Hieros Gamos o El Matrimonio Sagrado

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Hieros Gamos

o
el Matrimonio Sagrado

Amo a los que me aman; y los que me buscan me encontrarán pronto


(Prov. 8:17)

El misterio de la individualidad debe incluir una imagen de ésta vista


mediante el prisma de la dualidad de lo masculino y lo femenino que divide al
individuo en dos mitades incompletas, por decirlo así. El universo está
gobernado por polaridades, y la polaridad esencial es la de lo masculino y lo
femenino –lo positivo y lo negativo, el hombre y la mujer, que son
personificaciones de la polaridad metacósmica Absoluto-Infinito que se
encuentra en el corazón de la Realidad. Aunque estén divididas, estas
polaridades presuponen una unidad subyacente sin la cual no podrían oponerse
entre sí; sin este factor unificador, serían completamente extrañas la una para
la otra en lugar de complementarse mutuamente. Esta unidad común para el
hombre y la mujer se debe al hecho de que son anthropos(seres humanos), y
esto tiene prelación –en ciertos aspectos decisivos- sobre el hecho de que sean
macho o hembra.

El universo, para irradiar y expandirse, depende tanto de la


complementariedad que atrae como de la oposición [1] que enfrenta lo
masculino y lo femenino. Sin polaridad el universo se derrumbaría y sería
reabsorbido en el No-ser, o la ausencia de forma de la Esencia; y sin embargo,
sin unidad esta polaridad conduciría al caos. Otra expresión de la unidad
subyacente se encuentra en la atracción contrapuesta pero magnética entre
estos dos polos; en esta síntesis de repulsión y atracción mutua se origina la
irradiación dinámica que estimula a todas las criaturas y formas de vida, hasta
tal punto que la perfección de la absoluta masculinidad, en su más pura
intensidad como Verdad y Fuerza, y la perfección de la absoluta feminidad, en
su más pura intensidad como Amor y Belleza, determinan la vibración vital del
universo. Si esos dos polos se reducen o confunden en alguna medida, el
universo pierde entonces en esa misma medida la tensión dinámica que
sustenta su vitalidad.

Lo que la mujer ama en el hombre es esencialmente su fuerza e inteligencia,


o su objetividad liberadora, y en este sentido el hombre se equipara al centro
inmóvil o al principio estático o axial, reflejado en la verticalidad y dureza
inherentes a su cuerpo y en la morfología de su anatomía sexual, siendo su falo
un símbolo del eje vertical –el lingamsagrado del hinduismo simboliza la energía
creativa masculina de la Divinidad. Y lo que el hombre ama en la mujer es
esencialmente su belleza y su amor, su bondad y su misericordia, o el misterio
de su subjetividad liberadora, y en este sentido la mujer se equipara con el
círculo dinámico de la vida, reflejado en la redondez y suavidad de su cuerpo y
en la morfología de su anatomía sexual, recordando su vulva a la vez el misterio
de una flor y el de la interioridad, o de hecho el corazón[2]. Si el hombre es el
tronco y la savia del árbol, la mujer es las ramas y los frutos; si el hombre es
el centro estabilizador, la mujer es la plenitud liberadora; si el hombre es el
solitario número “uno”, o la unicidad, la mujer es el número dos y por extensión
la multiplicidad gregaria –o si el hombre está relacionado con los números
impares que mantienen unidos y unifican a los números pares, la mujer está
relacionada con los números pares por los cuales la unidad se divide y fructifica.
Su fascinación mutua es procreadora y revivificadora para el cosmos entero,
pero el poder cósmico de esta atracción erótica necesita el tipo de
magnificación que sólo proporcionan los opuestos: por eso el universo se
desarrolla cuando cada uno de los polos mantiene un estado modélico en el
esplendor íntegro de su posibilidad: el hombre como héroe solar regio y la mujer
como diosa del amor gentil, pero también como seductora encantadora que
atrae al polo masculino fuera de la soledad estéril. Como ya se ha dicho, esta
interacción de cualidades proviene de la polaridad Absoluto-Infinito que,
traducida en términos humanos, es Verdad y Belleza. Ahora bien, al ser Verdad,
el hombre es también discernimiento, y al ser Amor, la mujer es también
redención; en otras palabras, y contrariamente al simbolismo de los números
pares e impares que acabamos de describir, allí donde el hombre divide, la
mujer unifica.

En lo que se refiere a la cuestión de los atributos específicamente


masculinos o femeninos de cada sexo, ciertamente el hombre y la mujer son
ante todo seres humanos, pero ciertos rasgos pueden ser calificados
correctamente de “masculinos” o, al revés, de “femeninos”, sin abuso o
prejuicio, porque el hombre y la mujer son visiblemente diferentes, es decir,
porque tienen arquetipos diferentes. Al mismo tiempo, se pueden tomar
algunas cualidades, como la “valentía”, y decir simplemente que existe una
versión masculina y otra femenina. E igualmente con la “ternura”, existe un
tipo masculino de ternura y otro femenino. Sin embargo, no es erróneo
generalizar y decir que la valentía queda grosso modo del lado masculino de la
ecuación y la ternura del lado femenino, pero nunca de manera exclusiva
porque, repitámoslo, el hombre y la mujer son en primer lugar y ante
todo anthropos. Por decirlo de otro modo: no es necesariamente una debilidad
si una mujer carece de valentía –o, para ser más exactos, carece de la valentía
confrontacional o combativa- o si le resulta más difícil que a un hombre
poseerla, pero para un hombre es ciertamente poco masculino carecer de
valentía. A la inversa, es antinatural que una mujer carezca de ternura, pero lo
es menos para un hombre; o, al menos, un hombre debe ser (según las
circunstancias) más cuidadoso mostrando ternura que una mujer, porque ésta
puede identificar corazón y alma con la ternura de una manera que no es posible
para un hombre, excepto en circunstancias íntimas. Pero finalmente, en todos
estos temas, se trata más de una cuestión de grado que de diferencias
absolutas, porque tanto el hombre como la mujer contienen yin y yang. Sea
como fuere, en los tiempos modernos se ha hecho más difícil diferenciar entre
estos dos polos, y esto forma parte de la situación cíclica en que se encuentra
la humanidad, en una civilización que está abjurando de su patrimonio
espiritual.

Dado que tenemos dos polos, su deterioro es un presagio del deterioro


del universo mismo. El deterioro de estos dos polos empieza con su confusión,
a saber, cuando el hombre se feminiza demasiado y la mujer se masculiniza
demasiado; decimos “demasiado” reconociendo que ninguno de los dos polos
puede ser totalmente absoluto, de lo contrario lo dominaría todo y dejaría así
de ser un polo; de ahí que un polo contenga siempre un elemento de su
opuesto, que es la base de su eje común. En este sentido el hombre y la mujer
comparten, como se ha dicho antes, la calidad de seres humanos y, así,
incluyen en la forma del yin-yang cada uno un elemento del otro, de modo que
el hombre perfecto contiene algunos elementos “femeninos” o delicados, pues
si no se volvería pura dureza, si eso fuera posible, del mismo modo que la mujer
contiene algunos elementos “masculinos”, pues si no se disolvería
completamente en dulzura, si eso fuera posible. En su complementariedad, el
hombre y la mujer buscan recobrar su unidad perdida, en particular mediante
el abrazo erótico, al tiempo que proyectan esta unidad mediante el duelo
entablado de su dualidad; y este rítmico unirse y separarse constituye el patrón
dinámico de toda la creación. En este sentido, el cosmos puede compararse a
un misterio tántrico.

*****

El hombre –considerado ahora como entidad masculino-femenina,


o anthropos- está compuesto de alma y Espíritu, o de una parte variable y otra
invariable, o de una porción mutable y otra inmutable. Se puede decir que el
hombre es mortal e inmortal a la vez, pero su alma no es mortal del modo en
que lo es el cuerpo; aun así, el alma no es inmortal del modo en que sólo el
Espíritu puede serlo. El Espíritu, pese a ser la parte más real –o la única
verdaderamente real- de un individuo, es paradójicamente la más invisible,
porque al ser de una substancia supramaterial (y suprapsíquica) no puede ser
directamente aprehendido mediante los sentidos como puede serlo el alma. Su
presencia, por tanto, no se siente, empíricamente hablando, porque trasciende
los cinco sentidos. Al mismo tiempo, al no ser inexistente –aunque sea no
existente material y psíquicamente- se puede captar mediante la inteligencia,
o más bien mediante la inteligencia espiritual, porque la razón sólo puede inferir
su existencia pero no detectarlo directamente, tarea reservada al corazón-
intelecto. De modo parecido, el alma es también supramaterial respecto al
cuerpo, aunque no respecto al Espíritu porque, en contraste con el Espíritu, el
alma está también compuesta de una substancia perecedera, aunque se
acostumbra a hablar de su inmortalidad, lo cual es cierto; pero sólo del Espíritu
se puede decir que está incondicionalmente libre de la muerte a causa de su
inmutabilidad [3] . Dicho esto, es importante comprender que la línea divisoria
entre Espíritu, alma y cuerpo físico es sólo semiabsoluta: desde el exterior es
prácticamente absoluta, pero inmanentemente hay continuidad de substancia
entre los tres, aunque el Espíritu puede definirse como perteneciente al polo
esencia y el alma (o el complejo alma-cuerpo) como perteneciente al polo
substancia.

No hay nada que el alma ame más que al Espíritu y por tanto no anhela
nada tanto como al Espíritu. En el individuo espiritualmente realizado, el alma
se desposa primero y se une después al Espíritu en una unión sagrada de
luminosa beatitud –o en la clásica imagen tomada del budismo tibetano, la del
icono yab-yum, que representa el entrelazamiento de la Sabiduría y la
Compasión. En un sentido profundo, el Espíritu y el alma corresponden a la
polaridad de macho y hembra, aunque hablando estrictamente el Espíritu no es
ni masculino ni femenino, si bien es ambas cosas en su esencia.

Ahora bien, aun cuando los seres humanos estemos compuestos de alma y
Espíritu, nuestra conciencia habitual es la del alma, mientras que el Espíritu
permanece en segundo plano, inadvertido –aunque la verdad y la lógica, y la
comprensión de los principios primeros, proporcionan una puerta de acceso al
Espíritu. Sea como fuere, el Espíritu, en la experiencia de la mayoría de los
hombres, permanece intrínsecamente latente, misteriosamente presente pero
oculto tras el velo del alma, que está tejido de fenómenos de pensamientos sin
fin, impresiones, sensaciones, emociones, deseos, aspiraciones –todo lo cual
exige la atención del ego individual. Y estos fenómenos –las experiencias diarias
del alma- son lo que habitualmente el alma considera verdadero o real, y por
tanto significativo. Sin embargo todas estas impresiones equivalen a ilusiones,
pues finalmente no son más que imágenes efímeras, que se desvanecen tan
pronto como surgen, desplazadas por otras nuevas, como si la vida fuese un
soñar despierto: las casas y las calles donde se encuentra la gente, las mesas
a las que se sienta, y las camas en las que se acuesta, todo esto estará vacío
un día, o lleno de otra gente. Todos estos escenarios son el hábitat del alma,
no del Espíritu, que no puede ser nunca de este mundo. A la vez, gracias al
Espíritu todas estas experiencias pueden tener un orden coherente y una
conexión, y por eso pueden ser dispuestas para servir a un objetivo, en vez de
deshacerse en multitud de preocupaciones y olvidos. O, vistas desde otro
ángulo, las experiencias del alma son como los hilos multicolores de un tapiz
mantenidos unidos por el Espíritu: según esta imagen, el Espíritu es la
urdimbre, y el alma y sus experiencias, la trama.

El alma en sí misma, cuando se halla libre de la agitación de las


preocupaciones individuales, es una fértil substancia femenina cuya función es
transformar la luz del Espíritu y transmitirla a todas las partes de la creación,
de manera muy parecida a como la luna, en las veintiocho posiciones que ocupa
al circunscribir los cielos, refleja la luz del sol [4]. En la ciencia de la alquimia
el alma se define normalmente como femenina y corresponde por eso a la luna,
el polo dinámico o mutable, mientras que el Espíritu se define como masculino
y corresponde al sol, el polo estático o inmutable. El viaje del hombre por la
tierra –y por el samsara- halla su transcripción simbólica en el viaje de la luna
cruzando los cielos: unida al principio con el sol y dejándolo después para girar
alrededor de la tierra, antes de volver a él. El profundo significado simbólico de
esta relación es que la luna/alma “yace con el sol”, antes de crecer, preñada
ahora con la luz del sol, a fin de dar a luz un niño sagrado en el momento del
plenilunio, antes de menguar y volver a unirse con el sol en lo que constituye
un ritmo mensual perenne, que transcribe el ciclo de nacimiento, crecimiento,
decadencia y muerte del cosmos. Más profundamente aún, el simbolismo de
“yacer con el sol” corresponde a la iniciación espiritual, en cuyo caso la luna
llena corresponde a la fructificación o realización espiritual (samadhi) de esta
chispa sagrada. De este modo, metáfora, simbolismo y mitología presentan
enseñanzas sintéticas que van más allá del análisis mental[5].

Transponiendo estas analogías, se puede decir que aunque la función


esencial de la mujer es dar vida a la progenie del Espíritu en la creación, ella es
también el velo de la ilusión universal, que seduce y dispersa a la vez, porque
el mismo velo que refracta la Luz también la vela. Así, la mujer, a pesar de sí
misma, puede apartar al hombre del Espíritu y por eso necesita la fuerza del
hombre para redirigir su energía hacia el cielo; pero la belleza de la mujer puede
disipar al hombre, dependiendo del grado de su autodominio viril, en vez de
recentrarlo ante el Cielo. Como alma, la mujer es una substancia no fijada:
volátil, proteica, inestable y engañosa[6], y refleja la órbita inestable (o “poco
fiable”, o “infiel”) de la luna alrededor de la tierra, y por eso, como la luna,
necesita el centramiento y la estabilización que sólo el Sol-Espíritu puede darle.
Y aquí es donde interviene el papel del hombre: aunque un hombre individual
puede estar igualmente ligado por el ego y por eso encontrarse como ella
identificado con el alma, pese a ello el arquetipo de su género es el Espíritu. Y,
a la inversa, la mujer no es sólo alma en todos los aspectos: en su sagrado
misterio, y como interioridad sagrada, es una encarnación de la Esencia y de
este modo también ella se une al Espíritu.

Sin embargo, al tratar sobre el hombre y la mujer en abstracto –en


oposición a su substancia individual- no es incorrecto, simbólicamente
hablando, decir que el hombre encarna el Espíritu como tal y la mujer el alma
como tal –o respectivamente el Absoluto y el Infinito- o afirmar que el hombre
representa el eje vertical y determinativo y la mujer el eje horizontal y
receptivo. Y en este sentido se puede hablar de la relativa superioridad del
hombre sobre la mujer respecto a las funciones sociales[7], porque el
simbolismo esbozado establece que el hombre como centro y principio tiene
una fuerza creativa que halla su realización a la vez en la fortaleza y la
objetividad –una fortaleza apropiada tanto para construir como para destruir,
por cierto, y una objetividad que divide y analiza- mientras que la mujer, como
periferia envolvente (en contraste con la exclusividad del centro
masculino)[8] y como cálida vida, encarna una fuerza compasiva que halla su
realización en unificar y curar, y no en separar y oponer como su homólogo
masculino. Desde otro punto de vista, no obstante, el hombre es exterioridad,
objetividad y discernimiento, mientras que la mujer es interioridad, subjetividad
y unión; en este sentido, el hombre se identifica con el polo trascendencia y la
mujer con el polo inmanencia. Trasladar estos atributos una vez más al plano
social nos permite definir al “hombre como discernimiento” y por eso explicar
su papel directivo y legislador, su capacidad de liderar y gobernar, exactamente
como nos permite definir a la “mujer como unión” y por eso explicar su papel
como criadora, sanadora y sustentadora. Sea como fuere, la superioridad del
hombre en el plano social no puede ser absoluta y por eso a menudo es más
funcional que substancial, porque todo depende finalmente de la cualidad de
los individuos, y en este terreno –el de la personalidad- cualquier cuestión de
superioridad decisiva deriva del mérito humano y de los talentos de cada
persona[9]; así, hay mujeres que gobiernan como reinas, con príncipes
consortes pasivos, o incluso mujeres “estadistas” –el consejo de la profetisa
Débora, por ejemplo, era solicitado por todos- pero esto siempre será más bien
la excepción que confirma la regla[10]. Y en la religión, donde una mujer
tradicionalmente no puede desempeñar una función sacerdotal[11], puede, en
circunstancias excepcionales, desempeñar la función de guía en el campo
espiritual, un campo, precisamente, en el que la esencia domina a la forma, la
interioridad a la exterioridad, lo que significa asimismo que la polaridad sexual
es trascendida o que ambos polos sirven igualmente como símbolos del Espíritu.

Adoptando ahora esta simetría en la que el hombre se equipara al Espíritu


y la mujer al alma, el hombre como fuerza proporciona seguridad a la mujer,
sin la que ésta no puede florecer; por fuerza entendemos no simplemente la
fuerza física, sino la fuerza moral, cuya esencia es el autodominio
complementado por la ecuanimidad e, intelectualmente, la serena objetividad,
de lo contrario no es realmente autodominio sino represión. La esencia del
autodominio viene del hecho de que la naturaleza del Espíritu es gobernar el
alma, lo que significa que el hombre, en la medida en que se identifica con el
Espíritu, consigue no ser vencido o seducido por el alma, o –en términos
psicológicos- no sucumbir a la subjetividad, la irracionalidad, el capricho o todas
las demás inclinaciones arbitrarias; en una palabra, la hombría es el ímpetu
para trascenderse a uno mismo, y el hombre lo consigue no sucumbiendo al
impulso, las emociones y las tentaciones mezquinas[12]. A la inversa, cuando
el hombre cede a impulsos pasionales o permite que los estados de ánimo
determinen sus opiniones y elecciones, o cuando pierde el autocontrol, la
paciencia o el temple, se arriesga a convertirse en esclavo de deseos caóticos
y pierde su papel como encarnación del Centro o Eje divino[13]. Ahora bien,
todo esto es profundamente inquietante para la mujer, que se encuentra
entonces, o bien indefensa ante la arbitrariedad o la posible irracionalidad del
hombre –dos de las principales flaquezas de la mujer- o bien se ve forzada a
adoptar ella misma la virtud masculina arquetípica de objetividad, impasibilidad
e imperturbabilidad –ella, cuya naturaleza fundamental es de profunda empatía
y emoción (y no de desapasionada y aparentemente “estéril” ratio), porque
sentimiento y emoción son parte del genio de la mujer; estos rasgos derivan
por supuesto de su arquetipo como encarnación del amor y la misericordia
curativa. De hecho, la mujer es sentimiento porque es amor; el hombre, por
compensación, es razón porque encarna la verdad y la justicia. En otras
palabras, está en la naturaleza de la mujer ceder y someterse –que quiere decir
también adaptarse y acoger- y no enfrentarse u oponerse, tal como hemos
dicho que está en la naturaleza del hombre dirigir, conquistar y gobernar, y así
enfrentarse y oponerse y, si es necesario, derrotar y quizá matar[14]. Huelga
decir que se trata aquí de atributos arquetípicos, es decir, de cualidades
cósmicas que se hallan en la naturaleza del universo, y no estrictamente de sus
aplicaciones sociales. Por eso, discutir sobre idoneidad social es una cuestión
totalmente secundaria que no debe empañar el significado arquetípico.

Ahora bien, si la mujer, en su naturaleza íntima, es un alma que anhela


entregarse al Espíritu, ni que decir tiene que no desea entregarse a cualquier
hombre, por muy real que sea el arquetipo cósmico, sino a un dios o, de hecho,
a Dios mismo. Por tanto, esta “sumisión” no puede ser una cuestión puramente
social; más bien es un estado de la naturaleza, como un río que sigue los
contornos de la tierra o el esplendor de un campo abierto tendido al el sol en
una “sumisión” que es regenerativa y no fruto de un rígido rebajamiento.
Trasladado a un plano cósmico, es la “sumisión” de la tierra que gira alrededor
del sol, de la noche que recibe al día, de los planetas que “obedecen” a sus
órbitas, de Prakriti que honra a Purusha[15].

Y el hombre, a su vez, aligerado de su duro deber de defender el Principio o


la Verdad, puede encontrar la liberación en la acogedora dulzura y bondad de
la mujer y puede así, en una inversión de polaridades, cumplir el mandato de
ésta sin esfuerzo. Pero cuando la naturaleza de estos polos está dañada o
invertida en el caso de cada sexo, la dulzura inherente a la mujer puede
volverse amargura, transformándola en una furia que, en venganza por la
debilidad o arbitrariedad del hombre, lo hostigará sin piedad. Sin embargo, ella
llora al hacerlo, porque, lo sepa o no, su hostigamiento es en realidad un intento
inútil de convertirlo en el hombre que desearía que fuese. Así, al atacar al
hombre, la mujer espera secretamente que él acepte el reto y nocaiga en la
trampa de su acoso; que resista con fuerza imperturbable su ataque y
despliegue al mismo tiempo una generosidad magnánima y amorosa,
rescatándola así de su propia naturaleza inquieta y potencialmente caótica. El
hombre, por su parte, quizás desconcertado por las invectivas de la mujer, lo
pone todo en riesgo si se deja arrastrar a la maraña de reproches de la que la
misma mujer espera intensamente que la liberen; pero sólo un héroe la puede
rescatar de sí misma, y no un impostor mezquino, arbitrario y poco viril. Y así
se desarrolla el drama de los sexos[16].

Al establecer tales distinciones, puede parecer que opongamos Verdad a


Amor –o Inteligencia a Ser- cuando de hecho estos polos no pueden oponerse
verdaderamente porque en esencia el amor, cuando es profundo, es una forma
de inteligencia, igual que la inteligencia, cuando es integral, es una forma de
amor; sin embargo, en la creación regida por la exterioridad y la división,
Verdad y Amor no sólo están polarizados, sino que pueden entrar en oposición,
hasta tal punto que no es erróneo equipararlos con la polaridad masculino-
femenino: en una oposición así, la Verdad se convierte en razón y el Amor se
convierte en sentimiento; o tenemos la rivalidad de la mente contra el corazón,
del cerebralismo contra la vida, o la dicotomía entre lo objetivo y lo subjetivo.
Ni que decir tiene que una esquematización como esta no pretende sugerir que
la mujer no pueda conocer la Verdad o, a la inversa, que el hombre no sea apto
para el Amor, porque, como ya se ha dicho, tanto el hombre como la mujer
combinan íntimamente los atributos recíprocos del Espíritu y del alma en sus
respectivas esencias. Con todo, puesto que un hombre no es una mujer y
viceversa, esta manera de contrastar sus virtudes específicas no es
inapropiada. Por eso, cuando un hombre muestra autodominio imperioso y
razón lúcida, esto tiene normalmente un efecto irresistible y profundamente
liberador en la mujer, porque entonces es libre de ser totalmente femenina y
florecer, sin miedo a dejar al descubierto su vulnerabilidad –siendo esta
vulnerabilidad o sensibilidad una dimensión necesaria de su naturaleza. En el
Cielo, por supuesto, la mujer puede manifestar “debilidades” como la bondad,
la misericordia y la sensibilidad sin correr el riesgo de la vulnerabilidad, pero no
en la tierra, de ahí su necesidad de la fuerza y la protección del hombre –y de
su lucidez- sin la cual se ve forzada, de manera muy antinatural, a volverse ella
misma fuerte o incluso dura, si no secamente racional; pero ese esfuerzo lleva
consigo el precio de cierta masculinización. Debería ser obvio que si las
circunstancias fuerzan a una mujer a encarnar el Absoluto, lo hace en
detrimento de su encarnación del Infinito, de donde derivan su amor y su
belleza. Finalmente, sin embargo, tanto el hombre como la mujer representan
a Atma, él como Absoluto y ella como Infinito –porque al fin el prototipo
de Atma es superior a cualquiera de sus dos polos.

*****

La mujer, por decreto cósmico por decirlo así, no lleva su centro en sí


misma, y por tanto necesita al hombre para encontrarse a sí misma; no puede
ser completamente ella misma sin el hombre. El hombre, por otra parte, debido
a su identificación con el polo Absoluto, lleva su centro en sí mismo, y por tanto,
estrictamente hablando, no necesita a la mujer para ser él mismo; en otras
palabras, el hombre tiene cierta afinidad con la soledad o la necesita. Pero éste
no es un estado natural para la mujer, que por temperamento innato prospera
mejor en compañía, porque es substancia y totalidad[17]. Pero incluso si esta
identidad de raíz con la soledad del polo Absoluto otorga al hombre cierta
capacidad de autosuficiencia[18], esto es así más en principio que de hecho,
porque todo hombre tiene un alma individual y en este sentido es similar a la
mujer, psicológicamente hablando; por tanto también necesita a la mujer como
compañera.

Se ha mencionado el hecho de que, desde un punto de vista social, el


hombre detenta cierta superioridad debido a su “exterioridad”; desde un punto
de vista espiritual, sin embargo, la simetría que acabamos de esbozar es
reversible o está abierta a varias combinaciones: la mujer, como interioridad,
está íntimamente asociada al misterio de lo que los sufíes llaman el sirr, el
“secreto divino”, de ahí el simbolismo de velar y desvelar que desempeña un
papel tan central en la contemplación de la belleza femenina, cuyo aspecto más
profundo implica la sacralidad de la contemplación de la esencia. Un hincapié
excesivo en velar y proteger a la mujer de las pasiones depredadoras de los
hombres, aunque es necesario en un mundo poblado por brutos, puede eclipsar
la función más profunda del velar, que tiene que ver –dejando de lado toda
cuestión de pecaminosidad del hombre- con proteger al hombre de la
contemplación indigna de la Esencia Divina. “Ningún mortal ha levantado nunca
mi velo”, comentaba Plutarco en relación con una estatua de Isis, queriendo
decir que sólo lo que es inmortal en el hombre es digno de contemplar a la
diosa suprema. En este sentido, el hombre –el hombre caído- se identifica con
el profano que necesita convertirse antes de ser autorizado a ver la belleza
inmortal. Dante lo confirma: “Aunque todo aquel que resiste mirarla debe o
bien ennoblecerse o bien morir (Vita Nuova, 19 1.35-36)”. En este sentido, la
Esencia divina que la mujer encarna tiene un efecto aniquilador sobre la forma
como exterioridad –o como profanidad- que debe ser purificada y transfigurada
en lo inefable. Pero, humanamente, este aspecto inefable de la mujer, no
apropiado para los ojos mortales, lo compensa la dulzura extraordinaria que
encarna, una dulzura que cura todas las fisuras, todas las deficiencias, y da
respuesta a todas las necesidades.

De modo más prosaico, el hombre común, oscuramente atraído como está


por el misterio de la “esencia-hecha-mujer”, necesita la virtud del amor para
vencer la destructividad potencial de la lujuria, en cuyo caso la dicha sexual, en
lugar de favorecer la gentileza, puede tener un efecto paradójicamente
endurecedor en el alma, e incitar incluso a la vileza de espíritu dependiendo de
la substancia individual de la persona; o la delicadeza de la mujer, en lugar de
inspirar la caballerosidad, puede invitar a la brutalidad del macho arrastrado
por sus impulsos. Esta es una de las razones por las que la satisfacción
desenfrenada de la pasión sexual es objeto de tantas censuras religiosas: la
misma fuerza por la vida y el éxtasis que puede ser un soporte inspirador para
la unión espiritual, puede también ser la causa de la perdición del hombre y de
la caída de la mujer, de ahí la necesidad de sacralizar y canalizar esta fuerza, o
al menos neutralizarla. Si no se reconvierte, la necesidad de la pasión salvaje,
una vez saciada, puede convertirse rápidamente en indiferencia mortal, o
incluso repugnancia. Muchos encuentros íntimos, nacidos de la pasión, acaban
en repugnancia post-coital, porque el hombre y la mujer son más que cuerpos
físicos; por eso, cortejar con lujuria es separarse con repugnancia, porque el
amor no puede sobrevivir a la ausencia de idilio, que es lo único que hace
justicia a la substancia celestial del alma. Hay una analogía entre el vino y el
amor: la copa que alegra y eleva el espíritu puede también desencadenar a la
bestia. Duo sunt in homine (“Hay dos naturalezas en el hombre”).

* ****

Debido a que la mujer se identifica con la Esencia divina, es importante


que su sagrado misterio sea conservado, protegido, e incluso ocultado. Ahora
bien, paradójicamente, esta dimensión es parte de la causa más profunda del
papel subordinado asignado a la mujer en las sociedades tradicionales, aplicado
de manera justa o injusta. Inevitablemente, en un mundo de hiper-virilidad, la
subordinación social lleva demasiado fácilmente al desprecio de la mujer y esto
explica su opresión y denigración; en este sentido, el destino de la mujer es
paralelo al de lo sagrado, que es fácilmente profanado, particularmente por los
hombres. Debido a que encarna la interioridad, o el misterio celestial, la mujer
puede sufrir a manos de hombres que no tienen ninguna noción de la
interioridad y que por lo tanto explotan su relativa indefensión; pero al denigrar
a la mujer, el hombre acaba denigrando a su misma substancia y pierde así
toda gentileza. La hombría, debería ser obvio, no se demuestra dando culto a
la fuerza bruta: la medida de la fuerza del hombre se demuestra por su cortesía
hacia la mujer, por su caballerosidad. Ahora bien, para la mujer la solución a
tal abuso no puede encontrarse en la llamada “liberación de la mujer”, que no
favorece a su arquetipo como misterio femenino y santidad, sino que, al
contrario, amenaza con perjudicar a todo lo que constituye su genio cósmico;
en otras palabras, la opresión de la mujer no se puede solucionar en un plano
puramente político.

Además, la ironía es que, al querer liberarse del hombre exteriormente,


la mujer le presta un homenaje indirecto e involuntario con su deseo de
emularle, aunque sea por oposición, cuando de hecho su liberación integral sólo
puede encontrarse en la adopción de la verdadera feminidad y no en el rechazo
de su arquetipo; tanto más cuanto que el tipo de hombre al que intenta desafiar
es o bien un bruto o bien una versión castrada de la virilidad, de lo contrario no
sentiría, para empezar, ninguna necesidad de rebelarse contra él, porque su
realización íntima como mujer se encuentra precisamente en su adoración del
hombre verdadero. Por esto todas las compensaciones sociológicas y políticas
obtenidas por la mujer moderna no sirven de nada, en definitiva, para corregir
su problema fundamental, porque al “masculinizarse” la mujer deja de ser
mujer en ciertos aspectos vitales y por eso cambia una injusticia por otra. Se
hará valer que tanto el hombre como la mujer son anthropos –o seres
humanos- antes de polarizarse por el género, y por eso una mujer puede
destacar prácticamente en cualquier actividad en que el hombre sobresalga,
incluso –excepcionalmente- en un bastión tan tradicionalmente masculino como
es la guerra; pero no se trata de eso, de lo contrario la polaridad sexual no
tendría ningún significado cósmico ni humano[19]. Nuestro supuesto, por tanto,
tiene que ser que el cosmos depende de la plenitud de esta polaridad y no de
su disminución, y aún menos de su anulación, porque este último resultado
podría ser la consecuencia final del experimento social moderno que
busca uniformizar las similitudes sexuales hasta que tanto los hombres como
las mujeres –intercambiándose los modos de vestir y tomando de prestado
extravagantemente el uno del otro- empiecen a tener el aspecto y a actuar
como un sexo híbrido, o un no-sexo, una tendencia que es un estado de cosas
totalmente antinatural que sólo puede desmagnetizar el universo, si puede
decirse así.

A este respecto, cabe mencionar también la llamada liberación de ambos


sexos de las restricciones de la “mojigatería” y la completa pérdida de la
discreción pública en relación con dimensiones de la sexualidad que
antiguamente eran tabú –nótese el uso desdeñoso del término “mojigatería”
para burlarse de la dignidad de la privacidad.

En especial, parte de la necesidad de misterio en cuestiones sexuales está


relacionada con la desnudez del cuerpo humano y su simbolismo sagrado. El
hombre y la mujer son las únicas criaturas que por decirlo así están
“vestidas” de su carne; los animales no tienen esta posibilidad. La
desnudez humana es una manifestación existencial del Espíritu mismo: en el
caso del hombre es la perfección del Absoluto hecha carne y en el de la mujer
la perfección del Infinito hecho carne. Los pelajes de los animales, a causa
precisamente de su variedad, son expresiones periféricas en relación con el
Centro sagrado que representan el hombre y la mujer en su desnuda gloria.
Además, la belleza teofánica de la desnudez del hombre y la mujer es una
prueba más de la naturaleza no utilitaria de su alma, es decir, de la centralidad
contemplativa de su ser, que es también la razón por la cual es preciso que, en
la tierra, estén vestidos, exactamente como el propio Principio Divino adopta
múltiples disfraces en la creación, pues de lo contrario la creación no podría
soportarlo[20]. En otras palabras, la desnudez del hombre y la mujer anuncia
el paraíso. El primitivismo, o la tosquedad física, no socavan para nada esta
afirmación, porque el cuerpo físico, en su opacidad material como punto de
proyección más exterior del Espíritu, se opone al Espíritu aun siendo al mismo
tiempo un testigo directo de él por la nobleza de sus formas anatómicas; en
este sentido, los extremos se tocan. Semejante paradoja, según la cual la carne
revela el Espíritu y a la vez se opone a él, deriva de la ley de la analogía inversa
que gobierna a la manifestación, en la cual lo que en el Cielo es más grande es
más pequeño en la tierra y lo que es más grande en la tierra es más pequeño
en el Cielo. En este sentido, el cuerpo humano desnudo como forma divina se
identifica con el Espíritu, pero como carne es corruptible y perecedero.

*****

En la guerra que enfrenta a Marte y Venus –que tiene su propósito


cósmico- las mujeres, por supuesto, saben muy bien cómo defenderse[21].
Pero en el conflicto entre un hombre y una mujer, algunos pueden sorprenderse
si señalamos que esencialmente es el hombre el que tiene la máxima
responsabilidad por el conflicto, porque, siendo él mismo fuerza en virtud de su
arquetipo cósmico, el hombre es el pilar no sólo de toda estructura social, sino
también del orden en la creación. Por eso, si es débil o no acepta plenamente
sus deberes y prerrogativas, de ello se sigue obligatoriamente el caos, y en esta
situación la naturaleza desata fuerzas que se disputan la supremacía en el vacío
dejado por el abandono, la indolencia o incluso el afeminamiento del hombre.
Si en el despliegue de la creación es Eva la que desempeña el papel necesario
de seductora, sin embargo lo que provoca la Caída es la debilidad de Adán; este
guión se repite, mutatis mutandis, a lo largo del tiempo. A causa de la
centralidad del hombre en la creación exterior, su verticalidad y su rectitud
garantizan a la vez el vigor de una civilización y el mantenimiento del orden
moral; en este sentido, la mujer no puede caer tanto como el hombre, y por
consiguiente su caída no es tan profundamente perjudicial como la del hombre.
De hecho, la mujer no puede caer a no ser que caiga el hombre primero[22],
mientras que lo contrario no es cierto, de la misma manera en que una casa no
puede derrumbarse si sus pilares no se desmoronan; esto es simplemente una
ley de la naturaleza: de hecho, la imponente bóveda del Cielo misma descansa
fundamentalmente en la virtud masculina. Esta es la razón por la cual el
afeminamiento del hombre es tan calamitoso; y también por esto es un
acontecimiento propio del fin de una civilización.

Y aquí tenemos que abrir un paréntesis, por más que prefiriéramos evitar
este tema: es en parte en vista de esta calamidad como debe entenderse el
tradicional oprobio de la homosexualidad masculina, en la radical violación de
las normas cósmicas que implica. Toda una tendencia de la sociedad moderna
se mueve simultáneamente hacia la castración del hombre, así como en la
dirección de borrar la distinción entre sexos. Lo que se disfraza como tolerancia
en el deseo de la gente de aceptar una sexualidad polimórfica, haciendo caso
omiso del género, es en realidad un presagio de la ruina completa y total del
cosmos: lo que sucede con la virilidad del hombre, sucede con la naturaleza.
Como era de esperar, uno de los primeros objetivos de esta convulsión social
es la institución del matrimonio que, siempre y en todo lugar, ha sido sólo entre
un hombre y una mujer, sea cual fuere la forma singular o plural que pueda
tomar, monógamo o polígamo o, incluso, en algunas muy contadas
excepciones, poliándrico. La sociedad, desde tiempo inmemorial, se ha
construido sobre una doctrina sacralizada del matrimonio entre un hombre y
una mujer, pero nunca entre dos personas del mismo sexo[23].
Es una obviedad decir que en la naturaleza lo positivo solo puede unirse
con lo negativo, que es el rastro físico de lo que in profundis es la relación
tántrica entre Marte y Venus, o entre Shiva y Parvati. Trasladado al plano
humano, este principio significa que un hombre sólo puede estar
verdaderamente casado con una mujer y viceversa, la confirmación de lo cual
es el hijo, que no puede obtenerse de otra manera. Y esto posee un simbolismo
que se extiende más allá del mero hecho material de la procreación porque el
fruto de una unión puede ser tanto interior como exterior: este fruto es siempre
una restauración de una unidad original que se ha dividido; de ahí que, así
como el hijo encarna –exteriormente, en su unidad física- la reunificación de la
sexualidad dividida de los padres, así también el fruto tántrico (o esotérico) del
amor es –interiormente- la restauración de la unidad del corazón-intelecto[24].
Por consiguiente, el mismo eje, o corriente, que gobierna el placer erótico y la
procreación se extiende, o bien hacia la tierra o bien hacia el cielo, o hacia
ambos simultáneamente; y, como tales, estas dos dimensiones no se pueden
disociar; en otras palabras, no se puede simplemente tomar la fuerza erótica
que lleva al nacimiento de una persona, trasladarlo arbitrariamente a una
situación no heterosexual y esperar los mismos beneficios psíquicos o
espirituales, o al menos esperar que no tenga repercusiones psíquicas –porque
para el hombre, nada es nunca neutral. Asimismo, ahora en términos
alquímicos, la fuerza procreativa de la magia espiritual depende de la fusión
entre lo que en el tantrismo se conoce como virya en el hombre y rajas en la
mujer –cuyos soportes materiales corresponden respectivamente al semen y al
flujo menstrual- o, en la alquimia, depende de la fusión suprafísica del azufre y
el mercurio que conduce a la restauración del andrógino o esencia inmortal,
liberada ahora de la división de la dualidad terrenal. Es importante observar,
sin embargo, que estamos hablando aquí de una “esencia” andrógina (en el
hinduismo, Shiva como Ardhanrishvara cuando está unido a Parvati), pero no
de un andrógino real –que no existe como criatura; esta esencia andrógina debe
entenderse en un sentido espiritual en el que la mente y el corazón se
reunifican.

En la base de una atracción homoerótica, no se puede excluir la posibilidad


de una atracción potencialmente noble hacia el hombre perfecto –o, en el caso
de la mujer, la mujer perfecta- pero a costa de no alcanzarla nunca realmente,
porque en sí misma la parte homosexual de la atracción presupone una
incapacidad (o una falta de voluntad) de ir más allá de la propia alteridad
sexual, y ello arruina finalmente esa afinidad. Sin embargo, vista desde la
perspectiva de la fitrah, o de la norma sagrada primordial, la inmoralidad de la
homosexualidad tiene que ver con la esterilidad –ya sea espiritual o genésica-
de lo que finalmente sólo puede equivaler a una unión abortada. En otras
palabras, secuestrar la fuerza procreativa del eros y desviarla de su satisfacción
en la alteridad alquímica de un verdadero contrario –sea un cónyuge terrenal
o, por delegación, lo Divino- es subvertir su magia con un fin intrínsecamente
antinatural, de ahí el narcisismo inevitable de una unión homoerótica, ese
narcisismo que implica amarse a uno mismo por medio de un representante del
mismo sexo, y por consiguiente no trascenderse a sí mismo. Aun cuando un
amor entre una pareja del mismo sexo imite y pueda incluso reproducir algunos
de los estados psicológicos o de las emociones del amor entre un hombre y una
mujer, y quizás excepcionalmente incluso de la clase más noble, no puede
nunca alcanzar la extinción –y por lo tanto la redención- de entregarse a la
alteridad del opuesto alquímico de uno mismo, y este potencial para el
abandono total al “Sagrado Otro” –masculino o femenino, pero ambos divinos-
es lo que prepara el terreno para la transfiguración del amor desde el ego hacia
Dios, y por eso hacia la inmortalidad[25].

Sea como fuere, estas consideraciones requieren que mencionemos otro


aspecto de la “feminización” del hombre, pero esta vez positivo: hay en el
misticismo un arquetipo del alma masculina que se convierte espiritualmente
en “femenina” en relación con lo Divino. Un ejemplo de ello se encuentra en el
devocionalismo inspirado que deriva del culto hindú a Radha y Krishna, los
amantes arquetípicos del misticismo indio: Krishna, como perfecta divinidad
masculina y avatara de Vishnu, es tan digno de amor que la devoción a él puede
inducir a un adorador masculino a identificarse indirectamente con Radha, cuyo
intenso amor por Krishna es el modelo del amor del alma a Dios –o a Dios hecho
hombre. En términos de polaridades espirituales, esta vocación inspira en un
alma masculina un estado de pura receptividad y ternura, y una añoranza
extática de Krishna, y a consecuencia de ello se convierte completamente en
alma en relación con el Espíritu. Mencionamos esto sólo para señalar la posible
polivalencia de la psique humana, y no para proponer, ni que decir tiene, que
pueda haber un verdadero modelo de la feminización del hombre, lo que
constituiría una contradicción en los términos. Además, la feminización mística
del alma del hombre no implica en lo más mínimo que el hombre se afemine o
se castre con respecto a su conducta diaria, porque este resultado equivaldría
de hecho al narcisismo y por eso no constituiría un abandono desinteresado a
la Divinidad; de hecho, precisamente la naturaleza divina del objeto –a saber,
Dios como Krishna- excluye toda perversión. Esta posibilidad mística es una
cuestión de vocación, en la que un amor espiritual puede apoderarse y consumir
de tal manera un alma que ésta sucumbe a Dios en adoración llorosa mediante
una intensidad de puros sentimientos y emociones, y lo hace con exclusión de
los atributos típicamente intelectivos de la espiritualidad masculina, como la
razón, la lógica y la sobriedad, o los de la combatividad heroica. Sin embargo,
hay que precisar también que dicha vocación estática de amor licuante y
lágrimas puede tener también –para el hombre- un objeto femenino, a saber,
la Shakti o Divina Madre, como en el caso de Ramakrishna[26].

*****

Más allá de la distinción obvia del hombre como activo y de la mujer como
pasiva, o de su polaridad emblemática del sol contra la luna, las cualidades de
cada sexo son también reversibles, de manera que aunque el hombre es a
priori operativamente activo, y por consiguiente dinámico o enérgico, y la
mujer es a priori operativamente pasiva, y por consiguiente estática o
receptiva, hay otro aspecto en el cual el varón seducido por la hembra se
convierte en pasivo y la mujer en activa, como se representa en la iconografía
hindú de la diosa Kali bailando sobre el cuerpo inerte de Shiva; la misma
iconografía se observa en la diosa egipcia del cielo, Nut, arqueada sobre el dios
de la tierra Geb en amoroso preludio a su abrazo; y aquí el simbolismo normal
que identifica la tierra con la madre y el Cielo con el padre se invierte
completamente[27]. En otras palabras, una vez que el hombre pone a la mujer
en movimiento –o cuando el Uno solitario desencadena el dinamismo de la
multiplicidad-, el movimiento domina y el hombre, como centro o eje, se
identifica con la “pasividad” o aparente “inercia” del centro inmóvil; en cambio,
la mujer, despertada ahora de su pasividad y vuelta activa por el ímpetu del
hombre, se asemeja a un fuego devorador, mientras que la instrumentalidad
inicial (o principial) del hombre que la despertó se vuelve inútil[28]. Esta
inversión de polos deriva, sin duda, de la penetración de Purusha en Prakriti,
de manera que lo que es principialmente estático e inactivo (Purusha) se vuelve
dinámico y activo (Prakriti) cuando se proyecta en el plano de la dualidad o de
la naturaleza; esta es la ley de la analogía inversa en la que el Principio se
mueve del interior al exterior en su forma manifestada, y a la vez, por
supuesto, permanece inmóvil bajo (o dentro de) su exteriorización cósmica.
Igualmente, en el sacrum de la unión sexual, el principio masculino, una vez
gastado, muere, como si dijéramos, mientras que la mujer se vuelve activa,
especialmente al recibir la semilla que se engendra en ella. Esta reciprocidad
impide afirmar que el principio masculino es jerárquicamente superior y a la
vez permite afirmar que efectivamente lo es, porque si la hembra (o la diosa
Nut o Kali) al asumir el principio dinámico se convierte en superior al hombre,
al final lo es solamente a causa de la iniciativa primordial del macho,
precisamente. De hecho, en algunas formulaciones la hembra se “masculiniza”
simbólicamente –como en el budismo, que enseña que antes de entrar en el
Nirvana, la mujer tiene que convertirse en “hombre”; San Agustín afirma lo
mismo. Sin embargo, tales enseñanzas –dejando de lado su apariencia de
dialéctica misógina- en realidad aluden al hecho de que sólo la identidad con
el Espíritu salva, de manera que para que el alma alcance la salvación debe
unirse con el Espíritu hasta el punto de identificarse con él totalmente,
renunciando incluso a su anterior personalidad de alma y, en el caso de la
mujer, a su género de alma, al menos simbólicamente. Mencionamos esto sólo
para situar algunos de los sutiles juegos de cambio de identidad que el Espíritu
adopta al entrar en la creación; y estas alternancias además ayudan a situar
con qué consideración respetuosa la mujer debe ser tratada por el hombre,
porque su “inferioridad” no puede entenderse sin entender también su
“superioridad”.
La verdadera superioridad, sin embargo, procede sólo del Espíritu, que
trasciende la dualidad, y no de ninguna dualidad sexual per se; por tanto,
mientras el hombre y la mujer sean vistos como mitades incompletas de una
polaridad, ambos pueden adoptar posiciones intercambiables de superioridad,
pues cada uno puede desempeñar el papel de Espíritu o de Esencia Divina en
relación con el otro. Los ejemplos de esta intercambiabilidad de papeles de los
sexos eran habituales en la espiritualidad medieval cristiana, en la que Cristo
era visto como madre; incluso tenemos imágenes de un Cristo amamantador,
por ejemplo en la experiencia mística de Santa Catalina de Siena, o en el
ejemplo de San Francisco de Asís amamantando a su rebaño.

En el plano de la creación, aunque el varón tiene ciertas ventajas


decisivas, nace de todas formas de una mujer, “muere” en la mujer en el
abrazo coital, y al fin de su vida es sepultado en la “madre tierra”; en este
sentido, todo lo que el hombre es –en la creación- viene directamente de la
mujer. En este sentido terrenal, pues, la mujer posee una superioridad sagrada
sobre el hombre porque se identifica no sólo con el hogar –o el origen- sino de
hecho con toda la naturaleza, la Prakriti. Y sin embargo, precisamente
como natura naturans o Prakriti, la mujer anhela el Espíritu: y aunque el
Espíritu –o el hombre- nace por medio de ella, él, como hijo, es también
inefablemente padre, en el sentido –por tomar de nuevo un concepto del
cristianismo- en que Cristo fue definido en el medioevo como “el padre de la
Virgen María”, hecho que nos da una idea del significado real de la designación
de María como “Madre de Dios”. Puede parecer que estas consideraciones
contradicen el relato bíblico de la mujer sacada de la costilla del hombre, pero
no es así, porque aquí se trata de dos niveles diferentes: la mujer sacada de
la costilla de Adán, después de la creación, se refiere simbólicamente al
carácter completo y central del prototipo adánico como tal antes de la creación.

Finalmente cada sexo representa para el otro una totalidad maravillosa,


y su individuación como hombre y mujer es secundaria en relación con su
capacidad de encarnar el Espíritu, aunque en dos modos diferentes, de manera
que, dependiendo de la relación, el hombre puede verse a veces como la luna
con respecto a la mujer, que se convierte entonces en el sol, y viceversa, por
supuesto[29]. De hecho, cuando es profundo, el amor entre un hombre y una
mujer puede llevar al “intercambio de corazones” medieval en el que “cada
corazón se convierte en la propiedad del otro” y, como consecuencia, no tienen
el poder de recuperarlos[30], de modo que en lo sucesivo viven el uno por el
otro en un sacrificio que combina a la vez dicha y dolor intensos; el gozo de la
unión aumenta el dolor de la separación, pues mientras estén en la tierra no
pueden experimentar la realización permanente de su mutua integridad[31].

Volviendo a nuestro primer tema. En el plano individual, lo que se


celebra en el matrimonio es la búsqueda y la necesidad de restaurar una
totalidad perdida; y de ahí también su carácter sagrado, porque puede
posibilitar la transfiguración alquímica que conduce hacia esa unidad primordial
que cada cónyuge lleva en su propia intimidad. La palabra en latín para “amor”
es amor (a-mor) que significa a la vez “sin muerte” o “hasta la muerte”, porque
el hombre, al amar, muere para su ego, de la misma manera que la dicha de
la consumación conyugal implica una muerte momentánea del ego,
brevemente inmerso como los cónyuges en la corriente de inmortalidad que
pasa por su región lumbar. La procreación es el acto por el cual se puebla la
tierra y su semilla lleva consigo el potencial de un número infinito de
descendientes que las estrellas del firmamento reflejan, como dijo Dios a
Abraham.

La belleza de la mujer, personificada en la noble generosidad de su


anatomía y realzada por su suavidad, hace de ella un símbolo palpable del Bien
Supremo (el Summum Bonum) destinado a derretir el corazón y a la liberación.
Pero, si se desea pasionalmente como un ladrón desea su tesoro, sus gracias
cegadoras pueden causar un perjuicio al alma porque no se puede esperar
capturar la inmortalidad en un plano en el que todo es perecedero y sin dar
nada de sí mismo a cambio; la naturaleza se venga de aquellos que desean
disfrutarla sin respetar su poder o que profanan su carácter sagrado[32]. Estos
puntos básicos explican, una vez más, la importancia del sacramento del
matrimonio, o al menos de una bendición ritual para la pareja enamorada, sin
olvidar que, en verdad, un matrimonio implica siempre a tres agentes: los
esposos y Dios, porque es realmente por Dios como los cónyuges se pueden
encontrar y juntarse en una unidad, lo sepan o no. Cada cónyuge recibe el raro
y extraordinario don del otro, porque cada uno finalmente es hijo o hija de
Dios, y esto es lo que la sagrada ceremonia del matrimonio quiere evocar y
preservar.

*****

Hemos dicho que cada alma, al buscar al amado, busca al Espíritu; y a


ese respecto tanto el hombre como la mujer desempeñan el papel del alma,
viendo cada uno en su opuesto un representante del Espíritu, porque al buscar
el amor el alma mortal realmente anhela la inmortalidad; del mismo modo, la
dicha del amor proviene enteramente de su esencia celestial. Pero esta
búsqueda del amor se hace ardua por el hecho de que el alma es improbable
que reconozca al Espíritu cuando se encuentra con Él por primera vez, y la
razón de ello es que casarse y reunirse verdaderamente para siempre con el
Espíritu implica para el alma morir para el mundo y para el yo mortal al que se
ha acostumbrado a llamar “yo mismo”. Porque el Espíritu no es de este mundo;
y por consiguiente tampoco lo es la felicidad que promete, excepto como reflejo
lejano. Además, el Espíritu puede resultar ser un amo muy exigente, y por eso
tras el primer encuentro uno no siempre lo reconocerá como el príncipe (o la
princesa) de sus sueños, tanto más cuanto que el alma desea apoderarse del
Espíritu para sus deseos terrenales, tratando de amoldarlo a sus antojos
mortales, algo a lo que el Espíritu no puede consentir. Por eso, saborear
profundamente esta felicidad exige una muerte, una transición que el alma
está poco dispuesta a hacer y que realmente no sabe cómo hacer, aunque su
propia substancia –como el Espíritu- tampoco es de la carne. En efecto, hablar
del Espíritu es hablar de un ser que nunca ha sido de este mundo, sino que
pertenece enteramente a la esfera celestial, porque es incorrupto, inmortal,
invenciblemente fuerte y arrebatadoramente bello. Y, sin que el alma lo sepa,
está en realidad entregado a ayudarla a encontrarlo una vez más.

Sin embargo, el alma, por su parte, vagando por la tierra, tiene


tendencia a traicionar al Espíritu una y otra vez mientras se imagina que ha
encontrado la perfecta felicidad en tal o cual criatura o pasatiempo mundano;
y dedicará generosamente a tal o cual persona un amor que en realidad está
destinado al Espíritu, y por eso hay tantas decepciones en amor, bien porque
el sentimiento es inmerecido, o porque la persona a quien se dedica este amor
no está a la altura. Este drama del alma errante y del Espíritu disfrazado
apareciéndose al alma encuentra ecos en leyendas populares como la de “la
novia repugnante” o “la bella y la bestia”: en cada caso, el Espíritu,
apareciéndose bajo alguna máscara mortal, parece una entidad repelente que
el alma rehúye pero que de algún modo debe aprender a amar; el momento
de la verdad llega cuando el alma debe aceptar amar a esta aparente “bestia”
o besar a esta “novia repugnante” –como en la leyenda del “fier baiser” (o
noble beso en la boca”) de figura exteriormente poco atractiva- y he aquí que
el alma, para su asombro, descubre una doncella o un príncipe de belleza
sobrenatural[33]. Se descubre entonces que la anterior repelencia del Espíritu
es enteramente una cuestión de percepción subjetiva del alma; en otras
palabras, por miedo a morir, el alma se espanta del personaje que sirve de
instrumento de esa muerte, y que por tanto adopta, a ojos del alma, una
apariencia repugnante o detestable. “Soy negra pero hermosa”, dice la novia
en el Cantar de los Cantares; y “el reino de Dios es sólo para los que están
completamente muertos”, advierte Meister Eckhart.

El Espíritu, por su parte, fue una vez una sola substancia con el alma y
solamente con mucha inquietud y doloroso recelo le permitió separarse de Él
para entrar en la esfera del tiempo y la gran Rueda de la Existencia, del
nacimiento y el renacimiento; llora por estar separado del alma, pero sabe
que debe permitirse al alma (luna) olvidar su naturaleza original para poder
proyectar el resplandor del Espíritu (sol) en las remotas esferas de la oscuridad,
porque este olvido es el terreno abonado en el que hay que sembrar para
cosechar el recuerdo, por decirlo así, mediante el cual la creación al final es
redimida y devuelta a su arquetipo divino. Sin esta fase de olvido del origen,
no habría ninguna salida creacional, ninguna proyección a los confines más
remotos de la manifestación y del tiempo; de hecho, este olvido-proyección es
el sacrificio del Espíritu, mediante el cual entrega su propia substancia vital -
convertida ahora en el alma como individuación criaturial- en beneficio de la
fructificación de la creación, pero una fructificación que se alcanza al precio de
la separación, la muerte y la pérdida, todo lo cual debe suceder antes de la
transfiguración del gran retorno. Y el Espíritu, pese a todo su poder celestial,
es impotente al principio para rescatar el alma una vez que ésta entra en
la comediaindividual de la existencia. Al final, después de muchas
tribulaciones, el alma se acuerda de su cónyuge celestial y, arrepintiéndose de
sus múltiples traiciones, las expía y retorna a él más sabia y santificada por su
odisea.

Esta descripción de la relación entre el alma y el Espíritu sugiere la


siguiente pregunta: ¿el Espíritu puede tener “sentimientos”? La respuesta es sí
y no, porque en un sentido el Espíritu trasciende todas las dualidades, y es
también de substancia transpersonal. Pero en otro sentido todas las dualidades
son expresiones divididas del único Espíritu, o, formulado de un modo
diferente, todas las dualidades toman prestada su realidad reflejada del
Espíritu, incluidos la conciencia, el amor y la voluntad –atributos humanos sólo
en apariencia- o Inteligencia-Beatitud-Poder, que son los tres atributos citados
al principio de este libro para definir la Divinidad: Sat-Chit-Ananda. Por eso, la
pregunta sería más bien: ¿cuál es el origen de los sentimientos?, ¿proceden
del Espíritu? En la medida en que la esencia de la conciencia (Chit) es Espíritu,
la respuesta es evidente. Dicho de otro modo, no es que el Espíritu sea
humano, sino que lo humano está formado a imagen del Espíritu.

*****

Un refrán popular afirma que “el amor es ciego”, que es verdad para lo
que vale, porque el amor es una experiencia subjetiva: pero un enunciado más
profundo capta la esencia del don del amor: “Si te enamoras podrás ver”, y
esto apunta a la posibilidad que tiene el amor de conducir a un renacimiento
del alma; por eso Dante pudo describir su encuentro extático con Beatriz como
una vita nuova, o una “nueva vida”. En este sentido, el amor llega al alma como
el sol a una cueva sombría y la ilumina y le da calor; es entonces un despertar
que ofrece a los amantes un anticipo del gozo de la inmortalidad ya en la tierra.
En verdad, lo ciego no es el amor, sino el enamoramiento, porque el amor es
en sí mismo una forma de conocer –de Dios reivindicándose a sí mismo por
medio de la dualidad teatral de dos seres- y por esto lo es todo menos ciego.
En verdad, el amor vuelve a transfigurar lo ordinario en extraordinario o lo
humano en Divino.

Sin embargo, en el plano humano tenemos derecho a hablar en términos


generales del enamoramiento como “amor”, aunque nazca de una mezcla de
verdadera comprensión y de ilusión. Si es verdad que el amor –especialmente
si es unilateral- puede ser meramente un deseo ferviente en el que una persona
confiere al amado o la amada todo su anhelo de una figura ideal, también lo
es que si este amor se engaña noblemente, ¿quién osará decir entonces que
es una completa ilusión? Un sentimiento noble nunca es un error en sí mismo;
sólo lo es su mala aplicación, a saber, cuando se ofrece a alguien que, o bien
no merece el honor, o bien es esencialmente un apoyo involuntario para los
sueños de otra persona; pero esto no rebaja la calidad del amor. Por otro lado,
el amor puede revelar la esencia celestial del alma de otra persona y en este
sentido puede servir de medio para una transfiguración espiritual en la que
cada miembro de la pareja recibe la inspiración de venerar al otro con devota
admiración y ternura, y el amor se convierte entonces en una intuición terrenal
de los arquetipos celestiales.

Y los aspectos de ternura y admiración se basan en los aspectos


gemelos de dulzura y majestad, o de infancia y realeza, que constituyen la
esencia del alma santificada. Estos principios inseparables, trasladados al plano
humano, explican la necesidad que tiene cada cónyuge de encontrar en el idilio
un equilibrio entre intimidad y distancia –o entre éxtasis y sobriedad- en
relación con el otro: el aspecto de intimidad expresa el misterio de Inmanencia,
de la identidad espiritual compartida en la que “cada uno se ha convertido en
el otro”; ésta es la relación entre iguales, de unidad extática, de profunda
devoción mutua; pero al mismo tiempo el aspecto de intimidad debe
equilibrarse mediante el misterio de separatividad que expresa la dimensión de
Trascendencia, en la cual “cada uno se convierte en el dios del otro”, porque si
el amor exige la identidad de esencia para que los cónyuges se encuentren,
también exige la sagrada alteridad para que los cónyuges se completen
plenamente el uno al otro. En esta devota reverencia del otro, la humildad y la
autoanulación que el verdadero respeto trae consigo compensan todo riesgo
de idolatría: el respetoreverencial del otro tiene un efecto de extinción sobre el
ego, que aprende el don de la autoanulación, la paciencia perdurable, la
mansedumbre y el sacrificio, porque al amar al otro se produce una pérdida de
uno mismo y –en el mayor de los amores- una muerte[34]. En otras palabras,
los esposos deben hallar un equilibrio entre la proximidad y la separatividad,
porque la vida en la tierra no puede ser una unión permanente –excepto en el
corazón- y también porque, sin este misterio moderador de la separatividad,
la intimidad puede degenerar en informalidad y trivialidad, que es la manera
más segura de destruir la magia del idilio. De hecho, el amor no puede perdurar
sin el respeto, que es como una forma de “amor objetivo”, si así se quiere. El
amor crece tanto en la distancia del misterio como en la proximidad de la
intimidad; o, podríamos decir, hay que intercalar en el éxtasis pausas
refrescantes para conservar su vibración.

Por consiguiente, y para recapitular: Inmanencia y Trascendencia,


misterio de identidad y misterio de alteridad, amor y respeto, ternura y
admiración, calidez y frialdad, o proximidad y distancia, cada uno de estos
polos debe estar activamente presente para que el matrimonio sagrado (hieros
gamos) se consume y conserve debidamente. Por supuesto, en el Cielo, los
elementos de distancia, frialdad y separatividad pierden su necesidad privativa
o purificadora, pero no, obviamente, su cualidad de devoto respeto.

En especial, amarse y honrarse el uno al otro significa también honrar


a Dios, quien unió a ambos esposos y sin quien no podrían estar unidos.

*****

El hombre, como se ha dicho, encarna la Verdad. Ahora bien, la Verdad


–que es otro término para el Absoluto, o el Principio- tiene una esencia
inmanente, sin forma, que se puede calificar de “femenina” y es la Sabiduría.
En el hinduismo se diría que la Sabiduría es la shakti o energía femenina de la
Verdad; de hecho, nadie puede pretender haber comprendido la Verdad hasta
que ésta desciende en el corazón y se transmuta de concepción fría y objetiva
a ser cálido y subjetivo. Esta alquimia de la Verdad transfigurada en Sabiduría
es la esencia del matrimonio sagrado y el significado más profundo del amor
entre el hombre y la mujer: ella se une –o se fija- a él de manera que él pueda
fundirse en ella: misterio de pura convergencia o centramiento exclusivo, por
un lado, y misterio de irradiación omnienvolvente, por otro lado; misterio de
entrega y misterio de exaltación, de extinción contractiva y expansión
bienaventurada, de muerte y vida. En la unión de lo masculino y lo femenino
el universo se vuelve a centrar en el Eterno Principio (la Verdad) y al mismo
tiempo renace en la vida venturosa (Amor). Y por medio de la mujer hecha
divina Sophia, el hombre encuentra su realización espiritual, porque, como
santa Esencia, ella libera al hombre de la exterioridad y la separación, como
hemos dicho, y le restituye a la unión con lo Divino inmanente. Y
recíprocamente, por medio del hombre como encarnación de la Verdad, la
mujer vuelve a tomar conciencia de su propia substancia divina que le permite
concebir el nacimiento del Espíritu en su corazón, y pasar de la substancia
pasiva a la esencia activa, iluminada por el Espíritu mediante el soporte del
hombre como santa Verdad. En esta alquimia de amor y conciencia, el hombre
y la mujer renacen ambos, como si dijéramos, el uno del otro, por medio del
otro y en el otro.

En las inmortales palabras del poeta sufí Ibn al-Farid: “Estaba enamorado
de ella, pero cuando renuncié a mi deseo, ella me deseó para sí y me amó. Y
me convertí en amado, no, en alguien que se amaba a sí mismo. Por ella me
marché de mí mismo a ella y no volví a mí. En la sobriedad después de la
autoanulación no era nada más que ella, y, cuando ella se desveló, mis
atributos se convirtieron en los suyos y somos uno solo” (Ta’iyyatu’l-kubra).

Mark Perry

NOTAS

[1] “Él [Dios] dijo: Descended de ahí [el jardín del Edén] y seréis enemigos el
uno del otro. (Corán, “Las Cimas”, 7:24).
[2] No obstante, aunque la mujer esté más directamente asociada con el
corazón, la anatomía sexual de ambos sexos representa el corazón, en modo
exteriorizado para el hombre y en modo interiorizado para la mujer; de ahí la
inmediatez de la analogía del corazón con la mujer, porque el corazón es
interior antes de ser “exterior”, si se puede decir así.

[3] El carácter perecedero final del alma no es similar al del cuerpo: en lugar
de descomponerse y eliminarse, como debe suceder con el cuerpo físico, el
alma es recompuesta de manera ascensional dentro del Espíritu, y la
transición es un poco como la reabsorción ocasionada por el hecho de ponerse
a dormir (una dormición), por decirlo así, que es el sentido más profundo de
la idea de reposar en Dios o de recobrar la paz divina. En muy raros casos, no
obstante, existe la posibilidad de una asunción en la que el cuerpo físico es
transfigurado y llevado al cielo, como en el caso de Elías o de la Santa Virgen.
[4] El hombre medicina siux Black Elk contaba que el pabellón de la danza del
sol, imagen del cosmos, se hacía con veintiocho postes, y que el búfalo,
también una imagen del cosmos, tiene veintiocho costillas. (La Pipa sagrada).

[5] El pueblo antiguo que construyó el templo de Stonehenge para albergar


los momentos sagrados de los solsticios de verano e invierno entendía más
sobre la naturaleza del sol que los modernos astrónomos si éstos ignoran la
analogía entre el luminar central y el Sí. ¿De qué sirve conocer el tamaño del
sol y su posición en nuestra nebulosa si se pasa por alto su significado como
símbolo del Espíritu y del corazón macrocósmico del universo (y del corazón
microcósmico del hombre)?

[6] Según esta relación, si el hombre es “verdad”, la mujer es “ilusión” o


“mentira cósmica”, y, en este sentido, se puede decir que el hombre es
normalmente desapasionadamente lógico y racional –o lo es más- mientras
que la mujer es más oportunistamente interesada. Por “oportunista”
queremos decir que, para la mujer, la “verdad” considerada puramente como
principio es algo frío y abstracto, y por eso poco natural; por consiguiente,
para ella, el “fin existencial justifica los medios” mientras que la “verdad” se
encuentra sobre todo en los resultados tangibles y no el los principios
abstractos. Si tiene que recurrir a “mentiras” para conseguir un resultado que
considera ser cierto existencialmente, lo hace, porque para ella la verdad es
por encima de todo la vida, no el Principio (o no el Principio si “contradice” a
la vida); mientras que el hombre, en contraste, puede sacrificar la vida por el
Principio, por una idea o un ideal. Para la mujer, el hombre puede parecer
despiadadamente teórico, mientras que, para el hombre, la mujer puede
parecer demasiado sentimental o incluso irracional. Son generalizaciones, por
supuesto; no obstante, esbozan diferencias de énfasis entre el hombre y la
mujer, y pueden explicar algunos de sus malentendidos.

[7] El Infinito es realmente una dimensión interior del Absoluto; pero hablar
de Absoluto es hablar de Totalidad, que el Infinito tiene como función irradiar.
Para aclararlo más, se puede decir que el hombre encarna la urdimbre en el
telar y la mujer la trama horizontal. Ahora bien, la trama no puede
mantenerse por sí misma, mientras que la urdimbre sí puede; sin embargo, la
urdimbre estaría solitaria sin la trama y perdería por tanto su propósito.
[8] Geométricamente hablando, si el hombre es el punto central, la mujer es
el círculo entero. Ahora bien, si el hombre es el ángulo duro que rompe, la
mujer es la curva que une. Sin el ángulo, no hay cuadrado fundacional; sin el
círculo, no hay unidad.

[9] Sin embargo, es un hecho que los grandes genios creadores de la


humanidad han sido todos del sexo masculino, observación que concuerda
con el poder creativo del hombre. Dicho esto, sin la mujer, el hombre ante
todo no tendría inspiración para crear.

[10] No obstante, aunque en un marco monoteísta, y en otros, una mujer no


pueda tener una función ex officio (es decir, oficialmente), puede ser
privadamente un maestro espiritual ex beneficio (es decir, según un privilegio,
un beneficio o unos dones especiales) porque entonces la cuestión se centra
en la cualificación espiritual del individuo y no en su sexo. Al fin y al cabo, hay
mujeres doctoras de la Iglesia, como Santa Catalina de Siena y Santa Teresa
de Jesús. (Sobre este tema, véase Medieval Theology and the Natural Body,
cap. “Medieval Impediments to Female Ordination”, recopilado por Peter Biller
y A.J. Minnis [York Medieval Press, 1997]). En el hinduismo, tenemos el
ejemplo de la sabia Maitreyi, que era llamada brahmavadini, es decir,
“comentadora del Veda”.

[11] Uno piensa aquí en algunas semiexcepciones, como las mujeres


sacerdotisas en el sintoísmo y las vestales romanas, ejemplos que no
podemos detallar aquí, y sobre los que sólo diremos que la importancia de sus
funciones era debida al hincapié de esas religiones respectivamente en la
naturaleza y en el hogar [el fuego], que son de manera natural esferas
femeninas.

[12] En cambio, debido a su misma exterioridad, el hombre es menos


propenso a autocontrolarse sexualmente.

[13] “Aquel que no gobierna a su propio espíritu es como una ciudad


desvencijada y sin murallas” (Prov. 25:28).

[14] Aunque la sensibilidad moderna –afectando corrección política- rechace


la asignación de los aspectos de “ceder” y “someterse” al papel arquetípico de
la mujer, debería haber acuerdo sobre el hecho de que “matar” es
fundamentalmente inadecuado para su género. Pero de hecho, lo que no se
entiende aquí es que “ceder” y “someterse” es precisamente lo opuesto
normativo de “matar”; por eso, no se puede lógicamente estar de acuerdo con
la parte de la ecuación que conviene a nuestros intereses personales (o
prejuicios sociales) y no con el resto.

[15] “Él [Dios] cubre la noche con el día, que tiene prisa por seguirlo, y ha
hecho el sol y la luna y las estrellas sumisos a sus órdenes (Corán, “Las
Cimas”, 7:54).

[16] Obviamente estas situaciones presuponen un conflicto entre parejas


esencialmente bien intencionadas y por tanto no se refieren a individuos
egoístas, malévolos y duros de corazón, a los que nada puede apaciguar.
[17] Hay mujeres ermitañas, por supuesto, como (en la India) Lalla
Yogishwari, Mirabai y más recientemente Ananda Moyi.

[18] Ver el Yoga Sutra de Patanjali, cap. 4, “Kaivalya Pada” o “Sutra del
aislamiento”. Así mismo, el hombre se identifica intrínsecamente con la
inmutabilidad de Purusha, el estado trascendental de absoluta independencia.

[19] Pero, claramente, la mujer, tomada colectivamente en su género


femenino, no puede igualarse al hombre en fuerza física viril.

[20] Por esta razón, el nudismo es una completa aberración, a no ser que
forme parte de una cultura tribal, en cuyo caso la ausencia de vestimenta se
compensa mediante el simbolismo de los ornamentos y diseños con los que la
gente “cubre” su cuerpo, por no mencionar la inocencia primordial de esas
tribus.

[21] El Rey Salomón algo sabía de esto en las varias ocasiones en que
escribió sobre ello, como por ejemplo: “Es mejor vivir en el desierto que con
una mujer enojada y discutidora.” (Prov. 21:19)

[22] Nos referimos, por supuesto, a la mujer en sentido genérico, o cósmico,


no a la mujer como individuo, en cuyo caso el sexo no tiene ningún papel en
su moralidad o en su salvación.

[23] Que nosotros sepamos, ninguna sociedad en la historia ha consagrado


nunca una unión entre parejas del mismo sexo; por lo tanto, la iniciativa
moderna de hacerlo es una indicación más de acontecimientos propios del fin
de los tiempos. De hecho, un criterio de la situación apocalíptica es la
inversión terminal de normas inmemoriales, o más bien la institucionalización
de semejante inversión. Sin embargo, podría haber un precedente histórico de
lo que sin duda es una excepción cultural, a saber, en la Midrash, en la que se
lee: “El Rabbí Huna dijo en nombre del Rabbí Joseph: ‘La generación del
Diluvio no fue exterminada hasta que extendieron documentos de matrimonio
para la unión de un hombre con otro hombre o con un animal’”. (Se menciona
dos veces: Génesis Rabbah 26:5; Levítico Rabbah 23:9). La extrema
gravedad de esta iniciativa se puede ver en el hecho de que proporcionó el
punto de inflexión para la cólera de Dios. Además, en el caso de los hombres,
no hay manera de consumar su deseo sexual sin contraer una enfermedad,
mientras que en las uniones heterosexuales, el riesgo de enfermedad se limita
esencialmente al exceso de promiscuidad, lo cual es la prueba natural del
carácter antinatural del primer modo de unión.

[24] No estamos diciendo, como hacen los católicos, que la única justificación
espiritual de las relaciones sexuales sean los hijos.

[25] En el éxtasis de la consumación sexual, la plenitud de la dicha no puede


alcanzarse sin el sacrificio del propio gozo mezquino y, hay que añadir, sin la
extinción de las limitaciones de cada género como sexo estrictamente
polarizado. En otras palabras, la plenitud del éxtasis está basada en la
resolución de la separación “cósmica”, algo que no puede ocurrir –o no puede
hacerlo en el mismo grado- en una situación monosexual, porque en la
resolución se restaura, por muy brevemente que sea, el prototipo andrógino
macho-hembra celestial (símbolo del Espíritu). Las imágenes de ello abundan
en la tradición de dibujos alquímicos. En la doctrina yóguica de los canales
sutiles del cuerpo-alma, esta resolución corresponde a la fusión de los
canales ida y pingala en el eje sushumna.

[26] El “don de lágrimas”, por supuesto, es una forma mística que se halla en
todas las grandes religiones. Por ejemplo, el profeta del Islam dijo: “Llorad, y
si no lloráis, intentad llorar” (Ibn Majah, Iqamah, 176). Esto recuerda a los
judíos en el Muro de las Lamentaciones, y también la costumbre de los indios
americanos de “lamentarse” en un retiro solitario en la naturaleza.
Respondiendo a la pregunta, “¿Cuál es la mayor fortaleza de un devoto?”,
Ramakrishna dijo: “Es el hijo de Dios y su mayor fortaleza son las lágrimas”
(Citado en Sri Ramakrishna, Dichos y Sentencias [Palma de Mallorca: José J.
de Olañeta, 2006]).

[27] Este abrazo adquiere en el tantrismo la forma del acoplamiento viparita-


maithuna.

[28] En la cosmología taoísta, se considera que la mujer tiene casi


infinito yin(la energía primordial) mientras que el yang del hombre es
limitado: una vez que lo gasta, pierde su virilidad. Estos aspectos, además,
pueden explicar la atribución germánica del género masculino a la luna y del
femenino al sol: “der Mond” (masculino) y “die Sonne” (femenino). De hecho,
varios lenguajes y tradiciones antiguos comparten estas atribuciones: en
sánscrito los nombres de la luna, como Kandra, Soma, Indu y Vidhu, son
todos masculinos. También los lituanos asocian la luna con el género
masculino y el sol con el femenino. En Japón, la diosa del sol Amaterasu
tiene el papel central, mientras que su hermano, el dios de la luna, es
relativamente insignificante. Los druidas observaban las mismas atribuciones.
Finalmente, el propio acto divino de manifestación implica una inversión de los
polos, y de facto da primacía al alma sobre el Espíritu, al tiempo sobre la
eternidad y al movimiento sobre la inmovilidad.

[29] Citando a Frithjof Schuon: “El hombre, en su aspecto lunar y receptivo,


‘languidece’ sin la mujer-sol, que infunde al genio viril la vida que necesita
para expandirse; inversamente, el hombre-sol confiere a la mujer la luz que
permite a ésta realizar su identidad prolongando la función del sol” (El
esoterismo como principio y como vía, p. 180. Trad. Esteve Serra, J.J Olañeta
Editor, Palma de Mallorca 2003).

[30] Como ejemplo de esto, tenemos la historia de Santa Catalina de Siena


que relata cómo Cristo, en una visión especial, vino a ella en 1370. Según su
biógrafo contemporáneo Raimundo de Capua, Cristo se le apareció mientras
estaba en oración y le sacó el corazón. Al contarlo a su confesor, éste
simplemente se rió, pero ella mantuvo su versión. Pasaron algunos días y
entonces, tras acabar un día sus oraciones, Cristo se le apareció de nuevo
sosteniendo en sus manos un brillante corazón; le abrió el costado izquierdo
una vez más y le insertó el corazón, diciéndole que le daba su corazón en
respuesta a su oración pidiéndolo. Cristo entonces cerró la abertura y curó la
herida, pero ella llevó después toda la vida una cicatriz visible, que
aparentemente muchos vieron, como señal de su experiencia. Véase Pierre
Debongnie, “Commencement et recommencements de la dévotion du Cœur de
Jésus” en Le Cœur: Les Etudes Carmélitaines, 29, 1950, 147-192.

[31] Desde un punto de vista cosmológico, la fuerza de eros es en realidad


una energía dividida en dos aspectos; por tanto su naturaleza es ser siempre
una, y no dos, de ahí la atracción irresistible entre los sexos.

[32] El tabú menstrual, un rasgo de muchas culturas tradicionales, basa su


impulso preventivo en el poder de esta fuerza que se derrocha, como si
dijéramos, cada vez que el óvulo madura sin concebir; así, la mujer en este
estado debe ser recluida en aislamiento para que la fuerza de la concepción,
que alcanza peligrosamente su punto más alto para nada, como si dijéramos,
pueda ser neutralizada.

[33] El Espíritu, por supuesto, puede adoptar el disfraz de una figura


masculina o femenina según si el alma buscadora es la de un hombre o la de
una mujer.

[34] Por esto los que mueren a causa de un corazón roto son considerados
mártires y obtienen una beatificación instantánea en el Cielo.

El artículo “Hieros Gamos o el Matrimonio Sagrado” que se publica aquí ha sido


traducido por Josep M. Prats y forma parte de libro “The Mystery of
Individuality”.

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