Las Pruebas - James Dashner
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Las Pruebas - James Dashner
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•••
Es pequeño. ¿Tiene cuatro años, tal vez? ¿Cinco? Está tumbado sobre una
cama, tapado con las mantas hasta la barbilla.
Hay una mujer sentada junto a él, con las manos en el regazo. Tiene el pelo
largo y castaño, y su rostro comienza a mostrar los primeros signos de la edad.
Tiene los ojos tristes. Lo sabe a pesar de que ella se esfuerza mucho por ocultarlo
con una sonrisa.
Quiere decir algo, hacerle una pregunta; pero no puede. No está allí de
verdad. Tan sólo lo presencia desde un sitio que no entiende del todo. La mujer
empieza a hablar con un tono a la vez dulce e irritado que le molesta:
—No sé por qué te han elegido, pero sí sé que eres especial. Nunca lo olvides.
Tampoco olvides nunca… —la voz se le quiebra y las lágrimas le recorren el
rostro—, nunca olvides cuánto te quiero.
El chico responde, pero no es Thomas quien habla. Aunque en realidad sí es
él. Nada tiene sentido.
—¿Te vas a volver loca como toda esa gente que sale en la tele, mamá?
¿Como… papá?
La mujer extiende la mano y le pasa los dedos por el pelo. ¿La mujer? No, no
puede llamarla así. Es su madre. Es… mamá.
—No te preocupes por eso, cariño —dice—. No estarás aquí para verlo.
Su sonrisa ha desaparecido.
•••
El sueño se convirtió en oscuridad demasiado rápido y dejó a Thomas sumido
en un vacío, con nada más que sus pensamientos. ¿Había visto otro recuerdo
salido de las profundidades de su amnesia? ¿De verdad había visto a su madre?
Había dicho algo acerca de que su padre se había vuelto loco. Thomas sintió en
su interior un profundo y persistente dolor e intentó refugiarse en el olvido.
Más tarde —de cuánto exactamente no tenía ni idea—, Teresa volvió a
hablarle: Tom, algo va mal.
Capítulo 2
Así fue cómo empezó. Oy ó a Teresa decir esas palabras, pero parecían muy
lejanas, como si las dijera desde el otro lado de un largo túnel abarrotado de
cosas. El sueño se había convertido en un líquido resbaladizo, espeso y pegajoso
que le atrapaba. Tenía conciencia de sí mismo, pero se dio cuenta de que estaba
fuera del mundo, sepultado por el agotamiento. No podía despertarse.
¡Thomas! —gritó Teresa.
Un ruido desgarrador en su cabeza. Sintió el primer rastro de miedo, pero era
más bien un sueño. Sólo podía dormir. Y ahora estaban a salvo, y a no tenían por
qué preocuparse. Sí, tenía que ser un sueño. Teresa estaba bien, ellos estaban
bien. Volvió a relajarse y dejó que el sueño le inundara.
Otros sonidos se abrieron camino a su conciencia: golpazos, el repiqueteo del
metal contra el metal, algo que se hacía añicos. Chicos chillando. O más bien el
eco de los gritos, muy distante, amortiguado. De repente, se parecieron más a
gritos. Unos alaridos de angustia sobrenaturales. Pero seguían siendo lejanos,
como si los envolviera un grueso capullo de oscuro terciopelo.
Al final, algo interrumpió la comodidad del sueño: eso no estaba bien. ¡Teresa
le había llamado, le había dicho que algo iba mal! Luchó contra el profundo
sueño que le consumía, arañó el fuerte peso que le inmovilizaba.
« ¡Despierta! —gritó para sus adentros—. ¡Despierta!» .
Entonces algo desapareció de su interior. Estaba allí y al instante se había ido.
Notó como si le hubieran arrancado un órgano principal de su cuerpo.
Había sido ella. Ya no estaba.
¡Teresa! —gritó con su mente—. ¡Teresa! ¿Estás ahí?
Pero no había nada y y a no sentía aquel consuelo al tenerla cerca. Repitió su
nombre una y otra vez mientras continuaba luchando contra el oscuro sueño que
tiraba de él.
Por fin, la realidad volvió y se llevó la penumbra. Sumido en el terror,
Thomas abrió los ojos, se sentó enseguida sobre la cama, incorporándose
rápidamente, y saltó. Miró a su alrededor.
Todo era una locura.
El resto de clarianos corría por la habitación, gritando. Y unos sonidos
terribles, espantosos, llenaban el aire, como los atroces gritos de unos animales a
los que estuvieran torturando. Fritanga estaba señalando hacia la ventana, con la
cara pálida. Newt y Minho corrían en dirección a la puerta. Winston tenía las
manos sobre su rostro aterrorizado y plagado de acné, como si acabara de ver un
zombi carnívoro. Otros tropezaban entre sí para mirar por las distintas ventanas,
pero alejados del cristal. Con algo de dolor, Thomas se dio cuenta de que no sabía
la may oría de los nombres de los veinte chicos que habían sobrevivido al
Laberinto; una extraña idea en medio de todo aquel caos.
Algo en el rabillo del ojo le hizo darse la vuelta para mirar hacia la pared. Lo
que vio eliminó de inmediato toda la paz y seguridad que había sentido hablando
con Teresa por la noche. Le hizo dudar incluso de que tales emociones pudieran
existir en el mismo mundo en el que estaba en aquellos momentos.
A un metro de su cama, cubierta con unas cortinas de colores muy vivos, una
ventana daba a una luz brillante y cegadora. Al otro lado había un hombre
agarrado a los barrotes, con las manos ensangrentadas. Tenía los ojos muy
abiertos, iny ectados en sangre, llenos de locura. Las llagas y las cicatrices
cubrían su fino rostro quemado por el sol. No tenía pelo, tan sólo unas manchas
infectadas de lo que parecía ser moho verdoso. Una atroz hendidura se extendía
por su mejilla derecha; Thomas podía verle los dientes a través de la herida en
carne viva y purulenta. Una saliva rosada babeaba en líneas ondulantes desde la
barbilla del hombre.
—¡Soy un raro! —gritó aquel horror—. ¡Soy un maldito raro!
Y entonces empezó a gritar lo mismo una y otra vez, mientras escupía con
cada alarido:
—¡Matadme! ¡Matadme! ¡Matadme…!
Capítulo 3
Una mano cay ó de golpe sobre el hombro de Thomas; este pegó un grito y se
dio la vuelta para ver a Minho, que tenía la vista clavada en el loco que gritaba
por la ventana.
—¡Están por todas partes! —exclamó Minho. Su voz tenía un tono triste,
equiparable al estado de ánimo de Thomas. Al parecer, todo lo que se habían
atrevido a esperar la noche anterior se había desvanecido completamente—. Y
no hay ni rastro de los pingajos que nos rescataron —añadió.
Thomas había vivido sumido en el miedo y el terror durante las últimas
semanas, pero aquello y a era demasiado. ¡Sentirse a salvo sólo para que se lo
arrebataran de nuevo! Aunque para su asombro, enseguida echó a un lado
aquella parte de él que quería volver de un salto a la cama y llorar a lágrima
viva. Apartó el dolor persistente que sentía al recordar a su madre y lo que le
había pasado a su padre y a la gente que se había vuelto loca. Thomas sabía que
alguien tenía que hacerse cargo de la situación. Necesitaban un plan si querían
sobrevivir también a aquello.
—¿Ha conseguido entrar alguno? —preguntó, embargado por una extraña
calma—. ¿Todas las ventanas tienen estos barrotes?
Minho hizo un gesto de asentimiento en dirección a una de las muchas que
cubrían las paredes de la larga habitación rectangular.
—Sí. Ay er por la noche estaba demasiado oscuro para verlos, sobre todo con
esas estúpidas cortinas recargadas. Pero me alegro muchísimo de que estén ahí.
Thomas miró a los clarianos. Algunos corrían de ventana en ventana para
echar un vistazo afuera mientras que otros estaban apiñados, formando un
pequeño grupo. Todos parecían medio incrédulos, medio aterrorizados.
—¿Dónde está Newt?
—Aquí mismo.
Thomas se dio la vuelta para ver al may or del grupo, sin saber lo mucho que
le había echado de menos.
—¿Qué pasa?
—¿Crees que tengo la más puñetera idea? Según parece, una panda de locos
nos quiere comer para desay unar. Tenemos que encontrar otra habitación para
reunirnos. Todo este ruido me está taladrando el puñetero cráneo.
Thomas asintió distraídamente; el plan le parecía bien, pero esperaba que
Newt y Minho se encargaran de llevarlo a cabo. Estaba impaciente por contactar
con Teresa. Esperaba que su advertencia fuera tan sólo parte de un sueño, una
alucinación provocada por la droga de aquel agotamiento. Y aquella visión de su
madre…
Sus dos amigos se alejaron para llamar con gestos a los clarianos. Thomas
dirigió una mirada tímida al loco destrozado de la ventana, pero apartó la vista de
inmediato y deseó que su cerebro no hubiera recordado la sangre, la carne
desgarrada, los ojos de trastornado y los gritos histéricos.
¡Matadme! ¡Matadme! ¡Matadme!
Fue a trompicones hacia la pared más alejada y se recostó contra ella.
Teresa —volvió a llamarla mentalmente—. Teresa. ¿Me oyes?
Esperó con los ojos cerrados para concentrarse. Extendió unas manos
invisibles con la intención de captar algún rastro de ella. Nada. Ni siquiera una
sombra pasajera o una ligera sensación, así que mucho menos una respuesta.
Teresa —repitió con más urgencia, apretando los dientes por el esfuerzo—.
¿Dónde estás? ¿Qué ha pasado?
Nada. Su corazón pareció ralentizarse hasta casi detenerse y se sintió como si
se hubiera tragado un trozo grande de algodón. Algo le había ocurrido a la chica.
Abrió los ojos y vio que los clarianos se habían reunido alrededor de la puerta
pintada de verde que llevaba a la zona común donde comieron pizza la noche
anterior. Minho estaba tirando del pomo redondo de latón en vano. Estaba cerrada
con llave.
La otra puerta daba a unas duchas con vestuarios y no existía ninguna salida
más. Tan sólo esa y las ventanas, todas con barrotes de metal. Gracias a Dios,
porque en cada una había locos violentos gritando y vociferando desde fuera.
Aunque la preocupación le consumía como ácido derramado en sus venas,
Thomas cesó por un momento de intentar contactar con Teresa y se reunió con
los demás clarianos. Newt trataba de abrir la puerta con el mismo resultado inútil.
—Está cerrada con llave —masculló cuando por fin se rindió, y dejó caer los
brazos débilmente a los costados.
—No me digas, genio —soltó Minho con sus fuertes brazos cruzados y en
tensión, con todas las venas hinchadas. Thomas pensó por una fracción de
segundo que casi podía ver bombear la sangre a través de ellas—. No me extraña
que te pusieran el nombre de Isaac Newton. ¡Qué gran capacidad de raciocinio!
Newt no estaba de humor. O quizás había aprendido hacía mucho tiempo a
ignorar los comentarios de Minho el listillo.
—Rompamos el maldito pomo —miró a su alrededor como si esperase que
alguien le diera un mazo.
—¡Ojalá esos cara… raros se callaran! —gritó Minho, y se dio la vuelta para
mirar con el ceño fruncido al que estaba más cerca: una mujer incluso más
horrorosa que el primer hombre que había visto Thomas. Una herida sangrante le
atravesaba el rostro y terminaba al otro lado de su cabeza.
—¿Raros? —repitió Fritanga.
El cocinero peludo había permanecido callado hasta entonces, apenas habían
notado su presencia. Thomas lo veía incluso más asustado que antes de
enfrentarse a los laceradores para escapar del Laberinto. Quizás aquello fuera
peor. Al meterse en la cama la noche antes, les había parecido que todo iba bien
y estaban a salvo. Sí, tal vez aquello fuera peor porque lo tenían y se quitaron de
repente.
Minho señaló a la mujer ensangrentada que estaba chillando.
—Así es cómo no paran de llamarse. ¿No lo has oído?
—Por mí como si los llamas sauces llorones —respondió Newt—.
¡Encuéntrame algo para atravesar esta estúpida puerta!
—Ten —dijo un chico más bajo, que llevaba un extintor estrecho pero sólido
que había cogido de la pared. Thomas recordó haberlo visto antes. De nuevo se
sintió culpable por no recordar el nombre de aquel chaval.
Newt agarró el cilindro rojo, dispuesto a aporrear el pomo de la puerta.
Thomas se acercó todo lo que pudo, impaciente por ver qué había al otro lado,
aunque tenía el presentimiento de que fuera lo que fuera, no les iba a gustar.
Newt levantó el extintor y luego golpeó con fuerza el pomo redondo de latón.
A aquel martilleo le acompañó un crujido aún más fuerte y tan sólo hicieron falta
tres golpes más antes de que el pomo cay era al suelo con un sonido metálico al
hacerse pedazos. La puerta se movió lentamente y se entreabrió lo justo para
mostrar la oscuridad del otro lado.
Newt se quedó en silencio, con la vista clavada en el largo y estrecho hueco
de negrura, como si esperase que aparecieran volando demonios del averno.
Distraídamente, devolvió el extintor al chico que lo había encontrado.
—Vamos —dijo. Thomas crey ó percibir un ligero temblor en su voz.
—¡Espera! —gritó Fritanga—. ¿Estamos seguros de que queremos salir ahí
fuera? A lo mejor esa puerta estaba cerrada por algún motivo.
Thomas no pudo evitar estar de acuerdo; algo fallaba en todo aquello.
Minho se adelantó para colocarse junto a Newt, observó a Fritanga y luego
intercambió una mirada con Thomas.
—¿Qué otra cosa podemos hacer? ¿Sentarnos a esperar que esos chiflados
entren? Vamos.
—Esos bichos raros van a tardar bastante en atravesar los barrotes de las
ventanas —replicó Fritanga—. Pensemos un segundo.
—El tiempo de reflexión ha terminado —respondió Minho. Dio una patada
con el pie y la puerta se abrió del todo. Al otro lado la penumbra parecía aún
may or—. Además, deberías haber hablado antes de que rompiéramos la
cerradura en mil pedazos, gilipullo. Ahora es demasiado tarde.
—Odio que tengas razón —gruñó Fritanga entre dientes.
Thomas no podía dejar de mirar más allá de la puerta abierta, hacia el pozo
de negra oscuridad. Sintió una aprensión familiar al saber que tenía que haber
sucedido algo o, de lo contrario, los que les habían rescatado habrían ido a
buscarles hacía un buen rato. Pero Minho y Newt tenían razón: debían salir en
busca de respuestas.
—¡Foder —exclamó Minho—, y o iré primero!
Sin esperar una reacción, atravesó la puerta abierta y su cuerpo desapareció
en la penumbra casi al momento. Newt miró a Thomas de forma vacilante y
después siguió a Minho. Por alguna razón, Thomas crey ó que dependía de él ir
detrás, así que se decidió.
Paso a paso, dejó el dormitorio y entró en la oscuridad de la zona común, con
los brazos extendidos delante de él.
El resplandor de luz que venía de atrás no iluminaba mucho las cosas; bien
podría haber estado caminando con los ojos muy apretados. Y aquel lugar olía
fatal.
Desde delante, Minho dio un grito y después dijo:
—Guau, tened cuidado. Algo… extraño cuelga del techo.
Thomas oy ó un ligero chirrido o un chasquido, algo que crujía. Como si
Minho hubiera chocado con una lámpara demasiado baja y la hubiera hecho
balancearse hacia delante y atrás. Se oy ó un gruñido de Newt a la derecha,
seguido del chirrido del metal arrastrado por el suelo.
—Una mesa —anunció Newt—. Cuidado con las mesas.
Fritanga habló detrás de Thomas:
—¿Alguien recuerda dónde estaban los interruptores de la luz?
—Ahí es donde me dirijo —contestó Newt—. Juraría que recuerdo haber
visto unos cuantos en algún sitio, por ahí.
Thomas continuó avanzando a ciegas. Sus ojos se habían adaptado un poco;
donde antes todo era un muro de negrura, ahora veía rastros de sombras entre las
sombras. Aun así, faltaba algo. Todavía estaba un poco desorientado, pero las
cosas parecían no estar en el sitio correcto. Era casi como si…
—Arggggh —gruñó Minho con un escalofrío de repulsión, como si acabara
de pisar un montón de clonc. Otro chirrido atravesó la sala.
Antes de que Thomas pudiera preguntar qué había pasado, se topó con algo.
Duro, de forma repugnante. Con el tacto de una tela.
—¡Los he encontrado! —gritó Newt.
Se oy eron unos cuantos clics. Entonces la sala se iluminó de pronto con la luz
de los fluorescentes, que dejó ciego por un momento a Thomas. Se apartó a
trompicones de la cosa con la que había chocado, se restregó los ojos, dio con
otra figura rígida y la apartó con un empujón.
—¡Ostras! —gritó Minho.
Thomas entrecerró los ojos y su visión se aclaró. Se obligó a contemplar la
escena de terror que le rodeaba.
Por toda aquella enorme sala había personas pendiendo del techo, al menos
una docena. Las habían colgado por el cuello, y las cuerdas, retorcidas, se
hundían en la piel morada e hinchada. Los cuerpos rígidos se balanceaban
adelante y atrás ligeramente, con las lenguas de color rosa pálido saliendo de sus
bocas de labios blancos. Todos tenían los ojos abiertos, aunque vidriosos por una
muerte segura. Debían de llevar horas así. La ropa y algunas de sus caras les
resultaban familiares.
Thomas cay ó de rodillas. Conocía a aquellos muertos.
Eran los que habían rescatado a los clarianos. Justo el día anterior.
Capítulo 4
Pasaron varios segundos antes de que Thomas se diera cuenta de que había
dejado de respirar. Cogió una gran bocanada de aire y miró boquiabierto la sala
que ahora estaba vacía. No había cuerpos hinchados y de piel morada. No había
mal olor.
Newt le empujó ligeramente al pasar y avanzó con su leve cojera hasta que
estuvo en el mismo centro del suelo enmoquetado de la sala.
—Esto es imposible —dijo y se dio la vuelta lentamente, mirando el techo de
donde los cadáveres colgaban en cuerdas hacía tan sólo unos minutos—. No ha
pasado bastante tiempo para que alguien los hay a podido sacar. Y nadie más ha
entrado en esta puñetera sala. ¡Los hubiéramos oído!
Thomas se apartó y se apoy ó en la pared mientras los otros clarianos y Aris
salían del pequeño dormitorio. Un silencioso sobrecogimiento se extendió por el
grupo cuando, uno a uno, todos notaron que no estaban los muertos. En cuanto a
Thomas, volvió una vez más a inundarle cierta insensibilidad, como si y a no
fuera a sorprenderle nada.
—Tienes razón —le dijo Minho a Newt—. Estuvimos ahí con la puerta
cerrada, ¿cuánto, veinte minutos? No hay forma de que alguien hay a podido
mover todos esos cuerpos tan rápido. Además, este sitio está cerrado desde
dentro.
—Por no mencionar cómo han eliminado el olor —añadió Thomas.
Minho asintió.
—Bueno, vosotros sois dos pingajos muy listos —dijo Fritanga enfurruñado—,
pero echad un vistazo a vuestro alrededor. Ya no están. Así que penséis lo que
penséis, se han deshecho de ellos de algún modo.
A Thomas no le apetecía discutir ni quería siquiera hablar del tema. Los
cadáveres habían desaparecido. Habían visto cosas más raras.
—Eh —dijo Winston—, esa gente loca ha dejado de gritar y chillar.
Thomas escuchó. Silencio.
—Creo que no podíamos oírlos desde el cuarto de Aris. Pero tienes razón, han
parado.
No tardaron en echar a correr todos hacia el dormitorio más grande, al otro
lado de la zona común. Thomas les siguió con una intensa curiosidad por mirar a
través de las ventanas el mundo exterior. Antes, con los raros gritando y
apretando sus caras contra los barrotes de hierro, había estado demasiado
horrorizado para echar un vistazo.
—¡Ni de coña! —gritó Minho desde delante y, sin más explicaciones,
desapareció dentro de la habitación.
Mientras Thomas avanzaba en esa dirección, advirtió que todos los chicos
vacilaban un segundo, con los ojos abiertos como platos en el umbral de la
puerta, después continuaban y pasaban al interior del dormitorio. Esperó a que los
clarianos y Aris entraran y luego les siguió.
Sintió la misma impresión que los otros chicos. En conjunto, la habitación
estaba más o menos como la habían dejado antes; pero había una diferencia
monumental: en cada ventana, sin excepción, se había levantado una pared de
ladrillos rojos, justo por detrás de los barrotes de hierro, que bloqueaba
completamente el espacio abierto. La única luz de la habitación provenía de los
paneles del techo.
—Aunque hubieran sido muy rápidos con los cadáveres —dijo Newt—, estoy
segurísimo de que no tuvieron tiempo de construir estas malditas paredes de
ladrillo. ¿Qué está pasando aquí?
Thomas se quedó observando mientras Minho se acercaba a una de las
ventanas y sacaba la mano entre los barrotes para empujar los ladrillos rojos.
—Es sólida —dijo, y le dio unas palmaditas.
—Ni siquiera parece recién hecha —murmuró Thomas, que se acercó a una
para tocarla. Estaba dura y fría—. La argamasa está seca. Nos han engañado de
alguna manera, eso es todo.
—¿Nos han engañado? —preguntó Fritanga—. ¿Cómo?
Thomas se encogió de hombros y volvió a su indiferencia. Seguía deseando
desesperadamente poder hablar con Teresa.
—No lo sé. ¿Te acuerdas del Precipicio? Saltamos al aire y atravesamos un
agujero invisible. Quién sabe lo que puede hacer esta gente.
La siguiente media hora la pasaron aturdidos. Thomas deambulaba, como el
resto, inspeccionando las paredes de ladrillos, buscando señales de alguna cosa
más que hubiera cambiado. Encontró varias, cada una tan extraña como la
anterior. Todas las camas del dormitorio de los clarianos estaban hechas y no
había ni rastro de la ropa sucia que llevaban antes de ponerse el pijama que les
dieron la noche antes. Habían cambiado las cómodas de sitio, aunque la
diferencia era sutil y algunos no estaban de acuerdo con que las hubieran
movido. Fuera como fuera, todos los chicos tenían ahora ropa limpia, zapatos y
un nuevo reloj digital.
Pero el cambio más grande de todos —descubierto por Minho— fue el cartel
que había fuera de la habitación donde habían encontrado a Aris. En vez de poner
« Teresa Agnes. Grupo A, Sujeto A-1. La traidora» , ahora se leía:
Aris Jones. Grupo B, Sujeto B-1. El compañero.
Todos le echaron un vistazo al nuevo letrero y se alejaron, pero Thomas se
encontró delante, incapaz de apartar los ojos de él. Para Thomas fue como si la
nueva etiqueta lo hiciera oficial: le habían quitado a Teresa y la habían sustituido
por Aris. Nada tenía sentido y tampoco y a importaba. Volvió al dormitorio de los
chicos, encontró el catre en el que se había acostado la otra noche —o al menos
en el que creía haberse acostado— y se puso la almohada encima de la cabeza,
como si aquel gesto hiciera que todos desaparecieran.
¿Qué le había ocurrido a Teresa? ¿Qué les había sucedido a ellos? ¿Dónde
estaban? ¿Qué se suponía que tenían que hacer? Y los tatuajes…
Movió la cabeza a un lado, luego el cuerpo entero, apretó los ojos con fuerza,
cruzó los brazos y encogió las piernas hasta tumbarse en posición fetal. Entonces,
decidido a seguir intentándolo hasta oírla de nuevo, la llamó con sus
pensamientos.
¿Teresa? —una pausa—. ¿Teresa? —una pausa más larga—. ¡Teresa! —gritó
mentalmente, y todo su cuerpo se tensó con el esfuerzo—. ¡Teresa! ¿Dónde
estás? ¡Por favor, contéstame! ¿Por qué no intentas ponerte en contacto conmigo?
Ter…
¡Sal de mi cabeza!
Las palabras explotaron en el interior de su mente con tanta intensidad y de
forma tan extrañamente audible dentro de su cráneo que sintió una punzada de
dolor detrás de los ojos y en los oídos. Se sentó en la cama y luego se puso de pie.
Era ella. Estaba claro que era ella.
¿Teresa? —apretó los dedos índice y corazón de ambas manos contra sus
sienes—. ¿Teresa?
¡Quien quiera que seas, sal de mi fuca cabeza!
Thomas retrocedió a trompicones hasta que se sentó de nuevo en la cama.
Tenía los ojos cerrados mientras se concentraba.
Teresa, ¿qué estás diciendo? Soy yo. Thomas. ¿Dónde estás?
¡Cállate! —era ella, no tenía duda, pero su voz estaba llena de miedo y rabia
—. ¡Cállate! ¡No sé quién eres! ¡Déjame en paz!
Pero… —empezó a decir Thomas sin saber qué hacer—. Teresa, ¿qué pasa?
La chica hizo una pausa antes de responder, como si estuviera aclarando sus
ideas, y cuando por fin habló, Thomas percibió en ella una calma casi
perturbadora:
Déjame en paz o te encontraré y te cortaré el cuello. Lo juro.
Y entonces se fue. A pesar de su amenaza, intentó llamarla otra vez, pero
volvió el mismo vacío que había sentido desde aquella mañana y su presencia se
desvaneció.
Thomas se recostó en la cama con algo horrible quemándole por dentro.
Enseguida hundió de nuevo la cabeza en la almohada y lloró por primera vez
desde que habían matado a Chuck. No obstante, las palabras del letrero al otro
lado de la puerta, « La traidora» , no paraban de volver a su mente y, cada vez
que lo hacían, él las echaba.
Por increíble que parezca, nadie le molestó ni le preguntó qué le pasaba. Sus
sollozos reprimidos se convirtieron en una esporádica respiración dificultosa y al
final se quedó dormido. Una vez más, soñó.
Esta vez es un poco may or, probablemente tiene siete u ocho años. Una luz
muy brillante se mantiene sobre su cabeza como por arte de magia.
Unas personas vestidas con unos extraños trajes verdes y unas gafas raras no
paran de observarlo detenidamente y sus cabezas bloquean durante un momento
el resplandor. Puede ver sus ojos, pero nada más. Tienen tapadas con una
máscara la boca y la nariz. Thomas, de alguna manera, tiene esa edad, pero al
mismo tiempo está fuera observando como un espectador. Aun así, siente el
miedo del niño.
Esas personas están hablando con unas voces apagadas y amortiguadas.
Algunos son hombres, otras, mujeres; pero no sabe quién es quién.
No entiende lo que está sucediendo, tan sólo retazos. Capta fragmentos de la
conversación, todos espantosos:
—Tendremos que seguir trabajando en el chico y la chica.
—¿Podrán sus mentes soportarlo?
—Esto es increíble, ¿sabes? Tiene el Destello bien enraizado en su interior.
—Puede que muera.
—O peor: puede que viva.
Oy e una última cosa, por fin algo que no le da escalofríos por el asco o el
miedo:
—O tal vez él y los otros nos salven. Nos salven a todos.
Capítulo 9
•••
Hambre.
« Es como un animal atrapado en tu interior» , pensó Thomas.
Después de tres días enteros sin comer, parecía como si un despiadado y
persistente animal de garras torpes tratara de salir de su estómago escarbando.
Lo notaba cada segundo de cada minuto de cada hora. Bebía agua de los grifos
del lavabo con tanta frecuencia como era posible, pero no espantaba la bestia.
Por el contrario, parecía que aumentaba su fuerza para poder causar más
sufrimiento en su interior.
Los demás también la notaban, aunque la may oría se guardara sus quejas.
Thomas observó cómo daban vueltas, con las cabezas gachas y la mandíbula
floja, como si con cada paso quemara mil calorías. La gente se chupaba mucho
los labios. Se agarraban el estómago y lo apretaban como si intentaran calmar a
la bestia que los atormentaba. A menos que fueran al baño para usarlo o beber
agua, los clarianos no se movían en absoluto. Como Thomas, estaban tumbados
en las literas, fláccidos. Con la piel pálida y los ojos hundidos.
Thomas sentía todo aquello como una enfermedad perniciosa y el ver a los
demás lo empeoraba, le recordaba que no era algo que pudiese ignorar. Era real,
y la muerte les estaba esperando a la vuelta de la esquina.
Sueño lánguido. Lavabo. Agua. Vuelta con dificultad a la cama. Sueño
lánguido, sin más sueños o recuerdos como los que había experimentado. Se
convirtió en un ciclo horroroso, interrumpido tan sólo cuando pensaba en Teresa;
las duras palabras que le había dicho eran lo único que suavizaba la posibilidad de
la muerte, aunque sólo fuera un poco. Era la única cosa a la que podía aferrarse
para conseguir esperanza después del Laberinto y la muerte de Chuck. Y ahora
ella no estaba, no había comida y habían pasado tres días.
Hambre. Sufrimiento.
Había dejado de molestarse en mirar el reloj —tan sólo lograba que el
tiempo pasara más lentamente y le recordaba cuánto hacía desde la última vez
que comió—, pero crey ó que era casi media tarde del tercer día cuando de
repente se empezó a oír un zumbido en la zona común.
Thomas se quedó mirando la puerta que daba allí, pues sabía que debía
levantarse e ir a ver qué pasaba. Pero su mente había entrado en otra de esa
especie de siestas confusas y el mundo a su alrededor se nubló.
Quizá se lo había imaginado. Pero luego volvió a oírlo.
Se ordenó a sí mismo levantarse.
Pero, en vez de hacerlo, se quedó dormido.
•••
—Thomas —era la voz de Minho. Débil, pero más fuerte que la última vez
que la había oído—. Thomas. Tío, despierta.
Thomas abrió los ojos, asombrado por haber sobrevivido a otra cabezada.
Todo se volvió borroso un segundo y al principio no crey ó que fuese real lo que
parecía estar a unos centímetros de su cara. Pero entonces la imagen se aclaró y
la redondez roja, con motas verdes en su superficie brillante, le hizo sentir que
estaba contemplando el mismísimo paraíso.
Una manzana.
—¿De dónde la has…?
No se molestó en acabar la frase, pues aquellas pocas palabras habían
minado su fuerza.
—Cómetela —dijo Minho, y a continuación se oy ó un húmedo crujido.
Thomas levantó la vista para ver a su amigo masticando su propia manzana.
Entonces, sacando los restos que le quedaban de energía de algún sitio muy
profundo en su interior, se incorporó apoy ado sobre un codo y cogió la fruta que
había encima de la cama. Se la llevó a la boca y le dio un pequeño mordisco. El
estallido de sabor y zumo fue algo maravilloso.
Con un gemido, atacó el resto y y a se había comido hasta el pequeño corazón
antes de que Minho hubiera siquiera acabado la suy a, a pesar de la ventaja que le
llevaba.
—Córtate un poco y cálmate —dijo Minho—. Sigue comiendo así y lo
vomitarás todo. Aquí tienes otra. Intenta tragar más despacio esta vez.
Le pasó una segunda manzana a Thomas, quien la aceptó sin dar las gracias y
le dio un gran mordisco. Mientras masticaba, tragando antes de meterse otro
trozo en la boca, se dio cuenta de que notaba cómo los primeros trazos de energía
recorrían su cuerpo.
—¡Qué bien! —masculló—. Esto está fucamente bien.
—Aún pareces un idiota cuando usas las palabras clarianas —dijo Minho
antes de darle otro mordisco a la manzana.
Thomas lo ignoró.
—¿De dónde ha salido esto?
Minho vaciló mientras masticaba; luego reanudó la conversación:
—Las encontramos en la zona común. Junto con… otra cosa. Los pingajos
que lo encontraron afirman que unos minutos antes acababan de mirar y no
había nada; pero, sea como sea, no me importa.
Thomas bajó las piernas de la cama y se sentó.
—¿Qué más han encontrado?
Minho dio un mordisco y luego señaló hacia la puerta con la cabeza.
—Ve a verlo por ti mismo.
Thomas puso los ojos en blanco y se levantó despacio. Aquella lamentable
debilidad seguía presente, era como si le hubieran absorbido la may oría de sus
entrañas y todo lo que le quedara fueran unos cuantos huesos y tendones para
seguir derecho. Pero se mantuvo estable y, después de unos segundos, sintió que
estaba mejor que la última vez que había recorrido el largo y anodino tray ecto al
cuarto de baño.
En cuanto crey ó tener equilibrio, se acercó a la puerta y entró en la zona
común. Tan sólo hacía tres días, la sala estaba llena de cadáveres. Ahora estaba
llena de clarianos cogiendo cosas de una gran pila de comida que parecía haber
caído allí sin orden ni concierto. Fruta, verdura y paquetes pequeños.
Pero apenas se dio cuenta de aquello cuando algo extraño que vio al otro lado
de la sala atrajo su atención. Para estabilizarse, extendió los brazos hacia la pared
que tenía detrás.
Habían colocado un gran escritorio de madera enfrente de la puerta del otro
dormitorio. Detrás del escritorio, sentado en una silla y con los pies en alto,
cruzados por los tobillos, se hallaba un hombre delgado con un traje blanco.
El hombre estaba ley endo un libro.
Capítulo 10
Thomas se quedó allí un minuto entero, mirando al hombre que leía sentado
de manera informal en el escritorio. Era como si hubiera estado ley endo de esa
manera y en aquel sitio todos los días de su vida. El pelo negro y fino lo llevaba
peinado por encima de una cabeza calva y pálida; tenía una larga nariz, torcida
ligeramente a la derecha; y unos furtivos ojos marrones seguían las líneas
mientras leía. En cierto modo, aquel hombre parecía relajado y nervioso al
mismo tiempo.
E iba vestido de blanco. Los pantalones, la camisa, la corbata. Los calcetines.
Los zapatos. Todo era blanco.
¡¿Qué demonios era aquello?!
Thomas miró a los clarianos que masticaban la fruta y un aperitivo que
habían sacado de una bolsa, una mezcla de frutos secos y semillas. Hacían caso
omiso al hombre del escritorio.
—¿Quién es ese tío?
Thomas no se dirigió a nadie en particular.
Uno de los chicos alzó la vista y dejó de masticar por un segundo. Entonces
terminó rápido su bocado y lo tragó.
—No nos contará nada. Dice que tenemos que esperar aquí hasta que esté
preparado.
El chico se encogió de hombros como si no fuera importante y le dio otro
mordisco a una naranja pelada.
Thomas volvió a centrar su atención en el desconocido. Aún estaba sentado
allí, seguía ley endo. Pasó una página con un roce susurrante y continuó
recorriendo con la mirada las palabras.
Perplejo, y a pesar de que el estómago le pedía más comida, Thomas no
pudo evitar acercarse al hombre para investigar. De entre todas las cosas
extrañas con las que podía toparse…
—Cuidado —le dijo uno de los clarianos, pero era demasiado tarde.
Justo a tres metros del escritorio, Thomas chocó contra una pared invisible.
Primero se dio con la nariz, que se aplastó con lo que parecía una fría lámina de
cristal. El resto de su cuerpo hizo lo mismo: se golpeó contra el muro invisible y
le hizo retroceder a trompicones. Por instinto, alzó la mano para frotarse la nariz
mientras entrecerraba los ojos para ver por qué no había advertido aquella
barrera de cristal.
Pero no importaba lo mucho que se esforzara, no veía nada. Ni el más
mínimo resplandor o reflejo, ni siquiera estaba manchada por algún lado. Lo
único que veía era aire. En todo aquel rato, el hombre no se había molestado en
moverse ni había dado la menor señal de haber notado algo.
Thomas se acercó a aquel sitio, más despacio esta vez, con las manos
extendidas hacia delante. No tardó en entrar en contacto con la pared totalmente
invisible… ¿Qué? Parecía vidrio —liso, duro y frío al tacto—, pero no vio nada en
absoluto que indicara que allí había algo sólido.
Frustrado, Thomas se movió hacia la izquierda, luego a la derecha, palpando
aún la sólida pared que no veía. Se extendía por toda la habitación; no había
manera de acercarse al desconocido del escritorio. Thomas al final la aporreó
con una serie de golpazos sordos, pero no pasó nada más. Algunos de los
clarianos que había detrás de él, Aris incluido, comentaron que y a lo habían
intentado ellos.
El hombre de la extraña vestimenta, tan sólo a unos tres metros delante de él,
dejó escapar un suspiro exagerado mientras bajaba los pies del escritorio hasta el
suelo. Colocó un dedo en el libro para marcar dónde se había quedado y miró a
Thomas sin esforzarse por ocultar su enfado.
—¿Cuántas veces voy a tener que repetirlo? —dijo el hombre, cuy a voz
pegaba perfectamente con su piel pálida, su pelo fino y su cuerpo flacucho. Y
con ese traje, ese estúpido traje blanco. Por extraño que pareciera, sus palabras
no quedaron amortiguadas por la barrera—. Aún quedan cuarenta y siete
minutos antes de que me autoricen a ejecutar la Fase 2 de las Pruebas. Por favor,
sed pacientes y dejadme en paz. Os han dado este momento para comer y
reponeros, y te sugiero firmemente que lo aproveches, joven. Ahora, si no te
importa…
Sin esperar una respuesta, se recostó en la silla y volvió a apoy ar los pies
encima del escritorio. Después abrió el libro por donde lo había dejado y retomó
la lectura.
Thomas se había quedado mudo. Le dio la espalda al hombre y al escritorio,
y se apoy ó en la pared invisible, contra la dura superficie. ¿Qué acababa de
suceder? Seguramente estaba aún dormido, soñando. Por alguna razón, la mera
idea aumentó su hambre y se quedó mirando con ansia el montón de comida.
Entonces vio que Minho estaba en la puerta del dormitorio, apoy ado en el marco,
cruzado de brazos.
Thomas señaló con el pulgar por encima del hombro y enarcó una ceja.
—¿Has conocido a nuestro nuevo amigo? —dijo Minho, con una sonrisita en
la cara—. Menuda pieza el tío. Tengo que conseguir uno de esos fucos trajes. No
veas qué elegante.
—¿Estoy despierto? —preguntó Thomas.
—Estás despierto. Ahora come. Tienes una pinta horrible; casi estás tan mal
como el Hombre Rata que tenemos aquí, ley endo un libro.
Thomas se sorprendió por lo rápido que dejó de darle importancia a lo
extraño que era aquel tipo vestido de blanco, que había salido de la nada, y la
pared invisible. De nuevo le asaltó la indiferencia que le resultaba tan familiar.
Tras la impresión inicial, y a nada le resultaba raro. Todo podía ser normal. Lo
apartó todo de su mente y se obligó a comer. Otra manzana. Una naranja. Una
bolsa de frutos secos variados y luego una barrita de cereales y pasas. Su cuerpo
le pedía agua, pero aún no podía moverse.
—Tienes que cortarte —dijo Minho desde atrás—. Tenemos pingajos
vomitando por todas partes porque han comido demasiado. Creo que y a es
suficiente, tío.
Thomas se puso de pie, disfrutando de la sensación del estómago lleno. No
echaba de menos en absoluto la bestia en su interior que le había atormentado
durante tanto tiempo. Sabía que Minho tenía razón, tenía que parar y a. Le hizo un
gesto de asentimiento a su amigo antes de pasar por su lado para ir a beber, sin
dejar de pensar todo el tiempo en qué podría ser lo que les esperaba cuando el
hombre del traje blanco estuviera listo para ejecutar la Fase 2 de las Pruebas.
Fuera lo que fuera lo que significase aquello.
•••
Media hora más tarde, Thomas estaba sentado en el suelo con el resto de los
clarianos; Minho a su derecha y Newt a su izquierda, todos de cara a la pared
invisible y a la rata aquella que permanecía sentada tras el escritorio. Todavía
tenía los pies en alto y continuaba con la vista fija en las páginas del libro.
Thomas notó que poco a poco recobraba la energía y la fuerza.
El chico nuevo, Aris, le había mirado de forma extraña en el cuarto de baño,
como si quisiera hablar con él por telepatía, pero tuviera miedo de hacerlo.
Thomas le ignoró y enseguida fue hasta el lavabo para tragar toda el agua que
pudo con su estómago ahora lleno. Cuando terminó y se secó la boca con la
mano, Aris se había marchado. El chico estaba sentado junto a la pared, mirando
al suelo. A Thomas le daba lástima. Si los clarianos lo habían pasado mal, Aris
aún peor. Sobre todo si estaba tan unido a la chica que habían matado como
Thomas lo estaba a Teresa.
Minho fue el primero en romper el silencio:
—Creo que todos nos hemos vuelto unos psicópatas como aquellos… ¿cómo
se llamaban? Raros. Los raros de las ventanas. Estamos sentados aquí esperando
una charla del Hombre Rata como si fuera una cosa de lo más normal. Como si
estuviéramos en algún tipo de escuela. Una cosa está clara: si tuviera algo bueno
que decir, no necesitaría una puñetera pared mágica para protegerse de nosotros,
¿no?
—Corta el rollo y escucha —dijo Newt—, a lo mejor se acaba todo.
—Sí, claro —espetó Minho—. Y Fritanga va a tener bebés, a Winston se le va
a quitar ese horror de acné y Thomas por fin sonreirá.
Thomas se volvió hacia Minho y exageró una sonrisa falsa.
—Aquí tienes, ¿estás contento?
—¡Tío —respondió—, qué feo que eres!
—Si tú lo dices…
—Callad esas bocazas —susurró Newt—. Creo que ha llegado el momento.
Cuando Thomas miró al desconocido —el Hombre Rata, como Minho había
tenido la amabilidad de llamarle—, vio que había bajado los pies al suelo y
dejado el libro sobre el escritorio. Retiró la silla hacia atrás para ver mejor uno
de los cajones, lo abrió y rebuscó entre cosas que Thomas no alcanzaba a
distinguir. Finalmente, sacó una carpeta de Manila, muy llena, repleta de papeles
desordenados, muchos de ellos doblados y sobresaliendo por los bordes.
—Ah, aquí está —dijo el Hombre Rata con su voz nasal; luego dejó la carpeta
sobre el escritorio, la abrió y miró a los chicos que tenía delante—. Gracias por
reuniros de forma tan disciplinada para que pueda contaros lo que me han…
ordenado que os diga. Por favor, escuchad con atención.
—¿Por qué necesitas la pared? —gritó Minho.
Newt alargó la mano por detrás de Thomas y pegó a Minho en el brazo.
—¡Cállate!
El Hombre Rata continuó como si no hubiera oído el arrebato:
—Estáis todos aún aquí por una asombrosa voluntad para sobrevivir a pesar
de las circunstancias, entre… otras razones. Se enviaron unas sesenta personas a
vivir al Claro. Bueno, a vuestro Claro, quiero decir. Hubo otras sesenta personas
del Grupo B, pero de momento nos olvidaremos de ellas.
Los ojos del hombre miraron a Aris y después examinaron poco a poco al
resto. Thomas no sabía si alguien más se había percatado, pero sin duda hubo
cierta familiaridad en aquella mirada rápida. ¿Qué significaba…?
—De toda aquella gente, tan sólo sobrevivió una fracción que está aquí ahora.
Supongo que eso y a lo sabréis, pero muchas de las cosas que os suceden son
únicamente para juzgar y analizar vuestras reacciones. Y, aun así, no es un
experimento del todo…, sino más bien un programa. Potenciamos las zonas
letales y recogemos los patrones resultantes. Los juntamos todos para conseguir
un gran avance en la historia de la ciencia y la medicina.
» Esas situaciones que se os imponen se llaman Variables y cada una de ellas
ha sido elaborada minuciosamente. Pronto os explicaré más. Y aunque no puedo
contároslo todo esta vez, es vital que sepáis que estas pruebas por las que estáis
pasando son por una causa muy importante. Continuad respondiendo bien a las
Variables, continuad sobreviviendo, y seréis recompensados con el conocimiento
de haber participado en la salvación de la raza humana. Y de vosotros mismos,
claro.
El Hombre Rata hizo una pausa, por lo visto para causar más impresión.
Thomas miró a Minho y enarcó las cejas.
—Este tío está fucado de la cabeza —susurró Minho—. ¿Cómo va a salvar a
la raza humana que hay amos escapado de un puñetero laberinto?
—Represento a un grupo llamado CRUEL —continuó el Hombre Rata—. Sé
que suena amenazador, pero son las siglas de Catástrofe Radical: Unidad de
Experimentos Letales. No hay nada amenazador en esta empresa, a pesar de lo
que podáis pensar. Existimos por un motivo y tan sólo por un motivo: salvar al
mundo de la catástrofe. Los que estáis en esta sala sois una parte esencial de lo
que planeamos hacer. Tenemos recursos que ningún grupo de ningún tipo en la
historia ha conocido jamás. Disponemos de dinero casi ilimitado, de capital
humano ilimitado y de una tecnología tan avanzada que está más allá de lo que el
hombre más inteligente pudiera querer y desear.
» Conforme avanzáis en las Pruebas, veis y seguiréis viendo muestras de esta
tecnología y los recursos que hay detrás. Si hay algo que puedo deciros es que no
deberíais creer nunca lo que ven vuestros ojos. O vuestra mente, en realidad. Por
eso hicimos la demostración con los cuerpos colgantes y las ventanas tapiadas.
Lo único que diré es que a veces lo que veis no es real. Podemos manipular
vuestros cerebros y receptáculos nerviosos cuando es necesario. Sé que esto
suena confuso y tal vez dé un poco de miedo.
Thomas pensó que el hombre no podía haberse quedado menos corto. Y la
palabra « letal» no paraba de venirle a la cabeza. Su memoria apenas reactivada
no podía captar lo que significaba, pero y a lo había visto en una placa de metal
en el Laberinto, la que detallaba las palabras que formaban el acrónimo CRUEL.
El hombre pasó despacio los ojos por cada clariano de la sala. El labio
superior le brillaba por el sudor.
—El Laberinto era parte de las Pruebas. No se os lanzó ninguna Variable que
no sirviera para el propósito de nuestra colección de patrones en la zona letal.
Vuestra fuga era parte de las Pruebas. Vuestra batalla contra los laceradores, el
asesinato del niño llamado Chuck, el supuesto rescate y el viaje posterior en
autobús… Todo era parte de las Pruebas.
La ira creció en el pecho de Thomas al mencionar a Chuck. Se había medio
levantado antes de saber lo que le pasaba; Newt tiró de él para que volviera al
suelo.
Como si aquello le hubiera animado, el Hombre Rata se levantó de la silla
rápidamente y la colocó contra la pared de atrás. Luego colocó las manos sobre
el escritorio y se inclinó hacia los clarianos.
—Todo ha sido parte de las Pruebas, ¿lo entendéis? Era la fase 1, para ser
exactos. Y todavía nos queda mucho para lo que necesitamos. Por eso tenemos
que subir la apuesta inicial, y ha llegado la hora de la Fase 2. Es el momento de
que las cosas se pongan más difíciles.
Capítulo 11
La sala se quedó en silencio. Thomas sabía que debería estar enfadado por la
absurda idea de que a aquellas alturas las cosas habían sido fáciles para ellos.
Debería haberse aterrorizado… Por no mencionar lo de la manipulación de
cerebros. Pero, en cambio, tenía tanta curiosidad por averiguar lo que el hombre
iba a contarles, que las palabras resbalaron por su mente.
El Hombre Rata esperó lo que pareció una eternidad y luego volvió a sentarse
despacio en la silla para enseguida acercarse al escritorio una vez más.
—Puede que penséis, o tal vez lo parezca, que tan sólo estamos poniendo a
prueba vuestra capacidad de supervivencia. A primera vista, la Prueba del
Laberinto podría clasificarse erróneamente de esa manera. Pero os aseguro que
no se trata sólo de sobrevivir y de la voluntad de vivir. Eso tan sólo es una parte
del experimento. El panorama general es algo que no entenderéis hasta el final.
» Las erupciones solares han arrasado muchas partes de la Tierra y una
extraña enfermedad ha hecho estragos en los seres humanos; una enfermedad
llamada el Destello. Por primera vez, los gobiernos de todas las naciones (los que
sobrevivieron) están trabajando juntos. Han unido sus fuerzas para crear CRUEL,
un grupo cuy o objetivo es luchar contra el nuevo problema mundial. Vosotros
sois una parte importante de esa lucha. Y tendréis todos los incentivos para
colaborar con nosotros porque, lamentablemente, todos estáis infectados con el
virus.
De inmediato levantó las manos para cortar el alboroto que había empezado.
—¡Bueno, bueno! No tenéis por qué preocuparos. El Destello tarda un tiempo
en extenderse y mostrar síntomas. Pero, al final de las Pruebas, la cura será
vuestra recompensa y nunca veréis los… efectos debilitantes. ¿Sabéis?, no hay
muchos que puedan permitirse la cura.
La mano de Thomas subió por instinto a su garganta, como si el dolor que
sentía allí fuera el primer indicador de que había cogido el Destello. Recordaba
demasiado bien lo que le había dicho la mujer en el autobús de rescate después
de salir del Laberinto, sobre cómo el Destello destruía el cerebro y poco a poco
te iba volviendo loco y te despojaba de la capacidad de sentir emociones
humanas básicas como la compasión o la empatía. Sobre cómo te convertía en
menos que un animal.
Pensó en los raros que había visto por las ventanas del dormitorio, y de
repente quiso correr al cuarto de baño para lavarse la boca y las manos. Aquel
tipo tenía razón, tenían todos los incentivos que necesitaban para completar esta
siguiente fase.
—Pero y a basta de clases de historia y de perder el tiempo —continuó el
Hombre Rata—. Ahora os conocemos. A todos vosotros. No importa lo que hay a
dicho o lo que esté tras la misión de CRUEL; todos haréis lo que sea necesario.
De eso no nos cabe duda. Y al hacer lo que os pedimos, os salvaréis a vosotros
mismos porque tendréis la cura que tanta gente ansia.
Thomas oy ó a Minho refunfuñar a su lado y le preocupó que volviera a soltar
otro de sus comentarios soberbios. Le hizo callarse antes de que pudiera hacerlo.
El Hombre Rata bajó la vista al desordenado montón de papeles que había en
la carpeta abierta, cogió uno suelto y le dio la vuelta sin apenas leerlo. Se aclaró
la garganta.
—Fase 2: las Pruebas de la Quemadura. Empieza oficialmente mañana a las
seis en punto de la mañana. Entraréis en esta sala y en la pared que hay detrás de
mí encontraréis un Trans Plano. A vuestros ojos se presentará como un muro
reluciente de color gris. Tendréis que cruzarlo antes de que transcurran cinco
minutos después de la hora. Así que se abre a las seis en punto y se cierra
pasados cinco minutos. ¿Lo entendéis?
Thomas se quedó mirando al Hombre Rata, paralizado. Era casi como estar
escuchando una grabación, como si el desconocido no estuviera allí de verdad.
Los demás clarianos debieron de sentir lo mismo, porque nadie respondió a
aquella simple pregunta. Además, ¿qué era un Trans Plano?
—Estoy seguro de que todos podéis oír —dijo el Hombre Rata—. ¿Lo…
habéis… enten… dido?
Thomas asintió y unos cuantos chicos a su alrededor murmuraron unos síes.
—Bien —el Hombre Rata cogió distraídamente otra hoja de papel y le dio la
vuelta—. Para entonces, las Pruebas de la Quemadura habrán empezado. Las
reglas son muy sencillas: abríos camino hasta el exterior y después dirigíos ciento
sesenta kilómetros al norte. Llegad al refugio seguro en dos semanas y habréis
completado la Fase 2. En ese momento, y sólo en ese momento, se os curará el
Destello. Serán exactamente dos semanas, empezando desde el segundo en que
crucéis el Trans. Si no lo conseguís, moriréis.
La sala debería haber estallado en discusiones, preguntas, pánico…, pero
nadie dijo ni una palabra. Thomas notaba como si se le hubiera secado la lengua
hasta convertirse en una vieja raíz crujiente.
El Hombre Rata cerró de golpe la carpeta y dobló su contenido aún más que
antes; después la guardó en el cajón de donde la había sacado. Se puso de pie, se
apartó a un lado y empujó la silla debajo del escritorio. Al final juntó las manos
delante de él y volvió a centrar su atención en los clarianos.
—Es sencillo, en serio —dijo con tal naturalidad que parecía como si les
acabara de dar las instrucciones para abrir las duchas del baño—. No hay reglas,
ni tampoco pautas. Tenéis pocas provisiones y no habrá ay uda durante el camino.
Atravesad el Trans Plano a la hora indicada. Encontrad el exterior. Caminad
ciento sesenta kilómetros, directos al norte, hacia el refugio seguro. Conseguidlo o
morid.
La última palabra pareció sacar a todo el mundo de su estupor y se pusieron a
hablar todos a la vez:
—¿Qué es un Trans Plano?
—¿Cómo hemos cogido el Destello?
—¿Cuánto tiempo pasará hasta que aparezcan los primeros síntomas?
—¿Qué hay al final de esos ciento sesenta kilómetros?
—¿Qué pasó con los cadáveres?
Pregunta tras pregunta, un coro de ellas se mezcló hasta convertirse en un
alboroto de confusión. Thomas no se molestó. El desconocido no iba a contarles
nada más. ¿Acaso no se daban cuenta?
El Hombre Rata esperó pacientemente, ignorándolos, mirando con aquellos
ojos oscuros a los clarianos mientras hablaban. Su mirada se centró en Thomas,
que estaba allí sentado, en silencio, mirándole, odiándole. Odiando CRUEL.
Odiando el mundo.
—¡Callaos, pingajos! —gritó por fin Minho. Las preguntas cesaron al instante
—. Este cara fuco no va a contestar, así que dejad de perder el tiempo.
El Hombre Rata le hizo un gesto a Minho con la cabeza como si le diera las
gracias. Tal vez reconocía su prudencia.
—Ciento sesenta kilómetros. Al norte. Espero que lo consigáis. Recordad:
ahora todos tenéis el Destello. Os lo dimos para proporcionaros cualquier
estímulo que pudiera faltaros. Y llegar al refugio seguro significa que obtendréis
la cura —se dio la vuelta y caminó hacia la pared que tenía detrás de él, como si
planeara atravesarla. Pero entonces se detuvo y volvió a mirarlos—. Ah, una
última cosa —dijo—. No creáis que evitaréis las Pruebas de la Quemadura si
decidís no entrar en el Trans Plano entre las seis y las seis y cinco de mañana.
Aquellos que se queden atrás serán ejecutados inmediatamente de la manera
más… desagradable. Será mejor que os arriesguéis en el mundo exterior. Mucha
suerte a todos.
Al decir aquello, se dio la vuelta y una vez más empezó a caminar de forma
inexplicable hacia la pared.
Pero antes de que Thomas viera lo que pasaba, la pared invisible que les
separaba se empañó y en cuestión de segundos se volvió borrosa. Y entonces
todo desapareció y el otro lado de la zona común de nuevo quedó visible. Salvo
que no había ni rastro del escritorio ni de la silla. Ni tampoco del Hombre Rata.
—¡No me fuques! —susurró Minho junto a Thomas.
Capítulo 12
Una vez más las preguntas y discusiones de los clarianos llenaron el aire, pero
Thomas se marchó. Necesitaba algo de espacio y sabía que el cuarto de baño era
su único escape. Así que, en vez de dirigirse al dormitorio de los chicos, fue al
que había usado Teresa y, luego, Aris. Se apoy ó en el lavabo, con los brazos
cruzados, mirando al suelo. Por suerte, nadie le había seguido.
No sabía cómo empezar a procesar toda la información. Unos cadáveres
colgando del techo, que apestaban a muerte y putrefacción, terminaban
desapareciendo en cuestión de minutos. Un desconocido —¡y su escritorio!—
aparecían de la nada con un escudo imposible que les servía de protección. Y
luego desaparecían.
Y eso no era nada comparado con otras de sus preocupaciones. Ahora estaba
claro que el rescate del Laberinto había sido una farsa. Pero ¿quiénes eran los
títeres que CRUEL había utilizado para sacar a los clarianos de la cámara de los
creadores y ponerlos en aquel autobús que les había llevado hasta allí? ¿Los
habían matado de verdad? El Hombre Rata había dicho que no tenían que creer
lo que vieran sus ojos o sus mentes. ¿Cómo iban entonces a creer en nada?
Y lo peor de todo era que tenían la enfermedad del Destello y que sólo las
Pruebas les harían ganar la cura…
Thomas apretó los ojos y se restregó la frente. Habían alejado a Teresa de él.
Ninguno tenía familia. A la mañana siguiente se suponía que empezarían algo
ridículo llamado la Fase 2, que, por lo que parecía, iba a ser peor que el
Laberinto. ¿Qué iban a hacer con todos aquellos locos de ahí fuera, los raros? De
repente pensó en Chuck y en lo que él habría dicho si hubiese estado allí.
Algo simple, probablemente. Algo como: « ¡Qué asco!» .
« Tendrías razón, Chuck —pensó Thomas—. El mundo es un asco» .
Tan sólo habían pasado unos días desde que había visto cómo apuñalaban a su
amigo en el corazón; el pobre Chuck había muerto mientras Thomas le sostenía.
Y ahora Thomas no podía evitar pensar que, aunque había sido horrible, quizá
fuera lo mejor que podía haberle pasado. Quizá la muerte era mejor que lo que
les esperaba. Su mente se desvió al tatuaje de su cuello…
—Tío, ¿cuánto se tarda en plantar un pino?
Era Minho.
Thomas alzó la vista para verle de pie en la puerta del baño.
—No soporto estar ahí fuera. Todos hablan entre sí como un puñado de bebés.
Que digan lo que quieran, y a sabemos lo que vamos a hacer.
Minho se acercó a él y apoy ó el hombro en la pared.
—¡La alegría de la huerta! Mira, macho, esos pingajos de ahí fuera son tan
valientes como tú. Hasta el último de nosotros cruzará eso… como quiera que se
llame… mañana por la mañana. ¿A quién le importa si quieren desgañitarse
cotorreando?
Thomas puso los ojos en blanco.
—Nunca he dicho ni jota sobre que y o sea más valiente que nadie. Tan sólo
estoy harto de oír las voces de la gente. La tuy a incluida.
Minho se rio por lo bajo.
—Gilipullo, cuando tratas de ser malo, eres la monda.
—Gracias —Thomas hizo una pausa—. Trans Plano.
—¿Eh?
—Así es como llamó el pingajo del traje blanco a la cosa que tenemos que
atravesar. Un Trans Plano.
—Ah, sí. Debe de ser algún tipo de entrada.
Thomas le miró.
—En eso estaba pensando. Es algo como el Precipicio. Es plano y te
transporta a otro sitio. Trans Plano.
—Eres un fuco genio.
Entonces entró Newt.
—¿Qué hacéis vosotros dos aquí escondidos?
Minho extendió el brazo y pegó a Thomas en el hombro.
—No nos estamos escondiendo. Thomas se está quejando de su vida y
deseando volver con su mamá.
—Tommy —dijo Newt, que no parecía verle la gracia—, pasaste por el
Cambio y recuperaste parte de la memoria. ¿Cuánto de todo esto recuerdas?
Thomas había estado mucho tiempo pensando en eso. Mucho de lo que había
recuperado después de que el lacerador le picara no estaba muy claro.
—No sé. No puedo imaginarme el mundo real del exterior o cómo era estar
con la gente a la que ay udé a diseñar el Laberinto. La may oría se ha
desvanecido o y a no está. He tenido un par de sueños extraños, pero nada sirve
de ay uda.
Entonces entraron en una discusión sobre algunas cosas de las que habían oído
hablar al extraño visitante. Sobre las erupciones solares, la enfermedad y lo
diferente que podría haber sido todo si hubieran sabido que les estaban
sometiendo a una prueba o que estaban experimentando con ellos. Había muchas
cosas sin respuesta, todas rociadas de un miedo no expresado por el virus con el
que supuestamente les habían contagiado. Al final terminaron callándose.
—Bueno, tenemos cosas que averiguar —resumió Newt—. Y y o necesito
ay uda para asegurarme de que la maldita comida no se acabe antes de que nos
marchemos mañana. Algo me dice que vamos a necesitarla.
Thomas ni siquiera había pensado en eso.
—Tienes razón. ¿La gente aún está atragantándose ahí fuera?
Newt negó con la cabeza.
—No, Fritanga se ha hecho cargo. Para ese pingajo la comida es sagrada.
Creo que se ha alegrado de volver a tener algo en lo que es el jefe. Pero me da
miedo que se pongan muy nerviosos e intenten comer de todas formas.
—Venga y a —dijo Minho—. Los que hemos llegado tan lejos lo hemos hecho
por un motivo. Todos los imbéciles y a están muertos.
Miró de reojo a Thomas, como si le preocupara que pudiera pensar que
incluía a Chuck en aquella afirmación. Quizás incluso a Teresa.
—Tal vez —respondió Newt—. Eso espero. De todos modos, estaba pensando
que necesitamos organizarnos, que el río vuelva a su cauce. Actuemos como lo
hacíamos en el maldito Claro. Los últimos días han sido espantosos, todos
lloriqueando y quejándose, sin una estructura, sin un plan. Me estoy volviendo
loco.
—¿Qué esperas que hagamos? —preguntó Minho—. ¿Qué formemos filas y
hagamos flexiones? Estamos atrapados en una estúpida prisión de tres
habitaciones.
Newt dio un manotazo al aire como si las palabras de Minho fueran
mosquitos.
—Da igual. Lo que digo es que, sin duda, mañana va a cambiar la situación y
tenemos que estar preparados para afrontarla.
A pesar de toda la charla, Thomas notó que Newt no lograba hacerse
entender.
—¿Adónde quieres ir a parar?
Newt hizo una pausa mientras miraba a Thomas y a Minho.
—Debemos asegurarnos de que tenemos un líder sólido cuando llegue
mañana. No puede haber dudas sobre quién está al mando.
—Esa es la cosa más tonta que has soltado en tu fuca vida —dijo Minho—. Tú
eres el líder y lo sabes.
Newt negó con la cabeza con firmeza.
—¿El hambre te hace olvidar los malditos tatuajes? ¿Crees que están sólo para
decorar?
—¡Venga y a! —replicó Minho—. ¿De verdad crees que tienen importancia?
¡Tan sólo están jugando con nuestras cabezas!
En vez de contestar, Newt se acercó más a Minho y le retiró la camisa para
revelar el tatuaje que había allí. A Thomas no le hacía falta mirarlo. Se acordaba.
Marcaba a Minho como el líder.
Minho se encogió de hombros para apartar la mano de Newt y empezó su
retahíla habitual de comentarios sarcásticos, pero Thomas y a se había apagado y
el ritmo de su corazón había empezado una rápida serie de latidos casi dolorosos.
Tan sólo podía pensar en lo que estaba tatuado en su propio cuello: tenían que
matarle.
Capítulo 13
Thomas se dio cuenta de que se estaba haciendo tarde. Sabía que debían
dormir bien aquella noche para estar preparados a la mañana siguiente. Así que
él y los clarianos pasaron el resto de la tarde haciendo burdos paquetes con las
sábanas para llevar la comida y la ropa extra que había aparecido en las
cómodas. Algunos productos habían venido en bolsas de plástico y ahora esas
bolsas vacías las llenaban de agua y las ataban con la tela que les habían
arrancado a las cortinas. Nadie esperaba que aquel apaño de cantimplora durara
mucho sin gotear, pero era lo mejor que se les había ocurrido.
Newt por fin había convencido a Minho de que fuera el líder. Thomas sabía
mejor que nadie que necesitaban a alguien al mando, así que se sintió aliviado
cuando Minho accedió a regañadientes.
Sobre las nueve en punto, Thomas y a estaba otra vez tumbado en la cama,
con la vista clavada en la litera de arriba. La habitación, por extraño que parezca,
estaba en silencio, aunque nadie dormía aún. Seguro que el miedo se había
apoderado de ellos igual que de él. Habían pasado por el Laberinto y sus
horrores. Habían visto muy de cerca de lo que era capaz CRUEL. Si el Hombre
Rata tenía razón, y todo lo que había ocurrido era parte de un plan magistral,
entonces aquella gente había obligado a Gally a matar a Chuck, habían disparado
a una mujer a quemarropa, habían contratado a personas para que los rescataran
sólo para matarlos cuando la misión se completara… La lista era interminable.
Luego, para colmo, les habían infectado con una enfermedad horrible, cuy a
cura era el cebo para hacerles continuar. No se sabía qué era verdad y qué era
mentira. Y las señales seguían sugiriendo que habían escogido a Thomas por
algún motivo. Era triste pensarlo. Chuck era el que había perdido la vida, Teresa
la que había desaparecido. Pero al apartar a esas dos personas de él…
Su vida era como un agujero negro. No tenía ni idea de cómo iba a reunir
fuerzas para continuar a la mañana siguiente, para enfrentarse a lo que fuera que
CRUEL les había preparado. Pero lo haría, y no sólo para obtener la cura. No se
detendría, y menos ahora. No después de lo que les habían hecho a él y a sus
amigos. Si el único modo de volver a ellos era pasar todas las pruebas, sobrevivir,
que así fuera.
Que así fuera.
Con pensamientos de venganza que le consolaban de un modo enfermizo y
retorcido, por fin se quedó dormido.
•••
Todos los clarianos habían puesto las alarmas de sus relojes digitales a las
cinco de la mañana. Thomas se despertó antes y no pudo volverse a dormir.
Cuando los pitidos empezaron a inundar la habitación, bajó las piernas de la cama
y se restregó los ojos. Alguien encendió la luz y una explosión amarilla iluminó
su visión. Con los ojos entrecerrados, se levantó y se dirigió a las duchas. A saber
cuánto tiempo pasaría antes de que pudiera ducharse otra vez.
Cuando faltaban diez minutos para la hora que había señalado el Hombre
Rata, los clarianos se sentaron a esperar, la may oría con una bolsa de plástico
llena de agua y los fardos a los costados. Thomas, como los demás, había
decidido llevar el agua en la mano para asegurarse que no se derramaba o
goteaba. El escudo invisible había vuelto a aparecer de la noche a la mañana en
medio de la zona común; era imposible traspasarlo, y los clarianos se colocaron
en el lado del dormitorio de los chicos, delante de donde el desconocido vestido
de blanco había dicho que aparecería el Trans Plano.
Aris estaba sentado al lado de Thomas y habló por primera vez desde…
bueno, Thomas no recordaba la última vez que había oído la voz del muchacho.
—¿Creías que estabas loco? —preguntó el chico nuevo—. Cuando la oíste por
primera vez en tu cabeza, me refiero.
Thomas le miró e hizo una pausa. Por alguna razón, hasta aquella mañana no
había querido hablar con aquel chaval; pero de repente aquella sensación se
desvaneció completamente. No era culpa de Aris que Teresa hubiera
desaparecido.
—Sí. Más tarde, cuando siguió sucediendo le di unas cuantas vueltas, pero
empecé a preocuparme de que los demás crey eran que estaba loco, así que no
se lo dijimos a nadie durante un buen tiempo.
—Para mí fue muy extraño —comentó Aris. Parecía sumido en sus
pensamientos mientras tenía la vista clavada en el suelo—. Estuve en coma unos
cuantos días y cuando me desperté, comunicarme con Rachel parecía la cosa
más normal del mundo. Si ella no lo hubiera aceptado y no me hubiera
respondido, estoy seguro de que lo habría perdido. Las otras chicas del grupo me
odiaban, algunas querían matarme. Rachel era la única que…
Dejó de hablar, y Minho se puso de pie para dirigirse a todos antes de que
Aris pudiera terminar lo que estaba diciendo. Thomas se alegró, porque oír una
versión alternativa de lo que él había vivido sólo le hacía pensar en Teresa, y
dolía demasiado. No quería volver a pensar en ella. Por ahora tendría que
concentrarse en sobrevivir.
—Tenemos tres minutos —dijo Minho, que por una vez parecía
completamente serio—. ¿Estáis todos seguros de que aún queréis ir?
Thomas asintió y advirtió que los demás hacían lo mismo.
—¿Alguien ha cambiado de opinión esta noche? —preguntó Minho—. Hablad
ahora o nunca. Una vez que vay amos adondequiera que vay amos, si algún
pingajo decide que es un mariquita e intenta volver atrás, me aseguraré de que lo
haga con la nariz rota y sus partes machacadas.
Thomas miró a Newt, que tenía la cabeza apoy ada en las manos y estaba
refunfuñando en voz alta.
—Newt, ¿tienes algún problema? —inquirió Minho con una voz
sorprendentemente severa.
Thomas, impresionado, esperó la reacción de Newt. Este parecía igual de
sorprendido.
—Eh… no. Tan sólo estaba admirando tu maldita capacidad de liderazgo.
Minho se retiró la camisa del cuello y se inclinó hacia delante para enseñarles
a todos el tatuaje.
—¿Qué pone ahí, gilipullo?
Newt miró a izquierda y derecha, ruborizado.
—Sabemos que eres el jefe, Minho. Corta el rollo.
—No, córtalo tú —replicó Minho, señalando a Newt—. No tenemos tiempo
para ese tipo de clonc. Así que calla la boca.
Thomas esperó que Minho estuviera actuando para reafirmar su liderazgo y
que Newt lo entendiera. Aunque si Minho estaba actuando, era evidente que
había hecho un buen trabajo.
—¡Son las seis en punto! —gritó uno de los clarianos.
Como si aquella proclamación lo hubiera provocado, el escudo invisible se
volvió otra vez opaco y se empañó hasta quedar blanco. Una fracción de segundo
más tarde desapareció. Thomas advirtió al instante el cambio en la pared que
tenían enfrente. Una gran parte se había transformado en una superficie plana y
reluciente de un gris oscuro y sombrío.
—¡Vamos! —gritó Minho mientras se colocaba la correa de su fardo al
hombro. En la otra mano llevaba una bolsa de agua—. No os entretengáis. Tan
sólo tenemos cinco minutos para cruzarlo. Yo iré primero —señaló a Thomas—.
Tú serás el último. Asegúrate de que todos me siguen antes de venir.
Thomas asintió al tiempo que intentaba luchar contra el fuego que le
quemaba los nervios; levantó el brazo y se secó el sudor de la frente.
Minho se acercó a la pared gris y luego se detuvo justo enfrente. El Trans
Plano parecía poco sólido, a Thomas le resultaba imposible concentrarse en él.
Sombras y remolinos de oscuras formas cambiantes bailaban por su superficie.
Todo en conjunto latía y se desdibujaba, como si pudiera desaparecer en
cualquier instante.
Minho se volvió para mirarles.
—Pingajos, nos vemos al otro lado.
Entonces lo atravesó y la pared gris oscuro se lo tragó entero.
Capítulo 14
•••
Una bola mortal alcanzó a otro más. Esta vez ocurrió cerca de donde estaba
Thomas; le pasó a un chico con el que nunca había cruzado una palabra. Thomas
oy ó el sonido del metal deslizándose por el metal y un par de clics. Después, los
gritos ahogaron el resto.
Nadie se detuvo. Algo terrible, quizás. Probablemente. Pero nadie se detuvo.
Cuando los gritos por fin cesaron con un gorjeo, Thomas oy ó un fuerte ruido
hueco al caer la bola de metal al suelo. La oy ó rodar, repiquetear contra la pared
y rodar un poco más.
Continuó corriendo. No disminuy ó la velocidad.
Su corazón latía con fuerza; el pecho le dolía de las respiraciones profundas e
irregulares mientras engullía desesperado el aire polvoriento. Perdió la noción del
tiempo, no tenía ni idea de lo lejos que habían llegado. Pero cuando Minho les
dijo a todos que se pararan, el alivio fue casi abrumador. El agotamiento había
vencido al terror por lo que había matado a dos chicos.
Los sonidos de los jadeos inundaban el pequeño espacio y olía a mal aliento.
Fritanga fue el primero en recuperarse lo suficiente para hablar:
—¿Por qué hemos parado?
—¡Porque casi me rompo las espinillas con algo que hay aquí! —respondió
Minho—. Creo que es una escalera.
Thomas sintió que se le levantaba el ánimo, pero enseguida decay ó. Había
jurado no volver a hacerse ilusiones. No hasta que todo aquello hubiera
terminado.
—Bueno, pues ¡subámoslas! —dijo Fritanga demasiado alegremente.
—¿Eso crees? —contestó Minho—. ¡Qué haríamos sin ti, Fritanga! En serio.
Thomas oy ó las fuertes pisadas de Minho mientras subía corriendo las
escaleras, emitiendo un sonido agudo, como si los peldaños estuvieran hechos de
fino metal. Tan sólo pasaron unos segundos antes de que otras pisadas se unieran
a las primeras, y pronto todos estaban siguiendo a Minho.
Cuando Thomas alcanzó el primer escalón, tropezó, cay ó y se golpeó la
rodilla con el siguiente peldaño. Bajó las manos para recuperar el equilibrio —
casi reventó su bolsa de agua— después se puso de pie y subió saltándose algún
que otro escalón de vez en cuando. ¡Quién sabía cuándo atacaría otra de esas
cosas de metal! Y hubiese o no esperanza, estaba más que preparado para pasar
a una zona que no estuviera oscura como boca de lobo.
Arriba se oy ó un estruendo, un golpazo más fuerte que el del ruido de las
pisadas, pero seguía sonando a metal.
—¡Ay ! —gritó Minho.
Después se oy eron unos cuantos gruñidos y quejidos cuando los clarianos
chocaron unos contra otros antes de poder parar.
—¿Estás bien? —preguntó Newt.
—¿Con qué te has… dado? —dijo Thomas entre jadeos.
Minho sonaba irritado:
—Con la fuca parte de arriba, eso es todo. Hemos llegado al tejado y no hay
por dónde… —se calló, y Thomas oy ó cómo deslizaba las manos por las paredes
y el techo, buscando—. ¡Esperad! Creo que he encontrado…
Le interrumpió un clic, y entonces el mundo alrededor de Thomas pareció
arder en llamas. Gritó mientras se tapaba los ojos con las manos. Una luz
punzante y cegadora brillaba desde arriba. Había dejado caer la bolsa de agua
sin poder evitarlo. Después de tanto rato en la oscuridad total, la súbita aparición
de la luz le aturdió, incluso a través de la protección de sus manos. Un naranja
brillante traspasó sus dedos y sus párpados, y una oleada de calor descendió
como viento caliente.
Thomas oy ó un fuerte chirrido, luego un golpe seco y la oscuridad regresó.
Con cautela, dejó caer las manos y entrecerró los ojos; unas manchas bailaban
ante sus ojos.
—¡No me fuques! —exclamó Minho—. Parece que hemos encontrado una
salida, pero ¡creo que está en el puñetero sol! Macho, sí que brillaba. ¡Y qué
calor!
—Abrámoslo un poco para que se nos acostumbren los ojos —sugirió Newt.
Después Thomas oy ó que subía las escaleras para reunirse con Minho—. Aquí
tienes una camisa, métela por ahí. ¡Que todo el mundo se tape los ojos!
Thomas le hizo caso y se tapó otra vez con las manos. El resplandor naranja
volvió y empezó el proceso. Después de un minuto aproximadamente, bajó las
manos y abrió poco a poco los ojos. Tuvo que entrecerrarlos y, aun así, parecía
que un millón de linternas le estuvieran apuntando, pero se hizo más soportable.
Al cabo de unos minutos, todo estaba muy brillante, pero bien.
Ahora podía ver que estaba a unos veinte escalones de donde Minho y Newt
se agachaban bajo la trampilla del techo. Tres líneas resplandecientes marcaban
los bordes de la puerta, interrumpidos tan sólo por la camisa que había metido por
la esquina derecha para mantenerla abierta. Todo a su alrededor —las paredes,
las escaleras y la misma puerta— estaba hecho de metal gris apagado. Thomas
se dio la vuelta para mirar en la dirección por donde habían venido y vio que las
escaleras desaparecían en la oscuridad debajo de ellos. Había subido más de lo
que imaginaba.
—¿Alguien está ciego? —preguntó Minho—. Tengo los ojos abrasados.
Thomas se sentía también así. Los ojos le quemaban, le picaban y no dejaban
de llorarle. Todos los clarianos a su alrededor se restregaban los ojos.
—¿Y qué hay ahí fuera? —preguntó alguien.
Minho se encogió de hombros mientras echaba un vistazo por la rendija de la
puerta abierta con una mano de visera.
—No sabría qué decirte. Lo único que veo es un montón de luz brillante.
Quizás estemos en el fuco sol. Pero no creo que hay a gente ahí fuera —hizo una
pausa—. Ni raros.
—Salgamos de aquí, entonces —propuso Winston, que estaba dos peldaños
por debajo de Thomas—, prefiero quemarme al sol a que ataque mi cabeza una
de esas bolas de acero. ¡Vamos!
—Muy bien, Winston —contestó Minho—. No os quitéis la ropa interior, es
mejor que antes se os ajusten los ojos a la luz. Abriré la puerta del todo para
asegurarnos de que estamos bien. Preparaos —subió un escalón para poder
presionar con el hombro derecho la losa de metal—. Uno. Dos. ¡Tres!
Enderezó las piernas con un gruñido y empujó hacia arriba. La luz y el calor
inundaron las escaleras cuando la puerta se abrió con un terrible chirrido
metálico. De inmediato, Thomas miró hacia el suelo y entrecerró los ojos. Aquel
resplandor parecía imposible, aunque hubieran estado caminando sin rumbo fijo
en la oscuridad total durante horas.
Oy ó que arrastraban los pies y ruido de empujones; alzó la vista para ver que
Newt y Minho avanzaban para salir del cuadrado de luz cegadora que se filtraba
por la puerta ahora abierta. Todo el hueco de la escalera parecía un horno.
—¡Jo, tío! —exclamó Minho con un gesto de dolor en la cara—. Algo va mal,
macho. ¡Es como si y a me estuviera quemando la piel!
—Tiene razón —dijo Newt, frotándose la nuca—. No sé si podemos salir ahí
fuera. Tendremos que esperar a que se vay a el sol.
Se oy eron quejidos de los clarianos, pero entonces fueron asaltados por otro
arrebato de Winston:
—¡Eh! ¡Cuidado! ¡Cuidado!
Thomas se dio la vuelta para mirar a Winston, que se hallaba un poco más
abajo. Estaba señalando algo justo por encima de él al tiempo que retrocedía un
par de peldaños. En el techo, tan sólo a unos centímetros por encima de sus
cabezas, un gran pegote de líquido plateado se estaba fusionando, saliendo del
metal como si se convirtiera en una gran lágrima. Se hizo cada vez más grande
mientras Thomas la miraba fijamente y, en cuestión de segundos, formó una
bola de pegote fundido, temblorosa, que poco a poco se tensaba. Entonces, antes
de que nadie pudiera reaccionar, se despegó del techo y cay ó.
Pero en vez de hacer paf en los peldaños a sus pies, la esfera plateada desafió
la gravedad y voló en horizontal, directa a la cara de Winston. Sus gritos
espantosos inundaron el aire mientras caía por las escaleras.
Capítulo 16
•••
Thomas se quedó mirando a los corredores. Advirtió que los demás clarianos
a su alrededor también se había detenido, como si les hubieran dado la orden
tácita de hacerlo. Thomas tembló, algo que parecía completamente imposible
con aquel calor sofocante. No sabía por qué sentía un escalofrío de miedo por la
espalda —los clarianos sobrepasaban en número a los extraños que se acercaban,
casi diez veces más—, pero la sensación era innegable.
—Que todo el mundo se junte más —dijo Minho—. Preparaos para luchar
con esos pingajos al primer indicio de problemas.
El borroso espejismo del calor que ascendía ocultó a las dos figuras hasta que
estuvieron a tan sólo unos cien metros de distancia. Los músculos de Thomas se
tensaron cuando pudo verlos mejor. Recordaba demasiado bien lo que había visto
por la ventana con barrotes hacía tan sólo unas pocas mañanas. Los raros. Pero
aquellas personas le asustaban de un modo diferente.
Se pararon a unos siete metros delante de los clarianos. Uno era un hombre;
la otra, una mujer, aunque Thomas sólo lo supo por su figura ligeramente
curvilínea. Aparte de eso, tenían la misma constitución: altos y esqueléticos. Sus
cabezas y sus caras estaban casi completamente tapadas, envueltas en una tela
beige hecha jirones, en la que habían hecho unas pequeñas rendijas para ver y
respirar. Sus camisetas y pantalones eran un batiburrillo de ropa sucia cosida,
atada con tiras raídas de tela vaquera por algunos lados. Nada quedaba expuesto
al fustigador sol, salvo sus manos, que estaban rojas, agrietadas y llenas de
costras.
Los dos se quedaron allí, jadeando mientras recuperaban el aliento, emitiendo
el ruido de dos perros enfermos.
—¿Quiénes sois? —preguntó Minho.
Los desconocidos no respondieron, no se movieron. Sus pechos se inflaban y
se desinflaban. Thomas les observó desde debajo de su capucha improvisada. No
se podía imaginar cómo alguien podía correr tan rápido sin que le diera un golpe
de calor.
—¿Quiénes sois? —repitió Minho.
En vez de contestar, los dos desconocidos se separaron y empezaron a
caminar en círculo alrededor del grupo de clarianos. Sus ojos, ocultos tras las
rendijas en aquellas vendas de momia, permanecían fijos en los jóvenes
mientras recorrían su amplio arco, como si los estuvieran evaluando para
matarlos. Thomas notó cómo empezaba a aumentar la tensión en su interior. Esta
se tornó insoportable cuando no pudo verlos a los dos a la vez. Se dio la vuelta
para ver cómo volvían a reunirse detrás del grupo y les daban la cara de nuevo
para quedarse quietos.
—Somos muchos más nosotros que vosotros —dijo Minho con una voz que
revelaba frustración. Amenazarles tan pronto parecía desesperado—. Empezad a
hablar. Decidnos quiénes sois.
—Somos raros.
Aquellas dos palabras salieron de la mujer con un breve estallido de irritación
gutural. Sin ninguna razón aparente, señaló más allá de los clarianos, hacia la
ciudad de la que habían salido corriendo.
—¿Raros? —repitió Minho, que se había abierto paso entre los del grupo para
volver a acercarse a los desconocidos—. ¿Cómo los que intentaron entrar en
nuestro edificio hace un par de días?
Thomas se encogió. Aquella gente no tendría ni idea de lo que Minho estaba
hablando. De algún modo, los clarianos habían hecho un largo viaje desde donde
estuvieran al atravesar el Trans Plano.
—Somos raros —esta vez fue el hombre el que habló, con una voz
sorprendentemente más suave y menos ronca que la de la mujer. Pero no era
amable. Señaló más allá de los clarianos, al igual que había hecho su compañera
—. Hemos venido a ver si erais raros. Hemos venido a ver si tenéis el Destello.
Minho se volvió para mirar a Thomas y luego a otros tantos, con las cejas
arqueadas. Nadie dijo nada. Se dio la vuelta.
—Un tío nos dijo que teníamos el Destello, sí. ¿Qué podéis contarnos sobre
esta enfermedad?
—No os preocupéis —respondió el hombre; las tiras de tela que le envolvían
la cara se movían a cada palabra—. Si lo tenéis, lo sabréis pronto.
—Bien, ¿y qué puñetas queréis? —preguntó Newt, que se acercó a donde
estaba Minho—. ¿A vosotros qué os importa si somos raros o no?
Esta vez fue la mujer quien respondió, y actuó como si no hubiera oído las
preguntas:
—¿Cómo habéis llegado a la Quemadura? ¿De dónde venís? ¿Cómo habéis
llegado aquí?
Thomas estaba sorprendido por la… inteligencia evidente de sus palabras. Los
raros que habían visto en el dormitorio parecían dementes, como si fueran
animales. Aquella gente estaba lo bastante consciente para darse cuenta de que
su grupo había salido de la nada. No se veía ninguna otra cosa en dirección
opuesta a la ciudad.
Minho se inclinó para consultarle a Newt, luego se dio la vuelta y se acercó a
Thomas.
—¿Qué le decimos a esta gente?
Thomas no tenía ni idea.
—No lo sé. ¿La verdad? No puede hacerle daño a nadie.
—¿La verdad? —repitió Minho con sarcasmo—. ¡Menuda idea, Thomas!
Eres la leche de inteligente, como siempre —se volvió para mirar a los raros—.
Nos ha enviado CRUEL. Salimos de un agujero que hay por ahí, tras recorrer un
túnel. Se supone que tenemos que caminar ciento sesenta kilómetros al norte,
cruzar la Quemadura. ¿Significa eso algo para vosotros?
Una vez más fue como si no hubieran oído ni una palabra de lo que había
dicho.
—No se han ido todos los raros —dijo el hombre—. No todos ellos han pasado
al Ido —pronunció la última palabra como si se refiriese a un lugar—. Son
diferentes con distintos niveles. Será mejor que sepáis de quién haceros amigos y
a quién evitar. O matar. Será mejor que aprendáis rápido si venís adonde estamos
nosotros.
—¿Dónde estáis vosotros? —preguntó Minho—. Venís de la ciudad, ¿no? ¿Es
allí donde viven todos los raros? ¿Hay comida y agua?
Thomas sintió las mismas ganas que Minho de hacer millones de preguntas;
estuvo medio tentado de sugerir capturar a aquellos dos raros y obligarles a
contestar. Pero por un momento pareció que no pretendían ay udarles: volvieron a
separarse para volver a rodear a los clarianos y llegar a la parte más cercana a
la ciudad.
En cuanto se reunieron en el sitio donde habían hablado al principio, con la
lejana ciudad casi flotando entre ellos, la mujer dijo una última cosa:
—Si no lo tenéis aún, lo tendréis pronto. Lo mismo le pasó al otro grupo. Los
que se supone que tienen que mataros.
Los dos desconocidos se dieron la vuelta y echaron a correr hacia el conjunto
de edificios en el horizonte, para dejar a Thomas y al resto de clarianos en
silencio, atónitos. Pronto, cualquier prueba de los raros se perdió en una masa de
calor y polvo.
—¿El otro grupo? —dijo alguien, quizá Fritanga. Thomas estaba demasiado en
trance observando cómo desaparecían los raros y preocupado por cómo se
notaría el Destello.
—Me pregunto si estarán hablando de mi grupo.
Aquel era sin duda Aris. Thomas por fin se obligó a apartar la mirada.
—¿El grupo B? —le preguntó—. ¿Crees que y a han llegado a la ciudad?
—¡Hola! —soltó Minho—. ¿A quién le importa? Creo que debería atraer más
nuestra atención el pequeño detalle de que supuestamente tienen que matarnos. O
quizá lo relativo al Destello.
Thomas pensó en el tatuaje que tenía en la nuca, aquellas sencillas palabras
que le asustaban.
—A lo mejor cuando dijo eso no se refería a todos nosotros —se señaló con el
pulgar la espalda, hacia la amenazante marca—. Quizá se refería a mí en
concreto.
No sabría decir hacia dónde miraban.
—¿Cómo van a saber quién eres? —replicó Minho—. Además, no importa. Si
alguien intenta matarte a ti, a mí o a cualquier otro, tendrán que intentar cogernos
a todos. ¿Entendido?
—Eres un sol —dijo Fritanga con un resoplido—. Ve tú delante y muere con
Thomas. Creo que y o me escabulliré y disfrutaré viviendo con la culpa.
Le lanzó una mirada especial que significaba que sólo estaba de broma, pero
Thomas se preguntó si habría algo de verdad ahí oculta.
—¿Qué opinas? —preguntó Newt, pero entonces le hizo un gesto a Minho con
la cabeza.
Minho puso los ojos en blanco.
—Seguimos adelante, eso es lo que opino. Mira, no nos queda otra alternativa.
Si no vamos a esa ciudad, moriremos aquí de una insolación o de hambre. Si
vamos, tendremos refugio durante un rato, tal vez incluso comida. Hay a raros o
no, allí es donde vamos a ir.
—¿Y el Grupo B? —preguntó Thomas y miró a Aris—. O de quienquiera que
estuviesen hablando. ¿Y si de verdad quieren matarnos? Lo único que tenemos
para luchar son nuestras manos.
Minho flexionó su brazo derecho.
—Si esa gente son de verdad las chicas con las que iba Aris, les enseñaré las
armas que tengo y saldrán corriendo.
Thomas siguió insistiendo:
—¿Y si esas chicas tienen armas? ¿O saben luchar? ¿Y si no son ellas sino un
puñado de cachas de dos metros a los que les gusta comer humanos? ¿O mil
raros?
—Thomas…, no, todos vosotros —Minho dejó escapar un suspiro exasperado
—, ¿podríais cerrar el pico y cortar el rollo de una vez? No hagáis más preguntas.
A menos que se os ocurra una idea que no incluy a una muerte segura, dejad de
hablar, y aprovechemos la única oportunidad que tenemos. ¿Lo pilláis?
Thomas sonrió, aunque no supo de dónde vino aquel impulso. De alguna
manera, con unas pocas frases, Minho le había animado, o al menos le había
dado un poco de esperanza. Tenían que marcharse, moverse; hacer algo. Eso era.
—Mucho mejor —dijo Minho con un gesto de satisfacción—. ¿Alguien más
quiere mearse en los pantalones y llamar llorando a mamá?
Se oy eron unas cuantas risitas, pero nadie dijo nada.
—Bien. Newt, ve delante, aunque tengas cojera. Thomas: tú, detrás. Jack,
busca a alguien que te ay ude con Winston para que puedas descansar. Vamos.
Y así lo hicieron. Aris llevó el fardo esta vez y Thomas se sintió muy bien,
casi como si flotara sobre el suelo. Lo único que le costaba más era levantar la
sábana; el brazo se le estaba debilitando y entumeciendo. Pero seguían
avanzando, a veces caminando y otras, trotando.
Por suerte, el sol parecía caer con más rapidez a medida que se acercaba al
horizonte. Según el reloj de pulsera que llevaba Thomas, los raros se habían
marchado hacía una hora cuando el cielo se volvió de color naranja tirando a
violeta y la intensa luz deslumbradora del sol empezó a fundirse con el horizonte,
atray endo la noche y las estrellas al cielo como una cortina.
Los clarianos continuaron moviéndose en dirección al débil centelleo de las
luces que venían de la ciudad. Thomas casi podía disfrutarlo ahora que no
sujetaba el fardo y se había quitado la sábana de encima.
Al final, cuando desapareció cualquier rastro del crepúsculo, se estableció la
oscuridad total sobre la tierra como una niebla negra.
Capítulo 19
Thomas no pudo evitarlo: su primer instinto fue esperar que fuera ella,
llamarla. Tenía la esperanza, contra toda posibilidad, de que estuviera allí, a tan
sólo cien metros, aguardándole.
¿Teresa?
Nada.
¿Teresa? ¡Teresa!
Nada. El absceso que había aparecido cuando ella desapareció aún seguía en
su cabeza, como una piscina vacía. Pero… pero podía ser ella. Tal vez era ella.
Quizás algo le había pasado a su capacidad de comunicarse.
En cuanto la chica salió de detrás del edificio, o más bien de su interior, se
quedó allí de pie. A pesar de no poder verla por hallarse oculta entre las sombras,
algo en su postura dejaba claro que estaba de cara a ellos, mirándolos fijamente,
con los brazos cruzados.
—¿Crees que es Teresa? —preguntó Newt, como si le hubiera leído la mente.
Thomas asintió antes de saber lo que estaba haciendo. Enseguida miró a su
alrededor para ver si alguien se había dado cuenta. Por lo visto, no.
—Ni idea —dijo al final.
—¿Crees que era la que estaba gritando? —inquirió Fritanga—. Paró justo
cuando ella salió de ahí.
Minho resopló.
—A lo mejor era ella la que estaba torturando a alguien. Probablemente la
mató para que no sufriera más cuando nos vio venir —entonces, por alguna
razón, dio una palmada—. Vale, ¿quién quiere ir a conocer a esa agradable
jovencita?
Thomas no se explicaba cómo Minho podía tener tan buen humor en
momentos como ese.
—Iré y o —contestó a voz en grito. No quería que resultara obvio lo mucho
que deseaba que fuera Teresa.
—Estaba de broma, cara fuco —repuso Minho—. Vamos a acercarnos todos.
Podría tener un ejército de ninjas psicópatas ocultas en esa casucha.
—¿Ninjas psicópatas? —repitió Newt con una voz que revelaba sorpresa, si no
molestia, por la actitud de Minho.
—Sí. Vamos.
Minho comenzó a avanzar. Thomas siguió un repentino e inesperado instinto:
—¡No! —bajó la voz—. No. Chicos, quedaos aquí. Yo hablaré con ella. Quizá
sea una trampa o algo por el estilo. Seríamos tontos si nos acercáramos y
cay éramos todos en el engaño.
—¿Y tú no eres imbécil por ir solo? —espetó Minho.
—Bueno, no podemos pasar de largo sin comprobar quién es. Ya voy y o. Si
pasa algo o resulta sospechoso, os pediré ay uda.
Minho hizo una larga pausa.
—Muy bien. Ve, pingajillo valiente —le dio una palmada bastante dolorosa a
Thomas en la espalda.
—Es una gilipullez —interrumpió Newt, que dio un paso al frente—. Yo iré
con él.
—¡No! —exclamó Thomas—. Es que… dejadme hacer esto. Algo me dice
que debemos tener cuidado. Si me pongo a llorar como un bebé, venid a
salvarme.
Y antes de que nadie pudiera discutírselo, se alejó caminando rápido hacia la
chica y su edificio.
Salvó la distancia enseguida. Sus zapatos crujieron contra el suelo arenoso y
las piedras, rompiendo el silencio. Inhaló los olores puros del desierto mezclados
con un aroma lejano de algo que se quemaba, y cuando miró fijamente la silueta
de la chica que había junto al edificio, de repente lo tuvo claro. Quizá fue por la
forma de su cabeza o de su cuerpo. Quizá fue por su postura, por la manera de
cruzar los brazos a un lado y sacar la cadera hacia el otro. Pero lo supo: era ella.
Era Teresa.
Cuando llegó a unos pasos de ella, justo antes de que la tenue luz por fin
revelase su rostro, la joven se dio la vuelta y atravesó una puerta abierta para
desaparecer en el interior del pequeño edificio. Era un rectángulo, con un tejado
ligeramente inclinado en el medio, a lo largo. Por lo que veía, no tenía ventanas.
Unos grandes cubos negros colgaban de las esquinas; unos altavoces, tal vez.
Quizás hubieran emitido el sonido y se tratara de un engaño. Eso explicaría por
qué lo había podido oír desde tan lejos.
La puerta, un gran trozo de madera, se abrió del todo y se apoy ó en la pared.
Dentro estaba incluso más oscuro que fuera.
Thomas se movió. Cruzó la puerta y, al hacerlo, se dio cuenta de lo
imprudente y estúpido que podía ser aquello. Pero era ella. No importaba qué
había pasado, no importaba el motivo de su desaparición ni que no hubiera
querido hablar con él telepáticamente; sabía que no iba a hacerle daño. Ni hablar.
En el interior, el aire estaba más fresco, casi húmedo. Era maravilloso. Al dar
tres pasos, se detuvo y escuchó en la oscuridad total. Podía oírla respirar.
—¿Teresa? —preguntó en voz alta, conteniendo la tentación de volvérselo a
decir con la mente—. Teresa, ¿qué pasa?
No respondió, pero oy ó una inhalación, seguida de un sollozo entrecortado,
como si estuviera llorando, pero intentara ocultárselo.
—Teresa, por favor. No sé qué ha pasado o qué te han hecho, pero estoy aquí
ahora. Esto es una locura. Dime…
Se calló cuando una luz se encendió con un rápido destello que se apagó hasta
convertirse en una pequeña llama. Thomas clavó la vista en la mano que sostenía
la cerilla. Observó cómo bajaba despacio, con cuidado, para encender una vela
que había en una mesita. Cuando esta se prendió, y la mano sacudió la cerilla
para apagarla, Thomas alzó por fin la mirada y la vio. Comprobó que estaba
bien, después de todo. Pero la breve y casi aplastante emoción de ver a Teresa
viva enseguida se cortó y fue sustituida por la confusión y el dolor.
Estaba limpia, de arriba abajo. Thomas se había esperado que estuviera sucia
después de todo aquel tiempo en un polvoriento desierto. Que tuviera la ropa
raída y hecha jirones, el pelo grasiento y la cara emborronada y quemada por el
sol. Pero, en cambio, llevaba ropa nueva y el pelo limpio le caía en cascada
sobre los hombros. Nada estropeaba la piel pálida de su rostro o sus brazos.
Nunca la había visto tan guapa en el Laberinto ni tampoco en los turbios
recuerdos que podía arrancar de lo recuperado tras el Cambio.
Pero sus ojos brillaban por las lágrimas; su labio inferior temblaba de miedo;
sus manos se agitaban en los costados. Por su mirada supo que le había
reconocido, que no se había olvidado de él, pero que detrás de todo aquello había
un terror puro y absoluto.
—Teresa —susurró, angustiado en su interior—. ¿Qué pasa?
Ella no respondió, pero sus ojos se movieron hacia un lado y luego volvieron
a mirarle. Brotaron un par de lágrimas, que rodaron por sus mejillas y cay eron
al suelo. Le temblaron los labios aún más que antes y el pecho se le agitó por lo
que únicamente podrían ser sollozos reprimidos.
Thomas dio un paso hacia delante y acercó las manos a ella.
—¡No! —gritó—. ¡Apártate de mí!
Thomas se detuvo; era como si algo enorme le hubiera golpeado las entrañas.
Levantó las manos.
—Vale, vale. Teresa, ¿qué…?
No sabía qué decir o preguntar. No sabía qué hacer. Pero la terrible sensación
de que algo se rompía en su interior y amenazaba con ahogarlo se intensificó
conforme crecía en su garganta.
Se quedó quieto por miedo a alarmarla de nuevo. Lo único que podía hacer
era mirarla a los ojos, intentar comunicarle cómo se sentía, suplicarle que le
dijera algo. Cualquier cosa.
Pasaron un buen rato en silencio. La manera en que a ella le temblaba el
cuerpo, el modo en que casi parecía resistirse a algo oculto… a Thomas le
recordaba a… Le recordaba a cómo había actuado Gally justo después de que
escaparan del Claro y entrara en la sala con la mujer de la camisa blanca. Justo
antes de que todo se convirtiera en una locura. Justo antes de matar a Chuck.
Thomas tenía que hablar o iba a explotar:
—Teresa, he pensado en ti cada segundo desde que se te llevaron. Tú…
Ella no le dejó terminar. Con dos grandes zancadas enseguida estuvo delante
de él, extendió las manos y le agarró por los hombros para acercárselo.
Impresionado, Thomas la abrazó y la apretó contra su cuerpo, tan fuerte que de
repente se preocupó por si podría respirar. Las manos de la chica encontraron su
nuca, luego los laterales de su cara e hizo que la mirara.
Y entonces se besaron. Algo explotó en el interior de su pecho, algo que
consumió la tensión, la confusión y el miedo. Consumió el daño de unos segundos
atrás. Por un momento, sintió que y a nada le importaba. Que y a no importaría
nada nunca más.
Pero en ese momento la joven se apartó. Retrocedió a trompicones hasta que
chocó con la pared. El terror volvió a su rostro y la posey ó como un demonio. Y
entonces habló con una voz susurrante, pero con urgencia:
—Apártate de mí, Tom —dijo—. Todos tenéis que apartaros… de mí. No
discutas. Tan sólo vete. Corre —su cuello se tensó por el esfuerzo de soltar
aquellas últimas palabras.
A Thomas nunca le había dolido tanto algo, pero le impresionó lo que hizo a
continuación.
Ahora la conocía, la recordaba. Y sabía que estaba diciendo la verdad. Algo
iba mal. Algo iba muy mal, peor de lo que él imaginaba al principio. Quedarse,
discutir con ella, intentar obligarla a acompañarlo sería una bofetada a la
increíble fuerza de voluntad que debía de haberle supuesto separarse de él para
avisarle. Tenía que hacer lo que le pedía.
—Teresa —dijo—, te encontraré.
Las lágrimas ahora brotaban de sus ojos. Se dio la vuelta y salió corriendo del
edificio.
Capítulo 21
•••
Su cuerpo no podía con tanto. En algún momento, quizá dos o tres horas
después de dejarla, se paró, seguro de que se le saldría el corazón del pecho si
avanzaba un paso más. Se dio la vuelta para mirar detrás de él y vio unas
sombras moverse a lo lejos. El resto de clarianos seguían allí atrás. Thomas
respiró grandes bocanadas de aire seco, se arrodilló, plantó los antebrazos sobre
una rodilla y cerró los ojos para descansar hasta que le alcanzaron.
Minho llegó el primero; no estaba contento. Incluso bajo aquella tenue luz —
el alba empezaba a iluminar el cielo por el este— era evidente que echaba
chispas mientras daba tres vueltas en torno a Thomas antes de decir nada.
—¿Qué…? ¿Por qué…? ¿Qué clase de fuco idiota eres, Thomas?
Thomas no tenía ganas de hablar sobre eso ni sobre nada. Al no responder,
Minho se arrodilló junto a él.
—¿Cómo puedes hacer eso? ¿Cómo puedes salir de ahí y marcharte de esa
manera? ¿Sin explicar nada? ¿Desde cuándo hacemos así las cosas? Gilipullo —
dejó escapar un gran suspiro y se sentó al tiempo que negaba con la cabeza.
—Lo siento —masculló al final Thomas—. Fue bastante traumático.
Los otros clarianos y a les habían alcanzado. La mitad estaban doblados para
recuperar el aliento y la otra mitad se esforzaba por oír lo que Thomas y Minho
decían. Newt estaba ahí, pero parecía contento de dejar a Minho hacer todas las
averiguaciones de lo que había pasado.
—¿Traumático? —repitió Minho—. ¿A quién viste ahí dentro? ¿Qué te dijeron?
Thomas sabía que no le quedaba otra opción. Aquello no era algo que pudiera
o debiera ocultar a los demás.
—Era… era Teresa.
Esperaba gritos ahogados, exclamaciones de sorpresa, acusaciones de ser un
puñetero mentiroso. Pero no hubo más que silencio; podía oírse el viento de la
mañana escabulléndose entre el terreno polvoriento que les rodeaba.
—¿Qué? —dijo por fin Minho—. ¿En serio?
Thomas se limitó a asentir y se quedó con la vista fija en una roca triangular
que había en el suelo. El aire se había levantado considerablemente en los últimos
minutos.
Minho estaba impresionado, algo comprensible.
—¿Y la dejaste ahí? Tío, tienes que empezar a hablar y contarnos lo que ha
pasado.
A pesar de lo que le dolía, a pesar de que al acordarse se le partía el corazón,
Thomas les contó la historia. Cómo temblaba y lloraba cuando la vio, cómo
actuaba como Gally —casi poseído— antes de matar a Chuck y la advertencia
que le había hecho. Se lo contó todo. Lo único que omitió fue el beso.
—¡Vay a! —exclamó Minho con una voz cansada, resumiéndolo todo con una
simple palabra.
Pasaron varios minutos. El viento seco arañaba el suelo y llenaba el aire de
polvo mientras la brillante cúpula naranja del sol alcanzó el horizonte y
oficialmente empezó el día. Nadie habló. Thomas oy ó que se sorbían la nariz y
tosían un poco. Sonidos de gente bebiendo de sus bolsas de agua. La ciudad
parecía haber crecido durante la noche y sus edificios se extendían hacia el cielo
despejado de color púrpura azulado. Tan sólo tardarían uno o dos días en llegar.
—Era una especie de trampa —dijo al final—. No sé qué hubiera pasado o
cuántos de nosotros hubiéramos muerto. Quizá todos. Pero vi que no había duda
en sus ojos cuando se separó de lo que la dominaba. Nos salvó y apuesto lo que
sea a que… —tragó saliva—… a que le harán pagar por ello.
Minho extendió la mano para apretar el hombro de Thomas.
—Tío, si esos fucos de CRUEL la quisieran muerta, se estaría pudriendo bajo
un montón de rocas. Es tan fuerte como cualquiera o incluso más. Sobrevivirá.
Thomas respiró hondo y soltó el aire. Se sentía mejor. Aunque fuera
increíble, se sentía mejor. Minho tenía razón.
—Lo sé. De alguna forma, lo sé.
Minho se levantó.
—Deberíamos haber parado hace dos horas para dormir un poco; pero,
gracias al señor Corredor del Desierto aquí presente —le golpeó suavemente a
Thomas en la cabeza—, nos hemos agotado hasta que ha vuelto a salir el
puñetero sol. Sigo pensando que necesitamos descansar un rato. Pongámonos
debajo de las sábanas o lo que sea, pero intentémoslo.
Aquello no supuso el menor problema para Thomas. El sol resplandeciente
hacía que el dorso de sus párpados se tiñera de un turbio carmesí de manchas
negras y se durmió enseguida, con la sábana sobre su cabeza para protegerse de
las quemaduras del sol… y de sus problemas.
Capítulo 22
Minho les dejó dormir casi cuatro horas, aunque no tuvo que despertar a
muchos. El sol naciente e intenso ardía con furia sobre la tierra y se volvía
insoportable, imposible de ignorar. Cuando Thomas se levantó y recogió la
comida después del desay uno, el sudor y a empapaba sus ropas. El olor de los
cuerpos flotaba entre ellos como una niebla apestosa y esperaba no ser él el más
culpable. Las duchas del dormitorio parecían ahora todo un lujo.
Los clarianos permanecieron malhumorados y en silencio mientras se
preparaban para el viaje. Cuanto más lo pensaba Thomas, más se daba cuenta de
que no había mucho por lo que alegrarse. Aun así, había dos cosas que le hacían
seguir adelante, y esperaba que los demás sintieran lo mismo. Primero, una
irresistible curiosidad por averiguar qué había en esa estúpida ciudad —conforme
se acercaban parecía más una gran ciudad—. Y segundo, la esperanza de que
Teresa estuviera viva y bien. Quizás hubiera pasado por uno de esos Trans
Planos. Quizás ahora se hallase delante de ellos. En la ciudad, incluso. Thomas
sintió una oleada de ánimo.
—Vamos —dijo Minho cuando todo el mundo estuvo preparado. Entonces
partieron.
Caminaban por aquel terreno seco y polvoriento. No hacía falta que lo dijera
nadie, pero Thomas sabía que todos estaban pensando lo mismo: no tenían
energía para correr mientras el sol estuviera en lo alto. Y aunque así fuera, no les
quedaba suficiente agua para mantenerse vivos a un ritmo más rápido.
Así que siguieron caminando, con las sábanas sobre sus cabezas. A medida
que la comida y el agua fueron disminuy endo, más fardos estuvieron disponibles
para protegerse del sol y menos clarianos tenían que andar en pareja. Thomas
fue uno de los primeros en ir solo, probablemente porque nadie quería hablar con
él después de oír la historia de Teresa. Por supuesto, no iba a quejarse; la soledad
de momento era un placer.
Caminaban. Sólo había pausas para comer y beber agua. Caminaban. El
calor era como un océano seco por el que tenían que nadar. Aquel viento, que
ahora soplaba con más fuerza y traía más polvo y arena en vez de aliviar el
calor, azotaba las sábanas y dificultaba mantenerlas en su sitio. Thomas seguía
tosiendo y quitándose trozos de mugre acumulada en las comisuras de sus ojos.
Notaba como si cada trago de agua tan sólo le hiciera querer más, pero sus
provisiones habían descendido a un nivel altamente peligroso. Si no había agua
fresca en la ciudad cuando llegaran…
No era bueno para él seguir aquella línea de pensamiento.
Continuaron; cada paso se hacía más angustioso y el silencio se impuso.
Nadie hablaba. Thomas tenía la sensación que si decía un par de palabras,
gastaría demasiada energía. Era todo lo que podía hacer para poner un pie
delante del otro, una y otra vez, con la vista clavada, sin vida, en su objetivo: la
ciudad que cada vez estaba más cerca.
Era como si los edificios estuvieran vivos y crecieran ante sus ojos conforme
se acercaban. Thomas no tardó en ver lo que debía de ser piedra y unas ventanas
que brillaban a la luz del sol. Algunas parecían estar rotas, pero eran menos de la
mitad. Desde su posición estratégica, daba la impresión de que las calles se
encontraban vacías. No había hogueras encendidas durante el día. Por lo que
veía, en aquel lugar no había árboles ni ningún otro tipo de vegetación. ¿Cómo iba
a haber nada con aquel clima? ¿Cómo podía incluso la gente vivir allí? ¿Cómo
cultivarían alimentos? ¿Qué encontrarían?
Al día siguiente. Habían tardado más de lo que pensaba, pero Thomas no
dudaba de que llegarían a la ciudad al día siguiente. Y aunque seguramente
hubiera sido mejor rodearla, no les quedaba otra opción: tenían que reponer
provisiones.
Caminaban. Hacían una pausa. Calor.
Cuando por fin se hizo de noche y el sol desapareció por el horizonte del oeste
a una lentitud exasperante, se levantó aún más viento y esta vez sí trajo un poco
de fresco. Thomas lo disfrutó, agradecido por poder escapar en cierto modo de
aquel calor.
A medianoche, no obstante, cuando Minho por fin les dijo que se pararan para
dormir un poco, la ciudad y sus fuegos ahora encendidos estaban cada vez más
cerca, y el viento soplaba aún más fuerte. Se trataba de un vendaval que se
arremolinaba con una fuerza en aumento.
Poco después de pararse, mientras Thomas estaba recostado sobre su
espalda, envuelto en su sábana bien estirada hasta la barbilla, levantó la vista
hacia el cielo. El viento era casi tranquilizador y le arrullaba para dormirse. Justo
cuando la mente se le nubló por el agotamiento, las estrellas parecieron
desvanecerse y al cerrar los ojos, volvió a soñar.
•••
Está sentado en una silla. Tiene diez u once años. Teresa —está muy distinta,
mucho más joven, aunque está claro que es ella— se halla sentada delante de él
y hay una mesa entre ellos. Ella tiene más o menos su edad. No hay nadie más
en la habitación, un lugar oscuro con tan sólo una luz, un cuadrado amarillo mate
en el techo, justo encima de sus cabezas.
—Tom, tienes que poner más empeño —dice la niña. Tiene los brazos
cruzados y, a pesar de su corta edad, el gesto no le resulta extraño. Es muy
familiar, como si la conociera desde hace mucho tiempo.
—Lo intento.
De nuevo habla él, pero no es él de verdad. No tiene sentido.
—Probablemente nos maten si no podemos hacerlo.
—Lo sé.
—¡Pues inténtalo!
—¡Es lo que estoy haciendo!
—Muy bien —espeta ella—, ¿sabes qué? Ya no voy a hablarte más en voz
alta. No lo haré nunca más hasta que no lo consigas.
—Pero…
Ni tampoco dentro de tu mente —le está hablando en la cabeza. Ese truco aún
le pone nervioso porque él no puede corresponderle—. A partir de ahora.
—Teresa, dame unos cuantos días más y lo conseguiré.
No responde.
—Vale, sólo un día más.
Se queda mirándole. Luego, ni tan siquiera eso. Baja la vista hacia la mesa,
extiende el brazo y empieza a rascar en la madera con la uña.
—No hay forma de que me hables, ¿no?
No hay respuesta. La conoce, a pesar de lo que acaba de decir. ¡Vay a si la
conoce!
—Muy bien —dice.
Cierra los ojos y hace lo que el instructor le ha dicho que haga. Se imagina un
mar de negra nada, interrumpido tan sólo por la imagen del rostro de Teresa.
Entonces, con la última pizca de voluntad, forma las palabras y se las lanza a la
niña: Hueles como una bolsa de mierda.
Teresa sonríe y le contesta en su mente: Pues anda que tú.
Capítulo 23
•••
Cuando se despertó, con el cuerpo tan rígido que parecía que tuviera
pegamento seco en las venas y los músculos, los oídos y la cabeza volvían a
funcionarle por completo. Oía las fuertes respiraciones de los clarianos dormidos,
los gemidos de Minho y el diluvio que golpeaba con violencia el pavimento del
exterior.
Pero estaba oscuro. Totalmente. En algún momento, se había hecho de noche.
Se deshizo de su sensación de incomodidad, dejó que el agotamiento se
apoderara de él, se tumbó en el suelo, apoy ó la cabeza en la pierna de otro chico
y volvió a quedarse dormido.
•••
Dos cosas le despertaron para bien: el resplandor del amanecer y un
repentino silencio. La tormenta había terminado y Thomas había dormido toda la
noche. Pero incluso antes de notar el dolor y el anquilosamiento previsibles, sintió
algo mucho más inaguantable: el hambre.
La luz entraba por las ventanas rotas y moteaba el suelo a su alrededor. Alzó
la vista para ver un edificio en ruinas, con agujeros enormes en los montones de
pisos hasta el tejado, que dejaban ver el cielo; parecía que sólo la infraestructura
de acero impedía que se viniera abajo. No se imaginaba qué podría haber
causado aquello. Pero trozos de azul brillante parecían cernirse sobre sus cabezas,
un panorama que había creído imposible la última vez que estuvo fuera. A pesar
de lo horrible que había sido aquella tormenta, fueran cuales fueran las
peculiaridades del clima de la Tierra que pudieron provocar tal cosa, y a había
desaparecido.
Le dieron unas fuertes punzadas en el estómago, que se quejó, ansioso por
comer. Miró a su alrededor y vio que la may oría de clarianos aún dormía, pero
Newt estaba con la espalda apoy ada en la pared y la mirada, triste y perdida,
clavada en el infinito.
—¿Estás bien? —preguntó Thomas, aunque tenía la mandíbula agarrotada.
Newt se volvió hacia él despacio, con los ojos distantes hasta que pareció salir
de sus pensamientos para centrarse en Thomas.
—Estoy bien. Sí, supongo que estoy bien. Estamos vivos. Supongo que eso es
todo lo que importa —la amargura en su voz no podía ser may or.
—A veces me pregunto… —murmuró Thomas.
—¿Qué te preguntas?
—Si importa estar vivo. Si estar muerto no sería muchísimo más fácil.
—Por favor, no me creo ni por un segundo que de verdad pienses eso.
Thomas había bajado la mirada mientras expresaba su deprimente punto de
vista y ahora contemplaba a Newt con acritud ante su contestación. Entonces
sonrió y se sintió mejor.
—Tienes razón. Tan sólo intentaba sonar tan abatido como tú.
Casi podía convencerse de que era cierto. No sentía que morir fuera la salida
más fácil.
Newt señaló cansado a Minho.
—¿Qué puñetas le ha pasado?
—No sé cómo, un ray o prendió fuego a su ropa. No tengo ni idea de cómo
ocurrió sin que le friera el cerebro. Pero creo que conseguimos apagarlo antes de
que causara demasiados daños.
—¿Antes de que causara demasiados daños? No quiero ni pensar en lo que
para ti son daños serios.
Thomas cerró los ojos durante un segundo y apoy ó la cabeza en la pared.
—Eh, como has dicho… está vivo, ¿no? Y aún tiene la ropa puesta, lo que
significa que no ha podido quemarle la piel por demasiadas partes. Se pondrá
bien.
—Sí, claro —contestó Newt con una risita sarcástica—. Recuérdame que no
contrate tus servicios de médico por ahora, ¿vale?
—Ohhhh —se oy ó un largo e interminable gemido de Minho. Abrió los ojos
con un parpadeo y los entrecerró al ver a Thomas—. Jo, macho. Estoy fucado.
Estoy bien fucado.
—¿Estás muy mal? —le preguntó Newt.
En vez de contestar, Minho se incorporó muy despacio hasta sentarse,
gruñendo, con gestos de dolor a cada pequeño movimiento. Pero al final lo logró,
con las piernas cruzadas debajo de él. Tenía la ropa ennegrecida y andrajosa. En
algunos sitios por donde la piel quedaba expuesta, unas ampollas al rojo vivo
asomaban como amenazadores y extraños ojos. Pero aunque Thomas no era
médico y no tenía ni idea de esas cosas, su instinto le decía que las quemaduras
eran controlables y se curarían enseguida. La may or parte de la cara de Minho
se había salvado y todavía tenía todo su pelo, aunque estuviera sucísimo.
—No puedes estar tan mal si haces eso —dijo Thomas con una sonrisa
pícara.
—¡A la clonc! —replicó Minho—. Soy más duro que una roca. Aún podría
romperte tu bonito trasero de poni con el doble del dolor que siento.
Thomas se encogió de hombros.
—Me encantan los ponis. Ojalá pudiera comerme uno ahora —su estómago
sonó y se quejó.
—¿Ha sido eso un chiste? —preguntó Minho—. ¿El gilipullo aburrido de
Thomas ha hecho de verdad un chiste?
—Creo que sí —fue la respuesta de Newt.
—Soy un tipo gracioso —repuso Thomas y se encogió de hombros.
—Sí, claro —pero era evidente que Minho había perdido el interés en la
conversación. Giró la cabeza para mirar al resto de clarianos. Casi todos dormían
aún o estaban tumbados, inmóviles, con la mirada perdida—. ¿Cuántos hay ?
Thomas los contó. Once. Después de todo por lo que habían pasado, sólo
quedaban once. Y eso incluía al chico nuevo, Aris. Había cuarenta o cincuenta
viviendo en el Claro cuando Thomas llegó, hacía tan sólo unas semanas. Ahora
había once.
Once.
No podía decir nada en voz alta después de darse cuenta de aquello, y aquel
momento tranquilo de hacía unos segundos de repente le pareció pura blasfemia.
Como una abominación. « ¿Cómo podía formar parte de CRUEL? —pensó—.
¿Cómo podía formar parte de esto?» . Sabía que debería hablarles de los
recuerdos de su memoria, pero no podía hacerlo.
—Tan sólo quedamos once —dijo Newt finalmente.
Ya estaba. Lo había dicho.
—Entonces, ¿qué? ¿Murieron seis en la tormenta? ¿Siete? —Minho sonó con
total indiferencia, como si estuvieran contando cuántas manzanas habían perdido
cuando los fardos salieron volando.
—Siete —respondió Newt bruscamente, mostrando su desaprobación ante
aquella actitud displicente. Entonces, con un tono más suave, añadió—: Siete. A
menos que la gente hay a corrido hacia otro edificio.
—Tío —dijo Minho—, ¿cómo vamos a atravesar esta ciudad con tan sólo
once personas? Por lo que sabemos, podría haber cientos de raros en este lugar.
Miles. ¡Y no tenemos ni idea de qué esperar de ellos!
Newt dejó escapar un largo suspiro.
—¿Y es en lo único que se te ocurre pensar? ¿Qué hay de la gente que ha
muerto, Minho? Jack no está. Y tampoco Winston; él no tuvo la menor
oportunidad. Y —miró a su alrededor— no veo tampoco a Stan ni a Tom. ¿Qué
pasa con ellos?
—Eh, eh, eh —Minho alzó las manos, con las palmas en dirección a Newt—.
Corta el rollo y cálmate, hermano. No pedí ser el fuco líder. Si quieres llorar todo
el día por lo que ha pasado, muy bien. Pero eso no es lo que hace un líder. Un
líder resuelve adonde ir y qué hacer tras lo sucedido.
—Bueno, supongo que por eso te dieron este trabajo —espetó Newt. Pero
entonces la disculpa se reflejó en su rostro—. Lo que tú digas. En serio, perdona.
Yo sólo…
—Sí, y o también lo siento.
Aunque Minho puso los ojos en blanco; Thomas esperó que Newt no lo
hubiera visto, puesto que su mirada había caído de nuevo al suelo. Por suerte,
Aris se acercó a ellos en aquel momento. Thomas quería que la conversación
derivara hacia otra parte.
—¿Habíais visto alguna vez algo parecido a esa tormenta eléctrica? —
preguntó el chico nuevo.
Thomas negó con la cabeza porque Aris le estaba mirando a él.
—No parecía natural. Incluso a pesar de mis recuerdos de clonc, estoy
segurísimo de que este tipo de cosas no pasan normalmente.
—Pero recuerda lo que dijeron el Hombre Rata y esa señora en el autobús —
dijo Minho—. Hubo erupciones solares que hicieron arder todo el mundo como si
fuese el mismo infierno. Aquello jorobó el clima lo bastante como para que
aparezcan tormentas peligrosas. Tengo la impresión de que tuvimos suerte de que
no fuera peor.
—« Suerte» no es precisamente la palabra en la que estoy pensando —
replicó Aris.
—Sí, bueno.
Newt señaló hacia la puerta de cristales rotos, donde el resplandor del
amanecer se había convertido en el mismo brillo blanquecino al que se habían
acostumbrado los primeros días en la Quemadura.
—Al menos y a ha terminado. Será mejor que pensemos en lo que vamos a
hacer ahora.
—¿Ves? —dijo Minho—. Eres igual de cruel que y o. Y tienes razón.
Thomas recordó la imagen de los raros en las ventanas del dormitorio. Eran
como pesadillas vivientes a las que sólo les faltaba un certificado de defunción
para convertirlos oficialmente en zombis.
—Sí, será mejor que sepamos lo que vamos a hacer antes de que aparezca un
puñado de esos locos. Pero antes tenemos que comer. Tenemos que encontrar
comida.
Aquella última palabra casi le dolió; tenía muchísima hambre.
—¿Comida?
Thomas soltó un grito ahogado de sorpresa; la voz procedía de arriba. Alzó la
vista cuando el resto hizo lo mismo. Un rostro les miró desde lo que quedaba del
tercer piso; un joven hispano. Sus ojos parecían revelar algo de locura. Thomas
sintió un nudo de tensión en su interior.
—¿Quién eres? —gritó Minho.
Entonces, para sorpresa de Thomas, el chico saltó por el agujero irregular del
techo y cay ó hacia ellos. En el último segundo, se hizo una bola y dio tres
volteretas para levantarse de un salto y aterrizar a sus pies.
—Me llamo Jorge —contestó con los brazos extendidos, como si esperara un
aplauso por sus acrobacias—. Y soy el raro que manda en este sitio.
Capítulo 26
Por un instante, a Thomas le costó mucho creer que el chico que se había
dejado caer —literalmente— fuera real. No se lo esperaban y había una extraña
ridiculez en lo que había dicho y en cómo lo había dicho. Pero allí estaba, sí. Y
aunque no daba la impresión de estar tan ido como los otros que habían visto, y a
había confesado que era un raro.
—¿Os habéis olvidado de cómo se habla? —preguntó Jorge con una sonrisa en
la cara que parecía totalmente fuera de lugar en aquel edificio hecho añicos—.
¿O es que tenéis miedo de los raros? ¿Miedo de que os tiremos al suelo y os
comamos los ojos? Mmm, qué ricos. Me encantan unos buenos ojos cuando la
manduca escasea. Saben a huevos poco hechos.
Minho se arriesgó a contestar e hizo un gran trabajo al ocultar su dolor:
—¿Admites que eres un raro? ¿Qué eres un puñetero loco?
—Acaba de decir que le gusta cómo saben los ojos —terció Fritanga—. Creo
que eso lo convierte en loco.
Jorge se rio con un evidente tono amenazador.
—Venid, venid, mis nuevos amigos. Sólo me comería vuestros ojos si y a
estuvierais muertos. Por supuesto, os ay udaría a llegar a ese estado si así lo
necesitara. ¿Entendéis lo que digo? —todo el alborozo desapareció de su
expresión y fue sustituido por un aire de severa advertencia. Casi como si los
estuviera animando a enfrentarse a él.
Nadie habló durante un buen rato. Entonces, Newt preguntó:
—¿Cuántos de vosotros hay aquí?
Jorge miró rápidamente a Newt.
—¿Cuántos? ¿Cuántos raros? Todos somos raros aquí, hermano.
—No me refería a eso y lo sabes —replicó Newt.
Jorge empezó a caminar, pasando por encima y alrededor de los clarianos,
mientras hablaba:
—Tenéis que aprender muchas cosas sobre cómo funciona esta ciudad. Sobre
los raros y CRUEL, sobre el gobierno, sobre por qué nos dejaron aquí para que
nos pudriéramos en nuestra enfermedad, nos matáramos y nos volviéramos
totalmente locos. Sobre que hay diferentes niveles del Destello, sobre que es
demasiado tarde para vosotros. Os contagiaréis si no lo tenéis y a.
Thomas había seguido al extraño con los ojos mientras caminaba por la
estancia pronunciando aquellas horribles palabras. El Destello. Pensaba que se
había ido acostumbrando al miedo de tener la enfermedad, pero con aquel raro
delante de él, estaba más asustado que nunca. Y se sentía impotente por no poder
hacer nada.
Jorge se detuvo cerca de él y sus amigos con los pies casi pegados a los de
Minho. Continuó hablando:
—Pero no es así como funciona, ¿comprendéis? Los menos favorecidos son
los que hablan primero. Quiero saber todo de vosotros. De dónde venís, por qué
estáis aquí, cuál es vuestra intención, por Dios. Ya.
Minho soltó una risita baja que sonaba peligrosa.
—¿Y nosotros somos los que estamos en desventaja? —Minho miró a su
alrededor con sorna—. A menos que la tormenta eléctrica hay a frito mis retinas,
diría que somos once y tú nada más que uno. Quizá deberías empezar a hablar tú.
Thomas deseó que Minho no hubiera dicho eso. Era estúpido y arrogante, y
podría haberlos matado. Estaba claro que aquel tío no se encontraba solo. Podría
haber cientos de raros escondidos entre las ruinas de los pisos superiores,
espiándolos, esperando con a saber qué tipo de horribles armas. O peor: con la
ferocidad de sus propias manos, dientes y locura.
Jorge se quedó mirando a Minho durante un buen rato, con la expresión
perdida.
—No acabas de decirme eso, ¿verdad? Por favor, dime que no acabas de
hablarme como a un perro. Tienes diez segundos para disculparte.
Minho miró a Thomas con una sonrisita de suficiencia.
—Uno —contó Jorge—. Dos. Tres. Cuatro.
Thomas intentó lanzarle una mirada de advertencia a Minho y le hizo un gesto
con la cabeza. « Hazlo» .
—Cinco. Seis.
—Hazlo —ordenó al final Thomas en voz alta.
—Siete. Ocho.
La voz de Jorge se elevaba con cada número. Thomas crey ó ver un
movimiento en algún sitio encima de sus cabezas, una sombra que pasó como un
ray o. Quizá Minho la hubiera notado también, puesto que su rostro perdió todo
rastro de arrogancia.
—Nueve.
—Lo siento —soltó Minho sin demasiada emoción.
—No creo que lo digas de verdad —espetó Jorge, y le dio una patada a Minho
en la pierna.
Thomas apretó los puños cuando su amigo dio un grito de dolor. El raro debía
de haberle pegado en una de las quemaduras.
—Dilo de verdad, hermano.
Thomas levantó la vista hacia el raro; le odiaba. Unos pensamientos
irracionales comenzaron a nadar por su mente. Quería saltar sobre él y atacarle,
golpearle como había golpeado a Gally tras escapar del Laberinto.
Jorge echó atrás la pierna y volvió a golpear a Minho con dos fuertes patadas
en el mismo sitio.
—¡Dilo de verdad! —soltó la última palabra con tanta dureza que sonó
enloquecido.
Minho gimió, agarrándose la herida con ambas manos.
—Lo… siento —dijo entre fuertes respiraciones, con la voz tensa, llena de
dolor.
Pero en cuanto Jorge sonrió y se relajó, satisfecho por la humillación
causada, Minho golpeó al raro en plena barbilla. El chico saltó sobre su otro pie y
se cay ó al suelo con un aullido, en parte de sorpresa y en parte de dolor.
Entonces Minho se echó sobre él, gritando una sarta de aberraciones que
Thomas nunca antes le había oído proferir. Luego apretó los muslos para atrapar
el cuerpo de Jorge y empezó a darle puñetazos.
—¡Minho! —gritó Thomas—. ¡Para!
Se puso de pie, ignorando el anquilosamiento de sus articulaciones, el dolor de
sus músculos. Echó un vistazo rápido arriba mientras se acercaba a Minho,
dispuesto a sacarlo de encima de Jorge aunque fuera a golpes. Hubo
movimientos en varios puntos de los pisos superiores. Después vio a varias
personas mirando hacia abajo, preparándose para saltar, y aparecieron unas
cuerdas que colgaban por los costados de los agujeros irregulares.
Thomas se lanzó sobre Minho y le apartó del cuerpo de Jorge hasta que
cay eron al suelo. Enseguida se dio la vuelta para agarrar a su amigo, le rodeó el
pecho con los brazos y le apretó para contener sus esfuerzos por escapar.
—¡Hay más ahí arriba! —le gritó Thomas al oído desde atrás—. ¡Tienes que
parar! ¡Te matarán! ¡Nos matarán a todos!
Jorge se puso de pie tambaleándose y se limpió despacio un hilo de sangre
que salía de la comisura de su boca. Su expresión bastó para que el miedo
atravesara el corazón de Thomas. No sabía qué podía hacer aquel tipo.
—¡Espera! —gritó Thomas—. ¡Por favor, espera!
Jorge intercambió una mirada con él justo cuando unos cuantos raros
cay eron al suelo desde arriba. Algunos dieron el salto y la voltereta como Jorge,
otros se deslizaron por las cuerdas y aterrizaron directamente sobre sus pies.
Todos se reunieron de inmediato en grupo, detrás de su líder; serían tal vez unos
quince. Hombres y mujeres, algunos adolescentes. Todos iban sucios, vestidos
con ropa hecha jirones. La may oría, flacos y de aspecto débil.
Minho había dejado de luchar y Thomas por fin le soltó. Por lo que intuía, le
quedaban tan sólo unos segundos antes de que una situación grave se convirtiera
en un matadero. Presionó una mano con firmeza sobre la espalda de Minho y
alzó la otra hacia Jorge con gesto conciliador.
—Por favor, dame un minuto —pidió Thomas mientras rogaba a su corazón
y su voz que se calmaran—. No os beneficiará en nada… hacernos daño.
—¿No nos beneficiará en nada? —repitió el raro, y escupió un montón de
porquería roja—. A mí me beneficiará mucho. Eso te lo puedo garantizar,
hermano —cerró las manos hasta convertirlas en dos puños a sus costados.
Después ladeó la cabeza tan poco que apenas se notó. Pero en cuanto lo hizo,
los raros de detrás sacaron todo tipo de objetos desagradables de las
profundidades de sus ropas andrajosas: cuchillos, machetes oxidados, unos
pinchos negros que alguna vez pudieron haber formado parte de un ferrocarril.
Fragmentos de vidrio, manchados de rojo en sus puntas afiladísimas. Una chica
que no podía tener más de trece años sostenía una pala astillada cuy o extremo de
metal acababa en una punta irregular parecida a los dientes de una sierra.
Thomas tuvo la repentina y absoluta certeza de que ahora estaba suplicando
por sus vidas. Los clarianos no podían ganar una pelea contra aquella gente. Ni
hablar. No había laceradores, pero tampoco un código mágico que los apagara.
—Escucha —dijo Thomas mientras se ponía poco a poco de pie y esperaba
que Minho no fuera lo bastante estúpido como para intentar nada—, tenemos algo
que contarte. No somos simples pingajos colocados al azar en la puerta de
vuestra casa. Somos valiosos… vivos, no muertos.
La ira en el rostro de Jorge disminuy ó un poco; quizás apareció una pizca de
curiosidad. Pero lo que dijo fue:
—¿Qué es un « pingajo» ?
Thomas casi —casi— se rio. Una reacción irracional que de alguna manera
habría sido acertada.
—Tú y y o. Diez minutos. A solas. Es lo único que pido. Trae todas las armas
que necesites.
Jorge sí se rio al oír aquello, aunque fue más un resoplido que otra cosa.
—Siento si te fastidia, chaval, pero creo que no necesito ninguna —hizo una
pausa y fue como si los siguientes segundos duraran una hora entera—. Diez
minutos —dijo al final—. El resto quedaos aquí para vigilar a estos gamberros.
En cuanto os avise, empezad los juegos de la muerte —extendió una mano hacia
un oscuro pasillo que iba desde un lateral de la habitación y atravesaba las
puertas rotas—. Diez minutos —repitió.
Thomas asintió. Como Jorge no se movió, él caminó primero hacia su lugar
de reunión y, tal vez, la discusión más importante de su vida. Y quizá la última.
Capítulo 27
—No —Thomas lo dijo del modo más tajante y firme que le fue posible.
—¿No? —repitió Jorge con una expresión de sorpresa—. Te ofrezco la
oportunidad de ay udarte a atravesar una ciudad llena de raros despiadados,
dispuestos a comérsete vivo, ¿y me dices que no? ¿A cambio de una petición tan
pequeñita? Eso no me alegra.
—No sería inteligente —respondió Thomas.
No tenía ni idea de cómo iba a ser capaz de mantener el rostro tranquilo ni de
dónde salía aquel valor, pero algo le decía que era el único modo de sobrevivir a
aquel raro.
Jorge se inclinó de nuevo hacia delante y colocó los codos sobre la mesa.
Pero esta vez no juntó las manos, sino que las cerró hasta convertirlas en puños.
Le sonaron los nudillos.
—¿Tu objetivo en la vida es cabrearme hasta que te abra las arterias una a
una?
—Ya has visto lo que te ha hecho —continuó Thomas— y hay que tener
agallas. Si le matas, perderás las habilidades que él pueda aportar. Es nuestro
mejor luchador y no le asusta nada. Quizás esté loco, pero le necesitamos.
Thomas estaba intentado sonar muy práctico. Pragmático. Pero si había en el
mundo otra persona aparte de Teresa a la que pudiera llamar amigo, ese era
Minho. Y no podía soportar perderlo también a él.
—Pero me saca de mis casillas —repuso Jorge, tenso; no había relajado los
puños lo más mínimo—. Me hizo parecer una niña delante de mi gente. Y eso no
es… aceptable.
Thomas se encogió de hombros como si no le importara, como si fuera algo
insignificante y absurdo.
—Pues castígale. Hazle quedar como una niña. Pero matarle no nos ay uda.
Cuantos más cuerpos tengamos para luchar, más posibilidades tendremos. ¿En
serio hace falta que te lo diga?
Por fin, por fin, Jorge relajó sus puños de nudillos emblanquecidos. También
dejó escapar el aire retenido. Thomas no lo había advertido hasta ese instante.
—Vale —respondió el raro—. Vale, pero no tiene nada que ver con tu triste
intento de convencerme. Le perdonaré la vida porque he cambiado de opinión
sobre una cosa. Por dos motivos, en realidad. Tú también deberías haber pensado
en uno de ellos.
—¿Qué?
A Thomas y a no le importaba mostrar alivio, el esfuerzo de reprimirse le
estaba agotando. Además, ahora le intrigaba lo que Jorge acababa de decir.
—En primer lugar, no conoces todos los detalles que hay detrás de esas
pruebas o del experimento o lo que sea que CRUEL os esté haciendo pasar. Quizá
cuantos más lleguéis al refugio seguro, más posibilidades tengáis de obtener la
cura. ¿Os habéis planteado que el Grupo B que has mencionado podría ser
vuestra competencia? Creo que uno de mis principales intereses es que lo
consigáis los once al completo.
Thomas asintió con la cabeza, pero no dijo nada. No quería arriesgarse a
arruinar la victoria conseguida: Jorge había creído su historia sobre el Hombre
Rata y la cura.
—Lo que me lleva al segundo motivo —continuó—. La cosa por la que he
cambiado de opinión.
—¿Y qué es? —preguntó Thomas.
—No voy a llevar a todos esos raros conmigo. Con nosotros.
—¿Eh? ¿Por qué? Creía que nos ibais a ay udar a atravesar la ciudad.
Jorge negó rotundamente con la cabeza mientras se recostaba en su silla y
adoptaba una posición mucho menos amenazante, con los brazos cruzados sobre
el pecho.
—No. Si vamos a hacer esto, el sigilo funcionará mejor que los músculos.
Hemos estado moviéndonos a hurtadillas por este infierno desde que llegamos
aquí y creo que tendremos más posibilidades de atravesarlo, y coger toda la
comida y las provisiones necesarias, si aprovechamos lo que hemos aprendido y
lo utilizamos. Pasaremos de puntillas por entre los raros que se han vuelto locos
en vez de ir a cuchillazo limpio como aspirantes a guerreros.
—Me cuesta pillar lo que dices —contestó Thomas—. No quisiera ser
grosero, pero sí que parece que queráis ser guerreros. Ya sabes, con esos
conjuntos tan feos y esas cosas afiladas.
Pasó un largo momento de silencio y Thomas y a estaba empezando a pensar
que había cometido un error cuando Jorge estalló en carcajadas.
—Oh, muchacho, eres un mamón con suerte, me gustas. No estoy seguro de
por qué, pero es así. De lo contrario, y a te hubiera matado tres veces.
—¿Se puede hacer eso? —preguntó Thomas.
—¿Eh?
—Matar a alguien tres veces.
—Ya habría encontrado la manera.
—Entonces, intentaré ser más simpático.
Jorge dio un manotazo sobre la mesa y se levantó.
—Vale. Este es el trato: tenemos que llevaros a los once gamberros al refugio
seguro. Para conseguirlo, me llevaré sólo a una persona. Se llama Brenda y es
una genio; necesitamos su mente. Y si lo conseguimos y al final resulta que no
hay cura para nosotros, entonces no hace falta que te diga cuáles serán las
consecuencias.
—Vamos —dijo Thomas con sarcasmo—, creía que ahora éramos amigos.
—Pshhh. No somos amigos, hermano; somos compañeros. Te entregaré a
CRUEL y recibiré la cura. Ese es el trato o habrá muchas muertes.
Thomas también se levantó y su silla chirrió contra el suelo.
—Ya hemos hecho un trato, ¿no?
—Sí, sí. Escucha, no te atrevas a decir ni una palabra ahí fuera. Escapar de
los demás raros va a ser… difícil.
—¿Qué plan tienes?
Jorge pensó un minuto sin apartar la mirada de Thomas y luego rompió el
silencio.
—Mantén el pico cerrado y déjame hacer a mí —empezó a moverse hacia
la puerta que daba al pasillo, pero se paró en seco—. Ah, y no creo que a tu
compadre Minho vay a a gustarle mucho.
•••
Mientras caminaban por el pasillo para reunirse con los demás, Thomas se
dio cuenta del hambre atroz que tenía. Los pinchazos en el estómago se le habían
extendido al resto del cuerpo, como si sus músculos y órganos internos estuvieran
empezando a comerse los unos a los otros.
—¡Muy bien, que me escuche todo el mundo! —anunció Jorge cuando
volvieron a entrar en la gran sala hecha pedazos—. Yo y el cara pájaro hemos
llegado a una solución.
« ¿Cara pájaro?» , pensó Thomas.
Los raros se levantaron para prestar atención sin dejar de aferrar aquellas
desagradables armas al tiempo que fulminaban con la mirada a los clarianos, que
se hallaban sentados en los límites de la estancia, con la espalda apoy ada en la
pared. La luz brillaba a través de las ventanas rotas y los agujeros de arriba.
Jorge se detuvo en el centro de la sala y se volvió lentamente para dirigirse al
grupo entero. Thomas pensó que resultaba ridículo, como si estuviera haciendo
demasiados esfuerzos.
—Primero, tenemos que darle de comer a esta gente. Sé que parece una
locura compartir la comida que tanto nos ha costado ganar con un puñado de
extraños, pero creo que pueden servirnos de ay uda. Dadles el cerdo y las judías.
De todas formas, y a me estaba hartando de esa basura —uno de los raros se rio
por lo bajo, un mequetrefe delgaducho cuy o ojos iban de un lado a otro—.
Segundo, puesto que soy un gran caballero y un santo, he decidido no matar al
gamberro que me atacó.
Thomas oy ó unos cuantos gruñidos de decepción y se preguntó hasta qué
punto le había afectado el Destello a aquella gente. Pero una chica guapa, una de
las adolescentes, con un pelo largo sorprendentemente limpio, puso los ojos en
blanco y negó con la cabeza como si pensara que aquel ruido era idiota. Thomas
esperó que fuese la Brenda que Jorge había mencionado.
Jorge señaló a Minho, que sonrió y saludó al grupo; aquello no le sorprendió a
Thomas en absoluto.
—Estás muy contento, ¿no? —gruñó Jorge—. Es bueno saberlo. Eso es que te
has tomado bien la noticia.
—¿Qué noticia? —preguntó Minho con dureza.
Thomas miró a Jorge y se preguntó que estaría a punto de salir de la boca de
aquel chico.
El líder de los raros habló con total naturalidad:
—Después de que os demos de comer para que no os muráis de hambre aquí
en medio, recibirás tu castigo por atacarme.
—¿Ah, sí? —si Minho estaba asustado, no dio muestras de ello—. ¿Y qué va a
ser?
Jorge se limitó a mirarle con una expresión perdida que se extendió de
manera inquietante por todo su rostro.
—Me pegaste con los dos puños. Así que te vamos a cortar un dedo de cada
mano.
Capítulo 29
Thomas no entendía cómo amenazar con cortarle los dedos a Minho iba a
facilitarles escapar del resto de raros. Y, desde luego, no era tan tonto como para
confiar en Jorge después de una breve reunión. Empezó a entrarle el pánico: las
cosas estaban a punto de ponerse muy, muy mal.
Pero entonces Jorge le miró mientras sus amigos raros comenzaban a silbar y
a gritar, y Thomas vio algo allí, en sus ojos. Algo que le tranquilizó.
Minho, en cambio, era otra historia. Se había levantado en cuanto Jorge había
pronunciado su castigo y hubiera arremetido contra él si la chica guapa no se le
hubiera puesto delante con un cuchillo colocado en su barbilla. Al instante brotó
una gota de sangre, de color rojo intenso a la luz del día que se filtraba por las
puertas rotas. No podía ni hablar sin arriesgarse a que lo hiriera.
—Este es el plan —dijo Jorge con calma—: Brenda y y o acompañaremos a
estos gorrones al alijo y dejaremos que coman. Después nos reuniremos todos en
la Torre, digamos dentro de una hora —miró su reloj—. Que sea a las doce en
punto. Traeremos comida para vosotros.
—¿Por qué sólo Brenda y tú? —preguntó alguien. Thomas al principio no vio
quién era y luego advirtió al hombre que lo había dicho, probablemente el más
adulto de la sala—. ¿Y si se os echan encima? Son once contra dos.
Jorge entrecerró los ojos al lanzar una mirada burlona.
—Gracias por la clase de matemáticas, Barkley. La próxima vez que me
olvide de cuántos dedos tengo en los pies, me aseguraré de contarlos contigo. Por
ahora, cierra el pico y lleva a todo el mundo a la Torre. Si estos gamberros
intentan hacer algo, Brenda cortará a trocitos al señor Minho mientras y o les
pego una paliza de muerte al resto. Apenas se mantienen en pie, están muy
débiles. ¡Vamos!
El alivio inundó a Thomas. Una vez que se separaran del resto, seguro que
Jorge echaría a correr. Seguro que no querría seguir con el castigo.
El hombre que se llamaba Barkley era bastante may or, pero parecía un tipo
rudo, con aquellos músculos tirantes y venosos bajo las mangas de su camisa. En
una mano sostenía un desagradable puñal y en la otra, un gran martillo.
—Muy bien —dijo tras cruzar una larga mirada con su líder—. Pero si se te
echan encima y te cortan el pescuezo, nos las apañaremos bien sin ti.
—Gracias por tus amables palabras, hermano. Ahora vete o será doble la
diversión en la Torre.
Barkley se rio como para salvar algo de dignidad y luego se dirigió hacia el
mismo pasillo que Thomas y Jorge habían recorrido. Movió el brazo con un gesto
de « seguidme» y hasta el último raro se apresuró en ir tras él arrastrando los
pies, excepto Jorge y la chica guapa con el pelo largo y castaño. La joven aún
tenía el cuchillo en el cuello de Minho, pero lo bueno era que debía de ser
Brenda.
En cuanto el grupo principal de infectados por el Destello abandonó la sala,
Jorge intercambió una mirada casi de alivio con Thomas; entonces negó
sutilmente con la cabeza, como si los demás todavía pudieran oírles.
Un movimiento de Brenda atrajo la atención de Thomas. La miró para ver
cómo apartaba el cuchillo de Minho, se retiraba y, distraídamente, limpiaba el
pequeño rastro de sangre que había en sus pantalones.
—Te hubiera matado de verdad, ¿sabes? —espetó con una voz un poco
rasposa, casi ronca—. Como vay as a por Jorge otra vez, te cortaré una arteria.
Minho se limpió la pequeña herida con el pulgar y miró la mancha de color
rojo intenso.
—Eso sí que es un cuchillo afilado. Ahora me gustas más.
Newt y Fritanga refunfuñaron a la vez.
—Parece que no soy la única rara de aquí —respondió Brenda—. Tú estás
incluso más ido que y o.
—Ninguno de nosotros se ha vuelto loco todavía —añadió Jorge, que se
acercó a ella—. Pero no tardaremos mucho. Vamos; tenemos que llegar al alijo
para que comáis algo, gente. Parecéis un puñado de zombis famélicos.
A Minho no pareció gustarle la idea.
—¿Crees que voy a sentarme tan campante con vosotros, psicópatas, y a
dejar que luego me cortéis los puñeteros dedos?
—Cállate por una vez —soltó Thomas, intentando comunicar algo distinto con
sus ojos—. Vamos a comer. No me importa lo que les pase a tus bonitas manos
después de eso.
Minho entrecerró los ojos, confuso, pero pareció captar que había algo que no
sabía.
—Lo que tú digas. Vamos.
De improviso, Brenda se colocó delante de Thomas con la cara a tan sólo
unos centímetros de él. Tenía los ojos tan oscuros que el iris parecía brillar con
fuerza.
—¿Eres el líder?
Thomas negó con la cabeza.
—No, es el tío al que acabas de pinchar con tu cuchillo.
Brenda miró a Minho y de nuevo a Thomas. Sonrió abiertamente.
—Bueno, pues es una estupidez. Sé que estoy a punto de volverme loca, pero
y o te habría elegido a ti. Tienes pinta de líder.
—Um, gracias —Thomas notó que se abochornaba y luego recordó el tatuaje
de Minho. Recordó el suy o propio, según el que se suponía que iban a matarle.
Trató de decir algo para ocultar su repentino cambio de humor—. Yo, eh…,
también te habría elegido a ti en vez de a Jorge.
La chica se inclinó hacia delante y besó a Thomas en la mejilla.
—Eres un cielo. Espero en serio que no acabemos matándote a ti, al menos.
—Muy bien —intervino Jorge, que estaba haciéndole señas para que
atravesaran las puertas rotas que llevaban afuera—. Ya basta de pasteladas.
Brenda, tenemos mucho de que hablar cuando lleguemos al alijo. Venga, vamos.
Brenda no le quitaba los ojos de encima a Thomas. En cuanto a él, todavía
notaba el hormigueo que había sentido en todo el cuerpo cuando sus labios le
rozaron.
—Me gustas —le informó ella.
Thomas tragó saliva, sin tener una respuesta. La lengua de Brenda rozó la
comisura de su boca cuando sonrió, entonces por fin se apartó de él, se dirigió a
las puertas y guardó su cuchillo en el bolsillo de sus pantalones.
—¡Vamos! —gritó sin mirar atrás.
Thomas sabía que hasta el último de los clarianos le estaba mirando, pero se
negó a mantener contacto visual con ninguno de ellos. En su lugar, se remangó la
camisa y continuó avanzando, sin importarle la ligera sonrisa de su rostro. Los
demás no tardaron en seguirle y el grupo abandonó el edificio para salir al calor
blanco del sol, que pegaba fuerte sobre el pavimento resquebrajado del exterior.
•••
•••
Las « sabrosas delicias» acabaron siendo unas judías de lata con algún tipo de
salchicha. Según Brenda, las palabras de la etiqueta estaban en español. Se lo
comieron frío, pero a Thomas le supo a la mejor comida que jamás había
probado, por lo que devoró cada bocado. Ya habían aprendido que no era buena
idea comer rápido tras un periodo de ay uno, pero no le importó. Si lo vomitaba,
disfrutaría comiendo otra vez. Con un poco de suerte, le tocaría un lote diferente.
Después de que Brenda distribuy era la comida entre los hambrientos
clarianos, se acercó para sentarse junto a Thomas. La suave luz de la habitación
iluminaba los finos mechones de pelo oscuro que rodeaban su cabeza. Dejó a un
lado un par de mochilas, llenas de más latas.
—Una de estas es para ti —dijo.
—Gracias.
Thomas y a había llegado a la mitad de su lata y sacaba una cucharada tras
otra. Nadie hablaba en el pasillo; los únicos sonidos que se oían eran sorbos y
tragos.
—¿Está bueno? —preguntó ella mientras atacaba su propia comida.
—Por favor. Empujaría a mi madre escaleras abajo para comer esto. Si es
que aún tengo madre.
No pudo evitar pensar en su sueño y en el breve instante en que la había visto,
pero se esforzó por olvidarlo; era demasiado deprimente.
—Te hartarás pronto —replicó Brenda, que atrajo de nuevo la atención de
Thomas. Advirtió el modo en que estaba sentada, con la rodilla derecha apoy ada
en su espinilla, y se le pasó por la cabeza la absurda idea de que la chica había
colocado así la pierna adrede—. Tan sólo tenemos cuatro o cinco opciones.
Thomas se concentró en aclararse la mente, en devolver sus pensamientos al
presente.
—¿De dónde sacáis la comida? ¿Y cuánta queda?
—Antes de que las erupciones solares quemaran esta zona, la ciudad tenía
varias instalaciones de comida procesada, además de un montón de almacenes
donde guardar su producción. A veces creo que ese es el motivo por el que
CRUEL envió aquí a los raros. Al menos, puede decirse que no moriremos de
hambre mientras poco a poco nos vamos volviendo locos y nos matamos los unos
a los otros.
Thomas cogió la última cucharada de salsa del fondo de su lata y la dejó
limpia.
—Si hay bastante, ¿por qué sólo tenéis unas cuantas opciones?
Se le pasó por la cabeza que tal vez había confiado en ella demasiado rápido,
que podría estar ingiriendo veneno. Pero la chica estaba comiendo lo mismo, así
que sus preocupaciones probablemente fuesen exageradas.
Brenda señaló el techo con el pulgar.
—Tan sólo hemos registrado las que están más cerca. Algunas empresas
estaban especializadas, no tenían mucha variedad. Mataría a tu madre por algo
fresco sacado de un huerto. Por una buena ensalada.
—Supongo que mi madre no se salvaría si estuviera entre nosotros y el
supermercado.
—Supongo que no.
Entonces Brenda sonrió, aunque una sombra ocultaba la may or parte de su
rostro. La sonrisa seguía resplandeciendo y Thomas se dio cuenta de que le
gustaba aquella chica. Acababa de hacer sangrar a su mejor amigo, pero le
gustaba. Quizás, en parte, por eso mismo.
—¿Aún quedan supermercados en el mundo? —preguntó—. Quiero decir,
¿qué pasó ahí fuera después de todo el jaleo del Destello? ¿Con todo ese calor y
un puñado de locos corriendo por todas partes?
—No. Bueno, no lo sé. Las erupciones solares mataron a mucha gente antes
de que pudiera escapar al norte o al sur. Mi familia vivía al norte de Canadá. Mis
padres fueron de los primeros en llegar a los campamentos organizados por la
coalición entre gobiernos. La gente que después terminó formando CRUEL.
Thomas se quedó con la mirada fija y la boca abierta durante un segundo.
Acababa de revelarle más sobre el estado del mundo con aquellas pocas frases
que nada de lo que había oído desde que le borraron la memoria.
—Espera… espera un segundo —dijo—. Tengo que oír esto. ¿Puedes
empezar desde el principio?
Brenda se encogió de hombros.
—No hay mucho que decir, pasó hace mucho tiempo. Las erupciones solares
fueron totalmente inesperadas e impredecibles, y cuando los científicos
intentaron avisar a la gente, y a era demasiado tarde. Acabaron con medio
planeta, mataron todo lo que había en las zonas ecuatoriales. Cambiaron el clima
en el resto de la Tierra. Los supervivientes se unieron y algunos gobiernos se
fusionaron. No tardaron mucho en descubrir que un virus asqueroso se había
desatado desde algún lugar donde controlaban las enfermedades. Lo llamaron el
Destello desde el principio.
—Jo, macho —masculló Thomas. Miró por el pasillo hacia los demás
clarianos y se preguntó si habrían oído algo de aquello, pero ninguno parecía
estar escuchando; estaban absortos comiendo. Además, seguramente se hallaban
demasiado lejos—. ¿Cuándo…?
La chica le hizo callar al levantar una mano.
—Espera —dijo—, algo va mal. Creo que tenemos visita.
Thomas no había oído nada y los demás clarianos tampoco daban la
impresión de haberlo notado. Pero Jorge y a se encontraba al lado de Brenda y le
susurraba algo al oído. Estaba moviéndose para levantarse cuando se oy ó un
estrépito al final del pasillo, en las escaleras que habían usado para llegar al alijo.
Era un sonido terriblemente alto, los chasquidos de una estructura que se chafaba
al venirse abajo, al romperse el cemento, al arrancarse el metal. Una nube de
polvo empañó su camino y se interpuso entre ellos y la escasa luz de la despensa.
Thomas se quedó sentado con la vista fija, paralizado por el miedo. Vio cómo
Minho, Newt y los demás corrían hacia las escaleras destruidas y doblaban por
una ramificación del pasillo que no había advertido antes. Brenda le agarró de la
camisa y le levantó de un tirón.
—¡Corre! —gritó, y empezó a arrastrarle desde la destrucción hacia las
profundidades del subterráneo.
Thomas salió de repente de su estupor y le dio un manotazo, aunque ella no le
soltó.
—¡No! Tenemos que seguir a mis…
Antes de que pudiera terminar la frase, una enorme parte del techo se cay ó
al suelo delante de él y los bloques de cemento aterrizaron unos encima de otros
con golpes atronadores. Aquello le aislaba de la dirección que habían tomado sus
amigos. Oy ó que más rocas se partían sobre él y se dio cuenta de que no le
quedaba alternativa… ni tiempo.
A regañadientes, se dio la vuelta y corrió con Brenda, cuy a mano aún le
aferraba la camisa mientras iban a toda velocidad hacia la oscuridad.
Capítulo 30
•••
Brenda no discutió. Le guió por varios giros y pronto encontraron una larga
escalera de hierro que llevaba al cielo, fuera de Abajo. Los desagradables ruidos
de los raros persistían en la distancia. Carcajadas, gritos y risitas. Algún que otro
alarido ocasional.
Les costó bastante mover la tapa de la boca de alcantarilla, pero al final cedió
y salieron. Se encontraron en un gris atardecer, rodeados por edificios altísimos
en todas las direcciones. Ventanas rotas, basura esparcida por las calles. Varios
cadáveres y acían por allí. Olor a podrido y polvo. Calor. Pero no había gente. Al
menos, viva. Thomas sintió un instante de alarma al pensar que algunos de los
muertos podían ser sus amigos, pero no era el caso. Los cuerpos desperdigados
eran hombres y mujeres may ores, que habían empezado a descomponerse.
Brenda se dio despacio la vuelta mientras se orientaba.
—Vale, las montañas deberían de estar bajando esa calle.
Señaló, pero era imposible saberlo con certeza porque no se veía bien y los
edificios ocultaban el sol poniente.
—¿Estás segura? —preguntó Thomas.
—Sí, vamos.
Mientras avanzaban por la larga y solitaria calle, Thomas mantuvo los ojos
atentos y examinó todas las ventanas rotas, los callejones y las puertas
desmoronadas. Tenía la esperanza de ver alguna señal de Minho y los clarianos.
Y de no ver a ningún raro.
•••
Viajaron hasta que se hizo de noche, evitando el contacto con nadie. Oy eron
algunos gritos ocasionales a lo lejos o, de vez en cuando, cosas que hacían ruido
dentro de un edificio. En una ocasión, Thomas vio a un grupo de gente
correteando por una calle varias manzanas más allá, pero no parecieron advertir
su presencia.
Justo antes de que desapareciera el sol por completo, doblaron una esquina y
se toparon de frente con los límites de la ciudad, a tan sólo un par de kilómetros.
Los edificios terminaban de repente y detrás de ellos las montañas se elevaban
con gran majestuosidad. Eran mucho may ores de lo que Thomas hubiera
imaginado la primera vez que las vio días atrás, y eran áridas y rocosas. No
había maravillas coronadas de nieve —un vago recuerdo del pasado— en aquella
parte del mundo.
—¿Deberíamos recorrer lo que nos queda de camino? —preguntó Thomas.
Brenda estaba ocupada buscando un lugar donde esconderse.
—Tentador, pero no. Primero, porque tenemos que salir de aquí, es
demasiado peligroso estar en esta zona de noche. Segundo, porque aunque lo
consiguiéramos, no tendríamos con qué cubrirnos a menos que recorriéramos
todo el camino hasta las montañas, y no creo que podamos.
A pesar de lo mucho que le horrorizaba a Thomas pasar otra noche en aquella
espantosa ciudad, estuvo de acuerdo. Pero la frustración y la preocupación por
los clarianos le consumían por dentro.
—Vale ¿Adónde vamos, entonces? —contestó con voz débil.
—Sígueme.
•••
•••
Esta vez es may or, probablemente tenga unos catorce años. Teresa y él están
arrodillados en el suelo, con las orejas pegadas a la rendija de una puerta,
escuchando a escondidas. Un hombre y una mujer están hablando dentro y
Thomas puede oírles bien.
El hombre dice primero:
—¿Te llegaron los añadidos a las listas de las Variables?
—Ay er por la noche —responde la mujer—. Me gusta lo que incluy ó Teresa
para el final de las Pruebas del Laberinto. Brutal, pero es necesario que suceda.
Debería crear algunos patrones interesantes.
—Por supuesto. Lo mismo con el escenario de la traición, si es que tiene que
interpretarse.
La mujer hace un ruido que debe de ser una risa, pero suena forzada y sin
ganas.
—Sí, he pensado lo mismo. Bueno, Dios mío, ¿cuánto aguantarán esos chicos
antes de volverse locos?
—No es sólo eso, es arriesgado. ¿Y si muere? Todos habíamos acordado que
para entonces debería ser uno de los principales candidatos.
—No morirá. No le dejaremos.
—Aun así, no somos Dios. Podría morir.
Hay una larga pausa. Entonces el hombre dice:
—Tal vez no llegue a suceder, pero lo dudo. Los psicólogos dicen que
estimulará muchos de los patrones que necesitamos.
—Bueno, eso implica muchas emociones —responde la mujer—. Y según
Trent, es uno de los patrones más difíciles de crear. Creo que el plan de las
Variables es lo único que puede funcionar.
—¿De verdad crees que las Pruebas van a funcionar? —pregunta el hombre
—. En serio, la escala y la logística de esta cosa es increíble. ¡Piensa en lo mucho
que podría salir mal!
—Podría pasar, tienes razón. Pero ¿cuál es la alternativa? Lo probaremos y, si
fracasamos, estaremos en el mismo lugar que si no hubiéramos intentado nada.
—Supongo.
Teresa tira de la camisa de Thomas. Él la mira y ve que está señalando hacia
el pasillo. Ha llegado el momento de marcharse. Él asiente, pero vuelve a
inclinarse por si puede captar una o dos últimas frases. Y así es. La mujer habla:
—Qué lástima que no podamos ver el final de las Pruebas.
—Lo sé —responde el hombre—. Pero el futuro nos lo agradecerá.
•••
Los primeros trazos púrpuras del alba despertaron a Thomas la segunda vez.
No recordaba haberse despertado desde la conversación en mitad de la noche
con Brenda, ni siquiera después del sueño.
El sueño. Había sido el más extraño, se habían dicho muchas cosas que ahora
se desvanecían, demasiado difíciles de comprender y encajar en las piezas de su
pasado que, poco a poco, muy poco a poco, empezaban a unirse de nuevo. Se
permitió sentir una pizca de esperanza porque tal vez no tenía tanto que ver con
las Pruebas como había empezado a pensar. Aunque no entendía mucho del
sueño, el hecho de que Teresa y él estuvieran espiando significaba que no estaban
involucrados en todos los aspectos de las Pruebas. Pero ¿cuál era el propósito de
todo aquello? ¿Por qué el futuro se lo agradecería a aquella gente?
Se restregó los ojos, se estiró y miró a Brenda. Tenía los ojos todavía
cerrados, la boca ligeramente abierta y el pecho se le movía por la respiración
lenta, pero regular. Aunque tenía el cuerpo más entumecido que el día anterior, el
sueño reparador había obrado maravillas con sus ánimos. Se sentía renovado,
lleno de energía. Un tanto perplejo e idiotizado por su sueño-recuerdo y todas las
cosas que Brenda le había contado, pero con vitalidad.
Volvió a estirarse, y estaba en mitad de un largo bostezo cuando vio algo en la
pared del callejón. Una gran placa de metal clavada en el muro. Un letrero que
le resultaba muy familiar.
Abrió la puerta y salió a trompicones a la calle, hacia la pared. Era idéntico al
cartel del Laberinto que decía Catástrofe Radical: Unidad de Experimentos
Letales. El mismo metal sin brillo, las mismas letras. Excepto porque en este
ponía algo distinto. Y se quedó mirándolo al menos cinco minutos seguidos antes
de moverse un ápice.
Ponía:
•••
El siguiente minuto, o el tiempo que durase aquello, fue una mezcla borrosa
de los cinco sentidos.
El saludo de bienvenida había sorprendido a Thomas, pero, antes de que
pudiera responder, el hombre de pelo largo prácticamente les había metido
dentro y les conducía a Brenda y a él a través de una multitud de cuerpos
danzantes que giraban, saltaban y se abrazaban. La música era ensordecedora,
cada golpe de la batería resonaba como un martillazo en el cráneo de Thomas.
Varias linternas colgaban del techo y se balanceaban de un lado a otro mientras
la gente les daba manotazos para enviar ray os de luz a un lado y a otro.
Pelo Largo se inclinó para hablar con Thomas mientras avanzaban despacio
entre los bailarines. Thomas apenas podía oírle aunque estaba gritando.
—¡Gracias a Dios por las pilas! ¡La vida será una mierda cuando se nos
acaben!
—¿Cómo sabes mi nombre? —le preguntó Thomas—. ¿Por qué me estabais
esperando?
El hombre se rio.
—¡Os hemos estado observando toda la noche! ¡Entonces, por la mañana
vimos por la ventana tu reacción ante el letrero y nos imaginamos que debías de
ser el famoso Thomas!
Brenda abrazaba a Thomas por la cintura, se aferraba a él, probablemente
para no perderse. Probablemente. Pero cuando oy ó aquello, le apretó aún más.
Thomas miró hacia atrás y vio que Rubiales y sus dos amigos les seguían de
cerca. Él había apartado la pistola, pero Thomas sabía que podía volver a sacarla
en cualquier momento.
La música estaba a todo volumen. El bajo aporreaba con fuerza y sacudía la
sala. La gente bailaba y saltaba a su alrededor, espadas de luz se entrecruzaban
en el aire oscuro. Los raros estaban resbaladizos y brillantes por el sudor, y toda
aquella temperatura corporal hacía que la sala desprendiera un calor molesto.
Hacia la mitad de la pista, Pelo Largo se detuvo y se dio la vuelta para
mirarlos, sacudiendo su melena blanca.
—¡Queremos unirnos a vosotros! —gritó—. ¡Tienes que tener algo! ¡Os
protegeremos de los raros malos!
Thomas se alegraba de que no supieran más. Quizás aquello no estuviera tan
mal después de todo. Les seguiría el juego, fingiría ser un raro especial y tal vez
Brenda y él aguantarían lo suficiente para escabullirse sin ser vistos, en el
momento adecuado.
—¡Voy a buscarte una bebida! —bramó Pelo Largo—. ¡Que os divirtáis!
Entonces se marchó rápidamente y desapareció entre la densa
muchedumbre que se contorsionaba.
Thomas se volvió para ver que Rubiales y sus dos amigos seguían allí, no
bailando, sino observando. Coleta atrajo su atención con un gesto de la mano.
—¡Podéis bailar también! —gritó, pero no siguió su propio consejo.
Thomas se dio la vuelta hasta situarse de cara a Brenda. Tenían que hablar.
Como si pudiera leerle la mente, la chica alzó los brazos y le abrazó por el
cuello, atray éndole hacia ella hasta que su boca quedó a la altura de su oído; a
Thomas su aliento caliente, en contacto con su sudor, le produjo un cosquilleo.
—¿Cómo nos hemos metido en esta mierda? —preguntó ella.
Thomas no supo qué hacer, aparte de abrazarla por la cintura. Notó su calor a
través de sus ropas húmedas. Algo se agitó en su interior, una mezcla de culpa y
anhelo por Teresa.
—Hace una hora no me hubiera imaginado esto —contestó al final, hablando
a través del pelo de la chica. Era lo único que se le había ocurrido.
Ahora sonaba otra canción, una oscura e inquietante. El ritmo había
disminuido un poco, pero la batería era más intensa. Thomas no entendía las
palabras; era como si el cantante llorara por una horrible tragedia. La voz gemía
con un tono agudo y afligido.
—Quizá deberíamos quedarnos con esta gente un tiempo —musitó Brenda.
Thomas se dio cuenta entonces de que ambos estaban bailando, sin
pretenderlo ni pararse a pensarlo. Se movían con la música, giraban despacio,
con los cuerpos muy pegados, agarrados el uno al otro.
—¿Qué dices? —exclamó, sorprendido—. ¿Ya te estás rindiendo?
—No. Estoy cansada. A lo mejor aquí es más seguro.
Quería confiar en ella y sentía que podía hacerlo, pero algo de todo aquello le
preocupaba. ¿Le había llevado hasta allí a propósito? Era un buen trecho.
—Brenda, no me abandones todavía. Nuestra única oportunidad es llegar
hasta el refugio seguro. Hay una cura para esto.
Brenda negó un poco con la cabeza.
—Me cuesta mucho creer que sea verdad. Es difícil tener esperanza.
—No digas eso.
No quería pensarlo y no quería oírlo.
—¿Por qué habrían enviado aquí a todos estos raros si hubiera una cura? No
tiene sentido.
Thomas se apartó para mirarla, preocupado por el repentino cambio de
actitud. La chica tenía los ojos empañados por las lágrimas.
—Estás diciendo tonterías —dijo, e hizo una pausa. Tenía sus propias dudas,
por supuesto, pero no quería desanimarla—. La cura es real. Tenemos que… —
se calló y miró a Rubiales, que no le quitaba los ojos de encima. El tío
seguramente no podía oírles, pero más valía prevenir que curar. Thomas volvió a
inclinarse para hablarle a Brenda directamente al oído—. Tenemos que salir de
aquí. ¿Quieres quedarte con gente que te amenaza con pistolas y destornilladores?
Antes de que pudiera responder, Pelo Largo y a había vuelto con un vaso en
cada mano, y el líquido marrón de dentro se agitaba mientras chocaba con los
bailarines en todas direcciones.
—¡Bebéoslo! —gritó.
Entonces algo pareció despertar en Thomas. Beber algo ofrecido por aquellos
extraños de repente le pareció una muy mala idea. Aquel lugar y aquella
situación se habían vuelto aún más incómodos.
Pero Brenda y a había alargado la mano para coger la bebida.
—¡No! —gritó Thomas antes de poder contenerse, y entonces se apresuró a
remediar su error—. Bueno, no creo que debamos beber esto. Tenemos mucha
sed y será mejor que bebamos agua antes. Nos gustaría, ummm, bailar un rato.
Intentó actuar de forma despreocupada, pero se moría de vergüenza por
dentro porque sabía que sonaba como un idiota, sobre todo cuando Brenda le
miró extrañada. Algo pequeño y duro se le clavó en el costado. No tuvo que
darse la vuelta para ver lo que era: la pistola de Rubiales.
—Te he ofrecido una bebida —repitió Pelo Largo; esta vez no había ningún
rastro de amabilidad en su cara tatuada—. Sería muy grosero por tu parte
rechazarla —volvió a pasarles los vasos.
El pánico inundó a Thomas. Cualquier duda había desaparecido: algo les
pasaba a aquellas bebidas.
Rubiales apretó la pistola un poco más.
—Voy a contar hasta uno —le dijo el hombre al oído—. Tan sólo hasta uno.
Thomas no tenía que pensar. Alargó la mano y cogió el vaso, vertió el líquido
en su boca y se lo tragó todo de golpe. Quemaba como fuego, le achicharró la
garganta y el pecho cuando bajó; empezó a toser de forma convulsiva.
—Ahora tú —ordenó Pelo Largo, pasándole el otro vaso a Brenda.
La chica miró a Thomas, cogió la bebida y se la tragó. No pareció
perturbarla lo más mínimo; tan sólo apretó un poco los ojos mientras bajaba.
Pelo Largo cogió los vasos vacíos y una enorme sonrisa se expandió por su cara.
—¡Perfecto! ¡Volved a bailar, y a!
Thomas y a sentía algo extraño en su barriga. Un calor relajante, una calma
que crecía y se extendía por todo su cuerpo. Volvió a coger a Brenda entre sus
brazos y la agarró bien fuerte mientras se dejaban llevar por la música. La boca
de la chica estaba apoy ada en su cuello. Cada vez que sus labios rozaban su piel,
una oleada de placer le recorría entero.
—¿Qué era eso? —preguntó. Sintió más que oy ó cómo arrastraba las
palabras.
—Algo que no era bueno —contestó Brenda, aunque apenas podía oírla—.
Llevaba droga. Me está haciendo cosas extrañas.
« Sí —pensó Thomas—, algo extraño» .
La sala había empezado a dar vueltas mucho más rápido de lo normal al
realizar un simple giro. Las caras de la gente parecían estirarse cuando se reían y
sus bocas eran enormes agujeros negros. La música se ralentizó y se espesó, la
voz que cantaba era más profunda y cada vez más interminable.
Brenda apartó la cabeza de él y se agarró la cara con ambas manos. Se le
quedó mirando, aunque sus ojos parecían moverse. Estaba preciosa. Más guapa
que nunca. Todo a su alrededor quedó a oscuras. La mente se le estaba
adormeciendo, lo sabía.
—Quizá sea mejor así —musitó Brenda. Sus palabras no cuadraban con sus
labios. Su cara se movía en círculos, parecía separada del cuello—. Quizá
podamos estar con ellos. Quizá podamos ser felices hasta que pasemos al Ido —
entonces sonrió de forma escalofriante y perturbadora—. Entonces podrás
matarme.
—No, Brenda —dijo, pero su voz parecía a miles de kilómetros de distancia,
como si procediera de un túnel infinito—. No…
—Bésame —contestó—. Tom, bésame —sus manos le apretaron la cara y
empezó a tirar de él hacia ella.
—No —replicó, resistiéndose.
Brenda paró y una expresión de dolor atravesó su rostro. Su rostro borroso,
que se movía.
—¿Por qué? —preguntó.
La oscuridad casi se había apoderado de él.
—No eres… ella —su voz era distante. Un mero eco—. Nunca podrás ser
ella.
Y entonces la joven se desprendió y la mente de Thomas hizo lo mismo.
Capítulo 38
A pesar de todo por lo que habían pasado, Thomas no recordaba la última vez
que se había quedado sin palabras.
—¿Qué… cómo…? —tartamudeó, tratando de expresar algo.
Minho sonrió, una grata visión, sobre todo teniendo en cuenta su horrible
aspecto.
—Os acabábamos de encontrar. ¿Creías que íbamos a permitir que un puñado
de cara fucos os hiciera nada? Me la debes. Esta es muy gorda —se adelantó y
empezó a cortar la cinta adhesiva de Thomas.
—¿A qué te refieres con que acababais de encontrarnos? —Thomas estaba
tan contento que quería reír como un tonto. No sólo les había rescatado, sino que
sus amigos estaban vivos. ¡Estaban vivos!
Minho siguió cortando.
—Jorge nos ha estado guiando por la ciudad, evitando a los raros, buscando
comida —al terminar con Thomas fue a liberar a Brenda, aunque continuaba
hablando por encima del hombro—. Ay er por la mañana nos desplegamos para
espiar aquí y allá. Fritanga estaba asomado por una esquina que daba al callejón
de ahí arriba justo cuando esos pingajos te apuntaron con la pistola. Regresó, nos
pusimos como locos y empezamos a planificar nuestra emboscada. La may oría
de esos fucos estaban agotados o dormidos.
Brenda se levantó de la silla y pasó junto a Minho en cuanto este terminó de
cortar la cinta adhesiva. Se acercó a Thomas, pero vaciló; el chico no supo si
estaba enfadada o sólo preocupada. Entonces recorrió el resto del camino y se
arrancó la cinta de la boca al llegar a su lado. Thomas se levantó, pero la cabeza
volvió a estallarle; la habitación se tambaleaba y él se mareaba. Cay ó de nuevo
en la silla.
—Jo, macho. ¿Alguien tiene una aspirina?
Minho se limitó a reírse. Brenda había ido hasta el principio de las escaleras,
donde estaba cruzada de brazos. Algo en sus gestos le hacía parecer enfadada.
Entonces Thomas recordó lo que le había dicho justo antes de desmay arse por la
droga. « Oh, mierda» , pensó. Le había dicho que nunca podría ser Teresa.
—¿Brenda? —preguntó tímidamente—. ¿Estás bien?
No iba a sacar el tema de su extraño baile y aquella conversación delante de
Minho.
La chica asintió, pero se volvió para mirarle.
—Estoy bien. Vamos. Quiero ver a Jorge.
Breves palabras. Sin emociones.
Thomas emitió un quejido, contento de tener el dolor de cabeza como excusa.
Sí, estaba enfadada con él. De hecho, « enfadada» no era la palabra. Parecía
más bien dolida. O quizás estaba suponiendo demasiado y a ella en realidad no le
importaba en absoluto.
Minho se acercó a él y le ofreció la mano.
—Vamos, tío. Tengas dolor de cabeza o no, debemos marcharnos. No sé
cuánto tiempo podremos mantener quietos y callados a esos fucos prisioneros de
ahí arriba.
—¿Prisioneros? —repitió Thomas.
—Llámalos como quieras, no podemos arriesgarnos a que se vay an antes de
que salgamos nosotros. Tenemos a una docena vigilando a más de veinte. Y no
están muy contentos. A lo mejor empiezan a pensar que pueden con nosotros…
en cuanto se les pase la resaca.
Thomas volvió a ponerse de pie, esta vez mucho más despacio. El dolor
sacudía y hacía vibrar su cabeza como un tambor constante, como si le
empujara los globos oculares desde atrás con cada golpe. Cerró los ojos hasta
que todo dejó de dar vueltas a su alrededor. Respiró hondo y miró a Minho.
—Me pondré bien.
Minho le dedicó una sonrisa.
—Estás hecho un hombretón. Vamos.
Thomas siguió a su amigo hacia las escaleras y se detuvo junto a Brenda,
pero no dijo nada. Minho le echó un vistazo con una expresión que decía: « ¿Qué
le pasa a esta tía?» . Thomas se limitó a negar ligeramente con la cabeza.
Minho se encogió de hombros y subió a zancadas para salir de la habitación,
pero Thomas se quedó con Brenda un segundo. La chica no parecía querer
moverse y se negaba a mirarle a los ojos.
—Lo siento —se disculpó. Lamentaba las duras palabras justo antes de
desmay arse—. Creo que te dije algo un poco mezquino…
De pronto, ella le miró a los ojos.
—¿Crees que me importáis una mierda tú y tu novia? Tan sólo estaba
bailando, intentando divertirme un poco antes de que la situación empeorara.
¿Qué, piensas que estoy enamorada de ti o algo parecido? ¿Que me muero por
que me pidas ser tu novia rara? Creído.
Sus palabras estaban tan llenas de rabia que Thomas retrocedió un paso,
como si le hubiera dado una bofetada. Antes de que pudiera responder, la chica
desapareció escaleras arriba, con pisotones y suspiros. Nunca había echado de
menos a Teresa con tanta intensidad como en aquel momento. La llamó con la
mente, pero seguía sin estar allí.
•••
El olor le llegó antes incluso de entrar en la sala donde habían bailado. A sudor
y vómito.
Los cuerpos llenaban el suelo; algunos dormían, otros se agazapaban juntos,
acurrucados, temblorosos; unos cuantos incluso parecían muertos. Jorge, Newt y
Aris estaban allí, vigilando, y giraban en círculo, apuntándoles con cuchillos.
Thomas también vio a Fritanga y a otros clarianos. Aunque aún le martilleaba la
cabeza, sintió alivio y entusiasmo.
—¿Qué os ha pasado, tíos? ¿Dónde habéis estado?
—¡Eh, es Thomas! —rugió Fritanga—. ¡Tan feo y vivo como siempre!
Newt se acercó a él y le dedicó una sonrisa sincera.
—Me alegro de que no seas un maldito cadáver, Tommy. Estoy muy, muy
contento.
—Yo también —Thomas se dio cuenta con una extraña insensibilidad de que
en aquello se había convertido su vida. Así se saludaba a la gente después de uno
o dos días separados—. ¿Seguís todos vivos? ¿Adónde vais? ¿Cómo habéis llegado
hasta aquí?
Newt asintió.
—Todavía seguimos siendo siete. Aparte de Jorge.
Thomas hacía tan rápido las preguntas que a los demás no les daba tiempo a
contestarlas:
—¿Ha habido señal de Barkley y los otros? ¿Fueron ellos los que provocaron
la explosión?
Jorge contestó. Thomas vio que estaba cerca de la puerta, sujetando una
espada con muy mal aspecto que en aquel instante se hallaba apoy ada en el
hombro del propio Alto y Feo. Coleta estaba junto a él y ambos se acurrucaban
en el suelo.
—No los he visto desde entonces. Salimos bastante rápido y les da demasiado
miedo adentrarse en la ciudad.
A Thomas se le disparó una alarma en su interior al ver a Alto y Feo.
Rubiales. ¿Dónde estaba Rubiales? ¿Cómo habían podido enfrentarse Minho y los
otros a su pistola? Miró a su alrededor, pero no le encontró por ninguna parte de la
sala.
—Minho —susurró Thomas y le hizo una señal para que se acercara. Cuando
Newt y él estuvieron a su lado, se inclinó—. El tipo del pelo rubio y muy corto
parecía ser el líder. ¿Qué ha pasado con él?
Minho se encogió de hombros y miró a Newt buscando una respuesta.
—Debe de haberse largado —contestó Newt—. Un puñado se escapó. No
podíamos con todos.
—¿Por qué? —preguntó Minho—. ¿Te preocupa?
Thomas echó un vistazo y bajó un poco más la voz.
—Tiene una pistola. Es el único al que he visto con algo peor que un cuchillo.
Y no era muy amable.
—¿A quién le importa una clonc? —exclamó Minho—. Estaremos fuera de
esta ciudad en una hora. Y deberíamos marcharnos y a.
Aquello le sonó a Thomas como la mejor idea que había oído en días.
—Vale, quiero largarme de aquí antes de que vuelva.
—¡Escuchad! —gritó Minho mientras se apartaba para dirigirse a la multitud
—. Nos vamos y a. Si no nos seguís, estaréis bien. Si lo hacéis, os mataremos. Es
una fácil elección, ¿no creéis?
Thomas se preguntó cuándo y cómo Minho había relevado a Jorge de su
cargo de líder. Miró al hombre y advirtió que Brenda estaba sentada en silencio
junto a una pared, con la vista clavada en el suelo. Se sentía muy mal por lo
sucedido la noche anterior. Había querido besarla de verdad, pero por algún
motivo se había sentido indignado al mismo tiempo. Quizás era la droga. Quizás
era Teresa. Quizás era…
—¡Eh, Thomas! —Minho le estaba gritando—. ¡Tío, despierta! ¡Nos piramos!
Varios clarianos y a habían cruzado la puerta hacia la luz del sol. ¿Cuánto
tiempo le había dejado sin sentido la droga? ¿Un día entero? ¿O tan sólo unas
horas, desde la mañana? Se movió para seguirles, aunque antes se paró al lado de
Brenda y le dio un empujoncito. Por un segundo, le preocupó que no quisiera
acompañarles, pero ella tan sólo dudó un momento antes de dirigirse hacia la
puerta.
Minho, Newt y Jorge esperaron, haciendo guardia con sus armas, hasta que
todos, salvo Thomas y Brenda, estuvieron fuera. Thomas vigiló la puerta
mientras los tres clarianos retrocedían al tiempo que movían de un lado a otro sus
cuchillos y espadas. Pero no parecía que nadie fuese a montar un escándalo.
Seguramente estaban dispuestos a seguir adelante, contentos de estar vivos.
Todos se reunieron en el callejón, lejos de las escaleras. Thomas se quedó
junto al último peldaño, pero Brenda se colocó al otro lado del grupo. Se juró
tener una larga charla con ella a solas en cuanto estuvieran lejos y a salvo. Le
gustaba, quería ser su amigo por lo menos. Y lo más importante: ahora sentía por
ella algo muy similar a lo que sentía por Chuck. Por alguna razón, una sensación
de responsabilidad hacia ella le había embargado.
—… corred.
Thomas sacudió la cabeza al darse cuenta de que Minho había estado
hablando. Unas punzadas de dolor le atravesaron el cráneo, pero se centró.
—Tan sólo quedan un par kilómetros —continuó Minho—. Después de todo,
estos raros no son tan duros como para luchar. Así que vamos a…
—¡Eh!
El grito vino de detrás de Thomas, estridente y demencial. Thomas se dio la
vuelta para ver a Rubiales en el último peldaño de las escaleras, junto a la puerta
abierta, con el brazo extendido. Sus dedos de blancos nudillos sujetaban la pistola,
firmes y sorprendentemente calmos. Apuntaba directo a Thomas.
Antes de que nadie pudiera moverse, disparó, una explosión que sacudió todo
el estrecho callejón con un atronador estruendo.
Un intenso dolor desgarró el hombro izquierdo de Thomas.
Capítulo 40
El impacto echó a Thomas hacia atrás y lo volteó de tal modo que cay ó de
bruces, aplastándose la nariz contra el suelo. De alguna manera, a través del
dolor y el zumbido sordo en sus oídos, oy ó otro disparo y luego unos gruñidos y
puñetazos, seguidos del repiqueteo del metal sobre el cemento.
Rodó sobre su espalda, con una mano apretada sobre el sitio donde había
recibido el disparo, y reunió el valor para mirar la herida. El pitido en sus oídos se
hizo más fuerte y apenas advirtió por el rabillo del ojo que habían inmovilizado a
Rubiales en el suelo. Alguien le estaba dando una paliza de muerte.
Minho.
Thomas bajó la vista hacia la herida. Lo que vio hizo que el corazón se le
acelerara. Un agujerito en su camisa revelaba una mancha roja pegajosa en la
parte carnosa de su axila, y la sangre manaba de la herida. Dolía. Dolía mucho.
Si pensaba que el dolor de cabeza allí abajo era fuerte, aquello era tres o cuatro
veces peor, una espiral de dolor justo en el hombro. Y se le extendía al resto del
cuerpo.
Newt estaba a su lado y le miraba con ojos de preocupación.
—Me ha disparado —le salió así, otro número que añadir a la lista de las
may ores tonterías que había dicho. El dolor era como grapas metálicas vivientes
recorriendo sus entrañas, que le pinchaban y arañaban con sus puntitas afiladas.
Notó que la mente se le oscurecía por segunda vez aquel día.
Alguien le pasó una camisa a Newt, que la apretó con fuerza sobre su herida.
Aquello le mandó otra oleada de agonía por todo el cuerpo; gritó, sin importarle si
lo tomaban por un llorica. Le dolía como nunca antes le había dolido nada. El
mundo a su alrededor perdió otros tantos grados de intensidad.
« Desmáy ate —se rogó—. Por favor, desmáy ate para que se termine» .
A lo lejos volvieron a oírse voces, tan distantes como la suy a en la pista de
baile después de que lo drogaran.
—Puedo sacarle esa mamona —reconoció a Jorge entre los demás—. Pero
necesitaré fuego.
—No podemos hacerlo aquí —¿era Newt?
—Salgamos de esta fuca ciudad —definitivamente, Minho.
—Muy bien. Ay udadme a llevarlo —ni idea.
Unas manos le cogieron por debajo y le agarraron de las piernas. El dolor.
Alguien dijo algo sobre contar hasta tres. El dolor. Le dolía muchísimo. Uno. El
dolor. Dos. ¡Ay ! ¡Tres!
Se elevó hacia el cielo y el dolor explotó de nuevo, fresco y terrible. Entonces
su deseo de desmay arse se hizo realidad y la oscuridad se llevó sus problemas.
Se despertó con la mente aturdida.
La luz le cegaba, no podía abrir los ojos del todo. Su cuerpo se zarandeaba y
sacudía mientras las manos aún le sujetaban fuerte. Oy ó el sonido de una
respiración rápida y dificultosa. Unos pies golpeando el pavimento. Alguien
gritando, aunque no podía entender las palabras. A lo lejos, los enloquecidos gritos
de los raros… lo bastante cerca como para que les estuvieran persiguiendo. Calor.
El aire ardía.
Su hombro estaba en llamas. El dolor le atravesó como una serie de
explosiones tóxicas y volvió a huir hacia la oscuridad.
•••
•••
•••
Una vez más, se despertó con una luz blanca cegadora. Esta vez brillaba
directamente hacia sus ojos desde arriba. Supo al instante que no se trataba del
sol, era distinta. Además, resplandecía a corta distancia. Incluso mientras tenía
los ojos cerrados, la imagen remanente de la bombilla flotaba en la oscuridad.
Oy ó voces, más bien susurros. No podía entender ni una sola palabra;
hablaban demasiado bajo, estaban lo bastante lejos para que le fuera imposible
descifrar nada. Después oy ó los chasquidos del metal contra el metal. Pequeños
sonidos, y lo primero que le vino a la cabeza fueron instrumentos médicos.
Escalpelos y esas varillas con un espejo en el extremo. Aquellas imágenes salían
de la oscuridad de su memoria y, al combinarlas con la luz, lo supo: le habían
llevado a un hospital, a un hospital. Lo último que se habría imaginado que
existiera en la Quemadura. ¿O se lo habían llevado a otro sitio? ¿Muy lejos? ¿A
través de un Trans Plano, tal vez?
Una sombra cruzó por delante de la luz y Thomas abrió los ojos. Alguien le
estaba mirando, vestido con el mismo traje ridículo que llevaban los que le
habían transportado hasta allí. La máscara antigás o lo que fuese aquello. Unas
grandes gafas de aviador. Detrás de los posibles cristales, vio unos ojos oscuros
fijos en él. Unos ojos de mujer, si bien no sabía cómo los distinguía.
—¿Puedes oírme? —le preguntó.
Sí, era una mujer, aunque la máscara amortiguara la voz.
Thomas intentó asentir con la cabeza, pero no supo si al final lo consiguió o
no.
—Se suponía que esto no tenía que pasar —apartó un poco la cabeza y la
mirada, lo que le hizo pensar que ese comentario no iba dirigido a él—. ¿Cómo
entró en la ciudad una pistola cargada? ¿Tienes idea de la cantidad de óxido y
porquería que debía de haber en esa bala? Por no mencionar los gérmenes —
sonaba muy enfadada.
Un hombre contestó:
—Continúa. Tenemos que enviarle de vuelta. Enseguida.
Thomas apenas tuvo tiempo de procesar lo que decían, dado que un nuevo
dolor insoportable floreció en su hombro. Se desmay ó por enésima vez.
•••
Volvió a despertarse.
Algo y a no estaba, no sabía el qué. La misma luz brillaba desde el mismo sitio
de arriba; en esta ocasión miró al lado en vez de cerrar los ojos. Veía mejor,
enfocaba mejor. Unos cuadrados plateados en el techo, un artilugio de acero con
todo tipo de esferas, interruptores y monitores. Nada tenía sentido.
No sentía dolor. Nada. Nada en absoluto.
Tampoco había gente a su alrededor. Ningún traje extraño y verde, ningunas
gafas de aviador, nadie metiéndole escalpelos por el hombro. Al parecer, estaba
solo, y la ausencia de dolor era puro éxtasis. No sabía que fuera posible sentirse
tan bien.
No. Tenía que estar drogado.
Se quedó dormido.
•••
Se tensó al oír unas voces bajas, aunque llegaban a través del aturdimiento
causado por el estupor de la droga.
De algún modo, sabía lo suficiente para mantener los ojos cerrados y ver si
podía averiguar algo de la gente que se lo había llevado. La gente que, sin duda,
le había curado y librado de la infección.
Un hombre estaba hablando:
—¿Estamos seguros de que esto no fastidiará nada?
—Estoy segura —esto lo dijo la mujer—. Bueno, tan segura como es posible.
En todo caso, estimulará un patrón en la zona letal que no habíamos esperado. Un
extra, a lo mejor. No me imagino que le lleve a él o a cualquier otro en una
dirección que evite los otros patrones que estamos buscando.
—Por Dios, espero que tengas razón —respondió el hombre.
Otra mujer habló con una voz aguda, casi cristalina:
—¿Cuántos de los que quedan crees que son candidatos viables?
Thomas intuy ó que aquella palabra era muy importante: candidatos.
Confundido, intentó mantenerse quieto para escuchar.
—Han caído cuatro o cinco —contestó la primera mujer—. Thomas es
nuestra may or esperanza. Reacciona estupendamente ante las Variables. Espera,
creo que he visto moverse sus ojos.
Thomas se quedó paralizado e intentó clavar la vista al frente bajo la
oscuridad de sus párpados. Era difícil, pero se obligó a respirar
acompasadamente, como si estuviera durmiendo. No sabía exactamente de lo
que estaban hablando aquellas personas, pero estaba desesperado por oír más.
Sabía que debía oír más.
—¿A quién le importa si está escuchando? —preguntó el hombre—. No va a
entender lo suficiente como para que afecte a sus reacciones de un modo u otro.
Le beneficiará saber que hemos hecho una gran excepción para eliminar esa
infección de su organismo. Que CRUEL hará lo que sea necesario.
La mujer de la voz aguda se rio, uno de los sonidos más agradables que
jamás había oído.
—Si estás escuchando, Thomas, no te entusiasmes demasiado. Estamos a
punto de tirarte donde te recogimos.
Las drogas que recorrían las venas de Thomas parecieron aumentar y se
descubrió sumiéndose en el éxtasis. Intentó abrir los ojos, pero no pudo. Antes de
quedarse dormido, oy ó una última cosa proveniente de la primera mujer. Algo
muy extraño:
—Es lo que habrías querido que hiciéramos.
Capítulo 42
•••
•••
•••
•••
Pasaron un par de horas antes de que surgiera otra conversación, esta vez con
Minho. Intercambiaron muchas palabras, pero sin decir demasiado. Pasaba el
tiempo y repetían las mismas preguntas que habían pasado por sus cabezas
millones de veces.
Thomas sentía las piernas un poco cansadas, pero no demasiado. Las
montañas se hallaban cada vez más cerca. El aire se enfrió considerablemente;
se volvió maravilloso. Brenda seguía callada y distante.
Y continuaban avanzando.
•••
Cuando los primeros indicios del alba le dieron al cielo un tono azul oscuro y
las estrellas empezaron a titilar para dar paso a un nuevo día, Thomas por fin tuvo
el valor de acercarse a Brenda para hablar. Los riscos se alzaban ahora; árboles
muertos y trozos de rocas desperdigadas se veían con claridad. Llegarían al pie
de la cordillera cuando el sol asomara por el horizonte, Thomas estaba seguro.
—Eh —le dijo—, ¿qué tal van tus pies?
—Muy bien —respondió ella sucintamente, pero enseguida volvió a hablar,
quizá para intentar compensar su parquedad—: ¿Y tú? Parece que y a tienes bien
el hombro.
—No puedo creer lo bien que está. Apenas me duele.
—Estupendo.
—Sí —se quebró la cabeza tratando de pensar en algo que añadir—. Bueno,
eh… Perdona por todo lo raro que pasó. Y… por todo lo que dije. Tengo la
cabeza hecha un lío.
La muchacha le miró y Thomas distinguió un poco de ternura en sus ojos.
—Por favor, Thomas; lo último que te hace falta es pedir disculpas —volvió a
mirar al frente—. Tan sólo somos diferentes. Además, tienes a esa novia tuy a.
No debería haber intentado besarte y toda esa mierda.
—En realidad, no es mi novia —se arrepintió de haberlo dicho en cuanto salió
de sus labios; ni siquiera sabía de dónde lo había sacado.
Brenda resopló.
—No seas tonto. Y no me insultes. Si te vas a resistir a esto —hizo una pausa y
se señaló con la mano desde la cabeza a los pies, con una sonrisa burlona—, será
mejor que sea por un buen motivo.
Thomas se rio, y toda la tensión y la incomodidad que sentía desaparecieron
por completo.
—Ya lo pillo. Además, seguro que besas de pena.
La chica le dio un puñetazo en el brazo, por suerte, en el sano.
—No podrías estar más equivocado. Te lo digo y o.
Thomas estaba a punto de replicar algo estúpido cuando se paró en seco.
Alguien que por poco chocó con él desde atrás le rodeó con paso ligero, pero no
supo quién. Tenía los ojos clavados delante y se le había paralizado el corazón.
El cielo se había aclarado considerablemente y la cuesta de las montañas se
hallaba a tan sólo unos metros de distancia. A medio camino entre aquí y allí, una
chica había aparecido de la nada, como si hubiese ascendido del suelo. Y
caminaba hacia ellos a paso rápido. En las manos llevaba una larga vara de
madera con una hoja de aspecto desagradable atada en el extremo.
Era Teresa.
Capítulo 44
•••
•••
Thomas tiene quince años. No sabe cómo lo sabe, pero tiene algo que ver con
la sincronización del recuerdo. ¿Es un recuerdo?
Teresa y él están frente a un enorme panel de pantallas que muestran
imágenes distintas del Claro y del Laberinto. Algunas secuencias se mueven y él
sabe por qué: esas tomas vienen de las cuchillas escarabajo y, de vez en cuando,
tienen que cambiar de posición. Cuando lo hacen, es como mirar a través de los
ojos de una rata.
—No puedo creer que estén todos muertos —dice Teresa.
Thomas está confundido. Una vez más, no entiende muy bien lo que está
sucediendo. Está dentro de ese chico que se supone que es él, pero no sabe de lo
que está hablando Teresa. Es evidente que no se refiere a los clarianos. En una
pantalla ve a Minho y Newt caminando hacia el bosque; en otra, Gally está
sentado en un banco. Entonces Alby grita a alguien que Thomas no reconoce.
—Sabíamos que pasaría —responde al final, sin estar seguro de por qué lo
dice.
—Aun así, cuesta aceptarlo —no se miran, tan sólo analizan las pantallas—.
Ahora depende de nosotros. Y de la gente del cuartel.
—Eso es bueno —contesta Thomas.
—Casi lo siento tanto por ellos como por los clarianos. Casi.
Thomas se pregunta qué significa aquello mientras su versión más joven del
sueño se aclara la garganta.
—¿Crees que hemos aprendido suficiente? ¿Crees que podremos lograrlo
ahora que han muerto los creadores originales?
—Tenemos que hacerlo, Tom —Teresa se acerca a él y le coge de la mano.
Él la mira, pero no comprende su expresión—. Todo está en su lugar. Tenemos un
año para enseñar a los sustitutos y prepararnos.
—Pero no está bien. ¿Cómo podremos pedirles que…?
Teresa pone los ojos en blanco y le aprieta la mano hasta que le duele.
—Ya saben en lo que se están metiendo. No hables más así.
—Sí —de alguna manera, Thomas sabe que esa versión de sí mismo en la
visión que está teniendo se siente muerto por dentro. Sus palabras no significan
nada—. Lo único que importa ahora son los patrones. La zona letal. Nada más.
Teresa asiente.
—No importa los que mueran o salgan heridos. Si las Variables no funcionan,
acabarán del mismo modo. Todos terminarán igual.
—Los patrones… —dice Thomas.
Teresa le aprieta la mano.
—Los patrones.
•••
Cuando se despertó, bajo una luz de un gris apagado mientras el sol se hundía
en un horizonte que no alcanzaba a ver, Harriet y Sony a estaban sentadas a un
par de metros de él. Ambas le miraban de un modo extraño.
—Buenas noches —dijo con falso entusiasmo y el sueño perturbador todavía
fresco en su mente—. ¿Puedo ay udarles en algo, señoritas?
—Queremos saber lo que sabes —respondió Harriet en voz baja.
La niebla del sueño persistente desapareció enseguida.
—¿Por qué debería ay udaros?
Quería sentarse y pensar en lo que había soñado, pero notaba que algo había
cambiado, lo veía en los ojos de Harriet, y no podía desaprovechar la
oportunidad de salvarse.
—No creo que te queden muchas más opciones —repuso Harriet—. Pero si
compartes lo que más o menos sabes o lo que has averiguado, quizá podamos
ay udarte nosotras a ti.
Thomas miró a su alrededor en busca de Teresa, pero no la vio.
—¿Dónde está…?
Sony a le interrumpió:
—Dijo que quería explorar el terreno para ver si tus amigos nos habían
seguido. Se fue hace una hora.
En su cabeza, Thomas podía ver a la Teresa del sueño. Observando aquellos
monitores, hablándoles de creadores muertos y de la zona letal. Hablando de
patrones. ¿Cómo encajaba todo aquello?
—¿Te has olvidado de cómo hablar?
Sus ojos se centraron en Sony a.
—No, ummm… ¿Significa esto que os habéis pensado mejor lo de matarme?
Aquellas palabras le sonaron ridículas y se preguntó cuánta gente a lo largo
de la historia habría hecho una pregunta como aquella.
Harriet sonrió con suficiencia.
—No saques conclusiones precipitadas. Y no pienses que nos hemos vuelto
honradas. Digamos que tenemos nuestras dudas y queremos hablar, pero no
tienes muchas posibilidades.
Sony a continuó su línea de pensamiento:
—La posición más inteligente ahora mismo parece que es hacer lo que nos
ordenaron. Nosotras somos más que tú. Vamos, hombre. Si tuvieras que escoger,
¿qué harías?
—Estoy segurísimo de que no me mataría.
—No seas capullo. No tiene gracia. Si pudieras elegir y las opciones fueran
morir tú o morir todas nosotras, ¿con cuál te quedarías? Es tú o nosotras.
Su expresión reflejaba mucha seriedad y la pregunta le llegó a Thomas como
un golpazo en el pecho. Tenía razón, en cierto modo. Si eso fuera cierto —que
todas morirían si no se deshacían de él—, ¿cómo iba a esperar que no le
mataran?
—¿Vas a contestar? —insistió Sony a.
—Estoy pensando —hizo una pausa y se secó un poco el sudor de la frente.
Una vez más, el sueño trató de arrastrarse hasta su mente y tuvo que apartarlo—.
Vale, voy a seros sincero; lo prometo. Si estuviera en vuestro lugar, elegiría no
matarme.
Harriet puso los ojos en blanco.
—Para ti es muy fácil decirlo, puesto que tu vida pende de un hilo.
—No es sólo eso. Creo que es algún tipo de prueba y quizá no deberíais
hacerlo —a Thomas se le aceleró el ritmo del corazón. Lo que acababa de decir
iba en serio, pero dudaba que le crey eran aunque intentara explicarlo—. A lo
mejor deberíamos compartir lo que sabemos e intentar comprenderlo.
Harriet y Sony a intercambiaron una larga mirada. Finalmente, Sony a asintió
y luego Harriet dijo:
—Tuvimos nuestras dudas sobre todo este rollo desde el principio. Hay algo
que no está bien; así que será mejor que hables. Pero antes reunamos aquí a todo
el mundo.
Se levantaron para despertar a las otras.
—Daos prisa —pidió Thomas mientras se preguntaba si en serio tendría
posibilidades de salir de aquel lío—. Será mejor que lo hagamos antes de que
vuelva Teresa.
Capítulo 48
•••
Tardaron más de lo que Thomas había supuesto. Mediaba su segunda noche
de marcha cuando unos gritos delante anunciaron que habían llegado al final del
Paso. Thomas, que iba a la zaga del grupo, echó a correr para alcanzarlas; estaba
desesperado por ver qué había en la parte norte de la cordillera. De un modo u
otro, su destino le aguardaba allí.
El grupo de chicas se había apiñado en una banda ancha de roca irregular que
se abría en abanico desde el estrecho cañón del Paso antes de caer en una
pronunciada pendiente hasta el pie de la montaña. La luna en tres cuartos brillaba
sobre el valle delante de ellos, tiñéndolo de púrpura oscuro y dándole un aspecto
misterioso. Y muy llano. No había nada en muchos kilómetros a la redonda, salvo
un paisaje y ermo y muerto. Absolutamente nada. Ni rastro de algo que pudiera
ser un refugio seguro. Y se suponía que estaban a pocos kilómetros.
—A lo mejor es que no podemos verlo.
Thomas no distinguió quién lo dijo, pero sabía que todas las que estaban allí
entendían exactamente por qué lo había dicho: intentaba mantener la esperanza.
—Sí —añadió Harriet con aire optimista—. Puede que hay a otra entrada a
sus túneles subterráneos. Estoy segura de que está ahí.
—¿Cuántos kilómetros más crees que faltan? —preguntó Sony a.
—No pueden quedar más de quince según donde empezamos y lo lejos que
nos dijo el hombre que estaba —contestó Harriet—. Probablemente a unos diez o
doce kilómetros. Creía que al salir aquí, veríamos un bonito edificio grande con
una cara sonriente.
Thomas había estado buscando en la oscuridad todo el tiempo, pero tampoco
podía ver nada. Tan sólo un mar de negrura que se extendía hacia el horizonte,
cubierto por una cortina de estrellas. Y no había ni rastro de Teresa por ninguna
parte.
—Bueno —anunció Sony a—, no nos queda más alternativa que dirigirnos al
norte. Deberíamos haber esperado que no fuera fácil. Quizá consigamos llegar al
pie de la montaña al amanecer. Y dormir en suelo llano.
Las demás estuvieron de acuerdo con ella, y estaban a punto de continuar por
un sendero apenas visible que salía del abanico rocoso cuando Thomas habló:
—¿Dónde está Teresa?
Harriet se volvió para mirarlo y la luz de la luna le bañó la cara con una
pálida luminiscencia.
—A estas alturas, la verdad es que no me importa. Si es lo bastante may or
para salir corriendo cuando no consigue lo que quiere, también lo es para
alcanzarnos y encontrarnos cuando se le pase. Vamos.
Siguieron avanzando por el sendero de curvas pronunciadas, con la tierra
suelta y las piedras crujiendo bajo sus pies. Thomas no pudo evitar darse la
vuelta hacia la pared de la montaña y la estrecha entrada al Paso en busca de
algún rastro de Teresa. Estaba muy confundido por todo, pero aun así tenía
muchísimas ganas de verla. Miró a través de las oscuras pendientes, pero tan sólo
vio sombras borrosas y reflejos del resplandor de la luna.
Se dio la vuelta y empezó a caminar, casi aliviado por no haberla visto.
•••
Puede que los árboles estuvieran muertos, pero sus ramas tiraban de la ropa
de Thomas y le arañaban la piel. La madera blanca resplandecía a la luz de la
luna y las ray as y charcos de sombra por el suelo conferían un aire embrujado a
todo el lugar. Teresa siguió caminando en silencio. Parecía flotar por la ladera de
la montaña como una aparición.
Al fin, Thomas encontró el valor para hablar:
—¿Adónde vamos? ¿De verdad esperas que me crea que todo ha sido puro
teatro? ¿Por qué no paraste cuando todas las demás estaban de acuerdo en no
matarme?
Pero su respuesta fue extraña. Sin apenas girar la cabeza, le preguntó:
—Has conocido a Aris, ¿no?
No dejó de caminar, siguió avanzando; pero Thomas se detuvo un segundo,
totalmente perplejo.
—¿Aris? ¿Cómo le conoces? ¿Qué tiene que ver con todo esto?
Se apresuró a alcanzarla de nuevo, curioso, pero, por algún motivo, temiendo
la respuesta.
Teresa no respondió enseguida y continuó avanzando a través de un peculiar
grupo de ramas apretadas; una salió disparada hacia atrás y le dio a Thomas en
la cara después de que ella la soltara. En cuanto las dejaron atrás, Teresa se
detuvo y se volvió hacia él, justo allí donde un ray o de luna iluminaba su rostro.
No parecía contenta.
—Da la casualidad de que conozco a Aris muy bien —dijo con voz tensa—.
Mucho más de lo que te va a gustar. No sólo formaba una parte muy importante
de mi vida antes del Laberinto, sino que él y y o hablábamos mentalmente, igual
que lo hacíamos nosotros. Incluso cuando estaba en el Claro, nos comunicábamos
todo el rato. Y sabíamos que al final volverían a reunirnos.
Thomas buscó una respuesta. Lo que Teresa acababa de decir era tan
inesperado que pensó que debía de ser una broma. Otro truco de CRUEL.
Teresa esperó de brazos cruzados, como si disfrutara al ver cómo se
esforzaba el chico por hablar.
—Estás mintiendo —replicó al final—. Lo único que haces es mentir. No
entiendo por qué ni lo que ocurre, pero…
—Oh, vamos, Tom —espetó—. ¿Cómo puedes ser tan estúpido? Después de
todo lo que te ha pasado, ¿cómo puedes seguir sorprendiéndote? Todo lo nuestro
formó parte de una ridícula prueba. Y y a se ha acabado. Aris y y o vamos a
hacer lo que nos dijeron, y la vida continuará. CRUEL es todo lo que importa
ahora. Ya está.
—¿De qué estás hablando?
No podía sentirse más vacío. Teresa miró más allá de él, por encima de su
hombro. Oy ó el chasquido de unas ramitas al romperse en el suelo y tuvo que
recurrir a toda su dignidad para no girarse y ver quién aparecía de improviso.
—Tom —dijo Teresa—, Aris está justo detrás de ti y tiene un cuchillo muy
grande. Si intentas algo, te cortará el cuello. Vas a venir con nosotros y vas a
hacer exactamente lo que te digamos. ¿Comprendes?
Thomas se la quedó mirando y esperó que la rabia que sentía se reflejara
claramente en su cara. No había estado tan enfadado en su vida… o en lo que
podía recordar de ella.
—Di hola, Aris —ordenó Teresa, y luego hizo lo peor que podía haber hecho:
sonrió.
—Hola, Tommy —habló el chico desde atrás. Sin duda era él, aunque no
parecía tan simpático como antes—. ¡Qué emoción volver a estar contigo!
La punta de su cuchillo rozó su espalda. Thomas se quedó callado.
—Bueno —dijo Teresa—, al menos estás actuando como un adulto. Sígueme,
y a casi hemos llegado.
—¿Adónde vamos? —preguntó Thomas con voz dura.
—Lo sabrás muy pronto.
La chica se dio la vuelta y volvió a caminar entre los árboles, usando su lanza
como un bastón.
Thomas se apresuró a seguirla antes de que Aris tuviera la satisfacción de
empujarlo. Los árboles se adensaron y el fulgor de la luna se alejó. La oscuridad
le oprimía, absorbiendo la luz y su vitalidad.
•••
Thomas había terminado de hablar con cualquiera de los dos, pero no iba a
hundirse sin luchar. Decidió esperar y ver cuándo se presentaba la mejor
oportunidad.
Aris seguía apuntándole con el cuchillo mientras Teresa se dirigía al gran
rectángulo de cristal verde iluminado. Thomas no podía negar la curiosidad que
le despertaba aquella puerta.
La joven alcanzó un punto donde el resplandor perfilaba su cuerpo entero.
Difuminaba su contorno como si estuviera desvaneciéndose. Cruzó la cueva hasta
que se apartó completamente de la luz, llegó hasta la pared de piedra y empezó a
pulsar con el dedo; probablemente fuera algún tipo de teclado que Thomas no
alcanzaba a ver.
Terminó y retrocedió hasta él.
—Veamos si funciona —dijo Aris.
—Seguro que sí —respondió Teresa.
Sonó un fuerte golpe, seguido de un intenso silbido. Thomas observó cómo el
borde derecho del cristal empezaba a deslizarse hacia fuera como una puerta. Al
abrirse, unas débiles corrientes de bruma blanca se arremolinaron por la ancha
abertura y casi de inmediato se evaporaron hasta desaparecer. Era como si un
congelador, abandonado durante mucho tiempo, soltara su aire frío en el calor de
la noche. La oscuridad acechaba en el interior a pesar de que el rectángulo de
cristal continuaba emitiendo su extraño resplandor verde.
Así que la puerta no era una ventana, pensó Thomas. Tan sólo una puerta
verde. A lo mejor los residuos tóxicos no eran su futuro inminente. O eso
esperaba.
La puerta se paró y golpeó con un chirrido helado la pared de roca mellada.
En su lugar, ahora veían un pozo de negrura; no había suficiente luz para revelar
lo que le esperaba dentro. La niebla había parado también por completo. Thomas
sintió que un abismo de ansiedad se abría bajo sus pies.
—¿Tienes una linterna? —preguntó Aris.
Teresa dejó la lanza en el suelo, se quitó la mochila y rebuscó entre sus
contenidos. Al cabo de unos instantes, sacó una linterna y la encendió. Aris señaló
con la cabeza la abertura.
—Echa un vistazo mientras le vigilo. No intentes nada, Thomas. Estoy seguro
de que lo que han planeado para ti es más fácil que morir acuchillado.
Thomas no respondió, decidido a mantener su patética promesa de
permanecer en silencio. Pensó en el cuchillo y en si podría quitárselo a Aris.
Teresa había avanzado hasta el lateral del agujero rectangular abierto e
iluminaba el interior con su linterna. La movió arriba y abajo, a izquierda y
derecha. Cruzó una fina nube de niebla al hacerlo, pero la escasa bruma era lo
bastante clara para revelar el interior.
Era una habitación pequeña, de tan sólo dos metros de largo. Las paredes
parecían estar hechas de algún tipo de metal plateado; sus superficies se veían
interrumpidas por minúsculas protuberancias de unos dos centímetros de alto, que
terminaban en un negro agujero. Los pequeños nudos o picos estaban separados
entre sí unos doce centímetros, formando una rejilla cuadrada por las paredes.
Teresa se volvió hacia Aris mientras apagaba la linterna.
—Parece que está bien —comentó.
Aris giró la cabeza para mirar a Thomas, que había estado tan concentrado
en la extraña habitación que había perdido cualquier oportunidad de hacer algo.
—Es exactamente como dijeron que sería.
—Bueno… supongo que esto es todo —dijo Teresa.
Aris asintió, luego se cambió el cuchillo de mano y lo agarró con más fuerza.
—Ya está. Thomas, sé buen chico y entra. Quién sabe, a lo mejor es una gran
prueba y en cuanto entres, te dejan marchar y todos podemos volver a reunirnos.
—Cállate, Aris —soltó Teresa. Era la primera vez en bastante tiempo que
Thomas no tenía ganas de darle un puñetazo al oírla. Entonces se volvió hacia él,
sin mirarle a los ojos—. Acabemos y a con esto.
Aris movió su cuchillo para indicarle a Thomas que empezase a caminar.
—Vamos. No me hagas arrastrarte.
Thomas le miró y se esforzó por mantener el rostro impasible mientras su
cabeza daba vueltas en muchas direcciones. Una oleada de pánico hirvió en su
interior. Era ahora o nunca. Luchar o morir.
Volvió la mirada hacia la puerta abierta y comenzó a andar. A los tres pasos
y a estaba a mitad de camino. Teresa se había erguido, con los brazos tensos por si
causaba problemas. Aris mantenía su arma apuntando al cuello de Thomas.
Otro paso. Otro. Aris estaba justo a su izquierda, a tan sólo medio metro de
distancia. Teresa se hallaba detrás de él, fuera de su vista; y, justo delante de él, la
puerta abierta y la extraña habitación plateada con paredes cubiertas de
agujeros.
Se detuvo y miró a Aris de reojo.
—¿Qué aspecto tenía Rachel mientras sangraba hasta morir?
Se había arriesgado a lanzárselo por si surtía efecto.
Asombrado y dolido, Aris se quedó helado y le dio a Thomas la fracción de
segundo que necesitaba. Saltó hacia el chico y arqueó su brazo izquierdo para
quitarle el cuchillo de la mano con un golpe. El arma repiqueteó en las rocas.
Thomas le dio un puñetazo a Aris en el estómago, que le hizo caer al suelo
mientras, desesperado, intentaba recuperar el aliento.
El sonido del metal contra la roca impidió que Thomas pateara al chico que
tenía a sus pies. Alzó la vista y vio que Teresa había cogido su lanza. Se miraron a
los ojos un instante y luego la joven se abalanzó sobre él. Thomas levantó las
manos para protegerse, pero era demasiado tarde: la parte trasera del arma giró
en el aire y le dio en el lateral de la cabeza. Las estrellas flotaron en sus ojos
mientras caía, luchando por mantenerse consciente. En cuanto tocó el suelo, se
colocó a gatas para alejarse.
Pero oy ó el grito de Teresa y, un segundo después, la madera chocó contra su
cabeza. Thomas volvió a derrumbarse de nuevo con un golpazo; algo rezumaba
por su pelo y le caía por ambas sienes. El dolor le destrozó la cabeza; era como si
le hubieran clavado un hacha en el cerebro. Se extendió al resto de su cuerpo y le
entraron náuseas. Consiguió de algún modo despegarse del suelo y se dejó caer
sobre la espalda para ver a Teresa levantando su arma hacia él de nuevo.
—Entra en la habitación, Thomas —ordenó la chica entre jadeos—. Entra en
la habitación o te golpearé otra vez. Te juro que seguiré haciéndolo hasta que
pierdas el conocimiento o te desangres.
Aris se había recuperado y había vuelto a ponerse de pie; estaba justo al lado
de ella.
Thomas echó las piernas hacia atrás y dio una patada que acertó en las
rodillas de ambos. Gritaron, se doblaron y cay eron el uno encima del otro. El
esfuerzo físico le envió un horrible torrente de dolor que le atravesó el cuerpo
entero. Unos destellos blancos le cegaron; el mundo daba vueltas. Gimió mientras
se esforzaba por moverse, colocarse bocabajo e impulsarse con las manos para
ponerse de pie. Apenas se había levantado unos centímetros cuando Aris aterrizó
sobre su espalda para aplastarle contra el suelo. De inmediato, el brazo del chico
rodeó el cuello de Thomas y apretó.
—Vas a entrar en esa habitación —le soltó al oído—. ¡Ay údame, Teresa!
Thomas no consiguió reunir fuerzas para quitárselos de encima. El golpe
doble en la cabeza le había debilitado, como si los músculos se le hubieran
aletargado porque su cerebro no tenía bastante energía para mandarles órdenes.
Teresa no tardó en agarrarle de ambos brazos y empezó a arrastrarle hacia la
puerta abierta mientras Aris le empujaba. Thomas daba patadas débiles. Las
rocas se clavaban en su piel.
—No me hagáis esto —susurró, cediendo ante la desesperación. Con cada
palabra que pronunciaba le dolían todos los nervios del cuerpo—. Por favor…
Lo único que veía ahora eran destellos blancos y negros. Se dio cuenta de que
era una conmoción cerebral. Tenía una terrible conmoción cerebral.
Apenas estaba consciente cuando cruzó el umbral. Teresa apoy ó los brazos de
Thomas en el frío metal de la pared del fondo, pasó por encima de él y ay udó a
Aris a levantarle las piernas, de modo que quedó desplomado, de cara al lateral.
Thomas ni siquiera tenía fuerzas para mirarlos.
—No —dijo, pero fue sólo un susurro.
La imagen del chico enfermo, Ben, al que desterraron del Claro le vino a la
mente. Un momento extraño para pensar en eso, pero ahora sabía cómo debió de
sentirse el muchacho en aquellos últimos segundos antes de que las paredes se
cerraran de golpe, atrapándole en el Laberinto para siempre.
—No —repitió tan bajo que imaginó que no podrían oírle. Le dolía todo el
cuerpo, de la cabeza a los pies.
—Qué cabezota eres —oy ó decir a Teresa—. ¡Tenías que ponértelo más
difícil! ¡Tenías que ponérnoslo más difícil a nosotros!
—Teresa —susurró Thomas.
Atravesó el dolor e intentó llamarla telepáticamente, aunque llevaba mucho
tiempo sin lograrlo.
Lo siento, Tom —le contestó ella—. Pero gracias por ser nuestro sacrificio.
No se había dado cuenta de que la puerta se estaba entornando, pero se cerró
de golpe justo cuando aquella última palabra flotó hacia sus neblinosos
pensamientos.
Capítulo 52
•••
Capítulo 54
Susurros en la oscuridad.
Eso fue lo que Thomas oy ó cuando empezó a recuperar el conocimiento.
Bajos, pero ásperos, como un papel de lija rozando sus tímpanos. No entendía
nada. Estaba tan oscuro que tardó un segundo en darse cuenta de que tenía los
ojos abiertos.
Algo frío y duro le apretaba la cara. El suelo. No se había movido desde que
el gas le había dejado sin sentido. Parecía increíble, pero y a no le dolía la cabeza.
De hecho, no le dolía nada. En su lugar, le invadió una sensación de renovada
euforia, que casi le mareaba. A lo mejor tan sólo estaba contento de estar vivo.
Se apoy ó sobre las manos y se sentó. Mirar a su alrededor no le sirvió de
nada, ni siquiera el más mínimo destello de luz rompía la oscuridad total. Se
preguntó qué habría pasado con el resplandor verde de la puerta que Teresa había
cerrado.
Teresa.
La exaltación mermó al recordar lo que le había hecho. Pero entonces…
No estaba muerto. A menos que la vida después de la muerte fuera una
porquería de habitación oscura.
Descansó unos minutos, dejó que su mente se despertara y se asentara antes
de ponerse de pie y empezar a andar a tientas. Tres paredes metálicas con
agujeros a la misma distancia unos de otros, en la parte superior. Una pared lisa
que parecía estar hecha de plástico. Sin duda, estaba en la misma habitación.
Golpeó la puerta.
—¡Eh! ¿Hay alguien ahí fuera?
Su mente empezó a divagar. Ya había tenido varios sueños-recuerdos. Tenía
mucho que procesar, muchas preguntas. Lo primero que le había vuelto a la
memoria al pasar por el Cambio en el Laberinto empezaba a verse con claridad,
a solidificarse. Había sido parte de los planes de CRUEL, parte de todo aquello.
Teresa y él habían estado unidos, incluso eran muy amigos. Todo aquello le
parecía bien. Hacerlo por el bien supremo.
Aunque Thomas no se sentía tan bien ahora. Lo único que sentía era rabia y
vergüenza. ¿Cómo podía justificarse lo que habían hecho? ¿Lo que CRUEL —
ellos mismos— estaba haciendo? Aunque era evidente que no pensaba eso de sí
mismo, él y los demás eran unos críos. ¡Críos! Había empezado a detestarse a sí
mismo. No estaba seguro de cuándo había llegado a aquel extremo, pero algo se
había roto en su interior.
Y luego estaba Teresa. ¿Cómo podía haber tenido aquellos sentimientos por
ella?
Algo se partió, silbó e interrumpió el curso de sus pensamientos.
La puerta empezó a abrirse despacio, hacia fuera. Teresa estaba allí, bajo la
pálida luz de la primera hora de la mañana, con la cara surcada de lágrimas. En
cuanto hubo suficiente espacio, se lanzó sobre él para rodearle con los brazos,
apretando el rostro contra su cuello.
—Lo siento muchísimo, Tom —dijo mientras las lágrimas le mojaban el
rostro—. Lo siento tanto… Dijeron que te matarían si no hacíamos todo lo que
nos habían ordenado, sin importar lo horrible que fuera. ¡Lo siento, Tom!
Thomas no podía responder, no pudo devolverle el abrazo. Traición. El letrero
en la puerta de Teresa, la conversación entre las personas de sus sueños. Las
piezas comenzaban a encajar. Por lo que sabía, tan sólo estaba intentando
engañarle de nuevo. La traición significaba que y a no podía confiar en ella y su
corazón le decía que no podía perdonarla.
En cierto modo, se dio cuenta de que Teresa había mantenido su promesa
inicial después de todo. Había hecho aquellas cosas horribles en contra de su
voluntad. Lo que le había dicho en la choza era verdad. Pero también sabía que
nada volvería a ser igual entre ellos.
Finalmente, apartó a la chica. La sinceridad en sus ojos azules no ay udó
mucho a reducir su duda persistente.
—Eh… quizá deberías contarme qué ha pasado.
—Te dije que confiaras en mí —respondió—. Te dije que iban a ocurrirte
cosas muy malas. Pero lo malo no era más que un engaño.
Entonces esbozó una sonrisa tan bonita que Thomas deseó encontrar un modo
de olvidar lo que había hecho.
—Sí, pero no pareciste contenerte demasiado cuando me pegaste aquella
paliza con la lanza y me arrojaste a la cámara de gas.
No podía ocultar la desconfianza que ardía en su corazón. Miró a Aris, que
parecía avergonzado, como si se hubiera metido en una conversación privada.
—Lo siento —dijo el chico.
—¿Por qué no me habías dicho que y a nos conocíamos? ¿Qué…? —no sabía
qué decir.
—Era todo falso, Tom —insistió Teresa—; tienes que creernos. Nos
prometieron desde el principio que no morirías. Que esa cámara tenía un
propósito y luego todo terminaría. Lo siento mucho.
Thomas se dio la vuelta hacia la puerta, que seguía abierta.
—Creo que necesito un tiempo para procesar todo esto.
Teresa quería que la perdonara para que todo volviera a ser como antes de
inmediato. Y el instinto le decía que ocultara sus amargos sentimientos, pero le
costaba mucho.
—¿Qué es lo que ha pasado ahí dentro? —preguntó Teresa.
Thomas volvió a mirarla.
—¿Y si hablas tú primero? Luego hablaré y o. Creo que me lo he ganado.
Teresa intentó cogerle de la mano, pero él la movió, fingiendo que le picaba
el cuello. Al ver que una expresión de dolor atravesaba su rostro, sintió unas
ligeras ganas de justificarse.
—Mira —dijo ella—, tienes razón. Te mereces una explicación. Creo que
podemos contártelo todo ahora, aunque no sabemos muy bien por qué.
Aris se aclaró la garganta, una obvia interjección.
—Pero, ummm, será mejor que lo hagamos mientras caminamos. O
corremos. Tan sólo nos quedan unas horas. Hoy es el día.
Aquellas palabras sacaron a Thomas por completo de su estupor. Bajó la vista
hacia su reloj. Tan sólo quedaban cinco horas y media si Aris tenía razón en que
habían llegado al final de las dos semanas. Thomas había perdido la noción del
tiempo, no sabía cuánto rato había estado en la cámara. Nada de aquello
importaba si no conseguía llegar al refugio seguro. Tenía la esperanza de que
Minho y los demás y a lo hubieran encontrado.
—Muy bien. Olvidémonos de esto por ahora —dijo, y cambió de tema—.
¿Hay algo distinto ahí fuera? Bueno, lo he visto a oscuras, pero…
—Lo sabemos —interrumpió Teresa—. No se ve ningún edificio. Nada. A la
luz del día es incluso peor. La tierra y erma se extiende hasta el infinito. No hay ni
un árbol ni una colina, y mucho menos un refugio seguro.
Thomas observó a Aris y luego volvió a mirar a Teresa.
—Entonces, ¿qué se supone que debemos hacer? ¿Adónde vamos? —pensó en
Minho y Newt, en los clarianos, en Brenda y Jorge—. ¿Habéis visto a alguno de
los otros?
Aris respondió:
—Todas las chicas de mi grupo están ahí abajo, caminando hacia el norte
como se suponía que debíamos hacer; y a llevan unos tres kilómetros. Vimos a tus
amigos al pie de la montaña a dos o tres kilómetros al oeste de aquí. No lo sé
seguro, pero me parece que no falta nadie y se dirigen en la misma dirección
que las chicas.
El alivio inundó a Thomas. Sus amigos lo habían conseguido, esperaba que
todos ellos.
—Tenemos que marcharnos —dijo Teresa—. Que no lo veamos no significa
nada. ¿Quién sabe lo que trama CRUEL? Tenemos que limitarnos a hacer lo que
nos han dicho. Vamos.
Thomas experimentó un breve instante de rendición; quería sentarse y
olvidarlo todo, que pasara lo que tuviera que pasar. Pero casi tan rápido como
vino, desapareció.
—Vale, vamos. Pero será mejor que me cuentes todo lo que sabes.
—Sí —respondió Teresa—. Chicos, ¿estáis listos para empezar a correr en
cuanto salgamos de estos árboles muertos?
Aris asintió, pero Thomas puso los ojos en blanco.
—Por favor, soy un corredor.
Ella enarcó las cejas.
—Bueno, entonces tan sólo nos queda ver quién se para antes.
Como respuesta, Thomas salió el primero del pequeño claro hacia el bosque
sin vida y se negó a pensar demasiado en la tormenta de recuerdos y emociones
que intentaba agobiarle.
•••
•••
•••
Después de unos veinte minutos corriendo, con un viento que le hacía
esforzarse el doble de lo que jamás tuvo que hacer en el Laberinto, Thomas le
habló a Teresa en su cabeza:
Creo que últimamente me han venido más recuerdos. En mis sueños.
Había querido decírselo, pero no delante de Aris. Una prueba, más que nada,
para ver cómo reaccionaba a lo que él recordaba. Para ver si podía encontrar
alguna pista de sus verdaderas intenciones.
¿En serio? —respondió ella. Podía percibir su sorpresa.
Sí. Cosas raras y aleatorias. De cuando era pequeño… Y… tú también estabas
ahí. Tuve visiones de cómo nos trataba CRUEL. También vi algo de antes de que
fuéramos al Claro.
La joven hizo una pausa antes de contestar, quizá temerosa de hacer las
preguntas que al final se le habían ocurrido a él.
¿Nos ayuda en algo? ¿Recuerdas la mayoría?
Casi todo. Pero no bastaba para revelar demasiado.
¿Qué viste?
Thomas le contó cada uno de los pequeños segmentos de memoria —o de
sueño— que entrevió en el último par de semanas. Que había visto a su madre,
las conversaciones que oy ó en la operación, que ella y él espiaban a los
miembros de CRUEL, que había oído cosas que no acababan de tener sentido.
Que les hacían pruebas y practicaban la telepatía. Y, al final, la despedida antes
de irse al Claro.
¿Y Aris estaba allí? —preguntó; pero, antes de que pudiera contestar, continuó
—: Pues claro, ya lo sabía. Los tres formamos parte de esto. Pero es extraño que
todo el mundo muera, lo de las sustituciones y eso. ¿Qué crees que significa?
No lo sé —respondió—, pero creo que si tuviéramos tiempo de sentarnos y
hablar sobre el tema, nos volvería todo a la memoria.
Yo también. Tom, lo siento mucho. Sé que te cuesta mucho perdonarme.
¿Habría alguna diferencia?
No; en cierto modo, lo he aceptado. Salvarte nos ha hecho perder lo que
puede que tuviéramos.
Thomas no tenía ni idea de cómo responder a aquello. Tampoco podrían
haber hablado mucho más de haberlo querido. Con el viento aullando, el polvo y
los escombros volando por el aire, las nubes agitándose y ennegreciéndose, y
cada vez más cerca de los demás…
No había tiempo.
Y por eso continuaron corriendo.
•••
EL REFUGIO SEGURO.
Capítulo 57
•••
Newt estaba sentado en el suelo con Fritanga y Minho; parecía como si los
tres esperaran el fin del mundo.
El fuerte viento había ganado humedad y las nubes, que se agitaban sobre sus
cabezas, habían descendido considerablemente, como una oscura niebla que
cay era para tragarse la tierra. Unas luces brillaban aquí y allá en el cielo,
quemando parches púrpuras y naranjas sobre el gris. Thomas no había visto
todavía ningún relámpago, pero sabía que se acercaban. La primera gran
tormenta había empezado igual.
—Eh, Tommy —le saludó Newt cuando Thomas se unió a ellos.
Se sentó al lado de su amigo con los brazos alrededor de las rodillas. Eran dos
simples palabras sin nada especial. Parecía que Thomas se hubiese ido a dar un
paseo en vez de que le hubieran secuestrado y casi matado.
—Me alegra ver que habéis logrado llegar hasta aquí —dijo Thomas.
Fritanga soltó su habitual risotada, que más bien parecía el rugido de un
animal.
—Lo mismo digo. Por lo visto, te has divertido mucho y endo por ahí con tu
diosa del amor. Supongo que os habéis besado y reconciliado, ¿no?
—No exactamente —contestó Thomas—. No ha sido divertido.
—Bueno, ¿qué ha pasado? —inquirió Minho—. ¿Cómo puedes confiar en ella
después de todo eso?
Thomas vaciló al principio, pero sabía que debía contárselo todo. Y no había
mejor momento que el presente. Respiró hondo y empezó a hablar. Les habló del
plan que tenía CRUEL para él, del campamento, de su charla con el Grupo B, de
la cámara de gas. Todo seguía sin tener sentido, pero se sentía un poco mejor al
contárselo a sus amigos.
—¿Y has perdonado a esa bruja? —preguntó Minho cuando Thomas terminó
por fin—. Yo no lo hubiera hecho. Lo que quieran hacer esos fucos de CRUEL,
me va bien. Lo que quieras hacer tú, también. Pero no me fío de ella ni de Aris,
no me gusta ninguno de los dos.
Newt pareció considerarlo con más detenimiento.
—Pasaron por todo eso, por el plan y el teatro, ¿sólo para que te sintieras
traicionado? No tiene ningún maldito sentido.
—Dímelo a mí —masculló Thomas—. Y no, no la he perdonado. Pero, de
momento, creo que estamos en el mismo barco —miró a su alrededor. La
may oría de la gente estaba sentada, con la vista perdida en la distancia. No había
mucha conversación y ambos grupos no se relacionaban demasiado—. ¿Y
vosotros, tíos? ¿Cómo habéis llegado aquí?
—Encontramos una brecha en las montañas —respondió Minho—. Tuvimos
que luchar contra unos raros que estaban acampados en una cueva, pero, aparte
de eso, no hemos tenido problemas. Aunque casi nos hemos quedado sin comida
y agua. Y me duelen los pies. Y estoy segurísimo de que va a caer otra fuca
tormenta eléctrica que me va a dejar como un trozo de bacon de Fritanga.
—Sí —asintió Thomas. Se volvió hacia las montañas y supuso que en total
estarían a seis kilómetros de la base—. Quizá deberíamos dejar todo esto del
refugio seguro e intentar encontrar algún sitio donde guarecernos —pero
mientras lo decía, sabía que no era una opción. Al menos hasta que no hubiera
pasado la hora marcada.
—Ni hablar —respondió Newt—. No hemos llegado hasta aquí para dar la
vuelta ahora. Esperemos que la puñetera tormenta aguante un poco más —alzó la
vista a las nubes casi negras con una mueca.
Los otros tres clarianos se quedaron callados. De todos modos, el viento había
continuado levantándose, y con sus azotes y rugidos en aumento era difícil que se
oy eran los unos a los otros. Thomas miró su reloj. Treinta y cinco minutos. No
había forma de que aquella tormenta aguantara…
—¿Qué es eso? —gritó Minho, poniéndose de pie con un salto; apuntó a un
sitio por encima del hombro de Thomas.
Thomas se dio la vuelta para mirar mientras se levantaba y una alarma se
encendió en su interior. El terror en la cara de Minho era inconfundible.
A unos diez metros del grupo, una gran parte del suelo del desierto se estaba…
abriendo. Un cuadrado perfecto —de unos cinco metros de ancho— giraba sobre
un eje diagonal mientras la zona de tierra poco a poco se apartaba de ellos y lo
que había debajo se elevaba para sustituirlo. El chirrido del acero retorciéndose
perforó el aire, más alto que el rugido del viento. El cuadrado rotatorio no tardó
en completar su recorrido y donde había estado antes el suelo del desierto ahora
había un material negro con un extraño objeto encima.
Era oblongo y blanco con los bordes redondeados. Thomas había visto algo
parecido antes. De hecho, varios. Tras escapar del Laberinto y entrar en la
enorme cámara de la que salían los laceradores, habían visto varios de aquellos
contenedores con aspecto de ataúdes. Entonces no le había dado tiempo a
pensarlo, pero al verlo ahora, pensó que debía de ser donde se quedaban los
laceradores —¿donde dormían?— cuando no estaban cazando humanos en el
Laberinto.
Antes de que pudiera reaccionar, otras partes del suelo del desierto, que
rodeaba al grupo en un gran círculo, empezaron a rotar y a abrirse como oscuras
y enormes mandíbulas.
Montones de ellas.
Capítulo 58
Despertó, parpadeó, se frotó los ojos y no vio nada más que un blanco puro.
No había formas ni sombras ni variaciones, nada. Sólo ese blanco.
Sintió un instante de pánico hasta que se dio cuenta de que debía de estar
soñando. Era extraño, pero sin duda se trataba de un sueño. Podía sentir su
cuerpo, sentir los dedos contra su piel. Notaba cómo respiraba; se oía respirar. Sin
embargo, estaba rodeado de un mundo completo y perfecto de brillante nada.
Tom.
Una voz. Su voz. ¿Podía estar hablándole mientras soñaba?
Eh —respondió.
¿Estás… bien? —sonaba preocupada. No, la percibía preocupada.
¿Eh? Sí, muy bien. ¿Por qué?
Tan sólo creí que estarías un poco sorprendido ahora mismo.
Sintió una punzada de confusión.
¿De qué estás hablando?
Estás a punto de entender más. Muy pronto.
Por primera vez, Thomas se dio cuenta de que había algo raro en la voz. Le
faltaba algo.
¿Tom?
No respondió. El miedo se arrastró hacia su interior, un terrible y
escalofriante miedo tóxico.
¿Tom?
¿Quién… quién eres? —preguntó al final, aterrado por la respuesta.
Hubo una pausa antes de la contestación.
Soy yo, Tom. Brenda. Las cosas se van a poner muy mal para ti.
Thomas gritó antes de saber lo que estaba haciendo. Gritó, gritó y gritó hasta
que al final se despertó.
Capítulo 65