Sexto Básico 3 El Caballero de La Armadura Oxidada
Sexto Básico 3 El Caballero de La Armadura Oxidada
Sexto Básico 3 El Caballero de La Armadura Oxidada
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Perseo 24.08.16
Título original: The Knight in Rusty Armor
Robert Fisher, 1993
Traducción: Verónica d’Ornelles Radziwill
Retoque de portada: Perseo
Hace ya mucho tiempo, en una tierra muy lejana, vivía un caballero que pensaba que
era bueno, generoso y amoroso. Hacía todo lo que suelen hacer los caballeros buenos,
generosos y amorosos. Luchaba contra sus enemigos, que eran malos, mezquinos y
odiosos, mataba dragones y rescataba damiselas en apuros. Cuando en el asunto de la
caballería había crisis, tenía la mala costumbre de rescatar damiselas incluso cuando
ellas no deseaban ser rescatadas y, debido a esto, aunque muchas damas le estaban
agradecidas, otras tantas se mostraban furiosas con el caballero. Él lo aceptaba con
filosofía. Después de todo, no se puede contentar a todo el mundo.
Nuestro caballero era famoso por su armadura. Reflejaba unos rayos de luz tan
brillantes que la gente del pueblo juraba no haber visto el sol salir en el norte o
ponerse en el este cuando el caballero partía a la batalla. Y partía a la batalla con
bastante frecuencia. Ante la mera mención de una cruzada, el caballero se ponía la
armadura entusiasmado, montaba su caballo y cabalgaba en cualquier dirección. Su
entusiasmo era tal que a veces partía en varias direcciones a la vez, lo cual no es nada
fácil.
Durante años, el caballero se esforzó en ser el número uno del reino. Siempre
había otra batalla que ganar, otro dragón que matar y otra damisela que rescatar.
El caballero tenía una mujer fiel y bastante tolerante, Julieta, que escribía
hermosos poemas, decía cosas inteligentes y tenía debilidad por el vino. También tenía
un hijo de cabellos dorados, Cristóbal, al que esperaba ver algún día convertido en un
valiente caballero.
Julieta y Cristóbal veían poco al caballero porque, cuando no estaba luchando en
una batalla, matando dragones o rescatando damiselas, estaba ocupado probándose su
armadura y admirando su brillo. Con el tiempo, el caballero se enamoró hasta tal
punto de su armadura que se la empezó a poner para cenar y, a menudo, para dormir.
Después de un tiempo, ya no se tomaba la molestia de quitársela para nada. Poco a
poco, su familia fue olvidando qué aspecto tenía sin ella.
Ocasionalmente, Cristóbal le preguntaba a su madre qué aspecto tenía su padre.
Cuando esto sucedía, Julieta llevaba al chico hasta la chimenea y señalaba el retrato
del caballero.
—He aquí a tu padre —decía con un suspiro.
Una tarde, mientras contemplaba el retrato, Cristóbal le dijo a su madre:
—Ojalá pudiera ver a padre en persona.
—¡No puedes tenerlo todo! —respondió bruscamente Julieta.
Estaba cada vez más harta de tener tan solo una pintura como recuerdo del rostro
de su marido y estaba cansada de dormir mal por culpa del ruido metálico de la
armadura.
Cuando paraba en casa y no estaba absolutamente pendiente de su armadura, el
caballero solía recitar monólogos sobre sus hazañas. Julieta y Cristóbal casi nunca
podían decir una palabra. Cuando lo hacían, el caballero las acallaba, ya sea cerrando
su visera o quedándose repentinamente dormido.
Un día, Julieta se enfrentó a su marido.
—Creo que amas más a tu armadura de lo que me amas a mí.
—Eso no es verdad —respondió el caballero—. ¿Acaso no te amé lo suficiente
como para rescatarte de aquel dragón e instalarte en este elegante castillo con paredes
empedradas?
—Lo que tú amabas —dijo Julieta, espiando a través de la visera para poder ver
sus ojos— era la idea de rescatarme. No me amabas realmente entonces y tampoco me
amas realmente ahora.
—Sí que te amo —insistió el caballero, abrazándola torpemente con su fría y
rígida armadura, casi rompiéndole las costillas.
—¡Entonces, quítate esa armadura para ver quién eres en realidad! —le exigió.
—No puedo quitármela. Tengo que estar preparado para montar en mi caballo y
partir en cualquier dirección —explicó el caballero.
—Si no te quitas la armadura, cogeré a Cristóbal, subiré a mi caballo y me
marcharé de tu vida.
Bueno, esto sí que fue un golpe para el caballero. No quería que Julieta se fuera.
Amaba a su esposa y a su hijo y a su elegante castillo, pero también amaba a su
armadura porque les mostraba a todos quién era él: un caballero bueno, generoso y
amoroso. ¿Por qué no se daba cuenta Julieta de ninguna de estas cualidades?
El caballero estaba inquieto. Finalmente, tomó una decisión. Continuar llevando la
armadura no valía la pena si por ello había de perder a Julieta y Cristóbal.
De mala gana, el caballero intentó quitarse el yelmo pero ¡no se movió! Tiró con
más fuerza. Estaba muy enganchado. Desesperado, intentó levantar la visera pero, por
desgracia, también estaba atascada. Aunque tiró de la visera una y otra vez, no
consiguió nada.
El caballero caminó de arriba abajo con gran agitación. ¿Cómo podía haber
sucedido esto? Quizá no era tan sorprendente encontrar el yelmo atascado, ya que no
se lo había quitado en años, pero la visera era otro asunto. La había abierto con
regularidad para comer y beber. Pero bueno, ¡si la había abierto esa misma mañana
para desayunar huevos revueltos y cerdo en su salsa!
Repentinamente, el caballero tuvo una idea. Sin decir a dónde iba, salió corriendo
hacia la tienda del herrero, en el patio del castillo. Cuando llegó, el herrero estaba
dando forma a una herradura con sus manos.
—Herrero —dijo el caballero— tengo un problema.
—Sois un problema, señor —dijo socarronamente el herrero, con su tacto
habitual.
El caballero, que normalmente gustaba de bromear, arrugó el entrecejo.
—No estoy de humor para tus bromas en estos momentos. Estoy atrapado en esta
armadura —vociferó, al tiempo que golpeaba el suelo con el pie revestido de acero,
dejándolo caer accidentalmente sobre el dedo gordo del pie del herrero.
El herrero dejó escapar un aullido y, olvidando por un momento que el caballero
era su señor, le propinó un brutal golpe en el yelmo. El caballero sintió tan solo una
ligera molestia. El yelmo ni se movió.
—Inténtalo otra vez —ordenó el caballero, sin darse cuenta de que el herrero le
había golpeado porque estaba enfadado.
—Con gusto —dijo el herrero, balanceando un martillo en venganza y dejándolo
caer con fuerza sobre el yelmo del caballero.
El yelmo ni siquiera se abolló.
El caballero se sintió muy turbado. El herrero era, con mucho, el hombre más
fuerte del reino. Si él no podía sacar al caballero de su armadura, ¿quién podría?
Como era un buen hombre, excepto cuando le aplastaban el dedo gordo del pie, el
herrero percibió el pánico del caballero y sintió lástima.
—Estáis en una situación difícil, caballero, pero no os deis por vencido. Regresad
mañana cuando yo haya descansado. Me habéis cogido al final de un día muy duro.
Aquella noche la cena fue difícil. Julieta se enfadaba cada vez más a medida que
iba introduciendo por los orificios de la visera del caballero la comida que había
tenido que triturar previamente. A mitad de la cena, el caballero le contó a Julieta que
el herrero había intentado abrir la armadura, pero que había fracasado.
—¡No te creo, bestia ruidosa! —gritó al tiempo que estrellaba el plato de puré de
estofado de paloma contra su yelmo.
El caballero no sintió nada. Solo cuando la salsa comenzó a chorrear por los
orificios de la visera se dio cuenta de que le habían dado en la cabeza. Tampoco había
sentido el martillo del herrero aquella tarde. De hecho, ahora que lo pensaba, su
armadura no le dejaba sentir apenas nada, y la había llevado durante tanto tiempo que
había olvidado cómo se sentían las cosas sin ella.
El caballero se entristeció mucho porque Julieta no creía que estaba intentando
quitarse la armadura. El herrero y él lo habían intentado, y lo siguieron intentado
durante días, sin éxito. Cada día el caballero se deprimía más y Julieta estaba cada vez
más fría.
Finalmente, el caballero admitió que los esfuerzos del herrero eran vanos.
—¡Vaya con el hombre más fuerte del reino! ¡Ni siquiera puedes abrir este
montón de lata! —gritó con frustración.
Cuando el caballero regresó a casa, Julieta le chilló:
—Tu hijo no tiene más que un retrato de su padre, y estoy harta de hablar con una
visera cerrada. No pienso volver a pasar comida por los agujeros de esa horrible cosa
nunca más. ¡Este es el último puré de cordero que te preparo!
—No es mi culpa si estoy atrapado en esta armadura. Tenía que llevarla para estar
siempre listo para la batalla. ¿De qué otra manera, si no, hubiera podido comprar
bonitos castillos y caballos para ti y para Cristóbal?
—No lo hacías por nosotros —argumentó Julieta—. ¡Lo hacías por ti!
Al caballero le dolió en el alma que su mujer pareciera no amarlo más. También
temía que, si no se quitaba la armadura pronto, Julieta y Cristóbal realmente se
marcharían. Tenía que quitarse la armadura, pero no sabía cómo.
El caballero descartó una idea tras otra por considerarlas poco viables. Algunos
planes eran realmente peligrosos. Sabía que cualquier caballero que se plantease
fundir su armadura con la antorcha de un castillo, o congelarla saltando a un foso
helado, o hacerla explotar con un cañón, estaba seriamente necesitado de ayuda.
Incapaz de encontrar ayuda en su propio reino, el caballero decidió buscar en otras
tierras.
«En algún lugar debe de haber alguien que me pueda ayudar a quitarme esta
armadura», pensó.
Desde luego, echaría de menos a Julieta, Cristóbal y el elegante castillo. También
temía que, en su ausencia, Julieta encontrara el amor en brazos de otro caballero, uno
que estuviera deseoso de quitarse la armadura y de ser un padre para Cristóbal. Sin
embargo, el caballero tenía que irse, así que, una mañana, muy temprano, montó en su
caballo y se alejó cabalgando. No osó mirar atrás por miedo a cambiar de idea.
Al salir de la provincia, el caballero se detuvo para despedirse del rey, que había
sido muy bueno con él. El rey vivía en un grandioso castillo en la cima de una colina
del barrio elegante. Al cruzar el puente levadizo y entrar en el patio, el caballero vio al
bufón sentado con las piernas cruzadas, tocando la flauta.
El bufón se llamaba Bolsalegre porque llevaba sobre su hombro una bolsa con los
colores del arco iris llena de artilugios para hacer reír o sonreír a la gente. Había
extrañas cartas que utilizaba para adivinar el futuro de las personas, cuentas de vivos
colores que hacía aparecer y desaparecer y graciosas marionetas que usaba para
divertir a su audiencia.
—Hola, Bolsalegre —dijo el caballero—. He venido a decirle adiós al rey.
El bufón miró hacia arriba.
—El rey se acaba de ir. No hay nada que él os pueda decir.
—¿A dónde ha ido? —preguntó el caballero.
—A una cruzada ha partido. Si lo esperáis, vuestro tiempo habréis perdido.
El caballero quedó decepcionado por no haber podido ver al rey y perturbado por
no poder unirse a él en la cruzada.
—Oh —suspiró; podría morir de inanición dentro de esta armadura antes de que
el rey llegara—. Quizás no le vuelva a ver nunca más.
El caballero sintió ganas de dejarse caer de su montura pero, por supuesto, la
armadura se lo impedía.
—Sois una imagen triste de ver. No con todo vuestro poder, vuestra situación
podéis resolver.
—No estoy de humor para tus insultantes rimas —ladró el caballero, tenso dentro
de su armadura—. ¿No puedes tomarte los problemas de alguien seriamente por una
vez?
Con una clara y lírica voz, Bolsalegre cantó:
—A mí los problemas no me han de afectar. Son oportunidades para criticar.
—Otra canción cantarías si fueras tú el que estuviera atrapado aquí —gruñó el
caballero.
Bolsalegre continuó:
—A todos, alguna armadura nos tiene atrapados. Solo que la vuestra ya la habéis
encontrado.
—No tengo tiempo de quedarme y oír tus tonterías. Tengo que encontrar la
manera de salir de esta armadura.
Y dicho esto, el caballero se dispuso a partir, pero Bolsalegre le llamó:
—Hay alguien que puede ayudaros, caballero, a sacar a la luz vuestro yo
verdadero.
El caballero detuvo su caballo bruscamente y, emocionado, regresó hacia
Bolsalegre.
—¿Conoces a alguien que me pueda sacar de esta armadura? ¿Quién es?
—Tenéis que ver al Mago Merlín, así lograréis ser libre al fin.
—¿Merlín? El único Merlín del que he oído hablar es el gran sabio, el maestro del
Rey Arturo.
—Sí. Sí, el mismo es. Merlín solo hay uno, ni dos ni tres.
—¡Pero no puede ser! —exclamó el caballero—. Merlín y el rey Arturo vivieron
hace muchos años.
Bolsalegre replicó:
—Es verdad, pero aún vive ahora. En los bosques el sabio mora.
—Pero esos bosques son tan grandes… —dijo el caballero—. ¿Cómo lo
encontraré ahí?
Bolsalegre sonrió.
—Aunque muy difícil ahora os parece, cuando el alumno está preparado, el
maestro aparece.
—Ojalá Merlín apareciera pronto. Voy a buscarlo a él —dijo el caballero.
Estiró el brazo y le dio la mano a Bolsalegre en señal de gratitud, y por poco tritura
los dedos del bufón con el guantelete.
Bolsalegre dio un grito. El caballero soltó rápidamente la mano del bufón.
—Lo siento.
Bolsalegre se frotó los magullados dedos.
—Cuando la armadura desaparezca y estéis bien, sentiréis el dolor de los otros
también.
—¡Me voy! —dijo el caballero.
Hizo girar su caballo y, abrigando nuevas esperanzas en su corazón, se alejó
galopando.
2
No fue tarea fácil encontrar al astuto mago. Había muchos bosques en los que buscar,
pero solo un Merlín. Así que el pobre caballero cabalgó día tras día, noche tras noche,
debilitándose cada vez más.
Mientras cabalgaba en solitario a través de los bosques, el caballero se dio cuenta
de que había muchas cosas que no sabía. Siempre había pensado que era muy listo,
pero no se sentía tan listo ahora, intentando sobrevivir en los bosques.
De mala gana se reconoció a sí mismo que no podía distinguir una baya venenosa
de una comestible. Esto hacía del acto de comer una ruleta rusa. Beber no era menos
complicado. El caballero intentó meter la cabeza en un arroyo, pero su yelmo se llenó
de agua. Casi se ahoga dos veces. Por si eso fuera poco, estaba perdido desde que
había entrado en el bosque. No sabía distinguir el norte del sur ni el este del oeste. Por
fortuna, su caballo sí lo sabía.
Después de meses de buscar en vano, el caballero estaba bastante desanimado.
Aún no había encontrado a Merlín a pesar de haber viajado muchas leguas. Lo que le
hacía sentirse peor aún era que ni siquiera sabía cuánto era una legua. Una mañana se
despertó sintiéndose más débil de lo normal y un tanto peculiar. Aquella misma
mañana encontró a Merlín. El caballero reconoció al mago enseguida. Estaba sentado
en un árbol, vestido con una larga túnica blanca. Los animales del bosque estaban
reunidos a su alrededor y los pájaros descansaban en sus hombros y brazos.
El caballero movió la cabeza sombríamente de un lado a otro, haciendo que
rechinase su armadura. ¿Cómo podían estos animales encontrar a Merlín con tanta
facilidad cuando había sido tan difícil para él?
Cansinamente, el caballero descendió de su caballo.
—Os he estado buscando —le dijo al mago—. He estado perdido durante meses.
—Toda vuestra vida —le corrigió Merlín, mordiendo una zanahoria y
compartiéndola con el conejo más cercano.
El caballero se enfureció.
—No he venido hasta aquí para ser insultado.
—Quizá siempre os habéis tomado la verdad como un insulto —dijo Merlín,
compartiendo la zanahoria con algunos de los animales.
Al caballero tampoco le gustó mucho este comentario, pero estaba demasiado
débil de hambre y sed como para subir a su caballo y marcharse. En lugar de eso, dejó
caer su cuerpo envuelto en metal sobre la hierba. Merlín le miró con compasión.
—Sois muy afortunado —comentó—. Estáis demasiado débil para correr.
—¿Y eso qué quiere decir? —preguntó con brusquedad el caballero.
Merlín sonrió por respuesta.
—Una persona no puede correr y aprender a la vez. Debe permanecer en un lugar
durante un tiempo.
—Solo me quedaré aquí el tiempo necesario para aprender cómo salir de esta
armadura —dijo el caballero.
—Cuando hayáis aprendido eso —afirmó Merlín— nunca más tendréis que subir
a vuestro caballo y partir en todas direcciones.
El caballero estaba demasiado cansado como para cuestionar esto. De alguna
manera, se sentía consolado y se quedó dormido enseguida.
Cuando el caballero despertó, vio a Merlín y a los animales a su alrededor. Intentó
sentarse pero estaba demasiado débil. Merlín le tendió una copa de plata que contenía
un extraño líquido.
—Bebed esto —le ordenó.
—¿Qué es? —preguntó el caballero, mirando la copa receloso.
—¡Estáis tan asustado! —dijo Merlín—. Por supuesto, por eso os pusisteis la
armadura desde el principio.
El caballero no se molestó en negarlo, pues estaba demasiado sediento.
—Está bien, lo beberé. Vertedlo por mi visera.
—No lo haré. Es demasiado valioso para desperdiciarlo.
Rompió una caña, puso un extremo en la copa y deslizó el otro por uno de los
orificios de la visera del caballero.
—¡Esta es una gran idea! —dijo el caballero.
—Yo lo llamo pajita —replicó Merlín.
—¿Por qué?
—¿Y por qué no?
El caballero se encogió de hombros y sorbió el líquido por la caña. Los primeros
sorbos le parecieron amargos, los siguientes más agradables, y los últimos tragos
fueros bastante deliciosos.
Agradecido, el caballero le devolvió la copa a Merlín.
—Deberías lanzarlo al mercado. Os haríais rico.
Merlín se limitó a sonreír.
—¿Qué es? —preguntó el caballero.
—Vida.
—¿Vida?
—Sí —dijo el sabio mago—. ¿No os pareció amarga al principio y, luego, a
medida que la degustabais, no la encontrabais cada vez más apetecible?
El caballero asintió.
—Sí, los últimos sorbos resultaron deliciosos.
—Eso fue cuando empezasteis a aceptar lo que estabais bebiendo.
—¿Estáis diciendo que la vida es buena cuando uno la acepta? —preguntó el
caballero.
—¿Acaso no es así? —replicó Merlín, levantando una ceja divertido.
—¿Esperáis que acepte toda esta pesada armadura?
—Ah —dijo Merlín—, no nacisteis con esa armadura. Os la pusisteis vos mismo.
¿Os habéis preguntado por qué?
—¿Y por qué no? —replicó el caballero, irritado. En ese momento, le estaba
empezando a doler la cabeza. No estaba acostumbrado a pensar de esa manera.
—Seréis capaz de pensar con mayor claridad cuando recuperéis fuerzas —dijo
Merlín.
Dicho esto, el mago hizo sonar sus palmas y las ardillas, llevando nueces entre los
dientes, se alinearon delante del caballero. Una por una, cada ardilla trepó al hombro
del caballero, rompió y masticó una nuez, y luego empujó los pequeños trozos a
través de la visera del caballero. Las liebres hicieron lo mismo con las zanahorias, y
los ciervos trituraron raíces y bayas para que el caballero comiera. Este método de
alimentación nunca sería aprobado por el ministerio de Sanidad, pero ¿qué otra cosa
podía hacer un caballero atrapado en su armadura en medio del bosque?
Los animales alimentaban al caballero con regularidad y Merlín le daba a beber
enormes copas de Vida con la pajita. Lentamente, el caballero se fue fortaleciendo y
comenzó a sentirse esperanzado.
Cada día le hacía la misma pregunta a Merlín:
—¿Cuándo podré salir de esta armadura?
Cada día Merlín replicaba:
—¡Paciencia! Habéis llevado esa armadura durante mucho tiempo. No podéis salir
de ella así como así.
Una noche, los animales y el caballero estaban oyendo al mago tocar con su laúd
los últimos éxitos de los trovadores. Mientras esperaba que Merlín acabara de tocar
Añoro los viejos tiempos, en que los caballeros eran valientes y las damiselas eran
frías, el caballero le hizo una pregunta que tenía en mente desde hacía tiempo.
—¿Fuisteis en verdad el maestro del rey Arturo?
El rostro del mago se encendió.
—Sí, yo le enseñé a Arturo —dijo.
—Pero ¿cómo podéis seguir vivo? ¡Arturo vivió hace mucho tiempo! —exclamó
el caballero.
—Pasado, presente y futuro son uno cuando estás conectado a la Fuente —replicó
Merlín.
—¿Qué es la Fuente? —preguntó el caballero.
—Es el poder misterioso e invisible que es el origen de todo.
—No entiendo —dijo el caballero.
—Eso se debe a que intentáis comprender con la mente, pero vuestra mente es
limitada.
—Tengo una mente muy buena —le discutió el caballero.
—E inteligente —añadió Merlín—. Ella te atrapó en esa armadura.
El caballero no pudo refutar eso. Luego recordó algo que Merlín le había dicho
nada más llegar.
—Una vez me dijisteis que me había puesto esta armadura porque tenía miedo.
—¿No es eso verdad? —respondió Merlín.
—No, la llevaba para protegerme cuando iba a la batalla.
—Y temíais que os hirieran de gravedad o que os mataran —añadió Merlín.
—¿Acaso no lo teme todo el mundo?
Merlín negó con la cabeza.
—¿Y quién os dijo que teníais que ir a la batalla?
—Tenía que demostrar que era un caballero bueno, generoso y amoroso.
—Si realmente erais bueno, generoso y amoroso, ¿por qué teníais que
demostrarlo? —preguntó Merlín.
El caballero eludió tener que pensar en eso de la misma manera que solía eludir
todas las cosas: se puso a dormir.
A la mañana siguiente despertó con un pensamiento elevado en su mente: ¿Era
posible que no fuese bueno, generoso y amoroso? Decidió preguntárselo a Merlín.
—¿Qué pensáis vos? —replicó Merlín.
—¿Por qué siempre respondéis a una pregunta con otra pregunta?
—¿Y por qué siempre buscáis que otros os respondan vuestras preguntas?
El caballero se marchó enfadado, maldiciendo a Merlín entre dientes.
—¡Ese Merlín! —masculló—. ¡Hay veces que realmente me saca de mi armadura!
Con un ruido seco, el caballero dejó caer su pesado cuerpo bajo un árbol para
reflexionar sobre las preguntas del mago. ¿Qué pensaba en realidad?
—¿Podría ser —dijo en voz alta a nadie en particular— que yo no fuera bueno,
generoso y amoroso?
—Podría ser —dijo una vocecita—. Si no ¿por qué estáis sentado sobre mi cola?
—¿Eh?
El caballero miró hacia abajo y vio a una pequeña ardilla sentada a su lado. Es
decir, a casi toda la ardilla. Su cola estaba escondida.
—¡Oh perdona! —dijo el caballero moviendo rápidamente la pierna para que la
ardilla pudiera recuperar su cola—. Espero no haberte hecho daño. No veo muy bien
con esta visera en mi camino.
—No lo dudo —replicó la ardilla sin ningún resentimiento en la voz—. Por eso
siempre estáis pidiendo disculpas a la gente por haberles hecho daño.
—La única cosa que me irrita más que un mago sabelotodo es una ardilla
sabelotodo —gruñó el caballero—. No tengo por qué quedarme aquí y hablar contigo.
Luchó contra el peso de la armadura en un intento de ponerse de pie. De repente,
sorprendido, balbuceó:
—¡Eh… tú y yo estamos hablando!
—Un tributo a mi buena fe —replicó la ardilla— teniendo en cuenta que os habéis
sentado sobre mi cola.
—Pero si los animales no pueden hablar —dijo el caballero.
—Oh, claro que pueden —dijo la ardilla—. Lo que sucede es que la gente no
escucha.
El caballero movió la cabeza perplejo.
—¿Me has hablado antes?
—Claro, cada vez que rompía una nuez y la empujaba por vuestra visera.
—¿Cómo es que te puedo oír ahora si no te podía oír entonces?
—Admiro una mente inquisitiva —comentó la ardilla—, pero ¿nunca aceptáis
nada tal como es, simplemente porque es?
—Estás respondiendo a mis preguntas con preguntas —dijo el caballero—. Has
pasado demasiado tiempo con Merlín.
—Y vos no habéis pasado el tiempo suficiente con él.
La ardilla le dio un ligero golpe al caballero con su cola y trepó a un árbol
corriendo. El caballero la llamó.
—¡Espera! ¿Cómo te llamas?
—Ardilla —replicó ella simplemente, y desapareció en la copa del árbol.
Aturdido, el caballero movió la cabeza. ¿Se había imaginado todo esto? En ese
preciso instante vio a Merlín acercarse.
—Merlín —dijo—. Tengo ganas de salir de aquí. He empezado a hablar con las
ardillas.
—Espléndido —replicó el Mago.
El caballero le miró preocupado.
—¿Cómo puede ser espléndido? ¿Qué queréis decir?
—Simplemente eso. Os estáis volviendo lo suficientemente sensible como para
sentir las vibraciones de otros.
El caballero estaba obviamente confundido, así que Merlín continuó explicando:
—No hablasteis con la ardilla con palabras, sino que sentisteis sus vibraciones y
tradujisteis esas vibraciones en palabras. Estoy esperando el día en que empecéis a
hablar con las flores.
—Eso será el día que las plantéis en mi tumba. ¡Tengo que salir de estos bosques!
—¿A dónde irías?
—Regresaría con Julieta y Cristóbal. Han estado solos durante mucho tiempo.
Tengo que volver y cuidar de ellos.
—¿Cómo podéis cuidar de ellos si ni siquiera podéis cuidar de vos mismo? —
preguntó Merlín.
—Pero les echo de menos —se quejó el caballero—; quiero regresar con ellos.
Aún en el peor de los casos.
—Y es exactamente así como regresaréis si vais con vuestra armadura —le
previno Merlín.
El caballero miró a Merlín con tristeza.
—No quiero esperar a quitarme la armadura. Quiero volver ahora y ser un marido
bueno, generoso y amoroso para Julieta y un gran padre para Cristóbal.
Merlín asintió comprensivo. Le dijo al caballero que regresar para dar de sí mismo
era un maravilloso regalo.
—Sin embargo —añadió—, un don, para ser un don, debe ser aceptado. De no ser
así es como una carga para las personas.
—¿Queréis decir que quizá no quieran que regrese? —preguntó el caballero
sorprendido—. Seguramente me darían otra oportunidad. Después de todo, yo soy
uno de los mejores caballeros del reino.
—Quizás esta armadura sea más gruesa de lo que parece —dijo Merlín con
suavidad.
El caballero reflexionó sobre esto. Recordó las eternas quejas de Julieta porque él
se iba a la batalla tan a menudo, por la atención que le prestaba a su armadura y por su
visor cerrado y su costumbre de quedarse dormido para no oír las palabras. Quizá
Julieta no quisiera que él volviese, pero Cristóbal sí querría.
—¿Por qué no mandarle una nota a Cristóbal y preguntárselo? —sugirió Merlín.
El caballero estuvo de acuerdo en que era una buena idea, pero ¿cómo podía
hacerle llegar una nota a Cristóbal?
Merlín señaló a la paloma que estaba posada sobre su hombro.
—Rebeca la llevará.
El caballero estaba perplejo.
—Ella no sabe donde vivo. Es solo un estúpido pájaro.
—Puedo distinguir el norte del sur y el este del oeste —respondió secamente
Rebeca—, lo cual es más de lo que se podría decir de vos.
El caballero se disculpó rápidamente. Estaba completamente pasmado. No solo
había hablado con una paloma y una ardilla, sino que además las había hecho enfadar
a las dos en el mismo día.
Como era un pájaro de gran corazón, Rebeca aceptó las disculpas del caballero y
partió con la nota para Cristóbal en el pico.
—No arrulles con palomas extrañas o dejarás caer mi nota —le gritó el caballero.
Rebeca ignoró este comentario desconsiderado. El caballero estaba cada vez más
impaciente, temiendo que hubiera caído presa de alguno de los halcones de caza que
él y otros caballeros habían entrenado. Se estremeció preguntándose cómo había
podido participar en un deporte tan sucio y se arrepintió otra vez de su horrible
equivocación.
Cuando Merlín terminó de tocar su laúd y de cantar Tendrás un largo y frío
invierno, si tienes un corto y frío corazón, el caballero le expresó sus preocupaciones
con respecto a Rebeca.
Merlín le dio confianza con un alegre verso:
—La paloma más lista que jamás haya volado, no puede ir a parar a ningún
guisado.
En ese momento, un gran parloteo se levantó entre los animales. Todos miraban al
cielo, así que Merlín y el caballero miraron también. Muy alto, sobre sus cabezas,
dando círculos para aterrizar, estaba Rebeca.
El caballero se puso de pie con gran esfuerzo, al tiempo que Rebeca se posaba en
el hombro de Merlín.
Cogiendo la nota de su pico, el mago la miró y le dijo al caballero con gravedad
que era de Cristóbal.
—¡Déjamela ver! —dijo el caballero quitándole el papel—. ¡Está en blanco! —
exclamó—. ¿Qué quiere decir esto?
—Quiere decir —dijo Merlín suavemente— que vuestro hijo no os conoce lo
suficiente como para daros una respuesta.
El caballero permaneció quieto un momento, pasmado, luego lanzó un gemido y
lentamente cayó al suelo. Intentó retener las lágrimas, pues los caballeros de brillante
armadura simplemente no lloran. Sin embargo, pronto su pena le venció. Luego,
exhausto y medio ahogado en su yelmo por las lágrimas, el caballero se quedó
dormido.
3
El Sendero de la Verdad
«Prefería una antorcha —pensó el caballero—, ¡quien quiera que sea el que
gestiona este castillo, está decidido a reducir las facturas de la luz!».
Sam habló:
—Significa que cuantas más cosas sepas, más luz habrá en el interior del castillo.
—¡Apuesto a que tienes razón, Sam! —exclamó el caballero.
Y un rayo de luz se filtró en la habitación.
En ese preciso momento, Ardilla volvió a llamar al caballero para que se reuniera
con ella. Había encontrado otra brillante inscripción grabada en la pared:
¿Habéis confundido la necesidad con el amor?
Hacia el amanecer del día siguiente, el inverosímil trío llegó al último castillo. Era más
alto que los otros y sus muros parecían más gruesos. Confiado de que atravesaría
velozmente este castillo, el caballero cruzó el puente levadizo con los animales.
Cuando estaban a medio camino se abrió de golpe la puerta del castillo y un
enorme y amenazador dragón cubierto de relucientes escamas verdes surgió de su
interior echando fuego por la boca. Espantado, el caballero se paró en seco.
Había visto muchos dragones, pero este no se parecía a ninguno. Era enorme, y las
llamas salían no solo de su boca, como sucedía con cualquier dragón común y
corriente, sino también de sus ojos y oídos. Y, por si eso fuera poco, las llamas eran
azules, lo cual quería decir que este dragón tenía un alto contenido de butano.
El caballero buscó su espada, pero su mano no encontró nada. Comenzó a
temblar. Con una voz débil e irreconocible, el caballero pidió ayuda a Merlín, mas,
para su desesperación, el mago no apareció.
—¿Por qué no viene? —preguntó ansiosamente, al tiempo que esquivaba una
llamarada azul del monstruo.
—No lo sé —replicó Ardilla—. Normalmente se puede contar con él.
Rebeca, sentada sobre el hombro del caballero, ladeó la cabeza y escuchó con
atención.
—Por lo que he podido captar, Merlín está en París, asistiendo a una conferencia
sobre magos.
«No me puede abandonar ahora —se dijo el caballero—. Me prometió que no
habría dragones en el Sendero de la Verdad».
—Se refería a dragones comunes y corrientes —rugió el monstruo con una voz
que hizo temblar los árboles y que por poco hizo caer a Rebeca del hombro del
caballero.
La situación parecía seria. Un dragón que podía leer las mentes era definitivamente
lo peor que se podía esperar pero, de alguna manera, el caballero logró dejar de
temblar. Con la voz más fuerte y potente que pudo, gritó:
—¡Fuera de mi camino, bombona de butano gigante!
La bestia bufó lanzando fuego en todas direcciones.
—Caramba, ¡qué atrevido el gatito asustado!
El caballero, que no sabía qué más hacer, intentó ganar tiempo.
—¿Qué haces en el Castillo de la Voluntad y la Osadía? —preguntó.
—¿Hay algún sitio mejor donde yo pueda vivir? Soy el Dragón del Miedo y la
Duda.
El caballero reconoció que el nombre era muy acertado. Miedo y duda era
exactamente lo que sentía.
El dragón volvió a vociferar:
—Estoy aquí para acabar con todos los listillos que piensan que pueden derrotar a
cualquiera simplemente porque han pasado por el Castillo del Conocimiento.
Rebeca susurró al oído del caballero:
—Merlín dijo una vez que el conocimiento de uno mismo podía matar al Dragón
del Miedo y la Duda.
—¿Y tú lo crees? —susurró el caballero.
—Sí —afirmó Rebeca con firmeza.
—¡Pues, entonces, encárgate tú de ese lanzallamas verde!
El caballero dio media vuelta y cruzó el puente levadizo corriendo, en retirada.
—¡Jo, jo, jo! —rio el dragón, y con su último «jo» por poco quema los pantalones
del caballero.
—¿Os retiráis después de haber llegado tan lejos? —preguntó Ardilla, mientras el
caballero se sacudía las chispas de la espalda.
—No lo sé —replicó él—. He llegado a habituarme a ciertos lujos, como vivir.
Sam intervino:
—¿Cómo te soportas si no tienes la voluntad y la osadía de poner a prueba el
conocimiento que tienes de ti mismo?
—¿Tú también crees que el conocimiento de uno mismo puede matar al Dragón
del Miedo y la Duda? —preguntó el caballero.
—Por supuesto. El conocimiento de uno mismo es la verdad, y ya sabes lo que
dicen: «la verdad es más poderosa que la espada».
—Ya sé que eso es lo que se dice, pero ¿hay alguien que lo haya probado y haya
sobrevivido? —preguntó sutilmente el caballero.
Tan pronto como acabó de pronunciar estas palabras, el caballero recordó que no
necesitaba probar nada. Era bueno, generoso y amoroso. Por lo tanto, no debía sentir
ni miedo ni dudas. El dragón no era más que una ilusión.
El caballero dirigió la mirada a través del puente hacia donde se encontraba el
monstruo lanzando fuego hacia unos arbustos, por lo visto para no perder la práctica.
Con el pensamiento en la mente de que el dragón solo existía si él creía que existía, el
caballero inspiró profundamente y, con lentitud, volvió a atravesar el puente levadizo.
El dragón, por supuesto, fue a su encuentro, bufando y echando fuego. Esta vez,
sin embargo, el caballero siguió adelante. Pero el coraje del caballero no tardó en
comenzar a derretirse, al igual que su barba, con el calor de las llamaradas del dragón.
Con un grito de temor y angustia, dio media vuelta y salió corriendo.
El dragón dejó escapar una poderosa carcajada y disparó un chorro de fuego
contra el caballero en retirada. Con un aullido de dolor, el caballero atravesó el puente
como una bala, con Rebeca y Ardilla tras él. Al divisar un pequeño arroyo, sumergió
rápidamente su chamuscado trasero en el agua fresca, sofocando las llamas en el acto.
Ardilla y Rebeca intentaban consolarlo desde la orilla.
—Habéis sido muy valiente —dijo Ardilla.
—No está mal por tratarse del primer intento —añadió Rebeca.
Sorprendido, el caballero la miró desde donde estaba.
—¿Cómo que el primer intento?
Ardilla le respondió con toda naturalidad:
—Tendréis más suerte la segunda vez.
El caballero respondió enfadado:
—Tú irás la segunda vez.
—Recordad que el dragón es solo una ilusión —dijo Rebeca.
—¿Y el fuego que sale de su boca? ¿Eso también es una ilusión?
—En efecto —respondió Rebeca—, el fuego también era una ilusión.
—Entonces, ¿cómo es que estoy sentado en este arroyo con el trasero quemado?
—exigió el caballero.
—Porque vos mismo hicisteis que el fuego fuera real, le dais el poder de quemar
vuestro trasero o cualquier otra cosa —dijo Ardilla.
—Tienes razón —corroboró Sam—. Debes regresar y enfrentarte al dragón de una
vez por todas.
El caballero se sintió acorralado. Eran tres contra uno. O, mejor dicho, dos y
medio contra uno; la mitad Sam del caballero estaba de acuerdo con Ardilla y Rebeca,
mientras que la otra mitad quería permanecer en el arroyo.
Mientras el caballero luchaba contra un coraje que flaqueaba, oyó a Sam decir:
—Dios le dio coraje al hombre. El hombre da coraje a Dios.
—Estoy harto de intentar comprender el significado de las cosas. Prefiero
quedarme sentado en el arroyo y descansar.
—Mira —lo animó Sam—, si te enfrentas al dragón hay una posibilidad de que lo
elimines, pero si no te enfrentas a él, es seguro que él te destruirá.
—Las decisiones son fáciles cuando solo hay una alternativa —dijo el caballero.
Se puso en pie de mala gana, inspiró profundamente y cruzó el puente levadizo
una vez más. El dragón le miró incrédulo. Era un tipo verdaderamente terco.
—¿Otra vez? —bufó—. Bueno, esta vez sí que te pienso quemar.
Pero esta vez el caballero que marchaba hacia el dragón era otro; uno que cantaba
una y otra vez: «el miedo y la duda son ilusiones».
El dragón lanzó gigantescas llamaradas contra el caballero una y otra vez pero, por
más que lo intentaba, no lograba hacerlo arder.
A medida que el caballero se iba acercando, el dragón se iba haciendo cada vez
más pequeño, hasta que alcanzó el tamaño de una rana. Una vez extinguida su llama,
el dragón comenzó a lanzar semillas. Estas semillas —las Semillas de la Duda—
tampoco lograron detener al caballero.
El dragón se iba haciendo aún más pequeño a medida que continuaba avanzando
con determinación.
—¡He vencido! —exclamó el caballero victorioso.
El dragón apenas podía hablar.
—Quizás esta vez, pero regresaré una y otra vez para bloquear tu camino.
Dicho esto, desapareció con una explosión de humo azul.
—Regresa siempre que quieras —le gritó el caballero—. Cada vez que lo hagas,
yo seré más fuerte y tú más débil.
Rebeca voló y aterrizó en el hombro del caballero.
—Lo veis, yo tenía razón. El conocimiento de uno mismo puede matar al Dragón
del Miedo y la Duda.
—Si realmente creías que era sí, ¿por qué no me acompañaste cuando me acerqué
al dragón? —preguntó el caballero, que ya no se sentía inferior a su amiga
emplumada.
Rebeca mulló sus plumas.
—No quería interferir. Era vuestro viaje.
Divertido, el caballero estiró el brazo para abrir la puerta del castillo, pero ¡el
Castillo de la Voluntad y la Osadía había desaparecido!
Sam le explicó:
—No tienes que aprender sobre la voluntad y la osadía porque acabas de
demostrar que ya la posees.
El caballero echó la cabeza hacia atrás, riendo de pura alegría. Podía ver la cima de
la montaña. El sendero parecía aún más empinado que antes, pero no importaba.
Sabía que ya nada le podía detener.
7
La cima de la verdad
FIN
ROBERT FISHER nació en Long Beach, California. Con 19 años comenzó a escribir
guiones para cómicos de la talla de Groucho Marx, Lucille Ball, Bob Hope, George
Burns o Alan King. Ha sido el autor y coautor de más de 400 programas radiofónicos
de comedia y cerca de 1200 programas televisivos. Obtuvo el premio Emmy por la
serie «Danny Thomas», además de los premios Sylvania y St. Christopher en el
género «Mejor comedia del año». Sus obras de teatro y musicales también han
cosechado excelentes críticas y numerosos galardones.