El Desbarrancadero de Fernando Vallejo: Pérdida y Subjetividad

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El desbarrancadero de Fernando Vallejo: Pérdida y subjetividad

Carlos E. Rojas Clavijo


New York University

Prepared for delivery at the 2012 Congress of the Latin American Studies Association,
San Francisco, California May 23-26, 2012.

El desbarrancadero (2001) es una novela que obliga a interrogar el proceso de


constitución del sujeto que habla, “el de la voz, el que aquí dice yo, el dueño del
changarro” (10). Es un sujeto que se estructura a partir de una serie de regresos, de un ir y
venir entre Colombia y México movido por la muerte. El propósito de las páginas que
siguen es explorar la manera como el narrador se constituye en este movimiento
repetitivo de retorno a lo perdido y a la muerte.

El retorno del desheredado


El narrador es desde el principio un sujeto que ha perdido algo. La ausencia de la
casa paterna, e incluso el retorno a ella, se experimenta como despojo. En primer lugar, la
ausencia está relacionada con una desposesión material. El que regresa lo hace como
desheredado, como un “rey sin reino” (182). Esta pérdida de la herencia reverbera en
varios sentidos. Por un lado, Fernando no sólo es desposeído de los bienes materiales a
los que dice tener derecho como primogénito. La palabra herencia tiene al menos dos
significados en la novela. Cuando la madre amenaza con desheredarlo, Fernando le
responde: “La ley colombiana te lo prohíbe. Aquí los padres les heredan forzosamente a
los hijos todo, quieran o no quieran: los genes y los demás cachivaches viejos” (61). La
herencia entonces es una cuestión de legalidad y atañe tanto a los bienes como a la
genética. Fernando parece desposeído de ambas herencias, de los bienes materiales que
no le han sido transmitidos y de la continuidad genética de la que parece eximirse.
A lo largo del texto se insiste en un discurso de la degeneración, de la transmisión
por vía de la madre de mutaciones genéticas. En su madre y sus hermanos proliferan los
signos de esa genética abominable, en la que el narrador no cree tener participación
alguna: “Yo no soy hijo de nadie. No reconozco la paternidad ni la maternidad de
ninguno ni de ninguna. Yo soy hijo de mí mismo” (44). Esta ausencia en sí mismo de las
marcas de pertenencia a la familia permanece inexplicada. La aparente falta de los genes
Rendón en el narrador es un vínculo que se ha roto sin razón a la vista, sin relato, aún
contraviniendo la ley.
Por otra parte, el despojamiento de la herencia tiene un sentido espacial. No sólo
se pierde una serie de bienes que deben transmitirse según la ley, sino que se pierde el
espacio que se habitó. Esa pérdida del espacio se relaciona también con la genética, en
este caso por la propensión de la madre a reproducirse desaforadamente. La vitalidad
pone en cuestión las relaciones de pertenencia, de propiedad: “No tenía pues ni ciudad ni
casa, eran ajenas. Culpa del tiempo y de la proliferación de la raza” (54). Más que un
drama familiar particular, el personaje sufre la carencia de un lugar, propio o ajeno, el

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desplazamiento por una fuerza vital proliferante, desbordada, excesiva, que lo expulsa de
la casa, de la ciudad, de la nación, que lo desgarra de sus lazos de sangre y de sus lazos
políticos. En el ámbito nacional la reproducción desmesurada también deriva en un
desquiciamiento de lo propio: “Los pobres jamás compran –comenté–: Roban. Roban y
paren para que vengan más pobres a seguir robando y pariendo” (13). Tanto en la familia
como en la nación, la genética desquicia la ley que asegura la conservación y transmisión
de la propiedad. La proliferación invade, roba, se apodera ilegítimamente de lo que no le
pertenece por derecho.

La pérdida melancólica
La casa de Medellín, la casa paterna, es el lugar al que se regresa. Es también un
lugar del que se vuelve a partir, pero del que nunca se parte por primera vez. La novela
comienza con dos escenas de regreso. La de Darío, que ha vuelto a la casa para morir, y
la de Fernando, que viene a acompañar a su hermano durante los últimos días. A partir de
allí, la narración vuelve obstinadamente al pasado, a la niñez, al tiempo que los hermanos
han vivido juntos, pero a diferencia de otros relatos de regreso nunca se cuenta la partida
original. El lector (y acaso el mismo narrador) no sabe las razones que provocaron la
primera salida de la casa. No parece haber motivos para el exilio voluntario u obligatorio.
El haber partido es una condición inicial del narrador. Es, además, una condición
dolorosa. Entre Colombia y México, “se debate hace mucho tiempo mi vida, de aquí para
allá, de allá para acá, como pelota de ping-pong, yendo y viniendo, jugando contra sí
mismo mi destino” (36). La identidad del narrador es inestable. No asume ni siquiera su
condición de extranjero. No se identifica como tal. No se trata de alguien que ha sido
desarraigado de su casa y trasplantado a otro lugar. Se trata de alguien cuya vida no se
establece, sino que se debate entre el aquí y el allá. Su identidad está en suspenso, en esa
oscilación que acaba por despojarlo de cualquier suelo, propio o ajeno.
Por otra parte, el hecho de que no se narre una primera partida convierte el relato
en una serie repetitiva. Primero, porque cuenta un acto recurrente, el ir y venir del
narrador. En segundo lugar, porque narra varias veces escenas importantes, en particular
dos: la llegada de Fernando a la casa y la llamada en que le cuentan sobre la muerte de
Darío. El carácter repetitivo de la vida de Fernando parece incidir también en la
estructura de la novela, que incorpora y problematiza en sí misma la repetición. Tanto la
vida de Fernando como su narración constituyen una secuencia repetitiva sin origen.
En la estructura de la novela, la repetición introduce la posibilidad de la
diferencia, del desplazamiento. Esto es especialmente visible en la narración del anuncio
de la muerte de Darío. En la primera versión, Fernando está en su apartamento de México
y, al enterarse de la muerte de su hermano, él mismo muere de inmediato. En la segunda
versión, Fernando recibe la noticia en el taxi, camino al aeropuerto, a donde dice ir para
abandonar Medellín definitivamente. Podrían encontrarse otras contradicciones en los
relatos repetidos. Lo importante es que ninguna versión adquiere primacía sobre las otras,
ninguna puede reclamar para sí más valor de verdad que las otras. Al contar y recontar las
mismas escenas, el texto interroga su propio valor referencial como autobiografía. Desde
luego, la novela está lejos de pretender ser el relato exacto de los hechos de una vida. Sin
embargo, estas escenas le dan un matiz específico al cuestionamiento de la
referencialidad: la escritura no refiere una serie de hechos originales, precisamente por su
carácter de repetición. Dice Derrida: “[W]ith the technological both as ideality and

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prosthetic iterability the possibility of fiction and lie, simulacrum and literature, (…) the
right to literature insinuates itself, at the very origin of truthful testimony, autobiography
in good faith, sincere confession” (42). Las tecnologías de iterabilidad, como el lenguaje
o la fotografía, introducen siempre la diferencia, y con ella la posibilidad de la mentira o
de la literatura. Nunca remiten simplemente al origen. Esa imposibilidad tiene un papel
fundamental en la novela, ya que no solo se trata de un texto aparentemente
autobiográfico, y que por tanto abre la pregunta de su valor testimonial, sino que además
pone en escena todo el tiempo la ansiedad de recobrar el pasado mediante estas mismas
tecnologías de repetición. Fernando vuelve con la excusa de cuidar a su hermano durante
la enfermedad. Pero aparte de eso, todo el tiempo rememora con él el pasado compartido,
intentando recobrar la memoria de los días perdidos. Darío, por su parte, pasa los últimos
días de su vida “en el jardín, hojeando el viejo álbum de fotos y hablando, hablando,
hablando, delirando, mezclando historias de tiempos idos más venturosos” (169).
El hecho de que la vida de Fernando se narre como una serie repetitiva de
retornos y partidas, por otro lado, apunta quizá a uno de los enigmas centrales del texto.
En este caso, la repetición tampoco parece remitir a un momento original de ruptura. En
el relato hay fundamentalmente dos tiempos: los tiempos idílicos de la niñez remota y el
tiempo de los múltiples retornos imposibles. Entre ambas secuencias hay un vacío. El
paso de un tiempo al otro está ausente en el relato; permanece desconocido para el lector
y aparentemente para el mismo narrador. Ese vacío organiza la narración y la vida de
Fernando. No se trata de una sucesión de experiencias que le den sentido a su vida y que
se puedan remontar mediante la memoria o la escritura. Se trata de un tiempo perdido y
del intento fallido y compulsivo de recuperarlo. La ruptura no obedece a ninguna
racionalidad, es radicalmente incomprensible. Fernando no logra consolidarse como
sujeto en la narración. Se queda suspendido en la repetición, en el eterno retorno a esa
escena de ruptura que nunca se produce. En “Trauma, Absence, Loss”, Dominick
LaCapra distingue los términos ausencia y pérdida. Según él, la ausencia no es un evento
histórico, mientras que el pasado histórico es justamente un escenario de pérdidas que
pueden narrarse (700). El desbarrancadero parecería poner en escena una ausencia que
no ha podido convertirse en pérdida, una pérdida que no puede narrarse, que continúa
asediando al personaje, y que constituye el lapso que los repetidos regresos no logran
llenar.
El vínculo con la madre (tanto emocional como genético), el sentido de propiedad
(tanto la herencia perdida como el sentido de pertenencia un lugar), la niñez idílica: todas
estas son ausencias cuya pérdida no ha podido narrarse ni comprenderse. Son ausencias
que no han podido convertirse en pérdida. Aparte de estos vínculos, la novela pone en
escena la pérdida de la pérdida; el narrador ha perdido la posibilidad de hacer
comprensible la pérdida como tal. El narrador no ha sido despojado del origen sólo en
términos de exilio, de despojamiento y de ruptura genética: también ha perdido el origen
como posibilidad narrativa. Acaso Fernando no regresa repetidamente con la intención de
recobrar lo pasado. Sabe de antemano que no se restablecerá el vínculo con la casa.
Acaso el continuo ir y venir constituye un intento desesperado por recuperar la pérdida,
más que lo perdido, por revivir el momento de la ruptura original para poder
comprenderlo: tarea imposible también.
En su artículo, LaCapra relaciona sus términos ausencia y pérdida con un texto
relativamente temprano de Freud: “Duelo y melancolía”, de 1917. En él, Freud expone

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dos maneras de reaccionar a la pérdida de un objeto amado. El duelo es la elaboración de
una pérdida. En la melancolía el trabajo del duelo no puede llevarse a cabo, porque la
pérdida no ha sido completamente comprendida: el melancólico sabe a quién perdió, pero
no qué perdió en esa persona. El paciente melancólico no puede hacer el duelo por el
objeto perdido y finalmente lo incorpora a sí mismo mediante un proceso de
identificación. En el caso de El desbarrancadero, la vida de Fernando se debate en un
continuo movimiento ante la imposibilidad de comprender la pérdida, pero también se
debate en su comercio con la muerte, con sus muertos. La muerte da lugar al regreso. Se
vuelve no solo a la casa, sino a los que van a morir y a los que han muerto.

El otro como lugar de retorno


¿Por qué la muerte provoca el regreso? Es posible pensar que en el regreso hay
algo de culpa, por haber abandonado a los que mueren, por sobrevivirlos, porque ellos
mueren en lugar de uno. Sin embargo, el regreso por la muerte también parece producir
en la novela otra serie de problemas. En primer lugar, ¿quiénes son los muertos? El
padre, Darío, la abuela se distinguen de otros personajes. Entre ellos y el narrador hay
gestos de reconocimiento. Del hermano se llega a decir: “al final Darío tenía el alma
sincronizada con la mía” (158). Con los muertos hay posibilidad de identificación, se
representan como humanos de manera casi realista. Otros personajes, en cambio, se
representan como caricaturas. Esos personajes se convierten en tipos con los que es
imposible identificarse: la Loca, el Gran Güevón, Juana Pabla Segunda la travesti.
Estaríamos tentados a decir que el lenguaje paródico deshumaniza a estos personajes. Los
muertos también se caracterizan por el uso de la lengua. La Loca habla muy poco y el
Gran Güevón no habla nunca. Por oposición a ellos el padre y la abuela hablan con
frecuencia. De hecho la abuela transmite lenguaje, hereda expresiones que sus nietos
siguen repitiendo. Darío también habla y es con él, junto a él, que Fernando intenta
recobrar el tiempo perdido. Este juego de diferencias no es sistemático. Sin embargo, sí
hay una marcada tendencia a caracterizar a los muertos por su uso de la lengua y por el
vínculo que se da entre ellos y el narrador.
Podría suponerse que esta coincidencia admite al menos dos lecturas. En primer
lugar, la novela contaría la pérdida de aquellos a quienes el narrador puede reconocer
como interlocutores, mientras que los otros, privados de la palabra, con quienes es
imposible el vínculo de reconocimiento, sobreviven. Por otro lado, cabe preguntarse si no
es la muerte justamente la que transforma al otro en alguien a quien dirigirse, a quien
volver, a quien recordar: ¿En qué medida es la muerte, la partida acontecida o próxima, la
que convierte a estos personajes en el otro al cual se regresa? George van den Abbeele
afirma: “home can only exist as such at the price of being lost” (xix). ¿Es posible pensar
lo mismo de los muertos? ¿Es posible que se conviertan en lugares de retorno
precisamente en virtud de su partida?
De ser así, el retorno a los muertos en El desbarrancadero parecería solidario con
el proceso melancólico que describe Freud. La pérdida de un vínculo incomprensible
conduce a la incorporación del objeto perdido por identificación. Los muertos y los
moribundos en la novela son seres con quienes puede haber identificación; los vivos, los
que permanecen, son máquinas, caricaturas animaladas, materia viviente impersonal.
Convertir a los muertos y a los moribundos en otro con quien puede haber identificación,
reconocimiento, puede ser un primer paso en el proceso de incorporación melancólica. El

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narrador insiste obsesivamente en la carga de sus muertos, en que él mismo es el
sedimento de los muertos que se han ido incorporando a él. Cuando habla de las
expresiones que fueron aprendidas de la abuela, dice: “no habías muerto, seguías
viviendo en mí, extraviada en mis pensamientos” (120). Fernando le dice al papá:
“Cuando vos te murás seguirás viviendo en mí que te quiero, en mi recuerdo doloroso”
(82). Corporalmente, incluso, el narrador parece compuesto por los otros, por los
muertos: “tengo las dos córneas trasplantadas de sicarios y veo por todas partes policías”
(26). La casa, como lugar al que se anhela regresar, existe sólo al precio de su
desaparición. Acaso el otro constitutivo del yo, el otro incorporado al yo, existe como tal,
puede reconocerse como tal, sólo ante su pérdida. El rastro de la madre viva, por ejemplo,
se desconoce; Fernando parece ignorar su herencia Rendón. En él se reconoce sólo la
huella de los que se han perdido o se están perdiendo. Darío a quien la enfermedad poco a
poco va desvaneciendo. Papi, que se nombra con esa palabra infantil; incluso vivo, el
padre ya se ha ido, porque es el papi de la niñez perdida: su nombre ya lleva inscrita la
muerte. Ahora bien, la pérdida es incomprensible. Puede saberse a quién se pierde (papi,
Darío, la abuela) o qué se pierde (la herencia, la casa, la ciudad), pero no se entiende lo
que se pierde en ellos, no se entiende el vínculo con el otro que constituye al yo. En esa
medida, el propio yo se vuelve inescrutable para sí mismo. “I am not fully known to
myself”, dice Judith Butler, “because part of what I am is the enigmatic traces of others”
(46).
El regreso al otro es un ejercicio autobiográfico. Se regresa para comprender los
vínculos, las pérdidas, que constituyen al yo. Fernando regresa al otro, también, para que
éste le ayude a recobrar su pasado, a rememorar su vida. La ocupación cotidiana de
Fernando y Darío en los últimos días se convierte en un ejercicio de memoria. Recordar,
en la novela, nunca es una operación interior, no es la búsqueda de un pasado presente en
uno mismo como memoria. Recordar siempre requiere del otro y requiere de un medio.
Esa necesidad de un medio, como la palabra o la fotografía, hace ya que la tarea de
recuperación de la memoria sea imposible. El lenguaje es incapaz de referir lo que está
fuera de él: “no se hagan ilusiones con las palabras que son bien poca cosa: torpes,
imprecisas, mendicantes, incapaces de apresar la cambiante realidad que se nos escapa
como un río que pretendiéramos agarrar con la mano” (124-125). La fotografía, que
parece ser el registro del pasado mediado apenas por la transparencia del lente, tampoco
permite la recuperación de la memoria, hasta el punto en que Fernando no se reconoce en
su propia imagen. Recordar es un ejercicio de regreso imposible y doloroso. Fernando
vuelve al pasado perdido “como un alma en pena que vuelve a desandar los pasos” (126).
Recordar también requiere del otro que sirve como guía o como testigo; recordar
siempre implica contarle a alguien el pasado o, en el caso de los hermanos, contárselo
recíprocamente. El hermano moribundo parece servir de guía, de acompañante, en el
pasado, el mundo de los muertos. El otro parece ser el vórtice de los regresos de
Fernando. Se vuelve al otro, que acaba constituyendo al yo como recuerdo doloroso,
como sustancia viviente, como un habla repetida. Se vuelve por el otro, que ha partido o
está a punto de partir. Se vuelve con el otro, como acompañante y testigo en el ejercicio
de la memoria. Sin embargo, ese regreso está condenado de antemano, porque el otro
siempre está perdido ya, está muerto o muriendo.
El ir y venir de Fernando, movido por la muerte, parece estar motivado por la
necesidad de comprender esa pérdida, de narrarla, de presenciarla. Pero a pesar de que

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regresa explícitamente a presenciar la muerte, siempre hay en el último instante un
movimiento sin explicación que le impide contemplar el momento de la pérdida. El
último regreso se interrumpe abruptamente y sin razón aparente antes de la muerte de
Darío: “A las cinco de la mañana me levanté, me vestí, metí mi ropa en mi maleta y pedí
por teléfono un taxi para el aeropuerto. Me marchaba sin despedirme de Darío, sin decirle
adiós” (190). La muerte del padre, por otro lado, parece darle a Fernando la posibilidad
de reapropiarse de sí mismo como sujeto: “En ese instante comprendí para qué, sin él
saberlo, me había impuesto la vida, para qué había nacido y vivido yo: para ayudarlo a
morir. Mi vida entera se agotaba en eso” (132). Sin embargo, en todo el episodio hay un
juego de miradas que hace problemática esa reapropiación. En primer lugar, cuando va al
baño para alcanzar el veneno, se ve a sí mismo como otro en el espejo y habla de sí en
tercera persona. El acto que aparentemente le permite comprender la totalidad de su vida
lo convierte en otro, en un extraño. Cuando entra al cuarto de su padre, “sus ojos
suplicantes se cruzaron con los míos por última vez. (…) Desvié mis ojos de los suyos a
la botella de suero” (131). A lo largo de la escena los ojos de Fernando huyen a la
interpelación de la mirada del padre, y sólo lo mira “cuando sus ojos se inmovilizaban en
el vacío” (132). Parece haber algo en la mirada del otro que es intolerable, que no puede
mirarse más que de manera oblicua. No se puede mirar la muerte a los ojos. Sólo se
puede mirar al otro que muere como tercera persona, nunca como segunda persona. Por
eso Fernando evade la mirada suplicante del padre y abandona Medellín sin despedirse de
Darío.
A lo largo de estas páginas he querido mostrar cómo El desbarrancadero se
organiza a partir de una serie repetitiva de retornos, una serie sin origen. La falta del
primer término es crucial en este texto, porque no permite convertir la vida en narración.
Hay un punto vacío que hace incomprensible la ruptura con la casa, con la familia, con la
herencia, con el origen, con los otros que se han ido incorporando al yo y que lo
constituyen. Ese punto vacío parece provocar el retorno repetido a una escena de ruptura
por excelencia: la muerte. Sin embargo, siempre hay algo en la muerte del otro cuya
mirada es intolerable, algo que no se puede presenciar. La pérdida de la pérdida
constituye y deconstituye a Fernando, lo deja en suspenso. Su imposibilidad de narrar la
pérdida, sus constantes retornos infructuosos, dan testimonio del carácter melancólico del
sujeto.

Bibliografía
Abbeele, George van den. “Introduction: The Economy of Travel”. Travel as Metaphor:
From Montaigne to Rousseau. Minneapolis: University of Minnesota Press, 1992.
Butler, Judith. Precarious Life. The Powers of Mourning and Violence. London and New
York: Verso: 2004.
Derrida, Jacques. Demeure. Fiction and Testimony. Stanford: Stanford University Press,
2000.
Freud, Sigmund. “Mourning and Melancholia”. General Psychological Theory. Papers
on Metapsychology. New York: Collier Books, 1963. 164-179.
LaCapra, Dominick. “Trauma, Absence, Loss”. Critical Inquiry. Vol. 25, No. 4 (1999):
696-727.
Vallejo, Fernando. El desbarrancadero. Bogotá: Alfaguara, 2001.

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