Hieros Gamos o El Matrimonio Sagrado
Hieros Gamos o El Matrimonio Sagrado
Hieros Gamos o El Matrimonio Sagrado
o
el Matrimonio Sagrado
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No hay nada que el alma ame más que al Espíritu y por tanto no anhela
nada tanto como al Espíritu. En el individuo espiritualmente realizado, el alma
se desposa primero y se une después al Espíritu en una unión sagrada de
luminosa beatitud –o en la clásica imagen tomada del budismo tibetano, la del
icono yab-yum, que representa el entrelazamiento de la Sabiduría y la
Compasión. En un sentido profundo, el Espíritu y el alma corresponden a la
polaridad de macho y hembra, aunque hablando estrictamente el Espíritu no es
ni masculino ni femenino, si bien es ambas cosas en su esencia.
Ahora bien, aun cuando los seres humanos estemos compuestos de alma y
Espíritu, nuestra conciencia habitual es la del alma, mientras que el Espíritu
permanece en segundo plano, inadvertido –aunque la verdad y la lógica, y la
comprensión de los principios primeros, proporcionan una puerta de acceso al
Espíritu. Sea como fuere, el Espíritu, en la experiencia de la mayoría de los
hombres, permanece intrínsecamente latente, misteriosamente presente pero
oculto tras el velo del alma, que está tejido de fenómenos de pensamientos sin
fin, impresiones, sensaciones, emociones, deseos, aspiraciones –todo lo cual
exige la atención del ego individual. Y estos fenómenos –las experiencias diarias
del alma- son lo que habitualmente el alma considera verdadero o real, y por
tanto significativo. Sin embargo todas estas impresiones equivalen a ilusiones,
pues finalmente no son más que imágenes efímeras, que se desvanecen tan
pronto como surgen, desplazadas por otras nuevas, como si la vida fuese un
soñar despierto: las casas y las calles donde se encuentra la gente, las mesas
a las que se sienta, y las camas en las que se acuesta, todo esto estará vacío
un día, o lleno de otra gente. Todos estos escenarios son el hábitat del alma,
no del Espíritu, que no puede ser nunca de este mundo. A la vez, gracias al
Espíritu todas estas experiencias pueden tener un orden coherente y una
conexión, y por eso pueden ser dispuestas para servir a un objetivo, en vez de
deshacerse en multitud de preocupaciones y olvidos. O, vistas desde otro
ángulo, las experiencias del alma son como los hilos multicolores de un tapiz
mantenidos unidos por el Espíritu: según esta imagen, el Espíritu es la
urdimbre, y el alma y sus experiencias, la trama.
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Y aquí tenemos que abrir un paréntesis, por más que prefiriéramos evitar
este tema: es en parte en vista de esta calamidad como debe entenderse el
tradicional oprobio de la homosexualidad masculina, en la radical violación de
las normas cósmicas que implica. Toda una tendencia de la sociedad moderna
se mueve simultáneamente hacia la castración del hombre, así como en la
dirección de borrar la distinción entre sexos. Lo que se disfraza como tolerancia
en el deseo de la gente de aceptar una sexualidad polimórfica, haciendo caso
omiso del género, es en realidad un presagio de la ruina completa y total del
cosmos: lo que sucede con la virilidad del hombre, sucede con la naturaleza.
Como era de esperar, uno de los primeros objetivos de esta convulsión social
es la institución del matrimonio que, siempre y en todo lugar, ha sido sólo entre
un hombre y una mujer, sea cual fuere la forma singular o plural que pueda
tomar, monógamo o polígamo o, incluso, en algunas muy contadas
excepciones, poliándrico. La sociedad, desde tiempo inmemorial, se ha
construido sobre una doctrina sacralizada del matrimonio entre un hombre y
una mujer, pero nunca entre dos personas del mismo sexo[23].
Es una obviedad decir que en la naturaleza lo positivo solo puede unirse
con lo negativo, que es el rastro físico de lo que in profundis es la relación
tántrica entre Marte y Venus, o entre Shiva y Parvati. Trasladado al plano
humano, este principio significa que un hombre sólo puede estar
verdaderamente casado con una mujer y viceversa, la confirmación de lo cual
es el hijo, que no puede obtenerse de otra manera. Y esto posee un simbolismo
que se extiende más allá del mero hecho material de la procreación porque el
fruto de una unión puede ser tanto interior como exterior: este fruto es siempre
una restauración de una unidad original que se ha dividido; de ahí que, así
como el hijo encarna –exteriormente, en su unidad física- la reunificación de la
sexualidad dividida de los padres, así también el fruto tántrico (o esotérico) del
amor es –interiormente- la restauración de la unidad del corazón-intelecto[24].
Por consiguiente, el mismo eje, o corriente, que gobierna el placer erótico y la
procreación se extiende, o bien hacia la tierra o bien hacia el cielo, o hacia
ambos simultáneamente; y, como tales, estas dos dimensiones no se pueden
disociar; en otras palabras, no se puede simplemente tomar la fuerza erótica
que lleva al nacimiento de una persona, trasladarlo arbitrariamente a una
situación no heterosexual y esperar los mismos beneficios psíquicos o
espirituales, o al menos esperar que no tenga repercusiones psíquicas –porque
para el hombre, nada es nunca neutral. Asimismo, ahora en términos
alquímicos, la fuerza procreativa de la magia espiritual depende de la fusión
entre lo que en el tantrismo se conoce como virya en el hombre y rajas en la
mujer –cuyos soportes materiales corresponden respectivamente al semen y al
flujo menstrual- o, en la alquimia, depende de la fusión suprafísica del azufre y
el mercurio que conduce a la restauración del andrógino o esencia inmortal,
liberada ahora de la división de la dualidad terrenal. Es importante observar,
sin embargo, que estamos hablando aquí de una “esencia” andrógina (en el
hinduismo, Shiva como Ardhanrishvara cuando está unido a Parvati), pero no
de un andrógino real –que no existe como criatura; esta esencia andrógina debe
entenderse en un sentido espiritual en el que la mente y el corazón se
reunifican.
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Más allá de la distinción obvia del hombre como activo y de la mujer como
pasiva, o de su polaridad emblemática del sol contra la luna, las cualidades de
cada sexo son también reversibles, de manera que aunque el hombre es a
priori operativamente activo, y por consiguiente dinámico o enérgico, y la
mujer es a priori operativamente pasiva, y por consiguiente estática o
receptiva, hay otro aspecto en el cual el varón seducido por la hembra se
convierte en pasivo y la mujer en activa, como se representa en la iconografía
hindú de la diosa Kali bailando sobre el cuerpo inerte de Shiva; la misma
iconografía se observa en la diosa egipcia del cielo, Nut, arqueada sobre el dios
de la tierra Geb en amoroso preludio a su abrazo; y aquí el simbolismo normal
que identifica la tierra con la madre y el Cielo con el padre se invierte
completamente[27]. En otras palabras, una vez que el hombre pone a la mujer
en movimiento –o cuando el Uno solitario desencadena el dinamismo de la
multiplicidad-, el movimiento domina y el hombre, como centro o eje, se
identifica con la “pasividad” o aparente “inercia” del centro inmóvil; en cambio,
la mujer, despertada ahora de su pasividad y vuelta activa por el ímpetu del
hombre, se asemeja a un fuego devorador, mientras que la instrumentalidad
inicial (o principial) del hombre que la despertó se vuelve inútil[28]. Esta
inversión de polos deriva, sin duda, de la penetración de Purusha en Prakriti,
de manera que lo que es principialmente estático e inactivo (Purusha) se vuelve
dinámico y activo (Prakriti) cuando se proyecta en el plano de la dualidad o de
la naturaleza; esta es la ley de la analogía inversa en la que el Principio se
mueve del interior al exterior en su forma manifestada, y a la vez, por
supuesto, permanece inmóvil bajo (o dentro de) su exteriorización cósmica.
Igualmente, en el sacrum de la unión sexual, el principio masculino, una vez
gastado, muere, como si dijéramos, mientras que la mujer se vuelve activa,
especialmente al recibir la semilla que se engendra en ella. Esta reciprocidad
impide afirmar que el principio masculino es jerárquicamente superior y a la
vez permite afirmar que efectivamente lo es, porque si la hembra (o la diosa
Nut o Kali) al asumir el principio dinámico se convierte en superior al hombre,
al final lo es solamente a causa de la iniciativa primordial del macho,
precisamente. De hecho, en algunas formulaciones la hembra se “masculiniza”
simbólicamente –como en el budismo, que enseña que antes de entrar en el
Nirvana, la mujer tiene que convertirse en “hombre”; San Agustín afirma lo
mismo. Sin embargo, tales enseñanzas –dejando de lado su apariencia de
dialéctica misógina- en realidad aluden al hecho de que sólo la identidad con
el Espíritu salva, de manera que para que el alma alcance la salvación debe
unirse con el Espíritu hasta el punto de identificarse con él totalmente,
renunciando incluso a su anterior personalidad de alma y, en el caso de la
mujer, a su género de alma, al menos simbólicamente. Mencionamos esto sólo
para situar algunos de los sutiles juegos de cambio de identidad que el Espíritu
adopta al entrar en la creación; y estas alternancias además ayudan a situar
con qué consideración respetuosa la mujer debe ser tratada por el hombre,
porque su “inferioridad” no puede entenderse sin entender también su
“superioridad”.
La verdadera superioridad, sin embargo, procede sólo del Espíritu, que
trasciende la dualidad, y no de ninguna dualidad sexual per se; por tanto,
mientras el hombre y la mujer sean vistos como mitades incompletas de una
polaridad, ambos pueden adoptar posiciones intercambiables de superioridad,
pues cada uno puede desempeñar el papel de Espíritu o de Esencia Divina en
relación con el otro. Los ejemplos de esta intercambiabilidad de papeles de los
sexos eran habituales en la espiritualidad medieval cristiana, en la que Cristo
era visto como madre; incluso tenemos imágenes de un Cristo amamantador,
por ejemplo en la experiencia mística de Santa Catalina de Siena, o en el
ejemplo de San Francisco de Asís amamantando a su rebaño.
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El Espíritu, por su parte, fue una vez una sola substancia con el alma y
solamente con mucha inquietud y doloroso recelo le permitió separarse de Él
para entrar en la esfera del tiempo y la gran Rueda de la Existencia, del
nacimiento y el renacimiento; llora por estar separado del alma, pero sabe
que debe permitirse al alma (luna) olvidar su naturaleza original para poder
proyectar el resplandor del Espíritu (sol) en las remotas esferas de la oscuridad,
porque este olvido es el terreno abonado en el que hay que sembrar para
cosechar el recuerdo, por decirlo así, mediante el cual la creación al final es
redimida y devuelta a su arquetipo divino. Sin esta fase de olvido del origen,
no habría ninguna salida creacional, ninguna proyección a los confines más
remotos de la manifestación y del tiempo; de hecho, este olvido-proyección es
el sacrificio del Espíritu, mediante el cual entrega su propia substancia vital -
convertida ahora en el alma como individuación criaturial- en beneficio de la
fructificación de la creación, pero una fructificación que se alcanza al precio de
la separación, la muerte y la pérdida, todo lo cual debe suceder antes de la
transfiguración del gran retorno. Y el Espíritu, pese a todo su poder celestial,
es impotente al principio para rescatar el alma una vez que ésta entra en
la comediaindividual de la existencia. Al final, después de muchas
tribulaciones, el alma se acuerda de su cónyuge celestial y, arrepintiéndose de
sus múltiples traiciones, las expía y retorna a él más sabia y santificada por su
odisea.
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Un refrán popular afirma que “el amor es ciego”, que es verdad para lo
que vale, porque el amor es una experiencia subjetiva: pero un enunciado más
profundo capta la esencia del don del amor: “Si te enamoras podrás ver”, y
esto apunta a la posibilidad que tiene el amor de conducir a un renacimiento
del alma; por eso Dante pudo describir su encuentro extático con Beatriz como
una vita nuova, o una “nueva vida”. En este sentido, el amor llega al alma como
el sol a una cueva sombría y la ilumina y le da calor; es entonces un despertar
que ofrece a los amantes un anticipo del gozo de la inmortalidad ya en la tierra.
En verdad, lo ciego no es el amor, sino el enamoramiento, porque el amor es
en sí mismo una forma de conocer –de Dios reivindicándose a sí mismo por
medio de la dualidad teatral de dos seres- y por esto lo es todo menos ciego.
En verdad, el amor vuelve a transfigurar lo ordinario en extraordinario o lo
humano en Divino.
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En las inmortales palabras del poeta sufí Ibn al-Farid: “Estaba enamorado
de ella, pero cuando renuncié a mi deseo, ella me deseó para sí y me amó. Y
me convertí en amado, no, en alguien que se amaba a sí mismo. Por ella me
marché de mí mismo a ella y no volví a mí. En la sobriedad después de la
autoanulación no era nada más que ella, y, cuando ella se desveló, mis
atributos se convirtieron en los suyos y somos uno solo” (Ta’iyyatu’l-kubra).
Mark Perry
NOTAS
[1] “Él [Dios] dijo: Descended de ahí [el jardín del Edén] y seréis enemigos el
uno del otro. (Corán, “Las Cimas”, 7:24).
[2] No obstante, aunque la mujer esté más directamente asociada con el
corazón, la anatomía sexual de ambos sexos representa el corazón, en modo
exteriorizado para el hombre y en modo interiorizado para la mujer; de ahí la
inmediatez de la analogía del corazón con la mujer, porque el corazón es
interior antes de ser “exterior”, si se puede decir así.
[3] El carácter perecedero final del alma no es similar al del cuerpo: en lugar
de descomponerse y eliminarse, como debe suceder con el cuerpo físico, el
alma es recompuesta de manera ascensional dentro del Espíritu, y la
transición es un poco como la reabsorción ocasionada por el hecho de ponerse
a dormir (una dormición), por decirlo así, que es el sentido más profundo de
la idea de reposar en Dios o de recobrar la paz divina. En muy raros casos, no
obstante, existe la posibilidad de una asunción en la que el cuerpo físico es
transfigurado y llevado al cielo, como en el caso de Elías o de la Santa Virgen.
[4] El hombre medicina siux Black Elk contaba que el pabellón de la danza del
sol, imagen del cosmos, se hacía con veintiocho postes, y que el búfalo,
también una imagen del cosmos, tiene veintiocho costillas. (La Pipa sagrada).
[7] El Infinito es realmente una dimensión interior del Absoluto; pero hablar
de Absoluto es hablar de Totalidad, que el Infinito tiene como función irradiar.
Para aclararlo más, se puede decir que el hombre encarna la urdimbre en el
telar y la mujer la trama horizontal. Ahora bien, la trama no puede
mantenerse por sí misma, mientras que la urdimbre sí puede; sin embargo, la
urdimbre estaría solitaria sin la trama y perdería por tanto su propósito.
[8] Geométricamente hablando, si el hombre es el punto central, la mujer es
el círculo entero. Ahora bien, si el hombre es el ángulo duro que rompe, la
mujer es la curva que une. Sin el ángulo, no hay cuadrado fundacional; sin el
círculo, no hay unidad.
[15] “Él [Dios] cubre la noche con el día, que tiene prisa por seguirlo, y ha
hecho el sol y la luna y las estrellas sumisos a sus órdenes (Corán, “Las
Cimas”, 7:54).
[18] Ver el Yoga Sutra de Patanjali, cap. 4, “Kaivalya Pada” o “Sutra del
aislamiento”. Así mismo, el hombre se identifica intrínsecamente con la
inmutabilidad de Purusha, el estado trascendental de absoluta independencia.
[20] Por esta razón, el nudismo es una completa aberración, a no ser que
forme parte de una cultura tribal, en cuyo caso la ausencia de vestimenta se
compensa mediante el simbolismo de los ornamentos y diseños con los que la
gente “cubre” su cuerpo, por no mencionar la inocencia primordial de esas
tribus.
[21] El Rey Salomón algo sabía de esto en las varias ocasiones en que
escribió sobre ello, como por ejemplo: “Es mejor vivir en el desierto que con
una mujer enojada y discutidora.” (Prov. 21:19)
[24] No estamos diciendo, como hacen los católicos, que la única justificación
espiritual de las relaciones sexuales sean los hijos.
[26] El “don de lágrimas”, por supuesto, es una forma mística que se halla en
todas las grandes religiones. Por ejemplo, el profeta del Islam dijo: “Llorad, y
si no lloráis, intentad llorar” (Ibn Majah, Iqamah, 176). Esto recuerda a los
judíos en el Muro de las Lamentaciones, y también la costumbre de los indios
americanos de “lamentarse” en un retiro solitario en la naturaleza.
Respondiendo a la pregunta, “¿Cuál es la mayor fortaleza de un devoto?”,
Ramakrishna dijo: “Es el hijo de Dios y su mayor fortaleza son las lágrimas”
(Citado en Sri Ramakrishna, Dichos y Sentencias [Palma de Mallorca: José J.
de Olañeta, 2006]).
[34] Por esto los que mueren a causa de un corazón roto son considerados
mártires y obtienen una beatificación instantánea en el Cielo.