El Secreto de La Vida
El Secreto de La Vida
El Secreto de La Vida
Secreto de la Vida
Por
Oscar Wilde
Entre las muchas deudas que hemos contraído con las supremas facultades
estéticas de Goethe se cuenta la de haber sido el primero que nos enseñó a
definir la belleza en términos de la mayor concreción posible, es decir, a
reparar siempre en ella en sus manifestaciones específicas. Por eso, en la
conferencia que tengo el honor de dictar hoy ante ustedes, no intentaré
proporcionarles una definición abstracta de la belleza —ni una fórmula
universal para definirla, al estilo de la que buscaban las filosofías
dieciochescas— y menos aún comunicarles algo que es, en esencia,
incomunicable, y en virtud de lo cual un cuadro o un poema concretos nos
producen un goce único y particular; más bien me propongo llamar su
atención sobre las grandes ideas que caracterizan el gran renacimiento inglés
del arte que se ha producido en este siglo, descubrir sus fuentes, dentro de lo
posible, y prever su futuro hasta donde sea posible.
Lo llamo nuestro Renacimiento inglés porque es, sin duda, una especie de
nuevo nacimiento del espíritu del hombre, igual que lo fue el gran
Renacimiento italiano del siglo XV, en su anhelo de un modo de vida más
bello y refinado, en su pasión por la belleza física, en su atención exclusiva a
la forma, en su búsqueda de nuevos elementos para la poesía, de nuevas
formas artísticas y de nuevos goces imaginativos e intelectuales; y lo llamo
nuestro movimiento romántico porque es nuestra expresión más reciente de la
belleza.
Hay quien lo ha descrito como un mero resurgir del pensamiento griego y
también como una mera recuperación del sentir medieval. Yo diría más bien
que ha sumado a esas formas del espíritu humano todo el valor artístico que
pueden ofrecer la sutileza, la complejidad y la experiencia de la vida moderna:
tomando del uno su claridad de visión y su calma imperturbable, y del otro su
variedad de expresión y el misterio de su punto de vista. Pues ¿qué es, como
dijo Goethe, el estudio de los antiguos, sino un regreso al mundo real (pues
eso es lo que hacían), y qué es, como afirmó Mazzini, el medievalismo sino la
individualidad?
No cabe duda de que es de la unión del helenismo —con su amplitud, sus
cuerdos propósitos y su calmosa posesión de la belleza— con el intenso
individualismo adventicio y el apasionado colorido del espíritu romántico, de
donde surge el arte del siglo XIX en Inglaterra, como si de la unión de Fausto
y Helena de Troya surgiera el hermoso efebo Euforión.
Expresiones como «clásico» o «romántico» a menudo corren ciertamente
el riesgo de convertirse en meras muletillas escolásticas. Debemos tener
siempre presente que el arte solo tiene una cosa que decir: para él solo hay una
ley suprema, la ley de la forma o la armonía. No obstante, podemos afirmar
que entre el espíritu clásico y el romántico hay al menos la siguiente
diferencia: que uno se centra en el tipo y el otro en la excepción. Las obras
producidas bajo el espíritu romántico moderno ya no abordan las verdades
permanentes y esenciales de la vida; lo que el arte se esfuerza en expresar es la
situación momentánea de esto y el aspecto momentáneo de aquello. En la
escultura, que es el arquetipo de uno de esos espíritus, el sujeto predomina
sobre la situación; en la pintura, que lo es del otro, la situación predomina
sobre el sujeto.
Hay, pues, dos espíritus —el helénico y el romántico— de los que puede
decirse que conforman los elementos esenciales de nuestra tradición
intelectual y de nuestro patrón permanente del gusto. Y, por lo que se refiere a
su origen, en el arte, como en la política, todas las revoluciones comparten un
mismo origen: el deseo por parte del hombre de una forma más noble de vida,
de un método más libre y de una oportunidad de expresión. Sin embargo, creo
que al valorar el espíritu sensual e intelectual que preside nuestro renacimiento
inglés, cualquier intento de aislarlo del progreso, el movimiento y la vida
social de la época que lo ha producido equivaldría a despojarlo de su
verdadera vitalidad y, posiblemente, a confundir su verdadero significado. Y al
desenmarañar de los fines y propósitos de este ajetreado mundo moderno los
fines y los propósitos que tienen que ver con el arte y el amor al arte, debemos
tener en cuenta muchos grandes acontecimientos históricos que parecen
opuestos a cualquier sentimiento artístico.
De modo que, por ajeno que pueda parecer nuestro renacimiento inglés,
con su apasionado culto a la belleza pura, su inmaculada devoción a la forma y
su naturaleza exclusiva y sensible, a cualquier arrebatada pasión política o a la
voz áspera de la gente ruda que se alza en rebeldía, es en la Revolución
francesa donde debemos buscar el factor primordial de su origen y la primera
condición para su nacimiento: esa gran Revolución de la que todos somos
hijos aunque las voces de algunos se alcen a menudo en su contra; una
Revolución hasta la que, en una época en la que incluso espíritus como los de
Coleridge y Wordsworth se amilanaban en Inglaterra, llegaron nobles
mensajes de amor de allende el océano procedentes de esta joven República.
Es cierto que nuestro sentido moderno de la continuidad histórica ha
demostrado que ni en la política ni en la naturaleza hay revoluciones sino solo
evoluciones, y que el preludio a esa feroz tormenta que barrió Francia en 1789
e hizo que todos los reyes de Europa temieran por sus tronos, sonó en la
literatura años antes de que cayera la Bastilla y fuese tomado el Palacio. El
camino a esas sangrientas escenas junto al Sena y el Loira lo empavesó el
espíritu crítico de Alemania e Inglaterra, que acostumbró a los hombres a
someter todo a la prueba de la razón o la utilidad, o a ambas cosas, mientras
que el descontento de la gente en las calles de París fue el eco que siguió a la
vida de Émile y Werther. Pues Rousseau, junto a un lago silencioso y rodeado
de montañas, había llamado a la humanidad a regresar a la edad dorada que
aún sigue extendiéndose ante nosotros y predicado el retorno a la naturaleza
con una apasionada elocuencia cuya música todavía resuena en nuestro
cortante aire norteño. Goethe y Scott habían sacado la aventura de la prisión
en que había yacido tantos siglos… y ¿qué es la aventura sino la humanidad?
Sin embargo, en las entrañas de la propia Revolución, y en la tormenta y el
terror de esa época tan violenta, había ocultas unas tendencias que, llegado el
momento, el renacimiento artístico supo poner a su servicio; en primer lugar,
una tendencia científica que ha dado a luz a una progenie de titanes más bien
ruidosos, aunque en la esfera de la poesía no haya dejado de dar buenos frutos.
Y no solo por haber añadido entusiasmo a esa base intelectual en la que radica
su vigor, o por esa influencia aún más obvia en la que pensaba Wordsworth
cuando dijo muy noblemente que la poesía era meramente la expresión
apasionada frente a la ciencia, y que cuando la ciencia adoptara una forma de
carne y hueso el poeta le prestaría su espíritu divino para colaborar en la
transfiguración. Tampoco me quiero extender demasiado sobre la gran
emoción cósmica y el profundo panteísmo de la ciencia a los que los versos de
Shelley y Swinburne han procurado su primera y su última gloria, sino más
bien sobre su influencia en el espíritu artístico al preservar esa observación
cercana y el sentido del límite además de la claridad de la visión que son
características del artista verdadero.
La gran regla dorada del arte y de la vida, escribió William Blake, es que
cuanto más claro, nítido y definido sea el límite, más perfecta será la obra de
arte, y que cuanto menos claro y preciso sea, más obvio será que se trata de
una mala imitación y de un plagio falto de maña. «Los grandes inventores de
todas las épocas lo sabían; Miguel Ángel y Alberto Durero son famosos por
eso y solo por eso»; en otro momento escribe con la sencilla claridad de la
prosa decimonónica: «Generalizar es ser un idiota».
Y ese amor por el concepto claro, esa claridad de la visión, ese sentido
artístico del límite, es la característica de todas las grandes obras y de la
poesía, de la visión de Homero, igual que de la de Dante, Keats y William
Morris o de la de Chaucer o Teócrito. Radica en la base de cualquier obra
noble realista y romántica en contraposición a las insulsas y vacías
abstracciones de nuestros poetas dieciochescos y de los dramaturgos clásicos
franceses, o las vagas espiritualidades de la escuela sentimental alemana: se
opone asimismo a ese espíritu de trascendentalismo, que fue también la raíz y
el fruto de la gran Revolución, y que subyace a la desapasionada
contemplación de Wordsworth y da alas y energía al vuelo de águila de
Shelley, y que en la esfera de la filosofía, aunque desplazado por el
materialismo y el positivismo de nuestros días, legó dos grandes escuelas de
pensamiento, la escuela de Newman a Oxford y la de Emerson a
Norteamérica. No obstante, dicho espíritu de trascendentalismo es ajeno al
espíritu del arte. Pues el artista no puede aceptar ninguna esfera de la vida a
cambio de la propia vida. Para él no hay escapatoria a su vínculo terrenal, ni
siquiera desea escapar.
Él es sin duda el único realista verdadero. El simbolismo, que es la esencia
del espíritu trascendental, le es ajeno. La imaginación metafísica de Asia
creará por sí misma el monstruoso ídolo de muchos pechos de Éfeso, pero para
el griego, como artista puro, esa obra coincide mejor con la vida espiritual que
concuerda más claramente con los hechos perfectos de la vida física.
«La tormenta de la revolución —como dijo André Chenier— apaga la
antorcha de la poesía.» La verdadera influencia de tan terrible cataclismo no
ha durado precisamente poco tiempo; al principio el deseo de igualdad parece
haber producido personalidades de estatura más gigantesca y titánica de lo que
jamás había conocido el mundo. La gente oyó la lira de Byron y las legiones
de Napoleón; fue un periodo de pasiones y desesperanza desmesuradas; la
ambición y el descontento eran la nota general de la vida y el arte; fue una
época de revueltas: una fase por la que debe pasar el espíritu humano, pero en
la que no puede demorarse, pues el objetivo de la cultura no es la rebelión sino
la paz, los valles peligrosos donde ejércitos ignorantes chocan de noche no
pueden ser el hogar de aquella a quien los dioses han destinado a las frescas
altiplanicies, las cumbres soleadas y los aires tranquilos.
Y muy pronto ese deseo de perfección que está en la base de la revolución
encontró en un joven poeta inglés su encarnación más completa y más
perfecta.
Fidias y los logros del arte griego están anunciados en Homero; Dante
prefigura para nosotros la pasión, el colorido y la intensidad de la pintura
italiana; la moderna afición por el paisaje data de Rousseau y es en Keats
donde se discierne el inicio del renacimiento artístico de Inglaterra.
Byron era un rebelde y Shelley un soñador; pero en la calma y la claridad
de su visión, en su perfecto dominio de sí mismo, su infalible instinto por la
belleza y en su reconocimiento de un reino distinto para la imaginación, Keats
fue el artista puro y sereno, el precursor de la escuela prerrafaelita y del gran
movimiento romántico del que voy a hablar.
Es cierto que Blake, antes que él, había reclamado una misión elevada y
espiritual para el arte y se había esforzado por elevar el diseño al nivel ideal de
la poesía y la música, pero el distanciamiento de su visión, tanto en la pintura
como en la poesía, y la imperfección de su técnica le habían impedido ejercer
una verdadera influencia. Es en Keats donde el espíritu artístico de este siglo
encontró por primera vez su encarnación absoluta.
¿Y qué eran estos prerrafaelitas? Si preguntan a las nueve décimas partes
del público británico qué significa la palabra «estética», responderán que así es
como se dice «afectación» en francés o «zócalo» en alemán; y si preguntan
por los prerrafaelitas, les hablarán de una pandilla de jóvenes excéntricos para
quienes una especie de equivocación divina y una torpeza sagrada en el dibujo
era una obra de arte. Ignorarlo todo de sus grandes hombres constituye uno de
los elementos imprescindibles de la educación inglesa.
La de los prerrafaelitas es una historia muy sencilla. En 1847, en Londres,
unos cuantos jóvenes poetas y pintores, todos ellos apasionados admiradores
de Keats, adquirieron la costumbre de reunirse para hablar de arte, el resultado
de tales conversaciones fue que el farisaico público inglés salió de pronto de
su apatía habitual al oír que había en su seno un grupo de jóvenes decididos a
revolucionar la pintura y la poesía inglesas. Se llamaron a sí mismos la
Hermandad Prerrafaelita.
En Inglaterra, tanto entonces como ahora, basta con que uno trate de
producir cualquier obra seria y hermosa para que pierda sus derechos como
ciudadano; y, por si fuera poco, la Hermandad Prerrafaelita —entre quienes les
sonarán los nombres de Dante Rossetti, Holman Hunt y Millais— tenía de su
parte tres cosas que el público inglés no perdona jamás: juventud, fuerza y
entusiasmo.
La sátira, siempre tan estéril como vergonzosa y tan inane como insolente,
les rindió el habitual homenaje que la mediocridad ofrece al genio, causando,
como siempre, un infinito daño al público, al cegarlo ante lo que es bello y
enseñarle esa irreverencia que está en el origen de toda la vileza y estrechez de
miras ante la vida, pero que no daña en absoluto al artista, sino que más bien le
confirma lo acertado de su obra y de su propósito. Pues estar en desacuerdo en
todo con tres cuartas partes del público británico es uno de los primeros
elementos de cordura y uno de los mayores consuelos en cualquier momento
de duda espiritual.
Por lo que se refiere a las ideas que esos jóvenes aportaron a la
regeneración del arte inglés, puede verse en la base de sus creaciones artísticas
un deseo de dar al arte un valor espiritual más profundo además de un valor
más decorativo.
Se hacían llamar prerrafaelitas, no porque imitaran a los primeros maestros
italianos, sino porque en la obra de estos, contrapuesta a las fáciles
abstracciones de Rafael, encontraron un mayor realismo de la imaginación, un
cuidadoso realismo de la técnica, una visión al mismo tiempo más ferviente y
más vívida y una individualidad más íntima e intensa.
Y es que no basta con que una obra de arte se ajuste a las exigencias
estéticas de su época: para causarnos un gozo permanente debe poseer también
la impronta de una clara individualidad, una individualidad alejada de la del
común de los mortales y que llegue hasta nosotros solo en virtud de cierta
novedad y sorpresa en la obra y por canales cuya misma extrañeza nos
disponga más a darle la bienvenida.
«La personnalité —dijo uno de los mayores críticos franceses— voile ce
qui nous sauvera.»
Pero por encima de todo predominaba una vuelta a la naturaleza, esa
fórmula que parece convenir a tantos y tan diversos movimientos: solo
dibujarían y pintarían lo que tuvieran ante sus ojos, se esforzarían por
imaginar las cosas tal como ocurrían en realidad. Luego llegaron a la vieja
casa de Blackfriars Bridge, donde acostumbraba a trabajar y reunirse la joven
hermandad, dos jóvenes de Oxford, Edward Burne-Jones y William Morris;
este último, un maestro del diseño exquisito y de la visión espiritual, sustituyó
el sencillo realismo del principio por un espíritu más exquisito, una devoción
por la belleza aún más inmaculada y una búsqueda más intensa de la
perfección. Está más vinculado a la escuela de Florencia que a la de Venecia,
pues intuye que la imitación de la naturaleza es un elemento perturbador en el
arte imaginativo. El aspecto visible de la vida moderna no le interesa, prefiere
volver eterno todo lo que es hermoso en las leyendas griegas, italianas y
celtas. A Morris le debemos una poesía cuya perfecta precisión y claridad
verbal y de visión no ha sido superada en la literatura de nuestro país, y a
través del resurgimiento de las artes decorativas ha procurado a nuestro
individualista movimiento romántico la idea y el factor social.
Pero la revolución llevada a cabo por este grupo de jóvenes, ayudados por
la impecable y ferviente elocuencia de Ruskin, no fue solo de ideas sino de
ejecución, no solo de concepto sino de creación.
Las grandes eras en la historia del desarrollo de todas las artes han sido
épocas no de mayor interés o entusiasmo por el arte, sino ante todo de avances
técnicos. El descubrimiento de las canteras de mármol en las purpúreas
quebradas del monte Pentélico y en las colinas de la isla de Paros ofreció a los
griegos la oportunidad de expresar esa vitalidad intensificada de la acción, ese
humanismo sensual y sencillo, que no podía lograr el escultor egipcio
trabajando laboriosamente el duro pórfido y el granito rosado del desierto. El
esplendor de la escuela veneciana empezó con la introducción de la nueva
pintura al óleo. Los avances en la música moderna se han debido por entero a
la invención de nuevos instrumentos, y no a un mayor interés social de los
músicos. El crítico puede esforzarse en atribuir las resoluciones diferidas de
Beethoven a su intuición de lo incompleto del espíritu intelectual moderno,
pero el artista habría respondido, igual que hizo otro después: «Que busquen
las quintas y nos dejen en paz».
Y lo mismo ocurre en poesía: todo ese amor por ciertos curiosos metros
franceses como la ballade, el vilanelle y el rondel, todo ese interés por las
aliteraciones elaboradas y las palabras y los estribillos curiosos que vemos en
Dante Rossetti y Swinburne no son más que un intento de perfeccionar la
flauta, la viola y la trompeta con las que el espíritu de la época y los labios del
poeta pueden producir la música de sus muchos mensajes.
Y lo mismo con nuestro movimiento romántico: es una reacción contra la
técnica vacía y convencional y contra la floja ejecución de la poesía y la
pintura anteriores, que se muestra en la obra de pintores como Rossetti y
Burne-Jones mediante un mayor esplendor del color y un diseño más intricado
e imaginativo del que el arte imaginativo inglés había mostrado hasta
entonces. En la poesía de Rossetti y en la poesía de Morris, Swinburne y
Tennyson, a ese otro valor meramente intelectual se oponen una perfecta
precisión y elección del lenguaje, un estilo intachable y osado, una búsqueda
de melodías dulces y preciosas y una conciencia del valor musical de las
palabras. En ese aspecto coinciden con el movimiento romántico francés, cuya
nota más característica la dio Théophile Gautier cuando aconsejó al joven
poeta que leyese a diario el diccionario, pues era el único libro útil para un
poeta.
De modo que, mientras la técnica se complica de ese modo y resulta tener
cualidades eternas e incomunicables, cualidades enteramente satisfactorias
para el sentido poético y que no requieren, para conseguir su efecto estético,
de grandilocuentes visiones intelectuales, de críticas profundas a la vida o
siquiera de emociones humanas apasionadas, el espíritu y el método de trabajo
del poeta —lo que la gente llama su inspiración— no ha escapado a la
influencia controladora del espíritu artístico. No es que la imaginación haya
perdido sus alas, sino que nos hemos acostumbrado a contar sus pulsaciones
innumerables, a calcular su fuerza ilimitada y a gobernar su libertad
ingobernable.
A los griegos, esa cuestión de las condiciones de la producción poética y
del lugar ocupado por la espontaneidad o la artificialidad en cualquier obra de
arte, les fascinaba de manera particular. La encontramos en el misticismo de
Platón y en el racionalismo de Aristóteles. Aparece después en el
Renacimiento italiano agitando la imaginación de hombres como Leonardo da
Vinci. Schiller intentó ajustar el equilibrio entre forma y sentimiento, y Goethe
se esforzó en calcular la posición de la artificialidad en el arte. La definición
que dio Wordsworth de la poesía como la «emoción recordada con
tranquilidad» puede tomarse como un análisis de una de las etapas por las que
tiene que pasar toda obra imaginativa; y en el Keats «deseoso de componer sin
esta fiebre» (cito de una de sus cartas) y en su deseo de sustituir el ardor
poético por un «poder más tranquilo y pensativo» podemos reconocer el
momento más importante en la evolución de esa vida artística. La cuestión
apareció también pronto y de manera extraña en la literatura norteamericana;
no necesito recordarles hasta qué punto impresionó y agitó a los jóvenes
poetas del romanticismo francés el análisis de Edgar Allan Poe del
funcionamiento de su propia imaginación al crear esa obra suprema
imaginativa que conocemos con el título de El cuervo.
En el último siglo, cuando el elemento intelectual y didáctico se había
infiltrado en el reino de la poesía, un artista como Goethe se vio obligado a
quejarse de las pretensiones de inteligibilidad. «Cuanto más incomprensible
para el entendimiento sea un poema, tanto mejor», dijo una vez, reafirmando
la absoluta supremacía de la imaginación en la poesía y de la razón en la
prosa. En cambio, en este siglo, el artista debe reaccionar contra las facultades
emocionales, contra las pretensiones del mero sentimiento y la sensibilidad. La
simple demostración de alegría no es poesía, como no lo es la simple
demostración de dolor, y las verdaderas experiencias del artista son siempre
las que no encuentran expresión directa sino que se reúnen y son absorbidas en
una forma artística que parece, a juzgar por tales experiencias, totalmente
ajena y alejada de ellas.
«El corazón contiene pasión, pero solo la imaginación contiene poesía»,
afirma Charles Baudelaire. Esa fue también la lección que Théophile Gautier,
el más sutil de los críticos modernos y el más fascinante de los poetas
modernos, no se cansó jamás de enseñar: «A todo el mundo le conmueve un
amanecer o un atardecer». Lo que distingue al artista no es tanto la capacidad
de sentir la naturaleza como la de representarla. La total subordinación de
todas las facultades intelectuales y emocionales al principio poético vital e
inspirador es el indicio más claro de la fuerza de nuestro renacimiento.
Hemos visto obrar el espíritu artístico, primero en la esfera técnica y
gozosa del lenguaje, la esfera de la expresión contrapuesta al sujeto, y lo
hemos visto controlar después la imaginación del poeta al tratar del sujeto. Y
ahora quiero hacerles reparar en su forma de operar al elegir el sujeto. El
reconocimiento de un reino separado para el artista, la conciencia de la
absoluta diferencia entre el mundo del arte y el mundo de los hechos reales,
entre la elegancia clásica y la realidad absoluta, constituye no solo el elemento
esencial de cualquier atractivo estético, sino la característica de cualquier gran
obra imaginativa y de todas las grandes épocas de la creación artística, tanto
de la época de Fidias como de la de Miguel Ángel, la de Sófocles o la de
Goethe.
El arte nunca sale perjudicado por mantenerse al margen de los problemas
sociales de su tiempo, más bien es así como lleva a cabo lo que más deseamos.
Para la mayoría de nosotros la vida real es la vida que no llevamos, y así,
manteniéndose fiel a la esencia de su propia perfección, celoso de su propia e
inabarcable belleza, es menos probable que olvide la forma y se deje arrastrar
por el sentimiento o que acepte la pasión de la creación como sustituto de la
belleza de la cosa creada.
El artista es sin duda un hijo de su tiempo, pero el presente le preocupa tan
poco como el pasado; pues, como el filósofo de la visión platónica, el poeta es
el espectador de todo tiempo y toda existencia. Para él ninguna forma es
obsoleta, ni ningún sujeto caduco; más bien toda la vida y pasión que el
mundo ha conocido, en los desiertos de Judea o en los valles de Arcadia, junto
a los ríos de Troya o de Damasco, en las ajetreadas y feas calles de las
ciudades modernas o en los adorables caminos de Camelot, se extienden ante
él como un pergamino desplegado, todo sigue relacionado con la vida
hermosa. Cogerá todo lo que sea salutífero para su espíritu y ni una cosa más;
escogerá algunos hechos y rechazará otros con el pausado dominio artístico de
quien está en posesión del secreto de la belleza.
Hay desde luego una actitud poética que debe adoptarse ante todas las
cosas, pero no todas las cosas son sujetos válidos para la poesía. El verdadero
artista no admitirá en la casa inviolable y sagrada de la Belleza nada que sea
áspero o perturbador, nada que produzca dolor, nada que sea discutible ni
motivo de discrepancias. Puede impregnarse, si lo desea, de los problemas
sociales de su tiempo, de las leyes de pobreza y de los impuestos locales, del
libre comercio, el bimetalismo y otras cosas por el estilo; pero cuando escriba
sobre tales asuntos, será, como lo expresó noblemente Milton, con la mano
izquierda, en prosa y no en verso, en un panfleto y no en un poema lírico.
Byron carecía de este exquisito espíritu de elección artística, Wordsworth
tampoco lo tenía. En la obra de ambos hay muchas cosas que debemos
rechazar y que no nos proporcionan esa sensación de reposo calmado y
perfecto que debería ser el efecto de toda obra imaginativa. En cambio parece
haberse encarnado en Keats, y en su deliciosa «Oda a una urna griega»
encontró su expresión más clara y perfecta; en el desfile del Paraíso terrenal y
en los caballeros y damas de Burne-Jones está la nota dominante.
De nada sirve animar a la musa de la poesía, ni siquiera con una nota de
clarín como la de Whitman, a emigrar de Grecia y Jonia para colocar un cartel
de «Ausente» o «Se alquila» en las rocas del nevado Parnaso. La llamada de
Calíope no ha concluido, como no han finalizado las épicas de Asia, ni ha
callado la esfinge, ni se han secado las fuentes de Castalia. Pues el arte es la
vida misma y no sabe nada de la muerte, es el arte absoluto y le traen sin
cuidado los hechos, comprende (como recuerdo haber oído decir a Swinburne
en una cena) que Aquiles es más genuino y real que Wellington, y no solo más
noble e interesante como arquetipo, sino más auténtico y real.
La literatura debe basarse siempre en un principio y las consideraciones
temporales no son tal cosa. Pues para el poeta todos los tiempos y lugares son
uno; la materia con la que trata es eterna y eternamente igual: ningún tema es
inadecuado y ningún pasado o presente son preferibles. El silbido del vapor no
le asusta, y las flautas de Arcadia no le fatigan; para él solo hay una época, el
momento artístico; solo hay una ley, la de la forma; solo un país, el de la
belleza, un país ciertamente apartado del mundo real y sin embargo más
sensual por ser más duradero; sereno, con esa serenidad de los rostros de las
estatuas griegas, una serenidad que procede no del rechazo, sino de la
aceptación de la pasión, una serenidad que la tristeza y la desesperación no
pueden perturbar sino solo intensificar. Y así ocurre que quien más se aleja de
su época es quien mejor la refleja, porque ha despojado a la vida de todo lo
que es accidental y transitorio, y la ha desnudado de esa «bruma de
familiaridad que nos enturbia la vida».
Esas extrañas sibilas de ojos enloquecidos fijos eternamente en el
torbellino del éxtasis, esos titánicos profetas de miembros fornidos que cargan
con el misterio y los secretos de la tierra y que guardan y glorifican la capilla
del papa Sixto en Roma, ¿no nos dicen más del verdadero espíritu del
Renacimiento italiano, del sueño de Savonarola y de los pecados de Borgia,
que todos los labriegos y cocineras del arte holandés del verdadero espíritu de
la historia de Holanda?
También en nuestros días, las tendencias más vitales del siglo XIX —la
tendencia democrática y panteísta y la tendencia a valorar la vida por el arte—
encontraron su más completa y perfecta expresión en la poesía de Shelley y
Keats, que, a los ciegos ojos de la época, parecían errar en el desierto y
predicar cosas vagas e irreales. Recuerdo una vez en que hablaba con el señor
Burne-Jones sobre la ciencia moderna y me dijo: «Cuanto más materialista se
vuelva la ciencia, más ángeles pintaré yo: sus alas son mi queja en favor de la
inmortalidad del alma».
Pero estas son especulaciones intelectuales que subyacen al arte. ¿Dónde
encontraremos en las propias artes ese aliento de compasión humana que es la
condición de cualquier obra noble? ¿Dónde encontraremos eso que Mazzini
llamaría las ideas sociales en contraposición a las ideas meramente
personales? ¿En virtud de qué puedo exigir para el artista el amor y la lealtad
de los hombres y mujeres de este mundo? Creo que puedo responder a estas
preguntas.
El mensaje espiritual al que recurra el artista es cosa que concierne solo a
su alma. Puede recurrir al juicio final, como Miguel Ángel o a la paz, como fra
Angélico, puede recurrir al lamento fúnebre, como el gran ateniense, o a la
alegría como el cantor de Sicilia; y nosotros hemos de limitarnos a aceptar sus
enseñanzas, sabedores de que no podemos trocar la amarga mueca de Leopardi
en sonrisa, ni perturbar con nuestro descontento la calma serena de Goethe. No
obstante, como garantía de su verdad el mensaje debe llevar la llama de la
elocuencia en los labios que lo pronuncian, y la gloria y el esplendor en la
visión que es su testigo, y tan solo una cosa lo justifica, la inmaculada belleza
y la forma perfecta de su expresión: he ahí la idea social y el significado de la
alegría en el arte.
No la risa donde nadie debería reír, ni las llamadas a la paz donde no hay
paz, ni siquiera en la pintura del sujeto, sino solo el encanto pictórico, la
maravilla del color y la grata belleza de su diseño.
Probablemente casi todos ustedes hayan visto la gran obra maestra de
Rubens que cuelga en la galería de Bruselas, ese grácil y maravilloso
espectáculo del caballo y su jinete retratados en el momento más exquisito y
orgulloso cuando los vientos se enredan en el rojo estandarte y el aire se
ilumina por el brillo de la armadura y el destello del penacho. Pues bien, eso
es la alegría en el arte, aunque esa colina dorada la hollen los pies llagados de
Cristo y el motivo de tan espléndida cabalgata sea la muerte del Hijo del
Hombre.
Pero este inquieto espíritu intelectual moderno nuestro no es lo bastante
receptivo con el elemento sensual del arte; y por eso la verdadera influencia de
las artes se nos oculta a tantos; solo unos pocos, escapando a la tiranía del
alma, han aprendido el secreto de esas horas en las que se ausenta el
pensamiento.
Y esa es, sin duda, la razón de la influencia que el arte oriental está
ejerciendo en Europa, y de la fascinación por todo lo japonés. Mientras el
mundo occidental se ha dedicado a depositar sobre el arte la insoportable carga
de sus propias dudas intelectuales y la tragedia espiritual de sus pesares,
Oriente se ha mantenido fiel a las condiciones primarias y pictóricas del arte.
Al juzgar una estatua hermosa, la facultad estética se ve total y
absolutamente complacida ante las espléndidas curvas de esos labios de
mármol que callan ante nuestras quejas y ante el noble modelado de esos
miembros incapaces de ayudarnos. En su aspecto primario una pintura no tiene
más mensaje espiritual o significado que un exquisito fragmento de cristal
veneciano o un azulejo azul de los muros de Damasco: es una superficie
hermosamente coloreada, nada más. Los canales merced a los cuales toda obra
pictórica imaginativa debería conmover, y de hecho conmueve el alma, no son
los de las verdades de la vida, ni tampoco verdades metafísicas. Aunque ese
encanto pictórico que por un lado no depende de ninguna reminiscencia
literaria para conseguir sus efectos y por el otro no es el mero resultado de una
habilidad técnica comunicable, procede de cierto manejo inventivo y creativo
del color. Casi siempre en la pintura holandesa y a menudo en las obras de
Giorgione o Tiziano es enteramente independiente de cualquier cosa
decididamente poética en el sujeto, una especie de forma y elección técnica
que es en sí misma enteramente satisfactoria, y es (como dirían los griegos) un
fin en sí mismo.
Y lo mismo ocurre con la poesía, la verdadera cualidad poética, la alegría
de la poesía, nunca procede del sujeto, sino de un manejo inventivo del
lenguaje rítmico, de lo que Keats llamó la «sensual vida del verso». El
elemento musical acompañado de la profunda alegría del movimiento es tan
dulce que, mientras las vidas incompletas de la gente normal y corriente
carecen de la capacidad de sanar, la corona de espinas del poeta florece en
forma de rosas para nuestro deleite, su desesperación embellece las espinas, y
su dolor, como el de Adonis, es hermoso en su agonía; y, cuando se rompe el
corazón del poeta, suena la música.
¿Y qué es eso de la salud en el arte? Nada tiene que ver con una sana
crítica de la vida. Hay más salud en Baudelaire que en Kingsley. La salud es el
reconocimiento del artista de las limitaciones de la forma con que trabaja. Es
el honor y el homenaje que ofrece al material que utiliza —ya sea el lenguaje
con todas sus glorias, o el mármol y el pigmento con las suyas—, sabedor de
que la verdadera hermandad de las artes consiste no en compartir los métodos,
sino en producir, cada una de ellas, su propio medio individual, conservando
sus límites objetivos y el mismo goce artístico. Dicho goce es similar al que
nos ofrece la música, pues la música es el arte en el que la forma y la materia
son siempre uno, el arte cuyo sujeto no puede separarse de su forma de
expresión, el arte que de manera más completa cumple con el ideal artístico, y
la condición a la que aspiran siempre las demás artes.
Y la crítica ¿qué lugar debe ocupar en nuestra cultura? Bueno, creo que el
primer deber de un crítico de arte es contener la lengua en todo momento y a
propósito de todo: «C’est un grand avantage de n’avoir rien fait, mais il ne
faut pas en abuser».
Solo a través del misterio de la creación se puede llegar a conocer la
cualidad de la cosa creada. Ustedes han visto Patience cien noches y a mí tan
solo una. Sin duda dicha sátira será más mordaz si sabemos algo acerca del
sujeto de la misma, pero no debemos juzgar el esteticismo por la sátira del
señor Gilbert. Del mismo modo que no debemos juzgar el esplendor del sol o
del mar por el polvo que danza en el rayo de luz o la burbuja que estalla en la
ola, tampoco debemos aceptar al crítico como una prueba del arte. Pues los
artistas, como dice Emerson en alguna parte, solo se revelan, igual que hacían
los dioses griegos, unos a otros. Solo el tiempo puede mostrar su valor y lugar
verdaderos. En este aspecto, también la omnipotencia está acorde con su
época. El verdadero crítico nunca se dirige al artista sino tan solo al público. A
él se refiere su valor. El arte no puede tener más pretensión que su propia
perfección; la labor del crítico es hacer que el arte tenga también un objetivo
social al enseñar a la gente con qué espíritu aproximarse a cualquier obra
artística, cómo amarla y qué lecciones aprender de ella.
Todas esas llamadas al arte para que armonice mejor con el progreso y la
civilización modernos, y para que se convierta en el portavoz de la humanidad,
esas llamadas al arte a «tener una misión» deberían hacerse al público. El arte
que ha cumplido las condiciones de belleza ya ha cumplido todas las
condiciones: corresponde al crítico enseñar a la gente a encontrar en la
placidez del arte la expresión más elevada de sus pasiones más tormentosas.
«No tengo reverencia —dice Keats— por el público, ni por nada que no sea el
Ser Eterno, el recuerdo de los grandes hombres y el principio de Belleza.»
Tal es, pues, el principio que según creo guía y subyace a nuestro
renacimiento inglés, un renacimiento polifacético y maravilloso, creador de
grandes ambiciones y elevadas personalidades, que, a pesar de sus espléndidos
logros en la poesía, las artes decorativas y la pintura, a pesar de la mayor
gracia y elegancia en el vestir, el mobiliario de las casas y otras cosas por el
estilo, sigue sin estar del todo completo. Pues no puede haber gran escultura,
sin una bella vida nacional, y eso lo ha matado el espíritu comercial de
Inglaterra; como no puede haber grandes obras de teatro sin una noble vida
nacional, y eso también lo ha matado el espíritu comercial de Inglaterra.
No es que la perfecta serenidad del mármol no pueda soportar la carga del
espíritu intelectual moderno, o captar el fuego de la pasión romántica —la
tumba del duque Lorenzo y la capilla de los Medici así lo demuestran—, sino
que como acostumbraba a decir Théophile Gautier, el mundo visible ha
muerto, «le monde visible a disparu».
Tampoco se trata de que la novela haya eliminado el teatro, como tratan de
insinuar algunos críticos, y la mejor prueba es el movimiento romántico en
Francia. Las obras de Balzac y Hugo crecieron juntas, es más, se
complementaron, sin que ni uno ni otro se dieran cuenta. Mientras que las
demás formas de la poesía pueden florecer en una era innoble, el espléndido
individualismo del lírico, alimentado por su propia pasión e iluminado por su
propio poder, puede pasar como una columna de fuego tanto por el desierto
como por otros lugares más placenteros. No es menos glorioso porque nadie lo
siga, sino que la sutileza de su propia soledad puede hacer que su formulación
sea aún más elevada e intensificar y volver más claro su canto. De la triste
pobreza de la vida sórdida que lo rodea, el soñador y el creador de idilios
puede alzarse en las alas invisibles de la poesía, atravesar con piel parda y
alancear las cumbres iluminadas por la luna del Citerón, aunque los faunos y
las ménades ya no dancen en ellas. Como Keats, puede pasear por los bosques
del mundo antiguo de Latmos, o plantarse como Morris en la cubierta de la
galera junto al vikingo, cuando el rey y la galera hace mucho que han
desaparecido. Sin embargo, el teatro es el punto de encuentro del arte y la
vida; trata, como dijo Mazzini, no solo del hombre, sino del hombre social, del
hombre en su relación con Dios y la Humanidad. Es el producto de una época
de gran energía nacional; es imposible sin un público noble y corresponde a
épocas como la era isabelina en Londres o la de Pericles en Atenas; forma
parte del elevado ardor moral y espiritual que dominó a los griegos tras la
derrota de la flota persa, y a los ingleses tras la destrucción de la Armada
Invencible.
Shelley intuyó lo incompleto de nuestro movimiento en ese aspecto, y ha
mostrado en una gran tragedia con qué terror y compasión habría purificado
nuestra época; pero, a pesar de Los Cenci, el teatro es una de las formas en las
que el genio de la Inglaterra de este siglo intenta en vano encontrar salida y
expresión. No tiene imitadores dignos de mención.
Puede que más bien debiéramos acudir a ustedes para completar y
perfeccionar este gran movimiento nuestro, pues hay algo helénico en su aire y
en su mundo, algo que está más imbuido del aliento de alegría y poder de la
Inglaterra isabelina que nuestras viejas civilizaciones. Pues ustedes, al menos,
son jóvenes, «ninguna generación hambrienta les ha pisoteado»; el pasado no
les fatiga con la intolerable carga de sus recuerdos ni se mofa de ustedes con
los restos de una belleza de cuya creación han olvidado el secreto. Esa falta de
tradición, que el señor Ruskin pensaba que privaría a sus ríos de la risa y a sus
flores de la luz, puede ser más bien la fuente de su libertad y su fuerza.
Uno de sus poetas ha definido como un triunfo irreprochable del arte el
hablar en literatura con la perfecta rectitud y descuido con que se mueven los
animales y el irreprochable sentimiento de los árboles en los bosques y la
hierba al borde de los caminos. Es un triunfo que ustedes entre todas las
naciones pueden estar llamados a conseguir. Pues las voces que moran en el
mar y la montaña no solo son la música escogida de la libertad; hay otros
mensajes en el portento de los vientos agitados y en la majestuosidad del
silencio que, solo con que se dignen escucharlos, ofrecerán el esplendor de una
nueva imaginación y el prodigio de una nueva belleza.
«Preveo —dijo Goethe— el alborear de una nueva literatura que todos los
pueblos podrán considerar suya, pues todos habrán contribuido a fundarla.»
De ser así, y puesto que están rodeados de los materiales para crear una
civilización tan grande como la europea, ¿qué provecho pueden sacar, me
preguntarán ustedes, de todo este estudio de nuestros poetas y pintores? Podría
responderles que el intelecto también puede ocuparse con un problema
artístico o histórico sin un objeto didáctico directo, que lo único que exige el
intelecto es sentirse vivo y que nada de lo que ha interesado alguna vez a
hombres o a mujeres puede dejar de ser un sujeto apto para la cultura.
Podría recordarles todo lo que debe Europa a un único exiliado florentino
en Verona, o al amor de Petrarca junto a un pequeño pozo en el sur de Francia;
es más, podría recordarles cómo incluso en esta época aburrida y materialista
la sencilla expresión de la vida de un anciano lejos del estrépito de las grandes
ciudades, entre los lagos y las brumosas colinas de Cumberland, ha abierto
para Inglaterra tesoros de nuevas alegrías comparadas con las cuales todas sus
riquezas son tan estériles como el mar que ha convertido en su camino real y
tan amargas como el fuego que ha hecho su esclavo.
Pero estoy convencido de que sacarán algo más y es el conocimiento de la
verdadera fuerza del arte. No me refiero a que deban ustedes imitar las obras
de estos hombres, pero sí su espíritu artístico, sus actitudes artísticas. Creo que
eso es lo que deberían absorber.
Pues en las naciones, como en los individuos, si la pasión por la creación
no va acompañada de la facultad crítica y estética, es seguro que sus fuerzas se
desperdiciarán sin objetivo alguno, y fracasarán ya sea en el espíritu artístico
de la elección, o por confundir la forma con el sentimiento, o por seguir falsos
ideales.
Pues las diversas formas espirituales de la imaginación tienen una afinidad
natural por ciertas formas sensuales del arte, y discernir las cualidades de cada
arte, intensificar tanto sus limitaciones como sus capacidades de expresión es
uno de los objetivos que nos plantea la cultura. Lo que necesita su literatura no
es un mayor sentido moral, ni una mayor supervisión moral. De hecho, uno
nunca debería hablar de poemas morales o inmorales, los poemas están bien o
mal escritos y se acabó. De hecho, cualquier elemento de moralidad, o
cualquier referencia implícita a un patrón del bien o el mal en el arte, es a
menudo indicio de una visión incompleta y una nota de discordancia en la
armonía de la creación imaginativa; pues a lo único que aspiran las obras
buenas es a conseguir un efecto puramente artístico. «Debemos tener cuidado
—dijo Goethe— de no buscar siempre la cultura en lo que es obviamente
moral. Todo lo que es grande promueve la civilización en cuanto somos
conscientes de ello.»
Pero con su literatura ocurre como con sus ciudades: lo que hace falta es
un canon permanente, un patrón del gusto y una mayor sensibilidad por la
belleza. Cualquier obra noble no es solo nacional, sino universal. La
independencia política de una nación no debe confundirse con un aislamiento
intelectual. La generosidad de sus vidas y su actitud liberal serán las que les
procuren la libertad espiritual. De nosotros aprenderán la clásica contención de
la forma.
Todo gran arte es un arte delicado, la rudeza no tiene nada que ver con la
fuerza, y la brusquedad no tiene nada que ver con el poder. «El artista —como
dice el señor Swinburne— debe expresarse a la perfección.»
Esta limitación supone para el artista una libertad suprema; es, al mismo
tiempo, el origen y el indicio de su fuerza. De modo que todos los maestros
supremos del estilo —Dante, Sófocles o Shakespeare— son también maestros
supremos de la visión espiritual e intelectual.
Amen ustedes el arte por el arte y todo lo demás vendrá dado por
añadidura.
Esta devoción a la belleza y la creación de cosas hermosas es la piedra de
toque de todas las grandes naciones civilizadas. La filosofía puede enseñarnos
a soportar con ecuanimidad las desgracias de nuestros vecinos, y la ciencia
concluir que el sentido moral es una mera secreción de glucosa, pero el arte
hace que la vida de cada ciudadano sea un sacramento y no una especulación,
el arte es lo que hace que la vida de la raza entera sea inmortal.
Pues la belleza es lo único que el tiempo no puede dañar. Las filosofías se
derrumban como castillos de arena y los credos se suceden unos a otros como
las hojas secas en otoño; en cambio lo que es bello nos alegra en todo
momento y es una posesión para la eternidad.
Siempre habrá guerras, ejércitos que se enfrentarán, hombres que
combatirán en campos de batalla pisoteados o en ciudades sitiadas y naciones
que se alzarán en rebeldía. Pero estoy convencido de que el arte, al crear un
ambiente intelectual común a todos los países podría —si no proteger el
mundo con las alas plateadas de la paz— al menos crear tal hermandad entre
los hombres que no acudieran a matarse unos a otros por el capricho o la
locura de algún rey o ministro como hacen en Europa. La fraternidad no
vendrá de manos de Caín, ni la libertad se traicionará a sí misma al abrazar la
anarquía, pues los odios nacionales son siempre más fuertes allí donde la
cultura es más débil.
«¿Cómo habría de hacer tal cosa? —decía Goethe cuando le reprochaban
que no escribiera contra los franceses, como hacía Korner—. ¿Cómo iba yo,
para quien solo la barbarie y la cultura tienen importancia, a odiar a una
nación que es una de las más cultas de la Tierra y a la que debo gran parte de
mi propia cultura?»
También habrá siempre imperios poderosos mientras la ambición personal
y el espíritu de la época sean una misma cosa, pero el arte, al menos, es el
único imperio que los enemigos de una nación no pueden arrancarle mediante
conquista, sino solo por la sumisión. El dominio de Grecia y Roma no ha
concluido todavía, por más que los dioses de unos hayan muerto y las águilas
de los otros estén fatigadas.
Y nosotros, en nuestro Renacimiento, estamos intentando crear un dominio
que perdure en Inglaterra cuando sus leopardos amarillos se hayan cansado de
la guerra y la rosa de su escudo ya no esté teñida de rojo con la sangre de la
batalla; y también ustedes, al absorber con la generosidad de un gran pueblo
este espíritu artístico, crearán riquezas que no han creado todavía, aunque su
país sea una red de ferrocarriles y sus ciudades el puerto de los navíos del
mundo entero.
Soy consciente, claro está, de que la presciencia divina y natural de la
belleza, que constituye el legado inalienable de los griegos y los italianos, no
es herencia nuestra. Para que ese espíritu de arte dominante y conformador nos
proteja de rudas y ajenas influencias, las razas del norte debemos volvernos
hacia esa tensa conciencia de nuestra época que, al ser la piedra de toque de
nuestro arte romántico, debe convertirse en la fuente de toda o casi toda
nuestra cultura. Me refiero a esa curiosidad intelectual del siglo XIX que
busca siempre el secreto de la vida que perdura en las formas de la cultura más
antiguas y caducas y toma de cada una de ellas lo que es útil para el espíritu
moderno: de Atenas sus maravillas sin sus idolatrías, de Venecia su esplendor
sin sus pecados. El mismo espíritu está siempre calculando su propia fuerza y
debilidad, contando lo que debe a Oriente y a Occidente, a los olivos de
Colonus y a las palmeras del Líbano, a Getsemaní y al jardín de Proserpina.
Y, sin embargo, las verdades del arte no pueden enseñarse, tan solo son
reveladas a aquellas naturalezas que han llegado a ser receptivas a todas las
impresiones bellas mediante el estudio y la adoración de la belleza. Y de ahí la
enorme importancia que se da a las artes decorativas en nuestro renacimiento
inglés, de ahí esa maravilla de diseño que nos llega de la mano de Edward
Burne-Jones, todo ese entramado de los tapices, todo ese colorido de las
vidrieras y ese precioso trabajo del barro y el metal que debemos a William
Morris, el mayor artesano que ha conocido Inglaterra desde el siglo XIV.
Así, en unos años no habrá nada en nuestras casas que no haya producido
deleite a su creador y no procure goce a su dueño. Los niños, como los de la
ciudad perfecta de Platón, crecerán en un «ambiente sencillo de cosas bellas».
Cito del pasaje de la República:
un ambiente sencillo de cosas bellas, donde la belleza, que es el espíritu del
arte, llegará a los ojos y los oídos como un soplo de viento fresco que trae la
salud desde una planicie despejada, e, insensible y gradualmente, atraerá el
alma del niño a la armonía con todo conocimiento y sabiduría, de forma que
amará lo que es bello y bueno y odiará lo que es malo y feo (pues ambas cosas
van siempre unidas) antes de saber por qué; y luego, cuando llegue la razón, le
besará en la mejilla como a un amigo.
He ahí lo que Platón pensaba que el arte decorativo podía hacer por una
nación, intuyendo que el secreto no solo de la filosofía, sino de toda existencia
armoniosa, puede estar eternamente oculto para cualquiera cuya infancia haya
transcurrido en un ambiente feo y vulgar, y que la belleza de la forma y el
color incluso, como él dice, de las más humildes vasijas de la casa,
encontrarán su camino hasta los rincones más recónditos del alma e
impulsarán al muchacho de manera natural a buscar esa divina armonía de la
vida espiritual de la que el arte era el símbolo y la garantía material.
Sin duda, este amor por las cosas bellas será para nosotros el preludio a
todo conocimiento y sabiduría; sin embargo, hay momentos en que la
sabiduría se convierte en una carga y el conocimiento en un pesar; pues del
mismo modo que todo cuerpo arroja una sombra, toda alma alberga su
escepticismo. En esos momentos espantosos de desesperación y desacuerdo,
¿adónde dirigiremos nuestros pasos si no es a esa casa de la belleza donde
encontramos siempre un poco de olvido y una gran alegría, esa città divina,
como la llamaba la antigua herejía italiana, la ciudad divina donde podemos
refugiarnos, aunque sea por un breve momento, de las divisiones y los terrores
del mundo y de la propia elección del mundo?
Esa es la consolation des arts que constituye la clave de la poesía de
Gautier, el secreto de la vida moderna entrevisto —como tantas otras cosas de
nuestro siglo— por Goethe. Recordarán lo que les dijo a los alemanes: «Basta
con que tengáis el valor —afirmó— de estar a la altura de vuestras
impresiones, estad dispuestos a dejaros deleitar, conmover, elevar e incluso
instruir e inspirar por algo grande». El valor de estar a la altura de nuestras
impresiones, sí, he ahí el secreto de la vida artística, pues pese a que se ha
definido el arte como una huida de la tiranía de los sentidos, en realidad es una
huida de la tiranía del alma. Aunque solo revelará sus verdaderos secretos a
quienes lo adoren por encima de cualquier otra cosa; de lo contrario será tan
incapaz de ayudaros como la Venus mutilada del Louvre lo fue ante la
naturaleza romántica pero escéptica de Heine.
Y, de hecho, creo que sería imposible exagerar los beneficios que
podríamos obtener si adoptáramos la más sencilla de las normas sobre
decoración y solo nos rodearan objetos que deleitaron a quien los creó y
procuraran idéntico deleite a quien hubiera de utilizarlos. Conseguiríamos al
menos una cosa: no hay prueba más segura para un gran país que lo cerca que
está de sus propios poetas; pero entre los cantores de nuestros días y los
obreros a quienes cantan parece extenderse un abismo cada vez más profundo,
un abismo que las burlas y las mofas no pueden atravesar, pero que salvan las
alas luminosas del amor.
Y creo que la presencia en nuestras casas de objetos nobles e imaginativos
es la semilla y la preparación de dicho amor. Y no solo en lo que se refiere a
esa expresión literaria directa del arte mediante la cual, a partir del frasco rojo
y negro de vino o aceite, un niño griego podía conocer el leonino esplendor de
Aquiles, la fuerza de Héctor, la belleza de Paris y el portento de Helena mucho
antes de poner el pie en la concurrida plaza del mercado, o en el teatro de
mármol; o mediante la cual un niño italiano del siglo XV podía conocer la
castidad de Lucrecia y la muerte de Camila a partir de un umbral tallado o un
cofre pintado. Pues el bien que obtenemos del arte no es lo que aprendemos de
él, sino lo que llegamos a ser gracias a él. Su verdadera influencia estará en
procurar al espíritu ese entusiasmo que constituye el secreto del helenismo,
acostumbrarlo a exigir del arte todo lo que el arte puede hacer al reorganizar
los hechos de la vida: ya sea proporcionando la interpretación más espiritual
de nuestros momentos más apasionados o la expresión más sensual de
aquellos pensamientos más apartados de los sentidos; acostumbrándolo a amar
las cosas de la imaginación por sí mismas, y a desear la belleza y la elegancia
en todo. Pues quien no ama el arte por encima de todas las cosas, no ama nada,
y quien no necesita del arte en todo, es que no lo necesita en nada.
No me entretendré en lo que seguro que les habrá deleitado de nuestras
grandes catedrales góticas. Me refiero a cómo el artista de esa época, artesano
también de la piedra y el cristal, encontró los mejores motivos para su arte,
siempre a mano y siempre hermosos, en la labor diaria de los artífices que veía
a su alrededor —como en esas preciosas vidrieras de Chartres donde el
tintorero está ante su tina, el alfarero se sienta en el torno y el tejedor trabaja
en el telar—, auténticos artesanos y trabajadores manuales gratos de
contemplar, y no como el engreído y soso tendero de nuestra época, que lo
ignora todo de la tela o el vaso que vende, excepto que está cobrando el doble
de su valor y que nos toma por idiotas por comprarlos. No puedo dejar de
señalar, aunque sea de pasada, la inmensa influencia que las artes decorativas
de Grecia e Italia ejercieron en sus artistas, la una enseñando al escultor esa
contención en el diseño que es la gloria del Partenón, y la otra conservando
siempre la fidelidad de la pintura en su condición pictórica primaria en esa
nobleza del color que constituye el secreto de la escuela de Venecia, aunque
prefiero, al menos en esta conferencia, detenerme en el efecto que las artes
decorativas ejercen sobre la vida de la gente y en sus efectos sociales y no
meramente artísticos.
Hay dos grandes tipos de gente en el mundo, dos grandes credos, dos
diferentes naturalezas: aquellos para quienes el fin de la vida es la acción y
aquellos para quienes la finalidad de la vida es el pensamiento. Para estos
últimos, que buscan la experiencia y no los frutos de la misma, que arden con
una de las pasiones de este mundo de vivos colores, que encuentran la vida
interesante no por su secreto, sino por sus situaciones, por sus pulsaciones y
no por su propósito, la pasión por la belleza que engendran las artes
decorativas les resultará más grata que cualquier entusiasmo político o
religioso, cualquier entusiasmo por la humanidad, cualquier éxtasis o pesar
amoroso. Pues el arte se revela a quien se compromete en primer lugar a no
conceder sino la mayor calidad a cada momento y en virtud solo de cada
momento. Así sucede con quienes consideran que la finalidad de la vida es el
pensamiento. En cuanto a los otros, los que sostienen que la vida es
inseparable del trabajo, este movimiento debería serles especialmente caro,
pues si nuestros días son estériles sin la industria, la industria sin arte es pura
barbarie.
Entre nosotros siempre habrá carpinteros y aguadores. Después de todo, la
maquinaria moderna no ha aligerado tanto la labor del hombre, pero dejemos
al menos que el cubo que hay junto al pozo sea hermoso y sin duda eso
aligerará la labor diaria, dejemos que la madera adopte una forma agraciada y
un diseño elegante y dejará de ser una carga y se convertirá en un motivo de
alegría para el carpintero. Pues ¿qué es la decoración sino una expresión de la
alegría del trabajador en su trabajo? Y no solo alegría —lo cual es sin duda
una gran cosa, pero no basta—, sino la oportunidad de expresar su propia
individualidad, que, al ser la esencia de la vida, es también la fuente del arte.
«He intentado —recuerdo que me dijo una vez William Morris— que todos
mis trabajadores sean artistas, y cuando digo artistas me refiero a hombres.»
Para el trabajador, sea manual o no, el arte ya no es una túnica purpúrea tejida
por un esclavo y echada sobre el cuerpo pálido de un rey leproso para ocultar
y adornar el pecado de su lujuria, sino más bien la expresión noble y hermosa
de una vida que tiene parte de noble y de hermosa.
Así que hay que buscar al obrero y proporcionarle, dentro de lo posible, un
ambiente adecuado, pues no debemos olvidar que la verdadera prueba y virtud
de un trabajador no es su seriedad ni su industriosidad, sino su aptitud para el
diseño; y que «el diseño no es el fruto de una fantasía ociosa: es el resultado
estudiado de un cúmulo de observaciones y costumbres placenteras». De nada
sirven todas las enseñanzas del mundo si no se rodea al trabajador de
influencias felices y cosas hermosas. Es imposible que tenga ideas acertadas
sobre el color si no ve sin adulterar los bellos colores de la naturaleza; es
imposible que exprese actos e incidentes hermosos a menos que vea los que el
mundo le aporta.
Para cultivar la compasión es preciso hallarse entre seres vivos y reparar en
ellos, y para cultivar la admiración hace falta estar entre cosas bellas y
contemplarlas. «El acero toledano y la seda genovesa no hicieron sino dar
fuerza a la opresión y lustre al orgullo», como dice el señor Ruskin; les
corresponde a ustedes crear un arte hecho por la gente para alegrar a la gente y
también para deleitar el corazón de la gente, un arte que sea la expresión de su
gozo vital. No hay «en la vida vulgar nada tan vil, ni tan trivial, que no pueda
ennoblecerlo vuestro toque», nada hay en la vida que no pueda santificar el
arte.
Supongo que algunos de ustedes habrán oído hablar de dos flores
relacionadas con el movimiento estético en Inglaterra, y de las que se dice (les
aseguro que equivocadamente) que son el alimento de algunos jóvenes estetas.
Pues bien, permítanme aclararles que el motivo por el que nos gustan los lirios
y los girasoles, a pesar de lo que pueda decir el señor Gilbert, no es ninguna
moda por el vegetarianismo. Sino que esas dos flores tan encantadoras son en
Inglaterra los dos modelos de diseño más perfectos, y los más adaptados
naturalmente al arte decorativo: la belleza alegre y leonina de la una y la
preciosa delicadeza de la otra procuran al artista una alegría total y absoluta.
Hagan ustedes lo mismo, que no haya flor en sus prados cuyos zarcillos no
engalanen sus almohadas, ni hoja en sus bosques titánicos que no preste su
forma al diseño, ni ramillete de escaramujo o rosas silvestres que no viva
eternamente en un arco tallado, en una ventana o en una cornisa de mármol, y
que no haya pájaro en el aire que no preste el portento iridiscente de su color y
la exquisita curva de sus alas en vuelo para hacer más primorosa la delicadeza
de un sencillo adorno.
Todos pasamos nuestra existencia buscando el secreto de la vida. Pues
bien, el secreto de la vida está en el arte.
LA DECADENCIA DE LA MENTIRA
UNA OBSERVACIÓN.
Diálogo.
PERSONAJES: CYRIL Y VIVIAN.
ESCENARIO: LA BIBLIOTECA DE UNA CASA DE CAMPO EN
NOTTINGHAMSHIRE.
CYRIL (entrando por la puerta acristalada de la terraza): Mi querido
Vivian, no te pases el día encerrado en la biblioteca. Hace una tarde preciosa.
El aire es exquisito. Hay una neblina sobre el bosque como las flores
purpúreas del ciruelo. Vayamos a tumbarnos en la hierba, fumemos unos
cigarrillos y disfrutemos de la naturaleza.
VIVIAN: ¡Disfrutar de la naturaleza! Me alegra decir que he perdido por
completo esa facultad. La gente dice que el arte nos hace amar la naturaleza
más de lo que la amábamos antes; que nos revela sus secretos y que, después
de estudiar cuidadosamente a Corot y a Constable, vemos cosas que antes
escapaban a nuestra observación. La experiencia me dice que, cuanto más
estudiamos el arte, menos nos interesa la naturaleza. Lo que nos muestra
verdaderamente el arte es la falta de diseño de la naturaleza, su curiosa
tosquedad, su extraordinaria monotonía, su estado totalmente inacabado. La
naturaleza tiene buenas intenciones, claro, pero, como dijo una vez Aristóteles,
no puede ponerlas en práctica. Cuando contemplo un paisaje no puedo sino
fijarme en todos sus defectos. No obstante, es una suerte que la naturaleza sea
tan imperfecta, pues de lo contrario no tendríamos arte. El arte es nuestra
enérgica protesta, nuestro valeroso intento de poner a la naturaleza en su sitio.
En cuanto a la variedad infinita de la naturaleza, no es más que un mito. No se
da en la propia naturaleza. Reside en la imaginación, o el capricho, o en la
voluntaria ceguera de quien la contempla.
CYRIL: Bueno, tampoco hace falta que contemples el paisaje. Puedes
tumbarte en la hierba a fumar y charlar.
VIVIAN: Pero la naturaleza es muy incómoda. La hierba es dura, áspera y
húmeda y está llena de insectos negros y espantosos. Hasta el más torpe de los
artesanos de Morris podría fabricar un asiento más cómodo que ninguno que
pudiera hacer la naturaleza. La naturaleza palidece ante el mobiliario de «la
calle que de Oxford ha tomado el nombre», como lo enunció de manera
infame ese poeta que tanto te gusta. Aunque no me quejo. Si la naturaleza
hubiese sido cómoda, la humanidad nunca habría inventado la arquitectura, y
me gustan más las casas que el campo abierto. En una casa, siempre se tiene la
sensación de estar ante las proporciones correctas. Todo está supeditado a
nosotros, concebido para nuestro uso y disfrute. El propio egoísmo, tan
necesario para el sentido correcto de la dignidad humana, es resultado de vivir
bajo techo. Al aire libre uno se vuelve abstracto e impersonal. Pierde
totalmente su individualidad. Además la naturaleza es tan indiferente, tan
desagradecida. Siempre que paseo por la finca tengo la sensación de que le
importo tan poco como el ganado que pace en la ladera o la bardana que
florece en la cuneta. Nada hay más evidente que el hecho de que la naturaleza
odia a la inteligencia. Pensar es lo menos saludable del mundo, y la gente
muere de eso tanto como de otras enfermedades. Por suerte, al menos en
Inglaterra, el pensamiento no es contagioso. Nuestro espléndido físico como
pueblo se debe a nuestra estupidez nacional. Solo espero, por nuestro bien, que
podamos mantener muchos años este gran baluarte histórico, aunque me temo
que empezamos a estar más educados de la cuenta; ahora se dedican a la
enseñanza todos los que eran incapaces de aprender, hasta ahí ha llegado
nuestro entusiasmo por la educación. Conque vuelve a tu fatigosa e incómoda
naturaleza, y deja que siga corrigiendo estas galeradas.
CYRIL: ¡Estás escribiendo un artículo! No me parece muy coherente con
lo que acabas de decir.
VIVIAN: ¿Y quién quiere ser coherente? Los zoquetes y los doctrinarios,
los aburridos que llevan amargamente sus principios a la acción y a la reductio
ad absurdum de la práctica. Yo, no. Al igual que Emerson, he grabado la
palabra «Capricho» en el dintel de mi biblioteca. Además, mi artículo es, en
realidad, una saludable y valiosa advertencia. Si me hiciesen caso, podría
producirse un nuevo renacimiento del arte.
CYRIL: ¿De qué trata?
VIVIAN: Pienso titularlo: «La decadencia de la mentira. Protesta».
CYRIL: ¡La mentira! Creía que los políticos se ocupaban de conservar esa
tradición.
VIVIAN: Te aseguro que no. Nunca se alzan más allá del nivel de la
tergiversación y condescienden a demostrar, discutir y argumentar. ¡Qué
diferencia con el temperamento del verdadero mentiroso, con sus afirmaciones
francas y audaces, su soberbia irresponsabilidad, su saludable desdén natural
por cualquier demostración! Al fin y al cabo, ¿qué es una buena mentira?
Sencillamente la que es evidente en sí misma. Si alguien tiene tan poca
imaginación que necesita aportar pruebas en defensa de una mentira, más le
valdría decir la verdad de inmediato. No, los políticos no mienten. Tal vez
pudiera decirse algo en favor de la abogacía. El manto del sofista ha caído
sobre sus miembros. Su fingida vehemencia y su falsa retórica resultan
encantadores. Pueden hacer que la peor causa parezca la mejor, como si
acabaran de salir de las escuelas Leontinas y se sabe que han arrancado a
jurados reticentes veredictos absolutorios para sus clientes, incluso cuando,
como ocurre a menudo, eran clara e inconfundiblemente inocentes. Pero son
partidarios de lo prosaico y no reparan en apelar a los precedentes. A pesar de
sus logros, la verdad acaba por salir a la luz. Incluso los periódicos han
degenerado. Hoy son absolutamente fiables. Se nota al recorrer sus columnas.
Lo que sucede es siempre lo ilegible. Me temo que no se puede decir mucho a
favor del abogado o el periodista. Además, lo que defiendo es la mentira en el
arte. ¿Quieres que te lea lo que llevo escrito? Podría hacerte mucho bien.
CYRIL: Desde luego, siempre que me des un cigarrillo. Gracias. A
propósito, ¿a qué revista piensas enviarlo?
VIVIAN: A la Retrospective Review. Creo que ya te conté que los elegidos
le habían dado nuevos bríos.
CYRIL: ¿Quiénes son esos elegidos?
VIVIAN: ¡Oh! Los Hedonistas Cansados, claro. Es un club al que
pertenezco. Tenemos que llevar rosas marchitas en el ojal de la solapa cuando
nos reunimos, y profesar una especie de culto a Domiciano. Me temo que tú
no podrías ser miembro. Te gustan demasiado los placeres sencillos.
CYRIL: Supongo que me rechazarían por mis instintos animales.
VIVIAN: Probablemente. Además, eres un poco viejo. No admitimos a
nadie de edad corriente.
CYRIL: Bueno, imagino que debéis de aburriros mucho mutuamente.
VIVIAN: Desde luego. Es uno de los objetivos del club. En fin, si
prometes no interrumpirme demasiado, te leeré mi artículo.
CYRIL: Soy todo oídos.
VIVIAN (leyendo con voz muy clara): «La decadencia de la mentira.
Protesta: Una de las causas principales a las que puede atribuirse el carácter
particularmente vulgar de casi toda la literatura de nuestro tiempo es sin duda
la decadencia de la mentira considerada como arte, ciencia y placer social. Los
historiadores antiguos nos dieron ficciones deliciosas en forma de hechos, el
novelista moderno nos ofrece hechos aburridos bajo la forma de la ficción. El
Diario de Sesiones se está convirtiendo rápidamente en su ideal tanto en el
método como en el modo. Tiene su tedioso document humain, su mísero y
minúsculo coin de la création que escudriña con su microscopio. Puede vérsele
en la Biblioteca Nacional Francesa, o en el Museo Británico, buscando
desvergonzadamente sus temas. Ni siquiera tiene el valor de copiar las ideas
ajenas, sino que insiste en inspirarse en la vida para todo, y por fin, entre
enciclopedias y vivencias personales, fracasa estrepitosamente, después de
sacar sus tipos del círculo familiar o inspirarse en la señora de la limpieza, y
de adquirir un montón de información útil de la que nunca, ni siquiera en sus
momentos más meditativos, acierta a liberarse del todo.
»Es imposible exagerar la pérdida que causa a la literatura en general este
falso ideal de nuestro tiempo. La gente habla con tanta frivolidad del
“mentiroso nato”, como del “poeta nato”. Pero en ambos casos se equivoca.
La mentira y la poesía son artes que, como intuyó Platón, están relacionadas
entre sí y requieren un estudio cuidadoso y una devoción desinteresada. De
hecho, tienen su técnica, igual que las artes más materiales de la pintura y la
escultura tienen los sutiles secretos de la forma y el color, los misterios del
oficio y sus métodos artísticos y deliberados. Igual que se reconoce al poeta
por su música, se puede reconocer al mentiroso por el ritmo de sus frases, y en
ninguno de los dos casos basta con la mera inspiración del momento. En eso,
como en todo, la práctica precede a la perfección. Pero en nuestros días, así
como la moda de escribir poesía se ha extendido demasiado y de ser posible
debería ponérsele coto, la moda de mentir ha caído casi en el descrédito.
Muchos jóvenes se inician en la vida con un don natural de la exageración
que, cultivado en un ambiente adecuado y comprensivo, o mediante la
imitación de los mejores modelos, podría llegar a ser algo grande y
maravilloso. Pero, por lo general, acaban quedándose en nada. O bien cae en
la descuidada costumbre de la precisión…».
CYRIL: ¡Mi querido amigo!
VIVIAN: Por favor, no me interrumpas a mitad de frase. «O bien cae en la
descuidada costumbre de la precisión, o empiezan a frecuentar la compañía de
los enterados y la gente de edad. Ambas cosas son igual de fatales para su
imaginación, como lo serían para la de cualquiera, y al poco tiempo
desarrollan una facultad enfermiza y nada saludable de decir la verdad,
empiezan a comprobar las afirmaciones que se hacen en su presencia, no
dudan en contradecir a gente mucho más joven, y a menudo terminan
escribiendo novelas tan parecidas a la vida misma que es imposible que nadie
se las crea. Y no es este un ejemplo aislado, sino uno entre muchos. Y, si no se
hace algo para impedir, o al menos modificar, nuestra monstruosa adoración a
los hechos, el arte se volverá estéril y la belleza desaparecerá de la faz de la
tierra.
»Incluso el señor Robert Louis Stevenson, ese delicioso maestro de la
prosa delicada y fantasiosa, se ha dejado corromper por ese vicio moderno,
que no merece otro calificativo. Es posible despojar una historia de su realidad
al intentar hacerla demasiado verídica, y La flecha negra es tan poco artística
que no contiene ni un solo anacronismo del que pueda jactarse su autor,
mientras que la transformación del doctor Jekyll se parece peligrosamente a la
descripción de un experimento en la revista The Lancet. En cuanto al señor
Rider Haggard, que sin duda tiene, o tuvo una vez, dotes de auténtico
mentiroso, ahora está tan asustado de que lo tilden de genio que, cuando nos
cuenta algo verdaderamente maravilloso, se siente obligado a inventar una
reminiscencia personal y a incluirla en una nota al pie a modo de cobarde
confirmación. El resto de nuestros novelistas no son mucho mejores. El señor
Henry James cultiva la ficción como si fuese un deber penoso y desperdicia su
pulcro estilo literario, sus frases acertadas y su sátira ágil y cáustica con
motivos mezquinos e imperceptibles «puntos de vista». Es cierto que el señor
Hall Caine apunta a lo grandioso, pero escribe a voz en grito. Es tan ruidoso
que apenas se entiende nada de lo que dice. El señor James Payn es aficionado
al arte de ocultar cosas que no vale la pena encontrar. Persigue lo evidente con
el entusiasmo de un detective corto de miras. A medida que uno va pasando
páginas, el suspense del autor se vuelve casi insoportable. Los caballos del
faetón del señor William Black no se remontan hacia el sol. Tan solo espantan
al cielo nocturno con efectos violentamente cromolitográficos. Al verlos
llegar, los campesinos se enrocan en el dialecto. La señora Oliphant parlotea
agradablemente sobre vicarios, partidos de tenis en el césped, la domesticidad
y otras cosas fatigosas. El señor Marion Crawford se ha inmolado en el altar
del colorido local. Es como esa señora de una comedia francesa que no para de
hablar de “le beau ciel d’Italie”. Además ha adquirido la mala costumbre de
repetir obviedades morales. Se pasa el día diciéndonos que ser bueno es ser
bueno, y que ser malo es ser perverso. De vez en cuando casi resulta
edificante. Robert Elsmere es, por supuesto, una obra maestra…, pero una
obra maestra del genre ennuyeux, un género literario al parecer muy apreciado
por el pueblo inglés. Un pensativo amigo nuestro dijo una vez que le
recordaba esas conversaciones que tienen lugar en las casas de las familias no
ritualistas mientras toman un caldo. No hay duda de que un libro así solo
podía producirse en Inglaterra, el hogar de las ideas desaprovechadas. En
cuanto a la gran y cada vez más numerosa escuela de los novelistas para
quienes el sol siempre se alza en el East End, lo único que puede decirse
acerca de ellos es que la vida les parece cruda y la dejan sin cocer.
»En Francia, aunque no se haya publicado nada tan deliberadamente
tedioso como Robert Elsmere, las cosas no están mucho mejor. El señor Guy
de Maupassant, con su mordaz ironía y su vívido estilo, despoja a la vida de
los pocos harapos que aún la cubren y nos muestra una herida infectada y
purulenta. Escribe escabrosas tragedias en las que todo el mundo parece
ridículo y comedias amargas en las que uno no puede reírse por culpa de las
lágrimas. El señor Zola, fiel al elevado principio literario que expuso en uno
de sus pronunciamientos sobre la literatura (“L’homme de génie n’a jamais
d’esprit”), está decidido a demostrar que, aunque carezca de genio, al menos
sabe ser aburrido. ¡Y vaya si lo consigue! Aunque energía no le falta. De
hecho, a veces, como en Germinal, hay en su obra algo casi épico. Sin
embargo, dicha obra es mala de principio a fin, y no por motivos morales sino
artísticos. Desde el punto de vista ético todo es como debería ser. El autor es
totalmente sincero, y describe las cosas tal como ocurren. ¿Qué más puede
desear cualquier moralista? No coincidimos con la indignación moral de
nuestro tiempo contra el señor Zola. Es solo la indignación de Tartufo al verse
descubierto. En cambio, desde el punto de vista del arte, ¿qué podemos decir a
favor del autor de La taberna, Nana y Pot-Bouille? Nada. El señor Ruskin
describió una vez a los personajes de las novelas de George Eliot diciendo que
eran como esa gente de la peor ralea que viaja en el ómnibus de Pentonville,
pero los personajes del señor Zola son mucho peores. Tienen vicios aburridos
y virtudes aún más aburridas. La historia de sus vidas carece totalmente de
interés. ¿A quién le importa lo que les ocurra? En literatura hacen falta
distinción, encanto, belleza y capacidad imaginativa. No queremos que nos
aflijan y asqueen con un relato de la vida de las clases bajas. El señor Daudet
es mejor. Tiene ingenio, un toque ligero y un estilo divertido. Pero hace poco
que ha cometido un suicidio literario. A nadie puede interesarle ya Delobelle,
con su “Il faut lutter pour l’art”, o Valmajour, con su eterno estribillo sobre el
ruiseñor, o el poeta de Jack, con sus mots cruels, ahora que hemos sabido por
sus Veinte años de vida literaria que todos esos personajes se sacaron
directamente de la vida real. La impresión que nos da es que han perdido de
pronto toda su vitalidad y las pocas cualidades que tuvieron alguna vez. Las
únicas personas reales son las que no han existido nunca, y si un novelista es
lo bastante vulgar para inspirarse en la vida real, debería al menos fingir que
son creaciones y no jactarse de que sean copias. La justificación de un
personaje en una novela no es que otras personas sean como él, sino que el
autor es lo que es. De lo contrario, la novela no es una obra de arte. En cuanto
al señor Paul Bourget, el maestro del roman psychologique, comete el error de
imaginar que los hombres y las mujeres de nuestros días pueden ser analizados
infinitamente en una serie innumerable de capítulos. Lo cierto es que lo único
interesante de la gente de la buena sociedad (y el señor Bourget raras veces
sale del Faubourg Saint-Germain, excepto para venir a Londres) es la máscara
que lleva cada uno de ellos, no la realidad que se oculta detrás de la máscara.
Es una confesión humillante; pero todos estamos hechos igual. En Falstaff hay
algo de Hamlet, y en Hamlet no poco de Falsfaff. El caballero gordo tiene sus
momentos melancólicos y el joven príncipe tiene sus momentos de humor
grosero. En lo que nos distinguimos de los demás es en las cosas puramente
accidentales: en el vestir, en los modales, en el tono de voz, en las opiniones
religiosas, en la apariencia personal, en las costumbres y otras cosas por el
estilo. Cuanto más analiza uno a la gente, más desaparecen las razones para
analizarlos. Antes o después, se topa uno con ese hecho terrible y universal
llamado naturaleza humana. De hecho, como cualquiera que haya trabajado
entre los pobres sabe muy bien, la hermandad entre los hombres no es solo el
sueño de un poeta, sino una realidad de lo más deprimente y humillante; y, si
un escritor insiste en analizar a las clases superiores, lo mismo podría escribir
sobre cerilleras o vendedoras ambulantes.» En cualquier caso, mi querido
Cyril, no te entretendré más con este asunto. Admito que las novelas modernas
tienen muchas cosas buenas. Me limito a insistir en que, como género, son
ilegibles.
CYRIL: No cabe duda de que es una acusación muy grave, aunque debo
decir que algunas de tus críticas me parecen bastante injustas. Me gustan The
Deemster, y A Daughter of Heth, y Le Disciple, y Mr. Isaacs, y, en cuanto a
Robert Elsmere, he de decir que me encanta. Aunque no me parece una obra
seria. Como formulación de los problemas a los que se enfrenta el cristiano
sincero, es ridícula y anticuada. Es como Literature and Dogma de Arnold,
pero sin la literatura. Y va tan por detrás de su época como las Evidencias de
Paley, o el método de exégesis bíblica de Colenso. No se me ocurre nada
menos impresionante que el desdichado protagonista cuando anuncia
solemnemente un amanecer que alboreó hace ya tiempo y tan carente de
significado como cuando se propone seguir con el antiguo negocio con otro
nombre. No obstante, contiene varias caricaturas inteligentes y muchas citas
deliciosas; y la filosofía de Green edulcora agradablemente la amarga píldora
de la ficción del autor. No puedo sino expresar mi sorpresa de que no te hayas
referido a dos novelistas que te pasas la vida leyendo: Balzac y George
Meredith. ¿No irás a negarme que los dos son realistas?
VIVIAN: ¡Ah, Meredith! ¿Quién podría definirle? Su estilo es un caos
iluminado por el destello del rayo. Como escritor lo ha dominado todo,
excepto el lenguaje; como novelista es capaz de cualquier cosa, menos de
contar una historia; como artista es todo, menos claro. Hay un personaje de
Shakespeare (creo que Touchstone) que habla de alguien que trepa sobre su
propio ingenio, y me parece que eso podría servir como base para criticar el
método de Meredith. Pero, sea lo que sea, no es un realista. Más bien diría que
es un hijo del realismo, que ha reñido con su padre. Por elección deliberada se
ha hecho romántico. Se ha negado a doblar la rodilla ante Baal, y, después de
todo, aunque su inteligencia no se hubiese rebelado contra las ruidosas
afirmaciones del realismo, su estilo sería suficiente en sí mismo para mantener
la vida a una prudente distancia. Eso le ha permitido plantar en torno a su
jardín un seto lleno de espinas y maravillosas rosas rojas. En cuanto a Balzac,
era una sorprendente combinación de temperamento artístico y espíritu
científico. Sus discípulos han heredado solo lo último. La diferencia entre un
libro como La taberna, de Zola, y las Ilusiones perdidas, de Balzac, es la que
hay entre un realismo nada imaginativo y una realidad imaginativa. «Todos los
personajes de Balzac —dijo Baudelaire— están dotados del mismo vitalismo
que lo animaba a él. Todas sus ficciones están tan profundamente coloreadas
como sus sueños. Cada inteligencia es un arma cargada de voluntad hasta la
boca. Hasta sus marmitones están tocados por el genio.» La lectura continuada
de Balzac reduce a nuestros amigos de carne y hueso a sombras y a nuestros
conocidos a sombras de sombras. Sus personajes tienen una especie de
existencia ferviente y orgullosa. Nos dominan y desafían cualquier
escepticismo. Una de las mayores tragedias de mi vida es la muerte de Lucien
de Rubempré. Es un dolor del que nunca he podido recuperarme del todo. Me
obsesiona en mis momentos de asueto. Lo recuerdo cuando me río. Pero
Balzac no es más realista de lo que pudiera serlo Holbein. Creaba vida, no la
copiaba. Admito, no obstante, que concedía demasiada importancia a la
modernidad de la forma y que, en consecuencia, no hay ningún libro suyo que,
como obra maestra artística, pueda compararse a Salammbô o a Esmond, o a
The Cloister and the Hearth o a El vizconde de Bragelonne.
CYRIL: Así que te opones a la modernidad de la forma, ¿no?
VIVIAN: Sí. Es un precio enorme por un resultado muy pobre. La mera
modernidad de la forma tiene siempre algo de vulgar. Es inevitable. El público
cree que, puesto que él se interesa por lo que tiene a su alrededor, el arte
debería interesarse también, y tomarlo como asunto. Pero el hecho mismo de
que el público se interese por esas cosas, hace que dejen de ser aptas para el
arte. Lo único bello, como dijo no sé quién, es lo que no nos concierne. En
cuanto algo nos resulta útil o necesario, o nos afecta de algún modo, sea para
bien o para mal, o despierta nuestra simpatía, o forma parte vital del ambiente
en que vivimos, queda fuera de la verdadera esfera del arte. Deberíamos ser
más o menos indiferentes respecto a los sujetos de este. Al menos, no
deberíamos tener preferencias, ni prejuicios, ni sentimientos partidistas. Los
pesares de Hécuba constituyen un motivo admirable para una tragedia, porque
Hécuba no significa nada para nosotros. No se me ocurre, en la historia de la
literatura, nada más penoso que la carrera artística de Charles Reade. Escribió
un libro magnífico, The Cloister and the Hearth, tan superior a Romola, como
lo es Romola a Daniel Deronda, y desperdició el resto de su vida en un
absurdo intento de ser moderno y atraer la atención del público sobre el estado
de las prisiones y la gestión de los manicomios privados. Charles Dickens ya
era bastante deprimente cuando se esforzaba en despertar nuestra compasión
por las víctimas de las leyes de pobreza; pero Charles Reade, un artista, un
erudito, un hombre con una auténtica intuición de la belleza, quejándose y
protestando por los abusos de la vida moderna como un vulgar escritor de
panfletos o un periodista sensacionalista, es un espectáculo para hacer llorar a
los ángeles. Créeme, querido Cyril, la modernidad de la forma y la
modernidad del asunto son una equivocación. Hemos confundido la librea de
la época con la túnica de las musas, y nos pasamos el día en las sórdidas
callejuelas y los horribles suburbios de nuestras ciudades, cuando deberíamos
estar en la falda de la colina con Apolo. Desde luego somos una raza
decadente y hemos vendido nuestra primogenitura por un plato de hechos.
CYRIL: Algo de razón tienes, y no hay duda de que por mucho que nos
divierta leer una novela puramente moderna, rara vez obtenemos ningún
placer artístico al releerla. Y tal vez sea esa la prueba mejor de lo que es
literatura y lo que no. Si uno no puede disfrutar leyendo un libro una y otra
vez, es que no vale la pena leerlo. Pero ¿qué me dices de la vuelta a la vida y
la naturaleza? Es la panacea que recomienda todo el mundo.
VIVIAN: Te leeré lo que digo al respecto. El pasaje aparece después en el
artículo, pero ya puestos te lo leeré ahora:
«El grito más popular de nuestro tiempo es: “Volvamos a la vida y a la
naturaleza, ellos recrearán el arte para nosotros, harán que corra la sangre por
sus venas, aligerarán sus pies y fortalecerán sus manos”. Pero ¡ay!, nos
equivocamos en nuestros amables y bienintencionados esfuerzos. La
naturaleza siempre va por detrás de su tiempo. Y, en cuanto a la vida, es el
solvente que corroe el arte, el enemigo que devasta su casa».
CYRIL: ¿A qué te refieres con eso de que la naturaleza siempre va por
detrás de su época?
VIVIAN: Bueno, tal vez suene un poco críptico. A lo que me refiero es a lo
siguiente: si por naturaleza nos referimos a un instinto sencillo y natural en
contraposición a la cultura y a la conciencia, las obras producidas bajo esa
influencia siempre son caducas, anticuadas y pasadas de moda. Es posible que
un toque de naturaleza nos emparente a todos, pero dos destruirán cualquier
obra de arte. Si, por el contrario, consideramos la naturaleza como una
colección de fenómenos externos al hombre, solo descubriremos en ella
aquello que le aportemos. Ella no tiene nada que decir. Wordsworth fue a la
región de los Lagos, pero nunca fue un poeta lacustre. Encontró en las piedras
los sermones que él mismo había escondido. Se dedicó a moralizar sobre la
región, pero su mejor obra la escribió cuando regresó, no a la naturaleza, sino
a la poesía. La poesía le dio «Laodamia», sus sonetos más hermosos y la gran
«Oda». La naturaleza le dio «Martha Ray» y «Peter Bell», y la dedicatoria a la
pala del señor Wilkinson.
CYRIL: Creo que es una opinión discutible. Me inclino más a creer en el
«impulso del bosque primaveral», aunque, por supuesto, el valor artístico de
dicho impulso depende por completo del temperamento que lo reciba, de
modo que el regreso a la naturaleza significaría solo el avance de una gran
personalidad. Imagino que estarás de acuerdo. En cualquier caso, prosigue con
tu artículo.
VIVIAN (leyendo): «El arte empieza con la decoración abstracta, con una
obra puramente placentera e imaginativa que trata de lo que es irreal e
inexistente. Esa es la primera fase. Luego la vida se fascina con esa nueva
maravilla y pide ser admitida en el círculo encantado. El arte adopta la vida
como parte de su materia prima, la recrea y modifica en formas nuevas, es
totalmente indiferente a los hechos, inventa, imagina, sueña y conserva entre
él y la realidad la impenetrable barrera del estilo bello, del tratamiento
decorativo o ideal. En la tercera etapa, la vida se pone al mando y expulsa al
arte al desierto. He ahí la verdadera decadencia, y eso es lo que estamos
padeciendo ahora.
»Tomemos el ejemplo del teatro inglés. Al principio, mientras estuvo en
manos de los monjes, el arte dramático fue abstracto, decorativo y mitológico.
Luego puso a la vida a su servicio y, utilizando algunas de sus formas
externas, creó una raza totalmente nueva de seres cuyas penas eran más
terribles que ningún otro pesar que nadie hubiera conocido, cuyas alegrías eran
más intensas que las de cualquier amante, que poseían la ira de los Titanes y la
calma de los dioses, y que tenían pecados monstruosos y maravillosos y
virtudes no menos monstruosas y maravillosas. A todos ellos les dio un
lenguaje distinto al que se usa normalmente, un lenguaje de resonante
musicalidad y ritmo dulce, con la elegancia de sus solemnes cadencias y la
delicadeza de sus ritmos fantasiosos, adornado con palabras maravillosas y
enriquecido con una dicción elevada. Revistió a sus hijos de extraños ropajes y
les dio máscaras, y, a su llamada, el mundo antiguo se alzó de su tumba de
mármol. Un nuevo César recorrió las calles de Roma, y otra Cleopatra
remontó el río hasta Antioquía con velas purpúreas y remos movidos al son de
las flautas. Los viejos mitos, sueños y leyendas volvieron a cobrar forma y
sustancia. La historia se reescribió por completo y apenas hubo un dramaturgo
que no reconociera que el objeto del arte no era la simple verdad sino la
belleza compleja. No les faltaba razón. El arte es una forma de exageración; y
la selección, que constituye el espíritu mismo del arte, no es sino una forma
intensificada de énfasis.
»Pero la Vida no tardó en hacer añicos la perfección de la forma. Incluso
en Shakespeare se vislumbra ya el principio del fin. Se intuye en la progresiva
eliminación del verso blanco de las últimas obras, en la predominancia
concedida a la prosa y en la importancia exagerada que se da a la
caracterización. Los numerosos pasajes en Shakespeare en los que el lenguaje
resulta extraño, vulgar, exagerado, afectado e incluso obsceno, se deben a que
la vida exigía un eco de su propia voz y rechazaba la intervención de ese estilo
bello que es el único medio a través del cual debería poder expresarse.
Shakespeare no es, ni mucho menos, un artista intachable. Le gusta demasiado
retratar directamente la vida y copiar su lenguaje natural. Olvida que cuando el
arte renuncia al instrumento de la imaginación renuncia a todo. Goethe dice en
alguna parte: “In der Beschränkung zeigt sich erst der Meister”, “El maestro se
revela trabajando dentro de unos límites”, y la limitación y la verdadera
condición del arte es el estilo. Pero no nos extendamos más sobre el realismo
de Shakespeare. La tempestad es la más perfecta de las palinodias. Lo único
que queríamos señalar era que las magníficas obras isabelinas y jacobinas
llevaban en su seno el germen de su propia disolución y que si utilizar la vida
como materia prima les dio parte de su fuerza, utilizarla como método artístico
les contagió todas sus debilidades. El resultado inevitable de la sustitución de
un método creativo por otro imitativo, y del abandono de la forma
imaginativa, es el melodrama inglés. Los personajes de esas obras hablan en el
escenario exactamente igual que hablarían fuera de él; no tienen ni espíritu ni
aspiraciones; están tomados directamente de la vida real y reproducen su
vulgaridad hasta el más minucioso detalle, adoptan el porte, los modales, la
vestimenta y el acento de la gente real, pasarían desapercibidos en un vagón de
tercera. Y, no obstante, ¡qué fatigosas resultan esas obras! Ni siquiera
consiguen producir la sensación de realidad que pretenden y que constituye la
única razón de su existencia. Como método, el realismo es un completo
fracaso.
»Lo que es cierto en el caso del teatro y la novela no lo es menos en el de
las artes decorativas. La historia de dichas artes en Europa es el relato de la
lucha entre el orientalismo, con su franco rechazo de la imitación, su amor por
la convención artística y su desagrado ante la representación real de cualquier
objeto de la naturaleza, y nuestro propio espíritu imitativo. Allí donde ha
dominado el primero, ya sea en Bizancio, Sicilia o España gracias a un
verdadero contacto, o en el resto de Europa por la influencia de las Cruzadas,
hemos tenido arte bello e imaginativo en el que las cosas visibles de la vida se
transmutan en convenciones artísticas, y las cosas que la vida no tiene se
inventan y modelan a su antojo. En cambio, allí donde hemos vuelto a la vida
y la naturaleza, nuestras obras siempre han sido vulgares, comunes y carentes
de interés. Los tapices modernos, con sus efectos aéreos, sus perspectivas
complicadas, sus amplias extensiones de cielos vacíos y su realismo fiel y
laborioso, carecen totalmente de belleza. Las vidrieras alemanas son
absolutamente detestables. En Inglaterra estamos empezando a tejer alfombras
aceptables, pero solo porque hemos vuelto al método y el espíritu orientales.
Nuestras esteras y alfombras de hace veinte años, con sus verdades solemnes y
deprimentes, su inane adoración a la naturaleza y sus sórdidas reproducciones
de objetos visibles, se han convertido, incluso para los filisteos, en motivo de
risa. Un musulmán cultivado nos dijo una vez: “Vosotros, los cristianos, estáis
tan ocupados malinterpretando el cuarto mandamiento que nunca se os ha
ocurrido aplicar artísticamente el segundo”. Tenía toda la razón, y la verdad
del asunto se reduce a esto: la verdadera escuela del arte no es la vida, sino el
arte».
Y ahora deja que te lea otro pasaje que, en mi opinión, zanja por completo
el asunto.
«No siempre fue así. Es innecesario hablar de los poetas, porque, con la
desdichada excepción del señor Wordsworth, no cabe duda de que han sido
fieles a su elevada misión y todo el mundo admite que son poco de fiar. Pero
en las obras de Heródoto, quien, a pesar de los superfluos y egoístas intentos
de los eruditos a la violeta por comprobar sus historias, puede llamarse con
justicia “el padre de las mentiras”, en los discursos de Cicerón y las biografías
de Suetonio, en las mejores obras de Tácito, en la Historia natural de Plinio, en
el Periplus de Hanno, en todas las crónicas antiguas, en las Vidas de los
santos, en Froissart y en sir Thomas Mallory, en los Viajes de Marco Polo, en
Olaus Magnus, y en Aldrovandi, y en Conrad Lycosthenes, con su magnífico
Prodigiorum et ostentorum chronicon, en la Autobiografía, de Benvenuto
Cellini, en las Memorias, de Casanova, en el Diario del año de la peste, de
Defoe, en la Vida del doctor Johnson, de Boswell, en los despachos de
Napoleón y en las obras de nuestro Carlyle, cuya Revolución francesa es una
de las novelas históricas más fascinantes que jamás se han escrito, los hechos
ocupan el lugar subordinado que les corresponde o se descartan sin más por
tediosos. Ahora todo es distinto. Los hechos no solo se han abierto un hueco
en la historia, sino que usurpan el dominio de la fantasía y han invadido el
reino de la ficción. Su toque gélido se percibe en todas partes. Están
vulgarizando a la humanidad. El brutal mercantilismo de Norteamérica, su
espíritu materialista, su indiferencia por el lado poético de las cosas y su falta
de imaginación y de ideales elevados e inalcanzables, se deben sobre todo a
que el país haya adoptado como héroe nacional a un hombre que, según su
propia confesión, era incapaz de contar una mentira, y no es exagerado decir
que la historia de George Washington y el cerezo ha hecho más daño y en un
plazo más corto que ningún otro cuento moral.»
CYRIL: ¡Amigo mío!
VIVIAN: Te aseguro que así es, y lo más gracioso es que la historia del
cerezo es un mito. En cualquier caso no vayas a creer que desespero
totalmente del futuro artístico de Norteamérica o nuestro país. Escucha:
«No me cabe la menor duda de que antes de que concluya el siglo habrá de
producirse un cambio. Aburrida por la tediosa y moralizante conversación de
quienes carecen tanto de ingenio para exagerar como de genio para inventar,
hastiada de las personas inteligentes cuyos recuerdos están siempre basados en
la memoria y cuyas afirmaciones están invariablemente limitadas por la
probabilidad y pueden ser corroboradas por cualquier filisteo, la sociedad,
antes o después, tendrá que volver a su líder perdido, el mentiroso cultivado y
fascinante. Ignoramos quién fue el primero que, sin haber participado jamás en
la violenta partida de caza, contó al cavernícola, al atardecer, cómo había
arrancado al megaterio de la oscuridad purpúrea de su caverna de jaspe, o
cómo había matado al mamut en singular combate para arrancarle los
colmillos dorados, y ninguno de nuestros antropólogos modernos, a pesar de
toda su ciencia presuntuosa, ha tenido el valor de decírnoslo. Fuese cual fuese
su nombre y su raza, sin duda fue el verdadero fundador de las relaciones
sociales, pues el objetivo del mentiroso no es otro que cautivar, entretener y
deleitar. Es la base de la sociedad civilizada, y sin él una cena, aunque sea en
las mansiones más ilustres, es tan aburrida como una conferencia en la Royal
Society, un debate en la Sociedad de Autores o una de las comedias del señor
Burnand.
»Y no solo la sociedad le dará la bienvenida. El arte, tras escapar de la
prisión del realismo, correrá a saludarle, y besará sus falaces y hermosos
labios, sabiendo que solo él está en posesión del gran secreto de todas sus
manifestaciones, el secreto de que la verdad es entera y totalmente una
cuestión de estilo; mientras que la vida (la previsible, aburrida e insulsa vida
humana), cansada de repetirse a sí misma en beneficio del señor Herbert
Spencer, los historiadores científicos y los recopiladores de estadísticas en
general, le seguirá humildemente y tratará de reproducir, a su manera sencilla
e indocta, algunas de las maravillas de las que habla.
»No hay duda de que habrá críticos que, al igual que cierto escritor en la
Saturday Review, censurarán solemnes al narrador de los cuentos de hadas por
su deficiente conocimiento de la historia natural, calibrarán las obras
imaginativas por su propia falta de toda facultad imaginativa y alzarán
horrorizados las manos manchadas de tinta si algún honrado caballero que no
haya ido más allá de los tejos de su jardín, escribe un libro de viajes
fascinante, como sir John Mandeville, o si, como hizo el gran Raleigh, escribe
una historia universal, sin saber nada del pasado. Para excusarse, buscarán
cobijo bajo el escudo de quien hizo mago a Próspero y le dio a Calibán y a
Ariel como criados, de quien oyó a los tritones soplar sus caracolas en los
arrecifes de coral de la isla Encantada, y a las hadas canturrear en un bosque
cerca de Atenas, de quien llevó a los reyes fantasmas en lúgubre procesión por
los neblinosos páramos escoceses y ocultó a Hécate en una caverna con las
tres brujas. Invocarán a Shakespeare, como siempre, y citarán ese pasaje tan
trillado en que el arte ofrece un espejo a la naturaleza, olvidando que este
desafortunado aforismo sirve precisamente para que Hamlet demuestre a los
presentes que sus opiniones artísticas son totalmente descabelladas».
CYRIL: ¡Ejem! Otro cigarrillo, por favor.
VIVIAN: Mi querido amigo, digas lo que digas, no es más que una mera
expresión escénica y no representa las verdaderas opiniones de Shakespeare
sobre el arte más de lo que los parlamentos de Yago puedan representar su
verdadera opinión sobre la moral. Pero déjame llegar al final del pasaje:
«El arte encuentra su propia perfección dentro y no fuera de sí mismo. No
debe juzgársele según un patrón de apariencia externo. Es un velo más que un
espejo. Tiene flores jamás vistas en bosque alguno, pájaros que no hay en
ningún campo. Hace y deshace muchos mundos y puede arrancar a la luna del
cielo con un hilo escarlata. Suyas son las “formas más reales que los hombres
vivos” y suyos son los grandes arquetipos de las que todo lo existente no es
más que una copia incompleta. Para él la naturaleza carece de leyes y
uniformidad. Puede obrar milagros a voluntad y cuando convoca a monstruos
del abismo, le obedecen. Puede pedir al almendro que florezca en invierno y
cubrir de nieve los trigales maduros. A sus órdenes, la escarcha posa su dedo
plateado sobre la boca ardiente de junio, y los leones alados salen de sus
madrigueras en las colinas lidias. Las dríades se asoman entre las ramas al
verlo pasar y los pardos faunos sonríen extrañamente cuando se les acerca. Lo
adoran dioses con cara de halcón y los centauros galopan a su lado».
CYRIL: Me gusta. Me parece estar viéndolo. ¿Es el final?
VIVIAN: No. Hay otro párrafo, pero es puramente práctico. En él sugiero
varios métodos con los que podría resucitarse el arte perdido de la mentira.
CYRIL: Bueno, antes de que me lo leas, querría hacerte una pregunta. ¿A
qué te refieres al decir que la previsible, aburrida e insulsa vida humana tratará
de reproducir las maravillas del arte? Entiendo tu objeción a que se considere
el arte como un espejo porque eso reduciría el genio a un mero espejo roto.
Pero ¿no irás a decirme en serio que crees que la vida imita al arte y que la
vida es el espejo y el arte la realidad?
VIVIAN: Por supuesto que sí. Por paradójico que pueda parecer, y las
paradojas siempre son peligrosas, no deja de ser cierto que la vida imita al arte
mucho más que el arte a la vida. Todos hemos visto en estos tiempos en
Inglaterra cómo cierta belleza curiosa y fascinante, inventada y recalcada por
dos pintores imaginativos, ha influido tanto en la vida que siempre que uno va
a una exposición privada o a un salón artístico encuentra aquí los ojos místicos
del sueño de Rossetti, el esbelto cuello marfileño, la mandíbula extrañamente
recta, el cabello suelto y sombrío que tanto amaba, allí la dulce castidad de
«La escalera dorada», la boca florida y la cansada belleza del «Laus amoris»,
la lividez del rostro de Andrómeda, las manos finas y la ágil belleza de la
Vivian de «El sueño de Merlín». Y siempre ha sido así. Un gran artista inventa
un tipo, y la vida se esfuerza en copiarlo y reproducirlo bajo una forma
popular, igual que un editor emprendedor. Ni Holbein ni Van Dyck
encontraron en Inglaterra lo que nos han legado. Trajeron consigo sus tipos, y
la vida, con su marcada facultad imitativa, se dedicó a proporcionar al maestro
sus modelos. Los griegos lo comprendieron, merced a su agudo instinto
artístico, y colocaron en la cámara nupcial estatuas de Hermes o de Apolo para
que la novia diera a luz hijos tan bellos como las obras de arte que
contemplaba en sus momentos de éxtasis o dolor. Sabían que la vida no solo
obtiene del arte espiritualidad, profundidad de juicio y paz o tormento del
alma, sino que también puede formarse a partir de las líneas y colores del arte
y reproducir la dignidad de Fidias y la elegancia de Praxíteles. De ahí surgió
su objeción al realismo. Les disgustaba por razones puramente sociales.
Intuían que, inevitablemente, afea a la gente y no les faltaba razón. Intentamos
mejorar la situación de la raza proporcionándole aire fresco, sol, agua limpia y
esos horribles y austeros edificios donde se alojan las clases inferiores. Pero
esas cosas solo producen salud y no belleza. Para eso hace falta el arte, y los
verdaderos discípulos del gran artista no son los imitadores de su taller, sino
aquellos que llegan a ser como sus obras de arte, sean plásticas, como en
época de los griegos, o pictóricas como en nuestro tiempo; en una palabra la
vida es el único y el mejor alumno del arte.
Lo mismo que ocurre con las artes visuales, sucede con la literatura. El
ejemplo más obvio y vulgar es el caso de esos muchachos medio estúpidos
que, después de leer las aventuras de Jack Sheppard o Dick Turpin, saquean el
puesto de una pobre vendedora de manzanas, entran a robar de noche en una
confitería y asustan a los ancianos que vuelven a casa de la City abordándoles
en callejuelas con antifaces negros y revólveres descargados. Este interesante
fenómeno que ocurre siempre tras la aparición de una nueva edición de
cualquiera de los libros a los que acabo de referirme, suele atribuirse a la
influencia de la literatura sobre la imaginación. Pero es un error. La
imaginación es esencialmente creativa y siempre busca formas nuevas. El
muchacho bandido es sencillamente el resultado inevitable del instinto
imitativo de la vida. Es un hecho, ocupado, como suelen estarlo los hechos, en
reproducir la ficción, y lo que vemos en él se repite a mayor escala en la vida
entera. Schopenhauer ha analizado el pesimismo que caracteriza el
pensamiento moderno, pero Hamlet lo inventó. El mundo se ha vuelto triste
porque una marioneta se puso melancólica. El nihilista, ese extraño mártir
carente de fe, que va a la picota sin entusiasmo y muere por algo en lo que no
cree, es un producto puramente literario. Lo inventó Turguéniev y lo
perfeccionó Dostoievski. Robespierre surgió de las páginas de Rousseau igual
que el Palacio del Pueblo surgió del débris de una novela. La literatura
siempre se anticipa a la vida. No la copia, sino que la moldea a voluntad. El
siglo XIX, tal como lo conocemos, es en gran parte una invención de Balzac.
Nuestros Lucien de Rubempré, nuestros Rastignac y De Marsay hicieron su
primera aparición en el escenario de La comedia humana. Nosotros no
hacemos más que llevar a la práctica (con notas a pie de página y añadidos
innecesarios) el capricho, la fantasía o la visión creativa de un gran novelista.
Una vez pregunté a una señora que conocía íntimamente a Thackeray, si se
había inspirado en alguien para crear a Becky Sharp. Me contestó que Becky
era inventada, pero que la idea del personaje se la había dado una institutriz
que vivía cerca de Kensington Square como dama de compañía de una anciana
muy rica y egoísta. Le pregunté qué había sido de la institutriz y me respondió
que, curiosamente, pocos años después de la publicación de La feria de las
vanidades, se había fugado con el sobrino de la dama con quien vivía, y
durante un tiempo había causado sensación en sociedad, muy al estilo de la
señora Rawdon Crawley y totalmente de acuerdo con sus métodos. Luego
había caído en desgracia, se había marchado al continente y de vez en cuando
se dejaba ver en Montecarlo y otros lugares de juego. El noble caballero en
quien se inspiró ese mismo gran sentimental para crear al coronel Newcome
falleció, unos meses después de que viera la luz la cuarta edición de The
Newcomes, con la palabra «Adsum» en los labios. Poco después de que el
señor Stevenson publicara su curioso relato psicológico de transformación, un
amigo mío, llamado Hyde, se encontraba en el norte de Londres e, impaciente
por llegar a una estación de ferrocarril, tomó lo que creyó que era un atajo, se
perdió y acabó en un laberinto de calles sórdidas y de aspecto siniestro.
Nervioso, empezó a andar más deprisa cuando de pronto un niño salió
corriendo de unas arcadas y se le metió entre las piernas, cayó el suelo y le
hizo tropezar. Asustado y dolorido, el niño se puso a gritar y en unos segundos
la calle se llenó de gente que salía de las casas como hormigas. Le rodearon y
le preguntaron su nombre. Estaba a punto de dárselo cuando de pronto recordó
el incidente con que empieza el relato del señor Stevenson. Se quedó tan
aterrorizado por haber vivido personalmente esa escena terrible y tan bien
escrita, y de haber hecho por accidente lo que el Hyde de ficción había hecho a
propósito, que salió corriendo a toda velocidad. No obstante lo siguieron de
cerca y por fin se refugió en la consulta de un médico cuya puerta estaba
abierta y donde le explicó a un joven enfermero lo que le había sucedido. Por
fin convenció a la turba de que se marchara pagándole una pequeña suma de
dinero y en cuanto la calle quedó despejada se fue. Al salir reparó en el
nombre que había grabado en la placa de latón de la consulta. Era «Jekyll». O
al menos debería haberlo sido.
En ese caso la imitación fue, por supuesto, accidental. En el ejemplo
siguiente la imitación fue consciente. En 1879, justo después de salir de
Oxford, conocí en una recepción en casa de un embajador a una mujer de
exótica belleza. Nos hicimos muy amigos y pasamos mucho tiempo juntos. Y,
no obstante, lo que me interesaba de ella no era tanto su belleza como su
carácter, o más bien la absoluta vaguedad de su carácter. Parecía no tener
personalidad, sino solo la capacidad de adoptar muchas diferentes. A veces se
dedicaba por completo al arte, convertía su salón en un estudio y pasaba dos o
tres días a la semana en museos y galerías pictóricas. Luego le daba por ir a las
carreras, llevar ropa típica de los aficionados a los caballos y no hablar más
que de apuestas. Abandonó la religión por el mesmerismo, el mesmerismo por
la política y la política por las melodramáticas emociones de la filantropía. De
hecho era una especie de Proteo, y sus transformaciones eran tan infructuosas
como las de aquel portentoso dios marino cuando cayó en manos de Ulises.
Un día empezó a publicarse un folletín por entregas en una revista francesa.
En esa época yo tenía afición a los folletines y recuerdo muy bien mi sorpresa
cuando llegué a la descripción de la protagonista. Se parecía tanto a mi amiga
que le llevé la revista y ella se reconoció inmediatamente y pareció quedarse
fascinada por el parecido. Debería aclararte que la historia era una traducción
del relato de un autor ruso fallecido unos años antes, por lo que el autor no
había podido inspirarse en mi amiga. En fin, por decirlo brevemente, unos
meses después viajé a Venecia, encontré la revista en el salón del hotel y la leí
para saber qué había sido de la protagonista. Era una historia muy triste, pues
la joven terminaba fugándose con un hombre totalmente inferior a ella, y no
solo en posición social, sino también en inteligencia y personalidad. Escribí a
mi amiga esa tarde para contarle mis opiniones sobre Bellini, los admirables
helados del Florián y el valor artístico de las góndolas, y añadí una posdata
para advertirle que su doble se había comportado de manera muy estúpida. No
sé por qué lo hice, pero recuerdo que temí que pudiera hacer lo mismo. Antes
de que le llegase mi carta, se fugó con un hombre que la abandonó al cabo de
seis meses. Volví a verla en 1884, en París, donde estaba viviendo con su
madre, y le pregunté si la historia había tenido algo que ver con sus actos. Me
contó que había tenido el impulso irresistible de seguir paso a paso a la
protagonista en su extraño y fatídico destino y que había sentido auténtico
pavor al leer los últimos capítulos. Cuando se publicaron, pensó que su
obligación era reproducirlos en la vida real, y así lo hizo. Fue un clarísimo
ejemplo de ese instinto imitativo del que te hablaba y además muy trágico.
No obstante, no quiero entretenerme más con ejemplos concretos. Las
vivencias personales son un círculo vicioso y muy limitado. Lo único que
quiero subrayar es el principio general de que la vida imita al arte mucho más
que el arte a la vida, y estoy convencido de que, si lo piensas seriamente, verás
que es cierto. La vida ofrece un espejo al arte y o bien reproduce un arquetipo
extraño imaginado por un pintor o un escultor, o pone en práctica lo que se ha
soñado en la ficción. Científicamente hablando, la base de la vida (la energía
de la vida, que diría Aristóteles) no es más que el deseo de expresarse, y el arte
siempre presenta varias formas a través de las cuales puede conseguirse dicha
expresión. La vida se adueña de ellas y las utiliza aunque sea en perjuicio
propio. Hay jóvenes que se han suicidado porque Rolla lo hizo, y que se han
quitado la vida porque Werther también se la quitó. Piensa en lo que debemos
a la imitación de Cristo o a la de César.
CYRIL: Ciertamente, es una teoría muy curiosa, pero para completarla
tendrías que demostrar que la naturaleza, igual que la vida, es una imitación
del arte. ¿Estás dispuesto?
VIVIAN: Mi querido amigo, estoy dispuesto a demostrar cualquier cosa.
CYRIL: Entonces, ¿la naturaleza imita al paisajista y le copia sus efectos?
VIVIAN: Desde luego. ¿A quién, si no a los impresionistas, debemos esas
maravillosas nieblas parduzcas que se arrastran por nuestras calles, oscurecen
la luz de las farolas y convierten las casas en sombras monstruosas? ¿A quién,
si no a ellos y a su maestro, debemos las encantadoras nieblas plateadas que
flotan sobre nuestro río y convierten en vagas formas el puente elegantemente
curvo y las gabarras mecidas por el agua? El extraordinario cambio que se ha
producido en el clima de Londres en los últimos diez años se debe totalmente
a esa escuela artística. Veo que sonríes. Considera la cuestión desde un punto
de vista científico o metafísico y verás que tengo razón. Pues ¿qué es al cabo
la naturaleza? No es una madre que nos haya dado a luz. Es creación nuestra.
Cobra vida en nuestro cerebro. Las cosas existen porque las vemos. Y lo que
vemos y cómo lo vemos depende de las artes que nos hayan influenciado.
Contemplar una cosa es muy distinto de verla. Uno no ve nada hasta que no
repara en su belleza. Entonces, y solo entonces, cobra existencia. Hoy en día la
gente ve nieblas no porque las haya, sino porque los poetas y los pintores le
han enseñado el maravilloso encanto de dichos efectos. Es posible que haya
habido nieblas en Londres desde hace siglos. Me atrevo a decir que así es.
Pero nadie las vio y nada sabemos de ellas. No existieron hasta que el arte las
inventó. Hay que reconocer que ahora se han llevado al exceso. Se ha
convertido en el mero manierismo de una camarilla, y el realismo exagerado
de su método causa bronquitis a los obtusos. Allí donde las personas
cultivadas captan un efecto, los iletrados cogen un resfriado. Seamos, pues,
compasivos y pidamos al arte que vuelva sus maravillosos ojos hacia otra
parte. En realidad, ya lo ha hecho. Esa luz brillante y temblorosa que se ve hoy
en Francia con sus extraños manchurrones malva y sus incansables sombras
violetas es su último capricho y, en conjunto, la naturaleza lo reproduce de
manera admirable. Donde antes nos ofrecía Corot y Daubigny, ahora nos da
exquisitos Monet y fascinantes Pissarro. De hecho, hay momentos ciertamente
raros, aunque pueden observarse de vez en cuando, en los que la naturaleza se
vuelve absolutamente moderna. Por supuesto, no siempre es de fiar. La verdad
es que está en una mala situación. El arte crea un efecto único e incomparable
y después pasa a ocuparse de otras cosas. La naturaleza, en cambio, olvida que
la imitación puede ser una forma de insulto, y sigue repitiendo el efecto hasta
que acaba hastiándonos. Nadie verdaderamente cultivado, por ejemplo, alaba
hoy la belleza de una puesta de sol. Están pasadas de moda. Pertenecen a una
época en la que Turner era el último grito en cuestiones artísticas. Admirarlas
es un claro indicio de provincianismo del carácter, por más que sigan teniendo
su público. Ayer por la tarde, la señora Arundel insistió en que me acercara a
la ventana y contemplara un cielo «espléndido», como lo llamó ella. Por
supuesto, tuve que complacerla. Es una de esas filisteas absurdamente guapas
a las que no se les puede negar nada. ¿Y qué fue lo que vi? Tan solo un Turner
de segunda, un Turner de una mala época, con los peores defectos del pintor
subrayados y exagerados. Por supuesto, estoy dispuesto a admitir que la vida a
menudo comete el mismo error. Produce René falsos y copias de Vautrin, igual
que la naturaleza nos ofrece un día un dudoso Cuyp y otro un más que
cuestionable Rousseau. Aun así, cuando hace estas cosas, la naturaleza resulta
más irritante, pues nos parece estúpida, obvia e innecesaria. Un Vautrin falso
puede ser delicioso, pero un Cuyp dudoso es insoportable. De todos modos, no
quisiera ser demasiado exigente con la naturaleza. Preferiría que el canal de la
Mancha, sobre todo en Hastings, no se pareciera con tanta frecuencia a un
Henry Moore, gris perla con luces amarillas, pero seguro que, cuando el arte
sea más variado, también lo será la naturaleza. Que imita al arte no creo que
pueda negarlo ni su peor enemigo. Es lo único que la mantiene en contacto
con el hombre civilizado. ¿He conseguido demostrar mi teoría de forma
satisfactoria?
CYRIL: La has demostrado de manera insatisfactoria, que es aún mejor.
Pero, aun admitiendo ese extraño instinto imitativo en la vida y la naturaleza,
sin duda reconocerás que el arte expresa el temperamento de su época, el
espíritu de su tiempo y las condiciones morales y sociales que lo rodean y bajo
cuya influencia se producen.
VIVIAN: ¡Por supuesto que no! El arte nunca expresa nada que no sea a sí
mismo. En ese principio se basa mi nueva estética; y es esa vital relación entre
la forma y la sustancia, en la que tanto insiste el señor Pater, la que convierte a
la música en el arquetipo de todas las artes. Por supuesto, las naciones y los
individuos, con esa saludable vanidad natural que constituye el secreto de la
existencia, siempre tienen la impresión de que las Musas hablan de ellos y
tratan de encontrar en la serena dignidad del arte imaginativo un espejo de sus
turbias pasiones, olvidando que el cantor de la vida no es Apolo sino Marsias.
Alejado de la realidad, y apartando la mirada de las sombras de la cueva, el
arte revela su propia perfección, y la multitud asombrada que observa cómo se
abren los pétalos de la incomparable rosa cree que le están contando su propia
historia y que su espíritu ha hallado su expresión en una forma nueva. Pero no
es así. El arte más elevado rechaza la carga del espíritu humano y saca mayor
provecho de un medio nuevo o un material desconocido que de cualquier
entusiasmo por el arte, cualquier pasión elevada o gran despertar de la
conciencia humana. Se desarrolla según su propio plan. No simboliza época
alguna. Las épocas son sus símbolos.
Incluso quienes defienden que el arte es representativo de una época, un
lugar y un pueblo, no pueden sino admitir que cuanto más imitativo es el arte,
menos representa el espíritu de su época. Los malvados rostros de los
emperadores romanos nos miran desde el repulsivo pórfido y el jaspe moteado
en que les gustaba trabajar a los artistas realistas de aquel tiempo y creemos
poder adivinar en esos labios crueles y esas mandíbulas sensuales el secreto de
la ruina del Imperio. Pero no fue así. Los vicios de Tiberio no podían destruir
esa civilización suprema, como tampoco podían salvarla las virtudes de los
Antoninos. Cayó por otras razones menos interesantes. Las sibilas y los
profetas de la capilla Sixtina pueden servir para interpretar ese nuevo
nacimiento del espíritu libre que llamamos Renacimiento, pero ¿qué nos dicen
los palurdos borrachos y los campesinos pendencieros del arte holandés del
alma de Holanda? Cuanto más abstracto e ideal es el arte, mejor revela el
temperamento de la época. Si queremos entender una nación a través de su
arte, estudiemos su música o su arquitectura.
CYRIL: En eso estoy de acuerdo contigo. El espíritu de una época puede
expresarse mejor en las artes abstractas e ideales, puesto que el propio espíritu
es abstracto e ideal. Por otro lado, si queremos apreciar el aspecto visible de
una época, su apariencia, por así decirlo, debemos recurrir a las artes
imitativas.
VIVIAN: No lo creo. Después de todo, lo que nos ofrecen las artes
imitativas no son más que los diversos estilos de los artistas concretos, o de
ciertas escuelas artísticas. Supongo que no creerás que la gente de la Edad
Media guardaba el menor parecido con las figuras de las vidrieras medievales,
las esculturas en piedra o madera medievales, la forja medieval, los tapices o
los manuscritos miniados. Probablemente fuesen gente de aspecto normal, sin
nada grotesco, notable o descabellado en su apariencia. La Edad Media, como
la conocemos a través del arte, es solo una forma de estilo, y no hay razón por
la que un artista con ese estilo no pudiera aparecer en el siglo XIX. Ningún
gran artista ve las cosas como son en realidad. Si lo hiciera, dejaría de ser un
artista. Tomemos un ejemplo de nuestros días. Sé que te gustan los objetos
japoneses. ¿De verdad imaginas que los japoneses, tal como se representan en
su arte, existen en realidad? En ese caso es que no has entendido lo más
mínimo el arte japonés. Los japoneses son la creación intencionada de ciertos
artistas individuales. Si comparas una estampa de Hokusai o de Hokkei, o de
cualquiera de los grandes pintores de aquel país, con un caballero o una dama
japonesa de verdad, verás que no hay el menor parecido entre ellos. La gente
de verdad que vive en Japón no es muy distinta de los ingleses normales; es
decir, es extremadamente vulgar y no tiene nada de extraordinario. De hecho
todo Japón es una pura invención. No existe ese país, ni ese pueblo. Uno de
nuestros pintores más fascinantes viajó hace poco al país del crisantemo con la
descabellada esperanza de ver a los japoneses. Lo único que vio y tuvo
ocasión de pintar fueron unos cuantos farolillos y unos abanicos. No logró
descubrir a sus habitantes, tal como demuestra claramente su preciosa
exposición en la galería Dowdeswell. Ignoraba que los japoneses son, como he
dicho, tan solo una forma de estilo, un exquisito capricho del arte. Y por eso,
cuando uno quiere ver un efecto japonés, no viaja a Tokio como un turista
cualquiera, sino que se queda en casa y se empapa de la obra de ciertos artistas
japoneses, y luego, después de absorber el espíritu de su estilo y captar su
visión imaginativa, va a sentarse una tarde en el parque o a pasear por
Piccadilly, y, si no ve allí un efecto absolutamente japonés, es que no lo verá
en ninguna parte. O, por volver a hablar del pasado, tomemos otro ejemplo de
los antiguos griegos. ¿Crees que el arte griego nos dice cómo eran los griegos?
¿Acaso piensas que las mujeres atenienses eran como esas figuras dignas y
elegantes de los frisos del Partenón, o como esas diosas maravillosas que se
sientan en los pedimentos triangulares de dicho edificio? A juzgar por su arte,
así era. Pero lee a una autoridad como, por ejemplo, Aristófanes. Descubrirás
que las mujeres atenienses se emperifollaban mucho, llevaban zapatos de
tacón, se teñían el pelo de amarillo, se maquillaban y abusaban del colorete, y
eran exactamente iguales que cualquier mujer estúpida de nuestros días caída
en desgracia o víctima de la moda. El hecho es que contemplamos el pasado
solo a través del arte, y el arte, por suerte, nunca nos dice la verdad.
CYRIL: Pero ¿qué me dices de los retratos modernos de los pintores
ingleses? ¿No irás a negarme que son como la gente a quien pretenden
representar?
VIVIAN: Desde luego. Se parecen tanto que, dentro de cien años, nadie los
creerá. Los únicos retratos creíbles son aquellos que apenas tienen nada del
retratado y sí mucho del artista. Los dibujos de Holbein de los hombres y
mujeres de su época nos parecen absolutamente reales. Pero eso es solo
porque Holbein obligó a la vida a aceptar sus condiciones y sus límites, a
reproducir su arquetipo y a mostrarse como él quería. Lo que nos hace creer en
algo es solo el estilo. La mayoría de nuestros pintores modernos están
condenados a caer en el más absoluto de los olvidos. No pintan lo que ven.
Pintan lo que ve el público y el público nunca ve nada.
CYRIL: Bueno, después de esto, estoy deseando oír el final de tu artículo.
VIVIAN: Será un placer. Aunque no sé si servirá de algo. El nuestro es sin
duda el siglo más aburrido y prosaico que se pueda imaginar. Pero si hasta el
sueño nos ha engañado y ha cerrado las puertas de marfil y abierto las de
hueso. Los sueños de las grandes clases medias de este país, recogidos por el
señor Myers en dos gruesos volúmenes, y en las Actas de la Sociedad
Psíquica, son lo más deprimente que he leído en mi vida. No hay ni siquiera
entre ellos una pesadilla que valga la pena. Son aburridos, sórdidos y tediosos.
En cuanto a la Iglesia, no se me ocurre nada mejor para la cultura de un país
que la presencia en ella de un cuerpo de individuos cuya obligación es creer en
lo sobrenatural, llevar a cabo milagros diarios y mantener con vida esa
facultad creadora de mitos tan esencial para la imaginación. Pero en la Iglesia
de Inglaterra uno triunfa no por su capacidad para creer, sino por la de no
creer. La nuestra es la única Iglesia en la que el escéptico ocupa un lugar en el
altar y se considera a santo Tomás el apóstol ideal. Muchos clérigos
venerables, que se pasan la vida haciendo admirables obras de caridad, viven y
mueren desapercibidos y desconocidos; pero basta con que algún estudiante
mediocre de cualquier universidad suba al púlpito y exprese sus dudas sobre el
Arca de Noé, el burro de Balaam o Jonás y la ballena, para que medio Londres
acuda en tropel a escucharle y se quede boquiabierto de admiración ante su
soberbio intelecto. El avance del sentido común en la Iglesia de Inglaterra es
ciertamente lamentable. Supone en realidad una degradante concesión a la
forma más baja de realismo. Y además es estúpido. Emana de una absoluta
ignorancia de la psicología. El hombre puede creer lo imposible, pero nunca lo
improbable. Pero más vale que te lea el final de mi artículo:
«Lo que debemos hacer, lo que en todo caso constituye nuestra obligación,
es resucitar el antiguo arte de la mentira. Por supuesto, los aficionados pueden
hacer una gran labor en los círculos familiares, los almuerzos literarios y los
tés de media tarde para educar al público. Pero esa es meramente la faceta
frívola y elegante de la mentira, parecida a la que probablemente se oyera en
las cenas cretenses. Hay muchas otras formas: por ejemplo, mentir para
conseguir alguna ventaja personal (con un propósito moral, como suele
decirse) está un poco mal visto en nuestros tiempos, pero era muy popular en
el mundo antiguo. Atenea se ríe cuando Ulises le dice “sus palabras astutas y
arteras”, como lo expresó el señor William Morris, y la gloria de la
mendacidad ilumina el pálido ceño del héroe intachable de la tragedia de
Eurípides y coloca entre las nobles mujeres del pasado a la joven novia de una
de las odas más exquisitas de Horacio. Después, lo que al principio había sido
solo un instinto natural, se elevó a una ciencia consciente. Se desarrollaron
complicadas normas para guiar a la humanidad, y se formó una importante
escuela literaria para estudiar la cuestión. De hecho cuando uno recuerda el
excelente tratado filosófico de Sánchez sobre esta cuestión, no puede sino
lamentar que a nadie se le haya ocurrido publicar una edición barata y
resumida de las obras de ese gran casuista. Un breve manual titulado Cuándo y
cómo mentir, si se publicara de forma atractiva y no demasiado cara, sería sin
duda un éxito de ventas y resultaría muy práctico para mucha gente seria y
sesuda. La mentira para mejorar a la juventud, que constituye la base de la
educación familiar, sigue practicándose entre nosotros y sus ventajas están
expuestas de un modo tan admirable en los primeros libros de la República de
Platón que no vale la pena detenerse en ellas. Es una forma de mentira para el
que todas las buenas madres están de sobra capacitadas, aunque todavía podría
mejorarse y por desgracia la junta escolar la ha pasado por alto. Mentir por un
salario mensual es, por supuesto, práctica bien conocida en Fleet Street, y la
profesión de escritor y líder político tiene sus ventajas, aunque se la tenga por
una ocupación aburrida, y, ciertamente, no vaya mucho más allá de una
especie de oscuridad ostentosa. La única forma de mentira irreprochable es la
mentira por la mentira, cuya expresión más elevada es, como ya hemos
señalado, la mentira en el arte. Igual que quienes aprecian menos a Platón que
a la verdad no pueden cruzar el umbral de la Academia, quienes no aman a la
belleza más que a la verdad jamás conocerán el altar más íntimo del arte. El
sólido e impasible intelecto británico yace en las arenas del desierto como la
Esfinge en el maravilloso cuento de Flaubert, mientras la fantasía, la Chimère,
baila en torno a él y le llama con su voz falsa y aflautada. Puede que ahora no
la oiga, pero sin duda algún día, cuando todos estemos mortalmente aburridos
de la vulgaridad de la ficción moderna, la escuche y procure tomar prestadas
sus alas.
»Y cuando alboree ese día, o se tiña de rojo ese atardecer, ¡cuál no será
nuestro regocijo! Los hechos se considerarán deshonrosos, la verdad llorará
encadenada y lo fabuloso y la capacidad de maravilla volverán del exilio. El
aspecto del mundo cambiará ante nuestra atónita mirada. Behemoth y Leviatán
surgirán del océano y nadarán en torno a las galeras de altas popas, como
hacían en los preciosos mapas de las épocas en que todavía eran legibles los
libros de geografía. Los dragones vagarán por los desiertos y el fénix alzará el
vuelo desde su nido de fuego. Atraparemos al basilisco y veremos la joya que
hay en la cabeza del sapo. El hipogrifo ronzará la dorada avena en nuestros
establos y sobre nuestras cabezas volará el pájaro azul cantando cosas
hermosas e imposibles, cosas bellas que nunca ocurren, que no son y que
deberían ser. Pero antes de que eso suceda tenemos que cultivar el arte perdido
de la mentira».
CYRIL: En tal caso habrá que cultivarlo cuanto antes. Aunque, para no
cometer errores, querría que me indicaras brevemente cuáles son las doctrinas
de la nueva estética.
VIVIAN: Pues helas aquí brevemente explicadas: el arte solo se expresa a
sí mismo. Tiene vida independiente, igual que el pensamiento, y se desarrolla
según sus propias normas. No tiene por qué ser realista en una época realista,
ni espiritual en una época de fe. Lejos de ser fruto de su época, suele estar en
oposición directa con ella, y la única historia que conserva para nosotros es la
de su propio progreso. A veces vuelve sobre sus pasos y renace en alguna
forma antigua, como sucedió antaño con el movimiento arcaizante del último
arte griego y ocurre hoy con el movimiento prerrafaelita. En otras épocas se
anticipa totalmente a su tiempo y produce obras que no es posible entender,
apreciar y disfrutar hasta pasado un siglo. En ningún caso reproduce su
tiempo. Pasar del arte de una época a la época misma es el gran error de los
historiadores.
La segunda doctrina es la siguiente: todo el arte malo procede de la vuelta
a la vida y la naturaleza y de elevar ambas cosas a ideales. La vida y la
naturaleza pueden utilizarse a veces como parte de la materia prima del arte,
pero antes de que le sean de verdadera utilidad deben transformarse en
convenciones artísticas. En cuanto el arte renuncia a su medio imaginativo
renuncia a todo. Como método, el realismo es un completo fracaso y las dos
cosas que todo artista debería evitar son la modernidad de la forma y la
modernidad del asunto. Para quienes vivimos en el siglo XIX, cualquier siglo
excepto el nuestro constituye un asunto válido desde el punto de vista artístico.
Lo único bello es lo que no nos concierne. Por citarme a mí mismo, Hécuba
constituye un asunto tan apropiado para una tragedia porque su desdicha nos
es indiferente. Además, solo el arte moderno pasa de moda. El señor Zola
quiso pintar un retrato del Segundo Imperio. ¿A quién le interesa hoy el
Segundo Imperio? Está pasado de moda. La vida va más deprisa que el
realismo, en cambio el romanticismo se adelanta siempre a la vida.
La tercera doctrina es que la vida imita al arte mucho más que el arte a la
vida, lo cual es resultado no solo del instinto imitativo de esta, sino del hecho
de que su objetivo consciente es encontrar un modo de expresión, y de que el
arte ofrece ciertas formas hermosas mediante las cuales puede poner en
práctica dicha energía. Es una teoría que nunca se había enunciado antes, pese
a ser extremadamente fructífera y arrojar una luz totalmente nueva sobre la
historia del arte.
Como corolario, se deduce que la naturaleza también imita al arte. Los
únicos efectos que puede mostrarnos son los que hemos visto antes en la
poesía o la pintura. He ahí el secreto del hechizo de la naturaleza y la
explicación de sus debilidades.
La revelación final es que la mentira, la expresión de cosas falsas y bellas,
constituye el verdadero objetivo del arte. Pero de eso creo haber hablado ya
suficientemente. Y ahora salgamos a la terraza donde «el lechoso pavo real se
inclina como un fantasma» mientras la estrella vespertina «inunda de plata el
atardecer». Al caer el sol, la naturaleza ofrece un efecto sugerente y
maravilloso no carente de encanto, aunque puede que su uso principal sea
ilustrar citas de poetas. ¡Vamos! Ya hemos hablado demasiado.
Primera parte
con algunas observaciones sobre la importancia
de no hacer nada
Un diálogo
PERSONAJES: Gilbert y Ernest.
ESCENARIO: la biblioteca de una casa de Piccadilly, con vistas a Green
Park.
GILBERT (al piano): Mi querido Ernest, ¿de qué te ríes?
ERNEST (alzando la mirada): De una historia muy graciosa que acabo de
leer en este libro de Memorias que he encontrado sobre tu mesa.
GILBERT: ¿Qué libro? ¡Ah, sí! Aún no lo he leído. ¿Es bueno?
ERNEST: Lo he estado hojeando mientras tocabas y me ha parecido
divertido, aunque, por lo general, no me gustan los libros modernos de
memorias. La mayoría los ha escrito gente que o bien ha perdido por completo
la memoria o bien no ha hecho nada que valga la pena recordar; lo cual, sin
duda, explica su popularidad, pues el público inglés nunca se encuentra tan a
sus anchas como cuando le habla algún mediocre.
GILBERT: Sí, el público es maravillosamente tolerante. Lo perdona todo
menos el genio. Aunque debo confesar que me gustan los libros de memorias.
Me interesan tanto por la forma como por el fondo. En la literatura el mero
egotismo es delicioso. Eso es lo que hace fascinantes las cartas de
personalidades tan distintas como Cicerón y Balzac, Flaubert y Berlioz, Byron
y madame de Sévigné. Siempre que topamos con él, y, curiosamente, no
ocurre muy a menudo, no podemos sino darle la bienvenida y no lo olvidamos
con facilidad. La humanidad siempre adorará a Rousseau por haber confesado
sus pecados no a un cura, sino al mundo, y las ninfas recostadas que Cellini
esculpió en bronce para el castillo del rey Francisco, e incluso el Perseo verde
y oro que muestra a la luna en la Logia de Florencia el terror que antes
convertía la vida en piedra, no le han producido más placer que la
autobiografía en que ese distinguido sinvergüenza renacentista narra la historia
de su esplendor y su deshonra. Las opiniones, el carácter y los logros del
personaje apenas tienen importancia. Puede tratarse de un escéptico como el
gentil señor de Montaigne, o de un santo como el amargado hijo de Mónica,
pero cuando nos revela sus secretos siempre nos hechiza y nos obliga a aguzar
el oído y no despegar los labios. La manera de pensar representada por el
cardenal Newman (suponiendo que resolver los problemas intelectuales
negando la supremacía del intelecto pueda considerarse una manera de
pensar), no creo que deba ni pueda sobrevivir. Pero el mundo nunca se cansará
de observar el alma perturbada en su avance de una oscuridad a otra. La
iglesia solitaria en Littlemore, donde «el hálito de la mañana es húmedo y son
escasos los fieles», siempre será de su agrado, y, cada vez que vea florecer la
boca de dragón amarilla en las paredes de Trinity, pensará en aquel cortés
estudiante que vio en la recurrencia de la flor una profecía de que viviría
siempre con la benigna madre de sus días, una profecía que la fe, en su locura
o su sabiduría, no permitió que se cumpliera. Sí, la autobiografía es
irresistible. El pobre, simple y vanidoso señor Pepys ha entrado por su
charlatanería en el círculo de los inmortales, y, consciente de que la
indiscreción es lo más valioso, se mueve entre ellos con esa «harapienta toga
purpúrea con botones dorados y encaje deshilachado», que tanto disfruta
describiendo; totalmente a sus anchas, parlotea para su propio placer y para el
nuestro a propósito de las enaguas azul índigo que le compró a su mujer; de
las «asaduras de cerdo» y el «delicioso estofado de ternera» que le gustaba
comer; de la partida de bolos que echó con Will Joyce y «sus correrías en
busca de beldades»; de sus recitados de Hamlet los domingos y de los
conciertos de viola los días de diario; y de otras cosas perversas o triviales.
Incluso en la vida real el egotismo tiene su atractivo. Cuando la gente habla de
los demás, suele ser aburrida. Cuando habla de sí misma casi siempre resulta
interesante, y, si se la pudiera hacer callar, cuando se pone aburrida, como
cuando cerramos un libro, sería totalmente perfecta.
ERNEST: Hay mucha virtud en ese «si», como diría Touchstone. Pero ¿de
verdad propones que cada cual se convierta en su propio Boswell? ¿Qué sería
de nuestros industriosos compiladores de vidas y memorias en ese caso?
GILBERT: ¿Qué ha sido de ellos? Son la plaga de nuestro tiempo, ni más
ni menos. Hoy en día todo gran hombre tiene sus discípulos, y siempre es
Judas el encargado de escribir su biografía.
ERNEST: ¡Mi querido amigo!
GILBERT: Me temo que es cierto. Antes canonizábamos a nuestros héroes.
El método moderno consiste en vulgarizarlos. Las ediciones baratas de
grandes libros son maravillosas, pero las ediciones baratas de los grandes
hombres son absolutamente detestables.
ERNEST: ¿Se puede saber, Gilbert, a quién te refieres?
GILBERT: ¡Oh! A todos nuestros littérateurs de segunda fila. Estamos
invadidos por un tropel de gente que, cuando muere un poeta o un pintor,
llegan a la casa con el empleado de pompas fúnebres y olvidan que su
obligación es guardar silencio. Pero no hablemos de ellos. No son más que los
ladrones de cadáveres de la literatura. Uno se queda con el polvo, otro con la
ceniza y el alma se les escapa. Y ahora deja que toque para ti algo de Chopin,
¿o prefieres a Dvorák? ¿Quieres que te toque una fantasía de Dvorák?
Compone piezas apasionadas y de un extraño colorido.
ERNEST: No; ahora no quiero escuchar música. Es demasiado indefinida.
Además, anoche invité a cenar a la baronesa Bernstein y, aunque es
encantadora en todo lo demás, insistió en hablar de música como si estuviera
escrita en alemán. Y me alegra decir que, suene como suene la música, no se
parece lo más mínimo a la lengua alemana. Hay formas de patriotismo que son
de lo más degradante. No; Gilbert, no toques más. Date la vuelta y háblame.
Háblame hasta que el día de cuernos blancos entre en la habitación. Hay algo
maravilloso en tu voz.
GILBERT (levantándose del piano): Esta noche no estoy de humor. ¡Qué
detalle tan horrible por tu parte sonreír así! Es cierto, no estoy de humor.
¿Dónde están los cigarrillos? Gracias. ¡Qué exquisitos son estos narcisos!
Parecen hechos de ámbar y frío marfil. Son como el arte griego de la mejor
época. ¿Qué historia es esa de las confesiones del académico arrepentido que
tanto te ha hecho reír? Cuéntamela. Después de tocar a Chopin me siento
como si hubiese estado llorando unos pecados que no hubiera cometido y
llevara luto por tragedias ajenas. La música siempre me produce el mismo
efecto. Crea un pasado que desconocíamos y nos hace sentir unas penas
ignoradas por nuestras lágrimas. Puedo imaginar a alguien que haya llevado
una vida totalmente vulgar y que, después de oír por casualidad una curiosa
pieza musical, descubra de pronto que su alma, sin que él lo haya sabido, ha
pasado por vivencias terribles y conocido temibles alegrías, apasionados
amores románticos o grandes renuncias. Así que cuéntame esa historia, Ernest.
Necesito distraerme.
ERNEST: ¡Oh! No tiene mayor importancia. Pero me ha parecido una
ilustración ciertamente admirable del verdadero valor de la crítica artística.
Por lo visto, en cierta ocasión una dama preguntó muy solemne al académico
arrepentido, como tú le llamas, si su famoso cuadro Día de primavera en
Whiteley o Esperando el último ómnibus, o algo por el estilo, estaba pintado a
mano.
GILBERT: ¿Y lo estaba?
ERNEST: Eres incorregible. Pero, hablando en serio, ¿de qué sirve la
crítica de arte? ¿Por qué no dejar tranquilo al artista para que cree un mundo
nuevo, si así lo desea, o en caso contrario, prefigurar el mundo que ya
conocemos y que tengo para mí que nos aburriría soberanamente si el arte con
su fino espíritu y su delicado instinto de selección no lo purificase, por así
decirlo, para nosotros y no le otorgara una perfección momentánea? Mi
impresión es que la imaginación extiende, o debería extender, la soledad a su
alrededor y que trabaja mejor aislada y en silencio. ¿Por qué ha de perturbar al
artista el clamor estridente de la crítica? ¿Por qué quienes son incapaces de
crear se dedican a juzgar el valor del trabajo creativo? ¿Qué saben ellos de
eso? Si la obra de alguien es fácil de entender, sobran las explicaciones…
GILBERT: Y si su obra es incomprensible, cualquier explicación es
perniciosa.
ERNEST: Yo no he dicho eso.
GILBERT: Pues deberías. Hoy en día quedan tan pocos misterios que no
podemos permitirnos perder ninguno. Creo que los miembros de la Browning
Society, como los teólogos de la Broad Church Party, o los autores de la
Colección Grandes Escritores de Walter Scott, pasan el tiempo intentando
explicar a su divinidad. Uno tenía la esperanza de que Browning fuese un
místico y ellos se han esforzado en demostrar que tan solo era incoherente.
Uno pensaba que tenía algo que ocultar y ellos han demostrado que apenas
tenía nada que enseñar. Pero hablo solo de su obra incoherente. Considerado
en conjunto, fue un gran hombre. No formaba parte de los olímpicos y tenía
los defectos de un titán. No era amplio de miras y rara vez pudo cantar. Su
obra está lastrada por la lucha, la violencia y el esfuerzo, y no pasó de la
emoción a la forma, sino del pensamiento al caos. Pero aun así sigue siendo
grande. Se ha dicho de él que fue un pensador, y ciertamente se pasaba el día
pensando, y además en voz alta; pero no era el pensamiento lo que le
fascinaba, sino más bien el proceso por el que actúa el pensamiento. Era la
máquina lo que amaba, no lo que la máquina produce. El método por el que el
loco llega a su locura le interesaba tanto como el supremo conocimiento del
sabio. De hecho, tanto le fascinaba el sutil mecanismo de la inteligencia que
despreciaba el lenguaje, o lo consideraba un instrumento de expresión
incompleto. La rima, ese eco exquisito con el que la hueca montaña de la
Musa crea y responde a su propia voz; la rima, que en manos del verdadero
artista, se convierte no solo en un elemento material de belleza rítmica, sino
también en un elemento espiritual de pensamiento y pasión, capaz de despertar
nuevos estados de ánimo, de sugerir nuevas asociaciones de ideas o de abrir
por la mera dulzura de su sonido una puerta dorada a la que la imaginación
hubiera estado llamando en vano; la rima, que puede convertir los balbuceos
humanos en el habla de los dioses; la rima, la única cuerda que hemos añadido
a la lira griega, se convirtió en manos de Robert Browning en algo grotesco y
deforme que a veces le llevó a esconderse tras la poesía como un mal
comediante y a cabalgar con demasiada frecuencia en tono de broma a lomos
de Pegaso. Hay momentos en que nos hiere con su música monstruosa. Es
más, si solo puede producirla rompiendo las cuerdas de su laúd, las rompe con
chasquidos desacordes, y ninguna cigarra ateniense de alas trémulas y
melodiosas se posa sobre el cuerno de marfil para hacer que el ritmo sea
perfecto o la pausa menos brusca. Aun así fue grande y, pese a que convirtió el
lenguaje en un fango inmundo, modeló con él hombres y mujeres vivos. Es la
criatura más shakespeareana desde Shakespeare. Si Shakespeare sabía cantar
con una miríada de labios, Browning sabía balbucear con mil bocas. Incluso
ahora, mientras hablo no en su contra sino a su favor, veo pasar por la
habitación todo el cortejo de sus personajes. Ahí está fra Lippo Lippi con las
mejillas todavía ardientes por el beso apasionado de una muchacha. Ahí, el
temible Saúl con los viriles zafiros centelleando en su turbante. Ahí están
Mildred Tresham y el monje español, amarillo de odio, y Blougram, y Ben
Ezra, y el obispo de Santa Práxedes. El hijo de Setebos farfulla en un rincón, y
Sebald pasa de largo al oír a Pippa, contempla el rostro ajado de Ottima y la
odia y se odia a sí mismo y su pecado. Pálido como el blanco satén de su
jubón, el melancólico rey observa con ojos traicioneros al fidelísimo Strafford
que va a enfrentarse a su destino, y Andrea se estremece al oír a los primos
silbar en el jardín y ordena a su esposa que baje. Sí, Browning fue grande. ¿Y
cómo se le recordará? ¿Como poeta? ¡Ah, como poeta no! Pasará a la historia
como escritor de ficción, puede que como el mejor escritor de ficción que
hayamos tenido. Su sentido de la situación dramática no tenía parangón y,
aunque no supiera responder a sus propias preguntas, al menos sabía
plantearlas. ¿Y qué otra cosa debe hacer un artista? Como creador de
personajes está a la altura de quien creó a Hamlet. Si hubiese sido más
coherente habría podido sentarse a su lado. El único que le llega a la altura del
zapato es George Meredith. Meredith es Browning en prosa, igual que el
propio Browning, que utilizó la poesía como medio para escribir en prosa.
ERNEST: Tienes parte de razón, pero también eres injusto.
GILBERT: Es difícil no serlo con las cosas que uno ama. Pero volvamos a
lo que estábamos hablando. ¿Qué es lo que decías?
ERNEST: Solo que en los mejores tiempos del arte, no había críticos de
arte.
GILBERT: Me parece haber oído antes esa observación, Ernest. Tiene la
vitalidad de un error y es tan aburrida como un antiguo amigo.
ERNEST: Pues es cierto. Sí, no hace falta que muevas la cabeza con tanta
petulancia. Es cierto. En los mejores tiempos del arte no había críticos de arte.
El escultor tallaba en el bloque de mármol blanco el gran Hermes de
miembros blancos que dormía en su interior. Los fundidores y doradores de
imágenes, daban tono y textura a la estatua, y el mundo, al verla, la adoraba en
silencio. El artista vertía el bronce reluciente en el molde de arena, y el río de
rojo metal se enfriaba formando nobles curvas y adoptaba la forma del cuerpo
de un dios. Luego daba vida a sus ojos ciegos con la ayuda del esmalte o las
piedras preciosas. Los ondulados cabellos de jacinto se rizaban bajo su cincel.
Y cuando el hijo de Leto se alzaba en su pedestal en algún templo sombrío
decorado con pinturas al fresco o en un pórtico con una columnata iluminada
por el sol, los viandantes, ἁβρῶς βαίνοντες διὰ λαμπροτάτου αἰθέρος, eran
conscientes de que había aparecido una nueva influencia en sus vidas, y
soñolientos, o con una sensación de extraña y vivaz alegría, iban a sus casas o
al trabajo diario, o puede que atravesaran las puertas de la ciudad para ir a ese
prado frecuentado por las ninfas donde el joven Fedro se mojaba los pies, y,
tumbados entre la hierba, bajo los altos plátanos que susurraban movidos por
la brisa y los agnus castus floridos, se pusieran a pensar en la belleza y
guardaran un sobrecogido silencio. En esos días el artista era libre. Cogía la
arcilla fina con sus propias manos de la orilla del río que corría por el valle, y
con una tosca herramienta de madera o hueso le daba formas tan exquisitas
que la gente las ofrendaba a los muertos, y todavía hoy las encontramos en las
tumbas polvorientas de las amarillentas colinas de Tanagra, con el oro apagado
y la púrpura deslucida todavía presentes en los ojos, los cabellos y el ropaje.
En una pared de cal fresca, teñida de brillante almagre o una mezcla de leche y
azafrán, pintaba una figura que hollaba con pies cansados los purpúreos
campos de asfódelos salpicados de blanco, una figura «tras cuyos párpados se
ocultaba toda la guerra de Troya», Polixena, la hija de Príamo; o a Ulises,
sabio y artero, atado con fuertes cabos al mástil para poder escuchar sin
peligro el canto de las sirenas, o vagando junto al cristalino río Aqueronte,
sobre cuyo lecho pedregoso centellean los peces como fantasmas; o a los
persas con falda y mitra batiéndose en retirada ante los griegos en Maratón, o
las galeras haciendo entrechocar sus espolones metálicos en la bahía de
Salamina. Dibujaba con carboncillo y punta de plata en pergamino y corteza
de cedro. Sobre el marfil y la rosada terracota pintaba con cera mezclada con
aceite de oliva, que luego endurecía con un hierro al rojo. Los paneles, el
mármol y el lienzo de lino se volvían maravillosos cuando los rozaba su
pincel; y la vida al ver reflejada su propia imagen, callaba, sin atreverse a decir
nada. De hecho, todo le pertenecía, desde los comerciantes sentados en la
plaza del mercado, hasta el pastor envuelto en su manto en las montañas;
desde la ninfa oculta entre los laureles y el fauno que toca la siringa a
mediodía, hasta el rey a quien unos esclavos de hombros aceitados
transportaban en una litera con largos cortinajes verdes y abanicaban con
plumas de pavo real. Los hombres y las mujeres pasaban ante él con gesto de
placer o de dolor. Él los observaba y hacía suyo su secreto. Mediante la forma
y el color, recreaba un mundo.
Eran suyas hasta las artes más sutiles. Sostenía la gema contra el disco
giratorio, y la amatista se convertía en el purpúreo lecho de Adonis, y a través
de las vetas del sardónice corría Artemisa con sus perros. Moldeaba el oro en
rosas y las enhebraba para hacer un collar o un brazalete. Lo moldeaba para
hacer guirnaldas para el casco del vencedor, palmas para la túnica tiria o
máscaras para los muertos de la familia real. En el reverso del espejo plateado,
grababa a Tetis transportada por sus nereidas, o a Fedra enamorada con su aya,
o a Perséfone, hastiada de sus recuerdos, enhebrándose amapolas en los
cabellos. El alfarero se sentaba en su cobertizo y el jarro brotaba del torno
entre sus manos como una flor. Decoraba la base, el tallo y las asas con un
dibujo de delicadas hojas de olivo, con hojas de acanto o con ondas curvas y
encrespadas. Luego pintaba de rojo o de negro efebos que corrían o
combatían; caballeros con armadura, con extraños escudos heráldicos y
curiosas viseras, inclinados en sus carros con forma de concha hacia los
corceles encabritados; dioses que celebraban banquetes u obraban milagros;
héroes victoriosos o doloridos. A veces dibujaba con finas líneas de color
bermellón sobre fondo blanco al lánguido esposo con la esposa y a Eros
revoloteando a su alrededor, un eros como los ángeles de Donatello, un niñito
sonriente con alas doradas o azules. En la parte curva escribía el nombre de su
amigo ΚΑΛΟΣ ΑΛΚΙΒΙΑΔΗΣ o ΚΑΛΟΣ ΧΑΡΜΙΔΗΣ y nos contaba la
historia de sus días. En el borde de la ancha copa dibujaba ciervos paciendo, o
un león dormido, según le dictara su capricho. En el pomo de perfume sonreía
Afrodita acicalándose; Dionisos danzaba en torno a la jarra de vino con los
pies manchados de posos, seguido de un séquito de ménades de miembros
desnudos; mientras, igual que un sátiro, el viejo Sileno se tumbaba entre los
odres llenos o agitaba la mágica vara rematada por una piña y adornada de
oscura hiedra. Nadie perturbaba al artista en su trabajo. Ninguna cháchara
irresponsable le molestaba. No le preocupaban las opiniones. A orillas del
Iliso, dice Arnold en alguna parte, no había nadie con nombres tan vulgares
como Higginbotham. A orillas del Iliso, mi querido Gilbert, no había estúpidos
congresos de arte que llevaran el provincianismo a las provincias y dieran voz
a los mediocres. A orillas de Iliso no había tediosas revistas de arte en las que
unos cuantos menestrales parlotearan de cosas que no entienden. Por las orillas
cubiertas de juncos de ese río no se pavoneaba un periodismo ridículo que se
erige en juez cuando debería estar pidiendo clemencia en el banco de los
acusados. Los griegos no tenían críticos de arte.
GILBERT: Ernest, eres encantador, pero tus opiniones son muy poco
sólidas. Me temo que has estado prestando oídos a la conversación de alguien
mayor que tú. Lo cual nunca está exento de peligros y, si lo tomas por
costumbre, descubrirás que es funesto para cualquier desarrollo intelectual. En
cuanto al periodismo moderno no seré yo quien lo defienda. Justifica su propia
existencia por el gran principio darwiniano de la supervivencia del más vulgar.
A mí solo me atañe la literatura.
ERNEST: Pero ¿qué diferencia hay entre literatura y periodismo?
GILBERT: ¡Oh! El periodismo es ilegible y la literatura no se lee. A eso se
reduce todo. Pero créeme que tu afirmación de que los griegos no tenían
críticos de arte es absurda. Sería más acertado decir que los griegos eran una
nación de críticos de arte.
ERNEST: ¿Ah, sí?
GILBERT: Sí, una nación de críticos de arte. Pero no quisiera echar por
tierra el cuadro deliciosamente irreal que has trazado de la relación del artista
helénico con el espíritu intelectual de su época. Proporcionar una descripción
detallada de algo que nunca ha ocurrido no es solo la verdadera ocupación del
historiador, sino el privilegio inalienable de cualquier hombre culto y de
talento. Y menos aún querría dármelas de erudito. La conversación erudita es
la pose del ignorante o la profesión de los mentalmente desocupados. En
cuanto a lo que suele llamarse «conversación moralizante» es solo el método
absurdo con el que unos filántropos no menos absurdos intentan desactivar el
justo rencor de las clases criminales. No; deja que toque para ti una alocada
pieza escarlata de Dvorák. Las pálidas figuras del tapiz nos sonríen y los
pesados párpados de mi Narciso de bronce están dominados por el sueño. No
hablemos de nada solemne. Soy consciente de que hemos nacido en una época
en la que solo se habla con seriedad de cosas aburridas y me aterroriza ser
malinterpretado. No hagas que me rebaje a darte información útil. La
educación es admirable, pero de vez en cuando no está mal recordar que nada
que valga la pena conocer puede ser enseñado. A través del hueco de las
cortinas veo la luna como una moneda de plata recortada. Las estrellas se
apiñan en torno a ella como abejas doradas. El cielo es un zafiro hueco y duro.
Salgamos a disfrutar de la noche. El pensamiento es maravilloso, pero la
aventura aún lo es más. ¿Quién sabe si encontraremos al príncipe Florizel de
Bohemia o si oiremos decir a la bella cubana que no es lo que parece?
ERNEST: Qué obstinado eres. Insisto en que sigas discutiendo el asunto
conmigo. Has dicho que los griegos eran una nación de críticos de arte. ¿Qué
crítica nos han dejado?
GILBERT: Mi querido Ernest, aunque no hubiese llegado hasta nosotros
un solo fragmento de crítica artística de los tiempos helénicos o helenísticos,
no por eso sería menos cierto que los griegos eran una nación de críticos de
arte, y que inventaron la crítica artística, igual que inventaron la crítica en
general. Después de todo, ¿cuál es la principal deuda que hemos contraído con
los griegos? Sencillamente, el espíritu crítico. Y dicho espíritu, que ellos
aplicaban a la religión, la ciencia, la ética, la metafísica, la política y la
educación, también lo aplicaban a las cuestiones artísticas, y, de hecho, nos
han legado el sistema crítico más perfecto que ha conocido el mundo respecto
a las dos artes supremas.
ERNEST: Pero ¿cuáles son las dos artes supremas?
GILBERT: La vida y la literatura, la vida y la expresión perfecta de la vida.
Los principios de la primera, tal y como los expusieron los griegos, no pueden
ponerse en práctica en una época tan contaminada por falsos ideales como la
nuestra. Los de la segunda son en muchos casos tan sutiles que apenas
podemos entenderlos. Si admitimos que el arte más perfecto es el que refleja
mejor al hombre en su infinita variedad, llevaron la crítica del lenguaje,
considerado a la luz del mero arte material, hasta unos extremos que nosotros,
con nuestro sistema de acentos de énfasis razonables o emocionales, apenas
podemos conseguir; al desarrollar, por ejemplo, el ritmo métrico de la prosa de
un modo tan científico como un músico moderno estudia armonía y
contrapunto, y, huelga decirlo, con un instinto estético mucho más agudo. Y en
eso tenían razón, como en todo. Desde la aparición de la imprenta, y la funesta
introducción del hábito de la lectura entre la clase media y baja de este país, se
ha producido una tendencia en la literatura a apelar cada vez más a la vista y
cada vez menos al oído, que es justo el sentido que, según el arte puro, debería
intentar satisfacer y por cuyos cánones debería regirse siempre. Incluso la obra
del señor Pater, que es, sin duda, el mejor maestro de la prosa inglesa
contemporánea, parece a menudo más un mosaico que un pasaje musical, y,
aquí y allá, tiene uno la sensación de que le falta la verdadera vida rítmica de
las palabras y la elegante libertad y riqueza de efectos que dicha vida rítmica
produce. De hecho, hemos convertido la escritura en un modo de composición
y la hemos tratado como una forma de diseño elaborado. Los griegos, por su
parte, consideraban la escritura un simple método de levantar acta. Su piedra
de toque era la palabra hablada en sus relaciones métricas y musicales. La voz
era el medio y el oído el crítico. A veces he pensado que la ceguera de Homero
podía ser en realidad un mito artístico, creado en unos tiempos de crítica, para
recordarnos no solo que el verdadero poeta es siempre un adivino que ve
menos con los ojos del cuerpo que con los del alma, sino que también es un
auténtico cantor que construye su canción con música, repitiendo cada verso
para sí una y otra vez hasta capturar el secreto de su melodía, salmodiando en
la oscuridad las palabras aladas de luz. Sea como fuere, no hay duda de que la
ceguera fue la ocasión, si no la causa, a la que un gran poeta inglés debe gran
parte del ritmo majestuoso y el esplendor sonoro de sus últimos versos.
Cuando Milton no pudo seguir escribiendo empezó a cantar. ¿Quién osaría
comparar la métrica de Comus con la de Sansón agonista, El Paraíso perdido o
El Paraíso recobrado? Cuando Milton se quedó ciego, compuso como debería
componer todo el mundo: solo con la voz, y así la siringa de sus primeros días
se convirtió en el poderoso órgano cuya música reverberante tiene toda la
elegancia del verso homérico, aunque no pretenda tener su ligereza, y es la
única herencia imperecedera de la literatura inglesa que pasa por encima de los
siglos y vivirá con nosotros eternamente porque su forma es inmortal. Sí: la
escritura ha hecho mucho daño a los escritores. Debemos volver a la voz. Esa
debería ser nuestra piedra de toque, y así tal vez podríamos apreciar algunas de
las sutilezas de la crítica artística griega.
Tal como están ahora las cosas resulta imposible. A veces, cuando he
escrito un texto en prosa que he tenido la modestia de considerar totalmente
irreprochable, se me ocurre la terrible idea de que podría haber incurrido en la
inmoral afectación de utilizar ritmos trocaicos y tribráquicos, un delito por el
cual un erudito de la época de Augusto censura con la mayor severidad al
brillante, aunque paradójico, Hegesias. Me quedo helado solo de pensarlo y
me pregunto si el admirable efecto ético de la prosa del encantador escritor
que, con alocada generosidad hacia la parte menos cultivada de nuestra
comunidad, proclamó la monstruosa doctrina de que la conducta equivale a las
tres cuartas partes de la vida, no se verá aniquilado algún día por el
descubrimiento de que sus peanes están mal medidos.
ERNEST: ¡Ah! Ahora estás siendo frívolo.
GILBERT: ¿Cómo no serlo ante la solemne afirmación de que los griegos
no tenían críticos de arte? Podría entender que dijeses que el genio
constructivo de los griegos se extravió en la crítica, pero no que la raza a la
que debemos el espíritu crítico se negara a ponerlo en práctica. No querrás que
te haga un resumen de la crítica de arte en Grecia desde Platón a Plotino. Hace
una noche demasiado agradable, y la luna, si nos oyera, cubriría su rostro con
más cenizas de las que ya tiene. Piensa solo en una obrita perfecta de crítica
estética, la Poética, de Aristóteles. Formalmente no es perfecta, pues está mal
escrita y tal vez consista solo en notas tomadas a vuelapluma para una
conferencia sobre arte, o en fragmentos aislados pensados para un libro más
extenso, pero su tono y su concepción sí lo son. Los efectos éticos del arte, su
importancia en la cultura y su papel en la formación de la personalidad ya los
había estudiado Platón, pero aquí se trata del arte no desde el punto de vista
moral, sino desde el puramente estético. Platón, por supuesto, había abordado
muchas cuestiones artísticas concretas, como la importancia de la unidad en la
obra de arte, la necesidad del tono y la armonía, el valor estético de las
apariencias, la relación de las artes visibles con el mundo externo y de la
ficción con la realidad. Tal vez fuese el primero en despertar en el alma del
hombre ese deseo que aún no hemos satisfecho de conocer la relación entre la
belleza y la verdad, y el lugar de la belleza en el orden moral e intelectual del
cosmos. Los problemas del idealismo y el realismo pueden parecer estériles en
la esfera metafísica de la existencia abstracta donde él los sitúa, pero si los
trasladamos a la esfera del arte, veremos que siguen vivos y llenos de
significado. Puede que Platón esté destinado a sobrevivir como crítico de la
belleza, y que cambiando el nombre de la esfera de sus especulaciones
descubramos una nueva filosofía. En cambio Aristóteles, como Goethe, trata
antes que nada del arte en sus manifestaciones concretas, toma la tragedia, por
ejemplo, e investiga el material que utiliza, que no es otro que el lenguaje; su
asunto, que es la vida misma; el método con que trabaja, que no es sino la
acción; las condiciones bajo las que se revela, que son las de la representación
teatral; su estructura lógica, que es la trama; y su objetivo estético final, que es
el sentido de la belleza hecho realidad a través de las pasiones de la lástima y
el espanto. Esa purificación y espiritualización de la naturaleza que llama
κάθαρσις es, como vio Goethe, esencialmente estética, y no moral, como
imaginó Lessing. Dedicado en primer lugar a la impresión que produce el arte,
Aristóteles se dedica a analizar dicha impresión, a investigar sus fuentes y
dilucidar cómo se engendra. Como fisiólogo y psicólogo, sabe que la salud de
una función se basa en la energía. Tener la capacidad de sentir una pasión y no
llevarla a cabo es ser incompleto y limitado. El espectáculo de imitación de la
vida que proporciona la tragedia limpia el alma de muchas «cosas peligrosas»
y, al presentar objetos dignos y elevados para ejercer las emociones purifica y
espiritualiza al hombre; es más, no solo lo espiritualiza, sino que también lo
inicia en sentimientos nobles que de otro modo podría no haber llegado a
conocer nunca, la palabra κάθαρσις contiene, o eso me parece a veces, una
clara alusión al rito iniciático, si es que no se refiere solo a eso, como en
ocasiones estoy tentado de pensar. Este es, claro está, un mero bosquejo del
libro. Pero ya te habrás dado cuenta de que es un ejemplo perfecto de crítica
estética. ¿Quién, sino un griego, habría podido analizar tan bien el arte?
Después de leerlo, no es de extrañar que Alejandría se consagrara a la crítica
artística y que los espíritus artísticos de la época se dedicaran a investigar
hasta la última cuestión de modo y estilo, discutiendo las grandes escuelas
académicas de pintura, por ejemplo, como la escuela de Sicione, que buscaba
conservar las dignas tradiciones del estilo antiguo, o las escuelas realistas e
impresionistas, que intentaban reproducir la vida real; o los elementos de
idealismo en los retratos; o el valor artístico de la épica en una era tan
moderna como la suya; o el asunto más apropiado para el artista. De hecho,
mucho me temo que los espíritus inartísticos de aquel tiempo también debían
ocuparse de la literatura y el arte, pues las acusaciones de plagio eran
incontables, y dichas acusaciones proceden de los labios finos y lívidos de la
impotencia o de las bocas grotescas de quienes no tienen nada que decir y
creen poder obtener una reputación gritando que les han robado. Y te aseguro,
mi querido Ernest, que los griegos charlaban sobre pintores tanto como hoy,
que tenían galerías privadas, exposiciones de pago, gremios de artes y oficios,
movimientos prerrafaelitas y movimientos realistas, que daban conferencias y
escribían ensayos sobre arte, que tenían historiadores del arte, arqueólogos y
demás. Pero si hasta los empresarios de las compañías ambulantes llevaban de
gira a sus propios críticos teatrales y les pagaban un buen sueldo para que
escribieran críticas elogiosas. En realidad, debemos a los griegos todo lo que
es moderno en nuestra vida. Igual que debemos al medievalismo todo lo que
es anacrónico en ella. Son los griegos quienes nos han legado nuestro sistema
de crítica del arte, y la finura de su instinto crítico puede apreciarse en el
hecho de que el material que criticaron con más cuidado fuese, como he dicho,
el lenguaje. Pues el material que utiliza el pintor o el escultor es pobre
comparado con las palabras. Las palabras no solo tienen una música tan dulce
como la del laúd o la viola, unos colores tan ricos y vivos como los que hacen
que los lienzos de venecianos y españoles resulten tan encantadores y unas
formas plásticas tan firmes y decididas como las que se revelan en el mármol o
el bronce, sino que también poseen pensamiento, pasión y espiritualidad. Si
los griegos se hubiesen limitado a criticar solo el lenguaje, seguirían siendo los
mayores críticos artísticos del mundo. Conocer los principios de la más
elevada de las artes equivale a conocer los principios de todas ellas.
Pero veo que la luna se oculta tras una nube de color de azufre. Brilla
como el ojo de un león entre una neblina o melena parda y teme que te hable
de Luciano y Longino, de Quintiliano y Dionisio, de Plinio, Frontón y
Pausanias, de todos los que en el mundo antiguo escribieron o disertaron sobre
cuestiones artísticas. No tiene por qué asustarse. Estoy cansado de esta
incursión en el sórdido y aburrido abismo de los hechos. No me queda más
que el divino μονόχρουος ἡδουή de fumarme otro cigarrillo. Los cigarrillos al
menos tienen el encanto de dejarlo a uno insatisfecho.
ERNEST: Prueba uno de los míos. Son muy buenos. Me los envían
directamente de El Cairo. La única utilidad de nuestros agregados de embajada
es proveer a los amigos de excelente tabaco. Y, ya que se ha ocultado la luna,
hablemos un rato más, estoy dispuesto a admitir que estaba equivocado en lo
que he dicho de los griegos. Eran, como has señalado, una nación de críticos
de arte. Lo reconozco y lo siento por ellos, porque la facultad creadora es más
elevada que la facultad crítica. En realidad, no creo que se puedan comparar.
GILBERT: La antítesis entre ambas es totalmente arbitraria. Sin facultad
crítica no hay creación artística que merezca ese nombre. Hace un rato has
hablado del delicado instinto de selección con el que el artista hace realidad la
vida para nosotros y le concede una perfección momentánea. Pues bien, ese
espíritu de elección, ese sutil acto de omisión, es en realidad la facultad crítica
en una de sus facetas más características, y nadie que carezca de ella puede
crear nada en arte alguno. La definición que hizo Arnold de la literatura como
una crítica de la vida no fue muy afortunada en la forma, pero demuestra hasta
qué punto reconocía la importancia del elemento crítico en toda obra creativa.
ERNEST: Yo habría dicho que los grandes artistas trabajan de manera
inconsciente, que eran «más sabios de lo que pensaban», como creo que
afirma Emerson en alguna parte.
GILBERT: En realidad no es así, Ernest. Toda obra imaginativa de calidad
es consciente y deliberada. Ningún poeta canta porque tiene que cantar. O al
menos no es así en el caso de ningún gran poeta. Un gran poeta canta porque
elige cantar. Así es ahora y así ha sido siempre. A veces nos tienta pensar que
las voces que sonaban en el alborear de la poesía eran más sencillas frescas y
naturales que las nuestras y que el mundo que contemplaban los primeros
poetas y que hollaban sus pies tenía una cualidad poética propia que podía
pasar casi sin cambios a la canción. Hoy la nieve se acumula en el Olimpo y
sus pronunciadas laderas son yermas y desoladas, pero imaginamos que en
otra época los blancos pies de las musas se salpicaban del rocío de las
anémonas por la mañana y que Apolo cantaba a los pastores del valle al
atardecer. En realidad nos estamos limitando a atribuir a otras épocas lo que
deseamos, o creemos desear, para la nuestra. Nuestro sentido histórico se
equivoca. Cualquier siglo que produce poesía es un siglo artificial, y la obra
que nos parece tan natural y un simple producto de su tiempo es, en realidad,
resultado de un proceso consciente y la conciencia y la facultad crítica son una
misma cosa.
ERNEST: Entiendo lo que dices y creo que no te falta razón. Pero sin duda
admitirás que los grandes poemas de los albores del mundo, los poemas
primitivos, anónimos y colectivos, fueron el resultado de la imaginación de las
razas, más que de la de los individuos.
GILBERT: No cuando se convirtieron en poesía ni cuando cobraron una
forma bella. Pues, así como no hay arte sin estilo, no hay estilo donde no hay
unidad, y la unidad es propia del individuo. Por supuesto que Homero partió
de viejas baladas y narraciones, igual que Shakespeare se basó en relatos,
crónicas y obras de teatro, pero solo fueron su materia prima. Él las adaptó y
les dio forma para convertirlas en una canción. Pasaron a ser suyas, porque las
hizo bellas. Estaban hechas de música, «Así sin crearse / se crearon para
siempre». Cuanto más estudia uno la vida y la literatura, más se convence de
que detrás de todo lo que es bello está el individuo, y de que no es el momento
lo que crea al hombre, sino este quien crea la época. De hecho, me inclino a
pensar que todos los mitos y leyendas que parecen brotar del asombro, el
terror o el capricho de una tribu o una nación fueron en su origen la invención
de un único espíritu. El número curiosamente limitado de mitos parece
confirmar esa conclusión. Pero no entremos en la cuestión de la mitología
comparada. Debemos ceñirnos a la crítica. Y lo que quiero señalar es lo
siguiente: una época sin crítica es o bien una época en la que el arte es inmóvil
y hierático, y está confinado a la reproducción de arquetipos formales, o una
época sin arte. Ha habido eras críticas que no han sido creativas en el sentido
habitual de la palabra, épocas en las que el espíritu del hombre ha optado por
poner orden en la cámara del tesoro, por separar el oro de la plata, y la plata
del plomo, por recontar sus joyas y poner nombres a las perlas. Pero nunca ha
habido una época creativa que no haya sido también crítica, pues la facultad
crítica es necesaria para crear formas nuevas. La creación tiende a repetirse. Y
debemos al espíritu crítico cada nueva escuela y cada nuevo molde que el arte
encuentra a su disposición. En realidad, no hay una sola forma utilizada hoy
en día por el arte que no proceda del espíritu crítico de Alejandría, donde
dichas formas o bien se convirtieron en estereotipos, o se inventaron o se
perfeccionaron. Y digo Alejandría, no solo porque fue allí donde el espíritu
griego se hizo más consciente y pereció entre el escepticismo y la teología,
sino porque fue esa ciudad, y no Atenas, la que Roma tomó como modelo, y
porque gracias a la supervivencia del latín pudo vivir la cultura. Cuando, en el
Renacimiento, alboreó en Europa la literatura griega, el suelo estaba en parte
abonado. Pero, por librarnos de los detalles históricos que siempre son
fatigosos y a menudo inexactos, digamos en general que debemos las formas
artísticas al espíritu griego. A él le debemos la épica, la lírica, el drama en
todos y cada uno de sus géneros, entre ellos el burlesco, el idílico, la novela
romántica, la novela de aventuras, el ensayo, el diálogo, la oración, la
conferencia (algo que, tal vez, no deberíamos perdonarles) y el epigrama en el
amplísimo sentido de la palabra. De hecho, le debemos todo menos el soneto,
con el que, no obstante, pueden trazarse curiosos paralelismos, en el ritmo de
su pensamiento, con la antología, el periodismo americano, que no tiene
parangón, y la balada en falso dialecto escocés, que uno de nuestros escritores
más laboriosos ha propuesto hace poco convertir en la base de un último y
unánime esfuerzo por parte de nuestros poetastros para llegar a ser poetas
románticos. Cada nueva escuela clama contra la crítica desde el momento de
su aparición, pero debe su origen a la facultad crítica. El mero instinto creativo
no innova, sino que reproduce.
ERNEST: Hablas de la crítica como una parte esencial del espíritu creativo
y me has convencido de tu teoría. Pero ¿qué me dices de la crítica fuera de la
creación? Tengo la absurda costumbre de leer periódicos, y mi impresión es
que la mayor parte de la crítica moderna es totalmente inútil.
GILBERT: Igual que la mayor parte de las obras creativas modernas. La
mediocridad pone a la mediocridad en el fiel de la balanza y la incompetencia
aplaude a su hermana: he ahí el espectáculo que nos ofrece de vez en cuando
la actividad artística en Inglaterra. Sin embargo, tengo la sensación de estar
siendo un poco injusto. Por lo general, los críticos (y me refiero, claro, a los
mejores, a los que escriben para los periódicos de seis peniques) son más
cultos que la gente cuya obra deben criticar. Lo cual es lógico, pues el
ejercicio de la crítica exige muchísima más cultura que la creación.
ERNEST: ¿De verdad?
GILBERT: Desde luego. Cualquiera puede escribir una novela en tres
volúmenes. Lo único que hace falta tener es una ignorancia absoluta de la vida
y la literatura. La dificultad a la que imagino que debe enfrentarse el crítico es
la de mantener la calidad. Allí donde no hay estilo la calidad es imposible. Los
pobres críticos se ven reducidos a meros gacetilleros de los tribunales de la
literatura, simples cronistas de los delitos de los delincuentes habituales del
arte. A veces se dice de ellos que no leen las obras que deben criticar. No lo
hacen. O no deberían. Si lo hicieran, acabarían convirtiéndose en misántropos
empedernidos, o, si se me permite tomar prestada la frase de una preciosa
estudiante de Newham, serían misóginos empedernidos el resto de su vida.
Además ni siquiera es necesario. Para conocer la cosecha y calidad de un vino
no es necesario beberse el tonel entero. Con media hora es suficiente para
saber si un libro vale algo o no vale nada. Diez minutos bastarían si uno
tuviese el instinto de la forma. ¿Quién quiere fatigarse leyendo un volumen
aburrido? Con catarlo es suficiente…, incluso más que suficiente, diría yo. Sé
que hay muchos trabajadores honrados tanto en la pintura como en la escritura
que se oponen por completo a la crítica. Y tienen razón. Su obra no guarda la
menor relación intelectual con su época. No nos aporta ningún elemento
placentero novedoso. No sugiere ningún nuevo punto de partida para el
pensamiento, la pasión o la belleza. No debería hablarse de ella. Habría que
dejar que cayera en el olvido como se merece.
ERNEST: Mi querido amigo, perdona que te interrumpa, pero tengo la
impresión de que estás llevando tu pasión por la crítica demasiado lejos. No
irás a negarme que hacer algo es mucho más difícil que hablar de ello.
GILBERT: ¿Más difícil hacer algo que hablar de ello? Ni mucho menos.
Ese es un error muy burdo y extendido. Es infinitamente más difícil hablar de
una cosa que hacerla. En la esfera de la vida real esto no puede ser más
evidente. Cualquiera puede hacer historia, pero solo los grandes pueden
escribirla. No hay acto ni emoción que no compartamos con los animales
inferiores. Lo único que nos eleva por encima de ellos, y de nuestros
semejantes, es el lenguaje, que es padre y no hijo del pensamiento. La acción,
de hecho, siempre es fácil, y cuando se presenta ante nosotros en su forma más
irritante, por insistente, que a mi entender es la del trabajo laborioso, se
convierte sencillamente en el refugio de quienes no tienen nada que hacer. No,
Ernest, no me hables de la acción. Es algo ciego que depende de las
circunstancias exteriores y lo mueve un impulso de cuya naturaleza es
inconsciente. Es, en esencia, incompleto, porque está limitado por lo
accidental e ignora su dirección porque cambia constantemente de objetivo. Se
basa en la falta de imaginación. Es el último recurso de quienes no saben
soñar.
ERNEST: Gilbert, hablas del mundo como si fuese una bola de cristal que
sostuvieras en la mano y a la que dieras vueltas a voluntad. Lo único que haces
es reescribir la historia.
GILBERT: Nuestro único deber para con la historia es reescribirla. Y no es
tarea pequeña entre los afanes reservados al espíritu crítico. Cuando hayamos
descubierto las leyes científicas que rigen la vida, veremos que la única
persona más ilusa que el soñador es el hombre de acción. De hecho, desconoce
tanto el origen como el resultado de sus actos. Hemos recogido nuestra
cosecha en el campo que él creía haber sembrado de espinas y la higuera que
plantó para nuestro solaz es estéril como el cardo y aún más amarga. Si la
humanidad ha sabido abrirse camino es porque desconocía adónde se dirigía.
ERNEST: ¿Así que crees que en la esfera de la acción todo fin es una
ilusión?
GILBERT: Es peor aún. Si viviéramos el tiempo suficiente para ver el
resultado de nuestras acciones podría ocurrir que quienes se tienen por buenos
enfermaran de remordimiento y que aquellos a quienes el mundo tilda de
malvados sintieran una noble alegría. Hasta el más pequeño de nuestros actos
pasa por la maquinaria de la vida, que puede triturar nuestras virtudes y
volverlas inútiles, o transformar nuestros pecados en elementos de una nueva
civilización más espléndida y maravillosa que ninguna que se haya visto antes.
Pero los hombres son esclavos de las palabras. Claman contra el materialismo,
como ellos lo llaman, y olvidan que no ha habido ninguna mejora material que
no haya espiritualizado el mundo, y también que apenas ha habido un
despertar espiritual, si es que ha habido alguno, que no haya malgastado las
esperanzas del mundo en esperanzas estériles, aspiraciones infructuosas, y
creencias hueras e inoportunas. Lo que llamamos pecado no es sino un
elemento esencial del progreso. Sin él, el mundo se estancaría, envejecería o
se volvería insípido. Con su curiosidad, el pecado incrementa las vivencias de
la raza. Mediante su afirmación intensificada del individualismo, nos libra de
la monotonía del arquetipo. En su rechazo de las ideas al uso acerca de la
moralidad, coincide con la ética más elevada. Y por lo que se refiere a las
virtudes… ¿qué son las virtudes? A la naturaleza, nos dice el señor Renan, le
trae sin cuidado la castidad, y es posible que las Lucrecias modernas estén
libres de mancha gracias a la deshonra de la Magdalena y no a su propia
pureza. La caridad, como se han visto obligados a reconocer incluso aquellos
para quienes constituye una parte formal de su religión, crea una multitud de
males. La mera existencia de la conciencia, esa facultad de la que tanto habla y
se enorgullece la gente hoy en día a pesar de ignorarla, es un indicio de
nuestro desarrollo imperfecto. Debe mezclarse con el instinto antes de dar sus
frutos. La abnegación es solo un método de detener nuestro avance, y el
sacrificio de uno mismo no es sino una reliquia de las mutilaciones rituales de
los salvajes, forma parte de esa antigua adoración al dolor que constituye un
factor tan terrible en la historia del mundo, y que incluso hoy causa víctimas y
tiene altares en todo el país. ¡Las virtudes! ¿Quién sabe qué son las virtudes?
Ni tú, ni yo, ni nadie. Ejecutamos al criminal para satisfacer nuestra vanidad,
pues, si lo dejáramos con vida, podría mostrarnos lo que habíamos obtenido
con su crimen. Y el santo tiene suerte de ir al martirio, pues así se ahorra
presenciar el horror de su cosecha.
ERNEST: Te estás poniendo un poco histriónico, Gilbert. Volvamos a los
amenos campos de la literatura. ¿Qué estabas diciendo? ¿Que era más difícil
hablar de algo que hacerlo?
GILBERT (tras una pausa): Sí, creo que he osado insinuar esa sencilla
verdad. Sin duda estarás de acuerdo conmigo. Cuando alguien actúa, es solo
una marioneta. Cuando describe, es un poeta. Ahí radica todo el secreto. En
las llanuras arenosas de la ventosa Ilión era fácil lanzar la cortada flecha con el
arco pintado, o arrojar contra el escudo de cuero y reluciente latón el largo
venablo de asta de fresno. Era fácil para la reina adúltera tender las alfombras
tirias para su señor, y luego, mientras yacía en el baño de mármol, echarle
encima la purpúrea red y pedir a su lampiño amante que apuñalara a través de
la malla aquel corazón que habría debido partirse en la Áulide. Incluso para
Antígona, a quien esperaba la muerte como esposo, debió de ser fácil pasar
por el aire corrompido a mediodía, subir a lo alto de la colina y cubrir con
amable tierra el desdichado cadáver desnudo e insepulto. Pero ¿qué hay de
quienes escribieron esas cosas? ¿Qué hay de quienes las hicieron realidad y las
hicieron vivir eternamente? ¿Acaso no son más grandes que los hombres y
mujeres a quienes cantaron? «Héctor, ese dulce guerrero, ha muerto», y
Luciano nos cuenta que entre la negrura del otro mundo Menipo vio el cráneo
blanqueado de Helena y se maravilló de que por tan triste recompensa se
hicieran a la mar las curvas naves, murieran todos aquellos bellos jóvenes con
sus cotas de malla y se redujeran a polvo esas ciudades y sus torreones. Sin
embargo, la hija de Leda se asoma a diario como un cisne a las almenas y
contempla la marea de la guerra. Los ancianos se maravillan ante su belleza y
ella se planta al lado del rey. En sus aposentos de marfil pintado está su
amante. Bruñe la delicada armadura y peina la pluma escarlata. Acompañado
de su paje y su escudero, su marido va de tienda en tienda. Ella ve su cabello
rubio y oye, o cree oír, su voz clara y fría. En el patio de abajo, el hijo de
Príamo se ciñe la coraza de bronce. Los blancos brazos de Andrómaca rodean
su cuello. Deja el yelmo en el suelo para no asustar a su hijo. Tras las cortinas
bordadas de su tienda se sienta Aquiles, con ropajes perfumados, mientras su
amigo del alma con su armadura de oro y plata se prepara para ir al combate.
De un curioso arcón que su madre Tetis cargó en su nave, el señor de los
mirmidones saca el cáliz místico que jamás han rozado labios humanos, lo
frota con azufre y lo enfría con agua fresca, y, después de lavarse las manos,
llena de vino tinto la copa bruñida y asperja la espesa sangre de la uva sobre el
suelo en honor de aquel a quien adoraban profetas desnudos en Dodona, le
ruega y no sabe que sus rezos son en vano y que Patroclo, el camarada entre
los camaradas, va a encontrar su destino a manos de dos guerreros troyanos, el
hijo de Pántoo, Euforbo, cuyos rizos están ceñidos de oro, y el hijo de Príamo.
¿Acaso son fantasmas? ¿Héroes de montaña y niebla? ¿Sombras en una
canción? No, son reales. ¡Acción! ¿Qué es la acción? Se consume en el
momento de su energía. Es una vulgar concesión a los hechos. El mundo está
hecho por el poeta para el soñador.
ERNEST: Oyéndote lo parece.
GILBERT: Y así es. En la desmoronada ciudadela de Troya descansa el
lagarto como si fuese de bronce verdoso. El búho ha construido su nido en el
palacio de Príamo. Sobre la llanura desierta vaga el pastor con su rebaño de
cabras y en ese mar oleaginoso y de color de vino, οἶνοψ πόντος, como lo
llama Homero, que surcaron las grandes galeras de proa de cobre pintada de
bermellón, el solitario pescador de atunes se sienta en su bote y ve balancearse
los corchos de la red. Sin embargo, cada mañana las puertas de la ciudad se
abren de par en par, y a pie, o en carros tirados por caballos, los guerreros
salen a la batalla y se burlan de sus enemigos tras sus máscaras de hierro. El
combate dura todo el día y, cuando cae la noche, las antorchas brillan en las
tiendas y el fanal arde en la gran sala. Quienes viven en el mármol o en los
paneles pintados, viven solo un exquisito instante, eterno en su belleza, pero
limitado a una nota de pasión o un momento de calma. Aquellos a quienes da
vida el poeta tienen mil emociones de terror y alegría, de valor y
desesperación, de placer y sufrimiento. Las sensaciones van y vienen en alegre
o triste desfile y los años pasan, alados o con pies de plomo, ante sus ojos.
Tienen su juventud y su edad viril, son niños y envejecen. Para santa Helena
amanece siempre, tal como la vio el Veronese al lado de la ventana. En el
tranquilo aire matutino, los ángeles le muestran el símbolo del dolor divino. La
fresca brisa de la mañana le alza el velo dorado de la frente. En la colina
cercana a Florencia donde se tumban los enamorados del Giorgione, siempre
es el solsticio de mediodía, un mediodía que ha languidecido tanto bajo los
soles estivales que la esbelta joven desnuda apenas puede meter en la cisterna
de mármol la límpida burbuja de vidrio y los largos dedos del laudista no
descansan ociosos sobre las cuerdas. Siempre atardece para las ninfas
danzantes que Corot liberó entre los álamos plateados de Francia. Esas figuras
frágiles y diáfanas, cuyos pies trémulos parecen no rozar la hierba humedecida
de rocío, se mueven en un eterno crepúsculo. En cambio quienes transitan por
la epopeya, el teatro o la novela, ven crecer y menguar la luna con el laborioso
transcurso de los meses, contemplan la noche desde la estrella vespertina a la
matutina, y ven cambiar el día con su oro y sus sombras desde el amanecer
hasta la puesta de sol. Para ellos, como para nosotros, las flores florecen y se
marchitan, y la Tierra, esa diosa de verdes trenzas como la llama Coleridge,
cambia de vestido para complacerles. La estatua se concentra en un momento
de perfección. La imagen pintada en el lienzo carece del menor elemento
espiritual de cambio o crecimiento. Si lo ignoran todo de la muerte, es porque
apenas saben nada de la vida, pues los secretos de la vida y la muerte
pertenecen solo a aquellos que se ven afectados por el paso del tiempo, y que
poseen no solo el presente sino el futuro y pueden alzarse o caer de un pasado
de gloria o deshonra. Solo la literatura puede reproducir verdaderamente el
movimiento, ese problema de las artes visuales. Es la literatura la que nos
muestra la agitación del cuerpo y la turbación del alma.
ERNEST: Sí, entiendo a lo que te refieres. Pero, sin duda, cuanto más alto
sitúes al artista creativo, menos importancia tendrá el crítico.
GILBERT: ¿Por qué?
ERNEST: Porque todo lo que puede ofrecer es un eco de una música
compleja, una sombra de una forma bien trazada. Sin duda es posible que, tal
como afirmas, la vida sea un caos; que el martirio sea mezquino y el heroísmo
innoble, y que la función de la literatura sea crear, a partir de la materia prima
de la vida real, un mundo nuevo más maravilloso, duradero y auténtico que el
que contemplan nuestros ojos, a través del cual las naturalezas vulgares
aspiren a conseguir la perfección. Pero es evidente que, si este mundo nuevo
se ha construido gracias al toque y el espíritu de un gran artista, será tan
completo y perfecto que al crítico no le quedará nada por hacer. Ahora
entiendo, y estoy dispuesto a admitirlo sin tapujos, que es más difícil hablar de
algo que hacerlo. Pero me parece que esa máxima tan lógica y sensata, que
resulta extremadamente tranquilizadora y que deberían adoptar todas las
academias literarias del mundo, se refiere solo a las relaciones existentes entre
el arte y la vida, y no a las que pueda haber entre el arte y la crítica.
GILBERT: Pero es que la crítica es, en sí misma, un arte. E, igual que la
creación artística implica la intervención de la facultad crítica y no puede
existir sin ella, la crítica también es creativa en el sentido más elevado de la
palabra. La crítica es, de hecho, tanto creativa como independiente.
ERNEST: ¿Independiente?
GILBERT: Sí, independiente. La crítica ya no debe juzgarse por un vulgar
patrón de imitación o semejanza, como tampoco puede juzgarse así la obra del
poeta o el escultor. El crítico ocupa el mismo lugar con respecto a la obra de
arte que el artista con respecto al mundo visible de la forma y el color, o el
invisible de la pasión y el pensamiento. Ni siquiera requiere para la perfección
de su arte recurrir a los mejores materiales. Cualquier cosa puede servir a su
propósito. E igual que los amores sórdidos y sentimentales de la estúpida
mujer de un médico de provincias en el pueblucho de Yonville-l’Abbay, cerca
de Ruán, sirvieron a Gustave Flaubert para crear un clásico y una obra maestra
de estilo, partiendo de cuestiones de poca o ninguna importancia, como los
cuadros expuestos este o cualquier otro año en la Royal Academy, los poemas
del señor Lewis Morris, las novelas del señor Ohnet o las obras de teatro del
señor Henry Arthur Jones, el verdadero crítico puede, si opta por dedicar o
malgastar en ellas su facultad de contemplación, producir una obra impecable
desde el punto de vista de la belleza y el instinto y llena de sutileza desde el
punto de vista intelectual. ¿Por qué no? El aburrimiento siempre ha sido una
tentación irresistible para la inteligencia, y la estupidez es la constante Bestia
Trionfans que tienta a la sabiduría a salir de su cueva. Para un artista tan
creativo como el crítico ¿qué importancia tiene el asunto que trate? Ni más ni
menos que la misma que para el novelista y el pintor. Al igual que ellos puede
encontrar la inspiración en cualquier parte. La piedra de toque será el
tratamiento que le dé. No hay nada que no posea sugestión y atractivo.
ERNEST: Pero ¿de verdad es la crítica un arte creativo?
GILBERT: ¿Y por qué no iba a serlo? Trabaja con materiales y les da una
forma nueva y placentera. ¿En qué se diferencia en eso de la poesía? De
hecho, diría que la crítica es una creación dentro de una creación. Pues, igual
que los grandes artistas, desde Homero y Esquilo hasta Shakespeare y Keats,
no se inspiraron directamente en la vida, sino que recurrieron al mito y las
leyendas y narraciones antiguas, el crítico trata con materiales que, por así
decirlo, otros han purificado para él y a los que ya se han añadido color y
forma imaginativos. Es más, diría que la crítica más elevada, al ser la forma
más pura de impresión personal, es en cierto sentido más creativa que la
creación, pues guarda menos relación con un patrón exterior y es, de hecho, su
propia razón de existencia, y, como dirían los griegos, un fin en sí y para sí
misma. Ciertamente no se ve entorpecida por las trabas de la verosimilitud. Ni
la afectan las innobles consideraciones de la probabilidad, esa cobarde
concesión a las tediosas repeticiones de la vida pública o doméstica. Se puede
apelar a los hechos desde la ficción, pero no desde el alma.
ERNEST: ¿Desde el alma?
GILBERT: Sí, desde el alma. En eso consiste la crítica más elevada, en el
registro de la propia alma. Es más fascinante que la historia, pues se refiere
solo a uno mismo. Es más placentera que la filosofía, pues el tema del que se
ocupa es concreto y no abstracto, es real y no vago. Es la única forma
civilizada de autobiografía, pues trata no de los acontecimientos, sino de los
pensamientos de la propia vida, y no de los accidentes físicos impuestos por
las circunstancias, sino de los estados de ánimo espirituales y las pasiones
imaginativas de la inteligencia. Siempre me ha divertido esa tonta vanidad de
los escritores y artistas de nuestro tiempo que parecen imaginar que la función
primordial del crítico es parlotear sobre sus obras de segunda categoría. Lo
mejor que puede decirse de la mayor parte del arte creativo moderno es que es
un poco menos vulgar que la realidad, por eso el crítico, con su fino sentido de
la distinción y su instinto por el refinamiento delicado, preferirá mirar en el
espejo plateado u observar a través del velo entretejido y apartará los ojos del
caos y el clamor de la vida real, aunque el espejo esté empañado o el velo
rasgado. Su único objetivo es relatar sus propias impresiones. Es para él para
quien se pintan los cuadros, se escriben los libros y se da forma al mármol.
ERNEST: Me parece haber oído otra teoría sobre la crítica.
GILBERT: Sí, alguien cuyo refinado recuerdo reverenciamos todos, que
encandiló con su música a Proserpina y le hizo abandonar la campiña siciliana
para que sus pies blancos agitaran, y no en vano, las prímulas de Cumnor, dijo
que el verdadero objetivo de la crítica es ver el objeto como es en realidad.
Pero es un error gravísimo y no reconoce la forma más perfecta de la crítica
que, en esencia, es puramente subjetiva y busca revelar su propio secreto y no
uno ajeno. Pues la crítica más elevada trata del arte no como algo expresivo
sino puramente emocional.
ERNEST: ¿Y es así en realidad?
GILBERT: Por supuesto. ¿Qué más da si las opiniones del señor Ruskin
sobre Turner son acertadas o no? Su prosa majestuosa y poderosa, tan
ferviente y apasionada en su noble elocuencia, tan rica en su elaborada música
sinfónica, tan decidida y segura de sí misma en la sutil elección de cada
palabra y epíteto, es al menos una obra de arte tan grande como cualquiera de
los maravillosos atardeceres que amarillean o se deshacen en los marcos
podridos de los museos ingleses; y más aún, se siente uno tentado de pensar a
veces, no solo porque su belleza es más duradera, sino porque es más
evocadora, y porque el alma dialoga con el alma en esas líneas de larga
cadencia, no solo a través de la forma y el color, aunque también lo haga a
través de ellos, y de una forma plena y sin fallos, sino mediante una elocuencia
intelectual y emocional, con elevadas pasiones y aún más elevados
pensamientos, con una perspicacia imaginativa y un objetivo poético; mayor,
al cabo, porque la literatura es la mayor de las artes. ¿Qué importancia tiene
que el señor Pater haya puesto en el retrato de la Mona Lisa algo con lo que
jamás soñó Leonardo? Puede que el pintor fuese meramente el esclavo de una
arcaica sonrisa, como muchos han imaginado, pero cada vez que recorro las
frescas galerías del Louvre y me planto ante esa extraña figura «sentada en su
asiento de mármol en un círculo de rocas fantásticas como si la iluminara una
tenue luz submarina», murmuro para mis adentros: «Es más antigua que esas
rocas entre las que se encuentra; como el vampiro, ha muerto muchas veces y
ha aprendido los secretos de la tumba; se ha sumergido en mares profundos y
conserva en torno a sí la débil luz de esos lugares; ha comerciado con extrañas
telas con mercaderes orientales; y, como Leda, ha sido madre de Helena de
Troya, y, como santa Ana, la madre de María; y todo eso ha sido para ella
como el sonido de la lira y la flauta, y vive solo en la delicadeza con que ha
moldeado los cambiantes rasgos y en el tono de los párpados y las manos». Y
le digo a mi amigo: «La presencia que tan extrañamente se alzó junto a las
aguas expresa lo que ha llegado a desear el hombre en un millar de años», y él
me responde: «En su cabeza se “concentra hasta el último confín del mundo”
y sus párpados están un poco cansados».
Y así el cuadro se vuelve para nosotros más maravilloso de lo que es en
realidad, y nos revela un secreto del que, de hecho, nada sabe, y la música de
la prosa mística suena tan dulce en nuestros oídos como la música del flautista
que prestó a los labios de la Gioconda esas curvas sutiles y venenosas.
¿Quieres saber qué habría respondido Leonardo a cualquiera que le hubiese
dicho de su cuadro que «en él se habían grabado y modelado todos los
pensamientos y vivencias del mundo capaces de refinar y dar expresión a la
forma externa, la animalidad griega, la lujuria de Roma, el ensueño de la Edad
Media, con su ambición espiritual y su amor imaginativo, el regreso del
paganismo y los pecados de los Borgia»? Probablemente que no había
pensado en nada de eso, sino que se había limitado a considerar la disposición
de ciertas líneas y volúmenes y una nueva y curiosa armonía de color entre
azules y verdes. Por eso mismo la crítica de la que te hablo es la más elevada.
Aborda la obra de arte solo como un punto de partida para una nueva creación.
No se limita —supongámoslo al menos por un momento— a descubrir la
verdadera intención del artista y a aceptarla como definitiva. Y no le falta
razón, pues el significado de cualquier cosa bella creada está al menos tanto en
el alma de quien la contempla como en el alma de quien la creó. E incluso es
más bien el que la contempla quien le aporta un millar de significados, quien
hace que nos parezca maravillosa y quien la coloca en una nueva relación con
la época, de manera que se convierte en una porción vital de nuestra vida, y en
un símbolo de aquello por lo que rezamos o tal vez de aquello que tememos
que pueda concedérsenos en respuesta a nuestros rezos. Cuanto más lo
considero, Ernest, con más claridad veo que la belleza de las artes visibles es,
como la de la música, ante todo emocional, y que puede echarse a perder,
como ocurre a menudo, por un exceso de intención intelectual por parte del
artista. Pues, una vez terminada, la obra adquiere, por así decirlo, una vida
independiente, y puede expresar algo muy distinto de lo que le habían
encargado que dijera. A veces, cuando escucho la obertura de Tannhäuser, me
parece ver realmente a ese apuesto caballero pisando la hierba esmaltada de
flores y oír la voz de Venus que le llama desde la gruta en la montaña. Pero en
otras ocasiones me dice un millar de cosas diferentes, sobre mí, y sobre mi
vida, o sobre la vida de otros a los que uno ha querido y se ha cansado de
querer, o de las pasiones que el hombre ha conocido, o de las que no ha
conocido y ha buscado con ahínco. Esta noche puede llenarnos de ese ἔρως
τῶν ἀδυνάτων, ese Amour de l’Impossible que se abate como una locura sobre
muchos que creen estar seguros y a salvo y hace que enfermen de pronto con
el veneno del deseo ilimitado, y que, en la persecución infinita de lo
inalcanzable, desfallezcan, tropiecen y languidezcan. Mañana, como la música
de la que nos hablan Platón y Aristóteles, la noble música dórica de los
griegos, puede ejercer el oficio de médico y proporcionarnos un analgésico
contra el dolor, y sanar el espíritu herido y «hacer que el alma armonice con
todas las cosas justas». Y, lo que es cierto de la música, también lo es de las
demás artes. La belleza tiene tantos significados como estados de ánimo tiene
el hombre. La belleza es el símbolo de los símbolos. La belleza lo revela todo
porque no expresa nada. Cuando se revela, nos muestra el mundo entero con
todo su colorido.
ERNEST: Pero ¿una obra así es verdaderamente crítica?
GILBERT: Es la más elevada, pues no solo se ocupa de la obra de arte
individual, sino de la propia belleza y completa con toda clase de maravillas
una forma que el artista puede haber dejado vacía, o no haber comprendido, o
no haber comprendido del todo.
ERNEST: De manera que, según dices, la crítica más elevada es más
creativa que la creación, y el objetivo primordial del crítico es ver el objeto tal
como no es, ¿no es así?
GILBERT: Sí, esa es mi teoría. La obra de arte se limita a sugerirle al
crítico una obra propia y personal que no tiene por qué guardar necesariamente
ningún parecido con lo que critica. La principal característica de cualquier
forma bella es que uno puede verter en ella cuanto desee y ver en ella todo lo
que quiera ver; y la belleza, que proporciona a la creación su elemento estético
y universal, hace que el crítico sea creador a su vez, y le susurra miles de cosas
que no se le pasaron por la imaginación a quien talló la estatua, pintó el panel
o pulió la gema.
A veces, quienes no entienden la naturaleza de la crítica más elevada ni el
encanto del arte superior afirman que los cuadros sobre los que prefiere
escribir el crítico son los pertenecientes al anecdotario de la pintura, que
reproducen escenas tomadas de la literatura o de la historia. Pero no es así. De
hecho, esos cuadros son demasiado inteligibles. Podemos incluirlos en el
mismo género que las ilustraciones y fracasan incluso desde ese punto de
vista, pues en lugar de despertar la imaginación le ponen límites bien
definidos. Y es que, como he dicho antes, el dominio del pintor y el del poeta
son diferentes. A este último le corresponde la vida en su absoluta totalidad;
no solo la que se ve, sino la que se oye; no solo la gracia momentánea de la
forma o la alegría transitoria del color, sino toda la esfera del sentimiento, el
ciclo perfecto del pensamiento. El pintor está tan limitado que solo a través de
la máscara del cuerpo puede mostrarnos el misterio del alma; solo mediante
las imágenes convencionales puede tratar las ideas; solo a través de sus
equivalentes físicos puede abordar la psicología. ¡Y con qué torpeza nos pide
que tomemos el turbante rasgado del moro por la noble cólera de Otelo, o a un
viejo decrépito en plena tormenta por la terrible locura de Lear! Sin embargo,
da la impresión de que nada puede detenerle. Nuestros pintores ingleses más
ancianos dilapidan su malévola existencia predicando la supremacía de los
poetas, echando a perder sus cuadros con un tratamiento torpe y esforzándose
por reproducir, con el medio visible del color, la maravilla de lo invisible, el
esplendor de lo que no se ve. La consecuencia es que sus cuadros son
insufriblemente aburridos. Han degradado las artes invisibles hasta hacerlas
obvias, y lo obvio carece por completo de interés. No digo que el poeta y el
pintor no puedan tratar el mismo asunto. Siempre lo han hecho y siempre lo
harán. Pero, así como el poeta puede optar entre ser pictórico o no serlo, al
pintor no le queda otro remedio porque está limitado, no por lo que ve en la
naturaleza, sino por lo que puede mostrarse en un lienzo.
Por eso, mi querido Ernest, ese tipo de cuadros no fascinarán
verdaderamente al crítico. Se apartará de ellos para fijarse en obras que le
hagan pensar y soñar y se encaprichará de aquellas que posean la sutil
cualidad de la sugerencia y parezcan decirle que incluso de ellas es posible
escapar a un mundo más vasto. A veces se afirma que la tragedia de la vida del
artista es que no puede hacer realidad su ideal. Pero la verdadera tragedia que
extravía los pasos del artista es que su ideal se haga realidad de manera
demasiado absoluta. Pues, al hacer realidad el ideal, se le despoja de su
asombro y de su misterio, y pasa a ser un mero punto de partida para otro ideal
diferente. Por eso la música es el arte perfecto, porque jamás puede revelar su
secreto. Y esa es también la explicación del valor de las limitaciones en el arte.
El escultor renuncia alegremente al color imitativo, y el pintor a las verdaderas
dimensiones de la forma, porque así evitan una representación demasiado
definida de lo real y caer en la mera imitación, y en una realización demasiado
definida del ideal, que sería puramente intelectual. El arte se completa en la
belleza precisamente porque es incompleto y se dirige no a la capacidad de
reconocimiento ni a la facultad de la razón, sino solo al sentido estético, que,
aunque acepta a ambas cosas como fases de la aprehensión, las subordina a la
pura impresión sintética de la obra de arte como un todo, toma cualquier
elemento emocional ajeno a ella que pueda poseer y aprovecha su propia
complejidad como medio para añadir una unidad más variada a la impresión
definitiva. Entenderás ahora por qué el crítico estético rechaza las formas más
evidentes de arte, que solo tienen una cosa que decir y que, una vez dicha, se
quedan mudos y estériles, y busca otras formas que sugieran ensoñaciones y
estados de ánimo, cuya belleza imaginativa haga ciertas todas las
interpretaciones e impida que ninguna sea definitiva. Sin duda, la obra creativa
del crítico guardará algún parecido con la obra que le ha inspirado, aunque no
como el que se da entre la naturaleza y el espejo que supuestamente le ofrece
el pintor de paisajes o personas, sino el que vemos entre la naturaleza y la obra
del artista decorativo. Igual que en las alfombras persas no hay una sola flor
pero nos parece ver tulipanes y rosas floridas aunque no estén reproducidas
con líneas visibles; igual que vemos un eco de la perla y la púrpura de la
concha marina en la iglesia de San Marcos en Venecia; igual que el techo
abovedado de la maravillosa capilla de Rávena resplandece con el oro, el
verde y el zafiro de la cola del pavo real, aunque los pájaros de Juno no vuelen
en ella; el crítico reproduce la obra que critica de un modo que nunca es
imitativo, su encanto radica en parte en esa renuncia al parecido, nos muestra
así no solo el significado, sino también el misterio de la belleza y, al
transformar todas las artes en literatura, resuelve de una vez para siempre el
problema de la unidad del arte.
Pero veo que es hora de cenar. Cuando hayamos dado cuenta del
Chambertin y de unos escribanos hortelanos, pasaremos a la cuestión del
crítico considerado como intérprete.
ERNEST: ¡Ah! Conque admites que a veces se permite al crítico ver las
cosas tal como son en realidad.
GILBERT: No estoy tan seguro. Puede que lo admita después de cenar. La
cena ejerce una sutil influencia.
Segunda parte
con algunas observaciones sobre la importancia
de discutirlo todo
El primer deber en la vida es ser tan artificial como sea posible. El segundo
aún no lo ha descubierto nadie.
La maldad es un mito inventado por las buenas personas para explicar el
peculiar atractivo de los demás.
Si los pobres solo tuvieran perfil no sería difícil resolver el problema de la
pobreza.
Quienes no ven la diferencia entre el alma y el cuerpo carecen tanto de una
cosa como de otra.
Un ojal verdaderamente bien hecho es el único vínculo entre arte y
naturaleza.
Las religiones perecen cuando se demuestra que son ciertas. La ciencia es
el registro de las religiones fenecidas.
Los bien educados contradicen a los demás. Los sabios se contradicen a sí
mismos.
Nada que ocurra en realidad tiene la menor importancia.
El aburrimiento señala la llegada de la época de la seriedad.
En todos los asuntos sin importancia lo esencial es el estilo y no la
sinceridad. En todos los asuntos de importancia lo esencial es el estilo y no la
sinceridad.
Si uno dice la verdad, tarde o temprano acabarán descubriéndole.
El placer es lo único por lo que deberíamos vivir. Nada envejece tanto
como la felicidad.
La única esperanza de vivir en el recuerdo de las clases comerciales es no
pagar las facturas.
Ningún crimen es vulgar, pero la vulgaridad siempre es un crimen. La
vulgaridad es la conducta de los demás.
Solo los superficiales se conocen a sí mismos.
El tiempo es un desperdicio de dinero.
Uno debería ser siempre un poco improbable.
Hay cierta fatalidad en las buenas resoluciones. Invariablemente se toman
demasiado pronto.
La única expiación posible por vestir a veces con demasiada elegancia es
ser siempre demasiado educado.
Ser prematuro es ser perfecto.
Cualquier preocupación sobre lo correcto o acertado de nuestro
comportamiento demuestra un desarrollo intelectual interrumpido.
La ambición es el último refugio del fracaso.
Una verdad deja de ser cierta cuando más de una persona cree en ella.
En los exámenes los tontos hacen preguntas que los sabios no saben
responder.
La vestimenta de los griegos carecía, en esencia, de talento estético. Nada
debería revelar el cuerpo salvo el cuerpo.
Uno debería ser una obra de arte, o vestir una obra de arte.
Solo perduran las cualidades superficiales. La naturaleza profunda del
hombre se descubre pronto.
La industria es la raíz de toda fealdad.
Las épocas perduran en la historia merced a sus anacronismos.
Solo los dioses saborean la muerte. Apolo ha perecido, pero Jacinto, a
quien dicen que mató, vive aún. Nerón y Narciso están siempre con nosotros.
Los viejos lo creen todo, los de mediana edad sospechan de todo, los
jóvenes lo saben todo.
El requisito de la perfección es la ociosidad: el objetivo de la perfección es
la juventud.
Solo los grandes maestros del estilo logran ser confusos.
Hay algo trágico en el enorme número de jóvenes ingleses que empiezan la
vida con un perfil perfecto y acaban adoptando alguna profesión útil.
Amarse a uno mismo es el inicio de un idilio que dura toda la vida.