Lajos Zilahy-As Cárceles Del Alma

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LAS CÁRCELES DEL ALMA

LAS CÁRCELES DEL ALMA


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PRIMERA PARTE
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9
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SEGUNDA PARTE
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notes
LAS CÁRCELES DEL ALMA

Título Original: KET FOGOLY


Traductor: F. OLIVER BRACHFELD
©1931, Zilahy, Lajos
©1964, PLAZA & JANÉS, S.A.
ISBN: 0000000000000
Generado con: QualityEPUB v0.23
Corregido: *, 01/08/2011
LAS CÁRCELES DEL ALMA

por
Lajos Zilahy

PLAZA & JANES, S. A.


Editores
BUENOS AIRES • BARCELONA • MÉXICO D. F. • BOGOTÁ • RIO DE JANEIRO
*

Título de la obra original:


KET FOGOLY
*
Versión castellana de
F. OLIVER BRACHFELD
*
Portada de
C. SANROMA
© 1964, PLAZA & JANES, S. A., Editores, Barcelona
Este libro se he publicado originalmente en húngaro con el título de KET FOGOLY

Printed in Spain
Depósito Legal: B. 10.282-1964
Impreso en España
Registro Nº 1.806/59
Gráficos Guada, S. R. C., Rosellón, 24 — Barcelona
PRIMERA PARTE
1

Era un día de setiembre; las siete de la tarde. Desde las colinas de Buda, oíanse los
lamentos de un tárogato[1] que parecía cantar un adiós al verano.
En la esquina, apoyado en un bastón, un joven escuchaba aquella lejana música,
fumando un cigarrillo. Ahora que ya estaba a dos pasos de la casa del doctor que le había
invitado a tomar el té, no tenía la menor gana de subir, ni de mezclarse a tantas personas
desconocidas a las que no sabría qué decir. Las relaciones que surgen en estas ocasiones,
sólo sirven para que cuando, dos semanas más tarde, se tropieza con una de ellas en el
tranvía, no se sepa qué hacer: ¿Debemos saludar o no a esa señora del sombrerito de
terciopelo, que ocupa el asiento de enfrente, y a quién sólo entrevimos fugazmente en un
té? No saludarla, estaría mal, pero saludarla, aún peor, pues estos encuentros nos obligan a
conversaciones más que embarazosas.
El joven continuaba escuchando la armoniosa melodía del tárogato y le parecía mucho
más grato pasar aquel delicioso crepúsculo de setiembre paseándose por las tranquilas y
silenciosas callejuelas de Buda. Distraídamente, arrugó en minúscula bolita el amarillo
billete de tranvía que aún conservaba en la mano; la lanzó al aire y le dio un golpe con el
bastón, como suelen hacer los niños que juegan a pelota base. Dio media vuelta y tomó
rumbo opuesto al de la casa del doctor. Ante la gran placa de vidrio negro de una farmacia,
se detuvo para componerse la corbata. Después, examinó detenidamente el propio
semblante.
La cara, cubierta por el cálido y moreno barniz del estío, y en la que se destacaba clara
y alegremente el agudo gris azulado de los ojos, era agradable y simpática a primera vista.
Los rasgos eran serios; el mechón de pelo castaño que se escapaba bajo la presión del
amplio sombrero de fieltro; la nariz recta y una boca firme, acusaban un carácter
reservado; la cabeza, sostenida por un cuello robusto, le prestaba un porte algo altivo. Se
quedó aún unos momentos ante el negro cristal de la farmacia, como si quisiera
fotografiarse en él. Luego, bostezó, prosiguiendo el camino.
Cubría la esbelta figura un ligero abrigo gris, algo usado, pero todavía elegante. Sus
pasos resueltos y tranquilos dejaban adivinar cómo sería a los sesenta años: un anciano
distinguido, alto y seco, caminando con idéntica firmeza, aunque con la espalda algo
encorvada, y llevando tal vez guantes negros, pues seguramente estaría de luto por la
muerte de algún miembro de su familia. Es posible que poseyese el título de vuestra
merced[2], por haber llegado a ser consejero áulico o senador… En efecto, con el flamante
título de doctor en Derecho, y su empleo en la sección jurídica de un gran Banco, ¿no tenía
aún toda la vida por delante?
Haciendo molinetes con el bastón, remontó de nuevo la Avenida de Fehérvár. De vez en
cuando, por la desierta calle, pasaban presurosas a su lado unas criadas vestidas de
crujiente percal. En los quicios de las puertas, los porteros, de pie, fumaban su pipa. Sobre
toda la ciudad se extendía, amarillento y triste, el tibio aburrimiento de las tardes
domingueras.
Frente al Puente Isabel, en el solar de lo que fue Baño de Fango, una valla de madera
ocultaba a los ojos del público las obras del nuevo «Hotel Szent Gellért». El joven,
acercándose, echó una mirada por una ranura. Entre enormes zanjas y hoyos, que parecían
obra de una gigantesca mano maléfica, se amontonaban por doquier vigas de madera y
sucios tablones sobre el suelo accidentado y recién removido. Un sinfín de herramientas y
carretillas entremezclábanse en pintoresco desorden, evocando un cuadro dinámico y
ensordecedor, compuesto de voces imperativas, crujir de ruedas de carros cargados,
enormes martillazos, nubarrones de polvo provocados por vigas que caían; en una palabra:
un movimiento hormigueante y activo… Pero ahora todo se sumía en la inercia de la calma
dominical.
El muchacho intentó imaginarse los contornos desconocidos de aquel futuro hotel en
construcción. En lo alto, por donde todavía pasaban libremente el viento y el sol, y
juguetona revoloteaba una bandada de gorriones, muy pronto habría habitaciones, camas,
alfombras; correría el agua en los lavabos; sonarían teléfonos; los empleados harían
reverencias; unos huéspedes vestidos de etiqueta bajarían las amplias escaleras; en
blancas y magníficas bañeras, mujeres desnudas tomarían tibias abluciones y, por los
pasillos, desfilarían con aire distinguido, como flotando, camareros uniformados de frac,
equilibrando en una mano bandejas cargadas de riquísimos manjares.
Levantando la mirada, la clavó en el vacío. Allí, en aquel mismo punto, tal vez habría un
cuarto, una cama, y… la cabeza de un suicida pendiendo de ella. Más allá, hacia la
izquierda, habría otra habitación, en la que los protagonistas de una noche de bodas se
buscarían tímidamente en la oscuridad. ¡Qué extraño era todo aquello…! ¿Qué clase de
palabras, suspiros, risas y sollozos reuniría próximamente la Vida allí dónde ahora sólo el
viento abrazaba el vacío? ·
Esta idea le fascinó durante unos minutos; luego, acabó aburriéndole. Se encontró de
nuevo en medio de la calle, con el amargo sabor de indiferencia en la boca, sin que se le
presentara ninguna posibilidad de huida.
Dos niños pasaron por su lado. El mayor de los dos llevaba al hombro una larga y
flexible caña de pescar; miraba severo y presumido. El menor, incapaz de seguir los largos
pasos de su hermano, le seguía excitado, con dificultad. Desaparecieron por una callejuela,
en dirección al brazo muerto del Danubio. Pedro sintió de repente un imperioso deseo de ir
de pesca con aquellos niños. Recordaba las tardes domingueras de antaño, en las que la
emoción de parecidas excursiones le hacía latir el corazón. De nuevo, vio ante sus ojos el
bosque que llenaban los gritos de las cornejas, los viejos troncos destruidos por el rayo,
donde los pájaros habían construido sus grandes nidos negros y misteriosos. Y vio también
el arroyo fangoso, en cuyas rápidas aguas se reflejaba la sombra de oro viejo de los sauces,
pareciéndole incluso oír el burbujeo del barro en el interior de los rotos zapatos de un niño.
Sin embargo, todo aquello duró un instante, y el conjunto de estos recuerdos pasó como un
relámpago por su espíritu. Frunciendo el entrecejo, miraba ante sí, indignado consigo
mismo, por no saber cómo pasar la tarde.
De un golpe, y no sin cierto susto, diose cuenta de cuán triste y desprovista de objetivo
es la vida del hombre. En el colegio, había esperado con impaciencia febril terminar el
bachillerato, y más tarde, cuando estudiaba Derecho, le parecía que el último examen
abriría de repente, ante él, aquellas puertas misteriosas e invisibles tras las cuales le
esperaban luz y calor, mujeres y desconocidos acontecimientos sensacionales.
Y ahora, hallábase ahí, en medio de la calle, sin fuerza ni gana siquiera para encender
un cigarro. Estaba allí parado, mirando el vacío, con las cejas fruncidas. ¿Qué le traería, qué
le podría aún traer la vida?
Anteayer, en la escalera, acorraló contra la pared y besó a la institutriz alemana de los
Bunz. Sentía todavía el perfume especial, dulce y fuerte de la muchacha. Con un esfuerzo
de voluntad ahuyentó estos pensamientos.
Su madre querría que se casase. Desde hacía meses, atacaba sus nervios alabándole,
viniera o no a cuento, a la hija de los Vaynick, pero fingiendo siempre hacerlo por mera
casualidad. Con cándidas cautelas y tontas malicias, deseaba imponerle aquella Aranka, de
quien incluso sabía el número de sábanas que llevaría en dote. Recordó, como si la viera, la
tez áspera y grasienta de Aranka Vaynick, su mirada huraña y desconfiada.
De repente, diose a pensar en su madre. Una vez más, como tantas otras, se sentía
arrepentido de comportarse siempre tan groseramente con aquella viejecita tan cariñosa y
tan buena. Ayer mismo, se enfadó con ella porque se olvidó de ir a la planchadora a recoger
los cuellos duros, cuando, en realidad, la pobre señora no tenía ninguna culpa. Y ahora, le
parecía ver fija en él su mirada, una mirada llena de miedo y de dolor. Su madre había
salido de su cuarto sin decir nada, con sólo aquel pequeño carraspeo breve y sordo, tan
suyo, en que vertía toda su humillación. Pedro prometíase de nuevo que, de ahora en
adelante, sería muy atento y deferente con su madre; al pensar en ella cuando estaba lejos,
sentía una emoción hasta saltársele las lágrimas. Sin embargo, ¿cumpliría, al fin, el
propósito tantas veces incumplido?
Rasgó el aire unas cuantas veces con el bastón, como si sus pensamientos fueran una
nube de mosquitos que quisiera ahuyentar. Se puso a silbar y se acercó a una cartelera de
espectáculos, para consultar los programas. En este instante, vio venir hacia él a Pablito
Szücs[3].
—¡Hola amiguito! —gritó aquél, desde lejos, haciendo mil aspavientos.
Los dos muchachos se habían conocido en un club deportivo. Pedro no solía ver a Szücs
—que estaba empleado en la Jefatura de Policía— fuera del local del club, vestido con un
maillot de luchador grecorromano. Ahora, al verle de repente con aquella elegancia
dominguera, sentía ganas de reír. Szücs iba vestido como suelen hacerlo los deportistas un
poco huraños, las pocas veces que se deciden a concurrir a una reunión de sociedad.
El sombrero hongo de Szücs tenía por algún motivo incomprensible tres números
menos que el correspondiente, a pesar de lo cual lograba conservarlo ladeado en su
cabeza, dándose cierto aire de suficiencia. El cuello de toro se le congestionaba dentro del
de pajarita, cuyo aspecto manoseado testimoniaba la intensa lucha que el propietario
sostuviera para conseguir abrocharlo. Su cara estaba salpicada por las minúsculas heridas
de un afeitado reciente, pudiéndose leer en las mismas, como si fueran unas desconocidas
letras encarnadas, todas las maldiciones, no menos raras, que Szücs debió soltar al
rasurarse. Los pantalones, rayados, de color muy llamativo, eran tan cortos que casi
dejaban ver los tirantes de las botas altas, enormes y ya usadas, pero muy cuidadosamente
lustradas aquel día. El abrigo que llevaba era tan estrecho que amenazaba estallar ante la
presión de unos hombros y unos brazos atléticos.
—Ven, amiguito, ya podemos subir… —dijo aquel muchacho tan cursi, que estaba
igualmente invitado al té del doctor. Era visible su impaciencia por presentarse ante tan
distinguida reunión.
—Estaba pensando precisamente en no ir —dijo Pedro, de mala gana.
—¿Qué no vienes? ¡Habrá chicas muy guapas, amiguito! —dijo Szücs, que abusaba de
la palabra «amiguito» y hablaba siempre con precipitación—. Estará también la de Galamb,
aquella señora pequeña —añadió luego, guiñando un ojo.
Pedro miraba a Szücs sonriendo, y admirando con qué confianza en sí mismo se atrevía
a presentarse en una reunión de gente desconocida, a pesar de la cara ensangrentada y del
aspecto estrafalario.
—Nos aburriremos mortalmente… —observó Pedro, malhumorado.
—¡Qué va, hombre! —exclamó Szücs, y le cogió por el brazo—. Nos sentaremos en un
rincón y miraremos a las mujeres.
—¿Quiénes irán? —preguntó Pedro, al ponerse en camino, pensando que siempre
habría tiempo para volver atrás.
—A mí no me lo preguntes… También yo estoy invitado por primera vez.
Ambos jóvenes habían conocido al doctor Varga en el Círculo Deportivo y a su esposa
en un banquete de la misma entidad.
El doctor era un anciano, consejero áulico y médico titular de numerosas sociedades.
Era muy buena persona, y como los hombres buenos en general, insoportablemente soso.
El matrimonio, sin hijos, vivía holgadamente, y era muy aficionado a la vida de sociedad. La
enorme copa de plata, callenge del Club, era regalo de Varga.
Su esposa figuraba en todas las sociedades de beneficencia de alguna importancia.
Abajo, en el portal, buscaron los jóvenes el cuadro de inquilinos, y después de
encontrar el nombre de Segismundo Varga, Médico, subieron la escalera. Entre dos rellanos,
Szücs se detuvo.
—Espera un momento, amiguito…
Prudentemente, despojose del abrigo amarillo, excesivamente corto y dejó caer las dos
alas del chaqué, sostenidas con imperdibles para que no salieran por debajo del abrigo.
En el primer piso, llegaron a la puerta del doctor
El recibidor estaba lleno de toda clase de abrigos, bastones, sombrillas, sombreros y
gorras de uniforme. Pedro se detuvo un momento ante el espejo de la antesala, sacó del
bolsillo un minúsculo peine y lo pasó rápidamente, por dos veces, a través de sus lacios
cabellos castaños. Cuidadosamente, arreglo también el pañuelo del bolsillo exterior de su
chaqueta.
Entre tanto, Szücs contemplaba a la doncella que esperaba el momento de abrirles la
puerta de la sala.
—¿Cómo se llama usted, palomita? —preguntó Szücs a la chica, a la que sin el delantal
blanco fácilmente se hubiera podido tomar por una señorita.
—Me llamo Rózsi —dijo la muchacha, sonriente, dando un golpecito a la mano con que
Szücs intentaba pellizcarle la barbilla.
—¡Caramba, qué muchacha más salada! Está para comérsela —exclamó Szücs,
acariciando con la mirada las finas manos y el talle de mariposa de la joven.
—Ya ves, amiguito —dijo, volviéndose hacia Pedro—; sólo por eso valía la pena venir.
Entraron en un salón circular, lleno de humo de cigarrillos, de risas de mujer y de
graves voces de hombre.
La señora de la casa se adelantó a recibirlos y, después de los saludos de rigor,
empezaron las presentaciones. Estrechaban enguantadas manos de mujer, y manos de
hombre que, recién sacadas de los bolsillos de los pantalones, acusaban grados muy
diversos de temperatura, humedad, sequedad y calor, excesivamente pasivas unas, y otras
apretando con demasiada familiaridad; en total, unos treinta apretones de manos, uno tras
otro, sin que pudieran retener el nombre de uno solo de sus poseedores.
Al terminar Pedro de ser presentado, Pablito Szücs ya no se hallaba a su lado. Con las
manos en las caderas, postura que él seguramente estimaba muy distinguida, estaba
conversando con una mujercita regordeta. Indudablemente, la dama con quien hablaba,
debía de ser «la pequeña señora Galamb».
Pedro retirose hacia la pared; se sentía muy poco a gusto.
—Siéntese usted —le dijo la señora de Varga, al pasar delante de él.
Le resultó imposible, sin embargo, encontrar asiento, pues no había bastantes sillas,
por lo cual eran ya varias las personas que estaban de pie. Para distraerse, Pedro se
entretuvo mirando alrededor del salón.
En el centro de la reunión —constituido por el mejor y más decorativo sillón de la casa
— estaba sentada una dama rubia y de frágil figura, con quien todo el mundo hablaba en
alemán. Le llamaban unas veces Gräfin, o sea condesa, y otras veces, Frau Excellenz. La
excelentísima señora tenía unas manos blancas, tan pequeñas como las de una niña de
doce años, y con estas manos tan anormalmente pequeñas se arreglaba continuamente el
pelo, con gestos rápidos y nerviosos. Al mismo tiempo, sonreía mecánicamente a sus
interlocutores. De pie y a su lado, había un hombre alto y esbelto, a quien ella llamaba Ivan.
Junto al piano, estaban sentadas dos muchachas: una pelirroja, y morena la otra. Bajo
la sombra de sus anchos sombreros, poco se adivinaban sus rostros. La pelirroja estaba
hablando con un apuesto joven, muy elegante, que se apoyaba en el piano; Pedro, que
tenía el sentido del buen corte, vio en seguida que iba vestido por un sastre de primer
orden. Mirábale no sin cierta, envidia, pues su anhelo secreto era poder llegar algún día a
vestirse en las sastrerías más distinguidas.
Había entre la concurrencia muchas ancianas y bastantes solteronas, que formaban
pequeños grupos y que se hacían reverencias mutuas al hablar inclinándose como cañas
bajo el viento. Pedro, contemplando a los reunidos, tuvo la sensación de que las mujeres
vestían con más gusto y armonía que los varones. La mayoría de estos iban de chaqué;
otros, de smoking, y no faltaban tampoco algunos viejos con levita.
Un cadete, de cara muy simpática, se le acercó para traerle una silla.
—¡siéntate, por favor! —exclamó con sencillez, como si se conocieran desde hacía
tiempo[4]. Tendría escasamente diecinueve años.
—¡Oh, muchas gracias! —excusose Pedro—. Te aseguro que no estoy cansado.
—Tómala, sin embargo… Soy de la casa —explico el cadete— y tengo la misión de hacer
sentar a todo el mundo, aunque sea a la fuerza…
Pedro aceptó, pues, la silla y la ofreció a una señora vestida de amarillo que conversaba
con un capitán de húsares.
El cadete, visiblemente cansado de distribuir asientos, se quedó junto a la pared.
Pedro supo por él que la condesa rubia del gran sillón, que hablaba con el llamado Iván,
era la esposa de un teniente general.
El cadete se llevó la mano a la boca y añadió con aire misterioso:
—Creo que hay algún lío entre ellos…
Luego fue nombrándole, uno a uno, los personajes más interesantes de entre los
invitados: Primero, el consejero ministerial Benedek, un hombrecillo calvo, de cortísimo
cuello, y que con gestos rápidos tocaba el pecho a su interlocutor, al que manifiestamente
quería convencer de algo.
Aquel otro señor alto, de blancas melenas, cerca de la estufa, era Györy-Stuck, el
pintor[5]. El corcovado con ojos pequeños y soñolientos tras la dorada montura de sus
lentes, era Zsiga[6] Pán, profesor en el Conservatorio; y aquel otro señor bajito y fornido, el
doctor Schumeister, redactor de un periódico alemán. El buen señor grueso y rechoncho,
con cara de carnicero, era Kramer, el concejal. Respecto a los demás, el cadete no estaba
muy seguro de su identidad. Pedro recordaba vagamente haber leído estos nombres en los
periódicos, pero quien le interesaba más, era aquel muchacho rubio, cuyo traje azul
marino, de corte impecable, acababa de despertar su envidia.
—Miska[7] Adam —aclaró el cadete—. ¿No lo conoces? Acaba de licenciarse en Derecho.
—¿Y aquellas dos muchachas que están junto al piano? —le preguntó Pedro.
—Aquellas… —empezó el cadete, pero no pudo acabar, porque le llamaba la señora de
la casa:
—¡Juanito, ven aquí!
—Vuelvo en seguida —dijo y desapareció con la señora de Varga que, cogiéndole por el
brazo, le confió algo al oído. Sin duda le encargaba alguna misión confidencial.
Pedro se quedó solo, junto a la pared, mirando de nuevo en torno suyo. Los muebles del
salón revelaban que, en los días laborables, servían de sala de espera a los enfermos del
doctor.
La señora de la casa apareció en el vano de la puerta de cristales, calculando con los
dedos el número de tazas que necesitaría para el té. A su lado estaba la linda Rózsi con su
delantal blanco; también ella paseaba la mirada de un invitado a otro, contándolos, hasta
que, por fin, ambas estuvieron de acuerdo en que necesitarían treinta tazas.
La señora de Varga mariposeaba de grupo en grupo, sentándose en cada uno un
instante. Tenía abundantemente empolvados la cara, las manos e incluso el pelo; el talle,
excesivamente grueso, y los grandes y blancos senos se apretaban dentro del corsé.
En el rostro insignificante, solamente la nariz merecía cierta atención, pues era
extraordinaria, casi brutalmente chata. La expresión de los ojos y de la boca, concentrábase
en aquella nariz que parecía predominar en toda la persona. Así, por ejemplo, cuando
sonreía, parecía que lo hiciera únicamente la nariz, como si fuera una parte autónoma de
su ser. Llevaba las pestañas salpicadas de polvo, como las de un molinero llenas de harina.
Iba y venía constantemente de un lado a otro, con manifiesta inquietud, como si
temiese que todo el mundo se aburriera mortalmente, temor desde luego muy justificado.
Dedicábase sobre todo al grupo de las señoras que estaban sin caballero inundándolas
de una verdadera catarata de preguntas:
—¿Cómo estáis, queridas? Yo, encantada de que hayáis venido. ¿Por qué no has traído a
tu marido? ¿Qué hace la simpática Clarita? Habrá crecido supongo… ¡Ay, cómo pasa el
tiempo…! ¡Sin que una se dé cuenta…! ¿Se repuso ya tu esposo, María?
Y sin esperar contestación a las preguntas dirigidas a varias personas a la vez,
proseguía su mariposeo, realizando esfuerzos sobrehumanos para que toda aquella reunión
no se sumiera en el abismo del aburrimiento. Corría de un sitio a otro, cual el comandante
en la cubierta de un navío que da órdenes para intentar salvarlo del naufragio.
Toda su vida había tendido hacia el objetivo único de reunir en su salón a la sociedad
más distinguida posible. Sin embargo, por su manera de ser absolutamente pequeño
burguesa, era incapaz de poseer un espíritu animador de las reuniones, y las personas
invitadas por su importancia social debían de sentirse en su casa como animales
pertenecientes a especies diversas recluidos en una jaula común. Se miraban y se
husmeaban.
Una amiga cogió a la señora Varga de una mano, sin soltarla:
—Oye, por favor, ¿Quién es aquel coronel que habla con tu marido? Me parece que le
conozco. Creo haberlo conocido cuando aún no era más que teniente. Harás que venga a
saludarme, ¿verdad?
La señora de Varga contestaba con muchos detalles a todas las preguntas que se le
dirigían, y cumplía concienzudamente todos los encargos.
Hacia las ocho, ya se fueron algunos, huyendo. Pedro había observado que el elegante
Miska Adam, al marcharse, no se despidió de nadie más que de aquella muchacha rojiza
que estaba sentada junto al piano con su amiga; al despedirse, le apretó la mano
furtivamente.
El doctor se acercó a Zsiga Pán:
—Zsiga, por favor, toca algo.
Pán se sentó ante el piano, y puso sus manos grandes, color de pasta, sobre el teclado.
Reclinó la cabeza, y fijando la mirada en el techo, tocó un opúsculo ligero de Mozart, siendo
premiado con largos y entusiastas aplausos.
Los suspiros de satisfacción cortaban las palabras de enhorabuena.
La esposa del periodista alemán expresó el deseo de oír la Novena Sinfonía, de
Beethoven, pero cuando el dueño de la casa quiso transmitir dicho ruego, descubriose que
Pán se había escapado ya, rápida y discretamente.
Poco a poco, apenas quedaron diez personas en el salón. La señora de Galamb, que no
dejaba de conversar animadamente con Pablito Szücs, quiso marcharse a su vez, pero
entonces la señora de Lénart, que, a pesar de ser ya de cierta edad, vestía aún de azul
claro, declaró haber venido al té, desde Szentlörinc[8], con la ilusión de escuchar recitar
nuevamente a Jolánka[9], o sea a la señora de Galamb.
—¡Dios mío! —protestó la interesada—. ¡Hace tanto tiempo que no he recitado! De
verdad, le ruego que no me lo pida ahora, querida tía[10] Lenci.
Y su cara morena, salpicada en varios puntos por minúsculas verrugas que parecían de
terciopelo negro, ruborizose de antemano.
Más en vano se excusaba; unas cuantas exclamaciones enérgicas de: «¡oíd!» , «¡oíd!»,
acabaron con su resistencia.
El cadete fue quien gritó más fuertemente: «¡oíd!», como si estuviera contratado para
ello.
Por fin, con una sonrisa que decía mucho, la señora de Galamb, dándose por vencida,
colocose en el centro del salón.
Algunos fuertes chist hicieron callar a los que estaban conversando, y, de repente,
rodeó a la improvisada rapsoda un impresionante silencio. Con voz cortada por la emoción,
empezó recitando la poesía Haidé, del Sultán hermosa hija…[11]
Recitaba fogosamente y como ruborizándose por la inspiración. Al llegar al verso: «…y
aquello que susurra la onda charlatana…», cerró los ojos e impregnó las palabras de una
ardiente sensualidad.
La muchacha morena que se sentaba junto al piano, escondió la cara en la enguantada
mano, para disimular la risa. La otra, la rubia rojiza, le dio un golpe con el dedo,
escandalizada, y volviéndole la espalda. Mas también ella deseaba que terminara el recital,
pues, a su vez, sentía el peligro de estallar de risa.
La señora de Lénart escuchaba la poesía con el cuello alargado hacia adelante,
pestañeando entre lágrimas. Szücs continuaba de pie, con las piernas separadas, y sus dos
manazas una sobre otra, contemplando a la señora de Galamb con ojos desencajados.
Antes de la última estrofa, la pausa resultó extrañamente larga. La rapsoda miraba
fijamente el suelo, como si observara allí algo interesante. Pocos momentos después, quedó
patente que no se acordaba de la continuación de la poesía. La atmósfera se hacía
irresistible, y el silencio pesaba penosamente sobre todos.
Szücs intentó hacer de apuntador, más la señora de Galamb le dirigió una mirada llena
de reproches, pues lo que aquél estaba susurrando era de otra poesía, Los dos pajes de
Szondi, del ·gran poeta nacional János Arany.
Entre tanto el silencio se hizo insoportable. En ese instante, oyose bruscamente un
estridente «¡kikirikí!» que resonó en el ámbito de la sala con el mismo efecto de un alegre
grito liberador.
Era Juanito, el cadete, quien lo había lanzado. Poseía la rara habilidad de saber imitar
los gritos de múltiples animales. Todo el mundo prorrumpió en carcajadas, y el incidente
quedó zanjado.
La señora de Galamb se abalanzó sobre Juanito y le dio cariñosos golpes en la espalda.
—Ya ve usted querida tía Lenci —dijo dirigiéndose a ésta—, cómo no era excusa decir
que hacía mucho tiempo que no había recitado.
—¿Qué importa, hija mía? A pesar de todo, ha resultado muy bonito —contestó la
buena señora, enjugándose una lágrima.
El doctor buscaba alguna nueva diversión con que retener al grupo que estaba a punto
de disgregarse, cuando su mirada se fijó en Pedro. Le tomo por el brazo y le condujo hacia
la mesa escritorio:
—Ven aquí, y muéstranos lo que sabes…
—¿Lo que yo sé? —protestó Pedro, sintiéndose muy molesto, al ver, la atención de todos
los presentes concentrada en él—. ¿Lo que yo sé? —volvió a repetir demostrando en su
rostro la poca gracia que le hacía la insinuación.
—Es grafólogo —explicó el doctor Varga, dirigiéndose a los demás—. Descifra el
carácter por la escritura de cada uno.
Esta declaración fue recibida con unánimes manifestaciones de alegría. Pedro viose
clavado en una silla, ante la mesa, sin tener tiempo para protestar. El doctor le preparó
unas cuartillas, tinta y pluma.
Pedro puso al mal tiempo buena cara, e incluso empezó a satisfacerle su nuevo papel.
—Ante todo —comenzó diciendo—, debo advertirles que la grafología exige sinceridad,
y que esa es, por lo tanto, mi condición. Si alguien, por demasiado susceptible, no cree
poder soportar la verdad desnuda, vale más que se abstenga. Yo no daré explicaciones a
nadie por los juicios que pueda emitir, pero, en cambio, prometo ser objetivo; tanto más
cuanto que no conozco íntimamente a ninguno de ustedes.
Tan severo preámbulo fue recibido con general consentimiento. Naturalmente, nadie
quiso abstenerse Y todos rodearon inmediatamente la mesa.
Manos de formas diversas empezaron a escribir en las cuartillas. Primero, manos
femeninas, curiosas e impacientes. Sin sentarse, las señoras apresurábanse a escribir sus
nombres. Pedro ni siquiera se fijaba en las caras, sino tan solo en las manos que se
sucedían sobre el papel, observándolas atentamente durante los momentos necesarios que
empleaban en firmar.
La primera fue una mano vieja y, voluntariosa, que cogía la pluma casi con rabia. El
índice se clavaba en la pluma, arqueándose como una tenaza. Las falanges descarnadas
recordaban los anillos de boxeo.
Pedro contempló durante algunos minutos el primer nombre escrito en el papel, y, por
fin, en medio de la atención general, empezó con voz monótona:
—Ha viajado mucho por el extranjero; en su infancia, sentía inclinación hacia la pintura,
llegando a pintar cuadros con bastante talento. Es una naturaleza voluntariosa difícil de
influir. Tiene hijos. Disputa mucho con su marido. Fuma con pasión. No entiende nada de
música.
—¡Oh! —interrumpió confusa la de Lénart, pues de ella se trataba—. En mi vida he
fumado.
Se echó a reír con voz de falsete y retirose del corro, muy ofendida por haber sido
declarada inepta para la música. Se arrepentía de haber tomado parte en un juego que
ahora le parecía una estupidez, aunque no dejaba de sorprenderle cómo aquel muchacho
que no la conocía, podía haber adivinado que su marido y ella vivían como perro y gato.
Tocaba ahora el turno a otra mano: pequeña, regordeta y blanca, que no parecía
contener huesos. Con caracteres inclinados y pequeños, escribía en la cuartilla: Señora del
doctor Esteban Galamb…
—Usted, señora, pertenece a la categoría de los seres más felices del mundo —declaró
Pedro, contemplando con atención la letra, y sin levantar los ojos hacia la «víctima»—. No
tiene ninguna inquietud, como tampoco inclinaciones artísticas; es usted profundamente
religiosa. Estudió tres cursos en la Escuela Superior…
—¡Cuatro! —corrigiole, interrumpiéndole rápida, la señora de Galamb.
—Sólo tres —afirmó inexorable el grafólogo.
—El cuarto no pude acabarlo completamente —observó ella, intimidada.
Esta observación provocó una hilaridad general.
Luego le tocó a otra mano.
Era una mano delgada, de finos dedos, que, a pesar de esto, tenía una línea un tanto
varonil.
—Señora, su marido tendrá que solicitar en breve el divorcio contra usted, por tener
usted un temperamento demasiado inquieto.
—¡Qué impertinencia! —exclamó la muchacha morena que había pasado la tarde junto
al piano con su amiga—. ¡Si no estoy casada siquiera!
—Entonces, me he equivocado —exclamó Pedro, sin cambiar de tono.
Ahora le correspondió una mano de hombre, fuerte, llena de pelos, inscribir en el papel
el siguiente título altisonante: Barón Camilo de Besztercey.
Pedro reconoció al instante la mano de Pablito Szücs, pero hizo como si no hubiera
notado el engaño. Contempló largo rato aquella seudofirma con el entrecejo fruncido y,
después, fue diciendo con visible seriedad:
—Soltero… Practica mucho el deporte. Carácter que fácilmente se deja arrastrar hacia
la altanería… Le gusta mucho afectar superioridad… Está convencido de que es mucho más
inteligente que los demás… Pero, en realidad, es un tontaina…
Sin dejarle acabar, Szücs le dio un golpe en la nuca tan fuerte, que durante varios
minutos, le hizo sufrir tortícolis.
El doctor Varga soltó una estrepitosa carcajada, cayéndole las lágrimas sobre su barba
rubia. Pronto, otra mano muy blanca vino a posarse sobre el papel. Unas tenues y rosadas
rayitas en los dedos atestiguaban que acababa de quitarse el guante. Era una mano de
acabada perfección, tierna y humilde, que no por eso dejaba de imponer respeto. Parecía
una flor extraña; tan hermosa como sólo la carne y la sangre humana saben serlo, cuando
toman formas impecables. Era como un pétalo virgen sin la más ligera sombra de
marchitez. Fresca y blanda se presentía, sin embargo, en ella una voluntad de acero, como
instrumento perfecto del cuerpo… ¡Cuán bella debía de ser aquella mano, al arreglar los
rizos de los cabellos; al hacer el lazo de una cinta; al abrazar el cuello del violín o acariciar
las cuerdas del arpa; al hacer un cordial signo de despedida, o al descansar soñadora sobre
el mantel de una mesa!
Estos pensamientos atravesaron rápida y confusamente el espíritu de Pedro, al
admirarle bajo sus ojos. Sostenía la pluma sin el menor esfuerzo y, hábilmente,
produciendo una imperceptible musiquita en el blanco papel, iba trazando unas claras
letras de angulosidades góticas, pero con femenina finura, no sin ciertas exageraciones,
mas, ello no obstante, con disciplinada armonía. Aquella bella mano escribió el nombre:
Miett de Almády.
Las tres patitas de la M caían hacia abajo, verticales y puntiagudas; arriba, en la punta
de la l, el arco casi se transformaba en triángulo, y en la cabeza de la e aparecía trazada
una diminuta pero regular espiral.
Pedro cogió la cuartilla, la contempló detenidamente y después —por primera vez—
levantó la mirada hacia la autora de los rasgos. Bajo la sombra de la pantalla de la lámpara,
vio a aquella muchacha rubia rojiza que antes estaba sentada junto al piano en compañía
de su amiga, y conversaba animadamente con Miska Adam.
De nuevo se había puesto el guante. Con las cejas enarcadas y los párpados
entornados, las mejillas acababan de cubrírsele de un rubor apenas perceptible. Tenía los
labios fuertemente apretados, y en las finas líneas se dibujaba una sonrisa que expresaba
como un benévolo desdén hacia toda la llamada «ciencia» grafológica, y al mismo tiempo
cierto humilde y virginal acatamiento, acompañado de una leve expresión sería, como si
dijera:
—Bueno, y ahora… ¡júzgame, si te place!
Pedro volvió a mirar al papel, hizo un nervioso movimiento con la silla, miró otra vez a
la muchacha y, después, nuevamente el papel. De repente, tuvo la sensación de que era
imposible decir a esta chica ninguna «opinión» altisonante. Sintió una inexplicable
turbación. En este momento, toda su «ciencia» (con la que únicamente intentaba divertir y
cuyo éxito debía al mero hecho de que, en un dos por ciento de los casos, adivinaba más o
menos la verdad) le pareció ahora una inmensa y rotunda tontería. En vez de dar la
explicación esperada, prefirió preguntar:
—¿Miett? ¿De qué nombre viene tan extraño diminutivo?
La muchacha se ruborizó un poco más y contestó en voz baja:
—De María.
—¿Y cómo de María se ha formado Miett? —continuó preguntando con toda la artificial
severidad que el juego requería.
Una breve pausa.
—Por Mariette —respondió ella.
La señora de la casa observó, en tono de superioridad, mas no sin cierto encanto:
—Miett, en francés, significa migaja… «Migajita…»
Juanito, el cadete, se creyó en el caso de intervenir con la impaciencia reflejada en el
rostro:
—Dejemos esto; y venga ya ese retrato caracterológico.
Pedro miró algunos instantes a la muchacha, dobló la cuartilla y hundiéndola en su
bolsillo, se limitó a decir misteriosamente a Miett:
—Su letra de usted es interesantísima. Es tan interesante que requiere un detenido
estudio. Tengo como un presentimiento de que el análisis pericial descubriría una serie de
cosas que sólo pueden decirse a solas…
El rostro de la chica se puso coma la grana y muy avergonzada, bajó la mirada al suelo.
—¡Oh! —exclamó riendo, pero con una risa no exenta de inquietud.
Todos protestaron violentamente contra la solución propuesta. El cadete mesábase con
comicidad el cabello, y dando golpes en la mesa, exclamó:
—¡Qué me devuelvan el precio de la entrada! ¡Me han engañado! ¡Que me devuelvan el
dinero que he pagado!
De tanto reír, el doctor tuvo que sacar esta vez su pañuelo, para secarse las lágrimas.
La señora de Lénart tocó ligeramente el hombro de Pedro con su abanico:
—Sospechoso. Más que sospechoso. Usted ha montado toda esta comedia para lograr
hablar a solas con una muchacha tan guapa…
Y a Miett le dijo, volviéndose hacia ella:
—Cuidado, hija mía, cuidado.
Pero Miett apenas lo oyó, pues ya se dirigía hacia la salida.
Todos se disponían a marchar. La pequeña señora de Galamb hizo notar, muy asustada,
que ya eran más de las nueve.
—¡En casa habrá bofetadas! —exclamó, mientras con grandes premuras se ponía el
abrigo.
En su precipitación por acompañarla, Pablito Szücs olvidó prender con los imperdibles
las alas de su chaqué, que le sobresalían por debajo de aquel ridículo abrigo amarillo, como
dos crespones de luto. Casi corriendo, salió detrás de la Galamb.
En el recibimiento, Pedro se acercó a las dos amigas que salían juntas.
—Si me lo permiten —dijo dirigiéndose a Miett—, las acompañaré hasta su casa.
En vez de ésta, le contestó la morena:
—¡Encantadas! Su atención será un placer para nosotras…
Y con amistoso ademán, apretó la mano del muchacho, que desde luego encontró un
tanto sospechosa tan desbordante cordialidad, y temía alguna trampa. Miró
interrogativamente a Miett, la cual a su vez cambió una mirada con su amiga Olga (pues
así se llamaba), volviendo después la cabeza al otro lado. Ambas parecían ocultar el rostro,
manifiestamente.
—Podemos marcharnos —dijo Olga, después de decir buenas noches a los dueños de la
casa.
Pedro entregó a la criada, que se había colocado cerca de la puerta para recibir las
propinas de los invitados, la moneda de plata de una corona que había preparado de
antemano con tal fin[12].
Luego, salieron.
Miett y Olga adelantáronse algunos pasos en el corredor, cogidas del brazo. Pedro las
alcanzó en la escalera, pero, allí, Olga se volvió bruscamente hacia él, tendiéndole la mano:
—Le agradezco en el alma la exquisita amabilidad de haberme acompañado hasta casa
—dijo, y sacudió con fuerza la mano de Pedro, al mismo tiempo que echando la cabeza
hacia atrás, se puso a reír, descubriendo su blanca dentadura.
Pedro la miraba sin comprender.
—Sepa usted que vivo en esta misma casa, en el cuarto piso.
Y sin esperar contestación, se escapó escaleras arriba subiendo los peldaños de dos en
dos, y descubriendo a cada salto, hasta la rodilla, unas torneadas y ágiles piernas,
enfundadas en negras medias de seda. Desde el pasillo de arriba se oían aun sus
carcajadas, resonando con alegre eco en el profundo patio de la casa.
—¿También usted vive en esta casa? —pregunto Pedro a Miett.
—Sí, señor… —respondió Miett, con acento turbado y como excusándose de la broma.
Pedro observó que la chica se ruborizaba con tanta frecuencia como repentinamente.
—¿Dónde vive usted?
—Allí… —contestó Miett, señalando la puerta del extremo del pasillo.
—De todos modos, la acompañaré hasta su casa —insistió él.
Así hicieron juntos unos quince pasos: la distancia entre la escalera y la puerta. Pedro
hubiera querido decir a Miett algo gracioso, algo amable, pero no se le ocurrió ninguna
idea, como si de pronto hubiera enmudecido.
Miett tocó el timbre y a los pocos instantes se iluminó el recibimiento del piso.
La muchacha le tendió la mano:
—Buenas noches —dijo, con el tono indiferente que las mujeres emplean con los
hombres que acaban de serles presentados, cuyo nombre ignoran y a los que suponen que
nunca volverán a ver.
—¡Buenas noches! —contestó rápida y casi groseramente Pedro, irritado por la idea de
que tan hermosa muchacha desapareciera ahora detrás de la puerta, y quizá para siempre.
Mientras Miett entraba, su mirada curioseó rápidamente el interior. Al final de la, larga y
amplia antesala, la puerta del vestíbulo había quedado abierta, y unos cuantos muebles de
gusto refinado testimoniaban en él que el piso estaba, amueblado con lujo y elegancia. A
través del vestíbulo, se podía ver hasta el comedor, cuya lámpara colgaba muy baja, sobre
la mesa puesta para la cena; ante ella se hallaba un señor de avanzada edad, que vestía
una americana, de dril, ostentando una barba blanca. La luz de la lámpara brillaba con
reflejos dorados en el cráneo liso y en la nívea barba del anciano. Llevaba lentes y estaba
absorbido en la lectura del periódico que sostenía lejos de los ojos.
Todo esto no fue más que una visión fugaz, porque la luz del recibimiento apagose casi
instantáneamente. A pesar de ello, Pedro permaneció inmóvil todavía un buen rato ante la
puerta cerrada.
Antes de salir a la·calle ojeó, en el portal, la lista de inquilinos y pronto encontró el
nombre que buscaba: Almády.
Desde la calle, dirigió la vista hacia las ventanas del primer piso, intentando adivinar
cuál sería la habitación de Miett.
Después echó a andar lentamente. Cenó en el «Holfer», y mientras comía, no dejaba de
preguntarse cómo había sido posible que, en toda la tarde, no se fijara en aquellas dos
muchachas hasta el último momento. Haciendo un esfuerzo de memoria, recordó que
ambas estaban sentadas cerca del piano, ante la ventana, junto a la cual había un enorme
jarrón japonés que cubría a Miett de tal forma que casi no se la podía ver. Además, al
principio había demasiada gente en el salón.
Acabada la cena, fue dando un paseo junto al Danubio, por la orilla de Buda, hasta
sentarse en un banco. Su recuerdo voló por un momento a Olga, la atrayente morenita,
volviendo a ver con toda claridad el hermoso arco de sus piernas, al subir corriendo la
escalera, y oyendo de nuevo sus carcajadas.
Sin embargo, pronto su pensamiento fue a parar a Miett, la mujer de las bellas, manos,
dándose cuenta ahora de la fuerza, tierna y misteriosa, que irradiaba desde ella hacia él.
Realmente la había sentido ya en el primer momento, cuando ni siquiera se había fijado en
su rostro, y tan sólo su blanca mano se posara en el papel; una mano que salía suavemente
de la estrecha manga de blanca granadina.
Pedro pasó revista a todas las personas que acababa de conocer aquella tarde. Volvía a
ver con minucia a todas las mujeres; entre los hombres, apenas sí se acordaba ya más que
del cadete y del tío Kramer. Casi en el último momento, le apareció la figura de Miska
Adam, cuyo elegante traje había despertado su envidia. Y ahora se acordaba también de
que aquel Miska Adam conversaba animadamente con Miett, se marchó pronto y sólo le dio
la mano a ella. Empezó a buscar una relación entre ambos. «Sin duda están enamorados
mutuamente —pensó para sí—, y hasta puede ser que se besen…» Sin embargo, estos
pensamientos apenas le impresionaban más que la ligera brisa, muy suave y algo
misteriosa que se elevaba del lado del Danubio, acariciando a veces su frente, librándolo de
la presión del sombrero, echado hacia atrás, al sentarse cómodamente en el banco
estirando las piernas.
Su imaginación continuaba ocupándose de la reunión de la tarde. A pesar de todos sus
esfuerzos, fue incapaz de evocar la cara del pianista. Asimismo, sólo veía el rostro
enmascarado de pelo rojizo del periodista alemán como una mancha confusa, en la que
destacaban únicamente los lentes. En cambio, se acordaba muy bien de la pequeña señora
de Galamb y de la de Lénart.
Sin embargo todas esas figuras se habían grabado en su mente por un ademán, un
gesto o una palabra instantánea, borrándose pronto en su espíritu, y su recuerdo volvió a
concentrarse en una sola: Miett.
«¡Miett!». Intentó pronunciar el nombre varias veces con acentos diferentes, como
paladeando una por una cada letra de tan extraño diminutivo que, pronunciado aquí solo y
a orillas del Danubio, sonaba como un fino silbido de sensual estridencia.
«¡Miett!», dijo, como si le dirigiera la palabra. «Miett», repitió, como si la llamara de
lejos. «Miett», volvió a decir con suave tono de reproche. «¿Miett?», preguntose maravillado
a sí mismo. Después pronunció el nombre dulcemente, como si estuviera consolándola y,
luego, en tono de queja, contrariado. Por fin, lo pronunció de tal manera que sintió angustia
en su corazón.
«¡Qué nombres más estúpidos se dan a veces las mujeres !», dijo al levantarse y
tirando lejos de Sí la colilla del cigarrillo.
Dirigiéndose hacia su domicilio, se puso a silbar Y dejó de pensar en Miett y en toda
aquella reunión. De pronto, interrumpió su itinerario para entrar en un café de la Avenida
Luis Kossuth, donde encontró a sus amigos, y se quedó jugando con ellos al billar hasta la
medianoche.
Luego se fue a su casa y se acostó. Encendió la lamparita encima de la mesilla de
noche y apoyándose en el codo, abrió un libro. Leía David Copperfield, la novela de Dickens.
2

El sol de otoño hacía ondear ligeros velos dorados, río abajo, sobre el Danubio. El reloj
[13] [14]
del embarcadero de «golondrinas» marcaba las dos y cuarto y el Corso comenzaba ya a
desplegarse. El agua conservaba todavía el calor de las sofocantes jornadas del estío,
llenando el aire con un empalagoso olor de pescado. Este ligero y cálido hedor de
putrefacción recordaba la atmósfera de las bahías en los mares del Norte. Por lo menos, así
lo afirmaba en medio del Corso una señora de formas opulentas que incluso allí, a orillas
del Danubio, continuaba buscando sus pasados recuerdos veraniegos. En los muelles, junto
al agua, amontonábanse un sinnúmero de cajas que realmente exhalaban, sin hipérbole
alguna, el perfume resinoso de los pinos.
En algunos puntos, a través de las quemadas hojas de los árboles, se vislumbraba ya,
con sus colores de castaño dorado, el hermoso setiembre.
Bajo un árbol se hallaba sentado un mendigo cojo.
En su cara macilenta se marcaba la huella de la tisis. Dormitaba con la cabeza
inclinada, y los rayos del sol que le caían en las manos le hacían transparentar casi hasta
los huesos. Junto a él su gorra esperaba inútilmente sobre el asfalto, pues no aparecía en
ella ni una perra chica.
Una suave brisa subía del lado del río. Los árboles se estremecían a su soplo. Era como
un suspiro, tras el que un árbol dejó caer, cual una moneda de oro, una hoja dorada en la
gorra vacía del mendigo.
Un pequeño «foxterrier» pasó al galope por el Corso desierto, como si fuera retrasado a
un importante banquete. Arriba, en el cielo sofocante y gris, recortábase un gavilán,
flotando, casi inmóvil y acechando las palomas del Vigado[15]. Viniendo desde la estatua de
Petöfi, pasó una ama seca, empujando un cochecito de niño, con el cansancio del cotidiano
paseo de después del almuerzo.
Pedro acababa de salir del despacho a estas horas, y fue a sentarse al Corso. Cuando
hacía buen tiempo, solía bajar a pie por la orilla del río, y atravesando luego por el Puente
de la Reina Isabel, llegaba a la calle del Teniente, donde ocupaba con su madre una casita
de planta baja.
Sentado allí, en el Corso, acostumbraba a echar una ojeada al diario del mediodía. Hoy,
estaba ya a punto de doblar el periódico para marcharse, cuando vio venir del lado del
Puente de la Cadena una pareja de jóvenes. La muchacha llevaba un ceñido traje de seda,
color de pan tostado, que la brisa amoldaba a su cuerpo como una vela se pega al mástil.
Echaba sus hombros un poco hacia atrás, y sus minúsculos senos dibujaban líneas suaves,
pletóricas de promesas. A cada paso que daba, la falda muelle se pegaba a los muslos, y el
andar rítmico y rápido insinuaba casi todos los detalles debajo del vestido.
Pedro reconoció en el acto a Miett. Echó mano instintivamente al periódico, para
ponerse a leer, turbado, como si no la hubiera visto. Pero, al propio tiempo, se daba cuenta
de que el corazón le empezaba a latir aceleradamente.
El muchacho que iba con Miett, era Miska Adam. Pedro esperó que pasaran ante él; sólo
entonces levantó un poco la cabeza para seguirlos con la mirada. Le hubiera gustado poder
escuchar al vuelo algunas palabras de su conversación, pero pasaron por allí sin hablar, con
paso rápido, como si también ellos estuvieran retrasados.
Pedro hizo una mueca y dijo, casi en voz alta:
—Bueno, parece que se entienden bastante bien…
Pensó que Miett y Adam no habían hecho más que deambular por los muelles o, quién
sabe, si a lo mejor se daban citas secretas por las mañanas. ¡Se oye hablar tanto de estas
cosas! Budapest es una ciudad corrompida y aquí ya ni siquiera las muchachas bien son
puras.
Esto le hizo meditar sobre lo que podía ser la vida de una niña bien. Hasta entonces
nunca había besado a una «verdadera señorita»; por cierto, que debía de ser muy
interesante. Sin duda, tiene que ser cosa tan fácil como acorralar a una institutriz contra la
pared, besándola en la boca al primer encuentro a solas. Un beso de una de éstas, un beso
de una muchacha bien, debe de ir precedido seguramente por el mismo camino de mil
palabras hábiles y finas, de mil frases en sordina e interrumpidas por suspiros, de mil
miradas profundas y penetrantes, como los senderos que desembocan en una glorieta.
¿A qué debe de saber el beso de una señorita? ¿Será cierto eso que dicen que con una
chica bien incluso se puede llegar más lejos? Entonces, estos dos: esa Miett y ese Adam,
seguramente se besan ya. Pero, al evocar ahora todos sus recuerdos concentrados en torno
de Miett, al recordar la mano puesta sobre el papel irradiando pureza y distinción, al pensar
en su actitud seria y reservada, de repente le pareció imposible que existiera entre Miett y
Adam otra cosa que algunos besos inocentes. Mas, ¿quién le aseguraba que se besaban? Es
muy posible que se hayan encontrado por casualidad, y que Adam no haga más que
acompañarla. ¿Y por qué no podrían ser parientes, o primos hermanos, por ejemplo?
Todos estos problemas quedaron sin solución, mientras se dirigía con lento andar hacia
su casa, cruzando por el Puente Isabel. El anormal latido de su corazón continuaba
oyéndose en su pecho y sólo poco a poco fue invadiéndole la calma.
Por regla general, solía comer solo, pues llegaba a casa a horas irregulares. Era siempre
su madre quien le servía la comida. Su madre, viuda, era una señora bajita, muy delgada,
que inclinaba un poco su cabeza canosa y cuya voz sólo de tarde en tarde se percibía,
siendo como la de un tímido pajarito. Era humilde casi hasta resultar insoportable para su
hijo, como una criada que teme ser despedida.
Provenía esta humildad de haberse casado —siendo más pobre que una rata de iglesia
— con Esteban Takách, profesor del Instituto de aquella pequeña ciudad polvorienta de la
gran llanura húngara, en cuyo colegio calvinista el padre era profesor. 'Había sido una
hermosísima muchacha huérfana, de flexible talle y tez blanca y fina, y aún ahora, sus ojos
grandes y redondos miraban infantilmente al mundo bajo su cofia de vieja, aunque
rodeados ya por el velo de la edad y una telaraña de finas arrugas.
Pedro solía ponerse irascible y hasta grosero con la dulce viejecita, más por costumbre
que por maldad, y quizá porque su madre se lo toleraba absolutamente todo desde muy
niño.
También hoy estaba de pie cerca del aparador, con la cara apoyada en la mano, y
acechando con cierto temor el rostro serio y sombrío de su hijo Pedro, en el que se
reflejaban, una vez más, ocultas emociones. Esperaba en silencio que Pedro terminara con
la carne, para servirle luego, como postre, los sabrosos «tallarines dorados».
Después del almuerzo, Pedro tenía la costumbre de reposar en el sofá de la habitación
interior que daba sobre el patio, para dormir la siesta. También hoy, se acostó, pero no pudo
conciliar el sueño. Arregló cinco o seis veces el almohadón, fresco y blando, que solía
colocar bajo la cabeza. Abrió los ojos y, desde su posición horizontal, se puso a contemplar
fijamente el tejido verde y negro del tapiz que cubría la pared frontera.
Sentía que algo extraño le había pasado. Algo que no podía explicarse mediante
conceptos habituales. Esto duraba ya tres días, como si en su ser más íntimo se hubiera
abierto, con un estallido de vida, un yo hasta entonces desconocido incluso para sí mismo.
Deseos inquietantes se movían en lo más hondo de su pensamiento y sabores y perfumes,
colores y calores ignorados se vertían en su sangre. Durante los últimos tres días, habíase
vuelto infinita y dolorosamente susceptible. Al pasar por las calles, levantaba sin darse
cuenta los ojos hacia las ventanas de las que escapaban las notas de un piano, y la música
desconocida le ponía aún más triste. En realidad, nunca había tenido propensión por estos
sentimentalismos poéticos, y menos todavía por la música misma. En algún que otro
instante en el que se recobraba a sí mismo, veíase lamentablemente cómico en este estado
de ánimo.
Al cruzar la calle una mujer, se volvía para seguirla con la mirada durante largo rato,
cosa que nunca solía hacer. Es cierto que antes también miraba y remiraba a las hijas de
Eva que le eran gratas, pero con una emoción muy distinta, sana y estudiantil; mientras
que ahora, al pasar al lado de una mujer en el Corso, le parecía como si, en el movimiento
de su falda, se escondiera algún misterio, totalmente desprovisto de sensualidad. Sentía
más bien, aunque muy oscuramente, que era la mujer, la Mujer, el eterno femenino, quien
de pronto irrumpía imperiosamente en su vida.
Y al pensar de nuevo en Miett, desde que la conoció en casa del doctor, pensaba
siempre lo mismo: que una mujer así, es la ilusión suprema, que es algo único, algo
sublime, algo que nos eleva hasta el cielo. ¡Qué maravilloso debe de ser alcanzar en la vida
a una mujer así, y qué misteriosa e inquietante es la mujer distinguida!
Tendido allí en el sofá, al pensar una vez más en Miett, se sentía invadido por una
languidez que le calaba hasta los huesos.
¿Estaría enamorado?, se preguntaba en su soliloquio, pero al instante la misma
pregunta le parecía desprovista de sentido. No, aquello no era amor. Hasta ahora había
llevado una vida monótona y como adormecida, pero ahora despertábanse en él, con fuerza
irrefrenable, los deseos, no de Miett, no de ella, no de una determinada mujer, sino del
amor en sí.
¿Miett? En realidad la conocía menos aún que superficialmente. Y, sin embargo, al
recordarla, sentía a través de ella aquel misterioso calor que ponía en tensión todas las
fibras nerviosas de su ser desde ya hacía tres días. ¡Es tan difícil definir ciertos
sentimientos, determinarlos con exactitud y conocer la verdad que encierran! Basta
tenderse en un sofá para sentir el corazón a la vez ligero e inquieto, como si uno lo tuviera
embebido en el alcohol del insomnio. Desde hacía tres días, su imaginación, en libertad, se
exaltaba hacia mil distintos caminos. Imaginándose alucinantes pormenores, llegaba a oír
casi el sonido de cada palabra. Tras los párpados cerrados, ensayaba y representaba todas
las miradas y todos los gestos.
Por la mañana, se pasaba largo rato ante el espejo, contemplando una tras otra todas
las diferentes expresiones: enfado, sorpresa, alegría, dolor, exaltación, ternura…
Esto era después de afeitarse; luego acababa echando una medrosa mirada hacia la
puerta, para ver si alguien le había acechado en estos extraños juegos de su soledad, y al
final se entristecía, sintiendo una inmensa vergüenza de sí mismo.
Pero luego reincidía sin transición. Pasaba de un estado de ánimo a otro, como si la
caprichosa marcha de sus pensamientos estuviera determinada por alguna fuerza exterior,
ajena a él. Permanecía de pie ante el espejo y se estudiaba atentamente.
Intentó reírse a carcajadas; ensayó la sonrisa. Sonreír con expresión de superioridad o
con tristeza, dulce o comprensivamente, con amargura o con ironía. Ensayó todos los más
finos matices de sonrisa imaginables de que era capaz, y entre tanto, observaba con gran
atención el movimiento de los labios en el espejo, como si se tratara de la boca de otra
persona.
De repente, experimentaba curiosidad por sí mismo. Hasta ahora, sólo había conocido
aquella cara suya, siempre igualmente aburrida y rígida, al enjabonarla antes de afeitarse,
o al mirarse con los ojos entornados mientras se peinaba. Ahora, cuando empezaba a
meditarlo, se daba cuenta de que no conocía de sí mismo sino a aquel Pedro que se estaba
lavando o vistiendo, o cuando más, las diferentes caras de aquel Pedro.
Ahora descubría con sorpresa centenares y miles de expresiones y matices de su
mímica, que había ignorado hasta la fecha, pero que los demás debían de conocer muy
bien, por verlas numerosas veces al día.
Cogió un espejo de mano, lo sostuvo a un lado y comenzó a mirarse la cabeza por
detrás. La línea curiosa y extraña de la parte posterior del cráneo, le maravillaba. Hasta hoy,
se lo había imaginado de manera muy distinta.
Sus pensamientos volvían otra vez hacia Miett. Vio ahora con toda claridad el rostro de
la chica, allí en la penumbra de la pantalla de la lámpara, tamizada por aquella sombra que
proyectaba sobre sus facciones el ancho sombrero de terciopelo negro. Y también cuando
ella arqueaba de manera encantadora las cejas, entornando al mismo tiempo los párpados
y las líneas de su boca intentaban esconder las ganas de reír. Evocaba incluso los
movimientos de las manos, al quitarse los guantes. En los tres días había perdido más de
una vez en su memoria el semblante de Miett. La cara, o la voz de ella. Pero, luego, volvía
claro y preciso el recuerdo de la una, de la otra, o de ambas a la vez. Ahora oía con toda
claridad cómo le había saludado al despedirse, con indiferencia, sin matizar el acento de
las palabras, en la puerta iluminada de su casa, el domingo por la noche: «Buenas
noches…»
Con los párpados cerrados estudiaba en todos los detalles la cara de Miett. Las cejas
eran finas, delicadamente arqueadas. La ceja izquierda quedaba interrumpida por una
cicatriz claramente visible, muy llamativa, que sin afearle el rostro le daba, por el contrario,
un aspecto interesante. Los ojos grandes, que no sabía si eran azules o verdes oscuros,
estaban sombreados por las largas pestañas. La boca era grande, pero con los labios muy
finos, y las comisuras de la misma parecían expresar con extraordinaria sensibilidad los mil
matices de su estado de ánimo. En los extremos de los labios se escondían a menudo dos
sonrisas distintas que daban gran plasticidad y mucha expresión a su cara. Pedro había
observado igualmente que, cuando Miett se proponía dar un paso, entornaba un poquitín
los ojos y miraba primero al suelo. Probablemente debía de ser algo miope.
«Su voz suena siempre con una fina cantinela, y si acaso sabe cantar, debe tener voz
de tiple. Una voz en la que va y viene, con sólo hablar, algo afelpado, cálido y sensual.»
Sí, ahora se acordaba claramente: cuando durante el juego dijo a Miett que no le podría
comunicar su dictamen grafológico sino a solas, y al cubrirse de púrpura la cara de la
muchacha, exclamó riendo, pero sin gran susto: «¡Oh!» «¡Oh…!». Ese «¡oh!» de protesta
era casi como dos cálidos y breves sonidos que salieran de una ocarina.
Él mismo quedó sorprendido al darse cuenta de lo mucho que sabía de aquella
muchacha, de los detalles suyos que recordaba, cuando apenas la viera durante unos
minutos. Había conocido a muchas chicas tan guapas como Miett; incluso aquella
morenita, Olga, fuese tal vez más hermosa; pero la realidad es que nunca en su vida había
experimentado un efecto como el que Miett produjo sobre él. Se puso a pensar tratando de
resolver el misterio, continuando sus reflexiones. ¿A qué se debe el que entre varias
mujeres bonitas, siempre escojamos a aquella que nos interesa, y que ejerce sobre nosotros
tal influencia que, a su lado, todas las demás, incluso las más lindas, llegan a perder todo
interés? La carne, la sangre y la piel de ciertos cuerpos femeninos (continuaba enlazando
sus pensamientos) deben poseer alguna irradiación íntima, a la que sólo son sensibles
aquellos hombres cuya sangre, carne y huesos acusan la misma composición química. Esa
coincidencia se llamó amor.
Al llegar a este punto de su razonamiento, todo cuanto había meditado le pareció una
solemne tontería y se puso a pensar en otra cosa.
¡Qué delicioso sería poder besar el cuello sedoso y perfumado de Miett, en aquel punto
sobre la nuca, donde los cabellos están peinados hacia arriba en forma de trenza! ¡Aquella
parte de la nuca en la que se encuentra un hueco en el que cabe exactamente 1a boca y
donde los labios pueden hundirse a su antojo…!
Escondiendo su cara en la blanca almohada y tendiendo los labios, buscó en ella,
íntimamente, el sabor desconocido de la gran boca húmeda de Miett… Su imaginación
evocó a la muchacha en los más diversos aspectos, en los momentos más inesperados.
Silenciosamente, su madre entró como una sombra en el cuarto para buscar algo en la
mesa escritorio.
Pedro se volvió nerviosamente y dijo con dureza a su madre:
—¡Váyase, por Dios! Nunca me ha de dejar dormir tranquilo…
La viejecita se estremeció. Llevándose la mano al corazón contestó con voz baja y
suave:
—Venía a buscar… el tintero; nada más… hijo mío…
—Lléveselo por la mañana, cuando yo no estoy en casa. No cuando quiero dormir un
rato.
Estas palabras, las profirió ya groseramente. Su madre dio media vuelta, sin decir nada,
y salió. En su sobresalto había vuelto a colocar sobre la mesa el tintero, que ya tenía en la
mano.
—¡La puerta! —gritó Pedro desde el sofá.
Su madre cerró desde fuera.
Pedro quedó solo otra vez. No podía dormir e incluso el ensueño había sido ahuyentado.
Ahora sólo sentía cólera y nerviosismo. De repente, se entristeció al pensar que de nuevo
acababa de tratar groseramente a su madre. De buena gana habría ido hasta ella para
besarle la mano, pero le faltaba fuerza para hacerlo. Se levantó del sofá, encendió un
cigarrillo y se puso en la ventana.
Durante dos o tres semanas, sus días pasaron de igual manera casi sin excepción.
Evitaba a la gente, prefiriendo estar aislado o pasear por calles desiertas. Era ferviente
aficionado al billar, pero estos días iba a jugar solo. Se proponía problemas complicados,
jugadas dificilísimas, «massés» y «retrocesos». Enlazaba la consecución o el malogro de
cada jugada con la realización o el fracaso de otros tantos deseos. Si le salía bien la
carambola, era feliz durante toda la jornada. Si, por el contrario, fallaba, sentíase triste y
pesimista. Y de esta manera pasaban sus días.
A principios de octubre, el tiempo era aún maravillosamente hermoso. En las pistas de
tenis de la isla de Santa Margarita se reunía mucha gente, y frente a la vieja Buda, las
regatas surcaban las aguas del Danubio.
En el Círculo, el doctor Varga se acercó a él para invitarle:
—Ven a casa a tomar el té el domingo.
—Muchas gracias —respondió Pedro, ocultando con dificultad su emoción. Y añadió
inmediatamente:
—¿Quiénes irán?
—Los del otro día —contestó Varga, dando media vuelta y marchándose, porque
alguien le había cogido del brazo.
Aquella noche, Pedro regresó a casa muy temprano. Revolvió todo el piso pasando
revista a su ropa interior y a sus corbatas. Pasó horas enteras escogiendo cuellos y puños y
descartando aquellos que estaban muy usados o rotos.
Su madre, solícita y contenta, iba y venía a su alrededor, ejecutando sus encargos,
como siempre, en silencio y con la mayor presteza.
Envió al sastre los pantalones rayados para plancharlos. Mandó a comprar betún y
cordones para los zapatos. Encargó que se exigiera a la planchadora la entrega de los
cuellos para el viernes, sin falta.
Al día siguiente, Pedro fue a cortarse el pelo con el fin de que, hasta el domingo, sus
cabellos crecieran un poco, y nadie pudiera pensar, al verle: «Este se ha hecho trasquilar la
lana hoy…»
En la perfumería compró muchas cosas: instrumentos de manicura, un enorme jabón
de olor y agua de Colonia muy cara. Se paseaba durante largas horas ante los escaparates
de los grandes almacenes, sin resolverse en favor de uno u otro abrigo de entretiempo que
quería. Por fin, decidiose por una gabardina inglesa, de color castaño verdoso. Compró
asimismo un sombrero nuevo, dos corbatas muy elegantes y, además, media docena de
calcetines de seda.
«Hace ya tiempo que debía comprar todo esto», pensó, como excusándose, al salir de la
tienda cargado de paquetes.
Se preparaba para el domingo como para una fiesta muy grande. El domingo por la
mañana, al mirarse en el espejo, se encontró demasiado pálido. Los febriles preparativos de
los últimos días le habían fatigado seriamente.
Después de las cinco se presentó en casa de los Varga. También esta vez el
recibimiento estaba lleno de sombreros, bastones y abrigos, y la linda Rózsi, al ayudarle a
quitarse el suyo, ocupaba igualmente el sitio de costumbre.
El señor de la casa, al verle, vino a su encuentro:
—¿No has traído a Pablito Szücs? —le preguntó.
—Szücs no está en Budapest, se excusó por carta —observó su señora.
Varga presentó a Pedro a los señores que se hallaban más cerca, y luego desapareció.
Pedro comenzó a recordar vagamente alguna que otra cara. Reconoció al coronel, al
pianista y a tres señoras del otro día, pero con quienes no había cambiado una palabra. Hoy
había incluso más gente que hacía cuatro semanas. Su mirada erró hacia el piano, pero
esta vez, en las dos sillas ocupadas el otro día por Olga y Miett, se sentaban dos señoras de
cierta edad. El gran jarrón japonés ocultaba a medías a una de ellas, exactamente de la
misma manera que el otro día a Miett.
En vano buscaba con la vista a Juanito, el cadete. Sin embargo, acabó por descubrir a la
pequeña señora de Galamb en un rincón, coqueteando con un teniente de artillería.
Su mirada volvía repetidamente al lado del piano, contemplando con incomprensible
odio a las dos ancianas.
De todos modos, aún no abandonaba su esperanza. Cada vez que entraba otro invitado,
volvía nerviosamente la cabeza hacia la puerta. Albergaba la ilusión de que aún era muy
temprano y que las dos amigas podían venir todavía.
Mas el tiempo iba pasando y ya eran las seis y media. La señora de Varga le sirvió ella
misma una taza de té, que Pedro aceptó únicamente para poder preguntarle:
—¿No vendrán aquellas dos muchachas?
—¿Qué muchachas?
—Olga y Miett —contestó inclinándose sobre la taza de té, para no revelar su emoción.
—Olga, no sé por qué no ha venido, pero la pobre Miett está enferma…
Y alejose, dejando plantado a Pedro. Este se quedó a solas con la palabra «enferma».
«No vendrá, no la veré hoy…» Comprendió indignado que todos sus preparativos, toda su
fiebre, todas sus esperanzas habían sido vanos. En este instante ni siquiera pensó en la
enfermedad de Miett; únicamente sentía lástima de sí mismo.
Huyó hacia la antesala. Púsose el abrigo y, antes de bajar la escalera, se detuvo en el
pasillo. Miró largamente hacia el rincón donde vivía Miett.
Una vez en la calle, cruzó a la otra acera, para levantar los ojos hasta las ventanas del
primer piso. En casa de los Almády no había más luz que la de una pálida lámpara tras la
última ventana. En el piso del doctor se oía música.
La calle estaba a oscuras. Hacía más de media hora que Pedro no se había movido de
allí, apoyado en la pared y soltando de su pecho una serie de pequeños suspiros que se
parecían mucho al llanto.
—¿Qué me ha pasado? —preguntose asustado al darse cuenta de la sequedad de su
garganta y del inconsciente suspirar. Echó una última mirada hacia las ventanas, y luego se
puso lentamente en marcha, hacia su casa.
A la mañana siguiente, fue muy malhumorado al despacho, pero su mal humor era más
bien una especie de cansancio. En su sistema nervioso había culminado y se había
descargado completamente el sentimiento que profesaba hacia Miett. En su fuero interno
latía un deseo incorpóreo, una fantasía malsana, que no era, ni podía ser, un amor serio. ¡Si
apenas la conocía, y apenas había hablado con ella!
Nuevamente encontró su corazón frío, vacío y oscuro, como si en él se hubiera apagado
una luz. Aquella mañana se daba perfecta cuenta de que no acababa de perder a Miett, la
cual ni siquiera había existido, sino a la llama coloreada que se había encendido y apagado
en su corazón, simbolizando el anhelo de tan ansiado amor, que llenaría su vida y su alma;
anhelo en cuyo centro, como envuelto en la luz de una antorcha, se le había aparecido la
figura sensual de aquella chica pelirroja.
Volvía a recobrar su tranquilidad; malhumoradamente lúcido, se dejaba llevar de nuevo
por la rutina habitual y acostumbrada de su vida, interrumpida por esta fantasmagoría de
cuatro semanas.
Durante la semana siguiente ya no pensó en Miett ni una sola vez.
3

Hacía tiempo que el verano había huido de las orillas del Danubio. Los pequeños y
calvos tilos goteaban a raíz de las lluvias de otoño, como si dejaran caer lágrimas.
En el paseo de delante del kiosco no quedaban más que las huellas de las patas de
hierro de las sillas, que se habían hundido profundamente en el asfalto ablandado por las
cálidas jornadas estivales. Aquellas huellas, tan numerosas, evocaban la imagen de la
manada de corzos que durante la noche pasa furtivamente por la arena endurecida y lisa
de los bosques, no quedando a la mañana siguiente otro rastro de ellos que las huellas de
las pezuñas.
¿Adónde habíase escondido el verano color de corzo?
Pedro pasaba todos los días por allí, camino de su casa.
A veces le asaltaba momentáneamente la idea de lo que podría ocurrir si se encontrara
a Miett. ¿Le conocería? ¿Contestaría a su saludo? Y él, ¿tendría el valor de acercarse a ella y
dirigirle la palabra?
Pero todos estos pensamientos cruzaban por su imaginación muy pálidamente, como
otras mil ideas que con un brinco saltan hasta nosotros de los objetos imprevistos, de las
caras de la gente, de las nubes del firmamento, o del cristal de los escaparates, en la más
absurda y caótica de las confusiones.
Ya ni siquiera se acordaba del rostro de la muchacha. Había pasado un mes desde
entonces, y la vida de Pedro se había adaptado a nuevos anhelos, a nuevas fisonomías, los
recuerdos de sus horas solitarias estaban poblados de figuras inéditas.
Durante las últimas semanas pasaba mucho tiempo en compañía de Pablito Szücs,
quien, entre tanto se había enamorado muy seriamente de la pequeña señora de Galamb,
lo cual le tenía loco de felicidad. A veces solía abrir su corazón a Pedro, y éste escuchaba
sus confesiones con secreta envidia. Szücs se detuvo ante él y levantando los brazos hasta
el cielo (acostumbraba a hacer aquel gesto) le declaró después de la narración de algún
detalle íntimo:
—¿Sabes, amiguito…? Me siento como si me hubieran cambiado hasta el último cabello
de mi cabeza.
Szücs era como el pobre al que le ha tocado el premio gordo y que, de momento, no
sabe qué hacer con él. Los ojos le brillaban de dicha, el alma se le estremecía, sintiendo
irresistibles deseos de iniciar a todo el mundo en su feliz secreto.
Una mañana, las colinas de Buda se despertaron bajo una fina capa de nieve, aunque
era sólo el primero·de noviembre. Era una especie de invierno en broma que aún no tiene
dientes para morder y que había llegado hasta allí escondido bajo la solapa del viento del
Norte. Pedro, que casi nunca salía de noche, entró con Pablo Szücs, sin saber cómo, en un
music-hall del bulevar.
Szücs quería divertirse a toda costa, y pidió champaña. Cogió por el ala del frac a un
viejo camarero y le atrajo confidencialmente hacia sí:
—Dígame, viejo: ¿hay chicas guapas por aquí?
—Espere un momento, señor comisario —le contestó el viejo, que tenía la cara picada
de viruelas. Conocía muy bien a Szücs y sabía perfectamente que no era aún comisario de
policía, sino sólo un modesto funcionario de la Jefatura.
—En seguida les enviaré a dos «muñequitas de azúcar» —añadió desapareciendo.
En efecto, poco después volvía con ellas, guiándolas hacia la mesa de los dos
muchachos. Una de las «muñequitas de azúcar» llamábase Mimí; era una mujer de carnes
fofas, morena, y ya no muy joven. Sus senos empolvados amenazaban con escapar por el
escote de la blusa. La otra respondía al nombre de Nelly; el azul de lápiz agrandaba y
profundizaba aún más suS ojos, ya grandes de por sí, que recordaban a los de Asta Nielsen.
Ambas muchachas trabajaban como «números» del music-hall. Mimí cantaba cuplés,
mientras que Nelly bailaba danzas españolas.
Szücs tomó inmediatamente bajo su protección a Mimí, de modo que la rubia Asta
Nielsen le tocó a Pedro. Entre Pedro y Nelly la primera hora de la juerga transcurrió
observándose mutuamente y con gran atención las caras, las manos, los trajes, intentando
penetrar cada uno en lo más íntimo del otro. A Szücs, en ·esta clase de amistades, le
dejaban totalmente indiferente las complicaciones de la vida humana. Se puso, por tanto, a
hablar con Mimí en seguida en un tono como si se conocieran desde pequeños, y cada vez
que tenía ocasión la acariciaba por mero sentimiento de camaradería, encargando botellas
de champaña una tras otra. El cíngaro se acercó tocando a la mesa y Mimí, con una voz de
timbre agradable, en la que se mezclaba cierto acento de provincionalismo revelando de
golpe y porrazo sus orígenes, se puso a cantar. Echando hacia atrás la cabeza, iba
meciéndose según el ritmo de la canción.
Nelly, en cambio, que hablaba poco, pero que bebía mucho, fijaba sus ojos pardos en
Pedro, como si le quisiera hechizar. De pronto, colocó la mano febrilmente cálida sobre la
de Pedro, se inclinó hacia él y le dijo en voz baja:
—Eres muy guapo… ¿Te lo han dicho ya muchas?
Su mirada en aquel instante aparecía llena de una indecible tristeza, como si le dijera:
«¿Ves?, yo siempre había soñado en un muchacho como tú. Mi padre tenía una modesta
librería allá lejos, en el Norte de Hungría; yo, niña soñadora, me pasaba todo el día en
medio de los libros, respirando el buen olor de las publicaciones nuevas, leyendo y
fantaseando; de vez en cuando, miraba a la calle de la humilde ciudad provinciana; estaba
enamorada del secretario del Gobernador… (se te parecía un poco)… Me hubiera gustado
llegar a ser una mujercita bien; empujar un coche de niño por el Parque Popular, mientras
la música militar tocaba… Pero mi padre murió, también murió mi madre (aunque a ti,
¿qué te importa todo esto?)… Y ahora, ya ves, estoy sentada aquí, y, a veces, vuelvo la vista
hacia esa vida limpia y bella que se fue volando…»
Nelly hizo una mueca, como si quisiera poner punto final a los pensamientos no
expresados.
Pedro, pareciendo haberlos adivinado, acarició la frente de la muchacha, que cerró sus
grandes y cansados ojos bajo la caricia. Al hacerlo, sufrió una extraña metamorfosis,
volviéndose fea y vieja, como una cara de muerta.
—Bebamos —dijo Pedro y chocó su copa contra la de Nelly. La muchacha abrió de golpe
los ojos y extendió la mano hacia la copa.
Szücs se puso en pie junto al violinista y, con voz quebradiza, se puso a cantar una a
una sus canciones favoritas. Mimí, al verse sola, sintiose sin duda ofendida por ello y
cambió de mesa, marchándose a la que ocupaba un joven ya calvo., el cual bebía
pausadamente cerveza y fumaba cigarrillos en una boquilla multicolor.
Cuando Szücs se cansó de cantar, y volvió a la mesa con pasos vacilantes, observó con
sorpresa que el asiento de Mimí estaba vacío. Al descubrir que la muchacha se había
sentado a otra mesa, enfureciose hasta cubrírsele de sangre el blanco de los ojos.
—¡Demonios! —dijo, y, con aire amenazador, se fue hacia ella.
Pedro, de un salto, levantose rápido, pues conocía sobradamente el temperamento de
Szücs, y temía que se produjera un escándalo.
—Déjate de tonterías, Pali —le gritó, pero ya llegó tarde para impedir que Szücs, con su
fuerza de buey, hubiera extendido una mano por encima de la mesa, cogiendo al
muchacho calvo por la solapa.
Pedro, por detrás, sujetó fuertemente a Szücs. Entre tanto, otros clientes se habían
levantado también y los camareros se acercaban corriendo.
—Suéltame, a-a… amiguito —dijo Szücs a Pedro, tartamudeando un poco a la manera
de los borrachos—, no… no quiero yo n-na… da, só-só… lo quería i… invitar a… a es… este
señor… a nuestra me… mesa.
Y mientras hablaba, seguía tirando de la solapa de aquel pobre hombre, cuya cara,
llena de pánico, se había vuelto lívida. Balbuciendo excusas, intentaba explicar que él no
tenía la culpa, que él no había sido quien invitara a la chica a su mesa, mas Szücs no le
dejó siquiera hablar, y obligándole a tomar una copa de la mano, le ordenó:
—¡Bebe!
El joven, aún muy pálido, miraba en torno suyo, no sabiendo cómo comportarse en
aquella situación, para él tan violenta. Con mano temblorosa se puso a limpiarse la
americana, con un pañuelo, pues se le había llenado de ceniza, pero Szücs le obligó por la
fuerza a que le acompañara a su mesa.
Los cíngaros tocaron un pasodoble, y la alegría renació muy pronto. Szücs se divertía
rompiendo con los dientes el fino cristal de las copas, lo cual le iba ensangrentando los
labios, que estaban llenos de minúsculos trocitos de vidrio. Su boca parecía cubierta de
escarcha.
Nelly se inclinó al oído de Pedro:
—Tu amigo ya está muy borracho… Yo desearía irme a casa. ¿No quieres
acompañarme?
Y, de nuevo, volvió a mirar a Pedro, larga y lánguidamente.
También éste se sentía cansado de la absurda juerga. Sabía que en tales momentos
resultaba inútil proponerle a Szücs que se marcharan y que era también inútil temer por lo
que pudiera ocurrir, pues además de que no toleraba nunca ninguna intervención de ésta
índole, no toleraba nunca que se cuidaran de él. Por muy borracho que estuviera, en el
momento de pagar recobraba inmediatamente el buen sentido y no existía camarero que
pudiera engañarle, puesto que al final resultaba siempre que todas las consumiciones
aparecían anotadas, con la mayor exactitud, en el puño de su camisa.
Pedro y Nelly, aprovechando un momento de descuido, se escaparon juntos. Ya eran las
cuatro de la madrugada.
—Podemos ir a pie —dijo la muchacha—. No vivo lejos.
Y cogiéndose del brazo de Pedro, empezó a andar. Pronto llegaron ante un hotelito
recién construido, en una estrecha calle. Ya en la puerta, él quiso despedirse.
La muchacha le miró sorprendida.
—¿No subes? —preguntó temerosamente apretando la mano del joven. Cuando el
portero de noche abrió la puerta, Pedro se dejó arrastrar por ella escaleras arriba, sin
voluntad.
Paredes y alfombras despedían un olor extraño nauseabundo y dulce. El mismo olor
llenaba también el cuarto de la muchacha, en el que era casi el único mueble una enorme
cama de hierro.
Aun no había amanecido por completo, cuando Pedro salió del hotel. Los primeros
tranvías circulaban ya por las calles y los Baños de Vapor «Hungría» ya estaban abiertos.
Durmió un buen rato en el salón de reposo, y cuando hacia la una del mediodía, después de
bañado y afeitado, franqueaba de nuevo la puerta del establecimiento, al mirar por la luna
del restaurante del balneario, descubrió a Szücs sentado junto al joven calvo desconocido,
con el que conversaba muy secretamente, a la manera de los conspiradores. En torno de
ellos, al pie de la mesa, había un montón de botellas de cervezas vacías.
Szücs, Dios sabe desde hacía cuántas horas, estaba hablando a su nuevo amigo, de una
señora «bien», sin mencionar desde luego su nombre, y repetía periódicamente:
—Y bien, amiguito, tú que eres completamente objetivo en este asunto… dime, ¿qué
harías tú en mi lugar?
El muchacho joven y calvo, que ganaba su vida como delineante en una empresa de
ingeniería, había recobrado ya los ánimos, después de pasado el gran susto. Incluso
sentíase halagado de que aquella enorme mole de hombre le iniciara en sus secretos más
íntimos y atribuyera tanta importancia a su humilde opinión. Y esto tanto más, cuanto que
nadie solía pedírsela nunca en ningún asunto. A pesar del cansancio que le dominaba hasta
casi hacerle caer de la silla, estaba decidido a resistir a toda costa, decisión en la que
influía mucho, desde luego, el que fuera Szücs quien pagara siempre las consumiciones.
Este último, que, por su carácter, era incapaz de guardar el más mínimo secreto,
hubiera querido comunicarle todo a este joven tan simpático, pero aun con la cabeza
medio perdida de tanto beber, se daba cuenta de que cierta discreción era obligatoria, y así
se contentaba con repetir monótonamente:
—El pajarito más hermoso del mundo es la paloma[16], ¡amiguito!
Y continuaba bebiendo caña tras caña de cerveza; sus ojos estaban congestionados y
apenas si ya pestañeaba. En sus labios morados y heridos por el cristal roto, se conservaba
la espuma de la cerveza.
Pedro se fue directamente a su casa, para almorzar.
Su madre nunca le preguntaba dónde había pasado la noche cuando no venía a dormir,
pero le esperaba invariablemente para ofrecerle una «sopa de juerguista». En esta sopa,
había siempre como un silencioso reproche. Después de almorzar, Pedro preguntó a su
madre:
—Madre, ¿no quiere usted venir al teatro conmigo?
A veces solía llevarla consigo a los espectáculos.
—¡Ay, hijo mío, hoy no puedo! —se lamentó la viuda de Takách—. Los Vaynik deben
venir esta tarde…
Luego, añadió intencionadamente:
—Aranka vendrá también. ¿No tienes ganas de quedarte en casa?
Pedro negó con la cabeza.
—Entonces iré solo.
Salió, y tras consultar los programas de una columna anunciadora, escogió una
opereta, en la Opera Popular.
La platea aparecía medio vacía; también en los palcos había poca gente. Acabado el
primer acto, Pedro se entretuvo en pasar revista al público de los palcos con los gemelos, y
en uno de los mismos descubrió un grupito de tres personas que llamó su atención. No
quería dar crédito a sus ojos. Era Miett, con Olga; a su lado, estaba sentado el cadete.
Subió al primer piso precipitadamente. Allí se detuvo de golpe y dio media vuelta, para
bajar la escalera con pasos lentos. No se atrevía a entrar en el palco. Desde hacía casi dos
meses, no había vuelto a verla. El primer encuentro resultó tan superficial, que apenas era
posible reanudarlo ahora, entrando sin más ni más a saludarla. El palco, además, estaba a
oscuras, y, a lo mejor, ni le conocerían al entrar. Pensó esperarlos a la salida, una vez
acabada la función, haciéndose el encontradizo, mas los dos actos que quedaban aún por
representar le resultarían interminables.
Volvió nuevamente a subir. Primero, abrió las puertas de otros dos palcos,
equivocadamente. Estaba excitadísimo. Por fin, al tercer ensayo, acertó con el que buscaba.
El cadete era el depositario de todas sus esperanzas.
Al entrar en el palco, Miett volvió la cara hacia él la primera, pero, desde luego, no le
reconocía en la oscuridad. Cuando se adelantó, aún le miraban extrañadas al pronunciar él,
con la garganta seca, un formulario «beso a ustedes la mano».
En aquel momento, estaba muy arrepentido de haber entrado. Olga fue la primera en
reconocerle.
—¡Hola, querido maestro! —exclamó alegremente.
Le dio la mano, y en este instante la fría mirada de Miett se desheló. También ella le
tendía su mano, no sin ruborizarse un poquitín, pero Pedro sabía ya que ello no significaba
absolutamente nada, pues la cara de Miett solía cubrirse de un ligero rubor incluso cuando
alguien le dirigía la palabra, o al conversar con otra persona.
—Hará usted el favor de no decir a nadie que nos ha encontrado aquí —le suplicó Olga.
—¿Por qué?
—Porque hemos venido sin «carabina». Mi tía hubiera debido venir con nosotras, mas
en el último momento se excusó.
—Yo soy vuestra tía —dijo el cadete, muy serio.
Miett soltó una carcajada, pero sin dejar de mirar a Pedro; volvió a ponerse seria, y no
sabía cómo comportarse.
La sala quedó de nuevo bañada de oscuridad, levantose el telón y Olga compuso un
gesto de severidad:
—Y ahora, nada de reírse fuerte… ¡Si no os portáis como se debe, os llevaré a casa en
seguida!
En este momento, Juanito, el cadete, murmuró algo entre dientes, que al oírlo Olga, la
hizo esconder la cara entre sus manos enguantadas, tratando de ahogar unas carcajadas,
por lo cual varias personas de la platea se volvieron hacia el palco, protestando.
El cadete permaneció callado durante algún tiempo; luego hizo otra observación en voz
baja. Era suficiente que abriera la boca, para que las muchachas, que casi no podían
entender lo que decía, rompieran a reír a borbotones. Irradiaba de los tres una irreprimible
alegría y una vitalidad desbordante.
Pedro iba recobrando poco a poco su acostumbrada sangre fría, habiéndole cesado el
brusco latir del corazón que sintió al entrar.
En el escenario se desarrollaba una escena de amor muy sentimental. Juanito soltó de
repente un agudo «kikirikí».
Las muchachas se levantaron rápidamente de sus asientos, corriendo hacia el oscuro
fondo del palco e intentando sofocar sus carcajadas abrazándose la una a la otra.
Juanito quedó sentado, impertérrito, con los brazos cruzados sobre el pecho y
contemplando con impasible cara la escena. Dicha actitud era indispensable, desde luego,
pues el «kikirikí» hizo que muchos espectadores dirigieran la mirada, nerviosamente, hacia
el palco. Por suerte, era difícil precisar de cuál de ellos había salido tan insólita
interrupción: el rostro rígido y severo del cadete desvanecía toda posible sospecha.
Durante el resto del acto, las dos amigas no salieron del fondo del palco. En el
entreacto, cuando la sala fue iluminada de nuevo, ya habían recobrado la serenidad. Ambas
afectaban una expresión entre ofendida y distinguida.
—Juanito, por favor —reprochó Miett al cadete—, si vuelve usted a cometer una
tontería, yo me voy a casa.
Pedro asustose mucho más de tan categórica declaración, que el propio Juanito, el cual
se puso la mano sobre el corazón:
—Palabra de oficial del ejército: no volveré a abrir más la boca.
Miett volvió la cabeza al otro lado, notando Pedro el esfuerzo con que reprimía la risa.
Extasiábase contemplándola, y con la mirada iba bebiendo ávidamente cada uno de sus
menores movimientos. Aquella muchacha que él se había imaginado bajo mil formas
diferentes, era otra: más lánguida, más abstracta, más la mujer desencarnada. Esta, en
cambio, que con encantadora testarudez colocaba la mano en el picaporte de la puerta,
amenazando al cadete con marcharse inmediatamente, aunque desde luego por nada del
mundo hubiera abandonado el espectáculo, esta mujer, sí, era Miett. La verdadera, la
auténtica Miett, que iba mostrándose a él con nuevos matices, que daba una impresión
más fresca, más natural, más espontánea que en aquel día del té en casa del doctor. Sí,
esta Miett era la realidad misma, y ahora le parecía a Pedro que no tenía nada de
inaccesible.
Olga seguía fingiendo estar escandalizada. Tras muchos ruegos y súplicas, las
muchachas volvieron a ocupar los asientos, contando con que Juanito cumpliría su palabra.
Durante todo el tercer acto, éste no dio señales de vida, pero al llegar a la escena de la
despedida, en la que un silencio religioso se extendió por toda la sala, sacó su pañuelo y se
sonó la nariz, con un estruendo tan ruidoso como el que pudiera producir una trompeta de
húsares.
Todo el público se volvió automáticamente hacia ellos.
Las dos muchachas se refugiaron nuevamente en el fondo del palco, donde poniéndose
con precipitación los abrigos, ganaron la puerta.
Esta vez, el propio Juanito se había asustado un poco, y también él salió con premura,
acompañado de Pedro. No alcanzaron a las dos amigas que caminaban rápidamente y muy
pegadas la una a la otra, sino cuando ya estuvieron en la calle.
Por nada del mundo Miett y Olga habrían vuelto la cara, pero les daba cierta seguridad
oír los pasos de los dos muchachos muy cerca de ellas, a su espalda.
Olga y Miett acercaron las cabezas, y por los movimientos de los hombros se podía
adivinar que estaban riéndose.
Luego, no muy lejos, detuviéronse ante el puesto de una vendedora de castañas, y
mientras hacían su compra, Pedro preguntó a Olga:
—¿Cuánto les debo por el asiento del palco?
—¡Un florín veinticinco céntimos! —contestó Olga sin vacilar.
Pedro sacó dificultosamente del bolsillo del pantalón un monedero en forma de
herradura y contó sobre la mano enguantada de Olga la cantidad.
Miett le devolvió un centavo:
—Este no es bueno; está algo torcido.
Pedro se lo cambió por otro. Olga hizo sonar las monedas y corrió hacia adelante. Por el
borde de la acera, caminaba penosamente un pobre anciano andrajoso. Iba cubierto con un
viejo sombrero de felpa amarilla, que contrastaba con los pardos harapos. En la mano
llevaba un bastón, con el cual daba golpes a los cubos de la basura. Seguramente, era un
cazador de colillas.
—¡Oiga! —exclamó Olga—. Hemos encontrado algo para usted.
Y hacía sonar en su mano las monedas. El anciano, sorprendido, levantó la mirada
hacia la chica, llevándose la mano al sombrero lentamente, como una marioneta movida
por un hilo invisible. No pronunció ni una sola palabra; sin duda debía de ser mudo.
Los cuatro continuaron su camino.
—¡Ay, qué frio hace esta noche! —dijo Miett, pataleando para calentarse. Cerró tan alto
como pudo el cuello de piel gris, no dejando ver más que la punta de la nariz y los grandes
ojos verdes, que brillaban rientes. Un bucle color oro viejo escapado de la gorra de cuero
marrón, le caía sobre la frente.
Las dos muchachas se adelantaron algunos pasos; cogidas del brazo, charlaban y reían.
Viéndolas caminar delante de sí, Pedro se fijaba instintivamente en sus pies. Olga tenía
pies ridículamente pequeños; los de Miett, en cambio, eran grandes y delgados, más
perfectos en sus proporciones. Olga calzaba zapatos de charol con incrustaciones de tela.
Los de Miett eran de cuero amarillo, con tacones bajos. En general, todas las prendas de
Miett demostraban un gusto fino y sencillo, de serena elegancia. Llevaba una falda verde
oscura, con grandes cuadros, de tela escocesa, gruesa y blanda, que apenas hacía arrugas.
El corte de su chaqueta revelaba la mano de un buen sastre.
Los cuatro pies femeninos, con los finos tobillos, calzados dos de amarillo y dos de
negro caminaban ante ellos con pasos elásticos sobre el asfalto invadido ya por las
tinieblas. Las chicas aún continuaban riendo.
Pedro las alcanzó:
—¿No quieren decirme el porqué de esa risa?
—No se enfade usted —contestole en tono de amable sinceridad Olga—; estamos
riéndonos de que todavía ignoramos cómo se llama.
Pedro quedó turbado:
—Pedro Takách, doctor en Derecho —respondió rápido.
Miett notó en la expresión de Pedro el momento de turbación por que pasaba y le tuvo
lástima:
—¡Ah, sí, ahora lo recuerdo!
Naturalmente; esto no era cierto. Olga empezó a someter a Pedro a un verdadero
interrogatorio:
—¿Conque usted es «jurista»?
—Sí, y trabajo en un Banco.
—¿Le pagan bien?
—Bastante. ¿Por qué?
—Porque estoy buscando marido —dijo Olga con un tenue suspiro—. ¿Puedo tener
esperanzas?
Y echó sobre Pedro una mirada que provocó la risa de todos.
—¡Me consideraría muy honrado! —contestó con vivacidad Pedro, comprendiendo
inmediatamente el juego, y añadió—: ¡Venga esa mano! ¿A cuánto asciende su dote?
—Usted, ¿cuánto espera?
—Tratándose de usted, estoy dispuesto a casarme aún sin dote.
—Pues, ya ve, esa es exactamente la que tengo. Más, impongo una condición.
—Diga.
—Que cuando lleve usted un traje azul marino, no se ponga una corbata color marrón.
—¡Olga! —exclamó Miett riendo, pero tratando de refrenarla, pues sabía que si aquel
diablillo se ponía a tomar el pelo a alguien su broma no tenía límites. Aquel muchacho alto,
esbelto, de anchos hombros, de cara morena, le era muy simpático, y quiso salir en su
defensa.
Volviose a él sonriente y conciliadora:
—El otro día, al presentarse, pronunció usted su nombre en voz demasiado baja, por
eso lo había olvidado.
—¿Por qué no fueron el domingo pasado a casa del doctor Varga?
—Porque su mujer se ha permitido criticarnos —dijo Olga refunfuñando.
—Deje usted en paz a una parienta mía —protestó Juanito, aunque sin convicción.
En este momento, Pedro descubrió el color del rouge en los labios de Olga. Alarmado,
buscó huellas del mismo en la boca de Miett, pero su cara se ofrecía tan pura como si
acabara de lavarse en las aguas de un claro riachuelo. No se veía en ella ni rastro de polvos.
Olga, en cambio, los usaba con profusión.
—Y ahora, ¿adónde se dirigen ustedes? —preguntó Pedro al llegar al Bulevar Rákoczi.
—Ahora vamos a casa —contestó Miett.
Y Olga añadió:
—Si tiene ganas de andar, puede usted acompañarnos y tomar con nosotras una taza
de té. Miett le invita.
Pedro miró a Miett:
—¿Me invita usted de verdad?
—Claro que le invito…
Pronunció estas palabras natural y amablemente, mientras sus manos se ocupaban en
sujetar otra vez bajo la gorra un rizo rebelde.
Tomaron el tranvía. Sólo encontraron tres asientos, de modo que Juanito tuvo que
quedarse de pie. En vano suplicó al cobrador que le dejara junto a sus amigos; aquél se
limitó a mover la cabeza a guisa de respuesta, señalándole la inscripción: Queda
terminantemente prohibido estar de pie en el interior de los coches.
Juanito le ofreció un cigarrillo.
—¡A mí no se me soborna! —protestó jovialmente el cobrador, aceptando el pitillo que
colocó detrás de la oreja. Tomó a Juanito por el brazo:
—Lo siento, mi general, pero tiene usted que salir a la plataforma.
—De acuerdo —dijo Juanito, y, con un gesto rápido, le quitó al cobrador el cigarrillo.
Todos los pasajeros se rieron de la ocurrencia, y todo el mundo quedó contagiado de la
juvenil alegría que los cuatro llevaban consigo.
Un hombre, de aspecto artesano, que estaba al lado de Pedro, se levantó del asiento y
le dijo a Juanito:
—Mi general, sírvase aceptar mi asiento.
Al oír llamar al cadete mi general, ya por segunda vez, todo el coche rió a carcajadas.
Juanito obligó a la fuerza a aquel buen hombre a que conservara su puesto:
—No se mueva, hombre; está usted muy bien, ¡por favor!
—¿Cómo no voy a moverme? —replicó el campeón de la amabilidad—. ¡Si he de bajar
en la próxima parada!
La atención de los viajeros estaba concentrada sobre ellos y hasta el otro extremo del
coche miradas sonrientes observaban complacidas a las dos hermosas muchachas, al
apuesto joven que las acompañaba y, sobre todo, al «general», que, de golpe y porrazo,
habíase ganado la simpatía del público que, comúnmente, es tan hosco en los tranvías de
Budapest.
Al llegar ante la puerta del piso de Miett, una mujer vieja y flaca vino a abrirles. En el
primer momento, hubiera sido difícil determinar si era la criada o alguna parienta pobre. Lo
que sí era cierto es que no tenía dientes y que la expresión de su cara daba a entender que
era sorda.
—¡Hola, Mili! —gritó Olga a la vieja, que examinaba pestañeando a los que llegaban.
Al sentir la presencia de un hombre desconocido para él, un «fox terrier» apareció en la
puerta del comedor y se puso a ladrar furiosamente a Pedro.
—¡Cállate, Tomi! —gritó Miett, golpeando el suelo con el pie. Después le dijo en tono
más suave—: Ven aquí y preséntate a este señor.
Tomi miró a Pedro con desconfianza, pero al fin consintió en levantar una pata
delantera gruñendo al propio tiempo:
—¡«Vakk»! ¡«Vakk»!
Miett tomó al perro en su regazo y frotó un instante su nariz contra el hocico negro, frío
y húmedo; luego, muy cerca, mas sólo en el aire, sin tocarle, dirigió un beso para él con la
punta de los labios. Lo apretó fuertemente contra su corazón y desde allí lo dejó caer al
suelo, gesto ·al parecer acostumbrado en ella.
Pedro ayudó a Miett a quitarse el abrigo. Del forro de seda se desprendía un cálido
perfume, y Pedro, al respirarlo, se dio cuenta de que el abrigo estaba casi encandecido por
su contacto con el cuerpo de la chica.
—¿Papá está en casa? —preguntó Miett a la vieja sirviente.
—Su Merced está en su despacho, trabajando —contestó Mili.
Al entrar en el comedor, Miett exclamó con voz cantarina:
—¡Le be-so la ma-no, pa-páaa…!
Una puerta, a la derecha, conducía hacia el despacho. Como ésta se hallaba abierta, se
veía una gran mesa escritorio con repisa a la antigua usanza. Sobre ella, aparecía un
cedazo para limpiar el tabaco. Encima del escritorio, la luz de la lámpara iluminaba espesas
nubes de humo de pipa.
Tras de la mesa, levantose aquel —mismo señor calvo y con barbas blancas que Pedro
entreviera ya por un instante cuando, en setiembre, acompañó a Miett hasta la puerta, y el
anciano estaba sentado en el comedor, en americana de dril y leyendo el periódico.
Esta vez vestía un batín marrón. En la mano, sostenía un chíbuk, o sea una larga pipa
humeante. Entró en el comedor.
Miett voló hacia su padre; le enlazó los brazos en torno al cuello y besole en ambas
mejillas.
El anciano daba cariñosos golpecitos en la cara de su hija, preguntándole:
—¿Qué? ¿Os habéis divertido mucho?
Ni siquiera se había fijado en Pedro. Éste estaba aún cerca de la puerta, no sin cierta
tímida cortesía.
La noble testa del anciano hacía pensar en la del libertador húngaro Arturo Görgey.
Aquella cabeza de Görgey que pintó el futuro Sir Philip Lázslo: cráneo desnudo, frente alta,
ojos azul claro y un pequeño bigote, muy cuidado, que, como la corta barba, era de nívea
blancura. Mas de la cara del padre de Miett faltaban las sienes salientes, casi brutales, del
general; faltaba también la barbilla enérgica, faltaba la expresión sombría y triste que
bañaba el rostro del libertador, como sombra de la trágica historia.
El rostro de Francisco de Almády era sereno, y en sus ojos azules brillaba la alegría.
Cuando notó la presencia de Pedro, fijó en él una mirada interrogante.
Pedro hizo una profunda reverencia y se presentó. El viejo no soltó su mano, y le hizo
repetir su nombre.
—¿Eres, quizá, el hijo de Gedeón Tákach? —preguntó luego al oír su apellido por
segunda vez.
—No, Excelencia; mi padre era profesor de Instituto y hace ya mucho tiempo que
murió.
El anciano miró a Pedro larga y detenidamente, sonriendo: era visible que el buen
aspecto del muchacho, guapo, esbelto, moreno, había conquistado su simpatía.
—Le conocemos de casa de los Varga —explicó Miett, asomándole un ligero rubor a la
cara.
—Bueno, bueno, pues divertíos mucho —dijo el viejo, y, chupando la pipa, retirose de
nuevo al despacho.
Pedro respiró aliviado, al ver lo fácil que la presentación había resultado. La única cosa
que no llegaba a comprender, era que el padre de Miett pudiera ser tan viejo. Debía de
tener más de sesenta años, y, con aquella edad, hasta podría ser abuelo de la muchacha, la
cual no parecía haber rebasado los veinte años apenas.
En el comedor había otra puerta, a la izquierda, que conducía al salón. En todas partes,
veíanse muebles sencillos, pero hermosos y de estilo clásico, cuyo solo aspecto revelaba
que aun eran los mismos que aquellos a los que la mano bondadosa de la abuelita solía
quitar el polvo.
Pedro echó una mirada por el piso, esperando que, de un momento a otro, entrara en el
comedor la madre de Miett. Incluso llegó a imaginarse con todo detalle la figura de la
esposa de Su Excelencia: alta, distinguida, hacia los cuarenta o cuarenta y cinco años, con
porte algo altivo, y su rostro, ya marchito, con los mismos rasgos sensibles de la hija.
Miett y Olga se retiraron al cuarto que daba al salón. Desde la puerta, Miett volvió la
cabeza y dijo:
—Siéntense y fumen, entretanto. Vendremos en seguida; sólo quitarnos los sombreros.
Pedro curioseó en torno suyo. Encima del piano había colgado un retrato al óleo de
tamaño natural, representando, con guantes, pero sin sombrero, a una mujer joven y
guapa. La rica cabellera formaba una corona de trenzas en torno de la frente, recordando la
cabeza de la emperatriz Isabel.
Existen cuadros y fotografías que parecen mirar al mundo con un gesto, como una
mirada de ultratumba, como si dijeran: «¡Yo ya he muerto!» Este cuadro era uno de ellos.
—¿Quién es? —preguntó Pedro.
—La mamá de Miett —contestó Juanito.
—¿Ya no vive?
—¡Oh! Hace ya tiempo que murió. Miett ni siquiera llegó a conocerla, pues murió de
parto.
Ambos contemplaron fijamente el cuadro, meditabundos. Aquella buena señora miraba
por encima de ellos desde una lejanía verdaderamente del otro mundo, con las manos
juntas y enguantadas.
—Así, ¿quién ha educado a Miett? —preguntó Pedro con una fingida displicencia, pero
ardiendo en su fuero interno en deseos de saber lo más posible de la muchacha, en un
mínimo de tiempo.
—La educaron en casa de sus abuelos, en el campo. Luego cursó estudios aquí, en la
Sion.
—Tú, ¿de qué la conoces?
—Mi padre fue compañero del viejo en la Magistratura.
—¿Qué edad tendrá?
—Sesenta y cinco. Así lo creo, por lo menos… Se casó muy tarde. Debía de aventajar a
su mujer en unos veinte años
—Y Miett, ¿qué edad tiene?
—¿Miett? Espérate… Tiene dos años más que yo, y yo tengo diecinueve.
Pedro echó una mirada escrutadora sobre el cadete, como si quisiera descubrir si
estaba o no enamorado de Miett. Pero la cara del muchacho no revelaba nada.
—Son unas chicas muy simpáticas… —añadió Juanito, sin mirar a Pedro, como si
sintiera la dureza de tan molesta mirada. Y añadió—: Sobre todo, Olga.
No era Olga, sin embargo, quien interesaba ahora a Pedro. Cambió, pues, de repente, la
conversación:
—Tú, dime… ¿es cierto que ese Miska Adam le hace la corte a Miett?
—¿Quién dices? ¿Miska? No, Miska hace la corte a Eva de Toronyi.
Pedro necesitaba dominar hasta las últimas fibras de su sistema nervioso, durante el
diálogo. Había llamado a Adam amistosamente por el diminutivo de su nombre de pila,
cuando en su vida había cambiado con él ni una sola palabra, con el fin de que a Juanito no
le infundieran sospechas ni su curiosidad ni las preguntas.
Este tardó un poco en reaccionar ante la insinuación de Pedro. Después preguntó a su
vez, pero sin aparentar mucho interés:
—¿Por qué lo crees?
—Porque tengo esa impresión.
Juanito estaba jugando con una borla colgante del mantel de la mesa. Pedro observaba
cada uno de sus movimientos, como si quisiera sacar de él la verdad, toda la verdad. Mas
las palabras del cadete revelaron una completa desorientación cuando, unos instantes más
tarde, se limitó a añadir:
—Desde luego, es imposible. Was kann man wissen![17]
Esta frase era una exclamación algo «estudiantil».
Volvieron las muchachas. Se les notaba que habían estado arreglándose un poco en el
cuarto de baño. Sobre todo, Olga.
Pedro vio por primera vez a Miett sin sombrero. Su cabellera anudábase en su cabeza,
formando un hermoso moño dorado.
—¿Desea usted té o café? —le preguntó Miett, con un firme acento de ama de casa.
—Muchas gracias; mejor té.
—¿Y tú, Juanito?
—Yo…, ¡los dos!
—¡Muy bien! Pero si después no lo tomas, ¡te obligaré a tragártelo! —exclamó Olga, sin
que a Pedro le sorprendiera oír que tuteaban al muchacho. Sin duda, le trataban de usted
en público solamente. Además, Pedro sólo tenía una idea fija en aquel momento: ¡cuán
extraño le era encontrarse en casa de Miett, y, sin embargo, con qué facilidad acababa de
conseguirlo! Aquel mismo mediodía, ni siquiera se había atrevido a soñarlo, y ahora se
hallaba allí con la sensación de conocerlos a todos desde hacía ya mucho tiempo.
Tomi, al oír la palabra «café» desde el cuarto vecino, entró rápido y ligero, moviendo
nerviosamente la colita.
Pedro, cogiéndole del suelo, le subió a las rodillas.
—¿Qué edad tiene? —preguntole a Miett.
Fue Olga la que contestó en su lugar:
—¿Quién, Miett o Tomi?
Pedro no se turbó ante la broma.
—La edad de Miett ya la conozco, pues acabo de preguntársela a Juanito.
—¡Tú, que no se te ocurra revelar mis secretos más íntimos!
Luego se dirigió a Pedro, con el tono de importancia que las mujeres suelen emplear
hablando de perros o de niños:
—Tomi está en la flor de la edad varonil. Este verano cumplió ocho años. Es un perfecto
caballero y ha sido educado por mí misma.
Entre tanto, Mili había servido la merienda. Todos tomaron té, y a Juanito, de acuerdo
con sus deseos, le sirvieron además, café.
El cadete, tomando las tazas de té y café, se puso a mezclar ambos líquidos.
—¿Qué haces? —exclamó Olga, horrorizada y con una mueca de asco.
—¿Pues no me has dicho tú que tenía que tomarme los dos?
—¡Qué puerco eres, Juanito! —continuó ella, haciendo el mismo gesto de desagrado.
—¿Por esto? Esto no es nada para mí —afirmó Juanito—. Cuando era niño, un día me
comí, por diez céntimos, un gusano de seda.
Estas palabras provocaron un efecto terrible en los rostros de las jóvenes.
Olga, que estaba a punto de beber, dejó la taza en la mesa. Se levantó y con grandes
aspavientos fingía que iba a desmayarse.
—¿Por qué no? —insistió el cadete—. El gusano de seda, cuando es joven, es un animal
muy limpio y apetitoso.
Miett, enfadada, dio un golpe en la mesa:
—Juanito, ahora mismo coges la gorra y te vas.
—De ninguna manera —contestó Juanito, poniéndose a mover tranquilamente el
brebaje de horripilante color que resultaba de la mezcla del té con el café.
Esta vez, Miett ya no pudo reprimir la sonrisa. El secreto de los éxitos de Juanito para
con las mujeres estribaba en su impertinencia tranquila y sin límites. Olga, después de
haberle dado dos «capones» en la cabeza, volvió a sentarse.
Mientras tanto, Pedro iba observando los movimientos de la hermosa mano de Miett,
con la que distribuía las tazas de té; aquella mano fina y maravillosa que era su mayor
adorno.
Con el pensamiento, iba adivinando las formas de aquella grácil figura bajo el vestido,
las cuales demostraban que el delicado dibujo de aquella mano estaba continuado en su
totalidad como una verdadera obra maestra.
«¡ Ah! ¡Si llegara a ser mi mujer…!», pensaba Pedro con la mirada perdida en el aire.
Olga le tiró a la cara unas migajas de pastel.
—¡Caballerete! ¿En qué está usted pensando?
—En nada —contestó Pedro, un poco azorado, y mirando de reojo a Miett. Ella, como si
hubiera adivinado sus pensamientos, volvió inmediatamente el rostro hacia otro lado.
Desde el asiento de Pedro, se podía ver el cuarto de Miett. Toda la habitación brillaba
con blancura de espuma, y, cerca de la pared, relucía una gran cama de bronce.
En el salón había una pequeña estantería con libros. Después de merendar, se pusieron
a curiosearlos.
—Es nuestra biblioteca común —explicaba Olga—. Hemos comprado entre las dos
todos los volúmenes. La llamamos «Biblioteca de los Lirios».
—¿Por qué «Biblioteca de los Lirios»?
—Yo la llamo así porque ambas nos vigilamos secretamente para que no haya en ella
libros frívolos.
Sonrió confidencialmente a Pedro y le dijo al oído:
—¡Sin embargo, no por eso deja de haber algunos!
En la sonrisa brillaba una viva pero inocente alegría.
—Padre es muy severo —añadió.
—¿Padre?
—Sí, el papá de Miett. Todo el mundo le llama padre en la casa. Incluso los hijos del
portero.
Pedro tomó un libro al azar: era el Infierno, de Strindberg.
—Miett, ¿me prestaría usted este libro por unos días?
—Con mucho gusto —contestó ella amablemente, creyendo Pedro descubrir en estas
palabras un suave consentimiento.
En realidad, la lectura de esta obra le importaba un bledo. Tenía unas ideas muy vagas
acerca de quién era Strindberg. Mas comprendió en seguida que, en aquel momento, pedir
un libro prestado tenía cierta importancia. Un libro prestado, hay que devolverlo. Por lo
tanto, después de cierto tiempo, es correcto telefonear para disculparse por no haberlo
hecho así.
En una palabra, un libro de Strindberg puede conducir a derivaciones muy
interesantes.
—Espere, voy a envolvérselo en un papel —dijo Olga, tomando el libro de la mano del
joven.
Salió, y poco después Miett desapareció también detrás de ella. Pedro y Juanito
continuaban contemplando, entre tanto, la biblioteca.
Las dos amigas tardaron bastante en reaparecer. El libro estaba cuidadosamente
empaquetado como en una tienda, con un atado perfecto que remataba un sujetador de
madera.
Poco después, Juanito, que parecía conocer a la perfección el horario de la casa,
propuso marcharse.
Al despedirse, Pedro le preguntó a Miett:
—¿Me permitirá que la telefonee algún día?
Miett hizo una reverencia cómica. Estaba un poco turbada y trató de disimularlo. Dio
media vuelta con pasos de baile, cogió en la mano la gorra del cadete y con un gracioso
gesto, se la puso en la cabeza.
—Ahora eres teniente —observó Juanito.
—¿Por qué?
—Porque llevas dos estrellas.
Y, como viera que Miett no lo comprendía, aclaró:
—Tus ojos, tontina.
Olga ya estaba lista para marchar y se dirigió a Pedro:
—¡Tenga cuidado y no pierda este libro!
Este cogió cuidadosamente el envoltorio.
—¡Lo guardaré como si fuese alga muy mío!
—Adiós, Mioka —despidiose Olga de su amiga, y ofreció sus labios a Miett haciendo con
ellos un hociquito de liebre.
También Miett le brindó su boca. Se besaron.
Los dos muchachos se hallaban a su lado, dispuestos a partir, contemplando a las dos
muchachas y, especialmente, los labios de las mismas, aquellos labios bien cortados,
húmedos y frescos. Una boca se paseaba sobre la otra, perezosamente, evitándose y
pegándose, produciendo una suave música al sorber hasta la hez el sabor de aquel beso.
Al despedirse, Pedro tuvo suficiente valor para retener en su mano la de Miett,
estrechándola largamente. Miett hizo como si no lo notara, pero él comprendió que debió
darse cuenta.
La puerta de cristales del recibimiento se cerró tras ellos, oscureciéndose acto seguido.
Olga se despidió rápidamente de los dos y subió corriendo la escalera. Pedro la siguió
con la mirada. En sus torneadas piernas, las medias se ceñían tensas, exactamente como el
día de aquella recepción del mes de setiembre, en casa del doctor. También esta vez, se
mostraban hasta la rodilla, y en algún que otro instante se podían ver sus blancas enaguas.
Estaba ya en el segundo piso, y aún se puso a reír con alegres y sonoras carcajadas. Los
muchachos se detuvieron por un momento, escuchando la risa que venía desde arriba.
—¿De qué se ríe? —preguntó Pedro.
—No tengo la menor idea —contestole Juanito, pero al mismo tiempo, empezó a
registrarse sus bolsillos para ver si las chicas le habían puesto algo en los mismos, pues ya
estaba acostumbrado a estas bromas.
Al llegar a la calle, preguntó al cadete:
—¿Tú por dónde vas?
—Voy hacia el puente.
—Entonces, hasta la vista —le dijo Pedro, aunque en realidad, también él debía ir en la
misma dirección. Sin embargo, prefería quedarse a solas con su pensamiento.
Volvió a casa dando un gran rodeo, y acostose inmediatamente después de cenar,
porque aún se sentía cansado de la juerga de la noche anterior.
A pesar de ello, antes de decidirse a apagar la luz, abrió el paquete dispuesto a leer
algunas páginas de Strindberg.
Con gran sorpresa, no encontró en el envoltorio más que un cuadrado trozo de madera.
Junto a tan extraño objeto, aparecía un papel con este texto: Nosotras no acostumbramos a
prestar libros a nadie. Es un principio férreo. Y firmado: Las propietarias de la «Biblioteca de
los Lirios».
Pedro daba vueltas y más vueltas al trozo de madera que tenía en la mano. Ahora
comprendió por qué Olga se había reído a carcajadas, al despedirse de ellos en la escalera.
Sin duda, la idea era suya. Miett se había limitado a ser su cómplice.
Sentado en la cama, pasó largo rato pensando cómo podría desquitarse de la travesura.
Después, antes de dormirse, colocó debajo de su almohada el trozo de madera. Aquella
noche, sentía su corazón lleno de suavidad y ternura.
4

El padre de Miett solía pasar la mayor parte del día ante su mesa de trabajo, incluso los
domingos. Era esclavo de su trabajo. Llevaba una vida muy solitaria, y sólo de vez en
cuando hacía fugaces apariciones en las reuniones, o en el casino.
En cambio, se le podía ver con frecuencia paseándose por los montes de Buda,
descubierto y aireando su cráneo, sobre el que el sol imprimía unas pequeñas pecas, muy
cómicas, en esa época de principios de primavera.
Solía dirigir la palabra a todos los niños que encontraba en el camino. Entre ellos tenía
un favorito, una criatura de cuatro años, con una mirada inteligente y franca. En sus
paseos, le encontraba con regularidad ante una silla de la calle de Somlo. Sostenía con
aquel niño una amistad constante, y siempre tenía para él algún dulce en el bolsillo. Le
hacía creer al pequeñuelo que poseía una enorme finca al otro lado del Danubio, en la que
se dedicaba a la cría de elefantes e hipopótamos. Uno de los elefantes sabía hasta hablar,
pero, desgraciadamente, tenía una voz de bajo demasiado ronca.
Desde que el juez Almády se había retirado del ejercicio de la carrera, venía trabajando
en una recopilación de decretos administrativos, labor que progresaba con lentitud infinita.
Durante el trabajo, fumaba pipa tras pipa, garabateando unas letras tan grandes como la
cabeza de un gorrión, en unas hojas de papel de formato mucho mayor que las usuales,
que compraba ex profeso para dicho efecto. Acostumbraba a ilustrar los manuscritos con
toda clase de notas, apuntes y adiciones, para lo cual siempre tenía dispuestos en su mesa
numerosos lápices rojos, azules y amarillos. Era el hombre más pacífico del universo y
nunca perdía el dominio de sí mismo, excepto cuando Mili movía de su sitio, aunque no
fuera más que un milímetro, uno de sus numerosos lápices. Por lo tanto, Mili y Miett
respetaban esos lápices, largos y de punta agudísima, como si fueran una especie de
misteriosos fetiches. Mili no se atrevía a tocarlos ni con el trapo que le servía para limpiar
los muebles, contentándose con soplar sobre ellos para quitarles el polvo.
El anciano parecía contemplar el mundo en general, y cada uno de los acontecimientos
del mismo en particular, desde un invisible estrado de juez. No se había retirado de la
carrera por sentirse débil o viejo, sino por la única razón de que, acudiendo a su oficina, no
disponía de tiempo suficiente para acabar la obra, que llevaba el título siguiente: Historia
de la jurisdicción fiscal en Hungría. Estaba convencido de que esta obra venía a llenar un
gran hueco en el ejercicio de la justicia, y no podía comprender cómo era posible que los
tranvías siguieran circulando y los humanos viviendo y muriendo, mientras tan capital y
primordial problema no quedara resuelto de una vez para siempre.
Se había casado muy tarde, ya pasados los cuarenta años. Sostenía que para el hombre
soltero, esa edad era la más bella. Sin embargo, su retraso debíase a otra causa.
Siendo muy joven, en los comienzos de su carrera, se ocupaba ya de estudios
históricojurídicos, y entonces concibió el plan de tan magna obra, tratando de los procesos
de rectificación de límites, desde el siglo XVIII hasta nuestros días. Se había propuesto
dedicar dos años para escribirlo, y decidió no casarse antes de haber acabado su labor,
basándose en la vieja verdad de que es imposible matar dos moscas con un solo golpe.
No obstante, pronto resultó que había perseguido en vano, durante dos años, la
primera de ambas moscas. Pasó el plazo previsto, y aún no había rebasado la época de
Leopoldo II. Sumergíase cada vez más profundamente en el estudio de las fuentes directas,
y su testaruda pasión por los terratenientes magyares de antaño iba poco a poco
adueñándose de su vida y haciendo de él una víctima más. Los dos años se transformaron
pronto en cinco, sin que lo notara, y la materia iba aumentando entre sus manos. Los
archivos polvorientos continuaron vomitando antiguos procesos del terruño, farragosos e
interminables, cual las furias que surgen de la gruta mitológica, que con la fuerza de una
corriente le arrastraban. Por aquella época, incluso sus mejores amigos llegaron a perderle
de vista. Hacía escasas apariciones en la tertulia del café Szikszay; sus rápidos actos de
presencia consistían en sentarse unos momentos entre los demás varones de su edad, de la
misma manera que un asustado sabio alemán podía hacerlo en medio de unos caníbales
chillones que estuvieran discutiendo asuntos para él completamente extraños e
incomprensibles.
De esta manera, los cinco años se convirtieron en diez, y los diez, en fin de cuentas, en
diecisiete. Era un trabajador extremadamente lento, al que acabar el menor capítulo
costaba una labor de varios meses. Cuando por fin el grueso tomo salió de las prensas,
Francisco de Almády frisaba ya en el año cuarenta y dos de su vida.
Y aquel mismo día en que colocara el primer ejemplar, que aún olía a tinta fresca, en
los estantes de su biblioteca, se fue directamente al espejo, arreglose la corbata, tomó el
bastón y se dijo:
—¡Bueno, ahora voy a casarme!
Desde aquella fecha, se le vio a menudo en las casas de aquellas familias que tenían
hijas casaderas; frecuentaba con asiduidad los bailes, y no parecía darse cuenta de que los
procesos de rectificaciones topográficas le habían robado exactamente diecisiete preciosos
años de su existencia.
Un día, en un baile familiar, la señora de la casa que contemplaba desde un rincón del
salón cómo bailaba el vals boston aquel hombre ya calvo entre gente joven y apenas salida
de la infancia, le preguntó:
—Dígame, Almády, ¿cuántos años tiene usted?
—¡Veinticinco! —contestó sin vacilar el interpelado.
—Y eso, ¿cómo es posible?
—Muy sencillamente, señora, porque yo continúo mi vida en el punto exacto en que
hube de interrumpirla diecisiete años atrás.
Y diciendo esto, atusaba alegremente su bigotito, que en aquel entonces ya era preciso
empezar a teñir.
No habían pasado siquiera dos meses, y ya solicitó la mano de Mariska Wild, la cual en
aquélla época apenas tenía veinte años. El padre de la muchacha era montero mayor
episcopal, y su madre, la baronesa Amalia de Feder, hija de una familia de militares
austriacos.
Miett había nacido de esta unión, siendo bautizada con el nombre de su madre, María.
Existiendo entre los esposos más de veinte años de diferencia, las malas lenguas no
vaticinaban larga duración al matrimonio. Mas todos esos chismes y habladurías quedaron
acallados cruelmente por la inesperada muerte de 1a joven esposa.
Miett fue educada en casa de sus abuelos. En aquella mansión señorial, magyar a la
antigua usanza, en medio de los trofeos de caza, las disecadas cabezas de jabalí, las astas
de ciervos, panoplias y cuadros de santos, incluso los servidores andaban de puntillas. En
aquellas habitaciones grandes, limpias, bien aireadas, Miett aprendió a caminar. Los
abuelos la rodeaban de un cariño fanático, como si en silencio llorasen a la hija perdida,
cada vez que fijaban sus ojos en la pequeñuela.
Miett tenía siete años cuando murió su abuelo, tras una enfermedad de algunas
semanas. Al contemplarlo en la capilla ardiente, y aunque no comprendiera aún lo que
significaba la muerte, su corazón se sintió lleno de terrible angustia. Habíase fijado en su
memoria para siempre el semblante del abuelo inundado de una calma impresionante.
Como si la frente se le hubiera alargado, la piel se extendía lisa y brillante, y en torno de la
nariz se dibujaban rasgos desconocidos. Fue el primer rostro de muerto que vio en su vida.
Después del fallecimiento del abuelo, Miett permaneció aún durante cuatro años al
lado de la abuela, y bajo la tutela del viejo maestro del pueblo, aprendió a leer y escribir. De
la corbata del maestro salía siempre una punta del algodón gris del forro, y su bigote olía
continuamente a cosmético.
En aquella época, le pusieron una institutriz alemana para que aprendiera el idioma.
A su padre sólo le veía una vez por semana. Almády iba a visitar a su hija todos los
sábados, pasando con ellos el domingo.
Al terminar los estudios primarios —tenía entonces once años—, ingresó en un
pensionado de Buda, pero todas las vacaciones iba a pasarlas en la propiedad de la abuela.
Volvió a casa de su padre a los quince años. Este hizo una primera experiencia llevando
con ellos a una lejana parienta que sacó de un rincón perdido en las montañas de
Transilvania, para que sirviera de compañía a Miett. Sin embargo, la tía Piroska mostró un
carácter tan insoportable, que ambos se sintieron muy contentos cuando, al cabo de unos
cuantos meses, lograron liberarse de su presencia.
Después vino a la casa de los Almády, como señorita de compañía, una suiza muy culta
e inteligente, Teresa Agnier, a quien Miett quería mucho y que sólo hacía un año que había
regresado a su Zurich natal.
A partir de ese día, Miett se consideraba bajo la protección «oficial» de la esposa del
doctor Varga, a quien llamaba «mamá Elvira», y en cuya casa acostumbraba a pasar la
mayor parte del día.
La muchacha no tenía un carácter demasiado independiente, pero era que en realidad
tampoco necesitaba tenerlo, pues toda su existencia se deslizaba tranquilamente entre las
pistas de tenis de Buda y las reuniones caseras. El alto rango de su padre en la
magistratura, le abrió las puertas de la flor y nata de la buena sociedad, y desde muy joven,
Miett se movía familiarmente en los ambientes más señoriales y distinguidos de la capital
húngara.
Aquella noche, poco después de haberse marchado los dos jóvenes, Miett cenó como de
costumbre con su padre, solos y con suma calma.
—¿Qué habéis visto en el teatro? —preguntó éste.
—Nada de particular —contestó Miett, quien después de dejar errar su mirada por el
vacío, la fijó en un punto determinado del blanco mantel, como suele hacerse cuando no se
piensa en nada. Los recuerdos de la tarde iban presentándose entremezclados en su
memoria, con un movimiento automático, sin que ella hiciera nada por evocarlos.
También el viejo Almády estaba preocupado por los propios pensamientos. El silencio
más profundo reinaba en el comedor, y sólo era interrumpido de vez en cuando por el
chocar de los cubiertos contra los platos, o por el roce de las sedosas mangas de Miett, al
extender ésta el brazo para tomar un trozo de pan. En la estufa, crepitaba monótonamente
el fuego de leña.
Tomi estaba sentado en el suelo, sobre las patas traseras junto a su ama, y bajo las
cejas peludas, semejantes a las de un hombre viejo, sus ojos se movían sin cesar y con
impaciencia.
Después de la cena, el viejo Almády retiróse al despacho. Miett, en su cuarto, se
dedicaba a hacer una labor de ganchillo.
Poco después se oía llamar enérgicamente a la puerta del dormitorio.
Entró Olga, saludó militarmente, chocando los talones, y luego se sentó, poniéndose a
trabajar en la labor que había traído consigo. Llevaba un albornoz grueso y cálido, que
podía pasar por una bata de casa, y sus pies desnudos encerrábanse en unos escarpines de
charol. Después de cenar, tenía la costumbre de bajar de su casa, vestida ligeramente, para
ver a Miett y charlar un rato antes de ir a dormir.
—¿Se ha acostado ya tu padre? —preguntó distraídamente, mientras que con el dedo
índice de la mano izquierda, recto y rígido, seguía rítmicamente los movimientos de los
bolsillos.
—No. Está aún trabajando —contestó Miett, absorta en sus pensamientos y concentrada
en el trabajo.
Después, se sumieron en un largo silencio, entregada cada una a sus reflexiones. De
cuando en cuando, Olga llevaba una de las agujas a su cabellera, para rascarse un poco la
cabeza.
—Hoy nos hemos reído como locas —dijo al cabo de un rato.
Miett no contestó más que con una lánguida sonrisa.
—Es un muchacho simpático, ese Takách —continuó Olga, sin dar importancia a sus
palabras, y sin mirar a Miett. Luego añadió—: Tiene los ojos muy bonitos…
Miett no contestó tampoco esta vez. Olga prosiguió:
—Tengo la impresión de que tú le gustas extraordinariamente.
Miett respondió con una breve risita, a guisa de protesta:
—¡Qué va…! Yo me he fijado, por el contrario, que cuando no se creía observado, te
devoraba con la mirada.
Pero esto lo dijo sin gran convencimiento.
Olga hizo una mueca de displicencia, pues sabía perfectamente que Miett no decía la
verdad. Por lo demás, no le interesaba mucho el asunto.
El silencio las envolvió de nuevo. Luego, nuevamente Olga se encargó de romperlo:
—Supongo que a estas horas estará leyendo entusiasmado el Infierno de Strindberg…
Ambas rieron al unísono.
Después, Olga, como si su pensamiento hubiera alejado y abandonado el recuerdo de
Pedro, cambió repentinamente de tema:
—Oye… ¿sabes a quién he visto esta mañana en el Corso?
—¿A quién?
—A Golgonszky.
—¿Quién es Golgonszky?
—Iván Golgonszky… ¿No le conoces? Va a menudo al tenis. Es aquel agregado de
embajada…
—No me acuerdo en absoluto de haberle visto nunca. ¿Es guapo?
—¡Y tan guapo! Es el tipo de hombre del que yo me enamoraría con locura.
Pero a Miett no le interesaba mucho aquel Iván Golgonszky, porque, involuntariamente,
sus pensamientos continuaban concentrados en Pedro Tákach. Con un elegante
movimiento enderezó el talle e irguió el busto, pues al estar sentada mucho rato en aquella
posición encorvada le era molesto.
—Oye —reanudó Olga, un instante después—, ¿te acuerdas de aquella condesita rubia
de la que la señora de Varga estaba tan orgullosa el otro día? Dicen que ese Golgonszky
tiene relaciones íntimas con ella.
Las palabras «relaciones íntimas» causaron a Miett una conmoción imperceptible.
Ya en el pensionado, Miett evitaba aquellas conversaciones que sostenían a menudo sus
compañeras de estudio, susurrando, con las orejas encendidas, o con la fingida suficiencia
de la adolescencia, acerca del amor.
Desde muy joven había tenido unas nociones claras y exactas de lo que era la vida de
los adultos y de las relaciones que median entre hombre y mujer. Las primeras muestras de
su feminidad naciente y las transformaciones de su cuerpo no representaron para ella
ningún acontecimiento de especial importancia, contentándose para comprenderlas con
las explicaciones más rudimentarias. Y cuando su cuerpo de mujer, en plena evolución,
hizo sonar su voz en su fuero interno, procuró siempre dar una tranquila respuesta a esas
llamadas subyacentes y al parecer desprovistas de sentido. No reprimía en sí dichas
manifestaciones, sino que prefería darse cuenta de las mismas, guardándolas en su
memoria. «Esto existe, esto es algo mío, los rayos de la vida van concentrándose en mí».
Sin embargo, rehuía por sistema hablar de estas cosas. Por tanto, tampoco esta vez
quiso seguir la fantasía de Olga. Sin hacer observación alguna, continuó tranquilamente su
labor.
Olga insistía:
—He oído decir a la señora de Sági que hacen juntos viajes a Viena y que los dos se
hospedan en el mismo hotel…
Y un instante después, añadió, sin mirar a su amiga:
—¿Te gustaría a ti tener ya relaciones con alguien?
Estas palabras produjeron a Miett el efecto de un golpe violento. Irguiéndose ofendida,
contempló a Olga con extrañeza. Pero la linda morenita continuaba moviendo los dedos
con cara tan inocente como si se hubiese tratado de la cosa más natural del mundo. No
obtuvo, ni esperó respuesta a la pregunta; tan ocupada estaba con los propios
pensamientos.
Volvieron a callar largo rato. Los ojos de Olga se pegaban mecánicamente a la labor, y
en las comisuras de sus labios se escondía una sonrisa apenas perceptible; su faz
entregada a sueños interiores revelaba claramente que la imaginación corría alegremente
tras aquel rápido de Viena que solía llevar, trepidando, al guapo de Golgonszky y a la
condesita rubia de las manos pequeñas, hacia los románticos lugares de la cita.
En el cuarto reinaba el silencio; tan sólo las labores dejaban oír a veces el roce de las
agujas.
Un instante después, se oyó abajo en la calle un grito tremendo, tan fuerte, que
penetró en el cuarto a través de las espesas persianas.
—Vamos a ver lo que pasa —dijo Olga, que era más valiente, acercándose. Miett estaba
tan asustada, que ni siquiera pudo ponerse en pie.
—Apaga la luz —susurró nerviosa.
Los gritos continuaban. Olga apagó la luz, luego entreabrió las persianas. Las dos
miraban a través de ellas prudentemente, mientras que el corazón les latía con fuerza.
En una esquina iluminada por el farol de la pequeña plaza y delante del pequeño
restaurante, se veía a un hombre con apariencia de obrero. Con 1a mano daba vueltas al
sombrero, limpiándose con la manga de la americana el polvo de que estaba lleno. Era
harto fácil adivinar que alguien le asestara una bofetada tan tremenda que le había tirado
el sombrero al suelo. Con voz lastimosa y a gritos, estaba amenazando al «tío granuja
aquel» que ya no aparecía por ningún lado. Luego se puso el sombrero, encasquetándoselo
con ambas manos, y sin dejar de renegar y vociferar, con inciertos pasos de borracho
desapareció en las tinieblas.
Tratábase sin duda de una banal historia de bofetadas, de las muchas que surgen a
menudo las noches domingueras en todas las esquinas de las calles de Buda. Sin embargo,
era más que suficiente para que Miett y Olga se excitaran sobremanera y comentaran en
voz baja lo acaecido.
—Han matado a alguien… —suspiró la primera.
—Creo que sólo le han herido con arma blanca —observó Olga mientras ambas
continuaban acechando la calle, presa de gran emoción.
Después, no notando ya nada anormal, se retiraron y cerraron la ventana. Poco a poco
su nerviosismo fue desapareciendo. Unos minutos más tarde ya ni siquiera se acordaban
del incidente. Estas sensaciones desaparecían fugazmente de sus mentes con la misma
rapidez con que se presentaban.
Afuera, volvía a dominar el silencio; únicamente del lado del café venía hacia ellas una
música lejana de cíngaros.
Olga se colocó delante del gran espejo del armario.
—¿Sueles hacer gimnasia por la noche? —preguntó a Miett. Y sin esperar respuesta,
con gesto rápido se quitó el grueso albornoz que la cubría.
Olga ejecutaba rítmicos movimientos de gimnasia ante el espejo; abría los brazos, los
balanceaba, e inclinaba armónicamente su frágil y blanco cuerpecito, absorbida por
completo en el juego de los propios movimientos.
Luego se puso nuevamente la bata.
—Te resfriarás —dijo Miett en tono indiferente, para no revelar el efecto que le había
producido la escena.
—Yo, hija, soy una muchacha de cuerpo bien templado —contestó Olga y, acto seguido,
se despidió rápidamente de su amiga.
Miett quedose sola y poco después se acostó. Sentada en la cama, se entregó a sus
pensamientos. Con las rodillas entre las manos y la bella cabeza inclinada hacia adelante,
su rojiza cabellera extendíase abierta sobre la espalda. Miraba fijamente ante sí, con las
cejas enarcadas y las pupilas inmóviles; luego, con un movimiento brusco, abrió una mano
distendiendo los dedos; y girando lentamente la muñeca, contempló éstos largo rato.
Luego, apoyó la mano en la pared. Sobre el fondo oscuro del tapiz mural, se destacaban
mejor las hermosas y blancas formas de su mano.
Todo esto no eran más que intimidades de la más completa y segura soledad.
Rápidamente, Miett inclinó la cabeza hacia adelante, sacudió los largos y espesos cabellos
en su regazo, y con unos cuantos movimientos nerviosos formó con ellos una trenza tan
gruesa como un brazo. La apartó un poco para contemplar el anudado sedoso y tupido cuyo
color recordaba el de la madera barnizada del cerezo. En algunas partes, aparecían
estriados completamente claros, color de arcilla.
Al cabo de un momento lanzó su cabellera ya desplegada por encima de sus hombros,
sobre la espalda, como quien acaba de satisfacer plenamente los caprichos de su
curiosidad. En el mismo instante, volvió bruscamente la cabeza hacia la ventana, asustada
ante la idea de que tal vez se hubiera olvidado de cerrar las persianas y que alguien podría
verla desde la oscuridad de la calle. Sin embargo, las persianas aparecían cuidadosamente
cerradas. Además, tendría que ser una persona muy alta la que quisiera mirar al interior del
cuarto desde fuera, pues éste se hallaba en el primer piso. De todos modos, Miett, al cerrar
la ventana antes de acostarse, tenía siempre el recelo de que acaso alguien pudiera
escalarla.
Impulsada por esta clase de preocupaciones, no sólo tenía por costumbre mirar debajo
de la cama, sino también dentro del armario. En estos momentos, le daban escalofríos sólo
al pensar lo que podría ocurrir si, de repente, un hombre bigotudo y desconocido
apareciera mirándola desde el interior del mueble.
Cuando no tenía motivos para tener miedo, buscaba siempre alguna razón, inventada
desde luego, para motivar su angustia, y se dormía con sensaciones de inseguridad,
agarrándose fuertemente a la almohada.
Ahora, sacó un pie de nívea blancura por debajo de la manta y se deslizó con cuidado
hasta el suelo, como quien entra en un baño de agua fría. Se fue al armario y lo abrió. De su
interior llegó hasta la muchacha el olor dulce y tibio de la ropa limpia. El perfume del
armario de una muchacha.
Al cerrarlo, se vio en la luna de la puerta, vestida sólo con la camisa de noche. Subió un
poco el borde de la misma y contempló sus rodillas. Luego, con un movimiento brusco, se
la quitó completamente. Su corazón empezó a latir un poco más fuerte que de costumbre
al verse en el espejo.
Luego se puso presurosamente la camisa de noche, como si estuviera huyendo de
indiscretas miradas, y se refugió en la cama. Extendiéndose a sus anchas, se cubrió con la
manta hasta las orejas, bostezó unas cuantas veces, por razón de hábito, e intentó conciliar
el sueño. Pero Morfeo no quería ceder a sus invitaciones. Hoy, contrariamente a sus
costumbres, se había ocupado demasiado de sí misma. Cuando los muchachos marcharon,
se detuvo distraídamente ante el espejo acariciando largo rato aquella cicatriz que cortaba
pálidamente su ceja izquierda. Esa cicatriz provenía de su infancia, cuando un día, jugando
al escondite con Berci, el hijo del jardinero de la propiedad de Puszta Blanca, cayó sobre un
frambueso protegido por agudas latas de madera de pino.
Extendida en la cama, parecía escuchar el silencio, con el oído atento y observándose
como a un ser extraño. Sentía que esta noche acababa de liberarse en ella algo nuevo, que
se había puesto en marcha algo inédito, pero sin saber cómo ni de qué podía tratarse.
Todo ello era tan confuso, tan incomprensible y tan dulcemente adormecedor, que por
lo mismo no dejaba de ser inquietante.
5

Por las tardes ya oscurecía muy temprano en la ciudad, y las casitas de la calle del
Teniente parecían encogerse sobre sí mismas en el negro otoño. El cuarto de Pedro se iba
llenando de una suave penumbra. Éste, sentado ante un escritorio, estaba tallando unas
letras en aquel pedazo de madera de pino que Olga y Miett le habían entregado en vez, del
Infierno, de Strindberg. Mientras trabajaba, iba silbando en voz baja.
Grabó en la madera una sola palabra: «SZERETLEK», te quiero. Había decidido enviar
anónimamente aquel trozo de madera Miett, con esa única palabra grabada en él. Ella
sabría perfectamente de quién provenía el mensaje. Al ocurrírsele esta idea, después del
almuerzo, complaciole hasta tal punto que prescindió de su costumbre de echar la siesta,
para ponerla en práctica inmediatamente, si bien no se solía privar nunca, por nada en el
mundo, de aquellas breves siestas.
Sin embargo, el cometido le resultó ser más difícil de lo que él habíase imaginado a
primera vista. Para la letra inicial S, la cuchilla más pequeña de su cortaplumas aún se
abría camino alegremente en la plancha de madera; pero luego, letra por letra, el trabajo
se hacía cada vez más ingrato, como si el acero se hubiera ablandado de repente, y la
madera, endurecido.
Por fin, cuando· acabó de tallar la última letra, la K, se tendió sobre el sofá y desde allí
contempló su obra. La planchita quedó apoyada en los varios objetos del escritorio,
ofreciéndose desde allí a las miradas satisfechas del improvisado escultor.
Ahora que su obra estaba acabada, no le gustaba a Pedro en absoluto. De repente, su
idea le pareció muy pueril y estúpida. De un brinco saltó del sofá y nerviosamente se paseó
por la habitación, de un lado a otro; luego cogió el pedazo de madera y lo tiró entre sus
libros. Después volvió a tumbarse en el sofá y, apoyándose en un codo, se quedó mirando
fijamente el aire. Volvió a vivir con el pensamiento la tarde anterior, desde que había
abierto la puerta del palco que ocupaban las muchachas, hasta que se despidió de Miett en
el recibimiento de su casa. Encontró en su soliloquio un punto en el que incidía
continuamente y el cual, a pesar de todo, quedaba siempre envuelto en tinieblas.
Al preguntarle Miett si le permitía que le telefoneara, se puso ella la gorra de Juanito,
ejecutando una cómica reverencia, que podía interpretarse como si la muchacha no se
atreviese a contestar o quisiera eludir la respuesta. En el modo de ser de Miett había una
fría reserva que, en cierto modo, no dejaba de gustarle a Pedro que, al mismo tiempo, le
producía algún temor.
—Me casaré con ella —se dijo en voz tan alta que se estremeció al oírse hablar a sí
mismo, como si un desconocido hubiera proferido tales palabras en la habitación que cada
vez quedaba más invadida por las tinieblas.
Desde la antesala, se oyó tocar el timbre de la entrada. Unos instantes más tarde,
abríase silenciosamente la puerta del cuarto y alguien adentraba la cabeza por el marco de
la puerta. Con el sombrero echado sobre los ojos y el cuello del abrigo levantado, sólo se le
veía la punta de la nariz.
—¿Estás descansando, amiguito?
Pedro adivinó en el acto que si Szücs venía a verle a deshora, ello se debía a alguna
crisis moral. Ya por la mañana había ido a buscarle a la oficina, arrastrándole, cogido por el
brazo, a pasear por el Corso, donde, alargando la narración hasta el infinito, le explicó su
«historia» con la pequeña señora de Galamb, no sin exigirle a Pedro, después de cada frase,
su palabra de honor de que no diría nada a nadie. Desde luego, de todas las explicaciones
no se podía derivar absolutamente nada comprometedor para la señora en cuestión. Ella
sólo había tolerado que Szücs se enamorara de ella y se conducía en lo posible de tal
manera que éste pudiera estar convencido en que también ella estaba loca por él.
La pequeña señora de Galamb solía pasar la mañana acostada, dedicándose a arreglar
todos sus coqueteos por teléfono. Dirigía, pues, desde su cama las luchas intestinas de los
hombres más diversos que vivían en los puntos más alejados de la capital, como un jefe
militar que manda los movimientos de sus tropas desde el cuartel general. Si existe una
perversión «telefónica» , la señora de Galamb se contaba a buen seguro entre sus víctimas,
pues no cabe duda que buscaba y encontraba cierta satisfacción física a través del
auricular. Por las mañanas, una vez que su marido había puesto el pie fuera de la casa,
mandaba a la criada que le llevara el aparato a la cama, y desde allí, desde 1a cama aún
caliente, desparramaba a través del teléfono su sensualidad dulce y muelle, como si fuera
miel tibia. Escondiéndose a medias bajo las sábanas, se atrevía a confiárselo todo a la
concha negra del aparato, frente al cual no sentía responsabilidad alguna. Poseía un talento
especial para sustituir ciertos vocablos que no era posible pronunciar, por otras palabras
inventadas por ella, con lo cual conseguía envolver las cosas en una especie de nebulosa,
haciéndolas aún más excitantes para los hombres.
Pertenecía a esa clase de mujeres que se ven entregadas a centenares de deseos
contradictorios y que, precisamente por esto, no llegan nunca más allá del umbral de la
mera curiosidad, queriendo ensayarlo todo, y quedando rápidamente desengañadas antes
de haber intentado nada.
También aquella mañana se realizó una conversación telefónica de ese estilo entre
Szücs y la pequeña señora de Galamb, conversación que acabó por perturbar
definitivamente la tranquilidad de esta enorme mole de hombre. En la charla hubo ciertos
detalles que Szücs había contado ya por tercera vez a Pedro, y siempre con un tono como si
se tratara de la clave de todo el asunto.
Bajo el influjo de la conversación telefónica de la mañana, Szücs decidió
definitivamente casarse con la pequeña señora de Galamb. Desde luego, numerosas
dificultades se oponían a la realización de tan romántico proyecto; en primer término el
hecho de que la señora de Galamb no tenía ninguna gana de divorciarse. Sin embargo,
para Szücs el asunto llegó a ser urgentísimo de golpe y porrazo. Estaba sentado a caballo
sobre una silla con el respaldo vuelto hacia Pedro, y mientras le hablaba excitado y
precipitado, la silla iba bailando bajo él.
—La mejor solución sería que tú pudieras hablar con el marido, amiguito, diciéndole
que pida inmediatamente el divorcio. ¡Porque, si no, yo le pego un tiro como a un vil perro!
Pedro, reflexionando un poco sobre el asunto, comprendió claramente que por parte de
la señora de Galamb, había hacia Szücs mucha mayor ligereza y falta de responsabilidad
que amor serio. Intentó, pues, convencer a su amigo de que iba a cometer una gran
estupidez, pero Szücs no quería atender a razones.
Hizo un gesto negativo con la mano, y, siempre sobre la silla, galopó acercándose aún
más a Pedro.
—Por lo visto, amiguito, ignoras de lo que se trata. Escúchame.
Y volvió a explicar concienzudamente por cuarta vez la misma historia.
En apariencia, Pedro le escuchaba atentamente. En realidad, ni siquiera prestaba
atención, pues estaba demasiado ocupado con los propios pensamientos.
En torno de los dos amigos, la habitación se hallaba ya completamente sin luz.
Sentados en la oscuridad, sólo las puntas de los cigarrillos ardían vivamente, y en la
imaginación de cada uno se contorneaban sendos cuerpos femeninos, blancos y sensuales.
Szücs, al fin, acabó por marcharse.
A las seis, Pedro bajó al café para llamar por teléfono a casa de los Almády. Fue Mili
quien contestó.
—¿Quiere usted hablar con Su Merced? —chilló por el teléfono.
—No, con la señorita —gritó Pedro a su vez, mientras el aparato temblaba un poco
entre sus manos, en la estrecha cabina del café.
Unos instantes después, se podía oír en el auricular el ladrido de Tami, como si viniera
de una habitación infinitamente lejana. Por fin, oyose la voz de Miett, muy cerca, de tal
modo que a Pedro le parecía sentir incluso su aliento:
—¡Dígame…!
—Buenas tardes… Habla Takách…
—Buenas tardes.
—¿Cómo está usted?
—Bien. Muchas gracias.
—¿Cuándo la veré?
—¿Cuándo? No lo sé.
Aquí, Pedro no supo qué decir.
—¿No podría…? ¿No la veré…?
Con la garganta seca tragó saliva, mirando con ojos desorbitados la concha negra del
aparato.
—¿Qué dice? —preguntó la melodiosa voz de Miett.
—Funciona mal este teléfono… —balbució Pedro.
Y no pudo decir más. Se calló. Como si el teléfono se hubiera callado también,
maliciosamente. De repente el cerebro de Pedro pareció no funcionar más, no acudía a su
mente ninguna idea, en absoluto. Una vez, ya había tenido esta misma sensación, cuando
después del té de los Varga acompañó a Miett por el pasillo hasta su puerta. En este
instante, estaba arrepentidísimo de haberse decidido a telefonearle.
Hizo un esfuerzo, reuniendo toda su energía:
—Oiga…
—Diga —contestole con alguna impaciencia la muchacha.
—¿No van mañana al Corso?
—No, mañana no podemos, porque esperamos a la costurera.
—Pero, ¿cuándo irán?
—¿Cuándo…? No lo sé…
Se produjo otro silencio. Pedro, cuyo sistema nervioso estaba excitadísimo, no podía
más. Todas sus fuerzas le abandonaron y dijo abúlicamente:
—Entonces… Beso a usted la mano…
—Buenas tardes —contestó ella con el mismo acento melodioso con que le había
deseado «buenas noches» por vez primera, en setiembre, cuando se despidieron en la
puerta de su casa.
Pedro oyó aún cómo Miett colgaba el auricular. Se quedó todavía unos momentos en la
misma posición, con el aparato enmudecido en la mano, sintiendo unos ·extraños zumbidos
en la cabeza. Se mordió los labios, contemplando el negro micrófono, no sintiéndose con
fuerzas suficientes ni para colgar.
Cuando salió de la cabina, se detuvo desorientado ante la mesa de un señor
desconocido, el cual le miró con extrañeza, por encima del periódico que se hallaba
leyendo. Pedro estaba plantado allí como si ignorase incluso dónde se encontraba. Luego,
con una brusca decisión, volvió a la cabina, y descolgó el aparato para llamar nuevamente
a Miett; tan lamentable le parecía de repente la comunicación habida.
Pero antes de que la central pudiera contestarle, volvió a colgar el auricular.
Se encontraba completamente perturbado. Sentía un odio tremendo hacia sí mismo,
tan tremendo que ,allí mismo, en la oscura cabina, empezó a golpearse la cabeza con el
puño. Luego, de un puntapié, abrió la puerta y atravesó con precipitación la sala del café.
Había llegado ya a la puerta, cuando le alcanzó la voz de la cajera, cayendo sobre él
como un milano:
—¿Cuántas comunicaciones, me hace el favor? —le preguntó con mordaz ironía.
—¡Oh! Discúlpeme… —balbució Pedro y pagó los veinte céntimos de tarifa. Esto le hizo
volver un poco en sí, y, lentamente, regresó a su casa.
Advertía con claridad que no podía seguir así.
Debía liberarse de esa sensación, debía acabar con todo aquel asunto, que iba
perturbándole cada día más intensamente el corazón y los nervios.
Sentose en el escritorio y se puso a escribir una carta a Miett. No se rompía la cabeza
para saber lo que debía escribir, sino que trazaba en el papel todas aquellas palabras que
venían latiendo en su fuero interno tan dolorosamente, esperando la ocasión oportuna para
poder manifestarse.

M e decido a escribir esta carta tras una terrible crisis moral —empezaba, sin ninguna
introducción o exordio—, y no me pregunto si tengo o no el derecho de irrumpir con mis
sentimientos subjetivos en la vida de usted. Pero no resisto más el sentirme tan solo y
abandonado en este gran dolor que me tortura; el dolor que representa para mí el hecho de
saber que usted está en el mundo, desde el momento en que la conocí. Hubo días y tal vez
incluso semanas, durante las cuales llegué a olvidar completamente; pero ahora me siento
otra vez bajo el irresistible influjo de ese sentimiento y no tengo ni un solo instante de
tranquilidad, como si toda, mi vida hubiera quedado envenenada.
No considere usted esta carta como una trivial confesión de amor; tal vez no sepa
expresarme muy bien, pero se trata de mucho más que de amor. Si hay palabras para
expresarlo, debo llamar destino o predestinación lo que me empuja hacia usted. Me
obsesiona continuamente, y con todos mis pensamientos. Es algo fatal que me obliga a
postrarme a sus plantas.
Si siente algo hacia mí —no amor, sino cierta compasión o amistad—, le suplico que me
ayude, dándome ocasión de que pueda expresarle todo esto de viva voz; tal vez de esa
manera me iré tranquilizando poco a poco y mi corazón dejará de sufrir como ahora sufre.
Mañana, antes de almorzar, hacia las dos, la esperaré en el Corso, ante el gran quiosco.
¿Verdad que no es necesario que ponga aquí mi firma, puesto que usted sabe ya quién
le escribe estas líneas?

Con premura, metió la carta en un sobre, sin haber vuelto a leerla, pues temía que, de
hacerlo, no tuviera después valor de expedirla.
Una vez en la calle, miró la hora en su reloj. Eran las ocho. Todavía pronto para que
estuvieran cenando. El anciano trabajaba tranquilamente en el despacho; no tienen visitas;
es el momento más propicio.
Al llegar ante el café, entregó la carta a un botones de gorra roja, para que la llevara
inmediatamente a la dirección indicada. Luego saltó a un tranvía para alejarse lo más
rápidamente posible de aquel lugar, evitando la posibilidad de correr detrás del recadero
para gritarle: «Oiga, amigo, vuelva aquí, por favor. Deme la carta; ya la llevaré yo mismo.»
Porque, en efecto, existían en él intenciones en ese sentido, teniendo que obligarse a sí
mismo para que la carta saliera. Cada fibra de su sistema nervioso deseaba y exigía
inquietamente que se produjese algo; mas, por otra parte, no acababa de comprender si lo
que estaba haciendo era o no la máxima tontería.
Cuando el tranvía había atravesado ya el puente del Danubio, respiró de nuevo como si
se hubiera liberado de un enorme peso. Tenía la sensación de que había descargado todo
su problema de amor borroso y oscuro, sobre aquel viejo recadero de la gorra roja,
mediante la carta.
Si alguien hubiera observado en esos momentos la cara de nuestro joven, sentado en
un rincón del tranvía, habría podido descubrir una ligera sonrisa en sus labios que se
movían nerviosamente. Su mirada intensamente fija en un punto, era testimonio de fuerte
actividad interior. «Así, por lo menos, ya he dado un paso», díjose a sí mismo, al bajar del
tranvía.
Después de cenar se fue a jugar al billar con Morgeczki, el propietario de una papelería,
cuyo taco era invencible, en el café de la avenida Luis Kossuth. En el correr decidido y
seguro de las bolas, Pedro tuvo la prueba de que sus nervios volvían a estar tranquilos.
Durmió muy sosegadamente aquella noche, con un sueño verdaderamente reparador.
Ni siquiera intentó imaginarse el efecto que la carta podía haber producido en Miett.
¿Estaría disgustada, o se habría reído al leerla? ¿Estaría contenta o enfadada? Pero en todo
este asunto, en el fondo, no le importaba sino su propio yo. El estaba contento, y el resto le
tenía sin cuidado.
Por la mañana, salió con paso ligero hacia la oficina. No se había preparado para la cita
con Miett, y al reflexionar otra vez sobre el asunto, durante el desayuno, pareciole
imposible que la muchacha acudiera a la misma.
Hacia las once, se puso a llover; era una lluvia finísima, casi una especie de neblina.
Esto le tranquilizó, pues era motivo suficiente para que Miett no fuera. Porque, en el fondo,
le asustaba un poco la posibilidad de que ella esperara en el lugar indicado.
Cuando salió de la oficina, ya había dejado de llover, pero una capa húmeda se
extendía por las calles. En el paseo, a orillas del Danubio, no había nadie. Faltaban siete
minutos para las dos. Pedro se detuvo bajo un árbol.
Estaba decidido a esperar los siete minutos, y, luego, irse a casa. Encontrábase
tranquilo, y miraba aburridamente el Corso vacío. Pero, de repente, tuvo un gran sobresalto,
pues por la dirección del puente colgante, con paso lento, se acercaba una mujer. Aquello
sólo duró un instante, toda vez que inmediatamente se dio cuenta de que no se trataba de
Miett. Esperó hasta que aquella señora desconocida, que era bastante más alta que Miett y
representaba por lo menos cuarenta años, pasara ante él. La siguió con una mirada de odio.
¿Cómo se atrevía a pasar por aquí a esta hora, para causar sobresaltos a su inquieto
corazón?
Miró otra vez el reloj. Eran las dos menos tres minutos. Habría preferido que ya
hubieran pasado los tres minutos en cuestión, y al pasearse lentamente hacia el puente,
notó con desagrado que en el gran reloj del embarcadero de las golondrinas del río todavía
faltaban cinco, pues esto venía a prolongar la impaciente, estúpida e inmotivada espera en
medio de la desagradable niebla, cosa que le causaba vergüenza a sí mismo.
«Es igual, es preciso pasar por ese trance», díjose, calculando que cuando llegara
andando despacio hasta el puente de las Cadenas, ya podría irse tranquilamente a casa.
Paseándose por el Corso vacío, intentó reanudar sus pensamientos allí mismo donde los
había interrumpido aquella tarde de setiembre, cuando ya estaba decidido a no asistir al té
del doctor Varga.
«Tal vez se podría hacer algo con aquella Anita…», pensaba, pareciéndole, de repente,
muy simpática la fräulein alemana de los Bunz. Imaginose con todos detalles la figura de
Anita, muchacha morena, gorducha, con un cuello inverosímilmente corto y con las mejillas
coloradas, en las que tenía dos graciosos hoyitos; llevaba guantes de algodón gris y calzaba
altas botas. Reíase con una vocecita ridículamente aguda, y hablaba el idioma húngaro
cometiendo a cada paso faltas encantadoras.
Apenas notó que, con rápidos pasos, una muchacha había pasado por su lado. No podía
ver su cara, pues tenía la cabeza inclinada hacia adelante, sin mirar a ningún lado. Llevaba
una gorra de piel marrón y un impermeable largo. En su mano, sostenía varios paquetitos.
Sin saber por qué, Pedro se· puso a seguirla.
«¿Podría ser Miett?», sobresaltose una vez más. Pero el amplio impermeable cubría
completamente la femenina figura, impidiendo identificarla. Todo le parecía en ella extraño
y desconocido, hasta el sombrero de piel y los zapatos. La muchacha caminaba a pasos
rápidos, como si huyera de algo.
El se apresuró a seguirla; la alcanzó y le miró la cara. Era Miett.
Pedro quitose el sombrero:
—Le beso la mano…
Miett se detuvo y levantó la cabeza, asustada. Pedro notó que estaba muy pálida, y que
su voz sonaba como cubierta por un velo.
—Buenos días —contestó casi imperceptiblemente. Luego añadió con timidez— ¿No ha
visto por aquí a Olga?
Y al mismo tiempo paseaba la mirada por todo el Corso, sin duda para no sentirse
obligada a mirar a Pedro frente a frente.
—Busco a Olga… —añadió después, sin esperar la respuesta. Y de nuevo se puso en
marcha, mirando a todos lados, menos a Pedro.
Este tuvo que dar largos pasos para alcanzarla y continuar a su lado. La inesperada
aparición de Miett le había turbado hasta tal punto, que sólo con grandes dificultades
conseguía pronunciar las palabras.
—¿Ha estado de compras?
—Sí. He comprado seda, pues tenemos en casa a la costurera. Tengo prisa, temo llegar
con retraso… ¿Qué hora tiene usted?
—Las dos…
Miett apresuró aún más sus pasos, y la conversación quedó interrumpida.
—Anoche acabé la lectura de aquel libro… —dijo Pedro, después de unos instantes de
silencio.
—¿Qué libro?
—El libro de Strindberg, que ustedes me habían dejado.
—¡Ah, sí…! —contestó alegremente Miett, atreviéndose por primera vez a fijar sus ojos
en su cara.
Su voz ya había perdido la timidez, al añadir:
—Olga tiene la costumbre de inventar travesuras por el estilo.
Dieron otra vez algunos pasos más sin hablar.
—¿Cómo sigue Tomi? —preguntó Pedro.
—Esperando los huesecitos que le darán para almorzar. ¿Usted no tiene perro?
—Desgraciadamente, no.
—¿Dónde vive?
—En la calle del Teniente.
—¿Sólo?
—Con mi madre.
Después de breves instantes de silencio, Pedro interrogó a su vez a Miett.
—¿Cuántos hermanos tiene?
—Ninguno. ¿Y usted?
—Yo tengo una hermana, casada, en Brassó. Ya tiene dos hijitos.
Mientras iban conversando así, Pedro sólo tenía un pensamiento: cómo orientar la
conversación hacia lo que quería decir, puesto que ayer le había escrito a Miett rogándole
que «le diera ocasión de expresarle todo esto de viva voz, para recobrar la tranquilidad y
lograr que su corazón dejara de sufrir…»
Mas lo que había pensado anoche con el corazón inquieto, en la sencilla habitación
bien caliente y llena de humo de los cigarrillos, en la tranquila atmósfera que tamizaba de
verde la pantalla de su lámpara de mesa, ahora, a orillas del Danubio, ante el viento frío, en
la niebla húmeda y penetrante, llena de los ruidos otoñales de una mañana gris —los
tranvías chirriaban desagradablemente sobre sus carriles mojados y gruñían los enormes
carros de transporte—, le parecía tan sólo una alucinación lejana que zumbaba
oscuramente en su cerebro, siendo incapaz de tomar expresión y forma de palabras.
Al llegar al puente, tomaron el tranvía. Preocupada por sus múltiples paquetes, Miett
casi no pudo llegar a sacar el monedero, y cuando Pedro quiso pagar por ella, protestó
desesperadamente. No encontraron asiento y en el otro lado del puente subió tanta gente
que quedaron apretados uno contra otro. Sus músculos se tocaban, y la muchedumbre,
cual una fuerza invisible, apretaba a Miett completamente contra el pecho del muchacho.
Pedro se agarraba con la mano derecha a la correa colgante y tendía los músculos de sus
piernas, para proteger a Miett de la opresión.
—Hubiéramos hecho mejor yendo a pie —observó Pedro.
—Sí, pero en ese caso hubiera llegado con retraso.
No podían decir nada más. De vez en cuando, Miett intentaba liberarse con algún
movimiento tímido de su azorante situación, mas con la única consecuencia de quedar aún
más apretada contra Pedro. Tras unos cuantos minutos, a Pedro le pareció, a través del
impermeable, que el cuerpo de la muchacha estaba ardiendo. Miett, en cambio, tiritaba un
poco por el frío, y sólo tenía la idea fija de salir de tan desagradable posición.
Pedro iba pensando, entre tanto, meditabundo, si Miett habría ido al Corso por él. Tal
vez ni siquiera recibió su carta. ¿Podría ser que fuera Mili quien la tomara de manos del
viejo recadero, entregándola por equivocación al señor de Almády…? Mili tiene el oído duro
y es miope… ¡Tal vez Miett no sabe nada de la carta! Y también sería posible que el
recadero no la hubiera llevado… Como no debía esperar respuesta y se le había pagado por
adelantado… ¿Quién podría conocer a fondo el alma de un recadero de Budapest? Pedro
había hablado con él en la oscuridad de la calle, y ni siquiera miró el número que
obligatoriamente llevaba en su roja gorra.
Al recapitular ahora sobre el comportamiento de la muchacha, juzgó cada vez más
probable que Miett apareciera en el Corso por una verdadera casualidad.
Miett estaba tan apretada contra él en el tranvía lleno, que al bajar la vista para mirarla,
no vio de ella más que la gorra de piel. Dedicose, pues, a observar con gran atención las
costuras y arrugas de esa gorra. Por un lado, salía debajo de la misma el pelo rojizo de la
muchacha, y cuando Miett intentó ejecutar un movimiento dificultoso para ponerse en una
posición más cómoda, sus cabellos rozaron la boca de Pedro, que ante el roce cosquilleante
de aquel pelo sedoso, sintió estremecerse todo su cuerpo. Algún perfume desconocido y
ligero desprendíase de aquella cabellera.
—¡Oh!, perdone —se disculpó Miett, levantando los ojos por un instante hacia Pedro.
Por fin, el tranvía se detuvo delante de la misma casa de Miett. En la puerta, ésta le
tendió la mano y le dijo muy bajo y tímidamente:
—Adiós…
Pedro no soltó aquella mano y miró profundamente en los ojos a Miett. Tuvo que hacer
acopio de todo su valor para poder proferir estas palabras, con la garganta seca:
—¿Ha recibido mi carta?
Miett no contestó y quedó mirando a Pedro can unos ojos grandes que parecían
suplicar. Primero, palideció; luego, se ruborizó.
—¿La ha recibido usted? —insistió él.
También esta vez Miett dejó de contestarle. Retiró con lentitud su mano de la del joven,
dio bruscamente media vuelta y desapareció corriendo por el portal.
Pedro corrió detrás de ella. Miett huía escalera arriba. En el primer descansillo se
detuvo y volvió a mirar a Pedro con la cara encendida, pero con un gesto alegre como quien
está más allá de todo peligro. Su cara estaba aún más encarnada, y en su mirada
reflejábanse susto, excitación y una especie de coquetería.
Sonrió a Pedro.
Este se quedó plantado allí, mirando hacia arriba y escuchando el ruido que hacían en
los peldaños los ligeros zapatos de Miett, mientras subía hacia su casa. Entre un tramo de
escalera y otro, el ruido parecía ser un movimiento musical, interrumpido periódicamente
en cada rellano.
Pedro continuó inmóvil, hasta que cesó el golpear rápido de los zapatos.
Después, dio media vuelta y salió a la calle. Sentía en sí el júbilo de una sensación
completamente inédita, y su corazón parecía invadirle todo el pecho…
Caminó con premura, el sombrero se le subió por un motivo desconocido hacia la punta
de la cabeza. Andaba tan rápidamente, sin mirar a nada ni a nadie, que los transeúntes
volvían la cabeza a su paso.
6

Un viejo coche simón cerrado pasó lentamente por el Bulevar Aréna en el pardo
crepúsculo. Iba ocupado por Olga y Elemér Koretz.
Sus amoríos duraban tan sólo desde hacía diez días, pero galopaban a un ritmo
apasionado hasta el instante en que Olga se entregaría a Koretz.
La misma Olga se daba perfecta cuenta de ello. Ahora estaba sentada, encogida, en un
rincón del coche, sufriendo escalofríos, y esperaba con dientes rechinantes, pero con un
gozo indefinible, el desenlace al que no quería ni tampoco hubiera podido resistir.
Le parecía algo muy bello, algo extraordinariamente romántico el encontrarse aquí, en
el coche destartalado, al lado de Koretz, mientras el espléndido automóvil de él esperaba a
su amo ante el edificio del Casino del distrito de Teresa, en la creencia de que el gran
hombre de negocios estaba en el local del primer piso, jugando a los naipes tras las
cortinas amarillas.
Koretz ya no era joven. Dirigía una gran empresa industrial. Sólo su corpulencia
testimoniaba los cuarenta años; en cambio, la cara sana, las mejillas coloradas y el pelo
rubio, brillaban con ingenuidad juvenil y sed de vivir.
Desde hacía años, lo había intentado todo para obtener el divorcio de su mujer, de la
que vivía separado; mas no pudo lograr su deseo ni por dinero ni con amenazas.
En el curso de los dos últimos años, había gustado de todos los rouge que estaban
pintados en los labios de las bellezas prostituidas con distinción, bien de los teatros y
music-halls, bien de las mujeres elegantes de los grandes hoteles a orillas del Danubio.
Todo esto le costaba un capital; mas Koretz no tenía nada de tacaño. Sin embargo, la
sencilla y sana naturaleza no se sentía a gusto en los boudoirs de aquellas mujeres, cuyo
argot budapestiense le sonaba extraño, dejando en su paladar como el sabor de algún fruto
pasado. Ya estaba harto de esta manera de vivir cuando la casualidad puso en su camino a
Olga.
Se habían conocido en una cena en que estaban sentados juntos. Al principio, Koretz no
le hizo caso a la muchacha bien que tenía a su lado, y de la que nada podía esperar, según
su primera impresión. Sin embargo, durante la conversación iba dándose cuenta de que en
el alma de Olga palpitaba una formidable e impaciente sed, que se revelaba no sólo por las
miradas, sino incluso por alguna frase pronunciada al azar.
Después de cenar, quedaron ambos en un rincón del salón, mantenido en
semioscuridad bien estudiada, hasta altas horas de la noche, habiendo vaciado entre los
dos todo el contenido apenas empezado de una botella de licor.
Koretz no vio sino la muchacha elegante algo bebida, coquetuela, muy inteligente y
atrevidamente libre en el hablar. No se dio cuenta de que se llevaba a cabo en ella una
revolución anímica y física, debida a causas profundas, y cuyas primeras raíces, finas como
cabellos, habían germinado en el alma de la muchacha desde hacía años, llegando a ser
ahora un verdadero programa de vida; revolución que empujaba a esta chica frágil, de
finísimas formas, a los brazos del primer varón que encontrara.
Olga reconoció en seguida, y con toda claridad, la vacuidad del destino sin salida que la
acechaba. Comprendía perfectamente que su hermosura y su apariencia no bastaban para
encontrar marido. Manejaba ella el dinero de su madre, y sabía que aquel capital más
modesto, apenas les podía asegurar una vida tranquila y segura para poco más de un año,
y aun esto en unos limites ultrasencillos. ¿Qué le esperaba, pues? Tal vez, concentrando
todas sus energías y cualidades que desde luego no le faltaban, hubiera podido casarse con
alguno de los muchachos de la buena sociedad de Budapest: algún funcionario mal
pagado. Sin embargo, entre los jóvenes de edad núbil que solía encontrar —en el verano en
el campo de tenis, y en invierno en la pista de patinaje—, y que hubiera podido tomarse en
consideración, no aparecía en el horizonte ninguno por el cual hubiera valido la pena hacer
ese supremo esfuerzo.
Vio, pues, con los ojos abiertos, y hasta dolorosamente desorbitados, que por ese
camino le esperaba, a lo más, la modesta felicidad de un pisito de alcoba y comedor, cuyos
secretos le eran conocidos por el ejemplo de sus amigas casadas. Sus ojos escrutadores
descubrían siempre en los amores de estos matrimonios sin dinero, las huellas cadavéricas
de la monotonía y del aburrimiento.
Mas lo que la sublevaba ante todo contra el propio destino era la compañía deprimente
de su madre, continuamente delicada y enfermiza. Su padre fue funcionario de Aduanas, y
murió algunos años antes. Su madre sufría desde el pasado año una parálisis que la
impedía levantarse de la cama un solo momento.
—¿Es para eso para lo que yo debo vivir? —preguntábase a menudo con tristeza,
pensando en su madre, al pasar largas horas a la cabecera de ésta. La mano de la anciana
que yacía inerte y marchita sobre la colcha, parecía una silenciosa y amarga protesta
contra la vida.
—Ten mucho cuidado, muchísimo cuidado de ti misma, hija —solía decirle cada vez que
Olga salía para asistir a alguna cena o para otra excursión por el estilo.
—Sí, mamaíta —contestaba Olga, inclinándose sobre la cama y dando un beso a su
madre. Y siempre, antes de salir, dejaba un ligero rastro de perfume en tomo a las
almohadas de la enferma.
Salía con la idea de encontrar algún día, a pesar de todo, al «hombre de su vida», a
quien pudiera entregar su alma y su hermoso cuerpecito nervioso en que ardían
inconfesables deseos. ¡Todo era igual! Después del famoso té del mes de setiembre de los
Varga, su fantasía se había ocupado, durante semanas, en la elegante y esbelta figura de
Iván de Golgonzsky. Mas el hermoso agregado de Legación había desaparecido del
horizonte.
Entonces, cuando en aquella cena la hicieron sentar al lado de Koretz, ni ella misma se
atrevía a creer al principio que aquél sería el hombre que ella estaba esperando. Pero luego
su mirada quedó fija en la fuerte y cuidada mano del industrial, y poco a poco se puso a
escrutar los rasgos de su rostro, que le parecieron muy agradables y juveniles. Descubrió en
toda la presencia de Koretz la armonía y el perfume que da el dinero. Hasta el smoking de
este hombre era de otro paño; llevaba otra clase de botones en los puños y en la pechera;
peinaba de otra manera los cabellos, y en todo su ser difundíase el bienestar físico, junto
con la seguridad que confiere un cuerpo muy cuidado, cosas que faltaban a todos aquellos
muchachos de los barrios de Buda que hasta ahora la habían rodeado.
Koretz tenía por costumbre, aún comiendo, reírse a carcajadas. Y en estas ocasiones,
hacía brillar su magnífica y sana dentadura.
«¡Qué dientes más hermosos tiene!», pensó automáticamente Olga. Y sus ojos
escrutadores se deslizaban hacia los detalles más íntimos del rostro de Elemér Koretz.
Sabía de él que estaba casado, pero ello no le impedía ni por un instante ir más lejos en sus
pensamientos, y cuando, una vez acabada la cena, se había retirado con el industrial a un
rincón del salón bañado en tinieblas, aquel hombre le gustaba ya mucho.
Naturalmente, la conversación giraba en primer término en torno del problema del
matrimonio. Olga se enteró entonces de que Koretz vivía separado de su mujer.
—Ahora, usted debe tener amantes le dijo con sencillez.
Koretz juró por el cielo y la tierra que llevaba la vida más honesta, pero desde aquel
momento la conversación se deslizaba ya con gran facilidad hacia el punto que Olga se
proponía. Olga manejaba ese tema con tanta superioridad y aplomo, que provocaba en
Koretz la impresión, no de perversión o de ligereza, sino más bien de un concepto más
elevado de la vida.
Y efectivamente, era así. Koretz escuchaba con mayor deleite cada vez a aquella
morenita tan encantadoramente inteligente, dándose: perfecta cuenta al mismo tiempo de
que sus formas delicadas eran de una hermosura excitante e ideal.
Entre tanto, no dejaban de beber. La conversación se estancaba cada vez más, los
silencios se prolongaban, y cambiaban frecuentemente largas y significativas miradas.
Huelga decir que en aquel rincón oscuro del salón en tinieblas, sentados en medio de las
almohadas del diván que formaban esquina, y tras el dorso de un gran sofá, Koretz no había
tardado mucho en besar en el hombro a Olga.
Y he aquí cómo diez días después, Olga se dejaba conducir por Koretz a una cita de
amor.
Durante todos estos días, Miett no veía a Olga. Había deducido de ello que a su amiga
debían de pasarle grandes cosas.
Sin embargo, desde que la noche anterior recibió la carta de Pedro, olvidose por
completo de los asuntos de Olga. La había invadido tal excitación, después de leer aquella
carta, que incluso su padre tuvo que preguntarle durante la cena, qué era lo que le pasaba.
Estaba sentada en su silla, rígida y con la mirada tímida y temblorosa.
—Pero, ¿qué tienes esta noche, Miska?
(A veces, interpelaba a su hija con el diminutivo del nombre masculino de Miguel.)
—Tengo un poco de dolor de cabeza —contestole su hija, fingiendo indiferencia, y
alzando las cejas. Sofocó un pequeño bostezo, mientras que en el lugar de su corazón
sentía una sensación inquieta y dulce que jamás había experimentado aún.
A la mañana siguiente sostuvo una discusión consigo misma que la hizo palidecer,
sobre si iría o no al Corso, hasta que decidió acudir, simulando pasar por casualidad.
Después de encontrar a Pedro, esa sensación de inseguridad la abandonó
completamente. En su lugar, presentose una especie de somnolencia cálida y bienhechora,
y pasó toda la tarde perezosamente en el diván, recapitulando en el pensamiento una y
otra vez hasta los más mínimos detalles de su encuentro con Pedro, cada palabra y cada
acento de su conversación.
Hacía un tiempo desagradable, con viento y lluvia. Miett se cubrió con una manta e
intentó dormir un rato, sin conseguirlo. Oía continuamente la voz de Pedro, se sentía
envuelta en su mirada con alucinante claridad. Hubiera querido interpretar lo que le
pasaba, aunque en realidad parecíale preferible no acordarse de nada. Sin embargo, sus
pensamientos giraban momentáneamente, en un terrible caos, sin sistema alguno,
haciéndole revivir fragmentos de su encuentro, con unos pormenores visuales y acústicos
clarísimos. Ya le parecía la cara agradable del muchacho bajo el sombrero ladeado y
salpicado de gotas de lluvia; ya el tic-tac de sus zapatos en el asfalto, cuando se había
lanzado a su persecución, antes de dirigirle la palabra; bien los ojos azules que la envolvían
en una mirada tan profunda, y, por fin, otra vez su voz, al saludarla, algo velada, tímida,
mas no por eso falta de cariño:
—Le beso la mano…
Había algo en aquella voz: tal vez la excitación reprimida, el rápido latir del corazón
mal disimulado tras las silabas, y que se revelaba a pesar suyo; algo que era como un toque
suave, pero que no obstante parecía hundirse en su carne viva.
Cubriose con la manta hasta la nariz, encogiéndose lo más que pudo.
Pasó todo el santo día en una especie de ensueño a ojos abiertos. Confiaba en que, por
la tarde, Pedro le telefonearía, pero el muchacho no dio señales de vida. Esto le gustaba,
pues temía que algo viniera a perturbar la tonalidad tan agradable de aquella jornada.
Después de cenar, estaba tranquilamente sentada en su habitación, dedicada a sus
labores con aquella mirada voluntariamente fija detrás de la cual correteaban millares y
millares de pensamientos, los cuales se traducían de tarde en tarde en algún minúsculo
rictus de los labios fuertemente apretados. En un momento dado, sentada de esta manera,
enderezando y sacudiendo de vez en cuando su: hermoso cuello, se oyó una llamada muy
conocida en la puerta.
Entró Olga. Tampoco esta vez dijo nada, sólo se detuvo en el umbral, chocando los
tacones militarmente, saludo habitual en ella.
También entonces llevaba albornoz, debajo del cual, sin embargo, estaba vestida.
Venía sin labor, fumando un cigarrillo. Estaba extraordinariamente pálida, los ojos
parecían más grandes y más penetrantes que de costumbre, y Miett advirtió en todo su ser
algo desacostumbrado.
—¡Encantada de verla! —exclamó Miett. En el fondo del saludo se adivinaba una
sombra de reproche, por haber dejado de venir a visitarla durante los últimos días.
—¡Servidora de usted! —dijo en voz baja Olga con cierta expresión de arrepentimiento
y misterio, sentándose en el canapé. Alzando las cejas, respiró profundamente el humo de
su cigarrillo.
—Sin duda has adquirido otra amiga de más categoría —dijo Miett sin levantar su
mirada del trabajo.
—¿Por qué?
—Desde hace diez días, ni siquiera has puesto el pie aquí.
Olga hizo un minúsculo movimiento despectivo con la boca.
—¡Hija mía! —dijo con un acento que parecía decir: «¡Qué sabes tú de las cosas que me
pasan actualmente!»
Se extendió en el sofá, apoyándose en un brazo. Cambiaban frases insignificantes,
entrecortadas por largos silencios. Por fin, la distracción y ensimismamiento de Olga
llamaban tanto la atención, que Miett dejó caer en el regazo las labores, miró a su amiga y
le preguntó con tono de cariñoso reproche:
—¿Pero qué te pasa, Choka?[18]
Empleaban palabras por el estilo, para llamarse entre ellas. Una vez formulada la
pregunta, le vino inmediatamente a la imaginación que su padre había preguntado
exactamente lo mismo el día anterior, durante la cena, y con el mismo acento. Y pensó
asimismo que si Olga eludiera ahora a su vez la pregunta bajo un pretexto indiferente
como lo hizo ella, mentiría también, como había mentido anoche a su padre.
Pero como Olga parecía esperar aquella pregunta, no contestó en seguida, enarcó otra
vez las cejas y aspiró profundamente el humo de su cigarrillo, mientras que en su rostro
temblaba un pensamiento no formulado. Extendida en el canapé, apoyada en un codo,
extendió quedamente la mano hacia la mesita en que se encontraba el cenicero. La manga
del albornoz se le había subido, descubriendo más allá del codo su hermoso brazo,
torneado y blanco. Con tres leves movimientos hizo caer la ceniza del cigarrillo, mientras
que la mirada quedaba fija, con las cejas en alto. Miett notó que en todos los movimientos
había una gran calma antinatural. También la voz era tranquila, pero precisamente tamaña
frialdad y calma produjo cierto efecto amedrentador, al contestar:
—Oye… tengo que explicarte una cosa.
Miett observaba a su amiga con la respiración sofocada. Notó instintivamente en su voz
que iba a decirle algo terrible. En los instantes en que Olga, tras el exordio, mantenía la
pausa, el cerebro se le paralizaba de espanto. A pesar de lo cual, Olga continuó con la
misma calma glacial:
—Desde las siete de esta tarde, he dejado de ser una señorita…
Una vez dicho esto, pareció faltarle la respiración.
No miró a Miett. Extendió otra vez el brazo hacia el cenicero, y con el mismo
movimiento triplicado de antes, hizo caer una ceniza imaginaria, pues entonces el cigarrillo
no se había consumido aún bastante.
Miett la contemplaba con los ojos desorbitados. Su labor, que había tomado otra vez
del regazo, pareció detenerse en el aire a medio camino. Si Olga le hubiese dicho: «Oye…
hace media hora que me he envenenado y me voy a morir de un momento a otro aquí, ante
ti», o si le hubiese dicho: «Oye… hace un momento he asesinado a mi madre, pues no
podía resistir más aquella cama con el hedor de la enfermedad…», acaso no la hubiera
impresionado tanto como aquellas pocas, pero misteriosas palabras.
Miró a Olga, miró los pliegues del albornoz de la amiga, sus cabellos y sus cejas,
experimentando la misma inexplicable sensación con que contemplara antaño al cochero
de su abuelo, en la aldea, cuando dos gendarmes le conducían detenido al Ayuntamiento
del lugar, con una reluciente cadena de blanco acero en las muñecas morenas, arrestado
por asesinato o robo. La miró como si fuera algún objeto inanimado, no un ser vivo.
Olga continuaba evitando su mirada. Sus ojos se agarraban convulsivamente al
recuerdo de ciertos instantes que para Miett eran terribles y misteriosos. Mas su semblante
continuaba reflejando la misma calma tan poco natural y tan extraña de antes. Con un
dedo, se tocó los labios, quitándose una hebra de tabaco, luego la contempló un instante
en la punta del dedo, con concentrada atención. Sin embargo, en su interior, el corazón le
latía fuertemente.
Se sentía tremendamente sola con el arcano de lo que había pasado aquella tarde
entre ella y Koretz. Vino a ver a Miett como si huyera de sí misma, pues buscaba
desesperadamente alguien a quien pudiera confiar, con quien compartir aquel terrible
secreto que pesaba sobre ella medrosamente. Aquella calma glacial aparente era la
fachada de la pobre niña que llorosa, pálida y consternada se había contemplado en el
espejo media hora antes, cuando había vuelto a casa a cambiarse de ropa.
Ahora deseaba y esperaba que Miett se levantara rápidamente del asiento para venir a
acurrucarse a los pies del diván, apretándola fuertemente la mano, y susurrándole
ardientemente:
—Y ahora… explícame… ¿cómo ha pasado…? ¿qué ha sucedido…?
Sentía la necesidad de abrazarse a alguien, para explicarle musitando todo el asunto,
cual una excitante aventura, volviendo a vivir el incandescente recuerdo de aquellos
minutos; pues así, abandonada a sí misma, todo su pensar quedaba inhibido por alguna
contrición desconocida, de la que hasta su mano salía fría y húmeda. Hubiera querido
arrojar lejos de sí esas manos heladas, como si fueran objetos extraños, y disolverse en un
tímido, confidencial y ardoroso susurro, compartiendo con alguien un secreto bajo cuyo
peso se sentía ahora terriblemente abrumada y perdida. Pero Miett no se movía. Como si
estuviera petrificada.
Transcurrieron así algunos momentos, sumidas ambas en un silencio inquietante.
Después, la mano de Miett hizo un gesto casi imperceptible, acercándose el bordado a la
cara y, asustada, se puso a continuar su labor mucho más rápidamente que antes. En el
tremendo silencio, casi se le oía latir el corazón.
Olga hizo una mueca despectiva, como si hubiera dicho algo dirigiéndose a sí misma.
Fijó por un instante la mirada, de soslayo, en su amiga. Sentía que sus dos almas acababan
·de alejarse mutuamente en aquel momento, para siempre jamás, y ya se arrepentía de
haber iniciado a Miett en el secreto.
Hubiera debido saber, en efecto, que Miett era aún demasiado niña y excesivamente
sensible para poder contemplar el panorama desde aquellas alturas a las que ella llegó a
subir. En ese instante, dependía de un hilo que abandonara bruscamente aquella calma
fingida, echándose a llorar con desesperación.
Pero dominó este reblandecimiento.
Fijó ante sí su mirada, con los ojos entornados, y en el cerebro se le revolvieron los
recuerdos de aquella misma tarde.
Sentía continuamente encima de su frente la ardiente y jadeante respiración de Koretz.
Impuso una sonrisa maliciosa a sus labios, para no echarse a llorar ante Miett.
Esta ya había vuelto en sí del primer susto, pero sus ojos no se apartaban del bordado.
Estaba desorientada, sin saber lo que debía hacer en este momento, y cómo debía
comportarse. Se daba cuenta que acababa de pasar algo terrible e irreparable, y hubiera
querido pedir socorro a gritos. Mas al mismo tiempo surgía en ella otra idea, aunque sólo
confusa e indecisa: tal vez, en el fondo, ¿no carecía todo esto de importancia? Pero no se
atrevía a decir nada y de su garganta no brotaba ninguna voz, como si hubiera enmudecido
para siempre.
Olga se extendió en el canapé, luego diose golpecitos con la mano en la boca,
sofocando un bostezo. Pero su fingida indiferencia era tan lamentable, que Miett tuvo
sinceramente lástima.
Olga, estirándose siempre, se levantó y no dijo más que esto:
—¡Bueno, voy a marcharme…!
Tocole la barbilla a Miett, levantó cariñosamente su cara hacia ella y le dio un beso en la
frente.
Su mano era tan dura y fría que Miett se estremeció al sentir su contacto.
—¿Ya te vas? —dijo casi imperceptiblemente, y se asustó de su propia voz. También ella
tenía muchas ganas de llorar.
Al quedarse sola otra vez, se levantó de la silla y escuchó nerviosamente los pasos que
se alejaban. Conservó esta actitud aún mucho tiempo después que se cerrase tras Olga la
puerta del recibimiento.
Luego, dejando la labor, que la había ayudado a pasar por tan duro trance, sentose en
el canapé y se puso a reflexionar largamente, aunque sin poder llegar a ninguna conclusión
sensata.
Desnudose y se metió en la cama rápidamente, como si huyera ante todas aquellas
cosas que hoy acababan de pasarle. Su existencia estaba basada en una serie interminable
de días tranquilos, desprovistos de acontecimientos y monótonos.
No estaba completamente segura de que Olga estuviese ahora mejor o peor. ¿Debía
envidiar a su amiga o menospreciarla? ¿Odiarla o tenerle lástima?
Imaginose la escena en un cuarto en tinieblas, como en sueños. Vio a Olga desnuda en
medio de la habitación.
Su imaginación volvía casi purificada y tranquila desde estas visiones a la reposante
cara de Pedro. Evocó incluso las últimas líneas de su carta que había leído tantas veces
seguidas, hasta sabérselas de memoria. Vio la triste añoranza en la mirada de Pedro, al
tomarle la mano ante la puerta.
Empezó a temblar bajo la manta. Sentíase invadida por un miedo extraño, miedo
mitigado, desde luego, por cierta indefinible felicidad. Hubiera querido llorar, y
experimentaba la sensación de que cuanto le había ocurrido ayer y hoy, no era sino el
reluciente y sonoro torbellino de la vida y del amor, que también a ella la envolvía y la
arrastraba hacia abismos desconocidos.
7

Anochecía. La nieve iluminaba con su blancura las calles, disolviendo y sepultando


todas las sombras. La espesa capa de nieve colocó su sordina sobre toda la metrópoli e
incluso el rumor de los tranvías parecía producirse debajo de una campana de cristal. En la
nítida blancura, los faroles, tempranamente encendidos, brillaban con una luz de color de
limón.
La habitación se llenaba de suaves sombras que pululaban cual extraños seres
incorpóreos. Junto a la ventana brillaba la nieve, y en el rincón del cuarto, el fuego de la
estufa.
Encima del piano, sumergido a medias en la oscuridad, colgaba aquel gran retrato
enmarcado de oro. La retratada, en traje a la antigua usanza, con la espesa corona de
trenzas sobre la frente juvenil, parecía mirar hacia fuera, hacia los tejados blancos.
Tomi yacía en un rincón del diván y respiraba hondamente en sueños. Luego se
desperezó con lánguidos movimientos.
En el brazo del diván, brillaban en el pardo crepúsculo los deliciosos colores de un gran
pañuelo típico de estilo campesino matyó.
Las puertas de las habitaciones sucesivas estaban abiertas de par en par. Tan sólo más
allá del comedor, la puerta del despacho del padre estaba cerrada a medias, pero sin poder
impedir que se oyera en toda la casa cuantas veces, mientras trabajaba, carraspeaba
largamente y hacía crujir la silla.
Pedro estaba de pie cerca de la estufa. con las manos hundidas en los bolsillos, y
apoyándose con un hombro en la pared.
Miett acababa de salir para acompañar a la señora de Lénart, la cual, habiendo venido a
ver a los Varga, entró unos instantes para saludarla.
Desde el último encuentro en el Corso, más de dos semanas antes, Pedro no logró ni
una sola vez quedarse a solas con Miett, aunque desde entonces veíanse muy a menudo. El
domingo anterior hubo té en casa de los Varga. También había ido ya tres veces a casa de
los Almády, pero excepto las largas y elocuentes miradas cambiadas en secreto entre los
dos, no se había señalado ningún progreso.
Pedro contemplaba con la mirada velada el pañuelo multicolor, con el que Miett solía
cubrirse los hombros, echado sobre el brazo del diván. Sentía una emoción y una ternura
indecibles hacia aquel pañuelo; todo objeto que perteneciera a Miett le provocaba
sentimientos análogos.
Ahora advirtió al perro en el diván.
—Tomi —le dijo en voz baja—. Tomito mío, ven acá —e hizo castañetear sus dedos.
Tomi, sin mover la cabeza, abrió un ojo y debajo de los espesos cepillos de sus cejas,
como detrás de las tupidas rejas de una jaula, echó sobre Pedro una mirada de tranquilo
desdén. Luego cerró de nuevo los ojos y no se movió.
Pedro contempló la habitación. Hubiera querido palpar y acariciar los objetos, uno a
uno. Todo le pareció tan bello como un ensueño, bañado en aquella misteriosa luz propicia
a las evocaciones.
Miett volvió.
Colocose ante la estufa y la golpeó con su mano, con ese movimiento que las mujeres
suelen emplear al palpar con sus hermosas manos el cuello de un caballo.
—Es muy simpática esa señora de Lénart —observó, con aquella vivacidad en la voz
que conservaba de la animada conversación con la amiga.
—Efectivamente —contestó Pedro con un tono de voz que daba por concluido este
tema, involuntariamente.
Luego guardaron un prolongado silencio. Sólo la mano de Miett continuaba dando
sonoros golpecitos en
la estufa.
Pedro estaba rascando con las uñas, con su atención concentrada, una hinchazón del
esmalte de la misma, y, sin mirar a Miett, dijo en voz baja, vertiendo toda su alma en estas
palabras:
—¿Por qué no me contestó usted el otro día a mi pregunta? ¿Recibió mi carta?
Miett continuaba golpeando la estufa con la palma pero esta vez a un ritmo menos
rápido.
—¿No quiere que ·hablemos de ello? —preguntó Pedro con voz baja y triste.
Miett tampoco esta vez le contestó, tan sólo asintió varias veces con la cabeza al mismo
ritmo con que estaba golpeando la estufa. Intentó ocultar de esta manera su emoción que
le ardía en las mejillas.
—¿Y qué experimentó? ¿Se asustó? ¿Se enfadó o estaba contenta, o se puso triste por
causa de mis líneas?
Miett, por fin, dejó de dar golpes a la estufa. Inclinó la cabeza hacia adelante, pareció
clavar la mirada en un punto del suelo, y concentró toda su atención en colocar las puntas
de sus zapatos minuciosamente paralelas con las ranuras del entarimado. iluminado por los
reflejos rojizos de la estufa.
—No lo sé —contestó melodiosamente, subiendo el final de la frase. Y con cierto
encanto y excitación virginal ante aquellas preguntas, se parapetó aún más profundamente
detrás de ese juego, imprimiendo a su cuerpo movimientos de baile apenas perceptibles
sobre aquella línea del entarimado.
—¡Estoy locamente enamorado de usted! —dijo Pedro, como si necesitara una decisión
especial para poder formularlo.
Y una vez proferida aquella frase, a la cual no esperaba respuesta, apoyó la frente sobre
el tibio esmalte de la estufa, cerrando los ojos.
Durante mucho tiempo reinó el silencio en la habitación y sólo la llama hacía música en
el hogar. La oscuridad aumentaba gradualmente en la estancia, y a través de la ventana, se
infiltraba fina, apenas perceptible, el ruido de la calle cubierta de nieve.
Miett, lentamente, con circunspección, levantó la mirada hacia Pedro, pero al
encontrarse con la suya volvió de nuevo rápidamente la cabeza.
Pedro extendió su mano para tomar la de la muchacha, y después de breve lucha, la
aprisionó. Luego la llevó a su boca, imprimiendo un beso sobre la suave carne de la
muchacha que en su palma fría ardía como un tizón.
Miett le volvía la espalda, ofendida, pero dejó la mano abandonada en la de Pedro. Los
besos estallaban sobre su palma, y el ardor se transmitió por el brazo a todo el cuerpo.
Retiró suavemente su mano y dijo:
—¡Si papá entrase por casualidad, nos abofetearía!
La amenaza le pareció tan inverosímil, que ella misma sonrió. Pero no por eso dejó de
acechar hacia la habitación vecina, ladeando un poco la cabeza. No se percibía ningún
ruido en aquella dirección, tan sólo de tarde en tarde algún carraspeo.
Pedro aprisionó nuevamente la mano de Miett, que ella defendió con muy poca energía,
y esta vez se propuso atraerla completamente hacia sí. Miett se había agarrado con la otra
mano a la cantonera inferior de la estufa, aferrándose a ella. Así, Pedro no acertó a moverla
de su sitio.
—Soy fuerte… —dijo Miett con la cara encendida por el rubor, y en sus ojos brillaba el
ardor de aquel juego tan rico en inéditas excitaciones.
Pedro aprovechó ese instante y le dio a Miett una gran sacudida, de modo que la
muchacha perdió un poco el equilibrio y casi cayó sobre él.
Pedro la sujetó con sus fuertes brazos, de modo que fue incapaz de ejecutar ningún
movimiento.
La muchacha apoyó sus manos contra el pecho de Pedro, concentrando todas sus
fuerzas para librarse de aquel abrazo. Y murmuraba con una excitación nunca
experimentada todavía:
—No debemos… No debemos de…
Pero en la mirada de Pedro lucía extrañamente una llama desconocida.
—Déjeme, por favor… —suspiró de modo apenas perceptible la muchacha; pero ya ni
siquiera era capaz de defenderse, pues, con el susto, todas sus energías la habían
abandonado.
Pedro la besó a la fuerza.
Miett cerró los labios a toda costa, para defenderse contra tan intenso besar, que en
aquel momento de susto pareciole mucho más terrible. Detrás de los labios fuertemente
apretados, se escapaba un minúsculo sollozo de lamento.
Tomi, en el rincón del diván, abrió un ojo y les miró tranquilamente. Pero tan sólo un
instante. Luego, al ver que no pasaba nada malo, volvió a cerrar el ojo y continuó
durmiendo.
Miett rechazó a Pedro y llevando la mano a la cabeza, exclamó :
—¿Qué me ha hecho?
Pedro no le contestó, pero esta vez le hubiera sido difícil abrir la boca. Dejó caer los
brazos y apoyose en la pared, con los ojos cerrados, muy pálido, como quien está
agotadamente cansado.
Miett acercose a pasoS lentos al diván y se sentó en el brazo del mueble. Llevó una
mano a la barbilla e inclinando la cabeza, quedó como meditando.
En aquel instante, Pedro se le acercó y, sin proferir palabra, retuvo una mano entre las
suyas.
La oscuridad ya era completa en la habitación. Sólo el cuadrilátero de la ventana
brillaba con el color gris velado, color de las palomas torcaces, de la noche invernal. En la
estufa, el tizón despedía una fina luz roja dorada.
—Te quiero… —dijo Pedro, y apretó la mano de Miett contra su mejilla.
Había dicho estas dos palabras con mucha sencillez, en voz baja, pero había algo en
aquella voz que penetró a Miett hasta el corazón.
Permanecieron así largo rato, sin atreverse a cambiar de posición, pues temían
ahuyentar aquel maravilloso instante.
De repente, se oyeron pasos.
Pedro se arrojó rápidamente en un sillón, mientras que Miett dejose resbalar del brazo
del diván al asiento.
Mili atravesó el comedor, arrastrando los pies; entró en el salón y tanteando la pared,
encendió la luz. Al ver de repente a los dos jóvenes callados, se estremeció todo su cuerpo.
Miett, sin decir nada, abanicábase con una tarjeta postal, que en su turbación había
tomado de la mesa. Pedro, en cambio, estaba dando vueltas con concentrada atención a su
anillo de sello.
Mili, armando mucho ruido, puso algunos pedazos de carbón en la estufa y volvió a
salir.
Ellos dos se quedaron allí, en medio de la luz nacida tan repentinamente, sin atreverse
a levantar la mirada uno hacia otro. Se atrevieron todavía menos a hablar, presintiendo que
sus voces sonarían como ajenas, como voces de extraños.
Pasaron así largos y pesados instantes, sumidos en aquel silencio forzoso y torpe que
·hacía perder la realidad a todo en torno suyo.
Tomi salió por debajo de la mesa y se plantó en medio de la habitación. Se puso a
bostezar, y al hacerlo, en medio de sus encías negras, brillaron muy blancos sus dientes.
Después, estornudó ruidosamente, con tal furia que su hocico chocó contra el suelo. Luego,
con pasos lentos, meneando la cola, salió de la habitación. Era imposible contemplar todo
aquello sin sonreír.
Miett y Pedro se miraron.
La muchacha se colocó un cojín del sofá ante la cara, intentando ocultar así la sonrisa.
Pedro se sentó a su lado en el sofá.
—¿Estás enfadada? —preguntó con voz insegura, procurando acostumbrarse a la
novedad del tuteo.
Miett dejó de contestar, pero, parapetada detrás del cojín, levantó sus ojos hacia él.
Echó una mirada de involuntaria curiosidad sobre la boca de Pedro.
Luego tiró el cojín sobre un sillón, se levantó e hizo ademán de ir a su cuarto.
—¿Adónde vas? —le preguntó Pedro en voz baja y suave, sin atreverse todavía a tutear
a Miett en voz alta.
—Debo arreglarme el pelo —dijo Miett, musitando a su vez. Y ese tono apagado llegó a
crear entre ellos cierta confianza y al mismo tiempo una conciencia de culpabilidad
compartida.
Miett desapareció tras la puerta.
Pedro la siguió, alcanzándola en medio del dormitorio. La cogió por la mano y la miró
con unos ojos que suplicaban. La atrajo hacia sí, y, esta vez, Miett ya apenas resistió. Al
principio, empezó aún apretando los labios a manera de defensa, pero luego su boca se
abría, devolviéndose, y por primera vez en su vida experimentó el sabor extático del beso.
A partir de aquel día, volvieron a cambiarse besos cada tarde, allí, en medio de la
habitación.
8

A través de la pequeña ventana abierta, entraba en el cuartito caliente y con la


atmósfera cargada el aire helado de la mañana, como si apretaran de afuera hacia adentro
un trozo de hierro pesado y agudo.
Por la sinuosa e inclinada calle del Teniente, los niños jugaban con trineos. La mañana
plateada de invierno se llenaba con los gritos de gargantas juveniles. En la torre de la
iglesia de la plaza del Calvario, tocaban campanas y su sonido atravesaba, vibrante, las
alturas con su acento metálico.
La madre de Pedro estaba de pie ante la cama de su hijo, con un pañuelo en la cabeza
y las manos cubiertas con mitones de algodón. Tiraba una sobre otra las almohadas aún
cálidas que el aire fresco, deslizándose por la ventana abierta, se ponía a morder
inmediatamente. La señora de Takách hacía unos movimientos cómicos con la cabeza,
como si se hubiera asustado de algo, y daba saltitos en el reducido cuarto como un extraño
pajarito en su jaula. Tenía debajo del brazo el plumero, en cuyo extremo se erguían pardas
y amarillas plumas de gallo, lo cual le daba mayor semejanza con un pájaro.
Mientras trabajaba, sus reflexiones giraban siempre en torno del mismo asunto: Pedro
tendría que casarse, a pesar de todo, con aquella muchacha Vaynik.
«En fin, no le comprendo», pensó, sacudiendo cuidadosamente las migajas de las
sábanas, pues solía despertar a su hijo cada mañana con un panecillo de Viena calentito y
un humeante café.
«Le hablaré», se decía, como tantas veces, pensando en su hijo, y se decidió de nuevo a
provocar la decisión de tan importante problema. Sin embargo, le quedaban pocas
esperanzas de atreverse a hablar con Pedro, pues nunca tenía suficiente valor para ello.
«Qué duda cabe: Aranka es una muchachita muy buena», continuaba pensando,
mientras iba sacudiendo y plegando la camisa de noche de Pedro, y miró con atención una
mancha de café en la pechera.
«Su tío es coronel del Ejército… Carlota se casó con un teniente de la Gendarmería.
Esto prueba que es una gran familia. ¡Y qué simpáticos son todos! Deben de tener bastante
dinero, a juzgar por la instalación de su casa. Ya le diré a Aranka que procure perder unos
cuantos kilos. Pero no: vale más que se lo diga su madre. ¡Si Pedro no fuera tan terco! ¡Con
qué gusto les llevaría el café cada mañana a la cama, en la gran cama de matrimonio, y
cómo cuidaría del piso! Aranka no tendría que mover ni el dedo meñique para nada. Haría
una buena esposa, pues es de la raza de su madre.»
Y dedicó un conmovido y amigable pensamiento a la gorda señora de Vaynik, abriendo
con movimiento habitual la parte baja de la mesita de noche, para echar dentro las
zapatillas de su hijo.
En el mismo momento, en la ranura de una de las planchas de la cama, descubrió un
gemelo de camisa, un gemelo de cobre, algo oxidado. Le vino al recuerdo el escándalo que
le armara una mañana Pedro, por no encontrar aquel gemelo.
«¡Ay, Señor, qué grosero es a veces!» pensó, soltando un gran suspiro. Distribuyó las
almohadas y dejó la cama abierta.
«Todo esto es porque no quiere casarse. La vida tranquila y ordenada le haría volver al
buen humor. ¡Qué terrible es eso de que un hijo trate a su madre de esta manera! Nunca le
dedica una palabra amable, siempre tiene la mirada sombría y amargada, cuando está en
casa. ¿De quién habrá heredado tan mal carácter? Su padre no era así; rebosaba ternura y
cariño, y era muy charlatán.» Acordose de que cuando Pedro era pequeño, ella se había
imaginado que una vez su hijo llegara a hombre, saldrían cogidos del brazo, ella y el gran
muchacho bigotudo. Y ahí los tenemos: nunca, ni una sola vez han salido aún juntos, como
si Pedro estuviera avergonzado de su madre. ¿Y por qué diablos se afeita la cara de aquella
manera tan extraña, como los curas? ¡Oh, esa moda tan tonta…! ¡Vaya! También Aranka
piensa lo mismo: si ya es hombre, que se quede tal como Dios le ha modelado.
Mientras estaba plantada allí, ante la mesita de noche, limpiando la parte niquelada del
cenicero, de repente entró volando por la ventana una bola de nieve, pasando muy cerca de
su cabeza y aplastándose contra la pared. Dejó una gran mancha mojada y redonda tras sí.
La señora de Takách se acercó, no sin preocupaciones, a la ventana, y vio a un niño de
unos diez años, con gorro de algodón, que procuraba huir, pegándose a las paredes de las
casas.
—Oye, Laci, ya se lo diré a tu madre, ¿no te da vergüenza? —le gritó al muchacho.
Luego, cambiando de repente de tono, saludó amablemente a un señor corpulento y de
cierta edad, que procuraba conservar el difícil equilibrio en la acera helada y resbaladiza,
moviendo los brazos.
—¡Buenos días tenga usted, señor Kaládi…! ¿Adónde va usted con este tiempo?
—¡Beso su mano, señora! —gritole alegremente Kaládi, que tenía una tienda de
embutidos en la esquina.
La saludó con su bombín, cuyas manchas de grasa relucían al sol.
—¡Qué tiempo más frío tenemos hoy! —observó aún, atravesando con pasitos
precavidos la acera, y se puso debajo de la ventana para charlar un poco con la señora de
Takách—. Debo ir al sindicato…
La señora de Takách conocía a todo el mundo, y mantenía relaciones cordiales con todo
el barrio. Pasaba la mayor parte del día en esta ventana tan chiquitina, siguiendo con
atenta mirada todas las manifestaciones de la vida callejera.
Solía echar miradas a los cestos de las cocineras que volvían del mercado, y entablaba
conversación con ellas. Los niños venían bajo la ventana para pedirle pasteles; las mujeres
acudían para que les prestara el almirez; y el viejo señor Kark, con sus grandes mostachos
—el auditor retirado— que paseaba por la calle apoyado con el bastón de madera de
cerezo, se detenía de muy buen grado para charlar con ella un ratito, igual que las otras
viudas viejas que, en más de un aspecto, se parecían tanto a ella.
El destino quiso que su vida quedara vacía, pero ella se defendía bien. Pedro era el
único motivo tenue de tristeza: no experimentaba sobre él ningún poder, ninguna
influencia, como hubiera querido. Aquel muchacho callado y fuerte seguía su vida, se abría
enérgicamente camino según sus propias ideas. Y precisamente esas ideas, por resultar
oscuras para ella, llenaban su corazón maternal de angustia. No podía imaginar nada que,
no siendo ideado por ella, pudiera ser de provecho para su hijo.
Con muchos movimientos de cabeza a guisa de saludo, despidiose del comerciante y
volvió a continuar la limpieza de la habitación. Hacía dos semanas que había echado a la
criada, y desde aquel día, ella misma hacía todos los quehaceres de la casa. Al quitar el
polvo de la estantería de libros apareció de repente ante su vista aquel trozo de madera
que las muchachas le dieron en broma a Pedro.
Al ver lo que había grabado en él, lo tiró como si hubiera tocado un trozo de hierro
incandescente.
Ya otras veces había ocurrido que, al hacer la limpieza, encontrara secretos varoniles de
los cuales no quería darse nunca por enterada.
Aquellas pocas letras de la palabra Szeretlek, grabada con un cuchillo en la madera,
continuaban dando saltos ante sus ojos, y aunque resultara incapaz de comprender a qué
fin podía estar destinado, cuál era su origen y qué significaba, sentía confusamente que
detrás de ello se escondía algún profundo misterio de su hijo. Recordaba que una tarde, al
entrar en el cuarto, Pedro estaba sentado cerca de la mesa, y labraba, silbando, algo con un
cuchillo.
Pensó con odio en aquel trozo de madera, mientras colocaba las hormas en los zapatos
de Pedro, como si aquel tarugo tuviera la culpa de que su hijo se evadiera a través de sus
planes matrimoniales.
Quien más lástima le infundía era la pobre Aranka. La muchacha estaba tan
perdidamente enamorada de Pedro que algún día sería capaz de suicidarse, si se enterase
de que él se interesaba por otra mujer. En verdad, también ella tenía un poco de culpa,
pues al hablar con Aranka le atribuía a veces a su hijo ciertas frases que nunca habían sido
pronunciadas. Todo esto sólo para estrechar un poco más las cosas entre los jóvenes. Si los
Vaynik contaban con tanta seguridad con Pedro, ella y sólo ella tenía la culpa. Las pequeñas
e insignificantes mentiras que, en su mayoría, no fueron más que inocentes alusiones,
benévolamente exageradas, pesaban ahora mucho sobre su conciencia.
Durante el almuerzo no le dijo nada a Pedro, pero le estaba acechando los gestos.
Esperaba impacientemente la tarde para poder ir a ver a los Vaynik.
Cuando la conversación llegó al tema «Pedro», suspiró y adoptó un ademán resignado:
—¡Ay! ¡Ese Pedro…! ¡Me parece que pasa el tiempo jugando a los naipes! Figúrese, otra
vez ha vuelto a casa al alba.
Naturalmente, no había ni una palabra de verdad en todo ello, pero la señora de Takách
prefería sacrificar la buena opinión que venía gozando su hijo ante los vecinos, con tal de
poder derribar en el alma de Aranka aquel castillo de naipes hecho de esperanzas e
ilusiones, que ella misma había contribuido tanto a construir.
Y a partir de aquel día, solía llevar a casa de la muchacha sus quejas y suspiros como se
lleva el remedio a un enfermo muy querido.
9

En las dos últimas semanas, Miett no había visto a Olga ni una sola vez. Sin embargo,
todos aquellos días estaba tan preocupada por los acontecimientos de su propia vida, cuyos
minutos estaban tan llenos de amor a Pedro, que ni siquiera había tenido tiempo para
interesarse por su amiga.
A veces le venían a la mente hasta los más ínfimos detalles del último encuentro, mas
estaba perpleja ante lo ocurrido. Llevaba en el fuero interno la historia de Olga como un
penoso secreto, y le hubiera sido difícil confesarse incluso a sí misma que sentía hacia ella
una especie de cariñosa disculpa. En realidad, desde hacía unos cuantos días ella misma
había cambiado de ideas sobre ciertos temas. Cosas que aun hace unas pocas semanas
apenas se hubiera atrevido a imaginar. A menudo apoyaba su cabeza durante largos
minutos en el hombro de Pedro, en medio de la habitación mantenida voluntariamente a
oscuras.
Una tarde, con ademanes misteriosos, la señora de Varga la hizo entrar en su cuarto, y
cerró tras sí la puerta. Miró a los ojos de Miett y le preguntó:
—¿Es cierto, pues?
—¿Qué? —preguntó Miett, con la mirada asustada.
—¿Te hace mucho la corte ese Takách?
—¿A mí? —preguntó. Su cara se había tornado repentinamente purpúrea.
La esposa del doctor disfrutaba con la turbación de la muchacha, mientras le decía con
cierta benévola travesura, sonriendo:
—¿Por qué me quieres engañar? ¿Está enamorado de ti ese muchacho?
—Suele venir a menudo a casa —contestó evasivamente Miett—, pero no creo que esté
enamorado…
—Te guardo cierto rencor porque recibes tan a menudo y siempre a solas a ese
muchacho…
—¿Cómo a solas»? —preguntó Miett, herida en su amor propio, y dispuesta a
contraatacar.
—Bien, bien —dijo apaciguadora la mujer del doctor—; sé perfectamente que tu padre
está en la habitación contigua, y, sin embargo, te desapruebo. Por nada del mundo quisiera
meterme en tus cosas, pero tú eres una muchacha tonta e inexperimentada, y si es verdad
que soy tu «mamá Elvira», debo tener derecho de llamar tu atención sobre ciertas cosas.
Porque hay asuntos en los que es preciso guardar las formas… Hubieras debido mandarme
a buscar cada vez que Takách venía a verte…
Ahora ya miraba con ojos escrutadores el rostro de la muchacha. Miett miró al suelo,
trasladó sobre una sola pierna todo el peso de su cuerpo, y con la punta del zapato seguía
atentamente el dibujo de una flor en la alfombra. En ese instante, surgieron en su fuero
interno todas las felices y temblorosas excitaciones de aquellas tardes pasadas en la
oscuridad, y pensó con cierta maliciosa alegría que la señora de Varga no había pensado en
intervenir hasta entonces, cuando ya era imposible arrebatarle lo que había ocurrido.
Por fin, tras unos instantes de silencio, observó:
—¿Crees, mamá Elvira, que debería hacerlo así?
—¡Claro! —dijo con animación la señora de Varga—. No debes ni meditarlo; así debe
ser.
—Está bien —dijo Miett, pronunciando las palabras con extraña lentitud, mientras sus
pensamientos más íntimos iban dibujándose en sensibles líneas en su semblante. Después
volvió la cabeza hacia la ventana, mirando hacia Dios sabía dónde, como si muy lejos, en
alguna pequeña ciudad de provincias, hubiera querido buscar en su imaginación la infancia
de Pedro, y la figura del respetable señor profesor de latín, su padre, del cual el muchacho
le había explicado tantas cosas.
La señora de Varga cogió a Miett por ambos hombros y la volvió hacia sí:
—Ahora debes mirarme fijamente a los ojos y debes ser muy sincera. ¿Te gusta ese
muchacho?
Miett la miró asustada, y en su mirada bailaban mil caóticos pensamientos. Hubiera
querido coger rápidamente la mano de la señora y decirle: «Estoy enamorada… no sé qué
me pasa… ¡oh! es algo tan hermoso… ¡ayudadme y aconsejadme!»
Hubiera querido decir algo por el estilo, mas la retenía aquella inexplicable frialdad que
sentía siempre ante aquella buena señora, y que debía acaso al hecho de que sus pestañas
aparecieran siempre algo nevadas de polvo.
—¡Contesta, chica! —insistió la señora de Varga.
—Sí —dijo seriamente y con sencillez, Miett.
La mujer del doctor miró ahora aun más intensamente los ojos de la muchacha.
—¿Os dais besos?
Y de golpe, levantó el índice, como señalando de antemano su protesta en el caso de
que Miett no confesara la verdad.
Miett no contestó. Inclinó profundamente la cabeza hacia adelante y dibujaba los
pequeños círculos de la alfombra con mayor atención aún.
«No te lo digo, pero tampoco lo niego», pensó. «Si no lo niego, no oprimirá mi
conciencia la mentira; si no se lo digo, aún me queda la posibilidad de negarlo después, si
la cosa tuviera alguna derivación desagradable.»
Todo esto cruzó su mente como un relámpago.
—Eso no me gusta —dijo con profunda convicción la de Varga.
Su voz sonaba con tanta sobriedad que Miett levantó bruscamente la cabeza con
agresivo ademán.
—No me gustaría que precipitaras demasiado las cosas, muchacha —dijo la de Varga,
esta vez con tono más conciliador—, pues esta prisa se vengará, tarde o temprano, en una
forma u otra. ¿Ya ha pedido tu mano?
—A papá, todavía no —traicionose de golpe Miett.
—¡Ay, Dios mío, qué difícil resulta guardaros del mal! —suspiró maternalmente la de
Varga.
Y después de haberle hecho prometer a Miett que al día siguiente, cuando Pedro viniera
a verla, mandaría inmediatamente a buscarla, se despidió de ella con ardientes y
elocuentísimos besos.
Al salir de casa de los Varga, Miett tenía ganas de bailar y saltar de alegría. ¡Qué dicha!
Por fin había alguien enterado de que cambiaba besos con Pedro; porque, a pesar de todo,
aquellas interminables y salvajes sesiones de caricias oprimían su alma y pesaban sobre
ella como la conciencia sorda de una falta. Ahora la cosa le pareció como legitimada hasta
cierto punto, y era feliz. En este instante, sentía profundo cariño y gratitud hacia «mamá
Elvira»: quería en ella a aquel «alguien» con quien acababa de compartir su tan bien
guardado secreto de felicidad.
El día siguiente recapituló toda aquella conversación, palabra por palabra, ante Pedro.
A partir de ese momento, la señora de Varga hizo solemnemente su entrada cada tarde,
dándose plenamente cuenta de su importancia, y despejando en torno suyo una atmósfera
de embriaguez, pues en adelante fue preciso encender la luz. Mas por lo menos tenía el
tacto suficiente de no esperar hasta que Pedro se marchase.
Una mañana, Miett estaba sentada cerca de la ventana y miraba hacia la calle. De
repente, comenzó a notar cosas interesantes.
Delante de la casa, se detuvo una ambulancia, y a los pocos minutos, sacaron una
camilla, sobre la cual Miett reconoció inmediatamente a la madre de Olga. Y advirtió
igualmente a su amiga, que estaba arreglando con visible emoción y gran cariño las
mantas que recubrían el cuerpo de la enferma. Miett palideció de susto, pues su primer
pensamiento fue que la madre de Olga podía tener un colapso y tal vez su estado había
llegado a ser desesperado. Pero la enferma hacía alegres señales de despedida al portero, y
su rostro irradiaba felicidad cuando la subieron a la ambulancia. Olga subió también, y el
portero se quedó ante la puerta, quitándose deferentemente la gorra hasta que el coche
desapareció por la esquina.
Miett no podía comprender adónde habrían llevado a la enferma, y por qué razón. Mas
el secreto quedó disipado bien pronto.
Mili trajo una carta, y en el sobre reconoció inmediatamente la letra inclinada y
puntiaguda de Olga. La carta rezaba así:

Mi queridísima Mió:
Me duele terriblemente el corazón por no haber podido despedirme de ti. Mas no te
quería exponer a estar en tratos con una mujer contra la cual vuestra sociedad profesa un
prejuicio. Tú sabes perfectamente que durante estas últimas semanas me habían pasado
muchas cosas. El hombre que quiero no puede casarse conmigo, pues su mujer, de la que
vive separado desde hace varios años, rehúsa divorciarse de él, por venganza y odio. Y yo
no puedo esperar más, por la sencilla razón de que —cosa que siempre te había callado—
desde hace varios meses se instaló en nuestra casa la miseria. Me sentí demasiado débil
para enfrentarme con lo que en esta situación nos esperaba.
Así, pues, he depositado mi vida y mi sino en manos de ese hombre, que me quiere
noble y honradamente, rodeándome de todas las bellezas y comodidades de la vida, cosa
que con mis propias fuerzas jamás hubiera podido alcanzar.
Me cambio de casa; él es quien me tiene arreglado el nuevo piso. A mamita la enviamos
a un sanatorio elegantísimo.
He roto todo contacto con todos mis conocidos y amigos, y no me despido de nadie,
excepto de ti, mi queridísima Mió, pues a ti te quiero mucho, mucho muchísimo. Sé muy
bien que tú me desprecias ahora y me crees una mujer perversa, pero tal vez también
llegue a tu vida una época en que sabrás perdonar a tu
Olga.

P. S. — Te regalo la Biblioteca de los Lirios, rogándote que al leer aquellos libros me


dediques de cuando en cuando un pensamiento.

Miett dejó caer la carta en el regazo, y se quedó meditabunda durante mucho rato, con
la mirada fija en el vacío. Abríanse ante ella cosas inéditas de la vida; viose asaltada por
problemas nuevos, que, por lo pronto, resultó incapaz de resolver y que le parecían
inextricables. Sintió un dolor punzante al pensar que Olga se había volatilizado, que Olga
ya no existía más para ella y, de repente, se le presentaron todos los alegres detalles de su
larga y feliz amistad. Al mismo tiempo, consideró con ardorosa compasión el destino de
Olga e intentó imaginarse la figura del hombre del que Olga no le decía en la carta sino
esto: «El hombre que quiero…»
«Pobre pequeña Choka…», dijo luego pensando en voz alta, y se sorprendió in fraganti
con que sus ojos se llenaban lentamente de ardientes lágrimas.
10

Pablito Szücs había roto con la de Galamb. Pero no supo más detalles del asunto, pues
Szücs se envolvía en un misterioso silencio. Pedro se había enterado de esta novedad un
mediodía en que al irse a casa su amigo le cogió inesperadamente del brazo, por detrás, y
con un profundo suspiro, sin ninguna clase de introducción, le dijo:
—Pues, mira… ¡he roto con ella!
Hizo un gesto enérgico de superioridad, con lo cual quería decir, sin duda, que todo
aquel asunto le importaba ya en adelante tanto como una colilla que se tira.
Sin embargo, Pedro no dejó de notar inmediatamente que la historia le había dejado
una tremenda herida. Lucía profundas ojeras, la cara se le había alargado
lamentablemente, como quien, torturado por terribles dolores, ha pasado en vela toda la
noche. Pedro, que se sentía un amante victorioso y feliz, manifestaba poca comprensión por
el dolor del pobre muchacho. Pero tal vez todo el mundo se hubiera comportado de la
misma manera, en idéntica situación.
—¿De veras? —le dijo a Szücs, mirándole a la cara—. Pero, mi pobre amigo, ¡cuánto
sufrimiento te habrá causado esa historia…!
Szücs le echó ahora una mirada de reojo, que resultaba muy artificial, y no venía en
absoluto a cuento.
—¡Ah!, deja eso a mi cargo, amiguito.
Y añadió en seguida:
—A mí sólo me da lástima ella. Tú… aquélla está llorando a estas horas…, pero llorando
¡a lágrima viva!
Y al decir esto, cogió el brazo de Pedro. Luego llenó de aire la enorme caja de su pecho,
aspirándolo como si fuera humo de pipa.
Se le notaba en la cara que ni él mismo aceptaba lo más mínimo de cuanto decía.
Quería hacer creer a Pedro que, después de la ruptura, fue él quien quedó en mejor
situación, pero cuanto más se esforzaba en ello, tanto más lamentable parecía a su amigo.
—¡Brrr! ¡Qué frío hace hoy! —exclamó, dando pisotones en el suelo, únicamente para
demostrar que ahora, de todas las cosas del universo, sólo le interesaba la desagradable ola
de frío. En realidad, no hacía frío. El invierno se había caldeado bajo el espeso manto de
nieve que cubría la tierra, e incluso el Danubio corría con sus arrugas por la luz del sol entre
las orillas nevadas.
Luego se pusieron a conversar sobre temas indiferentes. Szücs ponía la cara de quien
en vano procura alejar los pensamientos de un determinado asunto que se le fija, tan rígida
y terriblemente como una cuña de hierro, en la parte posterior del cráneo.
—¡Pues vete con Dios, amiguito! —dijo de repente a Pedro, interrumpiéndole en la
mitad precisa de una larga frase, y le dejó plantado allí, denotando de esta manera que no
escuchaba más que con los ojos, y que no había oído ni una sola palabra de cuanto se le
había estado explicando.
Una noche, su madre recibió a Pedro con la cara radiante:
—¡Ay, hijo mío, qué muchacho más simpático es tu amigo!
—¿Qué amigo?
—Pablito Szücs.
—¿Por qué?
—Ha pasado toda la tarde conmigo. Incluso le he ofrecido café con leche para
merendar.
—¿A qué ha venido?
—Sólo para verme. Ha estado aquí unas tres horas; hemos charlado muy a gusto.
Otras veces, sucedió también que Pedro, al regresar a su casa, encontró en la
habitación de su madre a Szücs, conversando con ella en voz baja sobre toda clase de
temas.
Comprendió fácilmente el estado de ánimo del muchacho. Szücs pasaba la mayor parte
de sus días en los más diversos lugares, adonde antes nunca solía ir. Iba a visitar a personas
hasta entonces muy alejadas de su existencia, semejante a la fiera malherida que se retira
a lo más hondo de la selva.
Una noche, Pedro se detuvo ante la luna del café de Buda, y miró por la ranura de las
cortinas. Advirtió a Szücs que estaba explicando algo al muchacho calvo de la otra noche.
No podía oír ni una palabra de lo que decía, mas por la expresión y por los gestos advirtió
sin dificultad de qué se trataba. Todo aquello parecía una cruel pantomima.
La viuda de Takách esperaba ya cada tarde a Szücs como una visita habitual, que
nunca falla. Le hacía un gran bien que alguien se interesara tanto por su solitaria
compañía. ¡Ojalá Pedro tuviera el mismo carácter que su amigo! Szücs (que era hijo de un
herrero de aldea) era capaz de conversar con la dulce tía[19] durante largas horas de cosas
que ignoraba por completo, y podía demostrar el máximo interés por determinados
asuntos, tal como el divorcio, acaecido hacía varios años, de un farmacéutico llamado
Sumiczky, en la ciudad de Kechkernét, cuya mujer acabó muriéndose, por haber tomado
quince cafés al día. O por la manida descripción de los juegos y costumbres en la helada
pista de patinaje, cuando la madre de Pedro —que en aquel entonces se llamaba todavía
Ilonka[20] Farkas —era una ,esbelta jovencita, que patinaba muy bien, ¡pero muy bien! (y no
lo decía por vanagloriarse), había trabado amistad con el profesor auxiliar de latín del
Instituto. ¡Quién hubiera dicho que ese hombre debía ser un día su marido, y que aquel
apretón de manos, ante el pabellón de música de la pista de patinar, tuviera aquellas
consecuencias: una larga vida pasada juntos, los hijos Pedro e Ilonka, ésta ya casada en
Brassó y con hijos a su vez, y tantas cosas que sólo pensar en ellas cuesta ya un esfuerzo…!
¡Cuán curiosa es la vida! Se acordaba hasta de los más insignificantes detalles de aquella
famosa jornada: había comenzado a deshelar y la pista resultaba «pastosa…».
Durante esas largas conversaciones, Szücs conoció con detalle a toda la familia Vaynik.
Poco a poco, germinó la idea, en la cabecita de la viuda, de casar a Szücs con Aranka. Por
algún motivo desconocido, parecía considerar como asunto de prestigio personal que fuera
ella quien encontrara un marido para la hija de los Vaynik. Si Pedro ya —¡lo difícil que es
comprender a un hijo!— se le había escapado, sería preciso poner al simpático Szücs en el
camino de Aranka.
Desde entonces, miraba, observaba y enjuiciaba a Pablito desde tan peculiar punto de
vista.
Los días iban pasando lentamente; la Navidad se acercaba ya.
Una tarde, Pedro y Miett salieron juntos de compras. Desde hacía semanas, Miett se
rompía la cabeza pensando lo que debía comprar como regalo para cada uno. Tenía una
libreta secreta, en la que iba apuntando las cantidades que pensaba destinar para comprar
regalos a su padre, a los Varga, a la abuela, a Mili, y a la hijita de los porteros que sólo tenía
seis años. En la libreta, figuraba también el nombre de Olga. Pero su gran preocupación
estribaba en encontrar algún regalo de Navidad adecuado para Pedro.
Pasaban alegremente de una tienda a otra, por las calles bañadas en tinieblas y
cubiertas de nieve.
—A ver si encontramos un regalo original y divertido —dijo Miett a Pedro—. No quiero
olvidar tampoco a Juanito. El año pasado me regaló un cucharón de cocina, en el que Mili
descubrió después uno de los nuestros.
Así anduvieron, entre bromas y veras, deteniendo el uno al otro ante los escaparates.
Sus corazones estaban repletos de la alegría por las fiestas que se celebraban. Pedro
sentíase indeciblemente feliz cada vez que entraba en una tienda a cuyo propietario
conocía. Le causaba un bienestar especial que todo el mundo viera qué buena pareja
hacían los dos, y procuraba ver con los ojos de los extraños a aquella esbelta muchacha, de
hermosísima presencia, en cuya cara, roja por el frío, brillaban los colores de la juventud, y
que parecía casi bailar, con sus finísimas y ligeras piernas, excitada por las agradables
sorpresas de las compras en los mostradores, sabiendo entenderse con tanto encanto con
los vendedores.
Pedro no había visto nunca a Miett tan guapa y elegante. Su abrigo de pieles color
marrón le llegaba más abajo de las rodillas; su cuello estaba protegido contra el frío por un
pañuelo de seda verde pálido, y sus piernas largas y finas mostraban un perfil delicioso,
envainadas en sus altas botas con cordón. Su sombrerito algo ladeado y adornado con una
minúscula pluma, prestaba una forma curiosa y atractiva a su cabeza.
Miett solía regatear apasionadamente el precio del objeto más insignificante, pero era
visible que lo hacía sin convicción íntima alguna; los comerciantes reconocían
inmediatamente en ella la compradora que no opone a sus ofrecimientos ni la mínima
resistencia seria.
—¿A mí que me comprarás? —le preguntó Pedro en tono regocijado, al salir de una
tienda.
—¡Es un secreto! —contestó Miett, enarcando las cejas y con una expresión que daba
toda su importancia a estas palabras.
Minúsculos copos de nieve revoloteaban en la luz amarillenta de los faroles de gas de la
calle.
De repente, pasó a su lado un joven que saludó reverentemente con su sombrero de
felpa verde a Miett, que correspondió a su saludo con la misma amabilidad. Pedro reconoció
inmediatamente a Miska Adam.
—¿Quién es? —preguntó, fingiendo indiferencia.
—Miska Adam… ¿No le conoces? Es un muchacho muy simpático.
Pedro miró de reojo la cara de Miett, y tuvo la sensación de que tras aquel hermoso
rostro iba en aquel momento un pensamiento que sería para él un secreto indescifrable
para siempre jamás. Acordose de repente de que en el primer té de los Varga, Adam había
conversado única y exclusivamente con Miett, y al marcharse se despidió de ella sola.
Luego, les había visto paseándose en el Corso, a orillas del Danubio. Era extraño que en
estos últimos tiempos, hubiera olvidado por completo la existencia de ese hombre.
Se sentía invadido de golpe por una inexplicable tristeza. ¿Quién sabe si no hubo algo
entre los dos? ¿Tal vez Miett había cambiado besos también con ese Miska Adam? Este
pensamiento le provocó un dolor y una rabia tan fuertes que se puso a odiar no sólo a
Adam, sino también a Miett. ¿Qué pasaría si un día se enterase de que Miett había tenido
ya antes alguna historia de amor? ¿Y qué pasaría si descubriese que dicha historia aún
continuaba, mientras él se imaginaba ser un enamorado correspondido y feliz? ¿Por qué no
podría Miett telefonear, e incluso verse con alguien, por las mañanas? ¿Y qué pasaría en el
porvenir si surgiera alguien que pudiera interesar a la muchacha? En la vida de las mujeres,
estas cosas suelen ocurrir siempre así.
Pensó con miedo y confusión en estas eventualidades, y esta vez le fue imposible
tranquilizarse diciéndose que Miett y él constituían una excepción de esas reglas. Pensó
con horror en aquellos indecibles sufrimientos de los que acababan de servirle una muestra
cuando la mano de Adam levantaba elegantemente su sombrero de felpa verde a manera
de saludo, en medio de la nieve que caía. Se imaginó de pronto al pobre Pablito Szücs y
comprendió la extraña conducta de aquel muchacho, sus esfuerzos inútiles y sus ojeadas
de suficiencia, acompañadas de una sonrisa de moribundo. Y todo esto le hizo aparecer su
propia vida, en aquellos momentos como algo desesperadamente desprovisto de objetivo,
vacío y triste.
Miett no se dio cuenta del silencio de Pedro, pues toda su atención estaba concentrada
en los escaparates de las tiendas. Ante un almacén de sedas, sin levantar la mirada sobre
él, le cogió del brazo y le arrastró al interior.
—¿Qué te pasa? —preguntole después, al salir otra vez a la calle, cuando el mal humor
del muchacho le hubo por fin llamado la atención.
—Tengo dolor de cabeza —contestó Pedro, procurando parecer algo más alegre.
Iban ya cargados de una serie de paquetitos, de modo que apenas podían mover los
brazos. Tomaron un simón, y al pasar en él por una calle casi desierta, Miett cerró los ojos y
ofreció los labios a Pedro.
Acercábase cada vez más al instante en que sería preciso confesar a padre lo que
ocurría. Pedro habíase quedado varias veces a cenar en casa de los Almády, pero el viejo
hacía como si no atribuyera ninguna importancia a las frecuentes visitas del joven, aunque
a menudo, sentadito en su cuarto y echando humo de su pipa, miraba fijamente el aire y
procuraba formarse un juicio determinado acerca de Pedro, evocando en su memoria muy
minuciosamente los rasgos del muchacho, la voz, la manera de hablar, las miradas y los
gestos, en una palabra, todas las impresiones recibidas de él.
La primera conversación sobre el particular quedó encargada, tras largas súplicas de
Miett, a la de Varga, por muy íntima que fuera la amistad que la ligara a su padre, la
muchacha se sentía incapaz de decidirse a entablar conversación sobre el particular. La
retenía cierto pudor infantil y virginal.
Aquella tarde, inmediatamente después de almorzar, mientras la de Varga permanecía
en conciliábulo con el padre, tras la puerta cuidadosa y misteriosamente cerrada, Miett
estaba en cuclillas sobre el sofá, y su corazón latía tan intensamente que ella misma se
asustó. En su nerviosidad, se estaba mordiendo, aunque sin apretar los dientes, el puño.
Los minutos pasaban con penosa lentitud. A veces, Miett echaba miradas al retrato de su
madre, como si implorase ayuda a aquella alma desconocida. Al más pequeño ruido, se
estremecía.
Por fin, se abrió la puerta y el padre apareció en el umbral:
—Miett, ven un momento…
La de Varga se despidió, al mismo tiempo. Antes de salir, cambió una mirada
significativa con Miett.
La muchacha entró en el despacho del anciano, blanca como la cera. También en la
cara del anciano descubrió cierto aire solemne. Este carraspeó una y otra vez, para despejar
la garganta, y este pequeño ruido, en medio del silencio que precedía la conversación, llenó
para Miett la atmósfera del local de una extraña vibración.
—La tía Elvira acaba de contármelo todo —empezó aquél, y su voz parecía más suave
que de costumbre. Al hablar, no levantó la vista hacia su hija—. Yo, hija mía, quisiera que
fueras feliz, lo más feliz posible. Si quieres a ese muchacho —y sólo ahora la miró de hito
en hito—, entonces, cásate con él.
Miett contempló a su padre, inmóvil, con los ojos ardiendo de emoción, retorciéndose
nerviosamente los dedos.
—Pero no precipites las cosas —prosiguió calmosamente—. Examina bien tu conciencia,
con toda calma, antes de tomar una decisión definitiva, pues vas a dar el paso más
importante de tu vida. En cuanto a mí se refiere —añadió, por fin—, preferiría que no
pidieras mi consejo hasta que pase mañana.
Dejó descansar largamente su mirada en su hija, y de repente, extendió hacia ella sus
brazos. Miett comprendió el gesto, se levantó, y, acercándose al viejo, engarzó sus dos
manos con las de su padre. Sus ojos se iban llenando lentamente de lágrimas, y cuando el
viejo la atrajo hacia sí para besarla, se abrazó a su cuello con los movimientos más
infantiles del desamparo.
Luego se pusieron a conversar con voz tranquila, y el tono de sus frases les impuso
sordina al pensamiento que sentían latir detrás de cada una de sus palabras: y era que, al
pensar en Pedro y en el matrimonio en preparación, iban sondeando con el plomo de sus
frases las tenebrosas honduras del inextricable porvenir.
Miett contó a su padre con todo detalle la historia de su amistad con el muchacho,
cómo se conocieron, sus encuentros y la impresión que le hiciera Pedro; pero calló
cuidadosamente hasta qué punto había progresado ya en su amor.
Cuando Miett se detenía en sus explicaciones, era padre quien de nuevo hacía otra
pregunta. Preguntó de dónde era oriunda la familia de Pedro, quién había sido su padre, y
en qué Banco trabajaba él. Se veía perfectamente en su rostro que todos esos detalles le
interesaban sobremanera y que almacenaba atentamente las respuestas en su mente.
Y a la mañana siguiente, a una hora desacostumbrada en él, tomó el bastón y el
sombrero de copa, que sólo llevaba en ocasiones excepcionales, y se fue a la ciudad, no
regresando hasta el mediodía.
No intentó ocultar en lo más mínimo, que había ido a obtener datos y antecedentes
sobre Pedro y su familia, de las únicas fuentes en las que él tenía confianza.
Parecía que los informes recogidos eran muy favorables, pues regresaba a casa de muy
buen humor. Trajo para Miett un frasco de colonia, y para Tomi, un nuevo collar.
Después de comer, cerró la conversación de sobremesa con estas palabras:
—¡Ya puedes mandarme cuando quieras al jovencito!
Y aquella misma tarde, Pedro fue a ocupar ante la mesa escritorio de padre, la misma
silla que ocupara el día anterior Miett.
La conversación transcurrió en términos serios y sencillos. Estaban hablando de hombre
a hombre; ambos querían mucho a Miett, cada uno a su manera, midiendo y ponderando
sus fuerzas. Desarrollaron sus proyectos y propósitos, a fin de construir para Miett de
común acuerdo el hogar tranquilo de una vida feliz.
—¿Qué sueldo te dan en el Banco? —preguntó padre, planteando el problema en el
tono más natural del mundo, y dejando escapar de la boca gruesos círculos.
Escuchada la respuesta, también él expuso cuánto cobraba en su calidad de
magistrado jubilado, y cuánto dinero le tocaba a Miett en concepto de herencia materna,
dinero depositado en un Banco. Esta cantidad era considerablemente mayor de la que
Miett había mencionado a Pedro.
Aquella noche, Pedro se quedó a cenar en casa de la que ya era su novia. Durante toda
la noche, evitó cuidadosamente toda apelación directa del señor de Almády, pues ya no
quería titular al viejo «Vuestra Merced» pero tampoco se atrevía todavía a llamarle
sencillamente padre. Al despedirse, besole la mano a Miett; entonces, la muchacha le
tendió la mejilla con un gesto tan natural, que Pedro, tras un instante de vacilación, la besó.
Fue la primera vez que besara a la muchacha en presencia de terceras personas.
Al regresar a casa, encontró a su madre aún despierta.
Entró en la habitación de la viejecita y con acento solemne, le dijo:
—Madre…, tengo que decirte algo.
La de Takách parecía adivinar el objeto de la conversación, y salió tras su hijo al cuarto
de él, pestañeando vivamente. Al llegar allí, con un movimiento brusco, Pedro se volvió
hacia la autora de sus días. Hubiera querido empezar de otra manera, ya tenía formuladas
las frases que iba a decir, pero con los ojos desorbitados y ardientes de felicidad, sólo
consiguió exclamar:
—¡Me he prometido!
—¡Oh, Dios mío! —escapósele en un grito entrecortado a la madre, que se puso a llorar
súbitamente.
Pedro sostenía callado entre sus brazos a la buena viejecita que lloraba y que apenas si
le llegaba al mentón. Luego la hizo sentar cariñosamente en una silla.
Le explicó detalladamente lo ocurrido; todo lo que, a su modo de ver, podía interesar a
su madre.
La viuda de Takách escuchaba con gran atención, apoyando su cara sobre su mano, y al
desprenderse de la narración de su hijo, más o menos, la figura de Miett, en sus
pensamientos iba comparándola inmediatamente, bajo todos los aspectos, con Aranka
Vaynik.
No se atrevía a confesarse ni a si misma que la confrontación imaginaria resultaba
ventajosa para la hija de sus amigos. Lo primero que no acababa de gustarle, era el mismo
nombre de Miett. Luego se enteró muy asustada de que Miett se había criado sin madre,
sacando de estas circunstancias deducciones de todas clases acerca del carácter y
moralidad de su futura nuera. No osó preguntar a su hijo, pero creía poder deducir de las
palabras de éste, que Miett no tenía ni lejanamente la misma dote que Aranka. Tampoco le
podía gustar que el suegro tuviera el título de Vuestra Merced, por considerarse humillada
en cierta manera a sí misma.
Desde luego, no dejó entrever nada de todo esto.
A Pedro le parecía difícil el momento en que debía presentar su madre a su futuro
suegro. El piso de la calle del Teniente le parecía demasiado pobre y estrecho, y el
mobiliario vetusto y muy ajado. Toda esta instalación estaba de acuerdo con un profesor de
provincias y de sus gustos, llevando en sí las imborrables huellas del insoportable estilo de
la moda germánica de aquella época. Lo poco que representaba algún valor entre aquellos
muebles, su hermana Ilonka se lo había llevado a Brassó, cuando se casó. En cambio, los
muebles de la casa de los Almády: los armarios de cerezo bajitos, las cómodas, los sillones
con los brazos torcidos y los marcos de espejos antiguos irradiaban un pasado distinguido y
elegante.
Pero lo que más debía de preocuparle en la primera entrevista, era su madre misma. La
vio demasiado sencilla, inculta y provinciana, cuando intentaba mirarla con los ojos de
Miett. Por eso, cuando ante Miett y su padre se llegó a hablar de su madre y de su casa,
intentó exagerar aún más la realidad y con voz burlona, esbozó un cuadro de su hogar que
presentó con más vivos colores en relación con la realidad.
Arregló las cosas intencionadamente, de tal manera que la visita de Miett y su padre se
verificara por la tarde, al anochecer. Su casa aparentaba más bajo la luz artificial que al día.
La viuda de Takách esperaba la visita vestida con un traje de seda negra.
Cuando Miett entró en la habitación, con las mejillas arreboladas, le echó una sola
mirada a su futura suegra, contemplándola con infantil curiosidad. Pedro observó asustado
el rostro de su novia y faltó poco para que las lágrimas se le asomaran a los ojos al ver que
la chica besaba la mano de su madre, haciendo una profunda reverencia.
Pocos instantes bastaron para que se diera cuenta de que sus temores habían resultado
inútiles. Su madre, vestida con su traje de seda negro, sumamente sencillo, simpatiquísima
ya por su alegría y por la emoción, con su voz marcada de pintorescas inflexiones
provincianas que Pedro nunca logró hacerle perder, conquistó de un golpe el corazón de la
muchacha y de su padre. Estaba sentada en el canapé, acariciando frecuentemente y como
con sigilo el brazo de Miett, y luego se echó a llorar sin ningún motivo aparente, saltando
de la conversación de un tema a otro sin transición alguna; todo esto hacía irradiar de ella
el encanto de la sencillez, una gran rectitud, el candor de su alma y una pureza tales como,
bajo el velo de la costumbre, Pedro no los había descubierto nunca.
Su madre y Almády entablaron conversación como si fueran antiguos amigos.
Convinieron en que la cena de desposorio se celebraría la Nochevieja.
Ya era noche cerrada cuando la visita terminó. Pedro acompañó a Miett y a su padre,
pues en estos últimos tiempos, ya solía cenar en su casa todas las noches.
Después de cenar, presentose Elvira Varga. De repente, Pedro preguntó:
—¿Y de Olga, qué hay?
Ya hacía tiempo que le había llamado la atención la desaparición de la amiga de su
novia, que no se dejaba ver por ninguna parte, pero hasta ahora, no tuvo ocasión de
preguntar por ella.
La señora de Varga, a quien en realidad la pregunta iba dirigida, se sumió en un
profundo silencio, sin mirar a Pedro. Su actitud resultaba una inexorable reprobación.
Fue Miett quien contestó en su lugar:
—¡Ah! Ya hace tiempo que se han mudado de casa. A su madre la tienen en un
sanatorio.
Pero, mientras profería estas palabras, ocultó su rostro ante la mirada de Pedro, y
bruscamente cambió de conversación.
Las Pascuas de Navidad pasaron tranquilas y llenas de inocente alegría. Miett se había
roto la cabeza durante largas semanas, pensando qué debía regalar a Pedro, y por fin, todas
sus dudas quedaron desvanecidas con una pitillera de plata en la que mandó grabar sólo
estas palabras: «Miett, 1913, Navidad».
Pedro regaló a Miett un reloj de pulsera de oro.
El regalo destinado a Olga, una agenda muy fina, encuadernada en piel, Miett lo
escondió entre los tomos de la «Biblioteca de los Lirios», pues no había logrado conseguir la
dirección de su amiga. Ignoraba asimismo el nombre del amigo de Olga, y no se atrevió a
preguntar a nadie más que al portero, sin que éste pudiera informarla.
En la cena de desposorios, sentáronse alrededor de la mesa nueve personas: Miett y su
padre, la viuda de Takách y Pedro, el doctor Varga y su mujer, Pablito Szücs y Juanito y,
además, como el personaje más importante, el sacerdote que ya escondía entre los
pliegues de la sotana los anillos de los novios.
Después del primer plato, levantose el cura y apoyando sus dos puños en el mantel, se
inclinó hacia adelante para ser visto de todos, y en voz baja, casi murmurando, pronunció
su brindis sobre el milagroso encuentro de dos corazones que se amaban. Su rostro de viejo
actor no expresó ninguna emoción ni sentimiento, y cualquier oyente perspicaz hubiera
podido notar en su tono y acento que todas estas frases habían perdido mucho de su
espontaneidad durante los últimos treinta —o Dios sabe cuántos— años, en que
habitualmente las solían pronunciar sus labios descarnados.
Los rostros en torno de la mesa, reflejaban los pensamientos más diversos. Padre tenía
fijos los grandes ojos azul claro en el cura, bebiendo sus palabras, como el feligrés la
emoción de la plática de su predicador. La viuda de Takách inclinaba profundamente la
cabeza y sus manos jugueteaban distraídamente en su regazo. Miett estaba sentada con el
talle muy recto y ardiéndole las mejillas en la púrpura de la emoción. Mantenía inmóvil la
cabeza, y los finos ángulos de sus labios parecían ahora casi dolorosamente sensibles. El
espléndido arco de sus hombros y de su nuca salía con fresca blandura del traje de
terciopelo verde oscuro. La virginidad casi infantil de la cara contrastaba extrañamente con
el color cerezo de sus cabellos, cuya rica corona dorada le confería, sin embargo, un
aspecto de madurez femenina.
Aquella noche, su hermosura se había desplegado en todo su esplendor.
Pedro concentraba toda su atención en ordenar en una minúscula línea recta las
migajas de pan, con la mitad de un palillo. Era feliz y sentíase conmovido; pero cuando el
cura le dirigía sus palabras personalmente a él, le entró una especie de malestar, y no se
atrevía a levantar la mirada.
La mujer del médico, con sus pestañas nevadas de polvos, como siempre, hacía una
cara de muñeca cual si el sacerdote sólo le hablara a ella. En cuanto al doctor, procuraba
suprimir en su semblante la expresión del tedio, aunque en vano. Él que, en calidad de
médico de cabecera, tuvo que asistir a casi todos los desposados de los últimos veinte años,
en aquel barrio de la capital, había oído el mismo brindis innumerables veces. Sabía
asimismo que el brindis era mucho más largo de lo que hubiera sido necesario.
Juanito, en secreto y con una expresión de tristeza reflejada en su rostro, dirigía
frecuentemente sus miradas a Miett.
Szücs estaba sentado con los brazos cruzados, y, con el cuello un tanto inclinado, fijaba
absorto su mirada en el centro del plato.
Mili, con la ensaladera en la mano, estaba de pie junto al bufete y sin duda le tenía
rabia al cura, pues con su oído tan duro apenas llegaba a captar alguna que otra palabra de
todo aquel larguísimo discurso.
Tomi paseaba su mirada de un punto a otro. Ya desde hacía cierto tiempo le venía
inquietando el gran número de personas, cuya presencia era incapaz de explicarse. Y esta
incertidumbre iba aún en aumento cuando, durante el discurso del reverendísimo, la
emoción que flotaba en el aire, se había infiltrado en sus instintos caninos.
Durante cierto tiempo, soportó la cosa sin protestar, pero después se puso a ladrar
lastimosamente.
El doctor Varga, cuyos pensamientos habían volado libremente, inclinó la cabeza y
ocultando su cara en sus rubias barbas, sonrió.
Juanito se levantó silenciosamente, cogió a Tomi en sus brazos y de puntillas salió de la
habitación.
Tomi, desde la puerta, volvió los hocicos y con un ladrido demostró una actitud de
hostilidad contra el presbítero.
Este acabó, por fin, su peroración; ya eran casi las once de la noche. Después de cenar,
todos los convidados quedaron sentados en torno de la mesa, despidiéndose, con el
pensamiento, del año viejo, mientras pasaban el rato en tranquila conversación.
Así cayó sobre ellos el Año Nuevo. El padre, que solía acostarse todas las noches muy
temprano, tuvo que levantar ya de cuando en cuando hasta la boca su servilleta para
ahogar bostecitos. También el señor cura se disponía a despedirse y todos los demás se
preparaban a marchar.
Pedro y su madre, Juanito y Szücs, se pusieron en camino a pie, en aquella noche
serena, estrellada y fría. Por las calles, a través de las ventanas iluminadas, velaba la luz del
Año que comenzaba.
Al final de la calle, el grupo se dividió en dos, y los dos muchachos se encaminaron
hacia el puente.
Juanito estaba callado y triste, contrariamente a su costumbre. Szücs no sabía ni quería
preguntarle por qué. También él estaba ocupado con sus propios pensamientos.
Bajo el puente, los cimientos cortaban las láminas de hielo que el río acarreaba, con un
ruido murmurante. Por encima de sus cabezas, en las alturas, pasaban bandadas de patos
silvestres, iluminados por la luz de las estrellas invernales. Sus gritos quejumbrosos
quedaban absorbidos por la oscuridad y el silencio.
Más allá del puente, salían sonidos de música de un café. Unos borrachos iban
tambaleándose por las calles heladas. De alguna parte, desde muy lejos, se oía cantar, y el
Año Nuevo se escondía aún en las tinieblas tan misteriosamente como el ·agente de policía
de la esquina, que se había retirado a un portal, observando desde allí, en silencio, las
infracciones a los reglamentos habituales.
11

Las angustias ·de aquellas sesiones de besos, que provocaban siempre tan dolorosos
latidos de corazón, quedaron suplantadas desde aquella noche por los tiempos del
noviazgo formal. Ya no era necesario temer que, de repente, se abriera la puerta, y Miett no
debía acudir continuamente al cuarto de baño, para borrar las huellas encarnadas de los
apasionados besos en torno de su boca. Podían vivir tranquilos y felices, dedicados
únicamente a su amor, y muy a menudo se quedaban a solas. Las tranquilas horas de la
soledad se llenaban con el ardor de los deseos amorosos, como los racimos que van
madurando y que dejan hervir bajo su tendida piel los misteriosos sabores de la madurez.
Cada músculo de su cuerpo, cada fibra nerviosa, iba llenándose de esta manera, poco a
poco, con la delicia impacientemente esperada de la boda. Estaban sentados juntos
durante horas y horas, sin proferir palabra. Al encontrarse en sociedad, solían mirarse en
secreto y en sus venas circulaba ya el deseo del amor como un dulce veneno.
Entre tanto, pasaban los días; poco a poco se fundía la nieve en las calles y hacia el
mediodía, los cristales de las ventanas iban calentándose bajo los rayos del sol. En los
[21]
portales de las iglesias, aparecían las vendedoras de la flor de nieve y los ramitos
minúsculos de las violetas. La primavera se acercaba a pasos agigantados.
En un principio, sus jornadas estaban llenas de las visitas que debían hacer a los
parientes. Pedro comprobó sorprendido cuán extenso y elegante era el círculo de los
familiares y amistades de Miett.
Luego tuvieron que ocuparse de toda clase de compras y de preparar el ajuar de la
muchacha. Con ello, pasó casi imperceptiblemente otro mes.
Los dos estaban de acuerdo en que no alquilarían otro piso y que continuarían viviendo
con padre.
Hubieran necesitado aún un armario y un escritorio no muy grande, para que el
mobiliario del cuarto de Pedro resultara completo. Se le asignó aquella habitación que se
encontraba al final del piso y que hasta entonces sólo servía para cuarto de invitados,
separada del cuarto de Miett únicamente por el cuarto de baño. Era el deseo de Miett que
tuvieran los dos dormitorios separados.
Pedro ya incluso tenía escogidos en una tienda de muebles el armario y el escritorio,
pero la mujer de Varga, que se ocupaba muy atentamente de todos los asuntos de los
jóvenes revisándolo todo, les había propuesto que visitaran primero su casa veraniega en el
Monte de San Gerardo, donde se encontraban almacenados muchísimos muebles que ella
no necesitaba. Miett aceptó la idea de ir allí y ver con Pedro si hallaban algo de su gusto.
—Tened cuidado, cerrad bien las puertas al salir —recomendoles la de Varga, al
entregarles las llaves de la torre.
—Decid a la Hilka —les gritó, cuando ya habían salido— que, la semana que viene, yo
misma iré para hacer una pequeña inspección.
La señora Hilka era la mujer del portero de la torre; el matrimonio vivía en los sótanos
de la casa durante todo el año.
Hicieron el camino a pie, hasta la otra vertiente del Monte de San Gerardo. Miett
conocía perfectamente el camino que conducía a la villa, aislada en el lomo de la colina,
rodeada tan sólo por unos cuantos cerezos.
Eran las cuatro de la tarde, y el sol brillaba con intensidad. Tan fuerte sol era casi
excepcional en el mes de marzo, y penetrando sus trajes llegaba hasta sus corazones. La
gleba amarilla era blanda bajo sus pasos, embebida de la luz ligera y cálida del sol. Por
doquier, a todo lo largo de las colinas, en la fresca verdura de la hierba, en los brotes que
iban abriéndose en las ramas de los árboles, la primavera se disponía a desplegar sus
mayores encantos. Arriba, en la cima, se veían unos cuantos manzanos y albaricoqueros en
flor; eran como si llevasen sendas pelucas de color blanco y rosa.
Por las alturas, la brisa ligera arrastraba consigo el alegre y suave gorjeo de pájaros.
Desde lejos, se oía la trepidación de un tren que en este mismo momento pasó por el
puente de hierro del Danubio, y el ruido que armaba era como si arrastrasen una enorme
cadena. Por encima de Pest, en la parte inferior del horizonte, nadaban lentamente humos
morados.
—¿Conoces la arveja silvestre? —preguntó Miett.
Inclinose y su blanca mano desapareció en la verde hierba, en busca de una flor de
tomillo cuyo olor ardiente y fino exhalaba el hechizo más profundo de la primavera. Colocó
la flor en el ojal de Pedro y parecía una minúscula gota de sangre en la americana color
tabaco.
Cogiéndose del brazo, proseguían el camino, a pasos tan lentos como si les pesara la
felicidad que llevaban en sus corazones.
Detuviéronse en una curva del camino, dejando posar sus miradas por encima de las
colinas que aparecían pardas y desiertas, pero adornadas milagrosamente por los fulgores
de la tarde primaveral. El botón de cobre de la torre de una casa veraniega brillaba con tan
desbordante alegría como si despidiera largas y finas lanzas de oro en todas direcciones.
Pasaron junto a una reja. A través de los barrotes pasaba la luz del sol que les cegaba.
Junto al camino, en un estercolero, un trozo de un vaso roto lanzaba reflejos blancos como
si aquel flujo de colores que parecía llenar todo el universo, quisiera salir no sólo del cielo
sino también de la tierra.
Se cruzaron con un niño que estaba comiendo una naranja. El jugo de la fruta corría
por su mano sucia. El fuerte olor de la naranja abierta se apoderó del aire. Pocos pasos más
adelante, vino a su encuentro el perfume intenso de los jacintos en flor, de un viejo jardín.
En alguna parte debían pintar de bermejo las rejas del recinto, y un fragante olor de
trementina les sofocaba. Olores cálidos y fuertes llenaban el aire en torbellinos por doquier.
Miett miró al sol, encogiendo sus párpados; luego fijó la mirada en algún punto
invisible del horizonte.
—Sólo faltan ya diez días para que sea tu mujer —dijo en voz baja.
Pedro no contestó. La palabra estaba en la punta de su lengua, quería decir algo, pero
Miett acababa de pronunciar aquella frase con tanta ternura como si hubiera hablado su
alma.
Al subir por la vertiente, Miett inclinose ligeramente sobre un hombro de su novio y se
apoyó en él con todo su peso. Tan dulce carga le parecía ahora ligera a Pedro, y erguíanse
en su interior energías hasta ahora nunca experimentadas que enderezaron sus nervios y
músculos. Sentía su cuerpo ligero y elástico, y fue presa de un irresistible deseo de saltar
de un brinco por aquella alta valla a cuyo lado les conducía ahora su camino.
Luego, quiso conocer el peso de una piedra grande como una cabeza humana, y tenía
la sensación de que en caso de poderla lanzar, aquella piedra volaría de una cima a otra.
En el instante siguiente, antes de que Miett pudiera defenderse, la elevó en sus brazos
para llevarla cuesta arriba.
—Cuidado, tonto, que alguien podría vernos… —susurró Miett, y en el primer instante
de susto, se abrazó fuertemente al cuello de Pedro.
Mas, a esas horas, nadie pasaba por el lomo de la colina.
La falda de Miett había subido hasta las rodillas, y sus finas y largas piernas cubiertas
con medias de seda gris, que desembocaban en unos hermosos zapatitos con cinta ancha,
colgaban libremente con sus líneas deliciosas y coquetas de los brazos del muchacho.
—Suéltame, hombre… —dijo la joven en tono de súplica, mientras se agarraba aún
más, medrosa, a su cuello—. Suéltame, ¿no ves que mi falda se ha subido…? —dijo otra
vez, haciendo vanos esfuerzos para cubrir sus rodillas redondas que lucían con impúdica
osadía por debajo de la falda, dejando entrever, en el ancho de un dedo, la carne rosada de
los muslos.
Pedro empezaba a jadear del esfuerzo; se detuvo, pues, y, con mucha precaución, puso
a la muchacha en el suelo.
Miett, liberada de los brazos que la aprisionaban, corrió hacia adelante hasta la torre de
los Varga, y a través de la valla muy baja, gritó a la vieja que estaba trabajando la tierra con
el rastrillo ante la casa:
—¡Tía Hilka, hemos venido a ver los muebles!
Su voz tenía una cantinela infantil y melodiosa.
La vieja dejó el rastrillo, les miró con ojos entreabiertos y abrió la puerta de la valla con
cara de desconfianza.
—¡Ay, Dios mío, por poco no reconozco a la señorita! —exclamó alegremente al mirarle
la cara a Miett de más cerca.
Luego, con un sonriente «Buenos días tenga usted», miró a Pedro de los pies a la
cabeza.
Se detuvieron un minuto en el jardín donde acababan de excavar la tierra para
removerla. El olor tibio y fresco voló hacia ellos como el poderoso y mágico hálito de la
primavera. La tierra yacía en torno suyo en espesas glebas pardas, haciendo brillar sus
capas grasas y despidiendo un olor mojado que lo contenía todo: las hierbas en
germinación, las cebollas de las flores a punto de abrirse, los bosques con sus violetas, las
aguas hinchadas y con febriles torbellinos, las nubecillas que pasan por el cielo cual un
ganado de ovejas, y todo el perfume, la fuerza, la fiebre y la música del viento del mes de
marzo que parecía orquestar todo el firmamento abierto de par en par.
—¿Han pensado en las llaves? —preguntó la anciana, echando nuevamente mano del
rastrillo y continuando su labor.
—¡Las traemos! —exclamó Miett, haciéndoselas sonar en su mano—. La señora manda
decirle —volviose hacia Hilka, mientras subía con Pedro la escalera— que, a fines de
semana, ellos vendrán también…
—Ya les espero con impaciencia —contestó la vieja, mientras su brazo y su talle iban
moviéndose al ritmo del rastrillo. La dulce luz del sol echó a sus pies una larga sombra
morada oscura.
Al llegar arriba, Miett intentó abrir la puerta de la antesala, mas la llave no quiso dar
vuelta en la cerradura. Levantose sobre las puntas de los pies y apoyó sus hombros
arqueados contra la puerta. Pero tampoco así logró su propósito.
Pedro la apartó con un gesto cariñoso y con un solo movimiento ligero de su mano dio
vuelta a la llave. Miró de reojo a Miett como quien dice: «¡Ya ves, mujer, esto se hace así!»
Miett se reía a carcajadas.
Atravesaron el recibimiento en donde no había nada que ver. Después, entraron en la
primera habitación. Miett se puso a abrir las persianas, como quien conoce bien la casa. La
luz del sol cayó por las ventanas como a través de unas vallas bruscamente rotas,
inundando de golpe la habitación que olía a naftalina y en la que habían dormido muchos
meses el invierno y la oscuridad.
Los colores naranja y azul de un mantel bordado echaron llama de repente, y los
espejos reían en la luz primaveral.
Miett dio un vistazo circular e investigador en torno suyo, en la habitación iluminada
por los rayos del sol. Su cara expresaba en estos momentos única y exclusivamente un vivo
interés por los contornos de los muebles amontonados en un rincón. Buscaba el mobiliario
que Elvira les había señalado y descrito.
Desapareció súbitamente detrás de un armario y llamó desde allí a Pedro:
—Ven un poco, para apartar este armario…
Detrás del armario, encontraron, en efecto, la mesa escritorio buscada. Miett escribió
letras ceremoniosas con su dedo en el fino polvo que cubría la superficie barnizada de la
mesa, luego puso el polvo que se había pegado a la punta de su dedo, en la nariz del novio,
con un gesto rápido e inimitable.
Pedro quiso cogerla por el talle, mas Miett, con un pequeño y alegre grito y un
movimiento ondulatorio del cuerpo, se le escurrió de entre las manos.
—Ven, busquemos ahora el armario —conminó a Pedro desde la puerta de la
habitación.
En el cuarto oscuro, flotaba en el aire, más allá del penetrante olor de la naftalina,
algún perfume suave y sensual. Por las ranuras de las persianas, el sol entraba en rayos
oblicuos y cegadores. Se podía oír el ruido minúsculo del barniz que caía de la madera
cálida de los marcos de la ventana que habían abierto sus poros enmohecidos a los rayos
del sol.
Cerca de la ventana, había un enorme diván, cargado de cojines. Estos cojines oscuros
parecían moverse al verles entrar, cual misteriosos seres cavernícolas, estorbados en su
sueño.
Sus ojos apenas podían acostumbrarse a estas pardas y cálidas tinieblas. Miett se
acercó a la ventana para abrir las persianas, mas Pedro lo impidió cogiéndole de la mano, y
la arrastró hacia sí.
Miett nunca había sentido tan salvajes y ardorosos los besos de Pedro. También su
cuerpo quedó bañado de calor, y abrazó con toda su fuerza, con ambos brazos, el cuello del
muchacho. Se entregó a ese beso embriagada y con todas las fibras de sus nervios.
Pero en el instante siguiente, quiso apartar ya, asustadísima, a Pedro.
—¡Suéltame! —le dijo irritada, con la cara purpúrea, e intentando arrancarse de los
brazos de su novio.
Mas Pedro la atrajo otra vez hacia sí y hundió su cara inflamada en el cuello de Miett.
—¡Eres mía…! ¡Eres mía…! —balbució con voz ahogada, como si se hubiera vuelto loco.
Cada palabra salía de su pecho jadeante, convulsa.
Miett, en la medida en que pudiera darse cuenta de la situación, experimentó más bien
compasión por Pedro, al verle presa de tan tremenda emoción, y le dijo al oído con dulzura,
como para apaciguarle, pero con un miedo angustioso en su voz, repitiendo
mecánicamente las palabras:
—¡Pedro…, basta ya…! Basta ya, Pedro… Pedro…
El susto y la desesperación le impedían casi proferir estas palabras:
—Pedro, ¡suéltame…! Suéltame, ¿qué estás haciendo…? Por Dios, ¿te has vuelto loco?
Apretó contra el cuello de Pedro su codo, y gracias a ese movimiento, consiguió zafarse
por un instante.
Pedro hallábase de rodillas ante ella, en el suelo, e hizo como si se hubiera calmado. Su
voz era aparentemente tranquila, mas con ambas manos, tenía a Miett clavada sobre el
diván.
Sus cuerpos se tendían hostilmente uno contra el otro.
—Escúchame, Miett… Dentro de pocos días, serás mi mujer… Ya me perteneces… No
seas tonta, mi dulce pequeña Miett…
Miett dejó de contestarle. Sus cejas se habían elevado en el arco de la ira, y fijó en el
muchacho una mirada ardiente de miedo.
Los brazos de Pedro la tenían apresada como si fueran dos ardientes anillos de hierro.
Ya ahogaba su garganta el grito loco de la angustia y el asco, pero en el mismo instante,
cruzó su mente como un relámpago la seguridad de que en este caso, la vieja que estaba
trabajando en el jardín la oiría en seguida. Así, sólo soltó una vocecita maullante y
reprimida. Se daba cuenta de que estaba perdida. Hizo como si se rindiera, dejose caer
hacia atrás, pero en un segundo concentró toda su fuerza. Con un esfuerzo brusco de su
tronco y de sus vértebras, arrojó de sí a Pedro, el cual perdió el equilibrio y fue al suelo en
una caída cómica.
En el mismo instante, Miett estaba de pie. Con un brinco, refugiose en el rincón
opuesto de la habitación, y buscó protección detrás de una mesa.
Allí estaba jadeante, mirando de hito a hito a Pedro, inmóvil. Sus trenzas se habían
soltado en la lucha, y un ramo dorado de su cabellera colgaba medio deshecho sobre su
hombro blanco y desnudo. Con ambas manos, intentó sostener encima del pecho su traje
roto.
Estaba allí, esperando, de pie, y en el silencio que cayó sobre ellos de golpe, se oía el
jadeo de su respiración.
La habitación se llenaba de una fina polvareda dorada, como si se hubiera vuelto más
clara y diáfana en torno de los jóvenes.
Pedro levantose lentamente del suelo y sin mirar a la muchacha, salió hacia la otra
habitación. Allí, con unos cuantos movimientos, se ordenó el pelo y la corbata, y bajó al
jardín para pasearse bajo los árboles frutales. Con una mano se agarró al tronco de un
manzano blanqueado con cal, y fijó su mirada en la lejanía en donde el sol declinaba con su
disco color de orín detrás de las nubes blandas e incandescentes.
Una brisa ligera venía de alguna parte y como si de este viento suave todo hubiera
tomado un tono más oscuro. Poco· a poco, el cerebro de Pedro se descongestionaba, y el
temblor de sus rodillas se calmó. Se separó del manzano y quitó de su palma la cal seca
que se le había pegado. Con pasos lentos, atravesó el jardín y en el extremo del mismo,
sentose en un banco, donde unos cuantos escarabajos huyeron precipitadamente.
Encendió un cigarrillo y aspiró profundamente el humo hasta los pulmones.
No llegó a determinar siquiera lo que él mismo sentía en aquellos momentos. Al salir de
la habitación, tenía tanta rabia a Miett que no hubiera vacilado en pegarle. ¿Cómo podía
ser tan tonta?
Pero una vez debajo de aquel manzano, se evaporó su cólera, y quedó substituida por
una profunda lástima hacia la muchacha.
Pedro comprendió en qué terrible situación acababa de poner a su novia, y cuán
bestialmente brutal había sido con ella.
Después, se enfadó consigo mismo. Estaba indeciblemente avergonzado ante Miett de
lo ocurrido y hubiera preferido poder empezar de nuevo toda esta tarde, a partir de aquel
momento en que franquearon la puerta de la torre.
En alguna parte del valle pasó un tren y su agudo silbido rasgó el silencio. Este sonido
le hizo volver en sí, se estremeció y empezó en él de nuevo todo el circuito de la ira y de la
vergüenza, sin poder detenerse en una fase o en la otra.
Se puso lentamente en camino hacia la casa. Su corazón latía con cierta inquietud, y
concluyó por no decir nada a Miett, al encontrarla. Entró por la puerta de la casa con un
resentimiento hostil, cuya causa le era desconocida. Adoptó una expresión severa y tomó la
decisión de no pedir perdón, si Miett le recibía groseramente o enfadada, pues con ello
reconocería a las claras que no obró como era debido.
Miett estaba sentada cerca de la ventana en la primera habitación, en la que no había
luz y que se sumía en la parda oscuridad del atardecer. Dios sabe de dónde, sacó aguja e
hilo y cosía en su blanca blusa un botón que había caído durante la lucha con Pedro.
Tenía el hilo en la boca, quiso romperlo con los dientes en el preciso instante en que
levantó su mirada hacia Pedro.
Este movimiento de la boca escondió su sonrisa; movió la cabeza con aire de
desaprobación. Mas, bajo la mirada de Pedro no podía esconder su sonrisa, que en sus ojos
traviesos significaba la más clara revelación de su complicidad.
Su expresión era pura y tierna, revelaba tal amor radiante que Pedro se acercó a ella, se
sentó a su lado sobre la alfombra calentada por el sol y puso su cabeza, aquella cabeza
cansada de tantos pensamientos caóticos, en el regazo de su novia. Este silencioso gesto
suyo lo expresaba todo: su cruel remordimiento, su arrepentimiento, y ahora no ya la
humillación, sino una humilde sumisión, pues en este momento no sentía hacia la
muchacha más que gratitud inefable y amor.
Pensó cuán bueno era estar arrodillado así ante ella, vencido, e inclinando su cabeza en
su regazo, tan puro. De cuántas oscuras acusaciones hubiera hecho objeto más tarde a
Miett, de haberse dejado vencer la muchacha; cuántas dudas y cuántos escrúpulos le
hubieran atormentado, pues al fin ella no era más que una débil mujer que el torbellino de
los ardorosos instantes arrastra consigo fácilmente.
Entretanto, Miett acabó de coser el botón. Con el dedal, golpeó cariñosamente la
cabeza de Pedro que yacía pesadamente en su regazo, como si durmiera:
—¡Vamos, hombre! ¿No te parece que deberíamos marcharnos?
Pedro levantó la cabeza y miró largamente a Miett. Ella le dio un pellizco amistoso en la
nariz.
Cerraron la casa, se despidieron de Hilka y cogiéndose del brazo, se pusieron en camino
para bajar hacia la ciudad.
Caminando, invadioles un absurdo buen humor. Iban saltando rítmicamente y cantaron
alguna canción alegre. Si veían venir a alguien en sentido opuesto, se interrumpían de
golpe y ponían cara seria, para volver a empezar de nuevo, con una irrefrenada alegría que
les arrastraba sin que pudieran explicarse cómo y por qué.
El sol se había puesto ya y la noche zumbaba en torno suyo con una música admirable.
Allá abajo, en el valle, la noche primaveral azul pizarra estaba sembrada de las doradas
lucecitas que brillaban en las casas. Arriba, en las alturas, el viento de marzo pasaba
suavemente y murmurando.
Al llegar, encontraron a padre ante la puerta. La primavera: había logrado sacarle
afuera incluso a él. Los jóvenes se detuvieron para observar al anciano desde lejos.
Conducía a Tomi por la correa, dando pasitos cortos y con cara muy seria explicaba algo al
perrito, como si hablara a un niño. Tomi hacía como si le escuchara, pero cada vez que
pasaba a su lado otro perro, promovía con la rapidez de un relámpago y a la manera de una
tempestad, una disputa canina.
Aún permaneció en la calle para dar una vueltecita, mientras ellos dos subieron al piso.
Se detuvieron en el salón oscuro.
En el comedor, Mili ponía la mesa para la cena. La puerta estaba entreabierta y se oía el
ruido de los cubiertos.
Pedro se sentó de lado en el brazo del diván, y atrajo hacia sí a Miett. Con gesto
enérgico, tomó su cara entre sus manos, y la apretó contra su pecho.
12

Tras un sueño largo y profundo, Miett abrió los ojos. Estiraba su cuerpo aún caliente del
dormir bajo la manta, perezosa y sensualmente.
La habitación ya estaba iluminada en torno suyo. Con ojos turbios, miró hacia el techo y
le pareció durante un instante que estaba en su casa, en su cama. Pero después, conforme
se le iba evaporando la oscuridad del sueño, encontró aquel punto del techo en que su
mirada quedó fija.
Sus ojos fueron lenta y mecánicamente de un punto a otro, pero· sin atreverse a echar
una mirada circular sobre toda la estancia.
—¿Dónde estoy? —se preguntó anhelante, asustada de sí misma.
Fijose en la pared de enfrente, en que había colgado un espejo con marco dorado
encima de la cómoda cubierta de encajes. La cama aparecía oblicua en la superficie
inclinada del espejo, de modo que podía verse a sí misma. Cerca de la ventana, había una
cortina purpúrea con suaves pliegues, y a través de los cristales, parecía demasiado
cercano y bajo el firmamento cubierto de nubes que corrían rápidamente.
La cama era más alta que la suya, y en el estrecho y pequeño cuarto todo resultaba
raro, extraño y hostil: la forma de los brazos de las sillas, el adorno en cobre del armario, al
pie de la cama, el color de la alfombra, los vasos y el jarro en la cómoda…
Todo, todo aparecía tan extraño como si fuera un sueño.
Miett notó después que, echado sobre una de las sillas, había un traje de hombre. La
americana y el chaleco, de color gris, puestos en el respaldo, parecían un tronco humano
sin cabeza y con el pecho hundido.
Y junto a ella, en la misma cama, ¡dormía un hombre desconocido!
En los ojos desorbitados de Miett reflejábanse todas esas cosas extrañas con las que su
profundo sueño había roto toda relación consciente.
Mas todo esto duró pocos instantes. Poco a poco le vino la idea de que acababa de
pasar su primera noche de casada. Ya sabía dónde se encontraba, y sabía que era Pedro
quien dormía a su lado. Echó una mirada sobre su compañero que dormía volviéndole la
espalda, la cabeza hundida en las almohadas, con una respiración tranquila: un joven
marido de un día.
Su cabeza se perfilaba con sombras oscuras sobre la almohada. El cuello blanco de su
camisa de noche se destacaba claramente de la nuca morena y la cabeza tenía expresión
de niño simpático. Sus cabellos caían en anillos morenos oscuros y brillantes de sudor
sobre el cojín.
Los pensamientos de Miett se ponían en movimiento lenta y cansadamente. Tenía la
cabeza pesada y atolondrada. Anoche, habían bebido algún vino espeso y dulce. Ahora, una
jaqueca desagradable apretaba su frente cual un cerco férreo.
Experimentaba una sed ardorosa en su garganta. Se incorporó en la cama y extendió la
mano hacia el jarro de agua, pero este gesto forzado le produjo un dolor agudo y penoso en
el cuerpo.
—¿Qué ha sido esto?
Su sed quedó olvidada en el acto, su cabeza recayó sobre la almohada y se puso a
observarse amedrentada. Su conciencia iba esclareciéndose, y por debajo del umbral de la
misma salían uno tras otro los recuerdos, como, debajo de un oscuro tejado, los pájaros
despiertan sobresaltados de su sueño.
Sí, ahora ya se acordaba de todo. Habían cenado en el restaurante del hotel; frente a
ellos estaba sentada una mujer gorda con traje azul, y un hombre con la frente alta, el cual
descubría al reír una enorme dentadura amarillenta…
¡Todo era tan caótico en su recuerdo! Después de cenar, había subido la escalera
apoyada en el brazo de Pedro, arrastrándose penosamente, pues zumbaba en su cabeza,
purpúreo y cálido, aquel espeso y dulce vino. Cruzaron con un señor vestido de frac que
bajaba la escalera silbando.
Miett adoptó la melodía y se puso a silbarla a su vez estrepitosamente.
—¡Cállate, ángel mío…! —susurrole al oído suavemente Pedro.
En el descansillo de la escalera había una estatua de bronce que sostenía en la mano
una antorcha. Miett se acordaba aún muy claramente de la actitud de la estatua, en cuyos
músculos se reflejaba la luz de la lámpara. Y oía aún el crujido del ascensor que iba
bajando lentamente a su lado.
Pero no recordaba cuántos pisos habían subido. Pensó otra vez en aquel señor de frac
que bajaba silbando, vio con extraña plasticidad la forma del botón de diamante de su
pechera, pero no hubiera podido decir cómo era su cara, si era alto o bajo, gordo o flaco.
Detalles minúsculos y sin importancia se habían fijado con toda exactitud en su
memoria, mas era incapaz de acordarse de las cosas importantes.
Y había detalles que no estaba segura de haberlos vivido o sólo soñado.
¡Y aquel corredor! Vio un larguísimo pasillo de hotel, al subir, pero el pasillo no se
acababa nunca, y delante de las puertas aparecían oscuros los zapatos de los clientes, cual
seres vivos; estaban allí agazapados como si vigilaran con terca furia las puertas. Si alguien
hubiese pasado por encima de ellos de seguro le habrían ladrado.
Recordó que se había detenido, dejando caer la cabeza sobre su hombro:
—¿Por qué me has hecho beber tanto vino?
—Voy a ponerte en la cama y en seguida dejarás de sentirte mal.
—¿Me quieres?
—Te quiero.
Allí, en el pasillo, echó sus brazos al cuello de Pedro:
—¿Me quieres mucho, muchísimo?
—Te quiero mucho, muchísimo.
Recordaba, asimismo, que después entraron en el cuarto y Pedro cerró la puerta con
llave.
Aquí, en el cuarto, no había más luz que la de la lámpara de la mesita de noche, con su
pantalla de cartón. Luces sobrias y coloreadas, con hondas y blancas sombras, yacían sobre
los objetos.
Le vino a la memoria que en aquel momento había sonreído.
Aquella sonrisa sin vida abrió a la fuerza las comisuras de los labios con un rictus que
no pudo reprimir, como si fuese un objeto ajeno. Estaba borracha.
En el borde de la cama, dejaba colgar su cabeza y sus piernas. Pedro se puso de rodillas
para desatarle el nudo de la ancha cinta de sus zapatos.
Aun estaba oyendo su voz:
—Dame esos piececitos… No éste, el otro.
Se extendió aún vestida sobre la cama. Yacía a través, moviendo los brazos, y
canturreando un bailable.
—Incorpórate, quiero desabrochar tu blusa.
—¿Por qué tú no me quieres a mí?
—Te quiero; pero incorpórate.
Y, puesto que no se movía, Pedro la volvió suavemente sobre la cama, hasta que
consiguió desnudarla.
—Tú… ¿ahora me verás desnuda?
—¡Qué voy a verte…! ¡Cerraré los ojos! No, no miraré. Bueno, incorpórate, así.
¡Oh! ¡Cuán caótico y confuso resultó todo aquello, al evocar en su recuerdo, a la pálida
luz del amanecer, todo lo ocurrido! Sentía un asco sofocante y estaba horrorizada de sí
misma.
Sentose asustada en la cama, al recordar lo que había ocurrido después.
¡Oh, Dios mío, qué terrible era todo aquello!
Se vio a sí misma en la inclinada superficie del espejo, sentada entre mantas y
almohadas con el pelo suelto, y la cara pálida, perpleja. De uno de sus hombros había
resbalado la finísima camisita de seda, tan arrugada como un trozo de papel. En el arco
suave y redondo de su hombro se veía una mancha roja y violeta, tan grande como una
nuez, que Miett ni recordaba cómo se había producido.
Por un instante, su mirada se fijó en el dorado marco del espejo, en el que descansaba
una libélula con alas azules, cual en un tronco de árbol dorado. Sin duda entró en el cuarto
ayer, y quedó prisionera.
Sólo ahora se dio cuenta de que al otro lado de la cama, un pie de Pedro salía hasta el
tobillo por debajo de la manta, y aquel pie extraño yacía sobre la sábana como un miembro
inanimado que no pertenecía a nadie.
Y todo esto a la luz limpia, gris y cruel de la mañana, que destacaba las cosas con toda
su crudeza: ¡Mira, he aquí la realidad!
Miett dejose caer otra vez entre las almohadas y se puso a lloriquear silenciosamente.
En torno de su frente, el cerco apretado de la jaqueca y aquel vibrante dolor desconocido le
hacían experimentar lo que acababa de ocurrirle como algo terrible.
¿Por qué se hallaba ahora aquí…? ¡En un país desconocido, en el cuarto de un hotel al
lado de un hombre que dormía! Y que ahora aparecía ante ella como un extraño, porque en
este momento Pedro se le aparecía verdaderamente como un extraño.
Pero, ¿quién es ese hombre, que ha tenido el derecho de tomar posesión de ella, hasta
la medula de su ser? ¿Quién es, si un año antes ignoraba hasta que existiera?
Le odiaba ahora con el corazón oprimido por el dolor, con el atávico y congénito odio de
la hembra.
—¿Quién es este hombre? —se preguntó otra vez, teniendo la sensación de que toda la
sangre se marchaba de su corazón.
¿Qué defectos ocultos, qué insuficiencias físicas y anímicas se pondrán de manifiesto
ahora en él, tan pronto como el tiempo le haya despojado de todo cuanto sea amor, cariño,
ternura, tacto, cortesía? ¿Qué pasiones anidan en ese corazón, como culebras ponzoñosas,
para salir un día cautelosamente a rastras y con horrible silbido? ¿Y si tiene un carácter
grosero e insoportable? ¿Y si tiene costumbres o vicios asquerosos y repugnantes que hasta
ahora conseguía esconder cuidadosamente? ¿Por qué la mayor parte de los matrimonios
que conocía, iban pudriéndose de las diversas llagas de la desdicha, y por qué la mayor
parte de las novelas que había leído le presentaban la vida descarnada, buscando siempre,
casi sin excepción, bajo los vistosos trajes y bellas palabras, la grosera y desnuda epidermis
del alma humana?
¡Y saberlo todo, y preverlo todo con los ojos abiertos! Así es la vida, y ¡no quedaba ni la
más mínima esperanza de que precisamente su existencia pudiera constituir una
excepción de tan terrible e inexorable ley!
Miró el reloj: eran las cinco de la mañana. A través de la parte superior de la ventana, se
oía un zumbido extraño y monótono que parecía ser el de un molino de agua. Oíanse
murmurar enormes masas de agua, en alguna parte, pero Miett no sabía dónde ni por qué.
Este ingente murmullo parecía pesar sobre todas las cosas. La ciudad que apenas
comenzaba a despertarse, estaba aún sumida en profundo silencio. De un tejado vecino,
venia el gorjeo agudo de algún pájaro, y abajo, en la calle, sonaba de cuando en cuando,
soñoliento, el timbre de una bicicleta que pasaba, mientras que desde lejos se percibía la
trepidación de un pesado carro de transportes. Las invisibles masas de agua continuaban
zumbando triste y monótonamente, y afuera, en el cielo cubierto corrían rápidamente y
apretujándose las nubes.
Miett yacía en aquella cama extraña de un cuarto de hotel, sin poder llegar con su
imaginación más allá de las paredes. Ignoraba cómo debía ser la ciudad que la circundaba,
pues era muy entrada la noche cuando habían llegado, y ni siquiera sabía qué clase de
calle era la que le enviaba el ruido del despertar.
—¿Por qué no tengo una madrecita…? —sollozaba con la tristeza de un frustrado
anhelo, recordando que ella no había tenido nunca una madre. Cuando los diques del dolor
y de la desesperación se rompen en el corazón, surgen a la superficie muchas cosas que
hasta entonces dormían en sus honduras, sepultadas y olvidadas. En la cama de su noche
de bodas, Miett sufría ahora terriblemente con la idea de su orfandad, que sólo en raras
ocasiones solía atormentar su mente.
De improviso, pensó en Olga. Sentía un cruel remordimiento por no haber comprendido
a la pobre Choka, cuando vino huyendo hacia ella con su doloroso secreto. Ahora de golpe,
intuía el estado de ánimo de su amiga en aquella ocasión y experimentaba honda
conmiseración hacia ella. ¡Cuán terrible es esto, aun cuando se realice bajo la protección y
el beneplácito de la ley y de la sociedad! ¡Cuánto más terrible debe de ser cuando se lleva a
cabo en las tinieblas atormentadoras de la conciencia de un pecado! Hallarse· ensuciada y
ensangrentada, cruelmente expoliada en su cuerpo y su alma… ¡Oh, pobre pequeña Choka!
Ahora veía claramente ante sí su cara mortalmente pálida, cuando Olga estaba
acostada en el sofá, apoyando la cabeza en el codo, y mirando fijamente con las cejas
enarcadas. ¡Cuán profunda debió de ser la herida que le habría producido, al cerrarle su
corazón, y cuán sola había dejado a la pobre muchacha que venía huyendo hacia ella para
mendigar un poco de comprensión, de misericordia humana, de· consuelo…! Pensando en
Olga, se reconcilió un poco con su propio destino.
Paulatinamente, se iba remontando en su mente el flujo de los acontecimientos, y de
pronto se encontró otra vez en el departamento del tren. Sentada cerca de la ventana; y
más allá de los cristales, pasaban volando los paisajes pintorescos de Carintia.
Las ingentes masas de montañas giraban lenta y majestuosamente en esta carrera.
Cimas brillantes relucían a los rayos del sol hundiéndose poco a poco en la lejanía. A veces
el tren pasaba delante de instalaciones industriales; sus chimeneas desprendían humo, y
una vida intensa se desarrollaba en las extensas altiplanicies. En otros momentos, algún
que otro bosque, con los troncos caídos bajo las hachas de los leñadores, daba la sensación
de que el lomo verde oscuro del monte había sido sembrado de palillos. Luego, seguían
otra vez abruptas rocas, encima de las cuales flotaba el velo plateado de un torrente. Sobre
un precipicio, el tren pasó traqueteando por un puente de hierro, produciendo un ruido
ensordecedor, tronando y trepidando, como si se deslizase a través de los tubos de un
gigantesco xilófono.
La estructura del puente vibraba en negros zigzagueos delante de la ventanilla del
vagón, cual enormes y negras espadas batiéndose. Y una vez pasado el puente,
enmudecieron de improviso los tronantes y temblorosos rieles, y el tren pareció continuar el
camino casi en silencio en los páramos de un lomo de montaña, a la altura de las nubes,
como si volase a través de regiones celestiales. Abajo, en el profundo valle, yacían risueñas
aldeas alpinas con rojos tejados y paredes enjalbegadas, relucientes al sol. Después otra
vez rocas desnudas, color de orín, o pinos verdeazules en cuyos claros iban pasando aquí y
allá manadas de cabras. Luego el tren entró en un túnel, arrastrando, consigo en la
oscuridad un trozo de firmamento, las nubes y los montes. Los dos estaban sentados
pasivamente con el corazón angustiado; un humo amargo oprimía sus pulmones; después
salió de nuevo el sol, el claro cielo, otra vez nubes y paisajes siempre variados, en los que la
mirada no lograba descansar.
A veces, se detenían ante las ventanillas unas modestas estaciones, todas iguales; los
vendedores ambulantes del andén les brindaban naranjas, chocolate, agua, cerveza y
salchichas. El monótono orden de la vida se extendía sobre estas paradas. Mujeres,
hombres y niños acercábanse corriendo al tren, o bajaban del mismo, mientras que con el
son de la campanilla del servicio se mezclaban las palabras y las cariñosas frases de la
despedida. A través de las palabras y de los rostros, manifestábase la oculta personalidad
de las pequeñas ciudades. Otra ciudad, y otra y otra más… extrañas columnas humanas;
¡cuánta gente, cuántos jardines y casas, policromos, mercados, tiendas y minúsculas
perfumerías de cálidos y dulces aromas, habitaciones en las que se cambiaban besos, en
las que se moría, se festejaba o se reía…!
¡La vida es la misma por doquier!
Al recordar esto, Miett experimentó nuevamente el balanceo soporífero del
departamento del tren, el ruido de las ruedas que traqueteaban monótonamente, y ante
sus ojos cerrados se ponían a saltar de nuevo, en serie ininterrumpida, los postes
telegráficos. Vinieron a su mente los demás viajeros con los que estaban encerrados juntos
larguísimas horas por las necesidades del viaje, y de cuyas caras les cuesta tanto esfuerzo a
los ojos liberarse otra vez. ¡Un señor con gafas cuyo pelo estaba cortado demasiado al rape
en el cráneo redondo, pero cuya cara estaba enmarcada con unas barbas negras y
brillantes! ¡Un hombre de cabeza azul! Una señora vieja, de largo cuello, a la que Miett
bautizó para su coleto: «la mujer con cara de marimacho». Especies humanas tan curiosas
como sólo se pueden encontrar en el tren.
Y ahora pensó también en Pedro, vestido con el traje marrón de viaje. Recordó qué bien
le sentaba el pantalón de golf, y qué rara era su cabeza tocada con su gorro de viaje.
Recordó además mil nimios detalles del trayecto, y al pensar en ellos, dedicó a Pedro un
pensamiento de honda gratitud por todas sus atenciones. ¡Qué atento, qué cariñoso fue
para ella durante todo el viaje! ¡Cuánta ternura, cuánta reflexión se reflejaba en su
hermoso y serio rostro! ¡Cuánto amor humilde expresaba su mirada! ¡Y cuán dulce y
extraña resultó la sensación cuando, ya más allá de Viena, ella se sentía presa de sueño y
se durmió, inclinando su cabeza sobre las rodillas de él! En su somnolencia, sentía el
contacto de la mano de Pedro en su espalda y cerca de su pierna, cuando le envolvía
siempre de nuevo en la manta.
Luego, la salida, las escenas de despedida en la estación… Los dos habían subido ya al
vagón, conversando desde la ventanilla con su padre y la madre de Pedro, con el doctor
Varga y su mujer, Juanito y Szücs, todos los cuales habían acudido para despedirles. ¡Qué
gran movimiento y animación les rodeaba bajo el altísimo techo de cristal de la estación!
Silbaban los escapes de vapor, crujían los discos de metal de los parachoques, los mozos
lanzaban gritos, al igual que los vendedores de periódicos y dulces; en las puertas de las
salas de espera, los empleados del ferrocarril anunciaban la salida de los trenes como si
cantasen extrañas melopeas, y la gente corría agarrada a sus maletas ; todo el mundo tenía
en sus labios muchas cosas que no acertaba a decir, en la prisa del último momento : la
fiebre de la vida les sumergía en su ruidoso oleaje.
El padre había cogido en los brazos a Tomi, intentando tranquilizarlo, pues el perrito
parecía querer morder a todos los que pasaban. No obstante, como ·el número de gentes
iba en aumento, pareció expresar con un sofocado e hiriente ladrido que su propósito era
irrealizable. Sin embargo, a veces quería volver a emprender tan irrealizable propósito.
—Cuando volváis, vuestro cuarto tendrá ya el nuevo papel pintado —dijo Elvira a Miett,
pues nunca sentía la tentación de darse tono de providencia personificada.
Szücs se dedicaba a tomarle el pelo a la recién casada:
—Mire usted, señora, aun puede bajar un rato. ¡Piénselo bien, mientras no sea tarde!
Luego se ofreció a toda costa para acompañarlos.
—¡Ojalá no cojáis frío en el tren! —se inquietaba la madre de Pedro, con su vocecilla de
pajarillo, acariciándolos con la mirada empañada de lágrimas.
—A la vuelta, no dejéis de bajar en Bolonia —les recomendó el médico, que había sido
el autor del itinerario proyectado.
—Si os quedáis sin dinero, no vaciléis en telegrafiarme —observó el padre.
Miett no podía sino asentir con la cabeza, procurando sonreír. Temía echarse a llorar. Su
garganta estaba oprimida por las lágrimas.
Luego, con una brusca sacudida, el tren se puso en marcha. Todos los despedían con los
pañuelos en la mano.
Allí estaba Juanito, con su corta guerrera de cadete, el dedo pulgar de la mano
izquierda en el cinturón, y saludando militarmente con la otra. ¿No era raro que Miett sólo
recordara ahora de toda aquella escena de despedida, la mirada de Juanito? El cadete
estaba pálido y su mirada llegó a penetrar, Dios sabe cómo, hasta el corazón de Miett.
«Ese muchacho está enamorado de mí…», pensó ya en aquellos momentos. Ahora, al
pasar revista a los recuerdos de los días pasados, recostada en la cama y con los ojos
cerrados, intentó escrutar aquella mirada de Juanito. Le hubiera gustado acariciarle la cara,
y le estaba muy reconocida por aquel amor tan delicioso y mudo.
¡Oh, qué bien, sentirse querida!
El recuerdo de Juanito la hizo serenarse un poco.
Luego, volvía a vivir los instantes de la ceremonia, en la iglesia, bajo las frescas
bóvedas, cuya oscuridad quedaba atravesada por ardientes rayos de sol. Al principio de la
ceremonia, era incapaz de pensar en otra cosa que en si había puesto o si había olvidado
poner su cajita de coser en el baúl grande. Ese problema aprisionó su pensamiento y
durante mucho tiempo no pudo fijar su atención en otra cosa.
Mas, después, se puso a sonar el órgano. Su corazón quedó oprimido y hubiera tenido
ganas de llorar desesperadamente. Su alma se llenó con la emoción del momento, y el
poderío de Dios y de la religión la obligaron a caer de rodillas.
Como si el ser misterioso de la divinidad se hubiera inclinado sobre ella, se le abrió de
repente el maravilloso sentido de la existencia humana.
¡La vida es bella y el amor, infinito, como el firmamento! Yo, Dios, os tomo en mis
palmas y os elevo cariñosamente… ¡Vivid, alegraos, amaos! Podéis abrazaros desnudos
aquí, en mi mano: ¡besaos para que de vuestros besos surja una vida nueva! ¡Saboread
mutuamente el gusto de vuestros besos, porque llamea en él, a través de vuestras
vértebras, mi alma que va creando la vida de esta manera! ¡Amaos y venceréis la muerte,
pues la savia de vuestros cuerpos que se abren por el amor, desemboca en la vida infinita
que vosotros mismos os estáis perpetuando! La vida es un río de fuego, río eterno, que
arrastra consigo los gérmenes de millones de existencias pequeñas y que progresa
murmurando en el Tiempo.
Estos pensamientos le producirían nuevas ganas de dormir. Abrió los ojos y su mirada
cayó otra vez sobre la ventana. En el cielo, continuaban corriendo las mismas nubes pardas
de antes. Y en algún punto, no muy lejos, continuaba oyéndose el murmullo de las
invisibles masas de agua. Tal vez aquel ruido monótono le hizo surgir tantos y tan caóticos
pensamientos, que venían a pesar oscuramente sobre ella hacía unos momentos, en
relación con la iglesia y con Dios.
Procuró refugiarse en recuerdos más sencillos y más puros.
En el momento de salir de la iglesia, Pedro estaba pálido, y parecía como glorificado por
la piedad. ¡Oh, cuán inefable amor, cuán humilde gratitud sentía ella en aquellos instantes
por su marido!
Todo el mundo lloraba, apretaban la suya muchas manos que ni siquiera sabía a qué
personas pertenecían en el tumulto.
Mientras recordaba todo esto, entró en su corazón un agradable calor. Ya no quedaba
en él nada de la desesperación ni la tristeza de antes.
«Soy una mujer —pensó—, soy mujer, y esto es la cosa más hermosa que puede haber
en el mundo. Pues bien, ya soy toda una mujer, y tendré hijos. De no ser así, de no haber
ocurrido todo lo que ha ocurrido, tampoco yo hubiera podido venir al mundo. Sí, es así, y así
debe ser.»
Con ello, sus pensamientos se tranquilizaron y se desvanecieron, como agotados.
Su mirada volvió a descansar en la dorada araña del techo, tallada en madera: una obra
de arte fina y serena.
«Podría comprarme una araña así para el salón», pensó Miett y la examinaba con ojos
expertos.
Pasó revista mentalmente a toda su casa, pensando cómo la arreglaría cuando
estuviera de vuelta en Budapest, pues Elvira, con su gusto incierto, habría hecho, sin duda,
muchas tonterías.
Iba construyendo con el pensamiento el muelle nido de los futuros días en casa. Volvían
a su mente las jornadas que habían precedido a la boda, recordó la escena en la villa de los
Varga, y aquel instante de la misma noche, cuando inspirada por un deseo desconocido que
se había declarado de repente, hubiera querido ofrecérsele a Pedro.
Y pensando una vez más en aquellos instantes llenos de prohibiciones, corrieron por
sus miembros unas olas de fuego, tan dulces como la miel.
En este instante, Pedro se despertó. Apoyose bruscamente en un codo y se volvió hacia
ella:
—Pero, ¿ya estás despierta?
Miett no le contestó. Escondió la cara en la almohada. Pero al sentir en el cuello los
besos del marido, todo su cuerpo se llenó de fuego.
Después, se hundió en profundo y dulce sueño. No se despertó hasta el mediodía; el sol
brillaba ya y de la calle venían ruidos más vivos y alegres: bocinas de coches, timbres de
tranvías, todo el alboroto de las prisas con que se vive en los países del Sur. Pero más allá
de todo ello, las masas de agua continuaban murmurando en alguna parte.
Pasó al cuarto de baño y durante mucho rato se entregó a las agradables caricias del
agua. Hizo correr todos los grifos y abandonó su cuerpo a los rayos sonoros y frescos del
líquido elemento que festejaba riendo a carcajadas la divina desnudez de aquel cuerpo
femenino de líneas perfectas.
Sentíase animada, sana y feliz.
Cuando, después del desayuno, salieron a la calle, la primera cosa que hizo Miett fue
buscar la causa de aquel monótono y misterioso ruido.
Era el murmullo del Arno, no lejos del Ponte alle Grazie, donde una presa hinchaba sus
aguas.
¡Estaban en Florencia, la ciudad perfumada de flores…!
Y la lluvia nocturna había hecho crecer el Arno, sus aguas amarillentas corrían en
rápidos remolinos y bajo los rayos del sol adquirían un tinte casi naranja. El río arrastraba
viejos troncos de árbol negros, y un hombre con una cuerda sujeta a la cintura descendía
desde el puente y, entre el griterío alegre de la muchedumbre, los iba pescando.
Encima de Fiésole, allí donde el lomo del monte aparecía plateado por los olivos en flor,
y arrojaba una ola de perfumes hacia el valle, el viento nocturno iba empujando los últimos
nubarrones hacia los Apeninos.
Se detuvieron en la ribera. Miett, apoyada en el brazo de Pedro, inclinó su cabeza sobre
el hombro del marido, y sintió deseos de desplomarse al suelo, bajo el peso de la inmensa
felicidad que experimentaba.
13

Una tempestad primaveral preparábase detrás de los montes de Buda. En la calle del
Teniente, las golondrinas volaban muy bajas, rozando las paredes con las agudas alas. En
las copas de los árboles, el viento se estremecía como si estuviera ligado a las ramas e
intentara en vano liberarse.
Los ventanucos de las casitas cerrábanse con prisa ante los nubarrones de polvareda.
La viuda de Takách estaba de pie junto a la ventana, contemplando la calle, muy
ensimismada. Fuera, el sombrero de un niño iba revoloteando muy alto, arrastrado por el
viento.
La de Takách parecía triste, y esa tristeza acampaba en su rostro como araña que sale
del escondite, y desaparece en cuanto percibe el menor ruido. La de Takách escondía ante
los demás su tristeza; pero, al quedarse sola, las arrugas se le hacían más profundas en
torno de los ojos y la nariz, y, a veces, incluso llegaba a llorar. Siempre se imaginó a su hijo
casado en forma que ella se encargase de la casa de Pedro, atravesando las habitaciones
con pasos silenciosos y apareciendo en donde fuera preciso ·hacer algo. Quería mucho a
Miett, pero no la podía aceptar completamente en su corazón, pues fue ella quien la privó
de que aquellos sueños se realizasen.
El cuarto de Pedro estaba ocupado ahora por Pablito Szücs, como huésped. El
muchacho llegó con una maleta barata en muy mal estado, en la que había tan poca ropa
que incluso la de Takách se asustó de tanta pobreza, al abrir un día por casualidad el
armario. Hasta ella, que era enemiga de todo cuanto fuera superfluo…
Le dio lástima aquel buen mozo, un poco raro, y desde aquel día empezó a mirarle con
otros ojos, preguntándose si sería posible convertirle en el marido de Aranka.
Szücs trajo la alegría en aquel pisito sumido en la tristeza. Era muy chillón, estaba
eternamente de buen humor, y cerraba las puertas a golpes; siempre tenía algo que contar
a la viuda Takách y muy a menudo almorzaban juntos. En cambio, cenaba siempre fuera de
casa, volviendo a altas horas de la noche. Solía entrar de puntillas, sin encender la luz, para
que la viuda no se diera cuenta de lo tarde que volvía. Generalmente, tropezaba con una
silla del comedor, que estaba cerca de la puerta, pues volvía siempre algo bebido. Cuando
oía caer a sus pies la pesada silla, se detenía en la oscuridad y escuchaba largo rato, para
ver si había despertado a la vieja.
Por lo demás, no representaba problema alguno para la madre de Pedro. Por cierto que
un día fue en compañía de una mujer con sombrero rojo y anchas caderas, pero afirmó que
era prima hermana suya, maestra de un puebluco.
Los recién casados regresaron del viaje de bodas, después de tres semanas. Ambos
estaban bronceados por el sol, y Miett había engordado cuatro kilos. Sus formas se iban
rellenando y sus colores se avivaban, como las flores del jardín después del chaparrón
estival. Con todo, seguía siendo admirablemente esbelta, como antes.
Pedro volvió a su empleo del Banco. Miett se pasaba el día arreglando la nueva
disposición de los muebles de su casa. Trocó por completo el orden anterior, cambió de sitio
los muebles, queriendo expresar, incluso de aquel modo, que se había iniciado una vida
nueva.
Por las mañanas, iba de tienda en tienda, entre anticuarios y carpinteros. Solía volver
todos los días con los brazos cargados de pantallas, de almohadones, de cortinas. Era como
el pajarito que trayendo en el pico las pajitas va construyendo el nido hilo por hilo. Elvira la
acompañaba a veces a comprar.
Una tarde, salían precisamente de una tienda del Belváros, cuando apercibieron a Olga
en su automóvil. Era un coche flamante, nuevo, pequeño, abierto, de color azul, y Olga lo
ocupaba sola. El coche se detuvo ante ellas por un instante en la aglomeración de la Váci-
utca[22].
Sus miradas se encontraron. Olga se sonrió, algo turbada, e hizo un ligero saludo con la
cabeza.
—¡No la saludes! —murmuró rápidamente la Varga entre dientes, y su cara empolvada
se cubrió de rubor por la emoción.
Miett desorbitó los ojos, asustada, hacia su antigua amiga, y cuando quiso saludarla, ya
era tarde, pues el coche se había ido.
—No se debe saludarla —dijo la Varga, mientras se abrochaba con mano temblorosa el
guante.
—¿Era Olga? —preguntó Miett, fingiendo indiferencia, únicamente para que pudiera
volver la cabeza, con el secreto deseo de hacerle señas con la mano. Pero Olga no había
vuelto la suya.
Entre tanto, el rubor de la emoción había desaparecido del rostro de la señora Varga. En
ese instante, Miett sentía un odio impotente hacia su acompañante y tuvo impulso de
echarse a llorar.
Una vez en casa, esperaba a Pedro con impaciencia. Estaba decidida a contarle el
suceso, y reñir seriamente con él si también se decidía a dar la razón en este caso a la
mujer del doctor.
A estas horas, la mesa estaba puesta ya, y en el centro, el cesto con el pan que olía
agradablemente. Era costumbre de Pedro cortar con la mano un pedacito, tan pronto como
llegaba de la oficina, y echarse sobre el diván, masticando la rebanada. Solía leer el diario
de mediodía, hasta que sirvieran la sopa.
Miett se sentó a su lado, y, ruborizándose y excitada, le contó aquel encuentro callejero.
Pedro, que conocía con todos los detalles la historia de Olga, la escuchó con la mirada
atenta, y luego, como quien no da ninguna importancia a esas cosas, se contentó con
observar:
—Hubieras podido corresponder al saludo…
Y continuó leyendo el periódico.
—¿Verdad? —dijo Miett, quien apenas lograba ocultar su alegría, echando una mirada
de gratitud sobre el marido. La seguridad de que la próxima vez podría saludar a Olga, y
detenerse a charlar con ella, le quitó de golpe el mal humor y tranquilizó su conciencia.
A la mañana siguiente, el primer correo le trajo una carta en cuyo sobre reconoció
inmediatamente la letra de Olga. Sin encabezamiento ni firma, la carta contenía una sola
frase:

«No estoy enfadada contigo, pues soy muy, pero muy feliz.»

A Miett esta carta tan breve le decía muchas cosas. Aquellas pocas palabras
expresaban el carácter generoso de Olga, pues, en el instante rápido de su fugaz
encuentro, había leído en la asustada mirada de Miett el deseo de saludarla, y presentía
que su amiga tendría ahora remordimientos por no haberlo hecho.
Pero tan lacónica misiva traslucía a la vez el amor propio ofendido, y la intención de
superar el chasco sufrido.
«¿Quién sabe si es efectivamente tan feliz?» preguntábase Miett, soñadora, al leer una
y otra vez aquella carta.
Su sentimiento le decía que sí. Tal fue el efecto exterior de la misiva, aquel fino papel
perfumado y color malva. La dorada tinta violeta oscuro brillaba en las letras animadas y
llameantes.
«Si fuese un poco más inteligente, me llamaría por teléfono» pensó Miett,
imaginándose lo bien que estaría sentarse con Olga en el rincón del diván, muy cerquita,
en cuclillas, explicándose mutuamente la historia de los últimos meses. Explicarlo todo,
absolutamente todo, sin olvidar hacer resaltar los detalles más insignificantes. Mientras se
va contando, se descubren siempre nuevos pormenores, pues si podemos explicar cosas a
una persona a la que podemos abrir completamente nuestro corazón, los recuerdos cobran
un nuevo relieve. O mueren o adquieren una nueva vitalidad, penetrando aún más
profundamente en el corazón.
Mas Olga no daba señales de vida. Miett intentó a veces evocar en su memoria la cara y
la figura del hombre que había arrastrado a su amiga hacia el misterioso destino, mas su
imaginación quedó siempre detenida en algún punto, como si chocara contra una pared
invisible.
Pedro iba incorporándose a la vida en casa de los Almády, no sólo con sus trajes y su
mesa de escritorio, sino incluso en sus costumbres corrientes. Después de comer, mientras
Miett quitaba la mesa, solía cada noche jugar a los naipes durante una horita con su
suegro. No lo hacía por cortesía, ni por sacrificio, sino por propia diversión. Tomaban tan en
serio las partidas que a veces llegaban a disputar en serio. Una noche, el anciano, ofendido
por una disputa, se retiró al cuarto, pero, al día siguiente, volvieron a encontrarse sentados
frente a frente, con los rostros graves, en las manos los naipes muy manoseados de tanto
uso, y haciendo crujir las sillas con su peso, en los momentos de reflexionar antes de jugar
una carta.
Aquellas noches, Miett hacía calceta, silenciosamente. A veces, veíase obligada a hacer
una advertencia al marido:
—No grites tanto, ¡por el amor de Dios!
Entonces, Pedro ponía de momento sordina a su voz, pero continuaba la discusión con
el padre de Miett.
Sin embargo, una mañana casi llegaron a reñir, a causa del cuarto de baño. Pedro
llevaba prisa y no pudo entrar para afeitarse, pues Miett estaba aún en la bañera.
Pedro agitaba impacientemente desde fuera el pomo de la puerta. Su voz era aguda e
irritada, al conminar a Miett que desalojara el cuarto. También Miett le replicó irritada:
—¡Ah, qué extraño eres! ¡Espérate un poco!
Por fin, abrió la puerta. Estaba tiritando, sujetándose con la mano el albornoz sobre el
pecho, y calzada con zapatillas minúsculas. Su cara estaba aún llena de gotas de agua, y
ofrecía un aspecto tan cómico con el pelo arrastrando hacia atrás, que Pedro olvidó
completamente la ira. Soltó una carcajada y a besos empezó a quitar las gotas de agua del
rostro de su mujer.
Hacía ya dos meses que vivían así. Dormían en dos dormitorios distintos, pero, por la
mañana, cuando Miett abría los ojos, pasaba siempre, aun abrumada de sueño y
despeinada, al cuarto de Pedro, arrastrando tras sí por el suelo una almohada para
extenderse a su lado en la cama. Pedro se despertaba al cálido contacto. Incluso habían
dado un nombre especial al traslado matutino de Miett, llamándolo «cobijarse». Tenían
asimismo palabras especiales para los demás momentos de su convivencia marital. Estas
palabras no eran nunca hijas de la reflexión, nacían espontáneamente en el invernadero de
sus amores.
Una mañana, Pedro llamó a su casa por teléfono desde la oficina. Quiso hablar con
Miett, pues se había olvidado la cartera. Sin embargo, el teléfono de su casa estaba
comunicando.
Inmediatamente, se apoderó de él una inquietud incomprensible y mordaz. Algunos
minutos más tarde, volvió a llamar a Miett. El número aún estaba ocupado. Le dijo, pues,
irritado a la telefonista:
—¡Haga el favor de conectar! ¡Estoy llamando a mi casa!
—No se puede hacer, caballero —le contestaron lacónicamente.
Pedro, furioso, colgó el aparato. Paseose varias veces por el despacho, y se sintió
entonces a punto de estallar, crujiendo los dientes. Aquello le asustó, como si hubiera
descubierto en él alguna enfermedad desconocida, pues ni podía explicar el motivo de su
cólera, ni lograba sofocarla.
Volvió a sentarse en su butaca y se tranquilizó un poco. Y se puso a dar puntazos,
distraídamente, a la mesa con las grandes tijeras para cortar papel. Entre tanto, íbase
observando. Analizaba aquella sensación extraña que sentía arder de repente en su fuero
interno.
—¡Qué tonto soy…! A lo mejor está hablando con alguna tienda… O está charlando con
una amiga, acaso con la Galamb o la Lénart. O a lo mejor ni es ella siquiera quien está
comunicando, sino su padre…
Mas estas hipótesis estaban lejos de calmarle definitivamente. Había empezado a
rodearle el martirio de los celos, y pensó, medroso, que podría llegar un momento en que
tuviese motivos serios para sentirse celoso. Adivinaba de antemano cuán terribles serían
aquellas dudas, pues ya esta vez le estaban mordiendo el corazón, como si sufriera un dolor
físico real.
Volvió a pedir su número. Esta vez, oyose un chirrido, y, de súbito, se sintió conectado
con los que comunicaban. Miett estaba hablando. Pedro oyó la mitad de una frase:
—… ¡y si no las devuelve, tanto me da! ¡No tengo miedo! ¡Puede guardarlas!
Y Miett soltó una carcajada encantadora, al proferir estas palabras.
Tras un instante de silencio, oyose una voz de hombre:
—¡Eso no es un chantaje! No quiero coaccionarla, sólo le digo que las tengo y las
guardo con mucho cariño…
—¡Así lo espero! —dijo Miett, en tono de juego.
Oyose ahora otro ruido y la telefonista de la Central advirtió a Pedro:
—Lo siento, pero el número que usted pide aun está comunicando…
Pedro tiró con violencia el auricular sobre la mesa. Levantose de un brinco, y, durante
un instante, fijó sus ojos desorbitados en el silencioso aparato. Luego, tal como estaba, sin
sombrero, se precipitó fuera de la oficina. Bajó corriendo la escalera y, de repente, diose
cuenta de que se encontraba en la calle, sin saber por qué, ni adónde pensaba dirigirse.
Sintió con un estremecimiento que se había convertido en un juguete ligero y sin alma de
aquella pasión que le obligó a bajar de un instante a otro desde su oficina, del cuarto piso,
hasta la calle, como si le empujara una mano gigantesca y brutal. Y ahora se encontraba
allí, en medio de la avenida, ante el edificio del Banco, con una terrible llaga en el corazón,
sin sombrero y pálido, sin duda, como la cera, mirando con ojos desorbitados a aquel
hombre que no recordaba quién era y que le ponía la mano en el hombro
—¡Hola, Pedrito! ¿Adónde te diriges?
—Al estanco… —contestó rápidamente, teniendo miedo a su propia voz, y poniéndose
en marcha con pasos tranquilos hacia el lugar que acababa de indicar.
Tiritaba, como si la cálida sangre hubiera huido de sus arterias. Compró un paquete de
cigarrillos que no necesitaba para nada, luego volvió al Banco y se puso a pasear a lo largo
de un fresco pasillo donde sus pasos resonaban como el péndulo de un reloj.
Aquellas palabras oídas por casualidad se habían enganchado a su cuerpo, como otros
tantos anzuelos.
Intentó ordenar un poco sus pensamientos. La voz era la de Miguel Adam. Aquellas
pocas frases entreoídas casualmente, ardían en él con una fuerza dolorosa, causándole
irresistible martirio. La primera certidumbre que paralizó todos sus pensamientos, fue que
mientras él pasaba las mañanas en el Banco, Miett estaba telefoneando con otro hombre.
¡En el tercer mes de su matrimonio! El descubrimiento era tan monstruoso que por poco se
desplomó bajo su peso. Se retiró a uno de los ventanales, se apoyó en la pared y miró al
aire con la mirada incierta. Repitió mentalmente las palabras oídas, letra por letra,
procurando descifrar el significado. Lo único cierto era que en posesión de Adam existía
algo que Miett deseaba que le devolviese. Pero, ¿qué sería? Su susceptible imaginación
viose invadida por sospechas brutales. Primero pensó en alguna prenda de mujer o alguna
peineta que Miett hubiera podido olvidar en casa de Adam con motivo de alguna cita
clandestina. A su torturada imaginación, no le costaba nada ver a Miett revolcarse en
brazos de Adam, y vio ante sí, con tan alucinante relieve, los instantes de sus relaciones
prohibidas, que le causó un terrible dolor físico. Surgían en su mente frases de lugar
común, tontas y vacías : «la mujer es la maldición del hombre…» , «todas las mujeres son
perversas…» «Eva y el fruto prohibido…», y en aquel momento, todas las frases hechas e
inexorables leyes de la vida. Aun en los instantes más felices arrastraba consigo, en el
fondo de su alma, algún temblor minúsculo y confuso de que aquello no podía seguir así en
el caso de que un día Miett le engañase; pero ahora, al saber, o al creer saber por lo menos,
la infidelidad de Miett, se sintió de pronto fuera de sí.
Se apartó del ventanal y se puso a pasear otra vez por el pasillo. Un compañero de
oficina pasó a su lado, con expedientes bajo el brazo; se detuvo con él, cambiando frases
banales. Tuvo que reunir toda su energía para no traicionar el irrefrenable oleaje íntimo de
su alma. Este esfuerzo le hizo volver en sí un poco, y ello le permitió seguir pensando con
mayor tranquilidad. Iba auscultando, casi instante por instante, su vida con Miett, como si
hiciera pasar la mano febrilmente, con dedos sensibles, por un cuerpo adormecido y
desnudo, buscando alguna tara o llaga escondida. Mas no encontró absolutamente nada.
Miett era pura. En lo que sabía y sentía de ella, Miett se brindaba a él enteramente, sin
reserva alguna. Desde que estaban· casados, no se había alejado de él ni por un instante.
De tener relaciones con Adam, sólo sería posible imaginar que se encontraran por las
mañanas, mientras él estaba en la oficina, pero le pareció inconcebible. No obstante, aquí
existía un punto que le devolvía a su tormento, sin permitirle proseguir en el sendero que le
llevaba hacia pensamientos más tranquilos. Recordó el tono apasionado con que Miett le
había explicado su encuentro fortuito con Olga, tomando partido con toda su alma por la
amiga. ¿Qué clases de leyes ocultas profesaría Miett, en el fondo del alma, acerca del amor
y del matrimonio? ¿Acaso consideraba el propio cuerpo como regalo y gloria para cualquier
varón sin que ella hubiera de sentirse menospreciada en lo más mínimo? Se puso a
investigar, pues, con desesperación en el alma de Miett, y diose cuenta muy desanimado
de que en vano intentaría bucear en sus misterios.
Tras aquellas crueles torturas, prodújose un momentáneo alivio. Después de todo,
pareciole otra vez imposible que Miett hubiera «caído». Entre Miett y Adam había existido,
sin duda, a lo mejor años atrás, algún amorío más o menos inocente. Recordó el momento
del primer encuentro con Miett, en aquel té de los Varga; luego, haberlos visto pasar a los
dos, a pasos rápidos, en el Corso, a orillas del Danubio. Vivía de nuevo aquel instante, poco
antes de Navidad, cuando en la nieve iluminada por los faroles volteó, de repente, a su
lado, el sombrero de fieltro oscuro de Miguel Adam; estremecían otra vez su alma todos
aquellos pensamientos que se le habían ocurrido entonces, y encontró la explicación de
que aquellas cosas misteriosas a que se referían Miett y Adam por teléfono, momentos
antes, no podían ser sino una carta de amor juvenil.
Al llegar a esta conclusión, y pudiendo ligar a ese punto fijo los pensamientos que se
debatían desesperadamente, volvió a calmarse y apagó en el alma la incandescente
hoguera de la sospecha. Al salir de la oficina para volver a casa, había recobrado ya el
completo dominio de sí mismo; sólo en el fondo más oscuro del espíritu llevaba aún aquel
descubrimiento, cual un objeto ajeno y pesado.
A Miett no le dijo nada. Temblaba ante la idea de que Miett pudiera palidecer al oír la
pregunta, y confundirse en mentiras. Prefería por ahora lo poco que sabía y su
interpretación hipotética, a la posibilidad de perder su fe en Miett para siempre.
Entonces, pensando otra vez con el cerebro, necesitaba mucha fuerza para ocultarle a
Miett la crisis moral que le aquejaba. Sin embargo, escrutó con los ojos avizores a su mujer,
pesando bien cada una de sus palabras y de sus gestos en la finísima balanza de aquella
crisis anímica.
No obstante, ni siquiera gracias a la más cuidadosa investigación hubiera podido
descubrir algo nuevo que viniera a fomentar sus sospechas. La comida se desarrolló en el
ambiente habitual. Como siempre, el padre presidía la mesa, vistiendo una chaqueta
blanca de verano, y quejándose del calor que hacía. Miett llevaba un batín negro de casa,
bajo el cual no llevaba más ropa, y calzaba los pies desnudos con escarpines viejos de
tacón alto.
Pedro veía a Miett de buen humor, y observó que consagraba su atención tan
completamente hasta a los asuntos más nimios —por ejemplo, a que sería necesario
tapizar los muebles del salón y la opinión del carpintero sobre el particular—, que Pedro
encontró nuevos argumentos para tranquilizarse a sí mismo. Si Miett escondiera algo en su
fuero interno, involuntariamente se quedaría pensativa por algunos instantes y sería
incapaz de manifestar aquel interés por semejantes nimiedades.
Después de comer, entornaron las persianas, porque el sol caía sobre la ventana en
irresistibles llamaradas. Era un cálido día de fin de mayo, cargado ya de la sofocante
temperatura del estío. De los árboles de la calle, llegaba soñoliento y quejumbroso el gorjeo
de los gorriones. El tilo, cuya copa llegaba hasta la ventana, ofrecía una sombra polvorienta
y cálida.
Por las tardes, Pedro y Miett solían dormir la siesta juntos sobre el diván del fresco
salón. Entonces, pretextando que le dolía la cabeza, Pedro se esquivó al buen humor de
Miett. El descubrimiento de aquella mañana le tenía trastornado el ánimo; mas, por ahora,
no quería desahogar abiertamente su ira ni provocar escenas, pues no sabía cómo empezar.
Esperaba el momento propicio.
Miett tenía invitados para el sábado por la noche: la madre de Pedro, los Varga, Pablito
Szücs y Juanito.
Aun faltaban dos días para el sábado, y durante estos días, resultó imposible hablar con
Miett. Estaba siempre en la cocina, llevaba un pañuelo en la cabeza como las amas de casa
aldeanas, batía natilla y preparaba unos pasteles minúsculos muy complicados. Su mano,
encima de la artesa, con la blusa arremangada hasta los codos, llegaba a ocultarse, bajo la
acción de la pasta blanda, compuesta de miel, huevo y mantequilla. Disponíase Miett con
emocionante ahínco y con cortedad de niña a fabricar su primera tarta, como si del éxito de
ella dependieran su vida y su honor de ama de casa. Celebró largas conferencias
telefónicas con sus amigas, haciéndose repetir varias veces y por varias procedencias la
receta de la pasta, sintiéndose más insegura después de cada conversación.
Pedro, que iba observando con aguda mirada e ideas escrutadoras hasta la más leve
manifestación del ser íntimo de su mujer, desde que sorprendiera aquella conversación
telefónica con Adam, vio desplegarse ante sí con colores siempre nuevos la personalidad de
Miett. Por fin llegó el sábado tan esperado.
—¿Cuántos seremos a cenar? —preguntó padre durante el almuerzo.
—Solamente seis —dijo Miett—, pues Juanito no podrá venir.
—¿Por qué no viene?
—No lo sé. Me ha escrito unas líneas, excusándose.
Después del almuerzo, Pedro y padre se quedaron junto a la mesa, conversando. Miett,
que daba manifiestas señales de impaciencia, hizo un gesto, llamando a Pedro a la
habitación contigua.
—Lee esta carta —díjole, cuando se quedaron solos los dos.
Le entregó la carta en la que Juanito, con mucha cortesía, se excusaba de no poder
asistir a la cena aquella noche.
La última frase de la carta rezaba así: «Y te ruego que, de ahora en adelante, no me
invites más a vuestra casa.»
—¿Qué te parece el rapaz? —preguntó Miett, colocándose en jarras, cuando Pedro hubo
acabado la lectura, y después de haber acompañado con expresiva mímica la lectura de las
líneas que ya conocía.— Deberías ir a verle, darle dos buenas bofetadas y traerle aquí a la
fuerza. Ahora ya no cabe duda de que está enamorado de mí. ¡Pues ya le quitaré yo ese
enamoramiento!
Pedro sonrió. Plegó la carta con cara pensativa y la devolvió a Miett. Sentíase invadido
por una sensación agradable y pura, al pensar en Juanito.
—Deja en paz al pobre muchacho —dijo, y tomó suavemente la mano de su mujer; pero
no la soltó, como si aún hubiera querido preguntarle algo más. La miró profundamente a
los ojos y preguntó:
—¿Eran muchos, los que estaban enamorados de ti?
Miett hizo una mueca; hubo en su expresión tanta malicia como travesura. No miró a
Pedro; estaba ocupada en colocar la carta en el sobre, lo que no era tarea fácil, pues el forro
de papel de seda morado se había rasgado.
—Naturalmente, ¡eran muchos! ¿Qué te has creído? ¿Que antes que tú nadie me prestó
atención?
Con la carta de Juanito, cruzole la cara a Pedro y se dispuso a dejarle plantado allí. Pero
Pedro la cogió por la mano y la obligó a sentarse a su lado.
—No te vayas todavía. Dime eso: y tú, ¿de quién estabas enamorada antes de
conocerme?
Miett, de reojo, lanzó una mirada coqueta y traviesa a su marido.
—Bueno… Contéstame.
Miett no abandonó aún el tono de burla.
—¿De quién? Di mejor de quiénes.
—¿De veras? —preguntó Pedro, con un interés fingido que, a su vez, parecía burlón,
pero apretando cada vez más fuertemente la mano de su mujer. Su voz sufrió un brusco
cambio al formular por fin su pregunta. En su voz temblaba el corazón sangrante y el dolor
escondido en su alma durante dos días:
—¿Con quién hablaste por teléfono anteayer?
Se puso pálido como la cera, y miraba a Miett con mirada convulsiva.
—¿Cuándo? —preguntó Miett, alargando la palabra.
—¡Anteayer! Hacía mediodía, estabas hablando por teléfono con un hombre.
Miett desorbitó los ojos, extrañada, y preguntó, entre sorprendida y enfadada,
protestando:
—¿Yo?
Al mismo tiempo, sin embargo, cruzó su rostro un matiz apenas perceptible de
angustia, como si ya le pesara la mentira que había soltado tan a la ligera. Pero ahora ya no
había escape. Durante un instante, miráronse de hito en hito, y Miett intentó en vano
liberar su mirada de la de Pedro, mirada que le penetró hasta las entrañas. Levantose y se
acercó a la puerta.
—¡Qué tonto eres! —dijo, con sonrisa forzada y exangüe en los labios.
Cruzó el comedor y se puso a silbar, aunque no era costumbre suya, y precisamente el
silbar no tenía ahora ningún sentido. Al ver cerrarse la puerta detrás de su mujer, Pedro se
extendió en el sofá, con la cabeza hundida en los almohadones. Sentía algo que se
asemejaba mucho a la muerte.
Poco después, Miett volvió a entrar. Según su costumbre, extendiose junto a Pedro,
como si nada hubiese pasado, y buscando donde colocar su mano en el cuello ele su
marido, hundió los dedos, soñolienta e infantil, en los cabellos de Pedro, con gesto habitual.
Al sentir su contacto, Pedro se incorporó del diván y, sin mirarla, salió de la habitación.
Miett se incorporó a su vez, con un brusco movimiento de ira, y le miró fijamente.
Pedro salió a la calle. Sentose en la terraza de un café vecino y clavó su mirada vacía en
algunos titulares del periódico que el camarero le había dado. El café humeaba ante él,
intacto.
Permaneció sentado así durante largo rato, pero sin darse cuenta de que pasaba el
tiempo, pues sus pensamientos estaban paralizados. Aquellos repugnantes pensamientos
habían tropezado con la mentira de Miett como las moscas quedan pegadas en el papel
asesino… Se debatían, se esforzaban, pero eran incapaces de despegar otra vez para volar
libremente. De cuando en cuando, se cansaban, quedando inmóviles en la masa dulce,
pegajosa y mortífera.
Pedro estaba decidido a divorciarse de Miett. Pero, ¿cómo podría comunicar esta
decisión a su madre, a Pablito Szücs y a sus amigos? ¿Qué dirían la gente y sus compañeros
de oficina? ¿Qué pasaría con la cena de la noche, que ya no podría anularse? Pensando en
esto, sentía el corazón atravesado cruelmente por sentimientos de dolor, vergüenza y
humillación.
Quizás llevaba sentado allí desde hacía dos horas, cuando alguien, desde la calle, le
tocó el hombro.
Era su suegro.
—¿Qué ha pasado entre vosotros? —preguntó, mirando a Pedro con una sonrisa
amable.
Pedro se ruborizó, terriblemente avergonzado.
—Nada… —dijo embarazado y con gesto inconsciente, dando vueltas a la hoja del
periódico, pues no quiso mirar a los ojos del anciano.
Este movió silenciosamente la cabeza, como si dijera: «¡Qué tontos sois!» Pero, luego,
su cara se puso seria y tras un instante de silencio, dijo:
—Sube a casa, porque llora mucho…
Al oír estas últimas palabras, Pedro sentía el corazón invadido de algo; no sabía de qué.
El padre continuó el paseo, inclinándose un poco hacia adelante, como los viejos.
Después de mucho rato, Pedro decidiose por fin a ir a su casa. Miett estaba sentada
cerca de la estufa, con los hombros encogidos. Apretaba contra su boca un pañuelito
húmedo de lágrimas. Su actitud expresaba terquedad, y la amargura de una ofensa sufrida.
No levantó la mirada al oír entrar a su marido, y unos instantes después cerró los ojos con
expresión de sufrimiento y casi de menosprecio.
Pedro se detuvo ante ella, permaneciendo silencioso durante largos minutos. Ambos
estaban sufriendo. Por fin, Pedro se decidió a hablar, con una ternura triste en la voz:
—¿Por qué me has mentido?
Miett no contestó.
—¿Quién era aquel hombre con el que hablaste por teléfono?
Miett contestó, entre sollozos, y apretando el pañuelo sobre su boca.
—Miska Adam…
Pedro preguntole, amenazador:
—Y ¿qué es lo que no te quiere devolver?
Miett pronunciaba las palabras en su pañuelo arrugado:
—Un día… siendo niña, le escribí una carta de amor muy tonta. Ya ni me acuerdo de lo
que le decía… Ahora me llamaba por teléfono para decirme que, por casualidad, había
encontrado aquella carta. Dijo tonterías y acabó por decirme que me la enviaría si yo le
pagaba cien coronas.
Y un instante después, añadió:
—Pregúntaselo a él, si no me crees…
Pedro escrutó largamente el semblante de Miett:
—Pero, entonces, ¿por qué me lo quisiste negar?
—¿Por qué? ¡Porque me lo has preguntado en un tono…! Y he sido tan tonta que te he
mentido.
De repente, miró a Pedro con sus grandes ojos, de pies a cabeza, y, enfadada, le dijo
con violencia:
—¡Has de saber que no tengo nada que ocultarte!
Y bruscamente, le volvió la espalda, ofendida, ultrajada en su honor de esposa fiel.
Pedro miró atentamente el codo de aquel cuerpo que reposaba en el respaldo del sillón;
era como si lo hubieran tallado en mármol. El brazo desnudo le hizo pensar en la mano de
Miett sobre la artesa, con el cómico peso de la pasta pegada en ella. Pensó con qué fiebre y
alegría infantil Miett se había preparado para la cena de esta noche, y de repente sintió por
ella honda compasión. Su conducta parecíale muy estúpida en todo este asunto. Miett tenía
razón: él había formulado la pregunta en un tono que le hacía estremecer hasta a sí mismo,
se acordaba perfectamente de ello.
Miett se levantó del asiento y quiso salir de la habitación. Pedro la cogió por el brazo
hacia sí, pero Miett se resistía. Tras breve lucha, le cogió ambos brazos y los apretó contra
su cara. Luego, pronto, encontraron mutuamente sus labios. Miett permaneció durante
largo rato en los brazos de Pedro, disfrutando el placer de la primera reconciliación.
Szücs y la madre de Pedro llegaron los primeros. Szücs trajo a la viuda de Takách
cogida por el brazo, y ya al entrar en el recibimiento armó una tremenda algarada.
Durante la cena, Pedro le dijo a Szücs ocultándose disimuladamente tras la servilleta:
—Debes alabar mucho la tarta, pues mi mujer la ha hecho ella misma.
Szücs le hizo un gesto, precavidamente, para significarle que había comprendido.
Cuando la tarta fue servida, preguntó:
—Esta tarta, ¿viene de la pastelería?
Miett estaba de pie, cerca del bufete, visiblemente excitada, y contestó con otra
pregunta:
—¿Por qué?
—¡Porque es verdaderamente divina! —exclamó Pablo Szücs con fingido entusiasmo,
rascando los restos de chocolate en el plato con el cuchillo.
Pedro observó a Miett y, aunque estaba de espaldas, vio que su mujer se había
ruborizado hasta la punta de las orejas, sin atreverse a volver la cara hacia los invitados.
En aquel momento, Pedro quería tan profundamente a Miett que las lágrimas se le
asomaban a los ojos.
14

Eran las diez de la mañana. El viento peinaba el agua verde manzana del lago Balaton
en encajes plateados. Aquellas pequeñas olas minúsculas y blancas, venían desde Tihany y
parecían refugiarse en montones infinitos hacía las orillas de aquende, cual un rebaño
perseguido. Les perseguía el viento, aullando alegremente entre las velas, blancas como la
nieve, de algunos yates.
Pedro y Miett paseaban lentamente por la playa; vestían albornoz y sus cuerpos
estaban tostados por el sol. El rostro y los brazos aparecían ya morenos a consecuencia de
estos diez días de verano pasados junto al lago. Detuviéronse ante una torre y Pedro llamó
hacia la ventana abierta del primer piso.
Luego, al ver que nadie le contestaba, formó un embudo con sus manos y gritó más
fuerte. Sin embargo, allí arriba no se movía nadie.
Esta vez le tocó a Miett gritar, y la voz subió con alegre entonación hacia la ventana del
primer piso.
—¡Zsigácska![23] —gritó casi cantando, poniendo en su voz todos los tonos con burlona
coquetería.
Y en efecto, en el instante siguiente, apareció en la ventana, el semblante cubierto de
espuma de jabón de Segismundo Pán, que estaba precisamente afeitándose.
—¿Podemos servirnos del Neptun? —preguntó Pedro.
—¡A disponer siempre! —contestó Pán, sin dejar de enjabonarse con la brocha.
Miett miró hacia arriba con la cabeza ladeada y parpadeando con los ojos:
—Y usted, ¿adónde piensa ir que se pone tan guapo?
—¡Vuelvo a Budapest, pero regresaré mañana mismo!
—¿Querría traerme un paquetito de casa?
—¡Con mucho gusto!
Miett se quedó debajo de la ventana, haciéndole diversos encargos a Pán, como era
costumbre en los veraneantes con los amigos que iban y volvían de la capital.
Entretanto, Pedro bajó hasta el agua y se disponía a poner a flote el Neptun. Tiró el
albornoz y se metió en el agua hasta las rodillas.
El Neptun era una barca vieja pesada; de los agujeros de sus costillas cubiertas de
patina, colgaban musgos mojados de color verde claro. Parecía un artefacto harto primitivo,
provisto de mástil y velas, pero que, en realidad, no podía servir para largos cruceros por el
lago. En el Balaton, incluso en los días de sol, la tempestad está en acecho tras las
montañas de Badacsony, y, cuando se le antoja, llena de cortinas negras el firmamento,
como si tirara de un cordón oculto. Y en la oscuridad así producida, se abalanza en pocos
minutos sobre el lago.
El Neptun era una barca de la ribera y hacía buenos servicios a quienes buscaban la
soledad o querían tomar baños de sol desnudos en el amplio fondo, forrado con mullido
esparto. Ahora, balanceaba su amplio vientre, perezosa y comodona, en el agua.
Pedro deshizo los nudos que sujetaban las velas.
En el extremo de la cuerda, se ponía a ondear la vela izada, entregándose alegremente
al viento suave, con estremecimiento femenino y virginal. Pedro sujetaba con mano firme la
cuerda principal, plantando su pie con ademán firme en el fango del agua, y los músculos,
como serpientes morenas, se destacaban bajo la piel tostada de la espalda y los brazos. De
los hombros se le había desprendido el traje de baño y al tender los músculos con toda su
fuerza, inclinándose en cerrado ángulo al sujetar la cuerda, su cuerpo de atleta medio
desnudo luchaba con movimientos magníficos contra la vela que intentaba escaparse.
También Miett bajó a la orilla. Quitose las ligeras zapatillas de baño antes de adentrarse
en el lago, probando cautelosamente la frescura del agua. Levantó cuidadosamente ambas
puntas del albornoz color malva y se acercó al Neptun, que Pedro había alejado ya de la
orilla.
Pedro extendió la mano hacia Miett y la ayudó a subir a la barca.
—¿Adónde quieres que vayamos?
—A ninguna parte. Al llegar adentro, amainaré las velas. ¿Quieres dormir?
Miett sentose en la proa y asintió con la cabeza, bostezando.
La noche anterior, en la terraza del hotel, la tertulia estuvo reunida hasta muy tarde.
Eran ya las cuatro de la madrugada cuando se acostaron. Miett miró ante sí, apoyando el
codo en la rodilla, con ojos soñolientos. Le parecía oír aún el suave zumbido de los violines
nocturnos, como si unos insectos invisibles y enormes revolotearan alrededor suyo con
suaves alas. Habían bebido algo de champaña, el preciso exactamente para que las
miradas se volvieran brillantes y la sangre se calentara. Cuando, hacia la madrugada, en la
débil luz rojiza del alba que apuntaba encima del lago, volvieron a casa y se acostaron en el
minúsculo cuarto del hotel, corriendo las cortinas ante los fulgores indiscretos de la salida
del sol, se abrazaron, excitados por la bebida y la música, sobre la cama.
Ahora, Miett sentíase invadida por un cansancio dulce y feliz. Sentía ingrávido su
cuerpo en aquella fresca y serena mañana. Durante largo rato, permaneció inmóvil en la
proa de la barca, con los ojos entornados. Su moño le resbaló sobre el hombro, y el viento
jugueteó con sus cabellos, sensualmente.
Pedro trabajaba con los remos. La vela se hinchó también con el viento y el Neptun iba
surcando lentamente las olas, alejándose cada vez más de la orilla. Pero luego, como si se
hubiera cansado, la vela cayó inerte junto al mástil. Pedro, a su vez, alzó los remos que
goteaban y los colocó en el fondo de la barca.
El viento se calmó por completo. Las diminutas olas que antes rodeaban la barca,
parecían haberse escondido en las honduras del lago; la superficie del agua parecía un
espejo, y a los pocos instantes cubriose con los ligeros y redondos copos de seda de las
semillas que el viento había arrastrado hasta allí.
El aire empezó a calentarse rápidamente. Sin embargo, el calor no llegaba a ser
sofocante, pues durante la noche había llovido mucho y las orillas exhalaban por todas
partes un fresco y puro olor de tierra. Muy lejos, en varios puntos a la vez se oían
campanadas dominicales. Más que oírlas, se adivinaban. A veces, algún pececito daba un
brinco encima del agua, brillando por un instante, blanco y plateado, en el aire. El agua lo
tragaba otra vez con un ruido seco, y de nuevo el silencio se hacía alrededor, como
acompañando al intenso bochorno.
El Neptun yacía sobre el agua inmóvil, tan lejos de la orilla, que no se podía distinguir a
la gente. Estaban solos con el cielo, la calma y el inmenso lago. Miett se levantó y, con
indolente ademán, se quitó el albornoz que se había calentado por el sol y se quedó
desnuda. Agarrándose con una mano en el mástil, soltó el moño y sacudió las trenzas de
color rojo dorado, como si fueran un peso molesto. Con los cabellos desatados y con el agua
infinita color verde, en el fondo, parecía allí en la proa de la barca, una ninfa esbelta y
pelirroja. Extendió su cabellera sobre sus hombros, con movimientos tranquilos, abriendo
ante Pedro su desnudez con una impudicia consciente. Pedro estaba entretenido con un
montón de cuerdas y no parecía darse cuenta de ella. Desde hacía ya tiempo, el
matrimonio los había acostumbrado a que sus cuerpos no tuvieran mutuamente ningún
secreto.
Con gestos perezosos y llenos de gracia, Miett se extendió en el fondo de la barca sobre
el esparto, colocó los brazos bajo la nuca y cerrando los ojos entregó el cuerpo, que
aparecía color de miel, a los dulces y cálidos rayos del sol.
También Pedro sentíase invadido por el sueño. Dio un gran bostezo, pero tras la fatiga
corporal, cierta vivacidad anímica le impedía dormirse. Aquella calma dominical tan pura
que se extendía en torno suyo casi imperceptiblemente, hacía surgir del fondo de su alma
pensamientos piadosos. Contempló a Miett, que yacía a sus pies, con los brazos cruzados
bajo la nuca, como una gran cruz de oro maravillosa. Intentó pasar revista a los
acontecimientos probables de la vida venidera. Viose a sí mismo y a Miett en las más
distintas actitudes físicas y espirituales. Lo que más miedo le producía era que, al lado de
tan deliciosa mujer, se viera asaltado por las insoportables torturas de los celos, como
aquella vez en su despacho, cuando escuchó por casualidad la estúpida conversación
telefónica. Pero ahora se sentía curado de esta clase de males. En cuanto hubo observado
con ojos escrutadores y con sigilo todos los movimientos de su mujer, habiendo atraído su
alma a unas emboscadas y trampas minúsculas finamente construidas para poder vigilarla
mejor, quedó por completo tranquilizado. Miett tenía un alma completamente pura. Por
desenfrenada y loca que pudiera ser en el amor hacia él, frente a los demás mostraba una
virginal reserva. No tenía ni lo más mínimo de aquella coquetería que Pedro odiaba tanto
en las demás mujeres y que le hubiera hecho infeliz, si la hubiera descubierto a su vez en
Miett.
Le vino la idea de que, tan pronto como Miett tuviese un hijo, ese hijo constituiría un
lazo aún más íntimo entre los dos. Mas, ¿sería verdad que Miett tendría un hijo? Sí, lo
tendría, era cierto. Ese primer año debía sacrificarse únicamente en aras de su amor, y así
debía de ser, pues no era agradable que entre dos enamorados apareciera ya durante los
primeros meses la sombra de un hijo. Al contemplar a Miett, pensó que el embarazo
deformaría la perfección de las líneas del cuerpo de su mujer. Y si el niño llega
inesperadamente, toda la casa se llena de un miedo angustioso. El pequeño tirano capta
todas las atenciones, todos los sentimientos del corazón materno, que va madurando con
vistas al parto, ya antes del advenimiento. Es preciso coser trajecitos, escuchar los consejos
del médico y temer de antemano los dolores y las diversas alternativas que acarrea el
alumbramiento. El embarazo físico es una penosa carga en los senderos del amor.
Sin embargo, iba evocando ya en sí las vocecitas del crío, los grititos y los llantos, y vio
a Miett amamantándolo. Vio distintamente el movimiento de su mano y la actitud de su
cabeza, lactando a aquella insaciable boquita de niño rezumando leche, sosteniendo entre
sus hermosos dedos los pezones de la divina jarra de los pechos.
Su imaginación proyectaba en las rutas del tiempo a dos criaturas: un niño y una niña,
ataviados con trajecitos limpios como unos angelitos, revelando en cada uno de sus
pliegues, cintas y lazos los pródigos cuidados de la mano de Miett y su gusto tan elegante.
El niño llamaríase Pedrito y María la niña. Vio a los dos pequeñuelos sentados en las rodillas
de su abuelo. Les vio en la habitación de la casita de la calle del Teniente, mientras su
madre les ofrecía dulces.
«Enseñaré idiomas a mi hijo», pensó, mientras su atención estaba concentrada durante
unos instantes en una grulla gris que pasó volando a poca altura encima de la barca,
agitando queda y silenciosamente sus claras alas, que fulgían a la caricia del sol, como
abanicos de plata.
Recordó las conversaciones de la noche anterior, cuando un contertulio, el profesor
Rivolszky, explicó con argumentos muy contundentes que la clase medía húngara, si no
quería morir, debía dedicarse a oficios prácticos. Pedro daba toda la razón a Rivolszky.
«Mi hijo estudiará Comercio», pensó, mientras fijaba su mirada, con las cejas fruncidas,
en los montes de Tihany; encima del espejo del agua que ardía con los rayos del sol.
Veía a su hijo a la edad de cuatro años, balanceándose en un caballo mecánico de
madera; veíale como alumno del colegio, con manchas de tinta en los dedos, y le ataviaba
con sus propios rasgos infantiles. Le vio llevando el primer pantalón largo, e iba inventando
diferentes situaciones en las que hubiera de ejercer la autoridad paterna. Querría mucho a
su vástago, pero sería severo y a veces hasta cruel con él; le querría mucho, y a pesar de
ello, la preferida sería la niña. A ésta, que su madre la educara como quisiera. ¡Qué mona
sería! Sin duda alguna, se parecería a su madre. En su cuerpecito frágil iría floreciendo otra
Miett, la cual, sin embargo, no se parecería en todo a la primera, sino que señalaría con
finas e imponderables discrepancias el arte de la Naturaleza al transmitir sus creaciones de
una generación a otra.
Acercose graznando una gaviota; pero, de repente, torció el vuelo y voló hacia el Norte,
como si se hubiera dado cuenta de que molestaba a alguien en sus pensamientos de
ternura familiar.
«Sin embargo, la vida tendrá también aspectos penosos —siguió pensando Pedro—.
Mas, ¿valía la pena pensar ahora en ellos? ¡Con qué inmensa sabiduría ha creado Dios la
naturaleza humana, dotándonos de la capacidad de alegrarnos de antemano! Podemos
recorrer con nuestra imaginación todos aquellos rincones en los que nos esperan la alegría
y la dicha, mientras que los momentos de dolor y tormento son para nuestro entendimiento
unos arcanos insondables. ¿Qué pasaría si Miett tuviera que morir bruscamente? ¿Si una
enfermedad inesperada se pusiera a roerla? ¿Si un accidente ferroviario mutilara su divino
cuerpo? ¿O si se enamorara de otro hombre?»
En aquellos momentos, todo esto le pareció imposible. Su mirada cayó sobre Miett, que
yacía en su desnudez de Venus en el fondo de la barca. Su cabeza reposaba de medio perfil
sobre el dorado cojín de su cabellera. En sus labios y en sus ojos profundamente cerrados,
se asomaba una pálida e inexorable sonrisa. Una mano suya llegó a posarse, mientras
dormía, en una cadera, y se quedó allí en ademán extraño como si estuviera a punto de
pulsar una vibrante lira.
Otros copos blancos de diente de león venían revoloteando por los aires. Uno de ellos
rodó lentamente por encima de Miett, rozando con suavidad el pecho y el vientre, como si
fuera a besárselos.
Pedro, al mirar otra vez a su mujer, se sentía poco a poco invadido por pensamientos de
amor que hacían estremecer su cuerpo en ondas lentas, desde la cabeza hasta los talones.
Intentó reprimir estos pensamientos, y tampoco quiso despertar a Miett, que dormía
profunda y dulcemente. Su pecho subía y bajaba acompasado, según el ritmo monótono y
lento de la respiración. Mas en vano volvió la cabeza, en vano intentó huir con su mirada
hacia las azules lejanías de los montes: tuvo que mirar una y otra vez a Miett y el deseo
amoroso iba apoderándose de él.
Un instante más tarde, Miett se despertó y tomó otra posición sobre el esparto. No
reveló sorpresa alguna, como si los besos de su marido fueran para ella tan sólo la
continuación de su sueño. Luego, tras un beso larguísimo, se extendieron cansados los dos
sobre el esparto bajo los cálidos rayos del sol, hundiéndose en un sueño muy profundo. Sin
embargo, antes de dormirse, Miett se cubrió con el albornoz, pensando que mientras ellos
durmieran, otra barca podría pasar a su lado.
El agua mecía suave y casi imperceptiblemente el Neptun. El sol estaba muy alto y
cuando se despertaron, eran más de la doce.
—Ven a bañarte —dijo Miett y se colocó al borde de la barca.
—Espera, voy a probarlo primero, porque me parece que en este punto el agua es muy
profunda…
Pedro se quitó hasta el traje de baño y saltó en el agua color de perlas. Miett se ató los
cabellos, los cubrió con el gorro de goma y luego también se echó al agua. Sus pies no
tocaban tierra; nadaban con movimientos tranquilos alrededor de la barca, sintiendo
debajo suyo la misteriosa presencia de la profundidad. Sus cuerpos se refrescaron; gozaban
al bañarse de aquellas delicias que les diera la soledad tan absoluta y el poder envolver su
cuerpo libremente y por todas partes con la mullida seda del agua.
Como no soplaba ni la más mínima brisa, la vela resultó completamente inútil, y
cuando después de bañarse parecioles, por la posición del sol, que la hora de comer había
llegado ya, los remos hicieron sudar mucho a Pedro para acercar a la orilla una barca tan
pesada. Ataron al Neptun a un poste, y por el paseo del balneario encamináronse hacia el
hotel, en cuya terraza solían tomar el almuerzo.
Ya eran las tres de la tarde.
Con gran sorpresa, ante la terraza, vieron una aglomeración de gentes que muy
excitadas, parecían discutir algo. Se acercaron a uno de los grupos.
La condesa de Rengard, que de ordinario no trataba a nadie en todo el balneario, se
encontraba ahora en uno de los grupos.
—¡Es terrible! ¡Es terrible! —decía, con la cara bañada en lágrimas, mientras apretaba
un pañuelo contra el rostro.
Formaban aquel grupo cinco o seis personas, en cuyos semblantes se habían asomado
el estupor o la curiosidad. Dos señores bajaban precipitadamente de la terraza, habiendo
interrumpido la partida; uno de ellos sostenía aún en los dedos rechonchos las cartas, como
si estuvieran pegadas a su mano.
—¿Qué ha pasado? —preguntó Pedro a una señora desconocida que estaba a su lado.
En el primer momento, creía que alguien se había ahogado en el lago.
También Miett se abrió paso entre la gente y avanzó la cara asustada entre los hombros
de los que discutían.
—¿Qué ha pasado? —volvió a preguntar, esta vez con impaciencia, Pedro.
La señora desconocida le miró y le contestó en voz baja:
—Este mediodía, en Sarajevo, han asesinado al Príncipe heredero y a su mujer.
Un señor de albornoz, que se encontraba igualmente en el grupo, descalzo, sostenía
aún el traje de baño mojado que goteaba.
Durante unos instantes se hizo un silencio tal que se podía oír como las gotas caían en
el suelo.
15

Hacía ya ocho días que Pedro era soldado. Encontró a antiguos compañeros del año de
servicio voluntario, pero calvos y bigotudos. Aquellos cuatro o cinco años durante los cuales
no se habían visto, les habían transformado considerablemente a todos. Bien pronto se
quitaron el pantalón negro de oficial, con franja roja y el quepis con galones dorados que
habían dormido en el desván mientras ellos se dedicaban a la vida civil. Ahora se vestían
con severos uniformes de color gris de rollo, duros y ásperos, que los almacenes militares
distribuían por centenares de millares y que olían a naftalina.
Los primeros días de práctica pasaron en medio de una alegría infantil. Todos estaban
convencidos de que aquel suceso podía durar a lo sumo unas semanas, y esperaban un
desenlace rápido. Pedro calculó que el domingo haría una escapada a Budapest; estaba ya
de acuerdo en ese sentido con su capitán y avisó a Miett su llegada.
Sin embargo, una tarde —era un miércoles— su ordenanza llegó corriendo, mientras él
estaba jugando tranquilamente al billar en el café de la pequeña ciudad con un oficial de
artillería.
—Mi teniente, sírvase presentarse inmediatamente en el cuartel.
Al llegar al patio del cuartel, todo el regimiento ya estaba formado. Había una orden
urgente de trasladarse al frente. Pedro sólo tuvo el tiempo necesario de hacer rápidamente
su baúl, y se pusieron en marcha hacia la estación.
El tren llegó a Kelenföld[24] a las ocho de la noche. Allí les fue comunicado el horario de
lo que les quedaba de trayecto, y supieron asimismo que saldrían hora y media después.
Pedro se abalanzó a la parada del tranvía y saltó a un coche que ya estaba en marcha.
Le pareció interminable el corto trayecto hasta su casa. Desde las Termas de Sal, oíase una
finísima y lejana música de gitanos, y en las pistas de tenis aun destacaban los pantalones
blancos de algún que otro jugador en el cálido atardecer de agosto. El espejo del Lago
Profundo reflejaba pálidamente las oscuridades rojizas del cielo.
Pedro llegó ante su casa y miró arriba, hacia las ventanas. En el comedor había luz.
Lanzó un grito de alegría e impaciencia hacia la ventana abierta:
—¡Miett, Miett!
Y sin esperar contestación, desapareció en el portal.
En la oscura escalera, chocó con el doctor, pero no quiso detenerse y subió
precipitadamente. El médico, al verle de uniforme apenas le había reconocido, y le gritó:
—Pedro, ¿eres tú?
Pedro no se detuvo, sólo le lanzó desde arriba:
—¡No tengo tiempo; vengo de la estación!
El doctor le miró un poco ofendido.
Por fin estaba ya delante de la puerta del recibimiento y tocó larga e impacientemente
el timbre.
—¿Están? —preguntó a Mili.
—Sólo está Su Merced —contestó Mili, mirando con extrañeza a Pedro en aquel atavío.
Pedro jadeaba aún de la carrera y preguntó con voz sofocada:
—Mi mujer, ¿dónde está?
—Acaba de salir. Ha llevado de paseo a Tomi…
—¡Corra usted rápidamente detrás de ella!
Tal como estaba, sin quitarse el sable, entró en el cuarto de su suegro, quien le miró
sorprendido por encima de las gafas. Pero llevaba la gorra en la mano. Su cara estaba
tostada por el sol, pero el cráneo le brillaba muy blanco, pues llevaba el pelo cortado al
rape. Esto le había cambiado completamente la forma de la cabeza. Se saludaron con
emoción. Pedro explicó con pocas palabras que no venía con permiso, sino que sólo tenía
media hora justa y que su tren esperaba en la estación. Entretanto, aun jadeaba un poco
por la carrera.
El rostro del viejo se nubló. Quitose precavidamente las gafas y, con mucha calma, las
colocó en el estuche. Entretanto, carraspeó según su costumbre, y aquel rumor parecía
resumir todo cuanto pensara en aquel momento. Pero no dijo nada, ni siquiera miró a
Pedro; solamente se levantó y, sin motivo aparente, trasladó el cedazo de tabaco de un
extremo a otro de la mesa.
Pedro dedujo por todo ello que la inesperada noticia había producido al anciano una
impresión mucho más profunda de la que él había previsto.
Miró el reloj con impaciencia.
—¡Me molestaría mucho no ver a Miett antes de marchar!
Después añadió:
—Ya no me queda tiempo para despedirme de mi pobre madre…
En aquel instante, Miett penetró violentamente en la habitación. Se había ruborizado
con la prisa y los ojos le brillaban con excitación feliz. Al ver la cabeza de Pedro, pelada al
rape, chocó las manos, estallando en carcajadas:
—¡Jesús, qué cabeza…! ¡Pareces un verdadero mono!
De un salto, estuvo a su lado y se puso a frotar con la mano el rapado cráneo de su
marido, cuyo rapado era como el del terciopelo.
Sólo entonces se besaron.
—¿Cuánto tiempo te queda? —preguntó Miett.
—Por lo menos treinta minutos —contestó en tono de burla Pedro, sacando otra vez el
reloj, pero él mismo se dio cuenta de que temblaba en su voz cierta pequeña inseguridad.
Resumió otra vez, en pocas palabras, lo que ocurría. Miett le miró con los ojos desorbitados,
sin comprender todavía.
—Y ¿cuándo vas a volver?
Su expresión revelaba claramente que era incapaz de comprender la situación.
Pedro alzó los hombros, sonriendo, con un ademán que traducía la más completa
desorientación.
Miett cerró lentamente los ojos y con una mano se apoyó, casi imperceptiblemente, en
la mesa.
Durante unos instantes, reinó el silencio más completo. Sólo a través de la ventana
abierta del comedor, llegaba de lejos el chirrido de los carriles del tranvía y el ruido de un
automóvil que pasaba por la calle. Entretanto, Tomi iba husmeando, excitado, el fuerte olor
de naftalina que despedían los pantalones de Pedro.
Un instante después, sin decir palabra, Miett salió de la habitación. La brusca y
silenciosa salida era tan amedrentadora que ambos hombres la miraron atónitos. Suelen
salir así quienes están decididos a dar un paso grave, dejando tras de sí la huella de su
alma.
Pedro la siguió inmediatamente, y la encontró ante el armario del dormitorio. Miett, en
el perfumado paquete de ropa blanca, sujeta por cintas de color rosa, estaba buscando
febrilmente algo.
—¿Qué buscas?
Ella no contestó; sólo continuaba hurgando.
Pedro estaba de pie detrás de su mujer y la estaba mirando. Llevaba el traje azul claro
que se había encargado para el verano y que evocaba ahora en Pedro todos los recuerdos
del Balaton. Estaba medio agazapada ante el armario y su fino talle se tendía
elásticamente. El pelo rojo, del que se acababa de desprender aprisa el sombrero, estaba
despeinado encima de la nuca. Pasaron así unos instantes mientras ella buscaba en el
armario. Este leve intervalo fue suficiente para que Pedro se sintiera invadido por
innumerables pensamientos, hiriéndole como otras tantas pequeñas flechas. Como si en
aquellos instantes le hubieran asaltado al unísono todos los recuerdos de su vida común
con Miett; sus sentidos se habían agudizado, aspiraba con gran avidez los pequeños y
diversos perfumes de la habitación, el olor de agua de colonia apenas perceptible y ligero
del vestido de Miett, que a lo mejor no era colonia sino tan sólo un aroma de cuerpo de
mujer. Sus oídos registraron todo ruido, hasta el más insignificante, mientras los brazos de
su mujer se movían en el interior del armario y su vestido murmuraba un leve ruido sedoso.
Paseó rápidamente la mirada en torno suyo por la estancia que ya estaba medio a oscuras.
Objetos, perfiles, perfumes, minúsculos ruidos, y los colores empalidecidos por la caída de
la noche se pegaban dolorosamente a sus nervios. Y desde dentro, sentíase invadido por
una profunda inquietud.
Miett acabó por encontrar lo que había buscado. Tenía en la mano un estuche de cuero
del que sacó un medallón de la Virgen suspendido en una finísima cadena de oro. Pedro
sabía que el objeto procedía de su madre y que, por esta razón, era un tesoro
preciosamente guardado.
—¡Toma… esto! —dijo Miett con voz apenas perceptible, y, de golpe, sus ojos se
llenaron de lágrimas. En el mismo instante, se precipitó en los brazos de Pedro.
Permanecieron así un buen rato. Miett, pegada contra el pecho de su marido, llorando
desesperadamente; y Pedro, emocionado hasta el fondo de su alma, sin proferir voz alguna.
Al abrazar estrechamente a Miett, su puño derecho apretaba la cadenilla de oro. Sentía
oprimirse de llanto su garganta y también a sus ojos se asomaron las lágrimas. Se defendía
contra el llanto, pestañeando primero solamente; después levantó el rostro para que
aquéllas no llegaran a caer. Levantó cautelosamente la mano izquierda y con un gesto
brusco las aplastó.
—No llores… —dijo en voz baja y se puso a acariciar los cabellos de Miett.
Se inclinó sobre ella y la besó en la boca que tenía un gusto salado por las tibias
lágrimas que acababan de caer en ella. Y al besarla, a través del gusto salado de su llanto,
sintió bruscamente el sabor antiguo y evocador de los labios de su mujer. Miett,
balbuciendo a causa del llanto, colgada inerte del cuello de Pedro con los brazos fríos, con
indecible tristeza; pero los brazos de éste apretaban fuertemente su talle, y sus bocas iban
enardeciéndose cada vez más. Como si les sublevase una fuerza invisible, su juventud
encabritada arrojó lejos de sí todo cuanto les circundaba, y en aquel emocionado instante,
su borroso miedo ante el porvenir, la sombra del espanto de sus corazones, y el inexorable
paso de los contados minutos, se consumió momentáneamente en aquella llama que se
había encendido a través del lacrimoso beso de la despedida, aniquilando en torno suyo
todos los demás pensamientos. Se abrazaron con una violencia cada vez mayor. No era la
primera vez que se hallaban en aquella posición en ese cuarto y, a lo mejor, en el
mismísimo punto.
Allí habían cambiado sus primeros besos, en la oscuridad color de perla de las largas
tardes de invierno, mientras la nieve iluminaba la habitación desde la calle.
Pedro liberó uno de sus brazos y cerró rápidamente la puerta con llave.
—Miett… Debo marcharme… Miett…
Miró asustado el reloj. Luego, sin esperar siquiera que su mujer se moviera, dio vuelta
silenciosamente a la llave en la cerradura y salió al comedor… Sólo le quedaban veinticinco
minutos hasta la salida del tren.
Entró en el despacho de su suegro. El viejo aún ocupaba la misma posición, ante la
estufa fría. Se aproximó y le tendió la mano con un gesto tan natural y tranquilizador como
le fue posible.
Se abrazaron. Luego Pedro se inclinó ante la mano del viejo y la besó, saliendo
precipitadamente de la habitación. Pero detuvo su impulso en el recibimiento. Y con un
grito, en el que procuró que no se tradujese su emotividad, llamó:
—¡Miett!
Su mujer contestó desde el cuarto de baño:
—¡Ya voy! ¡Te acompaño!
—¡No hace falta! ¡No hay tiempo! ¡Debo irme!
Pero ya se abría la puerta del cuarto de baño y Miett apareció con el sombrero puesto.
También Mili salió de la cocina y esperaba en silencio, con cara asustada, junto al
umbral. El padre se detuvo en el centro del comedor. Cuando estaban a punto de salir, Tomi
se puso a aullar tan desaforadamente que Miett cogió el lazo que no había tenido tiempo
de quitarle antes:
—Bueno, ¡tú también vienes con nosotros!
Pedro envolvía en una última mirada aquel recibimiento. Llevó la mano a la gorra,
saludó militarmente y, sin decir palabra, salió primero. Bajaba tan precipitadamente la
escalera que Miett sólo le alcanzó en la puerta.
Pedro levantó la vista, a pesar suyo, hacia la ventana en la que se reclinaba su suegro,
haciéndole señas con la mano. Pedro saludó otra vez y aun desde la esquina correspondió a
su adiós con la mano.
El tranvía en que subieron estaba repleto de paisanos y militares. Sólo encontraron sitio
en la plataforma posterior, y, allí, Pedro tomó el perrito de manos de Miett. Tomi iba
husmeando desconfiado la flamante guerrera de su amo, estornudando varias veces a
causa de la naftalina. Esto hizo sonreír también a Miett, cuyos ojos estaban enrojecidos por
el llanto.
En la parada siguiente, el coche fue invadido por nueve pasajeros, lo que les separó aún
más. En medio de los cuerpos apretujados, buscaron sus manos y las enlazaron
fuertemente. En este instante, ambos recordaron que una vez habían viajado ya juntos en
tranvía de la misma manera, comprimidos entre los pasajeros, en medio de la sofocante
atmósfera de trajes mojados: aquella lluviosa mañana de noviembre en que se habían
encontrado junto a las desiertas orillas del Danubio.
Sólo faltaban pocos minutos para las nueve cuando por fin llegaron a la estación. Ya era
noche cerrada y en los vagones de mercancías que formaban el largo tren militar, veíanse
sombras movedizas a la luz de las velas. Algunos soldados retrasados corrían tropezando
en los carriles, llevando en la mano bollos, tarjetas ilustradas o cantimploras. Algunos
llegaban saltando la reja de hierro de la estación y subían uno tras otro en los coches
iluminados por las bujías. En todos los vagones se cantaba, y en cada uno de ellos las
canciones eran distintas. Las melodías de los campesinos, lentas y tristes, se mezclaban de
lejos en caótica cacofonía, y aquello semejaba el llanto de la bestia humana amontonada
ante las jaulas de un circo fantástico. Los vagones atiborrados despedían un pesado y
cálido hedor.
Pedro y Miett se paseaban a lo largo del tren. En aquel ruido infernal apenas se podía
oír.
—¿Cuándo vas a escribir? —preguntó Miett.
—Te escribiré desde cada parada.
—¿Adónde os llevan ahora?
—Ninguno de nosotros lo podría saber.
Miett se pegó a Pedro y le apretó el brazo:
—¿No tienes miedo?
Pedro soltó una carcajada:
—¿Por qué he de tener miedo?
Dieron algunos pasos más. Sus corazones pesaban tanto que la más mínima
conversación les hacía daño. Sus pensamientos iban girando pesadamente y era el secreto
deseo de ambos que se acabara de producir la separación, pues, en aquellos momentos, el
estar juntos ya no les producía ninguna alegría. El ardor de la despedida se había
evaporado en los dos, y se paseaban cansados e indiferentes con las manos entrelazadas,
procurando parecer menos tristes de lo que estaban en realidad. No sabían y no se atrevían
a decirse lo que abrumaba oscura y casi insensiblemente sus corazones, pues temían
pronunciar palabras demasiado sentimentales. Pasearse así, sin proferir palabra, era la
mejor solución.
Eran las nueve y, al final del convoy, empezó a oírse la cometa. Tocaba a retreta y el son
del instrumento dominaba aquel caos de voces, resonando solemnemente con sus
prolongados acordes. Aquel sonido majestuoso y metálico que subía invisible por los aires,
les sacó de golpe a los dos de su insensibilidad.
Miett se detuvo; su boca se estremecía y agarrándose a Pedro se puso a llorar bajo el
efecto del son de la trompeta como un niño asustado por algo. Tomi aguzó las orejas,
inmóvil y hostil, hacia aquel sonido estridente.
Un cabo venía hacia ellos corriendo, se detuvo, saludó cuadrándose y dijo:
—¡Mi teniente, sírvase subir, pues ya sale el tren!
Luego, echó a correr otra vez.
Pedro tomó en sus brazos a Miett. Su voz era tan desafinada que él mismo quedó
impresionado por ella.
—Dios te guarde, vida mía.
Y añadió:
—No dejes de ir a ver a mi madre y dile que me ha dolido mucho no poder despedirme
de ella…
Al besarse, sus labios se fundieron dolorosamente. Quedáronse así largo rato y sólo se
separaron sobresaltados cuando los parachoques de los vagones chirriaron a su lado.
El tren se puso en marcha, arrastrando penosamente su tremenda carga. La corneta
aún continuaba tocando a retreta, y conforme el convoy se ponía en marcha, las canciones
subían más de tono en cada vagón, hasta no ser más que meros gritos, como la llama
cuando un soplo de viento viene a nutrirla.
Pedro saltó al tren que ya estaba en marcha. Desde el estribo del vagón de oficiales,
envió un mudo adiós a Miett. Estaba pálido y la emoción desfiguraba sus rasgos.
Miett levantó la mano y correspondió a su adiós con gestos minúsculos. Luego, al darse
cuenta de que el tren se movía todavía con gran lentitud, se puso a caminar junto al mismo
y tendió su mano a Pedro.
—Cuidado, tropezarás en algo…
Tomó suavemente la punta de los dedos de la mano ofrecida. Así pasaron unos
instantes, pero Miett tuvo que apresurar los pasos cada vez más. La velocidad del tren iba
en aumento a cada instante y sus manos quedaron bruscamente separadas. Pero aún
después las mantuvieron en e1 aire, sintiendo el contacto en los dedos.
Miett se detuvo y tomando a Tomi en brazos, sacó el pañuelo para hacer signos a Pedro.
También el blanco pañuelo de Pedro iba revoloteando todavía desde el estribo, hasta que se
hundió en la oscuridad.
Los vagones, mal iluminados y resonando con los cantos, pasaban al lado de Miett con
gran estruendo, semejando, con las sombras que se movían en su interior, una abrumadora
pesadilla.
Bajo sus plantas, el suelo se estremecía por el movimiento del pesado tren y aquel
temblor de la tierra se infiltró instantáneamente en todas las fibras de su sistema nervioso.
En el último vagón aún sonaba la corneta, y el tren arrastraba consigo aquella música
metálica en la oscuridad como una gigantesca bandera dorada e invisible, izada en la
punta del convoy que cantaba. Las canciones, que al pasar el tren junto a Miett, se habían
descompuesto según los vagones pasaban, volvieron a formar un tremendo caos cacofónico
en la lejanía, y aparecían otra vez el aullido de millares y millares de bestias de una especie
desconocida.
Luego, todo quedó silencioso. Callaron primero las voces humanas, luego la corneta, el
traqueteo de los carriles y, por fin, el sordo gruñido del tren que sólo se oía desde muy
lejos. De repente, prodújose en la estación un silencio tal que se podía percibir claramente
el chorro débil y lastimoso de un grifo de agua que se habían olvidado de cerrar. En el
despacho del empleado de telégrafos, oíase el tictac monótono del aparato Morse.
Miett permaneció durante largo rato, en el silencio y la oscuridad. Luego se puso en
camino hacia su casa.
Una vez allí, entró directamente a su dormitorio y cansada, con el sombrero puesto,
sentose en el sofá. Un almohadón yacía arrugado junto a ella, guardando en los pliegues las
huellas visibles y recientes de la postrera tempestad de sus amores, tal como la mano de
Pedro lo había estrujado con gesto inconsciente en los instantes del abrazo supremo de
despedida.
Mili abrió la puerta entre el recibimiento y el comedor y llamó, como todas las noches,
con su cómica voz de ganso, hacia el cuarto del señor:
—Vuestra Merced… ¡Ya está lista la cena!
Por la ventana abierta, se oía el silbido lejano de un tren, a través de la sofocante noche
de agosto. Era como un brusco grito de dolor arrancado por el miedo, grito que penetraba
hasta los tuétanos. Luego, continuó el vuelo con la relampagueante rapidez y etérea
elasticidad de todos los silbidos de tren que rasgan las noches tranquilas, saltando con
fuerza cada vez más disminuida, de una a otra cima de los montes.
Miett se sentó a la mesa para cenar, con el alma trastornada.
SEGUNDA PARTE
1

El corazón de Galitzia es Lemberg y la carretera que conduce hacia la capital, con sus
proporciones imponentes, con sus terraplenes que a veces alcanzan de 10 a 15 metros de
altitud, es como una arteria hinchada en el cuerpo de aquella provincia. A través de esa
arteria pulsa y circula la sangre de toda Galitzia: el metabolismo básico de las industrias de
maquinaria, fósforos, velas en estearina, chocolate, cueros, óxido de zinc y cerveza. Hasta
hace poco tiempo, aquella Vía Appia de los judíos polacos era frecuentadísima. Largas filas
de carros llegados por ambas direcciones levantaban inmensa polvareda, tintineaban los
resortes, rechinaban los látigos y los patilludos cocheros[25] cambiaban frases, gritando de
un carro a otro.
Ahora, sin embargo, la poderosa carretera había llegado a ser de golpe y porrazo el eje
de los combates. Quedó despoblada y muerta como si el tiempo hubiera regresado a siglos
anteriores. Sólo de tarde en tarde pasaba algún jinete retrasado y solitario, como si
cabalgara hacia el infinito sobre un larguísimo muro ciclópeo que corre. Se podía divisar
perfectamente, en lo alto, el perfil del jinete que se dibujaba sobre el sofocante cielo
estival. Luego pasaba otro jinete, y, después, otro más; en su espalda, una línea negra
diagonal: la carabina de húsar, con la correa apretada.
Patrullas de reconocimiento pasaban galopando por la carretera.
Los rusos, después de haber abandonado las posiciones de defensa construidas ante la
carretera, se habían retirado hacia la otra, la del Nordeste.
Durante algún tiempo, no se vio a ningún ser vivo, pero ahora levantábase otra vez una
polvareda encima de la carretera, y a través del brillante velo del polvo iluminado por el sol,
se veía un grupo de jinetes.
Salía a su encuentro un húsar, con dormán azul claro cubierto de polvo.
—¡Alto! —grita alguien.
El húsar tira del freno y detiene el caballo.
—¿De dónde vienes y adónde vas?
—¡Vengo de ahí, de la aldea!
—¿De qué aldea?
El húsar no contesta, mira al suelo, como si en el polvo se pudiera encontrar el nombre
de aquel pueblo.
—Gribi… ¿Qué digo…? Libi…
El teniente hace un gesto resignado con la mano enguantada y continúa su camino. El
húsar se queda allí un instante, avergonzado; luego también él acicatea el caballo gris y se
pone a galopar en sentido contrario por aquella carretera sin fin.
Pedro y los suyos acampaban no lejos de la carretera en las cercanías de un mísero
pueblucho de Galitzia. La tela de la tienda de campaña revoloteaba pesadamente en la
brisa ligera de la mañana. Estaban a fines de agosto y los días eran cada vez más frescos.
Pedro yacía vestido, envuelto en la capa, sobre la cama de paja, y despertaba de un sueño
profundo.
Incorporose sobre el codo con la cara encogida por el sueño y con los ojos entornados.
Intentó reunir sus pensamientos. Habían bajado del tren ayer al mediodía y llegaron allí, a
aquel villorrio, tras una larga marcha de ocho horas, cenando y acostándose por fin,
mortalmente rendidos.
Habían pasado dos días y medio en el tren. Ahora ya era jueves y fue el domingo
cuando se despidió de Miett.
Al soltar la mano de su mujer aún permaneció largo rato, en el estribo del vagón,
inclinándose hacia adelante y haciendo señas con el pañuelo. Vio a Miett en medio de los
carriles, a la luz de los faroles de la estación, vestida con el ligero traje azul, tocada con el
blanco sombrero de fieltro del que colgaba una negra cinta inglesa. Sostenía en brazos a
Tomi y también ella le hacía señas nerviosamente con la mano.
El tren pasó por debajo de un puente y todo aquel cuadro desapareció de golpe. Él se
quedó en el oscuro pasillo del vagón, cerró los ojos y apoyó su frente ardiente contra el frío
vidrio. Sintiose asaltado por sentimientos inexpresables, hubiera querido abrir
violentamente la portezuela, saltar del tren en marcha y correr a campo traviesa hacia
Miett.
Quedose mucho rato allí, en el pasillo, con la flecha del dolor hundida en su carne viva,
como si estuviera herido de muerte.
De pronto, oyó una voz suave y humilde:
—Señor teniente, ¿no se servirá acostarse? Ya he preparado la cama. Es ya muy tarde.
Era la voz de Mihály Rácz, su asistente.
Rácz ya no era joven. Del semblante moreno, color de tierra, resaltaba un grueso bigote
desteñido por el sol y unas cejas del mismo color. Era uno de aquellos campesinos
incoloros, vestidos de repente de uniforme, de los cuales era difícil saber si tenían treinta
años o habían pasado ya de los cuarenta.
En el vagón de oficiales, le había tocado a Pedro medio departamento de segunda. Allí
Rácz había preparado la cama, si así podía llamarse a dos mantas tendidas sobre los
asientos. Él, como los demás asistentes, se acostaría para pasar la noche en el suelo del
pasillo, delante de la portezuela, como los perros que guardan la casa.
Pedro tendió un pitillo a Rácz, el cual lo sostuvo con torpeza entre los negros dedos, al
encenderlo. Levantándose con el pulgar ambas guías del bigote, fumaba con visible placer.
—Tú, ¿de dónde eres? —preguntole Pedro, queriendo huir de sus propios pensamientos.
—De Guta, en la Csallóköz[26].
—¿Tienes familia?
—Sí, señor… Dispongo, gracias a Dios, de dos pequeñas familias [27].
—¿Hijos?
—Son niñas, señor teniente. Vera tiene doce años, y Mari aquélla ya tiene quince.
—¿Tenéis alguna tierra?
—Sí, algo, pero poco, por cierto; nueve hold [28] en total. Luego, hay las bestias. Tengo
dos caballos y una vaca pequeña. Lamento mucho que la batalla haya estallado ahora. Me
hubiera gustado esperar que la Citrom[29] tuviera su pequeño.
Luego, sosteniendo entre los dedos toscos el fino cigarrillo, se volvió de lado y escupió
hacia la oscuridad.
—Si el señor teniente me permite la pregunta: ¿está casado?
—Sí —contestó Pedro en voz baja.
—¿Tiene también familia?
—No.
—Pues, ¡entonces…! —dijo Rácz, haciendo caer la ceniza del cigarrillo.
Aún permanecieron conversando largo rato, después de lo cual Pedro se echó vestido
sobre la cama improvisada. Se revolcaba sin poder conciliar el sueño, como si el espantoso
traqueteo del convoy le torturara no sólo el cuerpo, sino incluso el alma.
Aquellos dos días en el tren pasaron en una especie de ebrio estupor. Desde la mañana,
se ponían a beber mucho coñac, luego echaban mano de las botellas de cerveza; hacia
mediodía pasaban al vino y después de comer tomaban licor con el café.
Ahora, apoyado en un codo sobre la yacija de mantas, bajo la tienda de campaña,
pasando revista a las cosas de los últimos días, Pedro oyó de repente un ruido extraño.
Como si muy lejos hubiesen ido descorchando enormes botellas de champaña. Oyó decir a
alguien fuera, delante de su tienda:
—¿Habéis oído los cañonazos?
Sí, se trataba de cañonazos. Los ejércitos austrohúngaros habían alcanzado allí, en la
carretera de Lemberg, el cuerpo de ejército ruso que se retiraba. Los rusos habían tomado
posición muy lejos, en el Norte, sobre unas colinas desde las cuales podían dominar con la
vista toda la región. Desde allí, sus cañonazos batían la carretera.
Pocos instantes después llegó la orden de avanzar. La infantería húngara se desplegó al
amparo del terraplén que ofrecía excelente cubierta. Poco a poco, el aire se llenaba de
nuevos y formidables ruidos. Los rusos disparaban granadas pesadas contra la carretera. El
cuerpo gigante de la gran ruta resonaba y se estremecía.
De repente, a pocos centenares de metros detrás del destacamento que mandaba
Pedro, escondidos entre arbustos y montículos, los cañones húngaros empezaron a disparar
también. Los cañonazos inesperados producían un efecto tremendo, como si el firmamento
azul se hubiera venido abajo de golpe y porrazo, con un ruido infernal. Las mortíferas armas
iban escupiendo la metralla en el fortissimo de un huracán de mil diablos. Pedro y los suyos
avanzaron a marchas forzadas, bajo la protección de la alta muralla que formaba la
carretera. Tras media hora de marcha, se detuvieron. Pedro trepó muy excitado hasta el
terraplén, para explorar con los gemelos las trincheras rusas que apenas distaban de allí
ochocientos metros.
Arriba, sobre la colina, se distinguían claramente las posiciones del enemigo. Las
trincheras recién cavadas iban zigzagueando cual largos gusanos amarillos; las alambradas
que las protegían, parecían ser un pelo negrizo y asqueroso de gusano.
Los gemelos temblaban en las manos de Pedro. De veinte a treinta proyectiles pesados
fueron cayendo uno al lado de otro, en ininterrumpida serie. Cayeron otros y otros más,
desfigurando las colinas cubiertas de flores y levantando negras nubes de polvo y humo.
Allí arriba podían verse unos seres humanos tocados con gorra de plato, que corrían hacia
atrás cubriendo sus caras con los brazos, huyendo de aquel juicio final. Corrían en grupos
de diez a veinte. En aquel instante, la metralla cayó precisamente sobre uno de los grupos
que huían, y pareció como si varios de aquellos hombres fueran arrastrados hacia el cielo
por alguna invisible cuerda, para caer luego a tierra, después de breve trayectoria de vuelo,
debatiéndose con los miembros contorsionados.
Para la columna austrohúngara de persecución había sonado el momento de actuar.
Llegaba ya, efectivamente, un sargento, corriendo y jadeante, que traía la orden:
¡Worwarts! Los hombres se incorporaron a los pies de la muralla de aquella carretera y se
precipitaron rápidos hacia las colinas.
Fueron recibidos por un violento fuego cerrado de fusilería. Con febril precipitación, dos
ametralladoras rusas disparaban también contra ellos. Pero seguían corriendo y se
precipitaron hacia adelante con los ojos desorbitados, sin detenerse. Algunos, abatidos por
los proyectiles, cayeron al suelo, renegando.
Pedro sólo se daba cuenta de que atravesaba corriendo una pradera sembrada de
patatas, pero ignoraba por qué y hacia dónde. En tomo suyo, el aire se iba llenando de
ruidos extraños: pfiu… ciu… cii… decían aquellas voces misteriosas que chupaban,
pinchaban y arrollaban el aire, o zumbaban suavemente a la manera de los zánganos. Todo
aquello parecía el tremendo susurro de la muerte. Aquellos sonidos eran provocados por los
proyectiles de fusil que pasaban al lado de su cabeza. Y encima de él, las trayectorias de las
granadas parecían el zumbido de gigantescos e invisibles hilos de telégrafos.
La batalla se desarrollaba en todo el inmenso sector. Habían llegado hasta las colinas, y
a la derecha, los primeros hombres del célebre regimiento de «sículos»[30], muy
diezmados, saltaban ya a la cima de los terraplenes amarillos. En determinados puntos de
las trincheras, la muralla rusa había caído, mientras que en otros, las dos ingentes masas
humanas se combatían aún con saña. En la lucha cuerpo a cuerpo, los picos afilados de los
«sículos» hacían tremenda carnicería.
Pasaron tal vez dos horas de aquella confusión, carreras, traqueteos y truenos. Todo el
fragor parecía una tormenta bajo un cielo sereno y soleado. Porque el calor sofocaba, el sol
ardía violentamente y abrasaba la nuca de los soldados.
A primera hora de la tarde, los rusos habían abandonado todas sus posiciones. Los
húngaros se hallaban en medio de las trincheras rusas, protegidos por las alambradas, y
Pedro vio entre los embudos producidos por las granadas, la mano roja de sangre de algún
ruso sepultado por la metralla, o la punta de una bota empinada, en posición inverosímil.
En la cuesta de la trinchera, yacía un gorro de plato ruso, cubierto de bermeja sangre
coagulada, al que se pegaban unos pelos ensangrentados.
Ya caía la noche cuando cesaron los últimos disparos. Detrás de un bosque lejano, salía
una luna llena y clara. Es muy curioso —tal vez sea la ilusión de los oídos torturados—,
pero, después de una batalla, el silencio parece infinito. Ahora, parecía que la pálida
mirada fría de la luna hubiera impuesto al paisaje aquel tremendo silencio.
El bosque escondía un denso humo anaranjado. Yacían esparcidos por el suelo grandes
pedazos de algodón, y, bajo la protección de los arbustos, unos heridos tendidos sobre
camillas esperaban, con las manos enlazadas sobre el pecho, que les tocara el turno. Pronto
fueron encendiéndose otras lucecitas: los fuegos de las cantinas de campaña. Las astillas
secas ardían soltando alegres carcajadas, y al hundir los cocineros sus grandes cucharones
en el fondo de los calderos, el aire se llenaba con los buenos olores de la sopa de carne,
excitando el apetito.
Después de cenar, repartieron el correo del día. El sargento de turno entregó dos cartas
a Pedro. Una era de Miett; la otra estaba destinada a Mihály Rácz, su asistente.
Acampaban de nuevo bajo la protección de la poderosa muralla de la carretera, y
habían excavado unos huecos en la greda con las palas, en los que encendían las velas.
También Pedro se puso a leer la carta de Miett a la vacilante luz de una vela.

Pedrito adorado —escribía Miett—. No sé si habrás recibido la primera carta que te


escribí la misma noche de tu marcha. La eché al correo el día siguiente y ahora, lunes por la
mañana, vuelvo a escribirte. Por la tarde, han venido a vernos Elvira y el doctor. Han
intentado consolarme, pero me siento terriblemente sola y abandonada. Luego, ha venido
Zsiga Pán, con el cual he ido a jugar un poco al tenis. He rogado a Zsiga que cenara con
nosotros pues ya al mediodía era una sensación terrible el vacío que dejaste en el comedor,
mas Zsiga tenía otros compromisos…

Y al llegar aquí, Miett llenó dos páginas para relatar sus sentimientos dolorosos muy
infantiles. Tras sus letras alargadas y agudas, Pedro creía distinguir el aullido doloroso del
deseo de amor. Aquellas palabras parecían ser los brazos de Miett que ella sabía enlazar
tan hábilmente en torno del cuello de su marido con el indecible gesto del abandono total.

También papá te envía mil besos —terminaba la carta de Miett— y me manda decir que
te enviará tabaco de aquella clase que te gusta tanto, pues espera a Somogyi para el
sábado Escríbeme si necesitas. algo, Pedrito mío; ponme una lista completa y yo te
mandaré todo. Naturalmente, tú ni siquiera te acordarás de todo cuanto necesitas, pero yo
he consultado ya con los Varga y he decidido comprarte un gran frasco de colonia, mentol,
una pila eléctrica, estilográfica, una pequeña manta de pelo de camello y muchas cosas
más que se me ocurrirán… Escríbeme, Pedrito mío, pues me tortura esta terrible
inseguridad que apenas puedo soportar, sobre todo sin saber cuánto tiempo tardarás en
regresa …

Pedro dejó caer la mano que sostenía la carta y contempló con atención la hierba que
apuntaba entre la parda tierra, iluminada por la vela. La brisa nocturna traía el fresco hálito
de los bosques, pero la atmósfera estaba cargada todavía del amargo olor de la pólvora.
Desde muy cerca, llegaban los olores aperitivos de las cocinas de campaña. Mas, a través
de todos aquellos olores fuertes y extraños, Pedro sentía ahora claramente el perfume puro
e inefable de la cabellera y la nuca de Miett. Y fijando su mirada en aquellas hojas de
hierba, vio ante sí a Miett en las posturas más distintas, observó la pequeña sonrisa
sensible y misteriosa que jugaba en torno de los labios, o el gesto delicioso de su mano.
Por fin, pensó en dar la carta a Rácz. Se levantó y dejó caer su mirada sobre los
hombres que yacían y fumaban sus pipas a la luz de la luna.
—¡Rácz! —gritó tres veces seguidas. Mas Rácz no aparecía por ninguna parte. Recorrió
toda la sección llamando a su asistente. Formó una trompeta con sus manos para gritar
mejor, lanzando el nombre de Mihály Rácz en todas direcciones.
Por fin, vio venir hacia él a alguien; era el sargento que se cuadró presuroso:
—¿A quién busca el señor teniente?
—A mi asistente, Mihály Rácz
—Ha caído —dijo el sargento.
—¿Qué ha hecho? —preguntó Pedro, pues así de improviso no comprendió el sentido de
aquella palabra.
—Ha muerto, señor teniente —contestó el sargento—. Mañana, por la mañana, tendrá
usted a sus órdenes otro asistente.
—Tengo una carta para él —observó Pedro, como si dijese: «Es imposible que haya
muerto, si tengo una carta para él…»
El sargento no contestó nada; sólo se quedó allí cuadrado, como si esperase una orden.
Pedro dio media vuelta y volvió a su puesto. Tenía la sensación de que estaba herido. Se
llevó la mano al cuello, como si quisiera descubrir allí alguna tremenda herida.
—¿De modo que esto es también posible? —se preguntó a sí mismo.
Sabía perfectamente que hoy habían muerto allí muchísimos soldados; que los
camilleros continuaban aún trabajando, y por el lomo del monte no cesaban de bajar
camillas; pero éstos ya no eran heridos, sino cadáveres. Eran soldados extraños
desconocidos para él. En cambio, Rácz, aquella misma tarde… ¿sería verdad?
Ahora vio claramente su bigote desteñido por el sol y sus ásperas manos de labriego
que parecían de hierro cubierto de orín La carta dirigida a Rácz estaba en su mano. Sintió
un deseo irresistible de abrir otra vez el sobre, abierto ya una vez por la censura militar. Se
tendió en el suelo, volvió a encender la vela en la pequeña cavidad y se puso a leer la carta.
Rezaba así:

Fecha 10 de agosto muy apreciado marido, deseo que estas milineas te encuentre en
buena salud todos nosotros seguimos sin novedad a diosgracias Te hago saber que la
Citrom ha dado a luz felizmente el mal vino sobre ella a las 12 de la noche y dio a luz para
las tres de la madrugada y yo he estado sola con la María, qué te parece en que cosa nos
metimos pero que quieres y el Señor nos ha ayudado, ha sido una becerra muy hermosa,
tiene la pata tan gruesa como los novillos grandes. Querido marido mío dime si debo
vender las más grandes o mejor ese pequeño, pero yo quisiera comprar pareja para ésta y
vender a los otros pero no está seguro que se celebre la venta. Muy apreciado marido te
ago saber que precisamente hoy he enviado el paquete, la Vera lo llevó a correo, cuando lo
recibas ya me lo dirás y he puesto dentro cebolla ajo, ajo encarnado, aguardiente francés,
cigarillos dos paquetitos coca salada y grasa también 2 lápiz una pipa pimentón verde
pimentón rojo molido, chocolate y azúcar blanco fino, jamón, cigarros cinco piezas y otras
cosas porelestilo, no llego a enumerarlas todas y el szentmartony está segado, lo segó tu
hermano Pista herresibidocarta de Gyuri está el pobre en el regimiento de marcha con el
otro Gyuri, el Sos y marido mío he comprado trigo para sembrar·, pero debo comprar
también avena por cierto todo es muy caro y debo pagar contribuciones y el alquiler, no me
quedará dinero para nada ojalá pueda vender los terrenos y los lechones se pongan gordos
pues entonces ya habrá dinero suficiente querido marido mío dime si estáis en batalla te
ago saber que el veinte habrá revisión militar y en vez que eso se acabe que se llevarán
atados los hombres válidos ya te he escrito tanto que se me ha cansado la mano pues tu
también debes escribirme para que pueda leer mucho pero ahora no llegan cartas no
tenemos noticias buenas de vosotros pues ten cuidado mucho cuidado que un dia podamos
volver a vernos y con esto cierro la carta. Soy tu fiel mujer y compañera y tus hijitas adiós
te enviamos mil besos Dios te guarde tu mujer que te quiere Erzsi Fejér.

En el sobre, se podía leer aún esta frase: a eso espero contestación sin falta.
Pedro prendió fuego a la carta, acercándola a la vela. Echó una gran llama amarilla,
para caer luego en pavesas sobre la tierra. Algo oprimió el corazón al teniente, al ver
consumirse aquella carta.
Luego, se echó la manta sobre la cabeza, y sus pensamientos confusos quedaron
pronto apagados por el gran cansancio físico: se quedó dormido.
No sabía cuánto tiempo debía haber pasado: diez minutos o tal vez dos horas, cuando
alguien le sacudió por los hombros. Se sentó presuroso en el suelo con la cara asustada.
En torno suyo, todo el mundo corría dando gritos y gesticulando como poseídos.
La luna aún estaba muy alta y su luz era tan fuerte como si se hubiera encendido
magnesio. La ligera brisa nocturna colmaba el infinito.
Era horroroso ver cómo los hombres correteaban de un lado a otro, sin hablar, como si
alguna misteriosa catástrofe hubiera caído sobre ellos, enmudeciéndolos de repente.
—¿Qué ha pasado? —preguntó Pedro a un soldado que, junto a él, estaba plegando sus
cosas en su mochila con gran premura.
—Nos han hecho prisioneros… Los rusos nos han copado…
Pedro se quedó con los ojos muy abiertos al oír aquellas incomprensibles palabras. Aún
tenía la cabeza llena de confusas representaciones a causa del profundo sueño, y todo
cuanto pasaba ahora en derredor suyo le pareció continuación de aquél.
Poco después llegó un sargento con la orden de que también la tercera compañía debía
formar. Los soldados se alinearon de a cuatro, para la marcha. Todo esto se llevaba a cabo
en medio de un silencio alucinante; sólo se oía chocar una cantimplora o un pico contra la
mochila.
Bajo el mando del sargento, la tercera compañía se puso en marcha, siguiendo la vía
férrea, hacia el Norte. Marcharon así dos o tres kilómetros, hasta que encontraron los
demás regimientos de la división. Formaban grandes cuadriláteros negros bajo la luz de la
luna, y aquella parte de la división ya estaba desarmada.
Delante de las tropas había varios oficiales rusos, cuyo perfil, con su gorra de plato,
produjo a Pedro el efecto de una alucinación. Uno de los rusos fumaba con gesto
negligente, llevándose la mano enguantada al talle; en aquella mano llevaba un bastoncito
de caña. La fina bota de charol y la dorada hombrera brillaban a la luz de la luna. En torno
suyo, iba saltando, excitado, un perrito.
Una vez desarmada también la tercera compañía, todo el regimiento prisionero se puso
en marcha bajo la guardia de la infantería rusa, hacia las colinas, detrás de las cuales
anidaba, misterioso e invisible, el grueso de los ejércitos enemigos.
Cuando llegaron a lo alto del terraplén, vieron ante sí un cuadro emocionante. El
enorme y amplio barranco estaba sembrado de muertos que los sanitarios no habían tenido
tiempo de llevarse. Yacían allí con los brazos en cruz, o agazapados en posiciones extrañas,
soldados «sículos», jóvenes y hombres maduros exponiendo sus frentes amarillas como la
cera a la luz de la luna.
La marcha duró dos horas aproximadamente a través de aquellas colinas poco
accidentadas. La luna estaba aún muy alta en el horizonte, pero el alba apuntaba ya
cuando, desde la cima de un monte, percibieron las ingentes masas del ejército ruso, el
campamento de carros y tiendas que yacía silencioso e inmenso, cual una ciudad
antediluviana. Y por ninguna parte el brillo de una sola lámpara o bujía.
Pedro se detuvo por un instante en la cima y echó una mirada atrás, hacia el lugar de
donde venían. Allá, lejos, muy lejos, en alguna parte detrás de las lomas de aquellas
colinas, acababa de hundirse misteriosamente, bajo la luz de la luna, toda su vida pasada.
2

Miett no llevaba diario íntimo, pero solía apuntar en una libreta, en pocas palabras y
con la fecha, los acontecimientos de su vida que le parecían importantes. Siempre que
posteriormente la libreta le venía a las manos, y la hojeaba, encontraba en ella algo nuevo
y sorprendente. Tenía apuntadas fechas que había creído de capital importancia para su
vida, pero que, a los pocos meses, demostrábanse desprovistas de todo interés. Y otras
fechas apuntadas descuidadamente, sin atribuirles importancia alguna, habían ido
creciendo y extendiéndose en su vida, cual la minúscula chispa que prende fuego en todo.
Así, por ejemplo, echando una rápida ojeada encontró en la libreta la apuntación siguiente:

«11 de setiembre. Domingo. Invitados en casa de los Varga. Pocos conocidos y muchos
desconocidos. Nos hemos divertido bastante. La Galamb ha· recitado. Zsiga Pán ha tocado
el piano y un muchacho, cuyo nombre ignoro, descifró los caracteres por la escritura.»

Aquella tarde conoció a Pedro. Detrás de aquellas pocas palabras trazadas con lápiz vio
abrirse ahora, al hojear su libreta, las misteriosas honduras de la vida y del destino.
¡Cuántas cosas vivían, ardían, susurraban y gritaban detrás de aquellas breves líneas! Hacía
ahora exactamente un año que se hallaban reunidos en casa de los Varga. Durante aquel
último año de su vida, habían pasado más cosas que en los veinte anteriores juntos.
Desde que llegó la noticia de que Pedro había caído prisionero, sentíase invadida por
sensaciones confusas que unas veces la tranquilizaban, y otras la llenaban de angustia.
Todo el mundo la quería consolar, diciendo que para Pedro aquella era la mejor solución. La
guerra duraba ya seis semanas y los que antes afirmaban que todo aquello podía persistir
dos semanas a lo sumo, movían la cabeza atónitos ante la marcha de los acontecimientos.
Buscaron nuevos argumentos en pro de una rápida conclusión de la paz, argumentos que,
sin embargo, iban perdiendo fuerza cada día, como los enfermos para los que ya no queda
esperanza. Hubo también incrédulos más pesimistas, que se atrevían a afirmar que, antes
de Navidad, difícilmente podrían volver los soldados del frente.
También Miett pertenecía a los incrédulos. No podía imaginarse que antes de Navidad
volviera a ver a Pedro, y los meses de espera le parecían insoportablemente largos. Sin
embargo, desde que recibieron la primera noticia luctuosa y supieron que un conocido, Jen
Fay, había caído, empezaron todos a respetar medrosamente la guerra. Y Fay sólo era un
conocido lejano. Pronto llegaron las noticias de otras muertes: Sanyi Galamb, el sobrino de
la señora Galamb, cuyas mejillas coloradas recordaba Miett perfectamente; Eleck Lénert,
que había sido teniente de artillería; Pista Krammer, y Balogh, el comerciante que vendía
comestibles en la tienda de la esquina. Aquel hombre huesudo y largo, taciturno y
desgarbado, había muerto como soldado raso.
Al entrar una mañana Miett en la tienda, se enteró de la catástrofe por la viuda. Tales
noticias estallaban sobre el asfalto de Budapest, en la calle, en el tranvía, o en sociedad,
cual otras tantas bombas terribles. Desde la lejanía, la guerra asediaba la capital,
bombardeándola, sin cesar, con estas noticias de los caídos. Y a partir de entonces,
conforme cada día iba aportando su acontecimiento aislado, aumentando continuamente
el número de muertos y heridos en el círculo de las amistades y de los conocidos, Miett, a
veces encontraba sosiego al pensar que Pedro ya no se hallaba en la línea de fuego. Le
explicaron que ser prisionero de guerra era un privilegio, y que, siendo oficial, no sería ni
más ni menos que un convidado elegante en la grande y poderosa Rusia.
Hacía ya diez meses que Pedro había caído prisionero de guerra, y aún no llegaba
ninguna noticia directa. Sólo el parte lacónico publicado por la Comandancia de la
división… Ello inquietaba terriblemente a Miett. Hubo días en los que en vano le explicaban
que las comunicaciones postales se efectuaban ahora por vías completamente anormales,
no como en tiempos de paz, y que tardaría incluso tres o cuatro semanas en recibir
noticias. Todas las mañanas, esperaba con indecible excitación al cartero. Su impaciencia la
impelía a bajar a la calle, esperándole ante la puerta, teniendo que subir cada vez a su
cuarto con la penosa sensación de una esperanza frustrada.
Desde que Pedro se hubo marchado, excepto las parcas tarjetas que mandó de diversas
paradas del tren, inscribiendo en ellas unas palabras que ardían de dolor y deseo, desde el
campo de batalla sólo había llegado una única tarjeta postal, que decía así:

«Dulce ángel mío: Estoy de buen humor y, gracias a Dios, gozo de una salud magnífica.
Todo lo que pasa es de un interés extraordinario. Ya te lo explicaré cuando vuelva. Estoy
pensando continuamente en ti, mi dulce vida. ¡Miett! Muchos abrazos a tu padre. Mañana
te escribiré de nuevo, y hasta entonces recibe un millón de besos de quien te quiere
mucho, muchísimo, Pedro.»

Miett llevaba siempre consigo esta tarjeta, se la sabía de memoria y conocía


detalladamente la forma de cada letra. Acaso Pedro cayera prisionero aquel mismo día,
pues la tarjeta anunciada no llegó nunca.
Durante las primeras semanas, Miett sentía un dolor insoportable y agudo en todas las
fibras de sus nervios. La comunión física y espiritual con Pedro había llegado a ser hábito
tan natural en ella que ahora, cuando inesperadamente se había roto, y, según se podía
prever, para mucho tiempo, la ausencia de su marido le parecía imposible de soportar.
Ocurrió a menudo que, por la mañana, al abrir los ojos, echaba mano a su almohada y
se ponía en camino hacia el cuarto de Pedro, medio dormida aún. Sólo se estremecía
cuando, al querer colocarse en la cama del marido, la encontraba yerta y vacía. Entonces
huía corriendo hacia la cama propia, arrastrando consigo un estado indefinible de susto,
semejante al del niño que por casualidad hubiera tocado un cadáver. Esta angustia fue
desapareciendo poco a poco de su decaimiento y de tristeza.
La costumbre le reservaba muy malas jugadas. Los mediodías, al volver a casa,
entrando en el cuarto de Pedro, le parecía ver al marido echado en el sofá y apoyado en los
codos, leyendo con avidez el periódico y masticando un cuscurro de pan.
Desde luego, las visiones sólo duraban un instante, para desvanecerse bruscamente, y
el sofá pareció más vacío, mas desierto y hostil. También por obra de la costumbre, se
habían impregnado de la figura de Pedro, con tal o cual gesto o actitud, las habitaciones y
determinados muebles. Durante el almuerzo, a Miett le parecía ver la mano de Pedro
extendida sobre el mantel, jugando con un palillo. La mano silenciosa se dirigía hacia la
cesta del pan, cogiendo un pedazo. Y a veces, dedicada a hacer calceta, Miett tenía la
sensación de que Pedro estuviera de pie o sentado detrás de ella, con aquel ademán que le
era tan familiar. Esta ilusión pudo llegar a ser tan intensa a veces, que, involuntariamente,
volvía la cabeza en aquel sitio, pareciéndole inconcebible que se hallara sola en la
habitación.
A veces, al percibir la voz de personas extrañas, creía distinguir con toda claridad la de
Pedro. En tales casos, se levantaba excitadísima del asiento, acechando los ruidos que
llegaban del recibimiento, oyendo sólo la voz del portero o del electricista. Al pasar por la
calle, a veces apresuraba el paso, pues en un señor desconocido creía ver a Pedro. Bastaba
que aquél tuviera un sombrero del mismo color, o una estatura lejanamente parecida a la
del marido, para que el corazón de Miett latiera más rápidamente. Le veía siempre y en
cualquier momento. En medio de estas decepcionantes ilusiones, pensaba, desanimada, en
que aún faltaban meses hasta Navidad, fecha para la cual esperaba a Pedro con toda
certeza, y en esas ocasiones se daba cuenta, con el alma dolorida, que llevaba embebidos
en la piel y en los huesos, y hasta en los sentidos más recónditos y ocultos, incluso los más
nimios detalles de la manera de ser física y anímica del amado ausente.
Una tarde fue a ver a su suegra. Hizo la visita más por deber que por cortesía, pues no
le gustaba frecuentar a gentes que estuvieran todavía más tristes que ella misma.
La madre de Pedro, que hasta entonces hubo de ocultar su tristeza habitual, encontró
ahora de repente incluso un motivo exterior para estar triste y abatida, y se pasaba
lloriqueando el día. Valiéndose de argumentos oscuros e inexplicables, que escondía en el
fondo del alma, acusaba de toda la guerra mundial, única y exclusivamente el casamiento
de Pedro y, por una causa desconocida, a la misma Miett. Su intelecto y su imaginación
resultaron demasiado superficiales para poder superar determinados impulsos maternos,
sumamente tercos.
Szücs, que por ahora prestaba servicios de retaguardia, pudo quedarse en Budapest, y
mostrose extraordinariamente atento y solícito con la buena mujer, intentando consolarla,
ya con atentos regalitos ya con bromas algo toscas y a veces pesadas.
Miett, al entrar en la casa, encontró a dos señoras desconocidas que le reservaron una
recepción bastante fría. La más joven, que debía ser sin duda alguna hija de la otra, un
tanto ajamonada y con modales cursis, no dejó de escrutarla durante toda la visita con una
mirada llena de sorda hostilidad; la suegra estuvo halagándolas durante todo el tiempo con
palabras amables y hasta cariñosas. La muchacha, que tenía el cutis un poco grasiento,
había rebasado ya visiblemente la edad de muchacha núbil, y todo su ser destilaba, por
decirlo así, un rencor amargo; era. Aranka Vaynik. Miett ignoraba, naturalmente, por
completo, que esa mujer la odiara desde lo más hondo de su corazón.
Pasó media hora escasa con la suegra; luego, buscando algún pretexto poco oportuno,
levantose para despedirse. Ya era hora de que se marchase, pues la conversación de la
señora de Vaynik y su hija quedaba estancada a cada instante. Miett tenía siempre la
conversación fácil y elegante, su imaginación encontraba infaliblemente, con un sexto
sentido muy refinado, los temas que podían suscitar el interés de personas que le eran
intelectualmente inferiores. Sin embargo, esta vez se sentía demasiado decaída y abatida
para regalar con una conversación agradable a las dos mujeres desconocidas, bajo cuyas
sonrisas forzadas le era imposible no sentir la antipatía que irradiaban hacia ella. Con su
fina sensibilidad, presintió, más que adivinó, que incluso aquella muchacha había sido
algún día su rival. No hizo ningún caso de ello, no intentó siquiera hilvanar las conexiones
ocultas. Levantose, disponiéndose a marchar.
—Le beso la mano, querida madre… Papá le manda decir que uno de estos días vendrá
a verla. Pero si por casualidad no viene, no espere usted más tiempo; venga a vernos
usted…
Dio la mano a la Vaynik y a su hija con una mirada tranquila y fría. Desde el umbral,
aun volvió la cabeza para decir a la madre de Pedro:
—Dicen que ahora el correo funciona malísimamente. Es posible que usted reciba carta
de su hijo antes que yo. En este caso, si es tan amable de llevármela en seguida. ¡Estoy tan
inquieta!
Eran ya poco más o menos las seis de la tarde, cuando se encontraba de nuevo en la
calle Era un tibio atardecer de setiembre, sazonado en algún jardín cercano por el perfume
del segundo florecer de las acacias. Miett no tomó el camino habitual para volver a casa,
sino que subió primero por la sinuosa calle del Teniente para dar vuelta al monte. Subía a
pasos calmosos la cuesta, deteniéndose de cuando en cuando y contemplando a los niños
que jugaban en la calle. En una plazoleta, celebrábase un encuentro de fútbol entre dos
equipos improvisados e incompletos. Muchachos de diez a doce años, armaban tan
tremendo alboroto en torno de una mal llamada pelota hecha con harapos, que aquello
apenas merecía el nombre de fútbol.
Miett abrió la sombrilla, porque el sol que declinaba picaba fuertemente su cuello,
como si quisiera escupir las últimas energías. A la izquierda, el camino estaba bordeado de
elegantes torres. Miett se cruzaba con varios paseantes. Pasó a su lado un automóvil,
haciendo sonar cautelosamente la bocina al subir aquella calle sinuosa y accidentada,
dejando, al desaparecer, una dorada polvareda.
Miett se detuvo, mirando en dirección a la torre de los Varga en la vertiente del Monte
de San Gerardo. De repente, recordó la tarde del mes de marzo, cuando visitó aquella casa
con Pedro. Cerró los ojos y sintió con toda claridad la atmósfera cargada de burdos
perfumes de toda clase en aquella tarde de principios de primavera, y aquel sol ligero y
joven, tan diferente del de este ocaso lánguido y maduro de setiembre. Sintiose invadida
por una tristeza tan grande que casi se echó a llorar. Se encontraba indeciblemente sola y
abandonada y le vino la idea de que se hallaba completamente perdida en el mundo. La
visita de la tarde la convenció aún más de que la suegra, mujer de alma demasiado sencilla
y cándida, nunca podría representar para ella un refugio ni un consuelo. En los últimos
tiempos, se había alejado asimismo cada día más de Elvira Varga. Fue dándose cuenta,
poco a poco, del carácter tremendamente superficial de aquella mujer, vanidosa
incorregible, que intentaba esconder siempre su vacío interior detrás de la fachada de la
gazmoñería y de la bondad. Entre los demás conocidos, no había nadie a quien sintiera
ganas de visitar, para establecer o ahondar relaciones. Sentía ahora inmensa lástima de sí
misma en la terrible soledad, y se complacía en justificar aquella gran tristeza por la que se
sentía invadida cada vez más frecuentemente en estos últimos tiempos, aquella sensación
de abandono total. Se ocultaba incluso a sí misma que aquella tristeza surgía en realidad
de otra fuente escondida, de la que, por ahora, no quería hacerse cargo. La causa era su
padre. Durante las últimas semanas, parecía que éste hubiera envejecido de golpe. En las
sienes, la piel se hacía más transparente, la mirada cargada de un incomprensible
cansancio, la barba perdió el brillo habitual y puesto que no se la dejaba arreglar desde
hacía tiempo, había crecido desmesuradamente. Aquellas largas barbas desfiguraban por
completo su fisonomía. Llegó a ser un anciano completamente desconocido. Miett
intentaba encontrar la explicación, pensando que su padre estaba influido por la marcha
del mundo y de la guerra, pero bien pronto esta explicación le pareció a sí misma
demasiado banal. Al insistir su mirada en el rostro de su padre, empezó a echar raíces en
ella el diminuto brote de una espantosa idea: la que detrás de aquel semblante, en alguna
parte del cerebro, del corazón y de las vísceras, iba anidando sorda y cautelosamente la
muerte. No obstante, siempre que llegaba hasta aquí en sus reflexiones, tenía la suficiente
energía para huir ante la representación de la posible certidumbre, arrojando lejos de ella
tan lúgubre pensamiento. Llegó a consolarse todas las noches, convenciéndose a sí misma
con cualquier pretexto: pero la sombra de la idea persistía pálidamente bajo el umbral de
la conciencia, escondida en el fondo del alma.
El sol declinaba tras las colinas y, bruscamente, la luz del día quedó como apagada.
También el aire se hacía más frío, sensiblemente. Miett encontró un banco solitario en que
sentarse, colocando a su lado la sombrilla. Miró fijamente ante sí, sin percibir los contornos
de los árboles y casas que parecían fundirse con el dulce color pardo de aquel anochecer
tranquilo y sereno. Miett pensó en Pedro. Intentó imaginarse dónde podía encontrarse su
marido en aquellos instantes, el tren en que iba viajando y el paisaje de Rusia, las
minúsculas estaciones de ferrocarril por donde pasara el tren de prisioneros. ¿En qué podía
pensar Pedro en aquellos instantes…? Sin embargo, a pesar de sus esfuerzos, todo quedaba
impreciso e indescifrable. Desde el día en que supo que Pedro estaba prisionero y había
sido llevado al interior de Rusia, buscó en la biblioteca todas las novelas rusas que poseía, y
compró otros libros más, relatos de viajes, obras de geografía y etnografía, dedicadas a
Rusia. Su curiosidad atacó con impaciente interés aquel vasto mundo ruso y a veces dejaba
caer de las manos, descorazonada, algún libro que ya había leído y que volvía a hojear,
porque sentía confusamente que ni Tolstoi, ni Chéjov, ni Gonchárov le podían servir de guía
para orientarse en aquella niebla singular, inquietante e ilimitada, que se había tragado a
Pedro, como hace el mar con un barco que se va alejando… De tarde en tarde, alguna que
otra frase atraía su atención, enseñándole de paso, en un fugitivo segundo, aquellas
llanuras infinitas, cubiertas de nieve, de las tierras de Siberia. Pero muy pronto tropezó otra
vez con nombres y palabras que debían desconcertarla más. Así, por ejemplo, al leer en
una geografía nombres como Tunguses, Yakutos, Yubaguires, Chukachoks y Koriecos, todas
esas tribus misteriosas, o los nombres de los valles del Ural y del Yenissei, o las riberas del
lago Baikal, todo volvía a desaparecer en aquella bruma y en aquellas lejanías como con las
tierras de los cuentos de hadas que le explicara antaño su vieja aya, en casa de su abuela
durante las largas noches de otoño e invierno, cuentos que ella escuchaba con su corazón
de niña oprimido por la angustia, mientras que la sombra de la narración, hasta la lámpara
de petróleo parecía brillar con fulgor disminuido y la amplia cocina se llenaba de un
singular olor a humo, mezclándose con el que exhalaba el robusto perro de san Bernardo
que secaba su piel cerca de la gran chimenea, olores que su imaginación volvía a evocar
ahora fácilmente en torno suyo.
En aquel momento, un hombre vestido de gris se acercó al banco, y, echando una
mirada sobre la sombrilla, se llevó la mano al sombrero:
—¿Me permite usted…? —preguntó.
Miett retiró la sombrilla sin decir palabra y levantó el rostro por un instante hacia el
desconocido que se sentó al otro extremo del banco. Tenía la impresión de haber visto ya
dos veces aquella cara, al subir la pendiente. Aquel hombre la había mirado, volviendo la
cabeza, después de haber pasado ante ella a pasos rápidos, buscando su mirada. Miett,
primero, no había parado mientes en aquel hombre, pero ahora, al verlo surgir otra vez a su
lado, se puso a buscar una relación entre los encuentros precedentes y su reaparición.
Volvió la cabeza, mirando en dirección opuesta. Mas la presencia del desconocido había
ahuyentado ya sus pensamientos, y Miett esperaba con impaciencia el instante en que
pudiera levantarse y marchar.
No obstante, no quiso hacerlo inmediatamente, pensando que con ello podría parecer
mal educada, y que, además, podría hacer pensar al desconocido que huía ante él. Quiso
demostrar que estaba muy por encima de todo ello. Tales reflexiones atravesaron su pecho
en pocos instantes y continuó sentada en el banco.
Al cabo de unos instantes, el desconocido se puso a hablar. Su voz dejaba traslucir al
mismo tiempo cierta inseguridad y cortedad:
—Dispénseme usted, señora… Me sería penoso que usted me encontrase mal
educado… No la he saludado antes, aunque me parece, por no decir que tengo la
seguridad, de que ya nos hemos encontrado otra vez…
Miett volvió tranquilamente la mirada hacia él. Contempló durante unos instantes con
una calma despiadada el rostro del desconocido, gozando plenamente con el penoso
embarazo que se reflejaba en él. Las aletas de la nariz le palpitaban nerviosamente en
espera de una contestación, y sus mejillas mostraban sendas manchas coloradas. Era un
hombre de unos cuarenta años, con semblante insignificante e inexpresivo y grueso bigote
cortado a la inglesa, que Miett encontró repugnante. Por su aspecto y su manera de vestir,
podía ser algún comerciante de Buda, o algún modesto funcionario. Miett contestole en
tono sencillo y tranquilo, después de haberle inspeccionado de los pies a la cabeza con una
mirada penetrante que sentó visiblemente mal al interlocutor.
—No, señor… Usted debe equivocarse… No nos habíamos encontrado nunca…
La expresión y la voz denotaban no sólo superioridad y una tranquila certeza, sino
también un poco de triste y conmovida bondad, como si pidiera perdón a aquel
desconocido que a causa de ella se había colocado en una situación enojosa. El tono acabó
por desarmar completamente al buscador de aventuras. Se levantó, pues, sonrió confuso y
la saludó con el sombrero, diciendo:
—Dispense, pues, señora… Entonces… me habré equivocado.
Y alejose rápidamente.
Miett había notado ya en otras ocasiones que durante sus paseos solitarios, cuando
prefería quedarse a solas con sus reflexiones, casi siempre era seguida por hombres que
permanecían obstinadamente a su lado, fijando su mirada en su nuca, en sus pies, en los
cabellos o en los ojos, y solía tener la impresión de que aquellas miradas la desnudaban.
Los desconocidos le dirigían a menudo la palabra, bajo los pretextos más diversos, y a veces
se veía obligada a contestarles en tono áspero para lograr que se alejaran. Después de cada
paseo, volvía a casa con el recuerdo de una tentación que, desde luego, no dejaba el menor
rastro en ella. Sin embargo, aquellas pequeñas aventuras le recordaban continuamente
que las energías ensordecidas de la vida y del amor la rodeaban, y que su cuerpo, que Miett
sabía hermoso, suscitaba el deseo de los hombres a su paso, cuando caminaba en medio
de ellos, como el barco que deja un surco sobre las olas temblorosas.
Había noches en las que, echada en la cama, apoyando la nuca en las manos
enlazadas, no lograba conciliar el sueño. Entonces le parecía insoportable la idea de que
Pedro no estuviera a su lado.
Contaba siempre, con febril impaciencia, los días que faltaban para Navidad, creyendo
firmemente, como por superstición, que para aquella fecha Pedro podría volver,
representándose hasta con los menores detalles las noches que pasarían.
Con una queja perceptible, deslizaba bajo las sábanas los miembros espléndidos y el
deseo de amor hacía estremecer su cuerpo como una fuerza ajena a sí misma.
3

Después de tres días de viaje, Kiev aparecía en el vasto horizonte bañado en el sol de la
mañana. Un sinnúmero increíble de cúpulas, tejados y chimeneas de fábricas perfiláronse
sobre el cielo con sus contornos dorados, plateados o negros de hollín.
Pedro estaba sentado cerca de la ventanilla. Miró, sin comprender, como quien se
despierta sobresaltado, a través de la ventanilla del departamento del tren, la agobiadora
visión de la ciudad que se acercaba. En los primeros momentos, ignoraba dónde se hallaba,
pues aquel sueño de plomo que se había apoderado de él en la madrugada, sentado allí, le
dejó con la nuca rígida y dolorida, acabando por despertarse a consecuencia de una brusca
sacudida del vagón. Acababa de soñar que viajaba hacia Kecskemét, su ciudad natal; que
su padre vivía aún y que él iba a presentarle a Miett por primera vez. Su padre no podía
salir, por alguna razón que no quedaba muy clara en el sueño, de la vieja casa solariega de
provincias en cuyo patio florecían malvas silvestres y hierba. El profesor de latín había
envejecido mucho, llevaba una larga barba blanca y se paseaba por el patio, echando
miradas desconfiadas en torno suyo, entre los rosales que nadie cuidaba.
Al mirar por la ventana, aquel confuso sueño rondaba aún en la cabeza de Pedro. El
tren parecía redoblar su esfuerzo al acercarse a la desconocida ciudad de doradas cúpulas.
Soltó unos cuantos silbidos bruscos que estallaron en el aire como gritos alegres de mujer
joven a quien se le hacen cosquillas en la espalda.
Sólo poco a poco volvía Pedro a la realidad.
Al echar una mirada sobre Kölber, el alférez, sentado en el asiento de enfrente, y
estirando las piernas adormecidas por el inacabable trayecto, comprendió bruscamente
que· mientras dormía, debía haber chocado varias veces con las rodillas de Kölber. En
aquellas ocasiones tuvo la sensación, tan viva, a la vez que suave, de que tocaba las rodillas
de Miett. Ahora contempló con inconcebible repugnancia el rostro de Kölber, en el que
brillaban como grasientas espinas las estopas rubias y oscuras de una barba de tres días, lo
que le daba el aspecto de tener la cara sembrada con un sinnúmero de minúsculas agujas
rojas. Kölber tenía la cabeza redonda como una bola de billar; una cara felina. Apenas podía
tener veintitrés años. En sus ojos grises y húmedos reflejábase continuamente turbación,
miedo y tristeza.
A su derecha, alguien bostezó como una pantera, alguien frotose los ojos y preguntó a
Pedro:
—¿Dónde estamos, amigo?
Era Esteban Bartha que abandonó el cargo de secretario de Ayuntamiento de un
pueblecito de la provincia de Bihar, para ser movilizado como oficial de la reserva.
—Llegamos a Kiev —contestole Pedro en voz baja.
Bartha, con las cejas arqueadas, miraba fijamente ante sí, y en su cara de flacas
mejillas y de rasgos cansados, se leía su absorción en profundas reflexiones. Sus mejillas
estaban coloradas como las de un tuberculoso.
Por la plataforma abierta del pasillo, entraban en el departamento unos vahos de aire
fresco. El sol estaba alto ya y comenzó a calentar poco a poco el cristal de la ventanilla. Uno
a uno, despertáronse también los demás, pues las ruedas, al pasar sobre las agujas,
chirriaban continuamente. Con Lajtai, Lukács y Mezei, viajaban seis en aquel
departamento.
Lajtai parecía el más viejo de todos. Tenía un grueso bigote a la inglesa, husmeaba el
aire con su nariz chata, y al mirar por la ventanilla, el rostro reflejaba una amargura tal que
no hubiera podido superarse. Había sido ingeniero jefe de los Altos Hornos de Diosgyör,
padre de tres hijos; la llegada a Kiev no podía agradarle en absoluto.
Lukács, cuyo rostro flaco y antipático era pálido y hueco a la luz de la mañana como el
del jugador empedernido y trasnochador, iba limpiándose negligentemente, con la uña del
dedo meñique, los demás.
Todos eran tenientes, excepto Mezei, que era capitán. Este último estaba sentado en el
rincón, cerca de la portezuela, con la expresión de preguntarse cómo era posible, que él,
oficial de carrera, se encontrase allí en compañía de aquellos otros seres de especie extraña
e inferior a la suya, aquellos paisanos vestidos de uniforme, y cómo era posible que
también ellos fueran prisioneros de guerra como Dios manda, igual que él…
Hablaban poco, pues tenían el presentimiento de que en aquella ciudad tal vez les
esperaban nuevas y secretas sorpresas, y el temor pesaba con fuerza sobre sus corazones.
Una voluntad desconocida había empuñado el timón de sus vidas. Sólo Bartha se puso a
hablar, frotándose con la palma la barbilla erizada de estopas que le picaba, y pasándose la
mano por la cabellera húmeda de la transpiración de la noche.
—¡Ojalá encontremos aquí algo sólido para comer!
Luego dijo a Kölber:
—Oye, compañero, ¿te queda aún un poco de aquel estomacal?
—Ya, ya —contestó el interpelado en su dialecto tirolés (pues sólo hablaba alemán),
tendiéndoles la cantimplora de campaña llena de coñac.
En la estación, soldados con la bayoneta calada esperaban al convoy de prisioneros.
Aquella manada de hombres, martirizados por tres días de viaje, saltaron de los vagones
como animales que salen por fin de la jaula.
Los soldados rusos los rechazaban, amenazándolos con sus bayonetas, gritándoles
palabras incomprensibles en su jerigonza dura y salvaje, como si quisieran disputar con
ellos. La recepción era tan penosa como de mal augurio.
Pedro se había detenido en el estribo del vagón, sin mezclarse a la muchedumbre. Veía
continuamente ante los ojos de su memoria a Miett, vestida con aquel trajecito azul claro
que llevaba la última vez, al acompañarle al apeadero de Kelenföld. Al mismo tiempo, su
espíritu estaba invadido por aquellas impresiones nuevas del andén de Kiev, y ambas
corrientes de pensamientos se le confundían extrañamente en la cabeza.
Una muchacha, descalza, con cabellera rubia como el lino, gritaba sin cansarse, al
pasar delante de ellos con una gran cesta en la mano:
—¡Búlki! ¡Búlki!
Lanzaba al aire aquella palabra extranjera en voz aguda, como si estuviera llamando
desesperadamente, en aquel montón de hombres, a alguien que se apellidara «Búlki». Sin
embargo, no era difícil adivinar que aquella voz designaba los panecillos con queso,
blancos como la nieve, que llenaban el cesto.
En medio de la gente apiñada en el andén, un cojo daba saltos como un gorrión. Era
imposible perderle de vista, pues iba ataviado con una camisa roja y llevaba en el cuello
una bufanda amarilla. Debía ser un muchacho afable y suave, ya que se dejaba empujar
por unos y otros, sin protestar, balanceando en la mano con habilidad de simio la bandeja
en la que llevaba su mercancía, gritando con voz de loro:
—¡Piróchnik ! ¡Piróchnik!
Ofrecía pasteles baratos, de dudoso aspecto.
Entre el público que llenaba el andén, mezclábanse tipos europeos y asiáticos. Había
allí tártaros morenos y sombríos, con gorros redondos y vestidos de khalat, y grupos de
campesinos rusos que, a pesar de la cálida estación, no se quitaban los grasientos abrigos
de carnero, y pantalones de grosera tela sujetos por una cuerda, con zapatos sin forma, de
junco. Todo su ser despedía un olor de tristeza, y, hasta cierto punto, un hedor animal.
Perdidos en medio de ellos, los judíos de Kiev, vestidos con largos caftanes de aspecto
inquietante y con sus cadenetas al cuello, parecían siniestros gavilanes en medio de ovejas.
De vez en cuando, aparecía alguna persona con aspecto europeo. La estación estaba llena
de gente apiñada, cuyo número aumentaba continuamente; en su mayoría, eran
comerciantes y mercaderes venidos de las inmensas profundidades de la gran llanura rusa.
Había un niño, perdido entre la muchedumbre, ataviado con un largo sobretodo negro que
le llegaba hasta los tobillos, agarrándose al abrigo de zorro de su padre, y echando en torno
miradas asustadas.
Al enterarse de que acababan de llegar unos prisioneros, de carne y hueso, traídos
directamente del campo de batalla, una enorme muchedumbre de curiosos les rodeó
inmediatamente, examinándolos detrás de la fila de bayonetas, como a través de los
barrotes de una jaula. Los soldados intentaban asegurar el paso a grandes golpes de culata,
gritando con sus poderosas voces de animales, consiguiendo, por fin, conducir el transporte
de prisioneros hacia un espacio reservado en un extremo de la estación. Eran en total
quinientos hombres, entre oficiales y tropa, y ninguno de ellos tenía la menor idea de
cuándo y cómo se habían separado del regimiento.
Los esperaban unos oficiales y suboficiales rusos que se pusieron sin demora a registrar
hombres y equipajes.
Un suboficial de enorme estatura examinó primero el contenido de la mochila del
capitán Mezei, el cual hundió su mano en la misma, anticipándose al ruso, sacando un par
de magníficos gemelos de campaña:
—Sírvase aceptarlo, caballero… ¡Un recuerdo de Budapest!
El ruso echó una mirada rápida hacia sus superiores, para ver si miraban hacia aquel
lado, pero precisamente estaban conversando con el teniente Rosiczky, el cual se había
cuadrado ante ellos. Entonces el rostro huesudo y sembrado de pecas del suboficial ruso se
aclaró en una amplia sonrisa, hundiendo el regalo en el bolsillo. Después de lo cual, desistió
de continuar el registro, simulándolo solamente. Hubo mochilas que ni siquiera abrió,
contentándose con palparlas, dándose tono de importancia, con sus largos y huesudos
dedos, mientras se ruborizaba por la emoción de ejercer aquel oficio, sin duda nuevo para
él.
A pesar de todo, la inspección duró varias horas. Aquellos cuyas mochilas fueron
registradas por otro suboficial, no escaparon al registro a tan bajo coste, pues les quitaron
cantimploras, zurrones, correas y muchas partes del equipo militar. Pedro podía estar muy
contento por haber podido salvar el gran revólver de reglamento, escondido en el fondo de
la mochila. Sin saber por qué, tenía el oscuro presentimiento de que aquella arma aun
habría de servirle.
Ya era cerca del mediodía cuando, terminado el registro, fueron llamando a los
hombres. Nadie faltaba. Había en total catorce oficiales. Les mandaron formar en filas de
cuatro, y uno de los suboficiales, chapurreando un poco de alemán, les dijo que se
quedarían algún tiempo en Kiev y serían instalados en un cuartel alejado de la ciudad.
Al salir a la plaza que había ante la estación, ya les esperaba una muchedumbre que
acababa de enterarse entretanto de la llegada de los Vengerski[31]. Eran sobre todo
mujeres y niños, a quienes una manada de elefantes y jirafas no hubiera causado mayor
sensación que aquel primer convoy de prisioneros: para los habitantes de Kiev, la primera
aparición misteriosa del enemigo. Fijábanse en ellos unas miradas escrutadoras y ansiosas,
cargadas de mil curiosos pensamientos, mientras que los prisioneros se ponían en marcha
entre la doble fila de bayonetas de los soldados. La masa se agitaba alrededor suyo en
confusa batahola, pero no les era hostil, como les había parecido al principio.
A cada instante, en medio de los látigos de los cosacos que rechazaban la
muchedumbre con grandes gritos, unas manos de mujeres presa de conmiseración tendían
amablemente a los prisioneros víveres y paquetes. Una viejecita llegó a deslizarse hasta
Pedro y le tendió un paquete de higos:
—Wosni radnoi, Wosni radnoi… —dijo, con sus labios temblorosos la anciana, como si
dijera : «Toma, ten, es para ti, hijo mío».
En el rostro marchito y lleno de arrugas, brillaban unos ojos pequeños, húmedos de
lágrimas, y un llanto reprimido crispaba sus labios sin dientes, imprimiéndoles una mueca
cómica.
Pedro sostenía en sus manos aquellos higos cubiertos de polvo y no sabía qué actitud
debía tomar. Pálido y conmovido hasta el fondo de su corazón, miró a la anciana llorosa que
movía la cabeza, y en cuyos ojos se leía la desesperación de no poder darse a comprender a
aquel soldado extranjero. La anciana no se parecía nada a la madre de Pedro, y, sin
embargo, tenía la impresión de que, en medio de aquel montón de gente que llenaba
ruidosamente las calles de Kiev, el corazón de su madre acababa de surgir ante él…
Un poco más lejos, una muchacha se le plantó delante. Un sombrero de paja desteñido
por el sol sombreaba su cara, cansada y sin hermosura, que parecía un fruto magullado.
Con tímida y forzada sonrisa, tendiole a Pedro una naranja medio seca ya:
—Bitte schön! —le dijo en alemán, aunque su acento revelaba que no conocía de aquel
idioma más que aquellas dos palabras.
También otras personas venían con las manos llenas de todas las cosas deseables.
Esteban Bartha sostenía una coca y unas salchichas, como si las quisiera sopesar.
Dirigiéndose a Pedro sonriendo, pero un tanto emocionado, dijo:
—Mira, hermano, ¡qué proyectiles tiran contra nosotros!
Al adentrarse en la ciudad, se apiñaba más la gente. En las ventanas de la antigua
ciudad rusa, aparecían muchas cabezas. Mujeres y muchachas les hacían señas con los
pañuelos y en varios puntos les tiraban hasta flores. Por las calles parecía haberse
desencadenado una tempestad, la tempestad de los corazones, oprimidos por la terrible
pesadilla de la guerra, que acababa de estallar repentinamente, surgiendo en torno suyo.
Las calles por las cuales desfilaban, ofrecían el aspecto de una curiosa mezcla
arquitectónica de dos continentes. Junto a palacios al estilo europeo, erguíanse extrañas
construcciones asiáticas en madera, pequeñas unas, mayores otras: iglesias coronadas por
poderosas cúpulas, rodeadas de torres esbeltas o pesadas, que culminaban en cruces
dobles; luego en la inmediata vecindad, sin transición alguna, veíanse calles elegantes y
perfumadas, con centelleantes escaparates de estilo muy parisiense, interrumpidos por
rincones sucios, llenos de estercoleros. Brillantes oficiales, ataviados con relucientes
uniformes, codeábanse con humildes y míseros mujiks, tártaros tocados con altos gorros de
piel, khirgises, un populacho, cuya raza y hasta cuyo sexo hubiera sido muy difícil
determinar. Pasaban automóviles como un relámpago, elegantes carrozas de gala tiradas
por caballos de cuellos flexibles como los de los cisnes. Entre los elegantes cabriolés,
arrastrábanse miserables carros destartalados, tirados por unos rocines flacos, de pelo
áspero y erizado, y, sin embargo, robustos.
Llegaron, por fin, al edificio del cuartel en el cual se les había preparado hospedaje. A
juzgar por los preparativos, era de suponer que debían de pasar bastante tiempo en Kiev. Al
llegar, les sirvieron el almuerzo: sopa, carne, bastante dura, por cierto, pero en cambio en
suficiente cantidad.
Después de almorzar, los oficiales quedaron autorizados para ir a la ciudad, bajo la
custodia de las bayonetas de los soldados, para hacer compras, cambiar dinero y enviar
telegramas.
Pedro envió un corto despacho a Miett, en el cual le decía sencillamente que se
encontraba en Kiev y que estaba bien. Expidió otro telegrama, igualmente corto, a su
madre. El telégrafo costaba caro, y Pedro ponía atención en el dinero que gastaba. Cambió
la mitad de lo que poseía por rublos. Tenía en total, alrededor de quinientos rublos, y
quedábanle otras tantas coronas austrohúngaras. Los demás oficiales hicieron algunas
compras, pero él no gastó nada. Mientras sus camaradas entraban en las tiendas, él les
esperaba en la calle, al lado del soldado ruso que les vigilaba.
La calle rebosaba de tiendas de toda clase, y Pedro se divertía en pasar revista a las
mercancías que se ofrecían en uno de aquellos bazares. Se podía encontrar allí toda clase
de objetos posibles e imaginables: agujas, setas secas, peines de madera, coches para
niños, muebles, sierras, samovares, cuernos de ciervo, telescopios, relojes, muelles para
coches, yunques, puñales caucásicos, plumeros, gemelos de teatro, campanitas para
trineos, mangos para hachas, cojines, brazaletes dorados, guitarras, bañeras largas y
estrechas, banquetas y gran número de trajes usados. A la vista de aquel cómico montón
de cosas abigarradas y disparatadas, Pedro se puso de buen humor.
La noche caía ya cuando volvieron al cuartel. Después de cenar, sentáronse un rato al
patio, para conversar. Lentamente, la oscuridad les fue envolviendo con su manto. Los
hombres se extendieron sobre el césped seco y polvoriento, y se pusieron a entonar
canciones de soldados. En aquel momento, las canciones ejercieron sobre ellos un efecto
conmovedor. Al oírlas, los oficiales interrumpieron la conversación; sólo brillaban las puntas
de los cigarrillos en la oscuridad parda y otoñal. Los soldados rusos se apoyaban en la
pared, escuchando a su vez las canciones extrañas. Bartha, sentado con las piernas
colgantes en la escalinata, acompañaba· a los coros con su voz profunda y bien timbrada.
Instantes después, fueron a acostarse. No les habían dado camastros; de modo que se
extendieron en unos bancos de madera, sobre los cuales habían echado unas mantas que
exhalaban un olor nauseabundo. Sin embargo, un oficial ruso que acababa de hacer una
visita de inspección, les aseguró que, a partir del día siguiente, los oficiales prisioneros
tendrían camas y hasta sábanas.
Pedro compartía su cuarto con Franz Kölber, el alférez austriaco; Kölber se extendió
sobre un banco y pareció sumirse inmediatamente en el más profundo sueño de los justos.
Pedro, en cambio, no se acostó. Sentado en el borde del camastro, en la oscuridad, se
puso a pelar la naranja que le había dado por la mañana aquella muchacha rusa tímida y
fea. Al sentir correr entre sus dedos el zumo de la fruta, y subir a sus narices bruscamente
el aroma, volvieron a su mente los recuerdos de las largas noches de antaño, de sus años
de infancia. Se puso a comer, en las tinieblas. Fue presa de un terrible espanto al pensar
que se encontraba en Kiev y que, durante mucho tiempo, no sería libertado, ¡tal vez al cabo
de muchos meses! Esto le produjo tal agitación, que comenzó a temer que perdería hasta
la razón. En medio de los dolorosos y confusos pensamientos, imaginó a Miska Adam
erguirse bruscamente ante él, vestido con traje azul marino de impecable corte, en el té de
los Varga; luego le vio a orillas del Danubio, paseándose con Miett; ambos iban a grandes
pasos, cruzándose con él, mas sin verle. Y volvió a ver el rostro de Adam, saludando con el
elegante sombrero de fieltro verde oscuro, bajo los copos de nieve; en este instante, todas
las sensaciones dolorosas parecían apoderarse de todos sus nervios; eran todas aquellas
sensaciones que le asaltaran cuando por casualidad le pusieron en comunicación telefónica
con Miett y Adam.
Estaba sentado, allí, en las tinieblas, sobre el banco, y observaba horrorizado todos
aquellos sentimientos que se posesionaron de él, como alguna terrible enfermedad que
fuera ganando cada vez más terreno, atacándole la carne, los huesos, el cerebro. Presentía
que la pesadilla de celos no le dejaría tranquilo nunca más. Miraba fijamente ante sí, con
los ojos desorbitados, como si aquel cuartucho que olía a moho, hubiera ido llenándose de
fantasmas. Luego, cerrando los ojos y abandonándose al vértigo, dejo de zozobrar su
espíritu en los torbellinos del dolor.
Pronto, otros pensamientos se apoderaron de nuevo de él. Vio ante sí a Miett, en
diversas actitudes, y los sentimientos amargos y dulces del amor y del deseo le hacían
estremecer. Oía la voz de Miett, tan próxima y fascinadora que hubiera podido creer oírla de
veras. Vio a Miett de pie, descalza, ante el armario, poniendo en orden algunos objetos,
cubierta con la camisa de noche que le llegaba hasta los tobillos. Sólo brillaba una luz,
cerca de la cama, tamizada por la pantalla, y aquella semioscuridad hacía adivinar más que
ver las magníficas formas de aquel espléndido cuerpo de mujer a través de la tela fina y
transparente. Vio la cabeza de Miett, descansando a su lado, sobre la almohada, con los
cabellos rubios esparcidos en tomo suyo en inmensos cercos dorados. Respiraba el dulce
olor perfumado de su cuello, y se estremecía al contacto ardiente de su mano temblorosa.
Abismose en sus pensamientos y sus facultades trabajaron intensamente con gran
tensión de todos los nervios. Desde el comienzo, vivía en él oscuramente la idea de huir; y
ahora se le iba apoderando con irresistible fuerza.
Decidió no llevarse más que el revólver y el dinero. Abandonaría el resto, hasta el
capote, para no descubrirse como oficial extranjero. Su espíritu estaba aún repleto de
aquellos instantes emocionales de la mañana, cuando, al verles desfilar por las calles de
Kiev, la población les testimoniaba su simpatía. «Esta gente —decíase—, tiene, pues,
también sentimientos humanos, y tal vez hasta me ayudarían…»
Se deslizaría por el patio, con la cabeza descubierta, en mangas de camisa. Pegado a la
pared, muy cerca de los pozos, saltaría por la muralla del cuartel. Una vez en la calle, al
otro lado del muro, ya no sería difícil huir. Hasta la mañana, se escondería en algún rincón,
esperando que se abriera el bazar en el cual se brindan a la venta los objetos más
estrafalarios; allí, podría adquirir algún traje viejo, un sombrero y botas. Si todo esto le salía
bien, el dinero, y en caso necesario, el revólver, le ayudarían para abrirse paso de un modo
u otro. Desde que vio aquella misma mañana la sonrisa alegre con que el suboficial ruso
hundía en su bolsillo los gemelos de Mezei, Pedro ponía todas sus esperanzas en el efecto
que producirían sus rublos.
Una vez más, detallose a sí mismo todas las fases del plan.
Delante del cuarto, había un largo pasillo, que comunicaba con otro pasillo exterior. En
aquel primero y en el patio, había, sin duda alguna, centinelas, pero era probable que
durmieran. Aun cuando no durmiesen, no sería demasiado difícil burlarse de su vigilancia,
pues la noche era oscura, sin una estrella en el cielo. Si lograba saltar por el muro sin
llamar la atención, tenía asegurada la mitad del éxito de su evasión.
Púsose cautelosamente la guerrera, tomó el revólver y la mochila, y de puntillas, con el
mayor sigilo, se acercó a la puerta.
En aquel mismísimo instante, Kölber le dirigió la palabra en tono que podía hacer creer
que había venido observando en la oscuridad cada uno de los gestos de Pedro.
—¿Adónde vas?
Su voz suave y sentimental hizo un efecto sobre Pedro como si Kölber hubiera sido
testigo del terrible combate de sus pensamientos, que parecían llenar toda aquella pieza
sombría.
—Vuelvo en seguida —contestó con la máxima calma que le fue posible.
Ya estaba en el pasillo. Aquí, se inmovilizó al instante, acechando hacia el otro extremo
del mismo pasillo, hundido en la oscuridad; sólo muy lejos brillaba una lámpara. Su
corazón latía tan fuertemente que sentía los latidos desde la cabeza hasta los talones.
Adentrose en el pasillo, lo atravesó y estuvo a punto de deslizarse en el patio.
En aquel preciso instante agitose algo en las tinieblas, a su lado, como si una columna
inanimada se hubiera movido, y al instante encendiose en la mano del soldado ruso,
armado de fusil con bayoneta calada, una lámpara eléctrica que le puso bajo las narices:
—¿Kada ti idyich? (¿Adónde vas?) —gritole el soldado ruso, con voz grosera,
apuntándole con la lámpara como si fuera una lanza.
Pedro balbuceó alguna cosa, intentando expresar por signos que quería satisfacer una
necesidad natural.
El soldado lo rechazó con toda su fuerza por el hombro, de modo que Pedro perdió el
equilibrio y cayó sobre el umbral de la puerta.
—¡Nasad! —rugió el otro; los ojos se le salían de las órbitas, como los de un animal, y su
brazo tendido en imperioso gesto, expresaba claramente que la palabra significaba:
«¡Atrás!»
Luego designó con la mano una cubeta medio llena de aguas en el pasillo que despedía
ya un hedor nauseabundo.
Pedro volvió al cuarto sombrío, alcanzó de puntillas su camastro y se desplomó sobre él
tal como estaba, con la cara hundida en las mantas,
4

Las primeras nevadas habían caído ya. Por las tardes, Miett se instalaba con sus labores
en el salón, sentada junto a la ventana. Fuera, la nieve brillaba débilmente, y los colores del
gran pañolón de campesina ardían en los hombros de Miett cual llamas frías.
Una de aquellas tardes, sonó el timbre y Miett conoció desde el recibimiento, aun antes
de que entrara, la voz de su suegra.
—¡Ah, hija mía, nieva terriblemente! —exclamó la de Takách, mientras que de los
hombros de su sencillísimo abrigo negro hacía caer copos de nieve sobre la alfombra.
Su pequeña nariz estaba cómicamente enrojecida por el frío, y minúsculos copos de
nieve quedaban aún pegados a sus pestañas.
—¿Ya sabes la noticia? —dijo a Miett, tan pronto como se hubo instalado en un enorme
sillón, en cuyo regazo casi desaparecía, de tan pequeña como era —Miguel también ha sido
llamado, y Carlota me suplica que vaya a instalarme a Brassó, a su casa… ¿Qué te parece,
hija mía? ¿Qué debo hacer?
Pedro sólo tenía una hermana, cinco años mayor que él, casada con un abogado
apellidado Pável. Desde hacía seis años, vivía en Brassó. La señora Takách solía ir a visitar a
su hija los veranos; en cambio, Pedro no había ido a verles todavía, y en seis años, sólo vio
una vez a su hermana, cuando Carlota y su marido visitaron Budapest. La visita no
contribuyó en nada, sin embargo, a acercar mutuamente hermano y hermana. Almorzaron
juntos, mataron el tiempo en conversaciones amables y frías, pero no consiguieron
restablecer entre sí las relaciones del afecto fraternal. Tampoco sentían el deseo de hacerlo.
Carlota tenía el alma cerrada y avara; veía en Pedro al hermano ligero y despilfarrador, y
temía siempre que algún día hubiese de pagar las deudas que pudiera contraer. Desde
luego, estos temores carecían de fundamento, pues, ya antes de casarse, Pedro había
llevado una vida muy ordenada y regular.
Un solo motivo hubiera podido bastar, desde luego, para quitar toda base real a las
aprensiones de Carlota: sabía de antemano (pues había tomado una firme decisión en su
fuero interno) que aunque Pedro se encontrase en estado precario, ella no le ayudaría.
Durante la infancia, hermano y hermana fueron ya dos extraños. Carlota, niña delgada, con
una nariz puntiaguda, y avejentada por el carácter, quejábase continuamente de Pedro.
Rehusaba participar en sus travesuras de niño, pretendiendo siempre ser más inteligente y
más razonable. Más tarde, se hizo una muchacha guapa, rubia y graciosa que despertaba el
interés de los muchachos. Se dejó cortejar por todos los jóvenes de la pequeña ciudad, sin
llegar a retenerlos durante mucho tiempo, pues se alejaban tan pronto como conocían a
fondo su carácter egoísta y avaro, oculto bajo una inteligencia calculadora y fría y una
amabilidad fingida. Cuando tenía veinticuatro años, a punto de transformarse en solterona,
concentró todas sus energías de seducción sobre Miguel Pável, el cual en aquel entonces
hacía sus prácticas de pasante en el despacho de un abogado ; todos los demás
admiradores se habían volatilizado entretanto. Carlota logró retener a Pável, en el fondo de
cuya naturaleza latía cierta innata brutalidad.
Pável, con su corto pelo cepillado hacia arriba, solía tomar por las mañanas el desayuno
sin quitarse el fijabigotes; durante el día, parecía querer atravesar por las puntiagudas
guías de sus bigotes marciales el mundo entero. Era de origen rumano, y en su hablar
húngaro, vivaz y nervioso, mezclábase continuamente cierto regusto de extranjería.
Pedro odiaba cordialmente a su cuñado. Sin embargo, a la edad de veinte años, siendo
estudiante en derecho de segundo curso, el juego y otras ligerezas le habían colocado en
serias dificultades monetarias. No se trataba, en fin de cuentas, sino de un par de
centenares de coronas, más le fue imposible reunir esa cantidad. Aquellas insignificantes
deudas sucias pesábanle muchísimo y amenazábanle con impedir que aprobara en los
exámenes. Cuando, a costa de terribles y dolorosas humillaciones, hubo visto a todos
cuantos conocía en la pequeña ciudad —al doctor que, en vida de su padre, había sido el
médico de su casa; algunos profesores, colegas del viejo Takách y, por fin, un viejo
compañero de estudios del mismo, hombre muy rico y que regentaba una propiedad muy
importante— cosechando de unos una negativa prudente y cortés, y de otros, una
recepción glacial, decidiose a escribir a su hermana. Sabía que Pável poseía cierta fortuna y
que había continuado el bufete de abogado de su padre, el cual le proporcionaba pingües
beneficios, disfrutando de una situación económica en extremo favorable. Expuso, pues, a
su hermana la situación en que se encontraba, explicándole con toda franqueza cómo
había llegado a tan mal paso y que los exámenes peligraban. Rogó a su hermana y a Pável
que le prestaran aquella cantidad, hasta cuando lograra cierta independencia material, y
prometió cambiar completamente el género de vida. Al escribir aquella carta, se
enternecía, le abría el corazón, hablando de proyectos para el porvenir; en una palabra,
aquella larga carta acusaba el más caluroso amor fraternal.
En lugar de Carlota le contestó Pável. En tono de superioridad paternal, con mucha
suficiencia, que a veces llegaba a la impertinencia, regañaba a Pedro por sus ligerezas,
profetizando que caería muy bajo en un mínimo tiempo. Acababa la carta con altisonantes
y vacíos consejos, a los que confería el valor de preciosos regalos. Pero no envió ni un
céntimo.
Si Pedro consiguió romper de golpe y porrazo con su vida ligera de juegos y placeres
nocturnos, lo debió, en gran parte e indirectamente, a la misiva de su cuñado. Reuniendo
todas sus energías, consagrose completamente a los estudios. Durante dos largos y
amargos años, gimió aún bajo el lastre de las deudas; mas, por fin, salió purificado de la
aventura y con una voluntad bien templada. Sin embargo, la carta de Pável marcó una
profunda huella en su alma, y no podía pensar en haberse dirigido a Carlota sin un
sentimiento de vergüenza y un arrepentimiento punzante. Principalmente por este motivo,
condenándose ante todo a sí mismo, perdió la simpatía hacia su hermana.
Todo esto se lo había contado Pedro a Miett oportunamente. Así, ésta comprendió por
qué no asistieron sus cuñados a la boda, enviando sólo un telegrama de votos altisonantes.
Aun entonces, conservaron siempre las apariencias del afecto fraternal, pues no hubo
nunca ruptura franca entre ellos. Durante el viaje de bodas, tampoco Pedro y Miett dejaron
de mandar unas cuantas postales ilustradas a Brassó, y desde el frente, Pedro había
dirigido una carta a su hermana.
La madre de Pedro estaba sentada en el gran sillón, frente a Miett, con la cabeza algo
inclinada. Sus labios se contorsionaban, como si estuviera a punto de llorar. No tenía
muchas ganas de trasladarse a Brassó, pero sabía que ello era inevitable. Entre tanto Szücs
había sido movilizado a su vez, de modo que el sueño dorado de la Takách, de ver unidos
por los lazos del matrimonio los destinos del amigo de Pedro y Aranka Vaynik, se
desvaneció definitivamente.
La hija de los Vaynik, además, con el aspecto reservón y la tez aceitunada, continuaba
perdidamente enamorada de Pedro. En su profundo despecho cultivó asiduamente en su
corazón un odio feroz a Miett, la mujer que ella consideraba culpable de haberle quitado a
Pedro.
—¿Está en casa tu papaíto? —preguntó cariñosamente la Takách a su nuera, echando
una respetuosa mirada hacia la puerta del despacho, de donde se oía a veces un
meditabundo carraspeo y el crujir del sillón del anciano, sumergido como siempre en su
trabajo.
—Entre usted a saludarle, por favor —dijo Miett.
La señora Takách abrió la puerta con precauciones.
—¿Se puede? —preguntó, con una ligera sombra de inocente coquetería en su voz,
como si secretamente hubiera estado enamorada del padre de Miett.
Este elevó las gafas sobre la frente, aparentó no conocerla, mirándola varias veces de
pies a cabeza, y preguntó, volviéndose hacia su hija:
—¿Quién es esta simpática y joven señora?
—No se burle usted de mí —dijo la Takách, blandiendo su pañuelo hacia el viejo, a la
manera de un abanico. Sentose en una silla, y al levantar su mirada hacia él parecía reír y
llorar a la vez.
Fue su visita de despedida. Dos semanas más tarde, se instaló en el tren con rumbo a
Brassó. Había vendido la mayor parte de sus muebles, y no se llevó sino aquello que tenía
para ella un valor atractivo de recuerdo grato o doloroso. El pisito de la calle del Teniente
fue traspasado a un mercachifle judío de Galitzia que vendía al por mayor ajos a la
Intendencia y que tenía una verdadera manada de hijos.
Miett se despidió cariñosamente de la suegra, con los ojos bañados en lágrimas. Pasó
junto a ella todo el tiempo, la ayudó a embalar los trastos, y el día en que tomó el tren, la
acompañó con su padre a la estación. Al volver luego a casa, Miett sentía en su corazón
cierta sorda opresión; como si con la marcha de la suegra se hubiera roto otro lazo de
comunidad con Pedro. Esa mujeruca vieja tan sencilla y pulcra con la mirada mariposeante,
no había representado en realidad, gran cosa para su vida; sin embargo, ahora que
acababa de alejarse de ella, Miett tenía la impresión de que su existencia quedaba como
empobrecida y más solitaria que antes.
El padre, a quien el doctor Varga había recetado unas píldoras, pareció completamente
restablecido, gracias a las mismas. Sobre todo desde que, obedeciendo al ruego de su hija,
se hizo afeitar la barba, su semblante recobró la expresión de antaño. Mas la mirada
escrutadora y siempre inquieta de Miett, solía descubrir cada vez algo en los rasgos del
anciano, en los gestos o en el seco y nervioso carraspeo, que le llenaba de inquietud.
Durante los últimos meses, Miett tenía por costumbre ir a casa de los Varga, pasando
de nuevo gran parte de su jornada con Elvira, como cuando era muchacha. A veces, hubo
reunión de amigos en casa del médico; venían hacia Miett caras conocidas y desconocidas,
cual la corriente arrastra con lentitud los objetos hacia la orilla. De vez en cuando, iba con
la Varga al teatro, asistían a las juntas del Comité de Beneficencia, confeccionaban
paquetes para Navidad o hacían ganchillo para enviar jerséis a los soldados que combatían
en los Cárpatos. Todo esto arrancaba a Miett, por una hora o dos, a su sorda insensibilidad.
A menudo, olvidaba durante días enteros que el destino le había robado el contenido más
hermoso de su vida; en tales casos, llegaba hasta a encontrarse alegre y contenta, pues las
inactivas energías de la juventud buscaban expansión en su interior, sano y puro.
Poco a poco, abandonó la esperanza de volver a ver a Pedro para Navidad, esperanza a
la que se había aferrado con obstinación durante muchos meses, sin explicarse, desde
luego, la causa.
La guerra fue extendiéndose cada día más, ahogando en su germen cualquier proyecto
para el porvenir.
La impaciencia aguda y dolorosa de los primeros días, cuando aun iba contando las
jornadas en espera de la vuelta de Pedro, se aflojó poco a poco en su corazón como queda
amortiguado el dolor de un desengaño amoroso conforme van pasando los días.
Solía leer mucho en aquel tiempo. Esas novelas que absorbía con la avidez del alma
sedienta a raíz de sus soledades, la hicieron un tanto soñadora, abriendo ante ella unas
perspectivas sobre la vida humana que, en medio de aquella gran inseguridad, llegaban a
representar una especie de misteriosa explicación, o, por lo menos, una interpretación
negativa del eterno arcano: por qué nace y vive el hombre. Miett no era un alma religiosa;
iba a misa por efecto de la educación, haciendo sus plegarias cotidianas un poco
mecánicamente. Pero ahora, en el fondo de su alma, volvía hacia Dios, en cuya idea su
espíritu descansaba a menudo, buscando consuelos ante sus mil inseguridades y las
heridas de sus tenebrosos temores.
Impulsada por un instinto íntimo y un temor inconfesado, colmaba a su padre con mil
pequeñas atenciones. Le hizo una gorra de ganchillo para dormir; averiguó por sus astutas
preguntas cuáles eran sus platos preferidos, y a veces pasaba muchas horas deambulando
por toda la ciudad, para encontrar una cajita de arenques holandeses en aceite, pues su
padre le había manifestado un día que los encontraba muy sabrosos. Pasaba tardes enteras
en el despacho, leyéndole en voz alta aquellos capítulos de novelas que a ella le parecían
particularmente hermosos, después de haber resumido pintorescamente el argumento de
la acción. Entretenía así a su padre durante horas enteras, como a un niño.
Las tardes de invierno, con la rápida caída de la oscuridad, evocaban en su mente los
recuerdos de los felices tiempos pasados con Pedro. En las habitaciones iluminadas por el
fuego de la chimenea y por la nieve de fuera, experimentaba otra vez el sabor de aquellas
horas ebrias de amor. Deteníase cerca de la chimenea, apoyaba la frente en el esmalte
tibio, y se acordaba del primer beso. Su imaginación la arrastraba a veces con tanta fuerza
que no sólo veía a Pedro, sino que incluso le parecía tocarle. En estas ocasiones, su corazón
se sentía inundado de indecible dolor; recorría las habitaciones como impulsada por una
inquietud irrefrenable, y a veces se tumbaba en el sofá con un ademán de cansancio, como
si todas sus fuerzas la hubieran abandonado. Entonces faltaba muy poco para que se
desahogara en un grito de espanto toda aquella inseguridad e impaciencia, la sensación de
torturante abandono y el ávido deseo femenino que había venido acumulándose en ella.
Llevaba en el corazón esa sensación, cual un fuego de llama viva devoradora, cuyas
torturas sólo raras veces llegaba a descargar o ahogar.
Hasta entonces, había recibido tres cartas de Pedro. Las tres estaban fechadas en Kiev,
ciudad en la que el destino de Pedro parecía haberse estancado por ahora. Las cartas
describían minuciosamente los pormenores de aquellas jornadas grises y monótonas,
estaban llenas de confianza y esperanza, aunque Miett creía descubrir siempre en el fondo
cierta reserva.
Con su fino instinto, adivinaba en la lectura de aquellas misivas, que Pedro sufría un
insoportable tormento físico y espiritual por estar separado de ella, aunque su marido
escondiera esos deseos, por hombría y por ternura y cariño hacia ella. Tras las frases de las
cartas que a veces parecían huecas, tras el consuelo, la sonrisa y la confianza que
exhalaban, Miett veía siempre el semblante triste de Pedro, contraído y macilento por los
sufrimientos del cautiverio.
En una carta, Pedro escribía:

«Hace ya cuatro meses, querida pequeña Miett mía, que estoy separado de ti. A veces
me parece que cada día me envejece un año. El día pasa aún de una manera u otra, pero
cuando nos acostamos y apagamos las luces se producen momentos dificilísimos. Comparto
mi habitación con un alférez austriaco llamado Kölber, el cual dejó en Villach a su
prometida. He podido observar ya varias veces que de noche, cuando cree que yo duermo
el sueño de los justos, llora desesperadamente. No podría contarte, mi querida pequeña
Miett, lo que sufro en esas ocasiones. Creo que, de noche, también me incorporo sobre mi
camastro y hago lo mismo que él, sólo que no me doy cuenta.
»Sin embargo, el Señor ya nos ayudará, y confío en que podré abrazarte antes del
verano. Piensa mucho, muchísimo en mí, como también yo pienso continuamente en ti. No
te desanimes si no recibes carta mía, pues los correos son completamente imprevisibles.
»Desde hace tres semanas, me dejo crecer la barba; ya te mandaré una foto; te morirás
de risa…»

Pedro nunca mencionó en sus cartas, ni con media palabra, su malograda tentativa de
evasión.
Miett ya no podía esperar la vuelta de Pedro antes de la primavera. Dejaba de enlazar,
pues, sus esperanzas y su impaciencia a una fecha concreta, pues temía que un nuevo
desengaño la precipitara en otro terrible torbellino de desesperación.
En aquellos tiempos, pensaba de nuevo muy a menudo en Olga, y se decidió a
encontrar su paradero. Supo por Varga cuál era el sanatorio en que estaba la madre de su
amiga, y una mañana se presentó allí. Sin embargo, la informaron de que la enferma había
sido trasladada semanas atrás a un sanatorio de Austria. El médico director ignoraba
dónde, y tampoco logró obtener informe alguno sobre Olga.
Poco a poco, llegaba la primavera. De vez en cuando, Miett bajaba al campo de tenis,
en donde volvían a voltear las pelotas blancas bajo los primeros y aún tímidos rayos del sol;
mas, de los jugadores de antaño, apenas si volvía a aparecer alguno que otro. Y ahora,
vestían uniforme.
Una noche, hubo una reducida reunión de amigos en casa de los Varga. Después de
cenar acordaron jugar a los naipes.
Las mujeres jugaban al rams en una mesa aparte. Miett no participó en el juego, sino
que se retiró a la biblioteca, para bucear entre los libros, con el deseo de encontrar alguno
que aún no hubiera leído. Cuando volvió, al sentarse junto a las que jugaban, llegó en
medio de una conversación.
—Pero si nunca ha estado enferma; a mí siempre me producía la impresión de una
vitalidad y una salud inquebrantables —dijo la señora de Lénart con aquel tono en que se
habla de los muertos, mientras con los dedos huesudos barajaba hábilmente las cartas.
La Varga amontonó ante sí las fichas de juego en torrecitas. En su voz se podía
descubrir cierta animadversión, cuando tomó la palabra:
—Gusti le dijo ya hace dos años que estaba predispuesta a la tuberculosis, pues una
vez la auscultó. Y entonces la advirtió que debía cuidarse mucho.
Miett ignoraba de quién estuvieran hablando. De la mesa de los hombres·, Bogdány, un
joven médico, les dijo a las señoras:
—Estuve anteayer en el sanatorio; el médico de guardia me dijo que ya no era posible
salvarla.
La de Krammer puso las cartas sobre la mesa y dijo a Bogdány, malhumorada:
—Por favor, ¡llame usted al sanatorio!
El teléfono estaba allí, sobre una mesita. Bogdány se acercó al aparato y pidió a la
Central un número. Ambos grupos suspendieron el juego y acecharon intrigados la cara de
Bogdány. Durante unos instantes hubo un silencio impresionante. Miett se dirigió a la
Lénart y le preguntó en voz baja, tímidamente:
—¿De quién se trata?
—De Olga —murmuró la de Lénart, como quien no quiere romper el silencio.
Miett ni siquiera tuvo tiempo para concentrar un poco sus pensamientos atolondrados,
pues, con todas las fibras de sus nervios, se fijaba en la cara de Bogdány que entretanto ya
había obtenido la comunicación con el sanatorio.
—Hágame el favor, mi querido compañero, de informarme sobre el estado de la
señorita Oiga Szerémy.
Prodújose otra vez un profundo silencio, interrumpido sólo por un incomprensible
gruñido en el teléfono.
—Muchas gracias —dijo Bogdány, y colgó el aparato. Por su expresión, no se podía
adivinar nada.
—¿Qué? —preguntó alguien precavidamente, rompiendo el silencio restablecido.
Bogdány volvió a sentarse primero junto a la mesa de juego, y sólo después contestó:
—Ha muerto esta tarde, a las cinco —dijo sin emoción alguna, mientras se arreglaba los
lentes. Luego, examinó con mucha atención los naipes que le esperaban ya distribuidos.
Durante unos instantes, extendiose por el salón un silencio de asombro; la noticia
fúnebre había atravesado los corazones cual el frío acero de un puñal; pero producía
heridas muy distintas en cada uno.
—¡Pobrecita! —murmuraba con voz apenas perceptible la de Lénart.
La de Varga bajó la mirada; sus dedos temblaban, y concentraba su atención en
arreglar minuciosamente las fichas en una sola fila. El frío soplo de la muerte sólo duró, sin
embargo, un instante, como el hálito que se desvanece en el cristal de una ventana. La de
Varga puso lentamente su mano sobre el brazo de la de Lénart, como si la quisiera
despertar cariñosamente de alguna torturadora pesadilla. Su voz era cálida y suave, y latía
en ella claramente una compasión fingida, al decir:
—Te toca jugar a ti, querida.
Empezó de nuevo el juego, mas todos hablaban en voz baja, como si hubiera en el
salón un ataúd. Miett se levantó y pasó a la otra habitación. Sus fuerzas la habían
abandonado hasta tal punto, que tuvo que agarrarse al borde de una mesa. Luego,
arrastrándose penosamente, llegó hasta la tercera habitación, que estaba a oscuras.
Sentose en un sillón y el llanto rugió en ella con fuerza terrible. Sin embargo, se tapó la
boca con el pañuelo, queriendo evitar que las demás oyeran y viniesen a estorbarla en su
dolor. Quiso quedarse sola con el recuerdo de su amiguita muerta, en sus pensamientos le
pedía desesperadamente perdón por no haber podido comunicar con ella, para decirle que
nunca le había retirado la amistad y que en su corazón jamás había dejado de quererla, ni
después de su caída.
Fue la única que asistió al entierro de Olga. Sólo unos cuantos desconocidos rodearon
la tumba. Resultó un entierro triste y vulgar, muy de Budapest. Miett no se fijó siquiera en
aquella poca gente, a causa de sus lágrimas.
5

Ya era abril, pero las tierras inundadas por el Volga aparecían todavía cubiertas de nieve
y hielo. El Estado Mayor ruso decidió dirigir a todos los prisioneros de guerra que se
hallaban en Kiev, hacía la Siberia del Este. Pedro y sus compañeros fueron destinados a
Tobolsk, y después de un viaje de cinco días, llegaron a orillas del Volga.
Cuando el tren atravesó el puente del majestuoso río, en el inmenso lecho helado
vieron deslizarse negros trineos, que parecían revoloteantes aves acuáticas.
Llegaron al alba a la estación de Sviarsk, ya en la otra orilla. Allá los esperaba una
escolta de cosacos, capitaneada por un prapórchik huesudo y pelirrojo.
El rubicundo prapórchik rehusaba ponerse en camino. Comunicó al Gobierno Militar de
Kazán que por ahora resultaba aún extremadamente peligroso atravesar los territorios
inundados por el río; sin embargo, esperando unos cuantos días, la nieve y el hielo habrían
desaparecido por completo, pues el deshielo se había iniciado ya. No quiso aceptar la
responsabilidad por las vidas de los prisioneros, ni por la suya propia. Tenía más escrúpulos,
desde luego, en cuanto a su propio pellejo.
No obstante, hacia las nueve llegaron órdenes de que debían ponerse en camino sin
demora. A pesar de la prohibición, en la estación de Sviarsk un empleado del ferrocarril —
alto, delgado, con cara de zorro— servía vutki[32] a precios elevados. Era bueno tragarse un
poco de vutki en aquel frío húmedo y cruel que mordía los muslos de los hombres a través
del pantalón, atravesando hasta sus pechos.
Entretanto, también hubo cosas dignas de verse. En todas direcciones, los cosacos
venían reuniendo a grandes gritos a unos tártaros montados en sus extraños trineos
pequeños y estrechos, con colas de golondrina. Los tártaros venían renegando de todos
lados hacia la estación, en número de unos ciento cincuenta.
Los oficiales prisioneros subieron en los trineos, con los asistentes y equipajes. La larga
cola de aquellos vehículos servía para conservarles el equilibrio, al correr mucho. Los
caballos enganchados ante los trineos, eran unos animales magníficos, unas yeguas
tártaras fuertes y robustas, de amplio pecho, que despedían tanto humo en aquel frío como
las patatas cocidas extraídas de una olla.
Los cocheros tártaros requisados, a los que los cosacos habían sacado de su sueño, no
tuvieron ni tiempo para echar en el fondo de sus vehículos un poco de avena o heno para
los caballos. Con el látigo en la mano, con el cuello encogido, estaban sentados en el
pescante, esperando la salida, conformados ya con su sino. Entre tantos trineos, todos
iguales, había uno más hermoso que tenía aspecto de carroza. El rubicundo prapórchik
tomó asiento en éste, distribuyendo sus órdenes. Entretanto, el tiempo se había suavizado
un poco y caía una lluvia plúmbea.
Transcurrió una hora más, antes de que se hubiera formado y puesto definitivamente
en marcha aquella larga caravana.
Habían designado como asistente para Pedro a un oficial de sastre, oriundo de la
provincia de Zemplén. Su padre era un tótochka[33] y así, hablaba un poco el eslovaco. Su
madre, en cambio, era de la región Székely; por eso, tenía por nombre de pila Moisés[34].
Moisés Zamák iba a ser, pues el compañero más íntimo de Pedro, en lo bueno y en lo malo.
Venía con él ya desde Kiev, en donde habían pasado siete monótonos e interminables
meses, bajo una vigilancia cada vez más severa, en el cuartel en que fueran alojados
«provisionalmente» al primer día de la llegada. No encontraron otra explicación al
transporte hacia tierras del Este, sino que las tropas rusas se batían en retirada, perdiendo
mucho terreno, empujando ante sí, por consiguiente, hacia Siberia, a los prisioneros de
guerra.
Había quienes se alegraban del viaje, pues decían que tan considerables retiradas rusas
aportarían la paz para la próxima primavera. A Pedro, el viaje hacia el Este le llenaba de
horror, pues siempre tenía la misma sensación de que por ferrocarril, vapor, carro o trineo,
el Destino le arrastraba cada vez más lejos y con fuerza creciente.
Sentado sobre sus maletas, en el fondo del trineo, envuelto en su arrugado capote,
miraba Pedro hacia las inmensas llanuras del Volga cubiertas de nieve, cuyos contornos
quedaban borrados por la monotonía pesada y gris de la insistente lluvia. Su rostro
aparecía considerablemente envejecido, tras aquellos siete meses de invierno pasados en
Kiev. La continua meditación había conferido a sus ojos una tristeza profunda y casi animal.
Durante aquellos meses de cautiverio, había envejecido años; pero era posible también que
sólo fuesen apariencias, pues en Kiev se había dejado crecer la barba, y también el pelo
crecía en gruesos rizos en tomo de sus orejas.
Zamák era un mozo de movimientos muy lentos. Aún estaba ocupado en arreglarse
como podía el propio trineo. Fijó mediante una cuerda los paquetes de víveres, a los que
trataba con gran cuidado como si fueran las niñas de sus ojos. Tenía una nariz chata muy
cómica, en forma de pepino; los dos ojillos le saltaban continuamente con viva mirada, de
un lado a otro. Había en su torpeza tanto buen humor natural, que él mismo acabó por
descubrir su valor y exageraba su poca habilidad para divertir a los demás. Llegó a ser muy
pronto popularísimo entre oficiales y soldados, sirviendo de cabeza de turco a toda clase de
bromas y burlas. Moisés soportaba los chistes, a veces joviales, a veces groseros, con
superior filosofía de buen sentido, en plena conciencia de su misión con jocosos guiños de
reojo. Quiso hacer creer a toda costa que era el hombre más cobarde del mundo, cuando en
realidad poseía impertérrita valentía. A Pedro, en cuya alma llegó a descubrir una grande y
dolorosa tristeza, de fuente desde luego ignorada para él, le quería tanto que se hubiera
dejado matar por él en cualquier momento.
Ante el trineo de Moska, estaba enganchada una yegua, y ante el de Pedro,
impacientábase un fuerte potro negro. La consecuencia de ello fue que al ponerse en
marcha la caravana, el potro procuraba siempre alcanzar a la yegua, y cada vez que lo
conseguía, le mordía el cuello. Ello provocó alegres carreras entre los dos trineos.
Cuando la caravana se puso en marcha a través de la nieve virginal varios de los
hombrecitos agazapados ridículamente encima de aquellos trineos estrechos, rodaron en la
nieve, lo que los más afortunados comentaban con fuertes gritos y carcajadas. Al mismo
tiempo, empezaron a sonar en los tonos más variados, los numerosos cascabeles fijados en
los cuellos de los caballos. Pedro tenía la impresión de que aquella caravana con los
hombres que se agitaban gritando en la nieve, los trineos de tan cómicos perfiles y la
inmensa llanura nevada alrededor, era un gigantesco circo en cuyo redondel irrumpiesen
de golpe varios centenares de payasos, acompañados del tintineo de suaves campanitas.
Sin embargo, el viaje no resultó tan alegre y animado como en el momento de la salida.
De una carretera digna de tal nombre no se puede ni hablar. Atravesaron campos cubiertos
de nieve virgen, y en varios puntos, jinetes y trineos se precipitaron por barrancos y
precipicios. Aquello les aconteció sobre todo a los cosacos de la escolta. Costó luego mucho
trabajo izarlos con sogas de debajo de la capa de nieve, surgiendo después de penosos
esfuerzos, cubiertos de lodo, junto con sus monturas. Los potros tártaros resistían mucho
mejor tales bromas que los caballos de los cosacos, los cuales no estaban acostumbrados a
los barrancos resbaladizos y a los peligrosos derroteros, inundados por los riachuelos
helados producidos por la nieve fundida.
El cosaco de Pedro era un muchacho bajito, corpulento, simpático. Cabalgaba durante
horas al lado del trineo, sin decir palabra y observando, siempre en acecho, con expresión
de buena voluntad, cada movimiento del vehículo.
En la primera parada, Pedro ofreció almuerzo, copa y puro al cosaco, el cual fumaba
con no poca satisfacción entre sus compañeros. Y escupía tan sonoramente y con tanto arte
sobre la nieve, sin quitarse el puro de la boca, como si hubiera nacido no en Rusia, sino en
la gran llanura húngara.
Moska trabó entrañable amistad con el cosaco. Le hablaba en su dialecto eslovaco, y,
de una manera u otra, siempre consiguió darse a entender. El cosaco le dijo que, según el
horario previsto, ya al mediodía hubieran tenido que llegar a su posada de aquella noche, la
cual distaba del punto de partida apenas unas veintisiete verstas; sin embargo, a causa de
la inundación y de la nieve que se fundía, tenían que dar enormes vueltas; así, podían estar
contentos si llegaban a Ceitovo a medianoche.
El cosaco había dicho la verdad, pues eran ya cerca de las doce de la noche cuando,
bajo la líquida luz de la luna, por encima de las llanuras nevadas que brillaban en pálido
color perla, oyeron un lejano ladrido de perro. Desde la lejanía, brillaban en el horizonte
unas luces anaranjadas.
Cuando Pedro y su grupo llegaron al pueblo ya habían despertado a todos los vecinos.
Muchos incluso habían acabado la cena y dormían el sueño de los justos.
A Pedro, con unos cuantos oficiales más —Kölber, Bartha y aquel pequeño teniente
[35]
Neteneczky que parecía tonto, y al que sólo se llamaba Netene — les tocó hospedarse en
la casa hospitalaria de un tártaro muy rico.
El tártaro tenía dos mujeres. Ambas eran sucias, con cara aplastada; se veía
perfectamente que usaban afeites. Tenían los dientes incisivos teñidos de negro, según la
buena costumbre tártara, lo que daba un carácter espeluznante a sus sonrisas de
bienvenida.
—Muchachos, en esta casa cenaremos asfalto —murmuró Netene, después de haberse
presentado a aquellas mujeres tártaras como si se encontrase ante las damas de un
elegante salón de aquella pequeña ciudad provinciana de la Transdanubia, en cuyo
Instituto enseñaba Matemáticas.
El huésped era un hombre enorme, con amplios hombros y pecho; debía frisar en los
cuarenta años. Como supieron después, era muy conocido y se llamaba Yak Miháylov
Ragúzin.
El tártaro, después de saludar a sus huéspedes, dijo algo a una de sus mujeres, dándole
una orden. La mujer se arrodilló en un rincón del aposento ante una caja tallada en madera
y adornada con ricos colores, clavos y repujados de cobre. La abrió, y mientras la llave daba
vueltas en la cerradura, la caja empezó a despedir unos sonidos suaves y agradables cual
una cítara. Era una de aquellas famosas «cajas de música» tártaras en cuyo interior hay
tendidas unas cuerdas muy sensibles, sin duda para que la llave dé el toque de alarma,
cada vez que manos indebidas quieren abrirla. La tártara sacó de la caja unos instrumentos
de cocina de forma extraña; algunos eran de plata.
Entretanto, los invitados habían tomado asiento en la amplia sala, como pudieron. La
primera preocupación del cosaco de Pedro fue quitarse las botas mojadas, colocándolas con
mucho cariño, junto con los trapos que le servían para envolver los pies, en el borde de la
enorme estufa, donde empezaron en seguida a despedir humo.
Sin embargo, esto no podía empeorar ya más la atmósfera del aposento, tan espesa y
densa que hubiera sido imposible esparcir por ella cualquier perfume nuevo. Desde luego,
los trapos de los pies del cosaco se esforzaban en lo posible en tan loable empeño,
desprendiendo cada vez más vapor.
En medio del aposento erguíase una especie de tribuna con el samovar y una serie de
tazas de metal, que parecían cubiertas de cardenillo. En torno de la tribuna, el suelo estaba
tapizado de alfombras y pieles. En cambio, ni rastro de cama, mesa o sillas, por ninguna
parte. Desde luego, calentaban el aire de la sala no sólo la estufa y la familia, sino también
los animales domésticos. En un rincón, yacían pacíficamente dos terneros y varias ovejas.
Al otro lado, dormían las gallinas y los gallos. Los tres niños del tártaro descansaban en otro
rincón, en medio de seis corderos de lana blanca.
Las tártaras servían té caliente y huevos frescos, pasados por agua. Los oficiales les
correspondían con sardinas en conserva y otros manjares europeos, que las tártaras
sostenían entre sus sucios dedos con mucha admiración, sin atreverse al principio a
comerlos.
La conversación, que se desarrollaba mediante gestos y muecas, giraba en torno de
temas tan simpáticos como sencillos. A veces, inesperadamente, mugía en un rincón algún
ternero, como si hiciera sonar una trompeta, de sonidos cálidos, de la Tristeza. Por lo cual,
también los corderos se ponían a balar, como si le contestaran en sueños. Pero los vástagos
del hospitalario tártaro no se despertaban, y dormían como lirones.
Después de cenar, todos se echaron sobre la paja esparcida en profusión por el suelo, y
rendidos por el largo trayecto en trineo, bien pronto se dejaron vencer por un profundo
sueño.
Por la mañana, el cosaco despertaba a Pedro:
—¡Podyam Gospódin Kapetán!
Sin saber por qué, le tomó a Pedro por capitán. Tal vez por ser el único que se dejara
crecer la barba.
Zamák ya estaba levantado desde hacía buen rato, y se dedicaba a tirar bolas de barro
a los cuervos que anidaban por millares en los troncos mutilados de los sauces que
rodeaban la casa, armando un ruido de mil demonios ya desde el alba oscura. Moska
molestaba a los cuervos para que aquéllos dejaran dormir tranquilos a los pobres señores
oficiales; con lo cual no logró, naturalmente, sino que cada vez que les tirara tierra, los
cuervos se pusieran a aletear y volar por bandadas, graznando aún más infernalmente,
Esto, desde luego, divertía enormemente a Moska.
Los oficiales, tan pronto como despertaron, se pusieron a palpar sus manos, cuello y
caras, pues, en casa del tártaro abundaban los jilapi, o sea chinches, así como los ágiles
tarakánes y otros parásitos. Difícilmente las empresas de desinfección se enriquecerían en
aquellas lejanas regiones, pues, para los tártaros, matar un tarakán es un gran pecado.
Consideran al bicho como un simpático animal doméstico.
Se había desencadenado una tempestad de nieve muy desagradable. Cuando se
hubieron arreglado más o menos, y despedido de los huéspedes, la caravana estuvo lista,
esperando la salida.
Al ponerse en marcha se vieron envueltos por una niebla tan espesa que apenas se
adivinaba el trineo que precedía. Hacia las diez de la mañana, era preciso detenerse en la
aldea tártara llamada Devlakitz, pues las carreteras estaban inundadas.
Cierto es que se había formado una fina capa de hielo, pero ésta no hubiese podido
soportar el peso de la caravana hasta la balsa echada sobre el río Sviaga, tan mísero y
sucio, que ni el rubicundo prapórchik, se·atrevió a pensar en detenerse en ella. Dio, pues, la
orden de pasar, costare lo que costare.
Y el hielo se rompió. Los trineos se sumergían uno tras otro bajo el hielo, y lo que
conseguían en tan heroica lucha los potros tártaros, era un verdadero milagro. Como si se
dieran cuenta de que se les hacía responsables de preciosas vidas humanas, luchaban con
salvajes bramidos, mordiendo el hielo, aferrándose a los trozos de hielos inseguros y
vacilantes. La música de los cascabeles de los caballos quedó cubierta por el ruido de los
témpanos de hielo, y por el griterío furioso y desesperado que surgía por todas partes en la
niebla.
Por fin, tras una lucha de más de una hora, alcanzaron la orilla del río en que estaba la
casita del balsero, sin pérdida de vidas humanas. Lamentábase tan sólo la fractura de la
pata de tres caballos cosacos, a los cuales abandonaron allí con sus correspondientes
jinetes.
El balsero disponía de dos balsas, cuyas sogas fueron rotas días atrás por la crecida del
río. No les quedó más remedio, pues, que intentar el paso mediante palos transformados en
remos, en medio de los bloques de hielo que cubrían el río. En la primera balsa, hubo un
verdadero tumulto; un témpano de hielo rompió el timón, y los que la tripulaban —entre
ellos, Kölber y Netene— pasaron el día entre temores de muerte, en medio de esfuerzos
sobrehumanos, hasta que, por fin, ya entrada la noche, alcanzaron a duras penas la orilla.
La balsa en la que tuvo que embarcarse Pedro, fue capitaneada por el propio balsero.
Era un ruso de bella presencia, con imponente melena, bigote de foca y una mirada suave y
bondadosa. Las enormes e informes botas impermeables le llegaban hasta el talle. Tomó un
rumbo distinto al de la primera balsa, y desde la salida, dirigió la frágil embarcación en
fuerte ángulo contra la corriente. Ya cerca de la otra orilla, quedaron varados algunas veces;
en estas ocasiones, entró en el agua con sus grandes botas impermeables. En más de un
lugar, el agua helada le llegaba no sólo hasta el talle, sino hasta los sobacos; ello no
obstante, se movía en aquella mortífera corriente con tanta familiaridad como otro en su
confortable bañera. Trabajaba con grandes barras de hierro provistas de ganchos; a veces
se sumergía hasta el cuello; sólo su cabeza quedaba tocando encima de las olas, echando
miradas confiadas y haciendo muecas a los ocupantes de la balsa. Hacía su trabajo muy
concienzudamente y con mucho interés.
Bartha, que era un hombre de tierra firme, se agarraba con ambas manos al borde de la
balsa, y le hablaba tiritando y en húngaro al ruso, cada vez que el frágil artefacto se
balanceaba más de la cuenta:
—¡Cuidado, batiuska, que no nos hundas!
Esto les hacía reír a todos. Tras media hora de duro esfuerzo, desembarcaron por fin al
otro lado.
Después de una carrera de trineos semejante a la del día anterior, sin olvidar las vueltas
de campana y otras espectaculares caídas, llegaron por la tarde a una aldea rusa algo
mayor, llamada Seryebinsk. Entonces, el tiempo se había aclarado ya bastante, y los
oficiales descansaron al sol, en una plaza cercana a la iglesia del pueblo.
Mientras estuvieron esperando el relevo de trineos, echados sobre los equipajes
amontonados en el suelo, abriose de repente la verja de la hermosa casa de enfrente, ante
la cual se erguían dos grandes olmos, acercóseles una señora joven y agraciada.
Les dirigió la palabra en un alemán bastante correcto:
—¿Puedo invitar a los señores a tomar una modesta merienda?
Tras la estatura esbelta, los bellos ojos de gamuza y la agradable y melodiosa voz, se
escondía cierta extraña tristeza.
La señora los conducía a su casa, en cuya puerta con rejas se leía una inscripción
misteriosa, en una placa de cobre: Zemski vrach.
Sólo una vez dentro se enteraron de que se hallaban en casa del médico del distrito. En
la primera habitación, la mesa estuvo puesta en un minuto. Sirviéronles un té espléndido,
varias clases de mermeladas, nata, fiambres, salchichas, pollo frío, carne asada de tocino,
pasteles rellenos de miel y cierta clase de pogacha. La limpieza del mantel, el brillo de los
platos y los vasos, y los cubiertos relucientes, alababan las delicadas y finas manos de la
dama, que ya no era muy joven —no debía tener mucho más de treinta años—, pero en el
rostro sufrido llevaba las huellas de una profunda y elevada reflexión y de una gran belleza
marchita.
Los aposentos tenían el suelo en «parquet» y estaban amueblados según el gusto
europeo. Después del comedor, se entraba en el salón, en el cual había un piano.
Apareció también el amo de la casa, que se llamaba Nicolai Ivánovich Krylov. Era un
hombre de tipo muy ruso, alto, pero algo encorvado, con los obligados ojos azules. Su
mirada colgaba de su cara con la misma melancolía y el mismo desorden que sus cabellos
rubios y sedosos que le cubrían parte de la frente. Sus grandes manos eran blancas y
blandas. Explicó que, en su juventud, había pasado varias temporadas en Alemania, tenía
gran simpatía por los alemanes, y que consideraba como un terrible azote la guerra entre
ambos pueblos. Su mujer había muerto hacía poco, y desde entonces, su hermana,
Katerina Ivánovna Ilyina se ocupaba de su hacienda y casa. El marido de ella, oficial de
artillería, estaba prisionero de guerra desde el mes de enero pasado.
Aquí, Katerina Ilyina tomó la palabra:
—Caballeros —dijo, volviendo su cara de franca y triste mirada hacia los oficiales—,
hace unas cuantas semanas nos informaron, por mediación de la Cruz Roja, que fue
trasladado a Hungría…
Añadió con mirada preocupada, temblando:
—¿Sabrían ustedes, por casualidad, cómo tratan en Hungría a los prisioneros de
guerra?
Hubo un instante de silencio, después de lo cual los oficiales húngaros del grupo
contestaron a la vez:
—¡Oh, Hungría…! Entonces no le quepa la menor duda, señora, de que le tratan bien…
Competían entre sí para consolar a la hermosa dama rusa.
Katerina Ilyina sacó su pañuelo y lo apretó sobre los ojos. También el médico fijó su
mirada, conmovido, en el centro de su plato.
El teniente Vedres se dirigió hacia la señora y le preguntó:
—¿Sabe usted, señora, en qué ciudad se encuentra su marido?
—Sí. Se llama Keniermeso, o algo por el estilo… —contestó ella, no sin timidez.
—Estegram —dijo el médico, al ver en el rostro del teniente que no conocía ninguna
ciudad de ese nombre.
Neteneczky fue el primero en comprenderlo, muy contento:
—Kenyérmezö, sí, sí.. Cerca de Estergom.
—¡Pues entonces está muy cerca de Budapest!
—A pocos kilómetros de la capital, en un sitio encantador, junto al Danubio…
De todos lados afluían palabras de consuelo hacia sus huéspedes rusos, y Katerina
Ilyina llevó su mirada esperanzada de un oficial a otro, con el rostro ruborizado. Esperó con
enorme interés los relatos sobre la vida de Hungría.
Luego juntó las manos, uniendo los dedos como en una plegaria, y exclamó
dolorosamente:
—¡Ojalá pueda ver aún una vez en esta vida a mi marido!
Apenas había pronunciado esas palabras, echó a llorar desesperadamente.
Los oficiales movilizaron toda la ternura de la que fueron capaces para consolar a la
señora. Sólo Pedro no dijo nada, clavando los ojos, pálido e inmóvil, en el centro de la mesa.
Permanecieron cerca de media hora en torno de la mesa puesta. Después, los oficiales
salieron al patio, para ordenar el equipaje y colocarlo en los trineos que habían llegado
entretanto.
Pedro aún se quedó en la habitación. Cuando ya todos habían salido y el médico
acompañó afuera hasta el último, se acercó a Katerina Ilyina, que se disponía a quitar la
mesa, con los ojos húmedos.
Se detuvo ante ella, mirándola profundamente:
—Señora, quisiera decirle cuatro palabras…
Su voz sonó tan extraña que Katerina Ilyina dejó asustada el plato que tenía en la
mano, y le miró sorprendida. Luego, se acercó a la puerta del salón.
—Pase usted… —le dijo excitada.
Al encontrarse frente a frente, sin sentarse, Pedro preguntó:
—¿Cómo se llama el marido de usted, señora?
—Alexander Petrovich Ilyin. De oficio, ingeniero…
La señora fijó su mirada insegura en el rostro de Pedro, como queriendo adivinar el
porqué de su pregunta. Pedro cerró tras sí la puerta, con gesto instintivo, como si tuviera
miedo de que alguien pudiese oír lo que iba a decir. Estaba muy pálido. Apoyose
ligeramente en la mesa, y al hablar, de cuando en cuando cerraba los ojos:
—Señora, soy terriblemente desgraciado. No puedo resistir la condición de prisionero, y
temo que me volveré loco… Hemos vivido juntos con mi mujer, sólo pocos meses… La
quiero desesperadamente… Ayúdeme a huir, para que pueda volver a Hungría Si logro mi
propósito, el destino de su marido estará en mis manos Tengo grandes relaciones en mi
tierra, mi suegro es un alto magistrado… Le juro que haré todo lo posible por su marido…
Luego, sin dejar tiempo a que la señora le contestara y pronunciara siquiera una
palabra, continuó:
—Créame usted, no hay nada imposible en el mundo, sólo hay que tener voluntad… He
pensado que hacia el anochecer me quedaría atrás del transporte, y durante la noche
volvería aquí… Usted me procuraría vestidos de paisano, y sin duda sería posible obtener
una documentación cualquiera… Sólo es necesario que llegue hasta la frontera, de allí ya
me arreglaría para volver a mi casa…
Su frente se cubría de sudor, mientras profería esas palabras, y miró a Katerina Ilyina
con ojos que ardían extrañamente.
—Piense usted en su marido, señora —añadió con voz de súplica, dolorosa, y, no
obstante, con cierto tono imperioso y convincente en sus palabras.
La mujer quedó profundamente conmovida por las palabras de Pedro, y se dejó caer
inerte en un sillón. Pedro estaba ante ella, sin sentarse, con una mano apoyada en el piano.
Katerina Ilyina era incapaz aún de contestarle. Pasaba su fina mano por la frente,
palpándola, como si quisiera tranquilizar los pensamientos que se perseguían dentro de
ella en desenfrenados remolinos.
Hubo un largo silencio, tan largo que Pedro ya tuvo que mirar impacientemente hacia
la puerta, como si temiera que alguien viniera a perturbar su conversación, antes de que
hubiese obtenido respuesta.
Katerina Ilyina levantó sobre Pedro una mirada de sus ojos color castaño claro, y dijo, en
voz apenas perceptible:
—Esto…, lo que usted pretende… es imposible… Yo haría todo por usted, pero créame
que le enviaría a la muerte segura… Usted no conoce Rusia ni a la policía rusa. ¡Oh! Sobre
todo, desde la guerra… En la segunda ciudad le cogerían con toda seguridad, y yo no sé,
pero a lo mejor le fusilarían… Lo que usted pretende es una provocación al Señor… Mis
fuerzas son demasiado débiles para ayudarle a usted… No lo haga, se lo suplico… ¿Cuánto
tiempo podrá aún durar la guerra…? No podrá durar muchos años a lo mejor ya no durará
más que algunos meses… Escúcheme y créame: vale más y es mucho mejor, que
esperemos el final.
Se calló, y se advertía en su rostro que volvía a luchar con sus pensamientos.
Después, habló de nuevo, como si hubiera tomado nuevamente su decisión:
—No, no… sería una tontería… Mire, yo no arriesgaría nada… Sólo expondría la vida de
usted… Mi conciencia no me permite darle un consejo afirmativo…
Pedro estaba pálido como la cera. No la miró, sino que fijó hurañamente su mirada en
un punto invisible.
—No podría explicarle la compasión que me inspira —dijo la mujer, en voz apenas
inteligible, y apretando el pañuelo sobre la boca.
Alguien abrió la puerta, pero Pedro ya no se dio cuenta de quién podía ser. Esforzose en
sonreír con amabilidad, se acercó a Katerina Ilyina, hizo una profunda reverencia y le besó
la mano silenciosamente.
Salió al patio con aquella sonrisa helada en torno de sus labios.
Ante la puerta, los trineos estaban listos para continuar el viaje, con nuevos caballos, y
los oficiales estaban ya agazapados encima de los baúles.
Podían ser las cinco de la tarde. Según órdenes del prapórchik, debían alcanzar antes
de la caída de la noche el pueblo tártaro de Ivanska, que estaba a unas quince verstas
hacia el Este.
El sol ya se había puesto. Iban congregándose en el cielo pesadas nubes negras que
colgaban a poca altura. Encima de las llanuras cubiertas de nieve, de hálito húmedo,
pasaban graznando innumerables cuervos, y cuando uno u otro se ponía en el suelo,
parecía como si en la lejanía alguien hubiese dejado caer sobre la nieve una enorme blonda
negra.
Poco a poco, descendía ya el crepúsculo, y los cascabeles de los caballos tártaros
llenaban aquellos desiertos campos nevados con extraña música. A través de los mismos
volaba, como una bandada de golondrinas viajeras, la negra caravana de los trineos.
Poco después, la nieve comenzó a caer en gigantescos copos.
6

Ya era la una de la noche, y a través de la ventana abierta invadía la habitación un tibio


y perfumado aire de mayo. Las montañas de Buda aparecían bañadas en la luz de la luna,
pero se oscurecían a cada minuto, pues luz y sombra alternaban por encima del paisaje.
Las colinas casi parecían moverse y flotar en las lentas y gigantescas olas de claro y
penumbra. Un fuerte viento rugía entre los árboles, y en el cielo, la luna volaba
rápidamente entre nubes. La silenciosa y muda huida de la luna era casi aterradora.
Miett cerró la ventana, pues la brisa, que aportaba olor de lluvia, ya empezaba a
estrujar las cortinas. Se sentó de nuevo ante el escritorio, iluminado sólo por la lamparita
con pantalla verde, y continuó la larga carta que estaba escribiendo a Pedro. Al inclinar su
hermosa cabeza, el gran moño color bronce se hundía en la luz de la lámpara con reflejos
rojizos incandescentes. Una trenza se había liberado y le colgaba sobre la sien, apareciendo
en aquel alumbrado cual un gran trozo de ígneo metal. Mientras escribía, inclinó la nuca en
ángulo agudo, escogiendo de esta manera la posición más incómoda posible, como hacen
por regla general todos aquellos que rara vez escriben, y que a las pocas páginas ya sienten
dolor en el cuello. Mientras iba escribiendo, su mirada tomaba una expresión, en la que se
reflejaban claramente los pensamientos que fijaba en el papel. Acompañaba las palabras, y
casi cada letra, de una mímica rápidamente cambiante, y las formas de las palabras y
letras que trazaba se reproducían casi en la comisura de los labios, o en unos finos
temblores de las aletas de la nariz, o del movedizo arco de las cejas. De vez en cuando,
volvía la cabeza nerviosamente hacia el sofá, en el cual Tomi roncaba con sonidos casi
humanos, o se incorporaba estirando las patas, para buscarse otro rincón.
El padre ya hacía tiempo que se había acostado, y toda la casa estaba tan silenciosa
que hasta el más pequeño movimiento cobraba gran relieve y producía un eco poco menos
que espectral. Se oía el rasguear de la pluma en el papel, en aquel gran silencio de la
noche.

«… ayer recibí carta de tu madre, que está llena de preocupaciones por ti. Pero, ¿qué
quieres que le escriba yo? ¿Qué consuelo podría esperar de mí, cuando ya he gastado toda
mi energía, y no tengo a nadie a mi lado que pueda consolarme? Es terrible esta soledad, y
no sé cuál de nosotros dos sufre más. A menudo, llego a desear que me ocurra algo, una
enfermedad o dolor físico, cualquier cosa, con tal de que distraiga mis pensamientos que, a
veces, giran locamente y siempre de nuevo en torno de sí mismos.
»Son tres las cartas de súplica que llevo dirigidas a Teresa, a Lausana, rogándole que
viniera a pasar algunos meses conmigo, pero no me quiere prometer nada. Con Teresa pasé
dos años cuando yo era muchacha; es la única persona que me resulta verdaderamente
simpática y cuya presencia me libraría sin duda alguna, de mis pensamientos torturadores.
»Sé perfectamente que no tengo ni el más mínimo derecho a quejarme, puesto que yo,
por lo menos, vivo entre personas, sigo entre las mismas· paredes y los mismos muebles,
rodeada de todas nuestras amistades, mientras que tu sino debe de ser algo horrible.
»Sin embargo, Pedro de mi vida, créeme que tal vez me sea más difícil a mí que a ti,
soportar esta situación. Soy mujer, más débil y más frágil que todas aquellas que conozco.
Vosotros, los hombres, sois otra cosa, pero yo a veces paso noches enteras llorando. Al
saber estas mis tremendas torturas, déjame hallar consuelo en la idea de que es por la
situación en que te encuentras tú por lo que soy tan desgraciada, y que Dios no me ahorra
aquellos sufrimientos que te ha infligido a ti. Y si me sabes desdichada, que te dé consuelo
la seguridad de que mis tormentos son la más patente prueba de cuánto te amo y te añoro,
esperando y deseándote. Mi vida, mi cuarto, mi mesa, mi cama, resultan terriblemente
vacíos sin ti. Me preguntas, ¿cómo vivo? Suelo levantarme hacia las diez de la mañana, y
Mili me trae el desayuno a la cama, pues a veces me siento tan débil que apenas tengo
fuerzas para salir de la cama. La mañana pasa trabajosamente, hago todos mis quehaceres
con la misma lentitud con que siento pasar los días. Ahora, soy siempre yo quien limpia
nuestras dos habitaciones, y a veces voy de compras, porque a Mili le suele doler el pie.
Luego, me queda tiempo hasta las dos; a menudo, son ya hasta las tres cuando podemos
sentarnos a la mesa. A veces paso largos ratos con la vendedora de comestibles, cuyo
pobre marido ha caído. Luego paso por el estanco, y también con Gisela nos quedamos
charlando otro rato. Después de almorzar, suelo entrar en el despacho· de papá, y hacia el
atardecer le llevo de paseo. En estos tiempos vuelve a encontrarse delicado; come tan poco
que me duele el corazón al verlo. No sé, y en vano se lo pregunto a Varga. Me dice que no le
falta nada en absoluto, pero yo estoy temblando por él, hasta tal punto que de noche suelo
ir a su dormitorio, para escuchar en la oscuridad su respiración. ¿Por qué no puedes estar
junto a mí en estos trances? Es terrible esto, correr en camisa de noche, descalza, por el
piso bañado en la más negra oscuridad. No sé, pero sufro de una sospecha y angustia que
no sé explicarme, y que son horribles. Tengo miedo, y no tengo ningún motivo serio para
ello. Es extraño, pero a veces también sufro de miedo de morir. En los tiempos que corren,
¡la Muerte está tan cerca de nosotros, siempre y por doquier! Aún no puedo consolarme, ni
puedo creer que la pobre Olga haya muerto.
»Después de cenar, suelen bajar a veces los Varga. Algunas noches vamos al cine, otras
sólo vamos Mili y yo, porque aún recordarás que a papá le repugna esta clase de
espectáculos. En el teatro, sólo he estado dos veces, pues no me gusta ir porque siempre
me hace llorar. Elvira me persuadió de que la acompañara a un hospital para
convalecientes, haciéndome enfermera. En efecto, fui dos veces, pero no pienso volver
más; todas aquellas mujeres con los delantales blancos almidonados y sus perfumes, no
son de mi agrado. Elvira se ocupa de todo dándose tal tono de importancia, que yo
encuentro completamente insoportable. Está en su elemento, trabaja desde la mañana
hasta la noche; la Cruz Roja ha llegado a condecorarla por sus méritos. Yo, por mi parte, no
resisto a la vista de los pobres soldados, tristes y enfermos. La mitad son mutilados, y la
otra mitad simuladores y sinvergüenzas. El joven Madaras hace tres meses que está en el
hospital, y Elvira me trae por las noches las murmuraciones ponzoñosas sobre lo que suelen
hacer aquel muchacho y la coqueta de Galamb. Créeme, Pedro; no vale la pena estar entre
la gente; prefiero mil veces quedarme sola con mis lecturas.
»Hace unos cuantos días, me crucé en la calle con Segismundo Pán, con uniforme de
soldado raso. Que Dios me perdone, casi me moría de risa al verle así. Dijo Zsiga que ahora
retira ya definitivamente todo respeto a la monarquía austrohúngara, porque tolera en las
filas de su ejército a un soldado de tan baja estofa; quería decir: como él. El jueves pasado,
vino a verme Pablito Szücs; acababa de llegar con unos días de permiso, de Belgrado. Le
han condecorado con la Medalla de oro del Valor y charla más latosamente que antes.
»Me juró por todos los dioses que la guerra acabaría antes de dos meses, gesticulando y
dándose un tono como si fuera él quien hubiese de acabarla. Me dijo: “Queridísima señora
Miett, escúpame en la cara si Pedro no está en casa dentro de seis meses como máximo.”
¡Ojalá fuera así! Yo ya no puedo creer en tales profecías, pero es muy consolador que haya
venido Szücs a sacarme de mi torpe indiferencia. Quiero mucho a Pablito Szücs; le dije que
volviera frecuentemente. Le pregunté si tenía intención de casarse, pero me contestó que
se ha hecho enemigo de la mujer para toda la vida y que nos detesta cordialmente a todas.
Sin embargo, anteayer, por la noche, me estaba paseando con papá en la callejuela; había
mucha oscuridad, y no creo haberme equivocado al creer ver a Szücs con Rosita, la criada
de casa Varga; yo aparentaba no haberles conocido; ellos se arrimaron contra la pared y
Szücs se cubrió la cara con la mano. Tengo la prueba de que eran ellos, porque hoy me he
encontrado con Rosita por la escalera, y se ha ruborizado mucho.
»De Juanito, sólo sé que salió nombrado alférez, que fue movilizado hace mucho
tiempo, y que está en alguna parte del frente Norte. También este detalle lo supe por Szücs.
»Mi queridísimo Pedrito, te mando seis camisas y seis pares de calcetines en el paquete
de hoy; los cuatro pares que son de lana, los he hecho yo misma, y te he comprado también
camisetas de abrigo. El tabaco, te lo manda papá; sin duda te lo habrá escrito él mismo, su
carta va en el mismo paquete. No te enviamos más cosas, pues tú mismo nos dijiste que
suelen abrir los paquetes en el trayecto, y que roban la mitad. No me escribiste la última
vez si recibiste bien el cojín que te había enviado. Es terrible; pasan largos meses antes de
obtener contestación a una carta; nuestras misivas se cruzan siempre, no hay nunca
ninguna relación entre las cosas que nos decimos mutuamente; es como si estuviéramos
lanzándonos gritos, a través de tan tremenda distancia.
»Recibí ayer tu última carta enviada en vuestro viaje, ¡Dios mío, qué terrible debe de
ser el río Volga! A papá ya le he hablado, es muy amigo del general Várkonyi, comandante
de la plaza de Estergom, y un día de la semana que viene, iré yo en persona a verle. Haré
todo cuanto me sea posible por ese Alexander Petrovich Ilyin.
»Cúidate mucho, ¡vida mía! No seas impaciente. Ahora ya vale más que nos
conformemos y soportemos con resignación tan dura prueba; ya verás, el Señor nos
recompensará y nos ayudará. Estoy esperando que vuelvas, como si te hubieras marchado
ayer; tu camisa de dormir está preparada todas las noches al borde de tu cama.
»No pasa hora que no piense en ti; y con padre también sólo hablamos de ti siempre.
»Ahora ya sabes todo cuanto me ha pasado desde que te escribí aquella carta
larguísima. ¡Dios mío! ¿Es posible que pronto haga un año que no te he visto? Y el porvenir
aparece tan inseguro…
»Esta carta la dirigiré directamente a Tobolsk; cuando la recibas, creo que ya habrás
llegado allí.
»Adiós, vida mía, piensa en mí y quiéreme. Quiere a ésta tu triste mujercita que no te
olvida, MIETT.»

Aquí se detuvo y no continuó escribiendo, pues las lágrimas se le asomaban a los ojos y
era incapaz de distinguir las letras. Con expresión de miedo y desesperación, dejó pasear
los ojos sobre los diversos objetos que se hallaban en el escritorio, como si buscara un
refugio donde retirarse. Luego, se puso a lloriquear en voz alta, procurando ahogar en la
garganta, con la mano puesta ante la boca, los sonidos que querían surgir de la misma.
Reclinó la cabeza sobre el brazo, y en esta posición continuó llorando.
Tomi saltó del sofá, se acercó a su ama e, irguiéndose sobre sus patas traseras, quiso
subir a su regazo. Mas Miett lo apartó.
Poco a poco, se iba tranquilizando. Con el pañuelo minúsculo, que tenía apretado en la
mano mientras escribía, secaba con mucha atención las lágrimas que habían caído sobre la
superficie barnizada de la mesa. Luego cogió otra vez la pluma y añadió a su carta:

«Siempre te amaré, abrázame en tus pensamientos, tal como yo te abrazo a ti.


»Ya son más de las dos de la madrugada; afuera, el tiempo ruge extrañamente y la luna
brilla con singular esplendor. Ahora me voy a acostar.
»El otro día, leí una poesía en un diario; se la enseñé también a papá; la recorté para
enviártela, pero se ha traspapelado, pues no la encuentro. Se titulaba Mensaje a Tobolsk…
Padre tenía los ojos arrasados en lágrimas mientras yo la leía en voz alta. La he leído tantas
veces que ya me la sé de memoria, y te la voy a copiar aquí:

En la casa vivimos nuestra vida de antaño:


el reloj da las horas, y la lámpara, luz.
En Tobolsk, allá lejos, cantan ráfaga y viento,
y no hay otra cosecha que los copos de nieve.
Con mi alma encendida de pasión, atravieso
el océano inmenso de la estepa mongol.
Por encima de nieblas, de abismos y de mares
doy mi mano a la tuya, de vencida tristeza.

Estas líneas te envío por correo de nieblas:


¿Llegarán a tus manos, oficial en prisión?
¡Qué infinitos resultan los desiertos mongoles!
¡Muchos miles de leguas son tus muros de cárcel!

»¡Adiós, Pedrito mío! Te mando millones de besos, pienso siempre en ti y soy siempre,
siempre tuya. Te ama eternamente tu MIETT.»

Eran ya casi las tres cuando se disponía a acostarse. Abrió la ventana del dormitorio, y
apoyada en un brazo, contempló durante largo tiempo las pardas nubes que aún
galopaban por el firmamento y escuchó el bramido del viento.
Unos días más tarde, con una carta de su padre, se fue a Estergom a ver al general
Várkonyi, comandante del campo de prisioneros de guerra. Llegó por la tarde, y el general
se puso en camino con ella, sin demora, hacia las barracas de los oficiales rusos, para
buscar a Alexander Petróvich Ilyin.
Por la ancha calle central de la ciudad de prisioneros, venían a su encuentro gran
número de soldados rusos, con las gorras de plato; debían ser varios centenares, y todos
eran parecidos, como si se hubiera multiplicado en muchísimos ejemplares el mismo
hombre. Llevaban en la mano sendas gamellas que a veces entrechocaban. Aquella
muchedumbre que iba en la misma dirección, dio a Miett la impresión de un rebaño de
ovejas.
De repente, su vista fue atraída por una visión extraña. Encima del campo se erguía
una montaña amarilla de piedras, por cuyo lomo iban subiendo millares de hombres
cubiertos con capotes rojos, cual gigantesca diputación de espectros. La caravana
serpenteaba como un hilo sin fin, y bajo el tórrido sol dorado, parecía como si corriera por
allí un riachuelo de sangre en llamas.
—¿Qué es esto? —preguntó Miett.
El general se reía de su asombro.
—También son prisioneros rusos. No pudimos conseguir abrigos ni capotes, y
compramos las existencias de una fábrica de mantas. Cuando salen de paseo, se cubren los
hombros con esas baratas mantas rojas
Llegaron ante la barraca de oficiales, en la que se percibía un movimiento como de
colmenar. Algunos cantaban; se oía tañer una balalaika a través de una ventana.
El suboficial que acompañaba al general, entró en la barraca, y un minuto después,
volvió con un prisionero ruso muy peludo; sólo las hombreras doradas indicaban que era
oficial. Era un hombrecillo bajito y delgado, que venía tambaleándose al lado del suboficial,
como quien acaba de salir de un oscuro calabozo y queda deslumbrado por la luz del día.
Cuando se enteró de que era el propio general comandante del campo quien quería verle,
su mirada reflejaba tan mortal susto como si temiera ser fusilado en el acto.
El suboficial colocó a Petróvich Ilyin ante el general y Miett. Miett se le acercó de un
paso:
—Parlez-vous français? —preguntole en un tono que parecía que estuviese a punto de
llorar.
—Oui, madame —contestó Petróvich Ilyin, muy pálido, echando una mirada tímida y
turbada al general.
—También mi marido es prisionero de guerra —dijo Miett muy bajito, buscando un poco
las palabras francesas.
Petróvich Ilyin la miró, conteniendo la respiración.
—En Rusia, por casualidad, fue a parar a casa del cuñado de usted, donde le trataron
muy bien. Prometió a su señora que me escribiría y que yo procuraría ayudarle a usted, por
todos los medios posibles, a soportar mejor esta triste situación.
Petróvich Ilyin estaba muy pálido y miró a Miett con una sorpresa en los ojos como si no
la hubiera comprendido todavía.
—El cuñado de usted es médico en Cheliabinsk, ¿no es verdad?
—En Seriebinsk —corrigió a Miett, y sin ningún motivo aparente, miró hacia atrás, como
si tuviera la sensación de que alguien estuviera a su espalda.
—Pues, yo ya he hablado con el general, y usted recibirá noticias dentro de breves días.
Petróvich Ilyin volvió a echar una rápida mirada sobre el general, el cual, sin duda,
debía tener fama entre los prisioneros de hombre duro y severo.
El general no miraba al oficial ruso, contemplando con intensa atención la ceniza de su
puro, como si no hubiera querido parecer presente en la conversación, que representaba,
sin duda, alguna infracción reglamentaria.
—¿Usted es ingeniero?
—Oui, madame…
Dio un pequeño paso hacia atrás, creyendo que no lo notarían. Procuraba ocultar sus
botas, que estaban completamente destrozadas.
Miett le tendió la mano:
—Au revoir!
Petróvich Ilyin mirose primero la mano, y al ver cuán sucia estaba, sólo la tendió a
medias, turbado y tímido, de modo que fue Miett quien tuvo que coger en el aire los dedos
de aquella mano indecisa que apenas si se atrevía a estrechar la blanca y fina de ella.
Miett hizo un saludo con la cabeza, sonriendo: también el general llevó la mano a su
quepis, y Petróvich Ilyin dio media vuelta para retirarse a la barraca. Pero se puso en
camino en sentido completamente distinto, y sólo después de pocos pasos se dio cuenta
del error, volviendo a la buena dirección.
—Está muy asustado, el pobre —dijo el general, acompañando a Miett hacia la salida.
—Sin duda —dijo Miett en voz muy baja. Su alma estaba llena hasta rebosar de toda
clase de sentimientos. Se sentía feliz.
Al día siguiente, fue a ver personalmente a uno de los directores de las fábricas Ganz,
al que conocía, solicitándole empleo para el ingeniero ruso Petróvich Ilyin.
Unos cuantos días después, recibió carta de Teresa Agnier, en la que su ex señorita de
compañía le comunicaba que había logrado arreglar los asuntos de manera que le sería
posible pasar unas semanas con ella.
Una mañana, ¡por fin!, Teresa llegó. Venía de Suiza, y cuando saltó del estribo del tren,
brillaron en el bolso, en los guantes, en el perfume, en el velo de viaje, así como en cada
una de sus prendas de vestir, la dicha y la salud de un pequeño país neutral. La guerra no
era todavía muy larga y la gente en Budapest aún no se había dado cuenta de cómo iba
enmoheciendo y deshilachándose; el cambio sólo saltaba a la vista cuando alguien llegaba
de un país neutral.
Hacía tres años que Miett no había vuelto a ver a Teresa. Ahora notó, con cierta
sorpresa, las finas y minúsculas arrugas que estos tres años habían trazado en torno de los
ojos de su amiga, que, desde luego, no debía tener más de treinta y cinco años, aunque por
su exterior era imposible intuir su edad.
La voz, la mirada y los gestos eran vivos y amables, y todo su ser se caracterizaba por
cierto infantilismo y camaradería confiados, a la par que por un irresistible humorismo, lo
que desde luego no le impedía transformarse en el acto, para los extraños, en una dama
fría, altanera y elegante. Poseía a la perfección el arte de mantener a la gente a distancia,
sobre todo a los hombres. A Miett siempre le habían encantado esas maneras, y cuando era
muchacha, aprendió muchas cosas de Teresa.
Teresa aún era guapa. Las puntas de sus largas pestañas se torcían un tanto hacia
atrás, lo que confería a la mirada de sus ojos azules una expresión de viva y continua
curiosidad. Al hablar, aplastaba suave y agradablemente bajo la lengua las erres, y había
algo en su voz que provocaba la sensación de que las palabras se fundían un poco, al ser
pronunciadas por ella. Hablaba a la perfección el húngaro, aunque con acento extranjero, y
sólo muy tardíamente cometía alguna falta. Los gestos y el porte traicionaban en ella, sin
embargo, instantáneamente a la extranjera, sin que nadie hubiera podido analizar en qué
se le descubría. Era casi incomprensible que no se hubiese casado, y nadie le conocía
ninguna relación amorosa.
Precisamente aquella pureza abstracta era lo que Miett quería tanto en su señorita de
compañía. Estimaba y prefería a Teresa sobre todas sus amigas. En esta muchacha suiza,
reuníase el encanto de la mujer francesa con la solidez del carácter alemán. Imponía
respeto su cultura extensísima sin ningún lastre de pesada erudición, que la capacitaba
para aclarar temas, a veces inabordables para Miett: la alta política, la música, o la
literatura mundial, con exactitud casi enciclopédica. Apreciaba en ella la lógica rápida de la
razón pura, así como la elevación moral de su modo de pensar, con la cual pudo formarse
un juicio decidido y aparentemente muy sencillo acerca de todas las cosas. Sin embargo, lo
que sin duda más le agradaba, era aquel pudor especial que caracterizaba más que nada el
refinadísimo ser de Teresa Agnier. Esta vergüenza pudorosa, tanto anímica como física,
llegaba a veces a tales extremos que Teresa protestaba púdicamente contra la presencia de
Miett incluso en momentos en los que la de otra mujer no suele ser un impedimento. Miett
no se acordaba de haber visto siquiera una sola vez el pecho desnudo de Teresa.
Desde que Miett estaba separada de Pedro, durante los largos meses de su soledad,
cuando a la hora de la siesta se revolcaba sobre el sofá, agitada por extraños e inquietantes
pensamientos y aun sentía· en torno suyo las miradas perseguidoras, de algunos hombres
desconocidos, miradas que había traído consigo de la calle y del tranvía, y que se le
pegaban al traje o al cuello; y, sobre todo, cuando oía hablar de aventuras de otras mujeres,
o veía planteado el problema en sus lecturas, se le aparecía siempre la figura pura y noble
de Teresa Agnier. Teresa había podido conservarse inmaculada, y la virginidad le confería la
alegría del alma, y la seguridad y la elasticidad del cuerpo.
Miett recordaba así a Teresa, y exactamente así volvió a encontrarla cuando descendió
del tren. Se abrazaban y se palmoteaban en la espalda con griterío y alegres risotadas.
Teresa, después de haber exteriorizado la alegría de volver a verles, primero al padre, al
que besó, luego a Mili y a Tomi, ocupó de nuevo, a la media hora de su llegada, aquel
puesto que desempeñara antaño en el seno de la familia. Ocupaba el cuarto de Pedro, y
dormía en su cama. Aquella noche, cenando, hubo otra vez tres personas en torno de la
mesa, y padre le gastaba bromas a Teresa en el mismo tono de antaño; Miett tenía la
sensación de que aquellos tres años que habían pasado desde la marcha de su amiga,
constituían el capítulo de una vida que resultaba completamente irreal. Durante la
presencia de Teresa la sombra de Pedro se había retirado imperceptiblemente de aquella
morada. Teresa llegó a resucitar con fuerza irresistible los antiguos tiempos que parecían
continuarse en el mismo punto en que habían quedado interrumpidos tres años antes.
Miett, al observarse a sí misma, notaba a veces, en los últimos tiempos, que sus
recuerdos referentes a Pedro iban fraccionándose, perdiendo relieve. Sin embargo, no sabía
si debía alegrarse o entristecerse. La mano de Pedro, que durante los primeros días de su
ausencia, parecía extenderse, como si lo hiciera en realidad, hacia el cesto del pan, o jugar
con sus movimientos acostumbrados con los palillos, hacía tiempo que había desaparecido
del blanco mantel de la mesa. De la misma manera, habían callado las voces que la hacían
estremecer, creyendo oír la del marido. Por las tardes, leyendo o dedicada a las labores en
su cuarto, ya no sentía la extraña sensación de que la mirada de Pedro estuviese fija en su
nuca.
Aquella noche, Mili, al preparar nuevamente la cama para la señorita Teresa, después
de tres años de interrupción, dejó por última vez la camisa de dormir de Pedro sobre la
almohada.
Después de cenar, cuando padre se había retirado a su cuarto, Teresa y Miett se
retreparon cómodamente en el salón, entre los cojines del sofá. Miett sólo dejó encendida
la pequeña lámpara con la pantalla color verde sobre el escritorio.
—Bueno, pues, ahora cuéntame con todos detalles lo que te ha pasado desde que te
marchaste a Lausana…
—Ah, mon Dieu! ¡Mi vida…! —dijo Teresa con un ligero suspiro, pasándose la hermosa
mano por los cabellos rubios que se le escapaban por detrás de las orejas—. Mi pobre padre
quedó espiritualmente muy abatido por nuestra quiebra económica total. Temo que no
consiga resignarse nunca. Siempre me mira como queriéndome pedir perdón por haber
tenido que venir a vivir con vosotros como señorita de compañía, tres años atrás. En vano le
digo que, entre vosotros, he sido efectivamente una más de la familia, y que vivir aquí fue
para mí un magnífico pasatiempo. ¿No es verdad? Mi padre tiene otro concepto de las
cosas, es persona de muy poco sentido práctico. Mi hermano André está en Australia desde
hace dos años, trabaja en una fábrica de productos químicos, y gracias a Dios los asuntos
van mejor, ahora, porque André manda a casa todos los meses algunas libras esterlinas. En
la última carta dice que piensa casarse pronto.
—Y tú… ¿Tú no piensas casarte nunca?
—¡Ah! —dijo Teresa, pues era costumbre en ella mezclar su conversación con suspiros.
Sentada en el sofá, cubría sus hermosas piernas con su falda, como si tuviera vergüenza
ante Miett—. ¡Yo, casarme! ¿Para qué? —Después, añadió en seguida—: Aún no he visto a
tu marido. Enséñame un retrato.
Miett saltó del asiento y trajo la fotografía de Pedro que estaba en un marco sobre la
mesa escritorio.
—¡Ah! —dijo Teresa con un suspiro de sorpresa agradable. Luego contempló el retrato
durante mucho rato, detenidamente, y miró, bajo sus largas pestañas, a Miett—: ¿Le
quieres mucho?
—Mucho —contestó Miett, pero como si entonces sintiera muy lejos de sí esa palabra.
—¿Cómo os conocisteis?
Miett se lo explicó, cuidándose de contar sólo aquellos detalles que proyectaran una luz
favorable sobre Pedro, y presentando las cosas siempre de la manera que más debía
corresponder a los gustos y preferencias de Teresa.
—¿Y dónde fuisteis en viaje de bodas?
—A Florencia. Te mandamos una tarjeta postal, ¿no la recibiste?
—¡Oh, sí! ¿Fue bonito el viaje?
Miett se puso a evocar las jornadas de Florencia. Involuntariamente, se extendía sobre
ciertos detalles de los cuáles aún nunca había hablado a nadie, y al explicarlos ahora, se
observaba a sí misma. Sin embargo, en alguna frase, para la que usara un prudente
circunloquio, Teresa la escuchaba con expresión tan fría e impasible que pronto cambió de
conversación.
Se quedaron charlando hasta las doce de la noche. Teresa declaró solemnemente que
sólo había venido para tres semanas, lo que Miett consiguió hacerle prolongar, tras largas
discusiones, a una semana más. Sin embargo, se acostó con la firme decisión de conservar
junto a·sí a Teresa hasta la vuelta de Pedro. Antes de dormirse, proyectaba toda clase de
artimañas para convencer a Teresa de que se quedara.
Estaba decidido que tan pronto como el tiempo mejorara un poco, irían a pasar ocho
días a orillas del lago Balaton. Miett venía proyectando la excursión al Balaton desde hacía
tiempo; quería encontrarse otra vez con los recuerdos de tiempos más felices.
Una noche de junio, el mismo día de su llegada, bajaron con Teresa hasta la playa.
Dieron una vuelta muy larga, contemplando la puesta del sol, tan suave que parecía una
estampa japonesa, y que destilaba una extraña melancolía. Miett buscaba en vano en aquel
paisaje la tonalidad de las jornadas del estío de antaño. Sin embargo, cerca de la playa,
encontró una vieja barcaza que yacía inerte en las aguas no muy profundas, medio llena de
agua. Sus costillas negras estaban cubiertas de moho verde y mojado, y en la barcaza
abandonada al cuidado del Señor y de las olas, Miett acabó por reconocer al Neptun.
Invadiola una inmensa e incomprensible tristeza, al ver varada la vieja barcaza.
Hacía tres días que ·habían llegado, y a veces se paseaban por separado, ya en el
bosque, ya por la arena de la playa. Un mediodía, Teresa apareció en la terraza en donde
solían almorzar, acompañada de un muchacho alto, de cuello largo. El joven llamábase
Benedek, y decía que era médico.
Benedek almorzó con ellas y cuando se fue, antes de que Miett pudiera preguntarle
algo, Teresa observó:
—Es un antiguo conocido.
Sin embargo, Miett tenía la sensación de que Teresa no le decía la verdad, aunque no
hubiera sabido explicar el porqué de esta sensación.
También al día siguiente, Benedek almorzó con ellas. Miett encontró insoportable a
aquel hombre de pecho estrecho y voz de bajo; tenía el pelo color de pan; y las grandes
manos aparecían cubiertas de pecas rojizas y largos pelos blancos. La mano huesuda tenía
unas articulaciones poderosas, y el dedo pulgar aparecía fuertemente retorcido, sobre todo
en el gesto de llevar el cigarrillo a la boca. Una vez se encontraron incluso en la playa;
Benedek vestía traje de baño, y Miett notó que tenía unas clavículas enormes, como de
bestia de carga, y que en su anatomía daban la sensación de un yugo.
Aquella noche, cuando Miett ya se había acostado, Teresa dijo en tono indiferente:
—Bueno, me voy aún a pasear un poco por el muelle…
Miett no vio en ello nada extraño. Dejó encendida la lamparita en la mesilla de noche y
se puso a leer. Pero después de hora y media, le extrañaba mucho que Teresa no hubiese
vuelto aún.
Ya eran más de las doce cuando, por fin, la suiza volvió.
—Ah, ¿todavía estás despierta? —preguntole algo distraída.
Empezó a quitarse la ropa inmediatamente, con expresión que revelaba a las claras
que estaba ocupada en sus propios pensamientos. Se acostó y se durmió en seguida. Desde
aquella noche, Teresa salía regularmente después de cenar. A veces, salía antes de que
Miett se hubiera acostado, pero tampoco en estos casos le pidió que la acompañara.
Una noche, Teresa se quedó fuera tanto tiempo que el alba apuntaba ya tras las
cortinas, cuando regresó. Miett no reveló que estaba despierta y simulaba dormir. Sin
embargo, durante las largas horas de la espera, había tenido tiempo de sobra para
reflexionar sobre lo que ocurría. No encontraba otra explicación posible a los hechos, sino
que alguna pasión fortísima debía haber arrastrado a Teresa, aunque de ningún modo llegó
a rimar el gusto refinado y juicio selecto de la suiza con aquel Benedek. Fue para ella la
máxima sorpresa que Teresa no procurase ocultar las escapadas nocturnas y que tampoco,
durante el día se le notase emoción alguna.
Una noche, cuando Teresa ya había salido para sus misteriosas andanzas, también
Miett bajó a la oscura alameda, en la cual sólo a grandes distancias brillaba alguna
bombilla eléctrica. Hacía ya más de media hora que se paseaba sola bajo los frondosos
árboles, cuando en una curva vio la silueta de Teresa que desaparecía del brazo de un
oficial rechoncho y bajito, sin notar la presencia de Miett.
A Miett, el corazón le latió fuertemente después de este descubrimiento. Experimentó
la sensación del que descubre los rasgos verdaderos de alguien que deja caer
inopinadamente el antifaz que hemos tomado por el rostro; Miett se precipitó al hotel, se
acostó y apagó la luz. Pero no podía conciliar el sueño, sino que clavaba sus ojos
desencajados y medrosos en la oscuridad, pues tenía la sensación de que se habían abierto
ante sus ojos las tenebrosas honduras de un alma humana. Recapitulaba toda la vida
pasada de Teresa y poco a poco descubría unos detalles a los que en aquel entonces no
había dado ninguna importancia, pero que ahora, de repente, cobraron un nuevo relieve;
tal como la misteriosa pulsación del corazón aparece visible en la pantalla del aparato de
rayos X.
Recordó que Teresa daba también clases de francés, y, al pasar revista a los alumnos
que tuvo su amiga años atrás, se percató de que todos eran hombres solteros. Acordábase
asimismo de que durante los dos años pasados bajo su techo, Teresa solía pasar cada mes
algunas noches en casa de una parienta de su madre, por la Avenida Andrássy, volviendo a
casa al mediodía siguiente. «Tía Amalia», así se llamaba aquella parienta; pero no bastaron
dos años para brindarle a Miett ocasión de conocerla.
Ahora le pareció incomprensible que, con su mente de muchacha inocente, no se diera
cuenta de nada. Y le pareció que había perdido un pedazo importante del alma con el triste
descubrimiento. Casi tiritaba en la oscuridad, bajo la gruesa manta.
En lo demás, Teresa continuaba siendo la misma de antes. Sabía ocultar su verdadera
vida con tan maravilloso instinto, tanto en toda su conducta como en su conversación, que
Miett, al encontrarse con ella durante el día, sentía a veces la sensación de considerar el
descubrimiento nocturno como mera ilusión. Sin embargo, los hechos irrefutables la
impulsaron de nuevo a la tristeza de la decepción y del desencanto.
Ella misma decidió abreviar un día la estancia junto al Balaton y cuando, pasadas las
cuatro semanas convenidas, Teresa empezó a hablar de volver a Suiza, no hizo nada para
retenerla.
Cuatro semanas antes, había abrazado a Teresa, en la estación, como a una hermanita
pura de su corazón. La recibió con su voz tan conocida y su elegante equipaje, como un
dulce recuerdo del pasado que hacía reverdecer las plantas secas de su infancia. Mas
ahora, al acompañarla al tren, la vio partir como una persona extraña.
Al volver de la estación, paseándose sola por las calles, experimentó la sensación de
que aquella mujer que, desde luego, no había hecho lo más mínimo contra ella y que, al
contrario, durante toda su estancia procuró hacérsele agradable, alegre y divertida,
acababa de despojarla y robarle alevosamente todo cuanto poseía.
7

Un sol brillante, de día; una luz argentina, de noche, acompañaban al vapor ruso
Ermak, que subía el río Irtis con rumbo a Tobolsk. La orilla del este era una inmensa llanura
vacía; la del oeste, en cambio, resultó ser accidentada, con escarpadas rocas y unas colinas
que se esfumaban en las lejanías.
La región que iban atravesando, se parecía mucho a los paisajes del Volga. Desde
luego, la nieve había desaparecido ya, y encima del río fangoso y amarillento, flotaba un
sofocante fin de estío. A veces desfilaban por las orillas unos míseros puertos fluviales y
minúsculas aldeas paupérrimas, que no ofrecían nada interesante a la vista.
Una tarde, aquel paisaje monótono fue azotado por un chaparrón formidable, ·borrando
los contornos de la orilla. Después de la lluvia, las aguas del Irtis fueron aún más sucias y
turbias.
Después del chaparrón, el cielo fue esclareciéndose por el Oeste y el sol volvió a surgir
también, detrás de aquellas densas nubes de oro viejo, que parecían ruinas de cúpulas
inmensas voladas con dinamita. El paisaje se llenó de extraños rayos solares bermejos,
verdes y dorados, que salían oblicuamente por detrás de las nubes, encendiendo luces
celestiales en las copas de los sauces. Iluminados por los rayos oblicuos del sol, pasaron
encima del vapor un sinnúmero de patos silvestres. Los cuellos de verde esmeralda, cual
sortijas relucientes, fulguraban al sol. Volaban tan bajo y tan cerca del barco que sus
cuerpos informes y pesados casi rozaban la chimenea.
Bartha y Vedres, sentados en cubierta sobre sus maletas, se divertían imitando con los
brazos los movimientos del cazador que tira sobre patos.
—Pif… Paf… —oíase, ya por la boca de Bartha, ya por la de Vedres.
Después de unos diez minutos de imaginaria caza, Bartha le preguntó a Vedres:
—¿Cuántos patos has matado, hermano?
—Veintiuno —contestó el teniente Vedres, con el tono de más firme convicción. Vedres
era oficial de carrera, pero nada revelaba en él al militar profesional. Pertenecía a aquella
clase de oficiales de infantería anteriores a la guerra que no pasan de tenientes aunque ya
estén quedándose calvos, que deben dinero al camarero del café y odian la profesión. Su
única esperanza estriba en encontrar a una muchacha rica para casarse con ella, pero
tienen una reputación harto dudosa, y los papás acomodados guardan de ellos a sus hijas
como si fueran leprosos.
Vedres era hombre silencioso, de buen talante y humor. Ahora levantó el brazo otra vez
para «tirar» sobre un grupo de patos silvestres, haciendo, por excepción, un «disparo
doble».
Un marinero ruso que les observaba, con el busto desnudo y los píes descalzos
saliéndole de los pantalones grasientos, contempló la extraña «cacería».
Atraído por el ruido de los «disparos», también Zamák, asomó por allí la nariz
aplastada, y mirando parpadeando hacía los patos bañados de sol, contempló con íntimo
conocimiento de causa a aquellas aves grandes y pesadas.
—¡Son mayores que los que pasan por nuestra tierra! —observó en tono confidencial a
los oficiales.
—Lárgate de aquí —le dijo Bartha—, y no te metas en los asuntos de los señoritos.
Zamák se fue lentamente, mas, por encima del hombro, miraba riendo a los
«cazadores».
Pedro se asomaba a la borda, contemplando la sinuosa espuma amarilla que producía
la proa del barco. Sentía el corazón sofocado por una especie de torpe y pesada melancolía
como si fuera de plomo. La carrera del barco le hacía aparecer los arbustos y los árboles
solitarios desfilando por las orillas, como si le hiciesen señas despidiéndole. La máquina del
vapor, bajo las planchas de la cubierta que se estremecía débilmente, parecía desgarrarse
a sí mismo, traqueteándole a él con gigantesco esfuerzo, en aquel barco, cada vez más
lejos, cada vez más hacia el Este.
¿Adónde, hacia qué sino le estaba deportando a él, sobre las olas de un desconocido río
ruso, aquel vapor, sumergido en todos sus rincones en un vaho cálido, sofocante y
asqueroso de asfalto? Hacía ya más de un año que era prisionero, y desde entonces, les
estaban echando de un punto a otro de la infinita estepa rusa. Tras los meses pasados en el
enloquecedor aburrimiento del cuartel de Kiev, aquellos penosos desplazamientos por la
región inundada del Volga, de una mísera aldea tártara a otra, perdiendo el tiempo en
esperas inútiles, de varias semanas y a veces de meses… Chelyebinsk… Kurgán…
Petropavlovsk… Tetyus… Sizram… nombres bárbaros y medrosos de poblaciones y
ciudades, que se pegan al cerebro como las espinas de las ortigas, doliendo y haciendo
manar sangre…
¿Dónde, cuándo y a qué orillas llegaría a echar anclas el Ermak, aquel viejo barco que
se deslizaba sobre las sucias aguas?
¡Más de un año pasado en errabundos viajes, sumidos en una inseguridad que iba
matando cuerpos y almas! Las únicas prendas de vestir, el único calzado, caían en harapos,
y la aguja de Zamák apenas lograba mantener ya sobre los cuerpos los trapos y remiendos.
Los soldados parecían haberse escapado de 1as bocas de los lobos, tan harapientos se
encontraban.
En una ocasión, a principios del verano, un mercachifle judío les había susurrado al
oído, con gran secreto, que Lublin habían caído ya y que los alemanes se acercaban a
Varsovia. Esta noticia reanimó los ánimos durante varios días, la comentaban entre sí con
gran sigilo y con fuertes latidos de corazón… Luego vino la orden que privó a los oficiales
de los sables y del uso de distintivos. Y ahora, les estaban enviando aún más hacia el Este,
hundiéndolos cada vez más profundamente en dirección del infierno.
¡Si por lo menos él pudiera soportar su triste destino como sus compañeros! Aquéllos
se sentían capaces todavía de reír, de gastarse infantiles e inocentes bromas; pero en el
corazón de él, los pensamientos se helaban cual carámbanos de hielo.
Tal vez la vida ni siquiera era una realidad, sino sólo una mera imaginación confusa y
caótica… El Irtis… el Ermak… y aún muy lejos, ante ellos, Tobolsk… ¿todo esto podría ser
verdad?
Miraba meditabundo las olas surcadas por la proa del vapor, y se acordaba del Neptun.
Vio sobre sí el firmamento color vidrio del lago Balaton, el espejo del agua que ardía en la
luz del sol, en que parecían deslizarse los plateados copos de hierba virgen. Vio a Miett con
la cabellera suelta, ninfa dormida; vio las líneas finas de los tobillos, el cuerpo color de
miel; oyó los blancos golpes de ala de una gaviota, arriba por los aires, buscando con todos
sus órganos sensoriales los más minúsculos recuerdos misteriosos de aquella mañana de
domingo para él tan memorable. Como si quisiera descubrir en ellos aquel punto invisible e
incoherente en el que el hilo de su antigua vida se había roto, saltando lejos como cuando
se rompe una cuerda tendida, enrollándose en espiral.
«¡Miett…. ! ¡Miett…! ¡Miett…!», gemían las ruedas de la máquina a vapor del Ermak,
mientras el buque iba abriéndose camino, al precio de enormes esfuerzos, río arriba, contra
las fuertes corrientes del Irtis.
Cruzaron su mente en confuso torbellino centenares y centenares de recuerdos, desde
el momento en que conoció a Miett. Al calcular el tiempo transcurrido desde aquella fecha,
se dio cuenta de que hacía exactamente dos años, día por día, que una tarde de domingo
se preguntó, en una callejuela de los viejos barrios de Buda, si debía ir, o no, a casa del
doctor Varga, a tomar el té. Dos años antes, ignoraba hasta la existencia de Miett. Ahora,
viose asaltado de golpe por el recuerdo de aquella tarde de setiembre, y sentía tan cerca de
sí aquellos instantes, como si los volviera a vivir. Oía el son melancólico del tárogato, lejos,
por los montes de Buda que parecía despedir al estío que se iba. Recordaba haberse
detenido ante las vallas de las obras del balneario de San Gerardo, mirando por las
hendiduras el solar revuelto sobre cuyos hoyos yacían, en un silencio dominical, los
carretones de mano. E imaginó en el aire azul los lujosos aposentos de aquel futuro gran
hotel, alumbrados por luz eléctrica, que se irían llenando con las alegrías, los lutos y los
terribles trabajos de las más diversas vidas humanas.
Y desde todo aquello, ¿sólo habían pasado dos años? Le pareció ahora que aquellos
recuerdos surgían de las lejanías inverosímiles de sus sueños.
Después, pensó en el momento en que descubriera los caracteres, a base de la
escritura. Cuando, tras la mano de Pablito Szücs, una fina mano blanca habíase puesto
sobre el papel. Sostenía la pluma con ligereza, e iba rasgando el blanco papel al trazar en
letras de color violeta el nombre: Miett de Almády…
Ahora le parecía sentir acumulado en el centro de su corazón aquel instante en que
volvió la cabeza hacia la propietaria de aquella mano, y descubrió en la esfera de luz de la
pantalla a la muchacha con el pelo color de bronce, que ya se ponía otra vez el guante, y le
miraba con un rubor apenas perceptible en el rostro virginal, con las cejas enarcadas y los
párpados entornados.
¡Miett!
Aquel recuerdo iba revoloteando con la fuerza terrible de una alucinación, mezclándose
con las olas amarillentas, color de arcilla, mientras él permanecía de pie en la proa del
vapor contemplando inmóvil las olas que se precipitaban. El Ermak traqueteaba cansado,
río arriba.
Sí, Miett estaba efectivamente allí, a la luz templada de la pantalla de la lámpara, con
su sonrisa irónica y alegre en los labios, mirándole a él desde su altura con cierto desprecio
por su ciencia grafológica, y, sin embargo, con una expresión de humildad virginal: en
aquel instante fue cuando le atravesó de pies a cabeza el misterioso rayo de su honda
pasión, encendido por la mano de Dios, que no pudo ya desvanecerse en su interior y le
acompañó siempre desde aquella tarde, sin cesar, en la luz del día o en la oscuridad de la
noche, en el silencio o en medio de los infernales ruidos, en la soledad y en el torbellino de
las multitudes, junto al escritorio americano de su despacho en el Banco, y por encima de
los infinitos campos nevados del Volga; rayo misterioso e invisible, de irresistible fuerza,
que embebe hasta las más hondas fibras de su ser con cierto color dulce, terrible y mortal.
No hay huida posible bajo aquel rayo; en vano se debate ante él casi entre dolores físicos,
cual bajo las garras de un tigre. Surge del traqueteo de las máquinas como un sonido; del
brillo del sol del crepúsculo siberiano en forma de luz, y de las brisas que soplan
suavemente hacia las orillas del Oeste, como un perfume. En la bodega del barco alguien
toca una cítara tártara, y aquella música melancólica y tintineante ruge también. Viene
irradiando de todas partes, como la idea obsesionante del loco que sería imposible
desalojar de su cerebro ensangrentado.
«¡Miett! ¡Miett! ¡Miett!», lloraba en él desesperadamente una voz, y sus manos
apretaban con tanta fuerza la baranda que casi se hundían en la madera.
Luego, todos los pensamientos torturados se desvanecieron de repente para ceder el
paso a otra clase de visiones horripilantes y vacías.
No había instante en que no se le apareciera, al pensar en Miett, como figura de
segundo plano, en el fondo, con contornos confusos, o alumbrada por los fulgores de su
imaginación enfermiza, Miska Adam. No era capaz de explicarse a sí mismo la relación y,
sin embargo, su fantasía llegó siempre de nuevo a movilizar sin saber dónde, en su traje de
impecable corte, a aquel elegante Miska Adam. En tales ocasiones, veía a aquel fantasma
surgido de su mente, acercarse a la cama de Miett. Pedro sabía que el padre de Adam era
general, y suponía, por lo tanto, que aún cuando Miska hubiese sido movilizado, sin duda le
habrían dado un destino fácil y agradable, en la misma capital.
Por una carta de Miett, se había enterado de la muerte de Olga. Mas aquella noticia no
le trastornaba; ni siquiera le provocó una honda emoción. Los propios sufrimientos le
habían hecho egoísta, y de la noticia de la muerte de la amiga de Miett sólo sacó una
moraleja para sí, que de la vida de su mujer había desaparecido una persona, símbolo vivo
del derrumbamiento de la virtud y de la ética femenina, así como del griterío insaciable del
hambre de amor. Aquella muerte casi llegó a tranquilizarle.
El sol estaba ya a punto de declinar completamente. Su círculo llegó a ser maravilloso y
extrañamente violáceo. A la izquierda, la orilla se hacía cada vez más escarpada y
accidentada; el río describía una enorme curva, casi en forma de cerco, y recibía en su
lecho las aguas oscuras del río Tobel, cuyo flujo desplaza el propio lecho hacia el Oeste. Las
altas rocas de la orilla iban desapareciendo, y antes de que el sol se hundiera bajo el
horizonte, no muy lejos, en la península llana, apareció ante sus ojos, cual un paisaje
encantado, un aterrador panorama, debido al pincel de un pintor romántico: la ciudad de
Tobolsk.
El vapor se dirigió, describiendo una amplia curva, hacia el puerto, del cual acababa de
salir en el mismo momento otro vapor de pasajeros.
En el puerto, una fuerte escolta militar aguardaba ya la llegada del Ermak.
Atravesaron la ciudad entre dos filas de soldados rusos, con bayoneta calada, bajo un
calor tórrido.
Los barrios bajos de Tobolsk extendíanse a orillas del Irtis; sus casas sucias estaban
construidas en madera. Y más allá del barrio tártaro, en una altiplanicie elevada, se erguía
el barrio de los funcionarios, con la antiquísima ciudadela en el centro, con las redondas
garitas y las casamatas rodeadas de murallas a manera de bastiones, que guardaban
centenares de presos políticos rusos y presidiarios de toda laya.
La altiplanicie se erguía encima del barrio tártaro cual una empinada orilla. Los
peatones subían a la ciudad superior por escaleras de madera. En la parte alta, cuando
hacía sol, las cúpulas de las hermosas iglesias rusas brillaban con diversos colores:
amarillo, azul, rojo y dorado.
Las calles de la ciudad superior, las aceras y calzadas, estaban cubiertas de excelentes
tarugos de madera, de un palmo de grueso. Sin embargo, estaban muy poco cuidadas;
apenas las limpiaban, de modo que, en varios puntos se hallaban totalmente enmohecidas.
En otros puntos, las cubrían naranjas podridas, pieles de sandías, toda clase de basura,
pero sobre todo, cáscaras de pepitas escupidas de girasol. Sólo transitaban por la calle, a
esas horas, unas cuantas personas, que podían ser comerciantes, sin cuello ni corbata,
visiblemente sofocados por la ardiente atmósfera. Ante un escaparate, estaba parada una
señora de aspecto distinguido, que contemplaba absorta las sombrillas expuestas por el
comerciante, así como los demás artículos de moda. También iba masticando
incesantemente el seechki, abriendo la semilla con la punta de la lengua, como el loro con
el pico, escupiendo después en torno suyo la vaina.
Las contadas personas con que se cruzaron por la calle, no les prestaron la más mínima
atención. Los transeúntes no se detenían a su paso, y apenas si les miraban. Sólo los
golfillos de la calle seguían la comitiva. De una bocacalle salió una muchacha tártara, con
botas altas, pantalones de hombre y camisa multicolor, sujeta en el talle por un cinturón.
Sobre la cabeza, en un jarro de lata cubierto de orín, llevaba agua, y con una mano,
conducía a un niño tártaro de cabeza pelada. El niño se arrancó de la mano de su hermana,
para seguir el convoy de prisioneros. Sus rodillas desnudas brillaban, al correr tras la
columna. Más allá, había un tártaro de barbas rojas, de pie en el portal de su casa. Estaba
ataviado con un caftán de seda; en el cinturón, brillaba un kindchal de plata, en los pies
desnudos calzaba zapatos europeos, y en la cabeza, un alto gorro de piel. Bostezó,
acariciose la larga barba roja que le llegaba hasta la cintura, pero no encontró a los
prisioneros dignos de dirigirles siquiera una mirada.
En efecto, otro transporte de prisioneros no podía despertar en la ciudad la atención de
nadie. Desde hacía muchos meses, Tobolsk estaba repleta de ellos, y si alguna mujer se les
cruzaba por la calle, y volvía la cabeza, no dejaba de pensar: «¡Vaya, también esos han de
venir a comérsenos los pocos víveres que nos quedan!» En aquella localidad superpoblada,
los precios subían vertiginosamente en los mercados.
La gigantesca ciudad construida para los prisioneros y rodeada de altas vallas, se
extendía en un terreno muy amplio, flanqueado en los cuatro ángulos por sendas garitas, a
orillas del río. Cabían allí varias docenas de miles de prisioneros. La llamaban Pod-Chuvas, o
sea «Primera Posada». Allí estaban alojados los muchos miles de defensores húngaros del
fuerte de Przemsyl.
El grupo de Pedro fue conducido primero al Pod-Chuvas, pero en las barracas
superpobladas de oficiales ya no podían caber. La tropa se quedó allí, mas ellos —catorce
oficiales y otros tantos asistentes— fueron llevados aquella misma noche a la ciudad
inferior, siempre a orillas del Irtis, a una casa de madera, que en otro tiempo fue albergue
de mercaderes tártaros transeúntes.
Aquella casa cubierta de un tejado de madera, era vetusta y de aspecto poco
hospitalario. Era una casa solitaria, no lejos de los salcedos que bordeaban el río. En su
estrecho patio, el estiércol yacía en montones de varios metros de altura, y debajo de sus
vallas destruidas quedaban los charcos malolientes de las inundaciones del Irtis.
—¡Qué la miseria se la lleve! —dijo Bartha, cuando se detuvieron ante la puerta de
aquello que difícilmente podía denominarse mansión para personas.
El interior ofrecía un aspecto aún más desolador. Las paredes de los aposentos vacíos
acusaban manchas de excrementos, y el techo aparecía cubierto de humo y de un
grasiento y secular hollín.
Zamák se apretaba la nariz con los dedos y en secreto se reía a carcajadas, al ver las
caras desganadas de los oficiales que acababan de dar una vuelta por aquella morada.
Pasaron la primera noche en el patio, durmiendo sobre las mantas extendidas en el
suelo.
Por suerte, las noches no son largas en aquellas latitudes.
El sol declina en ángulo agudo después de las diez de la noche, y hacia la una
reaparece de nuevo, un poco más lejos del sitio en que se ha puesto. E incluso aquellas
pocas horas de noche pasan bañadas más bien en una especie de crepúsculo, que basta
para leer el periódico, por ejemplo, haciendo un leve esfuerzo visual.
Cubriéronse por completo con los abrigos, pues desde el Irtis afluían espesas nubes de
mosquitos. Algunos eran como la cabeza de una aguja, pero otros tenían el tamaño de una
libélula.
Tan pronto como el sol apuntó en el horizonte, levantáronse todos inmediatamente. El
capitán Doroviev, comandante del campo de prisioneros de guerra de Tobolsk, vino a
visitarlos muy de mañana. Cojeaba fuertemente, a consecuencia de una herida recibida en
la guerra ruso-japonesa. Demostró ser hombre de corazón; conversó con ellos
amistosamente, y les comunicó que por ahora se quedarían en Tobolsk. Todos sabían
perfectamente que «por ahora» significaba interminables meses.
Echaron mano de picos y palas y arreglaron primero el patio. Fue preciso evacuar el
estiércol y llenar de arena los charcos, para obtener que les llegara un aire puro desde el
Irtis. Los oficiales trabajaban igual que los asistentes, con la camisa arremangada.
Pedro, al apretar en su mano la pala, sintiose invadido por una especie de alegría y
unas ganas de trabajar, como en la infancia, cuando iban a construir una casita, con los
amiguitos, en el patio posterior. También los demás se sintieron llevados por el impulso
ancestral de construir casas, pues sabían que arreglaban su propia morada.
Los tenientes Vedres y Rosiczky fueron, con varios asistentes, a la ciudad, para volver a
mediodía con grandes paquetes de clavos, martillos y sierras, un carro cargado de maderas,
útiles de albañilería, cal, brochas gordas, cubos y mosquiteros. En muy poco tiempo, el
patio quedó inundado por el fuerte olor de la madera de pino, el zumbido de las sierras y
los agudos gritos de los cepillos. Despachaban el trabajo con rapidez que daba gusto.
Las camas fueron fabricadas con fuertes planchas de maderas colocadas sobre unos
caballetes y cubiertas de sacos de paja muy llenos. Todos se fabricaban mesas y sillas
según el gusto individual. De repente, cobró gran reputación Joska Baktai, asistente de
Rosiczky, quien en la vida civil había sido oficial de carpintería en Kaposvár. Ahora se le
confiaba la dirección del trabajo, que conducía como un general la batalla. A veces se le
acercaba algún oficial, para quitarle de la mano la sierra o el cepillo.
La atmósfera se impregnó en torno suyo de la conciencia, algo confusa, de una nueva
vida tranquila y de la fundación de un hogar.
Muchos de ellos se pusieron a silbar, mientras trabajaban a la manera de los artesanos
auténticos Joska Baktai entonó una canción popular, triste y larga; los demás le
acompañaron con sus voces.
Zamák estaba ocupado en evitar en lo posible todo trabajo serio. A veces echaba mano
de una tabla o de una plancha, para transportarla sin motivo visible de un lado a otro. Se
paseaba con aquellas largas planchas en la mano entre la gente trabajadora como un
flemático payaso entre los sirvientes del circo que quitan febrilmente la alfombra del
redondel.
Neteneczky estaba sentado en un poste y dibujaba los modelos para los muebles
futuros. Otros, Szentesi, Altmayer, Szabó y Lukács, se dedicaban a limpiar las habitaciones
y, montados en escalas, blanqueaban las paredes. También de aquellas habitaciones vacías
en las que resonaba todo ruido, llegaban alegres acordes de silbidos y canciones.
Después de unas cuantas horas de trabajo, Pedro tenía la impresión de llevar en sus
manos brasas ardientes, pues sus palmas estaban deshechas por el cepillo y la sierra.
Desde por la mañana, muy temprano, hasta altas horas de la noche, trabajaron
continuamente durante ocho días, hasta que la casa quedó terminada. Para que tuviera un
nombre de sonoridad rusa, Pista Bartha la bautizó Nyavalvá-Szálloda, o sea «Hotel de la
Miseria», y con grandes letras negras pintó esta denominación en un poste de pino, para
clavarlo en la fachada del edificio. Sin embargo, Mezei protestó enérgicamente, y tras
madura reflexión, denominaron la casa «Casa Húngara». Todos tuvieron que aceptar esta
solución, pues Mezei era el primero en el escalafón entre todos, y los oficiales observaban
entre sí cierta tácita disciplina.
Mezei, con las tonterías del rígido modo de pensar de los cuarteles, a veces les
amargaba bastante la vida. Por lo demás, demostró tener un gran talento de organización,
y muy pronto la vida del «Hotel de la Miseria» entró en una fase sana y ordenada. Porque en
vano proclamaba la inscripción, en un marco adornado con los colores nacionales: rojo,
blanco y verde, el nombre de «Casa Húngara» en la fachada de la casa; todos la
designaban por Nyavalvá Szálloda, desde luego, exceptuando al capitán Mezei, el cual,
cada vez que oía ese nombre se creía personalmente ofendido, formándose de Bartha el
concepto de un hombre de inteligencia completamente inferior. Reprendía duramente a los
asistentes, cada vez que les sorprendía in fraganti llamando a la «Casa Húngara», «Hotel de
la Miseria».
A veces, los oficiales iban a la ciudad para las comidas. En la Nomera Laskutnia se
podía almorzar bastante bien por ochenta copees. La Laskutnia era una modesta fonda de
tercera clase en la ciudad inferior.
Aunque el propio padrecito zar haya prohibido a todos los rusos, con severos ucases, la
bebida de cualquier clase de alcoholes, Igor Krukov, propietario rechoncho y gordo de la
Laskutnia, se hacía el tonto, como si nunca hubiera oído hablar de aquellas órdenes
severísimas. Servía incluso cerveza helada. Y halagándole un poco, dándole amables
golpecitos en la barriga, por unos cuantos rublos se le podía extraer hasta un excelente
vino tinto de Crimea. Pero esto, desde luego, solamente con gran sigilo.
Los parroquianos de la fonda eran sabedores, a veces, de noticias de los frentes de
batalla, aunque resultaba demasiado difícil formarse una idea clara con sus informaciones.
En la segunda semana, ya todos los muchachos estaban hartos de aquella manera de
comer; resultaba desagradable, sobre todo, tener que formar militarmente, al mediodía, y
atravesar la ciudad entre dos filas de soldados rusos con la bayoneta calada.
Decidieron, pues, organizar una cantina en casa. Causó graves preocupaciones la
adquisición de la batería de cocina y vajilla, pues agotaría hasta los últimos céntimos. La
cantina se debatía en graves apuros, desde el primer momento de su inauguración; por
suerte, el carnicero ruso, y sobre todo los comerciantes tártaros, les abrieron amplio crédito.
Casi les obligaron a aceptarlo. Aunque las autoridades rusas habían prescrito
rigurosamente las cantidades de carne, el derecho de comprar por cabeza y día, por suerte,
la inspección estaba en manos del starchi adjunto, el cual comía con sus konvois a su vez
en la cantina, por lo cual no sentía la menor gana de protestar si un día era servido algún
plato de superior calidad.
Una vez, un agente de la policía urbana cogió in fraganti a Zamák en la carnicería,
comprando mucha más carne que la cantidad autorizada. El asunto hubiera podido
presentarse muy mal. Sin embargo, Moska, con encantadora sonrisa, entregó un solomillo
de ternera al agente de cabeza redonda, y el asunto quedó zanjado inmediatamente.
El mero aspecto exterior de la ciudad revelaba ya que Tobolsk estaba superpoblada.
Había allí alemanes civiles internados, gente de todas nacionalidades, confinados rusos
políticamente sospechosos, comerciantes tártaros y judíos, además de los prisioneros de
guerra. Todos estos elementos se consideraban entre sí como tácitos aliados, y tanto la
calle, como el mercado, las tiendas y los consultorios médicos y dentales, sin hablar de los
hospitales y de las iglesias, resultaron ser sitio magnífico para dar y recibir noticias de toda
clase.
En aquel entonces, el número de los hombres de tropa húngara, prisioneros de guerra
en Tobolsk, alcanzaba ya la cifra de nueve mil. Las viviendas de los oficiales estaban
esparcidas por los puntos más distintos de la ciudad. Pedro y sus compañeros mantenían
estrecha amistad, sobre todo con «los de los osos», llamados así por vivir en casa de un rico
mercader tártaro, en cuyo patio se guardaban los osos, instalados en una jaula de hierro.
Esos oficiales tenían, pues, con qué divertirse.
Si Zamák no aparecía por ninguna parte, se podía estar completamente seguro de
poder encontrarle en aquella casa, trabando amistad con los osos.
Entretanto, el «Hotel de la Miseria» comenzaba a tomar formas agradables y humanas.
Los montones de estiércol habían desaparecido del patio, siendo sustituidos por floridos
céspedes. Y la parte libre del patio estaba siempre tan limpia y barrida como el suelo de
una sala de baile.
En un rincón, un enorme olmo daba sombra; allí acudían todas las ·tardes Bartha,
Vedres, Netene y Lajtai, para jugar al kaláber[36], hasta que los mosquitos aparecieran para
batirlos en retirada. Esas partidas solían dar lugar a violentas discusiones y hasta
encarnizadas disputas. Tiraban sobre la mesa con caras rojas de indignación, los naipes,
que eran obra de Altmayer, el cual los había dibujado sobre hojas de cartón con lápices rojo
y azul. Los reyes representaban a los primeros tenientes, los superiores[37] a los tenientes,
los inferiores a los asistentes más populares. Elrico de Rudenz enarbolaba el semblante de
Pedro. Ningún teniente, ni tampoco ningún ayudante, quiso servirle de modelo para el
superior de calabaza[38], hasta que Zamák se sacrificó y aceptó servirle de modelo.
Mientras los demás se entretenían jugando a las cartas, Pedro talló con el cuchillo
figuras de ajedrez, en unos nudos de madera de olmo, sumergiéndose en el trabajo
silbando alegremente. El cuchillo le hacía daño en la mano, y le volvió a la mente aquella
caída de tarde en la calle del Teniente, cuando, sentado junto a la mesa, había tallado en el
tarugo de madera que le habían dado las dos muchachas, la palabra Szeretlek (Te quiero).
Rosiczky descubrió en un viejo bazar tártaro de la ciudad, una cítara de ocasión. Estaba
sentado todo el santo día en el umbral de la casa, tañendo aquel instrumento.
Pedro compartía su cuarto con Kölber. En la reducida habitación había perchas, sillas,
dos armarios y dos mesitas de noche, así como dos mesas con cajón, todo tallado en
madera de pino. La ventana estaba protegida por un mosquitero.
En el piso había seis habitaciones. Bartha vivía con Szabó, Lukács con Altmayer,
Rosiczky con Latjai, Netene con Csaba. La última habitación, algo más grande, fue ocupada
por tres oficiales. Hirsch, Szentesi y Vedres. A Mezei se le asignó una habitación más
pequeña.
En una de las salas más amplias de la planta baja, dormían los catorce asistentes, y en
otra, aquellos cinco konvois de bayoneta calada que ejercían la vigilancia sobre los
prisioneros, bajo el mando del starchi. Hallábanse igualmente en la planta baja la cocina y
la despensa, y, además, otra sala, que servía de salón y de comedor común para los
oficiales.
Los konvois molestaban poco; aceptaban sin vacilación alguna hasta el menor copec, y
según una observación muy justa de Netene, estaban compuestos sólo de una gorra, una
barba y un par de botas.
Había entre ellos uno al que era casi imposible mirar. Se apellidaba Yurovsky, tenía cara
de gorila, una nariz aplastada y ancha, y todo el aspecto de una fiera. Si Yurovski estaba
cerca de ellos, ponían sordina a la conversación, aunque Yurovsky no entendía ni una
palabra de húngaro.
Ya estaban a mediados de setiembre, cuando Pedro recibió la carta de Miett. ¡Una carta
escrita en el mes de mayo…!
Retirose a su habitación, no bajó ni para almorzar, y durante todo el día estuvo bajo la
impresión producida por aquella carta. Las cosas de casa se le aparecían con singular
relieve. Como si hubieran estado tranquilamente sentados, en torno suyo, en el reducido
cuarto del «Hotel de la Miseria», todos, Miett y su padre, su madre y Pablito Szücs, Juanito y
los Varga, aquella hermosa criada de los Varga llamada Rosita, y con sus encorvados
hombros de vieja, la sorda Mili. Ni Tomi faltaba, pues le parecía verlo extendido en el suelo,
en un rincón, mirándole con ojos atentos y tristes, por debajo de los gruesos cepillos de su
entrecejo.
Pedro se paseaba muy agitado de un lado a otro, por la habitación. A veces se detenía
ante la mesita de noche, en la cual había dos retratos, con marcos de madera de ramas de
olmo. Uno, era un viejo daguerrotipo desteñido y pálido, que representaba a su madre en la
época de la recién casada. El otro retrato representaba a Miett. Era un retratito de
aficionado, hecho por Zsiga Pán. Miett aparecía en el retrato sin sombrero, calzando
zapatos blancos; detrás de ella, se veía la playa soleada y el lago Balaton. Miraba hacia el
objetivo con las cejas fruncidas a causa del sol, y una ligera brisa pegaba a sus piernas la
ligera falda azul.
Pedro contempló durante mucho tiempo aquel retrato. Luego cerró los ojos, y se quedó
delante de él en esta misma actitud.
Por la ventana abierta se podía oír correr el Irtis, empujado por fuerzas misteriosas, bajo
los sauces, en su inmenso lecho amarillo. Y desde alguna parte de las infinitas lejanías, el
viento traía hasta allí el olor del humo de los incendios en las estepas de la Siberia del
Norte.
8

Pasó otro verano. Las tardes soleadas pusieron a hurtadillas una tristeza indecible sobre
los cristales de la ventana, y Miett, por las mañanas, sentada con peinador ante el espejo,
encontraba siempre que sus ojos eran demasiado profundos y dolientes.
Después de la marcha de Teresa, transcurrieron monótonos los meses. Ahora ya evitaba
incluso a aquellas personas que antes aún iba a ver de tarde en tarde. Decidió reanudar el
Diario íntimo, para confiarle sus ideas y sentimientos, pero al tercer día ya no acertaba a
escribir en él, pues hubiera tenido que repetirse y, así, quedaba meditando en vano,
apoyada en los codos.
Paulatinamente, se apoderó de ella cierta debilidad física y espiritual. A veces se
sentaba para escribir una carta para Pedro, pero sin impulso para acabarla, por no saber
materialmente qué decir.
Una mañana, cruzose en la escalera con Rosita.
Pensó en la escena de su último encuentro y le preguntó:
—Oye, tú, Rosita: ¿Qué quiere de ti el señor Szücs?
—¿De mí?
Se puso encarnada como una amapola.
Miett la amenazó burlonamente con el dedo enguantado.
Por las tardes, llamaba a veces a Rosita, para que bajase y planchar juntas en la cocina.
Le agradaba tener junto a sí a aquella muchacha agraciada, de piel blanca, con las
muñecas tan finas que cualquier elegante señorita se las hubiera envidiado. En su hablar
simpático y tímido, en todo su ser había tanto encanto especial, que Miett no se cansaba de
escucharla durante horas y horas.
Esas tardes eran su máxima diversión. Planchar ropa era una de las grandes pasiones
de Miett. En tales ocasiones, Rosita le hablaba de su pueblo, donde su padre era carpintero
de obras. Sabía contar inocentes historietas del señor maestro, de la mujer del judío bizco,
de Patóes, el·gañán fuerte como un toro a quien gustaba mucho pelear, de Perke Szú, la
cíngara, que cada noche se transformaba en gallo, de Liditzki, el viejo barón que, aunque
no se llamaba así, Rosita no sabía pronunciar mejor su apellido de sonoridad extranjera, y
que criaba «gatos americanos» en el castillo, y era tan gran cazador que hasta en el
paraguas tenía siempre dispuestos sus cartuchos.
Miett la trataba maternalmente. En ciertas ocasiones, se divertía vistiéndola,
transformando para ella algún antiguo traje de casa. No era de extrañar que se divirtiera
mucho al vestirla, pues Rosita poseía un fino instinto para la elegancia, tenía un talle de
avispa, y a Miett la quería tanto que, en cualquier momento, hubiera inmolado por ella su
vida. Escapábase continuamente del piso de arriba para venir a verla, y poco a poco se
acostumbró a ella como la gatita en la casa ajena.
Una tarde, llamaron a la puerta y Mili entró asustada:
—Señorita… He aquí un señor extranjero… No sabe hablar húngaro.
Cuando estaba asustada, trataba de «señorita» a Miett.
Miett se disponía a salir, cuando apareció en el marco de la puerta del comedor
Alexander Petróvich llyin.
Estaba tan cambiado, que en el primer instante ni siquiera le reconoció. En su mano
llevaba un par de guantes de gamuza; calzaba botas de charol y un uniforme verde
flamante. En sus hombros brillaban doradas charreteras. Estaba recién afeitado y llevaba el
pelo rubio claro peinado con esmero.
Desde la puerta, tendía ambas manos hacia Miett; su mirada estaba llena de alegría y
emoción, y dijo:
—Vous souvenez-vous de moi, madame ?
Miett, algo turbada, se ruborizó al darle la mano, pues en el primer momento no se
acordaba del nombre del ruso. Lo condujo al salón y le invitó a que se sentara.
Petróvich Ilyin sentose cautelosamente en el sillón. Contó que desde hacía cuatro
semanas trabajaba en las fábricas Ganz, donde le trataban como a un caballero, y tenía
autorización para circular libremente por toda la ciudad. Entretanto, había recibido dinero
de su casa, pero no quiso venir a visitarla antes de que estuviera listo su uniforme nuevo.
Llevaba en la mano un paquetito envuelto en papel de seda, que no parecía querer
soltar ni a tiros.
Miett estaba algo confusa, pues aún no daba con el nombre de la visita, evitando
cuidadosamente nombrarle directamente. Le enseñó el retrato de Pedro. Petróvich Ilyin
contempló largo rato aquella foto, y su cara se ensombreció. Entretanto, sus labios se
movían silenciosamente, como si hablara a aquel ausente. Luego, con un movimiento
cariñoso, volvió el retrato sobre la mesa, evitando que el marco chocara sobre la misma.
Más de una vez la conversación quedó interrumpida por pausas más o menos largas; en
tales ocasiones, Alexander Petróvich fijaba su mirada en el suelo. Poco después, se levantó
para despedirse. Se puso a desenvolver aquel objeto cubierto con papel de seda, y sus
manos temblaban. El papel chasqueaba entre sus dedos.
Por fin, apareció un icono ruso muy antiguo, que parecía ahumado, en un viejo marco
dorado y carcomido.
—Señora —dijo muy pálido y con cierta solemnidad, como si recitara una lección
aprendida de memoria—, soy vástago de una familia rusa de rancio abolengo. Mis
antepasados han rezado durante muchos siglos ante este pequeño icono, y el Señor
siempre los ayudó. No podría ofrecerle ningún objeto más preciado, y ruégole que lo
acepte. Verá como el Señor la ayudará también a usted…
Estas últimas palabras las pronunció en voz baja.
Miett volvió la cabeza y se echó a llorar. Sin embargo, procuró ocultar sus lágrimas. Se
dio cuenta tan sólo de que Alexander Petróvich se inclinaba y le besaba la punta de los
dedos.
Su padre, que trabajaba en el despacho, se levantó y asomó la cabeza por el marco de
la puerta, para ver quién estaba con Miett. Vio asombrado que atravesaba la habitación, no
tocando la alfombra persa sino con la punta de las botas, un oficial ruso, sin mirar en torno
suyo; sus labios temblaban y tenía los ojos llenos de lágrimas. El padre continuó mirando
en su dirección, cuando el ruso ya había desaparecido hasta el recibimiento.
Entró entonces en el salón y se enteró por Miett de lo ocurrido. Se acercó a la ventana, y
se quedó allí durante mucho tiempo, con las manos en la espalda y contemplando la calle,
con mirada vaga.
Así pasó también el mes de setiembre. De Pedro, no llegaban noticias a veces durante
muchas semanas, hasta que el correo trajo tres tarjetas postales a la vez. Pero esas tarjetas
no contaban nada nuevo.
Un domingo, por la mañana, Miett encontró ante la iglesia de la Ciudad Interior a la
[39]
señora Cserey , a la que no había visto desde su casamiento. Eran parientas lejanas.
—¡Mañana iré a verte! —exclamó Matilde, antes de desaparecer entre la gente.
Y, efectivamente, a la mañana siguiente hizo su aparición. Sentose frente a Miett, con
las piernas cruzadas con mucho garbo, y enderezando el talle cual una señora de palco.
Tenía los tobillos tan finos como una niña. Su tez era algo rojiza, y se le veían los dibujos
delicados de finas y azuladas venas, sin que aquello la afeara ni mucho menos, antes bien,
la hacía interesante. Su talle era esbelto y frágil, llevaba muy altas sus cejas de fino arco, y
se leía en su cara, en la que la vejez, ya próxima, estaba disimulada con tanta técnica como
arte, que debía de haber sido guapísima.
Matilde iba hacia los cincuenta años. Su marido había sido gobernador civil, pero
habiendo heredado una fabulosa fortuna, pasaron el tiempo viajando y no existía capital
importante en Europa en la que no se hubieran sentido como en su casa. Su única hijita
murió a los ocho años, y desde entonces, la memoria de aquella difunta irradiaba fina y
discretamente en toda la existencia holgada de los padres. Tristeza de ricos…
El modo de vestir de Matilde revelaba no sólo su esbelto y frágil cuerpo, sino además la
elegancia de su alma y de su espíritu. Llevaba un traje castaño sencillo, cuyas mangas
estrechas se pegaban juvenilmente a los codos.
Abrumó a Miett con toda clase de preguntas sobre su vida, y contó que habían vuelto
del extranjero hacía poco. La guerra los sorprendió en París, más logaron escapar en el
último momento de ir a Alemania.
En su hablar, no hubiera sido difícil descubrir cierta cadencia melodiosa. A veces
pronunciaba alguna palabra con acento francés, pero sin afectación alguna. Hacía ya una
hora que estaba allí, despidiendo en torno suyo la atmósfera de los grandes hoteles
extranjeros, pronunciando con familiaridad los nombres de hombres célebres, a los que
conocía personalmente, pero sin que ello pudiera saber a presunción. Su charla era harto
agradable; se la podía escuchar con un interés siempre vivo, pues, aunque hablaba mucho,
nunca se perdía en superfluos detalles.
Ya estaba a punto de marchar, y se ponía los guantes, de color de hoja caída, cuando
miró a Miett con atención:
—Estás muy pálida, querida… Creo que tomas demasiado a pecho las cosas. Pues te
aconsejo que no tomes muy en serio la vida, porque, en este caso, se vengará de ti. Me
lleno de pena cuando pienso en ti. ¡Eres tan joven y tan guapa! La gente te conoce y habla
mucho de ti. Te recuerdan de cuando eras soltera. A mí me suelen preguntar
continuamente: «¿Qué se ha hecho de aquella Miett de Almády, tan hermosa?» Has
desaparecido completamente de la circulación. Saben que existes, y vives en la
imaginación de tus amigos de antaño como una condesita encantada, encerrada en un
castillo sobre el que pesa una maldición. Pues bien, ¡tu vida debe de ser algo terrible!
Deberías tener relaciones. Si durante algún tiempo no mueves la mano, se te duerme, ¿no
es verdad? Si la mantienes inmóvil excesivamente, se atrofia. Pues de la misma manera
sucede también con el alma, con el pensamiento. ¿Sabes jugar al bridge? ¡Lástima! Todos
los jueves, organizo en mi casa un té con bridge que tiene mucho éxito. Ven a verme este
sábado; tendré muchísimos invitados, todos gente muy interesante. Eres muy guapa; tu
presencia sería un adorno más para mi salón. ¡Ah! No sé por qué las mujeres se vuelven tan
feas, actualmente… ¿Por qué será? ¿No encuentras que es así? Es una generación
lamentable. ¡Qué alegría poder ver a un ejemplar humano como tú! Trae contigo también a
tu papá… ¡Ah! ¡Ya! ¡Claro está! Él no va a ninguna parte. ¡Lástima…!
Cuando Miett la hubo acompañado hasta la puerta, Matilde le dijo aún desde la
escalera.
—¡Cuento contigo! ¡Mandaré mi coche a buscarte!
La visita de su allegada había sacudido a Miett de su pasividad e inercia. Se daba
cuenta que así no podía seguir, y se preparaba con alegría a la fiesta del sábado. Sólo
entonces comenzó a estar verdaderamente contenta con aquellas medias de seda de París
que Teresa le había regalado. Con gran frecuencia se vestía con trajes de noche,
probándose todos los vestidos. Por fin, optó por un traje de seda verde esmeralda.
Aquella tarde envió a buscar al peluquero, el cual levantó su cabellera en un moño
inusitado. Cuando Miett, completamente lista, se contempló en el espejo estaba contenta
de sí misma. Le parecía oír aún la voz de Matilde, que la envolvía como una música
agradable y embriagadora:
—¡Eres joven, eres guapa! La gente te conoce y habla de ti… ¿Qué se ha hecho de
aquella hermosa Miett de Almády?
Encargó a Mili que hacia medianoche fuera a buscarla. Llegó con cierto retraso, y
sintiose algo confusa al entrar en la gran sala de recepción, con columnas, de los Cserey, en
la cual ya había reunido unos veinticinco o treinta invitados. Los hombres vestían frac o
uniforme de gala, las señoras lucían elegantes trajes de noche, con profusión de sortijas y
alhajas. Alguna piedra desprendía febriles centelleos.
Miett se daba cuenta de que había perdido la costumbre de tratar a la gente, y en los
primeros minutos, bajo el nuevo moño, encontró rara la propia voz.
Matilde la cogió de la mano y la presentó a varias señoras de edad que pertenecían
manifiestamente a la flor y nata de la alta sociedad. Cambió con ellas algunas frases
banales, contestando con voz un tanto velada a sus preguntas, sintiendo perfectamente
que todas aquellas palabras sólo servían de pretexto para que aquellas damas pudieran
examinarla de los pies a la cabeza.
Antes de que se llegara a nuevas presentaciones, empezó la cena. Su vecino a la
izquierda era un señor anciano, que hablaba en voz baja, y al hablar, cerraba a veces los
ojos durante varios segundos. A la derecha se sentaba un joven, de esa clase sabiamente
criada que, a los dieciocho años, ya produce el efecto de un hombre maduro, sobre todo
llevando frac. Colocó también la servilleta sobre las rodillas como si sostuviera la brida de
su montura. Miraba fijamente alrededor, sin decir palabra. La dura pechera le embarazaba
visiblemente.
Miett miró en tomo suyo, pero no pudo descubrir ni un solo conocido. Desde luego, de
muchos rostros tenía la impresión de haberles visto ya en alguna parte. Sobre todo, el
vecino de la izquierda le parecía muy conocido. Estaba contenta de que, durante la cena,
no tuviera que hacer esfuerzos para conversar. Divertíase observando cuidadosamente a las
personas que se sentaban en frente, con aquella clase de interés que pueden merecer
siempre las caras desconocidas. Encontró sobre todo divertidísimo el semblante de una
señora cincuentona, que llevaba el pelo negro azulado tan brillante y prieto que el peinado
acusaba con exactitud la forma del cráneo. Llevaba unos enormes pendientes de
esmeralda, y el cuello del vestido de terciopelo oscuro cerrábase lo más alto posible. La
cara era amarilla, y bajo la nariz chata casi desaparecía la barbilla. Todo concordaba en ella,
para producir el efecto más perfecto de un pato silvestre macho. Hasta su hablar venía a
subrayar esa impresión, pues, al abrir la boca, parecía graznar.
Al lado de aquella señora se sentaba un coronel, con la guerrera de húsares cubierta de
dorada pasamanería. Hablaba con afectación, en alemán. Podían descubrirse en su rostro,
inmediatamente, los rasgos característicos de la raza tudesca. Su alargada cara, sin bigote
ni barba, era roja como la remolacha, y el cráneo cilíndrico estaba cubierto con un pelo
rubio color de lino, que parecía pegado con cola sobre la cabeza.
También estaba una dama joven cuya belleza de muñeca demasiado regular estaba tan
desprovista de atractivo, que la mirada, involuntariamente, se deslizaba sobre ella sin
detenerse.
Durante la cena, Miett había cambiado unas cuantas frases con el vecino de la
izquierda, cuya cara le parecía muy conocida, y al que parecía despertar cada vez de un
profundo letargo.
Encontró por demás simpático a ese hombre tan silencioso, y, sin poder explicarse el
por qué, adivinó en él una cultura más elevada y profunda que la de los demás invitados.
Tenía la sensación de que a su lado, incluso callar era agradable y lleno de sentido.
Por contraste, le cansaba tanto más el mutismo rígido y casi cómico del vecino de la
derecha. Sospechó que debía ser el hijo de unos ricos hacendados de provincias, y formuló
su pregunta a tenor de esta suposición, dirigiéndole la palabra después de cierto tiempo:
—¿Qué le gusta a usted más: las aves de corral o la caza?
El muchacho le echó una mirada de gratitud, aunque se turbara en el primer momento.
Parecía agradecerle en el alma que no le hubiese planteado un problema de mayor alcance.
Tras un momento de breve reflexión, con la cual quería darse importancia, optó por la caza.
En el curso de la conversación que Miett entabló de esta manera, confiole que en las
últimas cacerías de Betléer había matado un oso enorme. Lo dijo en un tono natural, como
si la cosa no mereciera mencionarse, pero precisamente por ello hacía el efecto de una
gran presunción.
Miett notó durante la cena que un caballero, sentado al otro lado de la mesa, algo más
lejos, retenía a menudo su mirada sobre ella. Sus ojos se encontraron algunas veces, y Miett
no evitó al pronto aquella mirada. En los ojos de aquel señor no había familiaridad
petulante, ni interés equívoco, sino cierta expresión emocionada. Era un hombre fuerte,
bastante gordo, con cara poco interesante, pero simpática, que revelaba un temperamento
sencillo y sano. Por eso llamaba más la atención su expresión algo triste, al mirarla. Sus
hombros anchos llenaban completamente las hombreras del elegantísimo frac, de
impecable corte.
Al acabarse la cena, Miett pasó al salón, acompañada por el vecino de la izquierda,
sentándose ambos bajo una enorme pantalla de lámpara bordada de blondas de color
albaricoque. Se sentaron en un banco italiano negro, tallado a mano, lo que les permitió
deslizarse hacia una conversación sobre el arte de aquel país, tema que estaba en
consonancia con el tono distinguido y un poco aburrido de la reunión. Miett estaba muy
bien informada sobre el particular, aunque tenía bien cuidado de no citar sus lecturas, pues
instintivamente y desde el primer momento se dio cuenta de la cultura profunda y
completamente superior de su interlocutor. Entregose, pues, valientemente a sus instintos
naturales al hablar, y notó con gran satisfacción que aquel amigo desconocido, del cual
ignoraba hasta el nombre, escuchaba sus palabras con los ojos entornados y la cabeza un
tanto ladeada, con simpatía no fingida. Veíase en él que encontraba interesantes y dignas
de interés aquellas impresiones puras y subjetivas tan exentas de la falsa importancia que
suele darse en una cultura meramente superficial.
Miett sintió rejuvenecer su espíritu después de aquella conversación, como si su
cerebro acabase de cumplir un deber tonificante.
Estaba hablando de Miguel Angel Buonarotti, cuando su interlocutor observó, algo
distraídamente, como si hablara consigo mismo:
—Henry de Rugnet ha escrito un pequeño estudio sobre él, que merece todas mis
preferencias.
La actitud y el tono revelaban que no le interesaban el tema ni la reunión y que se
había retirado a aquel lugar con Miett por darse inconscientemente cuenta de que la
compañía de una mujer joven y guapa le producía un agradable placer estético.
—Pues bien, continúe —dijo a Miett.
Ella vacilaba.
—Temo que mi opinión no pueda interesarle mucho.
Adivinaba en su interlocutor una especie de catedrático de Universidad.
—Se equivoca usted. La opinión que la belleza merece a la belleza es siempre
interesante. He podido observar a menudo en los museos italianos a damas jóvenes de
todas las naciones. Es un instante maravilloso, cuando una hermosura perecedera, que sólo
mora en esta tierra minutos, por decir así, atraviesa aquellos templos del arte,
contentándose al saludar con una mirada a sus hermanas, las hermosuras eternas…
Perdón, continúe usted.
Miett, mientras hablaba, miró hacia la chimenea, como si incluso por la espalda se
diera cuenta de las miradas que irradiaban hacia ella.
Junto a la chimenea, estaba de pie un oficial de ulanos, alto y esbelto, que no la perdía
de vista. Pero no pudo ver su cara en la penumbra.
Miett continuó la conversación, algo turbada. Su amigo se levantó poco después para
despedirse.
Matilde vino a sentarse a su lado:
—Bueno, querida, ¿cómo te sentías en compañía de ese gran hombre?
Matilde pronunció con cierta unción el nombre de un escritor muy conocido cuyas
novelas y retrato Miett conocía muy bien. Ahora comprendió por qué aquel rostro le parecía
muy conocido, mientras que su voz no evocaba en ella ningún recuerdo.
Matilde condujo a su allegada al otro extremo del enorme aposento, entregándola a un
joven alto con enorme melena, un popular compositor, que charlaba con un grupo de
señores, de pie. Se llamaba Sármány, y tenía por costumbre cruzar los brazos sobre su
pecho, siempre que tenía ocasión de hacerlo. Su rostro era ridículamente moreno, lleno de
minúsculas verrugas, como si algún día un barril de pólvora hubiese explotado a su lado.
Hacía saltar de un lado a otro sus ojillos, que tenían reflejos de desconfianza, tanto hacia
las personas como hacia los objetos. Al, encender un cigarrillo, miraba bruscamente si lo
que tenía en la mano era verdaderamente un pitillo, y hacía lo mismo con el fósforo. En
general, parecía extremadamente nervioso. Miett intentó, con un arrojo digno de encomio,
entablar conversación con él, logrando su objetivo sólo a medias.
Mientras conversaba con Sármány, se dio cuenta de que aquel señor fuerte y
rechoncho, de cara simpática, que tenía la mirada fija en ella durante la cena, ·estaba
ahora a su espalda, como si esperara algo. A pesar suyo, volvió la cara hacia él.
—Señora… —dijo el desconocido—, quisiera decirle dos palabras.
Miett le miró sorprendida. Hizo un ademán involuntario hacia atrás con hombros y
cabeza, como si con el gesto rechazara casi con hostilidad a aquel hombre que antes no
había visto nunca.
—¿A mí? —preguntó admirada.
—Sí.
Pronunció esta palabra en voz muy baja y sensitiva, con una tenue sonrisa tímida, como
si presentara una súplica.
—Sentémonos bajo aquella lámpara —dijo Miett, en cuya alma la curiosidad conseguía
triunfar sobre el resto.
—Tengo un recado que darle, señora…
Pronunció estas palabras con acento extraño, de modo que en el alma de Miett
evocaron inmediatamente un halo de misterio.
—¿De parte de quién? —preguntó con curiosidad un poco asustada y mal disimulada.
El hombre contestó en voz aún más baja:
—De Olga.
A Miett le faltó hasta la respiración.
—Usted, ¿quién es?
—Yo soy Elemér Koretz.
Miett no preguntó más, pues comprendió inmediatamente la situación. Después de un
instante de silencio, Koretz tomó otra vez la palabra. No miró a Miett; fijose distraídamente
en el centro de la mesa, mientras iba hablando, y se le notaba en la voz que estaba
conmovido.
—En su lecho de muerte me dijo: «Si un día encuentras a Miett, dile que la he querido
mucho y que me duele el corazón de no poder despedirme de ella…»
Hubo un prolongado silencio. Miett bajó los párpados durante un largo minuto, para
preguntar luego, muy bajito:
—¿Sabía la pobrecita que iba a morir?
—Lo sabía.
Miett hundió su rostro en sus manos; luego, blanca como la cera y con voz susurrante,
dijo a Koretz:
—Hábleme de ella…
—La quería a usted muchísimo… La citaba en la conversación muchas veces… Me decía
siempre: «¿Ves? no soy más que un pobre gusano, lleno de faltas y defectos… Miett, ¡es
otra cosa! Es el alma más pura y más hermosa del mundo». Siempre me ha hablado de
usted como de una personalidad excepcional… Y me hizo prometer solemnemente que le
remitiría su mensaje. Yo ya la había buscado, pero al enterarme de que su marido era
prisionero de guerra, temía que pudiera dar una falsa interpretación a mi acercamiento…
Suponía que un día u otro nos encontraríamos…
Miett miró a Koretz, meditabunda, como si hubiera querido comprender en un instante
a aquel hombre, al hombre que le había robado a su desgraciada amiguita. Preguntole en
un tono rayando en la hostilidad:
—Usted, ¿cómo la había tratado? ¿La quería?
Koretz asintió casi imperceptiblemente. Luego, dijo:
—Sí. Fue un juguete para mí… ¿Sabe usted?, aquella clase de juguetes por los cuales
uno, según en qué situación, sería capaz de asesinar o pegarse un tiro. Tenía veinte años
menos que yo, y yo la trataba como a una niña.
—¿Cómo murió? —preguntó Miett, susurrando.
—Es toda una historia… Se lo explicaré, puesto que no tengo a nadie con quien hablar
de ella. Durante los últimos meses tenía fuertes calenturas, y mis intentos de consultar a un
especialista fueron vanos. Quería enviarla a Davos, pero yo no hubiera podido acompañarla,
y sin mí no quería dar ni un solo paso. Era capaz de engañarme con el termómetro y ocultar
su fiebre. Por fin, la llevé por fuerza al médico. El profesor la auscultó y le dijo: «¡Váyase a
casa, hermoso diablillo, que no tiene nada!» Desde luego, yo había concertado con él de
antemano que me escribiría la verdad a mi despacho. Al día siguiente, recibí la carta del
profesor. Tampoco yo tenía ninguna esperanza; sin embargo, el dictamen del médico me
aterró. Era una condena a muerte. Apenas me atreví a volver a casa, temiendo que se
notara algo en mi cara. Después de comer, se sentó sobre mis rodillas, como una niña,
saltaba, estaba alegre, me acariciaba la cara, los ojos, y de repente, con un movimiento
brusco, me quitó la cartera del bolsillo interior de la americana. Otras veces solía hacer lo
mismo, pero únicamente porque en ocasiones estaba verdaderamente enferma de celos;
desde luego, sin motivo alguno. En tales casos, examinaba detenidamente hasta la hoja
más insignificante de papel. Buscaba cartas de amor. Me exigía explicaciones minuciosas
sobre cualquier apunte de mi libreta de notas. Nos perseguíamos, luchábamos, y solía
subirse hasta a los muebles, antes de devolverme los papeles… Yo, por regla general,
aceptaba esos juegos, pues en ellos era encantadora… Pero entonces, me acordé de que la
carta del profesor estaba en mi cartera… Le cogí la mano, pero la retiró con la rapidez de
un rayo, pues mi gesto confirmaba sus sospechas. Yo quería recuperar a toda costa mi
cartera, pero ella volcó la mesa y logró escaparse. La reñí enfadado, brutalmente, a lo cual
me contestó del otro lado de la mesa, gritando con rabia y odio:
»—¡Ah! ¡Esta vez te he cogido!
»Se precipitó al cuarto de baño y cerró la puerta. Dominado por una agitación terrible,
procuré abrir a la fuerza aquella puerta, pero era más fuerte que mis hombros. Cuando
logré forzar la entrada, ya tenía en su mano la carta y la había leído. Estaba completamente
fuera de mí, le arranqué la carta groseramente y solté alguna palabrota muy fuerte. Me
desplomé casi sin conocimiento sobre una silla, pues me daba cuenta de lo cruel que era
todo cuanto acababa de ocurrir. Después, reaccioné al notar que estaba sentada en el suelo
y lloraba a lágrima viva. Levantó los ojos hacía mí, como si implorara perdón: «Es igual, no
te enfades —balbuceó—, ¡y yo que había creído que era una carta de mujer…!»
Koretz se interrumpió un instante.
—Lo que sucedió más tarde, constituirá para siempre el recuerdo más terrible de mi
vida. Ocho semanas después murió.
Koretz se calló y frunció el entrecejo. Su rostro tenía en este momento una expresión
brutal, como si estuviera luchando contra el dolor que le aquejaba en su interior.
Miett se apretó el pañuelo sobre la boca. Se recostó en el sillón para retirar el rostro de
la luz de la lámpara.
Ambos permanecieron silenciosos durante mucho rato. Koretz, al colocar el brazo sobre
la mesa, seguía con un dedo las filigranas de las incrustaciones de la misma. Por fin, fue
Miett quien rompió el silencio, en tono más libre y más ligero, como si se hubiera podido
desahogar del llanto reprimido:
—¿Su madre vive aún?
—Sí, está en un sanatorio, cerca de Viena.
Se sumieron otra vez en el silencio saturado con el recuerdo de aquella simpática
muchacha. Olga volvía a los pensamientos de Miett, reproducida con fidelidad en mil
diferentes actitudes y ademanes.
Koretz, para cambiar de tema, se volvió hacia Miett:
—¿Cuánto tiempo hace que su marido está prisionero?
—Más de un año.
—¿Vive usted en casa de sus parientes?
—Vivo con mi padre.
Se pusieron a hablar, informándose mutuamente de sus vidas respectivas en un tono
de antiguos amigos, lo que no hubiera sido posible sin el recuerdo de Olga.
Miett notó que pasaban a su lado, a veces, grupitos de invitados, o que se detenían algo
más lejos, observándolos. Tenía la impresión de que hablaban de ellos. Durante toda la
noche pareció que ejercía una impresión extraña sobre la gente.
Volvió involuntariamente la cabeza hacia la chimenea, y observó con sorpresa que el
oficial de ulanos aún estaba allí, completamente solo, apoyado en un codo sobre el mármol
de la chimenea, sin quitar la vista de ella.
Todo parecía indicar que desde hacía mucho rato no había cambiado de posición.
Miett se estremeció ligeramente ante el descubrimiento, pues casi equivalía a una
confesión. Bajo el influjo de la mirada del desconocido, que irradiaba hacia ella desde la
oscuridad, palpándole casi el cuerpo, se arregló con un gesto involuntario el traje en los
hombros, como si quisiera cubrirlos.
Sin embargo, apenas llevaba escote, y sólo se podía ver una punta de sus hombros
rosados, que emergían en un arco espléndido de la seda verdemar del traje. Aquella
minúscula mancha de desnudez brindaba a la vista unos matices aterciopelados bajo los
efectos de la luz, y su rica cabellera, con aquel moño en forma especial, brillaba con
sensuales reflejos de bronce, al mover la cabeza.
Miró su diminuta pulsera de diamantes y observó sorprendida:
—Ya son más de las doce…
Se dispuso a retirarse.
También Koretz se había levantado, y le ofreció acompañarla a casa en el coche.
—¡Oh, muchas gracias…! —dijo Miett, con un matiz de protesta en su voz.
Habiéndole vuelto la espalda a medias, notó casi inconscientemente que el oficial se
acercaba a ella.
Koretz hizo una profunda reverencia:
—Adiós, pues… —le dijo Miett, mientras le tendía la bella mano, vertiendo un máximo
de calor en aquellas dos palabras.
Al dar la media vuelta, se encontró frente a frente con el ulano. Le miró a la cara
sorprendida, mientras su corazón se ponía a latir más intensamente.
El oficial estaba plantado ante ella, con las manos hundidas en los bolsillos de la
guerrera.
Tenía una de aquellas caras que captan inmediatamente la imaginación.
Una tez morena, y en medio de la cara, la tranquila expresión de los ojos azules, color
de acero, cuyas miradas parecían venir desde muy lejos. Una mirada así suele pesar sobre
aquel a quien mira; hay miradas que penetran en las almas cual puñales. Mas en aquellos
ojos no había nada punzante, cortante ni agudo. Atravesaban a la persona en la que se
fijaban, hundiéndose en el cuerpo y llegando hasta el tuétano; pero al mismo tiempo,
dejaban mirar en sí propio. En el fondo, se reflejaba una franqueza inigualable y un
sinnúmero de pensamientos que ni siquiera intentaban esbozarse. Aquella franqueza era
casi aterradora, porque exigía otro tanto de la persona que los ojos estaban mirando.
Era un rostro extraño, que no se parecía a ningún otro. Rasgos oblicuos y mal dibujados
todos, con ángulos agudos y superfluos. El pelo, corto y despeinado, acabábase junto a las
orejas en patillas, y era tan fino como el miraguano. El color era también de un gris
azulado, como finísimas plumas de ave, de debajo del ala.
El oficial era un hombre alto y esbelto, y se dirigió a Miett con un tono de antiguo
amigo.
—Estoy esperando la ocasión, señora, desde hace mucho tiempo, para poder cambiar
cuatro palabras con usted…
Miett le miró sorprendida.
—Pero… ¿Nos conocemos nosotros? —preguntó algo turbada, volviendo a sentarse, y
arreglando en torno suyo los cojines de seda. Sintiose invadida por cierta sensación ligera y
agradable, como una especie de grato desmayo que no hubiera podido explicar.
El ulano se sentó en un sillón.
—Yo, por lo menos, la conozco a usted…
Echó una mirada rápida sobre Miett, desde la punta de su zapato dorado y fino de
corte, hasta el moño que parecía un enorme lirio color de bronce.
—¿De dónde?
—Hace años, la vi más de una vez en el campo de tenis… Luego, si no me equivoco, nos
habíamos encontrado una tarde en un té. Usted aún no estaba casada. Y anteayer la vi en
la orilla del Danubio. Se paseaba en la parte baja, en el muelle. Llevaba un fox-terrier… y
parecía sumergida completamente en profunda meditación…
—¡Caramba! —dijo Miett, como si no creyera a sus oídos, pues era incapaz de evocar en
su memoria aquella cara.
—Sí —dijo el oficial—, y créame que no me fue difícil recordar que ya la había
encontrado…
Miett se ruborizó ligeramente. Esto la hacía aún más bella, en su turbación virginal. El
oficial la contempló durante unos instantes, silencioso, y como regalándose con tan
hermosa visión.
—Hace unos instantes, ustedes dos estaban hablando de una muerta…
—Sí. Tuve que llorar la pérdida de una buena amiga.
—Lo sé… Olga; así se llamaba.
—¿La conocía usted?
—Solo superficialmente. Pero conozco hasta los últimos detalles de su historia. Era una
muchachita valiente. Y, ya ve usted, debió precisamente a su valentía que la vida le
recompensara de antemano con una muerte tan prematura. Vivía; amaba; se desenvolvía
con frenesí… Me han dicho que la habían hecho viajar. Saboreó París, vio el Bósforo, se
paseó por los parques de Inglaterra y los nevados Alpes suizos. ¿Qué más puede desear una
mujer? Y le daban dinero, mucho dinero, para que lo despilfarrara. Y lo despilfarró.
Miett no contestó durante unos instantes; luego formuló una pregunta con cara
preocupada, como si intentara reunir sus impresiones de Koretz.
—Y dígame: ese Koretz, la quería mucho, ¿verdad?
—Desde luego. Le conozco y le encuentro muy simpático. Tiene excelente reputación
como hombre de negocios. Le temen, pues es rígido y cruel. Sin embargo, por esa
muchachita hubiera sido capaz de todo. A mí me gustan esta clase de hombres.
—¿Es usted oficial de carrera?
—¿Yo? ¡Dios me libre! Soy diplomático.
—¿No se enojará si le pregunto cómo se llama?
—¡Oh; dispénseme! Ya ve usted, hubiera tenido que empezar por esto. Soy Igor
Golgonszky.
A Miett le pareció haber oído ya este nombre.
—¿Dónde está prisionero su marido? —preguntó Golgonszky.
—En Tobolsk.
—He estado una vez en Tobolsk… Me acuerdo vagamente del edificio del Gobierno civil,
de la ciudadela y del barrio tártaro…
Después, añadió meditabundo:
—Dejé a muchos amigos en Rusia…
—¿Cómo es esto? —preguntó Miett, sorprendida.
—He pasado dos años como agregado a nuestro Consulado, en Moscú.
Miett se inclinó hacia él, interesada.
—Explíqueme algo sobre los rusos… Sólo sé acerca de ellos lo que me han contado los
novelistas. Y lo poco que conozco me parece algo oscuro y en cierto modo irreal.
Golgonszky le ofreció un cigarrillo, sacando una pitillera del bolsillo y haciendo jugar
hábilmente el resorte de aquella cajita de oro.
Miett aceptó, y, extendiendo la mano a una copa, se mojó los labios en el champaña
que un criado vino a ofrecerles. Luego, se rodeó otra vez de un bastión de cojines y sopló el
humo del cigarrillo hacia la luz de la lámpara. Escuchaba a Golgonszky con mucha
atención, pero apenas oía lo que el oficial le iba contando sobre la vida en Moscú, los
casinos y las cacerías en Rusia, pues su atención fue absorbida por el rostro de aquel
hombre y el jugueteo de sus ·manos, que emergían y se hundían de nuevo en los bolsillos
de la guerrera. Descubrió en aquellas manos tanta energía viril y tanta elegancia como
nunca había encontrado antes en las manos de nadie.
Le sirvió de excelente pretexto hacer ver que escuchaba atentamente el claro relato de
Golgonszky, pues durante este tiempo podía examinar todos los detalles de su cara.
Observó que el oficial tenía dientes muy blancos, de brillo muy sano, y labios muy
firmemente tallados, llenos de sangre, en los cuales se asomaban, al hablar, los matices de
la sonrisa y la ironía. A pesar suyo, tuvo que pensar en los dientes de Pedro, que eran más
amarillos y menos regulares.
Golgonszky sintió por fin su mirada en el rostro, y la devolvió de la misma manera.
Continuó hablando, mas su voz se hizo distraída, intercalando numerosas pausas, como si
tuviera ganas de interrumpir completamente la conversación.
Ambos sabían y sentían que se estaban observando mutuamente, con pensamientos
recónditos.
Golgonszky interrumpió bruscamente su relato y fijó la mirada muy significativamente
en Miett.
Miett se ruborizó ligeramente y posó la mirada en su reloj de pulsera.
Era la una. El tiempo había volado sobre ellos con velocidad incomprensible.
Miett se levantó y Golgonszky hizo lo mismo. Miraron en torno suyo en la sala; apenas
quedaba algún invitado.
Matilde se acercó a Miett:
—No debes darte prisa, pues a tu camarera, que vino a buscarte hacia las doce, le dije
que se fuera a casa sin esperarte.
Luego, se dirigió a Golgonszky;
—Iván, usted tendrá la amabilidad de acompañar a mi primita.
Miett descubrió en las palabras de Matilde dos graves exageraciones: que llamara a la
pobre Mili «camarera» y a ella, su prima, aunque su parentesco era muy lejano. Sintió un
diminuto remordimiento de conciencia, como si aquellas mentiras pesaran igualmente
sobre la suya.
Alguien dirigió la palabra a Golgonszky, y, al verle ahora de perfil, Miett descubrió en su
charretera el galardón distintivo de los Chambelanes de la Corte que se escondía cual un
gusanito de oro entre la rica pasamanería del uniforme. Tampoco hubiera sabido explicarse
por qué ese descubrimiento la llenó de excitación.
Se despidieron, disponiéndose a ser acompañada por Golgonszky.
Abajo, ante la puerta, un chófer abrió, al verles bajar, la portezuela de un enorme
automóvil; el chófer llevaba una gorra en forma de plato y altas botas de cuero marrón,
acordonadas, que le llegaban hasta las rodillas. El interior del coche, color verde, estaba
provisto de cigarrera, encendedor eléctrico, cepillo para la ropa, frasco de agua de colonia,
teléfono para hablar con el chófer, y otros accesorios de lujo, como una habitación de hotel.
El enorme coche volaba silenciosamente con ellos por las calles desiertas de la Ciudad
Interior. Ahora Miett sentía más intensamente el vértigo tan agradable que giraba sin cesar
en torno de la cabeza y del corazón. En las vueltas, sus codos se tocaron, y se inclinaron
involuntariamente, agradablemente, hacía un rincón u otro del interior del coche, según la
violencia de las curvas.
—Hasta la vista —dijo Miett en voz baja, al llegar a la puerta de su casa; e
involuntariamente, dio un sentido secreto a aquel saludo.
Mas se arrepintió en el acto, pues Golgonszky se despidió de ella con fría y elegante
distinción, como si le retirase de golpe todo el interés anterior.
Meditaba precisamente este brusco cambio en aquel hombre, al subir la escalera, pues
no sabía cómo interpretarlo: si era intencionado, o si, sencillamente, formaba parte
integrante del carácter de Golgonszky. Miett prefirió inclinarse a la segunda hipótesis, pero
sin llegar a tranquilizarse por completo.
Antes de despojarse de su ropa, durante mucho rato se quedó ante el espejo,
contemplándose largamente, dando vueltas con el traje color de esmeralda, y los brazos en
alto; decididamente, aquel traje le hacía más esbelta aún de lo que era.
Luego, se recostó, y encogiéndose friolera bajo la sábana, se puso a reflexionar. Tenía la
sensación de que en aquella noche habían pasado más cosas en su vida que durante el
último año. Su vida le parecía más rica y más amplia, y era como si se derribasen unos
tabiques invisibles en torno suyo, más allá de los cuales se veía a sí misma bajo formas
nuevas y más interesantes. Pensó en el escritor, con la voz tan bajita y la mirada tan
cansada; el hombre eminente que, entre todos los convidados, sólo se ocupaba de ella, lo
que debió parecer a los demás una gran distinción. Recordó que los demás invitados se
detenían sigilosamente detrás de ella, comunicándose mutuamente su parecer, y le parecía
escuchar palabras de mal disimulada admiración. Pensó en Koretz cuya imaginación se
venía ocupando de ella durante muchos meses, sin que Miett lo sospechara. Evocó
emocionada y enternecida el recuerdo de su amiga Olga, y, acordándose de la escena que
Koretz le había explicado, le pareció ver casi la expresión de la cara de su amiga, al huir
triunfalmente, bajo la protección de la mesa volcada, con el botín de la cartera en la mano.
Viose a sí misma en el muelle del Danubio paseando al perrito, mientras que desde
arriba Golgonszky la observaba, apoyado en la baranda del paseo, cosa que no había
notado. ¡Si ignoraba hasta la existencia de aquel hombre! Procuró medir el efecto
producido en el espíritu de Golgonszky, y ahora, posteriormente, examinándose a sí misma:
los gestos, los ademanes, de cabeza y de manos, durante aquel solitario paseo. Recordó
detalladamente el sombrero, el traje, los guantes y el monedero que llevaba aquella tarde.
Vio luego a Golgonszky salir de la oscuridad y acercarse a ella, en dirección a la chimenea.
Sus pensamientos giraron constantemente en torno a Golgonszky, y volvió a sentir en tomo
suyo aquella especie de vértigo, tan incomprensible como agradable. Pensó en la
interesante cara de diplomático, en el hermoso brillo, en el galón de Chambelán de la Corte
y en el contacto de la mano, y todos estos recuerdos relativos a Golgonszky mordían su
corazón como otras tantas diminutas y dulces penas.
El alba apuntaba ya detrás de las cortinas, cuando, por fin, concilió el sueño. A través
de la ventana abierta entraba el fresco crepúsculo del amanecer. Medio dormida, aún oía
que muy lejos, en la montaña, unos silbidos cautelosos de pinzones le abrían el camino de
la mañana.
9

A los pies de la gran ciudad de Tobolsk estaba construyéndose entonces aquel


ferrocarril que se acerca a la ciudad procedente del río Tyumen, enlazándola con Moscú y
San Petersburgo.
La antigua capital de provincia, que, al mismo tiempo, era sede episcopal, está en
contacto con las demás partes de Asia mediante el río Irtis. Este río, de aguas amarillentas,
oriundo de la frontera china, abre también caminos hacia el Oeste, por mediación de otros
dos ríos: el Tobol y el Isin; desde el Norte, los pequeños barcos que llegaban del Océano
Glacial podían llegar hasta el puerto de Tobolsk.
La provincia de Tobolsk tiene una extensión casi cuatro veces tan grande como toda
[40]
Hungría . Mas este territorio inmenso apenas está poblado por unos dos millones de
almas. En las estepas pantanosas del Norte, tártaros y otras tribus nómadas están en
continua migración, montados en caballos con grandes cabezas y largas crines, y
persiguiendo, con la ayuda de sus enormes mastines blancos, a los lobos de las selvas
vírgenes y acosando también en sus guaridas a los tigres siberianos, en las comarcas más
orientales de la provincia.
Viven por allí también los ostiakos, de baja estatura y corto cuello, que montados en
sus trineos tirados por renos o perros, suelen bajar hasta Tobolsk, no pasando más tiempo
en la ciudad que el estrictamente necesario para el comercio de trueque, a base de las
pieles preciosas que aportan las nórdicas estepas. Concluido el canje, corren otra vez hacia
su patria, como si profesaran un sacro horror a 'toda civilización y cultura. Conocen los
pantanos de las infinitas tundras como su mano, mas no suelen conducir allí a los rusos
radicados a orillas de los ríos, sino hasta donde sus propios intereses lo permitan. Ningún
ejército del mundo sería capaz de arrebatarles aquel imperio.
Pedro y Bartha, paseándose un día por la ciudad, encontraron cerca del mercado de
pescado a unos cuantos ostiakos de pómulos salientes, ojos en forma de almendra y tez
amarillenta. Sus botas informes, cortadas en una piel desconocida en Europa, brillaban con
alguna grasa animal; su vestido estaba tejido con crin de caballo y hundían rotundamente
su gorra de piel ligera y blanda hasta más abajo de las orejas.
—Ven un poco —le dijo Bartha a Pedro, al apercibirles—.¡Aquí tenemos a nuestros
deudos!
Tenía una vaga idea acerca del parentesco existente entre ostiakos y húngaros. Sin
embargo, aquellos «deudos» eran unos hombres huraños y callados. No comprendían en
absoluto por qué estos dos hombres de apariencia descomunal entre los rusos, les hacían
toda clase de preguntas en un ruso defectuoso, que por lo demás ellos casi tampoco
comprendían. Los dos muchachos acabaron por saber tan sólo tras muchos esfuerzos que,
en idioma ostiako, «uno» se dice ett, y «dos», ket; «cinco», ot; «seis», at; «siete», et[41].
Les hubiera gustado ahondar más en aquella investigación de lingüística comparada,
pero los dos «deudos» parecían aburrirse mucho con el examen y sin más ni más les
volvieron las espaldas. Como si de repente perdieran el uso de la palabra.
Desde otros puntos de vista, estos ostiakos resultaron también gente muy curiosa.
Según les contó un mercader tártaro, el ostiako sólo practica, con sus pieles, el trueque o
las vende por monedas de oro o plata. No acepta de ninguna manera los billetes de banco.
De esta manera los pantanos nórdicos absorben cada año gran cantidad de oro y plata, mas
lo que los ostiakos puedan hacer con tanto oro y plata allí arriba, entre sus tundras, sin que
una sola moneda vuelva a la circulación económica de Rusia, es un secreto inexorable
desde hace muchos siglos.
Cuanto más se sube hacia el Norte, partiendo de Tobolsk, más impenetrables son las
selvas y los pantanos; en cambio, hacia el Sur, se suceden bosques de abetos y olmos en
las risueñas orillas del Irtis, en las que los tres meses de la estación caliente bastan para
hacer madurar un trigo y un centeno hermosísimos.
Dos o tres veces por semana, los oficiales estaban autorizados a ir a la ciudad, en
compañía de un konvoy; estos largos paseos llamábanse oficialmente «ir de compras». Sin
embargo, no era muy agradable atravesar las calles animadas de Tobolsk, acompañados de
un soldado con la bayoneta calada, pues más de una vez cruzáronse con grupos de
presidiarios salidos para sus quehaceres de las casamatas de la ciudadela, acompañados
igualmente por soldados con bayoneta.
Estos presidiarios eran verdaderas bestias humanas, de exterior feroz, y parecía casi
incomprensible que las autoridades rusas pudieran dejarlos pasear, acompañados sólo por
unos cuantos guardias.
Así, pues, nuestros muchachos resolvieron el problema invitando a su konvoy, tan
pronto como llegaron a la ciudad, en la primera pastelería, permitiéndole que pidiera lo
que le diera la gana. Cuando después de hora y media de paseo, volvieron a la pastelería, el
konvoy aún continuaba comiéndose pasteles con crema. Se había tragado la mitad
aproximadamente de todas las existencias, y tuvieron que pagar por él nada menos que
doce rublos, que a duras penas llegaron a recoger en los bolsillos.
Al día siguiente fueron más precavidos. Hicieron sentar a Nicolai Ivánovich Pirílov en un
banco, en la calle; la cara del ruso estaba tan poblada de bigote y barba, que apenas
conseguía pronunciar correctamente las palabras. Vedres compró para él unos bombones
mentolados muy fuertes, lo que sólo le costó unos copecs. Nicolai, que era un hombre
bueno como el pan, se contentaba con ellos y habiéndose quedado solo, se puso a
chuparlos. Se los comía hasta el último, aunque el mentol le quemara fuertemente la
lengua.
Desde luego, con El Gorila no se podía usar del mismo procedimiento (habían puesto
ese mote a Yurovski).
En la ciudad, se dedicaban a contemplar escaparates y mujeres. Las señoras elegantes
vestían según la moda francesa, dando la mayor importancia a los zapatos de fino corte.
Hubo bastantes piernas bonitas por admirar, pero el tiempo se inclinaba ya hacia el
invierno, y las mujeres comenzaban a calzar altas botas informes de caucho. Mujer
verdaderamente bella apenas veían alguna. Aquellos rostros redondos, con las mejillas
coloradas, bien alimentados, quedaban desfigurados casi siempre por unas naricitas
extremadamente chatas.
Sin embargo, en las calles de la ciudad inferior, en las cercanías del bazar del barrio
tártaro, entre las mujeres khirgises y cherkesas ya no escaseaban tanto las hermosuras
auténticas. Las mujeres de mayor edad vestían sencillos trajes de color gris; en cambio, las
jóvenes lucían faldas de azul claro y violeta. Se tocaban con pañuelos rojos de amapola o
amarillos de limón, bajo los cuales miraban con púdica vergüenza unos ojos almendrados.
El pelo liso y negro de cuervo brillaba como si estuviera untado con aceite.
Alguna que otra muchacha tártara vestía exactamente como si se hubiera escapado de
[42]
Mezökövesd . Iban ataviadas con cintas, bisutería barata de coral y pañuelos de seda
multicolores. Sus ojos eran almendrados. Llevaban el pelo liso y negro apretado sobre el
cráneo; el pecho ceñido por un corpiño y el talle por una faja de terciopelo, y sus cabellos
aprisionados por altas gorras de piel blanda, adornadas con perlas de cristal y monedas de
cobre. En la frente, ceñían cintas de terciopelo bordadas en oro, y trenzaban en la cabellera
crines de caballo y cintas multicolores, en cuyos extremos colgaban monedas de oro y de
cobre. Sus numerosas faldas superpuestas brillaban policromas.
Llevaban las caras cubiertas por velos blancos poco finos, como de saco, pues eran
mahometanas. Sin embargo, los velos sólo eran obligatorios frente a los varones de su
religión; ante los hombres europeos, los levantaban de buena gana, y hasta muy gustosas.
Tenía gran encanto verlas levantarse los velos.
Pedro sólo miraba a aquellas diminutas mujeres indígenas con los ojos de la natural
curiosidad. Llevaba en su corazón una indiferencia tan honda y completa que se le había
infiltrado incluso en los huesos y las fibras nerviosas. Consideraba a cada mujer que
encontraba desde que era prisionero, como una obra imperfecta y malograda de la
naturaleza, hallando faltas y defectos en todas; o las veía sucias, pues flotaba siempre en
su imaginación, en unas alturas inalcanzables, la perfección corporal y moral de Miett.
Pensaba sin cesar en la mirada, la voz, las carcajadas, los finos rasgos del rostro, las
hermosas líneas de las manos, las formas de las muñecas y tobillos, el calor del cuerpo, el
perfume de los pechos y el sabor húmedo y dulce de la boca de Miett.
Muchas veces, al encontrarse solo en su habitación, permanecía sentado durante largas
horas ante la mesa, hundiendo el rostro en las manos, y pasando revista en el pensamiento
a mil pequeños detalles alegres o tristes, importantes o insignificantes de su convivencia
con Miett. La veía vistiéndose, levantándose o saliendo por una puerta, volviendo la cabeza
desde el umbral; la veía sentada en su cama, quitándose los zapatos; la veía sacudir la
cabellera suelta en el centro de la espalda, al peinarse antes de ir a dormir, como si
quisiera librarse de ella. La veía sonriendo, bostezando o mirando fijamente ante sí,
frunciendo el entrecejo. Veía los movimientos de las manos, al colocar en el cuello de Tomi
el collar; el correr de sus piernas al subir ante él por la escalera y veía gráficamente hasta
los objetos que la rodeaban: los muebles, los trajes, los bordados en que trabajaba por las
tardes, el ligero pañuelo color de vino con el que se cubría los hombros, el sombrero de
cuero pardo y la chaqueta inglesa que solía llevar para la calle. Veía todo cuanto rodeaba a
Miett.
Tal ensimismamiento continuo le cerró el alma a todas las impresiones venidas del
exterior. El alma oprimida hizo callar en él hasta la última palabra del cuerpo, y cuando en
las calles de Tobolsk se cruzaba con mujeres perfumadas más o menos agradables, nunca
surgía en él ni el más mínimo pensamiento sensual.
Los demás, desde luego, se lanzaban a rienda suelta en persecución de cualquier mujer
un poco agraciada, donde quiera que tuviesen la ocasión. Desde que Zamák hiciera
uniformes nuevos a los oficiales y las autoridades rusas les permitieron nuevamente el uso
de sus insignias, revoloteaban de nuevo con más ánimos y confianza en torno de las
mujeres de Tobolsk. Fuera de los indígenas, vivían en aquella ciudad muchos comerciantes
judíos y numerosas familias alemanas allí confinadas.
Todo el mundo sabía de Bartha, por ejemplo, que cortejaba a una viudita judía de
formas redondas, que ya no era muy joven, pero que todavía no estaba marchita. Cuando
se paseaban por la ciudad, bajo un pretexto u otro, Bartha desaparecía siempre en una
sinuosa bocacalle del barrio de los Stariselos, o sea los colonos más antiguos, y Szentesi,
que un día le siguió, pudo verle detenido, con una mano en el talle, en ademán elegante,
ante la ventana de una casita pintada de amarillo. En el marco de la ventana, sonreía un
rostro enmarcado de pelos rizados, escuchando muy complacida el cortejo del caballero.
Esto era tanto más sorprendente, cuanto que Bartha, fuera de las voces de mando, no
dominaba ni una sola palabra de alemán. Sin embargo, todo parecía indicar que se hacía
entender perfectamente.
Vedres solía pasearse con una muchachita alemana alta, de linda estatura, y
Neteneczky desaparecía siempre en las cercanías de las mujeres khirgises.
Apenas habían pasado unas cuantas semanas, cuando ya cada cual tenía sus secretos
amoríos, de los cuales nunca hablaban entre sí. No hacían siquiera alusiones, no se
gastaban mutuamente bromas, dejaban que cada cual siguiera su propio camino, como si
los asuntos femeninos hubiesen representado una necesidad natural de la que fuese
incorrecto hablar.
Sin embargo, aquellos fugaces amoríos iban profundizando en los corazones de los
oficiales prisioneros cual llagas sombrías y dolorosas. Por las noches, al volver de alguno de
sus paseos, encontrándose todos sentados en torno de la mesa del comedor común,
asomaba a los semblantes meditabundos la sombra de las almas femeninas conquistadas
en Tobolsk.
Sólo Pedro y Kölber iban librando combate desigual con los recuerdos de la vida
pasada. Kölber escribía todas las noches su diario íntimo, y las páginas del mismo
remplazaban las cartas a su novia.
En un principio, también Pedro intentó anotar sus impresiones íntimas, mas le faltaba
paciencia. Tampoco escribía a Miett, excepto cuando sentía agolparse en su alma excesivos
pensamientos oscuros y enloquecedores y llegaba a ser una necesidad para él descargar
todas las congojas en alguna larguísima misiva. Por regla general, le horrorizaba escribir
cartas, pues tenía la sensación de que cada carta le despertaba más a la horrible realidad.
Soportaba con mayor facilidad las horas en las que se mecía en una vida puramente
imaginaria, evocando todos los recuerdos del pasado. En estos últimos tiempos, buscaba ya
este soñar despierto como un refugio.
Viéndole en el patio del «Hotel de la Miseria», sentado sobre un tronco de árbol, con los
brazos caídos sobre las rodillas, moviendo distraídamente entre los dientes la boquilla
tallada en hueso de mamut, que había comprado en un bazar, con la mirada aprisionada
en las redes de algún pensamiento sombrío, fácilmente se supondría que aquel joven
oficial, con la gran barba redonda, sufría una perturbación mental. Muchas veces también
experimentaba él mismo esta sensación, cultivando con cariño en su interior aquella sorda
locura.
Pronto tuvo que renunciar también a sentarse así en el patio, pues el invierno se
anunciaba por unos bruscos y fríos vendavales. En el firmamento, las nubes parecían
perseguirse durante toda la jornada, y después de la puesta del sol, el cielo gris se
encendía con colores violáceos y rojizos, hacia el Este y el Noroeste, como si la luz polar
irradiara hasta allí. Los árboles dejaron caer muy rápidamente las hojas; de noche, se
desencadenaban bruscas tempestades, y del puerto salió el último barco del año.
La lluvia no solía cesar ya en varios días, el cielo era de un gris abrumador, y el cambio
de tiempo oprimía e irritaba asimismo el estado anímico de los oficiales. Ni siquiera en los
naipes encontraron distracción. Durante las últimas dos semanas no había llegado ni una
sola carta, y la vida se hizo cada vez más monótona y más insoportable. Mezei y
Neteneczky tuvieron una discusión, por alguna nimiedad, y durante dos días no se
dirigieron la palabra.
Tras los días de lluvia, el sol volvió a brillar durante algún tiempo, pero luego se produjo
una niebla tan espesa y seca que incluso los objetos de metal perdieron su brillo. Las
tundras del Norte ardían, y el humo de aquel gigantesco incendio llegaba hasta allí. El sol
vagaba por aquellas brumas· como un globo de seda violeta, cuya amarra se hubiera
cortado.
Y una mañana cayó la primera nieve.
A partir de aquel día, el termómetro iba bajando constantemente. A fines de
noviembre, despertáronse a veces con veinte grados bajo cero. Fue preciso quitar el
mosquitero de las ventanas, para poder colocar dobles cristales; pero también éstos
aparecieron cubiertos de escarcha. El invierno de Siberia inscribía cada mañana sus
mensajes poco hospitalarios sobre los vidrios de la ventana, en forma de aquellas flores de
hielo.
Sin embargo, la ciudad acusaba una vida más movida que nunca. Las calles
accidentadas, casi infranqueables en verano, se habían convertido en pistas de trineo, lisas
como un espejo, blancas y relucientes. Acababan de abrirse las carreteras de nieve de los
pantanos del Norte, y los barrios de la ciudad baja quedaron inundados por los trineos de
los cheremises y ostiakos.
Arriba, en la ciudad superior, el paseo por la calle Mayor aparecía lleno de gente. Ahora,
ya todo el mundo vestía la ropa polar; las mujeres llevaban katiuskas pardas, y se veían los
más variados abrigos de piel. Entre los renards siberianos, las martas cibellinas y las pieles
de visón, abundaban las de lobo y conejo vulgar, y de vez en cuando aparecía
majestuosamente alguna que otra mujer tártara rica, con el busto envuelto en una piel de
tigre de tonos negros y amarillos.
Los caballos siberianos, enganchados en los trineos de alegres cascabeles, estaban
ante las puertas de las tiendas, celebrando con gozosos relinchos los días soleados del
invierno, y mordiendo con gusto la fresca nieve.
La vida de Tobolsk bullía en aquel invierno frío y limpio.
Después, durante días y más días, la nieve cayó sin parar. En el último número del
Ruskoie Viedomosti, se podía leer que en las tundras del Norte se habían desencadenado
enormes huracanes de nieve.
«Los del Oso» decidieron celebrar la Nochebuena con un gran festival, y trabajaban
febrilmente, día y noche, en preparar el programa.
Fueron también al «Hotel de la Miseria», para obtener la colaboración de algún
«número» interesante, y puesto que Pista Bartha rehusó categóricamente, a pesar de todos
los esfuerzos, cantar canciones populares húngaras, sólo consiguieron tres «artistas».
Lajtai prometió leer una conferencia sobre los altos hornos y la fundición. Su promesa
fue saludada con grandes vivas inscribiendo la conferencia, como una innovación
sensacional en la historia de las sesiones de velada pascual, como segundo «número»
después del descanso. Luego, según el programa, debía seguir el alférez de húsares Gusti
Máthé, del campo de Pod-Chuvas, cantando coplas «verdes», vestido de mujer y con voz
atiplada.
—Pedid algo a Rosiczky —le dijo Bartha al teniente Remete, que era el organizador
principal de la velada.
—¿Qué sabe hacer Rosiczky? —preguntó Remete.
—¿Qué sabe? Ha aprendido a tañer la cítara tan bien, que un día de esos irá a
mendigar por las calles para nosotros.
En efecto, a fuerza de tocar la cítara tártara, Rosiczky alcanzó una perfección de
verdadero artista. Aceptó dar un concierto de canciones navideñas rusas de las regiones del
Volga.
Altmayer, que antaño había sido estudiante en una academia de Bellas Artes, se ofreció
a dibujar caricaturas instantáneamente. Y en seguida dio pruebas de su talento. Es verdad
que sus caricaturas no presentaban semejanza alguna con nadie, pero eran divertidas de
todas formas. También Altmayer quedó incluido en el programa.
—¿Tendrá éxito esa velada, amigo? —preguntó Bartha a Remete, que estaba sentado
en una silla y con los pies en otra, con las manos plegadas debajo de las rodillas, mientras
iban debatiendo asuntos de semejante trascendencia.
Remete hizo un gesto muy elocuente:
—¿No conoces el número principal…? Está ya en preparación el Diccionario de Pod-
Chuvas…
Y sacó del bolsillo, devotamente, el precioso manuscrito, redactado en el campo de
Pod-Chuvas por Gyuri Elek y Bihari. El diccionario tenía la pretensión de explicar, mediante
definiciones científicas, los conceptos corrientes en la vida del campamento. Bartha echó
mano del manuscrito y se puso a leer en voz alta:
—«BARRACA. — La palabra designa un edificio. Los rusos la emplean también para
designar un depósito, en el cual se almacenan, por regla general, oficiales prisioneros de
guerra. El proceso de almacenar se lleva a cabo con grandes miramientos y unos son
colocados encima de los otros, con mucha precaución. La barraca sirve para todo: para
jugar al boleo, para romperse la cabeza contra la pared, para disputar y algunas veces
también para dormir. No contiene aire.»
—¡Hum…! —murmuró Bartha, esbozando una sonrisa bajo el bigote; la cosa empezaba
·a gustarle.
Remete estaba detrás de él, y también iba leyendo en voz baja el manuscrito
improvisado del campo de Pod-Chuvas, moviendo sólo los labios porque ya se lo sabía de
memoria. Entretanto, observaba con expectación el efecto en las caras de los muchachos,
como si él fuera el propio autor.
También los demás se acercaron, y Bartha continuó leyendo:
—«KONVOY. — (De Kon, expresión grosera en idioma galo, y voy, o sea «cochino») El
konvoy fue trasplantado bajo la soberanía rusa de las selvas vírgenes americanas, y
actualmente sirve para adiestrar oficiales prisioneros. El puño del konvoy tiene un
dispositivo automático para aceptar copecs. El konvoy comercia con todo. En invierno, se
hiela.»
El gordo Neteneczky reía tan estridentemente, con las manos plegadas sobre el vientre,
que se le amorató el semblante, las venas se le hinchaban en la frente, el cuello se le salía
de la camisa, la piel se le arrugaba en la nariz fruncida, y los ojos desaparecían
completamente en la cara.
—Bueno, continúa —animó atropelladamente Remete, muy excitado, a Bartha.
Bartha continuaba leyendo, elevando más la voz:
—«GYENGI. — Gyengi significa dinero. Palabra rusa que está cayendo en desuso. Esta
palabra se emplea muy raras veces sola; es costumbre añadirle, por regla general, el
adjetivo ñima…»
Mezei, que parecía electrizado por el Diccionario, interrumpió:
—Aquí tendrías que añadir que… —y quiso decir algo, riéndose a carcajadas, mas
Remete le mandó callar.
A partir de ese momento, Mezei comenzó a atusarse el bigote algo embarazado, y
siguió la lectura sin chistar ni sonreír.
Los demás se apoyaron en los codos, sentados en torno de la mesa, soltando grandes
carcajadas a cada palabra descrita. Vedres estaba de pie, con las manos hundidas en los
bolsillos del pantalón, echando la cabeza hacia atrás y riéndose como un tonto.
—¡Lee, hermano! —animaba Remete a Bartha.
Bartha continuó leyendo:
—«KIPIATOK, CHAINIK, CHAIA. — El kipiatok es un recipiente minúsculo que sirve para
hervir agua. El chainik es un recipiente en hojalata, y la chaia[43] es agua caliente que es
preciso teñir de marrón mediante hojas secas. Una vez preparada la chaia, sirve para
lavarse los dientes, para gárgaras, o para tirarla por la ventana. Algunos la preparan
echándole azúcar primero, y no la tiran hasta después.
»CADETE. — El cadete consiste en un galón dorado, un galón amarillo y tres estrellas
con un estómago en el interior. El cadete no es hombre, ni animal, ni teniente, ni alférez.
Por lo demás tiene un aspecto humanoide. Al estallar la guerra mundial lo utilizaban en la
instrucción militar, pero después fue enviado inesperadamente al frente. Acostumbra morir
herido por un balazo. Algunas veces, también cae prisionero. Si el cadete se supera en
rango a sí mismo, aparece sólo con galones, sin estrellas. En tal caso se le llama «alférez
por autosugestión».
»SALCHICHA. — La salchicha ha llegado al colmo de la evolución en Rusia. Por el color,
se parece a la salchicha húngara, pero, por lo demás, es dura y elástica. Se emplea como
bastón o como palanqueta, y sirve también para tallar en ella figuras de ajedrez. Al cortarla
con un cuchillo, en el interior se pueden encontrar huesos, tirantes, cajitas de cerillas y
piedras preciosas. Los prisioneros se la suelen comer.
»LAVKA (lavor, lavka, lavochka). — Ayunador establecido para prisioneros de guerra.
Procedimiento: uno entra, cuelga el abrigo en la percha, se sienta junto a una mesa, y una
hora después colocan ante él agua tibia, hilos ligeramente engrasados y un poco de cola.
No se obliga a nadie a tragarse todo aquello; basta que lo contemple. Es un invento muy
ingenioso, pues, con sólo mirarlo, satisface el apetito. Cuando luego el cliente quiere
marcharse, nota asombrado que le han robado el abrigo de la percha.
»SEMILLA DE GIRASOL. — Alimento y juego, inventado para uso exclusivo de los rusos.
En idioma ruso, se le llama semechki. El ruso se coloca en la palma un puñado de
semechki, abre la boca, y se lo echa dentro de un solo golpe. Luego, muerde la semilla con
los dientes, traga el contenido, y utiliza la cáscara para escupir al blanco. En Moscú, suelen
celebrarse anualmente grandes concursos nacionales de escupir al blanco, en presencia del
zar y de su séquito.
»CORREO. — Palabra arcaica: no existe.
»PRICH. — Invento ingenioso, fabricado en madera. Es flexible. De día, silla; de noche,
cama. Sirve además para escritorio, sillón, sala de casino, y también para mesa de
Comedor.
» POCHETIRI. — Voz de mando en ruso. Cuando el prapórchik (véase este vocablo) grita
«pochetiri», quiere decir que es preciso formar grupos de diez, uno tras otro. Pero si en una
fila sólo hay nueve, no pasa nada.
»PRAPÓRCHIK. — Soldado ruso de gran tamaño, algo mayor que el konvoy. Sólo conoce
un rango más elevado en el mundo: el capitán de Estado Mayor. Según ciertas y atrevidas
referencias, parece que también sabe escribir. El prapórchik posee dos ojos y treinta
bolsillos. Sus manos son tan pegajosas como los papeles matamoscas. Amenaza crujiendo
los dientes; es antropófago.
»RUBLO. — Unidad de moneda rusa. Por su forma redonda, rueda y desaparece
fácilmente. Actualmente, se fabrica de papel, para evitar este inconveniente.
»¡RUHE! — Grito de combate de oficiales prisioneros. Con este grito los oficiales se
acuestan. Algunos lo saben mugir con tal arte que expresan sus congojas, sufrimientos y
amores perdidos.
»CHITÁTI (Recuento). — Sirve para que los rusos sepan cada día menos el número de
sus prisioneros. Como a cada cual le cuentan por uno solo, el resultado es siempre inexacto.
Si sale un número mayor que la cuenta, se carga al pasivo; si menos, al activo.
»SICHAS. — Canción nacional rusa. Corresponde a la canción popular húngara: «Ya me
puedes esperar, mi amor…» El vocablo significa también «tiempo» o sea, por lo menos, tres
o cuatro años·aún.
»PIOJO — Es un animal doméstico con ocho patas. Hay piojos blancos, piojos sanitarios
de la Cruz Roja, piojos de infantería (con pasamanería) y de caza (con uniforme verde). Se
multiplica mediante huevos que coloca en el cuello de la camisa. El piojo pequeño se
parece a su padre, es de color rojizo, es un animalito muy simpático y tan pronto como sale
del huevo se pone a trabajar. No faltan hombres malvados que intentan matarlos.»
Bartha dobló la hoja, pero en la página siguiente no había nada más.
—¡Déjalo aquí, lo copiaremos escrupulosamente! —exclamó Rosiczky.
—¡Qué idea! —replicó Remete. Plegó cuidadosamente tan precioso manuscrito y se lo
puso en el bolsillo.
Neteneczky se secaba las lágrimas con el pañuelo.
Remete había encontrado entre los soldados de campo de Pod-Chuvas a un funámbulo
del Parque de Atracciones de Budapest, el cual figuraba en la lista bajo el nombre
vulgarísimo de Juan Kolompár, pero antaño había sido conocido por su nombre de artista,
Suh-Abram. Pretendía comerse cuantos platos de porcelana se le colocasen delante, para
sacarlos luego indemnes de la parte trasera del pantalón. Se comía velas como quien come
salchichas, y luego las sacaba del pantalón encendidas. Además, era capaz de transformar
en tinta el agua, e imitar la alondra y los gritos del lechón. Por lo menos, se comprometió a
hacerlo, siendo aceptado; pero Remete le aseguró que en caso de fracasar en sus números,
poniendo en riesgo el éxito de la velada, le daría una paliza después del espectáculo.
A pesar de esta amenaza, Suh-Abram se ratificó en su deseo de figurar en el programa.
Así, todo autorizaba a descontar un éxito clamoroso.
Pocos días después, Zamák, que siempre conseguía husmear con su nariz alargada
todas las noticias antes que los demás, trajo la nueva sensacional de que el jueves próximo
llegaría una expedición sueca, portadora de toda clase de paquetes para los prisioneros.
Los oficiales no se alegraban tanto de los regalos prometidos como de la posibilidad de
enviar largas cartas a sus casas sin que la censura las rechazase o mutilase.
Aquella noche, después de cenar, cuando Kölber ya se hubo acostado y dormido, o por
lo menos así lo aparentaba, también Pedro se dispuso a escribir una larga y confidencial
carta a Miett.
Preparose una taza de té, pues se había agotado ya la ración diaria de leña para la
estufa, y afuera hacía una tempestad de nieve de mil demonios.
En su mesa escritorio de pino, los utensilios para escribir estaban cuidadosamente
ordenados como antaño, en el Banco de Budapest, en la mesa de su despacho. No había
perdido ni siquiera aquí los hábitos insignificantes de su vida de cada día. A la izquierda, el
cortapapeles y el rollo secante; a la derecha, la regla, el lacre y el papel de cartas. Todos los
objetos eran obra suya; había fabricado el cortapapeles con un hueso de ballena, y el papel
secante estaba enrollado en una lata de conservas.
En el cuarto, reinaba un gran silencio. A través del delgado tabique, se percibía en el
cuarto vecino la cítara de Rosiczky, el cual se preparaba con ahínco para el concierto de
Nochebuena.
Pedro se inclinó sobre el papel y comenzó a escribir:
«Dulce Miett de mi vida: No sé si habrás recibido ya mi última carta, que te envié con
fecha diez de octubre. Temo que no, y así te repito aquí que no he recibido el paquete ni el
dinero anunciados en la tuya, y te ruego que no me envíes nada más, pues se pierde.
También las cartas llegan muy raramente, y el correo no entrega ni por casualidad el dinero
ni los paquetes.
»Ahora debemos cobrar cincuenta rublos por mes, además de seis rublos para
alumbrado. Naturalmente, cobramos muy irregularmente; por ejemplo, la paga de octubre
no la hemos recibido hasta ahora, diciembre. Quería comprarme un abrigo de pieles usado,
y logré encontrar uno de lobo, algo viejo, pero de todos modos me servirá para pasar el
invierno. El tártaro me pidió primero doscientos rublos, pero al enterarse de que yo era
húngaro me lo dejó en treinta. Imagínate que el tártaro se llama Venger, que en ruso
significa húngaro, y pretende que su abuelo era magyar. El, desde luego, no sabe hablar ni
palabra en nuestro idioma. Una de las calles más antiguas de la ciudad inferior se llama
Vengerski Ulitza, pero ignoro por qué. Se pretende que a principios del siglo pasado
vinieron a parar aquí numerosos prisioneros de guerra húngaros, cuando la campaña rusa
de Napoleón, instalándose en esta ciudad.
»Los días pasan en monótono aburrimiento, aunque a veces haya algo que nos saque
de ese letargo. La semana pasada, apareció sobre Tobolsk un avión alemán; imagínate la
excitación que causó el acontecimiento. También conseguí verlo; desde luego no parecía
mayor que una cajita de cerillas. Era una sensación muy extraña, y no te podría explicar
qué pensamientos despertó en mi fuero interno; también los demás quedaron bajo la
impresión de esa incursión aérea durante varios días.
»El domingo último pasó por Tobolsk una condesa austriaca, enviada de la Cruz Roja
Internacional; pero sólo lo sabemos por referencias, pues no le permitieron que nos visitara.
Le enseñaron sólo los prisioneros checos, que están instalados estupendamente bien.
»Por ahora, nuestra mayor preocupación es el problema de la calefacción. Mañana
iremos en comisión al capitán de E. M. para solicitarle que se nos aumente la ración de
leña, pues a veces pasamos mucho frío. No sé por qué razón, pero de repente se nos
prohibió ir a la ciudad, y hasta para acudir a la visita médica se necesita permiso especial.
Pero esto sería lo de menos, pues ya estamos completamente instalados y estamos tan
acostumbrados como zorro en jaula. Además, tales prohibiciones nunca suelen durar más
de quince días.
»Juego mucho al ajedrez y cuando vuelva podrás vanagloriarte a mi lado como esposa
de un campeón mundial…»
Al llegar aquí, interrumpió la carta y meditó si a Miett le agradaría el tono algo burlón.
Releyó las líneas que tenía escritas y las encontró muy extrañas. ¿Dónde estaría Miett en
aquellos momentos? ¿Qué haría? ¿Adónde la habría arrastrado la vida, desde que estaban
separados? ¿Entre qué clase de gentes? ¿Podrían interesarle esas cosas que le contaba…?
¿La ración de leña…? ¿El avión alemán…? ¿La Vergerski Ulitza…? ¿El abrigo de ocasión…?
¿El juego de ajedrez…?
Tal vez, cuando Miett reciba esta carta, vuelva de un té o de una recepción, excitada de
mil deseos y emociones nuevas. Vio el gesto aburrido de su mano, con la cual echaba a un
lado la carta. ¡Oh, cuán bella puede aparecer Miett cuando se viste con esmero! ¡Y cuán
extrañamente elegante debe de estar ahora con los trajes nuevos que se habrá encargado
desde entonces…!
Y él mismo, ¿cómo se había vuelto…? Miró a su mano, tan descuidada, que yacía en la
mesa, y decidió arreglarse las uñas al día siguiente.
Después, continuó la carta:

«…voy estudiando con tesón el ruso, y ya lo hablo bastante bien. No me atrevo a


pensar en lo que puede pasar en casa. El diario de aquí, titulado Telegram, está siempre
lleno de noticias de victorias rusas, y afirma en cada número que los rusos van avanzando.
A nosotros nos meten miedo continuamente, amenazándonos con evacuar a todos los
prisioneros de Tobolsk. ¡Si al menos nos llevaran a Nijni-Novgórod! Pero es de temer que
nos lleven más al Este. Ayer, por ejemplo, nos cortaron la electricidad diciendo que cuando
nos lleven de aquí no habrá quien les pague la corriente gastada. Costó grandes disputas
que nos la devolvieran.
»Ya se acerca Navidad; organizamos una velada, y nos estamos preparando una alegre
sorpresa para la fiesta de Nochebuena, cuya llegada esperamos con más ansia e
impaciencia que cuando éramos niños y esperábamos al Niño Jesús. En efecto, Pista Bartha
descubrió en un bazar tártaro de la ciudad antigua, un billar de ocasión, y ya desde hace
semanas está regateando por él. Todos estamos ahorrando copecs, y hasta comemos un
poco menos para podemos comprar ese billar como regalo de Navidad. Cuando lo
tengamos, viviremos como gusano en el queso…»

Aquí se interrumpió otra vez y miró largo rato lo que acababa de poner en el papel.
¿Sonreiría Miett al leer ese trozo? Y en su imaginación, vio la sonrisa en torno de los labios
de su mujer, aquella sonrisa típica que suele asomar a la cara de quien lee una carta.
Luego, continuó escribiendo:

»Quisiera comprarme un par de botas altas de piel de foca, que aquí cuestan muy
baratas.
»Ayer, dimos una vuelta magnífica en la ciudad superior, alrededor de la Ciudadela. Era
muy difícil subir a pie, con este tiempo de nieve, con los caminos resbaladizos. Es muy
pintoresca la Ciudadela. En la parte que mira hacia la ciudad no hay ni un agujero de
ventilación, sólo una enorme muralla ininterrumpida que provoca, un efecto terrible, sobre
todo si uno piensa que detrás de la misma viven hombres condenados a cadena perpetua, y
no sólo asesinos, sino también presos políticos, encerrados con los otros. Al pensarlo, mi
propio sino me parece menos terrible, si, en resumidas cuentas, me es permitido pasearme
al aire libre y abrigando esperanzas de que algún día podré volver a tu lado.
»Ayer, por dos voluntarios húngaros, recibimos noticias muy tristes de nuestros
soldados, instalados al otro extremo de la ciudad, y de los que sabemos poco. Nos suplican
en su carta que les enviemos ropa vieja y usada, pues sufren mucho frío, los pobres. Pero no
les podremos mandar nada, ¡si nosotros también estamos desprovistos de todo! Nuestra
única esperanza es que la expedición sueca cuya llegada se ha anunciado, nos traiga ropa
de invierno…»

Pedro se levantó y abrió por un instante la ventana, pues el humo de los cigarrillos
había infestado completamente el aire de la habitación. Primero, cubrió bien a Kölber con
el abrigo de piel de lobo, y esperó tiritando que el frío se llevara el humo del cuarto. Afuera,
el vendaval de nieve había cesado ya, pero helaba con mayor intensidad.

«A menudo tengo la impresión —continuó escribiendo— de que no volveré nunca más a


tu lado, y que aquellos pocos meses durante los cuales fuiste mía, no eran, en el fondo, más
que un dorado ensueño intercalado en mi vida.
»¿Será posible que aún me quieras? ¿Te acuerdas siquiera de mí? La única idea que me
liga a la vida es el pensar que me recuerdas y que esperas mi vuelta. Si supiera que ya he
dejado de existir para ti y que has dado tu corazón a otro, creo que me volvería loco de
dolor.
»Dios te bendiga, adorada. Miett mía. Beso la mano de tu padre y te abrazo en
pensamiento millones de veces; te quiero hasta la muerte y sigo amándote impertérrito. Tu
desgraciado marido, PEDRO.»
Al acabar la carta, recostó la cabeza sobre el brazo, escuchando durante largo tiempo
en su fuero interno el violento torbellino de sus sentimientos. Debían de ser las dos de la
madrugada. Rosiczky aún estaba despierto y a través del delgado tabique se filtraban los
sonidos de la cítara tártara con la que su compañero tañía canciones populares del Volga,
impregnadas de la melancolía de las Navidades rusas.
10

Después de la velada en casa de los Cserey, Miett no volvió a ver a Golgonszky durante
mucho tiempo. Una mañana, cuatro semanas después de la memorable cena, Matilde la
condujo a la Escuela de Equitación, en donde encontró rostros conocidos. Desde luego,
costó algún trabajo identificar a las personas, bajo su atavío de montar. Descubrió en
seguida a aquella señora de nariz chata, que en la cena había estado sentada frente a ella y
a la que había apodado en su fuero interno pato silvestre, bajo un gran sombrero hongo,
hundido hasta las orejas. También ahora hablaba graznando, y en la mano colocada sobre
el talle, sostenía una fusta amarilla. Con su ancha falda negra y las muelles botas de
montar, caminaba como una amazona de circo, metamorfoseada por algún maléfico
encantamiento, mitad en hombre, mitad en mujer.
Encontró también a su vecino de la derecha, al muchacho cazador de osos, el cual la
saludó con una sonrisa amable y le estrechó la mano con tanta fuerza que los dedos, bajo
el guante, quedaron magullados. Cruzaba las piernas, cubiertas por elegantes botas
amarillas, mientras hablaba.
Ahora era menos tímido y hablaba más que la primera noche, como si la atmósfera de
impaciencia y relinchantes corceles le diera más seguridad.
Se sentaron en los sillones de junco de la amplia galería, contemplando a los jinetes. La
amplia capa de serrín se tragaba el ritmo de los cascos de los caballos; en cambio, la pared
revestida de madera producía un ruido seco, cuando los caballos tropezaban en ella.
Miett contempló con interés el espectáculo, y tenía la sensación de estar sentada en un
enorme tonel en el cual repercutía de modo extraño la voz humana, con el restallar de los
látigos, el tintineo de los bocados y de los bridones y el impaciente y quejumbroso relinchar
de los caballos. Nunca había estado en aquellas cuadras, y ahora paseaba la mirada con
deleite sobre el magnífico caracoleo de un hermoso potro negro, que le producía el efecto
de que todo el animal fuese de goma dura, negra y brillante. Cuando trotaba, al levantar las
patas delanteras, se le entrecruzaban en el pecho numerosos músculos. Montada en otro
caballo, de huesos recios, se dejaba mecer una señora gorda, de mejillas coloradas,
bastante cómica, con el seno prominente, en el movimiento rítmico y continuo de la pista.
No miraba a ningún lado, sino que montaba en la silla con empedernida expresión como si
quisiera tragarse algo que no le pasaba de la garganta. Bajo sus redondas y repletas
nalgas, la silla flamante crujía fuertemente y lanzaba gemidos como un acordeón
manejado por manos torpes.
Galopaba allí también un oficial de húsares, enhiesto en la silla, con una enigmática
sonrisa bajo el bigote rubio ceniza; con la cabeza inclinada, miraba insistentemente el
serrín del suelo, como si buscara allí algún objeto perdido, o no quisiera que le retrataran.
De repente, en la vecindad de aquellos caballos relinchantes y ardientes, en medio del
ruido de los bocados y el chirriar de las sillas de montar, en la atmósfera cargada de
amoníaco, el vaho cálido de los cuerpos de los animales y el olor ácido del serrín, Miett se
sintió cerca de su niñez. Recordó la casa de la abuela, con la era y los establos, en cuyas
tinieblas se mezclaban olores cálidos y penetrantes con el agradable aroma del forraje. Y
vio ante el establo, en un rayo de sol, el viejo Gergely, sentado descalzo sobre una manta
de caballo que, consagrando enorme seriedad y concentración a su trabajo, engrasaba sus
botas enmohecidas, que brillaban a los rayos del sol entre sus viejas manos hábiles.
Estaba a punto de abandonarse por completo a sus recuerdos de infancia, en aquella
atmósfera de ajetreo ecuestre, cuando inesperadamente descubrió a Golgonszky. Estaba
sentado bastante cerca, en compañía de dos señoras y un caballero de edad. Vestía de
paisano, tocado con un sombrerito de cazador marrón verdoso, en cuya ancha cinta llevaba
colocada una fina pluma de snef. Se había subido un poco el sombrero hacia el occipucio,
cruzándose de piernas, y hundiéndose elegantemente en un sillón, en una actitud de
cómodo desmayo.
El corazón de Miett empezó a latir más rápidamente, ante aquel descubrimiento. Volvió
la cabeza, pero ya era incapaz de prestar atención a las evoluciones de los jinetes que, sin
embargo, ofrecían en estos momentos un espectáculo interesante, pues un señor
corpulento acababa de deslizarse de su montura, con un ruido sordo de caída y haciendo
revolotear una nube de polvo amarillento en torno suyo. De todas partes, se oían alegres
bravos. El jinete caído en tierra se levantó, haciendo reverencia a todos lados, como un
saltimbanqui de circo. Se sacudía de las orejas el serrín como un perro el agua.
Miett tuvo la sensación de que sus piernas desfallecerían, y miró otra vez hacia el grupo
de Golgonszky que acababa de levantarse y estaba a punto de marchar.
Pasaron por su lado. Golgonszky saludó a Matilde y ya estaba a punto de colocarse el
sombrero otra vez sobre la cabeza, cuando notó la presencia de Miett. En ese instante,
como si de golpe hubiera frenado sus piernas, se volvió un poco más hacia las dos señoras
e hizo otro saludo con el sombrero a Miett. Su ademán expresaba sorpresa e indecisión,
como si quisiera acercarse a ella. Miett contestó al saludo con una sonrisa graciosa y con un
gesto de cabeza, casi inconsciente.
El grupo de Golgonszky estaba formado por un caballero anciano, algo encorvado, la
mujer y la hija. El anciano miraba en torno suyo, con sus ojos entornados y una expresión
soberbia; su hija, que ya no debía ser muy joven, hizo un minúsculo saludo con la cabeza
hacia Matilde. Eran manifiestamente aristócratas de alta alcurnia.
Miett aún vio cómo Golgonszky volvía la cabeza un instante, antes de desaparecer con
aquella familia. Y la irritó haber estado mirando en su dirección en aquel preciso momento,
y que Golgonszky hubiese sorprendido su mirada.
—¿Tú, no tendrías ganas de montar? —preguntó Matilde.
—¡Oh, no… ! —contestó Miett, pero en seguida su mirada adquirió una expresión
soñadora, al verse vestida en su imaginación, de amazona, con una chaqueta ajustada y la
falda volandera, calzada con botas de blanda piel. Le pareció que aquel traje y el hongo le
sentarían a maravilla. Pero pensó en seguida que todo aquello costaría un dineral, y que su
padre le había recomendado insistentemente aquellos últimos tiempos que hiciese
economías.
Al caminar, ya de vuelta hacia su casa, sus pensamientos giraban continuamente en
tomo de aquella muchacha huesuda y alta que acababa de ver en compañía de Golgonszky.
No pudo observar muy bien su cara, mas le pareció que, al diplomático, poco debía
importar la belleza, puesto que la muchacha era muy rica y distinguida.
¿Sería la prometida de Golgonszky?
Sintió una antipatía incomprensible hacia aquella muchacha, y le invadió un temor
extraño al pensar que Golgonszky pudiera casarse.
Al llegar a este punto en sus pensamientos, la sobresaltaron sus ensueños y miró en
torno suyo, con ojos extraviados.
«Debo liberarme de esta sensación», se dijo.
Detúvose por unos instantes ante el escaparate de una tienda de comestibles finos;
entró y compró una cajita de frutas confitadas, que le gustaban mucho a su padre.
En casa, le esperaban dos postales y una carta. Era un acontecimiento inusitado, pues
sólo muy de tarde en tarde recibía correspondencia. La carta era de Pedro. La dejó para lo
último, y leyó rápidamente las tarjetas.
La postal ilustrada era de Teresa, con motivo de una jira, con unas cuantas líneas
banales. La tarjeta militar era de Pablito Szücs. «Estamos dando estocadas a los rusos,
avanzamos, los empujamos ante nosotros como un carretón de mano…» , escribía Pablito.
Miett abrió con pálida esperanza la carta de Pedro. Tal vez aquella carta consiguiera
hacerle recobrar el equilibrio vacilante de su espíritu.
Era la carta que Pedro había escrito en noviembre, la noche en que oía a Rosiczky, a
través del tabique, acompañar sus pensamientos con el tañer de la cítara.
Y ya era casi Navidad.
«…¿será posible que aún me quieras? ¿Te acuerdas siquiera de mí? lo único que me liga
a la vida es la idea de que tú piensas en mí y que esperas mi vuelta…»
Leyó dos veces el final de la carta, pero entonces ya cada palabra caía muerta en su
corazón. Su padre entró en su habitación, pues sabía que acababa de llegar carta del yerno,
y estaba impaciente de curiosidad por leerla.
—¿Qué escribe?
Miett le tendió la carta, con el alma vacía. El viejo se retiró a su habitación con la carta.
Se puso las gafas, y se sumergió con visible deleite en la lectura. En estos últimos tiempos
llevaba un birrete de seda negra, que Miett le había confeccionado expresamente. Al
principio, protestó contra la imposición de aquella prenda, diciendo que sólo a los ancianos
correspondía llevarla, mas luego consintió y hasta la encontró a su gusto.
Después del almuerzo, Miett se tendió sobre el sofá con el corazón inquieto. A veces, al
entrar en el cuarto y ver el retrato de Pedro sobre la mesa, la mirada de la fotografía
parecíale volar hacia ella como si fuera una persona viva.
También entonces tuvo la sensación de que el retrato la miraba, pero con una mirada
ante la que tuvo que cerrar los ojos.
Evocó los sentimientos que había provocado en ella aquel encuentro con Golgonszky.
Se consideró como una persona extraña, cuyos sentimientos y pasiones estuviesen regidos
con completa independencia de ella. Vio claramente que su yo iba desdoblándose
lentamente en dos seres absolutamente distintos, y se destacaban ante ella con contornos
cada vez más claros, aquellas dos Miett que llevaba en el cuerpo.
Una, era la Miett que había acompañado a Pedro a la estación, la mujercita llorosa y
estremecida que fue a despedirse de él, junto a los carriles, en la oscuridad, quedándose
allí un rato más y escuchando el traqueteo del tren que se alejaba.
La otra Miett era la que había vuelto de la estación, a la que el tiempo, al pasar
lentamente, había envuelto en sus olas e iba meciendo suavemente desde aquel día. Esta
Miett ya tiene año y medio más que la otra; sus pensamientos se aventuraban a lo lejos, y
por regla general, el tiempo y los acontecimientos le gastaban bromas asombrosas.
Las dos Miett no tenían nada común entre sí. A veces se encontraban, al acaso,
contemplándose asombradas: la mayor a la más joven.
Estas disquisiciones psicológicas conseguían tranquilizarla siempre, cuando sentía
remordimientos por sus secretos pensamientos respecto a Golgonszky.
No importa que la nueva Miett siga viviendo y meditando: morirá, desde luego, en el
mismo instante en que Pedro vuelva. Desaparecerá como una sombra, y en su lugar, en la
estación, se hallará otra vez la antigua Miett, esperando el tren.
Al llegar al término de estos pensamientos, se entregó de nuevo a sus sueños
referentes a Golgonszky, abandonándose con agradable vértigo.
Así fueron pasando sus días.
Desde el encuentro en la Escuela de Equitación, encontraba a menudo pretextos para
bajar hasta dos veces al día a la ciudad, dando largos paseos sin rumbo fijo, y animada por
la secreta esperanza de encontrar en la calle a Golgonszky.
Frecuentemente, sacaba de paseo a Tomi durante muchas horas, por aquel mismo trozo
del muelle del Danubio en el que Golgonszky la viera, aunque con aquel tiempo frío y
nevoso resultara poco agradable. Antes, ocurría a menudo que por las mañanas echaba
mano del saquito de compras de Mili, bajando, sin ponerse el sombrero, a la vecina tienda
de comestibles. Ahora, por nada en el mundo lo hubiera hecho, temiendo encontrar en
aquel cortísimo trayecto al diplomático.
Ahora ya nunca se encontraba sola: Golgonszky la acompañaba siempre,
invisiblemente, orientando sus pensamientos, actos y pasos. Era la mano de Golgonszky la
que abría el armario y escogía los trajes que se ponía para salir de paseo, pues, con el
pensamiento solía preguntarle lo que le gustaba, y aunque lo ignorara, por lo menos podía
imaginárselo e inventarlo.
Aquellos largos paseos trocáronse pronto en verdaderas persecuciones, tanto más
impacientes, cuanto más desesperadas. Buscaba convulsivamente el azar por las calles de
la ciudad interior y más lejos, en los barrios más alejados. Por fin, algunas semanas
después, lo encontró, cuando menos lo esperaba.
Una tarde, hacia las cinco, acababa de salir de casa de los Varga. Vestía un traje de casa
muy sencillo, y en los hombros llevaba un grueso pañolón.
Al doblar la escalera, tropezó de frente con Golgonszky. El diplomático llevaba una
amplia capa de oficial, color café. Abrió los ojos con grata sorpresa.
—¿Usted vive en esta casa?
Miett apenas consiguió ocultar su agitación. Sentía latir el corazón con terrible
intensidad, y las piernas le parecieron tan ligeras como si no existiesen siquiera.
Susurró en voz casi imperceptible:
—Sí… Y usted, ¿adónde va?
—Busco a un médico… Tengo que hablar con él por mi asistente.
—¿Con el doctor Varga?
—Sí.
—¿Le conoce?
Golgonszky se echó a reír.
—No me atrevería a afirmarlo, pero lo que sé es que estuve en un té, en su casa, años
atrás…
—¡Ah! ¿Sí? —dijo Miett, alargando las sílabas, pues en aquel instante comprendió por
qué, desde un principio, le sonaba tanto el nombre de Golgonszky. Ahora recordó que Olga
le había hablado en cierta ocasión de él.
El descubrimiento aprisionó de tal modo sus pensamientos que ni siquiera oyó la
pregunta que acababa de dirigirle Golgonszky. Se ruborizó ligeramente.
—¿Qué me ha preguntado usted?
—¿En qué parte de esta casa vive?
—Allí, en el ángulo.
—¿Sola?
—Con mi padre.
Durante unos instantes, callaron. Golgonszky contempló la cara de Miett con visible
satisfacción.
Miett volvió la cabeza y, sin motivo aparente, miró por el hueco de la escalera. Agarró
con ambas manos la baranda de hierro del corredor, y colocó la punta del zapato en la
curvatura del hierro, como si quisiera subirse a la baranda. Este ademán suyo estaba
repleto de embarazo y gracia infantiles. Luego, volvió el rostro hacia Golgonszky,
ruborizándose aún más. En su semblante tan sensible, que solía reflejar hasta sus más
íntimos pensamientos, asomaron ahora la vergüenza y la congoja, pues se daba perfecta
cuenta de que su alma se le había asomado a la cara, traicionándola. Estos breves instantes
acabaron por crear una situación embarazosa, como si Miett hubiera caído en una red.
También Golgonszky se dio cuenta de ello y con su mirada procuró sujetar la de Miett.
—¡Qué guapa es usted! —dijo en voz baja.
Miett fijó en él sus ojos, asustada; quiso decir algo, quiso contestar con superioridad y
elegancia, desviando aquellas palabras, quitándoles todo su peso, pues las sentía venir
hacia ella con fuerza irresistible, como atravesando todo su ser. Mas no pudo decir nada, se
arregló en el cuello el pañolón con gesto friolero, y tuvo la impresión de estremecerse
interiormente.
Durante un segundo, hubo un nuevo silencio que abría vertiginosos precipicios.
Después, Golgonszky dijo:
—No quiero retenerla más. Temo que coja frío…
—¡Oh, de ninguna manera… ! —exclamó Miett dándose cuenta inmediatamente de que
hubiera sido preferible no haber proferido aquellas palabras. Para contrarrestarlas, pues, le
tendió la mano.
Observó atentamente su mano tendida hacia el oficial, como si quisiera conservar
minuciosamente el efecto que iba a experimentar al contacto con la suya. Luego, se fue
corriendo hacia atrás y vio, un instante, la capa de oficial color café que desaparecía en la
vuelta de la escalera.
Entró directamente en su cuarto, sentose en un sillón y miró en torno suyo con la
mirada inquieta. Se daba cuenta de que le sucedía algo extraordinario, sumergiéndose
cada vez más en esta sensación, como en una densa y traidora masa de agua. La turbación
que la invadía ahora, se parecía mucho al anegamiento.
Había encontrado en aquel hombre algo inesperado, algo imponderable que no había
notado antes en nadie, algo nuevo, algo inquietante. Aquel rostro, mezcla supraterrenal de
fealdad y belleza, que no acusaba la más mínima relación con ningún otro semblante
conocido, le produjo un efecto fascinador, sugestivo.
¿Qué le pasaría ahora? Sentía crecer el poderío de aquel rostro y del alma que
escondía, sobre su persona. Sabía que resbalaba hacia el precipicio; se veía plásticamente
sobre la abrupta pendiente, y pensó aterrorizada en los peligros que la acechaban. Sintió
un deseo imperioso e incomprensible de obedecer las órdenes de aquel hombre, al mismo
tiempo que tenía la sensación muy clara de que su alma era arrastrada por el camino de
aquella voluntad y de aquellos caprichos como por una fuerza irresistible. Sintió un deseo
tierno y lánguido de apoyar su cabeza sobre el hombro de Golgonszky, de estar cerca de él
y de experimentar el misterioso placer de su presencia, de entregarle algo que ahora sentía
y cuya existencia había ignorado hasta entonces : la interioridad más secreta e inédita de
su yo, que había nacido bajo la insistencia de su mirada.
Se sentía incapaz ya de pensar en otra cosa más que en él.
Los días iban sucediéndose monótonamente, sin acontecimiento alguno, pero todos sus
pensamientos arrastraban consigo aquel sentimiento, como una pesada cadena.
Con los párpados entornados, se había repetido innumerables veces aquellas palabras
que Golgonszky había pronunciado con tanta sencillez, aunque parecían acompañadas por
un hondo jadeo de su pecho: «¡Qué guapa es usted…!»
Durante varios días no fue a ningún sitio, como si los tremendos efectos del último
encuentro la hubieran agotado, y la mirada de Golgonszky hubiese destruido algo vital en
ella, acabando con toda su energía, y llenándola, en cambio, de una disolvente sensación.
En las primeras noches, ni siquiera consiguió conciliar el sueño. Su cuerpo yacía preso,
durante algunas horas, en una dulce excitación, confusa, lánguida, y al volver a abrir los
ojos, el pensamiento continuaba el tema en aquel mismo punto en que se había
interrumpido.
A menudo, tenía instantes de mayor lucidez, creyendo recobrar su dominio sobre sí
misma. En estos momentos pensaba que sólo la soledad y el abandono eran causa de la
horrible comedia de la que se veía protagonista. En estas ocasiones, llegó a contemplarse
con los ojos escrutadores del médico, elaborando confusas teorías, según las cuales,
durante los incansables meses de soledad, los humores disueltos de los deseos femeninos
habíanse amontonado imperceptiblemente, difundiendo venenos misteriosos en la sangre,
y pensó que cuanto le ocurría sería tan sólo una dolencia pasajera del cuerpo con la que el
alma nada tenía que ver.
Y, sin embargo, fue su alma la que resultó imbuida de aquel nuevo veneno que
sembraba destrucción en su derredor, inflamándola interiormente.
En la tarde de Navidad, le trajeron un enorme ramo de rosas. Abrió nerviosamente el
sobre, y leyó en la tarjeta, con gran decepción, el nombre de Alexander Petróvich Ilyin.
Golgonszky no dio señales de vida ni con motivo del Año Nuevo.
Unas cuantas semanas después, Miett reemprendió los largos paseos solitarios, y
esperaba con impaciencia que Matilde fuese a buscarla, pues, gracias a ella, esperaba un
nuevo encuentro con el diplomático.
Quedó completamente abatida por la noticia de que el matrimonio Cserey estaba en
Viena, y que no volverían en varios meses.
No tuvo el suficiente valor ni fuerza para dar a Golgonszky señales de vida, bajo una
forma u otra, pues temía que un instante de acercamiento resultara infructuoso, acabando
de una vez para siempre con todas esas sensaciones que, aunque terribles, eran deliciosas,
y a las cuales ya no podía renunciar.
A principios de febrero, recibió una carta de Brassó, de la hermana de Pedro,
comunicándole que Pável y ella irían pronto a Budapest, y que la visitarían.
En una tarde sombría y nevosa presentáronse, en efecto, y Miett procuró ser lo más
amable posible con aquella pareja de extraños, a quienes nunca había visto en su vida y
con los cuales nada tenía en común.
También su padre salió de su habitación, fijando sus ojos azules con cariño familiar
sobre los advenedizos. Veíase en él muy claramente que les trataba con gran benevolencia,
y que, en atención a Pedro, de antemano les perdonaba los posibles defectos.
Miett, al servirles el té, no había llegado a decidir en su fuero interno cuál de los dos le
resultaba más antipático, si la cuñada o el cuñado.
Pável, con su impetuoso e inconstante modo de hablar, cargado de una vitalidad
desbordante, con el pelo cepillado agresivamente hacia arriba y con los bigotes en forma
de horca, le causó la impresión de un objeto ridículo que al frotarse con un trapo despide
chispas eléctricas. Encontró insoportable su defectuosa pronunciación húngara y sus
chistes forzados con los cuales quería pasar por gracioso. Y no le resultó menos
insoportable la familiaridad exagerada con que penetró en la casa, tuteándola, abrazándola
y dándole golpecitos en la espalda.
Sári, cuya nariz, andando el tiempo, se había adelgazado considerablemente, venía
armada por los cuatro costados de aquella superioridad de las señoras provincianas que las
hace inmediatamente antipáticas. Durante la conversación, examinaba a Miett con miradas
escrutadoras, así como los muebles y los adornos de la casa, sin exteriorizar el más leve
juicio favorable. Su mirada revelaba claramente el deseo de descubrir aquellos objetos que
habían pertenecido a Pedro, o que provenían acaso de la herencia paterna, para formular
pensamientos vagos acerca de la posibilidad de reclamárselos.
A Miett la mantenía un tanto fríamente a distancia, como si lo supiera todo acerca de
ella, con todos los posibles pecados que hubiera podido cometer durante el año y medio
que duraba la ausencia de Pedro. Sus modales destilaban cierta amargura, por no poseer
prueba alguna de la presunta infidelidad de Miett. No obstante, hacía continuas
observaciones que se referían a la fidelidad conyugal, y su voz tenía un tono de dómine,
como si quisiera recriminarle algo.
Pável asentía con la cabeza a las palabras de su media naranja.
Miett sentíase molestada por la conducta de los cuñados y, muy segura de su
aplastante superioridad intelectual sobre ellos, buscaba la palabra con la cual les podía
herir fina pero infaliblemente: una palabra que surgiera imperceptiblemente en el curso de
la conversación, pero que resultara cortante como una navaja de afeitar. Sin embargo,
acabó por juzgar indigno de ella aceptar tan desigual combate; así, pues, prefirió asentir a
su vez y resolver el problema colmándolos de amabilidades y de exagerados cumplidos.
Sári procuraba dar a su marido un relieve de hombre muy culto y profundo.
«Mihály dijo esto, Mihály dijo aquello; desde luego, Mihály lo había predicho…» Estas
eran las palabras que se repetían periódicamente en la conversación. Poco a poco debía de
haberse formado la convicción de que, si se hubiese preguntado el parecer de Mihály en
tiempo útil, toda la guerra mundial se hubiera evitado. En tales ocasiones, Pável se retorcía
velozmente el bigote con los dedos de uñas cortas, impregnado de cosmético pegajoso y
lleno de toda clase de suciedades.
—Hábleme de mamá —interrumpió Miett a Sári.
—¿De mamá? Pues, Dios mío, la pobrecita es siempre la misma. Hasta el último
momento, estaba convenido que viniese con nosotros, pero luego le dio miedo un viaje tan
largo…No me extraña, desde luego; es terrible viajar ahora, con tantos trenes militares…
¿Cuándo se acabará todo eso? Gracias a Dios, Mihály tiene ahora un servicio cómodo…
—¿Os quedáis a cenar…?
—¡Oh, cuán amable eres, querida, y cuánto lo siento…! Pero ya tenemos otros
compromisos. ¿Sabes? Las relaciones de Mihály.
Y su mirada quería expresar lo poderosas y aristocráticas que eran las relaciones de su
marido.
Miett se alegró de liberarse a tan poco precio, se guardó de invitarles para el día
siguiente, y ni siquiera les preguntó hasta cuándo pensaban quedarse. Fingió creer que
habían de partir al día siguiente.
Cuando se fueron, tuvo la sensación de que aquella mujer acababa de quitarle algo. Le
quitó, en efecto, la representación clara y serena de Pedro, pues Sári, sobre todo en torno
de los ojos y la boca, acusaba un leve parecido con su hermano, en aquellos rasgos
comunes que sólo la mirada de un extraño es capaz de descubrir entre dos hermanos. Miett
conservó una impresión penosa, como si, después de tanto tiempo, hubiera vuelto a ver a
Pedro en una copia mal hecha.
Los días y las semanas siguientes no aportaron cambio alguno en su vida. Aquellas
largas tardes tenebrosas la encontraban a solas con sus pensamientos y con sus fantasías
relacionadas con Golgonszky, que le parecían haberse atenuado considerablemente en su
interior.
En los últimos tiempos, había descuidado bastante su amistad con Rózsi. Ahora, volvía
más a menudo a mandarla llamar, y a veces, incluso la hacía bajar por las noches, después
de cenar, cuando los Varga salían.
En estas ocasiones, Miett ya estaba acostada. Apoyábase sobre la almohada, y
escuchaba a Rózsi, soltando a veces grandes carcajadas. La muchacha se daba cuenta de
todo cuanto acaecía en la casa. Explicole cómo los porteros se pegaban matrimonialmente,
pues había sido testigo de sus reyertas conyugales; y sabía historietas muy sabrosas sobre
las recepciones de la señorita Pradella, que vivía en el tercer piso y solía agasajar a sus
convidados con su virtuoso arte de tocar el violín. Rózsi salpimentaba todas estas
historietas con observaciones personales de mucha originalidad.
Una noche se sentó junto a la cama de Miett con la expresión de quien trae una historia
nueva e interesante.
—Señorita, ¿conoce usted al señor Sinka? Vive en el cuarto piso, en aquel pisito que da
al patio. Una habitación con cocina; es soltero. ¿Nunca le ha visto, señorita? Es un señor
con canas, bastante flaquito, debe de trabajar en algún despacho. Va mal vestido, es pobre
como una rata. El otro día me dijo la cocinera: «Oye, el señor Sinka acaba de darle otra vez
un paquete a la de Kádar». La Kádar es la lavandera que vive al lado, en el mismo piso. Y
también al día siguiente lo vi. El señor Sinka, por la mañana, salió de casa para ir al
despacho. En la mano llevaba un paquete, envuelto en una especie de paño pardo. Llamó a
la puerta de la Kádar. La vecinita abrió la puerta, cambiaron signos, y Sinka le entregó el
paquete, sonrieron y él se despidió. Por la noche (suele volver hacia las siete) llamó otra vez
a la puerta de la Kádar, y ella le dio el paquete. Le digo, señorita, que estaba envuelto en
una especie de paño pardo. Así sucedió durante unos cinco días; lo veníamos observando
cada día desde la ventana de nuestra cocina. ¡Y siempre el mismo paquete! Nos moríamos
de curiosidad por saber qué podía haber en aquel paquete. La cocinera pensaba al principio
que debía ser ropa que Sinka daba a la lavandera para lavar. Pero cada día no podía darle
ropa, ¿no es verdad? Además, el paquete parecía pequeño, y más bien pesado. ¿Sería algo
para comer? Tampoco podía ser porque para eso era demasiado grande. Bueno, ¿qué será?
Nos rompíamos la cabeza, nos la partíamos materialmente, como se dice. Una mañana me
dice la cocinera: «Oye, ve y pregúntale a la Kádar qué hay en el paquete». Yo fui, pues ya no
me dejaba tranquila la curiosidad. La Kádar me recibió en el vaho cálido de su cocina;
estaba lavando ropa; trabaja todo el día. «Dígame, tía Kádar, ¿qué contiene el paquete que
el señor Sinka le entrega todas las mañanas?» «Un ladrillo, hija», me contestó. «¿Un
ladrillo?» «Sí, hija, sí; por la mañana, se lo pongo en el horno, allí se está calentando hasta
la noche, pues tengo encendido el fuego durante el día. A mí no me cuesta nada, y a él, el
ladrillo le calienta la cama, pobrecito. Ya ve usted, señorita, qué práctica resulta la gente en
esta gran penuria de combustibles…»
Rózsi solía traerle a Miett, cada noche, historietas semejantes, que echaban luces
curiosas sobre las vidas oscuras que se encendían entre las paredes de aquella casa. Una
noche, Miett le preguntó, con los párpados medio entornados y mirándola con malicia:
—Oye, tú, dime… ¿el señor Szücs te hace aún la corte?
—¿A mí? ¡Válgame Dios…!
Tomó el pañolón, y levantándose de un brinco de la silla, salió, riéndose.
Miett la siguió con una mirada alegre. Se fijó en el talle esbelto de la muchacha; en sus
formas casi señoriales; le pareció que irradiaba siempre, con su eterna alegría, sus risitas y
su charla agradable, cierta atmósfera de frescor y de limpieza, de campo de flores
silvestres.
Unos cuantos días después, inesperadamente, Miett tuvo noticias de Koretz. El
negociante mandole una carta, y un saco de harina de la mejor calidad.
«No la sorprenda tan extraño regalo —le decía en la carta—, puesto que esto sustituye
hoy los ramos de flores o los bombones…»
Hacía tiempo que los víveres estaban racionados.
Miett llamó a Koretz por teléfono, agradeciéndole efusivamente el envío. La
conversación terminó, invitando a Koretz a una taza de té en su casa. También el padre
estuvo presente, y los dos hombres conversaron agradablemente durante largo rato, como
dos personas serias que saben cambiar frases muy sensatas sobre la situación, las
circunstancias económicas y las perspectivas de la contienda.
Miett asistió a la conversación como si hablasen en algún idioma extranjero, pues
nunca abría un periódico y sentía horror por todas las noticias referentes a la guerra.
Koretz mostrose algo tímido y cohibido con respecto a Miett. A veces, mantenía la
mirada sobre ella, y en sus ojos serenos y pardos se reflejaban claramente la curiosidad y la
fascinación.
Miett procuraba eludir aquellas miradas, y fuera de las manifestaciones usuales de
cortesía, procuraba no avivar en nada los sentimientos de Koretz. Sentía claramente que
tras los modales respetuosos y corteses de Koretz, se escondían los sentimientos serios y
profundos del hombre maduro, que ella hubiera podido encender con una sola mirada.
Pero, precisamente por saberlo, era en extremo precavida. Sabía que Koretz nunca podría
representar para ella más que un amigo agradable y sereno, y quería conservarlo como tal.
Después de la visita, quedaron en contacto. Koretz la llamaba a menudo por teléfono,
preguntándole si necesitaba algo. La trataba con una especie de tutela; pues entonces ya
las adquisiciones domésticas comenzaban a preocupar y la dificultad de encontrar víveres
hacía insoportable la vida.
Poco a poco, llegó la primavera.
Un día de abril, murió el médico director de un elegante sanatorio de Buda. Esta
defunción influyó en la vida de Miett por el hecho de que el puesto vacante fue ofrecido al
doctor Varga. Pocas semanas después, los Varga se trasladaron a vivir al sanatorio.
Miett miraba desde la ventana cómo los obreros de la empresa de transportes bajaban
por la escalera, uno a uno, con sus cuerdas tendidas sobre el hombro, aquellos pesados
muebles.
En los últimos tiempos, tenía bastante poca relación con el doctor y su señora; sin
embargo, ahora se sentía invadida por una gran tristeza. Le parecía que aquellos muebles
le eran arrancados a su propia vida interior; que lo pasado se alejaba con un paso más; y
que, en el piso vacío de los Varga, quedaban consumidos sus recuerdos de adolescencia,
mientras crecía en torno suyo, cada vez más intensamente, la sensación de la soledad y del
abandono.
Una tarde se trasladó al Vár[44] para arreglar en el Ministerio el asunto de las pagas
atrasadas de Pedro, pues ahora sentía incluso las faltas de aquellas cantidades
insignificantes.
Esperaba el funicular para bajar, sentada en un banquillo de la estación superior,
cuando, de repente, vio a Golgonszky.
Miett sintió que el palpitar violento del corazón le repercutía por todo el cuerpo, desde
la cabeza hasta los talones. Notó que se ponía pálida como la cera, y que todas sus fuerzas
la abandonaban.
Golgonszky estaba más cerca de la entrada, en donde esperaban aún otras personas,
de modo que corría el peligro de perderle de vista ante la muchedumbre. En el primer
instante, pensó que hubiera podido pasear, llegando hasta él naturalmente, como si no lo
hubiera visto. Sin embargo, se quedó sentada, pues experimentaba el presentimiento de
que bajo la figura de Golgonszky se acercaba inexorablemente el Destino, dirigido por
fuerzas invisibles y extraordinarias, y que era inútil todo intento de evitarlo o de ir a su
encuentro. Se abandonó, pues, al azar.
Golgonszky había plegado el periódico, mirando distraídamente a su alrededor, y notó
la presencia de Miett. Inmediatamente se apresuró a saludarla.
—¡Cuánto tiempo sin verla! —dijo con ternura, después de saludarla y estrechar su
mano.
—No salgo nunca… —dijo Miett, pronunciando las palabras con cautela y haciendo lo
posible para ocultar la profunda emoción interna.
Se pusieron a conversar, sin notar siquiera que el funicular había llegado y emprendido
otra vez la bajada, sin ellos.
—¿Adónde va usted? —preguntó Golgonszky.
—A casa.
—¿No tiene ganas de dar una vuelta?
Miett miró el reloj, como si de él dependiera su decisión.
—¿Por qué no?
Se fueron andando, y llegaron pronto al Bastión de los Pescadores, por donde apenas
transitaba nadie.
—¿Qué es de su vida? ¿Qué hace? ¿Cómo pasa los días? —preguntaba Golgonszky.
Y antes de recibir contestación, añadió:
—¡Me da tanta lástima usted!
—¿Por qué?
—Porque lo que pasa ahora a la humanidad es lo más cruel que se pueda imaginar. Ahí
está, por ejemplo, usted.
—¡Oh, yo soporto mi sino con resignación! —dijo Miett humildemente.
Golgonszky no dejó interrumpir su pensamiento, y continuó, emocionado:
—Dios había creado a usted para vivir, para brillar, para deleitarse y para deleitar
también a los demás, mientras durase su belleza y su juventud. Usted tiene algo que capta
inmediatamente la imaginación de los hombres. Es usted tan bella que asombra a todo el
mundo. Al entrar en un salón, a las mujeres les causa abatimiento y en los varones
despierta aquella clase de nostalgia que invade forzosamente a cualquier hombre cuando
ve a una mujer extraordinaria e instintivamente se percata de que nunca podrá ser suya.
Usted es algo más que una mujer bella. Usted va irradiando el hechizo de lo inaccesible, y
precisamente esto le presta mayor atractivo. También a mí me tiene impresionadísimo.
Usted me perturbó, llenándome de sensaciones inquietantes y raras. Recuerdo que, cuando
la vi por primera vez, usted estaba sentada bajo la pantalla de una lámpara, y yo me
apoyaba en la chimenea, contemplándola, con el corazón agitado, como si sintiese la
proximidad de una aparición inasequible en la cual se sintetizasen todos los enigmas de la
vida sobre los cuales reflexionamos y que solicitan nuestra meditación: aquellos enigmas
que nos imaginamos como excitantes de los deseos más escogidos de nuestra alma y de
nuestro cuerpo, y de nuestro gusto estético más elevado Mire usted: yo soy un cínico. Suelo
afirmar siempre en mí los derechos del Yo, suelo luchar por él encima de todos los
obstáculos, y me siento locamente atrevido para conquistar cuanto se me antoja. Y esto
apaga en mí los terribles accesos de ardorosa sed, cura las heridas que torturaron a todos
los hombres. Cuando la vi por primera vez, me puse a contemplarla como los hombres
miramos a todas las mujeres hermosas. Luego la miraba con avidez creciente, y me decía:
«Sí, es ella, la que me había imaginado tantas veces», y con el furioso apetito de la fiera
sentía que era la presa cuya dulce sangre hubiera podido absorber en mis propias venas.
No me importaba lo que podía sentir usted, lo que podía pensar de mí, ni la imagen que
pudiera tener. Lo importante es que, en mí, empezó a arder aquella energía feroz…
¿Hubiera podido triunfar? No lo sé. Creo que sí. Pero ya ve usted, soslayé la lucha, con sus
mil excitaciones, pero sus resultados imaginarios, por la coincidencia de una posibilidad
que me hacía estremecer el corazón. Porque la vida superior es ésta. Lo más hermoso en el
mundo, ¡es la persecución! Perseguir la vacilante voluntad de una mujer, ¡cómo una fiera!
Retrocedí ante la lucha, pues me pareció una ignominia. Usted tiene un marido que no
puede defenderla; hubiera sido una cobardía que mi conciencia no habría podido soportar.
Si usted fuera una mujer independiente, o si su marido estuviera aquí, para poder
quitársela, con los dientes y con las uñas, por la fuerza, con el revólver en la mano o con
ternura, o dándole explicaciones, o por la superioridad intelectual, o por dinero… sería otra
cosa. Pero así… el ausente tiene tanta fuerza que yo no puedo medirme con él… ¿Es así?
—En efecto, es así… —contestó Miett en voz baja, atemorizada por unas palabras que,
al mismo tiempo, la habían llenado de indecible placer.
Golgonszky se quitó el sombrero y entregó la cabeza al frescor de la brisa del Danubio.
Se detuvieron junto a la baranda de piedra, y miraron el panorama del río y de Pest. La
ciudad se extendía a sus pies con sus cúpulas, torres y pardos tejados, envuelta en un vaho
ligero, enviando hasta ellos, muy atenuado, los ruidos de su activa vida.
—Vea —dijo Golgonszky—, usted es prisionera como su marido. También usted tiene
deseos y aspiraciones a los que acaso no pueda ni dar nombre. Qué duda cabe que así es,
pues la vida tiene quejas poderosas y quejas crueles, como la garganta de un oso vigoroso,
y esta queja atraviesa las paredes de la casa en la que está encerrada; y yo experimento
muchas veces la sensación de que las escucho y las oigo.
Miett no contestó. Con el dedo enguantado trazaba jeroglíficos en el muro de piedra.
No tenía fuerza para protestar, ni valor para ·mirar a Golgonszky.
Tenía la impresión de que Golgonszky al decir aquello, leía en el fondo de su alma.
—Yo no sé —continuó Golgonszky— cuál de ambos cautiverios es más duro y más
penoso. A él, le tienen encerrado en una barraca, y le custodian con bayonetas. Pero usted,
usted ha tenido que ir construyendo en torno suyo con sus propias fuerzas la barraca y las
bayonetas amenazadoras. Allí, la vida se ha convertido en monótona, sofocante,
adormecida. Allí, las jornadas se sumergen en una extraña indiferencia bárbara; pero usted
vive aquí, en esta maravillosa ciudad ebria, donde hasta las piedras cantan, donde la fiebre
de la vida se infiltra por las paredes y por los muros, y todo cuanto usted ve en torno suyo
excita, emociona, tortura…
Miett exhaló un suspiro, que parecía de liberación. Luchaba por no revelar la emoción
de su alma.
Lloviznaba. Emprendieron, lentamente, el regreso.
—Yo he de volver ahora al frente —dijo Golgonszky— y durante mucho tiempo no
volveré a verla. Es posible que no vuelva a verla jamás…
Luego añadió:
—Por muchas causas. En el frente, también se puede morir, aunque eso me deja sin
cuidado. Creo que la verdadera razón reside en mí mismo… Usted habrá notado que hasta
ahora he preferido evitarla…
Caminaron uno al lado de otro durante largo rato, sin decir nada. Mil pensamientos
confusos se perseguían en el alma de Miett, en caótico remolino, más no conseguía sujetar
ninguno; todos resbalaban escapándose, al querer formularlos. Sin embargo, hubiera
querido decir algo, y en el vértigo de su felicidad, buscaba desesperadamente una palabra
que pudiera deslizarse en el corazón de Golgonszky para quedarse allí, como un objeto
pesado. Mas no se le ocurría absolutamente nada. Y el no conseguirlo no le disgustaba,
porque se daba perfecta cuenta de que su silencio tenía alma y alas y que también
Golgonszky comprendía e interpretaba su mutismo.
Llegaron sin proferir palabra hasta la parada del tranvía. Poco después llegó el vehículo
con fuertes chirridos, saliendo del túnel.
Miett le tendió la mano.
—Tal vez aún volvamos a vernos —dijo en voz baja y con extraño calor; y durante un
instante, abandonó su mano en la de Golgonszky.
Golgonszky se quedó allí hasta que el tranvía se puso en marcha. Desde la plataforma,
Miett continuó mirándole fijamente.
Al llegar a casa, en el recibimiento, cogió del suelo a Tomi, lo levantó con los brazos
tensos en el aire, luego se frotó la nariz contra el hocico del perrito y le envió besos a cierta
distancia. Por fin, con un movimiento brutal, lo apretó contra el corazón y lo dejó caer con
gesto habitual en ella.
Sentíase arrastrada por una formidable alegría Se paseaba por la habitación, silbando y
cantando, aunque nunca solía hacerlo. A su paso, daba golpecitos con sus dedos a los
muebles y al espejo del armario, como si quisiera extraer movimientos musicales de los
objetos inanimados.
Luego, cruzó las manos, por detrás de la nuca, continuando el paseo, perdiendo casi el
equilibrio en las vueltas.
«Volverá…», se decía a media voz, sentándose ante el piano y abriendo una partitura.
Apenas sabía tocar, no tenía talento musical, pero entonces apoyó atentamente las
hermosas manos sobre las teclas y tocó.
Durante muchos días, no fue a ninguna parte. A veces, se pasaba largas horas en el
rincón, junto a la estufa, que era su lugar preferido, palpando con la mano su esmalte, y
fijando vagamente la mirada en algún invisible objetivo. O se echaba sobre el diván, y se
entregaba a sus ensueños, con los ojos abiertos. Luego, cerrándolos, volvía a vivir la escena
del Bastión de los Pescadores, oyendo de nuevo las palabras de Golgonszky, viendo la
frente acariciada por la brisa, junto a la baranda de piedra del bastión, mirando hacia las
nubes, con el pelo gris azulado, sedoso como las plumas de los pájaros, pegado a sus
sienes.
Pasaron así, entre sueños, varias semanas, y entonces el tiempo pareció tener alas.
Una tarde, recibió la visita de Matilde.
—Pronto llegará el verano —dijo a su amiga—, y es desesperante que no podamos ir a
los balnearios de Occidente. ¿Por qué hay guerra? No nos queda más remedio que recorrer
otra vez Alemania…
—Llevadme con vosotros —dijo Miett, sin levantar la mirada, mientras servía café de
una cafetera de plata vieja.
La alegría impregnó el rostro de Matilde.
—¿Vendrías de veras?
—No, ha sido una broma; aunque quisiera, no me sería posible…
Y quiso cambiar de conversación. Pero Matilde no la dejaba tranquila.
—De verdad, ¿por qué no podrías acompañarnos? Estaríamos muy contentos, y
también a ti te haría un gran bien viajar un poco…
—¡Oh, no sería fácil…! No tengo vestidos…
—¿Vestidos? Enséñame tu ropero.
Matilde se puso a escoger con mano maestra entre los abrigos, trajes de viaje y
sombreros, todos de género bueno, anterior a la guerra, y de calidad inmejorable. Miett
solía comprar siempre en las mejores tiendas.
Matilde ahora ya no toleraba contradicción alguna.
—Lo arreglaré todo con tu padre… —dijo, y desapareció con movimientos ligeros tras la
puerta del despacho.
Tres semanas después salieron de viaje.
Miett disfrutaba mucho con aquella comodidad, para ella aún inédita, que se siente al
viajar cuando otra persona se encarga de todo, y especialmente cuando esa persona no
necesita reparar en gastos. Viajar es un arte, y Cserey era maestro en él.
Pasaron unos días en Viena, y luego fueron en dirección a Salzburgo.
Después, se dirigieron a Berlín, en donde las privaciones de la guerra se reflejaban ya
claramente, hasta en las calles, en la cara de la gente, pero en donde el dinero siempre
logra encontrar sitios recónditos donde anida el lujo.
A veces Miett, con el corazón encogido, veía esfumarse en manos de Cserey pequeñas
fortunas, pero, al parecer, aquella era cosa habitual en aquel matrimonio.
Marido y mujer rivalizaban en hacer a Miett aquel viaje verdaderamente inolvidable,
alegre y cómodo. La colmaron continuamente de atenciones, como si constituyera un
placer especial.
Por fin, se fueron a Swinemünde, a orillas del mar.
Ya era verano, y los días, sofocantes.
Quien ve el mar por primera vez en su vida, se encuentra con Dios. Y Miett aún no había
visto el mar.
Se detuvo en la orilla y escuchó el tronante y majestuoso oleaje. En medio de aquella
música de lo Infinito, pensó confusamente en Pedro.
Durante algunos días, solía bajar a menudo a la playa, abandonando su cuerpo a la
suave caricia de las olas, y gozando mucho sintiéndose tan ligera en el agua.
Esos baños de mar le hicieron descubrir los matices de una soledad de una nueva
especie. Pasó largas horas sentada en una roca saliente, disfrutando de la brisa
embriagadora del mar. Miraba hacia lontananza, sin mover siquiera la cabeza, mientras mil
pensamientos, entre dolorosos y gratos, le penetraban el corazón, sintiendo en la cara las
cosquillas de las gotas de agua que se iba secando.
Pensó en Golgonszky, y a través del estruendo del viento y de las olas, oía su voz.
Una tarde, cuando se paseaban los tres por la playa, inesperadamente, como si surgiera
de repente del suelo, Golgonszky fue a su encuentro.
Llevaba un ligero traje de verano y su rostro estaba tostado por el sol.
Parecía algo cohibido. Evitaba la mirada de Miett, como si no quisiera notar el efecto
que producía su inesperada aparición.
Dijo que teniendo asuntos en Berlín y aprovechando la ocasión había ido a pasar unos
días cerca del mar.
Tardaron mucho en poder quedarse solos los dos, y únicamente después de haberse
agotado ya las preguntas de tan inesperado encuentro, los Cserey se detuvieron ante un
quiosco de periódicos.
Miett y Golgonszky se adelantaron, paseando.
—No me encuentro aquí por mera casualidad —dijo rápidamente Golgonszky, con voz
sofocada, mirando hacia atrás, para calcular cuánto tiempo les quedaba para hablar sin
que les estorbasen.
Su voz estaba imbuida de pasión y dolor.
—La estuve buscando en Budapest, y me enteré de que estaba por aquí… No he podido
aceptar la idea de no volverla a ver, y aquí me tiene. No sé lo que me pasa. Usted plantó en
mi alma un sentimiento que lo arrolla todo, sin dejar sitio para otros pensamientos… No soy
capaz de dominarme. He agotado en mí cuanto se llama razón, voluntad, energía,
prudencia… No he venido por decisión propia… Me siento impotente… Me ha arrastrado
hacia aquí una violenta fuerza extraña.
Al decir esto, se interrumpió, dando muestras de una fuerte lucha interior. Se quitó el
sombrero para que la brisa refrescara su frente. Miró con las cejas contraídas hacia la
lejanía, como si esperara una respuesta del bramido del mar.
Entretanto, los Cserey les habían alcanzado de nuevo.
—Ivan, espero que cenará con nosotros —dijo Matilde, y entregó a Miett las revistas
ilustradas más recientes. Porque su gentileza se extendía hasta esas nimiedades.
Cenaron en la terraza del hotel.
Después de cenar, los Cserey estaban invitados a la casa veraniega de un diputado
alemán, mas Miett declinó la invitación, pues le parecía insoportable la idea de quedarse
hasta medianoche en compañía de gente extraña.
Nunca en su vida había deseado tanto la soledad; y, después de cenar, subió
directamente a su habitación.
Dejó la puerta abierta, para que entrara el aire. Se echó en el sofá, cerró los ojos,
escuchando el lejano ruido de las olas, entrecortado a veces por el sonido melancólico de
las sirenas de los barcos. Permaneció así largo rato, casi desvanecida por la intensidad de
las sensaciones. Una mano le colgaba inerte, hasta la alfombra.
Aún había claridad afuera, pero, poco a poco, los contornos de las cortinas que
enmarcaban la ventana fueron esfumándose. A través de la ventana abierta, entraban
frescas y tonificantes brisas marinas.
Habría pasado en aquella posición mucho tiempo, cuando de repente se sobresaltó al
oír pasos en el corredor, cerca de la puerta.
Se llevó asustada la mano derecha a la frente, y miró fijamente hacia la entrada, pues
se daba cuenta de que era Golgonszky el que se acercaba. El corazón le latía fuertemente.
Golgonszky apareció en el umbral. Se acercó, y Miett se levantó. Se miraron fijamente
unos instantes. Durante el silencio, hubo en ellos un remolino de pensamientos
vertiginosos.
Miett se sintió perdida.
El susto la dominó, estremeciose y se retiró hasta la mesa. Sintió que iba a echarse a
llorar, se retorcía desesperadamente las manos y miró a Golgonszky con extraña expresión
de terror. Por· fin dijo jadeante, con dificultad:
—Se lo ruego, Golgonszky… Le suplico que me deje… Ya ve que soy débil… Usted no
puede hacer esto conmigo… Por el amor de Dios, déjeme sola…
Pronunció estas últimas palabras, casi llorando.
Golgonszky la contempló durante un instante, inmóvil. Su cara estaba pálida como la
cera.
Se inclinó sin decir una palabra, y salió.
Miett se sentó junto a la ventana, recibió carta de Budapest, en la que Elvira le
comunicaba, con términos exageradamente atentos y circunspectos, por lo que sus frases
le provocaron mayor inquietud, que su padre se había encontrado extraordinariamente mal
en aquellos últimos días.
Tomó el tren inmediatamente.
11

En el patio del «Hotel de la Miseria» había mucho sol y los oficiales formaban un grupo,
con caras circunstanciales, ante el objetivo del fotógrafo judeoalemán, para hacerse
retratar con motivo del segundo aniversario de su cautiverio.
Por deseo expreso de Mezei, se habían situado sobre los escalones de la entrada, para
que se pudiera ver por encima de sus cabezas el rótulo oficial de «Casa Húngara»,
adornado ex profeso para estas ocasiones con ramos de árbol y minúsculas banderas
nacionales, con los colores rojo, blanco y verde.
Eran catorce. Zamák había dedicado dos días de trabajo a plancharse los pantalones,
para que en la foto se viera bien la raya.
Mezei ocupaba el centro del grupo, por ser el más antiguo en el escalafón y, por lo
tanto, el comandante nominal. Neteneczky, que ya por temperamento era obsequioso, le
obligó incluso a sentarse en una silla. Mezei se cruzaba de brazos y enderezaba el busto,
para que se le viera mejor, como personaje más importante del grupo. Detrás de él, a
diestra y siniestra, estaban Vedres y Bartha.
Vedres estaba casi cuadrado, y, sin saberse por qué, había adoptado un continente
severo, amenazador y ya de antemano había fijado pacientemente la mirada en un punto
invisible, como si contemplase hostilmente algún pájaro en un árbol.
Bartha se apoyaba familiarmente en la silla, y tapándose la boca con la mano, reía
continuamente, pues no conseguía apartar la mirada de los pantalones del fotógrafo,
prenda que parecía haber salido del rincón más oscuro de algún bazar tártaro. Estaban
rotos por detrás, y una pieza de remiendo le colgaba. Por debajo, eran ridículamente
estrechos, acabándose en acordeón sobre las pantuflas viejas, con las puntas tiesas, como
una góndola.
El fotógrafo, que respondía al nombre de Herr Gützoc, daba unos saltos ante la
máquina con sus largas patas, como una grulla borracha. Mientras arreglaba la colocación
del grupo, se llevaba la mano nerviosamente ya a las gafas, ya a los pantalones, pues
ambos mostraban tendencia a caerse. Era un tipo divertidísimo, y entre brinco y brinco,
gritaba:
—Nur ein Monument, meine Hersschaften![45].
Cuando, por fin, tuvo el grupo más o menos preparado, se sujetó la barbilla con el
puño, y les contempló con la cabeza ladeada, sin encontrar el grupo a su gusto de ninguna
manera.
A la derecha de Mezei hallábanse los tenientes Lukács, Szentesi y Hirsch. Lukács ponía
la cara sentimental y dulzarrona que le era habitual, y que tanto detestaban sus
compañeros. Había en él algo misterioso; detrás de sus sonrisas y amabilidades parecía
esconder siempre algún pensamiento insondable y no supo unirse a sus compañeros ni
siquiera en la fraternidad del cautiverio. Vedres le suponía capaz de venderlos a todos por
dos copecs. Lukács, como si se hubiera dado cuenta de la antipatía que irradiaba hacia él
por todos lados, se hallaba armado siempre con cierta humildad y sonrisas japonesas. De su
vida civil sólo se sabía que fue director de un Club en Budapest, especializado sobre todo
en los juegos de azar.
Szentesi, que nunca, ni en los días más difíciles, se hubiera separado de su fijabigotes
ni de su navaja de afeitar, esperaba el solemne instante de ser fotografiado con la cara
recién afeitada y con el bigote rizado, con las guías tiesas, de modo tan perfecto que daba
gloria verle. Miraba hacia el objetivo del aparato con humilde y bovina mirada. Szentesi, al
[46]
que por su baja y rechoncha estatura todo el mundo llamaba Buci , era simpático a todos,
pues sabían que era capaz de regalar a sus compañeros hasta la última camisa. Era un
muchacho sencillo, puro de corazón, cuya figura revelaba a cien pasos al tendero de
comestibles cristiano. Tenía un almacén que producía mucho, en la pequeña ciudad de Gör
(Javarino), que había heredado de su padre. Según propia confesión, había sido el peor
alumno de su provincia, y únicamente después de que su padre hubo regalado la mitad de
las existencias de su tienda a los profesores, con gran dificultad, a los veintiún años, logró
por fin aprobar el bachillerato. Aquella época fue la más terrible de su vida, y por esta razón
soportaba el cautiverio en Siberia con mayor facilidad. Después del bachillerato, sirvió
como voluntario un año, privilegio a que su flamante título le daba derecho, casándose
después inmediatamente. Al estallar la guerra, ya tenía cuatro hijos, los dos primeros,
gemelos.
Hirsch había sido corredor de una gran compañía de Seguros en Budapest. Era el
muchacho judío más flaco y de cuello más largo de la tierra, pero, a pesar de su destacada
fealdad, tenía rasgos simpáticos y era ingenioso. Se mantenía siempre encorvado y parecía
un anzuelo en espera de que alguien picara en él. Nunca llegó a emanciparse de su modo
de pensar profesional, y por una deformación muy comprensible, debida a su oficio, aun en
aquellos momentos cavilaba, para el caso de que fuese posible, las condiciones y la
cantidad por las que hubiera podido firmar un seguro de vida al saltarín fotógrafo.
A la izquierda del grupo, estaban Altmayer, Csaba y Szabó. Altmayer era hijo de un
fabricante vienés de cajas de cartón. En su mocedad había demostrado inclinaciones hacia
la pintura, y declarose inepto para continuar el oficio paterno. Estuvo estudiando durante
muchos años en Múnich, en donde, en vez de ir a las Academias de pintura, aprendió las
canciones populares en las cervecerías, lo cual le fue muy útil en el largo período de
cautiverio. Para explotar debidamente aquel caudal de canciones, Altmayer había
organizado un coro a cuatro voces, con Bartha, Rosiczky y Szabó.
Szabó fue arrojado allí desde un rincón de su Transilvania natal, en donde había
trabajado como pasante de abogado, y Csaba había sido intendente en los latifundios de
algún conde de la Transdanubia. Por lo cual, al pasearse por el mercado de cereales, se solía
detener ante los sacos de los vendedores, sopesando los granos de trigo de la región de
Tobolsk.
—¡Lo que se podría extraer de estas tierras, amigo! —solía decir.
Con Szabó —el cual había perdido toda esperanza, aun en tiempos de paz, de aprobar
el examen de abogado, y se arrojaba con gusto a cualquier proyecto de aventura— solían
planear día y noche que, una vez acabadas las hostilidades, venderían todos sus bienes en
Hungría, para establecerse en Siberia como arrendatarios de tierras. Sólo sería preciso
instalar una huerta de unos acres. El proyecto no parecía imposible de realizar, pues en las
cercanías de Tobolsk, las tierras se arrendaban a precios tan bajos, que, comparados con los
precios de Hungría, podían considerarse regaladas.
Szabó, que tenía la imaginación muy viva, ya se veía en medio de un gran latifundio,
enriquecido y con una enorme barriga. Csaba inició el cultivo, entretanto, en un rincón del
patio separado ex profeso. Recordó que, al llegar, habían llevado gran cantidad de estiércol
desde el patio del «Hotel de la Miseria» a orillas del Irtis, y que ahora se podrían cultivar allí
en gran escala coles rusas y tomates. Con su sistema personal de abonar y regar la tierra,
logró ya, desde el primer año, una cosecha tan abundante, que hasta en el mercado de
Tobolsk la gente se quedó admirada.
Aquel muchacho húngaro, moreno de cara, que tenía una mirada cálida, rebosaba de la
pasión de enseñar e instruir. No se quedó tranquilo hasta que no consiguió reunir en torno
suyo a sus compañeros, explicándoles con la cara radiante de entusiasmo los diferentes
métodos de abonos artificiales, transformando en poco tiempo a todo el grupo en
apasionados agricultores.
Tan sólo Lukács y Kölber no habían cambiado.
Lukács se pasaba el día tomando apuntes y dibujando figuras misteriosas en el papel.
Había descubierto, según propia confesión, un nuevo juego de naipes, que llegaría a
conquistar el mundo. Kölber tenía apenas tratos con nadie; era preciso sacarle las palabras
con tenazas y sólo vivía para su diario íntimo, cuyos cuadernos apenas cabían ya en el
cajón de su mesa.
Los demás, en cambio, encontraban cada día mayor gusto en los trabajos agrícolas.
Cada cual tenía su propia parcela de sembrado, y la huerta se extendía hasta el lecho del
Irtis. Csaba les aseguraba que en el año próximo la ganancia era segura.
Bartha regresó una noche acompañado de un enorme perro blanco; había podido lograr
que le siguiese mediante un trozo de salchicha, desde las cercanías del Gobierno civil. El
perro se parecía mucho a los mastines de Hungría, pero tenía formas más alargadas, casi
de lobo, y el collar denotaba que pertenecía a una casa señorial.
Le bautizaron con el nombre de Camarada, declarándole propiedad común. Al
principio, Camarada tuvo dificultades para acostumbrarse a un ambiente tan extraño, y
sentía aversión sobre todo hacia Neteneczky, el cual se le acercaba siempre con palabras
halagadoras, como las que se dicen a los niños pequeños. Sin embargo, viéndose rodeado
de tantos testimonios de simpatía y cariño, llegando a encontrar satisfactoria hasta la
comida, se amistó con todos y les entregó su corazón. Para él, el «Hotel de la Miseria» se
había transformado en un verdadero paraíso, pues desde la mañana hasta la noche todo el
mundo se ocupaba de él, de modo que empezó a darse cuenta de su importancia.
Como compañero de cama, había escogido a Zamák, el cual le iba contando, por las
noches, sentado en el umbral de la casa, hasta la vida de su abuela. Había inventado para
el uso exclusivo de Camarada un idioma canino, y el perro parecía escuchar aquellas
historias con mucha paciencia y con la mirada visiblemente atenta.
El retrato del grupo no hubiera sido completo sin Camarada. Tras largos conciliábulos,
le mandaron acostarse a los pies de Mezei, en el centro del cuadro.
Después de haber colocado también a Neteneczky, Lajtai, Rosiczky, Kölber y Pedro,
Gützow dio la señal de callar y de inmovilizarse definitivamente. Pedro estaba en el
extremo derecho del grupo. Con la barba enmarcándole la cara, en forma circular, se
parecía mucho a los retratos de juventud de Lajos de Kossuth, el libertador húngaro.
Los asistentes comentaban con gran excitación aquella fotografía, detrás del aparato.
Antes de que el señor Gützow abriera el objetivo, Bartha les gritó:
—Veo por vuestros hocicos que os estáis muriendo de ganas de poder figurar en el
cuadro. ¡Bueno! ¡Venid! ¡Agazapaos a nuestros pies…!
Los asistentes obedecieron haciendo muecas; y a Zamák fue preciso obligarle a echarse
a la fuerza, pues, pretendiendo a toda costa hacerse retratar de pie, cubría completamente
a Altmayer.
Por fin, todos estuvieron colocados. Todos esperaban inmóviles, helándose sobre sus
rostros la obligada expresión rígida de las poses fotográficas. Entonces Gützow se
arremangó la americana en el brazo izquierdo, y extendió la mano con solemne ademán de
hechicero hacia la tapa del objetivo, lanzando el grito :
—Eins, zwei, eins, zwei, eins, zwei hopp!
Después, tapó el objetivo e hizo una profunda reverencia.
Zamák lanzó un viva que los demás contestaron.
Gützow se acercó a los oficiales y les preguntó amablemente:
—Hat es Ihnen wet getan? (¿Le ha hecho daño?)
Y mientras les servía individualmente a todos aquel chiste fósil de fotógrafo, cual un
bombón, se reía, enseñando los dientes negros.
—Ja! (¡Sí!) —le contestó en voz baja y un poco enojado Hirsch.
—Wieso? (¿Y cómo eso?)
Hirsch sólo hizo un gesto con la mano. Miró a Szentesi, quien asintió también con
amarga sonrisa.
El señor Gützow no comprendía por qué los corazones de los oficiales prisioneros
quedaron invadidos precisamente aquella fecha por una profunda tristeza. En aquella
mañana, se cumplía el segundo aniversario de su cautiverio. El año que pasaba
lentamente, se detuvo aquella mañana por encima de ellos un instante, se colocó sobre el
trapo negro que cubría el aparato del señor Gützow y les miró de hito en hito desde allí,
con expresión hostil, atravesándolos hasta el corazón a todos.
Cada uno se formuló la pregunta : ¿Hasta cuándo? ¿Cuánto durará aún esta
enloquecedora monotonía? ¿Cuándo se acabaría aquel terrible infierno, que les hacía
pudrir poco a poco sus cuerpos y sus almas?
La esperanza de la paz flotaba continuamente en torno de ellos, como una paloma
mensajera que viniera a sentarse de vez en cuando en el tejado cubierto de musgo del
«Hotel de la Miseria».
Al volver, por las noches, de la ciudad, cada cual traía alguna noticia, oída ya en los
campamentos alemanes, ya a los mercachifles judíos, ya a los civiles rusos conocidos.
Compulsaban todas esas noticias hasta la doce de la noche, en el «salón». Apoyaban los
codos, soñolientos, sobre la gran mesa redonda, y discutían excitados cualquier novedad
algo más misteriosa.
Ya hasta ellos estaban enterados de que la disciplina del ejército ruso estaba minada.
Los artesanos, comerciantes o campesinos rusos que entraban en conversación con ellos,
ya no lo ocultaban. Todos anhelaban con ansia la paz. Las aldeas del Norte de Rusia
escondían a muchos centenares de desertores. Se propagaba la leyenda de que el Padrecito
quería concluir, la paz por encima de todo, y que en secreto, ya había establecido contacto
con el emperador Guillermo. Fue Zamák quien trajo esta noticia, explicándola con una cara
tan sigilosa como si media hora antes hubiera conversado con el propio zar en persona.
No cabía duda de que el proceso de disolución de Rusia había alcanzado hasta el patio
del «Hotel de la Miseria», como el humo sofocante de los incendios de las tundras nórdicas,
manteniendo en los cautivos un continuo estado de excitación y ansiedad. Había quienes
se transformaban en empedernidos optimistas, mientras los otros se contentaban con
hacer un gesto resignado con la mano.
Pedro no pertenecía a ninguno de ambos bandos. A veces, a raíz de alguna que otra
noticia favorable, se entregaba completamente a la alegría, para caer luego en la más
negra apatía.
Vedres, que pertenecía al partido optimista, había apostado cien rublos con Csaba a
que para Navidad estallaría la revolución en Rusia, y que a la primavera todos estarían ya
en sus casas. Csaba, que proyectaba una gran campaña hortícola para la primavera, no
quería ni oír hablar del hecho. Naturalmente, ninguno poseía los cien rublos apostados, a
pesar de lo cual tomaban el asunto con mucha seriedad.
Entretanto, los acontecimientos seguían un rumbo vertiginoso, como cuando, en las
honduras de la tierra, se desencadenan aquellos derrumbamientos interiores a través de los
cuales nadie podrá augurar dónde y cuándo provocarán un terremoto en la superficie. Sin
embargo, todos sentían claramente bajo sus pies aquellas energías en movimiento, y
esperaban con angustia el instante en que continentes enteros quedarían arrasados por el
juicio final de Dios puesto en marcha.
Ya era un secreto a voces que, en todo el país, trabajaba en escalas gigantescas la
corrupción. Sabían por un dentista ruso que, mientras en los inmensos almacenes del
puerto de Vladivostok se pudrían por vagones los víveres, allí lejos, en los frentes, el
hambre diezmaba los ejércitos.
Los ferrocarriles rusos estaban en un estado lamentable, y toda la organización se
había enmarañado, como una gigantesca red. La inmensa Federación de Ferrocarriles, que
había sido la entidad mejor organizada de toda Rusia, había caído bajo la influencia del
Partido de los Cadetes, y con ello, creyeron asegurar el destino de la dinastía de los
Romanov. Quien pudiese tener el dominio de aquellas redes de comunicación ferroviaria y
de navegación, correos y telégrafos, sería el amo, y podría hacer bailar a su gusto el cuerpo
de aquel inmenso Imperio, sujeto por la red de los carriles y de los hilos telegráficos.
La ruptura del frente de las potencias centrales, lograda por el general Brusilov,
encendió por última vez la esperanza de una victoria en la opinión rusa. Sin embargo, el
resultado de aquel gran éxito fue la inundación de aquellos centenares de miles de
prisioneros de guerra alemanes, austriacos, húngaros y turcos sobre las ciudades y cuya
manutención hacía aún subir más los precios de todos los artículos. También a Tobolsk
llegaban casi a diario nuevos grupos de prisioneros, e incluso un día llegó la orden que
prohibía abandonar el «Hotel de la Miseria», hasta las diez de la mañana; pues en aquella
hora, los mercados de la ciudad estaban ya desprovistos, de modo que los asistentes
volvían sólo con huesos de buey, hígado y col podrida. Por suerte aún quedaban muchos
peces en el Irtis. Los asistentes iban anudando grandes redes en el patio, que colgaban en
las rejas como enormes telarañas. El jefe del grupo de pesca era Gyurka Suhajda, el
asistente de Mezei, pues en la vida civil era pescador de profesión en el Tisza, y mucho
tiempo antes ya se había fabricado su propia red. Mas ahora, bajo el imperativo de la
necesidad aquel ramo industrial conoció un auge extraordinario. Csaba, Szentesi y Szabó
dirigían el trabajo, y desde la mañana hasta la noche, todos los asistentes iban al río para la
pesca.
En los alrededores de los bazares, siempre se podía saber alguna noticia. Llegaron
hasta ellos, como las sensibles vibraciones de un lejano terremoto, las noticias de los
movimientos callejeros en San Petersburgo, Moscú, Kiev, Kazán y las demás grandes
ciudades rusas, unas tras otra. Las multitudes se manifestaban a diario, a los gritos de Paz y
pan. La policía había perdido su temible prestigio, y, a la sazón, incluso las guarniciones
locales trataban a los manifestantes con mucha suavidad.
Vedres llegaba muchas veces con la cara alegre:
—Pues, lmruska[47], ¡perderás los cien rublos! —solía decir a Csaba, que hacía un gesto
con la mano.
Mientras que en las calles, las aldeas, los cuarteles y afuera, en los frentes, unos
socialistas bien organizados colocaban las minas de la revolución, en la Duma[48], en los
ministerios y en los edificios de los Gobiernos civiles, se hacía oscilar ante las narices del
oso ruso el anzuelo de la paz. Y el oso gigantesco mecía los enormes miembros, erguido
sobre sus patas traseras, y con los ojos ensangrentados bramaba medrosamente.
Hasta entonces, el mujik había ido a la guerra con fanatismo, pues estaba
acostumbrado, primero en los tiempos de paz, por Siberia, luego por la isla de Sakhalin y la
kanchuka[49], y por fin, ahora, por las ametralladoras colocadas detrás de las líneas de
fuego, a obedecer ciegamente. Aquel pueblo manso, soñoliento, de hombros caídos, que se
apresuraba a besar la mano a los popes en la calle, que encendía lucecitas eternas en sus
pobres y limpias viviendas, e incluso en las salas de espera y cantinas de la más
arrinconada estación de ferrocarriles, y que se persignaba al oír el nombre del Padrecito
Zar, conmoviéndose si en alguna parte veía el retrato barbudo y triste del soberano, perdía
poco a poco la confianza en sí mismo, primero, y luego, en los superiores, los jefes y, por
fin, en los propios popes. Su alma mansa y enferma esperaba consuelo en las doctrinas de
algún nuevo profeta, y ya le era completamente igual lo que se le predicara, y hubiese sido
capaz de ir a buscar la salvación de su alma vacilante y errabunda hasta en la muerte.
Esta inseguridad fue la causa de que, a pesar de encontrarse el inmenso territorio en
las garras del deseo frenético de una revolución, por falta de una idea directriz y de una
voluntad de jefe, tardara aún en desencadenar las llamas que surgían subterráneamente
por doquier.
El partido bélico trabajaba, reuniendo todas sus energías, enarbolando siempre la doble
cruz apostólica, y proclamando que en caso de un triunfo del Padrecito, clavaría aquella
cruz en la torre de la mezquita de Santa Sofía de Constantinopla. El Zar llegaría a ser el
Papa y pastor de la Iglesia de Oriente y reuniría en una sola grey a todos los eslavos de la
tierra. Entonces se iniciaría la otra lucha, la verdadera, contra el mundo católico, para que
se cumpliera, por fin, la palabra bíblica de una grey, un pastor. Pero el propio Padrecito era
el más desconfiado. Sólo unos cuántos oficiales de Estado Mayor fanáticos y políticos
paneslavistas furibundos propagaban el Verbo. Ellos, desde luego, gritaban con toda su
fuerza que sería criminal acabar la guerra.
Continuaba la inseguridad. El Telegram publicó la noticia de que, para la próxima
temporada de invierno, Inglaterra movilizaría un millón, y Rusia dos millones de reclutas.
Esta noticia fue la nueva manzana de discordia entre los huéspedes del «Hotel de la
Miseria».
Esta vez Csaba dijo a Vedres:
—¡Pierdes los cien rublos, amigo!
Y así ocurría, a diario. Los acontecimientos se sucedían con tan vertiginosa rapidez que
estas exclamaciones se cambiaban varias veces al día y a veces sólo en horas al compás de
bulos y rumores.
Luego, pocas semanas después, todo volvió a la tranquilidad, abriendo ante los oficiales
los horizontes grises y enloquecedores de la monotonía, sin ver la orilla por ninguna parte.
Una tarde, ocurrió un incidente desagradable en el patio del «Hotel de la Miseria».
Bartha y Csaba habían llegado a las manos. Hubiera sido muy difícil averiguar por qué y
cómo ocurrió el hecho, pues entre los compañeros nunca había habido el menor altercado.
Sin embargo, los espíritus estaban tan cargados ya de iras amargas y salvajes que
seguramente la casualidad les hizo reñir precisamente a ellos, y no a otros.
Bartha estaba sentado en el patio, bajo el olmo, y escribía una carta. Csaba se hallaba
sobre un tronco de árbol, no lejos de él, ocupado en limpiar cuidadosamente el filo de una
pala cubierta de orín. La herramienta que utilizaba en su faena provocaba sonidos
chirriantes del viejo metal.
—¡Lárgate de aquí con ese ruido infernal! —le dijo nerviosamente Bartha.
Csaba sólo le miró, continuando el trabajo.
—¡Que te he dicho que te largues! —gritó Bartha, ahora ya completamente fuera de sí.
—¡Bueno! ¡Bueno…! —exclamó riendo Csaba.
Bartha tiró la pluma sobre la mesa.
—¡Granuja!
Dejando la pala, Csaba se plantó ante Bartha.
—¿Qué has dicho?
Durante un instante, se miraron de hito en hito. Csaba amenazaba asestarle un golpe a
Bartha; pero éste se le adelantó. Ya era incapaz de dominarse, y propinó a Csaba un
puñetazo en la cara. Aquél retiró en un gesto brusco la cabeza, y el golpe le alcanzó el
cuello.
En el instante siguiente, Bartha se tambaleó, pues el puño huesudo de Csaba le había
dado bajo el ojo. La mesa se volcó, rodando el tintero por tierra, y la tinta con que Bartha
estaba escribiendo la carta a su madre se vertió en el suelo.
Se produjo una lucha tremenda. Los dos hombres se arremetían con furia.
Vedres y Rosiczky bajaron precipitadamente de sus cuartos; Szentesi y Lajtai vinieron
corriendo desde la huerta.
Vedres fue el primero en separar a los contendientes.
—¡Muchachos! Pero, ¡muchachos! —gritaba desesperado y triste.
Costó gran trabajo separarlos. Ya los brazos de ambos estaban sujetos por sus
compañeros, y aún se miraban jadeantes y pálidos. La mejilla sin afeitar de Bartha, pálida
como la cera, estaba abierta por una larga herida, bajo el ojo. La sangre le corría hacia la
boca y goteaba sobre el cuello sucio de la camisa.
Acompañaron a Bartha a su cuarto, y Mezei discutió largo rato con él.
Csaba entró en el «salón», sentándose en un rincón sombrío.
—¿Cómo ha ocurrido vuestra riña? —preguntole Rosiczky.
Csaba no le contestó. Miraba fijamente al suelo, frunciendo el entrecejo.
Aquella misma noche hicieron las paces. Bartha bajó al «salón», se acercó a Csaba, le
tendió la mano y le dijo:
—Szervuz, Imre[50].
Csaba se levantó de un brinco. Quiso sonreír, pero no lo consiguió. Se estrecharon las
manos sin mediar palabra.
No obstante, durante varios días permanecieron tristes los dos, y no se oyeron sus
voces. Bartha no salió de su cuarto durante cinco días, hasta que se curó su herida.
Pedro, en los últimos tiempos, solía ir a misa los domingos, a una de las iglesias de la
ciudad superior. No era su alma muy religiosa, pero solía desembarazarse de las
inseguridades y dudas, que tan a menudo le agotaban el entendimiento, allí en la iglesia.
Arriba, en el coro, sonaban canciones de los querubines a tres voces, y la liturgia multicolor
de la iglesia rusa, junto con la piadosa unción de la muchedumbre arrodillada, llenaba de
paz su corazón.
En la mañana de aquel domingo, llegó algo más temprano. El culto aún no había
empezado. Aun había poca gente en el templo, en su mayor parte mujeres de edad,
destacándose entre ellas una muchacha joven, arrodillada detrás de los últimos bancos.
Se hubiera sentido incapaz de explicar por qué razón volvía la mirada frecuentemente
hacia la muchacha hincada de rodillas, que le había atraído la atención, con el vestidito
sencillo, calzando altos zapatos negros y con un hermoso sombrero, cuyo único adorno era
una imitación de encarnadas rosas silvestres.
No podía distinguir bien el rostro de la joven, pero aun así, en la posición arrodillada,
encontró cierto encanto agradable en la actitud de la cabeza y el gesto de las manos
unidas en ademán de rezo.
Arriba, en el coro, el órgano tocaba la Keruvinskaya. Frescas voces infantiles, atipladas
de mujer y cálidas atenoradas de hombre, elevaban hacia el cielo el canto de los
querubines. La canción angelical a cuatro voces llenaba hasta el último rincón de la iglesia.
Pedro continuó contemplando a aquella muchacha hincada de rodillas.
Al acabarse la misa, se detuvo en la puerta de la iglesia, esperando que el público
saliera del templo.
La muchacha salió entre los últimos. Pedro la reconoció desde lejos, por las rosas del
sombrero.
Al pasar por su lado, levantó la mirada un instante hacia Pedro. Tenía la cara pálida, y,
en medio de aquel rostro blanco, brillaban los grandes ojos negros. Miró a Pedro como se
acostumbra a mirar al paso a los desconocidos. Pero los ojos estaban repletos de
espiritualidad, y Pedro conservó en el fondo de su alma aquella mirada fugaz. La siguió con
la vista. La joven bajaba la escalinata de la iglesia con paso firme y cadencioso. Se dirigía
hacia la calle Mayor, pero se detuvo antes en la farmacia de Lijárov, contemplando los
frascos de perfume expuestos en el escaparate.
Pedro tuvo la ocurrencia, un instante, de seguirla y dirigirle la palabra. Mas luego volvió
la cabeza y se puso en camino en sentido opuesto, como quien no tiene el derecho a
inmiscuirse en la vida de los demás.
En casa, durante el almuerzo, aún le vino a la memoria aquel sombrero adornado con
una imitación de rosas silvestres.
12

Serían las diez de la noche, cuando Francisco de Almády se acostó. Al colocar su cabeza
sobre la almohada, sintió una debilidad rara e incomprensible. La flojedad cayó sobre él tan
bruscamente que comprendió en seguida la proximidad de la muerte.
Este descubrimiento le asustó terriblemente. Consciente de que había de morir,
calculaba, sin embargo, que el supremo trance no llegaría hasta dentro de unos cuantos
años. Ahora la seguridad de que se moría, le parecía tan incomprensible como horrenda.
Momentos antes, aún se encontraba perfectamente bien; pero ahora, como si se hubiera
fugado de su interior la misteriosa energía que llamamos vida, sintió el propio cuerpo como
vacío y frío, sobre todo en las extremidades, y sus dos manos yacían desmayadas y sin
fuerzas sobre la manta, como si el alma, al querer retirarse, hubiera evacuado primero las
extremidades, manteniendo sus últimos refugios tan sólo en los pulmones, el corazón y el
cerebro.
A su mente se asomó un sudor frío; miró fijamente el techo con mirada severa, tornada
hacia su interior.
La muerte estaba allí. Era, en realidad, asombrosa la claridad con que era capaz de
comprenderlo, y el contraste enorme que existía entre su entendimiento, en extremo
agudizado, y aquel cuerpo tan lamentablemente inmóvil.
¡Ojalá Miett estuviera con él en aquellos momentos! Pero media hora antes, cuando ella
salió con unos vecinos de casa para ir al teatro, aún se encontraba extraordinariamente
sano y fuerte. ¿Cómo pudo ocurrir esto, pues, y por qué le había sobrecogido tan
inesperadamente? En los últimos tiempos no tuvo absolutamente nada, y sólo dos meses
antes se había sentido mal, cuando llamaron a Miett urgentemente a Alemania, por carta.
Afuera, la lluvia de octubre goteaba sorda y monótonamente.
Hubiera sido mejor que Miett estuviese a su lado. ¿Por qué la dejó salir?
Imaginose muerto en la cama, con la cara amarilla, con los ojos inmóviles y vidriosos,
con las manos frías, rígidas, pesadas, muertas, y con la barba despeinada por la agonía.
Sí, sería algo terrible para Miett, encontrarle a él en tal estado. Se la imaginaba
entrando en el cuarto y desplomándose desmayada, con el grito de la demencia en los
labios. Valdría más que ahora estuviera en su cabecera. Aún le podría tomar la mano,
todavía podría mirarle a los ojos y podría decirle:
—No te asustes, no tengas miedo, hijita. La muerte es un regalo del Señor, al igual que
la vida. No es nada extraño que me muera hoy. No sufro, no tengo dolor alguno, ya ves cuán
tranquilamente te estoy hablando… Es todo tan sencillo, tan bello y majestuoso.
Si, hubiera podido hablar así a Miett. E incluso hubiera añadido:
—La muerte no significa ningún aniquilamiento. La verdadera vida comienza después,
cuando el alma se sublima completamente y entra en la gloria de Dios… Todos creemos en
Dios; no llores ni temas, pues; ¡más allá de la muerte, volveremos todos a encontrarnos…!
Tu madre ya hace tiempo que nos está esperando.
Pero todo esto, ¿sería verdad?
Algo le susurraba al oído que aquello no eran sino vanos consuelos, y que morir
significaba quedarse aniquilado definitivamente. Algo tremendo, atroz, horrible, el No Ser
más completo, algo que el entendimiento es incapaz de descifrar: aniquilamiento, silencio
y oscuridad… Esta idea le penetró con tanta intensidad en el cerebro que apretó las
mandíbulas y quiso incorporarse sobre las almohadas.
¡Sería conveniente abrir la ventana! Le parecía que se había acabado el aire de la
habitación. Sus pulmones le dolían y tenía la sensación de que respiraba fuego.
Sería necesario beber un vaso de agua. Entonces, tal vez pasaría la sensación
insoportable.
Decidió levantarse de la cama. Mas con el esfuerzo sólo consiguió poder volver un
poquitín la cabeza hacia la izquierda. Pensó en extender la mano y tocar el timbre. Pero el
brazo parecía desprendido del cuerpo, más allá del hombro y reposando sobre la manta con
la piel arrugada y las venas entrecortadas de nudos, como un miembro sin espíritu,
amputado y extraño.
Miró con ojos horrorizados aquel miembro seco que le negaba la obediencia. Le invadió
la rabia de la impotencia y de la desesperación. ¿Por qué ahora no estaría aquí Mili, para
abrir la ventana y traerle un vaso de agua?
—¡Mili! —gritó estentóreamente en su imaginación, contrariado, porque sentía su
garganta vacía y su voz sólo fue una alucinación que se perdía en una negra oscuridad, fría
y desoladora. Como si no fuese siquiera una voz suya, sino únicamente un grito del alma.
Otra vez reunió todas sus fuerzas para gritar. Pero de su garganta sólo brotó una
prolongada tos, que más parecía un gemido de ira.
Sin embargo, esta vez logró dar un sonido auténtico, lo oyó él mismo. Se daba cuenta
que, desde luego, la voz no podía ir más allá de la puerta cerrada. Después, se produjo en
la habitación un horrible silencio, como si hubiera cesado hasta la lluvia, aunque percibiera
los golpecitos del agua sobre los cristales. ¿Cómo era posible que estuviera en tal estado?
Al quitarse los pantalones y los zapatos todavía no tenía nada en absoluto. Esta
debilidad le había asaltado en el preciso momento de acostarse en la cama. Le había
invadido por sorpresa, y ahora yacía allí, impotente y entregado sin defensa a los más
horrendos pensamientos que le desgarraban el corazón como gavilanes.
Si hubiera podido moverse, todo sería distinto. Pero era incapaz de hacerlo, sus
miembros estaban sujetos ya por las enormes y heladas garras de la muerte.
Experimentaba la sensación de que le habían arrancado la garganta.
Quiso recorrer con su mirada de angustia el techo y las paredes, mas la rigidez del
cuello se lo impedía. Poco a poco fue tranquilizándose, sin embargo.
Tras el enorme esfuerzo de antes, sobrevinieron un descanso y un alivio agradables.
Antes de abandonarle su alma, al despedirse, recorría libremente toda la vida pasada.
De repente, se acordó de cuando era niño, y de un horizonte muy lejano iba surgiendo
toda su existencia.
Vio a su madre, con su alto moño a la antigua usanza, ante la puerta de la cocina, y oyó
claramente su voz. Vio las gruesas botellas con pepinos, alineadas en el frontal de la
terraza, calentándose a los rayos del sol, hinchándose el papel apergaminado
Vio el viejo aposento, el armario, el bufete y el soporte de las pipas, el canapé con los
botones blancos y las cortinas color de café que la mano de su madre estaba abriendo
indecisa, mientras los pliegues de las cortinas reflejaban la luz dorada rojiza de la puesta
de sol.
Vio a su padre con su barba circular color rojo de herrumbre, pasearse con su bastón
apoyado en el hombro por las callejuelas de la pequeña ciudad. ¡Qué extraño le parecía
que también hubiese muerto…!
Vio el gran patio de la escuela, con los saúcos, cuyos ramajes proyectaban movedizas
sombras sobre la blanca pared.
Se sintió en medio de los niños aldeanos, descalzos y sucios, en la clase, en cuyo centro
colgaba de un alambre la maloliente lámpara de petróleo, y aquel alambre parecía brillar
incandescente al rojo en los últimos rayos de sol. Afuera, en el silencioso patio, se oía el
quejumbroso sonido de la cadena de hierro del pozo. Revivió las reyertas infantiles y la
nariz de algún niño, manando sangre.
Y la campanita de la escuela, bajo el techo, con la cuerda lisa y ennegrecida…¡Cuántas
veces tiraron piedras a aquella soñolienta campanita, que emitía sonidos como si se
quejara de que la despertasen de su sueño!
Todo esto se le volvió ahora claramente en la memoria.
De pronto, se imaginaba en la clase del Instituto; veía en la gran pizarra negra una
circunferencia blanca dibujada con yeso, y oía el chirrido del yeso. Veía también alguna
fórmula debajo de la línea de la raíz cuadrada, a+b, c+d, pero estos signos ya se diluían en
su imaginación.
Y oía chasquear la basquiña de percal almidonada, encima de las gruesas medias de
ganchillo, color rosa, que terminaban en unas zapatillas de terciopelo adornadas con
sendas mariposas bordadas. Sintió en torno suyo aquella antigua cocina donde entraba la
luz de la luna; y volvía a sentir las primeras palpitaciones del corazón, y el olor del agua
grasienta de la vajilla y de los estropajos. Veía la trenza delgada y rubia clara de la
muchacha, y aún se acordaba intensamente del cuello cálido que olía a jabón de almendra.
Su imaginación febril continuaba escrutando todo cuanto se le ponía al alcance. Pero
no hacía más que rozar ligeramente las cosas, dando nuevos brincos, saltos enormes e
inverosímiles de un tema a otro, cual los reflejos de luz de un espejo manejado por la mano
de un niño.
Todos aquellos recuerdos caerían ahora en la nada.
Se vio en sus tiempos de estudiante de Derecho, con su barba rala, a la moda del
ochenta y seis. Oyó en torno suyo los ruidos de la Pest de antaño, las sonoras trompetas de
los tranvías de caballos y la sirena del barco de Mohács bajo el puente colgante.
Encontrose de nuevo en la tertulia del café Szikszay, una cálida noche de verano, sobre
el asfalto lleno de ruidos a la blanca luz de los mecheros de gas, bajo el toldo. Él solía beber
únicamente agua mineral.
Ahora veía con toda claridad, sentía en la mano el contacto frío del vaso, con aquel
líquido burbujeante y vivo en que unas bolitas plateadas subían hacia la superficie. Sus
recuerdos se detenían tal vez más tiempo en su vaso, pues deseaba agua, ¡agua!, para
apaciguar su terrible sed, agua que fuera como aquella agua mineral de entonces, fría,
acre, viva, que picaba agradablemente el paladar como si uno se tragase espinas heladas.
Frente a él se sentaba aquel Jóska Pandur con su cara de gitano, que siempre chillaba,
con el sombrero de paja caído sobre la nuca, estudiante eterno, aprisionado entre las
rodillas el inseparable bastón con puño de cuerno de ciervo.
Allí estaba sentado aquel flaco Feri Vas, discutiendo constantemente, y Gyuszi Mózes,
de cuello corto, que tenía siempre una risita seca.
Todos habían muerto ya…
De ahí, su pensamiento voló a las paredes blanqueadas de los Archivos, a cuya sombra
había trabajado monótonamente durante tantos años. La atmósfera estaba cargada del olor
rancio de los manuscritos amarillentos, y aún vio ante él al tío Kamiczki, el viejo bedel
eslovaco, con sus gruesos mostachos, que llevaba un dormán usado y harapiento, de color
castaño, y que traía siempre malhumorado el legajo pedido. Kamiczki solía tirar desde la
escalera los paquetes atados con cordel, que caían al suelo con gran estrépito, despidiendo
nubes de polvo secular.
¡Cuántos años invariables había sepultado entre aquellas cuatro paredes! ¡Cuántos días
soleados de la vida y de la juventud habían pasado entre tanto afuera, mientras él buceaba
entre los papeles viejos que exhalaban el vaho del pasado, y entre los cuales quedaba a
veces el cadáver aplastado y negro de alguna mosca!
Le vino al recuerdo la minúscula lechería, con las espesas cortinas blancas, regentada
por la señora de Filléres, viuda pudibunda, haciendo ganchillo todo el santo día, detrás del
mostrador cubierto de un linóleo que imitaba al mármol. Aquella mujer tenía los senos tan
blandos y blancos como la leche que servía a los clientes en unos pulcros vasos relucientes
por su limpieza.
¿Por qué se había detenido con tanta perseverancia en aquel tibio amor de pequeño
burgués? Él era un muchacho guapo, vestía con esmero, hijo de una excelente familia y sin
duda la vida le hubiera abierto jardinillos de amores de muy diversa calidad. ¡Qué lástima
de juventud tan mal empleada!
Su memoria voló hacia aquella muchacha, con los ojos de cervatillo, que llegó a ser su
mujer. ¡Qué hermosa era cuando inclinaba un poco su cuello! ¡Irradiaba el perfume de la
juventud y el encanto de la virginidad! ¿Quién vio mujer más bella? Su gran trenza color de
bronce parecía de seda, y los lóbulos de sus orejas, de azúcar. Su voz era musical, y la
mirada y la sonrisa sencillas y puras…
¡Y ella también había muerto! ¡Y entre qué sufrimientos y tormentos voló su alma hacia
otra vida!
A partir de aquella muerte, su vida importaba poco. Sólo eran hermosas aquellas
veladas en las noches del sábado, cuando solía tomar el tren para hacer la visita semanal a
casa de los suegros, bajo el balcón de la antigua morada solariega, a la luz de la lámpara,
con los aromas del jardín envuelto en sombras, mientras el viento traía los acordes
soñolientos de las goteras de las gárgolas.
La pequeña Miett estaba sentada sobre sus rodillas, y mientras él conversaba con el
abuelo, ella jugaba en silencio con las fruslerías que colgaban de la gruesa cadena de oro
del reloj. Sosteniendo en su manita una piedra de cornalina, le miraba y preguntaba:
—¿Ezo, es achúcar?
Pensando en Miett, sintió una honda y profunda lástima. ¿Qué le pasaría a su hija,
quedándose ahora completamente sola? Tal vez la guerra acabase algún día, a pesar de
todo. ¡La guerra! ¿Qué era lo que estaba sucediendo en el mundo? ¡Una horrible pesadilla!
Los aviones surcan los aires como águilas. Aún se acuerda del día en que oyó por primera
vez aquel raro zumbido por encima de los tejados, aquel zumbido fuerte y bajo que llenaba
el profundo patio de la casa de alquiler. ¡Cómo ha cambiado el mundo, durante su vida!
¡Teléfono, cinematógrafos, aviones…! Inventos que en su transcurso no le produjeron la
menor extrañeza y ahora se le revelaban con toda su grandiosidad.
El recuerdo de Pedro acudió en seguida a su mente, ¿qué estaría haciendo ahora?
¿Habría valido la pena vivir? ¿Para qué?
¡Cuán corta le pareció toda su existencia! Como sólo un instante fugaz. Y ahora acudía
la muerte, el misterioso fin. ¡Oh, santo Dios! ¡Cuán horrible era aquello…!
Todo seguirá su camino, los coches circularán mañana igual que hoy, y su ruido hará
estremecer los cristales de la ventana. Los mismos ruidos y voces en la calle : bocinas de
automóvil, timbres de bicicletas, todo quedará como antes. Y el perrito, ¿se dará cuenta de
su muerte?
Sería preciso rezar. Pero entonces ya sus pensamientos se detenían en otro punto. ¡Qué
lástima no haber podido compilar aquel último tomo de fallos jurídicos!
Pensando en sus obras, sintió cierto consuelo. No, no habrá desaparecido del mundo sin
dejar huella: aquellos dos gruesos tomos se conservarán en las bibliotecas y su nombre
figurará en las enciclopedias. Ahora, de golpe, veía un artículo necrológico en la Gaceta de
Budapest, sobre el cual aparecía su nombre, orlado de negro: Francisco de Almády.
¡Ojalá Miett regresara!
¿Qué pasará con el dinero, con su pensión, con las obligaciones? ¿Podrán desenredar
aquellos apuntes que están en el cajón de su mesa? Hubiera debido hacer testamento, con
minuciosas y exactas cláusulas.
Desde el recibidor se percibía un ruido. ¡Tal vez fuese Miett!
Su corazón se puso a latir tan fuertemente, que casi volvió a él la vida.
Fuera, se oía cerrar una puerta con mucha precaución.
Miett entró desde el recibidor y quedó sorprendida al ver filtrarse por el umbral del
cuarto de su padre un fino rayo de luz. Abrió silenciosamente la puerta y colocó la cabeza
entre la puerta y el gozne, con expresión preocupada:
—Papaíto, ¿no duermes aún?
Su padre fijó en ella su mirada, en la que brillaba una extraña luz.
Miett se acercó a la cama, horrorizada.
El anciano quiso alargar la mano, pero cayó inerte sobre el embozo.
—Me encuentro muy mal… —dijo en voz muy baja, y echó una mirada suplicante a su
hija. Su boca se contrajo, como si quisiera llorar, y en su mirada se asomaba una vergüenza
indecible, como si pidiera perdón de encontrarse en tan lamentable estado.
—¿Cómo? —preguntó Miett con voz emocionada, y cogió su mano.
Francisco de Almády quiso hablar, sin conseguirlo. Su mirada estaba convulsivamente
fija en la de Miett, quien dejó oír un largo y quejumbroso sollozo.
Miett se inclinó sobre la cama y puso su brazo sobre la cabeza del viejo, pegando a su
rostro la barba blanca del moribundo.
—Papaíto… pero, ¿qué tienes?
Su voz era tan infantil, como si formulara aquella pregunta una niña de diez años.
Por un instante, miró temblando a su padre, luego corrió a la puerta, gritando hacia el
recibimiento, pidiendo ayuda, con un grito angustioso:
—¡Mili!¡Miliii…!
Entretanto, casi milagrosamente, su padre se sentó en la cama.
Miett se acercó a él y le abrazó, sosteniéndole por los hombros.
—Quiero levantarme —dijo el enfermo con sorda y sombría decisión. y en el mismo
instante, cayó hacia atrás en los brazos de Miett. Sus ojos se velaron extrañamente.
Buscaba sin cesar la mirada de su hija y la miraba como si quisiera hacerle comprender
algo, con ternura. Pero algo horroroso…
Miett se daba cuenta que su padre vivía sus instantes postreros. Hubiera querido gritar,
y todo su cuerpo se estremecía. Captó la mirada del anciano, contemplándole con una cara
entre sonriente y llorosa, lo que le costaba tan inaudito esfuerzo que creyó desmayarse.
Miró rápidamente hacia la puerta, en cuyo marco apareció con cara asustada Mili, y
comprendiendo en seguida la situación, salió corriendo en busca del médico.
Francisco de Almády yacía inmóvil sobre las almohadas. La bombilla que brillaba
encima de la mesita de noche repartía la luz tamizada por una pantalla de seda rosa,
reflejándose en las barbas blancas y el macizo cráneo calvo. Su cabeza parecía ya de un
muerto, desprendiéndose de él un silencio, un profundo silencio que resultaba trágico. A
cada respiración temblaban un poco en la barba los pelos blancos.
Poco antes, asomaba en aquel rostro una expresión de miedo y desamparo, pero ahora
su mirada iba desviándose, como si a través de las paredes escudriñara la lejanía. Su
expresión descompuesta contenía una infinita y sonriente ternura, irradiando la calma de
una ánima en paz.
Miett ya no se atrevía a mirarle a los ojos, cuya expresión no era ya de este mundo.
Pegó su cara a la de su padre y se hincó de rodillas junto a la cama.
—Papaíto mío… —dijo en voz baja, y se puso a llorar.
Pasó así una media hora; acaso una hora completa.
Luego penetró en la habitación un señor desconocido, y puso en la mesa un maletín de
médico. Tiró el sombrero y el abrigo húmedos de lluvia sobre una silla. Llevaba el cuello de
la americana subido, pues debajo no llevaba más que la camisa de noche. Sus ojos estaban
enrojecidos y miraban con hostilidad; parecía haberse peinado con las manos los pelos de
las cejas, muy largas.
Se acercó a Miett, la cogió de la mano y la hizo levantarse del suelo.
—Venga usted, señora…
Miett se quedó cerca de la mesa, en la penumbra, fuera del radio luminoso de la
lámpara. Contempló horrorizada, conteniendo la respiración, cuanto hacía aquel doctor con
su padre, sintiendo aquel respeto indecible hacia el médico desconocido que todo el
mundo suele sentir en tales ocasiones. ¡Como si aquel hombre poseyera un poder
supraterrenal y misterioso, y fuera capaz de luchar eficazmente contra la muerte! Miett
acompañó cada uno de sus movimientos con ojos ardorosos, aunque, en realidad, no podía
ver nada, pues el médico estaba de espaldas, cubriendo completamente ante su vista la
cama; al inclinarse sobre el agonizante, la solapa arremangada de su americana formó un
ángulo recto. Su sombra se movía lentamente sobre la pared, y de vez en cuando oíase un
pequeño tintineo de algún objeto sobre la mesita de noche, como cuando se coloca un leve
objeto metálico sobre una placa de vidrio.
Todo esto duró mucho tiempo y la atmósfera de la habitación ardía con la intensidad
del momento. Por fin, el doctor se incorporó, soltando un suspiro largo y profundo, como si
por la prolongación de la posición inclinada le doliesen los riñones.
—¿Y qué? —preguntó Miett en voz apenas perceptible. El médico, con el estetoscopio
en la mano, se volvió lentamente hacía ella.
No le contestó inmediatamente. Al volver a colocar algunos de sus instrumentos en el
maletín, se encogió un poco de hombros y pronunció, de la manera más suave posible,
como si hablara consigo mismo:
—Todos somos mortales, señora…
En aquel momento, Francisco de Almády ya había dejado de vivir. Los dedos del médico
le habían cerrado los ojos.
Miett se acercó a la cama con los brazos tendidos. Se arrodilló en el mismo sitio que
antes y quedó allí.
Pasaron largas horas. Miett conversaba con su padre muerto, sin voz pero con cálidas
palabras, con el rostro hundido en la manta apoyada en el embozo. Ya había otras personas
en la habitación, y sintió varias veces que alguien la tocaba, susurrando palabras cariñosas
al oído, queriendo hacerla levantar de aquella posición.
Mas no se movió.
Ya estaban allí Elvira y el doctor Varga, quienes, hacia el amanecer, la cogieron por la
fuerza entre sus brazos y la levantaron. Sus rodillas se le habían dormido por haber estado
hincada sobre ellas durante tanto tiempo, y era incapaz de moverse.
La ayudaron hasta llegar a su cuarto, acompañándola a la cama. Al atravesar el
dormitorio no fue preciso encender la luz, pues por la ventana entraba la confusa claridad
de la mañana otoñal.
Miett no se acostó, sólo se echó vestida sobre la cama. Yacía sobre la espalda, y las
rodillas le dolían como si tuviera encima un objeto extraño y pesado.
En la habitación vecina, se oían de vez en cuando palabras cambiadas en voz baja, y el
suelo crujía bajo el peso de las pisadas.
Y se oía también el llanto sofocado de Mili, aquella especie de silencioso lloriqueo de
mujer vieja, tenue y monótono, como el desesperado zumbido de una mosca aprisionada
en una telaraña.
13

Desde hacía ya cuatro meses, los infinitos yermos nevados de Siberia se habían tragado
la correspondencia de los prisioneros de guerra. Los dedos de la guerra que se debatían
convulsivamente, habían triturado los correos rusos. Tobolsk parecía haberse evaporado del
resto del universo, como si se hubiera separado de la Tierra y ahora estuviera volando, con
sus calles cubiertas de nieve, a través del éter, hacia otros destinos. Solo y sin ruidos, como
un astro mudo, blanco y frío.
Pedro, envuelto en un abrigo de piel de lobo, estaba sentado en el umbral de la casa.
Serían aproximadamente las once de la mañana; el sol brillaba con fuerza, reluciendo sobre
la nieve apretada y dura. Era después del Año Nuevo de 1917.
Apoyó la cabeza contra el poste, cerró los ojos y entregó el rostro a los tibios rayos del
sol: No se movió durante mucho rato, para que no se apartaran de su cara aquellos ligeros
rayos de calor invernal que iban desentumeciendo todos los músculos.
Vedres, vestido con un abrigo corto forrado con piel de oveja, iba describiendo grandes
círculos sobre la estrecha pista de patinar que habían arreglado en un ángulo del patio. La
nieve, amontonada en grandes terrones en torno del cuadrilátero de la pista, parecía el
marco de un enorme espejo. En el fondo de la placa de hielo blanco azulado, se reflejaba
con contornos claros la alta figura de Vedres, que flotaba sobre la pista con una pierna en el
aire, y describiendo con la otra grandes espirales. Antaño, en las pistas de Szeged, Vedres
había asombrado a todo el mundo con su arte de patinador artístico: ahora, sin embargo,
su único admirador era el fiel Camarada. El perro estaba sentado en el hielo, moviendo la
cola, y acompañando con vivos ademanes de la cabeza cada evolución del artista, como si
estuviera convencido de que el señor primer teniente se dejaba deslizar sobre el hielo única
y exclusivamente para divertirle a él. En su hocico se advertía que procuraba mostrarse
como un espectador agradecido.
Vedres se había fabricado él mismo los patines, que eran de construcción muy
rudimentaria. Había fijado a las suelas de los zapatos unos trozos de madera dura, en cuyo
centro había incrustado· antes, con verdadera maestría, un recto y grueso alambre.
La espesa nieve cubría con su silencioso manto el patio. Sólo aquellos patines
improvisados hendían rítmicamente el duro hielo, que producía el sonido que las mujeres
provocan cuando rascan con su alfiler el tambor tendido de seda, al bordar.
Todo el «Hotel de la Miseria» estaba de pesca en el Irtis. Sólo Kölber había quedado en
su habitación. Los asistentes habían abierto con sus hachas grandes hoyos en la espesa
capa de hielo y los golpes producidos rebotaban en los párpados cerrados de Pedro, con
esas resonancias de cristal oídas en sueños.
Pedro pensaba en Zinaida. Llamábase Zinaida Ignátovna Larina aquella muchacha que
había visto por primera vez cuatro meses antes, una mañana de domingo, en la iglesia
rusa, que, pintada de amarillo, con cúpulas azules y columnas blancas, ocupaba el centro
de la plaza. Encima de su puerta principal, había pintado un fresco, de estilo italiano, que
representaba la Resurrección de Jesucristo.
Pedro recordaba que la joven estaba arrodillada detrás de las últimas filas de bancos, y
que después de misa la reconoció a la salida por el sombrero adornado con rosas silvestres
artificiales.
La vio en el mismo lugar al domingo siguiente, y una vez que asistió al culto en día de
labor, también la muchacha estaba arrodillada sobre la piedra en el mismo sitio. Aparte de
ella, sólo había en el templo un harapiento anciano, que apoyaba el brazo en una columna
y reclinaba en él la cabeza, en ademán de llorar desesperadamente.
Pedro estaba de pie cerca de la pared, escuchando desde allí aquel extraño y profundo
silencio que llenaba ahora la sombría iglesia y que parecía atravesado por arcanas voces
misteriosas. En el coro, vacío y mudo, parecía sonar —aunque muy bajo, y como si viniera
filtrándose de algún astro lejano— el canto angélico de la Keruvinskaya, como en aquel
primer domingo. Pero se desvaneció inmediatamente por los aires, cuando el sacristán
abrió una puerta en el otro extremo de la iglesia y atravesó de puntillas el amplio templo
dormido.
Tampoco entonces vio del rostro más de lo que había visto aquel domingo, pues
durante los fugaces instantes, sus ojos negros y desencajados cautivaron por completo la
mirada de Pedro. Los ojos de la muchacha llenos de miedo, de humildad y de dulce tristeza,
no dejaban, sin embargo, penetrar en su alma; había algo en ellos que quitó a Pedro el
ánimo de dirigirle la palabra.
Sin embargo, estando dentro del templo, había decidido hablar a la joven cuando
saliera. En su interior, estuvo repitiendo en su mente aquellas pocas frases en ruso que le
parecieron aptas para no parecer ni un mal educado ni un vulgar conquistador.
En realidad, sólo tenía el propósito de platicar un rato con la muchacha. En el tercer
año de su cautiverio, sentía ya un deseo insaciable de la proximidad de otra alma. En el
«Hotel de la Miseria», la vida parecía haberse detenido y estancado encima de sus cabezas,
como un agua pantanosa. Ya se habían contado mutuamente todos los recuerdos de
infancia, las aventuras con mujeres, las anécdotas, y hasta los más ínfimos recuerdos de su
vida. Por la noche, estaban sentados en el «salón» con el espíritu completamente vacío. Las
divertidísimas aventuras de Pista Bartha con el profesor Rák, con el cual, después de ocho
años de enconada guerra, habían hecho las paces, hasta emborracharse en el banquete de
nuevos bachilleres, ya no interesaban a nadie.
Sin embargo, al principio, las lágrimas les caían de los ojos al escucharle, y a Szentesi
le ocurrió incluso despertar a Bartha una noche para preguntarle:
—Oye, tú, ¿cómo era aquella historia de tu profesor Rák?
Ahora, ya soltaban enormes bostezos cuando Vedres les explicaba anécdotas de cuartel
de antes de la guerra, sobre el coronel Stoll, hombre tan vanidoso que se había hecho
poner por su sastre pechos femeninos postizos en la guerrera. Se habían reducido a la nada
como si fueran viejas telarañas llenas de polvo, los recuerdos de mocedad de Szentesi, que
giraban en torno a las criadas más hermosas de Györ, a las que era fácil seducir con cien
gramos de caramelos, y por culpa de las cuales su padre tenía que pagar alimentos a varios
niños habidos con ellas. Perdió de la misma manera todo su encanto la historia de las
largas relaciones de Neteneczky con la señorita Influenza, chacha apodada así por su
carácter hipocondríaco, a quien su acaudalada mamá custodiaba hasta de las moscas y de
la cual Netene no consiguió, después de un paciente y laborioso cortejo de tres largos años,
saber a cuánto ascendía su dote. Y escuchaban ya con oídos sordos las leyendas de juego
de Lukács en la ruleta de Montecarlo, así como la novela de amor con la princesa siciliana.
Todas estas historias cocidas al fuego lento se habían ido consumiendo poco a poco como
provisiones de náufragos que se hubieran quedado reducidos a comer en una isla desierta
hierbas y musgos.
Reuníanse por las noches con el espíritu cada vez más cansado, y el silencio iba
adquiriendo cada velada características más aterradoras. En los últimos tiempos, la
máxima preocupación fue conseguir combustible, de modo que sus pensamientos ya sólo
giraban en torno a los instintos más primitivos y prosaicos.
«¿Qué me hubiera contestado, de haberle dirigido la palabra?», se preguntaba Pedro
desde la entrada del templo, al contemplar a la muchacha, cuya manera de caminar tenía
algo de la ligereza de la mariposa. Los rasgos de su fina y pálida cara, algo desdibujados,
como los contornos de la fruta picada por el hielo, revelaban en ella, a la rusa, y la
melancolía de su raza. A juzgar por su vestir sencillo, pero de buen gusto, podía ser hija de
algún médico, o de un modesto funcionario del Estado.
A la mañana siguiente, Pedro asistió otra vez al culto. Zinaida lgnátovna estaba
arrodillada, como siempre, y al colocarse detrás de ella, Pedro contempló intensamente las
finas líneas de su nuca. Tenía la impresión de que la joven se daba cuenta de que la estaba
mirando con insistencia. Desde luego, esta suposición era completamente gratuita, pues
Zinaida lgnátovna estaba sumida en sus plegarias, cabizbaja. Sin embargo, unos minutos
después, volvió lentamente la cabeza, fijando su mirada en el preciso punto ocupado por
Pedro. Todo esto no duró más que pocos instantes, pero aquel movimiento le conturbó,
como si probara que en el alma de la muchacha también se agitaban pensamientos
semejantes a los suyos.
«Cuando salga, le dirigiré la palabra», pensó, como si quisiera animarse a sí mismo.
Se detuvo en el portal, y contempló con los ojos entornados un carro alto del que
estaban descargando peces helados, duros como la piedra. Los rayos color limón de aquella
mañana de invierno se reflejaban en los dorados rótulos de las tiendas fronterizas, y en los
cristales de los escaparates. Zinaida Ignátovna permaneció durante mucho tiempo en la
iglesia. Las pocas personas que solían acudir a misa por las mañanas, y a las que Pedro ya
conocía de vista, hacía tiempo que se habían ido. A Pedro se le ocurrió pensar que a lo
mejor la muchacha había salido por alguna otra puerta del templo.
Echó una mirada al interior, y vio aún a la joven arrodillada en el mismo sitio como si
quisiera poner a prueba la paciencia de Pedro.
Por fin, oyó sus ligeras pisadas y esperó aquella mirada indiferente que la muchacha le
solía dispensar cada vez que pasaba delante de él; pero entonces pasó con los ojos bajos.
Esta conducta inesperada turbó a Pedro hasta tal punto, que no se atrevió a hablarle.
Que la muchacha no le hubiese mirado quería significar que, sin duda, se había dado
cuenta de que aquel oficial prisionero, siempre tan pulcramente vestido, solía ir a la iglesia
por ella. ¿No quería darse por enterada de su proximidad, o era tímida y reservada por
temperamento?
Tales pensamientos iban atravesando rápidamente su espíritu, mientras veía alejarse a
la muchacha que bajaba la amplia y alta escalinata de la iglesia.
Pero, en el instante siguiente, le disgustó su indecisión, y decidió seguirla. Zinaida
Ignátovna había llegado ya a la plaza y Pedro quería alcanzarla antes de que se perdiera
ante la muchedumbre de la calle Mayor.
Estaba muy excitado, y bajó las escaleras de cuatro en cuatro para alcanzarla.
En el último peldaño, resbaló sobre el hielo y cayó al suelo como un tronco. Rodó casi
hasta los pies de la muchacha.
Zinaida Ignátovna se volvió hacia atrás, asustada, e hizo un gesto involuntario, como si
quisiera ayudarle a levantarse.
Pedro se incorporó de un brinco. Se había ruborizado y se avergonzaba terriblemente,
pues su primer pensamiento fue que se había cubierto de ridículo como un vulgar
conquistador al que alcanzara el castigo de Dios. Encontrándose de pronto frente a la
joven, limpiándose la nieve, quedó completamente turbado.
—¡Oh… perdone usted! —dijo, y se ruborizó todavía más, pues se dio cuenta de que
presentar excusas en aquella situación no tenía ningún sentido.
A los labios de la joven se asomó una sonrisa benévola, ya que la situación no dejaba de
ser cómica. Después, dio media vuelta y se fue sin mirar atrás.
Pedro empezó a caminar en sentido opuesto. Llevaba la espalda toda manchada de
nieve. Algunos de los transeúntes volvían la cabeza y sonreían. Al llegar a una bocacalle, se
dio unos ridículos golpes presurosamente para sacudirse la nieve.
Sentía en la boca un sabor tan amargo, que se hubiera echado a llorar. Al volver a casa,
se tiró sobre la cama y permaneció así durante varias horas, inmóvil.
Aquel incidente tan tonto le abatió por completo. Fue incapaz de sonreír a lo acaecido,
pues su espíritu ya era demasiado susceptible y débil para superar hasta las cosas sin
importancia.
No volvió a aparecer por la ciudad durante cuatro semanas completas.
Sin embargo, un domingo, antes de Navidad, fue otra vez a la iglesia.
Se detuvo junto al muro, al otro lado de la entrada, y no quiso acercarse a la muchacha,
que estaba hincada de rodillas en su puesto habitual.
Al acabarse la misa, sin quererlo, se detuvo en el atrio nuevamente. Quería irse
directamente a casa; pero alguna fuerza misteriosa le detuvo allí, bajo el portal del
Kasanski Sobor, por donde salía el majestuoso oleaje de la música del órgano, como si fuera
aquella fuerte música la que empujara a la piadosa muchedumbre a través de la estrecha
salida, pues aquel día hubo mucha más gente que de costumbre. El público se diluía sobre
la blanca nieve de la plaza, como un líquido multicolor.
Por fin, entre los tocados policromos de las aldeanas rusas, Pedro distinguió las rosas
silvestres artificiales en el sombrero de Zinaida Ignátovna.
La joven, al pasar delante de él, echó sobre Pedro una larga mirada, como si le pidiera
cuentas de aquellas cuatro largas semanas de ausencia.
Aquella mirada pareció galvanizar a Pedro. Se le acercó, y le dijo con sencillez, con la
voz muy tranquila:
—¿Me permite que la acompañe?
—No, gracias… —dijo Zinaida Ignátovna en voz baja, y estremeciéndose. Había
palidecido completamente. Pasó, más un instante después, como si se arrepintiera de su
negativa, volvió tímidamente la cabeza.
Pedro, en aquel momento, estaba trastornado hasta el mismo fondo de su alma.
Esperó a que la muchacha se le adelantara unos veinte pasos; después se puso a
seguirla. En un minuto, la perdió en medio de la muchedumbre, mas luego volvió a
aparecer el sombrero de la chica entre las innumerables tocas de piel.
Llegada al edificio del Gobierno civil, la muchacha dobló la esquina de la larga calle
Petrovka.
Pedro la siguió.
Zinaida Ignátovna se detuvo ante una casita de planta baja, y, antes de entrar, volvió la
cara otra vez. Desapareció detrás de la puerta con notoria lentitud.
Pedro se detuvo en medio de la calle desierta. Se puso a pasear lentamente sobre la
acera cubierta de adoquines de madera que ahora se hallaba oculta por una espesa capa
de nieve helada.
Su alma estaba repleta de confusos pensamientos, entre los cuales sobresalía el deseo
de saberlo todo sobre aquella muchacha.
Se detuvo ante la casa de enfrente, en la que debía de haber un taller de cerrajería,
pues pendía encima de la puerta una enorme llave de hojalata. Después de pocos
instantes, salió por la puerta una viejecita ataviada con el traje dominical de los pequeños
rusos; por las apariencias iba de visita a alguna parte.
Pedro le dirigió la palabra:
—¿Quién vive en esta otra casa?
La viejecita considerose muy honrada de que le hubiesen hablado, y contestó de muy
buena gana. Su voz era suave, débil, casi enfermiza.
—La hija de Serguei Ignátov Larín. La señorita Zinachka…
Pronunció el nombre de Zinachka con tanta ternura, que en el alma de Pedro, la figura
de aquella muchacha desconocida se iluminó bruscamente de calor.
No preguntó más. Sólo quería saber el nombre de la joven, y después de mirar el
número de la casa encima de la puerta, volvió hacia la calle Mayor.
Entró en una tienda de flores, escogió un modesto ramo de lirios morados y ordenó que
se lo mandaran anónimamente a Zinachka.
Desde entonces, no acudió a la iglesia.
La atmósfera de las fiestas de Navidad borró en su alma todos los recuerdos relativos a
la muchacha, que sólo representaba para él un ligero latido del corazón, una sed hacia la
vida, el amor, el alma femenina, y al mismo tiempo un confuso deseo.
Desde había cinco meses no había recibido ninguna noticia de su casa. La última carta
de Miett llevaba fecha del mes de julio; después nada. A menudo evocaba la figura de su
suegro, sin poder sospechar que hubiese muerto.
Sin embargo, los continuos pensamientos sobre Miett y su hogar, quedaron
mortalmente agotados, y ahora, cuando quería pensar en su mujer, experimentaba la
sensación de querer mirar de hito en hito algún insondable y enloquecedor abismo.
Evitaba aquellos pensamientos. Quería huir ante ellos, sobre todo cuando se planteaba
el problema de la fidelidad de Miett. En estas ocasiones, veía siempre ante él la elegante
figura de Miska Adam, y bajo el bigote rubio recortado a la inglesa, los finos e irónicos
labios del joven.
Después de Año Nuevo, estuvo una vez en la ciudad. Quería comprarse un par de altas
botas de piel de foca, para lo cual ya había ahorrado el dinero necesario.
Delante de una tienda de relojero, vio venir en sentido opuesto a una mujer que llevaba
una gorra hundida hasta las orejas, y una piel de marta que se le amoldaba estrechamente
a la barbilla.
En el último momento, reconoció a Zinachka.
Sin duda, la muchacha le había conocido antes que él, pues su mirada revelaba ya de
lejos alegría y sorpresa.
Se detuvo ante Pedro y le miró a los ojos durante un instante, con una mirada que no
estaba desprovista de cierta picardía, pero que contenía aún más timidez y turbación.
También Pedro se detuvo.
Zinachka fue la primera en hablar:
—¿Fue usted quien me envió aquellas flores, el otro día?
La pregunta sorprendió a Pedro, de modo que, en el primer momento, no supo qué
contestar. Sólo miró el rostro de la joven, que parecía compuesto de dos perfiles diferentes,
y que precisamente por la irregularidad de sus rasgos, era especialmente interesante. En su
bella y fresca boca se dibujaban entre las comisuras de los labios unas finas y diminutas
líneas espirales; y entre ellas se veían unos diminutos dientes blancos. Y en medio de aquel
hermoso rostro, unos grandes ojos negros miraban ahora fijos a Pedro interrogativamente.
En su turbación por verse interpelado tan inesperadamente, Pedro se encontraba ante
la muchacha como ante un superior.
—Quería conocerla —dijo, resistiendo con calma la mirada de Zinachka, que le
preguntó con cierta tristeza en sus palabras:
—¿Qué pretende usted de mí?
—Nada. Soy un hombre casado y quiero muchísimo a mi mujer. Usted hubiera sido la
primera persona que yo hubiese conocido en esta ciudad.
Zinachka echó lentamente a andar, pero con tal ademán que autorizaba a Pedro a
acompañarla.
—¿Desde cuándo es usted prisionero?
—Desde hace dos años y medio.
—¡Oh, Dios mío…! —dijo ella en voz baja.
Hubo un instante de silencio.
Pedro se fijó en la suave y redonda barbilla de Zinachka. Por debajo de ella, la piel
estaba blanca de escarcha, por el aliento. Zinachka le miró y le dijo:
—¿Quiere acompañarme ahora?
—Sí, pero debo decírselo primero al guardián. Le he prometido que volvería dentro de
diez minutos. Empezaría a buscarme. Volvamos tal vez hasta la panadería…
Se pusieron en marcha. Pedro cedió, cortésmente, a la muchacha la derecha, en el
interior de la acera.
—¿Vive usted en casa de sus padres?
—Yo no tengo padres.
—¿En casa de unos parientes?
—No. Vivo con un anciano que era criado de mi padre. Hace cuatro años que perdí a mi
madre.
—¿Y su padre?
—¿Mi padre? Murió hace veinte años. Yo era muy niña cuando fue desterrado a Tobolsk.
—Su padre, ¿a qué se dedicaba?
—Era oficial. Capitán de cosacos. ¡Pobrecito! Le acusaron de que mantenía relaciones
secretas con los presos políticos de la fortaleza Pedro y Pablo. Desde luego, esto no era
cierto, pero entonces a cualquiera se le enviaba a Siberia, con tal que un enemigo le
acusara de estos delitos.
—Y usted misma, ¿cómo vino a parar a Tobolsk?
—Me trajo mi madre. Tenía yo entonces cuatro años. Todos los domingos, nos dejaban
entrar en la ciudad. Mi padre murió el primer año.
—Y ¿su madre?
—Hace cuatro. Desde entonces, vivo completamente sola aquí.
—¿No tiene amigas?
—Sí, pero prefiero aislarme.
Habían llegado ante la panadería, donde el starchi estaba conversando con el mozo
jorobado, que era su cuñado. Pedro entró en la panadería, dio un rublo al starchi y le dijo
que volvería dentro de media hora. Después, por la larga calle Petrovka, cuyas casas eran
casi todas de planta baja, se encaminaron hacia la de Zinachka.
Al llegar a la puerta, la muchacha le alargó la mano.
—Si lo desea, venga a verme algún día.
—¿Cuándo?
—¿Quiere venir mañana?
—Mañana, no me es posible. Sólo puedo venir a la ciudad dos veces a la semana. Tal
vez el jueves…
—Entonces, el jueves, a las cinco.
Se estrecharon la mano y Zinachka desapareció detrás de la puerta.
Aquello había pasado el lunes, y ahora había llegado ya la tarde en que la joven
esperaba la visita de Pedro.
Sentado en el patio y ofreciendo su cara a los rayos del sol, Pedro sentía oprimírsele el
corazón y pensó que no iría, valiéndose de algún pretexto.
En el fondo, ¿qué quería de aquella muchacha? Ahora que la conocía y sabía quién era,
ya carecía de todo interés para él. Todos aquellos pensamientos que giraron tanto tiempo
en tomo del sombrero adornado de rosas silvestres, de la muchacha hincada de rodillas, de
su caminar ligero y gracioso y de su mirada bañada de tristeza, no eran más que la sed de
su alma abandonada a la soledad. Al imaginarse la visión de aquella tarde le vinieron
pensamientos de aburrimiento.
Sin embargo, acudió, como si cumpliera con una obligación.
Zinachka le esperaba junto al samovar encendido. La casita sólo tenía dos habitaciones
de planta baja. La ventana de una de las mismas daba a la calle. Sentíase en ella algún
extraño perfume, como el del romero, y el olor de la cera con que debían lustrar las
planchas de madera del suelo. El estrecho cuartito producía un efecto agradable y pulcro.
Cerca de la pared, había algunas sillas con el respaldo en forma de lira, compradas por
el padre del finado capitán de cosacos, en Polonia, con ocasión de alguna campaña.
Un piano vertical, un armario con vidrios y una mesita triangular constituían todo el
mueblaje del cuarto. En la mesita había algunos libros en ruso y una guitarra. Los libros
eran obras de Puchkin, Gonchárov y Dostoievsky. Encima del piano, colgaba en la pared un
cuadro que representaba un San Miguel de los Milagros, grande y sombrío. Debajo del
cuadro, brillaba una lucecita perenne cuyos rayos iluminaban el minúsculo huevo de
porcelana que pendía de una cinta roja sobre el pecho del santo.
En la pared opuesta, se veía una zapatilla de terciopelo que servía para guardar
alfileres, y en un marco negro un monograma trenzado de cabello, un sable, alguna arma
turca y un látigo cosaco.
Entre las dos ventanas, había una fotografía ampliada, cuyo marco ennegrecido por el
tiempo estaba adornado con un ramo de flores secas color de plata.
La fotografía representaba a un oficial de cosacos, muy alto, y una mujer joven. El
oficial llevaba una enorme y negra gorra de piel de oso, y pesadas hombreras. Su cara y su
expresión eran muy parecidas a aquellos rostros de rasgos regulares, con el bigote rizado,
que suelen pintarse junto a la puerta de las peluquerías de pueblo, haciendo propaganda
para mantener el bigote y el cabello en forma impecable. Así había sido Serguei Ignátov,
capitán de cosacos.
A su lado, aparecía su mujer. Sin duda a consecuencia de la ampliación, los ojos de la
señora del capitán perdieron fijeza, y el artista, que debía ser algún fotógrafo ambulante
del Cáucaso, suplió esta leve falta con el lápiz. Eran dos enormes ojos de pez que miraban
fijamente al vacío.
Por la puerta abierta, se podía ver la habitación vecina, en la cual había una camita
cubierta de tela de ortiga, y junto a la misma, un baúl de tapa convexa, adornado con flejes
de metal.
Zinachka ofreció asiento a su visitante, y le preparó el té. Llevaba al cuello un pañolón
de algodón encarnado, su traje era de un paño sencillo, color castaño, y se veía que era
obra propia.
La atmósfera del cuarto indicaba a las claras que no solía calentarse. Sin embargo, la
estufita esmaltada de azul oscuro, en la cual ardía ahora alegremente el fuego, despedía
un calor agradable.
La lámpara ya estaba encendida, pues afuera iba creciendo la oscuridad. La bombilla
eléctrica que colgaba encima de la mesita con pies dorados, estaba cubierta con una
pantalla de papel pintado, que representaba dos feroces dragones chinos en lucha.
Zinachka ofreció un cigarrillo a Pedro, y encendió otro ella, liando una minúscula
boquilla de papel y llenándola con tabaco ruso, triturado finamente como si fuese olorosas
semillas de calabaza.
La conversación languidecía. Pedro hubiese querido verse libre de aquella visita, y la
muchacha estaba visiblemente nerviosa. A veces se pasaba la mano por la nuca, como si
algo la pinchase.
Llevaba los cabellos negros y brillantes, cortados a la manera de las muchachas
estudiantes rusas. La cabellera corta que se amoldaba a las orejas, prestaba cierta
expresión virginal al rostro fresco y simpático.
Pedro notó que su mirada a veces era profunda y rápida, y otras lenta y misteriosa
hasta llegar a la melancolía.
—¿Cómo le hicieron prisionero? —preguntó la muchacha con voz que revelaba a las
claras que sólo quería poner en marcha la conversación.
Pedro le contó la historia de aquella noche de agosto.
Zinachka apretó el pañolón sobre sus hombros, encorvó la espalda y escuchó a Pedro
con los ojos desencajados, tras los cuales parecían ocultarse millares de pensamientos.
—¿Cuándo se habían casado? —preguntó de nuevo, sosteniendo el cigarrillo con un
ademán que revelaba su poca experiencia en fumar. Dejaba salir el humo hinchando las
mejillas y redondeando los labios, y era visible que sólo fumaba en honor del invitado,
contrariamente a sus costumbres.
—Pocos meses antes de estallar la guerra.
—¿Se querían mucho?
—Mucho.
—¿Cómo conoció a su mujer?
De repente, Pedro se tornó charlatán. Explicó todo con prolijidad, como si se explicara a
sí mismo en voz alta aquellos momentos decisivos de su vida que había repasado en su
mente millares de veces.
Encima de la mesa, flotaba el vaho del té y el humo azulado de los cigarrillos. Pedro
miraba fijamente aquel humo, y veía ante sí aquellas dos muchachas sentadas cerca del
piano, en el salón del doctor Varga; veía a Miett al despedirse de él en la escalera, dejando
a través de la puerta a medio abrir un trozo del comedor iluminado en el que estaba
sentado su padre, leyendo el periódico, junto a la mesa opuesta. Y veía a Miett y a Miska
Adam, cuando pasaron delante de él a orillas del Danubio, y hasta los más insignificantes
ademanes y movimientos, gestos y palabras, volvían a su memoria con una plasticidad
como si hubieran cobrado nueva vida.
Estaba hablando de su vida pasada a esta muchacha extranjera, como si se dirigiera a
un ser de ultratumba, sin cuerpo, y que sólo fue espíritu puro.
¡Y todo lo que veía en tomo suyo le producía un efecto tan extraño…! Esos muebles del
cuarto, de forma exótica, en los que se adivinaban los últimos restos de un gran piso de
antaño… Y era extraña la idea de que ahora se encontrase en el otro extremo del globo
terráqueo, en el Asia, en la ciudad de Tobolsk, y eran extraños los ojos de la hija de Serguei
Ignátov que estaban fijos en él, escuchándole con gran atención, con unos pensamientos
indescifrables y ocultos.
Mientras los dos conversaban en el cuarto, el starchi, con el fusil con la bayoneta calada
apoyada en la pared de la cocina, hablaba con Dimitri, el ex criado del capitán, y bebía el té
con tanta aplicación que pronto no quedó ni una gota en el fondo de la tetera de hierro.
Dimitri ya tenía más de sesenta años, y realizaba todos los trabajos de la casa con
Zinachka. Su larga melena canosa ocultaba sus orejas y bajo su cómica nariz en forma de
botón, aparecía un frondoso bosque de mostachos y barbas. Vestía siempre una tela gruesa
como de saco, calzaba alpargatas rusas y en la cintura llevaba cuidadosamente guardado
un gran peine de metal, que, sin embargo, no usaba nunca.
Una hora después, Pedro se despidió de Zinachka.
—¿Volverá usted otro día? —inquirió la muchacha.
Convinieron otra cita.
Pedro sentía ahora cierta profunda y pura gratitud hacia la joven, y al despedirse le
besó la mano.
Zinachka le contestó con tal mirada, que Pedro se arrepintió en seguida de haberlo
hecho.
Cuando regresó al «Hotel de la Miseria», los otros ya acababan de cenar. Después de la
cena, no fue al «salón», donde se solían congregar todos, sino que se acostó
inmediatamente.
Y con un suspiro que le llegó hasta la raíz del corazón, se entregó a sus pensamientos.
Aquella tarde había vuelto a vivir todos sus recuerdos, que dormían aletargados. Se
abrieron las cicatrices, y las viejas heridas volvieron a sangrar, palpitando como seres vivos.
Pensando en Miett, se sintió acosado por un indecible sentimiento de conmiseración,
como hacia una niña abandonada.
La vio ante sí, saliendo de la bañera, con el cuerpo humeante, y sintió llenarse el aire
húmedo y cálido del cuarto de baño con un perfume maravillosamente suave.
Sin embargo, de pronto, apareció en su imaginación la figura de Miska Adam. Y los
celos traspasaban su cuerpo con tal intensidad que le dolieron hasta los huesos.
14

En Budapest, durante aquel invierno, las calles aparecieron con mayor oscuridad, y
hasta en los lujosos restaurantes, a orillas del Danubio, los clientes comían pan de maíz. No
obstante, la ciudad nadaba en júbilo, pues en tierras francesas había ya más soldados
alemanes que franceses e ingleses juntos, y del frente ruso del Norte llegaban montañas de
cañones y ametralladoras conquistados al enemigo, y centenares de, miles de prisioneros
eran conducidos como rebaños a los campos de concentración; y en el Sur, los infantes
húngaros estuvieron a punto de capturar al propio rey de Italia.
Dos meses después de la muerte de su padre, Miett recibió una carta de Iván
Golgonszky.

Todo el mundo me dice —escribía Golgonszky— que usted ya no deja entrar en su casa
ni siquiera a sus amigas. Siento una compasión increíble hacia usted. Temo que los tristes
pensamientos de que se rodea, lleguen un día a triturarle el alma por completo. Este
horrible temor me dicta estas líneas. He vacilado mucho tiempo, antes de decidirme a
escribírselas, pero ahora no tengo ya doble razón para acercarme a usted con las más puras
intenciones humanas.
Me resisto a la idea de verla así, entregada como botín al más desconsolado de los lutos
y a las más crueles cavilaciones. Quisiera ayudarla, mas no sé cómo. Yo tengo un espíritu
probado, y asisto con la impotente rabia del más fuerte y a lo que le pasa a usted. ¿Por qué
se deja caer así? No pretendo nada de usted, sólo quiero consolarla. Si quiere hacerme muy
feliz, hágame llegar un grito de auxilio, por minúsculo y tímido que sea,

Miett ni siquiera contestó a esta carta.


No quiso despertarse de aquel fantástico mundo de ensueños en el que se había
sumergido desde la muerte de su padre.
Se extrañaba de cuán diferentes maneras interpretaban los demás su situación. Los
Varga y los Cserey la habían asediado durante semanas, para lograr que fuera a vivir con
ellos, hasta la vuelta de su marido.
Todos estaban convencidos de que la agobiaban terribles tormentos, y de que se
pasaba el día y la noche sollozando, encerrada entre aquellas cuatro paredes, sin llegar a
comprender que era inmensamente feliz su existencia de soledad y de silencio.
Conservó el aislamiento y la quietud, aún a riesgo de que aquellas personas ante las
cuales cerraba su puerta, la creyeran completamente loca. ¡Qué duda cabía que llegó a
ofender a los Cserey, y que Matilde estaba seriamente enfadada con ella! Matilde deseaba
de todo corazón que Miett fuera a vivir con ellos, pero con los Varga la situación era
distinta. Elvira no se ofendió por la negativa de Miett, pues sólo le había ofrecido su casa
por deber, bajo el impulso coercitivo de su papel de generosa. En el fondo de su alma,
estaba muy satisfecha de que Miett hubiese rehusado.
Miett, vestida con el negro traje de luto que aún la hacía aparecer más pálida de lo que
realmente era, se paseaba durante muchas horas por sus habitaciones, tan mortalmente
cansada como si aquel cansancio le hubiera llegado ya hasta el corazón. Pasaba muchas
horas sentada en el despacho evocando a su padre. Revivió todos los recuerdos respecto a
él, incluso el crujido de la silla, mientras trabajaba, los breves carraspeos sincrónicos, el
gesto de la mano cuando se acariciaba la barba de abajo arriba; aquella aspiración con la
que chupaba su pipa vacía, antes de llenarla; el ruido producido al sacar la punta a un
lápiz; el rasgar del papel, la mirada interrogante de los ojos azules, y millares de
fragmentos de sonidos y colores que llenaban, para ella el despacho de su padre.
Coleccionaba con gran aplicación esos recuerdos, y los componía como si quisiera retener
con ellos al difunto. Se daba perfecta cuenta de que un día u otro se escaparían para
siempre. Se lanzaba tras algún recuerdo fugitivo, y lo volvía a retener. Así transcurrieron los
meses del invierno.
Aún no había recibido ninguna respuesta de Pedro a aquel telegrama en que le
comunicara la muerte de su padre; era muy dudoso que su marido lo hubiese recibido, ni
aquel telegrama ni las cartas. La correspondencia con Rusia estaba interrumpida por todas
las líneas.
El silencio absoluto que percibía hacia el lado de Pedro, hizo aún más profunda su
soledad. Reflexionaba mucho sobre ello, y no llegaba a comprender cómo pudo haber en su
vida tantos años pasados entre la pista de tenis y las reuniones de sociedad, interesándole
todo cuanto fuera vida y alboroto. ¿Cómo fue posible, siendo su vida de ahora más bella,
mejor y más pura? Esas interminables tardes, esas jornadas monótonas, parecían mecer su
alma como en las cimas de un silencio de ultratumba.
En el mes de marzo, sufrió otro duro golpe. El Banco, en cuya sección Pedro había
estado empleado, y que hasta entonces le enviaba todos los primeros de mes,
concienzudamente, el sueldo del marido, dejó de dar señales de vida. Era cierto que el
dinero ya sólo valía la tercera parte de antes, mas aquel sueldo era la única base de sus
gastos con Mili, y ambas vivían sin preocupaciones.
El Banco, que no era una institución financiera de primera fila, bahía quedado muy
comprometido en un escandaloso asunto de aprovisionamiento del Ejército, y poco después
quebró.
Miett no daba mucha importancia al asunto, pero en el mes de abril, cuando debía
pagar el trimestre de alquiler del piso, no tuvo más remedio que echar mano del lapicero,
descubriendo cosas harto desagradables. El dinero que había heredado de su madre y que
su padre guardaba para ella en la Caja de Ahorros, lo había invertido casi completamente
en Empréstitos de Guerra, pocos meses antes de morir. Desde luego, dichas obligaciones
arrojaban algún interés, pero el valor del dinero disminuía cada mes.
Entonces, por primera vez, Miett despertó de su existencia soñadora a la vida real. Sin
embargo, no se asustó, no se desesperó. Después de haber atravesado la tempestad del
dolor y el asalto de los sollozos, quedó insensible ante el derrumbamiento total de su
situación material, que en circunstancias normales le hubiera hecho perder la cabeza hasta
enloquecer. De una cosa estuvo segurísima desde el primer momento: de que no aceptaría
la ayuda de los Cserey ni de los Varga. Su orgullo le prohibía aceptar el pan de la
misericordia de los demás. Consideraba que tal situación pondría en peligro el equilibrio de
su espíritu. En los parientes de Pedro, en Mihály Pável y su antipática mujer, no se le ocurrió
ni pensar.
Decidió buscarse algún trabajo. Al ponderar las posibilidades de esta solución, le vino a
la mente Koretz. Hacía ya aproximadamente un año que no le había visto, pero siempre
pensó en él con toda confianza y amistad.
Una mañana del mes de mayo, fue al despacho de Koretz. La antesala estaba llena, y
Miett llamó la atención de la impaciente hueste de cuantos solicitaban audiencia al
poderoso financiero, con su traje de luto y su largo velo negro.
El secretario le dijo en seguida que tendría que esperarse por lo menos una hora. Mas,
apenas desapareció con su tarjeta, volvió inmediatamente, abriendo ante ella la puerta.
Koretz se precipitó a recibirla, sorprendido de su visita.
Miett se sentó en el sillón, que estaba reservado ante el escritorio para las visitas que
iban a tratar negocios.
—Vengo a verle con un ruego algo especial —empezó, algo cohibida.
Koretz miró el rostro de Miett con gran atención, lleno de deferencia.
—Quisiera encontrar algún trabajo —continuó Miett—. Desde la muerte de mi padre,
me encuentro en una situación bastante difícil. Usted no ignora que el Banco en el que
trabajaba mi marido, quebró. ¿Qué me queda por hacer? Parientes, no tengo. Tal vez los
únicos sean los Cserey, pero muy lejanos. De todos modos, me horroriza la idea de aceptar
el socorro de alguien, sea quien sea… Quisiera trabajar. Tengo buena letra, sé mucho
alemán y bastante francés… En el colegio, aprendí taquigrafía, y no dudo de que la volvería
a dominar pronto, con un poco de práctica.
Añadió, un tanto avergonzada, y ruborizándose insensiblemente con voz muy suave:
—No sé si estos conocimientos bastan para obtener algún empleo de secretaria…
Y con la mano enguantada de negro, palpaba nerviosamente el puño de su sombrilla.
Koretz la miró, visiblemente conmovido. También en su voz temblaba la emoción, al
contestarle, después de un rato de silencio.
—Lo que usted me pide, lo haría de buena gana por cualquier señora de buena familia
que se encontrara en una situación como la suya…
Miett fijó los ojos en la punta del quitasol, pues temió echarse a llorar inmediatamente.
Después de un instante, Koretz le preguntó:
—¿No teme usted que lo que pretende sea una carga demasiado pesada para usted?
—¡No, de ninguna manera! —protestó rápidamente Miett—. Me gusta el trabajo y creo
que me haría incluso un gran bien estar ocupada…
Koretz le ofreció un cigarrillo, con el gesto de quien se da cuenta de que lo hubiera
debido hacer antes. Miett se lo rehusó con una fina sonrisa, para darle a entender que no
había ido en plan de visita particular, sino para tratar de un asunto oficial.
—Permítame usted, señora —dijo Koretz—, que lo piense durante dos o tres días.
Hubiera esperado cualquier cosa, menos que usted viniera a verme con un ruego de esta
índole.
Miett se levantó y le tendió la mano para despedirse. Koretz la acompañó hasta la
puerta. Con la mano en el pomo, Miett se detuvo un instante:
—Dígame usted: ¿qué sueldo puedo esperar por una colocación así?
Su mirada reflejaba tanta candidez y falta de experiencia, que Koretz la contempló un
rato, sonriendo, antes de contestarle.
—Esto no se lo podría decir ahora —dijo, con cierto aire misterioso.
Dos días después, recibió carta de Koretz, que contenía un cheque.

Muy apreciada señora —así rezaba la carta—: He reflexionado largo tiempo sobre su
ruego, y he llegado a la conclusión de que el empleo que yo podría brindarle, le impondría
la necesidad de tener que estar en contacto con unos empleados viejos y testarudos. Esta
clase de relaciones es poco agradable, y por otra parte (como usted comprenderá
fácilmente) me sería imposible explicar individualmente a cada uno de dichos señores, y en
cada caso concreto, que trataran a usted tal como yo deseara. Y darle una colocación cerca
de mí, no lo puedo arriesgar por una serie de consideraciones.
La ruego, entonces, que se sirva aceptar la cantidad adjunta, que ya me devolverá en la
forma y fecha que le parezca. Y si otra vez necesitase lo que fuere, le suplico que me avise,
pues yo consideraré siempre un gran honor el poder ayudarla en lo que fuere…

Miett miró el cheque. La cantidad indicada en él, era tan elevada que casi se asustó.
Sosteniendo en una mano la carta y en la otra el cheque, se quedó con la mirada vaga y el
entrecejo fruncido, como que riendo adivinar hasta los más secretos pensamientos de
Koretz.
«No cabe duda —se dijo a sí misma— que este caballero ha comprendido mal el motivo
de mi visita. O por lo menos, no está seguro de que se oculte tras de mi paso cierta especie
de ofrecimiento. Y ¿por qué no? Un hombre como él, debe de estar acostumbrado a que, en
medio de tantas catástrofes, trastornos y ruinas materiales, le ofrezcan hasta las reliquias
familiares más celosamente guardadas, como a un buen comprador. ¿Por qué el honor de la
mujer constituiría una excepción? Sin duda pensó así, al inscribir en el cheque tan
importante cantidad. No pensó en nada malo, mas arregló las cosas de tal modo, para
cualquier eventualidad, que, si por acaso, pensara yo en lo que pensaba él, la puerta
quedara abierta… Su rasgo demuestra que es persona muy cuerda, generosa y ligera… Un
intelecto sencillo, claro y sano, que no se plantea problemas superfluos. Es como son, por
regla general, los hombres de negocios de altura. Tiene abierta día y noche no sólo su
cámara acorazada, sino también su corazón: tomo, doy… Sólo toma buenas mercancías,
pero lo que da, vale su peso en oro, sin duda, pues es hombre honrado… Tiene razón; en su
lugar, sin duda, yo también hubiera procedido de la misma manera.»
Miró otra vez el cheque.
«Pues ahora sé, por lo menos, cuánto dinero valgo…», pensó, sosteniendo el papel
entre sus finos dedos, como con unas pinzas.
Se sentó inmediatamente a su escritorio, para contestar todavía bajo la impresión de
los primeros momentos.

Mi querido amigo (empezó la carta, escogiendo intencionadamente un tono de


intimidad, pues en esta apelación, encontró cierta superior seguridad):
Referente a mi solicitud de empleo, he reflexionado mucho durante estos dos últimos
días. Le doy la razón de que esa clase de trabajo no me conviene. Entre tanto, he
encontrado los medios para solucionar mis dificultades momentáneas, y, muy agradecida,
me permito devolverle la ayuda tan amablemente ofrecida. Pensaré en usted siempre con
profundo agradecimiento y amistad.

Ella misma llevó al correo la carta.


Al día siguiente, se presentó de nuevo el ujier de la oficina de Koretz, y esta vez trajo
una caja de cartón. Dijo que no esperaba contestación, y se fue. En el paquete, había dos
rosas. Y sobre la tarjeta adjunta, sólo estas palabras: Siempre su respetuoso admirador,
Koretz.
Miett vio en aquellas dos rosas la elegante retirada de un hombre llano y franco.
Precisamente el hecho de que sólo fueran dos rosas, y no todo un ramo, tenía un fino
sentido simbólico. Pensó sin enojo en aquel hombre simpático, cuyos ojos pardos tenían
una mirada tan franca. Le gustó el desenlace, para la gran batalla que acababa de librarse
entre los dos, en alguna capa profunda de su alma, detrás de las palabras no pronunciadas.
Si hubiesen querido, habrían podido negarse a sí mismos los pensamientos habidos en
tomo a aquel cambio de cartas, y así, no habían de temer que si algún día volvían a
encontrarse, ambos tuviesen sentimientos penosos.
Miett echó mano de nuevo al lapicero, y se puso a calcular. Esta vez, la situación no le
pareció tan desesperada ya, como en su primer susto. Vendiendo poco a poco los valores
que le quedaban, y viviendo en un plan muy modesto, aún tendría suficiente para un año.
Decidió marcharse de Budapest por algún tiempo. Necesitaba imperiosamente un
cambio de aire, pues ya no podía resistir la vida entre aquellas cuatro paredes.
Los acontecimientos de las últimas semanas habían removido hasta el fondo de su
alma, despertándola de sus ensueños, disipando en torno suyo aquel extraño silencio de
sepultura con el que se había rodeado desde la muerte de su padre. Todo lo acaecido en
estos últimos días: la carta del Banco, avisándola que no podrían seguir pagándole el
sueldo de Pedro; la visita a Koretz; la antesala; el secretario, y su propia frase al hablar con
el gran financiero: «Sé mucho alemán, bastante francés, tal vez la taquigrafía…»; luego el
cambio de cartas y aquel cheque, cuyo roce aún sentía en la punta de los dedos; aquellos
hechos habían penetrado en su vida como espinos agudos, como rayos de la existencia
real, de la vida exterior, y habían disipado de sus habitaciones la estancada atmósfera de
luto.
Sin embargo, en el fondo, sólo aspiraba al silencio y a la soledad.
Recordó que, al proyectar el viaje de bodas, Pedro y ella habían pedido los prospectos
de u na serie de balnearios del extranjero. Esos prospectos debían de estar todavía en
algún cajón del armario.
Se sentó en la sombra y puso ante sí, extendiéndolas, las fotografías de todos aquellos
hospitalarios paisajes. Tras larga reflexión, escogió a Sankt Hilben, un sitio escondido en
alguna de las montañas del Salzkammergut, el cual, con su lago profundo en la cuenca de
unas violáceas montañas rocosas, con las selvas vírgenes de pinos verdes oscuros, con las
casitas diminutas, que parecían fabricadas con fósforos de madera renegridos, le prometían
precisamente lo que más anhelaba.
Salió de viaje a mediados de junio, dejando atrás tres años, menos unas pocas
semanas, desde aquella noche de agosto en que acompañó a Pedro a la estación.
Fue a la estación completamente sola. No la acompañaban en su viaje más que Dios ·y
un nebuloso y plácido deseo de morir.
15

Zamák volvió una tarde al «Hotel de la Miseria» con la increíble noticia de que había
visto con sus propios ojos al omnipotente Zar de todas las Rusias, al que había saludado
militarmente, y que el Zar le contestó al saludo.
Bartha y Vedres mandaron a los demás asistentes que le prendieran, administrándole
los tradicionales veinticinco bastonazos, por haber osado pretender estar en relaciones de
saludos mutuos con el Zar. Por ahora sólo recibió los palos en forma suave y simbólica: pero
le amenazaron, si se atrevía a decir otra vez tamaña mentira, con administrarle el castigo
efectivamente y con todo rigor.
Sin embargo, por una vez, Zamák había dicho la verdad.
En la calle principal de Tobolsk, junto al hotel Laskutnaia, erguíase un edificio, a
manera de torre, cuyo balcón del primer piso miraba hacia la calle. En el balcón, estaba
sentado todo el día un hombre vestido de paisano, leyendo periódicos.
Abajo, en la calle, el público se congregaba, mudo y horrorizado. Los campesinos
beatos hacían la señal de la cruz y movían la cabeza. No se movían hasta que no salían de
los locales de la planta baja del edificio los guardianes armados hasta los dientes, para
dispersar a los papanatas a culetazos.
El caballero vestido de paisano, era, efectivamente, Nicolai Romanov, Zar de todas las
Rusias, cuyo nombre había significado sacrílegamente, en Rusia, pocos meses atrás, mucho
más que el de Dios, pues el calendario ruso celebraba su santo con sesenta puntos rojos, y
el día del Señor, sólo con treinta. Pocos meses antes, mandaba a ciento ochenta millones
de seres humanos, y reinaba sobre la sexta parte del globo terráqueo. Hacía veinte años,
con motivo de su coronación, se había congregado tan ingente muchedumbre, que en el
campo de Hodinka pisotearon mortalmente a millar y medio de mujiks, mientras se
distribuían jarros de vino y dulces al pueblo. Ahora, en aquel balcón de la casa-torre de
Tobolsk, ya no se llamaba más que el coronel Románov.
La Duma pronunció, después de una sesión nocturna muy movida, el destronamiento, y
el príncipe Lvov tuvo que entregar la Duma, embriagada de una libertad que ella misma
acababa de darse, al jefe más chillón de los socialistas, Kerenski. En aquellas horas, ya
estaba en marcha un vagón precintado, desde Suiza hacia Moscú. En aquel vagón, estaba
sentado, en medio de algunos compañeros, apoyando sus codos en las rodillas, un hombre
calvo y meditabundo, cuyo nombre verdadero era Vladimir Uliánov Ilich: cara rectangular
con expresión de sátiro, con ojos pequeños de tártaro, en los cuales ardía el fuego de una
tremenda venganza, jurada contra toda la humanidad el día en que ahorcaron a su
hermano por haber atentado contra la vida del Zar, y cuando también él fue encarcelado y
condenado a Siberia, para seis años.
Y conforme aquel vagón precintado se acercaba a Moscú, la unción del Señor iba
transformándose lentamente, en la frente de Rusia, en la maldición de Caín.
Aquel hombre era Lenin.
El Zar, con las manos hundidas en los bolsillos, en aquel balcón de Tobolsk, meditaba
cómo podría volver al trono, e ignoraba que aquel vagón precintado ya había traspuesto la
frontera rusa e iba acercándose a Moscú. Se acercaba, se acercaba rápidamente…
El Zar había llegado a Tobolsk, el día veinte de agosto, por el Tiúmen, con veinte barcos.
Los barcos entraron en el puerto de noche, pero cuando el Zar se enteró de que le querían
alojar con su familia en la ciudad tártara, no quiso desembarcar, pues Kerenski, al
acompañarlos a la estación, les había prometido que le alojarían en la residencia episcopal.
Mas, luego, acabó por aceptar el destino.
La planta baja estaba ocupada por la guardia venida de Petersburgo, y el piso por la
familia imperial y el séquito. Fuera de unos cuantos criados de origen extranjero, una sola
persona, el príncipe Dolgorucki, había seguido al soberano al destierro.
Al Zar le tocó ocupar la gran habitación de la esquina. En la otra se oían a menudo
voces de mujer que cantaban, acompañadas por un piano, y resonaban en la silenciosa
calle de Tobolsk. Allí vivía la Zarina, con la señora Wyrubova, mujer diminuta y fea, pero
que entendía mucho de espiritismo. La Zarina sólo la llamaba Ania, y todo el santo día
tocaba el piano con ella a cuatro manos, o cantaba dúos.
En una de las paredes del cuarto de la Zarina, colgaba un gran San Miguel, y bajo el
oscuro cuadro brillaba una lucecita perpetua. Y había allí un misterioso baúl de negra
madera, con adornos de metal, en el cual se guardaba como reliquia una camisa
ensangrentada. Aquella camisa había pertenecido a un mercachifle tratante en caballos de
Siberia, a un aventurero tartufo, que descendía de la raza de los chamanes del Asia. Aquel
hombre, llamado en vida Rasputín, fue asesinado por el príncipe Yusupov, el invierno
anterior, y los oficiales de la guardia habían arrojado el cadáver al hielo del Neva, como si
hubiera sido el de un perro.
La zarina Alejandra conservó hasta el día de su muerte aquella camisa sucia y
ensangrentada.
En las demás habitaciones, apenas tenían sitio para instalarse Tatiana, hija mayor de la
familia imperial, el enfermizo heredero de la Corona, y los demás hijos menores.
La calle que pasaba al pie de aquella casa, conducía hacia el campo de Pod-Chuvas, y
los oficiales y soldados prisioneros, al pasar debajo del balcón y al distinguir en él al Zar, le
saludaban reglamentariamente, como si se tratara de un desfile de honor. Para los soldados
rasos, el desfilar representaba una diversión magnífica. Saludaban con el «¡vista a la
izquierda!», tendiendo todos los músculos del cuello, y sus botas sonaban duramente en
los adoquines de madera de la calle de Tobolsk. El Zar, desde el balcón, los saludaba con la
mano. Su rostro tenía una expresión como si estuviera profundamente conmovido. Seis
meses antes, desfilaban ante él, en columnas interminables, sobre caracoleantes corceles
negros como cuervos o blancos como la espuma, haciendo brillar a los rayos del sol sus
lanzas de puntas afiladas, los destacamentos de su guardia imperial, con altas gorras de
piel de oso, pasando ante el palacio de Zarscoie-Selo. Pero, sin duda, aquel espectáculo no
le daba tanta alegría corno el de ahora.
Pedro se detenía a menudo ante el balcón, contemplando a aquel hombre barbudo que
pasaba asomado largas horas en completa inmovilidad, con las manos detrás de la espalda,
clavando su mirada en un punto invisible de la calzada. Estaba allí, como en el puente de
mando de algún fantástico navío, arrastrado en un vuelo de aquelarre, entre vientos
ululantes, con los mástiles destrozados.
Pedro, contemplando al Zar, pensaba, en realidad, en su propio destino. Su
imaginación quedó prisionera del balcón de aquella torre de Tobolsk, y mirando al Zar y
apoyándose en la pared, pensó en la casa de los Almády. Las perchas de cuero de ciervo, en
el recibidor, la gran alfombra color manzana en el hall, y el viejo sillón de cuero en el
comedor, que crujía como una silla de montar, al sentarse en ella. El gran diván tan
cómodo en el salón, en el que solía dormir la siesta, casi sin respirar, Miett, encogiendo
blandamente los hombros, y cubriéndose hasta los tacones con el gran mantón de seda. El
gran cuadro en su marco dorado, encima del piano, representando a la madre de Miett, que
[51]
hacía pensar en la reina Isabel, y que tenía la mirada dirigida hacia lo infinito. La placa de
mármol de la mesita de noche, junto a la cama, en la cual chocaban con retintines
familiares el cortaplumas, el lápiz y la cadena del reloj, antes de acostarse. El gran reloj
negro y antiguo entre dos ventanas, que sabía mirar tan tranquilamente, como si fuera un
rostro humano cargado de preocupaciones. El péndulo iba y venía con un tictac sordo y
melancólico, desgranando con ritmo monótono los dulces segundos. La cama, encima de la
cual yacía en relucientes trenzas la dorada cabellera de Miett, que parecía pesar como el
oro. Luego, el sillón de junco en el cuarto de baño, cubierto por una gran toalla, color de
rosa, con el dibujo apenas discernible, y en el respaldo, una camisa de seda arrugada que
despedía el suave perfume de la belleza femenina, con dos diminutas zapatillas
encarnadas abandonadas ante la bañera, y el perfume tibio y agradable que destilaban los
jabones finos y múltiples frasquitos de cristal tallado; los zumbidos y silbidos de los grifos
de agua, la alegría sonora y fresca de los chorros fuertes de la ducha, en la nuca y en la
espalda: todo cuanto significara entre aquellas paredes, entre aquellos cuartos que daban
reposo al cuerpo y al alma, la vida pasada, la vida desaparecida en una lejanía para
siempre ida, esfumada y enloquecedora.
Tal vez el propio Zar, inmóvil en su balcón, se paseara con la imaginación, con
sentimientos análogos a los suyos, recordando los rincones íntimos del parque de Zarskoie-
Selo, de colores y aromas tan conocidos. Recordaba tal vez el contacto del sillón querido,
entre tantos objetos familiares, y hasta el chirrido del pomo de la puerta de su cuarto, que
casi cobraba ahora, en el recuerdo, el valor de una voz humana.
El viento hizo volar por la calle de Tobolsk una hoja de papel, y aquella hoja blanca,
arrastró consigo la rígida y vacía mirada de Nicolai Romanov. Pasó su mirada lentamente
por la calle, sin que sus distraídos ojos expresasen interés alguno. Vio a Pedro y le miró.
Bajo la impresión de aquella mirada, Pedro, cuadrándose, saludó, como si le hubiera tocado
una invisible batuta misteriosa.
El Zar correspondió al saludo con la cabeza e hizo un gesto con la mano. Saludaba así a
todos aquellos que le saludaban desde la calle. En aquellos últimos tiempos, sentíase ya
aquejado de funestos presentimientos, y a veces, de noche, pensaba que le asesinarían
como asesinaron a tantos otros antepasados suyos de la dinastía de los Romanov. En cada
transeúnte de la calle, veía a su posible asesino, y casi le agradaba contestar a los saludos,
con amables gestos de la mano.
Pedro aún se quedó allí unos instantes; luego se encaminó hacia casa, como si
estuviera avergonzado de su infantil curiosidad.
En pocos días, el público de Tobolsk se acostumbró a la presencia del Zar en el balcón,
como a la cruz en la cúpula de la iglesia de Otche Nas, y al pasar ante la casa, ya ni siquiera
levantaba la mirada hacia él.
A Pedro le atraía, con la fuerza de una visión de ensueño, aquel hombre en el balcón. A
veces miraba durante media hora, con la respiración contenida, la mano del Zar que se
apoyaba en la baranda de hierro del balcón. En estas ocasiones pensaba que aquella mano,
de un solo plumazo pudo haber impedido aquella guerra, y en tal caso, él continuaría
siendo el jefe adjunto de la sección jurídica de su Banco, Miett tal vez tendría dos hijos
suyos, un niño y una niña, vestidos ambos con pulcritud de angelitos, y guardando en cada
repliegue de sus trajes, cintas y atavíos, las huellas del gusto y de la mano de su madre. El
niño se llamaría Pedrito, y la niña, María. Imaginose a los dos nietos sentados en las rodillas
del abuelo, y les veía en las habitaciones de la casita de la calle del Teniente, obsequiados
por su madre con dulces, como él se lo figuraba, al dejarse mecer en el Neptun, sobre las
olas del lago Balaton.
Contempló la mano del Zar, como si aquella mano hubiera sido un instrumento de
Dios, una parte visible y palpable del terrible sino humano.
En julio pasado, recibió por última vez carta de su casa. Desde aquella fecha, no tuvo
más noticias de Miett ni de su madre. A veces, al pasar por la calle, o en casa, trabajando, y
aún algunas veces al almorzar, surgía en él, de repente, un pensamiento que le estrujaba el
corazón: ¿y si Miett hubiese muerto?
Desde luego, este pensamiento le pareció mucho más soportable que el otro, el de que
Miett le hubiese engañado con alguien. Si Miett hubiera muerto, también él podría esperar
serenamente su fin. ¡Tarde o temprano, las cosas habían de acabar así! En el campo de Pod-
Chuvas los prisioneros tenían ya cementerio propio. Por verdadero milagro de Dios, durante
los tres años de su estancia en el «Hotel de la Miseria», ninguno de los habitantes hubo de
ser enterrado, aunque la mala comida, la falta de combustibles y aquellas sombras que
iban oscureciendo sus almas, disminuyeran paulatinamente su vitalidad.
En efecto, si Miett hubiese muerto, morir aquí, en Siberia, sería la salvación. Mas,
perecer aquí en triste prisión, después de tres años de esperanzas, anhelos y cavilaciones,
con la conciencia de que Miett a esas horas estuviera sentada en un rincón elegantemente
alumbrado de un distinguido restaurante, tocando con sus finos dedos los pétalos de una
flor. en el dibujo de un mantel de nívea blancura, mientras las sedientas palabras de aquel
otro hombre le acariciaban los hombros, y el deseo burbujeaba en su corazón como las
perlas del champaña en las copas que tenían delante: aquello resultaba enloquecedor,
suponerlo era tan terrible que se podía morir sólo pensándolo, con la boca gimiendo de
rabia y dolor, con sollozos que salen de la carne rasgada del corazón, y los inauditos
sufrimientos del hombre que ruge impotente, sepultado por el alud del dolor.
¡Ojalá fuera posible no pensar nunca en tales cosas!
A veces, con los nervios en tensión, procuraba mirar fijamente a aquel otro hombre. Y
no conseguía evocar nunca sino el rostro de Miska Adam.
«¡Lo mataré, cuando vuelva!», pensó muchas ve ces, y en mil ocasiones se había
imaginado el asesinato con los mínimos detalles. A veces, al encontrarse solo en su
habitación, se representaba a sí mismo toda la escena, con gestos y movimientos imitados
de la realidad. Se veía a sí mismo, revólver en mano, fijando sus ojos desorbitados sobre el
adversario, con una expresión de odio feroz, y veía, por fin, bajo el fino bigote rubio de
Miska Adam, truncarse aquella sonrisa irónica en la mueca del miedo a la muerte.
Al representarse aquellas escenas, a veces se asustaba de su propia voz, e interrumpía
bruscamente el juego, como el sonámbulo que despierta repentinamente. Se arropaba
entonces sobre la cama, y ocultaba el rostro, como alguien avergonzado de sí mismo por lo
que acababa de hacer, y el corazón se le helaba ante la idea de que todo aquello pudieran
ser síntomas de incipiente locura, y que ya no podría evitar el hundirse en ella.
Del campo de Pod-Chuvas, sacaban casi a diario algún oficial que se había vuelto loco,
en aquel tercer cautiverio. También en el «Hotel de la Miseria», más de uno se comportaba
de manera extraña, de modo que los demás cambiaban significativas miradas a su espalda.
Sospechaban sobre todo del pobre Kölber, que desde hacía varios meses, rehusaba hablar
con nadie.
Y él, ¿no se comportaría en alguna ocasión como éste, sin tener ya la fuerza de
dominarse a sí mismo, con el entendimiento rendido y perturbado, provocando los
comentarios susurrados por los demás a su paso, al decir: «¡Pobrecito San Pedro!»?
Bartha fue quien le bautizó así: San Pedro, por su barba que ya tenía por lo menos un
palmo de largo. Le quedó el apodo; los compañeros le llamaban siempre así. Y a su
espalda, hasta los asistentes le llamaban «el señor teniente San Pedro».
Se daba cuenta de que, de no haber conocido a Zinachka, ya desde hacía tiempo se
hubiera vuelto loco. Aquella muchacha, ante la cual conseguía abrir hasta los repliegues
más íntimos de su corazón, le solía escuchar con tanta humildad, con los ojos tan
atentamente abiertos, que al bañarse en la mirada de aquellos dos ojos profundos y puros,
su alma se rejuvenecía y se aliviaba.
Su amistad con Zinachka duraba ya desde hacía diez meses. Cada semana, y en los
últimos tiempos, hasta dos veces por semana, iba a ver a la muchacha. Fue entablándose
entre ellos cierta amistad tierna y pura, en la que el amor no intervenía ni bajo el umbral de
su conciencia. Por lo menos, Pedro lo interpretaba así.
Le solía explicar siempre a Zinachka, hasta con los más ínfimos detalles, todo cuanto
había acaecido en su espíritu, en los pocos días que no se veían. Explicó todos sus
pensamientos, sin callar ni aquellos que enseñan el alma de un hombre en toda su
desnudez. Explicole sus frenéticos deseos respecto a Miett, los tormentos de los celos, le
dio cuenta con fiel exactitud incluso de aquellos momentos en los que anhelara
sordamente, como un sueño, el suicidio, y aquellos otros confusos en los que todo el
sentido de la vida se desvanecía para él.
Narrole todas estas cosas como el enfermo explica los síntomas al médico. Le hacía
estremecer la idea de que se podría volver loco, y llevaba el alma como a un
reconocimiento a casa de la muchacha.
Zinachka le escuchaba siempre con gran atención. Compasión y cariño bañaban su
mirada, y se hacía repetir algunos detalles. Luego, encontraba explicación para todo. Había
tanta ternura, sensatez y quietud en todo su ser, que Pedro siempre salía de su casa
consolado.
Cuando Pedro no tenía nada más que decir, era Zinachka quien tomaba la palabra para
hablarle de su niñez. Explicaba historias divertidas del viejo Dimitri, que no era más
inteligente que un perro, pero que superaba incluso a dicho animal en materia de fidelidad.
Dimitri aún no se atrevía a encender ni apagar la luz eléctrica, y cuando un día Zinachka
quiso explicarle el funcionamiento del teléfono, se llevó la mano a la boca, para ocultar su
sonrisa, porque la señorita Zinachka le tomaba por tan estúpido que pudiese creer tales
sandeces. Entre las conquistas de la técnica, la que más le llegó a impresionar fue la
bicicleta, y cuando Zinachka le enviaba a la ciudad para hacer compras, si no volvía él
durante largas horas, podía estar segurísima de que Dimitri habría encontrado una bicicleta
apoyada en una pared, en la calle, y no podía desprenderse de su contemplación. Se
agazapaba junto a la bicicleta, mirándola por todos los lados, conteniendo la respiración y
convencido de que si aquel objeto quisiera sería capaz incluso de hablar como las personas.
Dimitri temía a Dios y, además, era muy supersticioso. Creía en las virtudes de la sal
tostada; estaba convencido de que si en Jueves Santo las velas no se apagaban, durante
aquel año él no caería enfermo; de que las setas no pueden continuar creciendo si las ha
tocado la mirada de un gato, y de que los judíos llevaban una mancha sangrienta en el
pecho. Y nunca comía sandías, porque la sandía partida en dos le recordaba la cabeza del
abuelo, a quien un bandolero tártaro mató con un hacha de carnicero. Y él, Dimitri, siendo
niño, vio aquel cráneo partido de par en par, pero el tártaro tuvo piedad de él, sin duda,
para poder considerarse a sí mismo como un hombre misericordioso, cuando algún día
tuviera remordimientos de conciencia.
Durante el verano, Zinachka se fue a pasar seis semanas a Omsk, invitada a casa de
una amiga. A Pedro le hizo mucha falta durante aquel tiempo. Desde luego se carteaban, y
sus cartas todas ellas estaban llenas del testimonio de mutuo cariño y amistad.
Las noticias de los acontecimientos políticos, que se sucedían con rapidez, atravesaron
como rayos el «Hotel de la Miseria». Sin embargo, los ánimos iban decayendo de día en día,
a raíz de las noticias revolucionarias, pues los prisioneros se daban cuenta de que la
anarquía sólo podía acarrearles consecuencias penosas.
Del campo de Pod-Chuvas fueron enviados aún más hacia el Este dos mil oficiales
húngaros y austriacos, en las regiones del río Amur, pues las autoridades temían que los
prisioneros de guerra pudiesen liberar al Zar. Pocos días antes ya se habían llevado también
a los del Oso.
En el «Hotel de la Miseria», comenzaron a angustiarse. Cualquier día, también a ellos se
les podría amontonar en un barco, transportándolos hacia el Este. Durante los últimos
tiempos la situación había empeorado continuamente, hasta tal punto que ya hacía cuatro
meses que dejaban de cobrar los cincuenta rublos que en un principio les aseguraba una
vida sin preocupaciones, pero cuyo valor había bajado entretanto a la mitad. Para todos,
marcharse de Tobolsk hubiera significado ahora una catástrofe.
Las huertas de Csaba llegaban hasta la orilla del Irtis. Este año producían tantas coles,
nabos, cebollas y tomates, que podían mandar algunas cantidades al mercado de Tobolsk y
estas ventas eran, por ahora, su única fuente de ingresos. Cuando en el campo de Pod-
Chuvas, los soldados pasaban hambre, mandaban a algunos voluntarios para pedir algunos
sacos de cebollas o de coles.
Una noche, Mezei entró en el cuarto de Pedro:
—Oye, Pedrito: hay abajo un voluntario; haz el favor de atenderle, pues yo tengo que
poner en orden los libros de caja…
Pedro bajó al «salón». En la mesa brillaba una lámpara de petróleo, pues en esta
vivienda no tenían electricidad. Fuera aún había alguna claridad, pero el cuarto de la planta
baja no tenía ventana.
El voluntario estaba cerca de la puerta, de pie, y al ver entrar a Pedro, se cuadró, chocó
los tacones y saludó.
—Mi teniente, vengo para solicitar tres sacos de coles que necesitamos los voluntarios.
Pedro se acercó distraídamente a la mesa, para escribir el correspondiente recibo, pues
Mezei era muy riguroso en guardar las formas burocráticas para todo. (Así, la Sección de
Huertos poseía un despacho especial, en donde se apuntaba hasta el tomate más
insignificante.)
Una vez escrito el recibo, Pedro lo alargó al voluntario para que éste lo firmara. El
voluntario se inclinó sobre la mesa, y su cara quedó iluminada por la luz de la lámpara.
Pedro miró petrificado aquel rostro. Fue como si le hubieran dado un fuerte mazazo en
el corazón.
El voluntario era Miska Adam.
Hallábase ante la mesa con el atavío mísero y sucio de los soldados prisioneros, con
pantalones agujereados en las rodillas y con harapos en los codos. Los zapatos rotos
estaban sujetos por cordones.
Pedro saltó del asiento y le cogió por los hombros. Le sujetaba con puños férreos, para
verle mejor la cara. Le contempló largo rato con ojos desorbitados, como si se tratara de
una horripilante alucinación. Se negaba a creer a sus propios ojos.
—¿Cómo te llamas? —preguntó, en cavernosa voz, que parecía la de un loco.
El voluntario le miró asustadísimo, pues no sabía cómo explicarse lo que ocurría.
—Doctor Mihály Adam… —dijo, en un tono entre asustado y ofendido, pero reservado.
Pedro le soltó y se apoyó en la mesa. Estaba a punto de desplomarse.
—¿Desde cuándo eres prisionero? —preguntó luego, sin mirarle.
—Desde hace tres años. He pasado dos años y medio en Omsk, y hace seis meses me
trasladaron aquí…
Miró fijamente a Pedro, el cual se apoyaba con una mano en la mesa, clavando la
mirada fija en el centro de la misma, con ojos de perturbado. Adam, un instante después, le
preguntó susurrante, tímidamente:
—¿Por qué el señor teniente se sirve preguntármelo?
E iba observando con la cara angustiada la terrible emoción de aquel oficial para él
desconocido.
Pedro levantó la mirada hacia él, mas era incapaz. de proferir una sola palabra. Sus
labios se torcían, y las palabras sin pronunciar se debatían convulsivamente en ellos.
Luego, bruscamente, llorando, exclamó:
—¡Tú conociste a mi mujer!
Apenas acababa de decirlo, se dejó caer sobre la mesa, apoyando la cara sobre sus dos
brazos extendidos, y se puso a llorar desesperadamente.
Adam, con gesto involuntario, alejó un poco la humeante lámpara de petróleo,
temiendo que Pedro la volcara con el codo. Luego, se retiró un paso de la mesa,
cuadrándose. Estaba conmovido hasta el fondo de su alma por la escena a la que acababa
de asistir, y meditaba quién podía ser la mujer de aquel teniente nunca visto que le debía
haber conocido.
Por fin, poco a poco, Pedro se tranquilizó y levantó la cara hacia Adam. Le preguntó en
voz baja:
—Tú, ¿no sabes quién soy yo?
Adam echó una mirada escrutadora sobre su rostro:
—Aquí, en Tobolsk, ya he visto varias veces al señor teniente. Le conozco de vista, pero
ignoro cómo se llama.
Pedro echó sobre él otra vez una mirada profunda, como si quisiera dejarle tiempo para
pensar. Luego. agregó en voz baja:
—Soy Pedro Takách. Mi mujer…
Adam levantó la mano, como si quisiera anticiparse a él, y exclamó:
—¡Miett!
Después de tres años, Pedro oyó por primera vez aquel nombre en boca de otro
hombre. La voz le penetró en el corazón. Y pareció que aquel hombre se hubiera reavivado,
como un cadáver al que se llamase por su nombre y se levantara sobresaltado…
Se desplomó de nuevo sobre la mesa, y el llanto le iba sacudiendo de nuevo, con
terrible fuerza.
Adam acercó una silla a la mesa, se sentó, y colocó la mano en el hombro de Pedro, que
se movía convulsivamente, como si hubiera querido detener en él los ataques del dolor.
—No llore —le dijo con voz muy tranquila. Como Pedro, también observaba inmóvil la
punta del extremo de la mesa, que alguien había acuñado con el cortaplumas, en instantes
de aburrimiento.
Poco a poco Pedro volvió a tranquilizarse. Levantó la cabeza, mas escondía el rostro
ante la mirada de Adam, pues estaba avergonzado de haberse dejado vencer por el llanto.
Le ocurría por primera vez, en todo el tiempo pasado en el cautiverio. Frotó y palpó su cara,
como si se despertara de alguna profunda pesadilla. Frunció con la mano, y alisó luego otra
vez sus cejas, pero sin abrir los ojos. Su barba estaba llena de lágrimas, que ahora le
picaban la cara, produciéndole escozor. Esbozó un gesto para sacar el pañuelo con los
dedos.
Carraspeó varias veces, como si quisiera probar si su voz se hallaba nuevamente apta
para hablar.
Luego apoyó un codo y miró intensamente a Adam, Su voz sonaba tranquila y libre de
dolor, al decirle:
—¡Dichoso tú! Eres soltero…
Bajo el fino bigote rubio recortado a la inglesa de Adam volvió a aparecer aquella
conocida sonrisa agradable e irónica.
—Al estallar la guerra llevábamos tres semanas de casados…
Pedro le miró sorprendido:
—¿Estás casado también?
—Sí, ya te lo he dicho. Me casé con Eva Toronyí. ¿No la conoces?
Pedro empezaba a vislumbrar algo en sus recuerdos. Juanito le había dicho, cuando se
encontraron por primera vez en casa de Miett, y los dos esperaban que las muchachas
salieran del cuarto de baño:
—¿Miska? Miska hace la corte a Eva Toronyí…
Pedro y Adam guardaron silencio durante mucho rato. Fue Pedro quien lo rompió
primero:
—Quédate a cenar conmigo. Tengo una botella de vino tinto de Crimea. La beberemos y
charlaremos…
—Hoy no puedo, debo avisar antes. Tal vez mañana podré aceptar.
Pedro le acompañó hasta la puerta. En el umbral, se abrazaron.
Después de cenar se paseó largo rato por el patio, cerca de la reja lateral, por donde no
pasaba nadie. Era una noche de fines de agosto, y más de las nueve. Sin embargo, la
extraña bola violácea del sol empezaba a declinar ahora, por detrás de los bosques de
olmos que bordeaban el río Irtis. Por el pesado aire llegaba un olor sofocante de humo, pues
arriba, por el Norte, a una distancia acaso de millares de kilómetros, volvían a arder las
tundras desde hacía muchos días, y gigantescos incendios abrasaban los pantanos secos
del Lena. El viento traía el humo hasta aquí.
Bartha y Vedres se divertían haciendo saltar a Camarada por encima de un bastón
levantado. El perro expresaba su alegría por esta diversión ladrando, y volaba a la altura de
sus hombros por encima del obstáculo.
Mezei, Csaba, Szentesi y Lukács estaban sentados bajo el árbol y jugaban a naipes.
Rosiczky sentose en el umbral de la casa, tocando la cítara.
Media hora más tarde, reinó un silencio en el patio, y todos se fueron a dormir. Pedro
aún se paseaba por el extremo del patio. Poco a poco, él cielo se oscurecía en torno suyo, y
el firmamento se llenó de las grandes estrellas estivales de Siberia que brillaban con una
luz febril.
Debía de ser ya la medianoche cuando, por fin, subió a su cuarto. Sólo entonces se dio
cuenta de que el paseo monótono de varias horas, le había agotado.
Kölber ya dormía, o por lo menos fingía dormir. Su sueño era una especie muy rara de
vigilia, ni si quiera se le oía respirar, como si tuviera cerrados los ojos y nada más.
Pedro no experimentaba deseo alguno de dormir.
Para entretenerse enjabonó la ropa sucia, y buscando alguna ocupación se sentó junto
a la mesa y empezó a hacer solitarios para tranquilizar sus pensamientos que latían
febrilmente bajo sus sienes. Sin embargo, los naipes no conseguían retener su atención, y
poco después, acabó por acostarse.
Contempló la oscuridad con ojos desorbitados. Desde hacía tres años, por primera vez
se sentía feliz. Pensó en Miett con tierna humildad, pidiéndole perdón mentalmente por
haberla aparejado en las visiones de su enferma imaginación con aquel pobre Miska Adam.
Tenía la sensación de que acababan de quitarle del alma una pesadísima y horrible lepra
llena de pus. La conciencia de que sus terribles celos sólo asediaron durante tres años
vanos fantasmas, rodeó de repente la figura de Miett de una aureola de pureza y perdón.
Descubrió un nuevo sentido a la vida. ¿Se dejaría morir, poco a poco, en medio de tan
horribles cavilaciones, encadenándose a su amor por Miett como a un poste, dejándose
morder continuamente por los perros rabiosos de los celos? 1 Había llegado ya al límite de
la locura, conducido por su imaginación enfermiza y perversa…!
Ahora se sentía liberado de aquella horrible presión. Todos los poros del cuerpo y del
alma estaban sedientos e impacientes de vivir. De repente tuvo lástima de sí mismo, y le
pareció que, después de tres años de sufrimientos, tenía derecho a todo.
Hubiera sido un pecado terrible el que Miett «cayera», un pecado alevoso e
imperdonable. Sí, era mejor, así debía ser, que Miett permaneciera pura.
Pero la situación de él era muy distinta. En él iba agitándose desesperadamente el
instinto de la vida, y él quería salvarse de la locura. No veía ninguna injusticia en aquel
modo de razonar.
Pensó en Zinachka, y en el aroma de romero de su cuartito. Vio ante sí la cabellera
negra y brillante de la muchacha, sus grandes ojos que sabían mirarle con tanta atención, y
se imaginó las suaves líneas de los hombros, ocultos por el grueso corpiño color cerezo,
acurrucada en el sillón, inquieta.
Una sensación le invadió con tanta fuerza, que se incorporó en la cama, acechando
largo rato en la oscuridad. Una sensación extraña arrastraba sus pensamientos confusos
hacia la hija del que fue en vida capitán de cosacos, Serguei Ignátov.
16

En el parque del balneario de Sankt Hilben, todas las tardes, una orquesta amenizaba
el paseo de los pocos veraneantes que habían llegado casualmente a aquella localidad.
Tocaban antiguos valses vieneses, con igual tristeza que si los instrumentos de viento
llorasen los tiempos felices idos para siempre.
En los senderos arenosos del parque, invadidos por la hierba, se paseaba apoyado en
un bastón un anciano oficial. Las piedras y la arena chirriaban bajo sus pisadas, pero no
chirriaba menos uno de sus pantalones que escondía en su interior una pierna de palo. Las
dos clases de chirridos se mezclaban curiosamente. El veterano, que vestía el uniforme de
los cazadores imperiales, parecía tan viejo que se podía creer que hubiese perdido su
pierna en las campañas de Bosnia, a fines del siglo pasado y no en la contienda actual.
Una tarde, cuando los rayos del sol caían retorcidos y amarillos sobre las copas de los
grandes tilos, los alrededores del Kursaal, ordinariamente desiertos, pobláronse un poco.
Apenas transitaban por el parque dos o tres personas, y aún éstas eran militares enviados
oficialmente por la Intendencia a pasar allí sus permisos de reposo.
El aire de la montaña atravesaba aquel viejo jardín como un saludo aromático de las
lejanas cimas nevadas. Mas, de cuando en cuando, al mediodía, o a primeras horas de la
tarde, el calor quedaba estancado en el valle, haciéndose insoportable, y en tales
ocasiones, hasta los pájaros enmudecían entre los frondosos ramajes. Las negras selvas de
altos pinos quedaban iluminadas por los dorados rayos del sol; por doquier, en la loma de
las montañas, alrededor de Sankt Hilben, y en las alturas, brillaban en tiernos colores
violáceos las nevadas sierras.
Debajo del parque, el riachuelo Hilben progresaba a saltos, con sus aguas heladas color
índigo, entre las grandes piedras lisas; algo más ahajo, había un molino de agua, vetusto y
destartalado.
Un sendero sinuoso y estrecho conducía hacia el monte, entre viejos perales salvajes y
rocas cubiertas de musgo, que indicaban a las claras las capas de los años petrificados. En
un punto, donde era preciso pasar con ciertas precauciones por un puentecillo adornado de
coloreados ramos de boj, una cascada plateada se quejaba de la eterna monotonía a una
muralla de pardas rocas. Esta cascada producía la impresión de una maravillosa juventud
en medio de las vetustas y severas rocas. Arriba, la loma de la montaña se partía en dos, y
la muralla rocosa corría abrupta hacia el valle. En la cima, erguíase una vieja capillita, al
borde mismo del precipicio, como si se dispusiera a saltar a él.
Abajo, en el valle, yacían esparcidos los cuadriláteros de los campos de cereales. El
trigo ya había sido segado, y los haces estaban apilados en fila. A veces, pasaba lentamente
por la carretera blanca, limpia de polvareda, alguna bicicleta de excursionista. Estos
ciclistas montañeses permanecían en los sillines con el busto enhiesto, rodando
despreocupados. En la espalda, llevaban por regla general una mochila, y hasta las señoras
lucían sobre los sombreros verdes y puntiagudos una negra pluma de gallo acitrón.
La aldea se extendía por la otra ribera del río. Sin exagerar, no le podía suponer más de
mil almas.
El sonido de las campanas de aquella alta cima era capaz de llenar toda la cuenca
inmensa del valle, y volateaba encima del lago cual un extraño pájaro marino,
desapareciendo en un estrecho de la montaña como si tuviera oculto allí su nido.
La superficie oscura del lago se veía surcada durante el día por unos minúsculos
veleros, cuyas alas blancas no parecían mayores que un pañuelo abierto,
Así eran Sankt Hilben y sus alrededores.
El paisaje que reclamaba los pinceles de los pintores, con sus bellezas naturales
heroicas, se mezclaban en cierto modo al aburrimiento que flota siempre en torno de los
balnearios, y con el sempiterno olor de cocina de un comedor de hotel.
Miett pasaba ya la segunda semana en este lugar.
Aquella tarde estaba sentada bajo el viejo tilo del parque. Escuchaba la música de los
instrumentos de viento que sonaba invisible en alguna parte detrás de los arbustos.
Apoyando su brazo en el banco, estaba sentada con aspecto de cansancio, y el polvo
que cubría la punta de los zapatos, revelaba claramente que volvía de un largo paseo por el
monte. Después del almuerzo, solía subir generalmente hasta la capilla, desde donde se
abría un magnífico panorama sobre el valle y el lago de color esmeralda que descansaba en
medio de las grandes murallas rocosas. Al pasar por detrás de la aldea, solía sentarse en la
baranda del puente, cálida del sol, contemplando largo rato el trabajo de un artesano que
fabricaba ruedas. El viejo maestro, de barba blanca, con las mangas de la camisa
arremangadas y calzando zuecos, trabajaba al aire libre. Sus enseres estaban colocados a
la sombra del pomar, y bajo su cuchilla revoloteaban alegremente las virutas del ciruelo.
Las ruedas listas yacían blancas como la mantequilla en la verde hierba.
Miett solía entretenerse allí, cerca del taller al aire libre de aquel artesano, pues había
algo en la calva de aquél que le recordaba a su difunto padre.
Del puente había bajado directamente al parque, y la tristeza de la música le permitía
entregarse libremente a sus pensamientos.
¿Por qué había venido a aquel lugar extraño y salvaje, en donde no tenía ninguna idea
común con alma viviente, ni un sentimiento o pensamiento afines? Ya se arrepentía un
poco de haberse marchado de su casa tan a tontas y a locas, y la extraña monotonía del
lugar pesaba con indecible tristeza sobre su alma.
Se daba cuenta de que su vida había llegado a un callejón sin salida, y adondequiera
que tornara los pensamientos, se veía acosada totalmente por una fría inseguridad.
Hacía ya ocho meses que no recibía noticias de Pedro. ¿Quién sabe si vivía aún…? Tal
vez habría muerto ya meses atrás —poco antes le hablaron de un caso semejante— y tal
vez pasarían años hasta que tuviera noticias concretas de la suerte que había podido correr.
En Rusia, centenares de millones de seres humanos fueron arrastrados por los torbellinos
de la guerra y de la revolución; a través de aquellas distancias inverosímiles, es tan difícil
saber algo de la vida de un anónimo prisionero de guerra como buscar en el fondo del
tormentoso mar una piedrecita.
Hacía exactamente tres años que acompañara a Pedro a la estación.
Escrutando el fondo de su corazón, para saber lo que sentía actualmente hacia su
marido, lo encontró desoladoramente vacío.
—¿Qué sentiría si de repente recibiera la noticia de que Pedro había muerto?
O ¿qué sentiría si, mañana o pasado, Pedro apareciera de golpe en el umbral de la
puerta? ¿Cómo volverían a comenzar la vida interrumpida?
Sólo conseguía contestaciones muy confusas a todas estas preguntas.
Pensó que lo mejor seria morir. Dejar de ser de alguna manera, durmiendo en medio de
esas montañas de tan maravillosos colores, desmayarse en aquel banco sin despertar
nunca más, mientras, detrás de los arbustos, los instrumentos de viento irían tocando con
extraña melancolía los lánguidos valses de las óperas antiguas.
¿Qué podía esperar aún en esta vida?
Dentro de unos meses cumpliría veinticinco años. Y aquella mañana, se dio cuenta, al
peinarse, de que el blanco peine de hueso quedaba lleno de largos cabellos. Sí, esto venía
produciéndose ya desde hacía meses; cada mañana el número de aquellos fugitivos hilos
dorados iba en aumento, como si fueran apagándose uno a uno los rayos de la vida y de la
juventud. Aquella mañana, al hacerse las trenzas y palpar el pesado moño, notó con la
mano que se había hecho más pequeño.
Al tocar aquellas trenzas adelgazadas, parecíale palpar el cuerpo terrible, avejentado y
deletéreo del Tiempo.
Pensando en su cabellera, sintió el corazón invadido de tristeza y hubiera querido llorar.
Le vino el recuerdo de que antes de salir de viaje habíase cruzado en el pasillo con la
hija mayor de los porteros, la cual pasó tres años en casa de unos parientes en provincias.
Apenas acertó a reconocer en aquella muchacha, con aspecto de señorita de catorce años,
a la niña que tres años antes aun corría con los pies descalzos. Entonces recibió un golpe
en su corazón: ¡Dios santo, así pasa el tiempo! En la metamorfosis de aquella niña,
apareciósele con amedrentadora fuerza el poder de aquellos tres años, que, sin duda,
habían arrastrado también su vida más cerca de la muerte.
Aquella misma mañana se había sentado en la terraza y se dedicaba a bordar. Vio pasar
por la alameda principal del parque a aquella señora joven, natural de Linz, con la cual
había trabado conocimiento. Cambiaban de tarde en tarde algunas frases, y se saludaban
con cariñosas sonrisas y movimientos de cabeza. Ella tenía a su marido en alguna parte del
frente italiano.
La señora de Linz vestía un fino traje de verano, que la brisa ligera le pegaba al cuerpo,
descubriendo claramente los síntomas del embarazo. Miett tenía sentimientos raros,
cuando se cruzaba con aquella mujer. Pensó cuán diferente hubiera sido su sino si Pedro la
hubiera hecho madre, y al atravesar con largos movimientos de su mano la seda tendida
sobre el tambor de madera de su labor, con el alfiler que arrastraba tras sí un hilo de seda
verde pálido, se veía inclinándose sobre una cunita adornada de blondas, y veía también al
niño que captaba el aire con el puño vacío, frunciendo las naricitas y lanzando al aire los
gritos de la vida amaneciente.
Tenía muy a menudo visiones por el estilo, y en tales ocasiones, su corazón parecía
bañado en alguna ola cálida y desconocida. Si tuviera un hijo, su vacío corazón se llenaría
de repente de luz y calor.
Sin embargo, ¿sería cierto que estaba tan vacío?
Desde que saliera de Budapest, dejando tras ella las habitaciones en las que el abrir y
cerrar de sus puertas le era tan familiar; el escritorio de su padre, con el paño verde
acariciado por el sol de la mañana; el ladrillo cuadrado del pisapapeles de cristal, que
desplegaba los colores del arco iris; el timbre de la puerta; los ladridos de Tomi; Mili,
zascandileando encorvada por las habitaciones; los colores y dibujos de las cortinas y aquel
perfume que daban a los cuartos siempre limpios los muebles muy viejos —perfume
agradable, blando y ligero—, todo aquello quedaba muy lejos ahora. Al pasar los días, su
imaginación iba liberándose paso a paso. No; no había nada que la encadenara.
En sus largos paseos por los senderos del bosque, pensaba muy a menudo que en
alguna parte debía de haber otras cosas en la vida que no fueran luto y tristes cavilaciones.
El que da paseos solitarios, suele ser detenido muchas veces por algo: un rayo de sol en las
nubes, los susurros de un árbol, o el vuelo de un pájaro.
También ahora, sentada en ese banco, los instrumentos de viento le iban trayendo las
melodías de una vida muy distinta, muy lejana…
¡Cuántos latidos de corazón, cuántas llamas de amor y de juventud debía de haber
todavía en el mundo!
Y en ella, ¿ya todo se habría apagado?
Pensaba en Golgonszky.
También en otras ocasiones le ocurría recordar la mirada tan peculiar y profunda de
Golgonszky, mas siempre conseguía evadirse a ella. Apresurábase a huir con sus
pensamientos ante aquella mirada, como si hubiera en aquellos ojos oscuros, tan
penetrantes, cierta fuerza de hechizo, y el misterio del placer y del pecado.
Entonces le pareció que en vano huiría ante esos recuerdos. Pensó en la recepción
celebrada en casa de los Cserey, y en el instante en que Golgonszky, con las manos
hundidas en los bolsillos de la guerrera, se le acercó desde la chimenea. Vio ante sí aquel
rostro extraordinario, que captó inmediatamente su imaginación. Y volvió a sentir el latido
del corazón que tuvo en aquel momento. Uno tras otro, iban atravesando su mente esos
recuerdos, y recordaba todo cuanto había ocurrido aquella noche: cuando salieron en el
automóvil; cuando le vio luego en el hipódromo; cuan do se cruzó con él en la escalera de
su casa, y cuan do su capa color café desapareció en la vuelta del rellano; cuando se
pasearon en el Bastión de los Pescadores, y Golgonszky le confesó su amor; el cuarto del
hotel Swinemünde; y por fin, la última carta…
¿Por qué no había contestado a aquella carta?
Es verdad que se había roto la cabeza durante largas semanas, preguntándose lo que
habría de contestar, pero todo lo que se le ocurría, le parecía excesivamente apasionado o
muy frío.

«…hágame llegar su llamada de auxilio por minúscula y tímida que sea…»

Intentó entonces enfrentarse con la idea de decidirse a escribirle.


No cabía la menor duda: si escribía a Golgonszky,
él, vendría en seguida. Y ¿qué ocurriría, si Golgonszky llegara para pasar unos cuantos
días a su lado?
Golgonszky vendría aquí por decisión propia, y no obedeciendo a su llamada. ¿Contra
quién pecaría si se encontrase aquí con un viejo conocido?
Por las tardes, darían paseos por la montaña. Escucharían por las noches, juntos, la
música lánguida y triste. El aire se llenaría en torno suyo del hechizo de aquel curioso amor
platónico. Miles y miles de sentimientos y pensamientos nuevos revolotearían en torno de
su corazón, y se sentiría presa de nuevo de aquel minúsculo e insensible vértigo que sentía
siempre en compañía de Golgonszky.
Pero, ¿qué pasaría si llegase a caer? ¿Si no tuviera la fuerza suficiente para resistir a
aquella pasión y llegara a ser amada por Golgonszky? Este pensamiento era tan repulsivo
que se horrorizó.
Nada estaba tan lejos de ella como esta posibilidad. Se daba cuenta de que después de
tamaña caída, no le quedaría más remedio que el suicidio. Las torturas del remordimiento,
el asco hacia sí misma y los reproches de su conciencia, acabarían por abrasar toda la
tranquilidad de su alma.
¿De dónde había sacado la energía, hasta ahora, en el camino de tan tremendos
sufrimientos, sino de la conciencia de su pureza? La llevaba consigo, como el hombre
arruinado el estuche con las últimas alhajas. Era su tesoro lo que le había quedado,
suficiente para empezar una vida nueva. Por la noche, al acostarse, reposa en alguna parte,
quizá en el fondo del armario, y la misteriosa fuerza que irradia de él, es el mejor soporífero
para el alma trastornada de la persona que huye.
En medio de estos pensamientos, no se había dado cuenta de que la música había
cesado y que iba oscureciendo en torno suyo.
Desde la terraza del restaurante, llegaba ruido de vajilla y, a través de la cálida
oscuridad del aire, empezaban a volar las luciérnagas. Flotaban errabundas con su
inverosímil brillo entre las hojas de los árboles, como hilos más o menos cortos e
incandescentes, que se hubieran destacarle de alguna parte, y que iban inscribiendo ahora
sus móviles líneas de fuego en la oscuridad. Se levantó y se fue a la terraza, para cenar.
Media hora después de estar sentada, empezó a llover, y las gotas producían un ruido
en las copas resecas por el sol, como si los árboles se hubieran incendiado de golpe.
Levantose una brisa fresca, y encima de la terraza, el toldo parecía querer volar hacia la
noche negra y húmeda, como empujado por algún deseo irrefrenable. Los herrumbrosos
barrotes de hierro que lo sostenían, daban quejumbrosos chirridos.
Miett sentíase invadida por una tristeza tan fuerte que estaba a punto de llorar. El sordo
dolor de la soledad y del abandono sujetaba pesadamente su alma.
Al subir a su cuarto, y pasando por el largo corredor cuyas paredes estaban adornadas
con cuerpos de gamos y de cabras montesas, experimentaba un miedo extraño, pues por
alguna razón incomprensible no brillaba nunca ninguna luz en aquel pasillo.
No se acostó inmediatamente, sino que se acurrucó en un sillón, envuelta en una
gruesa manta. Su mente estaba concentrada en un solo pensamiento. Se quedó sentada,
inmóvil, durante mucho tiempo, de modo que si alguien hubiese podido observarla,
hubiera podido creer que se había dormido.
Durante cinco días, la lluvia cayó sin interrupción. Era la tenaz lluvia de las montañas
del Salzkammergut, que apaga la vida de todas las cosas. Ya no podía subir a la cascada, al
molino y a la capilla, que consideraba como otros tantos amigos; no podía sentarse durante
largas horas cerca de aquel taller del viejo fabricante de ruedas. Estaba confinada en su
habitación durante todo el día, y esta prisión acabó por roer todas las energías que aún
quedaban en el fondo del alma.
Por las noches, le parecía que su cuarto se llenaba de seres extraños e invisibles, y más
de una vez temió volverse loca.
No llegaba a conciliar el sueño, y estaba sentada en su cama, con la cabeza
destrenzada sobre los hombros, lloriqueando en la oscuridad, en un silencio que aquellos
tenues sollozos no lograban interrumpir.
Y amanecía otra vez en vano. Aquel crepúsculo sin brillo, plomizo, y la cadenciosa caída
de la lluvia, la arrastraban aún más hacia la suprema desesperación, en la que incluso se
veía asaltada por pensamientos de suicidio.
Había días que se paseaba durante horas y horas como una loca, encerrada en su
cuarto. Otras veces, se hincaba de rodillas, y pasaba horas y más horas rezando en voz alta.
Una de aquellas noches, se levantó de golpe, como si le hubiera ocurrido
inesperadamente una idea. Y sin vacilar se sentó ante el escritorio.
Escribió a Golgonszky.

«Amigo Golgonszky —comenzó—: Desde que recibí su carta no me he encontrado


todavía con ánimos para poder contestarle.
»Le estoy muy agradecida por su amistad y por haber pensado en mí.
»Estoy en Sankt Hilben; me he refugiado aquí para reposar un poco. Estoy sola. Sola
con mis pensamientos y recuerdos. Atentos saludos de MIETT.»

Al poner la carta dentro de un sobre, tuvo la sensación de haber exhalado el mínimo


grito de socorro que Golgonszky esperaba. Sabía que tan pronto como recibiera esta carta,
Golgonszky vendría inmediatamente.
Mas, ¿dónde le alcanzaría la misiva? Y ¿quién sabe si vivía aún? Y aunque viviera, ¿iba a
venir efectivamente? ¿No había pasado casi un año desde que se vieron por última vez…?
¿Quién era capaz de adivinar cuáles eran sus sentimientos hacia ella?
¿Debía enviar aquel sobre…? Por la mañana, con la cabeza reposada, tendría tiempo
para tomar una decisión.
Durmiose en medio de tales dudas, mas a la mañana siguiente su primera
preocupación fue la de enviar la carta a Correos.
Se puso a estudiar el horario de los trenes. Solía ir hasta la estación, imaginándose la
llegada de Golgonszky. Sin duda, llegaría en ese tren. A las siete de la tarde, cuando los
rayos del sol ya se van retirando de las copas de los tilos, aunque la orquesta continúa
tocando en el parque.
Ante la estación de Sankt Hilben, dado el tráfico reducido, un solo coche solía esperar a
los viajeros. Miett contempló durante mucho rato aquel faetón, diciéndose a sí misma:
«Vendrá de la estación en ese coche…»
Y ella, ¿dónde le esperaría? Tal vez podría pasearse por la alameda principal del parque,
y le saludaría al verle pasar en el coche. Mas esta solución no acertaba a agradarle. Pensó
un instante que iría a esperarle a la estación, como si estuviera allí por mera casualidad.
Esto, en cambio le parecía demasiado. Por fin, optó por aguardarle ante la entrada del
Kursaal, sentada en un sillón de junco descolorido por el sol, leyendo una novela, o
haciendo labor.
Ya la primera noche, después de enviada la carta, se sentó en un sillón, a la hora de la
llegada del tren. Escuchó el prolongado silbido del convoy que llegaba, su lejano traqueteo,
y en su corazón preludiaron las emociones nuevas que parecían una inmerecida bendición
del cielo.
Vio surgir en la entrada del parque, entre los frondosos árboles, el único coche de
alquiler de Sankt Hilben, oyó cómo chirriaban bajo sus ruedas las piedrecitas, y percibió el
crujido de los resortes del faetón. Su corazón se puso a latir al notar que alguien estaba
sentado en el coche, aunque supiera perfectamente que todavía no podía ser él y que ni
siquiera había tiempo de que hubiera recibido la carta.
Antes de acostarse, se paseó durante mucho tiempo entre puerta y ventana, echándose
a veces sobre el sofá para emprender de nuevo el inquieto paseo.
Todos los instantes estaban llenos ahora con la emoción de la insegura espera, y esa
deliciosa inquietud torturaba su corazón con dulces martirios.
Escrutando algún que otro rasgo cansado de su rostro, tuvo otra vez la aterradora
sensación del paso de los años, sensación muy parecida a la que se tiene al estar enfermo y
creerse irremisiblemente perdido y condenado a morir.
El cuarto día, Golgonszky llegó.
Todo ocurría exactamente tal como Miett se lo había figurado. Estaba sentada ante el
Kursaal, y, pocos minutos después de las siete, entre los arbustos amarillos apareció el
coche ocupado por Golgonszky.
Golgonszky se apresuró a saludarla.
Ella no le preguntó por qué había venido, y Golgonszky se abstuvo de darle
explicaciones, como si su llegada fuera la cosa más natural del mundo.
Apenas se hubieron saludado, Golgonszky subió a su cuarto y se cambió de ropa. Miett
le esperaba abajo en el parque, y salieron de paseo.
No aludieron ni con una palabra a lo que les oprimía el corazón con dulce e indecible
tormento. Paseábanse lentamente, bajo los tilos seculares, en cuyas copas ya había
desaparecido el sol. Conversaban sobre temas indiferentes, acaso en voz algo más baja que
de costumbre, como si estuvieran visiblemente imbuidos por el pensamiento de que
paseaban ahora uno al lado del otro, completamente solos, con una sensación de soledad
como si fuera de ellos no hubiese nadie en el mundo.
Miett estaba contentísima de que Golgonszky no aludiera a su carta, pues no era
preciso recordar aquella misiva ni hablar de ella: ¡era mucho más hermoso así! Las
palabras sin pronunciar se hicieron pesadas en su corazón, y deseaba que Golgonszky no
hablase de nada, que sólo se quedara a su lado unos días despidiéndose luego como la
visión de un sueño.
Ya les rodeaba la parda oscuridad de la noche, cuando volvieron por la alameda central
del parque, subiendo a la terraza para cenar.
No se entretuvieron mucho junto a la mesa, sino que bajaron al jardín, sentándose en
un banco, lejos de la entrada iluminada del Kursaal.
Contemplaron el cielo estrellado, y Miett tenía la sensación de que la divina mirada de
uno de los astros le llegaba hasta el corazón.
Algo le oprimía la garganta y hubiera querido gritar, como si sus nervios se debatiesen
en las convulsiones de un sentimiento irreprimible.
Callaban. Miett sabía que, después de este silencio, forzosamente debía de hablar
Golgonszky, por fin. Esperaba sus palabras que ya hubiera querido oír. Y conforme iba
prolongándose el silencio, experimentaba un ardoroso deseo de inclinar su cabeza sobre el
hombro de Golgonszky.
Golgonszky, sin embargo, seguía callando. Estaba sentado en la oscuridad, apoyando el
rostro sobre una mano, como si estuviera mortalmente fatigado de algún tremendo
combate que librara consigo mismo, y como si no encontrase ninguna salida en su corazón
para sus palabras heridas que se desangraban. Y este silencio era más elocuente que todas
las palabras. Miett no podía soportarlo por más tiempo. Se levantó, con un ademán
nervioso.
Dijo en voz baja, con el corazón doliente:
—Dispénseme, pero tengo que separarme de usted… Me siento algo cansada…
Quiso tenderle la mano, pero notó que también Golgonszky se disponía a marchar.
Al subir la escalera y llegar al pasillo oscuro, Golgonszky le cogió la mano:
—¡La amo a usted, mortalmente…!
El pasillo estaba completamente a oscuras; sólo en el cuadrilátero de una ventana
brillaban suaves fulgores, reflejando la luz que prestaban las estrellas. Cerca de la ventana
se perfilaban unas panoplias de caza.
Miett abandonó su boca, inerte, al beso de Golgonszky.
Se oyeron pisadas en la escalera y se separaron con brusquedad. Miett ni siquiera miró
detrás de sí y desapareció por la puerta de su cuarto.
Golgonszky aún se quedó allí un instante; luego entró también en su habitación.
Se apoyó en la ventana abierta, como quien está sumergido en sus pensamientos, o
espera algo, sin saber en realidad qué.
El viento mecía lentamente el ramaje. De fuera, llegaba un poco de luz de la lámpara
del jardín, y de algún punto de la oscuridad, en dirección a los invernaderos del jardinero,
subía el perfume de lirios blancos.
Durante mucho rato, se quedó en la ventana, inmóvil.
De repente pareciole oír abrirse una puerta, en dirección al cuarto de Miett.
En el instante siguiente, Miett entró en el cuarto, deteniéndose cerca de la puerta. En la
penumbra, parecía envuelta sólo por una especie de deshabillé claro, y llevaba el cabello
suelto. Detúvose cerca de la entrada y se apoyó con la espalda en la puerta, para no
desplomarse, pues sus piernas ya apenas la sostenían. Cerró los ojos y apretó las manos
sobre el pecho.
Golgonszky se acercó a ella y la tomó en sus brazos.
Miett temblaba en todos sus miembros, y estaba tan desmayada como si la hubieran
tocado los rayos del miedo, de la culpa consciente y del placer.
17

Los sauces de la ribera del Irtis ya comenzaban a amarillear, y a veces, corrían fuertes
vendavales sobre la. espalda del río, como si el lejano mar de hielo hubiera vuelto su rostro
hacia la ciudad de Tobolsk.
Aquel ya era el tercer año de su cautiverio.
Una mañana, al volver de la ciudad y entrar en su cuarto, Pedro se detuvo sorprendido
en el umbral.
Kölber estaba sentado en medio de la habitación, sobre su cofre de oficial. Junto a él,
yacía su mochila llena hasta arriba, y tenía preparado todo el equipaje. Estaba sentado
sobre la caja cruzado de brazos de espaldas a la puerta. Con la gorra puesta y envuelto en
su capa, estaba allí semejante al que viaja en la cubierta de un barco de emigrantes.
—Y a ti, ¿qué te pasa? —preguntóle Pedro maravillado.
Kölber volvió lentamente la cabeza hacia él.
—Estoy esperando el pasaporte.
Pedro puso una cara como si no hubiera entendido lo que le decía Kölber.
—¿El pasaporte?
—Sí.
—Pero, ¿qué pasaporte?
—Pero, ¿no lo sabes? Esta tarde regreso a casa.
Brotaron en Pedro como un rayo los confusos pensamientos de la alegría, mas
inmediatamente tuvo una terrible sospecha.
—¿Quién te lo ha dicho?
Por la cara de Kölber pasó fugazmente una sonrisa misteriosa.
—Ya me lo perdonarás, pero eso no te lo puedo revelar…
Pedro salió corriendo de la habitación, en busca de los compañeros, para comunicarles
su aterradora sospecha.
Pero los demás ya estaban todos reunidos en el «salón». En sus rostros se leía una
muda desesperación, y Pedro notó en seguida que trataban del caso de Kölber.
—Hace media hora se despidió de todos nosotros —dijo Mezei.
Pedro se sentó en una silla y durante mucho tiempo fue incapaz de proferir una sola
palabra.
—Y ahora, ¿qué vais a hacer con él? —preguntó por fin.
Mezei se paseaba de un lado a otro.
—¿Qué podríamos hacer? Esta tarde lo enviaremos a la Comandancia.
Un instante después, Kölber entró. Se sentó en una silla, separado del grupo, se cruzó
de brazos y no dijo nada a nadie. De vez en vez, parecía ocultar una solapada sonrisa, y por
su mirada pasaban sombras. Su expresión distraída revelaba que estaba en conversación
consigo mismo.
A partir del momento de su entrada, reinó un profundo silencio en el «salón». Como si
hubiera aparecido un fantasma.
Bartha intentó silbar, y Vedres bostezó ruidosamente, dándose golpecitos en la boca.
Pero el corazón de todos fue apretado por una mano invisible, y sólo se atrevían a mirar a
Kölber de reojo.
Por fin, Vedres acabó por dirigirse a él, y le gritó amistosamente, para romper aquel
insoportable silencio:
—Wie geht es dir, Frantzi? (¿Cómo estás, Francisquito?)
Kölber se removió en su silla, como si despertase de un sueño. Dirigiéndose
amablemente y con modestia hacia Vedres:
—Ich…? Danke schon… (¿Yo…? Muchas gracias…)
Poco después, se acercó a la ventana, y se puso a cantar alegremente, con su acento
austríaco:
—Kinder, die kein Geld mehr haben… Bleib dann Zuhaus!
Su voz resonaba en el patio, y parecía quedarse allí durante mucho rato. Uno de los
asistentes, que estaba cerca del pozo, lavando la vajilla, interrumpió su cometido y miró
hacia la ventana como si hubiera oído un alarido de dolor.
Durante el almuerzo, inesperadamente, Kölber se puso muy nervioso. Su mano empezó
a temblar, y miró con ojos torturados en torno suyo. Mezei estaba sentado a su lado; le
acariciaba la cabeza, sin decir nada. Por la tarde, Vedres se ofreció a acompañarlo, para
entregarlo a la Comandancia. Kölber estaba de acuerdo con todo. Ya estaban en la puerta,
cuando, con un gesto, llamó a Pedro, diciéndole:
—Vosotros no perdáis la cabeza… Yo ya me ocuparé también de vuestro viaje.
Llevó con sigilo un dedo a la boca, como para decir que se trataba de un secreto del
que no se debía decir nada.
Pedro subió a su cuarto. Se echó sobre la cama, y apoyándose en un codo intentó
reflexionar. A veces, su mirada caía sobre la cama vacía de Kölber, de la cual se desprendía
un terrible silencio.
Le era imposible quedarse en aquella habitación. Bajó al jardín, para pasearse un rato,
pero también allí se sentía dominado por gran agitación, de modo que interrumpió su
caminata silenciosa y monótona, a lo largo de la barrera de ramas de abedul trenzadas, que
era su ·paseo habitual. Decidiose a ir a la ciudad, para hacer una visita a Zinachka.
Zinachka no esperaba a Pedro aquella tarde. Notó en seguida, por su cara, que había
sucedido algo extraordinario.
—¿Ha ocurrido algo?
—No, nada —contestó evasivamente Pedro.
—¿Ha muerto alguien?
—No. A Kölber le han llevado al hospital. Me da muchísima lástima.
Cerró los ojos y dijo:
—Dame un poco de té.
En los últimos tiempos, ya se tuteaban; pero el tuteo no era hijo de una camaradería, ni
fugaz hábito de amor. Tutearse, para ellos, era una manera elevada de trato, como algo
abstracto y triste, preñado de hondos sentidos, cual un rito de una extraña religión que
enlaza a todos los humanos por esa misma sílaba: tú.
Cuando Zinachka salió, Pedro miró, con los ojos cansados, en torno de la modesta
habitación. Encima del piano, aquel San Miguel de los Milagros, y debajo de él, la lucecita
en el vaso violáceo; entre las dos ventanas el retrato ampliado del capitán de cosacos
Serguei Ivánov y su mujer; la curiosa mesita triangular, en la que Zinachka, al salir, había
echado un trapo que estaba cosiendo; la estufa baja de tierra cocida, que parecía un
hombrecito rechoncho y furioso; el olor agrio de la tela nueva, y la alfombra desgastada
hasta la trama, todo le pareció horrible ahora. Hundió el rostro entre las manos, para no ver
aquellos objetos, que tantos y tan emotivos recuerdos le inspiraban al contemplarlos.
Todo cuanto le rodeaba en aquel cuarto le pareció ahora inverosímil. Como si el brazo
cubierto de tela de aquel sillón, sobre el cual reposaba su mano, participase de un sueño
enloquecedor. ¿Era suyo aquel puño que aparecía con restos de grasa pegados a las uñas?
Aquella madrugada, también tuvo que ayudar a los demás a desmontar el mecanismo
del pozo, que necesitaba ser engrasado, pues ya chirriaba en medio del patio, como el que
llevan a ahorcar. Y esos zapatos en sus pies… ¿Por qué está él aquí ahora? ¿Qué significa
esta palabra: Tobolsk? ¿Dónde pueden estar, a estas horas, Juanito y Szücs? ¡Cuánto polvo
había allí, sobre el marco de aquel doble retrato! Sentía un dolor en el pecho como si los
pulmones se le hubiesen partido por la mitad. Su madre, ¿cuántos años debía de tener
ya…? Cincuenta y cinco… Rogaría a Mezei que no le pusieran a Lukács de compañero de
habitación. O, ¿vale más no decir nada? ¡Si ya todo le es igual! ¡Oh, cuán horroroso le
parecía todo…!
Zinachka volvió, trayendo el té en el samovar humeante. El perfume de aquella bebida
se extendía agradablemente por todo el cuarto. Zinachka no decía nada, pero de reojo no
quitaba la vista de Pedro. Su mirada expresaba conmiseración y miedo, como si temiese a
cada momento algo terrible. Nunca había visto el rostro de Pedro tan sombrío como
entonces.
Quedaron callados durante mucho tiempo. El silencio los envolvía, aterrador y
profundo: sólo las tazas de té chocaron en el plato, al acercarlas Zinachka a Pedro. Más éste
no tocó su taza. Alzando una ceja, parecía contemplar algún punto invisible, como si su
mirada fuera atraída por alguna horripilante visión.
Zinachka colocó su mano sobre la de Pedro, suave y tímidamente.
—Estás muy nervioso, hoy —dijo en voz baja. Era capaz de poner toda el alma en una
palabra.
Pedro cerró los ojos, como si estuviera mortalmente agotado en aquel combate con sus
propios pensamientos. De repente, se estremeció y sujetó fuertemente la mano de la
muchacha.
—Dime algo… ¡Habla, habla! ¡Di lo que quieras, con tal que hables…! —dijo con el tono
del enfermo grave que mendiga un poco de agua para aliviar la ardorosa sed de la
garganta árida y seca—. ¿Qué tienes?
Pedro empezó a palparse la frente, muy pálido.
—Temo que… Temo terriblemente que también yo me vuelva loco cualquier día.
Zinachka sintió desfallecer sus fuerzas. Temblaba todo su cuerpo y sentía impulsos de
dar gritos. Sus rodillas anhelaban poder hincarse en tierra, como si le hubieran quitado algo
de la espalda. Pero hizo un esfuerzo y dijo, con voz perceptible:
—¡Qué tonto eres! ¡Qué cosas se te ocurren!
Por un instante, se dejó caer sobre el sofá:
—¿Quieres que te cante algo?
Después, sin esperar el asentimiento de Pedro, se acercó a la mesita de tres pies, cogió
la guitarra, en cuyo cuello, arrogantemente reclinada, aparecía esculpida una cabeza de
chino con coleta. Aquel rostro de madera tenía cerrados los ojos y la cara amarilla, como si
le hubieran ahorcado con aquellas largas cintas desteñidas, azules y amarillas, que
adornaban el cuello de la guitarra.
Zinachka tiró un cojín al suelo, y se sentó en cuclillas a los pies de Pedro.
Las cuerdas emitieron sonidos que parecían polvorientos, y que en principio eran fríos,
sin alma. Mas luego, poco a poco, fueron caldeándose las notas como si la mano de la joven
les infundiera fuego.
Pedro bajó sobre ella la vista y observaba distraídamente las evoluciones de los
puntiagudos dedos de la mujer sobre las cuerdas.
Zinachka se puso a cantar. Tenía una vocecita algo velada, en la que, sin embargo,
conseguía verter mil sentimientos, sollozos y nostalgias.
Cantó un romance popular de la región del lago Baikal:

Dos mozos se fueron al hielo, al hielo, al hielo,


a pescar· una trucha para asarla después.
¿Acaso oyes, Masunka, lo que llora el viento?
¿Acaso entiendes, Masunka, lo que canta el viento?

Las palabras y los sonidos de la guitarra iban cayendo en tomo de ella cual copos de
nieve.
Cuando hubo acabado, deslizó sin ruido la guitarra en su regazo, como si el alma
hubiera abandonado de repente aquellas cuerdas.
Inclinó la cabeza sobre las rodillas de Pedro, y se quedó así durante largo rato, sin
moverse.
Pedro tocó casi inconscientemente la cabeza de la joven, y le pareció que, a través de la
punta de sus dedos, subía de aquellos cabellos tan finos que acariciaba alguna sensación
agradable y serena.
«Yo, ¿también la quiero a ella?», se preguntó a sí mismo.
El recuerdo medio esfumado de Miett le dolía ahora tan sordamente como si sus
pensamientos fuesen para algún ser querido y muerto.
Nicolai Ivánovich Kirílov, el konvoy que había acompañado hoy a Pedro, estaba
conversando entretanto en la cocina con el viejo Dimitri, hasta que acabó por dejar caer su
cabeza sobre el pecho, vencido por el sueño. También Dimitri cerraba los ojos, sentado
como estaba en el banquillo; y con las manos caídas sobre las rodillas, jugaba con los
dedos. A veces interrumpía el juego, y después lo empezaba de nuevo. Sólo cuando se
trataba de ahuyentar a alguna impertinente mosca de su ridícula nariz en forma de
buñuelo, se llevaba la mano con torpe gesto a la cara.
Aquella noche, Pedro salió muy tarde de casa de Zinachka.

En los primeros días del mes de setiembre, el campo de Pod-Chuvas parecía un


hormiguero agitado. El alto mando ruso acababa de disolver todo el campo, temiendo que
aquellos diez mil prisioneros pudieran sublevarse e intentar la liberación del Zar. Según las
órdenes recibidas, todo el campo debía trasladarse en masa, muy lejos, hacia el Este, a
Klabarovsk.
Se abrieron las puertas del campo frente al Irtis, y las cercanías de Pod-Chuvas se
asemejaban a un inmenso mercado. Todo el mundo procuraba vender a buen precio los
trastos inútiles o incómodos.
Con todos los oficiales alojados en Tobolsk, marcharon también los del Oso.
La ciudad perdió en pocos días diez mil habitantes. El mercado de Tobolsk acababa de
liberarse de un enorme peso, como si se hubiera separado de él un ingente cuerpo ajeno.
El Zar continuaba en el balcón, y esperaba en vano aquellas harapientas huestes de
prisioneros a las que estaba ya tan acostumbrado.
Por suerte, a los habitantes del «Hotel de la Miseria» les dejaron en Tobolsk.
Pocos días después les excitaba un acontecimiento inesperado.
Mezei, que había estado en la Comandancia, trajo la noticia de la llegada del correo,
tras una interrupción de año y medio. En los rostros de los muchachos se reflejaban la
alegría, la desesperación y el miedo. Pensaban casi horrorizados en que dentro de breves
horas, se iluminaría ante ellos la oscuridad aterradora e impenetrable de dieciocho meses.
Como al abrirse violentamente la puerta de un cuarto oscuro y condenado, iluminándola de
repente con una pila eléctrica… ¿Cuántos muertos yacen en aquella oscuridad, y quiénes
son los muertos?
Una hora después, el capitán ruso de la Comandancia trajo en persona, acompañado de
dos suboficiales, la correspondencia. Le acogieron en medio de un mor tal silencio, y
comenzó la distribución sobre la mesa del «salón». El que había recibido cartas o
telegramas, salía de la estancia y subía a su cuarto, o desaparecía por los senderos de la·
huertecita, para que nadie sorprendiera en su rostro la expresión con que iba leyendo las
noticias de su casa.
El capitán ruso entregó a Pedro cinco cartas y un telegrama. Pedro miró primero la
fecha de expedición del telegrama: hacía poco menos de un año que fue cursado.
Ahora, con brusca decisión, leyó el texto. El telegrama rezaba así:
«Padre murió esta noche tras breves sufrimientos. Miett.»
Volvió a leer aquel texto, con la loca esperanza de que la primera vez lo hubiera leído
mal. O que por obra de un milagro, las letras cambiarían ante sus ojos. Lo leyó varias veces
seguidas, y durante este tiempo sentía enfriársele el pecho, como si el corazón y la
garganta se le cubrieran de escarcha. Aquel frío se le comunicó también a la mano que con
sus dedos helados y temblorosos sostenía a duras penas el descolorido impreso del
telegrama.
Tenía algún pensamiento confuso, creyendo que Miett veía fantasmas y que si llamaran
aún rápidamente a un médico se podría salvar a su padre. Le parecía inconcebible que
estuviera muerto desde un año antes. Entre tanto, ya se habría descompuesto en la tumba
[52]
incluso la levita enorme y negra «Francisco José» con la que le habían enterrado. La
hermosa e inteligente bóveda de su frente ya sólo seria, en aquellas horas, un vacío hueso
amarillento, y la mano tostada por el sol, algo pecosa, mano fuerte y buena, que él viera
tantas veces descansar meditabunda sobre el blanco mantel de la mesa, sólo sería la mano
de un esqueleto. La mano de un esqueleto cuyas articulaciones ya se habrían separado
incluso, pues, no la enlazaba ningún alambre, como la del esqueleto que Pedro viera por
primera vez en su vida en una vitrina en la sala de ciencias naturales del Instituto.
Todo esto atravesó su mente, rápido como una saeta. Recordaba que ayer mismo,
sentado en el borde de su cama, había pensado en el muerto. Ahora, volvía a ver con toda
claridad aquella testa calva, en la que se reflejaba la amarillenta luz de la lámpara, los ojos
azules rodeados de ojeras, su pequeño y duro bigote canoso, que parecía despedir el
perfume de un agradable cosmético. Y le veía aún, en aquella hermosa tarde de agosto,
apoyado en la ventana y haciéndoles señas, cuando él y Miett ya estaban en la calle,
esperando el tranvía para Kalenföld.
Para él, aún estaba vivo el día antes. Ahora encontraba aterradora la idea de que, desde
hacía un año, cada vez que pensaba en él, sus pensamientos fueran palpando a un muerto.
La noticia de aquella muerte le había hipnotizado hasta tal punto, que se tiró sobre la
cama, sin pensar siquiera en abrir las cartas que acababa de recibir. Los sobres yacían
sobre la mesa, como unos seres extraños, con un grito sofocado, mudos, hacinados, como
fantasmas. Al yacer sobre la cama, durante largo rato no conseguía liberarse de aquel
crujido del sillón ni de aquel carraspeo seco que se solía oír desde el despacho del anciano.
Abrió las cartas más tarde. En la primera, Miett le describía con muchos detalles la
agonía de su padre; en la segunda, fechada dos meses después, le comunicó la
desaparición del Banco donde él había trabajado; la tercera, sólo contenía unas cuantas
frases, y parecía un grito de desesperación. Quejábase en ésta de que ya hacía diez meses
que no había recibido noticias de él, ignorando si estaba vivo o muerto.
Su madre y su hermana le escribían cosas insignificantes. Le comunicaban que estaban
bien, seguían sin novedad y esperaban su vuelta con mucha impaciencia.
Hasta altas horas de la tarde no salió de su habitación. Yacía sobre la cama sin moverse.
Luego, saltó de ella, inquieto, paseándose entre las cuatro paredes, como si le preocupara
alguna idea irresistible.
Después de cenar, mandó llamar a Zamák.
—Siéntate en esta silla.
Zamák se sentó. En sus ojos inteligentes y astutos, hubo un rápido brillo, y se dio
inmediatamente cuenta de que se trataría de algo importante. Tenía su harapiento gorro
sobre las rodillas, con ademán de buena educación, y con sus miradas seguía atentamente
hasta el menor movimiento de Pedro.
—Quiero huir… —dijo por fin Pedro, tras un prolongado silencio.
Luego se plantó ante Zamák.
—¿Quieres venir conmigo?
—Sí, mi teniente.
Pedro se sentó en el borde de la cama y reflexionó largamente.
—Debemos inventar algo…
Zamák se inclinó hacia adelante y su mirada brilló de maneta extraña.
Sus pensamientos parecían zumbar en el aire, y a poco hubiera sido posible oírlos.
Después de largo silencio, fue Zamák el primero en hablar:
—Mi teniente, si me permite… Ya hace mucho tiempo que yo vengo rompiéndome la
cabeza…
Pedro fijó los ojos en él, con una expresión de interrogante apremio.
Zamák acercó la silla, miró en torno suyo, para cerciorarse de que, efectivamente,
nadie los podía oír, y dijo con voz queda:
—Sería preciso disfrazarse de monjes… De esta manera, sería fácil largarse de aquí…
Pedro le echó una mirada como quien no comprende.
Zamák extendió el dedo meñique del puño, tocando cautelosamente el borde de la
mesa. Era un movimiento acostumbrado en él, cada vez que iba a decir algo importante.
—Oiga usted, mi teniente… Los piquetes no suelen preguntar nada a los monjes
mendicantes, y cuando llegan a una aldea, al verles pasar, el campesino se persigna un par
de docenas de veces, y les da de comer incluso. Y en los trenes, viajan de balde.
Pedro no le contestó durante largo rato. Sus miradas quedaron fijas una en otra, sin
moverse. Zamák hizo ademán como si preguntara: ¿no cree usted que está bastante bien
pensado mi proyecto?
También Pedro recordó a los monjes mendicantes a los que había visto muchas veces
en las calles de Tobolsk, sobre todo en los alrededores de las tiendas de pieles. Esos monjes
peludos y harapientos, que eran tan sucios como si les hubieran amasado en barro, iban
por regla general descalzos. Aprisionaban en su mano izquierda un diminuto crucifijo
tallado burdamente en madera, y en la mano derecha llevaban un estrecho pedazo de
madera cubierto de terciopelo negro. No se les podía oír nunca la voz, pero se acercaban a
cada transeúnte, alzaban la cruz en la izquierda, y con la derecha alargaban, con ademán
imposible de confundir, el pedacito de madera cubierto de terciopelo. Quien quería
hacerles una limosna, ponía sobre el terciopelo negro algún copec.
Pedro rompió por fin el silencio:
—Oye, tú, eso no me parece muy acertado… Los rojos matan a los religiosos…
—A esos pobres monjes no les hacen nada.
—¿De dónde sacaríamos hábitos de monjes?
Zamák hizo un gesto con la mano:
—Esto, déjelo usted de mi cuenta, mi teniente… Están hechos de pelo de camello de
mala calidad. Un paño así, color de café, se puede comprar en el barrio tártaro.
—Tú, ¿podrías coserlos?
—En una sola noche. ¿Tiene usted algún dinero, mi teniente?
Pedro le entregó a Zamák los rublos ahorrados. El asistente salió del cuarto, de
puntillas.
Al encontrarse solo, Pedro se detuvo en medio de la habitación, juntó las manos y,
contemplando sus dedos entrelazados, se dijo a sí mismo:
—¡Dios santo!
Toda la noche estuvo cavilando sobre su huida. Estaba poseído de una excitación tan
inmensa, que no cerró los ojos durante toda la noche. A la idea de que al cabo de unos
cuantos meses, podría estar en su casa, estuvo a punto de llorar. Durante los tres años de
su prisión, se habían amontonado en él muchísimas energías reprimidas que ahora
quedaron liberadas como de golpe.
¡Volver a casa! Se sentía capaz de abrirse camino a través de carnes humanas, con un
cuchillo en la mano. ¿Quedaría detenido…? ¿Le fusilarían…? ¡Qué importa…!
El proyecto de la mortal aventura le embriagaba dulcemente el corazón.
A la mañana siguiente, fue a ver a Mezei.
—Quisiera hablarte de un asunto de capital importancia —le dijo, al sentarse frente a
él. Mezei le miró a los ojos y tras un instante de silencio, le dijo:
—Ya lo sé: quieres escaparte.
Pedro asintió con la cabeza.
Mezei no pareció sorprendido por esta declaración. Era imposible no ver en el rostro de
Pedro aquella calma que acompaña las determinaciones supremas. Ni siquiera intentó
disuadirle.
—Es cosa tuya —dijo por fin, meditabundo y con cierta tristeza.
Después añadió:
—¿Quieres que haga una pequeña colecta para ti entre los compañeros?
Era costumbre en los campos de prisioneros de guerra, que cuando uno se proponía
escapar, los demás cotizaban para él. Y falsificaban las hojas de revista, por poco que fuera
posible, para dar tiempo al fugitivo. Pero nunca se hablaba de los medios ni de la dirección
de la huida: aquél era el secreto de cada cual. No se daban consejos mutuamente, pues
comprendían todos que el hacerlo entrañaba una responsabilidad, y, en caso de fracasar la
intentona, el consejero equivocado sentiría remordimientos para toda la vida.
Pedro hizo una señal muda con la mano.
—Gracias. No necesito nada, por ahora.
Al salir del cuarto de Mezei, cruzose con Lajtai y Szabó, los cuales querían hablar a su
vez con su superior jerárquico. Cambiaron sólo una breve mirada, que bastó para
comprender que tenían exactamente el mismo propósito. El correo siberiano que durante
año y medio no había dado señales de vida, el día anterior había clavado un grito en sus
almas sacudiéndolas hasta el tuétano. ¿Quién sabe lo que debían contener aquellas cartas
que les distribuía con un ademán negligente el capitán ruso de la Comandancia?
Neteneczky se había pasado toda la tarde anterior paseándose por el patio, con las
manos plegadas sobre la frente. Anoche, nadie había oído el son de la cítara de Rosiczky, y
Szentesi y Hirsch pasaron toda la noche en vela.
Zamák salió muy de mañana por el barrio tártaro. Husmeando por las calles, acabó, por
fin, encontrando dos frailes mendicantes en un barrio exterior de la ciudad. Estaban
sentados en el borde de la carretera, comiendo pan negro con cebolla cruda. Zamák se
sentó junto a ellos, pero durante varios minutos ni siquiera los miró. Arrancó del suelo una
brizna de yerba y se puso a retorcerla entre los dedos.
—Ya está muy fresco el tiempo… —comenzó iniciando la conversación.
—¡Ya, sí! —dijo el fraile más viejo, contemplando las nubes del cielo. Con su boca sin
dientes, comía ruidosamente. Su gran barba gris se movía perezosamente y había pegadas
en ella algunas finas briznas de paja y de lana.
El menos viejo no miró siquiera a Zamák. No decía nada y comía con el rostro tan
severo, como si cumpliera con un deber.
—¿De dónde vienen?
—De Omsk.
—Y de aquí, ¿adónde van?
—Volvemos a Omsk.
Hubo un breve silencio. El monje más joven miró de reojo a Zamák y, por fin, habló:
—Tú, ¿eres soldado húngaro?
—Yo, sí. ¿Se conoce en mi hablar?
El monje asintió y continuó comiendo. Luego, Zamák les preguntó de nuevo:
—Oigan… ¿A ustedes, nunca les molestan las patrullas?
El más viejo, antes de contestar, colocó cuidadosamente el trozo sobrante de pan seco
en su faltriquera.
—¿A nosotros…? ¿Por qué habrían de hacerlo?
—Para pedirles la documentación. ¿Llevan ustedes algún documento?
—Claro que sí. Andamos por las aldeas con una carta pastoral de la Iglesia. De Omsk a
Tobolsk. De Tobolsk a Omsk.
Aquello no le podía gustar a Zamák.
—¿Les han pedido ya alguna vez la documentación?
—A mí, nunca.
El viejo limpió el cuchillo, se llevó la mano a la boca y con un mendrugo de pan, se secó
los labios.
Entretanto, Zamák estudiaba con ojos de perito el corte de los trajes de los monjes. Se
fijó mucho en el rosario que llevaban al cuello, el diminuto crucifijo, y, con gesto distraído,
echó mano del pedazo de madera cubierto de terciopelo, que yacía en la hierba. Cuando se
hubo enterado de todo lo que le interesaba, saludó amablemente a los monjes y se fue.
Caminaba hacia las tiendas, para comprar lo necesario. No llevó a casa el bulto mayor
en que había el paño hasta el anochecer, para no llamar tanto la atención. Encerrose en el
cuarto con Pedro y entre los dos pasaron toda la noche trabajando. El mismo Pedro le
ayudaba a coser, ensangrentándose continuamente los dedos con la aguja, pues no estaba
acostumbrado a manejarla. Hacia la madrugada, le venció el sueño, y no se despertó hasta
el mediodía. La excitación del viaje que se aproximaba, le conmovía hasta los huesos,
dándole la sensación de estar ligeramente embriagado.
Por la tarde fue a casa de Zinachka. Al quedarse solos los dos en el cuarto, cogió de
repente la mano de la muchacha, la miró profundamente a los ojos y le lanzó rápidamente:
«Me voy mañana por la mañana», para decírselo lo antes posible.
—¿Adónde?
—¡A casa! Quiero escaparme. Recibí cartas de casa, mi suegro ha muerto. Hay también
otras dificultades, no resisto más aquí…
Profirió todas estas palabras con precipitación, como si se tratara de las cosas más
naturales del mundo, desprovistas de importancia. Mas mientras hablaba, no quería mirar a
los ojos de la joven.
Se daba cuenta de que las manos de Zinachka se volvían húmedas y heladas.
Zinachka se las retiró; se acercó lentamente a una silla y se dejó caer en ella. Estaba
más pálida que la cera. Pedro se acercó a ella y le puso la mano en el hombro. Durante
largo rato, no consiguió decir nada. Por fin, le dijo, en voz susurrante:
—Tú siempre has sido muy buena para conmigo, Zinachka… No te podré olvidar nunca.
Las lágrimas le asomaron a los ojos. Tomó entre sus manos las de la muchacha, que
estaban frías; las besó y las apretó contra sus mejillas.
Luego, permanecieron silenciosos durante mucho tiempo. Pedro hubiera preferido estar
ya fuera de este cuarto, mas no se atrevía a ponerse en pie e irse a la puerta, pues temía
que el menor de sus movimientos rompiese el corazón de Zinachka. También el suyo
estaba saturado de tristeza.
Zinachka se volvió hacia Pedro, con un ademán como si quisiera decir algo. Mas no
salió ninguna voz de su garganta, y dejó caer otra vez su mano sobre el sofá de nogal
tapizado de terciopelo rojo.
Por fin, reunió toda su fuerza y procuró sonreír. Dijo, con voz apenas perceptible:
—¡Qué extraño es todo esto…! Nosotros no volveremos a vernos nunca más.
Pedro no contestó. Echó una mirada circular sobre el cuarto, como si quisiera
despedirse del gran retrato del capitán de cosacos Serguei Ignátov y de su mujer, en cuyo
cristal relucía ahora con melancolía el brillo de la tarde de octubre. Su mirada se detuvo por
un instante sobre la cortina de tela que cubría la ventana, en la que aparecía bordado con
mano primitiva un paisaje siberiano representando una casita de madera, situada en el
lomo nevado de la montaña, ante la cual se cambian precisamente los caballos de posta.
Sus ojos se despedían de la mesita triangular, sobre la que yacía abierta la cajita de coser
de Zinachka y el trabajo comenzado. Más allá, en la pared, aquel sombrío San Miguel bajo
el cual la lamparita nunca se apagaba, en el vasito azul, perdiéndose su llamita ahora en
los rayos amarillos del sol que caían oblicuamente por la ventana.
Zinachka tocó con la mano el hombro de Pedro, como si le despertara de un sueño.
—Ahora, vete —le dijo cariñosamente y con ternura, como quien quiere quitarse de
encima un terrible y lacerante dolor.
En el umbral se besaron silenciosamente. Pedro salió presuroso a la calle, pero una vez
fuera, se detuvo, aguzando el oído. Nadie transitaba por las calles. Se extendía en torno
suyo el silencio vacío e inmóvil de aquella tarde de otoño.
Le parecía oír a través de las paredes, en aquel silencio tan puro, el sofocado llanto de
Zinachka. Pero todo esto semejaba una alucinación. Apresuró el paso y volvió rápidamente
al «Hotel de la Miseria».
Durante la cena no dijo nada; pero después de cenar, cuando se preparaban para ir a
dormir, entró en el cuarto de cada uno para despedirse.
No mediaron muchas palabras. Le abrazaron y le besaron unos, le apretaron las manos
silenciosamente otros.
Hacia el alba, cuando apenas amanecía, salieron de puntillas por la puerta del «Hotel
de la Miseria». Sus corazones latían fuertemente. El color de sus hábitos de fraile se
confundía con la oscuridad circundante. Pasaron por la ribera del Irtis, subiendo río arriba
entre los sauces.
Ya iba amaneciendo poco a poco. Volvieron la cabeza, enviando una última mirada al
«Hotel de la Miseria», cuyo tejado negro empezaba a perfilarse poco a poco sobre el
firmamento matutino.
—Si antes de la noche conseguimos llegar a Chuykeska —dijo Zamák, susurrando—, allí
ya podemos tomar el tren…
Muy baja en el cielo, cerca del horizonte, brillaba todavía la media luna, con suave color
de manzana verde.
Apresuraron el paso.
18

Miett estaba de pie, cerca de la ventana, mirando la calle, con las manos plegadas
sobre la espalda. Anochecía. Iba cayendo una espesa lluvia nevosa, y abajo, en la acera de
enfrente, el asfalto brillaba con negros fulgores.
Hacía ya tres meses de la llegada de Golgonszky a Sankt Hilben.
Lo que más temía, que el remordimiento le torturara el alma, y que la indujera a la
pendiente del suicidio, se había producido con más grandes tormentos todavía de lo que
hubiera podido imaginar nunca. Tuvo instantes en los que la voz de la conciencia torturaba
su alma, con insoportables congojas.
No obstante, cayó al mismo tiempo en el extremo opuesto y se sumergió con deleite
enloquecedor en aquel amor.
Desde que volvieron de Sankt Hilben, se encontraban —casi todos los días. Golgonszky
no había ido aún a su casa, por expreso deseo de Miett; como si aquello la aliviara del peso
del pecado.
Mas apenas llegaban las horas del crepúsculo, con el cuello del abrigo levantado y
ocultando completamente el rostro se encaminaba con paso presuroso hacia la alameda de
Buda que la llevaba junto a Golgonszky.
El invierno había empezado muy pronto aquel año, y, a mediados de noviembre, cayó
la primera nevada. Las bombillas eléctricas brillaban con luz amarillenta entre los árboles
invernales, y el silencio del paisaje nevado le producía a Miett la impresión de atravesar
regiones encantadas.
En su fuero interno, aquel amor era para ella algo indeciblemente dulce, a la vez que
horrible, pues nunca podía librarse de la obsesión de pagar algún día su pasión con el
sacrificio de su vida. Veía su pasión como una inaccesible y horrenda prohibición violada, y
precisamente por esto ardían en sus besos las llamas enloquecedoras de la maldición.
Comparado con ello, ¿qué podían significar aquellos latidos de su corazón de
muchacha, su casamiento y su amor por Pedro? Muchas veces, siempre que viera yacer a
Golgonszky a sus pies, escondido su rostro en los pliegues de su traje, convulso y
atormentado, por no saber expresar ni comunicarle cuanto sentía, pensaba en esto. En
tales ocasiones, Miett se sentía invadida por un sentimiento indefinible; sentía que la
sofocaba el llanto, la risa o el grito del corazón que no hallaba desahogo.
¿Qué eran, comparadas con este amor, aquellas noches de Florencia, o el Neptun que
se mecía sobre las olas del primer verano, o los fugaces instantes de su breve vida de
casada, que tan pronto se tocaron en hábito?
Ahora le bastaba una palabra, una mirada, para que se sintiera estremecerse con una
sensación tan dulce y tímida cual la de una mariposa que se apoya en una mano tendida.
Las palabras de Golgonszky le producían la sensación del roce fino y sedoso de las patitas
de una luciérnaga sobre la piel de la mano.
Miett no había adquirido conciencia del poderío de su propia hermosura hasta ahora, a
través de Golgonszky. Se daba perfecta cuenta de que tenía en su mano el sino de este
hombre, y que podía hacer de él lo que le diera la gana; pero sabía igualmente que
Golgonszky tenía el mismo poder sobre ella, y que acababa de entregar a su merced la vida
y el porvenir.
Al imaginarse que en algún momento, aquel amor tendría un fin y que Golgonszky
podría desaparecer de su vida por una u otra razón, le parecía que aquello significaba para
ella la muerte. A veces, la torturaban los tormentos de los celos, y ya que en el presente no
podía hallar motivo alguno, pensaba de antemano en el porvenir, o asediaba el pasado de
Golgonszky con su imaginación dolorida.
—¿A quiénes amaste antes que a mí? —preguntó una noche.
—A nadie —dijo Golgonszky.
—Pues, ¿quién fue aquella generala?
—No sé de quién hablas.
—Olga me habló de ella una vez. Aquella rubia pequeñita. Siempre se os veía juntos a
los dos. ¿Fue tuya?
—No.
—¿Os habéis besado?
—Sí.
Miett hundió sus diez uñas en la cara de Golgonszky, contemplándola con los dientes
apretados y los ojos encendidos. Golgonszky sacudió riéndose aquella garra dulce y
sensual.
—¡La generala! ¿Quieres saber quién era aquella señora? Pues es mi hermana. Tiene
cinco años más que yo, y nació del primer matrimonio de mi padre… ¿No lo sabías?
Miett quedó un tanto avergonzada. Mas luego, hundió sus dedos rosados en los labios
de Golgonszky, como si quisiera mantenerle bajo aquella amenaza, mientras le
preguntaba:
—Y, ¿quién era aquella muchacha tan fea con la cual te vi en el picadero?
Golgonszky liberó su boca de aquel candado viviente.
—¿A cuál te refieres? ¿A Hanna?
Y agregó el apellido de una conocida familia aristocrática.
—¿La amaste?
—Nunca en mi vida. Pero ella sigue enamorada de mí. No cesa de escribirme cartas.
—Enséñamelas.
Golgonszky miró un instante a Miett, luego, en voz queda, pero severa, dijo:
—No te las enseño.
Miett se daba cuenta de que acababa de exigir una estupidez.
Una tarde, al presentarse a la hora convenida en casa de Golgonszky, le abrió el ayuda
de cámara, diciéndole que su amo no había regresado todavía, aunque debía llegar de un
momento a otro. Después desapareció, sin que su salida tuviera un carácter equívoco o
confidencial. El rostro del viejo ayuda de cámara sólo reflejaba humildad y afecto. Era el
único ser viviente que Miett conocía en toda la casa; les servía el té o la comida, cuando
Miett cenaba allí. No había visto nunca a nadie más, aunque sabía, naturalmente, que
vivían en la casa otros sirvientes.
Miett se sentó, mirando en tomo suyo por el cuarto, cuyos muebles sencillos, sin
pretensiones, eran, sin embargo, distinguidos y hospitalarios, gustándole
extraordinariamente. Entre ellos sentía siempre una plácida languidez, y una suave
angustia en el corazón.
Entonces, sin embargo, los instantes de soledad y de espera despertaron en ella
sentimientos de inquietud. Era incapaz de permanecer sentada, y se puso a pasear con
silenciosas pisadas por la mullida alfombra.
Fuera, en el borde de la ventana, había una pulgada de nieve, como algo extraño, como
un maravilloso instrumento para atenuar y recoger los ruidos, y el silencio en torno de ella
era tan raro que el cuarto con los muebles le producía ahora la impresión de una terrible
pesadilla.
¿Qué le estaba pasando? ¿En qué horrible aventura se hallaba envuelta entre esas
cuatro paredes? ¿Se había dejado hechizar por el opio de la pasión, o por el humo asesino
de algún incienso misterioso?
Casi tenía miedo de mirar en derredor y su espíritu angustiado prestaba vida y
personalidad a los objetos.
Junto al ancho diván cubierto con un pesado mantón de seda, se extendían en el suelo
algunas alfombras y una piel de leopardo.
La inquietaba aquella piel amarillenta de fiera muerta, que le producía la impresión de
que iba a abalanzarse sobre ella con la boca negra y con la posición inverosímil del cuerpo,
y aunque sus temores le parecieron infantiles, no conseguía liberarse de ellos.
El silencio y la soledad acabaron por excitarla hasta el fondo del alma.
¿Qué le pasaría a ella? ¿Adónde le conducirían aquellos amores violentos y trágicos?
¿Cómo se acabaría todo, y qué sucedería después? Estos pensamientos la torturaban a
menudo. Sin embargo, los apartaba siempre con alguna excusa, tranquilizándose, pues una
secreta voz le susurraba en su fuero interno que aquella dicha ardorosa y dolorida, con su
insaciable sed de amor y sus instantes abrasadores, duraría eternamente.
Entonces, sin embargo, creía que tan locas esperanzas se desvanecían de repente.
Miró el reloj; ya eran las cinco y cuarto. Los minutos pasaban cada vez más lentamente.
Por fin, oyose abrirse la puerta de la entrada, y, a través de la puerta del recibimiento,
sonó la voz de Golgonszky, haciéndola estremecer. Perdió al instante aquella sensación de
serenidad, se colocó junto a la puerta, esperando con todas las fibras de sus nervios que
Golgonszky entrara y ella pudiera abrazarle.
Golgonszky entró, y cuando tras largo rato pudo desprenderse de los brazos de Miett,
en su rostro se reflejaban el cansancio y la depresión.
—Mañana por la mañana debo salir de viaje —dijo sombríamente.
—¿Para dónde?
—Hasta ahora he podido librarme, pero no puedo sostener más tiempo mi situación
actual. Debo volver al Estado Mayor, como ayudante del general Scharer…
—Y ¿cuánto tiempo estarás fuera?
—No lo sé. Por ahora, no puedo contar siquiera con un permiso, pues ya están
disgustados por mi prolongada ausencia.
El cerebro de Miett fue atravesado por mil pensamientos. ¿Qué pasaría si ahora se
quedaba sola? ¿Si Golgonszky no volvía nunca más? Tal vez le hubiera sido posible evitar el
viaje, y lo aceptó sólo para acabar con sus relaciones, que les estaban arrastrando con
vertiginosa rapidez, por la pendiente de la inmoralidad hacia el precipicio. ¿No fue el propio
Golgonszky quien dijo un día: «Robar a alguien que es incapaz de defenderse, es una
infamia…»? ¿Es que tal vez surgía en él el remordimiento, venciendo en su alma la pasión
que sentía por ella?
Encendiose en Miett la eterna desconfianza de las mujeres.
Mas al acechar con la respiración entrecortada el rostro de Golgonszky, rechazó
inmediatamente la idea, pues tras aquella expresión dolorosa hubiera sido imposible que
se escondiera una segunda intención.
Pasó largo rato sin que hablasen, y Miett sentía su corazón como atravesado por los
siete puñales de la desolación. Preguntó, por fin, con la expresión da un condenado en
capilla:
—Así, ¿debemos separarnos?
Contestole Golgonszky, poniendo en sus palabras la mayor ternura posible:
—¡Dios mío…! ¡Se trata a lo sumo de unos cuantos meses…!
Miett apenas llegó a expresar las palabras:
—Y si… mañana… ¿volviese Pedro?
El nombre de Pedro cayó entre ellos con extraño peso, pues Miett nunca lo había
pronunciado en presencia de Golgonszky.
Golgonszky le contestó inmediatamente, como si esperase ya tan peligrosa pregunta, y
tuviese preparada la réplica:
—Es imposible en tan poco tiempo. Por muy rápidamente que se termine la guerra,
habrá luego largas negociaciones…
Golgonszky se daba cuenta de que la sombra del ausente acababa de surgir entre los
dos. Se levantó nerviosamente y se puso a caminar de un lado a otro. Desde que
empezaron sus amores, nunca le habían nombrado, mas ahora acababa de aparecer su
nombre en aquel aposento, incorpóreo y amenazador.
El nombre significaba para Golgonszky un rostro envuelto en las tinieblas de lo
anónimo, rostro que en vano, intentaba forjarse con su imaginación, pues nunca había visto
ni una fotografía de Pedro. A Miett, le pareció oír en una infinita lejanía, las últimas palabras
de Pedro, desde el estribo de un vagón de oficiales, como si quisiera llevarla consigo,
tocándole las puntas de los dedos:
«¡Cuidado, tropezarás con los carriles…!»
Golgonszky se paseaba sobre la mullida alfombra con pasos monótonos de una pared a
otra, como si quisiera esperar que se desvaneciera en la atmósfera el nombre del marido,
que aún flotaba en el aire como el humo de algún incienso raro. Por fin, se detuvo, y se
apoyó en el armario:
—Volveré antes de la primavera… Te escribiré todos los días.
Miett se le acercó, pegándose a él suavemente, con un encanto triste e inimitable,
colocando la cabeza sobre el pecho de Golgonszky como si buscase un puesto para sí, en
donde pudiera quedarse para siempre.
—Adiós, ¡vida mía! —susurró Miett al despedirse, ya en la calle sombría y nevada, antes
de subir al coche de alquiler.
Al llegar a casa, no se acostó; se puso a escribir una carta. Vertía los conceptos sobre el
papel sin reflexionar. No era una carta, pues no había en ella frases correctas ni otra
alucinación que la de los sentimientos, fragmentos incandescentes de un insoportable
dolor y de deseos apasionados que ni siquiera acertaron a tomar forma de palabras, sino
que parecían apagarse, chisporroteando como brasas tiradas al agua. Una carta de aquellas
que alivian el corazón del que la escribe…
No consiguió cerrar los ojos en toda la noche, y envió la carta muy temprano a
Golgonszky, para que la recibiera antes de partir.
Después de la salida de Golgonszky, cuando ya arraigaba en ella la conciencia de que
estaba lejos, en algún ambiente extraño adonde no le podía seguir con la imaginación, le
parecía que la alegría de vivir se fuese retirando de todo el mundo. Esta sensación se
apoderaba de ella sobre todo en las horas del crepúsculo, cuando la noche iba avanzando y
se acercaba la hora de sus encuentros, horas que entonces hallaba terriblemente vacías. No
había nada que la reanimara y la retuviera en la vida, en esta vida inverosímil.
Durante las primeras semanas, permanecía todas las noches ante su mesa procurando
aliviar su corazón mediante cartas ardorosas. Pero al quedar suprimidas las horas
apasionadas cuyo fuego y ardor seguían persistiendo en su alma, le quedaba siempre
tiempo para reflexionar sobre lo que le había sucedido, y se citaba muy a menudo ante el
tribunal de la propia conciencia.
Continuaba sin noticias de Pedro. Eran ya cuatro las cartas a las que no recibiera
contestación, y ya hacía más de un año que abandonó aquella correspondencia sin
esperanzas. El sino de Pedro se había escondido tras los nubarrones negros de la revolución
rusa, y Miett se ilusionaba pensando que todo habría pasado de otra manera si Pedro
hubiera podido hacerle llegar sus alaridos de amor y de sus nostalgias.
Planteose más de una vez el problema de si era pecado lo que acababa de cometer,
¿contra quién? Siempre lograba sacar argumentos para probar que no había pecado contra
Pedro, concibiendo aquellos años de su vida como si estuvieran de alguna manera fuera del
tiempo, sin principio ni fin, como una visión soñadora sin conexión alguna con la vida real.
Cuando Pedro volviera, sus pensamientos hacia él continuarían en el mismo punto en el
que quedaron interrumpidos cuatro años atrás.
Y cuando se preguntaba si había pecado contra sí misma, y si podía enfrentarse con
aquella mirada interior que cada ser humano lleva en su fuero interno, representando la
dignidad y las dudas del honor femenino, no sabía darse una contestación definitiva.
Pensó en Olga y en Teresa Agnier. En Olga, que infringió todas las leyes de los hombres,
y corrió hacia la muerte con la atrevida y vencedora desnudez del amor. ¿Quién y con qué
derecho osaría pedir cuentas a aquella joven difunta, por sus noches de amor?
¿Y Teresa Agnier, que dejó caer de su rostro el falaz y mentiroso disfraz del pudor?
Pocas semanas después de la partida de Golgonszky, sintió, paulatinamente, necesidad
de restablecer contacto con el mundo circundante.
Fue a ver primero a los Cserey, que habían pasado la mayor parte del año último en
Viena, y por lo tanto, no fue necesario explicarles todo el tiempo que estuvo alejada de la
vida de sociedad.
Observaba el rostro de Matilde con secretos latidos del corazón, para advertir si
sospechaba algo de lo ocurrido entre ella y Golgonszky, mas no descubrió nada. Matilde
sólo sabía que Miett y Golgonszky se conocían, lo que era motivo suficiente, desde luego,
para llenar a Miett de inquietud.
—¿Los amigos? —preguntaba Matilde, en el curso de la conversación—. Apenas sé algo
de ellos…
Enumeró una serie de nobles desconocidos, de personas de las que suponía que
también Miett era conocida y acabó por observar:
—Tampoco he visto a Iván, desde hace tiempo. Dicen que está otra vez en el ejército. Te
hablo de Golgonszky: ¿te acuerdas?
—¡Oh, sí! Desde luego —contestó Miett, y cambió rápidamente de conversación.
Ahora ya estaba segura de que Matilde no sospechaba nada. Sin embargo, Matilde solía
bucear con instinto muy seguro en los secretos de amor de las personas de su sociedad,
como perro de caza de fino olfato. Todos temían su mirada sonriente, inteligente y algo
irónica. Mas, ¿cómo hubiera podido sospechar algo, si desplegaban muchísima atención,
sin dejarse ver nunca juntos en la calle?
Miett había ido vendiendo poco a poco todos sus valores, y en aquel mes quedó sin
dinero, hasta tal punto que, por muy modestamente que viviera con Mili, apenas le
quedaba dinero para comer.
Ahora, al estar sentada frente a Matilde, la cual siempre había sido muy deferente con
ella, a través de las palabras de su amiga, se daba cuenta del bienestar despreocupado de
los ricos, y ya tenía en la punta de la lengua la queja sobre su difícil situación económica.
Estaba segura —y, desde luego, no se equivocaba— de que Matilde le hubiera ofrecido con
la mayor alegría y con espíritu de verdadera hermana, su ayuda. En fin de cuentas, eran
parientas lejanas, y Matilde estaba siempre encantada de proporcionar algún placer a
Miett.
Mas cuando estuvo a punto de pronunciar la primera frase, se dio cuenta de que a la
segunda palabra se echaría a llorar. Mientras fingía atención, con distraída sonrisa, a la
charla de Matilde, meditaba la conveniencia de vender el piano. Como si Matilde hubiera
adivinado sus pensamientos, le tocó de repente con la mano y le preguntó:
—Miett mía, ¿cómo te arreglas? ¿No necesitas nada? Inmediatamente, Miett se sintió
muy fuerte y segura, y, como si ella creyera cuanto decía, contestó sonriendo:
—¡Oh, no! Muchas gracias, no necesito nada…
Unos cuantos días después, fue a ver asimismo a los Varga. Elvira había venido varias
veces a verla, entretanto, mas al doctor no le había visto desde hacía más de un año. Le
pareció bastante envejecido. En su barba, mezclábanse hilos de plata, e incluso su
temperamento había perdido su vigor. Les prometió ir a verles más a menudo.
Tuvo noticia también de los demás amigos, uno tras otro. Zsiga Pán, que había quedado
eliminado definitivamente del servicio, fue a verla un día, y supo por él la grave herida de
Juanito, sufrida el año pasado. Le alcanzó la metralla en la cara, pero, según parecía, ya
había salido del hospital.
Pablito Szücs había abofeteado en Praga a un coronel checo. Le degradaron, quitándole
todas las condecoraciones, y fue condenado a un año en un castillo. Rózsi, que mantenía
contacto con Szücs, trajo la noticia sin duda por vías algo misteriosas y por alguna razón
secreta.
Rózsi, por lo demás, ya no iba a casa de los Varga, sino de visita. Había heredado algún
dinero; actualmente estudiaba el oficio de sombrerera, y toda su ambición estribaba en
abrir una tienda. Estaba en tratos para adquirir un pequeño local, en una bocacalle cerca
del parque. Solía venir a ver a Miett a menudo, solicitando su consejo en todos sus asuntos.
Traía siempre algún regalito simpático: un cubremesa de ganchillo, blondas para adornar
un escote de traje; alguna vez un poco de jamón recibido de su casa; y hacía poco, un
sombrero confeccionado por sus propias manos, en el que había vertido toda su adoración y
todo su cariño hacia Miett. Solía entregar esos regalitos a Miett, por regla general, en los
últimos minutos antes de despedirse, diciendo siempre ruborizada:
—He traído una bagatela para la señora… ¡Ay!, Dios mío, ¿sería tan amable de
aceptarla?
Poco a poco, llegaba la primavera.
Una tarde, Miett entró en una pastelería de la Ciudad Interior. Llevaba colgados en sus
dedos enguantados dos paquetitos; en el uno, había jabón y colonia, comprados en una
droguería, y en el otro, cintas moradas que quería poner en aquellas camisas de noche de
manga corta que había encargado hacía poco.
Colocó los dos paquetes en el mostrador de mármol, y, antes de sentarse, se pasó la
mano por el talle, con hermoso y perezoso gesto, en el cual entraba tanto la necesidad de
estirar los miembros, como algo de narcicismo. Se quitó los guantes y, abriendo los dedos,
dio vuelta a su hermosa y cuidada mano, contemplándola minuciosamente, acariciando sus
largas y sedosas falanges.
Sentose cerca de la ventana, pidiendo chocolate. En una silla, yacía abierto el diario de
la tarde. Grandes titulares proclamaban las últimas noticias llegadas del Cuartel General,
con los partes del día. Miett tan sólo echó una mirada sobre el periódico, y volvió in
mediatamente el rostro. Tenía horror a los periódicos, como por regla general a todo cuanto
le recordara la guerra.
Las cortinas blancas de la pastelería dejaban un reducido trecho por el cual se podía
ver el trocito de cielo azul que se abre por encima de las grandes casas de alquiler. Era la
primavera, en abril.
El negro sombrero de terciopelo echaba sombra sobre el rostro de Miett. Ni siquiera se
hubiera podido decir si tenía los ojos azules o verde oscuro. Por debajo del sombrero, surgía
sobre sus sienes, en trenzas finas y sedosas, el pelo de oro rojizo.
En la pastelería había poca gente. Miett colocó el codo sobre la mesa, apoyando en la
palma el mentón. Frunció un tanto el fino arco de una ceja, y ladeando un poco la cabeza,
dejó vagar la mirada. Se aburría. Esperaba el chocolate. Luego, lentamente, paseó la
mirada por los demás clientes.
En una mesa estaba sentada una viejecita, con cara encarnada y cuello dorado, con dos
niñas vestidas completamente iguales, a las que habían enviado a la pastelería,
visiblemente para completar un poco la defectuosa alimentación del racionamiento. No
lejos de ellas había un coronel, con el pelo cepillado hacia arriba y enérgicos bigotes
puntiagudos. Leía el periódico de la tarde, y sostenía ante sus ojos el brazo de madera en
que sirven a los clientes los periódicos, como si fuera un sable desenvainado. Una pareja
cambiaba las palabras quedas en una mesa.
Miett les miró, con ojos inmóviles de aburrimiento, sin fijarse en ellos.
De repente, se estremeció de honor. Sus ojos se desencajaron de espanto, y su mirada
quedó pegada convulsivamente a aquel punto, entrecortándosele el aliento.
Juno a la pared, estaba sentado un joven teniente, solo, lejos de todo el mundo.
Cruzado de brazos, ladeando un poco la cabeza, fijada en el aire la mirada incierta.
Ofrecía un espectáculo raro y horripilante. Le faltaba una mitad de la cara. En el lugar
de la sien y de la mejilla, sólo había un espantoso y hondo agujero. Aquel agujero
empezaba arriba, en la frente, pasando por todo el rostro, hasta la mandíbula rota. Sobre
aquel hoyo de la cara, se extendía una piel rosada muy fina, que recordaba el color de la
carne cruda, y aquella piel como membrana era lisa y brillante, como si la hubiesen
lustrado con pasta y gamuza. De aquel hoyo había desaparecido el menor recuerdo de un
rostro humano. El hueco del ojo aparecía vacío, y rodeado de un anillo de carne, húmedo,
sin pelos, dolorosamente encarnado.
La otra mitad de la cara ofrecía la expresión hermosa y triste de un muchacho guapo.
Grandes ojos pardos, con unas pestañas casi tan largas como las de un niño, una nariz
finamente arqueada, una fuerte boca y un mentón muy viril.
Miett le contemplaba asustada, sin poder quitarle los ojos. Le había reconocido desde el
primer instante. Era Juanito, el cadete. Mas, al confundirse aquellas dos mitades de cara, no
se atrevía a afirmar que era él. Cruzaron ·por su mente todos los recuerdos que tenía de
aquel muchacho. Le había visto por última vez al salir en viaje de bodas. También Juanito
les había acompañado al tren, y saludó silenciosamente, cuando el tren se ponía en
marcha. Estaba muy pálido, y Miett se había llevado consigo su mirada. Juanito nunca se lo
había dicho, pero sabía y se daba cuenta de que estaba mortalmente enamorado de ella,
con ese amor del que sólo son capaces los muchachos de veinte años.
Juanito pagó, se levantó y se acercó a la puerta. Las dos camareras acercaron sus
cabezas, mirando detrás de él con una expresión como si hubieran tragado algo muy
amargo. Todo el mundo le miraba con la misma expresión de susto: las dos niñas y la vieja,
las dos parejas de enamorados; sólo el coronel mantenía ante sus ojos, con el mismo
ademán enérgico, el palo del periódico, como un sable desenvainado, contestando al
saludo del teniente con un seco movimiento de la cabeza.
Juanito se acercaba a la puerta, sin mirar a ningún lado. Al pasar junto a la mesa de
Miett, ésta le llamó exhalando casi su nombre:
—Juanito…
El teniente volvió la cabeza hacia la voz. Se acercó a Miett:
—Le beso la mano…
Al tenderle Miett la mano, inclinose con su movimiento habitual para besarla, mas a
mitad del gesto cambió de idea, como si pensara: «no, con esta boca mutilada y quemada
no debo besar tan bella mano». Estaba plantado allí, confuso, y sin soltar la mano de Miett.
Miett se había ruborizado de emoción. Reunió todas sus fuerzas para ocultar en sus
rasgos el reflejo del horror:
—Pues, ¿cómo estás Juanito? ¡Cuánto tiempo sin verte!
Juanito le contestó confuso:
—Así, así… Sin novedad…
—Espérame, voy a pagar… ¿Por dónde vas?
Salieron a la calle. Por casualidad, Juanito quedó del lado en que sólo se le veía la cara
tan atroz mente mutilada. Mas dejó pasar delante inmediata mente a Miett, para colocarse
al otro lado.
—Pues, explícame… ¿qué es de tu vida, Juanito? —preguntó Miett, vertiendo todo el
cariño de que fuera capaz en estas palabras.
Juanito le replicó con unas cuantas frases confusas.
—¿Sabes aún hacer el «kikirikí», Juanito? —preguntole Miett, amablemente con una
risa cálida en la voz; pero antes de que obtuviera contestación, notó en la expresión del
muchacho que esta pregunta era indiscreta, pues la metralla había destruido una parte del
paladar y de la boca. Efectivamente, en la voz de Juanito, sonaba algo extraño, como un
sonido de madera.
Sin esperar, entonces, contestación a la pregunta, comenzó a hablar precipitadamente.
Explicó todo cuanto le había ocurrido durante los últimos cinco años que pasaran sin verse.
Le habló de Pedro y de la muerte de su padre. Le explicó cuán terribles fueron aquellas
semanas, cuando le parecía que nunca más volvería en sí, y cómo, después del luto, había
despertado otra vez a la vida.
Entraron en una bocacalle, conversando. Habían dado ya algunos pasos por ella cuando
Miett dejó de hablar y se detuvo.
—¿Por qué quieres pasar por esta calle? Es mucho más corto por el Bulevar…
—¡Ah! ¿Sí…? Me es igual… —dijo distraídamente, Juanito. Miett no continuaba la
charla, pues se daba cuenta de que no por mera distracción había escogido Juanito aquella
bocacalle. Quería evitarle a ella que les vieran juntos por el Bulevar, pues los transeúntes
que iban cruzando miraban ya desde lejos con ojos desorbitados aquel rostro tan
horriblemente desfigurado volviendo la cabeza a su paso. A Miett la emocionó tanto la
delicada atención del muchacho que sentía lágrimas en la garganta y durante unos
cuantos instantes no decía nada para no traicionarse Cuando aquella ola hubo pasado, otra
vez empezó de nuevo, con tono tranquilo:
—Y después, ¿sabes…?
Fueron así, paseando, hasta su casa, en conversación. Pero sólo hablaba Miett. Ante la
puerta, Juanito quiso despedirse, pero Miett le cogió la mano.
—No te suelto, Juanito… Subirás, para charlar aún un poco. Estoy tan contenta de
verte…
Una vez arriba, le gritó a Juanito desde el dormitorio:
—Búscate cigarrillos… Habrá en aquella cajita de las conchas…
Se cambió de vestido. El contacto de la colonia fresca en las manos y en el cuello, le
daba ánimos nuevos, al salir del cuarto de baño. Se extendió en el sofá, se puso una
mullida almohada de seda bajo el codo, y dijo a Juanito:
—Ahora, siéntate aquí, y explícame con todo detalle cuanto te haya pasado, desde que
no nos habíamos visto…
Alargó su hermoso brazo hacia la cajita:
—Dame también a mí un cigarrillo.
—Fui herido en otoño —empezó Juanito—. Apenas pude darme cuenta, porque me
desmayé, y cuando recobré el sentido, estaba ya vendado, en el hospital. No tenía la menor
idea de lo que pudiese haber bajo las vendas. Luego, me trajeron a Budapest. Aquí, en el
hospital, me prometí.
—¿Estás prometido? —preguntó Miett, con los ojos desencajados.
—Sí, pero aún no soy novio formal. Venía a cuidarme al hospital una muchacha de
buena familia. Es hija de un alto empleado de Correos.
—Y, ¿cuándo os casáis?
—No nos casamos —dijo Juanito.
Callaron. Miett no quería preguntarle por qué, y espontáneamente Juanito no se lo
decía. Al estar sentado allí, en el borde del ancho diván, inclinado hacia adelante, y
apoyado sobre la rodilla, juntaba las manos y hacía chocar las articulaciones de los dedos,
como si todo aquello que venía contando careciera de interés. Sin embargo, al fijar la
mirada en el suelo, se le veía por la expresión de la cara cómo le invadía el dolor. También
entonces, estaba sentado de tal manera que volvía hacia Miett la mitad intacta del rostro.
Miett acechaba el rostro de Juanito con el aliento entrecortado.
Después de largo rato de silencio, preguntó musitando, con una voz como si hasta su
corazón hubiera dejado de latir:
—¿Te abandonó?
Juanito sacudió la ceniza del cigarrillo. Se advertía en su mano un ligero temblor.
—Sí. Cuando me quitaron la venda de la cara, de repente, dejó de acudir al hospital.
Miett se retiró hacia la pared, apoyándose en su brazo, como si algo acabara de
horrorizarla. Juanito no la miraba; expelía el humo lentamente por la boca. Intentaba
formar círculos con el humo, como si nada más le interesara en este mundo.
Miett dejó caer la cabeza lentamente sobre la almohada, y cerró los ojos. Se quedaron
mucho rato callados de nuevo. Por fin, Juanito rompió el silencio:
—Oye, tú, Miók…. Quisiera decirte algo… Pero no te enfades si te digo algo de esta
índole. Aún no se lo he contado a nadie…
Sin contestar, Miett sólo abrió los ojos.
—Hace dos semanas —continuaba Juanito, como si explicara alguna historia alegre—
hemos estado en Buda, con unos amigos. Cenamos en una de las tabernas, por ahí,
bebiendo también un poco más de la cuenta. Hacia las dos me encaminaba hacia casa,
solo. Llovía: yo llevaba impermeable de oficial, cubriendo la gorra con la capucha. Pasaba
por el Bulevar, pegándome casi a las paredes, para mojarme menos. De repente, una mujer
me agarró el brazo. Por la derecha, por el lado del que tú me estás viendo ahora. Me cogió
del brazo y dijo…
Aquí se interrumpió y miró a Miett.
—¿No te enfadas, si continúo?
—Continúa —susurró Miett.
—Pues, en resumen, me llevó consigo. Entramos en una bocacalle, tocó el timbre ante
una puerta encima de la cual brillaba una luz. Y mientras esperaba que abriesen, aquella
buena mujer me vio de repente la cara. Apretó los cinco dedos contra mi pecho, lanzó un
terrible grito y me dio un fuerte empujón…
Juanito aspiró hondamente el humo del cigarrillo.
—Y desapareció corriendo por el portal… —agregó, pero ya con voz apenas perceptible.
Callaron otra vez, durante largo rato.
Entonces, Juanito se levantó para despedirse:
—Así, pues, te beso la mano, Miók…
Miett yacía en el sofá, con los ojos cerrados. Juanito cogió y levantó su hermosa mano,
que ahora parecía inerte e inanimada.
—Te beso la mano… —repitió otra vez Juanito, en voz baja, para despedirse.
—No te vayas aún —dijo Miett, sin soltarle la mano.
Juanito volvió a sentarse. La mano de Miett había quedado en la suya. Quedaron
sentados así, callados. De repente, la mano de Miett se movió, y subió hasta el cuello del
muchacho. Atrajo su cabeza hacia el sofá, de tal modo que la frente de Juanito y la mitad
intacta de su cara se acercaron a su pecho.
Y continuaron callando. Largo rato…, muchísimo rato… oyendo únicamente los latidos
inquietos de sus corazones. Una mano de Miett reposaba en el cuello de Juanito.
—¡Cómo nos ha arrollado la vida…! —exhalaba en un susurro.
El muchacho hizo un gesto como quien quiere marcharse, pero Miett le reclinó otra vez
sobre el sofá. Le atraía muy cerca de sí, y la cabeza de Juanito se hundía embobada en el
perfumado kimono de Miett.
Ya la oscuridad envolvía el cuarto.
Miett susurró:
—¿No sabes? Yo estuve enamorada de ti… Y todavía hoy, me gustas mucho.
Sabía que no decía la verdad, y no sentía cuanto decía. Pero su corazón estaba invadido
de un violento arranque de conmiseración.
Abrazó a Juanito y, suavemente, le dio el beso supremo.
19

En la aldea rusa de Kirienko, que se encuentra en el extremo Oeste de la provincia de


Tobolsk, la casa de Vasili Gregorovich Urúmov estaba tan cubierta de nieve, que ésta
parecía querer tragársela definitivamente. En el extremo del patio había un establo, pues
Urúmov negociaba con los transportes y tenía dos camellos. Era un hombre creyente, vivía
en paz con su vieja mujer, y por las noches solía pasar largas horas rezando, persignándose
centenares de veces, haciendo reverencias ante los iconos y cantando sus plegarias
alargando la voz.
Abajo, en el establo, sólo un quinqué suspendido en el techo daba alguna luz. Afuera ya
atardecía.
Los dos camellos despedían constantemente grandes resoplidos por la boca.
En un rincón, sobre una yacija de paja, se oía una conversación en voz baja:
—Y luego, ¿qué hizo tu tía Julcha?
—Abandonó la aldea, fue a servir a la ciudad. A Casovia… —dijo Zamák a Pedro, pues
eran ellos los andarines cobijados en aquel establo de camellos.
—¿Era guapa?
—Sí, sólo que tenía la nariz muy larga, como yo por decirlo así.
Zamák hablaba con un cómico acento eslovaco, y le gustaba demasiado la expresión,
por decirlo así. La solía emplear aún cuando no tuviera sentido alguno.
Calláronse un rato, después de lo cual Zamák habló de nuevo:
—¿Oye usted, mi teniente, cómo sopla afuera el viento?
Así solían conversar todas las noches, en el fondo de aquel estrecho establo, cuya
atmósfera se llenaba del vaho suave y cálido, expelido por los camellos. Pero allí, por lo
menos, no les molestaba aquel frio de Dios, no podía morderles el invierno de Siberia con
cara de hielo, cuyos dientes eran agudos como un cuchillo. Durante aquellas largas noches,
Zamák explicaba toda clase de historias enrevesadas a Pedro. Le narraba con todo detalle
todo cuanto recordaba de su infancia.
Era ya la tercera semana que pasaban en casa de Vasili Urúmov. Cuando tres meses
antes abandonaron el patio del «Hotel de la Miseria», tenían la esperanza de poder tomar el
tren en la aldea más próxima, y atravesar así tranquilamente, en ferrocarril, toda Siberia. En
la misma ciudad de Tobolsk, hubiera sido muy arriesgado ir a la estación, pues hubieran
podido conocerles. Las precauciones no eran superfluas, pues en las estaciones de las
ciudades mayores veían merodear agentes de policía, pidiendo la documentación a todos
los viajeros en determinados lugares. La Rusia revolucionaria no experimentaba muchas
simpatías por los frailes mendicantes.

Así, pues, al acercarse a alguna ciudad de mayor importancia, bajaban del tren y
preferían ir andando durante varios días, con tal de que pudieran evitarla.
Esas grandes pérdidas de tiempo fueron la causa de que les alcanzara el invierno. A
veces, perdían bajo sus pies la carretera, y toda la región se transformaba en una infinita
llanura nevada, en cuya superficie virgen sólo de cuando en cuando inscribía sus huellas
serpenteantes algún solitario trineo de khirguises, transportando de una aldea a otra a un
médico o a un viajero apresurado.
Los tiempos eran malos para los caminantes. Hubo días en los cuales apenas podían
adelantar unas diez verstas. Otras veces, fueron alcanzados por enormes temporales de
nieve que les cegaban, les quemaban la vista y los embobaban. Aquí y acullá, surgían de la
nieve unos bultos negros: eran masías. A veces, tenían que quedarse semanas en una u
otra de las mismas, antes de poder proseguir su camino. Otras veces, los obligaron a bajar
del tren. Los trenes que iban del Este hacía Oeste, corrían bajo las ráfagas de nieve,
atestados de soldados; en cambio, de Oeste a Este, transportaban a los prisioneros de
guerra por millares hacia el interior de Siberia, como si quisieran colocarlos lejos de la línea
de fuego que vacilaba. En los trenes militares, no cabía ya ningún pasajero civil, de modo
que Pedro y Zamák quedaron detenidos a veces durante semanas en alguna sórdida aldea
rusa.
Con este motivo llegaron a casa de Vasili Urúmov.
—Te ayudaré a cortar tu leña, batiuska —se ofreció Zamák, cuando entraron a pedir
alojamiento.
—Mira, nos cobijaremos en el establo; allí, por lo menos, hace calor.
Vasili Urúmov incluso les dio de comer, a los dos monjes. ¡Si eran personas tan
tranquilas y tristes, agradables al Señor; sobre todo aquel de la barba, en cuyos rasgos
parecía revivir la melancolía del mismo Jesucristo!
—Así, por lo menos, rezarán por nosotros, Tania Ivánovna —decía a su mujer.
Tania Ivánovna les bajaba en persona la sopa de coles y el pan mezclado con maíz. Era
una anciana encorvada y huesuda, que en nada se diferenciaba de las demás aldeanas
pequeño-rusas. Su rostro parecía tallado en madera, y su pecho daba la impresión de estar
tan hueco como un cubo. Su mirada era inexpresiva, bondadosa y estúpida.
—Podéis dormir arriba, con nosotros —les decía a los monjes.
Pero ellos preferían quedarse con los camellos. Valía más dormir junto a ellos que junto
a los dos ancianos.
Procuraban hacerse útiles y ayudar en la casa de Vasili Urúmov. Cortaban leña, traían
agua y daban de comer a los camellos. Se quedaron allí hasta principios de febrero y
entonces, por fin, consiguieron subir a un tren que se arrastraba lentamente hacia el Oeste.
Mas, ¡Señor!, ¡cómo resultó el viaje aquél…! Parecía imposible subir a los vagones. En
realidad, ni eran vagones, sino unos horribles hoyos negros, en los que hundía sus
cuchillazos helados el invierno. A veces, nuestros «monjes» quedaban bloqueados en
medio de una mullida masa humana. Tenían la sensación de ser unos insectos a los que van
a aplastar inmediatamente de un pisotón. Había un increíble montón de bagajes; Zamák
encontró por fin asiento en la cima de aquel montículo, cerca del techo, mientras Pedro se
buscó un sitio entre unas cajas, hombros y piernas. En alguna parte, alguien encendía una
vela, a cuya vacilante luz se podían ver unas cabezas, sacos y maletas, soldados rojos, y
elegantes señoras venidas a menos. Los soldados proferían gritos brutales, los paisanos
callaban, como si se les hubiera arrancado la lengua y tuvieran la garganta tapada con
sangre. Un soldado rojo subió sobre el hombro de Pedro, para no resbalarse del montón de
bagajes, y le dejó encima la pesada pierna durante horas.
Pero, ¿qué les importaba todo ello? Tras la enloquecedora monotonía y la espera estoica
de los largos años pasados en Tobolsk, esos momentos ya eran de actividad, de nostalgia y
añoranza al acercarse a su patria.
El tren les había depositado a un par de centenares de kilómetros más lejos, y allí,
tendrían que perder otra vez varias semanas. Un día, cuando Zamák estaba a punto de
subir a un tren, bajó inmediatamente, con gran prisa, echando a correr.
—¿Qué te pasa?
—¡Larguémonos, mi teniente!
—Pero, ¿por qué?
—En el vagón hay dos monjes de verdad…
Hacia fines de febrero, llegaron a pesar de todo a Kabarov. Se cobijaron en la tienda de
un tabernero judío, cerca de la estación, esperando la hora de salida del tren de la noche.
Una mitad del local servía de tienda, en la que flotaban hedores de queso rancio y de sebos
de toda clase. Les daban de comer arenques ahumados y pan seco y ácido. Pero, por lo
menos, había calor. Una diminuta estufa de hierro ardía incandescente en la tienda,
despertando con su ruido todos los nauseabundos hedores de la estancia. Nuestros viajeros
se sentaban en el banquillo, junto a la pared, desde la tarde. Ante ellos, la mesa grasienta
estaba llena de las espinas de los arenques, y de migajas de pan. A veces, Zamák dejaba
caer la cabeza sobre el pecho, durmiéndose. Poco después, Pedro se dormía también.
De repente, se sobresaltaron en su sueño, despertados por un ruido sordo que venia
desde la calle. El rumor murmurante se acercaba cada vez más, y poco a poco se podían
distinguir en él los gritos de alegría. El grupo de manifestantes pasó, pocos instantes
después, ante la taberna del judío.
Pedro y Zamák, sobresaltados en su profundo sueño, se miraron con ojos interrogantes,
sin comprender lo que estaba ocurriendo.
El tendero israelita, diminuto vejete, cuyas manos y barba despedían olor de canela, y
que iba tocado con una gorra sucia de algodón encarnado, estaba en el umbral de su
tienda. Al enterarse de lo que se trataba, alzó los brazos al aire y haciendo señas excitadas
a Pedro y Zamák, exclamó, loco de alegría:
—Friede! Friede!
Pedro y Zamák se precipitaron a la calle, La embriaguez de la alegría arrastraba
consigo a todo el mundo. Era imposible obtener una sola contestación sensata de nadie. La
gente lloraba y se abrazaba.
Cuando el grupo llegó al farol de la esquina, alguien subió sobre un banco e
imponiendo silencio con un gesto de la mano, se puso a leer, en medio del alboroto
siempre renovado, la edición especial de un diario, que acababa de llegar por el último
tren:
«El día diecinueve de febrero (leía en voz alta y articulando con esmero cada sílaba) el
Consejo de Comisarios del Pueblo Ruso envió un despacho a Berlín. Dicho telegrama
protestaba enérgicamente contra el hecho de que las tropas alemanas hubieran atacado a
la República de los Soviets, cuando ésta había decretado solemnemente el cese de las
hostilidades. El alto mando ruso procede en todos los frentes a la desmovilización…»
Los gritos se alzaban otra vez como una ingente llama. El que leía, exigió otra vez
silencio, para continuar la lectura:
«El Consejo de Comisarios, hallándose ante una situación de fuerza mayor, dio su
consentimiento a la firma de la paz…»
Al leerse esta palabra, surgió un estruendo imposible de dominar, de modo que el
lector público dejó caer la mano en que sostenía el periódico. Miró durante unos minutos
por encima de las cabezas de la gente y la selva de brazos y sombreros que se agitaban en
el aire. Observaba el espectáculo muy pálido, pues el vocerío era impresionante. Luego
rogó otra vez el silencio y continuó la lectura:
«…a la firma de la paz, aceptando las condiciones propuestas en Brest-Litovsk por las
Cuatro Potencias. Los alemanes han ocupado Rowno, Luck y Dubno. Las tropas
austrohúngaras progresan, sin encontrar resistencia, hacia Kiev…»
Las últimas palabras del que leía ya se perdían otra vez en el griterío de la
muchedumbre. Pedro se abrió camino con los codos hasta el farol y preguntó al hombre del
periódico:
—¿Qué es lo que han ocupado los alemanes?
El lector público miró otra vez el periódico y buscó los nombres de las ciudades:
—Rowno, Luck y Dubno…
—Y los húngaros, ¿hasta dónde han llegado?
—Están ante las puertas de Kiev… —dijo el otro, bajando del banco. Estaba asediado de
todas partes por la gente, que le abrumaba a preguntas.
Pedro agarró a Zamák por los hombros:
—¿Has oído, Zamák? ¡Los húngaros están ante Kiev…!
Estaba casi a punto de llorar.
Se fueron presurosamente a la estación.
—Oiga usted, señor teniente… —preguntó Zamák, que apenas lograba alcanzar a Pedro
—, ¿estamos aún muy lejos de Kiev?
—¡Ojalá podamos llegar hasta Yekaterinoslav…!
—¿A qué distancia está esta ciudad?
—Tal vez a unos ochocientos kilómetros.
—Y de allí, ¿Kiev?
—Habrá por lo menos quinientos.
Zamák apretaba los dientes, y se quedaba rezagado, pensando acaso que hallándose
aún tan lejos, no valía la pena correr tanto. Sin duda, se había imaginado que, a lo mejor,
en las primeras horas de la mañana siguiente, podrían llegar a Kiev.
El trayecto hasta Yekaterinoslav les costaba más trabajo de lo que hubieran
sospechado. Los trenes se amontonaban en las estaciones y, en las aldeas, el control de
viajeros tomaba un cariz peligrosísimo. Todas las estaciones pululaban de prisioneros
evadidos. Sin embargo, cuatro semanas más tarde llegaron a Yekaterinoslav. Se enteraron
de que a las diez de la noche, había un tren hacia Kiev. Les quedaba aún hora y media de
tiempo hasta la salida del tren. Sentáronse en la sala de espera de cuarta clase, en el suelo,
pues en los banquillos no quedaba puesto alguno. Toda la estación estaba llena de gente
excitada y agitada.
Muchos estaban sentados sobre las maletas, cerrando los ojos y con las cabezas caídas
sobre el pecho, como si la mera idea de viajar les produjera ya sueño; mujeres y hombres
estaban mezclados, en grupos pintorescos. Y también soldados rojos vestidos de harapos,
que conversaban en algún idioma regional desconocido. Uno tenía un tumor en la nariz.
De repente, un puño pesado cayó sobre el hombro de Zamák, y un prapórchik alto, con
la cara picada de viruelas, les invitó a que se levantaran del suelo para seguirle.
El prapórchik los condujo al pasillo, donde había menos gente, y les miró fijamente:
—¡Enseñad la documentación!
Zamák se puso verde del susto, y también Pedro sintió decaer el ánimo. El prapórchik
alargaba la mano con severas miradas, exigiendo los papeles.
Pedro le miró a la cara y le dijo quedamente:
—Somos prisioneros de guerra húngaros, escapados.
La cara del prapórchik no reveló sorpresa alguna después de tan inesperada
declaración. Hizo un gesto con la cabeza, señalando la puerta:
—Pasad a la comandancia.
Pedro no se movía. Miró al prapórchik a los ojos, con toda el alma, y su voz temblaba
con acento conmovedor cuando le dijo:
—¿Qué quieres de nosotros? Déjanos ir a casa, con nuestras familias.
Levantó las manos, abriendo las palmas:
—Mira… No tenemos armas… Hemos estado prisioneros en Tobolsk durante cuatro
años. Déjanos ir a casa. ¡Si la paz ya está firmada!
El prapórchik se inclinó hacia él, enfadadísimo, y le gritó a la cara:
—¿Brest-Litovsk?
Hizo un gesto con la mano, como quien quiere decir que aquel tratado valía menos que
nada.
—Tú, ¿eres oficial?
—Sí.
—¿Y ese otro?
—Soldado raso.
El prapórchik les miró de pies a cabeza.
—Vais a casa para volver otra vez contra nosotros.
Pedro quiso contestarle algo, mas el prapórchik no lo consintió:
—¡Anda, vamos!
Pedro todavía no se movía. Zamák, que entretanto se había fijado en el enorme revólver
que colgaba de la cintura del prapórchik, le susurró:
—Vamos, señor teniente…
Se pusieron en camino. El prapórchik los seguía a una distancia de tres pasos,
indicándoles el camino que debían tomar. El edificio de la Comandancia militar estaba a
una distancia de trescientos pasos de la estación, junto a los carriles.
Otro soldado rojo se había juntado al prapórchik, cambió con él unas cuantas frases y
quedó rezagado.
Zamák aprovechó la ocasión para decirle musitando a Pedro:
—Cuidado, mi teniente… Al llegar al primer farol, echemos a correr…
—¿Hacia la derecha? —preguntó Pedro, susurrando, sin volver la cara hacia Zamák.
—No, ¡hacia la izquierda…!
Por la izquierda, más allá de los carriles, se adivinaba una especie de campo desierto, a
la pálida luz de la luna.
Apenas habían dado diez pasos más allá del farol, Zamák se volvió atrás con la rapidez
de un relámpago, y, con el puño, le asestó un formidable golpe al prapórchik, en el
entrecejo. Él y Pedro echaron a correr, para salir lo más velozmente posible del área de luz
del farol.
El prapórchik soltó un grito de dolor, y sacó la pistola, disparando sobre los fugitivos.
De alguna parte, cerca de la pared, surgieron de golpe ocho o diez soldados armados.
El prapórchik daba gritos, señalándoles a los dos hombres que huían, y también los
soldados descargaron los fusiles contra ellos.
Pedro sólo sintió como si le hubieran quitado una pierna. Al querer dar un paso más,
cayó al suelo. Luego oyó pisadas en torno suyo, y sintió en su cara golpes asestados con
fuerza tremenda, y puntapiés entre las costillas, bajo los cuales su corazón y sus pulmones
parecían abrirse de par en par. Se desmayó.
Al volver en sí otra vez, sus manos estaban ligadas y se hallaba sentado en un banco,
en la antesala de la Comandancia. A su lado, con la bayoneta calada y el fusil entre las
rodillas, había un soldado ruso.
Todo el cuerpo le dolía atrozmente. Sólo podía abrir un ojo, pues el otro estaba
completamente hinchado. En la pierna derecha sentía un dolor como de quemadura. En
una mano tenía una mancha de sangre seca.
«La bala dio en esta pierna», pensó para su coleto, y procuró mover un poco la pierna
dolorida.
Miró en tomo suyo, mas sin poder descubrir a Zamák, Su asistente yacía en la otra sala,
en un banco. Con los brazos colgantes, aquel seudo fraile con la luenga nariz, con la cara
pálida como la cera, y que apretaba en la mano izquierda el diminuto crucifijo, ofrecía un
espectáculo escalofriante.
Estaba muerto.
20

Una mañana, al volver de la ciudad, Miett encontró una carta en la mesa del tocador.
Reconoció inmediatamente la letra de Golgonszky:
La carta sólo decía esto: «He llegado».
Miett sabía bien lo que significaban aquellas dos palabras. Era a mediados de mayo, y
el sol calentaba fuertemente las frondosas copas de los árboles, cuando Miett llegó al final
de la alameda. Tanta luz la perturbaba un poco, llenándola de angustia. Antes de
desaparecer bajo el portal, miró en torno suyo, para ver si la veía alguien.
Nadie transitaba por aquella calle. Sólo en la casa de enfrente había una mujer
asomada a la ventana, y Miett tenía la sensación de como si la estuviera observando. Ahora
se arrepentía de haber mirado en torno suyo antes de entrar, pues aquella desconocida, sin
duda habría notado su actitud. Y si la había visto, podía tener motivos para buscar alguna
explicación secreta a que una elegante señora joven, vestida con traje color gris paloma,
hubiese aparecido por el lado de la alameda, acercándose apresuradamente, y antes de
entrar hubiera mirado en involuntario ademán en tomo suyo, desapareciendo luego bajo el
portal de aquel palacete en una calle tan silenciosa. Sin duda, seria vecina antigua, y sabría
perfectamente que Iván Golgonszky vivía en aquella casa. Habría de ser una mujer muy
estúpida, si no adivinase en seguida la ilación entre su entrada furtiva y la persona del
inquilino.
De momento, sin embargo, Miett no concedió mayor importancia al hecho.
Atravesó corriendo el recibidor y entró en el dormitorio de Golgonszky, flotando tan
incorpóreamente como si hubiera entrado una ráfaga de brisa.
En su voz, mezclábase la risa y el llanto, y abrió los brazos hacia Golgonszky con tenue
alarido;
—¡Ya estás aquí!
Golgonszky la recogió en los brazos con deliciosa alegría.
—Ahora ya no volverás a irte, ¿verdad? —preguntole Miett, al liberarse del primer beso
sofocante.
—No. Creo que no tendré que marcharme nunca más…
Golgonszky contemplaba a Miett, regocijándose de su belleza, completamente ebrio
con tan hermoso espectáculo. Nunca la había visto tan bella. Miraba detalladamente sus
minúsculos guantes blancos, que le ayudó a quitarse, la gran cabellera color de bronce, de
la cual Miett arrancó con impaciente gesto el sombrero, y que parecía brillar ahora con
nuevos colores, las perfectas líneas de la esbelta figura, y las hermosas piernas en cuyos
extremos inquietábanse unos zapatitos puntiagudos, como si tuvieran ganas de bailar. Miró
aquella pequeña abertura triangular del traje que dejaba entrever un trozo de fina piel,
triángulo sobre el cual volvía insistentemente la mirada, y que dejaba adivinar la línea
curva de los pechos, su inquietante y rosada desnudez.
El rostro de Miett se animaba por la alegría de volver a verle. Mas todo esto apenas se
adivinaba en el fondo de sus ojos.
Dio un paso hacia atrás, para contemplarla mejor.
—¡Qué hermosa eres! —susurró Golgonszky en voz cálida.
—¡Oh…! —exclamó Miett, y volvió rápidamente su rostro, pues se había ruborizado.
Solía turbarse y estremecerse al sentirse halagada, aunque se diera perfecta cuenta de la
hermosura propia.
Golgonszky descubría en aquel instante algo nuevo en Miett; una expresión misteriosa
que en vano intentaba explicarse. Sentía en ella confusamente aquel arcano encantador
que no se fundamenta en nada, y que, sin embargo, como un filtro mágico, existe en la
belleza de la mujer, provocando una inexplicable inquietud en el corazón del que la posee.
Miett nunca se había sentido tan feliz como en los días que siguieron a la llegada de
Golgonszky.
Ocurrió una vez que, olvidándose de la hora y sin contar con la temprana salida del sol,
se quedó tanto tiempo con Golgonszky que, al marcharse, ya amanecía.
Miett dirigió la palabra al portero que salía para abrirle la puerta y se entretuvo con él
durante unos minutos, preguntándole por su familia, para desviar de sí cualquier sospecha.
Sin embargo, se lanzaba con pasión cada vez más enloquecedora en su amor
pecaminoso, como impulsada por el confuso presentimiento de que iba a acabarse pronto.
Ocurría frecuentemente que se quedara en casa de Golgonszky hasta el mediodía
siguiente, diciéndole a Mili en aquellas ocasiones que pasaría la noche en casa de los
Cserey. Y en realidad, otras veces ya se había arreglado efectivamente para dormir en casa
de Matilde, como si buscase inconscientemente una coartada, suponiendo que las fechas
quedarían borradas en la memoria de todos.
Las noches de verano les llamaban con una fuerza tentadora hacia las montañas, y
Miett cobró cada día más audacia. Antes, nunca se hubiera atrevido a dejarse ver con
Golgonszky en la calle; mas, ahora, daban largos paseos por las cercanías de la ciudad.
Durante sus largos paseos, Miett relataba a Golgonszky con todo detalle hasta los más
insignificantes sucesos de su vida, ocurridos durante la ausencia de éste. Le explicó la
primera visita hecha después de tanto tiempo a los Cserey y a los Varga, y cómo acechara
con tanta inquietud el semblante de Matilde, para adivinar si sospechaba algo. Pero calló
escrupulosamente el hecho de que se había visto obligada a vender hasta el piano, pues de
la misma manera que nunca dejaba entrar en su casa a Golgonszky, tampoco le permitía ni
la más mínima ojeada en su vida íntima.
Le explicó también la historia de Pablito Szücs, tal como Rózsi se la había contado a
ella. Describía minuciosamente el aspecto del amigo de Pedro, de la punta de los zapatos al
sombrero, que siempre era demasiado pequeño. Imitaba su hablar precipitado, al decir
querida señora, y el abuso de la palabra «amiguito» con la que rellenaba la conversación, y
todo esto con tal fidelidad al modelo que, por fin, Pablito Szücs surgía en la imaginación de
Golgonszky tal como era en la vida, con su cara sembrada de granos y sus hombros que
sobresalían en la americana.
Miett explicó la desgracia de Pablito Szücs, por haber abofeteado a un coronel checo.
—Tú que tienes tantos amigos y tan buenas relaciones entre el generalato,
seguramente podrías intentar ayudarle un poco.
Golgonszky, que sintió gran admiración por Szücs, a causa de una bofetada tan
atrevida, se lo prometió todo.
Miett le habló también de Juanito, explicándole su encuentro casual con él. Desde
luego, no le explicó más que lo explicable. Llegó con sus palabras hasta el borde del
abismo, sin que su voz se estremeciera en lo más mínimo, pues al pensar en Juanito, tenía
la sensación de no haber cometido pecado alguno. Y sabía que nunca en su vida volvería a
encontrarle.
Una noche bajaban de la montaña, cogidos del brazo, y olvidándose por completo del
peligro de que alguien pudiera verlos. De repente, se cruzaron con un grupo de tres
personas: un matrimonio de cierta edad, y una joven algo regordeta, que debía ser, sin
duda, su hija.
Al pasar por su lado, aquella joven miró significativamente a la cara de Miett. A ésta le
parecía haber visto ya alguna vez aquel rostro, y tuvo el presentimiento de que pudiera ser
la misma mujer que percibió asomada a la ventana, cuando entró en casa de Golgonszky,
mirando ansiosamente en torno suyo. Sí, ya había visto en otras ocasiones a aquella mujer
a la ventana, pareciendo siempre acecharla.
No obstante, aunque escrutaba su memoria, no conseguía descubrir la identidad de la
propietaria de aquella mirada malévola y desconfiada. No quería pensar más en ella, pero
mantenía en el fondo de su alma una sensación de desagrado. Preguntó a Golgonszky.
—¿Sabes quién vive en la casa de enfrente a la tuya?
—¿En cuál?
—La de dos pisos, frente a tu puerta,
—Sí… Creo que son unos señores Vaynik o Voynik, no sé exactamente cómo se llaman,
Miett encontró aquel apellido completamente desconocido y se tranquilizó. Sin
embargo, aquel encuentro casual la invitaba a ser más circunspecta, y al surgir otra vez el
tema de que sería preciso ir a algún balneario húngaro o alemán, Miett decidió que era
preferible no moverse de Budapest.
Una tarde, al verla entrar, el ayuda de cámara la recibió en la antesala con una mirada
entre asustada y misteriosa.
—Su Excelencia está enfermo.
—¿Qué tiene?
—Aun no lo sabemos. Tiene mucha calentura. Creo que más de treinta y nueve grados.
Miett corrió con el corazón angustiado hacia el dormitorio.
Golgonszky yacía en la cama, con la frente ardiente. Su tez estaba brillante y tersa por
la fiebre; sus ojos parecían sombríos y profundos al volverlos con una expresión turbada
hacia Miett.
Miett le tomó suavemente la mano, que quemaba como la brasa:
—¿Qué tienes, vida mía?
A Golgonszky le costaba trabajo pronunciar cada sílaba. Desprendió de sí unas pocas
palabras, con aliento ardoroso, a intervalos:
—No lo sé… Parece una pulmonía.
Miett se inclinó sobre él para besarle los labios agrietados, mas Golgonszky, sin fuerza,
la apartó:
—Ten cuidado… Creo que es la epidemia… Debes marcharte en seguida, porque…
No logró acabar la frase, como si la elevada temperatura hubiera perturbado su
espíritu. Volvió la mirada, contemplando el techo, como si buscara allí las palabras.
—¿Ha venido ya el médico?
—Vendrá en seguida… —dijo penosamente Golgonszky, como si, con la cabeza y la
mirada, señalase angustiado la puerta.
En el mismo instante, Miett oyó desde la antesala la voz del doctor Varga. Sólo tuvo
tiempo para desaparecer de un brinco en la otra habitación. En su huida, volcó la silla que
estaba junto a la cama de Golgonszky, y que cayó al suelo con gran estrépito, así como la
botella de agua mineral, el vaso y la bandeja.
Varga penetró en el mismo instante en la habitación. Hubiera podido creer que la silla
se había volcado sola, si en el pomo de la puerta no hubiese visto una mano sin
continuidad: una hermosa y asustada mano de mujer que como un ser viviente, quitaba
rápidamente la llave de la cerradura, refugiándose con el botín detrás de la oscura
hendidura.
Sobre una silla, yacían un sombrero de mujer y un par de guantes blancos de gamuza.
Aquellos guantes largos, cual la corteza de algún tronco de árbol todavía joven,
conservaban las formas de los cálidos brazos que se los habían quitado con premura,
dejándolos abandonados en la silla.
Pero entonces, el médico no consagró atención alguna a todo ello, y se acercó al
paciente.
En el cuarto de baño, Miett tenía la sensación de haberse escapado a tiempo. Sentía el
cerebro invadido por mil pensamientos, como si hubieran disparado contra él otras tantas
flechas ígneas. Pegó su rostro a la puerta, procurando estar atenta con todas las fibras de
su ser, para darse cuenta de lo que se decía en la habitación.
«Morirá seguramente» pensó, y la idea la fascinaba como si abalanzándose sobre ella,
por detrás, una fiera de alguna ignota raza felina, le hubiese clavado las garras en los
hombros. Miett casi percibía en el cuello el aliento de la invisible bestia.
«Morirá… ahora mismo, en brazos del médico… morirá, como murió mi padre…»
Se acordaba de que se encontraba allí, pegada a la puerta cerrada, escondiéndose.
Había dado vuelta a la llave sobre aquel moribundo en su primer susto, con su propia
mano. Golgonszky moriría, y ella no podría ver en sus pupilas que se apagaban, la última
lumbre del alma que se despide, ni sabría lo que querría decir aquella suprema mirada. El
muerto le dejaría un misterio enloquecedor, un mutismo indescifrable. Le parecía que, de
encontrarse a su lado, lograría retener aquella alma dispuesta a volatilizarse, pero, ¿por
qué? ¿Quién le prohibía postrarse ante la cama del agonizante?
Tomó inmediatamente una decisión; se sentía muy fuerte, llevó la mano a la cerradura
y dio media vuelta a la llave. Luego, como una sonámbula, entró en el dormitorio.
El doctor Varga estaba escuchando con el estetoscopio el corazón del enfermo, y se
volvió instintivamente hacia ella.
Al ver a Miett, el movimiento de la mano que sostenía el instrumento médico se detuvo
en el aire. Clavó su mirada en Miett, como si se le hubiera aparecido un fantasma.
Golgonszky volvió angustiado la confusa mirada hacia Miett, mirándola sin comprender
nada, como quien no se da cuenta de cuanto ocurre a su alrededor.
Ella estaba ante los dos hombres, muy pálida.
Durante un instante, reinó un profundo silencio en la habitación. Mas en aquel silencio
galopaban miles de pensamientos.
Por fin, el doctor, respirando profundamente, dijo volviéndose mitad hacia Miett, mitad
hacia Golgonszky, con un tono que procuraba ser familiar:
—Esta dolencia es cuestión del corazón. No hay ningún peligro.
Sonriendo, hundió el estetoscopio en el bolsillo superior de su chaleco, con un gesto
como si se tratara de un largo y frágil puro habano.
—Ha bajado ya la calentura —observó en voz baja Golgonszky, únicamente para decir
algo. Giraba los ojos atormentados, como si realizara un terrible esfuerzo para comprender
lo que hacía allí Miett junto a su cama, y saber si era efectivamente ella, o sólo una visión.
—Hacia las diez volveré —dijo Varga, y hacía ademán de acercarse a la salida. Parecía
vacilar: ¿debía saludar a Miett, o era preferible fingir que no la había visto?
Miett se acercó a él y le dirigió la palabra. Había en su voz una gran calma extraña, al
decirle musitando:
—Quiero decirle dos palabras, doctor.
Varga hizo una imperceptible reverencia y alargó la mano hacia su cartera de médico.
Miett se puso el sombrero y los guantes. Salieron juntos a la antesala. Al llegar ante la
puerta, Varga la cogió de golpe por el brazo:
—Antes de que me diga nada, escúcheme un poco. ¿Por qué está usted temblando así?
Usted debe de estar convencida de que yo voy a ir corriendo a casa, de que juntaré
admirado las manos y le diré a Elvira con estupefacción: «¡Imagínate qué ha pasado…!»
Pues, escúchame usted bien. Soy médico. Llevo en mi espíritu secretos que los demás
ignoran e ignorarán, pues esos secretos morirán conmigo. Son unos terribles secretos que a
veces me hacen estremecer a mí mismo. Hace veintiséis años que vengo ejerciendo la
profesión, y veo corretear en torno mío a personas disecadas que gozan de buena salud.
¿Que la haya visto a usted hoy en casa de Golgonszky? En el primer momento me
sorprendió la cosa, pues todo cuanto carezca en el momento de ilación, nos sorprende
forzosamente…
Intercaló un instante de silencio. Caminaba algo más despacio y apretaba el brazo de
Miett, como si quisiera arrastrarla hacia sus propios pensamientos.
—Y ahora le diré algo; todo esto está bien. Me alegro de ello, como el buen jardinero se
alegra de ver surgir de la tierra una cebolla de flor, en donde menos lo esperaba. Una de
esas cebollas fuertes, de color del Arco Iris, que no ha plantado nadie, sino que ha salido de
la tierra por sí sola. Algo en lo que late el milagro de la vida. Yo, ahora, sólo veo y siento esto
que le digo. De sentirlo de otra manera, sería un hipócrita. Hace ya cinco años que mi mano
se llena de sangre ante las mesas de operación, y ahora, desde que la nueva epidemia
viene haciendo estragos, he sufrido una nueva conmoción interior. Si pudiera predicar, diría
a todo el mundo: «Para vosotros, ya todo es igual; apresuraos, pues a salvar lo que aún se
pueda salvar». Desde luego, el alma debe triunfar sobre el cuerpo. ¡Qué duda cabe! Pero
ahora, sería una victoria gratuita e injusta. Yo me he pasado ya al partido de los cuerpos.
Día tras día, los veo desgarrados, mutilados, despojados y encadenados. ¿Sobre tales
cuerpos queremos aún celebrar nuevos triunfos? Aquí está usted misma, señora. En el
fondo, tendría que mover la cabeza en actitud de desaprobación, diciendo: «¡Vaya, vaya,
Miett…!» Sin embargo, siento en mí completamente otra cosa. ¿Moral? ¿Prejuicios sociales?
Nada de esto se asoma a mi espíritu. En mí ahora sólo piensa el médico. Yo no veo ahora
más que a un hermosísimo cuerpo de mujer, que hace su aparición sobre un montón de
cuerpos mutilados y convulsos, una mujer en la gloria del amor y de la salud. Esto llena mi
corazón de una poderosa y triunfal emoción… Es un rayo de vida y de luz en esa terrible
hecatombe…
Se detuvo, para secarse la frente con el pañuelo.
—Atravesamos tiempos infernales —dijo, como si se hablara a sí mismo, despertándose
de una cruel ilusión de hipocresía.
Miett cerró los ojos y dijo en voz baja:
—Le amo locamente…
El médico dio un paso y dijo, reflexionando:
—Esto es malo… Significa que aún tendrá terribles luchas con su propia conciencia…
Puso otra vez la mano bajo el brazo de Miett, como si quisiera guiarla por un sendero
que fuese invisible bajo los pies.
—Es igual… —dijo por fin—. Usted tiene el alma pura y fuerte. No tengo miedo por
usted. Sólo la compadezco porque tiene que sufrir tanto.
Habían llegado al final de la alameda. Varga se colocó frente a Miett y le cogió ambas
manos. Al ver el rostro atormentado de la joven susurró con ternura y conmiseración
indecibles:
—Mi querida pequeña Miett…
Levantó los brazos y enlazó el cuello del doctor. Apretó su cara a los hombros del viejo,
y temblándole todo el cuerpo, rompió a llorar.
—Bueno… —la tranquilizaba Varga, conmovido, y sosteniendo a Miett entre sus brazos.
Luego, cambiando de tono, dijo con acento menos grave—: Esta influenza española es muy
contagiosa, y debería prohibirle que acudiese a la cabecera de nuestro enfermo, Mas, ¿para
qué quiere que se lo diga? Esto es cuestión de inclinación, y acaso, también, de suerte.
Encerrándose en su cuarto, usted podría cogerla igualmente. De todas maneras, puedo
recomendarle un buen remedio contra ella: ¡No se le debe tener miedo! De modo que, si
usted quiere, vuelva y cuídelo. Y no tema nada, a él no le pasará lo más mínimo…
Sacudió sonriendo las manos de Miett, y desapareció en la esquina, al final de la
alameda.
Miett volvió corriendo apresurada a la cabecera del amado enfermo.
—¿Qué locura has hecho? —le preguntó Golgonszky, al verla entrar, con una mirada
reveladora de que, desde su salida, su cerebro no se había preocupado de nada más.
—Vale más así —susurró Miett, y, sentándose junto a la cama, apretó contra su cara la
mano ardiente de Golgonszky.
Se quedó allí hasta altas horas de la noche, hasta comprobar que Golgonszky fue
vencido por el sueño, y que la calentura había bajado.
También durante los siguientes días pasaba todo el tiempo con el enfermo, y no se
retiraba al cuarto de baño sino cuando anunciaban al doctor Varga. No quería aparecer más
ante el médico, como si esto fuese un abuso.
El poderoso organismo de Golgonszky iba venciendo rápidamente el mal. No obstante,
aún después de haber pasado el peligro, debía quedarse en casa, pues un lóbulo de su
pulmón se había pegado bajo la columna vertebral a la pared de la cavidad pectoral, como
si se hubiera fundido en aquellos tremendos accesos de fiebre.
Ya se había levantado de la cama y, envuelto en el amplio batín de seda, se paseaba
por la alfombra del cuarto , como un maharajá. Sentíase invadido por la alegría de quien
vuelve de la muerte, y esperaba con impaciencia cada vez mayor el momento en que Miett,
cual una visión de belleza y encanto, hiciera su aparición en el umbral.
La enfermedad contribuía a prolongar sus entrevistas, e, inmediatamente después de
almorzar, Miett se apresuraba a ir todos los días a casa de Golgonszky.
Ya hacía tiempo que el verano había pasado, y llegaron los hermosos días de octubre;
los accesos de fiebre de Golgonszky, sin embargo, reaparecían continuamente.
Una noche, después de irse Miett, abrió la ventana, aquejado de presentimientos de
muerte, y envuelto en su caliente abrigo de pieles, observó el silencio y la calma de la
sombría y húmeda noche de otoño.
Eran los primeros tiros de la Revolución.
Miett no se enteró basta la mañana siguiente de que la Revolución acababa de estallar.
Bajó corriendo a la calle, y como si la atrajera una misteriosa fuerza, se hundió cada vez
más profundamente en la muchedumbre.
Eran las once de la mañana. Se hallaba en el bulevar Rakoczi, en las tempestades
desencadenadas en las primeras horas de la revolución. Contemplaba los camiones que
pasaban llenos de soldados, y escuchaba con el corazón sofocado el terrible estallido de los
disparos. Poco le importaba que la empujaran de todos lados, y que se encontrase
apretujada en medio de gentes de un exterior poco recomendable. Delante de ella, había
un hombre con pantalón de golf, con una mandíbula de la que le faltaban varios dientes,
que, sin cansarse, gritaba algo que era imposible comprender. Por encima del hombro de
aquel individuo, Miett veía cómo aparecían sobre las cabezas de la muchedumbre unos
brillantes cascos de plata de la policía montada, a los cuales la multitud recibía con vítores
jubilosos, cubriendo policías y caballos con una blanca lluvia de rosas de otoño[53]. Por
todas partes, oíanse jubilosos gritos, incesantes disparos de alegría, y por el aire flotaba el
amargo olor de las balas.
Miett ni se daba cuenta de por dónde pasaba, dejándose arrastrar por las olas de aquel
desbordante mar humano. De repente, se encontró en la Avenida de Ullö, ante el cuartel de
María Teresa, donde la muchedumbre estaba a punto de derribar las rejas de la prisión
militar. Las gruesas barras de hierro de aquella reja, parecían torcidas por alguna mano de
gigante.
A través de la bóveda del portal, se podía ver el patio medieval, por el cual la masa
sacaba en hombros a los presos. Vio a mujeres, a muchachas con aspecto de obreras, bajo
cuyo sombrero o pañuelo se habían desprendido las trenzas, y que llevaban en la mano
fusiles con la bayoneta calada, que les costaba un visible esfuerzo sostener. No tenía
ningún sentido que esgrimieran aquellos fusiles, y tal vez por eso había algo demoníaco en
todo este espectáculo.
Alrededor de ella, correteaban las gentes, y en el aire, se difundía el fuego de alguna
terrible venganza. Miett sentía oscuramente que algo había acabado, que surgían en torno
suyo del fondo de las almas torturadas, con toda su reprimida fuerza, unos sufrimientos
escondidos, con un alarido y una energía destructora sin par. Todo parecía como si un dedo
gigantesco la señalase a ella, y le parecía ver surgir el rostro envejecido y deformado de
Pedro en la cara de algún soldado que corría a su lado. Como si todo cuanto ocurría se
dirigiera contra ella; como si fuera su castigo y penitencia, y se pidieran responsabilidades
únicamente contra su persona.
Rendida de cansancio, manchada de lodo y torturada por mil escrúpulos, se apresuró a
ver a Golgonszky. Le encontró sumido en profundas cavilaciones.
—Y ahora, ¿qué va a pasar? —preguntó temblando.
Golgonszky intentaba darle a comprender la situación. Al concluir su explicación llegó a
asegurar que la mayoría de los prisioneros de guerra podrían volver ahora, dentro de pocas
semanas; sin embargo, aquellos que se encontraban en el interior de Rusia, se hallarían sin
duda en una situación incierta.
Miett escuchaba las palabras de Golgonszky completamente aterrada.
De cuanto acababa de presenciar en la calle y de lo que decía Golgonszky, sólo
comprendía una cosa con toda claridad: a saber, que la guerra había acabado y que era
preciso contar con la posibilidad de que Pedro volviese.
Se daba cuenta de lo horrible que era para ellos ese problema, mas se sentía tan
abrumada por una irreprimible inquietud e inseguridad, que no resistió más el estar
callada. Preguntó casi a sí misma:
—¿Qué pasará si Pedro vuelve?
Y hundió la cara entre las manos, como si quisiera esconderse ante algo horroroso.
Golgonszky se paseaba con las manos cruzadas en la espalda de un lado a otro, por la
habitación.
—Hay varias soluciones posibles —dijo, alargando un poco las palabras, y buscándolas
con cautela—. Ignoramos la suerte que pueda haber corrido. A lo mejor, ¿le habrá pasado lo
mismo que a ti? ¿Quién sabe?
Miró de reojo el rostro de Miett, como si quisiera adivinar en él el efecto de esta
suposición. Pero Miett le miraba con ojos extraviados.
—En caso de que fuera verdaderamente así, todo se resolvería automáticamente…
Dio dos veces la vuelta, antes de continuar:
—Y de no ser así… Debemos hacer frente a la situación, sea como sea. De una manera
u otra…
Interrumpió su caminata, se sentó al lado de Miett, le cogió cariñosamente la mano. La
mano de Miett parecía completamente sin vida.
—¡Mira…! ¿Para qué torturarnos ahora con esos problemas? Decidamos lo que
decidamos, ahora resultaría completamente inútil. Antes de optar por lo que sea, debemos
saber algo cierto… Y no creas que esto sea meramente cuestión de meses… Sería posible…
Sin embargo, tengo la impresión de que aún pasarán años… Uno o dos… Tranquilízate, por
ahora nada ha cambiado…
Por la noche escribió la siguiente carta a Pedro:
«Mi adorado Pedrito: ¿Qué es de tu vida? Pasan los años y continúo sin noticias tuyas.
Yo me muero, yo me deshago con tan tremenda inseguridad. ¿Dónde estás? ¿Vives, por lo
menos? ¿A quién dirijo yo estas líneas? A lo mejor también ésta va a caer en la nada, como
tantas otras. Te suplico que des alguna señal de vida.»
Ya en otras ocasiones, había enviado tales misivas teniendo la sensación de que su
alma se partía en dos. Pero luego seguían otros largos meses durante los cuales no podía,
ni siquiera quería, pensar en Pedro.
Entre tanto, sólo había recibido una tarjeta, y ésta llevaba una fecha atrasada de año y
medio. Esto es, como si no dijera nada. Tampoco la madre de Pedro, ni los Pável, recibían
noticias de él. La correspondencia entre Miett y su suegra se hacía también cada vez más
rara.
Una mañana, recibió la visita de Rózsi.
—¡Ay, señora mía, vengo a pedirle un consejo importantísimo! —dijo ruborizada y como
avergonzándose.
Había cambiado mucho, desde que Miett no la viera. Ahora, con el abrigo con cuello de
piel negra, parecía una verdadera señora de familia modesta.
—¡Es por causa del señorito Szücs…! —dijo Rózsi con circunspección.
—¿Le soltaron?
—Claro que sí; antes de la Revolución. Ocupaba una celda en compañía de otro
muchacho húngaro, pero lograron abrir un boquete en la pared. Volvió a Praga a pie, a
través de las montañas. ¡Ay, si la señora le hubiera visto, tan harapiento y muerto de
hambre como llegó…! Yo le tuve escondido tres semanas, cuando por fin estalló la libertad.
Y ahora, ¿qué debo hacer? ¿Casarme con él? Aconséjeme, señorita.
—¿Ha pedido tu mano? —exclamó Miett, sorprendida.
—Sí. Desde luego, ahora ya tengo profesión, soy sombrerera, pero sin embargo, yo le
dije: «¡vaya, qué idea!»; un señorito como él y yo… Seguramente perdió los sesos con esta
gran igualdad de ahora… Pero me dijo que tampoco él había sido un verdadero señor toda
su vida, porque su padre fue un humilde herrero del pueblo. Pues, habiendo sido el mío
carpintero de obras… Luego, como somos calvinistas los dos…
—¿Le quieres?
—¡Dios lo sabe! Es muy buen muchacho, no lo digo…
—Y él, ¿te quiere a ti?
Rózsi arreglose un pliegue del traje, y dijo en voz baja:
—Así lo demuestra…
Miett sintió una lagrima en su corazón, y a gusto hubiera dado toda su existencia
torturada por la vida que llevaba Rózsi.
Le dijo en voz muy tranquila y afectuosa:
—¡Cásate con él…! Tendréis hijos y seréis felices…
Vertía en estas últimas palabras cierta imponderable tristeza. Al despedirse Rózsi, le
permitió que le besara la mano.
Dos meses más tarde, les vio un día en el Parque, adonde fue en uno de sus paseos
solitarios.
Venían a su encuentro, cariñosamente cogidos del brazo; una pareja de recién casados.
Szücs, al encontrarse inesperadamente ante Miett, puso la cara del niño cogido en
alguna travesura. Miett se precipitó hacia él, extendiendo ambas manos.
—¡Szücs! —exclamó contenta y con dolor, como si saludara algún recuerdo muerto de
su vida de antaño.
Szücs apretó su mano, sin poder proferir una sola palabra, de tan emocionado como
estaba. Miett se volvió hacia Rózsi, la abrazó y la besó en la boca.
Szücs se sonrojó como un cangrejo al ver aquel beso. Sus ojos se desorbitaron,
llenándose de lágrimas.
21

En aquel entonces, hasta los calendarios rusos marcaban ya el año 1919.


Era una sofocante noche de julio. En el patio del «Hotel de la Miseria», estaban
sentados en mangas de camisa Mezei, Vedres y Neteneczky. Jugaban a los naipes,
silenciosamente, como casi todas las noches desde hacía ya cuatro años. Desde que Latjai
se fugó, en otoño, sólo quedaban tres para jugar.
Altmayer trabajaba silenciosamente ante su caballete, en un rincón del patio,
esparciendo en torno suyo un insoportable olor a trementina. Tenía el encargo de pintar el
retrato, de tamaño natural, de la señora de un comerciante de madera de Tobolsk, según
una minúscula fotografía. Hacía los retratos a tan bajo precio, que a veces le hacían
encargos que le daban algún dinerito. Los retratos eran hermosos y agradables, y sólo
adolecían de una falta: que apenas acusaban parecido con los difuntos.
Szentesi y Csaba trabajaban en el huerto, cuidando de la cosecha de la grosella. Hirsch
trabajaba arriba en su cuarto, confeccionando unas complicadas estadísticas económicas…
El «Hotel de la Miseria» era ya entonces un proveedor regular del mercado de verduras de
Tobolsk, y con los ingresos del huerto conseguían, por lo menos, comprar víveres para
alimentarse normalmente.
Sólo tenía un deseo: poder quedarse tranquilamente en Tobolsk, esperando allí hasta
que se abrieran definitivamente las fronteras y pudieran regresar a sus casas. Aquí, por lo
menos, tenían qué comer, podían reservar suficiente leña para el invierno, y defenderse con
mayores probabilidades contra las epidemias.
Recibían de todas partes noticias de los demás campos de prisioneros que se habían
transformado en les más sombríos lugares de la vida humana. Desde que estalló la
Revolución, desapareció de golpe y porrazo el té, el azúcar y el agua hirviendo que durante
la época zarista aún mantenían en ellos el ánimo. Especialmente en los campos rodeados
de espino artificial, en el Este, el tifus exantemático, el cólera, el paludismo y el escorbuto,
hacían tremendos estragos entre los reclusos. El rancho del Zar, el pan negro, la sopa de
coles, las gachas de harina de maíz y el pescado salado, vivían en su memoria como un
pálido recuerdo de felicidad, pues desde la Revolución sólo les daban de comer carne de
camello, de gato, de perro y pescado podrido. Aquellos platos asquerosos despedían un
hedor insoportable. El aburrimiento del invierno, la podredumbre moral de las masas
humanas encerradas, la inhumanidad de las Comandancias en los campos y del personal
de vigilancia, el hambre, el hielo, la apatía, la añoranza y la desesperación, sumían a los
prisioneros, por un lado, en una completa parálisis moral, y por el otro, en la locura de la
más completa desesperación. Todo dependía de que se tuviera el alma fuerte o débil, tal
como Dios la hubiera plantado en su cuerpo. Se contaba por muchos millares los que,
dejándose vencer por la insoportable presión del hambre, se habían pasado a los rojos.
Desde luego, había también muchos que llevaban consigo el deseo de matar desde el
mismo regazo materno, con sed de sangre. Para éstos, amanecían ahora tiempos nunca
soñados, pues podían hundir sus manos en la sangre como el niño en el agua del arroyo.
Desde que en Moscú se habían constituido los consejos de los soldados, y los mujiks afluían
por centenares de miles del frente, incendiaban por doquier los castillos, las granjas
agrícolas, y quien quería matar y asesinar, podía escoger a su gusto entre la burguesía de
las regiones pequeño-rusas.
Las barracas semioscuras, las casas improvisadas y los campos de prisioneros, por
encima de los cuales silbaban los helados vientos siberianos, iban absorbiendo poco a poco
las promesas de una revolución mundial. Según un dicho de Siberia, los comisarios
soviéticos del pueblo debían su imperio a las bayonetas húngaras, a las bocas de los judíos
y a la tontería de los rusos.
De los bajos fondos de los campos de prisioneros, salían por manadas los soldados
húngaros, con el alma deshumanizada y bárbara. Entraron en la guerra rusa bajo las
banderas rojas, aunque ni lejanamente comprendían los objetivos de la Revolución. Cuando
empuñaron las armas, lo hicieron con un gesto de la más ilimitada y fatalista
desesperación. Les era igual dónde luchaban, por qué y contra quién.
Hubo entonces tropas húngaras que cada mes cambiaban de bandera, combatiendo
alternativamente con los blancos y con los rojos, y sucedió muchas veces, que eran
húngaras las tropas que combatían en ambos bandos. Desde luego, aquello era preferible a
trabajar en la provincia de Arkángelsk, en la construcción del ferrocarril de Murmansk, en
donde los prisioneros solían morir hasta el último hombre por las exhalaciones pantanosas
del terreno, y siempre era preciso llevar otros nuevos.
Tenían que trabajar con un frío de 40 grados bajo cero. Un húsar húngaro apellidado
Búcki logró escaparse de allí y volver a Tobolsk. Entró por casualidad por la puerta del
«Hotel de la Miseria», pues los recordaba de los tiempos viejos. Explicaba que obligaban a
trabajar incluso a aquellos que tenían las piernas heladas, no siendo ya más que meros
esqueletos.
Fue el mismo Búcki quien les trajo la noticia de que Yurovski, el Gorila, el cual
desapareció del «Hotel de la Miseria» en los primeros días de la Revolución, en compañía
de un compinche llamado Nikúlich, había asesinado en Yekaterinburgo, en los sótanos de la
torre del ingeniero de minas Ipatiev a toda la familia del Zar. Los cadáveres fueron
descuartizados, rociados con petróleo y quemados en el bosque. Desde luego, era
imposible comprobar la veracidad de todos los rumores que circulaban.
A veces, cuando se paseaban por las calles de Tobolsk, dirigían la palabra a algún
prisionero fugado, y todos les relataban horrores espeluznantes. En los trabajos de
despoblación forestal de Ishewsk, se pegaba a los prisioneros como si fueran esclavos
negros. Si alguien se atrevió a apelar a la superioridad, fue fríamente asesinado. En las
cercanías de Nijni-Novgórod, los kónvoyes, embriagados con vodka, incendiaron la barraca
de trescientos prisioneros húngaros dentro, colocando barricadas ante las puertas, para que
no pudieran escapar. Ese manso pueblo raso, que antaño se llamaba «la vela de Dios», se
hallaba poseído por una espeluznante locura. En Omsk, los prisioneros mutilados morían de
hambre, con las mandíbulas arrancadas y con los dientes caídos, pues nadie les llevaba
víveres. Cuando unas viejas campesinas se proponían llevarles algún mendrugo de pan, por
caridad, los guardias las obligaban a retroceder a culatazos y golpes de nagaika. El griterío
de los moribundos, los alaridos de dolor, las maldiciones se transformaban en un aullido
tan bestial, que cayeron en la más frenética locura, incluso aquellos que aún habían
conservado la luz de la conciencia. Cuando alguien moría, el vecino más próximo le quitaba
el vestido. Un teniente que había pasado uno de aquellos días por el «Hotel de la Miseria»,
les explicó que tres cuartas partes de los prisioneros de Vovo-Nikoliesk, habían perecido
durante el último invierno. Hubo ocasiones en las que veinte mil cadáveres yacían
insepultos en un montón, durante todo el periodo de hielo, y cuando empezó a deshelar,
ordenose, sin excepción, a todos los habitantes de la ciudad que fuesen a cavar tumbas,
para evitar que se declarase la peste. Una vez instaurado el comunismo, quedaron
prohibidas una tras otra las empresas de industria doméstica de los prisioneros de guerra,
que les solían asegurar considerables ingresos. En su gran miseria, los prisioneros veíanse
obligados a vender sus vestidos, para conseguir víveres. Muchos millares de ellos pasaron
indecible miseria durante todo el invierno, sin abrigos, con harapientos trajes de verano,
con alpargatas fabricadas de trapos viejos.
De los soldados, sólo ponían en libertad a aquellos que prometían solemnemente
ayudar al exterminio de los burgueses. A los oficiales no los soltaban, porque temían que
una vez libres promovieran otra guerra.
En tal estado de cosas, los habitantes del «Hotel de la Miseria» llevaban una vida
divina. Tenían la inmensa suerte de que los habían olvidado en un rincón. Siete oficiales y
nueve ayudantes ya no figuraban para nada en las listas de prisioneros, que sumaban
docenas de millares. El cojo capitán Doróviev, que llevaba su lista en la Comandancia, se
proveía de verduras y legumbres en su huerto, igual que su cuñado, desde hacía ya dos
años. A ello se debía que pudieran quedarse allí indefinidamente. El capitán Doróviev era
un hombre de cuello corto, cara colorada y pelo rubio como el lino; era persona agradable.
A veces, al llevar a paseo su negro perro de caza por la orilla del río, entraba a ver a los
muchachos, y se entretenía con ellos largo rato. Solía reírse a carcajadas de las bromas de
Neteneczky, y desde el día en que Altmayer pintó gratis el retrato de su mujer, reinaba
entre ellos una sólida amistad.
Sí, allí en el «Hotel de la Miseria», la vida era soportable. En la primavera, los campos
de Siberia enviaban brisas frescas del lado del Irtis. En los huertos crecían pródigos con
vertiginosa rapidez los tiernos nabos, de color azul verdoso, los rizados miriñaques vueltos
al revés de las coles; en pocas semanas, se coloreaban y se llenaban de jugo los tomates, se
alzaban como lanzas contra el cielo las raíces de cebolla, y todo el huerto se vestía de
colores de boda. Hasta el cielo se avivaba. El viento perseguía en el firmamento unas
admirables nubecillas blancas, que parecían manadas de corderos; el cielo se inundaba de
cataratas de luces azules y doradas, y como si en las alturas se realizara una migración de
pueblos celestes, pasaban en grupos inmensos los patos silvestres de dorado cuello, los
gansos salvajes pardos, los cisnes blancos y las garzas color de alba.
Llegaba otra vez la primavera.
Aunque fueran las diez de la noche, aún se veía en el patio tan claramente como el día,
Mezei anunció que iban a comenzar la última partida, pues del lado del Irtis ya empezaban
a llegar las nubecillas plateadas de los mosquitos.
Camarada yacía en el umbral, y se abanicaba perezosamente con la cola. De repente,
alzó la cabeza, se puso a ladrar, y corrió hacia la entrada.
En el instante siguiente entró Pedro de la calle. Venía apoyado en un bastón, y como si
hubiese envejecido diez años. Los muchachos le reconocieron con dificultad, mas luego no
se cansaban de prodigarle abrazos cordiales, saltando de los asientos, y en breves
instantes, los siete se apretujaron en su derredor. Le asediaban a preguntas, le palpaban el
vestido, como si no pudieran dar crédito a sus ojos.
Pedro llegó acompañado de una patrulla con la bayoneta calada, desde la Ciudadela, y
con un papel, que entregó al stardchi.
Los mosquitos hacían ya imposible permanecer más tiempo en el patio. Entraron en el
«salón». Todos se reunieron en torno de Pedro, para escuchar su historia. Algunos se
sentaron sobre la mesa. Entraron incluso los asistentes, deteniéndose cerca de la pared. Le
preguntaban tres a la vez. Mezei hizo callar a los impacientes y tocó el brazo a Pedro:
—Empieza por el día de vuestra marcha, cuando huisteis de aquí.
Pedro se puso a hablar. Su voz era algo velada, y en su mirada se revelaba el cansancio
de un moribundo. Explicaba con todos los detalles la historia de su huida, desde aquel
instante en que, al amanecer, una mañana de setiembre, vestidos de monjes rusos, habían
traspasado el umbral del «Hotel de la Miseria», Zamák y él, A veces, intercalaba largas
pausas, como si buceara en su memoria.
—Cuando en Kabarov un prapórchik nos detuvo, aquella noche a mi me llevaron al
hospital, pues mi pantalón estaba lleno de sangre,
—Y a Zamák, ¿qué le pasó? —preguntó alguien del grupo. Pedro se encogió de
hombros.
—No lo sé. Espero que haya logrado llegar a casa. No le he visto más.
Pedro ignoraba que Zamák había muerto.
—¿Cuánto tiempo pasaste en el hospital?
—¿En el hospital? Me quedé hasta principios de octubre. Mi herida se gangrenó, y ya
estaban a punto de amputarme la pierna.
—Y ahora, ¿ya estás bien?
Pedro extendió ante él la pierna atravesada por el balazo, mirándola como si fuera un
objeto extraño que perteneciera a cualquier otro menos a él.
—Ya me han extraído la bala, pero aún no funciona igual que antes.
—Del hospital, ¿adonde te llevaron?
—A Omsk. Allí me tuvieron hasta casi Navidad. Cuando me hube cansado de la
inseguridad de mi situación, un día pregunté al sargento de la prisión, qué harían conmigo.
—«Espera tranquilamente tu fin, batiuska.», contestome el sargento. «Es posible que te
fusilen, ¡qué sé yo…!» Ya os podéis imaginar cuan agradable fue mi estancia allí. Pero en
enero, me trajeron otra vez a Tobolsk, y me formaron Consejo de Guerra. He pasado cuatro
meses recluido en la Ciudadela. Me han libertado esta noche.
Los muchachos le miraban con ojos desencajados.
—¿Cómo? ¿Es posible que estés en Tobolsk desde hace cuatro meses? —preguntole
Mezei, maravillado.
—En efecto —observó Pedro.
—Pero, ¿por qué no nos mandaste noticias tuyas?
—¡Qué más hubiera querido yo! Pero me era imposible. Me estaba prohibido hablar con
nadie. En Omsk me habían quitado todo cuanto aún poseía y no tenía ni un copec para
sobornar al stardchi.
Luego, miró en torno suyo, y preguntó, casi tímidamente ;
—¿No habéis recibido carta para mí?
Mezei movió lentamente la cabeza para significarle que no.
—Tampoco la hemos recibido nosotros. Desde hace año y medio, el correo calla. Desde
que tú te fuiste.
Pedro miró uno a uno los rostros de sus compañeros. Le parecía que Csaba había
engordado, y que a Hirsch se le había caído incluso aquel poquísimo pelo que antes tenía.
Los demás no habían cambiado.
—Y vosotros, ¿cómo estáis?
—Sin novedad, tranquilamente.
—Y los demás, ¿adónde están?
—Lajtai y Szabó se han escapado. Pocos días después de marcharte tú.
—¿Rosiczky?
Mezei no contestó en seguida.
—Se pasó a los rojos. Se ha hecho agitador. Lo lamento, pues era buen muchacho, Pero
se ha vuelto loco. El granuja de Lukács le había embobado y se lo llevó. Quería
«convencernos» también a nosotros.
—¿Y Pista Bartha?
—Está enfermo… —decía en voz baja Szentesi.
Pedro preguntó, frunciendo el entrecejo.
—¿Qué tiene?
—La tisis.
—¡Oh, Dios santo…!
Calláronse otra vez.
—¿Le transportaron al hospital?
—No. Está arriba, en su cuarto.
Pedro volvió lentamente la cabeza hacia los asistentes, que estaban de pie cerca de la
pared.
—Y de vosotros, ¿cuántos faltan?
Vedres contestó por ellos.
—Tres se pasaron a los rojos. Dos escaparon. Somogy, el pescador, murió.
Camarada, moviendo la cabeza, entró en el «salón», se acercó a Pedro y le colocó la
cabeza sobre las rodillas. Así se quedó mirándolo, con los ojos entornados hacia arriba.
—Tú también, ¿estás aquí aún? —díjole Pedro, y se puso a frotar la raíz de las orejas del
perro.
Luego se dirigió a Mezei:
—Y de konvois, ¿cómo estáis?
—Han quedado tres. ¿Te acuerdas del Gorila?
—¿De Yurovski?
—Sí. Nicolai, me acuerdo, el que aún está aquí, vino a verme una mañana diciéndome
que tomáramos precauciones, pues Yurovski quería persuadirles a los demás para que nos
asesinaran a todos.
—¿Qué habéis hecho con él?
—Vedres quiso abalanzarse sobre él con un cuchillo en la mano.
Vedres contemplaba modestamente la punta de su zapato.
—Yo mandé llamarle en seguida, le hablé con mucha amistad para convencerle, y hasta
le di dinero…
—¿Todavía está aquí?
—Ya hace mucho tiempo que se fue. El otro día alguien vino a explicarnos que fue él
quien asesino al Zar…
Poco después, se sentaron para cenar. En la expresión y en los largos silencios de Pedro
había algo que oprimía el ánimo de todos. Los dieciocho meses, el largo e inútil peregrinaje
y la cárcel, le habían marcado profundamente con sus huellas.
Neteneczky, que se sentaba a su lado, le puso la mano en el hombro:
—No pierdas el ánimo, ¡hermano! Créeme, nosotros somos los más favorecidos por la
suerte. Tenemos el privilegio de esperar a que todo se normalice, sin morir como unos
perros.
Antes de acostarse, Pedro entró en la habitación de Bartha. Estuvo a punto de
retroceder en la puerta. En la cama, yacía Pista Bartha, enflaquecido hasta los huesos, con
la cara amarilla enmarcada en una barba de varias semanas. Junto a la cama, en una silla,
estaba sentado su asistente, quien, al ver entrar a Pedro, se levantó y se cuadró
militarmente.
Este se acercó a la cama. El enfermo fijó en él sus ojos áridos por la fiebre, como sobre
un extranjero. Pero, a pesar de todo, acabó por conocerle.
—¿Has vuelto? —preguntó en voz baja.
—Sí. No logramos nuestro propósito. Y tú, ¿cómo te encuentras?
—Ahora, ya voy un poquitín mejor.
Apartó la mirada de Pedro, fijándola en el techo. Procuró toser en voz baja,
precavidamente.
Se le veía en la cara que le molestaba ya hasta lo poco que le quedaba de vida. Cerró
los ojos y no le preguntó nada más.
Pedro sentía que su garganta se estrangulaba. Poco después, volvió a su cuarto. Al ver
otra vez en torno suyo las paredes conocidas, la estufa y el ángulo de la ventana, en el que
su mirada inmóvil había descansado tantas veces, le parecía como si hubiera vuelto a su
hogar auténtico. Pensando en Bartha, le vino la idea de que si era preciso morir, valía más
hacerlo aquí. Durante cinco largos años, su vida se había pegado indisolublemente a esos
tabiques miserables. Su corazón estaba tan cansado que ahora no quería pensar ni sentir.
Decidió que, desde aquel momento, nunca más rebasaría el patio del «Hotel de la Miseria»,
y que ni siquiera iría a ver a Zinachka. Tan pronto como se hubo acostado, le venció un
sueño sordo y profundo.
Pero a la mañana siguiente, pensó otra vez en la muchacha. Por la tarde, fue a la ciudad
y se puso en camino hacia la calle Petrovka. Hacía año y medio que nada sabía de
Zinachka.
Al colocar la mano sobre el pomo de la puerta de la calle, le atravesó la idea de que a lo
mejor encontraría a otro hombre en el cuarto de la joven… sentado en aquel mismo rincón
del vetusto diván verde, que antes había sido su puesto. Sin explicarse la causa, aquel
pensamiento le dejó aterrado.
Desde el interior, se oía el ruido de una máquina de coser.
Cuando Pedro entró en la habitación, Zinachka le miró un instante con ojos
incomprensivos. Mas inmediatamente dio un alarido de alegría, saltó del asiento y se
abrazó al cuello de Pedro.
A partir de aquel día, su antigua vida quedó reanudada nuevamente. Una vez Zinachka
inclinó la cabeza sobre la mano de Pedro, y le dijo:
—El Señor en persona te ha enviado…
Siempre miraba a Pedro como a un ser en quien habitase algo sobrehumano, como
alguien purificado y exaltado por tantos sentimientos. Vio en él a un mensajero cariñoso y
suave, pero, sin embargo, provisto de una fuerza demoníaca.
Bartha vivía los últimos días de su vida. Csaba no se separaba de su cabecera. Colocaba
su mano cariñosamente bajo el cuello flaco del enfermo, levantándole un poco la cabeza y
diciéndole:
—Oye, tú, Pistukán[54]… Bebe un poco de leche…
Al día siguiente, estaban sentados junto a la mesa, almorzando, cuando el asistente de
Bartha, de puntillas, se acercó a Mezei y le susurró al oído, muy pálido:
—Perdone… Mi teniente ha muerto…
Todos se levantaron. Siguieron a Mezei y entraron en el cuarto de Bartha. Eran siete.
Poco a poco, entraron también los asistentes, sosteniendo en sus manos los harapientos
gorros, y se detuvieron cerca de la pared. Apenas cabían en la habitación.
Mezei era el que se hallaba más cerca de la cama.
Contemplaba la cara del muerto, blanca como la cera, y cavilaba qué debía hacer
ahora, para estar a la altura de la situación.
Neteneczky se volvió hacia los demás, como si les hiciera una señal; plegó luego las
manos, bajó la cabeza sobre el pecho, y se puso a rezar en voz alta:
—Padre nuestro, que estás en el cielo…
Los demás, bajando la cabeza, repetían con él:
—…santificado sea tu nombre…
Se arrodillaron todos.
El diminuto cuarto se llenaba de voces de hombres murmurantes. Y parecía que las
voces acariciaban el rostro del difunto.
El entierro se celebró al día siguiente, en el cementerio militar. El pope ruso cumplió
con la ceremonia ritual rápidamente y sin fervor, como quien tiene mucha prisa. Los que
eran calvinistas, entonaron junto a la tumba el salmo: «Juzga, Señor, a los que has de
juzgar…»
Al volver del cementerio, Mezei mandó izar la bandera negra. Semanas más tarde,
aquella bandera todavía continuaba flotando en la fachada del «Hotel de la Miseria».
22

Miett estaba sentada en la sala de espera de la consulta del doctor Varga. A su


siniestra, se hundía en un mullido sillón un señor bien vestido, de mediana edad, con la
cabeza vendada, como si llevara un turbante. No se podía saber si era a consecuencia de
un duelo o de algún accidente ferroviario, aunque tampoco parecía imposible que fuera a
consecuencia de algún atraco en la calle. En aquellos tiempos, después de la caída del
bolchevismo, aparecían, por las calles de Budapest, esos señores con turbante[55].
Su otra vecina era una señora de edad, vestida de luto, acompañada por una niña de
unos diez años. La niña ojeaba un álbum de propaganda de algún balneario, con tono de
importancia. Con sus manitas delgadas, en las cuales parecía tener alambres en vez de
huesos, con su triste boquita de pajarito, en la que apenas se podía descubrir los estrechos
labios sin sangre, provocaba cierta impresión de inquietante inverosimilitud.
La muchacha con toca blanca que hacía entrar por turno a los enfermos al oír tocar el
timbre del doctor desde dentro, estaba sentada junto a la pared y leía el periódico del
mediodía, acompañando con sonrisa mal disimulada alguna alegre historieta. Era una
empleada nueva, la cual aún no conocía a Miett y así no la hizo pasar delante de los demás.
Pero, hoy, Miett ni siquiera quería pasar antes.
Parecía muy pálida y deprimida. A veces, miraba por la ventana que daba al jardín del
sanatorio, como si toda su atención quedara absorbida por el castaño salvaje que había
ante la ventana, cuyos ramajes desnudos y negros estaban cubiertos por la fina escarcha de
una lluvia plúmbea. Sus ojos estaban envueltos en la sombra de alguna gran tristeza
interna. Clavaba su mirada durante muchos minutos en un punto invisible, y sólo de
cuando en cuando giraba lentamente la cabeza, sin interés alguno, hacia las otras personas
que esperaban, y que frecuentemente expresaban su impaciencia por algún movimiento de
las piernas o carraspeando. Sólo la joven se sumergía muy contenta, y como olvidándose de
todo, en la lectura.
Desde hacía ya tres semanas, Miett vivía sola. Golgonszky fue enviado, con una misión
importante, a Varsovia, de donde, en el mejor de los casos, podía regresar, lo más pronto,
hacia Pascuas. Los Cserey fueron entre los primeros que lograron hacer un viaje a Londres;
y no hacía mucho tiempo, Miett había recibido una larga carta de Matilde, escrita en un
papel de cartas con membrete del «Hotel Claridge», en la cual describía con entusiasmo la
vida de allí, como si hubiera descubierto un continente nuevo.
Cuando el bolchevismo estalló en Hungría, los Cserey habían huido a tiempo a Viena,
llevando consigo a Miett. Fueron momentos de gran excitación. Miett tuvo exactamente
media hora de tiempo para decidirse, hacer los preparativos y la maleta.
Pocas semanas después, llegó también Golgonszky, sin afeitar, cubierto de lodo y
calzando altas botas de caza, sin equipaje alguno. Tuvo que vadear el río Laita, en la
frontera.
A pesar de todo, pasaron muy agradables meses en Viena. La ciudad estaba llena de
húngaros, mas en aquellos tiempos a nadie se le hubiera ocurrido preguntar por qué se
veía a Miett siempre en compañía de Golgonszky. ¿Quién hubiera parado mientes en tales
nimiedades?
Habían pasado en Viena cerca de medio año, y la situación en que se encontraban allí
produjo una feliz tregua en sus amores, que en los últimos tiempos ya eran cada vez más
violentos y desesperados.
Lograron arreglar las cosas de manera que los Cserey no se enteraron de nada.
Golgonszky vivía en otro hotel, mas no por eso dejaba de pasar casi todas las horas del día
en compañía de los Cserey.
Matilde pudo realizar uno de sus más viejos deseos al enseñarle a Miett el bridge. Todas
las tardes, los restos de la buena sociedad de Budapest de antaño se reunían en el hall del
hotel vienes. Cada cual traía alguna noticia nueva y durante muchas horas comentaban las
últimas que se recibían de Hungría.
En aquellas tertulias, Miett y Golgonszky parecían evitarse. Tomaban muchísimas
precauciones y consiguieron burlar incluso la clarividente mirada, siempre en acecho, de
Matilde. Durante largas jornadas, ni siquiera lograban pasar unos instantes en que pudieran
reunirse, y cuando, a veces, la casualidad quería que se quedasen solos, los pocos minutos,
que parecían robados, dulcificaban aún más su amor. En tales ocasiones, iban tejiendo
rápida y nerviosamente sus proyectos, para concertar dónde y cuándo podían verse.
De conocer Matilde la vida de Miett, sin duda le hubiera asegurado mucha más libertad,
pues era persona comprensiva y discreta que sabía perdonar muchas cosas. Mas
precisamente por no sospechar absolutamente nada, estaba casi pegada a Miett,
sofocándola con su amabilidad y cariño,
Así, pues, sólo muy raras veces conseguía arreglar las cosas de manera que pudieran
pasear algunas horas juntos.
Por lo demás, en presencia de los otros se trataban siempre como dos conocidos
simpáticos, pero indiferentes, lo que confería un carácter emocionante e inédito a sus
amores. Pasaban muchas horas en la mesa del bridge, sentado uno frente al otro,
cambiando palabras insignificantes, o tomándose burlonamente el pelo, según el tono
general de la conversación, pero sin esbozar siquiera lo que se escondía tras el antifaz
social.
Aquellas jornadas de Viena llegaron a ser inolvidables para los dos…
Miett fue despertada del ensueño por el estridente sonar del timbre del médico.
Abriose la puerta del consultorio, y salió por ella un anciano alto, con las huellas en el
rostro de la conversación sostenida con el doctor. La criada hizo una seña deferente al señor
del turbante, y la madre vestida de luto envió un pequeño suspiro en dirección de la puerta
que acababa de cenarse, como si pensara en el tiempo necesario para abrir aquella enorme
venda, y volver a ponerla en la cabeza de aquél caballero.
Mas, por fin, pasó también aquella media hora, y después de la señora de luto, le tocó a
Miett el turno de entrar.
Varga se quedó sorprendido al verla, y, cogiéndola por el brazo, casi la arrastró hacia el
interior del consultorio.
—Y ¿qué? —preguntó con expresión de cariño preocupado.
Miett no contestó. Estaba mortalmente pálida, cerró los ojos, y con un hombro se apoyó
en la puerta, como si estuviera a punto de desplomarse desmayada. Varga sostenía en su
mano la de Miett como si quisiera sopesar aquel brazo inerte.
Al mismo tiempo escrutaba con su mirada el semblante de Miett, y tras unos instantes
de reflexión, le fue fácil adivinar que Miett estaba enferma.
—¿Siente usted algún dolor? —le preguntó.
Miett no abrió siquiera los ojos, asintiendo con la cabeza.
Varga se acercó a la ventana y, mirando hacia el jardín, le hizo algunas preguntas, sin
dirigirse a ella, como si hablara a los árboles. Después, volvió otra vez hacia Miett, que aún
estaba de pie, apoyada en la puerta, con los ojos a medio cerrar, pálida y a punto de
desmayarse. Cariñosamente y a guisa de burla, Varga le apretó la punta de la nariz; gesto
con el que el médico suele despertar, como apretando un botón, la presencia de ánimo de
la enferma de fácil pronóstico, a la que toma jovialmente por una niña.
—¡Bueno, bueno! Ya verá como no hay ningún motivo para inquietarse.
El médico la invitó, con un gesto, a sentarse sobre el lecho de auscultación. Aquel
mueble mullido y cubierto de linóleo blanco, le infundió un frío estremecedor al sentarse en
él. El roce helado de linóleo, más que ninguna otra causa, le hizo castañetear los dientes.
Varga le ofreció un cigarrillo egipcio.
Se extendió en torno de ambos cierto silencio extraño, en el cual se oía hasta el rasgar
del papel de plata con el que estaba forrada la cajita de cigarrillos. Miett extendió una
mano temblorosa hacia el cigarrillo.
El cigarrillo, en aquella situación, carecía absolutamente de sentido, y servía sólo para
desviar un tanto la atención de Miett.
Varga se acercó otra vez a la mesa y puso algo en un infiernillo, sin que Miett pudiera
ver el instrumento.
—Y Tomi, ¿qué hace? ¿Lo tiene aún?
—Sí —contestó Miett en voz baja.
Pasaron así varios minutos; en la mano de Miett, el cigarrillo se apagó.
El doctor Varga, mientras tanto, extendía una receta. Luego se plantó ante Miett y
tomando entre sus dedos el mentón de la joven, la contempló largo rato con ternura y
cariño.
—¿Debo mandar a buscar un coche, querida Miett?
—No, muchas gracias —dijo musitando Miett. Se despidió de Varga y salió del
consultorio.
Entre tanto, habían llegado nuevos pacientes: dos señoras y un caballero. Estaban
sentadas bajo la luz eléctrica, porque ya empezaba a oscurecer afuera. Miett atravesó con
paso rápido 1a sala de espera, y sin embargo, se había llevado consigo a la calle los
semblantes de aquellas personas que estaban esperando. Aquellas caras se le pegaban al
alma como unas asquerosas hojas de atrapamoscas. No conseguía liberarse de ellas, y tenía
la impresión de que aquellas miradas que se habían deslizado sobre su figura, habían
podido atravesar las paredes.
Tomó un coche de alquiler que pasaba y se hizo llevar a su casa.
Al llegar y atravesar el comedor se detuvo en el sitio ocupado antes por el piano. No
encendió la luz; se quedó en medio de la habitación, como presa de alguna sensación
terrible,
A través de la ventana entraba el crepúsculo del invierno, mezclado con las luces de los
faroles del exterior. La penumbra apenas permitía adivinar el retrato de su madre, que
ahora parecía ver y callar en el oscuro marco, como un espectral fantasma de ultratumba.
Miett permaneció largo rato inmóvil en el mismo puesto, y se la hubiera podido tomar
en la penumbra por un objeto inanimado o por un mueble. Escuchaba aquel extraño
silencio, como si escuchara los sonidos de su propia alma.
Después, echó una mirada circular sobre el salón. El suelo brillaba suavemente, pues
también en aquel cuarto hubo de vender las dos grandes alfombras de Persia. Miraba en
torno suyo, como si hubiera venido por primera vez en su vida a aquella habitación. Su
devastación le llegaba en esos momentos hasta el fondo de su corazón. Era una sensación
que infundía en ella la idea de la muerte total, descubriendo ante sí la realidad desnuda.
No conseguía darse cuenta exacta de esa sensación completamente nueva para ella. Tenía
la misma impresión que si la hubieran despojado de todo y ahora tuviera que morir. El
jugador debe tener sin duda sensaciones por el estilo, cuando, hacia la madrugada, se
queda solo junto a la mesa de bacará, o aquel que se despierta de su borrachera en medio
de botellas vacías, descubriendo en su boca el gusto asqueroso y ácido del vómito,
mientras su razón, esclareciéndose, piensa en su revólver.
¿Cómo podía ser que hasta ahora nunca hubiese despertado a la conciencia de la
realidad, que ni siquiera una vez surgiese de su garganta un desesperado alarido para
llamar la atención de su alma?
Se echó sobre el diván y cruzó las manos sobre el pecho. Su entendimiento desplegaba
grandes esfuerzos para poder luchar contra aquella oscuridad que parecía invadir su
espíritu. Buscaba a Dios en aquella penumbra, sin encontrarle.
«¿Qué mal he hecho y a quién?», se preguntaba a sí misma con voz cavernosa.
«¿Qué mal he hecho, pobre de mí, para que el Señor me castigue tan severamente?
¿Qué fuerza es aquélla que significa en mi interior la vida, y que me venía empujando a
derecha e izquierda, que estaba allí sin que yo quisiese y sin tener la energía de resistirle?»
«¿Qué mal he hecho y a quién?», preguntó otra vez, moviendo los labios, y en voz tan
alta que, de encontrarse alguien en la habitación, lo hubiera, sin duda, oído.
Sus pensamientos iban palpándose lentamente, como manos cautas que quisieran
arrancarle la vida y el alma hasta sus raíces.
«¿Había querido llegar al mundo? Mi padre… Mi padre… Se fueron y me dejaron sola,
lanzada sobre el inmundo estercolero de la vida… Todo el mundo me ha abandonado… Y
¿por qué me abandonó Pedro? Hubo quienes lograron escapar al primer año… ¿Por qué no
había de tener él valor y ánimo para volver a salvarme a mí…? Iván Golgonszky… Sí, fui yo
la débil, mas él, ¿qué hizo? En un principio, me dijo que sería una alevosía… Después, me
tomó a pesar de todo, y así he llegado hasta aquí. El, ¿qué me ha dado a cambio de la
tranquilidad de mi alma?»
La invadieron dolores tan fuertes que a veces gemía en voz alta.
En su memoria, iban mezclándose confusamente cosas sin conexión alguna. Sentía un
asco tan grande que se volvió penosamente sobre el otro lado, mordiendo con dientes
rabiosos la almohada de seda.
Después de aquel brusco movimiento, experimentó otra vez el dolor especial que había
traído consigo del consultorio del médico. Se puso a observar asustada en su interior
aquellas laceraciones apenas sensibles y que, no obstante, parecían volverla loca.
Cogió el almohadón para quitárselo de la cabeza, y en ese instante, el cojín la miró a
ella. La miró como una cara sombría y meditabunda, con unas arrugas profundas, y Miett
vio de nuevo aquel mismo cojín, en aquella noche de agosto cuando acababa de volver de
la estación, y encontró aún entre sus pliegues aquellas huellas del último abrazo de Pedro.
Acechó con el oído hacia el despacho de su padre, mas venía un profundo y misterioso
silencio,
¿Qué pasaría, si también ella muriera?
Encontró ahora esta idea muy sencilla y bella, sin ver en ella nada horroroso. Escribiría
dos cartas: una a Pedro, y otra a Golgonszky. Pensó en el texto de esas cartas y vio
claramente sus largas letras de tinta morada en el papel, A Pedro, sólo le escribiría una
frase: «¿Por qué me dejaste sola?» Esas pocas palabras revelarían todos los secretos de su
existencia, como asimismo su arrepentimiento, pidiéndole mil perdones. Y todo su amor, su
humildad y su castigo. Y a Golgonszky, sólo le escribiría: «¿Qué fuiste tú para mí?» Nada
más, tan sólo esas cinco palabras, que contienen ya todo el angustioso problema: ¿qué
fuiste tú para mí: el máximo regalo de la vida, el divino deleite del amor, o el ángel de la
muerte?
Se incorporó sobre el diván, para acercarse al escritorio y redactar aquellas dos cartas.
Tenía tan pocas fuerzas que apenas logró arrastrarse hasta allí. Cuando encendió la
lámpara y la luz amarilla lo inundó todo en tomo suyo, le pareció como si se desvanecieran
aquellas palabras que acababa de concebir hacía unos instantes.
Dejó la lámpara encendida y volvió a tenderse sobre el diván.
Mili entró en el comedor y, encendiendo la luz, comenzó a poner la mesa.
Miett encontró horrible e incomprensible la idea de levantarse, sentarse a la mesa y
cenar sola.
De la otra habitación, entró el perrito, y se buscó un rincón caliente cerca de la estufa.
Se arrastraba con dificultad, pues había envejecido mucho, Miett contempló a Tomi y
recordó las palabras pronunciadas meses atrás por Golgonszky, cuando una noche se
estaban paseando por los montes de Buda: «Seria preciso matar a esa pobre bestia… No se
debe permitir que sufra. Yo me encargaría de darle el tiro de gracia…»
Tomi, ¿cuántos años debía tener? Trece, en efecto. Ella, era una mocita de quince años,
y acababa de volver del convento a casa de sus abuelos, para las vacaciones de Pascua,
cuando se lo regalaron. Entonces, el perrito apenas tenía unas semanas.
Tomi ahora ya no tenia fuerzas para saltar sobre el diván, y se contentaba con tenderse
en el suelo, cerca de la estufa. Yacía allí también esta vez reposando la cabeza inteligente
sobre las patas delanteras extendidas. Miett contemplaba el pobre animal que, junto a la
estufa, parecía un trapo gris arrojado allí al azar.
Pensando en el perrito, su alma parecía descansar un poco, mas luego se sintió
arrastrada de nuevo por el deseo avasallador de aniquilarse. El asco que sentía hacia sí
misma, se mezclaba en su fuero interno con aquel lacerante dolor que sentía cuando se
acordaba de su padre. Y todo ello se confundía con aquella enloquecedora inseguridad que
experimentaba al pensar en el sino de Pedro, o con aquellos deseos ardorosos e hirientes,
con aquel amor abrasador que Golgonszky encendiera en ella. Se puso otra vez a llorar con
desesperación. Luego, de repente, sin transición alguna, volvió a callarse. Se callaba como
una niña que, de improviso, oye voces o ve extrañas visiones. En sus nervios, algo acababa
de romperse, y ahora, como a través de un dique roto, afluía a su alma la idea de la muerte.
Y ese flujo la bañaba en una gran inquietud milagrosa, como cuando la inundación de la
primavera se extiende con terrible y majestuosa calma sobre los surcos pardos de la tierra,
los eriales rubios, los negros hoyos, la senda florida, los sauces en interminable fila,
cubriendo con el espejo de lo infinito todo el paisaje, reflejando en él el firmamento. Así se
hundían ahora todos los recuerdos, en el pensamiento de la muerte.
Como una luz plateada y transparente, como algún ligero e incorpóreo fluido, se
extendía en torno suyo la suprema idea. Oscureció su mirada y confirió cierta inverosímil
inmaterialidad a los objetos: el escritorio, los pisapapeles, la silla en que estaba sentada y
todo cuanto su confusa e insensata mirada podía abrazar de golpe. Experimentaba un
deseo apasionado e irresistible de hacer desaparecer la terrible causa de sus lacerantes
dolores: la vida. Veíase en la gloria de una calma milagrosa, más allá del umbral de la
muerte, exaltada en la imaginación de todos aquellos que la habían conocido. Se veía
extendida en el catafalco, en aquella misma habitación en la que se instalara la capilla
ardiente de su padre, en la negra noche de los crespones fúnebres, en la velada de los
cirios, bajo el fino contacto de flores y velos, cerca de su cabeza, con el invisible ángel del
perdón.
El pensamiento reposaba largo rato en aquella representación. La última imagen
confusa se anquilosaba en su alma que se debatía convulsivamente, y como si todos los
tormentos hubieran desaparecido de repente.
Abrió el último cajón del escritorio, en el cual, en medio de unos proyectiles cilíndricos
y amarillos para arma de caza, yacía el revólver de Pedro. Durante muchos minutos, luchó
con aquel arma palpándola y acariciándola, para descubrir el secreto de su mecanismo,
mientras un terrible dolor iba mordiendo su corazón, impulsándole a colocarse lo antes
posible más allá de aquel tormento. Se sentía presa de un irresistible nerviosismo, de una
impaciencia enloquecedora, y al ver que no acertaba a hacer funcionar el revólver, lo tiró
lejos de ella.
Se precipitó en la otra habitación, se detuvo un instante pero ya no había nada que
hubiera podido retenerla, y salió corriendo por el pasillo de la casa. Corría hacia la escalera
de servicio, subía los peldaños de tres en tres, hasta llegar al último piso. La arrastraba una
fuerza desconocida que no era la suya.
Llegada al pasillo más alto, agarró la baranda de hierro y con la parte superior del
cuerpo se inclinó sobre el abismo. Sus dedos se pegaban convulsivamente sobre la baranda
cubierta de orín, y el equilibrio de su cuerpo estaba ya en el vacío. Lanzó un alarido terrible.
Ya eran más de las diez, la puerta de la calle estaba cerrada y aquel grito prolongado,
que no parecía terminar, cortó el silencio del patio lleno de ecos de la gran casa de alquiler.
En los marcos de las puertas de las cocinas, aparecían asustadas caras de criadas y por la
oscura escalera, oíanse pasos de unos pies que subían corriendo.
Miett se hallaba suspendida en el aire, encima del precipicio, cuando una mano la
aferró brutalmente por el hombro, y la volvió a colocar en el suelo.
Cuando después de mucho tiempo hubo vuelto en sí, se encontraba en un cuartito
pobre y vetusto, extendida en un viejo sofá, al que le faltaba una pata, que había sido
sustituida por un montoncito de libros. Era el cuartito del señor Sinka, aquel simpático y
dulce señor Sinka del cual Rózsi le había hablado un día, contándole cómo se calentaba la
cama, durante el invierno, con un ladrillo recalentado. El cuartito estaba lleno de vecinos y
criadas. El señor Sinka, cuyo cuello estaba oprimido por un cuello postizo de caucho, con
reflejos azulados, inclinó sobre Miett su cara sembrada de pecas, pálida por la excitación
sufrida, y le preguntó en un tono preocupado y quejumbroso:
—Querida señora…, querida señora… No se preocupe por nada…
Miett fijó en él su mirada, con una tristeza y ternura infinitas:
—No… —dijo en voz muy baja, y cerró los ojos. Un instante después, sentía como una
mano acariciaba la suya, una mano cuyo contacto era áspero y húmedo, pero que le
comunicaba un poco de entristecido cariño, y que debía de ser, sin duda, la mano de una
criada de la casa.
23

Aquel larguísimo invierno pesaba sobre el «Hotel de la Miseria» y sobre sus habitantes
como la tapa de un ataúd. Apenas salían de sus habitaciones, y sólo poquísimas veces se
atrevían a salir al patio, para no llamar la atención de los comisarios de sector de los
Soviets que, por casualidad, deambulaban acechando por los alrededores.
En la ciudad se estaba desencadenando el espíritu sangriento y perturbado del Soviet.
Doróviev, el capitán del Estado Mayor de antaño, por mucho que alardeara de ser rojo,
seguía siendo en el fondo el hijo del terrateniente noble de Novgorod, el cual, muchos años
antes de la guerra, había recorrido gran parte de Europa, pasando unos días inolvidables en
Viena. Doróviev fue su suerte y su salvación.
—Por ahora se han olvidado de vosotros, ¡pero, quedaos quietos! Debéis moveros lo
menos posible; si no, también a vosotros os llevarían a Kabarov…
Y ellos sabían perfectamente que en el campo de Kabarov la situación era mil veces
más terrible aún. Se escondían entre las paredes del «Hotel de la Miseria» tan
amedrentados, que apenas se atrevían a respirar. Sólo alguna mañana, al despuntar el
alba, se deslizaban al patio para estirar los miembros relajados por tan prolongada
inacción. Y cuando comenzaban a escasear los víveres, solían bajar, de noche, a pescar
sobre el hielo del Irtis. Vedres, de tarde en tarde, en la oscuridad de la noche, se dedicaba a
su pasión de patinar en el patio.
Zinachka, en compañía del anciano Dimitri, se había trasladado a «La Casa de los
Corzos». Llamaban así a la pequeña granja que había comprado la madre de la muchacha,
al quedarse viuda y sola. «La Casa de los Corzos» era un diminuto edificio, muy pulcro,
pintado de blanco, en medio de un huerto frutal y unos campos de labranza que
pertenecían igualmente a la propiedad. Estaba situada a unos cuantos kilómetros de
Tobolsk, casi a orillas del Irtis, en el lomo de una colina. El nombre provenía de que antaño,
el príncipe Orlew solía cazar por allí corzos.
Desde su traslado a «La Casa de los Corzos», Pedro sólo había visitado a Zinachka dos
veces. Estas excursiones resultaban ahora tan peligrosas como extenuantes, pues era
preciso recorrer varios kilómetros en la nieve y en la oscuridad.
Aquellos meses fueron los más terribles del bolchevismo. Corría a través de las
inmensas estepas rusas, cual un tornado, el espíritu de la matanza y de la destrucción, que
arrasaba a veces aldeas enteras. Y por doquier cundía el hambre. En las escalinatas de las
iglesias, se podían ver sentadas señoras antaño distinguidas, extendiendo sus esqueléticos
brazos, y mendigando pan.
En Omsk, los bolcheviques habían matado en un solo día a tres mil personas.
Sobre las inmensas tierras de Rusia se extendía el hambre y la muerte. Lo que ocurría
entonces rebasaba lo imaginable. Parecía una terrible pesadilla de fantasmas. En aquel
invierno, en toda Rusia brillaron los rayos violetas del dolor.
¿Qué ocurría?
Se verificaba la más grandiosa catástrofe de la historia mundial sobre la vastísima
extensión de las interminables tierras rusas, que costó la vida a treinta millones de seres
humanos.
Mas, ¿qué fue aquel horror tan grandioso, aquel universo arrancado de sus quicios que
exhibía huesos ensangrentados y entrañas humeantes y que se denominaba bolchevismo?
«El bolchevismo es el cadáver de la guerra..,», inscribía a la sazón en su diario íntimo y
secreto Merejkovski, el cual pasaba hambre y frío en un minúsculo cuartito de Petrogrado.
Aquel inmenso cadáver iba pudriéndose y con su hedor de podredumbre llenaba toda la
extensión de Rusia. Aquella calavera inmensa vertía veneno cadavérico sobre la vida, la
moral, la religión y sobre todos los valores humanos.
Era una idea tremenda, inventada por los judíos atormentados y oprimidos, realizada
por los tártaros de mejillas salientes y sufrida por los eslavos mansos y rubios.
Como un horripilante astro sexagonal, la idea diabólica había brotado en el cerebro de
Lenin, con su cara de sátiro, que también era de origen tártaro. Como el demonio de la
voluntad y de la transmisión de la energía personal, erguíase iluminado por proyectores,
encima de las masas enloquecidas, extendía el brazo y decía: «¡Matad a vuestros
hermanos!»
Y ellos mataban.
Primero, destruyeron la religión. Aquella ortodoxia oriental, que era la única fuerza para
sostenerlo todo, la quitaron a culetazos del cuerpo de Rusia, como los aros de hierro de un
barril gigantesco. Entre los diques derrumbados, extendíase, como el alcohol ardiendo, la
locura judía, la sed de sangre mongólica, y el histerismo del alma rusa gravemente
enferma.
De repente, surgió reproducido en millones de copias, el lacayo Smirdiakov, que, hasta
entonces, sólo había vivido en la enfermiza imaginación de Dostoievsky y que sólo tenía
una ciencia cierta: la inexistencia de Dios.
Fuera, en los frentes, en las trincheras, los soldados asesinaron a sus oficiales, y
regresaron a sus casas. En el interior, todo estaba ardiendo en llamas. El rostro suave y
atormentado de la soñadora Rusia quedó transfigurado de repente: se asomó a él aquella
otra alma rusa que, antaño, Iván el Terrible había arrastrado consigo.
En efecto, los rusos tienen dos almas distintas. El alma rusa está cansada; bosteza,
como si se hallase siempre narcotizada; le complace la música, le gusta postrarse ante las
imágenes sacras; escucha en su fuero interno el musitar de las supersticiones; es capaz de
sumirse en el aburrimiento inmóvil de las casas solariegas de provincias y de los largos
inviernos, cual un cadáver en un tranquilo estanque; mas si una vez se propone algún
objetivo vital, queda transfigurada en el acto. El estudiante hambriento que lleva
pantalones agujereados, quiere redimir el universo. La pálida hija del Gobernador, que
hasta ahora venía estudiando con aplicación los verbos irregulares del idioma francés, se
hace cortar el pelo, sus ojos desorbitados se llenan con la gloria de la Idea, y lanzará
bombas. El humilde mujik, que venía meciendo soñoliento la cuna del hijito del amo,
cambia de expresión y se metamorfosea en fiera. Despelleja la mano viva de un hombre,
como si fuera un horrendo guante rojo. Los rusos, santos y fanáticos, se hacen
revolucionarios.
En las honduras de las infinitas estepas rusas, en las aldeas olvidadas y en las yurtas
cubiertas de pieles de animales, más de un millón de seres humanos vivía al nivel de una
civilización que se había estancado en los tiempos de las invasiones tártaras, y todos
salieron entonces de sus escondrijos.
Los arroyos de sangre llegaron también en su flujo a Tobolsk. A veces, incluso desde el
«Hotel de la Miseria» se podía oír la detonación de las descargas cerradas en la ciudad. Por
Año Nuevo, los bolcheviques habían ejecutado a doscientas personas en el patio del
Gobierno Civil; su jefe en la ciudad era un marinero apellidado Izvuskiy. Se hallaban entre
los asesinados Igor Krúkov, el grueso propietario del restaurante del «Hotel Laskutnaía», el
cual, durante los primeros días de la estancia de nuestros prisioneros en Tobolsk, les había
dado de comer; y Lijárov, el farmacéutico. Los cadáveres, atados con cuerdas, helados y
endurecidos como la piedra, permanecieron durante varios días al pie del muro, sobre la
nieve.
Precisamente en aquellos días, Pedro recibió la carta de su hermana, que Sári le
escribió para comunicarle que su madre había sufrido trastornos en los riñones, muriendo a
los pocos días. La enterraron en Brassó.
Aquella carta no le produjo ninguna emoción, como si todo cuanto le ocurría a él
personalmente o en torno suyo, ya no tuviera relación alguna con la realidad. Y sentía su
vida de antaño tan alejada, hundida tan profundamente en el tiempo, que parecía haberse
esfumado de una vez para siempre, y que no hubiera de tener ya continuación.
Poco después, llegó carta también de Miett. Todas esas cartas no les llegaban por el
correo ruso, sino por las expediciones de la Cruz Roja Internacional. La carta de Miett había
llegado por China, como si el alma de la antigua Miett de antaño estuviera extraviada por
alguna parte, por encima de los océanos.
«…acaso valdría más que no volviéramos a vernos nunca —escribía Miett—. Tu mirada
me escrutaría eternamente, para saber si me había conservado pura para ti, y la mía te
preguntaría lo mismo. Nunca hablaríamos de ello, pero nos odiaríamos, odiaríamos
mutuamente los secretos del otro, que existen por la única razón de que creemos en su
existencia. ¿Quién sabe si nuestras almas podrán volver a encontrarse aún?»
Pedro apartó y aguardó la carta, con el corazón árido y desierto.
Poco a poco, llegaba la primavera.
El Irtis enviaba ligeras y perfumadas brisas, trayendo consigo los buenos olores de los
bosques de olmos jóvenes. Y en aquel año, en el año veinte, la primavera fue más
embriagadora que nunca.
Los primeros frutos de las tierras primaverales salvaron a los hombres de morir de
hambre. En los bosques, en las praderas cubiertas de plantas silvestres, abundaban las
liebres hasta tal punto, que con un palo se las podía cazar. Los bosques que bordean el Irtis
negreaban por los millares de cuervos, de cuyos nidos podían robarse los polluelos.
En aquel rico despertar de la Naturaleza, incluso la furia de los bolcheviques disminuyó
algo, Tobolsk recobraba más o menos su aspecto normal, y aunque los soviets prohibiesen
rigurosamente cualquier comercio, en los mercados de verduras volvieron otra vez a
extender sus cestas los hortelanos. Al acercarse el comisario del pueblo, cogían los cestos y
huían corriendo. A una niña de doce años, sorprendida vendiendo coles, la habían matado a
palos. Pero, al día siguiente, las vendedoras de verduras reaparecieron.
Las tiendas permanecían cerradas, pero por quinientos rublos ya se podía obtener
medio kilo de carne de ternera. Las mujeres tártaras, yendo de puerta en puerta, vendían
unos bollos con canela. Lo único que no se podía comprar ni por un ojo de la cara, eran
prendas de vestir y zapatos. Un día vieron en la calle Mayor a una señora que en un pie
calzaba un zapatito amarillo, y en el otro, llevaba un trozo de corteza de árbol sujeto con
cordeles.
En los últimos tiempos, los oficiales se atrevieron a presentarse otra vez en la ciudad.
Las lunas de la farmacia de Lijárov estaban rotas, la tienda ofrecía el aspecto de un montón
de ladrillos y yeso, y estaba sembrada de excrementos humanos. La Iglesia, la esbelta
Kasanski Sobor, con su cúpula soñolienta, en cuyo suelo de piedra Pedro había visto por vez
primera a Zinachka, no tenía más que cuatro paredes sin techo. La cúpula azul que se
había derrumbado entre los muros negros de humo, parecía un pedazo caído del
mismísimo cielo.
Los muchachos ya no calculaban por años el tiempo que les faltaba para dejar de ser
prisioneros, sino por meses. Al puerto de Vladivostok había llegado el primer vapor japonés,
para recoger a los prisioneros que regresaran a la patria.
A Pedro le dominaba una gran indiferencia, ante la idea de volver a su casa.
A fines de abril, hubo un gran acontecimiento en el «Hotel de la Miseria». Csaba
anunció que se iba a casar con Tatiana, la hija de Fedor Gúchkov, comerciante de pieles.
Todos los camaradas quedaron invitados al solemne acto de prometerse.
Mezei propuso que la fiesta íntima se celebrara al aire libre, en algún clavero del
bosque. Todos se mostraron partidarios de esta idea.
Szentesi dio un puñetazo en la mesa, y tras un instante de reflexión, exclamó:
—Muchachos, y ¿qué pasaría si cada cual trajera a la amada de su corazón?
Vedres soltó una carcajada, y dio un golpe en la espalda de Szentesi.
—A fin de cuentas, formamos una sola familia, ¿no?
Los demás se movían inquietos en las sillas, sumidos en profunda reflexión. Neteneczky
observó con tristeza:
—¡Yo soy viudo, de momento, pues ella está fuera de Tobolsk!
Mezei se torcía algo embarazado el bigote, y de repente, apareció ante sus ojos
espirituales la figura algo rechoncha y poco juvenil de la viuda de Isaac Kasínov, a quien no
tenía excesivos deseos de exponer a la vista de los muchachos.
Ideas análogas debían ocupar también a Hirsch. Sin embargo, fue el primero en hablar:
—Szentesi tiene razón. Pero os advierto de antemano que mi novia no es ninguna
Venus de Milo…
Szentesi se reía a carcajadas:
—Oye, mi querido Zoli, ¡tampoco a ti te fabricó para Apolo el señor Hirsch, padre!
Efectivamente, la nariz de Hirsch había crecido aún más durante los años de Siberia, y
su cráneo se había vuelto completamente calvo.
También Mezei se propuso construir un puente para la digna viuda de Isaac Kasínov:
—Cada uno tiene la mujer que ha podido encontrar.
Quedaron de acuerdo en que organizarían un pic-nic.
Cuando al día siguiente, Pedro comunicó el proyecto a Zinachka, el rostro de la
muchacha se cubrió de alegría:
—¡Hagámoslo en «La Casa de los Corzos»! ¡Ahora se abren las rosas silvestres!
—Preguntaré a los muchachos qué les parece la idea… —contestó Pedro.
Aquéllos, naturalmente, se mostraron encantados.
El noviazgo fue celebrado el domingo por la noche, en el patio de «La Casa de los
Corzos», El viejo Dimitri blanqueó la casa ex profeso para el acontecimiento, Las paredes se
destacaban sobre el fondo verde oscuro desde muy lejos.
La casa estaba construida en la loma de una colina, a unos cien pasos de la carretera,
en su bifurcación, A siniestra, un brazo desaparecía tras una colina hacia Tobolsk, mientras
el otro, a la derecha, bajaba en dirección a los bosques de olmos, conduciendo
directamente por un bello camino hacia la aldea de Ozov.
La fachada de «La Casa de los Corzos» estaba cubierta de rosas silvestres.
Los convidados empezaron a congregarse hacia las siete de la tarde. Llegaron en tres
coches. El primero estaba ocupado por el señor Gúchkov, con su esposa y su hija Tatiana.
Csaba venía sentado en el pescante, al lado del cochero, guiando él mismo los caballos. En
el segundo coche iban Mezei, Vedres y Altmayer, y en el tercero, Neteneczky, Szentesi y
Hirsch. Cada uno iba acompañado por una señora. Apenas cabían en los coches. Sólo
Netene venía sin pareja.
Camarada les seguía corriendo detrás de los coches. Szentesi le lanzaba
continuamente gritos y silbidos.
Pedro y Zinachka habían llegado antes, para esperar a los convidados.
Después de las presentaciones mutuas, en los primeros momentos el ambiente
resultaba un poco cargado; pero, poco a poco, se instauró la confianza.
De Zinachka se había apoderado el nerviosismo y la inquietud de las amas de casa.
Entraba corriendo en el interior para ayudar a Dimitri a sacar sillas. Pero Tatiana la detuvo:
—Deja esas sillas, Zinachka Ignátova… Nos sentaremos en este césped tan hermoso…
Todos se instalaron en el suelo. Las faldas de las mujeres, extendidas, florecieron como
flores gigantes de color azul, amarillo y rojo sobre el verde césped. En cestas, cada cual
había traído las provisiones.
El sol ascendía lentamente, y su disco rojo había alcanzado ya el fino perfil de una
colina, tiñendo de oro la pradera en torno del grupo.
El señor Gúchkov colocó su sombrero junto a él, sobre la hierba.
—¡Qué hermoso es todo esto! —dijo y cruzó los brazos sobre el pecho.
Abajo, más allá de la carretera, brillaban muy blancos los troncos de los olmos jóvenes,
como si se riesen a carcajadas, enseñando los dientes, con una risita silenciosa que no
llegaba hasta allí.
El señor Gúchkov tenía la cabeza lisa, pero, en su mentón llevaba una graciosa perilla,
color cerezo, que era tan sedosa y espesa como una piel de animal. La esposa de Gúchkov
paseaba su mirada con cariño y emoción sobre todos los reunidos; tenía una naricita corta y
una barba redonda. Vigilaba todos los gestos de su hija Tatiana, para darse cuenta de si su
hija gustaba a esos extranjeros.
En su traje de tul, Tatiana era como una gran mariposa silvestre. También en su rostro
había algo que evocaba una mariposa de ojos córneos y de alas pardas y rosáceas. Su cara
aparecía cubierta por una gruesa capa de polvos y de crema, como las alas de la mariposa
por el polen. Era fea, mas en aquella fealdad había cierta hermosura.
La alegría iba subiendo de tono. Encendieron un fuego en medio del patio, y Szentesi,
presumiendo de entendido, comenzó a dar vueltas a los asadores como si se hubiese
encontrado entre los viñedos de su casa. Poco después, la atmósfera se llenó con el
agradable crepitar del tocino que se asaba con su fuerte olor a grasa.
Al lado de Hirsch se sentaba una mujer de unos treinta años que, al reír, descubría dos
mellas en los incisivos. Su semblante, de marcados rasgos semíticos, estaba sembrado de
pecas, y tenía un fuerte entrecejo de color de pan tostado. Sin embargo, debía de ser buena
persona, pues colmaba a Hirsch con visibles señales de ternura. Le cortaba con sus propias
manos el tocino asado, y lo colocaba sobre un pedazo de pan, antes de tendérselo a Hirsch.
Junto a Szentesi estaba sentada una mujercita de facciones tártaras, con mejillas
coloradas y ojos alegres y curiosos, con el corto cuello encogido. En los tobillos fuertes, las
medias negras amenazaban romperse, por la tensión.
Entre las muchachas, la más hermosa era Anna Röcker, que no se alejaba ni un solo
instante del lado de Vedres.
Su hermana mayor, que acompañaba a Altmayer, se parecía mucho a ella, pero no era
tan hermosa. Tenía aspecto friolento y enfermizo. Altmayer quería colocarle sobre los
hombros constantemente un pañolón, pero ella protestaba afectada y nerviosa. Anna era
en todo su antípoda. Con un gran moño rubio, se paseaba entre los grupos, estaba de buen
humor, movía el delicioso talle y no cesaba de reír continuamente.
La familia Röcker había sido internada en Tobolsk, a principios de la guerra.
La viuda de Isaac Kasínov pasaba ya de los cuarenta. Era una señora de labios finos, con
cara seria, que llevaba faldas de turnedó y un sombrero ridículamente pasado de moda. Era
posible que hubiese ido vendiendo las prendas de vestir en los momentos de hambre, y que
procedieran las actuales de algún armario antiguo, resto de la herencia de alguna abuela.
Le era difícil ponerse a tono con la reunión. En la punta de su nariz asomaban ciertos
remordimientos por habar venido, exponiendo a la vista pública sus virtudes de mujer
honrada. A veces, disparaba miradas de reproche contra Mezei, por haberla llevado allí.
Por nada del mundo hubiera consentido en reír, pero cuando Neteneczky, en un silencio
producido por casualidad, estornudó con tanta estridencia que el vetusto reloj de plata
saltó del bolsillo superior de la guerrera, también inclinó la cabeza sonriendo largo rato.
También Zinachka se había embellecido para aquel día de fiesta. Calzaba medias de
blanco hilo, zapatitos de charol con hebillas y a su pelo negro le sentaba admirablemente
la chaqueta hecha a ganchillo, de algodón rojo. La emoción la hacía más bella que de
costumbre, y su cara irradiaba una infantil alegría. No había olvidado su guitarra.
Camarada estaba igualmente sentado cerca del fuego, y el vaho del tocino asado
parecía inquietarle. Cambiaba continuamente de sitio. Sentose al lado de Vedres, tocándole
el brazo con el hocico, de modo que Vedres se manchó con gotas de grasa los pantalones.
Anochecía lentamente.
Szentesi echaba grandes trozos de leña sobre el fuego, y las llamas alumbraban con
reflejos amarillos y rojos los rostros de las personas sentadas en torno. Las barbas del señor
Gúchkov, a la luz de las llamas, adquirían los matices de las nueces doradas del árbol de
Navidad.
Sobre las colinas surgió la luna creciente. Era coqueta y hechizadora, como una
muchacha desnuda. Dejaba caer silenciosamente, sobre el bosque de hayas, los pliegues
plateados de su camisa.
Zinachka se colocó la guitarra en el regazo, y empezó a tañerla. Los sonidos suaves del
instrumento se esparcían con dulzura alrededor del fuego. Cantaba:
En las aguas azules
flota una barquita
Los que sabían cantar, se acercaban a ella paulatinamente. Las profundas voces
masculinas sólo acompañaban el canto con murmurios de contrabajo, mas la agradable voz
aflautada de Tatiana se adelantaba y subía como un paloma herida.
Zinachka dejó que la voz de Tatiana cubriera la suya, y comenzó a acompañarla. Así, ya
se oía cantar a dos tonadas;
Castiga con tu desprecio,
a tu fiel amante…
Las voces se difundían a través de la noche de primavera, y la melancolía de aquel
romance de Pequeña Rusia les llegaba al corazón.
Cuando la luna brillaba ya con toda su fuerza. Tatiana propuso dar un paseo. Se
levantaron todos del césped, y, repartidos por parejas, se acercaron al lecho del río.
El agua amarillenta del Irtis se deslizaba perezosamente bajo el claro de luna. Los
sauces oscuros, al borde del río, eran como sátiros agazapados que escucharan con el
aliento reprimido el juego encantador y sensual de las olas y de los rayos de la luna.
Zinachka y Pedro llegaron hasta la orilla. No lejos de ellos, percibíase la voz del señor
Gúchkov, explicando algo a Neteneczky. Y más lejos, en el salcedo, vagaba la risa sonora de
Anna Röcker.
Zinachka inclinaba la cabeza sobre el hombro de Pedro. Luego, enlazó con los brazos el
cuello del muchacho, contemplándole con una expresión de dicha sobrehumana. Le
preguntó temblando y en voz queda;
—Dime… ¿Me quieres tú a mí?
Pedro apretó contra su cuerpo el hombro de la muchacha. De su garganta no salía
ninguna voz. Estaba allí, inmóvil y sombrío, pero en su interior, sentía fuertes sacudidas y
hubiera querido llorar desesperadamente.
24

El sol del tardío otoño declinaba ya detrás de las nubes de la tarde. Sus rayos eran tan
ásperamente rojos, como los puntitos encamados de las rosas silvestres en las matas
desnudas.
En los campos de tenis de Buda, ya había menos gente; pero en las dos pistas
continuaba el juego. En la de la derecha, jugaba un señor rechoncho que practicaba el
deporte, ostensiblemente, como medio para adelgazar. Medía sus fuerzas con una
muchacha que apenas podía tener catorce años, y cuya roja cabellera revoloteaba por el
aire, a cada salto inhábil que daba, como si fuese una llama.
Estos eran aficionados principiantes, pero en la segunda pista se enfrentaban
excelentes jugadores. En el doble mixto, Miett y el joven cazador de osos jugaban contra
Matilde y Golgonszky. El joven, que se llamaba Gáspar Renke, manejaba la raqueta con
gran arte, y al principio, imprimía un ritmo tan violento que Golgonszky, a pesar de su fama
de campeón, no acertaba a colocar ni una sola pelota. También Miett era muy buena
jugadora, y Matilde había ganado, antes de la guerra, hasta un premio en Wimbledon.
Cserey contemplaba el juego desde un extremo de la tribuna, con la excitación y la
mirada de un perito. Deseaba la victoria de la pareja Renke y Miett, pues había apostado
cien dólares contra Golgonszky a que éste y Matilde perderían. Renke y Miett estaban
decididos a rendir los mayores esfuerzos, por la confianza de Cserey. Los nervios de Miett se
tendían en la emoción del juego como las cuerdas de su raqueta. Ajustándose a las pelotas
que recibía y a los movimientos de su compañero, su cuerpo se movía en la ligera y fresca
brisa cual el fortísimo de una melodía. A veces, asomaban a sus labios los gritos del
entusiasmo, cuando Renke se lanzaba en alto con la elástica fuerza de un joven animal,
devolviendo su raqueta con ademán certero alguna pelota peligrosa.
Las blancas pelotas de tenis cortaban el aire en arcos ligeros y elegantes, o llegaban
fuertes zumbadoras, en los golpes enérgicos. En la segunda manga, Miett y su compañero
ya parecían vencidos, pues Renke no acertaba a devolver las pelotas cortadas y muy
variadas de Golgonszky. También los esfuerzos de Miett resultaban inútiles contra el
magistral juego de Matilde en la red.
Mas en los momentos decisivos, la fortuna abandonó a Golgonszky y a su compañera de
juego. Miett logró en rápida sucesión unos tantos magistrales, ganando la apuesta para
Cserey.
Este descendió presuroso de la tribuna, haciendo señales de alegría con el sombrero; y,
como si la pasión del juego le hubiera sorbido los sesos, lanzaba bramidos de victoria.
Debía el triunfo a Miett, y a ésta la embriaguez del triunfo que flotaba en el aire le hacía
feliz, como a una niña. Estaba enrojecida por el esfuerzo desplegado, y en los ojos y en los
labios se le había asomado la sonrisa de un sentimiento de victoria del que no podía
desprenderse. Es taban todos tan identificados con el juego, que Matilde y Golgonszky
parecían literalmente abatidos por la derrota.
Miett aprovechó un instante oportuno para susurrar a Golgonszky:
—Mañana por la tarde, a las cinco…
En los últimos tiempos, pasaban a veces semanas sin que se vieran, pero precisamente
aquellas largas separaciones dulcificaban todavía más sus encuentros. Ahora, su amor
ardía ya constantemente en el fuego de un dolor de que dentro de poco habrían de
separarse.
Mostrábanse uno y otro infinitamente cariñosos, y siempre que estaban sentados en
silencio, la idea de la despedida les penetraba el corazón. Las miradas y el roce de las
manos estaban, muy a menudo, cargados de un dolor físico ante la idea de separarse. Mas
nunca, ni con una sola palabra, rozaron el problema, como si su amor hubiera sido una
tercera persona entre ellos, a la cual quisieran ocultar que sus días estaban contados y que
estaba condenada a muerte.
Cada vez que Miett se presentaba en el umbral de la habitación de Golgonszky, éste,
siempre pálido, fijaba la mirada interrogante en ella, como si temiera oír de sus labios que
venía a despedirse.
Durante los largos meses de invierno, Miett frecuentaba la sociedad, y era huésped
habitual en las recepciones de los Cserey. Había adquirido nuevos amigos, trabó amistad
con señoras jóvenes, asistía a los grandes bailes, y poco a poco comenzaban a hablar de
ella como de la mujer más guapa y más interesante de la alta sociedad de Budapest, La
rodeaba un aire de misterio.
Su hermosura, que presentaba síntomas apenas perceptibles de marchitarse, lo que en
el fondo sólo era la sombra del alma abatida por tantas cuitas, atraía con fuerza misteriosa
a los hombres, y sus ademanes de independencia les hacían concebir la esperanza de que
tal vez un día pudieran conquistar a aquella mujer magnífica, de deliciosos ademanes y
cabellera dorada, que sabía ser a un tiempo fríamente distinguida y encantadoramente
cordial; a aquella mujer bajo cuyas risas estridentes se adivinaba alguna misteriosa
tristeza, y de cuyas formas y estatura esbelta ya se comenzaba a hablar en todas las
reuniones.
Un tropel de hombres se lanzaban a la vez en su persecución. Sabían que su marido
llevaba ya seis años prisionero de guerra, y empezaron a averiguar, apasionadamente,
quién pudiera ser su amante. Miett se daba perfecta cuenta de la emoción persecutoria que
despertaba en torno suyo; el nuevo juego le hacía mucha gracia, y se divertía despistando
constantemente a los perseguidores. A veces, dejaba intencionadamente tras de ella unas
huellas sutiles, por las cuales se lanzaba inmediatamente la mesnada de enamorados, e
incluso las mujeres, que comenzaban a mirar con celos crecientes la figura cada vea más
misteriosa e inquietante de Miett. Desde luego, todas las huellas conducían a callejones sin
salida, y la persecución tenía que empezar de nuevo.
Sólo dos personas estaban enterados de sus amores con Golgonszky: el ayuda de
cámara de éste, que les servía, y el doctor Varga. Mas los dos habían sepultado
profundamente en su alma el secreto, y Miett sabía perfectamente que no debía tenerles
miedo alguno.
Sólo la inquietaba un poco, de vez en cuando, aquella mujer desconocida que estaba
siempre asomada a la ventana de la casa frontera, y que no apartaba la mirada de Miett,
hasta que desaparecía bajo el portón de la casa de Golgonszky.
De Matilde, no estaba completamente segura. A veces tenía la sensación de que lo
sabía todo, o que, por lo menos, adivinaba mucho con su fino instinto. Mas tenía también la
certeza de que la quería demasiado para traicionarla nunca en lo más mínimo.
Entre sus galanes, hubo alguno que se enamoró perdidamente.
Un coronel de húsares, ya de cierta edad, cayó melancólico en un amor tardío, y todo el
mundo sabía que las desenfrenadas juergas de un joven aristócrata derivaban de su amor
desesperado hacia Miett.
Se decía también, aunque en este caso hubiera sido difícil descubrir la verdad, que a
causa de Miett se había suicidado aquel joven escritor que durante los últimos años tuvo
mucho éxito en la novela y en el teatro.
Miett nunca alimentaba esos grandes amores con coquetería alguna, mas tampoco les
ponía coto. Acaso sin querer, todo su ser irradiaba tal encanto que se podía considerar
como una entrega, pero en realidad no tenia más importancia que el perfume que la
envolvía, junto con el cálido vaho de su cabellera y de sus hombros. Sin embargo, se
retiraba fríamente ante todo intento de acercamiento. Esta conducta suya, encendía más
aún el ardor de sus admiradores.
El timbre de su teléfono no dejaba de sonar durante el día, y ella se pasaba muchas
horas en el diván, apoyada en un codo, escuchando las confesiones telefónicas, ardorosas,
pero cuyas llamas nunca llegaban a quemarla y sólo daban agradable calor a su vida.
No dejó entrar a nadie en su casa, aunque todos sus adoradores la asediaran con
súplicas encaminadas exclusivamente en tal sentido.
Y aunque hubiese tenido la intención de recibir en su casa, hubiera sido imposible,
porque ofrecía un aspecto desolador. Ya se habían vendido paulatinamente las alfombras,
los cuadros y los muebles de valor. Dos habitaciones aparecían completamente desiertas y
despojadas de todo, y las alhajas y la riquísima platería desapareció asimismo entre las
manos de los prestamistas.
Desde el primer momento, sólo le hubieran bastado dos palabras para que Golgonszky
la proveyera de cuanto dinero quisiera, pues era hombre muy rico; sin embargo, rehusaba
siempre incluso la ayuda de los Cserey.
En aquel piso desierto y desolado, se sentía de alguna manera más fuerte y más pura, y
a veces, cuando estaba tan falta de dinero que Mili apenas lograba servirle una
modestísima cena fría, tenía la impresión de hacer penitencia, en parte, por su pecado, con
aquellas privaciones.
Le parecía que le sería fácil explicarle a Pedro por qué el piso estaba tan despoblado.
Ante sí misma, era una pérfida mentira, pero, en realidad, sólo se proponía salvar las
ilusiones del marido. Estaba decidida a comenzar con Pedro, tan pronto como volviera, otra
vida muy modesta, difícil, llena de luchas y de humanidad. Pedro no tendría colocación,
mas esto no la preocupaba en lo más mínimo, pues entre sus admiradores había muchos
que representaban grandísimas influencias. Y tampoco la aterraba la idea de buscar ella
misma algún trabajo. Se imaginaba su nueva vida con Pedro, muy sencilla y modesta,
caracterizada por una renuncia general, y precisamente esta idea le devolvía el perdido
equilibrio de su alma, pensando que tendría ocasión de hacer una larga penitencia.
La frecuentación de la sociedad y de los bailes, así como los superficiales coqueteos,
eran una dolorosa y consciente despedida de su existencia actual.
Una mañana, encontró en su mesa un mensaje, convocándola a la Asociación de
Prisioneros de Guerra, adonde solía ir a menudo en los últimos tiempos. El mensaje le decía
que se trataba de algo muy importante, y que la quería ver el propio presidente de la
Asociación.
Miett sabía de qué se trataba. Estaba un poco pálida, al entrar en el despacho
presidencial.
El presidente era un anciano de unos setenta años, que trataba a todo el mundo como
si fueran niños.
Cogió en sus manos la de Miett, apretándola largo rato en silencio. Luego, dijo:
—Hubiera podido enviarle una nota oficial, mas he preferido comunicarle
personalmente la gran noticia. Recibí ayer un oficio de nuestro delegado en Riga,
anunciándome la salida de un barco de Vladivostok… ¡Siete años, Dios mío, siete años…!
Dentro de dos meses, su marido estará con nosotros…
Miett se agarró al respaldo de la silla, cerrando los ojos, y detrás de sus párpados
cerrados brotaron sus lágrimas cálidas.
El presidente estaba de pie ante ella, conmovido a su vez. Estuvieron así los dos largo
tiempo, sin sentarse; por fin, Miett, secándose las lágrimas, se despidió.
Fue a ver directamente a Golgonszky, quien ya la estaba aguardando. Golgonszky no
notó nada en el rostro de Miett, al verla entrar, pero cuando estuvieron sentados en el sofá
y la quiso abrazar, ella apartó con un ademán suave e indeciblemente triste el brazo de
Golgonszky.
Estaba pálida y dijo musitando, con voz como si la preocupara no matarle, o no herirle
hondamente con la temida noticia:
—Hoy he venido a tu casa por última vez…
Después de pronunciar estas palabras, clavó su mirada en el suelo, pues no quería ver
en aquel momento la cara de Golgonszky.
Este se levantó y se acercó a la ventana, Durante mucho tiempo, sin moverse, no dijo
nada. Volvía la espalda hacia Miett, y miraba por la ventana. Estaba aniquilado por el dolor.
Miett, a veces, levantaba la mirada hacia él.
Por fin, volvió de la ventana, se sentó junto a ella y tomó la mano de Miett entre las
suyas. Como si sus dedos se hubieran anquilosado, palpaban y apretaban los de Miett
durante varios instantes. Luego, en voz bajísima y cambiada, dijo sólo:
—Has sido el más rico regalo de mi vida…
Se interrumpió bruscamente, con un gesto violento atrajo hacia sí a Miett, la abrazó con
ambos brazos, y escondió su rostro en su cabellera. Miett tenía la sensación de que
Golgonszky estaba llorando. Esta impresión penetraba todo su ser de un sentimiento
desconocido y terriblemente bello. Sin embargo, ella no lloraba. Su alma estaba invadida
por cierta amedrentadora calma.
Después de mucho tiempo, cuando Golgonszky la soltó del incómodo abrazo, sólo pudo
ver que tenía la cara pálida como la cera.
Le preguntó, musitando:
—Y de ti, ¿qué será ahora?
Golgonszky dejó de contestarle inmediatamente. Mas la expresión de su cara producía
a Miett un efecto, como si, queriendo decir algo, hubiese perdido la facultad de hablar.
Por fin, habló. En voz muy baja, y con calma muy grande, dijo:
—Mira, Miett… También yo he meditado mucho ese punto… Debe pasarme algo, porque
no podría soportar esto, sin más ni más… No puedo quedarme solo; sería fatal para mí. Sé a
ciencia cierta que me suicidaría. Yo no he querido nunca a nadie, y no voy a querer nunca a
nadie, sólo a ti…
—Cásate —le sugirió Miett, en voz apenas perceptible.
Golgonszky no le contestó en seguida.
—Sí, esta me parece la única salvación…
—¿En quién has pensado? —preguntó Miett cariñosamente.
—En Hanna… Es una muchacha muy inteligente y sé que me quiere. Ya no es joven,
pasó de los treinta… ¿A ti, que te parecería?
Fue apenas perceptible la respuesta de Miett:
—Tienes razón. Debes hacerlo…
Un instante después, añadió:
—Verdad que… ¿nos veríamos? Alguna vez… en sociedad.
Golgonszky cogió con vehemencia la mano de Miett y la apretó contra su mejilla.
Miett se levantó, queriendo marcharse. Pronunció las palabras, exhalándolas más bien,
con expresión de agonía:
—Entonces… ahora me voy a marchar…
Sin embargo, sonaba en su voz cierta extraña y ficticia alegría.
Golgonszky no soltó su mano y dijo, atormentado, asustado:
—No… Quédate aún un poquitín…
Miett volvió a sentarse, inerte, sobre el sofá.
Se quedaron callados mucho tiempo, y la mano de Miett empezó a temblar en la de
Golgonszky.
El llanto surgió en ella con una fuerza elemental. Se echó en toda su longitud sobre el
sofá y, tapándose la boca con el pañuelo, lloraba desesperadamente.
En vano, Golgonszky intentaba tranquilizarla. Miett saltó del sofá, empezó a rasgarse
los vestidos y prorrumpió en gritos de dolor tan fuertes que Golgonszky corrió a la puerta y
echó apresurado la pesada cortina de tapices que cubría su umbral.
—¡No lo resisto…! ¡No lo resisto…! —gritaba Miett, y se agarró al cuello de Golgonszky
con la expresión de una niña que se halla en peligro mortal.
—¡No lo resisto…! Yo me moriré… Haz algo… Me es igual, pero algo…
Apretaba el puño contra la boca, y gritaba enloquecida, entre alaridos y maldiciones:
—Pero, dime, ¿por qué ha de volver…? ¿Cómo se atreve a volver…?
Luego, de repente, se calmó. Luego, buscó estas palabras proferidas a gritos con los
ojos inmóviles, como si se hubieran quedado flotando en el aire. Parecía que las buscaba
horrorizada.
Se aproximó al sillón y, lentamente, se puso los guantes. Se acercó a la ventana, se
arregló el pelo y el sombrero. Durante un instante, contempló el propio rostro demudado
por el horror.
—Adiós, pues… —le dijo como si tuviera que ir a un recado urgente.
Golgonszky la estrechó entre sus brazos y, por última vez, la besó largamente. Apenas
se dio cuenta de que Miett se había liberado de sus brazos y acababa de desaparecer tras el
tapiz de la puerta.
Cuando Miett se hubo ido, se sentó en el sillón, muy turbado, como quien no sabe lo
que le ha sucedido.
Después, se puso a pasear por la habitación. Se detuvo ante el armario y, sin saber por
qué, abrió las puertas. Allí colgaba aún el peinador color de albaricoque de Miett, llenando
el fondo del mueble con aromas tiernos y misteriosos y, en la parte baja del mismo se
hallaban las diminutas zapatillas encarnadas, cual dos flores de color carmesí del pecado y
del placer.
De pronto, las cerró de golpe, y se cubrió la cara con ambas manos, como si hubiera
visto algo horripilante. Apoyó la frente contra la puerta cerrada del armario, y se puso a
llorar desesperadamente.
25

Por el patio del «Hotel de la Miseria» merodeaban unos cuantos traperos de aspecto
sospechoso, como sólo los barrios de la ciudad inferior de Tobolsk podían haberlos
producido. En el patio había, en fila, los objetos más variados. Mesas y sillas de claro abeto,
jergones de paja, espejos empañados, palanganas horadadas, almohadas llenas de yerba
seca, algún haraposo abrigo de pieles y botas de cuero de foca; en una mesa unos cuantos
tinteros, martillos, sierras de mano. Baterías, además, de cocina, regaderas y unos barreños
viejos. En un. montón, picos, palas y rastrillos, y en el suelo, extendidas, unas redes para
pescar, de color orín, con otros utensilios de pesca. Eran los enseres de la vida de los
prisioneros que ahora debían cambiar de propietario.
Los traperos se paseaban con expresión de menosprecio en medio de aquella triste
exposición de trastos viejos.
Vedres sostenía en sus manos un gran puchero de hierro, y discutía con un judío viejo,
que llevaba un gran gorro de piel de zorro, andrajoso.
—¿Y usted sólo ofrece cien mil rublos por este puchero? ¿Por éste?
Miró en torno suyo, y vio a uno de los asistentes.
—¡Ven, Imre, y vete a echar el puchero al río!
El viejo trapero le tocó el brazo tímidamente:
—Ciento cincuenta…
Vedres volvió a colocar el puchero sobre la mesa.
—¡En menos de trescientos mil no lo dejo!
El viejo se puso a meditar, y colocó en la mesa una serie de billetes: doscientos mil
rublos. Luego, meneó la cabeza, lo que quería decir que era el último precio.
El rublo, en aquel entonces, iba desvalorizándose verticalmente de hora en hora.
Vedres miró al viejo de los pies a la cabeza, luego miró el puchero y dijo:
—Lléveselo.
Neteneczky, de pie, en medio del patio, bajo el olmo, sostenía entre sus manos un
pesado abrigo de pieles. Lo volvía de un lado a otro, explicando a un trapero joven:
—Mire este abrigo, amigo. No tiene ningún defecto…
La mano del trapero se hundía en los pelos de la piel, y palpaba reflexivamente las
costuras.
Junto a todas las mesas, se regateaba. Csaba vendía palas y picos, y Szentesi ejercía su
vigilancia cerca de las paredes, para que no engañara a los asientes. Altmayer había
colocado junto a la pared de la casa sus cuadros, esperando clientes, Pero los judíos ni
siquiera volvían la cabeza. Hirsch se hallaba detrás de aquella mesa en la que estaban
expuestos martillos y sierras.
Era a fines de marzo; podían ser las diez de la mañana. Un sol ligero y frío inundaba el
patio. El tiempo era inusitadamente bueno. La nieve ya se había fundido.
El viejo Dimitri colocó su cabeza en el marco de la puerta, mas no se atrevía a entrar en
el patio.
Szentesi le gritó:
—¿Qué nos traes, batiuska?
—Vengo por el perro…
Habían decidido regalar Camarada a Zinachka. Camarada, como si sospechara que
ahora se trataba de él, corrió hasta el extremo del jardín y se acostó junto a la reja.
Escondió el hocico entre la hojarasca del año pasado, pues creía que así no le encontrarían.
Pero le sacaron de allí y Dimitri le ató una cuerda al cuello.
Todos rodearon al perro. Vedres se agazapó ante él, tendiéndole la mano para que el
perro pusiera en ella su patita.
—¡Dios te guarde, Camarada!
Mezei bajó la mano y le rascó la oreja:
—Has sido un buen perro —le dijo.
Los asistentes acariciaban a Camarada, o le daban golpecitos.
Camarada se daba cuenta de que le pasaba algo importante, y miraba continuamente
de un lado a otro, daba saltos y brincos en torno a todos. Pero Dimitri cogió la cuerda y
empezó a tirar. No quiso marcharse de ninguna manera, y cuando salieron por la puerta, de
un tirón, hizo caer al viejo contra el cercado.
Los traperos se iban paulatinamente. Los ayudantes echaban mano de los objetos que
habían quedado, dándoles vueltas como si cavilasen si valía o no la pena de llevárselos
para tan largo viaje.
La hora de la salida estaba fijada para las cinco de la tarde. En el puerto, ya les
esperaba un diminuto vapor de viajeros, el Ratislav, que debía transportar también a civiles
rusos.
—¿Dónde está Pedro? —preguntó Mezei.
—Está arriba en su cuarto; no se encuentra bien —contestó Csaba.
—¿Qué tiene?
—No lo sé. A lo mejor está acatarrado. Acabo de verle.
Mezei y Neteneczky, preocupados, se fueron a verle.
Pedro yacía sobre un banco junto a la pared de la habitación vacía, con las manos
plegadas bajo la cabeza. Faltaba una de las patas del banco, que había sido sustituida por
un ladrillo, Su larga barba enmarcaba con oscuras sombras el rostro del oficial.
Ya no quedaba nada en el cuarto; tan sólo los bultos de Pedro yacían en medio,
preparados para el viaje. Una gran mochila, repleta a reventar, y una pequeña caja negra.
—¿Qué tienes? —le preguntó Mezei.
—No lo Sé. Como si tuviera calentura, Me siento muy débil…
—¡ Vamos! No hagas tonterías en el último momento…
Se le acercó y le puso la mano en la frente. Luego, como si no hubiera encontrado nada,
le desabrochó la guerrera y le abrió la camisa, para buscar allí la fiebre.
Neteneczky, por encima del hombro de Mezei, miró hacia la abertura de la camisa.
Mezei le dijo cariñosamente a Pedro:
—Sin duda, te has resfriado… Mandaré llamar al médico.
Cuando dio media vuelta para salir, Neteneczky ya había desaparecido. Estaba fuera,
en el pasillo, con la cabeza cogida entre ambas manos, y apoyándola contra la pared.
Estaba muy pálido.
—Pero, ¿qué tienes? —preguntó Mezei, asombrado.
Neteneczky no abandonó su posición, y dijo a Mezei, musitando:
—¿Has visto en su pecho aquellas manchitas rojas?
—¿Qué manchas?
—¡Es el tifus exantemático!
—Por Dios, ¡no digas tales tonterías!
Mas Neteneczky volvió a agarrarse la cabeza, al bajar la escalera. Y como si se lo dijera
a sí mismo:
—¡Es el tifus exantemático!
En el patio, se detuvieron, cavilando. Szentesi se les acercó y preguntó:
—Pero, ¿qué pasa? ¿Qué os pasa?
Le contestaron que Pedro estaba enfermo. Se acercaron también los demás, incluso los
asistentes. Tuvieron un largo conciliábulo.
Poco después, Mezei y Vedres se fueron a la ciudad, en busca de un médico. Los demás,
permanecieron sentados sobre sus bultos. Pero apenas hablaban.
—Ya verás, Netene —dijo Szentesi—, como te habrás equivocado y no tendrá nada
serio…
Neteneczky no le contestó. Hacia mediodía, llegaron Mezei y Vedres con el médico.
Mientras el médico estuvo arriba, en el cuarto de Pedro, todos se quedaron en el patío,
de pie, sin decir palabra. No se atrevían a mirarse unos a otros, Vedres se paseaba con sus
largas piernas junto a la pared, plegando los brazos detrás de la espalda, lo que era en él la
señal de la máxima nerviosidad.
Cuando el médico bajó, fue Mezei a su encuentro. También los demás se acercaron.
—Pues, sí… —dijo el galeno—. Por la tarde, le enviaré al hospital de contagiosos.
Las palabras se difundían sobre los rostros de los muchachos como la saliva de la
angustia. Al ver ese asombro general, el médico les dijo, un tanto inseguro:
—Bueno, a pesar de eso… No es una enfermedad mortal de necesidad.
Desde la puerta, observó todavía:
—No morirá… Tiene el organismo fortísimo…
Ellos permanecieron allí inmóviles. Poco tiempo después, Szentesi rompió el silencio:
—¿Qué haremos?
Nadie le contestó.
—Llevémoslo con nosotros —dijo Vedres en voz baja.
Mezei movía lentamente la cabeza.
—Con ello, no sólo obraríamos contra nosotros mismos, sino incluso contra él.
¿Embarcarle, en tal estado?
—Es verdad. Aquí, por lo menos estará en un hospital —dijo Hirsch.
Szentesi se fue paseando hasta el pozo, y volvió.
—Alguien debe quedarse con él, muchachos…
No lo dijo, pero todo el mundo adivinaba y, además, se le veía en la cara, que pensaba
en sí mismo.
Volvieron a callar durante largo rato. Por fin, Mezei dijo:
—En esta solución, no había pensado. Pero, ¿para qué le serviría?
—No os dejéis abatir tanto —dijo Csaba, con energía—. También Remete tuvo el tifus y
ni siquiera se acostó. Luego, Zinachka seguramente se cuidará. de él…
Mezei hizo una señal de asentimiento:
—Cuando haya pasado lo más grave, dentro de dos semanas, puede seguirnos. En
Kabarov aún podría alcanzarnos. Voy a decírselo.
Se puso en camino hacia el cuarto de Pedro, pero nadie le siguió. Se diseminaron por el
piso.
Mezei entró en el cuarto y cogió cariñosamente la mano de Pedro.
—Pedrito mío, dice el médico que has cogido un catarro muy fuerte. Tienes una especie
de gripe. Ahora sólo depende de ti si te quedas o si nos acompañas. Si te quedas, esta
tarde te llevarán al hospital y dentro de unos cuantos días vendrás a reunirte con nosotros.
De lo contrario, en Kabarov puedes alcanzarnos.
—Me quedo… —dijo Pedro, en voz baja.
—¿Qué quieres que te haga subir para almorzar?
—No me mandes nada, que no tengo gana…
—¿Un poco de caldo?
Pedro movía la cabeza negativamente.
Cuando Mezei hubo salido, cerró los ojos. Sus pensamientos perturbados yacían en
torno suyo cual unos seres incorpóreos despedazados. En verdad, ¿en qué pensaba? Ah,
sí… En aquella carta… La carta anónima que había llegado diez días antes. Letra de mujer,
contrahecha, de Budapest… Su primer movimiento fue romperla, mas no tuvo energía.
Desde entonces, la había leído un centenar de veces, y la guardaba en la cartera; como un
objeto horroroso, un dedo humano cortado, u otra cosa asquerosa…
Aquella carta era un montón de idioteces estúpidas, llena de frases de falso patetismo:

«…Usted ha sufrido un martirio por su patria, y entretanto, su esposa… ¿Cree que tal
vez mis acusaciones son infundadas? Adjunto una serie de apuntes, que desde hace cuatro
años, vienen registrando las entradas y salidas de su señora por aquella puerta,
consignando la hora y el minuto en que entraba por la puerta y la hora y el minuto de la
noche o de la madrugada en que salía a hurtadillas. La casualidad puso en mi mano esos
datos. No le escribo el nombre del galán, pues no es él quien tiene la culpa, sino la
mujer…»

¿Quién, por Dios, podía escribir aquella terrible carta? ¿De quién era el odio, la
maldición, la diabólica idea que la podían dictar? En vano buscaba en su memoria; no
podía encontrar a nadie de quien sospechar.
Sus pensamientos cayeron inertes.
Sólo veía un portón, un portón desconocido, cuyas formas y color eran como los de un
portón de ensueño, Una esbelta figura de mujer desapareciendo bajo el portal…
—Miett… —repetía interiormente, sin abrir la boca.
Como si sintiera en tomo suyo unos susurros tristes e incomprensibles, al formular en
su interior el nombre de Miett.
Sí, desde luego: aquello era inevitable, ¿Cómo se podía imaginar que durante siete
años, a tamaña distancia, iba a poder conservar a Miett para sí? Ahora, pensaba en ella
como en una muerta. Su recuerdo no le atormentaba; Miett moría en sus brazos, entre
pensamientos cariñosos y de perdón.
—Sí, así debía ser… —se repetía.
Los años van corriendo lentamente, y el tiempo impulsa hacia nuevos cauces la vida
humana.
Pensó en Zinachka. ¿Qué pasaría si le dijera: «Mira, te voy a dar mi cansada vida. Haz
con ella lo que quieras. Si te da la gana, podemos morir juntos; si quieres, podemos
continuar viviendo…»?
Zinachka sería feliz. Irían a vivir a «La Casa de los Corzos». Viviría con ellos el viejo
Dimitri, y en el umbral de la casa, tendría su yacija Camarada. Por las tardes, el tronco
negro del viejo peral reluciría con los rayos encarnados de la puesta del sol. Abajo, donde la
carretera bifurca, con una rama hacia Tobolsk y la otra hacia Ozov, pasaría a veces algún
carro tártaro destartalado. En primavera, el jardín se llenaría de coles moteadas de rocío y
de zanahorias blancas y rosadas. Bajo los sauces del Irtis, se podría tender una red de pesca
para pescar muchas clases de peces y la vida pasaría por encima de ellos volando, como el
tañido suave de la guitarra de Zinachka.
Por la tarde, le llevarían al hospital. Sí, no cabía la menor duda: al hospital de
contagiosos. ¡Qué fácil le sería ahora huir de la vida…! Bastaría cambiar, de noche, la
tarjeta con su nombre, por la de otra cama, en la que yacía un muerto. ¿Quién se fijaría en
ello? ¡Qué estúpidos y delirantes pensamientos! ¿Y si muriese? Sí, sería la mejor solución.
O, ¿tal vez su vida podría aún ser bella? ¡Los agradables amaneceres, las doradas tardes,
las suaves noches pardas de una nueva existencia! Acaso fuese mejor morir. No, no…
¡Había que vivir, a pesar de todo!
A las tres de la tarde, acercáronse unas pisadas por el pasillo, y momentos después sus
compañeros estaban en el umbral. Todos estaban muy pálidos.
Mezei fue el primero en entrar, y abrió los brazos para abrazarle. Pedro se sentó en el
banco y le apartó:
—No os mováis… El contagio…
Vedres se acercó y le besó. El rostro de Szentesi fue surcado por las lágrimas.
—En Budapest, volveremos a vernos —dijo Csaba, con voz ronca.
—En Kabarov… —musitaba Hirsch.
Neteneczky no entró en la habitación. En el pasillo, se. apoyó en la pared, con la cara
contra el brazo, llorando desesperadamente.
—Así, pues, quédate muy tranquilo, Pedrito… —le dijo Mezei—. Dentro de una hora
vendrán a buscarte del hospital…
Se fueron.
Pedro se acercó a la ventana, apoyándose en la baranda. Vio cómo, arrastrando pesados
bultos, salieron primero los asistentes. Luego, uno a uno, desaparecieron Mezei, Altmayer…
Csaba… Szentesi… Vedres… y por último, Neteneczky.
No suponían que Pedro les seguía con la mirada desde la ventana. Neteneczky se
detuvo un instante en la puerta, casi desmayado, y apoyó la cabeza. Sin duda, lloraba.
Pedro volvió la cabeza.
Ahora, estaba completamente solo.
El patio estaba tan desolado como si se hubiera sumido en un silencio incomprensible.
Bajo el olmo, yacían en el suelo los trastos inútiles y abandonados: una palangana azul, un
par de zapatos putrefactos, una regadera oxidada y unas cuantas sillas desvencijadas. Una
plancha de madera, encorvada por el calor y el frío, cuyas letras podían distinguirse
todavía: «Casa Húngara»… Más allá, apuntaba hacia el cielo el poste del pozo, despojado,
pues habían vendido el cubo y el contrapeso.
El ramaje del olmo se sumía en la inmovilidad.
Al apoyarse de codos en aquella ventana, Pedro miró hacia el patio y se sintió invadido
por la melancolía del aniquilamiento y de la muerte.
Y no podía saber de dónde, le rondaba cada vez más aquella idea tan hermosa como
horrible. ¡Volver a escondidas a la vida, bajo el nombre de un muerto, al lado de Zinachka!
Cambiar luego la tarjeta con su nombre, en el hospital, por la de un difunto… Incluso veía
ante él la tumba en el hospital militar de Tobolsk. Aquella sencillísima cruz con estas pocas
letras pintadas: Pjotr Takách.
Un muerto anónimo bajo la cruz; allí reposaría tal vez el cadáver de un mujik y, sin
embargo, seria la tumba suya, la tumba de su vida finada.
Mientras que él continuaría viviendo con Zinachka, en «La Casa de los Corzos».
Pero, ¿viviría?
Desabrochó su camisa y contempló durante largo rato aquellas misteriosas manchitas
rojas, como si les exigiera respuestas a los horribles problemas de la vida y de la muerte.
Una hora más tarde, la ambulancia del hospital de contagiosos de Tobolsk se detuvo
ante la puerta del «Hotel de la Miseria».
26

Lloviznaba silenciosamente, con aquella triste monotonía que hace insoportable a


veces las jomadas de mayo. Sólo eran las siete de la mañana, pero Miett ya estaba sentada
ante la mesa puesta en el comedor.
La mesa estaba rica y abundantemente dispuesta para un almuerzo, con la solemnidad
característica de la espera de algún huésped excepcional. Había una botella de vino fino,
luciendo en el cuello la cápsula presuntuosa de estaño, y copas relucientes sobre platitos.
Carnes y fiambres, cortados con esmero, jamón, y un pato asado entero, con ensalada, con
verdes estrellas de pepino cortadas en trocitos y adornadas con rodajas de huevo duro. En
un plato de cristal, aparte, Miett había preparado también el hígado del pato, en su grasa
parda, porque recordaba perfectamente que, con pan tostado, era el plato preferido de
Pedro.
Había aún en aquella mesa manzanas de invierno y una cajita de pasas de Málaga, que
esparcían el aroma del escaparate de una tienda de comestibles finos. A primera vista se
advertía que los cubiertos y los platos habían sido preparados con cariño y cuidados
infinitos.
Miett, en un rincón de la mesa, estaba revolviendo con la cuchara su té, procurando no
perturbar al equilibrio de la misma. Se hallaba pálida y cansada, con las sombras de sus
meditaciones nocturnas alrededor de los ojos. También sus movimientos eran tan
desmayados como si acabara de levantarse de la cama, después de una grave enfermedad.
Llevaba un traje castaño oscuro, que casi parecía negro, con unas mangas estrechas
que se le pegaban a los brazos, haciéndola aparecer todavía más esbelta. Encima del alto
cuello con botones, su cara parecía una flor blanca, y su gran cabellera rojiza, que solía
brillar a los rayos del sol o de la lámpara con reflejos de oro viejo y de bronce, aparecía
ahora apagada en sus colores, sin brillo alguno, cual la parda hojarasca de otoño. En su
cara, algo alargada, sus ojos eran más profundos y sombríos.
La calle, afuera, yacía bajo una neblina gris, sin alma, y el comedor se llenaba de una
penumbra matinal fría y húmeda, que hacía aún más inhospitalario aquel piso despojado
de muebles y alfombras. Los rincones vacíos, con las huellas de los armarios vendidos en el
empapelado, parecían las cicatrices de un cuerpo mutilado.
Mili atravesó el comedor. Con el delantal prendido a la cintura y con los zapatos
informes arrastraba sus pies por la alfombra.
Al pasar, se detuvo por un instante junto a Miett
—¿A qué hora llega el tren? —preguntó la buena mujer musitando.
—A las diez… —y siguió con la mirada a Mili, entre doliente y nerviosa, pasando su
mirada por las gigantescas zapatillas de la anciana, y por el delantal manchado de grasa,
que despedía olor de cocina:
—Arréglate un poco, Mili…
Mili volvió y preguntó con gran suavidad:
—¿Qué me dice que debo hacer?
—¡Ponte otro vestido!
—Desde luego, desde luego —contestó Mili, algo ofendida, porque la señora hubiese
podido sospechar que recibiría al señorito con aquel atavío.
Miett pasó a la otra habitación, se sentó en un sillón, apoyó la cabeza en el respaldo y
cerró los ojos. Se agarraba a los brazos del asiento como si éste estuviera volando con ella a
través de los espacios, y ella temiera caer en aquella gran Nada insegura y vertiginosa que
la rodeaba. Ahora, al cerrar los párpados, la mascarilla del sufrimiento se extendía sobre su
hermoso rostro.
Se levantó, paseándose unas cuantas veces por la habitación, nerviosa. Buscaba su
cara en todos los espejos, escrutando con mirada inquisitiva los propios rasgos. Volvió a
sentarse luego en el sillón, dándose cuenta cada vez con más desesperación de cómo iban
pasando las últimas boras de la espera. Habría preferido que todo hubiese transcurrido ya,
pero el tiempo parecía inmóvil.
Le parecía inverosímil cuanto iba a suceder: el volver a encontrarse con su marido, que
cada minuto que pasaba, acercaba más y más.
Dentro de pocos meses, haría siete años de la partida de Pedro. Ahora volvió a pensar
otra vez en todos los detalles de la despedida que surgían de su memoria desdibujados en
algunos puntos, y con dolorosa exactitud y detalles espectralmente exactos, en otros. Eran
las nueve de la noche, y ellos se hallaban en la estación de Kelenftöld. Por alguna parte, al
extremo de aquel largo tren militar, sonaba una trompeta, tocando a retreta. En los
vagones, brillaban con llama insegura las velas, y los soldados cantaban a pleno pulmón
mil canciones diversas. Y aquellas voces tan dispares parecían unirse en un único alarido
trágico de una muchedumbre de millares de cabezas.
A través de los siete años, volvía a oír ahora, como con sordina, aquel espantoso grito.
Ambos se paseaban cogidos del brazo, ante el tren, silenciosos, esperando la salida. Pedro
no decía nada y también ella estaba conmovida en aquellos instantes de la separación.
Luego, sonaron con férreo chirrido los parachoques de los vagones de aquel interminable
convoy. Pedro la abrazó por última vez, y sus labios se juntaron en un beso.
Abrió los ojos y miró asustada el reloj. Eran más de las nueve. Vistiose rápidamente y,
antes de salir, abrió la puerta de la cocina:
—Mili…—dijo casi tiritando—. Me voy a la estación… Ten cuidado de que todo esté en
orden…
Mili estaba vistiéndose. Se hallaba en medio de la cocina, en enaguas y camisa. En los
brazos y hombros desnudos, se mostraba la arrugada piel, y aquel seco cuerpecito de vieja
le produjo en tales momentos una impresión de repugnancia.
Al llegar a la calle, tomó un coche, y en el trayecto, pensó con miedo que hubiese
podido quedar en el piso, en el armario o en sus cajones, algún insignificante recuerdo de
sus amores con Golgonszky que la pudieran traicionar por casualidad. En sus
pensamientos, iba palpando minuciosamente hasta los más pequeños recovecos, los
rincones más recónditos de su casa, hasta los más insignificantes objetos de los cajones y
cajitas secretos. Tenía una linda pitillera de concha de tortuga, y un cortaplumas de marfil,
regalos de Golgonszky, de los cuales no tuvo el valor de separarse. Preparábase, pues,
sendas explicaciones para el origen de sus objetos: uno, sería regalo de aquella buena
señora de Linz, y el otro, compra propia. Ahora, conforme el coche iba acercándose a la
estación, sintiose invadida por una terrible inquietud, y se arrepintió de haber guardado la
pitillera y el cortaplumas. Estaba convencida de que su voz se estremecería al pronunciar
mentiras ante Pedro, aunque hubiera preparado de antemano las frases en tono
indiferente, repitiéndolas varias veces.
Eran las diez menos cuarto, cuando el coche la depositó ante la Estación del Este. Al
llegar, quedó sorprendida y la llenó de inquietud el verla engalanada, en espera de los
prisioneros de guerra que volvían de Rusia. En la entrada, había policías con su plateado
casco puntiagudo de gala, y un oficial de la policía le preguntó con mucha cortesía por la
documentación, pues sólo los familiares tenían derecho a penetrar en aquel andén.
Después de haber mostrado la documentación exigida, pudo entrar bajo la inmensa
cúpula de cristales vacía, despoblada, inmensa. La puerta de una sala, reservada para
despacho de la Asociación de Prisioneros de Guerra, estaba adornada con banderas que
lucían los colores nacionales.
Ante la puerta, se estacionaba un grupo de pocas personas; personalidades oficiales,
un general de cierta edad, otro señor viejo, barbudo y con sombrero de copa, en quien
reconoció al presidente de la Asociación.
Estaba con el grupo también la señora de Brezovich, con su hijito, y al ver a Miett, se
apresuró a saludarla. La buena mujer estaba congestionada por la emoción, y en su mirada
brillaba la importancia que le proporcionaba el hecho de que también desempeñara un
cargo en la Asociación, como secretaria, junto a personalidades tan distinguidas,
contribuyendo a organizar la solemne recepción.
—Buenos días, señora. ¿Llega hoy su marido?
—Sí, señora —contestó Miett, con voz apenas perceptible; ya la conocía a raíz de sus
visitas a la Asociación.
Miró en tomo suyo, con inquietud. Detrás de ella, divisó el grupo mayor de los
familiares de quienes iban a llegar.
—Mi marido llega el día veinte —dijo la señora de Brezovich, contentísima, y advirtió a
su hijo—: Saluda a la señora, Pistike, como se debe…
El niño flaco, con ojos turquíes, con dos hoyuelos en las mejillas, volvió la cabeza hacia
otro lado, y dijo en voz baja:
—Buenos días…
Miett tuvo suficiente fuerza para sonreír con amabilidad al niño, que la miraba de reojo,
sorbiéndose ruidosamente la nariz.
La señora Brezovich arregló el gorro en la cabeza del niño, con gesto habitual en ella.
Volviose otra vez hacia Miett, y bajando la voz, como si le comunicara algún secreto, le
preguntó:
—¿Se acuerda usted, señora, de la señora de Fabián?
Y sin esperar contestación, continuó:
—Aquella señora regordeta y rubia. ¿Se acuerda usted? Solía venir a la Asociación
siempre con dos niños. ¡Ay! Pues, ¡qué escándalo nos armó la semana pasada…!
Se acercó un paso a Miett, sin mirarla a la cara, y empezó a hablar rápidamente,
mirando de vez en cuando en torno suyo, temiendo que algo pudiera interrumpir aquella
historia.
—Aquella pobre mujer ignoraba que su marido se hubiese casado otra vez en Rusia.
Nosotros, desde luego, lo sabíamos ya, pues otros prisioneros que habían vuelto con
anterioridad, nos lo explicaron. Pero, ¿quién tendría el valor de explicar una cosa semejante
a la esposa? ¿Verdad? El marido, en cambio, ignoraba que su mujer le esperaría en la
estación. Hoy hace ocho días, ella estaba aquí con sus dos hijos: Lacika, de once años, e
Isabelita, de trece. También los niños habían traído sendos ramos de flores. ¡Ay, Dios mío,
se me parte el corazón cuando pienso en aquello!
Intercaló un instante de silencio, mientras en un tono de voz completamente distinto
reñía a su hijo, que se había alejado unos cuantos pasos y estaba embobado mirando el
quepis de un coronel.
—¡Pisti, no te alejes!
Después, musitando otra vez, continuó:
—Cuando el tren llegó, Fabián ayudó a bajar del estribo a una mujer rusa y a sus dos
hijos. Casi se desmayó al dar media vuelta y ver a su primera mujer con los niños de antes.
No había contado con ellos para nada, estaba convencido de que su familia vivía en
Szeged, en donde tuvo antaño un taller de encuadernación. Desde luego, todo quedó al
descubierto. Hubo gritos y llantos, todo el mundo se aglomeró en tomo de ellos, Isabelita
besó la mano a su papá, mas el niño volvió la cara, testarudo. También la mujer rusa se
puso a llorar y a gritar, aunque ignoraba por completo de qué se trataba; tenía cara de
cocinera, con pómulos muy salientes y ojos chiquititos. Era mogola, o qué sé yo. Alguien se
le acercó y se pusieron a chapurrear en ruso. La rusa, desde luego, debía de ser muy buena
persona, pues al enterarse de qué se trataba, propuso a la señora de Fabián que fueran a
vivir juntos, para educar entre las dos a las criaturas. ¿No es curioso? La pobre señora de
Fabián estaba tan pálida como la cera, cogió de la mano a los hijos y se fue. Y el hombre se
apoyó con el codo en un vagón, cubriéndose la cara ante nosotros, y llorando como un
niño…
Soltó un profundo suspiro, y se calló. Pasó revista con la mirada a las familias, entre las
cuales había muchos niños, con ramos de flores en la mano, y con trajes domingueros.
Luego, dijo en voz baja a Miett:
—También esos, los pobres, ¡Dios sabe cuántos chascos se van a llevar…! ¿Ha oído
usted ya los estragos que hace entre los prisioneros el tifus exantemático? ¡Oh, Dios mío!
¡Ojalá mi marido ya estuviera aquí…! ¡Ven aquí, Pistuka…!
Cogió de la mano a su hijo, saludó con una sonrisa, y se alejó.
Si ella tuviera un hijo, no estaría ahora aquí esperando con el alma desgarrada, y con el
cerebro tan vacío, como si arrastrara consigo en el fondo de su alma el sepulcral silencio de
una vida destruida. Si ahora pudiera estar esperando aquí cogiendo de la mano a una niña,
a la que hubiera podido vestir aquella mañana con sus zapatitos, con su trajecito… Y si le
hubiera podido decir: «¡Hija, vamos a buscar a tu papaíto a la estación!» Por sugestión, casi
sentía entonces palpitar en su mano la piernecita fresca de la niña, al ponerle
nerviosamente los calcetines diminutos y blancos como la nieve, y notaba en la suya la
mano pequeñita de la niña, con guantes de hilo, esperando allí las dos en la estación, y casi
le parecía ver el rostro de la pequeña en la que se mezclarían los rasgos de Pedro y los
suyos.
Desde luego, si hubiera tenido un hijo, también sería una mujercita como la de
Brezovich, con los ojos puros y el alma pura. Y en tal caso, también ella estaría satisfecha
con el goce celestial de volverse a encontrar con su marido. Se hubiera ahorrado todas
aquellas inquietudes sin número, las mil rebeliones del cuerpo que la habían arrojado
tantas veces del lecho durante aquellos siete largos años, obligándola a ir al teléfono o a
escribir cartas encendidas a Golgonszky; los imperativos fervorosos, la voz ardorosamente
susurrante de la sangre y del cuerpo femenino, y la de la juventud que la impulsaron en
aquella noche de Sankt Hilben, hacia el cuarto de Golgonszky, cuál una sonámbula; todas
esas llamadas solapadas y sofocantes de perdición, hubieran quedado sublimizadas en la
pasión del amor materno, de haber tenido un hijo.
Se retiró junto al muro, y sus miradas recorrieron distraídamente el grupo de familias y
allegados. Había allí unas cien o ciento veinte personas en grupo compacto, entre hombres
y mujeres, ancianos y niños, sencillos obreros y gente del gran mundo, y unos cuantos
oficiales del ejército. Padres, madres, esposas, hermanos e hijos. Algunas mujeres vestían
de luto. Oyó como una de ellas se volvió hacia un conocido y le dijo: «¡El pobre, aun no lo
sabe…!»
A una anciana la sostenían por ambos lados para que no se desplomara. Un señor de
cabellos blancos, alto, se retorcía nerviosamente el bigote. El grupo humano estaba
silencioso y esperando con emoción. Cuando hablaban, lo hacían musitando. Los niños
miraban en torno suyo con los ojos brillantes, pero en todos los rostros se podía descubrir la
grande y profunda emoción que dominaba todas las almas.
Por la derecha, llegó una orquesta militar, alineándose cerca de la pared. Varios
músicos iban ensayando, soplando con precaución en los instrumentos de viento y la
silenciosa y enorme cúpula de cristal ahumado prestaba el eco a aquellos sonidos extraños,
que iban errando allí arriba entre los travesaños de hierro, cual unos pájaros raros
escapados de sus jaulas.
Las agujas negras del gran reloj de la estación se acercaban, con grandes sacudidas
periódicas, a la cifra X del cuadrante.
En el instante siguiente, salía al andén un alto empleado de ferrocarriles, y,
arreglándose el brazalete de servicio en la manga de la guerrera, con gesto habitual, dijo al
señor de la chistera, en voz alta:
—Excelencia, por favor… que llega el tren…
Estas palabras produjeron un efecto formidable e indescriptible. El grupo de familias se
puso en movimiento simultáneamente. La medrosa emoción pasó como una llama encima
de la masa, y todos quisieron adelantar su paso. Los rostros se volvían pálidos, con ojos
desencajados, hacia el único lado abierto de la inmensa nave por donde el tren debía
entrar, y en donde lloviznaba silenciosamente sobre los carriles que brillaban húmedos.
Los policías y algún organizador, procuraban contener con palabras amables a la
agitada muchedumbre:
—¡Atrás, por favor, señores…! ¡Paciencia, por favor…!
El director de la orquesta vino a ocupar su puesto, dio una señal con la batuta y los
músicos tocaron solemnemente el Himno nacional.
El sonido de las trompetas y flautas llenaba por completo la gran nave de la estación.
A esa música, que acabó por excitar completamente los ánimos, la muchedumbre
parecía invadida de extraña locura. Se oían gritos de mujeres, palabras clamorosas que
superaban la música. Llantos estridentes, lloros con hipos, voces histéricas de niños, sobre
cuyo fondo intentaba en vano la orquesta lanzar el dorado manto del sonoro Himno. Lo
perforaban, lo horadaban, como las manchas de sangre de un hombre que se debate con
mil heridas, atraviesan la sábana con que está cubierto.
Miett, que unas cuantas horas antes, sentada casi inconscientemente en un sillón, en
aquella estancia solitaria e iluminada por las primeras luces de la mañana gris, había
intentado en vano sacudir y reavivar sentimientos y recuerdos, sentíase partir en dos su
corazón, en medio de los gritos y desgarradoras voces de la multitud; y de golpe, surgía a la
superficie de su alma todo cuanto le recordaba a Pedro.
Se pegó a la pared, como si la aplastara contra la misma alguna fuerza gigantesca,
mordía la piel parda de su guante, y arrastrada por aquel huracán de pasiones colectivas,
también lloraba perdidamente.
Un instante después, apareció en la curva el gran penacho negro de la locomotora,
expeliendo vapor, despertando la impresión de un mortal cansancio, y arrastrando con
supremo esfuerzo al tren bajo la montera de cristales, como si transportara un fardo terrible
de ultratumba.
Luego, el tren se detuvo, con los prisioneros que volvían en ventanillas y estribos,
mirando desencajadamente, como extrañados. Sus rostros estaban amedrentadoramente
pálidos; en muchas caras, los labios se contraían, y de los ojos caían lágrimas.
El grupo de familiares rompió el cordón; la música de los instrumentos de viento aún
continuaba sonando, pero entonces los gritos de la muchedumbre, multiplicados por las
resonancias de la armazón de cristales, lo arrastraban todo. Mujeres y hombres correteaban
en pintoresco remolino ante los estribos del tren, de un coche a otro, produciéndose un
desorden infernal; los unos llamaban a grandes voces a los otros, unos brazos se extendían
hacia las ventanillas de los vagones, y en medio de todo aquel tumulto, oíase el grito de
una mujer joven.
—¡Feri…! ¡Feri…! ¡Aquí estoy!
Miett se dejó arrastrar por la gente, que se daba codazos y golpes inconscientes en
aquella tempestad de pasiones y emociones.
Los prisioneros saltaban uno tras otro de los estribos, cargados de mochilas andrajosas
y de maletines. Se precipitaban fuera de los coches con violencia, como si allí dentro se
hubiera declarado un incendio, y ellos huyesen atolondradamente.
Bajaron uno tras otro, Vedres, Mezei, Hirsch y Csaba. Altmayer había bajado en Viena;
Neteneczky y Szentesi, en Györ (Javarino).
Csaba conducía del brazo a Tatiana, que miraba aquel tumulto con la cara pálida y
emocionada. Todos ellos se perdieron en la muchedumbre. Ninguno de ellos sospechaba
que aquella hermosa mujer, vestida de castaño oscuro, fuese la señora de Pedro Takách.
Miett estaba cerca del tren, se retorcía las manos y lloraba desesperadamente. Pasó
asustada su mirada del rostro de un prisionero al de otro, buscando en cuál de ellos
reconocería a Pedro. A su lado, aquella anciana que sostenían por ambos lados, ya estaba
abrazando a alguien del que sólo se veía la cabeza, sacudida casi cómicamente por el
llanto, y a la que otra mano acariciaba, como para calmarla. A los pocos pasos, al pie de
una columna, había una mujer vestida de luto diciendo algo a uno de los prisioneros
llegados. Este era un muchacho joven, con un bigotito rubio, y con una cara casi rancia de
tan pálida como era. Se cayó contra la columna, y se dio con la mano tan fuerte golpe en la
frente, que se oyó hasta muy lejos. Aullaba casi de dolor:
—¿Por qué no me lo escribisteis? ¡Pensaba que vendría a esperarme en la estación…!
Uno de los organizadores se le acercó, le cogió del brazo y le llevó afuera. Sus rodillas
apenas le sostenían, y la cabeza le caía sobre el pecho, al ser conducido.
La orquesta se había callado. La multitud iba disgregándose paulatinamente y Miett
corría de un vagón a otro, en medio de los fardos y maletas dejados en el suelo. Tropezando
con una maleta, cayó sobre una rodilla y apenas tuvo fuerza para incorporarse. Correteaba
jadeante, gritando hacia las ventanillas de los vagones, detrás de las cuales ya no había
nadie:
—¡Pedro…! ¡Pedro…!
Había corrido a lo largo de todo el tren, y al volver, ya casi no había nadie. Y ella aún
correteaba en el andén, dando voces hacia las ventanillas vacías.
En este instante, se le acercó un capitán, y le dijo en tono suave:
—Soy el capitán Szilvássy. La señora, ¿esperaba a alguien?
—A mi marido… —dijo con labios temblorosos Miett.
—¿El nombre del marido, por favor?
—Pedro Takách.
—¿Es oficial?
—Teniente…
—Sírvase esperar unos instantes…
El capitán volvió al grupo de los personajes oficiales, diciéndoles algo. Ellos miraron
hacia Miett por encima de sus hombros, continuando sus pláticas. Pero Miett comprendía
que se referían a ella.
Unos instantes después, el capitán volvió. Dijo sonriendo y muy cortés:
—Señora, haga el favor de entrar un momento al despacho.
Dejó pasar ante él a Miett; iba a medio paso detrás de ella, con un ademán del brazo
derecho como si la cogiera con gesto protector, pero sin tocarla.
Entre tanto, las personalidades oficiales, ya les habían precedido en el despacho.
Cuando Miett, acompañada del capitán, entró, todos se levantaron. Estaba, allí igualmente,
junto a la pared, el presidente, revolviendo nerviosamente su chistera en las manos.
Miett echó una mirada llena de odio sobre personas y objetos. Al entrar y detenerse con
aquella mirada ante la mesa, seguida del capitán, en su porte y en toda la situación hubo
algo que recordaba a la mujer que comparece ante los jueces, en el Palacio de Justicia.
Todas las miradas se fijaron en ella.
Detrás de la mesa, había un coronel, apoyado en ambos puños, e inclinándose con
cortesía.
—¿La señora no ha recibido ningún aviso?
—¿Qué aviso? —preguntó Miett, con una inflexión de susto en la voz.
El coronel no contestó. Los otros que la rodearon se miraron disimuladamente.
—Se recibió un telegrama, fechado desde Rusia, que no ha llegado hasta anoche —dijo
el coronel, balbuceando un poco.
Callose otra vez. Miett miró a todos a su alrededor, como si sospechase algo, con una
expresión de miedo terrible. Había un gran silencio en el despacho y podía oírse la
respiración asmática del anciano general. Cuando este silencio ya llegaba a ser
insoportable, y para Miett, hasta enloquecedor, el coronel salió de tras de la mesa, y con
aquella mano en la que sostenía el quepis adornado con una pluma, se apoyó un poco en el
escritorio. Dijo después, solemne, en voz muy baja:
—Señora, su marido ha muerto…
Se produjo otra vez un gran silencio, mas en el siguiente instante, Miett soltó una voz
desgarrada de espanto, como cuando se hunde un cuchillo en el corazón de alguien. Con
aquel grito, se desplomó en el suelo, dando un fuerte golpe con la cabeza contra la mesa,
cayendo y arrastrando consigo al capitán Szílvassy, el cual alargó el brazo y también cayó
sobre una rodilla a su lado.
La pusieron en el sofá y llamaron a un médico.
Poco después, volvió en sí. La acompañaron a su casa el capitán y el presidente, en
coche; el médico se quedó algún tiempo más junto a ella.
Allí estaba, otra vez, sentada en el sillón. Inclinó la cabeza con raro ademán, extraño en
ella, clavando los ojos en el aire, sin pestañear siquiera. Cuando le dirigían la palabra,
dejaba de contestar. El médico salió de la habitación, de puntillas, y dijo a Mili que no
pasaría nada, y que sólo era necesario dejarla descansar.
Mili se sentó en el comedor, junto a la estufa, lloriqueando sin ruido, apretando los
labios convulsos, con sus cortos y gruesos dedos. De vez en cuando, miraba
cautelosamente hacia el otro cuarto. Miett continuaba siempre en la misma posición en el
sillón.
La mesa puesta esperaba silenciosamente en el comedor; en el centro se veía la botella
de vino exquisito, con los fiambres y carnes preparadas con esmero, y con los cubiertos
colocados con todo cuidado; a cada objeto se pegaban sendos pensamientos vivos. Aquella
mesa sin tocar y sin dueño hacía el efecto de otro cadáver. Parecía, envuelta en el silencio,
un extraño catafalco.
Hacia la una, Mili entró silenciosamente en la otra estancia y con su mano tocó
suavemente el sillón.
—¿Quiere que le traiga aquí la sopa?
Miett no contestó nada. Tampoco levantó la mirada. Sólo movía la cabeza lentamente,
haciendo saber a Mili que no quería nada.
Pasaron largas horas, y Miett continuaba sentada en el sillón, silenciosa e inmóvil,
aniquilada por el dolor.
27

Cinco años habían pasado desde aquel día en que el tren de los ex presidiarios llegara
bajo la montera de cristales, una lluviosa mañana de mayo, en la Estación del Este.
Y otra vez era primavera. Un mes de mayo radiante.
Ante el portal de la casa de Golgonszky, el automóvil estaba listo para un largo viaje. El
gran coche de marca inglesa aparecía provisto por todos lados con ruedas de recambio y
enormes maletas, denotando que se le había preparado para un viaje muy largo.
Eran las ocho de la mañana. El sol de mayo caía sobre el suelo, dispersándose a través
de las copas de los castaños de Indias, en grandes manchas doradas y verdes.
De la casa, salieron un ayuda de cámara y una criada colocando en el coche unos
maletines. Luego se quedaron detenidos junto al automóvil, esperando la salida de los
señores.
Por fin, aparecieron Miett y Golgonszky.
En los últimos años, la figura de Miett se había hecho algo rolliza. Ahora, llevaba un
largo abrigo de viaje.
Bajó de la casa, también, la niñera, acompañando a los dos niños.
Conducía de la mano a Ivánka, que tenía tres años; pero a la pequeña María, la llevaba
en brazos. Ivánka se parecía a su padre, y María, a Miett. Tenía grandes ojos verdes y
cabellos de oro viejo.
Miett y Golgonszky, antes de subir al coche, abrazaron por última vez a los niños. La
cara de Miett reflejaba honda emoción.
El ayuda de cámara preguntó entonces al chófer:
—¿Tiene usted el maletín de la excelentísima señora?
Golgonszky era ya ministro plenipotenciario.
Se sentaba junto al chófer el otro criado, que se llevaban de viaje. Cuando ya todos
ocupaban sus asientos en el coche, la pequeña María, que sólo tenía un año, alargó su
manita hacia ellos, Su diminuta boca de cereza se torció y asomose bajo su párpado una
gruesa lágrima. Rompió a llorar, con la estridencia de un pito. Los dos hicieron señas a los
niños y a la servidumbre, y el coche, con ágil brinco, arrancó.
Desde hacía dos años, Miett reclamaba mucho aquel viaje. Cuando se quedó viuda y
supo que se casaría con Golgonszky, se prometió cumplir dos cosas.
La primera era el sino de Juanito. Informándose, llegó a saber el nombre de aquella
muchacha que en un tiempo cuidara de Juanito en el hospital, y de la cual el muchacho
estaba enamorado. Llamábase Lenke y era hija de un alto empleado de Correos. A Miett no
le costó mucho trabajo conocerla. Alguna vez la había invitado a su casa, para hacerse
amigas. Lenke era una muchacha llana y simpática a la que halagaba no poco tan
distinguida amistad.
Miett nunca le mencionó a Juanito. Sabía perfectamente que, un día u otro, la propia
Lenke le hablaría de él, pues pasaban muchas tardes juntas evocando recuerdos.
Un día, Lenke le explicó, como un episodio muy viejo y sin interés, que durante la
guerra, en el hospital, conoció a un joven oficial herido, con el cual ya estaba más o menos
prometida. Mas cuando quitaron la venda de la cara a aquel muchacho, y ella se dio cuenta
de que la mitad de su rostro estaba destruido por completo, desistió de casarse con él,
Miett dejó caer en su regazo su labor, miró intensamente a Lenke, y le dijo:
—Fue horrible lo que hiciste.
Desde entonces, ya no fue difícil llevar el alma de Lenke otra vez hacia Juanito. Miett le
procuró al muchacho incluso colocación. Lenke estaba casada con él desde hacía ya dos
años, pero Miett no había vuelto a verle.
Su otro anhelo insatisfecho y triste, era visitar algún día la tumba de Pedro. Sólo
pretendía pasar una única vez por las calles de Tobolsk; sólo quería visitar la vieja ciudad
siberiana que su imaginación asediara tantas veces sin éxito, y en la que la vida de Pedro se
había desvanecido en la nada. Quería detenerse solamente algunos instantes en la tumba
de su primer marido, depositando en ella unas flores.
Golgonszky comprendía perfectamente el deseo de Miett. Antes de la guerra, había
pasado varios años en Rusia, y tenía muy poderosas relaciones, mas durante la primera
época posterior a la guerra, incluso a él le hubiera resultado peligroso el viaje, de modo que
procuraba hacer desistir a Miett de su propósito.
Pero ahora, ya penetraban en la Rusia en llamas sabios alemanes, periodistas franceses
y comerciantes ingleses y Miett tampoco quería aplazar más su peregrinaje.
—Este año no iremos a Niza, sino a Tobolsk —dijo.
Golgonszky, ahora, ya no protestó. Con muchas influencias y dificultades se procuró la
documentación necesaria, los mapas para el coche, y se fueron.
Era el sexto día de su viaje. Miett resistía sin quejarse la triste miseria, primero de los
hoteles polacos, luego de los rusos. Durante todo el tiempo, irradiaba su alma cierta serena
y triste felicidad.
Decidieron visitar, en el camino, a Alexander Petróvich Ilyin, aquel ingeniero ruso en
cuya casa Pedro y los suyos se habían detenido en su peregrinación hacia Asia. Pedro había
escrito en aquel entonces una carta a Miett, la cual había ayudado al ruso a salir del campo
de concentración de prisioneros de Estergom, para colocarse en las grandes fábricas Ganz.
Petróvich Ilyin logró volver a su tierra, después de firmada la paz, y se carteaba con
Miett. El ingeniero ruso proclamaba a Miett en todas sus cartas, desbordantes de gratitud,
como la bienhechora de su vida.
Una tarde, cansados por el mal estado de las carreteras, llegaron a Seriébinsk. Frente a
la iglesia, encontraron pronto la casa del doctor Nicolai Krylov, ante cuya reja de hierro
había dos oscuros robles. En la puerta, una placa de cobre anunciaba siempre : Zemski
vrach.
Caterina Ilyina sacó la cabeza por la ventana, y al ver a los viajeros, creyó que venían a
llamar a su hermano a la cabecera de algún enfermo. Por ende, no salió a recibirles; sólo les
acechó detrás de la cortina, mientras el médico les recibía. Pero al oír que buscaban a su
marido, salió corriendo, asustada:
—¿Ylyin? Ya hace dos semanas que está en Moscú… ¿Por qué preguntan por él?
Miett se dio a conocer y Caterina batió palmas de alegría.
Sus ojos se llenaron de lágrimas y se puso a cubrir con besos los hombros y el vestido
de Miett.
—¡Oh, Dios mío! ¡Oh, Dios mío…! —decía, acariciando ya el brazo de Miett, ya el de
Golgonszky.
—¿Qué? ¿Vienen de Hungría…? ¡Oh, Hungría…!
Les condujo al interior, y apenas podía volver en sí de tan grande alegría.
—¡Si Ilyin lo supiera…! ¡Oh, si él lo supiera…!
Desapareció, y a los pocos instantes, en la otra habitación, apareció puesta la mesa, en
la que les sirvieron té, nata, fiambres y pollo frío, así como pasteles rellenos de miel.
Exactamente de la misma manera que once años atrás, cuando los oficiales húngaros, en
viaje hacia el Este, pasaron escasamente una hora en su casa.
Entretanto, el médico conversaba en un alemán defectuoso con sus huéspedes. Les
explicó que su cuñado se había ido a Moscú, en busca de una colocación. Desde que había
vuelto, todavía no había encontrado trabajo.
Se sentaron alrededor de la mesa, y la conversación giró en torno de Hungría. De vez en
cuando se producían unos silencios emocionados, y Nicolai Ivánovich Krylov clavaba los ojos
en su plato, exactamente de la misma manera que hacía once años. Él y Golgonszky se
quedaron sentados junto a la mesa, mientras que Caterina Ilyina llevó a Miett al salón. Le
explicó con todos los detalles la escena que tuvo allí con Pedro, cuando éste se proponía
escapar.
Extendió la mano, como si quisiera detener aquellos momentos pasados:
—Estaba ahí, junto al piano… Nunca olvidaré la expresión de su cara…
Miett apretó su pañuelo sobre los ojos, y ambas lloraron largo rato, en silencio.
Caterina Ilyina hubiera querido detenerles, pero Miett no se quiso quedar. Media hora
más tarde, se pusieron otra vez en camino.
Atravesaron míseras aldeas rusas, y, poco a poco, quedaron atrás Tiebinsk, Gurgán,
Vetius, Kavlovsk, Izram y las demás. Golgonszky se inclinaba a menudo sobre los mapas
que tenía extendidos sobre las rodillas. Miett cerraba los ojos, y se entregaba a sus
pensamientos.
Dos días más tarde, atravesaron el Volga, llegaron al río Sivaga y al día siguiente
remontaron el curso del Irtis. Debían ser las seis de la tarde, cuando Golgonszky plegó
lentamente el mapa y dijo con voz queda:
—Ahora, llegamos a Tobolsk…
Miett estaba pálida.
Pocos instantes después, el coche frenó su marcha y se detuvo indeciso en una
ramificación de la carretera. Una bifurcación conducía directa hacia el lomo de una colina,
y otra bajaba hacia un bosque de olmos. El chófer se volvió y preguntó a Golgonszky: —¿Por
la derecha o por la izquierda?
Golgonszky miró otra vez el mapa, mas sin poder decidir el problema. Bajó él mismo,
para buscar a alguien en las cercanías, pues el chófer no hablaba ruso. A la izquierda, a
unos cien pasos de la carretera, se veía una casita blanca, con alto tejado de madera y unas
ventanitas pequeñas. Ante la puerta, había un viejo peral, en cuyo negro tronco brillaba con
reflejos rojos el sol de la tarde. La fachada de la casa estaba cubierta de rosas trepadoras.
Era «La Casa de los Corzos».
Zinachka estaba a punto de desaparecer en su interior con una vasija en la mano,
cuando vio el coche. Se detuvo en el umbral, y volviéndose a medias, miró por encima del
hombro hacia la carretera.
En el corral, se balanceaba un niño que apenas sabía caminar. Se divertía agarrándose
con ambas manos al pelo de un gran perro, al que quería empujar delante de él a toda
costa. Camarada, de vez en cuando, miraba hacia el niño, y se sentaba en el suelo. Pero
luego se levantaba otra vez, prestándose de buen grado al juego.
El viejo Dimitri estaba sentado cerca del pozo, y con sus torpes dedos de anciano tejía
una nasa de mimbre.
Golgonszky se dirigió hacia la casa.
Fuera, apoyado en la reja, había un hombre con botas, que era manifiestamente el
propietario. Su rostro estaba enmarcado con una redonda barba morena, y vestía la camisa
azul claro de los pequeño-rusos.
A unos diez pasos de él, Golgonszky le preguntó:
—¿Cuál de las dos carreteras conduce a Tobolsk, por favor?
Aquel hombre alargó el brazo:
—¡Esta de la izquierda, va a Tobolsk; la otra, a Ozov!
—Y, ¿por dónde cae el cementerio militar?
—¡Por ahí, más allá de la colina!
Golgonszky llevó su mano a la gorra, a guisa de saludo, y volvió a la carretera.
El hombre veía aún cómo la señora que estaba sentada en el automóvil, con el rostro
cubierto de un velo morado, le daba las gracias con grandes movimientos de cabeza. Miró
largamente el coche, y sospechó que los viajeros procedían de Kazán o de las orillas del
lago Baikal, pues aquel señor hablaba el ruso con el acento de otra región.
El coche escaló el lomo de la colina, desapareciendo al otro lado de la misma.
No quedó tras él más que una dorada polvareda, que brillaba con los suaves rayos del
sol de la tarde.
La polvareda se inmovilizó en el aire y el sol, durante un rato. Luego, en la ligera brisa
del atardecer, se inclinó y se fue dispersando por encima de la pradera cubierta de flores
silvestres, y, poco a poco, se desvaneció para siempre.
notes
Notas a pie de página
1 El tárogato es un instrumento tradicional en Hungría, semejante al oboe. (N. del T.).
2 Por una curiosa y lejana supervivencia de las costumbres españolas de la edad de oro
«importadas» a Hungría de la Corte completamente hispanizada de Viena, aún siguen
empleándose títulos y apelaciones como vuestra merced, su grandeza etc. y saludos y
fórmulas como la de beso a usted la mano, saludo obligatorio que el niño debe a las
personas mayores y el varón a las personas del otro sexo, no inferiores a su propia condición
social. (N. del T.)
3 Apellido vulgar y muy corriente, que significa «Peletero». Se pronuncia como zuch,

con u francesa. (N. del T.)


4 En Hungría es elegante tutearse enseguida en sociedad; pero el tuteo no autoriza a

omitir los títulos del interlocutor. Por ejemplo, se dice: «Si me lo permites, mi señor
Presidente del Consejo…» (N. del T.)
5 Por una curiosa costumbre, ·la mayor parte de los pintores y escultores húngaros usan

dobles apellidos, sobre todo si el apellido auténtico es de sonoridad extranjera. como en


este caso: Stuck de Györ; como. por ejemplo, entre los pintores húngaros que han
celebrado exposiciones en España: Béla Munkás-Mészöly, A. Schwartz de Medgyes, etc.
(Nota del traductor)
6 Abreviación familiar de Zsigmond, o sea Segismundo. (Nota del traductor.)
7 Diminutivo de Mihaly, o sea Miguel. (N. del T.)
8 Pestszentlörinc, o sea San Lorenzo de Pest, localidad en las afueras de la capital (N.

del T.)
9 .Diminutivo de Jolán, o sea Yolanda o Violante. (Nota del traductor)
10 En Hungría, a las personas mayores, se les llama tía y tío, respectivamente. (N. del T.)
11 Poesía de Sándor Endrodi, poeta romántico de tercer orden, muy en boga a

principios de siglo. (N. del T.)


12 Es costumbre en Budapest dar propina a las criadas en las casas en que uno es

invitado. (N. del T.)


13 Diminutas motonaves, llamadas propeller, que van y vienen entre ambas orillas. (N.

del T.)
14 El corso —palabra italiana que en húngaro se escribe horzó— en el paseo elegante,

en la orilla izquierda del Danubio, por donde se pasea el más selecto público de Budapest.
(N. del T.)
15 La antigua Redonte, sala de conciertos cuya arquitectura imita el estilo morisco. (N.

del T.)
16 Alusión —juego de palabras intraducible— al apellido de la señora de Galamb, que

en húngaro significa paloma. (Nota del traductor.)


17 En alemán en el texto: «¿Cómo se podría saber?» (Nota del traductor.)
18 Csóka, en húngaro; palabra que fonéticamente significa «grajo». (N. del T.)
19 Manera popular de nombrar a una señora de edad. (N. del T.)
20 Diminutivo de Ilona, «Helena». (N. del T.).
21 Campánula blanca. (N. del T·.)
22 Váci-utca, o Calle de Vatz, arteria principal de Belváros o «Ciudad Interior». (N. del T.)
23 Diminutivo de Zsigmond o Zsiga, «Segismundo». (Nota del traductor.)
24 Apeadero en el suburbio del mismo nombre de la capital húngara. (N. del T.)
25 Los judíos polacos se dejan crecer las patillas en forma de tirabuzones, y, en general,

todo su atavío resulta ser el mismo que usara el rey de Polonia, Casimiro el Grande, que era
muy filosemita. (N. del T.)
26 Nombre de una gran isla en el Danubio, en el N. O. de Hungría. (N del T.)
27 El campesino húngaro designa a menudo, por familia, al hijo. (N. del T.)
28 Medida de superficie usada en Hungría. (N. del T.)
29 Nombre de vaca que significa Limón. (N. del T.)
30 Los Székely son una raza magiar que vive en las regiones montañosas del Este de

Transilvania. Créense descendiente s de los hunos. En el extranjero, se los conoce


indebidamente más bien por el nombre alemán de Szekeler. Los documentos antiguos en
latín les llaman siculi; de ahí nuestra versión de «Sículos». (N. del T.).
31 «Húngaros», en ruso. (N. del T.)
32 Bebida alcohólica muy fuerte, llamada también vodka. (N. del T.)
33 Tótochka: «eslovaquín», nombre cómico que se daba en Hungría a los eslovacos. (N.

del T.)
34 Entre los Székely (cuyo nombre hemos traducido anteriormente por sículos) son muy

frecuentes los nombres de pila tomados del Antiguo Testamento, que proporcionan a veces
también los apellidos. (N. del T.).
35 Abreviatura cómica, que significa «toma y ten…» (Nota del traductor.)
36 Juego de naipes. (N. del T.)
37 Conocidas figuras de cartas de los naipes usados en la Europa Central, cuyo juego

consta de 32 cartas. (Nota del traductor.)


38 El nombre de este naipe es equivalente de tonto o idiota en húngaro. (N. del T.)
39 Cs, en húngaro —escrito antiguamente ch, como en castellano— pronúnciase ch, y el

apellido en cuestión chéri. (N. del T.)


40 El autor se refiere a la Hungría que formaba parte de la monarquía de antes de 1918.

Hungría se extendía entonces sobre un territorio de 325.000 kilómetros cuadrados. (Nota


del traductor.)
41 El idioma magiar, o sea húngaro (ambos términos son sinónimos), perteneciendo a

la rama llamada fino ugrica de la gran familia lingüística uralo altaica, cuenta
efectivamente entre los pocos idiomas emparentados que tiene en el mundo al idioma
ostiako. Las cifras mencionadas por el autor en ostiako, se parecen mucho a los números
correspondientes en húngaro : «egy», «kettö», «ót», «hat», «hét».
42 Ciudad de Hungría, cuya región tiene fama por la hermosura de sus trajes típicos

multicolores. Los atavíos húngaros popularizados en el extranjero por el cine y por las
revistas ilustradas, provienen en gran parte de esta región. (N. del T.)
43 Chaia: té, en ruso. (N. del T.)
44 Karály Vár, o sea «Castillo real». cuyas bellezas fueron cantadas tan elocuentemente

por Rubén Darío. y que aparece en casi todas las películas de tema húngaro. Se llama
«castillo». por extensión, el aristocrático barrio situado en las colinas de Buda. sembrado de
viejos palacetes solariegos y la mayor parte de los Ministerios del gobierno húngaro. Se
sube por un minúsculo y antiquísimo funicular. (N. del T.)
45 «¡Tan sólo un monumento, señores!» — Chiste muy usado en ciertos ambientes de

lengua alemana. (N. del T.)


46 Buci: diminutivo infantil para designar una oveja o un cordero. (N. del T.)
47 Diminutivo familiar de Imre (Emerico). (N. del T.)
48 El Parlamento de Rusia. Por algo en húngaro, este vocablo ha llegado a significar

«Verborrea». (N. del T.)


49 Látigo ruso. (N. del T.)
50 Szervusz: del vocablo latino servus, «criado», «esclavo». En Hungría, país que

conservó el latín como idioma oficial hasta hace poco más de un siglo, la gente culta se
saludaba con un servus humillime, o sea «humilde servidor». La primera palabra se
conservó hasta hoy como saludo entre personas que se tutean. Se usa también como en el
caso presente, en señal de reconciliación. (N. del T.)
51 Los emperadores de Austria. en virtud de la «unión personal» entre los dos países de
la monarquía bicéfala, eran reyes de Hungría. La reina-emperatriz Isabel, por su
hungarofilia, era muy popular entre los húngaros. (N. del T.)
52 En Hungría la levita negra usada cada día menos, se llama «gabán de Francisco

José», o, sencillamente, «Ferenc józsef». (N. del T.)


53 El autor describe aquí la revolución desencadenada el 31 de octubre de 1913,

dirigida por el conde Mihály de Károlyi. que puso coto a la guerra, separó Hungría de
Austria y que pasó a la historia con el nombre despectivo de «la revolución de las rosas de
otoño». (N. del T.)
54 Diminutivo familiar de Estéfano.
55 Alusión a ciertas manifestaciones antijudías, que consistían en ataques callejeros

con porras provistas de plomo en la punta. (N. del T.)

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