El Corsario Negro
El Corsario Negro
El Corsario Negro
Emilio Salgari
El corsario negro
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CAPÍTULO 1
UN CORSARIO EN LA
HORCA
De entre las tinieblas del mar, surgió una voz po-
tente y metálica:
—¡Alto los de la canoa o los echo a pique!
Al oír tan amenazadoras palabras, los dos hom-
bres que tripulaban fatigosamente una barquilla
apenas visible, soltaron los remos y miraron con
inquietud el algodonoso seno del mar. Tenían unos
cuarenta años, y sus facciones enérgicas y angulosas
aún parecían más hoscas a causa de sus enmaraña-
das barbas. Llevaban sobre la cabeza sombreros
amplios agujereados de balas, cuyas alas parecían
rotas a dentelladas; sus camisas de franelas y sus
calzones estaban desgarrados, y sus pies desnudos
demostraban que habían caminado por lugares fan-
gosos. Sin embargo, sostenían pesadas pistolas, de
aquellas que se usaban en los últimos años del siglo
XVI.
Ambos hombres, a quienes cualquiera habría to-
mado por fugitivos escapados de algún presidio del
Golfo de México, si en aquel tiempo hubieran exis-
tido tales establecimientos, al ver la gran sombra
sobre ellos cambiaron entre sí inquietas palabras.
—Carmaux, mira bien —dijo el que parecía más
joven—; tú tienes mejor vista que yo.
—Veo un gran barco, a unos tres tiros de pistola.
Pero no sabría decir si vienen de las Tortugas o de
las colonias españolas.
—Sean quienes fueren, nos han visto, Wan Sti-
ller, y no nos dejarán escapar.
La misma voz de antes volvió a resonar en las ti-
nieblas que cubrían las aguas del gran Golfo:
—¿Quién vive?
—El diablo —murmuró el llamado Wan Stiller.
Su compañero —en cambio, gritó, con toda la
fuerza de sus pulmones:
—¡Si tiene tanta curiosidad, acérquese hasta no-
sotros y se lo diremos a pistoletazos!
La fanfarronada no pareció incomodar a la voz
que interrogaba desde la cubierta del barco:
—¡Avancen, valientes —respondió—, y vengan
a abrazar a los hermanos de la costa!
Los hombres de la canoa lanzaron un grito de
alegría.
—Que me trague el mar si no es una voz conoci-
da —dijo Carmaux, y añadió—: Sólo un hombre,
entre todos los valientes de las Tortugas, puede atre-
verse a venir hasta aquí, a ponerse a tiro de los ca-
ñones de los fuertes españoles: el Corsario Negro.
—¡Truenos de Hamburgo! ¡El mismo!
—¡Y qué triste noticia para ese marino audaz!
Otro de sus hermanos colgado en la infame horca.
—¡Se vengará, Carmaux!
—¡Lo creo, y nosotros estaremos a su lado el día
que ahorque a ese condenado gobernador de Mara-
caibo!
El magnífico barco del Corsario se había puesto
al pairo para esperar la canoa. Pero sobre su proa, a
la luz de un farol, se veían diez o doce hombres
armados de fusiles.
—¿Quiénes sois? —preguntó un hombre a los
recién llegados, arrojando sobre ellos la luz de una
lámpara.
—¡Por Belcebú, mi patrón! —exclamó Car-
maux—. ¿Ya no conoce a los amigos?
—¡Que me trague un tiburón si no es éste el viz-
caíno Carmaux! —gritó el hombre de la lámpara—.
Y ese otro ¿no es el hamburgués Wan Stiller? ¡Los
creíamos muertos!
—La muerte no nos quiso.
—¿Y el jefe?
—¡Bandada de cuervos! ¿Han concluido de graz-
nar? —gritó la voz metálica que amenazara a los
hombres de la canoa.
—¡El Corsario Negro! —barbotó Wan Stiller.
—¡Aquí estamos, comandante! —respondió Car-
maux.
Un hombre descendió desde el puente de mando.
Vestía completamente de negro, con una elegancia
poco frecuente entre los filibusteros del Golfo de
México. Llevaba una rica casaca de seda negra con
encajes oscuros y vueltas de piel, calzones en el
mismo tono negro e idéntica tela; calzaba botas lar-
gas y cubría su cabeza con un chambergo de fieltro,
sobre el cual había una gran pluma que le caía hacia
la espalda.
Tal como en su vestimenta, en el aspecto del
hombre había algo fúnebre. Su rostro era pálido,
marmóreo. Sus cabellos tenían una extraña negrura
y llevaba barba cortada en horquilla, como la de los
nazarenos. Sus facciones eran hermosas y de gran
regularidad; sus ojos, de perfecto diseño y negros
como carbunclos, se animaban de una luz que mu-
chas veces había asustado a los más intrépidos fili-
busteros de todo el Golfo.
—¿Quiénes son ustedes? ¿De dónde vienen? —
preguntó el Corsario, frente a ellos, con la diestra en
la culata de la pistola.
—Somos filibusteros de las Tortugas; dos her-
manos de la costa, y venimos de Maracaibo —
contestó Carmaux.
—¿Han escapado de los españoles?
—¡Sí, comandante!
—¿A qué barco pertenecían?
—Al del Corsario Rojo.
Al oír estas palabras, el Corsario se estremeció.
Agarró bruscamente a Carmaux por un brazo, y lo
condujo casi a la fuerza hacia popa, gritando:
—¡Señor Morgan! Usted dará la alarma si algo
sucede. ¡Todos a las armas!
El corsario descendió hasta una pequeña cámara,
elegante e iluminada, y le indicó a Carmaux que
hablara. Pero el marinero de la canoa no pudo des-
pegar los labios.
—Lo han matado, ¿verdad?
—Sí, comandante. Tal como mataron al otro her-
mano, el Corsario Verde.
Un grito ronco, salvaje y desgarrador, salió de la
garganta del comandante.
—Murió como un héroe, señor. Aun cuando el
lazo de la horca le quitaba la vida, tuvo fuerzas para
escupir la cara del gobernador.
—¡Ah, ese perro de Wan Guld! No moriré sin
haber exterminado antes a ese maldito y a toda su
familia, y entregado a las llamas la ciudad que go-
bierna. No dejaré piedra sobre piedra. ¡Y ahora,
amigo, cuéntamelo todo! ¿Cómo los apresaron?
—No lo hicieron por la fuerza de las armas, co-
mandante, sino por sorpresa, a traición. Como usted
ya sabe, el hermano de usted se había dirigido a
Maracaibo para vengar la muerte del Corsario Ver-
de. Éramos ochenta hombres decididos, pero en la
embocadura del Golfo nos sorprendió un tremendo
huracán que hizo pedazos nuestro barco. Sólo vein-
tisiete hombres pudimos alcanzar la costa. Su her-
mano nos condujo por los pantanos, y cuando creí-
amos que encontraríamos refugio, caímos en la em-
boscada que nos tendió Wan Guld en persona. El
Corsario Rojo se defendió como un león, decidido a
morir en el campo antes que en la horca. Pero el
flamenco lo reconoció y ordenó que lo respetaran.
El marinero hizo una pausa. Luego prosiguió:
—Conducidos a Maracaibo, después de haber si-
do injuriados y maltratados por los soldados y la
población, nos condenaron a la horca. Pero ayer en
la mañana, mi compañero Wan Stiller y yo escapa-
mos estrangulando a nuestro centinela. Desde la
espesura asistimos a la muerte de su hermano y de
sus animosos filibusteros. Después, durante la no-
che, y ayudados por un negro, nos embarcamos en la
canoa dispuestos a llegar a las Tortugas. Eso es to-
do, comandante.
—Todavía estará colgando de la horca —dijo el
Corsario, con una calma terrible.
—Durante tres días, señor.
—¿Y después lo arrojarán a cualquier basural?
—Seguramente, comandante.
—¿Tienes miedo? —le preguntó el Corsario, con
extraña voz.
—¡No!
—Entonces me seguirás.
—¿Adónde?
—Esta noche iremos a Maracaibo y asaltaremos
esa ciudad. Iremos nosotros dos y tu compañero.
—¿Pero, qué quiere usted hacer?
—Recuperar el cadáver de mi hermano —repuso
el Corsario.
—¡Rayos y truenos! ¡Usted es el filibustero más
audaz de las Tortugas!
—¡Ve a esperarme en cubierta, y manda que pre-
paren una chalupa!
Carmaux se apresuró a obedecer; sabía que cual-
quier vacilación ante el Corsario era peligrosa.
Cuando el hamburgués supo que volverían a la costa
de la cual se habían escapado milagrosamente, no
pudo disimular su asombro y sus recelos. Pero Car-
maux ya estaba entusiasmado con el plan del Corsa-
rio Negro.
—¡Ahí está! —dijo en aquel momento Wan Sti-
ller.
Sobre la cubierta apareció el Corsario. Se había
ceñido una espada muy larga y puesto en el cinto un
par de grandes pistolas y un puñal de los que los
españoles llamaban de misericordia.
Los tres hombres bajaron en silencio a la canoa
pertrechada. El barco filibustero apagó sus luces de
posición. Los marinos echaron manos a los remos.
El Corsario, tendido en la proa, escrutaba el negro
horizonte con sus ojos de águila, tratando de distin-
guir la costa americana. De tiempo en tiempo, vol-
vía la cabeza hacia su barco.
Wan Stiller y Carmaux bogaban con gran brío,
haciendo volar el esbelto botecillo. Hacía una hora
que remaban, cuando el Corsario divisó una luz que
brillaba al ras del agua.
—¡Maracaibo! —dijo con acento sombrío y un
movimiento de furor.
—¡Sí! —contestó Carmaux, volviéndose.
—¿Es cierto que hay una escuadra en el lago?
—Sí, comandante; la del contralmirante Toledo,
que vigila Maracaibo y Gibraltar.
—¡Tienen miedo! Pero entré el Olonés y noso-
tros, la echaremos a pique.
Debía ser medianoche cuando la canoa emba-
rrancó en medio de la manigua, quedando oculta
entre las plantas. El Corsario saltó a tierra y pistola
en mano inspeccionó rápidamente el lugar.
—¿Saben dónde estamos? —preguntó.
—A diez o doce millas de Maracaibo.
—¿Podremos entrar esta noche en la ciudad?
—Eso es imposible, capitán. El bosque es espesí-
simo. Llegaríamos por la mañana.
—Mostrarnos de día en la ciudad es una impru-
dencia —dijo del Corsario, y agregó, como si habla-
ra consigo mismo—: Si tuviera aquí mi barco, me
atrevería; pero El Rayo cruza ahora las aguas del
Golfo.
Después de meditar en silencio, el Corsario pre-
guntó:
—¿Hallaremos todavía a mi hermano?
—Estará expuesto tres días en la plaza de Grana-
da.
—Entonces tenemos tiempo. ¿Conocen a alguien
en Maracaibo?
—Sí, al negro que nos ayudó a escapar. Tiene
una cabaña en el bosque.
—¿No nos traicionará?
—Respondemos con nuestras vidas.
—¡Pues, andando!
El oscuro bosque se alzaba ante ellos impenetra-
ble. Los árboles, con sus troncos gigantescos y su
desmesurado follaje, no les dejaban ver una estrella
del cielo. Las ramas caían en festones por todas
partes, y raíces misteriosas se levantaban súbitas,
obligándolos a hacer uso de sus hachas.
Miles de puntos luminosos danzaban a nivel del
suelo y proyectaban haces de luz para luego apagar-
se. Eran las grandes luciérnagas de la América me-
ridional, vaga lume, que en número de dos o tres
dentro de un frasco pueden iluminar una habitación.
Habrían recorrido unas dos millas cuando Car-
maux, que iba delante, montó su pistola y exclamó,
deteniéndose:
—¿Un jaguar o un hombre?
El Corsario se echó a tierra y escuchó contenien-
do la respiración. Luego les hizo una seña y ambos
filibusteros lo siguieron empuñando sus sables. De
pronto, Wan Stiller y Carmaux le vieron lanzarse
hacia adelante y caer sobre una forma humana que
se irguió de repente en la maleza. El hombre quedó
tumbado y Carmaux y Wan Stiller se avalanzaron
sobre él. Era un soldado español.
—¿Lo matamos de un pistoletazo?
—No. Vivo puede sernos más útil que muerto.
Lo ataron firmemente. El pobre diablo que había
caído en manos de los corsarios era un hombre que
no tenía treinta años, largo y flaco como su compa-
triota Don Quijote. Vestía una raída casaca de piel
amarilla y calzones anchos y cortos a rayas negras y
rojas, y botas negras. Llevaba un casco con una
pluma rota y una larga espada en una vaina estro-
peada.
—Por Belcebú, patrón —exclamó Carmaux rien-
do—; si el gobernador de Maracaibo tiene valientes
como éste, no los alimenta con capones, porque
nuestro prisionero está más seco que arenque ahu-
mado.
—Habla, si aprecias el pellejo! —dijo el Corsa-
rio, tocando al prisionero con la punta de la espada.
—El pellejo ya lo tengo perdido. Nadie sale con
vida de sus manos —respondió el español.
—Te he prometido la vida.
—¿Y quién va a creerle? Usted es un filibustero.
—Sí, pero que se llama el Corsario Negro.
—¡Por Nuestra Señora de Guadalupe! Ha venido
usted para exterminarnos a todos —exclamó el es-
pañol con pánico.
—Así es. Pero el Corsario Negro es un noble ca-
ballero y un noble que nunca falta a su palabra —
contestó el capitán con voz solemne.
—¡En ese caso, interrogue usted!
Apenas el prisionero les hubo revelado que el
Corsario Rojo seguía colgado en la Plaza de Grana-
da, se pusieron en camino, marchando en hilera y
llevando al español consigo.
Comenzaba a alborear. Los monos, muy abun-
dantes en Venezuela, despertaban dando extraños
gritos. También chillaban a voz en cuello enormes
variedades de pájaros y papagayos. Los hombres,
acostumbrados a todo ello, no se detenían ni un mi-
nuto.
Llevaban caminando unas dos horas, cuando re-
sonaron en medio de la espesura unos sonidos me-
lodiosos.
—Es la flauta de Moko —dijo sonriendo Car-
maux.
—¿Y quién es Moko? —preguntó el Corsario.
—El negro que nos ayudó a huir. Debe estar do-
mesticando a sus serpientes.
El Corsario desenvainó su espada e hizo seña de
seguir adelante.
Ante una cabaña de ramas entretejidas hallábase
sentado uno de los más bellos ejemplares de la raza
africana. De elevada estatura, tenía un cuerpo mus-
culoso que debía desarrollar una fuerza descomunal.
En su rostro no se observaba la ferocidad que se
encuentra en muchos rostros de esa raza; había en él
cierto aire de bondad, de ingenuidad, cierto aspecto
de niño.
Al oír el grito de Carmaux, el negro apartó la
flauta de sus labios.
—¿Ustedes todavía aquí? Yo los creía en el Gol-
fo.
—Viene conmigo el capitán de mi barco, el her-
mano del Corsario Rojo —dijo Carmaux desde la
espesura.
—¿El Corsario Negro, aquí?
—¡Silencio, negrito! Necesitamos tu cabaña.
El Corsario, que en aquel momento llegaba con
Wan Stiller y el prisionero, saludó al negro. Luego
preguntó a Carmaux:
—¿Acaso odia a los españoles?
—Tanto como nosotros.
El negro les ofreció una comida de harina de
mandioca, piñas y pulque, bebida fermentada hecha
de pita. Más tarde, los filibusteros se echaron sobre
algunas brazadas de hojas secas y se durmieron tran-
quilamente. Sin embargo, Moko hizo de centinela
después de atar al soldado.
Ninguno de los tres filibusteros se movió en todo
el día. Pero apenas sobrevino la noche, el corsario se
levantó.
—Tú permanecerás aquí, cuidando al español —
dijo a Wan Stiller, que se había puesto de pie.
—Basta el negro, capitán.
—No; el negro es fuerte como un hércules y lo
necesito para transportar el cadáver de mi hermano.
¡Ven, Carmaux: iremos a beber una botella de vino
de España a Maracaibo!
—¡Mil tiburones! ¿A éstas horas, capitán?
Y los tres hombres, entre risas burlonas, entraron
en la selva.
CAPÍTULO 2
ENTRE UN NOTARIO Y
UN CONDE
Aun cuando Maracaibo no tenía más de diez mil
almas, era entonces una de las ciudades más impor-
tantes que los españoles habían levantado en el Gol-
fo de México.
Era, además, un gran fuerte muy bien artillado. Y
los primeros aventureros habían erigido en aquellas
playas hermosas casas y no pocos palacios.
Cuando el Corsario y sus dos compañeros entra-
ron en Maracaibo, las tabernas estaban aún llenas.
Los recién llegados fueron a la plaza de Granada.
Ésta ofrecía un aspecto tan lúgubre, que haría tem-
blar al hombre más impasible de la tierra. Quince
cadáveres pendían en semicírculo frente al palacio y,
sobre ellos, revoloteaban numerosas bandadas de
zopilotes, los pájaros encargados del aseo en las
ciudades de la América Central.
Una terrible emoción descompuso las facciones
del Corsario, quien se alejó de allí a grandes pasos,
entrando luego en una posada.
—¡A ver, un vaso de tu mejor jerez, hostelero de
los demonios! —gritó Carmaux en vizcaíno, mien-
tras se sentaba con el negro junto al Corsario.
El capitán de filibusteros estaba absorto en tétri-
cos pensamientos. No parecía escuchar la conversa-
ción de la taberna, la burla que hacían de los ahor-
cados.
—Cuentan que al Corsario Rojo le han puesto un
cigarro entre los dientes —dijo uno.
—Yo quiero ponerle un quitasol en la mano para
que se dé sombra —agregó otro.
Carmaux, incapaz de contenerse, cayó encima de
la mesa vecina dando un tremendo puñetazo y pi-
diendo respeto por los muertos. Los cinco bebedores
de la mesa, estupefactos, se levantaron de inmediato
con sus navajas abiertas y se abalanzaron hacia él.
Pero el negro, a una señal del Corsario, lanzó una
silla que detuvo a los cinco vascos. El estrépito hizo
salir de la habitación contigua a una veintena de
bebedores, precedidos por un hombronazo armado
de un espadín.
—¿Qué sucede? —preguntó rudamente el hom-
brote.
—¡Nada que a usted le importe! —repuso Car-
maux.
—¡Por todos los infiernos! —gritó el hombre,
enrojeciendo! ¿No hay nadie que pueda enviar al
señor de Gamara al otro mundo para hacerle compa-
ñía al perro del Corsario Rojo?
—¡Tú eres el perro, y tu alma la que acompañará
a los ahorcados! —respondió el Corsario, sacando
su espada.
—¡Un momento, caballero! ¡Cuando se cruza el
hierro, se tiene derecho a saber cuál es el adversario!
—¡Soy más noble que tú!
—Es el nombre lo que quiero.
El Corsario se le acercó y le murmuró al oído al-
gunas palabras. El aventurero lanzó un grito de
asombro, mientras el Corsario le atacaba vivamente,
obligándole a defenderse. Los bebedores abrieron un
amplio círculo para los contendientes. Pero el señor
de Gamara no era un espadachín cualquiera: alto,
robusto y de pulso firme, podía oponer larga resis-
tencia. El Corsario manejaba su espada con veloci-
dad abismante, saltaba como un jaguar y la cólera le
brillaba en los ojos. Pronto, el aventurero se encon-
tró atrapado por un muro, palideció, y la transpira-
ción invadió su frente:
—¡Basta! —gritó.
—¡No! ¡Mi secreto debe morir contigo!
—¡Socorro!¡Es el Cor...!
No pudo concluir: la espada del Corsario le atra-
vesó el pecho, clavándole en la pared. Un chorro de
sangre salió de sus labios, y cayó al suelo, quebran-
do el acero que lo sostenía al muro.
—¡Ése sé ha ido! —dijo Carmaux, burlón.
El Corsario tomó la espada del vencido, cogió el
sombrero; tiró un doblón de oro sobre la mesa y
salió con sus acompañantes sin que nadie osara de-
tenerlos.
Cuando llegaron a la plaza, reinaba un profundo
silencio, interrumpido únicamente por los pájaros
que vigilaban las horcas.
Esta vez fue Moko quien inició las acciones. As-
tuto como sus serpientes, se deslizó en las sombras
para eliminar a dos centinelas del palacio del gober-
nador.
El Corsario, oculto tras un tronco de palmera, le
observaba admirado enfrentarse casi inerme a un
hombre bien armado.
—¡El compadre tiene hígados! —dijo Carmaux.
Pronto el negro fue a reunírseles y los tres llega-
ron al centro de la plaza. En medio de los hombres
descalzos que colgaban, había un ajusticiado que
vestía de rojo y al que habían colocado entre los
labios un pedazo de cigarro
—¡Malditos! —exclamó con horror el Corsa-
rio—. ¡Esto es lo último del desprecio!
El negro trepó a la horca, descolgó el cadáver y
lo envolvió en la negra capa del Corsario.
—¡Adiós, valientes y desgraciados compañeros!
¡Los filibusteros vengarán sus muertes! —se despi-
dió Carmaux.
—¡Entre Wan Guld y yo está la muerte! —
sentenció el Corsario.
Rápidamente se alejaron del lugar.
Habían caminado tres o cuatro callejas desiertas,
cuando Carmaux creyó ver sombras ocultas tras
unas arcadas.
—¡Son los cinco vizcaínos! —dijo Carmaux—.
Veo relucir sus navajas en los cinturones.
—¡Tú te encargas de los dos de la izquierda y yo
de los tres de la derecha! —ordenó el Corsario—.
Moko, tú, lleva el cadáver hasta el bosque.
Los vizcaínos avanzaban con sus navajas abiertas
y las capas enrolladas en el brazo izquierdo.
—¿Qué es lo que quieren? —los frenó Carmaux.
—Satisfacer una curiosidad: saber quién es usted
—dijo uno.
—¡Un hombre que mata a quien le incomoda! —
contestó con fiereza el Corsario, y avanzó con la
espada desnuda.
Los cinco vizcaínos esperaban la acometida de
ambos filibusteros. Debían ser cinco valientes, para
quienes los golpes más peligrosos no parecían serles
desconocidos; el jabeque, que produce una afrentosa
herida sobre el rostro, o el desjarretazo, que se da
por detrás, bajo la última costilla, y que secciona la
columna vertebral.
Los filibusteros atacaron con prudencia al perca-
tarse de la peligrosidad de sus adversarios.
Los siete hombres luchaban con furor, pero sin
lanzar un grito, atentos todos a parar y tirar tajos y
estocadas. De pronto, el Corsario, al ver que un viz-
caíno perdía pie, se lanzó a fondo y le tocó en el
pecho. El hombre cayó sin un gemido.
Los vizcaínos no se atemorizaron y arremetieron
buscando dar un desjarretazo. El Corsario respondía
con viveza cuando su espada se embotó en el sarape
de su adversario y saltó quebrada por la mitad.
—¡A mí, Carmaux! —gritó con rabia.
Carmaux no podía deshacerse de sus atacantes.
El Corsario amartilló precipitadamente una pistola
que llevaba al cinto. Entonces, desde la oscuridad,
una sombra gigantesca cayó sobre los cuatro vizcaí-
nos, descargando sobre ellos una lluvia de garrota-
zos, que los tiró por tierra con las cabezas rotas y las
costillas hundidas: era Moko.
—¡Gracias, compadre! —gritó Carmaux—. ¡Qué
granizada!
—¡Huyamos! —dijo el Corsario—. ¡Aquí ya no
hay nada que hacer!
Iban a emprender la marcha, pero una patrulla se
acercaba al lugar. Carmaux cedió su espada al Cor-
sario y recogió una navaja vizcaína. Echaron a co-
rrer sigilosamente, precedidos por Moko; pero, a los
pocos pasos, oyeron el andar cadencioso de otra
patrulla.
—Vamos a vender caras nuestras vidas —
susurró el Corsario—. Moko, tú llevarás a bordo el
cadáver de mi hermano. Ponte a salvo con Wan
Stiller.
—¡Volveré con refuerzos, señor!
—El negro salió corriendo. Pero como la calle
estaba ocupada por ambas patrullas, se ocultó en un
jardín.
Los ocho alabarderos de una de las patrullas dis-
minuyeron su marcha.
—¡Despacio, muchachos! —dijo uno de ellos—.
¡Esos bribones deben andar cerca!
—El tabernero dijo que eran dos y nosotros so-
mos ocho —comentó otro de los soldados.
—¡Adelante! —gritó el Corsario, con su espada
en alto.
Sorprendidos, los alabarderos no supieron qué
posición tomar. Cuando se repusieron, los filibuste-
ros ya estaban lejos. —
—¡Deténganlos! ¡Deténganlos!
El Corsario y Carmaux corrían desesperados por
calles y más calles, sin saber por dónde iban. El
vecindario había despertado con los gritos y abría
sus ventanas. La situación de los fugitivos se hacía
desesperada.
—¡Truenos, capitán! —exclamó Carmaux—. Es-
to es una trampa. La calle no tiene salida.
Aún tenían tiempo para volverse; la patrulla es-
taba distante, pero el Corsario decidió hacerles per-
der el rastro con un poco de astucia.
—¡Carmaux! ¡Ábreme esta puerta!
Era una vivienda modesta, de dos pisos, cons-
truida parte con mampostería y parte con madera; en
lo alto de la azotea tenía tiestos con flores.
Ambos filibusteros se apresuraron a entrar, ce-
rrando la puerta tras ellos. Por la calle pasaban los
soldados gritando.
A tientas se dirigieron a la escalera y llegaron al
piso superior, donde Carmaux encendió una mecha
de cañón.
Por una puerta entreabierta escapaba un ronqui-
do. Carmaux ubicó una vela y la encendió; luego los
filibusteros entraron.
Un viejo calvo y arrugado, de piel color ladrillo y
barba de chivo, dormía allí, a pesar de la habitación
iluminada.
El Corsario le cogió de un brazo y lo sacudió ru-
damente.
—Necesita que le disparen un cañonazo —dijo
Carmaux.
A la tercera sacudida, el hombre despertó. Al di-
visar a los hombres armados exclamó:
—¡Muerto soy! —
—Nosotros no tenemos intenciones de hacerte
daño si contestas nuestras preguntas.
—¿No son ladrones?
—Somos filibusteros de las Tortugas.
—¡Filibusteros! ¡No hay duda de que soy hom-
bre muerto!
—¿Vives solo en esta casa?
—Solo, señor.
—Y en la vecindad, ¿quiénes viven?
—Honrados burgueses.
—¿A qué te dedicas?
—¡Soy un pobre viejo!
—¡Viejo zorro! —dijo Carmaux—. Tienes mie-
do de quedarte sin el dinero.
—¡Yo no tengo dinero, excelencia!
Carmaux se echó a reír:
—¡Tratas de excelencia a un filibustero! ¡Éste es
el compadre más alegre que he visto!
—¡Acabemos! —gritó el Corsario al viejo—.
¿Qué haces?
—Soy notario.
—¡Bien! Nos alojaremos en esta casa hasta que
nos pongamos en marcha. No te haremos daño. Pero
cuídate de traicionarnos. ¡Ahora, levántate!
Mientras Carmaux amarraba al viejo, el Corsario
abrió las ventanas para ver lo que sucedía. Los veci-
nos y la soldadesca estaban alborotados con los fili-
busteros e intercambiaban frases a gritos en la calle-
ja.
—Ya llegará el día en que tendrán noticias mías
—les respondió en voz baja el Corsario.
Entretanto, Carmaux, recordando que no habían
tenido tiempo de comer la noche anterior, registraba
la despensa.
—Señor —dijo Carmaux al Corsario—, mientras
los españoles persiguen nuestra sombra, pruebe un
trozo de este pescado, que es una magnífica tenca de
lago, y de este pato silvestre. Después traeré algunas
botellas de Jerez y Oporto que el notario guardaba
para las grandes ocasiones.
El Corsario agradeció, se sentó a la mesa, pero le
hizo muy poco honor a la comida. Estaba silencioso
y triste, como siempre le vieron los filibusteros.
Por su parte, Carmaux no sólo se comió todo, si-
no que se bebió un par de botellas ante la desespera-
ción del notario.
El Corsario volvió a la ventana. Media hora des-
pués, Carmaux lo vio entrar precipitadamente.
—¿Es de confianza el negro?
—¡Comandante! ¡Es un hombre fiel!
—¡Está rondando la calleja!
—Lo iré á buscar, comandante. Déme diez minu-
tos.
CAPÍTULO 3
UNA BELLEZA
FLAMENCA EN BARCO
ESPAÑOL
El Corsario y sus hombres, guiados por el afri-
cano, avanzaban a la carrera por el bosque, buscan-
do alcanzar con prontitud la orilla del Golfo. Esta-
ban inquietos por la suerte del barco, pues temían
que el gobernador hubiera pedido ayuda a la escua-
dra del almirante Toledo.
A las dos de la mañana, Carmaux, que iba delan-
te del negro, oyó un rumor lejano que indicaba la
cercanía del mar. El Corsario hizo señas para que
apresuraran más el paso y, poco después, llegaron a
una playa baja llena de plantas.
La oscuridad era muy grande, pues había una
niebla densa que se elevaba de las marismas que
costeaban el lago.
Las crestas de las olas parecían despedir chispas
y en muy pocos instantes trazos grandes de mar,
poco antes negros como si fuesen tinta, se ilumina-
ban de pronto, como si en su seno se hubiera encen-
dido una poderosísima lámpara eléctrica.
—¡La fosforescencia! —exclamó Wan Stiller.
—¡Que el diablo se la lleve! —dijo Carmaux—.
Hasta los peces parece que están de parte de los
españoles.
El Corsario, entretanto, miraba el mar. Como no
distinguía nada, miró hacia el Norte, y vio sobre el
llameante mar una gran mancha negra que se desta-
caba entre la fosforescencia.
—Allí está El Rayo —dijo—. ¡Busquen el bote!
Carmaux y Wan Stiller se orientaron lo mejor
que pudieron, pero no sabían dónde estaban. Des-
pués de recorrer más de un kilómetro, lograron des-
cubrir la chalupa, que la marea baja había dejado
entre la espesura.
Colocaron el cadáver cuidadosamente envuelto y
le taparon el rostro. Inmediatamente se hicieron mar
adentro, remando con vigor.
El Corsario, sentado en la popa, frente al cuerpo
del ahorcado, había vuelto a caer en su tétrica me-
lancolía.
La chalupa se deslizaba con rapidez alejándose
de la playa. El agua llameaba y los remos parecían
levantar chorros de chispas. Bajo las aguas, molus-
cos extraños ondulaban en número infinito, jugando
entre aquella orgía de luz con sus cuerpos de di-
amantes y con sus desplazamientos, seguidos de
breves relámpagos azules.
Sin dejar de remar, los filibusteros miraban en
todas direcciones con inquietud, temiendo ver de un
momento a otro los navíos enemigos.
Ya no distaban más de una milla del barco, el
cual salía a su encuentro corriendo bordadas peque-
ñas, cuando llegó a sus oídos un grito extraño que
semejaba un quejido y parecía terminar en un sollo-
zo.
Ambos remeros se detuvieron en el acto y mira-
ron en derredor llenos de espanto.
—¿Has oído? —preguntó Wan Stiller, bañado en
sudor frío.
—¡Sí! —contestó Carmaux.
—¿Habrá sido un pez?
—¡Jamás he oído a un pez gritar de esa manera!
—¿Será el hermano del muerto?
—¡Silencio, camarada!
Los dos miraron al Corsario, pero éste seguía
inmóvil, con los ojos fijos en el muerto.
—¿Has oído ese grito, compadre negro?
—¡Sí!
—¿Qué crees que haya sido?
—Quizás lo haya lanzado un lamantino.
—¡Hum! —exclamó Carmaux—. Habrá sido un
lamantino, pero...
Se interrumpió bruscamente y palideció. Detrás
de la popa del bote, entre un círculo de espuma lu-
minosa, desaparecía una forma oscura e indecisa,
hundiéndose en el acto en los negros abismos.
—¿Has visto? —preguntó con voz ahogada a
Wan Stiller.
—¡Sí! —contestó éste, con un castañeteo de
dientes.
—Una cabeza, ¿verdad?
—Sí, de un muerto.
—¿Y el Corsario no ha visto ni oído nada?
—¡Es el hermano muerto del Corsario Rojo lla-
mando a su hermano!
—Tú, compadre, ¿no has visto nada?
—¡Sí; una cabeza! —contestó el africano.
—¿De quién? —preguntó Carmaux.
—De un lamantino.
—¡Al diablo!
En aquel instante resonó una voz que venía del
barco.
—¡Eh!, los de la chalupa. ¿Quién vive?
—El Corsario Negro —gritó Carmaux.
Cuando el Corsario sintió que la proa del bote
chocaba contra el casco del barco, hizo un movi-
miento como si despertara de tétricos pensamientos.
Estaba asombrado de verse junto a su nave. Una vez
que izaron el bote a bordo, tomó el cadáver de su
hermano y fue a depositarlo junto al palo mayor.
CAPÍTULO 4
SEGUROS EN LA
TORTUGA
Cuando El Rayo ancló en el puerto seguro de La
Tortuga, los filibusteros estaban en plenos festejos.
La mayoría de ellos habían obtenido un rico botín en
correrías recientes por las costas de Santo Domingo
y de Cuba a las órdenes del Olonés y de Miguel, el
Vasco.
Tigres en el mar, en tierra aquellos hombres eran
los más alegres habitantes de las Antillas y, cosa
insólita, también los más corteses. A sus fiestas invi-
taban a todos los infortunados prisioneros españoles
por los que estaban pidiendo rescate. En todo mo-
mento trataban de hacerles olvidar su triste condi-
ción. Triste, porque si el rescate exigido no llegaba,
los filibusteros acostumbraban, entre otras artima-
ñas, a mandar la cabeza de algún prisionero para
hacerlos decidir por los restantes.
Cuando la nave ancló, los corsarios interrumpie-
ron su banquete, sus bailes y sus juegos, la alegría
de ver llegar al Corsario Negro se ensombreció por
la bandera a media asta de El Rayo.
El caballero de Roccanera, que lo había visto to-
do desde el puente, llamó a Morgan.
—Comuníqueles que el Corsario Rojo ha tenido
honrosa sepultura y que su hermano prepara la ven-
ganza que... —se interrumpió para agregar—: Dí-
ganle al Olonés que quiero hablar con él; luego,
preséntele mis saludos al gobernador, al que tam-
bién visitaré más tarde.
Media hora después, cuando ya habían terminado
las labores de amarre, el Corsario bajó al camarote
donde se encontraba la joven flamenca preparada
para desembarcar.
—Señora, una chalupa la llevará a tierra.
—Soy su prisionera, caballero, y no me opondré
a usted.
No es mi prisionera, señora.
—¿Por qué? Todavía no he pagado mi rescate.
—Ya fue recibido en la caja de la tripulación.
—¿Quién lo pagó? —preguntó la joven, sorpren-
dida—. Todavía no he comunicado mi situación al
marqués de Heredia ni al gobernador de Maracaibo.
¿Acaso ha sido usted?
—Y bien, ¿si hubiera sido yo?... —preguntó el
Corsario, mirándola a los ojos.
—Es una generosidad que no creía encontrar en-
tre los filibusteros de la Tortuga, pero que no me
sorprende en el caballero de Roccanera, señor de
Ventimiglia. Sólo le ruego decirme en cuánto fue
fijado mi rescate.
—¿Está usted ansiosa por abandonar La Tortu-
ga?
—Se equivoca usted. Cuando llegue el momento,
lamentaré abandonar la isla. Le guardaré vivo agra-
decimiento y jamás le olvidaré.
¡Señora! —exclamó el Corsario con los ojos ilu-
minados, y avanzó hacia ella, pero se contuvo.
Empezó a pasearse por la habitación. Brusca-
mente preguntó a la joven:
—¿Conoce usted al gobernador de Maracaibo?
La duquesa se estremeció al oírle. En sus ojos se
veía una gran ansiedad.
—Sí —respondió, con un hilo de voz.
—¿Qué le sucede, señora? —preguntó el Corsa-
rio, sorprendido—. Está usted pálida e inquieta.
—¿Por qué esa pregunta? —insistió la joven, sin
responder.
El Corsario iba a contestar cuando se oyeron los
pasos de Morgan.
—Comandante —dijo éste, entrando—, Pedro
Nau le espera en su casa. Le tiene importantes noti-
cias.
El Corsario se volvió hacia la joven:
—Señora, permítame que le ofrezca la hospitali-
dad de mi casa y que ponga a su disposición a Mo-
ko, a Carmaux y a Wan Stiller. Ellos la conducirán
hasta allá y quedarán a sus órdenes.
—Caballero..., por favor, una palabra... —
balbuceó la duquesa.
—Sí, la comprendo a usted. Pero del rescate
hablaremos luego.
Y sin más, salió y atravesó apresuradamente la
cubierta, descendiendo a la chalupa que le esperaba.
Saltó a tierra y pronto se internó pensativo en un
bosque de palmeras.
—¡Ah!, el tétrico filibustero oculto en el bosque.
—¡Eres tú, Pedro! —dijo el Corsario, volviéndo-
se.
—Soy el Olonés, el mismo que viste y calza.
Era el famoso filibustero, el más despiadado ene-
migo de los españoles, que terminaría su fugaz ca-
rrera bajo los dientes de los antropófagos. Natural de
Olón, había sido marinero contrabandista en las
costas de España. Sorprendido por los aduaneros,
perdió su barco, su hermano fue muerto a balazos y
él, gravemente herido. Curado, pero en la más es-
pantosa miseria, se vendió como esclavo para ayu-
dar a su anciana madre.
Luego se enroló como bucanero esclavo; des-
pués, en las mismas condiciones, pasó a ser filibus-
tero. Como demostrara un coraje excepcional, obtu-
vo un pequeño barco que le concedió el gobernador
de La Tortuga.
Con este barco realizó audaces prodigios, oca-
sionando enormes daños a las colonias españolas.
Lo respaldaban los tres corsarios: el Negro, el Rojo
y el Verde.
—Acompáñame a casa —dijo ahora el Olonés,
después de estrechar la mano al capitán de El Ra-
yo—. Esperaba impaciente tu regreso.
—También yo estaba impaciente por verte. Estu-
ve en Maracaibo.
—¿Tú?... —exclamó, asombrado, el Olonés.
—Preferí rescatar personalmente el cadáver de
mi hermano.
—Ten cuidado. Tu audacia te puede costar la vi-
da. Recuerda a tus hermanos.
—¡No hables de eso, Pedro! ¡Voy a vengarlos
muy pronto!
—¡Y yo! Ya he hecho algo: preparé la expedi-
ción. Tengo ocho naves, incluyendo la tuya, y cuen-
to con seiscientos hombres, entre filibusteros y bu-
caneros. Nosotros capitanearemos a los primeros y
Miguel, el Vasco, a los otros.
—¿Necesitas dinero? —preguntó el Corsario.
—Me gasté ya todo lo que obtuve en la expedi-
ción a Los Cayos.
—Por mi parte, puedes contar con diez mil pias-
tras.
—¡Por las arenas de Olón!...
—Te habría dado más, pero esta mañana tuve
que pagar un fuerte rescate.
—¿Un rescate, tú?
—Sí, por una gran dama que cayó en mis manos.
El dinero del rescate le correspondía a mi tripula-
ción.
—¿Una española?
—No, una duquesa flamenca emparentada con el
gobernador de Veracruz.
—¡Flamenca! Igual que tu mortal enemigo —
reflexionó con tristeza el Olonés.
—¿Qué quieres sugerir? —preguntó el Corsario,
palideciendo.
—Qué podría estar emparentada con Wan Guld.
—¡Dios no lo quiera! —murmuró el Corsario, en
un susurro.
—Y si así fuera, ¿por qué iba a importarte?
—He jurado exterminar a todos los Wan Guld, y
también a sus parientes.
—Bueno, la matas y santas paces.
—¡Oh, no! —exclamó el Corsario, aterrorizado.
—¡Por las arenas de Olón!... Estás enamorado de
tu prisionera.
—¡Calla, Pedro!
—¿Por qué? ¿Acaso es una vergüenza para los
filibusteros amar a una mujer?
—No, pero sé que esa joven me será fatal.
—Entonces, abandónala a su suerte.
—Demasiado tarde. La amo con locura.
—¿Y ella te corresponde?
—Creo que sí.
—¡Qué linda pareja, a fe mía!... ¡El señor de
Roccanera sólo podía emparentarse con una dama
de alcurnia!... Suerte rara en América, y aún más
rara para un filibustero. Vamos a bebernos unas
copas a la salud de tu duquesa, amigo mío.
CAPITULO 5
EL ODIO DEL CORSARIO
NEGRO
A la mañana siguiente, con la primera luz del día
y la marea alta, entre el redoble de los tambores, el
sonido de los pífanos, los tiros al aire de los bucane-
ros de La Tortuga y los ¡hurra! estrepitosos de los
filibusteros de las naves ancladas, la expedición
abandonaba el puerto, bajo las órdenes del Corsario
Negro, del Olonés y de Miguel, el Vasco.
Se componía de ocho naves grandes y pequeñas,
armadas con ochenta y seis cañones, de los cuales
dieciséis se encontraban en el barco del Olonés y
doce en El Rayo, con una tripulación de seiscientos
cincuenta hombres entre filibusteros y bucaneros.
El Rayo, por ser el velero más raudo, navegaba a
la cabeza de la escuadra, sirviendo de explorador.
Al tope del palo maestro flameaba la bandera ne-
gra a franjas de oro del comandante y en la cima del
trinquete la gran cinta roja de las naves de guerra;
detrás, en doble fila, venían los otros barcos, con-
servando la distancia necesaria para poder manio-
brar sin peligro.
La escuadra salió mar afuera y se dirigió hacia
occidente, en busca del canal de Barlovento, por el
cual habría de desembocar en el mar Caribe.
Les acompañaba un tiempo espléndido y todo era
favorable para la navegación tranquila a Maracaibo.
Los filibusteros sabían, además, que la flota del
almirante Toledo navegaba frente. a las costas de
Yucatán, en dirección hacia México.
Tras dos apacibles días, la escuadra se disponía a
doblar el Cabo del Engaño, cuando El Rayo comu-
nicó la presencia de una nave enemiga en ruta a
Santo Domingo.
El Olonés, comandante supremo de la expedi-
ción, ordenó que se la persiguiera, pues llevaba el
estandarte de España. El barco enemigo se vio pron-
to rodeado y sin posibilidades de escapar. Habría
bastado una andanada para hundirlo u obligarlo a
rendirse, pero los soberbios corsarios tenían gestos
incomprensibles y hasta admirables en ladrones del
mar.
El Olonés ordenó por señales al Corsario Negro
que la escuadra se colocara a la capa, y avanzó au-
dazmente al encuentro del barco, para intimarlo a
una rendición incondicional.
El buque enemigo, que en todo momento se
había considerado perdido, respondió a la intima-
ción con una descarga de sus ocho cañones de estri-
bor. La batalla comenzó entonces con gran furia.
Los españoles, aunque poco numerosos, decidieron
defenderse valerosamente. Un duelo formidable de
artillería se entabló con grave perjuicio para arbola-
duras y velas.
El Olonés estaba molesto. Seis veces intentó
abordar la nave y otras tantas fue rechazado, hasta
que en el séptimo asalto logró que la nave enemiga
arriara su bandera.
La victoria fue un triste augurio para la gran em-
presa de los filibusteros, a pesar de que El Rayo
durante el combate había descubierto a otro barco
español oculto en una ensenada y lo había capturado
tras una frágil resistencia.
La revisión de las dos naves tomadas les reportó
un botín en mercaderías de gran valor, en lingotes
de plata, en pólvora y en armas. Los filibusteros,
que no querían prisioneros, los desembarcaron en la
costa, repararon los daños de la arboladura y esa
misma tarde se hicieron a la vela rumbo a Jamaica,
incorporando a la escuadra las dos naves capturadas.
En Jamaica recalaron por breve tiempo, el sufi-
ciente para curar a los heridos y abastecer las bode-
gas. Después siguieron rumbo al sur.
La noche del decimocuarto día de navegación, el
Corsario avistó la punta de Paraguana, donde un
faro señala a los navegantes la boca del golfo. De
inmediato llamó a Morgan.
—Que esta noche no se encienda luz a bordo. Es
la orden del Olonés. Los españoles no deben adver-
tir la presencia de la escuadra. Si la descubren, ma-
ñana en la ciudad no encontraremos ni una piastra.
—¿Nos detendremos a la entrada del golfo? —
preguntó Morgan.
—No; la escuadra navegará hasta la boca del la-
go, y mañana, al amanecer, entraremos de improviso
en Maracaibo.
—¿Bajarán a tierra nuestros hombres?
—Sí, junto a los bucaneros del Olonés. La es-
cuadra bombardeará las fortificaciones de la costa y
nosotros atacaremos por tierra. Así impediremos que
el gobernador pueda huir a Gibraltar. ¡Que estén
listas las chalupas de desembarco!
—Está bien, señor.
—Bajo un momento a ponerme la coraza de
combate. También yo estaré en el puente.
Abría la puerta de su camarote, cuando un deli-
cado perfume, que ya conocía, le llegó de pronto.
—¡Qué extraño! —exclamó asombrado—. Si no
estuviera seguro de haber dejado a la flamenca en
La Tortuga, juraría que está aquí.
Miró a su alrededor, pero la oscuridad era total.
Sin embargo, le pareció ver en un rincón una figura
blanca, inmóvil, apoyada contra una de las amplias
ventanas que daban al mar.
El Corsario era valiente, pero supersticioso, co-
mo todos los hombres de su época. Al percibir la
sombra, se llenó de un sudor frío y su primer pen-
samiento fue para el alma del Corsario Rojo. Pero,
sobreponiéndose a esa debilidad, empuñó una daga
y avanzó:
—¿Quién vive? ¡Hable o le mato!
—Soy yo, caballero —respondió una voz suave,
que estremeció el corazón del Corsario.
—¡Usted aquí!... ¿Acaso estoy soñando?
—No, caballero.
El Corsario soltó la daga y avanzó con los brazos
extendidos hacia la duquesa, mientras sus labios
rozaban los encajes del alto cuello.
—¿De dónde salió usted? —preguntó, trémulo—
. ¿Cómo abordó mi nave?
—No lo sé... —repuso turbada la duquesa.
—¡Hable, señora!
—Pues... he querido seguirle.
—Entonces ¿me ama? ¿Sí, señora?...
—Sí —susurró ella con un hilo de voz.
—¡Gracias!... Ahora puedo desafiar la muerte sin
temor.
El Corsario sacó un pedazo de yesca y una ceri-
lla, y encendió un candelabro que puso en un lugar
donde la luz no se proyectara al mar. Se miraron en
silencio unos instantes, asombrados de aquella con-
fesión de recíproco amor. Ella se veía hermosa con
su abrigo blanco adornado de encajes y el Corsario
estaba radiante de felicidad. Él la hizo sentarse cerca
del candelabro.
—Ahora me contará, señora —dijo—, por obra
de qué milagro está aquí.
—Se lo diré, caballero, si me promete perdonar a
mis cómplices.
—¿Cómplices? ¡Ah, sí! Entiendo. Quienes han
desobedecido mis órdenes para darme esta deliciosa
sorpresa están perdonados. Ahora puede decirme,
señora, quiénes son.
—Wan Stiller, Carmaux y el negro.
—¡Debí sospecharlo!... ¿Cómo ha logrado su co-
operación?... Los filibusteros que desobedecen las
órdenes de sus jefes son fusilados.
—Estaban convencidos de no desagradar a su
comandante. Se habían dado cuenta de que usted me
amaba en secreto.
—¡Cuánto cariño hay en estos rudos hombres!...
Desafían la muerte por la felicidad de sus jefes. Y,
sin embargo..., quién sabe cuánto puede durar la
felicidad —agregó con acento triste.
—¿Por qué, caballero? —preguntó la joven, in-
quieta.
—Porque dentro de un par de horas el amanecer
me obligará a dejarla.
—¿Tan luego?... ¡Apenas nos hemos visto!... —
exclamó la joven, sorprendida.
—Cuando despunte el sol en el horizonte me lan-
zaré al frente de seiscientos hombres contra los fuer-
tes que protegen a mi mortal enemigo.
—¡Volverá a desafiar la muerte!... —exclamó la
duquesa, aterrorizada.
—Señora, la vida de los hombres está en las ma-
nos de Dios.
—Deberá jurarme que será prudente.
—Desde hace dos años sólo vivo para castigar a
un infame.
—¿Pero qué ha hecho ese hombre para que lo
odie así?
—Me ha matado a tres hermanos y ha cometido
vil traición.
—¿Cuál?
El Corsario no respondió. La joven lo miraba con
angustia. De pronto él se sentó a su lado y le dijo:
—Escúcheme y podrá juzgar si mi odio se justi-
fica o no. Han pasado diez años, pero lo recuerdo
como si fuera ayer: en Flandes acababa de estallar la
guerra de 1686 entre Francia y España. Luis XIV,
sediento de gloria, invadió las provincias conquista-
das por el terrible Duque de Alba. Luis XIV, que
ejercía en esa época gran influencia sobre el Pia-
monte, pidió ayuda al duque Victorio Amadeo II,
quien no pudo negársela y le envió tres de sus más
aguerridos regimientos: los de Aosta, Niza y Mari-
no. En este último servíamos como oficiales mis tres
hermanos y yo. Mi hermano mayor tenía treinta y
dos años y el menor, que sería más tarde el Corsario
Verde, apenas veinte.
"Cuando llegamos a Flandes, las armas aliadas
triunfaban, obligando a los españoles a retroceder
hacia Anvers. Pero un día nuestro regimiento, que
había avanzado hasta la desembocadura del Escalda,
fue rodeado por un enemigo diez veces superior que
atacaba para reconquistar posiciones. No nos queda-
ba otra alternativa que morir o rendirnos. Como
nadie hablaba de rendición, juramos dejarnos sepul-
tar antes que arriar la gloriosa bandera de los valien-
tes duques de Saboya.
"Al mando del regimiento, Luis XIV había pues-
to a un viejo duque flamenco, que se decía era un
experimentado y valeroso guerrero. Él dirigía la
defensa. Durante quince días y quince noches los
asaltos se sucedieron con gravísimas pérdidas para
los españoles, que no podían conquistar el viejo
fuerte donde nos habíamos fortificado. Mi hermano
mayor, con su gallardía, valor y destreza en las ar-
mas, era el alma de la defensa. Esto hizo nacer una
sorda envidia en el corazón del comandante flamen-
co, que tendría fatales consecuencias para nosotros.
"Olvidándose de nuestro juramento, pactó en se-
creto con los españoles. El precio de la traición fue
una fuerte suma de dinero y un cargo de gobernador
en una colonia española en América. Una noche,
acompañado por algunos flamencos, abrió una de
las trincheras y dejó pasar al enemigo, que se había
acercado furtivamente al fuerte. Mi hermano, al
darse cuenta de la situación, dio la alarma; pero el
traidor, que lo esperaba oculto, lo mató y el enemigo
entró en la ciudadela. Combatimos metro a metro,
pero todo fue en vano. La fortaleza cayó y unos
pocos sobrevivientes nos retiramos a Courtray. Dí-
game, señora, ¿habría perdonado a ese hombre?"
—No —contestó la duquesa.
—Tampoco nosotros lo perdonamos. Juramos
matar al traidor y vengar a nuestro hermano. Supi-
mos que estaba en América y nos hicimos corsarios.
El Corsario Verde, más impetuoso y menos experto,
cayó en poder de nuestro mortal enemigo y fue
ahorcado como un vulgar ladrón. Después tentó
suerte el Corsario Rojo, pero no le fue mejor. Mis
dos hermanos, cuyos cuerpos sustraje de las horcas,
reposan en el fondo del mar esperando mi venganza.
—¿Qué hará con ese hombre?
—¡Lo ahorcaré, señora! —repuso duramente el
Corsario—. Y luego acabaré con todos los que ten-
gan su apellido.
—¿Cuál es su apellido? —inquirió la joven, an-
gustiada.
—¿Le interesa saberlo?...
—No sé —dijo ella con voz quebrada—. En mi
juventud creo haber oído contar una historia pareci-
da de boca de algunos hombres de armas que serví-
an a mi padre.
—No es posible —dijo el Corsario—. Jamás ha
estado usted en Piamonte.
—No, jamás. Por favor, dígame su apellido.
—Es el duque Wan Guld...
Un cañonazo retumbó entonces sobre el mar.
El Corsario Negro se lanzó fuera de la cámara
gritando:
—¡Amanece!
La joven flamenca no hizo gesto alguno para re-
tenerlo. Se tapó el rostro con ambas manos, en un
gesto desesperado, y cayó sobre la alfombra, como
fulminada por un rayo.
CAPÍTULO 6
EL ASALTO A
MARACAIBO
El navío del Olonés, a dos millas de Maracaibo,
había lanzado el primer cañonazo. Con increíble
rapidez, todas las chalupas de los diez barcos habían
sido arriadas, y los bucaneros y filibusteros de des-
embarco se apresuraban llevando consigo sus fusiles
y espadas de abordaje.
Cuando el Corsario Negro apareció en el puente,
Morgan ya había hecho bajar una sesentena de se-
lectos hombres a los botes.
—¡Comandante, no podemos perder ni un instan-
te!
Estaba aclarando. El Corsario saltó a la chalupa
más grande, que llevaba treinta hombres armados.
Los botes se dirigían rápidamente hacia una pla-
ya boscosa, elevada como una pequeña colina donde
se levantaba el fuerte defendido por dieciséis gran-
des cañones.
Los españoles, alarmados por el primer cañona-
zo, enviaban apresuradamente batallones al pie de la
colina para cerrar el paso a los filibusteros y abrir
fuego graneado con su artillería.
Las naves corsarias se habían puesto a resguardo
de los cañones del fuerte y sólo El Rayo, capitanea-
do por Morgan, cubría el desembarco con sus dos
cañones de caza.
A pesar del intenso cañoneo, las primeras chalu-
pas tardaron quince minutos en llegar. Los filibuste-
ros saltaron a tierra y bajo las órdenes de sus jefes se
abalanzaron en busca de los batallones españoles.
Los cañones del fuerte tronaban con ruido ensor-
decedor, disparando proyectiles en todas direccio-
nes. Los árboles se rompían y caían al suelo, la me-
tralla abría la tierra, pero nada podía detener el em-
puje devastador de los filibusteros de La Tortuga.
—¡Al asalto del fuerte! —aulló el Olonés.
Alentados por el triunfal desembarco, los corsa-
rios se lanzaron colina arriba. Sin embargo, el Cor-
sario y el Olonés, previendo una resistencia desespe-
rada, se detuvieron para cambiar ideas.
—Perderemos demasiados hombres —expuso el
Olonés—. Tenemos que hallar una forma para abrir
una brecha o nos harán pedazos.
—Sólo hay una —contestó el Corsario.
—Explícate.
—Hacer estallar una mina en la base de los bas-
tiones.
—¿Y quién se atreverá a afrontar ese peligro?
—Yo —dijo una voz detrás de ellos.
Era Carmaux, seguido por su amigo Wan Stiller
y el compadre negro.
—¿Eres tú, bandido? —preguntó el Corsario—.
¿Por qué estás aquí?
—Lo seguí, comandante. Como me ha perdona-
do, no temo que me haga fusilar.
—No te haré fusilar, pero harás estallar la mina.
—Obedezco, comandante. En un cuarto de hora
tendrá la brecha.
—Espero volver a verte con vida —dijo el Cor-
sario, conmovido.
—Gracias por su buen deseo, comandante —
repuso Carmaux, y se alejó rápidamente.
Los bucaneros y los filibusteros seguían avan-
zando por entre los árboles. El fuerte era un cráter
en erupción. De pronto, se oyó en la cima una ex-
plosión formidable, que repercutió largamente en el
bosque y el mar. A un costado del fuerte se vio apa-
recer una gigantesca llama y una lluvia de escom-
bros cayó sobre los árboles, golpeando y matando a
no pocos de los atacantes.
—¡Al ataque, hombres de mar! —se oyó la voz
metálica del Corsario.
Los doscientos cincuenta hombres que defendían
las fortificaciones se vieron impotentes para resistir
el empuje. Muchos cayeron masacrados en sus pues-
tos y otros fueron perseguidos sin cuartel por entre
las ruinas de la colina.
El Corsario Negro hizo arriar la bandera de Es-
paña y entró en la desierta Maracaibo. Sus hombres,
mujeres y niños habían huido a los bosques, lleván-
dose consigo los objetos de más valor.
Cuando el Corsario llegó al palacio de Wan
Guld, lo encontró tan desierto como la ciudad. Car-
maux, ennegrecido por la pólvora, con la ropa hecha
pedazos y la cara ensangrentada encabezó un pique-
te para registrar el palacio y buscar a Wan Guld. Al
poco rato apareció Wan Stiller y Carmaux arrastran-
do a un soldado español, alto y flaco como un clavo.
—Comandante, ¿lo reconoce? —gritó Carmaux,
mostrándoselo al Corsario.
—¿Tú, otra vez? —exclamó éste.
—He querido ver otra vez a quien me perdonó la
vida. Además, deseo serle útil al Corsario Negro.
—¿Tú?
—Sí, yo. Cuando el gobernador supo que caí en
manos de los filibusteros y que usted no me hizo
ahorcar en un árbol, me recompensó con veinticinco
azotes. ¿Comprende usted?... Hacerme apalear a mí,
don Bartolomé de Barboza y de Camarga, descen-
diente de una de las familias más nobles de Catalu-
ña...
—Termina de una vez.
—Juré vengarme de ese flamenco que trata como
perros a los soldados españoles, a los nobles como si
fueran esclavos indios. Pero al ver caer el fuerte, ese
maldito ha huido.
—¿Huyó?... ¿No me engañas? Si mientes, te haré
despellejar vivo.
—Estoy en sus manos —dijo el soldado.
—Entonces, habla. ¿Adónde ha huido Wan
Guld?
—Al bosque. Quiere llegar a Gibraltar. Lleva sie-
te hombres de línea y un capitán, todos muy fieles.
Van a caballo.
—Y los demás soldados, ¿dónde están?
—Se dispersaron.
—Bien —dijo el Corsario—, nosotros seguire-
mos a Wan Guld. El que vaya a caballo no le servirá
de nada en el bosque.
En seguida, tomó papel y tinta de un escritorio y
escribió apresuradamente:
Querido Pedro
Sigo a Wan Guld por la selva con Carmaux, Wan
Stiller y el africano. Utiliza mi nave y mis hombres.
Cuando termines el saqueo, anda a buscarme a
Gibraltar. Allí encontrarás tesoros mucho mayores
que aquí.
El Corsario Negro.
CAPÍTULO 7
A LA CAZA DE SAM GULD
Es difícil hacerse una idea de la lujuriosa vegeta-
ción del suelo húmedo y cálido de las regiones su-
damericanas, especialmente en las cuencas de los
grandes ríos. Es tierra virgen, perpetuamente fertili-
zada por las hojas y por las frutas que se amontonan
desde hace siglos, y cubierta por gigantescas plan-
tas, que no pueden compararse con las de ninguna
región del mundo.
—¿Por dónde habrán pasado? —dijo él Corsa-
rio—. No veo ningún boquete en esta masa de árbo-
les y lianas.
—No se lo ha llevado el diablo —comentó el ca-
talán.
—Ni tendrán caballos alados, supongo —agregó
el Corsario.
—El gobernador es astuto. Ha querido borrar sus
huellas.
Sin embargo, el catalán logró descubrir huellas
de cascos que se internaban por entre una masa de
palmas espinosas y se perdían al borde de un arroyo.
Efectivamente, las huellas desaparecían allí, pero
pronto comprendieron que el gobernador había se-
guido el curso del arroyo para no dejar rastro. Entra-
ron en el agua, que apestaba a vegetales en estado de
descomposición. Un silencio casi total reinaba bajo
la bóveda vegetal que se inclinaba sobre el pequeño
curso de agua. Solamente de cuando en cuando se
escuchaba el tañido de una campana. La producía el
llamado pájaro–campana por los españoles. Súbita-
mente, hubo una violenta detonación, seguida de
una lluvia de proyectiles que cayeron en el arroyo
con el ruido del granizo
—¡Truenos de Hamburgo! —exclamó Wan Sti-
ller—. ¡Nos están ametrallando!
Todos sacaron sus revólveres y trataron de prote-
gerse, excepto el catalán que reía.
—No tengan miedo —les dijo—, es el árbol–
bomba.
Era el curioso árbol de la familia de las euforbiá-
ceas que los botánicos llaman hura crepitans.
Siguieron en fila india por el agua hasta que el
catalán, que iba la cabeza, descubrió una masa de
caballos que flotaba. Éstos habían sido ultimados a
navajazos. Y las huellas se perdían nuevamente.
—¡Miren! ¡Allá, esas ramas que gotean!
—¡Los astutos!
—¡Han trepado a los árboles para dejarse caer
más allá! Vamos a imitarlos.
—¡Muy fácil para marineros como nosotros! —
exclamó Carmaux—. ¡Arriba!
Cincuenta metros más allá, el catalán, desde la
copa de un árbol, descubrió una daga, y ya en tierra,
el Corsario recogió un puñal de hoja corta damas-
quinada.
—Aquí volvieron a tomar contacto con el suelo
—dijo.
Un poco más allá se veía un sendero abierto con
hachas.
—Excelente —comentó Carmaux—. Nos han
ahorrado trabajo y ganaremos tiempo.
—Pero están todavía lejos —repuso el Corsa-
rio—. De lo contrario escucharíamos el ruido de sus
armas.
—Haremos lo posible por alcanzarlos.
El catalán y los filibusteros corrían, en mutua
competencia, cuando su rápida carrera se vio deteni-
da por un obstáculo imprevisto. Habían llegado a
una zona de espinos, que en las selvas vírgenes de
las Guayanas hace imposible la marcha de un hom-
bre que no lleve polainas.
—¡Truenos de Hamburgo!... —exclamó Wan
Stiller—. De aquí saldremos lacerados como San
Bartolomé.
—¡Bah!, hallaremos otro paso —aseguró el cata-
lán—. Desgraciadamente ya está muy oscuro.
Y contra su voluntad debieron acampar para es-
perar la salida de la luna.
Se acomodaron lo mejor posible junto al tronco
de un árbol gigante después de haberse asegurado de
que allí no había serpientes venenosas. Comieron, y
luego de distribuir la guardia se dispusieron a dor-
mir.
Carmaux, que hacía el primer turno con el afri-
cano, estaba desconcertado con el ruido estrepitoso
de la selva.
—¿Qué jauría es ésa, compadre negro?
—Son ranas, compadre blanco —rió el negro.
—¡Parece que estuvieran batiendo todos los cal-
deros del infierno!
—¿Y eso? —susurró Carmaux tras un rato—.
Eso no es una rana.
—¡No! Es un jaguar —dijo el negro, con serie-
dad.
—¡Rayos y centellas!
Un segundo maullido, más cercano, hizo temblar
al negro. El Corsario apareció con aspecto tranquilo.
—¡Un jaguar, comandante! —dijo Carmaux.
—Suceda lo que suceda, no disparen —repuso el
Corsario, con la misma calma.
Avivaron el fuego y se quedaron escuchando el
característico ronronear de los felinos y el ruido de
las hojas secas. Sin duda, la fiera había olfateado la
proximidad del hombre y avanzaba sigilosa.
Pero al parecer el fuego la atemorizó. De pronto
se oyeron los crujidos de las ramas y de las hojas
secas que indicaban su retirada.
A medianoche apareció la luna. Los vigías des-
pertaron a los que dormían y el Corsario dio la señal
de partida. Habían perdido el sendero abierto por los
fugitivos, pero no parecían preocuparse por ello,
pues caminaban hacia el sur, hacia Gibraltar, orien-
tándose por la brújula.
—Juraría que nos siguen —dijo el catalán, dete-
niéndose.
—¿Crees que alguien pueda seguirnos? —
preguntó el Corsario.
—No, salvo un indígena.
—Continuemos con las espadas desenvainadas
—ordenó el Corsario.
El piquete siguió su camino con prudencia. De
pronto, una masa oscura cayó sobre el catalán desde
una palma. Los filibusteros creyeron que era una
rama.
—¡Socorro! —gritó el español—. ¡El jaguar!
Pasado el primer instante de sorpresa, el Corsario
se lanzó en ayuda del soldado, hundiendo la espada
en el cuerpo de la fiera. Pero ésta se volvió hacia su
nuevo adversario. El Corsario se retiró con presteza.
La fiera vaciló un instante, y tras buscar el espacio
suficiente, se arrojó otra vez, describiendo una pará-
bola de seis metros, para caer a los pies del Corsa-
rio. La espada de éste le penetró en el pecho, en
tanto que el africano le rompía la cabeza con la cula-
ta de su pesada carabina.
—¿Está vivo? —preguntó el Corsario al catalán,
que se levantaba.
—Gracias a la coraza de piel de búfalo, señor
mío, que llevo bajo la chaqueta. Sin ella, me desga-
rra el pecho.
—¡Adelante!, sigamos nuestro camino —ordenó
el Corsario—. Este jaguar nos ha hecho perder un
tiempo precioso.
Avanzaban ahora sobre un terreno muy húmedo.
Bajo la presión de los pies el agua saltaba, y los
árboles adquirían un tamaño desmesurado. El cata-
lán, conocedor de la región, sondeaba el suelo con
una rama antes de pisar. De pronto se detuvo.
—¿Otro jaguar? —preguntó Carmaux que venía
detrás de él.
—No me atrevo a seguir avanzando antes de que
salga el sol.
—¿Qué temes? —inquirió el Corsario.
—Me hundo en este terreno. Estamos cerca de
una sabana movediza.
—Perderemos un tiempo precioso —dijo el Cor-
sario—, pero en media hora amanece. Además,
¿acaso piensan ustedes que los fugitivos no encuen-
tran obstáculos?
Se echaron, entonces, al pie de un árbol a esperar
que la cerrada oscuridad se disipara. En el bosque
empezaban a resonar otra vez los mil ruidos de toda
clase de pájaros, batracios e insectos.
Apenas la luz penetró el follaje, los filibusteros
se pusieron en pie. Antes de reiniciar la marcha be-
bieron una exquisita leche, ordeñada del árbol de la
leche por el catalán. Una bota de Carmaux hizo las
veces de jarro.
El español caminaba lentamente por temor a la
ciénaga, cuando se oyó un grito ronco y un ruido
sordo seguido de una zambullida.
—Ése ha sido un animal —dijo Carmaux.
—Sí, el rugido de un jaguar.
—Mal encuentro.
Se detuvieron.
A unos cincuenta o sesenta metros descubrieron
al jaguar. Estaba a la orilla de una laguna formada
por residuos de la selva, al acecho, como un gato
dispuesto a atrapar a un ratón. Se acercaron sin rui-
do, con las espadas desenvainadas. Era un ejemplar
de gran tamaño y de extraordinaria belleza. Sus
hirsutos bigotes se movían apenas y su larga cola
rozaba suavemente las hojas.
—¿Qué espera? —preguntó el Corsario, que pa-
recía haber olvidado a Wan Guld y su escolta.
—Espía a su presa —repuso el catalán.
—¿Alguna tortuga, quizá?
—No, a un yacaré, compadre —indicó el negro a
Carmaux—. Allí se ve su hocico, fuera del agua.
—Si nos quedamos quietos asistiremos a una lu-
cha terrible —informó el catalán.
—Esperemos que no sea larga —murmuró el
Corsario.
Los reyes del bosque y del pantano se miraron un
momento con la mirada feroz de sus ojos amarillos.
El caimán subió resueltamente a la playa, agitando
su pesada cola; no esperó más el jaguar y se lanzó
sobre él tratando de romperle las escamas que no
atraviesan ni las balas de una carabina. De un zarpa-
zo, logró arrancarle un ojo y abrirle un costado. El
reptil dio un rugido prolongado de dolor y se des-
hizo de su enemigo tirándolo contra unos troncos,
para embestirlo y triturarlo. Desgraciadamente para
él, la falta del ojo le hizo errar el blanco y sólo afe-
rró la cola. El jaguar lanzó un aullido terrible: el
reptil se la había arrancado. La fiera, desesperada,
saltó sobre el yacaré que, enceguecido, retrocedía al
pantano. Aferrados el uno al otro cayeron al agua y
se debatieron entre la espuma que se teñía de sangre.
Después, en la ribera apareció el jaguar, en un esta-
do deplorable.
—Mañana el caimán flotará y le servirá de des-
ayuno —dijo el catalán.
Los filibusteros siguieron por la orilla de la lagu-
na, cuidándose de los reptiles venenosos que mero-
deaban por allí.
A mediodía el Corsario, al ver a sus hombres
cansados después de la ininterrumpida caminata de
diez horas, ordenó hacer un alto.
Para economizar los pocos víveres que llevaban
y que serían preciosos durante el cruce de la selva,
salieron a recoger alimentos silvestres. El hambur-
gués y el africano se dedicaron a recolectar los vege-
tales y Carmaux y el catalán salieron de caza.
—Es increíble que en estas selvas no haya ni un
gato —se quejó Carmaux.
—No nos faltaran jaguares.
—¿No ves por ahí una cabrita, catalán de mi co-
razón?
Sorpresivamente, un animal de medio metro de
largo, rojizo, patas cortas y cola peluda, saltó delan-
te de ellos. Sin saber qué clase de animal era, Car-
maux apuntó y disparó. El animal dio un brinco y
huyó, dejando tras de sí un hilillo de sangre. Car-
maux se lanzó tras él.
—¡Para! —gritó el catalán—. ¡Te vas a romper
la nariz!
El animal huía a todo correr y Carmaux ya iba a
darle alcance cuando aquél, extenuado por la pérdi-
da de sangre, se dejó caer junto a un tronco. Car-
maux se precipitó sobre él, pero fue recibido por un
hedor tan terrible, que cayó hacia atrás ahogado.
—¡Por la muerte de todos los tiburones del océa-
no! ¡Que reviente esta carroña!
—No tengo valor para llegar a tu lado —le gritó
el catalán, tapándose la nariz.
—¿Qué pasa? Estoy mareado.
—Te ha fumigado un zorrino. Estarás perfumado
una semana entera. No te muevas, voy por ramas
para ahumarte.
—¡Demonios!... ¡Prefiero vérmelas con jaguares!
CAPÍTULO 8
FLECHAS, GARRAS Y
COCINA
Una escena sobrecogedora se ofreció a sus mira-
das. El fuego que los guarives atizaban, y las plantas
que recogían, estaban destinados a dos cuerpos
humanos, que los caníbales aderezaban para su in-
mundo banquete.
Carmaux se estremeció:
—¡Son peores que hienas! —musitó.
—¡Qué fin más horroroso!
—Señor —preguntó el catalán, con ojos supli-
cantes—, ¿se atreve usted a arrancarlos de las manos
de esos monstruos y darles honorable sepultura?...
Los guarives le perseguirán, señor.
—¡Bah!... No temo a los indios —dijo el Corsa-
rio, con soberbia—. Son apenas dos docenas.
—Pero esperan a los demás para devorar...
—Mejor. Antes de que sus compañeros lleguen,
nosotros habremos sepultado a tus camaradas.
Agazapados, los filibusteros urdieron un rápido
plan y se precipitaron sobre los guarives, sorpren-
diéndolos y arrebatándoles los cuerpos. Los indios
sobrevivientes huyeron entre las balas. Entretanto, el
catalán y Wan Stiller abrían velozmente una fosa en
el terreno blando del bosque. Apenas alcanzaron a
ocultar los cuerpos, cuando la tribu, que seguramen-
te había seguido a Wan Guld, volvía gritando, aler-
tada por los disparos;
—¡Huyamos! —gritó el Corsario, que hacía de
centinela—, o tendremos a toda la tribu encima.
—Trepemos a ese árbol —dijo el catalán—. En
ese follaje nunca nos encontrarán.
El árbol era un summameira, uno de los más
grandes que crecen en los bosques de Venezuela.
Sus ramas son muy numerosas y el follaje abundan-
te, por lo cual los filibusteros no tuvieron problemas
para ascender hacia la copa, hasta unos cincuenta
metros de altura. Carmaux se acomodaba en la bi-
furcación de una rama, cuando sintió que ésta se
doblaba por el peso de otro cuerpo.
—No te muevas tanto, Wan Stiller. Si nos cae-
mos, nos haremos polvo.
—¿Qué dices?... —preguntó el Corsario—. Wan
Stiller está aquí, a mi lado.
—¡Demonios! ¿Quién está en mi rama? —
averiguó Carmaux.
—¡Silencio! Los guarives están por llegar.
—Juraría que esos ojos pertenecen a un jaguar —
dijo el catalán.
—¿Un jaguar?... —exclamó Carmaux, con un
escalofrío.
—¡Silencio! —susurró el Corsario—. Ya están
aquí.
Los indios llegaban gritando como poseídos.
Eran más de ochenta, todos armados. Al ver a sus
compañeros muertos y a los blancos desaparecidos,
salieron en todas direcciones, en una explosión de
cólera. Picaneaban las malezas y el follaje, con la
esperanza de encontrar nuevos blancos para su ban-
quete.
Los filibusteros no respiraban. Pero, más que los
antropófagos que rastreaban los alrededores, ahora
les preocupaba el maldito jaguar o lo que fuera, que
hasta ese instante no se había movido.
—¡Condenado animal! —mascullaba Carmaux,
helado, mirando los ojos amarillos que brillaban en
la oscuridad.
—¡No te muevas, Carmaux! No temas, estoy lis-
to con la espada —ordenó el Corsario.
—Silencio! Unos indios se acercan.
Dos indios rondaron algunos minutos alrededor
del gigantesco tronco, y luego se alejaron, desapare-
ciendo en la maleza. Los gritos de sus compañeros
se oían cada vez más lejos.
—¡Carmaux! —susurró el Corsario—, sacude
ahora tu rama. Deshazte de ese peligroso acompa-
ñante. Estamos listos para defenderte.
Carmaux se puso a remecer violentamente el fo-
llaje bajo el que estaba.
—¡Fuerza, Carmaux! —gritó el catalán.
La fiera maullaba y resoplaba. De pronto se re-
cogió sobre sí misma y saltó a una rama más baja,
pero al pasar, el africano le asestó un golpe de maza
en plena cabeza, haciéndola caer.
—¿Era un jaguar?... Me pareció un poco chico.
—Es un maracaya, un gato grande que no ataca
al hombre.
—¡Bandido! —exclamó Carmaux—. Me lo co-
meré asado.
—Tendremos ocasión de probarlo cuando atrave-
semos el bosque pantanoso, donde casi no hay ani-
males —comentó el catalán.
—Quiero estar cuanto antes en Gibraltar —dijo
el Corsario—. ¡No quiero que Wan Guld se me es-
cape!
—En Gibraltar también estaré yo, señor —terció
el catalán—. Y no lo perderé de vista. No he olvida-
do los veinticinco azotes que me hizo dar.
—¿Qué quieres decir?
—Que entraré antes que usted para vigilarlo.
—¿Antes que nosotros?
—Señor, soy español. Espero que me permita de-
jarme matar junto a mis camaradas.
—¿Pero tú quieres defender Gibraltar? Todos los
españoles que están allí morirán.
—Sea. Pero morirán empuñando las armas, de-
fendiendo el estandarte de la patria lejana —dijo el
catalán, conmovido.
—Eres un valiente —repuso el Corsario—. Sí;
llegarás antes que nosotros para luchar junto a tus
compañeros. Wan Guld es flamenco, pero Gibraltar
es española.
Habían caminado muchas horas a marcha forza-
da desde que saliera el sol. El terreno, hasta enton-
ces seco, se impregnaba rápidamente de agua y el
aire se saturaba de humedad. Un silencio profundo
reinaba bajo los vegetales, como si el exceso de
agua y los vapores de la fiebre causaran el éxodo de
pájaros y animales.
—¡Por mil tiburones!... —exclamó Carmaux—.
Se diría que estamos atravesando un enorme cemen-
terio.
—Esta humedad me penetra en los huesos —
comentó Wan Stiller.
El calor era intenso, aun debajo de las plantas;
era un calor depresivo que hacía traspirar sin tregua.
De cuando en cuando, el camino estaba cortado por
anchas charcas, llenas de agua oscura y pútrida.
Otras veces debían buscar un vado, pues no era po-
sible fiarse de las arenas traidoras que podían tragar-
los. Al borde de las charcas abundaban los reptiles
venenosos, de los que debían cuidarse. Todas estas
precauciones les hacían perder mucho tiempo.
Sin haber encontrado huellas de Wan Guld y su
escolta, asaron el maracaya y lo comieron, agobia-
dos por el calor. Luego reemprendieron la marcha a
través de una zona infestada por nubes de moscas
que atacaban con verdadero furor a los filibusteros,
haciendo blasfemar a Carmaux y Wan Stiller.
Al caer la tarde, se detuvieron para buscar un lu-
gar donde acampar. El africano, que se había alejado
algunos pasos, volvió con el rostro ceniciento.
—¿Qué te pasa, compadre "carboncillo"? —
preguntó Carmaux, cargando su fusil—. ¿Te persi-
gue un jaguar?
—¡Allí hay... un muerto!...
—¿Un español? —preguntó el Corsario.
—Sí, comandante. Está frío como una serpiente.
Todos corrieron detrás de Moko, y vieron, sin
poder ocultar su horror, el cadáver de un hombre
boca arriba, las piernas semidesnudas y los pies ya
carcomidos por víboras o termitas. Su rostro de cera
mostraba una pequeña herida en la sien derecha. Los
ojos habían desaparecido y los labios contraídos
dejaban ver los dientes.
—¡Pedro Herrera! —dijo el catalán, lleno de
emoción e inclinado sobre el infeliz.
—¿Un soldado de Wan Guld? —preguntó el
Corsario.
—Sí, señor. Un valiente y buen compañero.
—¿Le habrán matado los indios?
—Herido, sí. Tiene una herida a un costado, pero
su asesino ha sido un murciélago.
—¿Cómo? ¿Qué quieres decir?
—Que un voraz vampiro lo ha desangrado; tiene
la marca en la sien. Sin duda, Herrera fue abandona-
do por sus compañeros en la precipitación de 1a
fuga.
—¿Cuánto tiempo ha pasado desde la muerte de
este soldado?
—Creo que ha muerto esta mañana. Si hubiera
muerto ayer, ya se lo habrían comido las termitas.
—¡Entonces están cerca! —exclamó el Corsario,
sombrío.
—Sí, señor.
—Descansen, entretanto, lo mejor que puedan —
dijo el Corsario—. ¡Ya no nos detendremos más
hasta alcanzar a Wan Guld!
CAPITULO 9
LA FUGA DEL FLAMENCO
Hacía diez días que habían salido de Maracaibo,
diez días y diez noches metidos en la selva, cada vez
en condiciones más precarias. La marcha se hacía
interminable por esos terrenos pantanosos que obli-
gaban a largos rodeos. Ya les faltaban las fuerzas,
las piernas les flaqueaban a esos duros marineros,
sobre todo por la falta de víveres. Sólo el Corsario
parecía no sentir el rigor de la expedición, impulsa-
do por su odio hacia Wan Guld.
Una nueva noche los sorprendió sin encontrar
rastro de sus enemigos, pero presentían por instinto
que no podían estar lejos.
Aquella noche se vieron obligados a dormir sin
probar bocado.
—¡Barriga de tiburón! —exclamó Carmaux,
masticando algunas hojas dulces—. Si continuamos
así, llegaremos a Gibraltar directamente al hospital.
Cuando reanudaron la marcha, al mediodía, esta-
ban más cansados que la noche anterior. Caminaban
tratando de conservar la dirección sudeste en que
estaba Gibraltar, a orillas del lago Maracaibo. De
pronto, a poca distancia de ellos, sonó un disparo.
—¡Al fin! —exclamó el Corsario, desnudando su
espada.
—Señor, un consejo —sugirió el catalán—. Tra-
temos de tenderles una trampa.
—¿Cómo?
—Podemos esperarlos en el monte y obligarlos a
rendirse sin lucha. Ellos son más de ocho y nosotros
somos cinco, y estamos agotados.
—¿Piensas que ellos pueden estar en mejores
condiciones que nosotros? De todos modos, acepto
tu consejo.
Renovaron la carga de sus armas y se dispusieron
a avanzar, arrastrándose entre lianas y raíces con el
mayor sigilo. El Corsario volaba casi sobre la hoja-
rasca, sin dar muestras de cansancio. Súbitamente se
detuvo; se escuchaban dos voces en medio de un
monte de caluros.
—Diego —decía una voz débil—, un sorbo de
agua, por favor..., antes de que cierre mis ojos.
—No puedo, Pedro, esos perros indígenas... me
han herido de muerte.
El Corsario, que se había lanzado en medio de la
arboleda con su espada en alto y su pistola gatillada,
se encontró con dos soldados agonizantes.
—¡Caballero!... —dijo uno de ellos, alzándose
apenas—, ¿mataría a unos moribundos?
—¡Pedro! ¡Diego! —exclamó el catalán, que lle-
gaba corriendo.
—¡Silencio! —ordenó el Corsario—. ¡Díganme
dónde está Wan Guld!
—Partió hace tres horas —habló el llamado Pe-
dro—, con un guía indígena... y dos oficiales... Van
para el lago..., donde el indio tiene una barca.
—Amigos —apuró el Corsario—, hay que conti-
nuar rápido.
—¡Señor! —rogó el catalán—. No puedo aban-
donar a mis camaradas. El lago está cerca. Mi mi-
sión ha terminado. Renuncio a mi venganza.
—Estás en libertad de hacer lo que quieras —
contestó el Corsario—, pero tu auxilio es inútil. Te
dejo a Moko. Mis dos filibusteros y yo podemos
atrapar a Wan Guld.
—Nos veremos en Gibraltar, señor. Se lo prome-
to.
El Corsario reinició la marcha a paso vivo, tra-
tando de acortar la ventaja que llevaba el goberna-
dor. Eran ya las cinco de la tarde y necesitaba apu-
rarse aún más. Felizmente, el bosque se abría y la
cercanía del lago se intuía en el aire salino. A las
siete, cuando el sol caía, viendo a los marineros
exhaustos, el Corsario les dio un cuarto de hora de
descanso para que comieran las galletas que habían
tomado de los soldados moribundos y se repusieran.
—Vamos —dijo Carmaux, levantándose con es-
fuerzo.
Hacía veinte minutos que caminaban, cuando
vieron una luz entre el follaje.
—¡El golfo! —exclamó Carmaux.
—¡El campamento! —aulló el Corsario—. ¡El
asesino de mis hermanos es mío!
Echaron a correr con sus armas dispuestas. Pero
al llegar junto al fuego, donde había huellas de un
reciente vivac, no encontraron a nadie.
—¡Maldición! —gritó el Corsario.
—¡No, señor! —indicó Carmaux—. Están allá,
en la playa, al alcance de nuestras pistolas.
Los tres hombres corrieron hacia la playa.
—¡Detente, Wan Guld! —aulló el Corsario—.
¡Detente si no eres un cobarde!
Los hombres que se embarcaban en una canoa
respondieron con disparos. Los filibusteros contesta-
ron en igual forma y un hombre cayó al agua, acom-
pañado de un grito. La canoa se alejó velozmente,
comenzando a desaparecer en la oscuridad que caía.
El Corsario estaba ebrio de rabia.
—¡Capitán! —gritó Carmaux—; Allá en la arena
hay otra canoa.
—¡Wan Guld es mío! —aulló el caballero, con
alegría, y los tres se precipitaron sobre la embarca-
ción, que era una piragua india.
La canoa que transportaba a Wan Guld se había
alejado mucho. Aunque agotados y hambrientos por
la larga travesía, Carmaux y Wan Stiller remaban
con fuerza entre las tinieblas.
—¿Acortamos distancia?
—Continuamente —repuso el Corsario, sentado
a proa, con el arma entre las manos.
Repentinamente, la proa chocó contra algo.
—¡Truenos! —gritó Carmaux—. ¿Un barco?
—Es un cadáver —dijo el Corsario, apartando el
cuerpo de un oficial español.
—Alivianan la canoa —comentó Wan Stiller.
Minutos después, la canoa del gobernador cruza-
ba una zona fosforescente. El Corsario pudo distin-
guir la odiada cabeza del flamenco, apuntó y tiró,
pero no se oyó ningún grito.
—Errado, capitán —dijo Carmaux.
—Se apunta mal desde la canoa.
—¡Alarga la remada, Wan Stiller!
—Me estoy rompiendo los músculos —jadeó el
hamburgués.
Evidentemente, acortaban distancia, a pesar de
los prodigiosos esfuerzos del indio mal secundado
por un oficial español y el gobernador. Ahora la
canoa se distinguía perfectamente, pues atravesaba
de nuevo una zona de fosforescencia. A cuatrocien-
tos pasos, de pie en la canoa, el Corsario tronó: —
—¡Deténganse o disparamos!
Nadie respondió y la canoa viró de golpe hacia
los juncales de la costa, sin duda para buscar refugio
en el río Catatumbo.
—¡Entonces, muere, perro!... —aulló el Corsario.
Apuntó a la cabeza de Wan Guld, pero la veloz
marcha de la embarcación le impedía mantener la
puntería. Tres veces bajó el arma y volvió a apuntar.
La cuarta vez tiró. Al disparo siguió un grito y un
hombre cayó al agua.
—¿Tocado?... —preguntaron ambos filibusteros.
El Corsario lanzó una blasfemia: el hombre
muerto era el indio.
El gobernador y su acompañante, conscientes de
su inferioridad, se dirigían a una isleta, con la inten-
ción de protegerse del fuego de su enemigo. Pero
una voz gritó en ese instante:
—¿Quién vive?...
El gobernador y su compañero gritaron:
—¡España!
Una gran nave salió de detrás del promontorio de
un islote.
—¡Maldición! —aulló el Corsario, con ojos lla-
meantes—. Ese perro se me escapa otra vez.
—¡Es una carabela española!
—Rápido, amigos, remen hacia el islote antes de
que nos hundan.
El gobernador, ya en la carabela, informaba al
comandante del peligro que acababa de correr.
—Los españoles se alistan para apresarnos —
gritó el Corsario.
—Estamos a cien metros de la playa —repuso
Carmaux.
Vieron entonces brillar una mecha en la proa del
barco y sin más se tiraron al agua con sus armas. Un
proyectil de tres libras rompió la canoa.
Los filibusteros, escapados por milagro, se arras-
traron por la playa seguidos por una veintena de
disparos.
—¿Están heridos, mis amigos? —preguntó el
Corsario.
—Los que tiran no son filibusteros: suelen errar.
—¡Síganme! ¡A la espesura!
Los corsarios llegaron hasta la falda de una coli-
na sin encontrar ser viviente. Allí decidieron, a pesar
del cansancio, llegar hasta la cima para deliberar sin
molestias y vigilar al enemigo.
Necesitaron dos horas de fatigoso trabajo para
abrirse paso en la espesura y llegar a una cumbre
casi desnuda. A la luz de la luna, que acababa de
salir, pudieron ver la carabela y a los soldados
acampando en la playa, temerosos de internarse en
el bosque.
—Es la segunda vez que se me escapa de las ma-
nos —comentó agrio el Corsario.
—Ahora —añadió el hamburgués— corremos el
riesgo de caer en las suyas.
—Parece que estamos condenados a la horca. No
contaremos aquí con la ayuda de un notario o de un
conde de Lerma.
—¡El Olonés tendrá que venir en nuestra ayuda!
—¿Pero cuándo?
—Wan Guld debe estar colocando la soga con la
cual me va a colgar —dijo con rabia el Corsario.
—¿Qué debemos hacer, capitán? —inquirieron
los dos marineros.
—Resistir todo el tiempo posible.
—¿Aquí? —preguntó Carmaux.
—Sí, hay que atrincherarse en esta cumbre.
Y sin mayor discusión, los filibusteros se pusie-
ron a trabajar. Transportaron piedras de gran tamaño
hasta la cima de la colina, formando una trinchera
circular. Luego acarrearon muchas plantas de espi-
no, con las que construyeron una eficaz barrera para
el enemigo.
—Sólo falta lo más importante para una guarni-
ción poco numerosa —se quejó el hamburgués.
—¿A qué te refieres?
—A la despensa del escribano de Maracaibo.
—¡Centellas! Olvidaba que no nos queda ni una
galleta que morder.
—No vamos a poder convertir piedras en panes.
—No te preocupes, amigo Wan Stiller. Recorre-
remos el bosque.
Mientras el Corsario hacía de vigía, bajaron una
vez más la colina ocultos entre el follaje. Regresaron
casi al alba, cargados como mulas. Traían cocos y
naranjas de una plantación indígena; cavoli de pal-
ma, que puede reemplazar al pan; una gran tortuga
de agua que habían sorprendido en un laguito, y
algunos peces. Si economizaban las provisiones,
podrían tener alimentos para cuatro días.
CAPÍTULO 10
EN PODER DEL ENEMIGO
Durante todo aquel largo día ni Wan Guld ni los
marineros de la carabela dieron señales de vida. Sin
duda querían obligarlos a rendirse por hambre o por
sed. Al gobernador le interesaba tomar vivo al Cor-
sario y colgarlo como ya lo había hecho con sus dos
infortunados hermanos.
Pero los filibusteros se habían preparado para
partir.
Hacia las once de la noche después de inspeccio-
nar los alrededores y de asegurarse de que el enemi-
go se mantenía en los mismos sitios, cargaron los
pocos víveres que les quedaban, juntaron sus muni-
ciones, unos treinta tiros, y abandonaron sin hacer el
menor ruido la fortificación de la colina.
Se deslizaban sigilosamente, como reptiles, para
no provocar sonidos ni desprender piedras, con to-
dos los sentidos alertas, para descubrir a posibles
centinelas emboscados. Al no escuchar nada, y ver
que las hogueras de los campamentos continuaban
encendidas, siguieron su camino siempre con mayor
cuidado.
A trescientos metros, Carmaux, que iba primero,
se detuvo bruscamente y se ocultó tras un tronco.
—Alguien viene. Detengámonos aquí —susurró.
Se ocultaron en los arbustos, conteniendo la res-
piración. Después de algunos instantes de angustiosa
espera, oyeron, a poca distancia, a dos personas que
hablaban en voz bajísima.
—Se acerca la hora. ¿Están todos preparados? —
preguntaba una voz.
—Ya dejaron los campamentos, Diego.
—¿Y por qué las fogatas siguen encendidas?
—Hay orden de no apagarlas para hacer creer a
los filibusteros que no nos hemos movido.
—¡Qué astuto es el gobernador!
—Es un guerrero, Diego.
—¿Crees que los agarraremos por sorpresa?
—Se defenderán terriblemente. El Corsario Ne-
gro solo, vale por veinte.
—Los que salgamos con vida disfrutaremos las
diez mil piastras comiendo y bebiendo.
—¡Buena cantidad, a fe mía!
—¡Eh!... ¿No has oído nada, Sebastián?
—No, compañero.
—Debió ser un insecto o una víbora.
—Buena razón para alejarnos de aquí. Y allá
arriba hay diez mil piastras.
Los filibusteros esperaron unos instantes por te-
mor a que los españoles retrocedieran.
—¡Truenos! —exclamó Carmaux—. Empiezo a
creer que la suerte nos protege.
Seguros de no hallar otro obstáculo, los tres fili-
busteros bajaron hacia la playa, en un intento de
llegar a la orilla meridional del islote para estar lejos
de la carabela.
Ante ellos, en el extremo de un pequeño promon-
torio, vieron una chalupa cuya tripulación dormía
confiada junto a una fogata que se extinguía.
—¿Matamos a los marineros? —preguntó Car-
maux.
—No vale la pena —repuso el Corsario—. No
creo que nos molesten. Embarquemos sin pérdida de
tiempo.
Les fue fácil poner en el agua la embarcación,
dentro de la cual se ubicaron y cogieron los remos.
Se alejaron sesenta pasos, y ya los alentaba la espe-
ranza de huir, cuando se escucharon tiros en la cres-
ta de la colina y estridentes gritos. Al ruido de las
descargas se despertaron los dos marineros de la
playa, quienes al ver su bote lejos se lanzaron a las
armas gritando:
—¡Deténganse!... ¿Quiénes son ustedes?
—¡Que el diablo los lleve consigo!...—gritó Car-
maux, en el instante en que una bala le cortaba el
remo de tres pulgadas del borde de la barca.
—¡Coge otro remo, Carmaux! —gritó el Corsa-
rio.
—¡Rayos!... —señaló Wan Stiller—. ¡Una cha-
lupa nos persigue!
—Ocúpense de los remos. Yo la mantendré ale-
jada a tiros.
Entretanto, desde lo alto de la colina llegaba el
estruendo del tiroteo.
El bote se distanciaba velozmente de la isla, proa
a la desembocadura del Catatumbo, situada a unas
cinco o seis millas. Podían escapar de la persecución
si lograban pasar desapercibidos para la carabela.
Desgraciadamente, la alarma había cundido por la
costa septentrional de la isla. No habían logrado
recorrer mil metros, cuando otros dos botes, uno de
ellos bastante grande y armado con una culebrina de
desembarco, empezaron a darles caza.
—¡Estamos perdidos! —exclamó involuntaria-
mente el Corsario—. ¡Amigos, debemos prepararnos
para vender cara la vida!
—¡Por mil truenos!... —gritó Carmaux—. ¿Será
posible que tan pronto nos vayamos al otro mundo?
El bote mayor avanzaba a gran velocidad. A tres-
cientos pasos de los filibusteros, una voz gritó:
—¡Ríndanse o los hundo!
—¡Los hombres de mar mueren, pero no se rin-
den! —contestó el Corsario.
—¡El gobernador les perdona la vida!
—¡Ahí tienen respuesta!
El Corsario apuntó y tiró; uno de los remeros ca-
yó muerto. Un grito de furor salió de los tres botes.
—¡Fuego! —ordenó una voz.
La culebrina disparó con gran estrépito. Un ins-
tante después, la chalupa corsaria hacía agua a rau-
dales. Los filibusteros se lanzaron al agua.
—¡Agarren la espada con los dientes y prepáren-
se para el abordaje! —aulló el Corsario— ¡Morire-
mos sobre la chalupa!
A los españoles les habría sido muy fácil pegar-
les un tiro sobre el agua, pero estaban interesados en
apresarlos con vida.
Con pocas remadas llegaron hasta ellos y los gol-
pearon con la proa de la chalupa. Antes de que se
recobraran del golpe, veinte brazos los subieron a
bordo, los desarmaron y los ataron.
CAPÍTULO 11
EL OLONÉS
PROVIDENCIAL
El Olonés quedó sorprendido al encontrar al Cor-
sario Negro, a quien creía en la selva o entre los
juncales, y, más aún, al escuchar sus aventuras.
—Mi pobre amigo —dijo—, no tienes suerte con
ese maldito viejo. Pero te juro por las arenas de
Olón que ahora lo capturaremos en Gibraltar.
—Pedro, dudo que lo encontremos allí —
respondió el Corsario—. Él ya sabe que caeremos
sobre la ciudad.
—¿Pero no iba hacia allá en la carabela del Con-
de?
—Sí, Pedro, pero es muy astuto. Puede haber
cambiado de rumbo para no dejarse sitiar tras las
murallas de la ciudad. La suerte lo protege.
—La suerte se cansará de hacerlo, caballero. Si
no lo encontramos en Gibraltar, lo buscaremos en
Puerto Cabello. Te he prometido ayuda y jamás
faltaré a mi palabra.
—Gracias, sé que cuento contigo. ¿Dónde está El
Rayo?
—A la salida del Golfo, junto a las dos naves de
Harris. No dejarán que nos molesten los barcos es-
pañoles.
—Estoy a tus órdenes, Pedro.
—¡Sabía que contaba con tu brazo valeroso! Esta
noche llega el Vasco y mañana temprano atacare-
mos. Gibraltar será un hueso duro de roer, pero
triunfaremos, amigo mío. Ahora vamos a cenar y a
descansar a bordo de mi barco. Se ve que lo necesi-
tas.
Aquel día no fue perdido. Los incansables buca-
neros se dedicaron a explorar las inmediaciones de
la ciudadela española, con el objetivo de estudiar
detalladamente cómo atacarla por sorpresa.
Las informaciones que trajeron no eran alentado-
ras. Todos los caminos estaban interrumpidos con
trincheras fortificadas, la campiña de los alrededores
inundada, y había cercos erizados de espinos. El
comandante de Gibraltar, además, era uno de los
jefes más valientes con que contaba España en Amé-
rica. Había hecho jurar a sus soldados que se harían
matar hasta el último hombre antes que rendir su
estandarte.
Cierta angustia empezó a apoderarse del corazón
de los corsarios. Pero el Olonés, informado de todo,
no se dejaba deprimir. Esa tarde reunió a los jefes.
—Es imprescindible, hombres del mar —los
arengó—, que luchemos mañana con bravura. Fabu-
losos tesoros nos esperan en la ciudad. En el comba-
te, observen a sus jefes y sigan su ejemplo.
A medianoche llegó el Vasco con cuatrocientos
hombres. De inmediato se levantaron los campa-
mentos y se formaron las escuadras. El pequeño
ejército, encabezado por sus tres jefes, emprendió la
marcha cruzando la selva.
Carmaux y Wan Stiller, bien comidos y dormi-
dos, iban detrás del Corsario Negro. Ardían de im-
paciencia por estar en la primera línea de combate y
ayudar a la captura de Wan Guld.
En el bosque se les unió el africano.
—Compadre carboncillo, ¿de dónde sales?
—Hace diez horas que los busco. Supe que el
gobernador los tomó prisioneros.
—Es cierto, compadre. Huimos de sus garras
gracias a la ayuda del Conde de Lerma.
—¿El. castellano que apresamos en casa del no-
tario de Maracaibo?
—Sí, compadre. ¿Y el catalán? ¿Y los heridos?
—Los heridos murieron; el catalán ya debe estar
en Gibraltar. La ciudad opondrá una dura resisten-
cia.
—Sí; temo que muchos de los nuestros no po-
drán comer esta noche.
Los primeros tiros que se escucharon desde las
avanzadas, les advirtieron que estaban a la vista de
la ciudad. El Olonés, el Vasco y el Corsario Negro
corrieron al encuentro de los exploradores. Pero no
se trataba de un contraataque sino que de un tiroteo
de reconocimiento. Sin embargo, ya no era posible
ocultarse y el Olonés ordenó acampar en espera de
que amaneciera.
Las defensas enemigas parecían inexpugnables.
Sobre una colina se veían dos poderosas fortifica-
ciones almenadas, en las que ondeaba el estandarte
español.
—¡Por las arenas de Olón! —frunció el ceño el
filibustero. Nos será muy difícil apoderarnos de esos
dos fuertes sin escalas ni artillería.
—Sobre todo con el camino cortado. Hay empa-
lizadas y baterías en él. Tendremos que atacar bajo
el fuego de los cañones.
—Sí. Y tender puentes improvisados sobre ese
pantano. Por la llanura no podremos pasar, porque
está inundada.
—¡El comandante conoce bien todas las alterna-
tivas de la guerra! —dijo el Corsario Negro, pensa-
tivo.
—Así lo veo.
—¿Qué piensas hacer, Pedro?
—Probar suerte, caballero. No podemos retroce-
der ante nuestros hombres. Jamás volverían a con-
fiar en nosotros.
—Es cierto, Pedro. Se vendría al suelo nuestra
fama de corsarios audaces e invencibles. Además,
en ese fuerte está mi mortal enemigo.
—Actuemos —dijo el Olonés—. Dejo en tus
manos y en las del Vasco a la mayoría de los filibus-
teros. Utilicen el pantano para llegar hasta la colina.
Yo daré la vuelta, y protegido por la arboleda inten-
taré llegar al pie de las murallas del primer fuerte.
—¿Y qué harás sin escalas, Pedro?
—Tengo un plan. Si dentro de tres horas Gibral-
tar no ha caído, dejaré de ser el Olonés. Y ahora,
abracémonos. Quizás no volvamos a vernos.
Ambos corsarios se abrazaron afectuosamente.
Los primeros rayos del sol asomaban, por lo que
bajaban rápidamente de la ladera desde la cual ob-
servaban las posiciones enemigas.
Su decisión de iniciar la lucha sin demora, animó
a la mayoría de sus hombres, que tenían una fe ciega
en sus jefes.
—¡Valor, hombres de mar! —gritó el Olonés—.
Detrás de estos muros se ocultan fortunas mayores
que las que encontraron en Maracaibo. Demostre-
mos a nuestros enemigos que continuamos siendo
invencibles.
CAPÍTULO 12
LA CAÍDA DE GIBRALTAR
Ahora la ciudad estaba indefensa. Los filibuste-
ros, como un río humano, se abalanzaron sobre ella
ávidos, dispuestos a impedir que la población huye-
ra a los bosques. Entretanto, el Corsario Negro, Wan
Stiller, Carmaux y el africano buscaban entre los
cadáveres del fuerte el de Wan Guld, el odiado go-
bernador de Maracaibo.
Por todas partes se veían horribles escenas. Cuer-
pos despedazados, heridos gemebundos, charcos de
sangre que despedían un acre olor, agonizantes que
pedían agua.
—¡Por mil tiburones! —exclamó Carmaux, dete-
niéndose ante un montón de cadáveres—. Yo co-
nozco esa voz.
—Yo también —dijo Wan Stiller.
—Parece la de mi compatriota Darlas.
—¡Agua, caballeros!... ¡Agua!... —se oía supli-
car entre unos cadáveres.
—¡Truenos de Hamburgo! ¡Es la voz del catalán!
Removieron de prisa los cadáveres y apareció
una cabeza ensangrentada, y luego un cuerpo flaquí-
simo lleno de sangre y vísceras.
—¡Caray! —exclamó el catalán—. No esperaba
tener tanta suerte.
—¡Catalán de mi alma! —gritaba Carmaux.
—¿Dónde estás herido? —preguntó el Corsario,
ayudándole a incorporarse.
—En un hombro y en la cabeza. Pero mis heridas
no son graves, señor. ¡Denme de beber, se lo supli-
co!
—Toma, compadre —Carmaux le pasó un frasco
de aguardiente.
El catalán, agobiado por la fiebre, bebió con avi-
dez. Después se dirigió al Corsario Negro:
—Estaba buscando al gobernador de Maracaibo,
¿verdad, señor?
—Sí, ¿lo has visto?
—Ha perdido la oportunidad de colgarlo. Y yo
de cobrarle mis veinticinco azotes: ¡el canalla no
puso los pies aquí!
—Pero, ¿adónde ha ido?
—A Puerto Cabello, donde tiene familia y bie-
nes.
—¿Estás seguro de lo que dices?
—Segurísimo, señor. Escapó de la persecución
de las naves de ustedes haciéndose llevar a la costa
oriental del lago, donde embarcaría en un velero
español.
—¡Maldición y muerte! —aulló el Corsario—.
¡Puede irse al infierno, que allí lo iré a buscar! Lle-
garé a Honduras. ¡Lo juro por Dios!
—Yo le acompañaré, señor —dijo el catalán—,
si no es molestia.
—Vendrás, ya que ambos le odiamos. ¿Crees que
es posible seguirlo?
—A estas horas debe estar llegando a Nicaragua.
—Volveré a La Tortuga y desde allí organizaré
una expedición sin rival, en el Golfo de México.
Debo ver al Olonés.
El Corsario abandonó el fuerte y bajó a la ciudad.
Ésta ofrecía un espectáculo tan desolador como el
del interior del fuerte. Todas las casas habían sido
saqueadas. De todos lados surgían gritos masculi-
nos, llantos de mujeres, sollozos de niños, blasfe-
mias y disparos. Grupos de ciudadanos huían por las
calles tratando de salvar algunos objetos de valor. A
cada rato estallaban sangrientas luchas entre saquea-
dores y saqueados. Los filibusteros no se detenían
ante nada, con tal de obtener oro.
Dejando atrás algunas casas incendiadas, el Cor-
sario llegó a la plaza central. El Olonés pesaba el
oro que sus hombres seguían acumulando y que
traían de diversas partes.
—¡Por las arenas de Olón! —exclamó el filibus-
tero al verlo—. ¡Creí que ya habías partido a Gibral-
tar para ir a colgar a Wan Guld!
—A estas horas Wan Guld está navegando hacia
las costas de Nicaragua.
—¿Se te ha vuelto a escapar...? Ese individuo es
el diablo mismo. ¿Qué piensas hacer?
—Vuelvo a La Tortuga para preparar una expe-
dición.
—¿Sin mí?... ¡No, caballero!...
—¿Vendrás?
—Te lo prometo. Iremos juntos a sacar de su
cueva a ese viejo bribón.
—Gracias, Pedro. Sabía que contaba contigo.
VOCABULARIO
Agave : Planta de la cual se elaboran el pulque y
el mezcal
Al pairo : Acción de pairar.
Alabarda : Arma ofensiva, que consta de una asta
de madera y una cuchilla trasversal en la punta.
Alabardero : Soldado armado de alabarda
Amura : Parte de los costados del buque donde
éste empieza a estrecharse para formar la proa.
Arcada : Serie de arcos en una construcción.
Barlovento : Parte desde donde viene el viento.
Barra : Pandilla, grupo de amigos.
Bauprés : Palo grueso colocado en la proa de los
barcos.
Boneta : Paño que se añade a algunas velas para
aumentar su superficie.
Bordada : Camino que hace entre viradas una
embarcación para avanzar.
Bosnelía : Planta centroamericana
Bucaneros : Piratas que durante los siglos XVII
y XVIII saqueaban las posesiones españolas de ul-
tramar.
Capón : Pollo que se castra y se ceba para comer-
lo. / Su plural es: capones.
Corsario : Navegante autorizado por su país para
combatir y saquear barcos de un país enemigo.
Cucuyo : Insecto coleóptero de América tropical,
que, de noche, despide una luz azulada. También
Cucuy o Cocuyo
Cumarú : Árbol gigantesco cuyo fruto es una al-
mendra grande de la cual se puede sacar un perfume
o una bebida embriagadora.
Damasquinada : (Hoja damasquinada) Puñal de
acero con adornos de metales finos.
Desjarretazo: Derivado del verbo Desjarretar,
que significa cortar las pìernas, con arma afilada,
más arriba de la pantorrilla. En este caso se aplica a
dar el mismo golpe para cortar a la altura de las
costillas.
Festones : Guirnaldas de flores, frutas y hojas.
Filibusteros : Piratas que infestaron el mar de las
Antillas durante el siglo XVII.
Fuste : Conjunto del tallo y de las hojas de una
planta.
Gemebundo : Que gime profundamente
Gibraltar : Ciudadela fundada por los españoles
en Venezuela
Jabeque : Herida en el rostro hecha con arma
blanca.
Lamantino : Especie de cetáceo
Mampostería : Obra hecha con materiales super-
puestos a mano: ladrillos, piedras u otros.
Mandioca : Arbusto tropical de cuya raíz se ex-
trae harina; llamado también yuca, guacamote o
tapioca.
Manigua : En las Antillas, terreno pantanoso cu-
bierto de maleza tropical.
Miasma : Emanación perniciosa que se despren-
de de materias corruptas o aguas estancadas
Olón : Pequeña ciudad al oeste de Francia, junto
al Atlántico.
Olonés : Gentilicio de Olón.
Pairar : Estar quieta la nave
Pasifloras : Pasionarias, planta originaria del Bra-
sil que se cultiva en los jardines.
Pífano : Flautín de tono muy agudo, usado en las
bandas militares.
Pirata : Ladrón de los mares, sin autorización al-
guna.
Pita : Planta con hojas carnosas. En México lla-
mada maguey, de la cual se obtiene un agua miel
que por fermentación produce el pulque, y de éste
por destilación se obtiene el mezcal.
Randa : Encajes o adornos.
Sarape : Especie de frasada de lana o colcha de
algodón, de colores vivos, que, con abertura en el
centro para la cabeza, se usa como capa para comba-
tir el frío.
Simaruba : Árbol corpulento cuya corteza se usa
para hacer infusiones que combaten la fiebre.
Sotavento : Costado de la nave opuesto al barlo-
vento.
Suplementarias : Que sirven para suplir o com-
plementar algo, en este caso, las velas,
Tenca : Pez de agua dulce, de carne blanca y sa-
brosa, pero llena de espinas.
Viradas : Acción y efecto de virar.
Virar : Cambiar el rumbo del buque.
Yacaré : Caimán
Yesca : Materia muy seca y fácil de encender.
Zopilote : Ave rapaz diurna. Sinónimo: Aura; en
ciertas partes llamada galinazo o gallinazo.