Cuento - Hombres Sin Mujeres

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Hombres sin mujeres

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El timbre del teléfono me despierta pasada la una de la
madrugada. Una llamada telefónica en plena noche siempre
resulta violenta. Es como si alguien intentase destruir el
mundo valiéndose de una brutal pieza metálica. Como
miembro del género humano, tengo la obligación de acallar-
lo. Así que me levanto de la cama, voy a la salita de estar
y descuelgo el auricular.
Una voz grave de hombre me da un aviso: una mujer ha
desaparecido para siempre de este mundo. La voz pertenece
al marido de la mujer. Por lo menos así se presentó. Y me
dijo algo: «Mi mujer se suicidó el miércoles de la semana
pasada y, en cualquier caso, pensé que debía comunicárselo»;
eso me dijo. En cualquier caso. Su tono me pareció despro-
visto de todo sentimiento. Daba la impresión de que dicta-
ra un texto para un telegrama. Apenas había silencios entre
palabra y palabra. Un aviso puro y duro. La verdad sin or-
namentos. Punto.
¿Qué respondí yo? Debí de decirle algo, pero no recuer-
do qué. De todas formas, se hizo un silencio. Un silencio
como si cada uno nos asomásemos a un extremo de un
hondo agujero abierto en el medio de una carretera. Luego

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él colgó, sin más ni más, sin haber añadido nada. Como si
suavemente depositase una frágil obra de arte en el suelo.
Y yo me quedé allí plantado, con el teléfono en la mano,
absurdamente. En camiseta blanca y bóxers azules.
No sé de qué me conocía. ¿Le habría dicho ella que yo
era un «viejo amante»? ¿Para qué? ¿Y cómo es que tenía mi
número, si no viene en la guía telefónica? Además, para
empezar, ¿por qué yo? ¿Por qué tuvo el marido que tomarse
la molestia de llamarme e informarme de que ella había
desaparecido para siempre? Me resulta difícil creer que ella
se lo pidiera por escrito en el testamento. De nuestra rela-
ción hacía una eternidad. Y una vez rota, nunca volvimos a
vernos. Ni siquiera a hablar por teléfono.
Pero, en fin, eso no tenía importancia. El asunto es
que no me dio ni una sola explicación. Él creyó que te­nía
que informarme de que su mujer se había suicidado. Y en
algún sitio consiguió el número de teléfono de mi casa.
Pero no vio necesario informarme de nada más. Todo indica
que su intención era dejarme en ese punto intermedio entre
el conocimiento y la ignorancia. Pero ¿por qué? ¿Pretende-
ría hacerme pensar en algo?
¿En qué?
No lo sé. El número de interrogantes sólo fue en aumen-
to. Como un niño que estampa su sello de juguete sin ton
ni son en su cuaderno.
Y es que ni siquiera tenía idea de por qué se había sui-
cidado o cómo había puesto fin a su vida. Aunque hubiera
querido averiguarlo, no habría podido. Desconozco dónde
vivía y, ya puestos, ni siquiera sabía que se hubiera casado.
Como es natural, tampoco sé su apellido de casada (el ma-

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rido no me dijo su nombre por teléfono). ¿Cuánto tiempo
había estado casada? ¿Había tenido hijos, hijas?
No obstante, acepté sin más lo que el marido me había
comunicado. No albergaba ninguna sospecha. Tras romper
conmigo, ella siguió viviendo en este mundo, se enamoraría
(probablemente) de alguien con quien luego se habría casa-
do, y el miércoles de la semana pasada acabó con su vida
por algún motivo, de algún modo. En cualquier caso. En la
voz del marido había, sin duda, un vínculo profundo con
el mundo de los muertos. En la quietud de la noche, fui
capaz de sentir esa cruda conexión. Percibí la tirantez del
hilo tensado y su agudo destello. En ese sentido, llamarme
pasada la una de la madrugada —fuese o no su intención—
era la opción correcta para él. A la una de la tarde segura-
mente no habría causado el mismo efecto.
Cuando por fin colgué el auricular y volví a la cama, mi
mujer estaba despierta.
—¿Quién ha llamado? ¿Se ha muerto alguien? —pregun-
tó ella.
—No, nadie. Se han confundido de número —contesté
arrastrando las palabras, con voz somnolienta.
Pero ella, por supuesto, no me creyó. Porque incluso en
mi tono se percibía un atisbo de muerte. La conmoción
que provoca una muerte reciente es altamente contagiosa.
Se transforma en un temblorcillo que se propaga por la lí-
nea telefónica, deforma el eco de las palabras y hace que el
mundo se sincronice con su vibración. Mi esposa, con todo,
no añadió nada. Estábamos acostados a oscuras, cada uno
pensando en sus cosas, con el oído pendiente de aquella
quietud.

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De modo que aquélla era la tercera mujer que elegía la
vía del suicidio de entre todas con quienes había salido.
Bien pensado..., no, no, tampoco hace falta pensarlo tanto,
pues la verdad es que es una tasa de mortandad considera-
ble. Apenas puedo creerlo. Porque tampoco he salido con
tantas mujeres. Me cuesta entender cómo pueden ir quitándo-
se la vida, una tras otra, siendo tan jóvenes. Ojalá no sea
culpa mía. Ojalá no me vea implicado. Ojalá ellas no me
tomen como testigo o cronista. Lo deseo de veras, de cora-
zón. Además..., ¿cómo expresarlo?.., ella —la tercera (dado
que me resulta incómodo no nombrarla de algún modo, he
decidido llamarla provisionalmente M)— no era, en absoluto,
una persona con rasgos suicidas. Y es que a M siempre la
vigilaban y protegían todos los marineros fornidos del
mundo.
No puedo explicar con detalle qué clase de mujer era,
dónde y cuándo nos conocimos ni las cosas que hacía. La-
mentándolo mucho, aclarar ciertos aspectos me causaría di-
versos problemas en la vida real. Posiblemente se generarían
unas molestias que afectarían a personas (todavía) vivas de
su entorno. Así que sólo puedo decir que mantuve una rela-
ción muy íntima con ella durante una época, pero que un
buen día sucedió algo y nos separamos.
A decir verdad, creo que conocí a M cuando tenía cator-
ce años. En realidad no fue así, pero aquí lo daré por he-
cho. Nos conocimos en el colegio a los catorce años. De-
bió de ser en clase de biología. Estaban hablándonos sobre
los amonites, los celacantos o algo por el estilo. Ella estaba

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sentada en el pupitre de al lado. Yo le dije: «¿Podrías pasar-
me la goma, si tienes? Es que he olvidado la mía», y ella
partió su goma de borrar en dos y me dio un pedazo. Son-
riendo. Y, literalmente, en ese mismo instante tuve un fle-
chazo. Ella era la chica más guapa que jamás había visto. O
eso pensaba yo entonces. Así es como quiero ver a M.
Quiero imaginar que nos encontramos por primera vez en
un aula. Por la abrumadora y subrepticia intermediación
de los amonites, los celacantos o lo que quiera que fuese.
Y es que al imaginarlo así, muchas cosas encajan a la per-
fección.
A los catorce años, yo estaba sano como un producto
recién fabricado y, por consiguiente, cada vez que soplaba
el cálido viento de poniente tenía una erección. Al fin y al
cabo, estaba en la edad. Pero con ella no me empalmaba.
Porque ella superaba con creces a todos los vientos de po-
niente. Bueno, y no sólo a los de poniente: era tan mara-
villosa que anulaba cualquier viento que soplase desde
cualquier dirección. ¿Cómo iba a tener una sucia erección
delante de una chica tan perfecta? Era la primera vez en mi
vida que me encontraba con una chica que provocaba en
mí tal sensación.
Siento que ése fue mi primer encuentro con M. En reali-
dad no fue así, pero si lo pienso de esa manera, todo cobra
sentido. Yo tenía catorce años y ella también. Para nosotros
fue la edad del encuentro perfecto. Así fue como de verdad
debimos conocernos.
Pero luego M desaparece de pronto. ¿Adónde habrá ido?
La pierdo de vista. Algo ocurre y, en el preciso instante en
que miro hacia otro lado, ella se va sin más ni más. Cuando

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me percato, ya no está, aunque un rato antes se encontraba
ahí. Quizá algún astuto marino la haya engatusado y se la
haya llevado a Marsella o a Costa de Marfil. Mi desespera-
ción es más profunda que cualquier océano que hayan po-
dido surcar. Más profunda que cualquier mar, guarida de
calamares gigantes y dragones marinos. Me aborrezco. Ya
no creo en nada. ¡Cómo es posible! ¡Con lo que me gustaba
M! ¡Con el cariño que le tenía! ¡Con lo que la necesitaba!
¿Por qué tuve que mirar hacia otro lado?
Pero, por el contrario, desde entonces M está en todas
partes. Puedo verla en cualquier sitio. Sigue ahí, y la veo
en distintos lugares, en distintos momentos, en distintas
personas. Me doy cuenta. Yo metí la mitad de la goma de
borrar en una bolsa de plástico y la llevé siempre conmigo.
Como una especie de talismán. Como una brújula que mar-
ca el rumbo. Si la llevaba en el bolsillo, algún día encontra-
ría a M en un rincón del planeta. Estaba convencido. Lo
único que ocurría era que se había dejado engañar por las
sofisticadas lisonjas de un marinero que la embarcó en un
gran buque y se la llevó a tierras remotas. Porque ella era
una chica que siempre procuraba creer en algo. Una persona
que no titubeaba a la hora de partir una goma en dos y
ofrecerte la mitad.
Intento obtener siquiera algún retazo de ella en distintos
lugares, a través de distintas personas. Pero, por supuesto, no
son más que fragmentos. Un fragmento es un fragmento, por
muchos que se reúnan. El núcleo de M siempre me rehúye,
como un espejismo. Y el horizonte es infinito. Tanto en la
tierra como en el mar. Yo sigo desplazándome incansablemen-
te tras ella. Hasta Bombay, Ciudad del Cabo, Reikiavik y las

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Bahamas. Recorro todas las ciudades portuarias. Pero cuando
llego, ella ya se ha esfumado. En la cama deshecha permane-
ce todavía el tenue calor de su cuerpo. El fular con adornos
de espirales que llevaba cuelga del respaldo de la silla. Hay un
libro sobre la mesa, abierto boca abajo. Unas medias algo
húmedas se secan en el lavabo. Pero ella ya no está. Los pe-
sados de los marineros del mundo intuyen mi presencia y se
la llevan a toda prisa a otro lugar, la esconden. Yo, claro, ya
no tengo catorce años. Estoy más moreno y más curtido. Lle-
vo barba y he aprendido la diferencia entre un símil y una
metáfora. Pero cierta parte de mí todavía tiene aquella edad.
Y esa parte eterna de mí que es mi yo de catorce años espera
con paciencia a que un suave viento de poniente acaricie mi
sexo virgen. Allí donde sople ese viento, allí estará M.
Ésa es M para mí.
Ella no es amiga de permanecer en un sitio.
Pero tampoco es de las que se quitan la vida.

Ni siquiera yo sé qué pretendo al contar todo esto. Su-


pongo que intento escribir sobre la esencia de algo irreal.
Pero escribir sobre la esencia de algo irreal se asemeja a que-
dar con alguien en la cara oculta de la Luna. Está oscuro y
no hay señales. Encima, es vastísima. Lo que quiero decir es
que M era la chica de quien debí enamorarme cuando tenía
catorce años. Pero en realidad fue mucho más tarde cuando
me enamoré de ella y, para entonces, ella (por desgracia) ya
no tenía catorce años. Nos equivocamos en el momento de
conocernos. Como quien confunde el día de una cita. La
hora y el lugar eran correctos. Pero no la fecha.

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En M, sin embargo, todavía vivía aquella niña de cator-
ce años. Yacía dentro de ella en su totalidad —no de mane-
ra parcial—. Si yo aguzaba bien la vista, podía vislumbrar su
figura, que iba y venía dentro de M. Cuando hacíamos el
amor, a veces envejecía espantosamente entre mis brazos y
otras se transformaba en niña. Siempre transitaba de ese
modo por su propio tiempo personal. Me gustaba esa face-
ta suya. En esos momentos yo la abrazaba con todas mis
fuerzas, hasta hacerle daño. Quizá hiciese demasiada fuer-
za. Pero no podía evitarlo, porque no quería entregársela a
nadie.
No obstante, llegó de nuevo el día en que volví a per-
derla. Y es que todos los marineros del mundo van tras ella.
Solo, soy incapaz de protegerla. Cualquiera tiene un despiste
en algún momento. Necesito dormir, ir al baño. Incluso
limpiar la bañera. Picar cebollas y quitar las hebras a las ju-
días. Necesito revisar la presión de los neumáticos del coche.
Así fue como nos alejamos. Es decir, ella se fue distanciando
de mí. Detrás, claro, se hallaba la sombra infalible de los
marineros. Una densa sombra que trepaba sin ayuda de
nadie por los muros de los edificios. La bañera, las cebollas
y la presión del aire no eran más que fragmentos de una
metáfora que esa sombra se dedicaba a esparcir como quien
esparce chinchetas por el suelo.
Seguro que nadie imagina cuánto sufrí, lo hondo que
caí cuando ella se marchó. No, es imposible que alguien
se haga una idea. Porque ni siquiera yo logro recordarlo.
¿Cuánto habré sufrido? ¿Cuánto me dolió el alma? Ojalá
existiera en el mundo una máquina que midiese fácilmente
y con precisión la tristeza. Así podría expresarlo en cifras.

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Una máquina semejante jamás cabría en la palma de la
mano. Eso pienso cada vez que mido la presión de los
neumáticos.

Y al final ella murió. Me enteré gracias al telefonazo en


plena noche. Ignoro el lugar, los medios, el motivo y el obje-
tivo, pero el caso es que M estaba decidida a quitarse la
vida, y eso hizo. Se retiró de este mundo real tranquilamen-
te (quizá). Aunque yo pudiese disponer de todos los mari-
neros del mundo y de todas sus sofisticadas lisonjas, ya
nunca podré rescatarla —ni siquiera raptarla— de las profun-
didades del más allá. Si a medianoche escuchas con atención,
es posible que tú también percibas a lo lejos el canto fúne-
bre de los marineros.
Además, tengo la impresión de que, debido a su muerte,
he perdido para siempre a mi yo de catorce años. Esa parte
ha sido arrancada de cuajo de mi vida, como el número reti-
rado del uniforme de un equipo de béisbol. La han deposi-
tado en una robusta caja fuerte con una compleja cerradu-
ra y arrojado al fondo del océano. Tal vez la puerta no se
abra en mil millones de años. Los amonites y celacantos la
vigilan en silencio. El espléndido viento de poniente ya ha
dejado de soplar. Todos los marineros del mundo lamentan
de corazón su muerte. Así como todos los antimarineros
del mundo.
Cuando me enteré de la muerte de M, me sentí el segun-
do hombre más solo del planeta. El primero, sin duda, es
su marido. Le cedo la plaza. No sé qué clase de persona será.
No dispongo de ninguna información sobre su edad, a qué

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se dedica o a qué no se dedica. Lo único que conozco de él
es que su voz es grave. Pero el hecho de que tenga la voz
grave no me da ningún dato concreto sobre él. ¿Será un
marinero? ¿O quizá alguien al que no le gustan los marine-
ros? Si fuese de estos segundos, tendría en mí un aliado. Si
fuese de los primeros... aun así contaría con mi solidaridad.
Ojalá pudiese hacer algo por él.
Pero no tengo manera de acercarme al que un día fue el
marido de M. No sé su nombre ni dónde vive. Quizá haya
perdido también el nombre y el lugar. Después de todo, es
el hombre más solo del planeta. En pleno paseo, me siento
delante de la estatua de un unicornio (la ruta que siempre
hago pasa por un parque con una estatua de un unicornio)
y, mientras observo una fresca fuente, pienso en él. Intento
imaginar qué se siente al ser el hombre más solo del mundo.
Yo ya sé qué se siente al ser el segundo hombre más solo
del mundo. Pero todavía ignoro qué se siente siendo el
hombre más solo del planeta. Entre la segunda y la primera
soledad discurre un hondo abismo. Quizá. No es que sola-
mente sea hondo, sino que además tiene una anchura espan-
tosa. Tanto que desde el fondo se eleva una alta montaña
formada por los restos de los pájaros muertos que, incapaces
de franquearlo de extremo a extremo, cayeron extenuados
en pleno vuelo.
Un buen día, de repente, te conviertes en un hombre sin
mujer. Ese día sobreviene de repente, sin mediar el menor
indicio o aviso, sin corazonadas ni presentimientos, sin lla-
mar a la puerta y sin carraspeos. Al doblar la esquina, te das
cuenta de que ya estás allí. Y no puedes dar marcha atrás. Una
vez que doblas la esquina, se convierte en tu único mun-

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do. En ese mundo pasan a decir que eres uno de esos «hom-
bres sin mujeres». En un plural gélido.
Sólo los hombres sin mujeres saben cuán doloroso es,
cuánto se sufre por ser un hombre sin mujer. (…)

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