Limes: Memorias de Adriano, de Marguerite Yourcenar

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Limes

Revista de Estudios Clásicos ISSN 0716 - 5919

Memorias de Adriano, de Marguerite Yourcenar:


apertura y actualización del tiempo
Ethel Junco de Calabrese

Resumen
La novela sobre el emperador Adriano relaciona lo histórico con lo personal; el género oscila
entre la novela histórica y la confesión, enlazando instancias históricas detalladas con reflexiones
sobre el alma. En esta interacción se definen algunas constantes de la preocupación humana:
inmortalidad del alma, amor como ascensión del ser, herencia como vigencia de la civilización.
Helenismo y Modernidad Tardía asocian sus espíritus a través de una ficción atemporal.
Palabras claves
Adriano - imperio - memoria - tiempo

Memoirs of Hadrian, Marguerite Yourcenar:


opening and weather update
Abstract
The Emperor Hadrian novel relates the historical and personal gender between the historical
novel and confession, linking historical instances detailed reflections on the soul. In this
interaction defines some constants of human concern: immortality of the soul, love and ascension
be as effective heritage of civilization. Hellenism and Modernity late associate their spirits through
timeless fiction.
Keywords
Adriano - empire - memory - time

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Limes
Revista de Estudios Clásicos ISSN 0716 - 5919

Memorias de Adriano, de Marguerite Yourcenar:


apertura y actualización del tiempo
Ethel Junco de Calabrese
Profesora investigadora - Universidad Panamericana
Campus Aguascalientes - México
[email protected]

Introducción
Animula vagula, blandula,
Hospes comesque corporis,
Quae nunc abibis in loca
Pallidula, rigida, nudula,
Nec, ut solis, dabis iocos...1
P. AELIUS HADRIANUS, Imp.

La tradicional división de la filosofía griega en los períodos cosmológico,


antropológico y ético, minimiza, al decir de Alsina Clota, la extensa etapa
de centralidad religiosa que ocupa desde el siglo I hasta el fin de la Antigüedad.
“Se trata de un período muy dilatado –más de quinientos años- que
engloba tanto las corrientes paganas como las cristianas, y que Dodds
ha bautizado, felizmente, con el nombre de época de ansiedad.” (Alsina
Clota, 1989, 12)
La noción de “ansiedad” se contrapone a la natural armonía y serenidad
de la época clásica. Se trata del hombre del Helenismo, quien se ha extraviado
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Almita mía, mi querida, huésped y compañera del cuerpo, te marchas sin saber dónde,
pálida, rígida, temblorosa, y ya no te entregarás a tus juegos.

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de su centro de gravedad, quien ha sido “desterrado” de la polis. Luego de


la fragmentación del imperio de Alejandro Magno y de la conformación de
las monarquías helenísticas, centralizadas y hereditarias, el hombre en tanto
ciudadano queda excluido, limitada su acción participativa; a la pérdida de
identificación con la comunidad política, se suman nuevos desencantos,
enfrentamientos bélicos, pestes y padecimientos por la supervivencia. Los
cambios sociales de la época, sumados a la gran confrontación de más de
dos siglos que suponen el paso del politeísmo al monoteísmo, debilitan los
sentimientos de seguridad y acrecientan dudas y angustia. La filosofía de la
época se centrará en consolidar una ética de las acciones y una redefinición de lo
humano y renunciará a certezas metafísicas. (Caturelli, 1977, 122)
Una reflexión de G. Flaubert acerca de este período perturbó a Marguerite
Yourcenar. La escribe en el Cuaderno de Notas de la edición original de las
Memorias de Adriano:
“Encontrada de nuevo en un volumen de la correspondencia de
Flaubert, releída y subrayada por mí hacia 1927, la frase inolvidable:
<<Cuando los dioses ya no existían y Cristo no había aparecido aún,
hubo un momento único, desde Cicerón hasta Marco Aurelio, en que
sólo estuvo el hombre>>. Gran parte de mi vida transcurrirá en el intento
de definir, después de retratar, a este hombre solo y al mismo tiempo
vinculado con todo.” (MA 283)
El resultado de esa perturbación fue, para fortuna nuestra, su novela
sobre el emperador Adriano. La autora inicia su obra en 1924 con la visita a
la Villa Adriana, para darla por concluida, con su edición parisina de 1951.
Se estima que su dilatado proceso de elaboración fue redactado entre 1948 y
1950. Recorremos los años principales de la confirmación de la hecatombe
del siglo XX. En 1939, Yourcenar está en EEUU, cuando estalla la Segunda
Guerra; los cambios mundiales generados por la Gran Guerra, el advenimiento
de los totalitarismos bajo formas soviéticas y europeas, las crisis económicas
sin precedentes, la confirmación de la barbarie sofisticada por la ciencia y la
tecnología constituyen el horizonte humano. La filosofía declara derrotado
el espacio de la metafísica con la Escuela Analítica, el Existencialismo y en el
futuro inmediato con el Estructuralismo; la reflexión ética intenta recuperar lo
universal, los derechos humanos, para reiniciar el diálogo de la convivencia. Se
iniciará una época de renovación y fundación de las antiguas categorías, bajo
revisión del concepto de razón que había servido de pilar desde la Modernidad.
Razón, estado, individuo entran en redefinición y de sus conclusiones nacerá el
período conocido como Posmodernidad (Salgado González, 2012, 4)
Las épocas que se conjugan en el cosmos de la novela de Yourcenar son
indudablemente de una homogénea ansiedad, desencanto y nostalgia. Hemos
perdido certezas y no se puede avanzar sobre el vacío. ¿Dónde se sostendrán los pasos
de un nuevo hombre? Yourcenar en tándem de tiempos, elabora una propuesta.

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Cauces de interpretación
Para pensar el encuentro entre la Cultura Helenística-romana y el
Cristianismo primitivo me permito buscar una clave de lectura moderna, a
saber, la novela citada de Marguerite Yourcenar. Los motivos precisos, aquellos
imprescindibles al menos, para justificar tal elección se sostienen en la apertura
y actualización del tiempo histórico. Dos aspectos de forma y dos de fondo serán
los cauces de la interpretación.
La novela histórica
En primer término, el pretendido uso del género de la novela histórica y
el movimiento sistemático de alejamiento, acentuando que fuente histórica
–contemporánea- puede ser precisamente la nueva obra engendrada. Con
las Memorias, más que la reproducción, referencia o evocación de un siglo II
sincrético y convulso, se recorre el itinerario de un alma ejemplar -si no por su
virtud que no nos cabe delimitar, si no por sus aciertos que son relativos a todo
hombre, sí por su protagonismo cultural y por la extensión en el tiempo de sus
determinaciones.
“El siglo II me interesa porque fue, durante mucho tiempo, el de los
últimos hombres libres. En lo que a nosotros concierne, quizás estemos
ya bastante lejos de aquel tiempo”. (MA 177)

Un hombre del siglo II de nuestra era, que ha transitado la cima del mundo,
enseña sus tribulaciones, fascinación y desencanto frente a la existencia; pero el
avatar de un romano que envejece se confunde con los de un espíritu que puede
deambular por el siglo XX.
“Tomar una vida conocida, concluida, fijada por la Historia (en la
medida en que puede ser una vida), de modo tal que sea posible abarcar
su curva por completo; más aún, elegir el momento en el que el hombre
que vivió esa existencia la evalúa, la examina, es por un instante capaz de
juzgarla. Hacerlo de manera que ese hombre se encuentre ante su propia
vida en la misma posición que nosotros.” (MA 284)

El punto de partida puede fijarse en un largo informe de gestión imperial,


orientado a Marco Aurelio en tanto inminente heredero del poder; el hijo
adoptivo que sucederá en las funciones recibe el legado de un gobierno. Esto
cumple premisas exteriores; pero esta estructura formal va delatando capas de
sucesiva intimidad hasta desembocar en un núcleo compositivo centrado en la
reflexión de toda una vida -entiéndase, en la búsqueda de su sentido- antes de
la muerte.
“Como el viajero que navega entre las islas del Archipiélago ve alzarse
al anochecer la bruma luminosa y descubre poco a poco la línea de la
costa, así empiezo a percibir el perfil de mi muerte” (MA 11)

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Por la forma externa, la obra se divide en seis partes, de las cuales, en rápida
visión, podemos señalar que el tema de la muerte domina la primera y sexta,
mientras las cuatro restantes se ocupan, según cronología, de los datos de la
infancia en España, los cargos políticos, las funciones militares, la llegada al
imperio, el deterioro del cuerpo y la perspectiva de la muerte. No obstante,
no es la cronología temporal la que conduce el hilo narrativo, sino el tiempo
psicológico:
“Una mañana en Atenas duró más que quince años en el ejército”
(MA 26)

El extenso monólogo que guía la narración – ¿quién podría dialogar con


este Adriano?- es la voz de un hombre en el final de su presente, que a su vez
reproduce las voces de los hombres que ha sido en el tiempo. La cualidad poética
de la prosa, es decir, transformadora del dato y de la experiencia, adensa la
representación de las emociones. En ella, la memoria de condensa en el instante
del relato y resignifica lo vivido. El protagonista de la novela histórica se vuelve
intemporal.
“A los veinte años era poco más o menos lo que soy ahora, pero sin
consistencia” (MA 40)

Las causas son analizadas con visión de modernidad desde la intimidad


del hombre; esta postura valoriza, al decir de George Steiner la “estética del
fragmento” (La poesía, 2012, 31), propia de nuestro modo de comprensión y
permite adentrarnos en las razones de una vida humana desde el peso de quien
ha recorrido los confines del tiempo y llega, agotados los recursos, a confesar el
límite el sabio.
La existencia autoevaluada recorre un método: observación de sí mismo, de
los hombres y de los libros:
“Como todo el mundo, sólo tengo a mi servicio tres medios para
evaluar la existencia humana: el estudio de mí mismo, que es el más difícil
y peligroso, pero también el más fecundo de los métodos; la observación
de los hombres, que logran casi siempre ocultarnos sus secretos o hacernos
creer que los tiene; y los libros, con los errores particulares de perspectiva
que nacen entre sus líneas.”(MA 26)

Finalmente, el compromiso con la forma novela instala a Yourcenar en la


plena conciencia de su tiempo artístico.
La forma epístola
En segundo lugar, dentro del género, la opción por la epístola, modelo a
gusto de la Roma helenística como del Cristianismo antiguo, vehículo intimista
de confesión y conversión.

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“(…) he llegado a la edad en que la vida, para cualquier hombre, es


una derrota aceptada.” (MA 10)

La forma epístola provee los elementos de la circularidad del discurso, que


va configurándose por movimientos concéntricos, al tiempo que la reflexión se
libera y ahonda. Desde ahí, la carta se asimila a la exhortación, a la arenga, a la
plegaria, y en el juego de fuerzas que, según la interioridad del hablante, se pone
de relieve, aparece el mundo como lo otro, como lo pendiente que interactúa
y se expone.
“Comenzada para informarte los progresos de mi mal, esta carta se
ha convertido poco a poco en el esparcimiento de un hombre que ya
no tiene la energía necesaria para ocuparse en detalle de los negocios
del Estado, meditación escrita de un enfermo que da audiencia a sus
recuerdos. Ahora me propongo más: tengo intención de contarte mi
vida.” (MA 25)

El vehículo subjetivizado se duplica -novela pseudo-histórica, epístola- y


permea la presencia de otro hombre histórico, cuyo decir será una vez más del
siglo XX.
“Entre el prójimo y yo las diferencias que percibo son demasiado
desdeñables como para que cuenten en la suma final”. (MA 44)

Lo que constituye característica del presente no excluye sus mutaciones en el


futuro; lo humano se reitera con sutiles variantes, quizá con profundizaciones
agravadas:
“Dudo de que toda la filosofía de este mundo consiga suprimir la
esclavitud; a lo sumo le cambiarán el nombre. Soy capaz de imaginar
formas de servidumbre peores que las nuestras, por más insidiosas, sea que
se logre transformar a los hombres en máquinas estúpidas y satisfechas,
creídas de su libertad en pleno sometimiento, sea que, suprimiendo los
ocios y los placeres humanos, se fomente en ellos un gusto por el trabajo
tan violento como la pasión de la guerra entre las razas bárbaras. A esta
servidumbre del espíritu o la imaginación, prefiero nuestra esclavitud de
hecho.” (MA 63)

O bien afirmaciones tan vigentes como ésta:


“Parte de nuestros males proviene de que hay demasiados hombres
vergonzosamente ricos o desesperadamente pobres”. (MA 64)

Por la forma de pseudo-novela histórica en general y de epístola en particular


la obra escapa de los confines pretendidos de su historicidad. De ahí se configura
la pregunta por la apertura y articulación de tiempos entre el siglo II y el siglo
XX y por las asonancias y correspondencias espirituales entre el hombre Adriano
y los hombres.

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“(…) hombre solo, apenas casado, sin hijos, casi sin antepasados, un
Ulises cuya Ítaca es sólo interior. Debo hacer aquí una confesión que no
he hecho a nadie: jamás tuve la sensación de pertenecer por completo
a algún lugar, ni siquiera a mi Atenas bienamada, ni siquiera a Roma.
Extranjero en todas partes, en ninguna me sentía especialmente aislado.”
(MA 68)

La imagen del “extranjero en todas partes”, que se adueña de sí en su propia


interioridad se asocia fraternalmente al hombre desterrado del siglo XX, siglo de
mutaciones culturales que imponen su fuerte impronta individualista.

Todo esto con un mediador grave, a saber, la ficción literaria; en este campo
se debate con la historia, con la filosofía, con la teología en ciernes, con la
estética erótica que plantea la autora; la ficción literaria se erige en sede retórica,
vehículo de meta- realidad. Hacemos nuestra la afirmación de G. Steiner: “Lo
“i-rreal” (¿queriendo decir qué?) se venga metafísica y psicológicamente de las
pretensiones cotidianas de la realidad?” (Gramáticas, 2010, 167)
La posición del novelista, la decisión de observar desde
adentro implica una segunda confirmación del Helenismo, en
tanto validación de las miradas singulares y más aún, del escorzo y
lateralidad y sinuosidad de esa mirada.

La novela de Marguerite Yourcenar, una historiadora y ensayista que bien


podría haber elegido el género “apropiado” para recrear una época, hace ficción
porque quiere hacerla no por carencia de receptáculo; y ese formato helenístico
por cierto creemos se aviene muy bien a la pintura posible de nuestra época, tan
alejada del tono y del desafío de la épica y de la frontalidad de la tragedia.
“Los que consideran la novela histórica como una categoría diferente,
olvidan que el novelista no hace más que interpretar, mediante los
procedimientos de su época, cierto número de hechos pasados, de
recuerdos conscientes o no, personales o no, tramados de la misma
manera que la Historia (…) En nuestra época, la novela histórica, o la
que puede denominarse así por comodidad, ha de desarrollarse en un
tiempo recobrado, toma de posesión de un mundo interior” (MA 292)

Escribir una novela sobre el Helenismo hace palpable el sentimiento de


decadencia de su época; la caída de la historia en tanto llegada a término, en tanto
búsqueda de renovación de lo colectivo por el ahondamiento de lo individual,
son sus premisas; cuando el hombre ha quedado excluido de la comunidad se
reconstruye en la interioridad.
“(…) con una mezcla de reserva y audacia, de sometimiento y
rebelión cuidadosamente concertados, de exigencia extrema y prudentes
concesiones, he llegado finalmente a aceptarme a mí mismo” (MA 47)

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El helenista recoge indicios y se niega a despedirlos; los esculpe en formas de


dolor personal, pero no reservado, privilegiando la hermandad de lo humano.
Ya que no puede hacer de sí una gesta nacional ni un enfrentamiento heroico,
hace un lánguido relato. Hablar del emperador Adriano para el siglo XX en pos
de transpolar el aire inicial y póstumo a la vez de los primeros siglos cristianos de
Roma helenizada, exige la forma novela.
“La novela devora hoy todas las formas: estamos casi obligados a
pasar por ella; este estudio sobre la suerte de un hombre que se llamó
Adriano hubiera sido una tragedia en el siglo XVII y un ensayo en el
Renacimiento”. (MA 176)

No olvidemos que estamos a mediados del XX- la novela se publica en 1951


luego de un período de gestación que recorre la primera mitad del siglo- y
ya la misma novela tradicional como formato está diversificándose y fluyendo
a múltiples formas de discurso. Pero además, requiere la novela de confesión,
donde la memoria mejora el pasado, porque lo ordena y lo selecciona y ése es
un ejercicio que en la lectura nos interpela a todos y nos obliga a abandonar la
posición de espectadores cultos al acecho de datos filosóficos, síntesis religiosas
o detalles domésticos.
“La verdad que quiero exponer aquí no es particularmente escandalosa,
o bien lo es en la medida que toda verdad es escándalo.” (MA 25)

Aquí advertimos que toda la documentación es excusa; la distancia


cronológica entre el protagonista y el lector, aletargada por la primera persona
de la narración, se diluye en el espacio común.
“Tratar de leer un texto del siglo II con los ojos, el alma y los
sentimientos del siglo II; bañarlo en esa agua-madre que son los
hechos contemporáneos; separar, si es posible, todas las ideas, todos los
sentimientos acumulados en estratos sucesivos entre aquellas gentes y
nosotros.” (MA 294)

La confesión tiene sabor a fin; es un proceso recóndito que se asocia a la


percepción del cumplimiento de la vida. La relación confesión-advenimiento
de la muerte implica un principio de apertura. Podría dudarse: ¿es la confesión
encubrimiento o despojamiento?
“...me propongo instruirte y aun desagradarte. Tus preceptores,
elegidos por mí, te han impartido una educación severa, celosa, quizás
demasiado aislada, de la cual en suma espero un gran bien para ti y
para el Estado. Te ofrezco, como correctivo, un relato libre de ideas
preconcebidas y principios abstractos extraídos de la experiencia de un
solo hombre- yo mismo.” (MA 25)

Si se considera el valor de la confesión como herencia hacia Marco Aurelio,


debemos aceptarla como despojamiento, como acto de purificación que quita

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la hojarasca para mostrar lo troncal; si la continuidad de un modelo de poder


se transfiere por la palabra, ésta debe ser veraz. La figura del político justo será
garantía de inmortalidad del imperio. El hombre pasa, pero debe permanecer su
enseñanza y la confesión la transporta. Importa saber quién ha sido el emperador
en su total fisonomía. El fin de la confesión es transparentar el alma, por eso la
novela se centrará, justamente, en los pliegues del alma.

“Ignoro las conclusiones a que me arrastrará mi narración. Cuento


con este examen de hechos para definirme, quizá para juzgarme, o por lo
menos para conocerme mejor antes de morir” (MA 26)

Ejes temáticos

Las premisas de fondo, articuladas con las de forma citadas, se desarrollan


en base a dos ejes temáticos relevantes y no excluyentes de otros subalternos. Es
uno, el tópico de la inmortalidad el alma en clave dualista, correspondiente al
vertiginoso período de contacto entre neoplatonismo y cristianismo primitivo.
Otro y solidario es el motivo del amor, marcando el ascenso y el descenso del
alma. Finalmente, la elección del heredero: fundida el alma en la noción universal
de imperio, Adriano es Roma y debe garantizar la continuidad de la vida.

El alma

“Esta mañana pensé por primera vez que mi cuerpo, ese compañero
fiel, ese amigo más seguro y mejor conocido que mi alma, no es más que
un monstruo solapado que acabará por devorar a su amo.” (MA 9)

Los caminos de lo divino son oscilantes para el hombre que vive tiempos
de transición; las certezas dadas por los signos naturales parecen ser aspectos
supremos de contemplación, no superados por doctrinas enunciadas a priori.

“En mi vida busqué unirme a lo divino bajo muchas formas; conocí


más de un éxtasis; los hay atroces, y los hay de una conmovedora dulzura.
El éxtasis de la noche siria fue extrañamente lúcido. Inscribió en mí los
movimientos celestes con una precisión que jamás me habría permitido
alcanzar ninguna observación parcial. En el momento en que te escribo,
sé exactamente qué estrellas pasan en Tíbur sobre este techo ornado de
estucos y pinturas preciosas, y cuáles están suspendidas, en otras tierras,
sobre una tumba. Algunos años después, la muerte había de convertirse
en objeto de mi contemplación constante, pensamiento al cual dedicaría
todas las fuerzas de mi espíritu que no estuvieran absorbidas por el
Estado. Y quien dice muerte dice también el mundo misterioso al cual
acaso ingresamos por ella. Después de tantas reflexiones y de tantas
experiencias quizá condenables, sigo ignorando lo que sucede detrás de
esa negra colgadura. Pero la noche siria representa mi parte consciente de
inmortalidad”. (MA 83)

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El tono del hombre está dado por la búsqueda y la suspensión de conclusiones;


jamás la indiferencia o la parodia, sino el lúcido silenciamiento. La relación
cuerpo-alma está dominada por la intriga, su asechanza produce preguntas y
emboscadas y astucias que obligan a insistir. La pregunta quedará abierta. La
sabiduría se cumple en la mesura.
“¿Será el alma la culminación suprema del cuerpo, frágil
manifestación del dolor y el placer de existir? ¿O bien, por el contrario,
es más antigua que ese cuerpo modelado a su imagen y que le sirve bien
o mal de instrumento momentáneo? ¿Es válido imaginarla en el interior
de la carne, establecer entre ambas esa estrecha unión, esa combustión
que llamamos vida? Si las almas poseen identidad propia, ¿pueden
intercambiarse, ir de un ser a otro como el bocado de fruta, el trago
de vino que dos amantes se pasan en un beso? Sobre estas cosas, todo
estudioso cambia veinte veces por año de opinión; en mí el escepticismo
luchaba con el deseo de saber, y el entusiasmo con la ironía. (MA 100)

El amor

La problemática involucra, en sede platónica, la relación con el paradigma


y entronca con el motivo de la belleza, pedagoga en el camino de ascenso. La
figura del portador de belleza, Antínoo, un Eros psicagogo, será guía y desvío
simultáneo en las razones del alma. Sólo por eso de él dependerá la felicidad
suprema y el dolor sostenido y discreto.
“De todos nuestros juegos, es el único (el del amor) que amenaza con
trastornar el alma, y el único donde el jugador se abandona por fuerza
al delirio del cuerpo. No es indispensable que el bebedor abdique de su
razón, pero el amante que conserva la suya no obedece del todo a su dios”
(MA 17)

Con la aparición de Antínoo, se inicia el clímax dramático. El alma ha atisbado


tu camino ascensional. Adriano es un espíritu griego, la belleza lo reclama en
forma sensible a fin de iniciarlo en la vía de conocimiento. Como gobernante
fomentó la paz en sus territorios, buscó la estabilidad en política exterior al
costo de perder conquistas adquiridas por Trajano, recorrió las provincias en
duros peregrinajes a lo largo de doce años, respetó los derechos de los pueblos
romanizados y, cuando el imperio como cosmos externo quedó constituido,
cuando el militar y el emperador estuvieron firmes, el camino se interioriza,
busca su centro, crece hacia sí por medio de un vínculo sensible-invisible. Ése y
no otro se muestra como justificativo de vida.

“Aquí, (ante el amor) la lógica humana se queda corta, como


en las revelaciones de los Misterios. Y no se ha engañado la tradición
popular que siempre vio en el amor una forma de iniciación, uno
de los puntos de contacto de lo secreto y lo sagrado” (MA 19)

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El amor como camino ascensional del alma por la belleza será caracterizado
en estado de presencia, otorgando su virtud suprema, estado de serena felicidad,
y como estado de ausencia, mostrando la curvatura del alma sobre sí misma.
La plenitud tiene natural forma mítica:
“Cuando considero esos años, creo encontrar en ellos la Edad de Oro.
Todo era fácil; los esfuerzos de antaño se veían recompensados por una
facilidad casi divina” (MA 85)

La belleza como lenguaje del amor, reúne las formas del cosmos y se recuesta
sobre sí; las preguntas más raigales se suspenden; lo otro se hace ajeno y distante,
innecesario.
“La pasión colmada posee su inocencia, casi tan frágil como las otras;
el resto de la belleza humana pasaba a ser espectáculo, no era ya la presa
que yo había perseguido como cazador. Aquella aventura, tan trivial en
su comienzo, enriquecía pero también simplificaba mi vida; el porvenir
ya no me importaba. Dejé de hacer preguntas a los oráculos; las estrellas
no fueron más que admirables diseños en la bóveda del cielo”. (MA 86)

Y ya no es necesaria la restante experiencia porque la sabiduría ha sido


colmada. Amor como gnosis de iniciación.
“Más sincero que la mayoría de los hombres, confieso sin ambages
las causas secretas de esa felicidad; aquella calma tan propicia para los
trabajos y las disciplinas del espíritu se me antoja uno de los efectos
más bellos del amor. Y me asombra que esas alegrías tan precarias, tan
raramente perfectas a lo largo de una vida humana —bajo cualquier
aspecto con que las hayamos buscado o recibido—, sean objeto de tanta
desconfianza por quienes se creen sabios, temen el hábito y el exceso de
esas alegrías en vez de temer su falta y su pérdida, y gastan en tiranizar sus
sentidos un tiempo que estaría mejor empleado en ordenar o embellecer
su alma.” (MA 90)

Porque el estado de presencia del amor tiene perfiles supremos, su ausencia


no podrá tener consecuencias exánimes. Sólo en la finalidad soberbia del amor
como Eros psicagogo, guía del alma, la desaparición del mediador cobrará
carácter de ofrenda. La muerte de Antínoo es la vida de Adriano, pero vida como
prolongación, no como llama.
“(…) la muerte podía convertirse en un supremo servir, un último
don, el único que le quedaba.” (MA101)

La pérdida de Antínoo hunde el relato en el centro vital de la confesión; el


hombre muestra su medida infinita de sufrimiento y en ella la hondura de la
reflexión. La banalidad cae ante la certeza y, repentinamente, la vida erguida se
desvanece en su opuesto, en el saber de la vejez.

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“Todo se venía abajo; todo pareció apagarse. Derrumbarse el Zeus


Olímpico, el Amo del Todo, el Salvador del Mundo, y sólo quedó un
hombre de cabellos grises sollozando en el puente de una barca.” (MA
109)

La anáfora, obligada para la toma de consciencia, se convierte en letanía:


“Antínoo había muerto. Me acordaba de los lugares comunes tantas
veces escuchados: se muere a cualquier edad, los que mueren jóvenes
son los amados de los dioses. Yo mismo había participado de ese infame
abuso de las palabras, hablando de morirme de sueño, de morirme de
hastío. Había empleado la palabra agonía, la palabra duelo, la palabra
pérdida. Antínoo había muerto. Amor, el más sabio de los dioses... Pero
el amor no era responsable de esa negligencia, de esas durezas, de esa
indiferencia mezclada a la pasión como la arena al oro que arrastra un río,
de esa torpe inconsciencia del hombre demasiado dichoso y que envejece.
¿Cómo había podido sentirme tan ciegamente satisfecho? Antínoo había
muerto.” (MA 111)

El heredero
En tanto la pregunta y desvelo por la vida del alma ocupa la cuestión central
de la vida particular, entendiendo que amor-vida son sinónimos, la secunda
la preocupación por la búsqueda y hallazgo del heredero, cuestión esencial al
imperio, garantía no menor de su inmortalidad.
“Afortunadamente, en la medida en que nuestro Estado ha sabido
crearse una regla para la sucesión imperial, ésta se determina por la
adopción; reconozco en ella la sabiduría de Roma. (MA 140)

El heredero de la obra no está asociado a la preeminencia de sangre, sino de


espíritu. La construcción cultural que supone el imperio deberá recibir vitalidad
del hombre preparado y calificado, del hombre conocido en detalle:
“Te conocí desde la cuna, pequeño Annio Vero, que por obra mía te
llamas hoy Marco Aurelio. (…) te hice ingresar, por amistad hacia los
tuyos, en el santo colegio de los Hermanos Arvales, (…) Te tuve de la
mano durante el sacrificio que se ofreció aquel año a orillas del Tíber, y
miré con afectuosa sonrisa tu figura de niño de cinco años, asustado por
los chillidos del cerdo que inmolaban pero que trataba lo mejor posible
de imitar la digna actitud de sus mayores.” (MA 149)

La formación y el temple del espíritu son valorados a pesar de los extremos,


vistos estos como formas de acentuación que se equilibran con las circunstancias
de la vida:
“Te he visto leer apasionadamente los escritos de los filósofos,
vestirte de áspera lana, dormir en el suelo, someter tu cuerpo algo frágil

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a las mortificaciones de los estoicos. En todo eso hay exceso, pero a los
diecisiete años el exceso es una virtud.” (MA 149)

Pero la perspectiva del hombre educado para la sucesión se inmiscuye en la


historia personal de quien no termina de forjarse y que aventura un tono de
escepticismo donde antes hubo esperanza:
“A veces me pregunto en qué escollo naufragará toda esa cordura,
puesto que siempre naufragamos: ¿será una esposa, un hijo demasiado
querido, una de esas trampas legítimas en que caen por fin los corazones
timoratos y puros? ¿O será sencillamente la vejez, la enfermedad, la
fatiga, el desengaño que nos dice que si todo es vano, la virtud también
lo es?” (MA 149)

La percepción de la continuidad a través del heredero como un ser distinto


implica también la aceptación de cambio de tono y de rumbo; un heredero que
no acepta integralmente a Adriano, que no es un estadista sino un sabio, que no
sigue el placer de los sentidos sino que vive en severa austeridad, que escucha a
maestros diferentes, forma parte del plan del emperador:
“No me quieres (…) Sospechas en mí una sabiduría opuesta a la
que te enseñan tus maestros (…) No importa; no hace falta que me
comprendas. Hay más de una sabiduría, y todas son necesarias al mundo;
no está mal que se vayan alternando.” (MA 150)

Herencia e inmortalidad se ofrecen como términos complementarios de


pactos con el tiempo; pero la idea de continuidad no se identifica con repetición
sino con alternancia, con movimiento y plasticidad. He aquí un rasgo para leer
la modernidad del texto, atento a los laberintos del tiempo y dócil a ellos. Una
duda revolucionaria puede brotar de aquí, y en definitiva, alude a las posibles y
múltiples mutaciones de Roma.
Concluido el trabajo de la donación de sí en el tiempo histórico, Adriano
se despoja del emperador para reencontrarse consigo mismo en espejo con las
memorias del amor.
“Mi tarea pública estaba cumplida; ahora podía volver a Tíbur, entrar
en ese retiro que se llama enfermedad, experimentar con mis sufrimientos,
sumergirme en lo que me restaba de delicias, reanudar en paz mi diálogo
interrumpido con un fantasma. Mi herencia imperial quedaba a salvo en
manos del pío Antonino y del grave Marco Aurelio” (MA 150)

Aspectos para una conclusión


Bajo la eficaz apariencia de la historia, la novela de convierte en cauce de
vitalidad personal: “Un hombre solo y al mismo tiempo vinculado con todo”.
La aplicación del género de novela histórica para denotar una interioridad
que se aventura posmoderna conjuga los tiempos en un relato de experiencias

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Memorias de Adriano, de Marguerite Yourcenar:
apertura y actualización del tiempo
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comunes a los hombres; la aplicación de la epístola, transfigurada en extenso


e intensificado monólogo, acentúa ese escape a la historicidad, a la vez que
abre y actualiza los tiempos. Finalmente, prevalece la ficción sobre el modelo,
mecanismo de excelencia para que la narración del Helenismo inicie su extenso
recorrido por el dilatado Imperio Romano, centro del mundo, y se recoja en el
centro vital del alma humana. Realidad histórica, antigüedad remota, descriptos
con intencional detalle y cuidado no para desembocar en el mapa del pasado,
sino en el desfiladero de esa experiencia personal y única, que ni siquiera son los
hechos, sino que es la memoria. La novela histórica se deshace en autobiografía.
Mediante goznes de forma y de fondo, la autora entabla el diálogo histórico
con la convicción de la similitud y reciprocidad de los materiales constitutivos,
a saber, aquellos que en el principio se conjugan para generar la idiosincrasia de
la Antigüedad tardía, reaparecen y se interpelan en la Modernidad tardía. En
el Helenismo romano coinciden las filosofías de la moral- epicúreos, estoicos,
neoplatónicos- en relectura de las nociones pronunciadas por el clasicismo
griego: la descomposición del mundo político obliga a repensar la idea de
sujeto moral. Nuestro siglo XX vive la fuga de los ideales clásicos y, por ende,
la búsqueda del paradigma se hará en perpetuos contrastes y discusiones con
el modelo: no obstante, la coincidencia del reclamo, en definitiva, es siempre
humanizar lo humano.
Los mismos paradigmas que a su vez, requerirán siglos para consolidarse
y fusionarse en compleja síntesis a lo largo de la Edad Media, depondrán su
unidad con nuevos siglos de paciente disolución a lo largo de la Edad Moderna.
Dos épocas en contraste temporal, pero en símil espiritual, neoplatonismo,
gnosticismo, cristianismo. Dos épocas helenísticas por definición, al menos en
tanto fugadas del clasicismo, unidas en lo universal del alma del hombre.
Una profética mirada al futuro augura nuestro mundo actual:
“Me repetía que era vano esperar para Atenas y para Roma esa
eternidad que no ha sido acordada a los hombres ni a las cosas, y que
los más sabios de entre nosotros niegan incluso a los dioses. Esas formas
sapientes y complicadas de la vida, esas civilizaciones satisfechas de sus
refinamientos del arte y la felicidad, esa libertad espiritual que se informa
y que juzga, dependen de probabilidades tan innumerables como raras,
de condiciones casi imposibles de reunir y cuya duración no cabe
esperar. Destruiríamos a Simeón; Arriano sabría proteger a Armenia de
las invasiones alanas. Pero otras hordas vendrían después, y otros falsos
profetas. Nuestros débiles esfuerzos por mejorar la condición humana
serían proseguidos sin mayor entusiasmo por nuestros sucesores; la
semilla del error y la ruina, contenida hasta en el bien, crecería en cambio
monstruosamente a lo largo de los siglos. Cansado de nosotros, el mundo
se buscaría otros amos; lo que nos había parecido sensato resultaría
insípido, y abominable lo que considerábamos hermoso. Como el iniciado

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en el culto de Mitra, la raza humana necesita quizás el baño de sangre y el


paisaje periódico por la fosa fúnebre. Veía volver los códigos salvajes, los
dioses implacables, el despotismo incontestado de los príncipes bárbaros,
el mundo fragmentado en naciones enemigas, eternamente inseguras.
Otros centinelas amenazados por las flechas irían y vendrían por los
caminos de ronda de las ciudades futuras; continuaría el juego estúpido,
obsceno y cruel, y la especie, envejecida, le incorporaría sin duda nuevos
refinamientos de horror. Nuestra época, cuyas insuficiencias y taras
conocía quizá mejor que nadie, llegaría a ser considerada por contraste
como una de las edades de oro de la humanidad.” (MA 134)

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Memorias de Adriano, de Marguerite Yourcenar:
apertura y actualización del tiempo
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Lista de referencias
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