en esos catálogos tan cutres me vaya a gustar una
vez que lo tenga en la mano y, por otra parte, tampoco sé muy bien qué es lo que le
gustaría a Cata. Ir juntas a una juguetería ni pensarlo: nos da vergüenza, en parte
somos tímidas y tradicionales. Ninguna de las dos somos aventureras, transgresoras
ni demasiado modernas; tenemos una edad mediana, una educación antigua y una
vida convencional.
Pero, aunque nos va bien en la cama, pienso que habría que innovar e Internet lo
pone fácil. ¿Qué cara pondría Catalina si yo apareciera con uno de esos vibradores
enormes color fucsia o con uno de esos dildos? La mitad de las cosas que veo no sé
para qué sirven y no sé si sabría usarlas. Creo que el tamaño que aparece en la web no
debe tener nada que ver con el tamaño real. Y, en este caso sí, el tamaño sí importa.
Pero no creo que me gustara muy grande, ni a Catalina tampoco.
—Vamos, tenemos que irnos. ¿Dónde tienes el regalo? —pregunta Cata ya
arreglada, mientras que yo minimizo rápidamente la pantalla del ordenador.
—Está ahí, en el cajón.
—No llegaremos a tiempo, como siempre —me amenaza, y es cierto que me he
retrasado, así que corro para vestirme lo más rápido que puedo.
Pepa cumple años y da una cena a la que llegamos, como siempre, las últimas.
Todas hemos dejado nuestros regalos envueltos y sin abrir encima del aparador. Nos
ha costado mucho encontrar algo que regalar a Pepa y seguro que los regalos de las
otras son mejores. Lo nuestro es un libro y ni siquiera estamos muy seguras de que le
guste: ya no me acuerdo del tipo de literatura que le gusta leer a Pepa. Le hemos
comprado una novela de éxito, pero ahora quisiera devolverla y comprarle algo más
sofisticado.
Esa inseguridad me impide disfrutar de la cena, porque me paso la hora pensando
en el momento en que se abran los regalos, segura de que el nuestro va a ser el más
aburrido, vulgar y estúpido de todos. Cata me mira desde el otro lado de la mesa
preguntándome por señas qué me pasa. Yo levanto las cejas, que es decir sin decir.
Se acerca el momento de los regalos, una amiga trae una tarta, Pepa sopla las
velas —muchas velas— y todas cantamos el cumpleaños feliz con poco ánimo; creo
que hay cosas que no deberían hacerse a ciertas edades. Después de eso, Pepa pone
los regalos encima de la mesa en fila y los va abriendo uno por uno. Según abre los
regalos, los muestra y todas aplaudimos con entusiasmo. Después los va poniendo en
fila para que podamos verlos. Allí ha quedado nuestro libro que, después de todo, sí
ha resultado ser original; al menos, nadie más le ha regalado un libro. Los demás

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regalos son juguetes sexuales. Juguetes sexuales que son recibidos con entusiasmo
por parte de la concurrencia. Cada vez que Pepa ha abierto un paquete con un
contenido de ese tipo ha habido risas, risitas, carcajadas y aplausos más o menos
subidos de tono… vamos, como si tuviéramos quince años y aquello fuera una fiesta
de fin de curso. El sexo siempre despierta ese tipo de reacciones en la gente: nunca
acabamos de crecer. Había todo tipo de cosas, a cuál más horrible, alguna de ellas
francamente espantosa en mi opinión. El peor de todos es una especie de pene, tan
real que parece desgajado del cuerpo por parte de un asesino aficionado a los
descuartizamientos. Cuando Pepa lo muestra al público a mí me parece que nuestro
aplauso suena esta vez mucho más falso que antes, pero en cambio las exclamaciones
son de auténtico asombro.
Lo peor viene cuando, ante la curiosidad malsana de alguna, nos vamos pasando
la cosa de una a otra para que todas podamos verla de cerca. A mí me parece una
muestra del peor gusto imaginable. Mi gesto apenas puede disimular el asco y Cata
me hace señas para que no se me note tanto. No me atrevo a decir nada porque nadie
dice nada y todas festejan la ocurrencia, así que yo también. Una cosa es un dildo
color fucsia que, bueno, puede pasar, aunque no soy yo muy aficionada a las formas
fálicas, y otra cosa es este pene de plástico con sus venillas hinchadas, sus
testículos… sólo le faltan los pelos. Y es blando y de textura rugosa. No sé cómo será
un pene de verdad porque no he tocado ninguno —si son como esta cosa puedo decir
que afortunadamente—. Por un momento me da tanto asco que me parece que voy a
vomitar. Me parece imposible que una lesbiana quiera manejar esto. No soy una
puritana y soy partidaria de dejar a cada cual con sus perversiones sexuales, aunque
las hay que me resultan imposibles siquiera de imaginar. Después de mirarlo
fingiendo interés a duras penas, lo paso a la que está a mi lado como si me quemara.
Después seguimos bebiendo, nos emborrachamos, bebemos aún más, fumamos
unos porros y, al llegar la medianoche, estoy que sería incapaz de reconocer a mi
madre, que en paz descanse. Me asfixio en el salón, atestado de humo y de gente, y
me levanto para coger un poco de aire. Salgo de la habitación con intención de ir al
baño y de echarme un poco de agua por la cara, pero el baño está ocupado, por lo que
retrocedo al comedor para esperar que quien esté dentro salga y me siento en una silla
mientras tanto. La verdad es que no me tengo en pie.
Al levantar la cabeza veo todos los regalos expuestos en el aparador. La cosa
horrible, un par de vibradores, un chisme que ni sé para qué sirve y también algo que
antes me ha llamado la atención: unas bolas chinas. No me gusta que me metan nada
en la vagina; a Cata le gusta a veces que le introduzca un dedo, pero nada más. Uno
sólo: dos ya le parece demasiado. Cada una tiene sus gustos y no hay dos personas
iguales. Pero aquellas bolas de color azul, tan redondas, llamaron antes mi atención y
me la llaman ahora. Después de todo, no tienen un aspecto desagradable. Así que,

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tengo que confesarlo, las cojo y me las guardo en el bolsillo sin mayor preocupación.
Estoy bebida, fumada y en ese momento escucho que se abre la puerta del baño.
Entonces salgo corriendo porque la vomitona parece inevitable.
Tras diez minutos de lucha con mi maltrecho estómago, salgo y le digo a Catalina
que tenemos que irnos porque no me encuentro bien y no hay nada más que verme
para darse cuenta de que no miento. Todas se ríen de mí y de la poca costumbre que
tengo de beber, y así es: costumbre no tengo ninguna. Catalina me ayuda y me
sugiere que demos un paseo para despejarnos. Cuando estamos a mitad de camino y
ya me encuentro mejor, saco del bolsillo las bolas chinas y, cogiéndolas por la anilla
de su extremo, dejando que cuelguen entre mis dedos, se las muestro a Cata:
—¿Sabes dónde voy a meter esto?
Ella tarda un momento en entender qué es eso que le estoy mostrando, después en
entender qué hace en mi bolsillo y, finalmente, en poder procesar mi pregunta.
Entonces se ríe:
—Me parece que sí.
Para entonces yo estoy bastante caliente y deseando llegar a casa.
Al abrir la puerta no le doy tiempo a nada y la arrastro hacia la cama quitándole la
ropa como puedo y quitándome la mía al mismo tiempo. Hace años que Cata no me
ve así de activa. Me pregunta qué me he tomado, pero es una pregunta retórica, no
espera respuesta. Una vez desnuda, la arrojo sobre la cama y la miro un instante. Se
dice que una no aprecia lo que tiene en casa y en cambio aprecia lo que ve fuera. Es
una frase hecha, pero es la verdad. Si viera a Cata por primera vez me parecería una
mujer guapísima, de la que podría enamorarme con mucha facilidad. Su cuerpo es
precioso: me gustó al principio, me gusta todavía, y ella lo sabe. Y sabe que pocas
veces me he puesto tan cachonda como esa noche, así que querrá aprovechar un
momento que ya no es habitual después de tantos años juntas.
Comienza a tocarse el coño ella misma mientras yo miro. Se pone a punto. Yo le
acaricio muy suavemente los pezones: no quiero ir rápido. Paso el dorso de la mano
por su coño y la retiro empapada de moco blanco. Me la seco en su tripa y vuelvo con
mi mano debajo de nuevo. No le toco el clítoris, sino que me limito a pasar mi dedo
entre los labios del coño para después acariciarle el perineo, que es una zona que a
Catalina le gusta mucho. Y mientras ella se deja llevar y perder en el placer, yo saco
las bolas chinas y las sujeto con los dientes, porque las manos las uso en su cuerpo:
en los pezones, en el perineo, en la vulva, sin acercarme al clítoris, hasta que ella
susurra que se lo toque ya. No pienso hacerlo todavía.
—Ya, tócame ya.
Pero no. Desciendo de nuevo y mi lengua va lamiendo el interior de los muslos y
poco a poco, me acerco a su clítoris, siempre sin tocarlo, ella gime e intenta tocarse
ella misma, pero le sujeto las manos. Está más que a punto, está que no puede más.

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Entonces sí, cojo las bolas y se las introduzco lentamente en la vagina; una vez
dentro, tiro un poco de la anilla y se las saco unos centímetros, y después las vuelvo a
meter, tiro, dejo una dentro, tiro muy despacio, la meto…
Ella pide que la toque el clítoris.
—Vamos, vamos, tócame ya.
—¿Cómo se pide?
—Por favor, por favor.
Y entonces le acaricio primero lentamente y enseguida muy fuerte la punta del
clítoris, tirando al mismo tiempo, muy lentamente, de las bolas, esta vez hasta que
están fuera del todo, y sigo con su clítoris. Cuando veo que está ya a punto de
correrse, meto las bolas lo más profundo posible y, cuando su orgasmo comienza, las
saco de golpe. Me da la sensación de que se corre con mucho placer, porque todo el
cuerpo se le curva hacia delante en un intento de recoger el máximo gozo posible.
Después, cuando acaba, se deja caer hacia atrás con una mezcla de sollozo y gemido.
Ya sé que no he usado las bolas chinas para lo que se usan, pero innovar es de
sabios, de sabias en este caso.

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LA PRIMERA CLASE
Mi primer día en clase de meditación resultó a la postre bastante curioso. Dieciocho
años. Lesbiana sin más experiencia que algunos escarceos en el instituto con alguna
amiga, pero completamente fuera del armario. Era el año en que comenzaba en la
universidad y había decidido buscar algún tipo de actividad que me relajara después
de las clases. Siempre he tenido algo entre manos además de la enseñanza oficial:
danza, teatro… y ahora estaba dispuesta a iniciarme en los misterios de la meditación
Zen. El primer día resultó un poco complicado, porque había cola en administración
para entregar las matrículas y la cosa se puso pesada. Después fuimos con nuestras
fichas en la mano a una de las aulas, donde nos sentamos en el suelo esperando a que
entrara la profesora. Y entró, vaya que si entró. Lo que apareció fue la lesbiana más
atractiva que había visto en mi vida… Joven, con una pluma preciosa y muy
llamativa, y proclamando a voces su lesbianidad, si es que esa palabra existe; que si
no existe, debería existir.
He olvidado decir que yo también tengo mucha pluma y que me gusta proclamar
con mi aspecto que soy lesbiana, no vaya a ser que alguien me confunda. Tengo
pluma y me gustan mucho las mujeres con pluma. No me gustan las mujeres
femeninas; de hecho, ni las veo. Pero ese no era el caso de mi nueva profesora de
meditación. Me había sentado en un rincón de la sala, medio escondida detrás de
unos cuantos alumnos, pero nada más verla me levanté y atravesé la sala para
ponerme en primera fila y que me viera bien. Con el ruido que hice al levantarme y al
pasar por delante de todos para sentarme delante, ella, por supuesto, me miró. Me
miró, nos sonreímos y yo me senté allí con cara de boba y de haber llegado al cielo.
¡Qué buena estaba! Eso es en lo único que pensaba. Después de verla y de imaginar
las cosas que me gustaría hacer con ella fui completamente incapaz de regular mi
respiración. Imposible hacer que sonara normal, imposible hacer que me bajara a los
abdominales. Imposible todo, porque era una respiración alterada por el deseo.
Se presentó como Marisa no-sé-qué y explicó esas cosas que explican los
profesores el primer día; después nos dio una pequeña lista de libros que podíamos
leer, si es que queríamos introducirnos en los misterios de la meditación Zen. Yo
sonreía inequívocamente, o al menos, eso es lo que quería que pareciera. Después nos
pidió que entregáramos la ficha de clase con nuestra fotografía. Y así lo hicimos.
Marisa puso mi ficha la primera del montón y la clase siguió normalmente. La
primera lección consistió en enseñarnos a respirar llevando el aire de los pulmones a
los abdominales, pero cada vez que Marisa se acercaba para tocarme mi respiración
se iba por su cuenta, incapaz de mantener ningún ritmo lógico. Era una respiración de
deseo, que es una respiración que va por su cuenta. Al rato me dejó por imposible,
diciéndome que tenía que practicar mucho.

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Al final de la clase se despidió hasta la semana siguiente. Miró mi ficha, que
estaba la primera del montón, como si se la hubiera encontrado por casualidad, y
dirigiéndose a mí por mi nombre y dos apellidos, me dijo:
—¿Me acompañas un momento al despacho?
—Claro —pensé que sería por una cuestión administrativa, algo que faltaba en mi
matrícula, ¿cómo iba a pensar otra cosa?
Entramos en su despacho, se sentó en su silla, detrás de la mesa, y me sonrió de
nuevo. Vista tan de cerca me pareció mucho más deseable aún de lo que me había
parecido antes. Vestía un pantalón blanco como de deporte y una camiseta que dejaba
al descubierto su ombligo, un ombligo del que no podía apartar la vista. Yo estaba
esperando que ella me dijera para qué me había llevado allí.
—Parece que te gusta mi ombligo —dijo siguiendo mi mirada.
—No… bueno, sí, eh… quiero decir que… nada, es que miraba…
En fin, en determinadas circunstancias no se le puede pedir a una que se muestre
muy inteligente.
Se levantó un poco más la camiseta dejándome ver no sólo su ombligo, sino un
poco de su vientre, claramente musculado por la gimnasia o por lo que hiciera.
—Ya —dijo mientras se ajustaba la camiseta— ¿quieres que quedemos para
cenar?
Me costó un poco decir que sí porque me quedé literalmente sin habla. Sin habla
y supongo que con la cara como un tomate, porque me ardía; a esas alturas ya tenía el
estómago vuelto del revés, o al menos esa sensación tenía yo. Pero en todo caso, era
inexperta, pero no tonta.
—Caray, claro que quiero, por supuesto —yo balbuceaba lo que podía.
—Bueno, pues nada, nos vemos esta noche. Podemos ir a mi casa, si no te parece
mal —dijo mientras escribía la dirección en un papel y me lo daba.
—No, no, yo encantada —me temblaba un poco la voz, pero procuraba que ella
no se diera cuenta.
Ella sonreía. Se levantó por fin de detrás de su mesa y se acercó adonde yo
estaba. Se dirigió a la puerta y yo creí que la iba a abrir, así que fui detrás de ella;
pero hizo lo contrario, la cerró con cerrojo y, ante mi asombro, se dirigió a mí. Me
besó como si tuviera hambre, con mucha fuerza, casi me hizo daño. Todos mis besos
anteriores habían sido suaves. Hasta ese momento yo identificaba los besos con la
suavidad, pero desde entonces sé que hay besos que son duros, que duelen, que se
dan con el objetivo de dejar claro quién manda. Me empujó hacia atrás, hasta que me
apoyé en la mesa y comenzó a desnudarme sin que me diera tiempo a hacer ni decir
nada. Yo intenté quitarle la camiseta, pero ella me agarró las manos y no me dejó. Me
quitó la camiseta —yo no llevo sujetador—, me abrió el pantalón y lo empujó hacia
mis tobillos. Después, mientras me apretaba los pechos, me besaba; sin que me diera

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cuenta, cogió un abrecartas de encima de su mesa y, simplemente, me rompió las
bragas. No me dio tiempo ni a protestar. Entonces me vi allí, desnuda, con los
pantalones en los tobillos, y con mis tetas en sus manos y en su boca. Mis pezones se
pusieron duros para que ella los pudiera coger con sus labios y los pudiera acariciar
con su lengua. Apenas podía respirar de la excitación que tenía; ardía por dentro,
jadeaba y debía estar chorreando, pero necesitaba mis manos para sujetarme a la
mesa porque sus acometidas eran muy fuertes. Entonces, de repente, me dio la vuelta
y me puso de espaldas, con el cuerpo echado sobre la mesa. Me dio un cachete en el
culo que me volvió loca de placer; jamás había sentido nada así, esa necesidad de que
me follaran. Y se lo dije, sin saber muy bien lo que iba a pasar a continuación, pero
tenía que decirlo:
—Fóllame —creo que susurré entre jadeos.
—Claro que te voy a follar, ¿qué crees que estoy haciendo, pequeña? —dijo ella
en un tono de voz mucho más grave del que la había escuchado hasta ese momento.
Y sus palabras me hicieron temblar; lo que me esperaba, y que no imaginaba qué
podía ser, me hizo temblar. Me puse a temblar como una tonta, excitada y caliente,
respirando muy ruidosamente, pero temblando de miedo y de deseo. Ella me puso
una mano sobre la cabeza, de manera que así quedé con todo el cuerpo vencido sobre
la mesa, y cuando vio que ya había adoptado esa posición, se agachó detrás de mí y
me quitó primero una sandalia; después me hizo levantar una pierna, me quitó la otra
y me sacó con facilidad los pantalones. Entonces me separó las piernas y se levantó.
Se quitó los pantalones y se colocó sobre mí. Yo sentía el peso de su cuerpo sobre el
mío, su coño contra mi culo abierto. Y sentía también su lengua caliente subiendo y
bajando por mi nuca. A veces me mordía un poco los hombros y después volvía al
cuello. De vez en cuando me daba un azote y yo gritaba, aunque procuraba que mi
grito no saliera de aquella habitación, por lo que quedaba en un sonido ahogado. Sus
manos me cogían por las caderas y desde ahí empujaba todo mi cuerpo contra el
suyo, dándome golpes. Después sus manos fueron hacia delante y me acariciaron el
interior de los muslos, entrando por delante y agarrándome el clítoris con fuerza.
Puso su boca muy pegada a mi nuca, de manera que el aliento de sus palabras me
llegaba al cuello en forma de humedad.
—Estás cachonda, cachonda y dispuesta —susurró muy pegada a mi cuello.
Yo apenas podía pronunciar palabra alguna porque temblaba y la respiración
agitada no me dejaba hablar con normalidad.
—Sí, dispuesta para ti —dije.
—Eso es, así me gusta —susurró de nuevo en mi nuca.
Y entonces se agachó con la flexibilidad de quien está muy acostumbrada a
trabajar con su cuerpo y comenzó a meter los dedos en la vagina con una pericia que
yo desconocía; me acariciaba lugares que yo no sabía ni que existieran. Sentía un

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placer inmenso, que me vaciaba por dentro como si toda yo me llenara de aire, y mi
estómago se volcó como si me tiraran desde lo alto de una montaña, como si cogiera
una curva a demasiada velocidad. Marisa metió dos dedos, tres, empujando hacia
arriba, hacia dentro, hacia lo más profundo, mientras me sujetaba el cuerpo con uno
de sus fuertes brazos alrededor de mi cintura e impedía que me moviera. Después
sacó los dedos y recorrió el clítoris durante un rato; empezó por sus contornos,
después se acercó a la punta, acariciándola primero en círculo y, según mi respiración
y mis gemidos la indicaban, luego con más fuerza. Era como si una bomba explotara
en mi interior, una bomba de calor que se lo llevaba todo por delante, que incluso me
estaba trastornando la visión, como si me hubiese dado un golpe en la cabeza. De
repente, me soltó el cuerpo y me metió dos dedos en la vagina, mientras seguía
masturbándome. Sus dedos entraban y salían mientras que su otra mano se ocupaba,
cada vez más fuerte, de mi clítoris y yo, más que gemir, aullaba, sintiendo crecer algo
que iba a trasportarme a otro lugar. Entonces, en medio de un placer inimaginable que
hizo que ella tuviese que levantarse para taparme la boca, sin poder ver ni oír, con
todos mis sentidos colocados en el inmenso placer que sentía, eyaculé, y un líquido
caliente y trasparente salió en oleadas mojando mis muslos, su mano, el suelo, todo, y
dejando un charco bajo mis pies.
Tardé un rato en recuperarme: no me podía mover. Marisa sólo dijo «Vaya» y
ahora me besaba muy suavemente el cuello y me acariciaba los hombros. Entonces, al
rato, cuando recuperé la respiración, la consciencia, pensé que me había hecho pis y
me avergoncé.
—Lo siento —dije.
—¿Por qué? Ha estado muy bien.
—Por las manchas, por el pis —dije tratando de que sonara natural.
—No es pis; has eyaculado y eso no mancha —dijo riéndose—. He encontrado tu
punto g, y a la primera. Eso es puntería.
Tengo que reconocer que yo no sabía lo que era el punto g, ni que las mujeres
pudiéramos eyacular, sólo sabía del placer que acababa de sentir y que intentaba
vestirme, aunque ya no tenía bragas. Marisa me ayudó a poner del derecho el
pantalón, porque debió verme muy azorada. No sabía cómo iba a terminar aquello; no
sabía si marcharme, si quedarme, si abrir la puerta… Cuando estuve lista, me dio un
beso en la mejilla.
—Nos vemos luego ¿no? —dijo.
—Por supuesto —dije yo.

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SEXO EN LA OFICINA
Desde que la vi entrar pensé que esa chica tenía que ser mía. Y no sé muy bien por
qué, pues no era especialmente guapa. Era algo que emanaba de ella, que me llamaba
y que no sabría describir. Era su manera de andar, era su manera de reírse, la manera
de hablar, todo en ella, todo lo que hacía o decía, la manera de decirlo o de hacerlo,
todo en ella era sexual. Era puro sexo. En todo caso, lo que no podía saber es que yo
iba a terminar siendo suya como nunca lo he sido de nadie. Estuve observándola de
lejos un par de semanas y ya sé que es un tópico, pero esas dos semanas me bastaron
para cerciorarme de que le iban las tías, lo supiera ella o no. No, no me cabía la más
mínima duda. Eso es algo que se nota, porque ser lesbiana es toda una manera de
relacionarse con el mundo y, especialmente, con los hombres. Digan lo que digan,
una no se relaciona socialmente con los hombres de la misma manera que una
heterosexual y, si se piensa bien, es lógico. Especialmente en una oficina, en esa
corriente subterránea que fluye por debajo de todo —el deseo— es muy fácil de ver y
de juzgar. Aunque no se vaya con intención de ligar y aunque no se sea consciente,
las relaciones en una oficina están traspasadas por el deseo y la gente se relaciona
siguiendo ese latido de la entrepierna y de la cabeza. Basta con fijarse en quién va
con quién a desayunar, quién habla con quién y, sobre todo, con quién se ríe cada una
y de qué manera. Hay que ver qué grupos se forman y cómo se relacionan las
personas entre sí. El deseo es perceptible a simple vista.
Y Lidia era lesbiana, estaba segura.
Según pasaba el tiempo, esa mujer se iba metiendo cada vez más dentro de mí.
Pasaba cada vez más tiempo pensando en ella y me costaba olvidarla cuando salía de
la oficina. Cuando estuve segura de que era lesbiana me pareció que yo era una mujer
con suerte. No importaba que tuviera novia, que estuviese casada, que yo no le
gustase; todo eso puede arreglarse, es cuestión de esforzarse, de esperar lo que haga
falta, y todo depende de lo que una esté dispuesta a esforzarse y esperar. Lidia
merecía la pena. Así que comencé el asedio.
Empecé por un acercamiento tradicional, intentando hablar con ella como
compañera de trabajo, intentando salir con ella a la hora del desayuno, dándole
conversación… lo normal. No tuve mucho éxito; parecía ignorarme, lo cual supuso
un duro golpe para mi ego porque, normalmente, no soy de esas mujeres a las que
puede ignorarse con facilidad, pues allí donde voy me hago notar. Cuando se
levantaba para ir a por agua, o para sacarse un café de la máquina, yo iba detrás para
hacerme la encontradiza en la cocina. Cuando salía por la tarde procuraba salir al
mismo tiempo para, al menos, darle conversación en el ascensor y después en el
metro, pero la verdad es que las dos o tres veces que fui con ella basta su parada
estuvo tan antipática y tan parca en palabras que desistí de seguir por ese camino. Yo

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no parecía interesarle lo más mínimo. Y ya he dicho que su indiferencia me resultó
difícil de aceptar; la verdad es que no recuerdo cuando fue la última vez que una
mujer se me metió entre ceja y ceja y no me acosté con ella. Como la cosa no
marchaba, me consolé pensando que tampoco era el fin del mundo y que, al fin y al
cabo, ni siquiera estaba segura de que fuese lesbiana. Pensé que ése debía ser el
problema, que no era lesbiana; un fallo en mi —hasta ese momento—, segura
percepción. Para todo hay una primera vez, incluso para recibir un baño de humildad.
El invierno pasó sin que pensara mucho en ella, pero al llegar el verano el deseo
se reavivó. Además, Lidia comenzó a ir a la oficina con ajustadas camisetas que le
dejaban el ombligo al aire y sin sujetador, lo que hacía que se le transparentasen los
pezones. Solía llevar unas faldas muy cortas que le dejaban también los muslos al aire
y que hacían que mi vista se enredase entre sus piernas; era casi inevitable mirarla y
creo que todos lo hacíamos. Me resultaba difícil de aguantar; comencé a pensar de
nuevo a todas horas en ella y volví a intentarlo. Y otra vez ella se comportó como si
yo fuese la última de las personas con las que desearía entablar una conversación.
En agosto la oficina se fue vaciando poco a poco de gente y quedamos muy pocas
personas haciendo guardias. Yo no me voy nunca en agosto y Lidia tampoco se fue.
Eso hacía que ahora fuese más fácil encontrarme con ella a todas horas y que
resultase también más sencillo mirarla, ya que no había nadie sentándose entre su
mesa y la mía. Poco a poco aquello se fue convirtiendo en una obsesión que incluso
afectó a mis relaciones sexuales con otras personas, porque ahora ninguna mujer me
parecía tan atractiva ni tan deseable como Lidia, por mucho que lo fuera.
Fue a finales del mes. Entré en el baño, un baño grande con diez cabinas y
lavabos con un espejo corrido por toda la pared. Ella estaba lavándose las manos
cuando entré yo y me puse en el lavabo de al lado. Nos miramos por el espejo y, cosa
inusitada en mí, me puse colorada. Hacía años que no me pasaba eso; me puse
colorada y ella me sonrió, aunque no podría jurar si se dio cuenta de mi azoramiento
o si su sonrisa no tuvo nada que ver con eso. Lidia acabó, se secó las manos y
entonces se acercó a mí. Me abrazó por detrás, poniendo sus dos manos sobre mis
tetas y presionándome contra ella me dijo mientras su aliento entraba en mi oído:
—¿No era esto lo que querías? ¿Verdad que era esto? Di que sí —me apremiaba.
Me quedé literalmente sin respiración y más colorada aún, mientras veía mi cara
incendiada y la suya, con una media sonrisa, por el espejo. Toda mi experiencia no
sirvió de nada, me puse muy nerviosa al pensar que pudiera entrar alguien y
descubrirnos. Había poca gente en la oficina, pero aun así el riesgo era grande.
Únicamente acerté a decir: «Nos van a ver», mientras resoplaba angustiada. Pero ella
sólo decía:
—Di que era esto lo que querías.
—Sí, sí, pero ten cuidado, que nos van a ver.

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Me dio un azote.
—Di que era esto lo que estabas deseando —repitió.
Yo, por una parte, estaba asustada, temiendo que entrara alguien y también estaba
enfadada. Nadie me había tratado así: ella era mucho más joven que yo, ¿qué se
creía? Pero por otra la excitación me nublaba todo, sobre todo el entendimiento. No
supe qué decir y me dio otro azote, esta vez más fuerte.
—Di que era esto lo que querías cuando me perseguías por la oficina.
—No te perseguía —protesté.
Tercer azote y yo que me asusté susurré un poco avergonzada:
—Sí, sí, esto es lo que quería.
Entonces me arrastró hacía una cabina y cerró la puerta con la pierna. Temblaba
como una quinceañera. Me empujó contra la pared mientras su mano recorría mi piel
sobre la ropa, sin intentar meterse dentro. No podíamos hacer ningún ruido y el
esfuerzo para que la respiración no se oyera hacía que la sensación de ahogo fuese
mucho mayor. Intentad contener el jadeo propio de la excitación sexual: es como si te
faltara el aire. Estuve a punto de desmayarme. Yo intentaba besarla, pero sus labios
no se me entregaban y, por el contrario, sus manos comenzaron a acariciarme la cara,
el cuello, a cogerme de la cintura. Pasaban ligeras sobre mis tetas, después las ponía
en mi culo y me apretaba contra ella, contra su cuerpo. Y cuando apenas habíamos
empezado, abrió la puerta y se fue, dejándome casi en carne viva. Tuve que sentarme
en la taza del váter, recobrar el aliento y esperar un poco para que el corazón se
pusiese en su sitio. Al salir, la busqué con la mirada. Ella me sonrió y siguió
trabajando. Yo no pude volver a trabajar, ni a pensar en nada que no fuera ella. Ni en
el trabajo ni en casa.
Al día siguiente no sabía qué hacer. Lidia parecía estar normal y dedicada a sus
cosas. A la misma hora del día anterior se me ocurrió ir al baño, porque tuve una
intuición y, efectivamente, al poco entró ella directamente a una cabina, en la que me
esperó con la puerta abierta. Yo entré detrás de ella, temblando de deseo y de
emoción, de miedo y de nervios. Recorrió de nuevo mi cara con sus manos, pero esta
vez yo no intenté nada, sino que me dejé llevar por las sensaciones que me producían
sus dedos sobre mis ojos, sobre mis labios; cuando sus dedos hicieron que abriera la
boca, puso su boca sobre la mía y metió su lengua junto con sus dedos. Seguíamos en
completo silencio, intentando que nuestras respiraciones no se oyeran si entraba
alguien. De nuevo sentí que me ahogaba, pero mantuve a raya los gemidos que se me
formaban en la garganta. Después de besarme durante un rato, después de beber de su
saliva, de sentir sus dientes mordiendo mis labios, de chupar su dedo y de tratar en
vano de que su boca no se apartara de la mía, se fue. Me quedé otra vez sin poder
salir de allí, pues tuve que esperar. No tenía ni fuerzas para pensar en lo raro que era
todo, porque lo cierto es que me moría de deseo, no podía hacer nada más que pensar

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en ella y esperar, y desear, que llegara el día siguiente. Ese día me fui a casa muy
pronto para desnudarme y para masturbarme, teniéndola a ella en mi cabeza. La
imaginaba desnuda, la imaginaba allí, de pie, en el váter, la imaginaba corriéndose
frente a mí, imaginaba cómo se echaría sobre mí para ahogar sus gemidos de placer…
Al día siguiente volvió a ocurrir lo mismo y sus besos fueron más largos y más
profundos. Ya no era sólo mi garganta la que gemía en silencio: todo mi cuerpo se
puso a gemir de deseo, todo mi cuerpo era una súplica para que metiera la mano bajo
mis bragas y para que me dejara a mí meter mi mano bajo las suyas. Esta vez me
llevó a un punto tal que me hubiera bastado con cerrar los muslos para correrme,
pero, claro, eso hubiera sido terrible y muy frustrante. Comencé a susurrar su nombre,
«Lidia», muy bajito, diciéndoselo al oído, arrastrando mi voz y mi lengua por su oreja
mientras ella me mordía en el cuello. Finalmente, cuando alcancé el punto de
implosión, se apartó de nuevo y se fue. Esta vez no bastó con que me sentara un rato
a esperar a que se me pasara. Esta vez estaba tan mojada que tuve que bajarme los
pantalones, secarme con papel higiénico y esperar a que mi respiración se
normalizara; y a que mi piel recuperara su color normal para poder salir. Una vez
fuera me miré en el espejo: tenía varias marcas moradas en el cuello. Me subí el de la
camisa esperando que nadie se diera cuenta o, al menos, que no se dieran cuenta de
que no las tenía por la mañana.
Llegó el fin de semana y lo pasé muy mal. Todo aquello me parecía absurdo y
decidí que ya estábamos muy mayores para andar con tanto juego tonto. El lunes la
esperé en el baño y cuando apareció e intentó arrastrarme a la cabina, yo me resistí
porque dentro no podíamos hablar. Le dije que por qué no quedábamos fuera de la
oficina, que por qué no íbamos a su casa o a la mía. Lidia se detuvo y dijo:
—Porque no quiero. Si quisiera quedar fuera del trabajo ya te lo habría dicho
¿no?
Y se fue muy indignada. Pero yo también estaba enfadada y su actitud me parecía
ridicula. Me senté en mi mesa y no la miré durante el resto de la mañana, ni en el
resto de la semana. A la semana siguiente ya no me quedaba ni pizca de dignidad,
sólo quería que volviera a tocarme en el baño o donde fuera. Entonces, cuando ya no
podía más, me levanté ostensiblemente a la hora de siempre y me fui al baño,
mirándola mientras entraba, pero no me siguió. Hice lo mismo un par de veces, pero
nada. Lidia no me hacía ni caso.
Aprendí que el deseo puede corroerte por dentro y convertirse en una obsesión. Y
doler: el deseo puede doler, y me dolía. Y no se me quitaba con otros cuerpos.
Al cabo de unos días, abdiqué. Me acerqué a su mesa. Ella levantó la cabeza y me
miró fijamente.
—Por favor —le dije, bajito.
Negó con la cabeza y me dijo en voz bastante más alta que la que yo había

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empleado:
—¿Cómo has dicho?
—Por favor —repetí.
Lidia sonrió, y me indicó con la cabeza que fuera hacia el baño. Fui hacia allí con
el corazón latiendo muy deprisa y con toda la piel caliente, como si fuese a una cita
con la amante soñada y lo cierto es que así era, Lidia era mi amante soñada.
Ese día se bajó las bragas y me dejó comerle el coño durante mucho rato, hasta
que me dolía la lengua y no aguantaba más, porque ella me apartaba la cara cuando se
iba a correr. Y todo eso en completo silencio, reprimiendo los jadeos, aguantando la
respiración agitada, y cuando se corrió contuvo los gemidos, tapándose la boca con el
antebrazo. Esa noche quedamos en su casa, en su cama y al fin me dio mi parte, pero
a ella siempre le gustó hacerlo en sitios públicos y, desde esa primera vez, lo hemos
hecho en los sitios más raros que puedan imaginarse.

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AMSTERDAM, CIUDAD LESBIANA
Hace algún tiempo, Sonia y yo nos fuimos de vacaciones a Amsterdam. Hicimos todo
lo que hacen los turistas y también cosas que no hacen todos los turistas, sino sólo las
turistas lesbianas, como entrar a todos los lugares de ambiente lésbico y de mujeres
de la capital holandesa. Pero el recorrido resultó un poco decepcionante porque
pudimos comprobar que, o Amsterdam ya no era lo que había sido y lo que nosotras
todavía suponíamos que era, o Madrid no tenía ya nada que envidiar a ninguna ciudad
europea en cuanto a lugares y placeres. Encontramos las jugueterías sexuales y las
tiendas de artículos sexuales especialmente cutres, más de las que frecuentamos en
nuestra propia ciudad; quizá no es que fueran más cutres, sino que no eran tan
glamurosas como esperábamos, ni tan sorprendentes. Llegamos a la conclusión de
que hoy hay lo mismo en todas partes y que la globalización iguala todo. Salimos por
las noches a todos los bares lésbicos señalados por la guía LG que nos proporcionó la
oficina de turismo y no encontramos nada sustancialmente diferente, aunque nos los
pasamos bien.
Dos días antes de irnos decidimos entrar en un local de ropa de cuero y de objetos
eróticos en el que habíamos visto algunas cosas no muy caras que queríamos llevar
de regalo a algunas amigas. Allí estábamos, hurgando en las estanterías y
comparando precios cuando oímos la campanilla de la puerta y una rubia con aspecto
de norteamericana sobrealimentada se dirigió en inglés a la dependienta, una joven
vestida de cuero negro de la cabeza a los pies, con una especie de corpiño que le
subía las tetas casi hasta la garganta y que llevaba un collar de perro al cuello, del que
colgaba una cadena que nadie sujetaba. La americana llevaba también, como
nosotras, una guía en la mano, con varios lugares marcados en rojo. Saludó al entrar y
escuchamos que decía:
—Anoche me dijeron que se está preparando una fiesta de cuero para mañana y
me dijeron también que tú podrías informarme del lugar y de las condiciones.
Nosotras nos pusimos en guardia.
—Sí, es la que se organiza todos los primeros jueves de mes en… —y dio el
nombre de un local y de una calle—. Es un local de chicos, pero los primeros jueves
de mes se reserva para las chicas —explicó la dependienta, que quizá fuera la dueña
del local—, y en cuanto a las condiciones —dijo—, aparte de pagar la entrada, sólo
hay que llevar la ropa adecuada.
La americana, al parecer, estaba decidida a ir, porque le pidió a la chica de las
tetas en la garganta que la ayudara a elegir la ropa adecuada.
—Claro —dijo ella y ambas recorrieron toda la tienda escogiendo ropa que la
americana se llevó al probador.
Nosotras nos miramos y decidimos probar. Fuimos a la vendedora:

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—Hola, hemos escuchado la conversación, ¿nos puedes ayudar a escoger la ropa
adecuada para la fiesta de cuero para mujeres de mañana?
Sonrió y nos ayudó muy amablemente. Así que recorrió toda la tienda de nuevo
mientras seleccionaba la ropa sin apenas mirarnos, diciéndonos lo mucho que le
gustaba España y lo bueno que era tener sol todos los días. A Sonia, con mucha
pluma y muy masculina, la vistió con pantalones de cuero, camisa y chaleco y,
después de mucho pensar si le iba con el atuendo, le dio una fusta. A mí, más
femenina, me endilgó una minifalda de cuero negro, un corpiño parecido al suyo y
con tantos cordones que pensé que si conseguía ponerme aquello no habría luego
quien me lo quitase y, para acabar, un collar de perro lleno de tachuelas. Nos
probamos la ropa, dejando los «adminículos», vamos a llamarlos así, aparcados,
diciendo que los habíamos traído de casa.
La tarde siguiente, al vestirnos en el hotel, nos reímos mucho y no queríamos
confesar que estábamos nerviosas. Yo particularmente tenía un poco de miedo; algo
me decía que, con aquella ropa, tenía algo más que temer que Sonia, pero por nada
del mundo le hubiera confesado que no me apetecía mucho ir a aquel sitio. Nos
vestimos con una ligera sensación de ridículo y nos pusimos los abrigos encima, lo
que nos permitió pensar que, si al llegar, aquello tenía mala pinta, siempre podríamos
salir sin que se viera cómo íbamos vestidas o, mejor dicho disfrazadas. Cogimos un
taxi al que dimos una dirección cercana, porque no nos atrevimos a darle la
verdadera. Fuimos caminando desde donde nos dejó. Al llegar al sitio nos
encontramos con un local con aspecto de discoteca, ante el que se arremolinaban unas
cuantas mujeres en la puerta. Nada parecía fuera de lo normal y las chicas que
estaban allí iban todas vestidas de manera corriente, por lo que estuvimos a punto de
volvernos porque nos pareció que íbamos muy exageradas. Pero nos pudo la
curiosidad y pensamos que era mejor echar un vistazo y salir si nos sentíamos
incómodas por la ropa.
Enseguida vimos que nos habíamos puesto la ropa adecuada. Al entrar, nos
encontramos en una especie de guardarropa donde la gente dejaba sus abrigos y
mostraba que iba vestida de manera parecida a nosotras y donde también algunas se
cambiaban, poniéndose un atuendo completamente diferente al que llevaban y que
sacaban de una bolsa. A nosotras nos bastó con quitarnos el abrigo y dejarlo allí. Y
después, para entrar en el local propiamente dicho, había que pasar por una especie
de «vigilanta» que se cercioraba de que ibas adecuadamente vestida. Nosotras lo
pasamos sin problemas gracias a la vendedora, a la que ahora le agradecíamos su
amabilidad. Por fin estábamos listas para entrar.
Sólo había que apartar una cortina y ya estabas dentro. El sitio estaba bastante
oscuro y cuando nuestros ojos se adecuaron a la luz vimos que estábamos en una
especie de discoteca con una barra y con una pista de baile. Las mujeres iban todas

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vestidas con estética s/m; muchas iban más exageradas que nosotras. La mayoría
estaba en la barra y miraba alrededor, como escogiendo su presa. Nos dio la
impresión de que había pocas parejas o gente que hubiera entrado en grupo y, si lo
habían hecho, después de entrar cada una iba a lo suyo. Algunas vestían como yo,
con corpiños de todo tipo que apretaban las tetas y estrujaban el abdomen de manera
que todas teníamos un tipazo que ya nos gustaría que fuera de verdad. Había un cierto
trasiego de chicas que se dirigían solas o en grupo hacia el fondo del local; vimos que
por allí se pasaba a otro espacio y en el que desaparecían algunas parejas y chicas
solas o en grupo. Algunas llevaban a su pareja atada con un collar de perro y una
correa de la que tiraban; otras, en lugar de llevar a una chica atada, llevaban a dos con
la misma correa. Era divertido y extravagante.
En la pista la mayoría de las chicas bailaban solas y casi todas eran del tipo
femenino; nos dimos cuenta de que lo que hacían no era sino exhibirse para que una
de las que estaba en la barra las escogiese, cosa que hacían sin muchos miramientos.
Entraban en la pista y se la llevaban agarrada de cualquier sitio, o bien la tocaban y le
decían con un gesto que fueran hacia el otro espacio. En todo el tiempo que estuve
allí mirando no vi a ninguna que se negara a ir con aquella que la había escogido, y
eso que, en mi opinión, alguna de ellas era francamente desagradable. Yo hubiera
dicho que no a la mayoría.
Estuvimos un buen rato mirando excitadas. Sonia bebió mucho; yo un poco
menos, porque no me sienta bien el alcohol. Al rato, Sonia me dijo:
—¿Entramos?
Y yo asentí. El alcohol nos había quitado el miedo y la timidez. Traspasamos la
cortina y pasamos a un segundo espacio aún más oscuro. Aquí las mujeres ya no
charlaban entre ellas. Aquí había sexo. Yo nunca había visto nada así. El lugar estaba
amueblado con una especie de bancos corridos de un material blando que parecía
plástico, relleno de goma espuma, que debía limpiarse con facilidad; supuse que
aquello estaba allí por los hombres. Sobre los bancos se adivinaba todo tipo de
parejas haciendo todo tipo de cosas, aunque no se veía bien. Pero sí se oía el sonido
de los orgasmos, de los gemidos, de las voces que daban órdenes, de aquellas otras
que suplicaban… que, multiplicado en tantas gargantas, era suficiente como para
excitar a la más fría.
Al acercarnos a la pared me encontré con una mirada fija sobre mi cuerpo que me
inquietó un poco. Una mujer joven me miraba apoyada en el muro en el que se
recostaban otras tantas que sólo miraban lo que hacían las demás. Cuando, a su
parecer, me hubo mirado lo suficiente, se vino hacia nosotras. De manera instintiva
me acerqué a Sonia y me apoyé en su hombro, mientras la joven se puso frente a
nosotras. Era atractiva, más joven de lo que parecía de lejos: no tendría más de
veinticinco años (yo tenía treinta y siete entonces) y era del tipo pantalón y camiseta,

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aunque llevaba el pelo no muy corto y unos brillantes muy pequeños en las orejas. Se
dirigió a Sonia y le dijo algo en holandés, a lo que Sonia contestó con un «No
entiendo» en inglés. Entonces la chica cambió al inglés con naturalidad:
—Te preguntaba que si es tu chica —e hizo un gesto hacia mí con la barbilla.
Ambas nos quedamos tan pasmadas que pensamos que no habíamos entendido
bien, pero sí habíamos entendido, y Sonia fue la primera en entender del todo. Me
miró, sonrió y yo la sonreí también, porque la situación más bien me hacía gracia.
Pero Sonia estaba más borracha de lo que yo había calculado, y más excitada
también, así que contestó con un lacónico sí, pasando su brazo sobre mi hombro. Eso
me tranquilizó, aunque de todas formas luego pensaba echarle la bronca. La
holandesa no había dejado de mirarme, lo que me ponía un poco nerviosa. Cuando yo
pensaba que ahí acababa todo, alargó una mano y, con el dorso de la misma, me
acarició el escote.
—Es muy guapa, tiene un cuerpo muy bonito —dijo.
Yo no me moví, aunque el contacto de su mano me provocó un estremecimiento.
—¿La puedo usar? —le preguntó a Sonia.
Y Sonia, con los ojos brillantes por culpa del alcohol y de la excitación a partes
iguales dijo que sí.
Podía haberme ido, claro, podía haberme vuelto hacia Sonia y haberle dado un
tortazo, a ella o a la holandesa, pero la verdad es que no me moví porque yo estaba
tan caliente como mi novia o más, porque la holandesa me acariciaba lentamente el
escote y la cara con el dorso de su mano. Y porque antes de que me diera cuenta de
en qué lío me estaba metiendo, la holandesa se había sacado del bolsillo un collar de
perro, de los que parecían imprescindibles por allí, y me lo estaba poniendo con
mucha suavidad; cuando me hubo puesto el collar se desabrochó una correa que
llevaba a la cintura y la enganchó a la trabilla del collar. Después metió la mano bajo
el corpiño y primero una, después la otra, me sacó las dos tetas, que quedaron al aire,
apretadas y sujetas por aquella cosa que llevaba puesta. Me temblaban los muslos de
miedo y de vergüenza. Miré alrededor: algunas miraban, entre ellas Sonia. La
mayoría estaba a sus cosas. Sentí una tremenda humillación que, a la vez, me produjo
una gran excitación; me gustaba mucho aquella holandesa y me estaba poniendo muy
caliente con lo que me estaba haciendo, pero no estaba segura de que me fuera a
gustar todo lo que vendría después, de ahí el miedo. Y veía a Sonia, que se había
apoyado en un banco y nos miraba con los brazos cruzados sobre el pecho. Nos
miramos un momento, me guiñó un ojo y yo le devolví la mirada, como diciendo que
se acordaría de aquello y que estaba dispuesta a hacérselo pagar caro, aunque por
ahora la excitación y la curiosidad ganaban al miedo. Entonces tiró de mí y me llevó
a uno de los bancos. Sonia iba detrás pero se mantenía a cierta distancia; yo ya no
podía ver la expresión de su cara: eso me intranquilizó mucho más de lo que me

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estaban haciendo. La holandesa se paró frente a mí y me ordenó que me pusiese de
rodillas. Lo hice sin querer pensar. Me sentía como flotando en una especie de placer
intuido, irreal, que se rompería si pensaba mucho. Me ordenó que le abriera la
bragueta. Desde que se la toqué y noté un bulto duro supe que me iba a follar con
aquello. Le abrí la bragueta y le saqué la polla, le bajé los pantalones como ella quiso
y me tumbé en el banco como ella dijo. Me alegré de que fuera por delante y no por
detrás, como me había temido en un principio. Me alegré de estar allí tumbada
porque eso me eximía de hacer nada: sólo había que esperar. Yo estaba tumbada en el
banco con la mitad de las piernas colgando, las tetas apuntando al cielo, y la
holandesa de pie frente a mí. Entonces se echó un poco hacia atrás, me agarró por las
pantorrillas, tiró de mí hacia fuera y me deslizó hacia delante, hasta dejarme con el
culo justo al borde del banco.
Tenía las tripas retorcidas de deseo y estaba empapada. Me acarició las tetas,
cogió los pezones con sus dedos y tiró de ellos hasta que me hizo daño y gemí, pero
no me moví, ni la aparté. Me puso los pezones duros y tirantes. Como no podía evitar
manotear, la holandesa tiró del collar hasta levantarme el cuello y con él todo el
cuerpo. Me dijo que pusiera las manos debajo de mi culo y también lo hice; entonces
aflojó la tensión, pero se enrolló el borde de la correa a su muñeca y mi cuello estaba
todo el tiempo tirante: apenas podía moverme. Me gustaba. Era como tener todo el
cuerpo dispuesto a follar, no sólo el coño o las tetas: todo el cuerpo, todo él en
tensión, todo él ligado a esa correa que era como estar ligada a ella. Comenzó a
subirme lentamente la falda hasta la cintura, con cuidado, acariciándome los muslos,
que temblaban de excitación y que no podía mantener quietos. Su mano me acarició
el vientre, el cuello y los hombros hasta bajar de nuevo a mis tetas, al interior de los
muslos y las bragas, completamente empapadas a estas alturas. Dibujó con su dedo el
borde de las bragas y lo metió un poco, llegando hasta la punta de mi clítoris, con el
que jugó un poco. Yo emití un sonido gutural y me contraje de placer. Pero ella no me
dio ese gusto. Rompió mis bragas y, sin tiempo para darme cuenta, me penetró con el
dildo. Entró fácilmente porque yo estaba muy mojada, pero me pareció que me
rompía por dentro; sentía un intenso dolor mientras que ella se echaba sobre mí,
porque así se frotaba con el arnés que llevaba puesto. Su lengua llegó a mis pezones
que se irguieron de nuevo ante su contacto húmedo. Con el dildo dentro y ella
moviéndose para frotarse, con su lengua en mi cuello, en mi boca, en mis pezones,
cerré los ojos para intentar conjurar el dolor y centrarme en el placer.
Sentí que una lengua separaba mis labios; abrí la boca para dejarle paso. Se
movió enredada en mi lengua y entonces sentí otra lengua; al abrir los ojos vi a Sonia.
Las dos lenguas hurgaban en mi boca mientras la holandesa se movía frenéticamente
sobre mí hasta que exhaló un gruñido y calló. Aún estuvo un momento echada sobre
mí, mientras Sonia seguía besándome y ahora acariciándome. Su mano era conocida

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y tranquilizadora. La holandesa salió al fin de mí y Sonia ocupó su lugar. Bajó su
mano a mi clítoris y muy lentamente, porque tenía la zona dolorida, empezó a
acariciarlo en círculos hasta que, enseguida, yo tuve mi orgasmo. Pero fue un
orgasmo pequeño, porque para ese momento yo ya me encontraba incómoda. Así
que, en cuanto acabé, me levanté, me sequé los muslos con los restos de la braga,
bajé la falda todo lo que pude y me marché. Sonia no me siguió; no sé qué haría por
allí, sólo sé que llegó muy tarde al hotel. No hablamos de ello al día siguiente, ni
tampoco cuando llegamos a Madrid. Tardé varias semanas en poder aceptar lo que
había pasado allí, en aceptar que me había gustado, en volver a hablar a Sonia. Pero
acabé por hacerlo. La vida es más complicada de lo que creemos.

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DESILUSIÓN
Me gustó desde el mismo día en que la vi al fondo del bar. Me gustó mucho. Era justo
el tipo de mujer que me erotiza: con mucha pluma, con aspecto de dominar el mundo
y su medio, y de dominarme a mí si es que se pone a ello. Yo andaba con una novia
por entonces y por eso, aunque me pasé la noche pendiente de ella, no pasó nada. No
se fijó en mí; me pareció que estaba ocupada con cosas más importantes. Ni siquiera
hablé con ella, pero no pude evitar pasarme la noche mirándola. Estaba con una
morena pequeña que parecía muy contenta. Ambas bebían, se hablaban al oído, se
tocaban, se besaban y se reían. Ya entrada la noche pasaron a mayores y los besos
eran más largos y profundos. Yo también había bebido y no podía apartar la vista de
ellas dos. El grupo con el que yo estaba, amigas de toda la vida, me parecía en ese
momento el más aburrido del mundo. Al rato, llegó mi novia con ganas de marcha
después de pasarse el día, un sábado, trabajando. Luz se lanzó sobre mí, comenzó a
besarme y yo respondí, aunque no pude evitar abrir los ojos para ver que la chica que
me gustaba estaba en ese preciso instante lamiendo el cuello de su acompañante.
Envidié a aquella morena pequeñita y sentí un escalofrío de placer, un latido en el
clítoris, imaginando que estaba en su lugar. Luz se creyó que ella era la responsable
de ese escalofrío, que percibió claramente.
—¿Tantas ganas tienes? —me susurró al oído.
Y lo cierto es que sí que tenía ganas, pero no de ella precisamente. Últimamente
Luz me parecía muy pesada y un poco aburrida.
No obstante, después de que su lengua recorriera mi boca durante un rato se me
fueron abriendo las ganas de quien fuera, simplemente «las ganas», y puesto que
aquella de la que no podía apartar los ojos no era para mí, me dediqué a Luz, a
calentarla como a mí me gusta y a ella le gusta. Mientras nos besábamos metí mi
dedo pulgar en su boca para que, además de mi boca, tuviera algo que chupar, y con
mi mano izquierda le acaricié los pezones por encima de la ropa hasta notar que iban
creciendo, como su respiración y los sonidos de su cuerpo.
—Vámonos —dijo en un suspiro—. Vamos a casa. Quiero que me folies ahora.
Bueno, su hambre me excitó, como me suele ocurrir, así que nos despedimos del
grupo y nos marchamos a su casa.
La pasividad de Luz, su entrega, la absoluta sumisión que me mostraba desde el
principio, su capacidad para el placer y lo que yo le gustaba, todo ello, que tanto me
excitaba al principio, ahora me estaba empezando a cansar. Esa noche follé a Luz con
la imagen de esa otra chica en la cabeza.
La volví a ver un par de meses después, cuando me la presentó una amiga —eso
es lo que tienen las ciudades pequeñas—. Entonces no tuvo más remedio que verme.
Me la presentaron como Lori y ella dijo:

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—Por Lorena. Vaya nombre para una lesbiana.
Yo pensé que si mis padres me hubieran puesto Lorena, de mayor lo hubiera
corregido en el registro civil. Esa fue casi toda nuestra conversación, aunque sí
participé en la conversación general y pensé que si de lejos me había parecido
atractiva, de cerca lo era mucho más. Me encantaba su voz, me gustaba su risa, me
gustaba su cuerpo y me gustaba también lo que decía. Me pareció guapísima, como
un chico joven, fuerte, segura de sí misma, con aspecto no ya de dominar el mundo,
sino de comérselo literalmente. Y no pude dejar de pensar que lo que quería es que
me comiese a mí también; volví a estremecerme con ese pensamiento y junté un poco
mis muslos, procurando que nadie se diera cuenta. Pero la morena pequeñita a la que
le lamía el cuello iba de su mano y parecían enamoradas.
No pude quitármela de la cabeza desde ese día ni tampoco los días siguientes. Luz
debió pensar que yo estaba más ardiente que nunca y lo cierto es que estaba furiosa
conmigo misma porque no me gusta dejarme llevar por deseos que no puedo cumplir;
es frustrante y complica la vida. No suele ocurrirme; normalmente tengo el control
sobre mi vida y me gusta tenerlo, pero Lori no se quitaba un momento de mi cabeza.
Me comía el coño de Luz como si no lo hubiese hecho nunca, abarcándolo entero con
mi boca, bufando sobre él, apretando mi cara contra él mientras mis manos recorrían
el interior de sus muslos y buscaban su culo. Me comía el coño de Luz imaginando
que ese cuerpo que temblaba todo entero y que después se echaba hacia delante entre
gemidos era el de Lori; y que era ella quien, después de correrse, me cogía la cabeza,
me subía a su altura y me comía la boca porque le gustaba el sabor de su coño en mi
cara, en agradecimiento a lo que acababa de hacerle y al placer que le había dado.
Puede que Lori hiciera eso, pero Luz no lo hacía y después de correrse se quedaba
como muerta y sin ganas de nada mínimamente sexual.
Pero como ya he aprendido que en las cosas del sexo nunca se sabe, unos días
después decidí que no tenía mucho que perder; así que llamé a nuestra amiga común
y le pedí que preparara una reunión en su casa y que invitara a Lori.
—Lori tiene novia —me dijo— y se las ve muy bien juntas.
Y, por si fuera poco, añadió:
—Que yo sepa, tú también tienes novia y, además, Luz es amiga mía.
—Esto no tiene nada que ver con Luz ni con la novia de Lori; las dos son
mayorcitas ¿no? Un polvo no es más que un polvo. Llama a Lori y no te preocupes.
No se resistió mucho cuando le recordé las veces en las que le había prestado mi
casa para que consumara sus aventuras extramatrimoniales.
—Eso era distinto —protestó—. Yo estaba enamorada y me divorcié.
—No digas tonterías —y con esta frase lapidaria terminó nuestra conversación
después de que me hubiera prometido que sí, que llamaría a Lori y a otras amigas, y
que ya se le ocurriría algo para que su novia no fuese. Convocarla, por ejemplo, el día

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en el que la novia, farmacéutica, tenía guardia por la noche.
Estuve muy nerviosa desde que supe el día de la reunión. Hice de todo hasta
conseguir que Luz no me acompañase ese día y terminé por lograrlo a costa de alguna
que otra bronca. El día de la cena, me metí en el baño y me depilé el coño. Siempre
había querido hacerlo pero, por unas cosas o por otras, nunca había sentido que
mereciera la pena un sacrificio semejante. Esta vez estaba segura de que quería. Me
fui a casa de mi amiga con un nudo en el estómago, sin pensar en nada: ni en las
consecuencias, ni en Luz, ni mucho menos en la novia de Lori; únicamente en que mi
clítoris se empapaba y palpitaba con sólo pensar en ella, y ante eso no se puede hacer
mucho.
En la reunión había bastante gente y ella, que iba de un grupo a otro hablando por
los codos, no parecía muy interesada en mí, ni siquiera me había saludado. Pensé que
aquel intento era una tontería y me dediqué a beber. La noche amenazaba con ser
deprimente. Era verano y Lori llevaba unos pantalones vaqueros cortos, a la altura del
muslo, y camiseta. Sus piernas parecían capaces de aguantar mi peso y sus hombros
eran anchos, de gimnasta. Era la tercera vez que la veía y ahora me pareció mucho
más joven de lo que recordaba, más fuerte también; se notaba que hacía ejercicio y
eso dijo cuando se lo pregunté, venciendo mi timidez. Entonces entablamos una
conversación de la que apenas recuerdo nada, porque yo sólo miraba sus labios
imaginando que los ponía sobre mi boca. Pero sí recuerdo que, en un momento dado,
dejó de hablar.
—¿Qué has dicho? —pregunté volviendo al mundo, cuando me di cuenta de que
se había callado.
—No has escuchado nada de lo que he dicho —dijo riéndose. Y añadió—: No has
escuchado nada porque no has dejado de mirarme la boca.
A pesar de mis años —más de cuarenta—, de mi experiencia —bastante—, me
puse colorada como una adolescente pillada en falta.
—¿Quieres mi boca? —preguntó de repente, y me quedé sin respiración. Creo
que pude susurrar que sí, pero no estoy segura del todo de que fuera eso lo que salió
de mi boca y no un gemido lastimero—. ¿Quieres mi boca, o sólo me lo parece?
Dímelo.
En todo caso debió entenderme, porque, muy lentamente, puso su mano detrás de
mi cabeza, en mi nuca, y ahí la dejó un instante eterno, acariciándomela, dejando que
sus dedos jugaran con mi pelo largo, mirándome a los ojos mientras yo me derretía
ante esa mirada y al contacto de su mano.
Entonces su mano empujó mi cabeza hacia la suya, mi boca se encontró con la
suya y yo me dejé sumergir en el deseo de la misma manera que me sumergí, toda
entera, en su boca. Lori me besó muy profundamente, con un beso dulce y húmedo, y
después me mordió el cuello y los hombros mientras sus manos apretaban primero

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mis tetas y después sus dedos manipularon mis pezones. Poco a poco, sus manos
fueron bajando por mi vientre, por mi cintura, hasta posarse en el culo y apretarme
con fuerza contra ella. Yo apenas podía respirar. La sentía contra mí, me excitaba que
fuera tan joven y que se mostrara tan segura al tratar mi cuerpo. Esa sensación era
nueva; normalmente soy yo la que dirijo y era la primera vez en toda mi vida que me
dejaba llevar y que me entregaba de esa manera. Pensé que era excitante, era como
una transgresión.
Estaba dispuesta a entregarme del todo cuando Lori se apartó como si se hubiera
arrepentido. Todo mi cuerpo se resintió, como si se vaciase de repente, con una
especie de vértigo.
—No —le supliqué—, no, —y continué diciendo, muy bajo, mientras ponía mi
cabeza en su hombro y mi boca en su oído:
—¡No, no, no!…
No podía ni imaginar que lo dejáramos allí, creo que hubiera llorado lágrimas de
sangre. Me apartó con suavidad, se fue y yo me quedé sin respiración, con un extraño
cosquilleo subiendo por el cuerpo desde entre mis piernas. Pero Lori no me había
dejado; tan sólo hablaba con la anfitriona, la dueña de la casa. Las vi hablar, las vi
reírse y la vi a ella volver hacía mí. Toda yo era un latido de deseo. Cuando se
acercaba, la cogí por el cinturón y la arrastré de nuevo hasta mí; la besé comiéndole
toda la cara, los ojos, las comisuras de la nariz, las orejas, los labios de nuevo…
—Vamos, ven —dijo y, cogiéndome de la mano, me llevó a un dormitorio,
entramos y cerró la puerta por dentro.
—Desnúdame —me pidió.
Puse mis manos en su cintura y, desde ahí, las fui subiendo, arrastrando con ellas
su camiseta. No llevaba sujetador, ni lo necesitaba; sus tetas eran tan firmes como lo
son a los veinte años. Firmes, duras, grandes, sus pezones también grandes, de un
color muy oscuro, y yo apliqué mi boca sobre uno de ellos, succionando con fuerza,
agarrándolo con los dientes y presionándolo con la lengua. Lori, con su mano en mi
nuca, me apretaba la cabeza contra sus tetas. Luego, agarrándome del pelo, me
enderezó y me desabrochó la camisa hasta quitármela. Dejarme en sujetador y bragas
fue fácil, porque mi falda se sostenía en un corchete. Ella seguía en pantalón corto y
yo metí mi mano entre el pantalón y su carne, que estaba empapada. Le desabroché el
botón y ella dejó caer el pantalón hasta los pies; después ella misma se quitó las
bragas. Ella estaba desnuda, yo en sujetador y bragas y, a partir de ese momento, Lori
me llevó a la cama y se sentó sobre mí para recorrer mi cuerpo con su lengua y con
sus manos, metiéndolas bajo la copa del sostén y desabrochándolo por fin. Su boca
levantó mis pezones mientras sus manos entraban por debajo de mis bragas y después
recorrían mi coño en una primera inspección. El afeitado le permitió acariciarlo por
encima y tocar con facilidad la punta del clítoris y esa parte que en general no se

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acaricia porque permanece debajo del vello. Yo le acariciaba los pezones, me había
pedido que se lo hiciese suavemente, y así lo estaba haciendo. No necesitaban más
que el dorso de mi mano para ponerse enhiestos. Le acariciaba los labios, se los
mojaba con mi saliva y ella se inclinaba sobre mí para besarme de cuando en cuando.
Entonces me dio la vuelta. Yo temblaba al pensar en lo que estaba por venir. Me
bajó las bragas por debajo del culo, me palmeó y me mordió las nalgas hasta que
grité.
—Vamos, levántalo un poco —dijo, y eso hice; puse el culo tan en pompa como
pude para que ella se restregara bien.
Lori comenzó a restregarse moviendo las caderas adelante y atrás. Después echó
las manos hacia delante, rodeó mi cuerpo y llegó a mi coño. Metió un dedo en mi
vagina, después dos, luego tres. Y mientras movía los dedos, ella entera se movía
encima de mí y lamía mi nuca y me mordía los hombros. Cuando sus movimientos se
hicieron más fuertes, comenzó a mover la mano, apoyando todo el cuerpo sobre ella
con tanta fuerza que me hacía daño, pero no me atrevía a moverme. Según sus
movimientos eran más rítmicos y fuertes, más y más me clavaba los dedos y cada vez
me hacía más daño, pero yo esperaba que acabara pronto. No acabó tan pronto como
yo hubiera querido; cuando terminó y me di la vuelta estaba dolorida, de manera que
cuando ella quiso masturbarme, me dolía el clítoris y se me había pasado el deseo.
Descubrí que éste es incompatible, en mí al menos, con el dolor.
Así que añoré la suavidad de mi Luz y la manera en que se entrega y la manera en
que yo la acaricio con suavidad.
—Déjalo, déjalo —le dije, mientras ella descansaba, aparentemente satisfecha. Y,
después de vestirme, me marché.

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LA PÉRDIDA DE LA(S) VIRGINIDAD(ES)
Toda la clase de segundo salió del aeropuerto de Barajas rumbo a Londres con una
sola idea en la cabeza: follar. Para la mayoría era nuestro primer viaje en avión y yo
vomité en la bolsa que hay en el respaldo del asiento. Se supone que íbamos a
aprender inglés, pero no íbamos a aprender nada. En mi caso, por lo menos, así fue.
Al llegar nos recogió un minibús que nos fue dejando en las casas de las familias
que nos iban a alojar. A mí me dejó en casa de un matrimonio extraño que un día,
para hacerme una gracia, y por aquello de que era española, me hicieron para comer
tortilla de patatas recubierta de mermelada de fresa.
Por las mañanas teníamos clases y por las tardes todos los españoles nos íbamos a
un parque cercano, así que nos pasábamos el mes rodeados de compatriotas, hablando
en español, bebiendo pintas de cerveza y ligando, sobre todo ligando y tratando de
follar. Teníamos quince años y aprovechar ese mes de libertad para perder la
virginidad era una especie de obligación inexcusable; eso es en lo único en lo que
pensábamos durante todo el día. A mí no es que me volviera loca el asunto, pero es lo
que había que hacer para no ser rara, y yo ya era bastante rara, así que no quería
seguir siéndolo. Por eso, todas hablábamos de chicos y tratábamos de que se fijaran
en nosotras. El asunto era «mojar», como decíamos entonces. Y yo ligué con Juan, un
chico que venía de otro instituto de mi misma ciudad. Anduvimos un par de días
tonteando y el tercero ya me metía mano. Tengo que decir a las jóvenes de hoy que
entonces eran los chicos quienes nos metían mano, pues nosotras hacíamos poca
cosa; como mucho nos dejábamos. Así que, al tercer día, Juan empezó a meterme
mano por debajo de la camiseta, lo cual me dejaba más bien fría. Miento: la verdad es
que me daba mucha rabia. No podía entender cómo ninguna chica podía encontrar
agradable que un chico te manosease las tetas de aquella manera; yo lo encontraba
humillante, la verdad. Pero me lo callaba y me dejaba, procurando pensar en otra cosa
mientras tanto. Los chicos de aquella época no eran muy delicados. No sabían nada
de mujeres, ni de los cuerpos de las mujeres; lo que no es extraño, porque nosotras
mismas tampoco sabíamos nada de sexualidad. Así que pensábamos que aquellos
manoseos salvajes eran la forma normal de hacerlo. Los chicos parecían
obsesionados con las tetas: tocar una teta parecía ser su objetivo en la vida y si te las
tocaban eras una chica con suerte. Además, en mi opinión, las tetas eran mejores que
los besos. Los besos me gustaban aún menos porque, al fin y al cabo, en la teta no
hay mucho de ti misma, pero un beso sin deseo es muy desagradable. No tengo buen
recuerdo de aquella experiencia. Si me acuerdo de ella y me acuerdo aún de que el
chico se llamaba Juan es porque con él perdí mi virginidad y eso era un suceso
considerado vital en la vida de cualquier mujer.
Pasados unos días de manoseo en el parque podían ocurrir dos cosas: o que no

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pasara nada más o que fuéramos a más. A mí me parecía que teníamos que ir a más,
porque con quince años y estando fuera de casa todas sabíamos que había llegado el
momento y que quien volviera virgen a casa es que no tenía remedio. En aquellos
años pensábamos mucho en eso. Comencé a hablar del tema con mis amigas y todas
estaban de acuerdo en que era buen momento. Se trataba de encontrar un lugar donde
hacerlo, porque ambos vivíamos en casas particulares que quedaban descartadas.
Hicimos una de las cosas más extrañas que he hecho en mi vida. Como ambos
acudíamos al mismo colegio por la mañana, uno de aquellos días, al acabar las clases,
nos metimos en el baño y nos quedamos allí hasta que se cerró el colegio. Cuando se
fue todo el mundo, apagaron las luces y nos quedamos solos dentro del edificio. Por
entonces no había alarmas ni nada parecido. Una vez allí, solos, me tumbé en el
suelo, me manoseó un poco, se bajó el pantalón entre jadeos y yo me bajé el pantalón
y las bragas; no vi gran cosa, porque me había ocupado de apagar la luz. Esperaba
que me doliera, esperaba sangrar, algo de esas cosas que se cuentan, pero lo cierto es
que no me dolió ni sangré. Apenas lo sentí, pero aguanté sus movimientos sobre mí,
sus jadeos y, finalmente, su semen mojando mis muslos. No tomamos precauciones
de ningún tipo. La cosa acabó ahí: así perdí me virginidad. Fue la primera vez y la
última que follé con un hombre. Después salimos por la ventana, pues estábamos en
el piso bajo: nadie se enteró de nada. Cuando salimos, él estaba muy contento y yo
aparentaba estarlo, así que fuimos a un pub para celebrarlo con los compañeros que
estaban allí. Como estaba muy deprimida comencé a beber pintas de cerveza y bebí
tantas que al rato estaba vomitando debajo de la mesa.
Entonces apareció Elena. Elena era una chica que, cuando era más pequeña,
siempre andaba jugando al fútbol con los chicos y después, aunque dejó de jugar al
fútbol, seguía vistiendo como un chico, nunca llevaba falda y no se interesaba por
nada de lo que hacíamos nosotras. Iba a lo suyo. A mí me caía muy bien y, cuando
éramos pequeñas, muchas veces me quedaba en el patio mirando los partidos en los
que ella participaba. Me parecía muy valiente y muy especial. Elena apareció para
rescatarme de entre mis vómitos y se ofreció a acompañarme al servicio. Tuvo mucho
mérito porque todos me rehuían alegando que apestaba y sí, debía apestar. Me levantó
con dificultad del suelo, me apoyó en su hombro y, dando tumbos, me llevó al baño.
Después me ayudó a lavarme la cara, me dijo que me enjuagara bien y me lavó los
brazos. Cuando comenzó a lavármelos y a pasar su mano por mi cara, sentí algo que
jamás había sentido, nada más que en ciertos sueños, y que no había identificado del
todo: como dolor en el estómago y cierta dificultad para respirar. Pensé que se debía a
la borrachera. Sus manos eran suaves y se deslizaban muy despacio por mi cara,
como si me la recorrieran para aprenderla; los ojos, la nariz, las mejillas, la barbilla y,
sobre todo, ¡dios mío!, los labios. Cuando me acarició muy suavemente los labios,
mis dificultades para respirar se acrecentaron y pensé que me iban a dar náuseas otra

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vez. Creí que iba a vomitar de nuevo y me asusté, así que le dije:
—Voy a vomitar.
En realidad era pura excitación, pero como no la reconocí muy bien pensé que
eran efectos secundarios de la borrachera. Como iba a vomitar, Elena me ayudó a
acercarme al váter y allí me apoyé en una pared y me incliné. Ella cerró la puerta
detrás de nosotras y supuse que lo hacía para que yo no me avergonzara de mi
situación. Pero nada, al parecer no eran náuseas. Pasado un rato, me preguntó.
—¿No vomitas?
—Parece que no; me encuentro mejor.
Nos miramos a los ojos, como diciendo «¿Y ahora qué hacemos?», porque yo por
lo menos no tenía ganas de salir y de volver con la gente, pero tampoco sabía muy
bien qué venía ahora. Fue raro. Elena me tocó un pezón con un dedo por encima de la
ropa. Muy suavemente, como si me lo dibujara, rodeó su aureola, hizo un círculo,
como quien no quiere la cosa. Para mí fue como una patada en el estómago, como un
calambre de placer. Me sentía muy extraña, pero no dije nada; hice como si no me
diera cuenta, ni siquiera sabía qué significaba aquello. Después hizo lo mismo con el
otro; yo miraba al infinito y deseaba que no dejara de tocarme. Era muy distinto de
cuando me tocaba Juan. Ese leve toque, apenas con la yema de un dedo, hacía que
dentro de mí naciera un calor que me recorría la piel, por dentro y por fuera. Elena
me miraba, yo a ella no. Yo miraba al suelo. La cosa iba despacio. Enseguida se
aventuró un poco más: pasó de acariciarme los pezones con un dedo a cogerlos con
dos. Ahora estaban duros y me habían crecido. Por abajo también notaba cambios:
humedad y latidos en el clítoris, pero por entonces yo tampoco conocía el nombre de
ese órgano. Todo era el coño, aunque tampoco se pronunciaba esa palabra. Había una
corriente que pasaba de Elena a mí a través de mis pezones. Yo ignoraba
completamente que los pezones pudieran cambiar tanto de tamaño e ignoraba
también que pudieran ser transmisores de esas sensaciones; desde luego con Juan no
me había pasado, a pesar de que me los había tocado, y mucho. Un solo toque de
Elena me había cambiado no sólo los pezones, sino todo el cuerpo.
No me movía ni un milímetro, no la miraba, apenas respiraba; no quería por nada
del mundo que dejara de hacer eso y pensaba que si la miraba podía asustarse o
avergonzarse. Ella, por el contrario, respiraba muy fuerte; era lo único que se
escuchaba en aquel váter. Cerró la tapa y me sentó encima. Se arrodilló delante de mí
y con mucha precaución, como si temiera que yo pudiera salir corriendo en cualquier
momento, me cogió el borde de la camiseta, como si estuviera examinando el
dobladillo. Comenzó, lentamente, a subirla hacia arriba. No me la quitó, sólo me la
subió y le dio la vuelta en los hombros para que se sujetara. Me acarició la carne que
había quedado al descubierto, el vientre, el ombligo, el escote, y luego recorrió el
borde del sujetador, por arriba y por debajo. Como yo no me movía, me lo

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desabrochó. Ahí yo ya no pude silenciar por más tiempo mi respiración, porque se me
escapaba del pecho; la de ella también. Y entonces, para mi sorpresa, aplicó su boca a
mis pezones y su lengua continuó con la tarea que antes comenzaran sus dedos. El
placer fue inmediato, desconocido. Primero su lengua acariciaba, rodeaba, levantaba,
apretaba; después toda su boca succionaba, mordía, se abría, tratando de abarcar lo
más posible. La saliva se le escapaba y resbalaba para caer sobre mi pantalón. Cada
vez apretaba más y más, y cuando la boca estaba en un pecho, la mano estaba en el
otro. Y ahora hacía ruido, respiraba y gemía ahogadamente, procurando que no se
escuchara. Parecía como si llorara. Yo también respiraba con fuerza y gemía un poco;
sentía mucho placer y dentro de mí se fue abriendo como un agujero que pedía más,
que siguiera por otros sitios, simplemente más. Ella subía la mano por mi cuello, me
acariciaba la nuca, bajaba otra vez al pecho y su boca iba de un pecho a otro, pero en
ningún momento hizo ademán de llegar más abajo ni de hacer nada con ella misma.
En un momento dado, Elena se apartó de mí, se dobló sobre ella misma gimiendo,
como llorando, se hizo como un ovillo sobre sus rodillas y su respiración pareció
acelerarse. Se movía sobre sí misma, como si se levantara y se sentara sobre sus
rodillas. Los gemidos también se aceleraron y al poco pararon, todo pareció
normalizarse. Todo excepto yo, que me sentía enferma, como si no pudiese seguir en
aquel estado, necesitaba algo, necesitaba que su boca volviera a mí. Pero Elena
parecía ahora desentenderse, doblada sobre sí misma, procurando normalizar su
respiración. Entonces me puse a llorar. Elena creyó que era de miedo o de vergüenza
y me miró aterrada. Lloraba de ganas de ella, lloraba porque no podía quedarme así.
Pero así me quedé porque ella salió corriendo. Allí me quedé, sola, sentada sobre un
váter.
Cuando Elena salió, volví a cerrar la puerta tras ella, me bajé el pantalón y traté
de hacer pis, porque pensé que tenía ganas. Tan sólo me salían unas gotas, pero el
esfuerzo que hacía resultaba muy placentero en ese sitio por donde se supone que
tenía que salir el pis y no salía. Comencé a jugar: apretaba la vejiga y luego la
soltaba, salían unas gotas y cerraba el grifo. Así estuve hasta que comencé a hacerlo
cada vez más rápido, y finalmente estallé de placer. Acababa de tener mi primer
orgasmo, mi primer intento de masturbarme, mi primer (y último hombre), mi
primera mujer. Lo que ocurrió después ya es otra historia. Ese verano Elena y yo lo
hicimos un poco mejor y de hecho, aquel día, cuando volvimos a casa, seguimos
practicando.

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BEATRIZ GIMENO, (Madrid, 9 de mayo de 1962), activista lesbiana y feminista, es
Licenciada en Filología Semítica. Fue Presidenta de la Federación Estatal de
Lesbianas, Gays, Transexuales y Bisexuales (FELGTB) en los años en los que se
aprobó la ley de matrimonio entre personas del mismo sexo (2006) y la ley de
identidad de género (2007). Ha publicado diversos artículos, una novela (Su cuerpo
era su gozo, Foca Ediciones, 2005) y ensayos como Primeras caricias: quinientas
mujeres cuentan su primera experiencia con otra mujer (Ediciones de la Tempestad,
2002) o La liberación de una generación: Historia y análisis político del lesbianismo
(Gedisa, 2006). Próximamente verán la luz los siguientes títulos de Beatriz Gimeno:
La construcción de la lesbiana perversa y La luz que más me llama, su primer libro
de poesía.

Beatrizgimeno.es

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