Prólogo A Poca Cosa - Version
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El sótano de la clínica
Inventario
— ¿Jugamos?
—Tu zapato izquierdo está en la puerta del baño y el derecho está
dado vuelta a los pies de la cama, con los cordones atados —decís.
Este es tu juego, el inventario de la ropa es tu manera poética de
saldar las deudas de la noche anterior. Algunas veces me pregunto si
te fijás dónde cae la ropa. Desde la cama veo la punta del zapato iz-
quierdo asomada en la puerta del baño; el otro pie no se ve pero más
tarde se hará el inventario y se lo buscará al final de juego.
—Tu remera está en aquel rincón, sobre tu sandalia izquierda —
digo y señalo.
—Tus medias están enredadas en el cubrecama —decís.
—Y tu corpiño también.
Cuando te encontré disfrutabas del hastío de los hombres, ¿qué ha
cambiado que ahora puedo entrar en tu vida, en tu casa, y jugar este
juego?.
—Tu camisa en el ropero.
—Tu pantalón debajo de la cama.
—Tu vergüenza en el baño.
—Tu virginidad en la memoria.
Seguimos. Ahora es momento de disfrutar. No de buscar respues-
tas. Después llegará el adiós. Nos vestiremos en silencio. Vos irás al
baño. Y te quejarás de los enredos en el pelo. Yo me pondré el zapato
izquierdo, el de la puerta del baño, y después el derecho que está dado
vuelta, junto a la cama, con los cordones atados.
I
Encendí la televisión. Pensaba escribir un cuento, pero el titular ―el
hilo dental más hot del verano‖ me robó la dignidad. Furioso, apagué
la computadora y salí al balcón. El aroma de mis plantas no logró sa-
carme de la cabeza el culo perfecto que había visto en el televisor.
II
No suelo regar mis plantas muy seguido pero ellas, por su cuenta,
se encargan de crecer y mantenerse fuertes en el ambiente hostil del
balcón. Toqué una hoja de mi flor federal, y la hoja rodeó mi mano.
El rojo cubrió mis dedos y sonreí. Otra hoja se estiró hacia mi pie. Me
agaché, para ver más de cerca. Todas las hojas se acercaron. Y antes
de entender qué pasaba, la planta me succionó.
III
El proceso de reducción fue efectivo en sólo 1 milisegundo. En el
interior de la planta conocí a mucha gente. Sara, la mujer de la cuál es-
toy enamorado, me dice que si no fuera que cada tanto llega alguien
nuevo uno se olvidaría que está en el interior de la planta, y todos vivi-
ríamos como si estuviéramos en el mundo. Ella tiene una teoría: el
―mundo‖ que conocíamos antes también era una planta.
IV
Cada vez me cuesta más recordar que cuando hablan de ―terremo-
to‖ en otro continente se refieren a que una hoja de la planta se movió
y que las inundaciones son consecuencias del riego o la lluvia en el
mundo verdadero.
V
Se desmoronó un pedazo de cielo. Una ciudad vecina desapareció
en el derrumbe. Pero lo más importantes es que a través del agujero
en el cielo se puede ver una imagen blanca. Algunos creen que es una
visión de Dios. Otros que es una gran nave extraterrestre. Yo sé que
es un parte de la pared blanca de mi balcón. Pero no lo digo porque
me acusarían de loco. Para todos, este es el mundo. Y quién sabe, a lo
mejor estoy loco.
Juan Carrá nació en 1978 en Mar del Plata. Es periodista, editor y re-
dactor de las secciones Policiales y Cultura del diario El Atlántico.
Trabajó como colaborador del diario La Capital. Es docente en el Ins-
tituto Eter de Mar del Plata y también realizador del blog sobre géne-
ro negro Criminis Causa (criminiscausa.blogspot.com) Ha publicado
relatos, cuentos y artículos periodísticos en el suplemento de cultura
de Perfil y en la página cultural de Clarín. Fue uno de los participantes
del taller Narrativas de la Narcocultura en América Latina de la FNPI,
dirigida por Gabriel García Márquez, dictado por Cristian Alarcón y
Gabriela Polit.
La muerte de Carla
Sobredosis
Un beso en la mejilla
Guille De Horror nació en 1979 en Mar del Plata. Las ficciones que
aquí se presentan son las primeras en ser publicadas y, además, las
primeras que ha escrito en su vida.
Sabía
Sabía que no debía salir del baño. De cualquier modo era hombre
muerto pero no por eso iba a facilitarle el trabajo a su asesino. Si lo
habían contratado para matarlo tendría que, por lo menos, derribar la
puerta del pequeño baño.
Se notaba que era un profesional, uno de los mejores sicarios de la
ciudad.
Hacía más de tres horas que lo había visto entrar al viejo complejo
y, desde entonces, no había emitido sonido alguno. No pateó la puerta
del departamento, no revolvió los cajones, no bajó el volumen del tele,
no tosió. Seguramente estaba sentado en una de las sillas de la cocina,
esperándolo, paciente, inmutable, fumando, viendo qué formas capri-
chosas tomaba el humo del cigarrillo antes de desaparecer.
De pronto se decidió, iba a salir. No era un buen final quedarse en-
cerrado, esperando que otro elija el momento de partir. ―Si voy a mo-
rir, que sea cuando yo quiero‖ pensó, y abrió la puerta. Ésta crujió
como crujía cada maldita vez que la abría.
No había nadie. Ni en la cocina, ni en la habitación, ni en el largo
pasillo que los chicos del edificio usaban como autódromo. Respiró
profundo. Se alivió.
Pasaron unos minutos, quince o veinte, quizás más, y una sensa-
ción conocida, horrible y desagradable pero conocida, lo atrapó.
Era ella, la misma inmunda sensación que lo había paralizado un
mediodía de febrero, allá por el ´87 u ´88, y que cada tanto volvía.
Otra vez ella, otra vez la urgente necesidad de esconderse de su asesi-
no. Y se encerró en el baño.
Un instante
11:48
Miro el reloj. Son las 11:48. El mate que se enfría en la mesa y ella
que no viene a tomarlo. No va a venir. Ni a tomar el mate ni a decir-
me que soy una basura. Si, por lo menos, viniese a escupirme su furia,
tendría la suerte de verla una vez más. El calor es asqueroso, no deja
hacer nada. No deja dormir, no deja pensar, no deja vivir. Hay pocas
cosas más asquerosas que el calor asqueroso. Una de ésas es no tener
trabajo. Porque cuando trabajás te fastidia tanto tu jefe, el sueldo o lo
estúpidos que pueden ser tus compañeros tratando de no serlo, que
no pensás en el calor. Así estoy yo, con un calor asqueroso y asquero-
samente sin trabajo. Y ella que no va a venir a tomar el mate que está
enfriándose en la mesa. Tiene razón en algún punto. O en todos. Yo
no estaba en mi mejor momento y volví a hacerlo. Los dos sabíamos
que una vez más significaba la última vez pero no pude evitarlo. No
pude. ―Es el destino‖ me dijo alguien, ―Decile al destino que se vaya a
la mierda‖ contesté. Estoy poniéndome impaciente. Nunca me gustó
esperar, y menos, a quien no tiene pensado venir. Sé que en uno de los
cajones está el revólver. Lo sé pero prefiero no mirar ese cajón. El
mate está helado. La pava está helada. Yo estoy helado, aunque el ca-
lor sea muy grande. Así estamos. El mate, la pava, el revólver y yo.
Todos en la mesa. Todos con calor. O helados. Ya no sé diferenciar.
Estoy desesperándome, muy despacio. No como en las películas don-
de todo pasa muy rápido. En la vida es más lento. Y si hace calor es
más lento todavía. Puedo hacer algo para distraerme pero no quiero.
Quiero quedarme sentado con mis tres nuevos amigos. El mate, la pa-
va y el revólver. Ellos también la esperan. Ellos también están deses-
perados. Los cuatro tenemos los mismos dos problemas. El calor as-
queroso y ella que no viene. Los cuatro con los mismos dos proble-
mas y uno de nosotros es la solución. Son muchas cosas. Me marean.
El calor que no se va, ella que no viene, el revólver que no se va, el
trabajo que no viene. Me voy yo. Me voy por ahí y me llevo a uno de
mis nuevos amigos. Estoy a punto de salir y me freno. No sé por qué
pero vuelvo a entrar. Dejo algo sobre la mesa y me voy. Solo.
ANDRÉS SPENNATO
Sergio Andrés Spennato nació en 1980 en Mar del Plata. Cursó los
estudios primarios en el Instituto San Alberto de esa ciudad. Desde
temprana edad mostró fascinación por la literatura, en especial los
cuentos de Edgard Alan Poe y Horacio Quiroga. Más tarde lo atrapa-
ron autores como Jorge Luis Borges y Julio Cortázar. De la mano de
Rodolfo Walsh y Osvaldo Soriano descubrió su inclinación por el pe-
riodismo. Cursó la carrera de Periodismo en el Instituto ETER Mar
del Plata. Es periodista y escritor amateur. Trabajó en radio como
productor y conductor en distintos emprendimientos.
Usos y destinos.
Viaje
Destiempo
Sándalo
Cada mes el sándalo daba un nuevo brote. Claro que sólo Melisa po-
día apreciarlo. No porque los demás no notaran el evidente crecimien-
to de la planta, sino porque ella nada más era testigo de cada renuevo.
Las ramas del arbusto habían crecido de tal modo que una ola verde
con vivos rojos parecía en perpetua rompiente en el jardín. En las tar-
des de primavera, la pequeña se arrastraba de panza por la hierba unos
metros hasta sortear la espesura de las ramas. Al final, el túnel desem-
bocaba en un claro interno. Allí nacían cada mes los retoños, al abrigo
y la penumbra. La tierra le humedecía la ropa bajo un paisaje en minia-
tura de hojas pecioladas, elípticas, y lampiñas, con dientecillos en el
borde, y flores rosáceas dueñas del aroma más encantador que jamás
se pudiera percibir con los sentidos. En ciertas ocasiones, tardes en las
que la brisa entre las ramas silbaba un arrullo de melancolía, Melisa
guardaba largas horas su sueño en aquel espacio, tendida sobre la tie-
rra, rendida a la fragancia.
—¡Melisa!... ¡Melisa!, salí de ahí— dijo una silueta, que aparecía re-
cortada por el sol del atardecer, apenas reconocible. La niña se metió
entre las ramas y salió al jardín, llena de tierra.
—Vamos adentro, que ya es tarde— dijo la voz quebrada, casi su-
surrando, en lo alto. La pequeña sintió que le tendían la mano para
ayudarla a salir del arbusto. De un tirón inesperado cayó en el suelo
del jardín. Le dolía el hombro. Mientras giraba sobre su espalda, se
tomó el brazo flexionado y lo frotó. En un mismo movimiento alzó la
vista.
Dos sombras gigantes avanzaban a hurtadillas dando hachazos por
la espesura. Golpeaban de lleno la base del sándalo. Los trozos de
tronco verde saltaban en incontables astillas en todas direcciones. La
sabia virgen impregnada en las pesadas hojas salpicaba por doquier.
Una baba fina y dulzona, llegaba con dificultad a los canteros por en-
tre las baldosas, formando un río viscoso de rigurosa geometría y cau-
ces programados. La niña corrió hasta que pudo ocultarse en el cober-
tizo trasero. Desde allí sintió el calor intenso. La noche de repente dis-
frazada, reluciente de naranja y amarillo, vestida de crujiente agonía.
Llegó el día y todo fue mañana. Ramas retorcidas, esqueletos ne-
gros, y humaredas espontáneas aquí y allá, poblaban el paisaje ruinoso
del jardín muerto. Algunas personas caminaban con recaudo entre las
cenizas, todavía calientes. Solo el galpón del fondo había quedado en
pie. Una suave brisa hizo ceder los restos de la cuerda que sujetaba la
puerta. Un increíble aroma, un reverdecer de los sentidos, sobrevino
en el aire. Una catarata de frescura invadió el cementerio de troncos
grises. Alguien entró, cautivado por aquella señal. Siguió su intensidad
hasta un pequeño rincón. Allí, en el piso, entre los enseres de jardine-
ría yacía Melisa, atrapada en un profundo sueño, abrazada con vehe-
mencia a un hacha, impregnada de savia.
HÉCTOR RANEA
Héctor Ranea nació en 1950 en Salta, criado en Mar del Plata y la Pa-
tagonia, casado, un hijo. Es poeta, escritor y científico. Doctor en Fí-
sica (UNLP, 1977) especializado en fotónica y aplicaciones de láseres,
miembro de la Carrera del Investigador Científico del CONICET,
Profesor Titular en UNCPBA (Tandil, donde reside) y miembro de
Heliconia Literaria (2008). Publicó: ―Los cazadores de la unificación
perdida‖ (Divulgación científica. Colihue, 1993), ―Profundo corazón
de la marea‖ (Poesía. Editorial Nuevo Reino, 2000), más de cincuenta
trabajos de su especialidad, ―Ficciones en diez tiempos‖ (Andrómeda,
2010). Aparece en algunas antologías, revistas y en los blogs de Heli-
conia.
Lo que queda del plató
Desesperado, salí del baño como estaba; a decir verdad, no muy vesti-
do. Encima, no tengo una figura agraciada, de modo que, en la calle,
mis desnudeces no fueron celebradas con aplausos sino más bien con
horror y frases que denostaban mi condición. Inútil fue decirles qué
había pasado, de modo que seguí corriendo hasta encontrar un policía,
que resultó mujer y que me miró con cara de pocos amigos.
—Hay un muerto en mi baño, oficial —le dije casi sin poder respi-
rar.
—¿Cómo murió? —me dijo mirando sin disimulo mis partes bajas.
—Creo que yo lo maté.
—¿Cree? —dijo sacando su arma reglamentaria—. Acompáñeme a
la Comisaría.
—Pero… ¿Y el muerto?
—No nos necesita —dijo (y tenía cierta lógica) —. Usted quedará
encerrado hasta que se sepa qué le pasó.
—Pero fue involuntario. No quise matarlo —dije.
—Todos dicen lo mismo —contestó con una media sonrisa—.
Vamos.
De pronto, mi capacidad de moverme se anuló, quedé congelado
en el vidrio.
—¡Venga!
—No puedo. Estoy congelado. Debe ser el miedo.
No necesité decir más. Ella disparó tres veces. El espejo estalló en
millones de pedazos. Algunas esquirlas, incluso, la lastimaron leve-
mente.
Cuando me encontraron en el baño de mi casa, desnudo y muerto
de tres tiros de pistola de la policía, ella no pudo explicarlo y de nada
sirvieron en su defensa todos los testigos que aseguraron ver pasar un
espejo por la calle.
Al salir de casa descubrí el caos: habían talado los álamos que escolta-
ban la calle. Vi las copas sobre el asfalto, las marcas del hacha en la
madera. Respiré el aroma de la savia. No pude comprender tanta be-
lleza mutilada. El destructor no debía de estar lejos; decidí buscarlo.
Lo encontré cerca del río, junto al único álamo que quedaba intac-
to. Agotado por la ejecución, descansaba de pie, encorvado sobre el
mango del hacha. El filo centelleaba como si pidiera a gritos el golpe
en la madera.
—Por qué —dije sin fuerzas, con más tristeza que rabia.
—No sé, no pude evitarlo —se encogió de hombros y me miró
con seriedad—. Hay actos imposibles de explicar, están más allá del
entendimiento. Yo necesito talar árboles, no me pregunte por qué —
hizo un ademán para ahuyentarme—. Ahora, déjeme cortar el último
antes de volver a casa.
En un intento por detenerlo me abracé al tronco.
—Por favor —supliqué—, no siga.
El hombre alzó el hacha, que apenas podía sostener sobre sus
hombros. Y al cerrar los ojos sentí cómo el filo insaciable me cercena-
ba las piernas.
Un chamán
Vacío
Todo comienza con un pan duro y dos almas que se lo disputan, cua-
tro manos que lo agarran, lo aprietan, manos agarrotadas y heridas, de
mendigos ansiosos en la noche helada. Manos con uñas tenaces como
garras de aves de rapiña, forcejeando en lo más hondo de un callejón.
El pan es una presa entibiada por el hálito de las bocas hambrientas y
el calor de los dedos que se retuercen, hasta que lo hacen caer...
Y antes de tocar el suelo, es atrapado por un perro desesperado.
Sí, el pan queda en boca de ese intruso surgido inesperadamente de
las sombras. Temerosos, los mendigos lo acechan, lo acorralan, y ven
por los lacrimosos ojos del animal el reflejo de su propia desespera-
ción. Ven los colmillos hundirse en el bocado y la espuma blanca que
lo contamina. El animal avanza hacia la salida, rozando la pared. Fi-
nalmente se pierde en la oscuridad.
Pero la rabia etérea persiste, flota en la atmósfera, y furtivamente se
infiltra en las dos almas beligerantes que crispan ya sus puños vacíos y
se cruzan miradas de odio.
La pugna entre ellos por el alimento perdido no se desvanece sino
que degenera ahora en una riña sangrienta, una riña más de bestias que
de hombres. Con golpes, arañazos, mordeduras, aullidos. Y habrá que
ver quién se comerá a quién.
MARTÍN GARDELLA
Terapéutica
Reunión de consorcio
Para asegurarse una vida sin desgracias, usted no debe cruzarse con un
gato negro, pasar por debajo de una escalera, romper un espejo, barrer
de noche, cortar una cadena de la felicidad, levantarse con el pie iz-
quierdo, coleccionar caracoles de mar, abrir un paraguas dentro de la
casa, sentarse a una mesa de trece personas, brindar con agua, derra-
mar la sal, ver a la novia antes de la ceremonia, ni leer este instructivo.
Algo en común
BIOGRAFIA – CV
El fin del mundo
Hasta la siguiente
Era una tarde sofocante, de siesta sin sábanas. Así, Zoe descubrió la
erección de Alan durante el sueño. Tentada, divertida, cobijó la hin-
chazón entre sus manos. Alan soltó notas de placer, pero no se des-
pertó.
Zoe intuyó que no protagonizaba aquella fantasía. Celosa, dio bata-
lla a su rival onírica. Montó sobre Alan, que soñaba escenas de carna-
val. Lucía una máscara apocalíptica, deforme, intimidante. Ella, Zoe, a
cara descubierta, aguardaba contra un muro, dispuesta. Lejos del gen-
tío, gozaron. El clímax fue simultáneo.
Nueve meses después, Zoe parió un monstruo.
Diagnóstico
Lo visible y lo invisible
Cada vez que recorro la carretera por la noche me toman por sorpresa
dos pensamientos. El primero es la pregunta de cómo serán (si es que
son) esos parajes mientras no estoy para verlos, acostado en mi cama
por ejemplo o recorriendo la intimidad de la ciudad, y el segundo es
qué estará ocultándome la oscuridad impenetrable. De niño sentía lo
mismo ante el mar; imaginaba que el fondo debía existir independien-
temente de mi percepción, si es que el universo era coherente, y que
allí habitaban criaturas imposibles bajo el sol, quimeras, dragones o
sirenas por ejemplo. Era, en cualquier caso, un signo del gran desco-
nocido, de aquello que jamás podría llegar a conocer o comprender.
En esta ocasión era una noche sin luna y casi nublada por comple-
to. El ómnibus atravesaba un tramo de la carretera en la que el alum-
brado había dejado de funcionar hacía tiempo, por lo que la sensación
de adentrarme por un túnel de cristal que atravesaba un lago de petró-
leo era ineludible. Entonces reparé en una linterna que llevaba en esos
viajes; no me era posible abrir la ventanilla, pero supuse que si la
apuntaba hacia aquella nada aquella nada –aquel infinito de posibilida-
des– y encendía el haz de luz estaría por lo menos modificando el uni-
verso, imponiéndole mi presencia o violando la ley que establecía que
yo no podía saber absolutamente nada. Apoyé entonces la linterna y la
encendí. Contra toda predicción la luz se abrió camino y, por el mo-
mento en que tuve el valor de mantenerla encendida, ayudada por el
movimiento del ómnibus iluminó a todos los monstruos.
ELAINE VILAR MADRUGA
Dŏlus
Ana se había cortado el dedo con un trozo de vaso roto, mientras in-
tentaba inútilmente limpiar la vajilla. El cristal abrió una zanja pequeña
sobre su carne, y la sangre comenzó a fluir.
Dos goticas cayeron al unísono encima de los platos blancos.
Ana se inclinó sobre ellos para limpiarlos.
Fue entonces que vio, encima de aquellas dos gotas de sangre, a la
barquichuela casi intangible y al remero minúsculo que intentaba es-
capar de los ojos de Ana. Él la miró débilmente, y luego se cubrió el
rostro con las manos.
Por un segundo, la gota de sangre se quedó quieta sobre la superfi-
cie del plato. Después, comenzó a resbalar hacia abajo. Ana gritó, in-
tentó contener la caída, pero la gota, la barquichuela y el remero des-
aparecieron sin un gemido. Solo quedó en el borde del plato una man-
chita púrpura, casi intangible.
Ana se metió el dedo cortado en la boca. Sintió el sabor de la san-
gre, y una decena de remos minúsculos que golpeaban contra sus
dientes.
La columna rota