Comentarios Sobre Los Visigodos de Esparza
Comentarios Sobre Los Visigodos de Esparza
Comentarios Sobre Los Visigodos de Esparza
Lo
mantuvieron vivo hasta que la peste, el hambre y la guerra lo destruyeron.
No eran bárbaros ni atrasados. Sabían que la Tierra era redonda, conocían la
razón de los eclipses, no ignoraban la obra de Aristóteles y eran capaces de
hacer ciudades como la misteriosa Recópolis. Partieron del mismo sitio
donde mil años después aparecerían los vikingos y, en su asombroso
periplo, recorrieron media Europa. Fueron enemigos, aliados y herederos de
Roma. Cabalgando sobre sus caballos pasó España de la Antigüedad a la
Edad Media.
José Javier Esparza cuenta, con extraordinaria erudición y una épica
inconmensurable, la historia de los visigodos como nunca antes te la habían
contado: la aventura fascinante de un pueblo que forma parte de nuestra
memoria colectiva.
Ellos fueron la primera España.
José Javier Esparza
Visigodos
La verdadera historia de la primera España
ePub r1.0
Karras 31.01.2019
Título original: Visigodos
José Javier Esparza, 2018
Traducción: Javier Alonso
Érase una vez un caudillo tribal llamado Berig que abandonó sus tierras
escandinavas con un tercio de su pueblo. Marcharon porque no había
comida para todos. Marcharon y siguieron marchando. Así comenzó la
aventura de los godos según la tradición legendaria recogida por Jordanes.
Medio milenio después, aquel pueblo fundaba un Reino en una tierra
llamada Hispania.
Fueron los visigodos, en efecto, los que por primera vez crearon un
Estado en España. Fue entre los siglos VI y VIII. Lo mantuvieron vivo hasta
que la peste, el hambre y la guerra lo destruyeron. No eran bárbaros ni
atrasados. Sus élites culturales sabían que la Tierra era redonda, conocían la
razón de los eclipses, no ignoraban la obra de Aristóteles, estaban mucho
más alfabetizados que sus coetáneos de Francia o Alemania y eran capaces
de hacer ciudades como la misteriosa Recópolis, cuyos materiales estudia
hoy la Universidad de Harvard por la asombrosa dureza de sus argamasas.
¿No es suficiente para mirarlos con interés?
Los godos habían partido a comienzos de nuestra era,
aproximadamente, desde el mismo lugar donde mucho después aparecerían
los vikingos. En su asombroso periplo recorrieron media Europa. A lo largo
de su carrera fueron construyéndose como pueblo, incorporando elementos
ajenos y subrayando a la vez su identidad singular. Fueron enemigos de
Roma, fueron aliados de Roma y fueron herederos de Roma. Galopando
sobre sus caballos pasó España de la Antigüedad a la Edad Media. Este
libro quiere contar la aventura fascinante de un pueblo que forma parte de
nuestra memoria colectiva. Porque ellos fueron la primera España.
Es verdad que hablar de los visigodos, en España, es un ejercicio que
despierta extrañas reacciones. Para algunos sigue siendo un oscuro mundo
vinculado a la cansina lista de unos reyes con nombres extravagantes. A
otros solo les evoca la sanguinaria estampa de unos tipos que se apuñalaban
sin descanso entre sí. Hay quien los considera una mera anécdota en la
historia de un suelo al que todavía no se puede llamar «España». E incluso
existen eruditos que, tomando los rábanos por las hojas y atando las moscas
por el rabo, culpan a los visigodos, a sus insuficiencias y sus pecados, de los
males posteriores de España. Eso por no hablar de los que, simplemente,
ignoran su existencia. Si verdad que, en los últimos años ha habido alguna
rehabilitación de los visigodos tanto en el interés popular como en los
trabajos científicos. Después de los estudios magistrales de García Moreno
y de las investigaciones de Lauro Olmo sobre Recópolis o de Isabel
Velázquez sobre las pizarras visigóticas, por citar solo a estas tres cumbres
(y que nos perdonen todas las demás), nadie puede negar que el mundo de
los visigodos nos ha hecho regalos fascinantes y que aún hay muchos
tesoros por descubrir que llevan escrito su nombre. Y sin embargo…
Sin embargo, en el contexto cultural español siguen pesando gruesas
losas que impiden acercarse a los visigodos con la naturalidad de quien
contemplara la foto de un lejanísimo abuelo (que no otra cosa son). Parte
importante de esa plúmbea mochila la llenó un día José Ortega y Gasset, el
gran pensador español del siglo XX, y seguramente no sabía el bueno de don
José hasta qué punto su frivolidad iba a marcar a las generaciones
siguientes. Porque fue Ortega el que, en su España invertebrada, y tratando
de explicar la ausencia en nuestro país de fuertes minorías rectoras, dio en
pensar que la clave de todo estaba en nuestro «blando» feudalismo, y que la
culpa era de los visigodos. ¿Por qué? Porque eran unos flojos. Así escribía
Ortega: «Eran, pues, los visigodos germanos alcoholizados de romanismo,
un pueblo decadente que venía dando tumbos por el espacio y por el tiempo
cuando llega a España, último rincón de Europa, donde encuentra algún
reposo. […] El visigodo era el pueblo más viejo de Germania; había
convivido con el Imperio romano en su hora más corrupta; había recibido
su influjo más directo y envolvente. Por lo mismo era el más civilizado, esto
es, el más reformado, deformado y anquilosado».
Campo de batalla sobre el río Guadalete, año 711. El ejército del rey
visigodo Rodrigo se enfrenta a los musulmanes de Tarik, que acaban de
invadir España. No son buenos tiempos para el Reino godo de Toledo.
Desde diez años atrás, la peste, el hambre y la muerte se han enseñoreado
del país. A esas calamidades se ha sumado una crisis política profundísima:
el año anterior a la muerte del rey Witiza, dos bandos se han enfrentado por
el poder. El bando de Rodrigo se ha impuesto sobre el de su rival, Agila. La
feroz oposición ha dejado muchas heridas abiertas. Ahora, ante la invasión
extranjera, todos parecen unidos en una misma tarea. Sin embargo, pronto
las cosas darán un giro inesperado.
Todo era una trampa, sí. En plena batalla, las huestes partidarias de
Agila abandonan el ejército de Rodrigo. La maniobra queda al descubierto:
es el partido de Agila el que ha facilitado la entrada de las tropas
musulmanas para acabar con Rodrigo y conquistar el poder. El caos en el
campo de batalla es descomunal: los de Rodrigo combaten contra los
musulmanes y contra los de Agila, los musulmanes atacan a todos
indistintamente y los de Agila intentan acabar con los de Rodrigo a la vez
que se esfuerzan por evitar el ataque de sus aliados musulmanes. A las
pocas horas, toda la orilla del Guadalete es un campo de muerte: la mayor
parte de la nobleza guerrera visigoda de ambos bandos, y Rodrigo incluido,
se ha dejado la vida en el combate. El reino se queda sin espadas.
Los escasos supervivientes intentan buscar refugio en Córdoba, en
Sevilla, en Mérida, en Toledo… Pero su número es tan reducido, y el orden
político godo ha quedado tan malparado, que nadie será capaz de reunir un
nuevo ejército. Los musulmanes, por el contrario, tienen reservas: ante el
evidente hundimiento del poder godo, el general Tarik pide al gobernador
Muza un nuevo ejército. Este tardará pocos meses en llegar. Encontrará un
país enteramente a sus pies, sin más oposición que la que las viejas
aristocracias terratenientes puedan plantear desde sus ciudades amuralladas.
El Reino visigodo de Toledo, aún más, el pueblo visigodo como tal, quedan
borrados de un solo golpe. Se ponía fin así a una larga historia de siete
siglos. Y tal vez en aquel momento, quizás en la agonía sobre el campo de
Guadalete, alguno de aquellos visigodos pudo recordar las viejas historias
sobre su remoto origen; las viejas historias que contaban cómo los
visigodos aparecieron en la historia, tantos siglos atrás, en una tierra tan
lejos del campo ardiente de Guadalete.
«Las dunas glaciales del Septentrión cabe los reinos de los escitas». Así
describe Isidoro de Sevilla el solar originario de los godos. Viajemos
setecientos años atrás. Siglo I d. C. La península de Escandinavia se ha
convertido en algo parecido a una centrifugadora de pueblos. La gente se va
de allí. No por el frío o el hambre, sino más bien por todo lo contrario.
Europa conoce un periodo excepcionalmente cálido. Tan cálido que, según
nos cuentan las fuentes antiguas, el cultivo de la vid se había extendido por
las tierras que hoy conocemos como Inglaterra y Alemania, y en la Britania
romana producían vino en abundancia, tanto que no era preciso importarlo.
En geografía, la línea de cultivo de la vid y del olivo separa
convencionalmente las tierras cálidas de las frías. Podemos imaginar pues
cómo sería de benigno el clima cuando estas líneas estaban tan al norte.
Ahora bien, la bonanza significa también superpoblación, porque la gente
tiene más posibilidades de supervivencia. Tantas que la tierra, por feraz que
sea, no da para todos. El hambre, el frío y la enfermedad han sido siempre
inclementes reguladores demográficos. Pero si el frío remite, si el hambre
se reduce y si, en consecuencia, la enfermedad mengua, entonces la
población se multiplica. Para llenar tantas bocas hacen falta mucha tierra y
métodos de cultivo avanzados. Y si no hay ni una cosa ni otra, ¿qué opción
queda? Es preciso que algunos marchen. Así muchos salieron de una
Escandinavia que parecía vivir en perpetua primavera.
Todos estos pueblos protagonizarán después las grandes conmociones
de la historia de Europa. Los rugios son un grupo escandinavo que procede
de Rogaland, al sur de Noruega. Salen de allí y se instalan en una isla del
Báltico a la que dan su nombre: Rügen. Pronto los veremos en las costas de
lo que hoy es Polonia. Siglos después se disolverán —literalmente— en
Italia. Otro grupo, que recibirá el nombre de vándalos, sale de Vendel, en el
Uppland sueco, frente a las costas finesas; se sigue su rastro en el Vendyssel
danés antes de encontrarlos en el curso alto del Vístula, donde los sitúa
Plinio el Viejo a comienzos de la era cristiana, y terminarán en España y en
África. De la isla danesa de Bornholm, antiguamente conocida como
Burgundarholmr, en el extremo sur de Suecia, sale otro pueblo: los
burgundios, que saltan al continente y se internarán hasta ocupar tierras en
el curso medio del Oder, entre las actuales Polonia y Alemania. Terminarán
dando nombre a Borgoña. Y como ellos, muchos más.
De Wielbark a Cherniajov
El caos romano
¿Con Roma o contra Roma? Esa era la gran brecha que rompía al
mundo godo. Pero entonces ocurrió algo que iba a cambiar radicalmente las
cosas: llegaron los hunos. Era el año 375. Y todo se vino abajo de un solo
golpe.
Volvamos al tratado de Atanarico con Valente. Por los términos del
pacto, da la impresión de que el objetivo del jefe tervingio era aislarse de
Roma, encerrarse en su mundo godo, siguiendo la política de su predecesor,
Aorico, con su campaña contra los cristianos. Sin duda era una posición
muy extendida entre la élite tervingia del momento. Consta que la
persecución contra los cristianos se intensificó hasta el extremo. Corría 372.
Ahora bien, la de Atanarico y su partido no era la única voz en presencia.
Había otros que estaban en la posición contraria y no tardaron en hacerse
oír. Nombres: Alavivo y Fritigerno. Este último se señaló en la oposición a
Atanarico. Para ganarse al emperador Valente, no dudó en convertirse al
cristianismo (arriano). Desde entonces Valente contó con un alfil en el
tablero godo. Hay que suponer que la división de la comunidad tervingia
entre los partidos de Atanarico y Fritigerno se prolongaría en los años
siguientes. Y cuando llegaron los hunos, estalló de manera dramática.
Apisonadora de pueblos
¿Roma hospitalaria?
El paso del río fue un martirio: una fuga desesperada donde quedaron
atrás ancianos y desvalidos. Los godos que llegaron a la orilla fueron los
que podían valerse por sí mismos. Pero valerse solo hasta cierto punto,
porque la guarnición de Durostorum se cuidó mucho de procurar que los
godos pasaran desarmados: todo el mundo tuvo que entregar sus lanzas,
hachas y espadas. Para una cultura tribal y guerrera como la goda, debió de
ser una auténtica humillación: familias rotas y armas confiscadas. ¿Había
alguna diferencia entre eso y una simple rendición? Sí, claro: el emperador
había prometido tierras y grano, lo cual cambiaba las cosas; era un buen
precio que se añadía al nada desdeñable aliciente de salvar la vida. Pero
aquí es donde Roma faltó a su palabra.
No había tierras por ningún lado. Solo un inmenso campo inculto. Los
godos quedaron retenidos en lo que bien podríamos llamar un campo de
concentración celosamente custodiado por soldados. Tampoco había grano:
los víveres que se guardaban en Durostorum apenas llegaban para atender
las necesidades de la guarnición, de manera que los visitantes se quedaron
literalmente sin nada que llevarse a la boca. No es difícil imaginar el grado
de desesperación que debió de adueñarse de los godos: habían llegado allí
para ser colonos en un pacto con el emperador, pero en realidad eran
cautivos sin pan ni tierra. Enseguida llegó el hambre. Y con el hambre, el
infierno.
Los soldados de la guarnición de Durostorum desplegaron toda la
crueldad de la que fueron capaces. Hay que suponer que, para muchos de
ellos, había llegado el momento de vengarse de aquellos salvajes que tanto
habían castigado la frontera, y no desperdiciaron la oportunidad. Así que los
romanos propusieron a los godos un abominable trato: «¿Queréis comer? —
dijeron—. No tenemos nada, pero podemos negociar: vendednos a vuestros
hijos y mujeres, y os daremos carne; carne de perro, que es lo único que hay
por aquí». Un niño por un perro. Hubo quien vendió a sus hijos, en efecto, a
cambio de un poco de carne de perro: era la única manera de salvar no solo
la propia vida, sino también la de los pequeños, aunque fuera como
esclavos. Ahora bien, la transacción no fue pacífica. Hubo mucho dolor.
Hubo mucho sufrimiento. Nació también mucho rencor. Y a Fritigerno, que
había encabezado la migración, se le planteó un problema de primera
magnitud: qué hacer ahora para no quedar ante su propio pueblo como un
traidor.
Fritigerno y Alavivo volvieron a dirigirse a Valente. El emperador
estaba en aquel momento más preocupado por tapar el boquete que se le
había abierto en el este de su Imperio por la presión persa. ¿Qué respondió
Valente? Que si los godos no encontraban sustento en Durostorum, podían
ir a buscarlo a Marcianópolis, rica ciudad con abundantes mercados,
residencia de invierno del emperador y pivote estratégico de la frontera
oriental. Y allá que fueron Fritigerno y Alavivo, escoltados por el jefe
militar romano en la región, el general Lupicino. Marcianópolis es la actual
ciudad búlgara de Devnya, 150 kilómetros al sur de Durostorum (la actual
Silistra). Una marcha agotadora para los godos que allí acudieron en busca
de pan para su pueblo. Maltrechos como iban, muchos de ellos murieron
por el camino. ¿Y qué pasó en Marcianópolis? Que las cosas iban a ponerse
todavía peor.
Sin piedad
El desastre de Adrianópolis
DENTRO DE ROMA
Los godos se mantuvieron relativamente tranquilos mientras duró el
pacto con Teodosio. Al menos, los tervingios asentados en la Tracia, porque
otros godos se dedicaban a perpetrar saqueos en diferentes puntos del este
del Imperio y aún otros estaban ya sirviendo como soldados en las legiones
romanas. Al otro lado del Danubio, los ostrogodos (los greutungos) habían
quedado reducidos a siervos de los hunos. Precisamente la presión huna
había provocado que el desplazamiento de los pueblos germanos hacia el
territorio imperial se hiciera irreversible: francos, godos, vándalos o
burgundios, por ejemplo, formaban ya parte del paisaje imperial, unas veces
como soldados en las legiones, otras como aliados en la frontera y,
frecuencia, como piezas del complejo juego político romano, de tal modo
que una y otra vez veremos a unos germanos enfrentados contra otros bajo
los estandartes de distintas facciones imperiales.
Nuestros tervingios constituían un caso muy especial porque, después
del pacto con Teodosio, gozaban del privilegio de combatir para Roma
como una fuerza singular, con sus propios jefes, en contingentes
íntegramente godos, como nación reconocida por tal. Así ocurrió en la
célebre batalla del río Frígido (hoy territorio de Eslovenia), donde los
tervingios combatieron para Teodosio contra el usurpador Eugenio. Era el
año 394. Por cierto: en esta batalla, el general de las tropas romanas de
Teodosio fue el vándalo Estilicón, y el jefe del ejército igualmente romano
de Eugenio era el franco Arbogastes. Decididamente, la suerte del Imperio
era ya inseparable del elemento germánico.
En aquella batalla del río Frígido brilló un joven guerrero del linaje de
los baltingos, Alarico, que tenía ideas propias sobre la relación de su pueblo
con Roma. Alarico había nacido en torno al año 370, de manera que le
había tocado vivir los durísimos años de la migración, el hambre y la guerra
contra Roma. Se hizo hombre luchando para Roma, pero dentro de la
singular autonomía tervingia. Hay que suponer que, como todo su pueblo,
guardaría las heridas de los años anteriores. Heridas antiguas a las que se
añadieron otras nuevas, porque los romanos, todo sea dicho, usaban a los
visigodos como carne de choque en sus batallas. En aquella del río Frígido,
el jefe militar de Teodosio, Estilicón, de origen vándalo, lanzó a los
visigodos a pecho descubierto contra el enemigo, con el resultado de que
perecieron la mitad de los tervingios hasta alcanzar el escalofriante número
de 10.000 bajas. ¿Qué general diezma a su propia fuerza de choque en el
primer compás de un combate? Siempre existirá la sospecha de que aquella
maniobra suicida tenía precisamente por objeto diezmar a los tervingios
para restarles fuerza frente a Roma. El jefe del contingente visigodo en el
río Frígido era Alarico, que debió de sacar las oportunas enseñanzas del
lance.
En esas condiciones, puede entenderse por qué cuando murió Teodosio,
en el año 395, los visigodos decidieron romper su pacto con Roma: si el
Imperio quería seguir contando con las armas tervingias, tendría que
mejorar el contrato. Además, había problemas políticos que vaticinaban un
paisaje extremadamente convulso: Teodosio, a su muerte, había vuelto a
dividir el Imperio entre sus dos hijos, Arcadio y Honorio. Al primero le
tocaba Oriente y al segundo Occidente. Con el agravante de que ambos
hermanos se odiaban a más no poder. Arcadio, que tendría unos diecisiete
años en el momento de heredar el Imperio oriental, carecía de la energía
suficiente para controlar el gobierno; el hombre fuerte de la situación era el
prefecto Rufino, de origen galo. Honorio, emperador de occidente, estaba
en situación aún más precaria: un niño de once años al frente de un inmenso
territorio cuya verdadera cabeza era el mencionado general Estilicón, hijo
de un vándalo y una romana, casado con una sobrina del difunto Teodosio y
nombrado por este tutor del pequeño Honorio. Retengamos todos estos
nombres, porque van a ser cruciales en los sucesos posteriores.
El reparto del imperio entre los inquietantes hermanos no habría dejado
de ser un problema ajeno para los godos de no mediar la enojosa
circunstancia de que nuestros tervingios aún no habían cobrado la cantidad
que Roma les adeudaba por la batalla del río Frigido. Cuando Tedosio
murió, Arcadio y Honorio se quitaron el problema de encima con el efugio
de que aquella deuda había sido contraída por su padre, no por ellos, y en
nombre de un Imperio que ya no era el mismo, porque ahora volvía a haber
dos emperadores. En tal tesitura, los visigodos decidieron tirar por la calle
de en medio: además de romper el pacto con Roma, eligieron a su propio
rey. ¿Quién? El mencionado Alarico. Que, ciertamente, no era hombre dado
al diálogo y la concertación. Y así volvió a empezar todo.
Es muy significativo que Alarico fuera elegido precisamente rey, cosa
que no era inédita entre los greutungos, pero sí insólita en los tervingios.
Hasta entonces los visigodos, ya lo hemos visto, elegían a un juez para los
asuntos políticos y de manera ocasional a un caudillo para las empresas
guerreras, pero no un rey con los atributos regulares de la monarquía.
Alarico I, sin embargo, fue elegido jefe político y militar por el viejo
procedimiento de la proclamación pública al estilo guerrero. He aquí que
este pueblo, que hasta ese momento parecía fragmentario por naturaleza,
concedía ahora a un hombre todo el poder. Y quizá no pueda decirse que
con Alarico comienza la monarquía visigoda, porque aquel rey no tenía
corte, ni capital ni territorio que pudiera considerar propio, pero, desde
luego, con él empieza el camino de los visigodos para convertirse en una
unidad política. Ese camino que terminaría en España.
¿Qué hizo Alarico? Atacar las ricas tierras de Tracia en una feroz
campaña de saqueo. Después de todo, no dejaba de ser una manera de
cobrarse lo adeudado. Por otro lado, los hunos estaban presionando de
nuevo en el Danubio, de manera que no había muchos más sitios donde ir.
Así que los tervingios cogen las armas y atraviesan a punta de lanza los
Balcanes hasta llegar a un paso de Atenas. Ciudades como Corinto, Argos y
Esparta caen bajo su empuje. Roma reacciona: Estilicón moviliza a su
ejército, el mismo que había combatido en el río Frígido, y lo lanza contra
Alarico. Ahora bien, ese ejército estaba compuesto por unidades tanto del
Occidente como del oriente del Imperio, y los nuevos jefes de Oriente,
Arcadio y su prefecto Rufino, temían más a Estilicón que a Alarico. ¿Qué
hizo Rufino? Reclamar para sí a todas las fuerzas de oriente que Estilicón
tenía bajo su mando, dejando a este sin la mitad de su ejército. La maniobra
da fe de hasta dónde llegaba la putrefacción del imperio. Resultado:
Estilicón se tuvo que marchar por donde había venido y Alarico llegó hasta
las puertas de Atenas. Si no pasó la ciudad a sangre y fuego fue porque los
atenienses, sabios, salieron a las puertas de la ciudad y colmaron a Alarico y
los suyos de toda clase de agasajos, regalos, baños y banquetes, de modo
que los tervingios no necesitaron desenvainar la espada para llevarse lo que
habían ido a buscar. A todo esto, mientras tanto, las tropas que habían
abandonado a Estilicón llegaban a Constantinopla y asesinaban a Rufino, al
parecer por mano de un mercenario godo llamado Gainas y probablemente
bajo instrucciones directas del eunuco Eutropio, que ambicionaba el puesto
del difunto Rufino. Este debió de morir pensando que siempre hay alguien
más malo que uno mismo.
El problema de Estilicón
Alarico encontró vía libre por todas partes: no había nadie para
detenerle. El emperador Arcadio, guiado por el eunuco Eutropio, optó por
una solución política con retranca: nombraría a Alarico magister militum, es
decir, el más alto jefe militar, y cedería territorios a los visigodos en Iliria,
la parte occidental de los Balcanes, que corresponde más o menos a la
actual Albania más partes de Croacia, Bosnia y Serbia. Eso significaba
tanto como institucionalizar la presencia visigoda en el imperio: una
novedad política fundamental. Ahora bien, la retranca consistía en que
aquella región de Iliria, no particularmente rica, se hallaba en perpetua
discordia con el Imperio de Occidente, de modo que, en la práctica, eso de
mandar a los tervingios a Iliria equivalía a traspasar el problema godo a
Honorio y Estilicón. Dicho de otro modo: Arcadio utilizó a los visigodos
para hacerle la guerra a su hermano Honorio.
Cuando decimos «Honorio» hay que decir en realidad «Estilicón»,
porque el emperador de occidente, con sus once años, apenas podía hacer
otra cosa que poner cara de niño muy serio. Estilicón era quien mandaba a
las tropas y, por expreso deseo del difunto emperador Teodosio, quien
guiaba como tutor al chiquillo. Más aún, Estilicón arregló que su hija
María, que aún no tenía catorce años, se casara con Honorio, de manera que
todo quedaba en casa. El matrimonio no llegó a consumarse y María murió
muy joven, en 407, pero entonces a Honorio lo casaron con la otra hija de
Estilicón, que se llamaba Termancia. Mucho poder en unas solas manos;
probablemente demasiado.
Hay que decir que Estilicón era un general de eficiencia asombrosa y
que tres veces frenó a Alarico: en Macedonia en 397, en Pollentia en 402,
en Verona en 403. Cada vez que los tervingios trataban de pasar al oeste,
hacia la mismísima Roma, allí estaba Estilicón, medio vándalo y medio
romano, con su ejército lleno de germanos, para pararles los pies: unas
veces con la espada y otras con tratados como el del año 407, que apaciguó
a Alarico a cambio de la muy respetable suma de 1.814 kilos de oro. Pero el
gran problema para Estilicón no estaba en los visigodos. Tampoco en los
vándalos y alanos a los que derrotó en Recia. Ni en la expedición ostrogoda
de Radagaiso que desmanteló en Fiésole (lance en el cual, por cierto,
Alarico echó una mano a Estilicón al abstenerse de participar en el
combate). Ni en los suevos a los que venció a orillas del Rin. Ni en los
rebeldes como el general de origen moro Gildo, sublevado y aniquilado en
África. El gran problema del victorioso general, que fue capaz de hacer
frente a todos esos desafíos, estaba a sus espaldas. Porque, mientras
Estilicón batallaba, en Roma se movían las lenguas de doble filo: que si
Estilicón ambiciona la púrpura imperial, que si él fue el verdadero autor del
asesinato de Rufino, que si en realidad es aliado secreto del godo Alarico,
que si ha abierto las puertas del Imperio a los bárbaros del Rin, que qué otra
cosa se puede esperar de un tipo mestizo de vándalo y romana y, además,
arriano… Todo el Imperio vivía en aquel momento bajo el impacto del
cruce masivo del Rin por millares de vándalos, suevos y alanos, que
aprovecharon los fríos del 31 de diciembre de 406 para atravesar el río
congelado y desparramarse por la Galia. Ser medio vándalo y mandar un
ejército lleno de germanos, como en el caso de Estilicón, no era algo que
proporcionara una excesiva popularidad. Ningún objetivo más fácil para la
venenosa crítica de la corte. Un veneno que los cortesanos de Honorio
instilaban con el evidente fin de apartar al joven emperador de su veterano
tutor.
La ocasión propicia para acabar con Estilicón llega en 408. En Oriente,
el emperador Arcadio muere sin haber cumplido los treinta años: su único
heredero es un niño de siete años, Teodosio II. Estilicón ve la oportunidad
de que Honorio recupere el oriente del Imperio y le propone una jugada
magistral: apoyarse en los visigodos. ¿Cómo? En aquel momento se había
levantado en la Galia un usurpador llamado Constantino: Honorio —
propuso Estilicón— podría pagar a los godos de Alarico la suma adeudada,
aquellos 1.814 kilos de oro aún no cobrados, y utilizar a la gente de Alarico
para cortarle la cabeza al tal Constantino. Así quedaría despejado el paisaje
para que él, Estilicón, marchara a Constantinopla para hacerse cargo del
gobierno de oriente en nombre de Honorio hasta que el pequeño Teodosio II
se hiciera mayor. La maniobra tenía sentido. Pero no fue eso lo que pasó.
Honorio, contra la opinión de Estilicón, abandona Roma y se marcha a
Rávena, con la corte detrás (incluida la joven Termancia, hija de Estilicón y
esposa de Honorio). Una vez allí, todas las maledicencias acumuladas
contra Estilicón estallan. ¿Que el general quiere ir a Constantinopla para
poner la situación bajo el control de Honorio? No, no —dicen las malas
lenguas—: lo que Estilicón quiere es poner en el trono de oriente a su
propio hijo, Euquerio. Y en cuanto a los visigodos —acusan los cortesanos
—, ¿no es transparente que Estilicón ha pactado con ellos para entregarles
el Imperio de occidente? Así se condenó al bravo general.
La suerte está echada. Con la anuencia de Honorio, la guardia de la
corte de Rávena apresa a Estilicón. El joven emperador declara a su tutor y
suegro enemigo público de Roma. Es agosto de 408. Estilicón es acusado
formalmente de todos los males de Roma, degradado en público y
decapitado el 22 de agosto. Honorio, naturalmente, repudia a su esposa, la
niña Termancia, hija de Estilicón. Para dejar solo vacío tras de sí, el
emperador ordena a dos eunucos que vayan a buscar a Euquerio, el hijo de
Estilicón, y lo asesinen, cosa que hacen con fría eficacia. Y en un paso más
allá, los soldados de Roma, siguiendo las órdenes imperiales, entran a
cuchillo contra las familias de los bárbaros alistados en las legiones
perpetrando una brutal matanza. Así acabó la brillante carrera de Estilicón:
ahogada en sangre por su joven pupilo Honorio.
Lo que Honorio o sus cortesanos deberían haber previsto era que
semejante escabechina no podía quedar sin consecuencias. Nuestro amigo
Alarico, burlado una vez más por Roma, que le había birlado sus 1.814
kilos de oro, resolvía tomarse la justicia por su mano. Y los soldados
germanos cuyas familias habían sido asesinadas, así como las tropas fieles a
Estilicón, decidían que, como reza el Romancero, «más vale morir con
honra que no vivir deshonrado» y abandonaban en masa las filas hasta un
número de 30.000 guerreros. ¿A quién acudieron los ultrajados germanos?
Al tervingio Alarico, por supuesto, que veía así engrosado su ejército con
una aportación de la mayor calidad. Y el rey visigodo lo vio claro: había
llegado el momento de marchar sobre Roma.
SOBRE ROMA
Hay que añadir que Alarico, además, se sentía movido por una misión
que le empujaba como una fuerza irrefrenable. ¿Qué misión? Dar a su
pueblo una patria, según sus propias palabras. Y esa patria solo podía
conquistarse después de haber dominado la ciudad más poderosa del
mundo. Intraris in urbem, o sea, «Entrarás en la ciudad», le decían a
Alarico recurrentes voces que escuchaba en sueños. La ciudad era Roma, la
gran Roma con sus fuertes murallas y sus doce puertas, con sus basílicas y
con sus tesoros, la capital de la cristiandad y al mismo tiempo la capital del
Imperio. La capital del mundo.
Alarico condujo a su ejército hasta Roma en aquel mismo mes de
septiembre de 408, con el cadáver de Estilicón aún caliente. Lo que el rey
de los visigodos llevaba consigo era, propiamente hablando, un pueblo en
marcha donde, por cierto, los godos solo eran una parte. Porque iban, sí, las
tribus tervingias con sus familias en carros (hasta 200.000 personas, dicen
algunas fuentes), pero además estaban los soldados que habían abandonado
las filas romanas por el asesinato de Estilicón, las familias de estos que
habían logrado sobrevivir a la matanza y, no menos importante, millares de
campesinos itálicos hartos de la opresión de sus señores, ciudadanos
romanos fugados de las urbes, libertos sin otro lugar donde ir y, en fin, todo
un heteróclito mosaico formado por los innumerables fragmentos que el
Imperio iba rompiendo en su caída. De manera que los ataques de Alarico
sobre Roma tuvieron, además, un hondo significado social.
Ataques, sí, en plural, porque fueron varios. Alarico llegó a Roma antes
de que acabara el verano de 408 marchando aceleradamente por la vía
Flaminia. Una vez ante la capital, lo primero que hizo fue apoderarse del
puerto y bloquear el río Tíber dejando a Roma sin vías de avituallamiento,
porque la ciudad dependía de los abastos que venían desde el norte de
África, el auténtico granero del Imperio. ¿Qué hicieron los romanos?
Sacrificios. A los dioses paganos de la ciudad. ¿Con qué autorización? La
del papa Inocencio, por paradójico que pueda parecer. Y mientras tanto,
¿qué estaba haciendo el emperador Honorio? Nada: recluido en Rávena,
ciudad que consideraba segura por los densos pantanos que la rodean,
Honorio se va a entregar a una demencial política de represalias contra los
no católicos, ya sean paganos o ya cristianos herejes, ejecutando una
auténtica «limpieza doctrinal» en la corte. Como Roma había echado mano
de los sacrificios a los antiguos dioses, Honorio y sus cortesanos reprobaron
a la vieja capital y la abandonaron a su suerte. No habría socorro imperial
para la Ciudad Eterna.
¿Qué busca ahora Alarico? No atacar Roma. Todavía no. Lo que
Alarico quiere es que Honorio le reconozca como jefe militar y le conceda
poder personal y buenas tierras para su pueblo. Una patria, como ha
quedado dicho: una patria que solo puede nacer bajo la sombra de Roma.
Pero Honorio y sus cortesanos, ciegos a cuanto no sea su propio ombligo,
hacen oídos sordos a las peticiones de Alarico. Entonces los visigodos
aprietan el lazo sobre la ciudad. Ni un solo suministro entra en Roma.
Aparece el hambre y, con ella, las enfermedades. En una atmósfera de
locura, el senado de Roma ordena ejecutar a la esposa de Estilicón, Serena,
allí refugiada; entre quienes dan el visto bueno a la ejecución está una
hermana de Honorio, Gala Placidia, cuyo nombre debemos retener.
Finalmente los romanos ceden. Alarico exige un rescate. Roma ofrece
cuanto tiene: 5.000 libras de oro, 3.000 de plata, 4.000 túnicas de seda,
3.000 mantos de púrpura y 30.000 libras de la cotizadísima pimienta. «¿Qué
dejas a los habitantes de Roma?», preguntaron a Alarico los senadores de la
expoliada Roma. «Sus vidas», respondió el jefe tervingio. Alarico podría
haber añadido que dejaba también, como regalo, 300 jóvenes esclavos
entregados a los senadores de Roma en prenda de buen entendimiento.
Con Roma domada, Alarico se propone retomar las negociaciones con
Honorio. Esta vez el rey de los visigodos pide al emperador que le conceda
los territorios entre Carintia (el sur de la actual Austria), el Véneto y la
costa dálmata, es decir, el gozne entre los imperios de Oriente y de
Occidente. Asombrosamente, Honorio se niega. Alarico, paciente, presiona
entonces al senado de Roma para que elija a su propio emperador, alguien
que esté en condiciones de negociar con Honorio: el elegido es un tal Prisco
Atalo, senador y prefecto de la ciudad. Atalo nombra a Alarico jefe militar
del imperio, pero no logra ir más allá: todos sus intentos por acercarse a
Honorio resultan baldíos. Sobre todo a partir del momento en que los
gobernadores del Imperio en África deciden no enviar más alimentos a
Roma. Es el año 409 y el hambre vuelve a abatirse sobre la capital. ¿Caben
más contratiempos? Sí: Honorio, sinuoso, contrata mercenarios hunos y
germanos para que ataquen por sorpresa a los visigodos. Pero el cuñado de
Alarico, Ataulfo —otro nombre que debemos retener—, frustra la
intentona. Y esta vez el rey de los visigodos entiende que solo tiene una
salida: dar en Roma un escarmiento ejemplar.
El gran saqueo
Todo cuando acaeció en el último saqueo de Roma: todas las ruinas, las
matanzas, los saqueos, los incendios, las desolaciones fueron producidas por lo
que ocurre habitualmente en la guerra, pero lo que ocurrió como algo nuevo, es
decir, el que la crueldad bárbara, de manera inusitada, se mostrase tan mansa que
amplísimas basílicas fueron designadas para que acogieran a gente que salvar,
donde nadie fuera asesinado, nadie capturado, donde muchos pudieran ser
llevados por enemigos piadosos para ser liberados, donde nadie pudiera ser
tomado preso ni siquiera por enemigos crueles —no hay quien no vea que esto
ha de ser atribuido al nombre de Cristo.
EL SUEÑO DE ATAULFO
Tragedia en Barcelona
MARTILLO DE BÁRBAROS
Un hombre tranquilo
Nuestros bárbaros
UN HOGAR EN LA GALIA
En Rávena, mientras tanto, las cosas se ponían cada vez peor. Hay que
advertir de que aquí entramos en uno de esos periodos históricos en los que
hay tantas cosas pasando al mismo tiempo, y tantas fuentes distintas
contándolo, que no es fácil describir una línea nítida de acontecimientos,
pero vamos a tratar de dibujarlo de modo que resulte coherente. Honorio
había muerto sin descendencia y sin nombrar sucesor para el trono de
Occidente. El otro emperador romano, el de Oriente, Teodosio II (hijo de
Arcadio, sobrino por tanto de Honorio), dudaba sobre a quién nombrar. Así
que Flavio Castino, de regreso en la corte, impuso a su propio candidato:
Juan, el más notable funcionario del Imperio. Este Juan fue puesto al frente
porque controlaba no solo al Senado, sino también el aparato del Estado.
Seguramente Flavio Castino pensó que era la única manera de que no se
descosiera el Imperio de Occidente. Pero una cosa era lo que le convenía al
Imperio y otra muy distinta lo que le convenía a la familia imperial, que en
aquel momento tenía una cabeza visible muy clara: nuestra vieja amiga
Gala Placidia, viuda del difunto visigodo Ataulfo, hermana del difunto
Honorio, viuda después del difunto Constancio, tía del emperador Teodosio
II de Oriente y madre de un niño llamado Valentiniano. Y Gala quería el
trono para su hijo.
El frágil trono de Juan concita de inmediato la hostilidad de casi todo el
mundo. El emperador de oriente, Teodosio II, manda tropas. El comes
(conde, jefe político) de África, Bonifacio, recurre al habitual expediente de
suspender el envío de grano al norte. La facción de la corte partidaria de
Gala Placidia mueve también sus hilos. Las tropas se sublevan en la Galia.
Al pobre Juan, desesperado, no se le ocurre mejor cosa que pedir ayuda
militar a los hunos que se agolpan en la frontera. Manda para ello a uno de
sus más brillantes oficiales, Aecio, que pronto dará mucho que hablar.
La jugada de los hunos no salió bien. Entre otras cosas, porque las
tropas orientales de Teodosio, empujadas por las intrigas de Gala Placidia,
ya se estaban moviendo a toda velocidad y tomaban posiciones en la
península itálica. Finalmente Juan fue entregado por su propia guardia en
Rávena. Teodosio no fue amable con él: al efímero emperador de Occidente
le cortaron una mano, lo llevaron cautivo a Aquilea, le hicieron pasear
desnudo por el hipódromo entre los insultos del pueblo y, por último, le
cortaron la cabeza. Su mentor, Flavio Castino, ponía pies en polvorosa y se
refugiaba en África, donde se pierde su rastro. Comenzaba el verano del
año 425.
En eso apareció en el territorio del Imperio una inquietante comitiva: el
famoso ejército de hunos bajo el mando de Aecio, que finalmente había
conseguido su propósito. Pero ya no había emperador por el que luchar, así
que, ¿qué hacer con una muchedumbre de 50.000 bárbaros en medio de
ningún lado? En otras condiciones, a Aecio le habrían cortado la cabeza,
pero un buen general romano con una hueste de hunos guardándole las
espaldas no es cosa que se pueda tomar a broma. Gala Placidia constató que
era mejor tener a Aecio de su lado y negoció. Los hunos cobraron su trabajo
y se marcharon. Aecio fue nombrado magister militum, jefe militar del
Imperio de Occidente, bajo el mando nominal de un niño de seis años, el
emperador Valentiniano III, y la autoridad determinante de una mujer, Gala
Placidia.
Un hijo de la frontera
«Socorred al Imperio»
Seguramente la cosa sería menos retórica, pero parece verosímil que ese
fuera el fondo del mensaje. El hecho, en definitiva, es que el destino había
unido a Teodorico y Aecio en una inevitable alianza para frenar al enemigo
común.
La gran batalla
Aecio marchó hacia el norte con sus tropas romanas, alanas, celtas,
burgundias… Teodorico hizo lo mismo con su propio ejército, el del Reino
visigodo de Tolosa. Parece que Atila no esperaba que su rival pudiera
acudir a su encuentro y, aún menos, hacerlo con una fuerza semejante a la
suya: entre 50.000 y 60.000 hombres. Si hacemos caso a lo que cuenta
Jordanes, el centro estratégico de la batalla fue la ciudad de Orléans, que
estaba en manos de los alanos; teóricamente aliados de Roma, pero cuyo
jefe estaba siendo «masajeado» por Atila con una singular mezcla de
halagos y amenazas. Enterado de lo que allí se cocía, Aecio acudió al lugar,
recondujo al caudillo alano de Orléans y lo llevó junto a sus huestes para
enfrentarse al huno. Como no se fiaba, Aecio colocó a los alanos junto a
otros federados en el centro de su dibujo táctico, bien controlado por el
propio Aecio, a su izquierda, y los visigodos de Teodorico desplegados a la
derecha. Enfrente, y siempre según Jordanes, los hunos se desplegaron al
revés: con Atila y sus hunos en el centro —porque era la fuerza en la que
más confiaba— y, en las alas, los ejércitos de los pueblos sometidos.
El objetivo táctico del combate iba a ser un montículo, el único punto
elevado en un campo de batalla enteramente llano. Fue en torno a esa loma
donde se desarrollaron los principales combates. Del relato de Jordanes se
infiere que Aecio supo arreglárselas para llevar la iniciativa sobre el
terreno. Atila intentó romper el centro del despliegue enemigo (o sea, el
frente que cubrían los alanos) al mismo tiempo que sus jinetes se
esforzaban por tomar la loma. Pero los alanos aguantaron en su sitio y tanto
las huestes de Aecio como los visigodos de Teodorico supieron bloquear
cualquier movimiento de los hunos. Debió de ser, y de eso no cabe duda,
una batalla encarnizada y sangrienta. Jordanes lo describe con un recurso
literario muy gráfico: tanta muerte hubo —nos dice— que las aguas de un
arroyo que por allí corría multiplicaron su volumen con la sangre de los
caídos hasta adquirir el caudal de un torrente, y los guerreros que allí
acudían a aplacar su sed bebían el agua mezclada con la sangre de los
combatientes. Entre los caídos, uno de primer relieve: el rey visigodo
Teodorico.
Teodorico, en efecto, halló aquí la muerte. Fue en el momento en que
reorganizaba a su hueste para lanzarla contra Atila en la carga final. Al
parecer, una flecha le derribó y desapareció literalmente en el fragor de la
carga. Cuando hallaron su cuerpo ya estaba muerto. Ante el cadáver aún
caliente de Teodorico, los guerreros visigodos proclamaron rey a su hijo
Turismundo, cuyo nombre significa «coraje de Thor» y que gozaba de
enorme estima entre su hueste porque tenía una fuerza descomunal. La
designación no hizo ninguna gracia a los otros hijos del rey, que eran otro
Teodorico y Frederico, pero, con las armas en la mano, era la mejor
elección. Fue Turismundo quien acabó la batalla y quien persiguió al
enemigo en fuga, especialmente a los aliados germanos de Atila, que
hallaron en la ocasión un estupendo pretexto para poner tierra de por medio.
Porque, en efecto, en un momento determinado, las alas del ejército huno
flaquearon, romanos y godos impusieron su empuje y Atila no tuvo más
remedio que levantar el campo.
El feroz rey de los hunos se retiró a su campamento, improvisó
barricadas con los carros del convoy e incluso ordenó hacer una pira con
sillas de montar para arrojarse al fuego antes que ser apresado por Aecio.
Pero no hubo tal. Porque Aecio, en un giro sorprendente, decidió dejar que
Atila y el grueso de sus hunos escaparan con vida de allí. ¿Cómo lo hizo?
Invitando a Turismundo a regresar a Tolosa con sus huestes para proteger su
reino. Aecio se desprendió así de la mitad de su ejército. Y salvó la vida de
Atila, que aún pudo presumir de no haber sido derrotado.
No es fácil entender las razones de Aecio. La mayor parte de los
comentaristas arguye que el romano, con Atila vencido, temió que los
visigodos se adueñaran entonces del paisaje, con lo cual habría cambiado a
un enemigo por otro. Los visigodos habían sufrido fuertes bajas en el
combate (se calcula que cada bando perdió cerca de 10.000 hombres, una
cuarta parte de la fuerza inicial), de manera que Turismundo no lo dudó:
cogió a su gente y se marchó a casa. Y así acabó la batalla de los Campos
Cataláunicos.
En Tolosa, Turismundo vio claro llegado el momento de dar un paso
adelante y consolidar el dominio visigodo sobre los territorios que habían
ido entrando bajo la órbita de Tolosa en Galia e Hispania. Pero hubo alguien
más que vio cuál iba a ser la maniobra visigoda: Aecio, por supuesto. Que
de inmediato comenzó a conspirar contra el nuevo rey de los visigodos.
¿Cómo? Excitando la envidia de Teodorico y Frederico, los frustrados
hermanos de Turismundo. Pronto volvería a correr la sangre en Tolosa.
III. EL REINO DE TOLOSA
El final de Atila
Turismundo pudo permitirse todas aquellas alegrías porque Roma, o lo
que quedaba de ella, andaba más pendiente de Atila, que volvía a la carga.
El huno seguía teniendo en su mano la promesa de matrimonio de Honoria
y no iba a soltar la presa. La historia es tremebunda. Con lo que le queda
tras la batalla de los Campos Cataláunicos, Atila reorganiza a sus huestes y
se lanza sobre Aquilea, ciudad puente entre los imperios de Oriente y
Occidente, y la arrasa a fondo. Acto seguido enfila hacia Rávena, la capital
imperial. Sin los visigodos, a los que Aecio ha alejado deliberadamente, el
general romano ya no tiene fuerza material para detener a los hunos. El
emperador Valentiniano huye a Roma. Atila le persigue hasta el Po.
Regueros de muerte. Brutal asedio. Roma está al borde del colapso final.
Entonces aparece el papa, León I, e interviene personalmente para pedirle a
Atila que se marche. Lo que el papa pudo decirle a Atila es uno de esos
misterios que la Historia ha guardado bajo siete llaves. Lo que sí se sabe es
que, además de las palabras del papa, Atila tenía muchas razones para
levantar el campo. Una: las enfermedades y el hambre se habían apoderado
de sus propias huestes. Otra: el emperador de oriente, Marciano, había
movilizado un ejército para marchar contra los dominios danubianos de los
hunos. El hecho, en cualquier caso, es que Atila abandonó el asedio de
Roma. Era el año 452.
Atila acariciaba la idea de volver a invadir el Imperio de oriente y atacar
Constantinopla, pero el destino escribe con tinta más fuerte. A principios
del año siguiente, 453, el poderoso rey de los hunos fallecía víctima de una
hemorragia interna tras los festejos de su boda con la princesa ostrogoda
Ildico. La estampa del entierro de Atila tendrá todo el sabor feroz del
mundo bárbaro: sus guerreros se hirieron con sus espadas para llorar a su
jefe con sangre, el rey de los hunos fue inhumado con sus tesoros en tres
sarcófagos sucesivos de hierro, plata y oro, y después los enterradores
fueron ejecutados para que nadie supiera jamás el emplazamiento de la
tumba. El Imperio de Atila, dividido entre sus tres hijos —Ernak, Dengizik
y Elak—, enseguida se disolvería como una montaña de polvo. Quienes lo
trituraron fueron todos aquellos ostrogodos, gépidos, hérulos, lombardos,
turingios y demás que desde tanto tiempo antes vivían como vasallos de los
hunos y que ahora se federaban para aniquilar a sus viejos amos. Hubo
batalla: en las llanuras de Panonia, en 454. Y el Imperio huno desapareció
con la misma violencia con que había surgido.
Mientras Atila se desvanecía como polvo nómada, Aecio volvía la
mirada al oeste. Ya tenía al huno fuera de combate; ahora quedaba el
visigodo, cuyo poder había crecido hasta lo intolerable. Seguramente Aecio
tenía en mente la jugada desde el principio, desde aquel momento en que,
en los Campos Cataláunicos, invitó a Turismundo a abandonar el campo de
batalla: que ningún poder se hiciera lo bastante fuerte como para prevalecer
sobre el otro. Aquí entran también, sin duda, las más que posibles
maniobras políticas para sembrar de cizaña el campo godo. Desde antes
incluso del cruce del Danubio hemos visto a los visigodos escindidos en
querellas internas de distinto tipo: de clan, de religión, de orientación
política… Parece que la distinta actitud hacia Roma, más hostil en unos que
en otros, fue siempre una de esas causas de discordia. También ahora,
cuando los hermanos de Turismundo, según opinan numerosos autores,
empezaron a exteriorizar su disconformidad con la política excesivamente
antirromana del rey. ¿Por convicción política o porque Roma estaba
«untando» a Teodorico y Frederico? Muy posiblemente, por lo segundo. El
hecho, en cualquier caso, es que la conspiración no se hizo esperar.
Todos muertos
Fue en el año 453, el mismo en que moría Atila, y muy pocos meses
después. Las versiones que cuentan las crónicas no son coincidentes, pero
podemos reconstruir una hipótesis aproximada. En un contexto de severa
tensión entre Turismundo y sus hermanos, el rey se gana la animadversión
de una parte importante de la nobleza visigoda, molesta por el excesivo
poder del monarca. Roma alimenta el malestar. Turismundo, sin embargo,
es hueso duro de roer: ya hemos visto hasta qué punto el «Coraje de Thor»
poseía una fuerza física descomunal y gozaba del aprecio de sus guerreros.
¿Cómo quitarle de en medio? La ocasión llegó cuando Turismundo se puso
enfermo. Aprovechando su estado, uno de su séquito, un tal Ascalerno,
penetra en su cámara y lo estrangula. Dice Jordanes que a Turismundo le
dio tiempo a dejar al tal Ascalerno herido de muerte, pero el trabajo estaba
hecho: Turismundo murió. Y la corona fue a la cabeza de Teodorico, que
será el segundo de su nombre. Así los dos mayores enemigos exteriores de
Roma, el rey de los hunos y el rey de los visigodos, morían en el espacio de
unos pocos meses.
Pero la historia no termina aquí, porque también Roma caminaba
apresuradamente hacia su disolución. En 454, un año después de muertos
Atila y Turismundo, el emperador Valentiniano mandaba llamar a Aecio: al
parecer recelaba de que el general quisiera hacerse con el trono. ¿Quién
estaba calentándole la cabeza al emperador? El patricio y cónsul Petronio
Máximo y el eunuco Heraclio, enemigos acérrimos de Aecio. Frente a
frente el emperador y el general, los dos hombres discutieron y Valentiniano
mató personalmente a Aecio atravesándole con una espada. Así, a manos
del emperador de Roma, moría el que fue llamado «el último romano».
Cuando Valentiniano trató de justificar su acción, uno de sus consejeros le
dijo: «No sé si has hecho bien o no, pero sí sé que has cortado la mano
derecha con la izquierda». Era verdad. Por otra parte, el emperador no
sobrevivirá mucho más: apenas un año después, el 16 de marzo de 455,
mientras pasaba revista a las tropas en el Campo de Marte, dos oficiales se
dirigieron hacia él, uno le golpeó en la cabeza y el otro lo ultimó. Los
oficiales se llamaban Optelas y Thraustelas y eran dos escitas del círculo de
confianza del difunto Aecio. Al parecer actuaban movidos por Petronio
Máximo, el mismo que había propiciado el asesinato de Aecio. De manera
que, cuatro años después de la batalla de los Campos Cataláunicos, todos
sus protagonistas yacían bajo tierra.
Petronio Máximo se dio prisa: maniobró rápidamente para hacerse con
el control de palacio y, de entrada, se casó con la viuda de Valentiniano,
Licinia Eudoxia, hija de la familia imperial de oriente. Acto seguido, envió
una embajada a los visigodos de Teodorico II para recabar su apoyo; el
embajador fue Avito, de quien ya hemos hablado y volveremos a hablar.
Pero el hábil —y siniestro— Petronio iba a encontrar un obstáculo
inesperado: el arrojo de su esposa, la viuda Eudoxia. ¿Qué hizo Eudoxia?
Pedir socorro a Genserico, el vándalo. Tal cual.
Si usted se acuerda, cuando estalló el conflicto entre Aecio y Bonifacio,
este último llamó en su ayuda a los vándalos asdingos. Bonifacio murió, los
vándalos se instalaron en la provincia de África y allí establecieron un
Reino independiente. Aecio no tuvo más remedio que aceptar los hechos
consumados y desde entonces los vándalos, bajo el cetro de su rey
Genserico, se habían convertido en un agente político de primera
importancia en el Mediterráneo. Como Roma no podía permitirse el lujo de
entrar en conflicto con los vándalos, una importante facción de la corte se
ocupó de mantener relaciones más o menos diplomáticas con Genserico. Y
todo ese juego político salía a la luz ahora, cuando Eudoxia pedía a
Genserico que la salvara de su propio marido, emperador de Occidente por
demás.
Genserico, por supuesto, no se lo pensó: fletó sus barcos, que eran
muchos, navegó hasta Italia, desembarcó y marchó sobre Roma arrasándolo
todo a su paso. «Todo» quiere decir todo: campos, ciudades e incluso la
propia Roma, que fue nuevamente saqueada. Eudoxia y su hija se
marcharon a Cartago con Genserico; la muchacha se prometió en
matrimonio con el hijo del rey vándalo. ¿Y Petronio Máximo? El felón de
Petronio se hundía en su propia miseria, odiado y abandonado por todos. Se
dice que fue un soldado romano, un tal Ursus, quien lo mató sin más
miramientos. Era el 31 de mayo de 455. El reinado de Petronio apenas
había durado dos meses y medio.
¿Y nuestros visigodos? Perplejos. Y dispuestos a sacar ganancia del río
revuelto. Mientras en Roma pasaban toda esas cosas, Avito llegaba con su
embajada a la corte tolosana de Teodorico II. Su misión era pedir a los
visigodos que apoyaran a Petronio, pero la muerte de este lo cambiaba todo.
Roma estaba sin emperador. ¿Qué hacer? Teodorico II no lo dudó: nadie
mejor para vestir la púrpura imperial que el propio Avito. Así el
galorromano Eparquio Avito fue proclamado emperador. Era la primera vez
que los visigodos decidían quién ocuparía la cabeza del Imperio romano de
occidente.
Á
DE SUEVOS Y VÁNDALOS
El hijo de la visigoda
A lo mejor se acuerda usted de Alipia, aquella hija del rey Walia que fue
entregada en matrimonio al príncipe suevo Requila en prenda de amistad
política. La pareja —no sabemos si feliz— tuvo varios hijos y uno de ellos
fue este Ricimero, nacido alrededor del año 415 y criado en Roma desde
niño. Ricimero se había hecho un nombre luchando al lado de Aecio, y hay
que suponer que, al igual que su ilustre y desdichado jefe, guardaría las
mejores relaciones con las mesnadas bárbaras que por entonces constituían
el grueso del ejército imperial. ¿Acaso no era él mismo, Ricimero, medio
suevo y medio visigodo? Cuando estalló la gran crisis que se llevó en poco
tiempo las vidas de Aecio, Valentiniano y Petronio Máximo, los ejércitos de
Roma quedaron descompuestos. El nuevo emperador, Avito, necesitaba
alguien capaz de reunir a los mercenarios germanos dispersos por el país.
Ricimero era sin duda el hombre; hermano además —o, por lo menos,
hermanastro— de Requiario, el rey suevo. Avito nombró a Ricimero
magister militum, jefe militar del imperio. Era muy lógico. Pero a partir de
este momento las cosas rodarán cabeza abajo a vertiginosa velocidad. Todo
va a ocurrir en el transcurso de unos pocos meses de aquel año de 456: una
letal cadena de acontecimientos que terminará llevando a la muerte a
Requiario y a Avito.
El primer acto se va a escribir en la ciudad de Roma. Después de haber
controlado Panonia, Avito quiere frenar la permanente amenaza que
representan los vándalos en el sur. Desde su anterior victoria (y posterior
saqueo) en Roma, el rey vándalo Genserico había dejado una fuerte flota
bloqueando el puerto romano; eso era tanto como tener a la capital del
Imperio bajo su mano. El hispanogermano Ricimero, el magister militum de
Avito, organiza entonces su propia flota, la lanza contra los barcos vándalos
y los destroza cerca de Córcega. Gran éxito. Acto seguido, en tierra, guía a
sus huestes de germanos hacia el sur buscando al ejército de Genserico. Lo
encuentra en Agrigento y le inflige una severa derrota. Nuevo triunfo. Pero
ese no era el único frente.
Vayamos a Hispania. En ese mismo momento, los visigodos de
Teodorico II están cruzando la península ibérica. Buscan a los suevos de
Requiario. ¿Por qué se rebelaban los suevos? Porque querían más de lo que
tenían. En los años anteriores, los suevos habían extendido mucho su
influencia. Las campañas del rey Requila —el padre de Ricimero y
Requiario— entre 438 y 448 habían puesto bajo su control territorios tan
distantes como Mérida y Sevilla, importantes centros urbanos y, por tanto,
apetitosos focos de riqueza y de tributos. Las ocasionales intervenciones de
romanos y visigodos no habían podido invertir la marcha de las cosas:
sencillamente, aquello estaba demasiado lejos del ombligo de Roma y los
suevos lo tenían todo a su favor para que el único poder efectivo sobre el
territorio fuera el suyo. Porque conviene recordar que de esto estamos
hablando: no de campañas de ocupación, sino de gestos de fuerza cuyo
objetivo era dejar claro a las poblacionales locales a quién debían pagar sus
tributos. Cuando se dice que los suevos dominaban la Lusitania y la Bética
no debemos pensar en una presencia permanente sobre el terreno, sino en
ese tipo de poder que consiste en que la gente del país te paga a ti y no a
otro. En cualquier caso, no era poco mérito.
El hundimiento suevo
Nunca resultó fácil ser rey godo. Si las cosas iban bien, te acosaban las
conspiraciones de los envidiosos. Y si iban mal, demasiada gente
ambicionaba cortarte el cuello. ¿Recapitulamos? Alarico muere en
campaña. Su sucesor, Ataulfo, cae asesinado por orden del traidor Sigerico.
Este, a su vez, es asesinado también tras solo siete días de reinado (y nadie
dirá que no lo merecía). Paréntesis con Walia, que mantiene el tipo, y con
Tedorico I, que morirá en combate en los Campos Cataláunicos. Pero el hijo
y sucesor de este, Turismundo, es asesinado por instigación de otro hijo,
Teodorico II. De seis reyes, la mitad habían muerto asesinados. A Teodorico
II habría que suponerle, como mínimo, desconfiado. Tenía razones de sobra
para serlo. Y los hechos le darían la razón.
A Teodorico II empezaron a irle mal las cosas a partir de la caída del
emperador Avito. En Hispania, ya lo hemos visto, la intervención visigoda
en el Reino suevo se saldó con un fracaso monumental, porque, en vez de
crear un territorio amigo, solo se generó más caos. En el norte, los francos
se convertían en un problema de primera magnitud. Y en Roma pasaba lo
peor que podía pasar: el emperador que más interesaba a los visigodos y a
los terratenientes galorromanos era destituido con alevosía y en su lugar
aparecía un tipo, Mayoriano, de hostilidad manifiesta. Teodorico II,
verosímilmente de acuerdo con los galorromanos más notables, optó por no
reconocer a Mayoriano. Realmente era lo único que podía hacer, pero con
ello se ganó la enemistad inmediata de los aliados del nuevo emperador, a
saber, los francos y los burgundios. No es que burgundios y francos
estimaran sobremanera a Mayoriano; más bien, unos y otros veían la
oportunidad de sacar ventaja de la situación a costa de los visigodos. Pero,
en todo caso, la coalición de voluntades dejaba a nuestros godos en
situación muy poco airosa.
Elegir enemigo
Vale la pena contar cómo evolucionó el problema suevo porque nos dice
mucho acerca de la realidad que se vivía en las tierras del imperio, además
de ser un capítulo importante en la política visigoda. Después de la batalla
del rio Órbigo, como hemos visto, Teodorico II había puesto un rey títere,
Agiulfo, que resultó ser lo peor de lo peor: inepto, despótico y cruel. En
muy pocos meses, los suevos —sin duda con amplio apoyo popular
hispanorromano— se sublevaron y aparecieron dos caudillos: Maldras, en
el norte (la actual Galicia), y Frantán en el sur (la Lusitania romana).
Maldras capturó y ejecutó a Agiulfo, pero entonces empezó la guerra entre
los dos bandos de los suevos.
No conocemos todos los datos sobre lo que pasó, pero, por lo que dejan
ver las crónicas, ambos entraron en guerra por el trono al tiempo que se
exacerbaba la hostilidad entre la minoría rectora sueva y la población nativa
hispanorromana. Parece que Maldras mantenía buenos vínculos con el
Reino visigodo de Tolosa, porque su hijo Remismundo viajará varias veces
a la Galia en condición de embajador. El otro, el cabecilla suevo en
Lusitania, Frantán, muere en 457, ignoramos en qué circunstancias. Le
sucede un tal Requimundo, del cual se sabe muy poca cosa. Dos años
después muere el otro caudillo, Maldras, en el norte, verosímilmente
asesinado, y hereda su corona el mencionado Remismundo (el embajador),
pero un golpe de mano le destrona y lleva al poder a Frumario, seguramente
un aristócrata guerrero. Frumario pasa a la ofensiva contra Requimundo (el
rey suevo del sur) y contra el destronado Remismundo. Este llama entonces
en su socorro a Teodorico II, el rey visigodo. ¿Por qué? Porque
Remismundo, aunque suevo, era «uno de los nuestros».
La historia es interesante. Corre el año 460. Remismundo se casa con
una visigoda, es adoptado por Teodorico como «hijo de armas» (una
elegante forma de vasallaje guerrero) y, al mismo tiempo, dos aristócratas
hispanorromanos, Ospinio y Ascanio, llaman a los visigodos para que
pongan orden. De manera que aquí tenemos una vez más a la élite romana
local tomando partido en las querellas entre los germanos. Las huestes
visigodas atacan a Frumario y le obligan a retirarse hacia el sur.
Remismundo recupera su posición, pero aún no su trono. Frumario,
mientras tanto, se refugia en Aqua Flavia, que es la actual ciudad
portuguesa de Chaves, y la toma al asalto, al parecer con la complicidad de
la población hispanorromana o, por lo menos, de su clase dirigente. Allí
Frumario hace preso al obispo Hidacio, que es el cronista por el que
conocemos la mayor parte de estas cosas. Finalmente, y después de tres
años más de guerra, Remismundo se impone tanto sobre Frumario como
sobre Requimundo. A la altura de 463, Remismundo ya es el único rey de
los suevos. Para subrayar su fidelidad a Tolosa, se convierte al arrianismo.
¿Qué podemos sacar en claro de toda esta historia? Primero, que las
estructuras políticas de los pueblos germánicos eran ostensiblemente
endebles, a pesar de su poderío en términos militares; después, que las
aristocracias locales (en la Galia o en Hispania) aprovechaban esta
circunstancia en su propio beneficio apoyando a tal o cual facción según su
interés particular; por último, que la capacidad real de maniobra de los
visigodos en Hispania se limitaba a las intervenciones armadas, sin
capacidad efectiva para construir un orden político mínimamente estable.
Al menos, por el momento.
Volvamos a Roma. Cuando Ricimero eleva a la cúpula del Imperio a
Libio Severo, Teodorico II, como había hecho con Mayoriano, se negó a
reconocerlo. Pero en ese momento apareció alguien que hizo una oferta
tentadora: un tal Agripino, cabeza del gobierno imperial en el sur de las
Galias. ¿Qué ofreció Agripino a los visigodos? La región narbonense, es
decir, la ansiada salida al mar Mediterráneo para el Reino de Tolosa. ¿El
precio? Reconocer al emperador Libio Severo. Y Teodorico dio el sí. Pero
sería la última decisión importante que tomaría en su vida.
El último emperador
EL ESPLENDOR DE TOLOSA
Un Reino envidiable
LA CATÁSTROFE EN VOUILLÉ
¿Qué querían los francos? Las tierras de los visigodos, cómo la porción
más fértil y productiva de las Galias, con un clima templado, regada por
ríos de abundante caudal, domada por la mano del hombre desde muchos
siglos atrás y, además, con salida directa al Mediterráneo. ¿Y tenían los
francos algún derecho a esas tierras? Absolutamente ninguno. Así que, en
ausencia de derechos, optaron por la vía de los hechos. El pretexto: cierta
querella dinástica que oponía a los francos con los burgundios, aliados de
los visigodos. Hacia 496, y aprovechando que el grueso del ejército
visigodo está en Hispania, Clodoveo ejecuta una expedición de saqueo que
le lleva hasta el mismo cauce del Garona, ataca Burdeos y toma como rehén
al duque que gobernaba el distrito. Clodoveo tuvo que volver enseguida a
su territorio porque no tenía recursos para mantener una ocupación
prolongada, pero ya había conseguido su propósito: demostrar que los
francos tenían algo que decir en el nuevo paisaje del poder. Después de
unas cuantas escaramuzas más, Clodoveo forzó a Alarico II a firmar una
paz: el tratado se selló en Amboise, en una isla en medio del Loira. ¿Por
qué ahí? Porque dice la tradición germánica que las palabras que se
pronuncian sobre el agua pesan más que las que se pronuncian sobre la
tierra.
Los bárbaros predilectos de la Iglesia
«MORBUS GOTHORUM»
Venid a España
¿Qué ha estado haciendo hasta entonces Gesaleico? Fundamentalmente,
tratar de mantener algo parecido a un Reino en un nuevo suelo. Ese nuevo
suelo es Hispania. El traslado masivo de los visigodos a España se produce
casi de inmediato después de la derrota de Vouillé. No debió de ser un
proceso rápido: ya hemos visto que los visigodos habían empezado a ocupar
ciudades y territorios en la Tarraconense desde varios años atrás, de manera
que aquello no era como llegar a tierra virgen. Pero el hundimiento
generalizado del Reino de Tolosa precipitó las cosas. A partir de principios
del año 508 es una riada de gente la que cruza los Pirineos: los guerreros,
sus familias, los campesinos, por supuesto, pero también todo el que en
aquel momento podía ser considerado como un godo y, por tanto, ya no iba
a tener cabida en el nuevo Reino de los francos. ¿De cuánta gente estamos
hablando? Los cálculos habituales hablan de hasta 200.000 personas. Eso,
para que nos hagamos una idea, es toda la población actual de Móstoles, por
ejemplo. Esa gente llegaba a un país poblado entonces por alrededor de
cinco millones de personas.
Los visigodos vienen como dominadores: aplicarán el mismo sistema de
hospitalitas que se venía empleando tradicionalmente en el mundo romano
y que reservaba para el «huésped» una parte (entre un tercio y dos tercios,
según los casos) de las tierras o de los impuestos que por ellas debían pagar
los propietarios autóctonos. No debió de ser fácil acomodar de repente a
tanta gente, y menos en esas condiciones. Las tierras que los godos
desalojaban en las Galias, la Aquitania, eran las más ricas del país. No
había nada en España que pudiera compensar eso. La mayor parte de aquel
pueblo volante se asentó en lo que la Crónica Albeldense llamó después
Campos Góticos, es decir, la Tierra de Campos, entre las actuales provincias
de Palencia, Valladolid, León y Zamora. Se trataba de una región
romanizada desde muy antiguo, aunque con escasos centros urbanos de
relieve, y hay que suponer que la lucha por el control de la tierra, sus rentas
y sus tributos sería la principal ocupación de los visigodos. Eso fue lo que
ocurrió durante los primeros meses del reinado de Gesaleico.
Pero Gesaleico tenía otras preocupaciones, y la principal era procurar
que nadie le quitara la corona. Nadie ignoraba lo que representaba el
pequeño Amalarico: el prestigio del gran Teodorico, abuelo del muchacho,
era enorme, y la fuerza del partido ostrogodo en la corte visigoda de
Barcelona debía de ser muy estimable. Seguramente a eso se debió un
incidente que iba a resultar fatal para Gesaleico: el asesinato del conde
Goyarico en Barcelona, imputado directamente a Gesaleico. Dice san
Isidoro de Sevilla que Gesaleico entró en tratos con los enemigos de los
ostrogodos, y el dato nos conduce con toda verosimilitud a una fuerte
querella intestina entre la camarilla de Gesaleico, rey de circunstancias
nombrado en el campo de batalla y cuya trayectoria era más bien
desastrosa, y los partidarios de acogerse a la protección del gran Teodorico
a través de su nieto. El hecho es que, tras el asesinato de aquel Goyarico,
Teodorico no se lo pensó más: envió a Barcelona a su general Ibbas, el
mismo que había parado a los francos, con la misión expresa de apartar a
Gesaleico del poder. Era el año 510.
La desdicha de Gesaleico
El «compromiso ostrogodo»
Como los tópicos son duros de roer, conviene insistir una y otra vez en
lo fundamental para no perder la perspectiva: los visigodos, que eran un
pueblo bárbaro, no eran un pueblo sin civilizar. «Bárbaro» quiere decir
«extranjero», no «salvaje». En materia de lo que en el siglo XXI llamamos
«salvajismo», los romanos no eran más delicados que los godos. De manera
que cuando nuestros amigos visigodos llegan a un lugar, se imponen por la
fuerza de las armas y conquistan el derecho a recaudar los impuestos, por
ejemplo, sus usos no van a ser muy distintos de los habituales en el modo
de vida imperial, y tampoco va a cambiar gran cosa en la vida cotidiana de
la gente del país. Solo ha cambiado el nombre del que manda, y este va a
administrar su nuevo capital con sus propios criterios, entre los cuales
nunca está matar a la gallina de los huevos de oro. De manera que no hay
que pensar que el poder de la casta goda sobre la población autóctona fuera
especialmente severo.
El caso de Teodorico el Grande es muy interesante porque muestra con
mucha claridad cómo funcionaba el orden político y social bajo el mando
godo. Teodorico no relegó ni marginó a la aristocracia romana, al revés:
respetó sus propiedades rurales, llenó con sus más distinguidos miembros la
burocracia del reino, permitió (e incluso estimuló) que las grandes familias
romanas hicieran carrera en la administración y en la corte, se ocupó de
compensarlas cuando sufrían pérdidas de algún tipo (por ejemplo, por
expropiaciones agrarias o impuestos extraordinarios) y, en definitiva, logró
que la vieja nobleza de la época imperial sintiera el Reino ostrogodo como
suyo. Teodorico obró así porque necesitaba a toda esa gente para organizar
el reino, y su talento como rey consistió en demostrar a los aristócratas
romanos que, obedeciéndole a él, defendían también sus propios intereses.
De manera similar, supo solucionar el problema religioso por la singular vía
de ponerse por encima del conflicto. ¿Los godos eran arrianos y los
romanos eran católicos? Bien, pero todos eran súbditos del mismo reino, el
rey debía velar por todos y se comprometía a garantizar que unos y otros se
respetaran y practicaran su credo con entera libertad. Aquí Teodorico no
actuaba como arriano, sino como rey. A esa política se la ha llamado
«compromiso ostrogodo» y hay que reconocer que logró neutralizar las
tensiones religiosas durante decenios.
La política de Teudis en Hispania fue exactamente igual: buscar la
integración plena de los intereses de la casta visigoda con los de la
aristocracia hispanorromana (y, evidentemente, con los intereses del propio
Teudis). Con la diferencia de que Teudis debía, además, entregar todos los
años a Teodorico sustanciosos tributos, lo cual sin duda molestaría a los
terratenientes hispanos, pero irritaba mucho más a una parte significativa de
la élite visigoda, que llevaba muy mal eso de estar sometida al poder
ostrogodo. Y atención a este punto, porque en pocos años iba a ser fuente
de auténticas tragedias. Pero ya llegaremos a eso. Ahora, sigamos con
Teodorico.
En consonancia con sus hechuras de gran rey, Teodorico previó su
sucesión de tal manera que los territorios de Italia, Hispania, el sur de la
Galia y el Ilírico se mantuvieran unificados bajo una misma corona. ¿Quién
era el beneficiario? Su yerno Eutarico, esposo de Amalasunta, la hija
pequeña del rey. Flavio Eutarico Cillica, que ese era su nombre completo,
era un noble visigodo de linaje amalungo. Descendía directamente de
Hermanarico, aquel rey greutungo que sucumbió ante los hunos, y se había
criado en España. Era lo mejor que le podía pasar al reino: un tipo
inteligente y buen guerrero, con credenciales impecables y linaje
indiscutible. Teodorico preparó a su yerno Eutarico para asumir todo el
poder sobre el reino: hizo que en 519 se le nombrara cónsul, lo cual le
otorgaba en la práctica el gobierno sobre Roma. Un gobierno, y esto es
importante precisarlo, que ejerció en nombre del ostrogodo Teodorico, pero
bajo la autoridad nominal del emperador de Constantinopla, porque
Teodorico siempre quiso legitimar su poder mostrándose como una suerte
de delegado del imperio. Tan estrechas eran las relaciones entre la corte
ostrogoda y Constantinopla que Eutarico fue adoptado por el emperador
(Justino I en aquel momento) como «hijo de armas», lo cual hacía de él algo
así como el brazo militar del imperio.
El proyecto de Teodorico era realmente grandioso: un sucesor que
mantuviera unida la mayor parte de occidente bajo mando godo, con el aval
del emperador de Constantinopla y con la protección de los lazos de sangre
trabados con francos, vándalos y burgundios. Un mundo donde todos
cupieran, como en el viejo imperio. Tanto es así que, cuando en Roma
surgieron problemas serios entre los católicos y la minoría judía, Eutarico
no dudó en proteger a esta última. Eutarico, sin duda, era el hombre. Pero,
por desgracia para todos, Eutarico murió joven: en 522 abandonaba el
mundo de los vivos. Dejaba una viuda, Amalasunta, un hijo de cuatro años,
Atalarico, y un suegro, Teodorico, que veía cómo su gran proyecto se iba a
pique.
Todo esto vino acompañado de una cierta tempestad interior: los que
habían tomado partido por estrechar lazos con los ostrogodos se veían ahora
relegados en beneficio de los partidarios de la singularidad visigoda. En las
fuentes aparece un tal Esteban, verosímilmente hispanorromano, que fue
nombrado prefecto por Amalarico con el transparente objetivo de frenar la
influencia del poderoso Teudis y borrar toda huella del periodo ostrogodo.
El Reino visigodo volvía a caminar solo. Prometedor. Pero, para que la
iniciativa hubiera tenido éxito, habría sido preciso que Amalarico reuniera
las virtudes de un rey capaz de unir a su pueblo. Y no, no las reunía.
Si hemos de creer lo que dicen las fuentes tradicionales (y no hay
motivo para no hacerlo), Amalarico tenía todo el perfil del típico niñato
malcriado y despótico: rodeado desde muy pequeño de la pompa de un rey,
hiperprotegido por su madre, apisonado al mismo tiempo por la sombra
gigantesca de su abuelo Teodorico, limitado en su poder por la autoridad de
los dirigentes ostrogodos enviados a España, sin duda presionado también
por los cortesanos visigodos que querían sacudirse cuanto antes la tutela
ostrogoda… en suma, halagado por unos y humillado por otros. La palabra
«humillación» no es abusiva: desde su mismo nacimiento, Amalarico
llevaba el nombre del linaje de su madre y no del de su padre, es decir,
amalo y no balto, en lo que era una nítida declaración de superioridad por
parte del ostrogodo Teodorico. Sin duda todas estas cosas pesaron a la hora
de construir una psicología no especialmente equilibrada.
Empecemos por el principio: en el mismo año 526 Amalarico se ve
coronado rey y casado con la princesa franca Clotilde. Es una decisión de
hondo contenido político. Clotilde no era una mujer: era una embajada
andante. Hija del gran Clodoveo y de la santa Clotilde, su mano
representaba la paz con los francos y el respaldo de la Iglesia de Roma.
Sobre el papel, nada mejor para pacificar las cosas. Ahora bien, esta política
profranca, seguramente decidida mucho antes de que el propio Amalarico
pudiera decir algo, iba a tener consecuencias desastrosas. Jordanes habla de
las «redes de los francos» y sus «pérfidas intrigas». Redes e intrigas que
terminarían convirtiendo los tratos en maltratos.
De francos y ostrogodos
Los tratos: ¿Por qué Amalarico pactó con los francos? Al parecer el rey,
o su camarilla, temía más a los ostrogodos que a los francos, de manera que
buscó aliarse con estos para protegerse frente a los primeros. Después de
todo, los ostrogodos habían estado vampirizando el tesoro visigodo hasta la
muerte de Teodorico, ahora se iban a quedar sin el momio y nadie podía
asegurar que no intentaran recuperar lo perdido. Los francos, por el
contrario, representaban una amenaza mucho menor. Porque los francos de
aquel momento ya no eran el poderoso Reino de Clodoveo, sino cuatro
reinos no siempre bien avenidos. Resumamos. Clodoveo tuvo cuatro hijos
varones: el primogénito (e ilegítimo) Teodorico (sí, un nombre recurrente),
al que su condición bastarda no le impidió ser un excelente guerrero y pesar
mucho en la voluntad de su padre, y después los tres hijos de Clotilde la
santa, que fueron Clotario, Clodomiro y Childeberto. Clodoveo, a su
muerte, repartió el reino entre sus cuatro hijos. Desde entonces, y guiados
por la viuda Clotilde, todo su propósito fue acrecentar sus respectivos
dominios. No eran gente dulce, los francos: cuando murió Clodomiro, por
ejemplo, su hermano Clotario desposó a la viuda y de consuno con
Childeberto mandó matar a los hijos del finado —sus propios sobrinos—
para poder quedarse con sus territorios. Lo que se dice una familia unida.
Esto, en cuanto a los francos. Veamos ahora qué pasaba con los
ostrogodos. Tras la muerte de Teodorico, en Rávena reinaba la viuda
Amalasunta, arriana, en torno a treinta años, culta, versada en el latín y el
griego, y mujer de armas tomar. Amalasunta, como hemos visto, se casó
con Eutarico, destinado por Teodorico a heredar la corona, pero su
prematura muerte dejó a la mujer con un papelón realmente difícil de
resolver. Su madre pensó casarla con alguien de sangre real, pero ella no
estaba por la labor: se encaprichó de un esclavo llamado Traguilano y
contrajo matrimonio en secreto con él, cosa que estaba rigurosamente
prohibida. La madre de Amalasunta los pilló y mandó decapitar al sin duda
bello Traguilano. La mujer quedó como regente de una corona cuyo
heredero era aún demasiado joven, así que se dedicó a esquivar los golpes
de quienes aspiraban a sentarse en el trono. Hasta tres conspiradores
perdieron literalmente la cabeza en el intento. Pero Amalasunta era mujer,
no podía conducir ejércitos, estaba muy romanizada para el gusto ostrogodo
y su afición por las letras y las artes la hacía sumamente impopular, de
manera que su posición se hizo muy precaria. Como no podía confiar en la
nobleza ostrogoda, buscó apoyo en la aristocracia romana, escogió al sabio
Casiodoro como ministro principal y se puso en manos del emperador de
Constantinopla, Justiniano, para que protegiera la corona del pequeño
Atalarico. Esta era la muy poco airosa situación de los ostrogodos de Italia.
¿Y por qué podía querer el visigodo Amalarico protegerse frente a los
ostrogodos, que andaban en pleno marasmo dinástico? ¿De verdad eran un
enemigo a temer? No. Pero seguramente los ostrogodos a los que
Amalarico temía no eran tanto los de Rávena como los de la propia España,
es decir, el partido de Teudis y compañía, que en los años anteriores habían
construido su propia red de poder. De ahí que buscara respaldo en los
francos y de ahí sus tratos, que llegaron a su máxima expresión con el
matrimonio de Amalarico con Clotilde, hermana de los reyes francos (y sí,
se llamaba como su madre). Hasta aquí, los tratos. Y a partir de aquí, los
maltratos, que fueron los que Amalarico infligió a su franca esposa.
Un pañuelo ensangrentado
EL ENEMIGO BIZANTINO
Teudis el estabilizador
A la altura del año 540, la marcha de las cosas había llevado a los
visigodos a una situación imprevista. Su tierra de promisión, el sur de la
Galia, se había convertido ahora en la parte menos relevante, en términos
territoriales, de sus dominios, mientras que Hispania, una región que
inicialmente consideraban solo zona de expansión, periférica, pasaba a
configurarse como espacio central del reino. La nobleza visigoda seguía
viendo la Septimania como su escenario político fundamental porque era la
zona más rica, la más romanizada y también el cruce de caminos con las
ambiciones políticas de francos, burgundios y romanos, pero la realidad era
que los visigodos pintaban cada vez menos en la Galia.
Por el contrario, su papel en Hispania se iba haciendo cada vez mayor, y
eso ponía a la nobleza visigoda en una posición nueva, porque Hispania era
un lugar sensiblemente distinto, mucho menos uniforme desde el punto de
vista socioeconómico, donde las aristocracias locales —hispanorromanas—
habían tejido sus propias redes de poder y el juego político tenía otras
reglas, a lo que había que sumar la existencia de grandes áreas despobladas
y de cultivo difícil, otras regiones sencillamente impenetrables (las
montañas del norte) y, para colmo, la presencia de dos potencias hostiles
que eran el Reino suevo en el noroeste y la influencia del Imperio bizantino
en el sureste. ¿Cómo se gobierna eso? Teudis debió de pasarse la vida
intentando contestar a esa pregunta.
La ambición de Teudis
Clotario y Childeberto
Se llamaban Childeberto y Clotario, y ya los conocemos: hijos los dos
de Clodoveo, el primero era rey de París y Orleans, y el segundo reinaba en
Soissons y parte de Aquitania. Entre los dos se habían comido ya la
Burgundia. Desde años atrás, francos y godos venían intercambiándose
golpes en torno a la Septimania, con victorias ora de unos, ora de otros,
pero nunca decisivas. Sobre todo: nunca antes los francos habían intentado
una invasión de territorio hispano. Pero esta vez, sí: sin duda con la
aquiescencia (como poco) del emperador Justiniano, y muy probablemente
para frustrar cualquier convergencia militar de visigodos y ostrogodos, esta
vez los francos invadieron Hispania.
Terminaba la primavera de 541. Childeberto y Clotario cruzaron los
Pirineos por el paso occidental, el navarro; es la calzada Burdeos-Astorga.
Llegaron a Pamplona y la saquearon. Tomaron el ramal de la calzada que
conduce a Zaragoza y saquearon igualmente toda la comarca, de gran
riqueza agraria. Llegaron a Zaragoza y la sitiaron: querían rendirla por
hambre. La ciudad del Ebro aguantó. En pleno asedio, el clero zaragozano
—lo cuenta Gregorio de Tours— organizó una procesión con la túnica de
San Vicente Mártir. Los francos, presos de temor de Dios, terminaron
levantando el campo. En la retirada franca también debió de influir, todo
sea dicho, el ejército visigodo que se acercaba al mando del duque
Teudisclo y que, astuto, se colocó en la retaguardia del invasor cortándole la
salida. San Isidoro de Sevilla proporciona este último dato.
Childeberto y Clotario trataron de llegar a los pasos del Pirineo,
seguramente por Valcarlos, pero Teudisclo ya estaba allí. Enojosa situación
para los reyes francos. No cabía otra que negociar. Al fin y al cabo, la
salvaje depredación de la comarca del Ebro había reportado a los francos un
cuantioso botín. Clotario y Childeberto ofrecieron a Teudisclo un rescate a
cambio de que les dejase marchar. Teudisclo aceptó: dio veinticuatro horas
a los francos para desalojar Hispania. Los reyes y sus respectivos séquitos
lograron ponerse a salvo, pero el grueso del ejército franco no llegó a
tiempo. Teudisclo lo aniquiló sin contemplaciones. Retengamos ese
nombre: Teudisclo, duque de origen ostrogodo, porque enseguida lo
volveremos a encontrar.
La invasión franca quedó en desastre, pero tras de sí dejaba en Hispania
una situación calamitosa: campos devastados a lo largo de todo el valle del
Ebro y enseguida, al año siguiente, una epidemia de peste: «morbus
inguinalis», la llama la Crónica Zaragozana. Y no iba a ser el único
problema de Teudis. En el norte, las rebeliones de vascones son continuas.
No se trata de insurrecciones propiamente políticas: estos vascones —más
adelante lo explicaremos en detalle— no constituyen un Reino ni unidad
política alguna, ni forman parte tampoco del orden godo ni franco; son más
bien tribus de carácter primitivo que de vez en cuando asaltan las tierras
fértiles en busca de botín. Las armas visigodas no pueden emplear aquí las
tácticas de un ejército, sino que persiguen a los asaltantes y, si los localizan,
tratan de aniquilarlos; no se puede hacer más en una orografía tan
complicada como la de esas montañas. Pero todavía mucho más serio, por
sus repercusiones políticas, iba a ser el panorama en el sur: a la altura de
545 estalla una rebelión entre los grandes terratenientes de la Bética. Es
muy factible que esta rebelión guarde lazos con la política bizantina,
bastante dada a aplicar el principio «divide y vencerás». De hecho, pronto
veremos directamente la mano de Bizancio en los vaivenes que sacuden al
Reino godo. Teudis morirá sin haber resuelto esta crisis.
En todo este relato hay una pieza que no termina de encajar, a saber:
¿Para qué había mandado Bizancio a sus ejércitos? Porque no parece que su
acción fuera decisiva en la resolución de la guerra. Las fuentes antiguas
dicen que Bizancio apoyó a Atanagildo, mientras que autores
contemporáneos parecen inclinados a pensar que Justiniano respaldó a
Agila, es decir, al bando contrario. En realidad puede que todo sea verdad al
mismo tiempo. El poder fáctico, es decir el poder material, real, que
gravitaba en torno a la producción agraria y que estaba muy
mayoritariamente en manos de los terratenientes hispanorromanos y
católicos, había apostado claramente por Constantinopla, ese Imperio
renovado construido por Justiniano, frente a la precaria estructura política
construida por los godos, que eran extranjeros y arrianos. Los dueños de la
tierra veían a Justiniano como su salvación. En ese contexto,
Constantinopla pudo haber jugado sus cartas con la astuta ambigüedad que
caracterizó siempre a la política bizantina: apoyar simultáneamente a dos
contrincantes para que se debiliten entre sí, con el objetivo de beneficiar
ante todo al proyecto neoimperial de Justiniano y, sobre el terreno, a las
aristocracias hispanorromanas en lugares tan sensibles (y ricos) como las
vegas del Segura y el Guadalquivir y el litoral malagueño.
De hecho, cuando termina el conflicto, con Agila muerto, Atanagildo en
bancarrota y el país manga por hombro, los únicos vencedores de verdad
son los rebeldes hispanorromanos de Córdoba y Málaga y, por supuesto,
Constantinopla, que se hace con el control de un amplísimo espacio en el
sur y el sureste peninsulares, desde lo que hoy es Murcia hasta más allá del
estrecho de Gibraltar y, hacia el interior, hasta las actuales provincias de
Albacete, Jaén, Córdoba y Sevilla: un enorme territorio que constituye lo
que se llamará provincia de Spania. Atanagildo logrará recuperar Sevilla,
pero esta Spania bizantina permanecerá vigente durante muchos años.
Atanagildo no fue un mal gobernante. Al menos, entendió que le
resultaba absolutamente imprescindible coser los rotos del país si no quería
que el Reino se le desangrara. De entrada, tuvo la generosidad suficiente
(bien estimulada por el interés propio) para ahorrarse represalias contra el
bando perdedor, el de Agila y sus visigodos «pata negra»; al fin y al cabo,
todos estaban en el mismo barco. Eso del mismo barco hay que tomarlo al
pie de la letra, porque no había diferencias esenciales entre los dos bandos:
Atanagildo, que representaba los intereses del clan ostrogodo y sus reyes de
linaje amalo, estaba casado desde 555 con la dama Goswintha (también se
escribe Gosuinda), importantísima en el mundo visigodo y verosímilmente
de linaje balto. Por cierto que de esta Gosuinda hemos de hablar más
adelante, porque dejará una huella decisiva en la España visigoda, pero ya
llegaremos a eso.
Un reformista
La agenda de Liuva
Hay una cierta corriente «purista» que interpreta esta fusión social como
una pérdida de la identidad originaria goda, una suerte de «corrupción» de
la pureza étnica y, por tanto, un retroceso en el camino histórico del pueblo
visigodo. En realidad es exactamente al revés: la única oportunidad de
supervivencia de los visigodos era romper el muro que los separaba de la
población local. El sistema mediante el que Roma entregó a los pueblos
germánicos el gobierno de anchas tierras, y que hoy llamaríamos apartheid,
encerraba una trampa que condenaba a los germanos a un poder
limitadísimo: tú mandas en un territorio, sí, pero no puedes mezclarte con la
población local, de manera que cavas un foso insuperable con esa gente a la
que sin embargo necesitas para comer, para organizarte, para controlar el
territorio y, pronto, también para combatir. ¿Qué poder es ese? ¿El de un
pastor que tiene que limitarse a vigilar al rebaño? Era justo eso lo que había
conducido al Reino visigodo al colapso después de Vouillé: la separación de
castas étnicas, que al principio fue la salvación para esos pueblos volantes
en busca de una tierra donde asentarse, con el paso del tiempo se había
convertido en una cárcel. Había que romper los muros. Y la forma más
directa de hacerlo era dando vía libre a los matrimonios mixtos, es decir,
entre hispanogodos e hispanorromanos, unidos ambos por el hecho de ser
hispanos. Es la «feliz coyunda» de la que habla san Isidoro. Y fue realmente
la salvación del mundo visigodo. Además del nacimiento de lo que ya
podemos llamar «la primera España».
La unificación del Reino implicaba también la unificación del poder, y
esto no dejó de levantar ampollas entre la nobleza visigoda, que no estaba
acostumbrada a semejante acumulación de prerrogativas regias. En
particular, a partir del momento en que Leovigildo asoció al trono a sus
hijos Hermenegildo y Recaredo: aquello fue visto como un claro indicio de
que el rey se proponía fundar una dinastía personal, lo cual chocaba con la
tradición goda de la monarquía electiva. Nos falta información sobre la
intensidad de las resistencias nobiliarias a la política de Leovigildo, pero no
debió de ser pequeña cuando las fuentes nos hablan de la vehemencia con la
que el rey actuó contra los «tiranos» (esto es, contra los que se habían
alzado como poder propio frente a la corona) y nos subrayan la «crueldad»
y la «energía» de Leovigildo. Al parecer la «energía» del rey se extendió
también a ciertos obispos católicos. Y eso por no hablar de sus acciones a
campo abierto: Juan de Biclaro habla con frecuencia de «matanzas de
campesinos» cuando menciona las campañas de Leovigildo. ¿Fueron
realmente «matanzas de campesinos»? No puede descartarse que cualquiera
de las expediciones punitivas de Leovigildo se saldara con una carnicería,
pero es poco coherente que unas campañas orientadas a apoderarse de
territorios terminaran sistemáticamente con el exterminio de los únicos que
podían hacer rentables o útiles los territorios en cuestión. Por eso se
interpreta que tales «matanzas de campesinos» corresponden en realidad a
acciones de castigo contra las bagaudas, aquellas bandas de gentes
(mayoritariamente, sí, campesinos) fuera de la ley que se echaban al monte
para organizar su propio orden.
Sin duda muchos nobles se vieron represaliados y desposeídos de sus
bienes, cuando no muertos. Hay que decir que estas incautaciones de bienes
a los nobles rebeldes debieron de surtir muy benéficos efectos sobre el
tesoro regio, que desde los tiempos de Atanagildo era más bien
menesteroso. Leovigildo se va a esforzar por sanear la economía del reino,
algo que, en este tiempo, pasaba fundamentalmente por engordar el tesoro
de la propia corona. Al margen de lo que pudiera incautar aquí y allá, el
reinado de Leovigildo se caracteriza por la abundante acuñación de moneda
de excelente calidad, lo cual permitió al rey disponer de suficiente
numerario para pagar ejércitos multitudinarios. Ejércitos que necesitaba
para afrontar otro aspecto de su política de unificación: la unificación
territorial.
Golpe a Bizancio
El Reino de los suevos era, por supuesto, el más señalado de todos esos
mundos. Los suevos, germanos y arrianos, habían llegado allí en 409,
cuando las primeras invasiones bárbaras, y supieron construir su propio
espacio. Entre otras cosas, los trastornos visigodos de la etapa anterior les
permitieron sacar adelante su reino. No lo hicieron solos: bizantinos y
francos echaron una mano. ¿Por qué? Porque ambos, francos y bizantinos,
estaba interesados en que en Hispania hubiera otro poder que compitiera
con los godos. ¿Cómo lo hicieron? A través de la religión, que una vez más
iba a ser un instrumento político de primera magnitud. Hacia 555 llega al
Reino de los suevos un personaje fundamental: Martín de Braga (también
llamado «de Dumio»), un clérigo procedente de la Panonia, pero de familia
romana, y que va a jugar un papel decisivo en la conversión de los suevos,
arrianos hasta entonces, al catolicismo.
Martin es un hombre de muy amplia cultura, mente inquieta,
religiosidad profunda y un notable valor personal. De su vida se sabe que
marchó a Tierra Santa y pasó varios años entre las primeras comunidades
monásticas de Judea. Estuvo luego en Constantinopla y en algún momento
concibió la idea de marcharse a predicar al Finis Terrae, a los confines del
mundo romano, es decir, a Galicia. En su viaje pasó por la Galia y en los
reinos de los francos estuvo algún tiempo. Cuando llega a Braga, capital del
Reino de los suevos, es un hombre de en torno a cuarenta años. Funda en
Dumio un monasterio que pone bajo la advocación de San Martín de Tours.
La elección no es casual: unos años antes, un hijo del rey suevo Carriarico
había enfermado de lepra; el rey, desesperado, mandó traer reliquias de San
Martín de Tours porque había oído hablar del poder milagroso del santo. El
joven se curó y Carriarico y todo su pueblo dejaron de ser arrianos para
convertirse al catolicismo romano.
Es muy posible que en la súbita devoción de los suevos por san Martín
de Tours hubiera influencia franca. También es posible que la llegada de
Martín de Braga obedeciera al mismo impulso. El hecho, en todo caso, es
que Martín emprendió una intensa campaña de evangelización entre el
pueblo con la bendición expresa del poder político suevo. Martín puso
especial empeño en predicar a los campesinos, por entonces muy aferrados
a las creencias paganas y a la herejía de Prisciliano. Curiosamente, quien
más combatió en su día el priscilianismo, y después luchó sin descanso para
que no se ejecutara al propio Prisciliano, fue San Martín de Tours, el
inspirador de Martín de Braga y de la conversión sueva.
¿Qué había estado pasando hasta entonces en esas tierras? Apenas se
sabe nada. El Reino suevo salía de años de oscuridad (el llamado «periodo
oscuro», porque no hay documentación sobre él). Cabe pensar que durante
esta etapa se produjo una cierta articulación de la casta sueva con la
población hispanorromana. Pero lo que de verdad permitió dotar al Reino
de una columna vertebral fue esa conversión al catolicismo, porque dio un
horizonte a la construcción política. Los reyes siguientes mantuvieron la
tónica: Ariamiro, Teodomiro, Miro… El primer Concilio de Braga,
presidido por Martín en 561, puso las bases de una organización eclesial
que era también organización política. Hubo después un segundo concilio,
en tiempos de Miro, que completó la operación. Pero para entonces los
suevos tenían un problema insuperable: Leovigildo.
La ofensiva de Leovigildo
El senado de Amaya
La dulce Ingunda
La derrota de Hermenegildo
La rebelión de Hermenegildo contó rápido con el apoyo de las
aristocracias de Sevilla, Mérida, Córdoba y otras grandes ciudades del sur.
Por supuesto, también con el respaldo de Bizancio. Ahora bien, Leovigildo
era mucho rey. De entrada, planificó una serie de campañas contra las
ciudades rebeldes. Y al mismo tiempo, compraba la inhibición de los
bizantinos con la no módica suma de 30.000 sueldos de oro. En muy poco
tiempo, Hermenegildo se vio solo. Porque aquella no fue una guerra de los
católicos de Hermenegildo contra los arrianos de Leovigildo: católicos y
arrianos había en los dos lados. Fue más bien una guerra de la siempre
rebelde aristocracia sureña contra el poder regio. Por desgracia para
Hermenegildo, sus aliados resultaron ser muy pocos fiables. Un ejército por
delante y unas cuantas arcas de oro detrás: eso fue todo lo que necesitó
Leovigildo para poner orden en Mérida, Cáceres y Badajoz. Le llevó su
tiempo porque en ese mismo momento el rey estaba machacando a los
vascones, pero al final se impuso el más fuerte. Hermenegildo e Ingunda
emprendieron una incómoda retirada, castillo tras castillo, hasta acabar en
su palacio de Sevilla. Allí se rindieron a la evidencia: habían perdido.
Así estaban las cosas cuando entra en escena un nuevo invitado: los
suevos. La última vez que pasaron por estas páginas, su rey Miro había
firmado un pacto por el que reconocía la superioridad del Reino de Toledo.
La verdad es que la sumisión de Miro a Leovigildo en este tiempo debió de
ser muy relativa: poco cambió en la vida de los suevos, a excepción de la
renuncia a recuperar los territorios perdidos y del reconocimiento formal de
que Leovigildo era el jefe. Pero las cosas dieron un vuelco cuando
Hermenegildo se rebeló. Primero: la rebelión llevaba la bandera del
catolicismo romano, y los suevos también eran católicos, luego podían
argüir que aquella también era su guerra. Y segundo: si Leovigildo estaba
en aprietos, Miro no podía dejar de aprovechar la circunstancia para tratar
de sacar el máximo partido. Un ejército suevo marchó hasta Sevilla. Allí,
sin embargo, tuvo que volver grupas: Hermenegildo había perdido, Sevilla
era de Leovigildo y nada iba a cambiar ya el rumbo de las cosas. El suevo
se resignó a lo inevitable: firmó de nuevo la paz con Leovigildo y reconoció
su autoridad. Será lo último que haga Miro en su vida, porque muere
inmediatamente después: le sucederá su hijo Eborico en el trono de los
suevos. Era el año 583. Y Eborico renovará la sumisión sueva al Reino
visigodo de Toledo.
En cuanto a Hermenegildo, trató de hacerse fuerte en un castillo cercano
a la capital, pero las tropas de Leovigildo le pusieron sitio. Casi un año
aguantó Hermenegildo el asedio, pero el castillo terminó cayendo. El hijo
rebelde corrió a Córdoba. Fue en vano: le localizaron. Aparece entonces el
hermano, Recaredo, y le ofrece un trato: si se entrega, se respetará su vida y
la de los suyos. Hermenegildo acepta. Se lo llevan a Valencia. En algún
punto del traslado se entera de que su cuñado Childeberto II, rey franco de
Austrasia, quiere ayudarle. Hermenegildo huye de la cárcel para tratar de
llegar hasta las huestes francas. Es inútil: vuelve a caer, esta vez cerca de
Tarragona, y ahora no habrá piedad. Un carcelero de nombre Sisberto le
corta la cabeza el 13 de abril de 585. La joven Ingunda no correrá mejor
suerte: trata de pedir auxilio en Constantinopla, pero morirá por el camino,
en Sicilia. En cuanto a la abuela Gosuinda, todavía volveremos a oír hablar
de ella. Así acabó la rebelión del padre contra el hijo.
¿Quedó el Reino pacificado? No: el país de los suevos arde de repente.
En 584 una numerosa facción de la nobleza se subleva contra el rey
Eborico. La encabeza un guerrero de ambición inflexible: Andeca. Eborico
se ve depuesto y reducido al estado clerical, para que no pueda reivindicar
el trono. Andeca se hace proclamar rey y, para legitimarse, desposa a la
viuda de Miro y madre de Eborico, que se llamaba Siseguntia. Es una
rebelión en toda regla contra Leovigildo. Este interviene, y esta vez sin
medias tintas: se apoderará del Reino Suevo. Juan de Biclaro lo describe
así: «Leovigildo devastó Galicia, privó al rey Audeca de su cargo, y se
apoderó del territorio suevo, de su tesoro y de sus gentes. Convirtió a
Galicia en una provincia de los godos (…) tonsuró a Audeca y le dignificó
con el honor del sacerdocio, después de haber ostentado la realeza». Esto
último es una forma amable de decir que, en vez de matarle, Leovigildo se
contentó con inhabilitarle para el trono convirtiéndole en clérigo, igual que
el propio Andeca había hecho con Eborico. Corría el año 585. El Reino
suevo había dejado de existir. Y entonces, sí, Leovigildo pudo decir que
había unificado los territorios de Hispania.
Leovigildo murió, enfermo, en algún momento de la primavera de 586.
Debía de contar unos 56 años. Seguramente no fue el mejor de los hombres,
pero supo construir un reino. Se mire como se mire, él fue el fundador y el
primer unificador de España.
Recaredo se convierte
Aristocráticas conjuras
Política de unificación
Un golpe de estado
El enigma vascón
En efecto, ¿quiénes eran estos vascones? Hay quien piensa que estas
campañas visigodas contra los vascones eran batallas contra el ducado
franco de Gascuña o Vasconia, recién constituido en aquel momento. No es
una cuestión menor, porque, de ser así, estaríamos hablando de guerra
abierta entre el Reino de Toledo y sus vecinos francos del norte. Pero ¿por
qué no se deduce tal cosa de ninguna fuente clásica? Tratemos de resumir el
problema.
Desde tiempos muy lejanos —desde Estrabón, en concreto— se tiene
constancia de la existencia de unas gentes llamadas «vascones» que
habitaban un área que encaja aproximadamente con la actual comunidad
foral de Navarra, más prolongaciones al este y el oeste sobre el curso del
Ebro, y que por el norte llegaba hasta Easo, es decir, San Sebastián. Contra
lo que sostiene el tópico, aquel no era un mundo primitivo y salvaje, sino
ostensiblemente romanizado. Aunque también había, eso sí, vascones
bastante primitivos en las zonas montañosas del interior. Nadie sabe si los
vascones constituyeron algún tipo de unidad política tras la caída del
Imperio romano. Como no hay mención alguna de tal cosa en ninguna
parte, lo más lógico es pensar que no. Y cuando las crónicas posteriores
hablan de tales o cuales acciones militares contra los vascones, sin más
precisión, lo más natural es interpretar que se trata de acciones punitivas
contra bandas de aquellos vascones más primitivos que salían de sus
montañas para saquear las zonas agrarias en un contexto de desarticulación
política y depauperación económica.
Al mismo tiempo, desde fecha también lejana —aunque no tanto—
consta la existencia de un territorio llamado Gascuña que corresponde
aproximadamente al rincón suroeste de Francia. La similitud fonética entre
Vasconia y Gascuña (y más si nos remontamos a la grafía latina) es
excesiva como para no pensar en un cierto parentesco, sea étnico o de otro
tipo. ¿Existía un mundo vascón-gascón relativamente homogéneo a ambos
lados del Pirineo que pudo disponer de algún tipo de conformación política?
En algún momento, pudo ser, pero nada permite asegurar que se extendiera
por las dos vertientes de la cordillera.
Hasta aquí, el asunto no deja de ser una estimulante materia de estudio
para los investigadores. Pero he aquí que en época reciente la política se
metió por medio, especialmente por la pretensión del nacionalismo vasco de
contar con un precedente histórico de estado vasco homogéneo, y esa
Gascuña-Vasconia tiene todas las papeletas para convertirse en la ancestral
patria soñada. Pues bien: hay que decir que la Vasconia-Gascuña del norte
de los Pirineos nunca llevó sus dominios hasta las tierras de los vascones
hispanos, así como estos nunca formaron un «reino vasco» que se pueda
llamar tal. Es muy factible pensar que las formas culturales de ambos lados
del Pirineo eran muy semejantes si no las mismas, y que hubo intercambios
constantes, pero, a efectos históricos documentados, una cosa es el ducado
de Gascuña en la actual Francia y otra las tierras de los vascones en la
actual España.
¿Qué fue aquel «ducado de Vasconia»? Si nos ceñimos al rigor
documental, lo que sabemos es lo siguiente: hacia el año 602, los reyes
francos de Austrasia y Borgoña invaden el país de los vascones, por el cual
hay que entender el rincón suroeste de la actual Francia, al sur de la
Aquitania. Dominan a los clanes locales y colocan al frente a un dux
llamado Genialis. Este se encargará de controlar el territorio y cobrar
tributos. Lo cuenta la Crónica de Fredegario, escrita en el año 660
aproximadamente. Sobre esta versión, que es la clásica a partir de las únicas
fuentes escritas conocidas, el nacionalismo vasco actual ha construido una
interpretación sensiblemente diferente, a saber: los francos intentan dominar
a los vascones, fracasan en el empeño y como solución de compromiso
aceptan poner el territorio bajo la administración de un jefe militar llamado
Genialis con el título de duque y que extenderá sus dominios a todas las
tierras pobladas por vascones. Incluso hay quien pretende que la capital de
aquel territorio era Pamplona. Una interpretación que, si hay que ser
riguroso, solo se sostiene en la Wikipedia.
¿Observaciones al respecto? Primera: no hay huella alguna de que el
ducado de Vasconia constituyera una unidad política autónoma sobre la
base de su «vasconidad». Había un territorio llamado «Wasconia» (así lo
escribe Fredegario) y un duque al frente, pero eso no es exactamente un
ducado. Segunda observación: no hay prueba alguna de que el tal ducado
extendiera su control político al sur de los Pirineos; aún más, la crónica cita
de forma expresa la cordillera como límite. Tercera: en esta época el título
de dux y la jurisdicción del ducado no correspondían a linajes hereditarios
en un territorio estable, es decir, a un poder público inherente a un país que
existía previamente, sino que eran cargos de carácter político-militar
nombrados por los monarcas y que se ejercían sobre distritos configurados
precisamente en función de la misión encargada al dux. Dicho de otro
modo: es la presencia de un duque lo que crea un ducado, no al revés; los
contornos de esa unidad política son variables y la designación del dux
viene desde fuera. De hecho, cuando Genialis muera será reemplazado por
otro dux nombrado igualmente por el rey de turno y traído de cualquier otra
parte del reino: Aeghinius (en realidad, el sajón Hagen). Las feroces
convulsiones que afectaron en este periodo a los reinos francos, con
sucesivas divisiones y fusiones, hicieron que territorios periféricos como
Gascuña-Vasconia quedaran con frecuencia a su aire y dejaran de pagar
tributo, y entonces los duques pudieron ejercer ocasionalmente como
interlocutores entre los señores locales de la tierra y la corona. Pero de aquí
a imaginar un estatuto de independencia territorial, media un amplísimo
trecho. Y esto es todo lo que se puede decir sin caer en fantasías.
¿Volvemos a Gundemaro? El rey murió por causas naturales después de
haber reinado solo dos años. Era el 612. Le sucedió en el trono Sisebuto,
uno de los personajes más singulares de la nómina de nuestros reyes godos.
Pero antes de hablar de él hay que contar algunas otras cosas.
LA TERRIBLE HISTORIA DE FREDEGUNDA Y BRUNEGILDA
En esta historia se nos han ido quedando por el camino personajes que,
sin embargo, merecen capítulo aparte por lo extraordinario de su
trayectoria. Concretamente, una mujer, visigoda, cuya huella iba a
determinar la política de los reinos francos durante decenios. Hablamos de
Brunegilda. Y frente a ella, otra mujer: la franca Fredegunda. Pocas veces
se odió tanto.
Recordemos: Atanagildo y Gosuinda tuvieron dos hijas, Galsuinda y
Brunegilda. Las dos tuvieron por destino el matrimonio con sendos reyes
del mundo franco, merovingio: Galsuinda, con Chilperico I de Neustria;
Brunegilda, con Sigeberto I de Austrasia. Dice Gregorio de Tours que
Brunegilda era «una joven de modales elegantes, de hermosa figura,
honesta y decente en sus costumbres, de buen consejo y agradable
conversación». Chilperico y Sigeberto eran hermanos, hijos del rey franco
Clotario I. Los enlaces tenían por objeto pacificar las relaciones entre los
visigodos de España y los reinos francos, pero una atroz cadena de
acontecimientos conduciría a la guerra abierta entre los francos y, además,
entre estos y los visigodos.
El asesinato de Galsuinda
Guerra a muerte
Hubo un rey visigodo que conocía la obra de Aristóteles, que sabía que
la Tierra era redonda, que estudiaba los movimientos de los astros, que
escribía versos en latín, debatía con Isidoro de Sevilla y cultivaba la vida de
los santos, todo ello mientras nombraba obispos, preparaba una flota de
guerra y dirigía operaciones de desembarco. Por desgracia, cuando se habla
de ese rey suele ser solo para execrar su política (objetivamente
desafortunada) contra los judíos. Ese rey se llamaba Sisebuto.
Sisebuto es quizá la personalidad más sugestiva de entre la tópica lista
de los reyes godos. Leovigildo fue un gigante político y su hijo Recaredo
también lo habría sido de vivir unos pocos años más, y por eso suscitan una
justa admiración, pero las cualidades de Sisebuto son completamente
singulares: hombre de conocimiento, amante de la ciencia, buen conocedor
de los clásicos, mente racional y, al mismo tiempo, legislador inflexible.
Hay algo platónico en esa mezcla de sabio y caudillo que no vamos a
encontrar en ningún otro gobernante europeo de su tiempo.
Diré por qué un círculo negro se forma sobre la imagen borrosa del astro. Por
qué su frente de nieve se enrojece a causa de un tinte púrpura. No, no se trata,
como cree el vulgo, de una hechicera que, gritando histérica desde las oscuras
profundidades de las cavernas infernales, haya arrancado a la luna de sus
moradas celestes. No, la fuerza de un encantamiento nocturno… nunca fue
suficiente para hacerla equivocarse por el sonido de la trompeta. En medio del
cielo, y rodeada por las regiones donde la calma es tan a menudo turbada por la
tempestad, ella continúa ajena a los ultrajes. Pero, cuando el ancho cuerpo de la
tierra, colocado en el centro del universo, intercepta los rayos del sol, su
hermano, entonces… una sombra densa se extiende sobre el pálido disco de la
luna, hasta que esta, liberándose de las tinieblas proyectadas por las rugosidades
terráqueas, rueda en libertad por otras partes del campo celeste y recupera los
rayos de Febo. Es plausible que no se sorprenda nadie de que el sol, nueve veces
más grande y más visible que el globo de la Tierra, no envuelva a este globo en
una capa de luz. He aquí la razón. Ved cómo el sol se eleva, llegando a la bóveda
resplandeciente de los cielos, y ved también cómo desde lo más alto de su carro,
cubre con sus rayos la masa enorme de la Tierra. Entonces, sea porque él lanza la
luz desde el cénit, sea porque él lo envía oblicuamente, raseando el horizonte, la
Tierra refleja una parte de estos rayos. Los otros, al no encontrar ninguna porción
de globo que se oponga a su emisión, se prolongan en la inmensidad del vacío,
hasta que, vencidos por la tiniebla, van a morir al infinito. Si entonces la luna
arrea a sus fornidos caballos hacia las vecindades de la Tierra, no logra recibir ya
la luz de su hermano y su pálido rostro se desvanece. Pero ¿por qué es ella el
único ser celeste que está sometido a los eclipses? Este hecho no tiene nada de
sorprendente. Ella carece de luz que le sea propia. No está calentada sino por los
rayos prestados. Cuando ella cae en la vecindad de un cuerpo opaco, se convierte
en sombra y ya no es iluminada por los fuegos de su hermano. Por el contrario,
el Coro de los Astros no es en absoluto accesible a las tinieblas. Ellos gozan de
un brillo que les es natural. Ellos no le deben nada al sol. Pero… ella es
arrastrada en el giro de la esfera celeste, más alejada que el sol. Es lo que hace
que su disco no sea eclipsado durante seis meses completos. Es lo que hace que
él —el sol— describa en su curso oblicuo una línea sinuosa. Y mientras que la
luna vagabunda sigue los derroteros de su invariable trayectoria, el sol franquea
los obstáculos que se oponen a sus rayos. Él aparta el manto de la noche y lanza
hacia su hermana torrentes de luz. Todo esto ocurre por una causa análoga a la
que apaga, de repente, en la sombra el resplandor sagrado del sol. La luna
extiende su cuerpo privado de luz entre este astro y la Tierra, y ella intercepta sus
rayos antes de que lleguen hasta nosotros.
Coronas de yedra
LA CUESTIÓN JUDÍA
Sisebuto pasó a la historia como el primer gran perseguidor de los
judíos. Ahora bien, la legislación represiva hacia los judíos no la inventó
Sisebuto. La primera piedra la puso Alarico II para limitar la libertad de la
comunidad judía en el Reino de Tolosa, que al parecer era zona de
abundante población hebrea. Los reyes siguientes la mantendrán, y las
líneas generales de esa política van a ser siempre las mismas: prohibir
taxativamente los matrimonios de judíos con cristianos, vetar de igual modo
que los judíos tengan esclavos cristianos y apartar a los judíos del ejército y
de los altos cargos de la administración. Hay que decir que la mayor parte
de esta legislación no era específicamente visigoda, sino que venía heredada
de la Roma tardoimperial. También hay que decir que, según parece, las
leyes se aplicaban con una notable desidia, es decir, que con frecuencia eran
papel mojado. Lo que cambia con Sisebuto es precisamente la radicalidad
de las medidas legales, porque a partir de ahora se endurecerán las penas
previstas para quienes incumplan las normas.
Segregación institucional
Hay que señalar que estas medidas eran coherentes con el contexto
general de separación entre comunidades: tampoco los godos pudieron
casarse con romanos hasta la revolución legal de Leovigildo, como
sabemos. En lo que concierne a los judíos, todos estos vetos desaparecían si
se convertían al cristianismo. Es el caso, por ejemplo, del arzobispo Julián
de Toledo (640-690), uno de los grandes escritores y teólogos de la España
visigoda, y que era de familia conversa. Es verdad que, en el otro plato de la
balanza, apareció entonces el problema de los falsos conversos, y al parecer
hubo familias judías que «alquilaban» niños de familias cristianas para
simular que estaban bautizando a sus propios hijos. En cualquier caso, y
como siempre, todo hay que ponerlo en el contexto político de la
unificación religiosa del país: Toledo quería una sola fe en un solo reino.
Quizá la mejor prueba de que estamos ante una cuestión en esencia política
es que la Iglesia, institucionalmente hablando, se mantuvo al margen de
todo este despliegue legal.
La posición formal de la Iglesia, en efecto, era que a los judíos había
que convertirlos al cristianismo por la razón y no por la fuerza de la ley. Es
la postura que tomarán tanto el papa Gregorio como Isidoro de Sevilla.
Ahora bien, eso no quiere decir que el estamento eclesiástico, en la vida
cotidiana, no aplaudiera la política antijudía del reino. Por otra parte, en el
lugar donde esa política se hacía ley, que era en los concilios, nunca los
obispos se opusieron. La lista de medidas es larga y, sobre todo, drástica.
Particularmente severas eran las penas para quien llevara a un cristiano al
judaísmo: ejecución y confiscación de todos sus bienes. O para el judío que,
habiéndose convertido al cristianismo, volviera a su antigua fe. Y si se
trataba de un cristiano converso al judaísmo que se negara a volver a la fe
católica, entonces la pena era de flagelación pública, decalvación y
esclavitud. Más: si un judío se casaba con una cristiana y no se convertía al
cristianismo, sería desterrado de por vida; si se convertía, por el contrario,
mantendría todos sus bienes.
A estas cuestiones de carácter estrictamente religioso se añadían otras
que tenían repercusiones económicas importantes. Por ejemplo, la
prohibición de que los judíos poseyeran esclavos cristianos. Porque,
además, al parecer era frecuente que los amos judíos circuncidaran a sus
esclavos, infringiendo de forma grave la ley (pues la circuncisión actuaba
como signo ritual de judaización). A partir de ahora, el judío que poseyera
esclavos cristianos debía venderlos a otros cristianos y a un precio
razonable, lo cual incluía al esclavo en cuestión y a las propiedades que este
pudiera tener; si carecía de propiedades, el antiguo amo judío debía
proporcionarle alguna. La venta debía efectuarse en el lugar donde residía
el esclavo. Si el judío optaba por liberar al esclavo, este se convertía de
inmediato en súbdito libre de la corona y no podría trabajar para el antiguo
amo. La ley planteaba plazos taxativos: el 1 de julio de 612. Después de
esta fecha, ningún judío podría tener esclavos cristianos so pena de que se
le confiscara la mitad de sus bienes y, por supuesto, los esclavos serían
liberados.
La dimensión económica del asunto estribaba en que, en el modelo de
producción de la época, la actividad agraria —que era la fundamental—
descansaba en la mano de obra esclava o servil, de tal forma que se hacía
muy difícil obtener riqueza sin esclavos. Eso apartaba por fuerza a los
judíos de los estratos más acomodados de la sociedad. Si a esto añadimos la
prohibición de que los judíos ejercieran cargos públicos, tendremos como
resultado la segregación efectiva de este grupo social, que pasaba a
convertirse en súbditos de segundo rango. En ninguna otra parte de Europa
se daba una discriminación tan acentuada.
A todo esto, hay que subrayar que las medidas antijudías de Sisebuto y
los reyes posteriores, aparte del dolor que generaron, resultaron bastante
ineficaces e incluso crearon conflictos nuevos, y por eso fueron
objetivamente desafortunadas. La presión política para la conversión
fabricó falsos conversos y, con ellos, la consiguiente paranoia que por todas
partes buscaba «criptojudaizantes». El Reino de Toledo arrastrará este
problema hasta su hundimiento en el año 711. No hay concilio que no
incluya medidas concretas contra los judíos. No hay rey que no haga su
propia declaración de antijudaísmo. Esta llegará incluso a ser obligatoria
para acceder a la corona.
Y aun así, en una de esas frecuentes contradicciones que encontramos
en la España visigoda, resulta que se han hallado bastantes lápidas
funerarias judías en diversos puntos del Reino visigodo y datadas hasta
fechas tan tardías como el año 689, por ejemplo, es decir, casi 80 años
después del endurecimiento de las leyes contra los judíos. Y si los judíos
seguían existiendo en el Reino durante decenios a pesar de las continuas
leyes represivas, y además podían hacer profesión de fe hasta el punto de
manifestarla en inscripciones monumentales, entonces ¿dónde queda la
persecución? Solo cabe pensar que la realidad de los textos era una y la
realidad de la vida práctica era otra. ¿Se cumplieron de verdad las leyes
contra los judíos? Todo indica que, en el plano social y económico, sí, y por
eso la comunidad judía terminará convirtiéndose en enemigo político del
Reino. Pero otra cosa es que se aplicaran efectivamente las draconianas
medidas acumuladas rey tras rey, a cual más desaforada: de haberse llevado
realmente a la práctica, la comunidad judía habría desaparecido del Reino
en una generación. En cualquier caso, la transformación de los judíos en
minoría marginada ya era un hecho.
Sisebuto falleció tras nueve años de reinado. Se sospecha que murió
envenenado, porque Isidoro de Sevilla, en la versión corta de su Historia de
los Godos, dice que el veneno lo mató, aunque en la versión larga,
redactada después, bajo otro rey (Suintila), modifica la causa y atribuye la
muerte de Sisebuto a haber ingerido una dosis excesiva de un medicamento.
¿Hay detrás de esta corrección un crimen oculto? No lo sabemos. A
Sisebuto le sucedió su hijo Recaredo II. Este, muy joven, murió a su vez
apenas dos meses después de ceñir la corona. ¿Cómo murió el joven
Recaredo II? Nadie lo sabe. Hay quien aduce una muerte violenta, pero la
verdad es que eso no consta en fuente alguna. Lo que sí consta es lo que
pasó después: los nobles del Reino proclamaron rey a Suintila, el jefe
guerrero que tanto había combatido a las órdenes de Sisebuto. Y con
Suintila lograría el Reino visigodo completar su control territorial de toda la
península ibérica.
Originalmente, todas estas cosas tenían por objeto que los obispos
pudieran proteger eficazmente a los ciudadanos cristianos, pero, en muy
poco tiempo, tales atribuciones terminaron convirtiendo a la Iglesia en un
poder político en sí misma. En paralelo, la fundación de iglesias y
conventos se extendía por todas partes con sus correspondientes
donaciones, de manera que el patrimonio eclesiástico se multiplicó. En cada
basílica urbana entraba un número muy alto de cargos eclesiásticos
(diáconos, arcedianos, presbíteros, arciprestes, etc.), y todos ellos recibían
habitualmente una donación en tierras con sus consiguientes rentas. Por otro
lado, a cada clérigo correspondía una parte de la renta total del patrimonio
de la sede. Para mayor comodidad, los clérigos se beneficiaban de notables
exenciones fiscales. Desde tan ventajosa posición, fue habitual que los
clérigos se dedicaran a actividades comerciales e incluso al préstamo. Ser
obispo o simple sacerdote, en fin, se convirtió en un magnífico negocio. Y
como «dinero llama a dinero», la jerarquía episcopal se llenó con los
nombres de las grandes familias terratenientes, y así hubo auténticos
«linajes de obispos» en diversas sedes que estuvieron bajo el control de la
misma familia durante varias generaciones.
Eso, en lo que concierne a los privilegios eclesiásticos. Pero para pintar
al completo el paisaje social en tiempos de Suintila es preciso hablar
también de los ricos civiles, es decir, los grandes señores de la tierra, porque
en esta época el Reino de Toledo va a asistir a una galopante concentración
de la propiedad en unas pocas manos. Nadie sabe muy bien cuáles fueron
las razones, pero consta que a lo largo del siglo VII la clase de los pequeños
propietarios agrarios entró en barrena. Pudo ser por la acumulación de
calamidades: entre los fenómenos naturales y las guerras, cada vez era más
difícil obtener buen rendimiento de una tierra ya de por sí poco generosa.
Pudo ser también por la política fiscal: como los grandes del Reino —
civiles y eclesiásticos— obtenían exenciones fiscales a cambio de su apoyo
al rey de turno, la carga de los tributos iba a caer siempre sobre los
pequeños propietarios, que veían su patrimonio cada vez más mermado. El
hecho es que, en esta época, numerosos pequeños propietarios optaron por
vender su tierra a un propietario más poderoso que, después, les devolvía el
derecho de uso, pero no de propiedad. También fueron frecuentes los casos
de campesinos que, necesitados de dinero, empeñaron su pequeño predio a
un prestamista que después se quedó la tierra al no ver satisfecha la deuda.
De ahí al estatuto de siervo o incluso de esclavo solo mediaba un paso. De
esta manera los ricos eran cada vez más ricos mientras la masa de los
pobres crecía de manera exponencial. Y como eran cada vez más ricos,
tenían aún más fuerza para imponer sus condiciones al poder político, lo
cual los hacía todavía más influyentes.
Si este era el paisaje social, podemos imaginar en qué consistió la
«iniquidad» de Suintila que le valió el odio de los grandes del reino.
Podemos imaginar una política sostenida de confiscaciones, limitaciones a
los señores a la hora de cobrar tributos y de imponer cargas al pueblo,
desaparición de privilegios económicos y fiscales, etc. Podemos imaginar
también una serie ininterrumpida de gestos hacia el pueblo, desde mejorar
la condición de los siervos hasta repartir pan, la exención de ciertos tributos
o la manumisión de esclavos que hubieran caído en tal condición por causas
injustas o abusivas. El hecho es que Suintila se ganó ese laurel de «príncipe
de su pueblo y padre de los pobres» que le adjudicó san Isidoro.
La corona y el pueblo
¿Quiénes eran los pobres? Probablemente, todos los que no eran ricos.
Y la diferencia se extendía por igual a hispanogodos e hispanorromanos,
porque aquellos tiempos en los que los godos constituían una casta
dominante habían quedado muy atrás. Por una parte, todos, godos y
romanos, adoptaban las vestimentas y los usos romanos (por ejemplo, la
gente ya no se hacía enterrar con su ajuar). Por otra, todos, romanos y
godos, empezaban a usar cada vez más nombres germánicos. En lo social,
la vieja aristocracia hispanorromana seguía manteniendo su posición
privilegiada en la posesión de tierras, en la Administración o, ahora, en la
Iglesia, y al mismo tiempo había familias de origen godo que terminaban
cayendo en la pobreza o la servidumbre por cualquier lance de mala
fortuna. La pobreza y la riqueza se habían hecho transversales. Y entre esos
pobres que veían en Suintila a un padre había hispanogodos e
hispanorromanos por igual.
Al mismo tiempo que limitaba el poder privado de los nobles y de la
Iglesia, Suintila se dedicó a reforzar el poder público de la corona. Lo hizo
por el habitual procedimiento de asociar al trono a sus familiares más
próximos: su hijo Ricimiro, su hermano Geila y su esposa, Teodora. Así se
configuraba un fuerte núcleo dinástico que, naturalmente, irritó
sobremanera a los nobles. Al parecer también empleó otro procedimiento
algo más prosaico para blindar a su núcleo familiar, y fue la acumulación de
un importante patrimonio personal. Cosas todas ellas, en fin, que
terminaron por exasperar a los grandes nombres del reino: había que acabar
con Suintila.
Había que acabar con él, sí. La opinión estaba cada vez más extendida
entre los nobles y los eclesiásticos. ¿Pero cómo hacerlo? El ejército le
respetaba, el pueblo le apreciaba y con toda seguridad habría una parte
importante de la nobleza que le sería fiel. A este rey no se le podía apuñalar
en el trono, como a Witerico, ni apresarle en su palacio. Hacía falta sacar al
rey de Toledo y buscar lanzas fuera del ámbito de control directo de la
corona. La solución la propuso un hombre llamado Sisenando.
La Constitución de Isidoro
Medidas excepcionales
De todas las tierras existentes desde el Occidente hasta la India tú eres, España,
piadosa y madre siempre feliz de príncipes y de pueblos, la más hermosa. Con
razón tú eres ahora la reina de todas las provincias. De ti no solo el ocaso, sino
también el Oriente reciben su fulgor. Tú eres el honor y el ornamento del orbe, la
más célebre porción de la tierra, en la que se regocija ampliamente y
profusamente florece la gloriosa fecundidad de la estirpe goda. Con razón la
naturaleza te enriqueció y te fue más benigna con la fecundidad de todas las
cosas creadas. (…) Produces todo lo fecundo que dan los campos, todo lo
precioso que dan las minas, todo lo hermoso y útil que dan los seres vivientes; y
no eres menos por los ríos, que ennoblece la esclarecida fama de tus vistosos
rebaños (…) Y, además, eres rica en hijos, en gemas y en púrpura, a la par que
fértil en gobernantes y genios de imperios, y eres tan opulenta en realzar
príncipes como dichosa en engendrarlos. Con razón por tanto la dorada Roma,
cabeza de pueblos, te ambicionó tiempo atrás, y aunque el mismo poder romúleo
te poseyó primero como vencedor, luego, sin embargo, el linaje floreciente de los
godos, tras numerosas victorias en todo el orbe, te arrebató con afán, y te amó, y
goza de ti hasta ahora entre regias ínfulas y enormes riquezas segura en la dicha
del Imperio.
Germanización de Roma
Dios concedió a los príncipes la soberanía para el gobierno de los pueblos; quiso
que ellos estuvieran al frente de quienes comparten su misma suerte de nacer y
morir. Por tanto, el principado debe favorecer a los pueblos y no perjudicarles;
no oprimirles con tiranía, sino velar por ellos siendo condescendientes, a fin de
que este su distintivo del poder sea verdaderamente útil y empleen el don de
Dios para proteger a los miembros de Cristo. Cierto que miembros de Cristo son
los pueblos fieles, a los que, en tanto les gobiernan de excelente manera con el
poder que recibieron, devuelven a Dios, que se lo concedió, un servicio
ciertamente útil. (…). Cuando los reyes son buenos, ello se debe al favor de
Dios; pero cuando son malos, al crimen del pueblo.
Este principio de limitación del poder ya lo hemos visto aplicado en el
IV Concilio de Toledo. Isidoro lo explica en las Etimologías con un célebre
proverbio latino: «Rex eris si recti facias; si non facias, non eris». Eres rey
si actúas rectamente; y si no, no lo eres. Lo que subyace aquí es un cierto
pesimismo antropológico, aunque quizá sería más exacto definirlo como
puro realismo: Dios es bueno, sin duda, pero el hombre es lo que es, de
manera que hay prevenir la aparición de reyes tiránicos y «crímenes del
pueblo». Para eso sirven las leyes: «Las leyes se dictan —dice Isidoro—
para que, por temor a ellas, se reprima la audacia humana; para que la
inocencia se sienta protegida en medio de los malvados y para que, entre
esos mismos malvados, el miedo al castigo refrene su inclinación a hacer
daño». Es una perspectiva que parece encajar muy bien con el
impresionante despliegue legislativo de la monarquía visigoda, sin duda la
unidad política que más códigos legales alumbró de entre todos los reinos
europeos de su tiempo.
Bajo el magisterio de Isidoro, toda esa sabiduría, legataria de la
tradición clásica y puesta en forma por la filosofía cristiana de la vida,
termina convirtiéndose en el pensamiento dominante en el reino. Que los
reyes y la propia Iglesia estuvieran a la altura de las circunstancias ya es
harina de otro costal, pero, en cualquier caso, la guía ética había quedado
sentada. Y lo más importante es que Isidoro no fue un autor aislado, sino
que, bajo su magisterio, creció una élite intelectual muy respetable. Nuestro
propio sabio se ocupó de que así fuera.
El «renacimiento isidoriano»
Tus libros nos han señalado el camino de la casa paterna cuando andábamos
errantes por la ciudad tenebrosa de este mundo. Ellos nos dicen lo que somos, de
dónde venimos y de dónde nos encontramos. Ellos nos hablan de la grandeza de
la patria, ellos nos dan la descripción de los tiempos, ellos nos enseñan el
derecho de los sacerdotes y las cosas santas, las relaciones y los géneros de las
cosas, la disciplina pública y la doméstica, las causas, los nombres de los
pueblos, la descripción de las regiones y los lugares, la esencia de todas las cosas
divinas y humanas.
Te envío el libro de los Sinónimos no porque sea de alguna utilidad, sino porque
así lo quisiste. Mas te encomiendo al Portador y a mí mismo, para que ores por
mí miserable, porque languidezco mucho por enfermedades de la carne y por
culpas de la mente.
O sea que al rey lo elegían los nobles y los altos eclesiásticos, sí, pero
había que ponerse de acuerdo sobre qué nobles, ¿verdad? Porque a Tulga lo
eligieron según el canon 75, pero una parte nada desdeñable de la nobleza
enseguida protestó. ¿Por qué? ¿Porque no estaba de acuerdo con el proceso
de elección? ¿Porque no había sido consultada? ¿Porque Tulga, una vez en
el poder, demostró que no era apto? No lo sabemos. El hecho es que en la
primavera de 642, cuando Tulga llevaba poco más de dos años en el trono,
una poderosa coalición nobiliaria se alzó en armas. La encabezaba un
anciano de setenta y nueve años: Chindasvinto, muy probablemente dux en
alguna zona septentrional, con un largo historial en las conjuras políticas del
Reino y seguro vinculado a la misma facción nobiliaria a la que pertenecía
el rey. El lugar de la rebelión fue Pampalica, que corresponde a la actual
Pampliega, en Burgos. Nadie se opuso a aquel anciano. El 30 de abril de
642 Chindasvinto era ungido rey por los obispos en Toledo. El pobre Tulga
fue tonsurado y obligado a profesar como monje en un convento, donde
pasaría el resto de su vida. No fue una pena excesiva, después de todo, y
por eso se piensa que el nuevo rey pertenecía a la misma facción que el
depuesto. De lo contrario, quizá la suerte de Tulga habría sido peor.
Poner orden
La unificación jurídica
El rebelde Froya
Nota para curiosos: ese «Salmo 78» al que se refiere el obispo Tajón es
seguramente el que nosotros conocemos hoy como salmo 79 de la Biblia
latina, el himno de Asaf, porque a partir de la Vulgata de San Jerónimo, a
finales del siglo V, los salmos 9 y 10 de la numeración hebrea se contrajeron
en uno solo. Por eso es frecuente ver en la numeración de los salmos una
cifra entre paréntesis, por ejemplo: Salmo 79 (78). Y el himno de Asaf en
cuestión dice así:
Con quien no hubo compromiso fue con los judíos. Una vez más, y
después de la pausa de Chindasvinto, el concilio volvió a recrudecer la
persecución. El rey quedaba nuevamente confirmado como defensor de la
fe frente a sus enemigos y, por tanto, los judíos volvían a ser exhibidos
como enemigos del reino. La lista de medidas antijudías de Recesvinto no
es corta: destierro, vigilancia especial sobre los conversos, penas para quien
cooperara con los judíos en su fe, etc. A estas alturas, alguien se estará
preguntando por qué tanta reiteración: si el judaísmo ya había sido
sancionado tantas veces y tan draconianamente, ¿cómo es que hacía falta
seguir legislando sobre el particular? La respuesta es doble. Por un lado, la
declaración de antijudaísmo ya se había convertido en una suerte de liturgia
retórica del poder, de manera que todo monarca, de forma rutinaria, debía
aportar su propia profesión de antihebraísmo. Por otro, y vistas las huellas
arqueológicas de lápidas judías en muy diversos lugares del Reino —hay
que recordar este dato esencial—, parece bastante claro que las drásticas
leyes rara vez se cumplían, porque una cosa es decir lo que hay que hacer y
otra, muy distinta, hacerlo o estar en condiciones de imponerlo.
Así acabó el VIII Concilio de Toledo. A primera vista, todo lo que pasó
puede interpretarse como una pérdida de poder de la Corona y, hasta cierto
punto, como una rendición del monarca ante las exigencias de nobleza y
clero. Es verdad. Aquello venía a ratificar la naturaleza oligárquica del
Reino en perjuicio de las prerrogativas regias. El poder del monarca
quedaba limitado constitucionalmente —valga la fórmula— por las
cortapisas puestas a su patrimonio personal, por el mecanismo de elección y
por la servidumbre teológica de la defensa de la fe. A cambio, sin embargo,
Recesvinto obtenía un paisaje casi absolutamente pacificado en el interior.
De hecho, podría agotar su largo reinado en una atmósfera de paz como
nunca antes se había conocido. Y dentro de esa atmósfera, nos legó algo de
importancia trascendental: su código, el Liber Iudiciorum, aquel que
comenzó su padre con Braulio de Zaragoza y que ahora vería finalmente la
luz.
UNA SOLA LEY PARA TODOS
Establecemos por esta ley, que ha de valer por siempre, que la mujer romana
puede casar con hombre godo, y la mujer goda puede casar con hombre
romano… Y que el hombre libre puede casar con la mujer libre que quiera, que
sea conveniente por consejo y por otorgamiento de sus parientes.
Repertorio de penas
Vale la pena poner unos pocos ejemplos para calibrar mejor cómo era el
mundo que aquellas leyes reflejaban. La mayoría de edad se adquiría a los
quince años. El divorcio estaba permitido en casos de adulterio o de
sodomía del marido. El régimen del matrimonio era esencialmente de
gananciales, pero cada uno de los cónyuges podía conservar como bienes
privativos los que adquiriera por herencia o donación. Las compras y ventas
debían hacerse por escrito o bien entregando el precio ante testigos. Esto de
las ventas incluía, por cierto, a uno mismo: un individuo podía venderse
como esclavo para pagar una deuda, por ejemplo. Si quisiera recobrar la
libertad, tendría que pagar el precio de la venta. El préstamo se regulaba
con un interés legal del 12,5 por ciento, pero en productos de primera
necesidad podía alcanzar hasta un tercio de lo recibido. Había pena de
muerte para los delitos de homicidio, de aborto, de incendio de casas en la
ciudad, de saqueo de tumbas (si el saqueador era un esclavo) y de traición
grave. Los robos solían castigarse condenando al ladrón a devolver nueve
veces el valor de lo robado y propinando al delincuente cien latigazos. La
homosexualidad se castigaba con la castración y el destierro. La
falsificación de documentos oficiales, con la amputación de un dedo, la
decalvación y doscientos latigazos. Los brujos sufrirían doscientos latigazos
y decalvación pública. Etcétera, etcétera.
Como corresponde al antijudaísmo estructural del Reino de Toledo, el
código dedica un libro entero, el 12, a las penas contra los judíos. Había
pena de muerte en la hoguera para el converso que quisiera volver al
judaísmo, para el que celebrara la Pascua, el Sábado o las bodas en ritos
distintos del católico; para el que practicara la circuncisión, para el que
observara las prescripciones judías sobre alimentación y para el que
testificara en un tribunal contra un cristiano, aunque sí se les permitía
plantear acciones legales contra cristianos libres o esclavos.
Otro aspecto muy importante del Código de Recesvinto es que
simplificaba la estructura de la administración hasta el punto de que, aun en
pequeña escala, ya puede hablarse de una burocracia de Estado. Antes de
este código, normalmente había dos administraciones paralelas: una para
los hispanorromanos, que incluía a un gobernador provincial, los jueces y
los funcionarios de las ciudades, y otra para los hispanogodos, que tenían
los mismos cargos y, además, los de rango superior, o sea, el dux o jefe
militar y los condes que gobernaban las ciudades. Ahora todo quedaba
subsumido bajo una sola organización jerárquica cuya columna vertebral
era el sistema visigodo. Dado que la jerarquía goda era de carácter militar,
hay autores como García Moreno que definen esta reforma como una
«militarización administrativa». Los seis duques del territorio —
Narbonense, Tarraconense, Cartaginense, Bética, Lusitania y Galicia— se
convertían al mismo tiempo en jefes militares, jefes judiciales y jefes de la
recaudación de tributos. En los escalones inferiores, cargos que hasta
entonces habían tenido una función puramente militar como los de
centenario, quingentenario y tiufado, asumían ahora funciones civiles. Hay
que decir que el mismo proceso estaba experimentando la Administración
en el Imperio bizantino.
Dentro de este proceso de reorganización, la Iglesia adquiría un
importante protagonismo. Los consejos locales de las ciudades, herencia de
la época romana, habían disfrutado hasta el momento de amplias
competencias: los registros de tierras, propiedades, adopciones y
testamentos; los pleitos de justicia local; la administración directa de la
ciudad y su territorio en materia de mercados, servicios, etc. y la
recaudación de impuestos, entre otros. Ahora buena parte de esas
competencias desaparecían y pasaban a los obispos y a los jueces de las
ciudades, que se encargarían de nombrar a los guardianes (la policía),
administrar la justicia y llevar los registros.
Lo germano y lo romano
Arcos de herradura
Lo primero que hizo Wamba fue marcharse a Toledo para ser no solo
coronado, sino también ungido: sobre la sanción política, la religiosa.
Diecinueve días después de su elección, entraba en la capital. Julián de
Toledo dejó una descripción muy vívida de aquel momento, milagro
incluido:
La traición de Paulo
La reforma militar
Señores y siervos
La nobleza visigoda
Obispos y magnates
Fuera del área de gobierno, pero con una influencia social muy acusada,
había otras categorías que englobaban a las personas de alto linaje o
abundante fortuna: los senatores, los potentes, los magnates y los consors,
términos en realidad intercambiables, de significado muy fluido porque
fueron superponiéndose con el paso del tiempo, y que designaban a los
terratenientes hispanorromanos e hispanogodos. Los hispanorromanos, en
concreto, solían llamarse a sí mismos senatores porque con frecuencia
invocaban un real o supuesto linaje senatorial en el viejo imperio. Todas
estas categorías pertenecían al orden romano de los honestiores, es decir, la
clase alta, pero no eran propiamente maiores porque no desempeñaban
cargos públicos en el reino. Los obispos de la Iglesia pertenecían también a
esta categoría privilegiada.
¿Y cómo podía un obispo convertirse en magnate? Por la acumulación
de propiedades y de gente dependiente de él. De entrada, era bastante
común que los obispos provinieran de linajes acaudalados (entre otras
cosas, porque eran los que tenían acceso a la mejor educación). Y una vez
en el cargo, los obispos incrementaban su patrimonio por varias vías. Una
eran las donaciones de bienes y tierras a la Iglesia, práctica común entre los
nobles tanto por piedad como por interés: donar un terreno a la Iglesia y
reservarse una parte de los beneficios era una forma de asegurarse de que
nadie te confiscaría las tierras. ¿Y estos bienes iban al depósito de la Iglesia
o iban al bolsillo personal del prelado? En principio, a la Iglesia, pero debió
de ser muy frecuente que los obispos lo desviaran a su patrimonio personal,
y por eso hubo que legislar mucho al respecto.
Otra vía de adquirir poder, muy común en la Iglesia, era sumar clientela.
Pongamos un ejemplo: la Iglesia libera a un esclavo, que queda trabajando
en una propiedad agraria de un obispado; después, la Iglesia favorece que
ese liberto se case con una mujer de condición libre; a partir de ese
momento, los bienes y la descendencia del matrimonio pasan a ser
dependientes del obispado, al que obedecen y pagan tributo. Porque el
poder no consistía solo en acumular oro y tierra, sino también en sumar
personas, «clientes», como se los llamaba desde los tiempos de Roma. La
palabra «cliente» viene del latín cluere, que significa «obedecer», «acatar»,
y se utilizaba para designar a aquellas personas que, siendo libres, es decir,
no esclavos, tenían que ponerse bajo la protección de alguien de rango
social y económico superior. De aquí nacerá la institución del «vasallaje»
en la Europa feudal.
¿Volvemos al Oficio Palatino? Hemos visto a los maiores que
gobernaban y a los minoris que les auxiliaban. Hemos de ver ahora a los
inferiores. Importante: no eran inferiores socialmente, pues formaban parte
también de la nobleza, sino que el nombre obedece al tipo de cargo que
desempeñaban dentro de la estructura del Reino. Eran inferiores, por
ejemplo, los thiufadus, una categoría muy específica del mundo visigodo.
Los thiufadus, originalmente, eran generales, es decir, jefes de los ejércitos,
pero a partir de la militarización de la Administración por Chindasvinto —
si no antes— empezaron a asumir también el cargo de jueces. Por cierto que
los jueces propiamente dichos también pertenecían al orden de los
inferiores.
Wamba fue demasiado lejos. Sin duda su ley militar ultrajó muchas
sensibilidades. Debió de haber muchos nobles humillados, demasiados
bienes confiscados, demasiados obispos pillados in fraganti y demasiados
siervos haciendo carrera en la Administración de palacio para indignación
de una nobleza que se consideraba con derecho a copar todos los resortes
del reino. El hecho es que fueron a por Wamba. Y entre los conjurados
había gente del círculo más fiel del rey.
Las primeras medidas que toma Ervigio en cuanto llega al poder son
muy indicativas de lo que estaba pasando. Literalmente, el rey se envuelve
en las túnicas del poder eclesiástico: busca ante todo que la Iglesia le
legitime. Convoca un concilio en Toledo (el XII) y ante los obispos subraya
que el poder del rey viene de Dios. Acto seguido, pide a los obispos que
participen con su consejo en el gobierno del Reino. No es una fórmula
retórica: el XII Concilio de Toledo otorga a los obispos la facultad de actuar
como supervisores de las sentencias judiciales y, aún más, convierte al
obispo en instancia suprema de apelación cuyo criterio ha de ser acatado
por el juez so pena de graves multas (hasta dos libras de oro). Junto a los
privilegios políticos, Ervigio otorga a la Iglesia un nuevo privilegio
económico: anula los obispados creados por Wamba, que habían mermado
el poder de las diócesis ya existentes. Y un regalo para Julián de Toledo: se
reconoce al titular de la diócesis toledana el derecho a consagrar a todos los
obispos designados por la corona, lo cual ratifica a Toledo como cabeza de
la Iglesia española.
En aquel concilio no solo participaron treinta y ocho obispos y cuatro
abades, sino también quince «varones ilustres» del Oficio Palatino, es decir,
la crema de la nobleza visigoda. Ervigio tenía mucho interés en exhibir ante
los nobles el apoyo del clero y, al mismo tiempo, mostrar que también aquí
estaba dispuesto a hacer concesiones. De entrada, se propuso una revisión
del Código de Recesvinto en orden a suavizar los castigos previstos para los
nobles que incumplieran la ley. Por ejemplo, se suprimieron las leyes que
castigaban a los que maltrataran gravemente a sus esclavos. A cambio, el
rey fue inflexible en dos líneas políticas que venían de tiempo atrás. La
primera, las normas que regían los matrimonios entre las familias nobles,
auténtico motor de las alianzas entre los grandes del reino. La segunda, la
ley militar. Como se recordará, Chindasvinto ya había intentado controlar la
política matrimonial. Ervigio propondrá ahora dos cosas: una, que ninguna
viuda pueda volver a casarse hasta después de un año de la muerte de su
primer marido, salvo que el propio rey proponga ese matrimonio; la otra,
castigar severamente a los nobles que abandonen a sus mujeres, salvo que
medie adulterio. Ambas medidas tenían un único objetivo: que la corona
pudiera controlar la conformación de alianzas nobiliarias por vía
matrimonial.
El otro asunto en el que Ervigio entró a fondo, la ley militar, resultaba
especialmente delicado. La realidad práctica, ya lo hemos visto, era que el
rey no podía reclutar un ejército poderoso sin contar con los grandes
señores de la tierra, que eran los que tenían hombres en abundancia tanto
por sus respectivas clientelas armadas como por la mano de obra sierva o
esclava de sus campos. Ahora bien, esa mano de obra era necesaria para que
los campos dieran fruto, así que los señores se mostraban muy renuentes a
la hora de llevarla al combate, especialmente si se moría allí. Por eso
Wamba había llegado al extremo de penar al desobediente con la privación
del derecho a testificar, algo de extrema importancia en un entorno social
donde la palabra era la expresión del honor y el honor era el rasgo esencial
de la nobleza. Ahora Ervigio va a suprimir esa pena, pero va a sustituirla
por otras de dureza semejante. El noble que no acuda cuando el rey llame al
combate, será exiliado y se le confiscarán sus bienes. Si se trata de gente de
rango inferior, entonces la pena será la flagelación, la decalvación y una
severa multa que, de no verse satisfecha, conducirá al desobediente a la
esclavitud. Y no se trata solo de comparecer en el campo de batalla, sino
que además el señor debe hacerlo al menos con el diez por ciento de sus
esclavos y armándolos de su bolsillo; de lo contrario, el rey se quedará con
ese diez por ciento. Era enero del año 681.
Í
ASÍ SE CAE UN CASTILLO DE NAIPES
El giro de Egica
Hierro y peste
Es aquí, en estos años finales del siglo VII, cuando se fragua la caída del
Reino de Toledo. La titánica tarea de Leovigildo y sus sucesores para
construir un Estado empieza a borrarse del horizonte. ¿Por qué? Las cosas
no tienen una sola causa, sino que todo pasa y pesa a la vez. La
fragmentación del poder ya es un hecho: la Corona no tiene, materialmente,
los medios precisos para organizar la riqueza, imponer la autoridad y
controlar el territorio. ¿Quién tiene los medios? Los señoríos territoriales.
Cada uno de ellos intenta sacar el máximo partido de la situación y al rey no
le queda otra opción que someterse a ese estado de cosas. Aún más, los
reyes, lejos de encarnar un poder público distinto al de los nobles, se
comportarán como señores privados tratando de obtener el mayor beneficio
para sus propios linajes y aliados. Y cuando vienen mal dadas —un periodo
de malas cosechas, por ejemplo—, entonces lo que se produce es un
«sálvese quien pueda»: los ricos acaparan lo poco que hay y los pobres se
quedan literalmente sin nada. Consecuencias: los ricos pelean entre sí por
quedarse con la mejor parte, mientras los pobres tratan de escapar a la
muerte vendiéndose como esclavos… de los ricos.
Apocalipsis
La imposible reconciliación
El frágil Magreb
¿Podían ir las cosas peor? Sí. Porque entonces se murió Witiza. Corría
el año 710. ¿Y cuántos años tenía entonces Witiza? ¿Y de qué murió?
¿Acaso lo mataron? Nadie lo sabe. El hundimiento del Reino visigodo
viene envuelto en una nube de incertidumbre donde los pocos datos
fidedignos que tenemos se trenzan con reconstrucciones posteriores y
leyendas populares. Pongamos que Witiza era hijo del matrimonio de Egica
con Cixilo. En ese caso habría nacido en torno a 684 y en el momento de su
muerte apenas tendría veinticinco años. También podía ser hijo de un
matrimonio anterior de su padre, que es lo más posible, pero eso no consta
en ninguna parte y, por otro lado, tampoco esta circunstancia le haría mucho
más mayor. ¿Treinta y cinco años como mucho? Demasiado joven para
morir. Aunque nada permite asegurarlo con certeza, la hipótesis de la
muerte violenta no es descabellada. Menos descabellada aun cuando uno lee
lo que dice la Crónica Mozárabe, escrita apenas cuarenta años después de
estos sucesos: a la muerte de Witiza, Rodrigo «invadió tumultuosamente el
reino con el respaldo del Senado». A Rodrigo ya lo conocemos: ese dux de
la Bética, hijo del represaliado Teodofredo. El «Senado» al que se refiere el
cronista es, según los usos de la época, la asamblea de los nobles palatinos
y las autoridades eclesiásticas. Y la clave está en esa otra fórmula: «Invadió
tumultuosamente».
¿Qué quiere decir que Rodrigo «invadió tumultuosamente» el reino?
Quiere decir que se hizo con el poder de manera violenta; quizá no
ilegítima, pero sí en un contexto de tenso conflicto, muy a tono con las
circunstancias que el Reino de Toledo vivía desde al menos quince años
atrás. Fuera cual fuere el procedimiento, el hecho es que Rodrigo fue
elevado al trono y ungido, y de inmediato surgieron rebeliones nobiliarias
en otras regiones del país, como era de esperar. Dice una leyenda árabe —lo
cuenta Ibn al-Qutiyya— que Rodrigo, en su sede toledana, entró en la
Cueva de Hércules y abrió el arcón prohibido, donde vio la imagen de los
sarracenos invadiendo España. Dice otra leyenda, al parecer de origen
egipcio pero recogida por nuestro Romancero, que Rodrigo se enamoró de
Florinda, hija del gobernador de Ceuta, don Julián, y aprovechando que la
muchacha estaba en Toledo, la forzó, razón por la cual Julián, en venganza,
trajo a los musulmanes a España. Todo esto, por supuesto, es folclore y ni
siquiera lejanamente se le puede suponer una base real. Lo que sí es real es
que el bando de Witiza y Egica se tomó muy mal la coronación de Rodrigo
y enseguida hubo un levantamiento. El último levantamiento.
En realidad, en Toledo no estaba ocurriendo nada que no hubiera pasado
antes, cuando la conjura contra Wamba o cuando la sublevación de
Sisenando. Tampoco nada que no estuviera sucediendo en otros reinos de
Europa. La diferencia es que, ahora, había alguien esperando al otro lado
del Estrecho para aprovechar la oportunidad.
GUADALETE
Año 710. El Reino de Toledo entra en un túnel oscuro. Algo semejante a
una nube de polvo —o tal vez de arena… del desierto— cubre al mundo
visigodo. Lo poco que sabemos, frecuentemente contradictorio, nos llega a
través de crónicas posteriores a los hechos: la transmisión oral mozárabe, la
reconstrucción elaborada en las crónicas asturianas, las narraciones
musulmanas, tales o cuales ecos aislados en documentos de otras partes de
Europa… Nos movemos en un mapa de incertidumbres. Mira uno el
paisaje, negro de noche, y de repente aparece un destello aquí, otro allá…
Esos destellos iluminan fugazmente el cuadro y nos permiten ver, siquiera
un instante, una parte de la realidad. No toda, pero lo suficiente para ir
atando cabos. Las cosas pudieron suceder así:
La batalla de Guadalete
La gran invasión
Tal vez Rodrigo pensó alguna vez que los moros se retirarían tras llenar
sus alforjas con el saqueo del campo de Algeciras. Se equivocó y el
resultado fue Guadalete. Tal vez los witizianos pensaron en algún momento
que Tarik y los suyos volverían a su orilla después de Guadalete, fuera cual
fuere el pacto con ellos. También se equivocaron y el resultado fue el asedio
de Medina Sidonia y Sevilla. Lejos de limitarse al saqueo y, aún menos, de
regresar a sus bases norteafricanas, los musulmanes ocupan el territorio e
incluso traen nuevos contingentes encabezados por el propio Muza. Sevilla
resistirá un mes y terminará capitulando; según es tradición, con importante
papel de la comunidad judía de la ciudad. Es ya el año 712. Muza divide sus
fuerzas: él atacará por el oeste, hacia Mérida, mientras Tarik lo hace por el
este, hacia Córdoba. Ambos brazos tendrán que convergir en Toledo.
¿Qué pasaba mientras tanto en el campo visigodo? Después de
Guadalete, los escasos supervivientes del bando de Rodrigo habían tratado
de reorganizarse en Écija. Allí plantaron cara al avance enemigo, pero todo
fue inútil. Desbordados, retroceden hasta Córdoba, ciudad rodriguista, y se
encierran tras sus murallas. ¿Y qué están haciendo mientras tanto los
witizianos? Ocupar el poder. O más exacto: ocupar el palacio de Toledo,
cosa que Oppas, el hijo de Egica, que ya debía de ostentar allí una posición
relevante, hace a toda velocidad. ¿Se dispone Oppas a resistir frente a los
musulmanes? No, evidentemente. En ese mismo momento el moro Tarik
está marchando directamente sobre Toledo: ha enviado algunos
destacamentos a sofocar los pequeños núcleos de resistencia y él ha
enfilado sin dudarlo hacia la capital. Es una jugada política clarividente.
Alguien está asesorando a Tarik. ¿Quién? Urbano (Julián), el conde de
Ceuta. Por desgracia para Oppas, los nobles de la ciudad, fieles a Rodrigo,
se sublevan; Oppas tiene que huir de Toledo. Tarik frenó su marcha.
En el oeste, Muza llega hasta Mérida y pone sitio a la ciudad. Primera
sorpresa: Mérida, ciudad bien amurallada y sobradamente abastecida por el
río Guadiana (simplemente Ana, se llamaba en la época), resiste con
obstinación. El gobernador de Ifriquiya decide entonces dejar allí un
destacamento de asedio y seguir camino hacia Talavera y Toledo. En ese
mismo instante, Tarik está ante Córdoba. La ciudad sucumbe, pero la
guarnición goda resiste tras los muros de la ciudadela. Finalmente, y tras un
mes de asedio, los resistentes, sin víveres, optan por rendirse. Tarik
ordenará asesinarlos a todos. Con Sevilla y Córdoba conquistadas y Mérida
bloqueada en aquel asedio interminable, los musulmanes controlan las
principales ciudades y las vías de comunicación del cuadrante suroeste de la
Península. Por el camino, Muza y Tarik ofrecen a los hispanos la habitual
propuesta de las tropas musulmanas: respetarán sus vidas y haciendas si
aceptan reconocer la autoridad del califa y pagan el correspondiente tributo
al nuevo amo. Con la estructura urbana, política y logística del reino
completamente colapsada, para la mayoría no hay otra opción que capitular.