Comentarios Sobre Los Visigodos de Esparza

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Los visigodos crearon por primera vez un Estado en España.

Lo
mantuvieron vivo hasta que la peste, el hambre y la guerra lo destruyeron.
No eran bárbaros ni atrasados. Sabían que la Tierra era redonda, conocían la
razón de los eclipses, no ignoraban la obra de Aristóteles y eran capaces de
hacer ciudades como la misteriosa Recópolis. Partieron del mismo sitio
donde mil años después aparecerían los vikingos y, en su asombroso
periplo, recorrieron media Europa. Fueron enemigos, aliados y herederos de
Roma. Cabalgando sobre sus caballos pasó España de la Antigüedad a la
Edad Media.
José Javier Esparza cuenta, con extraordinaria erudición y una épica
inconmensurable, la historia de los visigodos como nunca antes te la habían
contado: la aventura fascinante de un pueblo que forma parte de nuestra
memoria colectiva.
Ellos fueron la primera España.
José Javier Esparza

Visigodos
La verdadera historia de la primera España

ePub r1.0
Karras 31.01.2019
Título original: Visigodos
José Javier Esparza, 2018
Traducción: Javier Alonso

Editor digital: Karras


ePub base r2.0
Índice de contenido
Introducción. La primera España
I. Del Báltico a Roma
Los barcos de Berig
Tervingios, gretungos y… romanos
Cuando llegaron los hunos
Contra Roma
Dentro de Roma
Sobre Roma
II. Un hogar en la Galia
El sueño de Ataulfo
Martillo de bárbaros
Un hogar en la Galia
En los campos cataláunicos
III. El reino de Tolosa
Quien a hierro mata…
De suevos y vándalos
Las tribulaciones de Teodorico II
El primer estado visigodo de la historia
El esplendor de Tolosa
La catástrofe en Vouillé
IV. Una tierra nueva en Hispania
«Morbus gothorum»
La españa de Teodorico V el Grande
Una dama maltratada y otro rey asesinado
El enemigo bizantino
Descalabro franco en Zaragoza
Lo que hay detrás de una guerra CIVIL
V. La primera España
Las grandes decisiones
Así se construye un reino: una revolución política
Contra todos a la vez
El padre y el hijo: Hermenegildo se subleva
La conversión del reino
El canalla de Witerico y el enigma vascón
La terrible historia de Fredegunda y Brunegilda
VI. Sí, la tierra es redonda
Eclipses, flotas y coronas de yedra
La cuestión judía
Godo rico, godo pobre
Los concilios: la constitución del reino
La España de san Isidoro
VII. Un mundo de oro y piedra
Aquel terrible anciano llamado Chindasvinto
Lo que cuesta una corona
Una sola ley para todos
Recópolis: una identidad de piedra y oro
El hombre que no quería reinar
Los grandes y los pequeños: una sociedad a punto de estallar
VIII. El amargo final
El triunfo de los oligarcas
Así se cae un castillo de naipes
Sombras tenebrosas sobre el reino de Toledo
Al otro lado del estrecho
Guadalete
Epílogo
Quién es quién en la historia de los visigodos
Bibliografía para saber más
Sobre el autor
Para Ramiro.
INTRODUCCIÓN.
LA PRIMERA ESPAÑA

Érase una vez un caudillo tribal llamado Berig que abandonó sus tierras
escandinavas con un tercio de su pueblo. Marcharon porque no había
comida para todos. Marcharon y siguieron marchando. Así comenzó la
aventura de los godos según la tradición legendaria recogida por Jordanes.
Medio milenio después, aquel pueblo fundaba un Reino en una tierra
llamada Hispania.
Fueron los visigodos, en efecto, los que por primera vez crearon un
Estado en España. Fue entre los siglos VI y VIII. Lo mantuvieron vivo hasta
que la peste, el hambre y la guerra lo destruyeron. No eran bárbaros ni
atrasados. Sus élites culturales sabían que la Tierra era redonda, conocían la
razón de los eclipses, no ignoraban la obra de Aristóteles, estaban mucho
más alfabetizados que sus coetáneos de Francia o Alemania y eran capaces
de hacer ciudades como la misteriosa Recópolis, cuyos materiales estudia
hoy la Universidad de Harvard por la asombrosa dureza de sus argamasas.
¿No es suficiente para mirarlos con interés?
Los godos habían partido a comienzos de nuestra era,
aproximadamente, desde el mismo lugar donde mucho después aparecerían
los vikingos. En su asombroso periplo recorrieron media Europa. A lo largo
de su carrera fueron construyéndose como pueblo, incorporando elementos
ajenos y subrayando a la vez su identidad singular. Fueron enemigos de
Roma, fueron aliados de Roma y fueron herederos de Roma. Galopando
sobre sus caballos pasó España de la Antigüedad a la Edad Media. Este
libro quiere contar la aventura fascinante de un pueblo que forma parte de
nuestra memoria colectiva. Porque ellos fueron la primera España.
Es verdad que hablar de los visigodos, en España, es un ejercicio que
despierta extrañas reacciones. Para algunos sigue siendo un oscuro mundo
vinculado a la cansina lista de unos reyes con nombres extravagantes. A
otros solo les evoca la sanguinaria estampa de unos tipos que se apuñalaban
sin descanso entre sí. Hay quien los considera una mera anécdota en la
historia de un suelo al que todavía no se puede llamar «España». E incluso
existen eruditos que, tomando los rábanos por las hojas y atando las moscas
por el rabo, culpan a los visigodos, a sus insuficiencias y sus pecados, de los
males posteriores de España. Eso por no hablar de los que, simplemente,
ignoran su existencia. Si verdad que, en los últimos años ha habido alguna
rehabilitación de los visigodos tanto en el interés popular como en los
trabajos científicos. Después de los estudios magistrales de García Moreno
y de las investigaciones de Lauro Olmo sobre Recópolis o de Isabel
Velázquez sobre las pizarras visigóticas, por citar solo a estas tres cumbres
(y que nos perdonen todas las demás), nadie puede negar que el mundo de
los visigodos nos ha hecho regalos fascinantes y que aún hay muchos
tesoros por descubrir que llevan escrito su nombre. Y sin embargo…
Sin embargo, en el contexto cultural español siguen pesando gruesas
losas que impiden acercarse a los visigodos con la naturalidad de quien
contemplara la foto de un lejanísimo abuelo (que no otra cosa son). Parte
importante de esa plúmbea mochila la llenó un día José Ortega y Gasset, el
gran pensador español del siglo XX, y seguramente no sabía el bueno de don
José hasta qué punto su frivolidad iba a marcar a las generaciones
siguientes. Porque fue Ortega el que, en su España invertebrada, y tratando
de explicar la ausencia en nuestro país de fuertes minorías rectoras, dio en
pensar que la clave de todo estaba en nuestro «blando» feudalismo, y que la
culpa era de los visigodos. ¿Por qué? Porque eran unos flojos. Así escribía
Ortega: «Eran, pues, los visigodos germanos alcoholizados de romanismo,
un pueblo decadente que venía dando tumbos por el espacio y por el tiempo
cuando llega a España, último rincón de Europa, donde encuentra algún
reposo. […] El visigodo era el pueblo más viejo de Germania; había
convivido con el Imperio romano en su hora más corrupta; había recibido
su influjo más directo y envolvente. Por lo mismo era el más civilizado, esto
es, el más reformado, deformado y anquilosado».

La verdad sobre los visigodos

A Ortega y Gasset, que en aquella época estaba muy influido por el


papanatismo germanófilo, los visigodos le parecían unos germanos de
pacotilla. Lo mismo pensaba el nacionalismo alemán. ¿Por qué? Pues
porque los visigodos parecían más romanos que germanos.
Paradójicamente, eso, en ciertos momentos, ha parecido un negro baldón: lo
romano aparecía como lo «corrupto» y lo «deformado» frente a lo germano,
que debería aparecer como lo fresco y vigoroso. El peso de los prejuicios es
aquí tan evidente que casi duele. La ocurrencia de Ortega daría para un
ensayo de refutación, pero limitémonos a subrayar que la tesis de fondo —
la insuficiencia del feudalismo español por culpa de los visigodos— es,
simplemente, errónea: fue precisamente la feudalización lo que mató al
Reino visigodo. En este libro se explica por qué.
Lo interesante es que esta perspectiva de Ortega —¿se molestará
alguien si la tildamos de «delirante»?— no deja de guardar un estrecho
parentesco con cierta tradición nacional, de cuño providencialista cristiano,
según la cual la caída del Reino de Toledo se debió a los pecados de los
visigodos: si los godos cayeron, fue por sus ofensas a Dios, tal y como en el
siglo VIII era habitual interpretar estas cosas. De ahí esa leyenda que nos
muestra a un libidinoso rey don Rodrigo forzando a Florinda la Cava, hija
de don Julián, gobernador de Ceuta, el cual se venga abriendo la puerta del
Reino a los musulmanes. A partir de este patrón providencialista, toda la
atención se concentra en el examen de las grietas que aquejaban al edificio
gótico toledano: la ambición de los poderosos nobles, la incapacidad de la
corona para afianzar su poder centralizador, etc. Grietas bien visibles, es
verdad. Pero que igualmente se ven con claridad en todos los reinos
germánicos de su tiempo. Y si el pecado era de todos, ¿por qué cayeron
solo unos?
Otro elemento que en nada ayuda a poner a los visigodos en su sitio es
el feroz corsé ideológico que afecta a la historia de España. Así, por
ejemplo, en muy influyentes ambientes universitarios es pecado de lesa
Academia atribuir el sustantivo «español» a los visigodos. Al parecer,
España propiamente dicha solo existe a partir de un momento
indeterminado que depende de criterios políticos nunca explicitados. De
manera que está prohibido decir que un Reino que ocupaba la totalidad de
la península ibérica sobre un territorio que se llamaba «Hispania», era
España. Bien: y si no era España, ¿entonces qué era? Porque la palabra
«España», hasta donde sabemos, proviene del latín Hispania y siempre ha
designado la misma realidad geográfica y política, con muy pocas
variaciones. Al final, el problema parece estar en que utilizar el término
«España» en el sentido de una nación histórica es políticamente incorrecto,
porque podría alimentar al protervo monstruo del «nacionalismo español».
La verdad es que esto es aún más delirante que lo de Ortega.
Va siendo hora ya de quitarse todas estas cosas de encima. No dejan de
ser prejuicios que vienen motivados por razones ideológicas y que, tienen
poco que ver con lo que los visigodos significaron y significan en la historia
de España. Para empezar: hablar simplemente de «los visigodos» es
bastante parcial, y por eso lo más común en los especialistas es hablar de
«España visigoda», porque lo que da su auténtica dimensión a este pueblo
—en lo que a nuestra Historia concierne— es la interpenetración del
elemento germánico y el elemento autóctono hispanorromano.
España, sí. Se habla de «España», y no de otra cosa, porque la realidad
de los hechos es que la fundación de una unidad política independiente en
nuestro suelo es cosa de los visigodos: después de innumerables peripecias,
frecuentemente cruentas, el rey Leovigildo afronta la tarea de crear un
Reino propio, singular, alejado ya de la dependencia nominal del Imperio, y
lo hace a través de un amplio proceso de fusión de lo hispanogodo y lo
hispanorromano que se irá verificando en los años siguientes en lo jurídico,
lo territorial, lo religioso y lo social. Son los visigodos los que convierten en
Hispania política las Hispanias geográficas de Roma. La creación de esa
España visigoda se muestra muy pronto como un proyecto que va más allá
de la voluntad de un rey y encuentra en autores como Isidoro de Sevilla una
plena legitimación desde el punto de vista cultural. De tal forma que
aquello, sí, era ya España porque esa gente tenía plena conciencia de lo que
estaba haciendo. Por eso decimos aquí que el Reino visigodo de Toledo fue
«la primera España».
En el curso de ese proceso surgen cosas realmente admirables. A
despecho de la imagen tópica del rey bárbaro, siempre con la daga en una
mano y, en la otra, la cabeza de un enemigo, la realidad del mundo visigodo
es de una riqueza cultural admirable si la comparamos con los otros reinos
germánicos de su tiempo. Las pizarras visigóticas, por ejemplo, que recogen
transacciones y notas del ámbito agrario y civil, demuestran que el grado de
alfabetización entre la gente de condición servil era muy elevado para la
época. Las excavaciones de la ciudad de Recópolis, mandada elevar por
Leovigildo en La Alcarria, ponen de manifiesto un contacto comercial y
humano muy intenso con los puntos más lejanos del área mediterránea. Una
carta como la del rey Sisebuto explicando a Isidoro de Sevilla por qué se
producen los eclipses, en hexámetros latinos, es una pieza asombrosa:
derrumba todos los tópicos sobre la ignorancia de una época supuestamente
«oscura», evidencia que la élite del Reino sabía que la Tierra es redonda,
que las órbitas de los astros son elípticas y que algunos cuerpos celestes
tienen luz propia, además de confirmar que el conocimiento de Aristóteles
era relativamente común entre la gente culta de aquella España. Todo esto
no son conjeturas: son evidencias. Seguir considerando primitivo o atrasado
a un mundo así es insostenible.
Es verdad que de aquellos esplendores nos quedan pocas huellas. Las
arquitectónicas, que son muy impresionantes, resultan escasas. Las
mobiliarias, y en particular las joyas como los tesoros de Guarrazar y
Torredonjimeno, reaparecieron en época muy tardía (a partir del siglo XIX) y
han sufrido numerosos expolios y daños. Y las documentales, con la
excepción de las compilaciones jurídicas y algunas obras de la escuela
isidoriana, son muy problemáticas. No hubo un cronista visigodo que
contara la historia de sus reyes en España. San Isidoro redactó una historia
brevísima, Juan de Biclaro se limitó a los periodos de Leovigildo y
Recaredo, Julián de Toledo contó solamente la llegada de Wamba y lo
demás son fuentes extranjeras como Gregorio de Tours o Procopio, que
narran los sucesos desde el punto de vista franco y bizantino,
respectivamente, y algunos párrafos de Fredegario, franco también.
Tenemos, eso sí, las actas de los sucesivos concilios, que terminaron
convirtiéndose en algo semejante a las cortes del reino, pero lo que de aquí
obtenemos son fundamentalmente pistas para conjeturar qué estaba
pasando, rarísima vez una consignación de hechos con su fecha. Lo demás
son fuentes posteriores: lo que cuenta la Crónica Mozárabe de 754, lo que
dicen las crónicas árabes sobre la conquista musulmana y, por fin, las
crónicas asturianas de Alfonso III, pero en estas dos últimas se acumula ya
una importante porción de tradición oral difícilmente verificable y, con
frecuencia, contradictoria. Todo eso obliga al estudioso a una minuciosa
tarea de reconstrucción, como quien tiene que componer un gigantesco
mosaico con muy pocas piezas en la mano, y nunca se encomiará bastante
el trabajo de quienes se han dejado y se siguen dejando las pestañas en la
tarea.
¿Por qué el repertorio documental de los visigodos nos parece tan
pobre? Hay dos opciones: la primera, que nunca hubo tal repertorio; la
segunda, que fue destruido. La primera parece inviable por la sencilla razón
de que es posible rastrear sus huellas: si un rey guerrero como Sisebuto
conocía la teoría de Aristóteles sobre los planetas, es porque en algún sitio
la habría bebido (y, como él, muchos otros), lo cual necesariamente hace
pensar en bibliotecas donde se acumulaba el saber. ¿Qué fue de ese saber?
La única respuesta razonable a esa pregunta es que fue deliberadamente
destruido. ¿Cuándo? Solo pudo ser durante la invasión musulmana, y las
crónicas árabes nos dan suficientes datos cuando hablan de la destrucción y
el saqueo sistemático de las iglesias, es decir, justo los lugares donde se
acumulaba el saber. Ahora bien, en la vida pública española parece
prohibido decir que la invasión musulmana produjo un deliberado
empobrecimiento de la cultura autóctona. Otra vez esas losas de lo
políticamente correcto.
Junto a todas esas luces, el Reino visigodo de Toledo también condensó
sombras, naturalmente. El proyecto político de construcción de un Estado,
es decir, de un poder público, visible en Leovigildo, Recaredo, Sisebuto,
Chindasvinto y Wamba, por ejemplo, chocó permanentemente con la
realidad oligárquica de un sistema donde los señores de la tierra imponían
sus intereses y sus alianzas. La incapacidad para superar el esquema
primitivo de la monarquía electiva hizo imposible configurar un poder
público duradero. En lo social, el reino de Toledo terminó reproduciendo las
mismas disfunciones que el Imperio romano en su fase tardía, con la
acumulación de cada vez más recursos económicos en cada vez menos
manos e, inversamente, la multiplicación exponencial de la población
desheredada, a la cual no le quedaba otra opción que entregarse a sus
señores. En una situación así, los lazos de obediencia personal se hicieron
mucho más fuertes que los vínculos de carácter político con la corona, en lo
que es un claro anuncio del sistema feudal. Y sumemos a todo ello la
legislación segregacionista contra los judíos, realmente obsesiva en el
último medio siglo de la España visigoda, fruto de la definición política de
la corona como guardiana de la fe. El resultado de todo esto fue un paisaje
de inestabilidad crónica.

En el peor sitio posible

Fue tal inestabilidad, en una circunstancia concreta particularmente


crítica, con sucesivos años de peste y hambrunas y un feroz enemigo a las
puertas, lo que llevó al Reino de Toledo al colapso final en el año 711. El
Reino visigodo estaba en el peor sitio posible, en el peor momento posible y
en las peores circunstancias posibles. Eso es todo. En el peor sitio posible,
porque España era la primera muralla europea ante la ola expansiva del
islam. En el peor momento posible, porque el islam todavía bullía bajo los
efectos de su explosión inicial. Y en las peores circunstancias posibles,
porque en el interior del Reino se daban la mano una gravísima crisis
demográfica a causa de la peste de 693, una gravísima crisis económica por
la sucesión de malas cosechas y las consiguientes hambrunas, y una
gravísima crisis política por la quiebra del poder público de la corona frente
al poder privado de la nobleza.
¿Hay que recordar cómo estaba entonces el resto de Europa? Los otros
reinos germánicos de Europa en aquel momento, como el de los francos o el
de los longobardos, se encontraban en la misma situación política que el
Reino visigodo de Toledo, e incluso peor: ninguno había sido capaz de
construir un Estado y todos se quebraban bajo el peso de sus propias
aristocracias. Pero no tuvieron que sufrir una invasión exterior, luego, mal
que bien, sobrevivieron. La ola musulmana llegará, sí, hasta el centro de
Francia, pero para entonces el frente musulmán ya estaba roto por mil
querellas internas. Y la gran crisis, por cierto, no era solo cosa de la Europa
germánica. El propio Imperio bizantino, el heredero directo del Imperio
romano, atravesaba tremendos problemas por la presión del poder territorial
—simbolizado por los monasterios— frente al poder imperial: fue la
famosa «querella iconoclasta». Bizancio, dicho sea de paso, también sufrió
el azote de la expansión musulmana y bajo sus golpes perdió Egipto,
Palestina y Siria. Y en el extremo oriental de la expansión musulmana, el
poderoso Imperio persa se hundía en apenas cinco años y por las mismas
causas: la fragmentación del poder. No, el problema no fueron los pecados
de los visigodos ni su «deformación» romana. El problema, en efecto, es
que estaba en el peor sitio, en el peor momento, en las peores circunstancias
posibles.
De todas estas cosas se habla en este libro. Una aproximación
divulgativa y ordenada cronológicamente al mundo de los visigodos. Desde
su migración inicial hasta su caída en 711. Es una historia llena de
peripecias, frecuentemente enrevesadas, que lleva a nuestros protagonistas
desde las orillas del Báltico hasta la península ibérica pasando por el
complejísimo ocaso del Imperio romano. A lo largo de esta historia
vertiginosa se suceden decenas de paisajes distintos y centenares de
nombres relevantes. Para hacer más asequible el trabajo del lector, hemos
incluido en este libro varios mapas de situación y una nómina de
protagonistas. Con especial atención, como es lógico, a los años del Reino
visigodo de Toledo. Los años en los que nació la primera España.
I. DEL BÁLTICO A ROMA

LOS BARCOS DE BERIG

Campo de batalla sobre el río Guadalete, año 711. El ejército del rey
visigodo Rodrigo se enfrenta a los musulmanes de Tarik, que acaban de
invadir España. No son buenos tiempos para el Reino godo de Toledo.
Desde diez años atrás, la peste, el hambre y la muerte se han enseñoreado
del país. A esas calamidades se ha sumado una crisis política profundísima:
el año anterior a la muerte del rey Witiza, dos bandos se han enfrentado por
el poder. El bando de Rodrigo se ha impuesto sobre el de su rival, Agila. La
feroz oposición ha dejado muchas heridas abiertas. Ahora, ante la invasión
extranjera, todos parecen unidos en una misma tarea. Sin embargo, pronto
las cosas darán un giro inesperado.
Todo era una trampa, sí. En plena batalla, las huestes partidarias de
Agila abandonan el ejército de Rodrigo. La maniobra queda al descubierto:
es el partido de Agila el que ha facilitado la entrada de las tropas
musulmanas para acabar con Rodrigo y conquistar el poder. El caos en el
campo de batalla es descomunal: los de Rodrigo combaten contra los
musulmanes y contra los de Agila, los musulmanes atacan a todos
indistintamente y los de Agila intentan acabar con los de Rodrigo a la vez
que se esfuerzan por evitar el ataque de sus aliados musulmanes. A las
pocas horas, toda la orilla del Guadalete es un campo de muerte: la mayor
parte de la nobleza guerrera visigoda de ambos bandos, y Rodrigo incluido,
se ha dejado la vida en el combate. El reino se queda sin espadas.
Los escasos supervivientes intentan buscar refugio en Córdoba, en
Sevilla, en Mérida, en Toledo… Pero su número es tan reducido, y el orden
político godo ha quedado tan malparado, que nadie será capaz de reunir un
nuevo ejército. Los musulmanes, por el contrario, tienen reservas: ante el
evidente hundimiento del poder godo, el general Tarik pide al gobernador
Muza un nuevo ejército. Este tardará pocos meses en llegar. Encontrará un
país enteramente a sus pies, sin más oposición que la que las viejas
aristocracias terratenientes puedan plantear desde sus ciudades amuralladas.
El Reino visigodo de Toledo, aún más, el pueblo visigodo como tal, quedan
borrados de un solo golpe. Se ponía fin así a una larga historia de siete
siglos. Y tal vez en aquel momento, quizás en la agonía sobre el campo de
Guadalete, alguno de aquellos visigodos pudo recordar las viejas historias
sobre su remoto origen; las viejas historias que contaban cómo los
visigodos aparecieron en la historia, tantos siglos atrás, en una tierra tan
lejos del campo ardiente de Guadalete.

La madre de los pueblos

«Las dunas glaciales del Septentrión cabe los reinos de los escitas». Así
describe Isidoro de Sevilla el solar originario de los godos. Viajemos
setecientos años atrás. Siglo I d. C. La península de Escandinavia se ha
convertido en algo parecido a una centrifugadora de pueblos. La gente se va
de allí. No por el frío o el hambre, sino más bien por todo lo contrario.
Europa conoce un periodo excepcionalmente cálido. Tan cálido que, según
nos cuentan las fuentes antiguas, el cultivo de la vid se había extendido por
las tierras que hoy conocemos como Inglaterra y Alemania, y en la Britania
romana producían vino en abundancia, tanto que no era preciso importarlo.
En geografía, la línea de cultivo de la vid y del olivo separa
convencionalmente las tierras cálidas de las frías. Podemos imaginar pues
cómo sería de benigno el clima cuando estas líneas estaban tan al norte.
Ahora bien, la bonanza significa también superpoblación, porque la gente
tiene más posibilidades de supervivencia. Tantas que la tierra, por feraz que
sea, no da para todos. El hambre, el frío y la enfermedad han sido siempre
inclementes reguladores demográficos. Pero si el frío remite, si el hambre
se reduce y si, en consecuencia, la enfermedad mengua, entonces la
población se multiplica. Para llenar tantas bocas hacen falta mucha tierra y
métodos de cultivo avanzados. Y si no hay ni una cosa ni otra, ¿qué opción
queda? Es preciso que algunos marchen. Así muchos salieron de una
Escandinavia que parecía vivir en perpetua primavera.
Todos estos pueblos protagonizarán después las grandes conmociones
de la historia de Europa. Los rugios son un grupo escandinavo que procede
de Rogaland, al sur de Noruega. Salen de allí y se instalan en una isla del
Báltico a la que dan su nombre: Rügen. Pronto los veremos en las costas de
lo que hoy es Polonia. Siglos después se disolverán —literalmente— en
Italia. Otro grupo, que recibirá el nombre de vándalos, sale de Vendel, en el
Uppland sueco, frente a las costas finesas; se sigue su rastro en el Vendyssel
danés antes de encontrarlos en el curso alto del Vístula, donde los sitúa
Plinio el Viejo a comienzos de la era cristiana, y terminarán en España y en
África. De la isla danesa de Bornholm, antiguamente conocida como
Burgundarholmr, en el extremo sur de Suecia, sale otro pueblo: los
burgundios, que saltan al continente y se internarán hasta ocupar tierras en
el curso medio del Oder, entre las actuales Polonia y Alemania. Terminarán
dando nombre a Borgoña. Y como ellos, muchos más.

Uno de cada tres

Esta migración parece responder a un cierto método. Nicolás


Maquiavelo, en su Historia de Florencia, se hace eco de la tradición según
la cual los pueblos nórdicos, cuando su suelo no daba suficiente para
mantener a la población, enviaban fuera a un tercio de la comunidad —
hombres, mujeres, niños, ganado: todos— para que buscara un nuevo lugar
donde asentarse. Una fuente nórdica del siglo XIII lo cuenta así: «Los
descendientes de aquellos tres se multiplicaron tanto que la tierra no pudo
mantenerlos a todos. Se hizo una criba y a uno de cada tres se le invitaba a
marchar, permitiendo quedarse con las posesiones y llevarlas consigo,
excepto la tierra». Esa fuente es la Gutasaga o Historia de los Gotlandeses,
y los «descendientes» a los que hace referencia son los godos. Porque así,
en efecto, entraron los godos en la historia: uno más de los numerosos
pueblos que salieron de Escandinavia, la «isla de Scandza» de los antiguos,
en aquellos cálidos años. Con la diferencia de que los godos iban a jugar un
papel completamente singular en los siglos siguientes. Y en la historia de
España, con un protagonismo decisivo.
Érase una vez un hombre llamado Zielvar (o Tjalve) que vivía en algún
lugar del sur de Suecia, probablemente en la región que después se llamaría
Götaland o Gotia. Un día Zielvar descubrió una misteriosa isla que
permanecía bajo las aguas durante las horas de sol y emergía por la noche.
La llamó Gotland. Zielvar engendró un hijo, Havdi, que se casó con
Vitastjerna, y ambos tuvieron a su vez tres vástagos: Gaut, Graip y
Gunfjaun. Los tres hermanos se repartieron la isla bajo la autoridad de
Gaut, elegido jefe. De los tres nietos de Zielvar descienden los Gutans, los
Godos. Durante largo tiempo los godos poblaron la isla y se multiplicaron,
hasta que ya no había tierra suficiente para albergarlos a todos. Fue
entonces cuando, como cuenta la Gutasaga, un tercio de ellos tuvo que
partir. La Gutasaga fue puesta por escrito en algún momento del siglo XIII,
recogiendo antiquísimas tradiciones orales. No hay más que un manuscrito:
el Codex Holm. B 64, fechado en 1350, que se conserva en la Biblioteca
Real de Suecia. Y cuenta la saga que aquellos remotos ancestros marcharon
hacia el río Dvina, en la actual Letonia, y que siguieron moviéndose hacia
el sur hasta llegar a tierras de los griegos. «Todavía mantienen algo de
nuestra lengua», dice el texto. Esa lengua es el gútnico, un dialecto del
nórdico antiguo. Los que permanecieron en Escandinavia se llamarán
gautas: es el mismo pueblo que siglos más tarde engendrará al legendario
héroe Beowulf. De ellos tomará nombre después la región de Götaland, que
aún hoy se llama así. Pero los que nos interesan son los otros: los que se
marcharon de allí.
Volvamos a los viajeros. Los guía un hombre llamado Berig. Eso cuenta
en el siglo VI Jordanes, cuya Getica, síntesis de la desaparecida historia de
Casiodoro sobre los godos, es la fuente documental más antigua sobre la
materia. La gente de Berig se interna en la cuenca del Vístula buscando un
solar que hacer propio. Lamentablemente, no están solos: otros han llegado
antes y hay que abrirse paso a codazos. Primero se encuentran a los rugios:
combaten contra ellos y los desplazan. Después se topan con los
burgundios. Más tarde, con los vándalos. En realidad son luchas tribales
entre pueblos con un fondo étnico común. A fuerza de guerra, los godos
terminan asentándose en la orilla polaca del Báltico, entre la Pomerania y la
Prusia Oriental, sobre los cursos del Vístula y el Oder. Estos godos que
vienen de Scandzia bautizarán su nueva tierra como Gotiscandzia. Aquí
encontramos la primera prueba material de su paso: la llamada «cultura de
Wielbark», en la actual Polonia. Estamos a mediados del siglo I.

De Wielbark a Cherniajov

La cultura de Wielbark es un conjunto de tres mil tumbas que reproduce


los mismos usos funerarios del sur de Escandinavia: cadáveres inhumados o
incinerados en túmulos marcados por alineamientos líticos, ya se trate de
círculos de piedra, estelas aisladas o pavimentos. Los cadáveres se
enterraban con sus joyas (hebillas, brazaletes, peines, alfileres, sortijas) y
con sus ropas, nunca con sus armas; el único resto guerrero que hay en las
tumbas son espuelas de montar. Los objetos hallados son fundamentalmente
de bronce, en ocasiones de plata, rara vez de oro, casi nunca de hierro. La
reconstrucción de las viviendas muestra un patrón indudablemente
escandinavo: grandes casas de madera con enormes tejados a dos aguas
aislados con gruesas capas de paja o brezo. El emplazamiento de Wielbark
coincide grosso modo con la región ocupada por los que Plinio el Viejo, en
este mismo momento, llama «gutones» y Tácito «gothones». Son nuestros
godos, sin duda. La cultura de Wielbark no es una creación enteramente
goda: otros pueblos había allí antes, seguramente vendos, es decir, eslavos.
Pero es indudable que los godos fueron la tribu dominante, y con el
suficiente grado de organización como para que los historiadores romanos
señalaran el poder de sus reyes.
Pasaron cuatro generaciones sobre las tierras de Wielbark. El pueblo
godo creció. En algún momento de este periodo surgió una primera
diferenciación: aparecen los gépidos. ¿Quiénes eran los gépidos? Nadie lo
sabe muy bien. Cuenta Jordanes que los gépidos eran los que viajaban en el
tercer barco de aquellos que abandonaron Escandinavia bajo el mando de
Berig: como eran más lentos y llegaron los últimos, se les aplicó el nombre
de «gépidos», que en su lengua quiere decir «flemáticos». Esto, claro, es
una leyenda, pero es lo único que tenemos. El hecho cierto es que aquí el
bloque godo se escinde por primera vez, probablemente en función de
identidades tribales o familiares previas. Retengamos la circunstancia,
porque no será la última división de los godos. En cuanto a los gépidos,
volveremos a encontrarlos en nuestra historia.
Cuatro generaciones desde el pionero Berig, sí. Y en la quinta
generación, los godos deciden abandonar Wielbark y ponerse de nuevo en
marcha. ¿Por qué? Jordanes habla una vez más de superpoblación: «… Y
como el número de los godos había aumentado considerablemente durante
su permanencia en aquel país, Filimer, hijo de Gandarico y quinto de sus
reyes después de Berig, tomó, al principio de su reinado, la resolución de
salir, partiendo a la cabeza de un ejército de godos, seguido de su familia y
poniéndose en busca de un país que le conviniese y en el que pudiera
establecerse cómodamente». Los godos, o la mayor parte de ellos, recogen
sus bártulos y se ponen en camino rumbo sureste. Les espera una
peregrinación de más de mil kilómetros hasta las costas del mar Negro.
¿Imaginamos la escena? Largas caravanas de miles de personas con sus
carros, sus familias, su ganado, desafiando el peligro de una tierra
desconocida y sin rutas estables, surcando inmensas planicies en busca de
una tierra donde haya sitio para todos. Y después de meses, quizá años de
marcha incesante, al fin el mar.
Estamos ya a principios del siglo III. Una vez más, hay huella material
de esta nueva migración: es la cultura de Cherniajov, un vasto espacio entre
las actuales Ucrania, Moldavia y Rumanía, a caballo de los Cárpatos y que
se extiende sobre los cursos del Dniéper y el Dniester hasta el mar Negro.
Son las tierras que los romanos llaman Escitia y que nuestros protagonistas
bautizan como Ouim. Hay una continuidad bastante clara entre la cultura de
Wielbark y la de Cherniajov: los mismos enterramientos, los mismos
ajuares, los mismos objetos… Son godos, sin duda. Pero en Cherniajov hay
mucho más: hay abundantes elementos vendos (eslavos), hay pueblos
antiquísimos como los getas y hay culturas ostensiblemente distintas como
los sármatas, que son indoarios, es decir, indoeuropeos del este.
Hay que suponer que los godos que se asientan en Cherniajov,
flamantes vecinos de pueblos arraigados allí desde siglos atrás, en un
vastísimo mundo donde había tierra para todos, no tardarían en trabar
contactos, ya fueran bélicos, matrimoniales, patrimoniales (con frecuencia
una cosa y otra eran lo mismo) o de conocimientos, como el arte de
guerrear a caballo con lanza y armadura pesada, que según las fuentes
clásicas aprendieron los godos de los sármatas. ¿Cómo era la sociedad goda
en este momento? Probablemente, como todas las sociedades europeas de
su tiempo: una estructura jerárquica ostensiblemente rígida, con una casta
cerrada que desempeñaba la función regia, jurídica y sacerdotal, un segundo
estamento compuesto por la nobleza militar y una tercera función dedicada
a las tareas del campo y a la artesanía. Sabemos que, en el caso de nuestros
protagonistas, la función regia estaba circunscrita a dos linajes (sippe)
principales: los baltos y los amalos, o baltingos y amalungos, que de ambas
maneras se puede decir.
A partir de ahora, baltos y amalos estarán continuamente presentes en
nuestra historia. Ignoramos si tales linajes existían ya en el momento de la
primera migración o si surgieron con el paso del tiempo. De creer a
Jordanes, corresponden a la más antigua memoria goda: «El primero de
estos héroes —escribe—, como ellos mismos relatan en sus leyendas, fue
Gapt, quien engendró a Hulmul. Y Hulmul engendró a Augis; y Augis
engendró aquel que fue llamado Amal, de quien reciben nombre los
amalos». Es importante subrayar que Gapt o Gaupt es en realidad Gautr,
uno de los nombres de Odín en el panteón escandinavo, y su familiaridad
fonética con el gentilicio de los gautas es evidente. La reivindicación de un
linaje que remite al mismo Odín va a ser una constante en los pueblos
nórdicos hasta el siglo IX, por lo menos; lo sabemos por los vikingos. En
cuanto a los otros, los Baltingos, Jordanes dice que venían «de la familia de
los Balthi, quienes por su audacia y valentía habían recibido tiempo atrás
entre los de su raza el nombre Baltha, es decir, Audaz».
El área de la cultura de Cherniajov es enorme, aproximadamente la
mitad de la superficie de la península ibérica. Hay que suponer, por tanto,
que la ocupación goda mostraría un paisaje muy disperso, con pequeños
centros de población distantes unos de otros, distribuidos en función de
filiaciones de clan y, a juzgar por los hallazgos arqueológicos, superpuestos
sobre centros de población preexistentes. Los godos no vivían solos y sus
ciudades incluían una proporción no desdeñable de población nativa. Tanto
la dispersión de los centros urbanos como la coexistencia con otros pueblos
debieron de traducirse en una ostensible relajación del lazo político. Eso
encaja con lo que dicen algunas fuentes antiguas, que pensaban que los
godos de esta época no tenían propiamente un rey como gobernante único,
sino que cada grupo obedecía solo a su jefe local. De hecho, en algún
momento de este periodo, ya muy entrado el siglo III, sale a la luz una nueva
división entre los godos: las tribus de los tervingios y los greutungos se
separan. Es la escisión que los historiadores romanos recogerán con dos
nombres que harán historia: visigodos y ostrogodos.
¿Recapitulamos? Durante casi trescientos años, un fragmento de un
pueblo nórdico abandona Escandinavia, se establece en la costa sur del
Báltico, construye allí su hogar, marcha nuevamente hacia el sur hasta
llegar al mar Negro, se instala en las amplias tierras entre el Dniéper y el
Dniester, en la actual Ucrania, y termina configurando una suerte de
confederación informal de tribus y clanes según antiquísimos patrones de
linaje. Una migración de dos mil kilómetros. A lo largo de esos tres siglos,
los godos entraron en contacto con otros pueblos, incluso se mezclaron con
ellos, pero nunca dejaron de ser godos, hasta el punto de conservar sus
propias divisiones y querellas internas. Es realmente un prodigio de
supervivencia colectiva. Pero la epopeya no había hecho más que comenzar.
TERVINGIOS, GRETUNGOS Y… ROMANOS

Es sugestivo imaginar que aquellos tres barcos del pionero Berig


correspondían en realidad a tres tribus distintas: gépidos, tervingios y
greutungos, lo cual daría razón de las divisiones posteriores del pueblo
godo. Los gépidos se separaron primero y después afloró la división entre
tervingios y greutungos. No faltan autores que mantienen esta hipótesis.
Pero para defender esto deberíamos estar seguros de que tal división existía
ya antes de la migración y que esos nombres expresaban algún tipo de
singularidad colectiva. ¿Qué significa ser «tervingio», y qué ser
«greutungo»? ¿Una pertenencia de clan, unos vínculos familiares, la
obediencia a una misma jerarquía, tal vez otro tipo de lazo colectivo?
Lamentablemente, nadie tiene ni idea. Pero para nosotros es muy
importante, porque del brazo tervingio saldrán nuestros visigodos.
La hipótesis más común es que estos gentilicios de los godos obedecen
a razones geográficas, y no desde el origen, sino ya después de la migración
hacia el mar Negro: los tervingios eran los godos que vivían en las zonas
boscosas del oeste y el sur del río Dniester (sobre la actual Moldavia), cerca
ya de la frontera romana, y los greutungos eran los que poblaban las
grandes estepas del este, entre el Dniester y el Dniéper, en la actual Ucrania.
Como unos quedaban al oeste y otros al este, en el mundo romano se les
aplicó el gentilicio de visigodos y ostrogodos respectivamente. ¿Es esta la
única razón? Parece que no: esa gente estaba dividida por algo más que su
situación espacial. Pero no sabemos exactamente por qué, de manera que el
debate académico al respecto es interminable. Limitémonos, pues, a señalar
la diferencia.

Quiénes eran los tervingios


De los godos tervingios se tiene primera noticia escrita a la altura del
año 268, cuando cruzaron la frontera del Imperio romano en una incursión
sobre las provincias de Ilírico y Panonia (las actuales Serbia, Croacia y
Eslovenia) en busca de botín, llegando incluso a la península italiana. No
fue una cosa menor: los tervingios, con otros pueblos de frontera, se las
habían arreglado para formar una gigantesca masa hostil, armada con
barcos de guerra, que desde diez años atrás venía saqueando Grecia.
Derrotados en aquel año de 268 en la batalla de Naisso por el emperador
Claudio II (que por eso recibió el nombre de «Gótico»), terminaron
regresando a sus tierras, pero sin dejar de presionar sobre el limes del
imperio, que de hecho acabó hundiéndose en la Dacia a finales del siglo III.
Desde entonces, las tribus tervingias supieron llegar a un complejo y
cambiante sistema de alianzas con Roma: eligieron a un juez, Ariarico, que
pactó con el emperador romano Constantino el Grande. Así los visigodos se
vieron metidos de hoz y coz en el laberíntico escenario de la política
imperial. Retengamos el dato, porque será fundamental para entender lo que
pasó después.
Ariarico era un juez, sí. Pero igualmente podríamos llamarlo «rey»,
pues sus atributos de jefatura no se diferenciaban gran cosa de cualquier
reyezuelo tribal germánico. El modelo tervingio consistía, básicamente, en
una monarquía electiva sobre la base de los consejos tribales, gobernados a
su vez por la aristocracia local. Cada territorio (kuni, en su lengua) estaba
bajo el mando de un jefe (reiks) elegido de entre las familias más notables
del lugar. Los asuntos comunes eran decididos en la asamblea de los
distintos reiks, que elegían a un juez como autoridad suprema. Este juez
(kindins) poseía amplias competencias en materia de justicia, religión y
guerra, pero con una importante limitación: no podía abandonar el territorio
tervingio. Si había que partir en campaña fuera del país, la dirección de la
hueste se encomendaba a un guerrero señalado. Por ejemplo, la guerra
contra Roma en 271 la encabezó el jefe militar Cannabaudes, del mismo
modo que la posterior campaña contra los sármatas y los vándalos (año
335) tampoco la dirigió ningún juez, sino el caudillo Geberico. Este cargo
de juez-rey era, en principio, electivo, pero parece que el linaje resultaba
determinante. Después de Ariarico vino Aorico y más tarde Atanarico. Así
era el mundo tervingio.

Quiénes eran los breutungos

En cuanto a los greutungos, asentados al este del Dniester y sobre el


cauce del Dniéper, tampoco eran mucho más pacíficos: se impusieron por
las armas sobre los sármatas y los gépidos (aquellos godos de la primera
escisión) y controlaron un enorme territorio que se extendía desde las orillas
del mar Negro hasta la actual Kiev. Los reyes greutungos llegaron a su
máximo poder con Hermanarico, del cual se cuentan auténticas atrocidades,
como esa de que hizo descuartizar a su esposa Sunilda, sorprendida en
adulterio con un hijo del propio rey, por el procedimiento de atar sus
extremidades a sendos caballos. Funesta sería, en todo caso, la suerte
posterior de Hermanarico. Pero no adelantemos acontecimientos.
Ni tervingios ni greutungos (ni visigodos ni ostrogodos) conformaban
unidades políticas sólidas. Los primeros porque, según hemos visto,
funcionaban como una asamblea de tribus variadas, probablemente no todas
de origen estrictamente godo, regidas cada cual por su propio consejo
singular. Los segundos, porque su Reino era en realidad una colección
invertebrada de territorios más o menos vasallos, sin organización interna ni
estructura de gobierno. Por otra parte, ¿quién necesitaba una organización
compleja? Las excavaciones de Cherniajov nos hablan de una vida
envidiablemente fácil, al menos para los parámetros de la época: una
sociedad agraria con abundancia de recursos, como muestra el
extraordinario número de arados, hoces y guadañas; rica en trigo, cebada y
mijo; experta en la cría de ganado y en la doma de caballos en las estepas;
diestra en el trabajo de los metales y la cerámica y, además, conectada con
rutas comerciales exteriores, porque en el sitio se han descubierto lo mismo
ánforas romanas que cerámicas germanas del Elba. Un remanso de paz. Por
supuesto, el programa incluía guerras periódicas con los vecinos y
habituales incursiones en territorio romano, pero ambas cosas formaban
parte de lo que un godo podía entender por «remanso de paz». Parecía que,
doscientos años después de su migración a la Escitia, al área de Cherniajov,
el pueblo del viejo Berig había encontrado un lugar apto para vivir durante
siglos.

El caos romano

Ahora es imprescindible cruzar la frontera del Danubio para hablar de


Roma, porque sin la vecindad del gran Imperio es imposible entender los
vaivenes del mundo godo en este tiempo. ¿Cómo era en aquel momento el
Imperio romano y cuál era su relación con los godos? Ante todo: Roma era
un caos. Por decirlo en dos palabras, el Imperio había crecido enormemente
no solo hacia fuera, o sea en extensión, sino también hacia adentro, es decir,
en riqueza y complejidad y, por consiguiente, en élites locales que tenían
suficientes recursos y poder como para aspirar a hacer de su capa un sayo.
A lo largo del siglo III el Imperio se rompió bajo la presión de los patricios
de las provincias, de las unidades militares alzadas en rebelión y, causa y
consecuencia a la vez, de una serie continuada de crisis económicas que
arruinaron el modo de vida romano. Añadamos la presión exterior de los
pueblos que se movían en la frontera, como nuestros godos. La
fragmentación territorial del poder y su secuela de guerras civiles no
empezó a verse rectificada hasta las reformas de Diocleciano (hacia el año
285), que, por así decirlo, institucionalizaron la coexistencia de distintas
cabezas políticas bajo una sola autoridad imperial. Aun así, la estructura
política de Roma siguió sometida a tremendas presiones interiores y
exteriores.
Durante este periodo, como hemos visto antes, los tervingios habían
protagonizado incursiones violentas en el territorio imperial, hasta el punto
de forzar a los ejércitos de Roma a extensas campañas que hoy conocemos
como la primera guerra gótica. En aquel momento el Imperio trataba de
suturar, manu militari, los terribles desgarros de su peor crisis. Los
tervingios no fueron ajenos a esos trastornos: sus servicios fueron
contratados por los que aspiraban al poder en las numerosas querellas
internas de la política romana, y así, por ejemplo, hacia el 314 apoyaron a
Licinio en su sublevación contra el emperador Constantino. Para los godos
era una forma de sacar ventaja del caos romano. Hay que decir que
Constantino venció a Licinio, de manera que los tervingios quedaron en
posición muy poco airosa. Pero como Roma tenía otros muchos frentes y
los godos no iban a marcharse de allí, el conflicto se solventó con un tratado
(un foedus, como se le llamaba) entre el emperador Constantino y el juez
visigodo Ariarico. Un hecho fundamental, porque aquel tratado ponía por
primera vez a los tervingios dentro del mapa político de Roma. El hijo de
Ariarico, que se llamaba Aorico, marchó a educarse en Constantinopla,
según la práctica común de garantizar los pactos con un rehén de
campanillas. Era el año 332.
En la progresiva romanización de los visigodos resultó decisiva la
conversión de muchos de ellos al cristianismo, y esto fue obra, sobre todo,
del obispo Ulfilas, sobre el que hay que decir un par de cosas. Este Ulfilas
no se llamaba originalmente así: romano de la Capadocia, siendo niño toda
su familia fue apresada por los tervingios en una de sus correrías y fueron
ellos quienes le pusieron ese nombre, Ulfilas o Wulfila, que en gótico
quiere decir «lobezno». Joven de mente despejada, educado en latín y
griego, iniciado en la fe de Cristo, su conocimiento de la lengua gótica le
convirtió, además, en el evangelizador idóneo para aquel pueblo. Ascendió
rápido dentro de su comunidad y fue ordenado obispo por Eusebio de
Nicomedia, principal cabeza religiosa de la corte de Constantinopla y —
atención al dato— de credo arriano, es decir, aquella creencia predicada por
Arrio según la cual Jesús no es la misma persona que Dios Padre, sino que
fue creado por él. De manera que, cuando Ulfilas volvió con sus godos, el
cristianismo en el que los bautizó no fue el ortodoxo del Credo de Nicea —
Cristo es verdadero Dios y verdadero hombre—, sino el arriano, que pronto
sería considerado herejía. Este es otro hecho esencial para nuestro relato,
porque el arrianismo iba a ser a partir de ahora un signo distintivo de la
identidad cultural goda. Tan importante iba a ser este asunto, en particular
para la epopeya española de los visigodos, que es preciso explicar un poco
más en detalle la cuestión.

¿Qué significa «arriano»?

En aquel momento —años 330-340, aproximadamente— el arrianismo


circulaba con relativa soltura. El primer Concilio de Nicea, en 325, lo había
declarado herético, pero diez años después, en el sínodo de Tiro, Arrio fue
exonerado, lo cual dejó a su doctrina en una suerte de limbo legal. Por otro
lado, el emperador Constancio II profesaba simpatías arrianas, de manera
que, a ojos de un extranjero recién evangelizado, como lo eran los
visigodos, no debía de ser fácil entender qué estaba pasando. ¿Ser arriano
era bueno o malo?, podría preguntarse un visigodo recién cristianado. Los
visigodos que se convirtieron, lo hicieron en la certidumbre de que aquello
les permitiría integrarse mejor en el mundo romanosin dejar de ser godos.
Pero, en Roma, los aspirantes al Imperio utilizaban el arrianismo o el
antiarrianismo como un elemento más de su discurso político, al margen de
disquisiciones teológicas. ¿Dónde estaba exactamente el problema? ¿Era
político o era religioso? Para un tervingio que acababa de dejar atrás a sus
viejos dioses paganos, todo aquel embrollo debía de resultar
incomprensible.
Antes de seguir, y para que se entienda todo, conviene matizar un tanto
esto del arrianismo, porque, en realidad, no es exacto llamar «arrianos» a
los godos. ¿Por qué? Veamos. La gran polémica político-religiosa del
momento gravitaba sobre una fórmula concreta del Credo de Nicea —el
convocado por Constantino I en 325— según la cual Jesús, el Hijo, era
igual al Padre, uno con el Padre y de la misma sustancia que el Padre. En
griego, «de la misma sustancia» se dice «homoousios». Pero Arrio sostenía
que el Padre y el Hijo no eran de la misma sustancia, sino de sustancia
semejante, que en griego se dice «homoiousios». Muchos utilizaban esa
fórmula sin ser expresamente arrianos, y aún otros muchos eludían el
obstáculo diciendo simplemente «homoios», es decir, que Jesús era como el
Padre, dejando aparte la espinosa cuestión de la sustancia («ousia»). ¿Cuál
era el fondo político de la cuestión? Que la fórmula «homoios» era
mayoritaria en Oriente, mientras que la fórmula «homoousios» era la
dominante en Occidente. Por supuesto, a efectos políticos, aquí lo
importante no era tanto la fórmula como los grupos de poder creados en
torno a cada una de las interpretaciones. Y podemos imaginar que a los
godos, cristianos neófitos, todo esto les parecería un laberinto inextricable.
¿Y Ulfilas? Ulfilas, mientras tanto, se dedicaba a crear un alfabeto
propio para traducir la Biblia al gótico: Codex Argenteus, se llama la pieza,
de la que hoy se conservan importantes fragmentos en Uppsala, Suecia.
Nuestro hombre se hizo célebre. Visitó al emperador en Constantinopla.
Fue nombrado obispo de los «cristianos de Gocia» en el año 341 y en una
situación política delicada, porque los visigodos acababan de ejecutar una
nueva incursión de saqueo en territorio romano, concretamente en Mesia,
entre las actuales Serbia y Bulgaria. Durante siete años más predicó el
obispo Ulfilas entre los tervingios, ganando innumerables conversiones.
Pero las cosas se torcieron a partir de 348, cuando varios jefes tribales
visigodos empezaron a ver el cristianismo como una suerte de caballo de
Troya que debilitaba la cohesión de su comunidad, rompía sus tradiciones y
abría la puerta a los romanos. El cabecilla de la ola anticristiana fue Aorico,
el mismo que había sido enviado de niño a Constantinopla. Ulfilas tuvo que
volver a cruzar la frontera. El emperador Constancio II en persona fue a
recibirle. Dice la Crónica (la de Auxencio, discípulo del obispo) que Ulfilas
llegó acompañado por sus seguidores; sin duda la nueva fe había abierto
más de una grieta en la comunidad tervingia. Constancio, en todo caso, no
estaba interesado en crearse más problemas: la guerra de oriente contra los
partos retenía toda su atención y nada habría más inoportuno que una nueva
campaña contra los godos en el limes del Danubio. Así que Ulfilas se quedó
en territorio romano, donde le esperaba una larga vida de predicación, y los
godos siguieron con su conflictiva existencia.
Recapitulemos, porque acabamos de asistir, en muy pocos años, a los
hechos fundamentales que conforman la identidad visigoda y que van a
determinar toda la historia posterior de este pueblo: primero, la división
entre tervingios y greutungos, vale decir entre visigodos y ostrogodos;
después, el primer acuerdo (foedus) de los tervingios con Roma, que
introduce ya para siempre a los godos en el mundo político romano; tercero,
la conversión de los godos al cristianismo arriano, que desde ahora será un
signo distintivo de la identidad goda. Los tres hechos dejarán sentir su peso
cuando los visigodos se instalen en España.
¿Volvemos a Roma y sus querellas? Constancio II muere en 361 y
nombra sucesor a su primo y rival Juliano, que pasará a la historia como el
Apóstata por su intento de restaurar el paganismo. Juliano muere dos años
después, en campaña contra los persas, atravesado por una lanza cuyo
origen alimentará mil conjeturas. El ejército proclama entonces emperador
a un oficial cristiano, Joviano, que dura solo un año en el trono porque en
364 muere asfixiado, al parecer de forma accidental. Es nuevamente el
ejército quien nombra al sucesor: Valentiniano, un maduro guerrero de
enorme prestigio. Valentiniano entiende que el Imperio es demasiado
grande para un hombre solo y decide asociar al trono imperial a su hermano
Valente, que queda al frente de todos los territorios orientales, incluida la
frontera del Danubio. Mientras Valentiniano se dirige hacia Occidente para
proteger la Galia, Valente marcha hacia el este para tratar de recuperar las
posiciones perdidas en Mesopotamia. Momento que aprovecha un
usurpador, Procopio (primo del difunto Juliano), para alzarse y proclamarse
emperador en Constantinopla. A Procopio le apoyan tropas venidas de todas
partes. Entre ellas, un buen número de tervingios. Y otra vez los visigodos
entran de lleno en las querellas intestinas del Imperio.
Valente logró doblegar a Procopio y a su general godo, que se llamaba
Gomoario. Más precisamente: Gomoario abandonó a Procopio en plena
batalla (en Tiatira, abril de 366) y se pasó al bando de Valente. Podemos
ahorrarnos los detalles, y también lo que pasó después con la cabeza de
Procopio. Lo importante es que Valente había identificado claramente a los
tervingios como enemigos, de manera que no perdió el tiempo y de
inmediato emprendió una campaña contra los visigodos del otro lado del
Danubio. ¿Quién regía entonces a los tervingios? Atanarico, que,
desbordado, se retiró hacia los Cárpatos. Dos años duró aquella expedición
de Valente. Los tervingios, derrotados, terminaron aceptando un pacto que
en la práctica venía a romper cualquier relación entre los visigodos y Roma.
¿En qué consistía aquel pacto? En algo así como lo siguiente: «Bien, godos
—venía a decir el emperador—, quedaos en vuestras tierras y os exonero de
prestar tributo en hombres para las legiones, pero a partir de ahora se acabó
la convivencia en la frontera, se acabó el comercio, se acabó cualquier
relación». Era el año 369. Parecía que el mundo godo optaba por encerrarse
sobre sí mismo. Pero no iba a ser así.

CUANDO LLEGARON LOS HUNOS

¿Con Roma o contra Roma? Esa era la gran brecha que rompía al
mundo godo. Pero entonces ocurrió algo que iba a cambiar radicalmente las
cosas: llegaron los hunos. Era el año 375. Y todo se vino abajo de un solo
golpe.
Volvamos al tratado de Atanarico con Valente. Por los términos del
pacto, da la impresión de que el objetivo del jefe tervingio era aislarse de
Roma, encerrarse en su mundo godo, siguiendo la política de su predecesor,
Aorico, con su campaña contra los cristianos. Sin duda era una posición
muy extendida entre la élite tervingia del momento. Consta que la
persecución contra los cristianos se intensificó hasta el extremo. Corría 372.
Ahora bien, la de Atanarico y su partido no era la única voz en presencia.
Había otros que estaban en la posición contraria y no tardaron en hacerse
oír. Nombres: Alavivo y Fritigerno. Este último se señaló en la oposición a
Atanarico. Para ganarse al emperador Valente, no dudó en convertirse al
cristianismo (arriano). Desde entonces Valente contó con un alfil en el
tablero godo. Hay que suponer que la división de la comunidad tervingia
entre los partidos de Atanarico y Fritigerno se prolongaría en los años
siguientes. Y cuando llegaron los hunos, estalló de manera dramática.

Una marea humana

Estamos acostumbrados a imaginarnos a los hunos como una caótica y


letal muchedumbre de mongoles desaforados, pero la realidad es algo más
compleja. Para empezar, no eran mongoles. Es posible que descendieran de
los xiongnu siberianos que asolaron China en el siglo II a. C., y es más
probable que fueran una amalgama de poblaciones túrquicas e iranias de las
estepas de Asia Central, unidas por sus hábitos nómadas y por la necesidad
de sobrevivir en un entorno dominado por los imperios chino, primero, y
persa después. Lo único que se sabe a ciencia cierta es que una rama del
pueblo huno quiso asentarse en las estepas del mar Caspio hacia principios
del siglo IV y, disuadido por las sequías, avanzó aún más hacia el oeste,
hacia el Cáucaso. Bajo el mando de un rey llamado Balamber, entraron en
el Reino de los alanos y lo arrasaron. Los alanos no eran poca cosa:
llevaban siglos guerreando, se habían hecho con el liderazgo de todas las
tribus sármatas de la región y eran maestros en el combate a caballo y en el
uso de masas de arqueros. Pero los hunos eran más, muchísimos más; una
imparable marea humana.
La llegada de los hunos precipitó un fenómeno que venía observándose
desde tiempo atrás: el progresivo desplazamiento hacia el oeste de los
pueblos germánicos. Uno mira hoy el mapa de Europa y puede parecer poco
explicable que la aparición de un solo pueblo generara semejante terremoto
en un espacio tan grande, pero hay que recordar que, en aquella época, la
mayor parte de ese mapa era inhabitable. La Europa central estaba muy
mayoritariamente ocupada por bosques impenetrables, páramos incultos o
llanos pantanosos; nadie había abierto caminos en las montañas y los ríos
eran ostensiblemente más anchos y caudalosos que hoy. No era fácil
instalarse. Los lugares habitables eran pocos, y justo ahí atacaban los hunos,
forzando a pueblos enteros a moverse a otras regiones ocupadas por otros
pueblos. Para hacer un lugar habitable se precisaban tres cosas: tiempo,
porque los cultivos no nacen de un día para otro; pericia técnica, para
explotar adecuadamente los recursos, y organización para proteger a las
comunidades. Los pueblos germánicos, en general, carecían de
organización suficiente para proteger a sus comunidades ante el ataque de
un enemigo superior. Y, una vez en movimiento, desde luego no había
tiempo para crear nuevas zonas cultivables. Donde había las tres cosas —
tiempo, pericia y organización— era en el territorio del Imperio romano,
ampliamente civilizado desde siglos atrás. Para los germanos, estaba claro
dónde había que acudir.
¿Cómo eran los hunos? Hay un célebre testimonio de un oficial romano
que se cita siempre para responder a esta pregunta. Vale la pena
reproducirlo porque da una idea muy ajustada no solo de cómo era aquella
gente, sino, sobre todo, de cómo la percibían los civilizados pobladores del
Imperio. Dice así: «Pequeños y toscos, imberbes como eunucos, con unas
caras horribles en las que apenas pueden reconocerse los rasgos humanos.
Diríase que más que hombres son bestias que caminan sobre dos patas.
Llevan una casaca de tela forrada con piel de gato salvaje y pieles de cabra
alrededor de las piernas. Y parecen pegados a sus caballos. Sobre ellos
comen, beben, duermen reclinados en las crines, tratan sus asuntos y
emprenden sus deliberaciones. Y hasta cocinan en esa posición, porque en
vez de cocer la carne con que se alimentan, se limitan a entibiarla
manteniéndola entre la grupa del caballo y sus propios muslos. No cultivan
el campo ni conocen la casa. Descabalgan solo para ir al encuentro de sus
mujeres y de sus niños, que siguen en carros su errabunda existencia de
devastadores». Lo peor que un romano podía imaginar. Mucho peor que un
godo.
Los hunos no desconocían la propiedad inmueble, pero esta ocupaba un
lugar muy secundario en sus instituciones. Empujados desde siglos atrás a
una existencia nómada, se habían hecho a ella hasta el punto de que su
estabilidad era la movilidad. Esto es importante para entender por qué eran
imparables: no estamos hablando solo de hordas de guerreros que penetran
en territorio enemigo, sino, literalmente, de un pueblo en marcha, alrededor
de 200.000 personas caminando de un lado a otro, precedidos por decenas
de miles de jinetes, y cuya supervivencia dependía de lo que fueran capaces
de saquear en su incesante camino. Los hunos llegaban, combatían,
vencían, se quedaban con todo lo que podían —incluidos los enemigos
aptos para el combate, a los que, si sobrevivían, incorporaban a sus huestes
— y seguían la marcha.

Apisonadora de pueblos

Ante un enemigo así era imposible pactar acuerdos, ceder territorios,


concertar intercambios, en fin, hacer política; simplemente, porque no había
«polis» alguna que sirviera de referencia. Ante los hunos, o combatías y
vencías, y eso era muy difícil, o no te quedaba otra alternativa que
entregarte esclavo o huir. Los alanos combatieron, fueron derrotados por
aquella ola aterradora de jinetes con arcos letales y los supervivientes
conocieron la suerte inevitable de las víctimas de los hunos: o la esclavitud,
incluidos aquellos que a partir de ese momento combatirían para los
vencedores como guerreros cautivos, o el destierro. Varios grupos de alanos
huyeron hacia el oeste. Algunos de ellos invadirán España treinta y cinco
años después.
Deshecho el Reino de los alanos, los hunos siguieron camino hacia el
oeste, cruzaron el Dniéper y entraron en territorio ostrogodo. Allí
sorprendieron a nuestro viejo conocido, el rey Hermanarico, ya por
entonces anciano y, además, atribulado por el atroz incidente con su esposa
Sunilda, líneas arriba referido. Se repitió el guion: los hunos llegaron y
arrasaron el país. Hermanarico, herido en combate, se suicidó (aunque la
Völsunga islandesa dice que las heridas fueron por mano de los hermanos
de la desdichada Sunilda). El Reino greutungo ardió por los cuatro
costados: estaban los hunos, estaban los alanos que huían de los hunos,
estaban los alanos que combatían para los hunos… Demasiados enemigos a
la vez. La estructura política greutunga nunca había sido otra cosa que una
frágil cadena de pequeños vasallajes territoriales sin más argamasa que el
temor a las espadas del rey godo del este. Nada que pudiera hacer frente a la
aparición súbita de un enemigo tan implacable como numeroso.
La corona de Hermanarico pasó a las sienes de un pariente, Vitimiro
(Jordanes le llama «Vinitario»), que afrontó el trance a la germánica
manera: viendo la ola, se puso delante. Aguantó un año peleando a la
desesperada. Es el romano Amiano Marcelino quien lo cuenta. Finalmente,
Vitimiro sucumbió. Y a los ostrogodos, como antes a los alanos, solo les
quedaron dos opciones: someterse o huir. Un buen número quedó sujeto a
los ejércitos hunos. Otros corrieron hacia el suroeste buscando refugio entre
sus hermanos tervingios.
Los tervingios, o visigodos, no estaban mejor preparados que los
greutungos para hacer frente a lo que se avecinaba. Incluso estaban peor,
porque su estructura política era aún más lábil. Nadie pudo impedir que los
invasores cruzaran el río Dniester. El viejo juez Atanarico, que era en aquel
momento la autoridad tervingia, intentó defender sus territorios y fracasó
estrepitosamente. Los hunos arrasaron el país. La pluralidad tribal de los
tervingios se convirtió en fragmentación y, enseguida, en ruptura abierta. Ya
hemos visto las brechas políticas que rompían al mundo godo. Dos notables
de la comunidad tervingia, los mencionados Fritigerno y Alavivo, que en
los años anteriores se habían distinguido por su oposición a la política
antirromana de Atanarico, encabezaron entonces la alternativa. Y optaron
por una decisión trascendental: pedir al emperador romano de Oriente,
Valente, que acogiera a los visigodos al otro lado del limes, tras la frontera
del Imperio.

¿Roma hospitalaria?

Así fue. Mientras Atanarico, derrotado, se refugiaba en los Cárpatos con


sus pocos fieles, la mayoría del pueblo tervingio optaba por ir en dirección
contraria: bajo el caudillaje de Fritigerno y Alavivo buscó socorro en
territorio romano. Y de esta forma doscientos mil visigodos, y enseguida los
greutungos que venían huyendo también de los hunos, llegaron a orillas del
Danubio en algún momento del año 376. La escena debió de ser aterradora:
decenas de miles de personas apiñándose en el paso de la fortaleza de
Durostorum, la actual Silistra, en Bulgaria. Aún hoy es uno de los pasos
fronterizos con Rumanía. En esa masa que se apiñaba a orillas del gran río
había de todo: arrianos, paganos, viejos partidarios de Atanarico, partidarios
de la facción contraria, pero desesperados todos. Pronto se unieron, además,
otros fugitivos que acudían en riada desde el norte: los greutungos del
caudillo Farnobio, las huestes también ostrogodas de Alateo y del alano
Sáfrax… Enseguida volveremos a hablar de ellos.
Valente aceptó la solicitud de Fritigerno. Habría cobijo para los godos
en tierra de Roma. Los que allí se acumulaban en masa no eran
desconocidos para los romanos: eran los mismos tervingios que años antes
habían invadido con regularidad el territorio imperial, los mismos con los
que Roma había suscrito acuerdos siempre precarios, los mismos a los que
las águilas romanas habían hecho la guerra. Si los romanos hubieran optado
por cerrar la frontera, nadie habría podido extrañarse. Pero no: les dejaron
pasar. El emperador ordenó abrir la puerta.
¿Por qué mandó Valente acoger a los godos? Porque el gesto le
solucionaba un serio problema político con el mínimo esfuerzo. Acoger a la
gente de Fritigerno significaba, de un plumazo, anular la altanera
animosidad de Atanarico, convertir a los tervingios en aliados en vez de
enemigos, ganarse la gratitud de aquel pueblo hostil y, por supuesto, acabar
con aquella enojosa exención del tributo militar visigodo, pues ahora los
nuevos huéspedes no tendrían más remedio que ceder unas tropas que
Valente necesitaba como agua de mayo para atender sus innumerables
frentes. ¿Qué ofreció el emperador? Ayuda para cruzar el río y, una vez en
territorio romano, protección militar, tierra, grano y lugares para instalarse
en paz. En principio, todos ganaban. Pero las cosas iban a salir mal. Muy
mal.
CONTRA ROMA

Durostorum no es un sitio pequeño. Dieciocho hectáreas, según las


excavaciones arqueológicas. Pero, evidentemente, todo es cuestión de
perspectiva: un sitio es grande o pequeño según la cantidad de gente que
albergue, y nada en Durostorum estaba preparado para recibir a los recién
llegados. Para empezar, no estaban preparadas las propias guarniciones de
la región. Hay que repetir —porque, si no, no se entiende nada— que los
tervingios no eran unos desconocidos allá: en sus expediciones de saqueo
habían atacado sin cesar la comarca desde siglo y medio atrás. Había
cuentas pendientes y heridas abiertas. Para las unidades fronterizas, aquello
no era sino una invasión más. Unidades, por otro lado, que no eran
exactamente un espejo de disciplina: reclutas de aluvión, en su mayor parte
extraídos del personal local, frecuentemente tan ajenos a Roma como los
bárbaros del otro lado del limes.

Cambiar niño por perro muerto

El paso del río fue un martirio: una fuga desesperada donde quedaron
atrás ancianos y desvalidos. Los godos que llegaron a la orilla fueron los
que podían valerse por sí mismos. Pero valerse solo hasta cierto punto,
porque la guarnición de Durostorum se cuidó mucho de procurar que los
godos pasaran desarmados: todo el mundo tuvo que entregar sus lanzas,
hachas y espadas. Para una cultura tribal y guerrera como la goda, debió de
ser una auténtica humillación: familias rotas y armas confiscadas. ¿Había
alguna diferencia entre eso y una simple rendición? Sí, claro: el emperador
había prometido tierras y grano, lo cual cambiaba las cosas; era un buen
precio que se añadía al nada desdeñable aliciente de salvar la vida. Pero
aquí es donde Roma faltó a su palabra.
No había tierras por ningún lado. Solo un inmenso campo inculto. Los
godos quedaron retenidos en lo que bien podríamos llamar un campo de
concentración celosamente custodiado por soldados. Tampoco había grano:
los víveres que se guardaban en Durostorum apenas llegaban para atender
las necesidades de la guarnición, de manera que los visitantes se quedaron
literalmente sin nada que llevarse a la boca. No es difícil imaginar el grado
de desesperación que debió de adueñarse de los godos: habían llegado allí
para ser colonos en un pacto con el emperador, pero en realidad eran
cautivos sin pan ni tierra. Enseguida llegó el hambre. Y con el hambre, el
infierno.
Los soldados de la guarnición de Durostorum desplegaron toda la
crueldad de la que fueron capaces. Hay que suponer que, para muchos de
ellos, había llegado el momento de vengarse de aquellos salvajes que tanto
habían castigado la frontera, y no desperdiciaron la oportunidad. Así que los
romanos propusieron a los godos un abominable trato: «¿Queréis comer? —
dijeron—. No tenemos nada, pero podemos negociar: vendednos a vuestros
hijos y mujeres, y os daremos carne; carne de perro, que es lo único que hay
por aquí». Un niño por un perro. Hubo quien vendió a sus hijos, en efecto, a
cambio de un poco de carne de perro: era la única manera de salvar no solo
la propia vida, sino también la de los pequeños, aunque fuera como
esclavos. Ahora bien, la transacción no fue pacífica. Hubo mucho dolor.
Hubo mucho sufrimiento. Nació también mucho rencor. Y a Fritigerno, que
había encabezado la migración, se le planteó un problema de primera
magnitud: qué hacer ahora para no quedar ante su propio pueblo como un
traidor.
Fritigerno y Alavivo volvieron a dirigirse a Valente. El emperador
estaba en aquel momento más preocupado por tapar el boquete que se le
había abierto en el este de su Imperio por la presión persa. ¿Qué respondió
Valente? Que si los godos no encontraban sustento en Durostorum, podían
ir a buscarlo a Marcianópolis, rica ciudad con abundantes mercados,
residencia de invierno del emperador y pivote estratégico de la frontera
oriental. Y allá que fueron Fritigerno y Alavivo, escoltados por el jefe
militar romano en la región, el general Lupicino. Marcianópolis es la actual
ciudad búlgara de Devnya, 150 kilómetros al sur de Durostorum (la actual
Silistra). Una marcha agotadora para los godos que allí acudieron en busca
de pan para su pueblo. Maltrechos como iban, muchos de ellos murieron
por el camino. ¿Y qué pasó en Marcianópolis? Que las cosas iban a ponerse
todavía peor.

Sin piedad

Los tervingios llegan a Marcianópolis con su escolta romana. Lupicino


ordena que se mantengan a distancia de la ciudad, con una fuerza militar
para contenerlos. En ese momento los tervingios reciben noticias de que sus
hermanos greutungos, que han cruzado ya el Danubio, se dirigen hacia
Marcianópolis. También Lupicino recibe la noticia, de manera que el
romano maquina una añagaza: temiendo que tervingios y greutungos juntos
asalten la ciudad, invita a Fritigerno y Alavivo, más unos pocos nobles
tervingios, a cenar con él dentro de los muros: serán sus rehenes. Mientras
tanto, en las afueras de Marcianópolis, el resto de los godos ven cómo los
romanos les cierran las puertas de los mercados de la ciudad. Muertos de
hambre, los tervingios asaltan cuanto tienen a mano, roban, matan. ¿Con
qué armas, si habían tenido que entregarlas cuando pasaron el Danubio?
Con las que habían logrado llevar consigo a base de sobornar a la venal
guarnición de Durostorum. Varios soldados romanos mueren en las
turbulencias. ¿Qué hace Lupicino? Ordena en represalia matar a sus
invitados tervingios y tomar a Fritigerno y Alavivo como rehenes. Pero la
matanza llega a oídos de los godos que aguardan fuera, que de inmediato
preparan el asalto a la ciudad. Lupicino constata que la situación se le ha
ido de la manos. Entonces Fritigerno propone una salida: que el romano le
deje salir, para mostrar a su pueblo que está vivo, y él se marchará de allí.
Lupicino accede. ¿Y Alavivo? Ni una sola línea se menciona sobre él en las
crónicas a partir de este momento; hay que suponer, por tanto, que murió en
la matanza de Marcianópolis.
Fritigerno vuelve con su pueblo, en efecto. Y abandona Marcianópolis,
tal y como se había comprometido a hacer. Pero todo ha cambiado ya: los
romanos les han engañado por segunda vez y no habrá una tercera. Los
tervingios deciden romper el pacto con Roma y marchan al norte, donde
están llegando ya los greutungos de Alateo y Sáfrax. Lupicino tiene que
tomar una decisión y ha de hacerlo rápido. No se le ocurre mejor cosa que
armar a sus hombres y salir en persecución de los godos. Los alcanza a
catorce kilómetros de Marcianópolis. El romano lleva consigo 5.000
hombres, un millar de ellos a caballo; quiere dar la batalla. Grave error: a
los tervingios de Fritigerno se han unido ya los greutungos de Alateo y los
alanos de Sáfrax, de manera que suman más de 7.000 guerreros y tampoco
carecen de caballería. Los godos cargan y rompen las líneas romanas. Sin
orden, los romanos están perdidos. Toda la fuerza de Lupicino se
descompone. El propio general salva la vida por los pelos y corre a
refugiarse tras los muros de Marcianópolis. Detrás deja millares de bajas,
incluidos todos los oficiales subalternos y la totalidad de los estandartes.
Los cadáveres romanos proveen a los godos de todas las armas y corazas
que necesitan. Los peregrinos de Durostorum se han convertido en un
ejército temible. No tardarán en volcar toda su exasperación sobre los
Balcanes.
La derrota de Marcianópolis dejó quebrada a Roma en la región durante
lo que quedaba de 376 y buena parte del año siguiente. Las unidades
militares disponibles se vieron obligadas a permanecer en las ciudades para
protegerlas ante los ataques de un enemigo imprevisible. Eso quiere decir
que todo lo que quedaba fuera de las ciudades se convirtió en víctima de la
furia goda: no hubo campo sin esquilmar, aldea sin saquear. Si Roma había
sido cruel con los godos, ahora estos devolvían la pelota con una saña que
cronistas como Amiano Marcelino describen con todo lujo de detalles:
fuego, muerte, expolio, la esclavitud de familias enteras. En una de sus
correrías, los tervingios de Fritigerno llegan hasta los muros de
Adrianópolis, la gran capital de la región romana de la Tracia. Es la actual
ciudad de Edirne, en la Turquía europea: a 350 kilómetros de distancia de
Durostorum. Allí, en Adrianópolis, había una fuerte guarnición romana
liderada por… dos godos. Suerido y Colias, se llamaban.
Godos, en efecto, como una parte significativa de las tropas que tenían
bajo su mando: eran solo algunos de los numerosos godos (y germanos en
general) que en los años anteriores habían entrado al servicio de Roma. El
emperador ordenó a Suerido y Colias que hicieran frente a la situación; al
fin y al cabo, para eso estaban. Ellas respondieron que ante todo protegerían
su propia seguridad y la de la ciudad, lo cual no dejaba de ser una forma de
escurrir el bulto. Cuando los magistrados de Adrianópolis les afearon su
conducta, los germanos de la guarnición romana, guiados por sus generales,
se liaron a puñaladas con el resto de sus compañeros y terminaron
pasándose al enemigo, o sea, a la gente de Fritigerno. Los godos no
pudieron tomar Adrianópolis porque carecían de armas de asedio y la
ciudad estaba muy bien amurallada, pero el episodio da fe de hasta qué
punto el Imperio se cuarteaba desde su interior.
Mientras tanto, en el norte, un contingente de godos greutungos que
había cruzado el Danubio llegaba cerca de Marcianópolis. Para entonces los
romanos ya habían movilizado todo lo que tenían, pero esto, a decir verdad,
no era mucho: tropas traídas de Armenia, Panonia o la Galia que nunca
habían combatido contra germanos y alistadas a toda prisa. La fuerza
romana, mandada por Ricomero, trató de parar a los godos. Hubo batalla en
un lugar llamado Ad Salices, que significa «En los sauces», a unos 15
kilómetros de Marcianópolis. No puede decirse que ganaran los godos, pero
los romanos sufrieron tanto quebranto que tuvieron que levantar el campo,
de manera que aquellos greutungos lograron pasar y unirse a Fritigerno. Era
septiembre de 377. La Tracia entera se hundía.

El desastre de Adrianópolis

El acto decisivo iba a tener lugar apenas un año después y de nuevo en


Adrianópolis. Los romanos, que al fin y al cabo seguían siendo el Imperio
por antonomasia, lograron poco a poco empujar a los godos hacia las zonas
montañosas, cerrando pasos y recurriendo incluso a la guerra de guerrillas.
El cerebro de la operación: un general llamado Sebastián, veterano de
Egipto, de Persia y de la frontera occidental. Mientras tanto, el emperador
de Oriente, Valente, decide concentrarse por entero en el problema godo:
cierra el frente persa —que le tenía retenido— con un acuerdo ciertamente
oneroso, se desplaza hasta Adrianópolis y, al mismo tiempo, pide tropas al
coemperador de Occidente, su sobrino Graciano. El plan de Valente es
concentrar el mayor número posible de efectivos y hacer frente
directamente a Fritigerno en una gran batalla. El godo lo sabe. Sobre el
papel, los romanos llevan ventaja en número, preparación y situación
táctica. Pero a Valente pronto se le acumulan los problemas. Primero, los
refuerzos que espera de Occidente quedan muy disminuidos porque
Graciano ha de parar la invasión de los alamanes, otro pueblo germánico.
Después, los exploradores romanos, según parece, calculan mal el número
del enemigo porque la caballería goda estaba lejos del lugar. Para colmo,
resulta que Fritigerno no lleva solo a sus tervingios, sino que al contingente
se le han unido numerosos greutungos, alanos y hasta bandas de hunos
atraídos por el botín. La ventaja romana, en la práctica, era nula.
La batalla de Adrianópolis del año 378 terminará siendo uno de los
mayores desastres de la historia de Roma. Lo que pasó puede sintetizarse
así: Roma ya no era lo que un día fue. Los romanos llegaron a las dos de la
tarde de un 9 de agosto y después de recorrer 13 kilómetros bajo el sol, es
decir, agotados por el calor. ¿Cuántos eran? Hay una enorme polémica
académica al respecto, pero los estudios más concienzudos hablan de no
más de 20.000 hombres. ¿Y qué tenían enfrente? A los godos acampados en
sus carromatos, que debían de sumar unas 35.000 personas, de las cuales
alrededor de 15.000 eran aptas para el combate. Los godos trataron de ganar
tiempo enviando parlamentarios mientras mandaban aviso a su caballería y
desplegaban a su infantería. Cuando los jinetes romanos atacaron por un
flanco a los godos, llegó la caballería (con nuestros viejos conocidos Alateo
y Sáfrax) y puso en fuga a los de Valente. Fritigerno ordenó entonces un
ataque por el centro, sobre la línea de la infantería romana, que no había
terminado de desplegarse. La profesional destreza de algunas unidades
romanas logró romper la ofensiva goda y abrir brecha, pero como no había
caballería que pudiera explotar el éxito, porque había quedado
desorganizada en el lance anterior, la hazaña no sirvió de nada. Al revés, los
caballos que aparecieron fueron los de los godos, que entraron a saco en la
masa desorganizada de los infantes romanos. Fue una carnicería. Dos
tercios del ejército romano se dejaron allí la vida. Murieron en combate
treinta y cinco tribunos. Murió el general Sebastián. También murió el
propio emperador Valente, herido por una flecha según la versión más
común. La hecatombe.
El victorioso Fritigerno intentó llegar una vez más a Adrianópolis. La
ciudad aguantó, pero nadie libró a los Balcanes de un saqueo a conciencia
desde las montañas del interior hasta el mar: la Tracia, la Dacia, Panonia,
Macedonia… Los godos se dividieron en dos, probablemente porque no era
fácil sustentar a tanta gente desde un punto de vista meramente logístico, y
también porque, como ya hemos visto, las escisiones de origen permanecían
siempre vivas. Los greutungos se movieron hacia el norte, los tervingios
hacia el sureste. Hizo falta todo el poder de Roma para frenarlos. El
emperador de Occidente, Graciano, logró detenerlos en Panonia. El relevo
de Valente en Oriente, el hispano Teodosio, hizo lo propio en Tracia.
Este Teodosio, justamente llamado el Grande, iba a convertirse
enseguida en cabeza de todo el Imperio, porque Graciano murió: será el
último emperador que gobierne la totalidad del mundo romano. Será
también el que consiga pacificar el paisaje. Después de cuatro años y dos
campañas a gran escala, Teodosio entrará en Constantinopla, derrotará a
Fritigerno y convencerá a los líderes de las fuerzas godas para firmar la paz.
El tratado se suscribió en octubre de 382. Fue otro acontecimiento decisivo.
Los tervingios obtenían plena posesión de anchas tierras en la Tracia —
entre las actuales Bulgaria y Grecia—. Por primera vez en su historia, el
Imperio romano concedía a un pueblo bárbaro el derecho a vivir de manera
autónoma dentro de sus fronteras. Esa fue la gran victoria de los godos.

DENTRO DE ROMA
Los godos se mantuvieron relativamente tranquilos mientras duró el
pacto con Teodosio. Al menos, los tervingios asentados en la Tracia, porque
otros godos se dedicaban a perpetrar saqueos en diferentes puntos del este
del Imperio y aún otros estaban ya sirviendo como soldados en las legiones
romanas. Al otro lado del Danubio, los ostrogodos (los greutungos) habían
quedado reducidos a siervos de los hunos. Precisamente la presión huna
había provocado que el desplazamiento de los pueblos germanos hacia el
territorio imperial se hiciera irreversible: francos, godos, vándalos o
burgundios, por ejemplo, formaban ya parte del paisaje imperial, unas veces
como soldados en las legiones, otras como aliados en la frontera y,
frecuencia, como piezas del complejo juego político romano, de tal modo
que una y otra vez veremos a unos germanos enfrentados contra otros bajo
los estandartes de distintas facciones imperiales.
Nuestros tervingios constituían un caso muy especial porque, después
del pacto con Teodosio, gozaban del privilegio de combatir para Roma
como una fuerza singular, con sus propios jefes, en contingentes
íntegramente godos, como nación reconocida por tal. Así ocurrió en la
célebre batalla del río Frígido (hoy territorio de Eslovenia), donde los
tervingios combatieron para Teodosio contra el usurpador Eugenio. Era el
año 394. Por cierto: en esta batalla, el general de las tropas romanas de
Teodosio fue el vándalo Estilicón, y el jefe del ejército igualmente romano
de Eugenio era el franco Arbogastes. Decididamente, la suerte del Imperio
era ya inseparable del elemento germánico.

Alarico tiene ideas propias

En aquella batalla del río Frígido brilló un joven guerrero del linaje de
los baltingos, Alarico, que tenía ideas propias sobre la relación de su pueblo
con Roma. Alarico había nacido en torno al año 370, de manera que le
había tocado vivir los durísimos años de la migración, el hambre y la guerra
contra Roma. Se hizo hombre luchando para Roma, pero dentro de la
singular autonomía tervingia. Hay que suponer que, como todo su pueblo,
guardaría las heridas de los años anteriores. Heridas antiguas a las que se
añadieron otras nuevas, porque los romanos, todo sea dicho, usaban a los
visigodos como carne de choque en sus batallas. En aquella del río Frígido,
el jefe militar de Teodosio, Estilicón, de origen vándalo, lanzó a los
visigodos a pecho descubierto contra el enemigo, con el resultado de que
perecieron la mitad de los tervingios hasta alcanzar el escalofriante número
de 10.000 bajas. ¿Qué general diezma a su propia fuerza de choque en el
primer compás de un combate? Siempre existirá la sospecha de que aquella
maniobra suicida tenía precisamente por objeto diezmar a los tervingios
para restarles fuerza frente a Roma. El jefe del contingente visigodo en el
río Frígido era Alarico, que debió de sacar las oportunas enseñanzas del
lance.
En esas condiciones, puede entenderse por qué cuando murió Teodosio,
en el año 395, los visigodos decidieron romper su pacto con Roma: si el
Imperio quería seguir contando con las armas tervingias, tendría que
mejorar el contrato. Además, había problemas políticos que vaticinaban un
paisaje extremadamente convulso: Teodosio, a su muerte, había vuelto a
dividir el Imperio entre sus dos hijos, Arcadio y Honorio. Al primero le
tocaba Oriente y al segundo Occidente. Con el agravante de que ambos
hermanos se odiaban a más no poder. Arcadio, que tendría unos diecisiete
años en el momento de heredar el Imperio oriental, carecía de la energía
suficiente para controlar el gobierno; el hombre fuerte de la situación era el
prefecto Rufino, de origen galo. Honorio, emperador de occidente, estaba
en situación aún más precaria: un niño de once años al frente de un inmenso
territorio cuya verdadera cabeza era el mencionado general Estilicón, hijo
de un vándalo y una romana, casado con una sobrina del difunto Teodosio y
nombrado por este tutor del pequeño Honorio. Retengamos todos estos
nombres, porque van a ser cruciales en los sucesos posteriores.
El reparto del imperio entre los inquietantes hermanos no habría dejado
de ser un problema ajeno para los godos de no mediar la enojosa
circunstancia de que nuestros tervingios aún no habían cobrado la cantidad
que Roma les adeudaba por la batalla del río Frigido. Cuando Tedosio
murió, Arcadio y Honorio se quitaron el problema de encima con el efugio
de que aquella deuda había sido contraída por su padre, no por ellos, y en
nombre de un Imperio que ya no era el mismo, porque ahora volvía a haber
dos emperadores. En tal tesitura, los visigodos decidieron tirar por la calle
de en medio: además de romper el pacto con Roma, eligieron a su propio
rey. ¿Quién? El mencionado Alarico. Que, ciertamente, no era hombre dado
al diálogo y la concertación. Y así volvió a empezar todo.
Es muy significativo que Alarico fuera elegido precisamente rey, cosa
que no era inédita entre los greutungos, pero sí insólita en los tervingios.
Hasta entonces los visigodos, ya lo hemos visto, elegían a un juez para los
asuntos políticos y de manera ocasional a un caudillo para las empresas
guerreras, pero no un rey con los atributos regulares de la monarquía.
Alarico I, sin embargo, fue elegido jefe político y militar por el viejo
procedimiento de la proclamación pública al estilo guerrero. He aquí que
este pueblo, que hasta ese momento parecía fragmentario por naturaleza,
concedía ahora a un hombre todo el poder. Y quizá no pueda decirse que
con Alarico comienza la monarquía visigoda, porque aquel rey no tenía
corte, ni capital ni territorio que pudiera considerar propio, pero, desde
luego, con él empieza el camino de los visigodos para convertirse en una
unidad política. Ese camino que terminaría en España.
¿Qué hizo Alarico? Atacar las ricas tierras de Tracia en una feroz
campaña de saqueo. Después de todo, no dejaba de ser una manera de
cobrarse lo adeudado. Por otro lado, los hunos estaban presionando de
nuevo en el Danubio, de manera que no había muchos más sitios donde ir.
Así que los tervingios cogen las armas y atraviesan a punta de lanza los
Balcanes hasta llegar a un paso de Atenas. Ciudades como Corinto, Argos y
Esparta caen bajo su empuje. Roma reacciona: Estilicón moviliza a su
ejército, el mismo que había combatido en el río Frígido, y lo lanza contra
Alarico. Ahora bien, ese ejército estaba compuesto por unidades tanto del
Occidente como del oriente del Imperio, y los nuevos jefes de Oriente,
Arcadio y su prefecto Rufino, temían más a Estilicón que a Alarico. ¿Qué
hizo Rufino? Reclamar para sí a todas las fuerzas de oriente que Estilicón
tenía bajo su mando, dejando a este sin la mitad de su ejército. La maniobra
da fe de hasta dónde llegaba la putrefacción del imperio. Resultado:
Estilicón se tuvo que marchar por donde había venido y Alarico llegó hasta
las puertas de Atenas. Si no pasó la ciudad a sangre y fuego fue porque los
atenienses, sabios, salieron a las puertas de la ciudad y colmaron a Alarico y
los suyos de toda clase de agasajos, regalos, baños y banquetes, de modo
que los tervingios no necesitaron desenvainar la espada para llevarse lo que
habían ido a buscar. A todo esto, mientras tanto, las tropas que habían
abandonado a Estilicón llegaban a Constantinopla y asesinaban a Rufino, al
parecer por mano de un mercenario godo llamado Gainas y probablemente
bajo instrucciones directas del eunuco Eutropio, que ambicionaba el puesto
del difunto Rufino. Este debió de morir pensando que siempre hay alguien
más malo que uno mismo.

El problema de Estilicón

Alarico encontró vía libre por todas partes: no había nadie para
detenerle. El emperador Arcadio, guiado por el eunuco Eutropio, optó por
una solución política con retranca: nombraría a Alarico magister militum, es
decir, el más alto jefe militar, y cedería territorios a los visigodos en Iliria,
la parte occidental de los Balcanes, que corresponde más o menos a la
actual Albania más partes de Croacia, Bosnia y Serbia. Eso significaba
tanto como institucionalizar la presencia visigoda en el imperio: una
novedad política fundamental. Ahora bien, la retranca consistía en que
aquella región de Iliria, no particularmente rica, se hallaba en perpetua
discordia con el Imperio de Occidente, de modo que, en la práctica, eso de
mandar a los tervingios a Iliria equivalía a traspasar el problema godo a
Honorio y Estilicón. Dicho de otro modo: Arcadio utilizó a los visigodos
para hacerle la guerra a su hermano Honorio.
Cuando decimos «Honorio» hay que decir en realidad «Estilicón»,
porque el emperador de occidente, con sus once años, apenas podía hacer
otra cosa que poner cara de niño muy serio. Estilicón era quien mandaba a
las tropas y, por expreso deseo del difunto emperador Teodosio, quien
guiaba como tutor al chiquillo. Más aún, Estilicón arregló que su hija
María, que aún no tenía catorce años, se casara con Honorio, de manera que
todo quedaba en casa. El matrimonio no llegó a consumarse y María murió
muy joven, en 407, pero entonces a Honorio lo casaron con la otra hija de
Estilicón, que se llamaba Termancia. Mucho poder en unas solas manos;
probablemente demasiado.
Hay que decir que Estilicón era un general de eficiencia asombrosa y
que tres veces frenó a Alarico: en Macedonia en 397, en Pollentia en 402,
en Verona en 403. Cada vez que los tervingios trataban de pasar al oeste,
hacia la mismísima Roma, allí estaba Estilicón, medio vándalo y medio
romano, con su ejército lleno de germanos, para pararles los pies: unas
veces con la espada y otras con tratados como el del año 407, que apaciguó
a Alarico a cambio de la muy respetable suma de 1.814 kilos de oro. Pero el
gran problema para Estilicón no estaba en los visigodos. Tampoco en los
vándalos y alanos a los que derrotó en Recia. Ni en la expedición ostrogoda
de Radagaiso que desmanteló en Fiésole (lance en el cual, por cierto,
Alarico echó una mano a Estilicón al abstenerse de participar en el
combate). Ni en los suevos a los que venció a orillas del Rin. Ni en los
rebeldes como el general de origen moro Gildo, sublevado y aniquilado en
África. El gran problema del victorioso general, que fue capaz de hacer
frente a todos esos desafíos, estaba a sus espaldas. Porque, mientras
Estilicón batallaba, en Roma se movían las lenguas de doble filo: que si
Estilicón ambiciona la púrpura imperial, que si él fue el verdadero autor del
asesinato de Rufino, que si en realidad es aliado secreto del godo Alarico,
que si ha abierto las puertas del Imperio a los bárbaros del Rin, que qué otra
cosa se puede esperar de un tipo mestizo de vándalo y romana y, además,
arriano… Todo el Imperio vivía en aquel momento bajo el impacto del
cruce masivo del Rin por millares de vándalos, suevos y alanos, que
aprovecharon los fríos del 31 de diciembre de 406 para atravesar el río
congelado y desparramarse por la Galia. Ser medio vándalo y mandar un
ejército lleno de germanos, como en el caso de Estilicón, no era algo que
proporcionara una excesiva popularidad. Ningún objetivo más fácil para la
venenosa crítica de la corte. Un veneno que los cortesanos de Honorio
instilaban con el evidente fin de apartar al joven emperador de su veterano
tutor.
La ocasión propicia para acabar con Estilicón llega en 408. En Oriente,
el emperador Arcadio muere sin haber cumplido los treinta años: su único
heredero es un niño de siete años, Teodosio II. Estilicón ve la oportunidad
de que Honorio recupere el oriente del Imperio y le propone una jugada
magistral: apoyarse en los visigodos. ¿Cómo? En aquel momento se había
levantado en la Galia un usurpador llamado Constantino: Honorio —
propuso Estilicón— podría pagar a los godos de Alarico la suma adeudada,
aquellos 1.814 kilos de oro aún no cobrados, y utilizar a la gente de Alarico
para cortarle la cabeza al tal Constantino. Así quedaría despejado el paisaje
para que él, Estilicón, marchara a Constantinopla para hacerse cargo del
gobierno de oriente en nombre de Honorio hasta que el pequeño Teodosio II
se hiciera mayor. La maniobra tenía sentido. Pero no fue eso lo que pasó.
Honorio, contra la opinión de Estilicón, abandona Roma y se marcha a
Rávena, con la corte detrás (incluida la joven Termancia, hija de Estilicón y
esposa de Honorio). Una vez allí, todas las maledicencias acumuladas
contra Estilicón estallan. ¿Que el general quiere ir a Constantinopla para
poner la situación bajo el control de Honorio? No, no —dicen las malas
lenguas—: lo que Estilicón quiere es poner en el trono de oriente a su
propio hijo, Euquerio. Y en cuanto a los visigodos —acusan los cortesanos
—, ¿no es transparente que Estilicón ha pactado con ellos para entregarles
el Imperio de occidente? Así se condenó al bravo general.
La suerte está echada. Con la anuencia de Honorio, la guardia de la
corte de Rávena apresa a Estilicón. El joven emperador declara a su tutor y
suegro enemigo público de Roma. Es agosto de 408. Estilicón es acusado
formalmente de todos los males de Roma, degradado en público y
decapitado el 22 de agosto. Honorio, naturalmente, repudia a su esposa, la
niña Termancia, hija de Estilicón. Para dejar solo vacío tras de sí, el
emperador ordena a dos eunucos que vayan a buscar a Euquerio, el hijo de
Estilicón, y lo asesinen, cosa que hacen con fría eficacia. Y en un paso más
allá, los soldados de Roma, siguiendo las órdenes imperiales, entran a
cuchillo contra las familias de los bárbaros alistados en las legiones
perpetrando una brutal matanza. Así acabó la brillante carrera de Estilicón:
ahogada en sangre por su joven pupilo Honorio.
Lo que Honorio o sus cortesanos deberían haber previsto era que
semejante escabechina no podía quedar sin consecuencias. Nuestro amigo
Alarico, burlado una vez más por Roma, que le había birlado sus 1.814
kilos de oro, resolvía tomarse la justicia por su mano. Y los soldados
germanos cuyas familias habían sido asesinadas, así como las tropas fieles a
Estilicón, decidían que, como reza el Romancero, «más vale morir con
honra que no vivir deshonrado» y abandonaban en masa las filas hasta un
número de 30.000 guerreros. ¿A quién acudieron los ultrajados germanos?
Al tervingio Alarico, por supuesto, que veía así engrosado su ejército con
una aportación de la mayor calidad. Y el rey visigodo lo vio claro: había
llegado el momento de marchar sobre Roma.

SOBRE ROMA

Alarico no era un salvaje. Conviene poner esto por delante porque,


cuando se habla de los «bárbaros», tendemos a imaginarnos hordas de
brutos sin rasgo alguno de civilización ni otro horizonte vital que la
violencia, pero los visigodos, recordémoslo, llevaban ya más de un siglo en
estrecho contacto con Roma, su cultura era cada vez más romana y su
mundo material era ya el del Imperio. Ello al margen de que, como
acabamos de ver, y en punto a salvajismo, la civilizadísima Roma podía ser
más cruel que cualquier «bárbaro». Si Alarico decidió marchar sobre Roma
y aterrorizar al emperador Honorio no fue por afán de destrucción, sino
porque se sentía plenamente legitimado para ello. Primero, porque Honorio
le había engañado con aquel asunto de los 1.814 kilos de oro. Después,
porque Honorio había roto todos los puentes con el pueblo tervingio al
asesinar tan alevosamente al general Estilicón. Y además, porque Honorio,
siempre Honorio, había incendiado el campo al ordenar la matanza de los
soldados germanos y sus familias. Desde la perspectiva de Alarico, marchar
sobre Roma no era sino un acto de justicia.
«Intraris in urbem»

Hay que añadir que Alarico, además, se sentía movido por una misión
que le empujaba como una fuerza irrefrenable. ¿Qué misión? Dar a su
pueblo una patria, según sus propias palabras. Y esa patria solo podía
conquistarse después de haber dominado la ciudad más poderosa del
mundo. Intraris in urbem, o sea, «Entrarás en la ciudad», le decían a
Alarico recurrentes voces que escuchaba en sueños. La ciudad era Roma, la
gran Roma con sus fuertes murallas y sus doce puertas, con sus basílicas y
con sus tesoros, la capital de la cristiandad y al mismo tiempo la capital del
Imperio. La capital del mundo.
Alarico condujo a su ejército hasta Roma en aquel mismo mes de
septiembre de 408, con el cadáver de Estilicón aún caliente. Lo que el rey
de los visigodos llevaba consigo era, propiamente hablando, un pueblo en
marcha donde, por cierto, los godos solo eran una parte. Porque iban, sí, las
tribus tervingias con sus familias en carros (hasta 200.000 personas, dicen
algunas fuentes), pero además estaban los soldados que habían abandonado
las filas romanas por el asesinato de Estilicón, las familias de estos que
habían logrado sobrevivir a la matanza y, no menos importante, millares de
campesinos itálicos hartos de la opresión de sus señores, ciudadanos
romanos fugados de las urbes, libertos sin otro lugar donde ir y, en fin, todo
un heteróclito mosaico formado por los innumerables fragmentos que el
Imperio iba rompiendo en su caída. De manera que los ataques de Alarico
sobre Roma tuvieron, además, un hondo significado social.
Ataques, sí, en plural, porque fueron varios. Alarico llegó a Roma antes
de que acabara el verano de 408 marchando aceleradamente por la vía
Flaminia. Una vez ante la capital, lo primero que hizo fue apoderarse del
puerto y bloquear el río Tíber dejando a Roma sin vías de avituallamiento,
porque la ciudad dependía de los abastos que venían desde el norte de
África, el auténtico granero del Imperio. ¿Qué hicieron los romanos?
Sacrificios. A los dioses paganos de la ciudad. ¿Con qué autorización? La
del papa Inocencio, por paradójico que pueda parecer. Y mientras tanto,
¿qué estaba haciendo el emperador Honorio? Nada: recluido en Rávena,
ciudad que consideraba segura por los densos pantanos que la rodean,
Honorio se va a entregar a una demencial política de represalias contra los
no católicos, ya sean paganos o ya cristianos herejes, ejecutando una
auténtica «limpieza doctrinal» en la corte. Como Roma había echado mano
de los sacrificios a los antiguos dioses, Honorio y sus cortesanos reprobaron
a la vieja capital y la abandonaron a su suerte. No habría socorro imperial
para la Ciudad Eterna.
¿Qué busca ahora Alarico? No atacar Roma. Todavía no. Lo que
Alarico quiere es que Honorio le reconozca como jefe militar y le conceda
poder personal y buenas tierras para su pueblo. Una patria, como ha
quedado dicho: una patria que solo puede nacer bajo la sombra de Roma.
Pero Honorio y sus cortesanos, ciegos a cuanto no sea su propio ombligo,
hacen oídos sordos a las peticiones de Alarico. Entonces los visigodos
aprietan el lazo sobre la ciudad. Ni un solo suministro entra en Roma.
Aparece el hambre y, con ella, las enfermedades. En una atmósfera de
locura, el senado de Roma ordena ejecutar a la esposa de Estilicón, Serena,
allí refugiada; entre quienes dan el visto bueno a la ejecución está una
hermana de Honorio, Gala Placidia, cuyo nombre debemos retener.
Finalmente los romanos ceden. Alarico exige un rescate. Roma ofrece
cuanto tiene: 5.000 libras de oro, 3.000 de plata, 4.000 túnicas de seda,
3.000 mantos de púrpura y 30.000 libras de la cotizadísima pimienta. «¿Qué
dejas a los habitantes de Roma?», preguntaron a Alarico los senadores de la
expoliada Roma. «Sus vidas», respondió el jefe tervingio. Alarico podría
haber añadido que dejaba también, como regalo, 300 jóvenes esclavos
entregados a los senadores de Roma en prenda de buen entendimiento.
Con Roma domada, Alarico se propone retomar las negociaciones con
Honorio. Esta vez el rey de los visigodos pide al emperador que le conceda
los territorios entre Carintia (el sur de la actual Austria), el Véneto y la
costa dálmata, es decir, el gozne entre los imperios de Oriente y de
Occidente. Asombrosamente, Honorio se niega. Alarico, paciente, presiona
entonces al senado de Roma para que elija a su propio emperador, alguien
que esté en condiciones de negociar con Honorio: el elegido es un tal Prisco
Atalo, senador y prefecto de la ciudad. Atalo nombra a Alarico jefe militar
del imperio, pero no logra ir más allá: todos sus intentos por acercarse a
Honorio resultan baldíos. Sobre todo a partir del momento en que los
gobernadores del Imperio en África deciden no enviar más alimentos a
Roma. Es el año 409 y el hambre vuelve a abatirse sobre la capital. ¿Caben
más contratiempos? Sí: Honorio, sinuoso, contrata mercenarios hunos y
germanos para que ataquen por sorpresa a los visigodos. Pero el cuñado de
Alarico, Ataulfo —otro nombre que debemos retener—, frustra la
intentona. Y esta vez el rey de los visigodos entiende que solo tiene una
salida: dar en Roma un escarmiento ejemplar.

El gran saqueo

Es el 24 de agosto de 410. Alguien abre la Puerta Salaria. ¿Quién?


Según algunos, determinadas familias cristianas, hartas de la política
represiva desplegada por los senadores paganos de Roma; al fin y al cabo,
Alarico y sus visigodos también eran cristianos. Según otros —y esto
parece más verosímil—, los que abrieron la puerta fueron aquellos
trescientos esclavos entregados por Alarico dos años atrás, que
aprovecharon la noche para neutralizar a la guardia. Tal vez todo sea verdad
al mismo tiempo. Y no cabe descartar que en la «invitación» a los visigodos
tuviera parte el propio pueblo romano, porque en aquel momento el grado
de explotación que sufría hacía que, a sus ojos, los bárbaros resultaran más
soportables que la oligarquía de la ciudad. Nunca se insistirá bastante sobre
este hecho: la vida del pueblo romano se había hecho insoportable. Algunos
años antes, el escritor Lactancio había dejado este retrato de la explotación
fiscal de los súbditos del imperio: «Los impuestos aumentaron de forma
alarmante; el número de los que recibían era mayor que el de los que
pagaban, de modo que los colonos arruinados abandonaron las tierras y los
campos quedaron incultos. Aún peor resultó el hecho de que las provincias
fuesen divididas en partes y que a cada una de las ciudades se enviase una
multitud de funcionarios y recaudadores, cosa que no fue en absoluto
favorable para la sociedad». ¿Cómo extrañarse de que miles de romanos se
unieran a las filas de los godos? El hecho es que Alarico, tal y como le
habían dicho en sueños aquellas voces, entraba en Roma.
Tres días duró el saqueo. Desde hacía ochocientos años, nadie había
logrado entrar en Roma. Podemos imaginar la enorme conmoción que
aquello supuso en todo el Imperio. Fue sin duda el principal rasgo de este
episodio, más que la cuantía material del botín. Y hubo otro rasgo que
llamaría igualmente la atención de los que lo vivieron: su carácter limitado.
Porque lo habitual en un saqueo de estas características era que los
invasores no respetaran nada ni a nadie, que segaran cuanto cuello
encontraran e inundaran de sangre las calles de la ciudad vencida. Pero en
Roma ocurrió algo singular, y es que innumerables personas pudieron
encontrar refugio en las iglesias porque el propio Alarico había dado orden
de respetar los templos cristianos. Para los cristianos de la ciudad de Roma,
que acababan de vivir un enfrentamiento extraordinariamente áspero con
sus vecinos paganos, aquello fue una evidente señal de Dios. Lo explica así
san Agustín:

Todo cuando acaeció en el último saqueo de Roma: todas las ruinas, las
matanzas, los saqueos, los incendios, las desolaciones fueron producidas por lo
que ocurre habitualmente en la guerra, pero lo que ocurrió como algo nuevo, es
decir, el que la crueldad bárbara, de manera inusitada, se mostrase tan mansa que
amplísimas basílicas fueron designadas para que acogieran a gente que salvar,
donde nadie fuera asesinado, nadie capturado, donde muchos pudieran ser
llevados por enemigos piadosos para ser liberados, donde nadie pudiera ser
tomado preso ni siquiera por enemigos crueles —no hay quien no vea que esto
ha de ser atribuido al nombre de Cristo.

Ciertamente, lo que dirán los comentaristas paganos es que esto


demostraba la complicidad de los cristianos con los visigodos.
Alarico se llevó de Roma muchas cosas. La primera, el prestigio
personal. Él mismo lo dirá así: «Desde que tomé Roma en mis manos, nadie
ha vuelto a menospreciar el poder de los godos. Lo que impulsó el afán de
conquistas y el deseo de aventuras dio grandeza a un pueblo necesitado de
patria». Lo segundo que se llevó de Roma fue un botín extraordinario entre
cuyas joyas se menciona siempre algo tan llamativo como la Mesa de
Salomón, nada menos. Y lo tercero fue una rehén que iba a dar mucho que
hablar: Gala Placidia, la hermana de Honorio, aquella que había asentido a
la ejecución de Severa, la esposa de Estilicón. Gala Placidia era en aquel
momento una joven de unos veinte años que, además de su belleza, portaba
consigo un tesoro de valor incalculable: los títulos de «nobilísima» y
«augusta», que le permitían transmitir la dignidad imperial. En plata: en la
mano de Gala estaba la llave para poder proclamarse emperador con toda
legitimidad.
Había llegado el momento de dirigirse a Rávena y decirle a Honorio
cuatro verdades. Alarico tenía bajo su puño un ejército de enormes
proporciones, una princesa imperial y, además, al pobre Prisco Atalo, que
no dejaba de ser un exemperador cuya corona en cualquier momento podía
reverdecer. No es difícil imaginar lo que Alarico guardaba en ese momento
en la cabeza: llevaba quince años reinando sobre los visigodos y había
logrado conducir a su pueblo desde un rincón periférico de la Dacia hasta la
mismísima Roma. Era aún joven: unos cuarenta años. Tenía todo por
delante. En aquel instante había tres emperadores en Occidente: Honorio,
que permanecía recluido en Rávena; un general llamado Constantino que se
había proclamado emperador en la Galia, y el cesante Atalo. Realmente era
posible hacerse fuerte en Roma y desde allí construir un reino. Para ello
solo hacía falta una cosa: garantizar los abastecimientos, lo cual exigía
controlar las rutas del norte de África. Ya hemos visto cómo, un año atrás,
el cierre de las rutas africanas había dejado a Roma sin comida. Alarico
debió de verlo con la misma claridad, y por eso puso a su gente ante un
nuevo objetivo: el África romana y sus inmensas reservas de grano.
Los visigodos, con su innumerable cohorte de gentes de todas las
procedencias, marcharon camino al sur: Campania, Apulia, Calabria… En
todas partes, por supuesto, los correspondientes saqueos. La idea era llegar
hasta Sicilia y, desde allí, embarcar en masa hacia la provincia de África,
que así se llamaba entonces la franja costera de lo que hoy es Túnez y
Libia. Quien controlara aquello tendría la llave de la despensa del imperio.
Pero entonces comenzaron las calamidades. Primero, una fuerte tempestad
barrió la flota que había comenzado a alinearse en Sicilia para la gran
operación. Inmediatamente después, Alarico cayó enfermo de convulsiones
y fiebre. Malaria, probablemente. Lo llevaron a Cosenza, la gran capital de
la Calabria romana, pero no había nada que hacer. Todo se venía abajo en
pocos días. Alarico fallecía enseguida. Sus visigodos, conmocionados, le
rindieron el mejor homenaje que supieron: desviar el río Busento para
enterrarle en el lecho, con su caballo y armadura y parte de su tesoro, y
devolver después las aguas a su cauce para que nadie supiera jamás dónde
estaba el cuerpo de aquel gigante. Para más seguridad, los esclavos que
habían hecho la obra fueron ejecutados.
Así acabó Alarico. Y así acababa también el proyecto visigodo de
construir algo parecido a su propio imperio, porque el poder del difunto rey
era tan personal que no había nadie capaz de continuar su obra. Nuestros
tervingios eligieron a un nuevo rey: Ataulfo, cuñado de Alarico, que
entretanto había trabado relaciones más que amistosas con Gala Placidia.
Pero era imperativo cambiar de planes: por un lado, serias brechas
empezaban a resquebrajar el bloque visigodo; por otro, Roma veía por fin la
oportunidad de tomar la iniciativa. Ataulfo decidió abandonar Italia y
buscar fortuna en otras tierras. Empezaba así una nueva aventura.
II. UN HOGAR EN LA GALIA

EL SUEÑO DE ATAULFO

Alarico moría cubierto de gloria —de gloria y de agua—, pero dejaba


detrás un montón de problemas. El primero y fundamental: dónde encontrar
una tierra apta para que los visigodos pudieran instalarse con tranquilidad.
Ya estaba claro que la solución no podía pasar por pelearse continuamente
con el emperador de Occidente, entre otras razones porque eso exigía una
unidad que nuestros godos estaban muy lejos de disfrutar, lo cual quedó
dramáticamente de manifiesto en cuanto Alarico abandonó el mundo de los
vivos. El nuevo rey electo, Ataulfo, era muy consciente de todo ello, y
también de la precariedad de su situación.

Una corona de espinas

¿De dónde había salido Ataulfo? De la Panonia, al parecer: esa feraz


llanura en la actual Hungría que había sido ocupada por pueblos godos
desde al menos un siglo atrás. Ataulfo no formaba parte del grupo que
recorrió los Balcanes con Alarico: su campo de acción estaba bastante más
al norte. Pero pertenecía al mismo linaje que el rey (los baltos o baltingos)
y, además, era cuñado suyo, porque Alarico estaba casado con una hermana
de Ataulfo. Se cree que era hijo o sobrino de Alateo, ese jefe greutungo al
que páginas atrás hemos visto en las batallas de Ad Salices y Adrianópolis:
se trata de aquellos greutungos que se negaron a vivir sometidos a los hunos
y a los que había correspondido precisamente la Panonia en el acuerdo
suscrito con el Imperio. El hecho es que, cuando Alarico toma el camino de
Roma, allá por 408, un fuerte contingente de jinetes tervingios, greutungos
y hasta hunos acude a respaldar al rey de los visigodos, y quien marcha a la
cabeza del refuerzo es Ataulfo. Lo que le faltaba a las tropas de Alarico era
precisamente caballería, de manera que su llegada fue festejada por todo lo
alto. El emperador que puso Alarico en Roma, Prisco Atalo, nombró a
Ataulfo «conde de los domésticos a caballo», lo cual era tanto como
confiarle el mando de toda la caballería. En plata: Ataulfo era la mano
derecha de Alarico. Y por eso pareció enteramente natural que, muerto el
rey, su cuñado heredara la corona.
Ataulfo, además, era inteligente y sabía bien lo que le quedaba en las
manos: una victoria sonada y un botín formidable, sí, pero también un
pueblo en marcha harto de caminar y unas huestes divididas por mil
querellas de clan y por la propia complejidad de su origen, porque, en aquel
momento, en la inmensa muchedumbre visigoda (probablemente unas
doscientas mil personas) había no solo godos tervingios, sino también
greutungos, contingentes alanos, grupos de hunos, germanos de distinto
origen y, sobre todo, una porción nada desdeñable de romanos que se
habían sumado a la caravana en busca de mejor fortuna. Para más desazón,
Ataulfo no tenía que lidiar solo contra las tropas de Honorio, sino también
contra los grupos de germanos que el emperador había comprado —
literalmente— para que le hicieran el trabajo sucio. La corona de Ataulfo
tenía mucho de corona de espinas.
Entre esas huestes de germanos a sueldo del emperador había un godo
notabilísimo: Saro (en latín, Sarus), del clan de los Rosomones. ¿Recuerda
usted aquel brutal episodio de la ejecución de Sunilda, esposa del rey
greutungo Hermanarico, del linaje de los amalos? Pues bien, la tradición
dice que Hermanarico murió después a manos de los hermanos de Sunilda,
y entre ellos se cuenta al tal Saro. Salvo que aceptemos un prodigio de
longevidad, no es fácil creer que nuestro amigo Saro se vengara de
Hermanarico en el año 375 en Cherniajov y apareciera treinta y cinco años
después acaudillando huestes en Roma. Es poco probable que se trate del
mismo personaje. Pero es verdad que los rosomones de Saro se la tenían
jurada a los otros godos desde aquel episodio, así que bien podemos pensar
que este caballero era pariente de la desdichada Sunilda o, cuando menos,
miembro del clan que la vengó. El odio entre los rosomones y los otros
clanes era bien notorio. Y a Saro y a su sed de venganza acudió Honorio
cuando tuvo que echar mano de alguien que combatiera a los visigodos
desde dentro del propio pueblo godo. Saro era un gran guerrero: había
combatido numerosas veces a las órdenes de Estilicón, dirigió a los
ejércitos imperiales en la Galia y resolvió más de una papeleta al emperador
lo mismo contra bárbaros que contra usurpadores. El asesinato de Estilicón
le alejó de Honorio, pero ahora este se hallaba en condiciones de pagarle
muy bien sus servicios.
Ataulfo lee el paisaje: Honorio está en Rávena y es su enemigo; Saro
también es su enemigo y está al servicio de Honorio. Bazas de Ataulfo: una
mujer de la familia imperial, Gala Placidia, y otro emperador en potencia, el
pobre Prisco Atalo. Ataulfo sabe que no puede permanecer en Roma.
¿Dónde ir? Fuera de Roma, allá donde haya enemigos de Honorio y Saro,
es decir, eventuales aliados con los que poder pactar. Lugar idóneo: las
Galias. Desde la invasión bárbara de diciembre de 406, las Galias se habían
convertido en el punto más débil del Imperio, el lugar donde más patente se
hacía el hundimiento del orden romano, la fragmentación del poder
territorial, la impotencia del viejo Estado. Allí precisamente acaba de
levantarse un nuevo usurpador: Jovino, un senador galorromano exhibido
como mascarón de proa por las huestes burgundias y alanas del rey Gunther
que se han adueñado del país. Los visigodos de Ataulfo son muchos más y
tienen mejores bazas. No es difícil imaginar el plan: hacer acto de presencia
en la Galia, exigir tierras (o, directamente, ocuparlas) y legitimarse con
Gala, con Prisco, con Jovino o con quien haga falta para consolidar un
espacio político propio, dentro de Roma, pero al margen de la corte de
Rávena. Ataulfo y los suyos se ponen en marcha. Es el año 411.
La mano de Gala Placidia

Entonces ocurre algo inesperado: Saro, el de los rosomones, decide


ponerse del lado de Jovino, el usurpador galorromano. ¿Por qué?
Seguramente por lo mismo que movía a Ataulfo: fiarse de Honorio era
como meterse una víbora en la cama y Jovino, por el contrario, ofrecía
innumerables oportunidades. Así Saro abandona a Honorio y termina
pasándose al bando de Jovino. Pero, naturalmente, esto obliga a Ataulfo a
rectificar su estrategia: con Saro en el campo, no habrá sitio para él. ¿Qué
hacer? Cambiar de caballo sobre la marcha; no solo de caballo, sino
también de carrera. La aparición de Saro junto a Jovino le ha puesto en
bandeja la posibilidad de ganarse para siempre la voluntad de Honorio.
¿Cómo? Ataulfo fuerza un encuentro con Saro. Este, por supuesto, no se
fía, pero acude con su hueste. Hay lucha. Saro pierde. Su cabeza acaba en
las manos de Ataulfo. Su cabeza y también sus huestes, que, como era
habitual, son acogidas en el ejército del vencedor. Es el año 412. El Imperio
de cartón de Jovino en la Galia se hunde. El usurpador reacciona
nombrando un coemperador: su hermano Sebastiano. La maniobra quiere
ser una muestra de hostilidad hacia Ataulfo, un mensaje de que tampoco
aquí habrá tierra para los visigodos, pero eso no inquieta al rey tervingio, al
revés: es una nueva baza en sus manos. Ataulfo, esta vez como aliado de
Honorio, se enfrenta a Sebastiano y le derrota. Jovino huye; será hecho
preso y decapitado en Narbona. Y ahora los visigodos se han convertido de
facto en el brazo armado del emperador de Occidente. Era el año 413.
Ataulfo explota al máximo su victoria. Tal vez en algún momento soñó
en fundar su propio Reino en tierras de la Galia, una Gothia en suelo
romano, pero ahora el sueño es mucho más factible: vivir integrado en el
imperio romano como jefe militar. Los visigodos pactan con Honorio:
pondrán sus armas al servicio del emperador a cambio de raciones para
15.000 soldados y de que se les permita instalarse pacíficamente en el valle
del Ródano. Y es solo el principio, porque Ataulfo se ve ya convertido en
un aristócrata romano como lo fue Estilicón. El godo ofrece a Rávena un
tratado de paz. En prenda de buena voluntad, ofrece la libertad de Gala
Placidia, hermana del emperador, rehén de los visigodos desde el saqueo de
Roma. Todos los comentaristas coinciden en que Ataulfo y Gala se amaban.
Alto, pues, era el precio que Ataulfo estaba dispuesto a pagar. Pero Honorio
dijo que no.
¿Por qué Honorio se negó a aceptar un pacto que, en principio, solo le
reportaba beneficios? Probablemente porque alguien le convenció de que
suscribir tal acuerdo era tanto como rendirse, y ese «alguien» solo pudo ser
el general Flavio Constancio, un duro militar que debía de pasar ya de los
cincuenta años y que se había curtido en las guerras contra los bárbaros y
contra los usurpadores de la púrpura imperial. No había cerca de la corte de
Rávena muchos generales que pudieran presumir de historial semejante.
Además, Constancio amaba a Gala Placidia —o, al menos, deseaba su
mano como trampolín para saltar a la cúpula del poder—, todo lo cual le
empujaba a negarse en redondo a cualquier trato con Ataulfo. Desde su
punto de vista, la oposición era comprensible: en aquel momento los
pueblos germánicos campaban a sus anchas por Galia y por Hispania; los
aristócratas locales habían pactado con los invasores para protegerse y, de
paso, para soltar amarras respecto a un poder imperial ya inoperante. En ese
contexto, toda muestra de debilidad ante un pueblo invasor sería
aprovechada por los poderes locales que aquí y allá pugnaban por
levantarse, y eso era precisamente lo único que el Imperio no podía
permitirse. ¿Qué ofrecía Ataulfo? ¿Paz a cambio de tierras y armas? ¿Y
cuánto tardarían los visigodos, bien arraigados en sus tierras, en volver sus
armas contra el emperador? Constancio se opuso a cualquier pacto.
Ciertamente, no fue el único. Y Honorio acató el consejo.
Ataulfo, como antes Alarico, debió de pensar que nada más inútil que
fiarse de la corte de Rávena. Irritado, optó por crear su propia Roma.
Primero reactualizó la corona de Prisco Atalo, aquel que había sido
nombrado en su día por Alarico, y le designó emperador. Acto seguido se
desposó con Gala Placidia y, dato importante, lo hizo con el pleno
consentimiento de la joven. La boda se celebró en Narbona en enero de 414.
Hay que recordar el valor político de la mano de Gala: por su título de
augusta, sus hijos podían ser emperadores. Los regalos que la joven recibió
por su matrimonio estuvieron a la altura del envite: cien cofres colmados de
oro y piedras preciosas, en manos de cincuenta doncellas envueltas en
lujosas túnicas de seda. El mensaje para Honorio era transparente: en la
Narbona visigoda había nacido un nuevo poder que ya no era bárbaro, sino
romano, porque llevaba el nombre de Gala Placidia. Cuando nació el primer
hijo de ambos, Teodosio, Ataulfo se quitó de encima al emperador títere
Prisco Atalo: sencillamente, ya no era necesario.

Tragedia en Barcelona

La reacción de Rávena fue fulminante. Honorio envió un ejército al


mando de, por supuesto, Constancio, el frustrado pretendiente de Gala.
Constancio no solo presionó con sus cohortes en el territorio de Narbona,
sino que además recurrió al expediente de bloquear todas las vías de
abastecimiento visigodas. Estas se hallaban, como de costumbre, en los
puertos del sur: el grano que venía de África. Como nuestros visigodos
todavía no habían podido materialmente trabajar sus tierras, todo el pueblo
de Ataulfo se vio obligado a avituallarse sobre la marcha. Esta vez se
dirigieron hacia el sur, es decir, Hispania, donde el poder seguía
manifestando una fragilidad catastrófica. Después de algunos encuentros
armados con los vándalos que andaban por allí, Ataulfo y Gala Placidia
instalaron su corte en Barcino, la actual Barcelona. Estaba terminando el
año 414. Y entonces un negro telón cayó sobre el pueblo visigodo.
Primero fue la muerte del pequeño Teodosio, el hijo de Gala y Ataulfo.
Ese niño había recibido el nombre —romano— de su abuelo materno, el
último que tuvo todo el Imperio bajo su cetro, y su mera existencia era una
declaración política de alcance trascendental, una promesa de integración
plena de los godos en el mundo romano. Murió como tantos otros en un
tiempo en el que la mortandad infantil era altísima, pero con este niño
moría además un sueño. Sus padres lo inhumaron dentro de un sarcófago de
plata. Y no iba a ser el único sueño que moriría en Barcelona. Porque pocos
meses después, en el verano de 415, el propio Ataulfo resultaba herido de
muerte. No en combate, pues en aquel momento no había tal, sino
atravesado a traición por un siervo vengativo mientras inspeccionaba las
caballerizas.
¿Recordamos a Saro, el caudillo de los rosomones, derrotado y muerto
por Ataulfo? Pues bien: he aquí que Saro tenía un sirviente llamado
Evervulfo; he aquí que este Evervulfo, como otros muchos del séquito de
Saro, pasó al servicio de Ataulfo tras la muerte de su señor; he aquí, en fin,
que Evervulfo, en venganza por la ejecución de Saro, aprovechó su
proximidad a Ataulfo para matarle. ¿Le mató solo por venganza entre
clanes rivales o quizá por algo más? Desde antiguo hay un hondo debate
sobre este punto, porque ciertos autores clásicos (Orosio y Olimpiodoro,
concretamente) señalan que Ataulfo, tras la muerte de su hijo Teodosio,
había expresado su propósito de devolver a Gala Placidia a Roma y renovar
las paces con Honorio. Un proyecto que no gustó nada a una parte
importante de la nobleza goda, harta de que los romanos les cortaran los
suministros. De ser esto cierto, el asesinato de Ataulfo podría venir por
mano de alguna facción goda descontenta con la política filorromana del
rey. Añadamos que el tal Evervulfo, según parece, era muy bajito, lo cual
suscitaba de contínuo las chanzas de Ataulfo. ¿Mató entonces Evervulfo al
rey por una pura cuestión personal?
Lo más posible es que todo sea verdad al mismo tiempo, a saber: que
hubiera una facción descontenta por la política de paz con Roma, que esa
facción fuera precisamente la de los amigos de los rosomones y que el tipo
idóneo para ejecutar la venganza fuera aquel Evervulfo tantas veces
ridiculizado por el rey. Que en el asesinato de Ataulfo hubo un trasfondo
político parece evidente: el rey, en su lecho de muerte, quiso imponer a su
hermano Walia como sucesor, pero los nobles visigodos desoyeron sus
deseos. ¿A quién escogieron? A un hermano del difunto Saro llamado
Sigerico. Es decir, al partido contrario.
La sucesión fue violenta, brutal. Sigerico ordenó de inmediato asesinar
a todos los hijos que Ataulfo había tenido en anteriores enlaces y que
estaban bajo custodia del obispo godo Sigisaro. Para más humillación, hizo
prender a Gala Placidia y la obligó a caminar atada delante de su caballo,
junto a otros prisioneros, hasta doce millas lejos de Barcelona. Era
demasiado para lo que el clan del rey difunto podía soportar. Los baltingos
seguían siendo uno de los pilares del pueblo visigodo. Por otro lado, el otro
gran clan, el de los amalos, muy vinculado a Ataulfo desde los tiempos de
Panonia, también se sintió ofendido. Así que, a los siete días de haberse
proclamado rey, el bestial Sigerico era asesinado a su vez por los partidarios
de Walia, el hermano de Ataulfo. Y vuelta a empezar.

MARTILLO DE BÁRBAROS

Si había alguien harto de andar de un lado a otro sin echar raíces en


ninguna parte, harto de ganar batallas que no servían para nada y harto de
jugar al gato y al ratón con la corte imperial, ese tenía que ser Walia. El
hermano de Ataúlfo era un baltingo convencional: noble por linaje y
guerrero por función, pero era además un hombre sensato y tranquilo, de
juicio templado, muy lejos de la figura del colérico jefe de horda errante.
Los visigodos no eran nómadas por naturaleza: su cultura era tan sedentaria
como la romana. Y si Roma no les dejaba echar raíces en su suelo, entonces
tendrían que buscarse otro emplazamiento. ¿Cuál? Uno que proporcionara
suficiente alimento para la muchedumbre visigoda. ¿Y dónde estaba ese
oasis? Solo en un lugar: en África, el granero del Imperio.

Un hombre tranquilo

La provincia romana de África correspondía aproximadamente a lo que


hoy es Túnez más la franja costera noroeste de Libia. En la época era un
vergel porque el clima era más lluvioso. Las reservas de grano del Imperio
venían casi en su totalidad de allí. Los godos habían sufrido varias veces las
consecuencias del corte de suministros del sur. Por otra parte, como era una
tierra rica, los poderes locales pugnaban permanentemente por levantarse
contra Roma, creando un continuo paisaje de inestabilidad. Es decir que, al
menos sobre el papel, imponerse militarmente en África era más sencillo
que hacerlo en suelo europeo. Alarico ya lo había intentado. Walia lo veía
ahora igual de claro: conquistar África le permitiría cumplir el viejo sueño
del primer rey visigodo, otorgar a su pueblo una tierra fértil donde instalarse
para siempre, y además le pondría en la mano la llave para apaciguar las
continuas querellas de su gente, escindida entre los que optaban por un
acercamiento más intenso a la corte de Rávena y los que, por el contrario,
no querían ver al emperador ni en pintura. Decididamente, África era la
clave de todo.
Dicho y hecho: desde sus dominios barceloneses Walia formó una flota
y organizó una expedición. Por primera vez los visigodos iban a lanzarse a
la mar después del desdichado precedente de Alarico. Pero, una vez más,
los dioses del agua les volvieron la espalda: una tempestad arruinó la
empresa de Walia antes de partir. No habría solución africana al problema
visigodo.
Ya ha quedado dicho que Walia era hombre sereno y de juicio templado.
Si no había salida en África —pensó el rey—, no quedaba otra opción que
tratar de entenderse con Honorio, que seguía encerrado en Rávena. Walia
mantenía en su mano una baza importantísima: Gala Placidia. Por otro lado,
el visigodo sabía que Honorio necesitaba lanzas para recuperar el control
sobre Hispania, que andaba manga por hombro desde las invasiones de
suevos, vándalos y alanos. Pues bien: Walia ofrecería esas lanzas y, como
muestra de buena voluntad, la libertad de Gala Placidia.
Walia alineó a su gente y marchó hacia Constancio, que era ya el
verdadero hombre fuerte del Imperio, elevado a la dignidad de cónsul y
nombrado patricio. Constancio, por su parte, envió embajadores al
encuentro de Walia. Esta vez todos querían la paz. Para los visigodos,
porque les iba en ello la supervivencia. Y para Roma, porque en aquel
momento tenía problemas mucho mayores que la gente de Walia. El
Imperio de occidente se hundía sin remisión. La incapacidad de seguir
adelante con las campañas militares había privado al Imperio de mano de
obra esclava, que era la base de la economía romana. Al mismo tiempo,
como hemos visto, las aristocracias locales habían conseguido ya suficiente
poder como para poner en jaque a la corte imperial. Las invasiones
germánicas aceleraron el proceso. En Hispania estaban los ya mentados
suevos, vándalos (asdingos y silingos) y alanos. En la Galia, los burgundios
y los alanos controlaban el este, junto al Rin, y los francos se habían
adueñado del noreste. Las aristocracias locales, viendo que Roma no tenía
ya capacidad para frenar la ola, optaron por pactar con los recién llegados
mediante acuerdos de «hospitalidad» que en la práctica convertían a los
invasores en protectores del territorio a cambio de propiedades y tributos.
En plata, Roma se estaba deshaciendo.
En ese contexto, los visigodos eran el único aliado posible de Roma
porque eran, con mucho, el pueblo más romanizado de todos. Los visigodos
de Walia distaban de guardar la homogeneidad étnica de su primera
migración. Los linajes dominantes seguían siendo los de origen (baltos y
amalos, más algún nuevo linaje como el de los rosomones), pero en la
muchedumbre que Walia pastoreaba había tanto godos tervingios y
greutungos como alanos, hunos e itálicos. Es preciso repetirlo para entender
por qué tantos autores hablan precisamente de esta etapa como la de la
«etnogénesis» del pueblo visigodo: un nuevo pueblo, en efecto, estaba
naciendo al compás de esta interminable migración, y ese pueblo era
romano en muchos aspectos. Puestos a pactar con alguien, nadie más
cercano a Roma que los visigodos.
Walia y Constancio pactaron. Los términos del pacto eran muy
concretos. Roma permitiría a los visigodos establecerse en la Aquitania
Secunda, el sur de la Galia, y de entrada les avituallaría con 600.000
modios de grano. Un modio es una medida de capacidad que equivale a
8,75 litros; en España esa medida estuvo en uso hasta bien entrada la Edad
Media. ¿Es mucho o poco? Para que nos hagamos una idea, la ración
individual de subsistencia que el Estado entregaba a los romanos en época
de Augusto era de cinco modios al mes, sesenta modios al año. Con la
cantidad que Constancio entregó a Walia podían vivir diez mil personas
durante un año; de hecho, esa misma cantidad de 600.000 modios era el
avituallamiento anual medio de un ejército de 10.000 hombres. Mucho
grano, pues. Eso sí, a cambio los visigodos debían hacer algo por Honorio:
no solo devolver a Gala Placidia, con la que Constancio quería casarse,
sino, además, combatir para Roma contra los bárbaros que se habían
instalado en Hispania. Para un visigodo, un excelente negocio.
Fue la primera vez que los visigodos entraban realmente en Hispania,
porque su anterior periodo barcelonés no había dejado de ser un accidente.
Ahora, no: ahora los godos iban a derramar sangre (propia y sobre todo
ajena) en suelo hispano. Los visigodos se convertían en martillo de
bárbaros. Corría el año 416.

Nuestros bárbaros

¿Qué hacían los bárbaros en España? Tratar de sobrevivir, como todos.


Y como la cuestión es crucial en nuestro relato, valdrá la pena explicarla
con un poco de detalle. Los pueblos que entraron en el Imperio cuando se
congeló el Rin se llevaron por delante todo lo que hallaron a su paso, pero
su objetivo no era rapiñar, sino encontrar un lugar donde establecerse. Ya
hemos visto que las distintas fuerzas que peleaban por hacerse con el poder
en el Imperio no dejaron de utilizar el fenómeno en su propio provecho:
aquella gente bárbara ofrecía una estupenda masa de maniobra a la que
emplear como brazo armado. Se llegó así a una caótica situación en la que
había romanos que peleaban contra bárbaros, romanos que peleaban contra
romanos y bárbaros que peleaban contra bárbaros. La palabra «anarquía» no
es exagerada. Cuando la ola humana se movió hacia el sur, empujada a su
vez por otras olas, lo hizo con el apoyo de fuerzas romanas interesadas en
desestabilizar el paisaje. Así cruzaron los Pirineos cuatro pueblos: alanos,
vándalos asdingos, vándalos silingos y suevos.
Alanos. Ya los conocemos: ese pueblo indoario —o sea, indoeuropeo
del este— que se había instalado en las llanuras sármatas o escitas, que fue
desalojado por los hunos y que desde entonces vagaba hacia el oeste
buscando dónde parar. A algunos los hemos visto cruzar el Danubio con los
godos greutungos y engrosando después las huestes de los tervingios. Estos
que llegan a España son hermanos de aquellos: en vez de caminar hacia el
sur, se internaron hacia el oeste, en lo que hoy es Alemania, y terminaron en
la orilla del Rin. Después atravesaron la Galia hasta cruzar los Pirineos. Su
rey al entrar en España se llamaba Adax.
Vándalos. También los conocemos: originarios de Escandinavia, como
los godos, y emigrados en fechas muy semejantes. Los vándalos buscaron
infructuosamente un hogar en el centro de Europa, terminaron agolpándose
en la frontera del Imperio romano y entraron en contacto (generalmente
bélico) al mismo tiempo con Roma y con los godos. Ya hemos visto que un
militar tan importante en el Imperio como Estilicón era de origen vándalo.
Los vándalos, como los godos, se dividían en varias tribus. Dos de ellas
llegan a España: los silingos, cuyo nombre se relaciona con la Silesia
germana, dirigidos por Fredebaldo, y los asdingos, nombre que en realidad
corresponde al linaje que gobernaba la tribu de los victovales y que hace
referencia a su larga cabellera, liderados en Hispania por Gunderico.
Los suevos: uno más de los pueblos germánicos que entran en el
Imperio empujados por los hunos o, por mejor decir, un nombre genérico
para designar a varios pueblos germánicos. Suevos, en efecto, llaman los
autores romanos al conjunto de tribus que ocupaban el suroeste de la actual
Alemania. Por cierto que también se les llama con frecuencia «alamanes»,
palabra que quiere decir «todos los hombres» (Alle Mannen) y que
igualmente es un nombre genérico para englobar tribus diversas. Los suevos
cruzaron el Rin en 406, cuando la gran travesía, y tres años después
entraron en Hispania junto a vándalos y alanos. La región histórica de
Suabia, en Alemania, les debe su nombre. Su rey al entrar en suelo ibérico
era Hermerico.
Esta gente llega en un momento en el que en Hispania se ha levantado
un usurpador: Máximo, que se proclama emperador. Los bárbaros saquean
cuanto encuentran en su camino. Es célebre el testimonio de Hidacio,
obispo e historiador de la Galicia romana, en su Cronicón:

Desparramándose furiosos los bárbaros por las Españas, y recrudeciéndose al


igual el azote de la peste, el tiránico exactor roba y el soldado saquea las riquezas
y los mantenimientos guardados en las ciudades; reina un hambre tan espantosa,
que obligado por ella, el género humano devora carne humana, y hasta las
madres matan a sus hijos y cuecen sus cuerpos, para alimentarse con ellos. Las
fieras, aficionadas a los cadáveres de los muertos por la espada, por el hambre y
por la peste, destrozan hasta a los hombres más fuertes, y cebándose en sus
miembros, se encarnizan cada vez más para destrucción del género humano. De
esta suerte, exacerbadas en todo el orbe las cuatro plagas: el hierro, el hambre, la
peste y las fieras, cúmplense las predicciones que hizo el Señor por boca de sus
profetas.

Hidacio cita un salmo concreto de la Biblia, pero las predicciones eran,


evidentemente, el hundimiento de Roma por sus pecados. A Hidacio se le
ha reprochado falta de objetividad, porque no dejaba de ser una voz afecta a
los grandes terratenientes locales, pero los hechos no debieron de ser muy
diferentes de lo que él cuenta. La cuestión es que, así las cosas, Máximo, el
usurpador, decidió emplear la fuerza de los bárbaros en provecho propio y
negoció con ellos un tratado de federación (un foedus) que implicaba un
reparto proporcionado de tierras. No un «sorteo», como se ha dicho
erróneamente, sino una distribución de sortes, es decir, lotes de tierra. A los
alanos, que no eran el pueblo más numeroso, pero sí el más fuerte
militarmente, les correspondieron tierras en la Lusitania y la Cartaginense,
la meseta central desde Portugal hasta el Mediterráneo. Los vándalos
asdingos se instalaron en la Bética, en torno al rico valle del Guadalquivir.
Los silingos, en el noroeste de la península, en las actuales Galicia y
Asturias. Y los suevos, de los que sabemos que eran unos 30.000, se
establecieron en torno a Braga, entre lo que hoy es el norte de Portugal y el
sur de Galicia. Naturalmente, el territorio de la Tarraconense, que era el
solar propio de Máximo, quedó fuera del reparto.
La naturaleza del pacto parece clara: los bárbaros obtenían tierras y
manutención; a cambio de ello, aseguraban la titularidad imperial de
Máximo en tierras de Hispania. Para pagar el precio, Máximo reforzó la
exigencia de tributos; de ahí esa imprecación de Hidacio contra el «tiránico
exactor». Ahora bien, la presión militar de Constancio obligó a Máximo a
refugiarse entre sus aliados bárbaros allá por el año 412. Ahora, cuatro años
después, el estatuto de suevos, vándalos y alanos ya no tenía nada que ver
con la legalidad romana. Y naturalmente, el imperio romano de occidente
quería recuperar el control de Hispania. Aquí es donde entrarán Walia y
nuestros amigos visigodos.
Walia pone manos a la obra de inmediato. Será un ciclón. El ejército
visigodo era una máquina temible: una combinación espontánea de las
tácticas romanas, completamente asimiladas ya por los guerreros tervingios,
y los usos bélicos germanos y escitas, con abundancia de caballería. Lo que
tenían enfrente no era moco de pavo, pero ni vándalos, ni alanos ni suevos,
por mucho que amaran la existencia guerrera, estaban en condiciones de
construir ejércitos eficaces. «Walia lleva a cabo grandes matanzas de
bárbaros en España», dirá el Cronicón de Hidacio. De entrada se dirige
hacia la Cartaginense, el centro del país, y hace retroceder a los alanos.
Enfila hacia la Bética, el valle del Guadalquivir, y acomete a los vándalos
silingos, a los que —en palabras de Hidacio— «destroza por completo». El
rey silingo, Fredebaldo, es capturado y enviado a Rávena, donde se pierde
su rastro; seguramente murió ejecutado allí. Era el año 417. Acto seguido
Walia y sus visigodos se internan en la Lusitania, donde se han hecho
fuertes los alanos. Pero lo de «fuertes» es un decir, porque ningún pueblo
bárbaro tenía recursos para oponerse a un ejército como aquel. Lo que pasó
nos lo cuenta Hidacio: «Los alanos, que dominaban a los vándalos y los
suevos, fueron destrozados de tal suerte por los godos, que muerto su rey
Adax, y destruido el reino, los pocos que quedaron se acogieron a la
protección de Gunderico, rey de los vándalos, que residía en Galicia». Adax
(o Ataces, que así se escribe también su nombre) trató de resistir en Mérida,
su capital. Fue inútil. Murió en combate. Y en efecto, los escasos alanos
supervivientes, con lo que quedaba de los igualmente aniquilados vándalos
silingos, marcharon hacia el norte, a buscar refugio entre los vándalos
asdingos de Gunderico, en Galicia.

Por fin un suelo propio

Walia era hombre metódico. El siguiente paso estaba claro: aplastados


los silingos y los alanos, que eran los más fuertes, solo quedaba marchar
contra los asdingos y los suevos, que eran los más débiles. Negro era el
panorama para los bárbaros de Galicia. Pero cuando Walia se dirigía contra
ellos, recibió una noticia que le frenó en seco: Constancio, el hombre fuerte
del imperio, le ordenaba parar y regresar a la Galia para cerrar un pacto
definitivo. Era ya el año 418.
¿Por qué parar ahora? ¿Qué estaba pasando en la Galia? Lo que estaba
ocurriendo era que los terratenientes que controlaban la asamblea de las
siete provincias meridionales aceptaban la llegada de los visigodos a su
suelo como fuerza de protección. Esta asamblea representaba a toda la
mitad sur de la Galia y Honorio pretendía convertirla en órgano de gobierno
regional bajo la autoridad del prefecto designado por el emperador. Como
experimento de autogobierno no funcionó, pero a la asamblea, reunida en
Arles en abril de 418, sí le dio tiempo a pedir a Honorio que llamara a los
visigodos para restaurar la seguridad en el país y frenar a los germanos que
empezaban a infestarla. Ese fue el origen del foedus de 418: un nuevo
tratado que institucionalizaba la presencia de la nación visigoda dentro del
Imperio romano.
¿Por qué Constancio salvó a los suevos y a los asdingos? Se ha dicho
que en Rávena no se veía con buenos ojos que se aniquilara a un monarca
avalado por los terratenientes católicos del lugar, cual era el caso de
Hermerico, el rey suevo. Otros conjeturan que al Imperio le interesaba
mantener allí un Reino bárbaro federado, y obligado con Roma, para que
los visigodos no fueran la única fuerza en presencia; de hecho, Hermerico
firmará de inmediato un tratado con el imperio. De este modo, si otro
usurpador se levantaba en Hispania, siempre habría aliados de los que echar
mano. Y también puede pensarse que, resuelto el problema mayor, que era
el de los alanos y los silingos, Roma prefería encargarse directamente del
problema menor, en vez de dejarlo en otras manos. Sea por lo que fuere, el
hecho es que Constancio salvó literalmente la vida a aquella gente. Y
aunque esta historia estaba lejos de terminar, de momento los suevos y los
asdingos podían respirar aliviados.
También debió de respirar con alivio Walia, porque por fin, después de
tres años de reinado, sus visigodos conseguían lo que buscaban: una tierra
donde establecerse y que llamar propia; una patria, como decía Alarico. El
foedus firmado con Constancio daba a los visigodos el derecho a instalarse
en la Aquitania Secunda —aproximadamente la región histórica de Poitou-
Charente más la zona de Burdeos— y les otorgaba en propiedad dos
terceras partes de esos fértiles territorios. Aunque parece que la idea de
Constancio era fijar en Burdeos la capitalidad, Walia prefirió plantarla en
Tolosa, más hacia el sureste (luego veremos por qué). Y los visigodos, a
cambio, quedaban obligados a gobernar la región en nombre del emperador,
protegerla contra cualquier enemigo externo y prestar tropas para defender
la frontera del Rin. El pueblo visigodo se convertía así, formalmente, en
Reino federado del Imperio romano de occidente. Por fin. Ese fue el gran
triunfo del rey Walia.
Walia abandonó el mundo de los vivos el mismo año de su gran
victoria: el 418. Lo que dejaba tras de sí era un paisaje políticamente muy
sólido. Primero, porque su pueblo ya tenía una tierra propia. Segundo,
porque su pacto con Roma no podía ser más serio. Además, porque su
política matrimonial trazaba lazos firmes con los reinos vecinos: él mismo
estaba casado con una hija del rey franco Ricomero y había dado una hija
en matrimonio a Requila, hijo del rey de los suevos. Esa hija se llamaba
Alipia y su vástago, Ricimero, estaba llamado a escribir páginas de gloria
mientras el Imperio se hundía con estrépito. Pero no adelantemos
acontecimientos.
Walia, martillo de bárbaros, podía cerrar los ojos en paz. Los nobles de
su pueblo eligieron a un nuevo rey: Teodorico, yerno del gran Alarico. Con
él comenzaba la historia del Reino visigodo de Tolosa.

UN HOGAR EN LA GALIA

«Gutthiuda Thiudinassus»: así iba a llamarse en lengua gótica el Reino


visigodo de Tolosa. De momento, Reino federado, es decir, sometido a la
autoridad de Roma (sigamos llamándola así aunque la capital estuviera en
Rávena), pero con su propia identidad política.
El territorio que Roma dio a los visigodos era una jugosa franja a lo
largo del río Garona hasta su desembocadura en el Atlántico, en el estuario
de La Gironda. Por el sureste, la franja llegaba hasta la ciudad de Agén y
los visigodos se las arreglaron para estirarla hasta Tolosa. ¿Por qué? Porque
estaba más cerca del Mediterráneo. El Mare Nostrum era el centro del
mundo romano y, sobre todo, por sus aguas venían los avituallamientos
masivos de grano desde África. Nuestros godos ya habían comprobado
reiteradas veces lo importantes que eran esos puertos. Las tierras de la
Aquitania Secunda estaban muy bien, pero no dejaban de ser un rincón
periférico del imperio, demasiado expuesto a la inestabilidad que las
invasiones germánicas habían levantado por todo el país. Si lograban
aproximar sus dominios al Mediterráneo, los visigodos tendrían en sus
manos mejores bazas. Por eso Teodorico instaló la capital en Tolosa y por
eso, a partir de ahora, el Reino federado de los visigodos intentará por todos
los medios acercarse al mar, hacia Narbona y Arlés.
El brazo armado del imperio

De momento, sin embargo, los problemas estaban en el sur y los


visigodos de Teodorico tuvieron que acometer un primer trabajo:
acompañar al jefe militar del Imperio en España, Asterio, para socorrer a
los suevos. Como se recordará, la feroz campaña de Walia contra los
bárbaros de Hispania había dejado vivos dos núcleos, ambos en el noroeste
peninsular: el Reino suevo de Hermerico, federado de Roma, y el Reino
vándalo asdingo de Gunderico. Lo que ocurrió fue que los asdingos, más
numerosos, presionaron sobre el territorio suevo, localizado en torno a
Braga. La reacción de Hermerico fue pasar a la ofensiva y acometer a los
asdingos. Ahora bien, Gunderico era un gran guerrero y sus vándalos no
solo eran más numerosos, sino también más eficaces. El Imperio tuvo que
acudir en socorro de su aliado, es decir, de Hermerico.
La gran batalla fue en los montes Nervasos, lugar que se ha identificado
como las montañas del Bierzo y que era territorio asdingo. Gunderico logró
envolver al ejército de los suevos y lo habría aniquilado de no llegar a
tiempo Asterio con sus huestes de federados, incluidos nuestros visigodos.
El ejército de Roma levantó el sitio, forzó a Gunderico a retirarse hacia el
sur, a Braga, y allí le estaba esperando otro contingente romano al mando
del gobernador de Mérida, Maurocelo, que dio la puntilla a los desdichados
asdingos. Gunderico terminó optando por salir a escape hacia el sur y
penetrar en tierras de la Bética, donde iba a emprender una pasmosa
aventura. Pero, de momento, Hermerico estaba salvado y el Reino de los
suevos se convertía en la única entidad política federada de la península
ibérica. Era el año 419. De paso, Asterio apresaba al usurpador Máximo y
lo enviaba a Rávena, donde sería ejecutado poco después. A Asterio le
hicieron patricio por esto: se le abría la puerta a la cúpula política del
imperio.
Teodorico cumplió. Pero las cosas iban a torcerse muy pronto. No en el
Reino visigodo de Tolosa, sino en Rávena. Para empezar, moría Constancio,
el gran general que había mantenido en pie las ruinas del Imperio y cuya
influencia había llegado al extremo de que se le nombró coemperador. ¿A
quién se buscó para reemplazar a Constancio como magister militum, es
decir, jefe militar del imperio? A Asterio, el vencedor de Hispania. Era
septiembre de 421. Como el problema vándalo seguía vivo en España,
Rávena mandó un nuevo contingente, siempre con los visigodos de
Teodorico como fuerza de maniobra. Este ejército lo mandaba otro de los
grandes nombres de la corte: el patricio Flavio Castino. Pero esta vez todo
salió mal. En plena campaña, llegó la noticia de que el emperador Honorio
había muerto. Eso anulaba de facto los tratados firmados por los federados,
de manera que los visigodos —y no solo ellos— rompieron el pacto y
abandonaron las filas. Las águilas de Flavio Castino acabaron en el suelo y
los asdingos de Gunderico encontraron camino libre. Y Teodorico, por su
parte, veía llegado el momento de sacar petróleo de la circunstancia y hacer
realidad su viejo propósito: extender el territorio del Reino de Tolosa hasta
las orillas del Mediterráneo.

Gala Placidia y el pobre Juan

En Rávena, mientras tanto, las cosas se ponían cada vez peor. Hay que
advertir de que aquí entramos en uno de esos periodos históricos en los que
hay tantas cosas pasando al mismo tiempo, y tantas fuentes distintas
contándolo, que no es fácil describir una línea nítida de acontecimientos,
pero vamos a tratar de dibujarlo de modo que resulte coherente. Honorio
había muerto sin descendencia y sin nombrar sucesor para el trono de
Occidente. El otro emperador romano, el de Oriente, Teodosio II (hijo de
Arcadio, sobrino por tanto de Honorio), dudaba sobre a quién nombrar. Así
que Flavio Castino, de regreso en la corte, impuso a su propio candidato:
Juan, el más notable funcionario del Imperio. Este Juan fue puesto al frente
porque controlaba no solo al Senado, sino también el aparato del Estado.
Seguramente Flavio Castino pensó que era la única manera de que no se
descosiera el Imperio de Occidente. Pero una cosa era lo que le convenía al
Imperio y otra muy distinta lo que le convenía a la familia imperial, que en
aquel momento tenía una cabeza visible muy clara: nuestra vieja amiga
Gala Placidia, viuda del difunto visigodo Ataulfo, hermana del difunto
Honorio, viuda después del difunto Constancio, tía del emperador Teodosio
II de Oriente y madre de un niño llamado Valentiniano. Y Gala quería el
trono para su hijo.
El frágil trono de Juan concita de inmediato la hostilidad de casi todo el
mundo. El emperador de oriente, Teodosio II, manda tropas. El comes
(conde, jefe político) de África, Bonifacio, recurre al habitual expediente de
suspender el envío de grano al norte. La facción de la corte partidaria de
Gala Placidia mueve también sus hilos. Las tropas se sublevan en la Galia.
Al pobre Juan, desesperado, no se le ocurre mejor cosa que pedir ayuda
militar a los hunos que se agolpan en la frontera. Manda para ello a uno de
sus más brillantes oficiales, Aecio, que pronto dará mucho que hablar.
La jugada de los hunos no salió bien. Entre otras cosas, porque las
tropas orientales de Teodosio, empujadas por las intrigas de Gala Placidia,
ya se estaban moviendo a toda velocidad y tomaban posiciones en la
península itálica. Finalmente Juan fue entregado por su propia guardia en
Rávena. Teodosio no fue amable con él: al efímero emperador de Occidente
le cortaron una mano, lo llevaron cautivo a Aquilea, le hicieron pasear
desnudo por el hipódromo entre los insultos del pueblo y, por último, le
cortaron la cabeza. Su mentor, Flavio Castino, ponía pies en polvorosa y se
refugiaba en África, donde se pierde su rastro. Comenzaba el verano del
año 425.
En eso apareció en el territorio del Imperio una inquietante comitiva: el
famoso ejército de hunos bajo el mando de Aecio, que finalmente había
conseguido su propósito. Pero ya no había emperador por el que luchar, así
que, ¿qué hacer con una muchedumbre de 50.000 bárbaros en medio de
ningún lado? En otras condiciones, a Aecio le habrían cortado la cabeza,
pero un buen general romano con una hueste de hunos guardándole las
espaldas no es cosa que se pueda tomar a broma. Gala Placidia constató que
era mejor tener a Aecio de su lado y negoció. Los hunos cobraron su trabajo
y se marcharon. Aecio fue nombrado magister militum, jefe militar del
Imperio de Occidente, bajo el mando nominal de un niño de seis años, el
emperador Valentiniano III, y la autoridad determinante de una mujer, Gala
Placidia.

Un hijo de la frontera

Bien: ¿qué habían hecho mientras tanto nuestros visigodos? Aprovechar


el caos para arrimar más tierras a sus dominios y tratar de llegar al
Mediterráneo, que era la obsesión —plenamente justificada— de Teodorico.
A partir de ese momento, esta va a ser la tónica dominante de la política
visigoda. Los intentos de Teodorico por apoderarse de las ciudades que se
abren al Mediterráneo son permanentes. Una de esas ciudades se convierte
en absoluta obsesión: Arlés, que de facto era la capital de la Septimania, el
sur de la Galia. La primera ofensiva fue en 425. ¿A quién se encontró
Teodorico enfrente? Al bravo Aecio con sus hunos, que pararon al godo. La
cosa terminó en un nuevo tratado que concedía a los visigodos más
privilegios y, para asegurar el pacto, un cierto número de rehenes
galorromanos. Pero Teodorico volvió al ataque al año siguiente, y luego en
429, y después en 436, siempre con el propósito de llegar a Narbona. Y
frente a él, una y otra vez, Aecio.
Puede sorprender que un pueblo federado de Roma atacara
permanentemente territorio romano. En realidad no es extraño, al revés: esa
era ya la tónica general en todo el Imperio de occidente. Para empezar, hay
que decir que esas ofensivas visigodas no eran operaciones militares
convencionales, sino más bien maniobras al mismo tiempo políticas,
económicas y guerreras que con frecuencia provenían de pactos (o,
directamente, de chantajes) entre los godos y los dueños de la tierra. Y estos
pactos eran posibles porque el poder, en el imperio, se difuminaba a toda
velocidad. En aquellos años (425-435, aproximadamente) el territorio
efectivo del Imperio de occidente se limitaba a la península itálica, el tercio
sureste de la Galia, la Tarraconense en Hispania y la provincia de África. El
resto estaba ya en manos de burgundios, francos, visigodos, suevos,
vándalos y demás. A ojos de los dueños de la tierra, pactar con los señoríos
germanos era frecuentemente más seguro que mantener la obediencia
directa a Rávena. Para sostener en pie lo que quedaba del imperio,
Valentiniano (o, más bien, Gala, su madre) se apoyaba en Aecio, que
controlaba la Galia e Hispania; Bonifacio, que dominaba la provincia
africana y el cónsul Flavio Félix, jefe territorial de la península italiana.
Estos tres personajes se hallaban a su vez enfrentados entre sí, de manera
que el Imperio era cualquier cosa menos una cordial asamblea.
Roma —sigamos llamándola así, aunque solo sea por caridad— trataba
de agudizar las enemistades entre los distintos pueblos germanos, porque
eso evitaría que formaran frente común contra el emperador. Del mismo
modo, la corte de Rávena no veía mal las enemistades internas entre sus
propios jefes militares, porque eran garantía de que ninguno de los tres
alfiles trataría de hacerse con el poder sin suscitar de inmediato la hostilidad
de los otros dos. De manera, por ejemplo, que cuando Teodorico avanzaba
en la Galia contra Aecio, sabía que podía contar con la simpatía de Félix y
Bonifacio.
Aecio tenía la honda convicción de que la suerte del Imperio descansaba
sobre sus hombros. Para él, sus rivales en el triunvirato militar que sostenía
al Imperio de occidente —Félix y Bonifacio— eran como grietas en el
muro. El hecho de que cada uno de ellos alimentara pensamientos similares
no ayudaba a apaciguar las cosas. En esta pugna entre los alfiles de Rávena,
será Aecio quien triunfe. Primero, a la altura de 429, presionó a Gala
Placidia para neutralizar a Félix, el magister militum de Roma, y lo hizo del
modo más expeditivo posible: una acusación de traición con condena a
muerte incorporada. Fue en 429. ¿Realmente era Félix un traidor? Muy
probablemente, sí: como todos los demás, Aecio incluido. Después le llegó
el turno a Bonifacio. Aecio se las arregló para que Gala Placidia le
condenara. Bonifacio, viéndose en apuros, no tuvo mejor idea que llamar en
su socorro a los vándalos de la Bética, que pasaron así al territorio africano.
Después Gala Placidia cambió de idea, Bonifacio fue exonerado y, aún más,
elevado a la dignidad de patricio, pero para entonces los vándalos ya habían
llegado a su destino. La situación se hizo incontrolable: Bonifacio marchaba
hacia Italia con su ejército mientras los vándalos ocupaban la provincia
africana sin oposición. Una vez en suelo italiano, Bonifacio se encontró con
que Aecio le salía al paso con su ejército de germanos y hunos. Hubo
batalla. Fue en Rímini. Sobre el campo ganaron los de Bonifacio, pero este
había recibido tales heridas que moría pocos días después. Aecio quedaba
solo al frente del imperio. Era el año 432.
¿Quién era este Aecio que así maniobraba, al que hemos visto apoyando
al efímero y desdichado emperador Juan, entrando en territorio imperial con
un ejército de hunos y convertido después en amo de la Galia y adversario
encarnizado de nuestros visigodos mientras eliminaba a sus rivales en la
cúpula del imperio? Aecio era un hijo de la frontera en todos los sentidos de
la expresión. Había nacido en Durostorum, el mismo punto por el que los
visigodos cruzaron el Danubio, y era hijo de un militar romano de origen
godo llamado Flavio Gaudencio y de una riquísima dama de familia
patricia. Por el relieve del padre y el dinero de la madre, Aecio lo tenía todo
para servir de rehén en los pactos entre reyes —tales eran los usos entonces
—, de manera que nuestro hombre vivió en la corte del tervingio Alarico
entre 405 y 408 y, después, en el mundo de los hunos entre 411 y 414. Así
que Aecio conocía a visigodos y hunos como si fuera uno de ellos, y tanto
los primeros como los segundos le respetaban. Eso no quiere decir que no le
hicieran la guerra, sino que aceptaban pactar con él. Y Aecio, por supuesto,
tampoco ignoraba la naturaleza efímera de tales pactos. Por ejemplo, no
dudará en utilizar a los hunos contra los burgundios cuando estos se
revuelvan.
En 436, cuando el visigodo Teodorico intentó por enésima vez
apoderarse de Narbona, Aecio no estaba en la Galia: las cosas de la política
habían rodado de tal manera que el general acababa de convertirse en
hombre fuerte del imperio. Pero sí fue él, Aecio, quien finalmente logró
renovar un nuevo tratado con el inquieto Teodorico a la altura de 439. Todo
ello mientras la corte de Rávena, por si acaso, entablaba conversaciones
secretas con los hunos, por ver si era posible contar con su ayuda para
librarse de… los visigodos. ¿Había alguien en aquel momento que actuara
sin doblez? La respuesta es: no.
Con todo, es justo decir que aquel acuerdo de 439 funcionó
razonablemente bien: los visigodos se expandían lenta y (más o menos)
pacíficamente hacia el mar y hacia Hispania, Roma hacía la vista gorda
porque no podía hacer otra cosa, Teodorico prestaba huestes en armas
cuando hacía falta y, mal que bien, el sur de la Galia vivió un cierto periodo
de paz mientras el Gutthiuda Thiudinassus, el Reino de los visigodos, iba
tomando forma. Todo podía romperse en cualquier momento, por supuesto.
Tanto Teodorico como Aecio lo sabían. Lo que ni uno ni otro podían
imaginar era por qué: en abril de 451, los hunos invadían la Galia por
Bélgica. Los mandaba un rey llamado Atila. Y esta vez romanos y
visigodos tendrían que sangrar juntos.

EN LOS CAMPOS CATALÁUNICOS

Châlons-en-Champagne, a orillas del río Marne, en el noreste de lo que


hoy es Francia. Junio de 451. El lugar pasará a la Historia como «Campos
Catalaunicos» y la batalla que allí se libró terminará siendo decisiva en el
devenir del pueblo visigodo. Fue allí donde el huno Atila mordió el polvo.
Fue allí donde Roma consiguió su última gran victoria. Y en lo que
concierne a nuestro tema, fue allí donde los visigodos emprendieron
finalmente su camino hacia la independencia.
Era, en efecto, junio de 451, aunque algún autor atrasa la fecha hasta
septiembre. Atila había cruzado el limes del Imperio por Bélgica y los
hunos saqueaban ya Reims y Amiens. Las estimaciones modernas evalúan
en más de 50.000 combatientes el ejército que Atila llevaba consigo. Nadie
en la Galia tenía nada semejante. Para frenar una ola así era imprescindible
unir esfuerzos. Esa fue la gran tarea de Aecio. El ejército romano era una
piltrafa, pero en la Galia había mucha gente que se sentía amenazada: los
francos del noreste, los burgundios del este, los celtas del noroeste… y, por
supuesto, los visigodos.
Atila

¿Cómo se había llegado hasta allí? Mientras el Imperio romano se


dividía y trataba de capear su irreversible crisis, al este se había ido
elevando un formidable poder: el de los hunos. Fue su presión —
recordemos— lo que empujó a los visigodos a cruzar el Danubio y fue
también su empuje lo que provocó la marcha hacia el oeste de los pueblos
germánicos. A principios del siglo V, los hunos habían construido un
Imperio que se extendía desde la actual Ucrania hasta los límites de Roma y
desde el Báltico hasta el Mar Negro. Enseguida su atención se apartó de
Occidente porque entraron en guerra en Persia, pero, en cuanto ese frente se
aplacó —y con victoria persa, por cierto—, volvió la presión sobre el oeste.
El Imperio huno no tenía nada que ver con el romano: era más bien un
sistema de vasallaje de pueblos diversos que, derrotados por el aplastante
número de los invasores, quedaban sujetos al estatuto de siervos de los
nuevos amos. Es lo que les pasó a los godos greutungos, como hemos visto,
y es la misma suerte que corrieron numerosas tribus de los hérulos, los
gépidos, los vándalos, los turingios y, en fin, todos aquellos pueblos que no
habían podido escapar al maremoto. Buena parte de esos pueblos pasaban a
formar en los contingentes hunos, creando así unos ejércitos cada vez más
imparables. A aquellas huestes de feroces jinetes, con sus pequeños
caballos mongoles y sus arcos concebidos para disparar a caballo, se
unieron los contingentes de guerreros germanos. Y a medida que su poder
se consolidaba, el ejército huno se perfeccionaba además con las armas de
asedio tomadas de los persas o los romanos. Una máquina letal.
Después del tropezón persa, los hunos volvieron sus ojos al Danubio y
al Imperio romano de oriente. Las violencias que desplegaron sobre aquel
territorio son indescriptibles. Podemos resumirlo así: los hunos obligaron a
Constantinopla a pagar un pesado tributo en oro y, cada vez que el pago
fallaba, aquella gente lanzaba a sus hordas para devastar el territorio, hasta
amenazar a la mismísima capital. Y así año tras año en una insoportable
tormenta de sangre y fuego. Finalmente, en Constantinopla se desató una
atroz cadena de disturbios seguida de una hambruna y hasta de un
terremoto. Llegó un momento en que en el Imperio de oriente ya no
quedaba nada por saquear. Y entonces Atila miró a occidente.
Desde 434 Atila gobernaba el mundo de los hunos con su hermano
Bleda. Este murió en 445, verosímilmente asesinado por orden del primero
(pero esto solo es especulación), y Atila quedó como único rey de un
pueblo que extendía sus dominios por la mayor parte de Europa. Atila no
solo era un jefe guerrero implacable, sino además un político astuto. Desde
su posición de amo de Centroeuropa trabó un complejo sistema de alianzas,
cada una de las cuales encerraba una trampa en su interior. Así, hizo creer al
Imperio de occidente que podría contar con los hunos para incordiar al
Imperio de oriente, y a este le ofreció protección mientras lo esquilmaba
salvajemente. Al mismo tiempo, negoció con Rávena una acción contra los
visigodos de Tolosa y se aseguró de recibir la amistad del nuevo Reino
vándalo de Genserico que acababa de surgir en África. Naturalmente, en ese
complejo juego los demás agentes no eran menos taimados que Atila, y
cada uno de ellos trataba de emplear al huno en su propio beneficio… de lo
cual Atila era plenamente consciente.

«Socorred al Imperio»

Que Atila tratara de sojuzgar a Rávena como lo había hecho con


Constantinopla solo era cuestión de tiempo. La excusa perfecta se la dio el
problema sucesorio de los salios, uno de los muchos pueblos germánicos
que se agolpaban en las fronteras del imperio: su rey murió dejando dos
hijos, Atila apoyó a uno y Aecio apoyó a otro. Añádase a eso que Honoria,
hermana del emperador Valentiniano, había mandado a Atila una carta llena
de propósitos pacíficos y, en su interior, un anillo, cosa que el huno
interpretó como una transparente propuesta de matrimonio. Atila presionó a
Valentiniano y este se subió por las paredes. La guerra era inevitable.
¿Y nuestros godos? Observando atentamente los acontecimientos y con
más miedo que otra cosa, porque el apetito de Atila por el Reino de Tolosa
no era ningún secreto y muchos eran los movimientos hostiles en su contra.
Cuenta Jordanes, por ejemplo, que Teodorico dio a una hija suya en
matrimonio al príncipe vándalo Hunerico, hijo del rey Genserico, para tratar
de firmar paces, y el vándalo, haciendo honor a su nombre y para agradar a
Atila, repudió a la muchacha y la devolvió a Tolosa sin orejas y sin nariz.
Ese era el ambiente y Teodorico veía peligrar todo lo que en los años
anteriores había conseguido arañando tierras aquí y allá en la Galia y, sobre
todo, en Hispania. Teodorico no ignoraba que Aecio se había entendido en
el pasado con los hunos; nada impedía que pudiera entenderse en un futuro,
y a costa precisamente del Reino visigodo. Ahora bien, aquel asunto de los
salios y su problemática sucesión había cambiado las cosas: ahora estaba
claro que todo el mundo huno, es decir, Atila y los pueblos sometidos,
amenazaba frontalmente a todo el mundo romano, es decir, el Imperio más
sus germanos federados. Y los visigodos eran mundo romano.
Roma pidió ayuda a los visigodos, sí. No sabemos, y es una lástima, qué
pudo decirle Aecio a Teodorico: después de casi treinta años de conflicto
permanente, aquel romano que tenía tanto de bárbaro le pedía a aquel
bárbaro que tenía tanto de romano ayuda para frenar al mayor enemigo de
todos los tiempos. Parece claro que Aecio ya no creía que pudiera utilizar a
los hunos para domesticar a los visigodos. También parece claro que, a ojos
de Teodorico, dejar que Atila atravesara la Galia era tanto como condenar a
muerte al joven Reino de Tolosa. En la negociación final tuvo un papel
decisivo cierto senador galorromano que se llamaba Avito y cuyo nombre
volveremos a encontrar en nuestra historia. Jordanes, en su Gética, da una
versión florida de la argumentación romana. Así hablaron los embajadores
de Roma al rey visigodo:

Recuerda, por favor, y ciertamente es imposible olvidarlo, recuerda que han


venido a atacarnos los hunos. Pero no es esto lo que hace peligroso a Atila, sino
los lazos que tiende para llegar a conseguir sus propósitos. Sin hablar de
nosotros, ¿cómo podéis dejar impune tanto orgullo? Venid, poderosos en las
armas, a ayudarnos en nuestra aflicción; reunid vuestros brazos con los nuestros,
socorred al Imperio, este Imperio del que vosotros poseéis una parte.

Seguramente la cosa sería menos retórica, pero parece verosímil que ese
fuera el fondo del mensaje. El hecho, en definitiva, es que el destino había
unido a Teodorico y Aecio en una inevitable alianza para frenar al enemigo
común.

La gran batalla

Aecio marchó hacia el norte con sus tropas romanas, alanas, celtas,
burgundias… Teodorico hizo lo mismo con su propio ejército, el del Reino
visigodo de Tolosa. Parece que Atila no esperaba que su rival pudiera
acudir a su encuentro y, aún menos, hacerlo con una fuerza semejante a la
suya: entre 50.000 y 60.000 hombres. Si hacemos caso a lo que cuenta
Jordanes, el centro estratégico de la batalla fue la ciudad de Orléans, que
estaba en manos de los alanos; teóricamente aliados de Roma, pero cuyo
jefe estaba siendo «masajeado» por Atila con una singular mezcla de
halagos y amenazas. Enterado de lo que allí se cocía, Aecio acudió al lugar,
recondujo al caudillo alano de Orléans y lo llevó junto a sus huestes para
enfrentarse al huno. Como no se fiaba, Aecio colocó a los alanos junto a
otros federados en el centro de su dibujo táctico, bien controlado por el
propio Aecio, a su izquierda, y los visigodos de Teodorico desplegados a la
derecha. Enfrente, y siempre según Jordanes, los hunos se desplegaron al
revés: con Atila y sus hunos en el centro —porque era la fuerza en la que
más confiaba— y, en las alas, los ejércitos de los pueblos sometidos.
El objetivo táctico del combate iba a ser un montículo, el único punto
elevado en un campo de batalla enteramente llano. Fue en torno a esa loma
donde se desarrollaron los principales combates. Del relato de Jordanes se
infiere que Aecio supo arreglárselas para llevar la iniciativa sobre el
terreno. Atila intentó romper el centro del despliegue enemigo (o sea, el
frente que cubrían los alanos) al mismo tiempo que sus jinetes se
esforzaban por tomar la loma. Pero los alanos aguantaron en su sitio y tanto
las huestes de Aecio como los visigodos de Teodorico supieron bloquear
cualquier movimiento de los hunos. Debió de ser, y de eso no cabe duda,
una batalla encarnizada y sangrienta. Jordanes lo describe con un recurso
literario muy gráfico: tanta muerte hubo —nos dice— que las aguas de un
arroyo que por allí corría multiplicaron su volumen con la sangre de los
caídos hasta adquirir el caudal de un torrente, y los guerreros que allí
acudían a aplacar su sed bebían el agua mezclada con la sangre de los
combatientes. Entre los caídos, uno de primer relieve: el rey visigodo
Teodorico.
Teodorico, en efecto, halló aquí la muerte. Fue en el momento en que
reorganizaba a su hueste para lanzarla contra Atila en la carga final. Al
parecer, una flecha le derribó y desapareció literalmente en el fragor de la
carga. Cuando hallaron su cuerpo ya estaba muerto. Ante el cadáver aún
caliente de Teodorico, los guerreros visigodos proclamaron rey a su hijo
Turismundo, cuyo nombre significa «coraje de Thor» y que gozaba de
enorme estima entre su hueste porque tenía una fuerza descomunal. La
designación no hizo ninguna gracia a los otros hijos del rey, que eran otro
Teodorico y Frederico, pero, con las armas en la mano, era la mejor
elección. Fue Turismundo quien acabó la batalla y quien persiguió al
enemigo en fuga, especialmente a los aliados germanos de Atila, que
hallaron en la ocasión un estupendo pretexto para poner tierra de por medio.
Porque, en efecto, en un momento determinado, las alas del ejército huno
flaquearon, romanos y godos impusieron su empuje y Atila no tuvo más
remedio que levantar el campo.
El feroz rey de los hunos se retiró a su campamento, improvisó
barricadas con los carros del convoy e incluso ordenó hacer una pira con
sillas de montar para arrojarse al fuego antes que ser apresado por Aecio.
Pero no hubo tal. Porque Aecio, en un giro sorprendente, decidió dejar que
Atila y el grueso de sus hunos escaparan con vida de allí. ¿Cómo lo hizo?
Invitando a Turismundo a regresar a Tolosa con sus huestes para proteger su
reino. Aecio se desprendió así de la mitad de su ejército. Y salvó la vida de
Atila, que aún pudo presumir de no haber sido derrotado.
No es fácil entender las razones de Aecio. La mayor parte de los
comentaristas arguye que el romano, con Atila vencido, temió que los
visigodos se adueñaran entonces del paisaje, con lo cual habría cambiado a
un enemigo por otro. Los visigodos habían sufrido fuertes bajas en el
combate (se calcula que cada bando perdió cerca de 10.000 hombres, una
cuarta parte de la fuerza inicial), de manera que Turismundo no lo dudó:
cogió a su gente y se marchó a casa. Y así acabó la batalla de los Campos
Cataláunicos.
En Tolosa, Turismundo vio claro llegado el momento de dar un paso
adelante y consolidar el dominio visigodo sobre los territorios que habían
ido entrando bajo la órbita de Tolosa en Galia e Hispania. Pero hubo alguien
más que vio cuál iba a ser la maniobra visigoda: Aecio, por supuesto. Que
de inmediato comenzó a conspirar contra el nuevo rey de los visigodos.
¿Cómo? Excitando la envidia de Teodorico y Frederico, los frustrados
hermanos de Turismundo. Pronto volvería a correr la sangre en Tolosa.
III. EL REINO DE TOLOSA

QUIEN A HIERRO MATA…

Dicen que Turismundo fue un buen rey, equilibrado de carácter y amado


por su gente. No hay razones para dudarlo. Su política, por otra parte, fue la
única que al Reino de Tolosa podía interesarle en aquel momento:
consolidar lo conquistado y ampliar su área de influencia. ¿Con Roma o
contra Roma? Las dos cosas a la vez, según era ya costumbre.
Con Roma, en efecto, porque los visigodos se convirtieron de hecho en
los administradores, en nombre del imperio, de un amplísimo territorio que
iba desde el río Loira, en el norte, hasta las mesetas de la península ibérica
en el sur. Es el espacio que enseguida se atribuiría directamente al Reino de
Tolosa, y así lo vemos hoy en los mapas. Los visigodos controlaban este
enorme espacio en nombre de Roma, lo cual significaba que eran ellos los
que velaban por que no emergiera ningún otro poder y los que garantizaban
que en todas partes se aceptara la autoridad nominal del emperador de
Occidente. El trabajo incluía reprimir los recurrentes levantamientos
conocidos como «bagaudas»: aquellas bandas organizadas de excluidos de
la sociedad (desertores de los ejércitos, campesinos arruinados, esclavos
huidos, fugitivos de los centros urbanos, etc.) que constituían su propio
poder al margen de la precaria legalidad romana y sobrevivían con el
saqueo de los campos y la ciudades. Los «bagaudas» eran particularmente
abundantes en Galia e Hispania y se convertirán enseguida en el primer
problema de orden interior del imperio. Los visigodos los combatirán sin
tregua y así mostrarán su lealtad a Roma.
Pero Turismundo y los suyos también actuarán simultáneamente contra
Roma, y ello porque su estatuto de «policía» del orden imperial les permitía
imponer su propia autoridad sobre el terreno. En el norte, por ejemplo,
Turismundo no dudará en hostigar a los alanos que controlaban el área de
Orléans para añadir esos territorios a su propio patrimonio. En el sur, en
Hispania, la presencia visigoda dejará pronto de percibirse como autoridad
delegada de Roma para adquirir el aspecto de poder directo. Y en el área
más cercana a Tolosa, Turismundo tratará de conseguir lo mismo que sus
predecesores: una salida directa a los ricos puertos del Mediterráneo. Por
supuesto, el rey «coraje de Thor» no faltará a la cita inevitable del asedio de
Arlés. La ciudad, sin embargo, resistirá una vez más.

El final de Atila
Turismundo pudo permitirse todas aquellas alegrías porque Roma, o lo
que quedaba de ella, andaba más pendiente de Atila, que volvía a la carga.
El huno seguía teniendo en su mano la promesa de matrimonio de Honoria
y no iba a soltar la presa. La historia es tremebunda. Con lo que le queda
tras la batalla de los Campos Cataláunicos, Atila reorganiza a sus huestes y
se lanza sobre Aquilea, ciudad puente entre los imperios de Oriente y
Occidente, y la arrasa a fondo. Acto seguido enfila hacia Rávena, la capital
imperial. Sin los visigodos, a los que Aecio ha alejado deliberadamente, el
general romano ya no tiene fuerza material para detener a los hunos. El
emperador Valentiniano huye a Roma. Atila le persigue hasta el Po.
Regueros de muerte. Brutal asedio. Roma está al borde del colapso final.
Entonces aparece el papa, León I, e interviene personalmente para pedirle a
Atila que se marche. Lo que el papa pudo decirle a Atila es uno de esos
misterios que la Historia ha guardado bajo siete llaves. Lo que sí se sabe es
que, además de las palabras del papa, Atila tenía muchas razones para
levantar el campo. Una: las enfermedades y el hambre se habían apoderado
de sus propias huestes. Otra: el emperador de oriente, Marciano, había
movilizado un ejército para marchar contra los dominios danubianos de los
hunos. El hecho, en cualquier caso, es que Atila abandonó el asedio de
Roma. Era el año 452.
Atila acariciaba la idea de volver a invadir el Imperio de oriente y atacar
Constantinopla, pero el destino escribe con tinta más fuerte. A principios
del año siguiente, 453, el poderoso rey de los hunos fallecía víctima de una
hemorragia interna tras los festejos de su boda con la princesa ostrogoda
Ildico. La estampa del entierro de Atila tendrá todo el sabor feroz del
mundo bárbaro: sus guerreros se hirieron con sus espadas para llorar a su
jefe con sangre, el rey de los hunos fue inhumado con sus tesoros en tres
sarcófagos sucesivos de hierro, plata y oro, y después los enterradores
fueron ejecutados para que nadie supiera jamás el emplazamiento de la
tumba. El Imperio de Atila, dividido entre sus tres hijos —Ernak, Dengizik
y Elak—, enseguida se disolvería como una montaña de polvo. Quienes lo
trituraron fueron todos aquellos ostrogodos, gépidos, hérulos, lombardos,
turingios y demás que desde tanto tiempo antes vivían como vasallos de los
hunos y que ahora se federaban para aniquilar a sus viejos amos. Hubo
batalla: en las llanuras de Panonia, en 454. Y el Imperio huno desapareció
con la misma violencia con que había surgido.
Mientras Atila se desvanecía como polvo nómada, Aecio volvía la
mirada al oeste. Ya tenía al huno fuera de combate; ahora quedaba el
visigodo, cuyo poder había crecido hasta lo intolerable. Seguramente Aecio
tenía en mente la jugada desde el principio, desde aquel momento en que,
en los Campos Cataláunicos, invitó a Turismundo a abandonar el campo de
batalla: que ningún poder se hiciera lo bastante fuerte como para prevalecer
sobre el otro. Aquí entran también, sin duda, las más que posibles
maniobras políticas para sembrar de cizaña el campo godo. Desde antes
incluso del cruce del Danubio hemos visto a los visigodos escindidos en
querellas internas de distinto tipo: de clan, de religión, de orientación
política… Parece que la distinta actitud hacia Roma, más hostil en unos que
en otros, fue siempre una de esas causas de discordia. También ahora,
cuando los hermanos de Turismundo, según opinan numerosos autores,
empezaron a exteriorizar su disconformidad con la política excesivamente
antirromana del rey. ¿Por convicción política o porque Roma estaba
«untando» a Teodorico y Frederico? Muy posiblemente, por lo segundo. El
hecho, en cualquier caso, es que la conspiración no se hizo esperar.

Todos muertos

Fue en el año 453, el mismo en que moría Atila, y muy pocos meses
después. Las versiones que cuentan las crónicas no son coincidentes, pero
podemos reconstruir una hipótesis aproximada. En un contexto de severa
tensión entre Turismundo y sus hermanos, el rey se gana la animadversión
de una parte importante de la nobleza visigoda, molesta por el excesivo
poder del monarca. Roma alimenta el malestar. Turismundo, sin embargo,
es hueso duro de roer: ya hemos visto hasta qué punto el «Coraje de Thor»
poseía una fuerza física descomunal y gozaba del aprecio de sus guerreros.
¿Cómo quitarle de en medio? La ocasión llegó cuando Turismundo se puso
enfermo. Aprovechando su estado, uno de su séquito, un tal Ascalerno,
penetra en su cámara y lo estrangula. Dice Jordanes que a Turismundo le
dio tiempo a dejar al tal Ascalerno herido de muerte, pero el trabajo estaba
hecho: Turismundo murió. Y la corona fue a la cabeza de Teodorico, que
será el segundo de su nombre. Así los dos mayores enemigos exteriores de
Roma, el rey de los hunos y el rey de los visigodos, morían en el espacio de
unos pocos meses.
Pero la historia no termina aquí, porque también Roma caminaba
apresuradamente hacia su disolución. En 454, un año después de muertos
Atila y Turismundo, el emperador Valentiniano mandaba llamar a Aecio: al
parecer recelaba de que el general quisiera hacerse con el trono. ¿Quién
estaba calentándole la cabeza al emperador? El patricio y cónsul Petronio
Máximo y el eunuco Heraclio, enemigos acérrimos de Aecio. Frente a
frente el emperador y el general, los dos hombres discutieron y Valentiniano
mató personalmente a Aecio atravesándole con una espada. Así, a manos
del emperador de Roma, moría el que fue llamado «el último romano».
Cuando Valentiniano trató de justificar su acción, uno de sus consejeros le
dijo: «No sé si has hecho bien o no, pero sí sé que has cortado la mano
derecha con la izquierda». Era verdad. Por otra parte, el emperador no
sobrevivirá mucho más: apenas un año después, el 16 de marzo de 455,
mientras pasaba revista a las tropas en el Campo de Marte, dos oficiales se
dirigieron hacia él, uno le golpeó en la cabeza y el otro lo ultimó. Los
oficiales se llamaban Optelas y Thraustelas y eran dos escitas del círculo de
confianza del difunto Aecio. Al parecer actuaban movidos por Petronio
Máximo, el mismo que había propiciado el asesinato de Aecio. De manera
que, cuatro años después de la batalla de los Campos Cataláunicos, todos
sus protagonistas yacían bajo tierra.
Petronio Máximo se dio prisa: maniobró rápidamente para hacerse con
el control de palacio y, de entrada, se casó con la viuda de Valentiniano,
Licinia Eudoxia, hija de la familia imperial de oriente. Acto seguido, envió
una embajada a los visigodos de Teodorico II para recabar su apoyo; el
embajador fue Avito, de quien ya hemos hablado y volveremos a hablar.
Pero el hábil —y siniestro— Petronio iba a encontrar un obstáculo
inesperado: el arrojo de su esposa, la viuda Eudoxia. ¿Qué hizo Eudoxia?
Pedir socorro a Genserico, el vándalo. Tal cual.
Si usted se acuerda, cuando estalló el conflicto entre Aecio y Bonifacio,
este último llamó en su ayuda a los vándalos asdingos. Bonifacio murió, los
vándalos se instalaron en la provincia de África y allí establecieron un
Reino independiente. Aecio no tuvo más remedio que aceptar los hechos
consumados y desde entonces los vándalos, bajo el cetro de su rey
Genserico, se habían convertido en un agente político de primera
importancia en el Mediterráneo. Como Roma no podía permitirse el lujo de
entrar en conflicto con los vándalos, una importante facción de la corte se
ocupó de mantener relaciones más o menos diplomáticas con Genserico. Y
todo ese juego político salía a la luz ahora, cuando Eudoxia pedía a
Genserico que la salvara de su propio marido, emperador de Occidente por
demás.
Genserico, por supuesto, no se lo pensó: fletó sus barcos, que eran
muchos, navegó hasta Italia, desembarcó y marchó sobre Roma arrasándolo
todo a su paso. «Todo» quiere decir todo: campos, ciudades e incluso la
propia Roma, que fue nuevamente saqueada. Eudoxia y su hija se
marcharon a Cartago con Genserico; la muchacha se prometió en
matrimonio con el hijo del rey vándalo. ¿Y Petronio Máximo? El felón de
Petronio se hundía en su propia miseria, odiado y abandonado por todos. Se
dice que fue un soldado romano, un tal Ursus, quien lo mató sin más
miramientos. Era el 31 de mayo de 455. El reinado de Petronio apenas
había durado dos meses y medio.
¿Y nuestros visigodos? Perplejos. Y dispuestos a sacar ganancia del río
revuelto. Mientras en Roma pasaban toda esas cosas, Avito llegaba con su
embajada a la corte tolosana de Teodorico II. Su misión era pedir a los
visigodos que apoyaran a Petronio, pero la muerte de este lo cambiaba todo.
Roma estaba sin emperador. ¿Qué hacer? Teodorico II no lo dudó: nadie
mejor para vestir la púrpura imperial que el propio Avito. Así el
galorromano Eparquio Avito fue proclamado emperador. Era la primera vez
que los visigodos decidían quién ocuparía la cabeza del Imperio romano de
occidente.

Á
DE SUEVOS Y VÁNDALOS

Avito no era un títere: es verdad que debía su puesto al visigodo


Teodorico II y a los intereses de facción de los senadores galorromanos, que
querían a uno de los suyos a la cabeza del imperio, pero pronto demostró
que sabía coger el toro por los cuernos. En aquel momento el territorio
propiamente romano había quedado reducido a su mínima expresión: la
península itálica y una franja en el sur de la Galia. Todo lo demás estaba en
manos de los bárbaros «federados»: los suevos en el noroeste de Hispania,
los visigodos desde la Bética hasta el Loira, los francos en el noreste de la
Galia y en el este los burgundios, y en el norte de África, fuera del control
de Roma, los vándalos. En la otra orilla del Mar Adriático la situación del
Imperio de oriente no era mucho mejor, porque el peligro huno había
desaparecido, sí, pero en su lugar emergió la amenaza de los pueblos que
hasta entonces les habían estado sometidos, empezando por los ostrogodos.
Con semejante paisaje sobre la mesa, la primera preocupación de Avito
fue lograr que el emperador de oriente reconociera su título (cosa que
obtuvo), y la segunda e inmediata fue afrontar el desafío de la presión en las
fronteras. De todos los pueblos que rodeaban al imperio, dos eran
manifiestamente hostiles: los vándalos que se habían adueñado de África y
los varios grupos germanos que amenazaban desde Panonia. Para colmo de
males, los suevos de Hispania, teóricamente aliados, decidían rebelarse bajo
el mando de su rey Requiario. Avito resolvió pasar a la ofensiva. ¿Y tenía
recursos para ello? Él solo, no. Pero en Roma había alguien que podría
procurárselos. Se llamaba Ricimero.

El hijo de la visigoda

A lo mejor se acuerda usted de Alipia, aquella hija del rey Walia que fue
entregada en matrimonio al príncipe suevo Requila en prenda de amistad
política. La pareja —no sabemos si feliz— tuvo varios hijos y uno de ellos
fue este Ricimero, nacido alrededor del año 415 y criado en Roma desde
niño. Ricimero se había hecho un nombre luchando al lado de Aecio, y hay
que suponer que, al igual que su ilustre y desdichado jefe, guardaría las
mejores relaciones con las mesnadas bárbaras que por entonces constituían
el grueso del ejército imperial. ¿Acaso no era él mismo, Ricimero, medio
suevo y medio visigodo? Cuando estalló la gran crisis que se llevó en poco
tiempo las vidas de Aecio, Valentiniano y Petronio Máximo, los ejércitos de
Roma quedaron descompuestos. El nuevo emperador, Avito, necesitaba
alguien capaz de reunir a los mercenarios germanos dispersos por el país.
Ricimero era sin duda el hombre; hermano además —o, por lo menos,
hermanastro— de Requiario, el rey suevo. Avito nombró a Ricimero
magister militum, jefe militar del imperio. Era muy lógico. Pero a partir de
este momento las cosas rodarán cabeza abajo a vertiginosa velocidad. Todo
va a ocurrir en el transcurso de unos pocos meses de aquel año de 456: una
letal cadena de acontecimientos que terminará llevando a la muerte a
Requiario y a Avito.
El primer acto se va a escribir en la ciudad de Roma. Después de haber
controlado Panonia, Avito quiere frenar la permanente amenaza que
representan los vándalos en el sur. Desde su anterior victoria (y posterior
saqueo) en Roma, el rey vándalo Genserico había dejado una fuerte flota
bloqueando el puerto romano; eso era tanto como tener a la capital del
Imperio bajo su mano. El hispanogermano Ricimero, el magister militum de
Avito, organiza entonces su propia flota, la lanza contra los barcos vándalos
y los destroza cerca de Córcega. Gran éxito. Acto seguido, en tierra, guía a
sus huestes de germanos hacia el sur buscando al ejército de Genserico. Lo
encuentra en Agrigento y le inflige una severa derrota. Nuevo triunfo. Pero
ese no era el único frente.
Vayamos a Hispania. En ese mismo momento, los visigodos de
Teodorico II están cruzando la península ibérica. Buscan a los suevos de
Requiario. ¿Por qué se rebelaban los suevos? Porque querían más de lo que
tenían. En los años anteriores, los suevos habían extendido mucho su
influencia. Las campañas del rey Requila —el padre de Ricimero y
Requiario— entre 438 y 448 habían puesto bajo su control territorios tan
distantes como Mérida y Sevilla, importantes centros urbanos y, por tanto,
apetitosos focos de riqueza y de tributos. Las ocasionales intervenciones de
romanos y visigodos no habían podido invertir la marcha de las cosas:
sencillamente, aquello estaba demasiado lejos del ombligo de Roma y los
suevos lo tenían todo a su favor para que el único poder efectivo sobre el
territorio fuera el suyo. Porque conviene recordar que de esto estamos
hablando: no de campañas de ocupación, sino de gestos de fuerza cuyo
objetivo era dejar claro a las poblacionales locales a quién debían pagar sus
tributos. Cuando se dice que los suevos dominaban la Lusitania y la Bética
no debemos pensar en una presencia permanente sobre el terreno, sino en
ese tipo de poder que consiste en que la gente del país te paga a ti y no a
otro. En cualquier caso, no era poco mérito.

Requiario quiere reinar

En su momento, los visigodos no hicieron demasiados esfuerzos por


obstaculizar las ambiciones suevas. Al revés, llegaron a reiterados pactos
cuya consecuencia implícita era que nadie molestaría a los suevos mientras
no entraran en territorio imperial. A Requila le sustituyó su hijo Requiario
en 448 y la tónica fue la misma: el nuevo rey se casó con una hija del
visigodo Teodorico I y se convirtió al catolicismo, lo cual enviaba muy
nítidos mensajes sobre hacia dónde se encaminaba el Reino suevo y de qué
lado estaba. Requiario organizó expediciones de saqueo en tierras vasconas
y en el valle del Ebro, e incluso llegó a entrar en territorio imperial, pero
estas provocaciones tenían límites implícitos: todo se resolvió con uno de
los habituales foedus que regulaban las siempre complejas relaciones del
Imperio con sus «huéspedes» germanos. Era el año 453. Ahora bien, a partir
de la muerte de Valentiniano todo dio un giro radical. Requiario,
seguramente por sacar el máximo partido del vacío de poder, invadió la
provincia Cartaginense. Roma le llamó al orden y la respuesta del suevo fue
organizar incursiones en la Tarraconense, que era territorio imperial. Eso,
en la práctica, significaba una ruptura unilateral del acuerdo con Roma. La
guerra era inevitable. Era el año 456.
¿Qué se proponía Requiario? Muy probablemente, construir su propio
Reino independiente al calor de la descomposición del imperio. A eso
apuntan medidas del rey suevo tan elocuentes como acuñar moneda con su
nombre. Ahora bien, semejante ambición solo podía despertar el recelo de
los visigodos, que no podían tolerar el surgimiento de un poder así ante sus
mismas puertas. Ya fuera por iniciativa de Teodorico II o ya por decisión de
Avito, Roma resolvió intervenir. Y encargó el trabajo a los visigodos, como
no podía ser de otra manera. Por eso Teodorico y su gente marcharon sobre
Hispania. Enseguida volveremos sobre ello.
Retornemos ahora a Roma. La operación de Ricimero contra los
vándalos ha sido un éxito, pero aún queda la parte más delicada de esta: hay
que pagar a las tropas. Y bien, he aquí que Avito no tiene con qué y el
Senado tampoco parece muy dispuesto a ponerle las cosas fáciles a un tipo
que, después de todo, ha sido nombrado emperador sin que nadie pidiera la
opinión de los respetables senadores de Roma. Las cañas se vuelven lanzas
y Avito empieza a correr serio peligro. Como no hay dinero para pagar,
Avito decide fundir determinadas estatuas de bronce de la ciudad, lo cual
excita enormemente a una población ya de por sí alterada por el hambre.
Hay algo más: un turbio personaje aparece de repente para revolver las
cosas. Se llama Mayoriano. Y se ha ganado la voluntad de Ricimero, nada
menos. ¿Quién era Mayoriano? Un general: un militar que se había labrado
un notable prestigio en las guerras contra los germanos del exterior,
comandando tropas compuestas también por germanos. En un momento
como aquel, cuando el poder oscilaba de un lado a otro de la mesa a golpe
de espada (germana), el romano Mayoriano lo tenía todo para subir a lo más
alto. Un ejercicio, eso sí, que implicaba derribar al que ocupaba la cúspide:
Avito.
Roma, en efecto, se levanta contra Avito. Este, consciente de que está
solo, marcha apresuradamente al único lugar donde puede encontrar
aliados: Arlés, que ya es una de las principales ciudades bajo control
visigodo. Ahora bien, Teodorico II no está: se ha marchado a Hispania para
resolver el problema suevo. Entonces Avito organiza un ejército lo mejor
que puede —que es más bien poco— y vuelve a Italia: se enfrentará a
Ricimero y Mayoriano.

El hundimiento suevo

Llega el mes de octubre de 456. En Hispania, Teodorico II ha localizado


ya a las huestes suevas de Requiario en el río Órbigo, en León. Los
visigodos no van solos: traen consigo un poderoso ejército burgundio —
ventajas de los lazos de familia— encabezado nada menos que por su rey
Gondioc. En ese mismo momento, día arriba día abajo, Avito se enfrenta
con Ricimero y Mayoriano a la altura de Piacenza. En Hispania, Teodorico
II y sus burgundios destrozan a los suevos; Requiario se ve obligado a huir,
pero será finalmente capturado. En Italia, mientras tanto, Avito es derrotado
sin paliativos por sus rivales y apresado. Requiario será ejecutado. Avito,
obligado a hacerse obispo antes de desaparecer para siempre de la Historia,
probablemente asesinado también. En Hispania impone su poder Teodorico
II; en Roma, Ricimero. En unos pocos meses, el escenario del Imperio de
occidente ha cambiado por completo.
Ricimero, aupado en las lanzas de sus tropas, puso al nuevo emperador:
sería Mayoriano. El pueblo y el Senado aceptaron al general. Al menos, al
principio. En España, mientras tanto, Teodorico II trataba de optimizar su
victoria sobre Requiario. Lo hizo colocando en el trono suevo a un tal
Agiulfo, de quien unos dicen que era suevo y otros que godo, y que en
teoría debía de actuar como rey bajo la influencia de Tolosa. Fue un mal
paso. El tal Agiulfo demostró ser tan inepto como cruel y, además, felón:
traicionó a Teodorico II, explotó hasta el límite a sus súbditos, levantó la
animadversión de suevos e hispanos por igual y, como no podía ser de otro
modo, terminó asesinado. Le mató un tal Maldras cuando solo llevaba un
año con la corona en la cabeza. Este Maldras fue elegido rey por su pueblo,
pero al mismo tiempo otra parte de los suevos elegía a otro rey llamado
Frantán. Ni uno ni otro reinaron mucho tiempo, porque murieron enseguida.
A la altura del año 457, el Reino de los suevos se hundía en el caos. Cosa
que no debió de inquietar mucho a Teodorico II, porque, después de todo, le
garantizaba que ningún poder digno de consideración emergería en
Hispania.
Teodorico II tenía entonces otros objetivos: enterado de la crisis en
Roma, aprovechó para extender su zona de influencia en el sur de la Galia
hacia el mar (la vieja obsesión), pero se encontró con algo que no esperaba:
Mayoriano y sus legiones, que atacaron a los visigodos en Arlés y
recuperaron la ciudad. La trifulca terminó con un pacto con Roma. Era el
año 460. El rey de Tolosa intentó también extender su poder hacia el norte,
al otro lado del Loira, y allí chocó con otro rival: los francos. En una de
esas algaradas los francos mataron a Frederico, hermano de Teodorico, y
este, viendo que no tenía fuerza suficiente para imponerse, terminó
aceptando un tratado con los francos que fijaba en el Loira la frontera entre
ambos pueblos. Todo indicaba que el Reino visigodo de Tolosa había
alcanzado su límite. Mala noticia para Teodorico.

LAS TRIBULACIONES DE TEODORICO II

Nunca resultó fácil ser rey godo. Si las cosas iban bien, te acosaban las
conspiraciones de los envidiosos. Y si iban mal, demasiada gente
ambicionaba cortarte el cuello. ¿Recapitulamos? Alarico muere en
campaña. Su sucesor, Ataulfo, cae asesinado por orden del traidor Sigerico.
Este, a su vez, es asesinado también tras solo siete días de reinado (y nadie
dirá que no lo merecía). Paréntesis con Walia, que mantiene el tipo, y con
Tedorico I, que morirá en combate en los Campos Cataláunicos. Pero el hijo
y sucesor de este, Turismundo, es asesinado por instigación de otro hijo,
Teodorico II. De seis reyes, la mitad habían muerto asesinados. A Teodorico
II habría que suponerle, como mínimo, desconfiado. Tenía razones de sobra
para serlo. Y los hechos le darían la razón.
A Teodorico II empezaron a irle mal las cosas a partir de la caída del
emperador Avito. En Hispania, ya lo hemos visto, la intervención visigoda
en el Reino suevo se saldó con un fracaso monumental, porque, en vez de
crear un territorio amigo, solo se generó más caos. En el norte, los francos
se convertían en un problema de primera magnitud. Y en Roma pasaba lo
peor que podía pasar: el emperador que más interesaba a los visigodos y a
los terratenientes galorromanos era destituido con alevosía y en su lugar
aparecía un tipo, Mayoriano, de hostilidad manifiesta. Teodorico II,
verosímilmente de acuerdo con los galorromanos más notables, optó por no
reconocer a Mayoriano. Realmente era lo único que podía hacer, pero con
ello se ganó la enemistad inmediata de los aliados del nuevo emperador, a
saber, los francos y los burgundios. No es que burgundios y francos
estimaran sobremanera a Mayoriano; más bien, unos y otros veían la
oportunidad de sacar ventaja de la situación a costa de los visigodos. Pero,
en todo caso, la coalición de voluntades dejaba a nuestros godos en
situación muy poco airosa.

Elegir enemigo

Mayoriano fue un hueso muy duro de roer. En el interior del imperio,


emprendió una serie de reformas que limitaron mucho la corrupción de la
burocracia imperial, lo cual le granjeó infinitas enemistades. Y en el
exterior echó mano de su experiencia militar (y de las tropas de Ricimero)
para imponer respeto. A la altura de 458, cuando los vándalos intentaron un
nuevo desembarco en Italia, el flamante emperador se las arregló para
desmantelarlos. Y muy poco después, cuando Teodorico II planeó volver a
plantar sus reales en Arlés, Mayoriano frustró radicalmente la tentativa. Al
final Teodorico no tuvo otra opción que reconocer a Mayoriano, para
irritación de la aristocracia galorromana: era tanto como reconocer la
superioridad del enemigo.
Al nuevo emperador, por su parte, se le planteaba uno de esos dilemas
envenenados que consisten en elegir con cuál de tus enemigos te alías para
aniquilar a otro enemigo. La Roma de Mayoriano tenía dos enemigos
fundamentales: los visigodos de Teodorico II y los vándalos de Genserico.
Con Teodorico se podía pactar, aunque el acuerdo durara poco, pero con los
vándalos no había acuerdo posible. En consecuencia, Mayoriano optó por
pactar con Teodorico II para acabar con los vándalos. El emperador de
occidente formó una gran flota en Cartagena para atacar por mar el
territorio vándalo en el norte de África. Teodorico le dejó paso libre por
tierras de Galia e Hispania. Pero cuando el ejército imperial iba a partir, una
extraña secuencia de motines y ataques enemigos dieron al traste con la
campaña. Fue una calamidad.
Alguien había avisado a Genserico de lo que se cocía. ¿Quién? No,
ciertamente, los visigodos. Pero fuera quien fuere el traidor, el hecho es que
aquella flota fue derrotada antes incluso de salir del puerto y Mayoriano se
quedó con un palmo de narices. Aún peor: cuando la noticia llegó a Roma,
donde el ambiente estaba caldeado por las reformas administrativas del
emperador, los conspiradores hallaron el pretexto idóneo para acabar con él.
El propio Ricimero dio el primer paso. ¿Por qué? Porque Mayoriano
resultaba demasiado autónomo, probablemente, y estaba ganando un relieve
que dejaba a Ricimero en segundo plano. Mayoriano, en fin, se vio
destituido. Murió pocos días después, nadie sabe con certeza si asesinado o
enfermo. En su lugar, Ricimero elevó a un nuevo emperador: Libio Severo,
se llamaba. Era noviembre de 461.
Los visigodos podían haber aprovechado el caos romano para sacar
tajada, pero no hubo opción: en el norte de la Galia, un general que había
ejercido de jefe militar de la región se negaba a reconocer al nuevo
emperador y se constituía en poder independiente con el apoyo de francos y
burgundios. Se llamaba Egidio y su primera medida fue afianzar las
posiciones de estos pueblos frente a los visigodos de Tolosa. Más
problemas para Teodorico II, que en este momento debió de empezar a
pensar que todo se venía abajo: todas sus apuestas habían salido mal.
Porque, al mismo tiempo, el problema suevo arreciaba en el sur, en España.
El laberinto suevo

Vale la pena contar cómo evolucionó el problema suevo porque nos dice
mucho acerca de la realidad que se vivía en las tierras del imperio, además
de ser un capítulo importante en la política visigoda. Después de la batalla
del rio Órbigo, como hemos visto, Teodorico II había puesto un rey títere,
Agiulfo, que resultó ser lo peor de lo peor: inepto, despótico y cruel. En
muy pocos meses, los suevos —sin duda con amplio apoyo popular
hispanorromano— se sublevaron y aparecieron dos caudillos: Maldras, en
el norte (la actual Galicia), y Frantán en el sur (la Lusitania romana).
Maldras capturó y ejecutó a Agiulfo, pero entonces empezó la guerra entre
los dos bandos de los suevos.
No conocemos todos los datos sobre lo que pasó, pero, por lo que dejan
ver las crónicas, ambos entraron en guerra por el trono al tiempo que se
exacerbaba la hostilidad entre la minoría rectora sueva y la población nativa
hispanorromana. Parece que Maldras mantenía buenos vínculos con el
Reino visigodo de Tolosa, porque su hijo Remismundo viajará varias veces
a la Galia en condición de embajador. El otro, el cabecilla suevo en
Lusitania, Frantán, muere en 457, ignoramos en qué circunstancias. Le
sucede un tal Requimundo, del cual se sabe muy poca cosa. Dos años
después muere el otro caudillo, Maldras, en el norte, verosímilmente
asesinado, y hereda su corona el mencionado Remismundo (el embajador),
pero un golpe de mano le destrona y lleva al poder a Frumario, seguramente
un aristócrata guerrero. Frumario pasa a la ofensiva contra Requimundo (el
rey suevo del sur) y contra el destronado Remismundo. Este llama entonces
en su socorro a Teodorico II, el rey visigodo. ¿Por qué? Porque
Remismundo, aunque suevo, era «uno de los nuestros».
La historia es interesante. Corre el año 460. Remismundo se casa con
una visigoda, es adoptado por Teodorico como «hijo de armas» (una
elegante forma de vasallaje guerrero) y, al mismo tiempo, dos aristócratas
hispanorromanos, Ospinio y Ascanio, llaman a los visigodos para que
pongan orden. De manera que aquí tenemos una vez más a la élite romana
local tomando partido en las querellas entre los germanos. Las huestes
visigodas atacan a Frumario y le obligan a retirarse hacia el sur.
Remismundo recupera su posición, pero aún no su trono. Frumario,
mientras tanto, se refugia en Aqua Flavia, que es la actual ciudad
portuguesa de Chaves, y la toma al asalto, al parecer con la complicidad de
la población hispanorromana o, por lo menos, de su clase dirigente. Allí
Frumario hace preso al obispo Hidacio, que es el cronista por el que
conocemos la mayor parte de estas cosas. Finalmente, y después de tres
años más de guerra, Remismundo se impone tanto sobre Frumario como
sobre Requimundo. A la altura de 463, Remismundo ya es el único rey de
los suevos. Para subrayar su fidelidad a Tolosa, se convierte al arrianismo.
¿Qué podemos sacar en claro de toda esta historia? Primero, que las
estructuras políticas de los pueblos germánicos eran ostensiblemente
endebles, a pesar de su poderío en términos militares; después, que las
aristocracias locales (en la Galia o en Hispania) aprovechaban esta
circunstancia en su propio beneficio apoyando a tal o cual facción según su
interés particular; por último, que la capacidad real de maniobra de los
visigodos en Hispania se limitaba a las intervenciones armadas, sin
capacidad efectiva para construir un orden político mínimamente estable.
Al menos, por el momento.
Volvamos a Roma. Cuando Ricimero eleva a la cúpula del Imperio a
Libio Severo, Teodorico II, como había hecho con Mayoriano, se negó a
reconocerlo. Pero en ese momento apareció alguien que hizo una oferta
tentadora: un tal Agripino, cabeza del gobierno imperial en el sur de las
Galias. ¿Qué ofreció Agripino a los visigodos? La región narbonense, es
decir, la ansiada salida al mar Mediterráneo para el Reino de Tolosa. ¿El
precio? Reconocer al emperador Libio Severo. Y Teodorico dio el sí. Pero
sería la última decisión importante que tomaría en su vida.

Por qué mataron a Teodorico II


A Teodorico II lo mataron, sí. ¿Por qué? A esa pregunta, un visigodo de
la época podría haber contestado: ¿por qué no? Suena terrible, pero es que
las circunstancias eran terribles. Y no era solo una cuestión interna de los
visigodos. Veamos: tenemos a un pueblo más o menos homogéneo (los
tervingios iniciales) a la cabeza de un pueblo de aluvión (que eso eran en
realidad los visigodos) instalados como dominadores en el suelo de un
pueblo ajeno, cual era el galorromano. ¿Qué preocupaba a los linajes
tervingios que mandaban allí? Mantener en la medida de lo posible su
hegemonía, lo cual exigía mezclarse lo menos posible y no compartir el
poder con nadie. Los testimonios de los cronistas de la época señalan que la
aristocracia goda de Tolosa, aunque completamente romanizada, sin
embargo insistía en utilizar su lengua materna cuando hablaba entre sí. Pero
el suyo no era el único interés que estaba en juego.
¿Qué le interesaba al pueblo visigodo en general? Conservar su papel
dominante en el escenario social romano, lo cual obligaba a apostar solo a
caballo ganador y penalizar con la mayor severidad cualquier muestra de
debilidad o flaqueza en sus gobernantes. ¿Y qué les interesaba a los
terratenientes galorromanos que seguían manteniendo el control del suelo,
de la Administración, de la vida religiosa y civil? Garantizar el statu quo, es
decir, que no vinieran otros (francos, burgundios, etc.) a complicar las
cosas, todo ello mientras trataban de desplegar la mayor influencia posible
sobre esos extranjeros a cuyas armas se había confiado la supervivencia del
país. Así las cosas, podemos imaginar la política del Reino de Tolosa como
un juego cruzado de influencias (y puñales) donde unas facciones godas se
apoyan en la aristocracia galorromana para imponerse sobre otras facciones
godas, mientras los galorromanos apoyan a tal o cual facción goda para
proteger sus propios intereses. Ese juego, que en otras condiciones podría
haber sido pacifico, aquí en Tolosa era necesariamente letal porque el
mundo se estaba cayendo alrededor, las águilas de Roma ya no
representaban nada, las amenazas exteriores eran muy serias y, por otra
parte, el único instrumento de los visigodos para imponerse eran justo las
armas, pues todos los demás recursos habituales del poder (desde la
burocracia hasta la religión) estaban en otras manos. Por eso, a la hora de
imponer un cambio político, el lenguaje natural era el del hierro. Y por eso
murió Teodorico II como antes habían muerto tantos de sus predecesores.
No fue una revolución, el asesinato de Teodorico II. Los que movieron
el puñal querían, sin duda, modificar radicalmente la política del Reino de
Tolosa, pero no cambiar las estructuras del poder. De hecho, quien tomó el
lugar del difunto fue un hermano suyo, el último que le quedaba vivo:
Eurico, el más joven y, como pronto demostraría, también el más dotado
para la política. Porque fue Eurico, en realidad, quien por fin afrontó
deliberadamente la tarea de construir un Reino visigodo independiente. Y
por ello sería recordado.

EL PRIMER ESTADO VISIGODO DE LA HISTORIA

Las opiniones de carácter moral sobre Eurico no son especialmente


positivas: político voraz, general implacable, astuto para la maniobra y
ambicioso sin trabas, tipo práctico hasta la carencia absoluta de
escrúpulos… Pero son rasgos que con frecuencia afloran en los grandes
estadistas y que no dejan de recordar al modelo maquiavélico del Príncipe.
Si hay que juzgar al político por el color de su alma, seguramente Eurico
solo merece reprobación; pero si el criterio del juicio es el beneficio
objetivo que logra para su pueblo, entonces Eurico merece una nota muy
alta. Porque fue él quien, a fin de cuentas, convirtió el Reino visigodo de
Tolosa en la primera potencia de Occidente. Con él los visigodos fueron al
fin independientes.

Cómo se hundía Roma


Por la política que Eurico llevó a cabo, parece bastante claro que tanto
la élite visigoda como la aristocracia galorromana habían llegado a la
conclusión de que el Imperio no daba más de sí y que había llegado el
momento de volar por libre. Seguramente no era la primera vez que la idea
tomaba forma, porque la descomposición del Imperio de occidente era un
hecho manifiesto desde tiempo atrás, pero ahora se hacía patente que Roma
no tenía ya recursos que oponer a cualquier Reino que quisiera constituirse
en poder independiente. En el fondo, la propuesta de Agripino a Teodorico
II había sido una confesión de impotencia: si alguien te ofrece sus joyas a
cambio de una moneda, es que no tiene a nadie que pueda guardarlas. Así
las cosas, ¿por qué no tomarlas sin pagar precio alguno? Realmente no era
preciso seguir amarrado a un barco que se hundía.
Vale la pena describir, siquiera sea someramente, todo lo que estaba
pasando en Roma en esos años. Las facciones cortesanas se apuñalaban
mientras el suelo se abría bajo sus pies. Presidiéndolo todo, Ricimero,
medio suevo y medio visigodo, imponía su voluntad a base de armas
(mercenarias) sin otro horizonte que su propio poder personal. África estaba
en manos de los vándalos de Genserico, cuyo Reino era ya más respetable
que el propio imperio. La Galia, dividida entre el norte francorromano de
Egidio y el sur visigodo de Tolosa, no era ya en realidad Imperio. Hispania
estaba dejada a su suerte o, por mejor decir, abandonada a lo que los
visigodos supieran hacer mientras los suevos continuaban con sus disputas
en el noroeste de la península. La propia península itálica, último territorio
imperial, quedaba a expensas de las maniobras de la otra mitad del imperio,
la de oriente, donde la corte de Constantinopla trataba de salvar sus propios
muebles. El hundimiento, en fin. El emperador Libio Severo no llega a
cumplir cuatro años de gobierno: en agosto de 465 encuentra la muerte, hay
quien dice que envenenado por Ricimero. Nadie sucede a Libio Severo sino
el propio Ricimero, que va a mantener una larga regencia de casi año y
medio. Y es en ese lapso cuando Eurico llega al trono visigodo.
No puede extrañar que, con semejante paisaje, Tolosa decidiera crear su
propio espacio político lo más lejos posible de la influencia de Roma. Y
aquí «Tolosa» no quiere decir solo los visigodos, sino todo el conglomerado
de poder del sur de la Galia, galorromanos incluidos. Se sabe que en el
ascenso de Eurico al trono (y, por tanto, seguramente también en el
asesinato de Teodorico II) jugó un relevante papel el prefecto pretoriano de
las Galias, Arvando. Y sabemos también quién formaba la corte de Eurico:
una singular mezcla de visigodos y galorromanos. Es galorromanoseronat,
su ministro principal. Lo son también León, principal jurisconsulto del
Reino, y cortesanos de influencia determinante como Lampridio. El mando
militar corresponde muy mayoritariamente a los godos de origen, pero
también encontramos jefes procedentes de la nobleza romana como Víctor,
Vicente o Namacio, que ejercerán el cargo de duques, es decir, conductores
de tropas y jefes territoriales por delegación del rey. O sea que no es que los
visigodos se estuvieran separando de Roma: es que los territorios del
Imperio se estaban separando unos de otros, y a gran velocidad.
Así se entiende mejor el esfuerzo de Eurico por subrayar la identidad
política visigoda, que en él llega a ser obsesiva. Por ejemplo: sabemos que
el rey hablaba tanto la lengua gótica como el griego y, por supuesto, el latín,
pero cada vez que le mandaban embajadores de Roma fingía desconocer
esta lengua y pedía traductores. Sin duda era perfectamente consciente de
que bajo su cetro se estaba construyendo un Reino nuevo. ¿Más? La
cuestión religiosa, también. Desde su conversión al cristianismo arriano, la
religión había funcionado entre los godos no como un elemento de
integración en el mundo cultural del Imperio (donde se había impuesto ya el
catolicismo de Nicea), sino, al contrario, como un factor de singularidad
identitaria. No era un caso excepcional: si los vándalos o los suevos, por
ejemplo, se decían arrianos, no era porque organizaran su existencia en
torno a determinada convicción teológica sobre la naturaleza de Jesús de
Nazaret, sino porque tal bandera era el elemento diferenciador de su
comunidad respecto al orden imperial romano. Si Remismundo en Galicia y
Genserico en África persiguen a los obispos católicos de credo niceano no
es por razones doctrinales, sino porque, a efectos políticos y sociales, esos
obispos representan al Imperio de cuyo yugo se quieren librar. Del mismo
modo, Eurico, apenas llega al trono, hace especial hincapié en subrayar el
arrianismo de su comunidad para afirmarse frente a Roma y no ahorra
esfuerzos para reducir al mínimo la influencia de la Iglesia católica: derriba
templos, expulsa obispos e incluso se atribuye la potestad de elegir obispos
él mismo, como hará en Bourges en 471.

Eurico: «Aquí mando yo»

Eurico comienza su mandato prodigando gestos de gran soberano.


Envía de inmediato embajadas a todos los reinos vecinos anunciando la
llegada del nuevo monarca: sus legados llegan a Constantinopla, a la corte
de los suevos en Hispania y a la de los vándalos en África. León, emperador
romano de Oriente, le envía a su vez embajadores, y también el rey de los
persas (rivales naturales de Constantinopla). Es decir que Eurico sabe
moverse bien en el complejísimo escenario del poder. Sus enemigos
tampoco son mancos y pronto dibujan una coalición que aúna a bretones,
francos y burgundios, alimentados todos desde Roma. Por si faltaba poco,
también los suevos se revolucionan en Hispania y rompen el acuerdo con
los visigodos. Eurico ve claro que, si quiere imponerse, tendrá que
demostrar que es más fuerte que sus vecinos. Y una de las primeras cosas
que hace es trasladar su capital: la lleva hacia el oeste, a Aire-sur-l’Adour,
en el actual departamento de Las Landas, un lugar mucho más relevante
para controlar las rutas del oeste hacia Hispania y, sobre todo, alejado del
peligro que supone la vecindad de francos, burgundios y… romanos.
Porque el Imperio seguía vivo, sí, y no ignoraba que en Eurico tenía a
un enemigo. Pero vayamos por partes. De entrada, en Roma, Ricimero,
después de su largo interregno, halla por fin al hombre idóneo para ceñir la
corona del Imperio de occidente: se llama Antemio y es originario del
Imperio de oriente. Corre abril de 467. Antemio es reconocido por el
emperador de Constantinopla, León. Ricimero desposa a la hija de
Antemio. Todo apunta a que esta vez no hay grietas en la cúpula del poder.
Como primera providencia, Antemio, Ricimero y León señalan a los
enemigos comunes: los visigodos de Eurico en la Galia y los vándalos de
Genserico en África. La primera gran operación se dirige contra los
vándalos: un fuerte dispositivo terrestre y naval donde Constantinopla pone
sus barcos. Será una calamidad, y no faltará quien vea en la derrota una
maniobra del propio Ricimero, que habría evitado la victoria de su propio
bando por temor a que el emperador prescindiera de él. Era el año 468.
Eurico debió de ver con tanta satisfacción como inquietud el fracaso de
la ofensiva romana contra los vándalos: satisfacción porque aquello dejaba
patente la debilidad de Roma, e inquietud porque era evidente que, ahora,
irían a por él. Eurico plantea firmar la paz por separado con el Imperio de
oriente. El prefecto Arvando le disuade y, en vez de eso, le aconseja atacar a
los bretones liderados por Riotamo, aliados de Roma. Los visigodos pasan
al acto: en algún momento del año 469 aniquilan a los bretones en Déols, en
el centro de Francia. Entonces el emperador Antemio envía un ejército de
romanos y burgundios contra Eurico: lo mandan los generales Torisario,
Everdingo y Hermiano, y les acompaña el propio hijo del emperador,
Antemiolo. Será el último ejército italiano que atraviese los Alpes: los
visigodos lo aplastan cerca de Arlés; los cuatro generales mueren, también
el hijo del emperador. La Chronica Gallica de 511, que es la única fuente
que nos cuenta estas cosas, no es muy precisa sobre las fechas, pero debió
de ser entre 469 y 470. Para entonces Eurico ya había fijado un objetivo
esencial: apoderarse de la Auvernia, en el centro-sur de la Galia.
Desde el año 469 el ministro Seronat, galorromano al servicio de los
visigodos, empieza a preparar cuidadosamente la operación con el envío
regular de tropas que poco a poco van adueñándose del territorio. La clave
es la ciudad de Clermont, el centro de la Auvernia. Eurico tiene a su propio
hombre allí: el duque Víctor, que planta un prolongado asedio sobre la
cuidad. Clermont terminará cayendo en 475. Los testimonios de la época
dicen que los términos de la rendición fueron «vergonzosos», lo cual indica
que fue una victoria sin paliativos. Ojo a las fechas: para sostener un asedio
durante tantos años en un punto tan sensible sin descuidar otros frentes y
vencer de manera inapelable, hace falta aunar muchos recursos materiales,
muchas tropas, una logística bien engrasada… Todo eso da una idea del
poderío que había alcanzado el Reino visigodo.
Mientras las tropas visigodas del duque Víctor ponen sitio a Clermont,
otras muchas cosas ocurren en torno al trono de Eurico. La primera: la
insurrección sueva en Hispania. Los suevos de Remismundo estaban
ligados personalmente a Teodorico II, de manera que el asesinato de este
rompió cualquier lazo y, aún más, dio pie al rey suevo para desencadenar
una ofensiva general. Entre 467 y 468 Remismundo saquea Conímbriga y
ocupa Lisboa. Pero, por razones que nadie conoce, Remismundo muere al
año siguiente y el Reino de los suevos se convierte en un banco de niebla
para el historiador. Es ya el año 472 cuando Eurico decide marcar territorio
en Hispania. Primero marcha directamente contra el Reino suevo, toma
Astorga y destruye Coímbra. Después, en un paso más allá, toma el control
directo de la Tarraconense, que era el último solar imperial en España.
¿Cómo lo hace? Con una expedición militar convencional: llegar, pelear,
conquistar y plantar su propia bandera. Sabemos el nombre del guerrero que
dirigió la campaña: el conde Gauterico. Este Gauterico ejecuta una perfecta
operación de conquista de puntos fuertes: primero, Pamplona y Zaragoza,
cabezas de las principales calzadas hacia el sur peninsular; a continuación,
dos años después, Tarragona, la gran capital de la Tarraconense, llave del
litoral mediterráneo. Los generales que dirigieron las tropas godas en
Tarraco fueron Heldefredo y Vicente: un godo y un romano.

El último emperador

En Roma, mientras tanto, las sucesivas derrotas habían conducido a una


crisis fenomenal. El emperador Antemio, gravemente enfermo, entró en
delirio y comenzó a tomar represalias contra relevantes personajes de la
cúpula del imperio, con el consiguiente sobresalto de Ricimero. Este alineó
a todo lo que tenía y se sublevó en Milán. Sí, en efecto: el jefe militar del
Imperio declaraba la guerra al emperador (que además era su suegro).
Antemio se refugió en Roma. Después de cinco meses de conflicto,
Ricimero entraba en Roma, sus soldados saqueaban la capital y Antemio
era capturado y ejecutado. Era julio del año 472.
¿Quién ocuparía ahora el peligrosísimo trono imperial de occidente? Un
tal Flavio Anicio Olibrio. ¿Y quién era este Olibrio? Un romano de familia
muy linajuda, influyente en el Senado y bien relacionado con la corte de
Constantinopla, y que además estaba casado con una hija de Valentiniano
III, lo cual, de carambola, le emparentaba con los reyes vándalos, pues otra
hija del mismo emperador se había casado con Hunerico, el hijo de
Genserico. El dato sería marginal de no ser porque Genserico, precisamente
en atención a ese lazo de sangre, había propuesto ya dos veces a Olibrio
como emperador. De manera que, en cierto modo, puede decirse que
Olibrio era el candidato vándalo para el Imperio de Roma. Y atentos a
cómo llegó Olibrio a emperador: enviado a Roma por el emperador de
oriente para mediar en el conflicto entre Antemio y Ricimero, en cuanto
pisó la vieja capital se topó con que Antemio había muerto y Ricimero le
otorgó la púrpura imperial sin siquiera poder decir «no quiero». No se
puede caer más bajo.
A partir de aquí, todo va a precipitarse en un auténtico cataclismo.
Olibrio apenas reinó unos meses: en octubre de 472 falleció por causas
naturales (por extraño que pueda parecer). Pero la muerte verdaderamente
relevante fue la de Ricimero, que dejó el mundo de los vivos en agosto de
472 por causas que aún siguen sujetas a discusión: unos dicen que
envenenado, otros que devorado por una rápida enfermedad. A Ricimero le
sustituyó como magister militum un sobrino suyo, Gundebaldo, príncipe
burgundio. Gundebaldo se encontró con el cadáver de Olibrio e hizo
emperador a un conde de palacio llamado Glicerio. Era marzo de 473. En
ese momento murió el rey de los burgundios, el Reino se repartió entre los
sobrinos del difunto y Gundebaldo marchó allá (a Lyon, concretamente)
dispuesto a hacerse cargo de lo suyo y de lo de los demás, pues de
inmediato se entregó a la tarea de matar a sus hermanos para quedarse con
su parte. Lo logró y ya no volvería a Roma. El emperador de oriente
aprovechó la ocasión para intervenir, derrocar a Glicerio (que acabó de
obispo de Salona, en Dalmacia) y poner como emperador de Occidente a
Julio Nepote. Corría junio de 474.
Este Nepote era un tipo bienintencionado y no carecía de ideas para
enderezar un poco el paisaje. Entre otras cosas, tuvo el cuajo de ir a ver a
nuestro amigo Eurico para pedirle que detuviera sus conquistas en zona
romana e intercambió con él la Provenza, en el sur de la Galia, por
Auvernia, que Eurico ambicionaba. Pero Nepote cometió el error de
nombrar como magister militum a un hombre, Flavio Orestes, que había
sido embajador de Atila, nada menos, y que aprovechó la atmósfera de caos
para dar literalmente un golpe de estado: llegó a Rávena, la capital, la ocupó
y obligó a Nepote a huir. Era agosto de 475. Orestes no podía ser emperador
por su origen germano, pero su hijo Rómulo Augústulo, nacido de una
romana, sí cumplía los requisitos, de manera que el muchacho, que debía de
contar entonces con catorce años, se vio elevado a la cumbre de… a la
cumbre de una ruina.
No había pasado un año de aquello cuando los hérulos y los esciros, dos
de los innumerables pueblos germánicos que hacían servicios militares para
Rávena, empezaron a agitarse porque no se les concedían las tierras que el
Imperio les había prometido en el centro de Italia. Los sublevados eligieron
rey a un tal Odoacro, marcharon sobre Rávena y a la altura de Piacenza
derrotaron a las tropas de Orestes, que fue convenientemente decapitado.
Rómulo Augústulo, el último emperador de Occidente, quince asustados
años, fue depuesto sin mayor consideración y su nombre desapareció de la
historia. No le asesinaron, según parece, sino que vivió confinado cerca de
Nápoles hasta el final de sus días. Era el 4 de septiembre de 476. El Imperio
romano de occidente dejaba de existir. En realidad, había desaparecido
mucho tiempo atrás.
Cuando Rómulo Augústulo cae, Eurico aprovecha la circunstancia sin
perder un minuto: ocupa Marsella y otras ciudades importantes del sur de la
Galia e impone su autoridad en prácticamente toda Hispania. El Reino
visigodo de Tolosa ya es el más poderoso de occidente. Y de inmediato se
dota de un instrumento jurídico propio: el Código que se llamará,
precisamente, «de Eurico», la primera compilación legal escrita por un
pueblo germánico. Hay un cierto debate sobre la fecha exacta de
elaboración de este código y también sobre el origen cultural de sus
disposiciones: ¿Son realmente germánicas o es más bien derecho romano
vulgar? En general se acepta que se trata de usos germánicos más o menos
romanizados y que el corpus debió de promulgarse justo después del
hundimiento efectivo del imperio. ¿La iniciativa? Tanto del poder político
visigodo como de la aristocracia galorromana, igualmente deseosa de crear
su propio marco jurídico. De ahí que en el Código aparezca de forma
determinante la mano de León de Narbona, uno de los grandes consejeros
galorromanos de Eurico.
Un espacio político propio, un rey soberano sobre un territorio definido,
un código para regirlo y armas para defenderlo. ¿Qué más hace falta para
crear un país? Eso hizo Eurico con el Reino de Tolosa: casi quinientos años
después de que comenzara la migración de los tervingios, había nacido el
primer Estado visigodo de la historia.

EL ESPLENDOR DE TOLOSA

Eurico dejó el mundo de los vivos a finales de 484. Había reinado


dieciocho años, que son muchos, y legaba un Reino extensísimo, poderoso
y rico. El que heredó todo eso fue su hijo Alarico II, nacido de la reina
Ragnahilda, de origen normando o franco. Y con Alarico II iba a vivir el
Reino de Tolosa años de verdadero esplendor.
Todos los testimonios de la época, más lo que han arrojado las
excavaciones arqueológicas en los últimos años, muestran la imagen de un
Reino indudablemente próspero. La producción de grano se asemejaba a la
de los mejores años de la época imperial. Los lazos comerciales con los más
lejanos puntos del Mediterráneo eran sólidos y está atestiguada la presencia
en los puertos visigodos de mercaderes africanos y orientales (los llamados
genéricamente «sirios»). También se ha comprobado la circulación en
Constantinopla de monedas acuñadas en Tolosa, lo cual es evidente indicio
de actividad comercial a gran escala. Las rutas del comercio interior a
través de los Pirineos parecen haber sido objeto de una especial atención, a
juzgar por la relevancia de los pasos de Roncesvalles y Somport.
Igualmente está demostrada la importancia de la ganadería y de forma muy
singular la cría de caballos. Por si faltaba algo, la arqueología ha sacado a la
luz complejos palatinos que no tienen nada que envidiar a las obras más
monumentales de la arquitectura civil romana; el de Tolosa, por ejemplo,
guarda un innegable aspecto bizantino y es técnicamente muy superior a los
edificios que más tarde harán los francos. En suma, el Reino visigodo de
Tolosa respiraba prosperidad por los cuatro costados.

Un Reino envidiable

Como es lógico, tanta prosperidad despertaba también la codicia de los


vecinos: francos y burgundios en el norte y el este, armoricanos en el
noroeste, vándalos en el sur… Rodeado de enemigos potenciales, el Reino
de Tolosa organiza un sistema de defensa bien jerarquizado sobre la base de
castillos o puntos fuertes dirigidos por gobernadores, normalmente bajo la
autoridad de condes que gobiernan las ciudades y su distrito
correspondiente, y estos, a su vez, a las órdenes de duques responsables de
liderar el dispositivo militar en grandes áreas. Seguramente de esta época
data el sistema de organizar la recluta de tropas sobre la base de la
circunscripción territorial: cuando el conde llama a filas, todos los hombres
aptos para las armas que vivan en un radio determinado quedan obligados a
acudir. Este modo de movilización permitirá más tarde mantener ejércitos
relativamente estables.
Y fuera de Tolosa, ¿qué había? Mucha inestabilidad. Vale la pena mirar
alrededor para calibrar lo envidiable que era la situación de nuestros
visigodos si la comparamos con la de sus vecinos. En el sur, el Reino
africano de los vándalos había pasado de las manos de Genserico, feroz
pero inteligente, a las de su hijo Hunerico, simplemente feroz. Tan torpe fue
Hunerico que logró convertir una potencia de primer orden en un avispero
incontrolable. ¿Cómo fue posible? En parte, por las resistencias de la
población católica a su política arriana a ultranza; en parte también, por las
sanguinarias represalias del rey contra sus opositores, y en parte, en fin, por
la presión de los beréberes autóctonos, que aprovecharon el caos para ganar
terreno. El torpe y feroz Hunerico murió en 484 (el mismo año que Eurico)
y su sucesor Guntamundo tuvo que dedicar todos sus esfuerzos a pacificar
el paisaje. ¿Y qué hacía Roma mientras tanto? Nada: Roma ya no existía.
Allí mandaba desde 476 el hérulo Odoacro, que se proclamó rey de Italia y,
buscando legitimarse, puso las insignias imperiales en manos del emperador
de Oriente, Zenón. Ese era ahora el único Imperio romano superviviente.
Zenón, en efecto. Hablemos del emperador Zenón: un duro guerrero y
fino político de origen isauro, pueblo autóctono del centro de lo que hoy
llamamos Turquía. Los isauros eran más bien primarios en términos de
civilización, pero combatían como si no hubiera un mañana. Como además
eran súbditos del imperio, y no bárbaros del exterior, su empleo en los
ejércitos de Constantinopla resultaba mucho más tranquilizador que el
recurso a los germanos. De manera que, a pesar de su primitivismo, solo
hacía falta un jefe inteligente y decidido para que las huestes isauras
sacaran el máximo partido de su pericia militar, y ese jefe fue Zenón, de
verdadero nombre Tarasis Kodisagios Rusombladadiotes, y que adoptó el
mucho más cómodo de «Zenón» para parecer más grecorromano y menos
isauro. Una carrera meteórica, la de Zenón: empezó como oficial del
emperador León I, luego fue magister militum de este, ennobleció su
posición desposando a una hija del emperador y engendró al que sería León
II, nieto y heredero del primero de su nombre. El pequeño León II falleció
muy pronto y entonces Zenón quedó al frente del Imperio. Era el año 474.
Y si hablamos tanto de Zenón, es porque en su trayectoria iban a cruzarse
unos viejos conocidos nuestros: los ostrogodos.
Veamos: como tantas veces en la historia del Imperio romano, los
verdaderos problemas de Zenón no estaban fuera, sino dentro. ¿Qué
problemas? Por un lado, la aristocracia de Constantinopla, que miraba mal a
quien, después de todo, no era más que un isauro; por otro, los pueblos
germánicos que habían ido asentándose en el interior del imperio, y que
estaban creando una permanente atmósfera de inestabilidad. Zenón afrontó
la enemistad de la rancia aristocracia constantinopolitana con una astuta
combinación de violencia y mano izquierda. Y el problema de los germanos
lo solucionaría gracias, precisamente, a los ostrogodos. Ocurre que, tras la
explosión del Imperio de Atila, los antiguos vasallos del terrible huno
habían recuperado su libertad y vagaban de un lado a otro tratando de hallar
un suelo donde instalarse. Tal fue el caso de los ostrogodos. Como en ellos
era costumbre, se dividieron en varias facciones. La gran mayoría se asentó
en la llanura de Panonia, pero allí tuvo que vérselas con hérulos, esciros,
gépidos y otros pueblos. Bajo la dirección del caudillo amalo Teodomiro,
acabaron entrando en el territorio del Imperio de oriente, en Tracia, y allí
los romanos les propusieron un trabajo: tomar las armas en una de las
facciones que se disputaban el poder. Así van a entrar de nuevo los
ostrogodos en nuestra historia.

El retorno de los ostrogodos

Tratar de explicar detalladamente la política del Imperio romano


oriental es como resolver un crucigrama donde cada casilla tiene dos letras,
de manera que limitémonos a señalar los puntos fundamentales. Primero,
los ostrogodos de Teodomiro son aceptados en el territorio imperial y se
instalan en Macedonia. Cuando muere Teodomiro, su hijo Teodorico,
educado en Constantinopla, es proclamado rey. Ojo a este Teodorico,
llamado «el Amalo» (porque era de ese linaje) y «el Ostrogodo», y que
terminaría con el apelativo de «el Grande» porque realmente lo fue. Bajo su
cetro se unen todas las facciones ostrogodas. Es el año 474. Como las
tierras son malas y la competencia con otros pueblos germánicos es fuerte,
la situación estalla. Teodorico el Amalo se pone al frente de sus ostrogodos
y marcha sobre Constantinopla: es la guerra. Corre el año 483. Después de
varios meses de hostilidades, el emperador Zenón y Teodorico terminan
encontrando una fórmula de acuerdo: el ostrogodo se ve nombrado patricio
y magister militum, y Zenón le encarga apoderarse de Italia. Teodorico no
lo duda: la península itálica sigue siendo un vergel ubérrimo. La jugada de
Zenón es magistral: ofrece a los ostrogodos el mundo, pero bien lejos del
propio territorio; exactamente lo mismo que le ofrecieron a Alarico I un
siglo atrás. El hecho es que los ostrogodos (unos 20.000 combatientes más
sus familias) cruzan a Occidente y se dirigen contra Odoacro, el rey hérulo
de Italia, aquel que mató al último emperador. Es el año 488.
Los destinos de ostrogodos y visigodos habían vuelto a trenzarse muy
poco antes: en 484, Alarico II, rey de los visigodos, ha desposado a
Teodegonda, hija (ilegítima) del rey de los ostrogodos Teodorico. El pacto
de sangre tendrá una consecuencia inmediata en el plano bélico, porque
ahora Alarico ayudará a Teodorico a cumplir la misión que Zenón le ha
encomendado. Consta un ataque visigodo contra territorio itálico en 490. El
choque entre ambos ejércitos tiene lugar en Pavía. No será decisivo, pero
atestigua que visigodos y ostrogodos trabajaban juntos. Teodorico, por su
lado, prodiga los ataques en el entorno de Rávena. Va a ser una guerra larga
y llena de vaivenes, también de crueldades. Finalmente, Teodorico el
Amalo logra encerrar a Odoacro en Rávena. Tras un prolongado asedio de
casi tres años, Odoacro acepta firmar una paz y compartir el poder.
Teodorico entra en Rávena como vencedor. Para sellar el acuerdo, el
ostrogodo convoca un banquete. En el transcurso de la celebración,
Teodorico mata por su propia mano a Odoacro. Dice la tradición que el
ostrogodo, mientras clavaba su espada en la clavícula del hérulo, dijo: «Esto
es lo que tú hiciste a mis amigos». Teodorico se refería a los condes
ostrogodos apresados y asesinados por los hérulos. Odoacro suspiró
moribundo: «¿Dónde está Dios?». Ante el cadáver de Odoacro, Teodorico,
como un personaje de saga islandesa, exclamó: «En verdad que no había un
hueso en este desdichado compañero». Era febrero del año 493. Teodorico
había tomado Italia para el Imperio romano de oriente.
En condiciones normales, Teodorico habría quedado en Rávena como
magister militum de Italia y fiel delegado del emperador de oriente, y nada
más. Pero he aquí que Zenón había muerto y en Constantinopla mandaba
ahora un emperador distinto, de manera que el ostrogodo no tuvo que
entregar el triunfo a nadie. Teodorico el Amalo, el Ostrogodo, el Grande, se
proclamó rey de Italia. Así que goda era Italia, goda era casi toda Hispania
y goda la mitad de la Galia. Vale la pena poner el acontecimiento en
perspectiva: quinientos años después de la migración de tervingios y
greutungos desde su solar escandinavo, los godos se convertían en dueños
de lo que un día fue Imperio romano de occidente.
¿Y en España?

Mientras todo esto pasaba en Italia, Alarico II trataba de afianzar el


poder visigodo en un territorio que no carecía de espinas. Porque el Reino
de Tolosa, próspero por los cuatro costados, sufría también amenazas por
todos ellos. Y uno de tales costados nos interesa especialmente: el de
Hispania. Desde antes incluso del fin formal del imperio, los visigodos
ostentaban una posición hegemónica en tierras hispanas. Con Eurico esa
hegemonía se hizo patente en la ocupación física de centros de poder, el
control de rutas comerciales y el cobro de tributos. Alarico II consolidó el
paisaje por el habitual procedimiento de pactar con las élites locales:
protección militar a cambio de tributos y de reconocimiento expreso de la
autoridad del rey visigodo. Con ello los visigodos quedaban obligados a
sofocar cualquier alteración del orden, y la verdad es que el orden en
Hispania estaba muy alterado. Ya habían sido aplastadas las recurrentes
explosiones de las bagaudas, aquellas bandas organizadas de excluidos de
las que ya hemos hablado aquí, pero proliferaban las partidas de bandoleros
al calor de una orografía muy apta para la emboscada y la guerrilla y de una
estructura territorial poco controlable. Y por otra parte hay que mencionar
los intentos de las élites hispanorromanas de defender sus propios intereses
frente a un poder (el godo) que sentían ajeno, problema más complejo
porque añadía una delicada dimensión política. Seguramente a este segundo
capítulo corresponde una sonada insurrección: la de Burdunellus.
Burdunellus, o Burdunello, era un hombre de incierto origen, pero muy
verosímilmente hispanorromano, que hacía 496 se sublevó en el área de
Zaragoza y tuvo suficiente apoyo como para imponer su autoridad frente a
los godos. Una aventura así habría sido imposible de no contar con el
respaldo de los grandes propietarios del rico valle del Ebro. Un año duró el
experimento. Al final, Burdunellus (que, por cierto, quiere decir «mulillo»)
fue abandonado por sus seguidores y entregado a Alarico II. No cuesta
imaginar que las élites locales llegaron a algún tipo de pacto con el poder
godo, lo cual hizo superfluo al rebelde. Burdunellus tuvo un final horrible:
fue quemado vivo dentro de un toro de bronce, probablemente en el circo
de Purpan-Ancely, en Tolosa.
Eso, en cuanto a los problemas por el sur. Pero peores consecuencias
tendrían los problemas por el norte, porque el conflicto con los francos iba a
marcar el destino del pueblo visigodo. En 496, el rey franco Clodoveo,
aprovechando que el grueso de las armas godas está en España, cruza la
frontera del Loira. Y con aquel gesto iba a desencadenar un proceso que
terminaría de la peor manera posible para nuestros protagonistas.

LA CATÁSTROFE EN VOUILLÉ

¿Qué querían los francos? Las tierras de los visigodos, cómo la porción
más fértil y productiva de las Galias, con un clima templado, regada por
ríos de abundante caudal, domada por la mano del hombre desde muchos
siglos atrás y, además, con salida directa al Mediterráneo. ¿Y tenían los
francos algún derecho a esas tierras? Absolutamente ninguno. Así que, en
ausencia de derechos, optaron por la vía de los hechos. El pretexto: cierta
querella dinástica que oponía a los francos con los burgundios, aliados de
los visigodos. Hacia 496, y aprovechando que el grueso del ejército
visigodo está en Hispania, Clodoveo ejecuta una expedición de saqueo que
le lleva hasta el mismo cauce del Garona, ataca Burdeos y toma como rehén
al duque que gobernaba el distrito. Clodoveo tuvo que volver enseguida a
su territorio porque no tenía recursos para mantener una ocupación
prolongada, pero ya había conseguido su propósito: demostrar que los
francos tenían algo que decir en el nuevo paisaje del poder. Después de
unas cuantas escaramuzas más, Clodoveo forzó a Alarico II a firmar una
paz: el tratado se selló en Amboise, en una isla en medio del Loira. ¿Por
qué ahí? Porque dice la tradición germánica que las palabras que se
pronuncian sobre el agua pesan más que las que se pronuncian sobre la
tierra.
Los bárbaros predilectos de la Iglesia

Los francos no eran el pueblo más poderoso, ni el más civilizado ni el


más numeroso del occidente, pero tenían a su favor una baza fundamental:
eran los predilectos de la Iglesia de Roma, porque eran los únicos germanos
que se habían convertido en masa al catolicismo. Eso hacía de ellos el
mejor brazo para ejecutar el propósito mayor de la Iglesia en aquel
momento, que era conseguir en el plano religioso la unidad que antaño tuvo
el Imperio en el plano político. Y semejante propósito caería
estrepitosamente sobre la cabeza de los visigodos.
¿Cómo llegaron los francos a alcanzar ese estatuto de «bárbaros
predilectos de la Iglesia»? Esta historia empieza en realidad hacia el año
491, cuando Clodoveo, rey de los francos salios, contrae matrimonio con la
princesa burgundia Clotilde. La joven esposa, cristiana, se empeña en
convertir a su esposo, aún pagano como la mayor parte de su pueblo. Para
ello cuenta con el respaldo del obispo Remigio, cabeza visible de la Iglesia
católica en el territorio y hombre de fuerte personalidad. En ese momento
Clodoveo está extendiendo su poder: a partir del área de Tournai, en la
actual Bélgica, se ha hecho con el control de todas las tribus francas, que
ahora han quedado sujetas a los salios; ha dominado a los otros pueblos
germánicos de los territorios vecinos e incluso se ha apoderado del Reino
de Sagrio, hijo de Egidio (del que ya hemos hablado páginas atrás), y que
había logrado mantener un territorio independiente, fiel al desaparecido
Imperio de occidente, en el área de Soissons, al norte de la Galia. Sagrio
tuvo un triste destino: derrotado en batalla por Clodoveo, huyó al sur y
buscó refugio entre los visigodos de Alarico II, pero este, seguramente para
quitarse el problema de encima, lo entregó a Clodoveo, que lo mandó
decapitar. Clodoveo se vio así a la cabeza de un Reino de dimensiones
considerables en el norte y el noreste de las Galias. Pero seguía siendo un
rey pagano.
En la vieja Galia romana había entonces otras fuerzas en presencia: al
sur, por supuesto, los visigodos de Tolosa; al este, las tribus de alamanes,
refractarias a la autoridad de godos y francos, y también el Reino de los
burgundios, aliado de Clodoveo. El momento decisivo para la hegemonía
franca llega en 496, durante la campaña de Clodoveo contra los alamanes:
estos logran cercar a los francos en la batalla de Tolbiac y están a punto de
acabar con Clodoveo. El rey franco, que ya ha rezado a todos los dioses
paganos sin éxito —eso al menos dice la tradición—, vuelve entonces sus
ojos al dios de su esposa y reza a Jesucristo. Y en ese instante, oh, prodigio,
una flecha derriba al jefe alamán, su ejército entra en desbandada, los
francos lo ven y reaccionan, y terminan ganando la batalla. Clodoveo,
convencido por el prodigio, decide convertirse al cristianismo. Y no solo él,
sino todo su ejército. Es el obispo Remigio en persona quien oficia el
bautismo. Desde ese momento, los francos dejaron de ser un pueblo bárbaro
más para convertirse en los amos predilectos de los galorromanos católicos.
Solo era cuestión de tiempo que Clodoveo utilizara en su provecho esta
nueva circunstancia para desafiar al poder más fuerte de las Galias: el Reino
visigodo de Tolosa. Que resulta que no era católico, sino arriano.
Una vez más, hay que subrayar que la cuestión religiosa era
fundamentalmente una cuestión política: los godos insistían en mantenerse
arrianos porque era su seña de identidad como godos. ¿Y por qué querían
mantenerse godos unos señores que hablaban latín, que vestían y combatían
al modo romano, cuyos aristócratas recitaban con soltura la Eneida de
Virgilio y cuyo símbolo mayor era una fíbula con forma de águila, es decir,
una insignia típicamente romana? Pues por dos razones. La primera,
ciertamente no menor, el orgullo de casta, especialmente intenso en un
pueblo sometido a mil avatares durante los cuatro siglos anteriores. Y la
segunda, que desde luego coadyudaba mucho a la primera, la garantía de
que mantenerse godo era tanto como conservar su estatuto privilegiado.
Recordemos: los visigodos se instalan en territorio imperial como fuerza
militar hegemónica para administrar el mundo de los romanos. Así las
cosas, hacerse romano equivalía a bajar de categoría. Por la misma razón, y
en el apartado religioso, los visigodos no harán el menor esfuerzo por
convertir a nadie al arrianismo: no querían que nadie más entrara en el club
de los que mandaban.
Alarico II tiende puentes

Todo esto, sin embargo, empezó a cambiar en algún momento a


principios del siglo VI. Alarico II comenzó a dar pasos para poner al clero
católico bajo su protección. El momento culminante fue el concilio de Agde
en 506, al que acudieron todos los obispos católicos de la Galia e Hispania
bajo el patrocinio del muy arriano Alarico II. Hay que leer los testimonios
de los que allí estuvieron para comprobar hasta qué punto Alarico se ganó
la simpatía del clero católico; tanto que incluso se anunció otro concilio
semejante para el año siguiente. ¿Por qué actuó así Alarico II? Sin duda,
porque deseaba mostrarse como un monarca capaz de gobernar todo su
Reino y a todos sus súbditos. Y también —y no menos importante— porque
de este modo desactivaba a aquellos de sus enemigos que esgrimían
precisamente la condición arriana de los visigodos como argumento para
menoscabar su poder. Por ejemplo, los francos.
Expliquemos esto un poco. El mundo que emergió tras el hundimiento
del Imperio romano de occidente era un mundo en esencia católico, es
decir, de credo niceano. La Iglesia de Roma era la única institución capaz
de otorgar legitimidad más allá de las fronteras de un reino. Si alguien
aspiraba a un poder reconocido por todos —y, por tanto, legitimado para
imponerse sobre otros poderes—, la bendición del clero católico actuaba
como un plus de autoridad. ¿Quiénes eran católicos en aquel momento en la
vieja Galia? Solo los francos, desde la mencionada conversión de su rey
Clodoveo en 496, lo cual hacía que Roma mirara a los francos con gran
simpatía. ¿Cuál era sin embargo el Reino más poderoso? El de los
visigodos, arrianos. Si estos se ganaban la voluntad de la Iglesia de Roma,
entonces el poder de los francos se reduciría de forma notable.
Alarico II, en efecto, parecía haber emprendido una política
perfectamente consciente de integración. Un ejemplo muy claro es la obra
legislativa del rey, el famoso «Breviario de Alarico». Así como su
predecesor Eurico mandó hacer un Código para poner negro sobre blanco el
derecho germánico tradicional y dejar claras las normas que regían a los
visigodos en su nueva situación, Alarico mandó compilar y simplificar el
derecho romano para organizar la vida de la población galorromana. El
Breviario se hizo público en 506: el mismo año del concilio. Es muy difícil
no vincular la obra jurídica del Breviario con la maniobra político-religiosa
del Concilio: todo apunta a que Alarico II trataba de afianzar y acelerar la
inserción de la élite rectora goda en el país, demostrar que aquellos
germanos arrianos, tan celosos de su identidad, no eran incompatibles con
la población galorromana. Por otro lado, es enteramente lógico que Alarico
actuara así: por mucho que los visigodos mandaran, el país no podía
funcionar sin juristas, burócratas, generales y administradores, y toda esa
gente era galorromana y católica. El Reino de Tolosa estaba a punto de
convertirse en una potencia temible. Y entonces el franco Clodoveo rompió
sus pactos con Alarico.

Cuando Clodoveo cruzó el Loira

El rey de los francos, en efecto, faltó a su palabra y abrió hostilidades


contra los visigodos. Si unimos el dato del breviario con el del concilio, la
ofensiva se entiende mucho mejor. No es la tesis que argumenta la
historiografía tradicional, pero parece poco discutible que Clodoveo,
cuando rompió su pacto con Alarico II, lo hizo movido por un motivo
político de primer orden: impedir que en Tolosa se consolidara un Reino
con la suficiente cohesión jurídica y religiosa (hoy diríamos social y
cultural) como para construir un Estado. Motivación esta de los francos a la
que, por supuesto, no era ajeno el emperador de Oriente, que tampoco
estaba interesado en que el poder de los godos creciera. Y fue muy
posiblemente esto, junto con otras consideraciones no menos importantes
(por ejemplo, la presión de otros pueblos germánicos en el este), lo que
llevó a Clodoveo a declarar la guerra al Reino visigodo de Tolosa.
Clodoveo, sí, cruzó el Loira. Dice la tradición que halló un vado del río
por casualidad, mientras intentaba cazar una serpiente. El hecho es que, con
serpiente o sin ella, el rey de los francos atacó en la plana de Vouillé, cerca
de Poitiers. Alarico II salió a su encuentro. Nadie sabe exactamente cuántos
combatientes alineaba cada cual. No debían de ser pocos, dada la magnitud
de lo que estaba en juego. Se calcula que los francos reunieron en torno a
40.000 guerreros, una cuarta parte de ellos a caballo. Similar pudo ser la
fuerza visigoda. Alarico esperaba poder unir a su hueste a los ostrogodos de
Teodorico el Grande. Estos no llegaron nunca: justo en ese momento los
ejércitos de Constantinopla estaban atacando territorio itálico y los
ostrogodos no pudieron abandonar su suelo. Siempre se ha sospechado que
la operación estaba concertada de antemano y que los imperiales atacaron
precisamente para que Alarico se las viera solo frente a los francos. Aunque
no estaba del todo solo: junto a los visigodos combatían los galorromanos
de Auvernia bajo el mando de Apolinar, el hijo del famoso magnate (y
obispo) Sidonio Apolinar. Aun así, la fuerza goda no era suficiente para
detener el poderío franco. Alarico dio la batalla sabiendo que la victoria era
muy improbable.
Tampoco nadie sabe cómo fue el combate. Hay que suponer que los
visigodos atacarían como en ellos era costumbre: con cargas sucesivas de su
caballería pesada, seguida en esta ocasión por las acometidas de la
infantería de Auvernia. Y hay que suponer que los francos combatirían
según su propio estilo: bloques compactos de hombres a pie enarbolando y
lanzando sus célebres hachas «franciscas». La batalla comenzó al alba y
terminó antes del mediodía. En un momento determinado de la lucha,
Clodoveo en persona fue en busca de Alarico II y le dio muerte; eso es lo
que dice la leyenda y es muy verosímil, porque Clodoveo era un gran
guerrero. Clodoveo tenía entonces alrededor de 40 años; Alarico debía de
pasar ya los cincuenta y cinco, como poco. La muerte en combate de su rey
provocó la desbandada de los visigodos. La batalla, empero, no fue para los
francos hasta que vencieron la resistencia de la infantería de Auvernia, que
aguantó en el campo hasta el último hombre. Así terminó la batalla de
Vouillé, en aquella primavera del año 507. Los visigodos se aseguraron de
salvar al hijo de Alarico, que se llamaba Amalarico, y corrieron hacia el sur.
Con el Reino indefenso, los francos pudieron apoderarse una tras otra de las
grandes ciudades del viejo Reino de Tolosa; la propia capital caerá al año
siguiente.
¿Cómo es posible que un Reino tan sólido como el de Tolosa, con su
economía tan próspera, sus tropas tan bien organizadas y su administración
tan eficiente, cayera de modo tan estrepitoso? La respuesta es, seguramente,
que el edificio político de Tolosa no eran tan sólido como a primera vista
podía parecer. Los visigodos seguían siendo, simplemente, una élite de
guerreros y propietarios extranjeros y arrianos sobre un país muy
mayoritariamente galorromano y católico. Para la gente de la Aquitania, lo
mismo daba entenderse con godos que con francos, y si estos últimos eran
católicos y además gozaban del respaldo del emperador romano de oriente,
eso que tenían a su favor. Porque los visigodos habían construido un reino,
sí, pero aún no un estado de verdad. No todavía.
Así llegó a su fin el periodo del Reino visigodo de Tolosa. Un nuevo
capítulo se abría para nuestros protagonistas: empezaba el periodo español
del pueblo visigodo. Pero antes iban a ocurrir muchas cosas que también
hay que contar.
IV. UNA TIERRA NUEVA EN HISPANIA

«MORBUS GOTHORUM»

La campaña franca después de Vouillé fue fulgurante: con el apoyo de


las tropas burgundias del rey Gundebaldo, Clodoveo aprovechó a fondo la
descomposición del orden visigodo y tomó sucesivamente Burdeos y Tolosa
mientras los burgundios atacaban Narbona, Rodez, Béziers y Carcasona.
Los visigodos, hundidos, apenas pudieron reaccionar. Algo, sin embargo, sí
hicieron: nombrar a un nuevo rey. Se llamaba Gesaleico.
¿Quién era Gesaleico? Veamos. Alarico II tuvo dos hijos: uno, fruto de
su matrimonio con la hija del ostrogodo Teodorico, era el pequeño
Amalarico, que debía de tener unos cinco años en la fecha de Vouillé. Pero
había otro anterior, ilegítimo, de madre desconocida y del que no sabemos
ni siquiera la edad, que era este Gesaleico y que formaba parte del séquito
guerrero habitual del monarca. Gesaleico combatió en Vouillé. Derrotado,
guio la retirada de sus hombres hacia el sur. Sobre la marcha, los guerreros
visigodos le proclamaron rey.
Gesaleico tal vez fuera un valiente soldado, pero como político fue
incapaz de sostener el edificio. Todas las ciudades cayeron una tras otra. En
Narbona fue el propio Gesaleico quien perdió la cara: vencido, resolvió
abandonar la ciudad dejando tras de sí enormes pérdidas y trasladó su
capital (y el tesoro regio) a Barcelona. Con el campo libre, los
francoburgundios atacaron Marsella y sitiaron Arlés. En ese momento
Clodoveo tuvo en su mano llegar hasta la costa mediterránea y apoderarse
de sus ricos puertos. En Arlés se produjo una situación trágica: con la
ciudad bajo asedio, un hermano del obispo Cesáreo, titular de la diócesis, se
descolgó por la muralla y se pasó al bando enemigo. Los judíos de la ciudad
acusaron a Cesáreo de traidor. ¿Por qué? Porque la fuga de su hermano
demostraría que el obispo estaba actuando en connivencia con los francos.
¿Y por qué iba a hacer tal cosa? Porque los francos eran católicos. Pero los
católicos de la ciudad, a su vez, acusaron a los judíos de conspirar para abrir
a los francos las puertas de Arlés. La situación llegó a un grado de tensión
insoportable. El sitio de Arlés bien podía haber terminado en un baño de
sangre por mano de sus propios habitantes, unos contra otros. Pero en ese
momento, los francoburgundios se retiraron: un ejército ostrogodo acababa
de hacer acto de presencia. Porque los refuerzos ostrogodos que esperaba
Alarico II, aunque tarde, al fin llegaron.

Los hombres de Teodorico el Grande

Aquí hemos de hablar de un personaje crucial que se llama Ibbas (o


Ibba) y que comandaba la fuerza ostrogoda que socorrió Arlés. ¿Quién es
Ibbas? Un jefe guerrero, uno de los generales de confianza de Teodorico.
Ibbas aparece en unas crónicas como duque (dux) y en otras como conde
(comes), lo cual no es contradictorio: en aquella época los términos
«duque» o «conde» no designaban títulos en propiedad, sino cargos y
funciones. El duque era el que conducía (dux) los ejércitos, el conde era el
que ocupaba algún cargo de gobierno en palacio o en un territorio y
formaba parte de la regia comitiva (palabra emparentada con comes). O sea
que uno podía ser comes en palacio y al mismo tiempo dux en el campo de
batalla, y tal debía de ser el caso de Ibbas, tan próximo al rey Teodorico el
Grande que este le encarga la tarea de marchar contra los victoriosos
francos de Clodoveo, nada menos. Ibbas era católico, a diferencia de la
mayoría de la élite ostrogoda, que se mantenía arriana. Tal vez eso influyó
en que se le encargara precisamente a él esta campaña, en un territorio muy
mayoritariamente católico y donde el factor religioso parece haber sido
decisivo. El hecho es que Ibbas resolvió el problema de Arlés. Y eso solo
era el principio.
Teodorico había llegado tarde a Vouillé, sí, pero no iba a dejar que los
francos se salieran con la suya. Primero, porque para él sería una catástrofe
estratégica que los francos controlaran los puertos mediterráneos de la
Galia. Y además, y no menos importante, porque su nieto Amalarico podía
legítimamente optar a la corona visigoda y Teodorico el Grande no iba a
dejar pasar semejante oportunidad de extender su influencia. En aquel
tiempo los visigodos no tenían una ley que privilegiara al primogénito en la
sucesión al trono: a falta de heredero designado por el monarca, la nobleza
guerrera elegía al nuevo rey. Así fue en el caso de Gesaleico. Y a
Teodorico, en principio, no pareció importarle. Pero las cosas iban a
cambiar muy pronto.
A despecho de la tópica imagen del bárbaro, lo cierto es que los
ostrogodos hicieron las cosas con mucha cabeza: ejecutaron dos ofensivas
simultáneas, una contra los francos y otra contra los burgundios, de manera
que rompieron el frente enemigo. Mientras Ibbas actúa en el sur, otro
general ostrogodo, Mammo, ataca a los burgundios en el norte. La ofensiva
desmantela de un solo golpe el frente de Clodoveo. Entre 508 y 509 los
francos se ven obligados a retirarse y los ostrogodos recuperan toda la
Septimania, es decir, Arlés, Narbona, Marsella, Béziers, Carcasona… Los
hombres de Teodorico el Grande han conseguido salvar la región
mediterránea de la Galia y el paso litoral entre la Galia e Hispania.
Gesaleico, en Barcelona, ve su Reino a salvo. Pero Teodorico no ha
mandado a sus ejércitos para proteger a Gesaleico: el rey ostrogodo
enseguida mostrará su verdadera intención, que no es otra que poner en el
trono visigodo a su nieto Amalarico.

Venid a España
¿Qué ha estado haciendo hasta entonces Gesaleico? Fundamentalmente,
tratar de mantener algo parecido a un Reino en un nuevo suelo. Ese nuevo
suelo es Hispania. El traslado masivo de los visigodos a España se produce
casi de inmediato después de la derrota de Vouillé. No debió de ser un
proceso rápido: ya hemos visto que los visigodos habían empezado a ocupar
ciudades y territorios en la Tarraconense desde varios años atrás, de manera
que aquello no era como llegar a tierra virgen. Pero el hundimiento
generalizado del Reino de Tolosa precipitó las cosas. A partir de principios
del año 508 es una riada de gente la que cruza los Pirineos: los guerreros,
sus familias, los campesinos, por supuesto, pero también todo el que en
aquel momento podía ser considerado como un godo y, por tanto, ya no iba
a tener cabida en el nuevo Reino de los francos. ¿De cuánta gente estamos
hablando? Los cálculos habituales hablan de hasta 200.000 personas. Eso,
para que nos hagamos una idea, es toda la población actual de Móstoles, por
ejemplo. Esa gente llegaba a un país poblado entonces por alrededor de
cinco millones de personas.
Los visigodos vienen como dominadores: aplicarán el mismo sistema de
hospitalitas que se venía empleando tradicionalmente en el mundo romano
y que reservaba para el «huésped» una parte (entre un tercio y dos tercios,
según los casos) de las tierras o de los impuestos que por ellas debían pagar
los propietarios autóctonos. No debió de ser fácil acomodar de repente a
tanta gente, y menos en esas condiciones. Las tierras que los godos
desalojaban en las Galias, la Aquitania, eran las más ricas del país. No
había nada en España que pudiera compensar eso. La mayor parte de aquel
pueblo volante se asentó en lo que la Crónica Albeldense llamó después
Campos Góticos, es decir, la Tierra de Campos, entre las actuales provincias
de Palencia, Valladolid, León y Zamora. Se trataba de una región
romanizada desde muy antiguo, aunque con escasos centros urbanos de
relieve, y hay que suponer que la lucha por el control de la tierra, sus rentas
y sus tributos sería la principal ocupación de los visigodos. Eso fue lo que
ocurrió durante los primeros meses del reinado de Gesaleico.
Pero Gesaleico tenía otras preocupaciones, y la principal era procurar
que nadie le quitara la corona. Nadie ignoraba lo que representaba el
pequeño Amalarico: el prestigio del gran Teodorico, abuelo del muchacho,
era enorme, y la fuerza del partido ostrogodo en la corte visigoda de
Barcelona debía de ser muy estimable. Seguramente a eso se debió un
incidente que iba a resultar fatal para Gesaleico: el asesinato del conde
Goyarico en Barcelona, imputado directamente a Gesaleico. Dice san
Isidoro de Sevilla que Gesaleico entró en tratos con los enemigos de los
ostrogodos, y el dato nos conduce con toda verosimilitud a una fuerte
querella intestina entre la camarilla de Gesaleico, rey de circunstancias
nombrado en el campo de batalla y cuya trayectoria era más bien
desastrosa, y los partidarios de acogerse a la protección del gran Teodorico
a través de su nieto. El hecho es que, tras el asesinato de aquel Goyarico,
Teodorico no se lo pensó más: envió a Barcelona a su general Ibbas, el
mismo que había parado a los francos, con la misión expresa de apartar a
Gesaleico del poder. Era el año 510.

La desdicha de Gesaleico

Teodorico hizo que Amalarico fuera proclamado rey. «Proclamado», no


«coronado»: es decir que se oficializaba su derecho a ceñir la corona, pero,
como solo era un niño de corta edad, el propio Teodorico ejercería la
regencia. En plata: Teodorico añadía Hispania a sus ya extensos dominios.
Para la historia del pueblo visigodo, aparecía una novedad trascendental: la
dinastía de los amalos desplazaba a la de los baltos. Los visigodos abrían su
andadura en España como pueblo sujeto a la autoridad y la protección de
los ostrogodos.
Gesaleico no se resignó. Huyó al sur, al África de los vándalos, y allí
pidió ayuda al rey Trasamundo. Sobre el papel, era una buena opción: los
vándalos podían estar interesados en poner algún tipo de traba a un poder
como el de Teodorico, que abarcaba ya Italia, España, el sur de la Galia y
parte de los Balcanes. Ahora bien, Trasamundo era un hombre prudente: el
Reino vándalo ya no era ni sombra de lo que fue y desafiar al rey ostrogodo
exigía unos recursos que Trasamundo no tenía. Al revés, el rey de los
vándalos estaba mucho más interesado en apaciguar las cosas con
Teodorico (de hecho, desposó a una hermana del ostrogodo) y con el
Imperio romano de oriente. De manera que Trasamundo dio la espalda a
Gesaleico y el destronado visigodo tuvo que marcharse también de África.
¿A dónde fue? A Aquitania, en el suroeste de la Galia.
El partido de los que se oponían a Teodorico seguía activo en Hispania;
por estas mismas fechas fue asesinado en Barcelona un tal conde Veila del
que apenas conocemos otra cosa que su mención en la Crónica Zaragozana
de 510, pero cuya muerte guarda muy probablemente relación con estos
hechos. Animado por esa oposición, y quizá con el apoyo bajo cuerda del
franco Clodoveo, Gesaleico reclutó un ejército para volver a Barcelona y
recuperar el trono. Corría el año 511. Las tropas de Gesaleico enfilaron
hacia la capital. Pero entonces se toparon con lo peor que podían esperar: el
implacable Ibbas y sus huestes.
Ibbas una vez más, sí. Y el eficacísimo Ibbas, sin despeinarse, aniquiló
a los rebeldes en las cercanías de Barcelona. Gesaleico, derrotado
nuevamente, logró escapar, en esta ocasión por el norte. Trató de hallar
refugio en otro Reino enemigo de Teodorico, el de los burgundios. No lo
logró: soldados ostrogodos le dieron caza cuando intentaba cruzar el río
Durance, aún en la Narbonense, y le mataron allí mismo. San Isidoro de
Sevilla le dedicará un cruel epitafio: «Perdió primero el honor y después la
vida».
Así acabaron los días del desdichado Gesaleico. Y así terminó
Teodorico el Grande de imponer su poder en Hispania. El Reino de los
visigodos era ahora prolongación del poder ostrogodo.

LA ESPAÑA DE TEODORICO V EL GRANDE

La España visigoda de principios del siglo VI era en realidad una


prolongación del Reino ostrogodo de Teodorico. A Teodorico le llamaron
«el grande» y no era para menos: gobernaba directamente sobre Italia,
Hispania, el sur de la Galia y, al este, sobre el Ilírico hasta la raya del
Danubio, y además obtuvo rápidamente la obediencia de los reinos vándalo
y burgundio. En la práctica, era como si el Imperio de occidente hubiera
vuelto a nacer. Oportunos tratados con los francos y con el Imperio de
oriente otorgaron al Reino de Teodorico un periodo de relativa paz que, por
un momento, hizo olvidar la pesadilla de guerra perpetua del siglo anterior.

Heredero del imperio

Teodorico lo hizo todo a lo grande. Para ganarse a los francos no dudó


en casarse con una hija de Clodoveo, Audofleda (fue mucho antes de la
batalla de Vouillé). Y para hacer lo propio con los vándalos, casó a su
hermana Amalafrida con el rey Trasamundo. La franca Audofleda y
Teodorico tuvieron tres hijas y las tres sirvieron para soldar lazos políticos:
una, Ostrogotha, se casó con el rey de los burgundios Segismundo (que
sería canonizado después); otra, Teodegonda, es la que se casó con el
visigodo Alarico II, y la tercera, Amalasunta, contrajo matrimonio con un
linajudo personaje de la nobleza visigoda del que pronto hablaremos. Con
esos movimientos, Teodorico se garantizaba bazas diplomáticas de primer
orden para apaciguar el paisaje con los principales reinos germánicos de la
región. Y al mismo tiempo, se ocupaba de mantener las mejores relaciones
posibles con el Imperio de oriente, con el que nunca quiso entrar en
conflicto. «El Grande», en efecto.
Ya ha quedado dicho que Teodorico, que pasó parte de sus años de
formación en Constantinopla, no tenía nada que ver con la tópica imagen
del caudillo bárbaro: instruido e inteligente, profundamente romanizado,
Teodorico se veía a sí mismo como un heredero del imperio, al menos en su
manera de concebir el gobierno, y se aplicó a una concienzuda tarea de
reorganización administrativa de su reino. En el caso de Hispania también
fue así: se restablecieron prácticamente todas las herramientas de la
burocracia imperial. Ello afectó muy particularmente a la recaudación de
impuestos. Teodorico, en apariencia, iba a velar por el trono de su nieto,
pero, mientras tanto, dispuso explotar a fondo los recursos de Hispania
mediante un sistema de tributos que, entre otras cosas, incorporaba una
cuantiosísima contribución en grano para alimentar a Roma. Las cantidades
fijadas retomaban las de la época de Eurico y Alarico II, pero ahora el
territorio controlado efectivamente por los visigodos era menos extenso, lo
cual no dejó de crear un patente sentimiento de insatisfacción. Con todo, la
mano izquierda del rey con el problema religioso (la oposición entre
arrianos y católicos) y su diplomacia tan firme como pacificadora lograron
imponer un escenario de notable estabilidad.
En el caso concreto de Hispania, tal estabilidad fue sobre todo obra de
un hombre: Teudis, un general ostrogodo enviado a España como guardián
de la corona del pequeño Amalarico y que enseguida daría muestras de
tener sus propios proyectos. Teudis nunca fue desleal a Teodorico, pero
aprovechó su privilegiada posición: se casó con una rica dama
hispanorromana, supo trabar las mejores relaciones con la aristocracia local
y se aplicó a construir un denso tejido clientelar tanto con godos como con
hispanos. Como su matrimonio puso en sus manos una fortuna
considerable, pudo crearse una guardia personal —cerca de dos mil
hombres— que reforzó ostensiblemente su poder. Y como una de sus
principales funciones era recaudar impuestos para Teodorico, se las arregló
para resultar imprescindible. En pocos años, Teudis se había convertido en
uno de los hombres más poderosos de Hispania en lo militar, en lo político
y en lo económico. Guardó bien el trono de Amalarico hasta que este
alcanzó la edad precisa. Y cuando el nieto de Teodorico fue proclamado
(que aún no coronado), Teudis siguió encargándose de que el joven rey
visigodo fuera fiel subalterno de su abuelo, el poderoso rey de los
ostrogodos.

El «compromiso ostrogodo»
Como los tópicos son duros de roer, conviene insistir una y otra vez en
lo fundamental para no perder la perspectiva: los visigodos, que eran un
pueblo bárbaro, no eran un pueblo sin civilizar. «Bárbaro» quiere decir
«extranjero», no «salvaje». En materia de lo que en el siglo XXI llamamos
«salvajismo», los romanos no eran más delicados que los godos. De manera
que cuando nuestros amigos visigodos llegan a un lugar, se imponen por la
fuerza de las armas y conquistan el derecho a recaudar los impuestos, por
ejemplo, sus usos no van a ser muy distintos de los habituales en el modo
de vida imperial, y tampoco va a cambiar gran cosa en la vida cotidiana de
la gente del país. Solo ha cambiado el nombre del que manda, y este va a
administrar su nuevo capital con sus propios criterios, entre los cuales
nunca está matar a la gallina de los huevos de oro. De manera que no hay
que pensar que el poder de la casta goda sobre la población autóctona fuera
especialmente severo.
El caso de Teodorico el Grande es muy interesante porque muestra con
mucha claridad cómo funcionaba el orden político y social bajo el mando
godo. Teodorico no relegó ni marginó a la aristocracia romana, al revés:
respetó sus propiedades rurales, llenó con sus más distinguidos miembros la
burocracia del reino, permitió (e incluso estimuló) que las grandes familias
romanas hicieran carrera en la administración y en la corte, se ocupó de
compensarlas cuando sufrían pérdidas de algún tipo (por ejemplo, por
expropiaciones agrarias o impuestos extraordinarios) y, en definitiva, logró
que la vieja nobleza de la época imperial sintiera el Reino ostrogodo como
suyo. Teodorico obró así porque necesitaba a toda esa gente para organizar
el reino, y su talento como rey consistió en demostrar a los aristócratas
romanos que, obedeciéndole a él, defendían también sus propios intereses.
De manera similar, supo solucionar el problema religioso por la singular vía
de ponerse por encima del conflicto. ¿Los godos eran arrianos y los
romanos eran católicos? Bien, pero todos eran súbditos del mismo reino, el
rey debía velar por todos y se comprometía a garantizar que unos y otros se
respetaran y practicaran su credo con entera libertad. Aquí Teodorico no
actuaba como arriano, sino como rey. A esa política se la ha llamado
«compromiso ostrogodo» y hay que reconocer que logró neutralizar las
tensiones religiosas durante decenios.
La política de Teudis en Hispania fue exactamente igual: buscar la
integración plena de los intereses de la casta visigoda con los de la
aristocracia hispanorromana (y, evidentemente, con los intereses del propio
Teudis). Con la diferencia de que Teudis debía, además, entregar todos los
años a Teodorico sustanciosos tributos, lo cual sin duda molestaría a los
terratenientes hispanos, pero irritaba mucho más a una parte significativa de
la élite visigoda, que llevaba muy mal eso de estar sometida al poder
ostrogodo. Y atención a este punto, porque en pocos años iba a ser fuente
de auténticas tragedias. Pero ya llegaremos a eso. Ahora, sigamos con
Teodorico.
En consonancia con sus hechuras de gran rey, Teodorico previó su
sucesión de tal manera que los territorios de Italia, Hispania, el sur de la
Galia y el Ilírico se mantuvieran unificados bajo una misma corona. ¿Quién
era el beneficiario? Su yerno Eutarico, esposo de Amalasunta, la hija
pequeña del rey. Flavio Eutarico Cillica, que ese era su nombre completo,
era un noble visigodo de linaje amalungo. Descendía directamente de
Hermanarico, aquel rey greutungo que sucumbió ante los hunos, y se había
criado en España. Era lo mejor que le podía pasar al reino: un tipo
inteligente y buen guerrero, con credenciales impecables y linaje
indiscutible. Teodorico preparó a su yerno Eutarico para asumir todo el
poder sobre el reino: hizo que en 519 se le nombrara cónsul, lo cual le
otorgaba en la práctica el gobierno sobre Roma. Un gobierno, y esto es
importante precisarlo, que ejerció en nombre del ostrogodo Teodorico, pero
bajo la autoridad nominal del emperador de Constantinopla, porque
Teodorico siempre quiso legitimar su poder mostrándose como una suerte
de delegado del imperio. Tan estrechas eran las relaciones entre la corte
ostrogoda y Constantinopla que Eutarico fue adoptado por el emperador
(Justino I en aquel momento) como «hijo de armas», lo cual hacía de él algo
así como el brazo militar del imperio.
El proyecto de Teodorico era realmente grandioso: un sucesor que
mantuviera unida la mayor parte de occidente bajo mando godo, con el aval
del emperador de Constantinopla y con la protección de los lazos de sangre
trabados con francos, vándalos y burgundios. Un mundo donde todos
cupieran, como en el viejo imperio. Tanto es así que, cuando en Roma
surgieron problemas serios entre los católicos y la minoría judía, Eutarico
no dudó en proteger a esta última. Eutarico, sin duda, era el hombre. Pero,
por desgracia para todos, Eutarico murió joven: en 522 abandonaba el
mundo de los vivos. Dejaba una viuda, Amalasunta, un hijo de cuatro años,
Atalarico, y un suegro, Teodorico, que veía cómo su gran proyecto se iba a
pique.

Una montaña de ceniza

La muerte de Eutarico cambió muchas cosas, y todas para mal.


Teodorico se acercaba ya a los setenta años; era evidente que no tardaría en
morir. Sin un heredero adulto y respetado, el gran Reino godo de occidente
se veía condenado irremisiblemente a la fragmentación. En Italia quedaba
una viuda, Amalasunta, con un hijo de pocos años. En Hispania, un joven
sin experiencia ni prestigio, Amalarico, solo apoyado por los visigodos más
hostiles a la hegemonía ostrogoda. No puede extrañar que todos los reinos
vecinos comenzaran a hacer cálculos para evaluar qué tajada podían sacar
del previsible caos.
Francos y burgundios miraban con ojos golosos la posibilidad de
extender sus dominios hacia el sur. Pero quien más oportunidades veía en el
colapso godo era Constantinopla, porque ahora el Imperio podía volver a
ser realmente romano, es decir, recuperar el control directo sobre Italia. El
emperador Justino I, también anciano, había trabado con los ostrogodos
sólidos lazos que en su momento le permitieron, entre otras cosas, contener
la amenaza persa en el este. Y bien, ahora se abría en el oeste la posibilidad
de recuperar la península itálica; no solo la posibilidad, sino incluso la
necesidad, porque abstenerse de actuar allí significaría dejar que otros lo
hicieran. El principal valedor de esta política era Flavius Petrus Sabbatius,
más conocido como Justiniano, sobrino del emperador y pronto heredero
del mismo. Y que, a modo de evidente provocación, adoptó una singular
medida: perseguir a los arrianos.
No puede ser casual, en efecto, que precisamente en esta época, en las
postrimerías del reinado de Teodorico, se recrudecieran los conflictos entre
arrianos y católicos, tanto tiempo apaciguados por el ostrogodo. Ya hemos
visto hasta qué punto la cuestión religiosa traducía siempre una lucha
política, y cómo la Iglesia de Roma hizo lo posible para privilegiar a los
monarcas católicos frente a los arrianos o paganos. Ante la política
antiarriana de Constantinopla, el anciano Teodorico reaccionó con una serie
de medidas represivas sobre la aristocracia y el alto clero católicos que no
hizo sino ahondar la fosa. El sabio Boecio, magister officiorum (algo así
como el ministro principal) de Teodorico, fue detenido bajo la falsa
acusación de conspirar a favor de Constantinopla, sufrió tortura y resultó
finalmente ejecutado en 524. Dos años después, el papa Juan I, al que
Teodorico había enviado a Constantinopla para negociar con el emperador
Justino, fue apresado a su retorno, acusado de haberse puesto de parte del
enemigo, encerrado en Rávena y torturado hasta la muerte. También en esto
se cerraba una página para siempre jamás.
Al fin el viejo Teodorico, el gran Teodorico, expiró en Rávena el 26 de
agosto de 526. Tenía setenta y dos años. Había dirigido a los ostrogodos
durante medio siglo. A lo largo de ese tiempo pudo construir el mayor y
más poderoso Reino que ningún godo gobernó jamás. Él lo sabía mejor que
nadie, como también sabía que, a su muerte, todo volaría como una
montaña de ceniza. El rey se había hecho construir un espectacular
mausoleo en las afueras de Rávena: un gran túmulo de dos cuerpos, en
mármol blanco de Istria, con una altura de casi quince metros. Allí se llevó
su cadáver. Los restos de Teodorico fueron introducidos en una vasija de
pórfido, la dura piedra de color de púrpura. Digna morada final para el más
grande de los godos. Pero fuera, al otro lado de las paredes de mármol, todo
iba a venirse abajo de un plumazo.

UNA DAMA MALTRATADA Y OTRO REY ASESINADO


En la España visigoda, la primera medida de Amalarico fue cortar lazos
con el Reino ostrogodo. No era difícil, dado que en Rávena gobernaba la
regente Amalasunta en nombre de su hijo, el pequeño Atalarico, y en medio
de atroces presiones de todo género. Hubo pacto. Consistió en que Rávena
devolvía a Amalarico el tesoro real visigodo (que el fallecido Teodorico se
había incautado a modo de garantía) y dejaba de exigir a los visigodos el
tributo que estos pagaban a los ostrogodos. A cambio, Amalarico entregaba
a los ostrogodos la rica región de la Provenza. Unos y otros marcaban en la
Narbonense la frontera entre ambos reinos, ya definitivamente separados.
Amalarico fijará su capital en la ciudad de Narbona.

Amalarico no era el hombre

Todo esto vino acompañado de una cierta tempestad interior: los que
habían tomado partido por estrechar lazos con los ostrogodos se veían ahora
relegados en beneficio de los partidarios de la singularidad visigoda. En las
fuentes aparece un tal Esteban, verosímilmente hispanorromano, que fue
nombrado prefecto por Amalarico con el transparente objetivo de frenar la
influencia del poderoso Teudis y borrar toda huella del periodo ostrogodo.
El Reino visigodo volvía a caminar solo. Prometedor. Pero, para que la
iniciativa hubiera tenido éxito, habría sido preciso que Amalarico reuniera
las virtudes de un rey capaz de unir a su pueblo. Y no, no las reunía.
Si hemos de creer lo que dicen las fuentes tradicionales (y no hay
motivo para no hacerlo), Amalarico tenía todo el perfil del típico niñato
malcriado y despótico: rodeado desde muy pequeño de la pompa de un rey,
hiperprotegido por su madre, apisonado al mismo tiempo por la sombra
gigantesca de su abuelo Teodorico, limitado en su poder por la autoridad de
los dirigentes ostrogodos enviados a España, sin duda presionado también
por los cortesanos visigodos que querían sacudirse cuanto antes la tutela
ostrogoda… en suma, halagado por unos y humillado por otros. La palabra
«humillación» no es abusiva: desde su mismo nacimiento, Amalarico
llevaba el nombre del linaje de su madre y no del de su padre, es decir,
amalo y no balto, en lo que era una nítida declaración de superioridad por
parte del ostrogodo Teodorico. Sin duda todas estas cosas pesaron a la hora
de construir una psicología no especialmente equilibrada.
Empecemos por el principio: en el mismo año 526 Amalarico se ve
coronado rey y casado con la princesa franca Clotilde. Es una decisión de
hondo contenido político. Clotilde no era una mujer: era una embajada
andante. Hija del gran Clodoveo y de la santa Clotilde, su mano
representaba la paz con los francos y el respaldo de la Iglesia de Roma.
Sobre el papel, nada mejor para pacificar las cosas. Ahora bien, esta política
profranca, seguramente decidida mucho antes de que el propio Amalarico
pudiera decir algo, iba a tener consecuencias desastrosas. Jordanes habla de
las «redes de los francos» y sus «pérfidas intrigas». Redes e intrigas que
terminarían convirtiendo los tratos en maltratos.

De francos y ostrogodos

Los tratos: ¿Por qué Amalarico pactó con los francos? Al parecer el rey,
o su camarilla, temía más a los ostrogodos que a los francos, de manera que
buscó aliarse con estos para protegerse frente a los primeros. Después de
todo, los ostrogodos habían estado vampirizando el tesoro visigodo hasta la
muerte de Teodorico, ahora se iban a quedar sin el momio y nadie podía
asegurar que no intentaran recuperar lo perdido. Los francos, por el
contrario, representaban una amenaza mucho menor. Porque los francos de
aquel momento ya no eran el poderoso Reino de Clodoveo, sino cuatro
reinos no siempre bien avenidos. Resumamos. Clodoveo tuvo cuatro hijos
varones: el primogénito (e ilegítimo) Teodorico (sí, un nombre recurrente),
al que su condición bastarda no le impidió ser un excelente guerrero y pesar
mucho en la voluntad de su padre, y después los tres hijos de Clotilde la
santa, que fueron Clotario, Clodomiro y Childeberto. Clodoveo, a su
muerte, repartió el reino entre sus cuatro hijos. Desde entonces, y guiados
por la viuda Clotilde, todo su propósito fue acrecentar sus respectivos
dominios. No eran gente dulce, los francos: cuando murió Clodomiro, por
ejemplo, su hermano Clotario desposó a la viuda y de consuno con
Childeberto mandó matar a los hijos del finado —sus propios sobrinos—
para poder quedarse con sus territorios. Lo que se dice una familia unida.
Esto, en cuanto a los francos. Veamos ahora qué pasaba con los
ostrogodos. Tras la muerte de Teodorico, en Rávena reinaba la viuda
Amalasunta, arriana, en torno a treinta años, culta, versada en el latín y el
griego, y mujer de armas tomar. Amalasunta, como hemos visto, se casó
con Eutarico, destinado por Teodorico a heredar la corona, pero su
prematura muerte dejó a la mujer con un papelón realmente difícil de
resolver. Su madre pensó casarla con alguien de sangre real, pero ella no
estaba por la labor: se encaprichó de un esclavo llamado Traguilano y
contrajo matrimonio en secreto con él, cosa que estaba rigurosamente
prohibida. La madre de Amalasunta los pilló y mandó decapitar al sin duda
bello Traguilano. La mujer quedó como regente de una corona cuyo
heredero era aún demasiado joven, así que se dedicó a esquivar los golpes
de quienes aspiraban a sentarse en el trono. Hasta tres conspiradores
perdieron literalmente la cabeza en el intento. Pero Amalasunta era mujer,
no podía conducir ejércitos, estaba muy romanizada para el gusto ostrogodo
y su afición por las letras y las artes la hacía sumamente impopular, de
manera que su posición se hizo muy precaria. Como no podía confiar en la
nobleza ostrogoda, buscó apoyo en la aristocracia romana, escogió al sabio
Casiodoro como ministro principal y se puso en manos del emperador de
Constantinopla, Justiniano, para que protegiera la corona del pequeño
Atalarico. Esta era la muy poco airosa situación de los ostrogodos de Italia.
¿Y por qué podía querer el visigodo Amalarico protegerse frente a los
ostrogodos, que andaban en pleno marasmo dinástico? ¿De verdad eran un
enemigo a temer? No. Pero seguramente los ostrogodos a los que
Amalarico temía no eran tanto los de Rávena como los de la propia España,
es decir, el partido de Teudis y compañía, que en los años anteriores habían
construido su propia red de poder. De ahí que buscara respaldo en los
francos y de ahí sus tratos, que llegaron a su máxima expresión con el
matrimonio de Amalarico con Clotilde, hermana de los reyes francos (y sí,
se llamaba como su madre). Hasta aquí, los tratos. Y a partir de aquí, los
maltratos, que fueron los que Amalarico infligió a su franca esposa.

Un pañuelo ensangrentado

Más o menos la historia tradicional dice así: Amalarico maltrató a su


esposa por razones religiosas y los cuñados se vengaron. Amalarico, rey
visigodo de confesión arriana, había desposado por razones políticas a la
católica Clotilde bajo promesa de respetar su fe. Pero, con el tiempo (y fue
muy poco tiempo), Amalarico empezó a acosar a su esposa por causa de su
devoción. La maltrataba y la golpeaba. Incluso llegó a arrojarle estiércol
cuando iba a misa. En cierta ocasión Amalarico golpeó a Clotilde hasta
hacerla sangrar profusamente. La mujer, harta de tanto padecer, enjugó su
sangre con un pañuelo y lo envió a su familia en el Reino de los francos.
Los hermanos de Clotilde, indignados, pusieron pies en pared y decidieron
invadir el Reino visigodo. Y así llegó la desdicha de Amalarico.
Es muy posible que esta historia sea, sobre todo, propaganda eclesial
galorromana para justificar la invasión franca del Reino visigodo. Una
leyenda que los reyes posteriores a Amalarico habrían mantenido, porque
también a ellos les interesaba mostrar al joven rey como un perfecto animal.
Pero el hecho es que Amalarico, en su obra de gobierno, no adoptó
especiales medidas contra los católicos, lo cual encaja mal con el relato.
Esto no obsta para reconocer que, en su política general, Amalarico fue
cualquier cosa menos un sabio gobernante. Al revés, se metió en tales líos
que solo podía acabar como acabó: de la peor manera posible.
¿Quién sabe? Quizás Amalarico, en su ceguera, pensó realmente que
podía sacar algo en limpio de los francos, aunque solo fuera que no le
atacaran. Tal vez Jordanes tenga razón y los francos enredaron a Amalarico
en sus intrigas. Pero, por un lado, ya hemos visto cómo se las gastaban los
reyes francos, y por otro, es perfectamente verosímil que la relación del rey
visigodo con su esposa franca fuera cualquier cosa menos apacible. El
hecho es que a la altura de 531, y con el argumento de vengar la
humillación sufrida por su hermana, el franco Childeberto I atacó la
Septimania, la región visigoda del sur de la Galia. Amalarico, que estaba
allí, en su corte de Narbona, salió a hacerle frente. Y ese día Amalarico
demostró que era tan mal guerrero como funesto político.
Nadie sabe lo que pasó en la batalla, ni siquiera si hubo propiamente tal.
Lo único que consta es que Amalarico huyó como alma que lleva el diablo,
cogió el tesoro regio, buscó un barco y zarpó hacia Barcelona. Los francos
le persiguieron. ¿Y no había ejército visigodo para detener la ofensiva? Sí,
pero, según parece, nadie movió un dedo. ¿Quién habría podido parar a los
francos? Teudis. Es decir, el hombre al que Amalarico había apartado del
poder. Teudis se limitó a observar cómo el cadáver de su enemigo pasaba
por delante de su puerta. Quien convirtió a Amalarico en cadáver fue un
soldado franco llamado Bessón. Fue en Barcelona, en la plaza pública, muy
verosímilmente con autorización de Childeberto I y la pasividad cómplice
(aunque hay quien dice que más) del ostrogodo Teudis. Terminaba el año
531. Con Amalarico moría el último rey de los baltos, y también el último
de la dinastía inaugurada por Alarico I. Ciertamente, no estuvo a la altura de
sus predecesores. Otra página que se cerraba.
El trono quedó vacante, pero solo unos días. Porque enseguida Teudis
dio el paso que sin duda esperaba dar desde muchos años atrás: se proclamó
rey. Y Teudis puso orden. Nos falta información para saber cómo y por qué,
pero no es difícil hacer conjeturas: ese hombre ya había tejido su propia red,
era rico e influyente, disponía de fuerza militar propia y tenía en la mano
tres poderosas bazas políticas que eran: una, su autoridad personal como
hombre de confianza del gran Teodorico, dos, el apoyo de significativos
sectores de la aristocracia hispanorromana y, por último, el respaldo de una
facción importante de la nobleza visigoda. Frente al joven e inexperto
Amalarico (veintinueve años en el momento de su muerte), Teudis, que
debía de rondar ya los cincuenta, era una garantía de solidez. Fue
proclamado rey porque era la mejor opción.
Con Teudis el Reino visigodo se hará más español. El nuevo monarca
mantendrá, por supuesto, la Septimania en el sur de Francia, pero traslada
su capital a Barcelona primero y a Toledo después. El mundo visigodo mira
hacia el sur. Y allí Teudis será el primero que deba hacer frente a un
invitado inesperado: el Imperio de oriente, el mundo de Constantinopla, al
que ya es posible llamar Bizancio y que estaba consiguiendo recuperar
buena parte de los territorios del viejo espacio imperial romano. La
expansión bizantina en España será a partir de este momento el principal
quebradero de cabeza para los visigodos.

EL ENEMIGO BIZANTINO

¿Qué pasó durante el reinado de Teudis? No es fácil saberlo. Uno de los


rasgos característicos del periodo español de los visigodos es que ha dejado
numerosas huellas de todo orden, pero nadie hizo nunca una crónica
contemporánea de los sucesos que ocurrían en cada reinado. La Getica de
Jordanes se detiene precisamente en Teudis y su sucesor, despachados con
rápidos trazos. Lo que sabemos se debe más al galorromano Gregorio de
Tours, que escribió la historia de los francos, o al bizantino Procopio, que
historió el reinado de Justiniano. Habrá que esperar después a la obra de
Juan de Biclaro y Julián de Toledo para volver a tener testimonios escritos
de primera mano, y aun estos demasiado limitados en el tiempo.
Los visigodos españoles nunca relataron su propia historia general, no al
menos según el método convencional de consignar hechos sucedidos. ¿Por
qué? Nadie lo sabe. Una posible explicación es que las historias que
pudieran haber ardieron bajo la ola devastadora de los árabes que
invadieron la península en el siglo VIII, pero, en ese caso, es raro que nadie
guardara una copia en ningún lugar. Otra posibilidad es que, sencillamente,
a la élite cultural del Reino le importara muy poco la Historia: cuando
Sisebuto encargó a Isidoro de Sevilla una historia de los visigodos, el
resultado fueron… quince páginas. Por el contrario, los visigodos se
mostraron excepcionalmente prolíficos en materia jurídica. Eurico hizo su
código. Alarico, su breviario. Numerosos reyes posteriores aportarán
compilaciones, revisiones y hasta códigos enteros. Y el propio Teudis, para
no faltar a lo que ya iba a ser una tradición, ordenó dictar leyes para revisar
y limitar las costas judiciales.

Teudis el estabilizador

No sabemos, pues, qué medidas concretas de gobierno adoptó Teudis,


pero debieron de ser oportunas y sensatas, porque en este punto la crónica
no cuenta absolutamente nada, como si hubiéramos entrado en un agujero
negro de la historia, y lo lógico es pensar que, en caso de que alguna
alteración grave hubiera surgido, el escueto legado que nos han dejado las
crónicas lo consignaría. Como no hay tal, podemos imaginar que Teudis se
concentró en estabilizar el paisaje, poner a buen recaudo el tesoro regio que
Amalarico había recuperado, reorganizar administración y ejército,
completar el asentamiento godo en los Campos Góticos, hacer visible el
poder godo sobre las regiones demasiado periféricas (por ejemplo, la
riquísima Bética) y, verosímilmente, quitarse de en medio a los que habían
apostado con demasiada claridad por el desdichado Amalarico y los
declinantes baltos.
Sobre Teudis dice Procopio, hablando de su etapa anterior, antes de
ceñir la corona, que se condujo «como un tirano». En el lenguaje político de
la época, eso quiere decir que se constituyó en poder personal, singular, al
margen de cualquier obediencia externa. Es verdad que con frecuencia
desoyó las órdenes de Teodorico cuando este le llamaba a Rávena, al mismo
tiempo que puntualmente enviaba al rey los impuestos requisados. ¿Qué
quiere decir esto? Que Teudis mandaba, cada vez más, en nombre propio, y
no por delegación de Teodorico. El dato es relevante para entender la
situación de Teudis en esta nueva etapa como rey. Por así decirlo, Teudis
volvía como rey a la misma casa que había gobernado como prefecto, casa
ocupada hasta ese momento por un Amalarico que, a efectos de poder
material, práctico, no dejaba de ser un intruso.
Sin un Teodorico al que obedecer ni un Amalarico al que soportar,
Teudis se concentró en hacer efectivo el dominio godo sobre Hispania. Por
la documentación eclesiástica, que para estas cuestiones es fundamental,
sabemos que buena parte del sur y el este peninsulares vivían por completo
al margen del Reino visigodo de Tolosa. A partir del reinado de Teudis, por
el contrario, observamos cómo la élite goda se orienta cada vez más hacia
los puertos comerciales del Mediterráneo y las grandes áreas agrarias del
valle del Guadalquivir. ¿Instrumentos? Sobre todo dos: uno, los enlaces
matrimoniales entre nobles familias godas y grandes terratenientes de la
Bética; el otro, una política de manifiesta tolerancia hacia el catolicismo,
para desarmar cualquier hostilidad. Hacia el año 533 Teudis instala su corte
en Sevilla. ¿Cómo lo sabemos? Porque Procopio habla de una ciudad a la
que llegaban los barcos procedentes del norte de África después de cruzar el
estrecho de Gibraltar y remontar un río, y esa ciudad, en la época, solo
puede ser Sevilla. Y es en Sevilla donde Teudis recibe noticias inquietantes:
Bizancio se ha apoderado del norte de África.

Justiniano toma el mando

Bizancio es el nombre griego original de la misma ciudad que luego se


denominará Nova Roma, Constantinopla y, después, Estambul. Aquí estuvo
la capital del Imperio romano de oriente y por eso a este se le llamará
también Imperio bizantino o, simplemente, Bizancio. A partir del
emperador Justino I, y tras muchos años de existencia agónica, Bizancio
decidió pasar a la ofensiva. No fue Justino, demasiado viejo, quien llevó la
voz cantante, sino su sobrino, protegido, discípulo, consejero y finalmente
sucesor, Justiniano. Si grande fue Teodorico en occidente, más grande aún
iba a ser Justiniano en oriente, en occidente y en todas partes. Justiniano
tenía una idea fija: recomponer el viejo espacio imperial romano en torno al
Mediterráneo. Esa idea fija venía acompañada de esta otra: tal
recomposición solo podía venir de la mano de la unificación religiosa (ya
hemos hablado hasta la saciedad de cómo religión y política se superponían
en este momento) y la religión común solo podía ser el catolicismo romano
definido en el credo de Nicea. Y ambas ideas fijas tenían un corolario
evidente: allá donde hubiera un Reino ajeno al credo de Roma dentro del
espacio imperial, Constantinopla, Bizancio, se atribuía el derecho de
conquistarlo para devolverlo a la legítima obediencia. Tal era el caso de la
Italia de los ostrogodos, del África de los vándalos y… de la España de los
visigodos.
Justiniano era un excelente estratega. Lo demostró con creces en el
tablero de la política, que con frecuencia es más complejo que el de la
guerra. Y compleja a más no poder era la situación de ese Imperio bizantino
desgarrado por mil querellas internas y rodeado de enemigos por todas
partes. Allá donde bastó la política, Justiniano supo poner por delante los
intereses imperiales, a veces con la negociación y a veces con la coacción
(y, en muchas ocasiones, con ambas cosas a la vez). Y allá donde hubo de
recurrir a la guerra, el emperador contó con dos generales excepcionales:
Narsés, un eunuco dedicado a la administración que mostró enorme talla
dirigiendo ejércitos, y Belisario, sin duda uno de los más grandes jefes de
guerra de todos los tiempos.
Como el propósito mayor de Justiniano era recuperar el imperio, su
primer paso fue acudir al tradicional granero de Roma: la provincia de
África, convertida en Reino vándalo desde un siglo atrás y que ahora
atravesaba por momentos muy críticos. Desde 523 reinaba allí, en África,
Hilderico. Para tratar de enderezar la profunda crisis del país, Hilderico
acentuó la romanización: se apoyó en las grandes familias afrorromanas, se
acercó a Constantinopla, protegió a los católicos en perjuicio de los
arrianos… Semejante política provocó la irritación de la nobleza vándala,
que en 530 dio lo que cabalmente fue un golpe de estado, derrocó a
Hilderico y aupó al trono a su primo Gelimer. El nuevo monarca se vio de
pronto con todos los frentes abiertos: la población afrorromana, los
bereberes que actuaban en el interior del país y, fuera, la hostilidad
manifiesta de ostrogodos y bizantinos. A la altura de 533, Cerdeña,
posesión vándala, se sublevó y dejó de pagar impuestos. Gelimer mandó un
gran ejército a la isla. Mal paso: en ese mismo momento estaba llegando a
las costas africanas Belisario, el general de Justiniano, con una poderosa
flota.
Belisario destrozará a las huestes de Gelimer en la batalla de Ad
Decimum, cerca de Cartago, la capital vándala. Corría el 13 de septiembre
de 533. La idea inicial de Belisario era reponer en el trono a Hilderico, pero
no será posible: Gelimer, derrotado pero aún no vencido, mata a Hilderico y
se refugia en los montes del Atlas con el propósito de continuar allí la
guerra. Belisario no le dejará opción: le persigue y al año siguiente aplasta a
sus huestes en la vieja ciudad de Bulla Regia. Gelimer termina preso y es
conducido a Constantinopla. Justiniano le perdonará la vida. El Reino de los
vándalos desaparece para siempre. Así África volvió a ser romana.
La victoria bizantina sobre los vándalos tuvo una consecuencia
inmediata en el ámbito de la España visigoda, y es que Constantinopla
extendió sus dominios hasta las mismas puertas de la península ibérica: en
533 los bizantinos toman Ceuta sin oposición digna de tal nombre. La
maniobra no se le escapa a Teudis, que actúa en consecuencia. Enseguida lo
veremos. Pero quedémonos de momento con lo sustancial: Bizancio echa
raíces en la orilla sur del estrecho de Gibraltar. También aquí Justiniano
lograba recomponer el mapa del viejo Imperio romano.

La agonía de los ostrogodos

Después de devolver África al imperio, Justiniano y Belisario pusieron


sus ojos en Italia, donde el Reino ostrogodo se hundía sin remedio. La
última vez que pasamos por Rávena habíamos dejado a la viuda
Amalasunta tratando de sobrevivir entre tiburones. Buscó ayuda en
Bizancio y con ello solo consiguió que la nobleza ostrogoda le cogiera aún
más ojeriza. El conflicto llegó al extremo de que los nobles, hartos de que el
heredero Atalarico viviera tan a la romana, cogieron al chaval y lo apartaron
de su madre, muy verosímilmente con ayuda de la abuela, Audofleda, la
viuda de Teodorico. Y atentos porque el caso no acabó aquí. El joven
Atalarico, zarandeado por unos y por otros, se dio a la bebida. Tanto que el
2 de octubre de 534, con solo dieciocho años, moría de una crisis etílica.
Amalasunta quedaba ahora como reina sin heredero ni pretendiente, así que
se arregló su matrimonio con Teodato, sobrino de Teodorico y uno de los
tipos más siniestros de la corte ostrogoda, pero rico y poderoso, además de
bien relacionado con Bizancio. ¿Caben más dramas? Sí.
En efecto, muy poco después, la vieja Audofleda muere
sospechosamente durante una cena tras cierta celebración arriana. Dicen
que bebió de un cáliz; lo típico. Pero Teodato aprovecha la circunstancia
para acusar a Amalasunta de haber envenenado a su madre, y con ese
argumento cambia a todo el gobierno de Rávena y encierra a su mujer en la
fortaleza de una isla en el lago de Bolsena. Es 535. Justiniano se entera de
la atrocidad y exige a Teodato una explicación sobre la triste suerte de
Amalasunta. Aún más: envía una embajada a Rávena para exigir la
inmediata puesta en libertad de la mujer. Demasiado tarde: cuando la
embajada llega, Amalasunta ya ha sido estrangulada por los sicarios de
Teodato. Justiniano monta en cólera y encarga a su mejor general, Belisario,
que ataque a Teodato. Tal vez era solo el pretexto que Justiniano estaba
esperando. Teodato no dio la cara: mandó un ejército contra Belisario, pero
él se quedó en Roma. Los guerreros godos le acusaron de traición. Teodato
intentó huir a Rávena, pero sus días estaban contados: interceptado por el
camino, fue degollado sin contemplaciones por las propias tropas
ostrogodas. El Reino ostrogodo de Italia tardará muy poco en volver al redil
del imperio.
A Bizancio le quedaba Hispania para volver a dibujar el mapa imperial.
Pero no era tarea fácil. Por un lado, la península estaba muy lejos y enviar
tropas permanentes allá exigía un despliegue logístico que el Imperio no
podía asegurar. Por otro, los continuos roces en la frontera oriental con los
persas distraía inevitablemente unos recursos militares preciosos.
Añadamos que Justiniano, según casi todas las fuentes, tampoco era
partidario de dar demasiado poder a sus generales, ni demasiados recursos
ni demasiada gloria, porque la tentación de elevarse a lo alto del Imperio
por la fuerza de las armas seguía siendo demasiado factible. Pero eso no
quita para que la presencia bizantina al otro lado del Estrecho fuera una
amenaza objetiva. Y los visigodos lo sabían.
Teudis, en España, supo con claridad lo que se le venía encima y
acometió una brillante maniobra preventiva: tomar Ceuta. ¿Por qué Ceuta?
Porque si había una invasión bizantina del territorio hispano, esta tendría
que venir necesariamente por el punto de África más cercano a la Península,
y ese era Ceuta; porque una operación así solo podría organizarse
acumulando tropas en una ciudad con recursos suficientes para mantenerlas,
y esas solo podían ser Ceuta y Tánger; porque si el Imperio quería controlar
el Mediterráneo y sus rutas comerciales más allá del Estrecho, necesitaba
un puerto bien acondicionado en el extremo occidente del imperio, y ese,
una vez más, solo podía ser Ceuta. Las tropas de Teudis acudieron allá.
Corría 542. Objetivo: echar a los bizantinos. Pero fue un fracaso: después
de un largo asedio, las huestes visigodas tuvieron que volver por donde
habían venido. Bizancio era fuerte. Cada vez más.
Mientras todo esto pasaba en el sur, en el norte la tierra había vuelto a
arder: los francos intentaban invadir España. Y aquí los visigodos sí que
conseguirían imponer la fuerza de sus lanzas.

DESCALABRO FRANCO EN ZARAGOZA

A la altura del año 540, la marcha de las cosas había llevado a los
visigodos a una situación imprevista. Su tierra de promisión, el sur de la
Galia, se había convertido ahora en la parte menos relevante, en términos
territoriales, de sus dominios, mientras que Hispania, una región que
inicialmente consideraban solo zona de expansión, periférica, pasaba a
configurarse como espacio central del reino. La nobleza visigoda seguía
viendo la Septimania como su escenario político fundamental porque era la
zona más rica, la más romanizada y también el cruce de caminos con las
ambiciones políticas de francos, burgundios y romanos, pero la realidad era
que los visigodos pintaban cada vez menos en la Galia.
Por el contrario, su papel en Hispania se iba haciendo cada vez mayor, y
eso ponía a la nobleza visigoda en una posición nueva, porque Hispania era
un lugar sensiblemente distinto, mucho menos uniforme desde el punto de
vista socioeconómico, donde las aristocracias locales —hispanorromanas—
habían tejido sus propias redes de poder y el juego político tenía otras
reglas, a lo que había que sumar la existencia de grandes áreas despobladas
y de cultivo difícil, otras regiones sencillamente impenetrables (las
montañas del norte) y, para colmo, la presencia de dos potencias hostiles
que eran el Reino suevo en el noroeste y la influencia del Imperio bizantino
en el sureste. ¿Cómo se gobierna eso? Teudis debió de pasarse la vida
intentando contestar a esa pregunta.

La ambición de Teudis

Recompongamos el cuadro. Teudis, ostrogodo, reina en un espacio


visigodo. Teóricamente, su autoridad bebe en los tratados previos entre los
godos y el imperio, de manera que Teudis no va a entrar en guerra con
Constantinopla. Por otro lado, es justamente esa vinculación formal la que
legitima al poder godo para imponerse sobre las aristocracias locales de
origen romano; si el rey godo se levantara contra Constantinopla, la
mayoría de la población, hispanorromana, encontraría un argumento
perfecto para rebelarse contra el godo. ¿Por qué no había insurrecciones
hispanorromanas contra el poder godo? Porque las grandes familias
terratenientes carecían de la unidad precisa para actuar conjuntamente. Y
también porque Teudis, sabio, se había ocupado de mostrarse como un fiel
amigo del Imperio y, por supuesto, de esos mismos linajes hispanorromanos
que dominaban los recursos agrarios y las rutas comerciales. Un
matrimonio de conveniencia, en suma, como el del propio Teudis con su
esposa hispana. Hay que insistir en ello: los reyes godos, en este momento,
no son reyes independientes y soberanos, sino delegados, por así decirlo, de
la autoridad que emana del Imperio romano.
Ahora bien, a la altura de 540 hay algo que cambia el paisaje. No ocurre
en España, sino en Italia. Allí, como hemos contado, el Imperio había
recuperado el control sobre lo que un día fue el Reino ostrogodo de
Teodorico. Pero ocurrió que, con la campaña italiana ya prácticamente
terminada, los persas se levantaron en oriente y Justiniano tuvo que enviar
allá a sus tropas de Italia, con Belisario al frente. Y los ostrogodos más
recalcitrantes, al ver que Belisario abandonaba el país, no tardaron ni un
minuto en sublevarse y elegir a un nuevo rey. ¿Quién? Un tal Ildibaldo, jefe
de la guarnición de Verona y que añadía a su currículum un mérito muy
singular: era sobrino de nuestro amigo Teudis.
La cosa estaba clara: los ostrogodos de Italia, derrotados y sin rey de la
dinastía de los amalos, escogían como monarca a un pariente de Teudis para
atraer a este y obtener su ayuda frente a Justiniano. Los visigodos correrían
en socorro de los ostrogodos, recuperarían su fuerza frente a Constantinopla
y de nuevo habría un Reino godo en Hispania e Italia como en tiempos del
gran Teodorico. Eso debió de pensar Teudis, que, seguramente, ya se veía
como heredero del gran rey amalo. No hay ningún documento que lo
demuestre, pero los lazos de solidaridad entre los germanos siempre
funcionaban así. Parece poco dudoso que Teudis se comprometió a enviar
refuerzos a su sobrino italiano. El problema fue que alguien, en
Constantinopla, había tomado precauciones por si tal cosa ocurría. Desde
cinco años antes, Justiniano había firmado con los reyes francos un acuerdo
regado con enormes cantidades de oro. El acuerdo consistía en esto: los
monarcas católicos harán frente común contra los herejes. ¿Y quiénes era
los herejes? Los godos arrianos. Más claro, agua. Y así, como por
casualidad, en el mismo momento en que Teudis iba a enviar refuerzos a
Italia, un ejército franco entraba en España.

Clotario y Childeberto
Se llamaban Childeberto y Clotario, y ya los conocemos: hijos los dos
de Clodoveo, el primero era rey de París y Orleans, y el segundo reinaba en
Soissons y parte de Aquitania. Entre los dos se habían comido ya la
Burgundia. Desde años atrás, francos y godos venían intercambiándose
golpes en torno a la Septimania, con victorias ora de unos, ora de otros,
pero nunca decisivas. Sobre todo: nunca antes los francos habían intentado
una invasión de territorio hispano. Pero esta vez, sí: sin duda con la
aquiescencia (como poco) del emperador Justiniano, y muy probablemente
para frustrar cualquier convergencia militar de visigodos y ostrogodos, esta
vez los francos invadieron Hispania.
Terminaba la primavera de 541. Childeberto y Clotario cruzaron los
Pirineos por el paso occidental, el navarro; es la calzada Burdeos-Astorga.
Llegaron a Pamplona y la saquearon. Tomaron el ramal de la calzada que
conduce a Zaragoza y saquearon igualmente toda la comarca, de gran
riqueza agraria. Llegaron a Zaragoza y la sitiaron: querían rendirla por
hambre. La ciudad del Ebro aguantó. En pleno asedio, el clero zaragozano
—lo cuenta Gregorio de Tours— organizó una procesión con la túnica de
San Vicente Mártir. Los francos, presos de temor de Dios, terminaron
levantando el campo. En la retirada franca también debió de influir, todo
sea dicho, el ejército visigodo que se acercaba al mando del duque
Teudisclo y que, astuto, se colocó en la retaguardia del invasor cortándole la
salida. San Isidoro de Sevilla proporciona este último dato.
Childeberto y Clotario trataron de llegar a los pasos del Pirineo,
seguramente por Valcarlos, pero Teudisclo ya estaba allí. Enojosa situación
para los reyes francos. No cabía otra que negociar. Al fin y al cabo, la
salvaje depredación de la comarca del Ebro había reportado a los francos un
cuantioso botín. Clotario y Childeberto ofrecieron a Teudisclo un rescate a
cambio de que les dejase marchar. Teudisclo aceptó: dio veinticuatro horas
a los francos para desalojar Hispania. Los reyes y sus respectivos séquitos
lograron ponerse a salvo, pero el grueso del ejército franco no llegó a
tiempo. Teudisclo lo aniquiló sin contemplaciones. Retengamos ese
nombre: Teudisclo, duque de origen ostrogodo, porque enseguida lo
volveremos a encontrar.
La invasión franca quedó en desastre, pero tras de sí dejaba en Hispania
una situación calamitosa: campos devastados a lo largo de todo el valle del
Ebro y enseguida, al año siguiente, una epidemia de peste: «morbus
inguinalis», la llama la Crónica Zaragozana. Y no iba a ser el único
problema de Teudis. En el norte, las rebeliones de vascones son continuas.
No se trata de insurrecciones propiamente políticas: estos vascones —más
adelante lo explicaremos en detalle— no constituyen un Reino ni unidad
política alguna, ni forman parte tampoco del orden godo ni franco; son más
bien tribus de carácter primitivo que de vez en cuando asaltan las tierras
fértiles en busca de botín. Las armas visigodas no pueden emplear aquí las
tácticas de un ejército, sino que persiguen a los asaltantes y, si los localizan,
tratan de aniquilarlos; no se puede hacer más en una orografía tan
complicada como la de esas montañas. Pero todavía mucho más serio, por
sus repercusiones políticas, iba a ser el panorama en el sur: a la altura de
545 estalla una rebelión entre los grandes terratenientes de la Bética. Es
muy factible que esta rebelión guarde lazos con la política bizantina,
bastante dada a aplicar el principio «divide y vencerás». De hecho, pronto
veremos directamente la mano de Bizancio en los vaivenes que sacuden al
Reino godo. Teudis morirá sin haber resuelto esta crisis.

Puñales contra lanzas

Porque Teudis murió, en efecto, y de muy mala manera. En 548 —muy


poco después del fracaso ante Ceuta— fue apuñalado en su palacio de
Sevilla (otras fuentes sitúan el hecho en Barcelona) por un desequilibrado o,
al menos, por alguien que se fingió tal. Lo único que se sabe a ciencia cierta
es lo del apuñalamiento. Si fue en Sevilla, es muy probable que el crimen
estuviera relacionado con la crisis política de la Bética. En cuanto al
asesino, la hipótesis más verosímil es que estuviera implicado en la conjura
contra el poder regio y que se fingiera loco para no delatar a sus mentores.
Teudis, herido de muerte, pidió que no se ejecutara al agresor porque era un
simple loco. Hay quien ha visto aquí un gesto de arrepentimiento por el
asesinato de Amalarico, tantos años atrás. Sea como fuere, Teudis moría sin
haber consolidado la corona y mucho menos un linaje que pudiera
heredarla.
Los visigodos, repitámoslo para deshacer malentendidos, no tenían una
ley sucesoria y con Amalarico se habían extinguido los descendientes del
linaje baltingo. En esa situación, el trono era para quien suscitara el
suficiente consenso entre la nobleza goda o, simplemente, para quien
pusiera las lanzas precisas sobre la mesa. ¿Quién suscitaba consenso?
Nadie, a juzgar por los problemas políticos que estaba viviendo el reino. Y
a falta de consenso, ¿quién tenía más lanzas? Teudisclo, el de la batalla
contra los francos, que se hizo proclamar rey con el respaldo de la misma
facción nobiliaria que había apoyado a Teudis. Lo que no podía imaginar
Teudisclo es que esas lanzas no servirían de nada frente a los puñales de sus
enemigos.
Sevilla, diciembre de 549. El rey Teudisclo, poco más de un año en el
poder, convoca una cena en su palacio con invitados de postín. El monarca
bebe demasiado. En un momento del banquete, alguien apaga las luces de
las velas. En la oscuridad, manos invisibles atan a Teudisclo a su silla. Acto
seguido, una lluvia de puñales se va clavando, uno tras otro, en el cuerpo
del rey. Cuando de nuevo se encienden las luces, Teudisclo está muerto,
empapado en sangre, atado a su butaca. Los comensales, al unísono, fingen
estupor y escándalo. Así murió el rey Teudisclo según la tradición sevillana.
Se dice que los comensales eran ricos terratenientes hispanorromanos de
la Bética, y que la conjura venía movida por los mismos que mataron a
Teudis. Y se dice también que quienes mataron a Teudisclo lo hicieron
movidos por la venganza, pues el rey, libidinoso, había forzado a las
esposas de muchos de ellos. Esta última explicación parece dirigida a
justificar la muerte del rey por una falta moral inaceptable y así apartar la
atención de cualquier motivación política. Y es posible, en efecto, que
Teudisclo fuera un canalla pisahonras. Sin embargo, todo lo que va a pasar
inmediatamente después parece darnos otras pistas.
¿Y qué va a pasar inmediatamente después? Que el Reino godo entra en
guerra civil, dos facciones pelean por el poder, una de ellas viene apoyada
por los terratenientes hispanorromanos y por medio aparecerá, cómo no, la
larga mano de Bizancio, esta vez con intervención militar directa en suelo
español. Venían tiempos de sangre para el Reino visigodo.

LO QUE HAY DETRÁS DE UNA GUERRA CIVIL

Termina el año 549 y el asesinato de Teudisclo deja un nuevo rey:


Agila. ¿Quién es Agila? Un visigodo «pata negra» —valga la fórmula—,
arriano radical, ajeno al clan ostrogodo que desde años atrás controla el
reino. Nos falta información para conocer las circunstancias exactas en las
que Agila llega al trono, pero todos los indicios apuntan a una atmósfera de
profunda crisis política. Muy probablemente, los que elevan a Agila al trono
son los mismos que han matado a Teudisclo. La consecuencia es inevitable:
una guerra civil.

Los partidos de los visigodos

A la hora de explicar una guerra civil, conviene saber qué representa


cada contendiente. Los visigodos no se peleaban entre sí por afición —
aunque el combate formaba parte de su modo de vida— o por su mal
carácter. Las permanentes disputas entre facciones venían provocadas por
causas bien concretas: las diferencias entre linajes, las obediencias a grupos
de poder opuestos, la cuestión religiosa, la idea que cada campo se hacía
sobre cómo debía ser el reino, las redes de intereses trabadas con la
población autóctona y las influencias de poderes exteriores, entre otros
factores, y todos ellos a la vez. Así que, para no perdernos, recompongamos
el paisaje.
Tenemos, por un lado, lo que podríamos llamar el «partido posibilista»,
que llevaba la voz cantante desde la muerte de Alarico II. Esta facción
estaba formada por los nobles de origen ostrogodo (Teudis y Teudisclo, por
ejemplo) y sus fieles, más los visigodos partidarios de la política «pangoda»
del viejo Teodorico el Grande (o sea, un mismo poder en todos los
territorios gobernados por godos), más los fieles del antiguo y ya extinto
linaje amalo, más los numerosos aristócratas hispanorromanos que habían
enlazado con este grupo sus intereses (agrarios, comerciales, territoriales) y,
asimismo, la mayor parte del clero católico, porque esta facción, sin dejar
de estar dirigida por arrianos, era partidaria de la mayor tolerancia para con
la religión mayoritaria del país. Y enfrente estaba lo que podríamos llamar
el partido «nacionalista», relegado a una posición subalterna después de la
batalla de Vouillé y que solo había conocido una cierta recuperación de
poder durante el reinado del desdichado Amalarico. Esta segunda facción
estaba compuesta por los visigodos «pata negra» que no aceptaban la
hegemonía de los jefes de origen ostrogodo, más los fieles del viejo (y
también extinto) linaje baltingo, más los partidarios de que los visigodos
conformaran un Reino propio en sus territorios sin injerencia ostrogoda,
más los arrianos de convicción (ya fuera religiosa o simplemente
identitaria), más los grupos de poder que esta gente hubiera podido
construir a su alrededor a través de enlaces matrimoniales, y que no eran
muy influyentes desde el punto de vista económico porque la mayor parte
de la aristocracia hispanorromana se inclinaba más bien —y es lógico—
hacia el otro lado.
Posibilistas y nacionalistas, pues (y que se nos perdone la extravagancia
de las etiquetas, pero aquí resultan útiles). ¿Qué querían los primeros? Un
Reino abierto a la paulatina colaboración con las élites locales
hispanorromanas, lo cual implicaba la progresiva atenuación de la
diferencia religiosa, y capaz de proyectarse a todos los territorios donde
hubiera godos (Hispania, Italia, el sur de la Galia) sin que ello supusiera
necesariamente romper con la tutela nominal que ejercía el imperio. ¿Y qué
querían los «nacionalistas»? Un Reino visigodo sin mezcla de otros
elementos, donde la élite visigoda y arriana ejerciera su poder sobre la
población hispanorromana y católica en los mismos términos que en su día
(tantos años atrás) se pactaron con el Imperio romano. Básicamente, estas
eran las dos fuerzas en presencia.

Bizancio, el tercero en discordia

Sobre esta división de campos había un factor que complicaba mucho


las cosas: Bizancio. La política de «renovación imperial» lanzada por
Justiniano venía a corregir un tanto la posición de los pueblos germánicos:
si estos querían seguir ejerciendo su poder sobre los territorios que un día
fueron imperiales, tendría que ser con una aceptación expresa de la
autoridad del emperador de Constantinopla. Se acabó eso de legitimarse
invocando un poder, el romano, al que al mismo tiempo burlaban. Eso
ponía en un brete a cualquiera de nuestras dos facciones visigodas, porque
ninguna de ellas quería ostentar el poder «por delegación»: era mucho
menos humillante esgrimir los viejos tratados. Pero, al mismo tiempo, ni
«posibilistas» ni «nacionalistas» podían mostrarse como enemigos del
imperio, y ello por dos razones de peso: una, que Constantinopla ya había
demostrado de lo que era capaz en el África de los vándalos y en la Italia de
los ostrogodos; la otra, que una hostilidad manifiesta hacia el Imperio
significaría con toda seguridad ganarse la animadversión de la aristocracia
hispanorromana, que seguía siendo imprescindible para gobernar
efectivamente el país. Complejo paisaje al que hay que añadir un dato más:
la propia actitud de la aristocracia local hispana, porque esta, romana y
católica, estaría mucho más a gusto bajo un emperador romano y católico
que bajo un rey germano y arriano. De manera que en el dibujo del tablero
de esta guerra civil había dos elementos sumamente aleatorios —Bizancio y
los hispanorromanos—, y nadie podría decir en qué sentido iban a correr los
dados una vez lanzados sobre la mesa.
Y ahora, dibujados los campos, contemos lo que pasó. Al poco de llegar
Agila al trono, en 550, Córdoba se rebela. ¿Quién se rebela? La facción
hispanorromana con la Iglesia a la cabeza. Entre las razones que justifican
la insurrección se cita la falta de respeto de Agila ante la tumba del mártir
Acisclo. El elemento religioso —católico— sirve como legitimación del
levantamiento. Sin duda el factor imperial, es decir, la influencia del poder
bizantino, no es ajeno a los hechos. Agila acude a Córdoba y trata de dar la
batalla. Pero los insurrectos no son solo ricos terratenientes: tienen un
ejército y es tan fuerte que derrota a Agila. El rey tiene que huir dejando
atrás un hijo muerto, buena parte de su ejército y el tesoro regio. Agila tiene
que refugiarse en Mérida.
Que Agila huya a Mérida, capital de la Lusitania, es muy elocuente:
significa que en toda la Bética, región poderosamente influida por el
imperio, no había lugar para el rey visigodo. Al menos, para ese rey. ¿Cuál
era la otra gran ciudad de la Bética? Sevilla, la capital de la corte de Teudis
y Teudisclo. Y allí, en 551, se produce una nueva rebelión, esta vez de la
facción «posibilista»: los nobles del partido ostrogodo eligen rey a
Atanagildo, noble visigodo que posiblemente ejercía en aquel momento
como duque de la Bética. Sabemos que la región, de enorme importancia
por sus recursos agrarios, era en su mayoría hispanorromana y católica.
Pregunta: ¿Hay alguna relación entre el levantamiento de Córdoba en 550 y
la sublevación de Atanagildo un año después? No lo parece: el primero
forma parte de la hostilidad hispanorromana hacia los godos y la segunda
ha de ser vista dentro de la oposición entre facciones godas. En todo caso,
la guerra estaba servida.
Agila se entera del levantamiento de Atanagildo y empieza a acumular
tropas en Mérida. Eso significa que deja desguarnecidas otras regiones del
reino. Atanagildo, desde Sevilla, conoce los movimientos de Agila y pide
ayuda a Justiniano, el emperador. Es 552. Un contingente bizantino
desembarca al principio del verano en las cercanías de Cartagena y marcha
sobre Sevilla. Lo manda Liberio, prefecto del Pretorio de Arlés y hombre
bien relacionado con el clan ostrogodo. Al mismo tiempo, Agila marcha
sobre Sevilla también. Allí Atanagildo se dispone a librar una batalla
defensiva. Es ya el mes de septiembre. Agila pierde y debe volver hacia
Mérida. Pero la guerra aún no ha acabado.
¿Qué están haciendo los bizantinos? En realidad, cubrir sus propios
intereses, que coinciden con los de los terratenientes de la Bética
sublevados en 550. Los bizantinos se repliegan sobre Cartago Nova, que
toman por la fuerza, obligando a huir a muchos nobles de la ciudad y, entre
ellos, a Severiano, el padre de san Isidoro. Acto seguido, los imperiales
ocupan también Málaga y toda la franja suroeste hasta el estrecho. Mientras
tanto, los visigodos se desangran durante dos largos años peleando entre sí.
Hasta que en el mes de marzo de 555, en Mérida, Agila es asesinado por
nobles de su propia facción. Atanagildo queda como rey. Después de este
nuevo asesinato, Gregorio de Tours dirá aquello de que «los godos habían
adoptado la perversa costumbre de matar por la espada a los reyes que no
les complacían, sustituyéndolos por cualquier otro de su agrado». Es lo que
pasará al repertorio habitual de la Historia como «mal de los godos» o
morbus gothorum.

Nace la provincia de Spania

En todo este relato hay una pieza que no termina de encajar, a saber:
¿Para qué había mandado Bizancio a sus ejércitos? Porque no parece que su
acción fuera decisiva en la resolución de la guerra. Las fuentes antiguas
dicen que Bizancio apoyó a Atanagildo, mientras que autores
contemporáneos parecen inclinados a pensar que Justiniano respaldó a
Agila, es decir, al bando contrario. En realidad puede que todo sea verdad al
mismo tiempo. El poder fáctico, es decir el poder material, real, que
gravitaba en torno a la producción agraria y que estaba muy
mayoritariamente en manos de los terratenientes hispanorromanos y
católicos, había apostado claramente por Constantinopla, ese Imperio
renovado construido por Justiniano, frente a la precaria estructura política
construida por los godos, que eran extranjeros y arrianos. Los dueños de la
tierra veían a Justiniano como su salvación. En ese contexto,
Constantinopla pudo haber jugado sus cartas con la astuta ambigüedad que
caracterizó siempre a la política bizantina: apoyar simultáneamente a dos
contrincantes para que se debiliten entre sí, con el objetivo de beneficiar
ante todo al proyecto neoimperial de Justiniano y, sobre el terreno, a las
aristocracias hispanorromanas en lugares tan sensibles (y ricos) como las
vegas del Segura y el Guadalquivir y el litoral malagueño.
De hecho, cuando termina el conflicto, con Agila muerto, Atanagildo en
bancarrota y el país manga por hombro, los únicos vencedores de verdad
son los rebeldes hispanorromanos de Córdoba y Málaga y, por supuesto,
Constantinopla, que se hace con el control de un amplísimo espacio en el
sur y el sureste peninsulares, desde lo que hoy es Murcia hasta más allá del
estrecho de Gibraltar y, hacia el interior, hasta las actuales provincias de
Albacete, Jaén, Córdoba y Sevilla: un enorme territorio que constituye lo
que se llamará provincia de Spania. Atanagildo logrará recuperar Sevilla,
pero esta Spania bizantina permanecerá vigente durante muchos años.
Atanagildo no fue un mal gobernante. Al menos, entendió que le
resultaba absolutamente imprescindible coser los rotos del país si no quería
que el Reino se le desangrara. De entrada, tuvo la generosidad suficiente
(bien estimulada por el interés propio) para ahorrarse represalias contra el
bando perdedor, el de Agila y sus visigodos «pata negra»; al fin y al cabo,
todos estaban en el mismo barco. Eso del mismo barco hay que tomarlo al
pie de la letra, porque no había diferencias esenciales entre los dos bandos:
Atanagildo, que representaba los intereses del clan ostrogodo y sus reyes de
linaje amalo, estaba casado desde 555 con la dama Goswintha (también se
escribe Gosuinda), importantísima en el mundo visigodo y verosímilmente
de linaje balto. Por cierto que de esta Gosuinda hemos de hablar más
adelante, porque dejará una huella decisiva en la España visigoda, pero ya
llegaremos a eso.

Un reformista

Si en política interior Atanagildo cerró brechas, no muy distinta fue su


actitud en política exterior. Por ejemplo, para mantenerse cerca de los reinos
germánicos vecinos, francos y burgundios, permanente fuente de
problemas, Atanagildo y Gosuinda casaron a sus hijas Brunegilda y
Galsuinda con los reyes francos Sigeberto de Austrasia y Chilperico de
Neustria, respectivamente (por cierto que ambas acabarán muy mal, pero
esto es otra historia). Y sobre todo: Atanagildo se apresuró a firmar con los
enviados de Justiniano un acuerdo que venía a confirmar el dominio
bizantino sobre aquella provincia de Spania que terminaría siendo el último
vestigio político del Imperio romano en España.
Atanagildo reinará once años, hasta 567. Por claras que tuviera las cosas
el rey, el edificio estaba seriamente tocado. No tanto por el problema
político subyacente —el de los dos partidos— como por la situación
económica. ¿Por qué sabemos que había una seria crisis en el reino? Por las
monedas: todas las acuñadas en esta época son ostensiblemente mediocres
en ley y en peso. Cosa natural, por otro lado, si recordamos que Agila había
perdido el tesoro regio cuando su calamitosa expedición cordobesa.
Además, la pérdida casi completa de la Bética y de parte sustancial de la
Cartaginense debió de suponer un duro golpe para una economía muy
fundamentalmente agraria y donde el erario público dependía de los tributos
sobre la propiedad inmueble y la producción agropecuaria. A menos
producción, menos tributos y, por tanto, menos recursos para defender las
tierras productivas, que entonces pueden pasar a ser ocupadas por un
enemigo exterior, como en la Cartaginense, o rebelarse contra el poder,
como Córdoba. Pero si la corona sostiene la recaudación de impuestos pese
a la merma en la producción, entonces inevitablemente generará un
sentimiento de explotación e injusticia que de igual modo moverá a
deserciones o rebeliones. ¿Qué camino tomar? Atanagildo lo intentó. Se
llevó de forma definitiva la corte y la administración a Toledo, aceleró la
hispanización del Reino visigodo y… se murió. De muerte natural
(sorprendente, en efecto). Tras él, llegaba el momento de las grandes
decisiones.
V. LA PRIMERA ESPAÑA

LAS GRANDES DECISIONES

Diciembre de 567. Toledo llora a Atanagildo: el rey ha muerto. Dicen


que se ganó el respeto, si no el amor, de sus súbditos. Quizá por eso falleció
de muerte natural, y no asesinado como sus predecesores. Fue realmente un
buen rey. Pero ni el mejor capitán puede mantener a flote un barco con el
casco roto, y esa era exactamente la situación del Reino visigodo: a punto
de naufragar.

El espejo de una crisis

La situación del país a la muerte de Atanagildo es gravísima. Primero,


en el orden interno: las querellas dentro del bloque godo son feroces, y un
buen ejemplo de ello es que las discusiones para nombrar a un nuevo rey se
prolongarán durante cinco meses, nada menos. El paisaje político era
desolador. Extensas porciones de la península vivían completamente al
margen del poder godo. Los grandes terratenientes hispanorromanos de la
Bética y la Cartaginense, orgullosos de su linaje senatorial, habían
organizado su propia estructura de poder, incluso con ejércitos capaces de
derrotar a Agila, como hemos visto páginas atrás, y miraban más a
Constantinopla que a Toledo. Al mismo tiempo, los suevos del noroeste
mantenían su independencia y en aquel momento comenzaban su
conversión masiva al catolicismo, fenómeno en el que no es impropio
suponer la mano de Bizancio. Pero había más. Detrás de los montes
cantábricos no existía huella alguna del orden visigodo. Las tierras de los
vascones eran un perpetuo surtidor de problemas, con constantes ataques a
las tierras fértiles del valle del Ebro. ¿Más? En lugares como los montes de
Zamora o la sierra del Segura habían surgido entidades políticas informales,
pero independientes (Sabaria y Orospeda, respectivamente), bajo la
dirección de los terratenientes hispanorromanos. Todo eso tenía efectos
letales en el plano económico: con el tesoro regio visigodo reducido al
mínimo, no había dinero para pagar a las tropas, y sin tropas no había
lanzas para controlar el territorio y recaudar dinero. Crisis general.
Si esto era así en el orden interior, en el exterior la situación era aún más
sombría. El primer y mayor problema, sin duda, era la presión bizantina en
la provincia de Spania. Y no porque Constantinopla tramara una invasión
del territorio visigodo —algo logísticamente muy complejo—, sino porque
la mera existencia de una provincia que gravitaba directamente en la órbita
del Imperio ejercía un poderoso efecto de atracción en las élites de los
territorios vecinos, tan católicas y romanas como el emperador.
Teóricamente, el Reino visigodo era fedatario del Imperio de
Constantinopla. Pero ¿qué hacer cuando tu socio te quiere comer?
Atanagildo había firmado acuerdos con Bizancio, sí. Pero ¿hasta qué punto
no eran sino una confesión de la propia debilidad?
También era complejísima la relación con los pueblos germánicos
vecinos, que conocían a la perfección la debilidad visigoda e iban a
aprovecharla en su propio beneficio. A perro flaco, todo son pulgas. Los
francos van a tardar muy poco en aprovechar la muerte de Atanagildo para
sitiar y tomar Arlés. Los francos, en efecto: los mismos a los que
Atanagildo había tratado de ganarse con acuerdos diplomáticos. Vale la
pena contar por qué. Ya hemos visto que Atanagildo y su esposa Gosuinda
habían tenido dos hijas: Galsuinda y Brunegilda. Ambas fueron destinadas a
sendos matrimonios políticos con reyes merovingios: con Chilperico de
Neustria la primera, con Sigeberto de Austrasia la segunda. El tal
Chilperico, ya casado, anuló su matrimonio para desposar a Galsuinda, pero
conservó a su amante, Fredegunda. Galsuinda, la flamante esposa, puso pies
en pared, como es natural, y anunció que rompía el vínculo, pidiendo
además la devolución de la dote. Nunca lo hubiera hecho: la pobre
Galsuinda murió estrangulada en el lecho regio, verosímilmente por
encargo de Fredegunda, la amante. Brunegilda, la otra hermana, clamó
venganza y empujó a su marido, Sigeberto, a declarar la guerra al canalla de
Chilperico. Lo que aquí nos interesa, en todo caso, es subrayar el poco
respeto que los reyes godos inspiraban a sus vecinos francos: tan poco que
no dudaron en asesinar a una de sus hijas. Nadie temía una represalia de los
godos; sencillamente, no se los consideraba capaces de tal cosa. El Reino
visigodo era incapaz de inspirar respeto. Y sin eso, la supervivencia era
imposible: el Reino estaba condenado a muerte.

La agenda de Liuva

Todas estas cosas debieron de pesar gravemente en el ánimo de la


nobleza visigoda a la hora de elegir nuevo rey. Y tanto pesaron, que la
elección se dilató un mes, y otro y otro, y así hasta cinco. ¿Qué nos está
diciendo semejante demora? Que los visigodos no sabían qué hacer con su
reino. Tan simple y trágico como eso. Al final, la elección recayó en un tipo
periférico: un tal Liuva, duque (o sea, jefe militar) en la Narbonense.
Linaje, todo: era hijo de hijo de Liuverico, conde en 523 y 526, y tenía un
hermano llamado Leovigildo (en gótico, Liubagilds), que posiblemente
desempeñaba puestos de responsabilidad en Hispania.
Liuva era un guerrero. Uno de los grandes, sin duda. Llevaba años
batiéndose el cobre con francos y burgundios en la Septimania, que no era
poca cosa. También debía de estar acostumbrado a las responsabilidades
políticas, porque ese frente, vital para los visigodos, exigía habilidades que
iban más allá de la pericia en el campo de batalla. Podemos imaginar que
Liuva era, además, un hombre respetado por todas las facciones en
presencia: visigodo de cuna, cercano a la vez a los clanes ostrogodos que
habían cortado el bacalao en el Reino durante los últimos años, lo
suficientemente arriano como para que nadie le supusiera tentaciones
«romanas» y lo suficientemente tolerante como para que los católicos no le
vieran con hostilidad… Todo eso debía de concurrir en el perfil del hombre
que los visigodos eligieron como rey tras cinco largos meses de pugnas
entre grupos de poder. Porque al final se impuso la única opción razonable:
si no se cosían desgarros, todo el Reino se vendría abajo más temprano que
tarde.
¿Qué había que hacer? Tomar decisiones. Muchas y de enorme alcance.
Y sobre todo, hacerlo cuanto antes. Primera decisión, completamente
trascendental: cómo definir la relación del Reino con el imperio, con
Bizancio. Sobre el papel, los visigodos, desde su primer tratado con Roma,
reinaban en tanto que agentes del imperio. Esto conviene recordarlo
permanentemente, porque es imprescindible para entender la singular
cualidad de la corona goda. El primer Alarico fue nombrado patricio en
Constantinopla, como el gran Teodorico después, y eso significaba que el
poder que ejercían venía legitimado por la púrpura imperial. Los reyes
posteriores no tenían distinto estatuto, por más que maniobraran para que la
autoridad del emperador fuera simplemente protocolaria. Eso funcionó
mientras la subordinación de los godos al emperador se mantuvo en el
plano de lo teórico. Ahora bien, a partir del momento en que Constantinopla
abanderó una política de renovación del poder imperial, cosa que ocurrió
con Justiniano y que proseguirá Justino, su sucesor, el papel de los reyes
godos quedó en entredicho. Bizancio quería una subordinación real, no
meramente teórica. Y eso significaba que el Reino visigodo quedaba
sometido a la política imperial. Así pues, la decisión era esta: o mantener el
vínculo con Constantinopla o romperlo para construir un estado
independiente. Una decisión existencial.
De esta decisión se derivaban en realidad todas las demás: la política
religiosa y el equilibrio arrianos/católicos, el orden jurídico y la articulación
de las comunidades goda y romana en un solo territorio y bajo una sola
autoridad, el papel de la rica aristocracia hispanorromana en el gobierno del
reino, las relaciones con los reinos vecinos (suevos en el oeste, francos en el
norte, imperiales en el sur), e incluso la capitalidad del mundo visigodo, que
podía seguir gravitando en torno a la Septimania o instalarse
definitivamente en Toledo, es decir, el centro de Hispania. Lo que Liuva y
su hermano Leovigildo decidieron fue romper el lazo con Bizancio.
Después de todo, Constantinopla había atacado territorio hispano
arrebatando a los godos una parte importante de la Bética. Era el imperio, y
no los godos, el que había roto el viejo foedus. En justicia, nadie podría
reprochar nada a los visigodos. El Reino sería independiente: ya no el Reino
de Tolosa, que había desaparecido bajo el empuje franco y del que no
quedaban más que sombras, sino el Reino visigodo de Toledo.

Hispanizar el Reino visigodo

Liuva debía de ser un hombre inteligente. Lo suficiente como para


entender que la nueva tarea exigía fuerzas muy superiores a las que podía
desplegar un rey en un territorio periférico. Así que, apenas un año después
de ceñir la corona, decidió asociar al trono a su hermano Leovigildo. Él,
Liuva, permanecería en la Septimania para prevenir cualquier nuevo ataque
franco (cosa que hizo con notable éxito), mientras Leovigildo, instalado en
el palacio de Toledo, en el mismo emplazamiento donde antes se alzó el
pretorio romano y después se elevará el Alcázar, se ocuparía de poner orden
en Hispania y, muy especialmente, de hacer frente a la triple amenaza que
representaban los suevos, los bizantinos y los rebeldes nobles hispanos de la
Bética.
Llegamos así a un momento absolutamente decisivo en nuestro relato:
el Reino visigodo quiere transformarse de forma deliberada en un Reino
español, es decir, una entidad política independiente de Bizancio, titular de
su propia soberanía y asentada mayoritariamente en territorio de Hispania.
Por tanto, se lanza a construir estructuras políticas, administrativas,
militares, sociales y culturales lo suficientemente cohesionadas como para
poder hablar de un Reino propio. Esta hispanización del mundo visigodo es
uno de los grandes acontecimientos de nuestra historia. Entre otras cosas,
significaba abrir un proceso que solo podía conducir a la unificación de las
dos comunidades que poblaban nuestro suelo: la mayoritaria
hispanorromana y la minoritaria visigoda, que ya va a ser, decididamente,
hispanogoda.

El proceso de unificación, es verdad, no partía de cero: había


comenzado con Teudis. Desde la época ostrogoda, en España había dos
administraciones, por así llamarlas: una para los godos y otra para los
hispanos, encabezada esta última por un prefecto. Era una copia del modelo
impuesto por Teodorico el Grande en Italia para ganarse a las élites locales.
Pero ya Teudis eliminó en Hispania esta figura, lo cual era una clara
manifestación de su voluntad de construir un Reino unificado. Las medidas
de tipo judicial que tomó Teudis al final de su vida igualmente iban
orientadas a esa unificación: de hecho, se dictaron para ser aplicadas en
todos los ámbitos sin distinción de origen. El propio dato de que el rey
firmara aquello atribuyéndose el título de «Flavio», que en la nomenclatura
romana correspondía al soberano, ya era indicio claro de su propósito de
convertirse en rey de un territorio homogéneo. Esa idea va a flotar en el
ambiente de la élite goda desde entonces. Y Liuva y Leovigildo la
retomarán.
Liuva murió muy pronto, en 572, y Leovigildo quedó solo en el trono.
Para dejar claro de qué iba la cosa, una de las primeras medidas de
Leovigildo fue casarse con Gosuinda, la viuda de Atanagildo, el anterior
rey. Esta Gosuinda debía de ser una mujer de enorme peso político. Hay
autores que le atribuyen un linaje baltingo. No es difícil colegir que su
mano transportaba poderosos intereses y que en su persona confluían
distintas fidelidades de clan. Las fuentes le atribuyen un carácter «viril» y
despiadado, y subrayan su arrianismo recalcitrante. Sea como fuere, mucha
influencia debía de ejercer cuando pasó de un rey a otro. Y en lo que
concierne a Leovigildo, este matrimonio era una declaración de intenciones:
su corona —venía a decir— entroncaba con la del monarca anterior. Y
desde su palacio toledano, Leovigildo y Gosuinda iban a hacer algo
prodigioso: construir un Reino de verdad.

ASÍ SE CONSTRUYE UN REINO: UNA REVOLUCIÓN POLÍTICA

Leovigildo fue el primer rey visigodo español. Aún más: el verdadero


constructor del reino. Hasta él, todos los monarcas anteriores habían
mantenido de un modo u otro la ficción del foedus suscrito con el imperio.
Pero con Leovigildo será distinto. Para empezar, es el primer rey visigodo
que se corona, y además lo hace al estilo bizantino, con diadema de oro
adornada con gemas engastadas. Con el mismo espíritu, pone especial
atención en rodearse de una liturgia regia: es el primero en emplear un trono
para sentarse ante sus súbditos y el primero en utilizar un atuendo singular,
el manto púrpura, de inspiración claramente bizantina. También levantará
una ciudad para su hijo: si Constantino creó Constantinópolis sobre las
ruinas de Bizancio, Leovigildo hará construir Recópolis para Recaredo. Y si
Bizancio tenía su Nicea (del griego «Niké», que significa «victoria»),
Leovigildo hará su Victoriacum —cerca de la actual Vitoria— para marcar
su triunfo sobre los vascones. Y aún más: dispuesto a actuar como soberano
para cerrar la brecha entre católicos y arrianos, Leovigildo convocará un
concilio donde tratará de ofrecer una solución teológica intermedia, a saber,
subrayar la sustancia divina tanto del Padre como del Hijo, en perjuicio, eso
sí, del Espíritu Santo (hay que añadir que el intento no cuajó). En suma,
Leovigildo hizo todo, absolutamente todo, para ser un rey digno de ese
nombre.

Una idea de Estado

Para apreciar en su justa dimensión la hazaña es oportuno recordar qué


había pasado con los otros reinos germánicos que recogieron las ruinas del
Imperio romano. El Reino de los vándalos, pese a beneficiarse de los
enormes recursos agrarios norteafricanos, no sobrevivió a las luchas entre
facciones internas y Bizancio le dio la puntilla. En la Galia, el Reino de los
francos fue repartido entre los hijos de Clodoveo a la muerte de este y de
ahí nacieron reinos diversos, frecuentemente enfrentados entre sí: Austrasia,
Neustria, Borgoña, Aquitania… En Italia, el poderosísimo Reino ostrogodo
apenas sobrevivió unos años a la muerte de Teodorico. ¿Por qué semejante
desastre? Pues, simplemente, porque los germanos no tenían un concepto de
Estado: en su cultura política el Reino era inseparable de la persona del rey,
de manera que, a la muerte de este, lo más normal era que el conjunto se
disgregara o sufriera las presiones de quienes buscaban un cambio de poder.
Eso fue lo que estuvo a punto de pasarle al Reino visigodo después de la
derrota de Vouillé y, más tarde, durante la guerra entre Agila y Atanagildo.
Nada empujaba a los visigodos a construir un estado. Nada salvo la
voluntad de Leovigildo: construir y unificar.
En el plano de la política práctica, la unificación de la España visigoda
tenía que descansar necesariamente en tres pilares. Uno, la unificación
social, porque hasta ese momento las comunidades hispanorromana e
hispanogoda habían vivido por completo aparte en términos jurídicos. Otro,
la unificación religiosa, porque la distinción católicos/arrianos seguía
marcando la división de campos. El tercero, la unificación territorial,
porque regiones muy amplias de la península se mantenían al margen del
poder godo. En los tres casos, Leovigildo verá con claridad lo que había que
hacer.
El primer pilar, el de la unificación social, encontró un instrumento de
primer orden en el Código de Leovigildo (sí, otro código), que venía a
unirse a la obra legislativa de Eurico y Alarico. No se ha conservado
ninguna copia completa ni menos aún un original del Código de Leovigildo.
Sabemos que existió porque, años después, el rey Recesvinto elaborará otro
código y en él se recogerán las disposiciones de Leovigildo con la
anotación «antiguas». Como falta material y tampoco hay mucha más
noticia sobre las circunstancias en las que se elaboró, el debate académico
entre los juristas se ha prolongado durante siglos y aún dura hoy: ¿derogaba
este código al precedente de Alarico? ¿Cuál era su ámbito territorial de
aplicación? En todo caso, y en lo que concierne a nuestro tema, el Código
de Leovigildo es fundamental porque eliminó la prohibición de los
matrimonios mixtos entre godos e hispanorromanos, un asunto que en el
código de Alarico se sancionaba con la máxima pena: la muerte, nada
menos.
Ciertamente, es discutible que esta prohibición haya llegado realmente
tan lejos en su momento: a Teudis, por ejemplo, nada le impidió casarse con
una rica dama hispanorromana, como hemos visto páginas atrás, y parece
acreditado que otros muchos oficiales de origen ostrogodo en la España
visigoda hicieron lo mismo. ¿Acaso para ellos no se aplicaba la ley? Sea
como fuere, es verdad que la prohibición estaba vigente, al menos para la
mayoría de la población, y además incluía una fuerte carga de reprobación
social. Por eso debió de ser tan impactante que Leovigildo eliminara el veto
a los matrimonios mixtos. Y el código, además, incluía otras disposiciones
que iban en la misma dirección. Por ejemplo, sentaba el principio de unidad
jurisdiccional, de manera que los mismos tribunales juzgarían a godos y
romanos indistintamente. Y una nota interesante: por primera vez se ponía
por escrito algo semejante a un derecho sucesorio en la corona. Si lo
miramos en conjunto, el código de Leovigildo manda un mensaje
inequívoco: ese hombre quiere ser el rey de un solo pueblo.

Por qué fue una revolución

Hay una cierta corriente «purista» que interpreta esta fusión social como
una pérdida de la identidad originaria goda, una suerte de «corrupción» de
la pureza étnica y, por tanto, un retroceso en el camino histórico del pueblo
visigodo. En realidad es exactamente al revés: la única oportunidad de
supervivencia de los visigodos era romper el muro que los separaba de la
población local. El sistema mediante el que Roma entregó a los pueblos
germánicos el gobierno de anchas tierras, y que hoy llamaríamos apartheid,
encerraba una trampa que condenaba a los germanos a un poder
limitadísimo: tú mandas en un territorio, sí, pero no puedes mezclarte con la
población local, de manera que cavas un foso insuperable con esa gente a la
que sin embargo necesitas para comer, para organizarte, para controlar el
territorio y, pronto, también para combatir. ¿Qué poder es ese? ¿El de un
pastor que tiene que limitarse a vigilar al rebaño? Era justo eso lo que había
conducido al Reino visigodo al colapso después de Vouillé: la separación de
castas étnicas, que al principio fue la salvación para esos pueblos volantes
en busca de una tierra donde asentarse, con el paso del tiempo se había
convertido en una cárcel. Había que romper los muros. Y la forma más
directa de hacerlo era dando vía libre a los matrimonios mixtos, es decir,
entre hispanogodos e hispanorromanos, unidos ambos por el hecho de ser
hispanos. Es la «feliz coyunda» de la que habla san Isidoro. Y fue realmente
la salvación del mundo visigodo. Además del nacimiento de lo que ya
podemos llamar «la primera España».
La unificación del Reino implicaba también la unificación del poder, y
esto no dejó de levantar ampollas entre la nobleza visigoda, que no estaba
acostumbrada a semejante acumulación de prerrogativas regias. En
particular, a partir del momento en que Leovigildo asoció al trono a sus
hijos Hermenegildo y Recaredo: aquello fue visto como un claro indicio de
que el rey se proponía fundar una dinastía personal, lo cual chocaba con la
tradición goda de la monarquía electiva. Nos falta información sobre la
intensidad de las resistencias nobiliarias a la política de Leovigildo, pero no
debió de ser pequeña cuando las fuentes nos hablan de la vehemencia con la
que el rey actuó contra los «tiranos» (esto es, contra los que se habían
alzado como poder propio frente a la corona) y nos subrayan la «crueldad»
y la «energía» de Leovigildo. Al parecer la «energía» del rey se extendió
también a ciertos obispos católicos. Y eso por no hablar de sus acciones a
campo abierto: Juan de Biclaro habla con frecuencia de «matanzas de
campesinos» cuando menciona las campañas de Leovigildo. ¿Fueron
realmente «matanzas de campesinos»? No puede descartarse que cualquiera
de las expediciones punitivas de Leovigildo se saldara con una carnicería,
pero es poco coherente que unas campañas orientadas a apoderarse de
territorios terminaran sistemáticamente con el exterminio de los únicos que
podían hacer rentables o útiles los territorios en cuestión. Por eso se
interpreta que tales «matanzas de campesinos» corresponden en realidad a
acciones de castigo contra las bagaudas, aquellas bandas de gentes
(mayoritariamente, sí, campesinos) fuera de la ley que se echaban al monte
para organizar su propio orden.
Sin duda muchos nobles se vieron represaliados y desposeídos de sus
bienes, cuando no muertos. Hay que decir que estas incautaciones de bienes
a los nobles rebeldes debieron de surtir muy benéficos efectos sobre el
tesoro regio, que desde los tiempos de Atanagildo era más bien
menesteroso. Leovigildo se va a esforzar por sanear la economía del reino,
algo que, en este tiempo, pasaba fundamentalmente por engordar el tesoro
de la propia corona. Al margen de lo que pudiera incautar aquí y allá, el
reinado de Leovigildo se caracteriza por la abundante acuñación de moneda
de excelente calidad, lo cual permitió al rey disponer de suficiente
numerario para pagar ejércitos multitudinarios. Ejércitos que necesitaba
para afrontar otro aspecto de su política de unificación: la unificación
territorial.
Golpe a Bizancio

Si el Derecho fue el instrumento de la unificación social, la guerra fue el


arma para la unificación territorial. Las campañas militares de Leovigildo
son realmente muy notables. El rey tenía la firme intención de recuperar la
hegemonía en el territorio hispano y eso pasaba por reducir la presencia de
Bizancio, cuya provincia de Spania se extendía en aquel momento, por
ocupación directa o influencia indirecta, sobre la mayor parte de las
actuales regiones de Andalucía, Murcia y Valencia, más Ceuta y Tánger al
otro lado del Estrecho. En algunos de estos lugares, tropas bizantinas
defendían la posición; en otros, era la aristocracia hispanorromana la que
ejercía el poder en la seguridad de que contaba con la protección de
Constantinopla. Leovigildo quería todo eso para sí: Hispania —debía de
pensar— era él, y no esos intrusos de Bizancio.
Leovigildo atacó en el mejor momento: el nuevo emperador, Justino II,
ostensiblemente menos apto que su predecesor Justiniano, necesitaba tropas
para atender el incendio que lombardos y ávaros habían desencadenado en
Italia y Panonia, todo ello mientras el mapa del Imperio empezaba a arder
también en Persia. La primera campaña visigoda se dirigió contra Sevilla y
el valle del Guadalquivir hasta Cádiz: un área de enormes recursos agrarios
que además permitía controlar los accesos marítimos hasta Sevilla. Fue en
el año 571. Juan de Biclaro lo consigna así: «Leovigildo repelió a los
soldados (de Bizancio) y destruyó las tierras de Bastitania y la ciudad de
Málaga, volviendo como único vencedor». Ese año Bizancio pidió un
tratado de paz. El acuerdo redujo la provincia de Spania a la franja litoral y
permitió al Reino visigodo recuperar extensas áreas de cultivos, con el
consiguiente alivio para las arcas del reino. Y habrá más: un año después,
un tal Framidaneus, probablemente godo, abre la puerta de Medina Sidonia
a Leovigildo. Acto seguido, el rey marcha sobre la siempre rebelde Córdoba
y toma la ciudad en una operación nocturna con ayuda de los godos que
residían en su interior. Córdoba y toda la comarca hasta la sierra de Ronda
caerán en 572.
El poder bizantino en la Península nunca desaparecerá del todo, pero
Leovigildo le había asestado un golpe mortal. Su proyecto de reconstruir la
unidad territorial de Hispania iba sobre ruedas. Pero en la península no solo
había bizantinos, sino también suevos, aquellos germanos que desde más de
un siglo atrás gobernaban un Reino propio en el noroeste. El Reino de los
suevos será el siguiente objetivo de Leovigildo.

CONTRA TODOS A LA VEZ

Si Leovigildo hubiera vivido en la edad contemporánea, sus campañas


habrían sido definidas probablemente en los libros como «guerras de
unificación». A eso dedicó su vida el rey godo, y prácticamente no
descansó ni un minuto. Hay que recordar cómo estaba el mapa cuando
Leovigildo llega al trono. Al ancho espacio suroriental dominado por
Bizancio, y que ya hemos visto cómo cayó, hay que sumar el Reino suevo
en el noroeste, que abarcaba aproximadamente la Galicia actual, la mitad
oriental de Asturias, las provincias de León y Zamora y lo que hoy es
Portugal desde el Miño hasta el Tajo. Y además, existían en Hispania varios
enclaves que vivían en un estatuto de semiindependencia: Sabaria, entre las
actuales Zamora, Salamanca y Valladolid; Orospeda, entre las sierras del
Segura y Cazorla; la ciudad de Amaya, en torno a la cual se había
construido una región autónoma de etnia probablemente cántabra; los
montes de los Araucones o Aregenses, en las montañas de Orense, con su
caudillo Aspidius. ¿Qué eran todos estos enclaves? De alguna manera,
mundos que habían permanecido al margen del mundo: tribus autóctonas
protegidas por una orografía singular, restos del viejo orden señorial
romano, comunidades que se habían organizado a su propio aire… Mundos,
en todo caso, que no cabían ya en el mundo nuevo que soñaba Leovigildo.
Qué era el Reino de los suevos

El Reino de los suevos era, por supuesto, el más señalado de todos esos
mundos. Los suevos, germanos y arrianos, habían llegado allí en 409,
cuando las primeras invasiones bárbaras, y supieron construir su propio
espacio. Entre otras cosas, los trastornos visigodos de la etapa anterior les
permitieron sacar adelante su reino. No lo hicieron solos: bizantinos y
francos echaron una mano. ¿Por qué? Porque ambos, francos y bizantinos,
estaba interesados en que en Hispania hubiera otro poder que compitiera
con los godos. ¿Cómo lo hicieron? A través de la religión, que una vez más
iba a ser un instrumento político de primera magnitud. Hacia 555 llega al
Reino de los suevos un personaje fundamental: Martín de Braga (también
llamado «de Dumio»), un clérigo procedente de la Panonia, pero de familia
romana, y que va a jugar un papel decisivo en la conversión de los suevos,
arrianos hasta entonces, al catolicismo.
Martin es un hombre de muy amplia cultura, mente inquieta,
religiosidad profunda y un notable valor personal. De su vida se sabe que
marchó a Tierra Santa y pasó varios años entre las primeras comunidades
monásticas de Judea. Estuvo luego en Constantinopla y en algún momento
concibió la idea de marcharse a predicar al Finis Terrae, a los confines del
mundo romano, es decir, a Galicia. En su viaje pasó por la Galia y en los
reinos de los francos estuvo algún tiempo. Cuando llega a Braga, capital del
Reino de los suevos, es un hombre de en torno a cuarenta años. Funda en
Dumio un monasterio que pone bajo la advocación de San Martín de Tours.
La elección no es casual: unos años antes, un hijo del rey suevo Carriarico
había enfermado de lepra; el rey, desesperado, mandó traer reliquias de San
Martín de Tours porque había oído hablar del poder milagroso del santo. El
joven se curó y Carriarico y todo su pueblo dejaron de ser arrianos para
convertirse al catolicismo romano.
Es muy posible que en la súbita devoción de los suevos por san Martín
de Tours hubiera influencia franca. También es posible que la llegada de
Martín de Braga obedeciera al mismo impulso. El hecho, en todo caso, es
que Martín emprendió una intensa campaña de evangelización entre el
pueblo con la bendición expresa del poder político suevo. Martín puso
especial empeño en predicar a los campesinos, por entonces muy aferrados
a las creencias paganas y a la herejía de Prisciliano. Curiosamente, quien
más combatió en su día el priscilianismo, y después luchó sin descanso para
que no se ejecutara al propio Prisciliano, fue San Martín de Tours, el
inspirador de Martín de Braga y de la conversión sueva.
¿Qué había estado pasando hasta entonces en esas tierras? Apenas se
sabe nada. El Reino suevo salía de años de oscuridad (el llamado «periodo
oscuro», porque no hay documentación sobre él). Cabe pensar que durante
esta etapa se produjo una cierta articulación de la casta sueva con la
población hispanorromana. Pero lo que de verdad permitió dotar al Reino
de una columna vertebral fue esa conversión al catolicismo, porque dio un
horizonte a la construcción política. Los reyes siguientes mantuvieron la
tónica: Ariamiro, Teodomiro, Miro… El primer Concilio de Braga,
presidido por Martín en 561, puso las bases de una organización eclesial
que era también organización política. Hubo después un segundo concilio,
en tiempos de Miro, que completó la operación. Pero para entonces los
suevos tenían un problema insuperable: Leovigildo.

La ofensiva de Leovigildo

Leovigildo ambicionaba el territorio suevo. Los suevos lo sabían y


tomaron sus medidas. En 570 consta un primer choque entre los suevos de
Teodomiro y los visigodos de Leovigildo. El heredero de Teodomiro, el rey
Miro, protagoniza enseguida, en 572, una campaña en tierras de astures y
cántabros, seguramente con el objetivo de proteger el propio territorio
suevo. Pero Leovigildo encuentra aquí la excusa idónea para intervenir en
la región, y no soltará la presa. De entrada, saquea Sabaria, región
fronteriza entre visigodos y suevos, y se apodera de ella. El control de
Sabaria le permite acercar sus lanzas al corazón del Reino enemigo. Es ya
573 cuando Leovigildo ataca abiertamente territorio suevo en el valle del
Duero. Expulsa a los suevos al norte del río y fija una posición avanzada en
la ciudad de Toro (que según cierta tradición habría sido bautizada como
Villa Gothorum).
Acto seguido, los visigodos afrontan otra campaña lateral: como en una
partida de ajedrez donde un contrincante va comiéndole espacio al rival,
Leovigildo lanza a sus tropas sobre uno de esos enclaves que vivían al
margen de los grandes poderes: los montes de Orense, las tierras de los
araucones (o aregenses) y su caudillo Aspidius, del que la historia no nos ha
legado sino su derrota. Los montes Aregenses cayeron en manos de
Leovigildo porque nadie en España tenía un ejército como el suyo.
Tampoco los suevos. Todas estas operaciones le han abierto a Leovigildo el
camino de Astorga. Con esta plaza dispone ya de un baluarte decisivo para
emprender directamente la conquista del Reino de los suevos. Orense,
Braga, Oporto: los principales asentamientos suevos caen ante las tropas
visigodas. Miro no tiene otra opción que pedir la paz y someterse a
Leovigildo. Es 575. El visigodo respetará al suevo: ni le apartará del trono
ni se quedará con sus tierras. Pero el rey godo había dejado claro que ahora,
ahí, mandaba él.
Mientras marca territorio en el Reino de los suevos, Leovigildo pone
sus ojos en el norte: en torno a la fortaleza de Amaya, en lo que hoy es el
norte de Burgos, ha emergido un poder autónomo que desafía al Reino
visigodo. No sabemos quiénes eran exactamente los rebeldes (¿cántabros,
vascones, suevos?), pero la vida de san Millán cuenta un episodio que vale
la pena trae aquí. Porque, sí, san Millán, el que da nombre a la Cogolla y al
célebre monasterio, estuvo allí.

El senado de Amaya

Millán era ya un venerado ermitaño de muy avanzada edad. A su


alrededor se había constituido una comunidad que habitaba en cuevas y
llevaba una vida contemplativa. Tanto creció la fama de esta comunidad que
incluso venía gente de otras regiones del Reino visigodo, como la dama
Potamia, originaria de Narbona. Los dos datos son relevantes: era una
mujer, sí, lo cual confirma que en aquel tiempo había comunidades
religiosas mixtas, y era de Narbona, en efecto, lo cual nos dice que existían
vías de comunicación relativamente intensas en el interior del mundo
visigodo. En cuanto a Millán, su fama de santidad era tan notoria que las
gentes acudían a él en busca de sanación. Tal fue el caso en Amaya, donde
se le llamó para que curara a una paralítica. Millán acudió y sanó a la
enferma, pero, además, dejó una inquietante profecía: vio cómo la región
sería destruida. Los paisanos corrieron al Senado de la ciudad a contar la
visión de Millán, y allí un noble local, un tal Abundancio, se permitió
mofarse del santo. Este le auguró que él mismo vería Amaya destruida y,
aún más, sufriría la derrota en sus propias carnes.
Así ocurrió poco después: las tropas de Leovigildo llegaron, sitiaron esa
ciudad-fortaleza que es Amaya, la destruyeron y acto seguido domaron toda
Cantabria. Por desgracia, no solo ignoramos quiénes eran exactamente
aquellos rebeldes, sino que tampoco sabemos qué papel jugaba en su
estructura política la ciudad de Amaya. Solo sabemos lo que nos cuenta
Juan de Biclaro: «El rey Leovigildo entra en la provincia de Cantabria y
mata a los usurpadores, ocupa Amaya, se apodera de los bienes y pone esta
provincia bajo su poder». Nótese que el Biclarense dice «provincia»:
aquella campaña dio a Leovigildo el control de algo más que una simple
ciudad. Era el año 574. El mismo año que murió San Millán de la Cogolla.
Y después del norte, el sur: en tierras que hoy son de Albacete y Jaén se
alzaba el señorío de Orospeda, que podemos imaginar como una asamblea
de grandes terratenientes hispanorromanos acogidos a la protección de
Bizancio. ¿Qué tropas podía mantener el Imperio en aquellas localidades,
como Baza por ejemplo? Muy pocas, en realidad: el grueso del ejército de
Constantinopla estaba en la guerra de Persia, de manera que la presencia
militar imperial se limitaba a la cobertura de algunas pocas plazas fuertes.
Baza, en la actual provincia de Granada, fue para los visigodos en 577.
Hubo resistencias de campesinos en Sierra Morena, pero nadie podía parar
a los ejércitos de Leovigildo. Orospeda quedó bajo el poder del Reino
visigodo de Toledo en el año 578.
Una ciudad

Dicen que Leovigildo solo conoció un año de paz y que lo empleó en


construir una ciudad: Recópolis, que expresa de manera singular la voluntad
regia de este monarca. Recópolis está junto a la actual localidad de Zorita
de los Canes, en la provincia de Guadalajara. Durante algún tiempo se
pensó que fue un asentamiento frustrado, una ciudad que no salió adelante.
Sin embargo, las excavaciones arqueológicas más recientes obligan a
cambiar esa perspectiva: Recópolis funcionó, tuvo una vida muy intensa y
solo la posterior caída del Reino visigodo, tras la invasión musulmana, la
condenaría a muerte. Estamos hablando de una ciudad de en torno a 30
hectáreas, presidida por una villa amurallada con fuertes torreones. En su
interior, un notable complejo palaciego, una iglesia de dimensiones muy
respetables, una puerta monumental evidentemente destinada a separar la
zona regia del resto de la villa y, en esta, calles muy bien trazadas. ¿Y qué
había en esas calles? Comercios, talleres y almacenes donde se han
encontrado restos de abundante material de orfebrería, herrería, alfarería y
vidrio, algunos procedentes de puntos tan distantes como el norte de África
u Oriente Próximo. Su posición elevada sobre el Tajo la hacía fácilmente
defendible y la riqueza de los campos aledaños garantizaba su viabilidad.
Para construir algo así hacía falta mucha gente, mucha organización y
muchos recursos. Una gran ciudad, en suma.
¿Para qué elevó Leovigildo esta ciudad? La versión tradicional dice que
la construyó como baluarte de su hijo Recaredo en su política de control del
este y el noreste peninsular: desde aquí Recaredo haría patente la presencia
de la corona en esa parte del reino, mientras Hermenegildo controlaba el sur
y el oeste. Es una interpretación plausible, pero nos faltan certidumbres.
Para empezar, es discutible que el «Rec» del nombre «Recópolis» obedezca
realmente a Recaredo, por más que Juan de Biclaro lo afirme con
rotundidad; lo mismo podría significar «Rex», es decir, Leovigildo, pues
«Rec» aparece en las monedas acuñadas por el rey. Por otro lado, su
situación demasiado meridional no la hace particularmente apta para
controlar el noreste peninsular, si ese hubiera sido su propósito. Recópolis
encierra un misterio que aún se nos resiste. Pero si hay algo cierto, es que
aquí Leovigildo dio el do de pecho como constructor de un nuevo orden
político expresado en una ciudad a su medida.
Unificación jurídica, unificación política, unificación territorial…
Quedaba por emprender la más compleja de todas: la unificación religiosa.
Y Leovigildo la afrontó con templanza, pero una funesta cadena de
acontecimientos iba a torcer las cosas hasta extremos impensables: una
guerra con su hijo Hermenegildo. Después de pelear contra todos a la vez,
el rey encontraría un enemigo de su propia sangre. Y sería la última gran —
y sin duda, triste— campaña de Leovigildo.

EL PADRE Y EL HIJO: HERMENEGILDO SE SUBLEVA

Empecemos por el principio. Leovigildo tuvo dos hijos de su primer


matrimonio: Hermenegildo, que vino al mundo en 564, y Recaredo, nacido
muy poco después. De su madre no se sabe nada: hay quien dice que era
una dama hispanorromana llamada Teodosia, pero es improbable. Lo que se
sabe es que Leovigildo se casó después con Gosuinda, la viuda de
Atanagildo. Leovigildo asoció al trono a sus dos hijos, en un claro gesto de
monarca soberano: si alguien le mataba (y ya hemos visto que el temor no
era superfluo), la corona permanecería en la familia. En principio, todo
estaba bien atado. Pero aquí es cuando Gosuinda empezó a enredar.

La dulce Ingunda

Se acordará usted de Gosuinda: maestra en la diplomacia de la sangre,


Gosuinda había casado a sus hijas con reyes merovingios, o sea, francos.
Una de ellas fue asesinada y la otra, Brunegilda, esposa del rey Sigeberto de
Austrasia, en venganza, movió a su marido a la guerra. La cuestión es que
Sigeberto y Brunegilda tuvieron una hija de nombre Ingunda, y Gosuinda,
que era hábil componedora, vio en la niña, su nieta, una excelente
oportunidad para seguir haciendo geopolítica nupcial. ¿Cómo? Casando a
Ingunda con Hermenegildo, el hijo mayor de Leovigildo y eventual
heredero del trono. Eso convertía a Gosuinda en abuela y suegra a la vez de
Ingunda, y en bisabuela y abuelastra simultáneamente de su descendencia,
pero tales enredos formaban parte del paisaje cotidiano en los pactos de
familia. Y bien, allá que fue Ingunda, que tendría entonces unos doce años,
al encuentro de su marido Hermenegildo, que tendría alrededor de quince.
Era el año 579.
Ingunda era católica, como todos los francos, y Hermenegildo era
arriano, como casi todos los visigodos. Cuando se producían este tipo de
situaciones, el procedimiento convencional era que uno adoptara la
confesión de la casa real en la que entraba: del mismo modo que
Brunegilda, su madre, se convirtió al catolicismo cuando desposó al franco
Sigeberto, así Ingunda debería convertirse al arrianismo por su matrimonio
con Hermenegildo. Ahora bien, la joven Ingunda, dicen que aleccionada por
el obispo de Agde, se negó en redondo a la conversión. A Leovigildo y
Hermenegildo no les importó gran cosa, pero Gosuinda, muñidora del
matrimonio y arriana radical, se subió por las paredes. Dice la tradición
cronística que llegó al extremo de golpear a Ingunda hasta hacerla sangrar,
y que incluso la obligó a sumergirse desnuda en un estanque lleno de peces
como expeditivo método de persuasión (se non è vero, è ben trovato), pero
la muchacha no cedió.
Leovigildo, alarmado por el cariz que iba tomando el asunto y temeroso
de que el incidente desencadenara un problema político con los francos,
determinó dos cosas. La primera, mandar a su hijo Hermenegildo y a su
nuera Ingunda a Sevilla, en la Bética, para alejarlos de la inclemente corte
toledana. La segunda, sacar a Gosuinda de palacio, porque con su conducta
había estado a punto de desencadenar una catástrofe. Sin embargo, la
verdadera catástrofe aún estaba por llegar.
Hermenegildo e Ingunda se instalaron en Sevilla con toda la pompa de
su condición. Sevilla: una de las ciudades más cultas, ricas y romanas del
viejo mundo imperial, y también una de las más católicas. Bajo el impulso
del obispo Leandro (hermano de san Isidoro), y marcado de cerca por la
joven Ingunda, Hermenegildo se convirtió al catolicismo. Era mucho más
que un gesto religioso: la familia real era formalmente arriana, de manera
que aquello no dejaba de ser una escandalosa provocación. Como el
catolicismo era la seña de identidad de la poderosa y levantisca aristocracia
terrateniente hispanorromana, la conversión de Hermenegildo podía
considerarse como una rebelión en toda regla contra el poder regio: el hijo
se levantaba contra el padre, y lo hacía en la región que más y más fuertes
lazos mantenía con Bizancio. ¿Y por qué hizo tal cosa Hermenegildo? Dice
la tradición que por las intrigas de la madrastra y abuela, Gosuinda, que
había jurado venganza por su expulsión de la corte y ahora encontraba el
instrumento idóneo en aquella rebelión del joven Hermenegildo contra el
viejo Leovigildo.

La «pasarela teológica» de Leovigildo

El problema era mucho más que religioso, pero la religión era la


bandera del hijo insurrecto, así que el padre, Leovigildo, convocó un sínodo
de obispos arrianos. Objetivo: tender lazos con la población católica.
¿Cómo? Facilitando una pasarela entre una iglesia y otra. Hay que insistir
en que Leovigildo era un político —y un gran político—, no un teólogo ni
un predicador. Lo que él buscaba era la unificación religiosa del Reino
como instrumento del poder público. Dado que la confesión de la casta
rectora era el arrianismo, Leovigildo pretendió que la fe arriana se
convirtiera en aglutinante de todo el cristianismo hispano. ¿Por qué el
arrianismo y no el catolicismo romano? Una vez más, por razones políticas,
no teológicas: al fin y al cabo, el catolicismo romano era la bandera del
enemigo, el Imperio bizantino. Para lograr su propósito, Leovigildo intentó
eliminar todos los obstáculos para que los católicos pudieran hacerse
arrianos. Era un gesto de extrema generosidad: abrir a toda la población la
posibilidad de abrazar un rasgo hasta entonces exclusivo de la clase
dirigente. Las medidas que Leovigildo inspira parecen orientadas a
promover la conversión masiva al arrianismo. Muy señaladamente, en ese
sínodo se decide que los católicos que quieran «pasarse» al arrianismo no
tendrán que volver a ser bautizados, como era preceptivo hasta ese
momento.
La apertura tuvo cierto éxito: no hay datos concretos sobre la cifra de
conversiones, pero parece que el número de laicos que aceptó la invitación
no fue nada desdeñable, particularmente entre los sectores más
acomodados, que vieron aquí una herramienta de ascenso social. Por el
contrario, el resultado en el ámbito eclesiástico fue muy limitado: con la
sola excepción de Vicencio de Zaragoza, no se conoce ningún caso de
obispo católico que abrazara el arrianismo.
Decidido a cerrar la brecha religiosa, y a hacerlo en el ámbito de la
iglesia arriana, Leovigildo da un paso más: promueve un acercamiento
doctrinal para reducir al mínimo la diferencia entre católicos y arrianos.
¿Cuál era la clave de la discordia en términos doctrinales? La distinta
concepción de la naturaleza de la Trinidad: para los arrianos, solo el Padre
era completamente Dios, mientras que el credo romano predicaba la
idéntica sustancia del Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. ¿Qué propone
Leovigildo? Que la Iglesia arriana acepte la divinidad completa del Hijo,
aunque aún no la del Espíritu Santo. Teológicamente era una posición
relativamente difundida en una parte de la Iglesia (los macedonianos), pero
Roma la consideraba igualmente herética. Al final, lo que Leovigildo
proponía era que los arrianos dejaran de ser un poco arrianos y que los
católicos dejaran de ser un poco católicos. Era un compromiso que tenía
sentido desde el punto de vista político, pero que en términos teológicos
resultaba inaceptable. La propuesta no cuajó. Por otro lado, la escalada
bélica ya era imparable.

La derrota de Hermenegildo
La rebelión de Hermenegildo contó rápido con el apoyo de las
aristocracias de Sevilla, Mérida, Córdoba y otras grandes ciudades del sur.
Por supuesto, también con el respaldo de Bizancio. Ahora bien, Leovigildo
era mucho rey. De entrada, planificó una serie de campañas contra las
ciudades rebeldes. Y al mismo tiempo, compraba la inhibición de los
bizantinos con la no módica suma de 30.000 sueldos de oro. En muy poco
tiempo, Hermenegildo se vio solo. Porque aquella no fue una guerra de los
católicos de Hermenegildo contra los arrianos de Leovigildo: católicos y
arrianos había en los dos lados. Fue más bien una guerra de la siempre
rebelde aristocracia sureña contra el poder regio. Por desgracia para
Hermenegildo, sus aliados resultaron ser muy pocos fiables. Un ejército por
delante y unas cuantas arcas de oro detrás: eso fue todo lo que necesitó
Leovigildo para poner orden en Mérida, Cáceres y Badajoz. Le llevó su
tiempo porque en ese mismo momento el rey estaba machacando a los
vascones, pero al final se impuso el más fuerte. Hermenegildo e Ingunda
emprendieron una incómoda retirada, castillo tras castillo, hasta acabar en
su palacio de Sevilla. Allí se rindieron a la evidencia: habían perdido.
Así estaban las cosas cuando entra en escena un nuevo invitado: los
suevos. La última vez que pasaron por estas páginas, su rey Miro había
firmado un pacto por el que reconocía la superioridad del Reino de Toledo.
La verdad es que la sumisión de Miro a Leovigildo en este tiempo debió de
ser muy relativa: poco cambió en la vida de los suevos, a excepción de la
renuncia a recuperar los territorios perdidos y del reconocimiento formal de
que Leovigildo era el jefe. Pero las cosas dieron un vuelco cuando
Hermenegildo se rebeló. Primero: la rebelión llevaba la bandera del
catolicismo romano, y los suevos también eran católicos, luego podían
argüir que aquella también era su guerra. Y segundo: si Leovigildo estaba
en aprietos, Miro no podía dejar de aprovechar la circunstancia para tratar
de sacar el máximo partido. Un ejército suevo marchó hasta Sevilla. Allí,
sin embargo, tuvo que volver grupas: Hermenegildo había perdido, Sevilla
era de Leovigildo y nada iba a cambiar ya el rumbo de las cosas. El suevo
se resignó a lo inevitable: firmó de nuevo la paz con Leovigildo y reconoció
su autoridad. Será lo último que haga Miro en su vida, porque muere
inmediatamente después: le sucederá su hijo Eborico en el trono de los
suevos. Era el año 583. Y Eborico renovará la sumisión sueva al Reino
visigodo de Toledo.
En cuanto a Hermenegildo, trató de hacerse fuerte en un castillo cercano
a la capital, pero las tropas de Leovigildo le pusieron sitio. Casi un año
aguantó Hermenegildo el asedio, pero el castillo terminó cayendo. El hijo
rebelde corrió a Córdoba. Fue en vano: le localizaron. Aparece entonces el
hermano, Recaredo, y le ofrece un trato: si se entrega, se respetará su vida y
la de los suyos. Hermenegildo acepta. Se lo llevan a Valencia. En algún
punto del traslado se entera de que su cuñado Childeberto II, rey franco de
Austrasia, quiere ayudarle. Hermenegildo huye de la cárcel para tratar de
llegar hasta las huestes francas. Es inútil: vuelve a caer, esta vez cerca de
Tarragona, y ahora no habrá piedad. Un carcelero de nombre Sisberto le
corta la cabeza el 13 de abril de 585. La joven Ingunda no correrá mejor
suerte: trata de pedir auxilio en Constantinopla, pero morirá por el camino,
en Sicilia. En cuanto a la abuela Gosuinda, todavía volveremos a oír hablar
de ella. Así acabó la rebelión del padre contra el hijo.
¿Quedó el Reino pacificado? No: el país de los suevos arde de repente.
En 584 una numerosa facción de la nobleza se subleva contra el rey
Eborico. La encabeza un guerrero de ambición inflexible: Andeca. Eborico
se ve depuesto y reducido al estado clerical, para que no pueda reivindicar
el trono. Andeca se hace proclamar rey y, para legitimarse, desposa a la
viuda de Miro y madre de Eborico, que se llamaba Siseguntia. Es una
rebelión en toda regla contra Leovigildo. Este interviene, y esta vez sin
medias tintas: se apoderará del Reino Suevo. Juan de Biclaro lo describe
así: «Leovigildo devastó Galicia, privó al rey Audeca de su cargo, y se
apoderó del territorio suevo, de su tesoro y de sus gentes. Convirtió a
Galicia en una provincia de los godos (…) tonsuró a Audeca y le dignificó
con el honor del sacerdocio, después de haber ostentado la realeza». Esto
último es una forma amable de decir que, en vez de matarle, Leovigildo se
contentó con inhabilitarle para el trono convirtiéndole en clérigo, igual que
el propio Andeca había hecho con Eborico. Corría el año 585. El Reino
suevo había dejado de existir. Y entonces, sí, Leovigildo pudo decir que
había unificado los territorios de Hispania.
Leovigildo murió, enfermo, en algún momento de la primavera de 586.
Debía de contar unos 56 años. Seguramente no fue el mejor de los hombres,
pero supo construir un reino. Se mire como se mire, él fue el fundador y el
primer unificador de España.

LA CONVERSIÓN DEL REINO

Cuando Leovigildo enfermó de manera irreversible, el heredero,


Recaredo, estaba en la Septimania sofocando con éxito una nueva agresión
franca. Recaredo volvió a toda prisa a Toledo, pero ya era demasiado tarde:
Leovigildo había muerto. Y Recaredo, asociado al trono desde muchos años
atrás, era ahora el rey. El joven monarca tenía muy claro el programa: si
Leovigildo había iniciado el proceso de fusión social y había culminado
prácticamente la unificación territorial, él, Recaredo, cubriría el objetivo
que aún faltaba, que era la unificación religiosa. El Reino visigodo dejaría
de ser arriano para convertirse al catolicismo.

El caso del obispo Masona

¿Cuál era exactamente el estado de la cuestión religiosa en este


momento? ¿Cómo se planteaba en el terreno práctico, en la vida de todos
los días, y cuáles eran sus implicaciones políticas? Un caso concreto que
puede ilustrarnos bien sobre el particular es el del obispo Masona de
Mérida. Vale la pena contarlo para entender hasta dónde política y religión
eran universos concomitantes. Masona era un clérigo arriano de origen
godo. En 573 fue nombrado obispo (arriano) de Mérida. Ahora bien, hacia
579 se convirtió al catolicismo y pasó a desempeñar el episcopado católico
de esa diócesis. Los dos predecesores de Masona en esa sede habían sido
griegos; no puede ser casual que tal cosa coincida con el momento de
mayor presencia bizantina en el área emeritense, ni casual puede ser que,
recuperada la región por las armas de Leovigildo, el obispo deje de ser un
griego para ser un godo. La cuestión es que a Masona le tocó vivir una
circunstancia especialmente traumática: la rebelión de Hermenegildo, el
primogénito, convertido al catolicismo.
Masona apoyó al rebelde, como la gran mayoría del clero católico, y
quedó en posición poco airosa cuando Leovigildo, en 582, recuperó la
ciudad. El rey nombró un nuevo obispo, arriano: un tal Sunna, que de
inmediato trató de reimplantar el arrianismo en el conjunto de la diócesis.
Pero Masona, apoyado por sus fieles, se encierra en la basílica de Santa
Eulalia, la principal de la ciudad, creando un problema político-religioso de
primera magnitud. Sunna, contrariado, pide ayuda al rey, que manda
prender a Masona y llevarlo a Toledo para que dé cuenta de sus acciones.
Ojo: no le tortura, ni lo apalea, ni siquiera lo encierra, sino que se limita a
requerir a Masona para que vuelva al arrianismo. El obispo se niega. El
resultado es una condena de tres años de destierro para Masona, pena que
cumplirá no lejos de la propia ciudad de Mérida.
Es interesante medir la magnitud del castigo: ciertamente puede
hablarse de «persecución» institucional contra el catolicismo romano, pero
solo con muchas comillas y en contextos políticamente relevantes. El
destierro de clérigos godos que abrazaban el catolicismo romano no parece
haber sido algo excepcional: Juan de Biclaro, el sacerdote cuya crónica es la
más completa fuente sobre el reinado de Leovigildo, sufrió la misma pena.
Este Juan, originario de Scallabis (Santarem, Portugal), viajó muy joven a
Constantinopla y regresó de allí casi veinte años después convertido en un
sabio clérigo católico. Leovigildo trató de que se hiciera arriano, él se negó
y acabó desterrado en Barcelona, donde sin embargo pudo fundar un
monasterio. Volvió al centro del Reino a petición, justo del obispo Masona.
El propio Juan será obispo después, hacia el año 590. Pero volvamos a
Mérida: con Masona fuera de juego, Sunna obtiene todo el poder religioso
en la diócesis, pero solo en el aspecto institucional. Los católicos siguen
profesando su fe y en breve reciben a un nuevo obispo: un tal Nepopis que
resulta ser un depredador de rentas, riquezas y bienes. Cuando muere
Leovigildo, en 586, Masona vuelve a su sede y Nepopis tiene que huir por
piernas. Masona permanecerá aún muchos años como obispo de Mérida y
enseguida le veremos presidiendo el III Concilio de Toledo.
¿Qué conclusiones podemos sacar de esta historia? Primera, que el
arrianismo, que era la fe formal del pueblo visigodo, funcionaba más como
iglesia institucional e instrumento del poder político que como instancia de
evangelización. Segunda, que el catolicismo vivía en un estatuto de libertad
vigilada y sus sacerdotes podían predicar libremente siempre y cuando no
entraran en conflicto con el poder civil. Tercera, que la posición del
arrianismo en esta época ya estaba ostensiblemente debilitada, mientras que
el arraigo del catolicismo entre la población hispana era tan mayoritario que
la corona se veía obligada a encontrar fórmulas de compromiso. En
realidad, solo era cuestión de tiempo que el Reino entero se convirtiera
formalmente al catolicismo. Y eso será obra del sucesor de Leovigildo:
Recaredo.

Recaredo se convierte

Para justificar su conversión, que fue prácticamente inmediata tras su


llegada al trono, Recaredo explicó que tal había sido la voluntad de su
padre, Leovigildo, que además había encargado a Leandro, el obispo
sevillano, la tarea de conducir al nuevo rey hasta los brazos de la Iglesia de
Roma. Con la misma rapidez, Recaredo ordenó ejecutar a Sisberto, el
verdugo de Hermenegildo. Y se convocó un concilio, el tercero de Toledo,
que tendría que dar forma institucional a una decisión que iba a afectar al
Reino en su conjunto.
Nadie sabe si en la conversión de Recaredo pesaron razones personales
o si fue una medida eminentemente política. La dimensión política del
asunto era enorme: conservar la tradición arriana implicaba mantener la
división social entre las comunidades goda y romana y, en esa medida,
consagrar el sistema específicamente visigodo con sus grupos de poder, sus
clanes nobiliarios y, muy importante, la naturaleza electiva de la corona. Por
el contrario, abrazar la fe de Roma significaba culminar la fusión social,
menoscabar el poder de las oligarquías godas y, en el mismo paquete,
instaurar el modelo de monarquía hereditaria, que era el consustancial al
sistema romano. No puede extrañar que una parte de la nobleza goda viera
el cambio con disgusto.
Recaredo no solo se convirtió al catolicismo, sino que además formalizó
su relación con su amante, Baddo, y se casó con ella. Baddo era visigoda,
pero de sangre plebeya. En 583 ya le había dado un hijo llamado Liuva,
como su tío, el hermano y predecesor de Leovigildo. Por aquel entonces no
era Recaredo el destinado a reinar, sino Hermenegildo, pero la rebelión y
posterior muerte de este lo cambió todo. Abocado a ceñir la corona,
Recaredo buscó sucesivamente dos matrimonios políticos con las familias
reales francas, pero ambos fracasaron por distintas razones. Después, y en
el contexto de la conversión del Reino al catolicismo, Recaredo desposó a
Baddo: era una forma de agradar a la Iglesia y, probablemente, era lo que
Recaredo deseaba hacer. Hubo regalo para el suegro: el padre de Baddo,
Adefonso, se vio nombrado «comes patrimonii», un cargo de palacio que
suponía introducir —ciertamente, con estrecho calzador— a la familia de la
reina en la casta aristocrática goda. No parece que el ascenso tuviera mucho
efecto: años después, San Isidoro señalará el «origen innoble» de Baddo
como mancha para su linaje. Recaredo, sin embargo, debió de tenerla en
mucha estima cuando hizo que Baddo firmara las actas del Concilio
toledano: es la única reina visigoda cuya firma se registra en un documento
de tan alto rango.
El proceso de conversión masiva comenzó por iniciativa del propio rey.
En algún momento del año 587, Recaredo, ya bautizado como católico,
reunió a los obispos arrianos y les instó a discutir con sus homólogos
católicos las cuestiones de fe. Prelados de ambas confesiones se
encontraron en una asamblea presidida por el rey en persona, y allí
Recaredo esgrimió el argumento de que existían casos conocidos de obispos
católicos que habían obrado curaciones prodigiosas, pero ningún caso
semejante en obispos arrianos. Finalmente, el rey convocó a los obispos
católicos y anunció formalmente su conversión. El Concilio vino
inmediatamente después.

Aristocráticas conjuras

Las profundas implicaciones políticas de la cuestión religiosa se


hicieron patentes cuando, muy poco después de la conversión de Recaredo,
se sucedieron las conjuras nobiliarias contra el rey. Protagonistas de la
primera conspiración: Sunna, el obispo arriano de Mérida, y los condes
Segga, Vagrila y Witerico. Los conspiradores se proponían asesinar
sucesivamente al obispo Masona, al duque Claudio, jefe militar de la
Lusitania, y al propio rey; Segga ceñiría la corona y, por supuesto,
restablecería el arrianismo como religión institucional del reino. Pero
ocurrió que el complot falló una primera vez y volvió a fallar una segunda,
y entonces uno de los conjurados, Witerico, decidió cambiar de bando y
traicionar a sus compañeros.
Segga fue condenado con la mayor severidad: amputación de las manos
(un castigo que tenía por finalidad inhabilitar al reo para el uso de las armas
y, por ende, para ser rey), incautación de sus bienes y destierro a Galicia.
Vagrila sufrió la confiscación de sus bienes, pero el obispo Masona
intercedió por él y obtuvo su perdón. En cuanto al obispo arriano Sunna, se
le ofreció convertirse al catolicismo, cosa que rechazó, y acabó sus días
desterrado, predicando el arrianismo en la Mauritania, al otro lado del
estrecho de Gibraltar. No sería la última conjura contra Recaredo, y el
episodio deja claro que el arrianismo iba a convertirse en bandera para los
nobles que se oponían a la institucionalización de la monarquía hereditaria.
En cuanto a Witerico, conservó sus privilegios en palacio y aun se ganó la
confianza del dux Claudio y de Recaredo. Volveremos a oír hablar de él.
La segunda conspiración fue en 589, después de la boda de Recaredo y
Baddo y antes del concilio. Vino de la mano de dos ilustres personajes:
nada menos que el obispo de Toledo, Uldila, un arriano que había fingido su
conversión al catolicismo, y la vieja reina Gosuinda —sí, ella de nuevo—,
la madrastra del rey. Las penas fueron leves: Uldila se vio desterrado al
norte de África —como Sunna— y Gosuinda fue perdonada. La vieja reina
murió muy poco después, se especula que quizá por la vía del suicidio.
Habrá una tercera conjura, esta de mucha mayor amplitud. El obispo
arriano de Narbona, Athaloc, se alía con los condes Granista y Wildigerno y
pide ayuda a los francos, nada menos. ¿Y no es incongruente que unos
arrianos pidan ayuda a unos católicos para impedir que un Reino arriano se
haga católico? No, no es incongruente, porque ya ha quedado claro que aquí
la nuez del asunto no era religiosa, sino política. Los francos estaban
encantados con la idea de tener un pretexto para meter la nariz en el Reino
visigodo. Así que, sin perder un minuto, invaden la Septimania: el rey de
Borgoña, Gontrán, reúne 60.000 guerreros bajo el mando del duque Bosón
y los manda a Carcasona, donde ya está el duque también franco
Austrobaldo de Aquitania. ¿Qué hizo Recaredo? Enviar al mejor que tenía,
que era Claudio, el duque de la Lusitania. Dice San Isidoro que Dios ayudó
a los visigodos, porque Claudio no llevaba más que 300 hombres y aún así
pudo matar a 5.000 francos y apresar a otros 2.000 enemigos. Como no hay
fuente alguna que nos hable de cifras, más vale no entrar en ese berenjenal.
El hecho es que Recaredo recuperó Carcasona y en la batalla murieron
todos los conspiradores: los condes Granista y Wildigerno, e incluso el
obispo Athaloc, que falleció a los pocos días.

El III Concilio de Toledo

El III Concilio de Toledo, decisivo, comenzó el 8 de mayo de 589. ¿Qué


pasó allí? Fundamentalmente, que el arrianismo fue por completo
desplazado de los niveles de poder y sustituido por el catolicismo romano.
Al igual que hizo el emperador Constantino en Nicea, Recaredo se sentó
entre los obispos. El rey hizo leer un texto en el que se declaraba anatema el
conjunto de la doctrina de Arrio. Todos quedaban obligados a convertirse al
credo de Nicea. Los bienes e inmuebles católicos que habían pasado a
manos arrianas fueron devueltos. El arrianismo desaparecía formalmente
del reino. Recaredo fue aclamado por los obispos —setenta y dos prelados
— y por los nobles godos allí presentes, todos convertidos ya. Pero, además
de las cuestiones estrictamente teológicas, el Concilio va a traer una
novedad importantísima en materia política, y es que la Iglesia recibía
importantes atribuciones judiciales y administrativas. Los sínodos
provinciales revisarían cada año las decisiones de los jueces locales, lo cual
venía a convertir a la Iglesia en una suerte de instancia de apelación.
También sería competencia de los obispos la supervisión de los gestores del
tesoro regio, con la facultad de trasladar al rey las quejas pertinentes. Y en
determinados delitos donde lo religioso y lo político confluían, los obispos
instruirían la causa y dictarían la sentencia junto a los jueces.
Esta atribución de funciones jurisdiccionales a la Iglesia iba a ser
fundamental para los años venideros: no era propiamente una transferencia
de poder político, sino más bien una superposición deliberada de la
estructura eclesiástica y la estructura administrativa, de manera que a partir
de ahora la Iglesia iba a jugar un papel decisivo en la vertebración del
Estado, empezando por el control territorial. Siglos más adelante, en los
tiempos de la Reconquista, la estructura de las diócesis servirá para
vertebrar unos reinos de configuración política mucho más precaria que el
estado visigodo. Naturalmente, la Iglesia no dejará de aprovechar en
beneficio propio la novedad. Pero ahora, y en lo que concierne a la España
goda, esta innovación jurisdiccional permitía solucionar varios problemas al
mismo tiempo: consolidaba el control territorial de la corona, limitaba las
atribuciones de la nobleza goda al solaparlas con un contrapoder, introducía
todavía más elementos «romanos» en el edificio político germánico y
creaba una instancia capaz de vigilar la fusión social y la uniformización
religiosa al mismo tiempo. El rey cedía, sí, parte de su soberanía, porque
ahora la Iglesia estaba en condiciones de dictar leyes, pero, a cambio,
obtenía un arma poderosísima: la posibilidad de excomulgar a sus
enemigos. Después del Concilio de Toledo, en suma, la Iglesia se convirtió
en pilar esencial del Reino visigodo.
Es fácil imaginar que semejante novedad levantaría ampollas en la
nobleza de origen visigodo, acostumbrada hasta este momento a ser el
núcleo del reino. De hecho, nunca dejará de haber conspiraciones
nobiliarias contra la corona. Recaredo aún tuvo que hacer frente a una más:
la de un misterioso personaje llamado Argimundo, cubiculario del rey y
duque en alguna provincia. Un cubiculario era un noble de la estricta
confianza del rey: dormía junto a su cámara (el cubículo) y atendía el
servicio directo del monarca. Si además ejercía como duque (dux, jefe
militar) en alguna provincia, solo cabe deducir que el tal Argimundo era un
tipo de gran importancia en el reino.
Hacia 590, este Argimundo y otras personalidades de la corte urden una
conspiración contra Recaredo. Objetivo: matar al rey y poner a Argimundo
en el trono. No se sabe si la cuestión arriana tuvo algo que ver en el caso o
si, simplemente, se trataba de una conjura nobiliaria sin más. Por la fecha,
es muy probable que ambas cosas concurrieran en el suceso. Lo que sí se
sabe, en todo caso, es que aquello acabó de muy mala manera. La
conspiración fue descubierta. Los cómplices de Argimundo fueron
ejecutados sin contemplaciones. Y al dux Argimundo le esperaba un
calvario singular: fue flagelado primero, decalvado después (la decalvación
consistía en arrancar la cabellera de forma traumática), después se le
amputó la mano derecha y finalmente fue paseado a lomos de un burro por
las calles de Toledo bajo los insultos de la multitud. Hay quien dice que,
para terminar, le cortaron la cabeza, lo cual es verosímil, pero el dato no
consta de manera fehaciente. En todo caso, así acabó la conspiración de
Argimundo.

Política de unificación

Ninguna conspiración pudo detener el proceso de unificación política y


religiosa del Reino de Toledo. Para asegurarse de que lo acordado en
Toledo tendría vigencia en todo el reino, Recaredo convocó en noviembre
de 590 el Concilio de Narbona. Consta la asistencia de los ocho obispos de
la Septimania: los de Carcasona, Elna, Magalona, Agde, Beíziers, Lodeva y
Nimes, y el obispo metropolitano que se llamaba Migecio. En el orden del
día, tres asuntos de relieve: presbíteros y diáconos quedan obligados a saber
leer, se decide extirpar todo resto de paganismo y queda formalmente
prohibido trabajar en domingo so pena de castigos diversos. Una curiosidad
es que los cánones del Concilio de Narbona enumeran los cinco pueblos
que entonces vivían en la Septimania, y que eran los siguientes en orden de
mayor a menor: visigodos, galorromanos, judíos, sirios y griegos. Sirios y
griegos formaban parte, con toda seguridad, del populoso ambiente de los
puertos mediterráneos de la Septimania, lo cual da una idea de la riqueza
comercial que aquella región podía acumular.
Con frecuencia se ha dicho que la España visigoda, mientras la casta
goda se mantuvo arriana, fue mucho más tolerante en materia religiosa que
después, cuando el Reino se convirtió formalmente al catolicismo. Esto es
una verdad a medias y, una vez más, el fenómeno obedece a causas
puramente políticas. Antes de la conversión del reino, el arrianismo era el
signo distintivo del grupo dominante y, en consecuencia, ningún godo tenía
interés alguno en que los hispanorromanos abandonaran su fe católica para
entrar en el selecto club de los arrianos. Por eso, y no por una supuesta
«tolerancia arriana», son contadísimos los casos de conversión del
catolicismo al arrianismo. Sí que hubo, sin embargo, fuerte presión sobre el
mundo católico en tanto que expresión política de la población
hispanorromana, y por eso estuvieron prohibidos durante casi todo el siglo
VI los concilios y los sínodos de obispos, así como fueron más o menos
frecuentes las represalias contra obispos. Si esa relativa tolerancia
desapareció después de la conversión de Recaredo, fue exactamente por las
mismas razones políticas: a partir del momento en el que la unificación
religiosa pasaba a ser signo distintivo de la unidad del reino, toda diferencia
religiosa se convertía en expresión de una posible disidencia política, y por
eso habrá persecución contra herejes y judíos.
Recaredo murió joven. Demasiado: poco más de cuarenta años. Lo
último que hizo en vida fue disputar con el Imperio bizantino por los
territorios del sureste. El dato es relevante: significa que Recaredo estaba
siguiendo exactamente la misma política que su padre. Por razones que
desconocemos, hacia el año 599 hubo convulsiones en la frontera: los
territorios imperiales en España habían quedado muy disminuidos tras las
campañas de Leovigildo, pero aun así constituían un apetecible bocado a lo
largo de la costa sureste peninsular. La cuestión es que, después de la
refriega, Recaredo se dirigió al papa, habitual mediador en los conflictos
entre coronas, y le pidió una copia de aquel tratado entre Toledo y
Constantinopla que, tantos años atrás, dio origen a la provincia de Spania:
al parecer, ni en España ni en Bizancio se guardaba un ejemplar. El papa le
dijo a Recaredo que no se esforzara: el tratado concedía a Constantinopla
territorios mucho más extensos que los que ahora ocupaba, de manera que
cualquier apelación al pacto original solo serviría para poner en cuestión la
legitimidad de la expansión visigoda en la Bética y la Cartaginense. Sin
duda Recaredo soñaba con tener bajo su mano el conjunto de la Península.
La muerte —en este caso, muerte natural— frustró ese sueño.
Recaredo falleció el 21 de diciembre de 601. Dejaba en herencia el
trono a su hijo Liuva II, un joven de dieciocho años, y una viuda, Baddo,
ajena a los clanes nobiliarios. El escenario propicio para que la tragedia
volviera a manchar de sangre Toledo.

EL CANALLA DE WITERICO Y EL ENIGMA VASCÓN

Un Reino unificado en lo étnico, en lo religioso, en lo social, en lo


político, en lo jurídico. Un solo rey, dueño de sus recursos económicos y
militares, sobre un territorio homogéneo vertebrado por una única Iglesia.
Una corona estabilizada mediante la sucesión hereditaria. Un embrión de
Estado conforme al modelo romano, en suma. Incluso la gente se vestía
cada vez más a la romana y menos al estilo godo. Eso empezaba a ser el
Reino visigodo de Toledo a la muerte de Recaredo.
Ningún otro Reino germánico en Europa —y sobre esto hay que insistir
— había logrado nada igual. Los cimientos puestos por Leovigildo habían
arraigado. Ahora bien, solo los cimientos: el resto del edificio estaba por
construir. La unificación social funcionaba por arriba, en los estratos más
altos de la administración y el clero, pero no por abajo. La hegemonía de la
Iglesia católica había convertido el arrianismo en herejía, es decir, en algo
ilegal, creando un sentimiento de profundo desconcierto en los visigodos
que tradicionalmente habían asimilado lo arriano como un elemento clave
de su identidad de grupo. Y sobre todo, la nueva preeminencia política de la
corona había levantado mil suspicacias en una nobleza acostumbrada a
decidir quién era el rey y dispuesta a proteger sus intereses de casta. Todas
las conspiraciones que tuvo que afrontar Recaredo bebían en cualquiera de
esas fuentes, y con frecuencia en varias de ellas a la vez. Recaredo, político
inteligente y general de talento, pudo vencerlas. Pero su hijo, el joven Liuva
II, no heredó los talentos de su padre.

Un golpe de estado

A Liuva II le tocó aplicar las políticas de homogeneización derivadas de


los cambios impulsados por su abuelo y su padre. Una tarea ardua que
requería dosis equivalentes de energía y mano izquierda. Hay que suponer
que Liuva, demasiado joven e inexperto, se dejaría guiar por los consejeros
de la corona, entre los que ahora se contaban no pocos eclesiásticos de
renombre. Hay que suponer también que estos no serían los temperamentos
más adecuados para transigir con el derrotado arrianismo ni con los nobles
visigodos de la vieja escuela. Y hay que suponer, en fin, que el propio
Liuva, deseoso de manifestar una autoridad que difícilmente se le
reconocía, haría cosas que debieron de molestar a mucha gente. El hecho es
que, entre unas cosas y otras, la corona de Liuva II rodó por el suelo
después de solo año y medio de reinado. Fue derrocado por un golpe
palaciego. Su líder: Witerico.
Witerico era un canalla. El conspirador por antonomasia, traicionero y
desleal. Este caballero apareció en nuestras vidas —lo recordará usted—
cuando conspiró con el obispo Sunna para traicionar a Recaredo y, en plena
faena, decidió traicionar a Sunna, con lo cual se ganó la confianza de
Recaredo y, en particular, la del duque Claudio, jefe militar de la Lusitania
y hombre de gran peso en el reino. Desde entonces Witerico se había
dedicado a trepar en la corte, y mucho debió de haber trepado para que
Claudio decidiera encargarle una trascendental misión: atacar los territorios
bizantinos en el Levante. Witerico alineó al ejército y se puso en marcha,
pero, en vez de dirigirse a Levante, puso rumbo a Toledo, entró en la
capital, apresó al joven rey Liuva II y se proclamó nuevo monarca. Tan fácil
fue derrocar al hijo de Recaredo, que solo cabe pensar en una conjura
nobiliaria de amplio espectro. Vale la pena traer a colación las sucesivas
conspiraciones que había tenido que afrontar Recaredo: sin duda una fuerte
facción de la nobleza goda seguía resuelta a romper el nuevo molde de la
monarquía hereditaria para volver al sistema electivo, que beneficiaba a la
nobleza. En todo caso, Witerico supo arreglárselas para ponerse al frente de
la disidencia. Era la primavera de 603.
Que Witerico era un canalla quedó muy pronto de manifiesto con el
trato que dio al joven Liuva II, el rey derrocado: lo mantuvo preso, hizo que
se le amputara la mano derecha y, después, que se le condenara a muerte. Al
parecer, Witerico temía que los grandes nombres de la Septimania, de
donde era originario el linaje de Leovigildo, de Recaredo y del propio Liuva
II, trataran de devolverle el trono. Liuva II murió en el verano de 603. Tenía
solo viente años.
¿Qué cambió en la política de Toledo con la llegada de Witerico? En
realidad, nada. Los objetivos de cerrar la brecha entre arrianos y católicos,
por un lado, y de recuperar los territorios en poder de Bizancio, por otro, se
mantuvieron sin cambios. Con frecuencia se ha dicho que Witerico encarnó
una especie de «reacción arriana» en el seno del reino, pero esto es una
mera conjetura sin demasiado apoyo documental. No consta que Witerico
persiguiera especialmente a los católicos; al revés, ente sus principales
apoyos se contaban dos obispos tan importantes como Masona de Mérida y
Elergio de Tarrasa. En cuanto a su política territorial, se sabe que el rey
ordenó al menos dos expediciones contra posiciones bizantinas en Gigonza
(hoy en Cádiz) y Begastri (hoy en Murcia), y ambas con buen resultado. Su
política de enlaces matrimoniales con los reinos francos merovingios
tampoco fue muy distinta de la que ensayó Recaredo (y en ambos casos, por
cierto, con mal balance).
Entonces, ¿qué representaba Witerico? ¿Solo una ambición personal?
Pero alguien guiado únicamente por una ambición singular no toma la
determinación de ejecutar a un rey derrocado, como hizo Witerico con
Liuva II, so riesgo de exponerse a la ira de los cortesanos. Si Witerico actuó
así fue porque otros le apoyaban, y debía de ser gente con la suficiente
influencia como para imponer nada menos que un regicidio. ¿Quién o
quiénes? Sin duda, todos los nobles que se oponían a que la corona fuera
hereditaria. Esto, en todo caso, también es solo una mera conjetura. La
única fuente de la que disponemos para saber qué pasó en estos años son las
cartas de un tal conde Búlgar, que era dux en la Septimania y que, al subir
Witerico al poder, fue desposeído de su rango y bienes, llegando incluso al
destierro y al hambre. Como Búlgar había servido en primera línea a los dos
reyes anteriores, solo cabe pensar que fue represaliado precisamente por esa
vinculación. Obligado a abandonar su hogar, Búlgar encontró ayuda en
otros obispos, lo cual demostraría que nos hallamos ante una lucha a cara de
perro entre distintas facciones de la casta gobernante sin otra causa que el
interés de grupo. Por cierto que Búlgar terminó siendo rehabilitado en sus
cargos pocos años después por el propio Witerico. Al parecer, el rey tuvo
una visión que le hizo cambiar de parecer sobre Búlgar. El dato es muy
revelador sobre el temperamento de Witerico.

Y a pesar de todo, nada cambiaba

También es muy reveladora la forma en la que murió el rey. Allá por


abril de 610, Witerico presidía un banquete en Toledo cuando un grupo de
nobles sacó los cuchillos. El rey fue atravesado por todas partes como un
pellejo de vino. Después, los conjurados ataron su cadáver a un caballo y lo
arrastraron por las calles de Toledo. El pueblo no debía de querer mucho a
Witerico. El cuerpo destrozado del rey muerto terminó siendo arrojado a
una fosa común. ¿Quién hizo aquello? Un grupo de nobles. Tal vez para
vengar así el asesinato de Liuva II. El principal instigador fue el obispo
Elergio, que ayer apoyó a Witerico y hoy le traicionaba. Y la cabeza visible
de la conjura fue el noble Gundemaro, duque en la Septimania. Gundemaro
fue proclamado rey. El joven Liuva II había sido vengado.
Terrible, sin duda. Pero, a pesar de todo, lo cierto es que la nota
dominante del Reino visigodo en este momento es la estabilidad. Podrá
pensarse que hablar de estabilidad con dos reyes asesinados sucesivamente
es de un optimismo desmedido, pero veamos el contexto: en comparación
con lo que está pasando en ese mismo momento en la Galia de los francos,
la Italia de los longobardos o el propio Imperio bizantino, el Reino de
Toledo es un remanso de paz. La revolución política de Leovigildo y
Recaredo ha creado estructuras de estado —políticas, jurídicas y religiosas
— que estabilizan el paisaje hasta el punto de que las líneas de gobierno de
tres reyes envueltos en asesinatos son básicamente las mismas. Nada indica
que Liuva II, Witerico o Gundemaro quisieran imprimir el menor giro a la
marcha de las cosas. Es más: todo apunta a que, si lo hubieran intentado, no
lo habrían conseguido. Leovigildo y Recaredo habían logrado definir la
política del Reino en términos de interés objetivo. Eso solo ocurre en las
estructuras donde el poder público se ha impuesto sobre el interés privado.
Y eso estaba empezando a pasar ya en el Reino visigodo de Toledo.
¿Significó algún cambio la llegada de Gundemaro? En términos de
política práctica, no. Se mantuvo el lento pero ya irreversible proceso de
fusión social entre hispanogodos e hispanorromanos. Continuó la tónica de
acercamiento a los reinos francos de Neustria y Austrasia contra el Reino
también merovingio de Borgoña —capitaneado este, por cierto, por la muy
eminente visigoda Brunegilda, hija de Atanagildo y Gosuinda, y de la que
enseguida hablaremos—. Se intensificó, eso sí, la institucionalización del
catolicismo romano como religión del reino, y de esta época data la
consagración de Toledo como sede primada (es decir, capital) de la Iglesia
española, porque hasta ahora la sede era Cartagena (Cartago Nova), que
estaba en manos bizantinas. El dato es relevante porque presenta una lectura
política evidente: a partir de ahora el protector oficial de la fe, en España,
ya no sería el emperador romano de Constantinopla, sino el rey visigodo de
Hispania.
Y además de todo esto, hubo una importante campaña contra los
vascones que episódicamente saqueaban el valle del Ebro. Lo cual nos da
pie para hablar un poco de estos vascones que con cierta frecuencia vienen
salpicando nuestro relato y que, a decir verdad, nadie sabe muy bien
quiénes eran exactamente.

El enigma vascón

En efecto, ¿quiénes eran estos vascones? Hay quien piensa que estas
campañas visigodas contra los vascones eran batallas contra el ducado
franco de Gascuña o Vasconia, recién constituido en aquel momento. No es
una cuestión menor, porque, de ser así, estaríamos hablando de guerra
abierta entre el Reino de Toledo y sus vecinos francos del norte. Pero ¿por
qué no se deduce tal cosa de ninguna fuente clásica? Tratemos de resumir el
problema.
Desde tiempos muy lejanos —desde Estrabón, en concreto— se tiene
constancia de la existencia de unas gentes llamadas «vascones» que
habitaban un área que encaja aproximadamente con la actual comunidad
foral de Navarra, más prolongaciones al este y el oeste sobre el curso del
Ebro, y que por el norte llegaba hasta Easo, es decir, San Sebastián. Contra
lo que sostiene el tópico, aquel no era un mundo primitivo y salvaje, sino
ostensiblemente romanizado. Aunque también había, eso sí, vascones
bastante primitivos en las zonas montañosas del interior. Nadie sabe si los
vascones constituyeron algún tipo de unidad política tras la caída del
Imperio romano. Como no hay mención alguna de tal cosa en ninguna
parte, lo más lógico es pensar que no. Y cuando las crónicas posteriores
hablan de tales o cuales acciones militares contra los vascones, sin más
precisión, lo más natural es interpretar que se trata de acciones punitivas
contra bandas de aquellos vascones más primitivos que salían de sus
montañas para saquear las zonas agrarias en un contexto de desarticulación
política y depauperación económica.
Al mismo tiempo, desde fecha también lejana —aunque no tanto—
consta la existencia de un territorio llamado Gascuña que corresponde
aproximadamente al rincón suroeste de Francia. La similitud fonética entre
Vasconia y Gascuña (y más si nos remontamos a la grafía latina) es
excesiva como para no pensar en un cierto parentesco, sea étnico o de otro
tipo. ¿Existía un mundo vascón-gascón relativamente homogéneo a ambos
lados del Pirineo que pudo disponer de algún tipo de conformación política?
En algún momento, pudo ser, pero nada permite asegurar que se extendiera
por las dos vertientes de la cordillera.
Hasta aquí, el asunto no deja de ser una estimulante materia de estudio
para los investigadores. Pero he aquí que en época reciente la política se
metió por medio, especialmente por la pretensión del nacionalismo vasco de
contar con un precedente histórico de estado vasco homogéneo, y esa
Gascuña-Vasconia tiene todas las papeletas para convertirse en la ancestral
patria soñada. Pues bien: hay que decir que la Vasconia-Gascuña del norte
de los Pirineos nunca llevó sus dominios hasta las tierras de los vascones
hispanos, así como estos nunca formaron un «reino vasco» que se pueda
llamar tal. Es muy factible pensar que las formas culturales de ambos lados
del Pirineo eran muy semejantes si no las mismas, y que hubo intercambios
constantes, pero, a efectos históricos documentados, una cosa es el ducado
de Gascuña en la actual Francia y otra las tierras de los vascones en la
actual España.
¿Qué fue aquel «ducado de Vasconia»? Si nos ceñimos al rigor
documental, lo que sabemos es lo siguiente: hacia el año 602, los reyes
francos de Austrasia y Borgoña invaden el país de los vascones, por el cual
hay que entender el rincón suroeste de la actual Francia, al sur de la
Aquitania. Dominan a los clanes locales y colocan al frente a un dux
llamado Genialis. Este se encargará de controlar el territorio y cobrar
tributos. Lo cuenta la Crónica de Fredegario, escrita en el año 660
aproximadamente. Sobre esta versión, que es la clásica a partir de las únicas
fuentes escritas conocidas, el nacionalismo vasco actual ha construido una
interpretación sensiblemente diferente, a saber: los francos intentan dominar
a los vascones, fracasan en el empeño y como solución de compromiso
aceptan poner el territorio bajo la administración de un jefe militar llamado
Genialis con el título de duque y que extenderá sus dominios a todas las
tierras pobladas por vascones. Incluso hay quien pretende que la capital de
aquel territorio era Pamplona. Una interpretación que, si hay que ser
riguroso, solo se sostiene en la Wikipedia.
¿Observaciones al respecto? Primera: no hay huella alguna de que el
ducado de Vasconia constituyera una unidad política autónoma sobre la
base de su «vasconidad». Había un territorio llamado «Wasconia» (así lo
escribe Fredegario) y un duque al frente, pero eso no es exactamente un
ducado. Segunda observación: no hay prueba alguna de que el tal ducado
extendiera su control político al sur de los Pirineos; aún más, la crónica cita
de forma expresa la cordillera como límite. Tercera: en esta época el título
de dux y la jurisdicción del ducado no correspondían a linajes hereditarios
en un territorio estable, es decir, a un poder público inherente a un país que
existía previamente, sino que eran cargos de carácter político-militar
nombrados por los monarcas y que se ejercían sobre distritos configurados
precisamente en función de la misión encargada al dux. Dicho de otro
modo: es la presencia de un duque lo que crea un ducado, no al revés; los
contornos de esa unidad política son variables y la designación del dux
viene desde fuera. De hecho, cuando Genialis muera será reemplazado por
otro dux nombrado igualmente por el rey de turno y traído de cualquier otra
parte del reino: Aeghinius (en realidad, el sajón Hagen). Las feroces
convulsiones que afectaron en este periodo a los reinos francos, con
sucesivas divisiones y fusiones, hicieron que territorios periféricos como
Gascuña-Vasconia quedaran con frecuencia a su aire y dejaran de pagar
tributo, y entonces los duques pudieron ejercer ocasionalmente como
interlocutores entre los señores locales de la tierra y la corona. Pero de aquí
a imaginar un estatuto de independencia territorial, media un amplísimo
trecho. Y esto es todo lo que se puede decir sin caer en fantasías.
¿Volvemos a Gundemaro? El rey murió por causas naturales después de
haber reinado solo dos años. Era el 612. Le sucedió en el trono Sisebuto,
uno de los personajes más singulares de la nómina de nuestros reyes godos.
Pero antes de hablar de él hay que contar algunas otras cosas.
LA TERRIBLE HISTORIA DE FREDEGUNDA Y BRUNEGILDA

En esta historia se nos han ido quedando por el camino personajes que,
sin embargo, merecen capítulo aparte por lo extraordinario de su
trayectoria. Concretamente, una mujer, visigoda, cuya huella iba a
determinar la política de los reinos francos durante decenios. Hablamos de
Brunegilda. Y frente a ella, otra mujer: la franca Fredegunda. Pocas veces
se odió tanto.
Recordemos: Atanagildo y Gosuinda tuvieron dos hijas, Galsuinda y
Brunegilda. Las dos tuvieron por destino el matrimonio con sendos reyes
del mundo franco, merovingio: Galsuinda, con Chilperico I de Neustria;
Brunegilda, con Sigeberto I de Austrasia. Dice Gregorio de Tours que
Brunegilda era «una joven de modales elegantes, de hermosa figura,
honesta y decente en sus costumbres, de buen consejo y agradable
conversación». Chilperico y Sigeberto eran hermanos, hijos del rey franco
Clotario I. Los enlaces tenían por objeto pacificar las relaciones entre los
visigodos de España y los reinos francos, pero una atroz cadena de
acontecimientos conduciría a la guerra abierta entre los francos y, además,
entre estos y los visigodos.

El asesinato de Galsuinda

Primer acto: en la corte de Neustria, Galsuinda, la hija del rey godo


Atanagildo, es asesinada, estrangulada en su cama. La asesina es
Fredegunda, amante del rey Chilperico. ¿Quién era Fredegunda? Una
muchacha franca de humilde origen, pero de belleza letal, que había
comenzado como camarera de la primera mujer de Chilperico, Audovera, y
había conquistado la cama y la voluntad del rey. Cuando Chilperico repudia
a Audovera para poder casarse con Galsuinda, Fredegunda empieza a tejer
su tela. Persuade a Chilperico de que hay que deshacerse de Galsuinda
(quedándose con su dote). Cuando Galsuinda aparece asesinada, Chilperico
la llora, pero no castiga al criminal. Al revés, se casa inmediatamente con
Fredegunda. La camarera se ha convertido en reina. Es el año 568.
En la corte del Reino vecino de Austrasia, Brunegilda, la hermana de la
difunta Galsuinda, clama venganza. Su esposo, el rey Sigeberto, hermano
de Chilperico, está en un verdadero aprieto. Aparece entonces otro
hermano, Gontrán, rey del territorio también franco de Borgoña, y propone
una solución: lavar la afrenta mediante la entrega a Brunegilda de las
ciudades otorgadas a la difunta Galsuinda en el pacto matrimonial, a saber,
Burdeos, Bearn, Limoges, Bigorre y una porción muy apetitosa de la
Aquitania. Chilperico finge aceptar, pero el pacto tiene un inconveniente:
significa poner bajo control de Austrasia todo el sur de Neustria, de manera
que el Reino quedaría cercado. Chilperico envía de inmediato tropas para
recuperar esas ciudades del sur. Es la guerra.
Sigeberto, empujado por Brunegilda, ataca a su hermano. Chilperico y
Fredegunda pierden una batalla tras otra. Su situación es desesperada:
derrotados en todos los frentes, tienen que encerrarse en Tournai. Entonces
Fredegunda urde una sucia maniobra. Dos nobles de Neustria se pasan al
campo de Austrasia y manifiestan su intención de combatir bajo las órdenes
de Sigeberto; cuando llegan a presencia del rey, esgrimen sendos puñales
envenenados y asesinan al confiado Sigeberto. Fredegunda ha movido la
mano de los asesinos. Brunegilda queda viuda y sola con un hijo de cinco
años y dos niñas. El niño es Childeberto; una de las hijas es Ingunda, la
misma que se casará con nuestro visigodo Hermenegildo. Los guerreros de
Austrasia sienten que su mundo se desmorona y emprenden la retirada.
Chilperico pasa a la ofensiva. Localiza a Brunegilda en París con el tesoro
real. Apresa a la mujer y se queda con el oro. Sin duda Fredegunda quería
matar a Brunegilda, pero Chilperico ya tenía bastante con el asesinato de su
propio hermano y, por otra parte, tenía al alcance de la mano el trono ahora
vacante de Austrasia. ¿Para qué abrir más heridas? Brunegilda termina
encerrada en un convento de Ruan, sometida a estrecha vigilancia y bajo la
tutela del obispo local, Pretextato. Es el año 575.
Incesto y lascivia

Pero la visigoda es mujer de recursos. Sabe que el gusto de Fredegunda


por los puñales y el veneno está dejando muchos enemigos detrás. Sabe, por
ejemplo, que los hijos del primer matrimonio de Chilperico (el de la
desdichada Audovera), ya adultos, viven aterrados en la convicción de que
Fredegunda va a matarlos para allanar el camino del trono a su propia
descendencia. Brunegilda localiza a uno de esos hijos de Chilperico:
Meroveo, que ha mandado una hueste durante la reciente guerra. Por
mediación del obispo Pretextato, Brunegilda hace llegar un mensaje a
Meroveo: es evidente que Fredegunda le quiere matar, pero ella le ofrece
salvar la vida y ganar un Reino si la toma en matrimonio. Dicho y hecho:
Meroveo forma a su ejército, entra en Ruan, libera a Brunegilda y se casa
con ella. El obispo Pretextato oficia la ceremonia. Meroveo tiene
diecinueve años; Brunegilda, treinta y dos. Pero qué importa la edad si nace
el amor, ¿verdad?
Brunegilda intenta volver a Austrasia: su hijo es el heredero y ella tiene
derecho a ejercer la regencia. Ahora bien, la aristocracia austrasiana no está
por la labor: reconoce, sí, el derecho del pequeño Childeberto al trono
(cuando cumpla la edad), pero no acepta a la visigoda Brunegilda como
regente y aún menos a ese marido suyo, ese Meroveo de Neustria, que viene
de un Reino enemigo, cuyo padre (el peligroso Chilperico) intenta matarle y
que solo puede traer más problemas al reino. Y Brunegilda se tiene que
marchar.
A Brunegilda la acusaron de incesto y lascivia por aquel matrimonio
suyo con Meroveo. Acusaciones muy traídas por los pelos, pero que en
realidad eran simple traducción de las maniobras de Chilperico, que logró
anular el enlace. Sin otro lugar donde ir, Brunegilda tuvo que buscar refugio
en la corte borgoñona de Gontrán, el cuñado. Peor suerte tuvo el pobre
Meroveo, que de inmediato se vio perseguido por su padre Chilperico y su
madrastra Fredegunda. Cuando le localizaron, Chilperico decidió
tonsurarle, hacerle clérigo por la fuerza y encerrarlo en un convento, para
que no pudiera reinar. No dejaba de ser una forma de salvarle de las ansias
asesinas de Fredegunda. Pero Meroveo se escapó con ayuda de tres de sus
guerreros y en la fuga halló la muerte. Versión oficial: el propio Meroveo
pidió a uno de sus escoltas que lo matara, para escapar así de una muerte
mucho más lenta en manos de Fredegunda. Chilperico hizo torturar de
forma salvaje y finalmente matar a los tres guardias de Meroveo. Versión
más probable: Fredegunda y Chilperico tramaron el asesinato de Meroveo y
después se libraron de los ejecutores. Era el año 577.
Brunegilda, mientras tanto, trataba de recomponer su posición. Después
de eludir un intento de asesinato a manos de los sicarios de Fredegunda,
urdió una estrategia para volver a la corte de Austrasia. Como el rey
Gontrán de Borgoña no tenía hijos, le convenció para que adoptara al
pequeño Childeberto, el hijo de Brunegilda y Sigeberto: después de todo,
era su sobrino y la adopción le permitiría influir decisivamente en
Austrasia. A cambio, la regencia la desempeñaría Brunegilda en sintonía
con Gontrán. Este aceptó. La visigoda volvió a Austrasia y se puso a
gobernar. Y lo hizo muy bien: mejores caminos, administración eficaz,
ejército más fuerte, iglesias más hermosas… Muy al estilo Leovigildiano,
reforzó el poder público de la corona (con ayuda de la Iglesia) frente al
poder privado de los nobles. Por cierto que eso de «imponerse sobre la
nobleza» no consistía en amables debates cortesanos: en 587 Brunegilda
hace ejecutar a los nobles Rauching, Ursio y Berthefierd por conspiración.
Mano de hierro, la de Brunegilda. Y si los aristócratas se ponían demasiado
levantiscos, nuestra dama llamaba al tío Gontrán de Borgoña. En 583 el
niño, Childeberto, cumplió trece años y fue coronado rey: Childeberto II de
Austrasia. Y Brunegilda iba a ser mucho más que «reina madre».

Guerra a muerte

Mucho peor le iban las cosas a la tremenda Fredegunda en Neustria: su


poder era absoluto, pero todos los hijos le nacían muertos, lo cual la llevó al
borde de la locura o más allá. ¿Qué estaba pasando? Un castigo divino,
pensó Fredegunda. ¿Por qué? Por la codicia de los poderosos y los
excesivos impuestos. Medida inmediata: quemar los censos y multiplicar
las limosnas a las iglesias. Ahora bien, vino otro hijo y nació igualmente
muerto. ¿Cómo era posible? Brujería, resolvió Fredegunda. Y entonces se
lanzó a perseguir a todo aquel sospechoso de haber recurrido a las malas
artes para dañarla, es decir, a todos sus enemigos. Mandó matar a Clodoveo,
el único hijo superviviente del primer matrimonio de Chilperico. Después a
Audovera, primera esposa del rey. Más tarde, a un número indeterminado
de mujeres de París acusadas de estar haciendo brujería y que por
consiguiente fueron quemadas en la plaza pública. En 584 nació al fin un
niño, un varón, y sobrevivió: Clotario, se llamaba. Y sorprendentemente,
ese mismo año moría asesinado el rey Chilperico, el marido de Fredegunda,
cuando volvía de una partida de caza.
¿Quién mató a Chilperico? ¿Fredegunda, dispuesta a asegurar el poder
total para su hijo? ¿Brunegilda, que al fin vengaba los asesinatos de
Galsuinda, Sigeberto y Meroveo? Nadie lo sabe en realidad. Seis años
después, en Austrasia, Brunegilda hará torturar a un hombre esperando que
delatara a Fredegunda por el crimen. Se declaró culpable bajo tortura, pero
no inculpó a la odiada Fredegunda. Esta, mientras tanto, buscaba apoyo (y
más cosas) en un noble de Neustria llamado Landry, que a partir de ahora
será el hombre fuerte del reino. De hecho, Brunegilda hará correr el rumor
de que el padre del pequeño Clotario, el hijo de Fredegunda, no era en
realidad el rey Chilperico, sino el amante Landry. ¿Un bastardo en el trono
de Neustria? Razón de sobra para atacar y reclamar la corona.
En efecto, con Chilperico criando malvas, Brunegilda ve el cielo
abierto: convence a su hijo Childeberto para lanzar un ejército sobre
Neustria y pedir la cabeza de Fredegunda por el asesinato de Sigeberto.
Fredegunda corre a esconderse en la catedral de París con su hijo, el
pequeño Clotario. Pero no se limita a esconderse: a través de Landry (su
alfil y amante), pide socorro a… Gontrán de Borgoña. ¿Y Gontrán —
pensará usted— iba a proteger a Fredegunda después de haber protegido a
su enemiga mortal Brunegilda? Por supuesto: Gontrán no actuaba por amor
de cuñado (que de ambas lo era), sino por interés político. Ayer apoyó a
Austrasia para que Neustria no fuera demasiado fuerte, y hoy apoyará a
Neustria frente a Austrasia por la misma razón. El ejército de Gontrán llegó
a París antes que el de Austrasia: Brunegilda se quedó sin su venganza.
Ciertamente, había que vestir la situación de alguna manera. En particular,
había que dejar claro que el hijo de Fredegunda, el pequeño Clotario, era
hijo del difunto rey Chilperico, y no de Landry, como Brunegilda se había
encargado de propalar. Fredegunda encontrará una manera realmente
espectacular de hacerlo: trescientos nobles y obispos de Neustria jurarán
solemnemente que Clotario era el legítimo heredero. Mientras alcanzara la
mayoría de edad, Fredegunda ejercería la regencia bajo la tutela de…
Gontrán de Borgoña, por supuesto: el poderoso tío Gontrán.

La horrible muerte de Fredegunda

Las dos mujeres seguirán intentando matarse sin descanso. En cierta


ocasión Fredegunda envió a un clérigo a la corte de Austrasia para matar a
Brunegilda. Esta descubrió el complot y ordenó devolver al clérigo vivo a
Neustria. Sabía que sería su peor condena. Fredegunda, en efecto, dispuso
que al clérigo se le amputaran las manos y los pies por haber fallado. La
feroz franca también intentó matar a Gontrán, por supuesto, pero fracasó.
En todo caso, Gontrán acabó muriendo (por causas naturales) a la altura del
año 593, y aquello cambió el paisaje de un plumazo: el hijo de Brunegilda,
Childeberto II, se convertía en rey también de Borgoña, y Fredegunda se
veía enfrentada a Austrasia y Borgoña a la vez. ¿Qué hizo? Atacar. Las
huestes de Neustria atacaron por sorpresa Austrasia. E inmediatamente
después, muy en el estilo de Fredegunda, el joven rey Childeberto moría
envenenado. Nadie puede asegurar que lo matara Fredegunda, pero…
La muerte de Childeberto podría haber roto a Brunegilda. No fue así. O
quizá esta mujer estaba ya tan rota que un golpe más poco podía quebrar.
Rápida, la visigoda echa mano de sus nietos, los hijos de Childerico:
Teodeberto y Teoderico, se llamaban. El primero reinaría en Austrasia y el
segundo en Borgoña. Era el año 596. Brunegilda volvía a sobrevivir en
circunstancias excepcionalmente delicadas. Y aún más: la visigoda pudo
disfrutar de la muerte de su rival.
Porque Fredegunda se murió, sí. Por causas naturales, pero
abominables: volvía de Latofao (Laffaux, en la Picardía, al norte de
Francia), tras una campaña rica en botín y esclavos, cuando contrajo
disentería. La disentería es un grave trastorno inflamatorio del intestino, y
en particular del colon, que cursa con incesantes diarreas cargadas de sangre
y moco en las heces. Así se vació Fredegunda hasta morir en su palacio de
París, a los 54 años de edad. Era el año 597.
Brunegilda había ganado esa guerra por extinción del rival. Pero
tampoco para nuestra visigoda vendrían buenos tiempos. Primero, fracasó
en su intento de apoderarse de Neustria aprovechando la corta edad de
Clotario II: sencillamente, la nobleza guerrera de Austrasia no respaldó la
idea. Y aún peor: dos años después, cuando su nieto Teodeberto fue
coronado en Austrasia, los nobles del Reino presionaron hasta lograr que el
joven rey (trece años) echara a su abuela. Era el año 599 y Brunegilda se
veía expulsada del país por el que tanto había luchado. La dama acudió
entonces a su otro nieto, Teoderico de Borgoña. En su corte se instaló y
desde allí siguió influyendo en la política de los reinos francos, a pesar de
que los dos hermanos, Teoderico y Teodeberto, se odiaban sin desmayo.

Y la horrible muerte de Brunegilda

Un detalle interesante: durante su gobierno —porque tal fue— de


Austrasia primero y de Borgoña después, a Brunegilda se le presentó en
diversas ocasiones la posibilidad de enlazar sus intereses con los de los
visigodos. Pues bien: siempre se negó. Unas veces de forma explícita y
otras de forma tácita, pero nunca quiso que su linaje franco emparentara con
el de Toledo, del que ella misma procedía. ¿Por qué? Había razones de
política objetiva: Borgoña siempre había aspirado a hacerse con el control
de territorios de la Septimania que estaban en manos godas. Pero había
también razones de índole personal: Brunegilda jamás perdonó a Toledo la
triste muerte de su hija Ingunda, la esposa de Hermenegildo. Al final
veremos incluso una alianza de Toledo y Neustria contra las ambiciones de
Brunegilda.
El propósito de la visigoda era que sus nietos se apoderaran de Neustria,
el tercer Reino franco, pero no hubo tal. Al revés, quienes entraron en
guerra fueron los dos nietos de Brunegilda. La abuela apostó por Teoderico
frente a Teodeberto, el nieto que la había echado de Austrasia. Ganó
Teoderico, es decir, ganó Brunegilda. Teodeberto fue tonsurado y encerrado
en un convento junto a su hijo y heredero. Ambos murieron allí,
verosímilmente asesinados. Era el año 612.
Con Austrasia y Borgoña de nuevo bajo su mano, la ya anciana
Brunegilda se dispuso una vez más a atacar Neustria, su vieja obsesión: así
reunificaría los reinos de los francos. Pero, nuevamente, todo le salió mal, y
en esta ocasión de forma irreversible. Cuando iba a comenzar la ofensiva,
su nieto Teoderico muere: la disentería. Brunegilda se queda sola. Lo
primero que se le ocurre es repetir la jugada dinástica y pedir el trono para
su bisnieto Sigeberto, hijo del difunto, de doce años. Y el pequeño llegó a
ser coronado, sí. Incluso logró Brunegilda que la nobleza de Austrasia
respaldara una acción contra Neustria. Parecía que se acercaba la victoria
final. Pero no: todo era una trampa. La aristocracia de Austrasia, los nobles
de palacio, los terratenientes… todos habían pactado con Clotario de
Neustria a espaldas de Brunegilda. Cuando la anciana visigoda —setenta
años ya— se dio cuenta, era demasiado tarde.
Brunegilda fue capturada cuando intentaba buscar refugio en las tribus
germánicas del otro lado del Rin. La atrapó uno de los terratenientes que
teóricamente le debían fidelidad. Los nobles de Austrasia la entregaron a
Clotario II, el hijo de Fredegunda. Fue peor que la muerte. Se la acusó de
innumerables crímenes, incluidos los cometidos por Fredegunda y su hijo.
Brunegilda sufrió durante tres días tortura. Después se la hizo desfilar sobre
un camello a modo de escarnio. Por último, se la ató a un caballo que la
arrastró hasta la muerte. Otros dicen que fue despedazada por el
procedimiento de atar a sendos caballos cada una de sus extremidades.
Brunegilda murió el 13 de octubre del año 613. Su bisnieto Sigeberto fue
asesinado cinco días después.
Así acabó la terrible historia de Fredegunda y Brunegilda. Y así terminó
la aventura de una mujer visigoda que persiguió el poder en el mundo de los
francos.
VI. SÍ, LA TIERRA ES REDONDA

ECLIPSES, FLOTAS Y CORONAS DE YEDRA

Hubo un rey visigodo que conocía la obra de Aristóteles, que sabía que
la Tierra era redonda, que estudiaba los movimientos de los astros, que
escribía versos en latín, debatía con Isidoro de Sevilla y cultivaba la vida de
los santos, todo ello mientras nombraba obispos, preparaba una flota de
guerra y dirigía operaciones de desembarco. Por desgracia, cuando se habla
de ese rey suele ser solo para execrar su política (objetivamente
desafortunada) contra los judíos. Ese rey se llamaba Sisebuto.
Sisebuto es quizá la personalidad más sugestiva de entre la tópica lista
de los reyes godos. Leovigildo fue un gigante político y su hijo Recaredo
también lo habría sido de vivir unos pocos años más, y por eso suscitan una
justa admiración, pero las cualidades de Sisebuto son completamente
singulares: hombre de conocimiento, amante de la ciencia, buen conocedor
de los clásicos, mente racional y, al mismo tiempo, legislador inflexible.
Hay algo platónico en esa mezcla de sabio y caudillo que no vamos a
encontrar en ningún otro gobernante europeo de su tiempo.

Sisebuto y los eclipses


Situémonos. Año 613. Sisebuto es rey desde al año anterior. Lo
escogieron para suceder al difunto Gundemaro. En este momento prepara
una inminente campaña contra los rebeldes en el norte de la península.
Sisebuto, hombre inquieto, ha pedido al sabio Isidoro de Sevilla que escriba
un libro sobre los fenómenos naturales, y, en especial, sobre los
astronómicos. Isidoro lo escribirá: De rerum natura («Sobre las cosas de la
naturaleza»), pronto conocido como Liber Rotarum o «Libro de las
Ruedas» por la cantidad de circunferencias que ilustraban el texto. Este
libro de Isidoro de Sevilla circulará profusamente por toda Europa. Pero lo
más singular es lo que hizo Sisebuto al recibir el volumen: contestó al sabio
con su propia versión del asunto. Lo hizo en verso y en latín, en un texto
que pasará a la Historia como Epistula metrica ad Isidorum de libro
rotarum o, directamente, «Epístola de Sisebuto». Leída hoy, la carta de
Sisebuto asombra porque desmonta numerosos tópicos modernos sobre la
Alta Edad Media y su presunta barbarie.
En efecto, ese texto de Sisebuto sobre los eclipses es enormemente
revelador porque deshace la imagen convencional del gobernante bárbaro
que solo vale para la guerra. Sisebuto demuestra en su carta que conoce
bien las teorías astronómicas de Aristóteles, que sabe además que la Tierra
y el resto de los cuerpos celestes son esféricos y por eso habla de la sombra
de los planetas como globos (nada del tópico de la «tierra plana» medieval),
y aún más: se muestra más avanzado que el sabio Isidoro de Sevilla cuando
defiende que los cuerpos celestes (las estrellas) tienen luz propia, y no solo
reflejo del sol, contra lo que pensaba el santo sevillano.
Curiosamente, no es fácil encontrar ese texto de Sisebuto en traducción
al castellano. Aún peor, con frecuencia esta inclinación científica del rey
godo se ventila como una mera anécdota, cuando en realidad es capital para
calibrar la exacta medida del mundo cultural visigodo. La traducción que a
continuación ofrecemos de la Epístola de Sisebuto se debe a la pluma de
Santiago Delgado, a partir del rescate del texto original por Javier Iglesia
Aparicio. Así hablaba Sisebuto:

Diré por qué un círculo negro se forma sobre la imagen borrosa del astro. Por
qué su frente de nieve se enrojece a causa de un tinte púrpura. No, no se trata,
como cree el vulgo, de una hechicera que, gritando histérica desde las oscuras
profundidades de las cavernas infernales, haya arrancado a la luna de sus
moradas celestes. No, la fuerza de un encantamiento nocturno… nunca fue
suficiente para hacerla equivocarse por el sonido de la trompeta. En medio del
cielo, y rodeada por las regiones donde la calma es tan a menudo turbada por la
tempestad, ella continúa ajena a los ultrajes. Pero, cuando el ancho cuerpo de la
tierra, colocado en el centro del universo, intercepta los rayos del sol, su
hermano, entonces… una sombra densa se extiende sobre el pálido disco de la
luna, hasta que esta, liberándose de las tinieblas proyectadas por las rugosidades
terráqueas, rueda en libertad por otras partes del campo celeste y recupera los
rayos de Febo. Es plausible que no se sorprenda nadie de que el sol, nueve veces
más grande y más visible que el globo de la Tierra, no envuelva a este globo en
una capa de luz. He aquí la razón. Ved cómo el sol se eleva, llegando a la bóveda
resplandeciente de los cielos, y ved también cómo desde lo más alto de su carro,
cubre con sus rayos la masa enorme de la Tierra. Entonces, sea porque él lanza la
luz desde el cénit, sea porque él lo envía oblicuamente, raseando el horizonte, la
Tierra refleja una parte de estos rayos. Los otros, al no encontrar ninguna porción
de globo que se oponga a su emisión, se prolongan en la inmensidad del vacío,
hasta que, vencidos por la tiniebla, van a morir al infinito. Si entonces la luna
arrea a sus fornidos caballos hacia las vecindades de la Tierra, no logra recibir ya
la luz de su hermano y su pálido rostro se desvanece. Pero ¿por qué es ella el
único ser celeste que está sometido a los eclipses? Este hecho no tiene nada de
sorprendente. Ella carece de luz que le sea propia. No está calentada sino por los
rayos prestados. Cuando ella cae en la vecindad de un cuerpo opaco, se convierte
en sombra y ya no es iluminada por los fuegos de su hermano. Por el contrario,
el Coro de los Astros no es en absoluto accesible a las tinieblas. Ellos gozan de
un brillo que les es natural. Ellos no le deben nada al sol. Pero… ella es
arrastrada en el giro de la esfera celeste, más alejada que el sol. Es lo que hace
que su disco no sea eclipsado durante seis meses completos. Es lo que hace que
él —el sol— describa en su curso oblicuo una línea sinuosa. Y mientras que la
luna vagabunda sigue los derroteros de su invariable trayectoria, el sol franquea
los obstáculos que se oponen a sus rayos. Él aparta el manto de la noche y lanza
hacia su hermana torrentes de luz. Todo esto ocurre por una causa análoga a la
que apaga, de repente, en la sombra el resplandor sagrado del sol. La luna
extiende su cuerpo privado de luz entre este astro y la Tierra, y ella intercepta sus
rayos antes de que lleguen hasta nosotros.

¿Resumimos? Un universo que gira en torno a la Tierra, como se creía


desde los griegos, formado por cuerpos celestes esféricos suspendidos en el
éter, y cuyas órbitas oblicuas se cruzan de vez en cuando produciendo unos
eclipses que no tienen nada de mágico, sino que son pura naturaleza. Año
613. ¿Esto es un «supersticioso bárbaro altomedieval»? Evidentemente, no.
¿Más detalles singulares de este hombre? El teatro, por ejemplo.
Sisebuto detestaba el teatro, y hasta se permitió reprochárselo en público a
un obispo (Eusebio, de Tarragona) que frecuentaba las artes escénicas. ¿Por
qué a Sisebuto no le gustaba el teatro? Lo más simple es pensar que
semejante actitud era fruto del fanatismo religioso, pero ya hemos visto que
el objeto de sus reproches era precisamente un obispo. No, la clave de la
cuestión estaba en la frivolidad. San Isidoro pensaba lo mismo. Tratándose
de Sisebuto, ese godo que conocía la obra de Aristóteles, es imposible no
pensar en Platón y su condena de los poetas en La República. ¿Habría leído
Sisebuto también a Platón? Pero esto solo es una hipótesis personal.

«Volar pasando el mar»

Pese a sus inclinaciones ilustradas, Sisebuto, quede claro, no era un


«hombre de paz». Era un jefe de guerra en el más típico estilo germánico y
vivía el combate como el momento culminante de su vida. Lo que escribe
cuando parte en campaña contra cántabros y vascones, en esa misma carta a
san Isidoro, parece sacado de una saga nórdica:

No escuchamos sino el ruido importuno del hierro y los gritos de miles de


soldados; las arengas de los generales nos enardecen y en el foro resuenan
clamores de guerra. Suenan las trompetas y conseguimos volar pasando el mar;
el vascón desde las nieves y el cántabro en sus montañas no nos dejan reposo
alguno, y es precisamente a Nos a quien se ordena ceñir con los laureles del Sol
nuestra frente y trenzar, para Nos también, corona de yedra aún más augusta.

«Volar pasando el mar», dice Sisebuto, y así ocurrió exactamente:


aquella fue una expedición naval. El rey se embarcó con sus tropas en un
punto indeterminado del norte de España, navegó por el Cantábrico y
desembarcó en algún lugar de la costa vasca. No sabemos dónde, pero el
dato es muy revelador. Nos dice, por ejemplo, que en la costa cantábrica
había ciudades lo suficientemente controladas por el Reino de Toledo como
para servir de base de operaciones, porque a un ejército hay que
avituallarlo, y preferentemente en lugar seguro. Nos dice también que el
problema estaba en el interior, en las montañas (de nieves y montañas habla
Sisebuto), lo cual corrobora la idea de que estas campañas tenían más un
cometido de represión del bandidaje que un sentido propiamente bélico. Y
nos dice, además, que el Reino de Toledo había alcanzado el suficiente
poderío como para lanzarse a una operación de este tipo, logísticamente
muy compleja.
No sabemos cómo acabó aquella campaña ni si Sisebuto ciñó su frente
con los laureles del sol y la «augusta corona de yedra». Lo más probable es
que todo terminara con unas cuantas refriegas con las partidas de
montañeses y, eventualmente, con la ejecución de los cabecillas. Vendrán
más campañas, y todas serán iguales. Pero eso lo veremos después.

Coronas de yedra

Vale la pena subrayar este punto: las campañas de Sisebuto contra


astures, cántabros y vascones no son campañas de ocupación. Los visigodos
no quieren ocupar el territorio; tampoco podrían, dada la difícil orografía
del extremo norte de España, la escasez de vías de comunicación y la
precaria articulación política de esos territorios. No, lo que Toledo pretende
es marcar un espacio, defender en la medida de lo posible a las zonas en
riesgo de sufrir saqueos y castigar a los saqueadores. Así surgen puntos
fuertes que representan, en la práctica militar, el límite norte del Reino
visigodo: Vitoria y más tarde Olite, y también vienen a cumplir la misma
función Amaya, Astorga o Lugo. ¿Significa esto que más allá de esta línea
no regía el orden gótico? No, en absoluto. La arqueología es muy elocuente
a ese respecto y afirma sin duda posible que Asturias, por ejemplo, era
culturalmente visigoda.
Así que no estamos hablando de que «Asturias» o «Cantabria» formaran
una especie de resistencia colectiva frente a los visigodos, como si fueran
reinos aparte con su propia estructura política. No, lo que significa esta
línea de puntos fuertes es que más allá de ellas había «bolsas» del territorio
donde la autoridad política apenas podía hacerse presente, cosa que se
entiende a la perfección si uno mira un mapa orográfico: las montañas
actuaban como murallas, exactamente igual que en época romana, y a su
cobijo vivían poblaciones que permanecían ajenas al peso del Estado. Con
frecuencia esas poblaciones, empujadas por el afán de supervivencia en un
entorno muy difícil, saltaban a las zonas más fértiles para capturar botín.
Podemos imaginar que en ocasiones incluso se organizarían bajo el mando
de algún jefe de clan. Las zonas depredadas no serían muy lejanas:
probablemente se trataba de las áreas llanas de Asturias y Cantabria, donde
la estructura eclesiástica había servido para vertebrar políticamente el
territorio. Entonces el Reino intervenía con expediciones punitivas que,
normalmente, se saldarían con la retirada o la derrota de los insurrectos, y
los consiguientes pactos de sumisión… hasta la próxima campaña, porque
el hambre volvería a apretar.
Donde sí ciñó Sisebuto la corona de yedra fue en sus campañas contra
los bizantinos, en las que obtuvo victorias muy sonadas. Su ejército, ya lo
hemos visto, era poderoso hasta el punto de poder armar una flota. Entre sus
generales, dos descollaron de manera especial: Riquila y Suintila. Esa flota
de guerra puso sitio a Ceuta, cosa que ninguno de sus predecesores había
podido hacer. Pero aún más: en 615 lanzó con éxito un asalto sobre
Cartagena, la capital bizantina en Hispania, que al fin cayó, y en 619 tomó
Málaga, que era otro punto clave del dispositivo imperial. Hombre sensible
y generoso en la victoria, cuando el gobernador bizantino le pidió la paz
para que no corriera más sangre de cristianos, Sisebuto detuvo la campaña.
Aún más: pagó personalmente el rescate de los prisioneros enemigos que
habían caído esclavos de los visigodos. Un tipo realmente singular.
Pero es este hombre singular el que, al mismo tiempo, decide
intensificar la política represiva del Reino de Toledo contra los judíos. De
hecho, Sisebuto figura en todas las historias como el primer gran
perseguidor. ¿Por qué? La cuestión tendrá tanto peso en la historia visigoda
que merece ser explicada aparte.

LA CUESTIÓN JUDÍA
Sisebuto pasó a la historia como el primer gran perseguidor de los
judíos. Ahora bien, la legislación represiva hacia los judíos no la inventó
Sisebuto. La primera piedra la puso Alarico II para limitar la libertad de la
comunidad judía en el Reino de Tolosa, que al parecer era zona de
abundante población hebrea. Los reyes siguientes la mantendrán, y las
líneas generales de esa política van a ser siempre las mismas: prohibir
taxativamente los matrimonios de judíos con cristianos, vetar de igual modo
que los judíos tengan esclavos cristianos y apartar a los judíos del ejército y
de los altos cargos de la administración. Hay que decir que la mayor parte
de esta legislación no era específicamente visigoda, sino que venía heredada
de la Roma tardoimperial. También hay que decir que, según parece, las
leyes se aplicaban con una notable desidia, es decir, que con frecuencia eran
papel mojado. Lo que cambia con Sisebuto es precisamente la radicalidad
de las medidas legales, porque a partir de ahora se endurecerán las penas
previstas para quienes incumplan las normas.

Segregación institucional

Hay que señalar que estas medidas eran coherentes con el contexto
general de separación entre comunidades: tampoco los godos pudieron
casarse con romanos hasta la revolución legal de Leovigildo, como
sabemos. En lo que concierne a los judíos, todos estos vetos desaparecían si
se convertían al cristianismo. Es el caso, por ejemplo, del arzobispo Julián
de Toledo (640-690), uno de los grandes escritores y teólogos de la España
visigoda, y que era de familia conversa. Es verdad que, en el otro plato de la
balanza, apareció entonces el problema de los falsos conversos, y al parecer
hubo familias judías que «alquilaban» niños de familias cristianas para
simular que estaban bautizando a sus propios hijos. En cualquier caso, y
como siempre, todo hay que ponerlo en el contexto político de la
unificación religiosa del país: Toledo quería una sola fe en un solo reino.
Quizá la mejor prueba de que estamos ante una cuestión en esencia política
es que la Iglesia, institucionalmente hablando, se mantuvo al margen de
todo este despliegue legal.
La posición formal de la Iglesia, en efecto, era que a los judíos había
que convertirlos al cristianismo por la razón y no por la fuerza de la ley. Es
la postura que tomarán tanto el papa Gregorio como Isidoro de Sevilla.
Ahora bien, eso no quiere decir que el estamento eclesiástico, en la vida
cotidiana, no aplaudiera la política antijudía del reino. Por otra parte, en el
lugar donde esa política se hacía ley, que era en los concilios, nunca los
obispos se opusieron. La lista de medidas es larga y, sobre todo, drástica.
Particularmente severas eran las penas para quien llevara a un cristiano al
judaísmo: ejecución y confiscación de todos sus bienes. O para el judío que,
habiéndose convertido al cristianismo, volviera a su antigua fe. Y si se
trataba de un cristiano converso al judaísmo que se negara a volver a la fe
católica, entonces la pena era de flagelación pública, decalvación y
esclavitud. Más: si un judío se casaba con una cristiana y no se convertía al
cristianismo, sería desterrado de por vida; si se convertía, por el contrario,
mantendría todos sus bienes.
A estas cuestiones de carácter estrictamente religioso se añadían otras
que tenían repercusiones económicas importantes. Por ejemplo, la
prohibición de que los judíos poseyeran esclavos cristianos. Porque,
además, al parecer era frecuente que los amos judíos circuncidaran a sus
esclavos, infringiendo de forma grave la ley (pues la circuncisión actuaba
como signo ritual de judaización). A partir de ahora, el judío que poseyera
esclavos cristianos debía venderlos a otros cristianos y a un precio
razonable, lo cual incluía al esclavo en cuestión y a las propiedades que este
pudiera tener; si carecía de propiedades, el antiguo amo judío debía
proporcionarle alguna. La venta debía efectuarse en el lugar donde residía
el esclavo. Si el judío optaba por liberar al esclavo, este se convertía de
inmediato en súbdito libre de la corona y no podría trabajar para el antiguo
amo. La ley planteaba plazos taxativos: el 1 de julio de 612. Después de
esta fecha, ningún judío podría tener esclavos cristianos so pena de que se
le confiscara la mitad de sus bienes y, por supuesto, los esclavos serían
liberados.
La dimensión económica del asunto estribaba en que, en el modelo de
producción de la época, la actividad agraria —que era la fundamental—
descansaba en la mano de obra esclava o servil, de tal forma que se hacía
muy difícil obtener riqueza sin esclavos. Eso apartaba por fuerza a los
judíos de los estratos más acomodados de la sociedad. Si a esto añadimos la
prohibición de que los judíos ejercieran cargos públicos, tendremos como
resultado la segregación efectiva de este grupo social, que pasaba a
convertirse en súbditos de segundo rango. En ninguna otra parte de Europa
se daba una discriminación tan acentuada.

Una cuestión política

Bien: ¿Por qué actuó así Sisebuto? Para entender el antijudaísmo de


Sisebuto es preciso tratar de meterse en la cabeza de aquella gente y, en
particular, de los sectores más cultos, a los que Sisebuto pertenecía. Ante
todo, y para deshacer malentendidos, este antijudaísmo no era un
antisemitismo en el sentido contemporáneo del término: lo que irritaba a
Sisebuto y sus godos no era lo judío en el sentido étnico, y mucho menos en
el sentido racial, sino en el plano estrictamente religioso. Por ejemplo, la ley
prescribía que los hijos de los matrimonios mixtos (de cristiano y judía, por
ejemplo) debían ser de inmediato bautizados como cristianos. Lo que
buscan las leyes godas sobre los judíos no es expulsarlos ni, menos aún,
exterminarlos, sino que se conviertan al catolicismo romano. ¿Por qué? Por
coherencia política. Para un Reino cuyo timbre de gloria era precisamente
la unificación religiosa, resultaba insoportable la idea de que pudiera existir
bajo el paraguas del Reino una comunidad que se mantenía
deliberadamente al margen con su propia religión (léase con su propio
espacio público, distinto del institucional). Para más inri, esa singularidad
se asentaba sobre algo que, para un godo ilustrado, era simplemente una
mentira. Es imprescindible subrayar esto para entender cabalmente el
fenómeno.
Sisebuto, ya lo hemos visto, no era un fanático aferrado a la superstición
de la fe. Al contrario, es un tipo ilustrado que escribe un tratado sobre los
eclipses para arremeter contra las supercherías populares que atribuyen
mensajes de malos augurios a lo que solo es un fenómeno celeste. Para una
mentalidad así, el judaísmo solo puede ser otra superstición, gemela de la
del paganismo popular: desde el momento en que la religión verdadera ha
sido revelada por el suplicio de Jesús en la cruz —y en esto coinciden tanto
romanos como arrianos—, permanecer atados a las religiones antiguas es
una pura y simple negación de la verdad, y eso vale tanto para los paganos
como para los judíos. Los paganos debían de ser aún muchos, cuando tanto
empeño puso Sisebuto en convertirlos: uno de los gestos más conocidos del
desdichado rey Liuva II, pocos años antes, había sido la cristianización de
unas fiestas populares que todavía se celebraban en honor a Ceres en una
localidad tan cercana a Toledo como Talavera de la Reina, que entonces se
llamaba Caesarobriga. Y los judíos, por su parte, no solo eran muchos, sino
que además formaban comunidades muy compactas e influyentes en un
área tan sensible como el sur y el levante, es decir, las regiones en disputa
con el Imperio bizantino. Mal lugar para reivindicar singularidad alguna.
Sabiendo todas estas cosas se hacen más inteligibles las razones que movían
a Sisebuto.
Sisebuto aplica sus principios de racionalización política con una
rigidez brutal, rayana con lo totalitario. Más o menos, su razonamiento es
este: ¿cuál es el principio fundamental del Reino de Toledo? A partir de la
conversión de Recaredo, la catolicidad del reino. ¿Cuál ha de ser entonces
la misión principal del rey? Defender la ortodoxia católica. Los reyes
precedentes, Witerico y Gundemaro, que no se comprometieron
activamente con la defensa de la fe —o eso dice Sisebuto—, no son por
tanto reyes dignos de ser tenidos en cuenta. El primer rey digno de ese título
desde Recaredo es él, Sisebuto. ¿Cómo puede demostrar esa cualidad?
Dejando claro su carácter piadoso y su voluntad de defender la fe. ¿Quiénes
representan en el Reino un peligro para la fe? Los herejes, pero herejes ya
no hay desde que el arrianismo fue formalmente desmantelado; lo que hay
es una gente que profesa una fe distinta, a saber, los judíos. Por
consiguiente, la persecución del judaísmo se transforma en misión principal
de la corona visigoda. ¿Cómo se extirpa el judaísmo? Forzando la
conversión de los judíos al catolicismo. Y así pretendió Sisebuto que el
bautismo fuera obligatorio, lo cual era teológicamente insostenible —
porque el bautismo exige el requisito de la fe y por tanto ha de ser
voluntario—, pero políticamente lógico desde los planteamientos de un rey
astrónomo y poeta y guerrero y… maximalista.

¿Se cumplieron las leyes?

A todo esto, hay que subrayar que las medidas antijudías de Sisebuto y
los reyes posteriores, aparte del dolor que generaron, resultaron bastante
ineficaces e incluso crearon conflictos nuevos, y por eso fueron
objetivamente desafortunadas. La presión política para la conversión
fabricó falsos conversos y, con ellos, la consiguiente paranoia que por todas
partes buscaba «criptojudaizantes». El Reino de Toledo arrastrará este
problema hasta su hundimiento en el año 711. No hay concilio que no
incluya medidas concretas contra los judíos. No hay rey que no haga su
propia declaración de antijudaísmo. Esta llegará incluso a ser obligatoria
para acceder a la corona.
Y aun así, en una de esas frecuentes contradicciones que encontramos
en la España visigoda, resulta que se han hallado bastantes lápidas
funerarias judías en diversos puntos del Reino visigodo y datadas hasta
fechas tan tardías como el año 689, por ejemplo, es decir, casi 80 años
después del endurecimiento de las leyes contra los judíos. Y si los judíos
seguían existiendo en el Reino durante decenios a pesar de las continuas
leyes represivas, y además podían hacer profesión de fe hasta el punto de
manifestarla en inscripciones monumentales, entonces ¿dónde queda la
persecución? Solo cabe pensar que la realidad de los textos era una y la
realidad de la vida práctica era otra. ¿Se cumplieron de verdad las leyes
contra los judíos? Todo indica que, en el plano social y económico, sí, y por
eso la comunidad judía terminará convirtiéndose en enemigo político del
Reino. Pero otra cosa es que se aplicaran efectivamente las draconianas
medidas acumuladas rey tras rey, a cual más desaforada: de haberse llevado
realmente a la práctica, la comunidad judía habría desaparecido del Reino
en una generación. En cualquier caso, la transformación de los judíos en
minoría marginada ya era un hecho.
Sisebuto falleció tras nueve años de reinado. Se sospecha que murió
envenenado, porque Isidoro de Sevilla, en la versión corta de su Historia de
los Godos, dice que el veneno lo mató, aunque en la versión larga,
redactada después, bajo otro rey (Suintila), modifica la causa y atribuye la
muerte de Sisebuto a haber ingerido una dosis excesiva de un medicamento.
¿Hay detrás de esta corrección un crimen oculto? No lo sabemos. A
Sisebuto le sucedió su hijo Recaredo II. Este, muy joven, murió a su vez
apenas dos meses después de ceñir la corona. ¿Cómo murió el joven
Recaredo II? Nadie lo sabe. Hay quien aduce una muerte violenta, pero la
verdad es que eso no consta en fuente alguna. Lo que sí consta es lo que
pasó después: los nobles del Reino proclamaron rey a Suintila, el jefe
guerrero que tanto había combatido a las órdenes de Sisebuto. Y con
Suintila lograría el Reino visigodo completar su control territorial de toda la
península ibérica.

GODO RICO, GODO POBRE

Suintila era un guerrero. Y muy eficaz, por lo que sabemos. En 623


obtiene una victoria decisiva sobre las tropas que los bizantinos mantenían
aún en España, probablemente en lo que hoy es el Algarve portugués.
Desmoronados, los imperiales terminaron abandonando en muy pocos
meses las posiciones que les quedaban en el resto de la Península. En los
dos años siguientes, Suintila dirige además una vasta campaña contra los
vascones y les inflige una derrota igualmente decisiva. Tanto que por
primera vez un rey godo obtiene una rendición incondicional de los
vascones. Sería fantástico saber quién cerró el pacto por parte vascona: eso
aclararía muchas cosas. Por desgracia, lo ignoramos. Pero muy
incondicional, en efecto, debió de ser la rendición cuando Suintila pudo
poner a los cautivos vascones a trabajar en la fortificación de Olite, que a
partir de ahora se convertirá en un punto fuerte básico para proteger el valle
del Ebro frente a las incursiones depredadoras de los montañeses.

Suintila, «padre de los pobres»

Espoleado sin duda por su éxito militar, que debió de granjearle la


simpatía del ejército y del pueblo, Suintila se propuso reforzar el poder
regio. ¿Cómo lo hizo? Aquí nos topamos con un problema frecuente en las
fuentes sobre nuestros godos: una crónica dice una cosa, otra dice la
contraria y… no hay más testimonios. San Isidoro pone el acento en las
cualidades de Suintila cómo «príncipe de su pueblo» y «padre de los
pobres» (es verdad que después corrigió su juicio, pero solo cuando la
memoria de Suintila cayó en desgracia). Fredegario, por el contrario,
subraya sus hechos inicuos y el odio que le tenían los nobles y obispos
(pero Fredegario escribía para la corte franca, que apoyará las conjuras
contra Suintila). ¿Qué conclusión sacar? Pongamos que los dos están en lo
cierto: a Suintila le quería su pueblo pero le detestaban los poderosos. Lo
que nos queda es una imagen de justiciero: el soberano que favorece a los
pobres en perjuicio de los ricos. Lo cual no deja de ser coherente con ese
otro rasgo que sí conocemos de él: su intento de fortalecer el poder regio
frente a los magnates del país.
El poder público de la corona frente al poder privado de los nobles: esa
va a ser la gran lucha política a lo largo de toda la Edad Media en Europa, y
sus primeros compases se libraron aquí, en la España visigoda, cuando el
Reino de Toledo había alcanzado ya la suficiente fuerza como para que los
monarcas pensaran en identificarse con el Estado. Un Estado que buscaba
poder movilizar a sus propias tropas, recaudar sus propios impuestos y
unificar su administración sin pasar por la intermediación de los grandes
señores. Y por supuesto, blindar la figura del rey como depositario y
encarnación de algo que ya podemos llamar soberanía. Consciente o
inconscientemente, eso es lo que buscó Suintila.
Nos faltan datos concretos, pero, a juzgar por la inquina que el rey
despertó en los notables del reino, Suintila debió de ser muy expeditivo a la
hora de recortar prebendas, tanto entre la nobleza civil como en la jerarquía
eclesiástica. Sí, eclesiástica, porque el poder material de la Iglesia, que ya
era muy notable en la época anterior a Recaredo, se había hecho
extensísimo tras la conversión oficial del reino. En aquel momento, los
obispos controlaban la recaudación de impuestos porque supervisaban a los
recaudadores, tenían la última palabra en el nombramiento de ciertos
funcionarios judiciales y fiscales en las ciudades, y pronto adquirirán
además la potestad de supervisar la acción de los jueces.

Ricos cada vez más ricos

Originalmente, todas estas cosas tenían por objeto que los obispos
pudieran proteger eficazmente a los ciudadanos cristianos, pero, en muy
poco tiempo, tales atribuciones terminaron convirtiendo a la Iglesia en un
poder político en sí misma. En paralelo, la fundación de iglesias y
conventos se extendía por todas partes con sus correspondientes
donaciones, de manera que el patrimonio eclesiástico se multiplicó. En cada
basílica urbana entraba un número muy alto de cargos eclesiásticos
(diáconos, arcedianos, presbíteros, arciprestes, etc.), y todos ellos recibían
habitualmente una donación en tierras con sus consiguientes rentas. Por otro
lado, a cada clérigo correspondía una parte de la renta total del patrimonio
de la sede. Para mayor comodidad, los clérigos se beneficiaban de notables
exenciones fiscales. Desde tan ventajosa posición, fue habitual que los
clérigos se dedicaran a actividades comerciales e incluso al préstamo. Ser
obispo o simple sacerdote, en fin, se convirtió en un magnífico negocio. Y
como «dinero llama a dinero», la jerarquía episcopal se llenó con los
nombres de las grandes familias terratenientes, y así hubo auténticos
«linajes de obispos» en diversas sedes que estuvieron bajo el control de la
misma familia durante varias generaciones.
Eso, en lo que concierne a los privilegios eclesiásticos. Pero para pintar
al completo el paisaje social en tiempos de Suintila es preciso hablar
también de los ricos civiles, es decir, los grandes señores de la tierra, porque
en esta época el Reino de Toledo va a asistir a una galopante concentración
de la propiedad en unas pocas manos. Nadie sabe muy bien cuáles fueron
las razones, pero consta que a lo largo del siglo VII la clase de los pequeños
propietarios agrarios entró en barrena. Pudo ser por la acumulación de
calamidades: entre los fenómenos naturales y las guerras, cada vez era más
difícil obtener buen rendimiento de una tierra ya de por sí poco generosa.
Pudo ser también por la política fiscal: como los grandes del Reino —
civiles y eclesiásticos— obtenían exenciones fiscales a cambio de su apoyo
al rey de turno, la carga de los tributos iba a caer siempre sobre los
pequeños propietarios, que veían su patrimonio cada vez más mermado. El
hecho es que, en esta época, numerosos pequeños propietarios optaron por
vender su tierra a un propietario más poderoso que, después, les devolvía el
derecho de uso, pero no de propiedad. También fueron frecuentes los casos
de campesinos que, necesitados de dinero, empeñaron su pequeño predio a
un prestamista que después se quedó la tierra al no ver satisfecha la deuda.
De ahí al estatuto de siervo o incluso de esclavo solo mediaba un paso. De
esta manera los ricos eran cada vez más ricos mientras la masa de los
pobres crecía de manera exponencial. Y como eran cada vez más ricos,
tenían aún más fuerza para imponer sus condiciones al poder político, lo
cual los hacía todavía más influyentes.
Si este era el paisaje social, podemos imaginar en qué consistió la
«iniquidad» de Suintila que le valió el odio de los grandes del reino.
Podemos imaginar una política sostenida de confiscaciones, limitaciones a
los señores a la hora de cobrar tributos y de imponer cargas al pueblo,
desaparición de privilegios económicos y fiscales, etc. Podemos imaginar
también una serie ininterrumpida de gestos hacia el pueblo, desde mejorar
la condición de los siervos hasta repartir pan, la exención de ciertos tributos
o la manumisión de esclavos que hubieran caído en tal condición por causas
injustas o abusivas. El hecho es que Suintila se ganó ese laurel de «príncipe
de su pueblo y padre de los pobres» que le adjudicó san Isidoro.

La corona y el pueblo

¿Quiénes eran los pobres? Probablemente, todos los que no eran ricos.
Y la diferencia se extendía por igual a hispanogodos e hispanorromanos,
porque aquellos tiempos en los que los godos constituían una casta
dominante habían quedado muy atrás. Por una parte, todos, godos y
romanos, adoptaban las vestimentas y los usos romanos (por ejemplo, la
gente ya no se hacía enterrar con su ajuar). Por otra, todos, romanos y
godos, empezaban a usar cada vez más nombres germánicos. En lo social,
la vieja aristocracia hispanorromana seguía manteniendo su posición
privilegiada en la posesión de tierras, en la Administración o, ahora, en la
Iglesia, y al mismo tiempo había familias de origen godo que terminaban
cayendo en la pobreza o la servidumbre por cualquier lance de mala
fortuna. La pobreza y la riqueza se habían hecho transversales. Y entre esos
pobres que veían en Suintila a un padre había hispanogodos e
hispanorromanos por igual.
Al mismo tiempo que limitaba el poder privado de los nobles y de la
Iglesia, Suintila se dedicó a reforzar el poder público de la corona. Lo hizo
por el habitual procedimiento de asociar al trono a sus familiares más
próximos: su hijo Ricimiro, su hermano Geila y su esposa, Teodora. Así se
configuraba un fuerte núcleo dinástico que, naturalmente, irritó
sobremanera a los nobles. Al parecer también empleó otro procedimiento
algo más prosaico para blindar a su núcleo familiar, y fue la acumulación de
un importante patrimonio personal. Cosas todas ellas, en fin, que
terminaron por exasperar a los grandes nombres del reino: había que acabar
con Suintila.
Había que acabar con él, sí. La opinión estaba cada vez más extendida
entre los nobles y los eclesiásticos. ¿Pero cómo hacerlo? El ejército le
respetaba, el pueblo le apreciaba y con toda seguridad habría una parte
importante de la nobleza que le sería fiel. A este rey no se le podía apuñalar
en el trono, como a Witerico, ni apresarle en su palacio. Hacía falta sacar al
rey de Toledo y buscar lanzas fuera del ámbito de control directo de la
corona. La solución la propuso un hombre llamado Sisenando.

Una bandeja de oro por un rey

Sisenando era duque en la Septimania. Tenía buenas relaciones con los


francos. Y los francos tenían un ejército que podría desequilibrar la balanza
a favor de los conspiradores. ¿Y qué recibirían los francos a cambio? Una
bandeja de oro del tesoro visigodo (la que Aecio le regaló a Turismundo)
que pesaba quinientas libras. Después no hubo bandeja, sino doscientos mil
sueldos, que era la unidad de cuenta de la época, pero aquí lo relevante es
que hubo contrato. Ese fue el pacto para acabar con Suintila. Comenzaba el
mes de marzo del año 631.
Los francos de Dagoberto y los visigodos de Sisenando entraron en la
Tarraconense y enfilaron hacia el sur. El camino romano hasta Toledo
pasaba necesariamente por Zaragoza. Allí se vio que, una vez que las armas
habían comenzado a hablar, todos los eventuales apoyos de Suintila valían
bien poco. Zaragoza se rindió enseguida. Ante la presencia de un poderoso
ejército, sintiéndose arropados, todos los que alentaban la caída del rey
dieron la cara. Entre otros, Geila, el propio hermano de Suintila, que quizá
pensó en algún momento que aquel incidente le acercaba a la corona y
cambió de bando. Las tropas rebeldes, que ya eran más numerosas que las
del propio rey, llegaron a Toledo casi sin oposición. Suintila se vio solo.
Optó por abdicar y huir. El trono quedó vacío.
Sin perder un minuto, los de Sisenando entraron en el palacio real de
Toledo: sabían que debían actuar con rapidez para evitar reacciones
indeseables. El mismo 26 de marzo Sisenando era proclamado rey en
Toledo. Había sido un golpe de estado.
A Suintila le esperaba un amargo calvario. Capturado, fue encerrado y
sometido a juicio. Se le acusó de una larga serie de crímenes y, entre otros
delitos, de haberse enriquecido con lo que robaba al pueblo. La acusación
es tan peregrina que probablemente tenía un objetivo más propagandístico
—para restar apoyo popular al rey destronado— que procesal. Fue nada
menos que el IV Concilio de Toledo, convocado por Sisenando, el que
declaró culpable al rey. Presidía las sesiones Isidoro de Sevilla. Suintila y su
familia sufrieron la confiscación de todos sus bienes y pena de destierro.
Nadie se atrevió a matar al rey. Suintila, el «padre de los pobres», falleció
poco después, en 634. En la más estricta pobreza.

LOS CONCILIOS: LA CONSTITUCIÓN DEL REINO

El golpe de estado de Sisenando contra Suintila fue muy claramente una


operación de la oligarquía, es decir, de las clases dominantes del reino. Nos
faltan detalles, pero, a juzgar por el desarrollo de los acontecimientos,
parece claro que había un sector de la nobleza y el clero dispuesto a llegar
hasta el final, mientras que otro sector, quizá más tibio, se subió al golpe a
última hora. Pero lo más relevante es que nadie de entre la élite del Reino
permaneció junto a Suintila. Si el nuevo rey pudo pagar a Dagoberto la
friolera de 200.000 sueldos por sus servicios, es que había mucha gente
dispuesta a poner dinero. Y gente muy rica.
Es verdad que la operación adolecía, de entrada, de una evidente falta
de legitimidad. Puestos a derrocar a un rey, Sisenando no tenía más derecho
que cualquier otro. Por eso aparecieron varios «otros» que reclamaron para
sí el trono. Uno fue Geila, el hermano felón de Suintila, que después de
haber traicionado al rey para pasarse a Sisenando, traicionó a este para
pasarse a sí mismo. Geila se levantó en la Bética y al parecer suscitó las
suficientes adhesiones como para ofrecer resistencia armada. Toledo tardó
meses en sofocar esta rebelión. Otro que no reconoció a Sisenando fue un
tal Iudila, que incluso llegó a acuñar moneda intitulándose rey en Mérida y
en Granada. Por desgracia, de este Iudila no sabemos nada más. Salvo que
fue derrotado. Lo más importante, en todo caso, vino después. Y es que
Sisenando, sin duda presionado por los nombres más relevantes de la
Iglesia, convocó para diciembre de 633 el IV Concilio de Toledo. Un
concilio que iba a resultar decisivo, porque su misión fundamental no fue
tanto eclesiástica como política.

La Constitución de Isidoro

Pongámonos en situación. Un rey, Suintila, ha tratado de reforzar el


poder de la corona frente a los nobles, lesionando gravemente los
privilegios de la aristocracia y de la Iglesia, y además ha intentado crear un
núcleo dinástico familiar. Los nobles se las han arreglado para quitar a
Suintila de en medio, pero ahora se plantea el problema de cómo consolidar
este nuevo marco político. La Iglesia, que no quería a Suintila, tampoco
quiere un estado precario en manos de los caprichos de la oligarquía. Y los
oligarcas saben que no pueden gobernar el Reino sin la bendición
eclesiástica. ¿Dibujamos el mapa? La nobleza quiere controlar a la corona,
pero no puede hacerlo sin legitimidad, y esta la otorga la Iglesia. La Iglesia,
por su lado, comparte con la nobleza intereses tanto objetivos (la
salvaguardia de sus ricos patrimonios) como subjetivos (las grandes
familias copan los puestos episcopales), pero necesita una corona
relativamente fuerte y centralizada para el desarrollo de la propia estructura
eclesial. ¿Cómo armonizar todas las posturas? San Isidoro de Sevilla sabía
cómo hacerlo.
Fue Isidoro, y de eso no puede caber duda, pues él presidió las sesiones.
En aquel IV Concilio de Toledo, además de las cuestiones relativas a la
Iglesia, se añadió un último canon, el 75, que se titulaba «Amonestación al
pueblo para que no peque contra los reyes» y que ha sido considerado como
la base constitucional del Estado visigodo. «La última decisión de todos
nosotros, los obispos —dice el canon 75—, ha sido redactar en la presencia
de Dios, el último decreto conciliar, que fortalezca la situación de nuestros
reyes y dé estabilidad al pueblo de los godos». Es claramente una
declaración política. Y ahora vamos a ver en qué consistía esa declaración.
Primero: la corona es algo sagrado, vinculado directamente a Dios. Por
tanto, quienes traicionan al rey provocan la ira divina: «Sin duda que es un
sacrilegio —dice el canon— el violar los pueblos la fe prometida a sus
reyes, porque no solo se comete contra ellos una violencia de lo pactado,
sino también contra Dios, en el nombre del cual se hizo la dicha promesa.
(…) Por lo cual, si queremos evitar la ira divina y deseamos trocar su
severidad en clemencia, guardemos para con Dios la veneración religiosa y
el temor, y permanezcamos hasta la muerte en la fidelidad y promesas que
hemos hecho a nuestros reyes». En plata: conspirar contra el rey es pecar
contra Dios. Es evidente que esto convierte al rey en una figura intocable.
Segundo: la corona es electiva y la decisión recae en la clase dominante.
Se acabó —al menos, por el momento— la pretensión de crear dinastías.
Así lo dicen los obispos del IV Concilio de Toledo: «Que nadie entre
nosotros arrebate atrevidamente el trono. Que nadie excite las discordias
civiles entre los ciudadanos. Que nadie prepare la muerte de los reyes, sino
que muerto pacíficamente el rey, la nobleza de todo el pueblo, en unión de
los obispos, designarán de común acuerdo al sucesor en el trono, para que
se conserve por nosotros la concordia de la unidad, y no se origine alguna
división de la patria y del pueblo a causa de la violencia y la ambición». O
sea que la Iglesia concede a la nobleza su aspiración de elegir al rey, pero se
introduce ella misma en el proceso de elección.
Como la corona es sagrada y el vínculo con ella se deduce de la
veneración a Dios, la pena para quien rompe la obediencia es la más pesada
que se puede imaginar: el anatema, es decir, la excomunión, la exclusión de
la comunidad y, eventualmente, la muerte. Los obispos se cuidan mucho de
llevar las cosas hasta este último extremo. De hecho, aquel Concilio de
Toledo vio los casos de Suintila, Geila y Iudila, y a todos se les perdonó la
vida. Pero no es preciso explicar qué puede hacer un rey con una sentencia
de anatema en sus manos.
Limitación del poder

Ahora bien, los padres conciliares aportan un elemento muy interesante


en este cuerpo doctrinal, y es que, al mismo tiempo que consagran la
naturaleza divina de la corona, subrayan las limitaciones que el rey debe
observar en el ejercicio de su poder. Por ejemplo, el canon 75 declara
expresamente vetada la posibilidad de que el rey ejerza la justicia por sí
mismo a su libre albedrío: «Y ninguno de vosotros —dice— dará sentencia
como juez único en las causas capitales y civiles, sino que se ponga de
manifiesto la culpa de los delincuentes en juicio público». Aún más: si el
rey se comporta de modo objetivamente reprobable, entonces él mismo
merecerá la condena de anatema. Este es el tenor literal del texto: «Y acerca
de los futuros reyes, promulgamos esta determinación: que si alguno de
ellos en contra de la reverencia debida a las leyes, ejerciere sobre el pueblo
un poder despótico con autoridad, soberbia y regia altanería, entre delitos
crímenes y ambiciones, sea condenado con sentencia de anatema». A nadie
se le escapa que esto, en la práctica, equivalía a poner al monarca en las
manos de la Iglesia, al menos desde el punto de vista moral.
El canon 75 del IV Concilio de Toledo venía, en suma, a definir las
líneas de un marco político ciertamente complejo, pero que aspiraba a la
estabilidad. La nobleza y la Iglesia elegían al rey, pero después le debían
obediencia. La persona del rey y la realidad material del Reino eran cosas
distintas. Esto es importantísimo porque, al contrario que en otros pueblos
germánicos, entre los visigodos el Reino no era propiedad personal del rey,
lo cual excluía la posibilidad de repartirlo a la muerte del monarca. Nace así
un concepto de estado que en tiempos de Chintila, por ejemplo, va a
identificarse expresamente con la «patria»: «Es obligación del buen
príncipe proveer con todo cuidado al bien de la patria y de su pueblo», dirá
Chintila en el VI Concilio de Toledo. Además, el rey era sagrado, sí, pero
debía someterse al juicio moral de la Iglesia, porque su sacralidad venía de
Dios. Sisenando, que se había levantado contra un rey, veía ahora protegida
su propia posición con una norma que, de habérsele aplicado a él, le habría
costado el anatema. Pero, al margen de este pequeño detalle, el hecho es
que este canon 75 se convertiría desde ahora en la referencia permanente de
todos los concilios posteriores en lo que concierne al orden político del
Reino visigodo.

Medidas excepcionales

Sisenando murió tranquilamente —es decir, sin puñales— el 12 de


marzo de 636. A su alrededor, sin embargo, parece que no había
tranquilidad alguna: eso se deduce de las medidas extraordinarias que
adoptó su sucesor, Chintila, elegido por los nobles y los obispos conforme
al sistema consolidado por el canon 75. Esas «medidas extraordinarias»
fueron, de entrada, convocar un nuevo concilio, el V de Toledo, tan
temprano como en junio de 636, es decir, recién llegado Chintila al trono. Y
atención a los temas puestos sobre la mesa, porque son muy reveladores:
subrayar que solo podía ser elegido rey un miembro de la alta nobleza
visigoda, garantizar que los descendientes del rey pudieran disfrutar de
todos los bienes justamente adquiridos o legalmente heredados, sancionar
con anatema a cualquiera que molestase a la familia de un rey después de
muerto este, asegurar que el círculo de confianza del rey (los fideles regis)
mantendría sus bienes cuando el rey cambiara y, atención a esto,
excomulgar a los que consultaran a adivinos para conocer la suerte del rey,
delito equiparable al de quienes se agruparan para deponer a un rey o al de
quien aspirase al trono sin ser elegido por la asamblea correspondiente.
¿Por qué el V Concilio de Toledo decidió estas cosas? ¿Fue a iniciativa
de Chintila o fueron los obispos? Más parece lo primero. Y si tuviéramos
que deducir un paisaje general a partir de las decisiones del concilio, ese
paisaje sería el siguiente: en un ambiente de extrema inestabilidad, con
aspirantes a la corona ajenos al círculo de la nobleza visigoda y rumores
populares sobre malos augurios, Chintila teme ser depuesto y que su familia
y sus próximos se vean desterrados y desposeídos de todos sus bienes
(bienes que, muy probablemente, habrían crecido de forma notable con la
llegada de Chintila al trono). ¿A quién temía Chintila? No lo sabemos, pero
debieron de ser más de uno y más de dos los que intentaron mover al rey de
su trono. De hecho, apenas año y medio después, en enero de 638, se
convocó otro concilio, el VI de Toledo, y esta vez con el doble de obispos,
incluidos los de la Narbonense.
Si las decisiones del V Concilio nos permiten reconstruir un paisaje de
inestabilidad y riesgo para la monarquía, las del VI de Toledo nos aportan
más precisiones, aunque sigue siendo difícil dibujar una interpretación
nítida. Por ejemplo, se dictó pena de excomunión para los culpables de
ciertos delitos que se habían refugiado en el extranjero y que desde allí
seguían actuando contra el reino. ¿Quiénes eran? No lo sabemos, pero es
fácil pensar en conspiradores o rebeldes que, derrotados, habían logrado
escapar al norte de África, en manos bizantinas, o incluso al Reino de los
francos. El VI Concilio repitió el anatema para todos aquellos que
usurpasen la corona o conspirasen contra ella. En su canon 14 subrayó que
el rey tenía derecho a actuar si alguno se mostraba «infiel» a la corona o
«inútil» en el cargo que se le había encomendado. Y añadía algo llamativo:
si un rey era asesinado, su sucesor quedaba obligado a castigar al culpable
so pena de verse deshonrado. Era como si Chintila estuviera diciéndole a
alguien: «Si crees que vas a poder librarte de mí, que sepas que te
perseguiré después de muerto».
No hizo falta porque Chintila murió por causas naturales en algún
momento entre 639 y 640, después de un reinado corto y, por lo que hemos
visto, bastante inquietante. Dejó como previsión que los nobles eligieran
sucesor a su hijo Tulga, entonces muy joven.
Pero ¿cómo? ¿No habíamos quedado en que nadie formaría una
dinastía? En efecto: una parte importante de la nobleza no aceptó la
decisión de la asamblea que había designado a Tulga. Entonces se oyó la
voz de un anciano terrible. Se llamaba Chindasvinto. Pero antes de hablar
de él es preciso contar otras cosas.

LA ESPAÑA DE SAN ISIDORO


La historia de la España visigoda no puede escribirse sin la figura de
San Isidoro de Sevilla. San Isidoro (560-636) fue uno de los mayores sabios
universales de su tiempo: el último de los grandes filósofos antiguos y el
último gran padre de la Iglesia. Dominaba el latín, el griego y el hebreo.
Enseñaba filosofía aristotélica en Sevilla mucho antes de que llegaran a
España los árabes, a los que erróneamente se atribuye el redescubrimiento
de Aristóteles. Su obra cumbre, las Etimologías (veinte libros de los que las
Etimologías propiamente dichas son solamente el décimo), fue la más
reproducida en la Edad Media, después de la Biblia. Cuando se invente la
imprenta, hacia 1450, las Etimologías conocerán diez reimpresiones, diez,
en el gozne de los siglos XV y XVI; el Renacimiento redescubre a san
Isidoro.

Un hijo de la gran transformación

¿De dónde había salido Isidoro? De una influyente familia de


Cartagena. Su padre, Severiano, era un hispanorromano de muy elevada
posición. A su madre, Teodora (o Túrtura), se le atribuye origen visigodo.
Es verdad que los matrimonios mixtos estaban prohibidos, pero ya hemos
visto en nuestro relato suficientes casos como para ponerle a esa
prohibición muchos puntos suspensivos. La cuestión es que a la altura del
año 554, cuando Cartagena cae en poder de los bizantinos, en el contexto de
la guerra entre Agila y Atanagildo, la familia entera se tiene que marchar:
Severiano, Teodora y tres niños que son Leandro, Fulgencio y Florentina.
Este Leandro será más tarde obispo de Sevilla. Fulgencio, años después,
obispo de Cartagena. Y Florentina, abadesa y fundadora de cuarenta
conventos. ¿Y nuestro amigo Isidoro? Isidoro, según parece, no había
nacido todavía, porque Leandro habla de tres hijos en el momento de la
fuga. La familia se traslada a Sevilla y es aquí donde habría nacido Isidoro
en fecha indeterminada, pero que debió de ser en torno al año 556.
Educado bajo los auspicios de su hermano mayor, Leandro (al que la
tradición atribuye una severidad más que notable), nuestro sabio demostró
enseguida un talento excepcional y una destreza propiamente magistral en
el uso del griego y el hebreo. Y además vivió de primera mano las
convulsiones en torno a la unificación religiosa del reino, porque este
hermano Leandro, recuérdese, es el mismo que convirtió a Hermenegildo
cuando se levantó contra su padre, Leovigildo. En muchos aspectos, Isidoro
es hijo directo de aquella crisis, intelectualmente hablando. Cuando muera
Leandro, en 599, Isidoro le sucederá en el gobierno de la diócesis sevillana.
Su episcopado se prolongará por espacio de treinta y siete años, nada
menos.
Isidoro es un perfecto ejemplo de hasta qué punto la monarquía visigoda
había llegado a identificarse con España. Al contrario que cronistas
anteriores, él no cuenta la historia de la España goda como subordinada de
la historia imperial. Al revés, es el primero en identificar la monarquía
visigoda con ese espacio físico concreto que es la totalidad de la península
ibérica. Isidoro fue uno de los primeros en darse cuenta de que esta España
ya no era la Hispania romana, sino que había nacido algo distinto, una
entidad política singular e independiente. Algo a lo que él se propuso
contribuir reuniendo el gran legado cultural de Roma y dando forma
doctrinal a la monarquía visigótica, con la Iglesia como poder moderador y
los concilios como cortes que debían aprobar la legislación del reino, como
acabamos de ver. En su Historia de los godos hay un fragmento que es un
auténtico himno a España. Dice así:

De todas las tierras existentes desde el Occidente hasta la India tú eres, España,
piadosa y madre siempre feliz de príncipes y de pueblos, la más hermosa. Con
razón tú eres ahora la reina de todas las provincias. De ti no solo el ocaso, sino
también el Oriente reciben su fulgor. Tú eres el honor y el ornamento del orbe, la
más célebre porción de la tierra, en la que se regocija ampliamente y
profusamente florece la gloriosa fecundidad de la estirpe goda. Con razón la
naturaleza te enriqueció y te fue más benigna con la fecundidad de todas las
cosas creadas. (…) Produces todo lo fecundo que dan los campos, todo lo
precioso que dan las minas, todo lo hermoso y útil que dan los seres vivientes; y
no eres menos por los ríos, que ennoblece la esclarecida fama de tus vistosos
rebaños (…) Y, además, eres rica en hijos, en gemas y en púrpura, a la par que
fértil en gobernantes y genios de imperios, y eres tan opulenta en realzar
príncipes como dichosa en engendrarlos. Con razón por tanto la dorada Roma,
cabeza de pueblos, te ambicionó tiempo atrás, y aunque el mismo poder romúleo
te poseyó primero como vencedor, luego, sin embargo, el linaje floreciente de los
godos, tras numerosas victorias en todo el orbe, te arrebató con afán, y te amó, y
goza de ti hasta ahora entre regias ínfulas y enormes riquezas segura en la dicha
del Imperio.

Tenemos que abandonar cualquier idea de que aquella España era un


mundo salvaje. Para la época, resultaba más habitable que otros lugares de
Europa. Contra lo que pueda parecer con ojos de hoy, el pueblo no era
unánimemente analfabeto y hay sobradas muestras de que gentes de
condición baja o incluso servil sabían leer y escribir: así lo testimonian las
famosas «pizarras visigóticas», placas de pizarra escritas, donde aparecen
cosas tan dispares como listas de libertos, encargos sobre aceitunas o
compraventas de tierras. Quienes escribían estas cosas no eran monjes ni
eruditos, sino gentes del común. En ninguna otra parte de la Europa
germánica existen cosas así.

Germanización de Roma

Tanto el poder godo como la élite cultural hispanorromana habían


recogido muchos principios culturales de la vieja Roma. Por ejemplo, en
materia de legitimación del poder. Esto es lo que escribía san Isidoro de
Sevilla sobre el particular:

Dios concedió a los príncipes la soberanía para el gobierno de los pueblos; quiso
que ellos estuvieran al frente de quienes comparten su misma suerte de nacer y
morir. Por tanto, el principado debe favorecer a los pueblos y no perjudicarles;
no oprimirles con tiranía, sino velar por ellos siendo condescendientes, a fin de
que este su distintivo del poder sea verdaderamente útil y empleen el don de
Dios para proteger a los miembros de Cristo. Cierto que miembros de Cristo son
los pueblos fieles, a los que, en tanto les gobiernan de excelente manera con el
poder que recibieron, devuelven a Dios, que se lo concedió, un servicio
ciertamente útil. (…). Cuando los reyes son buenos, ello se debe al favor de
Dios; pero cuando son malos, al crimen del pueblo.
Este principio de limitación del poder ya lo hemos visto aplicado en el
IV Concilio de Toledo. Isidoro lo explica en las Etimologías con un célebre
proverbio latino: «Rex eris si recti facias; si non facias, non eris». Eres rey
si actúas rectamente; y si no, no lo eres. Lo que subyace aquí es un cierto
pesimismo antropológico, aunque quizá sería más exacto definirlo como
puro realismo: Dios es bueno, sin duda, pero el hombre es lo que es, de
manera que hay prevenir la aparición de reyes tiránicos y «crímenes del
pueblo». Para eso sirven las leyes: «Las leyes se dictan —dice Isidoro—
para que, por temor a ellas, se reprima la audacia humana; para que la
inocencia se sienta protegida en medio de los malvados y para que, entre
esos mismos malvados, el miedo al castigo refrene su inclinación a hacer
daño». Es una perspectiva que parece encajar muy bien con el
impresionante despliegue legislativo de la monarquía visigoda, sin duda la
unidad política que más códigos legales alumbró de entre todos los reinos
europeos de su tiempo.
Bajo el magisterio de Isidoro, toda esa sabiduría, legataria de la
tradición clásica y puesta en forma por la filosofía cristiana de la vida,
termina convirtiéndose en el pensamiento dominante en el reino. Que los
reyes y la propia Iglesia estuvieran a la altura de las circunstancias ya es
harina de otro costal, pero, en cualquier caso, la guía ética había quedado
sentada. Y lo más importante es que Isidoro no fue un autor aislado, sino
que, bajo su magisterio, creció una élite intelectual muy respetable. Nuestro
propio sabio se ocupó de que así fuera.

El «renacimiento isidoriano»

En el IV Concilio de Toledo, Isidoro impuso a todos los obispos la


obligación de establecer escuelas en sus respectivas sedes. Las normas eran
muy concretas y descendían hasta el detalle: régimen de internado, en
edificio anexo a la catedral y con dos ciclos de enseñanza, el primero
genérico para niños y adolescentes, y el segundo dedicado expresamente a
la formación de los futuros clérigos. Añádase que nos consta la existencia
de escuelas rurales igualmente vinculadas a los centros eclesiásticos, y
donde se enseñaba a los hijos de las familias vinculadas a la Iglesia. No es
exactamente un sistema de educación nacional, pero hay que valorar el
esfuerzo.
No eran casos aislados, no. No cabe exagerar, pero la fórmula
«renacimiento isidoriano» que se ha aplicado a esta etapa de la España
visigoda parece bastante ajustada. El trabajo de san Isidoro influyó de
manera determinante en la élite intelectual del reino, y además debió de
hacerlo de manera muy directa. Por ejemplo, Braulio de Zaragoza, aquel
obispo que entre otras cosas escribió la vida de san Millán, bebió
abundantemente de la sabiduría de Isidoro. El discípulo escribía al maestro
cosas como esta:

Tus libros nos han señalado el camino de la casa paterna cuando andábamos
errantes por la ciudad tenebrosa de este mundo. Ellos nos dicen lo que somos, de
dónde venimos y de dónde nos encontramos. Ellos nos hablan de la grandeza de
la patria, ellos nos dan la descripción de los tiempos, ellos nos enseñan el
derecho de los sacerdotes y las cosas santas, las relaciones y los géneros de las
cosas, la disciplina pública y la doméstica, las causas, los nombres de los
pueblos, la descripción de las regiones y los lugares, la esencia de todas las cosas
divinas y humanas.

Y el maestro le contestaba con cosas así:

Te envío el libro de los Sinónimos no porque sea de alguna utilidad, sino porque
así lo quisiste. Mas te encomiendo al Portador y a mí mismo, para que ores por
mí miserable, porque languidezco mucho por enfermedades de la carne y por
culpas de la mente.

Las «enfermedades de la carne» se llevaron a Isidoro de Sevilla el 4 de


abril de 636, en vísperas del V Concilio toledano. Según la tradición, su
cuerpo fue enterrado en una ermita a las afueras de Sevilla, en Santiponce,
en el mismo lugar donde Guzmán el Bueno, a principios del siglo XIV,
mandará elevar el monasterio de San Isidoro del Campo. Para entonces los
restos de Isidoro ya no estaban allí: habían sido trasladados mucho tiempo
antes a la basílica de San Isidoro de León, esa joya románica. Pero eso era
ya carne muerta. Lo que quedaba vivo era una de las obras más
monumentales de toda la Edad Media europea y, desde luego, la seña de
identidad por excelencia de la España visigoda.
Y ahora, volvamos a lo que pasó en Toledo cuando se quiso poner en el
trono al joven Tulga.
VII. UN MUNDO DE ORO Y PIEDRA

AQUEL TERRIBLE ANCIANO LLAMADO CHINDASVINTO

O sea que al rey lo elegían los nobles y los altos eclesiásticos, sí, pero
había que ponerse de acuerdo sobre qué nobles, ¿verdad? Porque a Tulga lo
eligieron según el canon 75, pero una parte nada desdeñable de la nobleza
enseguida protestó. ¿Por qué? ¿Porque no estaba de acuerdo con el proceso
de elección? ¿Porque no había sido consultada? ¿Porque Tulga, una vez en
el poder, demostró que no era apto? No lo sabemos. El hecho es que en la
primavera de 642, cuando Tulga llevaba poco más de dos años en el trono,
una poderosa coalición nobiliaria se alzó en armas. La encabezaba un
anciano de setenta y nueve años: Chindasvinto, muy probablemente dux en
alguna zona septentrional, con un largo historial en las conjuras políticas del
Reino y seguro vinculado a la misma facción nobiliaria a la que pertenecía
el rey. El lugar de la rebelión fue Pampalica, que corresponde a la actual
Pampliega, en Burgos. Nadie se opuso a aquel anciano. El 30 de abril de
642 Chindasvinto era ungido rey por los obispos en Toledo. El pobre Tulga
fue tonsurado y obligado a profesar como monje en un convento, donde
pasaría el resto de su vida. No fue una pena excesiva, después de todo, y
por eso se piensa que el nuevo rey pertenecía a la misma facción que el
depuesto. De lo contrario, quizá la suerte de Tulga habría sido peor.
Poner orden

La pregunta es por qué se levantó Chindasvinto y la respuesta, a juzgar


por lo que hizo el nuevo rey, parece clara: para poner orden. Desde el
mismo instante en que llega al trono, aquel anciano despliega una energía
extraordinaria. Para empezar, mete el bisturí —aunque sería más exacto
decir «el cuchillo»— en las tendencias conspirativas de la propia nobleza
visigoda, terreno que conocía bien porque él mismo lo había transitado
abundantemente. ¿Cómo lo hace? Con una purga feroz. Doscientos nobles
de alto rango y otros quinientos de menor relieve fueron ajusticiados en
pocos meses, y otros muchos cientos, incluidos numerosos eclesiásticos,
tuvieron que huir al extranjero —en especial a territorio franco— para
escapar del puño de Chindasvinto. Pero la operación iba más allá: no se
trataba solo de cortar la cabeza de cualquier eventual conspiración, sino que
Chindasvinto buscaba, además, asegurar la fidelidad de los nobles que le
eran leales. De manera que, generoso, repartió entre su círculo de confianza
los bienes confiscados a los represaliados, lo cual incluía a las viudas e
hijos de sus víctimas. Puede parecer una salvajada, pero la medida tenía un
profundo sentido político: las facciones de la nobleza se agrupaban en torno
a intereses familiares y el matrimonio era el principal instrumento para
consolidarlos, así que casar a las viudas de los represaliados con nobles
leales significaba rectificar los sistemas de alianzas y acrecentar la
influencia política y económica de la facción fiel al rey.
Con este nuevo núcleo de nobles fieles a su persona, Chindasvinto se
garantizaba una «nobleza de servicio» que le permitiría mantener tranquilo
el palacio, controlar el territorio sin sobresaltos y aplicar el programa de
reformas que el rey había concebido. ¿En qué consistían esas reformas?
Ante todo, en sanear las cuentas del reino. El problema central estaba en la
cantidad de dinero que se quedaba por el camino o, mejor dicho, en los
bolsillos de los nobles y eclesiásticos que ocupaban cargos administrativos.
Chindasvinto resolvió que quien fuera descubierto en semejante robo
tendría que devolver el doble de lo robado. Para controlar mejor a los
funcionarios de la Administración, el anciano rey otorgó más poderes de
control a los obispos, al mismo tiempo que venía a convertir a estos en
instancias auxiliares de la administración del reino. Administración que, por
supuesto, quedaba bajo el control directo del rey y su círculo de confianza.
A propósito de este «círculo de confianza»: Chindasvinto no solo nombró a
los suyos «duques de provincia» en los distintos territorios del reino, sino
que, en el orden doméstico, hizo abundante uso de lo que se llamaba
«esclavos reales», es decir, esclavos que formaban parte del servicio
personal del rey en palacio, el «oficio palatino», y que cubría aspectos
como el gobierno de la cámara del rey, de las caballerizas, del dinero, etc.
Era una costumbre bizantina que los reyes visigodos imitaron. Y estos
esclavos alcanzaron un poder realmente temible.
El tercer paso que dio Chindasvinto, al mismo tiempo que aniquilaba a
las facciones enemigas y engordaba a las amigas, fue procurarse un
patrimonio aún más extenso para sí y para los suyos. Esto lo sabemos
porque, unos años más tarde, un concilio toledano lamentará en público que
Chindasvinto se lanzara a acumular grandes riquezas. Y por cierto que tal
acumulación no fue a parar solo a las arcas personales del propio rey, sino
también a las del reino, porque las monedas acuñadas en nombre de
Chindasvinto son de calidad ostensiblemente superior a las de sus
predecesores. Esta acumulación patrimonial, que al parecer fue mucho más
allá de lo que un hombre codicioso podría alentar, tenía un claro objetivo
político: ocupar una posición hegemónica en el concierto (o desconcierto)
de la nobleza visigoda. El mismo objetivo, en fin, que todas las medidas
anteriores. Y es que, en un sistema donde un colegio de nobles decidía a
quién pertenecía el poder, resultaba conveniente gozar de una posición
dominante en el colegio en cuestión.

Cómo atar corto a los poderosos

Para dotar a su poder de la necesaria cobertura legal y moral,


Chindasvinto procedió acto seguido a envolverse intensamente en leyes y
cánones. Las leyes fueron las dictadas en el año 644, es decir, dos años
después de llegar al poder, y en lo fundamental venían a dar carta de
naturaleza a las medidas punitivas que el terrible anciano ya había
adoptado. Así, quedaban sujetos a pena de muerte y confiscación de bienes
los que se alzaran contra el rey. Aún más: quien hubiera sido condenado por
conspiración no podría ser perdonado. Todo lo más, la ley admitía una
permuta de pena si los condenados eran un rey, los obispos o los dignatarios
de palacio; esa permuta consistía en que, en vez de matar al condenado, se
le sacarían los ojos. Y atención, porque la ley era retroactiva, es decir, que
podía aplicarse contra cualquiera que en su momento se hubiera levantado
contra el propio Chindasvinto. De inmediato el monarca hizo que esta ley
fuera solemnemente jurada por los miembros del oficio palatino, los jueces,
los nobles y hasta la jerarquía eclesiástica. Sobrecoge imaginar la escena:
algunos de los que juraban esa ley con efectos retroactivos podían ser de
inmediato ejecutados por su propio juramento. Un anciano terrible, en
efecto, el rey Chindasvinto.
Aquella ley dio cobertura legal a la reforma —llamémosla así— de
Chindasvinto. Le faltaba la cobertura moral, religiosa, requisito ciertamente
no menor en un Reino formalmente católico, y esa vino en el año 646 con el
VII Concilio de Toledo. Un concilio con dos características muy
reveladoras: la primera, que los asistentes apenas si llegaron a la mitad de
los convocados, muy probablemente por el miedo que inspiraba
Chindasvinto; la segunda, que el rey no se molestó en acudir, en un gesto
que solo cabe interpretar como deliberada distancia hacia el poder
eclesiástico. Esto último resulta una evidencia cuando se repasan las leyes
que Chindasvinto adoptó para poner coto al poder de la Iglesia: cuantiosas
multas para los obispos que no acudieran a citaciones judiciales,
desaparición del derecho de asilo en los templos para los perseguidos por
homicidio o brujería, etc.; eso por no hablar de la costumbre de
Chindasvinto de intervenir en los nombramientos de obispos. Aquel
concilio no tenía en realidad otra función que aprobar las acciones de
represalia adoptadas por el anciano rey. Se hizo sin mayor oposición y,
además, se extendió la pena a los clérigos que se alzasen contra el monarca:
serían apartados de las sagradas órdenes, excomulgados y permanecerían
como penitentes el resto de su vida. Esta medida, al parecer, vino motivada
porque algunos de los perseguidos habían tratado de escapar a la muerte
ingresando en el estado clerical. El VII Concilio de Toledo dio a
Chindasvinto lo que el rey quería: un aval teológico para su política y un
reforzamiento de la dimensión sagrada de la figura regia.
En ese momento, y mientras despachaba una campaña contra la enésima
insurrección en tierras cántabras y vasconas, el anciano rey dio su mayor
golpe de efecto: asoció a su hijo Recesvinto al trono. Ya hemos visto que,
desde el canon 75 del IV Concilio de Toledo, el derecho a elegir al rey
recaía en una asamblea de nobles y obispos. Asociar a un hijo al trono era
tanto como saltarse a la torera el precepto. Chindasvinto lo hizo con una
elegante operación: se las arregló para que fueran los obispos quienes
pidieran tal cosa. Y una vez recibida la petición, el rey accedió
gustosamente. Era el año 649. Chindasvinto iba a cumplir ochenta y séis
años.
El que firmó aquella carta episcopal al anciano rey fue Braulio de
Zaragoza, del que ya hemos hablado aquí: el mismo que escribió la vida de
san Millán y que, fiel discípulo, se carteaba con San Isidoro de Sevilla. Con
Braulio firmaban el dux Celso y el obispo Eutropio. Braulio se lo pidió así a
Chindasvinto:

Y pensando en vuestros trabajos y mirando por el futuro de la patria, vacilando


entre la esperanza y el miedo, decidimos recurrir a tu piedad: para que con tu
beneplácito nos des a tu siervo el señor Recesvinto como señor y rey, que pues
está en edad de combatir y soportar el sudor de las guerras, con el auxilio de la
gracia suprema, pueda ser nuestro señor y defensor y descanso de vuestra
serenidad, de modo que se apacigüen las insidias y tumultos de los enemigos y
permanezca segura y sin miedo la vida de vuestros fieles. Pues vuestra gloria no
puede ser discutida por tal hijo, y tanto provecho al hijo se debe al padre.

Braulio era hispanorromano. Es decir que no pertenecía a la minoría


goda, sino a la población de cepa latina. Parece que nació hacia el año 585
y, desde luego, en una familia de muy buena posición, uno de esos linajes
que desde varias generaciones atrás acaparaban los altos cargos de la
Administración y de la Iglesia. Se educó en Sevilla con san Isidoro y en el
año 619 aparece ya en Zaragoza. Como obispo, Braulio había
protagonizado un episodio interesante durante el VI Concilio de Toledo.
Fue cuando en el concilio se presentó un diácono —un tal Turninus— con
una carta del papa Honorio I instando a los obispos españoles a ser más
duros con los judíos (sí, porque la política antijudía no era cosa solo de los
reyes godos). Los obispos reunidos en Toledo encargaron a Braulio
responder a Su Santidad. Y lo que Braulio contestó al papa fue lo siguiente:
la coincidencia de pareceres debe ser obra no de la fuerza, sino de la
divinidad; los obispos hispanos no han descuidado sus deberes; si la
conversión de los judíos estaba siendo lenta, ello no era por negligencia,
sino porque a los judíos había que convencerles mediante una constante
predicación. Era la doctrina de San Isidoro, y también la del papa Gregorio
Magno.

La unificación jurídica

A Braulio le tenía reservada Chindasvinto una misión de enorme


importancia: la elaboración de un código legal común para todos, tanto
hispanorromanos como hispanogodos. Era la pieza que faltaba para la
definitiva unificación social después de la aprobación de los matrimonios
mixtos y de la unificación religiosa. Esta homologación legal vendrá con el
Liber Iudiciorum, que no se terminará hasta años después, ya con
Recesvinto reinando en solitario. Pero quede claro que la idea fue de
Chindasvinto, que durante su reinado promulgó casi un centenar de leyes, y,
por cierto, ninguna contra los judíos. Braulio murió en 651: solo le dio
tiempo a estructurar el borrador de la compilación legal en títulos, pero el
trabajo quedaba encarrilado para los que vinieran después.
Dice la tradición que Chindasvinto, el terrible anciano, una vez asociado
su hijo al trono, fue apartándose progresivamente de las tareas de gobierno.
Dedicó los últimos años de su vida a la piedad y la caridad. Fundó un
monasterio en Valladolid, el de San Román de Hornija, para que allí
descansaran sus restos junto con los de su esposa, Riciberga. La tradición
dice también que Chindasvinto y Riciberga dejaron tres hijos: no solo
Recesvinto, sino también Teodofredo, supuestamente padre de don Rodrigo,
y Favila, supuestamente padre de don Pelayo, además de una hija llamada
Glasiunto. Pero eso es tradición. El 30 de septiembre de 653 moría
Chindasvinto a la edad de ochenta y nueve años. El terrible anciano que,
después de una larga vida de conspiración, dedicó sus últimos años de vida
a blindar a la corona frente a los conspiradores.

LO QUE CUESTA UNA CORONA

Aún no había terminado de morirse Chindasvinto, verano de 653,


cuando una nueva rebelión estalló en el norte. ¿Una de las habituales
depredaciones vasconas? No: un levantamiento en toda regla.

El rebelde Froya

La sublevación la acaudillaba un tal Froya, al que algunas fuentes dan


por escribano de la corte represaliado por el anciano terrible. ¿Un escribano
al frente de una rebelión armada? Suena raro, pero la corte estaba llena de
nobles guerreros dedicados a oficios palatinos. Imaginemos, por ejemplo, a
un noble de familia influyente con un pie en palacio que sufrió las purgas de
Chindasvinto. El noble en cuestión huyó para no verse con las tripas
abiertas y buscó refugio entre los vascones, cuyas tierras poco controladas
se prestaban muy bien para este tipo de asilos. Sin duda habría muchos
otros como el tal Froya. Allí, en aquellos montes, no sería difícil entrar en
contacto con bastantes compañeros de infortunio; unos y otros, además,
seguramente mantendrían contactos con sus pares de otras provincias,
unidos todos en el rencor hacia aquel rey que les había desposeído de rango
y bienes. Tampoco resultaría complicado convencer a tales o cuales tribus
vasconas de que esta vez podían ir mucho más allá en sus acciones: no un
simple saqueo en los ricos cultivos del valle del Ebro, sino toda una
expedición contra grandes ciudades que acumulaban enormes riquezas.
Añadamos al cuadro la colaboración de cualesquiera gentes marginadas y
depauperadas, como en tiempos de los bagaudas, pues ya hemos visto que
la sociedad estaba rota por la creciente acumulación de grandes
propiedades. Con todo eso se puede formar un ejército. O, por lo menos,
una fuerza armada capaz de hacer mucho daño.
Froya atacó en la Tarraconense y puso especial atención en apoderarse
de Zaragoza. Era una operación política: tomar una capital además de
evidente valor estratégico como centro de comunicaciones y desde allí
romper la columna del Reino de Toledo. A juzgar por las crónicas, el paso
del ejército de Froya fue una verdadera plaga. Ocurre que los vascones
todavía eran muy mayoritariamente paganos, de manera que las iglesias,
para ellos, no eran otra cosa que lugares indefensos donde se acumulaban
objetos de valor. El obispo de Zaragoza, Tajón, escribió a su colega de
Barcelona, Quirico, una carta donde detalló los hechos sin eludir acentos de
horror:

Se derramó la sangre inocente de muchos cristianos. Unos fueron degollados,


otros heridos con dardos y toda clase de armas arrojadizas. Hicieron un gran
número de prisioneros y se llevaron un inmenso botín. Esta funesta guerra fue
llevada a los templos de Dios, los sagrados altares fueron destruidos. Muchos
clérigos fueron despedazados con las espadas y muchos cadáveres no fueron
enterrados para pasto de los perros y aves. De tal forma que con razón podrían
aplicarse a esta calamidad las palabras del Salmo 78.

Nota para curiosos: ese «Salmo 78» al que se refiere el obispo Tajón es
seguramente el que nosotros conocemos hoy como salmo 79 de la Biblia
latina, el himno de Asaf, porque a partir de la Vulgata de San Jerónimo, a
finales del siglo V, los salmos 9 y 10 de la numeración hebrea se contrajeron
en uno solo. Por eso es frecuente ver en la numeración de los salmos una
cifra entre paréntesis, por ejemplo: Salmo 79 (78). Y el himno de Asaf en
cuestión dice así:

Oh Dios, vinieron las naciones a tu heredad. Han profanado tu santo templo.


Redujeron a Jerusalén a escombros. Dieron los cuerpos de tus siervos por
comida a las aves de los cielos. La carne de tus santos a las bestias de la tierra.
Derramaron su sangre como agua en los alrededores de Jerusalén y no hubo
quien los enterrase.

Debió de ser atroz, el paso de las huestes desenfrenadas de Froya.


Zaragoza, sin embargo, resistió. Parece que las heterogéneas tropas de
Froya pusieron más empeño en saquear los alrededores que en asediar
formalmente la ciudad, de manera que Recesvinto tuvo tiempo para
organizar un ejército de verdad y correr en socorro de la capital del Ebro.
Eso sí, la campaña no iba a salirle gratis. Porque el rey de Toledo tenía su
propia hueste, sí, pero para alinear un ejército digno de ese nombre había
que contar con la nobleza guerrera, y esta, como hemos visto, tenía muchas
cuentas pendientes con Chindasvinto. Recesvinto tuvo que pactar. Mucho,
seguramente. Enseguida veremos en qué se sustanciaron esos pactos. Por
ahora, quedémonos con lo esencial: Recesvinto logra reunir una fuerza
armada imponente, marcha hacia Zaragoza, se enfrenta a las huestes de
Froya y las derrota. Froya será decapitado. El rey, no obstante, se mostrará
inusualmente indulgente con los vencidos, y en particular con los vascones.
No sabemos qué pudo pactar el rey con ellos, pero consta que, en adelante,
no hubo más saqueos mientras duró la magistratura de Recesvinto. Y fueron
muchos años: hasta el 672. El reinado más largo en la historia de la corte
visigoda.

Los oligarcas imponen su ley

Sofocada la rebelión de Froya, Recesvinto convocó de inmediato el VIII


Concilio de Toledo, que empezó en diciembre de 653. Cincuenta y dos
obispos. El propio rey, presidiendo. Y, por primera vez, representantes
laicos del «oficio palatino», en concreto dieciséis condes, con voz y voto en
la asamblea. Con esta presencia civil, que a partir de ahora sería habitual,
los concilios se convertían de hecho en una suerte de cortes. Aquel concilio
iba a sustanciarse en una limitación notable de las prerrogativas regias y en
la devolución de ciertos privilegios importantes a los nobles y a la Iglesia.
Por eso cabe pensar que aquí se saldó la deuda que Recesvinto había
contraído con determinadas facciones nobiliarias para poder derrotar a
Froya. De hecho, el propio procedimiento de la convocatoria fue muy
singular: Recesvinto en persona escribió una carta al concilio proponiendo
que se redujeran las penas impuestas a los traidores. Sí: Recesvinto
proponía suavizar las duras leyes de su padre, Chindasvinto. ¿Por qué?
Seguramente no es azar que, poco antes, el prestigiosísimo Fructuoso del
Bierzo, obispo de linaje godo y fundador compulsivo de conventos, hubiera
escrito al rey para pedirle que moderase las represalias e hiciera ejercicio de
misericordia. Al final, todo se reducía a lo siguiente: si Recesvinto quería
un reinado tranquilo, tendría que transigir con las reclamaciones de la
nobleza y la Iglesia.
Pero ¿cómo? ¿Acaso no había domado Chindasvinto a la nobleza
aniquilando a una buena parte de ella y reforzando a las facciones amigas?
Sí, pero esas mismas facciones temían que ahora, con un nuevo rey, sus
bienes se vieran menoscabados en beneficio del patrimonio personal del
monarca. Añadamos que el sistema de administración militar impuesto por
Chindasvinto había entregado un extensísimo poder en manos de los duques
que gobernaban las provincias, los cuales ahora iban a proteger sus propios
intereses. ¿Y más? Sí: la Iglesia, que no había dejado de sufrir represalias
en la persona de muchos de sus miembros relevantes, y cuyo episcopado
compartía normalmente intereses familiares con la nobleza, presionaba
también para forzar un cambio de paisaje. Recesvinto tuvo que rendirse a la
evidencia: la estructura del Reino era la que era.
Primer punto del Concilio: el perdón a los represaliados. La ley de
Chindasvinto prohibía el perdón. El Concilio decidió dejar en manos del rey
el ejercicio de la misericordia con los inculpados. Problema: ¿qué pasaría
con los bienes confiscados?, ¿tendrían que volver a sus anteriores dueños?
El daño a los nuevos propietarios sería inmenso. El concilio adoptó una
solución de compromiso: en caso de perdón, este no podría ser total y no
podría suponer daño o pérdida para el Reino ni sus gentes (léase para sus
aristócratas).
Segundo punto: la revisión del ingente patrimonio personal acumulado
por Chindasvinto. Todas las opiniones fueron unánimes a la hora de
condenar la codicia de Chindasvinto, que había acaparado riquezas a título
puramente personal sin que revirtieran en el tesoro regio ni en los nobles de
palacio. El Concilio propuso dos cosas que debieron de irritar mucho a
Recesvinto. Una, que todos los bienes acumulados por Chindasvinto desde
el día de su coronación quedaran bajo el cuidado de Recesvinto pero a título
de patrimonio público de la Corona, no como tesoro personal. Dos, que la
herencia de Chindasvinto a su hijo y descendientes se redujera a los bienes
que poseía antes de subir al trono y a los que después hubiera adquirido de
forma justa, o sea, dejando fuera todos los provenientes de confiscaciones y
demás. Recesvinto, cuyo patrimonio personal quedaba seriamente tocado
por esas propuestas, planteó una alternativa: ampliar el objeto del litigio
hasta los tiempos de Suintila, atribuir a la Corona como patrimonio regio
todos los bienes adquiridos desde entonces por los sucesivos reyes y, eso sí,
permitir que el monarca pudiera disponer libremente de esas riquezas;
concedía Recesvinto que se devolvieran a sus dueños o a los herederos de
estos los bienes obtenidos injustamente o con fuerza, pero no los recibidos
como libre donación de otras personas. Lo que el rey proponía no era
incompatible con lo que la oligarquía pedía, de modo que todo se aceptó.
Y tercer punto, crucial, del VIII Concilio de Toledo: el mecanismo de
elección del rey. Porque la Iglesia y los nobles insistieron en que el rey,
conforme a ese canon 75 que tan bien conocemos ya, debía ser elegido por
la asamblea de los grandes —los obispos y los nobles de palacio—, y en el
mismo lugar donde hubiera fallecido el rey anterior, y en modo alguno por
designación personal del monarca a título hereditario. Espinoso asunto,
porque el propio Recesvinto había sido elegido después de que su padre le
asociara al trono, por mucha carta que hubiera escrito Braulio de Zaragoza.
Recesvinto puso paños calientes: en la ley que ratificaba las disposiciones
del concilio aceptó reprobar que el rey fuera elegido «por un levantamiento
de la plebe rústica» o por «la maquinación de unos pocos», como pedía la
asamblea, pero no confirmó el mecanismo electivo. Tampoco hacía falta, en
realidad.
Más caña a los judíos

Con quien no hubo compromiso fue con los judíos. Una vez más, y
después de la pausa de Chindasvinto, el concilio volvió a recrudecer la
persecución. El rey quedaba nuevamente confirmado como defensor de la
fe frente a sus enemigos y, por tanto, los judíos volvían a ser exhibidos
como enemigos del reino. La lista de medidas antijudías de Recesvinto no
es corta: destierro, vigilancia especial sobre los conversos, penas para quien
cooperara con los judíos en su fe, etc. A estas alturas, alguien se estará
preguntando por qué tanta reiteración: si el judaísmo ya había sido
sancionado tantas veces y tan draconianamente, ¿cómo es que hacía falta
seguir legislando sobre el particular? La respuesta es doble. Por un lado, la
declaración de antijudaísmo ya se había convertido en una suerte de liturgia
retórica del poder, de manera que todo monarca, de forma rutinaria, debía
aportar su propia profesión de antihebraísmo. Por otro, y vistas las huellas
arqueológicas de lápidas judías en muy diversos lugares del Reino —hay
que recordar este dato esencial—, parece bastante claro que las drásticas
leyes rara vez se cumplían, porque una cosa es decir lo que hay que hacer y
otra, muy distinta, hacerlo o estar en condiciones de imponerlo.
Así acabó el VIII Concilio de Toledo. A primera vista, todo lo que pasó
puede interpretarse como una pérdida de poder de la Corona y, hasta cierto
punto, como una rendición del monarca ante las exigencias de nobleza y
clero. Es verdad. Aquello venía a ratificar la naturaleza oligárquica del
Reino en perjuicio de las prerrogativas regias. El poder del monarca
quedaba limitado constitucionalmente —valga la fórmula— por las
cortapisas puestas a su patrimonio personal, por el mecanismo de elección y
por la servidumbre teológica de la defensa de la fe. A cambio, sin embargo,
Recesvinto obtenía un paisaje casi absolutamente pacificado en el interior.
De hecho, podría agotar su largo reinado en una atmósfera de paz como
nunca antes se había conocido. Y dentro de esa atmósfera, nos legó algo de
importancia trascendental: su código, el Liber Iudiciorum, aquel que
comenzó su padre con Braulio de Zaragoza y que ahora vería finalmente la
luz.
UNA SOLA LEY PARA TODOS

La promulgación del Código de Recesvinto, alrededor del año 654, es


un acontecimiento de extraordinaria trascendencia por dos motivos. El
primero, porque significaba la unificación jurídica del Reino de Toledo y,
por tanto, la culminación consciente de la obra de construcción del Estado
emprendida con Leovigildo. El segundo, porque lo esencial de este cuerpo
legal iba a perdurar durante siglos, hasta el punto de que sería determinante
para las leyes y fueros de la posterior Edad Media española. Con este Liber
Iudiciorum, despúes llamado Lex visigothorum e incorporado a nuestro
medievo como Fuero Juzgo, el Reino visigodo de Toledo se convertía en el
único Reino germánico capaz de construir un estado unitario.

Una summa jurídica

El Código de Recesvinto nace con el objetivo de englobar, superar y


sustituir a todas las leyes dictadas con anterioridad, y ya hemos visto que la
labor legislativa de los visigodos fue realmente profusa. Abolía tanto el
Breviario de Alarico como todo texto romano anterior, aunque, a efectos
doctrinales, parece que el Liber está más influido por los códigos imperiales
de Teodosio y Justiniano que por la costumbre legal propiamente
germánica. En total contenía 578 leyes. De ellas, 324 provenían, corregidas,
del Código de Leovigildo. Se incorporaron otras tres leyes de Recaredo y
dos de Sisebuto. El resto, de gran importancia, fue el cuerpo legal dictado
por Chindasvinto (99 leyes) y el propio Recesvinto (87 disposiciones). La
obra, además de su título preliminar, se dividía en doce libros y 54 títulos.
Abarcaba todas las materias imaginables: la legislación civil y criminal, la
naturaleza del legislador y el ejercicio de la administración de justicia, las
leyes relativas a herejes y judíos, el derecho matrimonial, herencias y
sucesiones, compraventas, donaciones, los tipos de crímenes, los robos, el
derecho de propiedad, las reglas del comercio, el derecho militar y el
derecho eclesiástico. En suma, una obra jurídica total.
Desde el punto de vista político, lo más importante del Código de
Recesvinto es que desaparecía por completo la distinción legal entre godos
y romanos, que ya de hecho se había extinguido en numerosas esferas de la
vida práctica, pero que permanecía en ámbitos concretos como la
Administración, por ejemplo. A partir de ahora, para todos regiría un
mismo derecho. El artículo más elocuente a este respecto es el que
declaraba válidos los matrimonios mixtos, es decir, entre hispanogodos e
hispanorromanos. En la vida real ya era un hecho desde mucho tiempo
atrás, pero ahora se confirmaba en una fórmula que merece la pena repetir:

Establecemos por esta ley, que ha de valer por siempre, que la mujer romana
puede casar con hombre godo, y la mujer goda puede casar con hombre
romano… Y que el hombre libre puede casar con la mujer libre que quiera, que
sea conveniente por consejo y por otorgamiento de sus parientes.

Es interesante subrayar eso de «hombre libre» y «mujer libre» porque


este código, que efectivamente deshacía la división horizontal entre godos y
romanos, por el contrario reafirmaba la división vertical entre señores y
siervos. De hecho, reiteraba la prohibición taxativa de matrimonios entre
libres y esclavos. La sociedad de la España goda, como hemos visto páginas
atrás, se estaba haciendo cada vez más jerarquizada, con una diferencia
creciente entre los dueños de la tierra y los que carecían de toda propiedad,
y eso se percibe en este código con medidas que reconocían a la nobleza
una posición de privilegio en el plano procesal mientras, por el contrario,
los que simplemente eran «hombres libres» permanecían en una posición
desventajosa (ya no hablemos de los esclavos o libertos). Por ejemplo, los
nobles solo podían ser torturados para que confesaran en casos muy graves
(traición, homicidio y adulterio), mientras que para los súbditos de a pie no
existía esa limitación. Chindasvinto había intentado crear un círculo aún
más especial de la nobleza con el personal del «oficio palatino», es decir, el
círculo de la corte, pero eso aquí desaparecía: la nobleza en general ganaba
como casta única, sin distinciones políticas. También ganaba el episcopado,
pues se consolidaban muchas de sus funciones en la administración de
justicia.
Esto no quiere decir que, al menos sobre el papel, cupiera la menor
arbitrariedad en materia de justicia. El código dedica todo su primer libro a
definir la naturaleza de la ley, que obliga a todos sin distinción de clase,
sexo, edad o condición, y reafirma que el rey también está sujeto a la ley.
¿Y quién puede hacer la ley? El rey con los obispos y el «oficio palatino».
El espíritu del canon 75 del IV Concilio seguía vigente en cuanto a la
limitación de las prerrogativas del monarca.

Repertorio de penas

Vale la pena poner unos pocos ejemplos para calibrar mejor cómo era el
mundo que aquellas leyes reflejaban. La mayoría de edad se adquiría a los
quince años. El divorcio estaba permitido en casos de adulterio o de
sodomía del marido. El régimen del matrimonio era esencialmente de
gananciales, pero cada uno de los cónyuges podía conservar como bienes
privativos los que adquiriera por herencia o donación. Las compras y ventas
debían hacerse por escrito o bien entregando el precio ante testigos. Esto de
las ventas incluía, por cierto, a uno mismo: un individuo podía venderse
como esclavo para pagar una deuda, por ejemplo. Si quisiera recobrar la
libertad, tendría que pagar el precio de la venta. El préstamo se regulaba
con un interés legal del 12,5 por ciento, pero en productos de primera
necesidad podía alcanzar hasta un tercio de lo recibido. Había pena de
muerte para los delitos de homicidio, de aborto, de incendio de casas en la
ciudad, de saqueo de tumbas (si el saqueador era un esclavo) y de traición
grave. Los robos solían castigarse condenando al ladrón a devolver nueve
veces el valor de lo robado y propinando al delincuente cien latigazos. La
homosexualidad se castigaba con la castración y el destierro. La
falsificación de documentos oficiales, con la amputación de un dedo, la
decalvación y doscientos latigazos. Los brujos sufrirían doscientos latigazos
y decalvación pública. Etcétera, etcétera.
Como corresponde al antijudaísmo estructural del Reino de Toledo, el
código dedica un libro entero, el 12, a las penas contra los judíos. Había
pena de muerte en la hoguera para el converso que quisiera volver al
judaísmo, para el que celebrara la Pascua, el Sábado o las bodas en ritos
distintos del católico; para el que practicara la circuncisión, para el que
observara las prescripciones judías sobre alimentación y para el que
testificara en un tribunal contra un cristiano, aunque sí se les permitía
plantear acciones legales contra cristianos libres o esclavos.
Otro aspecto muy importante del Código de Recesvinto es que
simplificaba la estructura de la administración hasta el punto de que, aun en
pequeña escala, ya puede hablarse de una burocracia de Estado. Antes de
este código, normalmente había dos administraciones paralelas: una para
los hispanorromanos, que incluía a un gobernador provincial, los jueces y
los funcionarios de las ciudades, y otra para los hispanogodos, que tenían
los mismos cargos y, además, los de rango superior, o sea, el dux o jefe
militar y los condes que gobernaban las ciudades. Ahora todo quedaba
subsumido bajo una sola organización jerárquica cuya columna vertebral
era el sistema visigodo. Dado que la jerarquía goda era de carácter militar,
hay autores como García Moreno que definen esta reforma como una
«militarización administrativa». Los seis duques del territorio —
Narbonense, Tarraconense, Cartaginense, Bética, Lusitania y Galicia— se
convertían al mismo tiempo en jefes militares, jefes judiciales y jefes de la
recaudación de tributos. En los escalones inferiores, cargos que hasta
entonces habían tenido una función puramente militar como los de
centenario, quingentenario y tiufado, asumían ahora funciones civiles. Hay
que decir que el mismo proceso estaba experimentando la Administración
en el Imperio bizantino.
Dentro de este proceso de reorganización, la Iglesia adquiría un
importante protagonismo. Los consejos locales de las ciudades, herencia de
la época romana, habían disfrutado hasta el momento de amplias
competencias: los registros de tierras, propiedades, adopciones y
testamentos; los pleitos de justicia local; la administración directa de la
ciudad y su territorio en materia de mercados, servicios, etc. y la
recaudación de impuestos, entre otros. Ahora buena parte de esas
competencias desaparecían y pasaban a los obispos y a los jueces de las
ciudades, que se encargarían de nombrar a los guardianes (la policía),
administrar la justicia y llevar los registros.

Lo germano y lo romano

Hay una interesante —e interminable— polémica entre los especialistas


acerca de cuánto hay en el Liber de romano y cuánto de godo. La pregunta
es muy sugestiva a efectos de historia cultural, porque permitiría dibujar
una línea de tradición germánica que se habría mantenido viva durante
siglos hasta pasar después a los primeros reinos cristianos en la época de la
Reconquista. Pero si la pregunta es sugestiva, la respuesta es
inevitablemente decepcionante: es imposible saberlo. Es imposible porque
los godos parecen haber codificado muchas de sus costumbres germánicas
en términos romanos, y ello al tiempo que romanizaban sus usos
comunitarios, de manera que se hace francamente difícil deslindar los dos
campos. Hay que insistir en que los visigodos son, con diferencia, los más
romanizados de todos los pueblos germánicos, lo mismo en la orfebrería
que en la arquitectura, en los usos administrativos y, por supuesto, en el
derecho. ¿Cuánto hay en ellos de germánico y cuánto de romano?
Precisamente lo fascinante de los visigodos es que todo aparece
mezclado. Javier Alvarado ha puesto dos ejemplos que merecen cita,
porque son muy ilustrativos. En las costumbres visigodas ancestrales hay
dos instituciones muy arraigadas: una es la Blutrache o derecho a la
venganza de sangre permitiendo que el ofendido o su familia persigan y
maten al criminal; la otra es la Morgengabe, la donación que el marido
hacía a la esposa al alba de la noche de bodas en premio a su virginidad. En
principio, son costumbres «bárbaras». Pero he aquí que el Liber Iudiciorum
recoge ambas: la primera, en numerosos casos, bajo la fórmula de «traditio
in potestatem», o sea poniendo al culpable bajo la potestad del ofendido; la
segunda, como una de las formas de donación por razón del matrimonio
(Libro III, 1, 6). En este segundo caso, el parentesco es tan evidente que
vale la pena detallarlo. La fórmula tradicional germánica de la dote del
marido a la esposa dice así: «Tanto me alimentan las dulzuras de tu amor,
que hago contrato de inmensas donaciones en favor tuyo, por razón de la
belleza de tus formas (…) entrego diez siervos y diez siervas, diez caballos
de buena sangre y diez mulos, entre otras cosas, y arma, según lo corriente
entre los godos según la antigua costumbre llamada Morgengabe». Y ahora
compárese con la fórmula que recoge el Liber Iudiciorum: «Si el padre
quisiera, en nombre de su hijo, dar dote a su nuera, puede entregar la
décima parte de aquello que pudiera heredar el hijo tras la muerte de su
padre, y además diez mancebos, y diez mancebas, y veinte
cabalgaduras…». El contraste entre los dos textos es suficientemente
ilustrativo.
El hecho, en fin, es que este Código de Recesvinto, retocado después
por los reyes sucesivos, vino a ser algo así como la culminación de un
edificio: con él se ponía la última piedra del Estado que empezó a construir
Leovigildo, y por eso se ha dicho que el Liber Iuodiciorum es un ejemplo
de «derecho nacional». Con esta compilación legal, Recesvinto alcanzaba
su cumbre como gobernante. Pero aún haría algo más este rey: ordenar la
construcción de la iglesia de San Juan de Baños, una de las obras mayores
de la arquitectura visigótica. Lo cual nos lleva a un capítulo imprescindible
para terminar de entender como era aquella gente: su arte.

RECÓPOLIS: UNA IDENTIDAD DE PIEDRA Y ORO

Es enero de 661. Recesvinto vuelve de una campaña contra los


vascones, probablemente en Cantabria. Viene enfermo. Al llegar a Balneos,
hoy Baños de Cerrato, Palencia, se detiene a descansar atraído por la fama
de las aguas del lugar, ya cultivadas por los romanos. Recesvinto bebe de
las célebres aguas y se cura. En agradecimiento, manda levantar una iglesia:
San Juan de Baños. Su acta de consagración dice así: «Precursor del señor,
mártir Juan Bautista posee esta casa, construida como don eterno la cual, yo
mismo, Recesvinto rey, devoto y amador de tu nombre, te dediqué, por
derecho propio, en el año tercero, después del décimo como compañero
ínclito del reino. En la Era seiscientos noventa y nueve. Seiscientos noventa
y nueve porque en España el tiempo se contaba con treinta y ocho años más
respecto a la cronología cristiana: es la llamada “Era Hispánica”». Y ahí
quedó San Juan de Baños.

Una cultura singular

Lo que singulariza al pueblo visigodo respecto a los otros pueblos


germánicos es su nivel cultural. En ninguna otra parte hay obras como las
de Isidoro de Sevilla, por ejemplo. Tampoco en ninguna otra parte hay
compilaciones jurídicas tan constantes. En ninguna otra parte hay una
producción orfebre del nivel de las godas. Y en ninguna otra parte hay
construcciones como las que levantaron los visigodos. ¿Y por qué son tan
singulares? Por lo mismo que lo es su derecho: esas construcciones son tan
romanas como germanas. Es la «feliz coyunda», que decía san Isidoro.
La primera gran obra arquitectónica del mundo visigodo, hasta donde ha
sido posible reconstruir su paso, es el conjunto palatino y eclesial (todo en
uno) de Toulouse. De aquella obra no queda nada, pero entre restos
arqueológicos y representaciones de época ha sido posible reconstruir lo
fundamental de su perfil. Lo primero que llama la atención de este
monumento es que es esencialmente romano, con todas las líneas básicas
del arte imperial de ese momento y una clara incorporación de la
monumentalidad ornamental bizantina. Hablamos de un palacio con una
gran sala en su ábside, igual que la que existía en el palacio imperial de
Constantinopla en ese momento, cuyas dimensiones se han evaluado en 200
metros cuadrados (enorme, pues, para una sala de esas características).
Junto al complejo palatino, una capilla real, «La Dorada», con una cúpula
adornada con estrellas y mosaicos dorados. Y entre el palacio y la capilla,
un corredor que da unidad al conjunto. En cierto modo, la naturaleza de este
espacio define por completo al mundo godo: una forma germánica de ser
romano. O, dicho de otro modo, la imagen que un visigodo podía hacerse
de lo que Roma significaba.
El arte visigodo español es posterior: corresponde a una época distinta,
la época en la que los visigodos ya han abandonado la idea de configurar un
Reino bajo el amparo legitimador del Imperio y buscan construir su propio
espacio político nacional. El estilo sigue siendo romano, es decir, inspirado
en las formas tradicionales alumbradas por la cultura imperial. Un buen
ejemplo es el hospital eclesiástico de Mérida (el xenodoquio, como se
llamaba), construido bajo las órdenes del obispo Masona a finales del siglo
VI, del que hoy solo quedan las ruinas. Pero bajo esa cobertura formal late
un aliento nuevo. Quizá la muestra más elocuente de esa búsqueda de una
identidad política a través de la arquitectura es la ciudad de Recópolis, en lo
que hoy es la provincia de Guadalajara, y de la que ya hemos hablado en
estas páginas, pero sobre la que vale la pena decir algunas cosas más,
porque es riquísima en mensajes.
El diseño urbano de Recópolis es el de una pequeña Constantinopla, con
su acrópolis político-religiosa, y al mismo tiempo es el de una villa germana
con su rígida estratificación social a partir de un centro donde palpita el
poder y que, desde ahí, se extiende al mundo militar en la ciudadela
amurallada con su puerta monumental y al mundo comercial, artesanal y
agrario del pueblo. Todas las paredes de Recópolis, así como el pavimento,
estaban enlucidos en blanco. El aspecto de la ciudad debía de ser realmente
impresionante incluso después de que comenzara su decadencia, en el
último tercio del siglo VII, cuando perdió fuerza como centro de poder pero
siguió recibiendo a nuevos habitantes.
Recópolis obliga a revisar muchas cosas que hasta hace poco se daban
por verdad inmutable; por ejemplo, la noción de que a la caída del Imperio
romano se extinguió el mundo urbano, las ciudades quedaron abandonadas
y la vida entera se ruralizó. Esto, ciertamente, pudo ser así en un momento
determinado, entre el hundimiento del orden romano y la llegada de los
bárbaros, y sin duda el fenómeno tiñó el paisaje durante decenios, pero la
realidad parece hoy mucho más matizada y compleja: si algunos centros
urbanos languidecen, otros mantienen su vigor, aún otros se adaptan a las
circunstancias e incluso aparecen ciudades nuevas como esta. Lo que se ha
encontrado en las excavaciones de Recópolis obliga también a revisar otro
tópico, a saber, el del aislamiento del mundo visigodo, al que durante
mucho tiempo se ha considerado encerrado en sí mismo y sin apenas
contactos con el exterior; porque en esa ciudad de nueva planta levantada
por Leovigildo en el interior de la meseta, en tierras de La Alcarria, han
aparecido restos de cerámicas procedentes de todos los puntos del
Mediterráneo, lo cual inevitablemente habla de contactos humanos y
comerciales muy intensos. Por cierto que, hace poco, un equipo de la
Universidad de Harvard, asombrado por la durabilidad de los materiales de
Recópolis, ha estudiado la conformación de los pavimentos de la ciudad,
una dura mezcla de teja y argamasa, enlucida en la superficie, que habla
muy claramente de la calidad técnica del mundo visigodo. Un dato para
tener en cuenta.

Arcos de herradura

Los testimonios de aquella época sobre la magnificencia de las


construcciones visigodas son muy elocuentes. Gregorio de Tours se
maravilla ante la iglesia de San Martín en Orense, por Paulo el Diácono
sabemos que la iglesia de Santa Eulalia y el baptisterio de San Juan, ambos
en Mérida, estaban cubiertos de hermosas pinturas, y el obispo Isidoro el
Pacense, al que se atribuye la Crónica Mozárabe de 754, no ahorra elogios
para las construcciones del rey Wamba en Toledo. Por desgracia, la mayoría
de todas aquellas construcciones se ha perdido. Lo que nos ha quedado
como obra propiamente visigoda son algunas construcciones del siglo VII.
Un momento muy significativo, cierto, porque es cuando el Reino se
convierte al catolicismo romano y comienza el proceso de unificación
social y política. Esas construcciones, todas eclesiásticas, son tan pocas que
merece la pena enumerarlas: San Juan de Baños en Palencia, San Pedro de
la Nave en Zamora, Santa María de Melque en la provincia de Toledo,
Santa Lucía del Trampal en la de Cáceres, Santa Comba de Bande en
Orense, y además restos de construcciones que fueron mucho mayores
como la ermita de Santa María en Quintanilla de las Viñas, Burgos, o
criptas como la de San Antolín en la catedral de Palencia.
Las notas características de todas ellas son su aspecto masivo, el empleo
de sillares de piedra perfectamente cortados y la ausencia de argamasa, con
soluciones constructivas eficaces y poco complejas como la bóveda de
cañón y, como innovación específicamente visigoda, el arco de herradura.
De estos rasgos suele deducirse —no es difícil— una capacidad
constructiva más limitada que en la época imperial romana y al mismo
tiempo una habilidad técnica notable, pero sin la posibilidad de movilizar
gran cantidad de mano de obra. Pero además es posible descubrir
determinados rasgos de la espiritualidad de aquel momento, y muy
particularmente en el ámbito germánico: la tendencia a construir espacios
poco iluminados puede explicarse tanto por razones técnicas (un
insuficiente dominio de la sustentación) como por motivos religiosos (el
recogimiento y el misterio), pero, sobre todo, llama la atención la presencia
de espacios pequeños en el interior de las iglesias, una característica que
nadie ha sabido explicar bien hasta ahora. ¿Eran capillas de cultos
singulares, habitáculos de oración y penitencia, espacios deliberadamente
diseñados así para la liturgia o, simplemente, recursos constructivos para
garantizar la sustentación del edificio? Es uno de los misterios que nos
dejan estas iglesias.
El factor religioso es aquí decisivo. Ya hemos hablado de San Millán, de
San Isidoro, de San Braulio… Habría muchos más nombres por traer a la
nómina, pero contentémonos con uno: San Ildefonso, un hispanogodo
toledano al que se atribuye en esta época un hecho milagroso. El 18 de
diciembre de 665, Ildefonso, ya obispo de Toledo, se recogió con sus
clérigos para cantar a la Virgen. En la capilla encontraron una luz
deslumbrante. Todos huyeron menos Ildefonso y dos diáconos. Se
acercaron al altar. Allí estaba la Virgen María, sentada en la silla del obispo,
rodeada por un coro celestial. La Virgen les mandó acercarse, miró a
Ildefonso y le dijo: «Tú eres mi capellán y fiel notario. Recibe esta casulla
la cual mi Hijo te envía de su tesorería». Y la propia Virgen vistió a
Ildefonso con la casulla. Aún hoy se conserva en la catedral de Toledo la
piedra donde pisó la Virgen cuando se le apareció a Ildefonso. Lo notable es
que este milagro está documentado desde la propia época visigoda, es decir,
no es una reconstrucción posterior.
El de la España visigoda no es un arte estrictamente original: incorpora
numerosos elementos bizantinos y determinados recursos son semejantes a
los de las iglesias norteafricanas. Nunca se puede perder de vista que el
mundo visigodo forma parte de la atmósfera cultural romana desde el siglo
III. Roma sigue hablando en todas esas piedras. Lo que sí tiene una
personalidad mucho más acusada es la decoración interior y exterior. En el
exterior, los frisos que adornan las fachadas de las iglesias y las ventanas en
arco divididas con una pequeña columna o parteluz. Y en el interior,
capiteles de formas diversas (pero asimilables a una especie de versión
rústica del estilo corintio), relieves en piedra con todo tipo de figuraciones
(sobre todo vegetales, pero también geométricas y humanas) y… pinturas.
Sin duda las había. Muchas pinturas. ¿Pero cómo eran? No lo sabemos.
Estamos seguros de que las paredes de las iglesias visigodas exhibían
pinturas porque hay suficientes testimonios al respecto y porque autores
como san Isidoro aconsejaban vivamente que el interior de los templos
mostrara un aspecto alegre. Sabemos incluso que hubo paredes vestidas con
mosaicos. Pero ignoramos qué contaban esas pinturas. Muy probablemente
no serían representaciones humanas, porque la Iglesia española, desde el
Concilio de Elvira (principios del siglo IV), era anicónica, es decir, prohibía
las imágenes. ¿Y entonces? Lo más parecido que conservamos son las
pinturas de la iglesia asturiana de San Julián de los Prados, de principios del
siglo IX. Y son suficiente para imaginar el festival de imagen y color que
podían albergar las iglesias visigodas. Si a todo eso le añadimos la música,
de cuya importancia es testimonio la atención que san Isidoro le dedica en
las Etimologías («Nada existe sin la música», llega a decir el sabio
sevillano), podremos empezar a hacernos una idea de la belleza y
solemnidad de los escenarios visigodos.
Coronas de oro

A esa belleza debieron de contribuir decisivamente las obras de


orfebrería, que son uno de los rasgos mayores de la identidad cultural
visigoda. La inmensa mayoría de esas obras se perdieron: fueron saqueadas
y destruidas por los musulmanes tras la invasión de 711. Las crónicas
árabes lo confiesan sin ningún rubor. Solo se pudo salvar lo que algunos
clérigos escondieron ante la catástrofe. Son los tesoros de Guarrazar
(Toledo) y Torredonjimeno (Jaén), descubiertos entre mediados del siglo
XIX y principios del XX y que después llevaron una vida bastante miserable,
con sucesivos destrozos y expolios. Lo que hoy nos queda de todo eso son
asombrosas coronas votivas y hermosas cruces de oro.
Una corona votiva es una pieza destinada a ser colgada del techo de una
iglesia, sobre el altar, como ofrenda del rey a Dios. El gesto lo pusieron de
moda los monarcas bizantinos. La función de la pieza es ser admirada como
objeto ornamental y sagrado, no ceñir la cabeza de nadie. La más
importante de las que se conservan es la de Recesvinto; se encontró otra de
Suintila, pero fue robada y se perdió para siempre. La de Recesvinto es una
pieza de oro de 20 centímetros de diámetro con incrustaciones de piedras
preciosas, en un tipo de combinación que sí se considera específicamente
germánico. En cuanto a las cruces, algunas de increíble belleza, también
estaban vinculadas a la idea sagrada de la realeza e igualmente forman parte
de las donaciones regias a las iglesias. Un dato interesante: entre la
numerosísima pedrería del Tesoro de Guarrazar hay 243 zafiros azules que
proceden nada menos que de Ceilán, el actual Sri Lanka. Sin duda se trata
de piezas del tesoro visigodo, reunidas a su vez en distintos momentos del
periplo de este pueblo, y reutilizadas ahora para vestir estas ofrendas.
Todo aquello quedó reducido a polvo en 711, cuando el Reino visigodo
de Toledo cayó bajo los efectos combinados de una invasión extranjera y
una nueva guerra interior. Pero su huella se mantuvo viva, como un débil
eco, en el arte asturiano posterior. Sería otra España de piedra y oro.
EL HOMBRE QUE NO QUERÍA REINAR

Muy mal debía de estar el paisaje a la muerte de Recesvinto para que la


élite del Reino fuera a buscar a un hombre que no quería reinar. Ese hombre
era Wamba, un tipo entrado en años que ya había ocupado cargos
importantes y que seguramente conocía demasiado bien a sus pares. Todo
sucedió del siguiente modo: Recesvinto enfermó, se retiró a la población de
Gérticos, cerca de Valladolid, y allí murió y fue sepultado. La nobleza
palatina que acompañaba al rey buscó de inmediato un sucesor y,
probablemente como solución de compromiso, escogió a ese hombre,
Wamba, respetado por todos y tal vez no temido por nadie. Cuenta Julián de
Toledo, coetáneo y biógrafo del rey, que Wamba se negó una y otra vez a
recibir la púrpura; tanto se negó que incluso hubo que amenazarle a punta
de espada. El hecho es que, ante tan contundentes argumentos, Wamba
aceptó. Era el 1 de septiembre de 672. Y por eso la localidad de Gérticos
tomó luego el nombre de Wamba, como aún se llama hoy.
Unción preventiva

Lo primero que hizo Wamba fue marcharse a Toledo para ser no solo
coronado, sino también ungido: sobre la sanción política, la religiosa.
Diecinueve días después de su elección, entraba en la capital. Julián de
Toledo dejó una descripción muy vívida de aquel momento, milagro
incluido:

Cuando llegó para recibir el emblema de la santa unción, a saber, en la iglesia


pretoriense, la de los santos Pedro y Pablo, distinguido por el ornato real,
detenido ante el altar divino, dio su palabra a los pueblos según la costumbre.
Luego, dobladas las rodillas, por las manos del sagrado sacerdote Quirico, el
óleo de la bendición se derrama sobre su cabeza y se manifiesta el poder de la
bendición, ya que al instante se hace visible esta señal de salud moral: desde su
misma cabeza, donde el óleo había sido derramado, se elevó en forma de
columna una cierta evaporación parecida al humo, y desde ese mismo lugar de la
cabeza se vio salir una abeja, la que siempre ha sido un signo de felicidad
venidera.

La sanción episcopal, aquí, era mucho más que una formalidad:


otorgaba a la persona del rey una dimensión sagrada que resultaba de lo
más apropiado en una situación en la que los puñales volaban por el aire.
¿Y por qué volaban los puñales? Por lo de siempre: la nobleza del Reino,
celosa de sus prerrogativas, acumulaba cada vez más poder territorial,
económico y… militar, porque su privilegiada posición le permitía alinear
huestes que ya se estaban convirtiendo en verdaderos ejércitos. ¿Y esos
ejércitos privados podían oponerse a los de un rey? Tal vez uno solo no,
pero más de uno, sí. Estamos asistiendo al nacimiento del orden feudal.
Wamba vio confirmados todos sus temores de inmediato. Había partido
en campaña hacia el norte, en una de las habituales expediciones de castigo
contra las bandas de vascones, cuando de repente se subleva en la
Septimania un noble llamado Ilderico, conde de Nimes. No es un
espontáneo: el movimiento lo apoyan nombres muy importantes de la
nobleza local, tanto civil como eclesiástica. En la sublevación encontramos
al obispo Gumildo de Magalona (en torno a la actual Maguelone, a orillas
del Mediterráneo francés) y al abad Ramiro. Parece que hubo por medio
dinero merovingio; de hecho, el obispo de Nimes, que se llamaba Aregio,
no quiso secundar la rebelión y fue depuesto por Ilderico y enviado,
cargado de cadenas, al Reino de los francos, que nombraron un obispo
nuevo para la diócesis. ¿Qué querían? Nombrar otro rey, como se hizo con
el tal Ilderico. Pero no un rey en Toledo, sino alguien que gobernara
específicamente esas tierras de la Septimania. Todos los demás reinos
germánicos habían sufrido ya ese proceso de fragmentación en pequeños
señoríos: allá donde se mantenía un rey, era previo acatamiento del poder
privado de los nobles, como estaba ocurriendo en el país de los francos.

La traición de Paulo

Como Wamba estaba en campaña, optó por enviar a un brazo de su


ejército para sofocar la insurrección. Lo mandaba un general llamado Paulo,
nombrado duque de la Narbonense. ¿Quién era este Paulo? No lo sabemos
muy bien. Hay quien piensa, por el nombre latino, que era un
hispanorromano, pero sabemos que, al menos en teoría, los altos puestos del
ejército correspondían a gente de estirpe goda, y también sabemos que,
después de la conversión del Reino, muchos hispanorromanos adoptaron
nombres godos y viceversa. Este Paulo, en todo caso, debía de gozar de
cierto ascendiente sobre la nobleza goda, según indican los acontecimientos
posteriores. Porque es el hecho que Paulo, a medida que avanza hacia el
noreste, empieza a experimentar una sorprendente transformación: ralentiza
su marcha, negocia aquí y allá, recaba el apoyo del dux de la Tarraconense,
Ranosindo, con mando sobre los vitales pasos fronterizos de los Pirineos
(«Clausuras Pirenaicas», se llamaba el área) y termina pasándose al
enemigo. No solo se pasa al enemigo, sino que llega a la Septimania y es
reconocido como rey por los sublevados, Ilderico incluido. Solo el obispo
metropolitano de Narbona, Argebado, como antes había hecho Aregio de
Nimes, se manifiesta hostil a la usurpación. Es un dato interesante sobre la
ambivalencia de la Iglesia en estos lances: la estructura eclesiástica se
mantiene, en principio, fiel a la corona, pero muchos clérigos locales
tienden a identificarse con los poderes nobiliarios. La cuestión es que Paulo,
como dice Julián de Toledo, «usurpó el reinado y atrajo hacia sí con
criminal irreflexión a la muchedumbre de los conjurados, a la que no
capturó con la ayuda de las armas, sino con la obra de la perfidia».
Wamba se encuentra con algo mucho peor que una sublevación. Paulo
ha roto el Reino y, además, lanza puentes a otros grandes nobles del resto
del país. El viejo rey tiene que actuar con energía. Y lo hace. De entrada,
ordena una ofensiva general contra los vascones para solventar lo antes
posible ese asunto que le tiene atado de pies y manos. Siete días: eso
tardaron los hombres de Wamba en resolver la campaña. Los vascones
firman la paz con la habitual entrega de tributos y rehenes. Y acto seguido,
ya con las manos libres, Wamba enfila hacia la Narbonense. Enfrente, Paulo
ve que su conjura corre el riesgo de naufragar: las tropas de Wamba se
aproximan mucho más rápido de lo esperado, los nobles del resto de España
no le secundan y, para colmo, los refuerzos que esperaba del Reino de los
francos tardan en llegar. Paulo ofrece a Wamba un pacto: que le reconozca
como soberano de la Tarraconense y la Narbonense, y terminarán las
hostilidades. Pero Wamba se niega a cualquier componenda.
El rey lleva a sus tropas a Calahorra. Después, a Huesca. Avanza a toda
velocidad. Llega a Barcelona y la ciudad se rinde. Lo mismo ocurre en
Gerona. El paso de las tropas es una plaga. Como la soldadesca se entrega a
detestables excesos, Wamba reacciona aplicando una disciplina severísima:
los violadores, por ejemplo, son circuncidados como si fueran judíos, lo
cual, en aquel contexto, significaba la muerte civil del violador. Delante de
los Pirineos, el ejército de Wamba se divide en tres brazos, de oeste a este:
uno entra por la Cerdaña hasta Llivia, el segundo por Osona y el tercero,
con el propio rey, sigue la calzada romana por el litoral. Las tropas de
Toledo completan su despliegue con ataques navales en la costa. En cada
ciudad conquistada, Wamba reparte el tesoro local entre los guerreros. Es
una apisonadora: se rinden sucesivamente Narbona, Beziers, Agde,
Magalona… Los rebeldes van cayendo. El dux Ranosindo y el gardingo
Hilidigisio son hechos presos. Otro conjurado, Witimiro, huye para avisar a
Paulo, pero ya es demasiado tarde. El 1 de septiembre de 673 se rinde
Nimes. Los rebeldes se entregan bajo promesa de que sus vidas serán
respetadas. Y sus vidas lo fueron, sí, pero no su honor ni sus bienes:
juzgados por alta traición, sufrieron la pena que prescribía la ley, a saber,
decalvación y confiscación de sus bienes. Wamba, el viejo rey, regresó a
Toledo en paseo triunfal. En su cortejo llevaba a Paulo decalvado, con una
raspa de pescado en la cabeza (parodia de la corona que quiso ceñir), sin
barbas, desnudos los pies, cubierto de harapos y atado en un carro tirado por
camellos.

La reforma militar

Wamba había ganado, pero los acontecimientos acababan de demostrar


hasta qué punto la cohesión del Reino era frágil. Primero: los señores de la
tierra se habían convertido en un poder capaz de poner en jaque a la
Corona. Segundo: la capacidad práctica del rey para movilizar ejércitos
estaba quedando visiblemente disminuida. Tercero: el papel de la propia
Iglesia, cuyos intereses parecían cada vez más trenzados con los de la
nobleza, empezaba a ser peligrosamente ambiguo. De todos estos
problemas, el militar debió de ser el más grave o, por lo menos, el más
acuciante. Quizá en su campaña de la Septimania sufrió Wamba dificultades
de reclutamiento que desconocemos. El hecho es que el rey, casi recién
retornado a Toledo, resolvió ejecutar de inmediato una ambiciosa reforma
militar que le garantizara disponer de tropas en caso de invasión extranjera
o rebelión interior. Era el 1 de noviembre de 673.
Lo que decidió Wamba fue reglamentar de forma estricta la aportación
de tropas al ejército real, incluyendo sanciones severísimas para quienes no
acataran la norma. Esa norma era esta: cuando el rey llame a las armas,
todos los nobles, dignatarios, obispos y eclesiásticos en general, e incluso
cualquier persona privada, en un radio de 100 millas desde el lugar del
conflicto, quedan obligados a concurrir con toda la fuerza armada que
puedan reunir, es decir, cada cual con sus mesnadas o clientelas. La
obligación es insalvable: si el señor se halla enfermo, por ejemplo, ello no
le exime de hacer que sus tropas acudan. Y a quien desobedezca la orden, le
aguardan penas severísimas: confiscación de bienes para pagar los daños
causados por la incursión enemiga, privación del derecho de testificar,
quedar a merced del poder del rey (que podría hacer con el desobediente lo
que le diera la gana, excepto matarlo) y, si el inculpado es un eclesiástico de
alto nivel, destierro después de haber pagado de su bolsillo todos los daños
causados por el conflicto. Si la causa del llamamiento había sido una
rebelión interior, entonces la desobediencia sería penada invariablemente
con el destierro y la confiscación de todos los bienes sea quien fuere el
desobediente. De esta manera, por otro lado, Wamba se aseguraba de que
todo el mundo se lo pensara dos veces antes de levantar la mano contra la
Corona.
El rey que no quiso reinar, sintiéndose fuerte tras su victoria sobre los
vascones y sobre los rebeldes de la Septimania, dictó además otras medidas
claramente orientadas a reforzar el poder público del monarca frente al
poder privado de los nobles. En materia de administración, hizo todo lo que
pudo por apartar a la nobleza de los cargos palatinos y reservarse el derecho
a nombrar libremente a los altos cargos del Reino. Y en materia eclesiástica,
además de nombrar personalmente a unos cuantos obispos, metió mano en
el espinoso problema de los prelados que engordaban sus bolsas a expensas
de los bienes de la Iglesia: al parecer, era frecuente que algunos obispos se
apoderaran de los bienes de las iglesias rurales y los añadieran a los de su
propia sede, así como que donaran tierras a personas que a partir de ese
momento iban a trabajar para el prelado en cuestión, de manera que
empezaba a crecer el número de siervos que dependían del poder
eclesiástico. El objetivo de Wamba era que el número de personas
vinculadas directamente a la Corona fuera mayor que el de los unidos por
lazo de vasallaje a los nobles laicos o eclesiásticos. Una vez más, el poder
público de la Corona contra el poder privado de los nobles.
Este asunto es de una importancia decisiva porque, en gran medida, va a
ser el principal motivo de la acelerada descomposición del Reino de Toledo.
La estratificación social y las consiguientes relaciones de dependencia
habían llegado a un grado tal de complejidad e intensidad, que toda la
política cotidiana del Reino quedaba subordinada a esta nueva situación. Y
para entender mejor lo que estaba pasando, bueno será retratar la escala
social de la España visigoda.

LOS GRANDES Y LOS PEQUEÑOS: UNA SOCIEDAD A PUNTO DE


ESTALLAR

Es muy importante lo que empieza a pasar ahora, en el reinado de


Wamba. Porque de aquí, en efecto, arranca todo lo que vendrá después.
Wamba ha identificado el problema —no era el primero en hacerlo— y
tratará de ponerle solución, pero se encontrará sin fuerza material para
cambiar el curso de las cosas. Si Wamba ha pasado a la historia como el
último gran rey godo, es porque puso todo su empeño en construir un poder
público. Su fracaso se debió, fundamentalmente, a la rígida estructuración
estamental de la sociedad visigoda y al enorme poder personal (privado)
acumulado por los magnates del Reino, tanto laicos como eclesiásticos. Y
como en este asunto es decisivo entender cómo funcionaba aquella
sociedad, vamos a tratar de explicar su estructura.

Señores y siervos

Ante todo: estamos hablando de una sociedad muy rígida. La división


en clases o estamentos no atiende solo a la posición económica (incluso esta
puede ser secundaria), sino más bien a aquellas «tres funciones» que
Dumezil describió como consustanciales a todas las sociedades europeas y
que encuentran un eco muy gráfico en el ideal de república de Sócrates: en
la cabeza de la comunidad hay una élite rectora de naturaleza sacerdotal y
jurídica, en el pecho —siguiendo la figura socrática— anida la fuerza
guerrera y protectora, y en el vientre reside el pueblo que produce y
reproduce. En el plano práctico, eso implica la existencia de tres órdenes
muy definidos: una aristocracia del conocimiento de la que salen jueces y
sacerdotes, una nobleza guerrera de la que salen los reyes y los jefes
territoriales y, por último, una amplia masa popular dedicada a los trabajos
del comercio, la artesanía o el campo. Prácticamente no hay circulación
entre el grupo de los de arriba y el de los de abajo: para un campesino es
muy difícil ascender al grupo superior, a su vez estratificado en diferentes
segmentos. La religión o la guerra pueden servir de plataforma, pero no es
algo habitual. Tampoco la riqueza, en principio, sirve por sí sola para
ascender. Por el contrario, la pobreza puede conducir al descenso: es el caso
del hombre libre que lo pierde todo y ha de convertirse en siervo, por
ejemplo.
En la España visigoda, esa pirámide social se superponía a la de la
España romana y el resultado era un paisaje bastante complejo, sobre todo
en los estratos superiores. Empecemos por señalar tres grandes grupos: los
hombres libres, los siervos y los esclavos. Los primeros son por lo general
poseedores de tierras, los segundos trabajan para los primeros y los terceros,
literalmente, no cuentan más que como mano de obra. Los hombres libres
se clasifican a su vez en distintos estratos en función de su linaje, su oficio
y sus propiedades. En la práctica, entre un hombre libre con poder y otro de
su misma condición, pero sin poder ni riqueza, hay tanta distancia como
entre un señor y un siervo. Esto, insistamos en ello, era común tanto a la
sociedad goda como a la romana. La diferencia estaba en el tipo de función
que cada cual ocupaba a partir del momento en que nació el Reino visigodo.
El reparto de tierras inicial se hizo a razón de dos tercios para los godos y
uno para los romanos. Eso otorgaba a los primeros una posición claramente
ventajosa. También los cargos públicos más elevados fueron en su mayoría
para los godos. Pero la mayor parte de los grandes terratenientes en
determinadas regiones eran fundamentalmente hispanorromanos y, por otra
parte, estos mantenían su propia administración pública en el nivel local.
A medida que las comunidades se fusionaron, como hemos visto
páginas atrás, estas diferencias fueron matizándose. En la Hispania romana,
en su día, hubo hombres libres de baja condición que pudieron llevar una
vida razonablemente cómoda gracias al comercio, pero eso empezó a
cambiar con el hundimiento del orden imperial y las grandes
transformaciones económicas del país. Del mismo modo, también entre los
godos hubo hombres libres que sustentaron su independencia en la pequeña
propiedad campesina, pero la perdieron a medida que avanzaba el proceso
de acumulación de tierras. A la altura del último tercio del siglo VII, bajo el
reinado de Wamba, la pirámide social goda y la romana estaban
prácticamente superpuestas. Y había sobre todo dos grandes clases sociales,
según la misma tendencia que caracterizó al final de la época imperial: los
honestiores y los humiliores. Los primeros eran la nobleza, cuya honra se
daba por supuesta por razones de linaje, y los segundos eran los pobres, los
más humildes, los atados a la tierra («humilde» viene de ad humum). Esa
división se aplicaba incluso al clero.

La nobleza visigoda

Esa nobleza visigoda, trufada ya de elementos hispanorromanos,


constituía un mundo en sí misma. Empecemos por lo más alto: los maiores
(«mayores»), que es como se designaba al estamento superior del reino. Los
maiores acaparaban los cargos más relevantes del gobierno y el ejército. A
su vez se estratificaban también en distintas categorías, ya no por estamento
social (pues todos pertenecían al mismo), sino por el oficio que
desempeñaban en el reino. En la cúspide, los primates palatii o dignatarios
de palacio, una veintena de personas que ejercía el cargo de conde palatino.
Tras ellos, los seniores gothorum o viri illustres, que es como se llamaba a
los que ejercían los empleos de dux (duque, jefe militar de un territorio) y
comes (conde, jefe político-militar de una circunscripción provincial). En
tiempos de Wamba había seis duques y unos ochenta condes. También
existían comes que prestaban servicio en palacio. Y por debajo de estos,
aunque con una gran influencia personal, se hallaban los gardingos (de la
palabra germánica wardôn, que significa «guardar»), y que eran
literalmente la guardia pretoriana del rey, un grupo de nobles guerreros
vinculados al monarca por relaciones de obediencia personal y que le
acompañaban en las campañas militares, le protegían y ejecutaban sus
órdenes más inmediatas. Estos gardingos se llamaron también fideles regis,
los fieles del rey, y es un apelativo que volveremos a encontrar después, en
los primeros años del Reino de Asturias.
Lo esencial del oficio palatino se ventilaba entre estos maiores.
Sabemos que, en el gobierno diario de palacio, había tres áreas de la esfera
pública regidas por otros tantos condes: el comes notariarum, que llevaba la
redacción y el registro de los documentos de la cancillería real; el comes
thesaurorum, que custodiaba el tesoro real, y el comes patrimonium, que
administraba el patrimonio regio. Cada uno de ellos contaba con los
correspondientes auxiliares, todos de un orden social inferior. Junto a esos
tres oficios públicos, había otros tres que atendían a la vida interior de
palacio: el comes spatharium, que era el jefe de la guardia palaciega, el
comes scanciarum, que era el intendente responsable de los abastecimientos
y la comida, y el comes stabuli, encargado de las caballerizas del rey. Una
vez más, todos auxiliados por personal de un estrato social más bajo. A
estos se los llamaba mediocres o minoris palatii.
Los maiores eran decisivos en el gobierno del Reino porque componían
lo fundamental del Aula Regia, la asamblea donde se tomaban las grandes
decisiones. Esta institución existió siempre: primero se llamó «Consejo
regio», después «Palacio regio» y por último «Aula Regia». De aquí salía
todo: las leyes, las decisiones políticas, las acciones militares, incluso el
nombramiento de un nuevo rey. ¿Quién formaba parte del Aula Regia? Por
supuesto, todos los maiores del oficio palatino. Pero, además, los seniores
aunque no tuvieran cargo concreto, los condes con mando territorial o sin
él, los jueces a los que el rey llamara expresamente y los gardingos. Los
miembros del Aula Regia eran designados por el rey, pero esa libertad de
decisión estaba limitada por la simple naturaleza de la política: no era
prudente dejar fuera del Aula a determinadas familias de honestiores con
suficiente poder como para complicarle la vida al monarca. Este, por su
parte, compensaba a los miembros del Aula con bienes y honores, de
manera que la posición de los poderosos se fue haciendo cada vez más
privilegiada.

Obispos y magnates

Fuera del área de gobierno, pero con una influencia social muy acusada,
había otras categorías que englobaban a las personas de alto linaje o
abundante fortuna: los senatores, los potentes, los magnates y los consors,
términos en realidad intercambiables, de significado muy fluido porque
fueron superponiéndose con el paso del tiempo, y que designaban a los
terratenientes hispanorromanos e hispanogodos. Los hispanorromanos, en
concreto, solían llamarse a sí mismos senatores porque con frecuencia
invocaban un real o supuesto linaje senatorial en el viejo imperio. Todas
estas categorías pertenecían al orden romano de los honestiores, es decir, la
clase alta, pero no eran propiamente maiores porque no desempeñaban
cargos públicos en el reino. Los obispos de la Iglesia pertenecían también a
esta categoría privilegiada.
¿Y cómo podía un obispo convertirse en magnate? Por la acumulación
de propiedades y de gente dependiente de él. De entrada, era bastante
común que los obispos provinieran de linajes acaudalados (entre otras
cosas, porque eran los que tenían acceso a la mejor educación). Y una vez
en el cargo, los obispos incrementaban su patrimonio por varias vías. Una
eran las donaciones de bienes y tierras a la Iglesia, práctica común entre los
nobles tanto por piedad como por interés: donar un terreno a la Iglesia y
reservarse una parte de los beneficios era una forma de asegurarse de que
nadie te confiscaría las tierras. ¿Y estos bienes iban al depósito de la Iglesia
o iban al bolsillo personal del prelado? En principio, a la Iglesia, pero debió
de ser muy frecuente que los obispos lo desviaran a su patrimonio personal,
y por eso hubo que legislar mucho al respecto.
Otra vía de adquirir poder, muy común en la Iglesia, era sumar clientela.
Pongamos un ejemplo: la Iglesia libera a un esclavo, que queda trabajando
en una propiedad agraria de un obispado; después, la Iglesia favorece que
ese liberto se case con una mujer de condición libre; a partir de ese
momento, los bienes y la descendencia del matrimonio pasan a ser
dependientes del obispado, al que obedecen y pagan tributo. Porque el
poder no consistía solo en acumular oro y tierra, sino también en sumar
personas, «clientes», como se los llamaba desde los tiempos de Roma. La
palabra «cliente» viene del latín cluere, que significa «obedecer», «acatar»,
y se utilizaba para designar a aquellas personas que, siendo libres, es decir,
no esclavos, tenían que ponerse bajo la protección de alguien de rango
social y económico superior. De aquí nacerá la institución del «vasallaje»
en la Europa feudal.
¿Volvemos al Oficio Palatino? Hemos visto a los maiores que
gobernaban y a los minoris que les auxiliaban. Hemos de ver ahora a los
inferiores. Importante: no eran inferiores socialmente, pues formaban parte
también de la nobleza, sino que el nombre obedece al tipo de cargo que
desempeñaban dentro de la estructura del Reino. Eran inferiores, por
ejemplo, los thiufadus, una categoría muy específica del mundo visigodo.
Los thiufadus, originalmente, eran generales, es decir, jefes de los ejércitos,
pero a partir de la militarización de la Administración por Chindasvinto —
si no antes— empezaron a asumir también el cargo de jueces. Por cierto que
los jueces propiamente dichos también pertenecían al orden de los
inferiores.

El origen del feudalismo

Este era el paisaje general de la nobleza, es decir, la clase dominante, en


la España visigoda. Contra eso tenía que luchar un rey. El enemigo en casa,
podríamos decir. Y en realidad el modelo puede extenderse al resto de
Europa en este tiempo. A partir de aquí, se disparó una mecánica cuya nota
mayor fue la progresiva acumulación de poder (público) en pocas manos
(privadas) que a su vez competían entre sí por hacerse con pedazos cada vez
mayores de la tarta. Y de ahí nació la Europa feudal.
El proceso no es difícil de explicar. Un rey es poderoso porque es la
cabeza de un pueblo. Normalmente, ha llegado ahí no solo por propios
méritos, sino también gracias al concurso de otros que esperan algo en
recompensa. Una vez arriba, el rey se rodea de personas que le deben
fidelidad y que, a cambio, reciben prerrogativas en forma de riquezas, poder
o tierras. Estos fieles usan tales prerrogativas para construir su propio
núcleo de poder personal, núcleo que incluye también a sus gentes afectas.
Si ese núcleo de poder alcanza una densidad importante, es posible que el
fiel deje de serlo para imponer su propio interés singular o, al menos, para
asegurarse de que no solo no menguará, sino que crecerá. De entrada, podrá
ponerse de acuerdo con otros en su misma situación para proteger sus
respectivos patrimonios (y, eventualmente, apropiarse de los patrimonios de
otros). A partir de un cierto nivel de poder, estas gentes pueden incluso estar
en posición de disputarle la cabeza al rey o, más frecuentemente, de
imponerle condiciones a cambio de su apoyo.
A lo largo de nuestro relato hemos visto numerosas veces situaciones de
este tipo en distintos escenarios: la feroz purga del vándalo Genserico sobre
los nobles de su propio Reino o, al contrario, el naufragio de los reyes de
Austrasia ante la fuerza de su aristocracia. Como mecánica de poder, no es
algo exclusivo de los reinos bárbaros, evidentemente: semejantes fuerzas
actúan en el consejo de administración de cualquier multinacional de
nuestros días (o en el comité de cualquier partido político). La tendencia a
la creación de oligarquías es una constante de la vida política en todos los
tiempos. En el mundo visigodo, este mismo fenómeno fue acentuándose a
medida que el Reino adquiría poder y, con él, una creciente disposición de
recursos económicos y humanos para los oligarcas. También en el Imperio
bizantino se vivió esa situación.
¿Era posible frenar el proceso de «privatización» del poder? Sí. Los
reyes van a intentar dotarse de instrumentos que garanticen la continuidad
de lo público: ejércitos propios, una burocracia lo más independiente
posible de los magnates del Reino y de la propia clase nobiliaria, la
sucesión hereditaria en el trono, etc. Lo hace Eurico, lo hace Leovigildo, lo
hace Chindasvinto, lo hace Recesvinto… También Wamba lo intentará por
todos los medios. Con frecuencia la Iglesia apoyará este intento de
construcción de un poder público, en parte porque es reflejo del concepto
teocrático del orden social y en parte porque le interesa para sus propios
fines, pero también aquí veremos —ya lo hemos visto— cómo no pocos
eclesiásticos de alto rango entran en el juego del poder privado. Para
construir un espacio de poder público es necesario disponer de una
capacidad material de decisión lo suficientemente fuerte como para
imponerse sobre las ambiciones particulares, sean territoriales o de otro
tipo. El Reino visigodo de Toledo demostrará, trágicamente, que carecía de
tales recursos.
Trágicamente, sí. Porque trágico fue el destronamiento de Wamba a
manos de la oligarquía del reino. Y eso ya no tendría vuelta atrás.
VIII. EL AMARGO FINAL

EL TRIUNFO DE LOS OLIGARCAS

Wamba fue demasiado lejos. Sin duda su ley militar ultrajó muchas
sensibilidades. Debió de haber muchos nobles humillados, demasiados
bienes confiscados, demasiados obispos pillados in fraganti y demasiados
siervos haciendo carrera en la Administración de palacio para indignación
de una nobleza que se consideraba con derecho a copar todos los resortes
del reino. El hecho es que fueron a por Wamba. Y entre los conjurados
había gente del círculo más fiel del rey.

La misteriosa tonsura de Wamba

Corren varias versiones sobre la forma en que Wamba fue destronado.


La más común dice que el rey fue narcotizado por alguna traidora mano de
palacio y, aprovechando tal estado, se le tonsuró como a un clérigo, de
manera que quedara inhabilitado para reinar. Otra versión —la que nos da el
XII Concilio de Toledo— confirma la tonsura, pero dice que se practicó a
petición del propio rey en un momento en el que Wamba se sentía enfermo
de muerte. En tal trance, el monarca habría firmado dos documentos de
previsión sucesoria: en el primero señalaba al conde Ervigio como su
sucesor y en el segundo instaba al obispo Julián de Toledo a ungir lo antes
posible al nuevo rey. Prisa, desde luego, sí que hubo: la tonsura de Wamba
fue el 14 de octubre de 681, Ervigio fue proclamado rey al día siguiente y
una semana después, el 21, ya había recibido la unción regia en Toledo.
Wamba se repuso de la enfermedad, pero ya era demasiado tarde: tuvo que
retirarse a un monasterio (el de Monjes Negros de San Vicente, en
Pampliega, Burgos) y allí permaneció hasta su muerte en 688.
¿Qué pasó en realidad? La versión oficial, que es la del Concilio, resulta
francamente dudosa; no es imposible que el rey, viejo y enfermo, pidiera
penitencia, pero llama mucho la atención que Wamba optara por un
mecanismo de sucesión tan irregular y, sobre todo, sorprende la urgencia en
ejecutarla. Así que, muy posiblemente, se trató de una conjura. Lo difícil es
saber qué mano movió los hilos. ¿Julián de Toledo, el obispo, por oposición
a las medidas de Wamba sobre el clero y en particular sobre la diócesis
toledana? ¿El grupo nobiliario al que pertenecía Ervigio, que quería frenar
los propósitos centralizadores del rey? ¿Tal vez una facción rival de
Ervigio, y entonces lo que este hizo fue adelantarse con la complicidad de
Julián de Toledo? Nunca lo sabremos.
Ervigio era un hombre importante de palacio, un maior con oficio de
conde, vinculado a la facción nobiliaria de Chindasvinto. Según la
tradición, el padre de Ervigio habría sido un alto dignatario de oriente
(«griego», dicen las fuentes) llamado Ardabasto, que llegó exiliado a
España y aquí se casó con una hija de Chindasvinto, Glasiunta. El linaje
puede ser más o menos fantasioso, pero de lo que no cabe duda es de que
Ervigio formaba parte del núcleo de poder construido por Chindasvinto.
Ahora, designado rey por tan extraño procedimiento, su principal
preocupación iba a ser frenar la ira de las facciones rivales, que también
intentarían sacar el máximo provecho de la nueva situación. Recordemos
que Wamba había sido elegido rey, bien a su pesar, como solución de
compromiso para evitar un conflicto mayor entre los grandes del reino.
Ahora, muerto el viejo monarca, el conflicto persistía. Y Ervigio lo sabía
mejor que nadie.
Más poder para la Iglesia

Las primeras medidas que toma Ervigio en cuanto llega al poder son
muy indicativas de lo que estaba pasando. Literalmente, el rey se envuelve
en las túnicas del poder eclesiástico: busca ante todo que la Iglesia le
legitime. Convoca un concilio en Toledo (el XII) y ante los obispos subraya
que el poder del rey viene de Dios. Acto seguido, pide a los obispos que
participen con su consejo en el gobierno del Reino. No es una fórmula
retórica: el XII Concilio de Toledo otorga a los obispos la facultad de actuar
como supervisores de las sentencias judiciales y, aún más, convierte al
obispo en instancia suprema de apelación cuyo criterio ha de ser acatado
por el juez so pena de graves multas (hasta dos libras de oro). Junto a los
privilegios políticos, Ervigio otorga a la Iglesia un nuevo privilegio
económico: anula los obispados creados por Wamba, que habían mermado
el poder de las diócesis ya existentes. Y un regalo para Julián de Toledo: se
reconoce al titular de la diócesis toledana el derecho a consagrar a todos los
obispos designados por la corona, lo cual ratifica a Toledo como cabeza de
la Iglesia española.
En aquel concilio no solo participaron treinta y ocho obispos y cuatro
abades, sino también quince «varones ilustres» del Oficio Palatino, es decir,
la crema de la nobleza visigoda. Ervigio tenía mucho interés en exhibir ante
los nobles el apoyo del clero y, al mismo tiempo, mostrar que también aquí
estaba dispuesto a hacer concesiones. De entrada, se propuso una revisión
del Código de Recesvinto en orden a suavizar los castigos previstos para los
nobles que incumplieran la ley. Por ejemplo, se suprimieron las leyes que
castigaban a los que maltrataran gravemente a sus esclavos. A cambio, el
rey fue inflexible en dos líneas políticas que venían de tiempo atrás. La
primera, las normas que regían los matrimonios entre las familias nobles,
auténtico motor de las alianzas entre los grandes del reino. La segunda, la
ley militar. Como se recordará, Chindasvinto ya había intentado controlar la
política matrimonial. Ervigio propondrá ahora dos cosas: una, que ninguna
viuda pueda volver a casarse hasta después de un año de la muerte de su
primer marido, salvo que el propio rey proponga ese matrimonio; la otra,
castigar severamente a los nobles que abandonen a sus mujeres, salvo que
medie adulterio. Ambas medidas tenían un único objetivo: que la corona
pudiera controlar la conformación de alianzas nobiliarias por vía
matrimonial.
El otro asunto en el que Ervigio entró a fondo, la ley militar, resultaba
especialmente delicado. La realidad práctica, ya lo hemos visto, era que el
rey no podía reclutar un ejército poderoso sin contar con los grandes
señores de la tierra, que eran los que tenían hombres en abundancia tanto
por sus respectivas clientelas armadas como por la mano de obra sierva o
esclava de sus campos. Ahora bien, esa mano de obra era necesaria para que
los campos dieran fruto, así que los señores se mostraban muy renuentes a
la hora de llevarla al combate, especialmente si se moría allí. Por eso
Wamba había llegado al extremo de penar al desobediente con la privación
del derecho a testificar, algo de extrema importancia en un entorno social
donde la palabra era la expresión del honor y el honor era el rasgo esencial
de la nobleza. Ahora Ervigio va a suprimir esa pena, pero va a sustituirla
por otras de dureza semejante. El noble que no acuda cuando el rey llame al
combate, será exiliado y se le confiscarán sus bienes. Si se trata de gente de
rango inferior, entonces la pena será la flagelación, la decalvación y una
severa multa que, de no verse satisfecha, conducirá al desobediente a la
esclavitud. Y no se trata solo de comparecer en el campo de batalla, sino
que además el señor debe hacerlo al menos con el diez por ciento de sus
esclavos y armándolos de su bolsillo; de lo contrario, el rey se quedará con
ese diez por ciento. Era enero del año 681.

Y más poder para la nobleza

Después de asegurarse el apoyo de la Iglesia, Ervigio decidió hacer


concesiones a la nobleza. Y no solo a la que le era afecta, sino a toda,
incluida la que podía serle hostil. Fue en el XIII Concilio de Toledo, en
noviembre de 683. No sabemos qué pasó en el tiempo que media entre los
dos concilios, pero perfectamente podemos imaginar que las amenazas
crecieron hasta lo insoportable. Y podemos imaginar eso porque Ervigio, en
este nuevo concilio, hizo especial hincapié en un asunto capital: proteger
ante todo a su familia, para lo cual se mostró dispuesto a ejercer una
generosidad sin límites. ¿Por ejemplo? Perdón general para todos los que
habían participado en la sublevación de Paulo contra Wamba,
devolviéndoles el derecho a testificar y reponiéndoles los bienes que les
fueron confiscados.
Al concilio le pareció bien lo del perdón, e incluso lo amplió a todos los
condenados por traición desde los tiempos de Chindasvinto, pero eso de
devolver los bienes ya era harina de otro costal, porque muchos de tales
bienes habían ido a parar precisamente a los conspicuos miembros de
aquella asamblea o a sus familias. ¿Qué hacer? Que se devolvieran solo
aquellos que habían quedado en manos del Tesoro, es decir, de Ervigio. Y
Ervigio, dispuesto a todo, también cedió. Y todavía cedió en una cosa más:
el concilio proclamó el derecho de los nobles y los eclesiásticos a ser
juzgados solo por sus pares y sin que mediaran tortura, encierro ni
confiscación previos, colocando así a los privilegiados en una posición de
aún mayor privilegio.
¿Cabía más? ¡Sí! Porque, por si esto fuera poco, allí se decidió que de
ahora en adelante los cargos de gobierno, los escalones medios e inferiores
del Oficio Palatino, serían desempeñados exclusivamente por los nobles,
privando así a los reyes de la posibilidad de ennoblecer a sus funcionarios
adictos: hasta aquel momento, era factible que una persona de condición
servil que trabajara para el rey en palacio o en la Administración ascendiera
al estatuto de nobleza por decisión expresa del monarca, lo cual permitía a
este crear una aristocracia de nuevo cuño y fidelidad demostrada. Pero
ahora eso se acabó. Resumiendo: después de haber ampliado los privilegios
de la Iglesia, Ervigio aumentaba los privilegios de la nobleza. El camino de
construcción de un Estado que emprendió Leovigildo se frenaba en seco. El
Reino quedaba en manos de la oligarquía.
Es posible que en aquella escena que nos pintaba a Wamba aceptando la
corona a regañadientes y a punta de espada hubiera algo de literatura, pero
parece indudable que a Ervigio sí le apuntaban las espadas por todas partes,
y de una manera muy poco literaria. A cambio de todas sus concesiones, el
monarca logró, eso sí, lo que más le interesaba: anatema contra cualquiera
que, muerto Ervigio, actuara contra la salud o la vida o los bienes de su
viuda (Liuvigoto, se llamaba), hijos, hijas, yernos y nueras. «La
misericordia del rey ha mostrado ser tan extraordinaria —dijo el concilio—
que obliga a nuestra asamblea reverendísima a promulgar algo que sirva de
recompensa a la misericordia real, y aproveche en lo futuro a su regia
descendencia».
Hubo todavía un gesto más: en algún momento de estos primeros años
de reinado, y para terminar de blindar a su familia contra los linajes
enemigos, Ervigio casó a su hija Cixilo con un noble de alguna facción
rival, Egica, al que se supone sobrino de Wamba y que ostentaba la
condición de dux provincial. Egica, en el momento de desposar a Cixilo,
juró solemnemente ante Ervigio que en lo sucesivo defendería la vida e
intereses de su familia política. Esto, en principio, aseguraba al linaje de
Ervigio y a sus aliados una posición de fuerza dentro de la oligarquía que,
de hecho, controlaba ya la vida del Reino. No sabía Ervigio hasta qué punto
se equivocaba.

Í
ASÍ SE CAE UN CASTILLO DE NAIPES

Sospechas. Intrigas. Turbias asechanzas. Para colmo, años repetidos de


malas cosechas. Con las malas cosechas, hambre. Con el hambre,
enfermedades y muertes. Los últimos años del reinado de Ervigio fueron
muy oscuros. El rey, según se desprende de documentos posteriores,
empezó a verse amenazado por todas partes. ¿Más todavía? Sí: hubo más
castigos, más purgas, más confiscaciones de bienes. Con todo eso, el
malestar de la nobleza creció. Pero si en la cúspide del edificio crecía el
malestar, lo que estallaba en la base era simplemente la desesperación. Los
pobres no tienen más remedio que vender a los ricos sus escasas posesiones
y ponerse bajo su patrocinio, de manera que los terratenientes se hacen más
fuertes aún en tierras y en clientela. En situación desesperada, numerosos
esclavos huyen de los campos donde trabajan. El fenómeno crece hasta el
punto de que Ervigio tiene que dictar medidas severísimas contra los
campesinos que presten ayuda a los fugitivos. A su vez, y para evitar una
explosión social, el rey condona los tributos impagados y castiga los abusos
de los nobles que sacan provecho de la crisis acaparando las tierras de los
pobres. Pero es imposible contentar a todos.
En este momento, además, ocurre algo imprevisto: los moros atacan.
Aunque hay confusas noticias de alguna acción anterior, parece que es
ahora cuando por primera vez tenemos «moros en la costa». La expansión
del islam ha sido vertiginosa en los años anteriores. Aprovechando que
tanto el Imperio bizantino como el Imperio persa han quedado exhaustos
tras su larguísima y cruenta guerra, las tribus árabes agrupadas en torno al
credo de Mahoma se expanden en todas direcciones. Lo que encuentran es
un territorio políticamente desarticulado y apenas defendido. La costa
norteafricana es territorio de Bizancio, pero Constantinopla, cuyo dominio
es más comercial y político que militar, mal puede hacer frente a la ola. En
su marcha a través de las ciudades africanas del viejo Imperio romano, los
musulmanes conquistan, pactan, ocupan, organizan y suman nuevos
reclutas a sus huestes. La Mauritania Tingitana, que es el norte del actual
Marruecos, también cae rápida. En algún momento, una primera
avanzadilla cruza el estrecho y pasa a la Península. Es derrotada sin gran
esfuerzo, pero Toledo toma nota y refuerza las defensas de Iulia Traducta, la
actual Algeciras.
En noviembre de 687 Ervigio enferma. Se siente morir. Propone como
sucesor a su yerno, Egica. El 15 de noviembre el rey toma los últimos
sacramentos. Egica se dispone a subir al trono. Ervigio muere tranquilo: se
ha asegurado de que nadie tocará a su familia y el sucesor, Egica, ha hecho
los oportunos juramentos de respeto a la justicia. Pero Ervigio, una vez más,
se equivocaba.

El giro de Egica

Egica no tenía la menor intención de mantener cosido el Reino. Sin


duda se le presionaba tanto como a Ervigio, pero Egica tenía otro carácter.
Apenas seis meses después de subir al trono, en mayo de 688, convocó el
XV Concilio de Toledo. Allí el nuevo rey planteó a los obispos un dilema
bastante indecente: «Me habéis hecho jurar que respetaré a la familia de
Ervigio —vino a decir—, y yo cumpliré mi palabra, pero también me
habéis hecho jurar que no denegaré la justicia al pueblo, y también quiero
cumplir mi palabra. ¿Pero cómo honrar a la justicia y al mismo tiempo
respetar a la descendencia de Ervigio, cuando esta ha hecho tanto mal al
pueblo?». Egica pidió a los obispos que le liberaran de alguno de los dos
juramentos, pues no podía cumplir los dos a la vez. La intención del
monarca era evidente. Los obispos, navegando sobre un mar que
amenazaba fuerte marejada, contestaron con otra sutileza: el bien común —
dijeron al rey— es más importante que el de una sola familia, pero eso no
impedía velar por el bienestar de los descendientes de Ervigio. Egica se
quedó con un palmo de narices, pero no renunciaría a sus propósitos.
¿Qué hizo Egica? Esperar. En Toledo había un hombre cuya influencia
se había convertido en un freno para las aspiraciones del nuevo rey: el
obispo Julián. Pero Julián de Toledo falleció en marzo de 690 y Egica se vio
libre de ataduras. De entrada, debió de ser en este periodo cuando repudió a
su esposa, Cixilo, hija de Ervigio: era una clara muestra de distancia hacia
las componendas de las grandes familias del Reino. Enseguida convocó un
concilio en Zaragoza —noviembre de 691— y allí hizo aprobar una ley por
la que las viudas de los reyes debían ingresar en un convento en cuanto
murieran sus esposos. ¿Por qué? Para protegerlas, decía Egica. Quizá tenía
razón. El hecho es que así Liuvigoto, la viuda de Ervigio, se vio convertida
en monja. Sin esposa y sin suegra, Egica rompía sus últimos lazos con la
facción rival.
Es muy difícil saber lo que estaba pasando dentro del Reino de Toledo,
porque nos falta un cronista, pero podemos imaginar la situación como una
guerra de todos contra todos. Si Ervigio representó los intereses de la
familia de Chindasvinto y sus aliados, Egica daba voz ahora a las
ambiciones de la familia de Wamba y sus próximos. En medio de esa pelea
de grandes linajes, los demás nobles tratan de mantener sus propios
privilegios en un ejercicio que podemos definir con el tópico «nadar y
guardar la ropa». Tampoco era fácil para un rey entrar a saco en los
complicadísimos equilibrios del poder toledano. Los nobles que firman con
Egica en el XV Concilio de Toledo son prácticamente los mismos que
habían firmado con Ervigio en el concilio anterior. Eso quiere decir que el
poder del rey era ya limitadísimo a la hora de cambiar al personal de
palacio, es decir, los cargos de gobierno, que dependían fundamentalmente
de los enjuagues entre facciones nobiliarias. Lo mismo estaba ocurriendo en
el seno de la Iglesia, donde los obispos con más poder —por ejemplo, el
decisivo de Toledo— actuaban como una fuerza más en esa especie de
conflicto universal que era la corte visigoda. Es interesante señalar que en el
mencionado concilio de Zaragoza el rey propuso medidas para limitar el
enriquecimiento del alto clero, que estaba sumando cada vez más gentes a
sus clientelas personales.

No hay mal que por bien no venga


Precisamente de la diócesis de Toledo vino la siguiente rebelión contra
la corona. A mediados de 692, el nuevo obispo toledano (y primado de
España), Sisberto, unge rey al noble Suniefredo y se apodera de la capital.
Es un golpe de Estado. ¿Dónde está Egica? Muy posiblemente, en el norte,
en cualquier campaña contra los francos, pues sabemos que en esta época
hubo al menos tres ataques francos en la Septimania visigoda y que, por
cierto, las armas toledanas no pudieron afrontar con excesivo éxito.
Suniefredo y Sisberto se hacen fuertes en la capital y buscan apoyo en otros
nobles. Conocemos algunos nombres de la conspiración: Frogellios,
Teodomiro, Liuvila, Tecla… Suniefredo llega incluso a acuñar moneda
intitulándose rey.
La conspiración tuvo muy corto recorrido: sin duda eran muchos los que
querían acabar con Egica, pero no para poner a otro en su lugar, sino para
aumentar cada cual su propio poder. Egica, por su parte, reaccionaría con la
habitual promesa de nuevos privilegios para quien le echara una mano en la
recuperación del trono. El hecho es que muy pocos meses después, a
principios de 693, Egica está ya en Toledo con un ejército que le permite
sofocar la rebelión. Como no hay mal que por bien no venga, el rey
aprovecha para dar el golpe de gracia a la facción rival: ha sido la familia de
Ervigio —denuncia— la que ha movido la conspiración. Seguramente no
era del todo verdad, pero a Egica aquello le vino de perlas para «limpiar» el
Oficio Palatino y aumentar su propio poder. Nadie sabe qué fue del rebelde
Suniefredo. En cuanto al obispo Sisberto, fue secularizado, excomulgado,
privado de sus bienes y desterrado. En su triste destierro, según parece, se
dedicó a escribir. Al menos, la tradición le atribuye tres obras de inequívoco
arrepentimiento: Lamento de la penitencia, Exhortación a la penitencia y
Oración para la corrección de la vida. Por lo demás, nadie sabe cómo ni
cuándo murió el desdichado Sisberto.
La condena de Sisberto no fue una decisión discrecional del rey. Como
era obispo, la sentencia tenía que pasar por el derecho canónico, lo cual
requería la convocatoria de un concilio. No otra cosa deseaba Egica, que
tenía ahora la oportunidad de hacer lo que tanto tiempo llevaba intentando.
Fue el XVI Concilio de Toledo, en mayo de 693. De paso, el rey propuso
otras medidas que venían a reforzar su autoridad: prohibición de
cualesquiera otros juramentos que no fueran el de fidelidad al rey, orden de
protección a la familia y descendientes del propio Egica (un clásico a estas
alturas), prohibición de que los obispados succionaran las rentas de las
iglesias rurales, nombramiento directo de algunos obispos (Sisberto se lo
había puesto en bandeja), etc. En suma, Egica trataba de explotar al máximo
una situación excepcional para afianzar un poco más el poder de una corona
que acababa de quedar gravemente en entredicho.
Es muy relevante esa cuestión de los juramentos, porque pone el dedo
en la llaga —y nunca mejor dicho— que estaba infectando al Reino: los
vínculos privados personales empezaban a pesar más que los vínculos
públicos con la Corona. Había demasiada gente cuya supervivencia
dependía de su fidelidad personal a un noble laico o eclesiástico. La
ritualización de ese vínculo a través de un juramento convertía el
compromiso en algo de naturaleza casi sagrada. Y al rey también se le
juraba fidelidad, por supuesto, pero el rey estaba muy lejos, mientras que al
señor se le veía todos los días. Que Egica decidiera prohibir tales lazos es
muy revelador porque indica que esa era ya la forma habitual de
articulación social en la España visigoda. Y como en tantas otras cosas, la
realidad demostraría que las pretensiones del rey iban a quedarse en papel
mojado.

Hierro y peste

Otro dato de importancia: el XVI Concilio contó con muy pocos


representantes del Oficio Palatino, y casi todos —diez de dieciséis— eran
nuevos: sin duda Egica había aprovechado para purgar a fondo la corte, y
no era para menos, rellenando los huecos con gente de su cuerda. No es
difícil adivinar cómo: los que le ayudaron a sofocar la rebelión de
Suniefredo se quedaron con los bienes de los vencidos. La política de
confiscaciones masivas sirvió para engordar a la facción afín al rey. El
carácter cruento de la operación queda acreditado por lo que pocos años
después dirá la Crónica Mozárabe: que Egica «castigó a los godos con dura
muerte».
En aquel XVI Concilio ocurrió además algo que merece comentario
aparte, porque era objetivamente muy grave: los obispos de la Narbonense
no pudieron acudir porque una epidemia de peste estaba diezmando a la
población. La acumulación de malas cosechas, hambre y enfermedades
habían terminado estallando en forma de epidemia. Tan grave debió de ser
que, por una vez, la Corona decidió que la Narbonense quedaría exenta de
ciertas órdenes regias sobre fiscalidad e incluso de las ya habituales
medidas contra los judíos —que, por cierto, en el resto del país iban a
recrudecerse hasta el paroxismo—. La Narbonense acababa de ser escenario
de alguna incursión franca. Podemos sumar eso al cuadro: hambre,
desolación, pobreza, muerte, guerra, enfermedad… el apocalipsis, en suma.
El Reino de Toledo se estaba cayendo como un castillo de naipes.

SOMBRAS TENEBROSAS SOBRE EL REINO DE TOLEDO

Es aquí, en estos años finales del siglo VII, cuando se fragua la caída del
Reino de Toledo. La titánica tarea de Leovigildo y sus sucesores para
construir un Estado empieza a borrarse del horizonte. ¿Por qué? Las cosas
no tienen una sola causa, sino que todo pasa y pesa a la vez. La
fragmentación del poder ya es un hecho: la Corona no tiene, materialmente,
los medios precisos para organizar la riqueza, imponer la autoridad y
controlar el territorio. ¿Quién tiene los medios? Los señoríos territoriales.
Cada uno de ellos intenta sacar el máximo partido de la situación y al rey no
le queda otra opción que someterse a ese estado de cosas. Aún más, los
reyes, lejos de encarnar un poder público distinto al de los nobles, se
comportarán como señores privados tratando de obtener el mayor beneficio
para sus propios linajes y aliados. Y cuando vienen mal dadas —un periodo
de malas cosechas, por ejemplo—, entonces lo que se produce es un
«sálvese quien pueda»: los ricos acaparan lo poco que hay y los pobres se
quedan literalmente sin nada. Consecuencias: los ricos pelean entre sí por
quedarse con la mejor parte, mientras los pobres tratan de escapar a la
muerte vendiéndose como esclavos… de los ricos.

Apocalipsis

Ahora bien, el esclavo solo salva la vida si el amo le da de comer; si no,


lo que le espera es la muerte. Cuando las malas cosechas se repiten, las
posibilidades de supervivencia descienden y en lo último que piensa el amo
es en quitarse la comida de la boca para dársela al siervo. Entonces los
esclavos empiezan a fugarse. ¿Qué hacer? Endurecer las penas para el
esclavo fugitivo y para quien le acoja o preste ayuda, como hizo Egica. Pero
amenazar con la muerte a quien se está muriendo no es el mejor modo de
retenerle en casa, de manera que las fugas se multiplican. Por otro lado,
muchos de esos fugitivos son esclavos nuevos, gente que hasta poco tiempo
atrás ha tenido su casa en su pueblo, una comunidad que le conoce y que le
podrá proteger. Egica impondrá castigos colectivos para las poblaciones
donde alguien acoja a un esclavo fugado. Es el tipo de medida que, en una
situación de desesperación y hambre, solo genera rencor y cólera. La
autoridad aparece como injusticia y la conflictividad social se multiplica.
¿Qué está pasando? ¿Por qué Dios nos ha abandonado? Porque en algo
le estamos ofendiendo. ¿En qué? Herejes. En el Reino sigue habiendo
herejes. Los arrianos ya no existen formalmente, pero ahí siguen estando los
judíos, a pesar de las innumerables leyes de todo género adoptadas contra
ellos. Egica las recrudece. En noviembre de 694 convoca el XVII Concilio
de Toledo. La asamblea decreta que en todas partes se rece todos los meses
por la remisión de los pecados de la nación visigoda. Significativamente, el
mismo concilio decide medidas absolutamente draconianas contra los
judíos: todo judío que no se convierta al cristianismo verá sus bienes
confiscados y será reducido a la esclavitud. Los bienes en cuestión serían
repartidos entre los nobles del partido de Egica y los esclavos se
dispersarían por todo el Reino. Tan brutal legislación argüía un motivo
político de grueso calibre: los judíos españoles estarían conspirando con sus
correligionarios del norte de África para provocar la caída de la monarquía
visigoda. No podemos saber si la acusación es verdadera o falsa. Por un
lado, ningún documento la avala; por otro, no tendría nada de extraño que
una comunidad sistemáticamente perseguida por la Corona tratara de
derrocar a su perseguidor.
Fue tal vez este clima de hundimiento general, con tonos apocalípticos,
lo que llevó a Egica a tratar de afianzar su poder, una operación que ya no
pasaba tanto por controlar los resortes del Estado como por consolidar las
alianzas sobre las que se sostenía la Corona. Hacia el año 694 el rey asocia
al trono a su hijo Witiza. Sí, el famoso canon 75 decía otra cosa, pero, a
estas alturas, el poder respondía a criterios muy poco canónicos. Al mismo
tiempo, la repudiada reina Cixilo, la hija de Ervigio, vuelve a aparecer en
los documentos, señal inequívoca de su rehabilitación política.
Probablemente Egica pensó que, después de sus sucesivas purgas, y en una
situación de crisis generalizada como la que vivía el reino, estaba ya en
condiciones de construir su propio grupo de poder con su familia, sus
aliados, los supervivientes de su familia política y cuantos otros nobles
pudieran darle apoyo. Así Witiza se estrena en nuestra historia: un joven de
muy corta edad, que seguro era hijo de Cixilo, sino de un matrimonio
anterior del monarca, y que ahora iba a aprender a ser rey desde la posición
de dux en Galicia, con sede en Tuy. Fue allí donde, según una fuente tardía,
el joven Witiza, encaprichado de la mujer del duque Favila, disputó con este
y le rompió un bastón en la cabeza causándole la muerte. El hijo del tal
Favila se llamaba Pelayo.
La cuestión es que ninguna de las medidas de Egica pudo disipar las
sombras tenebrosas que envolvían al Reino visigodo. Hacia 698 hay un
nuevo sobresalto: un desembarco bizantino en Levante, posiblemente
protagonizado por las tropas imperiales que se retiraban del norte de África
ante el avance musulmán. El desembarco fue desmantelado por el dux de la
provincia, Teodomiro. Inmediatamente después, la peste que se había
declarado en la Narbonense, siguiendo implacable su camino hacia el sur,
llegó a Toledo. Tan grave fue el brote que la familia real abandonó la
ciudad. Y por si faltaba algo, estalla una conjura para poner en el trono al
noble Teodofredo, hijo de Recesvinto y, por tanto, miembro de la facción de
Chindasvinto. Egica descubrió a tiempo la conspiración, hizo prender a
Teodofredo y ordenó que le sacaran los ojos. Teodofredo se retiró a
Córdoba acompañado de un hijo suyo: se llamaba Rodrigo. Peste, guerra,
hambre, lucha encarnizada entre los grandes del Reino y desesperanza entre
los pequeños… Egica murió a finales del año 702. Lo que dejaba detrás era
desolador.

La imposible reconciliación

Witiza, el heredero, subió al trono y debió de sentir mareos. Es muy


posible que convocara un concilio, el XVIII de Toledo, pero las actas de este
se perdieron para siempre, de manera que ni siquiera sabemos la fecha
exacta de su celebración. La opacidad documental hace aún más oscuro este
periodo de sombras tenebrosas. En cualquier caso, y por testimonios
inmediatamente posteriores, sabemos que Witiza emprendió una acelerada
política de reconciliación interior: amnistía para los condenados bajo el
reinado de su padre, devolución masiva de bienes a los que habían sufrido
expropiación, reposición en sus cargos de los expulsados del Oficio
Palatino, quema pública de las deudas con el Tesoro, compensación para los
desterrados, devolución al tesoro real de los bienes que Egica se había
apropiado… Una especie de borrón y cuenta nueva. ¿Un rey débil,
sometido a las presiones de los linajes nobiliarios? Es posible. Pero también
es posible que, simplemente, el Reino no pudiera permitirse ninguna otra
política después de una década de malas cosechas y hambrunas. Consta que
en 707 y 709 volvió el hambre a los campos, y que la peste rebrotó en esos
años. En un paisaje así, ¿qué otra cosa hacer sino tratar de cerrar frentes?
Hay que decir que, fuera de España, el paisaje no era mucho mejor. E
incluso era peor. El Reino de los Francos, por ejemplo, llevaba años sumido
en una crisis permanente: los reyes merovingios habían sido desposeídos de
todo poder efectivo («reyes holgazanes», se los llamó) y quienes cortaban el
bacalao eran los mayordomos de palacio, suerte de primeros ministros cuya
esencial función consistía en arbitrar los intereses de las distintas facciones
nobiliarias. En Italia, el Reino lombardo (o longobardo) sufría una
ininterrumpida serie de luchas político-religiosas entre arrianos y católicos
que a su vez hacían eco a los antagonismos entre señoríos territoriales. El
Imperio Bizantino, por su parte, solo tímidamente comenzaba a recuperarse
de su agotadora guerra con Persia, pero había visto cómo se le
independizaba el Reino de Bulgaria mientras distintos pueblos eslavos se
asentaban en los Balcanes, y ya se preparaba para una nueva convulsión por
la guerra abierta entre el patriarcado de Constantinopla y los poderosos
monasterios provinciales. Decididamente, las sombras tenebrosas estaban
por todas partes, y no solo en el Reino de Toledo.
Inversamente, en el sur se alzaba un poder avasallador. Unificados y
disciplinados por una misión político-religiosa, el islam, los árabes sacaban
el máximo partido de las debilidades ajenas e incorporaban a sus propias
filas a los fragmentos rotos del viejo mundo imperial. Bizancio a duras
penas pudo repeler una agresión naval musulmana: si la frenó, fue gracias al
alarde tecnológico del «fuego griego», que desmanteló la flota enemiga
cuando la propia Constantinopla estaba al borde del abismo. En lo demás, la
expansión del islam estaba siendo prodigiosa. Entre 632 y 633 habían caído
todos los territorios del sur de la península arábiga, desde los actuales
Emiratos hasta Yemen. Entre 635 y 636 las huestes de Medina llegan a Irak
y a las posesiones de los persas, desde Seleucia hasta Basora. En el
noroeste, en 635 están en Damasco, al año siguiente ponen sitio a Jerusalén
(caerá en 638), en 637 llegan hasta Aleppo y Antioquía, en Siria, y a partir
de 639 cruzan el Sinaí para apoderarse de Heliópolis y Alejandría, ya en
Egipto, en 641. Enseguida la caída simultánea del poder bizantino en Egipto
y del control persa en Irak permitirá a los musulmanes extenderse hasta
Libia, por el oeste, y hasta Afganistán por el este. Y todo eso en apenas
veinte años desde la muerte de Mahoma.
El islam llega al Atlántico

La ola islámica alcanzó el océano Atlántico a la altura del año 682. El


bravo Uqba ibn Nafi, uno de los grandes jefes de guerra musulmanes, llegó
a la costa occidental de Marruecos más o menos donde hoy está Agadir,
penetró en el agua con su caballo y proclamó ante Alá que ya no había más
tierra al oeste. En su avance había creado a lo largo de la costa norteafricana
una red de puntos de abastecimiento y control que le permitió mover
continuamente a los ejércitos que reclutaba en Egipto. Estos puestos
actuaban como nudos de una red: eran al mismo tiempo bases de
avituallamiento, guarniciones militares, gobernaciones políticas, focos de
cultura árabe en un entorno en su mayoría bereber o bizantino y, por
supuesto, funcionaban también como centros de predicación del islam.
Uqba era un tipo implacable: no solo impuso sobre las poblaciones locales
el acostumbrado tributo de capitación, sino que además se apropió de un
numeroso contingente de esclavos y tenía por costumbre mutilar a sus
enemigos a modo de escarmiento. Desde estas bases se organizó una
estructura de dominación que en la práctica era un emirato. El Magreb ya
era por entero musulmán.
La población autóctona, mayoritariamente bereber, abrazó la nueva fe
sin grandes resistencias: aquí, como antes en Arabia o en Egipto, el país era
un conjunto desarticulado de poderes locales sin fuerza suficiente para
vertebrar una entidad política. Eso no quiere decir que no hubiera
resistencias: tierra adentro, en las montañas y los bosques, los bereberes
eran dueños del campo. Estas tribus bereberes, formalmente cristianas,
habían llegado a un cierto tipo de pacto de convivencia con los bizantinos,
como antes con los romanos y los griegos: aceptaban su supremacía
política, contribuían a la red económica del Imperio y comerciaban con los
agentes de Bizancio, a cambio de una amplísima libertad para vivir a su
aire. Pero la llegada de los musulmanes, con sus exigencias de sumisión
religiosa, política y económica, lo cambió todo.
En el oeste de la actual Argelia, un caudillo local, Kusaila, rey de su
pueblo, alineó un ejército de bereberes y romanos y emboscó a los árabes
en Biskra. En aquella batalla murió el bravo e implacable Uqba. Pero la red
de guarniciones creada por el propio Uqba funcionó bien: enseguida
pudieron los musulmanes reunir tropas con las que aplastar literalmente a
las escasas huestes de Kusaila, que murió en combate en la batalla de
Meskiana. Una mujer recogió entonces el testigo: Dihia, llamada «la
Kahena». De esta enigmática Dihia se dice que era viuda de un rey o tal vez
sacerdotisa de su pueblo. Dihia organizó un ejército, hizo frente a los árabes
y los derrotó en dos ocasiones obligándoles a retroceder hasta Libia. Para
no perderse literalmente en el desierto, los musulmanes optaron por hacerse
fuertes en Túnez tomando la vieja ciudad de Cartago, que aún permanecía
en manos bizantinas. Desde allí contraatacaron.
Dihia, convencida de que los árabes solo querían las riquezas agrarias
de su país, decidió disuadirles con una táctica de tierra quemada: lo
destruyó todo a su alrededor. Con ello firmó su sentencia de muerte, pues
los campesinos no solo dejaron de brindarle su apoyo, sino que, aún peor,
pidieron socorro a los musulmanes, y el dato da fe de hasta qué punto
aquellos anchísimos territorios carecían de una vertebración política
eficiente. Naturalmente, los árabes acudieron a la llamada. Dihia terminó
sitiada en la ciudad de Tarfa, dio allí su última batalla y en ella murió. El
islam encontraba expedito el paso para la ocupación efectiva de todo el
Magreb. Al sur del Estrecho se dibujaban más sombras tenebrosas.

AL OTRO LADO DEL ESTRECHO

No sabemos cómo se tomó Toledo la aparición del poder musulmán en


la Mauritania; no lo sabemos porque nadie dejó constancia de ello. Pero la
mera lectura de los hechos demuestra que Toledo no estaba ya en
condiciones de plantear una resistencia decisiva. Muy pocos años atrás, las
armas visigodas, incluso en situación de crisis interior, habían sido capaces
de frenar un desembarco musulmán y otro de fuerzas bizantinas. Ahora, no:
ahora Toledo carecía de los recursos precisos para mantener el control sobre
sus posesiones del norte de África. Cosa, por otra parte, nada sorprendente
en un Reino que estaba viviendo simultáneamente sucesivos brotes de
peste, hambrunas reiteradas, una conflictividad social creciente y un
fenómeno irreversible de fragmentación del poder central de la Corona.

El frágil Magreb

Por su lado, los musulmanes se organizaban en el territorio recién


conquistado. En 705 hereda el califato de Damasco Walid I, y enseguida
decide separar de Egipto las regiones bereberes para formar con ellas una
nueva provincia: Ifriquiya, que quiere decir «África». ¿Quién gobernará
esta nueva provincia? Muza ibn Nusair, de linaje yemení: el célebre «moro
Muza». Y como jefe militar, su brazo derecho, Tarik ibn Ziyad. En
principio la misión de Muza era exclusivamente una: sofocar las revueltas
bereberes, cosa que hizo con una contundente mezcla de mano dura —
aniquilando tribus enteras— y diplomacia —tomando como rehenes a los
hijos de los jefes tribales—. Como antes en Arabia o en Egipto, los
musulmanes sacaron todo el partido posible de la desarticulación del
territorio.
Toda esta región, el enorme Magreb, no era tierra vacía. Aquí habían
estado la Numidia y las dos Mauritanias (la Tingitana y la Cesarense),
algunos de los territorios más prósperos de la vieja Roma. De aquí había
salido uno de los grandes sabios y santos de la Antigüedad cristiano-
romana, san Agustín de Hipona (la actual Annaba, en el este de Argelia).
Aunque la caída del Imperio romano y la llegada de los bárbaros redujo
todo aquello a cenizas, la influencia bizantina y visigoda había preservado
buena parte del antiguo esplendor. Era una tierra rica y llena de promesas.
Para los árabes, un paraíso.
¿Quién mandaba allí? En realidad, nadie. En el este del Magreb, la
actual Argelia, el poder bizantino se circunscribía a puntos costeros. El
interior del país era una suerte de mundo sin orden ni ley, sometido a la
voluntad —habitualmente conflictiva— de los reyezuelos locales. ¿Qué era
lo que más temían los habitantes de las ciudades? La rapiña de las tribus
nómadas. Los bizantinos ofrecían su protección contra los saqueadores,
pero, a estas alturas, Bizancio ya podía ofrecer muy poco. Los pueblos del
interior necesitaban otro guardián. En consecuencia, los musulmanes se
apresurarán a poner bajo su protección —militar, política y religiosa—
cuantas ciudades encuentren a su paso a cambio de una conversión formal
de sus habitantes al islam.
Más al oeste, en lo que hoy es Marruecos, la situación era sensiblemente
distinta: el territorio no estaba mucho más organizado, pero había un poder
distinto que mantenía las cosas bajo control. Ese poder era el de nuestros
visigodos. La Mauritania Tingitana, en efecto, era tierra española, si se
permite la expresión. Esta provincia, que tenía su capital en Tingis, la actual
Tánger, era comúnmente llamada Hispania Transfretana o Hispania Ulterior
y desde antiguo había dependido políticamente de la Península. En los
estertores del Imperio romano llegaron allí los vándalos, después la
recuperaron los godos de Alarico, más tarde pasó a manos de los bizantinos,
los visigodos volvieron a hacerse de nuevo con el territorio en el reinado de
Sisebuto, a mediados del siglo VII, y así permanecía en el momento de
nuestro relato. Pero cuando llegan las primeras oleadas musulmanas, a
comienzos del siglo VIII, la situación se había hecho muy precaria: Tingis
era un islote medio godo y medio romano rodeado de tribus hostiles. Nadie
tenía poder suficiente para controlar las comunicaciones con Ceuta, que era
la puerta de la Hispania peninsular. Pero Muza sabrá cómo hacerlo.
Muza tenía lo que los visigodos echaban en falta: fuerza militar. Hasta
ese momento, las cabalgadas musulmanas se circunscribían por fuerza al
sur de los dominios hispanos: es la estampa de Uqba en las playas de
Agadir. Ahora, por el contrario, era posible marchar hacia el norte. Tingis
cae sin remedio. Su gobernador, «el bárbaro Ilian» en las crónicas moras,
don Julián en las españolas, se refugia en Ceuta. Era el año 708.

Desastre tras desastre


¿Qué estaba pasando en el Reino de Toledo en este momento? Desastre
tras desastre. Consta que hubo sucesivas hambrunas por las malas cosechas
en los años 707 y 709. También consta que las medidas conciliadoras de
Witiza no sirvieron para gran cosa, porque el grado de ruptura interna era ya
tan acentuado que cualquier medida en beneficio de una facción era
percibida como un agravio por las otras, y cualquier intento de satisfacer a
los agraviados solo servía para agraviar a los primeros. Rodrigo, el hijo del
cegado Teodofredo, fue elevado al rango de dux de la Bética, compensación
que solo sirvió para excitar el ánimo vindicativo del clan beneficiado y la
irritación de los demás.
Hay un último elemento en el reinado de Witiza que debe ser tratado
con la mayor atención, a pesar de lo complicado que resulta interpretar los
hechos por lo insuficiente de los datos documentales. Se trata de la crisis
que vivió también la Iglesia, crisis a la que el rey no fue ajeno. La Crónica
Mozárabe de 754 dice que Witiza instigó al obispo de Toledo, Sinderedo, a
«ofender continuamente a hombres santos e ilustres de la Iglesia». No es
poca cosa para una crónica que, por lo general, reserva a Witiza
comentarios elogiosos. ¿Qué es esa «instigación» del rey contra los
eclesiásticos? Siglo y medio después, la versión sebastianense de la Crónica
de Alfonso III nos añade que Witiza, «infame y disoluto en sus costumbres,
como el caballo y la mula, que no tienen entendimiento», rodeado de
concubinas, «ordenó a obispos, sacerdotes y diáconos que tuviesen
esposas», y «disolvió los concilios, ocultó los cánones y pervirtió todo el
orden religioso». Acusaciones de enorme alcance en un reino que había
hecho de la ortodoxia católica su seña de identidad. ¿Qué pasó realmente?
Hoy los historiadores tienden a pensar que toda esta polémica religiosa
tiene que ver con el misterioso XVIII Concilio de Toledo, precisamente ese
cuyas actas nadie conservó. Y hay quien sostiene que la clave del misterio
está en Constantinopla y, más precisamente, en la Sala de los Trullos del
palacio imperial. A los concilios allí celebrados se los llamaba «concilios
trullanos», y uno de ellos, el del año 692, llamado también «Quinisexto»
porque ampliaba los contenidos de los concilios V y VI, tocó un tema
delicadísimo: el del celibato sacerdotal. ¿Qué decidió el Concilio
Quinisexto? Permitir el matrimonio para presbíteros, subdiáconos y
diáconos, pero mantener el celibato para monjes y obispos. Esa norma fue
recogida en lo sucesivo en la Iglesia ortodoxa u oriental (por eso los obispos
ortodoxos son siempre monjes y célibes, mientras los sacerdotes se pueden
casar), pero la Iglesia de Roma no la aceptó jamás, y de hecho nunca ha
dado validez al tal Concilio Quinisexto. La pregunta es: ¿trató nuestro
enigmático XVIII Concilio toledano de trasponer las normas del Quinisexto
sobre celibato sacerdotal? ¿Es a eso a lo que se refieren las crónicas cuando
reprochan a Witiza el «ordenar a los sacerdotes que tuvieran esposas»,
«pervertir el orden religioso» y, por vía del obispo Sinderedo, «ofender a
hombres santos e ilustres de la Iglesia»? No podemos saberlo, pero la
hipótesis es, por lo menos, digna de ser tenida en cuenta. Y en todo caso,
los indicios que nos dejaron los antiguos apuntan claramente a una seria
crisis en el seno de la Iglesia visigoda.

La «tumultuosa invasión» de Rodrigo

¿Podían ir las cosas peor? Sí. Porque entonces se murió Witiza. Corría
el año 710. ¿Y cuántos años tenía entonces Witiza? ¿Y de qué murió?
¿Acaso lo mataron? Nadie lo sabe. El hundimiento del Reino visigodo
viene envuelto en una nube de incertidumbre donde los pocos datos
fidedignos que tenemos se trenzan con reconstrucciones posteriores y
leyendas populares. Pongamos que Witiza era hijo del matrimonio de Egica
con Cixilo. En ese caso habría nacido en torno a 684 y en el momento de su
muerte apenas tendría veinticinco años. También podía ser hijo de un
matrimonio anterior de su padre, que es lo más posible, pero eso no consta
en ninguna parte y, por otro lado, tampoco esta circunstancia le haría mucho
más mayor. ¿Treinta y cinco años como mucho? Demasiado joven para
morir. Aunque nada permite asegurarlo con certeza, la hipótesis de la
muerte violenta no es descabellada. Menos descabellada aun cuando uno lee
lo que dice la Crónica Mozárabe, escrita apenas cuarenta años después de
estos sucesos: a la muerte de Witiza, Rodrigo «invadió tumultuosamente el
reino con el respaldo del Senado». A Rodrigo ya lo conocemos: ese dux de
la Bética, hijo del represaliado Teodofredo. El «Senado» al que se refiere el
cronista es, según los usos de la época, la asamblea de los nobles palatinos
y las autoridades eclesiásticas. Y la clave está en esa otra fórmula: «Invadió
tumultuosamente».
¿Qué quiere decir que Rodrigo «invadió tumultuosamente» el reino?
Quiere decir que se hizo con el poder de manera violenta; quizá no
ilegítima, pero sí en un contexto de tenso conflicto, muy a tono con las
circunstancias que el Reino de Toledo vivía desde al menos quince años
atrás. Fuera cual fuere el procedimiento, el hecho es que Rodrigo fue
elevado al trono y ungido, y de inmediato surgieron rebeliones nobiliarias
en otras regiones del país, como era de esperar. Dice una leyenda árabe —lo
cuenta Ibn al-Qutiyya— que Rodrigo, en su sede toledana, entró en la
Cueva de Hércules y abrió el arcón prohibido, donde vio la imagen de los
sarracenos invadiendo España. Dice otra leyenda, al parecer de origen
egipcio pero recogida por nuestro Romancero, que Rodrigo se enamoró de
Florinda, hija del gobernador de Ceuta, don Julián, y aprovechando que la
muchacha estaba en Toledo, la forzó, razón por la cual Julián, en venganza,
trajo a los musulmanes a España. Todo esto, por supuesto, es folclore y ni
siquiera lejanamente se le puede suponer una base real. Lo que sí es real es
que el bando de Witiza y Egica se tomó muy mal la coronación de Rodrigo
y enseguida hubo un levantamiento. El último levantamiento.
En realidad, en Toledo no estaba ocurriendo nada que no hubiera pasado
antes, cuando la conjura contra Wamba o cuando la sublevación de
Sisenando. Tampoco nada que no estuviera sucediendo en otros reinos de
Europa. La diferencia es que, ahora, había alguien esperando al otro lado
del Estrecho para aprovechar la oportunidad.

GUADALETE
Año 710. El Reino de Toledo entra en un túnel oscuro. Algo semejante a
una nube de polvo —o tal vez de arena… del desierto— cubre al mundo
visigodo. Lo poco que sabemos, frecuentemente contradictorio, nos llega a
través de crónicas posteriores a los hechos: la transmisión oral mozárabe, la
reconstrucción elaborada en las crónicas asturianas, las narraciones
musulmanas, tales o cuales ecos aislados en documentos de otras partes de
Europa… Nos movemos en un mapa de incertidumbres. Mira uno el
paisaje, negro de noche, y de repente aparece un destello aquí, otro allá…
Esos destellos iluminan fugazmente el cuadro y nos permiten ver, siquiera
un instante, una parte de la realidad. No toda, pero lo suficiente para ir
atando cabos. Las cosas pudieron suceder así:

Oppas, Agila, Muza y don Julián

La designación de Rodrigo como rey ha levantado una ola de


disidencia. La posición del rey es fuerte en Toledo, la Bética y Lusitania,
pero más allá cunde la oposición. En Sevilla, los familiares de Witiza se
mueven entre la nobleza del reino; ponen sus ojos en Oppas, un hermano
del rey difunto. En el norte, mientras tanto, un hombre se levanta en armas;
se llama Agila y se intitula rey: Agila II. Cierta tradición le hace hijo de
Witiza. No es tal. Aún más: nada permite asegurar que cuente con el apoyo
de los conspiradores witizianos. Pero el rumor da una idea de la confusión
que se ha apoderado del reino. Este Agila II se hace fuerte en la
Tarraconense y la Septimania: curiosamente, es la misma coalición de
intereses territoriales a la que en su día tuvo que enfrentarse Wamba. Y
Agila está dispuesto a todo. Lo sabemos porque de inmediato empieza a
acuñar moneda en grandes cantidades, señal inequívoca de que tiene que
pagar a un ejército. ¿Para qué quiere Agila un ejército? Para guerrear por el
trono.
Simultáneamente, en el sur del Estrecho se acuñan más monedas
destinadas a pagar otro ejército: el de los musulmanes. Muza ya ha tomado
la decisión y ahora descubre el momento propicio. Está bien informado.
¿Por qué? Porque alguien le está informando. ¿Quién? Aquí aparece de
nuevo el famoso don Julián. Según las distintas crónicas, este personaje
adquiere un nombre u otro. Parece que su verdadero nombre era Urbano: el
conde Urbano, con mando en Ceuta. Lo de «Julián» vendría porque era
también conde de Julia Traducta, es decir, Algeciras. Nadie sabe
exactamente si este Urbano/Julián era godo o bizantino, o tal vez ambas
cosas en un momento en el que el poder imperial había naufragado en la
región y solo quedaba una flota. Exactamente la flota que necesitaba Muza
para cruzar el Estrecho. ¿Por qué Urbano está ayudando a los musulmanes?
Evidentemente, porque quiere la ruina de Rodrigo. Y muy seguramente no
actúa solo: lo hace en nombre del partido «witiziano», el mismo que se ha
opuesto al nombramiento de Rodrigo como rey, el mismo que está
apoyando la candidatura de Oppas, hijo de Égica.
Rodrigo se impone sobre los witizianos en el sur y en el oeste. Al
menos, políticamente. Queda, sin embargo, el problema de Agila en el
noreste. ¿Agila está actuando en concierto con los witizianos? No lo parece.
El hecho es que, relativamente sofocado el problema político en el sur,
Rodrigo marcha hacia la Tarraconense. Allí hay combates. Una fuente dice
que Rodrigo peleaba contra los vascones, pero a los vascones ya los hemos
visto en otras ocasiones poner sus armas al servicio de alguna rebelión
interna visigoda. Es muy posible que Rodrigo estuviera peleando contra los
vascones… del bando de Agila. Nada se sabe de aquellos combates. Nada
salvo que acabaron muy pronto, porque Rodrigo tuvo que volver al sur: los
musulmanes habían desembarcado en Algeciras. Comenzaba la primavera
de 711.

La batalla de Guadalete

Tarik, el lugarteniente de Muza, había llegado a Algeciras desde Ceuta:


era el enlace marítimo habitual en la época. Lo más probable es que lo
hiciera con los restos de la vieja flota bizantina allí estacionada. Y muy
verosímilmente atacó el territorio peninsular con el consejo de
Urbano/Julián, que conocía bien las flaquezas del Reino visigodo en aquel
momento. Las huestes de Tarik, compuestas sobre todo por grupos de
bereberes con mandos árabes, se demoraron saqueando los alrededores: era
el protocolo, por así decirlo, en unos ejércitos que normalmente se
avituallaban sobre el campo. Un sobrino del rey Rodrigo, Sancho, les sale al
encuentro, pero es fácilmente rechazado. No había nadie más para defender
el territorio. ¿Dónde estaban los ejércitos visigodos?
Los ejércitos visigodos estaban agrupándose en torno a Rodrigo, que en
ese momento corría hacia el sur tras constatar que la penetración
musulmana iba mucho más allá de una mera expedición de saqueo. Hay que
imaginar que el ambiente en las tropas godas no sería el más cordial: de
entrada, las huestes de la Tarraconense y la Septimania, adictas a Agila II,
se quedarían en sus territorios; de las otras mesnadas, una buena parte
correspondería a los nobles del partido witiziano, obligados por las
sucesivas leyes militares visigodas a acudir al campo con sus clientelas
armadas, pero cuyo entusiasmo por Rodrigo era simplemente nulo. Así, el
ejército con el que Don Rodrigo comparece en el campo de batalla está
minado por la división.
La gran batalla es en el río Guadalete; más precisamente, en la junta del
Guadalete y el Majaceite, seis kilómetros al sur de donde hoy está Arcos de
la Frontera. Nadie sabe cuántos combatientes tomaron las armas en cada
bando: las estimaciones van desde los 100.000 de las fuentes antiguas hasta
los 2.000 de las contemporáneas. Es mucho más fácil retratar a los que
combaten. En el lado musulmán, un ejército fundamentalmente berebere
con mandos árabes, con sus masas de infantes provistos de adargas y lanzas
cortas, y su rápida y letal caballería ligera armada con dardos y jabalinas.
En el lado visigodo, una infantería seguro parecida a la bereber, pero, tras
ella, una caballería más pesada, de cotas de malla y lanzas largas; en el
dibujo táctico, el rey Rodrigo ocupa el centro del despliegue visigodo y las
alas quedan reservadas para los witizianos.
Los visigodos nunca han peleado contra los ejércitos musulmanes,
luego desconocen sus tácticas. Eso no debería ser un grave inconveniente:
Rodrigo combate en su territorio y con toda seguridad sus fuerzas son
superiores en número. Ahora bien, he aquí que, recién comenzado el
combate, ocurre algo imprevisible: las alas del ejército visigodo se
marchan. Los witizianos, en efecto, abandonan el combate. El ejército
musulmán rodea a los de Rodrigo, que han quedado en clara inferioridad. El
combate es durísimo, pero no hay esperanza alguna: el ejército del rey es
aniquilado. Muere Rodrigo. Mueren la mayor parte de sus nobles y sus
respectivas mesnadas. Mueren incluso, en la confusión del combate,
también muchos guerreros del bando desertor.

La gran invasión

Tal vez Rodrigo pensó alguna vez que los moros se retirarían tras llenar
sus alforjas con el saqueo del campo de Algeciras. Se equivocó y el
resultado fue Guadalete. Tal vez los witizianos pensaron en algún momento
que Tarik y los suyos volverían a su orilla después de Guadalete, fuera cual
fuere el pacto con ellos. También se equivocaron y el resultado fue el asedio
de Medina Sidonia y Sevilla. Lejos de limitarse al saqueo y, aún menos, de
regresar a sus bases norteafricanas, los musulmanes ocupan el territorio e
incluso traen nuevos contingentes encabezados por el propio Muza. Sevilla
resistirá un mes y terminará capitulando; según es tradición, con importante
papel de la comunidad judía de la ciudad. Es ya el año 712. Muza divide sus
fuerzas: él atacará por el oeste, hacia Mérida, mientras Tarik lo hace por el
este, hacia Córdoba. Ambos brazos tendrán que convergir en Toledo.
¿Qué pasaba mientras tanto en el campo visigodo? Después de
Guadalete, los escasos supervivientes del bando de Rodrigo habían tratado
de reorganizarse en Écija. Allí plantaron cara al avance enemigo, pero todo
fue inútil. Desbordados, retroceden hasta Córdoba, ciudad rodriguista, y se
encierran tras sus murallas. ¿Y qué están haciendo mientras tanto los
witizianos? Ocupar el poder. O más exacto: ocupar el palacio de Toledo,
cosa que Oppas, el hijo de Egica, que ya debía de ostentar allí una posición
relevante, hace a toda velocidad. ¿Se dispone Oppas a resistir frente a los
musulmanes? No, evidentemente. En ese mismo momento el moro Tarik
está marchando directamente sobre Toledo: ha enviado algunos
destacamentos a sofocar los pequeños núcleos de resistencia y él ha
enfilado sin dudarlo hacia la capital. Es una jugada política clarividente.
Alguien está asesorando a Tarik. ¿Quién? Urbano (Julián), el conde de
Ceuta. Por desgracia para Oppas, los nobles de la ciudad, fieles a Rodrigo,
se sublevan; Oppas tiene que huir de Toledo. Tarik frenó su marcha.
En el oeste, Muza llega hasta Mérida y pone sitio a la ciudad. Primera
sorpresa: Mérida, ciudad bien amurallada y sobradamente abastecida por el
río Guadiana (simplemente Ana, se llamaba en la época), resiste con
obstinación. El gobernador de Ifriquiya decide entonces dejar allí un
destacamento de asedio y seguir camino hacia Talavera y Toledo. En ese
mismo instante, Tarik está ante Córdoba. La ciudad sucumbe, pero la
guarnición goda resiste tras los muros de la ciudadela. Finalmente, y tras un
mes de asedio, los resistentes, sin víveres, optan por rendirse. Tarik
ordenará asesinarlos a todos. Con Sevilla y Córdoba conquistadas y Mérida
bloqueada en aquel asedio interminable, los musulmanes controlan las
principales ciudades y las vías de comunicación del cuadrante suroeste de la
Península. Por el camino, Muza y Tarik ofrecen a los hispanos la habitual
propuesta de las tropas musulmanas: respetarán sus vidas y haciendas si
aceptan reconocer la autoridad del califa y pagan el correspondiente tributo
al nuevo amo. Con la estructura urbana, política y logística del reino
completamente colapsada, para la mayoría no hay otra opción que capitular.

Parar un maremoto con las manos

Muza y Tarik convergen en Toledo antes de que acabe el año 712. No


hay casi lucha, pues apenas hay nadie ya para luchar. Oppas retorna a la
ciudad y delata a los nobles de la facción de Rodrigo que se habían hecho
con el poder: es el momento de su venganza. Sin embargo, no le servirá de
gran cosa: tal vez los witizianos pensaban que los invasores aceptarían a
Oppas como rey o, al menos, regente del Reino visigodo, pero,
sencillamente, eso ya no era necesario para Muza y Tarik, que tenían
Hispania a sus pies. Los jefes musulmanes debieron de saltar de gozo
cuando descubrieron el tesoro real visigodo: el mayor tesoro real del
occidente germánico, con piezas que venían desde el saqueo de Roma por
Alarico. Mientras tanto, el Reino entero se hundía.
El Reino de Toledo había sido un estado organizado: sus centros de
poder local ejercían un control relativamente eficaz sobre el territorio. Eso
es una ventaja cuando el poder está centralizado, porque permite actuar en
distintos puntos del país con un mismo criterio; pero es letal cuando el
poder se ha fragmentado, porque cada núcleo territorial queda abandonado
a sí mismo. Exactamente esto es lo que ocurrió entre 711 y 712, sin una
autoridad central —la del rey— que pudiera dar cohesión al conjunto y sin
una fuerza militar capaz de actuar en los puntos decisivos. Lo más que
podía oponerse a los ejércitos musulmanes era el esfuerzo épico de las
huestes privadas de los señores locales. Como parar un maremoto con las
manos.
Con un conocimiento de la organización visigoda que sin duda bebía en
los consejos de Urbano/Julián, los musulmanes acometerán enseguida la
tarea de controlar los otros puntos fuertes del Reino, los que vertebraban el
control del territorio en el norte. Es ya el año 714. Muza asciende por la
calzada romana y sucesivamente toma Clunia, Amaya (que pereció por
hambre), León y Astorga. Tarik toma el camino de Zaragoza, insta a la
ciudad a la rendición y se encuentra con una negativa. Quizá los de
Zaragoza esperaban que Agila II, el rey godo en el noreste, acudiera a su
encuentro. No hubo tal. Tarik tomó Zaragoza sin esfuerzo, incendió parte de
la ciudad, crucificó a todos los hombres, degolló a todos los niños y
esclavizó a todas las mujeres. Nunca se había visto nada igual.
Tal vez empujados por el salvaje martirio de Zaragoza, muchos
decidieron entonces pactar. Mérida, cuya resistencia se prolongaba ya por
más de un año, terminó aceptando una capitulación honrosa con pago de
tributos, aunque todos los bienes de sus iglesias fueron desvalijados. En el
Valle del Ebro, el conde Casio aceptó convertirse al islam a cambio de
mantener sus posesiones y su control del territorio y de ahí nació el
poderoso clan Banu Qasi. A un acuerdo similar llegó Teodomiro, el duque
de Aurariola, en el sureste peninsular, que a partir de este momento empezó
a llamarse kora (provincia) de «Tudmir». Tarik y Muza reunieron de nuevo
sus tropas en Astorga y desde ahí emprendieron, sin resistencia posible, la
conquista del noroeste peninsular por el simple procedimiento de ocupar los
centros de poder. El Reino visigodo de Toledo había dejado de existir.
Pero, un momento: ¿y qué pasaba con Agila II? Porque en el noreste
seguía habiendo un rey que acuñaba moneda. Pues bien: aparte de acuñar
moneda y de acoger a conspicuos fugados como el obispo Sinderedo de
Toledo, nadie sabe qué más hacía Agila II. Teóricamente su territorio era la
Tarraconense y la Septimania, pero no estuvo en la defensa de Zaragoza,
tampoco se le vio cuando Tarik llegó hasta Tarragona ni dio señales de vida
después. Por cierto que Tarragona sufrió una suerte semejante a la de
Zaragoza: destrucción total y matanza masiva. Se cree que Agila II debió de
morir antes incluso de esta campaña musulmana sobre el Ebro, tal vez hacia
713, y fue sucedido por un tal Ardón del que lo ignoramos absolutamente
todo salvo la fecha de su muerte: 720. Es ya el año en el que los árabes
conquistarán Narbona. Muy posiblemente el amigo Ardón murió allí. Los
que pudieron, buscaron cobijo en el Reino de los francos. «Hispanos», los
llamaron. Lo eran. Pero también aquí el Reino visigodo había dejado de
existir.
Con la caída de Narbona en 720 se cierra la historia del pueblo
visigodo. Siete siglos después de su primera migración desde el mar
Báltico, trescientos cuarenta y dos años después de la batalla de
Adrianópolis, trescientos diez años después del saqueo de Roma por
Alarico, trescientos cinco años después de que Ataúlfo pusiera corte en
Barcelona, doscientos sesenta y nueve años después de derrotar a los hunos
de Atila en los Campos Cataláunicos, doscientos siete años después de la
batalla de Vouillé, doscientos años después de que Teodorico uniera bajo su
cetro a visigodos y ostrogodos dominando media Europa, ciento ochenta
años después de que Toledo se convirtiera en la capital del reino, siglo y
medio después de que Leovigildo construyera por primera vez un Reino
independiente en España, ciento treinta y un años después de la conversión
de Recaredo y un siglo después de la carta de Sisebuto sobre los eclipses, el
mundo visigodo quedaba borrado de la historia.
¿O no?
EPÍLOGO

Dice la tradición que no todos los visigodos sucumbieron ni se rindieron


al nuevo poder musulmán. Que muchos de ellos, casi indistinguibles ya del
resto de la población hispana por tantos años de fusión, pudieron refugiarse
en el norte, tras las montañas, siguiendo el mismo camino que tantos
proscritos habían tomado años antes, al huir de cualquier purga en el
corazón del poder. Dice la tradición, cuidadosamente alimentada durante
siglos, que uno de los que pudieron escapar se llamaba Pelayo. Era hijo de
Favila, aquel al que Witiza mató a bastonazos en Tuy. Este Pelayo,
espatario del rey Rodrigo, logró llegar a Asturias, donde su familia tenía
tierras, y allí se instaló. Añade también la tradición que otro importante
visigodo halló igualmente refugio en el norte: el duque Pedro de Cantabria,
el último defensor de Amaya, que tras la derrota pasó los montes hacia el
norte y resistió al cobijo de las peñas.
Y dice la tradición que el gobernador moro de Gijón, que se llamaba
Munuza, quiso emparentar con la nobleza local y escogió como esposa a la
hermana de Pelayo, Adosinda (otras fuentes la llaman Ermesinda), y que
para garantizar el casorio y alejar a Pelayo lo envió al sur como rehén, y
que Pelayo logró escapar y de inmediato encabezó la resistencia contra el
musulmán. Y dice además la tradición que Pedro, el antiguo dux de
Cantabria, levantó otro foco de resistencia. Y que Pelayo y los suyos,
perseguidos por los musulmanes, terminaron encerrándose en Covadonga,
donde el enemigo tuvo que abandonar porque era imposible sacar a los
cristianos de allí. Y que, en su retirada, los musulmanes, emboscados en los
desfiladeros cantábricos, sufrieron un atroz descalabro. Y que el duque
Pedro y Pelayo unieron sus fuerzas y también sus linajes, y que Alfonso,
hijo de Pedro, que sería Alfonso I, casó con Ermesinda, hija de Pelayo. Y
que así nació el Reino de Asturias.
Y dice la historia, ya no solo la tradición, que un bisnieto de Pelayo
llamado Alfonso II llegó al trono de Asturias en 791 y restauró todo el
orden gótico en palacio, tomándose a sí mismo por continuador de los reyes
godos y a su reino por heredero directo del trono de Toledo. Y añade la
historia, ya no la tradición, que Alfonso III de Asturias, casi dos siglos
después de Guadalete, se puso a escribir la crónica de su Reino y lo
emparentó directamente con la época de Wamba, que es el punto donde
dejó el relato Isidoro de Sevilla. Y desde entonces los reinos cristianos de
España (León, Navarra, Aragón, después Castilla) buscarán la herencia de
la Hispania perdida en 711 y el linaje de la corona de Toledo. Y ahora, siglo
XXI, entre automóviles y turistas, las estatuas imaginarias de los reyes
visigodos adornan, junto a otros monarcas españoles, los jardines de la
plaza de Oriente en Madrid.
El Reino de Toledo desapareció para siempre, pero sus códigos,
convertidos en Fuero Juzgo, sobrevivieron hasta el siglo XIX, el concepto
estético visigodo es perceptible en los grandes monumentos del
prerrománico asturiano, el modelo municipal de nuestro medievo fue más
godo que romano, la religiosidad isidoriana se prolongó mal que bien en la
liturgia y en el mundo monástico y, mucho más a ras de tierra, la huella
germánica sobrevive en apellidos tan comunes como Rodríguez, Ramírez,
Ruiz, Gutiérrez, Guzmán, Álvarez o Fernández, por poner solo unos pocos
ejemplos. O sea que los visigodos no murieron: como la energía, se
transformaron. Se transformaron en lo que nosotros somos hoy. De algún
modo, el fuego de la derrota terminó de fundir su silueta en el suelo común
hispano, ese suelo donde ya había iberos y celtas y romanos, y por eso en
nuestro zurrón histórico colectivo hay un poco de la ira de Chindasvinto, de
la grandeza de Leovigildo, de la sabiduría de Sisebuto y, ay, también de la
histeria conspiradora de Witerico o del guerracivilismo de los oligarcas de
la corte toledana. Ellos no eran nosotros, pero nosotros sí somos un poco
ellos.
Ahora lo que nos queda es pasear entre las ruinas de Recópolis, aspirar
hondo y percibir la fuerza un tanto desesperada de aquel Alarico que
abandonaba Roma buscando una patria para su pueblo. Resulta que al final
los visigodos la encontraron. Esa patria era la nuestra.
QUIÉN ES QUIÉN EN LA HISTORIA
DE LOS VISIGODOS

Adax (o Atax, o Ataces). Rey de los alanos de España entre 409 y


418. Fundador de Coimbra y conquistador de Mérida.
Derrotado y muerto por el rey visigodo Walia.
Aecio (396-454). General romano, hombre fuerte del Imperio de
Occidente durante veinte años. Venció a Atila en los Campos
Cataláunicos con la alianza del rey visigodo Teodorico I.
Después intrigó contra su sucesor Turismundo.
Agila I. Rey visigodo entre 549 y 555. Cabeza de la reacción
visigoda contra la hegemonía ostrogoda en España. Entró en
guerra civil con Atanagildo. Murió asesinado por sus propios
hombres.
Agila II. Rey visigodo entre 710 y 713. Reinó en la parte
nororiental de España. Opuesto a Rodrigo, rey en el resto del
país. Se cree que murió luchando contra los árabes.
Agiulfo. Guerrero del rey visigodo Teodorico II, traicionó a este y
usurpó el trono de los suevos entre 456 y 457, cuando fue
muerto por el caudillo suevo Maldras.
Alarico I (370-410). Rey de los visigodos desde 395 hasta su
muerte. En busca de una patria, condujo a su pueblo desde los
Balcanes hasta la ciudad de Roma, que saqueó.
Alarico II. Rey de los visigodos entre 484 y 507. Último monarca
del Reino godo de Tolosa. Elaboró un corpus jurídico conocido
como Breviario de Alarico. Murió en la batalla de Vouillé,
derrotado por los francos.
Alateo. Caudillo militar greutungo, ostrogodo. En 376 se unió a los
visigodos en sus luchas contra hunos y romanos. Murió en
combate en 387.
Alavivo. Caudillo tervingio, visigodo, cabeza del partido
proromano. En 376 pactó con el emperador Valente la entrada
de los godos en el Imperio romano. Se le da por muerto en la
matanza de Marcianópolis en 378.
Amalarico (c. 500-531). Rey de los visigodos desde 511, hijo de
Alarico II y nieto de Teodorico el Grande. Derrotado por los
francos, murió asesinado por sus adversarios visigodos.
Amalasunta (405-535). Reina de los ostrogodos, hija de Teodorico
el Grande, casó con Eutarico, que murió, y después con
Teodato, que la hizo asesinar.
Amalos (también escrito Amelungos). Uno de los grandes linajes
regios de los godos. Reyes de los ostrogodos desde los tiempos
originarios hasta el hundimiento del Reino ostrogodo de Italia.
Andeca (o Audeca). Último rey de los suevos. Derrotado por el rey
visigodo Leovigildo en 585, fue depuesto y obligado a tomar
los hábitos.
Aorico. Juez y líder de los tervingios en la década de 340-350.
Educado en Constantinopla, ordenó una persecución contra los
cristianos visigodos.
Arcadio (377-408). Emperador romano de Oriente desde 395. Ante
la presión de los visigodos, legalizó su presencia en el Imperio
nombrando a Alarico prefecto de Iliria.
Ardón. Sucesor en 713 de Agila II al frente de los visigodos que
lucharon contra los árabes en la Septimania. Se le supone
muerto en combate en 720.
Argimundo. Duque y cubiculario de palacio, conspiró para asesinar
al rey Recaredo en 590. Fue azotado, decalvado, mutilado y
humillado públicamente.
Ariarico. Primer juez conocido de los tervingios en 320-340, padre
de Aorico, firmó el primer tratado (foedus) de los visigodos
con el Imperio romano.
Asterio (o Asturio o Astirio). General romano en Hispania (419-
421), combatió, aliado a los visigodos, contra los vándalos y
contra el usurpador Máximo.
Atalo, Prisco. Senador romano, emperador «alternativo» impuesto
por los visigodos en dos ocasiones: 409 y 416. Castigado por
Roma, terminó exiliado.
Atanagildo. Rey de los visigodos entre 551 y 567, en guerra civil
con Agila entre 551 y 555. Instaló la capital del Reino
definitivamente en Toledo.
Atanarico (318-381). Juez y líder de los tervingios, trató de alejarse
de la influencia romana y cristiana. Derrotado por los hunos en
376.
Ataulfo. Rey de los visigodos entre 410 y 415. Cuñado, primo y
sucesor de Alarico I. Primer rey godo en tierra española. Puso
capital en Barcelona y casó con Gala Placidia, hermana del
emperador. Murió asesinado por un clan rival.
Athaloc. Obispo arriano de Narbona. Alentó una conjura contra el
rey Recaredo en 589, junto a los nobles Granista y Wildigerno.
Fue desterrado.
Atila (395-453), rey de los hunos desde 434 hasta su muerte.
Combatió contra los ejércitos de Roma y los visigodos, que le
frenaron en los Campos Cataláunicos. En la batalla murió el
rey visigodo Teodorico I.
Audofleda. Princesa franca, hermana de Clodoveo I. Fue esposa
desde 493 de Teodorico el Grande, rey ostrogodo de Italia y
hegemónico en España. Madre de Amalasunta, murió
envenenada.
Avito, Eparquio (385-456). Senador galorromano y magister
militum. Embajador ante la corte visigoda de Teodorico II, este
le promovió como emperador en 455.
Baddo. Reina visigoda, amante primero y esposa después del rey
Recaredo (hacia 589). Es la única mujer que dejó su firma en
un Concilio: el III de Toledo.
Balamber. Rey de los hunos en 375, invadió las tierras que
ocupaban ostrogodos y visigodos en Ucrania y Moldavia.
Baltos (también escrito Baltingos). Uno de los grandes linajes
regios de los godos, dominante entre los visigodos o tervingios.
Su último descendiente fue Amalarico.
Berig (c. 65-112). Rey legendario de los godos que dirigió la
primera migración desde Escandinavia hasta la cuenca del
Vístula, en la actual Polonia.
Bonifacio. General y político romano, gobernador de África.
Enemigo de Aecio, llamó en su ayuda a los vándalos de
Genserico, que terminaron apoderándose del territorio (año 430
aprox.). Murió tras la batalla de Rímini en 432.
Braulio de Zaragoza, san (c. 590-651). Religioso y escritor
visigodo, obispo de Zaragoza y colaborador de Chindasvinto,
estudioso de la vida de San Millán y primer redactor del
Código de Recesvinto.
Brunegilda (543-613). Princesa visigoda, hija de Atanagildo y
Gosuinda. Reina de los francos en Austrasia y Borgoña,
protagonizó una larga y cruel guerra con otra mujer: la franca
Fredegunda, reina de Neustria. Ya anciana, murió torturada y
descuartizada.
Búlgar. Noble visigodo, duque de la Septimania con Recaredo y
Liuva II, represaliado por Witerico hacia 610. Fue rehabilitado
por Gundemaro.
Carriarico. Rey de los suevos entre 550 y 559, fue el primer
monarca de este pueblo que se convirtió al catolicismo.
Cixilo. Princesa y reina visigoda. Hija de Ervigio, fue dada en
matrimonio a Egica, que la repudió poco después de subir al
trono (687). Fue rehabilitada cuando cambiaron las
circunstancias políticas.
Claudio, duque. Gran general visigodo, dux de la Lusitania, tal vez
de origen hispanorromano. Derrotó a los francos en Septimania
(589). Cometió el error de confiar en Witerico, que le traicionó.
Clodoveo I. Rey de los francos entre 481 y 511. Apoyado por la
Iglesia y el Imperio romano, atacó a los visigodos del Reino de
Tolosa y los derrotó en Vouillé (507), matando a su rey Alarico
II y provocando la retirada del pueblo godo hacia España.
Constancio, Flavio. General, magister militum y finalmente
emperador de Occidente (421). Enemigo acérrimo de los
visigodos, sin embargo aceptó el pacto del que nació el Reino
de Tolosa. Desposó a Gala Placidia.
Constantino el Grande (272-337), emperador de Roma desde 306.
Firmó con Ariarico en 332 el primer pacto que introdujo a los
godos en la política romana.
Chindasvinto (563-653). Rey visigodo desde 642 hasta su muerte.
Llegó al trono ya anciano tras una larga vida de conspiraciones.
Militarizó la administración y ejecutó una profunda purga entre
la nobleza. Inició el Código que promulgaría su hijo
Recesvinto.
Chintila. Rey visigodo entre 636 y 639. Obsesionado con proteger a
la corona contra eventuales rebeliones de la nobleza.
Egica. Rey visigodo entre 687 y 702. Cabeza de un clan nobiliario
contrario al de Ervigio, su predecesor. Bajo su reinado se
produjo la peste de 693.
Elergio. Obispo de Tarrasa, apoyó al rey Witerico (603) y después
formó parte de la conjura que acabó con Witerico y elevó al
trono a Gundemaro (610).
Ervigio. Rey visigodo entre 680 y 687. Cabeza de un clan nobiliario
contrario al de Egica, su sucesor. Con él la corona queda
definitivamente en manos de la nobleza.
Estilicón (359-408). General romano de origen vándalo, hombre
fuerte del Imperio de Occidente desde 395. Frenó reiteradas
veces a los visigodos de Alarico.
Eurico. Rey de los visigodos entre 466 y 484, con sede en Tolosa.
Se independizó formalmente del Imperio romano. Gran
político, hizo publicar un Código que compila el derecho
visigodo.
Eutarico (480-522). Noble visigodo de España, Teodorico el
Grande le escogió como sucesor y le casó con su hija
Amalasunta. Su muerte prematura arruinó los proyectos de
Teodorico.
Evervulfo. Siervo del rey Ataulfo, asesinó a su señor en 415.
Farnobio. Caudillo greutungo, en 376 cruzó el Danubio con parte
de su pueblo huyendo de los hunos.
Favila. Duque visigodo. Según la tradición, fue hijo de
Chindasvinto y padre de Don Pelayo. El futuro rey Witiza le
mató hacia 695 en Tuy, Galicia.
Félix, Flavio. General romano, magister militum en Italia entre 425
y 429. Tercero en discordia junto a Aecio y Bonifacio. Terminó
ejecutado por orden de Aecio.
Filimer. Caudillo godo (145-197 aprox.). Guio a su pueblo en su
segunda migración desde las tierras del Vístula hasta las
estepas de Ucrania.
Fredebaldo. Rey de los vándalos silingos que invadieron Hispania
en 409. Fue derrotado y capturado por el rey visigodo Walia en
417.
Fredegario (c. 600-660). Cronista franco. Su Cronicón aporta datos
esenciales sobre la historia de Europa entre 561 y 641.
Fredegunda (543-597). Dama franca de origen plebeyo, amante
primero y esposa después del rey Chilperico I de Neustria,
asesinó a la visigoda Galsuinda y mantuvo una larga y cruel
guerra con la también visigoda Brunegilda.
Fritigerno. Caudillo tervingio, cabeza del partido proromano junto
a Alavivo. Lideró a su pueblo en el cruce del Danubio en 376.
Derrotó al emperador Valente en la batalla de Adrianópolis
(378).
Froya. Noble visigodo, en 653 se levantó contra Chindasvinto y
Recesvinto y sitió Zaragoza. Derrotado por Recesvinto, fue
decapitado.
Gala Placidia (392-450). Hija del emperador Teodosio I. Rehén
primero y esposa después del rey visigodo Ataulfo, le dio un
hijo al que llamaron Teodosio a modo de reivindicación
imperial. Las muertes del pequeño Teodosio, primero, y de
Ataulfo después, frustraron el sueño de una Gothia romana.
Gala terminará siendo emperatriz consorte de Constancio III y
madre del emperador Valentiniano III.
Galsuinda (o Galswinta). Hija del rey Atanagildo y su esposa
Gosuinda, fue dada en matrimonio al rey franco Chilperico I de
Neustria en 565. Dos años después fue asesinada por orden de
Fredegunda, amante de Chilperico.
Geila. Noble visigodo, hermano del rey Suintila. Asociado al trono
en 625, traicionó a su hermano, apoyó la conspiración de
Sisenando y después se levantó contra este a su vez.
Genserico (c. 390-477). Rey de los vándalos y los alanos desde 428,
fundador del Reino vándalo de África.
Gépidos. Tribu germánica. Según Jordanes, uno de los tres grupos
en los que se dividieron los godos tras su primera migración,
además de los tervingios (visigodos) y greutungos
(ostrogodos).
Gesaleico. Rey visigodo entre 507 y 511. Hijo bastardo de Alarico
II, tomó la corona tras la muerte de este en la batalla de Vouillé
y encabezó la retirada masiva de su pueblo a Hispania.
Gomoario. General de origen godo al servicio de Roma en la
década de 360. Combatió a los tervingios para el emperador
Valente.
Gosuinda (Goswintha). Reina visigoda, mujer de enorme
influencia, esposa sucesivamente de los reyes Atanagildo (545-
567) y Leovigildo (567-586). Madre de las princesas Galsuinda
y Brunegilda.
Gregorio de Tours (538-594). Obispo de Tours, autor de la Historia
de los francos.
Greutungos. Tribu germánica. Generalmente identificada con los
ostrogodos. Es uno de los tres grupos en los que se dividieron
los godos según Jordanes, con los gépidos y los tervingios (o
visigodos).
Gundemaro. Rey visigodo entre 610 y 612. Llegó al trono tras
asesinar a su predecesor Witerico.
Gunderico (379-428). Rey de los vándalos desde 407 y, además, de
los alanos desde 409, dirigió a su pueblo durante la invasión de
Hispania.
Hermanarico. Rey greutungo (ostrogodo) entre 340 y 375. Mandó
ajusticiar a su esposa Sunilda. Sucumbió ante la llegada de los
hunos.
Hermenegildo (564-585). Hijo de Leovigildo y hermano de
Recaredo. Tras convertirse al catolicismo romano, se sublevó
contra su padre. Fue derrotado y ajusticiado. Casó con la
princesa franca Ingunda.
Hermerico. Rey de los suevos entre 406 y 438, dirigió a su pueblo
durante la invasión de Hispania y creó el Reino suevo de
Galicia, que perduraría hasta 585.
Hidacio (400-469). Obispo de Aquae Flaviae (Chaves, Portugal) e
historiador, es una de las principales fuentes sobre las
invasiones bárbaras de Hispania.
Honoria (419-h. 457). Augusta romana, hija del emperador
Constancio III y de Gala Placidia, escribió a Atila
proponiéndole matrimonio.
Honorio (384-423). Emperador romano de Occidente desde 395
hasta su muerte. Bajo su reinado los visigodos de Alarico
saquearon Roma en 410.
Hunerico. Rey de vándalos y alanos entre 477 y 484, hizo mutilar a
su primera esposa, una princesa visigoda hija del rey Teodorico
I.
Ibbas (o Ibba). General ostrogodo de credo católico, al servicio de
Teodorico el Grande, derrotó a los francos en 508-509 y puso
en el trono visigodo a Amalarico (511).
Ildefonso de Toledo, san (607-667). Clérigo visigodo. Arzobispo
de Toledo desde 657 hasta su muerte. Figura eminente de la
religiosidad hispanogoda.
Ilderico. Noble visigodo, conde de Nimes, en 673 se levantó contra
el rey Wamba. Fue derrotado.
Ingunda. Princesa franca, hija de Sigeberto I de Austrasia y de la
visigoda Brunegilda, en 579 casó con Hermenegildo. Tras la
derrota de su marido, huyó a Bizancio. Murió durante la fuga,
en 584.
Isidoro de Sevilla, san (556-636). Clérigo hispanogodo, arzobispo
de Sevilla. Cumbre de la cultura europea de su tiempo, erudito
en diversas materias. Su obra es el mayor exponente de la
cultura en la España visigoda.
Iudila. Noble visigodo que tras la muerte de Suintila en 631 se
proclamó rey y gobernó en Granada y Mérida. Fue derrotado
en 633.
Juan de Biclaro (540-621 aprox.). Clérigo y cronista visigodo,
obispo católico de Gerona. Su Chronicon es la principal fuente
sobre el reinado de Leovigildo.
Julián, conde (Ilian, Urbano). Gobernador visigodo o bizantino de
Ceuta. En 711 facilitó el paso de los musulmanes a España.
Julián de Toledo, san (642-690). Clérigo, teólogo e historiador
hispanogodo, descendiente de judíos conversos. Arzobispo de
Toledo desde 679. Es la principal fuente sobre el reinado de
Wamba. Jugó un papel decisivo en la política de su tiempo.
Justiniano (482-565). Emperador romano de Oriente desde 527
hasta su muerte. Reconquistó buena parte de los territorios del
Imperio clásico y, entre otros, el sureste español frente a los
visigodos, donde creó la provincia de Spania.
Justino II (520-578). Emperador romano de Oriente desde 565,
perdió parte de la provincia de Spania a manos de Leovigildo.
Firmó la paz con los visigodos en 572.
Leandro de Sevilla, san (534-599). Clérigo hispanogodo, arzobispo
de Sevilla desde 578, hermano y mentor de San Isidoro. Uno de
los principales impulsores de la conversión del Reino visigodo
al catolicismo romano con Recaredo.
Leovigildo. Rey de los visigodos desde 568 hasta 572 con su
hermano Liuva, y en solitario desde esa fecha hasta su muerte
en 586. Auténtico fundador de la España visigoda
independiente de Roma, merced a la unificación territorial y el
comienzo de la unificación jurídica.
Liuva I. Rey de los visigodos entre 568 y 572, asoció a su hermano
Leovigildo al trono. Frenó las invasiones francas en la
Septimania.
Liuva II (583-603). Rey de los visigodos entre 601 y 603, hijo de
Recaredo y Baddo, fue derrocado y asesinado por Witerico.
Liuvigoto. Reina visigoda, esposa del rey Ervigio, a la muerte de
este fue forzada a ingresar en un convento por el nuevo rey,
Egica.
Lupicino. General romano derrotado por los tervingios en
Marcianópolis en 376.
Martín de Braga, san (o de Dumio). Clérigo hispano de origen
panonio, obispo de Dumio. Evangelizador de los suevos,
convirtió a estos al catolicismo en 560.
Masona. Clérigo hispanogodo. Arriano, se convirtió al catolicismo
en 579. Obispo de Mérida, presidió el III Concilio de Toledo.
Mayoriano. Emperador romano de Occidente entre 457 y 461.
Enemigo acérrimo de los visigodos de Teodorico II, terminó
pactando con ellos.
Máximo. Usurpador del trono imperial en Hispania (409-411).
Derrotado por las tropas de Roma con ayuda de los visigodos
de Walia.
Millán de la Cogolla, san (473-574). Religioso hispano, ermitaño
de gran fama, predijo la caída de Amaya en manos de
Leovigildo.
Miro. Rey de los suevos entre 570 y 583, se sometió al visigodo
Leovigildo.
Muza ibn Nusair (640-716). Gobernador musulmán de Ifriquiya
(norte de África), dirigió la invasión del Reino godo de Toledo
en 711.
Odoacro (433-493). Rey de los hérulos, en 476 derrocó al último
emperador de Occidente, Rómulo Augústulo, y se proclamó
rey de Italia. Será muerto a su vez por el ostrogodo Teodorico
el Grande.
Oppas. Noble visigodo, hijo del rey Egica y hermano del rey
Witiza, en 711 pactó con los musulmanes para hacerse con el
trono. Las crónicas asturianas posteriores le sitúan colaborando
con los musulmanes contra Pelayo en Covadonga.
Ostrogodos. Denominación romana de una de las grandes ramas del
pueblo godo («godos del este»), que corresponde grosso modo
con la tribu de los greutungos. Sometidos por los hunos, se
rebelaron tras la muerte de Atila y terminaron construyendo
con Teodorico el Grande un enorme Reino que controlaba
Italia, Hispania, el sur de la Galia e Iliria. Derrotados por
Bizancio, desaparecieron como pueblo hacia 561.
Paulo. General visigodo, dux de la Narbonense, traicionó al rey
Wamba en 673 y se sublevó en la Septimania. Fue derrotado y
humillado públicamente.
Pedro de Cantabria. Noble visigodo, dux en Cantabria, resistió en
Amaya a los musulmanes después de la invasión de 711 y,
derrotado, se refugió tras las montañas. Allí se aliará con
Pelayo. Un hijo de Pedro, Alfonso, se casará con Ermesinda,
hija de Pelayo. Será rey de Asturias como Alfonso I.
Pelayo. Noble visigodo, espatario del rey Rodrigo. La tradición le
hace hijo del dux Favila, enemistado con el clan del rey Witiza.
Tras la derrota de Guadalete en 711 se refugió en Asturias.
Sublevado contra los musulmanes en 718, derrotó al invasor en
Covadonga en 722. Creó en torno a Cangas de Onís un Reino
independiente que terminaría convirtiéndose en el Reino de
Asturias.
Procopio de Cesarea (500-560). Historiador bizantino. Una de las
principales fuentes para conocer el reinado de Justiniano.
Recaredo I (559-601). Rey de los visigodos desde 586. Protagonizó
la conversión del Reino de Toledo al catolicismo en 589, paso
decisivo en la unificación social y política de la España
visigoda.
Recaredo II. Rey de los visigodos en 621. Hijo del rey Sisebuto.
Reinó solo dos meses antes de morir en circunstancias
desconocidas.
Recesvinto (622-672). Rey de los visigodos desde 653 hasta su
muerte. Completó la unificación del Reino en el aspecto
jurídico con el Liber Iudiciorum.
Remismundo. Rey de los suevos de Galicia entre 459 y 469.
Casado con una visigoda, fue «hijo de armas» del rey godo
Teodorico II.
Requiario. Rey de los suevos entre 448 y 456. Inicialmente aliado
de los visigodos, terminó enfrentado con estos. Teodorico II le
derrotó en el río Órbigo.
Requila. Rey de los suevos entre 438 y 448, padre de Requiario.
Aliado de los visigodos, casó con Alipia, hija del rey Walia.
Llevó al Reino Suevo a su máxima extensión, hasta conquistar
Sevilla y Mérida.
Ricimero (405-472). General y político romano, hijo del rey suevo
Requila y de la visigoda Alipia, hija de Walia. Comandante
militar del Imperio de Occidente, nombró y derrocó hasta a
cinco emperadores.
Rodrigo. Rey visigodo entre 710 y 711. Hijo de Teodofredo y nieto
de Chindasvinto, fue dux de la Bética antes de ser elegido rey
por una facción de la nobleza. Tuvo que hacer frente al menos
a dos rebeliones internas. Derrotado por los musulmanes en la
batalla de Guadalete en 711.
Rómulo Augústulo. Último emperador romano de Occidente,
derrocado por el hérulo Odoacro en 476. Murió exiliado.
Rosomones. Uno de los más nobles linajes godos, como los baltos y
los amalos. Probables instigadores del asesinato de Ataulfo.
Rosomones eran el general Saro y el rey Sigerico. Este apenas
duró siete días en el trono (415).
Sáfrax. Jefe militar ostrogodo de origen alano. Desde 376 luchó
junto a los visigodos contra hunos y romanos.
Saro (o Sarus). General godo de linaje rosomón al servicio del
Imperio romano. Derrotado y muerto por los visigodos de
Ataulfo en 411.
Sigerico. Rey visigodo en 415. De linaje rosomón, instigó el
asesinato de Ataulfo. Fue asesinado por los partidarios de este
apenas siete días después.
Sisberto (verdugo). Decapitó a Hermenegildo el 13 de abril de 585.
Fue ejecutado a su vez por Recaredo, hermano del anterior, dos
años después.
Sisberto de Toledo (obispo). Titular de Toledo en 692, conspiró
contra el rey Egica y ungió como nuevo monarca a Suniefredo.
Fue excomulgado y desterrado.
Sisebuto. Rey de los visigodos entre 612 y 621. Reformador
político y eficaz jefe militar. Hombre de gran cultura, fue
también el primer rey que extremó las medidas contra los
judíos.
Sisenando. Rey de los visigodos entre 631 y 636. Dux en la
Septimania, dirigió con ayuda franca el golpe de Estado
oligárquico que derrocó al rey Suintila.
Suintila. Rey de los visigodos entre 621 y 631, expulsó a los
bizantinos del sureste peninsular y trató de afianzar el poder
público de la Corona frente a la nobleza y la Iglesia.
Suniefredo. Noble visigodo, con el respaldo del obispo Sisberto de
Toledo se levantó contra el rey Egica en 692-693. Derrotado, se
desconoce su destino.
Sunilda. Esposa del rey ostrogodo Hermanarico. Acusada de
infidelidad, fue condenada a morir descuartizada (hacia 360).
Sunna. Obispo arriano de Mérida, conspiró contra Recaredo. Murió
exiliado en el norte de África.
Tarik ibn Ziyad. General berebere. Subalterno de Muza, en 711
dirigió a las tropas musulmanas que invadieron España.
Teodofredo. Noble visigodo, hijo del rey Chindasvinto. Hacia 698
se levantó contra el rey Egica y en represalia fue cegado. Padre
de Don Rodrigo.
Teodorico I. Rey de los visigodos entre 418 y 451. Verdadero
fundador del Reino godo de Tolosa. Venció a Atila en los
Campos Cataláunicos. Murió en la batalla.
Teodorico II. Rey de los visigodos entre 453 y 466. Hijo de
Teodorico I. Llegó al poder tras asesinar a su hermano
Turismundo. Estuvo en condiciones de nombrar a un
emperador romano: Avito. Murió asesinado a su vez por su
hermano Eurico.
Teodorico el Grande (el Ostrogodo, el Amalo), (454-526). Rey de
los ostrogodos desde 474, llegó a gobernar sobre Italia, España,
parte de la Galia e Iliria.
Teodosio (347-395). Emperador romano desde 379, de origen
hispano. Fue el último en gobernar sobre todo el territorio
imperial en Oriente y Occidente. En 382 impuso a los godos un
tratado de paz.
Tervingios. Una de las divisiones tribales de los godos, con los
greutungos y los gépidos. De los tervingios saldrán los después
conocidos como visigodos.
Teudis. Rey de los visigodos desde 531 hasta su muerte en 538.
General ostrogodo al servicio de Teodorico el Grande, veló por
el trono visigodo de Amalarico hasta la muerte de este y
después le sucedió. Murió asesinado.
Teudisclo (o Teudiselo). Rey de los visigodos entre 548 y 549.
General de origen ostrogodo, en 541 había derrotado a los
francos. Murió asesinado.
Tulga. Rey visigodo entre 639 y 642. Hijo de Chintila. Fue
derrocado por Chindasvinto.
Turismundo. Rey visigodo entre 451 y 453. Recogió la corona tras
la muerte de Teodorico I en los Campos Cataláunicos. Murió
asesinado por su hermano Teodorico II, por instigación del
romano Aecio.
Uldila. Obispo de Toledo, arriano que había fingido su conversión
al catolicismo. En 589 se conjuró contra Recaredo. Murió
desterrado en el norte de Africa.
Ulfilas (311-383). Obispo y traductor godo de origen capadocio.
Tradujo la Biblia al gótico hacia 350. Principal evangelizador
del pueblo tervingio.
Valente (328-378). Emperador romano desde 364. Pactó con los
godos la entrada de estos en tierras del Imperio. Murió en la
batalla de Adrianópolis a manos de los godos, precisamente.
Visigodos. Una de las divisiones del pueblo godo. Generalmente se
acepta que es la forma romana de denominar a los tervingios
como «godos del oeste». Tras el saqueo de Roma, crearon
reinos sucesivamente en Tolosa, Francia, y en Toledo, España.
Progresivamente fusionados con el elemento autóctono
hispano, terminaron desapareciendo como pueblo con la
invasión musulmana de 711.
Vitimiro. Rey de los greutungos entre 375 y 376, sucesor de
Hermanarico.
Walia. Rey visigodo entre 415 y 418. Pactó con los romanos y
derrotó a los bárbaros que habían invadido Hispania. Recibió a
cambio tierras en la Galia de las que nacería el Reino godo de
Tolosa.
Wamba (600-688). Rey de los visigodos entre 672 y 680. Último
gran monarca del Reino de Toledo, reforzó el poder de la
Corona frente a los nobles. Fue destronado por una conjura.
Murió recluido en un convento.
Witerico. Rey visigodo entre 603 y 610. Conspirador nato, traicionó
a Liuva II, le derrocó y le hizo ejecutar. Murió asesinado por
una conjura nobiliaria.
Witiza. Rey visigodo de Toledo. Asociado al trono por su padre,
Egica, en 694. Reinó en solitario desde 702 hasta 710. Su
reinado se vio sacudido por crisis de todo género. Murió muy
joven, en circunstancias desconocidas.
Zenón. Emperador de Oriente entre 474 y 491. Guerrero isauro de
verdadero nombre Tarasis Kodisagios Rusombladadiotes.
Presionado en su suelo por los ostrogodos de Teodorico el
Grande, se libró de ellos invitándoles a invadir Italia.
Zielvar (o Tjalve). Fundador legendario de la estirpe goda.
Descubrió la isla de Gotland desde Escandinavia. De allí habría
arrancado la primera migración según la Gutasaga.
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VELÁZQUEZ SORIANO, Isabel, Las pizarras visigodas, Universidad de
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JOSÉ JAVIER ESPARZA (Valencia, 1963), periodista y escritor,
actualmente es director del diario La Gaceta y colabora en varios
programas de Intereconomía Televisión. Ha sido director del programa
cultural La estrella polar en la cadena COPE, crítico de televisión en el
grupo Vocento y copresentador del Telediario de Intereconomía.
Especializado en la divulgación histórica, ha publicado entre otras obras:
Guía políticamente incorrecta de la civilización occidental, España épica,
La gesta española, El terror rojo en España, Los ocho pecados capitales
del arte contemporáneo, El libro negro de Carrillo, las novelas El dolor y
La muerte, que forman parte de la trilogía El final de los tiempos, y, con
gran éxito en La Esfera, La gran aventura del Reino de Asturias y Moros y
cristianos, de los que ha vendido más de 50 000 ejemplares. También ha
escrito la novela histórica El caballero del jabalí blanco.

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