Prólogo A Poca Cosa - Version

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SEBASTIÁN CHILANO

Sebastián Chilano nació en 1976 en Vicente López, pero reside en


Mar del Plata desde los cuatro años. Escribió las novelas ―Furca. La
cola del lagarto‖, y ―El geriátrico‖, en colaboración con Fernando del Río,
ambas publicadas por Ediciones B. En 2010 el cuento ―Historia cierta
de un soldado” participó en la antología “Tributo a Manuel Mujica Lainez
en su centenario” y ese mismo año publicó, por Ediciones B, su novela
“Riña de gallos”. En 2011 obtuvo mención en el concurso de novela
―Laura Palmer no ha muerto‖ de editorial Gárgola, con la novela ―En
algún otro lugar‖. Y periódicamente escribe en su blog ―En tres noches la
eternidad‖.
Lagartijas brasileras

En algún momento durante el ascenso, la selva a los costados empezó


a ralear. Entre los claros se dibujan, oscuras, unas pocas viviendas
precarias. Sin luz, sin agua, pero todas, seguro, hacinadas. Mi mujer
dice que ya falta poco. Le digo que tengo ganas de mear. Me dice que
elija cualquier baño ―natural‖. Busco un claro del camino, sin casas y
apenas alejado del camino. Me acomodo y veo entre mis pies unas pe-
queñas lagartijas. Una, dos, tres. Corren enloquecidas por mi presen-
cia. Son chiquitas. De la mitad de mi dedo meñique, calculo mientras
me desprendo el abrojo de la malla. Me quedo quieto y las tres vuel-
ven. Y vuelven más. Cuento diez ahora. Les tiro unas gotitas y le
acierto a una en la cara. Abre la boca. Ciega. Enojada. Me sonrío. Les
suelto el chorro y ya son como quince, todas minúsculas, que corren y
abren sus bocas, enojadas y heridas por el líquido que las deja ciegas.
Siento un ruido y giro. Un niño de 6 a 10 años me mira. Lo insulto,
por miedo, pero no me entiende. Hago el gesto de mear hacia él, pero
no se inmuta. Me sacudo. Me acomodo la malla y vuelvo al camino. El
niño no me sigue. Mi mujer, que me espera un tramo más adelante,
me pregunta por qué tardé tanto. No le hablo ni del niño ni de las la-
gartijas.
Seguimos y el camino se hace más estrecho. Ahora una empalizada
lo limita a ambos lados. Mi mujer tiene miedo. Los árboles extienden
sus ramas y forman un techo oscuro sobre el sendero. Parece que ca-
mináramos por un túnel. Nos cruzamos con un hombre que baja a
caballo. Apenas si nos mira, pero el ruido del galope y un saludo más
parecido a un gruñido que otra cosa, nos asusta. Por suerte después
del caballo viene un rayo de sol que marca el final de este camino.
Salimos a una superficie sin árboles: un campo verde sin nada más
que una iglesia. Detrás de la iglesia hay un acantilado y se ve el mar en
el cual nos bañamos como todos los turistas. En este campo verde, en
cambio no hay turistas, sólo está la iglesia. Y está abierta. Mi mujer
quiere entrar. Nos sacamos fotos antes y me quedo fotografiando una
leyenda en la arcada mientras ella entra. Me llama con un grito. Corro
y veo lo que la hizo gritarme. En vez de asustarme, me burlo. Ella se
desespera aún más. En los altares, en vez de imágenes cristianas, hay
lagartijas. Todas de bronce. Todas brillantes en la oscuridad. Le cuen-
to a mi mujer el incidente que tuve y le explico que por eso me burlo.
Ella sigue asustada. Me dice que si es una iglesia pagana, no debería
haber meado a las lagartijas. Le digo que incluso un niño me vio jugar
con las lagartijas y le miento que el niño se divirtió de mi idea. Se abre
una puerta detrás del altar principal y aparece ese mismo niño. Y de-
trás de él otros, y otros, diez, veinte, no sé cuántos. Mi mujer me dice
que las lagartijas de bronce se mueven. Me dice que quiere volver a la
playa. Sentimos un estruendo a nuestras espaldas y no hace falta que
nos demos vuelta para entender que la puerta se cerró. La oscuridad
es suficiente. Los dos lo sabemos. Vamos a morir en una iglesia paga-
na brasilera, rodeados de niños y lagartijas de bronce.

El sótano de la clínica

El doctor le ordenó que le consiguiera una muleta. No le importaba


de dónde. De eso, le dijo, dependía su futuro en el trabajo. Ella buscó
a su supervisora.
— ¿Y de dónde mierda querés que saque una muleta? —le gritó la
supervisora.
—Yo no quiero nada —contestó ella—. La quiere el doctor Celser.
Pensó que la supervisora la iba a insultar. Se limitó a mirarla.
—Buscá en el sótano —le dijo, en cambio.
Ella se quedó quieta. Eso era peor que un insulto. Las leyendas so-
bre el sótano eran memorables. En el sótano estaba la morgue. En el
sótano había un crematorio para residuos patológicos. En el sótano
había un depósito de cosas inútiles. Y esa combinación hacia disparar
la imaginación del personal de la clínica. Se escuchaban historias de
todo tipo. Desde muertos vivos hasta fetos quemados después de
sangrientos abortos clandestinos, pasando por enfermos mentales re-
cluidos en habitaciones especiales hasta un asesino que se escondió
durante dos semanas entre los despojos de los pacientes. Ella pidió la
llave a los dos encargados de mantenimiento y la miraron raro. Le di-
jeron que no tardara mucho. Y nunca más volvió. Algunos dicen que
escapó avergonzada por no encontrar la muleta y que prefirió desapa-
recer antes de enfrentarse con la humillación de ser despedida. Algu-
nos, los más desconfiados, dicen que todavía está en el sótano: que es-
tá encerrada en la habitación de los pertrechos y que algunas noches
puede escuchársela claramente cuando camina marcando el paso con
la muleta que el doctor Celser le insertó tras arrancarle una pierna.

Inventario

— ¿Jugamos?
—Tu zapato izquierdo está en la puerta del baño y el derecho está
dado vuelta a los pies de la cama, con los cordones atados —decís.
Este es tu juego, el inventario de la ropa es tu manera poética de
saldar las deudas de la noche anterior. Algunas veces me pregunto si
te fijás dónde cae la ropa. Desde la cama veo la punta del zapato iz-
quierdo asomada en la puerta del baño; el otro pie no se ve pero más
tarde se hará el inventario y se lo buscará al final de juego.
—Tu remera está en aquel rincón, sobre tu sandalia izquierda —
digo y señalo.
—Tus medias están enredadas en el cubrecama —decís.
—Y tu corpiño también.
Cuando te encontré disfrutabas del hastío de los hombres, ¿qué ha
cambiado que ahora puedo entrar en tu vida, en tu casa, y jugar este
juego?.
—Tu camisa en el ropero.
—Tu pantalón debajo de la cama.
—Tu vergüenza en el baño.
—Tu virginidad en la memoria.
Seguimos. Ahora es momento de disfrutar. No de buscar respues-
tas. Después llegará el adiós. Nos vestiremos en silencio. Vos irás al
baño. Y te quejarás de los enredos en el pelo. Yo me pondré el zapato
izquierdo, el de la puerta del baño, y después el derecho que está dado
vuelta, junto a la cama, con los cordones atados.

Hombre en una maceta

I
Encendí la televisión. Pensaba escribir un cuento, pero el titular ―el
hilo dental más hot del verano‖ me robó la dignidad. Furioso, apagué
la computadora y salí al balcón. El aroma de mis plantas no logró sa-
carme de la cabeza el culo perfecto que había visto en el televisor.

II
No suelo regar mis plantas muy seguido pero ellas, por su cuenta,
se encargan de crecer y mantenerse fuertes en el ambiente hostil del
balcón. Toqué una hoja de mi flor federal, y la hoja rodeó mi mano.
El rojo cubrió mis dedos y sonreí. Otra hoja se estiró hacia mi pie. Me
agaché, para ver más de cerca. Todas las hojas se acercaron. Y antes
de entender qué pasaba, la planta me succionó.

III
El proceso de reducción fue efectivo en sólo 1 milisegundo. En el
interior de la planta conocí a mucha gente. Sara, la mujer de la cuál es-
toy enamorado, me dice que si no fuera que cada tanto llega alguien
nuevo uno se olvidaría que está en el interior de la planta, y todos vivi-
ríamos como si estuviéramos en el mundo. Ella tiene una teoría: el
―mundo‖ que conocíamos antes también era una planta.

IV
Cada vez me cuesta más recordar que cuando hablan de ―terremo-
to‖ en otro continente se refieren a que una hoja de la planta se movió
y que las inundaciones son consecuencias del riego o la lluvia en el
mundo verdadero.
V
Se desmoronó un pedazo de cielo. Una ciudad vecina desapareció
en el derrumbe. Pero lo más importantes es que a través del agujero
en el cielo se puede ver una imagen blanca. Algunos creen que es una
visión de Dios. Otros que es una gran nave extraterrestre. Yo sé que
es un parte de la pared blanca de mi balcón. Pero no lo digo porque
me acusarían de loco. Para todos, este es el mundo. Y quién sabe, a lo
mejor estoy loco.

Demasiadas películas de ciencia ficción

Un poco hartos, decidieron bajar en otro planeta. Encontraron más


de lo mismo: rocas, viento, minerales desconocidos y una carencia de
oxígeno repetida. Para colmo el geólogo se puso a disertar sobre las
piedras inútiles que encontraban y les hacía cargar. La tripulación es-
peraba encontrar otras cosas: plantas carnívoras, dinosaurios, extrate-
rrestres, mujeres amazonas desnudas, aunque sea restos de expedicio-
nes previas devastadas por un misterio tan psicológico como aterra-
dor. Pero nada. Nunca nada. Rocas y más rocas y la excitación cre-
ciente del geólogo. No supieron de quién fue la idea. Pero todos estu-
vieron de acuerdo. Abandonaron al geólogo en un planeta oscuro e
innominado con la intención de volver a buscarlo en un mes y encon-
trarlo loco, agresivo, mutante, o transformado en cualquier cosa que
pudiera entretenerlos.
JUAN CARRÁ

Juan Carrá nació en 1978 en Mar del Plata. Es periodista, editor y re-
dactor de las secciones Policiales y Cultura del diario El Atlántico.
Trabajó como colaborador del diario La Capital. Es docente en el Ins-
tituto Eter de Mar del Plata y también realizador del blog sobre géne-
ro negro Criminis Causa (criminiscausa.blogspot.com) Ha publicado
relatos, cuentos y artículos periodísticos en el suplemento de cultura
de Perfil y en la página cultural de Clarín. Fue uno de los participantes
del taller Narrativas de la Narcocultura en América Latina de la FNPI,
dirigida por Gabriel García Márquez, dictado por Cristian Alarcón y
Gabriela Polit.
La muerte de Carla

El reflejo de la luna brilla en las canas que abundan la cabellera del


asesino. Su cuerpo pende atado a una sábana. Su peso, tan muerto
como él, cae perpendicular al piso de la minúscula celda. Allí decidió
terminar. Allí le dijo basta a los fantasmas que lo acosaban desde aquel
día.
Las manos chorrean gotas viscosas sobre el parquet plastificado de
la habitación. Carla ya no llora, pero sus lágrimas se mezclan con el
hilo escarlata que le surca el cuello. La mira. Aún es bella, todavía la
muerte no pudo arrebatarle el brillo de los ojos.
Tendida sobre el parquet, Carla pareciera mirarlo. Pero en las ma-
nos tiene la prueba de que no es posible.
Se observa. Sus dedos están enguantados en un rojo pegajoso, ti-
bio. Quiere lavarse, pero sabe que de hacerlo ya no la sentirá cerca.
Sentado en el borde de la cama respira profundo, busca en el aire la
posibilidad de algo puro. Pero hasta el aire huele a muerte. Hasta el
oxígeno se ha contaminado con el hedor de la desesperación.
Los gritos de Carla todavía retumban en su cabeza.

— ¡No papá, por favor, no lo hagas! —gritaba entre sollozos mien-


tras él avanzaba obnubilado por el odio.
—Pará, por favor, la culpa no es mía —imploraba Carla apelando a
algún resquicio de cordura en ese hombre que alguna vez fue su pro-
tector.

Ahora piensa en ella y no se arrepiente. Sabe que ha cometido el


hecho más atroz de su vida, pero no se arrepiente. No puede hacerlo.
Si lo hiciera no tendría más remedio que matarse.

—-Sin arrepentimiento no hay dolor. ¿Entendés linda? —susurró.

La persiana de madera deja colar los rayos de sol de las primeras


horas de la tarde. También, se filtra el sonido de vecinos y curiosos
que se agolpan en la vereda pidiendo justicia. Las voces se acallan con
el sonido de las sirenas de los móviles policiales que van llegando.
Sonríe. Sabe que tarde o temprano entrarán por él. Sonríe. Sabe
que la hija de puta de su mujer está afuera con la conchuda de su sue-
gra. Sonríe. Intuye que las dos están desesperadas y eso, sólo eso, a él
lo pone feliz.
Es que Carla está muerta por eso. Para eso. Para que la hija de puta
se pudra en vida. Para que sepa quién es él. Para que nunca más en su
vida se le ocurra decirle que no lo ama.
Ahí, en esa misma habitación empezó todo. Cuando la hija de puta
se atrevió a decirle que se iba con Carla. Y mientras se lo decía la ye-
gua de la madre la esperaba abajo, en el comedor.
Los golpes en la puerta de madera retumban en la planta baja de la
casa, mientras él sigue sentado en el borde de la cama matrimonial ob-
servando el brillo perlado de los dientes de Carla que se asoman entre
los labios pálidos.
Los sonidos no lo alteran. En su cabeza está el sonido gutural del
puñal lacerando el cuello de la chica. El aire escapando sonoro por el
tajo que sangraba a borbotones.
Ahora el puñal está semisumergido en charco renegrido que co-
mienza a coagularse, acelerado por el calor de la tarde de verano. Lo
mira y se recuerda afilándolo en la piedra. En busca de un filo parejo;
para que la herida sea un ardor similar a una quemadura.
Carla estaba en el baño. La vio salir, se acercó con la mirada perdi-
da. Carla se dio cuenta que algo malo pasaba. Retrocedió sin quitar los
ojos del puñal que esgrimía su padre. Sentía que las piernas se le aflo-
jaban.
Rogó, imploró, pero nada sacó del trance a ese hombre que avan-
zaba con la mirada perdida. Rogó, imploró, pero nada ni nadie iba a
interponerse entre él y su objetivo.
Estiró la mano izquierda y le presionó con firmeza la mandíbula
casi hasta partirla. La tiró al piso y sin dejarla reaccionar fue sobre ella
y clavó el puñal afilado en el yugular. Se recuerda haciéndolo y repara
en ese sonido estremecedor del roce del acero con la carne. Sin em-
bargo, sigue incólume. Si no fuera por sus manos ensangrentadas y el
cuerpo dividido de Carla, parecería que nada pasó en ese cuarto.
Ya no escucha los sonidos del exterior, ni siquiera su respiración.
Todo parece suspendido hasta que ve entrar a los primeros hombres
vestidos de azul. Uno se arroja sobre él, mientras otro se toma la ca-
beza ante la escena dantesca.
Él los mira y no dice nada. No escucha, tampoco, los insultos ni
los gritos de dolor de su esposa. Tampoco los de su suegra. Cierra los
ojos y se deja llevar, sin saber a dónde, pero con la certeza de que aho-
ra estará a salvo.

Sobredosis

Apenas levantó la cabeza sintió el hormigueo enfermizo recorriéndole


en diagonal desde el costado izquierdo de la nariz, justo abajo del ojo
que lagrimea sin parar, hasta la punta de la pera. Pareciera que esa par-
te de la cara ya no le pertenece. Que fuera carne muerta. Se toca con la
punta del dedo y pareciera que tiene un pedazo de goma. Así siente la
cara. Deformada. Y sabe que solamente un whisky puede ayudarlo a
bajar.
La mandíbula está rígida. Demasiado. La boca abierta no logra con-
tener el hilo de baba que cae por el costado y forma un pequeño char-
co en la mesa transparente. Se mezcla con los restos de cristales que
antes fueron una raya perfecta.
No resiste la tentación. Arrastra con el índice el mar de baba y lo
refriega con violencia en la encía superior. No siente nada. Pero sabe
que el brebaje alargará la anestesia.
Tres hielos. El chorro de Jammenson los cubre. Los baña y los deja
flotando. El pulso está firme tanto como su rostro. Mueve la botella
para que el chorro caiga más deprisa, mientras se mira hipnótico en el
reflejo del vidrio verde.
No siente mucho. O sí. Pero no sabe qué. Esta literalmente aneste-
siado. Ni siquiera se da cuenta de que un hilo de sangre le surca el pe-
queño trecho que separa la nariz de la boca.
La lengua se desliza entre los dientes alocada en busca de sabores
perdidos por el hormigueo frenético. Pero sabe que hay sabor y lo
busca.
Tiene los dientes sucios. Ásperos. Inclina el codo al máximo, traga
sin sentir. La garganta no arde, porque no siente. Pero se irrita con el
calor del whisky que por un rato baja apenas la dureza.
Traga. Siente el liquido pasar espeso, pero sin gusto. Siente que se
hiere la garganta, pero que la nariz se recupera y va por más.
Por eso busca otra vez en la bolsa. Busca con la punta del dedo ín-
dice. Lo moja primero en la lengua dormida y después lo empapa en el
polvo cristalino y blanco. Después a la nariz. Directo. Aspirar y volver
a sentir la parálisis ardiente penetrando hasta lo más profundo. Aspira
y sigue. Junta el moco enriquecido y lo vuelve a frotar por las encías ya
dormidas. Y sigue anestesiado. Sin sentir siquiera el nuevo éxtasis
mientras el polvo lacera su alma y la sangre se derrama en un último
alerta de destrucción.
Así sigue. No siente que su cuerpo ya no responde y tampoco sien-
te que en cada pase se agota más que la bolsa.

Un beso en la mejilla

El mar golea con fuerza contra la escollera. La marea enmudece el


ambiente. Santiago mira al horizonte sin mirar. Piensa. Recuerda. La
bruma salina le moja la cara. Cierra los ojos y respira profundo. Se lle-
na los pulmones de mar. Y llora. A sus pies, las rocas comienzan a te-
ñirse de rojo. Marcela sangra en el último aliento. Está irreconocible.
La bala borró las mejores facciones de su rostro.
En ese mismo lugar se habían conocido. Ella sacaba fotos a las olas
que explotaban contra las rocas. Él leía al sol, sin poder concentrarse.
La presencia de Marcela lo inquietaba. No era linda, dirá luego ante el
Tribunal, pero le excitaba verla tan metida en lo suyo. Por eso se acer-
có y le habló. Le invitó una cerveza y después, envuelto en movimien-
tos torpes, logró besarla.
De ese día habían pasado cinco años. En el medio, el enamora-
miento que se fue desvaneciendo en una extraña rutina que ellos deci-
dieron llamar amor. Después, los celos. De ella ante las llegadas tarde
de Santiago. De él ante las negativas de Marcela ante cada caricia.
—Seguro estás con otro, por eso no querés coger —le había dicho
un par de días antes mientras se daban la espalda en la cama. Ella lo
miró, sonrió en una mueca burlona y se encogió de hombros. Se le-
vantó y se fue. Santiago nunca supo que apenas cruzó la puerta Mar-
cela rompió en llanto. A esa altura no importaba mucho. Santiago no
durmió. La llamó más de treinta veces, pero el teléfono estaba apaga-
do. Le dejó mensaje: ―llamame por favor‖, ―llama hija de puta‖, ―per-
doname por favor‖, ―no sé lo que hago‖, ―te amo‖.
Marcela escuchó y borró todos los mensajes. Después llamó. Que
ya no quiero verte, que no nos hacemos bien, que vos cambiaste y ya
no sos lo que quiero.
Pero igual accedió a la súplica de la última cita. Decirse todo cara a
cara. Al fin de cuentas, cinco años juntos merecían un final digno.
Por eso fue a la escollera. Quedaron en verse en el lugar que los
unió. Terminar donde todo empezó, le había dicho Santiago.
Después del beso en la mejilla que anunciaba el final, la boca fría
de un revólver se posó en su cara. Santiago la miró a los ojos y antes
de disparar dijo entre dientes:
—No me beses en la mejilla.
GUILLE DE HORROR

Guille De Horror nació en 1979 en Mar del Plata. Las ficciones que
aquí se presentan son las primeras en ser publicadas y, además, las
primeras que ha escrito en su vida.
Sabía

Sabía que no debía salir del baño. De cualquier modo era hombre
muerto pero no por eso iba a facilitarle el trabajo a su asesino. Si lo
habían contratado para matarlo tendría que, por lo menos, derribar la
puerta del pequeño baño.
Se notaba que era un profesional, uno de los mejores sicarios de la
ciudad.
Hacía más de tres horas que lo había visto entrar al viejo complejo
y, desde entonces, no había emitido sonido alguno. No pateó la puerta
del departamento, no revolvió los cajones, no bajó el volumen del tele,
no tosió. Seguramente estaba sentado en una de las sillas de la cocina,
esperándolo, paciente, inmutable, fumando, viendo qué formas capri-
chosas tomaba el humo del cigarrillo antes de desaparecer.
De pronto se decidió, iba a salir. No era un buen final quedarse en-
cerrado, esperando que otro elija el momento de partir. ―Si voy a mo-
rir, que sea cuando yo quiero‖ pensó, y abrió la puerta. Ésta crujió
como crujía cada maldita vez que la abría.
No había nadie. Ni en la cocina, ni en la habitación, ni en el largo
pasillo que los chicos del edificio usaban como autódromo. Respiró
profundo. Se alivió.
Pasaron unos minutos, quince o veinte, quizás más, y una sensa-
ción conocida, horrible y desagradable pero conocida, lo atrapó.
Era ella, la misma inmunda sensación que lo había paralizado un
mediodía de febrero, allá por el ´87 u ´88, y que cada tanto volvía.
Otra vez ella, otra vez la urgente necesidad de esconderse de su asesi-
no. Y se encerró en el baño.

Un instante

Cerró la puerta de la habitación y se tiró en la cama. Puso ese disco de


Porretas y observó que, por el agujero de la media, asomaba el dedo
gordo. Pensó en eso un instante y cuando iba a prestarle atención a la
música, se dio cuenta de que había terminado.
¿Era amor?

No recuerdo cuando fue la última vez que la vi. No lo recuerdo. Su-


pongo que habrá sido el verano pasado, de noche seguramente, por-
que siempre nos veíamos de noche. Creo que ésa vez no nos dijimos
ni una palabra. Solamente nos miramos durante un largo tiempo. En
realidad yo la miraba, casi hipnotizado mientras ella caminaba, muy
despacio, de un lado a otro. Pensé que era amor lo que sentía y se lo
dije. No me contestó. O sí, pero no con palabras y, entonces, entendí
todo. Entendí que lo que me llenaba el corazón era odio. Sí, odio. La
odiaba con todas mis fuerzas, día y noche, como odian los que pier-
den, como odio yo. Un año después aparecía nuevamente. Altiva, va-
nidosa, hermosa, despreciable. Quise hablarle pero no me animé. No
tenía el valor para hacerlo. Quizás sí lo tenía y me daba miedo imagi-
nar el momento en que nuestros ojos se chocasen y los míos salieran
heridos de muerte.
Me puse a pensar en el amor. Amor de madre. Amor de hermanos.
Amor de pareja. Amor con mayúsculas. ¿Y el nuestro? ¿Era amor? ¿Se
puede amar a un animal? ¿Y a un insecto? Yo lo hacía, o creí hacerlo
hasta que fui burlado. ¿Es posible desearle el mal a una araña? ¿Guar-
darle rencor? Porque la odiaba. Profundamente. Amor profundo, odio
profundo, sentimientos profundos. Uno de éstos, o el otro, o los dos
al mismo tiempo, nublaron mi visión. Me cegué, perdí el olfato como
lo pierden los perros cuando pelean. Y ataqué. La maté. Escribí el fi-
nal de su historia y me sentí bien al hacerlo. Dejé su cuerpo seco en la
pared como recuerdo de lo que no fue. La miro y pienso. La miro y
pienso. Más la miro, más pienso. En sus afectos, mis miedos, su vida,
mis frustraciones, sus sueños, mi desesperación.
Ahora, con ella en la pared y conmigo en la cama, voy a intentar
dormir. No estoy muy seguro de poder lograrlo pero no me preocupa,
llegado el caso, sé cómo reencontrarnos.

11:48

Miro el reloj. Son las 11:48. El mate que se enfría en la mesa y ella
que no viene a tomarlo. No va a venir. Ni a tomar el mate ni a decir-
me que soy una basura. Si, por lo menos, viniese a escupirme su furia,
tendría la suerte de verla una vez más. El calor es asqueroso, no deja
hacer nada. No deja dormir, no deja pensar, no deja vivir. Hay pocas
cosas más asquerosas que el calor asqueroso. Una de ésas es no tener
trabajo. Porque cuando trabajás te fastidia tanto tu jefe, el sueldo o lo
estúpidos que pueden ser tus compañeros tratando de no serlo, que
no pensás en el calor. Así estoy yo, con un calor asqueroso y asquero-
samente sin trabajo. Y ella que no va a venir a tomar el mate que está
enfriándose en la mesa. Tiene razón en algún punto. O en todos. Yo
no estaba en mi mejor momento y volví a hacerlo. Los dos sabíamos
que una vez más significaba la última vez pero no pude evitarlo. No
pude. ―Es el destino‖ me dijo alguien, ―Decile al destino que se vaya a
la mierda‖ contesté. Estoy poniéndome impaciente. Nunca me gustó
esperar, y menos, a quien no tiene pensado venir. Sé que en uno de los
cajones está el revólver. Lo sé pero prefiero no mirar ese cajón. El
mate está helado. La pava está helada. Yo estoy helado, aunque el ca-
lor sea muy grande. Así estamos. El mate, la pava, el revólver y yo.
Todos en la mesa. Todos con calor. O helados. Ya no sé diferenciar.
Estoy desesperándome, muy despacio. No como en las películas don-
de todo pasa muy rápido. En la vida es más lento. Y si hace calor es
más lento todavía. Puedo hacer algo para distraerme pero no quiero.
Quiero quedarme sentado con mis tres nuevos amigos. El mate, la pa-
va y el revólver. Ellos también la esperan. Ellos también están deses-
perados. Los cuatro tenemos los mismos dos problemas. El calor as-
queroso y ella que no viene. Los cuatro con los mismos dos proble-
mas y uno de nosotros es la solución. Son muchas cosas. Me marean.
El calor que no se va, ella que no viene, el revólver que no se va, el
trabajo que no viene. Me voy yo. Me voy por ahí y me llevo a uno de
mis nuevos amigos. Estoy a punto de salir y me freno. No sé por qué
pero vuelvo a entrar. Dejo algo sobre la mesa y me voy. Solo.
ANDRÉS SPENNATO

Sergio Andrés Spennato nació en 1980 en Mar del Plata. Cursó los
estudios primarios en el Instituto San Alberto de esa ciudad. Desde
temprana edad mostró fascinación por la literatura, en especial los
cuentos de Edgard Alan Poe y Horacio Quiroga. Más tarde lo atrapa-
ron autores como Jorge Luis Borges y Julio Cortázar. De la mano de
Rodolfo Walsh y Osvaldo Soriano descubrió su inclinación por el pe-
riodismo. Cursó la carrera de Periodismo en el Instituto ETER Mar
del Plata. Es periodista y escritor amateur. Trabajó en radio como
productor y conductor en distintos emprendimientos.
Usos y destinos.

Un predicamento. Primero habría que determinar el punto de cosedu-


ra de un botón. Para ello, hay que aguardar la ocurrencia de algunos
fenómenos impredecibles que los físicos y los apostadores de caballos
han descripto con gran escrúpulo. Hay que darle tiempo. No esperar a
que se caiga, pero sí dejar que penda de un hilo exiguo y vigilarlos de
cerca. Entonces el peligro de que se pierda no formará parte de nues-
tras preocupaciones. Podremos estar contentos y confiados, conversar
de trivialidades, tomar cacao por la mañana o leer las etiquetas de los
cosméticos en el supermercado. Es importante no dejar de usarlo en
el proceso. Incluso disfrutar de él, de su circunstancial utilidad, de la
simetría que proporciona, de la patente firmeza que ciñe la prenda co-
ntra el pecho, o en los puños al atravesar las hendiduras que, conve-
nientemente, cunden en la otra orilla, lugar al que se llega a veces con
cierta dificultad, estirando los géneros, conteniendo la respiración o
lastimándose las yemas de los dedos. Un día, sobre la cama o el sofá,
al levantar un abrigo, sobre la alfombra del living (donde no haya po-
dido hacer ruido al caer) entre las patas de la mesa y los improvisados
percheros, que siempre se encuentran dispuestos en sospechosas ron-
das o cuadrículas, caprichosamente en múltiplos de dos, veremos de
improviso un círculo de tamaño diverso, de tonalidades por lo general
sólidas, pieza pequeña de metal, hueso, nácar u otra materia, forrada
de tela o sin forrar, que también puede ser un adorno sin ojal, según
los estudiosos de la lengua. Perfectamente permutable por las fichas
extraviadas de las Damas, intercambiados por una ausencia, o para ju-
gar al Ta Te Ti con la abuela en un tablero de cartón pintado a los ra-
yones. Liberado de sus amarras de nylon (la verdadera tensión está
ahí), ya no podremos volver a verlo con los mismos ojos. Acudiremos
a su recuerdo cuando el protocolo, las formalidades o el frío nos con-
duzca a realizar ademanes inútiles, sólo para redescubrir el vacío rema-
tado por hilachas, un faltante en la serie, una correspondencia imposi-
ble, la tristeza de contemplar con el tacto los ojales solitarios, sin ra-
zón de ser. Pero tendremos la satisfacción de haber abierto a aquel
disco todo un mundo nuevo de peripecias y alegrías, puestos en algún
títere, muñeca de trapo, disfraz, o para anotar los puntos en la baraja.
Eso si: si por alguna fatalidad de la ciencia o del azar, el botón se nos
escapa, habrá que acudir a la mercería más próxima y, con gran angus-
tia, solicitar al dependiente uno de reposición. Claro que, al no tener la
muestra, seremos tratados con desprecio y desdén. Y así andaremos,
con un botón distinto del otro, sin poder igualarlos nunca, extrañare-
mos a la abuela, al Ta Te Ti, y el goce de creer que engañamos, cuan-
do somos los engañados.

Viaje

Un golpe seco, tropiezo de viajero distraído, perdido -lo estaba, aun-


que no lo supiera- en la búsqueda de destinos esquivos, hizo temblar
el esqueleto de hierro del banco en el andén. El sacudón interrumpió
la fusión progresiva de las mentes, la momentánea vecindad de las me-
jillas, el lento traspaso de las lágrimas por debajo de la piel. También
aquel viajero tenía la mente ocupada. Lo sé porque las mentes se pare-
cen entre sí, como las terminales. Las terminales tienen algo de comu-
nión. Quién más, quién menos, todos vamos allí a lo mismo. A partir
o arribar, a proyectar una partida, a lamentarnos, a esperar que nos
traigan algo, o a ver si es posible que no se lo lleven. Hay una sutil
hermandad entre ellas. Grandiosas o modestas, son en sí un fin o un
principio. Tal vez ni eso, sino una continuidad de encuentros y lejaní-
as. Esperar el horario de partida es, de algún modo, partir. Decidimos
sentarnos y guardar silencio. Nos tomamos las manos por instinto. Su
dedo pulgar describía formas sinuosas y persistentes, como un mantra
mudo sobre mi piel. El tacto parecía perderse por momentos. No po-
día adivinar la figura que trazaba. Trataba de dibujarla en mi imagina-
ción. Quería encontrar un sentido a ese recorrido, pero no podía
hacerlo. Mis pensamientos se diluyeron por unos minutos. Apoyé la
cabeza hacia atrás contra la pared, inmerso en un singular ejercicio.
Entrecerraba los ojos hasta que una sensación sobrecogedora me em-
pujaba a abrirlos. Era como si todo se apagara a mi alrededor: el soni-
do de los motores, las voces distantes, el repiqueteo de la lluvia que
disparaba contra el cemento con pesadas balas transparentes desde los
aleros, todo languidecía y se perdía. Eso es la tristeza, me dije. Esa es-
pesura inefable que aparece cuando nos dejamos llevar y quiere inva-
dirlo todo. El error que cometemos es querer ponerle nombre a la
tristeza, le dije. Buscar denominarla de alguna manera. Ponerle unos
ojos, unos labios, algunas palabras (pobres palabras), hasta llegar a una
completitud caprichosa y acomodada. La situamos incluso en un lugar,
en determinados colores, olores, sabores. Eso es la memoria, pensé.
Se vale de lo que tiene a mano para vestir la tristeza, y así multiplicarla.
Conspira en un caracol de coincidencias para recrearla y darnos la po-
sibilidad de hacerla de papel, de carne y hueso. Ya estaba viajando,
quieto en el andén. Hice mal en recordarla mientras estaba conmigo.
Tal y como ahora, que pretendo que aparezca de la nada, que surja de
entre las líneas, tristeza disfrazada. La mente siempre nos hace el jue-
go. No somos tan distintos después de todo. Hubiéramos querido que
se vaya lejos. Que partiera sola, que se desvaneciera. Que abandonare
los cuerpos y los dejara inertes en el andén. Pero la trajimos en otras
formas, nos engañó, nos engañamos. Sufrimos. Seguimos vivos. Y
nuestras fragilidades aparecieron una y otra vez, con más fuerza si se
nos ocurría esconderlas, buscando un rehén, un alivio. Eso es el mie-
do. Miré a mi lado y estaba solo.

Destiempo

Atrasa, según parece. Pero la ansiedad de contar el paso del tiempo


con exactitud es implacable. No se puede estar corriendo detrás de los
acontecimientos. Figuras que no tendrían lugar sin la intervención, el
desarreglo, el determinismo. Abandonados acaso al azar, no se preci-
saría de aquel porfiado instrumento. Sin embargo todo sucede en si-
multáneo, salvo la ocurrencia de esas cosas que llamamos existencia, y
nos decimos contentos por eso. Todo, una y otra vez, repetido. Igual,
pero diferente. En vano el aislamiento, la medición, la magnitud. La
abstracción de pretender que algo aparece recortado en el universo, y
es una cosa, y se la puede medir, y se la puede tocar, y se la puede mu-
dar. Parece que atrasa. No se puede estar así, llegando tarde, sin llegar.
Uno se cansa. Es inútil. Su particular modo de funcionar lo vuelve in-
útil. Aproximado siempre, pero nunca exacto. Se lo deja en un cajón.
Se busca otro, que nunca es otro del todo, uno nuevo, ajustado a las
convenciones, flamante. Con escape de áncora y espiral Breguet, para
mayor precisión. Entonces se acude a las administraciones con regular
puntualidad, los comerciantes cierran sus acuerdos, los ministros y se-
cretarios organizan sus diligencias convenientemente, los condenados
pierden las esperanzas. Se acude a los hechos del mundo pero, eso sí,
de a uno. Mientras estas palabras evocan modelos y construyen senti-
do, en una mesa de restaurante los comensales salivan el paladar por
un bocado que no llega; una mujer cruza la calle y se aleja, en ese
momento otro, ese otro, dobla la esquina y la pierde de vista; un poeta
reemplaza lo que la experiencia le niega con unas cuantas quimeras
que le exorcizan el deseo; una idea no encuentra palabras que la ex-
presen, y todo es malentendido, enojo y absurdo; un formulario se
traspapela; una firma difiere de la asentada en los registros de cuenta
corriente, y nadie puede hacer nada. Caras de circunstancia porque de
verdad es distinta, no parece la suya, porque esa mañana el cliente está
más nervioso que lo habitual. Golpea el mostrador con el puño iz-
quierdo y siente un chirrido. Bajo las astillas el mecanismo se ha dete-
nido. Vuelve al cajón de la cómoda de la habitación de su casa de la
calle Sarmiento. Busca sus documentos y encuentra su viejo reloj, per-
fectamente en hora y funcionando. El técnico le sugirió, sin ver el ar-
tefacto, que si no tenía intenciones de repararlo al menos le diera
cuerda cada treinta y seis horas, para evitar la corrosión. Con gesto de
extrañeza, se lo ata a la muñeca dolorida sin ajustarle demasiado la co-
rrea. Estaba detenido y ha vuelto a funcionar al abrir el cajón, explica
para sí, y da a su gato una generosa caricia por el lomo antes de salir.

Sándalo

Cada mes el sándalo daba un nuevo brote. Claro que sólo Melisa po-
día apreciarlo. No porque los demás no notaran el evidente crecimien-
to de la planta, sino porque ella nada más era testigo de cada renuevo.
Las ramas del arbusto habían crecido de tal modo que una ola verde
con vivos rojos parecía en perpetua rompiente en el jardín. En las tar-
des de primavera, la pequeña se arrastraba de panza por la hierba unos
metros hasta sortear la espesura de las ramas. Al final, el túnel desem-
bocaba en un claro interno. Allí nacían cada mes los retoños, al abrigo
y la penumbra. La tierra le humedecía la ropa bajo un paisaje en minia-
tura de hojas pecioladas, elípticas, y lampiñas, con dientecillos en el
borde, y flores rosáceas dueñas del aroma más encantador que jamás
se pudiera percibir con los sentidos. En ciertas ocasiones, tardes en las
que la brisa entre las ramas silbaba un arrullo de melancolía, Melisa
guardaba largas horas su sueño en aquel espacio, tendida sobre la tie-
rra, rendida a la fragancia.
—¡Melisa!... ¡Melisa!, salí de ahí— dijo una silueta, que aparecía re-
cortada por el sol del atardecer, apenas reconocible. La niña se metió
entre las ramas y salió al jardín, llena de tierra.
—Vamos adentro, que ya es tarde— dijo la voz quebrada, casi su-
surrando, en lo alto. La pequeña sintió que le tendían la mano para
ayudarla a salir del arbusto. De un tirón inesperado cayó en el suelo
del jardín. Le dolía el hombro. Mientras giraba sobre su espalda, se
tomó el brazo flexionado y lo frotó. En un mismo movimiento alzó la
vista.
Dos sombras gigantes avanzaban a hurtadillas dando hachazos por
la espesura. Golpeaban de lleno la base del sándalo. Los trozos de
tronco verde saltaban en incontables astillas en todas direcciones. La
sabia virgen impregnada en las pesadas hojas salpicaba por doquier.
Una baba fina y dulzona, llegaba con dificultad a los canteros por en-
tre las baldosas, formando un río viscoso de rigurosa geometría y cau-
ces programados. La niña corrió hasta que pudo ocultarse en el cober-
tizo trasero. Desde allí sintió el calor intenso. La noche de repente dis-
frazada, reluciente de naranja y amarillo, vestida de crujiente agonía.
Llegó el día y todo fue mañana. Ramas retorcidas, esqueletos ne-
gros, y humaredas espontáneas aquí y allá, poblaban el paisaje ruinoso
del jardín muerto. Algunas personas caminaban con recaudo entre las
cenizas, todavía calientes. Solo el galpón del fondo había quedado en
pie. Una suave brisa hizo ceder los restos de la cuerda que sujetaba la
puerta. Un increíble aroma, un reverdecer de los sentidos, sobrevino
en el aire. Una catarata de frescura invadió el cementerio de troncos
grises. Alguien entró, cautivado por aquella señal. Siguió su intensidad
hasta un pequeño rincón. Allí, en el piso, entre los enseres de jardine-
ría yacía Melisa, atrapada en un profundo sueño, abrazada con vehe-
mencia a un hacha, impregnada de savia.
HÉCTOR RANEA

Héctor Ranea nació en 1950 en Salta, criado en Mar del Plata y la Pa-
tagonia, casado, un hijo. Es poeta, escritor y científico. Doctor en Fí-
sica (UNLP, 1977) especializado en fotónica y aplicaciones de láseres,
miembro de la Carrera del Investigador Científico del CONICET,
Profesor Titular en UNCPBA (Tandil, donde reside) y miembro de
Heliconia Literaria (2008). Publicó: ―Los cazadores de la unificación
perdida‖ (Divulgación científica. Colihue, 1993), ―Profundo corazón
de la marea‖ (Poesía. Editorial Nuevo Reino, 2000), más de cincuenta
trabajos de su especialidad, ―Ficciones en diez tiempos‖ (Andrómeda,
2010). Aparece en algunas antologías, revistas y en los blogs de Heli-
conia.
Lo que queda del plató

Lo que peor me ponía era el vómito verde. Lo habíamos ensayado


muchas veces: bolsa de transfusión llena de sopa de arvejas bajo la
barbilla (la habíamos probado antes porque al director le gustaba
hacerla con panceta crocante, ajo sudado y una cebolla casi molida de
tan fina y le salía deliciosa a su amante) pero una cosa era comérsela
con pan frito y otra verla derramársele en el vómito a ese muchacho
que parecía sacado de un loquero, pobre.
Como al vomitarla estaba fría, supongo, los olores previos tan invi-
tantes se transformaban en repulsivos. Y el muchacho (ya no recuerdo
su nombre) la pifiaba y vomitaba sobre el misal ficticio del supuesto
exorcista o le enchastraba las lentes a la filmadora, o le salía un chorro
demasiado largo y le caía por el escote a la gaffer, en fin. Mil y una ve-
ces (exagero un poco pero es para ponerlos en clima) el chico repitió
la escena del vómito. Tanto que hasta el director dejó de comer sopa
por unos días. Le dio impresión.
La idea de la escena era hacer una referencia a la famosa película
que inició la serie pero, en la intimidad, se llegó a saber que el produc-
tor le rogó que la cortara porque ya se podía ir despidiendo de parte
del equipo que, más por asco que por impaciencia, se querían rajar a
hacer otra cosa.
Esa noche empezó el olor. Claro: todos pensamos que era un bo-
doque de vómito que había quedado escondido en el plató. Tanto
había simulado el vómito el protagonista que bien podría haber pasa-
do inadvertido un despojo más. Pero dieron vuelta todo el decorado y
nada. El olor seguía. Cada uno lo describía de modos diferentes: coli-
llas de cigarrillos mojadas en cerveza negra, decía el decorador; la ma-
dre putativa del poseído (qué risa da esa palabra) decía que era olor a
gato cuereado por un chambón y expuesto por tres días a la humedad
del Río de la Plata; la asistente del guionista decía que olía como el so-
baco de un carrero transportando vacas con diarrea por el Peloponeso
y así, cada cual con sus palabras, describía ese olor.
La película no avanzaba. Cada escena contaba con al menos una
sub-escena de vómito (pero esta vez real, por el olor nauseabundo (al
final, nos tenemos que poner de acuerdo con un adjetivo genérico que
no dice nada pero abarca todo) que no estaba para nada en el guión).
El director filmaba con máscaras que habían sobrado de la epidemia
de la gripe. El de la cámara tenía una escafandra de buzo de los años
de 1950. La pelandruna del catering se hacía la ―yo-no-huelo-nada-
raro‖ pero se desmayaba cada vez que venía al plató con sus bocadi-
llos y entremeses.
Así, las jornadas de filmación estaban ya peligrando. El productor
lanzó un ultimátum y empezó a batir el parche de que el proyecto se
caía. Todos movían desesperados la cabeza, pero eso les provocaba
mareos y con el olor algunos vomitaban fuera completamente de todo
guión. En general, el vómito era verde y a fe mía que ya no era sopa
de arvejas.
Con los ojos circunvalados en negro, el director se acercó al espejo
y desde ahí les anunció lo que ya todos sospechaban: —La filmación
se terminó, vayámonos a nuestras putas casas.
Más rápido que lo que tarda un gallo en reventarle un ojo a un niño
imbécil que se pone a mirarlo fijo, la gente empezó a empacar todo.
Nadie reparó en el protagonista, que estaba preso de una angustia
entre estomacal y espiritual. Yo me acerqué a él y, sin que nadie se di-
era cuenta, dejé mi disfraz de ser humano y me lo llevé. Podría haber-
lo hecho sin hesitaciones días atrás, pero me gusta esto del choubis-
nes.

Homicidio en ocasión de desnudez

Desesperado, salí del baño como estaba; a decir verdad, no muy vesti-
do. Encima, no tengo una figura agraciada, de modo que, en la calle,
mis desnudeces no fueron celebradas con aplausos sino más bien con
horror y frases que denostaban mi condición. Inútil fue decirles qué
había pasado, de modo que seguí corriendo hasta encontrar un policía,
que resultó mujer y que me miró con cara de pocos amigos.
—Hay un muerto en mi baño, oficial —le dije casi sin poder respi-
rar.
—¿Cómo murió? —me dijo mirando sin disimulo mis partes bajas.
—Creo que yo lo maté.
—¿Cree? —dijo sacando su arma reglamentaria—. Acompáñeme a
la Comisaría.
—Pero… ¿Y el muerto?
—No nos necesita —dijo (y tenía cierta lógica) —. Usted quedará
encerrado hasta que se sepa qué le pasó.
—Pero fue involuntario. No quise matarlo —dije.
—Todos dicen lo mismo —contestó con una media sonrisa—.
Vamos.
De pronto, mi capacidad de moverme se anuló, quedé congelado
en el vidrio.
—¡Venga!
—No puedo. Estoy congelado. Debe ser el miedo.
No necesité decir más. Ella disparó tres veces. El espejo estalló en
millones de pedazos. Algunas esquirlas, incluso, la lastimaron leve-
mente.
Cuando me encontraron en el baño de mi casa, desnudo y muerto
de tres tiros de pistola de la policía, ella no pudo explicarlo y de nada
sirvieron en su defensa todos los testigos que aseguraron ver pasar un
espejo por la calle.

Mariposas que no volaron nunca (*)

En ciento tres estantes, cuatrocientos veintisiete anaqueles vidriados y


siete baúles impecables, el Dr. Fausto Beninteso había dejado su lega-
do de mariposas a la posteridad. Las tenía catalogadas por regiones,
luego por especie y por familia. Contaba a sus amistades que una por
una las había incorporado él a la colección, sin recurrir a ese método
poco científico de canjearlas, ya que no podía asegurar la pertenencia a
región alguna de mariposas que él no pudiera certificar personalmente.
Se decía a sus espaldas que colecciones mucho más numerosas podrí-
an aparecer, también juntadas por él, con las mariposas repetidas, ya
que en su búsqueda de la perfección no cejaba nunca. Los que anato-
mizaron su nombre hablaban de clonación, pero él replicaba con su
particular bonhomía que si fuera capaz de eso, hubiera ganado el No-
bel por su contribución, ya que la clonación de los filtros estructurales
de color debió ser perfecta, porque las mariposas lucían muertas con
la lozanía del color intacta.
La única que podía dar datos acerca de alguna nigromancia fue su
mujer Teodora, muerta en circunstancias misteriosas pero que dejaban
al margen de sospecha al benemérito científico. Al parecer el interés
por su declaración fue tanto que se intentaron contactos extracorpó-
reos con su alma inmortal, infructuosos, por cierto. Al morir el Dr.
Beninteso, en uno de los anaqueles se descubrió un ejemplar de Actias
Luna en cuyas alas estaba inscrito un haiku denominado Saturnalia.
Los ojos falsos de la Actias eran idénticos a los de Teodora.
Lo fantástico es que el poema no estaba escrito con tinta sino
compuesto por la misma estructura que filtraba la luz para darle color
a los ojos de Teodora, que era idéntico a los naturales.
El misterio no termina ahí. Encontraron que esa misma mariposa
jamás voló, jamás estuvo en un bosque. Y que los ojos de Teodora,
los días de Luna llena, se coloreaban con tintes ligeramente metálicos.

(*) Imagen tomada del poema ―Aleph‖, de Gonzalo Rojas (1917 –


2011), poeta chileno. Vaya el homenaje póstumo.
DANIEL DE LEO

Daniel De Leo nació en 1973 en Capital Federal. Trabaja como dise-


ñador gráfico, pero en lo más hondo de sí —en ese abismo que algu-
nos denominan alma— hay algo que lo impulsa hacia la literatura. Es
miembro de La Abadía de Carfax, círculo de escritores de horror y
fantasía, fundado por Marcelo di Marco. Colabora como redactor en
la revista virtual Axolotl: www.revistaaxolotl.com.ar Ha ganado pre-
mios a nivel nacional e internacional. Es autor del libro de cuentos
Después de la tormenta, premiado y publicado por la Fundación Victoria
Ocampo en 2010.
Álamos

Al salir de casa descubrí el caos: habían talado los álamos que escolta-
ban la calle. Vi las copas sobre el asfalto, las marcas del hacha en la
madera. Respiré el aroma de la savia. No pude comprender tanta be-
lleza mutilada. El destructor no debía de estar lejos; decidí buscarlo.
Lo encontré cerca del río, junto al único álamo que quedaba intac-
to. Agotado por la ejecución, descansaba de pie, encorvado sobre el
mango del hacha. El filo centelleaba como si pidiera a gritos el golpe
en la madera.
—Por qué —dije sin fuerzas, con más tristeza que rabia.
—No sé, no pude evitarlo —se encogió de hombros y me miró
con seriedad—. Hay actos imposibles de explicar, están más allá del
entendimiento. Yo necesito talar árboles, no me pregunte por qué —
hizo un ademán para ahuyentarme—. Ahora, déjeme cortar el último
antes de volver a casa.
En un intento por detenerlo me abracé al tronco.
—Por favor —supliqué—, no siga.
El hombre alzó el hacha, que apenas podía sostener sobre sus
hombros. Y al cerrar los ojos sentí cómo el filo insaciable me cercena-
ba las piernas.

Un chamán

Olum es un pequeño chamán. Posee el don de resucitar a las víctimas


de los espíritus asesinos. Así lo definía el libro que tenía entre manos,
un libro acerca de los Selk´nam y su mitología. Si bien la lectura me
interesaba, el cansancio pudo más y se me cerraron los ojos.
Mi abuelo me esperaba al fondo de un pasillo, encorvado, las ma-
nos en las rodillas. Un resplandor difuso se colaba por alguna parte,
impregnando el aire de un polvillo de miel. Nada era real. O todo era
real pero parecía falso. Corrí y me planté delante de mi abuelo. Hizo
aparecer un caramelo entre sus dedos, jugueteó con él y, sin decir pa-
labra, me invitó a adivinar en qué puño lo escondía. Yo tenía un as-
pecto infantil, aunque había algo en mí que delataba el peso de los
años, la memoria de un adulto, quizás. Me presté al juego y sentí que
de verdad volvía a ser un chico, asombrado como estaba por algo tan
elemental como un sencillo acto de prestidigitación. Le señalé el puño
derecho. Mi abuelo lo abrió: vacío. Abrió la otra mano, y nada. En los
reflejos del aire parecía insinuarse una revelación sombría.
―Pero vos… ¿vos no estabas muerto, abuelo?
Él me sonrió como si la pregunta le hubiera caído simpática o in-
trascendente, o como si su muerte hubiera sido parte de una broma.
Se desabrochó tres botones de la camisa y me mostró un orificio de-
bajo de la tetilla izquierda. Le habían encajado un tiro para robarle, se-
gún me había contado mi madre. Haciendo pinza con el pulgar y el
índice, mi abuelo sacó del interior de ese punto oscuro un bultito de
celofán. ¿La bala? No, no: el caramelo. Cuando yo lo estaba por aga-
rrar, me vi de nuevo en la cama, con el libro sobre el pecho, y no pude
dejar de pensar en ese encuentro tan vívido en el que nada era real, o
en el que todo era real pero parecía falso. Una escena proyectada, sin
dudas, por la magia modesta del chamán.

Vacío

Mi hija lo señaló con el dedito índice, como diciendo: ―¿Qué pasó?


Esto no es lo que nos trajimos anoche de la fiesta‖. El globo era una
cosa flacucha y lastimosa que subsistía con un poco de aire adentro.
Me propuse devolverle la robustez perdida.
―Hay que someterlo a una cirugía reparadora ― le expliqué, estru-
jándolo como a un corazón enfermo.
Valiéndome de las uñas y de un extremo cuidado, desaté el nudo
de la punta. Largué al interior del globo una bocanada de aire, luego
otra y otra. Pensé en mi padre, en su enfermedad. Al salir del quirófa-
no, el médico había bajado la vista sin saber qué decirme.
En tanto, mi hija había quedado fuera de mi campo de visión, una
gran mancha circular coloreaba de rojo mis recuerdos. Yo apenas era
consciente de la tensión que mis dedos rozaban.
El globo reventó, como tenía que ocurrir. Me estremecí hasta la
médula. Mi hija, en cambio, me miró desde unos ojos perplejos.
―Perdoname ―le dije―. Hice todo lo posible, todo lo humana-
mente posible.
Ella sonrió, pero a mí se me humedecieron los ojos. Las manos va-
cías, un pedazo de goma atrapado entre los dedos.
Riña

Todo comienza con un pan duro y dos almas que se lo disputan, cua-
tro manos que lo agarran, lo aprietan, manos agarrotadas y heridas, de
mendigos ansiosos en la noche helada. Manos con uñas tenaces como
garras de aves de rapiña, forcejeando en lo más hondo de un callejón.
El pan es una presa entibiada por el hálito de las bocas hambrientas y
el calor de los dedos que se retuercen, hasta que lo hacen caer...
Y antes de tocar el suelo, es atrapado por un perro desesperado.
Sí, el pan queda en boca de ese intruso surgido inesperadamente de
las sombras. Temerosos, los mendigos lo acechan, lo acorralan, y ven
por los lacrimosos ojos del animal el reflejo de su propia desespera-
ción. Ven los colmillos hundirse en el bocado y la espuma blanca que
lo contamina. El animal avanza hacia la salida, rozando la pared. Fi-
nalmente se pierde en la oscuridad.
Pero la rabia etérea persiste, flota en la atmósfera, y furtivamente se
infiltra en las dos almas beligerantes que crispan ya sus puños vacíos y
se cruzan miradas de odio.
La pugna entre ellos por el alimento perdido no se desvanece sino
que degenera ahora en una riña sangrienta, una riña más de bestias que
de hombres. Con golpes, arañazos, mordeduras, aullidos. Y habrá que
ver quién se comerá a quién.
MARTÍN GARDELLA

Martín Gardella nació en 1973 en La Plata. Actualmente vive en


Buenos Aires. Es abogado y profesor universitario. Como escritor, re-
cibió menciones y premios en varios concursos nacionales e interna-
cionales. Publicó Instantáneas (microficciones) bajo el sello editorial
Andrómeda, 2010, y participó en varias antologías en papel. Sus mi-
crorrelatos han sido publicados en revistas dedicadas al género en Ar-
gentina, España, México, Colombia, Perú, Chile e Internet, muchos de
ellos traducidos al inglés, al catalán, al italiano y al portugués. Es el
creador del blog ―El Living sin Tiempo‖ e integrante del comité edito-
rial de Internacional Microcuentista, revista electrónica de microrrela-
tos desde 2010.
Destino fatal

Desde el principio de los tiempos, fue tildada de prohibida. El hombre


que se animó a acariciarla por primera vez recibió un duro castigo,
aunque fue innegable que ella lo había seducido. Años más tarde, no
tuvo reparos en golpear duramente la cabeza pensativa de un científi-
co inglés, amparada por una ley hasta allí desconocida. En un juicio
poco claro, la culparon de envenenamiento de una princesita blanca y
de generar discordia entre las hermosas diosas griegas. Fue condenada
a morir de un flechazo y ejecutada en un cantón suizo por un hábil
ballestero. En el pueblo se organizó un brindis para festejar la ejecu-
ción. Su cuerpo frío fue servido en una jarra dorada, con sabor a sidra.

Breve informe sobre fantasmas

Considero injusta la mala fama que le han hecho a los fantasmas en el


mundo moderno. Si bien es cierto que son muy distintos a los huma-
nos, hay muchas ocasiones en que ellos son capaces de adoptar algu-
nas actitudes bien parecidas, que no asustan a nadie y los hacen pasar
casi desapercibidos.
Es interesante conocer, por ejemplo, que a los fantasmas les apa-
sionan los deportes. Los domingos por la tarde, suelen juntarse a jugar
al fútbol en algún descampado. A pesar de su invisibilidad, es llamati-
vo ver como los arqueros son capaces de atajar con mucha habilidad
casi todas las pelotas. Otras veces, reemplazaban los balones por glo-
bos inflados que sobran de algún cumpleaños, y compiten para ver
quién puede hacerlos volar más alto, como si fuesen empujados sólo
por el viento. Es habitual que organicen combates de boxeo entre los
más fortachones. Es divertido ver como las trompadas los atraviesan
sin inmutarlos. Según el novedoso reglamento, resulta ganador aquel
que pueda aguantar por más tiempo la tentación de las cosquillas.
También les encanta la música. Muchos de ellos eligen la opera clá-
sica o los cantos gregorianos. Los más jóvenes, en cambio, prefieren
escuchar hard rock, e invadir las terrazas del barrio para bailar descon-
trolados con las sábanas de las vecinas. Les divierte decir que las col-
chas son fantasmas gordas, que bailan muy mal. A los más intelectua-
les, les gusta reunirse para contar historias sobre hombres desapareci-
dos, o para mirar algún programa de televisión. Una noche, se reían a
carcajadas cuando uno de ellos logró colarse en un estudio en plena
transmisión para enviarles un saludo frente a las cámaras encendidas
sin que nadie pudiera notarlo.
Aunque parezca increíble, los fantasmas también tienen miedo, es-
pecialmente de los locos y los perros, que son los únicos que pueden
verlos. Pese a ello, se sienten protegidos por un dios, que es el espíritu
más viejo de todos. Cada año, durante la noche de brujas, organizan
una emotiva ceremonia en honor a su guardián en una antigua catedral
abandonada. Allí fue donde los conocí.
Cuando descubrieron mi identidad, fue imposible evitar que algu-
nos de ellos me siguieran hasta mi domicilio. Reconozco que es prefe-
rible su compañía antes que deambular por la mansión en solitario. En
definitiva, son seres tranquilos y bastante amigables. Eso sí, para evitar
problemas de convivencia, debo cuidarme de no chocar con ellos
cuando atravieso las paredes.

Terapéutica

Un doctor me recetó pastillas para cada momento del día. La media


píldora roja del desayuno me ayuda a mantener el corazón a buen rit-
mo. El comprimido verde del mediodía regula mi presión sanguínea
para no correr riesgos. Con la gragea azul de la merienda logro aliviar
los dolores musculares. Y, por las noches, nunca olvido tomar el me-
dicamento de color blanco, tan necesario para poder conciliar el sue-
ño. Así, cumplo el rutinario tratamiento con estricta obediencia.
Lo que los médicos no saben es que ninguna de esas medicinas se-
ría útil sin complementarlas con esos vasos de scotch con dos hielos
que me preparan esas hermosas jovencitas, en las noches que me
brindan su ocasional y generosa compañía.

Reunión de consorcio

Nadie se anima a preguntarle al vecino del cuarto piso sobre la causa


de ese olor nauseabundo. Mucho menos por qué hace varios días que
su esposa no sale del departamento, ni siquiera para hablar un rato
con el encargado del edificio, como hacía todas las tardes. Tampoco
se atreven a preguntarle si ha visto al encargado últimamente, era un
muchacho tan servicial.

Pequeña guía para conservar la suerte

Para asegurarse una vida sin desgracias, usted no debe cruzarse con un
gato negro, pasar por debajo de una escalera, romper un espejo, barrer
de noche, cortar una cadena de la felicidad, levantarse con el pie iz-
quierdo, coleccionar caracoles de mar, abrir un paraguas dentro de la
casa, sentarse a una mesa de trece personas, brindar con agua, derra-
mar la sal, ver a la novia antes de la ceremonia, ni leer este instructivo.

Algo en común

Una noche como cualquier otra, en el camino de regreso a su casa, un


hombre se desorientó de repente. Entró por error a un edificio inco-
rrecto, tocó sin querer el timbre de un departamento equivocado, le
abrió la puerta una mujer que no era la suya, jugó por un rato con ni-
ños ajenos, ocupó la cabecera de la mesa a la hora de la cena y, antes
de echarse a dormir en una cama mullida y tibia, le hizo el amor a
aquella dama tan generosa, que no paró de sonreír desde que lo vio
cruzar la puerta. Por suerte, logró volver en sí al amanecer, para llegar
a tiempo a la oficina, como si nada hubiera ocurrido.
Sin embargo, algo extraño sucede desde entonces. Todos los jueves
a la noche, el hombre vuelve a confundirse y pasa la noche fuera de la
casa. Su esposa, un poco preocupada al principio, notó que los sínto-
mas que aquejan a su marido resultan ser bastante comunes. Basta con
ver, por ejemplo, al vecino del cuarto piso, que todos los jueves sufre
los mismos problemas de desorientación, y toca por error el timbre de
su puerta.
HERNÁN DOMINGUEZ NIMO

BIOGRAFIA – CV
El fin del mundo

¿Qué harías tu último día? ¿Qué pondrías en tu lista de prioridades?


No es tan fácil elegir. Después de todo, la clase de cosas que uno sue-
ña con hacer -viajar, conocer, aprender- llevan más de un día. Muchas
veces, toda la vida no alcanza.
Ya sé: nadie se plantea esa lista. Todas las fechas programadas con
anticipación para el fin del mundo -el 999, el 1999- pasaron de largo
por nuestras vidas como tren expreso. ¿Cómo saber, entonces, que tu
mundo se va a acabar? A menos, claro, que vos decidas ponerle fin.
Mis sueños son muchos, demasiado grandes para un día. Por eso
limité mi lista a las cosas que voy a extrañar, esos pequeños placeres a
los que uno no presta atención suficiente si no los siente en falta. La
plata que tengo ahorrada puede no ser mucha en comparación con
mis sueños pero es suficiente para un día a pleno.
Para empezar, falto al trabajo. Dudo en seguir durmiendo, por el
mero placer de apagar el despertador y volver a apoyar la cabeza en la
almohada, pero no quiero perderme la mitad de mi último día. Y tam-
poco que mamá sospeche que algo anda mal. Así que me levanto y de-
jo que me acompañe hasta el subte como de costumbre. Sin que me
tome de la mano.
En lugar de bajar en el centro, sigo hasta Retiro y tomo el tren has-
ta Tigre, a contramano de la marea humana. ¿Hay algo más hermoso
que la modorra del traqueteo en soledad, sin gente apretujándote? ¿O
tirarse al césped con el sol de primavera acariciando, tostando la piel
antes de que la envuelva la palidez sepulcral de la oscuridad? Una cer-
veza, milanesa y papas fritas contemplando el río. Los veleros me lla-
man desde las olas iridiscentes pero mi día es corto para ese sueño.
Acelero mi corazón con los gritos de la montaña rusa y el tren fan-
tasma y los aquieto mientras desando el camino, en el tren, aún lejos
de la hora pico.
En el zoológico me deslumbro como un niño con la elegancia de la
jirafa y la placidez del hipopótamo. Absorbo cada pizca de libertad en
los movimientos circenses de los monos. Indago en los ojos añosos
del elefante, en la tristeza prisionera del león, buscando sabiduría, res-
puestas silenciosas. ¿Está bien lo que voy a hacer? ¿Es mi única salida?
La punzada ante la vista de una pareja enamorada me responde. Es el
dolor de la soledad, un dolor del que soy víctima, no culpable.
Diluyo mi pena en la pantalla llena de aventuras de un cine de La-
valle. Cuando salgo ya es de noche. Paso cerca de una panchería y un
local de juegos electrónicos. Están en mi lista, como tantas cosas. Pero
ya no tiene sentido dilatar el final. Paro un taxi que me lleve a casa.
Cuando le pago al tachero y enfrento la puerta del edificio, la pisto-
la pesa más en mi bolsillo derecho. Tomo en el ascensor. Solo por úl-
tima vez. Alguien va a estar llevándome cuando baje.
Abro la puerta de casa y voy hasta el living. Ya empuño la pistola
antes de entrar. "Hola, mamá" le digo y descargo todo mi odio en el
gatillo, hasta que no salen más balas. Luego, me siento a esperar la po-
licía.

Hasta la siguiente

Noto su urgencia con una sola mirada.


No es sólo el apuro con el que baja; todos corren al escuchar el
ruido. Es algo más. Un cierto pánico en los ojos. Un grito mudo su-
plicando piedad al verdugo.
Y resignación. La horrible certidumbre de la futilidad de todo es-
fuerzo, junto con la inexplicable necesidad de intentarlo a pesar de
ello. Simplemente porque no puede dejar de hacerlo.
No busco más. Ya lo encontré. Su rapidez va a decidirlo.
No sé cómo los elijo. Tal vez ellos me eligen. Este día, este lugar,
este instante.
Lo veo saltar escalones y sufrir, impotente, detrás de dos viejitas
que nunca terminan de bajar la escalera.
Sólo por diversión, chiflo. Mira hacia donde estoy. Una mueca de
angustia le transforma el rostro. Logra por fin esquivar a las viejitas y
se lanza hacia adelante. Una nueva luz ilumina sus ojos. Piensa que va
a llegar.
Lo dejo acercarse hasta un par de metros. Entonces le sonrío. Y él
contesta mi sonrisa. Cree que lo estoy esperando.
Es el momento justo: sueno el silbato, giro la llave y cierro las
puertas delante de su cara. El subte arranca, dejándolo furioso y amar-
gado, ahí en el andén.
Una vez más soy el dueño del mundo. Por lo menos hasta la si-
guiente estación.
Una del montón

La mosca camina por el cuello de la mujer, un cuerpo más en el mon-


tón. Un fino polvo blanco cubre todo. Una grieta en las paredes de
concreto deja penetrar una corriente fría y calcinante. Ácida.
Busca un lugar para desovar. Evita la nariz hundida y un ojo sin
forma, que aún secreta humor acuoso. Del cuero cabelludo caen pe-
queños manojos de pelo cada vez que sopla la brisa leve. Vuela hasta
un pezón anormalmente violeta y hace descender su trompa allí, don-
de la piel supura con violencia inusitada. El olor y el gusto dulzón de
la sangre y pútrida la emborrachan de placer. Se mueve en círculos, a
tropezones, sorbiendo con avidez.
De pronto, la piel revienta y un enorme gusano amarillento brota.
Pero algo más la asusta, un movimiento bajo sus pies. Escapa volan-
do, espantada por un oscuro temor, un peligro ya casi olvidado.
La mujer se incorpora con esfuerzo. Da unos pasos y tropieza con
otros cuerpos. En el golpe, un brazo se desprende y cae. No hay dolor
en el muñón, hace rato insensible. Apoya el otro brazo, de piel tirante
y pegada a los huesos, y avanza. Busca salir del refugio. Da gracias por
estar viva.

Ojalá esté muerto

El teléfono suena. Lo imagino en el césped.


Leo no está a la vista. Sólo el celular, tirado, rodeado por las llamas.
Por alguna razón me parece irreal, de película.
Así que el teléfono vuelve a sonar y ahora lo veo sobre una mesita
de luz, en la penumbra. En ese momento lo pienso: ojalá esté muerto.
Me asusto de sólo pensarlo. ¿Cómo, con el pánico a perderlo siem-
pre presente, puedo pensar eso?
Pero es así. La idea de la tragedia es más tranquilizadora que la otra.
Alguna herida grave, algo que le deje una marca. Algo que me sirva.
Sacudo la cabeza y vuelvo a poner el tubo en la oreja. Aún suena.
Quizá está en el bolsillo del pantalón. Imagino el cuerpo tirado. Pero
sólo la mitad. No sé por qué. El cuadro mental deja a fuera el torso y
la cabeza.
Llama otra vez. Ahora el pantalón aparece solo, vacío, doblado en
una silla. No, no. Está al pie de una cama, oscura, teñido todo de luz
roja. El celular suena, perdido en el bolsillo, y ninguna mano (desnuda
o vestida) se estira para alcanzarlo.
Está muy ocupado. Es lo que dice el contestador que me va a
atender en unos segundos. ―En este momento estoy muy ocupado.
Dejame tu mensaje y te llamo.‖ Odio de memoria esas dos frases.
Así que corto y vuelvo a mirar el noticiero, donde los bomberos in-
tentan en vano apagar el monstruoso esqueleto de metal en llamas, el
pájaro que nunca llegó a levantar vuelo y terminó por incrustarse en el
driving de golf, el mismo donde él dice jugar cada jueves. ―Doscientos
muertos, cincuenta heridos‖ dice el cronista. Y con angustia y espe-
ranza aguardo el momento en que aparezcan los nombres. El suyo.
FERNANDO FIGUERAS

Fernando Figueras nació en 1970 en Capital Federal. Publicó cuen-


tos en las revistas Axxon, miNatura y Guka. Su relato Sequía fue elegido
para integrar la antología De Diez (Ediciones Al Arco, 2009), en el
marco del Primer Concurso Nacional de Cuentos de Fútbol Roberto
Santoro. En el año 2010 su relato Pileta Rusa obtuvo el tercer premio
en el 8° Concurso de Cuentos Alfredo Cossi. En ese mismo año, la
Editorial Muerde Muertos publicó su primer libro de cuentos Ingrávido,
obra que en 2011 quedó seleccionada como una de las 20 finalista en
la primera edición del Premio Internacional de Cuento para Libro É-
dito Juan José Manauta.
Los arpistas

Nicolai y Andreievich se conocieron en la orquesta. La condición de


únicos arpistas de la formación impuso un vínculo estrecho desde el
comienzo. Cada uno estudiaba sus partes a solas y luego ensayaban el
ensamble. A pedido del director, desmenuzaron cada pasaje de arpa
mientras los demás instrumentistas descansaban.
Dentro del repertorio, pusieron especial énfasis en ―Sheherezade‖,
obra en la cual el rol de las arpas no es destacado. Quizás por eso, los
arpistas buscaron la perfección. Aquellas notas eran sus únicas armas
para enamorar a la esposa del sultán, en desigual competencia con los
floreos gallardos de flautas y violines. Precisión en el tempo y empatía
en los matices fueron el resultado de tal extrema dedicación.
Después de un ensayo inspirado, los arpistas secaron sus frentes,
enfundaron los instrumentos y bebieron un té; todo al unísono, sin
darse cuenta. Luego se fueron a sus casas; hacia la derecha Nicolai y
Andreievich hacia la izquierda, recorriendo sus caminos en idéntico
lapso. Abrieron y cerraron sendas puertas en el mismo momento.
A partir de ese día cenaban a la misma hora y se acostaban cuando
las agujas de sus relojes dibujaban un ángulo similar. Si uno iba al ba-
ño, el otro —ignorante de los movimientos de su colega— también lo
hacía. Vivían, a la distancia, en una coreografía simultánea y perfecta,
interrumpida a veces por algún canon cinético, como otra forma de
paralelismo.
El mundo exterior no lograba afectar el hechizo. Si, por caso, so-
naba el teléfono de Nicolai, éste no atendía, pues Andreievich —y por
consiguiente él también— había decidido escuchar música con auricu-
lares apenas dos minutos antes.
Pero una noche sonó el timbre en casa de Nicolai, quien fue a
atender eufórico. Andreievich —sin saber por qué— caminó hasta su
puerta. Nicolai abrió; lo propio hizo su desconcertado colega. Sasha
posó las valijas y rodeó a Nicolai con besos y abrazos. Andreievich
sintió un vacío inédito que lo aterró.
Al día siguiente, en medio del ensayo, fueron echados de la orques-
ta. El director —a poco del estreno— no podía aceptar los continuos
desacoples de los arpistas.
Regalo de Morfeo

Era una tarde sofocante, de siesta sin sábanas. Así, Zoe descubrió la
erección de Alan durante el sueño. Tentada, divertida, cobijó la hin-
chazón entre sus manos. Alan soltó notas de placer, pero no se des-
pertó.
Zoe intuyó que no protagonizaba aquella fantasía. Celosa, dio bata-
lla a su rival onírica. Montó sobre Alan, que soñaba escenas de carna-
val. Lucía una máscara apocalíptica, deforme, intimidante. Ella, Zoe, a
cara descubierta, aguardaba contra un muro, dispuesta. Lejos del gen-
tío, gozaron. El clímax fue simultáneo.
Nueve meses después, Zoe parió un monstruo.

Diagnóstico

Me enyesó apurado, y dijo:


—Es una quebradura contagiosa.
Sonreí.
—¿Entendió?
—¿Qué cosa?
—Contagia.
Retrocedió hasta una esquina del consultorio, talonario en mano.
Recetó un calmante. Arrancó la hoja, me miró, y —pegado a la pa-
red— estiró el brazo para arrojar la receta, que se amacó y cayó a cen-
tímetros de mi brazo sano. La tomé. Su letra sísmica era aun menos
legible que la de cualquier médico.
—Vaya nomás —dijo, casi rogó, detrás de mí.
Me di vuelta, y se sobresaltó. Transpiraba.
—Apunte su brazo para allá —ordenó, como si éste contuviera la
mirada de Medusa. Obedecí—. No debe acercarse a nadie.
—¿De qué habla, doctor?
—Todavía no está bien estudiado, pero... —dijo, in crescendo, hasta
unir la frase a un ruido seco, de madera ardiendo. Aulló.
Giré sólo la cabeza; para mirar. Su antebrazo derecho describía una
ele invertida en el aire, como una catarata de piel y hueso.
La agencia

Cuando Hernán abrió la Agencia de malacompañados y malacompañadas, lo


hizo convencido de que estaban peor que los solos y solas. Y acertó.
Tuvo visión; lo que necesita todo aquel que odia trabajar.
Las primeras reuniones fueron en su casa, pero enseguida le resultó
pequeña y necesitó alquilar un departamento. Un gasto inesperado,
que se solventa, aún hoy, con un ingreso igualmente sorpresivo. El
servicio crece, ¡y cómo! Lo utilizan hombres y mujeres por igual, pu-
jando por ver a su género encabezando las estadísticas de torturados.
Hernán había imaginado un espacio donde pudieran encontrarse
malacompañados dispuestos a iniciar nuevas relaciones, obligados por
lógica a concurrir solos a los encuentros. Pero no hay caso, todos
concurren con sus malacompañantes, como si precisaran exhibir a los
verdugos para encarnar más cabalmente el papel de víctimas. Por su
parte, los pérfidos adláteres, presentan el don de la consecuencia. No
se pierden ninguna reunión. ¿Tendrán temor a que sus parejas encuen-
tren a alguien que los haga felices o —más trágico aun— conozcan a
alguien que los acompañe peor? También se dan casos de gran reci-
procidad en el malacompañamiento, al punto que —vistas neutral-
mente— algunas parejas generan dudas acerca de cuál de los integran-
tes es el cliente.
Así las cosas, las reuniones transcurren con relatos farragosos de
sucesos que buscan ser calificados como el colmo de la desavenencia.
Ante la mínima insinuación de una separación, los aludidos responden
con un ―y… pero… llevamos veinte años juntos…‖, o se quedan mi-
rando el vacío con ojos desbordantes de pánico al imaginar un futuro
con pareja mudable.
La idea de Hernán ha adoptado, pues, una forma inesperada. Él la
deja ser; y factura. Aunque últimamente lo tienta la posibilidad de en-
carar algo nuevo. Dice estar asqueado de vivir del conformismo
humano.
Ralph Molden

Aquella película iba a ser mi opera primma.


Había visto a Ralph Molden en teatro y me había deslumbrado.
Una obra romántica, con una actriz que —según se dijo— se enamo-
ró perdidamente de él.
Los productores de la película lo rechazaban, aduciendo que nadie
lo conocía, pero logré convencerlos argumentando que —por ése
mismo motivo— se adecuaba a nuestro presupuesto. Les juré, ade-
más, que era un actor único, convincente como ninguno. Vaya si lo
fue.
Empezamos por la escena final: El protagonista, Ralph, en su rol
de Comandante Crouch, está junto a la nave en un descampado al que
hemos acondicionado con piedras multiformes. Después, unos filtros
le darían un tono rojo enigmático al conjunto.
¡Era la primera toma, de mi primer film!
Acción. Ralph —¡qué expresión la de sus ojos en el visor de la es-
cafandra!— avanza un paso, flexiona apenas las rodillas, y mata con su
pistola de rayos invisibles a un alienígena que intenta evitar su regreso
a Tierra. Se sube a la nave, y cierra la puerta. ―¡Corten!‖, grito, al borde
de las lágrimas. Pero la nave —de cartón pintado— despega. Todos se
quedan pasmados, mirándome, a excepción del camarógrafo que, por
instinto, vuelve a encender la cámara y registra el ascenso.
Tanto desear la participación de Molden, para que todo termine así.
No creí que esto pudiera pasar, pero tampoco me resulta imposible
después de todo. ¡Es tan buen actor que hasta la realidad misma le
cree! Anuncié la suspensión del proyecto. Y pedí que se dispusiera lo
necesario para velar al pobre incauto que aceptó el papel de extrate-
rrestre.
RAMIRO SANCHIZ

Ramiro Sanchiz nació en 1978 en Montevideo, Uruguay. Ha publi-


cado los libros 01.lineal (2008), Perséfone (2009), Vampiros porteños, som-
bras solitarias (2010), Del otro lado (2010), Algunos de los otros (2010), Na-
die recuerda a Mlejnas (2011) y La vista desde el puente (2011). Sus relatos
han aparecido en antologías de Uruguay y Alemania y en revistas de
Argentina, Venezuela, Uruguay, Italia y España, entre ellas Axxón, Le-
tralia, Freeway, BEM Online, IF y Otro Cielo.
Embalse

Después de que se publicara mi novela Desintegración empecé a recibir


invitaciones para unirme a lecturas de narrativa y poesía. En general
las aceptaba, aunque siempre me pareció que ese tipo de eventos im-
plicaba algo esencialmente incómodo e hipócrita, en gran medida por-
que encuentro aburrido escuchar leer en voz alta a otra persona, y to-
davía más al tratarse de un escritor. Si le sumamos la tendencia de mu-
chos autores a leer con todos los tics enunciativos de los actores de
teatro uruguayos, todavía peor. Pero igual aceptaba, incluso cuando
implicaba hacer largos viajes en ómnibus a ciudades del interior. Con
todos los gastos pagos, por supuesto.
En una oportunidad me invitaron para leer en una feria del libro en
Paysandú. Eran unas buenas seis horas de ómnibus, pero acepté. Una
vez arriba del vehículo, mientras escuchaba música, reparé en que
desde unos asientos a mi derecha y adelante una señora me miraba
con cierta timidez o vergüenza. Cada vez que se tocaban nuestras mi-
radas ella giraba la cara hacia la ventanilla y se ponía colorada; supuse
que me habría reconocido de alguna lectura anterior o de la foto de
contraportada de mi libro: ella tenía también pinta de escritora, espe-
cialmente de esas mayores de cincuenta años que recorren talleres y
tertulias y, para colmo, escriben muy mal y publican librillos de cua-
renta páginas costeados por sus maridos, milicos retirados que disfru-
tan de una buena jubilación. Me sentí un poco fastidiado (seguramente
aquella mujer iba a leer en el mismo evento que yo y querría hablarme,
además de infligirme la escucha de sus textos) y, distraído de la músi-
ca, me puse a mirar hacia afuera, pasando por encima de una chica
bastante interesante que se había dormido a mi lado. El paisaje me
llamó la atención; en cierto momento subimos una cuesta y, extraña-
mente, pude ver de mi lado del paisaje un enorme lago similar al em-
balse de alguna represa. No era nada especial, pero la súbita irrupción
de aquellas aguas me generó una sensación de desasosiego. Aparté la
mirada y di una vez más con la de la mujer, que, de nuevo, se ruborizó
y bajó los ojos hacia lo que llevaba en la falda. Eran tres libros, finitos,
con portadas sin ilustraciones. La mujer empezó a revisarlos; pasaba
sus páginas con insistencia hasta que dio con lo que buscaba. Entendí
que aquellos eran sus libros, y la imagen de una mujer de sesenta y lar-
gos rebuscando en su propia escritura me hizo pensar en el fracaso. El
ómnibus pareció retroceder a una era de tecnología primitiva y de-
rrumbada; la música que sonaba en mis auriculares dejó de interesar-
me. De haber podido me hubiese bajado y regresado caminando a
Montevideo; los ojos se me humedecieron y, para colmo de males, no-
té que la mujer estaba mirándome otra vez.
Horas más tarde, cuando llegamos a Paysandú, me abordó. ¿Vos
sos El Troska?, me preguntó. No, respondí, soy Federico Stahl.
–Ah –dijo–, es que te parecés mucho.
Asentí como si supiera quién era el tal Troska (después me enteré
de que era un poeta de la escena under) y, de repente, me sentí feliz.
Un rato después estaba leyendo; cuando le tocó a aquella mujer salí
del bar donde se celebraba el evento. Recostado contra una pared, al
lado de una parejita que había salido a fumar y que me saludaron con
una sonrisa, miré las estrellas. Entonces volvió a mi consciencia la
imagen de aquel embalse y, por alguna razón, supe que no iba a en-
contrarlo en el viaje de regreso.

Vacaciones para un hombre cansado

Al bajar del ómnibus sentí que mi ignorancia en cuanto a la geografía


de la zona era asombrosa. Había creído que el viaje duraría dos horas
como mucho, pero terminé arribando pasadas las nueve de la noche,
cercado por la oscuridad espesísima de un cielo sin luna ni estrellas. El
cansancio me agobiaba; empecé la caminata hacia el pueblo pensando
en un hotel, una ducha, una buena cena y una cama cómoda. Dormiría
toda la noche, me levantaría tarde y recorrería el balneario en busca de
una casita para alquilar y poder, al fin, descansar de tantos años de
trabajo incesante, de tantos viajes, emprendimientos, desilusiones, fra-
casos y éxitos frágiles y provisorios. Me imaginaba bajando al lago por
las mañanas; un poco entrada la tarde me pondría a leer a la luz del
crepúsculo, cerraría los ojos y dejaría libre mi mente.
Entré al caserío y en el primer boliche abierto pregunté dónde po-
día pasar la noche. Gracias a algunas indicaciones un poco imprecisas
logré dar con el único hostal del pueblo.
Me acosté temprano, no serían las once, y concilié el sueño de in-
mediato. Desperté entrada la mañana, me lavé la cara y elegí ropa li-
viana y cómoda, preparado para una buena caminata.
Cuando salí de la habitación me asombró el silencio de los pasillos;
bajé por la escalera: en la recepción no había nadie, ni tampoco en el
comedor o en los sillones de la entrada. Empujé la puerta de vidrio
con un hombro y di un paso, con cautela, como si todo lo que me ro-
deara pudiese romperse de un momento a otro. Afuera tampoco había
nadie. El cielo lucía plateado y no había sol, ni tampoco viento. Cami-
né en dirección al lago, en busca de ruido, rumores, movimientos.
Nada. Di una vuelta manzana y miré hacia adentro en todos los co-
mercios abiertos a la mañana un poco fría. Todo el mundo había des-
aparecido y las cosas parecían estropeadas o rendidas, desenfocadas,
fuera de contexto, derrotadas o muertas después de una mínima ago-
nía o una lucha desencantada y breve.
Tuve que caminar un par de cuadras más para entender qué suce-
día: En dirección a la cordillera y a la carretera por la que había llegado
al pueblo una enorme mancha gris se abría camino y aspiraba el hori-
zonte, las nubes, el cielo, las montañas y la tierra, estiraba y anulaba las
formas como una lente mal tallada apoyada sobre un cuadro o una
pupila con cataratas. Era el fin del mundo, o había sido el fin del
mundo. Suspiré; aquello parecía acercarse lentamente: Not with a bang
but a whimper, recordé. Más que nada fastidiado por ver mis planes in-
terrumpidos regresé al hotel, guardé mis pocas pertenencias en la mo-
chila y me la eché al hombro. Baje, salí a la calle (recuerdo con especial
claridad que no quise mirar hacia el fin del mundo, aunque no por
miedo a constatar que había avanzado) caminé hacia la avenida princi-
pal y de allí hacia la carretera del oeste. Algún ómnibus tenía que pasar
tarde o temprano (así fuese conducido por demonios), y quizá más
adelante podría encontrar un balneario en el que descansar como que-
ría. O, en el peor de los casos, volver a la ciudad. Las vacaciones más
cortas imaginables; casi tanto como el universo.

Final del fuego

Descubrimos que a las tres de la mañana tiene lo suyo encender una


fogata en la playa. No recuerdo bien cuántos éramos, pero sé que és-
tábamos Jon, Rex y yo, más Perséfone, Andrea y algunas chicas que
habíamos conocido esa misma noche, porque era la madrugada des-
pués de un concierto o una fiesta, aunque eso no tiene importancia.
Lo que sí importa es la playa, la noche sin luna y con estrellas que pa-
recían haber alcanzado un máximo de brillo para luego, como todas
las cosas que obedecen a alguna forma de ciclo, deshacerse en un pol-
villo de plata que cubría el cielo casi de un modo uniforme, sin conste-
laciones o con constelaciones más difíciles de ver. Y fue Jon el que
apareció arrastrando un viejo tronco, un poco húmedo, ahuecado,
como si fuese la madriguera o fortaleza de alguna forma de vida ani-
mal que habitara en las playas y que permaneciese desconocida por los
humanos. Rex debió internarse por el monte no tan lejano, ya que se
las arregló para conseguir un buen montón de pinocha y de piñas. Yo
había encontrado ramitas de acacia (mi abuelo me enseñó que es la
mejor leña), y con eso bastaría. Encendimos el fuego mientras las chi-
cas bailaban la música que sonaba en sus cabezas, como en la canción
de los Beatles; Rex sacó su zippo de Gandalf y alguien vació lo que
quedaba de vodka sobre la pinocha y las piñas. Las llamas crecieron de
inmediato sobre las ramas de acacia y, más despacio, empezaron a dar
cuenta del tronco. El aire se llenó de cierto perfume, como si se ani-
mara a transportarnos a un bosquecillo de eras olvidadas, refugio de
una orden de Druidas. The grass was greener, cantó Jon, the light was brigh-
ter. Las chicas seguían bailando la música inaudible. Yo tomé de la
mano a una de ellas y entramos al mar. El agua estaba tibia; alrededor
de nuestros pies danzaban peces que imaginé ciegos y fluorescentes.
Nos dio un poco de asco y salimos, sin que el agua llegara jamás a
nuestras rodillas. Y también reímos. Ahí debimos detenernos. Tiene lo
suyo encender una fogata a las tres y media, casi cuatro de la mañana:
el mundo rota en silencio, una brisa veraniega empieza a arrancar es-
puma de las olas. Y ahí presentimos el cambio, la curva, el ascenso y la
caída.
No era el alba, aun no había claridad alguna en el cielo, pero sí se
avecinaba algo, o era quizá que ese algo ya había pasado. Lo notamos
en los rostros de las chicas, que perdieron la fase con aquella música
que ahora quisiera haber podido escuchar. Rex se había vuelto un gato
perdido en una noche ajena; Jon cerraba los ojos con fuerza. La línea
de las aguas avanzó y se llevó la fogata, mientras nosotros corrimos
hacia el mundo y lo que quedaba de nuestras vidas.
Variación de un tema con espejos

Me planto ante el espejo y me miro: Federico, ese es tu rostro. Sigo la


línea de la boca, los ojos, la nariz. Me detengo en la humedad del cris-
talino, la espesura del iris, el enigma de las pupilas, luego hago retro-
ceder la mirada. En esa pequeña oscuridad una figura se refleja: es la
mía. Pienso en Las meninas y en las drogas de Rex. Razono que mis
ojos duplican la figura del espejo y este a su vez la refleja, volviéndo-
mela visible, un yo encerrado dentro de mi yo, minúsculo, en su pro-
pia burbuja de realidad, quizá feliz. Y también tendrá ojos, razono, por
lo tanto allí se refleja una vez más mi forma. Hay un infinito aquí: es-
toy perdido en una serie que se extiende indefinidamente, dentro y
fuera de mi imagen.
Pero hay un punto que no puedo ver. Detrás de mi cabeza nada
puede reflejar lo que sucede y volvérmelo cierto, hacérmelo ser. En
vano agito mis manos como si quisiera trazar una escritura en el aire,
como si esperase que fuera posible doblar hasta ese extremo la mirada
y ver, pero nada existe desde el punto ciego y plantar en su espacio
otro espejo solo ahondará la multiplicación de estas apariencias, de-
jando siempre un hueco, un punto donde la mirada y el ser no alcan-
zan.
Qué curioso, pienso, si todo esto fuera un gran espectáculo, si toda
mi vida un entretenimiento, seguramente allí pondrían las cámaras.

Lo visible y lo invisible

Cada vez que recorro la carretera por la noche me toman por sorpresa
dos pensamientos. El primero es la pregunta de cómo serán (si es que
son) esos parajes mientras no estoy para verlos, acostado en mi cama
por ejemplo o recorriendo la intimidad de la ciudad, y el segundo es
qué estará ocultándome la oscuridad impenetrable. De niño sentía lo
mismo ante el mar; imaginaba que el fondo debía existir independien-
temente de mi percepción, si es que el universo era coherente, y que
allí habitaban criaturas imposibles bajo el sol, quimeras, dragones o
sirenas por ejemplo. Era, en cualquier caso, un signo del gran desco-
nocido, de aquello que jamás podría llegar a conocer o comprender.
En esta ocasión era una noche sin luna y casi nublada por comple-
to. El ómnibus atravesaba un tramo de la carretera en la que el alum-
brado había dejado de funcionar hacía tiempo, por lo que la sensación
de adentrarme por un túnel de cristal que atravesaba un lago de petró-
leo era ineludible. Entonces reparé en una linterna que llevaba en esos
viajes; no me era posible abrir la ventanilla, pero supuse que si la
apuntaba hacia aquella nada aquella nada –aquel infinito de posibilida-
des– y encendía el haz de luz estaría por lo menos modificando el uni-
verso, imponiéndole mi presencia o violando la ley que establecía que
yo no podía saber absolutamente nada. Apoyé entonces la linterna y la
encendí. Contra toda predicción la luz se abrió camino y, por el mo-
mento en que tuve el valor de mantenerla encendida, ayudada por el
movimiento del ómnibus iluminó a todos los monstruos.
ELAINE VILAR MADRUGA

Elaine Vilar Madruga nació en 1989 en Cuba. Es narradora, poeta y


dramaturga. Entre sus premios se encuentran: Mención en el Concur-
so Iberoamericano de Relatos BBVA- Casa de América 2007, Premio
Indio Naborí 2008, Mención Especial del David 2009 de poesía y del
Calendario (CF 2006, poesía y narrativa infantil 2009), Premio Extra-
ordinario del Concurso Internacional Garzón Céspedes 2008, Premio
Internacional de Poesía Minatura 2009, Caballo de Fuego de poesía
2009, Beca de creación La Noche 2010, Premio del Concurso Interna-
cional de Cartas de Amor Escribanía Dollz 2010, Farraluque 2010,
Oscar Hurtado 2011 de poesía especulativa, Segundo Premio Interna-
cional de poesía Evohé La Revelación 2011, Segundo Premio Interna-
cional de poesía El mundo lleva alas 2011.
Ha publicado la novela Al límite de los Olivos, Editorial Extramuros
2009 y Axis Mundi, Gente Nueva 2011. Su obra ha sido publicada en
antologías nacionales e internacionales.
Abrir las puertas imposibles

“La vida es una sombra que camina…”


William Shakespeare.

No recordaba cuándo. Ni cómo. Ni por qué.


Pero las llaves siempre habían estado con Mara. Eran otra parte de
su cuerpo. Como los ojos, la nariz, los pulmones.
Era llaves inútiles. Se había cansado de intentar abrir con ellas mi-
les de puertas: las de madera de los caserones vacíos, las de hierro de
las cámaras bancarias. Puertas viejas, momificadas. Puertas recién na-
cidas en sus goznes. Simples puertas. Puertas complejas. Había estu-
diado la personalidad de cada una para intentar abrirlas, para intentar
hallar el sitio donde su llave tenía un espacio y un sentido.
Todos sus esfuerzos – años y años de luchar tras las puertas - fue-
ron inútiles.
Mara sintió cómo la desesperación se convertía en un nido podrido
entre sus ojos. Con todos los pajaritos muertos. Patas arriba.
Entonces, decidió que su llave tendría - de cualquier manera, al
precio que fuera necesario- un sitio donde encajar. Una puerta que
abrir. Algo que mostrar al mundo.
En el silencio de su cuarto, Mara comenzó a desnudarse con sus
dedos sabios de gata.
Cuando estuvo completamente desnuda, se contempló frente al
espejo.
Buscó el lugar exacto donde marcar.
Lo encontró en su vientre.
Con las uñas fue abriéndose la carne: primero dibujó la cerradura,
luego la puerta.
Con un pliegue de piel hizo los goznes. Apenas pensaba en el do-
lor, sino en la perfecta forma de su llave: las muescas precisas y su co-
lor de cosa vieja.
Mara sonrió. La puerta sangrienta de su vientre era tan hermosa…
y mucho más lo sería cuando estuviese completa: la llave en la cerra-
dura, los goznes que girarían, la carne abierta.
Sólo sintió una punzada cuando la llave penetró su piel, pero luego
el dolor cedió, como una lluvia pasajera que no moja ni empapa. Los
pliegues de su carne se movieron para dar paso a aquella bestia por-
tentosa de metal. Mara supo que la llave encajaba en ella como un mi-
lagro.
Tomó la masa informe de su vientre en una mano y, con la otra,
hizo girar la llave.
La Puerta se abrió.

Dŏlus

La Madre llevaba caminando por el bosque más de una semana.


En todo aquel tiempo, sólo escuchó su propia voz y el gemido de
los pájaros sobre las ramas. Su vientre se había hinchado cada vez con
más rapidez. Parecía una fruta madura, a punto de estallar. Su criatura
pedía venir al mundo.
Los dolores de parto le llegaron, y no supo hacer otra cosa que
arrojarse sobre la hierba y comenzar a gritar todo aquel dolor incom-
parable. Con un último pujo, la matriz se ensanchó y sus hijos comen-
zaron a volar hacia los árboles, con cantos incrédulos de libertad. La
Madre se quedó tendida un rato más sobre la hierba, reponiéndose de
las heridas que los picos y las patas habían dejado en sus muslos. Lue-
go, lentamente, limpió las plumas retraídas que colgaban de la entrada
de su vagina, apenas sostenidas por coágulos de sangre.
Intentó llamar a sus hijos con palabras, pero estos no comprendie-
ron. La miraban desde las ramas y piaban hostiles. Uno de ellos se
atrevió a picotearle la mano, como si esperara recibir un mendrugo de
pan. La Madre deseaba darles de comer, pero no tenía nada más…
Entonces, se descubrió los senos: dos bolas desnudas. En las puntas
de los pezones se veía una gota de leche.
Los pájaros descendieron uniformemente. Se prendieron a los se-
nos como huérfanos. Cada uno luchaba por llevarse una gota más de
leche, de carne, de pezón.
Luego: nada.
Sólo se escuchaba el sonido melancólico del bosque cuando los pá-
jaros cantan sin saber por qué.
Jonás

Ana se había cortado el dedo con un trozo de vaso roto, mientras in-
tentaba inútilmente limpiar la vajilla. El cristal abrió una zanja pequeña
sobre su carne, y la sangre comenzó a fluir.
Dos goticas cayeron al unísono encima de los platos blancos.
Ana se inclinó sobre ellos para limpiarlos.
Fue entonces que vio, encima de aquellas dos gotas de sangre, a la
barquichuela casi intangible y al remero minúsculo que intentaba es-
capar de los ojos de Ana. Él la miró débilmente, y luego se cubrió el
rostro con las manos.
Por un segundo, la gota de sangre se quedó quieta sobre la superfi-
cie del plato. Después, comenzó a resbalar hacia abajo. Ana gritó, in-
tentó contener la caída, pero la gota, la barquichuela y el remero des-
aparecieron sin un gemido. Solo quedó en el borde del plato una man-
chita púrpura, casi intangible.
Ana se metió el dedo cortado en la boca. Sintió el sabor de la san-
gre, y una decena de remos minúsculos que golpeaban contra sus
dientes.

Espejo sobre la autopista

Llueve en la autopista eternamente, sobre la imagen de cristal de Eva.


Los carros vuelan sobre el asfalto con sus alas metálicas, mientras
ella se revuelve en su cápsula de carne y quiere saltar. Por quinta vez...
Camina lentamente hacia delante, hacia la piel seca de la autopista...
hasta que un auto la golpea, detiene sus pasos y la hace caer sobre la
lluvia.
Lo último que ve y siente es un charco de sangre cada vez más ex-
tenso, que parece la huella de un animal prehistórico.
Nada más...
Entonces, vuelve a abrir los ojos. Por quinta vez. Las alas metálicas
de los carros pasan demasiado cerca de su cuerpo.
Pero Eva se revuelve. Clama. Busca en su mente confundida el re-
cuerdo de una mujer, aquella imagen de cristal que se le escapa entre
el sonido de la lluvia eterna que cae sobre la autopista.
Se decide a saltar, y el charco de sangre que parece la huella de un
animal prehistórico vuelve a ser, por sexta vez, tragado por la lluvia.

La columna rota

“… y el salvaje pesar, y el sudor sangriento,


nadie lo sabe tan bien como yo:
pues el que vive más de una vida
más muertes que una debe morir.”
Oscar Wilde.

Aquella mañana, desperté convencida de que era igual a Frida Kahlo.


Tenía sus mismos ojos bajo las pestañas indígenas. El mismo pelo,
como un manto de la noche.
Me faltaba una pierna.
Mi columna estaba rota: había tenido un accidente en un tranvía
cuando era tan joven que apenas podía descubrir mi futuro. Desde en-
tonces me hallaba postrada en una cama, encarcelada dentro de un
corsé que masticaba mis esperanzas. Buscaba a un hijo. Amaba a Die-
go.
Yo era igual a Frida Kahlo. Dibujaba sus cuadros, sus monos, sus
miedos. Diego y yo nos habíamos reconciliado un centenar de veces.
No nos comprendíamos. Tampoco dejamos nunca de amarnos. Era
una forma rara, lo reconozco, pero al menos era…
Aquella mañana desperté convencida de que yo era una Frida por-
tentosa.
Cuando me asomé al espejo, supe que mi presentimiento era cierto:
mi reflejo lo confirmaba y allí estaba yo, toda Frida, con un sonrisa
cortada en la boca y los ojos tristes de una perra. Mis pestañas parecí-
an alas de un pájaro. Mi cuerpo estaba inmovilizado por ataduras de la
carne, pero en mi útero confluía el axis mundi.
Miré hacia mi cintura, y entonces descubrí que podía ver a través
de mi cuerpo.
Miré cada trozo de mi forma: mis órganos, mis huesos, adornados
con lazos y cintas de colores inagotables.
Vi mi columna: estaba desgajada en trocitos sin forma.
Pero, aun así, yo era Frida Kahlo. Frida, y no otra criatura.
Aquel ser que un día fui ya no importa. No existió nunca mi nom-
bre. No viví jamás otra vida donde tenía el sueño de escribir sobre una
mujer loca que se creía Frida. No odié a los monos ni a los colores es-
trafalarios. No le tuve miedo a la muerte. No huí de la sombra. Mi
madre no me contó las historias de una paloma convertida en prince-
sa. Soy Frida y mis historias son otras...
Con una mueca de alivio, me miro frente al espejo y juego a mor-
derme los ojos. Me digo: Frida, Frida, Frida. Quiero aprender mi nue-
vo nombre.
Comienzo a pintar. Me parece tan simple –cuando antes el menor
trazo resultaba inabarcable - que dibujo la cama, el espejo, las paredes
y hasta mi propio cuerpo. Cubro cada espacio con mi nuevo rostro.
Soy las dos Fridas. Soy la columna rota. Soy autorretrato. Mi cuerpo
es el centro de la tierra: todo nace y se nutre de mí.
Durante décadas, vivo siendo Frida. La gente corre a mi encuentro
y me pide autógrafos. Traen las copias de mis cuadros y quieren que
las firme. Vienen todos a mi cuarto y me preguntan cosas idiotas.
Quieren saber sobre la muerte, quieren saber cómo es ser Frida, quie-
ren saber quién se esconde bajo mis cejas de pájaro herido.
Pero, al cabo de los años, me aburro de ser Frida.
Quiero volver a ser yo, retornar a mi antigua forma, a lo conocido.
Sueño con despertar y ver que tengo dos piernas. Que escribo sobre
una mujer que se creía Frida. Tengo la certeza terrible de volver a
abrir los ojos con la sensación de ser yo misma nuevamente.
Despertar una mañana, y saber que no soy igual a Frida Kahlo…
Pero, aunque sueño, todavía tengo la columna rota.

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