La Balada Del Yo Disminuido

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La balada del yo disminuido

FC, 9-10-21

Primero conocí a Jen, después a Ricardo, después a George Oppen, Carl Rakosi, Lorine
Niedecker, Charles Reznikoff, Louis Zukofsky. Jen estaba empleada en la beca del
Programa Internacional de Escritores de Iowa, era algo así como mi traductora
asignada. Tenía el pelo naranja a veces o violeta, una nariz aguileña con un aro, había
sido rubia en algún momento y como había pasado una temporada en México, hablaba
un español con giros de ese país. Escribía poesía -muy buena- y fue la primera persona
que me tomó en serio cuando me vio leer un discurso en inglés en uno de los primeros
días de mi beca. Cuando bajé del estrado, me dijo que se había reído mucho por mi
mala pronunciación y por las ideas estúpidas que había intentado expresar. Nos
hicimos amigos de inmediato.

Le hablé a Jen de mi interés por los poemas de Robert Lowell, Ginsberg, Elizabeth
Bishop, Platt, Williams y Pound. Ella me dijo que eso estaba muy bien pero que había
otros poetas que tenía que conocer. Eran los Objetivistas, un grupo de poetas de
ascendencia judía que durante mucho tiempo habían estado haciendo un trabajo
invisible pero muy potente y cuya fuerza, de alguna manera, estaba secretamente viva
en la vida de miles de americanos. Ellos eran Charles Reznikoff, Carl Rakosi, George
Oppen, Louis Zukofsky y Lorine Niedecker. Cuando los leí, fueron una revelación para
mí. Pensé en esa idea de Borges, que desarrolla en su ensayo El pudor de la historia, en
el cual dice que los grandes acontecimientos no son los que hacen ruido -o hacen
historia- sino que la historia es pudorosa y secreta y que lo que modifica al mundo a
veces son hechos que pasan desapercibidos para la opinión pública. Greil Marcus
trabaja una idea parecida en su hermoso libro El basurero de la historia.

Los poetas objetivistas venían de William Carlos Williams y de Ezra Pound y pensaban
que un poema no es sobre una cosa sino que es una cosa en sí. Que había que dejar la
ornamentación de lado y centrarse en contemplar las cosas para que estas se
expresaran en toda su dignidad. Escribieron antes y a la par de los Beatniks pero nunca
fueron muy tenidos en cuenta, ya que el capitalismo no podía tomarlos y venderlos de
manera profusa. Nótese cómo en todas las películas hechas sobre los beats los tipos
parecen cancheros, estúpidos.

El objetivismo, en cambio, escribía poemas difíciles, sus poetas eran personas


comunes, no había malditos. Uno puede imaginar a los personajes de Kerouac, o a los
detectives salvajes de Bolaño, haciendo propagandas de autos por la ruta o con
camperas Levis, pero con Rakosi y Oppen es más difícil. De hecho, Rakosi y Oppen eran
marxistas, fueron perseguidos por el FBI y el macartismo -Oppen se tuvo que exiliar en
México- y durante mucho tiempo consideraron a la poesía como algo que les gustaba
mucho escribir pero que era insuficiente para incidir en la época de la Gran Depresión
que estaban viviendo. Por eso dejaron de escribir y se dedicaron al trabajo social. Este
hecho y que su poesía fuera, según Louise Glück, “arriesgada, severa, intensa,
misteriosa, tranquila y de una economía feroz”, hizo que casi fueran los verdaderos
subterráneos de la cultura americana.
Conocí a March y Ricardo, los padres de Jen, una vez que vinieron al campus de Iowa
para el cumpleaños de Jen. Ricardo era argentino y trabajaba hace mucho en Estados
Unidos como psiquiatra. Tenía una voz increíble, era calvo, divertido, podría ser uno de
esos personajes de las películas de Woody Allen. Me invitaron a pasar una temporada
en su casa de San Francisco, en Orinda, un lugar hermoso desde donde se veían unas
colinas. Fui solo y, ni bien llegué, todas las mañanas Ricardo me ayudaba a traducir a
Oppen, Rakosi -quien era un íntimo amigo y padrino de Jen- y Niedecker. Nunca voy a
poder olvidar ese trabajo conjunto, esa forma de sopesar las palabras. De saber que a
las palabras hay que usarlas pero sabiendo que pueden ser enemigos. De tratar de
transcribir el peso del silencio en los poemas de Oppen.

Ricardo había sido amigo de la pandilla objetivista y a veces me contaba anécdotas de


ellos. Me traje de esa época algunos poemas maltrechos en mi lengua y la amistad de
los padres de Jen. Después pasó el tiempo. Y los volví a ver cada vez que venían a
Buenos Aires. Eran largas jornadas de caminar y hablar. La pandemia nos separó dos
años y esta semana recibí un correo de Jen donde me decía que Ricardo tenía
demencia senil y que viendo que la enfermedad avanzaba había decidido terminar su
vida a su propia manera, con la dignidad y la autonomía intactas. Así que la familia lo
acompañó a Suiza, donde la muerte voluntaria es posible. Me dijo que una de las
últimas cosas que hizo su papá fue pedirle a su madre que le hiciera escuchar una
grabación de un poema de Rakosi que se llama Balada del yo disminuido -recuerdo
haberlo trabajado con él- y que dice así: “Y la compasión ¿Dónde yace?/ En un libro.
Oh libro noble!/ Y escuché una voz: es triste/ pero dejame consolarte/ siempre hay
belleza./ Y ¿cuándo estaremos seguros?/cuando el cocodrilo se casa con la paloma/ Y
¿Cuándo se morirá el capricho?/Cuando todo hombre sea amo de su tiempo/ ¿Y el
diseño del universo?/ ¿La naturaleza del hombre?/ Pendientes”.

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