Historia Del Judio Errante

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En

Venecia, frente al palacio de los Dux y San Giorgio Maggiore, una pareja de
enamorados escucha la narración de un sorprendente personaje que tiene muchos
nombres. Su relato va a conducirles a través del espacio y del tiempo, en un torbellino
de aventuras, hasta la Palestina de los tiempos de Cristo, la Italia de la Edad Media
con san Francisco de Asís, China, Rusia y Arabia, la Granada que visita
Chateaubriand, la corte de Napoleón, Israel en la actualidad, todas las pasiones del
mundo y también todas sus miserias. El hombre que desgrana estos recuerdos o estas
invenciones que se confunden con la vida, dice estar condenado a la inmortalidad
porque negó un vaso de agua a Jesús camino del Calvario. Su historia revive así un
mito tan universal como los de Don Juan o el Doctor Fausto, el del Judío Errante.
Entre la Biblia y los cómics, entre Hegel y Arsenio Lupin, encarna la historia de los
hombres, necesaria e inútil, maldita desde sus inicios y sin embargo irresistible de
alegría y de felicidad.

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Jean d’Ormesson

Historia del judío errante


ePub r1.0
Titivillus 18.09.2021

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Título original: Histoire du Juif errant
Jean d’Ormesson, 1990
Traducción: José Escué

Editor digital: Titivillus
ePub base r2.1

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En recuerdo de lord Jagannath,
del palacio de Tiberio
de Castel del Monte
y del rey Teodorico
en el meandro del Adigio,

non solum in memoriam
sed in intentionem.

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Tratar de infundir en los hombres
conciencia de la grandeza que
ignoran en ellos.
ANDRÉ MALRAUX


¿Hay algo más verdadero que la
verdad? Sí: la leyenda. Es quien
da un sentido inmortal a la efímera verdad.
NIKOS KAZANTZAKIS


Judío errante de mí mismo…
ARAGON

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Yo soy el único hombre en la Tierra
y quizá no hay ni Tierra ni hombre.
Quizá un dios me engaña.
Quizá un dios me ha condenado
al tiempo, esa larga ilusión.
Sueño la luna y sueño mis ojos
que la perciben.
He soñado la noche y la mañana
del primer día.
He soñado Cartago y las legiones
que devastaron Cartago.
He soñado a Lucano.
He soñado la colina del Gólgota
y las cruces de Roma.
He soñado la geometría.
He soñado la línea, el punto,
el plano y el volumen.
He soñado el amarillo,
el rojo y el azul.
He soñado los mapamundis
y los reinos
y el duelo al alba.
He soñado el dolor inconcebible.
He soñado la duda y la certeza.
He soñado el día de ayer.
Pero quizá no tuve ayer,
quizá no he nacido.
Sueño, quién sabe, haber soñado.
JORGE LUIS BORGES

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I. La Aduana del mar

Era un día como los otros. Hacía buen tiempo. La primavera estaba de regreso en
el mar interior que era, en aquel entonces, el centro del mundo conocido.

Los caballos. Había matado dos a fuerza de agotamiento. El sueño, la obsesión


del agua. Los desiertos de piedras. Los grandes ríos secos, de nombres extraños y
dudosos. Las altas montañas a lo lejos. La nieve en las cumbres. La caravana
ondulaba. Era casi dichoso. El sol se elevaba ante ellos.

El mar, el mar, siempre el mar. Llevaban más de dos meses ahora sin ver otra cosa
que el mar. La mayor parte, en torno a él, murmuraba en voz baja que iban a perecer
todos. Él, el judío de Sevilla, agobiado de cansancio, sabía que no moriría

El Gran Canal desembocaba en el muelle de San Marcos. De nuevo, una vez más,
Simón sintió un golpe en el pecho: apenas cambiada después de tantos siglos, sueño
de eternidad en lo frágil, la ciudad de orgullo y agua se extendía ante sus ojos

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No había África profunda, no había América, no había Australia, ni Nueva
Zelanda, ni Fidji, ni Tonga, ni Tibet, ni Mongolia. No había Japón. Había en torno al
mar interior un imperio muy poderoso en el que se cruzaban muchos pueblos y se
hablaban muchas lenguas. El mundo era ya viejo. Giraba ya como gira hoy día. Había
perdido el recuerdo de aquellas épocas remotas que, durante siglos de siglos, habían
acumulado silencio. Nadie se acordaba ya de las catástrofes espantosas, perdidas en
las noches de los tiempos, que habían acompañado su nacimiento y sus primeros
sobresaltos. Jirones de recuerdos subsistían aún en las mentes e inflamaban
imaginaciones cultivadas por los poetas y los viajeros. Contaban cosas terribles sobre
continentes hundidos y ciudades sepultadas. Corrían rumores, a través del tiempo,
sobre reinos del mar interior al parecer destruidos por el fuego y el agua. Corrían
rumores, a través del espacio, sobre embajadas venidas de muy lejos, de las
profundidades de un Asia de quien nadie sabía nada, y que habían llegado hasta la
ciudad de mármol y oro, fundada sobre siete colinas en el centro del Imperio. La
ignorancia, la incertidumbre, la contradicción, la fábula reinaban como dueñas por
todas partes. Se requerían unas mentes de un poder fuera de lo normal para establecer
un poco de orden, ilusorio las más de las veces, en la diversidad y el desorden del
universo. Nadie, naturalmente, tenía la menor idea de la gran muralla que acababa de
construir, allá lejos, en un mundo inconcebible, el primer emperador de China, que se
llamaba Ts’in She Huang-Ti. Nadie conocía el nombre de Confucio o de Lao-tse, ni
siquiera el de Buda, y eso que había alzado y transformado, unos centenares de años
antes, a millones de seres humanos. Nadie podía saber que en un continente
desconocido, más allá de un océano del que nunca se había visto sino una orilla, una
civilización del jade y pirámides colosales estaba naciendo en el esplendor y la
sangre. El espació no estaba vencido. Lo mismo que el tiempo, constituía un
obstáculo imposible de salvar. La mayor parte de hombres vivían y morían en
horizontes cerrados. Habrá que esperar que pase el tiempo para abolirse el espacio.
Sucesiones de guerras cuyo vago recuerdo llenaba aún las mentes habían
trastornado el universo. Un héroe, un semidiós, que hablaba el mismo lenguaje que
aquellos mercaderes y aquellos marineros a quienes se encontraba en los puertos,
había conquistado al menos la mitad de la tierra. Aún quedaban huellas del paso de
sus tropas que habían ido muy lejos hacia el este y que habían llegado, hacia el oeste,
hasta los desiertos más allá del Nilo. Los que sabían, los sacerdotes, la gente de la
ciudad, los sabios, aseguraban que en las orillas del gran río de leyenda, cuyas fuentes
eran desconocidas y donde descansaban dioses con rostros de chacal, de cocodrilo y
de ave, vivía aún, apenas cincuenta o sesenta años atrás, una reina muy hermosa
cuyos antepasados, antaño, habían sido los compañeros y los lugartenientes del héroe.
Corrían multitudes de historias sobre las batallas del héroe, sobre sus triunfos, sobre
su muerte. Había cortado el nudo que sellaba el futuro del mundo y que nadie, antes,
había logrado desatar. Había fundado muchas ciudades, varias de las cuales llevaban
su nombre. Se había casado con una princesa en un país misterioso. Había abrevado

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su caballo en los ríos que marcaban el término del universo. Más allá se abrían
abismos donde se agitaban monstruos.
En un rincón del Imperio que había sucedido al semidiós y que había conquistado
todas las tierras en torno al mar interior, vivía un pequeño pueblo muy singular.
Muchas ciudades y naciones habían brillado en el recuerdo de los hombres por la
belleza de sus monumentos, sus estatuas, sus jarrones o por la grandeza de sus
filósofos y sus autores trágicos. Otras, cual el héroe desaparecido o como el Imperio
invicto, habían dominado el mundo con el poder de sus armas y legiones. Otras aún
eran muy ricas y enviaban a través del mundo navíos cargados de alhajas, piedras
preciosas o ropajes de púrpura y oro. El pequeño pueblo orgulloso que había debido
ceder a la fuerza del Imperio tenía un solo poder, una sola belleza, una sola riqueza:
era su fe. A diferencia de los impíos que lo rodeaban por todas partes y se repartían el
universo bajo la autoridad del Imperio, adoraba a un dios único que le había
prometido salvarlo y castigar a sus enemigos.

Lo abrumaba el cansancio. Los demás —Francisco y Diego, y Fernando, el
marinero gallo, y Rodrigo, el gigante, que no paraba de contar sus campañas contra
los moros de Boabdil— habían ido, uno tras otro, a la proa del navío a decirle que no
podían más y que querían volver atrás antes de caer en los abismos que iban a abrirse
ante ellos, antes de ser devorados por los animales gigantescos que escupían torrentes
de agua y que los vigías, desde lo alto de los mástiles, señalaban desde hacía varios
días. Él ni siquiera tenía ese recurso del miedo. Sabía que no le ocurriría nada y que
su sola presencia en la Santa María era prueba, de antemano, de una salvación inútil
y aún desconocida que le pesaba más que todo. Cuando el joven grumete de Triana,
en un acceso de locura, se había arrojado por la borda al mar, ¡cómo lo había
comprendido y envidiado! El cansancio, el agotamiento, la obsesión del para qué, el
deseo de acabar lo dominaban desde siempre. A bordo pasaba por un extravagante,
por un tiparraco raro. Tan lejos como se remontaba en sus recuerdos sin cuento era ya
lo mismo, cuando se batía en el Danubio o en las inmediaciones de Sarmizegetusa
contra los dacios del decébalo, cuando acarreaba a la espalda, en el fondo de Irlanda,
los inapreciables manuscritos del monasterio de Glendaloc’h, cuando acechaba a los
turcos en las galeras de Bragadín, cuando vagaba con el hermano Jean por los
desiertos ardorosos y helados de Asia. Nadie temía la muerte menos que él que no
esperaba nada del cielo, ni del mundo, ni de los hombres.

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Aquel día de primavera los paisajes, las plantas, los animales, los hombres no
eran muy distintos de como son hoy. No había muchos libros. Había pocas máquinas.
Y por todas partes se extendían grandes bosques, por la Galia lejana, por las llanuras
al norte de los Alpes, por la Galilea muy próxima y las orillas del lago de Tiberíades
donde florecía, en aquel tiempo, un país verde, sombreado, risueño, el verdadero país
de El Cantar de los Cantares y las canciones al amado. Durante los dos meses de
marzo y abril, el campo era una alfombra de flores de todos los colores. Tórtolas
rápidas, mirlos tan ligeros que se posaban en las hierbas sin doblarlas, alondras con
copetes, tortugas de arroyo, cigüeñas aún sin temor y sin timidez dejaban de buen
grado que se les llegase bastante cerca. Por todas partes, ciudades pequeñas y grandes
pueblos se apretujaban en una tierra muy poblada, indiferente al lujo, al arte, a las
bellezas de la forma que amaban los griegos, pero cultivada con esmero por unos
agricultores asombrosamente dotados para la especulación intelectual y para las cosas
del espíritu. La campiña, en Galilea y por la zona de Tiberíades así como por las
proximidades de Tiro, más al norte, abundaba en aguas frescas y en pozos. Las
alquerías estaban sombreadas por higueras y parras. Los huertos eran macizos de
manzanos, nogales, granados. El vino era excelente y todos bebían mucho.
Más al sur, pasadas las colinas y los valles, no lejos del mar Muerto, cuyas aguas
dejaban en los labios un pronunciado sabor a sal, se alzaba, en una región más triste y
casi desolada, la gran ciudad santa de los judíos. Allí, en el valle del Cedrón, se
habían asentado, desde hacía siglos y más siglos, los hijos de Abraham que habían
venido de muy lejos con su familia y su fe. El rey David, cuyo nombre, gloria,
amores y hasta cuyos crímenes eran cantados aún por el pueblo entero, se había
adueñado de la ciudad y su hijo Salomón había edificado en ella, con la ayuda de
Hiram, rey de Tiro, que había proporcionado maderas de cedro y carpinteros, el
templo del Todopoderoso en el que, guardadas por dos querubines alados de madera
recubierta de oro, iban a ser depositadas el arca de la alianza y las tablas de la Ley
antaño inspiradas a Moisés en las alturas del Sinaí. Más tarde, pero cerca de
seiscientos años antes de nuestro día primaveral, el templo había sido destruido por
Nabucodonosor, que era rey de Babilonia. Había sido reconstruido, saqueado de
nuevo, restaurado una vez más. Y luego, hacía ochenta años, o cosa así —y los muy
ancianos se acordaban aún de aquellos siniestros sucesos—, las legiones de Pompeyo
habían conquistado la ciudad santa y matado a los sacerdotes que oficiaban en el
templo. Jerusalén, Judea, Palestina entera habían sido sometidas al Imperio.
Inmensas obras habían sido emprendidas por Herodes que, gracias a los romanos,
había ascendido al trono de Jerusalén y a quien no amaban muchos judíos porque
colaboraba con el Imperio. Profesaba, naturalmente, la religión de Moisés, pero era
un idumeo y, a los ojos de la mayoría, un oportunista y un traidor. Había sido amigo
de Marco Antonio a quien le debía todo e, inmediatamente después de la batalla de
Actium, en la que Antonio y Cleopatra habían sido aplastados por Octavio, se había
unido al vencedor que se estaba convirtiendo en el emperador Augusto. Para

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mantenerse en el poder, había hecho asesinar a su suegro, a su cuñado y, en último
término, a su propia mujer. Se había casado diez veces. Era un príncipe incrédulo e
inmoral y su crueldad, su tiranía, su servilismo con el ocupante lo habían hecho odiar
y despreciar. Como muchos tiranos, había construido teatros, gimnasios, un sinfín de
monumentos que lo habían hecho pasar ante los sacerdotes y los judíos piadosos por
un pagano helenizado. En el emplazamiento de una población griega, había fundado
una ciudad junto al mar a la que había llamado Cesarea para ser bien visto por los
romanos. Pero aquel colaborador detestado acababa de reconstruir también, más
grande y más hermoso, el templo de Salomón.

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De pronto, bajo sus ojos, avanzando en forma de estrave entre la riva degli
Schiavoni y la isola San Giorgio que brillaban al sol con una luz ocre y rosada, más
allá de la Salute, delante de la posada de Europa donde se había alojado
Chateaubriand, en frente de la Piazzetta con sus dos columnas y del palacio de los
dogos, tan macizo, tan ligero, Simón descubrió la Aduana del mar, coronada por un
globo terrestre en el que gira una veleta que representa la Fortuna. Despertados de su
sueño por la belleza y la emoción, los recuerdos de los otros, y los suyos, acudían
apiñados a su mente. Siglo tras siglo, el espectáculo de aquellas iglesias, aquellos
palacios, aquellas torres, aquellas cúpulas había sustentado los sueños de los viajeros,
los amantes, los juerguistas, los místicos. El Oriente y el Occidente se encontraban
allí. Uno de los centros del universo debía de hallarse en alguna parte en el triángulo
encantado que formaban los dos leones detrás de la plaza de San Marcos, el
campanile de San Giorgio y la punta de la Salute. No había lugar en el mundo más
lleno de pasado y de sentido. La luz era tan pura, el aire tan ligero que las piedras de
Venecia parecían danzar en el agua. Un misterio, casi un dolor nacían de aquel
deslumbramiento. Tanto esplendor, distribuido con tanta profusión y aparente
negligencia, entusiasmaba y desalentaba a un tiempo. Se oyó a sí mismo decir en voz
alta:
—Todo está bien.
Un hombre con un jersey a rayas y un sombrero de paja bordeado de rojo se
volvió y lo miró. Simón levantó la mano y la agitó, como para borrar sus palabras.
Una felicidad que venía de lejos se mezclaba con aquella angustia que no lo dejaba
ya.

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Aquel día de primavera en que tantas cosas habían de empezar, un hombre en la
plenitud de la vida, de cabello largo, barba recortada con esmero, estaba instalado en
un asiento ante el palacio donde trabajaba.
—¿Qué hay, Ahasverus? —le gritaban los chiquillos y las mujeres que iban a la
compra—. ¿Tomando el fresco?
Tomaba el fresco. Miraba a su alrededor el espectáculo de la calle por la que
pasaban, en medio de un desorden habitual, un derroche de colores, un olor
pestilente, un bullicio de reniegos y gritos, asnos, camellos, zelotes, gente del campo,
señoras de la alta sociedad, marineros de parranda, fariseos y publícanos que se
dirigían al sanedrín o que salían de él con la frente preocupada de los hombres
importantes que rumian pensamientos en su mente, griegos, sirios, egipcios, a los que
se reconocía por su lengua y vestidura, y, de cuando en cuando, dos o tres soldados
romanos, armados con su casco y su espada, y a veces con su pilum, y que andaban
acompasados echando en torno las miradas recelosas de las tropas de ocupación.
Alzaba los ojos al cielo: minúsculas nubecillas corrían por encima de su cabeza.
Se encontraba bastante bien. Su cuerpo funcionaba en silencio. Pensaba lo menos
posible. Retazos de imágenes dispersas le cruzaban por la mente. La historia, la
política, la filosofía, la religión no lo ocupaban mucho. A veces soñaba de pronto en
su Galilea natal, en una mujer que le había gustado y que tal vez seguía gustándole
aún, en su madre que había muerto cuando él tenía siete u ocho años, en placeres
desvanecidos. Entonces cerraba los ojos y todas aquellas visiones fugaces formaban
una especie de teatro en su cabeza y lo llenaban de una dicha que se distinguía poco
de la tristeza. No era ni un santo, ni un sabio, ni un héroe. Era un hombre como los
demás. Dormía mucho. Trataba de olvidar.
Entre treinta y cuarenta años antes había nacido en Galilea, en Magdala. Su padre
se llamaba Ahasverus. Y él también: Ahasverus. Todo el mundo, en su familia, se
llamaba Ahasverus. Este extraño nombre le había costado rechiflas y golpes. Pero
también le había valido el interés y a veces hasta el aprecio de sabios y sacerdotes: se
preguntaban si aquel nombre raro de Ahasverus no sería una deformación del nombre
de Asuero que era, en El Libro de Ester, el del rey de los persas. Todo el mundo sabe,
desde Racine, y sabía desde siempre en Judea y Galilea, que la sobrina de
Mardoqueo, la bella Ester, había sustituido junto a Asuero —o Jerjes— a la reina
Vasti, repudiada por su esposo imperial y real. De ahí a suponer que la familia de los
Ahasverus tenía, de un modo u otro, lazos al menos indirectos con Asuero y Ester no
había más que un paso. El clan lo había dado tanto más alegremente cuanto que todos
los Ahasverus eran zapateros de padre a hijo: el oficio, como el nombre, era
hereditario. Una reina entre sus antepasados, hay que hacerse cargo de ello, halagaba
a aquella gente.
Ahasverus padre era zapatero en Galilea. Ahasverus hijo fue zapatero en
Jerusalén. De Galilea a Jerusalén y de Jerusalén a Galilea circulaban numerosas
caravanas en ambos sentidos. Desde su infancia, por las fiestas, nuestro Ahasverus

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viajó casi cada año a Jerusalén. La peregrinación era para los judíos provincianos una
solemnidad llena de dulzura. Se dedicaban series enteras de salmos a cantar la
felicidad de caminar así en familia durante varios días, en primavera, a través de las
colinas y los valles, con los esplendores de Jerusalén ante los ojos, los terrores de los
atrios sagrados, la alegría para los hermanos de permanecer juntos. El camino
recorrido de ordinario por Ahasverus en aquellos viajes era más o menos el que
siguió aún, al cabo de muchos siglos, tras los pasos de Jesús, por Ginea y Siquem, un
Renán exaltado. Al final de uno de aquellos viajes, en vez de regresar con los suyos a
su Galilea natal, Ahasverus se instaló en una tiendecita de Jerusalén.
Había en esta decisión muchos motivos diversos y a veces opuestos: la ambición,
la impaciencia, el afán de independencia impulsaban a Ahasverus; y también una
amargura y una decepción que podían atribuirse a un amor contrariado. En Magdala,
donde Ahasverus había pasado su juventud, vivía una joven a la que llevaba algunos
años. Se llamaba Miriam —o María—. Con su talle alto y flexible, sus largos
cabellos rubios que le caían por los hombros, su carácter exaltado y caprichoso,
gustaba mucho a los hombres. Durante largo tiempo había sentido por Ahasverus una
de esas pasiones de la infancia, violentas y absurdas, que se desarrollan en silencio.
Juntos jugaban en los huertos, alrededor de los pozos. Hicieron juntos y en familia la
peregrinación a Jerusalén. Crecieron uno al lado del otro sin sospechar las leyendas
que, más tarde, mucho más tarde, se unirían independientemente a cada uno de sus
nombres.
La belleza de Miriam y quizá la indiferencia de su compañero de juegos no
tardaron en arrojar a la joven a los extravíos y luego a los desórdenes. A los ocho, a
los diez años, miraba con admiración a un adolescente desenfrenado e ingrato que
sólo soñaba con llagas y chichones y no entendía nada. A los catorce o quince años,
llamó sucesivamente la atención a un mercader de Tiro, a un príncipe sirio, un
teniente de aquel Herodes Antipas que era el hijo del gran Herodes y que, de nombre
al menos, pues allí estaban los romanos, reinaba en Galilea con el título de tetrarca.
Cuentan —pero, cualquiera sabe: la gente es tan mala— que el procurador de Judea,
que se llamaba Pon —cio Pilatos, y el senador Publio Sulpicio Quirinio, personaje
consular muy conocido y legado imperial de Siria, de quien dependían Samaría,
Idumea, Galilea, toda Judea, se había interesado por ella. Lo cierto es que Miriam fue
deslizándose poco a poco por una vida de placeres y pronto de libertinaje que hizo de
ella, a la vez, una mujer rica y una cortesana.
Ahasverus, en sus años mozos, durante los viajes a Jerusalén o en las largas
veladas de verano a orillas del lago de Tiberíades, donde los jóvenes acompañaban a
menudo a los pescadores, había acabado enamorándose de aquella amiga de siempre
que la costumbre le impedía ver y que se había convertido en una muchacha de una
belleza deslumbrante. Más de una vez, en medio de grandes risas primero, y para
bromear, luego cada vez más en serio, cuando se cruzaban cerca del pozo, cuando
iban a buscar el pescado recogido en las aguas del gran lago a veces agitado por

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tormentas y parecido a un mar, cuando cogían juntos la uva que sería pisada en las
grandes cubas, alzaba los ojos hacia ella y le murmuraba fragmentos de El Cantar de
los Cantares; «Has arrebatado mi corazón, hermana, esposa. Has arrebatado mi
corazón con uno sólo de tus ojos, con uno sólo de los collares de tu cuello. ¡Cuán
bello es tu amor, hermana, esposa, y cuán mejor que el vino!». Sus familias eran
próximas y estaban unidas, su condición era semejante, ella le daba pruebas de
amistad, nada se oponía a sus relaciones. Sin embargo, con estupor, la vio alejarse de
él bastante aprisa. Y cuanto más se alejaba, más ganas tenía él de vivir a su lado y
casarse con ella. En unos años, en unos meses, estuvo muy por encima y por debajo
de él, que era un pobre y honrado zapatero: por encima, porque cubierta de alhajas,
yendo de banquete en banquete, llevaba una vida brillante, fácil, casi suntuosa; por
debajo, porque se entregaba a la prostitución.

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A lo largo de aquella interminable cabalgata al lado del hermano Jean había sido
casi feliz. Avanzaban, avanzaban. Los otros avanzaban como él. Por fin pensaba en
algo distinto. Formaba parte de un proyecto en el que no creía, pero en el que tenía su
sitio y su papel. Había dejado de ocuparse únicamente de sí. A veces se imaginaba
que tenía una vida por delante con una tarea que cumplir y que era útil para los
demás. Habían cruzado paisajes desconocidos por los que nadie había ido antes que
ellos, grandes ciudades misteriosas que no figuraban en ningún mapa. De vez en
cuando, con temor, topaban con hombres que hablaban lenguas extrañas de las que
los demás no entendían nada. Habían visto jinetes fantásticos que jugaban a las bolas
con cabezas de corderos. Tardaron tiempo en comprender que el terror que
experimentaban era menor que el que producían. Por la mañana, cuando el sacerdote
decía la misa entre las tiendas de campaña, Giovanni Buttadeo, de pie entre los otros,
soñaba en un pasado que no tenía fin.

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Lo que ocurrió entonces fue algo triste. Como para recobrar a toda costa, y contra
toda evidencia, un pasado desvanecido, Ahasverus se esforzó por conquistar o por
reconquistar a la joven. Demasiado tarde. La hora deslumbrante se había hundido en
la sombra. El tiempo había pasado. Ahasverus ya no estaba en condiciones. Renunció
con furor a compartir una vida que lo desbordaba por todas partes y se contentó con
ofrecerle cuánto poseía para pasar una noche, una sola noche, con ella. Miriam se
negó riendo.
—Somos amigos desde hace tanto tiempo… ¿Para qué cambiar?
—Hemos jugado juntos, corrido juntos, viajado juntos. Nos hemos paseado juntos
por los arenales y bajo las palmeras. Hemos reído y llorado juntos. Ahora tengo ganas
de dormir contigo.
—¡Qué extraño! Yo no… O ya no.
—¡Si te acuestas con todo el mundo! ¿Por qué no conmigo?
—Porque es demasiado tarde. Porque no eres lo bastante rico para que te trate
como a todo el mundo. Y porque no te quiero ya lo bastante para tratarte de otro
modo.
Miriam tenía los ojos violeta. Ahasverus se asió a ella. Ella lo rechazó. El se
obstinó en su pasión. Miriam se obstinó en su desdén. Era una cortesana un poco
particular: infundía en sus desbordamientos, así como en sus rechazos, una exaltación
que hacía dudar de su sensatez a los hombres a quienes volvían locos su belleza y su
empaque de reina triunfante y caída. Era a la vez intratable y cambiante.
Fue en parte por olvidarla por lo que Ahasverus dejó su Galilea natal y se instaló
en Jerusalén. Durante unos años ejerció su oficio en su taller de zapatero. La gente lo
conocía, lo saludaba, intercambiaba con él algunas bromas pasadas. Era una figura de
la ciudad vieja. Se ganaba difícilmente la vida. Por la noche, de vez en cuando, iba a
jugar a los dados, a las tabas con un panadero, vecino suyo, con el servidor del gran
sacerdote, con el portero del procurador romano. A veces se preguntaba sobre la
angostura de una vida en la que, a falta de fortuna, aventura, amor, ambición, saber,
prudencia, no acontecía ya gran cosa. Se acordaba de los impulsos que habían
arrebatado su juventud. Se adueñaba de él la desesperación. Y se dormía en su
mediocridad.
El portero del procurador se llamaba Cartafilo. Era hijo de una judía y un
legionario de Marco Antonio, y se hacía viejo. Una noche en que había jugado a los
dados con Ahasverus y lo había perdido todo, apostó su empleo en un último doble o
nada: volvió a perder. Desde aquel día, Ahasverus, que no quería la ruina del
perdedor, le sirvió de ayudante en el palacio del procurador, con la promesa de
sustituirlo cuando dejara definitivamente sus funciones. Cartafilo no era el único
portero del procurador de César. Eran tres o cuatro que se relevaban día y noche para
recibir mensajes, alejar pedigüeños, traer pan o vino a los legionarios romanos que
estaban montando guardia ante el palacio.

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Ahasverus no había abandonado su taller. Inclinado sobre su banco, trabajaba
hasta el anochecer. Al ponerse el sol, cada tres o cuatro días, iba al palacio a reunirse
con Cartafilo que le enseñaba el oficio. Dormía allí, instalado bastante bien en un
rincón del edificio, sobre un montón de sacos viejos, mejor que en su cuchitril de
todos los días, en su jergón hundido que, cuando arreciaba el calor sobre todo,
empezaba a apestar. Y por la mañana, a veces, sustituía a Cartafilo, que empezaba a
perder terreno y a acercarse al final. Para simplificar, puesto que no era más que un
doble, la gente del barrio lo llamaba también Cartafilo. Había dos Cartafilos: uno
ajado y viejo, desdentado, medio tuerto, ya en la puerta de la muerte; el otro lleno aún
de fuerza a pesar de su indolencia y que parecía el hijo o el nieto del primero. Y este
Cartafilo bis, portero auxiliar de Poncio Pilatos, no formaba más que una sola y
misma persona —fue esto lo que engañaría desde los comentaristas bizantinos y
Matthieu Páris, monje de Saint-Albans en la Inglaterra de la Edad Media, hasta
Goethe, Byron, Jorge Luis Borges y tantos sabios y poetas en los siglos futuros —con
el zapatero Ahasverus.

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Aquí es donde yo intervengo. Si el azar, un buen día, no me hubiera puesto en su
camino, no sé muy bien qué hubiera sido. Un vagabundo quizá. Una ruina. O acaso
—pero, ¿cómo?— un industrial, un banquero, un hombre con fortuna, que se habría
paseado de isla en isla y de gran hotel en gran hotel. O uno de esos personajes
importantes que conocen a mucha gente y de quienes depende el curso de la historia.
O tal vez un funcionario, un jubilado, un rentista entre otros. Habría comprado
números de la lotería nacional. Habría pasado el tiempo en los hipódromos. Habría
visto seriales en la televisión. Me habría dedicado a las mujeres, a los negocios, a las
elecciones o a los deportes. O quizá a nada de nada. O quizá a mi coche que habría
limpiado meticulosamente, los domingos por la mañana, en el bosque de Boulogne.
Tuve suerte. Una mañana de primavera, en Venecia, al pie de la Aduana del mar, me
topé con él.

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CARTA DE PONCIO PILATOS

Procurador de Judea
Al Senador
PUBLIO SULPICIO QUIRINIO

Legado Imperial de Slria



Poncio Pilatos, procurador de Judea, al senador Publio Sulpicio
Quirinio, legado imperial de Siria, saludo. Adjunto hallarás el informe
que me has pedido sobre los impuestos del año y sobre algunos de los
personajes que cuentan en la región. He hecho fichas sobre toda la
dinastía de los Herodes. Se refieren particularmente a los hechos de
notoriedad pública. He aquí algunos comentarios confidenciales y
destinados a ti solo.
El gran Herodes, el constructor, el idumeo, murió, como sabes, hará
algo más de treinta años, dejando a los judíos que lo detestaban
monumentos que no son indignos de Roma ni de su rey Salomón. Era un
ambicioso que había pasado a nuestro servicio. No era bien visto de los
sacerdotes cuya influencia sigue siendo muy grande entre la población
de Jerusalén. Tuvo muchas mujeres y muchos hijos. Además de una nieta
de una gran belleza de la que te diré algunas palabras, le quedaban tres
hijos. Arquelao, etnarca de Jerusalén, murió hace más de veinte años,
tras ser depuesto por Augusto. Fue lo que me valió la suerte de no
depender sino de ti, sin príncipe local a mi lado. No necesito decirte
cuánto me alegro de ello. Los otros dos hijos son completamente
favorables a Roma y están enteramente a nuestros pies. Filipo, tetrarca
de Gaubonitidia y Batanea, es un soberano sin complicación. Lo
casaron. ¿Y sabes con quién? Con Herodías, su sobrina, la nieta del
gran Herodes. Herodes Antipas, tetrarca de Galilea y de Perea, el único
que cuenta de los tres hijos, es un príncipe indolente y, a juzgar sobre
todo por la mayor parte de judíos que lo rodean, extraordinariamente
poco inclinado a las cosas del espíritu. Estaba casado con una princesa
de Arabia. Y luego… y luego se enamoró perdidamente de la bella
Herodías, su sobrina y su cuñada, la mujer de su hermano Filipo. Su
hermano se la largó y él se casó con ella, provocando el furor del rey de
Arabia. Herodías es la sobrina de ambos hermanos —¿me sigues?— y la
esposa de uno y luego del otro. ¡Imagínate la cara de los judíos, muy

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puntillosos en este aspecto, muy estrictos en cuanto a sus principios,
ante ese doble incesto triplicado con un adulterio! Uno de sus santos
hombres, del que he olvidado el nombre, tuvo un desparpajo infernal:
fue a la corte a hacerle reproches a la pareja real estupefacta y a la hija
de Herodías, Salomé, que es encantadora también ella y que baila de
maravilla y que gusta mucho según se dice a su tuno de padrastro. Le
cortaron la cabeza al santo hombre y se la trajeron en una bandeja a la
bella Herodías.
Sabes mejor que yo lo bien que se lleva Herodes Antipas con Tiberio.
Es de los que defienden los confines del imperio contra la presión de los
árabes. En honor al emperador se fundó la ciudad de Tiberíades y el
lago de Genesaret se ha convertido en el lago de Tiberíades. Estos lazos
nos obligan naturalmente a tener mucha prudencia y muchos
miramientos. Habrás podido observar más de una vez que nunca dejo de
dar prueba de ellos en mis relaciones, afortunadamente bastante
lejanas, con el tetrarca de Galilea. Es un hombre difícil, a veces
francamente odioso, demasiado a menudo extraviado por la influencia
de Herodías. Me esfuerzo, tanto como puedo, y a veces a desgana, en
ponerle buena cara.
Te he puesto también algunas informaciones sobre una veintena de
notables y sobre el gran sacerdote de los judíos, su sacrificador jefe y su
soberano pontífice —pontifex maximus—. Desempeña un papel
importante porque preside el sanedrín y a sus setenta miembros que se
detestan entre ellos: cuando no tienen enemigo que los obligue a unirse,
los judíos, como los árabes por lo demás, se detestan a menudo entre
ellos. Su nombre es José, pero todo el mundo lo llama Caifás. Es el
yerno de Anás, que fue depuesto, hace quince años, por Valerio Grato.
Con sus ojos de loco y su gran barba negra, no se presta a la risa y a mí
no me cae muy bien. Pero, en ese país de chiflados, hay que contar con
él. Por último, encontrarás en el informe cierto número de indicaciones
de orden militar y económico que acaso te sean útiles. Permíteme que
pase ahora a consideraciones más personales.
Hace ya cuatro años que he sucedido aquí a Valerio Grato. Cumplo
lo mejor que puedo la tarea que me ha confiado el emperador bajo tu
autoridad. Pero, ¿qué he hecho en cuatro años? ¿Qué hago día tras día
de la mañana a la noche? Casi nada. Me disputo con Antipas y me
reconcilio con él. Recaudo impuestos. Pronuncio algunos juicios, sobre

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todo en materia fiscal. ¿Qué haré los años futuros? Con toda seguridad,
poca cosa más. Y sin cesar lo mismo.
En este momento por lo menos el país está bastante tranquilo. Me
felicito naturalmente por ello. Pero a veces sueño con grandes aventuras
que transmitirían mi nombre a las riveras del futuro. ¡No te rías,
Quirinio! Para mí es una gran alegría estar sometido aquí a tus órdenes.
Pero tú, senador, legado imperial, praeses, próximo al emperador, tienes
ya asegurada la inmortalidad. Mi pobre nombre, desconocido, está
destinado al olvido.
Los judíos no son guerreros. Son ante todo hombres de creencia y de
fe. Se baten por lo que creen. La religión ocupa aquí un lugar
inverosímil. En Roma, y hasta en Siria, creo que es imposible hacerse
una idea de ello: yo vivo en Jerusalén, en medio de fanáticos. Los judíos
adoran a un solo dios, cuyo nombre no puede pronunciarse, y que lo
decide todo en este mundo. Imagínate un Júpiter del que no hubiera
estatua, sin Apolo y sin Marte, sin Venus, sin Juno, que estuviera solo
reinando en su Olimpo desde donde fulminara a los mortales y lo rigiera
todo: así, más o menos, ven los judíos a su dios. Son muy piadosos.
Rezan a menudo y con mucho fervor. Son sobre todo febriles. Según sus
libros santos, que ocupan un lugar muy grande en su existencia, la
integridad de su pueblo fue llevada, hace muchos años, en un pasado
remoto, cautiva a Babilonia. Desde aquel tiempo, viven en un estado de
tensión permanente y a veces insoportable. Son hipernerviosos e
hipersensibles. La especulación intelectual los ocupa por completo. Y lo
más extraño es que no separan la suerte de la humanidad de la de su
pequeña raza. Son modestos hasta la humildad y orgullosos hasta el
delirio. Los griegos han tenido todos los grandes hombres que sabes.
Nuestra ciudad tiene soldados, juristas, poetas, arquitectos. Los judíos
tienen una multitud de profetas. Para su futuro como para su pasado
tienen una imaginación prodigiosa. Nosotros construimos puentes, ellos
sueñan. Nosotros hacemos leyes, ellos fantasean. Son el centro y el
objetivo de esos sueños y esas fantasías que abarcan sin embargo toda
la tierra y toda la historia, el conjunto del espacio y el tiempo. Los creo
bastante duros, bastante burlones, bastante egoístas, bastante estrechos.
Son muy inteligentes y capaces de entusiasmo.

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No seré yo quien te enseñe cuál es el peso de Asia y de esos mundos
desconocidos que se agitan en tus fronteras. Hay todo Oriente en mis
judíos —y un poco ya de Persia—. Cleopatra estaba muy lejos de Roma.
¡Qué decir de Jerusalén! Es el final del universo: aquí vivo exiliado en
medio de las visiones de un pequeño pueblo exaltado. Esas visiones, de
vez en cuando, conducen a revueltas religiosas. Los galileos sobre todo
se sublevan regularmente. Hace unos meses hube de reprimir una
sedición que había estallado en Galilea. Una vez más, naturalmente,
concernía a ese dios que conmueve tanto a los judíos. Y al mismo tiempo
concernía el dinero que conmueve a todo el mundo. El dinero y la
religión van a menudo mezclados en los judíos. A causa de esta
imbricación son tan impopulares nuestros censos. Ya en tiempo de su rey
David, hace siglos y más siglos, un famoso censo había provocado
furores y crujir de dientes y las amenazas de los profetas. Es porque el
censo es la base del impuesto. Pues bien, el impuesto, entre ellos, es casi
una impiedad. Siendo Dios, su solo dios, el único dueño a quien los
hombres deben reconocer, pagar el diezmo a un soberano profano, es, en
cierto modo, ponerlo en el lugar de Dios. El dinero de las arcas públicas
pasa, a los ojos de los judíos, por dinero robado. Un censo ordenado por
ti, Quirinio, hace unos años, despertó tales ideas y provocó disturbios en
la región de Galilea. ¿Recuerdas a cierto Judas, de la ciudad de
Gamela, en la orilla oriental del lago de Tiberíades, y a un fariseo
llamado Sadok que, negando la legitimidad del impuesto, hicieron una
escuela numerosa que desembocó pronto en una franca revuelta? Las
máximas fundamentales de aquellos chiflados eran que la libertad vale
mucho más que la vida y que no se debía llamar a nadie «Señor»,
porque este título pertenece sólo a Dios. Dieron mucha guerra a
nuestras legiones. Mi predecesor Coponio aplastó la sedición. Pero la
escuela se mantuvo y conservó jefes. Conducida por Menahem, hijo del
fundador, y por cierto Eleazar, pariente suyo, fue la que abrasó a
Galilea. Hube de implantar allí medidas rigurosas. La operación me dio,
al menos, durante uno o dos meses, la impresión de hacer algo.
En el fondo es que me muero de aburrimiento en ese rincón
provinciano. Cuando los galileos no se sublevan a un tiempo en nombre
de sus perras y su dios único, ¿qué demonios puede suceder en torno al
templo de Jerusalén? En Roma, en Atenas, en Alejandría, ¿a quién
preocupan los acontecimientos tan exiguos, tan cotidianos, que ocurren

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aquí? ¿Quién conoce tan sólo el nombre de Jerusalén? ¿Sabe el
emperador que yo existo? Si no consigues que me trasladen a Panonia,
a Bizancio o, mejor aún, a Sicilia, a uno de esos lugares donde se hace
la historia, creo que moriré desconocido.
Te estoy hablando de mis sueños de gloria y de inmortailidad —y he
aquí que he de dejarte—. ¿Y quieres saber por qué? Diríase una
ilustración de lo que acabo de escribirte: para juzgar a un pobre infeliz,
completamente inofensivo, que me mandan ese imbécil de Caifás y su
dichoso sanedrín y sus sacerdotes fanáticos. Reconocerás que no tengo
suerte: ese mozo es el único, entre tantos iluminados y taumaturgos de
todo tipo, que no rechaza el impuesto. Unos agentes de Herodes Antipas
le preguntaron, hace algún tiempo, si había que pagarlo o no. Era una
trampa naturalmente. Se salió muy bien parado, con el lenguaje
imaginativo de la gente de Galilea, mostrando una de nuestras monedas
con la efigie del emperador: «Dad al César lo que es del César y a Dios
lo que es de Dios». A rebeldes como éste ya los quisiera yo cada día.
Por una vez que hay uno que no incita al levantamiento, que no apalea a
los recaudadores, que no reclama matanzas… Es algo enojoso: los
sacerdotes están contra él. Creo que les hace la competencia. Lo acusan
de falsos milagros y de quitarles la clientela. Reúne discípulos en mayor
cantidad que ellos. Esos judíos son extraños. Ya te lo he dicho, y no lo
diré nunca bastante, pues es un punto esencial para nuestra política:
cuando no se pelean contra nosotros, se pelean entre ellos. Ves a qué me
veo reducido: a servir de guarda campestre en sus querellas internas. Se
me ocurre una idea… estoy seguro de que me aprobarás: si es galileo —
y seguro que lo es, todos los folloneros, de esto sé bastante, siempre son
galileos—, lo mando a Heredes Antipas. El tetrarca de Galilea está de
paso en Jerusalén. Es amigo de Tiberio. Es —¿sí o no?, haz el favor de
no reírte— el soberano de todos los galileos. Ese pobre infeliz le dará
que hacer. Así aprenderán los dos. Nada es tan prudente como dejar a
Roma —a ti primero, a mí luego— que dicte las sentencias capitales. Si
este derecho les estuviera reconocido a los judíos, todos nuestros
partidarios serían condenados a muerte. Pero la práctica de este
privilegio cansa mucho a menudo. Esta vez, tengo ganas, para este
asunto menor que sólo afecta a los judíos, de lanzar la pelota en el
campo del tetrarca.

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¡No te olvides de mí, Quirinio! Estoy harto de envejecer en la
oscuridad tratando asuntos subalternos. La idea de que la historia del
mundo se hace sin mí, de que permanezco al margen de todo lo
importante que ocurre, me resulta insoportable. Si tienes oportunidad, si
quieres, si puedes, habla de mí a Tiberio. Que me envíe donde sea. Pero
sobre todo lejos de aquí, Quirinius, donde me muero de asco, porque
aquí no llega nada ni sale nada. Vale.

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La aventura —aquella aventura— había empezado en una de esas ciudades
pequeñas de Italia encaramadas en una colina en las que a Giovanni Buttadeo le
gustaba detenerse. La ciudad se llamaba Asís. Era más bien un villorrio cuya
extremada modestia quedaba compensada por la actividad, el talento, el atractivo de
sus habitantes. Sus mujeres eran bellas y piadosas, sus hombres eran sutiles: les
gustaba la música, la poesía, la pintura, los viajes. Muchos habían ido a lo lejos, hasta
Florencia o Siena. Algunos, más atrevidos aún, habían llegado hasta Venecia, hasta
Roma, hasta Bolonia o Milán. A veces combatían también contra sus vecinos, los más
revoltosos de los cuales eran los de Perusa. Cómo había llegado Isaac el judío hasta
Asís, por qué había tomado el nombre de Giovanni Buttadeo, apenas lo sabía ya:
tenía demasiados recuerdos para conservarlos todos.
Con el bastón en la mano, las alforjas a un lado, los pies calzados con sandalias
sin color y sin edad, paseaba por los mercados, por entre los puestos, y discutía con
los mercaderes a quienes echaba una mano a cambio de un mendrugo de pan
acompañado de aceitunas y rociado con un poco de vino. Uno de los más ricos de
aquellos mercaderes era un hombre de buen aspecto, estatura bastante alta, rostro
ancho y afable: se llamaba Pietro di Bernardone. Bernardone vendía tejidos, trajes,
telas. Tenía relaciones en Brujas, Lyón, Milán por supuesto y contaba entre sus
clientes a personajes considerables, militares, magistrados, y hasta un cardenal. Por
razones imprecisas, tal vez porque a veces el judío contaba bellas historias de batallas
y amor, Pietro di Bernardone le había cogido amistad a Giovanni Buttadeo.
Lo llevaba a menudo con él cuando trataba asuntos de poca monta y visitaba a
gentes humildes. El aspecto de Isaac no tendía a favorecer encuentros con notables,
con los grandes señores de la Iglesia o los castillos.
—¿Quién es ese mendigo que le sigue como su sombra? —había preguntado a
Bernardone el cardenal Hugolino de Ostia.
—Un pobre desgraciado, monseñor, a quien he recogido por caridad. Bajo un
aspecto un poco rudo…
—Un poco rudo, en efecto —había dicho el cardenal sonriendo con bondad.
—… oculta mucho ingenio y un saber sorprendente. Habla varias lenguas, y hasta
el griego y el latín…
—¿El latín y el griego?
—Los chapurrea. Tiene nociones de árabe.
—¿De árabe?
Una sombra de inquietud mezclada con la sorpresa había pasado como un rayo
por el rostro macizo de la eminencia que había enarcado una ceja.
—Retazos, rudimentos. Ha viajado mucho. Hace algún favor. Me sirve de
dependiente.
Juntos o separados, Buttadeo y Pietro habían ido a Montepulciano y a Todi, a
Orvieto y a Cortone. Eran viajes que duraban varios días por caminos difíciles, entre
paisajes de viñas, cipreses y olivos. A menudo, cuando iba solo, Isaac se apeaba del

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caballo en los lugares peligrosos y proseguía el camino andando. En varias ocasiones,
había sido atacado por grupos de bandoleros que infestaban la región: lo habían
molido a palos y dejado por muerto al pie de un árbol o al fondo de un barranco.
Cada vez se había librado y, mucho antes que un poeta argentino y ciego que, siete u
ocho siglos más tarde, iba a repetir la misma palabra —pues la vida del espíritu es
una espiral que sigue los mismos trayectos y hace las mismas paradas a niveles
distintos—, Pietro di Bernardone lo había llamado el Inmortal.

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La escena se desarrolla en Jerusalén, en el palacio del procurador de Judea, bajo
el reinado de Tiberio. Según todo lo que sabemos, parece ser que un emperador reinó
efectivamente en Roma, hará unos dos mil años, después de César y Augusto, antes
de Nerón y Tito, con el nombre de Tiberio. Del procurador de Judea, de su vida, su
palacio, sus ocupaciones, su aspecto y sus ideas, lo ignoramos casi todo. El
decorado representa, un poco como en el estilo de Piero della Francesca o los
pintores venecianos, una gran sala con columnas. Hay personajes que van y vienen:
senadores con trábea, bordeada por la augusticlave, un anillo de oro en el dedo,
magistrados con toga, caballeros y soldados romanos, criados judíos. Al fondo de la
sala se abre una puerta, guardada por un centurión: conduce al despacho de Pondo
Pilatos, procurador de Judea.

AHASVERUS: Hay ahí una señora…

PRIMER SOLDADO ROMANO: ¿Romana?

AHASVERUS: No, judía.

PRIMER SOLDADO ROMANO: ¿Qué quiere?

AHASVERUS: Quiere ver al procurador.

PRIMER SOLDADO ROMANO: ¡Ni más ni menos!

AHASVERUS: Insiste mucho…

PRIMER SOLDADO ROMANO: ¿Y a mí qué?

AHASVERUS: Dice que lo conoce…

PRIMER SOLDADO ROMANO: LO dicen todas.

AHASVERUS: ES muy guapa.

PRIMER SOLDADO ROMANO: ¡Haberlo dicho en seguida! Cornelio


Agripa me ha recomendado que le mande todas las tías que no sean
demasiado callos… Espera un momento.


Se aleja el soldado romano. Ahasverus va hacia el fondo de la sala donde lo
espía, detrás de una columna, una joven de una gran belleza.

MIRIAM: ¿Qué pasa?

AHASVERUS: ¿Te das cuenta de lo que me pides? Lo suficiente


como para que me echen a la calle.

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MIRIAM: Deja de pensar sólo en ti. Sabes muy bien que no te
pasará nada.
AHASVERUS: ¡Te encuentro muy fresca! Me has abandonado hace
años. Y luego te presentas por las buenas y quieres ver al procurador.
MIRIAM: Tengo que verlo.

AHASVERUS: Te has acostado con él, ¿verdad?

MIRIAM, pasándole la mano por los cabellos: Eso no tiene ya


ninguna importancia, cariño. O quizá sí: eso puede servir para salvar a
mi señor y maestro.
AHASVERUS: En resumen, ¿te vales de un antiguo amante para
salvar a uno nuevo? ¿Y acudes a mí para arreglarlo todo?
MIRIAM: NO puedes comprenderlo. No es mi amante.

AHASVERUS: ¿Quién? ¿Poncio Pilatos?

MIRIAM: No, el Otro.

AHASVERUS: ¿Quién es el Otro?

MIRIAM: Es mi señor y mi maestro. Es el señor y el maestro de


todos vosotros. Es tu señor y tu maestro.
AHASVERUS: Me extrañaría. Me importa un bledo.

MIRIAM: No blasfemes. No sabes de quién hablas.

AHASVERUS: Déjate ya de misterios. Es muy irritante. Te prefería


aun cuando eras cínica y te llevabas a los hombres uno tras otro como
un hortelano que coge de un árbol naranjas o limones.
MIRIAM: Ese tiempo pasó.

AHASVERUS: Acabaré echándolo de menos. Eres hermosa, ¿sabes?


Si quisieras…
MIRIAM: Sólo quiero una cosa: salvar a mi señor y maestro.

AHASVERUS: ¿Qué le pasa a tu señor y maestro?

MIRIAM: LO han detenido al otro lado del Cedrón, al pie del monte
de los Olivos, en el huerto de Getsemaní. Y quieren ejecutarlo.

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AHASVERUS: Le está muy bien. No tengo ninguna simpatía por ese
individuo.
MIRIAM: NO digas tonterías. Es el más justo, el mejor, el más
santo de todos los hombres.
AHASVERUS: ¡Qué le…!

MIRIAM: ¡Calla!

PRIMER SOLDADO ROMANO, de vuelta: Estaba seguro: Cornelio


Agripa quiere verte. Estás de suerte, monina. Gracias a mí, no lo
olvides.
MIRIAM: NO tengo nada que decirle a ese Cornelio Agripa…

PRIMER SOLDADO ROMANO: ¡Estás loca! ¡Es un centurión!

MIRIAM: Quiero ver al procurador.

PRIMER SOLDADO ROMANO: ¡Vamos, ven, ahora! Lo quieras o no,


te llevo hasta el centurión. Además, toma, ahí lo tienes.
EL CENTURIÓN: ¿Qué hay, preciosa? ¿Qué te trae por aquí?

MIRIAM, gritando: ¡Quiero ver al procurador!

EL CENTURIÓN: ¡Cállate ya, viborilla!


Se produce un revuelo en la gran sala del palacio.
Un pequeño pelotón armado penetra en ella.

PONCIO PILATOS: ¡Cornelio Agripa!

EL CENTURIÓN: ¡A sus órdenes!

PONCIO PILATOS: ¿Qué pasa aquí? ¿Qué jaleo es ése?

EL CENTURIÓN: Es una joven que quiere ser recibida por su


excelencia.
PONCIO PILATOS: ¿Qué quiere de mí?

El CENTURIÓN: No lo sé. Grita mucho.

PONCIO PILATOS: NO estoy sordo. Lo he oído.

EL CENTURIÓN, en voz baja, al soldado: ¿Qué quiere la idiota?

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EL PRIMER SOLDADO ROMANO, en voz baja, a Ahasverus: ¿Qué
quiere esa gilipollas?
AHASVERUS, en voz baja, al soldado: Es una antigua fulana del
procurador.
PRIMER SOLDADO ROMANO, en voz baja, al centurión: Dice que
conoce al procurador.
EL CENTURIÓN: Esta joven asegura que es una amiga de su
excelencia.
PONCIO PILATOS: Pues veamos…


Avanza a grandes pasos hacia Miriam, inmóvil, cabizbaja.
Levanta bruscamente su rostro en plena luz.

PONCIO PlLATOS: ¡Miriam! ¡Miriam de Magdala!

MIRIAM: ¿Me reconoce aún?

PONCIO PlLATOS, yendo hacia ella: ¡Sí, la reconozco!… ¿Cree que


puede olvidársela?
PRIMER SOLDADO ROMANO, entre dientes: Pues anda. Nunca lo
habría creído.
AHASVERUS, al soldado: Yo sí… por desgracia.

PONCIO PlLATOS: ¡Centurión, déjenos!


El procurador entra con Miriam en su despacho, al fondo de la gran sala.

PONCIO PlLATOS: ¡Miriam! ¡Después de cuánto tiempo!…

MIRIAM: Usted no ha cambiado. Y yo soy otra.

PONCIO PlLATOS: ¿Otra? No lo creo. Sería una gran desdicha.

MIRIAM: ¿Una gran desdicha? ¿De veras? Me avergüenza la


simple idea de cuánto he sido.
PONCIO PlLATOS: Eras deliciosa. Sigues siendo una maravilla.
¿Acaso amas a alguien ahora?

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MIRIAM: Amo a aquél a quien los judíos quieren que condenes.
Por eso he venido.
PONCIO PlLATOS: ¿A Barrabás? ¿Es posible? ¡Barrabás!… Es un
monstruo de crueldad, es horrendo.
MIRIAM: NO. A Barrabás no. Al otro que te han traído los judíos.

PONCIO PlLATOS: ¿Al otro?… ¡Ah sí! Ya sé. Aquél a quien


Herodes Antipas y yo nos mandamos como una pelota que ninguno
querría… ¿Lo amas?
MIRIAM: NO lo amo como crees.

PONCIO PILATOS: NO lo amas como… ¡Ah! Creo que lo entiendo:


has dejado de amarlo, lo amas y lo odias, lo detestas, querrías verlo
morir…
MIRIAM: ¡NO!¡NO! NO
lo amo como las mujeres aman a los
hombres, no lo amo como te he amado. A él, que tiene la densidad de
un mundo, lo amo más que a nada, lo amo más que a la vida, lo amo
más que a mí misma. Vengo a echarme a tus pies para que me ayudes
y lo salves.
PONCIO PlLATOS: ¡Dios mío! ¡Qué pasión! Acabo de ver a este
hombre. Se lo he largado a Herodes. Es galileo como tú, ¿verdad?
MIRIAM: Sí, somos galileos. Yo soy de Magdala. Él es de Nazaret.

PONCIO PlLATOS: ¡Magdala! ¡Nazaret! Vaya puertos de pesca… Se


pregunta uno qué puede ocurrir en poblachos como éstos. Y por qué
surge bruscamente de ellos una belleza como la tuya.
MIRIAM: YO no cuento para nada. Es él.

PONCIO PlLATOS: Para mí quien cuenta eres tú. Jamás te he


olvidado. Eres más bella que nunca. Se diría que una luz te ilumina
por dentro. Dime, querida, si salvo a ese hombre, acaso…
MIRIAM: NO me pidas lo que no puedo darte.

PONCIO PILATOS: ¡Ah! Así sois los judíos, los galileos. De haceros
caso, habría que concedéroslo todo, y vosotros no soltáis nada a
cambio. Y dime por qué me jodería para hacerte un favor sin que tú
movieras un solo dedo por mí.

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MIRIAM: Eras ambicioso, tengo entendido. Si salvas al Rabí, te
aseguras una gloria eterna.
PONCIO PILATOS: ¡NO me digas! Que lo salve o lo condene, para
mí da exactamente lo mismo: dentro de un mes, dentro de un año,
nadie hablará de él. Pero he de explicarte algo, criatura. Cuando vi a
tu amante.
MIRIAM: ¡NO es mi amante! Es el señor y yo soy su sierva.

PONCIO PILATOS: Bueno, si quieres… Cuando vi a tu… a tu


nazareno, le pregunté si, realmente, tal como se murmura, se tomaba
por el rey de los judíos. ¿Sabes qué me contestó?
MIRIAM: Sí, lo sé.

PONCIO PILATOS: Me contestó que lo era. ¡Hace falta audacia! ¿Es


del todo normal, a tu entender?
MIRIAM: Si quieres decir que es como los otros, no. No es como
los otros. Pero si crees que está loco, no, no está loco. Y a veces me
pregunto si no somos nosotros los que estamos locos.
PONCIO PlLATOS: Agregó que su reino no era de este mundo. ¿Qué
galimatías es éste? Le pregunté, muy claramente, por segunda vez:
«Luego, ¿eres rey?». Y me respondió: «Tú lo has dicho».
MIRIAM: Es rey. Es mi rey y el tuyo. Es rey de todos los hombres.
Es rey de este mundo y del otro.
PONCIO PILATOS: Creo sobre todo, si se empeña, que será rey de
sus dolores. Me dices que no está loco. Te creo. Pero, ¿se da cuenta de
lo que hace? Para los judíos primero: ¿te imaginas a Herodes Antipas
y Caifás con un rey de los judíos encima? Y aún los judíos me dan
igual. Pero ¿los romanos? Existen los romanos. Y cuando los
compañeros vayan a decir a Roma que he dejado libre a un fulano que
pretendía ser rey de los judíos, me temo que produzca cierto alboroto
y no del mejor. Ya oigo al sumo sacerdote y a toda su pandilla
vociferar ante mis ventanas: «¡No tenemos más rey que a César!».
¿Qué cara pondré yo?
MIRIAM: NO entiendo nada de toda esta política.

PONCIO PILATOS: NO es lo tuyo.

MIRIAM: ¿LO soltarás?

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PONCIO PILATOS: Mira. A causa de ti, por ti, haré cuanto pueda.
Pero no te prometo nada. Tengo que pensar en mi porvenir, en la
imagen que presento. ¿Puedes entender eso?
MIRIAM: Suéltalo. El mundo quedará transformado.

PONCIO PILATOS: Que lo suelte o lo condene, nada cambiará en el


mundo, amor mío. Tu corazón quizá sí. Pero nada más. Nosotros,
políticos, hemos acabado sabiendo que nuestras decisiones tienen
poca importancia y que la muerte de un hombre no tiene ninguna. No
es la suerte de ese nazareno lo que cambiará el mundo y su historia.
MIRIAM: ¡Suéltalo!

PONCIO PILATOS: Y él, ¿estás segura de que quiere que lo suelte?

MIRIAM, en voz muy baja: No lo sé.

PONCIO PILATOS, suavemente: Vuelve a verme.

MIRIAM: No volveré. Es como si no hubiera venido nunca.

PONCIO PILATOS: ¡Guardias! Acompañad a mi visitante hasta las


puertas del palacio.
SEGUNDO SOLDADO ROMANO, en voz baja: Vamos, señora, no hay
que llorar así. El procurador, no sé cómo se las apaña, pero lo arregla
siempre todo del mejor modo: crees que está metiendo la pata y, al
final de todo, dices que ha hecho bien haciendo lo que ha hecho.

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A menudo, al caer la tarde, se instalaba en la parte delantera, cerca del guindaste,
y soñaba en aquel pasado interminable. Cuando el horizonte se hacía oscuro, cuando
el cielo y el mar dejaban de distinguirse en la noche que caía sobre la Pinta, sobre la
Niña, sobre la Santa María, imágenes venidas de todas partes surgían en desorden
ante el judío de Sevilla. Se veía andando, como zapatero, como soldado, como
marinero. Se veía en Jerusalén con el emperador excomulgado que había sumido el
mundo en la estupefacción, en las llanuras de Apulia o en las colinas de Umbría con
Pietro di Bernardone, en Roma con el Santo Padre, en Kiev con leprosos, en la tienda
de campaña del Gran Kan en las puertas de Karakorum con el calor del pleno estío.
Se veía entrando en Sevilla con las tropas del rey santo. Era la primera vez en su vida,
es decir en la historia del mundo, que llegaba a España. Para expulsar a los
almohades, que habían expulsado a los almorávides, que habían expulsado a los
abasidas, que habían expulsado a los omeyas, que habían expulsado a los cristianos,
el rey de Castilla, Fernando III, había hecho venir a gentes de todas partes: no sólo a
castellanos, catalanes, caballeros de Galicia, de Asturias, de León, sino a francos y
genoveses cuyas naves llegaban ya hasta el Atlántico. Era con los de Génova con
quienes había desembarcado. Acababa de regresar del Asia central y de Roma.

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En la curva del Guadalquivir, en la confluencia de las sierras y los llanos de
olivares, cereales y toros, Sevilla, con su arrabal de Triana, era, desde siempre, una
ciudad próspera y bella. Tras la victoria de Fernando III y la conquista sobre los
moros, toda la población musulmana había sido expulsada. Con otros varios judíos,
Isaac el genovés se había instalado en el barrio llamado del mar que se extendía a lo
largo del río, a caballo sobre la muralla edificada por los moros. Sólo había tardado
un año o dos en levantar un comercio que funcionaba bastante bien: exportaba hacia
el norte olivas y aceite, importaba los productos de la pesca portuguesa, los paños y
telas de Flandes, Venecia o Lyón, pues tenía experiencia en el comercio de los tejidos,
y unos años más tarde en las especias venidas de Oriente. Aquello era demasiado
bueno para durar. Se le iban los pies. Lo había plantado todo. Había reemprendido la
marcha. Había escogido el buen momento: las cosas tomaban mal cariz para los
judíos españoles. Se había dirigido a Francia y a una Italia donde las batallas y la
religión servían de pretexto a los pintores. Se las había arreglado para llegar a
Constantinopla unos meses apenas antes de la caída de la ciudad ante los turcos de
Mahomet II. Había vivido todo el sitio. Había tomado parte en la batalla. Había
asistido a la entrada del vencedor en la ciudad de Constantino, de Justiniano y
Teodora. Había reemprendido la marcha. Tras un sinfín de aventuras, imposibles de
referir en su totalidad, en Rodas, Chipre, Ragusa, Venecia, donde había establecido
una intriga con una cortesana que servía de modelo a Carpaccio, había regresado a
España. No como judío, esta vez, sino como héroe desdichado de la lucha con el
islam. Había tomado el nombre de Juan de Espera en Dios o de Juan Esperendiós. Y
había encontrado Sevilla justo a tiempo para hacerse adoptar por un compatriota, por
otro genovés que albergaba en secreto un proyecto lleno de misterio del que hablaba
con pasión y sin embargo en voz baja. Se llamaba Cristóbal Colón, o si preferís,
Cristoforo Colombo. Era un aventurero.

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RELATO DE SIMON DE CIRENE

Hay que ver en qué se meten esos mierdas sólo piensan en joder al pobre tío son
increíbles historias como éstas no puedes salir de casa sin que se te echen encima te
dicen que hagas esto que hagas aquello y ya me diréis cómo no hacer lo que te piden
es que les costaría poco sacudirte a los muy cabrones y te meterían en un buen lío así
que porque tienes aire robusto te pitan en la calle y te llevan cuando lo que tienes es
prisa por volver a casa a echar un trago y comer un bocado y follar y dormir conste
que no tenía nada contra el pobre tío no sabía nada de lo que había hecho estoy por
pensar que son historias de cura y tutti quanti estaba todo pálido y rendido con sangre
en la frente tenía los dedos largos y finos como nunca los había visto y que no debían
de haber trabajado mucho desde luego que no me habría negado a echarle una mano
pero había que pedirlo con modos y no echárseme encima como la peste sobre la
pobre gente dónde se creen que estás esos gilipollas no somos negros ni moros y nos
salen con el cuento de que nos traen la seguridad y la paz con ellos que se guarden su
paz digo yo que se encarguen ellos mismos de los tíos que se quitan de encima yo
volvía del campo tranquilamente donde había estado con rufo y con jeremías son mis
hijos sabéis y los llevo a trabajar ya conmigo son todavía pequeños pero empiezan a
espabilarse y luego hete aquí que los otros salen cuando nosotros volvemos era un
grupito como se ve a menudo con soldados romanos y sacerdotes y bastantes mujeres
y toda una pandilla de curiosos excitados por la sangre y tres tíos harapientos sin
afeitar cochambrosos con su cruz a cuestas mirad le digo a jeremías y a rufo que me
tiran de la manga tres más a quienes les van a pasar cuentas qué han hecho me
pregunta rufo yo qué sé no lo llevan escrito en la frente contesto riendo habrán
matado o robado o alguna majadería así o simplemente habrán irritado a uno de esos
figurones que presiden en el pretorio o en el sanedrín y que no dan golpe en todo el
día mientras los otros se matan trabajando veo a un soldado larguirucho que lleva
como el santo sacramento una banderola una especie de letrero en el que leo algo así
como rey de los judíos a mí eso me da naturalmente risa pero los niños figuraos oh
papá, papá por aquí, papá, papá por allá y venga preguntas y más preguntas más me
hubiera valido largarme y darme prisa para volver a casa pero los niños querían ver y
me empujaban estábamos en la primera fila de la muchedumbre que crecía a ojos
vista y se distinguían muy bien los rasgos del centurión y del sacerdote en jefe y de
las mujeres que lloraban y agitaban vasitos que habían traído para darles de beber y el
más delgado se volvía hacia ellas y les decía cosas que yo no entendía bien las trataba
de hijas de Jerusalén y les pedía que no llorasen por él sino más bien por sus hijos
entonces rufo se puso a gritar y yo le aticé un coscorrón y el otro hablaba de
montañas que iban a caer sobre nosotros y de colinas que nos cubrirían fue entonces
dadme un poco de vino queréis muchas gracias cuando vi a la miriam me la había
tirado como todo el mundo porque no hay más que los camellos y aún con los que no
ha jodido no tenía aspecto muy alegre y lloraba más fuerte aún que las demás qué

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pasa le pregunto y ella retorciéndose las manos y sollozando me cuenta muy aprisa
pero yo no entiendo casi nada que ha ido a ver al procurador porque con él también
había follado cuando era más joven para pedirle que soltara a uno de los tíos que no
había hecho nada y que era mejor que todo el mundo y que era la flor y nata de los
hombres y que patatín y que patatán ya vale le digo estás chiflada por él nada más y
me mira como si hubiera matado a mi padre y mi madre y me ha dado de pronto la
sensación un poco más si no os molesta me da sed hablar así de que era un pobre
mierda y no entendía nada de nada ella era hermosa comprendéis no sé cómo
explicarlo era otro tipo de hermosura que no te la levantaba no tenías ganas de
tirártela más bien te habrías sentado a sus pies y la habrías oído hablar del otro al que
llevaba metido dentro y eso no te irritaba en absoluto y le pregunté qué había
contestado el procurador y el procurador le había prometido hacer todo lo posible
para soltar al tío a quien quería pero la cosa había fracasado debido a los judíos y los
sacerdotes que lo habían asustado amenazándolo con quejarse a césar, anda ya el
césar, de qué me hablas, le dije y fue justo en aquel momento a medio camino más o
menos del lugar llamado lo tengo en la punta de la lengua ayudadme vosotros en vez
de reír del sitio llamado el cráneo se me acercó y me dijo y me pareció que tenía cara
eh tú ayúdalo un poco a llevar su cruz hay que decir que el otro acababa de caer por
enésima vez y que parecía completamente fuera de uso hijo de puta le dije qué me
dice y me arrea una hostia en la cara entonces no sé qué sucedió pero estaba a la vez
loco de rabia contra aquellos cabrones y la mar de contento de estar allí y ni siquiera
tuve la impresión de que me forzaran aquellos hijos de puta sino de obrar
espontáneamente y echarme adelante como cuando sales de la barbería y hace fresco
y agradable dejé allí a rufo y a su hermano jeremías y puse la mano en el brazo del tío
que tenía una rodilla en tierra y sangraba por todas partes me miró eso no puedo
olvidarlo tenía los ojos los ojos los ojos tan claros tan profundos y luego de pronto
sentí no sé cómo decirlo que él era el que me ayudaba más bien que yo el que lo
ayudaba a él y me dijo algo en que había siglos de siglos y yo hice ah y luego ah y me
puse la cruz a cuestas y era un poco os lo aseguro como si anduviera por el cielo en
medio de las estrellas.

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Escribo libros. A menudo, para escribirlos, o para consolarme de haber escrito
uno más, me marcho a Italia. Me gusta mucho Italia. Cuando la miras en un mapa,
con los ojos llenos ya de sueños, tiene, todos los niños lo saben desde su más tierna
edad, el aspecto de una bota en el mar. Cuando sales a pasear, hay ciudades sin aceras
en medio de las torres y las iglesias y bastantes cipreses en medio de muchos olivos.
El conjunto es más bien vetusto y totalmente magnífico. ¡Ah, muy bien! Bravo,
bravo. Bravo otra vez. Puedes ir a los lagos, a Toscana, a Umbría, a Apulia, a Sicilia,
por la zona de Amalfi y Positano. Puedes también ir a Venecia en compañía de las
solteronas de Nueva Inglaterra o de Connecticut y de los enamorados de todas partes.
Es un lugar hermoso para vivir en el pasado y soñar el presente.
Era aún muy joven y, gracias a Dios, no había publicado aún nada cuando, en
Venecia, un atardecer de otoño, hace ya muchos años, me topé con él. En aquella
época, no sabía muy bien qué hacer de la vida y el mundo. El pasado y el futuro se
me hacían muy oscuros. Para decirlo todo, me daban igual. El presente me bastaba.
No había ido solo a las costas del Adriático. Vivíamos, lo recuerdo, al extremo de la
riva degli Schiavoni, por la parte del Arsenal, en una casa ocre y encantadora, que
existe aún, según creo: la pensione Bucintoro. Sumábamos juntos algo menos de
cuarenta años. Es fácil saber cómo, en Venecia la roja, entre dogos y góndolas,
pasábamos el tiempo. ¡Ah, juventud, juventud!…
Encontrábamos todavía manera de ir, por la mañana, a Chioggia, a Malamocco, a
Burano abigarrado, a Torcello con sus dos iglesias plantadas en medio de los campos.
Evitábamos Murano y el atontamiento de los bobalicones ante el vidrio ahilado. A
nuestro regreso de las islas anochecía sobre la ciudad. La Mercería y San Moisés,
ofensivamente barroco, y el puente de los Suspiros, que echaba de menos a sus presos
contemplando a sus turistas, nos parecían ruidosos, superpoblados, un tanto vulgares
en su encanto y su animación. La plaza de San Marcos misma, la Piazzetta, tan bella
con sus dos columnas que se abren al mar en una ópera de silencio, de esplendor y
ensueño, los dos leones de mármol al otro lado de la basílica, racimos de niños a su
espalda, abusaban de un brillo que nos dejaba sin voz y no paraban de componer la
apoteosis de un espectáculo estruendoso en los límites del paroxismo y de los últimos
transportes. Nosotros preferíamos las Zattere, el sestiere Dorsoduro, entre la Salute y
San Trovaso donde mirábamos los carpinteros de marina construyendo sus góndolas,
la Giudecca, la Abbazia. Nos cogíamos de la mano y andábamos juntos en la soledad
y la paz. Un pasado del que no sabíamos nada, una historia de la que nos burlábamos
salían de los grandes pozos de piedra entre los palacios rojos, se nos subían a la
cabeza, se mezclaban con nuestros amores. Nos amábamos en los recuerdos, en las
locas esperanzas. Yo aún no había hecho nada. Lo esperaba todo del futuro. Tanta
belleza me ahogaba. Sentía vértigo del mundo.

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El regreso de Miriam había trastornado a Ahasverus. Había sido por huir de ella,
por escapar de sus largos cabellos rubios y sus ojos violeta, su perfume, su imagen,
por lo que había dejado Magdala por Jerusalén. Su reaparición brusca, en el sol
primaveral, ante el palacio de Poncio Pilatos lo había llenado de felicidad antes de
hundirlo en la angustia.
Estaba sentado en un asiento delante del palacio del procurador, tomando el
fresco y descansando un poco tras su trabajo del alba y el amanecer, cruzando
algunas palabras con la gente del barrio.
—¿Qué, Ahasverus —le decían los chiquillos y las mujeres que iban a la compra
—, tomando el fresco?
De pronto, la había visto. Los demás, de golpe, el escenario familiar, los
transeúntes, los incidentes de la calle, todo lo demás se había sumido en la nada. El
mundo sólo está hecho de encuentros. Durante meses y meses, sucesivamente
creciendo y menguando la luna, sucediendo el invierno al verano y la primavera al
invierno, había vivido con un recuerdo que se iba borrando poco a poco. Y he aquí
que aquel rostro y aquel cuerpo que tanto lo habían ocupado antes de empezar a
disolverse en el olvido estaban de nuevo ante él.
Al principio creyó en una ilusión, debida quizá al cansancio, al poco dormir. Todo
aquel tiempo había trabajado de firme. El viejo Cartafilo había enfermado. Desde
hacía más de cuatro días lo había sustituido su doble la jornada entera antes de
regresar, pocas horas antes de la noche, a su banco de zapatero donde se amontonaba
la faena. Se pasó la mano por los ojos. Sacudió la cabeza. Inmóvil, con aire
extraviado, mirar fijo, estatua del dolor y el agobio. María de Magdala estaba ante él.
Le dio miedo.
Ahasverus había conservado el recuerdo de una María Magdalena deslumbrante
de juventud. La edad y las penas habían pasado por aquella imagen. Hacia el final de
su amistad, aún la había visto acudiendo a fiestas o a banquetes, en los que él no
estaba invitado, ataviada con trajes de gran precio que llevaba con alegría y con una
sobria magnificencia. No quedaba nada de aquellos esplendores y poco de aquella
juventud. Pero seguía siendo bella. Y quizá más bella que en la época en que era tan
bella. Más tarde, mucho más tarde, Masaccio, Lucas de Leyde, Rubens, Tintoretto,
Veronés, Georges de la Tour, toda una multitud de pintores, grabadores, escultores de
todas las escuelas y todos los tiempos la representarían con vestiduras suntuosas en
las que desbordarían los encajes, las perlas, los diamantes, las esmeraldas, en las que
el raso y el terciopelo rivalizarían con el oro. Ninguna mujer, quizá, a excepción de la
Virgen, figuraría tan a menudo —con un Irasco de perfume, ante un cráneo o una
cruz, sentada a una mesa cubierta de vinos y manjares, desplomada al pie de un
patíbulo— en las obras del genio humano. Entre Cristo y la Madona, al lado de San
Juan, constituiría, por sí sola, todo un fragmento inmenso de esa vaga nebulosa,
incierta y frágil, que acarrea a la vez tanta necedad y tanta grandeza y que llamamos
cultura. Haría soñar por millones a aquellos que la resucitarían en el talento y la

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fiebre, a aquellos que la contemplarían con piedad, con amor, con admiración. En
torno a esa joven que se presenta, inmóvil, ese día de primavera, ante el palacio de
Poncio Pilatos donde deja mudo de estupor al zapatero Ahasverus, portero del
procurador y oriundo como ella de Magdala en Galilea, se desarrollará una de las
leyendas más prodigiosas de todos los tiempos. Del final de su vida no se sabrá casi
nada. ¿Acaso se haya traslado a Provenza, cerca de Massilia, que se convertirá en
Marsella, con su hermana Marta y su hermano Lázaro, resucitado de entre los
muertos? ¿Acaso haya vivido en la cueva de la Sainte-Baume? No importa. Se
encuentran su recuerdo y su culto en Saint-Maximin y en Vézelay, en Autun y en
Munster, en Italia y en Inglaterra, más o menos en todas partes a través de este mundo
en el que no cesa de encarnar, a la vez por su belleza y su arrepentimiento, la
revelación del bien y su triunfo sobre el mal. Se la verá pintada y esculpida y cantada
en mil formas, en las condiciones más diversas, en todas las épocas de su vida, antes
y después de su conversión: imagen siempre viva de los placeres de este mundo
invirtiéndose en el sacrificio y la renunciación; trocando sus galas por los andrajos de
la penitencia; en el momento, el día de Pascua, en el camino del sepulcro, donde su fe
va a trastornar al mundo dándole a la historia un dios resucitado, en el momento de su
rapto por los ángeles venidos de lo alto. Mucho antes de todas estas glorias, cuando
Ahasverus la descubre de pronto ante el palacio del procurador, hay que imaginarla
vestida con los harapos con que la cubre Donatello para su talla del baptisterio de
Florencia. Y con ese mismo semblante dramático y arrasado por la angustia. Por unos
instantes aún Ahasverus se pregunta. Parpadea, arruga la frente. ¿Qué ocurre? ¿Quién
está ahí? La incredulidad se disipa. Una gran oleada lo arrastra. Es la dicha.
¿Lo sabéis, verdad? Lo sabéis como todo el mundo: sobre el amor, sobre la pasión
reina la contradicción. Nada tan desconfiado como el amor. Nada asimismo tan
crédulo. En cuanto Ahasverus cesó de dudar de la presencia de Miriam, su
imaginación se inflamó. Se convenció en seguida de que, cansada de una vida de
placeres y decepciones, venía a echársele en sus brazos. Le cogió las manos, la llevó
hacia el palacio, le besó las rodillas, dejó estallar por fin todos aquellos sueños y toda
aquella pasión que desde hacía tanto tiempo se esforzaba en sofocar.
Ocurrió entonces algo que no comprendió en seguida. Miriam lo apartaba con
suavidad, evitaba su mirada, volvía la cara. Ahasverus acababa de pasar del estupor a
la exaltación. No tardó en pasar de la exaltación a la inquietud, y luego a la desazón.
Era ciertamente María de Magdala la que estaba ante él, y había cambiado mucho —
pero no había vuelto para entregarse a él—. Como la duda, como la pena, la felicidad
busca todos los pretextos posibles para perpetuarse. Ahasverus logró convencerse aún
unos instantes de que acabaría dominando un corazón al que los placeres y la vida
habían rendido tanto. Y luego, de pronto, lo vio claro; todo en María Magdalena
había cambiado de arriba abajo —excepto su obstinación en negarse a él—. Era el
único punto en el que seguía igual a sí misma. Al instante la felicidad dio paso a un
dolor tanto más violento cuanto que la esperanza había despertado todo lo que, desde

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hacía muchos meses, había acabado adormeciéndose. Y este último golpe fue para
Ahasverus más duro aún que el primero.
Ella no lo trataba con consideración. Le hablaba sin rodeos, con toda la brutalidad
de la pasión que ha fijado su objeto en otra parte. Ahasverus comprendía vagamente,
en una bruma de dolor, que se había consagrado a otro hombre, a un galileo como
ellos dos. Era por él, para salvarlo, para arrojarse a los pies del procurador de Judea y
obtener su indulto, por quién había ido al palacio.
Con la dicha de volver a verla, Ahasverus se había abandonado a unos arrebatos
de júbilo tan vivos que no podía sin traicionarse y sin vergüenza negarse a
introducirla, si no junto al procurador mismo al que no trataba nunca, al menos junto
a la guardia con la que convivía a diario. María de Magdala lo manipulaba porque no
lo amaba y porque él seguía amándola. Perdido, extraviado, desgarrado por unos
celos que ella se esforzaba en aplacar situando en otro mundo su pasión devoradora
por el nazareno, Ahasverus se había resignado a hacer lo que deseaba. Cuando,
dividida entre la desesperación y una esperanza obstinada, salió de su entrevista con
Poncio Pilatos, unos furiosos y contradictorios sentimientos se disputaban el alma del
zapatero.

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La hermosura de Venecia no era la única que me embriagaba. Tenía los cabellos
rubios, lo ojos muy azules, tirando a violeta cuando una emoción la agitaba, las
manos más bellas de la tierra, unas rodillas inolvidables: eran lisas y redondas. Yo las
rodeaba con los brazos y las estrechaba junto a mí. Se parecía mucho a no sé qué
santa de Masaccio desplomada al pie de la cruz y cuyas facciones nos habían
impresionado en una postal que vimos una mañana al pie del Rialto. La llamaba mi
pulga, mi paloma, mi isla remota, mi deseada, mi rosa, mi clavero. Pero se llamaba
Marie. A veces, en broma o en los momentos de impertinencia, debido, ya no sé muy
bien, a la canción de Jacques Brel o a nuestro culto por la vieja odalisca con ojos
rasgados, estragada por el esnobismo y por la rinitis alérgica, que nos había enseñado
tantas cosas sobre el recuerdo y el tiempo y los desvíos del corazón, la trataba de
Magdalena.
Una tarde, tras un paseo por el Lido, condenado por feo, y un desembarco en la
islita de los armenios a la que Byron, con furor, a pesar de su cojera, o más bien a
causa de ella, se dirigía a nado mientras su amante se impacientaba en el muelle, nos
habíamos sentado Marie y yo, al pie de la Aduana del mar. Conocéis la Aduana del
mar: es ese bello edificio —rematado por un globo terrestre manejado por la Fortuna
— que prolonga la Salute en el mismo corazón de Venecia y que avanza formando
punta entre el Gran Canal y el canal de la Giudecca, frente a la plaza de San Marcos.
Se ponía el sol. Callábamos. Mirábamos la laguna, la pequeña isla de San Giorgio,
con su alto campanile, el palacio de los Dogos, aéreo y macizo, la riva degli
Schiavoni, el esplendor combinado del mar y el cielo y el genio de los hombres.
Algo, en el fondo de nosotros, estallaba en silencio. Nos mirábamos uno a otro. Yo
me inclinaba sobre Marie.
Fue al apartarme de ella tras unos segundos de eternidad cuando lo vi por primera
vez. Con un bastón entre las piernas, estaba sentado como nosotros en el muelle de la
Aduana del mar, y miraba como nosotros el mar mezclado con el sol. Se volvió hacia
Marie y le sonrió.
Era un hombre sin edad. Podía tener treinta años y hasta menos. Podía tener
cincuenta o cincuenta y cinco, y hasta más. Tenía una hermosa cabeza de pescador, o
quizá de violinista, con cabellos bastante largos y surcos profundos que le cruzaban la
cara como otras tantas cicatrices. Era, si os parece, una especie de André Gide,
mezclado con un poco de Hemingway y de vagabundo levantino. A pesar del sol que
aún calentaba en el momento de desaparecer, llevaba un viejo impermeable del color
de sus ojos. Todo era en él a la vez vago y muy presente, a la vez escurridizo e
impresionante. Observé sus zapatos: eran viejos y sólidos, parecían gastados.
Emanaba de su persona algo repelente y sin embargo atractivo. Saludó con la cabeza.
Contesté con desenvoltura, sin excesivo calor. Sabía que Marie, que era la reserva
personificada, no tendría el menor deseo de entrar en contacto con un desconocido de
aspecto tan extraño. Como para darme razón, se estrechó contra mí.
—Vámonos —me murmuró.

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Me levanté, le tendí la mano para ayudarla a ponerse en pie, saludé al hombre con
un ademán breve.
—¡Saludo a la belleza! —me soltó en francés, con una voz baja y rugosa—.
¡Saludo a la juventud!
Y agitó el sombrero.
Marie ni siquiera se volvió. Pero unas horas más tarde, en la trattoria de detrás de
San Zacearía donde solíamos comer, me habló dos veces del hombre de la Aduana
del mar.
—¿Qué quería? —me dijo.
—Le parecías guapa —le respondí—. Y no es el único.
Porque a mí también me parecía guapa y teníamos veinte años, olvidamos pronto
al hombre del impermeable. Y sólo pensamos en nosotros mismos. Nuestra noche fue
como las otras, tan deliciosa, tan tranquila y tan agitada.

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Había regresado a casa sorbiéndose las lágrimas. Se había sentado con el corazón
abrasado ante su banco en el que se amontonaban pieles, cordoncillos, raspadores,
cuchillas. Lo había barrido todo con un revés de la mano. ¿Por qué había vuelto?
¿Cómo había tenido la crueldad de dirigirse a él para obtener del procurador el
indulto de su amante? ¿Pues a quién haría creer que el nazareno no era su amante? En
su taller de Jerusalén, un zapatero lastimado, arrastrado por la pasión, construía ya las
hipótesis que la crítica histórica, al borde del sacrilegio, tardaría siglos y siglos en
osar formular. Más de uno ha supuesto que un amor demasiado humano había unido,
en este mundo, al que se decía el Mesías a Juan, su discípulo amado. ¡Cuántas
sospechas subterráneas, cuántos pensamientos no expresados, o expresados a medias,
iba a suscitar la pasión de María de Magdala por el galileo! ¡Se forjan tales hipótesis,
nacen tales sospechas, aquella noche de primavera, en el taller mísero en el que el
zapatero abandonado llora silenciosamente su amor perdido y por segunda vez
desdeñado! El drama más decisivo de la aventura humana no se ha desarrollado aún.
La historia no ha oscilado aún en torno a ese eje en forma de cruz que la divide y la
invierte. Sólo en el corazón de unos pocos —María, María Magdalena, el pequeño
grupo de pescadores, de desharrapados, de discípulos, dos o tres testigos atónitos
como Simón Cireneo, un número irrisorio de santos hombres y santas mujeres en
aquel rincón al sureste del mar interior, el procurador de Judea, el zapatero Ahasverus
— se difunde paulatinamente la noticia de que Cristo va a morir.
De una acumulación de sucesos minúsculos surge el acontecimiento más
considerable desde el origen del universo. Después de tanto esperar olvidarla, el
zapatero de Jerusalén ya no sabe si ama o detesta a María Magdalena. Le ha bastado
con volver a verla para caer bajo su yugo. ¡Que se las arregle ahora entre todos sus
amantes! Que no le pida sobre todo nada más, que no le hable más de esos hombres a
los que ha amado o ama: él los odia con fuerza, y sobre todo al último.
El sol de primavera luce aún sobre Jerusalén. ¿Cuánto tiempo ha permanecido el
zapatero, inmóvil, abrumado por la pena, con la cabeza entre las manos, delante de su
banco? Unas nubes empiezan a rodar por el cielo. Un rumor sube de la calle.
Ahasverus levanta los ojos. Un tropel de hombres y mujeres pasa ante su taller: es un
cortejo de condenados. El portero del procurador de Judea piensa en seguida en el
hombre cuyo nombre temido está en todas las mentes y cuyo rostro conoce: el jefe de
bandidos Barrabás. Se asoma, mira. No reconoce a Barrabás. Ve a un hombre joven
aún, más bien agraciado, chorreando sangre, al borde del desmayo, aplastado bajo la
cruz que acaba de coger de los brazos de Simón Cireneo. Un impulso de compasión
lo mueve —cuando descubre de súbito detrás del hombre de la cruz entre la multitud
de mujeres que lo acompañan al suplicio, extraviada por el sufrimiento y la pasión, a
María de Magdala—. Entonces, ya no ve más que a ella. En el momento mismo en
que comprende quién es el hombre que titubea bajo el peso de la cruz, un centurión se
aparta de la tropa y se dirige hacia el taller. Bajo una especie de velo rojo que le cae
sobre los ojos y le hace zumbar los oídos, Ahasverus oye al soldado —cuyo rostro no

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es sin embargo el de un alma tierna— preguntarle si el condenado, muy débil ya,
puede detenerse un instante para descansar un poco y beber un vaso de agua
mezclada con unas gotas de vinagre, en la paz y el frescor de la tienda del zapatero.
Sería, como quien dice, su último cigarrillo y su último vaso de ron. Durante un
instante, los ojos pálidos del condenado que espera la decisión, inmóvil ante la tienda,
doblado bajo la cruz que apoya en el suelo, se encuentran con los de Ahasverus. Hay
en aquellos ojos, a pesar del horror del momento, tanta dulzura y paz que el portero
del procurador queda trastornado. ¿Cederá una vez más? Hay algo en él que vacila y
duda. Pero mira a otra parte y, allá, entre la muchedumbre, distingue de nuevo,
sombría mole de pasión y dolor mezclados, a María de Magdala: ha bajado el velo
sobre los ojos y la sacuden los sollozos. Una ola de furor arrastra al zapatero. Se
vuelve hacia el galileo que lo mira en silencio y, con un odio que exagera un poco
para no ceder a la compasión, tan tentadora y tan próxima, le grita:
—¡Anda! ¡Anda ya!
El hombre de la cruz se vuelve hacia él y, con voz casi inaudible, dice:
—Yo ando porque debo morir. Tú, hasta mi vuelta, andarás sin morir.
El centurión se encoge de hombros y masculla unas palabras. La noche avanza
sobre Judea. El grupo que rodea a Jesús se aleja ya del taller. Se acerca al Calvario
donde se alzará la cruz que dominará el mundo. Lo que sucede entonces en el taller
donde ha vuelto a meterse Ahasverus es un milagro menos sorprendente que la
Inmaculada Concepción, o la multiplicación de los panes, o la resurrección de la
carne, o las voces de Juana de Arco, o todo lo que nos ocurre a cada uno y que
llamamos la vida. El zapatero, desesperado cae de cara al suelo. Y la piedad de Dios,
que nunca es comparable con la piedad de los hombres, le hace perder el
conocimiento.

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A Pietro di Bernardone le gustaba mucho el dinero. También le gustaban los
franceses. En Lyón, en Tours, en París, a lo largo del Ródano y del Loira, en Borgoña
y en Auvernia, haciendo teñir sus telas y vendiendo sus paños, había aprendido su
lengua. Bajo sus formas diversas y a veces aún inciertas, le parecía tan bella como el
italiano de Asís. Había leído los poemas de los juglares y los trovadores, La cantilena
de Santa Eulalia y La vida de San Léger, La canción de Rolando, El poema de
Alejandro y las obras de Chrétien de Troyes, los tratados de caballería y el ciclo
bretón. Recitaba a menudo a Giovanni Buttadeo fragmentos de sus obras favoritas, el
último verso de La canción de Rolando:
Aquí acaba la gesta que Turoldus compuso
o el grito de angustia del autor de Tristán e Iseo
ante el filtro de amor absorbido por sus héroes:
No, no era vino; era la pasión era la áspera alegría
y la angustia sin fin, y la muerte.

—¡Ah! —le decía a Buttadeo—. Sabes cuánto trabajo para ganarme la vida y la
de mi familia. Y sabes cuánta importancia le doy al dinero. Pero lo único que cuenta
es el amor y las palabras para expresarlo. A los franceses les gusta el amor y hablan
de él como nadie. ¿Cómo no quererlos?
Pietro di Bernardone había sido recibido con benevolencia en la corte de Luis
VIL Como todos los de su época, había seguido con el corazón palpitante las
aventuras sentimentales y conyugales de Leonor de Aquitania. El advenimiento del
hijo de Luis, un gigante lleno de promesas, que sería Felipe Augusto, lo había
entusiasmado. El esplendor de los cortesanos y el atractivo de sus mujeres lo
impresionaban y lo encantaban. Pensaba que Francia era un país delicioso que tenía
un gran futuro y en el que era grato vivir. Sus amigos, en Asís, se burlaban a menudo
de él y de su inclinación a los franceses. Él se limitaba a sonreír y a alzar las manos al
aire: no había más que esperar y todos verían de qué eran capaces aquellos
endemoniados franceses.
El mercader de telas tenía otro amor además del dinero y Francia: era su hijo. El
hijo de Pietro di Bernardone y de donna Pica que venía de Provenza, se llamaba
Giovanni. Era un muchacho exaltado, de un nerviosismo extremo, una prodigalidad
que asustaba a su padre, más apegado que nadie a su ahorro y a su dinero. Al joven
Giovanni le gustaban el vino, las fiestas, las mujeres y los placeres. Para satisfacer
sus caprichos gastaba sin calcular. Su padre había intentado, según tradiciones
inmemoriales, introducirlo en los negocios de la familia y asegurarle una sucesión sin
problemas. El joven Giovanni prefería las chicas a las que colmaba de presentes y el
vino de las colinas de Toscana que bebía sin freno.

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Sólo en un punto el hijo daba satisfacción a su padre: le gustaban también Francia
y los franceses. Hablaba y leía la lengua de los juglares y los caballeros. Compartía el
entusiasmo de Pietro di Bernardone por todo lo que venía de allende los Alpes, de la
Provenza de su madre, de las regiones del Loira y el Ródano. Hasta el extremo de que
nadie lo designaba ya por su nombre de Giovanni: todo el mundo lo llamaba
Francesco, Francisco o el francés. Para escapar al comercio con que lo amenazaba su
padre, Francesco, con la mente repleta de cantares de gesta y novelas de caballería, se
alistó como soldado y se fue a la guerra, que, tanto como el placer, sirve de refugio a
los soñadores y a los indómitos.

Italia, en aquellos tiempos, estaba dominada por un gran asunto que duraba desde
hacía siglos y que iba a durar aún: la pelea entre dos principios encarnados en dos
hombres, entre dos poderes extraordinarios, entre dos mitades del mundo y de Dios
—el papa, sucesor de San Pedro, que había dejado Tierra Santa por el centro del
universo, y el emperador, dueño de Alemania y de los países germánicos, pero
fascinado por Roma y el sol de Italia—. Aquella rivalidad, que se confundía con la
historia de Europa, cubría multitud de conflictos regionales o locales que oponían
príncipes, ciudades, señores, jefes de guerra. Salidos con todas sus armas de su
castillo de Waibligen, en Alemania, los terribles Hohenstaufen estaban a punto de
eliminar la potente familia de los Welfs. El odio entre los Welfs y los de Waibligen
daría nacimiento en Italia a la ilustre disputa de los güelfos y los gibelinos que marca
con su impronta, desde las cruzadas hasta La Divina Comedia, buena parte de nuestra
historia. Los pobres no querían a los ricos, los ricos no se fiaban de los pobres.
Genova detestaba a Venecia, Cremona odiaba a Milán. Asís tenía un enemigo: era
Perusa. Como en uno de esos frescos arrebatados e ingenuos que miramos con ojos
distraídos en las paredes del Duomo o del Palazzo Communale, el hijo de Pietro di
Bernardone se batió con la gente de Asís contra la de Perusa. Perusa era más fuerte.
Las tropas de Asís fueron vencidas en el Tíber, en Ponte San Giovanni, y aquel inútil
de Francesco se encontró preso en una torre de Perusa.

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Al día siguiente o dos días después, no podría asegurarlo, el sol había
desaparecido. El cielo estaba encapotado sobre la laguna y sobre la ciudad. Habíamos
andado durante horas y cruzado Venecia en toda su longitud. Habíamos llegado hasta
aquel palacio Labia en el que no he entrado nunca y que contiene, según me
aseguran, hermosos frescos de Tiépolo. Habíamos proseguido al azar y nos habíamos
perdido un poco. Habíamos pasado por delante de un viejo edificio que, sin duda,
había pertenecido a mercaderes musulmanes o a venecianos relacionados con el
Oriente islámico, y al que guardaban tres moros de piedra. La casa natal de Tintoretto
—su padre, il tintore, vivía entre colores puesto que era tintorero— se alzaba no lejos
de allí. Nos encontramos de pronto en una gran plaza desierta, de aspecto austero y
rudo: era el barrio en que la Serenísima había recluido a los judíos expulsados de la
Giudecca: il Ghetto Nuovo.
Después del gentío de las grandes arterias, reinaban en la plaza, rodeada de altas
casas, un silencio y una calma bastante inusuales en Venecia.
—¡Qué delicia! —dijo Marie.
La estreché en mis brazos.
El hombre estaba allí.
En la Aduana del mar, lo había visto en el momento en que Marie se desprendía
de mis brazos y se alejaba un poco de mí. En la plaza del Ghetto, lo vi en el instante
mismo en que la estrechaba contra mí. Con su bastón en la mano, pasaba como una
sombra exactamente por detrás de la cabeza de Marie y se confundía con las paredes
a lo largo de las cuales se deslizaba. Hice un gesto de impaciencia y casi de irritación.
—¿Qué pasa? —preguntó Marie.
—Está ahí —respondí.
—Pues bueno —dijo Marie—, mejor tomarlo con nosotros y vivir desde ahora los
tres.
Era muy exagerado. Pero tal vez no falso del todo: entiba la plaza y se dirigía
hacia nosotros.
—¡Vaya sorpresa! —nos dijo.
Y levantó el sombrero.
Estaba de pie ante nosotros, inmóvil, sin la menor amenaza, más bien entre la
humildad y la ironía. Lo examiné con algo más de atención que en la Aduana del mar.
Se parecía a cualquiera. Y tenía un gran atractivo.
—Ya se conocen —le murmuré a Marie con una voz algo floja y en el tono más
conciliante para evitar todo alboroto.
—Si cabe decir —masculló Marie.
Sentí que su humor se volvía inestable.
—Lo bastante como para que la admire —declaró el hombre del impermeable.
Lo miré con los ojos muy abiertos: el vagabundo de Venecia componía un
madrigal. Ya conocéis a las mujeres: frágiles, cambiantes, y todos los temblores.
Bastaron unas pocas palabras para que Marie, de pronto, se pusiera a contemplarlo

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con ojos nuevos. Él se expresaba con elegancia, casi de modo rebuscado, en un
francés excelente que desentonaba con su voz y su indumentaria. Como si me hubiera
adivinado, se puso la mano delante de la boca y murmuró en un susurro:
Vacila, flota, en suma, es mujer.
¿De dónde venía, pues, aquel individuo que recitaba versos y parecía salido, con
su nariz abollada bajo su sombrero gastado y redondo, de una película de la serie
«B»?
—¿Es usted francés? —le pregunté.
—¡Ah! —me dijo—. De todo un poco.
—Habla bien el francés.
—Tengo facilidades —dijo.
Y soltó una gran risotada, con la cabeza echada hacia atrás.
Estaba capacitado, no cabía duda. Y en primer lugar para la comedia. Miraba su
rostro que cambiaba con cada palabra. En pocos instantes, y sobre todo, me figuro,
para gustar a Marie de cuya hostilidad adivinaba la inminencia de su derrota, había
reído y llorado, se había puesto furioso, había mimado a un norteamericano
preguntándole una dirección a una vendedora de pescado, se había levantado para
andar con paso titubeante y se había vuelto a sentar en un banco pasándose por la
frente un inmenso pañuelo de batista.
—Me hace pensar… —le murmuré a Marie.
—¿En qué? —dijo volviéndose nuestro hombre que tenía un oído más fino de lo
que había pensado.
—En un personaje bastante popular en Francia al que conocemos con el nombre
del sobrino de Rameau.
—¡Qué gran tío era!
—¿Lo conoce? —le pregunté.
—Claro. Y hasta bastante. He tenido algún trato con Diderot. De modo que del
uno al otro…
Cada vez me asombraba más. Si me hubieran asegurado en la Aduana del mar
que hablaba el francés mejor que yo y que nuestra literatura no tenía secretos para él,
me hubiera quedado patidifuso. Y resulta que citaba a Racine, que conocía a Diderot
y que parecía saberlo todo del sobrino de Rameau. Sus ojos, entre el gris y el verde,
entre el castaño y el amarillo, algo parecidos a los de un gato, chispeaban divertidos.
Se reía, cantaba, fingía discutir con un interlocutor invisible o jugar al ajedrez,
imitaba a Diderot que imitaba al sobrino de Rameau. Y luego, de repente, como si un
recuerdo siniestro cruzara por su mente, se acurrucaba sobre sí mismo y, en el
momento mismo en que empezaba a intrigarla y acaso a seducirla, sólo contestaba ya
con monosílabos a las preguntas de Marie.
El abatimiento no le duraba. Al término de una asociación de ideas llena de saltos
y elipsis, le contaba a Marie episodios de la historia de Venecia. Pintaba al dogo, el

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Bucentauro, el Consejo de los Diez, al Gran Almirante y al Gran Proveditor, nos
llevaba por los mares, frente a Ragusa o Spalato, Malvasia, Famagusta, nos hacía
asistir, con detalles atroces, al suplicio de Bragadín, desollado vivo por los turcos tras
el asedio de Chipre, y criticaba los cuadros de Bellini y de Carpaccio que no daban, a
su entender, una idea bastante precisa ni bastante intensa de las ceremonias de la
Serenísima en el apogeo de su poder.
Empezaba a irritarme.
—¿Acaso pinta usted también? —le pregunté con un poco de ironía.
—Por desgracia no —me dijo—, no pinto. Practico algo de música… Pero he
visto muchas pinturas… Cristos en la cruz, Cenas, Dormiciones de la Virgen y
Anunciaciones, Juicios finales, Ascensiones, Marías Magdalenas desplomadas.
Resurrecciones a porrillo. Huertos de los Olivos, Peregrinos de Emaús, frescos con
corderos y oriflamas, iconos también y mosaicos… ya ve a qué me refiero: todo ese
peso en los hombros desde hace siglos y más siglos…, y luego, sin avisar, manzanas
en un frutero y manchas de color con trazos y redondeles para representar la angustia
del mundo… Todo eso forma una mezcolanza terrible. Una especie de niebla, con un
poco de luz por detrás que despunta con dificultad.
—Sabe usted una barbaridad —le dije.
—Le parece que hablo mucho, ¿verdad? Es que soy hombre de cultura…
Se reía silenciosamente.
—… o quizá un caldo de cultivo, sí, un batiburrillo de cultura. Sólo vivo de eso y
por eso. Estoy…
Bajó la cabeza y la voz.
—… estoy en el corazón de los mitos y los sueños del hombre. Además, tengo
mis ocios…
—¿Sus ocios? —pregunté, con cierta estupefacción, mirando su facha.
—Tengo todo el tiempo —me dijo.
Y volvió a reír.
Me parece que fue Marie quien le preguntó de sopetón si quería cenar con
nosotros.
—Por mí, encantado, pero…
—Tal vez —le dije para suministrarle una salida— tiene otra cosa urgente que
hacer.
—Yo no tengo nunca nada urgente que hacer. Pero sólo llevo eso encima…
Y exhibió un billete de mil liras que me metió en el bolsillo.
—Quédeselo —le dije—. Si no tiene nada más…
—No sabe usted —me dijo— hasta qué punto está mejor en su bolsillo que en el
mío.
—¿Derrochador? —le pregunté riendo.
Alzó los ojos al cielo.

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—¿Y a qué se dedica en la vida? —le preguntó Marie con una indiscreción
culpable que ya era demasiado tarde para reprimir, pero que acogí yo, por detrás del
interesado, con un mohín de reprobación.
—¿En la vida?
Vaciló un instante. Y luego dijo muy rápido, inclinando la cabeza ante Marie al
final de su frase:
—Voy, vengo. Me paseo por el mundo. No tengo domicilio fijo. He cambiado
varias veces de nombre. Soy judío, ¿sabe? Me llamo Simón Fussgänger.

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A lo largo de la historia, en todos los sentidos de la palabra, ser judío es una
pasión. Un orgullo que cuesta caro. Un honor y una vileza. Un sufrimiento. Un
delirio. Los judíos no paran de ser crucificados por un mundo que comprenden y
transforman y dominan mejor que nadie. El aventurero era judío, o quizá medio
judío. No era bueno ser judío en España hacia finales de la Edad Media, hacia
principios de la Edad Moderna, marcada por la caída, en sentido inverso, de
Constantinopla y Granada, el descubrimiento de América, el invento de la imprenta.
Los Colón habían huido de España. Se habían refugiado en una de aquellas
repúblicas marítimas, más abiertas por necesidad, más acogedoras por principio: se
habían hecho genoveses, se habían llamado Colombo. La protección de un futuro
papa que aún sólo era cardenal y que llevaba el nombre de Borgia, aventuras
misteriosas y mediocres en las islas del Gran Norte, un proyecto insensato de
navegación por un lado para hallar las Indias, Japón y China que se situaban al otro,
los rechazos portugueses, el apoyo por último de Isabel la Católica y del rey
Fernando: nuevo Ulises en un mar menos conocido que el Egeo, nuevo Jasón en
búsqueda de muchos más vellocinos de oro, el semijudío Colón se preparaba para
entrar en la más fabulosa aventura de la historia y darle al mundo aquella otra mitad
de sí mismo que le faltaba aún.
Colón, naturalmente, se apoyaba en libros. Durante algunos milenios, entre el
fuego y el ordenador, entre el descubrimiento de la agricultura y el reino de la
informática, el libro, bajo sus diferentes formas, ha estado en el corazón de la
historia: nada grande se ha hecho sin él. Libros sagrados y profanos, epopeyas y
poemas, diálogos y preceptos, recopilaciones de leyes y relatos de viajes, tragedias,
comedias, libros de cuentas y de piedad y, mucho más tarde, novelas, narraciones
cortas, vodeviles, diarios: el mundo avanza porque se escribe. Cuando Cristóbal
Colón se encontró con una obra titulada Imago Mundi y cuyo autor era Pierre d’Ailly,
arzobispo y cardenal, heredero de Ptolomeo y precursor de Copérnico, cuando tuvo
entre las manos la Historia rerum ubique gestarum, llena de relatos sobre el
emperador de China, los antropófagos y las amazonas, de Aeneas Sylvius Piccolimini
que no era otro que el papa Pío II, fundador de la maravillosa pequeña ciudad de
Pienza, en Toscana, y modelo de Pinturicchio en la Librería de la catedral de Siena,
cuando descubrió sobre todo El Libro de las Maravillas, llamado también El Millón,
dictado en francés, desde el fondo de su prisión de Génova, por el veneciano Marco
Polo, genial parlanchín que había pasado unos veinte años junto al Gran Kan Kubilay,
el Kubla Khan de Coleridge —In Xanadu did Kubla Khan a stately pleasure dome
decree…—, creyó que el cielo se abría ante él. Había aún otra cosa, tan grande como
los libros, quizá mejor que los libros. Antes que el compás y la brújula, antes que las
velas latinas o cuadradas, antes incluso que el mar y el barco, y antes que los libros,
lo propio de Colón eran los mapas. El mundo cabía en la mano.
Durante mucho tiempo la Tierra había sido llana. La costumbre, la experiencia,
una mezcla de saber y temor, la tradición cristiana ilustrada por Orosio o por Isidoro

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de Sevilla, y sobre todo el sentido común, maestro de tantos errores, veían en el
planeta una especie de plataforma, quizá redondeada en los bordes, al modo de una
rueda o un disco. La idea de que la Tierra podía ser redonda como una manzana,
como un huevo, como un melón no había germinado de una sola vez, dos mil años
después de Platón, un milenio y medio después de Cristo, sólo en el cráneo de Colón.
Quizá, simplemente, mirando desde un puerto de Egipto o Grecia, o desde la cima de
un acantilado, cómo desaparecía por el horizonte el casco de un navío cuyos mástiles
se distinguían aún, muchos geógrafos, filósofos, matemáticos habían tenido la
intuición de la forma de nuestra bola. Lo que fijaba la opinión eran evidencias
imposibles de poner en duda: ¿cabía imaginar que al otro lado del melón se paseaban
hombres con la cabeza para abajo? Resultaba demasiado claro que habrían caído al
vacío como nos exponemos a hacerlo nosotros andando por las paredes o con los pies
en el techo. «¿Quién sería tan insensato —escribe el cristiano Lactancio, elegido por
el emperador Constantino como preceptor de su hijo— como para creer que pudieran
existir hombres cuyos pies estuviesen por encima de la cabeza o lugares en los que
las cosas pudieran estar suspendidas de abajo arriba, crecer los árboles al revés o caer
la lluvia subiendo?». La idea más simple —o sea la más falsa— era también la más
fuerte.
Cerca de mil años antes de Colón, un mercader de Bizancio y Alejandría de quien
ignoramos hasta el nombre, pero que había sido apodado Cosmas Indicopleustes —
Cosmas en homenaje a su talento de cosmólogo y geógrafo; Indicopleustes porque
había ido hasta las Indias—, había recorrido el mar Rojo y el océano Indico. Mucho
más allá de Abisinia, de las costas orientales de África y de su cabo desconocido aún
que se llamará más tarde de las Tormentas, y más tarde aún de Buena Esperanza,
había hecho rumbo hacia las Indias, hacia Ceilán y el este, hacia aquel sol levante que
no se levantaba de ninguna parte, para probar, si no a los demás que no sabrían nada
de ello, nunca nada, al menos a sí mismo y a sus marineros a quienes importaba muy
poco, que al cabo de semanas y meses y quizá años de navegación acabaría cayendo
en algo indecible. No cayó. Regresó. Ninguno de los abismos esperados, deseados,
temidos estaba al término del camino. Hastiado, asqueado, o tal vez encantado,
Cosmas Indicopleustes se hizo monje y redactó en el monte Sinaí su Topografía
cristiana cuya fortuna duraría siglos. Rechazaba le herejía de la esfericidad de la
Tierra. Representaba nuestro mundo como una gran caja rectangular, parecida a una
jaula o a un baúl cubierto por una tapa abombada —la bóveda celeste— desde donde
el Creador vigila su obra. Pues el fracaso —o el éxito, como se quiera— de su
expedición no significaba nada para Cosmas Indicopleustes: siempre cabía asegurar
que el final, en el espacio, del mundo lógico y llano estaba un poco más lejos.
En los postreros tiempos de la Edad Media, en aquellos albores de la Edad
Moderna, en la época de Cristóbal Colón, Leonardo da Vinci y Erasmo y muchos
otros genios sin los que no seríamos lo que somos vivían ya. Se anunciaba el
Renacimiento. Estaba allí. Brillaba con todo su esplendor. Dos grandes hombres

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sobre todo iban a abrir el camino a las carabelas de Colón. Eran matemáticos,
geógrafos, astrónomos, cartógrafos. Uno era Johann Müller, de Königsberg, que se
hacía llamar Regiomontanus. El otro era un italiano de Florencia: Ser Paolo del
Pozzo Toscanelli. Antes de morir muy joven de la peste en Roma, adonde lo había
llamado el papa Sixto IV para reformar el calendario, Regiomontanus había tenido
tiempo de renovar de cabo a rabo la trigonometría plana y esférica con su andanada
de tangentes y aquellos endemoniados senos que han hecho padecer a tantos
escolares y que han permitido la proyección del universo sobre papel. El gran
Toscanelli era autor de un mapa del mundo que pretendía que la Tierra no era ni una
rueda, ni un disco, ni una caja con una tapa y que Cipango —nuestro actual Japón—
y el Catay del Gran Kan del que tanto había hablado Marco Polo y todos los tesoros
sin cuento de aquellas Indias fabulosas que se situaban a lo lejos por el sol levante
podían ser alcanzados también por el sol poniente.
Era de estas cosas espantosas, y sin embargo exaltantes, de las que todo un otoño,
y todo un invierno, y aun toda una primavera, en los arrabales de Sevilla, hablaba un
genovés medio judío, hasta altas horas de la noche, acurrucado ante la lumbre o en
una azotea bajo las estrellas, con un judío medio genovés. El genovés medio judío —
alta estatura, hombros anchos, ojos azules, nariz aguileña, tupida barba muy pelirroja
estriada ya de hilos blancos— era Cristóbal Colón. El otro, el judío medio genovés,
era nuestro viejo, muy viejo amigo Juan de Espera en Dios. No hablaban bien de
Cosmas Indicopleustes, ni siquiera de San Agustín. Los oponían al genio de los
antiguos que, de Platón a Ptolomeo, ya habían adivinado, antes de cualquier
comprobación experimental, por la única fuerza de la razón y la imaginación
creadora, que la Tierra era redonda.

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Todo el atardecer, toda la noche, durante un día entero y loda otra noche, inmóvil,
insensible, postrado hasta la inconsciencia, permaneció Ahasverus tendido en el suelo
de su taller. El viejo Cartafilo lo esperó en vano en el palacio del procurador. El tercer
día, el zapatero salió de pronto del coma. Se levantó, fue hasta la puerta, distinguió la
muchedumbre en la calle. El aire era transparente. La primavera triunfaba. Volvía de
nuevo la vida. El mundo y su torbellino dominaban otra vez.
Era el día de la Pascua judía. En Jerusalén como en toda Palestina, los hebreos
celebraban su salida de Egipto, unos doce o trece siglos antes, su liberación bajo las
órdenes de Moisés, el final —tan ansiado— de sus tribulaciones y el nacimiento de su
pueblo. La palabra paskha significaba paso. Era el paso del invierno a la primavera,
de las tinieblas a la luz, de la muerte a la vida, de la servidumbre a la libertad.
Ahasverus asistía, con sentimientos confusos, que le costaba entender y dominar, a la
explosión de una alegría que ya no se acordaba de los triviales incidentes de dos días
atrás ni de la crucifixión del galileo que se tomaba por un rey. Tenía ganas de salir, de
mezclarse con los demás, de andar por las calles y la campiña. Puso un poco de orden
en su ropa, se peinó sus cabellos hirsutos, se lavó someramente, eligió su mejor par
de zapatos, los más sólidos, los más cómodos, aquéllos en que se sentía mejor. Y
luego cogió sus alforjas y su bastón, y salió a la calle. Cuando fue a salir del taller en
el que había vivido tanto tiempo, en parte como zapatero, en parte como portero del
procurador romano, se pasó la mano por la frente y volvió a su pasado. Vio las pieles,
los hilos, las agujas, las leznas, el banco en que trabajaba, la silla en que se sentaba, el
jergón en que dormía cuando no pernoctaba en el palacio. Sintió en él como un
animal que lo estaba royendo y empujándolo hacia adelante. Era una angustia, era el
tiempo que pasa, era una culpa que se confundía con su existencia. Él era la culpa
misma. Su sola presencia en el mundo era un crimen que no sería perdonado. Veía
claro. Comprendía. Tuvo la convicción de que su vida estaba acabada, de que algo
distinto empezaba. No sabía aún que no vería nunca más su taller de zapatero, que
Jerusalén, tantas veces conquistada y destruida, volvería a ser destruida y
reconstruida de nuevo y otra vez conquistada y destruida y siempre reconstruida antes
de que regresara a ella. No podía pensar lo impensable. No podía imaginar lo que aún
no era imaginable. Puso el pie en la calle y empezó a andar.

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Media hora más tarde estábamos instalados en una taberna minúscula a dos pasos
de la Abbazia. Justo antes de sentarse, se registró los bolsillos del impermeable
descolorido que parecía no quitarse nunca. Sacó de nuevo un billete de mil liras.
—Tenga —me dijo—, he encontrado aún eso.
Y me tendió el billete.
—No —le dije—, guárdeselo. Lo necesitará. Acaba de darme uno.
—Coja, coja —me dijo—. Tendré dinero mañana… quizá incluso dentro de un
rato…
Vaciló un instante.
—… Tengo un amigo que me debe.
Se inclinó hacia mí y añadió bajando la voz:
—Me debe una barbaridad.
Recalcó la palabra barbaridad. Parecía estar sufriendo.
Tomamos una pasta fagioli y spaghetti alie vongole. Estábamos discutiendo sobre
un vino blanco o tinto cuando se abrió la puerta de la trattoria para dejar pasar a tres
japoneses. Los japoneses, naturalmente, no hablaban una sola palabra de italiano y el
dueño de la trattoria se limitaba, con más ahínco aún, al dialecto veneciano ilustrado
por Goldoni. Nuestro amigo se levantó y se dirigió hacia los recién llegados. Se
inclinó ante ellos que se inclinaron ante él. Con gran estupor por mi parte, y la
palabra es floja, unos sonidos guturales que nunca había oído más que en el cine,
acompañados de escenas atroces y sublimes y de refinamientos de violencia o de
delicadeza, empezaron a surgir de su garganta.
Marie se volvió hacia mí, con ojos asombrados. ¿He insistido bastante en su
gracia, más asesina aún que su belleza?
—Creo que habla japonés —me dijo con una perspicacia que la honraba.
—Bravo, cariño —le dije—. Por supuesto, nunca es nada del todo seguro, pero la
hipótesis, en el caso presente, es al menos muy probable. No puedo imaginarme que
esos rugidos estén desprovistos de todo sentido.
Los japoneses se acomodaban. El volvía a sentarse con nosotros.
—¿De modo que habla usted japonés? —le dije.
—Un poco —nos dijo—, un poco.
—¿Alguna lengua más? —pregunté.
Logró sorprenderme de nuevo.
—Es como el dinero —me dijo—. Aparece cuando hace falta.
Era casi bello. Sí. Algo gastado y casi bello. Siempre he sido lento. Empezaba a
comprender el atractivo que difundía. En su rostro sin edad se mezclaban el
cansancio y el ardor, una fatiga que no ocultaba y una vida vigorosa que parecía
vencedora a pesar suyo. Más adelante, mucho más adelante, después de Marie,
después de Venecia, después de la Aduana del mar, observaría muy a menudo que a
las mujeres les gusta en los hombres o su debilidad o su fuerza. En él se combinaban
una y otra. Daba la impresión de haber vivido ya demasiado, de estar más que harto

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de este mundo antiguo en torno a él, de buscar desesperadamente seres jóvenes con
quienes hablar, y de confundirse, al mismo tiempo, con una fuente de la que brotaban
siempre aventuras y vida. Ejercía en Marie, me daba muy bien cuenta, el atractivo, el
prestigio, casi la fascinación de los hombres ya mayores sobre las mujeres mucho
más jóvenes que nunca han conocido sino a chicos de escasa edad. Y a mí también
me intrigaba con su rosario de historias que poco a poco iban cobrando forma.

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En aquel tiempo, como hoy día, pasaban en el mundo muchas más cosas de las
que podría contar. Se desprenden unas de otras, se infiltran por todas partes, me
invaden y me ahogan. Elijo tres o cuatro, a título de ejemplos y modelos. Arrincono
las demás, y avanzo como puedo. Mientras Pietro di Bernardone, en los mercados de
Toscana o de Umbría, por los caminos de Spello, de Foligno, de Todi, entre las vides
y los olivos, hablaba con Buttadeo de su hijo liberado al fin de las prisiones de
Perusa, todo se movía en torno a ellos. El mundo seguía siendo el mismo y no cesaba
de cambiar. Morían y nacían hombres. La pasión, la ambición, el interés, la locura, el
deseo, el azar los colocaban y los movían en las casillas siempre idénticas y siempre
diferentes de un inmenso tablero de ajedrez. Cabía pensar que cada cual era el artífice
de su propio destino. Cabía pensar también que todos estaban manipulados por
fuerzas que les eran ajenas.
Toda una parte del universo, la que se consideraba desde hacía varios milenios y
para unos cuantos siglos todavía como el centro de todo, estaba dominada por un
poder que se hallaba en el corazón mismo de la larga existencia de Giovanni
Buttadeo: era la Iglesia católica, apostólica y romana. A través de san Pedro y san
Pablo, se unía a la vez con un judío muy oscuro, agitador y místico, que se pretendía
hijo de Dios y con el inmenso imperio que lo había dejado crucificar. Se asegura que,
desde la luna, la única obra humana que se puede adivinar en la superficie de la
Tierra es la muralla de China. Un genio muy lejano que nos examinara en el tiempo
en vez de observarnos en el espacio sólo distinguiría en nuestra historia unas masas
bastante vagas: el descubrimiento del fuego y la agricultura, la construcción de las
ciudades, el nacimiento de Buda y, unos mil años más tarde, el nacimiento del islam,
el descubrimiento de América y el invento de la imprenta, las revoluciones francesa y
rusa, la explosión de la bomba atómica… Distinguiría sin lugar a duda dos
construcciones formidables que sólo son efecto de la historia para ser mejor sus
causas: el Imperio romano y la Iglesia católica. Ambos sistemas se cruzan en Roma,
que es su centro común.
En la época en que Giovanni Buttadeo recorre los caminos de Italia en compañía
de Pietro di Bernardone, la Iglesia, siempre poderosa, está presente y actúa en todas
partes. Con la ayuda del emperador alemán que es, al mismo tiempo, su adversario y
su instrumento, su tormento y su espada, lucha contra el islam por la posesión de la
Tierra santa de la que acaba de adueñarse, estallido de trueno en el islam, estallido de
trueno en la cristiandad, el gran sultán Salah al-Din, a quien nosotros llamamos
Saladino. Para reconquistar Jerusalén donde había muerto Jesús, hacía más de mil
años, la Iglesia y su jefe el papa, bajo sus nombres diversos, lanzan cruzada tras
cruzada. Sin hablar de los niños, los peregrinos, los mercaderes, los venecianos,
tantos señores y marineros, piratas y mercenarios, Felipe Augusto, rey de Francia, y
Ricardo Corazón de León, rey de Inglaterra se ponen en marcha hacia el Santo
Sepulcro a la sombra de las mezquitas al lado del emperador de Alemania, Federico
Barbarroja. Los obstáculos se acumulan. Cada uno de los protagonistas, el más

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insignificante de los actores, de los comparsas, de los testigos remite a todo un ciclo
de relaciones y circunstancias, a círculos concéntricos de pasiones y golpes de efecto.
Federico Barbarroja se ahoga en un río en Turquía. Rey de Sicilia y de Jerusalén,
emperador romano germánico, amigo y enemigo del papa, amigo y enemigo de los
musulmanes, excomulgado y cruzado, su nieto será uno de los personajes más
fabulosos de la historia universal, el último heredero de los Alejandros y los Césares,
la sombra del Mesías en la Tierra y la imagen misma del Anticristo: es Federico II
Hohenstaufen, stupor mundi, el estupor del mundo.
El eco de aquellos acontecimientos, tan numerosos, tan embrollados, llegaba
lentamente hasta Umbría. Ya viejo, siempre joven, Giovanni Buttadeo lo recogía con
avidez de los labios de Bernardone y de sus amigos de Asís. Escuchando por la
noche, durante la velada, los relatos de los soldados y los peregrinos, le entraban
ganas de emprender de nuevo el camino y correr hasta Tierra santa. Lo retenía en
Asís Pietro de Bernardone que se había convertido en su amigo, y más aún el hijo de
Pietro, apenas liberado de las prisiones de Perusa, con el que había intimado.
Quizá porque tantas cosas innumerables y confusas se producían bajo el sol, al
hijo de Pietro di Bernardone le gustaba el mundo con locura. Todo lo seducía, todo lo
atraía. Las fiestas, las mujeres, el vino, la guerra, las novelas de caballería, la fama de
los conquistadores que se batían, allá, en Oriente, contra los musulmanes, todo tejía
en torno a él como sueños encantados. La prisión en Pe —rusa fue una prueba breve,
pero bastante ruda. Sabéis cómo se construye una vida. Giovanni— o Francesco —
era un hombre de una estatura mediana, de una extremada sensibilidad, de un encanto
irresistible, de una salud insegura. Pasaba con bastante rapidez de un entusiasmo sin
freno a crisis de abatimiento de las que salía quebrantado. Para gustar a sus amigos,
se obstinaba más que nunca en tirar el dinero por la ventana.
—Me preocupa mi hijo —decía Pietro di Bernardone a Giovanni Buttadeo
cuando cabalgaban juntos.
—Haces mal —contestaba Isaac—. Es un ser exquisito. Todo el mundo lo quiere.
Yo también. Hará cosas tan bellas como las colinas que nos rodean. Quizá deje un
nombre en la historia humana.
—Lo dudo un poco —decía Pietro—. Es débil, es inestable, es pródigo y
cambiante.
—Es ardiente —decía Isaac—. Es puro en los placeres. Jamás es mezquino.
—Te lo confío —decía Bernardone.
—Haré lo que pueda —contestaba Buttadeo—. Nada es más digno de esfuerzos
que ayudar a los jóvenes que tienen grandes trastornos y grandes esperanzas.
El hijo de Pietro di Bernardone había albergado grandes esperanzas. Conoció
grandes trastornos. Ocurrió una cosa muy simple, más simple aún que la cárcel que
supone una acción, adversarios, un fracaso, un juicio: el joven Giovanni cayó
gravemente enfermo. Es difícil decidir si cayó enfermo porque sus relaciones con el
mundo habían acabado modificándose o si sus relaciones con el mundo acabaron

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modificándose porque había caído enfermo. Lo cierto es que cambió. Vio las cosas de
otro modo, con más gravedad. No perdió nada de su encanto: perdió parte de su
ligereza. Intentó lanzarse de nuevo a una de esas guerras de opereta horriblemente
complicadas que hacían muchos estragos y trató de unirse a las tropas de Gauthier de
Brienne que luchaba en Apulia en favor del papa y contra el emperador. Fue otro
fracaso. El judío amigo de su padre lo tomó entonces por su cuenta.
Giovanni Buttadeo y el joven Francesco dieron largos paseos, ya a caballo, ya a
pie, por las colinas de Toscana y Umbría, en medio de toda la belleza del mundo, al
pie de aquellas pequeñas ciudades que se llamaban Asís o Cortona, San Giminiano o
Todi. Admiraban los paisajes, las iglesias, los palacios, los pájaros y las flores, la obra
del genio y de la naturaleza. Se cruzaron con sacerdotes y soldados, mercaderes y
prostitutas, juntos fueron testigos de cuánto pueden los hombres.
—Lo que me extraña de ti —decía el joven a su amigo— es que no te importa
nada. ¿Posees algo aparte del traje, el bastón y las alforjas?
—No necesito nada —respondía Buttadeo—. Vivo del aire. Y de las buenas
acciones de mis amigos.
—¿Eres feliz? —preguntaba Francesco.
—No lo sé —decía Isaac—. No me pregunto nada. Ando a través del espacio,
ando a través del tiempo. Y miro el mundo.
—Serías el hombre más grande —proseguía Francisco—, si fueras feliz.
Un día, al salir de Asís, encontraron a un leproso que tenía la cara y los miembros
roídos por el mal. Francesco bajó del caballo para vaciar su bolsa en la llaga que se
tendía hacia él y era una mano de hombre.
—¿Vienes? —le gritó Buttadeo volviéndose en su caballo.
—Espera un instante —dijo Francesco.
Y, petrificado en su caballo, Giovanni Buttadeo vio a Francesco di Bernardone
estrechar la llaga entre sus manos y llevársela a los labios.
—¿Estás loco? —le dijo Isaac cuando el leproso hubo desaparecido con el dinero
de la bolsa y el recuerdo del beso y ambos se hallaron de nuevo a caballo.
—¿Tú en qué crees? —preguntó Francesco como respuesta.
—¿Yo? En casi nada. En el tiempo que pasa, quizá, y en el genio de los hombres
que se suceden unos a otros y NO paran de inventar cosas nuevas.
—Pues bien —dijo Francesco—, yo creo que en el fondo del tiempo que pasa y
de todos los sueños de los hombres, hay todavía algo más fuerte y más profundo, algo
que les da su peso, algo que les da su sentido, y que tú no conoces.
—¿Y qué es, según tú? —preguntó Isaac riendo y con un poco de impaciencia.
—Es el amor —dijo Francesco.
Y rompió a cantar.

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Hasta ahora no he hablado mucho de Marie. Era hija de marino. La amaba, era
muy simple. La había conocido por casualidad en la Facultad de derecho de N…,
donde me moría de aburrimiento. Ella también, naturalmente: el derecho, las carreras,
la provincia son promesas de rutina, de sueño, de atontamiento burgués. No vivíamos
más que en nuestros sueños. A menudo eran locos. Yo no tenía familia. Mi padre y mi
madre se habían matado en coche al año de mi nacimiento. Un drama, por
descontado. Y una suerte. Era huérfano como se es soltero: era un título de audacia,
de despreocupación, de independencia de espíritu. A poco menos de veinte años era
tan libre como se puede ser. Mi último tío era también mi padrino: acababa de morir
dejándome unas perras —para vivir sin excesos pero también sin tormentos—. Los
tormentos, gracias a Dios, me venían del amor y no del dinero.
Marie estaba prometida, por error, con el hijo de un inspector o un recaudador de
no sé qué, más aburrido aún que los Anales y el Digesto de los que se suponía que me
ocupaba. Se me metió muy pronto en la cabeza que se trataba de un error y un
crimen. Me parecía, no sé por qué, que sus ojos azules, sus cabellos rubios se oponían
con violencia a aquella aberración. Cuando iba a París, a casa de una tía, para
proseguir sus estudios y ver a su prometido que preparaba su ingreso a la Escuela
Nacional de Administración, la seguía, por descontado. Encontré una habitación en la
calle Gay-Lussac. De vez en cuando, con un pretexto u otro, la acompañaba hasta su
casa. Me tenía lástima, creo, porque era huérfano. Yo aprovechaba aquellos buenos
sentimientos para hablarle, con tacto exquisito, con sutileza, tan mal como podía del
imbécil de su prometido. En el aula magna me sentaba a su lado.
—¡Qué desastre! —le decía entre dos finas observaciones sobre el régimen dotal
y las sociedades en comandita.
—Es muy posible —me respondía, con la vista puesta en un futuro que no parecía
encantarla—, es muy posible, pero es así.
La idea de que era así y no se podía cambiar nada me volvía casi loco. Era muy
egoísta: sólo pensaba en Marie. Era muy perezoso: me pasaba los días y buena parte
de las noches inventando combinaciones para hacerme muy rico, muy poderoso, muy
conocido y para arrancar a Marie de las garras desgastadas ya del hijo del inspector.
Por la mañana, después de tantos esfuerzos, me despertaba agotado. Apenas me
quedaba ánimo para convencer a Marie de que me acompañara al Luxembourg, a un
restaurante chino de la calle de Seine o de la calle Monsieur-le-Prince o, colmo de la
exaltación, a un cine u otro del bulevar Saint-Michel donde daban un viejo Cukor, un
viejo Hitchcock, un Lubitsch de lo mejorcito. Abrumaba a Marie a fuerza de
preguntas, ternura, sarcasmos muy crueles, reproches patéticos. Ella me escuchaba en
silencio. Movía la cabeza con aire terco. No decía nada, decía que no. Pero me
escuchaba. Al final de las comidas, o paseando, o en las butacas del cine, pensaba con
intensidad. Para pensar aún mejor, a veces cerraba los ojos y apoyaba la cabeza en mi
hombro. Yo estaba muy satisfecho de disposiciones tan pensadas y la enlazaba con
mis brazos.

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Puesto que desde hacía mucho tiempo la llamaba cariño, también ella, por espíritu
de imitación y por comodidad, había acabado llamándome cariño. Marie, como todas
las mujeres, era rebelde y sumisa. Le decía:
—Te quiero.
Por cortesía sin duda, pues estaba muy bien educada, y sin esforzar lo más
mínimo su voz que era muy suave, me respondía:
—Te quiero.
Me besaba, me amaba, se echaba sobre mí. Y se empeñaba, por motivos oscuros
que no dependían, visiblemente, ni de la fidelidad, ni de la religión, ni del deber, ni
siquiera del interés, ni, por descontado, de la pasión, en casarse con el hijo de un
inspector o de un recaudador a quien encontraba por la noche al salir de mis brazos.
¡Qué extrañas son las mujeres, comparadas con los hombres tan sencillos, tan enteros
en sus mentiras, tan dueños de sus discursos, hasta los más embrollados! Le decía:
—Cásate conmigo.
Me contestaba:
—No puedo.
Le preguntaba:
—¿Y por qué?
Me respondía con sencillez:
—Porque me caso con Charles.
Charles era su prometido, el futuro alto funcionario. Creo que tenía un porvenir,
una familia, principios, gafas. Los mandaba a los dos al diablo, quitaba el brazo que
le había puesto alrededor, rumiaba en mi rincón. Ella me miraba de lado y me decía:
—¿Qué hay?
Era una chica de hoy día que tenía rasgos de ayer. Ocho días antes de su boda con
Charles, o quizá quince o veinte, me preguntó, cualquiera sabe por qué, si quería
viajar con ella. La llevé conmigo, cualquiera sabe por qué, a la pensión Bucintoro.
¡Ah, juventud, juventud!

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Granada cayó el 2 de enero de 1492. Los Reyes Católicos vencían a Abû ’Abd
Allâh, el rey chico, a quien nosotros llamamos Boabdil y a quien su madre, en el
camino del éxodo, en un lugar que aún hoy día lleva el nombre de Suspiro del Moro,
echó en cara el llorar como mujer la ciudad que no había sabido defender como
hombre. Al otro extremo del continente, los turcos, hacía cuarenta años, se habían
apoderado de Constantinopla en nombre del islam y su profeta. La Europa cristiana
retrocedía al este, pero, al oeste, los árabes musulmanes eran expulsados de España.
Colón y Esperendiós participaban en el sitio. Tomaron parte en la victoria. Unas
semanas más tarde, Isabel y Fernando aprobaban el proyecto de la Gran Aventura que
les presentaba Cristóbal Colón y que el rey de Portugal había rechazado hacía poco.
Cristóbal Colón recibía el título de Almirante del mar Océano. Era nombrado de
antemano virrey y gobernador de todas las tierras que podía coger, alrededor del gran
Océano, en el camino de China y las Indias. El viernes 3 de agosto de 1492, sobre las
ocho de la mañana, de Palos de Moguer, o de la Frontera, cerca de la desembocadura
del río Tinto, la Pinta, la Niña, la Santa María, con ochenta y nueve oficiales y
marineros para las tres carabelas, y un solo paisano, un inspector de la Corona
encargado de velar por el oro y todos los tesoros que iban a descubrir en Cipango y
otros lugares, salían, con todas las velas desplegadas, con un destino ignorado, para la
empresa más loca de toda la historia de los hombres. Juan de Espera en Dios estaba
junto al Almirante.
Todo el mundo, naturalmente, ignoraba los lazos secretos que unían a los dos
genoveses. La Gran Aventura era un asunto católico y cristiano. No había lugar en
ella para un judío. Tanto menos cuanto que el mismo día, a primera hora de la
mañana, y sobre todo en Cádiz, miles de judios se amontonaban en bodegas de
navios: pues el 2 de agosto de 1492 era la fecha límite dada por sus Muy Católicas
Majestades para la expulsión de todos los judíos españoles que no se habían
convertido. Juan Esperendiós, para mayor seguridad, había cambiado de nombre una
vez más: había sido inscrito con el nombre de Luis de Torres.
Y había abandonado sus pingos por un atuendo de marino que podía causar risa.
El aspecto del marinero Torres divertía a la tripulación que no le escatimaba sus
bromas. A las chanzas, a las pullas se mezclaba, con todo, algo de respeto y casi de
admiración. Isaac el genovés, bajo el nombre de Torres, desempeñaba un papel
particular y gozaba de un estatuto diferente del de la mayoría de marineros.
Desde sus primeros encuentros en Sevilla, en una u otra de las casas en que se
veían en secreto los judíos y los semijudíos que huían de la persecución, a Cristóbal
Colón, transformado en el genovés Cristoforo Colombo, debidamente bautizado e
hijo muy respetuoso de la santa Iglesia católica, le habían llamado la atención las
dotes de su compatriota.
—¿Hablas italiano igual que hablas español?
—He vivido en Génova como tú. ¿Cómo no iba a hablar italiano?
—¿Y hebreo?

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—Soy judío.
—¿Y árabe?
—Y árabe.
—¿Sabes por qué te hago estas preguntas?
—Porque te intereso.
—¿Y por qué me interesas?
—Porque soy judío. Y tú también.
Colón alzó la mano como si fuera a pegarle.
—¡Cállate, imbécil! ¿Tanto interés tienes en perder la vida en medio de las
llamas?
—Eso me extrañaría —dijo Isaac.
—No vuelvas a decir una palabra de eso, si quieres seguir siendo mi amigo. Yo
no quiero morir…
—… antes de haber ido allá —murmuró Isaac sonriendo.
—Antes de haber ido allá —repitió lentamente el genovés—. Aunque después
tampoco… Pero en cualquier caso no antes. Es por eso por lo que me interesas. ¿Qué
hallaremos al otro lado del mar Océano?
—Tierras, oro, piedras preciosas, tesoros…
—¿Y qué más? —preguntó el genovés.
—Hombres —dijo Isaac.
—¡Hombres! Eso es: hombres. ¿Y cómo les hablaremos?
—No lo sé —dijo Isaac—. Me imagino que con gestos.
Colón se encogió de hombros:
—Vaya facha tendremos delante del Gran Kan si le hacemos muecas moviendo
las manos —dijo riendo—. ¿Qué hacía Marco Polo?
—Llevaba intérpretes. Y el hermano Juan también.
—¿El hermano Juan? —preguntó Colón.
—Fue allá cincuenta años antes que Marco Polo. Llevaba intérpretes.
—Y tú —preguntó Colón—, ¿conoces también la lengua que habla el Gran Kan?
—La entiendo —dijo Isaac.
—¿Qué lengua se habla en las tierras del Gran Kan? —preguntó Colón.
—Se hablan varias —dijo Isaac—. El país es muy grande.
—¡Ah! —dijo Colón—. Ésa es una noticia muy mala.
—Pero tal vez —prosiguió Isaac— lleguemos antes a las Indias. ¿O acaso a
Cipango?
—¡Ah! —repitió Colón en tono sombrío—. Todavía deben de hablar más lenguas.
—No importa —respondió Isaac—. Todas las lenguas son parecidas. Con el latín
y el árabe, que son las dos lenguas madres, es posible desenvolverse en todas partes.
Yo lo entenderé.
—Pues bien —dijo Colón que había recobrado su sonrisa—, para todas las
lenguas conocidas y desconocidas, te nombro intérprete de la Gran Aventura.

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¿Acaso para triunfar de Charles y los hastíos y fastidios de la vida cotidiana le
había prometido aventuras? Con su aire de intelectual tronado que hubiera leído la
Odisea, el hombre de la Aduana del mar le brindaba al menos su anuncio, su
perfume, su rumor. Después de haber querido evitarlo como a un intruso y un latoso,
hete aquí que le daba por escucharlo y mirarlo. Él acababa de lanzarse montado en
caballitos tártaros y galopaba a través de las estepas y los desiertos de Mongolia de la
que hablaba como del Lido o de las orillas del Marne.
—¿Qué edad tiene? —le preguntó bruscamente Marie.
—¡Ah! ¡Ah! —dijo él echándose atrás y acusando el golpe.
—¡Madeleine!… —le dije.
—¿Porque también se llama Madeleine? —preguntó el hombre inclinándose de
nuevo hacia adelante.
—No exactamente —dijo Marie—. Me llamo Marie. Pero Pierre me llama
Madeleine cuando voy a cometer una tontería. ¿He cometido una?
—Evidentemente —le dije.
—En absoluto —le dijo el hombre—. Insignificancias. No tiene la menor
importancia. Lo que me interesa sobre todo es que se llame usted Madeleine, y Marie
también. Antaño conocí a otra Marie-Madeleine.
—¿Ah? —dijo Marie con mucha cortesía y un asomo de interés que, bien
pensado, tal vez no fuese fingido.
—Hace muchísimo tiempo… —dijo él.
Y calló.
El silencio se prolongó. Quizá varios minutos. Resultaba casi violento. Los
japoneses comían sin decir palabra. Un gato dormía. Sin hacer ningún movimento. El
dueño del restaurante había apoyado los codos en el mostrador y parecía soñar. Algo
inmóvil había penetrado de pronto en aquella tasca pobretona, a dos pasos de la
Abbazia y el Ghetto Nuovo, en Venecia, en la época de la píldora, la bomba atómica
y la televisión. Me dio aún tiempo a decirme, sabe Dios por qué, que mi vida era
ligera en las balanzas de la historia y que, a pesar de Marie, tan frágil y suave, no
tenía casi ningún sentido.
—¿Quieren —dijo al fin con una voz que me pareció cambiada— que les hable
aún un poco de ella y del resto?
—¿De qué resto? —preguntó Marie.
—El resto… —dijo—. Lo demás… Lo que sucedió… Lo que sucede…
—Desde luego —dijo Marie.
Yo vacilé un poco. Me parecía que contestar que sí nos llevaría un poco lejos.
—Sí —respondí.
—Bueno —dijo él—, mañana, al ponerse el sol, en la Aduana del mar.
El dueño, despierto, nos traía la cuenta. Nos levantábamos. Tuve la premonición
vaga de lo que iba a ocurrir. Es lo que los filósofos, creo, llaman la sensación de lo ya
visto.

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—¡Hombre! —dijo—. Otra vez acabo de encontrar eso en el fondo del bolsillo.
Y sacó del impermeable un billete de mil liras.

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Anduvo. Extraviado, impulsado por una fuerza desconocida, anduvo hacia
adelante, sin saber adónde iba. Se encontró sumergido en la Jerusalén de Tiberio y
Poncio Pilatos. Siguió calles conocidas, cruzó plazas animadas, se halló muy pronto
en una de las puertas de la ciudad. El gentío alegre de la pascua se apartaba ante él.
Cada cual, romanos o judíos, nómadas deslumbrados, de paso en la ciudad, pegados a
su asno o a sus camellos, tintoreros o carpinteros, jóvenes entregados a las delicias o
los tormentos del amor, ambiciosos, funcionarios, mujeres de mala vida en busca de
un cliente, comerciantes o marinos, iba a sus propios asuntos, rumiaba sus
pensamientos, se confundía con sus proyectos. Él ya no tenía oficio, esperanza,
porvenir. Ya no tenía más que los recuerdos que lo abrumaban. Flotaba. Andaba. De
vez en cuando, un amigo, un conocido lo detenía, le preguntaba adónde iba, lo
invitaba a sentarse y a compartir un puñado de dátiles o una jarra de vino de palma.
Pasaba unos instantes intercambiando cumplidos y consideraciones insignificantes
sobre la brutal tormenta que había oscurecido el atardecer dos días atrás o sobre las
exacciones de los romanos. Se levantaba. Reemprendía la marcha. Como si su tarea,
en adelante, no fuera sino andar.
Ya había salido de la ciudad cuando vio de pronto, por el sendero que se
despeñaba, allá lejos, de la colina, entre los olivos, a una mujer que venía hacia él
corriendo. De lejos pensó que se parecía a María de Magdala. Rechazó esta idea que
se convertía en obsesión. La mujer corría sin aliento. A veces se salía del camino para
ir a gritar algo a una chica que sacaba agua de un pozo, a un labrador en su campo. Se
acercaba poco a poco y las señales de su exaltación se hacían más manifiestas. «Es
una loca», se dijo. Un brusco declive y unas pocas plantas carnosas o mi matorral
espinoso la ocultaron de pronto a su vista. Al reaparecer al sol, Ahasverus sufrió un
golpe; era María de Magdala. Roja, los cabellos al viento, bella como siempre con sus
ojos violeta, visiblemente fuera de sí, corría, corría sin parar. Ahasverus se detuvo.
Ella pasó a su lado sin aminorar la marcha, y quizá sin reconocerlo. Gritó:
—¡Vive! ¡Vive! ¡Ha resucitado!
Ahasverus se volvió y, apoyado en su bastón, vio cómo desaparecía en dirección a
la ciudad. Una vez más gritó:
—¡Ha resucitado!
Y el eco de sus palabras flotaba en el aire del atardecer.
Turbado por lo que había visto y oído, Ahasverus reemprendió su marcha. ¿Qué
significaba aquella historia de resurrección? ¿A él qué más le daba? No creía en ella,
por descontado. ¿Se pueden creer tales bobadas? Para tragárselas, había que ser
fanático o retrasado mental, o histérico como ella. Allá, a lo lejos, la distinguía aún
corriendo hacia Jerusalén. Se detuvo de nuevo, puso las manos en forma de bocina y
gritó con todas sus fuerzas:
—¡Cuándo uno se muere es para tiempo! ¡Al imbécil de tu amante más le valía no
haberse muerto!

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La pareció que las colinas y la muralla de Jerusalén le devolvían sus últimas
palabras. Dejó caer las manos, las lágrimas se le asomaron a los ojos y se echó a reír.
Había amado a aquella mujer con locura. No pensaba en otra cosa sino en el amor
que le había inspirado. Durante meses y meses, y hacía aún pocos días, lo habría dado
todo por una sola sonrisa suya, una sola de sus miradas. Todo había cambiado. Ahora,
la idea, que tanto había ambicionado, de envejecer y morir en sus brazos le parecía
absurda. Sentía que un mundo los separaba. En la exaltada en que se había
convertido, ¿qué quedaba de la joven, de la mujer libre y audaz, demasiado libre y
demasiado audaz, a la que tanto había amado? Se había cambiado en otra persona.
Cuando la gente, más adelante, si es que se acordaba de ella, hablara de María
Magdalena, nadie pensaría ya en la hoguera que había encendido en el corazón de
Ahasverus. Todos cambiamos. Pasamos el tiempo cambiando. La joven que a nuestro
lado está compulsando un expediente o telefoneando, ¿es la misma que gritó de
dicha, la noche pasada, en brazos de su amante? Uno de los placeres del seductor
consiste en hacer aparecer a la mujer que se oculta tras la mujer que se muestra. Más
allá de estos cambios circulares y repetidos, el amor, la conversión, la enfermedad, el
pesar, la edad a veces, simplemente, imponen modificaciones brutales y a menudo
radicales. ¿Qué queda en nosotros del niño que éramos? ¿Estamos perfectamente
seguros de ser los mismos que hace veinte años? Mucho más allá de la alternancia de
nuestras caras visibles y nuestras cara ocultas, acabamos preguntándonos si no serán
existencias sucesivas y en verdad diferentes las que constituyen nuestra vida. María
Magdalena y Ahasverus que habían estado tan cerca uno a otro en su Galilea natal no
habían dejado de alejarse. Mientras bajaba hacia la ciudad a la que iba a llevar la
buena nueva, María de Magdala penetraba para siempre en una eternidad de
esperanza y de fe. Extraviado en su pasión, perdido en cosas insignificantes que le
impedían ver las grandes, Ahasverus daba sus primeros pasos en un mundo de
leyenda.
Andaba. Anduvo hasta la noche. Se había alejado ya mucho de la ciudad cuando
el hambre se adueñó de él. Y la sed. Las pasiones, las ambiciones, las ideas, los
proyectos sólo vienen en segunda línea. Antes hay que beber, y comer, y dormir, y
todo lo demás. Sin que se suelte nunca una palabra de ello en los torrentes de libros y
películas que nos caen encima, nos pasamos el tiempo llevando nuestro cuerpo al
mecánico a que lo llene y lo vacíe. Desde La princesa de Cléves hasta El zapato de
raso, pasando por Adolfo y La cartuja de Parma parece que nuestros héroes estén
provistos de una dispensa de acarrear un cuerpo. Sólo tienen derecho a hacer el amor
porque el amor es el lazo entre el sueño y la máquina. Somos una máquina antes de
ser un espíritu y un alma. Puede haber máquinas sin espíritu y sin alma. En este
mundo al menos no hay espíritu ni alma sin que haya una máquina. Ahasverus tenía
sed. Y tenía hambre. Caía la noche. Vio una luz que brillaba en una casa. Empujó la
puerta tras golpearla con el bastón y entró en la casa.

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La gran estancia estaba llena de hombres y mujeres que hacían un ruido infernal.
Alrededor de la sala estaban alineadas ánforas de cuello largo en que brillaban ya
objetos parecidos a diademas, collares, pulseras, sortijas, ya monedas de oro y plata,
ya, echadas desordenadamente, copas de ónice o pórfido, figurinas de mármol,
linternas de alabastro. Azules, amarillos, purpúreos estaban diseminados por el suelo
mantos de seda y brocados. Pescados, cordero, pan, miel, fruta, pasteles se esparcían
por la mesa, en medio de recipientes que contenían aceite y vino. Varias mujeres
estaban tumbadas por el suelo y se cogían de las piernas de los hombres. Algunos se
habían asido de los hombros y cantaban canciones de bandidos o de marineros que
los hacían ondular como la arena o las olas cuando sopla el viento. Todos estaban
borrachos, y gritaban, derramaban vino por el suelo. A la cabecera de la mesa, muy
erguido, muy imperioso, estaba sentado un hombre hirsuto, de barba negra y cuyos
ojos despedían rayos. Ahasverus lo reconoció en seguida: era Barrabás, liberado por
Poncio Pilatos, a petición de la muchedumbre, a cambio del galileo.
—¿Quién eres? —preguntó Barrabás con voz ruda al recién llegado que se había
detenido en el umbral para contemplar el espectáculo.
—Soy zapatero —dijo Ahasverus— y portero de Poncio Pilatos. O mejor dicho lo
era.
—¡De Poncio Pilatos! —dijo Barrabás riendo—. ¡Siéntate! ¡Vamos a beber juntos
a la salud del procurador de Judea!
Así entró Ahasverus en la banda de Barrabás, agitador político y salteador de
caminos. Se convirtió también él, por algún tiempo al menos, en ladrón y bandido.
Más adelante —soldado, marinero, comerciante, primer ministro, banquero, viajero,
filósofo, diplomático, explorador de ambos mundos, seductor profesional, escritor y
hasta sacerdote— debía tomar muchos otros rostros y ejercer muchos otros oficios.
No lo cambiarían mucho.

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El día pasó bastante rápido. Y, como siempre con Marie, se me hizo demasiado
corto. Quizá porque tenía veinte años, la avaricia, la ambición, la amargura me eran
del todo ajenas; las había cambiado por la impaciencia y la curiosidad. No me
gustaban las carreras, ni las colecciones, ni las economías: había demasiado que
esperar u organizar. Yo lo quería todo en seguida. Sólo esperaba de la vida una
sucesión de sorpresas y revelaciones. Había salido con buen pie uniéndome a Marie.
Uno y otro, por separado, y más aún juntos, estábamos dispuestos a todo; salvo a
aburrirnos.
Por la mañana, en el puente de la Accademia, Marie se había encontrado con unos
amigos. Había todo un grupo: dos rubitos bastante vivos que tal vez eran hermanos o
tal vez amantes, o quizá a un tiempo amantes y hermanos, un consejero del gabinete
de un ministro de no sé qué, cuyas noches y cuyos días estaban atestados de
expedientes y fantasmas polvorientos surgidos del Tribunal de cuentas o del Consejo
de Estado, una pelirroja alta, bastante guapa, que ocupaba un cargo en una editorial o
un semanario, donde, al parecer, se acostaba con quien se presentaba. Toda aquella
gente iba dirigida por un abogado aún joven y ya casi famoso cuyo nombre, sin la
menor duda, os sonaría de algo: había escrito dos o tres libros, y, apreciada como un
gran vino de Burdeos, una cacería en Alsacia o en España, un recital de la Callas o de
Barychnikof, su conversación hacía las delicias de varias capitales. Nos habíamos
sentado todos juntos en la terraza del Florian donde habíamos tomado helados y
cappuccini escuchando al abogado. Había hablado todo el rato, había contado gran
cantidad de historias sobre Tintoretto y sobre Veronés, sobre Giorgione, tan joven, y
sobre Tiziano, muy viejo, había dejado boquiabierto a su gruppetto embobado. Y
luego, Marie y yo, avergonzados de no saber nada y vencidos por tanta cultura que
nos forzaba a ello, nos habíamos ido a San Giorgio degli Schiavoni a ver y a aplaudir
las aventuras de san Jorge y su dragón, san Jerónimo y su león, san Agustín y su
caniche, tal como las imaginaba, hará cuatro o cinco siglos, muy lejos de una realidad
desvanecida en el pasado, un pintor genial que inventaba la historia y se llamaba
Carpaccio. El sol empezaba a declinar. Ni Marie ni yo nos acordábamos ya del tío del
impermeable: hablábamos de Carpaccio, de Venecia, de la inspección de Hacienda de
donde salía el hombre de los expedientes y que esperaba ya a Charles, de la guapa
pelirroja de la que sabíamos muy poco, de toda aquella gente que nos rodeaba y de la
que dependíamos. Nos íbamos a volver a la pensione Bucintoro cuando el sol
poniente nos recordó de pronto que nos esperaban ante la Aduana del mar.
—¡Mecachis! —dijo Marie.
Los dos nos echamos a reír y apretamos el paso en dirección al estrafalario que se
había introducido en nuestra vida.
Ya estaba allí.
En cuanto nos vio, levantó el sombrero y nos acogió muy calurosamente.
—Da alegría verlos —nos dijo—. Tenía cierta necesidad de ustedes. Todo es
siempre tan trivial, tan idéntico a sí mismo.

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—Somos más bien nosotros —dijo Marie— los que nos aprovechamos de usted.
—¡Se equivoca! —dijo—. ¡Se equivoca! Yo soy un pobre viejo y ustedes son la
juventud. Es la juventud la que despierta siempre la experiencia. Después de todo lo
que he visto, me apetece sobre todo dormir.
—Es verdad —dijo Marie con aquella precisión y aquella exactitud que
constituían gran parte de su encanto—, dormimos bastante poco.
—Por eso me gusta usted, porque sus ojos están abiertos. El mundo la divierte,
¿verdad?
—Con locura —dijo Marie que, desde que estaba en Ve— necia conmigo, gozaba
de una salud insolente.
—Muy bien —suspiró él—, tiene usted mucha suerte.
—¿Qué pasa? —le pregunté—. ¿Un poco de melancolía?
—Un poco de cansancio, tal vez. A menudo estoy harto.
—¡Vamos! —le dijo Marie que tenía muy buen corazón—. Es usted sólido como
un roble, parece indestructible.
—Precisamente —respondió—. ¡Qué cansado es estar siempre ahí! Mire el sol:
está desapareciendo. Ya quisiera yo hacer como él.
—No desaparezca —le dijo Marie—, antes de cumplir su promesa… Acuérdese:
María Magdalena… y todas aquellas cosas.
—Es verdad… le hablé de ella. Hace tanto tiempo que no he pronunciado su
nombre…
Calló un instante. Toda la miseria del mundo se le vino encima de repente.
Recordaba un perro al que han pegado tanto que teme los palos.
—Tengo muchos recuerdos, ¿sabe?… Demasiados… Me pregunto por qué les
hablé de María Magdalena… Probablemente porque su nombre es Marie y Pierre la
llamó Madeleine. Probablemente también porque es rubia y bella… Ella lo era
también. Sí, seguro… Volvía loco a todo el mundo. ¿De qué dependen las cosas?…
¿Quién ha dicho: lo más profundo en el hombre es la piel? Creo que fue un
compatriota suyo.
Me he enterado mucho más tarde de que era Paul Valéry. Nunca habría creído que
Valéry le fuese tan familiar como Racine o Diderot. Aquel diablo de hombre lo
conocía todo, lo había leído todo, lo sabía todo. Marie se agitaba sobre todo ante la
idea de una historia de amor, uno de aquellos buenos dramones que la hacían llorar a
lágrima viva. Anochecía. Tan pronto como se había puesto el sol, había salido la luna
en forma de un fino cuarto creciente. Acá y allá empezaban a encenderse luces
alrededor de la plaza de San Marcos y el palacio de los Dogos. A lo lejos se oían
repicar las campanas de un convento o un campanile. Con su cortejo de marineros,
dogaresas, pintores y cortesanas, Venecia entraba en la noche.
—¿Y si fuéramos a cenar? —dijo Marie.
—Tengo mil liras —dijo él.
—Lo sé —dije yo riendo—. Son los nervios.

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—Después del café —prosiguió Marie—, volveríamos aquí. Nos acomodaríamos
al pie de la Aduana del mar como en un salón al aire libre y usted nos contaría
historias del tipo de Las mil y una noches.
—No tendremos mil y una veladas.
—Tendremos algunas —dijo Marie con ímpetu—. Vamos, venga, Sahrazad.
—Yo no tengo su talento —gimió, alzando los brazos al cielo.
—Usted tiene todos los talentos —le dije—. Y tiene todo el tiempo.
—Eso sí —dijo—, lo que es tiempo tengo para dar y vender. Son más bien
ustedes, afortunados, los que me dejarán pronto por aventuras inefables, sueños
indecibles. Vamos allá.
Yo conocía una taberna entre el Angelo Raffaele y San Nicoló dei Mendicoli. No
estaba al lado.
—¿Le molesta andar un poco?
Soltó una sonora carcajada.
—No —me dijo—, nunca me ha asustado andar. He andado toda la vida y aún
ando mucho.
Anduvimos a la ida. Anduvimos a la vuelta. Marie empezaba a dar señales de
cansancio. Él parecía incansable, avanzando con paso regular, saltando al aire,
cantando, mimando a actores y políticos, deteniéndose aún para hablar de Bizancio
que había perpetuado a Roma, de Venecia que había perpetuado a Bizancio, de
Carpaccio y Tintoretto que habían perpetuado a Venecia, de Malraux y Sartre que
habían perpetuado a Carpaccio y Tintoretto. Me pregunté, un momento, si no se
imaginaba, en su locura, perpetuar a Sartre y Malraux. Era el centro de todos los
espacios, el eje y el pivote del planeta. La historia universal parecía enroscarse a él.
Estábamos de regreso en la Aduana del mar. Se hundía como una cuña en Venecia y
el mundo, en la laguna y el tiempo.

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A unos centenares de metros de Asís se eleva, entre los olivos, la pequeña iglesia
de San Damián. Aún se puede ir y admirar en el coro un crucifijo bizantino. Hace
algo más de setecientos cincuenta años, un joven atormentado lo contemplaba ya.
Aquel cristo le decía algo. Se sentaba, lo miraba, se levantaba, andaba a su alrededor,
volvía a sentarse, entornaba los ojos, los cerraba, los abría repentinamente de nuevo y
miraba en torno. La iglesia se hundía. La puerta no funcionaba ya. Las vidrieras
estaban rotas. Veía el cielo a través del techo. La lluvia caía sobre el crucifijo. El hijo
de Pietro di Bernardone se levantó de pronto, salió de la iglesia precipitadamente y se
echó sobre su caballo al que había atado, antes de entrar, a un olivo detrás del ábside.
Galopó hasta Asís y se precipitó a la casa de Giovanni Buttadeo. El judío estaba.
Remendaba su vestimenta, una especie de sayal de un color incierto que llevaba
hiciera el tiempo que hiciera. Terminaba en una capucha y se lo ceñía en el talle con
una cuerda de cáñamo.
—Buttadeo —dijo Francesco resollando—, ¿conoces la iglesia de San Damián?
—Claro —dijo Buttadeo.
—Está abierta a los cuatro vientos, se está hundiendo, la puerta ya no se cierra,
llueve sobre el crucifijo.
—¡Ah! —dijo Buttadeo.
—¿Es todo el efecto que te hace? —preguntó Francesco.
—Soy judío —dijo Buttadeo.
—Ya lo sé —dijo Francesco—. Pero pensaba que te gustaban las iglesias donde la
gente puede detenerse, después de haber andado, para recobrar aliento y soñar. Una
iglesia que muere es un poco de cielo que desaparece sobre la tierra.
—Repárala —dijo el judío.
—Es lo que voy a hacer —dijo Francesco—. Esperaba que me ayudarías.
—Muy bien —dijo Isaac dejando su prenda de vestir—, te hará falta tiempo.
—Lo tengo —dijo Francesco.
—Y trabajo —dijo Isaac.
—Ya me arreglaré —dijo Francesco.
—También te harán falta piedras, tejas, clavos, vidrieras y madera. Necesitarás
herramientas. Todo eso es caro.
—Estoy sin dinero —dijo Francesco.
—Tu padre tiene —dijo el judío.
—No quiere darme más. Dice que gasto el que me da y que me ha dado ya
demasiado.
—Cógelo —dijo Buttadeo.
—Es una idea —dijo Francesco.
—No se me ocurre otra —dijo Buttadeo.
—Allá voy —dijo Francesco.
—Piensa un poco —dijo Buttadeo—. Tal vez sea más serio de lo que crees.
Conoces a tu padre. Piénsalo.

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—Ya está pensado —dijo Francesco—. Allá voy.
—Entonces, voy contigo —dijo Isaac—. No te dejaré solo cuando vas a
convertirte en un ladrón. Yo sé. Estoy acostumbrado.
Fueron los dos a la tienda donde Pietro di Bemardone almacenaba sus
mercancías. Pietro estaba de viaje. La tienda estaba vacía. A Francesco no le costó
nada arrancar el pestillo de madera. Encontraron telas y tejidos valiosos en cantidad.
Eligieron unas piezas, las cargaron en sus caballos y se fueron a Foligno que no
estaba muy lejos, donde eran menos conocidos que en Asís y donde había un
mercado. Allí Francesco vendió las telas de su padre. También vendió su caballo. Y
regresó a Asís en la grupa del caballo de Buttadeo que —Buttadeo, no el caballo— se
tronchaba de risa para sus adentros, pensando en la buena jugada del hijo pródigo al
tacaño de su padre.

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El arrabal de Palos terminaba en las Canarias. Bastaban unos días, seis u ocho,
para llegar a ellas. Quizá diez, con vientos contrarios. Los mapas los mencionaban e
indicaban la ruta. Estaban en tierra conocida. Era al oeste de las Canarias donde
empezaba la aventura. Por más que se las daban de vivos, cuando vieron desaparecer
las dos islas de Hierro y La Gomera, que son las más occidentales del archipiélago
canario, a Colón, y Esperendiós y sus ochenta y ocho compañeros los dominó el
terror y los acogotó la angustia. Había habido, en la historia del mundo, navegaciones
peligrosas. Padre de viñadores, antepasado también de marineros, Noé, en su vieja
arca que lo lleva, a trompicones, desde las proximidades del Edén hasta el monte
Ararat, con sus tres hijos y sus mujeres y toda su tripulación de animales en peligro
—excepto los peces que no necesitaban ayuda alguna—, Ulises, burlador siempre
burlado, seductor siempre seducido, que salta de isla en isla, en compañía de Elpenor,
desde las costas de Turquía hasta Calabria y Sicilia, los navegantes fenicios del
faraón Necao, Hannón que recorrió las costas de África a cuenta de Cartago. Simbad
el Marino o los navegantes árabes que llegan hasta las Indias, hasta Java, hasta China,
se habían confiado, también todos ellos, en sus tiempos y con sus medios, a la fortuna
del mar. Ninguno se precipitaba, como Colón y Esperendiós, no sólo a lo
desconocido, sino quizá a la ausencia y la inexistencia.
Nada probaba, a fin de cuentas, que la tierra fuera realmente redonda.
Aproximadamente un milenio y medio después de Hiparco, Eratóstenes o Ptolomeo,
cuyo genio sostenía ya que nuestro planeta era una esfera, Enrique el Navegante, hijo
del rey Juan de Portugal, recordando una observación de Aristóteles, había advertido,
durante un eclipse de luna, que la sombra de la Tierra en la faz de la luna llena
dibujaba un arco de círculo; varias obras científicas que algunas mentes audaces se
pasaban bajo cuerda, el mapa de Toscanelli, los cálculos de Colón indicaban que las
Indias y la China debían hallarse en algún lugar; d oeste del Gran Océano: siempre es
posible equivocarse, lira muy distinto navegar a vista, pasar de isla en isla, seguir
costas —incluso desconocidas— y arrojarse a una mar que se extendía hasta el
infinito y de la que se ignoraba todo. ¿Y si al otro lado no hubiera nada; o peor? ¿Si
hubiera una cascada en el vacío, monstruos de pesadilla, una eternidad de agua
salada, horrores indecibles que impidieran el regreso? Pues partir no lo era todo:
había que regresar también. Era inútil alegrarse del buen viento regular que soplaba
en las velas si el mismo viento, en el sentido opuesto, se transformaba en obstáculo.
Dos siglos antes de Colón, los hermanos Vivaldi habían salido de Génova con la
intención de dar la vuelta a África: habían desaparecido. Y, pilotados por vikingos o
cartagineses, muchos navíos locos se habían ido a lo lejos para no volver jamás.
Hubo tormentas y calma chicha, hubo la trampa de las algas del mar de los Sargazos,
hubo las intrigas de los hermanos Pinzón que no eran de fiar, hubo un principio de
motín, y hubo sobre todo las mañanas que, semana tras semana, amanecían en el mar.
Habían salido de España los primeros días del mes de agosto. Estaban ya en
octubre. El mar se hacía interminable. El intérprete Luis de Torres se pasaba el

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tiempo recorriendo la cubierta de la Santa María.
—Vas a destrozar tus zapatos —le decía Colón riéndose y con un poco de
irritación—. Inmóvil en el barco has recorrido más camino del que haría falta por mar
para llegar a Cipango.
Más de una vez, en los instantes de desaliento, le habían entrado ganas a Isaac de
confesarse a Colón y decirle la verdad. Tuvo miedo de causarle tormentos inútiles y
de asustarlo en vez de tranquilizarlo. Se contentó con confesarle que llevaba otro
nombre además de Esperendiós y Torres y que se llamaba también Cartafilo.
—¡Cartafilo! —dijo Colón—. ¡Qué extraño nombre!
—Es el mío —dijo Isaac con una sonrisa modesta y casi algo confuso.
—Parece un nombre de sabio —advirtió el Almirante.
—En cualquier caso —prosiguió Isaac—, es un nombre de buen augurio. Podría
significar, en un latín macarrónico mezclado con un poco de griego, a quien gustan
los mapas.
—Muy bien —dijo Colón—, es lo que nos hace falta. Ven a ver.
Y, una vez aún, una vez más, se inclinaron sobre la reproducción del mapa de
Toscanelli que Colón, desde hacía meses, llevaba a todas partes consigo, al mismo
tiempo que el libro de Marco Polo. El libro y el mapa eran sus biblias, su tesoro, la
niña de sus ojos. Se separaba de ellos lo menos posible y a menudo se lo veía en la
cubierta con el mapa entre las manos o el libro bajo el brazo. En los momentos más
duros, se preguntaba con angustia si sus cálculos eran exactos, si no corría el riesgo
de desbordar por el sur Cipango y las Indias y lanzarse para siempre a una carrera sin
esperanza por un mar redondo e infinito.
—Gracias a Dios, he sido previsor —decía, a comienzos de octubre, a Juan
Esperendiós—. Podemos aguantar durante un año. Pero si, de aquí a tres meses, no
vemos tierra, ¿habrá que dar media vuelta y volver atrás?
—No te preocupes —decía Torres—, llegaremos a algún sitio.
—¿Vivos? —preguntaba Colón.
—Vivos —contestaba Torres—. Estoy seguro. Lo sé.
La determinación de Luis de Torres devolvía la confianza a Colón. El Almirante
había guardado en su cofre una carta de pergamino, magníficamente iluminada,
destinada al Gran Kan. Cuando desaparecía el desaliento, creía a pie juntillas que
llegaría por el este a los territorios mismos que Marco Polo había alcanzado por el
oeste. De vez en cuando, se imaginaba que desembarcaría más bien por la zona de las
minas de oro de Cipango o quizá, más al sur, por las costas de las Indias, a cuatro
pasos de los tesoros fabulosos de Golconda.
El oro fue menos fuerte que el miedo. Pasaban los días. Una mañana en que, de
nuevo, ninguna tierra se anunciaba a lo lejos por el mar, el Almirante tuvo que hacer
frente a un movimiento animado disimuladamente y después sostenido abiertamente
por aquellos tremendos hermanos Pinzón: la Gran Aventura había fracasado, la
muerte estaba al final de una obstinación inútil, exigían el regreso inmediato a

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España. El Almirante vaciló. ¿Tenía derecho a hacer correr riesgos seguros y quizá
insensatos a aquellos tres veces treinta hombres en plena madurez repartidos en las
tres carabelas? En Sevilla, en Málaga, en Cádiz, en Palos de Moguer, mujeres e hijos
aguardaban su regreso. Si las tres naves desapareciesen, si no lograsen volver a
España, todo se perdería por mucho tiempo. Más valía ceder aquella vez y
salvaguardar las oportunidades del futuro. Cristóbal Colón estaba ya a punto de
inclinarse y ordenar media vuelta cuando Luis de Torres fue a tirarle de la manga de
su jubón desgarrado por las tormentas y las maniobras en que el Almirante se había
empeñado en participar personalmente.
—¿Qué pasa ahora? —masculló Colón.
—No cedas —susurró Isaac.
—Tienen miedo a morir —dijo Colón.
—No morirán —dijo Isaac.
—¿Qué sabes tú? —dijo Colón.
—No moriréis —dijo Isaac muy bajo—, porque estoy con vosotros.
—¿Y qué? —dijo Colón.
—Yo no puedo morir —dijo Isaac mirando a Colón.
El Almirante bajó los ojos. Volvió a discutir con los hermanos Pinzón y consiguió
tres días. Tres días. Ni uno más.
Pasados los cuales, el 12 de octubre de 1492, a las dos de la madrugada, el
intérprete Luis de Torres, que no podía dormir y se había subido a la cofa, distinguió
de pronto en la oscuridad una línea de acantilados bastante altos que brillaban bajo la
luna. Fue el primero en gritar:
—¡Tierra!
Unos segundos más tarde, en la Pinta, la Niña, la Santa María, las bombardas
empezaron a tronar.

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Se sentaba. Marie también. Encendíamos tres puritos. Estábamos como en casa en
la Aduana del mar.
—¿Se imaginan —empezaba a decir mirando la laguna alumbrada por la luna—
las naves y los guerreros, los descubridores y los genios, los tesoros y los sueños que,
durante siglos y más siglos, han pasado por aquí, ante ustedes, antes de que sus ojos
se hubiesen abierto a la luz del día, cuando los padres de sus padres y los abuelos de
sus abuelos no eran aún más que un resplandor en el fondo del ojo de su padre? Se
diría que queda algo en el aire de aquella acumulación de proyectos, esperanzas y
dramas. Comedias también. Y pasiones, por supuesto. Una buena parte de la historia
del mundo se ha decidido aquí mismo. ¡Oh! Una parte ínfima, una paja, una cagarruta
de mosca, una viruta caída de la lima comparada con los milenios que los han
precedido a ustedes y con los que los sucederán. Pero que cuenta bastante en lo que
han llegado a ser. Por los judíos, por los griegos, por Roma y su Iglesia son ustedes
en primer lugar hijos de este mar interior que, hasta cierta mañana de un año muy
preciso de finales del siglo XV, cuando el vigía, desde lo alto del mástil, gritó:
«¡Tierra!» de repente y el planeta dio un vuelco, era el centro del mundo. Y una de las
llaves de este mar, mare nostrum, nuestro mar, nuestra madre, el mar del centro de
nuestras tierras, se sitúa aquí, a nuestros pies, bajo nuestros ojos, al alcance de nuestra
mano. Por aquí entraron China y Bizancio, y la pasta que acabamos de comer, y la
pólvora, y las flotas de los cruzados que venían de luchar en Tierra santa, y los
caballos de San Marcos arrancados del Hipódromo a dos pasos de Santa Sofía, y
tantos tesoros incalculables, llegados de los cuatro puntos de la tierra, y el mismo
cuerpo de San Marcos, sustraído en Alejandría por un comando de venecianos para
dar su nombre a la basílica más famosa del mundo y para inspirar algunas obras
maestras (conocen el cuadro de Tiziano en el que el propio santo designa, para evitar
todo error, su tumba y su cuerpo a los gigantones venecianos) a pintores geniales.
El cuadro de Tiziano no me sonaba de nada. Marie miraba al aire.
—En el fondo —aventuré por si acaso— lo que le gusta es el genio. Éste es su
terreno y su presa. La historia lo divierte porque es ante todo el relato de los triunfos
del espíritu del hombre.
—Las batallas, los imperios, los cuadros, los monumentos, los libros, las
sinfonías, los más célebres y admirables por supuesto, no son más que polvo y
chucherías. Francamente me importan poco. No hacen sino traducir algo que pasa por
debajo, por detrás: la marcha del alma del mundo, del espíritu universal. Es lo único
que me interesa.
—¿Quizá también las mujeres?…
—Es lo mismo, naturalmente. Si hay un alma del mundo, lo que la mueve es el
amor.
Marie se aburría de lo lindo. Había puesto la cabeza entre los puños cerrados.
Creo que empezaba a dormirse.
—He terminado mi puro —me susurró—. Querría la historia.

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—Ha terminado su puro —repetí a mi vez—. Querría la historia.
—Pues bien, se la voy a contar.

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Regresó el padre. Halló su tienda forzada, la puerta golpeando a todos los vientos.
Contó sus mercancías, comprobó el inventario. Descubrió fácilmente que le faltaban
telas. Por un mecanismo elemental, le pareció en seguida que las piezas
desaparecidas eran de las más bellas, las más preciosas, aquéllas a las que, desde
siempre, atribuía más importancia. La ira se adueñó de él. Los vecinos, los empleados
no habían visto ni oído nada. Fue a ver a Giovanni Buttadeo en quién tenía confianza.
El judío le dijo sin vacilar que era Francesco quien lo había hecho y le contó toda
la historia.
—¿Os habéis vuelto locos los dos? —preguntó Pietro di Bernardone que iba y
venía reventando de rabia y rechinándole los dientes.
—No te pongas así —respondió Buttadeo—. No es tan grave.
—¡No es tan grave! —exclamó Pietro—. ¡No es tan grave! ¡Me roban, me atracan
y sólo se te ocurre decir que no es tan grave! Me gustaría verte a ti si te hubieran
hecho lo mismo.
—Sería difícil que me robaran cualquier cosa —dijo Isaac sonriendo.
—Me importa un bledo —gritó el viejo Bernardone—. ¡No hables siempre de ti!
Quien cuenta en este caso soy yo. Y lo que me preocupa son mis telas. Además, eres
cómplice, puesto que vinisteis los dos estando yo fuera.
Isaac se encogió de hombros.
—Te devolverá el dinero. En tu lugar, me sentiría orgulloso de tener un hijo que
usa las riquezas de la iniquidad para reparar una iglesia.
—Primero no estás en mi lugar. Ni yo en el tuyo. Luego, tiene gracia que te
intereses por las iglesias: no exageremos. Por último, te prohíbo, ¿me oyes?, te
prohíbo que hables de mis mercancías como de una riqueza de la iniquidad. Todo lo
que tengo lo he ganado honradamente. Nadie tiene derecho a quitármelo.
—No ha vendido tus telas para divertirse ni para ir con mujeres. Las ha vendido
para hacer el bien.
—¡No quiero que hagan el bien con mis bienes! ¡Que lo haga con los suyos!
¿Dónde está el dinero?
—No lo sé —dijo Isaac—. Lo tiene él.
—Mira —dijo Bernardone—, te doy cuarenta y ocho horas para traerme a mi hijo
y mis telas robadas, o, si las telas han desaparecido, el dinero que les corresponde.
Dentro de cuarenta y ocho horas, si mi hijo no está aquí, te denuncio a los cónsules
como cómplice de robo y suelto a los guardias contra ti.
Giovanni Buttadeo sabía muy bien dónde hallar al hijo de Pietro di Bernardone:
en San Damián donde el joven se pasaba los días y las noches en una gran exaltación.
Isaac fue a la iglesia y encontró a Francesco entre la risa y las lágrimas, con una llana
en la mano y una canción en los labios.
—¡La que has armado! —le dijo—. Tu padre está que rabia.
—Iré a verlo —dijo Francesco—. Se lo explicaré todo.

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—Me harás un favor —dijo Isaac—. No me atrevía a decírtelo: quiere meterme
en la cárcel.
—Vamos —dijo Francesco.
Para su regreso a Asís, Pietro di Bernardone había amotinado a cuanta gente
pudo. Parientes, vecinos, conocidos, que no tenían ganas de que les ocurriera lo
mismo que al mercader de telas, lanzaron puñados de tierra e injurias al hijo de
Bernardone.
—¡Hombre! —murmuró Isaac a Francesco—. Es la primera vez que no estoy en
primera línea y que piedras y abucheos no me están destinados.
Pietro di Bernardone se encerró con su hijo. Lo trató de todo y le dio un buen
rapapolvo antes de pasar a las cosas serias.
—¿Quién organizó todo el asunto? —le preguntó.
—Fui yo —dijo Francesco.
—¿Tú solo?
—Yo solo.
—¿Y Buttadeo?
—Me acompañó únicamente.
—¿Dónde están las telas?
—Están vendidas —dijo Francesco.
—¿Dónde está el dinero?
—Lo gasté para la iglesia.
—¿Todo?
—Casi todo.
—¿Dónde está el resto?
—Creo que lo eché en algún sitio. No recuerdo muy bien. Quizá detrás de la
iglesia.
—¿Estás loco? —preguntó Pietro fuera de sí.
—Tiene razón, padre —respondió Francesco—. Mejor habría hecho dando a un
pobre el dinero injusto de los ricos.
La insolencia de esta última respuesta fue la que decidió a Pietro di Bernardone a
encerrar a su hijo en un calabozo. La madre de Giovanni hizo lo imposible para
obtener su liberación. El padre no quería saber nada. Impulsado por sus colegas,
acabó denunciando a su propio hijo. Porque había una historia de iglesia que no
estaba muy clara, los cónsules mandaron a padre e hijo al tribunal del obispo. El judío
Isaac, llamado Buttadeo, fue citado a comparecer a título de testigo, y quizá de
cómplice. Las distracciones abundaban poco en Asís a fines del siglo XII o principios
del XIII. Desde la guerra con Perusa las mentes se adormecían. Se anunciaba una
buena trifulca.

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Barrabás era un héroe y un crápula. Era el sucesor de los Judas, los Zadoks, los
Menahems, los Eleazares que se habían opuesto con toda su fuerza a la presencia de
los romanos. Hijo de un publicano de la región de Tiberíades, pertenecía, por parte de
madre, a una familia de fariseos, puntillosos e intransigentes. Educado en una piedad
rigurosa, se unió pronto al clan de los zelotes y trabó amistad con un hombre sombrío
y atormentado que debía dejar un nombre en la historia: se llamaba Judas Iscariote.
Los zelotes eran judíos nacionalistas y religiosos que no tenían otra esperanza que
la venida de un Mesías que liberaría a los judíos. Judas había creído hallar al Mesías
en la persona de Jesús. Lo llamaba Rabí, o sea Maestro. La acción, la enseñanza, los
milagros del galileo proporcionaban a los dos amigos temas de discusión y disputas
sin fin: Barrabás no se fiaba de Jesús a quien Judas quería tanto.
—¿Cómo no ves —decía Judas— que el Rabí es el Mesías anunciado por los
profetas? Es el ungido del Señor, es el Maestro de Justicia, es el Hijo de Dios.
—Ya se verá —replicaba Barrabás—. Si es todo lo que dices, no tardará en
arrojar a los romanos al mar. Que lo haga: soy su hombre.
Judas se volvía místico, como su Maestro. Barrabás tendía, cada vez con más
ahínco, a la acción directa. Acabó juntando a su alrededor a una pandilla de forzudos
a los que no preocupaban los escrúpulos. Necesitaba dinero para pagarlos: lo cogió
donde estaba. Lo que hicieron, más tarde, y bajo cielos diferentes, un Cartouche o un
Mandrin, un Villa o un Zapata, y las bandas de rojos o blancos que se enfrentaron en
Rusia bajo banderas contrarias. Los hombres de Barrabás se introducían, de noche, en
las casas de los ricos romanos, atacaban las caravanas que llegaban de Siria, fijaban
impuestos a los dueños de ganado y los terratenientes. No les daba miedo matar. Ni
torturar. Los legionarios de Poncio Pilatos acabaron capturándolo. Fue encarcelado,
en parte como delincuente común, en parte como político.
Los partidarios de Barrabás desplegaron todos sus esfuerzos para liberar a su jefe.
Prepararon sucesivamente tres intentos de evasión. Fueron un fracaso. Probaron otros
métodos. Compraron a varios miembros del entorno de Poncio Pilatos. Colocaron a
hombres suyos hasta en el palacio del procurador. Varios de sus ayudantes acabaron
pasándose al jefe de banda encarcelado. El día en que fue a palacio María de
Magdala, a uno de aquéllos Cartafilo el joven sugirió la idea genial, que debía
adoptar Poncio Pilatos, de cambiar a Barrabás por el galileo a quien había cogido
odio y a quien Judas, decepcionado porque el Reino de esta Tierra tardaba demasiado
en llegar, acababa de entregar a Caifás.

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La escena fue tan dramática como cabía esperar. Era el 24 de febrero, fiesta de
san Matías, el discípulo elegido para sustituir a Judas. El obispo era un hombre
apuesto, de boca algo desdeñosa. Poseía el sentido de la justicia y la caridad. Escuchó
a Pietro di Bernardone desgranar el rosario de sus quejas y resentimientos: Francesco
era rebelde, insumiso, pródigo, inútil, soñador e insolente. Se había deshonrado de
todas las maneras posibles. Había robado a su padre. Debía restituir, de un modo u
otro, el dinero de las telas robadas con la ayuda de Buttadeo.
El largo discurso de Pietro di Bernardone estaba llegando al final, el obispo iba a
volverse hacia Francesco para escucharlo a su vez, cuando se produjo una sorpresa
que había de dejar estupefactos a los testigos de la escena y a las generaciones
futuras: para no guardar nada de la herencia paterna y las riquezas de la iniquidad,
Francesco, de un solo golpe, se despojó de toda su ropa, que era modesta, y, desnudo
como había nacido, sin decir una palabra, arrojó el bulto de sus pingajos a los pies de
Pietro di Bernardone. Luego exclamó:
—Hasta ahora, he llamado «padre mío» a Pietro di Bernardone. Ahora, puedo
decir: «Padre nuestro que estás en los cielos».
Entonces, Giovanni Buttadeo se quitó su propia vestidura de lana que, al modo de
los campesinos de la época, iba ceñida en la cintura con una cuerda de cáñamo y la
tiró a su amigo. Francesco se la puso y dijo en voz alta:
—Eso es lo que quiero, pues el Señor ha dicho: «No os afanéis por vuestra vida.
Ved los pájaros del cielo: no siembran ni cosechan, ni guardan provisiones en silos.
Sin embargo, vuestro Padre celeste los sustenta. ¿Y vosotros no valéis más que ellos?
No tengáis en vuestros cinturones ni oro, ni plata, ni dinero, ni dos túnicas, ni alforjas
para el camino».
Maravillado por tanta piedad, el obispo, en señal de adopción, puso las manos
sobre san Francisco. La orden de los hermanos menores había nacido, y su hábito
también. El movimiento franciscano no era sino el resultado de todas las sectas
iluministas que se habían rebelado contra el poder temporal y la riqueza de la Iglesia:
begardos o turlupinos, valdenses, patarinos, iluminados, bogomilos, albigenses o
cátaros… Por diferentes que fueran, todos predicaban la renunciación y la austeridad.
Tanquelin, Arnaldo de Brescia, Pierre de Bruys, Joachim de Flore habían profetizado
la ruina de la Iglesia corrompida y el advenimiento muy próximo de un Evangelio de
los tiempos nuevos. El milagro era que la rebelión de Francisco, que se situaba en la
misma línea que tantas protestas y furores, se desarrollase en el seno de la Iglesia.
Todo se decide en aquel encuentro, el día de san Matías, entre el padre y el hijo, el
obispo y Buttadeo: constituye un hito no sólo en la historia del cristianismo, sino en
la de todos nosotros. En sus frescos de la basílica de Asís, Giotto cuenta la escena
mejor que yo. Bajo las grandes escaleras que llevan a altas torres, a azoteas de
ensueño, a galerías improbables, se ve a Buttadeo justo detrás de san Francisco. Se
disimula porque va desnudo. Parece contento con lo que ha hecho. Lo ha liado todo,

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y le ha salido bien. Pone la cara algo ausente de aquellos de los que no se sabe muy
bien si hacen bromas o cosas grandes y que ya están en otra parte.
Unos años después, el Papa Inocencio III, cuyo papado está unido al comienzo de
las aventuras del emperador Federico II, vio, en un sueño, la iglesia de San Juan de
Letrán, la ilustre basílica fundada por Constantino, que, en aquellos tiempos, era ya la
catedral de Roma, tambaleándose sobre sus fundamentos. En el momento mismo en
que iba a desplomarse, aparecía un hombrecillo de aire endeble, seguido de un gran
hombrón. Ambos vestían un sayal provisto de una capucha y ceñido en la cintura con
una cuerda de cáñamo. Se apuntalaban los dos y lograban enderezar el edificio.
Pasada la emoción, Inocencio III reconoció al hombrecillo: era Francisco de Asís
que, unos días antes, había ido a echarse a sus pies. Roma entera, Italia, pronto toda la
cristiandad se hicieron eco de la presencia del hijo de Pietro di Bernardone en el
sueño del Santo Padre. Benozzo Gozzoli, el autor pintoresco y brillante de El cortejo
de los Reyes magos en la capilla del palacio Medici-Ricardi en Florencia, pintó el
sueño del papa en la iglesia de Montefalco, una especie de nido de águilas próxima a
Foligno. Se ve al monje de Asís sosteniendo la Iglesia. Nadie, en cambio, habló
nunca del compañero, más robusto, que acompañaba a san Francisco en el sueño de
Inocencio III: era el judío Isaac, llamado Buttadeo. Quizá era mejor, en efecto, por
distintas razones, pasar su nombre en silencio.

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Sobre el descubrimiento de América en 1492 por Cristóbal Colón e Isaac el
genovés no queda nada por decir, o casi nada. Antes del tomate, la patata, el tango y
Borges, iban a regresar al antiguo continente con tres tesoros formidables y diversos:
el oro, el tabaco, la sífilis. El oro lo conocían ya. Los romanos, los escitas, los
griegos, los hititas, los egipcios, los fenicios, los sumerios, todo el mundo conocía el
oro, y lo amaba. Y a menudo lo adoraba. Era el símbolo de la riqueza, del poder, de la
belleza. Por él se combatía. Se moría por él. Auri sacra fames: desde Midas, desde
Jasón, desde Hércules y las Hespérides, la execrable sed de oro llevaba el mundo a
una perdición y a un final siempre inminentes y siempre aplazados.
—¡El oro! —decía Simón Fussgänger y señalaba el palacio de los Dogos y la
plaza de San Marcos a lo lejos y todas aquellas luces que brillaban en la noche, y
Marie, os lo aseguro, no tenía sueño—. ¡El oro! ¡Pueden imaginarse lo que han sido,
desde hace tanto tiempo, mis relaciones con el oro! ¿Sería acaso lo que soy (y ustedes
igualmente serían lo que son, aunque es menos grave porque lo son desde hace menos
tiempo) si no hubiera habido oro? He vivido bajo el signo del oro. Lo destruían, lo
perseguían, lo echaban a las llamas. Renacía de sus cenizas. Lo expulsaban por la
puerta, volvía por la ventana. Es inseparable del poder y el amor. ¿Ama usted a una
mujer? Dígaselo con oro. Y si no tiene, le predigo desgracias, porque los otros sí
tienen. ¿Tiene usted grandes ideas? ¿Dónde está el oro? ¿Da usted un golpe de
Estado? ¿Dónde está el oro? ¿Quiere ayudar a los demás, salvarlos, permitirles vivir?
¡El oro! ¿Dónde está el oro? El oro ha aplastado con su peso a una Iglesia que había
sido construida contra él. Ha sido la gran preocupación y el objetivo final, después de
muchos rodeos, de todas las revoluciones que han matado a millones de hombres para
que dejara de pesar sobre ellos y no se hablara más de él. Me han acariciado por oro,
me han torturado por oro, me han echado a las llamas por oro, me han llevado por oro
hasta el pie de los altares, hasta las gradas de los tronos y hasta las alcobas. Con el
sexo y la muerte, el oro es uno de los tres dioses que reinan sobre los destinos.
Cuando Colón marchó a la Gran Aventura, Sus Muy Católicas Majestades, Fernando
e Isabel, sólo esperaban una cosa de él: oro. A Sus Altezas Colón promete (además de
las especias y el algodón, la goma de lentisco, el áloe, el ruibarbo, la canela «y
esclavos, todos los que quieran») «oro, todo el que necesiten». Este oro, ni Sus
Altezas ni Colón lo esperaban de América, de la que lo ignoraban todo, sino de las
Indias, de Cipango, de Catay, del Gran Kan cogidos al revés. Lo más curioso de la
historia fue que, a través de tantos errores, no salieron defraudados: se abría el siglo
de oro, el oro cayó en oleadas sobre la cabeza de España. Que fuera un bien o un mal,
no hace al caso. Los precios se dispararon. El oro de Colón y Juan Esperendiós
provocó la inflación. Eldorado es quizá el palacio de Doña Cuentos. Es también y
ante todo una tierra de pesadilla e ilusiones.
Callaba, pensando en cosas lejanas, perdido en sus recuerdos. Un rumor subía de
la Piazzetta. Un gran buque pasaba entre la Aduana del mar y la isola San Giorgio, y
llegaban hasta nosotros fragmentos de música.

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El tabaco, a la inversa del oro, era una idea nueva en Europa. Unos días apenas
después de su desembarco en las tierras desconocidas, Luis de Torres se cruzó con un
grupo de indios tainos que se dirigían a su pueblo con reservas de unas hierbas cuyo
humo se bebían. Las hierbas tomaban la forma de un largo puro. El puro era
encendido en cada parada por muchachos que llevaban en la mano teas encendidas. Y
circulaba para que cada miembro del grupo pudiera dar unas chupadas. Nos cuesta un
poco convencernos de que Sócrates no fumaba en pipa, Verres no fumaba puros, Luis
XI o Lucrecia Borgia no fumaban, trabajando o al final de los festines pontificios, o
también después de hacer el amor, cigarrillos con boquilla dorada. Juan de Espera en
Dios y Cristóbal Colón llenaron de humo el antiguo continente. Gracias a ellos los
Punchs, los Montecristos, los Hoyos de Monterrey, los Glorias Cubanas constituyen
la fortuna de Fidel Castro y Zino Davidoff, Baudelaire, lo mismo que el vino, canta
los puros encantados, George Sand escandaliza la Restauración vacilante y la
monarquía de Julio, el embajador Jean Nicot introduce el tabaco en la corte de
Catalina de Médicis. Con el cigarrillo, el rapé, el tabaco que se masca o se inhala,
preparan la vía a la droga que será uno de los grandes problemas de finales del
milenio. Traen con ellos todas las variedades de cáncer del fumador que acabarán
acumulando, unos cuantos siglos después de la Gran Aventura, casi tantas víctimas
como los grandes asesinos de nuestro tiempo: el corazón y el automóvil, mientras
llega el sida, sucesor de la peste, la gran peste, la peste negra, que aniquiló en Europa,
en la época de su esplendor, a cerca de una persona de cada dos y cuyo final viene
marcado en Venecia con la edificación de la iglesia de la Salute —la salud, la
salvación— cuya mole imponente, prolongada por la Aduana del mar, se elevaba
justo detrás de nosotros.
—¡La sífilis! ¡Ah! ¡La sífilis! —me susurraba Simón en voz baja, poniéndose la
mano delante de la boca, al modo de Mauriac cuando hablaba del pecado, y
aprovechando la ausencia de Marie que había ido a comprar un paquete de cigarrillos,
a dos pasos de la Salute, a un bar abierto de noche—. La sífilis es mucho más
complicada. El gran mal, il morbo gallico, el mal francés, el mal de Nápoles, que
desempeñarán tan gran papel en la historia de todos nosotros, hasta en su Flaubert en
los burdeles del Nilo (pretendía, ¿lo recuerda?, que había un aspecto de la cuestión de
Oriente que La Revue des Deux Mondes había desdeñado en exceso: eran las
purgaciones y lo que él llamaba los catarros de calzoncillos), hasta en su Maupassant,
luchando contra la tabes y sus dolores atroces en la clínica del doctor Blanche, hasta
en las novelas norteamericanas donde ocupan un lugar inmenso, a menudo cómico, a
veces exorbitante, aparecen en Europa hacia el año 1500. Encontrará quien sostiene
que la enfermedad nace en Francia, a finales de la Edad Media, por la parte de
Borgoña y en París, y que son los ejércitos franceses los que la exportan a Nápoles
(de ahí el doble nombre de mal francés y mal de Nápoles) y a Italia. Según el archivo
de Dijon, ya en julio de 1463, una prostituta borgoñesa fue denunciada a la justicia
por un cliente a quien había rechazado después de cobrar su paga. Parece ser que

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declaró en su defensa haber obrado en interés de su fulano despedido porque estaba
enferma del gran mal. Unos años antes de terminar el siglo (pero advierta que
rondamos ya la fecha de la Gran Aventura), se negaba la entrada en las puertas de
París a aquellos que podían resultar sospechosos de llevar el gran mal. No querría
parecer reservar a la Gran Aventura el monopolio del invento de la sífilis y su
difusión, pero no creo mucho en esos casos de gran mal antes del gran mal. Admito
que han existido enfermedades venéreas antes del descubrimiento de América. Pero
la sífilis, el gran mal, nuestro viejo gran mal con sus bayonetas y sus hojas de afeitar,
el que vuelve loco y mata, nace, insisto, de la Gran Aventura. Los hombres de Luis de
Torres y Cristóbal Colón vuelven a España infectados ya, a principios de 1493. Y los
franceses de Carlos VIII no se apoderan de Nápoles hasta 1495: el mal ha tenido
tiempo de sobras de correr.
»Bueno, no vaya a imaginarse que sólo pienso en la sífilis, que el gran mal me
obsesiona. Pero, de todos modos, hasta el sida que lleva camino de intentar superarla,
nos ha preocupado mucho a todos. Y, a veces, le guardo cierto rencor a Juan de
Espera en Dios que fue el proveedor a la vez del cáncer, mediante el tabaco, y la
sífilis. Piense en las delicias de Atenas y de la antigüedad clásica, en que la
homosexualidad reinaba sin ninguna coacción, en que la idea de pecado no existía
aún y en que nadie temía ni sida ni sífilis, y apenas el cáncer, quizá porque se moría
demasiado pronto. Era la buena época. Y creo que es por esta razón, mucho más que
por todas las otras, ya me entiende, las columnas, las tragedias, las estatuas de
muchachas y lanzadores de disco, los vasos pintarrajeados, por la que Grecia y Roma
son edades de leyenda.
—¡Bah! No hay que tenerle demasiada rabia a Juan de Espera en Dios: América
habría sido descubierta de todos modos y la sífilis habría llegado de todos modos a
nosotros. Mejor que sea gracias a él.
—Se lo agradezco de su parte —masculló.
—Y usted… ¿cómo decirlo?… usted nunca ha…
—¿Cogido la sífilis? ¡Claro que sí! ¡Y vaya recuerdos me quedan!… Pero
siempre me he curado. Es una especie de maldición: lo cojo siempre todo y me curo
siempre de todo. Una vez, en Hungría, después de una velada en casa de la condesa…
—¿Qué condesa?
—¡Pues, la condesa, hombre! La condesa Bathory… Me despierto tarde por la
mañana. Imposible mear. Entonces vuelvo a la habitación de la condesa y… Pero,
¡chis! Ahí viene Marie.
Marie llegaba, radiante en la noche, con su paquete de rubio en la mano.
—Patuit dea! —exclamaba Fussgänger—. Procedit ut luna. No, no; no traduciré
como Toulet: «El rostro de esta joven que avanza no respira una viva inteligencia».
—¿De qué hablaban? —preguntó con negligencia, ignorándolo todo de Toulet y
de Mi amiga Nane.
—De América —respondí—, de Colón, de las llamas.

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—¡Ah! —decía ella—, las llamas… ¿Son aquellos animales que nos pegaron la
sífilis como se dice que los monos verdes nos han pegado el sida?

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Dos hombres dominan el final del siglo XII y el comienzo del XIII: uno es el
emperador Federico II, el otro es san Francisco de Asís. Giovanni Buttadeo tuvo
relación con ambos. Los papas, los reyes, las santas, los teólogos, los filósofos, los
jefes guerreros se atropellan a las puertas de aquellas edades desvanecidas. De
Federico Barbarroja y Enrique VI, emperadores romanos germánicos, de Enrique II
Plantagenet, Ricardo Corazón de León y Juan sin Tierra, reyes de Inglaterra, de
Felipe Augusto y san Luis, reyes de Francia, de Simón de Montfort también, y de
Balduino de Flandes a Joachim de Flore, a santo Domingo, a santa Clara, a san
Antonio de Padua, a santa Isabel de Hungría, a san Buenaventura, a san Alberto
Magno, a santo Tomás de Aquino, y a Rogerio Bacon, sin olvidar al árabe Averroes y
al judío Maimónides, pasando por los papas Inocencio III y Gregorio IX, el antiguo
cardenal Ugolino de Ostia, una señora galería de personajes se presenta a nosotros.
En poco más de cien años —pero en todas las épocas viene a ser igual—, el talento,
la santidad, el genio manan a chorros. La ambición también y la crueldad. Cada uno a
su manera, que es a veces un poco ruda, cualquiera de estos personajes es una lección
de valentía, un modelo de inteligencia, una novela prodigiosa. Ninguno, con todo, a
mi entender, alcanza la grandeza de un san Francisco de Asís y un Federico II. Entre
ambos encarnan todo lo mejor que puede soñar el hombre.
Hijo del emperador Enrique VI, nieto de Barbarroja, Federico II es uno de esos
formidables Hohenstaufen con los que no caben bromas. Por su madre desciende de
aquellos reyes de leyenda que, venidos de Normandía, arrancaron Sicilia a los árabes.
La Italia del sur, Apulia, Sicilia son sus tierras de predilección. Heredero por su padre
del Sacro Imperio romano de nacionalidad germánica, que sigue la línea de
Carlomagno y que saca de los países alemanes su poder y sus hombres, representa
muy pronto —por su suerte, su atractivo inaudito, el prestigio del espíritu más aún
que por sus ejércitos— la fuerza dominante en la Europa de la Edad Media. Basta
echar una ojeada al mapa para comprender el peligro que encarna para el papa,
cercado al norte por Alemania, al sur por Sicilia. El Sacro Imperio romano germánico
es el brazo secular de Roma, su aliado natural, su poder temporal. Poco a poco se
convierte en su enemigo más temible. Por la Sicilia árabe, Federico II Hohenstaufen
está impregnado de la gran alma del islam. Marcha a la cruzada excomulgado por el
papa. El papa es su amigo y se convierte en su enemigo. El islam es su enemigo y se
convierte en su amigo. Coloca sobre su cabeza, sin la menor batalla, la corona
sagrada de rey de Jerusalén. Sucesor de Alejandro Magno, de Julio César, de
Augusto, es la sombra viva del Mesías en esta Tierra. A los ojos sobre todo del papa,
se convierte en algo así como la imagen misma del Anticristo. Con su harén de
jóvenes musulmanas, sus cortejos de astrólogos, de sarracenos, de etíopes, de
halconeros y de bestias feroces, fascina y espanta. Acumula en su cabeza todos los
prestigios de la simbólica y la tradición, y funda el Estado moderno.
Débil, enclenque, irresistible de ardor y calor divino, heredero y modelo de
cuántos subleva una Iglesia que se hunde bajo la riqueza y la hipocresía, san

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Francisco de Asís es lo contrario del emperador. Resucita a Cristo. Se alza contra la
fuerza. Lucha contra la riqueza. Se yergue frente al Estado. La leyenda pretende que
el emperador y el santo se encontraron en Bari, en Apulia. Federico II parece haber
comprendido en el acto el peligro que representaba para todo poder organizado, para
toda economía nacional o privada, para toda burocracia de Estado el esposo de la
pobreza. Intentó vencerlo y doblegarlo por el temor, la elocuencia, el atractivo y,
habiendo fracasado, le envió, para seducirlo, a una las más bellas criaturas de la
época, una de esas mujeres por las que príncipes y filósofos consienten en
condenarse. San Francisco de Asís la convirtió y la enroló entre sus Pobres Damas.
Giovanni Buttadeo se paseaba aún a menudo con Francisco de Asís entre los
olivos y los cipreses de Toscana y Umbría. Francisco se iba a España, a Siria, a
Egipto. Encontraba en Letrán a Inocencio III o a santo Domingo. Recibía los
estigmas en la peña del Alverno. Fundaba conventos o los reformaba. También tenía
tiempo para conversar con el judío cuya vestidura había tomado.
En compañía de Isaac, entre las vides y los cipreses, entre Cortona y Todi, entre
Orvieto y Asís, san Francisco escribió el Cántico de las Criaturas:
Loado seas, Señor, con todas tus criaturas,
loado sea nuestro hermano Sol que engendra el día y nos alumbra…
loado seas, Señor, por nuestra hermana Luna y por las estrellas…
loado seas, señor, por nuestro hermano Viento…
loado seas, señor, por nuestra hermana Agua…
loado seas, señor, por nuestro hermano Fuego…
El mismo hermano Isaac compuso una de las estrofas del Cántico de las
Criaturas:
Loado seas, Señor, por nuestra hermana Muerte…

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ENSAYO DE RECONSTRUCCIÓN ESTOCÁSTICA
DE UN MONÓLOGO INTERIOR

de Isaac Laquedem

… ando bebo, jodo, juego a los naipes, a los dados,
bebo ando juego a los dados jodo juego a los naipes
jodo ando juego a los dados bebo jodo ando
ich gehe, ich wandere, ando y no muero ando
odio a los otros cojo juego a los dados
vivo echo un polvo vivo y no vivo bebo ando jodo lloro
y no lloro río y no río jodo bebo ando odio a los otros
no creo en nada juego a los dados ando ich gehe ich wandere
no puedo morir y sólo puedo andar ich gehe ich wandere
jodo y no muero jodo a la muerte ando la muerte me jode
camino ando juego a los dados ando ando camino
I fuck, I screw, ich wandere, ich gehe, I’m wallking ich wandere
ando no tengo nombre ando no tengo lengua
jeg skruer dove vai jeg knalder I’m going bebo jodo
ich bumse a scopare jodo juego a los dados soy los otros
jag gär los odio jag knullar bebo odio a los otros
y aquellos dos fucking them all me gustaría morir y amar
y no tener más que un solo nombre eu trepo eu como
I screw in the afternoon and ich bumse jag knullar
I screw in the morning bebo elefantes ando y ratones vivo
eu como eu trepo jeg knalder echo un polvo vivo
y soy los otros ando odio a los otros y no tengo nombre bebo
I’m el tiempo wandering jeg knalder juego el espacio ando
jag knullar camino jeg knalder no puedo I fuck I screw
no creer en nada fuck them all los odio a todos
I screw bebo ando juego el tiempo el vacío el espacio
ich gehe ich wandere espero cojo el fin del mundo cojo
echo un polvo lo caliente always eu trepo el frío la sed walking
el horror un cansancio infinito cojo espero ando juego a los dados
I fuck ich wandere y no puedo morir y brillo con mil luces que
I screw ich wandere son las luces del infierno bebo ganas de vomitar
juego ganas de irme I fuck ganas de otra cosa y fucking in the blue

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ando y no muero nunca y no tengo ni nombre ni lengua y jodo!!?
and I fuck and I screw juego a los dados ando I’m walking and fuckin
so tired in the blue ando el cansancio rojo ich gehe jeg wandrer

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El concilio de Letrán fue, por muchas razones, un acontecimiento considerable.
Dos hombres se encontraron en él que debían dejar una huella en los siglos futuros:
uno era Francisco, el inspirador de las Pobres Damas y los hermanos menores, el otro
era santo Domingo, que acababa de fundar la orden de los hermanos predicadores, a
los que se llamaría dominicos. Domingo propuso a Francisco la fusión de ambas
órdenes. Francisco se negó, pero dio a Domingo la cuerda de cáñamo que tenía de
Isaac. Desde entonces, Domingo, en recuerdo del encuentro, la llevó bajo su túnica.
Unos meses más tarde tuvo lugar en la Porciúncula, cerca de Asís, el famoso
capítulo de las esteras. El cardenal Ugolino de Ostia, que sería papa e inscribiría al
pobrecito entre el número de los grandes santos, fue a presidirlo personalmente.
Instalada en grandes esteras tendidas en el mismo suelo, la asamblea decidió crear
provincias franciscanas y enviar misioneros para convertir al mundo. Francisco
solicitó a Giovanni Buttadeo, poseedor de tantos recursos, que marchara lejos con
una u otra de las misiones.
—¿Cómo podría hacerlo? —respondió Isaac—. Soy judío. Y no creo en nada.
—Crees más de lo que crees —le dijo Francisco de Asís.
—Creo en ti —dijo Isaac.
—No hay que creer en mí, sino en aquel que ha hecho todas las maravillas que
nos rodean y que no son más que una imagen de su sabiduría, su poder y su amor.
—Te admiro a ti y te amo a ti —dijo Isaac— porque eres el hermano de los
pobres y has renunciado a todo.
—No he renunciado a nada —dijo Francisco—. Otros, quizá, renuncian. Me han
asegurado que hay un sabio, en Asia, que ha predicado la renunciación, el abandono
de este mundo y la nada. Yo creo en el mundo y le tengo apego porque el mundo es
de Dios.
—Hay al menos una cosa, en este mundo, a la que no has renunciado. Hay algo,
en este mundo, que has descuidado, despreciado, maltratado.
—Ves como tengo mucho que aprender del incrédulo que eres y del judío que
eres. Dime, por favor, cuál es esa criatura de Dios que tantas quejas tiene de mí.
—Es tu cuerpo —dijo Isaac.
—Pues bien —dijo Francisco—, que mi hermano Cuerpo me perdone. Y que se
alegre conmigo. Pues todo es nuestro. Pero todos nosotros somos de Dios.
Giovanni Buttadeo no respondió en seguida al deseo de su amigo. El año
siguiente a la muerte de Francisco, el papa murió a su vez y el cardenal Ugolino de
Ostia fue elevado al pontificado supremo con el nombre de Gregorio IX. Como los
papas que lo precedieron y lo sucedieron, fue el adversario del emperador Federico II.
Unos meses apenas tras la elección de Gregorio IX, Federico II, excomulgado,
marchó a la cruzada. Acababa de desembarcar en San Juan de Acre y reunir mil
caballeros y diez mil peregrinos cuando dos franciscanos llegaron a su vez: los
enviaba el papa para recordar a todos la excomunión del emperador e invitar a los
cristianos a no obedecer a quien, sin embargo, acababa de liberar los Santos Lugares.

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Los dos franciscanos eran discípulos y amigos del santo de Asís que acababa de
morir. Iban acompañados por Giovanni Buttadeo.
Hacía ya muchos años que el cardenal Ugolino de Ostia había oído hablar, en
Asís, del don de lenguas de Buttadeo. El papa Gregorio IX no había olvidado al
amigo de Pietro di Bernardone y de su hijo Francisco. Le había pedido que
acompañara a los dos franciscanos enviados a Siria y a Tierra Santa contra Federico
II. Aquella vez, por curiosidad, y también en recuerdo de Francisco, el judío había
aceptado.
Las cosas no fueron como esperaba el papa: Giovanni Buttadeo quedó fascinado
por el emperador. Federico II, por su parte, a quien gustaban a la vez las discusiones
con los sabios y unía la tolerancia al afán de la autoridad, fue cobrando gusto, poco a
poco, en conversar con el amigo judío de sus enemigos franciscanos. Lo que había
sorprendido y maravillado al emperador había sido el conocimiento que parecía
poseer Buttadeo de la Jerusalén antigua. Cuando situaba el camino de la cruz o el
palacio de Poncio Pilatos, dejaba muy atrás a capellanes y cronistas. Hablaban juntos
en latín, alemán, en aquel dialecto de Sicilia y Apulia del que debía salir el italiano
popular que san Francisco de Asís, por su parte, en Umbría, acababa de contribuir a
formar en sus cantos seráficos o en su Cántico de las Criaturas y que Dante, al final
del siglo y al principio del siguiente, llevaría a su perfección.
Muchos de los problemas de que discutían el emperador y el judío nos parecerían
hoy día casi incomprensibles. Lo que preocupaba a Federico II, aparte de sus disputas
con el papa y sus negociaciones con los musulmanes a propósito de Jerusalén, era
saber cómo estaba establecida la Tierra por encima del Infierno y si estaba sostenida
por otra cosa que el aire y el agua. Y también cuántos cielos había y cuál era la
distancia entre un cielo y otro. Aquel soberano casi universal, que había creado una
burocracia que nadie habría podido imaginar antes que él y que constituye el origen
del Estado moderno, vivía al mismo tiempo en un mundo medieval dominado, si no
por la superstición, pues admitía ya una necesidad en las cosas que anunciaba el
determinismo, al menos por una providencia llena de símbolos y correspondencias.
Mostró con gran secreto a Giovanni Buttadeo los presentes de su colega, el preste
Juan: una vestidura de abseste que el fuego limpiaba y no consumía porque lo habían
tejido gusanos que vivían en el fuego, un elixir de eterna juventud, un anillo que
volvía invisible, un fragmento de piedra filosofal. Hablaba también con él de
Aristóteles y Maimónides a quien admiraba mucho y de quien conocía, al menos
indirectamente, la Guía de descarriados. Lo que provocaba entre el emperador y el
judío discusiones sin fin, y a veces disputas, era la distinción entre los serafines y los
querubines. En la mitología de la Edad Media, los ángeles estaban divididos en nueve
categorías, desiguales en dignidad y que se agrupaban de tres en tres:

Primera jerarquía
coro de los Serafines

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coro de los Querubines
coro de los Tronos
Segunda jerarquía
coro de las Dominaciones
coro de las Virtudes
coro de las Potestades
Tercera jerarquía
coro de los Principados
coro de los Arcángeles
coro de los Ángeles.

El emperador Federico II pretendía encarnar en esta Tierra la sombra misma del


Mesías y, con gran furor del papa, pensaba tener acceso directo a Dios. Para facilitar
este acceso, se había situado, y todos lo situaban, en la categoría de los querubines.
—Sucesor de César y Augusto —le decía Isaac—, el emperador romano es el
querubín de este mundo, Francisco es su serafín.
—¡Su serafín! —exclamaba el emperador—. ¿Y con qué derecho este hombre,
que tiene una gran fama, pero que está muy por debajo de mí, ocupa un lugar tan alto
en la celeste jerarquía?
—Porque no posee nada y no poseyendo nada está más cerca de todo.
—Yo lo tengo casi todo.
—Pero él no tiene nada. Y la nada está, con mucho, más cerca del todo que el casi
todo.
Estas discusiones sobre el todo y la nada, los serafines, los querubines y el lugar
respectivo del emperador y el santo en la jerarquía universal irritaban a Federico II.
Un día, para poner a prueba a Giovanni Buttadeo, le preguntó cuál era la distancia
entre su palacio y el cielo. Daba la casualidad de que el arquitecto de Federico II era
un judío de Salerno. Aquel judío había contado a Isaac que, hacía algún tiempo, el
emperador había mandado rebajar la anchura de una mano, por motivo de traída de
aguas, el enlosado de la gran sala y el patio del palacio. Isaac pidió unos instantes de
reflexión ante la pregunta del emperador, sacó algunos instrumentos, pasó un rato con
el astrolabio regalado a Federico por el sultán de Egipto, consultó unos libros,
garrapateó unas cifras, y declaró que tenía la distancia exacta, pero que estaba
confuso porque le parecía, según sus cálculos, que el cielo se había alejado de la
Tierra la anchura de una mano. La respuesta impresionó al emperador que tomó a
Giovanni Buttadeo como criado personal. El judío volvió a Sicilia con Federico II
que lo destinó a tareas diversas y lo envió, por ejemplo, a Pisa a discutir con

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Leonardo Fibonacci, el más gran matemático de la Edad Media, gracias a quien se
transmitió la numeración árabe a Occidente. El emperador lo dejaba tan libre como
podía y repartía su tiempo entre largos y lejanos viajes y estancias en Palermo, en
Foggia, donde residía la corte y donde balsas, pantanos, estanques destinados a las
aves acuáticas, pasión del emperador casi en tanto grado como los halcones,
alternaban con las columnas de pórfido y las estatuas de mármol, o en Castel del
Monte, cuya arrogante estructura octogonal acababa de ser elevada en Apulia, no
lejos de Barletta.
Unos veinte años más tarde, pasando por Roma, se encontró por casualidad con
un hermano menor al que había conocido antaño en el entorno de Francisco de Asís.
A menudo habían paseado juntos los tres, interesándose por las flores, los pájaros, el
sol, los enfermos. Era también de Umbría. Se llamaba Fra Giovanni dal Piano dei
Carpini. Los franceses lo conocían con el nombre de Jean du Plan Carpin. El papa
Inocencio IV, último enemigo y vencedor del emperador Federico II, lo enviaba como
legado pontificio cerca del Gran Kan de los mongoles. El franciscano pensó en
seguida en el viejo amigo de san Francisco que hablaba todas las lenguas.
—No has cambiado —dijo el franciscano a Giovanni Buttadeo—. Sigues siendo
igual. Sigues siendo vivo y sólido.
—Lo que no ha cambiado, en cualquier caso —respondió Buttadeo— es mi
fidelidad a Francisco, que no tenía nada y lo amaba todo.
—De esta fidelidad vengo a hablarte. Sabes que Francisco quería mandarte lejos
con los hermanos menores. Yo voy a Asia. Habrá que andar mucho tiempo, por
desiertos y montañas, bajo el sol y por la nieve, en medio de muchos peligros.
¿Vienes?
Giovanni Buttadeo vaciló un instante. Y luego dijo:
—Voy.

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A su regreso a España, Cristóbal Colón conoció días de gloria y horas de tristeza
que han hecho correr mucha tinta. Luis de Torres, que había desempeñado un papel
decisivo en el descubrimiento del Nuevo Mundo sirviendo de intérprete con los
guanahaníes, los arawak, los caribes, fue alejado de toda celebridad y sólo conoció la
angustia. Su nombre se sumió en el olvido. Los hermanos Pinzón, que, a lo largo de
toda la expedición, habían mantenido una actitud ambigua respecto a Cristóbal
Colón, hablaron apenas desembarcados en las costas españolas. Habían observado
que Torres no se confesaba, no comulgaba nunca, no rezaba ninguna oración.
Encantados de poder perjudicar al compañero más íntimo del Almirante del mar
Océano, lo denunciaron como cristiano nuevo. Es decir como judío.
—Ni el mínimo Pater noster —declararon bajo juramento—. Y nunca un rosario,
una imagen piadosa. Los domingos, cuando se leía el Evangelio, iba a sentarse a la
parte delantera, cerca del guindaste, y silbaba con ostentación. —¿Y qué silbaba?—
les preguntaron los inquisidores. —Canciones de marinero. Y nunca cánticos.
El Almirante hizo lo que pudo para defender a su amigo. Testificó que en varias
ocasiones lo había oído cantar el Cántico de las Criaturas:
Loado seas, Señor, con todas tus criaturas,
loado sea nuestro hermano Sol que engendra el día y nos alumbra…
loado seas, Señor, por nuestra hermana Luna y por las estrellas…
loado seas, Señor, por nuestro hermano Viento…
loado seas, Señor, por nuestra hermana Agua…
La referencia franciscana no sentó muy bien. El papa Inocencio III había fundado
la Inquisición en los últimos años del siglo XII. Unos años más tarde, Gregorio IX
confiaba la Inquisición a los hermanos predicadores que acababa de fundar santo
Domingo. Habida cuenta de la notoriedad de Luis de Torres, compañero y amigo del
Almirante del mar Océano, la instrucción de su caso corrió a cuenta del inquisidor
general para toda la península ibérica. Se llamaba Tomás de Torquemada. Era
dominico. La devoción a san Francisco no bastaba para convencerlo ni para
conmoverlo. Luis de Torres pensó en silencio, con amargo júbilo, en la cuerda de
cañamo que llevaba Santo Domingo.
El Gran Inquisidor trató de arrancar a Luis de Torres revelaciones sobre Cristóbal
Colón a quien no faltaban los enemigos en la corte y en la Iglesia. ¿El Almirante era
fiel a los preceptos de la santa Iglesia? ¿Mostraba indulgencia con los cristianos
nuevos mal convertidos? ¿No tenía marranos —o sea judíos bautizados sin creer y
para salvar la vida— entre sus relaciones? Para refrescarle la memoria, colgaron a
Torres de los tobillos, le quemaron los pies, lo estrecharon en el potro con correas
provistas de puntas, le fijaron pesos al cuerpo para que pesara más y lo precipitaron
desde lo alto de la estrapada. Torres permaneció mudo. Un médico asistía a cada
interrogatorio y tomaba gravemente el pulso a su cliente. Cuando había peligro de
muerte, hacía suspender la sesión. La elección del verbo suspender era importante.

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Las reglas de la Inquisición prohibían someter más de una vez a un inculpado a la
tortura. Por eso los inquisidores nunca daban fin a un interrogatorio un poco
vigoroso. Lo suspendían solamente para poder reanudarlo mejor. Cuando sometieron
a Torres al tormento del agua, el Gran Inquisidor estaba personalmente presente.
Torres hizo señal de que quería hablar. Esperando una confesión sincera, el médico de
guardia hizo suspender inmediatamente la operación. Luis de Torres se incorporó y
dijo con voz bastante fuerte:
—Loado seas, Señor, por nuestra hermana Agua.
Tomás de Torquemada decidió en el acto que el individuo era irrecuperable y
debía ser quemado.
—Y no olvidéis —dijo— amordazarlo. Es inútil que se sirva de la hoguera para
cantar estúpidamente: «Loado seas, Señor, por nuestro hermano Fuego».
La ceremonia tuvo lugar en Sevilla, al pie de la Giralda, que no era exactamente
tan alta como hoy día y se parecía aún al minarete construido por los árabes. En
medio de una multitud que no escatimaba su placer, se fijaron primero a unos postes
elevados en la pira las efigies de los judíos y los relapsos que habían conseguido huir.
Luego se ataron a otros postes cadáveres de herejes que no habían podido ser
confundidos y condenados hasta después de muertos, desenterrándose su cuerpo y
entregando a las llamas sus restos y su recuerdo. Por último se dispusieron a quemar
a los vivos.
A los condenados se les sometió primero a un sermón y al látigo. El sermón era
interminable. Hacía la apología de la santa Iglesia católica. Condenaba a sus
adversarios. Enumeraba todas las formas de herejía, todas las manifestaciones, todos
los síntomas cotidianos, domésticos, íntimos que podían hacer creer en su presencia.
Exhortaba a todas las buenas almas a denunciar a los culpables y perseguir a los
sospechosos. Los herejes, al mismo tiempo, eran azotados hasta sangrar. Resultaba
difícil saber si los aplausos y los gritos de dicha del público se dirigían al talento del
orador o a la sangre que brotaba por todas partes.
Por efecto del sermón, quizá también del látigo, varios condenados abjuraron sus
errores pasados. Su pena fue conmutada inmediatamente y tuvieron el privilegio de
ser agarrotados antes de ser quemados. Los ojos se salieron de las órbitas y las
lenguas de la boca. En general eran precisas tres o cuatro vueltas de garrote para
acabar con los más recalcitrantes. Se produjo cierta indecisión tras las dos primeras
vueltas. Una niña de catorce o quince años que había abjurado gritó algo que debía de
ser una blasfemia. Un inquisidor y un médico se arrojaron sobre el verdugo para
impedir que diera la tercera vuelta. El sacerdote y el médico se encargaron tan bien de
la niña que, sostenida por dos inquisidores, pudo unirse al grupo de los que no habían
abjurado y serían quemados vivos. Todos subieron a la pira donde ya estaban atadas
las máscaras de los fugitivos, los cadáveres descompuestos de los muertos
desenterrados y los cuerpos aún palpitantes de los que habían abjurado y habían sido
agarrotados. Tomás de Torquemada había dado órdenes para que se dejara aparte a

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Luis de Torres. El compañero de Cristóbal Colón esperaba, amordazado, y
contemplaba el espectáculo. Lo habían azotado como a los otros. Dos confesores a su
lado vigilaban la menor señal de contrición y la menor voluntad de decir algo más
sobre el Almirante.
Los muñecos, los moribundos, los muertos y los vivos ardieron perfectamente.
Sólo el olor era insoportable. Lucía un gran sol. La fiesta duró horas. Llegó el
momento de la ejecución del último reo, que había permanecido impasible.
Amordazado como antes, subió a la hoguera. La muchedumbre rugió de placer.
—¡Pero si está riendo! —murmuró el verdugo al inquisidor que estaba a su lado.
En efecto, reía. El verdugo encendía las ramas y los leños. Una nubes llegadas
repentinamente del fondo del horizonte sumían Sevilla en la oscuridad. Los rayos
caían sobre la Giralda. Empezaban a retumbar los truenos. Trombas de lluvia se
precipitaban sobre la hoguera y apagaban las llamas. Una densa humareda invadía la
plaza, asfixiaba a los verdugos y los inquisidores, expulsaba a los espectadores. Juan
de Espera en Dios se desprendía de sus ataduras y su mordaza, saltaba del estrado de
los muertos a cuyo alrededor se agitaban sombras en la noche y se desvanecía entre la
muchedumbre. Unas horas más tarde, despojado de Luis de Torres, salía hacia el
norte, hacia Francia, hacia aquel Flandes que le daría su nombre más célebre: Isaac
Laquedem.

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En la época en que, rodeado de sus alemanes y sus sarracenos de Sicilia, Federico
II marchaba a la cruzada excomulgado por el papa y dejaba Brindisi a la cabeza de
una armada de cuarenta galeras, el islam era atacado de revés por unos jinetes
surgidos del Asia central. En aquel tiempo las noticias eran escasas. Tardaban en
llegar. Eran vagas e inciertas. Los judíos creían que el rey de Oriente era el rey David
que, resucitado bajo la forma del Mesías, volvía para liberarlos. En Francia, en
Inglaterra, en Alemania, en Italia, muchos clérigos y sabios se imaginaban que el
adversario oriental de los infieles musulmanes que poseían el Santo Sepulcro no era
otro que el preste Juan. Descendiente de los Reyes magos, heredero espiritual de
santo Tomás cuyos restos descansaban en las Indias, jefe de un Estado cristiano de
obediencia nestoriana, es decir cismático y hasta hereje, pero la guerra es la guerra, el
preste Juan era un personaje fabuloso que reinaba con un cetro de esmeralda sobre
tierras de leyenda que se situaban en algún punto entre África y Asia, entre la Etiopía
de la reina de Saba y la Mongolia misteriosa. Según los que sabían, o pretendían
saber, el emperador había cruzado con el preste Juan varias embajadas fructuosas y
naturalmente secretas. Permitían suponer que se había firmado un convenio y que las
tropas del preste Juan atacaban por la espalda al sultán, a los emires y a todos
aquellos pueblos que habitaban Egipto, Siria, Tierra Santa.
Desgraciadamente para los cristianos, el estruendo lejano que sacudía Oriente y
cuyo eco apagado llegaba hasta Occidente no era el de las tropas de sueño del preste
Juan. Procedía de escuadrones lanzados a todo galope a través del Asia central.
Aquellos guerreros sin piedad, que quemaban las ciudades conquistadas, asesinaban a
los prisioneros, edificaban pirámides con las cabezas de sus víctimas, eran los
herederos de los juan-juan, de los hiongnu, de los hunos, de todos aquellos nómadas
de estatura baja, nariz chata, cara ancha y terrible bajo su gorro de pieles y que
parecían pegados a sus caballos a los que alimentaban con cortezas de árboles, raíces
y hojas. Llevaban pieles de buey, de asno, de caballo sin curtir en las que estaban
cosidas placas de hierro que les servían de escudos. Tenían odres que inflaban para
cruzar a nado los ríos y los lagos. Los llamaban tártaros. Eran los jinetes de Gengis
Kan.
Más que ningún otro, Gengis Kan sacudió a Asia y aterró a Europa. Su poder
absoluto era un fenómeno inconcebible en Occidente. Ni Alejandro, ni César, ni
Augusto, ni Justiniano, ni Carlomagno, ni Federico II concentraron entre sus manos
tanto poder como el Khagan. Conquistó y organizó el mayor imperio jamás visto en
la historia.
De China a Hungría y a Siria, desde las fronteras de Silesia hasta las fronteras de
las Indias, reunió bajo su dominio a los pueblos más diversos y les impuso leyes y el
alfabeto de los uigures. Desencadenó sobre el Viejo Mundo la tormenta más terrible
que ningún individuo suscitó jamás. A uno de sus cuatro hijos, presa de aberración,
que quería impedir que las hordas saquearan la ciudad de Herat, en Afganistán, le
dirigió urgentemente una orden que se hizo famosa: «Un enemigo conquistado nunca

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queda vencido: sigue odiando a su nuevo dueño. Te prohíbo terminantemente que
obres con bondad. La compasión sólo se halla siempre en las almas débiles y
únicamente la severidad mantiene a los hombres en su servicio».
El emperador Federico II acabó oyendo hablar de Gengis Kan. Y Gengis Kan de
Federico II. Tras un sinfín de aventuras, llegó un mensajero de los contrafuertes del
Altai o de las orillas del Volga, de Samarcanda o de Karakorum. El Khagan de todos
los mongoles proponía al santo emperador romano de nacionalidad germánica
concederle un cargo en la corte del Gran Kan a cambio de su sumisión. El emperador
respondió en el acto que, por su parte, el único cargo que concebía era el de
halconero. Y le mandaba su saludo.
Cuando, veinticinco años antes que Marco Polo, Jean du Plan Carpin y Giovanni
Buttadeo se hundieron en el Asia profunda, el conquistador de pesadilla había muerto
desde hacía poco menos de veinte años. Había sido enterrado en Karakorum y había
repartido su imperio entre sus cuatro hijos. Prosiguieron su obra de conquista y
destrucción. Y sus nietos tras ellos. A las tierras en las que había reinado con una
violencia incomparable, por las que había hecho pasar el soplo de su brutalidad, el
hermano menor y el judío llevaron al Gran Kan el mensaje de caridad y paz del papa
Inocencio IV, que se contentaba con reclamar la conversión del pecador.
El hermano Jean du Plan Carpin tuvo mérito, talento, suerte: nadie lo mató y pudo
regresar a Europa con una carta de los mongoles, que se contentaban con reclamar el
reconocimiento por parte del papa de la supremacía del Gran Kan. Con el título de
Historia de los mongoles llamados por nosotros tártaros, escribió sobre todo el
informe más antiguo de que disponemos sobre el Asia central: una especie de
geografía aproximada y de historia fragmentaria. En todas aquellas tareas que no eran
fáciles —abrirse camino, sobrevivir, cruzar desiertos y montañas, relacionarse con los
mongoles, conversar con ellos, navegar entre las intrigas y las amenazas de la corte
del Gran Kan, reunir notas sobre todo lo que se había visto y oído, afrontar el calor y
el frío, las fieras salvajes, las enfermedades, los bandoleros, y rehacer el camino
inverso hasta la Roma de los papas—, Giovanni Buttadeo fue de una ayuda constante.
De regreso en Roma, Jean du Plan Carpin se empeñó en llevar a su compañero
consigo a ver al papa;
—No puedo —decía Isaac.
—¡Sí! —decía fray Jean.
—No quiero.
—¡Sí, sí! —insistía fray Jean—. En recuerdo de Francisco.
Isaac cedió. Jean du Plan Carpin lo llevó hasta los pies del Santo Padre.
—Sin él —le dijo al papa—, habría muerto mil veces.
Los dos enviados hablaron de las costumbres, las leyes, la lengua, las fiestas, la
crueldad de los mongoles, sus ardides de guerra, su desdén por los monumentos y los
establecimientos permanentes, su religión, por supuesto. El papa escuchaba con una
atención apasionada. Unos años antes, la horda de oro de los mongoles, herederos de

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Gen —gis Kan, después de conquistar Polonia, barrer Hungría, asesinar hasta el
último hombre del rey de Bohemia, había llegado a Viena y aterrorizado Germania.
Más aún que Federico II, de quien el papa sospechaba que tenía tratos con los
tártaros, lo que amenazaba a la cristiandad, en aquella época, era el poder mongol.
Superaba con mucho el poder musulmán y, en Persia, en Irak, en Siria, dominaba al
islam y lo hacía retroceder. En Asia como en Europa, a expensas del califa, como a
expensas del papa, era el adversario de toda civilización y habría podido adoptar la
divisa que el terrible duque Werner von Urslingen, llamado Guarneri por los italianos,
había hecho aplicar en las pecheras de plata de sus tres mil lanceros y mercenarios
alemanes: «Enemigo de Dios, de la piedad y de la caridad».
Cuando fray Jean du Plan Carpin y Giovanni Buttadeo llegaron al relato de las
pruebas por las que habían debido pasar, Inocente IV, muy conmovido, los bendijo a
los dos.
—¡Vaya! —dijo al salir de la audiencia Giovanni Buttadeo a fray Jean du Plan
Carpin—. Eso ha sido lo mejor.

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Dos días habían transcurrido, y dos noches, desde aquel día de primavera que
había dividido en dos partes desiguales la existencia del portero de Poncio Pilatos y,
al mismo tiempo, la historia del mundo. Durante siglos y siglos, Ahasverus les había
dado vueltas en la cabeza a todas sus circunstancias y todas sus peripecias. Lo
obsesionaba sobre todo una pregunta: «¿Por qué yo?». ¿Por qué había recaído sobre
él —sobre Judas, sobre Poncio Pilatos y sobre él— todo el peso de la culpa? En todas
las lenguas del mundo, en los cuentos de todos los países, en las leyendas y en los
refranes, tenían su sitio los tres. Raro era el niño, en las regiones más remotas, que no
hubiera oído hablar, al menos una vez en su vida, del lavamiento de manos de Poncio
Pilatos, del beso de Judas —y de él. Otros, como Barrabás, habían cometido crímenes
más enormes, fechorías mucho más monstruosas. Otros habían mentido, robado,
saqueado, asesinado, torturado. Pero no se habían convertido, como ellos, como él, en
el símbolo de la traición, de la indiferencia mortal, de la culpabilidad. Judas era el
traidor. Poncio Pilatos era el injusto. Él era el culpable. No había en la historia del
mundo más que dos culpables para siempre. El primero era Adán. Él era el segundo.
Al desobedecer al Creador, al descubrir la fuerza inaudita que representaba el
mal, Adán había dado la señal de salida a algo mucho más grande que la Gran
Aventura: era la historia. Al maltratar al galileo que se decía hijo de Dios, Ahasverus
se había condenado a recorrerla por entero. Era el segundo Adán. El primero había
legado al mundo el pecado original. Él llevaba a cuestas el peso aplastante del pecado
perpetuo.
A los tres días de aquel día de primavera que estaba en el centro de todo,
Ahasverus había entendido que debería encarnar a la vez la culpa y el mal y huir de
ellos sin descanso. Se había enrolado en la banda de Barrabás para intentar acabar de
un vez. La vida más azarosa era para él la mejor: sólo había esperanza en la muerte.
Lo que no había entendido era que no habría muerte. Por una inversión asombrosa, lo
que constituía el objetivo de tantos hombres se convertiría en su castigo: la
inmortalidad. Había negado el orden de las cosas. El orden de las cosas se le negaría
a él. Era el nuevo Adán. Sería lo contrario de Fausto que no quería morir. Él querría
morir y no podría.
Hablaría todas las lenguas. Llevaría siempre en el bolsillo bastante dinero para
sobrevivir. Y el cáncer, las armas blancas, la pistola, el veneno, la tormenta y el
fuego, la crueldad de los hombres y su justicia, el azar y el destino se verían
obligados a respetarlo. La edad, es decir el tiempo, no podría nada contra él. Había
dejado que el galileo anduviera camino de su muerte. Él andaría sin fin a través del
universo. Pero no lo sabía aún.
Tras la velada con los hombres de Barrabás, Ahasverus había pasado una noche
tranquila. Ahora las cosas estaban claras: se había hecho bandido. No había motivo
para estar nervioso. Las cosas se enlazaban, nada más. Pensó, mientras se dormía, en
Judas, en Poncio Pilatos, en María de Magdala y en aquel hombre al que ella amaba y
él no había hecho más que divisar aquel día de primavera en que todo se había

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volcado. Sintió una punzada de dolor. No se enteraría hasta más tarde del suicidio de
Judas. Y, hasta mucho más tarde, de que el galileo había cambiado el mundo y
trastocado la historia.

—Bueno —dijo—. Quizá no tengan ya ganas de oír mi historia.


—Más que nunca —dijo Marie, extendiendo las piernas y apoyando la cabeza en
mis rodillas.
—¿Ah? Muy bien, muy bien —dijo él.
Y, jugando con el viejo bastón, descolorido por el tiempo, atacado por la vida, que
hacía rodar entre sus manos sarmentosas, reanudó su charla. Y noche tras noche, en el
más bello salón del mundo, bajo las estrellas de la noche que vertían su resplandor
sobre el muelle de San Marcos y el palacio de los Dogos, nos contó, a Marie y a mí,
todo lo que acabo de contaros. Y todo lo que voy a contaros ahora, si es que tenéis
algún tiempo para escuchar fábulas parecidas a cosas verdaderas, o quizá más bien
cosas verdaderas parecidas a fábulas.

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II. La noche de los tiempos

For men may come and men may go


But I go on forever.

Alfred Tennyson

Tengo más recuerdos que si tuviera


mil años.

Charles Baudelaire

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—En el fondo —le dije—, es usted un santo. Haría falta un santo nuevo en el
calendario de la historia. San Ahasverus. San Giovanni Buttadeo. San Juan de Espera
en Dios.
La idea lo divirtió. Pero no le gustó mucho. Creo que lo escandalizó.
—¿Un santo? Supongo que bromea. Trato de salir adelante, nada más. Si cree que
es divertido lo que me pasó. Yo soy como todo el mundo: me pilló la historia. Nos
pilla a todos, ¿saben? La historia es una máquina para encerrar a la gente. Creemos
evitarla, nos alcanza en cada esquina, nos arrastra, nos coge. A mí me cogió peor que
a nadie. Porque lo tuve frente a mí —y le negué un vaso de agua. Ya conocen la
verdad: me había dado por odiarlo. Los otros lo aman o lo ignoran. Creen en él o no.
A mí me ocurrió algo enojoso: soy uno de los pocos que lo han detestado en el
mundo. Por causa de una mujer, evidentemente. Judas lo quiso mucho antes de
traicionarlo. Y tuvo tales remordimientos después de haberlo entregado, que se
ahorcó de la rama de una higuera. El mismo Poncio Pila— tos sólo experimentaba
indiferencia por él. Hizo cuanto pudo para tratar de salvarlo. Pero el procurador era
un tibio, un débil, un mediocre. Era un político. Lo dejó morir sin detestarlo siquiera.
Yo lo odié. Fue una falta de genio. Por ella, y para toda la eternidad, hay él —y yo.
—Habla mucho de él…
—Hablo sobre todo de mí. Pero en cierto sentido, él soy yo. Yo soy, como Judas,
una especie de Cristo en hueco. Cuando pienso que habría podido ahorrarme todo un
mundo, toda una historia entera, dándole un vaso de agua… Espero que no se
imaginan que cuento por gusto. Preferiría pasear con ustedes, cantar, jugar, mirar al
aire, nadar, correr, no hacer nada, olvidar, y morir un buen día. ¡Vivir, vamos! Ya lo
saben ustedes: me gustaría olvidarlo todo, irme de veras. Cuento…, cuento… porque
no puedo hacer lo contrario. Cuento porque me ahogo. Cuento para desquitarme.
Cuento para que me perdonen. Cuento para que me quieran a mí que he detestado
tanto. ¡Un santo! ¡No me haga reír! Creo que he hecho más o menos todo lo que es
posible hacer. Y lo peor es que no me arrepiento de gran cosa. Quizá me arrepiento
del vaso de agua… Aparte del vaso de agua… Todo lo que he hecho no podía sino
hacerlo puesto que lo he hecho. Todo lo que ha ocurrido era inevitable puesto que ha
ocurrido. ¿Acaso creen que la historia podría no haber sido? Nada es más fuerte que
la historia. Nada es más fuerte que el pasado. Y creo que el propio Dios —figúrense
si tendré motivos para conocer su omnipotencia— no podría modificarlo en absoluto.
—Eso me recuerda la reválida —dijo Marie.
—¿Qué le tocó en la reválida? —preguntó Simón Fussgänger.
—Libertad y necesidad —dijo Marie riéndose.
—Es muy sencillo —dijo Simón—. Sólo hay libertad delante, sólo hay necesidad
detrás. Pero mucha necesidad viene a mezclarse, por delante, con los sueños, las
ilusiones, la embriaguez de la libertad. Y un poco de libertad rebosa aún, por detrás,
sobre el reino férreo de la necesidad. Cada cual se desenvuelve como puede. Yo
intenté desaparecer. Me mezclé con la historia. Mi historia es la más bella del mundo

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porque es la historia de los hombres. Me oculté entre los hombres para que me
olvidaran y no me encontraran más. No me salió del todo bien: nunca me perdió de
vista. Desde las galaxias más remotas, desde aquellos universos que giran allá arriba
a distancias improbables hasta el granito de arena en su zapato, nunca pierde nada de
vista. En parte no me salió mal: yo soy el más hombre de los hombres. Todo lo que
ellos han hecho, lo he hecho yo. ¿Se acuerdan de Barrabás?
—Sí —dijo Marie—. El que cambian por el otro. El fulano de los ojos de loco y
la barba negra.
—Lo matan pronto. Sólo tiene un hora de gloria: cuando Poncio Pilatos lo suelta
para condenar al galileo. Inmediatamente desaparece. Todo el mundo conoce su
nombre, nadie sabe nada de él. Fui yo quien le sucedió al frente de su banda. Asesiné
a mucha gente, torturé a mucha. Son recuerdos encantadores. Nos batíamos por tres
cosas que mueven el mundo: las mujeres, el dinero, el poder. Me vengué de María
Magdalena y quizá también de la dulzura y la bondad del galileo. —¡Ah! ¡Aquella
bondad a través de tantos siglos! ¡Ah! ¡Aquella bondad en la eternidad!—, en todas
las judías y todos los romanos que me cayeron entre las manos. El santo violó mucho.
El santo mató mucho. El santo acumuló tantos tesoros como había conquistado
Barrabás. Nunca pude guardar nada, ya lo saben: el oro se me escurría entre los
dedos, lo distribuía a mis hombres, compraba armas y conciencias hasta en la Roma
imperial. Porque nuestro objetivo no había cambiado. Nuestro objetivo era expulsar a
los romanos y dar al pueblo judío su independencia y, ¿cómo dicen ustedes hoy día?
… ¡Ah, sí! Ya sé: su dignidad. Éramos bandidos. Éramos también patriotas. Era por
dinero, naturalmente, pero también por nacionalismo, quizá sobre todo por
nacionalismo, por lo que Barrabás había asolado Judea y Palestina, por lo que Judas
entregó a Jesús. ¿Creen que treinta monedas habrían bastado para que un hombre a
quien el galileo había elegido como discípulo lo traicionase? Queríamos algo más que
las mujeres, el poder y el dinero: queríamos la gloria, la fama, el honor. Queríamos un
lugar en la historia.
—Judas lo obtuvo —dijo Marie—. Pero por motivos diferentes de los que
esperaba.
—Nadie sabe nunca —dijo Simón— el sentido que tomarán sus acciones y su
vida ni lo que la historia hará con él.
—Cuando violaban a las mujeres, cuando arrebataban a sus hijos, cuando
cortaban los hombres a trozos para hacerles confesar donde escondían su oro, cuando
los enterraban vivos, ¿no pensaban nunca en el sufrimiento ajeno?
—Hija mía —dijo Simón—, la historia no ha sido ni será nunca una cena de gala.

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Empezamos a saberlo: lo que brillaba a lo lejos, en aquella época, y por muchos
siglos aún, era una reina, una diosa, la fuente de todo poder, el receptáculo de todo
saber, de toda hermosura, de toda riqueza: era la ciudad de Roma. Había Roma a un
lado, el resto del mundo al otro.
Y el resto del mundo obedecía a Roma. Roma, que debía, más tarde, después de
las grandes catástrofes, después de los sarracenos y después de los normandos,
después de la peste y la malaria, convertirse en la cáscara vacía de sus triunfos
pasados y quedar reducida, a pesar de su gloria, a treinta o treinta y cinco mil
supervivientes, contaba, en la época de Augusto o Tiberio, en la época de Jesús,
alrededor de un millón de habitantes. En Palestina como en otras partes, cuántos
tenían un nombre, fortuna, ambiciones, cuántos tenían un pasado o un porvenir sólo
soñaban con Roma. Al frente de su banda de asesinos patriotas, el sucesor de
Barrabás soñó con ella como los otros.
A lo largo de su ascensión, la República romana había amado la virtud y la
sencillez. Había, por supuesto, como en todas partes, como simpre, mujeres de mala
vida y hombres de pocos arrestos, estafadores y arribistas, libertinos e intrigantes.
Pero la virtud reinaba, era venerada, constituía el modelo, la referencia, la fuerza. Fue
la virtud quien hizo Roma. El Imperio, muy pronto, cambiará todo eso. A la paz, al
poder soberano, a la victoria de las armas, en cierta medida a la prosperidad, asocia el
terror, la intriga, la relajación, el culto de todos los vicios. La ambición de cada uno
sustituye la gloria de todos. Los poderosos se hacen ricos; los ricos, cada vez más
ricos. La masa del pueblo sólo reclama dos cosas: pan y juegos. La atiborran hasta el
hartazgo. La comunidad ciudadana cede poco a poco su sitio a la diversidad de
apetitos e intereses. Las Agripinas, las Mesalinas, los Sejanos, los Palas, los Narcisos
suceden a las Camilas, las Cornelias, los Catones, los Régulos. Y la sed de placer al
amor a la virtud. Cuando no es conquistado y conferido por las legiones, el poder se
transmite de un emperador a otro a través de las intrigas y los envenenamientos. Entre
Augusto y Nerón, pasando por Tiberio, Calígula, Claudio, hay un lío de parentescos,
adopciones, divorcios, segundas nupcias, un revoltijo de corrupciones, una maraña de
asesinatos. Es una especie de guiñol para adultos cuyo resorte fuera la sangre. En
todos los sentidos de la palabra: la genealogía y el crimen. Todo el mundo se acuesta
con todo el mundo y luego todo el mundo mata a todo el mundo.
Desde el fondo de su Judea, Ahasverus comprende muy pronto que todo se decide
en Roma. Es allí, en el corazón del imperio, donde la guerra de la independencia de
los judíos contra los romanos debe ganarse o perderse. Puesto que es allí donde todo
sucede. Y además, como siempre, se adueña de él la impaciencia, la necesidad de
moverse y marcharse. Ya no soporta Judea, Palestina, Oriente. No soporta la
inmovilidad. Se desprende de su mando, lo reparte entre sus lugartenientes, abandona
a sus hombres, les distribuye sus riquezas y marcha andando, por Fenicia, Siria,
Cilicia, Capadocia, hacia el Helesponto, Tracia, Macedonia, Iliria. Cuando, con el
nombre de Cartafilo, penetra por primera vez, por la Salaria o la Flaminia, en la

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ciudad imperial, queda maravillado, con cierta mezcla de odio e indignación hacia el
conquistador. Comparado con los monumentos que cubren las siete colinas, el templo
de Salomón y Herodes es un juguete para bárbaros. Corre del Panteón, construido por
Agripa con base rectangular hacia el campo de Marte, al templo de Apolo en el
Palatino y al altar de la Paz de Augusto, del teatro de Marcelo a las fuentes, a las
termas, a todos los pórticos del Foro. Augusto había encontrado una ciudad de piedra:
la había ensanchado, embellecido y reconstruido en mármol. Ahora, gracias a su
madre Agripina, que, con la ayuda de Locusta, envenenó por él al emperador
Claudio, su marido, y a la que, por respeto a la tradición y en justa compensación, no
dejará de mandar asesinar a su vez después de haber intentado ahogarla durante un
paseo por mar, es Nerón quien reina sobre tanta hermosura y riqueza, sobre el
Mediterráneo entero, sobre los judíos aplastados y siempre sublevados y sobre
Jerusalén.
¿Le suena aún el nombre de Poncio Pilatos, procurador de Tiberio hace treinta o
treinta y cinco años? En todo caso, lo irritan los cristianos, con su manía de moralizar
por cualquier cosa y dar lecciones a quien es más que ellos. Todo lo que se opone a
sus caprichos empieza a ponerlo nervioso. Hacen falta ejemplos. Quien resiste por
poco que sea está condenado de antemano. Muy pronto libre por una muerte
providencial que merecía un empujoncito y por un suicidio obligado de Burro, alma
grande y obsequiosa que lo había ayudado a subir al trono, y de Séneca, filósofo
estoico de vida fastuosa cuyos consejos lo exasperan tras haberlo servido tanto,
rodeado de Tigelino y de otro escritor, epicúreo éste, que tiene mucho talento y se
llama Petronio, el emperador, disfrazado, pintado, acicalado, cubierto con una corona
de laureles, con su flauta o su lira en la mano, se prepara a bajar al circo para recitar
sus versos o conducir su carro. Pues nada le gusta tanto como ofrecerse en
espectáculo. Lo ignora todo, por supuesto, de María de Magdala, Barrabás, Judas
Iscariote o Cartafilo.

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—¿No está usted siempre —preguntó Marie— dónde ocurre algo? ¿No será…
cómo decirlo…
Yo ponía la mano en su rodilla para prevenir cualquier salida de tono. Marie me
apartó con movimiento vivo.
—… una especie de esnob de la historia?
Simón se echó a reír.
—Evidentemente —dijo al cabo— estaba en Jerusalén cuando Caifás y Poncio
Pilatos mandaron crucificar a Jesús de Nazaret. Era, si quiere usted, estar en primera
fila de la historia. Era también, en la época, un suceso sin importancia. Salvo a un
puñado de fanáticos, a nadie se le habría ocurrido situar la crucifixión entre los
acontecimientos de los que el mundo se acordaría. De buena gana hubiera
prescindido del espectáculo, más me hubiera valido no estar allí. Y esta noche estoy
con ustedes al pie de la Aduana del mar. No crea que no soy sensible al honor de
conversar con los dos. Pero en fin… confiese que el esnobismo sin duda cabría mejor
en otra parte.
—Te lo has ganado —le dije a Marie.
Me fulminó con la mirada.
—Lo que me llamaría más bien la atención es la cantidad de sucesos a los que,
precisamente, no he asistido. No estaba en El Cairo cuando el estreno de Aída, en el
momento en que se abrió el canal de Suez, no estaba detrás de Leonardo cuando pintó
a Mona Lisa, no tengo la menor hipótesis sobre el asesino de Londres que mandaba
cartas a la prensa con la firma de «Jack el destripador». —«¿No les molesta que
emplee mi nombre de artista?… Me gusta mi trabajo y quiero más. La próxima vez le
cortaré la oreja a la dama y la enviaré a la policía. En plan de broma…»—, no asistí a
ninguna de las batallas de Andrinópolis, y hubo varias, y siempre decisivas, no vi
nunca a Carlomagno que tuvo cierto papel en la historia de Occidente y siento tener
que informarlos de que no estaba en Roncesvalles la tarde en que Roldán tocó la
trompa, o quizá el olifante. Sólo sé que un profesor italiano ha sostenido
recientemente que Roldán, que pasaba por sobrino de Carlomagno, era el hijo
incestuoso que había tenido éste con su hermana Gisèle. Lo que explicaría las
lágrimas amargas del emperador ante la noticia del desastre.
No quiero hacerles creer que me he pasado la vida en el entorno de los poderosos.
Soy un vagabundo, un caminante. He recorrido todas las rutas, los caminos
campestres cuando los había aún, las veredas de los bosques, los senderos de las
montañas. Son lugares donde difícilmente se topa con los príncipes de este mundo.
Otros hacen la guerra, ganan dinero, administran el Estado, pescan, venden prendas
de vestir o pan, cantan en público, cuidan a los enfermos, entierran a los muertos,
enseñan a los niños, cultivan la tierra, fabrican órganos, puentes, coches, cañones,
escriben música o tragicomedias. Yo no hago más que andar. No tengo familia, patria,
casa, hogar. No hay lugar en que esté en casa. Por consiguiente, no tengo ni tierras, ni
posesiones, ni intereses que defender. No teniendo intereses, apenas tengo opiniones.

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No teniendo apenas opiniones, estoy aparte en este mundo que recorro sin fin. Sigo
camino adelante, miro, veo lo que hacen los otros y escucho lo que dicen. ¿Creen que
unos y otros no me dan envidia? Tienen todos mucha suerte sabiendo por qué andan y
hacia qué avanzan.
Yo ando sin fin y con los ojos en el vacío. Nunca ando hacia algo, antes me alejo
de algo. ¿Y de qué me alejo, siempre en vano, naturalmente? Me alejo de mí mismo y
de lo que no he hecho. Mi mundo es el espacio, un espacio sin fronteras, mi mundo es
el tiempo, un tiempo sin límites. Lo ignoro todo de la esperanza. Ando y no avanzo.
He sustituido la política por la geometría, los lazos de la ternura o la fidelidad por
todas las abstracciones de la metafísica, la ambición y el temor por la fatalidad. Me
temo que mis pasiones son desencarnadas. El secreto de la vida es que se confunde
con la muerte y que no hay vida en cuanto no hay muerte. El escritor compatriota
suyo que más he conocido exclama en algún lugar: «Nuestra especie se divide en dos
partes desiguales: los hombres de la muerte y amados por ella, rebaño seleccionado
que renace, los hombres de la vida y olvidados por ella, multitud de nada que no
renace nunca». Más que nadie, yo soy un hombre de la vida, y olvidado por ella.
Porque la muerte no me ama, no puedo renacer. Soy hombre de la nada. Muero por
no morir. Es porque no puedo morir por lo que no puedo tampoco vivir.
A ustedes les da miedo la muerte. No saben lo felices que son. La muerte los
sostiene. Si no creyeran en ella, ¿podrían soportar su vida? Hace bastantes siglos, en
una pequeña ciudad de Polonia, yo era médico en aquel tiempo, médico ambulante,
por supuesto, conocía a una mujer que soñaba todas las noches con una infinidad de
vidas que se sucedían una a otra. Cada noche, temía el momento en que iba a
dormirse, sufría como un condenado, sufría como yo, vamos, y, un buen día, se
despertó loca. Acabaron quemándola porque se creía inmortal: fue el día mejor de su
vida. Todo el mundo no tiene esta suerte. No tendré yo un final tan afortunado. No
crean que es por casualidad, para que suene bien y quede bonito, por lo que el más
grande de sus poetas escribió estos versos que parecen hechos para mí y que he
tomado como divisa:
Es la muerte, ¡ay!, que consuela y hace vivir;
el objeto de la vida y la única esperanza
que, cual elixir, nos marea y embriaga,
y nos anima a andar hasta el atardecer.
Me gustan mucho los atardeceres, ¿saben? Me gustan también mucho los
amaneceres. Para mí que no cambio nunca, nada es más bello que esos instantes en
que, a diferencia del día pleno o de la noche cerrada, algo por fin, algo ya, está
cambiando. ¡Cuán gratos son esos amaneceres en los que el día se anuncia y está
contenido ya en ellos por entero! Todos los placeres del día están en los amaneceres.
El mundo sólo está hecho de mañanas. Como la vida sólo está hecha de juventud,
como las novelas sólo están hechas de principios, de arranques, de oberturas, lo que

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los pedantes llaman incipits. ¿Les gustan tanto como a mí los comienzos de novela?
«El 15 de mayo de 1796, el general Bonaparte hizo su entrada en Milán al frente de
aquel joven ejército que acababa de pasar el puente de Lodi, y anunciar al mundo que
después de tantos siglos César y Alejandro tenían un sucesor…». O: «El día
declinaba desde hacía unos instantes en las calles de la pequeña ciudad de…». O: «El
15 de septiembre de 1840, hacia las seis de la mañana, el Ville-de-Montereau a punto
de partir lanzaba grandes bocanadas de humo ante el muelle de Saint-Bernard…». O:
«Cuando la cajera le hubo devuelto el cambio de su moneda de cinco francos,
Georges Duroy salió del restaurante…». O: «Fue en Megara, arrabal de Cartago, en
los jardines de Amílcar…». O: «Voy a exponerme a muchos reproches. Pero, ¿qué
hacer? Vivíamos en F…, a orillas del Marne…». O: «La primera vez que Aurélien
vio a Bérénice, le pareció francamente fea…». O: «Amaba perdidamente a la condesa
de…; tenía veinte años y era ingenuo; me engañó, me enfadé, me dejó…». «Se puede
casi cerrar el libro; todo está dicho. Toda la novela, todo el día, toda la vida futura
está ya en su comienzo. Y este comienzo sólo tiene sentido porque habrá una
continuación. Y porque habrá un final. El amanecer sólo es tan hermoso porque hay
un atardecer».
No hay atardecer en mi vida. ¿Cómo habría un amanecer? Las historias que les
cuento y que ustedes aceptan escuchar, aunque, de vez en cuando, descubren en ellas
algo de esnobismo…
—Otra vez muy bien… —le dije a Marie con la voz más baja, tan baja que me
pregunté si iba a oírme.
Pero creo que me oyó porque se volvió hacia mí y me miró a los ojos, con aire
duro, más deliciosa que nunca.
—… son siempre historias de algo que ocurre, de algo que se despliega, de algo
que se eleva. Y de algo que se hunde. Son historias de mañana. Serán historias de
atardecer. Ya no sé quién dijo que todas las grandes novelas eran en principio la
historia de un individuo que comienza o de una colectividad que acaba. Nada
empieza nunca en mí puesto que nada acaba. Dios no tiene historia. Yo tampoco. Lo
único que puedo hacer es contar la historia de los otros. Mejor si ello los divierte.

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Roma no podía más. El Imperio se resquebrajaba por todas partes. Aquella cosa
inmensa que, desde hacía mil años, no paraba de crecer y reinar se estaba viniendo
abajo. Con la invasión de los galos y la lucha contra Cartago, con las conquistas y las
guerras civiles, con Augusto y Nerón, con Tito y Domiciano, con Trajano o Adriano
y Calígula o Cómodo, había tenido altibajos, triunfos y fracasos, desgracias
temporales y un poder y una gloria que no hacían sino extenderse. Confundido poco a
poco con el mundo conocido, el Imperio romano parecía indestructible. ¿Cruzaba por
la cabeza de alguno de sus dueños la idea de que la paz romana y las legiones
romanas que la aseguraban derramando sangre tendrían también fin? Por más que los
poetas y los hombres de Estado ensalzaban la eternidad de la Urbe que había
conquistado el mundo, aparecían grietas en el gigantesco edificio. La decadencia
venía de antiguo. En un libro famoso —Historia de la decadencia y la caída del
Imperio romano—, Gibbon la hace remontar a la muerte de Marco Aurelio, algo más
de cien años después de la muerte de Nerón. La agonía del Imperio durará más de dos
siglos. Su caída sacudirá el mundo. Le harán falta diez siglos, o algo así, para
recuperarse y olvidarlo —sin dejar de recordarlo.
El final del Imperio romano es confuso y admirable. La conquista devora al
conquistador. El peso del mundo se hace excesivo. Las divisiones se instalan. No
faltan genios: pero no pueden dar abasto. Diríase que la decadencia se alimenta de la
decadencia como el triunfo se alimenta del triunfo. La desdicha, como la felicidad,
tiene algo de acumulativo. Roma ha cambiado de destino. En todo triunfaba ayer, en
todo fracasa hoy. La fortuna abandona la urbe que se creía eterna. Va a instalarse más
al este, a Bizancio primero, que es la segunda Roma, y luego por la parte del Danubio
y las llanuras de Panonia.
Hay allí pueblos nuevos que vienen del Norte y el Este y a los que el lujo y la
lujuria no han pervertido aún. No tienen nada. Lo quieren todo. Están fuera. Quieren
entrar. La violencia les sirve de vicios. Tienen prisa por ser ricos y por ser poderosos.
Los llaman bárbaros. Los griegos trataban de bárbaros a quienes no eran griegos,
incluidos los romanos. Locos por lo helénico, los romanos de la decadencia dan el
nombre de bárbaros a todas esas tribus germánicas bajadas de Escandinavia hacia las
orillas del Danubio y que se agitan en las fronteras. Las cosas no son sencillas. No se
trata de dos imperios que se oponen uno a otro. Los bárbaros son pueblos dispersos,
que no cesan de moverse. Cuando, desde el fondo de Asia, en sus caballitos salvajes
que aterrarán aún, en los tiempos de los Hohenstaufen y al final de la Edad Media,
Polonia, Hungría, Bohemia y hasta Alemania, desembocan los hunos de Balamir, de
Bleda y pronto de Atila, los godos, espantados, refluyen de pronto hacia el Oeste. Son
sacudidas de pueblos, choques sucesivos, bolas de billar que se empujan unas a otras.
Los godos se lanzarán sobre Roma para huir de otros bárbaros que los hunos venidos
de Asia empujan en masa ante ellos. Es porque Altai, Pamir, la alta Asia, las expulsan
del Danubio donde acaban de instalarse por lo que tribus escandinavas van a arrojarse
sobre Verona, Ravena, los llanos de Lombardía y la Ciudad eterna que está

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penetrando en las tinieblas de las que, tras mil años de gloria, tardará otros mil en
salir.
En los grandes días del Imperio, en tiempo de Trajano y Adriano, Cartafilo luchó
en Sarmizegetusa, a orillas del Danubio, contra los dacios de Decébalo. En la época
de la caída de Roma, se halla en Bizancio, convertido en Constantinopla, bajo la piel
de una mitad o un cuarto de sabio que enseña el latín y el griego a los bárbaros de
paso. Es sofista y gramático. Bizancio que, poco a poco, en el seno mismo del
Imperio, ha superado a Roma, es una ciudad inmensa, pintoresca, animada,
enteramente dedicada al comercio y las carreras de carros, un bazar prodigioso, una
mezcolanza donde se cruzan todas las razas. Prisioneros, rehenes, embajadores,
mercenarios, viajeros, estudiantes, la cantidad de bárbaros es considerable. Hay
suevos, vándalos, hérulos, hay sobre todo representantes de las dos ramas de los
godos venidos del Norte y dispersados por la presión de los hunos: los visigodos y los
ostrogodos, cuyo nombre, un poco cómico, debía acabar en broma, y a veces en
injuria, como el de los vándalos, que tampoco brillaban por la delicadeza del gusto y
el respeto a los monumentos. Unos y otros vienen a Constantinopla para hallar el
saber, el poderío, el dinero, las carreras, el placer de la vida. Vienen porque el
emperador bizantino los retiene en garantía de la paz y la tranquilidad de sus tribus.
Vienen porque sus padres, sus tíos, sus hijos o ellos mismos son más capaces que los
griegos, los romanos, los bizantinos, que sólo piensan en divertirse, en el arte de la
administración o en el arte de la guerra. Vienen también porque son cristianos.
Los hunos son paganos. Son animistas. Obedecen a chamanes. Todos los demás
bárbaros son cristianos, y tienen obispos. Fue un obispo, Wulfila, quien convirtió a
los godos. Es cierto que no fue al cristianismo ortodoxo. Sino al arrianismo. El
arrianismo es una herejía, pero una herejía cristiana. Sostiene que el Hijo no se
confunde con el Padre, que no es su igual, que le está subordinado y que Cristo no es
Dios. Nada apasiona tanto a Cartafilo —que, entre los bizantinos, se hace llamar
Demetrios— como esos debates sobre la naturaleza de Jesús. ¿Es Dios como afirma
el concilio de Nicea? ¿No es más que un hombre divino como sostienen los arríanos?
Después de enseñar a sus alumnos bárbaros todas las sutilezas, que se sabe al dedillo,
del latín y el griego, a menudo, hasta altas horas de la noche, mientras las prostitutas
bajo los pórticos echan mano a los soldados de juerga o a los espectadores de las
carreras de carros rezagados en el hipódromo entre los verdes y los azules, sigue
discutiendo con ellos sobre la naturaleza divina o humana del galileo tan amado por
María de Magdala.

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Cuando, llegando de Oriente, de Iliria, del norte de Italia, Cartafilo entra en Roma
y corre, maravillado, de un —monumento a otro, el Imperio se halla en su apogeo.
Lleva ya a sus espaldas bastantes crímenes y bajezas que se confunden con su poder.
Tiene aún ante sí dos o tres siglos de grandeza. Heredero de César y Augusto, un
joven emperador sumiso y más bien popular— pese ya a varios asesinatos —deja el
poder a su madre: se llama Agripina, ha sucedido a Mesalina en el lecho del
emperador Claudio y, por ella primero pero también por su hijo, está devorada de
ambición. Su hijo se llama Nerón.
Cartafilo, naturalmente, no sabe casi nada de las intrigas y las luchas en la cumbre
del Imperio. Lo que lo ocupa son sus recuerdos, muy recientes aún —hace unos
veinte años apenas que el hombre de Nazaret ha sido crucificado—, y la suerte del
pueblo judío. Lo que lo une a una vida de la que teme estar ya excluido a fuerza de
estar encerrado en ella es el porvenir de aquel puñado de hombres elegidos por el
Todopoderoso y a los que pertenece, amenazados a la vez por los romanos
conquistadores a los que ha servido en Jerusalén en la persona de Poncio Pila —tos y
por los cristianos a los que execra y ama, quizá hasta la locura, a través de María
Magdalena y el galileo.
En Roma, vagabundea, anda, recorre las siete colinas, se mete por la vía Apia, la
Salaria, la Flaminia, cruza los montes Sabinos y la siniestra Maremma, y repite sus
quejas. Un atardecer de otoño, cerca del Ara Pacis, el altar de la Paz de Augusto, se
ve envuelto en una reyerta por motivos fútiles. Está solo contra tres mocetones que no
son unos gallinas: un coloso rubio, venido de la Galia o quizá de Bretaña, y dos
morenos, de aire avieso, y que apestan a ajo. En la escuela de Barrabás, aprendió a
batirse. Se deshace uno tras otro de sus tres adversarios. Cuando levanta la cabeza,
atontado aún por el combate, hirsuto, sin aliento, con la cara y el cuerpo
ensangrentados, descubre un grupito de hombres que rodean una litera. La litera está
detenida. Los hombres, que son soldados, lo observan riendo. Él los mira con rabia.
No ha recibido tantos golpes y ha devuelto aún más para dar un espectáculo ante un
grupo de imbéciles regocijados. Su mal humor se atenúa cuando ve descorrerse
ligeramente las cortinas de la litera y salir una mano de ellas. La mano es fina y
blanca. Se agita con ligereza, aleja a los soldados, le hace señal de avanzar. Él se
acerca. Una voz de mujer surge con un murmullo apenas perceptible.
—Sube a mi lado.
No se lo hace repetir, olvida sus miembros magullados y la sangre que le corre
por la barbilla, sube sin hacerse de rogar en la litera que huele agradablemente y, en
la noche que cae, distingue a la mujer más bella que ha visto nunca después de María
de Magdala.

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—¿Le gustan las mujeres? —dijo Marie.
—Usted me gusta mucho —dijo Simón.
—Quiero decir las otras mujeres —dijo Marie—, las mujeres en general.
—¿Qué harían los hombres sin ellas? —dijo Simón Fussgänger—. ¿Y qué harían
las mujeres sin los hombres? El mundo avanza y sobrevive porque hay hombres y
mujeres y porque tienen hijos. Se acabaría el mundo si no tuvieran hijos. Para
ustedes, que no son inmortales, el amor sustituye la eternidad.
—Un día, quizá —dijo Marie— las mujeres no tengan necesidad de los hombres
para fabricar hijos. Y un día, quizá los hijos se hagan solos.
—Es muy posible —dijo Simón—. Todo es posible. Es posible también que
dejemos el planeta. Sabe, ¿verdad?, que la Tierra no es eterna y que acabará.
—Es la historia —dijo Marie— del individuo, un poco como usted, que da una
conferencia.
—Yo nunca doy conferencias —dijo Simón, muy bajito.
—En fin, da una y explica que el sol se gastará como una pila que se acaba, como
una vela, como un fogón que se apaga poco a poco y que, dentro de cuatro mil
millones de años, no habrá ninguna vida en la Tierra. En aquel momento alguien del
público se cae desmayado. Dos o tres señoras se precipitan, le mojan la frente, le dan
golpecitos en las mejillas, lo reaniman.
—¿Qué ha pasado? —le preguntan.
—¿No lo han oído?
—¿No hemos oído qué?
—Lo que ha dicho el orador.
—¿Qué ha dicho?
—Que el mundo va a desaparecer dentro de cuatro millones de años.
—¡No! Ha hablado de cuatro mil millones de años.
—¡Ah, bien! Yo había oído cuatro millones.
Y se levanta tranquilizado.
—Sí, es eso —dijo Simón—. Un poco antes, un poco después, un poco antes
quizá por culpa de los hombres, cuatro mil millones, cuatro millones, nadie lo sabe.
Pero todo esto concluirá.
—Mejor para usted —dijo Marie.
—Sí, claro…, mejor para mí… Pero los hombres son tan listos, tan locos y tan
listos, han aprendido tanto que inventarán otra cosa. Irán a otro planeta, a otra
galaxia. O construirán otro sol.
—¿Y usted entonces?… —dijo Marie.
—No sé… —dijo Simón—. No sé. Espero no andar por otro planeta, por otra
galaxia. Espero que sólo estoy atado a la Tierra, tal cual es, a esta vieja historia, tan
gastada como yo, donde el único modo de que una mujer tenga hijos es con un
hombre. Los viejos, ¿sabe usted?, somos siempre un poco conservadores. Durante
milenios, no ha habido nada más fuerte que la atracción universal y sin embargo

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siempre singular entre un hombre y una mujer, lo que, más tarde, para que suene
bien, y para subrayar un poco más su fatalidad irresistible, y sin embargo pasajera, se
ha llamado la pasión. Conocen naturalmente el último verso, y el más hermoso, de La
Divina Comedia:
L’amor che move il solé e l’altre stelle.
—Naturalmente —dije yo muy rápido.
—¡Mentiroso! —dijo Marie.
—No ha habido nunca entre los hombres nada más fuerte que esta debilidad, más
despiadado que esta ternura, más egoísta que esta sumisión a otro, más duradero a
través de la historia y más eternamente poderoso que este impulso pasajero. Por esta
razón, me figuro, el amor ocupa tanto lugar en la música, la poesía, la pintura, el
teatro. Hasta el siglo pasado, si se hiciera desaparecer con un golpe de varita mágica
todo lo referente a la religión, una parte inmensa de nuestra pintura, de nuestra
escultura, de nuestra arquitectura se vendría abajo en el acto. ¿Qué habría quedado en
la pintura occidental hasta el siglo XVIII sin la crucifixión y la sagrada Familia? De
la masa inmensa de nuestros libros, y sobre todo de nuestras novelas, suprimamos
todo lo relativo a las pasiones del amor, no digo que no quedará nada —quedarían la
fe y el saber, cuentos, fábulas, Memorias, las aventuras de los hombres, los relatos de
Conrad, la Crítica de la razón pura, la Fenomenología del espíritu, vodeviles
militares, Alphonse Aliáis y Kafka, un poco de Polieucto, el sueño de Atalía, la
Bhagavad-Gita y el Popol-Vuh, fragmentos de Don Quijote y de Gargantúa, trozos la
Ilíada y, como mucho, de la Odisea, los viajes de Ibn Battuta, lo cual no está tan mal
—, pero un tifón tal vez salvador pasaría por los estantes de nuestras bibliotecas. Pues
todo el mundo sabe que el amor que ha hecho girar las estrellas ha venido a ser, con
el tiempo, el revoltijo y la fuente de las peores estupideces.
—¿Estupideces? —dijo Marie.
—Siempre he tenido cierta debilidad por las estupideces. Y por las historias de
amor. El inefable concierto no enmudece nunca en el mundo. «Un pájaro azul bajo
las estrellas, ¿es imposible? No obstante, mis ojos lo han visto… Pues bien, procura
que sea un buen cuento que contar en los jardines del Orontes». Es de Maurice
Barres, que no me quería mucho, creo, en un bonito libro: Un jardín en el Orontes.
¿Lo ha leído?
—No —dijo Marie.
—Debería leerlo —dijo Simón.

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De una belleza legendaria, Popea era la mujer de Rufio Crispino. Rufio Crispino
era prefecto del pretorio.
Durante más de cuatro siglos, desde Augusto que lo había fundado hasta la
invasión de los bárbaros, el cargo de prefecto del pretorio fue uno de los más
importantes del Imperio. El pretorio era originariamente el nombre dado a la tienda
de campaña del pretor o del general en jefe en un campamento romano, más tarde, a
la morada del pretor en su provincia. En tiempo de los cónsules y de la República, se
dio el nombre de pretorianos o guardia pretoriana a las cohortes de elite encargadas
de la protección de un general en jefe romano, pretor, cónsul o dictador. Abolida la
República, el nombre pasó naturalmente a las cohortes, en número de diez o quince,
que formaban, en Roma, la guardia del emperador. Su campamento estaba fortificado.
Su poder era temible. En varias ocasiones, durante el Imperio, los pretorianos dieron
y quitaron el poder imperial. Una vez, incluso, lo subastaron. El jefe de los
pretorianos era el prefecto del pretorio. Rufio Crispino, el marido de Popea, era
prefecto del pretorio.
La madre de Popea era ya muy bella. Había tenido la desgracia de gustar
locamente a uno de los incontables amantes de Mesalina, la primera mujer del
emperador Claudio. La emperatriz había matado dos pájaros de un tiro: tras acusar a
su rival de ser la amante del propietario de los fabulosos jardines de Lúculo, que
codiciaba hacía tiempo, y complotar secretamente con él contra el emperador, había
hecho matar a una y se había apoderado de todos los bienes del otro. La hija había
tomado la revancha: esposa del comandante de la guardia pretoriana, el equivalente,
si se quiere, de un jefe de la K.G.B. o de la C.I.A., o de un Fouché un poco más
militar, o si se prefiere, de un teniente de Al Capone o de un Lucky Luciano instalado
en la Casa Blanca, Popea pertenecía al grupito de íntimos que soportaba el
emperador. Eran los pretorianos que, al morir Claudio, asesinado por su segunda
mujer Agripina, habían llevado a Nerón al poder. Nerón, por consiguiente, tenía
motivos para saber que a los pretorianos había que tratarlos con recelo y miramientos.
Y el prefecto del pretorio, a su vez, no ignoraba nada de su poder y de los riesgos que
corría: los pretorianos hacían y deshacían a los emperadores, pero el emperador, por
su lado, tenía derecho de vida y muerte sobre los soldados y sus jefes, y el menor
capricho suyo podía forzarlos al suicidio. Todo ese mundillo se adula, se teme, se
espía, vive junto, come junto, va al teatro junto, asiste junto a los juegos sangrientos
del circo, está lleno de sospechas y no deja de vigilarse. Popea se aburre un poco. Ya
no ama a su marido, si es que alguna vez lo ha amado. Aspira a algo más, pero, ¿a
qué? y, mientras tanto, recoge a Cartafilo cerca del Ara Pacis.
La noche cae ya sobre Roma. En la litera rigurosamente cerrada por cortinas de
cuero, rodeada de soldados de la guardia pretoriana, siente un placer acrecentado aún
por el peligro. Descubre algo que no conocía.

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El fin empieza con Alarico. Hasta él, los romanos podían imaginarse aún que los
disturbios, los bárbaros, los cristianos, las guerras perdidas, la imbecilidad o la
ignominia de los emperadores no eran sino una mala racha y que la Ciudad eterna iba
a recobrar su grandeza y a durar hasta siempre como venía durando desde siempre. A
las sociedades como a los hombres nada les es más difícil que adivinar si el ocaso y la
muerte son ya para mañana o si todavía aguardarán unas horas, unos días, unos años,
unos siglos. Los cristianos no dudaban de la caída ineluctable de la Roma pagana,
pero la mayor parte de ellos creía también ciegamente que el mundo tampoco duraría
mucho tiempo, que se acercaba el Juicio final y que Cristo, en su gloria y en su
omnipotencia, estaba a punto de volver al valle de Josafat. Muchos poetas y hombres
de Estado apasionados por la tradición sólo sentían desprecio por aquellas visiones
histéricas y aquellas fábulas sacadas del Apocalipsis: las legiones eran aún fuertes y
la Ciudad era eterna.
Alarico pertenecía a la familia de los Baltos que había dado muchos reyes al
pueblo de los visigodos. Había nacido en algún lugar del delta del Danubio. El
emperador Teodosio el Grande, que había reunificado Oriente y Occidente y dado,
antes de la caída, un último esplendor al Imperio, había tenido que contar con él y lo
había cubierto de honores. Alarico lo había aprovechado para atacar Tracia, amenazar
Constantinopla, arrasar Grecia, invadir Italia y apoderarse de Roma. Hacía
ochocientos años casi exactamente —desde el ataque de los galos en 390— que la
Ciudad eterna no había sido invadida.
La caída de Roma sacudió no sólo el Imperio, sino el mundo. Hizo un ruido
espantoso. Todos sentían que algo, que había sido grande, se estaba acabando y que la
historia arrancaba sobre nuevas bases. Las mentes conservadoras y pesarosas
acusaron al cristianismo de haber debilitado el Imperio y precipitado su ocaso. Si
Roma, decían, hubiera permanecido fiel a sus dioses de siempre y a sus tradiciones,
se habría salvado. Para responder a estas quejas y a esta amargura de los paganos
postrados, escribió san Agustín, en África del norte, en Hipona, cerca de Bona, uno
de los libros más grandes de todos los tiempos, uno de aquéllos cuya influencia ha
sido más duradera: La Ciudad de Dios. Antes de abordar el problema del bien y el
mal y la creación del universo, explica que no sólo el cristianismo es inocente de los
males que agobian Roma, sino que es una suerte para la Ciudad de poder y orgullo el
ser vencida por cristianos que no lo destruyen todo a su paso y respetan la vida, las
iglesias, los recuerdos de la gloria, la religión. Es la victoria de Alarico, bárbaro
cristiano y arriano, destructor del pasado, anunciador del futuro, sobre la Roma
tradicional la que está en el origen de la obra capital que marcará, a lo largo de los
siglos, la historia del cristianismo: el primer libro impreso en Italia, en Subiaco, en
1467, es La Ciudad de Dios.
El enterrador de Roma era un bárbaro analfabeto al que fascinaba la cultura.
Soñaba menos con destruir todos los tesoros de la tradición que con apropiárselos.
Había hecho llamar junto a él a romanos, galos, griegos, bizantinos que lo

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deslumbraban con su saber, su gusto, su soltura con la belleza. Entre ellos, a
Demetrios, aquel gramático y retórico bizantino de quien los más enterados —que se
equivocaban, como siempre— murmuraban que era romano, que había servido en las
legiones imperiales y que se llamaba Cartafilo.
—¿Eres romano? —le preguntaba Alarico.
—Claro que no —respondía Demetrios.
—Te creo —decía Alarico.
—Haces bien —decía Demetrios—. Soy judío.
Alarico lo miraba. Un judío para un visigodo era un ser venido de otro mundo,
una criatura improbable, una especie de monstruo de leyenda.
La víspera de su entrada en Roma, después de recibir a los emisarios de la ciudad
asediada a quienes había prometido mostrarse misericordioso, Alarico mandó llamar
a Demetrios a su tienda de campaña. Un acontecimiento formidable se estaba
preparando. El bárbaro quería conversar con un hombre cuya sensatez era reconocida
por muchos.
—Siento en mí algo que me incita a no dejar piedra sobre piedra de la Ciudad
eterna.
—¿Qué les dejarás, pues, a esos romanos que han dominado el mundo? —
preguntó el retórico.
—La vida —respondió Alarico.
La mente de Demetrios estaba obsesionada por grandes ciudades arrasadas. Se
acordaba de Nerón y el incendio de Roma, se acordaba de la destrucción por Tito del
Templo de Jerusalén. Quizá estaba cansado de incendiar y destruir. Quizá también, en
secreto, quizá sin saberlo él mismo, sentía compasión por aquella grandeza que se
desplomaba, a la que tanto había odiado y admirado, y de la que había acabado de
vengarse. Intentó disuadir a Alarico de su proyecto de arrasar Roma.
—Si dejo la Ciudad en pie —preguntó Alarico—, ¿cómo marcaré mi paso por
ella, cómo marcaré mi victoria?
—Con uno de esos gestos minúsculos e inmensos que se graban para siempre en
las memorias con más fuerza que los saqueos y los incendios —contestó Demetrios.
—¿Cuál es tu propuesta? —dijo Alarico con cierto recelo.
—Poner término a algo que dura desde siempre. En vez de destruir como todo el
mundo, harás algo nuevo que atravesará los siglos: apagarás el fuego en vez de
encenderlo.
Así fue como Alarico, en el verano de 410, renunciando, por consejo de
Ahasverus, a reducir Roma en cenizas, y dando a un tiempo nacimiento a La Ciudad
de Dios de Agustín, apagó el fuego sagrado que mantenían las vestales en Roma
desde hacía más de mil años.

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Marie quiso volver a San Giorgio degli Schiavoni, con Simón Fussgänger, a ver el
retrato de san Agustín por Vittore Carpaccio. Permaneció mucho rato callada mirando
el cuadro en el que, la primera vez, conmigo, sólo había observado, entre risas, el
perrito rizado sentado a la izquierda, sobre sus patas traseras, a los pies del Padre de
la Iglesia representado por el pintor en el instante mismo en que una luz divina, que
petrifica cosas y seres —y hasta al mismo caniche blanco, pasmado por tanto honor
—, cae del cielo por la ventana de la derecha para anunciar a san Agustín la muerte
de san Jerónimo, el traductor de la Biblia, su colega y rival en las ciencias del hombre
y de Dios.
—¿Así que es él? —dijo Marie al fin.
—Es él —dijo Simón Fussgänger—. Es él y no es él. No se parecía en nada a la
imagen que tiene usted delante y puedo asegurarle que el decorado no es el de la
época. Ni la vestidura, ni la silla, ni la mesa, ni la barba, ni la librería son las de
Agustín.
—¿Y de dónde salen —preguntó Marie— si no son las de Agustín?
—De Carpaccio, naturalmente. O al menos de su tiempo. Es tan imposible
salimos de nuestro tiempo como de nuestro cuerpo. Somos prisioneros de muchas
cosas, pero en primer lugar de ese tiempo en que se despliega, o cree desplegarse,
nuestra libertad. El genio de Carpaccio no consiste en resucitar un pasado que nadie
resucita. Consiste en dar testimonio para el futuro de su propio presente. Tiene ante
usted el gabinete de trabajo de un humanista del Renacimiento. Un hombre del siglo
XVI que pinta a un hombre del IV sólo puede representarlo en los términos del XVI.
Mire el techo: es un artesonado. Mire los libros: son libros del Renacimiento.
Carpaccio se pasa incluso de la raya: no sólo reproduce una estatua y objetos que sólo
pueden haber sido cincelados por un Donatello o un Benvenuto Cellini, sino que
introduce en el decorado, a dos pasos de san Agustín, una magnífica esfera armilar,
colgada del techo y ya muy perfeccionada. Naturalmente recurre a la memoria y la
imaginación, que hacen lo que pueden: son siempre la memoria y la imaginación de
un hombre de su época. Hay a menudo en Carpaccio una especie de luz y de
inmovilidad orientales. Han podido hacer pensar que el pintor había visitado
Constantinopla y Tierra Santa. Aquí tiene usted más bien un interior con algo
cerrado, confortable, cuidado, un poco flamenco quizá. Todo está bien ordenado en
su sitio, con hornacinas pulidas y muebles entre los que ha de resultar grato vivir. Es
que la pintura holandesa había impresionado a Carpaccio. Venecia, Constantinopla,
Flandes, Jerusalén pueden perfectamente influir en él. Lo que le está prohibido, como
a usted, como a todos nosotros, es retroceder en el tiempo y resucitar a san Agustín
tal como realmente era. El espacio es la forma del poder de los hombres, el tiempo es
la forma de su impotencia.
—De una época a otra hay, sin embargo, lazos. Usted no es el único que nos une
al pasado. Incluso sabemos cada vez más de una historia cada vez más remota. Con
las excavaciones, los libros, la televisión y las películas, empezamos a adivinar cómo

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los hombres han acabado siendo hombres. Hasta yo sé más o menos cómo vivían
Nerón, Alarico, Federico II, Cristóbal Colón, cómo vestían, qué aspecto tenían. Hasta
yo, que lo ignoro todo, no veo a Chateaubriand con los rasgos de Petronio, ni a
Poncio Pilatos como a un inquisidor del Renacimiento español. Incluso sin usted, los
distinguimos y nos formamos una idea de su imagen y su aire.
—Los soñamos. Nos apoyamos, naturalmente, en testimonios y documentos. Pero
no podemos hacer más que imaginarlos, más o menos tal como nos imaginamos a los
héroes legendarios o novelescos y a los personajes de ficción que no han existido
nunca.
—De un conquistador a otro, de un pintor a un historiador, de un filósofo de la
antigüedad a un novelista de hoy día hay cadenas que se anudan. Agustín habla de
Alarico que quizá sueña con César o Augusto, Carpaccio pinta a Agustín, y Sartre (ya
ve que me acuerdo) explica a Carpaccio y lo compara con Tintoretto. No hay muralla
de China entre un siglo y otro. Los hombres mueren, y recuerdan.
—Recuerdan, sí, sí, recuerdan… Pero el recuerdo no es más que una especie de
imaginación, apoyada en lo real y bloqueada por la historia. Cada uno crea su propia
historia, cada uno inventa su realidad. Sabe muy bien que hay tantos Césares o
Augustos como historiadores, que la Revolución francesa no es la misma vista de un
lado o del otro, y que Carlomagno no llevaba barba. Nada es tan difícil como
redescubrir el pasado, su perfume inimitable, su aire, sus misterios. Nos cuesta ya
acordarnos de lo que hemos visto y conocido. ¿Cómo íbamos acordarnos de lo que
nos cuentan los libros, las excavaciones, la tradición, las crónicas y las memorias de
testigos que son otros tantos partidarios? Inventamos nuestros pasados. Es lo que
hace Carpaccio cuando representa a Agustín como un monje del Renacimiento,
mezclado de cardenal, en un gabinete flamenco, visto por un veneciano.
—Pero usted… —dijo Marie.
La miré. Se detuvo bruscamente.
—¿Pero yo?… —dijo Simón.
—Pero usted —prosiguió Marie—, cuando se acuerda de Nerón, de Alarico, de la
Venecia de antaño…
—Hago como todo el mundo —dijo Simón—, invento, pero con recuerdos.
Vaciló un instante.
—Creo que es la primera vez que me expreso tan libremente. Será por usted y por
Venecia; es decir una isla más encantada que las islas de Circe, de Próspero, de las
fiestas galantes, el único lugar de la Tierra que sea tan poco terrestre. Aquí, con
ustedes, la idea que me hago de Alarico, de Nerón, de Poncio Pilatos, de Simón
Cireneo no es muy diferente, me imagino, de la que ustedes se hacen de Stalin, de
Pétain, de Mao, del general De Gaulle, de todos esos personajes que han visto de muy
cerca (de mucho más cerca que yo a todos mis grandes hombres) puesto que de vez
en cuando, supongo, echan un vistazo a los periódicos y a la televisión. Nunca el
mundo ha estado más cerca de cada uno de nosotros.

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—Pétain, para mí, es ya muy antiguo —dijo Marie—. Lo que me pregunto es
cómo puede usted acordarse de tantas cosas y de tantas caras y no hacerse un lío.
—No soy tan viejo —dijo Simón—. Yo…
—¡Santo Dios! —dijo Marie.
—¡No! —dijo Simón—. Se lo aseguro. Hay mucha gente que vive cien años.
Imagínese veinte personas que, en épocas sucesivas, hubieran vivido cien años.
Veinte personas no son muchas. Cabrían sin ninguna dificultad en esta minúscula
Scuola di San Giorgio donde vemos los Carpaccio.
Y las veinte habrían visto tantos como yo.
—Trato de representármelo… —dijo Marie.
—Cada uno de ustedes hace ya la experiencia de un tiempo que cambia de ritmo
en el breve recorrido de la vida. Cuando uno es joven, el mes próximo parece perdido
en el futuro. A medida que envejece, las semanas, los meses, las estaciones, los años
aceleran la marcha y se atropellan en torno a él. La primavera y el invierno se
suceden más rápidos para el anciano que los días en el tiempo de la infancia. Apenas
han pasado cuando ya vuelven. Es lo que me ocurre a mí con los años, con los siglos.
Veo desfilar las modas, las pasiones, las creencias, las religiones. Veo desvanecerse lo
sagrado, desgastarse lo nuevo, mudarse el progreso en rutina, volverse los espíritus y
descubrir con entusiasmo lo que habían abandonado, treinta años atrás, con cansancio
o hastío. Todo cae y se despeña, todo surge y desaparece a una velocidad prodigiosa.
El Chemin des Dames, los ulanos, los miriñaques, las diligencias, todo está lejos. Las
invasiones bárbaras, la destrucción por Tito del Templo de Salomón, los comienzos
del Imperio romano no están mucho más lejos. Es como si comparase lo que hizo
ayer con lo que pasó hace unos años, con En busca del tiempo perdido o el final de
Hitler. Es otro mundo, por supuesto. Y sin embargo siempre el mismo.
—Pues —le dijo Marie— es usted un verdadero joven.
—¿Lo dudaba? —dijo Simón.

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Creo que me amó tanto como podía amar. Yo estaba loco por ella. Tenía el rostro
más puro, las facciones más regulares: la miré mucho. Sus largos cabellos color de
ámbar caían en bucles a lo largo de su cuello. Sus grandes ojos claros chispeaban.
Reía siempre. A aquella alegría, a aquella pureza se unía la audacia más loca. Se
atrevía a todo. Era menos cruel que Mesalina: le gustaba divertirse. Era menos ávida
de poder que Agripina: necesitaba el placer. La primera vez que la vi, cerca del Ara
Pacis, al ponerse el sol, en su litera rodeada de soldados, todos fieles a ella, cierto,
cuyo silencio compraba de un modo u otro, la enloquecí de placer.
»Fue ella quien quiso volver a verme. ¡Qué más quería yo! Estaba ya harta de su
prefecto del pretorio. Seguía valiéndose de él. Gracias a ella, gracias a él, entré a
formar parte de los pretorianos. Sabía batirme. Me adoptaron. Fui legionario de la
cohorte más prestigiosa. De noche, a menudo, iba a encontrarla. Me esperaba.
Primero pasaba por una criada que se aseguraba de que el camino estaba libre. Dos o
tres veces, tuve que volverme atrás porque Rufio Crispino había llegado de improviso
o los dos, de pronto, habían sido convocados urgentemente por el emperador que
quería tocar el laúd o recitar versos o presenciar, en alegre compañía, la muerte de
algún pobre diablo despavorido, y había enviado a Tigelino o Petronio, árbitro de la
elegancia, superintendente de sus diversiones, a llamarlos a ambos. Cuando no había
obstáculos, la criada me llevaba hasta el umbral de la estancia donde Popea,
impaciente, paseaba arriba y abajo. Yo llevaba en la mano mi casco abierto rematado
por una pluma, vestía el uniforme de las cohortes pretorianas con la coraza y las botas
de cuero. Creo que esto la excitaba. Iba casi desnuda. Casi, pero no desnuda. Poseía
el arte de la sugestión, de la transparencia, del descote. Daba vueltas a mi alrededor.
Me provocaba. Se pegaba a mí y luego me rechazaba. Se echaba a mis rodillas, me
rodeaba con sus brazos, apoyaba la cabeza en mi vientre. Yo le arrancaba la ropa. Eso
le gustaba. Gritaba. Le ponía la mano en la boca. Me mordía hasta hacerme sangrar.
»La criada que me llevaba a ella, una esclava, creo, o una liberta, era muy
morena, con ojos negros y una extraña sonrisa. Una o dos veces, jugando, antes de
llegar a la habitación de Popea, la estreché contra mí. Popea nos vio. Me preguntó si
la niña me gustaba.
»—Menos que tú —le dije.
»Era verdad.
»—Si te gustara… —me dijo.
»—Si me gustara…
»—No me disgustaría— me dijo
»Dos, tres, a veces cuatro o seis, pasamos noches inolvidables. Cuando nos
quedábamos solos, ella y yo, después de amarnos, demasiado agotados para hacer
otra cosa, nos poníamos a hablar. Me contaba lo que ocurría en el palacio del
emperador: al final sabía tanto como el árbitro de la elegancia sobre la corte de
Nerón, sobre sus fiestas llenas de sangre, sobre los banquetes interminables en los
jardines de Lúculo o en las laderas del Palatino en las que, antes de hundirse en la

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embriaguez, todo el mundo se atiborraba de crestas de gallo rellenas y lenguas de
faisán o pavo real asadas con miel al modo de Apicio, sobre la manía del emperador
de declamar versos, aplaudidos frenéticamente, de los que era autor, sobre Tigelino,
sobre Otón, sobre el propio Petronio, los íntimos de Nerón.
»Hacía ya algún tiempo que, para deshacerse de un rival y quitar a su madre un
medio de chantaje, Nerón había envenenado a Británico que —véase Racine si es
preciso— tenía más derechos que él al trono imperial. Yo asistía desde el lecho de
Popea al desarrollo paralelo de los asuntos públicos y privados. Popea tenía sed de
honores y sobre todo de placeres, estaba harta de Rufio Crispino que, pese a su cargo
y su poder, acababa pareciéndole pobretón y oscuro. Para acercarse aún más al dueño
del universo, del que la fascinaban la crueldad, el mal gusto y el histrionismo, se
echó, o quizá la echó el propio Nerón, en los brazos de Otón, una obesa bestia
bastante fofa, perdida de lujo y deudas, que era, con Tigelino, el amigo más íntimo
del emperador.
—¿Tenía usted celos? —preguntó Marie muy rápida, brillantes los ojos,
inclinándose hacia adelante con aquella audacia que me consternaba.
—¿Cómo habría podido tener celos del espectáculo de Popea siendo yo quien lo
organizaba? Más bien que el papel de amante engañado, desempeñaba el de
consejero, director escénico, empresario. Me atrevo a decir que gracias a mí (y no fue
ella la única). Popea alcanzó las cimas de su tiempo. Me acostaba con Popea, la
estrechaba entre mis brazos, acariciaba sus pechos y sus piernas, más de una vez, por
la mañana, no podíamos más de cansancio y, en cierto modo, de felicidad. Nos
susurrábamos locuras, nos burlábamos de nosotros mismos. Ni por su parte ni por la
mía podía tratarse de vida en común, y aún menos de matrimonio. Popea quería el
lujo y todos los placeres. Yo no olvidaba el motivo de mi ida a Roma: quería ayudar a
mis hermanos judíos a liberarse de sus ocupantes, quería vengarme de Roma a la que
había servido tanto tiempo. No había confiado este secreto a nadie, ni tan sólo a ella.
Me parecía que el camino más seguro consistía en dar a Popea (y recibir de ella) el
máximo placer posible y acercarla al emperador y al poder absoluto.
»Rufio Crispino desaparece de la escena en la que no ha hecho más que aparecer.
Popea se casa con Otón. Es entonces cuando se complican las cosas.

—¡Qué época! —dijo Marie.


—Todas son iguales —dijo Simón.
—¿Usted cree? —dijo Marie—. Me parece que las hay deliciosas y las hay
siniestras.
—Me pregunto —dijo Simón— si la historia, como la vida, no se pasa el tiempo
restableciendo el equilibrio. Creo que era Aldous Huxley quién pretendía que, en el
balance de todas las existencias, las partidas dicha y desdicha acaban por igualarse.
En todas las grandes desdichas se desliza un poco de dicha, y más intensa por ello. La

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dicha, en cambio…, la dicha se desgasta hasta destruirse. Hay que esperar a que
desaparezca para comprender que estuvo presente. Espero que algún día se escriba
una historia de los sentimientos, y en primer lugar de la dicha. Reservará sorpresas.
—Pues yo —dijo Marie— opino que ese Huxley carece de sentido común. Todo
el mundo sabe que hay vidas más dichosas que otras. Y períodos de la historia menos
envidiables que los otros.
—No estoy seguro de ello —dijo Simón—. Creo que todo, en la vida, creo que
todo, en la historia, tiene sus compensaciones.
—Lo dejo con sus compensaciones. Y que se divierta mucho a través de todos sus
siglos.
—¡Marie!… —dije a media voz.
—¡Déjame!… —dijo Marie—. Simón sabe muy bien que no quiero herirlo…
—No me hiere usted —dijo Simón—. Quizá es incluso la primera que me hiere
tan poco…
—Lo que quería decir es que no habría querido vivir en la época de la peste
negra. No me habría gustado ser romana en el tiempo de las grandes invasiones.
Había que ser costurera o bailarina o condesa en París a mediados del siglo XVIII. O
vivir en el campo, en las afueras de Londres, a fines del siglo siguiente. El sueño, al
menos para un hombre, ¿no sería ser griego en la Atenas de Pericles?
Y en cuanto a Nerón, era odioso.
—No mucho más odioso que un emperador de China, que un señor feudal, que la
mayoría de quienes, sean los que sean, tienen algo de poder. Voy a contarles una
historia…
—¡Otra! —dijo Marie—. ¿Y si acabáramos primero la de Popea?
—No, no —dijo Simón—. Sigue tratándose de mujeres y hombres y de ver cómo
sus pasiones se mezclan con la historia. Ya verá, parece que sea diferente, y es
siempre igual.
—¿Igual de sórdido? —preguntó Marie.
—Igual de sórdido —dijo Simón—. Igual de inolvidable. Es una historia de amor.
—¿Una historia de amor? —dijo Marie—. Bueno. Pues adelante.
Se removió un poco, al modo de un perro joven, y se instaló como hay que hacer,
con la cabeza en mis rodillas.

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—¿Conoce la calle de Laborde? —le preguntó Simón a Marie.
—¿La calle de Laborde?… ¿En París?
—En París —dijo Simón.
—Claro —dijo Marie—. Está por Saint-Augustin, por el bulevar Malesherbes,
por el bulevar Haussmann.
—Debe su nombre a una familia francesa que se llamaba Laborde. Yo era el
jardinero del marqués de Laborde. En fin, uno de sus jardineros. Digamos un auxiliar
de jardinero. Transportaba tierra. Extendía el estiércol. Corría a través del parque con
sacos a la espalda. Hubiéramos podido encontrarnos; era precisamente la época en
que a usted le habría gustado ser costurera, bailarina o condesa.
»En el castillo de Méréville, en Hurepoix, en Beauce, a unos veinte kilómetros al
sur de Etampes, no faltaban bailarinas, condesas, costureras. El señor marqués había
nacido en España. Se había instalado en Bayona. Se había hecho banquero y
recaudador de impuestos. Se llenaba los bolsillos de dinero. Poseía millones. Era
culto, liberal, tolerante, muy amable. Había prestado dinero al rey durante la guerra
de los siete años y para ayudar a los americanos a independizarse de los ingleses.
Nada enriquece tanto a los ricos como dar su dinero. Lo recuperan centuplicado. La
fortuna hace seductor. El marqués de Laborde (el rey, para darle las gracias, había
hecho un marqués del banquero) estaba lleno de seducción. Tenía un gusto exquisito,
le gustaban las cosas bellas. Era un entendido, un constructor, un artista. Había
comprado el castillo de Méréville y había hecho dibujar el parque por el pintor
Hubert Robert. ¿Conoce a Hubert Robert?
—¿Las ruinas? —aventuró Marie.
—Bravo —dijo Simón—. Las ruinas imaginarias. Los monumentos antiguos y las
escenas pintorescas. La luz difusa. La melancolía prerromántica en decorados
clásicos. Fue una afición que le entró en Roma a donde lo había llamado el
embajador de Luis XV cerca del papa Benedicto XIV, el futuro duque de Choiseul,
otro liberal absolutamente irresistible, católico y ateo, libertino y sabio, amante de
bellezas. Lo que ocurre con la belleza es que hacen falta esclavos para permitirle
surgir. Los monumentos tan queridos por nuestra cultura amada son unos asesinos
ignorados. La Acrópolis, las Pirámides, la Gran Muralla de China, el palacio de
Versalles, los palacios del Gran Mogol en Fatehpur Sikri han matado a tanta gente
como el hambre y las guerras. Primero la han hecho vivir y luego la han matado.
Méréville mataba menos que las pirámides de Keops o de Teotihuacán. Pero había el
mundo de los señores y el de los esclavos. Yo conocí los dos. En aquel tiempo al
menos era del mundo de los esclavos.
»El señor marqués de Laborde, mi amo, a quien nunca vi más que de lejos,
rodeado de grandes señores y damas de la corte, tenía una hija encantadora. Había
nacido para todas las dichas. Se llamaba Natalie.
»Encontré varias veces a la señorita Natalie. Estaba en esa edad incierta que
pintan a menudo, hoy día, los cuadros de Balthus: no era ya una niña ni era aún una

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joven. Paseaba por el parque con un sombrilla por encima de la cabeza. Iba de caza
con una escopeta en la mano. Bailaba, hacía comidas campestres, seducía a
vizcondes, barones, marqueses. Seducía a los mozos de espuela y a los de alquería.
—¿Lo sedujo a usted? —preguntó Marie.
—Era bella —dijo Simón—. Y era menos tonta de lo que podría temer. No
pretenderé que representamos, ella y yo, en los paseos de Méréville dibujados por
Hubert Robert, un ensayo general de El amante de lady Chatterley o funciones
anticipadas del Go-Between de Losey. Pero en dos o tres ocasiones se detuvo ante mí
que tenía el gorro en la mano. Me habló con dulzura, la famosa dulzura de los amos,
me preguntó sobre lo que hacía, incluso me preguntó, yo no salía de mi asombro, si
necesitaba algo y si era feliz. Sí, se preocupó, era la época del bucolismo, de la
felicidad del auxiliar de jardinero.
»Las cosas seguían su curso. Unos años después de comprar Méréville, el señor
marqués casó a su hija con el vizconde Charles de Noailles. Ella tenía apenas quince
años. El vizconde de Noailles pertenecía a una de las familias más importantes del
reino. Era hijo del príncipe de Poix, y sería duque de Mouchy. Las grandes familias,
en aquella época, no cambiaban sólo de país como de camisa, sino que podían elegir
también entre muchos títulos y nombres. Un sistema algo complicado distribuía los
títulos entre el cabeza de familia, el hijo mayor y los siguientes. El vizconde de
Noailles era tan joven, tan guapo, tan rico, tan encantador como Natalie de Laborde.
Era un cuento de hadas. Ella lo amó con pasión.

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Popea apenas fue la esposa de Otón, que era el amigo del emperador, cuando
empezó a gustar a Nerón. Le gustó con locura. Nerón, en aquella época, era aún muy
joven: tenía apenas veinte años. No tenía más que dieciséis cuando su madre,
Agripina, para acercarlo más al trono, lo había casado con Octavia, la hermana de
Británico, la hija de Claudio y Mesalina, que tenía doce o trece. Gordo, pesado,
macizo, apuesto y algo repugnante, atleta fofo y francamente feo, vivía con un miedo
constante que, unido a la crueldad y a un sentimentalismo pueril, le hacía amar y
matar a sus amigos. Tenía la locura del arte, de la estética, de la belleza, sobre la cual
soñaba con fundar un orden nuevo y sangriento. Popea lo encantó. Muy pronto fue su
amante. Cartafilo seguía estando allí, en la sombra, vencedor de Rufio Crispino,
manipulando a Otón que no sospechaba nada, muy cercano, a través de Popea, su
bella y común amante, al emperador que lo ignoraba aún.
Un buen día, Nerón, que sentía mucha amistad y hasta afecto por su favorito,
pidió a Otón que le cediese a Popea. Otón era bastante insignificante, pero amaba a
Popea. Se negó. Toda la corte estaba en vilo. Petronio se divertía de lo lindo. Burro y
Séneca, que aún vivían, se preguntaban si tendrían que aceptar y tal vez aprobar un
nuevo crimen que sus principios elevados condenaban en silencio. Compadecido por
Otón, fue Cartafilo quien sugirió a Popea una solución elegante: Nerón nombró a
Otón gobernador de Lusitania, en el extremo occidental de la España ulterior. Otón
no podía elegir. Aceptó y se fue, sin Popea, a Emérita Augusta, que hoy día se llama
Mérida.
Agripina no tardó en comprender el peligro que representaba Popea. Popea
comprendió en seguida los sentimientos de Agripina. Incitó a Nerón a asesinar a su
madre a quien lo debía todo, y, libre de Agripina, libre de Burro, muy pronto libre de
Séneca, libre de Rufio Crispino, libre por fin de Otón, nombrado Tigelino prefecto
del pretorio, le pidió a Nerón, aconsejada por Cartafilo, que se deshiciese también de
Octavia. Octavia fue exiliada a la pequeña isla de Pandataria, frente a Cumas, y
obligada, como tantos otros, a cortarse las venas en su bañera.
—¡Qué horror! —dijo Marie.
—No soy un santo —dijo Simón.
Nerón se casó con Popea. Fueron unas fiestas únicas. Muchos siglos más tarde, en
Venecia, inspiraban aún al último de los polifonistas y los madrigalistas, al primero
de la larga línea lírica de los compositores de óperas, a quien llamaban, en la época,
el divino Monteverdi. Entre la multitud del público que asistía, entusiasmado, al
estreno de L’Incoronazione di Popea, en la que la variedad de temas, la diversidad de
personajes y sentimientos, la mezcla de lo trágico y lo cómico anuncian el melodrama
y la ópera moderna, figuraba, un poco aparte, un mercader judío de Venecia que se
dedicaba a la usura y a quien sus clientes conocían con el nombre ya de Giovanni
Buttadeo, ya de Isaac Laquedem y ya de Shylock. Bajo la apariencia sarcástica que le
era habitual, el judío disimulaba una emoción bastante intensa: muchos siglos antes,
en secreto, como era conveniente, ya había celebrado con la emperatriz el triunfo que

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constituía, tanto para uno como para la otra, aquel remate de tantos esfuerzos y
oscuras esperanzas: la boda de Popea.

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—Las cosas se agitaban. La historia jadeaba. El 5 de mayo, el 20 de junio, el 23
de junio, el 14 de julio, el 15, el 16, el 17, el 4 de agosto, el 26 de agosto, el 5 de
octubre; en pocos día, en pocas semanas, un mundo antiguo se desplomaba, un
mundo nuevo surgía. Diez o doce meses atrás, a pesar de la crisis económica, a pesar
de la crisis financiera, a pesar de los movimientos demográficos y la reacción
nobiliaria, a pesar de un frío de perros, nadie se habría atrevido aún a predecir que
algo iba a acabar. Diez o doce meses después, nadie podía dudar ya de que algo había
empezado. Por fin se sacudía el eterno presente. Acababa imaginándome que todos,
los burgueses, los campesinos, los soldados, los pobres, los judíos y los marginados, y
hasta quizá yo mismo, teníamos un porvenir.
»Había dejado Méréville, sus tejos, sus cuadros de césped. Me había hecho
patriota, ciudadano, sans-culotte y muy pronto enragé. Había cambiado por una pica
mi rastrillo y mi escoba. Llevaba en la cabeza un curioso gorro rojo. Se me veía
tomar la Bastilla, se me veía ir a Versa —lles, se me veía invadir las asambleas
sucesivas, los clubs, los tribunales. Corría aún, pero en grupo. Era la vanguardia de la
conciencia universal. Era, yo solo, la Revolución en marcha.
»¡La Revolución! ¿Saben qué es? Es la esperanza, es el entusiasmo: los pobres se
harán ricos, los esclavos serán los amos. Me lancé a la aventura como a una
redención. Carezco de pasión ya que no tengo esperanza. Si alguien consiguió alguna
vez insuflarme un poco de pasión y darme alguna esperanza que no conocía, fueron
los hombres de 1789 y los soldados del año II. Me hicieron creer que el mundo
cambiaba. Y tal vez cambiaba. Todos los que lo dirigían, los duques, los príncipes,
los reyes eran exterminados. Y además, un buen día, ante su propio estupor, los hijos
de herreros, posaderos, regentadores de posta amanecieron en el trono o con trajes
cortesanos: eran mariscales, eran duques y príncipes, algunos eran reyes. La historia
cobraba aires de cuento de hadas para niños pobres, lira sucesivamente un relato
filosófico y moral, una tragedia clásica, una opereta, un drama antiguo. Los judíos,
asombrados, se hallaban iguales a los católicos o los protestantes. Era el desquite de
los que no tenían nada y cortaban la cabeza a los que lo tenían todo. Los guillotina —
dores entonaban melifluos cantos bucólicos e himnos guerreros. Los guillotinados
decían frases agudas. Otras revoluciones tenían algo sombrío, siniestro y soso.
Aquélla era alegre y sangrienta. Antes de ser la materia y la forma de la odisea del
espíritu enfrentado con el tiempo, la historia es para cada cual una estupenda
aventura. Me lancé a aquella aventura porque yo también quería desquitarme de todos
aquellos que, desde hacía tanto tiempo, con el pretexto de que no tenía nada, no
descendía de nadie y mis relaciones no eran buenas con el Todopoderoso, no habían
dejado de rechazarme y despreciarme. Es lo que ha hecho creer, me imagino, al autor
de Los misterios de París, en el libro que me ha dedicado… ¿Lo han leído?
»—¿Qué libro?— preguntó Marie, a quien costaba seguirme.
»—El judío errante, de Eugène Sue. Es la historia de una herencia fabulosa que
están a punto de repartirse los descendientes de la familia Rennepont. Hay el príncipe

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hindú Djalma, el industrial Hardy, el obrero Jacques, llamado «Duerme en cueros», la
bella Adrienne de Cardoville, dos huérfanas desconsoladas y unos estranguladores
indios… Hay sobre todo la terrible Compañía de Jesús que desempeña un papel poco
limpio y hace todo lo que puede para arramblar con la herencia. Y luego, estoy yo,
que lucho contra los jesuitas y me confundo, en la pluma de Eugène Sue, con la clase
obrera injustamente condenada a un cansancio eterno. Francamente, no vale gran
cosa. Antes que El judío errante, donde me pregunto qué pinto yo, tendrían interés en
hojear Los misterios de París. Se divertirían más con Fleur-de-Marie, Rodolphe, el
Chourineur, la Lechuza, el Maestro de escuela y el portero Pipelet, destinado a un
rico porvenir. El gentío, durante meses, un siglo y medio atrás, hizo cola todos los
días ante las oficinas de Le Journal des Débats para saber la continuación del folletín.
Yo, ya lo saben ustedes, no me confundo con nadie. Si soy alguien, soy todo el
mundo. Hubo unos años en que la Revolución era todo el mundo. Yo fui la
Revolución como fui las catedrales y como fui las cruzadas. Y las incursiones de los
vikingos y las de los berberiscos. Y la horda de oro. Y la peste negra y el sistema de
Law. Ando, ando siempre. Soy lo que irrumpe.
—En cualquier caso no han sido los S.S., con su calavera, que perseguían a los
judíos, ni las Panzer de Hitler que irrumpían por toda Europa.
—Claro que no —dijo—. No, no. Claro que no.
Había en su tono algo forzado. La frase, tal como la pronunciaba él, moviendo la
cabeza con demasiada convicción, parecía esconder una restricción, y tal vez un
secreto.
—¿Pero?… —murmuré.
—Pero, ¿qué? —me dijo.
—Hay un pero —le dije—. Confiese que hay un pero.
Vaciló una vez más.
—¿Pero?… —repetí.
—Nunca se ha sabido… —dijo.
Y calló.
—¿Qué es lo que nunca se ha sabido? —pregunté.
—Nunca se ha sabido —dijo muy aprisa y con una especie de furor— cómo
murió aquel golfo, aquel guarro que tenía tanto talento, aquel estafador depravado y
cínico que había sido sucesivamente mozo de hotel y escritor, conferenciante y actor,
lector en la N.R.F. y director de teatro, aquel seminarista exclaustrado, aquel yerno
convertido y homosexual de un pastor protestante, aquel judío apestoso, vendido a la
Gestapo, y cuyo cuerpo, hecho papilla por sus compañeros de celda, habría sido
echado a los perros; a no ser que un S.S., misterioso y flamenco le disparara a la
nuca, por la zona de Hamburgo, un tiro de pistola más irreal aún que sus locas
aventuras…
—¿Maurice Sachs? —murmuré.
—Era yo —dijo en una exhalación.

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Noche tras noche, en las gradas de la Salute o en la punta de la Aduana del mar,
Simón Fussgänger nos contaba esas historias y muchas más aún que sería demasiado
largo repetir. Marie y yo lo escuchábamos. Nos dejábamos llevar por aquel alud de
relatos. Ya ni siquiera nos preguntábamos si había vivido aquellas aventuras o si las
inventaba. De vez en cuando, caída la noche, nos parecía vivirlas nosotros mismos y
seguir sus pasos. Dejábamos Venecia, la pensione Bucintoro, el gentío de la Piazzetta
y de la Merceria, las pinturas de Carpaccio y los leones de San Marcos por los
desiertos de Mongolia, las colinas de Umbría, las caravelas saliendo con todas las
velas desplegadas del puerto de Palos de Moguer, la guillotina en la plaza de Grève,
las ruinas humeantes de Roma. Los decorados de Simón, sus personajes, sus amigos,
sus recuerdos o sus sueños invadían nuestra vida. Por nada del mundo habríamos
renunciado a nuestras citas en la Aduana del mar. Venecia, su laguna, sus góndolas,
sus máscaras, sus trompe-l’oeil no eran sino un trampolín para la imaginación, una
puerta abierta a otros mundos y a otros tiempos.
Simón Fussgänger hablaba aprisa, con un lujo de detalles que mi falta de talento
no me permitía siempre conservar, con una mezcla de precisión y desenvoltura que
hacía cabalgar y confundirse a menudo las épocas y las intrigas. En mis propias notas
intentaba poner un poco de orden en aquel fárrago: quizá hubiera hecho mejor
dejando a los relatos de Simón su aspecto de maleza y su rapidez de torrente.
Acababa ocupando todos nuestros días, no sólo porque piafábamos esperando la
noche o hablábamos al día siguiente, paseando por las Zattere o la riva degli
Schiavoni, de lo que habíamos oído la víspera, sino también porque, con la ayuda de
Marie, pasaba una buena parte de la mañana, y a veces de la tarde, copiando
precipitadamente en postales de museos, en un cuaderno cuadriculado que habíamos
comprado en una tienda de la Mercería, en todos los trozos de papel que nos venían a
la mano, lo esencial de lo que nos contaba, puesto el bastón entre las piernas, con su
voz entrecortada. No era tarea fácil. Había que recordar muchos nombres que
ignorábamos, no descuidar sus observaciones incidentales que eran siempre
imprevistas y numerosas, restablecer una coherencia que se escapaba por todas
partes, seguir un hilo de la historia que, a menudo, no existía. Una idea lo llevaba a
otra, saltaba alegremente sobre el espacio y el tiempo, a veces llevaba
simultáneamente varios relatos distintos. Una fisonomía, una situación, una fórmula
lo remitían de repente a otras situaciones, otras formulas, otras fisonomías que le
recordaban las primeras.
—¡Ah, no! —le decía Marie—. No va a montar de nuevo en tres caballos a la vez.
—No, no —respondía riendo—, tranquilícese. Cada cosa a su tiempo.
Y mezclaba en seguida un encuentro en Samarcanda con Omar Khayyam en una
casa de mala vida donde se habían pasado la noche acariciando a las mujeres,
recitando poemas, mirando las estrellas y sobre todo bebiendo vino, un misterioso
asunto de copón de oro incrustado de piedras preciosas robado en la catedral de Lima
por una supuesta baronesa báltica que era la amante del jefe de la policía y una larga

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estancia en Nápoles, en tiempos del rey Murat y la reina Carolina, en compañía de
una actriz polaca que triunfaba en un papel secundario, más aplaudido que el
principal, en el teatro San Cario, y que parecía haberle dejado un recuerdo bastante
intenso.
—¡Dios mío! —decía—. ¡Qué divertida es esta vida que se precipita y pasa! ¡Qué
delicioso es este mundo cuando acaba uno dejándolo! ¿Saben que me habría gustado
escribir una especie de libro? Sí, sí, incluso he mantenido, pensando en este proyecto,
una correspondencia con Désiré…
—¿Con Désiré?… —dijo Marie.
—¡Ah, dispense! Ya sabe que soy esnob. Con Erasmo. Se llamaba Desiderius,
que es un curioso nombre para un hijo natural, abandonado muy pronto y metido en
un colegio para hacerlo cura. Désiré, o Didier. Era un hombre muy sencillo, de una
cortesía exquisita. Me contestaba siempre. Las cartas, naturalmente, tardaban tiempo
en llegar. A veces tanto, y a veces más, como en la época de Nerón. Pero la gente que
mandaba cartas era mucho más numerosa. Funcionarios, banqueros, hombres de
negocios, cardenales, enamorados y gente de letras… A todo el mundo le daba por
escribir. ¿Por qué no a mí? Nos escribíamos en latín. Acabamos siendo amigos, sin
habernos visto nunca. Él me llamaba Isaac, yo lo llamaba Desiderius. No me ocultó
que mi libro no valía un pito.
—¿De qué trataba aquel libro?
—¡Ahí está!… De todo un poco. Como los libros en aquella época. Era una
especie de cuadro de lo que hacían los hombres, sus oficios, sus pasiones, sus
creencias, sus locuras. Entre todas las tonterías que publican ustedes ahora, hay un
libro que me ha llamado la atención. Se titula La vida, instrucciones de uso. He
olvidado el nombre del autor.
—Georges Perec —dijo Marie, dejándome estupefacto.
—No dista mucho (en fin, entendámonos: median cuatrocientos años entre los
dos), de lo que deseaba hacer. Incluso tenía un título, en latín, por supuesto: ¿Qué
hace correr al mundo? o, más brevemente: ¿Qué hacer? Erasmo, lo temo, soltó la
palabra estulticia, o sea, chorrada, más o menos. Quemé el manuscrito. Pero no pude
abstenerme de enviarlo antes a Johannes Gensfleisch, a quien ustedes conocerán más
bien con el nombre de Gutenberg. Había empezado a imprimirlo. Y luego topó con
esas dificultades financieras que vemos a cada paso en la vida de los grandes
hombres. El trabajo quedó interrumpido. La pérdida no era muy grande. De todos
modos paseé mucho tiempo en unas viejas alforjas abandonadas en Rusia unas
cuantas páginas de mi obra maestra en caracteres góticos, con unas ilustraciones que
valían una fortuna.
—¿Y qué pasó? —dijo Marie.
—Tenía demasiada ambición. Había querido meter el mundo entero en lo que
contaba. Renuncié a escribir. Es quizá por eso por lo que no paro de hablar. Se diría
que la gente tiene casi tanta necesidad de contar historias como de oírlas.

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—¿No tienes miedo? —preguntaba Popea.
—¿No tenía miedo? —preguntaba Marie.
—Claro que no —decía él—. ¿Miedo a qué?
—A la muerte —decía Popea estrechándose contra él con una curiosa sonrisa que
descubría sus dientes blancos.
—A sufrir —decía Marie.
—No tengo miedo a morir. Y cuando se sufre demasiado se acaba muriendo.
—¿Y Nerón? —preguntaba Marie.
—¿Y Nerón? —preguntaba él.
—Quiere verte —decía Popea—. Le he hablado de ti. Le he dicho que eres el
único pretoriano en quien tengo confianza.
—¿Confianza? —decía Nerón—. ¿Confianza? Es una palabra y un sentimiento
del que he aprendido a no fiarme.
—Quizá tenga razón —decía él.
—¿Lo vio? —preguntaba Marie.
—Lo vi —decía el emperador a Tigelino—. Me cayó muy bien. Pero depende de
ti, en definitiva. Ya eres prefecto del pretorio. Como Rufio Crispino. Como Burro.
Me respondes de todo con tu cabeza.
—¡Pobre Tigelino! —decía Popea riendo—. Debiste aterrorizarlo.
—¡Pobre Tigelino! —decía él riendo y acariciándole los pechos que tenía altos y
redondos—. Sigue contando…
—Le dijo que iba a destinarte a su persona, pero que era él, Tigelino, quien sería
responsable de todo puesto que eras uno de sus hombres.
—¿Cómo era ese Tigelino? —preguntaba Marie.
—Mediocre —decía él—. Salvo en la intriga y el asesinato en que destacaba
como nadie. Burro y Séneca carecían a veces de valor. El carecía de escrúpulos.
Nerón le debe mucho de su fama.
—Le debemos mucho —decía Popea—. Después de todo fue él quien hizo caer a
Octavia.
—Por adulterio —decía él—. Un acierto.
—Fuiste tú quien lo montó todo, cariño, amor mío —decía Popea trastornada,
alzando los ojos hacia él y besándolo en la boca.
—¡Por adulterio! —decía Marie—. No le falta desvergüenza. Empiezo a
convencerme de que no es un santo.
—No hago más que repetírtelo. Hay que creerme.
—Te creo, querido, te creo —gritaba Popea gimiendo de placer.
—Lo creo —decía Marie.
—Pues bien, quizá se equivocan las dos. Quizá no haya que creerme.
—¿Hay que creerlo? —decía Nerón a Tigelino—. Me ha hablado de algo que me
parece muy tentador. Dudo aún.

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—Señor —decía Tigelino—, vuestro nombre pasará de generación en generación
como el del único emperador que ha sido un artista y el único artista que ha sido
emperador. La idea de Cartafilo sólo puede acrecentar vuestra gloria.
—¿Acaso han existido —decía Marie—, hay momentos en que me lo pregunto,
esos Burros, esos Tigelinos, esos Rufios, qué sé yo, esas Popeas, esos Nerones?
—¿Esos Cartafilos? —decía él.
—Me da vueltas la cabeza —decía Marie.
—Me da vueltas la cabeza —decía Popea—. Me da vueltas la cabeza. Ya no sé
nada. Hago lo que quieres.
—Escúchame —decía él cogiéndole la cabeza entre las manos y besándole los
labios y los pechos—, escúchame: será el mejor espectáculo de todos los tiempos, y
tú lo contemplarás.
—¿Yo lo contemplaré?… —decía Nerón.
—Tú lo contemplarás —decía Popea cogiéndolo entre sus manos, que tenía largas
y finas, y acercándolo a su boca.
—Ya no entiendo nada —decía Marie.

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—La historia es un fastidio. No para nunca de estar quieta y de moverse, sin
embargo. Se pasa el tiempo cambiando y siendo la misma. Avanza, corre, vuelve
atrás. Se empeña en borrar sus huellas. Baraja las cartas, lo sacude todo, derriba los
veladores, vuelve a ordenarlo en el acto. Va en busca de algo nuevo, y es ya antiguo.
¿Quién está arriba? ¿Quién abajo? ¿Quién es bueno? ¿Quién es malo? No hay quien
salga del embrollo. Banquero, recaudador de impuestos, amigo de la familia real y
explotador del pueblo, el exnoble Laborde fue guillotinado en París en abril de 1794.
Su mujer y su hija Natalie fueron encarceladas en la prisión de Le Plessis. Allí las
encontré yo. Porque tenía la suerte de saber leer y escribir, estaba de ayudante de
Fouquier-Tinville, era uno de sus incontables auxiliares y escribanos.
»Esposa del exnoble Noailles, emigrado, la ciudadana Laborde había perdido algo
de su coquetería y su elegancia. Había conservado su cuello muy blanco, su rostro
encantador enmarcado por bucles, sus grandes ojos melancólicos de niña hasta hacía
poco mimada. Estaba lejos de la estatua de Pajou en la que encarna el Amor filial, del
cuadro de Dutailly que la representa como cazadora, graciosa, vagamente inquietante,
una escopeta al hombro, un sombrero sobre sus cabellos rizados, vestida con una
blusa bordada y una piel ligera. Llevaba un vestido gris, lo más sencillo que cabe.
Pero seguía siendo bella. Y quizá más bella en la desgracia de lo que era en la
despreocupación.
»Ha habido siempre y había en aquel tiempo menos hijas de banquero y de
recaudador de impuestos que jardineros y mozos de alquería: ella no sabía quién era,
yo la reconocí en seguida. A Natalie de Laborde siempre le había encantado gustar.
Gustaba hasta en la cárcel. Seducía a los detenidos, a los visitantes, a los guardias.
Las cárceles de la Revolución, donde estaban encerrados tantas seductoras y
libertinos formados por un Antiguo Régimen que situaba el placer por encima de la
virtud, cobijaron muchos amores tanto más violentos cuanto que no tenían porvenir.
Natalie suscitó en Le Plessis tantas pasiones como en Méréville. La sorprendí una vez
en brazos de un joven y apuesto vendeano que se había presentado ante el tribunal de
Fouquier-Tinville como un oficial subalterno del ejército católico y realista. No sé
hasta dónde llevó Natalie su fidelidad a la fe de su infancia y a la monarquía. Sé que
también a mí intentó trastornarme. Y lo consiguió con bastante facilidad. No tardé
mucho en confesarle que había estado al servicio de su padre y que ya nos habíamos
visto, en tiempo pasado, por los paseos de Méréville. Ahogó un grito y se desmayó en
mis brazos.
»Quizá fingía. Yo fingí también. Por ambos lados, todos los pretextos eran
válidos. Con una exnoble presa estrechada contra mi corazón, estaba listo: miraba en
torno a mí, rozaba la pared, me disimulaba en un rincón oscuro. Cuando pareció
despertar, murmuró:
»—Sálveme.
»Soy poco seguro. Todo el mundo lo sabe. No se puede contar conmigo. Ni en lo
bueno ni en lo malo. Después de abrazar con tanto fervor la causa de la Revolución,

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estaba decidido ya a hacer todo lo que podía por la hija de un banquero que había
vivido en el entorno y casi en la intimidad de los reyes. ¿Qué quieren? Soy como la
misma historia: nada me gusta tanto como la contradicción. No tuve ni que dar
muestras de mi conversión, de mi traición, de mis nuevos sentimientos. Por muchas
razones distintas que convergían de pronto, otros, a nuestro alrededor,
experimentaban con fuerza aquellos sentimientos nuevos y aquellas contradicciones:
estallaba el 9 termidor. Robespierre era derribado, las cárceles se vaciaban. Natalie
estaba libre. Me tomó como guardaespaldas, como confidente, casi como mozo para
todo. Yo estaba dispuesto a seguirla adonde fuera.

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—Francamente —dijo Marie—, no lo veía como realista.
—Nunca he sido realista. Quizá he hecho como si lo fuera. En realidad, no soy
nada. O, si prefiere, lo soy todo. De donde resulta que en primer lugar soy la traición.
Durante horas, podría hablarles de la traición: es un tema grande y hermoso. La
fidelidad, por algún lazo oscuro, está unida a la muerte. Al privarme de mi muerte, el
otro me arrojó para siempre a la incertidumbre fluctuante de la historia y el tiempo.
Todo lo que existe en la historia, todo lo que existe en el tiempo está obligado al
cambio. Cambiar es una traición. Dios no existe puesto que es el Eterno. Yo existo y
cambio. ¿Sigue sonándole el nombre de Simón Deutz?
—En absoluto —dijo Marie.
—En absoluto —dije yo como un eco.
—Simón Deutz es uno de esos hombres de los que nadie sabe cuándo nacen, de
los que nadie sabe cuándo mueren…
—¡Ah! Era, pues, usted —dijo Marie.
—Era yo. Pasaba por hijo de rabino. Por reto, para divertirme, para cambiar un
poco, una vez más, me había convertido al catolicismo. El caso sonó bastante durante
la monarquía de Julio. La Iglesia se adueñó de mí. El papa me recibió en Roma y me
recomendó a una italiana asombrosa, viva, arriesgada, imprudente, natural, algo loca,
valiente hasta la inconsciencia. Era la duquesa de Berry, la nuera de Carlos X
expulsado del trono por las Tres Gloriosas, la viuda del duque de Berry asesinado por
Louvel a la salida de la Ópera, la madre del duque de Burdeos a quien Luis Felipe, su
tío lejano, había robado la corona. En la primavera de 1832, más o menos cuando el
cólera hace estragos y mata a Casimir Périer, presidente del Consejo, en que Evariste
Galois, matemático de genio, muere en un duelo por una mujer a la que no ama, en
que el primer ballet romántico (La Sílfide) es estrenado en París por Maria Taglioni y
lanza la moda del tutú, en que los funerales del general republicano Lamarque
provocan los combates del claustro Saint-Merry, en que el duque de Reichstadt está
muriendo en medio de los fastos siniestros de Viena, en que el vizconde de
Chateaubriand, abandonado por su último amor, es detenido en la calle de Enfer por
un comisario de policía flanqueado por dos acólitos, la duquesa de Berry llega al sur
para sublevar al país, en nombre de la monarquía legítima, contra el rey Luis Felipe.
Sería un error afirmar que Francia se aburría en tiempos de la monarquía de Julio.
»La expedición de la duquesa fue un rotundo fracaso. Con gran sorpresa por su
parte, el sur no se sublevó para defender a los Borbones contra los Orleans. El sur se
doraba al sol, el sur jugaba a las bolas, al sur le importaba un bledo. Marie-Caroline
hubo de disfrazarse de campesino con el nombre de Petit-Pierre y esconderse en
Nantes, en casa de las hermanas Duguiny, de donde esperaba hacer brotar la chispa
de una nueva guerra de Vendée. Fue allí donde la conocí. Llevaba una carta del papa.
Me besó y me hizo barón.
—¡Vaya! ¡Otra cosa! —dijo Marie—. ¿Es usted barón?

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—Lo fui —dijo Simón—. Pero no me interrumpa sin parar. No acabaremos
nunca.
—¿Cómo quiere acabar? —dijo Marie.
—Tiene razón —dijo Simón—. Tratemos de continuar al menos. La duquesa de
Berry era buscada por todas las fuerzas del reino. Yo conocía el nombre de un
hombrecillo, que no medía un palmo, que había escrito libros y era ministro del
Interior: se llamaba Adolphe Thiers. Fui a verlo a París. Me recibió. Le pregunté
cuánto me daría si le entregaba a la duquesa. Dijo que me daría cien mil francos. Le
indiqué que la duquesa estaba escondida en Nantes en la casa de las hermanas
Duguiny.
Los gendarmes se presentaron en casa de las hermanas Duguiny. Lo registraron
todo y no encontraron a nadie. La duquesa, dispuesta a luchar hasta el final, se había
disimulado tras la placa de una chimenea. Era el mes de noviembre. Para luchar
contra el aburrimiento más que contra el frío, los gendarmes encendieron fuego en la
chimenea donde se ocultaba la fugitiva. Tras intentar luchar aún y apagar el fuego
como podía, o sea meándose en él, se vio obligada a entregarse. Era el comienzo de
otra historia que debía ver a la duquesa, viuda desde hacía doce años y encerrada en
la ciudadela de Blaye bajo la vigilancia de un general, amenazado ya a la vez por una
gorra y por la gloria, que llegaría a mariscal y se llamaba Bougeaud, dar a luz en la
prisión (y, gracias al señor Thiers, en público) a una hija de padre desconocido. Yo
había matado dos pájaros de un tiro: a los Borbones les iba mal, a los Orleans peor.
La monarquía legítima estaba deshonrada. Y la monarquía de Julio aún un poco más.
»El único (aparte de este servidor, provisto de cien mil francos) que ganó algo en
el asunto fue un viejo legitimista, jubilado ya. En pocos días, gracias a mí después de
todo, escribía un panfleto en que escenificaba ante un tribunal imaginario el proceso
de la princesa. Daba la palabra sucesivamente (“¡Abogado, levántese!”) a la defensa
y a la acusación. Representaba a Luis Felipe como tío y tutor de un huérfano a quien
había robado todos los bienes y lo hacía comparecer “como testigo de cargo y de
descargo, a no ser que quiera negarse como pariente”. Organizaba la confrontación
entre el “acusado” y “el descendiente del gran traidor”. Exigía “que el Iscariote en
quién había entrado Satanás (era yo, ¿entienden?) diga cuántas monedas ha recibido
por el trato”. Después, «en presencia de la imagen de Cristo», ponía sobre el
escritorio, como pieza de convicción, el vestido principesco quemado por el fuego de
la chimenea: «pues siempre ha de haber un vestido jugado al azar en esos tratos de
Judas».
»Un poco más allá de mi modesta persona, la obra terminaba con un ramillete de
frases lanzado a la prisionera, con una de las melodías más famosas del autor,
repetida, muy pronto, en los salones y en la calle, por todos los realistas de Francia:
“Ilustre cautiva de Blaye. ¡Señora! ¡Vuestro hijo es mi rey!”.
—Se me va la cabeza —dijo Marie—. Pero, ¿de quién está hablando?

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—De Chateaubriand —dijo Simón—. Creo que, como a Barrés, no le caía muy
bien. Yo lo he admirado siempre: sabía escribir y sabía vivir.

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Fue de los jardines de Tigelino de donde partió el incendio. Cartafilo, por medio
de Popea, a la que se habían unido uno y otro y a la que servían lo mejor que podían,
había trabado amistad con Tigelino, nuevo prefecto del pretorio. El pretoriano estaba
en casa de su prefecto cuando se declaró el siniestro. Regresando precipitadamente de
Antium, que es hoy día Anzio y adonde habían ido para tener una coartada, el
emperador y su mujer estaban ya vigilando, con una deliciosa impaciencia, desde la
terraza del palacio. El fuego se extendía con una rapidez prodigiosa. Roma ardió
durante nueve días y nueve noches. De noche sobre todo, el espectáculo superaba en
horror mágico las promesas que Cartafilo había hecho a Popea, y Popea a Nerón. Se
veían progresar las llamas a ojos vistas, saltar el Tiber por los puentes de madera,
pasar de barrio en barrio y de casa en casa, alcanzar a paso de carga a hombres,
mujeres, ancianos sobre todo, y niños, que se atropellaban para huir. Desde la terraza
del palacio, Nerón y Popea, enlazados y sin voz, admiraban la belleza de aquel
océano de oro que lo engullía todo.
Medio siglo antes, Augusto y su amigo Agripa, a quien se habían confiado las
grandes obras urbanísticas, habían modificado profundamente, con la erección del
primer Panteón, la traída de aguas, la multiplicación de fuentes, la creación de las
primeras termas, la construcción de bibliotecas, pórticos, el teatro Marcelo, el templo
de Apolo en el Palatino, el rostro de la Roma republicana. El helenismo y el mármol
habían transfigurado la ciudad. Pero en muchos lugares persistían numerosos islotes
de la vieja población de toba volcánica o madera. Puentes, tiendas, casas y hasta
teatros exiguos y efímeros seguían construyéndose en madera. Todo eso ardía. Los
edificios se desplomaban. El viento, intermitentenente, traía el olor de las cenizas y
los quejidos de los moribundos. Las llamas subían muy altas en el cielo, se
entregaban a arabescos y danzas de una elegancia exquisita, recortaban en la noche
paisajes de leyenda, de tragedia, de epopeya, y el emperador y Popea lanzaban gritos
de admiración y exclamaciones de niños ante aquel incendio que retrotraía la ciudad a
sus mitos originarios puesto que, en tiempos inmemoriales, Eneas, antepasado de
Rómulo, llevando a cuestas al viejo Anquises, su padre, había llegado a las costas del
Lacio tras huir de Troya en llamas.
Cartafilo se había lanzado, desde el principio del siniestro, fuera de los jardines de
Tigelino. Había trepado a una de las alturas que componían la ciudad y contemplaba,
también él, la extensión del desastre con un júbilo áspero que no era menor, aunque
por motivos muy distintos, a la alegría de Nerón. Había llevado a cabo su proyecto de
venganza contra el pueblo romano que ocupaba Judea. Pensaba, compadecido, en los
ataques de los Judas, los Sadoks, los Eleazares, los Barrabases a las legiones de
Marco Ambivio, Valerio Gratio y Poncio Pilatos. Él había hundido el cuchillo en el
corazón del invasor. Pero lo que lo hacía partir de risa ante las llamas que lo rodeaban
ahora muy de cerca era haber conseguido, mediante toda una serie de maniobras que
venían ya de lejos, desencadenar la catástrofe por orden del propio emperador,
siempre ávido de espectáculos, de novedades a toda costa y de belleza salvaje. La

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historia se hacía por sí sola. Casi habría podido decirse que podía prescindir de él, el
judío omnipresente. Igual que podía prescindir, y con más motivo aún, de cuantos se
imaginaban, con presunción loca, que tenían algo que ver en la marcha de los tiempos
y en la necesidad de sus peripecias. Cartafilo, deslumbrado, veía arder Roma. Lo
rodeaba una barrera de fuego. La cruzó sin darse prisa.
La parte colectiva y pública de su venganza se estaba cumpliendo. La sombra de
Barrabás dominaba el Imperio. El antiguo portero de Poncio Pilatos le ajustaba las
cuentas de un golpe. La orgullosa metrópoli era arrasada por más llamas de las que
nunca habían encendido en Judea y Galilea, en Samaría, en Palestina, sus legiones de
soldadotes. Le quedaba por tomarse otro desquite. Sentimental y privado.

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Natalie de Noailles tenía una sola idea en la cabeza: era reunirse con su marido en
Londres adonde había emigrado. Este proyecto estimable hacía muy poca gracia al
joven Charles de Noailles. Hizo cuanto pudo para anularlo. Obedeciendo a las
instrucciones confusas de su marido, Natalie se trasladó sucesivamente, con pretextos
fútiles de familia y negocios, a Suiza, a Alemania, a Holanda. Pero albergaba la
esperanza de ir por fin a Inglaterra y echarse a los brazos de su marido. Esperanza
que no era compartida. Charles, el caro y guapo Charles, estaba tan enamorado como
su joven y linda mujer. Desgraciadamente de otra. El destino de Natalie estaba
escrito.
A los ojos de sus contemporáneos, Mrs. Fitzherbert ya no era una mujer joven: se
acercaba a los cuarenta. Ya había estado casada dos veces cuando conoció al príncipe
de Gales, el futuro Jorge IV. Él se enamoró de ella. Ella se convirtió en su amante y
muy pronto en su mujer a título morganàtico. Todas las dificultades previsibles no
tardaron en surgir y el príncipe de Gales se la pasó a Noailles. Mrs. Fitzherbert había
sido encantadora. Era aún seductora, le quedaban bellos restos. El marido de Natalie,
que era una de las mujeres más irresistibles de Francia, se enamoró como un loco de
aquella reincidente. Lo más incomprensible de la pasión no son sus crímenes, sino
sus errores.
Acompañada de sus doncellas y de un antiguo jardinero de su padre, a quien
había encontrado, según se decía, en las cárceles del Terror, que le servía de factótum
y al que llamaban Isaac, desembarcó Natalie en Londres con todas sus ilusiones. La
emigración francesa en Inglaterra constituía un medio muy cerrado y algo turbio que,
renovado periódicamente por aportaciones sucesivas, había vivido durante años
replegado en sí mismo. La llegada de Natalie vino a producir un efecto parecido al de
un delicioso leño en la charca de las ranas. Todo el mundo, en aquel círculo
restringido, estaba al corriente de sus desdichas conyugales, de las que ella lo
ignoraba aún todo, y todo el mundo, y en primer lugar los hombres, estaba pronto a
compadecerla y consolarla. A ella le encantaba gustar. Y gustó. Pero no estaba
dispuesta a dejarse consolar demasiado íntimamente. Pues aquella mujer a quien
gustaba tanto seducir amaba sobre todo a su marido. No había dejado de
experimentar por Charles la pasión más viva. Y Charles sólo pensaba en una cosa: era
desprenderse de ella para poder seguir viviendo en Londres tras la llegada de su
mujer como había vivido antes: en los brazos de la amante que había recibido del
príncipe de Gales.
Flor de elegancia y refinamiento, el vizconde de Noailles acababa echándole en
cara al Terror que no hubiera durado más tiempo. ¿Por qué diablos y a santo de qué
había largado por el mundo a aquéllos a quienes guardaba en sus cárceles? Paseaba
por los clubs y los salones de Londres un malhumor persistente del que los menos
sutiles no descubrían siempre los motivos.
—¡Por qué pruebas —le decían—, por qué pruebas ha pasado! Pero ya parece que
se adivinan los signos precursores de una revolución en la Revolución y que el

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horrendo Robespierre…
—¡Ah! —decía él—. ¡Cuán dichosos éramos…!
—¿Antes de él? —susurraban los bobos, impacientes por lanzarse a las sandeces
y los tópicos de la dulzura de vivir.
—¡No! ¡Qué va! —mascullaba Charles dejando estupefactos a su interlocutores
—. Estando él, estando él.
Trató de relegar al fondo de Norfolk, lo más lejos posible, por las llanuras
arcillosas y húmedas, sembradas de broads cubiertos de juncos, a la superviviente de
las prisiones de la Revolución. Ella se agarraba. Escribía. Lloraba. Enviaba a Isaac,
su secretario universal, a hablar con su marido. Isaac sentía compasión por el dolor de
la joven. Sugirió al vizconde, cuyo fuerte no era el espíritu de inventiva, una idea
bastante brillante que resultó desastrosa.

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La ciudad destruida humeaba aún. Al pasar por entre los escombros se oían por
todas partes gritos de heridos y moribundos que pedían auxilio. La mayoría de los
romanos habían perdido todos sus bienes. El pueblo gruñía. Los nombres de Tigelino,
Petronio, Popea, del propio emperador salían en todas las conversaciones, y la
hostilidad crecía contra ellos. Los acusaban de negligencia, de indiferencia al
sufrimiento de los más humildes, de cinismo, de costumbres abominables que
indignaban a la mayoría y de inmoralidad. Tigelino y Petronio eran ya bastante
conocidos, pero casi todos ignoraban por qué: el hombre de la calle, el ciudadano
medio sólo sabía vagamente las funciones que ocupaban. El poder del uno, la
elegancia, la indiferencia, la afición a los placeres del otro bastaban para hacerlos
odiar por quienes no tenían ya nada. Nerón había sido más bien favorablemente
acogido cuando sucedió a Claudio. Su crueldad, sus locuras, sus ridiculeces, las
muertes sucesivas de Británico, Agripina, Octavia lo habían hecho caer poco a poco
en la impopularidad. Su boda con Popea había seducido a la muchedumbre y la había
indignado. Se murmuraba que Popea ejercía en el emperador una influencia
desastrosa. Los más atrevidos daban a entender que el propio Nerón había obtenido
con el incendio un placer perverso que dejaba imaginar las peores sospechas. El
pueblo, que, como siempre, había dado muestras de paciencia, empezaba a
impacientarse.
Cartafilo, entre los pretorianos y por medio de ellos, sentía esos movimientos
profundos que recorrían la capital en ruinas. Comprendió pronto que el propio
emperador estaba amenazado. Y, con él, Popea. Corrió a ver a la emperatriz. Ésta le
abrió los brazos.
—No es el momento —refunfuñó él—. Los romanos están a punto de levantarse
contra ti.
—¿Contra mí? —dijo Popea.
—Contra ti. Contra el emperador.
Popea palideció bruscamente y se dejó caer en un asiento.
—¡No se atreverán!
—Se atreverán. Se atreverán porque ya no tienen nada que perder en su ciudad
arrasada y los impulsan dos fuerzas terribles: la desesperación y la cólera. Lo que
habría que hacer…
—Lo que habría que hacer… —dijo Popea con vivacidad y un fulgor de
esperanza en los ojos.
—Lo que habría que hacer es desviar su furor del emperador y de ti…
—Pero, ¿contra quién? —gritó Popea.
—¿Contra quién?… —repitió Cartafilo.
—¡Contra Tigelino! —dijo Popea muy rápida.
—¿Contra Tigelino? Demasiado peligroso. Ya sabes qué hizo… Y Tigelino
somos nosotros. Sería demasiado fácil pasar de él a mí, de mí a ti, y de ti al
emperador. No, no. Tigelino es imposible.

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—¿Entonces? —preguntó Popea.
—Hay que encontrar otra cosa. Hay que…
Popea se levantó, sonrió, se arrodilló a los pies de su amante, apoyó la cabeza en
sus rodillas, levantó los ojos hacia él:
—¡Ya lo sabes! —le dijo en voz baja.
—Tengo una idea —dijo Cartafilo.

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El proyecto de Isaac consistía en anegar a Natalie en un torbellino de placeres en
vez de dejarla languidecer en un rincón aislado de la campiña inglesa en las
postrimerías del siglo XVIII. El vizconde de Noailles era encantador y guapo. A
menudo se creía más listo de lo que era. Cogió al vuelo la sugerencia de Isaac y
compuso sobre este tema una comedia cruel destinada a mantener lejos de él a su
mujer de pronto inoportuna por la gracia del príncipe de Gales.
El vizconde tenía un amigo. El amigo se llamaba Vintimille. Vintimille y Noailles
se pasaban las noches jugando en uno de esos clubs ingleses —el Kit Cat o el White
— en los que no entran las mujeres. Un día, poco antes del alba, Noailles había
perdido todo cuanto llevaba.
—Dame otra oportunidad —dijo Noailles.
—Si quieres —dijo Vintimille, que se sometía siempre a la voluntad de Noailles.
—Doble o nada.
—Doble o nada.
—Lo malo —dijo Charles—, es que no me queda ni un céntimo.
—¡Bah! —dijo Vintimille—. Tienes tiempo.
—Se me ocurre una idea —dijo Charles.
—¿Ah? Bueno —dijo Vintimille.
—Me juego a mi mujer —dijo Noailles.
Vintimille había conocido a Natalie de niña en los jardines de Méréville. La había
visto una o dos veces, a su llegada a Inglaterra, en todo el esplendor de una belleza
avivada por las pruebas y por la alegría, tanto tiempo esperada y tanto tiempo
aplazada, de encontrarse con su marido. Acababa de beber bastante. Admiraba a
Noailles. No dudó un segundo. Aceptó. Charles de Noailles volvió a perder.
—Es tuya —dijo riendo.
Bebieron un poco más. En muchos aspectos, el vizconde de Noailles era un
verdadero canalla. Poseía al mismo tiempo un sentido del honor bastante vivo que
tomaba a menudo en él aires de paradoja. La idea de engañar a un amigo le parecía
insoportable.
—¿Sabes? —le dijo a Vintimille con voz pastosa—. Me alegro de que hayas
ganado.
—¡Ah! ¿Sí? —dijo Vintimille.
—Me haces un gran favor.
—A tus órdenes —dijo Vintimille.
—Esperaba perder —dijo Noailles.
—Pues has perdido —dijo Vintimille.
—Soy tu deudor —dijo Noailles.
—Y yo tu servidor.
—¡Chócala! —dijo Noailles, con esa sombra de vulgaridad que se permiten los
grandes señores.

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Y se puso a explicar, tropezando con las palabras, que la misión de Vintimille era
fingir que estaba enamorado de su mujer Natalie, no dejarla en ningún instante y
ocuparla noche y día para apartarla de su marido loco por Mrs. Fitzherbert. Llevó los
escrúpulos hasta preguntarse si era honrado beneficiarse de la pérdida que había
sufrido en el juego. Incluso pidió disculpas por infligir semejante obligación al
jugador que había ganado. Trató de obtener su perdón asegurando a Vintimille que
Natalie tenía mucho encanto y no carecía de belleza.
—Bueno —decía Vintimille—, bueno. Me das tu mujer. La tomo. Estamos en
paz. No se hable más de ello. No quiero saber quién ha perdido ni quién ha ganado,
quién sale ganando ni quién sale perdiendo.
Lo que se representa entonces en la Inglaterra de William Blake, de George
Romney, del segundo Pitt, es un vodevil trágico, escrito por un Feydeau de la época
prerromántica y revolucionaria y en el que los diamantistas belgas y las fulanas de
provincias fueran sustituidos por la más alta aristocracia francesa del tiempo de la
emigración. Sucedió naturalmente lo que había de suceder: entre Londres y Norfolk,
en los salones y los jardines, al hilo de los bailes y los largos paseos bajo el pálido sol
del norte, Vintimille, poco a poco, se tomó en serio el juego peligroso que había
emprendido y, bajo la mirada primero divertida, luego cada vez más inquieta de Isaac
Laquedem, se enamoró perdidamente de aquélla a quien estaba encargado seducir.
El señor de Vintimille tenía atractivo y hasta cualidades. Natalie resistió por
fidelidad a su marido infiel. Para tratar de ablandarla, el seductor por encargo,
transformado por el encanto y la belleza de su víctima en pretendiente desdichado,
acabó, pese a las recriminaciones de Isaac, con la mente y el corazón perdidos,
confesando y revelando a Natalie, para abrirle los ojos sobre un marido al que se
obstinaba en venerar, la estratagema inventada por el señor de Noailles. Viniendo tras
las pruebas de la separación, la cárcel, la muerte que rodaba en sus carretas
abarrotadas, los viajes bastante rudos a través de Europa entera, la decepción
trastornó la cabeza ya débil de Natalie de Noailles. Abrumada, con desesperación,
con un desprecio que desde entonces se extendía a todos los hombres, se entregó a
Vintimille a quien nunca había amado y a quien no amó nunca. Para él, para ella, para
los demás, empezaba un juego infernal.

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En la confluencia del Busento y el Crati, en el punto de encuentro del llano y la
montaña, al oeste de Sila, atrasada y salvaje, Cosenza es una ciudad de Calabria
donde no pululan los turistas. Se extasían ante Amalfi y Positano, se detienen en
Salerno, se acercan hasta Benevento donde juegan al escondite, a costa de esfuerzos
desmesurados, con el recuerdo de Belisario, de Manfredo, del príncipe de Talleyrand-
Périgord y del padre de Víctor Hugo, se arrastran a lo largo del Adriático hasta Trani
y Bari y Ostuni y Otranto, hasta Lecce, reina de la Apulia. Ignoran Cosenza.
Demetrios llegó por el norte, con el ejército de Alarico.
Tras la caída de Roma, el rey de los visigodos había concebido el eterno proyecto
de todos los conquistadores: reconstruir el imperio del mundo alrededor de su eje
natural y su corazón ardiente: el Mediterráneo. Había descendido hacia el sur para
apoderarse de Sicilia, la Trinakria de las antiguos. Sicilia, en aquel tiempo, estaba
cubierta de bosques y trigales. Constituía por sí sola un prodigioso depósito de
riquezas y un granero capaz de sustentar a todos los ejércitos del mundo. Permitía
también invadir África del norte y podía servir de trampolín y base de salida para
nuevas aventuras. Fulminado por la malaria que reinaba en el sur, Alarico murió en el
momento de entrar en Cosenza.
Las grandes empresas no son más que la traducción de un movimiento colectivo y
subterráneo de la historia que las impone y las hace nacer. Pero descansan también
sobre la acción de algunos hombres que las encarnan y las llevan a término. El
ejército de los visigodos quedó estupefacto con la muerte de su rey. Se reunieron los
jefes y, sabiendo el aprecio que el difunto sentía por Demetrios, invitaron al retórico,
que conocía tantas cosas y hablaba todas las lenguas, a unirse con ellos y a asistir al
consejo.
La cuestión que se planteaba después de la catástrofe que constituía la muerte del
jefe genial era siempre la misma, era, desde la eternidad, la de los conquistadores, los
ambiciosos, los revolucionarios, los vencidos: ¿qué hacer?
Varios recordaban que Demetrios era el hombre, brillante y un poco misterioso,
que había aconsejado a Alarico que no destruyera Roma, lo que había permitido
llevarse tesoros en los carromatos de los visigodos. Pidieron al consejo de los jefes
que autorizaran a Demetrios a expresar su opinión al mismo título que los jefes de
guerra y los príncipes de sangre real. Hubo murmullos en la asistencia. Nadie sabía
nada de aquel gramático un poco sospechoso, que parecía surgido de ninguna parte.
Se sabía únicamente que no era visigodo, ni ostrogodo tampoco, ni suevo, ni hérulo,
ni vándalo, ni alano. Había corrido el rumor de que, simplemente, era romano. Pero
parecía que era judío.
¡Judío! Todos los jefes visigodos reunidos en Cosenza eran cristianos. En tanto
que cristianos no tenían más que recelo y desprecio por los judíos. Sin embargo, en
tanto que arríanos emitían al menos dudas sobre la naturaleza divina de Cristo. Los
judíos, a sus ojos, eran unos traidores odiosos de los que había de guardarse como de
la peste. No eran deicidas. Tras un debate bastante largo, y en recuerdo de la

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confianza que le había demostrado Alarico, se autorizó a Demetrios a participar en el
debate y manifestar su opinión.
Unos proponían trasladar el cuerpo de Alarico a Roma y hacerle funerales
grandiosos en la Ciudad eterna que tanto lo había fascinado. Otros sugerían quemarlo
y llevar sus cenizas hasta Constantinopla, hasta Panonia, hasta el Danubio, donde se
erigiría, para acogerlas, un panteón de mármol digno del rey de los visigodos,
descendiente de los baltos. Otros pensaban que había que enterrarlo allí mismo, en
medio del despliegue formidable de sus tropas, en un monumento suntuoso que
guardara para siempre el recuerdo de sus victorias y del terror que inspiraba.
Demetrios callaba.
—Y tú, Demetrios —dijo el jefe de la caballería—, de todas las opiniones que
acabamos de oír, ¿a cuál te adhieres?
—A ninguna —dijo Demetrios con voz fuerte.
Un rumor de curiosidad y casi de indignación recorrió la asamblea.
—¡A ninguna! ¿Y qué propones?
—Propongo —dijo Demetrios— hacer desaparecer de la superficie de la Tierra
todo rastro del rey Alarico.
Ante estas palabras llenas de audacia, todos los jefes guerreros se levantaron en
un gran tumulto. Habían atravesado las montañas y los ríos, habían vencido a los
romanos, habían conquistado la Ciudad eterna, ¡y un maestrillo bizantino, peor que
eso: una especie de gramático y filosofastro judío pretendía borrar y reducir a nada
sus padecimientos y sus victorias! Empezaban a llover los golpes sobre Demetrios
que no se defendía cuando el jefe de la caballería y dos o tres oficiales de los más
próximos a Alarico consiguieron rechazar a los visigodos más violentos e imponer un
poco de orden.
—¿Nos dirás —rugió el jefe de la caballería— lo que se te ha metido en tu pobre
cabeza y el sentido de tus palabras que nos han ofendido a todos?
—Mi objetivo no era ofender a nadie —respondió Demetrios con la voz más
tranquila—. Y aún menos dañar la memoria inmortal del gran rey de los visigodos.
Fue bueno conmigo, me concedió su confianza, fue mi señor y yo fui su amigo. No
tengo otra intención que hacer vivir su nombre, y los vuestros, por los siglos de los
siglos.
Se había producido el silencio. Acá o allá se oía jadear a uno u otro de los
guerreros que se habían arrojado sobre el retórico.
—¿Y para servir su memoria quieres borrar su recuerdo?
—Se podría hablar así —dijo Demetrios sonriendo— si se quisieran hacer brillar
las palabras como espadas al sol. Lo que yo quería decir…
Y se detuvo para recobrar el aliento, mientras miraba a los hombres a su
alrededor.
—¿Lo que querías decir…? —gritaron al mismo tiempo dos visigodos a los que
la impaciencia empujaba hacia aquel hombre extraño que no era un guerrero y

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detenía con la punta de sus frases a tantos guerreros invencibles.
—Lo que quería decir es que cualquiera puede construir panteones, monumentos,
templos. Casi cualquiera puede hacer casi cualquier cosa. He oído a muchos
imbéciles hacer el elogio de la inteligencia. He oído a muchos sinvergüenzas apelar a
la virtud. He oído a tiranos que hacían cantar a sus súbditos himnos a la libertad.
Todo lo que surge bajo el cielo nunca tiene sentido. Sólo hay el vacío que se extiende,
el silencio y la ausencia. Dad herramientas a los hombres, construirán cosas inmensas
de las que sacarán mucho orgullo. Pasará el tiempo: todo se desmoronará. Nadie se
acordará de los acontecimientos y los nombres que los panteones y los templos
debían eternizar. El tiempo que pasa y la muerte son más fuertes que la vida, el
tiempo que pasa y el olvido son más fuertes que el recuerdo. Si queréis vencer el
tiempo y la muerte y el olvido hay que buscar un poco más allá.
—Pero habla de una vez —gritó alguien—, en lugar de hacer piruetas con las
palabras.
—Hablo —dijo Demetrios, volviéndose con mucho sosiego hacia el que lo
interrumpía—, pero hace falta un poco de tiempo, hace falta un poco de esfuerzo para
que entendáis. ¿Entendéis que todo cae y las piedras se desploman? ¿Entendéis que el
recuerdo que se adhiere a lo que pasa es un recuerdo condenado? ¿Entendéis que hay
algo que es más fuerte que la vida: es la muerte? ¿Algo que es más fuerte que la
palabra: es el silencio? ¿Algo que es más fuerte que la presencia: es la ausencia? Si
queréis que en todo el transcurso de los siglos, las generaciones sucesivas conserven
aún el recuerdo de lo que fue Alarico, hay que confiar la muerte a la muerte, el
silencio al silencio, la ausencia a la ausencia. El único mausoleo del rey Alarico debe
ser el espíritu de los hombres que se suceden en el tiempo, la imaginación que no
para de renacer de sus cenizas y el recuerdo del recuerdo.
De nuevo se produjo un gran silencio inmóvil. Decir que todos los visigodos
habían entendido el discurso de Demetrios sería exagerado. Uno tras otro volvieron a
hablar. La noche cayó sobre el consejo. El consejo duró toda la noche. Demetrios
respondía con brevedad a las preguntas que le hacían. Tras haber hablado con tanto
ardor, parecía agobiado. Decía: «El silencio, sí, sí… el silencio y la muerte… La
ausencia domina la presencia… Hay que borrar a nuestra espalda las huellas de
nuestros pasos… La única posibilidad de sobrevivir es desaparecer…».
El abatimiento de Demetrios tuvo más efecto aún en los guerreros visigodos que
su brío y su vehemencia. Tuvieron la sensación de que un dios estaba hablando por su
boca. Al amanecer, la decisión estaba tomada y los jefes reunieron a los soldados.

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He visto muchas muertes. Hay una definición bastante famosa de la vida: «Es el
conjunto de fuerzas que resisten a la muerte». Mi definición sería más bien la inversa:
la vida es lo que muere. La vida y la muerte están unidas tan estrechamente que sólo
tienen sentido recíprocamente. Más allá de las plantas, los animales, los hombres ven
que hay una vida del mundo. Miren: el Sol vive. Miren: la Tierra vive. Todo eso
desaparecerá. Ustedes morirán. Venecia también. Y el Sol. Y la Tierra. Venecia dejará
hermosas ruinas. La Tierra: más hermosas aún. Hay un primer milagro: es que algo
nazca. Hay un segundo milagro: es que algo suceda entre el nacimiento y la muerte.
Hay un tercer milagro, el mismo que los dos primeros, y el mayor de todos: es que
muramos todos. Tal vez empiezan a entender la evidencia y a ver lo que salta a la
vista: todo es necesidad, y sin embargo todo es milagro. La necesidad es un milagro y
el primero de los milagros es la necesidad.
—¿Qué está diciendo? —murmuró Marie, volviendo la cabeza en mis rodillas—.
Ya no entiendo casi nada, creo que empiezo a dormirme.
—¡Ah! —masculló Simón, tan bajo que hube de inclinarme sobre la cabeza de
Marie para oír lo que murmuraba—. No digo gran cosa. Digo que todo se va. Digo
que todo muere y desaparece. Y que algo, sin embargo, subsiste, en los que quedan,
de lo que ha desaparecido. Que algo, sin embargo, subsiste, en los vivos, de lo que ha
vivido. Es lo que llamamos el recuerdo. La muerte no es el final de todo puesto que
hay el recuerdo. Los hombres sueñan fantasmas, aparecidos, fuerzas espirituales y
misteriosas, de las que no se sabe casi nada, de las que se espera casi todo. El primero
de los fantasmas, el primero de los aparecidos, la más formidable de todas las fuerzas
espirituales, lo saben muy bien, es el recuerdo. Nada más bello que la esperanza; si
no es el recuerdo, que es lo inverso y lo mismo: una especie de grito del vivo hacia la
vida, una afirmación del ser, una celebración de lo que ya no es y que sin embargo ha
sido, una llamada de lo que debe ser y que no es aún. ¿Distinguen ese juego a lo lejos
entre el tiempo y la vida? Se apoya totalmente en un misterio terrible: cuando ya no
haya nada, habrá habido algo y la muerte misma no borra el recuerdo. ¡Ah! No digo
gran cosa, no, no digo casi nada, digo que todo se va y que todo desaparece, digo que
hay un alma del mundo y que lo que ha sido no puede no ser.

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Las aguas del Busento fueron desviadas de su curso. Durante varios días y varias
noches, los guerreros visigodos establecieron presas y obligaron al río a cambiar de
recorrido. Aterrorizados, los habitantes de Cosenza y los pastores de Calabria asistían
en silencio a aquel cambio. Muchos de ellos tuvieron que participar a la fuerza en las
obras de desmonte y edificación de los diques. Los visigodos arrastraban consigo a
multitudes de prisioneros cogidos en las ciudades que habían intentado resistir a la
invasión de los bárbaros y en los campos de batalla. Calabreses y cautivos constituían
la masa de la mano de obra. Bajo las órdenes de los visigodos y de Demetrios,
removieron a mano, con la ayuda de palas y picos, toneladas de piedras y tierra.
Cuando el cauce del Busento quedó seco, se llevó a ejecución la segunda parte del
plan establecido por Demetrios.
Los visigodos instalaron alrededor de la obra un inmenso cordón de tropas que
prohibió todo acceso y constituyó una especie de zona reservada. En el cauce seco del
río, en lugares muy secretos, equipos de trabajadores vigilados por los soldados
empezaron a cavar tumbas con dimensiones de cavernas. Cavaron varias, en
emplazamientos diferentes, ya al fondo del río, ya a lo largo de los bordes más o
menos escarpados. Todas aquellas excavaciones, salvo una, no eran sino trampas
destinadas a engañar a los futuros saqueadores de tumbas. Demetrios estaba en todas
partes a la vez y dirigía las obras.
A su alrededor, los jefes de los visigodos estaban animados por pasiones
contradictorias. Habían querido y admirado mucho a Alarico que los había llevado a
la conquista de un mundo y los había hecho equiparables a los romanos y vencedores
suyos. Estaban prontos a morir por él. Era él quien había muerto. Sufrían ahora el
ascendiente de aquel filósofo medio bizantino, medio judío al que el rey de los
visigodos había elegido como confidente. Sentían que algo excepcional y grande lo
envolvía. Los más sagaces sabían que era Demetrios quién había aconsejado a
Alarico, cuando la caída de Roma, que apagara el fuego sagrado en el altar de las
vestales. Todos habían acabado adhiriéndose a la idea de enterrar a Alarico bajo las
aguas del Busento y confiar sus cenizas al espíritu sólo de los hombres. Pero un
malestar se había adueñado, al mismo tiempo, de los generales ante el poder creciente
del gramático de Constantinopla. Habían tenido una reunión a escondidas del
retórico. Aun estando muy divididos por sus ambiciones y sus planes, se habían
puesto de acuerdo en dos puntos. El primero se había alcanzado de resultas de los
debates: había que hacer desaparecer a Alarico como aconsejaba Demetrios. El
segundo era secreto: después de hacer desaparecer a Alarico, había que hacer
desaparecer al propio Demetrios. Las cosas son siempre complicadas.
Y son siempre sencillas en cuanto se conoce la llave de su complejidad. Había un
tercer punto ignorado por los generales: era que Demetrios, ya fuera porque hubiera
sido informado por espías a su sueldo, ya porque tuviera la capacidad de adivinar lo
oculto, sospechaba sus intenciones. Había un cuarto punto en el misterio de las cosas,
y habría sumido en la estupefacción a todo el ejército de Alarico: nadie deseaba tanto

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como Demetrios el éxito del plan secreto de los generales visigodos. El judío sabía,
no obstante, que este éxito tan deseado era para siempre imposible.
Con calma, con desesperación —no porque iba a morir, sino porque no podía
morir—, Demetrios pasó a la tercera etapa de la maniobra ausencia, de la operación
eternidad montada por los visigodos.

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—Hay algo que me extraña —dijo Marie.
Daban las doce. Nos paseábamos los dos entre las sombras de Casanova, Goethe,
Byron, Chateaubriand, Thomas Mann, sin hablar de otros.
—¿Qué te extraña? —pregunté.
A mí nada me extrañaba ya. Lo único era que estuviéramos allí.
—Lo que me extraña —dijo Marie— es que Simón sea tan poco judío.
Vacilé un instante. Me preguntaba qué quería decir. La miré. Era tan ligera, tan
ingenua, casi tan tonta como yo. Era una suerte. Marie era alegre y encantadora, era
la vida misma. Con sus cabellos rubios, sus ojos de pronto muy verdes, su camisa
blanca, sus vaqueros despertaba mi deseo. Me daba vueltas la cabeza. ¿Por qué
diablos ocuparse de otra cosa que no fuera su boca y sus nalgas, sus pechos, sus
largas piernas?
—Somos unos idiotas —le dije—. Bésame.
Me besó. Hacía buen tiempo. Venecia desaparecía. No parecía sentirse mal entre
mis brazos. Yo me sentía bien entre los suyos.
—Moriremos todos —me dijo.
Me eché a reír. Moriremos todos. La vida era deliciosa.
—Lo que me extraña —dijo Marie— es que podría ser cualquiera. Desde luego
no era la imagen que yo tenía del judío errante. Cuando comprendí quién era me puse
a soñar en las intrigas más sutiles, las combinaciones más sospechosas, la cábala, el
Talmud, todos los misterios del gueto. Ni siquiera tiene la nariz corva. Creo que le
gusta el dinero menos que a mí.
—Es un esnob. Eres tú quien lo dice.
—Ha vivido, eso es todo. Y demasiado, a su gusto. Otros cuentan Les Eparges,
sus amores juveniles, las olimpiadas de Melbourne, la Comuna, el crac de 1929,
Marilyn en Some like it hot, los comienzos de la aviación, el aten —lado contra el
papa, sus vacaciones en la montaña. El cuenta lo que ha visto. Podría ser cualquiera.
Un himno de piedra y agua se elevaba a nuestro alrededor. Venecia danzaba bajo
el sol.
Miré a Marie. Reía a la vida. Le pasé los brazos alrededor del cuello.
—El mundo es grande —le dije—. Y el mundo es pequeño. Creo que ser judío es
primero una idea.

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Con el Directorio, con el Consulado, en los comienzos del Imperio, Natalie de
Noailles pasó por una de las mujeres más seductoras y más coquetas de todos los
tiempos. «Era la Armida —escribe uno de sus amantes, Mathieu Molé, ministro de
Justicia en tiempos de Napoleón, ministro de Marina en tiempos de los Borbones,
ministro de Negocios extranjeros y presidente del Consejo en tiempos de Luis Felipe,
uno de esos políticos innumerables que han prestado juramento de antemano a todos
los regímenes presentes y futuros, uno de los modelos de Balzac para su Comedia
Humana—. Era la Armida. Su encanto superaba incluso su belleza. Ya hablara o
cantara, el atractivo de su voz era irresistible. Su coquetería llegaba hasta la manía.
No podía soportar la idea de que las miradas de un hombre se fijaran en ella con
indiferencia. Más de una vez la sorprendí en la mesa buscando con inquietud en el
rostro de los criados que nos servían la impresión que producía en ellos». Esta manía
de gustar y atraer, esta locura de seducir era quizá, en un principio, lo que algunos
psicólogos de salón llaman, un poco precipitadamente y para apresurarse a pasar a
otra cosa, un rasgo de carácter. Estaba sobre todo unida a la historia pública y
privada. El carácter existe apenas. Sólo hay situaciones. Sólo hay el encuentro de una
historia y un temperamento. Después de las aventuras tremendas de la Revolución,
después de media docena de años de tormentos, estupor y miedo, la gente no pensaba
sino en divertirse. Las costumbres eran más alegres, más libres, más disolutas que
nunca. Natalie de Noailles no sólo había sufrido, como muchos otros, la crueldad de
la historia. Haba sido herida en su corazón. Se lanzó a los placeres desde lo alto de
sus penas.
El antiguo jardinero del marqués de Laborde se hallaba en el centro de aquellos
torbellinos y aquellos excesos.
—¿Acaso Natalie y usted…? —preguntó Marie con su desparpajo acostumbrado.
—¿Acaso Natalie y yo…? —repitió Simón, mirándola a los ojos.
—Sí. Ya ve qué quiero decir.
—En absoluto —contestó Simón, en tono seco—. Y, además, eso no le importa.
—¡Ah! —le murmuré a Marie—. Siempre te pasas de la raya.
Asistía, desolado, a los éxitos de Natalie y a sus consecuencias desastrosas. Los
hombres se apiñaban en masa para ofrecerle a la joven consejos, ayuda, consuelos de
todo tipo. Natalie reía mucho. Natalie estaba desesperada. Había regresado a París
donde brillaba cada vez con más fulgor la estrella de Bonaparte. Lejos de Charles,
ostentaba la independencia más resuelta. Le daba por dibujar. Frecuentaba el estudio
del pintor Moreau. Se hacía amiga de Molé. Proseguía, a toda costa, su relación con
Vintimille, pero le tenía rencor, como a Charles, como a los otros, lo despreciaba, se
entregaba a él con horror, le hacía sentir a cada instante que no lo amaba ya, que no lo
amaba en absoluto, que no lo había amado nunca. La desesperación pasaba, como
una enfermedad contagiosa, de Natalie de Noailles al señor de Vintimille. Estaba
hastiado de hacer el amor con una mujer de la que estaba loco y que se entregaba a él

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por pesar y por indiferencia. Le pidió humildemente permiso para dejarla y alejarse
de París.
—¿Y a mí qué más me da? —le contestó Natalie.
La brutalidad de la fórmula hizo vacilar a Vintimille.
—Pensaba… —dijo.
—Piensa demasiado —dijo Natalie—. Charles y usted siempre han pensado
demasiado.
Vintimille inclinó la cabeza. ¿Acabaría alguna vez de pagar sus culpas con
aquella mujer a la que amaba más que nada?
—La quiero —dijo Vintimille—. Usted no quiere amarme. No me queda más
solución, para tratar de sobrevivir, que marcharme lejos. Querría que, por una vez, me
diese algo, o más bien a alguien.
A pesar de tantas pruebas contrarias, a pesar de lo que pensaba, a pesar, quizá, de
lo que pensaba ella misma, Natalie de Noailles quería mucho a Vintimille. Si no
hubiera habido Charles y su conspiración, habría podido amarlo también con locura.
Pero había Charles, y Mrs. Fitzherbert, y el complot contra ella que no perdonaba.
Por una serie de repercusiones, Vintimille era la víctima de Mrs. Fitzherbert. Natalie
se volvió hacia él.
—¿Qué quiere? —le dijo.
—Que me dé a Isaac y que venga conmigo lejos de Francia y de usted. Puesto que
quiero olvidarla ya que no me quiere, será mi último y mi único lazo con su querido
recuerdo.
Así fue como el jardinero del marqués de Laborde, el antiguo escribano de
Fouquier-Tinville, el antiguo mozo de la vizcondesa de Noailles, cruzó los Alpes con
el señor de Vintimille. Visitaron Milán y Verona y Venecia y Ravena y Florencia y
Asís. Isaac conocía ya la ciudad de san Francisco y volvió a verla con gusto. Se
instalaron en Roma unos meses. Pasearon con deleite y melancolía por aquellos
lugares cargados de recuerdos. Bajaron hasta Nápoles donde el tiempo era muy bueno
y caluroso. El señor de Vintimille no hablaba nunca a Isaac de la señora de Noailles.
Se moría en silencio. Isaac, para distraerlo, albergaba el proyecto de llegar hasta
Sicilia, pasando por Calabria y por la pequeña ciudad de Cosenza.
—¿Sicilia?… —decía Vintimille.
—Es hermosa —decía Isaac—. Iremos a Noto, que es barroca, a Segeste, a
Agrigento, que son fragmentos de Grecia perdidos en Sicilia, pasearemos por
Monreale, que es árabe y normanda, subiremos hasta Enna y hasta Erice que son
salvajes y soberbias, nos recogeremos, mi amo, ante los esqueletos de los capuchinos
de Palermo y la tumba de Federico II, que llenó al mundo de estupor.
—Me gusta la muerte —decía Vintimille—. Vayamos a Sicilia.
—Nadie puede comprender mejor que yo su deseo de morir. Sin embargo hay que
saber resignarse a vivir. Nada nos ayuda tanto a ello como el espectáculo del mundo.
—Usted lo sabe todo —decía Vintimille—, ha ido a todas partes.

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—He viajado un poco —respondía Isaac.
—¿Cosenza? —preguntaba Vintimille.
—Es una pequeña ciudad sin interés, y sin embargo bastante curiosa. Se lo
contaré, si le parece.
Isaac Laquedem no tuvo tiempo de contar a su amo lo que había ocurrido en
Cosenza. El señor de Vintimille se ahogó en la bahía de Nápoles, por la parte de
Capri. Había salido de Sorrento, que, en aquellos tiempos, era una pequeña ciudad
encantadora, poblada de poetas e ingleses, tísicos, enamorados, llena de naranjos y
limoneros de perfumes embriagadores. Atraído por las islas, por espejismos marinos,
por sirenas asesinas, nadó demasiado lejos y no volvió a aparecer. Era la época, más o
menos, la vida no se detiene nunca, corre y no se detiene, en que Natalie de Noailles,
rayos y condenación, conocía a Chateaubriand.

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—He corrido mucho, es verdad. He paseado por el mundo, he arrastrado casi por
todas partes mi inmortalidad. Los hombres no hacen otra cosa: son todos, desde
siempre, unos eternos viajeros.
»Hoy, naturalmente, están un día en París, al siguiente en Nueva York, al otro en
Venecia, antes de salir para Bali, Luxor, Udaipur. Ni viajan siquiera: se desplazan
todos, y yo también, pues el judío errante va ahora en Concorde, a la velocidad del
sonido. Durante siglos y siglos, durante milenios, daba la impresión de que la gente
no se movía, de que permanecía inmóvil, se casaba entre ella, en el mismo pueblo o
el mismo valle y moría donde había nacido. Es cierto y no lo es. Desde los tiempos
más remotos, hay hombres que sueñan con algo distinto, hay hombres que andan.
Todos ustedes, lo quieran o no, son especies de judíos errantes. Pues de uno u otro
modo, todos vienen de otra parte.
»Los judíos y los árabes se baten en Israel, en Palestina, en el Cercano Oriente.
Cada uno acusa al otro de haber llegado ayer a tierras extranjeras. Es cierto que los
judíos proceden de todas partes: de los hornos crematorios de Auschwitz y los
campos de Siberia, de los guetos polacos y de las tiendas de campaña de Yemen, de la
Bolsa de Nueva York y de los salones londinenses. También es cierto que los árabes
estaban aún en Arabia cuando Salomón y David reinaban ya en Judea. Y Jerusalén
fue romana mucho antes de ser árabe. Pero el propio Abraham salía de Ur, en Caldea,
y de Mesopotamia. Los árabes, en unos años, se desparramaron desde Persia y las
fronteras de la India hasta Gibraltar y España, hasta Poitiers y Samarcanda. Tal vez se
imaginan ustedes que, empujados por los árabes, los españoles estaban al menos en
su país. Ni mucho menos: fueron los vándalos quienes dieron su nombre a Andalucía
y España está llena de alanos, suevos, visigodos que vienen del Danubio y de
Escandinavia. Para conquistar un poco más tarde, a los aztecas y los mayas, a los
incas de Perú, la América de Cortés, de Pizarro, de Amerigo Vespucci y de Cristóbal
Colón.
»¡Ah! ¡Los indios de América, ésos sí son del país, autóctonos, hombres del
terruño, expulsados por el invasor! ¡Ni soñarlo! Vienen de Asia, por el estrecho de
Bering que, treinta o cuarenta mil años atrás, cruzan a pie enjuto. Es que, desde
siempre, el hombre se pasea por el mundo. Los trancos venían de otra parte, los
griegos venían de otra parte, Eneas venía de otra parte, todo el mundo venía de otra
parte. Y el mismo hombre viene de otra parte. Cada cual sabe hoy día que no nació en
el jardín del Edén, hace unos seis mil años, como imaginaba Bossuet. Sino que nació
en África, hará tres millones de años, o quizá cuatro, si se empeñan, de una especie
de animal negro y cubierto de pelo que se parecía a un mono. Y que, desde sus
orígenes, corrió por el mundo, hacia lo que será Asia y lo que será Europa. Y que los
animales, grandes o pequeños, que los seres vivos de los que desciende se paseaban
ya, hace millones y millones de años, por tierra y por agua, a través del universo.
»Ya desde la Antigüedad vienen chinos a Roma. Van franciscanos a China antes
de Marco Polo. Alejandro Magno, harto de los Balcanes, se va a Persia y a las Indias.

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Los mongoles llegan hasta Viena. Los árabes cruzan la cordillera de los Pirineos y
conquistan Sicilia y amenazan Provenza. Los vikingos van, por un lado, hasta Kiev,
hasta Bizancio y, por el otro, hasta Normandía y Borgoña, hasta Gibraltar, donde,
antes de protegerse con grasa de ballena, cogen insolaciones, hasta Sicilia a su vez y
se establecen en Apulia. A lo largo de toda la historia, no hay más que idas y venidas,
cruzadas en todos los sentidos, expediciones de doble entrada y múltiples salidas,
embajadas, descubrimientos, migraciones y paseos.
»Cuando hablo de paseos, no son, muchas veces, más que paseos a la fuerza,
desplazamientos obligados. ¿Acaso ando yo por gusto? Muchos otros son como yo.
La mayor parte del tiempo, obedecen, huyen, son arrastrados o empujados por la
historia, se esfuerzan por sobrevivir. Refugiados, deportados, prisioneros de guerra,
desertores, rehenes, exiliados y desterrados, esclavos vendidos en los mercados, a
veces andan también encadenados. Administradores, gobernadores, embajadores o
virreyes, soldados en las fronteras del imperio, comerciantes, marineros,
exploradores, misioneros, encuentran, para desplazarse, los motivos más diversos, de
los más graves a los más fútiles. Todo les sirve para lanzarse por las rutas: la fe, el
dinero y el afán de lucro, las pasiones desdichadas, el amor a la patria y la curiosidad.
Hasta a veces, y sobre todo más recientemente y cada vez más según pasa el tiempo,
se desplazan por gusto. A la inversa de aquellos que se van porque no pueden elegir
entre andar o morir, al lado de todos aquellos que son impulsados por la pasión y los
sueños de grandeza, hay todos aquéllos y todas aquellas que atraviesan los
continentes y los mares en búsqueda sólo de novedad, aunque no la hubiera ya en el
mundo, y de dichas inútiles para la vida cotidiana.

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Tesoros de valor incalculable fueron sepultados junto a los restos de Alarico en el
cauce del Busento. Roma durante varios días y varias noches y muchas ciudades más
habían sido sometidas al saqueo de los visigodos. La mayor parte de iglesias habían
sido respetadas por las razones sabidas. Los palacios y los templos habían entregado
obras maestras a los arríanos de Alarico. Estatuas antiguas, vasos de oro, joyas,
manuscritos, objetos del culto pagano habían sido cargados en las carretas y llevados
por las tropas en su descenso hacia Sicilia. Toda una parte de aquel botín acompañó
al rey muerto en su morada de eternidad bajo la tierra de Calabria.
Cuando las tumbas estuvieron preparadas, los generales visigodos organizaron las
exequias. Se celebraron de noche, a la luz de las antorchas, entre los cantos de los
guerreros que ensalzaban a su rey, sus victorias, su grandeza. Demetrios, una vez
más, era el ordenador de las pompas y el maestro de las tinieblas. Mientras una parte
de los soldados mantenía un círculo de hierro en torno al espacio sagrado por donde
desfilaba el cortejo y otra parte vigilaba las presas que desviaban el río, los jefes,
rodeados por un pequeño número de guerreros cuidadosamente escogidos y por la
masa de cautivos que transportaban el botín, bajaban hacia el cauce del torrente por
donde no corría ya ni una gota de agua. El cuerpo sin vida de Alarico iba colocado en
un catafalco llevado por doce generales. Avanzaban lentamente, al son de los
címbalos y las trompetas de guerra cuyo ritmo muy lento, mezclado con cantos
fúnebres, emitidos a menudo con la boca cerrada por los soldados visigodos,
resonaba en la noche.
El espectáculo era siniestro, opresivo y grandioso. Demetrios lo contemplaba a
distancia: se había instalado en la presa que retenía el agua del río y la desviaba de su
cauce. Veía, en las tinieblas, ondular y descender la serpiente de fuego hacia las
tumbas. Oía a lo lejos los cantos de muerte de los bárbaros. Todo transcurría
exactamente como había previsto. Había previsto la noche y las antorchas, el silencio
y los cantos, el lento cortejo fúnebre descendiendo hacia el río, los tesoros de oro y
mármol camino del enterramiento.
La elección de la sepultura definitiva había sido aplazada hasta el último
momento. A medida que el catafalco pasaba ante las excavaciones que no servirían,
grupos de cautivos hacían caer los andamios que sostenían pesadas piedras y tapiaban
las entradas de aquellas tumbas falsas convertidas en trampas para los ladrones. El
cortejo se detuvo al fin ante una de las cavernas que habían sido abiertas en la roca:
sería para siempre la tumba del rey bárbaro que había sido el primero en apoderarse
de la Ciudad eterna.
Los soldados colocaron el cadáver de Alarico en medio de la estancia alumbrada
con la luz de las antorchas. Amontonaron alrededor del cuerpo el botín de los
visigodos. Las estatuas y los vasos, las joyas, las obras de arte subieron al asalto del
catafalco y acabaron cubriéndolo. Un obispo arriano, sucesor de Wulfila, fue a
bendecir al rey muerto y a rezar oraciones por el descanso de su alma. Cuando todo
hubo acabado y los generales, que permanecían de pie en el umbral del sepulcro,

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retrocedieron unos pasos para dejar que las rocas, contenidas por máquinas, cayeran
de las paredes con un retumbar de trueno que corrió a lo largo del torrente y tapiaran
las salidas de la tumba de Alarico, la noche llegaba ya a su término.
Circularon órdenes, como una mecha encendida, de un extremo al otro del
ejército. El cauce del Busento, que había permanecido petrificado en el silencio y la
inmovilidad durante toda la fase final de las exequias del rey balto, se animó de
pronto. El cordón de tropas que, arriba, rodeaba el curso del río, el cortejo, las presas,
estrechó su círculo. Los visigodos se agruparon en las dos orillas que dominaban la
tumba sepultada bajo las rocas y la tierra. Los cautivos, enloquecidos, iban y venían
por el fondo del río, alrededor de las cavernas que acababan de excavar en el suelo
desecado. Hubo aún gritos, carreras de mensajeros, antorchas en la noche, señales
misteriosas. Seguido de unos hombres, un capitán visigodo, sin aliento, llegó hasta el
dique en que se hallaba Demetrios. Se había dispuesto un sistema de traviesas
movido por poleas con objeto de permitir que el agua del río volviese a su curso y se
derramase, de un solo golpe, en el torrente seco. Para hacer funcionar la máquina,
había que bajar hasta el pie de la presa, arrancar dos clavijas y volver a subir
rápidamente, por una escalera de madera, a la orilla escarpada.
—¡Misión cumplida! —dijo a Demetrios el capitán visigodo.
—Bien —dijo Demetrios.
—¿Todo está en orden?
—Todo está en orden.
—¡Ejecución! —dijo el capitán.
Con ayuda de la escalera de madera, Demetrios bajó hasta el fondo del torrente.
Llegado al pie de la presa, alzó los ojos al cielo. Distinguió por encima de él la mole
enorme de la presa que retenía, en la noche claudicante, las aguas del Busento.
Algunas estrellas brillaban aún con luz declinante. Un resplandor nacía al este, por la
parte del Sila y el Adriático.
—Y si… —murmuró Demetrios, arrastrado de pronto por una loca esperanza.
—¿Vamos? —gritó de lo alto del dique el capitán visigodo.
—Voy —dijo Demetrios.
Tiró de las dos clavijas.
El diluvio estalló sobre la tumba de Alarico y sobre la multitud de cautivos que
corrían en todos los sentidos, por el fondo del barranco, semejantes a hormigas
condenadas por las aguas. Con un puntapié negligente, el capitán visigodo ya había
arrojado la escalera al río que crecía a ojos vistas.

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Cartafilo había hablado mucho a Popea del templo de Salomón y de Jerusalén. La
carne y la pasión, el placer, el acuerdo físico, las caricias habían anudado entre ellos
los lazos tan fuertes de la piel. Cuando habían gozado ambos en brazos uno de otro,
ella se le estrechaba contra el pecho y él, a menudo, empezaba a soñar en voz alta en
su infancia en Galilea y su mocedad de artesano en la ciudad santa de David, ocupada
por los romanos. Mantenía bastante control sobre sí mismo para hablar con prudencia
del procurador Poncio Pilatos y los acontecimientos tumultuosos que habían marcado
su época. Pero la primavera en Galilea, los árboles frutales en flor, la pascua en
Jerusalén, la fe profunda de los judíos le inspiraban imágenes y palabras que
impresionaban a la emperatriz tendida junto a él y regresando con lentitud a las
playas familiares que la exaltación de la alta mar le había hecho abandonar.
Permanecía callada. Lo escuchaba ávidamente, limitándose de vez en cuando a alzar
la cabeza hacia su amante y hacerle alguna pregunta. Cartafilo contestaba con
simplicidad, con fuerza, y, lejos de las pequeñeces y los horrores de la corte de
Nerón, todo un mundo desconocido, en el que los colores eran más vivos y los
sentimientos más elevados, se abría de pronto ante Popea. Quedaba encantada con
David y Betsabé, Sansón y Dalila, José y Putifar. Se interrogaba sobre los misterios
de aquel Dios desconocido y único del que estaba prohibido representar la imagen y
hasta pronunciar el nombre y del que dependía todo.
—¿Un solo Dios? —murmuraba.
—Un solo Dios.
—¿Y lo puede todo?
—Lo puede todo.
—¿Un Dios celoso y cruel?
—Un Dios justo y poderoso.
Poco a poco, la curiosidad dejaba paso al interés, y el interés a la simpatía.
Después de Renán, todos los historiadores algo serios del Imperio, aquellos que no se
limitan al rebaño de quinientas burras encargadas de procurar la leche para los baños
de la emperatriz ni al origen —discutido— de la palabra poupée[1] que podría venir
de Popea, han mencionado, hacia el final de su corta vida, la extraña inclinación de la
mujer de Nerón por el judaísmo, sin dar nunca, y con motivo, la menor explicación a
aquella tendencia tan sorprendente en su época y su medio social; y más aún dada su
condición. Sólo la secreta relación entre Cartafilo y Popea proporciona la llave del
enigma.
Para Popea, la iniciación religiosa era inseparable del goce físico. A pesar de su
juventud, había tenido ya tres maridos —Rufo Crispinio, prefecto del pretorio, Otón,
futuro emperador, exiliado en Lusitania, Nerón, el emperador reinante—. Era
Cartafilo quien le había enseñado, a un tiempo, la existencia de un Dios único y el
placer de la carne. Pasaba sin cesar de uno a otro, alternando caricias y preguntas.
Apenas su amante la había llevado consigo por la escalera de Jacob, el pórtico del
templo, las orillas del Nilo con el niño Moisés cuando se despertaba de pronto a unos

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placeres más profanos. Se inclinaba sobre él y, con su mano, su boca, su cuerpo
entero dibujado por la voluptuosidad misma, lo reanimaba a su vez y lo volcaba sobre
ella. Cuando habían gozado de nuevo, permanecían largo rato inmóviles uno en
brazos del otro.
—Tu idea… —murmuraba Popea.
—¡No hables de ella! —decía Cartafilo—. Con nadie.
—Pero —insistía Popea—, ¿cómo hacerla triunfar?
—El único medio —decía él—, el único medio es el emperador. No hay que
hablar de ella a nadie y hacer que penetre poco a poco en la mente del emperador. Y
para convencer a Nerón, no hay nadie; salvo tú.
—Lo convenceré —decía Popea.
—Estoy seguro —decía Cartafilo acariciándole los pechos y bajando con una
lentitud exasperante hacia el vientre y los muslos—. Estoy seguro de ello. Sabes
como hacerlo. Y no conozco a nadie más convincente que tú.

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El vizconde de Chateaubriand había conocido y amado ya a muchas mujeres
cuando lo presentó su amante del momento a Natalie de Noailles. Ella era coqueta, él
orgulloso. A la señora de Boigne, que nos ha dejado unas Memorias en las que revive
todo un mundo y de las que Simón Fussgänger hablaba con deleite, confesaba con
simplicidad la propia Natalie: «Soy muy desdichada. En cuanto amo a uno, aparece
otro que me gusta más». Todo ello era culpa de Charles, de Vintimille y de Mrs.
Fitzherbert. A propósito de él, del seductor, del genio, del genio de la seducción,
exclamaba una señora aguda: «Veo que no es bueno amar a René, no lo asusta el
serrallo, podría decir como Byron: “A nadie desde la guerra de Troya lo han raptado
tanto como a mí”», y el rey Luis XVIII, con más finura de la que cabría suponer en el
hermano tan gordo de soberanos tan torpes: «El señor de Chateaubriand, que podría
ver tan lejos si no se pusiera siempre delante de sí» y también, con crueldad, quizá
con injusticia, aquel sinvergüenza de Molé, su enemigo más íntimo: «Lo que me ha
asombrado siempre en el señor de Chateaubriand es esa capacidad de emocionarse
sin sentir nunca nada». Muy rápidamente, cada uno por su lado, sin declararlo
abiertamente, casi sin confesárselo a sí mismo, sin hacer nada, en cualquier caso, que
pudiera iniciar un futuro que ambos, por motivos distintos y sin embargo
comparables, querían dejar lo más abierto posible, Chateaubriand y Natalie se
enamoraron uno de otro. El choque iba a ser rudo.
Tras la muerte de Vintimille, Isaac Laquedem había vuelto a casa de la señora de
Noailles. Había tratado de persuadirla de que el drama de la bahía de Nápoles era un
accidente. Ella se lo creía sólo a medias. «Hay que ocuparse —le escribía a su
hermano—, pues la cabeza se debilitaría con los dolorosos pensamientos que la
asaltan sin cesar. Una vez tocada la mente, huye el sentido y sería mil veces mejor
morir». Natalie, sin embargo, no había perdido del todo ni la cabeza ni los sentidos:
no pensaba ya más que en René.
Chateaubriand, en aquella época, tenía que habérselas no sólo, como siempre, con
su esposa y sus amantes, sino también con la historia. El asesinato del duque de
Enghien lo había hecho reñir con Bonaparte transformado en su nombre de pila y
convertido en Napoleón. Puesto que no quería ser ni ministro ni embajador, prefería
dejar Francia donde, pese al triunfo de El genio del cristianismo, ya no era el primero
y donde las victorias de su adversario le torturaban los oídos. Se iba, pues, a Grecia y
a Jerusalén. Natalie, por su parte, y quizá para huir de él, marchaba a España. Los
viajes en aquellos tiempos no eran cosa sencilla. Duraban mucho tiempo y separaban
para siempre. René, antes de partir, se lo jugó todo. Escribió a Natalie para expresarle
su amor y dio la carta a Isaac Laquedem para que la entregase a su amada.
Isaac había causado ya la desgracia de la señora de Noailles queriendo salvarla y
susurrando a su marido la idea desastrosa que, transformada, agrandada, desvirtuada
hasta lo inverosímil que es, sin embargo, la verdad, había conducido a la tragedia de
Sorrento. No quería, una vez más, servir unos amores de los que no auguraba nada
bueno. Se quedó la carta de Chateaubriand.

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Chateaubriand comprendió con bastante prontitud, por el silencio de Natalie, que
no había recibido su carta. Dejó estallar su desesperación. En su correspondencia con
Joubert, su amigo más íntimo, alma ligera y pura que había caído en un cuerpo por
azar, ser lunar y encantador que arrancaba, en los libros, las páginas que no le
gustaban, aparecen, una tras otra, fechadas en Venecia donde se embarcaba para
Oriente, dos cartas elocuentes que no han llamado hasta ahora la atención que
merecen de parte de los comentaristas y admiradores del autor de las Memorias de
ultratumba. No obstante, figuran, como puede comprobarse, en la Correspondencia
general de Chateaubriand publicada en París, en la editorial Gallimard, por Pierre
Riberette.
«¡La peste consuma a Isaac! ¿Qué apuesta a que no entregó mi carta a la persona
a quien iba destinada? Sin embargo, se la di delante de usted. Déle un buen rapapolvo
si se encuentra con él. Póngalo verde. De todos modos, si no ha perdido la carta, que
la entregue a la destinataria y el cielo lo perdone. Para mí sería más que caritativo.
Habría salido mañana, de haber encontrado aquí la respuesta a la carta que Isaac
perdió. El muy miserable». Y cuatro días después: «He esperado inútilmente la
respuesta a la carta entregada, o que debió serlo, por Isaac el día de mi salida. Estoy
muy intranquilo. Aquella carta era importante. Iba dirigida a la señora de Noailles.
Era tan importante que, si hubiera recibido una respuesta pronta y satisfactoria, ya me
habría embarcado. Dése cuenta del perjuicio que Isaac ha causado. Me figuro que le
asegurará que la entregó. Pero en este caso, el silencio de la señora de Noailles sería
mucho más inexplicable y mucho más grave. Seguro que Isaac perdería la carta. ¿No
la dejaría en la oficina adónde fue a cambiar mis billetes? Procure hacerle confesar su
crimen por todos los medios rudos y suaves. Incluso le prometo una propina si quiere
decir francamente: Perdí la carta. Si la encuentra en su cuchitril, que la entregue
simplemente, a pesar de su antigüedad. Insisto demasiado. Pero realmente estoy muy
intranquilo. Escríbame a Venecia, a la lista de correos. Le ruego que pase por mi casa
y se lleve todas las cartas dirigidas a mí con el pretexto de enviármelas. Se las guarda
y me las entregará personalmente a mi regreso».
Todo es luminoso en esto. Es el misterio en plena luz: las angustias del amor, la
ira contra Isaac, la esperanza, con todo, de que perdió la carta, pues el silencio de
Natalie, si la hubiera recibido, sería la peor de las torturas, la desconfianza respecto a
las otras mujeres, la legítima o las ilegítimas, a quienes hay que disimular a toda
costa, en París como en Venecia, los mensajes de Natalie por lo demás inexistentes…
Las maniobras de Isaac Laquedem, todos esos días, pesan más en el alma de un genio
que va y viene por Venecia que las de otro genio en Austerlitz o Jena.
No había por qué desesperarse. La señora de Noailles sufría por lo menos tanto
con el silencio de René como Chateaubriand con el de Natalie. Ninguna carta de
Joubert ni de la señora de Noailles llegó a Venecia, donde Chateaubriand tascaba el
freno y visitaba tres veces al día, no la Accademia, ni la Aduana del mar, ni la iglesia
de la Salute, ni las obras maestras de Carpaccio sino tan sólo la oficina de correos.

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Quien llegó a Venecia, la víspera del embarco para los templos de Grecia y la tumba
de Cristo, fue el propio Isaac Laquedem, encantado y corrido. Día tras día había visto
a su señora consumirse de pasión por el gran escritor. Le habían entrado
remordimientos y había acabado entregándole la carta que se había quedado. Natalie
de Noailles, loca de alegría, había dejado de hacerse preguntas y había recobrado de
golpe todo su encanto legendario y toda su alegría exaltada. Había enviado a
Chateaubriand a Isaac en persona para decirle que lo amaba y que lo esperaba en
Granada para entregársele.
Así y sólo así se explican las palabras de fuego redactadas por René y suprimidas
por él en las Memorias de ultratumba, antes de ser halladas y publicadas por ese
endemoniado Sainte-Beuve: «Pero, ¿lo he dicho todo sobre ese viaje empezado en el
puerto de Desdémona y terminado en el país de Jimena? ¿Iba a la tumba de Cristo
con espíritu de arrepentimiento? Un solo pensamiento me llenaba el alma; devoraba
los momentos; bajo la vela impaciente, fijos los ojos en la estrella vespertina, le pedía
vientos para singlar más rápido, gloria para hacerme amar. Esperaba hallarla en
Esparta, en Sión, en Menfis, en Cartago, y llevarla a la Alhambra. ¡Cómo me latía el
corazón al abordar las costas de España! ¿Habrían conservado mi recuerdo igual que
había pasado yo por todas mis pruebas? ¡Cuántas desgracias siguieron este misterio!
El sol las alumbra aún; la razón que conservo me las recuerda. Si recojo a hurtadillas
un instante de dicha, lo turba la memoria de aquellos días de seducción, de encanto y
de delirio».
Simón Fussgänger se sabía estas líneas de memoria. Las recitaba con exaltación,
con cierto exceso de énfasis y grandilocuencia, en la noche que caía sobre la ciudad y
los muelles donde se había embarcado, no sólo bajo sus ojos, sino en su compañía, el
peregrino adúltero.
En París, entre tanto, el Mercure de France publicaba fragmentos de una carta
sobre Venecia escrita por Chateaubriand antes de la llegada de Isaac Laquedem,
cuando aún no sabía nada de Natalie de Noailles. Por la simple razón de que una
mujer amada calla, la impaciencia, el furor, el humor más detestable ante la reina de
los mares donde se amontona tanta belleza, se exhalan casi en cada palabra; «Esta
Venecia, si no me equivoco, les desagradaría tanto como a mí. Es una ciudad
antinatural. No se puede dar un paso sin tener que embarcarse, o se ve uno obligado a
deambular por estrechos pasajes más semejantes a corredores que a calles. La
arquitectura de Venecia, casi toda de Palladio (sic), es demasiado caprichosa y
demasiado variada. Casi siempre son dos, o incluso tres palacios construidos unos
sobre otros. Las famosas góndolas todas negras parecen barcas que llevan ataúdes. La
primera que vi me dio la impresión de un muerto al que llevaban a enterrar». En
cuanto se conocieron en París, estas consideraciones estéticas provocaron un gran
escándalo mezclado con cierta ironía. Tanto más cuanto que la redacción del
periódico había hecho preceder la carta de unas líneas que no tenían desperdicio y
que Simón nos destilaba con un relincho de alegría: «Creemos complacer a los

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lectores del Mercure proporcionándoles noticias de un viajero por el que tanto se
interesan los amigos de las letras y la religión».

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«Es difícil creer que la idea de acusar a los cristianos del incendio del mes de
julio se le ocurriera espontáneamente a Nerón. ¿Quién le sugirió el atroz expediente
en cuestión?». Marie descubría, con los ojos muy abiertos, la respuesta de Simón a la
pregunta de Renán. Los cristianos eran inocentes del incendio de Roma. Pero la idea
de acusarlos era una idea genial. Son incontables los ejemplos de cristianos,
indignados por el culto pagano, que la tomaban con los templos y las estatuas de los
dioses. Es más que probable que, durante el desastre, la actitud de los discípulos de
Jesús hubiera de parecer equívoca. Algunos sin duda, según otra fórmula de Renán,
«dejaron de manifestar respeto y pesar ante los templos consumidos o incluso no
ocultaron cierta satisfacción. No habían provocado aquel incendio pero seguro que se
alegraron de él. Los cristianos podían, pues, ser considerados, si cabe expresarse así,
como incendiarios de deseo». La trampa de Cartafilo contra unos inocentes a los que
tenía tantos motivos de execrar estaba urdida de modo magistral. Tras las caricias con
que colmaba a Popea y tras el incendio de Roma atribuido a los cristianos se perfilaba
la sombra, adorada y odiada, de María de Magdala.
A Popea le costó poco convencer a Nerón, dominado siempre por el miedo, de
que atribuyera a los cristianos la responsabilidad del desastre. No tuvo que prodigar
ni su atractivo, ni su belleza, ni las caricias expertas que reservaba a su amante. El
emperador no estaba sólo impaciente por disculparse a los ojos del pueblo. Sólo
esperaba la ocasión de unir, una vez más, después del incendio de la Ciudad eterna,
su atracción por la sangre y la crueldad con su amor a los espectáculos. Los cristianos
fueron arrojados a los leones en el circo de Calígula, en medio de los jardines que se
extendían más allá del Tíber, en el emplazamiento actual de la basílica de San Pedro.
El circo estaba dividido por una especie de espina dorsal, adornada con estatuas de
divinidades, altares, templos pequeños, y que se llamaba la spina. Los extremos de la
spina estaban adornados con mojones alrededor de los cuales giraban los carros. Uno
de aquellos mojones era un obelisco traído de Heliópolis: el mismo que marca hoy
día el centro de la plaza de San Pedro y que mandó erigir Sixto V. En las primeras
filas de espectadores, en el palco imperial, al lado del emperador que era miope y
tenía la costumbre de llevar en el ojo, para ver mejor los sufrimientos de los
cristianos despedazados, una esmeralda cóncava que le servía de anteojo, se podía ver
a Popea y su amante Cartafilo, sentado, un poco atrás, justo a la espalda de Tigelino,
su superior jerárquico en tanto que prefecto del pretorio.
Lo que fueron aquellos espectáculos. —«¡Ah, no! No es usted un santo…»,
exclamaba de nuevo, al pie de la Aduana del mar, una Marie consternada— lo
sabemos por los textos, por Tácito y Suetonio, por los relatos de los testigos, por toda
la tradición y la leyenda dorada y sangrienta de los cristianos que se forja en el dolor
y el sacrificio. Cubiertos con pieles de animales, los condenados cristianos son
arrojados al circo donde los desgarran perros o fieras, otros son crucificados, otros,
por último, sobre todo mujeres y niños, son lanzados al aire y atrapados al vuelo con
lanzas y picas. Dos líderes ilustres figuran entre las víctimas: Pedro, que rehúsa el

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honor de morir como su maestro, suplica y consigue que lo crucifiquen con la cabeza
hacia abajo en la ciudad imperial, en el lugar donde se eleva hoy día la iglesia que
lleva su nombre; Pablo, ciudadano romano puesto que ha nacido en Tarso de una
familia que ha adquirido el derecho de la ciudadanía romana, es decapitado en la
carretera de Ostia. Perdido entre la multitud de espectadores ávidos de sangre,
Cartafilo asiste a ambas ejecuciones.
Más o menos por aquella época se había instituido la costumbre de hacer
representar a los reos, en obras teatrales, papeles mitológicos que acarreaban la
muerte del actor. Aquellas repugnantes óperas, en las que la ciencia de las máquinas
alcanzaba efectos prodigiosos, dieron a los cristianos la oportunidad de actuar en
espectáculos sin repetición en los que iban vestidos como un héroe o un dios
destinado a una suerte trágica: Hércules, tratando en vano de arrancarse de la piel la
túnica de Neso, era quemado en el monte Oeta, Orfeo era despedazado por un oso,
Dédalo era arrojado del cielo y devorado por las fieras, Pasifae sucumbía bajo las
embestidas del toro. Al final de la obra, Mercurio, con una verga de hierro candente,
iba tocando cada cadáver para ver si se movía y unos criados disfrazados arrastraban
a los muertos por los pies, descalabrando con mazos a cuantos se obstinaban en
palpitar.
Las mujeres y las vírgenes eran el centro de aquellas fiestas que encantaban al
pueblo, a los letrados y a la corte. Desnudadas, violadas, atadas de los cabellos a los
cuernos de un toro furioso, laceradas por la espada, arrojadas vivas a las llamas,
provocaban el entusiasmo de un público desenfrenado. El emperador, y quizá el
propio Cartafilo, aunque Simón era discreto, debido sin duda a Marie, respecto a su
participación, no desdeñaban mezclarse en aquellos juegos. Una tarde en la que
mozos, mujeres y chicas habían sido atados desnudos a los postes del circo, un
animal, surgido de la tierra bajo los alaridos de la multitud, se encarnizó y se satisfizo
con cada uno de aquellos cuerpos. El animal, del que, unos treinta años más tarde, se
acordará san Juan en el Apocalipsis, era Nerón mismo, cubierto con una piel de fiera.
Los suplicios se celebraban al atardecer y, cuando se hacía de noche, se encendían
antorchas: eran antorchas vivas, eran otros cristianos, atados a postes y revestidos con
túnicas empapadas en aceite hirviente, resina o pez, que ardían en la noche.
Esos espectáculos en los que la sangre y el sexo se mezclan una con otro, esos
jóvenes pechos desgarrados, esas vírgenes violadas que, para mayor alegría de Nerón,
inventan, en el sufrimiento, la suprema voluptuosidad del pudor pisoteado llevan
hasta la incandescencia la excitación amorosa de Popea y su amante. A menudo no
pueden aguardar su regreso a casa para satisfacer el deseo exasperado por la sangre
que corre por la arena y, olvidando toda prudencia, se acarician en la oscuridad, a
pocos pasos del emperador. A la vuelta de esas fiestas Cartafilo y Popea se echan por
fin uno sobre otro con una violencia que acaba por asustarlos. Abrazando a la
emperatriz trémula, Cartafilo se imagina que estrecha el cuerpo palpitante, lacerado,

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lleno de sudor y sangre de María de Magdala. A finales del verano, Popea anuncia a
su amante que está embarazada de él.
Un malestar se adueña de mí. Me vuelvo hacia Marie: con unos ojos como platos,
entre el arrobo y el horror, parece fascinada. Las tentativas de Charles, las
seducciones del abogado, las proposiciones de muchos, llevados por su belleza, las ha
desdeñado. He aquí que el hombre del Ghetto Nuovo y de la Aduana del mar, del que
al principio no se fió nada, la tiene pendiente de sus palabras. Habla, y ella lo
escucha. Cuenta. Ella lo mira.
Escribo estas líneas precipitadamente, a escondidas de Marie. Me froto los ojos,
me inquieto, siento crecer la angustia: ¿quién es Simón Fussgänger? La idea de que
fuera Ahasverus, Cartafilo, Demetrios, Isaac Laquedem, Buttadeo, Esperendiós, Luis
de Torres, y tantos más, me pareció primero tan loca que sólo creí a medias el relato
de sus aventuras y sus encarnaciones. Ahora deseo de todo corazón, por inverosímil
que pueda parecer la cosa, que sea realmente el judío errante. De lo contrario, ¿quién
es? ¿Un timador genial? ¿Una especie de sabio loco? ¿Un impostor? ¿Un asesino,
quizá buscado por la policía? ¿Un seductor más listo que los otros? ¿Un enfermo
sexual? ¿O, peor que todo, un poeta? Detesto a los poetas. He leído en algún sitio que
Platón, que también los detestaba, los tenía a todos por unos embusteros y los
expulsaba de su ciudad ideal. Quizá más me hubiese valido no venir nunca a Venecia,
a la tranquila pensione Bucintoro, al final de la riva degli Schiavoni.

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Rómulo Augústulo, cuyo nombre evocaba a la vez al fundador de la Ciudad
eterna y al del Imperio, fue el último emperador de Roma. La que había sido la
comunidad más duradera y poderosa de todos los tiempos no paraba de agonizar. Los
bárbaros sucedían a los bárbaros.
Los últimos eran los hérulos. Venían del norte, como todo el mundo, y habían
bajado, como todo el mundo, hacia el Danubio y el mar Negro antes de lanzarse sobre
Italia. Su jefe se llamaba Odoacro. El padre de Odoacro había sido uno de los
lugartenientes de Atila, el terrible rey de los hunos. A la muerte de Atila, Odoacro,
una vez más como todo el mundo, había entrado, con sus hérulos, al servicio del
Imperio. Al frente de su guardia germánica, fue él quien colocó en el trono al joven
Rómulo Augústulo. Un año después, lo deponía con la misma simplicidad y enviaba
a Constantinopla, donde residía el emperador de Oriente, las insignias imperiales. Era
el final de Roma y del imperio de Occidente. Algo más de medio siglo tras la toma de
la Ciudad eterna por Alarico, una aventura milenaria que no había tenido igual ni lo
tendría nunca llegaba por fin a su término y entraba en la leyenda, para lo bueno y lo
malo.
La historia cambia y se repite. La primera preocupación de Odoacro, que había
sucedido a los emperadores y a Alarico, fue asegurar el abastecimiento de Italia y
Roma mediante el control de Sicilia y sus campos de trigo. Cuando llegaron a
Palermo, los soldados de Odoacro toparon con un personaje extraño, sabio, agitado,
que pretendía haber vivido en intimidad con Alarico cuya muerte se remontaba a
cerca de setenta años. Decía que venía de Bizancio y se llamaba Demetrios. Los
hérulos se lo llevaron con ellos y lo entregaron a Odoacro.
Los hérulos eran unos bárbaros tal vez más hoscos que los demás. Muchos de
ellos se negaron siempre a abrazar el cristianismo. Odoacro era arriano. Había
tomado el título de patricio y, como la mayoría de los reyes bárbaros, soñaba con
introducirse en las instituciones que acababa de destruir. Como Alarico y todos los
otros, incluidos los romanos, había derramado mucha sangre y alardeaba de culto,
tolerante y amigo de la reconciliación entre los pueblos, bajo su égida, por
descontado. Demetrios lo dejó pasmado con su conocimiento del griego, el latín y las
lenguas de los bárbaros.
—Me aseguran —dijo Odoacro— que pretendes haber conocido a Alarico.
—Lo conocí —dijo Demetrios—. Y lo seguí.
—Debió de nacer —dijo Odoacro contando con los dedos— hará algo más de
cien años. ¿Qué edad tienes?
—No lo sé muy bien —contestó Demetrios.
—Hablas el griego y el latín y muchas más lenguas, pero, ¿ignoras tu edad?
¿Sabes que podría mandar ejecutarte por falsedad e insultos al rey de los hérulos?
Demetrios calló.
—Si conociste al rey de los visigodos, has debido de conocer muchas cosas desde
que murió. ¿Qué viste después de Alarico en Sicilia y en Italia?

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—Vi a los vándalos —contestó Demetrios—. Venían del norte, como tú, de los
grandes ríos y las grandes llanuras. Habían ido a España y de allí a África. Llegaron
en sus barcos del otro lado del mar y subieron hacia Roma, de donde tú bajas.
—Es cierto —dijo Odoacro—. ¿Cómo se llamaba su rey?
—Genserico —dijo Demetrios.
—También es cierto —dijo Odoacro—. Pero eres sabio. Todo el mundo conoce,
al menos de nombre, a los vándalos y su rey. Han podido hablarte de ellos, de su
desembarco en Sicilia, de sus expediciones hacia el norte.
—Fui con ellos. No sólo en Italia, sino al otro lado del mar. Y hasta al otro lado
de las columnas de Hércules.
—Eres un sabio —dijo Odoacro—, pero eres un charlatán, un fanfarrón y un
embustero. Si te hiciera caso, habrías vivido cien años, habrías conocido a Alarico,
habrías ido con los vándalos por Hispania, la Bética, Mauritania, Numidia y la
Proconsular, y conocerías todas las lenguas.
—Hablo las que tú hablas. Y quizá algunas más.
—Eres un fanfarrón y un arrogante. Debería hacerte ejecutar. Pero renuncio a ello
porque…
—Haces bien —dijo Demetrios.
—¡Calla! —gritó Odoacro levantándose—. Renuncio a ello porque puedes serme
útil. Pero te haré tragar tus palabras con ese gaznate que sabe hablar tantas lenguas.
Odoacro mandó meter a Demetrios en una jaula y lo llevó por todas partes
consigo, tratándolo a la vez como intérprete y preso, exhibiéndolo como un bicho
curioso. Ya allá arriba, en los confines, por el lado de los Alpes y de aquella abertura
del noreste por donde pasaban tantos caminos que iban hacia el mar, hacia el sol y
hacia Roma, aparecía y piafaba, después de los visigodos de Alarico y los hérulos de
Odoacro, para no hablar de los vándalos que habían venido del sur y por mar
conducidos por Genserico, una tercera ola de invasores. Se deslizaba por los puertos
de montaña, se desparramaba por los llanos de lo que será más tarde Lombardía, de lo
que será el Véneto. Aquel torrente de hombres y caballos, niños, carretas, ganado
mugiente era el gran Teodorico al frente de sus ostrogodos.

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Isaac Laquedem acompañó al amigo de las letras y la religión en su viaje a
Grecia, Tierra Santa y España. Natalie de Noailles lo había dado no hacía mucho a
Vintimille impaciente por morir. Lo prestó a Chateaubriand para servirle de guía en
los rodeos cultos y devotos que habían de llevarlo hasta Granada. El vizconde de
Chateaubriand parecía complacerse en acumular las contradicciones: adoraba los
honores y los detestaba, tenía necesidad de dinero y lo despreciaba, era católico y las
mujeres lo volvían loco, amaba a un tiempo la libertad y al rey. Le era difícil agregar
a la lista una contradicción suplementaria, que habría acabado tomando el aspecto de
provocación, y encaminarse hacia la tumba de Cristo en compañía de un judío
llamado Isaac, y vinculado, además, al servicio de la mujer con la que iba a reunirse
al término de su peregrinación.
—Isaac, amigo —le dijo—, como rescate de su retraso en entregar mi carta a la
señora de Noailles y de sus otros pecados que seguro que son muchos, se impone una
penitencia.
—Señor vizconde —dijo Isaac—, estoy a su servicio.
—Muy bien —dijo Chateaubriand—. Eras carpa, te hago conejo. ¿Tendrías algún
inconveniente en cambiar de nombre mientras dure el viaje?
—Señor vizconde —dijo Isaac dejando sorprendido a su amo—, ni siquiera estoy
muy seguro del que llevo. Me parece que me he pasado el tiempo llamándome de
otros modos.
—Pues bien —dijo Chateaubriand—, te pongo…, te pongo…
Disfrazado de marinero pecador, el vizconde dudaba. De pronto recordó que
Céleste, su esposa, a quien había dejado tras él al cuidado de Joubert y algunos otros
encargados de confortar las lágrimas y las penas de amor provocadas por el genio y
sus turbulencias, tenía una cocinera. Aquella cocinera, a quien todas las amistades
conocían con el nombre de Manette, se llamaba Manuela Potelin. Tenía un hermano
que acompañaba de vez en cuando, en sus escapadas y desplazamientos, al autor de
El genio del cristianismo. El hermano se llamaba Julien Potelin.
—Te pongo Julien Potelin —soltó Chateaubriand en tono de triunfo.
—A su servicio, señor vizconde. Julien, Isaac y lo demás: para mí es lo mismo.
¡Vaya por Julien!
Así fue como Isaac Laquedem, con el nombre de Julien Potelin, se convirtió en el
criado de un gran hombre que, por motivos oscuros y demasiado claros, iba de
Venecia a Granada, pasando por Jerusalén. Quizá para espantar a Céleste, su mujer, y
para incitarla a no abrumar al viajero con demasiada ternura y atención —pues lo que
más le gustaba en ella no era su presencia—, el vizconde de Chateaubriand, que se
retrataba gustoso a sí mismo, los escritores son incorregibles, como retoño del Pindó,
como cruzado en Solima, se había armado de puñales, pistolas, trabucos y disfrazado
de Tartarin. Emperifolló a Isaac como criado de Molière o Mozart en una farsa turca.
Hasta le puso un turbante azul que hacía reír, en los puertos, a los marineros y a los
transeúntes. En la cubierta del navío, en los mares griegos y turcos, en medio de las

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tempestades violentas y repentinas, el peregrino adúltero y mentiroso era por fin feliz.
Bajo el sol de fuego, bajo el cielo estrellado, bajo aquellas constelaciones cuyos
nombres le habían enseñado antaño otras mujeres, hablaba con Isaac, no de libros o
religión, sino de la mujer que amaba. En cada instante del peregrinaje romántico y
profano por el Oriente clásico y sagrado Natalie estuvo presente entre Isaac y René.
—¡Julien!… —decía René.
—¿Señor vizconde? —decía Isaac.
—Vuélveme a hablar de la señora de Noailles.
De pie en la tempestad o en la canícula, meciéndose en cubierta en sentido
inverso al oleaje, Isaac Laquedem describía por vigésima vez al viajero apasionado,
arrimado a un mástil o a un rollo de cabos, los bosquecillos de Méréville, las cárceles
del Terror, las intrigas de Noailles, loco de amor por otra, los sufrimientos de
Vintimille y su muerte en la bahía de Nápoles. René se olvidaba de París, de los
libreros, del emperador admirado y odiado, de los salones, de la monarquía legítima,
de la santa Iglesia católica y romana: reía, lloraba, cantaba, estaba loco de felicidad.
Ya no pensaba más que en los llanos silenciosos y ardientes en los que, en medio de
un círculo de montañas coronadas por la nieve, lo esperaba Natalie. Chateaubriand
nunca se había parecido tanto a lo más ajeno a los personajes —y al personaje— del
autor de Los mártires del cristianismo, René, Atala, El genio del cristianismo: un
héroe de Stendhal.

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Desde Constantinopla donde reinaba, el emperador de Oriente había visto con
inquietud cómo Odoacro derrocaba al último emperador de Occidente y ocupaba su
sitio. El emperador de Oriente disponía de muchas teclas que podía tocar, de una
reserva de que podía echar mano: era la masa inagotable de los bárbaros.
Amenazaban Constantinopla y Oriente tanto como Roma y Occidente. Lo prudente
consistía en alejarlos lo más posible del Imperio bizantino y dejarles lo que ya estaba
perdido. El emperador decidió lanzar a los ostrogodos de Teodorico contra los
hérulos de Odoacro.
Alarico pertenecía a la familia de los baltos, el rey Teodorico descendía de una
estirpe no menos ilustre: la raza sagrada de los amalos. Según el esquema clásico,
había pasado su infancia como rehén en Constantinopla y se había aficionado a las
ideas y a la filosofía. Se asegura, sin embargo, que nunca supo leer ni escribir y que,
para firmar, se valía de una lámina de oro perforada cuyos contornos seguía con un
estilete de oro. No necesitó aprender la política y el arte militar: los conocía de
nacimiento. Desde los primeros encuentros en el norte de Italia, el amalo derrota tres
veces a Odoacro: en el Izonzo, en Verona y por último en el Adda. La leyenda de
Teodorico, que debía correr durante siglos a través del mundo germánico y preparar
los caminos de la raza de los Hohenstaufen y del emperador Federico II, está
naciendo ya en la imaginación inflamada de los bárbaros, deslumbrados por el sol en
las ciudades de Italia, encaramadas en sus colinas. En su caballo blanco surgido del
infierno, un gigante de tez clara, ojos azules, cabello rubio marcha a todo galope a sus
batallas victoriosas, sus cacerías interminables, que hacen temblar de espanto a
labriegos y soldados, comerciantes y muchachas: es Dietrich von Bern —es decir,
Teodorico de Verona— cuya imagen triunfante se encuentra aún hoy día en todo el
casco antiguo que se extiende en Verona, a ambos lados del Adigio, alrededor del
ponte Pietra. Allí, en las orillas del río donde Teodorico construye su palacio, todo
recuerda al conquistador cuya fama crece poco a poco y acaba llegando —hace un
milenio y medio, mil trescientos años, casi exactamente, antes del verano parisino de
1789 que debía cambiar tantas cosas, en sentido inverso, en la existencia de Natalie
de Noailles y de Isaac Laquedem— hasta la jaula de hierro y madera donde
Demetrios está retenido por Odoacro.
—¿Y si fuéramos a Verona? —dijo Marie sin pensárselo.
Era una buena idea. Nos íbamos los tres. Simón Fussgänger propuso que
anduviéramos de Venecia a Verona.
—No está lejos —farfulló.
Nosotros preferíamos el coche que había dejado en el aparcamiento del piazzale
Roma, que sirve de infierno al paraíso y de antesala a Venecia. El día era aún joven
cuando entramos en Verona.
¿Conocéis Verona? Roja y ocre, blanca y rosada, apoyada en las colinas en un
meandro del Adigio, la ciudad nos pareció maravillosa: retiene sus esplendores en
lugar de exponerlos, los oculta bajo el silencio, la calma, la dignidad. Marie quería

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verlo todo: la piazza delle Erbe, donde en el mercado de hortalizas, frutas, flores
silvestres, puestos y toldos habían ocupado el lugar de los carros del viejo foro
romano, la piazza dei Signori que parece un salón invadido de palomas, el anfiteatro
donde unas damas, a veces un tanto gordas, cantan óperas de Verdi por la noche, el
balcón al que trepaba Romeo hacia su Julieta, que tenía apenas quince años y
confundía aún el canto de la alondra con el del ruiseñor, las tumbas que los
Escalígeros habían edificado, para más comodidad, entre su palacio y su capilla, el
sorprendente Giardino Giusti, atiborrado de cipreses y laberintos por los Giusti del
Giardino. Pero lo que le gustó sobre todo a Marie fue, diminuta, casi ignorada aún
por los autocares de los turistas, un poco apartada río abajo, entre el ponte Pietra y el
ábside gótico de Santa Anastasia donde irrumpe, en una de las paredes de la capilla
sacristía, la enorme grupa del caballo blanco puesto por Pisanello en el primer
término de su San Jorge salvando del dragón a la princesa de Trebisonda, la
piazzetta Bra Molinari.
Marie permaneció mucho rato, apoyada en el pretil, mirando el río que corre al
pie de la colina. A la izquierda, de una puerta torre legada por la Edad Media sale el
ponte Pietra, construido por los romanos. Al pie de la colina, al otro lado del río y el
puente, quedan las ruinas del teatro romano, erigido en la época de Augusto,
dominado por el convento y el claustro de San Girolamo. Por encima del teatro y del
monasterio se eleva el castel San Pietro, edificado en las ruinas de un viejo castillo
Visconti. Allí, después de Augusto y antes de los Visconti, residía Teodorico y
atacaba y vencía a Odoacro.
—De modo —dijo Marie— que fue aquí donde usted…
—Pues sí —dijo Simón con simplicidad—. Las cosas han cambiado mucho, por
supuesto, pero la curva del río es la misma y la colina no se ha movido de sitio.
Mucha gente ha pasado por aquí y ha mirado como usted la colina y el río.
—Usted ha conocido a bastante —dijo Marie.
—¡Qué va! —dijo Simón—. Una gota de agua en el mar. Por aquí, como por
todas partes, quizá algo más que por todas partes porque Verona es una encrucijada
del comercio y la guerra, ha desfilado el mundo entero: etruscos, galos, romanos,
ostrogodos, lombardos y francos, alemanes del Sacro Imperio, venecianos y
austríacos. Es más que probable que Catulo y Vitrubio, que Federico II y una cáfila
de emperadores, que toda la prole de los Escalígeros y los Visconti, que Veronés y
Pisanello y Chateaubriand y Metternich, y tantísimos más, conocidos y desconocidos,
hayan venido aquí mismo a pasear cerca del río y admirar lo que admiramos. A lo
largo de muchos siglos, Verona se embelleció: se construyeron templos, teatros,
palacios. Iglesias también. Y después Verona se desarrolló, y, en lugar de seguir
haciéndose cada vez más bella, de pronto, hacia mediados del siglo pasado, como
todas las ciudades del mundo, empezó a serlo cada vez menos. Prohibido sacarse del
bolsillo los pañuelos y los tópicos del esteticismo en retroceso: el mundo no está

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hecho sólo para servir a la belleza. Hay muchas moradas en la casa de mi padre, y la
mayor parte francamente feas.
—Prefiero que sean bonitas —dijo Marie con un mohín.
—Yo también —dijo Simón—, pero todo el mundo tiene que vivir.
—¿Ah, sí? —dijo Marie.
—Pues claro —dijo Simón—. No es usted la única en la Tierra. Y todo el mundo
no puede vivir en villas romanas o palacios renacentistas. La marcha de la historia no
es necesariamente un impulso hacia la belleza.
—¿Es una marcha hacia qué? —preguntó Marie.
—¡Si lo supiera! —dijo Simón—. Nada me es más ajeno que el espíritu de
sistema. Creo que los imbéciles se ocupan mucho del futuro porque pueden decir
cualquier cosa de él. Hasta tienen una oportunidad de acertar. Pero sólo depende del
azar. Hay más rigor en el pasado, más exigencia en el presente. Yo cruzo el mundo, lo
admiro, me divierte, me da pena. No sé adónde va. Hacia su término, por descontado.
Muchos le dirán hacia la razón, hacia la justicia, hacia un poco más de conciencia.
¿Hacia la inteligencia? Lo dudo un poco. Desde luego no hacia la sensatez. Ni hacia
la belleza. Y sin embargo sí hacia la ciencia y hacia el saber. Los más ignorantes de
hoy día saben más sobre el universo que los más sabios de antaño. Sufrimos menos,
vivimos más, vamos hacia otros mundos, trabajamos para nuestra felicidad, nuestro
poder, y para grandes catástrofes. Y acaso para nuestra perdición. Nada hay imposible
para el poder del espíritu. Pero ignoro qué querrá.
Y temo que él mismo ignore lo que nos está preparando. No se sabe el sentido de
la historia hasta que está terminada.
Marie calló un instante. Miraba correr el río. Y luego preguntó:
—¿Cuántos hombres hay en la Tierra desde que hay hombres en ella?
—¿Cuántos hombres?… ¡Ah! Todo depende primero de qué se entienda por
hombres… Creo que se sitúa su número entre sesenta y cien mil millones. Mire, le
voy a hacer un precio: ochenta mil millones. ¿Le conviene?
—Santo Dios… —dijo Marie.
Antes de regresar a Venecia y a la pensione Bucintoro, donde ansiaba hallarme
para redactar las líneas que acabáis de leer, pasamos por Vicenza. Último teatro
antiguo, primer teatro moderno, inspirado en Vitrubio, dibujado por Palladio, acabado
por Scamozzi acuciado por la idea de una arquitectura universal, el Teatro Olímpico
gustó mucho a Marie: gracias a las hornacinas y a las estatuas, a las columnas, a las
puertas falsas, perspectivas y trompe-l’oiel mezclan en él el espacio y el tiempo.

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Pasaron por Modón, la antigua Metona, y por Tripolitsa, Mistra y Esparta, por
Megara y Eleusis, por Atenas y el cabo Sunion. Por todas partes los recuerdos
acudían en tropel a la mente y al corazón de René. Y como era poeta, amante y
mentiroso, a veces hasta los inventaba. Y lo más inverosímil es que aquellos
recuerdos inventados a veces eran exactos. Habla de acontecimientos de los que nadie
sabía ya nada y de ciudades destruidas que no pudo visitar. Muchos historiadores y
comentaristas se han interesado por esta paradoja y, con ligereza, la han atribuido al
azar o, con gravedad, al genio que resucita el pasado igual que anuncia el futuro. La
verdad es más sencilla: con la discreción y la simplicidad requeridas, Isaac
Laquedem, alias Julien Potelin, alias Cartafilo, alias etc., comunicaba a
Chateaubriand, que no entendía nada, su propia experiencia de trotamundos místico,
de vagabundo inspirado, de andarín por obligación y de viajero profesional.
No es casual que Los mártires de Chateaubriand se publique dos años después de
su viaje por el Mediterráneo. Todas las historias de la literatura rivalizan en subrayar
que Chateaubriand fue a Atenas y a Jerusalén a proveerse de imágenes. Todas indican
también que las observaciones del autor de Atala y el Itinerario deben ponerse en tela
de juicio. ¿Cómo conciliar estas dos afirmaciones? ¿De dónde viene la masa de
informaciones que sirve de pedestal a Los mártires? Todo resulta bruscamente de una
claridad cegadora si se tiene en cuenta la aventura que durante casi exactamente un
año, de julio de 1806 a junio de 1807, dejó a Chateaubriand sin más compañía que la
de Isaac Laquedem, camuflado en Julien Potelin. Lo que cuenta, durante este año de
deslumbramiento y formación, no es lo que ve el futuro autor de Los mártires, que,
como todos los grandes viajeros, no mira, por cierto, casi nada: es lo que escucha con
pasión.
¿De qué hablan, los dos, el inmenso poeta católico, el desarrapado maldito, en la
cubierta de los navíos, en las posadas ocasionales, a lo largo de las costas de Grecia,
Turquía, Egipto, en las caravanas a las que se unen, durante las veladas interminables
en las que se hallan solos mano a mano? Lo sabéis, naturalmente: del Imperio
romano, del nacimiento del cristianismo, de Nerón y los juegos del circo, de aquel
mar interior de donde sale la historia del mundo y que Cartafilo había recorrido en
todos los sentidos. Todo lo que constituirá la trama y el decorado de Los mártires.
Chateaubriand es un genio. Su única debilidad es el orgullo, y acaso la vanidad. No
confesará nunca lo que debe a su criado, Isaac, llamado Julien. No es imposible que
no lo haya advertido nunca. Todo el mundo sabe que la conciencia de su propio valor
cegaba al vizconde.
Julien Potelin, para quien sabe leer, se vengó de antemano, con una agudeza muy
sorprendente en el hermano de la cocinera de Céleste de Chateaubriand. En los
primeros años del siglo pasado, la escritura, la instrucción, el talento estaban menos
difundidos que hoy día. Diríase que Isaac Laquedem quiso firmar, con una especie de
tinta simpática, la confesión bufa y sin embargo grave de sus relaciones de igual a
igual con su amo y de su presencia, sin amargura pero sin compromiso, junto al

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escritor más ilustre de su tiempo. Desde el comienzo hasta el fin del viaje de Venecia
a Andalucía, pasando por Grecia y Tierra Santa, mientras Chateaubriand, pendiente
de su compañero, recoge nota sobre nota en previsión de su obra futura, Isaac
Laquedem, disfrazado de Julien Potelin, escribe su propio diario.
—Hacía mucho tiempo —dijo Simón, que tenía ganas de escribir.
—¡Ah! —dijo Marie—. ¿El famoso manuscrito rechazado por Erasmo?
—En especial —dijo Simón—. He hecho otros ensayos.
—¿Publicados? —preguntó Marie.
—Publicados —dijo Simón, en tono de satisfacción, con un asomo de suficiencia.
—¿Con su nombre? —preguntó Marie.
—¿Qué nombre? —dijo Simón riendo.
—¡Qué sé yo! —dijo Marie—. Uno u otro, me figuro.
—Se quedaría muy sorprendida si supiera con qué nombres he publicado mis
libros y para quién he hecho de negro.
Y volvió a reír.
De pie ahora a la orilla del agua, en la punta de la Aduana del mar, se entregaba a
su afición a la comedia, a su genio de la escenificación. Saltaba de un lado a otro,
cambiaba de voz y casi de aspecto, era sucesivamente, bajo nuestros ojos
desorbitados, el vizconde y su criado, Chateaubriand y él mismo. No estábamos ya en
Venecia, nos acercábamos a Atenas, bordeábamos las costas turcas, entre
Constantinopla y Jaffa, divisábamos a lo lejos los muros de Jerusalén, afrontábamos
las tempestades del mar desencadenado. ¿Acaso inventaba lo que decía, recitaba de
memoria el Itinerario de Chateaubriand y su propio diario? ¡Vaya usted a saber! No
dudaba un instante en lo que declamaba y se divertía como un loco.

CHATEAUBRIAND: Veo hoy, en mi memoria, Grecia como uno


de esos círculos deslumbrantes que se distinguen a veces cerrando los
ojos. En esta fosforescencia misteriosa se dibujan ruinas de una
arquitectura fina y admirable, todo ello vuelto más resplandeciente
aún por no sé qué claridad de las Musas. ¿Cuándo volveré a encontrar
el tomillo del Himeto, las adelfas de las orillas del Eurotas?
ISAAC-JULIEN: El señor, que se había dormido en su caballo, ha
caído sin despertarse.
CHATEAUBRIAND: Se oía por todas partes el sonido de las
mandolinas, los violines, las liras. Cantaban, danzaban, reían, rezaban.
Todo el mundo estaba alegre. Me decían: «¡Jerusalén!», señalándome
el sur, y yo respondía: «¡Jerusalén!».
ISAAC-JULIEN: Temamos nuestras provisiones y nuestros
utensilios de cocina que había comprado en Constantinopla. Tenía,
además, otra provisión bastante completa que el señor embajador nos

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había dado, constituida por muy buenas galletas, jamones,
salchichones, cervelas; vinos de diferentes clases, ron, azúcar,
limones, hasta vino quinado para la fiebre. Durante varios días de mal
tiempo que nos hizo, las mujeres y los niños se ponían malos y
vomitaban por todas partes.
CHATEAUBRIAND: Las noches pasadas en medio de las olas, en
un barco azotado por la tempestad, no son estériles; la incertidumbre
de nuestro futuro da a las cosas su verdadero valor: la tierra
contemplada desde el medio de un mar tormentoso se parece a la vida
observada por un hombre que va a morir.
ISAAC-JULIEN: Cuando veíamos, al terminar el día, que íbamos
a tener una mala noche, preparaba nuestro ponche. Empezaba siempre
dándole a nuestro piloto y a los cuatro marineros, luego servía al
señor, al oficial, y a mí mismo.

Frente al palacio de los Dogos y la isola San Giorgio que se adivinan en la noche,
Simón Fussgänger salta a la derecha, salta a la izquierda. Es sucesivamente
Chateaubriand y Potelin, Don Quijote y Sancho Panza, el señor Puntila y su criado
Matti, el señor y su canto alterno. Estamos, al mismo tiempo, en la Venecia del cine,
del arte abstracto, de la democracia cristiana, del comunismo y en las ruinas de
Atenas o Jerusalén en la época de Friedland[2], Auerstaedt[3] y Jena. Balzac y Victor
Hugo aprenden aún a leer. Stendhal es comisario de guerra en el ejército imperial.
Valéry y Claudel se han mudado ya, cada cual según su elección, en simiente y
cenizas. Aragón canta a Stalin y acaba La semana santa.
Por fin, el 30 de marzo de 1807, acompañado siempre de Isaac disfrazado de
Julien, el señor desembarca en Algeciras. ¡Natalie! ¡Natalie!

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Vencido, vencido aún, vencido por tercera vez, Odoacro había acabado
encerrándose en Ravena donde se había parapetado. Teodorico, tras haberse
establecido en Verona y haber recibido en Pavía refuerzos visigodos, puso sitio a
Ravena. Entre el sitiado y el sitiador, entre los hérulos y los ostrogodos, entre
Odoacro y Teodorico, las relaciones corrieron de parte de Demetrios.
Desde la guerra de Troya hasta Sebastopol y Stalingrado, el arte de los sitios ha
constituido, con el nombre armonioso de poliorcético y al mismo título que el amor,
la teología, las fiestas y los juegos, la escultura, la música, las epopeyas en verso, las
revoluciones de palacio, los largos viajes por mar, una de las ocupaciones favoritas de
los hombres en busca de no sé qué; y por supuesto de botín. Cuando los tenientes de
Teodorico, venidos a negociar con los generales de Odoacro, fueron introducidos, con
buena vigilancia, en el interior de las fortificaciones de Ravena, Demetrios, que sabía
leer y escribir y hablaba todas las lenguas, asistió a los encuentros y las
conversaciones que no tardaron en fracasar. Su inteligencia, su saber, sus dotes, lo
extraño también de su persona, llamaron la atención a los emisarios ostrogodos.
Mientras los soldados se mataban en las murallas, ostrogodos y hérulos, para dejarse
pasmados y dominarse unos a otros, intercambiaban regalos llenos de insolencia y
desprecio. Los sitiadores enviaban a Ravena carretas de hortalizas y fruta desechadas
que suscitaban revueltas entre la población hambrienta. Los hérulos mandaban a los
ostrogodos barricas de aceite hirviente para darles a entender lo que les esperaba si se
aventuraban a atacar las murallas de la ciudad. De una de aquellas barricas, un buen
día, los ostrogodos vieron surgir a Demetrios.
Llevado ante Teodorico por un oficial que había ido de embajador a Ravena y lo
había reconocido, Demetrios no tardó mucho tiempo en ganarse la confianza del jefe
de los ostrogodos. Un sitio de tres años es una larga prueba tanto para los de fuera
como por los de dentro. Demetrios no se contentó con servir de informador para los
generales, de secretario para Teodorico. Hizo muchas más cosas y mejores: organizó
fiestas, les contó historias, los hizo reír y llorar.
Habló de Roma y Nerón, habló de Jerusalén y la muerte de Nuestro Señor
Jesucristo, habló del rey de los visigodos y las exequias de Alarico en el cauce seco
del Busento. Alrededor de grandes fogatas, los guerreros ostrogodos escuchaban con
pasión aquellos cantos de gloria y amor, aquellos poemas de la muerte, llenos de furia
y ruido, que subían en la noche. Los jefes, naturalmente, que estaban más enterados
que sus hombres, meneaban la cabeza con aire de estar al tanto y no creían gran cosa
de aquellos relatos manifiestamente inventados y surgidos de la imaginación fecunda
del antiguo preso de Odoacro.
El sitio se eternizaba. Ni unos ni otros lograban conseguir una ventaja decisiva.
Teodorico pensaba levantar el sitio. Demetrios le propuso hacer un último esfuerzo y
volver a Ravena para intentar ver a Odoacro.
—¿Para qué? —dijo Teodorico.

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—No sabemos nada de él —dijo Demetrios—. Tal vez esté tan desanimado como
tú y decidido a rendirse. Sería absurdo marchar si está a punto de doblegarse.
—Si no lo está, te matará.
—No me matará —dijo Demetrios—. Déjame ir. ¿Qué arriesgas con ello?
Demetrios logró entrar en Ravena, ver a Odoacro y conversar con él. Como había
supuesto, la situación de los hérulos era aún más crítica que la de los ostrogodos. Su
resistencia se agotaba. Después de tres años de privaciones, hambre, epidemias y
angustia, aspiraban a la paz. Odoacro estaba resentido con Demetrios por haberse
pasado a los ostrogodos. Le hizo reproches terribles y lo cubrió de insultos. Y luego
conversó largamente mano a mano con él y volvió a mandarlo a Teodorico.
—¿Qué? —preguntó el amalo.
—Pues bien —respondió Demetrios—, le he dado la mitad de cuánto puedes
esperar.
—¡Qué! —dijo Teodorico.
—En nombre tuyo.
—¡En nombre mío!
—Le he asegurado que tenía la autorización de empeñar tu palabra.
—¿Estás loco? —dijo Teodorico.
—Ha hecho algunos remilgos, pero ha acabado aceptando.
—Está loco —dijo Teodorico tendiendo el dedo hacia Demetrios y volviéndose,
como en el teatro, hacia el más cercano de sus oficiales.
—Me ha encargado que te salude y te invite, de su parte, a entrar en Ravena y
mostrarte a su lado.
—No entiendo ni una palabra de cuánto dices —dijo Teodorico, en el colmo del
furor—. Lo único que entiendo es que Odoacro, hace algún tiempo, mandara cargarte
de cadenas y encerrarte en una jaula. Me dan ganas…
—De cubrirme de oro, me figuro, de nombrarme embajador perpetuo y
plenipotenciario, de confiarme la dirección de tu gobierno.
Ante tanta audacia, Teodorico se echó a reír y se arrellanó en su asiento.
—Cuéntame —le dijo.
Demetrios reemprendió detalladamente el relato de su misión y sus
negociaciones. Pronto se había dado cuenta de la ruina física y moral de los hérulos.
Había propuesto a Odoacro que cesara la lucha fratricida contra Teodorico y
compartiera con él el gobierno de Italia. Odoacro, por dignidad, había fingido dudar.
Y se había precipitado sobre aquel ofrecimiento inesperado.
—Inesperado es la palabra exacta —masculló Teodorico.
—Es la palabra exacta —dijo Demetrios.
—Para él —dijo Teodorico.
—Para ti —dijo Demetrios.
—¿Y para él?… —rugió Teodorico inclinándose hacia adelante—. ¿Y para él?
—¿Para él? —respondió Demetrios—. Para él es desastrosa.

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—Se me acaba la paciencia —gruñó Teodorico—. Voy a…
—Señor —dijo Demetrios—, te pido una gracia más.
—¿En premio a tu estupidez?
—Querría…
—¿Qué más?
—Querría quedarme sólo contigo.
Teodorico, que hervía de impaciencia y contenía mal su furor, hizo salir a todos
los asistentes. Luego, volviéndose hacia Demetrios, dejó estallar su cólera.
—Deja de jugar con las palabras como te gusta hacer. ¿Has perdido el juicio? Más
valía levantar el sitio y esperar tiempos mejores en Verona o Pavía antes que ceder a
Odoacro, a quien he vencido tres veces, la mitad de esta Italia donde tengo la firme
intención de reinar solo. Esperaba algo mejor de ti, lo confieso, que esa locura y esa
cobardía de la que tendré que retractarme ahora de un modo u otro. Trata de entender,
si puedes: cuando quiera (y lo quiero ya) retirar la palabra que has dado en mi
nombre con tanta ligereza, no tendré más opción que sacrificarte.
Ante estas palabras llenas de amenazas, Demetrios se contentó con sonreír.
—Eres idiota —dijo Teodorico—, pero no tienes miedo.
—¿Miedo a qué? —dijo Demetrios.
Y, acercándose al amalo, de nuevo, con muchos ademanes, pues era un hombre
del sur entre aquellos hombres del norte, se puso a hablar en voz baja.

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Todo secreto es un milagro. «No hay —escribe Aragón— vino más ebrio que el
secreto. No hay mayor maravilla que saber solo». Quizá el mundo entero no sea sino
un gran secreto. Y cuando no quede nadie para acordarse de nosotros, cuanto
hayamos hecho y pensado en esta Tierra será un secreto enterrado.
El viaje a España de Isaac Laquedem y su amo, el vizconde de Chateaubriand, fue
un secreto bien guardado. Casi todas las mujeres que pasaron por la vida de René,
figuran de un modo u otro, con una luz más o menos cruda, en las Memorias de
ultratumba. En ellas encontraremos a Charlotte Ivés, la hija del pastor de Bungay,
erudito y beodo, y a Pauline de Beaumont, que acaba de morir en Roma, callada,
discreta —«toso menos pero creo que es para morir sin hacer ruido»—, en los brazos
del genio, del genio y el patán, que la abandonó. Encontraremos a Lucile, la hermana
loca por su hermano, y a Céleste, por supuesto, la esposa burlada y sin embargo
triunfante. Encontraremos a Juliette Récamier, su misterio y su encanto que dan su
unidad a las dispersiones de René, a los desgarramientos de su corazón. No
encontraremos rastro de Natalie de Noailles ni del encuentro en Granada. El viaje a
España es el secreto compartido de Natalie de Noailles, Isaac Laquedem y
Chateaubriand.
El secreto exige un mentiroso. Nuestro querido vizconde miente a carta cabal.
Sólo Mole, el infecto Mole, sospecha quizá algo. A Céleste, por descontado, pero
también a Joubert, el amigo más próximo, el confidente más íntimo, miente a
conciencia el poeta católico. Teme que Céleste, dada a las buenas obras y a la
devoción, se empeñe en acompañarlo al sepulcro de Cristo, y borra no sólo su paso
por España, sino su paso por Tierra Santa.
Chateaubriand tenía una prima asombrosa que se llamaba Talaru. Había llevado el
espíritu Familiar hasta el extremo de casarse, una vez viuda, con su yerno que había
enviudado. Y, en ausencia de su marido, convencida de que la presencia de un
hombre a su lado era imprescindible para su salud, hacía coser a su sobrino dentro de
un saco y lo metía en su cama. A la mañana siguiente, al despertar —a posteriori,
decía Simón, riendo un poco fuerte—, hacía comprobar a sus criados que el saco no
había sido descosido. «Si ve a mi mujer —escribe Chateaubriand a la señora de
Talaru—, no le diga nada de mi viaje a Siria, por miedo a asustarla». «Acabo de
recibir una carta de nuestro querido viajero —escribe Céleste a Joubert—. Dice que
va a cruzar el Peloponeso y que después de ver Esparta, Argos, Arcadia y Atenas, su
barco lo llevará a Constantinopla, desde donde volverá a Francia. ¿Se le habrá
olvidado Jerusalén?».
Natalie mentía también. Escribe a una prima suya: «Seguro que tiene ya noticias
detalladas del señor de Chateaubriand, querida amiga, pero yo quiero darle también
alguna. Está muy bien de salud, un poco gordo, un poco negro, pero tan alegre y
descansado como si no hubiera hecho nada —¡Pardiez!— decía Simón —¡Si lo hacía
yo todo!— Habla de Jerusalén como de Montmartre. Debe pasar por aquí dentro de

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dos días; no voy a esperarlo, pues tengo tanta prisa por regresar que no puedo
demorarme ni un día».
—¡Mentirosa! —decía Simón—. Llevaba esperándolo ocho meses.
Más o menos en el momento en que Chateaubriand desembarcaba en España, se
decía por París, en lo que se ha convenido en llamar los medios bien informados,
fuente inagotable de rumores y noticias falsas, que Chateaubriand había naufragado y
que su barco había perecido con cuerpos y bienes. Las agencias proyectaban avisar a
los periódicos y a la supuesta viuda. El propio emperador se opuso a ello: no quería,
en la duda, atormentar inútilmente a la señora de Chateaubriand. Céleste, más tarde,
sin convertirse abiertamente al bonapartismo, guardará siempre mucha gratitud al
emperador por su intervención. Quizá porque la mayoría de amantes de su marido, las
que llamaba las «Señoras», con Natalie de Noailles a la cabeza, se inclinaban por el
lado realista, sentía indulgencia por el usurpador genial que la había protegido. Se
preguntaba, con mucho sentido común y algo de presciencia, si los borbones habrían
mostrado con un amigo tanta delicadeza como había manifestado Napoleón con un
enemigo.
Hay aquí un hueco en la vida de Chateaubriand. En el momento en que, salvado
de las aguas, el viajero apasionado desembarca en Algeciras, todas sus biografías
empiezan a titubear. ¿Cómo podrían ver con claridad a través de la niebla que
Natalie, René e Isaac Laquedem se obstinan, con tanto éxito, en difundir sobre sus
desplazamientos? No hay historiador de la literatura que no se haya preguntado cómo
y en qué lugar Natalie y René acabaron encontrándose. La verdad, una vez más, es de
una sencillez bíblica: fue Isaac Laquedem quien condujo a Chateaubriand, su amo
interino, hasta su señora, Natalie de Noailles, de la que había recibido, al salir para
Venecia, las instrucciones más precisas y las órdenes más estrictas.
—Era como en el teatro. La incertidumbre marina nos había impedido prever con
exactitud la fecha de nuestra llegada a las costas de España. Yo sabía, y no lo había
dicho a nadie, que la señora de Noailles estaría todas las tardes, a partir del 12 de
abril, dibujando y esperándonos en el patio de los Leones de la Alhambra de
Granada. Allí estaba encargado de llevar al genio, tras su carrera de obstáculos.
Habíamos llegado el 30 de marzo al puerto de Algeciras. Era demasiado pronto.
Habíamos corrido tanto por todo Oriente, sin ver casi nada, saltando de ruina en
ruina, impacientes por acabar y pasar a las cosas serias, o sea al amor, que, pese a
tormentas y contratiempos, íbamos muy adelantados respecto de nuestros planes.
Tuve que hacer perder doce días a mi compañero de viaje que piafaba de
impaciencia. Con los pretextos más diversos lo paseé por Cádiz, Córdoba, Andújar.
Un hombre enamorado que sale de ocho meses de mar y desiertos, ya adivinan qué
es: a cada paso imaginaba encontrar a Natalie. Por las callejuelas oscuras y blancas,
aplastadas de sol, que poco a poco llevan a la iluminación mística de la mezquita de
Córdoba, veía por todas partes el rostro y la figura con que tanto había soñado. Y, en
la mezquita misma, en aquel bosque techado con sus incontables pilares del que sale

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una catedral, esperaba ver surgir, de detrás de cada una de las ocho o novecientas
columnas o de la triple maesura que precede el mihrab con cúpula de mármol y
mosaicos de oro, la imagen, ya casi borrada, que tanto había anhelado.
»Por fin, el 12 de abril, Passepartout surgido de la Biblia arrastrando tras sí a otro
Philéas Fogg, tan alejado como era posible de la frialdad británica, penetramos ambos
en la Alhambra de Granada, en la fortaleza roja de los reyes árabes. Aquí están los
arcos, las terrazas, las plazas. Pasamos precipitadamente por la puerta de la Justicia.
Recorremos las torres y las murallas, nos precipitamos por entre las masas de
vegetación de donde brotan cipreses. En la plaza de los Aljibes no nos dignamos
echar una ojeada al palacio de Carlos V, al barranco del Darro, allá abajo, a lo lejos, a
nuestros pies, a los parterres y bosquecillos. Corremos, corremos. Nos lanzamos
hacia el Alcázar y el patio de los Arrayanes.
»De nuevo patios, y jardines, y bóvedas, y miradores. La sala de la Baraka no nos
atrae ni un instante. No dirigimos la menor mirada a la de los Embajadores, con sus
ventanas de balcones y su vista prodigiosa a la Alcazaba Cadima y al Albaicín, con
su inscripción árabe indefinidamente repetida que no me da tiempo a traducirle al
vuelo al peregrino arrebatado: Sólo Dios es victorioso. Nos apresuramos, forzamos el
paso. Cruzamos como una exhalación la sala de los Mozárabes. Todo blanco con sus
columnas de capiteles labrados y su fuente en medio, el patio de los Leones se abre
de pronto ante nosotros. Ahí está, bajo el sol que declina ya.
—¿Estaba allí? —dijo Marie.
—Estaba allí —dijo Simón—. Esperaba.
En uno de los ángulos de la galería, a la sombra de un pabellón de techumbre
piramidal y arcos colgantes, Natalie de Noailles, con un vestido largo y claro, está
sentada, bajo un gran sombrero, ante un caballete. Isaac y René no distinguen
primero más que su perfil lejano, medio oculto por el tablero de dibujo. La adivinan
por su aire, por lo demás incomparable, más que la reconocen. Ella no los ve llegar,
no los oye acercarse. Trabaja y sueña. Dibuja lo que ve; y lo que también ven ellos: la
fuente, las galerías caladas, la deliciosa grandeza de una arquitectura encantada, hija
de un desierto transfigurada por el agua y de una fe que agita y transforma la historia.
Impresionados por el espectáculo, Isaac y René se han detenido de pronto en el
umbral del patio. Se esfuerzan en hacer durar unos instantes más esa prueba llena de
delicia que constituye la espera tras la impaciencia. Y luego René se precipita hacia
lo que tanto ha anhelado en la colina de la Acrópolis y el huerto de los Olivos.
Natalie, de pronto, se siente cogida por los hombros. Ni siquiera tiene tiempo de
volverse. El caballete se cae al suelo. Natalie está en brazos de René. Sólo se oye el
ruido del agua que brota hacia el cielo.
La pasión los arrastra y los arrolla en sus olas. Algo acaba y algo empieza. Quizá
porque están lejos de cuánto los ata a un mundo desvanecido (a París, a Céleste, a
Mrs. Fitzherbert, a Molé o a Charles, a Joubert, al Emperador, al recuerdo de
Vintimille o de Pauline de Beaumont), quizá porque los obstáculos, las pruebas, las

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trampas que han tenido cuidado, uno y otro, de sembrar en su camino exaltan sus
sentidos y su ardor, quizá, simplemente, también, porque el cielo es bello y el
decorado prodigioso, les parece que la vida y la historia se reducen a su amor. ¿Hay
algo más, bajo el cielo, que la pasión de los corazones? En el gran día del Señor, ¿de
qué nos acordaremos si no del amor? En el patio de los Leones de la Alhambra de
Granada, Natalie y René están en brazos uno de otro. Sus manos se estrechan, sus
bocas se juntan. Solo, cruzado de brazos, en un rincón del patio, con una curiosa
sonrisa en los labios, Isaac Laquedem, alias Julien Potelin, los mira con envidia: se
aman y morirán. Se aman porque morirán. La vida sólo es un canto de amor porque
es un canto de muerte.
Todo seductor aspira oscuramente a ver en su última conquista un amor eterno y
trata de convencerse de que tras tantas navegaciones toca puerto al fin. Toda coqueta
espera que sus maniobras han acabado por triunfar y que ya no necesitará oponer a la
admiración y al amor que bastan para colmarla más muestras de amor y más cultos de
admiración. René es un seductor. Natalie es una coqueta. Vivieron en Granada una
pasión eterna y un amor único. Un paisaje encantador, la ligereza luminosa de los
claustros y las fuentes, los limoneros en flor fueron el decorado de un amor que se
asombraba de sí mismo. Seguidos de lejos por Isaac que velaba por su felicidad con
celoso esmero, paseaban largamente por el palacio de las hadas y los reyes. E
interrumpían a cada paso su caminar maravillado para echarse, lejos del mundo, uno
en brazos de otro.
Después de ver jugar el sol por entre los cipreses y los arcos de las galerías,
volvieron de noche, a la luz de la luna. Cantaba el ruiseñor. Para tratar de ocuparse
durante sus largos besos que no acababan nunca y empezaban a ponerlo nervioso,
Isaac Laquedem grabó en una columna de la sala de las Dos Hermanas, en caracteres
árabes, sus dos nombres enlazados. Bajo su gorra de portero, lleno de saber y envidia,
de admiración algo acerba y de talento amargo, Sainte-Beuve afirma que, hasta
mediados del siglo pasado, se podían distinguir aún, en la Alhambra de Granada,
transcritos en árabe por una mano misteriosa, los dos nombres enlazados de René y
Natalie.
Más tarde, en uno de sus libros, Las aventuras del último Abencerraje,
Chateaubriand debía acordarse de Isaac Laquedem y el paseo por la Alhambra. René
se confunde con su sombrío compañero de tez mate, de ojos de terciopelo y combina
sus imágenes para transformarse entre los dos en un señor árabe cuyo nombre es
Aben Hamet. Natalie de Noailles es una joven española, católica y muy bella. Danza
en la noche oscura al son de la guitarra, canta en voz muy baja que hace perder el
seso, ama al enemigo árabe y se llama Blanca. «La luna, al salir, difundió su claridad
incierta por los santuarios abandonados y los atrios desiertos de la Alhambra. Sus
blancos rayos dibujaban en el césped de los parterres, en las paredes de las salas, el
encaje de una arquitectura aérea, las cintras de los claustros, la sombra móvil de las
aguas saltarinas y la de los arbustos mecida por el céfiro. El ruiseñor cantaba en un

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ciprés que atravesaba las cúpulas de una mezquita en ruinas, y el eco repetía sus
quejas. Aben Hamet escribió, a la luz de la luna, el nombre de Blanca en el mármol
de la sala de las Dos Hermanas: trazó este nombre en caracteres árabes, para que el
viajero tuviera un misterio más que adivinar en aquel palacio de los misterios».
—¡Qué cara! —decía Simón el pie de la Aduana del mar—. Habrá acabado
cogiéndomelo todo: la mujer, los recuerdos, la gloria, el amor.
—Dígame… —preguntó Marie.
—Sí —contestó Simón.
—Acabo por preguntarme: ¿tanto quería al señor de Chateaubriand?
—Lo admiraba —dijo Simón—. Es un gran escritor. Y lo quería mucho. Era un
buen muchacho.
—¿Y el asunto Deutz no sería algo así como una especie de desquite?
—¡Santo Dios! —dijo Simón—. Un buen día tiene que rebelarse el criado contra
el señor. Y el esclavo contra el amo. Lo que prefiero por encima de todo es que la
historia avance. Para acabar, ¿entiende? Y la lucha del esclavo contra el poder del
amo es aún uno de los trucos más astutos que se han inventado nunca para hacerla
avanzar. Con el amor, claro. Y ese afán de saber que no figura por casualidad (¿se
acuerda de la manzana?) al lado del amor en el principio de la Biblia.
—Pero ahora que lo pienso —exclamó Marie—, ¿cómo, un cuarto de siglo más
tarde, no reconoció Chateaubriand al seudo Julien Potelin, su criado marítimo, en el
seudo Simón Deutz?
—Es que no lo vio nunca —respondió Fussgänger—. Conocía al señor Thiers y a
la duquesa de Berry y a la Tierra casi entera. Yo conocía también al señor Thiers y a
la duquesa de Berry y a muchísima más gente. Pero él no me vio nunca en el papel de
Simón Deutz. Y no había televisión ni fotografía. Ni siquiera había radio para
reconocer una voz. Cuando cubría de oprobio al miserable Simón Deutz, no podía
sospechar que, en la cubierta de los barcos y en los muelles de los puertos, en Turquía
y en Grecia, en la espera y la impaciencia, había pasado con aquel granuja, con aquel
ser infame, algunos de los mejores días de su vida de servidor (algo reticente, es
cierto, y muy irregular) del trono y el altar.
—¿No le hubiera gustado encontrárselo y que lo reconociera?
—Todo el mundo sabe —respondió Fussgänger— que Simón Deutz desaparece
sin dejar ningún rastro, lo cual es bastante raro desde hace ya varios siglos. Quizá era
sobre todo por no correr el riesgo de cruzarse casualmente con el señor de
Chateaubriand, cuyo nombre había escrito en árabe en una columna de mármol de la
Alhambra de Granada.
—¡Qué extraño individuo es usted! —dijo Marie—. Puede ser encantador y
puede ser odioso.
—Hija mía, soy como todos los hombres. Puesto que soy un hombre. Y puesto
que todo hombre es un poco todos los hombres.

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Nerón acogió con manifestaciones de júbilo el anuncio del embarazo de Popea.
Decretó juegos y carreras de carros. Mandó matar, en señal de satisfacción y para dar
gracias a sus dioses, a unos cuantos cristianos más. Emprendió con un ardor nuevo la
construcción en el Esquilino de un palacio cubierto de frescos y de una suntuosidad
tan demencial que le dio el nombre de Domus Aurea: la Casa dorada. Tanto como
destruir, construir ha sido, en todos los tiempos, una de las actividades más constantes
de los hombres. Han construido chozas, torres, templos, casas, iglesias, fortalezas,
sistemas, fortunas, Estados, máquinas, coches, carreteras, aviones, barcos y puentes.
Y los han destruido. Para reconstruir otros. El incendio de Roma no había sido
solamente, para Nerón, un espectáculo embriagador. Era también la oportunidad de
construir otra Roma, mayor y más bella que la antigua. Con la concreción de la Casa
dorada, la dedicó por anticipado al hijo de Popea.
La Domus Aurea era un palacio magnífico. Sus pórticos, sus pabellones, sus
baños, sus galerías, sus fuentes y sus jardines se extendían hasta el Palatino por un
lado, hasta el Celio por otro, en una superficie de cerca de cien hectáreas alrededor
del Esquilino. En el valle entre el Palatino y el Esquilino se había construido un lago
artificial, rodeado de grutas, pilares y miradores. El camino, bordeado de columnas,
que llevaba hasta la fachada dorada del palacio, estaba dominado por una estatua
colosal de bronce dorado: de una altura de cuarenta metros, representaba al propio
Nerón, el emperador, el semidiós.
Dentro del palacio, los baños estaban alimentados en agua de mar y en aguas
sulfurosas traídas de Tívoli: fluían de rellano en rellano por un mosaico
deslumbrante. Unos surtidores disimulados en las cornisas vaporizaban perfumes de
jazmín y rosa. El techo de la sala mayor giraba continuamente sobre sí mismo, día y
noche, como el mundo. Las paredes de mármol tenían incrustaciones de nácar y
piedras preciosas. De los techos de madera caían flores esculpidas en marfil. Muchos
siglos más tarde, los artistas del Renacimiento, y el mismo Rafael, iban a que los
bajaran, atados con cuerdas, a las ruinas hundidas de la Casa dorada para admirar lo
que quedaba de sus relieves y su decoración. Estatuas griegas y obras de arte estaban
diseminadas por todas partes. Y, entre ellas, el famoso Laoconte que, más tarde, debía
ser tan apreciado a la vez por Chateaubriand y Goethe.
Lo que pasó resulta oscuro y sin embargo evidente. La tradición pretende que
Popea se había burlado de Nerón que volvía muy tarde de una carrera de carros en el
circo y que el emperador, irritado, y tal vez bebido, la había matado de una patada
soltada en el vientre. La leyenda es absurda. Diríase Zola trasladado a la época de
Nerón. La versión de Simón era más convincente. Lejos de esperar al emperador a la
puerta del palacio con un rodillo de pastelería y reprocharle que volvía demasiado
tarde, con los zapatos en la mano y una copa de más encima, Popea, loca de felicidad
porque llevaba en su seno a un hijo de Carta —filo, trataba, por el contrario, a su
marido con una indiferencia rayana en desprecio. ¿Quién había introducido en la
mente del emperador la idea de que el hijo no era suyo? Tigelino tal vez o uno u otro

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de los innumerables soplones que poblaban el palacio. Quizá también— pues los
amantes se escondían poco y multiplicaban las imprudencias —el propio Nerón había
sorprendido, en el teatro o el circo, muestras inequívocas de su pasión mutua. Lo más
probable, con todo, es que Popea, bajo el efecto de la cólera y la pasión, descubrió
ella misma, en circunstancias dramáticas, su desdén y su secreto a la faz del
emperador.
Una de aquellas fiestas incontables que caracterizan el reinado de Nerón acababa
de celebrarse en el Tíber. El festín se había dispuesto en una balsa remolcada por
navíos. En los navíos, realzados con oro y marfil, los remeros habían sido sustituidos
por favoritos afeminados y licenciosos, ordenados cuidadosamente según su edad y
sus habilidades eróticas. Por todas partes se apiñaban los bichos más extraños, aves
procedentes de países remotos y hasta animales marinos traídos con grandes costes
del Océano y de la lejana Bretaña. Mientras que hombres y mujeres eran rebajados
por el emperador a la condición de animales, bestias salvajes y feroces eran elevadas
en cierto modo a la dignidad de seres humanos. En las orillas del río, se alzaban
lupanares poblados por mujeres de alta condición, a menudo esposas e hijas de
senadores, estrechamente mezcladas con prostitutas enteramente desnudas. A medida
que se extendían las tinieblas por el río, en todos los jardines y todas las casas de los
alrededores destellaban luces y resonaban cantos. Y un frenesí de danzas lascivas y
ademanes obscenos se adueñaba de los presentes. Popea y Cartafilo no se habían
separado.
Terminado el festín, Nerón había participado en una carrera de carros organizada
en plena noche a la luz de las antorchas. Apenas llegado al palacio, había mandado
llamar a Cartafilo y Popea.
Era más o menos por la época de la conspiración de Pisón. Republicanos,
senadores, antiguos cónsules, un prefecto del pretorio, epicúreos allegados a Nerón
como Petronio, el autor de El satiricón, estoicos, como Séneca, el filósofo de
principios largo tiempo un tanto ligeros, un poeta de veintiséis años, Lucano, autor de
La Farsalia y sobrino de Séneca, muchos más aún fueron implicados en la
conjuración, que fracasó anegada en sangre, por falta de valor y decisión, tres años
antes de la caída definitiva y la muerte de Nerón, sustituido pronto en el trono
imperial por el antiguo marido de Popea —¿os acordáis?— exiliado en Lusitania:
Otón. Nerón, con sus excesos, había levantado contra él a una multitud de personajes,
indignados por su locura y su crueldad. Veía, con razón, a conjurados por todas
partes. Simón no supo nunca si el emperador sospechaba primero de él, con el
nombre de Cartafilo, como amante de Popea o como enemigo del régimen.
Inmóviles, petrificados, Cartafilo y Popea asistieron, uno junto a otro, a la más
terrible de las cóleras de Nerón. Gritaba, lloraba, emitía palabras incoherentes, se
revolcaba por el suelo, los amenazaba, a uno y otro, con todos los suplicios más
crueles. Popea, asustada, acabó echándose en brazos de Cartafilo que la estrechó
contra él.

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—¡Ah! —rugió Nerón—. ¡Lo reconocéis!
Entonces, dirigiéndose a Cartafilo, empezó a detallar todos los refinamientos
dolorosos que le había reservado y le anunció una muerte horrenda.
—Morirás como no ha muerto nadie antes que tú.
—No moriré en modo alguno —dijo Cartafilo en tono tranquilo.
—¡Morirás! —dijo Nerón—. Y desearás no haber nacido nunca.
—Hace tiempo que lo sé: más me valiera no haber nacido. Y, dado que nací, lo
que deseo con más ahínco es morir y desaparecer.
—Tu deseo será cumplido —gritó Nerón fuera de sí—. Morirás en las llamas,
entre las tenazas, con plomo fundido derramado lentamente en tus llagas, no quedará
nada de ti.
—Amor mío —dijo Popea con voz apagada que temblaba ligeramente—, quedará
tu hijo.
Y, alzando hacia su amante un rostro repentinamente transfigurado, le besó los
labios.
Inclinado hacia ella en silencio, Cartafilo, con ademán tierno, clavados los ojos en
Nerón, le pasó la mano por el cabello, le acarició lentamente el semblante y le
devolvió su beso.
Entonces, desprendiéndose un poco de los brazos de Cartafilo y volviéndose
hacia Nerón, Popea gritó con orgullo, señalando a su amante:
—¡Porque el hijo que llevo es de él!
Por unos instantes, Nerón, absorto en sus pensamientos, permaneció inmóvil y
callado. Parecía abrumado por lo que había visto y sabido. Y luego, de repente, se
arrojó sobre Popea lanzando un grito animal y le dio una patada tan violenta en el
vientre que la echó al suelo.
—¡Guardias! —vociferó—. ¡Guardias! ¡Que detengan a ese hombre!
Los guardias entraron. Vieron a Popea caída, con los ojos cerrados, en los brazos
de Cartafilo que se había inclinado hacia ella y estrechaba junto al suyo su cuerpo
inanimado. El emperador, víctima de un ataque de epilepsia, se revolcaba por el
pavimento.
Confusos, los guardias vacilaban en el umbral. Nerón, llenos de baba los labios,
se agitaba sacudido por movimientos convulsos. Cartafilo besaba a Popea en los
labios, en los ojos. Las lágrimas le corrían por las mejillas.
—¡Matadlo! —murmuraba el emperador—. ¡Matadlo!
Cartafilo se levantó, llevando a Popea en sus brazos.
La cabeza de la joven colgaba hacia atrás y sus cabellos de ámbar amarillo sueltos
caían casi hasta el suelo. Los pretorianos, con la espada en alto, se lanzaron sobre la
pareja. Cartafilo los miró. Y retrocedieron.
—No podéis matarla —dijo Cartafilo con voz lenta—, no podéis matarla porque
ya está muerta.

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«Ocurrió entonces —escribe Suetonio en su Vida de los doce Césares— algo
asombroso, difícil de creer, y, sin embargo, confirmado por multitud de testimonios».
Sin dejar de estrechar contra él el cuerpo sin vida de Popea, Carta —filo avanzó hacia
los que estaban encargados de matarlo y depositó a la muerta— que recibiría más
tarde, del emperador postrado, honores casi divinos —entre los brazos del pretoriano
que tenía más cerca. El pretoriano recibió la carga, sin decir palabra, sin entender
nada, como un depósito sagrado. Nerón se debatía contra sus sombras y sus
fantasmas. Cartafilo siguió su camino, con su paso más reposado, por entre la
multitud cada vez más numerosa de guardias, de criados, de curiosos venidos de
todos los rincones del palacio. Los puñales ya alzados, las dagas, las hojas de las
espadas se bajaron ante él. Todos se apartaron en silencio. Cartafilo se desvaneció
como en un sueño.

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La había amado con pasión en la Alhambra de Granada. La amó en Andújar, en
Aranjuez, en Madrid. Toda España, para él, estaba iluminada en secreto por la sonrisa
de Natalie. «Es el embrujo, la magia, la gloria, el amor —le escribe al buen Joubert a
propósito de Andalucía—; eso no se parece a nada conocido». Se rezaga por las
carreteras, demora su regreso, intentando arrancar aún a la muerte, a los honores
futuros y al tiempo que pasa unas horas para el amor. Cruza España, con Natalie en
sus brazos, a bordo de un gran coche tirado por seis mulas conducidas por dos
cocheros que bromean en español con Julien-Isaac. Con Natalie inclinada sobre su
hombro, escribe a una amiga que es vecina suya en París: «Me gustan en España las
ruinas de Granada que son un verdadero encanto. La Alhambra es un palacio de
hadas; es una cosa de la que no tenía idea y que sólo existe en este rincón del mundo.
Llegaba encantado del viaje que había hecho, lleno de deseos de volver a mi morada
y abrazar a mis amigos. Pero, lejos de desear ahora encontrar mi hogar, me parece
que avanzo demasiado aprisa, alargo adrede mi viaje, voy a correr a los Pirineos, y
quizá hasta vuelva de España por Cataluña o Navarra».
Corre con lentitud, se rezaga, alarga, con los ojos de Natalie perdidos siempre en
los suyos. En Madrid, evita al embajador de Francia, el señor de Beauharnais, a la
reina María Luisa de España, al primer ministro, don Manuel Godoy, príncipe de la
Paz y amante de la reina, excitados todos como pulgas pensando en ver al gran
hombre y hablar con él. El gran hombre sólo tiene una idea en la cabeza: es evitar a
los pelmazos para estar solo con su amor. «He salido precipitadamente de Madrid —
escribe a Joubert que, en su inocencia, no sospecha nada— porque querían
agasajarme demasiado». Siempre seguidos o precedidos por Isaac, los dos amantes
aprovechan aún de pasada El Escorial, Segovia, Burgos, Miranda, Vitoria… Son
horas deliciosas. En medio de los recuerdos acumulados con tantos otros y de su
propia felicidad, prosigue el sueño mágico, pero se acerca la separación. Bajo la
mirada de Isaac, trastornado de pronto, ríen, se besan, miran el paisaje, hablan en voz
baja, con largas emociones y arrebatos de ternura, de su encuentro en la Alhambra,
piensan en cosas minúsculas y sin la menor importancia pero que han hecho juntos y
que son más hermosas para ellos que todas las trompetas de la historia.
Ya los alcanza la melancolía de los viajes a punto de acabarse. Los viajes ¡ay! no
se hacen sólo en el espacio: se hacen también en el tiempo. Tienen un término, por
definición. Van hacia algo que se busca y que se teme, y que marcará su fin. Este
término, para los amantes de Granada, son los Pirineos y la frontera francesa. René
intenta aplazar aún lo inevitable, al modo del lector que vuelve las páginas más
lentamente para no apresurarse demasiado hacia el final de la novela. «He hecho un
viaje admirable —le escribe a Joubert—. ¡Qué dichoso soy de haberlo hecho, a pesar
de tres ataques por los árabes y una especie de naufragio de cincuenta y seis días! Las
pantuflas del arzobispo Turpín en Ronces valles me tientan mucho: quiero verlo todo
para no tener ya ningún pretexto para viajar». ¿Habían visto, los tres, las famosas
pantuflas de Turpín, que son una falsificación descarada y datan del siglo XVI, pues

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Turpín no murió en Roncesvalles y tal vez ni siquiera existió? Simón, por una vez, no
se acordaba muy bien. Sólo se acordaba de Natalie y René dejándose en medio de sus
abrazos, sus lágrimas, los primeros días del mes de mayo, en la frontera francesa. Ella
regresaba a Méréville por la carretera más directa, él se empeñaba aún en errar por
los caminos para remachar su amor. Hablaba de él sin cansarse con Isaac-Julien que
Natalie de Noailles le había dejado hasta París —con la promesa de devolvérselo—
para que tuviera unos días a su lado al único testigo de la pasión que los había unido.
Simón se acordaba de Bayona y Pau, de Burdeos, de Angulema y Tours, de Blois,
de Orleans cruzadas sucesivamente por un Chateaubriand acompañado, tras tanta
dicha, por la soledad y la tristeza. Se acordaba también de una parada de dos días y
una noche en la posta de Angerville.
¡Hombre! ¿Por qué Angerville? Era la posta más cercana a Méréville. Un mes
exactamente después de su despedida en la frontera española, los dos amantes
separados por el final del viaje y la vuelta a su destino se echan de nuevo, por unas
horas, uno en los brazos del otro. ¡Ah! ¡Qué triste es la vida! ¡Qué bella es la vida!
Derraman unas cuantas lágrimas, se besan hasta perder el aliento, se murmuran
palabras de amor, intercambian entre las risas y los besos locos secretos andaluces,
hacen proyectos de futuro, que saben, en lo más íntimo de su ser, que están muertos
antes de nacer y, para consolarse, reviven sus recuerdos, los inventan si es preciso y
los graban en su corazón donde va a entrar el dolor, seguido pronto de su acmé y, no
obstante, ya de su contrario: el olvido. La vida es bella. Y triste.
Simón Fussgänger se acordaba sobre todo de su regreso a París. El 5 de junio de
1807, sobre las tres de la tarde, un poco más de una semana antes de la batalla de
Friedland, un poco más de un mes antes del tratado de Tilsit, en la época en que
Hegel publicaba en Jena su Fenomenología del espíritu, relato novelesco y genial de
las aventuras de la razón enfrentada con la historia. René e Isaac desembocaban
ambos en la plaza de la Concorde. Hacía once meses menos ocho días que el
vizconde de Chateaubriand había dejado París. Bajo los soportales de la Concorde, en
la esquina de la calle Royale, todo el mundo puede leer la placa que conmemora esos
acontecimientos: la salida para Oriente y la vuelta, un año más tarde, al hogar, en el
hotel de Coislin, donde el matrimonio Chateaubriand ocupaba la última planta bajo
tejado. En el momento en que el aparatoso coche, que se llamaba una dormilona,
hacía su entrada en la plaza, Isaac saludó a su señor con cierta emoción y saltó en
marcha al suelo. El señor vizconde tuvo la bondad de asomarse a la ventanilla y
agitar la mano. Isaac, inmóvil, alzó un brazo, inclinó la cabeza. Y luego, para hacer
frente a Céleste que lo esperaba desde hacía tantos meses, con mucha paciencia y aún
más impaciencia, el irresistible comediante, el embustero de ambos mundos borró la
sonrisa que flotaba en sus labios. El amante de Natalie, el compañero de Isaac, el
buen muchacho de las noches de Granada, Andújar y Angerville volvía a ser de golpe
el genio romántico y teatral que había ido a posar al pie del Partenón y el sepulcro de
Cristo antes de escribir Los mártires.

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Había fiesta, aquella noche, en el palacio de Odoacro en Ravena. Hérulos y
ostrogodos, por fin reconciliados, celebraban juntos el final del sitio y la guerra que
los había opuesto. La guerra había durado cuatro años, el sitio había durado tres años.
Terminaba el invierno. El aire era suave. Los primeros brotes, las primeras flores
asomaban ya. Era el comienzo de la primavera. Odoacro y Teodorico habían aceptado
ambos las proposiciones de Demetrios que había servido de árbitro entre ellos y había
vuelto a traer la paz entre sus pueblos. Los dos reyes iban a reinar juntos en Italia,
repartiéndose el poder y las riquezas de las campiñas y las grandes urbes majestuosas
que, de Pavía a Milán, de Roma a Verona y Ravena, perpetuaban las viejas ciudades
del Imperio romano.
Quedaba aún por arreglar cierto número de problemas. ¿Los dos reyes reinarían
simultanea o alternativamente? En el caso de una alternancia, ¿los ministros y los
funcionarios constituirían un cuerpo estable o cambiarían con el soberano? ¿Cómo
serían designadas las autoridades de las provincias y las grandes urbes? ¿Hérulos y
ostrogodos se fundirían en un solo ejército o las dos tropas seguirían siendo distintas?
Sobre estos asuntos y otros más, los dos reyes y sus consejeros iban a discutir durante
meses. Aquella noche lo importante era la fiesta. Tomaba el aspecto de un inmenso
banquete al que habían sido invitados todos los jefes, todos los ministros, todos
aquellos que desempeñaban un papel en la corte de los dos reyes, y tres mil guerreros
de ambos campos.
Demetrios se había encargado de todo. Se habían levantado gigantescas tiendas
de campaña. Cientos de animales habían sido degollados, a miles de gallos y pollos
les habían torcido el pescuezo. Por todas partes se habían instalado cocinas y hornos
de pan. Se había empujado un sinfín de toneles cerca de las mesas donde ostrogodos
y hérulos iban a sentarse juntos.
Todos, naturalmente, no comían lo mismo. En el centro, en una especie de tarima
elevada, los dos reyes y jefes, rodeados de su familia y sus consejeros más íntimos,
compartían el privilegio de una avalancha de platos delicados y complejos,
preparados por cocineros griegos, bizantinos y romanos, rociados con falerno,
másico, faustino, cécubo, vinos de Provenza y Tesalia. Había las recetas clásicas de
las crestas de gallo y las vulvas de cerda, había lubinas y peces espada pescados en el
Adriático, había hasta un pavo real relleno con hierbas y plantas aromáticas cuya cola
abierta estaba mantenida por un hilo y que llevaba en el pico un ovillo de lana
ardiendo, como si el ave real escupiera fuego. Presentado en una fuente de oro por un
esclavo etíope, vestido de rojo y azul, con un turbante adornado con una pluma
alrededor de la cabeza, el esplendor del manjar arrancó gritos de admiración entre los
comensales.
Los simples soldados no tenían derecho a tales refinamientos. Cabras, cerdos,
jabalíes enteros se asaban en asadores que giraban sobre fuegos mantenidos por las
mujeres y los niños. Un guerrero hérulo, borracho perdido, quiso a toda costa
compartir con Demetrios, que se negó rotundamente, un pedazo de cerdo asado. Para

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acompañar las enormes porciones de carne, unas papillas de avena y maíz llenaban
escudillas que pasaban de mano en mano. En la noche suave de marzo, iluminada por
los fuegos, el espectáculo era prodigioso. Un rumor sordo salía de Ravena y la brisa
ligera lo llevaba bastante lejos por las marismas y los campos que rodeaban la ciudad.
El banquete marcaba la reconciliación de los dos pueblos que habían estado
matándose. Demetrios, que lo había organizado todo y cuidado hasta los menores
detalles, se las había ingeniado para acoger a ostrogodos y hérulos en número
rigurosamente igual. A cada ostrogodo correspondía un hérulo y todos estaban
colocados según una regla estricta de alternancia que Demetrios había hecho observar
al pie de la letra: cada ostrogodo estaba sentado entre dos hérulos y cada hérulo entre
dos ostrogodos. Así se desarrollaría entre las dos comunidades un espíritu de
comprensión, confianza y amistad. En la mesa de los dos reyes, Odoacro y Teodorico,
sentados uno al lado del otro, daban el ejemplo de la concordia. Los hombres comían,
bebían, cantaban, gastaban bromas a las mujeres que traían los platos, iban a
calentarse de vez en cuando ante los grandes fuegos donde se asaban las cabras y los
jabalíes. La guerra había terminado.
El banquete tocaba a su fin. Saciados de vino, los comensales se abandonaban a
un bienestar que llegaba, en algunos, hasta la somnolencia y el torpor. Varios, que se
habían levantado para estirar las piernas o andar tras las chicas, volvieron a sentarse
al ver que Demetrios se levantaba para pedir silencio. Saludó, en nombre de los dos
reyes, a todos los presentes. Les dio la bienvenida a aquel banquete de Ravena donde
por fin se había sellado la reconciliación de dos pueblos. Les habló de un pasado que
había sido detestable y heroico, les habló de un futuro que sería glorioso y radiante.
Los invitó a permanecer sentados para gozar de un espectáculo debido a la
magnificencia de Odoacro y Teodorico y que era la imagen y el fruto de la paz. Hizo
el elogio de ambos reyes de los que se llevó sucesivamente a los labios el manto rojo
y el manto azul, adornados uno y otro con bordados de oro y plata. Y volvió a su sitio
entre dos jefes hérulos.
No se supo de dónde salieron las bailarinas, en un torbellino de seda, cintas,
colores, música. Todos los guerreros se levantaron impulsados por la excitación. Un
inmenso rumor se difundió por la noche. El cortejo de las bailarinas se abrió paso por
entre las mesas, los toneles, los fuegos donde acababan de asarse los últimos cabritos
y los últimos corderos. La mayoría de ellas habían sido formadas en Bizancio, pero
muchas venían de más lejos: de Siria, de Egipto, del Danubio, de Bretaña. Cada una
era una novela, una historia, una sucesión de deseos y tormentas. Acróbatas,
malabaristas, tragadores de fuego, jugadores de bastón y espada evolucionaban entre
ellas, saltaban al aire, giraban como trompos, se descoyuntaban, edificaban en un
santiamén pirámides humanas que se deshacían en el acto, andaban con las manos,
hacían saltos mortales y mil piruetas. Las muchachas pasaban danzando, excitando a
los hombres, acariciándolos con la mano. Deslumbrados por el espectáculo, atontados
por el vino, todos los hombres se habían vuelto a sentar y miraban con grandes ojos,

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seco de nuevo el gaznate, mareados de tanto esplendor. De pronto, sonaron trompetas
con fuerza, dominando el ruido sordo de los tambores y las arpas.
Se produjo un gran silencio durante unos instantes. Bailarinas, músicos,
comensales, mujeres de pie ante los fuegos, niños muertos de sueño, ancianos que
soñaban en cosas vagas, todos se quedaron inmóviles, petrificados en el silencio que
seguía al estrépito. Estalló un golpe de címbalos. Entonces cada guerrero ostrogodo
hundió su puñal en el corazón de su vecino de la izquierda. Tres mil guerreros hérulos
perecieron en el mismo destello. El propio Teodorico se arrojó sobre Odoacro y lo
cosió a puñaladas. Distraído, siempre ausente, Demetrios se equivocó y apuñaló a su
vecino de la derecha: acababa de matarlo su vecino de la derecha. El vecino de la
izquierda de Demetrios fue el único hérulo del banquete de Ravena que escapó de la
matanza. Era un príncipe de siete años. Lo dejaron con vida.

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—¡Pobre Mouche! —dijo Simón—. Su fin es siniestro. Y un poco por mi culpa.
—¿Por qué la llama Mouche? —dijo Marie.
—Porque Charles, su marido, el amigo de Vintimille y Mrs. Fitzherbert, se había
convertido en duque de Mouchy.
Y el señor de Chateaubriand escribía unas cartas sublimes en las que ponía su
alma (y su cuerpo) a los pies de la que llamaba Mouche.
»Había vuelto a reunirme con ella en Méréville. Ella no había salido de la
Alhambra. Estaba loca por Chateaubriand; y estar loca por Chateaubriand era estar
loca sin más. Seguían viéndose: ya en Méréville, ya en La Vallée —aux-Loups,
aquella propiedad situada por la parte de Aulnay, Chátenay y Sceaux que el vizconde
había comprado a su regreso de España y donde trabajaba, en una torre atestada de
recuerdos de Granada (pueden ir a verla, sigue estando en pie), en Los mártires, El
último Abencerraje, donde Natalie se llama Blanca, El itinerario de París a Jerusalén
y las primeras páginas de las Memorias de ultratumba. íbamos los dos, la señora de
Noailles y yo, unas veces públicamente y otras en secreto. Veníamos de París, donde
la señora de Noailles vivía en la calle Cerutti, una calle que ha cambiado de nombre,
no la busquen en su plano. Cuando la visita era oficial, entrábamos por la puerta
grande. A menudo había invitados: un abate venido de Roma, o aquella tremenda
señora de Boigne, o Fontanes, ahora pomposo y disfrazado de senador, cortesano,
ilustre maestro de la Universidad, o Joubert, siempre fiel, o también una recién
llegada que Natalie de Noailles, en Méréville, había presentado al vizconde y que se
llamaba Claire de Duras.
—Ya veo —cortó Marie que corría más que el rayo—: Chateaubriand se había
enamorado de la señora de Duras.
—En absoluto —dijo Simón—. Era la señora de Duras la que se había enamorado
de René. El amaba a Natalie. Llamaba a Claire «querida hermana» y no soñaba con
incestos. La trataba con dureza y ella lo bendecía. He oído a la pobre Claire fingir que
se preocupaba preguntando a René, a espaldas de Céleste, por la acogida reservada
por Natalie de Noailles al afecto naciente que la recién llegada cultivaba con pasión:
probaba, con torpeza, esa forma de coquetería consistente en hacer como que se
quiere pasar inadvertida para imponerse mejor y que sólo puede salir bien cuando la
partida está casi ganada.
»—¡Qué locura, querida hermana! —le respondía René delante de mí que hacía
como que quitaba la mesa o limpiaba una prenda de vestir y no me perdía ni media
palabra—. ¡Qué locura, querida hermana! La señora de Mouchy sabe que la quiero,
que nada puede apartarme de ella. Estando segura de mí, la señora de Mouchy no me
prohíbe ni verla, ni escribirle, ni siquiera ir a su casa, con o sin ella. Si me lo
mandara, no cabe duda de que la obedecería en el acto, como se lo he dicho cien
veces. A usted no le parece mal. Por ello me tiene en más estima. La señora de
Mouchy ha sido la inspiradora del Abencerraje; me encanta que le guste tanto.
—¡Ay! —dijo Marie.

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—Es imposible mayor insolencia —dijo Simón.
—¡Adelante con las hachas! —dijo Marie—. Céleste está en babia. La señora de
Boigne hace chistes. Claire se ha quedado compuesta y sin novio. René quiere a
Natalie. Y Natalie quiere a René. ¿Qué pide el pueblo?
—Sí, sí, desde luego, el sueño continúa, Granada no está olvidada y Natalie sigue
en ella. Lo único que se puede insinuar, y aún con prudencia, es que lo mejor del
amor, o sea su comienzo, queda ya atrás. Pero, en fin, René va a Méréville tan a
menudo como puede y, de día o de noche, Natalie de Noailles se presenta en La
Vallée-aux —Loups. Muchas veces, después de cenar, el señor de Chateaubriand,
dejando a Céleste y Natalie de conversación con Joubert y la señora de Boigne, me
llevaba hacia su torre.
»—Querido Isaac —me decía—, necesito tu ayuda.
»Y, para refrescarse la memoria, me preguntaba detalles sobre Medón, la antigua
Metona, o sobre Tripolitsa de la que se acordaba poco, sobre Jerusalén, por
descontado, o sobre el cónsul de Esmirna que se llamaba Choderlos de Lacios y era
hermano del autor de Las amistades peligrosas.
»—¿Qué haría sin ti?— me decía.
»Con un libro en la mano, fijos los ojos en el gran hombre, me metía en un rincón
de la torre y él se ponía a escribir muy rápido lo que acababa de contarle. De pronto,
se interrumpía, el chirrido cesaba en el papel, dejaba la pluma, se volvía hacia mí:
»—Nunca ni una palabra, sobre todo, acerca del papel que desempeñaste con el
nombre de Julien Potelin.
»—Yo, tumba. ¿Pero él?
»—De él me encargo yo —decía—, es cosa mía.
»A veces, también, Natalie y yo acudíamos de noche en secreto: la señora de
Chateaubriand llevaba mucho tiempo dormida, con La imitación de Jesucristo o el
devocionario entre las manos y su rosario en torno a los dedos. Pasábamos por una
puerta abierta en la tapia y nos apresurábamos hacia la torre donde René escribía a la
luz de una vela o un quinqué. Recuerdo que una noche acabábamos de pasar la tapia
y penetrar en el parque cuando un rumor de hojas y ramas rotas nos sobresaltó de
pronto en el silencio de la noche. ¿Es un guardia de Céleste? ¿Es un espía de Claire
de Duras? Nos detenemos en el acto y distinguimos a un joven de diecisiete o
dieciocho años deslizándose de un árbol desde el que acababa de hundir sus miradas
en la torre alumbrada. Vamos hacia él, Natalie le tira de la lengua y le pregunta quién
es, qué quiere, qué hace allí. El adolescente empieza a sonrojarse y nos contesta que
admira al autor de El genio del cristianismo y que se llama Alphonse de Lamartine.
Era la primera vez que oía este nombre.
»—Pues bien, don Alphonse —le dijo Natalie con su audacia y su coquetería de
siempre—, la próxima vez, en lugar de trepar a los árboles, vendrá con nosotros y
entraremos por la puerta.

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»La historia gustó mucho al señor de Chateaubriand. Repetía: “¡Qué bobo! ¡Qué
bobo!”, pero estaba visiblemente encantado de servir de punto de mira a jóvenes
generaciones que se subían a las altas ramas con riesgo de partirse la crisma, para
intentar divisarlo. La mayoría de las veces, de noche, cuando llegábamos por el
parque, yo no entraba en la torre. Esperaba abajo. Dejaba que Natalie subiera sola al
gabinete de trabajo donde René la esperaba para hablar de otra cosa, me figuro, que
de literatura.
—¡Bien! —dijo Marie—. Lo he entendido. Tiempo sereno. ¿Qué es lo que falla?
—La fórmula es buena —dijo Simón—. Todo va bien: ¿qué es lo que no pita?
Todo marcha bien: ¿qué es lo que anda mal? Es la imagen de la vida. Para decir las
cosas en tres palabras, Natalie entraba en una melancolía exaltada, en algo oscuro
parecido a la locura. ¿Loca? Lo estaba ya: vaya gracia. Se hundía en sus sueños, en
sus angustias, en sus sospechas: y fue un drama. ¿Quién tenía la culpa? Este mundo
naturalmente, la historia, ella, los demás, René, Charles, Vintimille, Mrs. Fitzherbert.
Y yo. Claire, a quien le había dado por proteger a Natalie desde que René la
conjugaba en pretérito (un día le entregué a Claire una notita en la que René escribía:
«Amé apasionadamente a la señora de Mouchy»; creí que la señora de Duras, que, sin
embargo era la confidente más que la beneficiada por aquel recurso al pasado, iba a
desmayarse de felicidad) me decía con una razón en que se mezclaba la bondad:
»—Sin ese fatal viaje a Inglaterra que la hirió tanto, la dejó tan desilusionada,
quizá no habría seguido tan mal camino…
»Quizá… Para desviarla hacia otros caminos, para distraerla de Charles, de René,
de Mrs. Fitzherbert, del recuerdo de Vintimille, de las imágenes del Terror, de tantos
fantasmas y verdugos, de cuánto la atraía y le daba miedo en este mundo que es un
laberinto, un espejo, una trampa de la que hay que intentar salir a toda costa, creí
conveniente llevarme a Natalie en mis viajes sin esperanza. Fue conmigo.
Caminamos sin cesar. Corrimos por París, por Francia, por Europa. Hice mal.
Acababa llevándome tras ella lo mismo que la llevaba yo detrás de mí. Huía de sus
obsesiones como huía yo de las mías. Pronto me arrepentí de haberla lanzado por los
caminos. La vi poco a poco dar a su locura la forma misma de aquel maldito andar al
que estaba yo condenado. ¿Qué crímenes, qué sueños oscuros le habían acarreado
aquel castigo que me parecía tan injusto, tan desproporcionado? Hija del marqués de
Laborde, esposa del duque de Mouchy, amante de Chateaubriand, próxima a los
príncipes y reyes, propietaria de Méréville y de tantos tesoros incalculables, Natalie
de Noailles, una de las mujeres más brillantes y halagadas de su tiempo, se había
convertido en aquella cosa que no tenía nombre en lengua alguna: la compañera del
judío errante.
»Cada día algo más huraña, más sombría, más caprichosa, ya no era sino la
sombra de sí misma. Se pegaba a mí como a su única salvación y su locura cobraba el
aspecto trágico, pronto conocido por los médicos, de una manía ambulatoria: como si
tratara de escapar de una existencia que la hacía desgraciada, se pasaba el tiempo

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andando a mi lado, corriendo cada vez más aprisa. Su vida parecía una película
fantástica que de pronto se estropeara y desfilara a toda velocidad; pero la angustia,
con mucho, dominaba lo cómico. Era yo quien le había pegado, como una
enfermedad contagiosa, aquella necesidad irreprimible, que tanto afectó a su época,
de correr de posada en posada y de país en país. “Sueña todos los días —me decía la
señora de Boigne— en un modo más extravagante de correr hacia la tumba”. Y entre
notita y notita al ídolo inasequible por quién se consumía, Claire de Duras me
escribía: “Siempre cree que va a morir la noche siguiente. La domina el terror. Anda,
anda, huye…”.
—¿Se acuerda de todas esas notas de memoria —dijo Marie— o se las inventa?
—Tengo buena memoria —dijo Simón—, puesto que soy la historia. Y la historia
tiene buena memoria. No era yo el único en cuidarme de la pobre Mouche y su
carrera al abismo. Como en una novela bien atada, como en una obra de teatro en la
que, por falta de recursos, se trate de limitar los gastos, hay un actor que reaparece en
la vida destrozada de Natalie de Noailles: es… ¡vamos!… ¿quién?… ¡Adivínelo!
—No sé —dijo Marie—. ¿Fontane, quizá? ¿O Joubert?
—Es Molé —dijo Simón—. El compañero apasionado y tan inteligente de la
juventud de René, el amigo más querido que acabó en la traición por debilidad y
ambición, el admirador consumido por unos celos secretos recogió a Natalie
abandonada por el gran hombre que la había amado en Granada. Quizá porque no
había logrado borrar el recuerdo de un amor andaluz, Molé fue duro con Natalie de
Noailles. Habló de aquélla a quien la naturaleza había formado para ornato de la
tierra y a quien ninguna falta fue perdonada porque nunca había amado». Cuando un
hombre dice de una mujer que nunca ha amado, lo más frecuente es que ha amado a
otro. Y Natalie, en efecto, a falta de Mathieu, había amado a René. Y Mathieu lo
sabía. Y Claire también. Y yo. Mathieu Molé nunca me perdonó que hubiera sido
testigo de la pasión compartida de Natalie de Noailles y Chateaubriand. Fue por eso,
creo yo, por lo que no le caía bien. Ni él a mí: pasar de Chateaubriand, de Natalie,
que estaba loca, de Claire, de Céleste, de Joubert, que no sería nunca nada, a Mathieu
Molé que lo tendría todo, que sería ministro de Asuntos Exteriores y presidente del
Consejo, que entraría en la Academia e inspiraría a Balzac, era bajar un punto.
»Mouche que no quería a Molé y a quien Chateaubriand no quería ya, escribía a
Claire unas notas desgarradoras: “¡Hable de mí alguna vez! ¡Que no resulte ni
demasiado desconocida ni demasiado olvidada! Si nuestro amigo puede conservar mi
recuerdo, estoy segura de que me compadecerá y amará mi memoria. ¡Adiós! ¡Que
sea usted feliz!”. Claire de Duras tenía un corazón generoso. Describió a René la
locura que impedía a la pobre Mouche disimular ya nada y que dejaba ver a todos
hasta qué punto aquella alma orgullosa debía de sufrir con su caída. René se encogía
de hombros, mascullaba que todo tenía un fin, se quejaba de las tormentas de la calle
Cerutti y mostraba más indiferencia y compasión razonable que dolor y ardor.
Escribió a Claire una carta en la que hablaba sobre todo de sí mismo y que la señora

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de Duras me tendió, sin decir palabra, una mañana en que pasó por el sanatorio
psiquiátrico de la calle del Rocher donde había habido que internar a Natalie de
Noailles: “¡Dios mío! ¡Pobre Natalie! ¡Qué fatalidad me persigue! ¿No le he dicho
que cuántos he amado, conocido, tratado, se han vuelto locos, y que yo acabaré igual?
No hay nada que no hiciera o diera para ver a Mouche feliz. Espero que su cabeza se
recupere. Puede que no sea más que un trastorno pasajero. Con toda la dicha que me
ha dado, y no puedo hacer nada por ella. ¡Querida hermana, qué lamentable
impotencia la de las amistades humanas!”.
—¡Dios mío! —dijo Marie—. Estamos lejos de Granada.
—Sí —dijo Simón—: lejos de Granada. Es la divisa de los hombres: lejos de
Granada. El tiempo pasa y el corazón cambia. Y somos presa de la desgracia que nos
acecha. Lejos de Granada. Molé hacía lo que podía. No podía hacer mucho. Se
esforzaba en retenerla, en vencer su aislamiento, en parar su huida hacia adelante, en
interesarla por el mundo exterior, en leerle Adolfo que acababa de publicarse. «Daba
la impresión (escribe) de sentir en su interior recuerdos, una amargura, secretos
mucho más dolorosos que todas las desesperantes revelaciones escapadas de la pluma
de Benjamin Constant». Son estos secretos, esta amargura, estos recuerdos
desgarradores los que, durante más de un cuarto de siglo, han hecho correr por el
mundo su cuerpo primero y luego su mente. Yo corría, huía, caminaba con ella.
—Los veo a los dos —decía Marie— huyendo bajo la tormenta. El viento se les
cuela por la ropa. El rayo cae del cielo. El paisaje es siniestro. Usted la protege con
sus brazos y ella desfallece contra usted, como en uno de aquellos grabados que
debemos al romanticismo alemán.
—Es una imagen de todos los tiempos —dijo Simón—. Y de todos los países.
Natalie tendrá que esperar hasta el reinado de Luis Felipe para liberarse por fin del
horror de esta vida. Yo tengo tantos recuerdos, tanta amargura, tantos secretos que
mis cadenas pesan más. Tendré que andar hasta el final.
—¿Hasta el final? —dijo Marie.
—Hasta el final —dijo Simón—. Hasta el final de la historia.
—¿Porque habrá un final de la historia? ¿De veras? —preguntó Marie.
—Por supuesto —dijo Simón—. Ya hemos hablado de ello. «¿Cómo anda el
mundo? —Se va gastando, señor». Es de Shakespeare: Timón de Atenas. Usted nace.
Morirá. Mi historia ha empezado. Y, a Dios gracias, acabará. Hasta ella acabará. Hay
un comienzo de la historia…
—¿Cuándo? —exclamó Marie.
—Ya lo sabe —dijo Simón en tono algo cansado—. Quince mil millones de años
el universo, cinco mil millones la Tierra, cuatro mil millones la vida, tres o cuatro
millones de años, o algo así, lo que podemos llamar los hombres… Hay las algas, hay
los vertebrados, hay los mamíferos, hay los primates, hay los monos. Y nosotros. Hay
el fuego, hay la agricultura, hay la ciudad y la escritura. Hay la rueda y los anteojos,
la carretilla, la barra de pan, las bodas del dogo con el Adriático a bordo del

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Bucentauro, las pirámides de Gizeh y de Teotihuacán, el autobús S que pasaba por el
barrio latino y cuya placa se veía por encima de las tapas de Nuestra preguerra de
Brasillach. Hay la esclavitud, hay la caballería, hay el amor y la revolución, hay la
mar de cositas divertidas y siniestras. Hay el asesinato del duque de Guisa y el
asesinato del duque de Enghien, los atentados de Ravachol y la muerte de millones y
millones de jóvenes alcanzados por una flecha o una lanza o segados por la metralla.
Hay el nacimiento de Buda y el invento por Papin, Watt, Jouffroy d’Abbans, Fulton,
de la máquina de vapor. Hay la Gran Muralla de China edificada por Ts’in She
Huang-Ti en seis mil kilómetros contra los bárbaros que surgían de las estepas y el
suplicio de Cuauhtémoc, último emperador de los aztecas, tendido en un lecho de
brasas y colgado por Cortés pasada la noche triste. Hay el teorema de Gódel…
—¿Qué es eso? —preguntó Marie.
—Se lo explicaré otro día —dijo Simón—, y la cinta de Möbius, que sin anverso
ni reverso, siempre tiene una sola cara. Hay el misterio de la Atlántida y el Diario de
Jules Renard. Hay la rebelión de Espartaco y la historia de amor, siempre igual, entre
Rodin y la hermana de Claudel, entre Marie y usted, entre la reina de Egipto y el más
grande de los romanos. Hay El capital de Karl Marx y Encárgate de Amélie y la
redacción, letra por letra, de lo que será el Corán. Hay El banquete de Platón y Cléo
de Mérode. Hay una sinfonía de Haydn en la que todos los músicos abandonan el
escenario uno tras otro apagando su vela, hay un lienzo de pared amarilla en una de
las dos únicas vistas exteriores que se conocen de Vermeer y cantidad de secretos por
todas partes en los corazones y los libros. Lo hay todo, en una palabra, y hay el final
de todo, quiero decir: de nuestro todo. Y hay un final de la historia.
—¡Ah! —dijo Marie que nada arredra—. ¿Y cómo será ese final de la historia?
—¡Si lo supiera! —dijo Simón.

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La historia de Ravena no termina con Teodorico. Diez años exactamente antes del
banquete de Ravena y el asesinato del jefe de los hérulos por el rey de los ostrogodos,
nacía en una familia de pastores, por la zona de Skopje, en Macedonia, un muchacho
a quien sus padres dieron el nombre de Justiniano. Justiniano tenía un tío que se
llamaba Justino y a quien su alta estatura había permitido entrar, en Bizancio, en la
guardia imperial. El tío ascendió, de grado en grado, hasta el mando de la guardia que
acabó un buen día, tras una serie de intrigas oscuras, proclamándolo emperador.
Justino mandó acudir a su sobrino a Constantinopla y lo asoció al imperio. A la
muerte del tío, el sobrino fue emperador.
Justiniano era devoto y amaba la gloria. Tenía una capacidad de trabajo
extraordinaria y fama de no dormir nunca. Tenía sobre todo una esposa que se
llamaba Teodora. Era una prostituta y una santa. Más y mejor que nadie, mezcló en
ella las virtudes y los vicios. Mil cuatrocientos años más tarde, Victorien Sardou le
dedicó un melodrama en el que Sarah Bernhardt representaba el papel de la
emperatriz y en el que se encuentran versos famosos que Simón recitaba con deleite
en la noche de Venecia:
Por las plazas públicas
cuando rondabas de noche,
a la sombra de los pórticos
no hubo quien no te viera.
¡Ay, Teodora! ¡Ay, Teodora!
Entonces beldad fatal,
valías una perra de oro.
Si se larga el emperador,
menos aún valdrás.
¡Ay, Teodora! ¡Ay, Teodora!
Los bizantinos habían heredado de los romanos una pasión violenta por las
carreras de carros y los juegos del circo. Teodora era hija del guardián de los osos del
hipódromo de Constantinopla. Al morir su padre, tuvo que ganarse la vida. Fue actriz
y mimo, se prostituyó. Se prostituyó porque le gustaba el dinero; y no hubo de
forzarse mucho porque le gustaba el amor. Procopio, Paulo el Silenciario, el cardenal
Cesare Barone, o Baronius, discípulo de san Felipe Neri y bibliotecario de la
Vaticana, Gibbon y cientos más la hacen revivir a nuestros ojos y los relatos de sus
excesos son famosos. Se habla de una cena en la que, rodeada de treinta esclavos,
concede sus favores a diez jóvenes. Estuvo enamorada varias veces y Justiniano se
enamoró de ella. La ley prohibía a los personajes de cierto rango contraer matrimonio
con actrices o prostitutas. Con gran espanto de su madre, que murió, según se dice, de
pena, y de su tía, la esposa del emperador Justino, Justiniano hizo promulgar a su tío,

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que ocupaba aún el trono, un edicto imperial que derogaba la ley y se casó con
Teodora.
En Italia, entretanto, Demetrios, a la sombra de Teodorico, se había relacionado
con un filósofo llamado Boecio que quería conciliar el sistema de Aristóteles con el
de Platón y transmitir la cultura griega al Occidente bárbaro. Con Casiodoro y
algunas otras mentes privilegiadas, Boecio, el más elocuente y mejor dotado de los
romanos, se había convertido en ministro del rey de los ostrogodos. Encargó a
Demetrios varias misiones de confianza cerca de Clotario, rey de los francos, y de
Gondebaud, rey de los burgundios. Fue Demetrios quien hizo pasar los Alpes a un
órgano concebido por Boecio y a una clepsidra sin ruedas, sin pesas y sin muelles,
que indicaba el curso del sol, de la luna y de los astros por medio del agua encerrada
en una bola de estaño que no cesaba de girar, impulsada por su propio peso. Las
habilidades de Boecio y sus éxitos le valieron muchos enemigos. Porque se ocupaba
de astronomía y matemáticas lo acusaron de magia y brujería. Porque se esforzaba en
proteger a los más débiles lo acusaron de oponerse al poder de los vencedores.
Porque admitía la filosofía de Platón lo acusaron de haberse vendido al imperio
bizantino para salvar la antigua Roma a la que pertenecía por su nacimiento y su
familia. El propio Teodorico acabó sospechando que Boecio se había aliado en
secreto contra él con el emperador de Constantinopla y lo hizo encarcelar en Pavía.
En el fondo de su celda, Boecio dictó a Demetrios una obra famosa, entre el
estoicismo y el neoplatonismo, que había de desempeñar un papel inmenso durante
ocho o nueve siglos antes de caer en el olvido: De consolatione philosophiae (La
consolación de la filosofía). La filosofía tomaba en ella la palabra bajo los rasgos de
una mujer de aspecto venerable y ojos relumbrantes y, borrando las ilusiones del
poder, la voluptuosidad y la fama que sólo traen desdichas, indicaba a Boecio cómo
afrontar los reveses de la fortuna y elevarse a la verdad, al bien y a la universal
Providencia, única capaz de asegurar al alma la independencia y la felicidad. Apenas
acabado el libro, Teodorico hizo ejecutar al filósofo. Le apretaron una cuerda
alrededor de la cabeza. Los ojos saltaron de sus órbitas y la lengua de la boca. Con
los suplicios más atroces, Boecio tardaba en morir. Entonces, lo tendieron sobre una
viga donde fue golpeado con varas y rematado con hacha. Perdonado por Teodorico
en recuerdo de los servicios que le prestó durante la lucha contra Odoacro, Demetrios
dejó Italia y, reemprendiendo un camino que muy a menudo había recorrido en un
sentido o en otro, anduvo por Iliria, Macedonia, Tracia, hacia la capital del Imperio
bizantino. En Constantinopla se hizo cochero de carro y, según Simón al menos,
muchas de las aventuras atribuidas más tarde a Ben Hur deberían adjudicársele a él.
Más que el palacio del emperador o el foro o la basílica de Constantino, el centro
de la ciudad, en aquella época, era el Hipódromo. Ocupaba, y más aún, la gran plaza
que, con el nombre de At Meydani, se extiende en la actualidad, no lejos de Santa
Sofía, delante de la Mezquita azul y donde se eleva todavía el obelisco de Tutmés III
erigido por Teodosio, el obelisco murado y la columna serpentina, con resabios

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demoniacos. Grandes muchedumbres se apretujaban allí e iban a aclamar a los
conductores de carros que se habían convertido en verdaderas estrellas cubiertos de
dinero y gloria. Toda la ciudad sólo hablaba de sus amores y sus ardides, de la
rivalidad que los oponía y las disputas que estallaban por cualquier motivo en las
proximidades de las cuadras. Según una división cuatripartita, que rivaliza con la
división tripartita apreciada por Georges Dumezil y de la que se encuentran huellas
en India, China y hasta entre los visigodos, los cocheros estaban repartidos en cuatro
grupos que correspondían a la vez a una división geográfica, a una división religiosa
y cósmica y a una división social: los azules, los verdes, los blancos y los rojos. Los
azules y los blancos representaban a los barrios ricos, favorables a la ortodoxia y al
gobierno de unos pocos. Los verdes y los rojos representaban a los barrios populares
de tendencia democrática y se inclinaban por la herejía. El célebre Palio, la carrera
que se desarrolla en Siena en la piazza del Campo curvada en forma de concha hacia
el palazzo Pubblico y en la que cada jinete es el campeón de una contrade, o sea de
un barrio, puede dar en pequeño, y pese a su esplendor, en modesto, una idea de
aquellas carreras de carros de Bizancio que dejaban muy atrás la pasión popular de
nuestros partidos de fútbol o rugby. Los dos grupos principales eran los azules y los
verdes. Demetrios era verde.
Durante mucho tiempo, el emperador había apoyado a los verdes y llevado su
casaca. Era costumbre mantener el equilibrio entre los azules y los verdes. Por
razones primero religiosas, Justiniano se inclinó por los azules. El furor se adueñó de
los verdes que se echaron a la calle. Alentados por la protección del emperador, los
azules se desencadenaron, se arrojaron sobre los verdes y saquearon sus casas. El
emperador desaprobó en vano a los azules y sus excesos, los verdes se sublevaron. Lo
que ocurrió entonces es complicado y simple. El emperador, esforzándose por
restablecer la calma, disgustó a la vez a los verdes que le eran hostiles y a los azules
que le guardaban rencor por no apoyarlos. Los combates esporádicos entre los verdes
y los azules se transformaron insensiblemente en una rebelión contra el emperador.
Los azules hicieron causa común con los verdes, adoptaron su grito de guerra: ¡Nike!
—¡Victoria!— y se unieron a la muchedumbre cuando los verdes en masa se
desparramaron por la ciudad. El emperador vaciló.
La sedición Nike fue una de las más terribles de la historia. Constantinopla cayó
en manos de los amotinados, los palacios fueron invadidos y saqueados, los
comercios desvalijados, la basílica de Constantino arrasada por las llamas, el propio
emperador, abrumado, amenazado en su vida, estuvo a punto de renunciar al trono.
Fue entonces cuando Teodora, que conocía el circo, se acordó de Demetrios, de quien
a menudo había aplaudido las hazañas, la sangre fría, la audacia ante el peligro, y
mandó llamarlo en secreto.
—¿Qué hacer? —le dijo.
—Ayer —contestó él— habría dicho: lo que quieras. Hoy: lo que puedas.
—El emperador quiere huir.

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—Si quiere salvar la vida, tal vez tiene razón.
—¿Y si se queda?
—Puede perderlo todo, o ganarlo todo.
—¿Qué hay que hacer para ganarlo todo?
—Hay que luchar —le dijo—, exponiendo la vida.
—Prefiero morir —dijo Teodora— a vivir en el destierro y la vergüenza.
—Entonces —respondió Demetrios—, tienes la respuesta a lo que preguntas.
Teodora convenció a Justiniano de que había que vencer o morir y Justiniano
acudió a un general que se llamaba Belisario. Belisario tenía genio y no lo mataban
los escrúpulos. Al frente de sus mercenarios, aplastó la revuelta y exterminó en el
Hipódromo a más de treinta mil insurrectos.
—¿Es eso el genio? —dijo Marie.
—Es la vida —dijo Simón—. Es la fuerza, es el éxito. El emperador se había
arriesgado a que le cortaran las manos y la nariz, le arrancaran los ojos, lo
decapitaran. Ganó. La historia es lo que avanza.
Sobre todos los movimientos de los verdes y sus intenciones, Demetrios había
proporcionado a Belisario informaciones decisivas. A la traición de Demetrios se
remonta la superstición que hace temer el color verde a nuestros pilotos de carreras,
sucesores de los cocheros de carros —verdes la mayoría— exterminados por
Belisario en el Hipódromo de Bizancio.
—¿Qué hacen los vencedores? Reinan. Justiniano reinó. Reinó con esplendor, con
Teodora a su lado. Construyó Santa Sofía —la Sabiduría divina— sobre las ruinas de
la basílica destruida por la insurrección. Promulgó el código que, durante siglos,
debía servir de base al derecho. Envió a Belisario a reconquistar una por una las
tierras dispersas del Imperio. Más valía, para mí, alejarme algún tiempo de lo que
quedaba de los verdes: no me tenían mucho cariño. Seguí a Belisario. Triunfaba por
todas partes. Lo seguí a África donde vencía a los vándalos, lo seguí a Italia donde
derrotaba a los ostrogodos que ya no tenían al frente al gran Teodorico. De nuevo,
una vez más, anduve días y días, meses y meses, a lo largo del mar interior que,
quinientos años después del galileo, después de César, después de Antonio y
Cleopatra y el sueño destruido en Actium, después de Octavio que sería Augusto,
estaría aún por espacio de cerca de mil años, antes de Colón y sus carabelas, antes del
nacimiento de un mundo nuevo, en el centro del universo.
»¡Hay que ver! ¡Anduve por aquellos caminos a lo largo del gran mar azul! Tal
vez me pregunten por qué por esos caminos y no por otros. No podía andar por
Canadá, Estados Unidos, México, Perú: no existían aún o sólo existían para sí
mismos, al margen del mundo conocido. Anduve por África, anduve mucho por Asia.
Pero volvía siempre, es cierto, a orillas de nuestro viejo mar, a echarme en sus brazos.
De Escandinavia y Escocia, de Polonia, de Arabia, me hallaba de pronto entre las
vides y las higueras, entre los olivos, entre los cipreses que suben rectos y altos en el
cielo deslumbrante. Todo me llevaba allí: la suavidad del sol, el azar, mis recuerdos y

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la guerra. Miren, una de las últimas veces que surqué esas rutas del mármol, el vino,
las legiones y los dioses, fue con los ingleses y los norteamericanos contra Rommel y
Kesselring: primero las idas y venidas por Egipto y Cirenaica, y luego, como
siempre, Sicilia, Nápoles, Roma.
»Con Belisario, con otro general, armenio éste, y eunuco, que se llamaba Narsés,
y sobre uno y otro podría pasarme días y semanas contándoles historias, subí hasta Ra
—vena, reconquistada a los ostrogodos por las tropas de Bizancio. Sentí una punzada
en el corazón al hallarme de nuevo en la ciudad de Odoacro y Teodorico donde había
pasado tantos años, prisionero y vencedor. ¿Qué hicimos en Ravena reconquistada?
Construimos iglesias.
»Construí muchas iglesias. ¿Les da risa eso? Fui cantero. Es un buen oficio.
Construí templos, catedrales, palacios y puentes. Más tarde, fábricas y naves
espaciales: ya no era con piedra. Nunca puse tanto afán como en las iglesias de
Ravena. La ciudad tenía ya multitud de monumentos que siguen en pie y que pueden
ir a visitar: Sant’Apollinare Nuovo, que llevaba antaño el bonito nombre de San
Martino in Ciel d’Oro, el baptisterio de los ortodoxos y el de los arríanos, la tumba de
Teodorico y el mausoleo de Gala Placidia, hija, esposa, hermana y madre de uno u
otro de aquellos emperadores de la decadencia romana que vieron desplomarse bajo
los golpes de los bárbaros la obra de tantos siglos. Para mostrar que el Imperio no
estaba muerto, que sobrevivía en Oriente, que renacía en Bizancio, que el
cristianismo lo sostenía y que él sostenía el cristianismo, hicimos subir hacia el cielo
de Ravena poemas de piedra y oro a la gloria del Todopoderoso.
»Voy a decirles algo que también los hará reír: envidié la fe de los constructores
de iglesias. No creo en casi nada. No creí en el galileo. Sigo sin saber qué es la
verdad. He visto desfilar y morir los reinos y las religiones, los dogmas y las
convicciones. Todo el mundo repite desde siempre que nada hay eterno ni seguro en
esta Tierra que recorro, que todo pasa y nada dura en ella. Los que construyeron
conmigo las iglesias de Ravena, los que se doblaron y sufrieron bajo las cargas
demasiado pesadas, los que cayeron de las escaleras y los andamios, los que
perecieron aplastados bajo los bloques de mármol o los lienzos de paredes que se
desplomaban, los que rezaron ante los altares que acababan de edificar, alcanzaron lo
que los hombres pueden alcanzar de la verdad y la eternidad. Y no importa que se
engañasen. Creían en lo que hacían. Es una definición de la felicidad, y mejor, creo
yo, que las otras. Cuando, sentado ante las obras, bajo el cielo de otoño o de
primavera, los veía brindar su tiempo, su sudor y su vida a Sant’Apollinare in Classe,
único vestigio hoy día del puerto destruido de Classis, o a la basílica San Vítale, con
sus esplendores bizantinos, unos sueños que yo debía haber sido el primero y acaso el
único en rechazar acudían a mi mente: su Dios no existía, hacían mal en creer que los
había creado, eran ellos quienes lo creaban y cobraba existencia porque creían en él.
»Su fe no era nada más que la forma de su esperanza. Esperaban con todas sus
fuerzas que las puertas de otro mundo se abrieran ante ellos en el instante de la

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muerte. Este mundo era injusto, era abyecto y cruel. Los poderosos y los ricos
dominaban en él a los pobres y los exterminaban. No había nada que esperar de esta
vida de miseria. Depositaban en la otra, en la vida desconocida al otro lado de la
noche, sus esperanzas y su fe. Hay muchas cosas admirables en los libros que sus
discípulos dedicaron al galileo. Las más bellas se refieren todas a la bienaventuranza
prometida a los infelices. “Bienaventurados los que tienen hambre porque serán
saciados. Bienaventurados los afligidos porque serán consolados. Bienaventurados
los pobres de espíritu porque el reino de los cielos es suyo. Bienaventurados los puros
de corazón porque verán a Dios”. ¿En qué vida? ¿En ésta? Por supuesto que no. En la
otra. En la otra, después de la muerte. Es lo que prometen las últimas palabras del
supuesto rey de los judíos al ladrón arrepentido, crucificado a su derecha: “Esta
noche estarás conmigo en la casa de mi padre”. Los hombres y las mujeres de Ravena
vivían en una de las ciudades más bellas de su tiempo. Vivían sobre todo con la
esperanza de las promesas de la vida eterna. Construían iglesias.
»Me parece que, si fuera cristiano, no pensaría más que en morir. Ya, sin serlo y
sin saber nada de esas puertas que la muerte debe abrir y que a veces me imagino que
dan a la nada, sólo aspiro a morir. ¿Cómo un hombre, cómo una mujer que creen en
el galileo y en sus palabras transmitidas por sus cuatro cronistas no viven con la
impaciencia del único momento de dicha de esta vida desdichada: o sea su fin y el
término de tantas pruebas y la entrada en la muerte que, tras los tormentos
afortunadamente pasajeros de la existencia en esta Tierra, es el verdadero nacer a la
vida eterna?
»A veces hablaba de estas cosas y algunas otras con dos hombres con los que
había trabado amistad y a los que todo oponía. El primero se había fijado hacía poco
en Ravena. Se llamaba Droctulft. Encontré con estupor, hace unos años, en un libro
de Jorge Luis Borges titulado Laberintos, aquel nombre antaño familiar que creía
borrado para siempre por el olvido. ¿Por qué vericuetos improbables, a partir de qué
fuentes desconocidas por todos los demás, aquel guerrero venido del norte hacia los
países del sol resucita en la pluma del bibliotecario argentino y ciego? Misterio.
Droctulft venía de los bosques inextricables del jabalí y el uro. Las guerras lo habían
llevado a Ravena “y allí —escribe Borges con una exactitud sorprendente que
coincide con mis propios recuerdos— ve algo que nunca ha visto, o que no ha visto
con plenitud. Ve la luz del día, los cipreses y el mármol, ve una ciudad de estatuas,
templos, jardines, casas, escaleras, jarras, capiteles, espacios regulares y abiertos.
Quizá le basta con ver un solo arco, con una inscripción incomprensible con eternas
letras romanas. Bruscamente, esta revelación lo deslumbra y lo transforma: la
Ciudad. Sabe que en sus muros será un perro o un niño y que ni tan sólo llegará a
entenderla, pero sabe también que vale más que sus dioses y la fe jurada y todas las
marismas de Germania. Droctulft abandona a los suyos y combate por Ravena”. En
Ravena sembrada de iglesias a la gloria de Jesucristo a quien confundía con Odín,
Droctulft era, en efecto, algo como un niño o un perro. Me gustaban sus asombros,

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sus admiraciones súbitas por obras maestras o chucherías, sus simplezas, su fidelidad
recentísima a lo que acababa de descubrir. Hacía pocas preguntas a los demás, no se
hacía ninguna a sí mismo. Callaba mucho. Era por este motivo por lo que me gustaba.
Nos protegíamos mutuamente, cada uno proporcionaba al otro lo que le faltaba y nos
separábamos lo menos posible.
»El segundo compañero en la época de Ravena se destacaba en su oficio que
consistía en juntar fragmentos de piedras duras, ágata, pórfido, mármol, ónice,
lapislázuli, pedazos de esmalte o vidrio de color y polvo de oro para hacer esos
cuadros que brillan en el coro de las iglesias y que ustedes llaman mosaicos. Su
nombre ya sólo lo conocen algunos eruditos, especialistas de los mosaicos de Ravena
en la época de Justiniano. Se llamaba Alexis. Poseía genio. Sacaba aquel genio de su
fe simple y cándida en la que los peces y los árboles, los corderos, las aves, la belleza
de los seres y la naturaleza cantaban la gloria de Dios.
»A menudo, nos sentábamos los tres a la sombra de los andamios de San Vítale o
Sant’Apollinare in Classe que estaban en construcción y donde Alexis acababa de
trabajar en uno u otro de sus mosaicos. Comíamos nuestra torta de pan mojada en
aceite, acompañada de queso y algunas cebollas, y bebíamos un trago de vino. Yo
miraba de reojo a Alexis y a Droctulft.
»—¿Y si…?— empezaba.
»—¿Si qué?— decía Alexis tendiendo la mano hacia una cebolla.
»—¿Si no hubiera otro mundo, si la inmortalidad del alma fuera un invento de los
obispos y los emperadores, si no hubiera nada después de la vida?
»Se producía un gran silencio. El niño Droctulft, con aire ausente, jugaba a las
tabas en silencio. Alexis se inclinaba hacia mí.
»—¿No pensarás lo que dices?
»—No sé. Me lo pregunto. No soy el primero en hacerme preguntas. Y no seré el
último.
»—Calla —me decía Alexis mirando a su alrededor—. Calla.
»—¡Qué cómodo sería para los poderosos y los ricos tenerlo todo en este mundo
y prometerlo todo en el otro! Esas historias maravillosas con ángeles y glorias en las
que sacas tanta belleza, ¿las crees realmente?
»—¿Por qué no? —ladraba Droctulft, saliendo de pronto de su mutismo—. Odín
bien que tiene un caballo de ocho piernas cuyo nombre es Sleipnir y un anillo mágico
que se llama Draupnir.
»—Ten calma —le decía yo—. No te metas en todo eso.
»—Pobre Droctulft —dijo Marie—. Me da un poco de pena.
»—No lo compadezca mucho —dijo Simón—. Era un hombre del norte, tranquilo
y violento hasta la crueldad.
»—Esas historias de las que hablas— proseguía Alexis —me salen bellas porque
las creo. Y las creo porque son bellas.
»—Son bellas. ¿Son verdaderas? Tal vez hay un Dios. ¿Y si fuera un Dios malo?

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»—¡Ah, sí!— decía Droctulft —A veces es malo.
»—¡Calla!— me gritaba Alexis levantándose bruscamente —No crees en nada.
»Andaba arriba y abajo. Volvía hacia mí. Me cogía por los hombros.
»—¿En qué crees?— decía.
»—¿En qué creo? —le decía—. Pues en ti. En tu talento. En tu genio. Hay otro
Dios que Dios: es el genio de los hombres. Droctulft, que es tan fuerte, llevará mucho
tiempo muerto, traspasado por una espada, emponzoñado por un veneno, devorado
por un fiera, aplastado por las piedras lanzadas desde lo alto de una muralla…
»—Muchas gracias— mascullaba Droctulft.
»—… y nadie se acordará ya de él…
»—Salvo un poeta —dijo Marie.
»—Salvo un poeta —dijo Simón—. Y a ti te comerán los gusanos y tu nombre
será olvidado. Pero el emperador y la emperatriz, que has hecho tan bella con esa
Adoración de los Magos bordada en piedras en la parte inferior de su manto, vivirán
en el recuerdo de los hombres porque habrás impreso su imagen en relieve y en
colores en las paredes del coro de la iglesia San Vitale. Vivirán como viven los dioses
y los ángeles, tus profetas, tus aves de ensueño, como viven los hombres y las
mujeres y cuanto se muestra bajo la bóveda celeste: en el recuerdo, en la mente, en la
imaginación. Y más que Belisario y Narsés y tantos dignatarios y generales y tantos
arcontes y eparcas y logotetas del dromo, eres tú quién hará soñar a los hombres en el
poder de Justiniano, en el traje y el cuello y los ojos de Teodora. La verdad se nos
escapa. La eternidad nos huye. Tu arte es el que las reemplaza y hace inmortal. Fija el
mundo para siempre en su eternidad y en su verdad, en lo que puede alcanzar de
verdad y esperar de eternidad. Para sobrevivir y durar —es el desquite de la belleza
sobre la brutalidad y la fealdad de la vida—, sólo hay lo más frágil: los sonidos, las
formas, los colores y las palabras.

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III.Un hosanna sin fin

El elefante es el más sabio de todos los


animales, el único que se acuerda de sus
vidas anteriores; por eso está mucho tiempo
quieto, meditando sobre ellas.
Texto búdico
citado por André Malraux

Ya he vivido a menudo entre los hombres y


conozco cuánto pueden experimentar, de lo
más bajo a lo más alto… Soy cada nombre de la historia.
Friedrich Nietzsche

… un hosanna sin fin.


Chateaubriand

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—A menudo he sido pobre: he detestado a los ricos. A menudo he sido rico: he
despreciado y temido a los pobres. El universo es único y es múltiple. No hay más
que un solo mundo y no para de ser lo contrario de sí. Jamás salimos de él y de él
podemos decirlo todo. Lo es todo y el resto, es cualquier cosa. Es finito e infinito. Un
solo minuto de su vida de usted es un abismo y una catedral. Un solo minuto de su
vida de usted es ya el mundo entero. Añádale el tiempo que pasa y le entra vértigo.
Yo no he dejado nunca de ser víctima y verdugo.
»He corrido a través del espacio como he corrido a través del tiempo. ¿Se acuerda
de Popea, y Nerón, y Rufo Crispinio, el antiguo marido, y Otón, futuro emperador, y
el incendio de Roma?
—Como si los estuviera viendo —dijo Marie.
—Los está viendo, puesto que se acuerda de ellos. Anduve, anduve. Volví a Tierra
Santa. Me encontré con los judíos. De nuevo estaban rebelándose contra el Imperio al
que había servido yo con Nerón. La grandeza de los judíos es que están siempre
amenazados y siempre se rebelan. Fui con ellos. Los romanos nos aplastaron. Había,
cerca del mar Muerto, en un picacho rocoso, una ciudad que Herodes el Grande, con
su manía de edificar, había fortificado. Se llamaba Masada. Nos protegimos en ella
mientras los soldados de Vespasiano, que había sucedido a Otón, que había sucedido
a Nerón, arrasaban Jerusalén y destruían el Templo. Mandaba las tropas el hijo de
Vespasiano. Se llamaba Tito y, por una justa revancha y para suerte de Racine, se
enamoraría de la princesa Berenice que le llevaba veinte años y que, fiel a la sangre
de los Herodes, había sido mucho tiempo amante de su propio hermano, Herodes
Agripa II. Nos quedamos allá arriba durante meses y meses. Éramos los últimos en
defender al pueblo judío contra el invasor. El pueblo judío éramos nosotros y
estábamos vencidos. ¡Qué más daba! El Eterno estaba con nosotros. Pues, lo sabe
como yo, hay algo eterno en nosotros.
—¿En ustedes, los judíos? —dijo Marie.
—En todos —dijo Simón—. Platón, Jesús, Buda, Spinoza y, en cierto sentido,
Einstein no han dicho otra cosa: somos demasiado grandes para nosotros, y también
demasiado pequeños, y pertenecemos a algo que nos rebasa por todas partes.
—Tres judíos de cinco —dijo Marie.
—¿Qué culpa tengo yo? —dijo Simón—. Estábamos perdidos y éramos felices.
Creíamos en nuestra causa y que nuestro Dios estaba con nosotros.
»Durante la guerra de los Seis Días o la guerra del Kippur, un pueblo israelí había
sido cercado por los árabes y considerado perdido por el estado mayor de Tsahal, el
ejército israelí. Contrariamente a lo previsto, fue, no obstante, liberado y los
periodistas venidos de todas partes le preguntaron al rabino del lugar, que pasaba por
un santo, cómo explicaba aquel feliz desenlace.
»—Es muy sencillo —dijo el rabino—. Ha habido una acción y ha habido un
milagro.

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»—¿Cuál ha sido la acción?— preguntaron los periodistas tendiendo sus
micrófonos y garrapateando en sus blocs.
»—No dejamos nunca— dijo el rabino —de rezar salmos y entonar cánticos.
»—¿Y cuál ha sido el milagro?
»—Ha llegado Tsahal y los ángeles del cielo han descendido sobre nosotros.
»—¡Los ángeles del cielo!— exclamaron los periodistas que habían sido
educados en la ruda escuela de los hechos y tomaban bebidas fuertes.
»—Eran paracaidistas— dijo el rabino.
—¿Hubo un milagro en Masada? —preguntó Marie.
—No lo hubo —dijo Simón—, porque nunca hay milagros. Hay un solo milagro:
es el mundo, la historia, la vida. Nosotros también, en Masada, rezamos salmos y
entonamos cánticos. Los romanos, en el llano, ofrecían sacrificios a Júpiter y Marte.
Y los romanos y nosotros, cada cual por nuestro lado, hacíamos lo que podíamos para
que la divina Providencia, con los colores de la historia, siguiera el camino que
queríamos. Me figuro que no cantamos bastante fuerte: la divina Providencia estuvo
con los romanos.
»Es muy interesante ver los esfuerzos desplegados, en la vida de cada día, por
aquellos mismos que creen que los dioses eternos lo han escrito todo de antemano.
Era como si Júpiter y Yahvé no hubieran existido nunca. Cada cual contaba
únicamente con sus fuerzas y sus recursos. Intentamos aflojar el cerco de los
enemigos de nuestro Dios. En nombre de la Ciudad eterna y de su divino emperador
ellos bloquearon todas las salidas. Trataron de dominarnos por el hambre y la sed.
Trataron de destruirnos como habían destruido nuestro Templo. Pero teníamos agua,
aceite, cecina, grano para meses y años. En el interior de la fortaleza protegida por
trece torres, teníamos aljibes y campos bien regados donde crecían frutas y hortalizas.
Teníamos sobre todo en el corazón el nombre impronunciable y sagrado de Adonay,
nuestro Señor y nuestro Maestro, aquel que es y será y del que nadie puede decir
nada.
»Hay hombres con los que nunca nos cruzamos y que desempeñan un papel
inmenso en nuestra vida. Yo no vi nunca a Flavio Silva. O acaso de muy lejos y entre
muchos otros. Mandaba a los romanos y, por esos circuitos misteriosos que se burlan
de los muros y los fosos, su nombre se había hecho más familiar a todos los judíos de
Masada que el de su padre o su mujer. Llenó nuestras noches y nuestros sueños, lo
temimos y odiamos. El veía en nosotros a unos rebeldes que constituían como una
mancha para el poder de Roma. Era rico, nosotros éramos pobres. Era fuerte, nosotros
éramos débiles. Lo ignoraba todo de mí y lo habría sorprendido mucho saber que no
hacía mucho tiempo había vivido muy cercano al emperador. Esperaba nuestra
muerte, nuestra rendición o una salida desesperada. El enfrentamiento, en Masada,
entre romanos y judíos duró más de tres años.
»Una mañana, al pie de la peña, se produjo una concentración de soldados y
mucha agitación. Desde lo alto de la fortaleza, distinguíamos bastante mal lo que

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estaba sucediendo. Por entre los desprendimientos de piedras, a través de lentiscos y
madroños, por los cauces de torrentes secos, enviamos dos espías. El primero resultó
muerto. El segundo contó que los romanos construían una máquina. Era una especie
de plataforma bastante ancha que, con sus vigas y rollizos, nos intrigó algunos días.
Comprendimos bastante pronto que se trataba de una torre de madera que se elevaba,
día tras día, y sobre todo noche tras noche, frente a nuestro peñón. Dos veces
logramos destruirla incendiándola: la primera vez enviando un comando de unos
cuantos hombres que fueron exterminados tras haber cumplido su misión; la segunda
vez lanzando flechas cuya estopa encendida había sido empapada en aceite. Los
romanos, sin desanimarse, reanudaban las obras y apostaban en la torre a soldados
encargados de abatir a nuestros arqueros. Con las flechas y las hondas matamos a
bastantes de aquellos soldados romanos. Acudían otros, y nos impedían pegar fuego a
la torre. La máquina de guerra, en la que la piedra sustituía a la madera, iba creciendo
poco a poco: era la imagen de nuestra muerte.
»Un día, al cabo de unos meses, la torre fue tan alta como la roca de Masada. Una
segunda fortaleza se alzaba frente a la primera. Los romanos subieron dos catapultas
a lo alto de la máquina y empezaron a bombardearnos. Hubo muchos muertos entre
nosotros. Tuvimos que refugiarnos en las grandes salas abovedadas excavadas en la
roca por Herodes. Los romanos, entretanto, empezaron a tender pasarelas entre su
torre y nosotros. A costa de grandes pérdidas, varias de aquellas pasarelas fueron aún
precipitadas al fondo del barranco, con gran cantidad de romanos que lanzaban
alaridos de terror al desprenderse y caer, con los brazos abiertos, como peleles o
espantapájaros. Pronto resultó evidente que luchábamos para aplazar el final y que la
fortaleza de Masada, incendiada a su vez por las flechas del enemigo y sus fajinas
encendidas, sería sumergida bajo la marea de los romanos.
»Los jefes se reunieron. La batalla llegaba a su fin y estaba perdida. ¿Cómo
transformar una derrota en victoria? Todo dependía de un juego de palabras sobre el
sentido de la historia: a falta de poder invertir su dirección que se nos escapaba, cabía
siempre la posibilidad de modificar por completo su significado; bastaba con un poco
de valor. El lugar de Masada en el recuerdo de los hombres dependía de nuestra
muerte. Si nos venía de los romanos, la derrota estaba consumada. Si nos venía de
nosotros mismos, el fracaso, indudablemente, no se mudaba en triunfo, pero la
vergüenza se transformaba en ejemplo. La decisión se tomó muy pronto. Y no resultó
penosa, íbamos a morir de todos modos. Un poco antes, un poco después, íbamos a
conocer los sufrimientos, la humillación, la esclavitud. En el mejor de los casos,
partiríamos para Roma a añadir un poco de brillo al triunfo de un vencedor antes de ir
a engrosar la masa de los galeotes, los esclavos y los gladiadores. Más valía acabar
pronto y por nuestra propia mano, en las narices de los romanos, con la esperanza de
una gloria eterna. Cuando ya no tenemos nada que esperar de esta vida nos ponemos
por fin a pensar en lo esencial y en la eternidad.

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»Tomada la decisión, no había más que llevarla a efecto. Morir es un arte fácil y
todo él de ejecución. Había entre nosotros mujeres y niños. Había que hacerlos
perecer primero y reservar para el final a las almas de más temple y los
temperamentos más rudos. Se trazó rápidamente un plan de exterminio en forma de
pirámide. Se mataría a las mujeres y los niños, los lisiados, los enfermos. Luego una
mitad de los combatientes mataría a la otra mitad. Diez de la mitad reservada
matarían a los supervivientes. Dos de los diez matarían a los otros ocho. Quedaría un
último para matar al penúltimo. Logré sin dificultad ser el más sangriento de los
ángeles exterminadores y reinar solo sobre tantos muertos.
»La orden de marcha hacia la muerte fue seguida primero al pie de la letra. La
sangre de las mujeres y los niños, los locos, los epilépticos chorreó sobre Masada.
Degollé a una madre y sus tres hijos que creyeron hasta el final que se trataba de un
juego. Apuñalé yo mismo con ternura a una mujer que, durante el asedio, se me había
entregado. Hundí el cuchillo bajo su pecho izquierdo, recto al corazón, y la estreché
contra mí besándole los labios. Su sangre saltó sobre mí y ella pasó en mis brazos de
la vida a la muerte. Un idiota de nacimiento que babeaba hablando me suplicó que no
lo matase. Vacilé un instante. Lo perdió una chica de ojos muy azules y largos
cabellos negros que estaba detrás de él. ¿Cómo matar a una y no al otro? Maté a
ambos.
»Las cosas fueron más rápidas con los hombres sanos. Muchos se suicidaron o se
arrojaron por sí mismos contra la espada que les tendía un amigo. Algunos saltaron al
vacío bajo los ojos de los romanos o se lanzaron a las llamas que devoraban los
almacenes. Más de la mitad de los soldados yacían ya en el suelo. Pronto no quedó
más que una docena de supervivientes. Por un motivo u otro no eran exactamente los
que habían sido designados. Aquel defecto de organización tenía ya poca
importancia. Yo maté a tres o cuatro. Quedamos tres. Los otros dos eran dos
hermanos que no se habían separado desde el comienzo del asedio. Se degollaron
mutuamente.
»Hacía buen tiempo. El sol brillaba sobre el mar Muerto y el desierto de Judea,
sobre Jerusalén, allá, al norte, y sobre el Templo de Salomón, arrasado por los
romanos, sobre Hebrón, al oeste, donde vivía eternamente el recuerdo de Abraham,
padre de las tres religiones cuyos odios y guerras iban a ocupar tantos siglos, sobre
las ruinas, al sur, de Sodoma y Gomorra. Se oía el ruido de las armas de los romanos
que penetraban en la fortaleza abandonada, las órdenes de los centuriones y los gritos
de los soldados que descubrían los cuerpos de los judíos amontonados en el suelo y
sus arroyos de sangre. Bajo los rumores de la guerra, que debía recoger un historiador
judío de treinta y tres años que se había pasado a los romanos, que había añadido a su
nombre el del general de quien nos venía la muerte y que se llamaba Flavio Josefo,
había aún, a lo lejos, los ruidos tímidos de la paz: un poco de agua que manaba de
una cisterna reventada, un pájaro al que tantas muertes no habían podido ahuyentar, y
que, por fin, alzaba el vuelo.

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»Será la sangre de los judíos de Masada la que, cuatro siglos más tarde, me unirá
a Alarico, a Odoacro, a Teodorico el Grande, impacientes por derruir el Imperio.

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—Ya veo de qué va la cosa —dijo Marie—: siempre pasa lo mismo. Sangre,
asedios, el fin de todo, la esperanza inseparable del corazón, el miedo vago a no se
sabe qué, la espera de un dios desconocido que puede tomar todas las formas, a quien
se desafía y se venera y que es tal vez la nada, y, corriendo a través del mundo como
un hilo invisible que lo mantuviera todo unido, el amor. Mañana o pasado mañana
nos contará una pasión, al otro día una batalla, y todo terminará en Florencia o en
Bamiyán, delante de las puertas de bronce cinceladas por Ghiberti para el pequeño
edificio frente a la catedral…
—El baptisterio —dijo Simón.
—Gracias —dijo Marie—, o delante de una estatua colosal de Buda en una gruta
remota al pie del Hindú Kus por donde, desde hace muchos siglos, desfilan los
peregrinos.
—¡Vaya! ¡Muy bien! —dijo Simón—. Empezamos a conocernos. Es verdad. Fui
hasta Bamiyán. Era una especie de peregrino. Venía de China donde, porque hablaba
varias lenguas, pasaba por un docto y un sabio.
—¿Ya? —dijo Marie.
—Ya —dijo Simón—. Me llamaba Hiuan-tsang en aquella época (o Xuan zang
como se dice hoy día) y, bajo la dinastía de los T’ang, partí por el oeste hacia la ruta
de la seda. Más allá de las Puertas de hierro y de las diez mil montañas, iba a buscar
los textos santos, manuscritos en sánscrito, el Tratado de las diecisiete tierras, las
obras del Grande y el Pequeño Vehículo, todo lo relativo a las Seis Virtudes y los
Tres Conocimientos por entre los grandes ríos y los desiertos pedregosos del país del
Elefante.
—¿El país del Elefante?… —dijo Marie.
—Jambudvipa —dijo Simón—. O Tian zhu, o Shen du, o Xian du, o también Yin
du; es decir la India. Las comarcas del oeste, para los chinos, el Occidente más allá de
la Barrera de púrpura, o sea de la Gran Muralla. La patria de Gautama, o Siddartha, o
Sakyamuni, que los chinos llamaban Fo o Ru lai y que nosotros conocemos con el
nombre de Buda. Hacía ya más de mil años, cómo pasa el tiempo, que el hijo del rey
Suddhodana y la reina Maya —Deví había tenido los cuatro encuentros que, como el
proceso de Sócrates o las enseñanzas del Maestro K’ong, a quien llamamos Confucio,
como el Sermón de la montaña, o la huida a Medina, iban a cambiar las almas y el
mundo: un anciano, un enfermo, un muerto y un religioso. Habrán de pasar al menos
cinco siglos para que la doctrina de Buda, que tiende a reducir los deseos en vez de
acrecentar las necesidades, salve los mares y las montañas y llegue hasta Chang an, la
residencia del emperador, la capital de China, nuestra Xian de hoy día, célebre en el
mundo entero por su ejército de jinetes y soldados de terracota, hallados bajo tierra
donde tenían por misión defender al emperador difunto. Pasamos aún quinientos o
seiscientos años para darle tiempo al budismo a que construya conventos y ordene
monjes y dejo China a escondidas, sin pedir nada al emperador, por Dun huang y
Turfan, por Sogdiana y Bactra, para llegar a otra tierra santa más allá de las

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montañas, para enriquecer el canon del budismo chino y poner en el bambú el relato
de mis peligros y mis iluminaciones.
—Me lo imagino chino —dijo Marie riendo—. Sé que hay chinos católicos,
chinos protestantes y chinos marxistas, es la primera vez que oigo hablar de un chino
que fuera judío. O de un judío que fuera chino. Tendría una facha…
—Hay retratos míos casi por todas partes —dijo Simón con dignidad—. Los
encontrarán en Dun Huang. Los encontrarán en Xian, en la gran pagoda de la Oca
salvaje. No es extraño: la fundé yo a mi regreso, en 652. Aparezco con los rasgos de
un librero ambulante, de un asno sabio cargado de reliquias, de un Diógenes de Asia
que anduviera por los caminos en vez de quedarse tontamente metido en su tonel, de
un judío errante de ojos oblicuos. Se me ve hundido bajo los sutras, que son libros
sagrados, bajo los rollos, bajo los bambúes, y bajo la mar de cositas que les darían
risa ahora: un tarro con su tapadera, un espantamoscas, mi bastón de peregrino. A
menudo me acompaña un tigre. A veces el rey de los monos me protege de los
peligros. Llevo la cabeza rapada, largos bigotes, el hábito de los monjes budistas. Les
aseguro que era budista. Les aseguro que era chino. No hay dificultad para que un
judío sea budista y chino: todos los hombres se parecen.
No les sorprenderá mucho saber que había tenido que cambiar de nombre: había
perdido el mío. Aproximadamente en la misma época que Confucio y Sócrates, había
nacido Buda en Kapilavastu, al norte de Benarés, un poco al sur de Nepal, en la tribu
de los sakya, de donde le viene el nombre de Sakyamuni, el Sabio entre los Sakya.
Ahora bien, está escrito en el Ekottarikagama: «Cuando las gentes de las cuatro
castas se hayan convertido en monjes, perderán su antiguo nombre y serán conocidas
con el de la familia de los Sakya». China no vivía como India bajo el reinado de las
cuatro castas: los brahmanes, sabios y sacerdotes; los chatrias, o guerreros; los
vaisyas, o mercaderes; los sudras, o labradores. El budismo chino no dejó de adoptar
por ello el precepto del Ekottarikagama. A mí me llamaban sri o sramana, es decir el
monje, o también bhiksu, el mendigo, porque andaba toda la vida y no llevaba
conmigo más que lo estrictamente necesario para no morir de hambre. Porque tenía el
don de lenguas, porque no había dejado de escapar de la muerte y de muchos peligros
y me gustaba contar lo que había visto y oído a los sabios y a los juiciosos…
—A los juiciosos como nosotros —dijo Marie.
—… a los juiciosos como ustedes —dijo Simón—, pues todos ustedes son
juiciosos y santos en potencia, me llamaban sobre todo, lo digo con toda modestia, el
Maestro de la ley. Más adelante, grandes sabios, como Grousset, o Gernet, o Lévi, o
Renou, o Demiéville, o Filliozat, o Etiemble, me han colmado de elogios que no
merecía. «Es el más grande de todos —tiene la bondad de escribir de mí Jean
Filliozat—. Fue el más fecundo de los traductores de textos sánscritos y el más sabio
de todos los budistas de China». ¿Y saben ustedes el título que me da?
—No caigo en ello —dijo Marie.
—Me llama el san Jerónimo del budismo chino.

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Después de todo eso, no hubo más remedio que volver una vez más a San Giorgio
degli Schiavoni a ver el semblante de san Agustín en el momento en que conoce, por
una inspiración divina, bajo la mirada de su caniche y el pincel de Carpaccio, la
muerte de san Jerónimo. Simón, discreto, encantador, menos diabólico que nunca y
penetrado de toda la dulzura de la sabiduría búdica, se sonrojaba de placer entre la
sombra de sus dos cofrades.

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Ya no sé qué pensar de este demonio de hombre que me asusta y me tranquiliza,
que difunde a su alrededor una mezcla de angustia y paz. Le gusta a Marie, está
clarísimo. Cuando volvemos los dos, por la noche, a la pensione Bucintoro, sigue
hablándome de él con una ironía que oculta mal el entusiasmo, y quizá algo que
empieza a parecerse, al menos de lejos, a la ternura. Lo de él está visto. La historia
habla por su boca, no cabe duda. Me parece, de vez en cuando, que inventa un poco.
Marie lo escucha enajenada. Le sabe a poco. Ha pasado el tiempo en que quería estar
sola conmigo y en que evitaba al latoso. Ahora vive con él y con Buda, con Fontanes,
con Popea, con san Agustín a quien trata en plan de igualdad. Yo intento hablarle de
nosotros, de lo que haremos después de Venecia, de una carta que debería escribir a
Charles para explicarle un poco lo que pasa entre nosotros. Me contesta con La
ciudad de Dios y el kalpa de los sabios. Me temo que frente a Simón, o más bien
Hiuan-tsang, o Demetrios, o Luis de Torres, soy un poco como era Charles frente a
mí. No doy abasto. Tengo que luchar en demasiados frentes. La otra noche aún,
Marie me sacudió mientras dormía.
—¿Qué pasa? —le dije, derramando un vaso de agua antes de encender la
lámpara.
—Pienso en Alexis —dijo Marie bajito.
—¿Alexis?
—Alexis. En Ravena. Los mosaicos. La cebolla.
—¿La cebolla?
—Comía cebolla, acuérdate, delante de San Vital o San Apolinario, con Droctulft
y Simón.
—Bueno —le dije apuñeando la almohada—, sobre todo que eso no te impida
juntarte con él.

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—Tiene razón —dijo Simón—: siempre pasa lo mismo. La historia de los
hombres se parece. Cambia, pero despacio. Un poco más aprisa desde hace cien años.
Con el barco de vapor, el teléfono, el automóvil, el cine. Con la penicilina, la píldora,
el ordenador. Durante milenios, apenas se movió. Es fácil imaginar (era un tema de
redacción en tiempos de Jules Ferry y el triunfo de la escuela pública) un encuentro y
un diálogo entre Alejandro Magno o César y el emperador Napoleón. Apenas
asombrados por el sonido del cañón, al griego y al romano los habría encantado la
travesía de los Alpes por el puerto del Gran San Bernardo o la maniobra de
Austerlitz. Por más que los separen el cristianismo y la Revolución, están unidos por
el caballo, el ejército, la conquista, la idea que se forman del imperio y el jefe. Quizá
sobre todo por el caballo. Las Bienaventuranzas y los derechos del hombre pesan
poco en comparación con el caballo. De Homero o Virgilio, de Tucídides o Eurípides
a Chateaubriand, Tolstói, Hemingway, Yachar Kemal, García Márquez, Jorge Amado,
los sentimientos de los hombres, sus pasiones, sus amores, sus pesares y sus gozos,
sus temores, sus esperanzas, casi no han variado. Los dioses han sido borrados. Ya no
guían a los hombres que se han convertido en hombres dueños de su destino y
protagonistas de novela en vez de seguir siendo títeres movidos por el Olimpo y
héroes de epopeya. No importa. Con dioses o sin dioses, con coros o sin coros, con
esclavos o sin esclavos, cuando leemos la Odisea o Antígona o La guerra del
Peloponeso, entendemos todo lo que pasa, no cambiamos de mundo. Hay que ir muy
lejos para que cueste un poco captar los mecanismos que mueven a los hombres:
hacia los aztecas o los mayas, hacia los animistas de África o de Nueva Guinea, que
desaparecen poco a poco, hacia la guerra del fuego, en cierta medida hacia el Japón
feudal o la India de los Vedas. Con o sin genio, dentro de una esfera que va de la
Biblia y la Iliada a En busca del tiempo perdido y que, actualmente, abarca el mundo
entero, siempre pasa lo mismo: la amistad, la ambición, la crueldad, la belleza, la
ausente presencia de Dios, el recuerdo y la espera, el amor en todas sus formas. Es
por eso, me figuro, por lo que las novelas de hoy día, que repiten las de ayer, pierden
interés. Hace ya mucho tiempo escribía La Bruyère que llegamos demasiado tarde a
un mundo demasiado viejo.
»Habría que hacer algo distinto. Nada es más difícil que hacer algo distinto. El
surrealismo intentó hacer algo distinto. El nouveau roman intentó hacer algo distinto.
La ciencia ficción intentó hacer algo distinto. Con éxito diverso. Yo he soñado en
novelas…
—Ya sé —dijo Marie—: de la totalidad. Usted querría ponerlo todo en lo que
cuenta.
—De otro tipo de totalidad. Es cierto que trato de referir todo lo que he visto y
oído, pero a ser posible más allá de las recetas y los mecanismos, tan sutiles, tan
gastados, que, partiendo de documentos y sucesos reales, bajo una forma u otra,
mediante las combinaciones más alocadas, con gran cantidad de golpes de efecto y

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cambios bruscos, no paran de girar en torno a nuestro deseo de dinero, poder, dicha,
aventuras, aceptación social y la mujer o el hermano del vecino. Haría falta…
—¿Qué? —dijo Marie.
—No sé. Algo distinto. He soñado en novelas que mostrarían el mundo. No sólo
nuestras pasiones, el estado civil, la sociedad, la historia. Algo más. Algo más allá. El
mundo. Todo el universo. Los animales y las plantas. Los árboles del bosque que
nacen de casi nada, crecen, se hacen inmensos y acaban cayendo abatidos por la
enfermedad, los parásitos, la tormenta, el hacha. Toda la vida profunda de la que no
somos más que una fracción, la flor más acabada que comprende todas las demás. El
mundo que nos rodea. La vida en camino aún que no ha llegado a la conciencia
moral, a la Bolsa, a la televisión, a los concursos de pronósticos, a los viajes
organizados, al premio Nobel de la paz. Los lobos, las otarias, las hormigas, las
abejas. De Kipling a Colette, pasando por Jack London, ha habido novelas sobre los
gatos y los perros, las panteras, los elefantes. Ha habido la novela de Renart. Ha
habido las fábulas de La Fontaine. Pero todo queda un poco falseado por la presencia
del hombre. No me habría disgustado escribir una Ilíada de las hormigas de combate,
una especie de Ramayana o de Mahabharata en la que los monos y los demonios, que
no dejan de ser hombres, hubieran cedido su sitio a enjambres de abejas.
—Todavía está a tiempo —dijo Marie.
—Sí, claro, estoy a tiempo… ¿Y las piedras? ¿Y el agua? Una novela de la
tempestad que no sería vista por el marino al modo de Conrad, sino que surgiría de
las olas y el viento y el fondo del mar. Una novela del viento y las olas. Una novela
de los ríos y los arroyos. Una novela de los torrentes que bajan de los glaciares. El
tiempo pasa por el mundo como pasa por el hombre. Se describiría lo que cambia y
cómo todo avanza hacia algo desconocido. Por las hormigas y la abejas, por los
árboles y las plantas, por las piedras, por el agua, el tiempo pasa con más lentitud que
por las sociedades. Fuera de la mirada de los hombres, las cosas apenas si cambian.
Pero cambian. Uno de los triunfos del hombre es haber acelerado en proporciones
fantásticas sus cambios y su historia.
—¿Es un triunfo? —dijo Marie.
—No sé —dijo Simón—. Una conquista, en cualquier caso. Quizá esos cambios y
ese ritmo nuevo proporcionen, dentro de mil años, dentro de quinientos años, dentro
de doscientos años, recursos desconocidos a los novelistas del futuro.
—Usted verá todo eso —dijo Marie.
—Me lo temo —dijo Simón—. Las piedras cambian menos rápidas. Y todo lo
que nos rodea, en más pequeño por debajo de nosotros, en más grande por encima de
nosotros. Habría que descender a los átomos, los protones, los neutrones, los
electrones, las espiras, los quarks, toda esa astronomía prodigiosa que se agita y
ronronea, en el rigor de las leyes inmutables y la incertidumbre, dentro de los seres y
las cosas. Habría que ascender hasta los planetas, las estrellas, los quasars, las
galaxias, todas esas cantidades de materia que huyen en todas las direcciones, a

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velocidades vertiginosas, a partir del instante, si es que ha existido, del bing bang
creador en que el universo aún futuro, con sus amanitas phalloides, sus fulgóridos,
sus Tintorettos, sus árboles de levas, no era más que una bola minúscula,
infinitamente pequeña, de una densidad, un calor, una riqueza infinitas. Sería la
novela de la física y los espacios sin fin después de las novelas de la historia, la
geografía y la biología. Habría que ir más lejos, imponer la unidad a la diversidad,
abandonar el punto de vista del hombre, ponerse en el lugar de Dios y escribir, a toda
costa, la novela del mundo y sus leyes. Se encontrarían las catedrales de lo
infinitamente pequeño, elementos tan imperceptibles que es imposible hablar de
ellos, ausencias que sólo se revelan por sus consecuencias, agujeros negros que nadie
puede ver porque en ellos la gravedad es tan grande que ni la misma luz puede huir
de ellos, fuerzas y partículas de comportamientos imprevisibles, distancias
prodigiosas en uno u otro sentido, en lo minúsculo y en lo inmenso. Se encontraría el
tiempo.
»El tiempo no es nada. Lo es todo. Todo está hecho sólo de tiempo. Estamos
sumidos en el tiempo y el tiempo está en nosotros. Pueden imaginarse un mundo en
el que faltaría casi todo: el mar, los árboles, los colores, las formas.
Y hasta el pensamiento y los hombres. No se puede imaginar un mundo
desprovisto de tiempo. Flanqueado por el espacio, que es una especie de tiempo
rebajado, amaestrado y sumiso, el tiempo, por supuesto, es mi ámbito. He sido
condenado al espacio y al tiempo. Domino a uno, el otro me mata y me impide morir.
Soy dueño del espacio, lo recorro en todos los sentidos. Soy esclavo del tiempo.
Espero que pase y que acabe. Y sólo me ocupo de él. El tiempo. Desde que nos
conocemos, no les hablo de otra cosa.

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El Maestro de la ley tardó dos años en llegar a la cuenca del Indo. En un caballo
rojizo y flaco, de silla acharolada, guarnecida de hierro por delante, cruzó el río de
arena que llamamos desierto de Gobi, el reino de los uigures, lleno de arenas
movedizas, de demonios y vientos ardientes, la región del Syr Daryá y del Amú
Daryá, el célebre Oxus de los antiguos, que recorren uno y otro cerca de tres mil
kilómetros antes de desembocar en el mar de Aral, los desfiladeros del Hindú Kus.
Escapó del hambre, la sequía, las tempestades de arena, los bandidos, los aludes de
nieve. Más de una vez divisó, hasta perderse de vista, en los desiertos de arena y
piedra, a miles de soldados, vestidos de fieltro y pieles, armados de lanzas y
estandartes, montados en camellos y caballos resplandecientes. A cada momento, los
escuadrones cobraban formas nuevas y adoptaban ante sus ojos nuevas figuras.
Cuando quería aproximarse para examinar más de cerca aquellos carruseles de
torbellinos y metamorfosis, los soldados se desvanecían. Entonces comprendía que
eran vanas imágenes creadas por los demonios.
Más de una vez, en el desierto de Gobi cuando dejó caer su odre todo cuyo
contenido se derramó en la arena, en un camino excavado en la roca entre montañas
abruptas por el que, presa de vértigo, no podía avanzar, la desesperación se adueñó de
él. En seguida, se paraba y leía con fervor, en chino o sánscrito, uno u otro de los
libros de la sabiduría búdica. Más de una vez, en el calor aplastante del desierto o
bajo la nieve que llevaba días y días sin dejar de caer en las altas montañas que había
de franquear, se desplomó agotado. Se deslizaba poco a poco por un sueño delicioso
que lo hacía pasar del torpor a la inconsciencia. Entonces le aparecía en sueño un
espíritu terrorífico, de una altura de dos o tres chang, armado con una lanza y un
estandarte y que gritaba con voz fuerte: «¿Por qué dormir como haces en vez de
andar como debes?». Despertado con un sobresalto, el Maestro de la ley reemprendía
la ruta.
Vio príncipes y sabios, durmió en conventos y al raso, pasó hambre, sed, calor,
frío, vio perecer en torno a él a sus compañeros de viaje y a los caballos y camellos
que traían sus provisiones, sus vestiduras, sus zapatos forrados de piel, sus botas y
sus marmitas. Encontró a Tong el Yabgu a quien los chinos llamaban Tong she hu y
que era el kan de los turcos. El kan vivía en una gran tienda de campaña adornada
con flores de oro de un resplandor deslumbrante. Llevaba un manto de raso verde. Su
frente estaba ceñida por una tira de seda de diez pies de largo. Dejaba ver toda su
cabellera, daba varias veces la vuelta a la cabeza y caía por detrás. Rodeaban al kan
unos doscientos oficiales vestidos con trajes de seda brochada y mantos de brocado y
cuyos cabellos estaban trenzados. El resto de las tropas se componía de jinetes
montados en camellos o caballos. Vestían pieles y tejidos de lana y llevaban largas
lanzas, pendones y arcos rectos. Su multitud se extendía hasta tan lejos que la vista no
alcanzaba a descubrir su fin.
El kan en su tienda de fieltro y todos los turcos a su alrededor eran bárbaros que
adoraban el fuego. A treinta pasos de la tienda, el Maestro de le ley se interrogaba en

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silencio sobre su suerte. Había jurado ir hasta el reino de los brahmanes y no regresar
nunca más a Oriente, o sea a China, si no llegaba a Occidente, o sea a India, la patria
de Buda. Había hecho juramento de dejarse cortar en pedazos y reducir a polvo antes
que volverse atrás sin haber logrado su objetivo.
Por vías misteriosas, por monjes mendicantes, por correos militares, la fama del
Maestro de la ley había llegado hasta el kan. Mientras el Maestro de la ley, tras
inclinarse varias veces, avanzaba hacia la tienda, el kan le dirigió la palabra. Dejando
estupefacto al jefe turco, Hiuan-tsang le contestó en la lengua de los bárbaros.
Entonces, el kan se levantó y, avanzando a su vez hacia el monje, lo cogió de la
mano, lo hizo sentar y, habiendo mandado traer vino de uva, invitó a beber al
peregrino y a los oficiales que estaban a su alrededor. Sonaron instrumentos de
música y fue una música ruidosa y bárbara que, a lo largo de toda su vida china y sus
existencias anteriores, Hiuan-tsang no había oído nunca. Un sinfín de criados trajeron
pedazos de cordero y ternera cocidos que acumularon ante el jefe de los turcos, y
luego alimentos puros para el Maestro de la ley: pasteles de arroz, crema de leche,
azúcar cristalizado, panales de miel y uva. Los comensales, cada vez más animados,
se dirigían una y otra vez invitaciones a beber vino de uva, a entrechocar mutuamente
sus copas, a llenarlas y vaciarlas sucesivamente. Cuando todos hubieron acabado de
comer y beber, el príncipe pidió a Hiuan-tsang que le hablase de la ley. El Maestro
tomó la palabra y explicó los Cinco Colmillos, los Tres Preciosos, el amor y la
compasión para con los seres vivos, los Seis Paramitá que son los seis medios de
llegar a la otra orilla y alcanzar para siempre la liberación final. El kan escuchaba
maravillado.
Cuando el Maestro de la ley, tras haber dilucidado muchos misterios, contado la
vida de Buda e introducido a sus oyentes en los arcanos del kalpa de los sabios, que
es la época en que vivimos y en el transcurso de la cual han de sucederse mil Budas,
de los que Sakyamuni no es sino el cuarto y de los que el quinto, aún por llegar, el
Buda futuro, se llamará Maitreya, hubo acabado de hablar, el kan se levantó y se
acercó a él. Lo exhortó con viveza a que renunciase a su viaje al Occidente lejano,
más allá de las altas montañas siempre cubiertas de nieve donde los viajeros mueren
de frío.
—Maestro —le dijo—, no hay que ir al reino de la India. Aquel país es
excesivamente caluroso y, en él, hace tanto calor durante la décima luna de invierno
como aquí durante la quinta luna de verano. Os desecaréis. Vuestro rostro se
derretirá. Os exponéis a morir en medio de grandes sufrimientos. Los habitantes son
negros. Casi todos van desnudos, sin respeto al decoro y no merecen que vayáis a
visitarlos.
—Aquí donde me veis —contestó Hiuan-tsang—, ardo en deseos de ir al país
donde nació Buda, interrogar sus vestigios y los monumentos que subsisten de su
tiempo, seguir con amor la huella de sus pasos y llevar hasta Chang an los escritos de
los sabios que perpetúan su ley.

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Entonces, el kan regaló a Hiuan-tsang un traje completo de religioso de raso rojo
y cincuenta piezas de seda. Le dio una escolta y lo acompañó personalmente, con
algunos oficiales, hasta una distancia de diez li. Le enseñó el camino hacia el país de
las Mil Fuentes, hacia el reino de Samarcanda, hacia las Puertas de hierro, hacia
Bactra y hacia Bamiyán donde se elevan en unas grutas, al flanco de la montaña, las
dos estatuas gigantescas de Buda.

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—La filosofía, ¿saben ustedes?… Alguien decía (¿Camus quizá?) que el único
problema filosófico serio es el suicidio. De modo que yo, ¿comprenden?… Pero yo
veo dos o tres más. El mal, evidentemente. ¿Por qué mueren los niños cuando yo, que
tanto lo querría, no tengo derecho a marcharme? ¿Por qué llorar? ¿Por qué sufrir? Y,
más aún, la pregunta más simple de todas: ¿qué hacemos aquí? ¿Por qué estoy aquí
hablando? ¿Por qué están aquí escuchándome? O, de modo más general, ¿por qué hay
algo en vez de nada? Nada más satisfactorio para la mente que la nada. En vez de la
complicación y el desorden de los sentimientos y las cosas, la nada tiene la grandeza
y la simplicidad del todo. Es la majestad misma, la armonía, la perfección. Una
esfera, un círculo, una línea, un punto son la imagen de la perfección porque son, en
el ser, lo más próximo a la nada. El desorden amenaza todas las cosas, todos los
pensamientos, todos los movimientos del alma o de los cuerpos. Sólo hay orden en la
nada. En cuanto hay algo, hay sufrimiento, decadencia, desorden. En cuanto
escribimos una sola palabra, en cuanto hacemos un solo gesto, hay ya un ataque a la
pureza del no ser. Lo único puro es la nada. Cuando, antes del big bang y todas esas
bobadas, no había más que la nada, la nada era el todo. Dios era el todo. No era nada.
¿Por qué, en vez de nada, tiene que haber algo?
—¡Pues sí! —dijo Marie—. ¿Por qué?
—Hay otro problema. Y el mejor de todos. Es el tiempo. San Agustín decía…
—¡Vamos a verlo! —dijo Marie.
—Un instante —dijo Simón—. Tenemos tiempo. San Agustín decía: «Si no me
preguntáis qué es el tiempo, sé qué es. Si me preguntáis qué es el tiempo, ya no sé
untes». El tiempo es lo único del mundo que todo el tumulo conoce y experimenta y
que no se puede ver, ni sentir, ni tocar, ni dirigir, ni modificar, ni definir. Es
inasequible como el pensamiento. No está en parte alguna y está en todas partes. No
es nada y lo es todo. Es imposible comprenderlo. Debería estar prohibido hablar de
él.
—Hablemos, no obstante —dijo Marie.
—Intentémoslo —dijo Simon—. El mundo ya es bastante incómodo. El tiempo es
infernal. Se puede, si no imaginar, al menos tratar de concebir el comienzo de la vida,
el comienzo de la materia, el comienzo del universo. El big bang, ya saben… Pero,
¿el comienzo del tiempo? O bien el tiempo es eterno, y entonces es Dios, o bien el
tiempo tiene un comienzo, como tiene un comienzo el mundo. Ya me dirán qué
comienzo. Cuesta imaginar para el tiempo un comienzo progresivo al modo del
mundo, la vida y el hombre. Es más bien un todo o nada.
—Eso me recuerda —dijo Marie— la historia de la chica que se cree un poco
embarazada.
—Puede ser —dijo Simon—. Los físicos lo resuelven diciéndonos que el tiempo
es una propiedad de la materia y que aparece con ella. La respuesta me parece floja.
Es una propiedad de la materia… Parece oír a los médicos de Molière hablando del

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opio y su virtud dormitiva. Más vale decir que no sabemos nada, pero nada de nada,
sobre el origen del tiempo.
»Kant, que era un hombre genial, tiene una ocurrencia aguda cuando transforma
el tiempo en una propiedad del espíritu humano que lo proyecta en el mundo. Lo
malo es que el tiempo existió mucho antes que el hombre. El hombre, o el antepasado
del hombre, o lo que hacía sus veces, tiene dos o tres o quizá cuatro millones de años.
El universo se desarrolla en el tiempo con mucho éxito desde hace quince mil
millones de años. No hablemos más de los orígenes, tengo miedo de decir tonterías y
es un poco aburrido.
—No, no —dijo Marie educadamente.
—Muchas gracias —dijo Simon—. La ventaja del tiempo es que pueden pensar
en él tomando el vaporetto, paseándose por Torcello, esperándome, si llego con
retraso, al pie de la Aduana del mar. El tiempo está hecho con dos bloques que se
miran de hito en hito: el pasado y el futuro. En medio, minúsculo, atrapado, irritable,
movedizo, una especie de jalea o de flan, un desvanecimiento perpetuo: el presente.
Está clarísimo que no hay presente. El presente es un límite, una asíntota, un
mito. Sólo existe en estado de proyecto o en estado de recuerdo. Es una pura
ausencia. Apenas dice uno: «el presente», cuando el presente, siempre fugitivo, es ya
pasado. El presente no es más que una espuma, no es más que el borde de la ola del
pasado sumergiendo el futuro. Un poeta que gustaba a Borges escribió en algún sitio:
El momento en que hablo ya está lejos de mí.
—¿Saben de quién es? Es de un gran poeta.
—Tiene usted algo de profe —respondió Marie—. ¿No se lo han dicho nunca?
—¡Madeleine! —exclamé.
El que Simón me irritara no era motivo para dejar que lo insultaran. Había
además otra cosa en mi indignación: bajo la familiaridad de Marie, descubría una
intimidad que no hacía más que crecer y que me exasperaba. Tomando partido por
Simón contra Marie, intentaba, quizá en vano, restablecer entre ellos una distancia
abolida. Me importaba un bledo el desvanecimiento de la espuma del presente.
Hubiera querido que Marie fuese a la vez más cortés y más reservada, hubiera
querido…
—Deje —dijo Simón—. Hay algo cierto en lo que me reprocha. De todas las
profesiones que he ejercido, la que más me ha gustado, ha sido la de profesor en
Corpus Christi College, en Oxford, a finales del siglo pasado. Algo me ha quedado de
ella. Disculpe. Es de Boileau. Es también del todo claro que, de los dos bloques
rivales que hacen surgir el presente en su inexistencia, uno no deja de crecer y el otro
de menguar: el pasado se pasa el tiempo devorando el futuro. Cada instante que
transcurre es arrancado al futuro y empujado al pasado. Un segundo, una hora, y
hasta un día, es poco comparado con una vida. Casi nada comparado con la larga
historia de los hombres. Nada y mil veces nada (es decir, de todos modos, algo)

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comparado con el universo. Cada segundo desvanecido es un paso hacia la muerte. Y
hasta a mí, que no muero, me acerca, en una cantidad infinitesimal, al fin de la
historia. Añade algo, una gota de agua al espacio, un grano de arena entre las
estrellas, a los quince mil millones de años que han pasado por el universo y retira
algo de los miles de millones de años que constituyen su futuro. El mundo, en cada
instante, es en primer lugar la victoria del pasado sobre el futuro. Llegará un día, o
una noche, llegará un momento en que la provisión de futuro se habrá agotado al fin,
en que el pasado estará lleno a rebosar, en que la fluidez del futuro y sus sueños de
libertad quedarán bloqueados por el recuerdo. Será el instante en que morirán
ustedes, será el final de la historia, será el apocalipsis anunciado por san Juan y las
trompetas del Juicio final. Será lo que los físicos llaman, creo, el big crunch y que es
lo contrario del big bang: una contracción del universo en vez de su expansión. Será
esto u otra cosa: la ciencia tampoco para de cambiar. En cualquier caso, el final de
todo. Queda por saber, pero ésa es otra historia, si habrá todavía alguien para
acordarse de aquel todo cambiado de repente en nada, que habrá sido el ser y que será
la nada.
»En esta batalla de todos los lugares y todos los instantes, en esta lucha terrible
entre el pasado y el futuro, en la que el futuro, tan brillante, tan fuerte, tan moderno a
nuestros ojos, es de antemano aplastado por un pasado anticuado y vagamente
ridículo, no hay lugar para el presente. Es triturado, laminado, reducido sin cesar a su
más simple expresión. No es más que un exiguo límite, imaginario y frágil, un tapón
sobre las aguas, una señal de auxilio que no para de ser desplazada a toda prisa. Sólo
reinan los dos monstruos que se dividen el tiempo y el mundo: el futuro, siempre
rozagante, adornado con todas las seducciones, poseedor de proyectos, depósito de
esperanzas, vencedor de antemano vencido; y el pasado destruido, desvanecido,
reducido al estado de recuerdo, y sin embargo triunfante.

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—Pero —dijo Marie—, ¿usted creía en todo lo que contaba? ¿En los Tres
Preciosos, en los Cinco Colmillos, en los seis ya no sé qué que lo llevaban a la otra
orilla, en los mil Budas que se suceden y en el Buda aún por llegar?
—Hice más —dijo Simón—. Me prosterné ante los dientes de Buda, cuyo
número, a través de la India, supera con mucho treinta y dos, y ante los huesos de su
cabeza en los que creía ver y contaba uno a uno los puntos de inserción de los
cabellos de Ru lai, temí dragones y demonios, busqué el monte Sumeru, que es la
montaña central y divina del universo búdico. ¿Creí en ello con fuerza? Es una
pregunta difícil. Yo diría más bien que no pensaba realmente en ello, que ponía aparte
la persona de Buda, su vida, su enseñanza. Más allá de las formas que tomaban, creí
en la justicia y la verdad:

—¿Es sánscrito? —dijo Marie.


—No —dijo Simón—, es griego: hay que ir a la verdad con toda el alma. Después
de tantas muertes y sangre, limité el saber para dar lugar a la fe. Creí en Buda, el
hombre perfecto, el santo que amansaba las fieras como creí, más tarde, en san
Francisco de Asís amansando su lobo.
Y ya que había que vivir y había que andar, mejor vivir y andar en la sabiduría
búdica. En teoría al menos, estaba libre de la superstición y los sacrificios y la
autoridad de los maestros: No porque soy vuestro maestro hay que creerme». El
budismo no se dirige ni al sacerdote, ni al noble, ni al burgués, ni al esclavo: se dirige
al hombre despojado de ese andrajo que Buda nos enseña que no cesa de variar de
una existencia a otra. Detrás de cada persona y su nombre y su existencia pasajera,
ligada a su época, a su país, a su clase social, se dirige al ser vivo que desea morir
pero no puede, a algo que sobrevive, que transmigra y pasa, a través de los siglos, por
destinos sucesivos. Un jataka, en el budismo, es una colección de relatos sobre las
vidas anteriores. Lo que yo les ofrezco aquí, desde que nos conocemos, no es otra
cosa que un jataka: el jataka de Venecia, el jataka de la Aduana del mar. ¿Cómo no
me habría apegado al budismo?
»Había tardado dos años en llegar a la cuenca del Indo, pasé doce años
recorriendo Jambudvipa, el país del Elefante, del noroeste al sureste. Regresé en un
año, o acaso un poco más, por el Pamir y Kashgar y de nuevo Dun huang de donde
dirigí una súplica a aquel mismo emperador T’ai-tsong, de la dinastía de los T’ang,
del que, más de quince años atrás, había transgredido las leyes marchándome en
secreto. Un viaje de quince años entre China e India, separadas por el Himalaya, es
poco en la historia, es mucho en una vida. Sufrí, lloré, admiré el mundo y sus
espejismos engañosos.
—Es un gran viajero —soltó Marie sin recapacitar más allá de la punta de su
nariz, que era un encanto.

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—¿Qué quiere que sea? —contestó Simón—. Soy el judío errante. Cuando fui
chino y budista, fui peregrino. Hasta habrá un chino, llamado Wu Tch’engen, que se
atreverá a sacar de mis aventuras de creyente y monje un cuento cínico y delicioso,
de aire un poco voltairiano: el famoso Mono peregrino. Cuando salga a la luz, yo
estaré (o estaba) ya lejos de China, vestido, como buen budista, con un andrajo muy
distinto.
»Bajaba por el Ganges con el andrajo de Hiuan-tsang, del peregrino apasionado,
del Maestro de la ley, cuando media docena de barcos, emboscados detrás de los
árboles asoka cuyo follaje de flores rojas es extremadamente tupido, surgieron de
pronto de ambas orillas. Varias decenas de pasajeros se habían embarcado conmigo.
En cuanto divisaron las naves que avanzaban hacia nosotros con la fuerza de los
remos, gritaron: “¡Los thugs! ¡Los thugs!”, y muchos de ellos, víctimas del pánico, se
arrojaron al río. Eran aquellos mismos thugs, en efecto, que aparecen en muchas
novelas, que mataban a sus víctimas estrangulándolas con un cordoncillo y a quienes
a los ingleses costó mucho someter, el siglo pasado. Los piratas rodearon nuestra
barca y la llevaron a la orilla. Allí, obligaron a todos los pasajeros a quitarse la ropa y
los registraron para encontrar todo lo que podían llevar de valor. Ahora bien, los
thugs adoraban, no sólo a lord Jagannath, que es un avatar de Visnú y un dios muy
cruel, sino a la diosa Kali, que, como buena esposa de Siva, está sedienta de sangre
humana, y cada año, en otoño (estábamos completamente al final del otoño, hacia
comienzos de invierno), buscaban una víctima, de tez lo más clara posible, que
sacrificar a aquella diosa para obtener de ella la felicidad. Nos examinaron uno tras
otro y, después de rechazar con brutalidad a todos aquéllos cuya piel oscura les era
demasiado familiar, se fijaron en mí cuyo rostro y aspecto correspondían a sus
deseos. Se miraron uno a otro con gritos de alegría.
»—Por no hallar un individuo digno de nuestra diosa —dijeron—, íbamos a dejar
pasar la época del sacrificio exigida por Kali. Pero he aquí un monje que tiene la piel
más clara que hemos visto nunca. Matémoslo para obtener la felicidad.
Varios de los viajeros que iban conmigo en la barca se habían ahogado saltando al
Ganges. Algunos, bastante escasos, habían logrado huir. Todos los que quedaban se
echaron a los pies de los bandidos para que renunciaran a matarme. Hubo incluso dos
o tres, que viajaban conmigo desde las orillas del Indo y quizá, si no recuerdo mal,
desde Bamiyán o Bactra, que se ofrecieron, con grandeza de alma, para morir en mi
lugar. Pero los piratas no quisieron saber nada. Mi piel clara les gustaba, y su jefe
mandó a unos hombres a buscar agua y tierra al bosque florido de asoka con objeto
de construir un altar amasado con el limo del río sagrado. En cuanto quedó edificado
un túmulo tosco, ordenó a dos de los suyos que me llevaran al altar y me sacrificaran
a Kali. Los dos bandidos sacaron su sable.

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—Ya se imaginarán ustedes —dijo Simón— que después de haberles explicado
que no existía el presente les voy a demostrar que no hay más que el presente. Lo
bueno con las palabras es que son los más dóciles de todos los sirvientes y que se les
puede hacer decir cuanto se quiere. No presumo de filósofo, pero todo el mundo sabe,
desde los sofistas, que la filosofía consiste primeramente en decir lo contrario, en un
segundo tiempo, de lo que se ha dicho en el primero. Es lo que se llama la dialéctica
y es más serio de lo que ustedes creen. Gide pretendía que se reconoce a un filósofo
en que, cuando responde a uno, éste ya no tiene ni idea de la pregunta que acaba de
hacerle. Yo diría más bien que la filosofía es una evidencia que viene a ser lo
contrario de la evidencia añadida a la evidencia.
»Hay el pasado. Hay el futuro. Son dos bloques formidables. Está clarísimo que
no se entra nunca ni en el pasado ni en el futuro. Sólo en las novelas exploramos el
pasado, nos paseamos por el futuro. El futuro sólo existe para nosotros en estado de
proyecto y el pasado sólo existe para nosotros en estado de recuerdo. Porque hay una
flecha del tiempo y éste no es irreversible, no nos acordamos del futuro, no nos
lanzamos al pasado para hacer proyectos en él. El pasado nos empuja hacia adelante,
el futuro os aguarda a la vuelta de la esquina. Conozco mi pasado y no puedo cambiar
nada (o casi nada) en él. En cierta medida, soy dueño de mi futuro, pero no lo
conozco. Hay el pasado desvanecido, familiar y perdido. Hay el futuro abierto,
misterioso, lleno de promesas y temores. En medio, el presente. Es en el presente en
lo que estoy establecido y, por más lejos que mire en el pasado y en el futuro, no
estaba, no estoy, no estaré nunca establecido en nada más que en algo evidente y
dominante que se llama presente.
»Ningún ser vivo deja nunca el presente. El presente no para de moverse, y me
muevo con él. En ningún momento me paseo por el futuro, en ningún momento me
detengo en mi pasado. Estoy, están ustedes, estamos todos en un presente eterno. El
pasado no cesa de crecer y el futuro de menguar. Sólo el presente es a un tiempo
inmutable y cambiante, sólo el presente es eterno. En ningún momento de la
existencia nos salimos del presente. Y más allá de mí y de ustedes, hay, delante del
pasado, detrás del futuro, un eterno presente del mundo. Nadie sabe dónde está el
pasado, nadie sabe dónde está el futuro. El pasado está abolido. El futuro no ha
madurado aún. Nunca hay más que el presente. Sólo el presente triunfa.
Nadie sale nunca de la prisión del presente. Aquí o allí, un día u otro, aparece una
grieta y se abre un túnel en el muro de la memoria o en el de la esperanza. El preso se
arroja a ellos, ebrio de libertad. Pero todos los caminos de ronda y todos los
subterráneos sólo dan al presente. La administración penitenciaria organiza, de vez en
cuando, excursiones vigiladas a las verdes praderas del pasado, a las playas barridas
por el viento del futuro. Pero todas las tierras, siempre, pertenecen al presente.
La cárcel es móvil. Cambia, sigue siendo la misma. Se desplaza sin parar, como la
casa del pastor en el poema de Vigny. Sigue la línea de cresta entre el pasado y el
futuro. Flota sobre la espuma de las olas. Sigue el hilo de la corriente. Las

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perspectivas se transforman, el paisaje se modifica. Los presos se extrañan de los
cambios en torno a ellos. Les crece la barba, les salen arrugas. Se vuelven
irreconocibles para sí mismos y para los demás. El mundo nunca es el mismo. La
cárcel sigue estando ahí.
No hay salida alguna. Tomamos los viejos trenes, las diligencias, los tilburys del
recuerdo. Reservamos plaza en los cohetes de los proyectos. Soñamos encantados.
Nos dejamos mecer por la música de antaño, por los rumores de mañana. Los valses y
las gaviotas, el zumbido de las máquinas. Cuando volvemos a abrir los ojos, estamos
todavía en el presente.
»¿Se acuerdan, el otro día, de los dos bloques rivales del pasado y el futuro
degollando al presente?
—Perfectamente —dijo Marie.
—¿Ven adónde quiero ir a parar?
—En absoluto —dijo Marie.
—El presente no existe, pero somos prisioneros de él.
Estamos encerrados en una ausencia de realidad. El tiempo mismo es ya a la vez
una dominación soberana y una ausencia de realidad. Dentro del tiempo, el presente
es, en segundo grado y con más razón, una ausencia de realidad y una soberana
dominación. No hay presente y, en ningún momento, podemos salirnos de él. Así
estamos: presos de una nada. Siempre cayendo en un desvanecimiento, imagen
misma de la paradoja y del hundimiento. El hombre sólo existe en algo de donde no
se puede evadir y que ya ha desaparecido y que llamamos presente.

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Rodeado por los dos bandidos que, sable en mano, esperan la orden de su jefe, el
Maestro de la ley no deja asomar en su rostro y en su conducta ningún rastro de
emoción. Los piratas, por un instante, se quedan sorprendidos y afectados.
Entonces, el Maestro de la ley vuelve sus pensamientos hacia el Cielo del
conocimiento suficiente donde residen los santos y los Bodhisattvas que aguardan el
momento de descender a la Tierra en calidad de Budas. Formula votos ardientes para
entrar en él a su vez a fin de tributar a los santos y Budas futuros su veneración y
respeto, comprender todos los recovecos de la ley de los Perfectos, alcanzar también
él el estado de Buda y descender y renacer en la Tierra para instruir y convertir a
quienes quieren matarlo. Para hacerles practicar actos de virtud superior y abandonar
su infame profesión. Para difundir a lo lejos todas las ventajas de la ley. Para procurar
la paz a todas las criaturas. Sentado en la actitud de la meditación, adora a los Budas
de las diez regiones del mundo.
De pronto, en el fondo de su alma arrobada, le parece que se eleva hasta el monte
Sumeru y tras haber pasado todos los círculos de los cielos distingue en el Cielo del
conocimiento suficiente, sentado en un trono de fuego y rodeado de santos, al
venerable Maitreya, próximo Buda por venir. Lo invade el gozo. Olvida a los piratas.
Olvida sobre todo quién es y cuál es su destino.
—Dejadme entrar en el nirvana con alma sosegada y gozosa —murmura.
En aquel mismo instante, se alza un viento furioso, parte los árboles asoka, hace
volar la arena en torbellinos, levanta las olas del Ganges y sepulta los barcos. Los
piratas, aterrorizados, interrogan a sus prisioneros que se abandonan ya a la aflicción
y las lágrimas.
—¿De dónde viene este hombre y quién es?
—Es un religioso afamado que viene de más allá de las montañas en busca de la
ley y libros sagrados. Si lo matáis, os atraeréis grandes desgracias. ¿No veis ya en los
vientos y las olas los signos terribles de la cólera de los espíritus celestes?
Los bandidos, despavoridos, se exhortan mutuamente al arrepentimiento y la
virtud, arrojan sus armas al Ganges, devuelven a cada pasajero sus ropas y bienes y se
inclinan hasta el suelo ante su prisionero. Uno de los piratas toca con la mano al
Maestro de la ley, que sigue arrobado en el Cielo del conocimiento suficiente. Hiuan-
tsang abre los ojos y murmura:
—¿Ha llegado mi hora?
—Maestro —contestan los piratas—, no podemos mataros.
Bajo las aclamaciones de sus compañeros de viaje, el Maestro de la ley recibe las
disculpas y los respetos de los bandidos. Les enseña a desconfiar de este cuerpo
despreciable que pasa en un instante como el rayo en la noche, como el rocío de la
mañana, y a huir de las desgracias que se abaten sobre los malos durante siglos y
siglos.
Se calman los vientos y las aguas. Los piratas, arrebatados por una dicha
desconocida, saludan al Maestro de la ley y se despiden de él. Hiuan-tsang se

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prosterna ante la fuerza de los decretos del inmutable Conocimiento. Y reemprende
su ruta.

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—Marché mucho. Acabaron gustándome aquellos abandonos al alba, aquel
arrancarme del sueño y la fidelidad, cuando todo el mundo dormía aún en la gran
casa de postigos cerrados, perdida en medio de los llanos o encaramada en la colina.
Por vocación, por fuerza soy un ser fugitivo, soy un ser de las lontananzas. Nace el
día. Me marcho.
»Bajé por los ríos, surqué los mares. A bordo de knarrs, de karvs, de snekkjas, de
skutas, de skeids y de langskips, que ustedes llaman drakkars, marché hacia el oeste,
hacia el sur, hacia el este: fui uno de esos guerreros, uno de esos marinos formidables
que con un resto de espanto que pervive a través de los siglos llaman ustedes
vikingos. Desde la invasión árabe y el reino de Carlomagno hasta la conquista de
Inglaterra y Sicilia por los normandos, aterrorizamos al mundo occidental. Desde
América hasta Irán, desde Rusia hasta Marruecos, hicimos la guerra sin firmar nunca
la paz. Quemamos, saqueamos, exigimos rescate, recogimos botín; no fundamos
imperio. Si hubo bajo el sol una aventura sin límites, y con todo sin futuro, fue la de
los vikingos.
—¿Ya no era budista?
—En absoluto —dijo Simón—. Maté a mucha gente. Me habría matado a mí
mismo: me había pasado más bien al bando de los piratas que atacaban a Hiuan-
tsang. Que haya habido en el mismo mundo un Björn Costillas de Hierro, un Iván el
Desosado, un Erik el Rojo y los sramana o los bhiksu que servían de modelos al
Maestro de la ley es un motivo de estupor. El planeta, en aquel tiempo, era aún
bastante extenso para permitir que se ignoraran. Había que correr mucho tiempo para
pasar de las Puertas de hierro y las diez mil montañas al país de Odín, de los drakkars
y las sagas, de Dun huang, de Bamiyán, de Kapilavastu a Hedeby, en Jutlandia, a
Birka en Suecia, a Kaupang o Skiringssal, en Noruega, capitales de los vikingos. No
habrá habido más que yo, creo, para establecer un lazo entre los reyes del mar y los
desiertos de piedra del país del Elefante.
—¿Se había convertido —dijo Marie— en un rubio alto de ojos azules?
—Venidos de menos lejos que yo, pero, de todas formas, de Bagdad o del califato
de Córdoba, unos viajeros árabes, al Tartuschi o Ibn Fadlan, se mezclaron con los
vikingos a orillas del Volga o en Escandinavia. Los ven «bellos y de noble estatura,
altos como palmeras, flexibles y atrevidos, los cabellos de un rubio casi rojo, vestidos
con un manto echado a un lado para ser más libres de sus movimientos, sin separarse
nunca de sus armas». Lo único que espanta a los enviados musulmanes son los cantos
de los vikingos: una especie de ladrido de perros o de gruñido de cerdos, un poco más
bestial. Yo cantaba también. Gruñía, ladraba. Admitamos, si les importa, que era el
menos alto, el más moreno, el menos salvaje también, de los vikingos. Pero como los
turcos, los chinos, los indios o los romanos, los vikingos no se enteraban de nada.
Incluso, por ser menos rubio que ellos, les presté algún servicio.
»En la época en que Rusia no existía aún, subimos por el Vístula y bajamos por el
Dniéster, el Dniéper, el Volga. Cinco siglos antes que Colón, navegamos hasta

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Islandia, hasta Groenlandia y, un poco más allá, hasta las costas fabulosas de Vinland.
Franqueamos también las columnas de Hércules de los antiguos, que los árabes
llamaron Djebel Tariq, o Gibraltar. Dos siglos antes que los hermanos Guiscard y la
conquista de Sicilia por los normandos, que eran también vikingos, habríamos podido
hacer de la gran isla en forma de triángulo una tierra de los hombres del norte si… Es
una curiosa historia.
»Acabábamos de doblar las costas meridionales de España y penetrar en mi mar
interior que volvía a hallar con gozo después de tantos años pasados en Asia o en las
brumas del norte. Éramos cuatrocientos o quinientos hombres repartidos en ocho
langskips. Habíamos salido en doce navíos, pero dos barcos habían sido destruidos
por una tempestad frente a Gibraltar y otros dos, que se habían alejado del grueso de
nuestra flota, habían sido capturados por los árabes. Mis compañeros se llamaban
Harald Hardradi, Olaf Tryggvasson, Harald Diente azul, Sven Barba partida, Aigrold,
Raghenold, Felechan… Cantaban canciones de marineros de las que no he olvidado
ninguna estrofa y que pueden leer aún en las Gesta Danorum de Saxo Grammaticus,
en la Saga de Snorri el Godi o en la Heimskringla de Snorri Sturlusson, que es un
autor digno de confianza ya que ha escrito en algún sitio: Habría muchas más cosas
que decir y que no hemos escrito. Causa de ello es nuestra ignorancia y también que
no queremos consignar por escrito historias sobre las que no disponemos de
testimonios». La canción favorita de Sven Barba partida y de Olaf Tryggvasson era
un canto de náufrago que sirvió más de una vez de oración fúnebre a nuestros
compañeros arrastrados por una ola o heridos de muerte por una flecha:
Sube a la quilla camarada,
bajo los golpes fríos del mar.
Trata de guardar tu hombría,
aquí hay que dejar la vida.
No es cosa de lloriquear,
si te pilla la tormenta.
Conociste el amor de las bellas.
A cada cual le toca su día.
»Estábamos en alguna parte, me figuro, al sureste de las Baleares cuando ocurrió
algo completamente sorprendente. El sol brillaba con fuerza y todos estábamos de
buen humor pensando en las islas y los puertos cuyas riquezas nos esperaban.
Ninguna nave en el horizonte. El mar liso como la mano. Una leve brisa regular bajo
el sol aplastante, apenas velado por una bruma de calor. Las chanzas brotaban en
normánico de la boca de Raghenold o de Felechan cuando Sven Barba partida, que
era, no obstante, un valiente, lanzó un sordo gemido y se cogió la cara entre las
manos. Ardía, tenía frío, le temblaban todos los miembros. Lo tendimos sobre una de
nuestras velas cuadradas de lana donde empezó a delirar. Unos instantes más tarde,
Harald Hardradi se arrojó al mar. Lo sacamos del agua. Nos dijo que Loki, el peor de

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todos los dioses, había enviado genios maléficos a atormentarlo en su cuerpo y que
sufría el martirio. En menos de dos o tres días, todos mis compañeros, uno tras otro,
padecieron el mismo mal, y daba pena ver a aquellos gigantes rubios, que eran el
coraje mismo y se habían enfrentado con todo, llorando de dolor como unos niños.
Con los ojos tumefactos hasta no poder ver, la piel reducida a esa especie de papilla
sanguinolenta que se veía en los reos que morían azotados con el knutr, antepasado
vikingo del knut, pronunciaban palabras incoherentes, gemían cuando los tocaban y
rehusaban toda ayuda. Yo era casi el único en resistir, el único capaz de asegurar
como podía, con la ayuda de los menos enfermos, la marcha de nuestro langskip.
Decidí dar media vuelta y subir hacia el norte. Igualmente afectadas, las tripulaciones
de los otros barcos nos siguieron en seguida. Durante dos siglos aún, antes de la
conquista normanda y el reinado triunfal de Federico de Hohenstaufen, Sicilia
seguiría siendo árabe. ¿Saben cuál era el mal que había vencido a los vikingos y
retrasado la historia?
—¿No sería el mareo? —dijo Marie.
—¡Los vikingos! ¡El mareo! Claro que no —dijo Simón.
—¿La peste? —preguntó Marie.
—Ni hablar —dijo Simón.
—Hable, doctor, hable pronto.
—La insolación —dijo Simón.
»No vayan a pensar que los hombres del norte fuesen unos gallinas algo frágiles.
Era preciso el sol casi africano del sur del mar interior para acabar con su coraje y su
energía. Más adelante aprenderían a cubrirse el cuerpo con grasa de ballena para
luchar contra el fuego que descendía del cielo y era ciertamente el único enemigo que
los había hecho retroceder. Pues no temían ni a los dioses, ni a los demonios, ni el
sufrimiento, ni la muerte.
»No sólo zarpamos hacia el sur, bajo las flechas del sol del mar interior. También,
y sobre todo, barrimos el Océano, frente a los glaciares cubiertos de nieve y la isla de
Thule donde las noches de verano eran tan claras que se podía trabajar y hasta
encontrar piojos en la camisa. No fuimos los primeros en navegar hacia el oeste,
hacia el sol poniente. Se contaba que un monje irlandés, san Brendán, había recorrido
durante siete años, a bordo de su curragh, el océano Atlántico y que había celebrado
la festividad de Pascua sobre el lomo de una ballena donde pasó catorce días porque
la había confundido con una isla. Cuando partimos nosotros, no teníamos brújula.
Seguíamos las costas de las Shetland, las Oreadas, las Hébridas, las Feroe, Islandia,
Groenlandia, mirábamos el sol y las estrellas. Cuando el sol estaba oculto, usábamos
la piedra solar, un cristal de cordierita que tiene la propiedad de pasar del color
amarillo al azul cuando le da la luz difusa del sol anegado en la niebla o cubierto por
las nubes. Para elegir las tierras nuevas en las que íbamos a establecernos, soltábamos
cuervos cuyo vuelo seguíamos o echábamos al mar los montantes de madera de
nuestros altos sitiales, o sea de los sitiales de honor reservados, en nuestras casas, a

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los personajes más importantes. Donde los montantes de los altos sitiales acababan
saliendo a tierra instalábamos nuestros campamentos.
»Más allá de Groenlandia se extendía un país misterioso del que hablaban las
leyendas. Al parecer, fue visitado por Bjarni Herjolfsson que iba en busca de su
padre, desaparecido en Groenlandia con Erik el Rojo, y luego, sucesivamente, por
Leif Eriksson, Thorvald, Thorstein, los tres hijos de Erik el Rojo. El país, según se
decía, abundaba en salmones, vides silvestres (de ahí su nombre de Vindland) y sobre
todo en madera, que tanta falta hacía a los vikingos para la construcción de sus
barcos. De ello se concluyó fácilmente que habíamos descubierto América cinco
siglos antes que Colón. Más tarde se advirtieron huellas de nuestra presencia en las
costas de Estados Unidos, en México, Perú y hasta Paraguay. Yo, Ragnar Lodbrok,
llamado Ragnar el Sabio, nunca llegué tan lejos. Navegué hacia el oeste hasta las
tierras que llamamos Helluland y Markland y que ustedes llaman, creo, Tierra de
Baffin y Labrador. Fui hasta la costa donde la hierba, entre los grandes árboles, estaba
cubierta con un rocío que, llevado a los labios, tenía el sabor más dulce.
»Las tierras que descubríamos pertenecían al vikingo que primero les echaba
mano. Aquel verano, éramos tres karvs, cada uno con una veintena de hombres, que
nos acercábamos a una de aquellas costas cuyo color verde, después de tantos
glaciares y extensiones estériles, nos hacía soñar a todos. Acabábamos de doblar unos
acantilados que caían sobre bancos de arena cuando descubrimos, en medio de
grandes árboles, la desembocadura de un río. Al otro lado de la bahía por donde
corría el río, separada de la tierra firme por un estrecho bastante delgado, se extendía
una gran isla cubierta de praderas y bosques. Erik Olafsson, que mandaba nuestro
navío, ordenó en el acto remar a toda prisa hacia aquel decorado paradisíaco. El karv,
empujado ya por el viento que soplaba en su vela de lana, pareció saltar adelante.
Pero, en aquel mismo momento, vimos el karv de Sitrygg Barba de seda, que había
seguido más de cerca la costa, desembocar de pronto de detrás del promontorio y
avanzar igualmente con toda rapidez hacia la isla que codiciábamos. Entre ambas
embarcaciones se disputó una carrera frenética. A medida que nos acercábamos a la
isla, la distancia entre los dos barcos, bastante considerable al principio, se acortaba
también. Cuando distinguimos las hojas de los árboles y las cepas de las vides
silvestres, los dos karvs iban juntos. De pie, echando espumarajos por la boca, en un
estado de exaltación indescriptible, Erik Olafsson y Sitrygg Barba de seda se
lanzaban insultos uno a otro. Ambos experimentaban el furor de los berserkers.
Sometidos a una disciplina férrea en el interior de los campamentos fortificados
cuyo acceso estaba prohibido a las mujeres, a los niños, a los ancianos, los vikingos
no eran tan sólo unos marineros intrépidos. Eran unos temibles guerreros. En los
instantes más tensos, aquellos guerreros podían sufrir accesos de violencia que les
hacían perder la razón. Centuplicadas sus fuerzas por la rabia, aullaban como perros,
mordían el borde de su escudo redondo de madera forrada de cuero y se precipitaban
sobre el enemigo, espada o hacha en mano. Entonces nada ni nadie podía detenerlos.

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En aquel estado de extravío, se había visto a vikingos acometiendo animales, árboles,
peñas, engullendo ascuas, arrojándose a las llamas. Aquellos guerreros transformados
en fieras se llamaban berserkers. El verbo to go berserk, volverse loco furioso, existe
aún en inglés. Con toda verosimilitud, la palabra francesa berzingue, aller a tout
berzingue[4], tiene el mismo origen. Erik Olafsson y Sitrygg Barba de seda daban
ejemplo del más terrible berserksgangr que he tenido ocasión de presenciar.
A pocos cables de la isla creadora de berserkers, se advirtió que el karv de Sitrygg
Barba de seda se iba a llevar la ventaja. Rugidos de alegría ascendían de su barco. Él,
de pie en la proa, triunfante, fuera de sí, estaba ya dispuesto a saltar a la isla que,
según la ley de los vikingos, iba a ser suya. Entonces vi que Erik Olafsson apoyaba su
mano izquierda en la borda del navío, levantaba su hacha con la mano derecha y, con
un golpe terrible, se cortaba la muñeca. Algo blando cayó al fondo del barco. Con
una calma súbita, indiferente a la sangre que corría a chorros de su brazo amputado,
recogió la mano y la lanzó a la orilla en señal de posesión. Fue aquel día cuando Erik
Olafsson recibió el nombre, que haría famoso por su violencia y su temeridad, de
Erik Hacha sangrienta.

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—Hijos míos —dijo Simón—, no hay nada más hermoso que la historia de los
hombres. Por la razón más simple: es lo único que hay. Los peces en el mar son la
historia de los hombres; las piedras son la historia de los hombres; las estrellas más
lejanas y las galaxias que huyen a todo vuelo son también la historia de los hombres.
Una materia sin la vida sería apenas una materia. Una vida sin la conciencia sería
apenas una vida. Las estrellas, los peces, las piedras no serían nada, o casi nada, si no
hubiera hombres para verlos, y sobre todo para hablar de ellos. Para darles un sentido.
Y para impedir que sean algo como una nada. Las estrellas, las piedras, los peces en
el mar, los árboles en los bosques mantienen con los hombres lazos oscuros y
secretos. Son etapas, o desviaciones, en su camino. Van envueltos en la misma
aventura. Todo cuanto podemos nombrar y describir, y hasta lo inefable de lo que no
nos aventuramos a hablar, pertenece a la historia. Aquello de lo que no se puede
hablar, hay que callarlo. Pero todo lo que decimos y pensamos, y hasta el resto de lo
que decimos que no podemos decir nada, está en el corazón de la historia de los
hombres.
»Para nosotros al menos, nada hay exterior a la historia de los hombres: todo está
siempre dentro de ella y nada se le escapa. No hay sueño ni monstruo, no hay pasado,
no hay futuro, no hay secreto, no hay nada arriba, no hay nada atrás ni abajo que no
forme parte de ella. No digo que se baste a sí misma ni que sea para siempre su
propia explicación. Los hombres (a mí me tocó saberlo) quizá no son más que el
sueño de Dios. Pero mientras estamos aquí, solos, arreglándonos como podemos en
un mundo incompleto, Dios no es más que un sueño de los hombres. Su culto es la
historia de los hombres. Su muerte es la historia de los hombres. Desde la guerra del
fuego, y el invento de la agricultura, de la ciudad, de la escritura hasta el menor de
nuestros gestos y el menor de nuestros pensamientos, todo depende de la historia de
los hombres.
Y todo lo que no hacemos, y todo lo que no decimos, y hasta lo que no pensamos:
estamos presos en la historia y no salimos de ella.
»Es inútil resistirse y quererse ir: la historia contra la historia sigue siendo la
historia. Uno se llama Moisés, Jesús, Buda, Mahoma o Platón: lo explica por arriba:
es la historia. Uno se llama Darwin o Karl Marx o Sigmund Freud, lo explica por
abajo: es la historia. Uno no quiere saber nada más, se tapa los ojos y los oídos, se
refugia en el amor, en la rebeldía, en el silencio, en la muerte: es la historia. Hay una
ausencia de historia que es ya historia. Hay una historia vacía, y es también la
historia.
Y todo ese bochinche innombrable cobra una especie de sentido.
—No me parece indiscutible —dijo Marie frunciendo las cejas con el esfuerzo—
que el mundo tenga algún sentido.
—Tiene razón —dijo Simón—. Quizá no tiene ninguno: life is but a tale told by
un idiot, full of sound and fury, signifying nothing. Lo sorprendente, con todo, es que
cuánto ocurre en él, y hasta el sufrimiento y el mal y la tontería y lo absurdo, de la

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impresión de formar un todo y avanzar a trompicones. Cuando Macbeth, a punto de
perecer, exclama que el mundo es un tumulto desprovisto de todo sentido, da, mejor
que nadie, un poco más de sentido al mundo. Diríase que la ausencia de orden es una
forma de orden y la falta de sentido acaba cobrando sentido. Todo no para de ir
siempre de cualquier forma, todo arranca a cada instante en todas las direcciones,
nadie comprende nada de lo que está pasando, y luego vuelve uno la vista atrás y es
el más armonioso de todos los monumentos, y además el único de todos los
monumentos, puesto que es la historia de los hombres.
—¡Ah! —dijo Marie—. ¿La historia de los hombres está realmente tan bien?
—Nada puede estar mejor que la historia —dijo Simón—, ya que, por definición,
es incomparable y única y abarca de antemano todo lo que podría oponérsele. No es
muy exigente, cierto. No repara en detalles. Se contenta con lo que se presenta. Se
conforma con lo que sea. Tan solemne, tan grandiosa, tan bella que corta el aliento, la
historia es primero un revoltijo de inmundicias. No hay bajeza que no la nutra. No
hay obscenidad con que no se deleite. De esos horrores y de esos crímenes surgen las
pirámides, la Acrópolis, la catedral de Chartres, La Tempestad de Giorgione, La
Creación de Haydn, En busca del tiempo perdido, y el amor al prójimo, y la visión de
Dios. Tendemos hacia algo (pero, ¿hacia qué?) que se parece a lo sublime entre la
ignominia.
»La historia es un esfuerzo, un movimiento, un impulso, una ascensión; y siempre
un fracaso. La historia es como el amor; se puede decir de ella cualquier cosa. Puede
definírsela de cien maneras diferentes que serán siempre exactas y siempre irrisorias.
Puede afirmarse que es una lucha que nunca tiene fin, una sucesión de batallas, un
combate sin tregua; y también que no es amor. Es una larga palabra cuyo significado
se revela poco a poco a quienes saben escucharla; y no es más que silencio. Es el
éxito mismo, la realización absoluta, un triunfo sin par; y es siempre un fracaso. La
historia es universal y lo es hasta tal punto que cuanto se dice de ella le conviene. Lo
blanco y lo negro, lo real y lo imaginario, el optimismo y el pesimismo, un Dios o
ningún Dios, un principio o ningún principio y un final o ningún final, poco importa:
todo le va de perlas y se presta a todo. Existe. Dios no existe, ya que es eterno. Pero
es. La historia tiene dificultad en ser. Vacila, farfulla, ríe socarronamente, se parece a
nosotros: se contenta con existir. Y todo le es bien soberano, hasta el sufrimiento y el
mal, hasta la ausencia y la muerte.
»Crea su propio alimento. No cesa de producir lo que la constituye. Se engendra
sin cansarse. Su motor, lo saben ya, su motor es el tiempo. Para hacer surgir la
historia, ha habido que nutrir el tiempo con estaciones y savia, semillas e instintos,
arrebatos y conflictos. Lo que llamamos naturaleza se ha encargado de la labor hasta
que la conciencia, la cultura y todo el temblor caro a los pensadores de afición y los
humanistas de turno toman por fin el relevo. El juego consiste entonces en deslizar en
el tiempo pasiones y cálculos que, cada vez más aprisa, lo transforman en historia. El
amor tiene su sitio en ese gran circo del tiempo y la historia reunidos. Y el saber

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también, y la curiosidad, y la ambición, y la locura y el odio, y el alcohol, y la droga,
y todas las formas del deseo. Puesto que se puede decir todo de la historia, se podría
muy bien decir que la historia no es sino deseo. Y sería aún muy cierto. El resto
también, por lo demás. Lo esencial es tirar de la historia, empujarla por el trasero,
hacerla avanzar. Hacer que respire un poco más alto que ella misma.
»Un poco más alto que ella misma… Es lo que Victor Hugo, que era genial, y
muchos imbéciles y encima radicalsocialistas han llamado el progreso. La historia
avanza, puesto que el tiempo pasa. Y sería lamentable que toda la sucesión de
hombres no consiguiera, a la larga, acumular un poco de saber a falta de cordura.
Ustedes viven mejor que hace un siglo. Saben más cosas sobre el universo. Morirán
algo más tarde. Tendrán menos dolores de muelas. Los dormirán para cortarles una
pierna. Existen sistemas de seguros y pensiones de jubilación. Los aviones corren
más que los carruajes de caballos. Se viajará a otras Lunas y quizá a otras Tierras. Si
es esto el progreso, entonces hay progreso. Y es algo digno de estima. Incapaz, con
todo, de hacernos olvidar que el horizonte retrocede a medida que se avanza.
»Es esta distancia la que ningún progreso, jamás, logrará acortar. El fondo del
asunto es que hay como un defecto, que algo no marcha y que la gente se afana para
alcanzar lo que falla. La historia avanza, las cosas andan mejor, el sacrosanto
progreso se arregla la gorguera silbando y con las manos en los bolsillos; y siempre
hay algo que todavía falta. La historia repleta como un huevo empieza siendo, sin
embargo, un agujero. Después del deseo y el amor y la lucha y todo el resto, podría
decirse también que, de cabo a rabo de los tiempos, la clave de la historia de los
hombres es la insatisfacción. Es una gran suerte: le permite ir más lejos, la obliga a
andar. Yo ando al paso de la historia a través del espacio y el tiempo.
»Adivinan quién soy: todos los hombres, naturalmente, y también su historia.
“¡Anda! ¡Anda ya!…”: el grito que lancé y que me devolvieron hasta el fin del
mundo, ¿cómo no ver que se dirige en primer lugar a la historia? Durante mucho
tiempo, para muchos, he sido primero un judío y primero el hombre de la culpa. Soy
sobre todo la historia. No es casualidad si, para desempeñar su propio papel, la
historia ha escogido a alguien de la raza elegida y maldita. Y tampoco es casualidad
si se ha encarnado en un hombre de la culpa. Puesto que la historia de los hombres,
que es un desfije, un cortejo, una larga marcha triunfal en medio de las trompetas, los
oriflamas, los gritos de mujeres en los balcones y las aclamaciones de la
muchedumbre delirante, es al mismo tiempo una falta, una ausencia, una espera
eterna y como el recuerdo oscuro de algo a la vez innombrable e inefable que no para,
a la vez, de ser celebrado y llorado.

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El reino de Nagarahara, llamado Na jie luo he por los sabios chinos está rodeado
por todos los lados por montañas infranqueables. Fue allí, por la parte de Jellalabad,
en el Afganistán actual, donde, antes de entrar por fin en los gozos del nirvana, el
Honorable del siglo, más conocido en nuestras regiones con el nombre de Buda, dejó
su sombra en una caverna.
El Maestro de la ley quiso ir a aquella gruta para rendir homenaje a la sombra de
Ru lai. Los funcionarios del rey le advirtieron que los caminos no eran sólo largos,
sino desérticos y peligrosos y que si, por casualidad, se encontraba a alguien, eran
ciertamente bandidos. Añadieron que, desde hacía dos o tres años, no se había vuelto
a ver a los peregrinos que habían ido a la gruta y que, por este motivo, escaseaban los
visitantes.
—Hasta durante cien mil kalpa —les respondió Hiuan-tsang —sería difícil
descubrir una sola vez la verdadera sombra de Buda. ¿Cómo podría haber llegado
hasta aquí sin ir a adorarla?
Y se fue solo hacia la gruta. Anduvo mucho tiempo.
Por el camino, encontró a un muchacho, luego a un anciano, que le hicieron de
guías. Topó también con bandidos a quienes ablandó quitándose el gorro y dejándoles
ver su hábito de monje budista.
—Maestro —le dijo el jefe de los bandidos—, ¿adónde queréis ir?
—Deseo —respondió— ir a ver y a adorar la sombra de Sakyamuni.
—Maestro —prosiguió el bandido—, ¿no habéis oído decir que en los
alrededores de la gruta hay bandidos?
—Los bandidos son hombres —dijo el Maestro de la ley—. Ahora que voy a
adorar a Buda, aunque los caminos estuvieran llenos de fieras y serpientes venenosas,
andaría sin temor. Con mayor motivo no os tendré miedo a vosotros, que sois
hombres cuyo corazón es sensible a la piedad.
Oyendo estas palabras, los bandidos se conmovieron, su alma se abrió a la fe y
dejaron pasar al Maestro de la ley.
Cuando Hiuan-tsang, llegado a su destino, hundió los ojos en la gruta, le pareció
oscura y vacía y no pudo distinguir nada.
—Maestro —le dijo el anciano que lo había acompañado—, entrad recto. Cuando
hayáis tocado la pared en la oscuridad, dad cincuenta pasos atrás y mirad hacia el
este: allí reside la sombra.
El Maestro de la ley entró en la gruta y avanzó en la oscuridad. Topó pronto con
una pared. Al instante, fiel al consejo del anciano, retrocedió, se volvió hacia el este
y, animado de una fe profunda, hizo cien reverencias. Pero no vio nada en absoluto.
Se reprochó sus culpas, sus errores, sus omisiones, lloró lanzando grandes gritos, se
entregó al dolor y, con el corazón más sincero, prosternándose tras cada estrofa, rezó
con devoción el Srimala-devi-Simhanada sutra y las gatha de Buda. Después de un
centenar de prosternaciones, vio aparecer en la pared oriental un resplandor, ancho
como un tarro, que se apagó en el acto.

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Penetrado de júbilo y dolor, reanudó sus rezos y salutaciones, y, de nuevo,
distinguió una luz, esta vez de la anchura de un barreño que brilló y se desvaneció en
un momento. Entonces, en un arrebato de entusiasmo y amor, juró no salir de la gruta
sin haber visto la sombra del Honorable del siglo.
Prosiguió sus reverencias y, tras doscientas salutaciones más, toda la gruta quedó
repentinamente inundada de luz y la sombra de Ru lai, de un blancor deslumbrante,
se dibujó en la pared, como cuando se entreabren las nubes y dejan divisar de pronto
la imagen maravillosa de la montaña de oro. Un brillo cegador iluminaba los
contornos de la faz divina. Arrebatado en un éxtasis, Hiuan-tsang contempló mucho
tiempo el objeto incomparable y sublime de su admiración. El cuerpo de Buda y su
kasaya, o sea su vestidura de monje, eran de un amarillo que tiraba a rojo. Desde las
rodillas hasta lo alto de la cabeza, las bellezas de su persona brillaban en plena luz.
La base de su trono redondo en forma de loto estaba envuelta en un crepúsculo. A la
izquierda y a la derecha y detrás de Buda, se distinguían en su totalidad las sombras
de los Bodhisattvas, aquellos santos que residen en el Cielo del conocimiento
suficiente esperando su reencarnación en la Tierra en calidad de Buda, y toda la teoría
de los venerables sramana que forman su cortejo.
Tras haber sido testigo de aquel prodigio, el Maestro de la ley ordenó, de lejos, al
anciano y al muchacho que lo habían acompañado y que permanecían delante de la
gruta así como a cuatro bandidos que, movidos por la curiosidad o tocados por la fe,
se habían unido a ellos, que trajesen fuego y entrasen para quemar perfumes. Cuando
llegó el fuego, la sombra de Buda se volvió de pronto y desapareció.
Hiuan-tsang ordenó en seguida apagar el fuego. De nuevo se hizo indicar el lugar
por el anciano y, al instante mismo, la sombra de Buda reapareció ante él. De los seis
hombres, cinco pudieron distinguirla. Pero hubo uno que no vio nada en absoluto.
Habiendo visto claramente aquel fenómeno divino, de nuevo Hiuan-tsang se
prosternó con respeto, celebró las alabanzas a Buda y esparció por el suelo flores y
perfumes. Tras lo cual, se apagó la luz celeste. Sólo había durado unos instantes.
Entonces, el Maestro de la ley se despidió y salió de la gruta donde el Honorable
del siglo había dejado su sombra.

Moscú ardía. La orden de incendiar la ciudad, ocupada por los franceses, había
sido dada por Rostopchín sin saberlo el zar Alejandro. El general conde Rostopchín
era el gobernador de Moscú. Era también el padre de una niña de unos doce años que
llevaba el nombre de Sophie. Era la futura condesa de Ségur, la autora de Las niñas
modélicas, Las memorias de un asno, Las desdichas de Sophie y El general Durakín.
Una mañana de septiembre, una semana exactamente después de la batalla de
Borodino, paseaba con su babuchka por las calles ya desiertas de la capital
abandonada por la mayoría de sus habitantes cuando llegaron los franceses. Isaac
Laquedem, correo del Emperador, la había cogido en brazos y montado en su caballo,

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con gran espanto del aya que lanzaba grandes gritos. La imagen del jinete que la
había izado riéndose hasta él se grabó en el recuerdo de la niña. Más de una vez
reaparecerá en los libros futuros. Ahora Moscú ardía. El otoño había llegado ya.
Isaac Laquedem pertenecía desde hacía varios meses al servicio de los correos del
Gran Ejército. Durante buena parte del verano, los correos encargados de la cartera
destinada al Emperador, habían recorrido a galope y en ambos sentidos el trayecto
entre París y lo que se había convenido en llamar el «palacio imperial», y que no era
a menudo más que una pobre granja donde, rodeado de sus generales, el Emperador
daba sus órdenes y dormía unas horas. Muy pronto, el Gran Ejército había tropezado
con obstáculos imprevistos: al retirarse sin combate, la masa inmensa de los rusos no
dejaba tras ella ni un lisiado, ni una carretilla. En el desierto de Rusia, los franceses
iban perdidos. Cuando, excepcionalmente, lograban echar mano de un guía local,
tenían que llevarlo, por la fuerza, en grupas durante varios días y pronto se daban
cuenta de que, demasiado alejado de su pueblo natal, el hombre no conocía la región
a la que lo habían llevado sus secuestradores. Cuanto más se desplazaba hacia el este
el teatro de los combates, más resaltaba el contraste entre la indigencia de las
comunicaciones sobre el terreno y la perfección de las transmisiones con los
negociados de París. El servicio de los correos imperiales al que pertenecía
Laquedem se había llevado a un grado de regularidad que provocaba admiración.
Desde el principio de la campaña hasta el inicio del invierno, el correo Laquedem
tardaba catorce o quince días en venir de las Tullerías o en volver a ellas.
Acostumbrado a esta comodidad, el Emperador se impacientaba con el menor
contratiempo. Si estaba de mal talante, era, casi siempre, porque la cartera, que traía
noticias del rey de Roma e iba a llevarse, en el maletín de grupa de Laquedem, los
flamantes estatutos de la Comédie-Française, venía con unas horas de retraso. Con
Moscú en llamas, el Gran Ejército ya camino de regreso, el invierno a punto de llegar,
las cosas resultaban cada día más difíciles. Durante el mes de octubre, iban a
estropearse del todo.
Desde principios de octubre, los correos franceses empezaron a ser atacados.
Hubo que darles escoltas. El 12 o el 13 de octubre, a pesar de la escolta, dos correos
fueron raptados. Apenas comenzada la retirada, se informó al Emperador de que los
cosacos organizaban la intercepción del correo en los dos sentidos. El 29 de octubre,
en Ghjatsk, unos diez días después de la evacuación de Moscú casi enteramente
destruida por las llamas, el Emperador recibió unos despachos de París que databan
de hacía más de un mes. El 3 de diciembre, en Molodetchno, tras el paso del
Bereziná, Napoleón encontró unas quince carteras —catorce según Caulaincourt, su
ayudante de campo, veinte, según Fain, su secretario—, amontonadas unas sobre
otras desde el 12 de noviembre. Se lanzó sobre los maletines y, a decir de varios
testigos, los hubiera reventado de haber tenido un cuchillo a mano. Recibir noticias
de Francia —donde acababa de estallar la conspiración de Malet— era capital para
Napoleón. Pero había algo más esencial aún: era enviar a los franceses, que no sabían

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ya nada del Gran Ejército y empezaban a inquietarse por los rumores que corrían,
noticias del Emperador sobre quien todo se apoyaba. Napoleón ordenó a Daru,
intendente general, que mandara a todo trance un correo a París para anunciar su
regreso.
Daru llamó en seguida a un primo suyo de provincias al que protegía desde hacía
varios años y que lo había seguido a Rusia donde, en medio del infortunio general, se
alimentaba con café.
—Henri —le dijo—, el Emperador quiere inmediatamente un correo para París.
—¡Para París! ¡Diablos!… Será ya un milagro si el Emperador llega hasta allí sin
problemas con una numerosa y potente escolta y si todos nosotros logramos seguirlo.
Aun rodeado de numerosos jinetes, un hombre solo no tiene la menor oportunidad.
—No obstante, es preciso. El Emperador lo exige. Y más valdría que saliera solo
para viajar más rápido.
Henri Beyle —pues era él— dejó su taza y recapacitó un momento.
—No veo más que a un correo capaz de escapar a los cosacos y a las milicias de
guerrilleros, de reventar seis caballos, de cruzar, a pie si hace falta, Polonia y
Alemania y llegar a París vivo: es Isaac Laquedem.
—Imposible —dijo Daru—. Salió de Moscú hacia el 15 de octubre y ya está de
regreso: fue él quien trajo el último maletín que el Emperador encontró al llegar a
Molodetchno. Contenía una carta de Cambacérés («El rey de Roma ha recibido esta
mañana a los que han ido a cumplimentarlo. Yo era uno de ellos: he encontrado a Su
Majestad, que empieza a comer, con buena salud y ganas de hablar…») y una carta
de la emperatriz. El Emperador leyó las dos a Caulaincourt y al terminar de leerlas, le
pellizcó la oreja y le espetó: «¿Verdad que tengo una buena mujer?». El propio
Caulaincourt me lo ha contado todo: se derretía de gozo y orgullo ante la idea de
haber sido tomado como confidente de las historias de la familia, los cotilleos de las
duquesas y los borborigmos del rey de Roma… ¿No querrás volver a mandar a París
a un hombre que llegó de París hace apenas unos días? ¿Sabes que nieva? A dos de
mis correos se les han helado los pies y las manos. Encuéntrame a otro.
—No veo a quién. Laquedem es incansable. Está hecho para correr. Yo creo que
le gusta.
—Entonces… —dijo Daru.
Daru confió a Isaac Laquedem una carta de Napoleón a María Luisa («Dale un
beso a mi hijo, todo lo que me dices me da muchas ganas de verlo, pero a quien
desearía sobre todo besar es a ti, cariño…»), otra a Cambacérés («Recibo su carta del
10 de noviembre. Haga trabajar a Chaillot. Salgo esta noche para Polonia. Mis
soldados son unos valientes. Mi salud es mejor que nunca. Anúncielo en París y
fusile a quienes duden de ello») y toda una serie de decisiones escritas por el
Emperador, en forma de breves apostillas, al margen de los informes que le habían
sido sometidos. Era poca cosa comparado con la masa de papeles que había habido
que sacrificar. Buena parte de los coches, carretas, trineos no había podido cruzar el

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Bereziná. El 23 de noviembre, en Tolochinó, para reducir el equipaje y aliviar los
caballos, el Emperador había hecho quemar unas treinta carteras dispuestas para ser
enviadas a París. El tesoro del ejército había podido salvarse, y en particular la cruz
de plata engastada con zafiros, rubíes y esmeraldas de la iglesia de la Dormición de
Moscú y otros trofeos más cuya captura había sido imprudentemente anunciada en
París por Le Moniteur. Daru, después de haber dudado en elegir a Laquedem, quería
cargarlo en exceso. Beyle insistió en que sólo se entregara lo esencial al correo que se
llevó, en definitiva, el equivalente en papeles de una cartera y media, más la cruz de
plata y unas cuantas chucherías para enseñar con toda urgencia a los parisienses. En
el último momento, Daru añadió al lote una carta para su mujer y deseó suerte al
correo al que consideraba, en sus adentros, perdido de antemano. Laquedem partió
bajo la nieve que caía en abundancia por todo el este de Europa.

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CARTA DEL MAESTRO DE LA LEY
AL EMPERADOR DE CHINA

«… Pienso con respeto que Vuestra Sublime Majestad, a quien ha tocado en


suerte la feliz armonía del Cielo y la Tierra y la influencia bienhechora del Sol y la
Luna, ejerce con serenidad el poder supremo y ama como hijos a sus súbditos. Os
halláis en el centro del mundo y, sometidos a Vuestra autoridad que no conoce
límites, todos, hasta los países de los Lu lam, de los Yue zhi, de los Uigurs y de las
cien tribus bárbaras, experimentan los efectos de Vuestra profunda humanidad y
viven colmados con Vuestros ricos favores. Y hay más. Lo que hace subir sobre todo
hacia el Trono imperial la oleada de alabanzas y admiración es esto: Os mostráis
bienhechor con los sabios y afectuoso con los letrados. Amáis la virtud y difundís con
abundancia vuestro amor entre quienes la practican.
»Todo el mundo sabe cuál fue antaño el celo de los sabios y los letrados. Si los
antiguos fueron a lo lejos en busca de la ciencia, ¿quién osaría hoy día temer el
cansancio de un largo viaje y no ir a buscar con pasión las huellas misteriosas de los
Budas que se consagraron a la felicidad del mundo y la explicación maravillosa de las
Tres Colecciones que sirven para romper los lazos con el mundo? Yo, el sramana
Hiuan-tsang, supe pronto, que, en otro tiempo, Buda, nacido en Occidente, legó su
doctrina que se propagó por el Este, en China. Pero como los textos preciosos que
encierran los principios habían llegado hasta nosotros mutilados e incompletos, la
idea de ir a buscarlos a lo lejos, sin preocuparme por mi vida, me atormentó mucho
tiempo. Por lo cual, en el cuarto mes de la época Zheng guan[5], arrostrando peligros
y obstáculos sin cuento, me fui en secreto hacia Tian zhu, o Yin du, que la gente del
país llama Jambudvipa.
»Me prosterno con humildad ante Vuestra Sublime Majestad por haberme
atrevido a ejecutar sin orden especial de Vuestra parte aquel viaje por las tierras
lejanas del Oeste. Me atrevo a esperar que querréis perdonar con bondad a Vuestro
esclavo arrepentido que corrió muchos peligros en pro de la ciencia y la virtud.
Recorrí llanuras inmensas, desiertos de piedras y arenas movedizas, franqueé las
alturas gigantescas de las montañas nevadas, crucé los acantilados abruptos de las
Puertas de hierro y las olas impetuosas del mar cálido. Salido de la ciudad divina de
Chang an, terminé mi viaje en los reinos del Elefante y en la isla del León, al sur de
Jambudvipa, donde los habitantes son negros, bajos de estatura, violentos y coléricos.
En aquel largo peregrinaje, sin descansar nunca, recorrí cincuenta mil li.
»Siempre animado de una curiosidad insaciable por todas las formas de la ciencia,
Vuestra Sublime Majestad acaso quiera saber qué nombres de medida usan, en vez de
los li, los habitantes de Yin du. Son muy diferentes de los que debemos en China a
Vuestros ilustres antepasados y que todo el mundo conoce: el li[6], el chang,
contenido ciento ochenta veces en el li, el chi y el cun, que los bárbaros sometidos
por Vuestra Sublime Majestad y que le pagan tributos utilizan en el mundo entero con

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el nombre de pie y pulgada. Allá, en Yin du, desde los santos reyes de la antigüedad,
un yojana representa la marcha de un ejército durante un día. Según las antiguas
tradiciones, un yojana corresponde a cuarenta li; según los usos de varios reinos de
Jambudvipa, son más bien treinta li; por último, el yojana que mencionan los libros
sagrados sólo contiene dieciséis li.
»Para llegar al último límite de las cantidades pequeñas, se divide el yojana en
ocho krosa. Un krosa es la distancia hasta donde Vuestra Sublime Majestad puede oír
el mugido de un buey. El krosa se divide en quinientos ares. Un are en cuatro codos.
El codo en veinticuatro junturas de dedo. La juntura de dedo en siete granos de trigo
tardío. De ahí se llega al piojo; a la liendre; al pelo de vaca; al pelo de cordero; al
pelo de liebre. Tras siete divisiones del pelo de liebre, se llega al polvo fino que llega
por un agujerito. El polvo fino que viene por un agujerito dividido siete veces se
convierte en un polvo fino más fino que ningún agujerito. El polvo fino más fino que
ningún agujerito dividido siete veces se convierte en un polvo extraordinariamente
fino. El polvo extraordinariamente fino no puede dividirse más. Si Vuestra Sublime
Majestad mandara dividirlo aún, se llegaría al vacío. Por eso se llama este polvo no
sólo fino sino extraordinariamente fino.
»La circunferencia de todos los reinos que constituyen Yin du es
aproximadamente de noventa mil li. Por tres lados, la tierra de Yin du o Jambudvipa
está bordeada por un gran mar, que, a menudo, la ha hecho confundir con una isla. Al
norte, en verdad, está adosada a unas montañas espantosas que llevan glaciares
erizados y nieves que no se funden jamás. Es ancha por el norte y angosta por el sur.
Su figura es la de una media luna. Por este motivo damos a Jambudvipa el nombre
chino de Yin du, o luna. Está dividida en setenta reinos. En cualquier época reina allí
un calor excesivo. La tierra está humedecida por multitud de manantiales. Al norte,
las montañas y las colinas están impregnadas de sal y forman cordilleras continuas.
Al este, los valles y llanos están abundantemente regados y las tierras adecuadas al
cultivo son lozanas y fértiles. Al sur, las plantas y los árboles vegetan con rigor. Al
oeste, el suelo es pedregoso y estéril. Tal es la descripción resumida que se puede dar
de Yin du. En cuanto a los habitantes de la región, llevan vestiduras que no están ni
cortadas ni modeladas. A veces se adornan la cabeza con guirnaldas de flores y gorros
cubiertos de piedras preciosas; a veces, sus únicos adornos son brazaletes. Por lo
general van descalzos, se juntan los cabellos, se agujerean las orejas, se tiñen los
dientes de rojo o negro, tienen grandes ojos y sobre todo una nariz muy larga. Tal es
su aire y su exterior. Los religiosos y los sabios que pueden explicar los textos
sagrados son tenidos en gran estima. Si saben tratar temas abstractos y desarrollar
principios sutiles con una elocución elegante, los hacen montar en elefantes y,
rodeados por una muchedumbre inmensa, pasan bajo puertas triunfales.
»A pesar de la diferencia de costumbres, la diversidad de climas y los peligros
incontables que arrostré, gracias a la protección del Cielo que no quería que muriera y
me forzaba a avanzar, anduve, anduve más, anduve siempre, y llegué a todas partes

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sin accidente. Fui colmado de honras, mi cuerpo preservado no conoció el
sufrimiento y los votos de mi alma fueron cumplidos lo más plenamente posible.
»Al saber que venía de regiones lejanas donde reina Vuestra Sublime Majestad,
los reyes y los príncipes daban órdenes a su entorno para que fuese guiado con
solicitud y acogido con fervor. A menudo, se me permitió hablar en público para la
propagación de la ley. Varios príncipes, tras dignarse darme solemnemente el título de
hermano, me entregaron cartas para soberanos de más de veinte reinos de las regiones
occidentales y ordenaron suministrarme, para ir de un país a otro, una escolta y
víveres. Movidos a compasión pensando en el abandono de un pobre viajero que
atraviesa las regiones del oeste y en el rigor del frío que se sufre por los caminos
nevados, muchas veces mandaron a novicios o a sirvientes que me acompañaran por
las carreteras y me hicieron preparar vestimentas de religioso, alfombras de fieltro,
gorros guarnecidos de algodón, pieles y botas. Algunos de ellos añadieron piezas de
seda y tafetán y una cantidad de monedas de oro y plata que no se agotaba nunca para
sufragar, durante veinte años, los gastos de la ida y de la vuelta. Asombrado y
confuso por tan buenas acciones que debo en verdad a la gloria universal de Vuestra
Sublime Majestad, ya no temí cruzar los peligrosos glaciares y las montañas negras y
blancas. Tuve la dicha de saludar con respeto la escalera del Cielo, el pico del Buitre,
y el árbol de la Inteligencia. Vi monumentos divinos. Oí explicar libros sagrados,
desconocidos en China antes de mí. Recibí de la boca de los maestros la enseñanza de
la recta ley. Anuncié a los pueblos extranjeros las buenas acciones y las virtudes de
mi Augusto Soberano y, con ello, hice prorrumpir en Su honor alabanzas y respetos.
Anduve durante diecisiete años y he regresado al imperio donde reina Vuestra
Majestad.
»El gran elefante que me había sido regalado para transportar mis libros sagrados
se ahogó a la vuelta al pasar un gran río llamado Sin du, o Sindh, o también Indo. No
disponiendo de carros para llevar la gran cantidad de documentos que había reunido,
hube de disminuir mi marcha. Partiré con la mayor celeridad posible para ir a
prosternarme ante Vuestra Sublime Majestad. No pudiendo contener por más tiempo
el impulso de mi admiración y mi respeto, he osado enviarle un mensajero de Turfan:
ha salido siguiendo a un grupo de mercaderes para llevar esta carta al pie de Vuestro
Trono, informar anticipadamente de mi próxima llegada a Vuestra Sublime Majestad
y solicitar mi perdón.
»Cuando regrese a Oriente, traduciré los libros sagrados, difundiré a lo lejos
verdades ignoradas, abatiré el bosque tupido de los errores, destruiré los artificios de
las falsas doctrinas, repararé las lagunas de la doctrina del Elefante, fijaré la brújula
de la puerta misteriosa. Quizá, con esos endebles méritos, responda por fin a Vuestros
inmensos favores y alcance Vuestra indulgencia.
»Termino esta carta con la expresión respetuosa de mi gratitud. No sé cómo
manifestarla a Vuestra Sublime Majestad: las aguas desbordadas del río Amarillo no
son nada comparadas con el torrente de Vuestras bondades; los montes Cong ling

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parecen pequeños y livianos comparados con la masa aplastante de cuánto Os debo.
Pronto partiré para ir a echarme a los pies de Vuestra Sublime Majestad y la sola idea
de prosternarme ante Vuestro Trono me enajena de felicidad».

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Durante días y noches, Isaac Laquedem, correo del Emperador, galopó por la
nieve. Le gustaba avanzar solo, jugar a correr riesgos y tener un término ante sí. Las
llanuras interminables de Rusia y Polonia, entrecortadas de bosques y ríos que cruzar,
con el enemigo por todas partes y algo que hacer aún en un mundo inútil, le
convenían más que a nadie. Olvidaba. Cantaba viejas canciones que le volvían a la
memoria de todos los rincones del mundo y de los tiempos desvanecidos. Hacía
mucho que no había estado tan alegre.
De vez en cuando, a lo lejos, en el ángulo de los bosques de abedules o
recortándose como sombras vagamente amenazadoras en el horizonte de las llanuras,
distinguía tropas. ¿Franceses? ¿Rusos? ¿Guerrilleros? ¿Saqueadores? En la duda, los
evitaba. Tenía que estar en París cuanto antes para entregar las cartas que le habían
confiado y anunciar la llegada del Emperador a la hija de un enemigo de siempre y a
antiguos regicidas caídos en el servilismo y en una chochez lucrativa ante un crío de
dieciocho meses.
—Laquedem —le había dicho Beyle—, el Emperador le ha encargado una
misión. Si, por un motivo u otro, no puede cumplirla usted mismo…
—¿Si me matan…? —había dicho Laquedem.
—Pues bien, sí, si lo matan, o lo hieren gravemente, o lo hacen prisionero…
—No me matarán —había dicho Laquedem—. Y nadie tiene poder para
impedirme andar.
—En fin —había dicho Beyle, ligeramente irritado—, si pasa algo por el camino,
entregue su maletín a un hombre de confianza que elija lo mejor que pueda y que
llegue a París en lugar de usted. Pero acuérdese de no fiarse.
El correo Laquedem estaba muy decidido a no contar más que consigo mismo y a
cruzar personalmente el umbral de las Tullerias. A intervalos regulares, el jinete
palpaba con sus dedos entumecidos el maletín fijado a su silla: las decisiones del
Emperador y la suerte del Imperio estaban entre sus manos.
Una mañana, muy temprano —el sol acababa de salir apenas sobre la nieve
esparcida y bajo la nieve que se empeñaba en caer sin tregua—. Laquedem llegó a
orillas de un río que tal vez no era sino un afluente y que había cruzado ya varias
veces en un sentido u otro. Desde la primavera hasta el otoño, el río, cuyo nombre
ignoraba y al que había puesto el de Loira oriental, se deslizaba perezosamente por la
gran llanura que se extendía hasta perderse de vista en todas las direcciones. Ya las
dos últimas veces las aguas se habían solidificado con el hielo del invierno que estaba
cubriendo una espesa capa de nieve reciente. Laquedem se acordaba de un puente que
había cruzado uno o dos meses atrás. El hielo lo hacía inútil, pero, bajo los torbellinos
de nieve, lo descubrió ante sí, un poco hacia arriba, y se disponía a cruzarlo cuando
cuatro cosacos a caballo surgieron de pronto ante sus ojos.
Debían de haber pasado la noche bajo el piso del puente y parecían salir de la
tierra y el hielo. Laquedem, con gesto vivo, sacó la pistola del arzón. Tuvo tiempo de
distinguir, por entre la cortina de nieve, al cosaco más cercano: un rostro de calmuco,

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con ojos oblicuos y pómulos salientes bajo el gorro de piel. Vio sobre todo la lanza,
apuntada ya hacia él. Disparó. El hombre cayó. Silbó una bala: venía de otro cosaco
que le apuntaba aún, con una mano que el frío o el miedo había hecho temblar un
poco. Laquedem sacó de la otra funda su segunda pistola y apuntó al hombre que
abría una boca redonda y unos ojos despavoridos. Al disparar, adivinó más que vio al
tercero de los cosacos, que se le echaba encima con el sable ya en alto. El cañón de la
pistola osciló unos grados. El impulso del cosaco quedó roto de golpe: una bala entre
los ojos justo en lo alto de la nariz.
Laquedem desenvainó su sable y lanzó su caballo contra el último cosaco.
Cruzaron unos sablazos, hiriéndose ligeramente, entorpecidos por los dos cuerpos
caídos sobre la nieve que empezaba a enrojecerse y por los caballos sin jinete que se
encabritaban en torno a ellos. El correo del Emperador quiso apartarse, interrumpir el
combate, mari liar. El otro galopó tras él, alcanzado pronto por aquél cuya mano
había temblado. La intención de Laquedem era atraerlos lejos del río y volver como
un rayo hacia el puente. Los dos cosacos comprendieron su plan y, dejando de
perseguirlo, volvieron atrás a situarse delante del río de orillas algo escarpadas para
impedir que pasara.
—¡Imbéciles! —masculló Isaac.
Pasados unos instantes, volvió la espalda al río y desapareció en la nieve que
cegaba el horizonte. Los dos rusos supervivientes se estaban inclinando sobre los
cuerpos de sus compañeros que cubría ya la nieve cuando vieron surgir de la bruma
un jinete lanzado a galope que se precipitaba sobre ellos con el sable desnudo.
Tuvieron tiempo de incorporarse, llevar la mano a la lanza. La cabeza de uno de ellos
volaba ya por el aire, separada del cuerpo por un golpe de sable terrible que, al final
de su trayectoria, hería en el hombro a su compañero, el cosaco de la mano
temblorosa. «Es un golpe —escribiría Giono, ciento cincuenta años más tarde— que
exige diez años de práctica y trescientos años de desenvoltura hereditaria». Exacto.
Salvo que los diez años de práctica habían sido interrumpidos por once meses en el
mar al servicio del vizconde y que la desenvoltura, lejos de ser hereditaria, era una
desesperación de mucho más de trescientos años. El herido se desplomó, lanzando un
grito de horror más aún que de dolor. El correo del Emperador había franqueado el
puente.
Puso su caballo al paso para dejarlo descansar y prosiguió su ruta hacia el oeste.
Respiraba algo aprisa. Al dejar la tierra rusa, el destino de aquellos hombres cuya
vida había cortado le daba vueltas por la cabeza. No eran los primeros de los que
Isaac Laquedem, por un motivo u otro, con sus nombres sucesivos, había tenido que
deshacerse. Desde hacía bastantes siglos, la sangre no había dejado de correr a su
alrededor. Pero aquella cabeza saltando por los aires… La imagen se le había grabado
en los ojos.
«¡Imbéciles! Han muerto por nada. Si les importa tanto su zar y sus boyardos
como a mí la archiduquesa y ese archigranuja de archicanciller, más nos hubiera

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valido a los cinco liquidar una jarra de cerveza que nuestra pendencia. Lástima. He
hecho cuánto he podido para alejarlos del puente. Allá ellos. Ha estado de suerte el
temblón».
Algo me dice que el otro, aquél cuya cabeza ha volado, debía de tener una mujer
guapa. Ya no le besará los labios. ¿Qué podrá hacer el temblón con la cabeza? ¿La
enterrará en la nieve poniéndola sobre el cuerpo? ¿O tratará de conservarla en un
bloquecito de hielo y se la llevará en un saco para regalarla a la viuda? No sé qué se
hace con una cabeza que ha volado por el aire. Lástima que no haya tenido tiempo de
explicarles la vida. Les habría dicho que las Tullerías y el Kremlin no son cosa
nuestra y que nos importan un pito Rostopchín y Cambacérés. Nunca han visto a
Rostopchín, yo no he visto nunca a Cambacérés. ¡No va uno a correr a la muerte por
gente a quien no conoce! Me habrían hablado de la tierra rusa. Yo les habría
contestado que el Emperador es todo un hombre que sabe hablar a los soldados. A la
decimoctava semibrigada decía: «A vosotros, los de la decimoctava, os conozco: el
enemigo será batido». A la trigésimosegunda: «Estaba tranquilo: la trigésimosegunda
estaba allí». Y a la quincuagesimoséptima la trataba de «terrible». ¡Bah! De todos
modos nos habríamos peleado, habríamos acabado cascándonos. La cabeza habría
volado. El que todo importe un bledo no es motivo para no matarse. Hay que
amenizar la existencia, yo como los otros y los otros como yo. Todo lo que hacemos
en esta vida no tiene ninguna importancia, pero la vida nos es dada para hacer con
pasión cosas sin importancia. El Gran Ejército entra en Rusia, Rostopchín incendia
Moscú, el Pequeño Cabo trata de volar el Kremlin, fracasa, yo trato de hacer volar
una cabeza, lo logro: todo eso no tiene más sentido que esa mosca que se posa en la
oreja de Capitole. La vida es una pasión inútil. Hay que tratar a la gente con una
indiferencia apasionada. La guerra, el caballo, la música, el amor sirven para domar
la vida como se doma una serpiente y para camuflar la indiferencia. He hecho volar
aquella cabeza para ocupar a la viuda. Va a llorar mucho. Me la imagino de cabello
castaño claro… o, quizá no, muy rubia, con ojos de color azul verde y una boca algo
espesa. Sus manos, etc.
Dándoles vueltas a estos pensamientos en su cabeza que, ¡ay!, seguía
manteniéndose sólidamente sobre sus hombros, Isaac Laquedem había penetrado
bastante lejos en Polonia cuando, en una carretera muy recta, plantada de árboles a
ambos lados, por la que Capitole, su caballo, tan incansable como su dueño, trotaba
alegremente, tuvo de pronto otro encuentro. Divisó ante sí a un jinete que avanzaba al
paso, con aire negligente, una sombra de insolencia y un uniforme reluciente que
reconoció al primer vistazo: era el famoso uniforme de los ayudantes de campo de
Berthier. Corto de estatura, siempre ajetreado, farfullando, gesticulando, jinete y
cazador, modesto noble del Antiguo Régimen ocupado las más de las veces en
morderse las uñas cuando no llevaba las manos metidas en los bolsillos o un dedo en
la nariz, Alexandre Berthier, mayor general del Gran Ejército, príncipe soberanos de
Neuchátel, duque de Valengin, príncipe de Wagram, elegía como ayudantes de campo

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a hombres de una gran belleza. Su uniforme había sido dibujado por uno de ellos, el
barón Lejeune. El jinete que vagabundeaba por un camino de Polonia delante de
Isaac Laquedem llevaba aquel uniforme con una elegancia sorprendente para el lugar
y la época: traje a la húngara, pelliza de paño negro, dormán blanco con trenzas
doradas y piel, ancho pantalón de un rojo vivo, chacó escarlata rematado por un
penacho de plumas de garza, todo ello recargado de galones, entorchados, botones de
oro. El cinturón era de seda de color negro y oro, el sable de acero de Damasco. El
caballo árabe iba tan acicalado como cubierto de galones y borlas de oro su jinete. La
silla estaba adornada con una piel de pantera, festoneada de oro y escarlata. Echada
con un descuido que suponía mucho arte, despertó envidia en Laquedem que
envidiaba ya pocas cosas, pero había pasado muchos siglos con un caftán sin forma y
de color indeciso. Espoleando a su caballo, el correo del Emperador alcanzó al jinete
deslumbrante.
—Buenos días, mi capitán —dijo Laquedem saludando—. ¿En qué puedo
servirle?
—¡Hombre! —dijo el ayudante de campo volviéndose hacia el recién llegado
como si se tratara de un encuentro en el baile del príncipe de Neuchátel o del
archicanciller—. ¿Qué le trae por aquí?
—Correo del Emperador —dijo Laquedem.
El correo intentó saber a su vez qué hacía por una carretera de Polonia, con la
mayor despreocupación, un ayudante de campo de Berthier. En vano. Laquedem no
consiguió descubrir si su nuevo compañero, a quien para sus adentros dio el apodo de
el elegante, era un desertor en uniforme de gala, un diletante que se pegaba una buena
vida, un oficial de misión a quien no faltaban agallas. Era tan normal en aquella
época encontrarse franceses en Italia, en España, en lo más remoto de Polonia que
Isaac Laquedem no atribuyó a la pregunta demasiada importancia. El correo se llevó
al ayudante de campo; juntos anduvieron un rato a paso vivo, cruzándose pocas
palabras. Empezaba a anochecer cuando divisaron unas cuantas casas adosadas a un
bosque. Se dirigieron hacia la mayor. Una mujer se asomó a la puerta.

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—¿Y qué?… —dijo Marie.
—¡Hay que ver las mujeres! —dijo Simón—. Le cuento unas cosas de sumo
interés sobre el polvo fino y extraordinariamente fino en la India del siglo VII
comentada por un chino viajero y budista, sobre las transmisiones dentro del Gran
Ejército durante la retirada de Rusia, sobre la resistencia judía a los romanos después
de la destrucción del Templo de Jerusalén, y hay que admitir que escucha todos esos
detalles positivamente cautivadores sin la menor atención. Pero así que se trata de
una mujer que, una noche de invierno, les abre su puerta a dos hombres surgidos no
se sabe de dónde, de repente se despierta su interés. Los dos hombres van de
uniforme. Bajan del caballo. Atan sus monturas a un anillo de hierro fijado a la pared
de la casa. La mujer sostiene un farol a la altura de su cara que los dos hombres no
distinguen.
—¿Un farol? —dijo Marie.
—Un farol —dijo Simón—. Siento advertir que este farol la turba tanto como
turba a los dos hombres que están de pie en la nieve de una noche de invierno de
1812. Se pregunta qué hay detrás. Y ellos también se lo preguntan. La mujer mira a
los dos hombres. Los dos hombres, inmóviles, tratan de adivinar lo que oculta el
farol.
Hay así momentos en que el tiempo parece detenerse. Transcurre
incansablemente, pasa sin volver los ojos, y luego, de repente, se diría que se sienta.
Se relaja un poco. Pone los pies sobre la mesa. Inclina el sombrero para protegerse de
la luz. Duerme la siesta. Durante días y noches, Isaac Laquedem había galopado por
la llanura. Todo desfilaba con gran rapidez: las horas, los árboles, el paisaje, las
cabezas seccionadas de su tronco. Delante de la casa, de pronto, todo vuelve a su
sitio. Un milagro de paz. El silencio. La tranquilidad. Una sensación de dicha. Un aire
de eternidad.
Todos hemos conocido, naturalmente, un día u otro, esas iluminaciones de vía
estrecha, esos éxtasis baratos. Los coches se inmovilizan, los relojes se paran, nuestro
corazón deja de latir, el mundo deja de girar: baja de allá arriba y viene a tendernos su
llave. La inquietud se desvanece. Los misterios se disipan. Todo se explica. El futuro
nos estalla en el pecho. Inútil buscar otra aclaración. Esperábamos algo que ahora nos
espera. Son sobre todo aquéllos a quienes atormenta una idea fija los que tienen la
sensación de haber llegado al final de su camino, allí donde se agazapa el secreto,
tanto tiempo esperado. El amor se adueña del enamorado y la paz del moribundo. El
músico, en una exhalación, oye su sinfonía; el pintor ve su cuadro; el escritor,
embelesado, comprende qué quiere hacer. Isaac Laquedem, a su modo, era una
especie de artista: por un instante se imaginó que había acabado de andar y que iba a
poder morir.

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—Hablo mucho de la muerte —dijo Simón—. Pero, ¿de qué más hablar? Ustedes
porque los amenaza; y yo porque aspiro a ella. Muy fuerte tiene que ser la vida para
hacernos olvidar, a ustedes que van a morir, y a mí que no moriré. Cocteau sostenía
que el sueño es el mejor narcótico: no hay, contra la muerte (o contra la ausencia de
muerte), diversión más potente que la vida. Y la pasión, de vez en cuando, viene a
echarle una mano. Porque tienen, uno y otra, una parte de eternidad en ellos, nada
como el amor para combatir la muerte. Pero, a falta de amor, todas las demás
pasiones pueden muy bien servir. Lo esencial es distraernos, hacernos pensar en otra
cosa, ocuparnos antes de que acabe el día y apaguen la luz. Diversión, la guerra.
Diversión, el dinero. Diversión, el viaje. Diversión, la religión. Diversión, la música,
la pintura, la arquitectura. Y diversión, el saber. Todas las historias que les cuento no
son sino variaciones sobre el tema de la diversión, esto es, de la muerte.
Ustedes saben, naturalmente, quién es el maestro de la diversión y el origen y el
modelo de todos los novelistas. No, no es Stendhal, ni Dumas, ni Cervantes, ni
Tolstói. Es la sultana Sahrazad: contaba historias para desviar el destino y apartar la
idea de la muerte.
—Yo no tengo miedo a morir —dijo Marie.
—Tiene miedo —dijo Simón—, pero no lo sabe. Porque es muy joven y no
piensa en nada. Pero si fuera menos joven y pensara en algo, pensaría en la muerte y
tendría tanto miedo a morir como tengo yo a no morir. Pues no hay vida que no esté
dominada por la sombra de la muerte. Y todo el esfuerzo de la vida es rechazar la
idea de la muerte con la fuerza, con la abundancia, con la acumulación de la vida. Por
eso es por lo que hay carreteras, puentes, complots, pasiones, viajes, Bolsas, óperas,
batallas, concursos de elegancia y corridas de toros, amores felices y amores
desdichados, delirios y desfiles, ambiciones y sueños. Y gente que los describen para
que haya —torre del homenaje en el castillo, segunda muralla tras la primera—
creación en el seno de la creación y un poco más de vida en la vida. Es lo que hace
con usted, que tiene miedo a morir, el pobre Simón Fussgänger, que muere cada día
de no morir. ¡Historias! ¡Historias! Necesitamos historias para olvidar lo que nos
aguarda.

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Apenas el Maestro de la ley había regresado a Chang an al son de una música de
fiesta y bajo las aclamaciones de una multitud entusiasta que pululaba por las calles
cubiertas de colgaduras cuando se enteró de una noticia capaz de llenarlo de estupor:
Balkh acababa de caer bajo los ataques de un enemigo desconocido.
Balkh, la ciudad natal de Zoroastro, desfigurado con genio bajo el nombre de
Zaratustra por un filósofo loco de finales del siglo XIX, era una ciudad floreciente
por la que había pasado Hiuan-tsang en el transcurso de su marcha hacia los países
del oeste, en la ruta de Yin du. Se llamaba entonces Bactra, o, en chino, Bo he, y era
la capital del reino de Bactriana. Este reino se extendía al pie del Hindú Kus, al norte
de Bamiyán, donde se alzan las estatuas gigantescas de Buda, al sur de Samarcanda,
de Kash y de las Puertas de hierro.
La travesía de Samarcanda y de las Puertas de hierro había sido muy dura para el
Maestro de la ley. Samarcanda era una ciudad muy rica, de suelo lozano y fértil, de
clima templado, cuyo rey, lleno de valor, tenía un ejército muy poderoso. Pero ni el
rey ni el pueblo creían en la ley de Buda. La gente de Samarcanda adoraba al fuego y
atacaba a los peregrinos de las otras religiones, en particular a los budistas, a golpes
de tizones encendidos. Hiuan-tsang había sido recibido por el rey con muestras
evidentes de desprecio y dos jóvenes religiosos que lo acompañaban y que habían ido
a practicar sus devociones a un convento por cierto abandonado fueron perseguidos
por la multitud con tizones ardientes.
Había dos cosas que Hiuan-tsang sabía y que le gustaba hacer: eran andar y
hablar. Toda una noche, tras los primeros desaires, había logrado conversar con el rey
y exponerle el fruto de las acciones de los hombres, los méritos de Buda y la dicha
que se desprende de los homenajes que se le rinden. El rey escuchó primero con
reticencia y mal humor y disimuló poco sus arrebatos de impaciencia.
Y luego, poco a poco, se dejó ganar por el atractivo de la palabra del Maestro de
la ley, y de su propia persona, quiso saber más cosas sobre la vida de Buda, su
enseñanza y las reglas de la disciplina. Al final, embelesado de gozo, manifestó a
Hiuan-tsang el más profundo respeto. Y cuando supo la suerte que había sido
reservada, en su propio territorio, a los dos novicios que acompañaban al peregrino,
montó en cólera y ordenó la detención de los culpables. Los detuvieron, los llevaron
en su presencia y, ante el pueblo reunido, el rey los condenó a que les cortaran las
manos. Pero el Maestro de la ley y los dos monjes mismos no pudieron soportar que
hasta unos bárbaros y unos culpables fuesen mutilados de aquel modo. El Maestro de
la ley los salvó del suplicio y aprovechó la ocasión para exhortar al rey a la virtud. El
rey se contentó con hacerlos azotar y autorizó a Hiuan-tsang a convertir a los
corazones depravados, a instruir en la ley a hombres de toda edad y condición, a abrir
los conventos abandonados y a instalar en ellos a doctos, sabios y religiosos.
Al sur de Samarcanda, al oeste del Pamir, al norte del Hindú Kus, no lejos de la
ciudad de Kash, se abrían las Puertas de hierro que iban a reservar al Maestro de la
ley las pruebas más crueles y grandes sufrimientos físicos. Abiertas en el curso

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superior del Amú Daryá, que los antiguos llamaban Oxus y los chinos Bo zu, las
Puertas de hierro formaban una garganta estrecha entre dos montañas paralelas que se
elevaban a derecha y a izquierda y cuya altura era prodigiosa. Estas montañas, que
alzaban, por ambos lados, grandes paredes de piedra de color de hierro, sólo estaban
separadas por un sendero muy estrecho y bordeado por todas partes de precipicios
que corría alternativamente a lo largo de las dos paredes, pasando de una a otra por
unas pasarelas oscilantes que dominaban desde muy alto el cauce del río a menudo
seco. Este paso, difícil ya, a veces cubierto de hielo y escarpado por todas partes,
estaba sólidamente defendido por barreras de madera consolidadas con hierro. Y, ya
fuera para prevenir ataques, ya para poner sobre aviso al viajero contra las zonas más
peligrosas del camino, se había dispuesto por todas partes una multitud de
campanillas de hierro. Por toda esta serie de motivos los habitantes del país habían
dado al desfiladero el nombre de Puertas de hierro.
Al salir de las Puertas de hierro, el Maestro de la ley divisó al sur las grandes
montañas nevadas del Hindú Kus; adivinó a lo lejos, hacia el oeste, el reino de Bo si,
o Persia; hacia el este surgían los montes Cong ling que se unen al Himalaya en
dirección al sur. Observó la abundancia de las lluvias mezcladas con nieve que caen
sin cesar durante todo el final del invierno y gran parte de la primavera.
Y prosiguió su camino en dirección a Bactra.
El reino de Bactra está rodeado de altas montañas cubiertas de nieve. Los
caminos y los senderos son allí aún más difíciles y más peligrosos que en los
desiertos de piedras y hielo. El viajero ni un solo instante deja de encontrar nubes
heladas y torbellinos de nieve. Los hielos acumulados se elevan como montañas y
ruedan en torbellinos por una extensión de mil li. Alrededor de la ciudad estaban
establecidos un centenar de conventos que contaban tres mil monjes. Al Maestro de
la ley lo sorprendió sobre todo la escritura que utilizaban los monjes y los sabios:
constaba de veinticinco signos, ni uno más, que, a diferencia de los innumerables
caracteres chinos, no tenían el menor sentido propio y se combinaban entre ellos para
expresar todas las cosas. Los libros compuestos con aquellos signos estaban escritos
de través y se leían de izquierda a derecha. Al norte de las montañas nevadas se había
construido un convento en el que unos maestros se dedicaban sin descanso a la
honrosa tarea de componer sastra, esto es, tratados filosóficos. En aquel convento se
conservaban también con mucho respeto y una fe sincera un diente de Buda de unas
dos pulgadas de largo y una de ancho, la escoba de Buda cuyo palo está adornado con
diversas piedras preciosas y la jofaina de diferentes colores en que se lavaba Buda.
El gran temor de las gentes de Bactra eran los turcos, vestidos con pieles,
enemigos habituales venidos del norte y el este. Más de una vez el kan de los turcos,
seguido de toda su horda, había amenazado Bactra. Muchos pintores de la región
representaban turcos atacando. Se decía que, cuando su última aparición, su jefe, el
kan Di She hu, hijo de She hu, a la cabeza de sus soldados bárbaros, había invadido el
convento donde se amontonaban, al lado de las reliquias de Buda, muchos objetos

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preciosos y de gran valor. Luego, para pasar la noche, se había instalado con su
ejército en el llano vecino. Durante la noche, oyó en sueños una voz que le decía:
«¿Qué poder es el tuyo para que hayas tenido la audacia de querer destruir el
convento?». Y, en el mismo instante, sintió una lanza que le atravesaba el pecho y la
espalda. Despertado con sobresalto, el kan experimentó un intenso dolor. Se apresuró
a enviar un mensajero a los religiosos del convento para expresarles su
arrepentimiento. Pero antes de regresar el mensajero, había muerto.
Era aquella misma ciudad de Bactra, tan llena de recuerdos de Buda y tan
mezclada con la historia a menudo confusa de las idas y venidas de las hordas turcas
bajadas del Altai o del Pamir, cuya caída anunciaban a las autoridades de Chang an y
al Maestro de la ley jadeantes mensajeros. Había sido atacada y conquistada,
contaban, no por los turcos que todos esperaban, sino por unos enemigos fabulosos y
hasta entonces ignorados, cuyo mismo nombre era desconocido, y que, venidos de un
país lejano en los flancos de un África de leyenda, habían tomado primero Ctesifonte,
al sureste de Bagdad, y luego aplastado a los persas del ejército sasánida en la batalla
de al-Qadisiyya. Aquellos enemigos surgidos de ninguna parte y de los que nadie
sabía nada llevaban un nombre lleno de misterio: se llamaban los árabes.

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Isaac Laquedem hubiese querido que todo se detuviera y que la mujer de la puerta
permaneciese para siempre inmóvil, disimulada tras el farol que mantenía en vilo y
que los deslumbraba. Bajó el farol, se apartó en silencio para dejarles paso y, con la
cabeza, les hizo señal de que entraran.
Entraron.
Así que hubieron penetrado en la casa, la mujer cerró cuidadosamente la puerta
tras ellos y se volvió. Era muy morena, muy delgada, más bien baja, con un rostro
severo, de ojos inmensos y oscuros. Llevaba un vestido negro muy sencillo y
permanecía allí, muy erguida, sin decir palabra, apoyada en la puerta, con los brazos
caídos, tal vez algo temblorosa.
—Veo a María Casares —dijo Marie.
—Si le parece —dijo Simón—, María Casares.
La estancia en que se hallaban era una cocina bastante espaciosa, muy bien
arreglada, alumbrada por dos velas, con una mesa de madera y un fuego que ardía en
el hogar. Una escalera de madera, en un rincón, subía al piso superior. Nadie hablaba.
Hacía calor. Isaac tuvo de nuevo una sensación de eternidad.
Lo que sucedió en la casa apoyada en el bosque en algún lugar de Polonia durante
el terrible invierno de la retirada de Rusia me parece aún oscuro. Simón Fussgänger,
al pie de la Aduana del mar, hablaba de ello con reticencia, cortando su relato con
perpetuas digresiones, volviendo con complacencia a las aventuras de Hiuan-tsang o
de Ragnar el Sabio, mezclando, como solía, episodios muy distanciados en el espacio
y el tiempo. Parece que primero se desplomaron en dos sillas, extendiendo bajo la
mesa sus piernas heladas y molidas por el viaje, y que se pusieron a beber en silencio.
La mujer, sin decir palabra como antes, llenaba los vasos vacíos.
Muy pronto los dos hombres salían para ocuparse de sus caballos. «Los caballos
primero…», decía el elegante. La mujer los acompañaba en la oscuridad, con un chal
rojo alrededor del cuello, que formaba una mancha viva en su vestido negro, y el
farol al extremo del brazo. Seguía nevando. Preguntaban si había paja, heno, una
cuadra. Ella los llevaba a un establo donde había ya una vaca y un caballo. Les
mostraba el heno, un cepillo, agua, dos mantas en un rincón. Les dejaba el farol
colgado de una viga y volvía a la casa. Los hombres retiraban las sillas, cepillaban los
caballos, les daban de comer y beber, examinaban las herraduras, miraban que no
hubieran heridas ni grietas. Cuando volvían a su vez a la casa, encontraban la mesa
cubierta de platos que despedían un olor delicioso: sopa de coles, gran tortilla, queso
que olía intensamente. El calor producía su efecto. El alcohol también. Las lenguas
de los dos hombres se soltaban. Cada cual contaba su historia. El elegante, que comía
y bebía con apetito, hablaba de Murat, de Davout, de Berthier a los que ponía muy
por encima de todos los generales de Napoleón. Isaac contaba, más brevemente,
como si se tratara de lecturas o de viejas tradiciones transmitidas de generación en
generación, una u otra de las historias que nos contaba a nosotros, a Marie y a mí,
desde hacía cinco o seis días, delante de la Aduana del mar. Sola, de pie en un rincón,

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la joven callaba. No había despegado los labios desde que los dos jinetes habían
entrado en su casa.
De vez en cuando uno de los hombres se levantaba, iba a la ventana, miraba
fuera. Nevaba cada vez más.
—¿Hay lobos? —preguntaba el elegante.
La joven se volvía hacia él y no contestaba. Empezaban a mirarse, a preguntarse
si era idiota o muda. El hombre volvía a sentarse a la mesa. La mujer le llenaba el
vaso. Volvía el silencio. El ambiente, como se dice, estaba muy cargado. Isaac
Laquedem abría la boca para decir algo cuando el elegante se desplomó bajo el peso
del cansancio y el alcohol. La mujer ayudó a Isaac, que titubeaba también, a llevar el
cuerpo inerte hasta lo alto de la escalera de madera y a tenderlo en una cama cubierta
con un edredón espeso en un cuarto pobre pero limpio donde el correo del Emperador
tuvo tiempo de distinguir, bajo encajes y flecos, una segunda cama junto a la primera.
Era una suerte. Cayó en ella, a su vez, como una masa.

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El Maestro de la ley, que era muy sabio y había leído muchos libros, comprendió
al instante que la caída de Bactra era algo muy distinto de los combates contra las
hordas turcas y las luchas internas que agitaban regularmente los reinos de las
regiones del Oeste. Unos mensajeros, jadeantes, le traían noticias de la batalla de al-
Qadisiyya y de la victoria de los árabes sobre los persas, que los vencedores, en una
lengua incomprensible que Hiuan-tsang era el único chino que hablara, llamaban ya
fath al-futuh: la victoria de las victorias. Los viajeros contaban que los árabes iban
mandados por un general que se llamaba Ornar. Primo y suegro de un Profeta, cuyo
nombre era Muhammad, o Mahoma, enviado por el Dios único para conquistar el
mundo, Ornar llevaba los títulos de califa y emir de los creyentes —amir al-muminin
—. Testigos dignos de fe aseguraban que, fiel al espíritu de austeridad y
magnificencia de la nueva religión, el emir de los creyentes, vestido con harapos
remendados, había hecho su entrada en la ciudad santa de Jerusalén en un camello
blanco como la nieve: la pobreza de los harapos manifestaba su desprecio por sí
mismo y la magnificencia del camello la grandeza de su Dios. Apenas regresó a su
patria, Chang an, el Maestro de la ley sólo tuvo una idea en la mente: reemprender la
ruta, dirigirse a Bactra, mezclarse con los árabes, volver, por Bagdad y Damasco, a
las tierras benditas de su infancia donde todavía era como todo el mundo y donde
cada día lo acercaba un poco más a aquella muerte que, más tarde, no iba a cesar de
evitarlo.
—Había abrazado el budismo porque toda vida, a sus ojos, es interminable y
penosa. Porque hay que aspirar a salir de ella para siempre. Y porque el budista,
mientras aguarda su liberación, nunca muere sino para renacer. Nada era más budista
que morir para el budismo y renacer en otra parte. Fue lo que hice. Desaparecí de
China. Anduve, anduve. Resurgí en el Islam. Fui tan árabe en mi nueva encarnación
como había sido chino en la antigua. No me costó nada sentirme musulmán: judíos y
árabes son enemigos, pero antes son hermanos. Me gustaron los caballos, los
halcones, las fuentes, los castillos suspendidos a la salida de los desiertos, los bazares,
la guerra santa, las largas veladas en la tienda de campaña donde, caravana tras
caravana, el narrador ambulante contaba a los mercaderes apeados de sus camellos
las aventuras maravillosas de Simbad el Marino o de la lámpara de Aladino o de los
cuarenta ladrones alrededor de Ali Babà. Historiadores y filólogos se han planteado
muchas cuestiones sobre el origen de Las mil y una noches donde se encuentran,
mezcladas, influencias persas y árabes, huellas de viajes a todas partes, a India, a
Samarcanda, a Ispahán, a China y giros y rasgos que sólo pueden ser judíos. Ya
adivinan, me figuro, quién contaba aquellas historias, durante horas y horas, durante
siglos y siglos, a jóvenes asombrados, y a ancianos también, en Venecias de arena, al
pie de muy distintas Aduanas del mar.
»Me gustaron, sobre todo, en los árabes, sus eternas migraciones. Andan más que
ningún otro pueblo porque la religión les impone el deber de andar. Los seguí hasta
La Meca donde cumplí con ardor todos los ritos del hadjdj y antes el tawaf y el sa’y.

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Era lo mío: se trata de dar siete vueltas alrededor de la Kaaba y de andar lo más
aprisa posible dentro del recinto de la Gran Mezquita —la única en el mundo que
tiene siete minaretes— recordando la carrera desesperada de Agar en busca de un
poco de agua para su hijo Ismael. Di siete mil y siete veces siete mil vueltas alrededor
de la Kaaba donde está sellada la Piedra negra dada a Abraham por el arcángel
Gabriel y nunca he dejado de correr, como Agar, en pos de unas gotas de agua para
aplacar esa sed ardiente que ustedes llaman la vida.
»Seguí a los árabes en su marcha triunfal que, tras llevarlos a las fronteras de
Etiopía, China e India, los empujó, en nombre de Alá, el Misericordioso, el
Omnipotente, y bajo el estandarte verde del Profeta, hacia Egipto, Magreb,
Andalucía, España. Un torrente de fe. Un alud. Ya se imaginan ustedes que cierto mes
de octubre, un poco menos de cien años después de la batalla de al-Qadisiyya, me
encontraba cerca de Poitiers para otra batalla, mucho menos importante pero
igualmente famosa, en la que el emir Abderramán —¡bendito sea su santo nombre!
—, que había llegado más lejos hacia el norte que ningún guerrero árabe, cayó bajo
las armas del abuelo del gran emperador.
»Anduve en un sentido y anduve en el otro. La gente caía a mi alrededor y yo
seguía andando. Desde los desiertos de Arabia hasta los llanos de Poitou y desde
Damasco hasta España, anduve. Más tarde, cuando dejé de ser árabe para ir en el otro
sentido, desde Clermont hasta Jerusalén y desde Vézelay hasta Constantinopla,
anduve. En Vézelay, en la basílica borgoñesa que domina la colina, encontré el
recuerdo de María Magdalena. Mucho tiempo había pasado. Ya saben qué ocurre: el
furor se había desvanecido, la ternura seguía presente. Por ella me hice cruzado. Por
un lado como por otro, entre los musulmanes como entre los cristianos, yo era uno
entre millones y les aseguro que no figuraba entre los califas, los sultanes, los emires
ni los caballeros, los reyes, los abogados del Santo Sepulcro. Iba a pie, sufría, remaba
en las galeras, compraba y revendía, contaba historias, saqueaba, violaba, mataba,
hacía número. Hacía lo que hacían todos. Con una sola excepción: nunca me mató
nadie.
»Había otra cosa aún que me distinguía de la masa de mis compañeros: un sabio
indio me había confiado un secreto. Cuando, viniendo de la India y de China, andaba
con los árabes que salían del desierto para conquistar el mundo, llevaba conmigo y en
mí tesoros innumerables. Palabras de todas las lenguas, imágenes de todos los países,
recuerdos de todos los tiempos. Llevaba libros en mis alforjas, plantas para curar el
mal, mapas de regiones desconocidas, fórmulas sagradas de todas las religiones. Era
un viajero, un sabio, un individuo poco seguro también, un traidor a los ojos de
muchos. Un hombre que había pasado de un país a otro, de una creencia a otra y que
había sobrevivido a todo, al hambre, a los incendios, a las inundaciones, a todas las
formas de catástrofes y a todas las figuras de la gloria, a las revoluciones y a las
guerras. Nada más sospechoso que sobrevivir. Sabía muchas cosas que habrían
asombrado a los otros si las hubiesen conocido y que les habrían dado miedo si las

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hubiesen entendido. Tenía la respuesta a muchas preguntas y la clave de muchos
misterios. Tenía sobre todo un secreto. Era el secreto más simple y más formidable.
Era un secreto que daba el poder sobre el universo y que decidía todo el futuro. Era
un secreto con apariencia de enigma, con aspecto de paradoja. La carga más pesada
que había acarreado conmigo entre la India y el Islam era al mismo tiempo la más
liviana. Pues, quizá más decisivo que el invento del fuego, aquel secreto era algo que
existía y no existía. Algo que se parecía al nombre de Dios y que las palabras de los
hombres eran apenas capaces de expresar. Era al principio una nada, un vacío, una
ausencia, una nulidad. Iba a cambiar el mundo.

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Isaac Laquedem despertó brutalmente: le dolía terriblemente la cabeza y alguien
lo sacudía. Volvió a cerrar los ojos. Le pareció que era de día y que la luz lo
deslumbraba.
—¡Despierte! ¡Despierte!
Abrió los ojos de nuevo. Lo que vio le quitó las ganas de volver a sumirse en el
sueño. En la cama vecina, el elegante, desnudo, yacía degollado. Había corrido
sangre por todas partes. La había en el suelo, en las paredes, en las cortinas, a lo largo
del brazo que colgaba hacia el entarimado. Despejado de golpe, Laquedem saltó de la
cama. Comprendió en seguida que también él estaba desnudo y que, de pie, a dos
pasos, la joven de negro lo miraba. No supo qué hacer y se turbó un poco.
—No sea idiota. Ayúdeme.
Así, no sólo hablaba, sino que hablaba en francés. Hablaba en francés con un
acento que no era polaco. Italiano más bien, o español. Sí, claro: español. Estaba
delante de la ventana ahora y observaba algo, o fingía observar algo, en el llano o en
el bosque golpeando con las uñas la madera de la ventana. Había dejado de nevar.
Todo era blanco hasta el fondo del horizonte.
—¿Lo ha matado usted? —preguntó Laquedem.
—Vístase primero y ayúdeme.
Dando la espalda a la joven, buscó sus ropas. Vio las del elegante, que era más o
menos de su estatura. La víspera le habían dado envidia. Dudó un instante. «¡Bah! —
se dijo— ¡Ya no le servirán!». Se puso rápidamente la camisa de batista fina y el
ancho pantalón color rojo intenso.
—Le sientan mejor que a él —observó la joven.
Cogieron el cuerpo entre los dos y le hicieron bajar muerto la escalera de madera
que le habían hecho subir vivo. Había una sábana extendida en el suelo. Lo
envolvieron con la sábana y arreglaron como pudieron el desorden de la habitación y
la cocina.
—En cuanto anochezca lo echaré al río.
Decía esto en el tono más tranquilo. Laquedem la miró.
—No se puede entender todo —le dijo ella.
—¿Lo ha matado usted? —preguntó Laquedem de nuevo.
Ella se encogió de hombros.
—Puede imaginar todo lo que quiera. Que unos bandidos vinieron a degollarlo en
su cama y que grité tan fuerte que huyeron. Que formo parte de un grupo que odia a
los franceses y extermina a los que caen entre sus manos. Que he entrado en su
habitación esta madrugada, me ha echado en su cama y lo he matado para
defenderme. Que se ha degollado él mismo en un ataque de locura. Que es usted
sonámbulo y lo mató usted. Que anoche reconocí en él a un hombre que odiaba hacía
tiempo y esta noche vengué lo que aprecia más una española: el honor de la familia.
Que hay otro hombre en la casa y fue él quien lo mató. Que soy una loca peligrosa,

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escapada hace quince días de una casa de locos. Que usted me gustó tanto y tan
pronto que me deshice de él para quedarme sola con usted.
Isaac Laquedem se preguntaba si estaba realmente despierto o si soñaba la escena
que estaba viviendo. Trataba de acordarse de la velada de la víspera, los cuidados
dedicados a los caballos, la cena en la cocina, la cantidad de aguardiente absorbida…
Se pasó la mano por la cara.
—¿Acaso nosotros dos, esta noche…?
—Esto también es un misterio y un secreto.
Se produjo un silencio.
—¿Qué piensa hacer? —le preguntó ella.
—No sé —contestó él—. Creo que habría que avisar a alguien y llevar a cabo una
investigación. Yo no tengo tiempo.
—Lo imaginaba —dijo ella.
—Tengo una misión que…
Apenas había pronunciado estas palabras, cuando la idea de la cartera le cruzó
como un rayo por la cabeza. ¡La cartera del Emperador! Se precipitó a la habitación.
La cartera estaba allí entre sus ropas tiradas por el suelo. Había tomado, pues, la
precaución, la noche anterior, de guardarla consigo. La abrió. No faltaba nada. Las
esmeraldas y los rubíes de la cruz de la iglesia Uspenski brillaban con todo su fulgor
en medio de los despachos y las cartas a la emperatriz y al archicanciller.
—¿Qué hay? —dijo la joven con una vaga sonrisa.
—Tengo una misión que cumplir. He de salir en seguida. Por muchos motivos, la
muerte de los demás no es cosa mía. No conocía a este hombre. No haré nada contra
usted. Pero, antes de marchar, es preciso que sepa…, que entienda…, es preciso que
me diga…
—¿Que le diga qué? ¿Que sepa qué?
—Pues lo que ha pasado, quién es usted, lo que…
La había cogido de los hombros, la sacudía, la estrechaba entre sus manos para
arrancarle su secreto. Ella levantó la cabeza, con un gemido apagado.

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Todo había empezado por la parte del convento de Nalanda, en el curso inferior
del Ganges, más abajo de Varanasi y Pataliputra pura, que hoy día llamamos Benarés
y Patna, más arriba del delta al sureste del estado actual de Bihar. En esta región
húmeda y fértil no han faltado nunca los prodigios. Por lo demás, no faltan nunca en
parte alguna: ni en los desiertos, ni en los altos valles, ni en las llanuras, ni en las
ciudades. Fue a orillas del Ganges, en los alrededores de Pataliputra pura donde el
gran rey Asoka había establecido un campo de concentración para hacer sufrir a sus
enemigos. Se hallaban en él grandes calderas sobre hogueras encendidas, pinzas
calentadas al rojo vivo, ruedas dentadas para triturar la carne, espadas aceradas y todo
tipo de instrumentos de tortura que hacían que el campo pareciese una morada
infernal. El rey había reclutado una tropa de malvados a quienes había encargado la
vigilancia de aquella prisión. Al principio, sólo los criminales que habían violado las
leyes eran enviados al campo. Pronto se les unieron aquellos que habían desagradado
al rey. Más tarde, los que tenían la desgracia de pasar a proximidad de la prisión y
oían los gritos de los torturados fueron detenidos y exterminados. El rey cerraba así la
boca a las víctimas y a los testigos.
Un día, llegó por casualidad un sramana hasta la puerta de la prisión. Divisó de
lejos a un hombre cargado de cadenas a quien habían cortado las manos y los pies y
cuyo cuerpo estaba enteramente desgarrado. Los malvados que vigilaban el campo se
apoderaron inmediatamente del bhiksu y quisieron matarlo. Lo echaron en una
caldera de aceite hirviente. Pero, a fuerza de piedad y meditación, el sramana se
había elevado a la dignidad de un hombre perfecto, un santo, un arhat: se encontró en
la caldera de aceite hirviente como en un barreño de agua fresca y un loto inmenso se
desplegó debajo de él para servirle de asiento.
El director de la cárcel se quedó estupefacto y envió en seguida a un mensajero a
avisar al rey. El rey acudió en persona y admiró el prodigio. El director y los
guardianes se volvieron entonces hacia Asoka y le dijeron:
—¡Oh, gran rey! Debéis morir.
—¿Por qué? —dijo Asoka.
—Porque el rey en persona nos dirigió un decreto que dice así: «Quienquiera que
llegue hasta los muros de la prisión será ejecutado en el acto». El decreto no
menciona ninguna excepción para el rey.
—Pues bien —dijo el rey—, tampoco menciona ninguna excepción para los
guardianes. Haber dejado vivir tanto tiempo a unos hombres que se han hecho
indignos de vivir es una falta que me echo en cara.
Al instante, el rey Asoka ordenó a sus oficiales que arrojaran al director y a los
guardianes a una caldera ardiente. Luego salió del campo, derribó los muros, cegó los
fosos, destruyó la prisión, atenuó el rigor de las penas y se convirtió al budismo. Y en
las fronteras de su imperio que se extendía hasta muy lejos, elevó columnas en las
que hizo grabar la verdadera ley.

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En esta misma región se podía ver también el trono de diamante, que había sido
construido al principio del kalpa de los sabios y que contribuía al equilibrio de la
Tierra, y el árbol de la Inteligencia, una higuera de la India, o pippala, bajo la que
debían sentarse para obtener la inteligencia suprema los mil Budas del kalpa de los
sabios: los cuatro Budas ya pasados y los novecientos noventa y seis que están aún
por venir. Otros muchos monumentos se elevaban aún a lo largo del Ganges inferior.
El más considerable era el convento Nalanda.
En número de varios miles, los monjes de aquel convento poseían todos virtud,
facultades distinguidas y una gran instrucción. Su regla era muy severa y su conducta
muy pura. Si había hombres incapaces de tratar las materias abstractas de las Tres
Compilaciones, eran tenidos por nada y se veían cubiertos de vergüenza. Muchos
estudiantes extranjeros que deseaban adquirir reputación y propagar lejos la fama de
su talento se encaminaban al convento. Para eliminar al mayor número posible, el
guardián de la puerta, que era a su vez un sabio, les hacía preguntas difíciles. Los más
quedaban reducidos al silencio y se volvían. Los menos, que parecían instruidos, eran
examinados uno tras otro en medio de la asamblea de los religiosos que se esforzaban
en quebrar la agudeza de las mentes y hundir las reputaciones. Los que poseían una
gran memoria, una vasta erudición, una virtud brillante y un talento elevado
asociaban su gloria a la de sus antecesores y seguían su ejemplo. Fue el caso de
Hiuan-tsang que forzó el respeto de todos aquellos hombres de edad madura,
versados en la inteligencia de las sastra y las sutra. Los monjes lo alojaron en una
casa magnífica y le proporcionaron todo tipo de provisiones. Todos los días, Hiuan-
tsang recibía veinte frutas de puga y de jati, que son especies de nueces, una onza de
alcanfor, un poco de aceite, de mantequilla, de leche y un cheng de la especie de
arroz llamado gong da ren mi o «arroz para uso de los grandes», de grano muy grueso
y sabor delicioso. De vez en cuando lo paseaban en un elefante, en palanquín o en un
carro.
El día del nacimiento de Buda, se celebraba una fiesta en Nalanda. Sobre carros
de cuatro ruedas, los monjes habían levantado cinco pisos de bambúes sostenidos por
lanzas. El conjunto formaba una columna de más de dos chang de alta, que tenía el
aspecto de una torre. La columna estaba cubierta con una alfombra de fieltro blanco,
adornada con imágenes de todas las divinidades celestes, decorada con oro, plata y
vidrio de color. En lo alto estaba atado un techo de tejido bordado. En los cuatro
ángulos de los carros, dentro de pequeñas capillas, estaban sentados Budas, con
Bodhisattvas de pie a su lado. Una veintena de estos carros, que diferían unos de
otros por los colores y la decoración, eran paseados en medio de una gran afluencia
de visitantes y curiosos. Alrededor del convento se daban representaciones teatrales,
se hacían proezas, se tocaba música. El Maestro de la ley, que había salido a
contemplar el espectáculo, se vio de repente proyectado por un movimiento de la
multitud contra un hombre de mediana edad con quien se había cruzado ya y que,
también él, había sido acogido en el convento donde gozaba de una reputación a la

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vez de sabiduría y rareza. Se llamaba Aryabhata. A pesar de la oposición de sus
caracteres y opiniones, se hicieron amigos.
Aryabhata veneraba a Buda, pero se interesaba escasamente por las Tres
Recopilaciones y las Seis Virtudes. Para él, el monte Sumeru no había existido nunca
y había, dispersados y adorados de un extremo al otro de Jambudvipa, más dientes de
Buda de los que había habido nunca en la boca de Sakyamuni. Lo que, día tras día, y
noche tras noche, ocupaba a Aryabhata eran los caracteres que servían para
representar el número de las personas y los objetos, sin la menor consideración por la
naturaleza de dichos objetos ni la situación de dichas personas. A tales caracteres les
daba el nombre de cifras. El estudio de estas cifras era por naturaleza muy abstracto y
le había valido el aprecio y el respeto de los monjes de Nalanda, asustados a menudo
por su falta de piedad.
Tanto como la contemplación de las estrellas durante las noches sin luna o el
recuento de los ganados en los campos o de las tropas en presencia en vísperas de
batallas, era, sin embargo, la observación de manifestaciones piadosas y ritos
religiosos lo que había llevado a Aryabhata a interesarse por las cifras. Había
advertido que los monjes efectuaban ante las reliquias de Buda salutaciones y
prosternaciones muy numerosas de las que, a veces, por motivos de piedad o vanidad,
querían llevar la cuenta. Se valían de nudos en una cuerda, muescas en un trozo de
madera, piedras o habas que pasaban de un montón a otro. El sistema funcionaba de
maravilla con las pequeñas cantidades. Mientras se trataba de cuarenta vacas o de
veinticinco prosternaciones, los nudos, las muescas, las piedras o las habas cumplían
su función. Las cosas se estropeaban con las cantidades muy grandes. No sólo la
mente se confundía pronto, sino que las palabras empezaban a faltar para designar el
número de estrellas en el cielo o la multitud de guerreros en un campo de batalla. Los
problemas de nomenclatura venían a añadirse y casi a sustituir a los problemas de
aritmética y matemática. Hiuan-tsang estaba acostumbrado a los millares de
caracteres chinos cada uno de los cuales tenía su significación propia y designaba un
ser, una idea o una cosa. El número de los números era más infinito aún que el
número de los seres y las cosas y era imposible no confundirse en el vértigo de su
manejo.
Aryabhata había descubierto que la solución del problema pasaba por la
constitución de series abstractas, homogéneas y repetitivas: en vez de contentarse con
contar los nudos, por ejemplo, se contaban cuerdas que comprendían cada una un
número fijo de nudos. Se pasaba de los nudos a las cuerdas, y de las cuerdas a los
grupos de cuerdas que comprendían cada uno un número fijo de cuerdas. Para contar
las prosternaciones ante las imágenes de Buda, los grupos de cuerdas o los pedazos
de madera sucesivos con un número fijo de muescas suponían para la memoria un
alivio considerable. Pero los monjes de Nalanda se valían sobre todo, porque era más
sencillo, de los dedos de las dos manos.

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Los dedos de las dos manos constituían para cada uno la serie más simple, la que
se imponía a la mente con más evidencia. Nada era tan fácil como contar así hasta
diez. Después de una primera serie de diez, se pasaba, sin el fárrago de las cuerdas,
los grupos de cuerdas, las muescas en pedazos de madera, a una segunda, a una
tercera, a una décima serie de diez. La única dificultad era que entonces había que
contar también las series. Los dedos servían primero para contar el número de
prosternaciones dentro de cada serie; servían luego para contar el número de series.
Las cosas resultaban ya un poco más complicadas. Conocedor de los juegos
abstractos presentados, en otro campo, por las Tres Compilaciones, los Tres Mundos
y los Tres Conocimientos, el Maestro de la ley seguía con atención apasionada la
exploración por parte de Aryabhata del universo misterioso de la cantidad y los
números.
Un día, Aryabhata se llevó a Hiuan-tsang a dar un largo paseo alrededor de
Nalanda. Vieron monjes y guerreros, artesanos, agricultores, hombres de condición
ínfima y el cortejo de un príncipe, palacios, tenderetes, barcos en el Ganges, todas las
muestras de la actividad y las pasiones de este mundo.
—Creo —dijo Aryabhata— que hay un mundo secreto bajo el mundo aparente.
—Yo también lo creo —dijo Hiuan-tsang.
—Tal vez mi mundo secreto —dijo Aryabhata sonriendo— no sea el mismo que
el tuyo.
—Tal vez —contestó Hiuan-tsang— hay un gran secreto que contiene todos los
otros. Es el que contempla la sonrisa de Buda.
Aryabhata empezó a contar a Hiuan-tsang que más o menos por la misma época
de Confucio y Buda vivían, lejos al oeste de las regiones del oeste, unos sabios y
doctos que veían bárbaros en todos los otros pueblos. Llevaban el nombre de griegos.
Hiuan-tsang sonrió: en una vida anterior había conocido a griegos.
Los griegos, decía Aryabhata, habían comprendido que el mundo podía reducirse
a números. Habían inventado, o maravillosamente perfeccionado, la ciencia de su
medida y sus relaciones. Pero no habían descubierto lo que él, Aryabhata, había
sabido descubrir. Había hallado el gran secreto que hacía sonreír a Buda.
—¿El gran secreto?… —decía Hiuan-tsang.
—En fin… —decía Aryabhata—. Una parte del gran secreto. Un paso hacia el
gran secreto.
Dejando maravillado al Maestro de la ley, Aryabhata le explicó que había hallado
el modo de expresar la totalidad de todos los números que constituían el universo
valiéndose únicamente de nueve signos o caracteres a los que daba el nombre de
cifras. Aseguraba que su sistema era más simple y más dúctil que todos los sistemas
precedentes, y en particular que aquellos que usaban los sabios de Babilonia,
Alejandría o Grecia. Hiuan-tsang escuchaba con avidez y no comprendía cómo nueve
caracteres podían bastar para contar los favores de Buda, los granos de arroz de una
cosecha, las estrellas en el cielo, cuando necesitaba millares y millares de caracteres

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para transcribir en chino las Tres Recopilaciones del canon búdico. Aryabhata se
echó a reír.
—Hay un secreto —dijo.
El estupor de Hiuan-tsang llegó al colmo cuando, a los pocos días, en la estancia
más recóndita de la casa cerca del convento, Aryabhata, después de tomar todo tipo
de precauciones para que nadie pudiera verlos ni oírlos, pidió un pergamino, un
pincel y tinta.
—Éste es el secreto —le dijo al Maestro de la ley que lo observaba con toda la
fuerza de atención de que era capaz.
Y, en el pergamino, con una pincelada decidida, trazó esto:
—¿Qué es? —preguntó Hiuan-tsang inclinándose, con aire
desconfiado, sobre el más breve de todos los trabajos de la mente.
—Es un punto —dijo Aryabhata.
—Ya lo veo —dijo Hiuan-tsang—. ¿Y qué?
—Es el gran secreto —dijo el indio.

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La travesía de Alemania fue al menos tan ruda como la de Rusia. Rusia estaba
desierta, Alemania estaba llena de enemigos más o menos declarados. Al salir de una
posada al suroeste de Prusia, Isaac Laquedem, para abrirse paso por entre una
multitud hostil que se había agolpado ante él y para llegar hasta su caballo, hubo de
aceptar el brazo que le ofrecía su hospedera, una mujer muy guapa, francamente, más
bien deslenguada, y que no era insensible al prestigio del uniforme.
El caballo no era ya el mismo. El hombre seguía siendo el mismo, pero el caballo
había cambiado. Con algo de tristeza, el mensajero de Daru había dejado a Capitole
en Polonia, en la cuadra cerca del bosque, y se había adueñado del caballo árabe del
elegante. En su nueva montura, con su uniforme deslumbrante, tenía un aire soberbio.
Isaac Laquedem acaso nunca había estado tan apuesto. Ya no era el vagabundo
harapiento que había cruzado los tiempos del rigor clásico y los atractivos barrocos
entre los mosqueteros, las camareras, los músicos y los filósofos, ya no era siquiera el
oscuro correo el Emperador, de pasado incierto a pesar de aquel desprecio a la muerte
que dejaba pasmado a Henri Bey le: se había colado en la piel del elegante cuya
indumentaria había confiscado post mortem. Lo veía en la cama, con el cuello
cortado, cubierto de sangre.
«¡Pobre muchacho! —pensaba—. Ya no hará más conquistas».
Despachada simplemente la oración fúnebre, volvía a pensar en la sombra ante el
umbral de la puerta, en la muda con su vestido negro, en su mentón voluntario, en su
aire hermético y tenso, en sus arrebatos imprevistos. Consideraba al elegante entre las
pérdidas y ganancias y sonreía al cielo azul muy pálido que se extendía por encima de
él. Todos aquellos últimos días habían desfilado tan rápidamente que Isaac Laquedem
tenía que hacer un esfuerzo para convencerse de su realidad. El paso del puente, la
batalla contra los cosacos, el encuentro con el elegante, la casa de noche, la muerte de
su compañero, la actitud para con él de la joven española: aquel mundo que desde
hacía tanto tiempo lo fastidiaba y del que creía saberlo todo le reservaba aún
sorpresas. La imagen de la joven acogiéndolos a ambos en la casa cerca del bosque se
mezclaba a las preguntas que lo asaltaban tumultuosamente. Pero él, más que nadie,
estaba acostumbrado a los misterios de la vida y la muerte y no tenía por qué
comprender todo lo que le ocurría. Lo más claro del caso era que se había vuelto
capitán y que llevaba una documentación con el apellido de Canouville.
«¡Bonito apellido! —se decía galopando hacia París—. Con semejante apellido
acabaría uno soñando con una existencia nueva y aventuras sin fin. No podré
guardarlo mucho tiempo, seguro. Un Canouville, en París, debe de tener amigos,
familia, amantes, enemigos. Quizá una mansión en provincias. Quizá tierras y rentas.
¡Anda! Resulta que soy rentista y propietario de esas landas y esos bosques por los
que voy a echar a andar. Aprovechemos estas delicias caídas del cielo de Polonia
antes de despertar».
Lo que, en la herencia de Canouville, había llamado la atención y excitado la
curiosidad del antiguo correo del Emperador, eran, sobre todo, dos breves cartitas, de

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la misma letra, de un estilo torpe y bastante soso, pero exquisitamente perfumadas y
firmadas una con «tu Paulette» y la otra con «tu Pauline que te quiere más que
nunca». Más aún que en la española, que debía imaginarse, muy equivocadamente,
que le debía la vida y no dejaba de pensar en ella, pensaba en aquella Paulette por las
carreteras de Alemania y Francia. Soñaba en ella tanto más cuanto que, entre las
pertenencias del elegante, además de un reloj, una pipa y algunas otras chucherías sin
interés, había encontrado un medallón que representaba a una de las mayores
beldades que había visto nunca.
«¿Y si fuera Paulette?», se decía.
Y, hundiendo las espuelas en los flancos del árabe, galopaba con más ahínco hacia
la solución de todos aquellos misterios.

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—Todo lo que les cuento —dijo Simón— sobre mí y sobre los otros, lo creen,
¿verdad?
No sé si conocéis Venecia y la vista de la Aduana del mar. De día, de noche, es
uno de los espectáculos más extraordinarios que pueden contemplar. Todo es bello,
todo es extraño: esa ciudad construida sobre el agua, esos palacios, esas iglesias que
surgen del pasado, esa mezcla de leyendas y de encajes de piedra, de magia y de
historia más estupefaciente que las leyendas… Si hay un lugar en el mundo en que la
frontera se borra entre lo inverosímil y la realidad, es en Venecia, en la punta de la
Aduana del mar. La pregunta de Simón nos dejó sin voz.
—Pues… —empezó Marie.
—No se turbe —dijo Simón—. Sabe muy bien que todo lo que les cuento es
verdad. Lo inverosímil no soy yo: es el mundo. Inverosímil y vagamente cómico. No
estoy muy seguro de que no haya un payaso en algún sitio. Pero el payaso no soy yo.
No soy yo quien ha inventado todo lo que les cuento noche tras noche, esas historias
de amor y de muerte, de poder, de saber, de destino y de fe que se pregunta uno de
dónde salen y qué significan. No sé quién las ha inventado. Tal vez nadie, tal vez todo
el mundo. Y si quieren hacerme decir que no tienen ni pies ni cabeza y que la historia
de los hombres es una formidable impostura, un carnaval permanente, una mezcla de
genio y mistificación, de sufrimiento y bufonada, no seré yo quien sostenga lo
contrario. Lo más increíble es que haya grandeza para surgir de todo eso.
»El mundo es una taracea, un patchwork, un galimatías, un batiburrillo, una sarta
de contradicciones. Pueden pasarse la vida riéndose de él. Pueden igualmente
admirarlo. Lo más sensato es hacer las dos cosas. Es lo que decidieron, tras larga
reflexión, me imagino, un Shakespeare y un Cervantes (¿les han dicho alguna vez que
murieron ambos el 23 de abril de 1616? Sospecho que son una sola y misma
persona), un Rabelais, un Claudel, un Ionesco, un Goya…
—Y usted, seguramente —dijo Marie—. Pues bien, no le faltan humos.
—Procuro sobre todo —dijo Simón— no aburrirlos demasiado. ¿Sabe qué
representa hablar de mi vida? Piense en todos los latosos, en todos los novelistas, los
autores de memorias y diarios íntimos que les cuentan sus vacaciones, lo que hicieron
anteayer, las guerras de su juventud. Lo que yo he de contar son millares de guerras y
vacaciones eternas. Lo chusco de la vida y su inmensa amargura están inmersos en un
líquido primitivo del que, a cada instante, hay que intentar desprenderse: es el
aburrimiento. Si los aburro, se marchan. Y necesito que me escuchen. El único
consuelo a mis carreras sin fin es contarlas a alguien. No tengo otra ambición que
obligarlos a quedarse conmigo al pie de la Aduana del mar. Es por lo que galopo a
más no poder por la carretera de París, me demoro lo menos posible en las escaleras
de madera, no abro nunca puertas, me guardo como de la peste de salir a las cinco,
liquido bailes y besos, me salto los adjetivos, las descripciones de jardines, las
estimaciones sobre sentimientos de los que nadie sabe nada y que ustedes conocen
mejor que nadie, corro como un condenado para desanimar al aburrimiento y que no

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nos alcance. Porque he tenido mil y una vidas, paso de una a otra y las echo en
desorden ante ustedes que no tienen más que una sola. Y todo lo que cuento sería el
rigor mismo si no estuviera obligado, para tratar de convencerlos, para tratar de
retenerlos, a quedarme siempre por debajo de una verdad inverosímil y andar a todo
correr.
Sí, el emir Abd al-Rahman fue muerto en Poitiers por los soldados de Carlos
Martel que lo llamaban Abderramán porque no lograban pronunciar su nombre. Sí, el
emperador Napoleón ordenó a Daru que enviase con toda urgencia un correo a París
para dar a los franceses, agitados por los rumores que procedían de Rusia y por la
conspiración de Malet, noticias de su dios. Sí, los vikingos fueron por un lado hacia
Kiev y hacia Ucrania, por otro hacia América, por otro aún hacia Gibraltar. Sí,
naturalmente, un jinete francés que acababa de escapar entre la nieve y la sangre de
unas aventuras casi increíbles y que tenía en la cabeza imágenes de felicidad se
dirigía hacia París a todo galope en un caballo árabe. Y sí, unos sabios indios, llenos
de un genio oscuro injustamente olvidado transmitieron a los árabes un secreto
formidable que iba a trastornar las mentes y permitir a los hombres dominar el
universo. El mundo inagotable también está hecho con todo esto.

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Durante meses y meses y durante años, la imagen del punto trazado por
Aryabhata en la casa de Nalanda persiguió a Isaac Laquedem, alias Hiuan-tsang o
Xuan zang, alias el Maestro de la ley, convertido, por la fuerza de las cosas, en Ornar
Ibn Battuta al Kharezmi al Tartuschi. Vestido con harapos comparada con los cuales
la vestidura remendada del emir de los creyentes cuando su entrada en Jerusalén
habría parecido suntuosa, cruzaba los desiertos arrastrando tras sí sus alforjas llenas
de libros misteriosos y viejos manuscritos. No había tardado en convertirse en una
figura de leyenda para unos guerreros surgidos de las arenas para conquistar el
mundo en nombre de Alá y su Profeta. A menudo, cuando había terminado de contar
una u otra de las historias que lo habían hecho célebre desde Persia hasta Andalucía y
cuyos ecos se hallan en los cuentos de Sahrazad o en los relatos de la Aduana del
mar, cogía su bastón y lo hundía en la arena del desierto. Miraba mucho rato el
agujero dejado por el bastón e, indiferente a cuantos se apiñaban en torno a él para
escucharlo sin comprenderlo siempre, murmuraba a media voz:
—De todas las historias que he contado, ésta es la más fabulosa.
—¿Cuál, hadjdj? ¿Cuál? —gritaban los niños que lo rodeaban.
—La del agujero en la arena, que es un agujero en el mundo. La del punto de
Aryabhata. Pero el momento de contarla no ha llegado aún.
»Desde la revelación de Nalanda, no había dejado de darle vueltas y más vueltas
en la cabeza al secreto de Aryabhata. El punto no era un signo como los otros. Los
nueve signos llamados cifras por el sabio indio los había comprendido sin dificultad
el Maestro de la ley. Y, en su nueva existencia, Ornar, como todo el mundo, los
comprendía también. Correspondían a los cinco dedos de la mano derecha —o de la
mano izquierda— y a los cuatro primeros dedos de la otra mano. Contaban un
caballo, o dos. O dos vacas y un caballo. O dos veces dos vacas. Y así sucesivamente
hasta tres veces tres caballos que cada cual llegaba a contar con cinco dedos más
cuatro dedos, o también tres dedos, más tres dedos, más tres dedos, y Omar, al mismo
tiempo que pensaba en los caballos y en las vacas, repetía indefinidamente los gestos
con los dedos de las dos manos, de modo que muchos lo tomaban por loco. Cada cual
también, en su lengua, conseguía, sin la menor dificultad, nombrar aquellas nueve
cifras: uno, dos, tres…, o: one, two, three…, o: eins, zwei, drei…, o: uno, dúo, tre…
Todas las dificultades surgían al mismo tiempo con el último dedo meñique. El
número al que correspondía no era designado por una cifra nueva: era designado por
la primera cifra de la serie, repetida de nuevo y seguida de un punto.
»El secreto, a la vez tan simple y tan difícil de concebir, sobre el que iban a
apoyarse la aritmética, y todas las matemáticas, y todas la ciencias y técnicas futuras,
era que aquel punto figuraba un valor nulo y un conjunto vacío y que bastaba
colocarlo en cierto lugar en un número para indicar la ausencia de unidades de aquel
lugar, o si prefieren, para volver al vocabulario de las cuerdas y las dos manos, de
aquella serie.
—No entiendo nada de nada —dijo Marie.

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—Y, sin embargo, los niños de seis años no tienen más remedio que entender, o
hacer como que entienden, el secreto de Aryabhata y Omar Ibn Battuta al Kharezmi
al Tartuschi. Los niños de seis años han de hacer el esfuerzo inaudito (el más violento
que se les exigirá en toda su vida, ya lleguen a jefe de Estado, o físico genial, o sabio
en todo) de aprender un alfabeto en que cada uno de los signos, a la inversa del chino,
no tiene ninguna relación con las realidades que sus combinaciones estarán
encargadas de designar. Deben hacer también el esfuerzo de entender el sentido del
punto de Aryabhata.
—Nadie —gimió Marie— me ha dicho nunca la menor palabra sobre el punto de
Aryabhata.
—Es que lo hemos cambiado un poco —dijo Simón.
Pasaban los años. Omar Ibn Battuta al Kharezmi al Tartuschi no podía guardar ya
para sí el secreto que lo ahogaba y lo volvía casi loco. Corría a través del mundo
llevando en la cabeza aquel vacío que pesaba tanto y por la noche, en sus pesadillas,
veía el punto del indio como una bola muy apretada, inexistente y multiplicadora, de
donde brotaba el universo. Más de una vez sintió la tentación de descargarse de aquel
peso. Una tarde, al ponerse el sol, había incluso trazado el punto en la arena y se
disponía a hablar cuando se levantó el viento del atardecer y borró la huella dejada
por el bastón. Vio en ello como la señal de que aún era demasiado pronto para
divulgar el secreto que permitiría levantar el mundo como con una palanca. Por
último, una noche, en los desiertos de Arabia o en la Persia musulmana desde la
victoria de al-Qadisiyya, encontró a al Biruni.
Era uno de aquellos campamentos que nacían de la guerra y el comercio y era una
de aquellas noches que debían celebrar más tarde un Saadi, un Hafiz o un Omar
Khayyam. Los dos hombres se sentaron uno junto a otro, trocaron algunos dátiles por
un poco de leche de camella, y luego se hicieron preguntas sobre sus viajes y sobre lo
que hacían con su vida.
—Yo ando —decía Omar.
—Cuando no tengo papel —decía al Biruni— dibujo figuras en el polvo o en la
arena y mido sus relaciones.
—¿Cómo los griegos? —dijo Omar.
Al Biruni se quedó boquiabierto. Aquel vagabundo era asombroso. Sabía cosas
que los más sabios no sabían. Sí, sí, como los griegos. Al Biruni se interesaba tanto
por los griegos que gracias a él conocemos los trabajos perdidos de Arquímedes sobre
la relación entre el perímetro y el diámetro de un círculo y el valor del famoso
número n utilizado ya por los hebreos y los babilonios: 3,14159. Había vagado
también casi por todas partes y había escrito una Historia de la India y una
Cronología de los pueblos antiguos. Al Biruni y Omar Ibn Battuta hablaron del
budismo y del islam, del Indo y el Ganges, de Bamiyán y Bactra. Hablaron sobre
todo de la medida de los números, y de los griegos.

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—Hay los judíos —dijo Simón— y hay los griegos. ¡Oh, naturalmente! Hay
franceses, ingleses, eslavos, italianos, españoles, suizos. Hay hasta norteamericanos.
Y han ido a la Luna.
—¡Usted ha ido! —exclamó Marie.
—Claro que no —dijo Simón—. Yo ando por la Tierra. Sólo por la Tierra. Y en la
Tierra, hay africanos, y japoneses, e indios, y chinos. Y hay hombres y mujeres entre
ellos que han hecho cosas estupefacientes. Pero hay primero los griegos y los judíos.
Con los griegos y los judíos reconstruirían ustedes todo un mundo sin necesidad de
nadie. Unos se inclinan por los griegos, el Apolo de Delfos, el Erecteion; los otros
por los judíos, el Talmud y la Cábala, las especulaciones de todo tipo. Juntos, los
griegos y los judíos, valen más que todos los otros.
Con el nombre de Ornar Ibn Battuta al Kharezmi al Tartuschi, Isaac Laquedem
hablaba de los griegos con al Biruni. Hablaban de Pitágoras, de Arquímedes y de
Euclides, que eran grandes genios. Hablaron de las propiedades del triángulo y del
círculo, hablaron de Parménides y de Heráclito y del divino Platón, hablaron de
Aristóteles, que fue el maestro de los sabios, y se elevaron hasta las esferas celestes
que, como todas las cosas de este mundo están regidas también por los números y sus
relaciones. A medida que evocaban un mundo cuyos secretos y misterios se revelaban
a los hombres bajo la forma del número, el entusiasmo y la fiebre se adueñaban de al
Biruni. Explicaba a Omar cosas que ni el Maestro de la ley, ni Demetrios, ni siquiera,
más tarde, Ragnar el Sabio, habían entendido nunca y en las que, en verdad, no
habían pensado nunca: que la Tierra era redonda, que el Sol y los astros permitían
calcular las distancias y los ángulos, que la sucesión de los números era ilimitada, que
unas leyes tan estrictas y tan irreversibles como todas las leyes divinas reinaban en
las relaciones que constituyen el universo. Omar escuchaba maravillado. Lo invadía
el júbilo. Por fin había hallado al hombre que merecía el secreto del punto de
Aryabhata.
Entonces, Omar, a su vez, se puso a exponer a su nuevo amigo todo lo que el
sabio indio le había confiado en Nalanda y sobre todo las nueve cifras y el punto que
expresaba la ausencia, la nada, el vacío y que hacía pasar al mismo tiempo de la
categoría de las unidades a la de las decenas, de la categoría de las decenas a la
categoría de las centenas y de la categoría de las centenas a la categoría de los
millares, de las decenas de millares y de las centenas de millares. Al Biruni
escuchaba con una atención tan concentrada que ningún músculo se movía en su
rostro ni en su cuerpo. Parecía fulminado por el rayo. Varias veces, en la oscuridad de
la noche que empezaban ya a disipar los primeros resplandores del alba, Omar Ibn
Battuta creyó que su interlocutor acababa de dormirse.
—¡Eh, amigo! —decía, inclinándose hacia adelante y cogiéndolo del hombro.
—Sigue, sigue —decía al Biruni.
Salía el sol cuando Omar, de pie, trazó en la arena o el polvo, con la punta de su
bastón, el punto de Aryabhata. Al Biruni contempló mucho rato, como en sueños,

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aquella herida leve en la superficie de la tierra. Pasó media hora. Acaso una hora.
Acaso más todavía. Inmóvil, silencioso, Omar Ibn Battuta no se atrevía a hacer el
menor gesto por miedo a contrariar la meditación de su compañero, sumido en un
éxtasis que no era ya de este mundo. Una ligera brisa comenzó a soplar. Empezó a
borrar el punto de Aryabhata. Al Biruni se levantó a su vez. Cogió el bastón de las
manos de Omar Ibn Battuta y, con un solo gesto, trazó un redondel en el suelo:
—He aquí —dijo— la única imagen correcta de la perfección y de la nada. El
punto está al principio y al final de las cosas. No es lo que necesitamos. El círculo,
que separa y que sin embargo reúne, es el símbolo, a un tiempo, del poder y la
ausencia. Asociado a las nueve cifras, designará a la vez la multiplicación y el vacío.
Y a esta figura de la nada de la que saldrán todos los números la llamaremos el cero.

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Tan llenos de agudeza y talentos en los siglos precedentes, no eran alegres los
salones de París con el Imperio. Lo más brillante se había ido a Coppet, en Suiza,
junto a la señora de Staël, o se había refugiado, con Chateaubriand o los
Montmorency, en una oposición silenciosa y malhumorada. A los del Antiguo
Régimen que se habían pasado a él y mezclado con los generales de la Revolución
convertidos de pronto en duques y príncipes, el Emperador les hacía sentir sus
modales rudos y su autoridad férrea. A veces se llevaba algún chasco. A una señora
de su corte que, al modo de la mayoría de mujeres del siglo XVIII, no carecía de
agallas, le preguntó:
—¿Es cierto, señora, que le gustan mucho los hombres?
—Sí, majestad —contestó ella—. Sobre todo cuando están bien educados.
Y a una mujer, autora de varias obras, cuyo marido era prefecto en uno de
aquellos nuevos departamentos de Renania, le espetó:
—¡Por lo visto escribe usted, señora! ¿Le han dicho que no me gustan las mujeres
de letras?
—Sí, majestad, pero no me lo he creído.
—¿Y qué ha hecho desde que está aquí?
—Tres hijos, majestad.
Lo que divertía e interesaba más a aquellos salones algo estirados en los que el
encanto del dieciocho se había desvanecido ya y en los que las pasiones del
diecinueve no habían penetrado aún, eran las locuras de la familia. ¿De qué familia?
De la única: la familia del Emperador. Después de haberse regodeado mucho tiempo
con la frase de Napoleón a su hermano, la mañana misma de la coronación:
—¡Ah, José! Si nuestro padre nos viera…, los salones se deleitaban contando que
la más linda representante de la familia, una belleza bastante excepcional que era una
de las únicas, y quizá la única, en poder rivalizar con la señora Récamier —por la que
Luciano había andado loco y que, según se decía, se había negado a Napoleón, pese a
la insistencia de Fouché—, la hermana favorita del Emperador, la antigua mujer del
general Leclerc, muerto de la fiebre amarilla en Santo Domingo, la maravillosa
princesa Borghése, la duquesa de Guastalla, que se moría de aburrimiento en los
palacios de Italia, había incurrido en la cólera del tirano por haber hecho muecas, y
quizá puesto los cuernos con los dedos índice y cordial, tras las cabezas vueltas de
Sus Majestades Imperiales su hermano y María Luisa. La princesa, de resultas de
ello, no estaba ya en olor de santidad —si esta palabra había podido aplicarse alguna
vez a la más bella de las pecadoras del Imperio— cerca de su emperador de hermano
que le había prohibido el acceso a las Tullerías. Paseaba por el sur su languidez y su
tedio.
Paseaba sobre todo su pena. Siempre le habían gustado con locura el placer y los
hombres. Había empezado pronto en Marsella, con un miembro de la Convención
cubierto de sangre, llamado Fréron, que era el hijo del enemigo de Voltaire:
El otro día, en el fondo de un valle,

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una serpiente mordió a Jean Fréron.
¿Qué creen ustedes que sucedió?
Fue la serpiente la que palmó.
Siguió con Duphot, que debía morir un poco más tarde, en un motín en Roma, y
con algunos más. Hubo que casarla a los dieciséis años. Enviudó a los veinte. Se
cortó los cabellos y los depositó en el ataúd de Leclerc, su marido, hijo de un
comerciante en harinas, voluntario a los dieciocho años, capitán a los veintiuno,
general a los veinticinco, al frente de los granaderos que salvaron a Bonaparte, el 18
brumario, en Saint-Cloud, adversario, en Santo Domingo, del negro Toussaint
Louverture, muerto a los treinta años. «Un húsar que no ha muerto a los treinta años
—decía el general de Lasalle— es un Juan Lanas». Oficial antes de la Revolución,
alistado como simple soldado en el ejército de la República con objeto de ganar todos
sus grados sin deber nada a su nombre, Lasalle era húsar. Estuvo a punto de ser un
Juan Lanas. Logró, gracias a Dios, morir en Wagram. Ya era hora: tenía treinta y
cuatro años. Las cosas iban rápidas en aquella época. La viuda de Leclerc volvió a
casarse a los veinticuatro años con el príncipe Borghése. El príncipe no estaba mal.
Sólo había un problema: no lo quería. Desfilaron los amantes. Posó desnuda para
Canova. La representó en la actitud de la Venus de Praxiteles, que, a su vez, había
tomado por modelo a la bella Friné, su amante. Alguien preguntó a la princesa si no
la había molestado posar desnuda para Canova.
—En absoluto —respondió—. El taller tiene calefacción.
Se encariñó sobre todo con un oficial elegante y mediocre a quien el Emperador,
a pesar de sus lágrimas, había mandado a Rusia con el Gran Ejército y del que, desde
hacía muchos meses, no tenía la menor noticia. Se llamaba Canouville.

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—Hablo, hablo, me acuerdo de grandes hombres, refiero hechos notables, cuento
cosas que han cambiado el mundo. Sobre todo he sido pobre. A menudo he corrido
mucho, al modo de los vencedores, los conquistadores, los campeones y los ricos,
halagados por la multitud. También he andado con la horrible lentitud de los pobres.
Las filas de espera soy yo. Las colas ante los papeles y ante las verduras soy yo. Los
cortejos del hambre soy yo. Los desfiles de huelguistas y parados detrás de las
banderas rojas o negras, de la Bastilla a la República, por las calles de Changhai o de
Chicago, por la perspectiva Nevski barrida por la nieve y las ametralladoras soy yo.
La larga marcha hacia Yenngan de las tropas derrotadas de Mao soy yo. Los pobres
con los que tanto tiempo he marcado el paso y que no avanzaban no son los héroes de
las revoluciones triunfantes. La revolución cambia los verdugos en víctimas y las
víctimas en verdugos. Los pobres de los que formaba parte no sacaban provecho de
nada y no esperaban nunca nada. Murieron antes de la victoria y antes de ser para los
otros lo que los otros habían sido para ellos. Fueron siempre pobres, víctimas, perros
abandonados en los basureros de la historia. No andaban para vencer, para conquistar,
para adueñarse del poder, no andaban para descubrir ni por curiosidad. Andaban por
desesperación. Andaban porque huían. Entre las lágrimas y la sangre he huido más
que nadie.
»Es de esta huida perpetua de la que ha salido mi imagen. Ya saben: la barba, los
largos cabellos grises, la hopalanda en la tempestad, las alforjas al lado, el bastón en
la mano, los ojos iluminados por el miedo y la vergüenza del eterno fugitivo y el
perseguido. No he arrastrado esta facha durante dos milenios. No llevaba barba
cuando era centurión, cuando estrechaba contra mí la cartera del Emperador, cuando
servía a Buda o al vizconde de Chateaubriand. Hoy día, entre ustedes, en sus famosas
democracias que no se les caen de la boca como si fueran el final de la historia y el
estado definitivo de esta pobre vieja humanidad, son las clases medias las que ocupan
el terreno. Ya no hay duques y pares, altezas serenísimas, senadores vitalicios,
grandes terratenientes, de elegancia hosca, que hacían lo que querían con sus
animales y sus gentes. Hay pobres, por supuesto. Los miman, los apartan, los
encierran en reservas materiales y morales, dan vergüenza, se los olvida. Bueno.
¿Qué querían que hiciera? En Londres, en Nueva York, en París, en Venecia, me he
vuelto burgués. Miren: voy afeitado, uso con discernimiento el imperfecto de
subjuntivo, llevo un impermeable del tipo del de Humphrey Bogart y nadie, me
imagino, me tomaría por lo que soy: un fulano que corre de un siglo a otro.
»He sido sucesivamente lo que había que ser. Lo he sido casi todo: estos últimos
tiempos, pequeño rentista, guía para turistas, viajante de comercio, broker en Wall
Street, estafador, piloto de largos recorridos, corredor profesional, detective privado
especialista en seguir pistas. No soy más que lo que dicta el tiempo. Tengo siempre la
cara de todo el mundo. La gente me toma por lo que ella es. Y soy todo lo que ella es.
Sobre todo he sido pobre. Porque hay más pobres que ricos y se necesita más esta
vida que no cesa de abrasarme para un pobre que sueña con ser rico que para un rico

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que tiembla de ser pobre. Los pobres no paran de alumbrar un futuro que nunca será
suyo. Son la masa de peones de un mundo que se está haciendo y que los rechazará
así que lo hayan construido. He servido en este ejército que siempre es vencido y
nunca es destruido.
»Era cómodo ser judío. Tan cómodo como ser cíngaro. Para quien tiene que pasar
por las bromas de la desesperación, no hay como ser judío. Yo evité mucho Austria,
España, Polonia, Rusia, Alemania, los países bálticos. Y hasta Francia, imagínense
ustedes. Conocen la historia, sus jugarretas jodidas, sus paradojas. Me permití el lujo
de convertirme en enemigo de los judíos; grité: “¡Mueran los judíos!” para gritar
como los otros y muchos vieron en mí —pero ni una palabra de eso— a un judío
verdugo de judíos perseguido por los judíos y huyendo ante ellos en vez de huir con
ellos. El círculo quedaba cerrado.
No se imaginen sobre todo que trato de enternecerlos o indignarlos. Me río tanto
de la moral como de la política, la lógica, la psicología. No me agarro a ninguno de
sus tinglados, no admito ninguna de sus combinaciones. Ando y punto. No persigo
ningún fin, sus valores me dan risa, no explico nada en absoluto, me contento con
andar. No soy más que un pobre diablo tentado siempre por las pasiones. En cuanto el
menor dinero se perfila en el horizonte, voy y le echo mano. Soy Shylock igual que
soy Job y el mal igual que el bien. Son esa vaguedad permanente, ese tejemaneje
entre el culpable y la víctima los que han hecho del judío errante una figura tan
notable y tan interesante que no ha dejado de seducir nunca a escritores y artista. Yo
soy todo el mundo y menos que nada. Soy el horror a vivir y todos los
deslumbramientos de ustedes.
»Soy también el cansancio. La contradicción, y el cansancio. La pasión y el
cansancio. Estoy harto de andar. Estoy harto de un mundo que se imagina siempre
que lo ha descubierto todo y nunca comprende nada. Llevo ya dos milenios andando
por este planeta en el que todo se transforma siempre y en el que nada cambia nunca.
Es lo que me acerca a los pobres: los pobres están cansados. Yo también.

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El punto de Aryabhata, el cero de al Biruni no abandonaron nunca del todo la
mente de Laquedem. Más tarde, mucho más tarde, relacionándose con los filósofos y
con los que, después de los Copérnicos, los Galileos, los Keplers, los Newtons,
descubrían el orden oculto de las cosas, se preguntaba aún si aquella fuerza casi
mágica no habría podido emplearse mejor. Debido a los dedos de las dos manos, el
punto y luego el cero habían sido asociados a series de diez, de cien, de mil. Y eso
que diez no era un número privilegiado. Era el número de los dedos del hombre, por
supuesto, pero también un número algo seco y sin muchas ventajas: sólo era divisible
por 1, por 2, por 5 y por sí mismo. A poca distancia de diez, un número como doce,
por ejemplo, era mucho más rico y maleable. Divisible por 1, por 2, por 3, por 4, por
6 y por sí mismo, ofrecía a la mente y a las cosas un campo mucho más amplio. Si, en
vez de adoptar un sistema decimal, los discípulos de Aryabhata y del cero árabe
hubieran elegido un sistema duodecimal, la aritmética y la matemática habrían tenido
seguramente a su disposición un instrumento más manejable y aún más eficaz. Habría
habido, naturalmente, once cifras en vez de nueve —1, 2, 3…, 9, ά y ß o x e y— y el
cero habría marcado la multiplicación por doce. 10, en el sistema duodecimal, habría
significado 12 en nuestro sistema decimal y 100, en el sistema duodecimal, habría
tenido el valor de nuestro 144 —12 veces 12—, de divisores innumerables.
—He jugado un poco con todo eso —decía Simon Fussgänger—. Estamos tan
acostumbrados a lo que existe, tan formados y deformados por todo lo que nos
enseñan que tenemos un poco la impresión de transgredir leyes eternas dando otro
sentido al cero, al punto de Aryabhata. Hay, no obstante, aún muchos más sistemas
además del sistema decimal o duodecimal. El ordenador, por ejemplo, nos impone
una base binaria. Y, en todos los campos, se puede siempre pensar de un modo
distinto a como pensamos. Creemos que el mundo se hunde cuando no hace sino
cambiar. Es así en todo. En política, en religión, en música, en pintura, en historia, en
física. Hay más maneras de ver el mundo que dientes de Buda, que colores en la
naturaleza y sentimientos en los corazones.
»Tanto como por la necesidad, el mundo es regido por el azar, lo accidental, lo
arbitrario. Casi todo lo que hacemos, pensamos, decimos, escribimos depende de lo
arbitrario. La numeración es arbitraria, la lengua es arbitraria, las denominaciones son
arbitrarias, nuestros propios nombres, que son la carne de nuestra carne y que nos
importan tanto, son arbitrarios, la sociedad es arbitraria, la religión es arbitraria. El
amor es arbitrario, ya que depende de un encuentro que podría no haberse producido.
En cierta medida, la ciencia es arbitraria ya que descansa en postulados y se contenta
con ofrecer la interpretación más verosímil de fenómenos que no entendemos. Todo
lo arbitrario es injusto, y toda cultura es arbitraria.
—Ya he observado —dijo Marie— que no cree en nada.
—No hay cosa peor que no creer en nada. Nunca han hecho nada grande los que
no creen en nada. Si el mundo, para nosotros, se reduce a perspectivas, hay que creer
en las perspectivas. En las que juzgamos mejores, menos falsas, menos injustas. La

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idea que nos formamos de la verdad es la única verdad que podemos alcanzar. A
veces pienso que Antígona, el modelo de todos nosotros, había acabado
preguntándose si no era absurdo morir so pretexto de que su hermano, una especie de
crápula, me figuro, y un tirano en cierne, no había sido enterrado según las reglas de
su época, su país, su casta. Unas reglas pasajeras, arbitrarias, a fin de cuentas algo
dudosas. No importa. Había que creer en ellas. Y había que morir. Murió. Quiero
creer que creyó en lo que no acababa de creer. No murió por una verdad que no
existía realmente y que siempre podía ser discutida por quienes saben y deciden.
Murió por la idea, naturalmente arbitraria, que tenía del mundo, del amor y de sus
dioses. Murió por su justicia y por su verdad, o sea por casi nada. Es este casi nada
que es siempre lo esencial.
—Creo que hay que saber vivir, y a veces morir, por cosas, ¿cómo decirlo?…
elegidas casi al azar. No tanto porque son verdaderas (¿qué es la verdad?) cuánto
porque le parecen, a usted que no sabe nada, más bellas, más justas, más grandes. No
tanto porque son verdaderas, cuánto porque las ha elegido. Un poco como Aryabhata
había elegido el punto y al Biruni el cero para multiplicar por diez las nueve cifras
originales. Las convicciones de todo tipo son arbitrarias como el cero. Usted se apoya
en ellas, como en él. Mantenerse en pie, nada más. Lo eterno no es una verdad que se
pasa el tiempo cambiando, es la decisión de mantenerse en ella y de morir por ella.
Cuando se tiene la suerte, como usted, de poder morir por algo, o quizá por alguien.

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Isaac Laquedem franqueó con una especie de embriaguez que lo asombraba a sí
mismo los límites de París. Se precipitó a las Tullerías donde su uniforme le valió
muestras de respeto por parte de los centinelas y entregó a un coronel, que parecía
abrumado por problemas menos urgentes que los del Bereziná, la cartera provista de
las cartas y despachos de que era portador. Tras algunas dudas, se quedó la cruz de
plata de la catedral Uspenski que había deslizado en la funda de su arzón y que nadie
le reclamaba porque Daru y Beyle, con la agitación de la retirada, se habían olvidado
de incluirla como anejo en la lista de los documentos confiados al correo del
Emperador. Y se dedicó a la búsqueda de la Pauline o Paulette de Canouville.
En aquel tiempo, un oficial que llegaba de Rusia era rodeado enseguida por una
multitud de militares y curiosos en busca de noticias del Emperador y el Gran
Ejército. Isaac Laquedem respondió lo mejor que pudo a las preguntas que le dirigían.
Y luego se fijó en un oficial de aspecto más suficiente y más rozagante que los otros.
«Ése —se dijo— debe de ser un amigo del elegante».
Lo llevó a tomar algo fuerte y luego algo un poco más fuerte en un puesto de
bebidas y empezó a hacerle preguntas. ¿Le sonaba el apellido Canouville?
¿Canouville?… ¿Canouville?… En absoluto.
—Es una lástima —dijo Laquedem.
—¿Qué pasa? —dijo el otro— ¿Necesita a ese Canouville?
—De veras que no —dijo Laquedem—. Me deja tan fresco. Además ha muerto.
—¿Pues qué? —farfulló el oficial que ya iba por el quinto o quizá el sexto vaso.
—No me interesa Canouville, sino una chica que conocía, y de la que sólo sé el
nombre.
—¿Qué nombre? —dijo el borracho.
—Pauline —dijo Laquedem—. Pauline, o Paulette.
—Muy guapa, naturalmente.
—Muy guapa —dijo Laquedem.
—Ya veo de quién se trata —dijo el borracho ahogándose de risa—. Es la
hermana del Emperador.
—¿La hermana del Emperador?
—Pauline —dijo el otro dándole a Laquedem una formidable palmada en los
hombros—, Pauline, la princesa… hip… la princesa… Borghése.
Y reía tan fuerte, hipando y babeando, cayéndose de su asiento, que hubo que
agarrarlo y arrastrarlo a la fuerza fuera de la taberna.

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—¿Y ustedes? —dijo Simón Fussgänger.
—¿Nosotros?… —preguntó Marie.
—Sí, ustedes, que llevan ya tanto tiempo oyéndome contarles mis historias,
tienen también, como Hiuan-tsang o Ragnart el Sabio, preocupaciones, esperanzas,
sentimientos: una vida. Han tenido la bondad de interrumpirla un instante para
seguirme a Jerusalén, Asís y Roma, por Polonia, Alemania, China y la India, a
Bagdad y Samarcanda. Hace ya bastante tiempo que andamos al mismo paso por
todos los derroteros de este planeta al que, por un milagro más sorprendente que todo
lo que les cuento, ustedes y yo hemos sido arrojados sucesivamente. Pero lo saben tan
bien como yo: no estamos juntos para siempre. Tendremos que separarnos. Yo me
marcharé por mis caminos durante un tiempo que a ustedes les parece una eternidad.
Ustedes reemprenderán sin mí, lo que dura un rayo (apenas unas estaciones, el tiempo
de ver hijos y nietos), el curso de su trabajo, sus amores, sus sueños.
»Quizá, ya, mientras me escuchan, han manifestado cierta impaciencia o
irritación. Ustedes no habrían obrado como yo, no piensan como yo. Es verdad: yo no
soy ustedes, ustedes no son yo, y los felicito. Estoy enteramente dispuesto a creer que
hay en ustedes más inteligencia, más talento, más imaginación que nunca ha habido
en mí. Yo soy un pobre diablo que rara vez hace lo que debe y que ha estropeado su
existencia. Durante mucho tiempo he sido despreciado y rechazado y les aseguro que
todo el mundo no me ha acogido con la misma bondad, la misma paciencia que
ustedes.
—Al principio —dijo Marie—, no me fiaba mucho de usted.
—Todo el mundo le dirá que tenía razón. Cuando nos separemos (y se acerca el
momento en que nos iremos cada cual por su lado), espero que, de vez en cuando, en
sus ratos de ocio, durante sus insomnios, en medio de los atascos, andando por las
calles o por los bosques, piensen en el judío errante, encontrado casualmente en un
rincón de Venecia. Ha hablado mucho, acaso demasiado. Todo lo que ha contado no
era sino la historia de ustedes. Cuando ya se haya ido, la historia proseguirá. Isaac
Laquedem se habrá desvanecido, pero ahí no se acaba la fiesta.
»Sin mí, habrán de descubrir en este mundo todo lo que constituye su atractivo,
su gracia, sus sorpresas, su grandeza. Porque ustedes, al menos, tienen la suerte de
morir y tienen el tiempo contado: la embriaguez de existir será por ello más grande.
La repetición perpetua de combinaciones que cambian poco tiñe mis peripecias de
lasitud y hastío. Ustedes, en cambio, lo único que han de temer es la melancolía del
tiempo que pasa. ¡Vaya suerte! ¡Vaya delicia! La vida para ustedes será tan bella que,
a pesar de los fracasos que todos conocemos, les costará un poco dejarla, se lo
aseguro. Yo que sólo aspiro a una muerte negada eternamente, los envidio por poder
partir antes de conocer el horror del hastío.
»Con todo, habré conseguido hablarles de esta vida que pesa y encanta. Si saben
verla como he tratado de mostrársela por medio de mis relatos, podrá ser para ustedes
una fuente ininterrumpida, si no de dicha, cosa que no corresponde a nadie prometer

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en este mundo, al menos de curiosidad, de interés, de pasión. Están lanzados a la
aventura más fantástica de la historia: es la historia. Viven la experiencia más
inverosímil que ningún ser, sea quien sea, ha podido soñar jamás: es la vida. Todo lo
que les he contado en el transcurso de nuestro encuentro no es más que una muestra
de su propia sustancia. A lo largo de todos estos días, me han escuchado porque, con
el pretexto de hablarles de mí, les hablaba, mejor o peor, de ustedes. Cuando me haya
ido, piensen aún en el judío errante.

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Lejos, hacia el norte, más allá del Cáucaso de cumbres nevadas, en un mundo
desconocido, reinaban Gog y Magog. Ezequiel en la Biblia, san Juan en el
Apocalipsis, los geógrafos de la antigüedad con Plinio y Estrabón, Isidoro de Sevilla,
que pasaba por el hombre más sabio de su tiempo, varios cronistas árabes siguiendo
el Corán evocan con espanto sus figuras terroríficas. Contaban que Alejandro Magno
los había rechazado, «así como a veintidós naciones de malvados», hasta las orillas
del océano del norte. Algunos, que situaban en el norte la fuente de todo mal, los
asimilaban a los vikingos. Otros, gracias a un juego de palabras inspirado por el
terror, a los «Godos y Magodos». Otros veían en ellos la tribu perdida de Israel. Unas
cartas del preste Juan ponían en guardia a las naciones civilizadas contra sus
amenazas. Todos, en el mundo cristiano, en el Islam, y hasta entre los judíos, temían
a Gog y Magog y sus pueblos de caníbales cuyo desenfreno, un día aciago, devastaría
el universo.
«Movido —según sus propias palabras— por un impulso irresistible y por el
deseo muy antiguo de conocer el mundo, sus costumbres, sus santuarios», Ornar Ibn
Battuta, sin seguir nunca dos veces el mismo camino, había recorrido ya unos ciento
veinte mil kilómetros y visitado no sólo todos los países musulmanes y buena parte
de África hasta Tombouctou, China, Delhi, todos los reinos de la India, las Maldivas
y Ceilán, cuando dio con una crónica popular que hablaba de Gog y Magog. Refería
que sus pueblos monstruosos estaban contenidos en una península más allá de las
puertas caspias por una muralla de hierro que Alejandro había construido con ayuda
del mismo Dios. La crónica precisaba, para más exactitud, que el cemento utilizado
para aquel muro procedía de un lago de asfalto que formaba las bocas del Infierno.
Afrontar a Gog y Magog, parapetados en sus nidos de águila lejos del mundo
civilizado, era aceptar morir con toda seguridad. Devorado de curiosidad, y tal vez de
esperanza, Ornar Ibn Battuta decidió inmediatamente marchar a los países horrendos
que, lejos al norte de Judea, Siria, el Tigris y el Éufrates, estaban bordeados por un
lado por el Ponto Euxino, Quersoneso, Cólquida, Fasis donde vivían aún un ave de
leyenda que se llamaba phasianos o faisán y el recuerdo de Jasón en la conquista del
Vellocino de Oro, y por el otro por el Caspio, el más vasto y uno de los más bajos de
todos los mares cerrados del globo, y donde, con toda verosimilitud, estaban
agazapados Gog y Magog.
Ornar Ibn Battuta anduvo durante días y días y durante meses y meses. Vio crecer
y menguar muchas lunas antes de dar con un estrecho sendero que serpenteaba por
entre bosques, pastizales y peñas. Lo siguió mucho tiempo. Acabó divisando a lo
lejos la doble cima de una alta montaña que, según los habitantes del país, llevaba el
nombre de Kazbek o de Mkinvari, el Pico helado. Ibn Battuta había entrado en la
región montañosa y adusta que los rusos llamarían Bolchoi Kavkaz y que nosotros
llamamos el Gran Cáucaso.
Aquella región, llena de espectros y aún desconocida, se situaba dos veces en la
articulación de dos mundos: el del norte y el del sur; el del este y el del oeste. Al

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norte, más allá del Kubán, se extendían las inmensas estepas de las que nadie sabía
nada y de las que surgían, de edad en edad, las oleadas de invasores venidos de China
y el Altai; al sur florecían las civilizaciones más estables de la meseta iraní y de
Anatolia, de Egipto, India, Mesopotamia donde se habían sucedido tantos grandes
imperios rivales. Del este, del Oriente fabuloso, desembocaba uno de los ejes
principales de todo comercio y toda cultura: era la famosa ruta de la seda, una de
cuyas ramas, incansablemente recorrida por las caravanas, los mercaderes, los
peregrinos, pasaba, después de rodear el desierto de Takla-Makan y cruzar Turkestán,
a lo largo del mar Caspio para llegar al mar Negro; al oeste, allá lejos al oeste, se
extendía aquel mar Negro que era ya un poco del gran mar interior en el que Cartafilo
había pasado su juventud, al que no cesaba de volver y al que iba unida, lejos de los
bosques oscuros y las cumbres inasequibles del Bolchoi Kavkaz, la seducción del sol,
de los puertos llenos de navíos de mil rumores y de las fábulas doradas.
Muchos siglos más tarde, en la región misma que recorría Ibn Battuta, la Rusia de
los zares construiría una de las vías estratégicas y comerciales más famosas de la
historia: la famosa carretera militar de Georgia. Aquejado por la melancolía que no lo
abandonará ya y que se mezclará con una alegría exuberante, debida acaso a su
sangre africana, Pushkin, que ya ha escrito El prisionero del Cáucaso y que trabaja en
su Vviaje a Erzurum, tomará esta carretera y se cruzará en plena montaña, en una
escena de un romanticismo desenfrenado, con el convoy fúnebre que transporta a
Tiflis el cuerpo de su amigo, el escritor Griboiédov, marido de la bella Nina
Chavchavadze, autor de Gore ot urna —o La desgracia de tener demasiado ingenio
—, nombrado por el zar embajador en Persia, muerto a los treinta y cuatro años con
diecisiete cosacos durante un motín provocado en Teherán por unos mullas fanáticos
y llevado por cuatro bueyes a través del Cáucaso. Lermontov, el poeta de Un héroe de
nuestro tiempo, trasladado al ejército del Cáucaso a consecuencia de su poema sobre
la muerte de Pushkin fallecido a los treinta y seis años en un duelo que implica a toda
la corte, halla también la muerte a los veintiséis años en un duelo en el Cáucaso y un
cortejo de hombres abrumados y mujeres anegadas en lágrimas acompaña sus restos
mortales, sacudidos en una carreta a la luz de las antorchas y de aquella misma luna
que, tantos siglos antes, alumbraba a Ibn Battuta. La luna brillando sobre los abetos,
las grutas, los amontonamientos de rocas del Bolchoi Kavkaz constituía el único lazo
entre Pushkin, Griboiédov, Lermontov e Ibn Battuta; el sendero oscuro seguido por el
viajero solitario en busca de Gog y Magog no anunciaba más que desde muy lejos los
cuadros románticos, abigarrados y ruidosos, a los que iba a servir de decorado la
carretera militar de una Georgia aún por nacer.
Siguiendo al pie del Kazbek, el sendero de Ibn Battuta se puso a bordear un río
turbulento cuyo cauce estaba sembrado de enormes bloques de rocas desprendidas de
la montaña de donde caían rodando con un estrépito espantoso. Era el Terek, cantado
por Lermontov:

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Nutrido por las nubes, nació del Kazbek…
Una espesa niebla venida del norte oscurecía el cielo e invadía el valle. El camino
cruzaba el Terek por una estrecha pasarela de madera de la que los pocos individuos
encontrados por el camino habían hablado en voz baja al peregrino árabe y a la que
llamaban el Puente del Diablo. A partir del Puente del Diablo, a 1200 o 1500 metros
de altura, el río se estrechaba entre dos paredes de granito. Era el famoso desfiladero
de Darial, o, en persa, Dar-i-Alán: la puerta de los alanos. Allí empezaba, para quien
venía del sur, el territorio de los alanos, los sármatas, los osetos y todos los escitas
que surgían de las estepas. Desde lo alto del Puente del Diablo y del camino cada vez
más estrecho que lo continuaba, Ibn Battuta veía precipitarse el torrente con furia
sobre todos los obstáculos que le impedían esparcirse y lo oía rugir, como Lermontov,
a su vez, lo oiría y lo vería:
Bordeado por rocas enormes,
el Terek aúlla, es salvaje.
Su queja recuerda la tormenta:
de mil brumas se forma su llanto.
En la semioscuridad que reinaba en pleno día, inclinado sobre el vacío que se
abría ante él, calado hasta los huesos por la niebla y la humedad que subía del
torrente, Ibn Battuta escuchaba su propio corazón en los rugidos del Terek.
Reemprendió la marcha. Andaba, no paraba de andar. Los contrafuertes de piedra
parecían surgir con más fuerza y altura. El río y el sendero se estrechaban más. Las
aguas comprimidas por la angostura del paso y la violencia de la corriente caían en
forma de espuma en el sendero. El sable del Terek cortaba profundamente la
cordillera de altas montañas cuya sombra aplastante y llena de amenazas adivinaba
con espanto, a su alrededor, el viajero. Fue entonces cuando Ibn Battuta quedó de
pronto detenido en su marcha hacia adelante por unas pesadas puertas de madera,
reforzadas de metal, que cerraban el desfiladero: eran las Puertas caucásicas. Estaban
construidas en una pared levantada por gigantes que se confundía con las montañas
en que se apoyaba y que alejaba hacia un norte del que nadie sabía ya nada la
descendencia monstruosa y maldita de Gog y Magog. Y estaban cerradas.

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Con su uniforme de gala, Isaac Laquedem no tuvo dificultad en que le enseñaran,
en una tienda a dos pasos de las Tullerías, un retrato de la princesa Borghése al lado
del Emperador. En el cuadro mediocre, pero afortunadamente parecido, reconoció en
seguida al maravilloso modelo del medallón de Canouville. El comerciante que había
procurado el retrato atribuyó el júbilo de su cliente a su devoción a la familia
imperial. Dejando sorprendido al vendedor, Laquedem murmuró: «In vino varitas» y
sintió un arrebato de gratitud hacia el borracho cuya broma había dado en el blanco y
que, de todos los bienes, le procuraba el más precioso: algo en que pensar y un
objetivo en la vida.
Laquedem tenía tiempo y debía andar. Se puso en búsqueda de la princesa. Aún
alejada de París por orden del Emperador, poco dispuesta a encerrarse, acompañada
de su marido, en uno u otro de los suntuosos y tétricos palacios Borghése, la princesa
cuidaba en el sur una salud de hierro para los placeres, pero que el aburrimiento hacía
delicada. En su caballo árabe, descansado y almohazado por cuenta del servicio de
correos al que había contado historias para explicar sus cambios de apariencia y su
suntuosidad, Laquedem partió hacia Aix, hacia Provenza, hacia el mar. Sobre todo al
final, el viaje fue una delicia.
Acababa el invierno. Las llanuras heladas de Rusia y las nieves de Polonia se
sumían en la irrealidad bajo el cielo de Provenza. Los plátanos del sur, los cipreses,
los olivos oponían su barrera a los horrores de la guerra. El sol brillaba con fuerza.
Las cigarras cantaban. El antiguo correo del Emperador se preguntaba si tanto
sufrimiento y tanta paz pertenecían al mismo mundo.
—Mira y acuérdate —le decía a su caballo que había conocido su parte de
pruebas—. Allá la muerte, aquí la vida. Allá la sangre aquí las vides. El mundo es
injusto.
La injusticia tenía cosas buenas. Mareado por el sol que caía sobre una tierra roja
de la que surgían pinos, Isaac Laquedem vio que estaba cantando.
—Eso ya es el colmo —se dijo—. ¿Quién lo creería? Estoy cantando.
Cantaba porque Provenza era hermosa y porque soñaba en una dicha de la que
aún no sabía nada. Hizo varias paradas: en un convento, en una posada, en un bosque
de pinos cerca de la carretera. Estuvo tentado de quedarse allí, quemar su
indumentaria bélica, ponerse un sombrero de paja y cuidar la viña. Pero había que
andar. Anduvo. Se apeó del caballo y, llevándolo de la brida, con las riendas puestas
sobre el cuello, anduvo a pleno sol.

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—Bajo el sol, bajo la lluvia, en la paz, en la guerra, en el recuerdo y en el olvido,
bajo una apariencia de alegría o en la desesperación, anduve. Fui soldado, marinero,
comerciante, guía de caza, explorador, compañero de Rimbaud en la frontera de
Harar, lansquenete de Barbarroja ahogado en el Selef, buhonero, trapero, recaudador
de impuestos, agrimensor, guardabosque, guarda rural y cazador furtivo, médico de
aldea, cartero. Hasta fui misionero. Llevé la buena palabra, cuidé, maté, medí, vendí.
¿Qué importancia? Anduve.
»Vine a Francia con los italianos, fui a los Países Bajos con los españoles, marché
a las Indias con los portugueses, emigré a América con casi todo el mundo, volví a
Florencia en compañía de las bostonianas locas por la cultura. Mediante la guerra, el
dinero, la religión, el saber, el arte, la pasión intenté suministrar, antes de acabarse la
historia, un asomo de alimentos a mi eternidad. Me deslicé mucho por entre las
muchedumbres anónimas, llevando equipajes por aquí, haciendo de guía por allá,
cambiando un poco de dinero, chapurreando todas las lenguas. En todas las épocas y
en todos los países algunos me reconocieron. Hubo niños que me tiraron de la barba y
me lanzaron piedras, burgueses que soltaron sus perros, los nazis me detuvieron (y ni
ellos, ni siquiera ellos pudieron matarme), algunos dibujantes me inventaron la facha
que ya saben. Pero hubo filósofos y sobre todo poetas que se hicieron amigos míos.
Al más grande de todos quizá, que ya hemos encontrado, lo conocí en un velero que
hacía rumbo a la isla Borbón. Volví a encontrarlo en Bélgica adonde había ido a
morir y de donde salgo a menudo para cruzar la larga llanura que, a través de
Alemania, Polonia, Rusia, me lleva hasta el Ural. Dejó un testimonio transparente de
nuestra intimidad. Oigan lo que escribió: “Tengo motivos muy serios para
compadecer a aquel que no ama a la muerte”. Era Charles Baudelaire y no les será
difícil poner un nombre…
—¿El suyo? —preguntó Marie.
—El mío, claro —dijo Simón—, junto a «los motivos muy serios» de los que
habla después de haberme conocido.
»Todo lo que les cuento, lo han adivinado ya, es radicalmente distinto de esas
imaginaciones vagas que encuentran en los libros, el teatro, el cine y sobre todo esos
torrentes de imbecilidades que les dan náuseas y que llaman novelas. Yo soy siempre
azaroso y siempre necesario porque soy la historia y la marcha del tiempo. Me llamo
Laquedem, Fussgänger, Ahasverus, Cartafilo, Luis de Torres, Ornar Ibn Battuta,
Hiuan-tsang, Demetrios o Ragnar el Sabio: los hombres son poemas recitados por el
destino. Yo soy sobre todo anónimo y siempre colectivo. Porque, antes de ser un
hombre, un viajero, un maldito, un protagonista de novela (¡qué horror!), soy primero
un mito. ¿Entienden? Figuro en todos sus recuerdos, sus fantasmas, sus miedos, sus
esperanzas. Soy todo lo que ustedes han hecho, y también y sobre todo lo que nunca
harán. Desdichado como Edipo, tan famoso como el doctor Fausto, más seductor
(¡venga! ¡confiésenlo!) que ese fatuo de don Juan, encarno un poco de historia en
todo lo que tiene de único, accidental y, sin embargo, inevitable. Me parezco al

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mundo y a la vida. Habría podido no ser. Pero ahora que soy, nadie me borrará ya.
Tienen ante ustedes la imagen misma de lo inútil que, por la gracia del ser, se ha
vuelto necesario.

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De pronto, ante sí, más allá de las peñas rojas, cubiertas de pinos y olivos, hasta el
infinito bajo el sol, vio el mar. Refulgía. Le pareció que venía de él, que salía de él,
que estaba de regreso en su tierra. Galopó hasta la orilla, ató el caballo a un pino, se
desnudó en un santiamén y se echó al agua. Era fría y deliciosa. Nadó cerca de una
hora con largas brazas, hundiendo la cabeza bajo las olas y sacándola de nuevo con
un placer alternado y renovado sin cesar. Veía la costa de lejos, con su bosquecillo de
pinos al fondo de una cala y el caballo que soñaba en cosas misteriosas. Isaac
Laquedem experimentó una dicha desconocida desde hacía tiempo. Habría querido
que durase siempre y que no hubiera que volver.
A poca distancia, mar adentro, divisó, imagen de la alegría y la libertad, cuatro o
cinco delfines que jugaban a perseguirse, a zambullirse, a desaparecer y reaparecer
con brincos en arco de círculo que les daban, sobre el mar, el aspecto de acentos
circunflejos y bóvedas húmedas, pasajeras y hundidas en el acto. Ninguna vela,
ningún ruido. El soplo regular del viento y el rumor del agua. Una ausencia rebosante
de ser. El mundo era simple y bello.
Volvió a la costa. Estuvo unos instantes tendido cerca del mar mirando hacia el
cielo a través de sus párpados cerrados. Veía círculos, estrellas, filamentos de color.
El mar. Siempre le había gustado. Tal vez porque la tierra era el lugar de su crimen y
su maldición, el mar le parecía una liberación. Su ligereza se oponía a la rigidez de la
tierra por la que debía andar. Dejó con pesar la playa y las calas. Unos días después,
contemplaba de lejos la mansión, en un jardín a la italiana, donde, a decir de la gente
del lugar, residía Pauline Borghése.
—Pues bien —se decía—, no es el momento de flaquear. No he corrido tan lejos
para quedarme plantado como un tonto ante la verja del paraíso. Tampoco es cosa de
lanzarme a ciegas en brazos de un mayordomo, o acaso de un bellaco o un pinturero
enamorado de Pauline que me recibiría con arrogancia y buscaría mil pretextos para
apartarme de la princesa. Hay que dar directamente con ella. Se trata sólo de verla: de
lo demás, yo me encargo.
Isaac rondó mucho tiempo en torno a la gran casa ocre, flanqueada por dos torres
bajas, que vacilaba con elegancia entre el palacio y la villa. Admiró el jardín donde
cipreses y tejos, cortados a la perfección, surgían de bancales de espliego y se
mezclaban con mimosas. Calculó la altura de la tapia y examinó meticulosamente las
ventanas que daban al parque. Se llevó la mano a las mejillas: iba mal afeitado. Miró
sus botas: estaban llenas de barro.
—¡Bueno! —se dijo—. Primero: arreglarse. Después: un poco de audacia.
Al día siguiente, cerrada ya la noche, estaba de vuelta. Limpio, recién afeitado,
cubierto de una especie de pomada que había encontrado entre las pertenencias del
elegante y que difundía a su alrededor un perfume sutil y tenaz, Isaac Laquedem tenía
buena presencia con el hermoso uniforme. Acostumbrado desde hacía tiempo a los
ejercicios corporales, no le costó mucho saltar la tapia, con ser bastante alta, y
hallarse en el parque donde se alzaba la casa. Disimulado detrás de un tejo, divisó

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luces y sombras que pasaban de estancia en estancia. Se distrajo imaginando a los que
llevaban las luces y las ocupaciones de las sombras. Inventó lacayos, visitas, damas
de compañía, a la misma princesa, conversando o leyendo —pero, ¿leía alguna vez?
—, jugando a las cartas o al chaquete, haciendo alguna labor antes de retirarse a sus
habitaciones. Estaría rodeada por toda una multitud de pretendientes, admiradores,
cortesanos y cómplices; él, desde siempre y para siempre, estaba solo. Ella era la
imagen misma de la sociedad, con sus placeres y sus obligaciones; él no era nada.
Esperó varias horas que el siencio y la oscuridad invadiesen la casa. Cuando todo
durmió en la sombra y la calma más completa, dejó su refugio y se deslizó
sigilosamente, con el corazón algo agitado, hacia las ventanas de cristales pequeños
que se abrían al jardín.

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—Ya se lo imaginan ustedes: no son los primeros en haberme encontrado y en
haber sacado de mí relatos sobre la marcha del mundo y sobre su obstinación en crear
vida y esas combinaciones improbables que llaman la historia. Topé con ustedes, con
Pauline, con Colón, con el vizconde. Topé sobre todo con muchos desconocidos tan
oscuros como ustedes. Los rumores más diversos y más inexactos sobre mí no han
dejado de correr nunca. Por todas partes llevo conmigo mi anecdotario personal, muy
abreviado, por supuesto, una especie de press-book donde conservo lo esencial de
todo lo que me concierne: Borges pretendía que esa crónica interminable y siempre
incompleta terminaba confundiéndose con la historia universal. Hay en ella muchas
tonterías mezcladas con verdades. Fíjense…, busco…, ¡ah!… en el otro bolsillo…
sí…, es un texto de 1618: «Nunca se lo ha visto reír…».
—¡Qué ocurrencia! —exclamó Marie.
—¿Verdad? —dijo Simon—. «Fuera adonde fuera, hablaba siempre la lengua del
país. Hubo mucha gente importante que lo vio en Inglaterra, Francia, Italia, Hungría,
Persia, Suecia, Dinamarca, Escocia y en otros lugares; como también en Alemania,
en Rostock, Weimar, Dantzig, Königsberg. En el año 1575, dos embajadores de
Holstein lo encontraron en Madrid…».
»No me acuerdo lo más mínimo —dijo Simon, alzando los ojos de sus papelotes
e interrumpiéndose—. Igual era por fanfarronería…
—Quizá dentro de cuatrocientos años nos haya olvidado —dijo Marie.
—No lo creo —dijo Simón—. «En 1599 se hallaba en Viena, y en 1601 en
Lübeck. En el año 1616, lo vieron en Livonia, Cracovia y Moscú, muchas personas
que incluso conversaron con él…». ¡Esperen!… Aquí está lo esencial: «Se ve, añade
el comentarista, llevado por un laudable prurito de exacticud histórica, que no faltan
los testimonios».
»La última vez, creo que me reconocieron con los rasgos del judío errante, era por
Flandes y Brabante, unos quince años antes de su revolución y todas aquellas
historias sobre los derechos del hombre que me volvieron al rebaño. Por aquel
entonces, partía una vez más, me imagino, hacia Polonia y Rusia, pasaba por Bruselas
y unos mirones benévolos y curiosos me invitaron a una jarra de gueuzelambic[7] o
algo por el estilo. Se armó una buena y, durante todo el siglo pasado, oí cantar por las
calles, acompañada primero al organillo, un poco más tarde al acordeón, la canción
que conocen y que ilustraba casi siempre, fijado al tronco de un árbol o enrollado
sobre sí mismo y vendido por un céntimo a los transeúntes, el famoso retrato que me
representaba, “dibujado del natural por los burgueses de Bruselas, cuando la última
aparición del judío, el 22 de abril de 1774”:
¿Hay algo en toda la Tierra
que sea más sorprendente
que la tremenda miseria
del pobre judío errante?

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¡Cuán triste y desgraciada
es su suerte desdichada!
A mil leguas de la sombra permanente del Bucentauro y del decorado de mármol
y agua que nos rodeaba por todas partes, encorvado, sarmentoso, aplastado por los
años que lo abrumaban de pronto, Simón se había puesto a cantar:
Un día, junto a la villa
de Bruselas, en Brabante,
se acercaron, a su paso,
unos burgueses afables.
En su vida habían visto
un hombre con tales barbas.
Le dijeron: ¡Hola, maestro!
Concedednos, por favor,
la satisfacción de estar
unos momentos con vos;
no nos lo neguéis, por Dios.
vuestros pasos moderad.
que muy grande es mi desgracia:
no poder pararme nunca
ni aquí ni en ninguna parte:
sea con buen o mal tiempo
tengo que andar sin remedio.
Entrad en este hostal, anciano venerable,
de una cerveza fresca
beberéis vuestra parte;
os agasajaremos
lo mejor que podamos.
En vuestra compañía
dos tragos beberé.
Mas sin poder sentarme;
tengo que estar de pie.
De veras me confunde
vuestra gran cortesía.
—A mí no se me ocurriría tratarlo de anciano —dijo Marie—. Y lo he visto
sentado, y hasta echado, tanto como de pie.

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—¡Bah! —dijo Simón, enderezado de pronto—. La historia, ya lo sabe usted, es
un batiburrillo de errores y leyendas. No hay humo sin fuego pero a veces al fuego lo
oscurece el humo.

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Ornar Ibn Battuta andaba, andaba siempre. Había andado tres meses para rodear
hacia el oeste, por la parte de Cólquida y el Phasis de paisajes encantadores donde
crecían eucaliptos, limoneros, adelfas y alcanforeros, el obstáculo infranqueable de
las Puertas caucásicas. Y luego, tras una larga vuelta por puertos y valles, había
encontrado de nuevo, al otro lado de la pared que atravesaba el Terek, la sombra de
las altas montañas en torno al Kazbek. En las profundidades húmedas y oscuras del
desfiladero de Darial que constituía uno de los paisajes más impresionantes y más
peligrosos que había contemplado nunca, tenía que levantar la cabeza y torcer el
cuello para distinguir, más allá de los peñascos recortados y los enormes glaciares
suspendidos del flanco del Kazbek, una estrecha franja de cielo atormentado en la
que se cernían aves de rapiña. De vez en cuando, a su izquierda, a su derecha, se
abrían valles encajonados que llevaban quién sabe adónde. Derrumbaderos y
cascadas no paraban de cerrarle el paso y retrasar su marcha en medio del estruendo
ensordecedor del Terek desenfrenado. Anduvo mucho tiempo, durmiendo algunas
horas en grutas o bajo bloques de piedra desprendidos de la montaña, alimentándose
con bayas silvestres y un poco de pan y queso que sacaba de sus alforjas. Una
mañana, por el sendero abrupto que una vez más había cruzado el Terek y se elevaba
pegado a la montaña formando una cornisa sinuosa trazada en la roca, topó con tres
hombres de aspecto hosco. Sobre una túnica y unos pantalones de grueso paño,
llevaban polainas de cuero y una armadura con cota de mallas. Su cabeza estaba
cubierta con un casco metálico del que caía un gocete, especie de red de metal que
protegía las orejas, la nuca y hasta la cara de la que se distinguían apenas el bigote y
los rasgos.
—¿Acaso —les preguntó en oseto o en aquella lengua cherkés que recordaba
curiosamente las entonaciones vascas o etruscas—, acaso venís del país de Gog y
Magog?
Contestaron riendo que no conocían ni a Gog ni a Magog, pero que pertenecían a
la condesa Thamar cuyo castillo se elevaba a dos días de marcha, detrás del peñón del
Centinela y el peñón de Guárdenos Dios. Venían de llevarle harina y huevos y
regresaban a su aldea, en el valle del Kistinka, o del Torrente de leche, que formaba
ángulo recto con el curso del Terek. Invitaron al viajero a compartir con ellos un
trozo de cordero al tomillo, una especie de pastel de queso que llamaban jachapuri y
un panal de miel, todo ello rociado con tchatcha. Se sentaron los cuatro y se pusieron
a comer con apetito y a hablar entre ellos.
—A lo largo de toda su vida —dijo Marie—, debe de haber comido muchas cosas
diferentes.
—He andado mucho, he dormido mucho, he comido también y bebido mucho.
Sólo con los nombres de las hierbas, las sopas, los pasteles, los quesos que he
engullido se llenarían tomos. Casi tantos como con los nombres de pescados y los
términos de marina, que son incontables, como sabe usted. Casi tantos como con los
nombres de plantas e instrumentos de música. Escribiría un bonito libro, tal vez un

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poco pesado (pero, ¡qué prestigio en Yale, en Harvard, en Princeton, en Oxford, en
Heidelberg, en la VI sección de la École Pratique des Hautes Études!), sobre los
alimentos del judío errante y sobre las bebidas con que se embriagaba para olvidar su
destino. Sólo en el Bolchoi Kavkaz, empezaría con el adjik, que es una salsa de
pimientos rojos, y llegaría hasta los zakuski, pasando, nada más que para la letra T,
por el pollo tabaka, simplemente aplastado entre dos piedras ardientes, el guisado de
aves de corral tchajojbili, la sopa tchijitma, una variedad de caldo de gallina espesado
con harina a la que se añade cebolla y un huevo batido en vinagre, la salsa tkemali, a
base de ciruela silvestre, cilantro y nuez, sin olvidar, por supuesto, la tchatcha, un
orujo de uva de fabricación casera, ni el teliani, que es un vino tinto, ni el tsinandali,
un blanco seco. Los tres hombres eran jevsurs. Aferrados durante siglos a altos valles
aislados todo el invierno por la nieve y el hielo y apenas asequibles durante los meses
de verano, los jevsurs no sabían nada de los tumultos del mundo. Los últimos
rumores que habían llegado hasta ellos eran los referentes a Alejandro Magno y
Jesucristo, hijo de la Virgen María. Dejando estupefacto a Ibn Battuta, uno de los tres
compañeros pronunció incluso en latín, con un acento gutural y rasposo, las palabras:
«Ave Mater Dei».
La religión de los jevsurs parecía ser una mezcla extraña de paganismo, dualismo
mazdeísta, matizado con un asomo de sufismo y cristianismo. Con la cría del cordero,
el cultivo de la vid, los cuidados aplicados a unos cuantos enjambres de abejas que le
daban miel, la guerra era, con mucho, su ocupación principal. Habían luchado con los
escitas, habían luchado con los sármatas, habían luchado con los asirios, los persas,
los árabes. Este temperamento militar, de que daban prueba sus vestiduras y más aún
sus armas, todas sembradas de cruces, águilas, coronas, no impedía que los jevsurs
acatasen ante todo las reglas inmemoriales y sagradas de la hospitalidad. Los tres
pastores guerreros invitaron a Ibn Battuta a que fuera a disfrutar en su casa de un
descanso muy merecido tras una ruta tan larga. Partieron los cuatro hacia el valle del
Torrente de leche donde llegaron al día siguiente después de dormir por el camino
bajo un alero de madera.
El pueblo fortificado de Chatili era un extremo del mundo. Lo que más llamó la
atención a Ibn Battuta fue el contraste entre el rigor del paisaje y la hermosura de los
habitantes. Aparte alguna excepción, todos los jevsurs eran de una rara belleza. Los
hombres, con sus armaduras y sus polainas de cuero, eran altos, flexibles, esbeltos,
con anchos hombros y rasgos armoniosos, con narices admirables que habían de
provocar más tarde el entusiasmo de un Alejandro Dumas: «¡Ah, válgame Dios! ¡Qué
hermosas narices las narices de Georgia, narices robustas, narices magníficas,
redondas, gruesas, largas y anchas, blancas, sonrosadas, rojas, moradas!». Todos los
hombres iban armados con un puñal que llevaba el nombre de kindjal. Con su piel
muy blanca, su tez colorada, sus pechos duros y redondos, apretados en un estrecho
corsé, las mujeres tenían una vivacidad, un encanto, una elegancia que hacían de
ellas, a los ojos del viajero árabe y judío, las criaturas más seductoras que jamás había

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contemplado. Lo miraban a su vez con una mezcla de dignidad y ardor que
despertaba en él sentimientos de una violencia que le costaba ocultar. Mucho peor fue
al llegar la noche.
Los tres jevsurs eran hermanos y los tres hermanos tenían una hermana. La
hermana, que se llamaba Haydé, era más bella aún que las otras circasianas.
Respondía, punto por punto, a la descripción que, mucho más tarde que Ibn Battuta,
pero antes que el buen Dumas, había de dar de los habitantes del Cáucaso otro viajero
famoso, el caballero Chardin: «No se pueden pintar rostros más encantadores ni talles
más bellos que los de las georgianas: son altas, esbeltas, en modo alguno afeadas por
el exceso de carnes y extremadamente flexibles de cintura. Tienen una gran debilidad
por los hombres. Doy por imposible mirarlas sin amarlas». Ibn Battuta era más bien
de natural callado, hablaba con poco gusto de sí, de sus aventuras, de sus viajes…
—¿De veras? —dijo Marie.
—De veras —dijo Simón—. No crea que me echo sobre todo el mundo como me
he echado sobre ustedes. Siempre he sido reservado y casi huraño. He callado mucho
tiempo antes de conocerlos; callaré mucho tiempo cuando los haya dejado. Lo
ignoraban casi todo, confiésenlo, del judío errante, cuyo nombre les sonaba a algo un
tanto vago y lejano y de quien sólo sabían que existía. Sólo hablo emocionado,
cuando alguien me gusta tanto como me gustan ustedes.
—Me figuro que piensa en mí —pregunté en tono seco.
—Pues claro —dijo Simón—. En Marie y en usted.
Y mirando a la muchacha que llevaba el nombre de Haydé, le entraron ganas de
tenerla a su lado y conversar con ella.
Un fuego ardía en el hogar donde hervía un caldero de sopa. Junto a la chimenea
se apilaba un montón de leña. De vez en cuando, se levantaba un hombre e iba a
echar un leño al fuego. La oscuridad había caído en la estancia que ya sólo estaba
alumbrada por el resplandor de las llamas. Mientras los hombres hablaban de caza y
se repetían una vez más los relatos de aquellas guerras de los jevsurs en que las
mujeres se batían contra escitas o persas al lado de sus padres y sus maridos,
sustituyéndolos cuando caían y, en el momento de sucumbir a su vez, usaban a sus
hijos como proyectiles o clavas, Haydé, muy erguida, algo rígida, contaba a Ibn
Battuta cómo, entre los jevsurs, la noche de bodas, el esposo cortaba de un golpe de
kindjar las ataduras del estrecho corsé que aprisionaba los pechos de su amada. Se
expresaba con una dignidad, casi con una altivez que se combinaban, en un extraño
contraste, con un encanto y una fiebre que trastornaban al viajero. Cuando uno de los
hermanos, tras haberle preguntado si no necesitaba nada, le declaró que Haydé estaba
encargada de la satisfacción de sus menores deseos, anheló que la velada, como su
vida, no acabara nunca.
Sin embargo, no tardó en acabar. El fuego en la chimenea quedó reducido al
estado de brasas que lucían tenuemente. Todo el mundo fue a acostarse en las

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alfombras esparcidas por las grandes estancias abovedadas. Ibn Battuta, a disgusto, se
inclinó ante Haydé.
—Voy contigo —le dijo ella.
—¿Conmigo? —dijo Omar.
—Claro —dijo Haydé con una calma soberana—. Contigo.
Omar Ibn Battuta miró en silencio el círculo en torno a él de la familia jevsur. La
madre sonreía. Las hermanas pequeñas batían palmas. Los tres hermanos se echaron
a reír.
—Todo el tiempo que estés con nosotros —dijo el mayor—, Haydé será tu
esposa. Será tu sirvienta y tu mujer. Es la ley de los jevsurs. Velará por ti. Dormirá
contigo. Será tu esposa porque eres nuestro huésped. Y, porque eres nuestro huésped,
respetarás a la esposa que, de momento al menos, se te da por una noche.
Toda la noche, Haydé durmió en los brazos de Omar Ibn Battuta. Aquella mujer
tan bella contra él, las imaginaciones incomparables de la historia y los hombres, las
delicias de la vida que le estaban prohibidas… Inmóvil, helado, abiertos los ojos en la
oscuridad, con la respiración de Haydé en sus labios, comprendía por fin a qué lo
había hecho condenar la ausencia de amor de que había dado prueba: era a la
ausencia de amor. Andar, no morir, tener siempre unas monedas en el bolsillo y
hablar todas las lenguas no era nada, viento, anécdota, leyenda. Estaba maldito en su
corazón. No tenía más derecho a amar que a morir. Donde no había muerte tampoco
había amor. Pues la muerte y el amor son los dos hijos mellizos de la historia y el
tiempo. Y hay algo en ellos que habla de otro mundo. Tal vez por ese motivo el
galileo a quien había negado un vaso de agua había muerto en la cruz. Durante todas
aquellas horas sin sueño, mientras Haydé se estrechaba contra él y murmuraba unas
palabras en las que creyó entender:
—No te vayas…, soñó en quedarse para siempre junto a su mujer de una noche
en el pueblo de los jevsurs y convertirse por fin en un hombre como los otros que
construyen lo eterno con lo pasajero y lo absoluto con lo accidental.
Al día siguiente, al amanecer, miró por última vez a Haydé dormida aún, se
levantó con sigilo, reemprendió la marcha, dejó sin volverse el valle del Kistinka y
llegó de nuevo al desfiladero de Darial donde se alzaban, amenazadores, el peñón del
Centinela y el peñón de Guárdenos Dios. Tras unos días de marcha, después de
encontrarse con mendigos, un santo varón, unos ladrones que intentaron despojarlo
de lo que no poseía y una tropa de soldados que lo interrogaron mucho tiempo antes
de dejarlo ir, llegó al pie del castillo de la condesa Thamar que estaba encaramado en
la cima de un pico.

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Por los largos pasillos oscuros alumbrados por la luna que tenía la buena
ocurrencia de brillar intensamente, Isaac avanzaba en silencio por entre los tesoros
adivinados, los tapices en las paredes, las cómodas panzudas, los jarrones antiguos.
Pesadas alfombras apagaban el ruido de sus pasos en el suelo. Primero había cerrado
los ojos para acostumbrarse a la oscuridad, más densa aún que en el jardín. Ahora,
poco a poco, con el resplandor de la luna, distinguía las masas que lo rodeaban, los
divanes, los sillones, las puertas con sus misterios. Había hablado mucho con la gente
del lugar, con hortelanos, comerciantes, artesanos. Había acabado trazando
mentalmente una especie de plano de la casa. Sabía que la habitación de Pauline
ocupaba su ángulo sureste. Cuando había venido, de día, a observar el palacio, había
advertido que las ventanas, por ese lado, estaban adornadas con cortinas más
suntuosas que en las otras partes. Se esforzaba en orientarse y dirigirse hacia la
habitación que atribuía a Pauline.
La audacia de la empresa, que, durante semanas y semanas de excitación y
ensueño, había juzgado tan natural, lo asombraba de pronto. ¿Y si hallase a un
hombre en la cama de Pauline? ¡Bah! La vida no es más que un largo riesgo y él no
arriesgaba gran cosa. Abrió varias puertas. Detrás de una de ellas, oyó un ronquido.
Volvió a cerrarla en el acto. La otra daba a un saloncito donde estaban dispuestas
unas mesas de juego. La tercera daba acceso a un tocador cuyos perfumes deliciosos
embriagaron a Laquedem. Temeroso y embelesado, entró. Y con una violencia
extrema, deseó de súbito a Pauline, a quien no conocía.

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Entrad en este hostal,
anciano venerable,
de una cerveza fresca
beberéis vuestra parte;
os agasajaremos
lo mejor que podamos.
En vuestra compañía
dos tragos beberé.
Mas sin poder sentarme;
tengo que estar de pie.
De veras me confunde
vuestra gran cortesía.

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La condesa Thamar era alta y majestuosa. Tenía veinte años más que Haydé.
Quizá veinticinco. Acogió a Ornar con gran cortesía.
—Señora —le dijo Ibn Battuta después de saludarla como convenía—, llevo
andando mucho tiempo. Quizá vuestra grandeza y vuestra bondad acepten ayudarme.
Voy en busca del país de Gog y Magog.
Como los tres jevsurs en el desfiladero de Darial, la condesa Thamar se echó a
reír.
—Me temo que soy yo sola todos los pueblos de Gog y Magog. Tal vez el espanto
que suscita mi castillo desde el puente del Diablo hasta el peñón de Guárdenos Dios
contribuye a difundir lejos la leyenda de Gog y Magog. Yo creo en los hombres más
que en los monstruos. Vos me parecéis sólido. No tengáis miedo a las fábulas.
Sentada en un asiento rojo que participaba del trono y el sillón, la condesa
Thamar miraba muy de frente a Ornar Ibn Battuta que estaba de pie ante ella. Le hizo
señal de sentarse y ordenó a los criados que lo rodeaban que sirvieran vino al viajero.
Era tan morena como Haydé rubia y sus ojos verdes centelleaban.
—No creo en las fábulas, señora, pero sé que los hombres (y yo soy hombre) son
capaces de todo y no hay casi nada que no pueda esperarse de ellos. He conocido a
hombres (y a mujeres) más inquietantes que Gog y Magog.
La condesa Thamar permaneció un instante silenciosa. Luego se inclinó hacia
Omar.
—Sois un hombre curioso —le dijo—. ¿Queréis, por una noche, ser huésped de
este castillo?
Omar Ibn Battuta le dio las gracias con humildad. Empezó a explicar que viajaba
sin equipaje, que no tenía más ropa que la que llevaba y que…
La condesa lo interrumpió con un ademán:
—Os proporcionaremos lo que os haga falta. Os veré en la cena.
Dejó la gran sala cuyas paredes estaban cubiertas de tapices y donde ardían
antorchas.
Los criados rodearon a Ibn Battuta y lo llevaron a una habitación con una cama y
unos muebles de una elegancia y un refinamiento que habrían sido maravillosos en
cualquier otra parte, pero que, en lo más remoto del Bolchoi Kavkaz, al otro lado de
las Puertas caucásicas, en los confines del país donde imaginaba a Gog y Magog,
eran inverosímiles. En un rincón se quemaban perfumes. Una música sorda y un poco
irritante llegaba del patio o de los largos pasillos oscuros que había entrevisto al
pasar. En la cama de dosel rojo estaban extendidos abrigos de pieles, túnicas
bordadas, pantalones ahuecados, cinturones de oro y plata. A lo largo de la pared,
cubierta con un mosaico que representaba la caza del tigre, estaban alineados zapatos
de punta retorcida, zapatillas de pieles, altas botas de cuero de color leonado,
sandalias y zapatos planos de las formas y dibujos más diversos.
—Señor —le dijo una muchacha de tez oscura que lo había acompañado por el
castillo—, ¿queréis elegir las prendas que llevaréis esta noche en la cena que da en

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vuestro honor la condesa Thamar?
Ornar Ibn Battuta señaló casi al azar un pantalón de seda color ladrillo y una
túnica azul oscuro que tiraba a turquesa.
—Quisiera dormir —dijo.
La joven de tez oscura dio unas palmadas. Una multitud de muchachas trajeron
agua para su aseo, cogieron las ropas que cubrían la cama y desaparecieron con la
misma rapidez con que habían aparecido, dejando tras ellas a la joven que daba las
órdenes y un reducido número de criados que ayudaron al viajero a quitarse los
harapos, llenos de polvo y barro, que llevaba puestos. En el momento de echarse en la
cama cubierta con pieles de animales y de dosel rojo, Ornar Ibn Battuta se dio cuenta
de pronto de que, tras aquel ballet de criados y muchachas, estaba solo en la
habitación con la circasiana o la persa de ojos rasgados y piel aceitunada. Pese a su
agotamiento, hizo un movimiento hacia ella.
Ella no lo rechazó. Estrechándolo junto a sí, lo hizo caer en la cama y acabó de
desnudarlo. Quiso abrazarla y besarla en los labios. Ella apartó la cabeza y, con un
vigor que nada hacía prever, le inmovilizó las dos manos. Luego, bajando la cabeza
hacia el cuerpo tendido en la cama, le barrió con los cabellos la cara y el pecho. Omar
la miró con algo en los ojos que parecía sorpresa y una interrogación. La joven le
soltó las muñecas y se sonrió.
Omar Ibn Battuta vio en aquella sonrisa como una incitación y trató de nuevo de
enlazar a la joven y atraerla hacia sí. Ella no se resistió, pero, apoyando su rostro en
el pecho del eterno viajero y acariciando lentamente el cuerpo desnudo, rendido por
tantas pruebas y, sin embargo, impaciente, murmuró en voz baja que debía esperar,
esperar aún y que lo aguardaban otros placeres de los que no le estaba permitido decir
nada.

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Frente a la ventana del tocador estaba instalada una coqueta. Isaac Laquedem se
sentó un instante ante el espejo. El resplandor de la luna alumbraba la pequeña
estancia, llena de cepillos de marfil y de bibelots de valor, esparcidos sobre veladores.
En el espejo, vagamente, distinguió una sombra que surgía de la sombra: era él. El
olor que lo había sorprendido al entreabrir la puerta lo asaltaba por todas partes. En la
espera, en el misterio, creyó desfallecer de dicha.
Hacia la mitad de la pared que se alzaba entre la coqueta ante la que estaba
sentado y la puerta por la que había entrado hacía un momento se abría una segunda
puerta. Con la mano en el pestillo de porcelana, o quizá en el pomo, vaciló un
instante. Menos por temor que por placer. Desde los bosques de Polonia, había
pensado tanto en aquel momento que quería hacerlo durar todavía un poco. Volvió a
la ventana y se sacó del bolsillo el medallón que no lo dejaba ya. La luna iluminó una
vez más los rasgos que lo encantaban. Los contempló largamente. Y regresó a la
puerta.
La abrió en silencio. El perfume de Pauline le saltó a la cara. Cerró la puerta a su
espalda.
—Estoy en la habitación de Pauline —dijo casi en voz alta.
Tenía la impresión de que los siglos de historia, los choques entre los imperios,
los descubrimientos de los sabios, las angustias de los místicos no se habían sucedido
sino para llegar a aquel instante en la habitación de Pauline, en el extremo sur de
Francia, muy a principios de la primavera del último año del Gran Imperio. Dio un
paso. Luego dos. La habitación estaba más oscura que el tocador. Adivinaba la cama,
y, en la cama, la forma de un cuerpo acostado.
Permaneció mucho rato inmóvil. Todo dormía en la casa. Ningún ruido. Avanzó
lentamente, cuidando de no tropezar con ninguno de los muebles que imaginaba en la
estancia más que los distinguía. Supo que se acercaba a su meta al oír la respiración
pausada de la mujer que dormía.
Hizo aún un movimiento, hasta tocar la cama. Entonces se arrodilló y,
apoyándose en silencio en los codos, hundió la cara en las sábanas perfumadas.
Estuvo allí mucho tiempo, sin hacer ruido, sin moverse, escuchando, en la noche, el
corazón de Pauline que latía lentamente a su lado.
Quizá porque acariciaba con movimiento insensible los cabellos de un color
indistinto de los que salía un perfume que le hacía desear morir, fue ella la primera
que extendió el brazo hasta tocar su cuerpo. Sucesivamente, sin despertarse, fue
descubriendo la charretera de canelones, los alamares del pecho, la piel del dormán.
Cuando la mano dormida llegó, tanteando, hasta el penacho de plumas de garza que
dominaba el chacó puesto por Isaac Laquedem al borde de la cama, la durmiente tuvo
un sobresalto. Se volvió con vivacidad y exhaló un suspiro. Fue al recobrar su aliento
cuando le llamó la atención el perfume que Isaac había heredado del elegante. Lanzó
un grito ahogado por la mano de Isaac, se incorporó en la cama, rodeó con sus brazos
al hombre de uniforme a la húngara que estaba arrodillado junto a ella y murmuró:

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—¡Canouville!
Lo que fue aquella noche… No hay mayor placer para un hombre que tomar a
una mujer dormida que sale apenas de su sueño para entregarse a él. Pauline había
temblado por la vida de Canouville al que había amado con la misma violencia que a
Fréron y a Leclerc. Habían llegado malas noticias. Habían corrido rumores. Se decía
que había desaparecido en Rusia, que había muerto en el combate. Había llorado
mucho. Y he aquí que la pesadilla se disipaba y que en sueños al menos —no quería
saber si dormía o estaba despierta— lo estrechaba contra ella.
Isaac la estrechaba contra él. Todas las caricias, tiernas primero, cada vez más
precisas, que ella le prodigaba con pasión, se las devolvía él sin cansarse. Pauline
tenía treinta y tres años. Se hallaba en todo el esplendor de una belleza completa que
Isaac sólo conocía por la miniatura de Canouville y el retrato visto en París. La
descubría con los dedos, con la piel, con el tacto, con las caricias. Nunca Canouville,
ligero, fácil, siempre presuroso, la había acariciado con aquella lentitud, con aquel
ardor de escolar, de artesano, de amante. Estudiaba la nariz, las orejas, la boca.
Estudiaba los labios con los labios, la lengua con la lengua. Estudiaba las manos con
las manos. Estudiaba los brazos, los pies, el vientre. Los pechos de la princesa
Borghése eran famosos en Europa y en el mundo entero desde que Canova la había
representado como Venus. Isaac Laquedem, que tanto había soñado en ellos, los
conoció, en la noche, con sus manos y su boca.
Pauline dormía, gozaba, soñaba, dejaba escapar gemidos de felicidad, acariciaba
la sombra de Canouville. Isaac se inclinaba hacia ella, que se inclinaba hacia él, y,
desconocidos uno para el otro, en la oscuridad y el silencio roto apenas por los gritos
que contenían al punto, intercambiaban su aliento y su entrega alternada. Pauline,
arrancadas las sábanas, rasgado su camisón, murmuraba palabras inconexas
inclinándose sobre aquel que creía su amante y que iba a serlo. Cuando había acabado
de besarlo en la boca, se echaba hacia atrás, con una sonrisa para nadie en los labios
ausentes de los que se adueñaba la noche. No había una sola pulgada de su cuerpo
que no hubiera sido explorada por las manos y los labios de Isaac Laquedem.
Desde hacía semanas y meses, a través de Polonia y Alemania, por las calles de
París, en las carreteras de Borgoña y Provenza, Isaac Laquedem había pensado en
aquella noche. Lo recompensaba de todo. De sus sufrimientos, sus angustias, su
existencia absurda y sin fin. Por primera vez, morir y no morir le eran indiferentes.
Con Pauline en sus brazos, se hallaba más allá de la vida y la muerte. Tenía la
sensación de haber llegado por último al final del camino interminable que recorría
desde hacía tanto tiempo. ¿Qué más? ¿Qué más? No había nada más que aquella boca
y aquellos pechos y aquellas piernas y aquel vientre. No había ya ni preguntas, ni
vacío, ni desesperación. El eterno «¿Para qué?» quedaba al fin reducido al silencio
por algo más fuerte, indiscutible. Imágenes dispersas le pasaban como ráfagas por la
mente: carreras, matanzas, fiestas, batallas. En el momento en que veía al elegante,
degollado, cubierto de sangre, Pauline murmuró:

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—Entra en mí.

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Mucho nos gustaría
conocer vuestra edad.
A juzgar por la cara,
muy viejo parecéis.
Cumplidos tenéis cien años.
¡Menos no aparentáis!
—Vaya… —dijo Marie.
—Lo sé —cortó Simón—. Gracias.
—La vejez me embaraza…
—¿Lo embarazaba? —dijo Marie— Allá, en los brazos de…
—¡Oh! —dijo Simón—. Detesto presumir…
¡Qué cara! A mí, por el contrario, me parecía que Simón Fussgänger se pasaba el
tiempo pavoneándose y queriendo lucirse en las historias que nos contaba. Marie,
naturalmente, era la última en poder advertirlo.
La vejez me embaraza.
Mil ochocientos tengo.
Cierto es y seguro
que me dejo aún doce;
Doce años tenía
cuando Cristo nació.
¿No seréis vos ese hombre
de quién se habla tanto,
que la Escritura nombra
Isaac, judío errante?
Decidnos, por favor,
si, en efecto, sois vos.
Isaac Laquedem
me pusieron por nombre;
nací en Jerusalén,
ciudad muy afamada.
—¿En Jerusalén? —dijo Marie.
—Puro invento —dijo Simón—. Lo sabe perfectamente: soy galileo.
—Sí, soy yo, hijos míos.
—¡Soy el judío errante!

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En los últimos días de junio de 1976, una agitación mezclada con angustia y
desaliento reinaba en las dependencias del Mosad, el servicio secreto israelí. El vuelo
AF 139 —un Airbus de Air France que comunicaba con Tel Aviv y había despegado
del aeropuerto de Lod el 27 de junio a las ocho cincuenta con destino a Roissy—
había sido secuestrado a la altura de Corfú, tras una escala en Atenas, por un
misterioso comando de cuatro miembros —al parecer, dos alemanes, entre ellos una
mujer, y dos palestinos— que se reclamaba de Che Guevara y el Frente Popular para
la Liberación de Palestina. Tras una detención de cinco horas en Bengazi y al final de
un viaje que había resultado una pesadilla para los doscientos cincuenta o sesenta
pasajeros, entre los que había mujeres y niños, y trastornado al mundo entero, pegado
a los aparatos de radio y televisión, aglutinado ante los kioscos de periódicos cuyas
tiradas se disparaban, el comando había obligado a la tripulación a aterrizar en el
campo de aviación de Entebbe, pequeña ciudad de Uganda, al norte del lago Victoria.
Al otro extremo del mundo, cruzada por el ecuador, con una superficie
equivalente una vez y media a la de Suiza, o a la de Bélgica, Países Bajos y
Luxemburgo reunidos, Uganda había sido gobernada mucho tiempo por un rey
asimilado a un león y flanqueado siempre por un fuego sagrado. Había caído en
manos de un excampeón de boxeo musulmán, amigo de Cassius Clay, alias
Muhammad Ali, transfigurado en mariscal con un uniforme deslumbrante y en
presidente vitalicio. El presidente vitalicio, que arrojaba con gusto a los cocodrilos a
sus adversarios políticos, había suprimido la constitución, disuelto el parlamento,
prohibido los partidos, humillado a los ingleses, expulsado a los asiáticos, roto con
Israel: se llamaba Idi Amin Dada. A cerca de cuatro mil kilómetros de Israel, el
mariscal Amin Dada, con no disimulada satisfacción, había aceptado acoger el
aparato, la tripulación, los rehenes y el comando del que juzgaba «muy generosas» la
acción y las exigencias.
En aquel comienzo de verano hacía un calor agobiante en las dependencias de los
servicios secretos. Alrededor de paquetes de cigarrillos nerviosamente
despanzurrados y de dos o tres cadáveres de botellas de whisky, los agentes del
Mosad a los que se habían sumado hombres de los comandos de choque y brigadas
especiales así como representantes del Aman, el servicio de información de Tsahal, y
del Shabak, el servicio de acción antiterrorista, repasaban febrilmente las hipótesis
más descabelladas y se tiraban de los pelos ante las noticias que acababan de llegar.
Tres nuevos terroristas al menos se habían unido en Entebbe al comando de cuatro
miembros que había secuestrado el avión a la vertical de Corfú. Al parecer hablaban
entre ellos en español o en un inglés incierto, y no en árabe. El comando había dejado
en libertad a cierto número de pasajeros pero retenía aún a un centenar de rehenes de
los que ochenta y tres eran israelíes. Reclamaba la liberación de unos cincuenta
«combatientes de la libertad», encarcelados en Francia, Alemania, Suiza, Kenya y
sobre todo Israel, y había fijado para el domingo 4 de julio a las trece el término de su
ultimátum. Expirado este plazo y a falta de una respuesta afirmativa, volaría el avión

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y a su centenar de rehenes. Ya se habían cavado zanjas protectoras contra la onda
expansiva y el cordón de tropas ugandesas había retrocedido ciento cincuenta o
doscientos metros. Por todas partes se habían dispuesto cargas de dinamita. El avión
estaba preparado para estallar con sus pasajeros.
Los Estados Unidos en que Jimmy Cárter se disponía a sustituir a Gerald Ford, la
Francia de Giscard d’Estaing, de Chirac, de Sauvagnargues, la Alemania de Helmut
Schmidt, la Inglaterra en que Callaghan acababa de suceder a Harold Wilson habían
compadecido a las víctimas y a los inocentes, condenado la violencia, exaltado los
derechos del hombre, clamado su indignación y su voluntad de firmeza. Por
muchísimas razones, que iban desde el psicoanálisis colectivo hasta la filosofía de la
historia, todo el mundo sabía que no moverían un dedo. Por toda una serie de otros
motivos que no eran muy oscuros, a los rusos les caía bien el asunto y apoyaban más
bien a Amin Dada. China se restablecía de la muerte de Chu En-lai y se preparaba
para la de Mao. Japón luchaba contra los escándalos financieros y sus propios
terroristas y dedicaba a enriquecerse el tiempo que le sobraba.
—Una vez más —dijo una voz en medio de una nube de humo—, sólo podemos
contar con nosotros mismos.
—No hay nada que hacer —concluyó el coronel Yonatan Netanyahu, la cara
descompuesta, los ojos hinchados por el cansancio—. Nos vengaremos otra vez. De
momento y debido a los rehenes, creo que hay que negociar. Es la única solución.
Voy a recomendársela a Yitzhak Rabin.
Se hizo un gran silencio. El coronel, que tenía treinta años y dirigía los debates,
garrapateó unas palabras y tendió un sobre a un teniente que salió en seguida. Todos
los hombres —y las dos mujeres— presentes en la estancia llena de humo
comprendieron que estaban viviendo un instante decisivo: por primera vez, Israel
aceptaba negociar con terroristas.
Sentado, en un ángulo de la estancia, en el reborde de una ventana, el teniente
Katz, que no había dicho palabra hasta entonces y que, pese a sus pocos años, gozaba
de muy buena fama por haber participado ya en el asunto de las lanchas de Cherburgo
y en diversas operaciones de represalias lanzadas por Golda Meir en Túnez o en Siria,
empezó a toser y a agitarse. Acabó por levantar la mano.
—¿Qué pasa, Katz? —preguntó el coronel.
—Creo que, casualmente, tenemos a alguien por el lago Victoria. Incluso quizá en
Kampala. Es difícil saber dónde está exactamente. Se mueve sin parar. Y se esconde.
En cualquier caso anda por aquella zona.
—¿Y qué? —dijo Yonatan.
—Es bastante listo —dijo Katz—. Lo conozco.
—¿Va solo? —preguntó Netanyahu con una sonrisa de conmiseración.
—Va solo —dijo Katz—. Pero es listo.
—¿Uno de los nuestros? ¿Tsahal? ¿Aman? ¿Shabak? ¿Mosad?
—Ni mucho menos —dijo Katz.

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—¿Qué hace allí?
—Pasea.
—Es una broma —dijo el doctor Freedmann, que representaba al primer ministro
—. No estamos aquí para perder el tiempo.

Callaban todos. El coronel reflexionaba doblando y desdoblando una hoja de


papel blanco cuyos crujidos atacaban los nervios.
—¿Qué podemos perder? —dijo por fin levantando los brazos—. ¿Puede ponerse
en contacto con él?
—No es fácil —dijo Katz—. Pero creo que sí.
—¿Una tía? —ironizó alguien.
El teniente Katz calló, algo encendidas las mejillas. Procedía de una familia
ortodoxa y muy rigurosa. Su hermano, a modo de estandarte y pasaporte para el más
allá, seguía exhibiendo tirabuzones bajo un sombrero de fieltro negro.
—¿Cómo se llama ese salvador? —preguntó Netanyahu.
—Laquedem —dijo Katz—. Isaac Laquedem. Pero lleva muchos más nombres.

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¡Santo Dios! ¡Qué penoso
es este mi trayecto!
Dando la vuelta al mundo
cinco veces ya llevo.
A todos morir toca.
¡Y yo sigo viviendo!
Cruzando voy los mares,
los ríos y arroyuelos,
los bosques, los desiertos,
los collados, los montes,
los valles y los llanos;
todo camino acepto.
He visto en Europa,
lo mismo que en Asia,
batallas y encuentros,
muchas vidas segadas.
He pasado por ellos.
Siempre he salido ileso.
He visto en América,
digo la verdad,
lo mismo que en África,
cruel mortandad.
La muerte me teme,
lo veo muy bien.

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En los brazos de Pauline dormida, se puso a soñar. Soñaba el mundo, y su vida.
Se veía en Roma, en Moscú, en Jerusalén, en Samarcanda, en las cárceles de
Odoacro, en medio del mar de los Sargazos, por los caminos del Hindú Kus, en el
Hipódromo de Bizancio. Él no era más que su sueño y su sueño era el mundo. En los
brazos de Pauline se desplegaba algo inmenso que se reducía al recuerdo: era la
historia. El tiempo y el espacio se deshacían hasta abolirse. Soñaba lo que había
conocido, soñaba también lo que no había conocido. Soñaba sus sueños como soñaba
su vida. El recuerdo y el sueño no se distinguían ya uno de otro.
La realidad se disolvía y se hacía jirones, humo, huellas dispersas, rayos en la
noche. El tiempo que había cruzado desde hacía siglos y más siglos formaba un corro
en torno a él. Él descendía en el futuro, remontaba en el pasado. Le parecía que todos
los secretos desvanecidos o por venir se disipaban para él. Adivinaba lo que iba a
surgir de la nada para instalarse con esplendor en la necesidad del ser, se acordaba de
aquellas cosas desaparecidas que lo habían precedido. El mundo danzaba en torno a
él. Pauline dormida en sus brazos murmuraba palabras de amor. En los brazos de
Pauline, se hallaba de pronto en los brazos de Popea, de Haydé, de Natalie de
Noailles y de María de Magdala.
—En los míos también, tal vez —dijo Marie con voz neutra.
Simón Fussgänger no había oído. Miraba a lo lejos, hacia el fondo de la laguna. O
fingía no haber oído.
—Marie —dije muy bajo—, Marie, te pasas de la raya.
Se veía en su taller donde el galileo imploraba un vaso de agua. Se veía en el
palacio del procurador de Judea. Se veía en aquella posada en la que, muchos años
después del asunto del Gólgota —¿habría sido posible que no hubiera tenido lugar y
que hubiera otra historia en lugar de la nuestra?—, había reconocido a Poncio Pilatos
bajo los rasgos de un viajero agotado y envejecido, a quien ningún guardia seguía ya.
El procurador, naturalmente, no había guardado el menor recuerdo de su oscuro
portero. No se acordaba siquiera de aquel crucificado entre otros, que, en su tiempo,
había armado menos ruido que muchos. Habían hablado, los dos, bebiendo un poco
de vino, de sus guerras y del emperador. Anochecía. El antiguo procurador había
recitado unos versos de Sófocles y de Homero. El otro, o sea él, o sea un sueño entre
los sueños, y que soñaba consigo mismo, miraba las estrellas y se preguntaba en voz
alta qué hacían en este mundo, inútiles y perdidos, aplastados por los años.
—¿Crees —le había dicho al romano— que sabremos algún día algo más sobre
este mundo en que habremos vivido, sobre la belleza y el bien, sobre la justicia, sobre
la verdad?
El romano había estado tanto rato callado que el judío se había preguntado si lo
había oído. Y luego, el antiguo procurador de Tiberio se había servido un poco de
vino, había frotado lentamente las manos una con otra y, con una voz apagada, como
si un recuerdo desvanecido le pasara de pronto por la mente, había murmurado esta
fórmula tan poco romana, que venía de otra parte y de más lejos:

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—¿Qué es la verdad?
En los brazos de Pauline dormida soñando palabras de amor, Isaac Laquedem
disfrazado de Canouville se acordaba de sí mismo como peregrino chino, sofista
bizantino, soldado de Alarico, navegante español, compañero de san Francisco,
viajero árabe, correo del Emperador: corría a través del mundo y los siglos bajo una
banderola desplegada que era su sueño mismo y en la que brillaban en letras de fuego
las palabras del procurador en respuesta a otra voz, más potente y más alta, y cuyo
eco sonaba tan fuerte en su sueño y en este mundo que el amante dormido en los
brazos de Pauline había de llevarse las manos a los oídos ensordecidos:
¿QUÉ ES LA VERDAD?
—Cariño… —murmuraba Pauline.
—¿Qué? —decía Laquedem.
—Cariño —murmuraba Pauline—. Hablas, no te oigo. ¿Qué dices, amor mío?
—Nada —decía Laquedem—, nada. Duerme, amor mío. Duerme.
Y se tapaba los oídos, para no oír el gran grito sin respuesta que no dejaba de
sonar en los sueños de los hombres y las mujeres estrechados uno en brazos de otro y
que corría a través del mundo y cruzaba los siglos:
¿QUÉ ES LA VERDAD?

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Ningún recurso tengo
ni en casa ni en bienes;
en la bolsa unas perras
son todos mis medios.
En cualquier lugar y tiempo
sólo poseo ésos.
Veíamos como un sueño
la historia de vuestros males.
Tratábamos de mentiras
todos vuestros trabajos.
Ahora vemos muy claro
que andábamos errados.
¿Así que erais culpable
de un pecado muy grande
para que el Dios de amor
tanto os haya afligido?
Decidnos la razón
de tan duro castigo.

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Veía el cortejo, y el taller, y el rostro del torturado. Oía las palabras que habían
trastornado su vida y sellado su destino:
—¡Anda! ¡Anda ya!
—Yo ando porque debo morir. Tú, hasta mi vuelta, andarás sin morir.
En la larga cadena que llevaba hasta los brazos de Pau —line, no había un
eslabón inútil. No había una palabra, un ademán, un silencio, un destello que no fuera
nuevo y diferente y, sin embargo, que no estuviera unido a todos los otros y no
sirviera de puente entre el pasado y el futuro. Todo se ordenaba sin fin en el espacio y
el tiempo y el secreto del mundo se extendía poco a poco al modo de un puzzle de
piezas imprevisibles y no obstante necesarias. En los brazos de Pauline, Isaac
Laquedem veía el Gran Ejército en las llanuras de Rusia y las pasiones de Fabrice del
Dongo y de Julien Sorel que sólo eran aún un resplandor en los ojos maliciosos de
Stendhal. Veía a Spinoza puliendo sus lentes, los elefantes de Aníbal, las máquinas de
Vinci, las vacilaciones de Racine en el momento de trazar unas palabras cuya
disposición arbitraria resultaría más inmutable que las estrellas en la noche:
Yo te amaba inconstante, ¿qué habría hecho fiel?…
En el desierto Oriente, ¡cuál no fue mi hastío!…
Todos los días amanecían claros y serenos para ellos…
La hija de Minos y de Pasifae…

Siempre hay un momento en que todo lo que será necesario todavía es superfluo.
Veía a un general cruzando un río costero que marcaba la frontera entre la Italia
propiamente dicha y la Galia cisalpina, a un procurador de Judea que se lavaba las
manos en presencia de la muchedumbre, a un cabo austríaco en el instante de
desencadenar, en la noche del solsticio de verano, la operación Barbarossa. Subía
hasta los reinos, hasta los imperios, hasta los designios sublimes que rigen el
universo. Bajaba hasta la desesperación del niño que acaba de dejar caer en el arroyo
su bollo o su pirulí. Entre las lágrimas del niño y los sistemas formidables de que
dependen nuestros destinos corría un hilo: era el de la historia, era el de la vida. Veía
al artesano en su taller, al labrador en los campos, a Alejandro en Persépolis, a san
Agustín en su escritorio, con un perro rizado a sus pies, escribiendo sus Confesiones
o su Ciudad de Dios y pensando en Alarico, en san Jerónimo, en el misterio de la
verdad. Veía empezar la historia, salir lentamente de la vida, que salía de la materia,
que salía quién sabe de dónde. La veía acabarse no se sabe cómo. Entre aquel
principio y este fin, había, en los brazos de Pauline, un derroche de placeres y
lágrimas, un castillo de fuego de dichas y suplicios, una colección de aventuras capaz
de hacer soñar a Satanás y todos los ángeles del cielo.
Veía el monasterio de Saint Albans, al noroeste de Londres, en el condado de
Hertfordshire donde, junto a la vieja ciudad romana de Verulamium, estaba enterrado
lord Verulam, vizconde de Saint Albans, abogado intrigante y sin escrúpulos, filósofo

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genial que, a decir de algunos, había sido el verdadero padre de las obras maestras de
Shakespeare, fiscal del Tribunal Supremo, ministro de Justicia, gran canciller, más
conocido con el nombre de Francis Bacon, y donde dos grandes batallas, durante la
guerra de las Dos Rosas, habían dado sucesivamente la victoria a la rosa blanca de los
York y a la rosa roja de los Lancaster. Fue allí, en Saint Albans, a comienzos del siglo
XIII, donde Isaac Laquedem, que aún no era Isaac Laquedem, había nacido por
segunda vez. Veía la visita a Saint Albans de un obispo armenio que contaba a un
monje benedictino llamado Matthieu Páris aventuras olvidadas y hasta entonces
inéditas: eran las suyas. Veía al monje narrar en una crónica pronto célebre el relato
del obispo: cómo el portero de Poncio Pilatos, que se llamaba Cartafilo, había tratado
con desprecio al Salvador condenado, camino del suplicio, y cómo el judío,
recíprocamente, había sido condenado a andar sin descanso. Veía crecer y
desarrollarse la leyenda de aquel Maleo que, al parecer, había abofeteado a Cristo y
que, después de que el apóstol Pedro le hubo cortado la oreja en el huerto de los
Olivos, había sido condenado a girar sin fin en torno a la columna a la que había sido
atado Jesús. Más o menos en la época de Matthieu Páris, veía en Italia a la figura ya
popular de un penitente arrepentido, incapaz de quedarse quieto, convertido en
compañero de san Francisco de Asís y con dotes de adivino. Lo llamaban Buttadeo.
Era él, siempre él. A través de las crónicas sobre rabinos viajeros, los escritos de un
obispo de Schleswig, las canciones populares, los rumores del temor y la superstición
y los juegos del recuerdo y la imaginación, es en la confluencia de Cartafilo que
espera la vuelta del Señor y el Juicio Final, de Maleo que expía su acción y de
Buttadeo, el pecador arrepentido y caritativo que no puede estarse quieto, donde
aparecen Ahasverus, zapatero en Jerusalén, luego Isaac Laquedem, el flamenco, y
todas aquellas figuras del judío errante que, entre tantas hipóstasis y detrás de tantas
máscaras, llevará en España el hermoso nombre de Juan Esperendiós o de Espera en
Dios. Seguía siendo él. En los brazos de Pauline, tras los rasgos de Canouville, a falta
de vivir su muerte, revivía sus nacimientos.
En los brazos de Pauline, veía la ficción y la realidad entretejiendo sus hilos de
oro, trocando sus riquezas, mudándose una en otra. Veía su leyenda, que tocaba al
mismo tiempo a Judas, a Pedro que niega a su maestro, a Juan el evangelista, el
discípulo amado, que había recibido de Jesús la orden de esperar su vuelta, a José de
Arimatea, el primer posesor del Santo Grial, fomentar a la vez inmensas visiones del
universo, todas impregnadas del Zohar, de la Cábala, de Moisés de León, de la
tradición judí, y toda la propaganda del antisemitismo ordinario. En los brazos de
Pauline se veía alternativamente como esclavo perseguido por la maldición divina y
como hombre libre que ha roto sus cadenas y avanza hacia el progreso. Se veía en el
centro de anécdotas incontables, de viajes sin fin, de tragedias burguesas, de
comedias históricas, y en el corazón mismo de la memoria, de la historia, del enigma
del tiempo. Él era la ciencia y la religión, la sociedad y el individuo, una fábula para
asustar a los niños y la verdad universal. Se veía bajo la forma de la tempestad y el

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viento soplando sobre los campos del labriego picardo o frisón que alzaba los ojos al
cielo y murmuraba persignándose: «Es el judío errante que pasa». Se veía comparable
a aquellos mitos que, sustentados a la vez por la credulidad de las masas y el genio de
un número reducido de escritores, poetas, pintores, músicos, corrían a través de las
sociedades y las literaturas: un Fausto, un don Juan, un don Quijote, un Gargantúa, un
Gavroche. Se veía mezclado en todas las obsesiones de los hombres, sus manías, sus
temores y sus esperanzas, y prefería su imagen y sus nombres a las epopeyas
cósmicas y a los sistemas del universo. En los brazos de Pauline era un azar, una
aventura, un encuentro sin mañana y toda la sucesión de hombres pasada de pronto en
él, una sombra frágil y borrosa hasta la inexistencia y la verdad misma, una leyenda y
la historia, un sueño que se llamaba la vida.

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A primera hora de la noche del sábado 3 al domingo 4 de julio de 1976, acostados
en el suelo, incapaces de dormir, oprimidos por la angustia y la incertidumbre, Ida
Borovitch y Jean-Pierre Maimoni intercambian algunas palabras en voz baja. Ella es
israelí, él es hijo de un antiguo agente de policía francés, emigrado a Israel hace unos
años con toda su familia. Jean-Pierre iba a París en el vuelo AF 139 a proseguir su
carrera. Ida viajaba a Francia para pasar unas semanas de vacaciones y descanso. Los
dos se hallaban en medio de un centenar de rehenes repartidos, bajo la vigilancia del
comando germano-palestino y soldados de Idi Amin Dada, en dos hangares del
aeropuerto de Entebbe. Ida Borovitch enseña riendo a Jean-Pierre Maimoni una
canción que ha escrito a lápiz en su tarjeta de embarque. Gira en torno a dos versos
que se responden uno a otro:
Idi dice a Ida
y:
Ida dice a Idi
Siempre en uniforme de gala, jovial y vociferante, especie de Goering africano
con un barniz de castrismo y de marxismo-leninismo, el mariscal ha venido tres veces
en cuatro días a dirigirse a los rehenes. Se ha vuelto muy contento: varios lo habían
aplaudido. Estos aplausos han turbado a Ida y Jean-Pierre. Jean-Pierre ha contado a
Ida su conversación con el director del aeropuerto que había traído a los rehenes,
pagados en dólares, artículos sacados de su establecimiento libre de impuestos y
provisiones.
—No debe de ser fácil —había dicho Jean Pierre— recibir de improviso en el
aeropuerto de Entebbe a doscientas setenta personas que no se esperaban.
El director lo había mirado con aire de asombro y le había contestado:
—Pero… si los esperábamos.
Ida Borovitch y Jean-Pierre Maimoni hablan del mariscal Amin Dada, de los
soldados ugandeses que han apuntado sus fusiles ametralladores a los hangares donde
están amontonados los rehenes, de los tres nuevos personajes que han venido a
sumarse a los cuatro miembros del comando primitivo, de la comida asquerosa
causante de disentería, del agua que empieza a faltar en los lavabos del aeropuerto,
hablan sobre todo con una angustia mezclada con un poco de humor de la suerte que
los aguarda, tan incierta como al principio, cada vez más inquietante, cuando Jean —
Pierre Maimoni mira su reloj en la muñeca: son un poco más de las once de la noche.
Entonces, antes de intentar dormir un poco, se levanta para estirar las piernas y echar
una ojeada a la noche y la luna por una de las ventanas del hangar. Lo que ve lo deja
estupefacto: allá al final de la pista toman tierra tres grandes aviones. Por la puerta
trasera del primero sale el Mercedes del mariscal Amin Dada. Detrás del Mercedes se
precipitan dos o tres Land Rovers abarrotados de soldados en uniforme de combate y
armados hasta los dientes. Se vuelve hacia Ida:
—¡Venga a ver! —le grita.

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En el mismo instante, muy cerca, se produce un tiroteo. Ida, que avanzaba hacia
Jean-Pierre, se echa en sus brazos. Se suceden las explosiones.
—¡Explota el avión! —grita Ida.
—¡Que no! —grita Jean Pierre—. Son…
La misma granada los mata a ambos.

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Mi cruel audacia fue
la causa de mi infortunio;
si se olvida mi gran crimen,
inmensa será mi dicha.
A mi Salvador traté
con excesivo rigor.
Por el monte del Calvario,
Jesús llevaba su cruz.
Con gran dulzura me dijo
pasando frente a mi casa:
¿Me permitirás, amigo,
que descanse aquí un rato?
Yo, brutal y desabrido,
le contesté, sin razón:
¡Apártate, criminal,
de la puerta de mi casa!
¡Vete y anda en mala hora,
que gran afrenta me causas!

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En los brazos de Pauline, Isaac Laquedem se veía en Roma en los brazos de
Popea, en la cárcel de Le Plessis durante el Terror en los brazos de Natalie, a orillas
del lago Tiberíades en los brazos de María Magdalena que iba a dejarlo todo por el
galileo, en los brazos de las prostitutas de todos los puertos del mundo, en los brazos
de la loca de los bosques polacos, en el corazón del Bolchoi Kavkaz en los brazos de
la criada de la condesa Thamar. Todas aquellas mujeres que habían pasado como el
esplendor de un bello día y como la hierba de los campos, que habían reído y llorado,
que habían hablado y gritado y que habían acabado por callar, a las que había
acariciado y que lo habían acariciado, no formaban sino una sola mujer en los brazos
de Pauline. Él era todos los hombres y ellas todas las mujeres. Las había rubias y
morenas, más altas y más bajas, más gruesas y más flacas, más alegres y más
sombrías, las había a quienes gustaba y a quienes no gustaba ser poseídas por detrás o
poseerlo por la boca; él era siempre el mismo hombre y ellas la misma mujer. Ellas
cambiaban, él cambiaba. Era siempre la misma mujer y era siempre el mismo
hombre.
Veía las posiciones, las situaciones, las pasiones, los sentimientos, los motivos y
los fines. En los brazos de Pauline, se veía en Praga, en la corte del emperador
Rodolfo, en compañía de Tycho Brahe cuya vejiga acababa de reventar tras un
banquete rociado en exceso y demasiado copioso del que no cabía pensar en retirarse
mientras no saliera el soberano; con las tropas de Pancho Villa en el México alzado
contra Porfirio Díaz; en las minas de Polonia y en las de Silesia, en los arrozales de
Bengala y en los del Piamonte, en las tinas de los curtidores en Marraquech y en Fez;
en un despacho de Wall Street, donde había ganado y perdido una fortuna
especulando sobre el cacao y donde un gordo bajito que reía sin cesar se había
levantado de pronto de su sillón para arrojarse por la ventana; en la batalla de
Waterloo donde había observado a un joven húsar de aire torpe y embarazado que no
entendía nada de lo que estaba pasando a su alrededor, cuyo agraciado rostro, apenas
dañado por una sintaxis insegura y un acento pronunciado, entusiasmaba a las
cantineras y que aseguraba ser cuñado de cierto capitán Meunier, o Teulier, del 4.° de
caballería ligera; al lado de Benvenuto Cellini, la víspera del saco de Roma, en las
murallas de la ciudad asediada por las tropas de Carlos Quinto, en el instante mismo
en que un tiro de arcabuz disparado por el orfebre fanfarrón y genial acababa de
matar al condestable de Borbón, enemigo de Bayard y de Francisco I, que mandaba a
los Imperiales. Nada había desaparecido ya que todo estaba inscrito en un recuerdo y
presente en el pasado. En los brazos de Pauline. En los brazos de Pauline.

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—Me he enterado —dijo la condesa Thamar inclinándose hacia su huésped
sentado junto a ella— de que dormisteis en Chatili, en casa de los jevsurs, y pasasteis
la noche en los brazos de la joven Haydé…
—Es muy bella —dijo Ornar.
Omar Ibn Battuta era un hombre que había pasado por muchas pruebas y había
afrontado muchos peligros. La mirada que le lanzó Thamar le dio miedo. Odiaba a
aquella mujer. La gran sala del castillo estaba llena de un gentío abigarrado y alegre.
Unos diez músicos tocaban la cítara y el tambor. Enanos, acróbatas, tragasables y
tragallamas se afanaban entre ellos a la luz de las antorchas fijadas en las paredes y
los pilares. A la cabecera de la mesa en forma de U, presidía la condesa Thamar con
una túnica negra y blanca, una diadema en sus cabellos oscuros. Había colocado a su
derecha a Omar Ibn Battuta vestido con su traje de color turquesa. Al entrar en la
sala, había podido adivinar, por una de las troneras del castillo, el terrorífico glaciar
Devdarak, suspendido del flanco del Kazbek, que cerraba el valle y brillaba bajo la
luna.
Los platos eran traídos, en medio de aplausos, por criados negros o mongoles,
vestidos con una larga camisa ocre, la cabeza cubierta a veces con un turbante, un
gran sable al lado. Los comensales en torno a la mesa vieron aparecer sucesivamente
faisanes que se hubiera jurado que estaban a punto de volar, un cordero entero en un
asador apoyado en los hombros de dos jóvenes negros, un oso cuya cabeza estaba
dispuesta con arte, sobre un lecho de cilantro y eneldo, entre las patas delanteras.
Bajo la autoridad de un maestro de ceremonias a quien llamaban el tamada y que,
vestido con un pantalón ancho y una especie de blusa, era el encargado de los vinos y
daba, a un ademán de la condesa, la señal de las libaciones y los brindis, anunciada al
punto por largas trompetas a todos los invitados, los caldos de Georgia manaban en
abundancia de grandes copas de plata dorada adornadas con piedras preciosas.
—¿Más bella que yo? —preguntó Thamar.
Ornar Ibn Battuta dudó un instante. Su vida ahora era larga, demasiado larga.
Había matado a muchos hombres, había visto pasar muchos imperios, había asistido
al nacimiento y a la extinción de muchas doctrinas que se proponían, de un modo u
otro, y a menudo por extraños derroteros, salvar las almas y elevar los corazones.
Puesto que quería morir y no podía, trataba al menos de gozar de un mundo tan
diverso y tan prodigioso y expresar lo que sentía. ¿Por qué iba, pues, a mentir?
—Mi única fuerza —dijo Simón— consiste en decir la verdad. Me equivoco,
porque no soy más que un hombre, apenas un docto, apenas un sabio. Un hombre,
simplemente, que ha vivido mucho y que querría redimir sus faltas. ¡Miren qué bella
es la noche después de un día tan bello! Venecia es bella, Marie es bella. El mundo es
bello. Lo estropeamos nosotros con nuestros errores y nuestras faltas. Yo hago lo que
puedo después de tantas locuras. Ando por el mundo y cuento lo que pasa.
—Sois muy bella —dijo Ornar.
—¿Más bella que los jevsurs y más bella que Haydé?

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Hubo un nuevo silencio, que el estrépito de los comensales, de los músicos, de los
malabaristas no conseguía dominar.
—No —dijo Omar Ibn Battuta—, no más bella que Haydé. Los seres son
incomparables porque cada uno de ellos es una imagen del universo y un reflejo de
este mundo desconocido del que no sabemos nada. No sois más bella que Haydé.
Nadie es más bello que Haydé. Vos sois bella de otro modo. Y nadie es más bello que
vos. Pero nadie es más bello que Haydé.
—Te haré tragar estas palabras —dijo Thamar con voz suave, con una sonrisa
deslumbrante—. Aunque sea para decirme que no puedo ser comparada, no quiero
que me compares con nadie. Sólo yo soy incomparable. Y ya que hablas de ese
mundo desconocido, me esforzaré en abrirte sus puertas.
E inclinándose hacia Omar, deslizó lentamente su mano subiendo a lo largo de la
pierna que se dibujaba bajo los pliegues del traje color turquesa.
Concluía la cena. Los hombres habían bebido demasiado, las mujeres reían en
exceso. Cuando la condesa Thamar se levantó, todos los invitados se levantaron con
ella. Hubo un gran revuelo, las trompetas adornadas con oriflamas empezaron a sonar
de nuevo. Todos iban a saludar a la condesa que acabó pasando de grupo en grupo
con distinción y majestad, diciendo unas palabras a unos y otros. Omar Ibn Battuta se
halló de pronto frente a la criada morena que se había encargado de él y lo había
echado en la cama para desnudarlo. Le preguntó si quería seguirla. La siguió.
Lo llevó a una habitación más suntuosa aún que aquélla en que había dormido
bajo el gran dosel rojo. En una oscuridad casi total, las armas, los perfumes, los
objetos únicos, las piedras preciosas daban vértigo. Omar Ibn Battuta apenas tuvo
tiempo de recobrar el ánimo y mirar a su alrededor todas aquellas maravillas
dispersas cuando se halló solo: la criada había desaparecido. Al cabo de unos
instantes, por una puerta disimulada detrás de un tapiz que representaba pájaros, entró
la condesa Thamar.

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Tras veinte años de victorias y conquistas, el emperador de los franceses había
acabado por ser vencido. Alejada por ligereza de la corte imperial desde hacía unos
cuatro años, su hermana preferida, Pauline, decidió al punto desprenderse de sus
joyas para ofrecer trescientos mil francos de oro a Napoleón apurado. Entre las joyas
puestas en venta figuraba una cruz de plata engastada con zafiros, rubíes y
esmeraldas. Muchos años más tarde, en vísperas de la Revolución de 1917, quedó
demostrado por unos peritos que la cruz, varias veces vendida y vuelta a vender,
desaparecida y vuelta a aparecer, procedía de la iglesia de la Dormición, en el
corazón del Kremlin de Moscú —la catedral Uspenski— donde era objeto de la
veneración de los fieles. No explicaban cómo la cruz de plata de la catedral Uspenski,
incansablemente reclamada por los dirigentes soviéticos, había ido a parar a las
manos de la princesa Borghése.

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La tarde del jueves 8 de julio, el general Mordekhai Gur, jefe de estado mayor del
ejército israelí, convocó una conferencia de prensa que atrajo a multitud de
periodistas impacientes por ver levantarse el velo de misterio que rodeaba el raid
contra Entebbe. Desde hacía cerca de dos semanas, el secuestro del avión de Air
France y la liberación de los rehenes por un comando israelí figuraban en la primera
plana de todos los periódicos del mundo. Una animación febril reinaba en la sala
donde estaban reunidos los corresponsales de la prensa internacional cuando
repentinamente se hizo el silencio: hacía su aparición el general. Saludó a los
periodistas y entró de inmediato en el meollo de la cuestión. Indicó que desde el
domingo 27 de junio, unas horas después de anunciado el secuestro del Airbus, el
estado mayor general había empezado a estudiar la posibilidad de una intervención
armada. Sin embargo, a medida que pasaban los días, que el destino de los rehenes se
hacía más incierto y que aumentaba la angustia, el gobierno israelí se inclinaba cada
vez más por una negociación a la que le instaban, por su parte, las cancillerías
extranjeras. Hasta la noche del jueves 1 al viernes 2 de julio, el primer ministro no
aceptó el principio de una operación militar y dio luz verde a Tsahal.
ANDRÉ SCEMAMA, Le Monde, París: ¿Cabe, pues, hablar de un cambio brusco
en la posición oficial?
EL GENERAL GUR: Se pueden presentar las cosas de esta manera.
Desde el viernes por la mañana, quedó decidido un plan minucioso y se organizó
un ensayo general. Apenas unas horas más tarde, el sábado 3 de julio, se desarrolló la
acción, estrictamente y segundo por segundo, conforme al plan establecido. Los
aviones de transporte militar utilizados fueron Hércules C-130 de cuatriturbo
propulsor, fabricados por Loockeed. Velocidad: 600 kilómetros por hora. Altura de
crucero: 10 000 metros, para una carga de 20 000 kilos. Radio de acción en plena
carga: 8264 kilómetros. Distancia de Tel Aviv a Entebbe: aproximadamente 4000
kilómetros.
El vuelo hacia Entebbe duró siete horas y los tres Hércules —los dos primeros
cargados de tropa y el tercero vacío para transportar a los rehenes— tomaron tierra
exactamente a la hora prevista. Bastaron unos segundos para permitir que los
primeros vehículos se desplegaran por el terreno.
BEN PORAT, Europe 1, París: ¿Qué tipo de vehículos, mi general?
EL GENERAL GUR: Esencialmente Land Rovers y vehículos blindados.
Cuarenta y cinco segundos después de la irrupción del comando en el edificio en
que estaban concentrados los rehenes resultaron muertos cuatro de los terroristas.
Otros tres fueron abatidos tras una breve persecución. Aparte de Dora Bloch, de
setenta y cuatro años, desaparecida en el hospital Mulango de Kampala al que había
sido trasladada, antes de la llegada del comando, a consecuencia de un ataque de
asma, había que lamentar la muerte de dos rehenes: Ida Borovitch y Jean-Pierre
Maimoni.

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El resto de la conferencia de prensa fue dedicado a consideraciones técnicas y a
un elogio de las cualidades militares de los hombres que, en una fase u otra, habían
contribuido al éxito de la intervención, preparada con meticulosidad gracias a unas
informaciones de una calidad excepcional. El general terminó con un homenaje al
coronel Yonatan Netanyahu que había tomado una parte decisiva en la organización
del raid y que fue mortalmente alcanzado por una bala procedente de la torre de
control.
EDWARD BEHR, The Times, Londres: Mi general, varios testigos han
mencionado un gran coche negro del tipo del Mercedes habitualmente utilizado por el
mariscal Amin Dada. Parece haber tenido cierto papel en el desarrollo de los
acontecimientos. Se ha hablado también de un director de orquesta invisible que, al
parecer, había preparado la operación sobre el terreno y que apareció en el último
minuto antes de desaparecer en seguida. ¿Podría confirmar o desmentir tales
rumores?
EL GENERAL GUR: La conferencia de prensa ha terminado. No tengo intención
de contestar a ninguna pregunta suplementaria.
Los invitados del general se retiraron decepcionados. La manía de los periodistas
es querer saber siempre más. La prensa de la mayoría de países expresó su
admiración por la audacia de la operación. Con la admiración se mezclaba algo de
irritación ante tantos detalles y mecanismos que seguían oscuros, hasta hacer
inexplicable el éxito de la demencial empresa.

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Yo, brutal y desabrido,
le contesté sin razón:
¡Apártate, criminal,
de la puerta de mi casa!
¡Vete y anda en mala hora,
que gran afrenta me causas!
Jesús, la bondad misma,
dijo con un suspiro:
también habrás de andar tú
más de mil años seguidos.
¡Con el Juicio Final
acabará tu suplicio!

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La noche de Ibn Battuta y la condesa Thamar… Se decía que, más tarde, el kan
tártaro de Crimea, establecido en Bajchisarái, reclamaba cada año a sus súbditos
caucásicos un tributo constituido por un caballo, una coraza y una doncella. Era dar
prueba de un juicio bastante sano y del gusto más sólido. Ornar Ibn Battuta se hacía
lenguas de los caballos de los cherkeses, de los chechenos, de los abjasios, de los
ingushes y de las armas de los jevsurs. Pero las mujeres del Cáucaso… Durante siglos
y siglos no ha habido pupilas más apreciadas en todos los harenes de Oriente que las
mujeres del Cáucaso, las circasianas, las georgianas. Lo hacían olvidar todo al
emperador del Medio, a los kanes mongoles de Persia, al gran Sha Abbas en las
delicias de Chehel Sotún, la joya de Ispahán, el pabellón de las cuarenta columnas, a
los Akbar o a los Jahangir que ordenaban construir, en los esplendores de Chittorgarh
o de Fatehpur Sikri, estancias de espejos innumerables para multiplicar sin fin las
imágenes encantadoras de las esclavas circasianas, al emir de los creyentes, señor del
harén de Topkapi Sarayi. Por espacio de toda una noche, la condesa Thamar hizo
olvidar al judío errante que estaba maldito entre los hombres.
—He ejercido el poder, he hecho la guerra, he bebido vino, he ganado dinero, he
probado las hierbas más diversas, las drogas, las setas, me he perdido en la ambición,
en la locura, en el odio, he andado sin descanso. Sólo la dicha de los cuerpos me ha
permitido olvidar. En mi exilio sin fin, el amor era para mí un refugio de paz, una
tregua, una muerte chiquita. Lo vivía con tanta fuerza que me parecía desvanecerme.
Me di al placer como a una salvación invertida. En su castillo del Cáucaso, la condesa
Thamar llevó a cabo la hazaña más trivial, la que traducen las palabras más gastadas:
yo la detestaba y ella me mató con un amor que era otro nombre del odio.
La condesa Thamar no sorprendió mucho al viajero cuando se volvió hacia él
para decirle, con aquella misma sonrisa que parecía dudar y balbucir en sus labios,
que, ahora, había que morir de verdad. Paralelos, silenciosos, descansaban los dos
después del amor. La desesperación de vivir se volvía a adueñar de Ornar Ibn Battuta.
La condesa se inclinó hacia él, se apoyó en su codo, le acarició lentamente el rostro
con su mano libre y le dijo:
—Gog y Magog soy yo. Ahora, debes morir.
Omar Ibn Battuta la miró con algo en los ojos que ella no lograba definir. No era
ni el temor, ni la ironía, ni la resignación, ni el reto. Era más bien una especie de
calma, de cansancio, de certeza. A su vez, fue ella quien sintió algo parecido al
miedo.
—Todos los que han hecho el amor conmigo deben morir —le dijo como para
disculparse, en voz muy baja, sin dejar de acariciarle la cara con la mano—. Es la
regla.
—¿De verdad? —dijo Omar. Y, con la mirada bruscamente fija, cogiendo la mano
de la joven con la suya férrea, apoyó los labios en la sangría del brazo. Ella no se
resistió. Omar la poseyó de nuevo.

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—Me gusta hacer el amor contigo —le dijo la condesa, con los ojos cerrados—.
Hubiera querido que no murieses y te quedaras conmigo.
—No me quedaré contigo —dijo Omar—. Pero tampoco moriré. Sólo muero en
tus brazos.
—Morirás —dijo Thamar—. Es lástima. Pero es la ley.
Besó a Omar en la boca, largamente, con una especie de ternura. Luego se levantó
muy rápida de la cama, se envolvió en un chal y desapareció por la puerta por la que
había entrado. Al momento, una docena de hombres armados irrumpieron en la
habitación.

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FRAGMENTO DEL DIARIO ÍNTIMO
DEL TENIENTE NATHAN KATZ

Miércoles 30 de junio
Establezco por fin contacto con L. Por medio de una tía,
naturalmente. El imbécil del otro día tenía razón. Los imbéciles tienen
siempre razón. Eso quita las ganas de ser inteligente. L. a orillas del
lago V. y en K. Alivio. Casi demasiado. L. dispuesto a trasladarse a E. y
a actuar solo. Pretende triunfar con toda seguridad. Imposible. Explico
a L. que, por muchos motivos, es imprescindible alguna forma de apoyo
oficial. Reacción de L.: se ríe.

Jueves 1 de julio
Cuatro horas con Y.N. Nervioso primero, interesado luego, por
último tranquilizado y casi radiante. Parece convencido. Debe,
evidentemente, informar al más alto nivel, consultar con el general G.,
llegar hasta Y.R. y lograr su autorización. L. de una actividad increíble.
Parece en todas partes a la vez. Ha corrido hasta E. Ha localizado el
emplazamiento de las pistas, las instalaciones, los hangares, las
ametralladoras. Indica en qué sentido se abren las puertas y cuántos
peldaños hay en el pasillo que lleva a los lavabos. Comunico la
información a Y.N. que no sale de su asombro. Entre irónico y pasmado:
—¡Ese L. es todos los Macabeos en un solo hombre! Añade:
—Me imagino que nos resultará caro.
Contesto:
—¡Ni una perra!
Silba.
—¡Alistémoslo!
—¡No hay la menor posibilidad!

Viernes 2 de julio, a las dos de la madrugada
Luz verde del P. m., Y.R. Telefoneo a L.
—Lo sabía —me dice.
No lo detiene nada. Ha puesto en código un plan bastante astuto.
Vuelvo a ver a Y.N. que vuelve a ver a Y.R. Se adopta el plan. No quepo

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en mí de gozo.

Viernes 2 de julio, a las once de la noche
Todo el día, ensayo general. Participan trescientos hombres: pilotos,
médicos, técnicos, tropas de choque, paracaidistas. Sólo ciento
cincuenta de ellos saldrán hacia E.: cada puesto tiene dos titulares. Los
hombres están divididos en tres grupos: el primer grupo atacará, luego
ocupará los locales donde están custodiados los rehenes y neutralizará a
los terroristas y a los soldados ugandeses; el segundo grupo protegerá
al primero y destruirá la torre de control y las instalaciones militares; el
tercer grupo volará los Mig del aeropuerto de E. para impedir que
salgan en persecución de los tres Hércules. Todos los hombres son
voluntarios, salidos del contingente, pero sometidos a una selección
rigurosa y entrenados según los métodos de los comandos de
paracaidistas. Todos son jóvenes, incluidos los oficiales: como máximo
treinta o treinta y cinco años. Todos creen en el plan. Nadie habla.
Además, no hay nada que decir: todo descansa en L., allá en E.

Sábado 3 de julio
Volando hacia E. Apenas cincuenta pies sobre el mar Rojo. Tenemos
siete horas de viaje. Voy medio dormido en el primer avión, instalado de
maravilla en uno de los asientos del Mercedes negro, absolutamente
idéntico al de A.D. y en el que subirá L. en los primeros segundos de
nuestro desembarco. Él es quien debe guiarnos y dirigir de hecho la
operación entera. ¿Qué hacer si no está allí? Pero estará. ¡Ojalá
aguante! Aguantará.
Llegamos, con los motores apagados, al final de la vieja pista ni
alumbrada ni vigilada. Gracias a L., cada hombre conoce el terreno de
memoria, como si hubiera vivido toda su vida a orillas del lago V.
Escribo estas palabras a toda prisa, en la oscuridad, latiéndome el
corazón, acurrucado en el asiento posterior del Mercedes que va a
desembarcar dentro de unos instantes de la bodega trasera del Hércules
para recoger a L. que nos espera. Aterrizaje. El avión se para. Oigo el
chirriar de la pasarela que se baja. Arranca el Mercedes. El chófer, un
poco aprisa, lo hace bajar a la pista. La puerta trasera se abre

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brutalmente. ¡Dios mío! Rostro jovial y reluciente, gran uniforme, mole
imponente, el mariscal A.D. en persona salta en marcha a mi lado.
—¿Qué tal? —me dice L. en hebreo.
Seguido de los Land Rovers abarrotados de paracaidistas, el
Mercedes se lanza en la noche.

Domingo 4 de julio
«¡Levántate y anda!». Ha sido lo que le he gritado en hebreo a
Monique que estaba tendida en el suelo, aterrada por los disparos, y que
ahora duerme a mi lado. Llevamos en nuestros tres Hércules a algo más
de cien rehenes. Hablan, ríen, comen, duermen, lloran silenciosamente:
no lo olvidarán nunca. Llevamos también los cuerpos de las dos
víctimas. Parece que una tercera, una mujer de edad, ha desaparecido.
Uno de los nuestros ha resultado muerto. Era al que más quería. El
coronel Y.N. Tenía treinta años. Ha estado, de cabo a rabo, en el centro
de la operación y ha hallado la muerte al frente de sus hombres.
L. ha sido asombroso. Estaba en todas partes al mismo tiempo. Al
salir de la sombra ha dicho unas palabras en kiswahili o en runyankole.
Los soldados ugandeses lo han tomado por A.D., han rectificado la
posición, han saludado a su mariscal. Hemos tenido tiempo para
lanzarnos hacia adelante y liquidar a la banda que había montado todo
el asunto. En el momento en que Y.N. ha caído, L. se ha vuelto hacia mí:
—¡Qué suerte tiene!…
Descubierto el engaño, ha seguido avanzando, muy erguido, sin
prisa, bajo las balas que silbaban y los tiros de ametralladora. Al final
de la operación, he cargado a Y.N. a mi espalda y lo he llevado al avión.
Y luego he buscado a L. Ya había desaparecido.

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Jesús, la bondad misma,
dijo con un suspiro:
también habrás de andar tú
más de mil años seguidos.
¡Con el Juicio Final
acabará tu suplicio!
De mi casa, al mismo instante,
salí lleno de amargura.
Con el dolor más extremo,
tuve que emprender la ruta.
¡Desde entonces no he dejado
de andar de noche y de día!

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—¡Bah! Lo que ocurrió empiezan a adivinarlo. Los soldados de la condesa
Thamar me llevaron a lo alto de una torre, frente al glaciar Devdarak que se cuelga
del Kazbek. Entre el glaciar y el castillo hay un abismo donde se amontonan los
cuerpos de los amantes de una noche de la castellana del Cáucaso. Entre los soldados
atemorizados, interrogados más tarde por la condesa Thamar, unos farfullaron
explicaciones confusas, los otros me vieron derribar, uno a uno, a toda la tropa de
hombres armados. Pero la mayoría declaró bajo juramento, y tal vez forzada por la
tortura, que me había arrojado al vacío desde lo alto de la torre del castillo y que
había subido hacia el cielo. Al menos oficialmente la condesa Thamar adoptó esta
versión que le convenía y que contribuyó no poco a los cuentos y leyendas del país de
Gog y Magog: en el Cáucaso como en otras partes (y no hace falta precisar que
estaban a punto de arrojar su cuerpo a un precipicio después de que se acostara con
ellos), nunca es malo albergar arcángeles.
»Después de la condesa Thamar como después de Natalie, después de Popea,
después de Pauline, ya saben lo que hice: viví, anduve. Nada agota nunca el torrente
de la historia y el tiempo. Cuando algo acaba, algo sigue. Cuando algo ha acabado,
hay algo que empieza. Cuando hayan cerrado el libro de mi vida, el mundo los
volverá a coger y se los llevará. Después de mí, esperarán, amarán, confiarán.
Después de ustedes, andaré.
»He andado mucho. Andaré mucho. Me queda tanto por vivir como he vivido ya.
Y acaso mucho más. Habrá cosas inauditas, nunca vistas, revoluciones sin retorno. Y
será siempre lo mismo. Para mí a través de los siglos, para ustedes y sus hijos y los
hijos de sus hijos, nada nuevo bajo el sol, y, no obstante, a cada paso, sin cesar, un
mundo nuevo.
»Si supieran lo que los aguarda, se quedarían mudos de espanto. Pues, para hablar
como aquel cardenal del gran siglo tratado por mi vizconde de viejo acróbata
mitrado, de Lovelace batallador y falso, “veremos cosas comparadas con las que las
pasadas no eran sino flores y pastorelas”. La divina Providencia, en su misericordia,
ha puesto el recuerdo detrás de ustedes y ocultado a sus ojos lo que hay delante. Están
de suerte: no hay memoria del futuro. Conocen su pasado, se contentan con imaginar
y soñar su futuro, y, gracias a Dios, se engañan. El futuro será mucho peor que todo
lo que creen. Y estará lleno, como siempre, de dichas inefables que harán de la vida
lo que siempre ha sido: una sorpresa perpetua, una rutina de asombro, un torrente de
horrores deliciosos, una pesadilla que no para de encantar al durmiente, una broma
que acaba mal, el crimen de Dios y su sueño, un enigma radioso y sombrío, una
contradicción infinita, un delirio, una fiesta de lágrimas. Todos morirán, todos
sufrimos, y de estos sufrimientos y de esta muerte asciende hacia no se sabe qué y
quizá hacia no se sabe quién un hosanna sin fin.
»Este hosanna está hecho de suspiros, de sollozos, de gritos de cólera y rebeldía,
de los gemidos de aquellos que sufren en su cuerpo y en su alma. La vida es un sueño

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horriblemente coherente. Yo he soñado este sueño más que ningún ser en el mundo.
Cuando rían, piensen en mí. Cuando lloren, piensen en mí.
»Dentro de mil años, dentro de veinte mil años, dentro de doscientos cincuenta
mil años, en el corazón de otras Venecias, tendré muchas cosas que contar a otros
muchos jóvenes delante de otras muchas Aduanas del mar. La fiesta sigue. Será tan
bella y tan ruda como no lo fue nunca en tiempos de Popea, de Thamar, de María de
Magdala, de Natalie, de Pauline y de la otra Marie.
—¿La otra Marie?… —dijo Marie.
—La otra Marie —dijo Simón.
—¿Y quién es ésa? —dijo Marie en tono enfurruñado.
—Pues es usted —dijo Simón.

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Se me escapaba. Mientras partíamos hacia el Cáucaso y el Turkestán, hacia el
lago Victoria, hacia la retirada de Rusia, hacia la Italia de Alarico y Federico II, no
pasaba ya nada entre Marie y yo. Pasaba el tiempo. Nada más. Ya no paseábamos
juntos riendo, cogidos de la mano, ante la Madonna dell’Orto o por la plazoleta de
l’Angelo Raffaele que me gustaba con locura porque estaba arruinada por el tiempo y
había poco que ver. Ya no íbamos a arrodillarnos a San Nicoló dei Mendicoli,
solitaria y modesta entre sus tres canales rodeados de almacenes. Ya nunca nos
embarcábamos para Burano de casas azules y ocre ni para la posada de Torcello
donde, a dos pasos de Santa Fosca y del mosaico triunfal de Santa Maria Assunta, nos
habíamos besado tanto entre el valpolicella y los calamaretti. Cuando no nos
precipitábamos a la punta de la Aduana del mar para encontrar a san Francisco o al
kan de los tártaros o al mariscal Amin Dada, pasábamos el tiempo en la habitación
minúscula de la pensione Bucintoro copiando nuestras notas y dándoles forma. Ya no
vivíamos en absoluto. Vivíamos para los demás. Guiados por Simón, aventurero del
Eterno o impostor genial, se nos había hundido el mundo entero entre Marie y yo.
Hacía ya mucho tiempo que me había percatado de la inclinación de Marie por el
narrador de la Aduana del mar. Creo que la fascinaba. La arrastraba con él a las
estepas del Asia central, a las cumbres del Cáucaso, entre las colinas de Toscana o las
orillas del Adigio, y la volvía jadeante a una vida cotidiana en la que no hallaba más
que lasitud, trivialidad, hastío. Quería marchar con él en busca de nuevas aventuras
que no pararan de encadenarse como en los relatos que oíamos por la noche entre el
palacio de los Dogos y San Giorgio Maggiore. Yo le preguntaba lo que no hay que
preguntar nunca:
—¿Me quieres aún?
Me contestaba:
—Sí, sí.
Y se abismaba de nuevo en los cuadernos donde consignábamos las historias que
habíamos recogido al pie de la Aduana del mar. O, después de apartar los papeles que
cubrían nuestra mesa, con los dos puños bajo la barbilla, me consultaba sin fin sobre
el concilio de Nicea, sobre Fabrice del Dongo en la batalla de Waterloo o sobre el
preste Juan. Bajo el fragor de aquellos truenos, bajo aquellas tormentas del destino,
veía muy bien que lo único que la interesaba ahora era el judío errante.
A menudo, cuando dormía o leía sin cansarse los cuentos de Simón Fussgänger,
me iba, no lejos de San Moisé, a una librería cuyo dueño me había cogido amistad.
Me lanzaba sobre los diccionarios, los mapas, las crónicas de los tiempos
desvanecidos, buscaba febrilmente el nombre de la condesa Thamar o de la batalla de
al-Qadisiyya y me sumía en lecturas que me llevaban a menudo hasta la excitación
más viva y a veces también hasta una semisomnolencia. Entonces sentía una mano en
el hombro y oía la voz del librero:
—¡Cerramos!

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Con estupor, con angustia, había descubierto entretanto que todo lo que contaba
Simón Fussgänger coincidía con la realidad tal como la referían los libros. Inventaba
la historia. Todos sus sueños eran verdaderos.
Regresaba a la pensión pasando por San Marcos, la Piazzetta, las dos columnas de
granito robadas a Constantinopla que sirven de telón ante el Gran Canal, la riva degli
Schiavoni. Venecia se me clavaba en los ojos y en el corazón. La famosa luz bañaba
el decorado blanco y rojo de lo que había sido nuestro amor. Marie dormía aún. Se
parecía más que nunca a la María Magdalena del cuadro de Masaccio. Me sentaba
junto a la cama y acariciaba sus cabellos rubios. Se despertaba en mis brazos. La
miraba. Murmuraba.
—Amor mío…, corazón mío.
Me decía:
—Vamos allá.
Con impaciencia, con angustia, en la noche que caía, en el corazón del paisaje
más famoso del mundo, nos íbamos a la Aduana del mar.

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En los brazos de Pauline, en los brazos de Pauline… ¡ah!, en los brazos de
Pauline, Isaac Laquedem soñaba el mundo y la historia. Soñaba los principios y
soñaba el final, soñaba el tiempo que pasa y que, sin embargo, dura, la vida
interminable y breve, el comercio y la guerra, el deseo, el amor, la dicha, la locura, se
soñaba a sí mismo también, soñaba todos los libros —y este que estáis leyendo y que
soñaba también— que escribirán sobre él. Soñaba Jerusalén, y Atenas, y Venecia, y
Roma, y a Poncio Pilatos, y a Nerón, y a Matthieu Páris, y a Marie que lo escuchaba
de noche en la punta de la Aduana del mar. Se acordaba de todo, del pasado y del
futuro, me soñaba a mí mismo y el tiempo y la historia se desarrollaban en él.
Se veía en Sevilla, una mañana, en los comienzos de la carrera de Calderón que
acababa de escribir La vida es sueño —«La vida es un sueño y los sueños sueños
son»—, muy cerca del final de la de Lope de Vega, el cantor de Cristóbal Colón, el
hombre de las mil ochocientas comedias y el sinfín de aventuras. Había pasado
casualmente frente al taller de un pintor del que era amigo y que se llamaba Zurbarán.
Había entrado. Zurbarán que estaba pintando una de sus escenas de la infancia de
Cristo, lo había acogido con cordialidad y lo había llevado ante el lienzo en que
trabajaba: el Niño Jesús jugaba bajo la mirada de su madre en el taller de José de
Nazaret. Una expresión indefinible pasaba por el rostro de la Virgen. El niño jugaba
con un objeto que acababa de recoger o quizá de fabricar: era una corona de espinas.
Juan de Espera en Dios había permanecido mucho rato inmóvil ante el pintor y su
cuadro. Mucho después de Zurbarán, e incluso después de Pauline Borghése, Isaac
Laquedem debía leer las palabras de un filósofo genial y recordar de inmediato al
Niño Jesús en Sevilla bajo el pincel de Zurbarán: «La primera categoría de la
conciencia histórica no es el recuerdo: es el anuncio, la espera, la promesa».
Se veía en Éfeso en tiempos de Julio Aquila, millonario y cónsul. Este Julio
Aquila era el hijo de Julio Celso Polemaeno, gobernador romano de la provincia de
Asia. En recuerdo de su padre, Julio Aquila había hecho edificar en Éfeso una
biblioteca de más de doce mil rollos. Cartafilo había sido uno de los miles de obreros
que habían trabajado en la construcción de la biblioteca de Celso y en el transporte de
las obras que iba a albergar. Se contaba que la conclusión del gran templo de Éfeso,
reconstruido por Creso, atendido por vírgenes y sacerdotes castrados, había exigido
dos siglos y medio. La biblioteca de Celso no requirió tanto tiempo. Cartafilo se
doblaba con el peso de los rollos que iban a constituir el orgullo de la biblioteca
cuando tuvo la visión no sólo de lo que aquellos libros contaban de divertido,
emocionante, sublime, infinito, inútil también y contradictorio, sino de su destino en
los siglos futuros.
En los brazos de Pauline, entre el puerto del mar Egeo, cerca de la
desembocadura del Caístro, al que llegaban los rollos y el edificio en construcción
donde los depositaba, se convertía sucesivamente —sueños dentro de su sueño— en
los libros que llevaba a cuestas, los personajes y las fábulas que surgían de sus
páginas, la biblioteca que los albergaba y hasta la ciudad misma de la que eran la

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gloria. Los cimerios, los persas, los atenienses, los espartanos, los persas de nuevo se
disputaban Éfeso hasta la conquista de Alejandro. Un discípulo de Sócrates,
adversario de la democracia, gran cazador, gran jinete, gran burgués ateniense
partidario más tarde de los espartanos, desembarcaba en el puerto y cumplía sus
deberes religiosos en el santuario de Artemisa antes de reunirse en Sardes, en la orilla
derecha del Pactolo, con los diez mil griegos algo locos que querían ayudar a Ciro el
Joven a arrebatar el trono a su hermano Artajerjes. El enemigo de los demócratas, el
cazador rico y piadoso, era un gran escritor: era Jenofonte. Y entre los diez mil había
un griego más loco aún que los otros: era ya Demetrios soñándose a sí mismo en los
brazos de Pauline. A través de los paisajes exóticos y encantadores para la
imaginación de los griegos, el principio de la campaña fue una diversión. Pero al final
del verano, en la batalla de Cunaxa, un poco al norte de Babilonia, entre el Tigris y el
Éufrates, moría Ciro, su ejército de bárbaros era dispersado y los diez mil griegos,
invictos pero aislados, quedaban a merced de Artajerjes y el sátrapa Tisafernes.
Entonces Jenofonte y Demetrios se pusieron al frente de los diez mil mercenarios y,
al final de la retirada más peligrosa y más célebre de la historia, tras haber remontado
el curso del Tigris y recorrido una ruta sin fin a través de los desiertos abrasadores y
las nieves de Mesopotamia, Anatolia y el Cáucaso —tres mil kilómetros en siete
meses—, los llevaron hasta el Ponto Euxino al que se arrojaron los griegos gritando:
«¡El mar! ¡El mar!». («Thálassa! Thálassa!»)
La ciudad pasaba a Lisímaco, general de Alejandro, parte de su calderilla, un
diadoco, como dicen. La llamó Arsinoeya, del nombre de Arsinoe que fue la mujer de
Lisímaco antes de degollar a sus hijos y casarse con su propio hermano, un Tolomeo
de Egipto. Era conquistada por Pérgamo antes de serlo por los romanos. Allí nacía
Heráclito, que creía que todo pasa. Y también, en Colofón, a unos kilómetros al
noroeste de la ciudad, Jenófanes, el maestro de Parménides que pensaba que algo
permanente e inmutable, a lo que damos el nombre de ser, se obstina en subsistir
detrás de las cosas que cambian. Todo eso, esos crímenes, esas batallas, esos
intereses, esas ideas, esa belleza también, esas esperanzas siempre defraudadas y
siempre renacientes, ese perpetuo progreso hacia un abismo camuflado, es lo que se
llama historia.
San Pablo desembarcaba en los brazos de Pauline y fundaba la Iglesia de Éfeso.
San Juan evangelista sufría en Roma, bajo el reinado de Domiciano, el martirio del
aceite hirviente ante la vieja iglesia de Santa Maria a Porta latina —donde su
recuerdo pervive en un oratorio octogonal que lleva, sobre el dintel, grabada por un
cardenal borgoñés, la inscripción en francés: Au plaisir de Dieu[8]— y, después de
pasar por Patmos para escribir el Apocalipsis, moría, no obstante, en Éfeso. Era
también en Efeso donde la Virgen María acababa su estancia en esta tierra de
sufrimientos, en una casa descrita hasta el último detalle, a principios del siglo
pasado, por una mística alemana llamada Catherine Emmerich que nunca había salido
de Alemania y que hablaba el griego, el hebreo, el arameo que nunca había

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aprendido. Éfeso estaba lleno, como pronto el universo, de la fama de Cristo. La
sombra de aquél a quien, al final de una tarde de primavera en Judea, el portero de
Poncio Pilatos, el zapatero de Jerusalén había negado un vaso de agua se extendía por
el mundo y perseguía al judío errante.
En los brazos de Pauline, Isaac Laquedem da vueltas y más vueltas. Su suerte va
unida a la del galileo del que es la imagen invertida y cuyo sufrimiento despreció en
el camino del suplicio. No habría habido judío errante si no hubiera habido
crucificado. Por la calzada de piedras bien alineadas que va del puerto de Éfeso a la
biblioteca, Cartafilo gime bajo el peso de los rollos. Cristo era un hombre. No
obstante, era Dios. Toda una parte de nuestra historia surge de esta doble naturaleza;
o de esta contradicción. Con el nombre de arrianismo, la doctrina del sacerdote Arrio
niega la divinidad de Cristo y afirma que el Hijo, ni eterno ni increado, sino sacado
de la nada por la divina voluntad, es inferior al Padre. Terribles disputas se
desarrollan en torno a las palabras anomoios y omoios, homoousios y homoiousios.
Unos sostienen que el Hijo es consustancial con el Padre, los otros que le es
únicamente semejante, o semejante en sustancia, o resueltamente desemejante; y han
corrido ríos de sangre por una iota de más o de menos. El concilio de Nicea define la
fe católica declarando al Hijo consustancial con el Padre y redacta el Símbolo de
Nicea que toma y completa el Símbolo de los apóstoles.
En los brazos de Pauline, Isaac Laquedem se repite, en griego y en latín, en
húngaro, en coreano, en uolof, en swahili, las palabras que hacen un Dios del hombre
al que rechazó y que sellan su destino y su condenación:
Credo in unum Deum, Patrem omnipotentem, factorem caeli et
terrae, visibilium omnium et invisibilium; et in unum Dominum Jesum
Christum, Filium Dei unigenitum; et ex Patre natum ante omnia saecula;
Deum de Deo, lumen de lumine, Deum verum de Deo vero; genitum, non
factum, consubstantialem Patri; per quem omnia facta sunt; qui propter
nos homines et propter nostram salutem descendit de caelis; et
incarnatus est de Spiritu Sancto ex Maria Virgine et homo factus est.
Creo en un solo Dios, Padre omnipotente, creador del cielo y de la
tierra, de las cosas visibles e invisibles; y en un único Señor Jesucristo,
Hijo único de Dios, nacido del Padre antes de todos los siglos: Dios de
Dios, luz de luz, verdadero Dios de verdadero Dios; que no fue hecho,
sino engendrado, consustancial con el Padre, por quien todo se hizo,
que bajó de los cielos por nosotros hombres, y por nuestra salvación;
que se encarnó tomando cuerpo en el seno de la Virgen María por obra
del Espíritu Santo y se hizo hombre.

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Nicea no basta para poner fin al debate. Un arrianismo atenuado y más o menos
enmendado se difunde ampliamente y la idea de un Dios único que no se preocupa ya
del misterio de la Santísima Trinidad prepara tal vez en Oriente la aparición súbita,
menos de tres siglos más tarde, del islam conquistador. Unos treinta y cinco años
después del concilio de Nicea y la redacción de su Símbolo, se lamenta san Jerónimo:
«El mundo entero gime y se asombra de descubrirse arriano». Por intervención sobre
todo del obispo Ulfila, el arrianismo se extendió entre las tribus germánicas: los
ostrogodos, los visigodos, las vándalos, los burgundios, todos los vencedores de
Roma de Alarico a Odoacro y a Genserico, son cristianos arríanos. En los brazos de
Pauline, Isaac se ve en Roma, en Bizancio, en Ravena. Se ve en Venecia con Marie y
conmigo ante el anuncio a Agustín de la muerte de Jerónimo.
Pero el mundo gira aún. Y el sueño prosigue. En la línea del arrianismo y en
reacción contra él, el patriarca de Constantinopla, Nestorio, distingue en Cristo dos
personas, una humana, otra divina: Jesucristo no es sino un hombre en quien reside el
Verbo de Dios como en un templo. La Virgen María, naturalmente, sólo es madre del
hombre. Puede llamarse «madre de Cristo», en ningún caso «madre de Dios». Algo
más de un siglo después del concilio de Nicea, es en Éfeso donde otro concilio
condena el nestorianismo y depone a Nestorio. Del mismo modo que la condenación
de la doctrina de Arrio no había detenido la difusión del arrianismo, la condenación
de la doctrina de Nestorio no basta para impedir los progresos del nestorianismo.
Gracias a la escuela de Edesa, se desarrolla en Siria, y luego en Persia con los
sasánidas. Sigue hacia Arabia, India, Turkestán, China donde se construye una iglesia
nestoriana en Chang-an —o Xian— cuyo museo presenta aún, en su famoso bosque
de las estelas, una columna nestoriana con caracteres sirios. El nestorianismo alcanza
a los mongoles, goza de la protección de Gengis Kan y contribuye al nacimiento de la
leyenda del preste Juan que iba a trastornar el mundo cristiano en tiempos de
Federico II. Los árabes, que conquistan Persia en la batalla de al-Qadisiyya, toleran el
nestorianismo e instalan a su jefe, que lleva el nombre de catholicos, en el seno del
califato de Bagdad. En los brazos de Pauline, Isaac Laquedem se ve como Cartafilo
por los caminos de Éfeso soñando en Hiuan-tsang por la ruta de al-Qadisiyya, en
Giovanni Buttadeo al lado del Santo Emperador excomulgado por el papa, en Omar
Ibn Battuta al Kharezmi al Tartuschi en medio de las arenas del desierto.
Se puede creer por un instante que los sucesores de Gengis Kan, Hulagu y
Kubilay, establecidos en Pekín, van a convertirse al nestorianismo. Pero los kanes
mongoles eligen más bien el budismo extendido por toda Asia por sabios y
peregrinos, antes de unirse al islam, conquistador y vencedor. Musulmán fanático,
Tamerlán asesta al nestorianismo golpes terribles y decisivos. Los nestorianos se
refugian en Kurdistán y acaban, muchos siglos más tarde, emigrando a Norteamérica.
Mucho después de Pauline y el vizconde de Chateaubriand y Natalie de Noailles,
reducidos en estado de fragmentos Heráclito y Parménides, transformada Éfeso en
ruinas que visitan los turistas, Isaac Laquedem, en sus carreras interminables a lo

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largo del Mediterráneo, a través de los llanos de Europa o en los vagones
bamboleantes de la Union Pacific, del Great Northern Pacific, del Santa Fe Pacific o
al volante de su viejo Ford negro, descubre aún algunos miles, o quizá algunos
centenares, en el Oriente Próximo, en la U.R.S.S. y en los Estados Unidos.
Rendido, extraviado, vacilando bajo la carga de los rollos que transporta en sus
espaldas, Cartafilo, con el recuerdo y la imaginación, está en todas las épocas y en
todas partes a la vez. Pues, inmortal y maldito, incapaz de morir y salir de este
mundo, pertenece a todo por la memoria y el sueño, está al mismo tiempo aquí y allá
y en otra parte y en todos los sitios y todos los tiempos a la vez, en los brazos de
Pauline, por la región de Provenza, en la primavera de 1813, se ve en Éfeso,
provincia romana de Asia, viendo todo esto y lo demás y el océano sin fondo de un
tiempo que pasa y no se detiene.

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—¡Dios mío!… —dijo Marie.
—¿Qué pasa? —dijo Simón.
—¿Eso no se detiene nunca? —preguntó Marie.
—No, precisamente —dijo Simón—. Eso no se detiene nunca. Es incluso la clave
del asunto.
—¡Qué cansancio! —dijo Marie.
—Es lo que trato de hacerles entender desde nuestro primer encuentro —dijo
Simón—. Eso no se detiene nunca. Continúa. Prosigue. Cambia y no cambia. ¡Qué
cansancio! Quisiera dormir y descansar.
—Párese un instante. Recobre el aliento. Apoye la cabeza en algún sitio.
—No puedo —dijo Simón—. Soy…
—Ya sé —dijo Marie.
—Tengo el vértigo del mundo —dijo Simón—. ¿Saben qué querría? Querría
desaparecer. Querría borrarlo todo. A mí primero. Y lo demás también. Pero nada se
borra nunca. Todo se acumula y prosigue. La maldición no es andar. Ni siquiera es no
morir. La maldición es que la historia no se detiene. La rueda no para de girar y
ninguna fuerza en el mundo, ninguna revolución, ninguna pasión, ningún dios podría
frenarla. ¿Se acuerdan de Sísifo que también había domado a la muerte, que la había
encadenado y que había sido condenado hasta el final de los tiempos a empujar una
roca hacia la cumbre de una montaña de donde no cesaba de volver a caer? Hasta el
final de los tiempos… Yo soy otro Sísifo. ¿Y saben de quién era padre Sísifo? Era el
amante de la mujer de Laeres, rey de Itaca, y el verdadero padre de Ulises que pasó
tantos años errando por el mar. Hay un lazo secreto entre el viaje y la muerte, el
tiempo, la eternidad. Yo ando. La historia se hace. Yo ando, y el mundo gira.
—¡Qué horror! —dijo Marie.
—Sí —dijo Simón—, qué horror. Sólo hay una cosa bajo el sol que ponga
término, por un tiempo, al transcurrir perpetuo: es el amor. El amor nos hace escapar
del eterno encadenamiento. Del eterno progreso que no es más que un eterno
derrumbamiento. Nos empuja fuera de nosotros mismos. Rompe el círculo infernal.
Amar es olvidar el mundo, el tiempo que pasa, la desdicha de existir. Es olvidarse a sí
mismo en beneficio de otra cosa. Es descubrir la verdad más allá de las apariencias y
elegir lo que dura en contra de lo que se desvanece. En cierto sentido, un Sócrates, un
Buda, Cristo no enseñaron otra cosa. Fue por negarme al amor por lo que caí en la
historia.

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TEXTO DE LA ORACIÓN AL SEÑOR
RECITADA EN VENECIA POR ISAAC LAQUEDEM
EN LA LENGUA BASHGALÍ DE LOS KAFIRES SIAH-POSH
Y DE LOS KAFIRES AMAZULLA

Babo vetu osezulvini. Malipatve egobunkvele egamalako


Ubukumkani bako mabuphike.
Intando yako mayenzibe. Emkhlya beni, nyengokuba isenziva
egulvini.
Sipe namglya nye ukutiye kvetu kvemikhla igemikhla. Usikcolele
izono zetu,
nyengokuba nati siksolela abo basonaio tina.
Unga singekisi ekulingveli zusisindise enkokhlakalveni,
ngokuba bubobako ubukumkhani namandkhla nobungkvalisa,
kude kude igunapakade.
Amene[9].

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—¿Usted cree…? —dijo Marie.
—¿Qué? —preguntó Simón.
—No, quiero decir… ¿Cree usted sin más? ¿Cree usted que el miserable a quien
rechazó era hijo de Dios y Dios a su vez? ¿Cree usted en él?
—¿Cree usted en mí? —dijo Simón.
—No es lo mismo —dijo Marie.
—Tiene razón —dijo Simón—; no es lo mismo. Yo no soy al fin y al cabo más
que un personaje improbable, una especie de protagonista de novela, siempre
corriendo por la Tierra y los siglos. Y el acontecimiento más decisivo de toda la
historia de este planeta es la muerte de un hombre que se decía venido de otra parte,
un viernes de primavera, en la costa oriental del mar interior, en tiempos de Tiberio,
sucesor de Augusto y César, y su resurrección tres días después a decir de algunos.
—¿Era más importante —dijo Marie— que el invento del fuego, la agricultura, la
escritura, la ciudad? ¿Era más importante que el big bang ? ¿Más importante que la
primera risa, la primera canción, la primera mirada de amor entre un hombre y una
mujer?
—Si me han escuchado —dijo Simón— durante todas esas noches que hemos
pasado juntos, lo más importante que hay es la historia de los hombres. Y que haya
algo que la rebase y que forme parte de ella: es lo que se llama la encarnación. Yo
tengo motivos para creer en ella y me figuro, además, tal vez lo hayan adivinado, que
todo lo que pasa en el mundo es en cierto modo contemporáneo y que, oculta bajo el
tiempo que es nuestro reino y nuestra ley, la encarnación no cesa nunca de proseguir
a cada instante. Ya estaba en el big bang, en el primer amor, en el primer sacrificio,
en el primer recuerdo, en la primera espera y la primera esperanza. Estaba en las
primeras palabras pronunciadas por los hombres y en las primeras palabras trazadas
en conchas, en tablillas de arcilla y en papiros. Está antes de que sea todo y algo
aparezca. Está cuando nada es ya y todo ha terminado. Es por la encarnación por lo
que todos somos demasiado grandes para nosotros, y a menudo demasiado pequeños.
Es por la encarnación por lo que corro a través del mundo, por lo que estoy con
ustedes al pie de la Aduana del mar y por lo que a los ojos de un recuerdo que está
aún en el futuro todo lo que pasa en la historia se desarrolla al mismo tiempo.
—Si fuera usted yo —dijo Marie—, ¿creería en todo eso y en todas esas pamemas
que nos cuenta?
—Porque soy yo —dijo Simón—, y yo soy el judío errante, no aspiro a nada más
que a mi muerte imposible. Pero si fuera usted y no hiciera más que pasar por este
valle de rosas y lágrimas que usted llama vida, no creería que el tiempo pueda
explicarse por sí mismo ni que la historia sea un cuento inventado por los niños que
leen algunas páginas.
—¿Cree en algo más? —dijo Marie.
—Pues verá. No creo en mucho, pero creo en algo más, creo en algo más que en
esa masa de aventuras en las que no paro de verme mezclado en este mundo y que les

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cuento noche tras noche en el esplendor de Venecia, imagen paradójica y frágil de
toda la historia de los hombres. Sí, creo en algo más. He soñado en escribir, en el
tiempo y más allá del tiempo, una historia de eternidad. Y lo que se le acerca más es
un rostro de torturado entrevisto una tarde, bajo el reinado de Tiberio, en un arrabal
de Jerusalén, a comienzos de la primavera.

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Aquella noche, en nuestro cuarto de la pensione Bucintoro, Marie se volvió hacia
mí.
—Creo —me dijo— que he dejado de amarte.
Ya lo sabía, naturalmente. Y vosotros también. De todos modos me cogió de
improviso. Lo que manifestamos va siempre retrasado respecto a lo que sentimos.
Pero lo que sentimos no empieza a existir hasta que lo hemos manifestado. Me senté
al borde de la cama.
—Simón tiene la culpa —murmuré—. ¿Qué vas a hacer?
Se encogió de hombros.
—No sé. Me da vueltas la cabeza.
Toda la noche hablamos de nosotros como hacen los que se quieren y también los
que ya no se quieren. Pronunciamos las palabras inevitables. Le dije:
—Te quiero.
Ella me dijo:
—Yo te quiero mucho.
Comprendí lo que tenían de detestable los adverbios. Para hacerme sentir que
todo había concluido para siempre entre nosotros, me estrechó contra ella.
Hablamos de Simón. Quería irse con él. Traté de explicarle que Simón
Fussgänger era un inmortal, un timador o un loco. En cada uno de estos tres casos, la
existencia en común corría el riesgo de ser difícil. No quería saber nada, me acusaba
de celoso, se echaba en mis brazos y rompía a llorar.
El mejor narcótico es la ausencia de pasiones. Ni Marie ni yo dormimos mucho.
Salía el sol, cuando caímos en un sueño al menos tan agitado, pero por otros motivos,
como las noches de aquellos imbéciles de Isaac Laquedem o de Omar Ibn Battuta.
Los odiaba de todo corazón. Me traían sin cuidado sus aventuras, la marcha del
tiempo, de la historia que se va haciendo. Me pasaban por la cabeza ideas triviales y
siniestras. La menor pena de amor basta para no dejarnos oír la música de la esferas.
Cuando nos despertamos, la fuerza de la costumbre había echado a Marie contra mí.
Para huir de aquellos cuerpos que se obstinaban, salimos a pasear. Venecia seguía
siendo bella. Nos distraía de nosotros mismos. Los dogos, las cortesanas, las sombras
del cura pelirrojo, de La Tempestad, de El sueño de santa Úrsula, del Colleoni, allá
lejos, en su caballo de bronce en medio de la plaza, hacían lo que podían, y no era
mucho, para ayudarnos. Sentíamos casi alivio por haber cambiado en palabras cosas
secretas y silenciadas. Le dije a Marie:
—He aquí Venecia sin nuestro amor.
Ella me dijo:
—Prefería la otra.
Yo le dije:
—Gracias. ¡Qué triste es eso!
Me sonrió en silencio, con aire afligido por decir lo que decía, hacer lo que hacía.
Unos instantes más tarde, en el puente de los Suspiros, me detuve, la cogí en mis

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brazos, volví a decirle:
—Madeleine, Madeleine, ¿qué haremos tú y yo?
Se soltó un poco rápida y me respondió:
—Pues viviremos. Para nosotros, al menos, no durará mucho.
Lo que siempre me ha gustado en Marie es su simplicidad. No había cambiado
mucho. Ya no me amaba. Era muy sencillo. No había por qué desesperarse.

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¡Señores, apremia el tiempo!
A todos adiós os digo.
Por vuestras atenciones
os quedo agradecido.
Pero sufro demasiado
si tengo que estar parado.

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—Cuando me haya ido… —dijo Simón.
—¡No se vaya! —dijo Marie.
Simón nos miró.
—Saben muy bien que he de irme. Todo lo que les he contado me dice que me
vaya. Todo lo que les he contado sólo tiene sentido si me voy. Oigo ya esos rumores,
experimento esas sensaciones que preceden mis marchas. He hablado mucho, el
tiempo se me hace largo, siento hormigueo en las piernas, oigo una voz interior que
me ordena desaparecer. Cuando me haya ido, piensen alguna vez en mí.
—No lo olvidaré nunca —dijo Marie.
—Hacía ya varios años que no me había parado. Creo que después de ustedes ya
no me pararé más. Se ha hablado mucho de mí desde hace trescientos o cuatrocientos
años. Quisiera desaparecer y borrar las huellas que les he mostrado. Quizá, dentro de
un siglo o dos, dentro de uno o dos milenios, porque habré callado, se alcen voces
para asegurar que el judío errante no ha existido nunca. Habré vuelto al silencio y a la
oscuridad de donde nunca debí haberme escapado. ¿Para qué agitarse, hacer ruido,
ejercer el poder, suscitar libros y canciones, intentar adivinar lo imposible y expresar
lo inefable? ¿Para qué?… Se adueña de mí un gran cansancio. Creo que ustedes son
los últimos a los que se habrá dirigido el judío errante. Háganme un favor:
supongamos que no he dicho nada.
Pasó un motoscafo con un ruido infernal entre la Aduana del mar y San Giorgio
Maggiore.
—Cuando me haya ido —dijo Simón—, no faltará nada en el mundo.
—No es verdad —dijo Marie—. Nos faltará usted.
—Nadie falta nunca en el mundo. A veces alguien puede faltarle a alguien. Pero
el mundo sigue. Cuando cierran un libro que les ha gustado, la vida recobra sus
derechos y Fabrice del Dongo, o Nane, o Ulises, u Odette de Crécy se desvanecen en
el pasado. Yo quisiera que la vida relevara al judío errante y que ustedes me hallaran,
ausente, en todo lo que pase. Nada de lo que les he contado durante estas noches
transcurridas que hemos pasado juntos ante la Aduana del mar es más extraordinario
que lo que les ocurre todos los días en su vida cotidiana. El sol que sale para brillar
sobre el mar, sobre los campos, sobre las pasiones de los hombres es mucho más
prodigioso que el incendio de Roma o el entierro de Alarico. La menor de sus dichas
es mucho más deslumbrante que la gloria del Imperio. Y el descubrimiento de
América no se puede comparar con un latido de su corazón ni con el reflejo del amor
que los une el uno al otro.
—Ya no nos amamos —dijo Marie—. Usted ha sido…
—Yo no soy nadie —dijo Simón, poniendo la mano en la boca de Marie—. Soy
todo el mundo. Soy aquel que anda y no se para nunca. Soy aquél a quien está
prohibido el amor como la muerte. Soy el desastre de una vida amputada de su
muerte y privada del amor. Lo único bueno que pueden hacer con mi sombra, cuando
nos hayamos separado, será que se olviden de mi persona que carece de importancia

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y se acuerden de este mundo que es también el suyo y que yo tanto he cruzado.
Puesto que me he de ir y voy a desaparecer, los entrego a él. No hay fábula ni leyenda
más cautivadora que la vida. El más bello relato es el que narra el mundo
desarrollándose en la historia. Les dará más sorpresas, más sustos, más dichas
también de las que yo les he dado nunca.
—Pero, ¿usted?… —dijo Marie.
—¿Yo? —dijo Simón—. Yo soy apenas una mirada, una mano, una silueta. Soy
apenas una voz. No soy nada más que un nombre oculto bajo otros nombres. Soy
sobre todo aquellos de quienes no he hablado y que ustedes no conocen. Soy los
pobres sin historia que hacen la historia del mundo. Soy el primero que se presenta y
el recién llegado. Soy ustedes, naturalmente. Y soy todos los demás. Cualquiera me
sustituye. Surjo del tiempo que pasa. Me es difícil morir, no ceso de renacer. Llego,
desaparezco y sigo estando ahí. Mucho más que a la palabra, pertenezco al silencio.
Estaré más presente en un futuro que ignorará mi nombre de lo que he estado en un
pasado que sólo hablaba de mí. No habrá rincón, no habrá instante en que no esté
presente en hueco, acurrucado en los recuerdos y las esperanzas. Mi ausencia estará
con ustedes hasta el final de los tiempos.
En la noche de Venecia en que había tantos barcos que se iban quién sabe adónde,
tantos encajes, tanto vidrio ahilado, tantos amantes, tantos cristos en la cruz, Marie
lloraba sobre mi hombro.

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El mundo entero se hundía entre Marie y yo. El rumor de los siglos y los espacios
crecía a través de Venecia. El recuerdo, la imaginación, el sueño se apoderaban del
cuartito donde, unas semanas antes, habíamos llegado, enamorados uno de otro,
indiferentes al universo, llenos de despreocupación y alegría.
Durante mucho tiempo habíamos imaginado que estaríamos solos en el mundo.
No éramos más que un par de eslabones, minúsculos y dolientes, de una cadena que
no tenía fin y que nos unía a los guerreros, los pintores, los ladrones, las prostitutas
que nos habían precedido y que nos seguirían. Y, más allá de aquellos hombres y
aquellas mujeres que habían sido arrojados como nosotros a la necesidad y los azares
de la vida —y los azares eran el corazón de la necesidad y la necesidad misma era un
abismo de arbitrariedad—, estábamos ligados al aire, al sol, al mar de los que
salíamos, a los árboles que nos rodeaban, a las plantas y a los animales de quienes
éramos herederos, a las piedras y a los planetas con quienes compartíamos el
universo y que nos acompañaban.
Todo se acababa. Todo comenzaba. Todo volvía a comenzar siempre. Todo no
cesaba nunca de acabar. Había habido caídas que habían hecho mucho ruido. Había
habido principios de los que la historia se acordaba. Había habido un principio
decisivo para los hombres que, más allá de los meses, las estaciones, los años, lo
habían convertido en origen de su modo de contar los siglos y los siglos de siglos: era
un día como los otros, hacía buen tiempo, la primavera estaba de vuelta en el mar
interior que era, en aquel tiempo, el centro del mundo conocido. Y un zapatero de
Jerusalén tomaba el fresco delante del palacio de Poncio Pilatos, procurador de Judea.
En el seno de aquella aventura, la mayor de todas, y que era la historia misma, había
una multitud inagotable de aventuras e historias que daba a la creación sus colores y
su fuerza. Dios está en los detalles. Sólo actúa a través de los seres, sus ambiciones,
sus manías, sus delirios y sus crímenes. Lo que estaba olvidado y lo que estaba
oculto, el pasado y el futuro, las matanzas y las noches de verano, todo convergía
hacia el cuarto de la pensione Bucintoro, al final de la riva degli Schiavoni.
—Toda la noche —me dijo Marie—, he estado soñando con Simón.
El mundo giraba en torno a aquel hombre que era la sucesión de los hombres. En
la habitación, atestada de papelotes y notas, de la pensione Bucintoro, corríamos con
él por los caminos de la guerra, del saber, del placer, del comercio, del amor, de la fe.
Visitábamos santuarios, manteníamos cercos, ganábamos y perdíamos fortunas,
esquiábamos por entre las flores en las primaveras de montaña, andábamos a lo largo
de los ríos y nadábamos por entre las islas del mar interior, sacudíamos tronos y
llorábamos en secreto por amores infieles. Como para cada uno de nosotros, por un
misterio muy trivial y, no obstante, insondable, éramos el centro de aquel universo
del que no éramos sino una parte. Pero nosotros, en la habitación de la pensione
Bucintoro, teníamos los sueños del judío errante.
—Toda la noche —me dijo Marie— he estado soñando con Simón.

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Toda la noche, Marie, en la habitación de la pensione Bucintoro, estuvo soñando
los sueños de Simón. Era Simón y sus sueños, los concilios de Nicea y Éfeso, las
batallas de Poitiers y al-Qadisiyya, los mosaicos de San Vítale, los pueblos de Gog y
Magog, la mano cortada de Erik el de la Hacha ensangrentada, el caballo blanco de
Teodorico en las orillas del Adigio, el amor de René y Natalie en el patio de los
Leones de la Alhambra de Granada. Bajaba a las grutas donde descansaba, invisible,
visible sólo para la fe, la sombra de Sakyamuni. Cruzaba los Alpes, el Cáucaso, los
desiertos de Gobi y Takla-Makan, los grandes ríos que salían del centro de África y
del Himalaya. Era una carta olvidada, una pena, un momento de descanso o de
desaliento, el más pasajero y más fútil de los pensamientos. Era Haydn y Spinoza en
el momento de escribir las primeras palabras y trazar las primeras notas de La ética y
de La Creación. Era el caniche que mira a san Agustín cuando se entera, por una
inspiración divina, de la muerte de san Jerónimo en el cuadro de Carpaccio.
Era la duración, la permanencia, la conservación del universo en su equilibrio
milagroso. Era el paso y el cambio. Era también el instante. Había tanta riqueza en un
solo instante de un solo ser como en la sucesión de los hombres en el transcurso de
los milenios. Una sola chispa de su sueño le daba todos los sueños soñados en su vida
por el judío errante y la totalidad de una creación que estaba ya toda entera en cada
una de sus partes y de sus más ínfimas divisiones. Se extendía a lo universal y
descendía a los detalles más insignificantes y más desdeñados: eran la imagen del
infinito, su símbolo, su efecto y quizá su raíz.
—Toda la noche —me dijo Marie— he estado soñando con Simón.
Flanqueado por lo inmenso y lo minúsculo, entre el instante y la duración, el
judío errante, de un extremo al otro, cruzaba la historia del mundo y el sueño de
Marie. Era la historia del mundo y no era nada más que el sueño de Marie. Marie
reía, lloraba, sufría, confiaba. Él no podía morir. Era el tiempo que no es más que el
sueño del tiempo.
La idea de que íbamos a morir me dejó de pronto sin aliento. Lo amaba todo de
esta vida, y hasta sus tristezas y hasta sus dolores. El sol, el mar, la nieve en las
montañas, el recuerdo y la esperanza, los viñedos de Toscana, las películas de Cary
Grant y de Lauren Bacall. Amaba a Marie. Ella ya no me amaba. Simón Fussgänger
no había logrado hacerme amar la muerte. Pero me había hecho amar la vida con
tanta violencia que aceptaba una muerte que no es nada más que el reverso y el sello
de la vida.
—Toda la noche —me decía Marie, de pie frente a mí en la habitación
superpoblada de la pensione Bucintoro— he estado soñando con Simón.
Me he pasado el día escribiendo aún algunas páginas. Terminaban con Marie
volviéndose hacia mí para decirme que, toda la noche, había estado soñando con
Simón. Al caer la noche, hemos ido, como siempre, a reunirnos con Fussgänger en la
punta de la Aduana del mar. Pero no había nadie.

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Un chiquillo de seis o siete años ha surgido de alguna parte y se ha acercado a
Marie. Le ha preguntado si era la señora rubia. Ella le ha contestado que, a juzgar por
todas las apariencias, no era imposible. Entonces el chiquillo ha recitado muy aprisa:
—El señor me ha dado mil liras y me ha dicho que le diga que no lo esperen. Ha
tenido que salir de Venecia y no volverá más.
He cogido a Marie de la mano y, por el puente de la Academia, por la plaza de
San Marcos y por la riva degli Schiavoni, a través de Venecia súbitamente desierta,
hemos regresado los dos a la pensione Bucintoro.

Página 365
Marie se ha casado con Charles, su prometido de antaño. Ha hecho una buena
carrera en gabinetes ministeriales. Gracias a lo que los que saben llaman, creo, el
«turno exterior», acaba de ser nombrado en el Consejo de Estado o en el Tribunal de
Cuentas. Ha cobrado seguridad en sí mismo, conoce el mundo y sus problemas, pocas
cosas lo intimidan. Se habla de él para una embajada. Los veo de vez en cuando.
Cada uno por nuestra parte, en silencio, soñamos en el pasado. Marie sigue siendo tan
bella, tan rubia, tan ingenua como antes. A menudo, me parece algo ausente. Todo lo
que hemos vivido juntos se reduce, en mi recuerdo, a un puñado de arena. Él me irrita
mucho cuando asegura, con grandes carcajadas, que Marie no ha amado nunca más
que a un solo hombre: un vagabundo algo loco, mitómano y charlatán, al que conoció
en Venecia. Entre nosotros, no lo creo muy listo. Yo tengo pocas necesidades, poca
ambición, bastantes sueños para toda una vida. Sé que voy a morir. Espero. Paseo por
el mundo tras las huellas de aquél en quien pienso sin cesar, cuyos relatos recogí, al
pie de la Aduana del mar, con la cabeza de Marie en mis rodillas, y que decía ser el
judío errante.

Página 366
JEAN D'ORMESSON, (1925-2017​), fue un novelista y cronista francés. Fue
colaborador con medios como Le Monde y también llegó a ocupar el cargo de
Presidente del Consejo de Filosofía y Ciencias Humanas en la Unesco y miembro de
la Academia Francesa. La obra de d'Ormesson se aleja de la estructura clásica para
las novelas, basando más la narración en anécdotas y disgresiones que en los
personajes. Además, también ha publicado numerosos ensayos autobiográficos y
también crónicas históricas.
De entre su extensa producción habría que destacar títulos como La gloria del
Imperio (1971, Por capricho de Dios (1975) y Historia del judío errante (1991),
inspirada en el mito cristiano medieval del Judío Errante.
D'Ormesson ha recibido galardones, como el Gran Premio de Novela de la Academia
Francesa o la Legión de Honor. Otra parte de su obra deja ver su filosofía de la vida.

Página 367
Notas

Página 368
[1] Muñeca. (N. del T.). <<

Página 369
[2] La batalla de Friedland fue un enfrentamiento bélico entre Francia y Rusia que

tuvo lugar el 14 de junio de 1807, y que tuvo como resultado la victoria de las tropas
francesas del Emperador Napoleón I de Francia sobre las tropas rusas del general
Bennigsen. (N. del Ed.). <<

Página 370
[3] La batalla de Auerstädt opuso al primer ejército prusiano al mando del rey
Federico Guillermo III de Prusia y el duque Carlos Guillermo Fernando de
Brunswick contra parte del ejército francés dirigido por Louis Nicolas Davout el 14
de octubre de 1806, paralelamente a la batalla de Jena, que se libró en la misma
fecha. (N. del Ed.) <<

Página 371
[4] Ir a todo gas. (N. del T.). <<

Página 372
[5] En 629. <<

Página 373
[6] Entre 550 y 600 metros. <<

Página 374
[7] Cerveza belga. (N. del T.). <<

Página 375
[8] Al placer de Dios. (N. del T.). <<

Página 376
[9] Oración del «padre nuestro». (N. del Ed.). <<

Página 377

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