El Corsario Negro

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Obra reproducida sin responsabilidad editorial

Emilio Salgari
El corsario negro
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como un libro editado por Luarna.

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CAPÍTULO 1
UN CORSARIO EN LA
HORCA
De entre las tinieblas del mar, surgió una voz po-
tente y metálica:
—¡Alto los de la canoa o los echo a pique!
Al oír tan amenazadoras palabras, los dos hom-
bres que tripulaban fatigosamente una barquilla
apenas visible, soltaron los remos y miraron con
inquietud el algodonoso seno del mar. Tenían unos
cuarenta años, y sus facciones enérgicas y angulosas
aún parecían más hoscas a causa de sus enmaraña-
das barbas. Llevaban sobre la cabeza sombreros
amplios agujereados de balas, cuyas alas parecían
rotas a dentelladas; sus camisas de franelas y sus
calzones estaban desgarrados, y sus pies desnudos
demostraban que habían caminado por lugares fan-
gosos. Sin embargo, sostenían pesadas pistolas, de
aquellas que se usaban en los últimos años del siglo
XVI.
Ambos hombres, a quienes cualquiera habría to-
mado por fugitivos escapados de algún presidio del
Golfo de México, si en aquel tiempo hubieran exis-
tido tales establecimientos, al ver la gran sombra
sobre ellos cambiaron entre sí inquietas palabras.
—Carmaux, mira bien —dijo el que parecía más
joven—; tú tienes mejor vista que yo.
—Veo un gran barco, a unos tres tiros de pistola.
Pero no sabría decir si vienen de las Tortugas o de
las colonias españolas.
—Sean quienes fueren, nos han visto, Wan Sti-
ller, y no nos dejarán escapar.
La misma voz de antes volvió a resonar en las ti-
nieblas que cubrían las aguas del gran Golfo:
—¿Quién vive?
—El diablo —murmuró el llamado Wan Stiller.
Su compañero —en cambio, gritó, con toda la
fuerza de sus pulmones:
—¡Si tiene tanta curiosidad, acérquese hasta no-
sotros y se lo diremos a pistoletazos!
La fanfarronada no pareció incomodar a la voz
que interrogaba desde la cubierta del barco:
—¡Avancen, valientes —respondió—, y vengan
a abrazar a los hermanos de la costa!
Los hombres de la canoa lanzaron un grito de
alegría.
—Que me trague el mar si no es una voz conoci-
da —dijo Carmaux, y añadió—: Sólo un hombre,
entre todos los valientes de las Tortugas, puede atre-
verse a venir hasta aquí, a ponerse a tiro de los ca-
ñones de los fuertes españoles: el Corsario Negro.
—¡Truenos de Hamburgo! ¡El mismo!
—¡Y qué triste noticia para ese marino audaz!
Otro de sus hermanos colgado en la infame horca.
—¡Se vengará, Carmaux!
—¡Lo creo, y nosotros estaremos a su lado el día
que ahorque a ese condenado gobernador de Mara-
caibo!
El magnífico barco del Corsario se había puesto
al pairo para esperar la canoa. Pero sobre su proa, a
la luz de un farol, se veían diez o doce hombres
armados de fusiles.
—¿Quiénes sois? —preguntó un hombre a los
recién llegados, arrojando sobre ellos la luz de una
lámpara.
—¡Por Belcebú, mi patrón! —exclamó Car-
maux—. ¿Ya no conoce a los amigos?
—¡Que me trague un tiburón si no es éste el viz-
caíno Carmaux! —gritó el hombre de la lámpara—.
Y ese otro ¿no es el hamburgués Wan Stiller? ¡Los
creíamos muertos!
—La muerte no nos quiso.
—¿Y el jefe?
—¡Bandada de cuervos! ¿Han concluido de graz-
nar? —gritó la voz metálica que amenazara a los
hombres de la canoa.
—¡El Corsario Negro! —barbotó Wan Stiller.
—¡Aquí estamos, comandante! —respondió Car-
maux.
Un hombre descendió desde el puente de mando.
Vestía completamente de negro, con una elegancia
poco frecuente entre los filibusteros del Golfo de
México. Llevaba una rica casaca de seda negra con
encajes oscuros y vueltas de piel, calzones en el
mismo tono negro e idéntica tela; calzaba botas lar-
gas y cubría su cabeza con un chambergo de fieltro,
sobre el cual había una gran pluma que le caía hacia
la espalda.
Tal como en su vestimenta, en el aspecto del
hombre había algo fúnebre. Su rostro era pálido,
marmóreo. Sus cabellos tenían una extraña negrura
y llevaba barba cortada en horquilla, como la de los
nazarenos. Sus facciones eran hermosas y de gran
regularidad; sus ojos, de perfecto diseño y negros
como carbunclos, se animaban de una luz que mu-
chas veces había asustado a los más intrépidos fili-
busteros de todo el Golfo.
—¿Quiénes son ustedes? ¿De dónde vienen? —
preguntó el Corsario, frente a ellos, con la diestra en
la culata de la pistola.
—Somos filibusteros de las Tortugas; dos her-
manos de la costa, y venimos de Maracaibo —
contestó Carmaux.
—¿Han escapado de los españoles?
—¡Sí, comandante!
—¿A qué barco pertenecían?
—Al del Corsario Rojo.
Al oír estas palabras, el Corsario se estremeció.
Agarró bruscamente a Carmaux por un brazo, y lo
condujo casi a la fuerza hacia popa, gritando:
—¡Señor Morgan! Usted dará la alarma si algo
sucede. ¡Todos a las armas!
El corsario descendió hasta una pequeña cámara,
elegante e iluminada, y le indicó a Carmaux que
hablara. Pero el marinero de la canoa no pudo des-
pegar los labios.
—Lo han matado, ¿verdad?
—Sí, comandante. Tal como mataron al otro her-
mano, el Corsario Verde.
Un grito ronco, salvaje y desgarrador, salió de la
garganta del comandante.
—Murió como un héroe, señor. Aun cuando el
lazo de la horca le quitaba la vida, tuvo fuerzas para
escupir la cara del gobernador.
—¡Ah, ese perro de Wan Guld! No moriré sin
haber exterminado antes a ese maldito y a toda su
familia, y entregado a las llamas la ciudad que go-
bierna. No dejaré piedra sobre piedra. ¡Y ahora,
amigo, cuéntamelo todo! ¿Cómo los apresaron?
—No lo hicieron por la fuerza de las armas, co-
mandante, sino por sorpresa, a traición. Como usted
ya sabe, el hermano de usted se había dirigido a
Maracaibo para vengar la muerte del Corsario Ver-
de. Éramos ochenta hombres decididos, pero en la
embocadura del Golfo nos sorprendió un tremendo
huracán que hizo pedazos nuestro barco. Sólo vein-
tisiete hombres pudimos alcanzar la costa. Su her-
mano nos condujo por los pantanos, y cuando creí-
amos que encontraríamos refugio, caímos en la em-
boscada que nos tendió Wan Guld en persona. El
Corsario Rojo se defendió como un león, decidido a
morir en el campo antes que en la horca. Pero el
flamenco lo reconoció y ordenó que lo respetaran.
El marinero hizo una pausa. Luego prosiguió:
—Conducidos a Maracaibo, después de haber si-
do injuriados y maltratados por los soldados y la
población, nos condenaron a la horca. Pero ayer en
la mañana, mi compañero Wan Stiller y yo escapa-
mos estrangulando a nuestro centinela. Desde la
espesura asistimos a la muerte de su hermano y de
sus animosos filibusteros. Después, durante la no-
che, y ayudados por un negro, nos embarcamos en la
canoa dispuestos a llegar a las Tortugas. Eso es to-
do, comandante.
—Todavía estará colgando de la horca —dijo el
Corsario, con una calma terrible.
—Durante tres días, señor.
—¿Y después lo arrojarán a cualquier basural?
—Seguramente, comandante.
—¿Tienes miedo? —le preguntó el Corsario, con
extraña voz.
—¡No!
—Entonces me seguirás.
—¿Adónde?
—Esta noche iremos a Maracaibo y asaltaremos
esa ciudad. Iremos nosotros dos y tu compañero.
—¿Pero, qué quiere usted hacer?
—Recuperar el cadáver de mi hermano —repuso
el Corsario.
—¡Rayos y truenos! ¡Usted es el filibustero más
audaz de las Tortugas!
—¡Ve a esperarme en cubierta, y manda que pre-
paren una chalupa!
Carmaux se apresuró a obedecer; sabía que cual-
quier vacilación ante el Corsario era peligrosa.
Cuando el hamburgués supo que volverían a la costa
de la cual se habían escapado milagrosamente, no
pudo disimular su asombro y sus recelos. Pero Car-
maux ya estaba entusiasmado con el plan del Corsa-
rio Negro.
—¡Ahí está! —dijo en aquel momento Wan Sti-
ller.
Sobre la cubierta apareció el Corsario. Se había
ceñido una espada muy larga y puesto en el cinto un
par de grandes pistolas y un puñal de los que los
españoles llamaban de misericordia.
Los tres hombres bajaron en silencio a la canoa
pertrechada. El barco filibustero apagó sus luces de
posición. Los marinos echaron manos a los remos.
El Corsario, tendido en la proa, escrutaba el negro
horizonte con sus ojos de águila, tratando de distin-
guir la costa americana. De tiempo en tiempo, vol-
vía la cabeza hacia su barco.
Wan Stiller y Carmaux bogaban con gran brío,
haciendo volar el esbelto botecillo. Hacía una hora
que remaban, cuando el Corsario divisó una luz que
brillaba al ras del agua.
—¡Maracaibo! —dijo con acento sombrío y un
movimiento de furor.
—¡Sí! —contestó Carmaux, volviéndose.
—¿Es cierto que hay una escuadra en el lago?
—Sí, comandante; la del contralmirante Toledo,
que vigila Maracaibo y Gibraltar.
—¡Tienen miedo! Pero entré el Olonés y noso-
tros, la echaremos a pique.
Debía ser medianoche cuando la canoa emba-
rrancó en medio de la manigua, quedando oculta
entre las plantas. El Corsario saltó a tierra y pistola
en mano inspeccionó rápidamente el lugar.
—¿Saben dónde estamos? —preguntó.
—A diez o doce millas de Maracaibo.
—¿Podremos entrar esta noche en la ciudad?
—Eso es imposible, capitán. El bosque es espesí-
simo. Llegaríamos por la mañana.
—Mostrarnos de día en la ciudad es una impru-
dencia —dijo del Corsario, y agregó, como si habla-
ra consigo mismo—: Si tuviera aquí mi barco, me
atrevería; pero El Rayo cruza ahora las aguas del
Golfo.
Después de meditar en silencio, el Corsario pre-
guntó:
—¿Hallaremos todavía a mi hermano?
—Estará expuesto tres días en la plaza de Grana-
da.
—Entonces tenemos tiempo. ¿Conocen a alguien
en Maracaibo?
—Sí, al negro que nos ayudó a escapar. Tiene
una cabaña en el bosque.
—¿No nos traicionará?
—Respondemos con nuestras vidas.
—¡Pues, andando!
El oscuro bosque se alzaba ante ellos impenetra-
ble. Los árboles, con sus troncos gigantescos y su
desmesurado follaje, no les dejaban ver una estrella
del cielo. Las ramas caían en festones por todas
partes, y raíces misteriosas se levantaban súbitas,
obligándolos a hacer uso de sus hachas.
Miles de puntos luminosos danzaban a nivel del
suelo y proyectaban haces de luz para luego apagar-
se. Eran las grandes luciérnagas de la América me-
ridional, vaga lume, que en número de dos o tres
dentro de un frasco pueden iluminar una habitación.
Habrían recorrido unas dos millas cuando Car-
maux, que iba delante, montó su pistola y exclamó,
deteniéndose:
—¿Un jaguar o un hombre?
El Corsario se echó a tierra y escuchó contenien-
do la respiración. Luego les hizo una seña y ambos
filibusteros lo siguieron empuñando sus sables. De
pronto, Wan Stiller y Carmaux le vieron lanzarse
hacia adelante y caer sobre una forma humana que
se irguió de repente en la maleza. El hombre quedó
tumbado y Carmaux y Wan Stiller se avalanzaron
sobre él. Era un soldado español.
—¿Lo matamos de un pistoletazo?
—No. Vivo puede sernos más útil que muerto.
Lo ataron firmemente. El pobre diablo que había
caído en manos de los corsarios era un hombre que
no tenía treinta años, largo y flaco como su compa-
triota Don Quijote. Vestía una raída casaca de piel
amarilla y calzones anchos y cortos a rayas negras y
rojas, y botas negras. Llevaba un casco con una
pluma rota y una larga espada en una vaina estro-
peada.
—Por Belcebú, patrón —exclamó Carmaux rien-
do—; si el gobernador de Maracaibo tiene valientes
como éste, no los alimenta con capones, porque
nuestro prisionero está más seco que arenque ahu-
mado.
—Habla, si aprecias el pellejo! —dijo el Corsa-
rio, tocando al prisionero con la punta de la espada.
—El pellejo ya lo tengo perdido. Nadie sale con
vida de sus manos —respondió el español.
—Te he prometido la vida.
—¿Y quién va a creerle? Usted es un filibustero.
—Sí, pero que se llama el Corsario Negro.
—¡Por Nuestra Señora de Guadalupe! Ha venido
usted para exterminarnos a todos —exclamó el es-
pañol con pánico.
—Así es. Pero el Corsario Negro es un noble ca-
ballero y un noble que nunca falta a su palabra —
contestó el capitán con voz solemne.
—¡En ese caso, interrogue usted!
Apenas el prisionero les hubo revelado que el
Corsario Rojo seguía colgado en la Plaza de Grana-
da, se pusieron en camino, marchando en hilera y
llevando al español consigo.
Comenzaba a alborear. Los monos, muy abun-
dantes en Venezuela, despertaban dando extraños
gritos. También chillaban a voz en cuello enormes
variedades de pájaros y papagayos. Los hombres,
acostumbrados a todo ello, no se detenían ni un mi-
nuto.
Llevaban caminando unas dos horas, cuando re-
sonaron en medio de la espesura unos sonidos me-
lodiosos.
—Es la flauta de Moko —dijo sonriendo Car-
maux.
—¿Y quién es Moko? —preguntó el Corsario.
—El negro que nos ayudó a huir. Debe estar do-
mesticando a sus serpientes.
El Corsario desenvainó su espada e hizo seña de
seguir adelante.
Ante una cabaña de ramas entretejidas hallábase
sentado uno de los más bellos ejemplares de la raza
africana. De elevada estatura, tenía un cuerpo mus-
culoso que debía desarrollar una fuerza descomunal.
En su rostro no se observaba la ferocidad que se
encuentra en muchos rostros de esa raza; había en él
cierto aire de bondad, de ingenuidad, cierto aspecto
de niño.
Al oír el grito de Carmaux, el negro apartó la
flauta de sus labios.
—¿Ustedes todavía aquí? Yo los creía en el Gol-
fo.
—Viene conmigo el capitán de mi barco, el her-
mano del Corsario Rojo —dijo Carmaux desde la
espesura.
—¿El Corsario Negro, aquí?
—¡Silencio, negrito! Necesitamos tu cabaña.
El Corsario, que en aquel momento llegaba con
Wan Stiller y el prisionero, saludó al negro. Luego
preguntó a Carmaux:
—¿Acaso odia a los españoles?
—Tanto como nosotros.
El negro les ofreció una comida de harina de
mandioca, piñas y pulque, bebida fermentada hecha
de pita. Más tarde, los filibusteros se echaron sobre
algunas brazadas de hojas secas y se durmieron tran-
quilamente. Sin embargo, Moko hizo de centinela
después de atar al soldado.
Ninguno de los tres filibusteros se movió en todo
el día. Pero apenas sobrevino la noche, el corsario se
levantó.
—Tú permanecerás aquí, cuidando al español —
dijo a Wan Stiller, que se había puesto de pie.
—Basta el negro, capitán.
—No; el negro es fuerte como un hércules y lo
necesito para transportar el cadáver de mi hermano.
¡Ven, Carmaux: iremos a beber una botella de vino
de España a Maracaibo!
—¡Mil tiburones! ¿A éstas horas, capitán?
Y los tres hombres, entre risas burlonas, entraron
en la selva.

CAPÍTULO 2
ENTRE UN NOTARIO Y
UN CONDE
Aun cuando Maracaibo no tenía más de diez mil
almas, era entonces una de las ciudades más impor-
tantes que los españoles habían levantado en el Gol-
fo de México.
Era, además, un gran fuerte muy bien artillado. Y
los primeros aventureros habían erigido en aquellas
playas hermosas casas y no pocos palacios.
Cuando el Corsario y sus dos compañeros entra-
ron en Maracaibo, las tabernas estaban aún llenas.
Los recién llegados fueron a la plaza de Granada.
Ésta ofrecía un aspecto tan lúgubre, que haría tem-
blar al hombre más impasible de la tierra. Quince
cadáveres pendían en semicírculo frente al palacio y,
sobre ellos, revoloteaban numerosas bandadas de
zopilotes, los pájaros encargados del aseo en las
ciudades de la América Central.
Una terrible emoción descompuso las facciones
del Corsario, quien se alejó de allí a grandes pasos,
entrando luego en una posada.
—¡A ver, un vaso de tu mejor jerez, hostelero de
los demonios! —gritó Carmaux en vizcaíno, mien-
tras se sentaba con el negro junto al Corsario.
El capitán de filibusteros estaba absorto en tétri-
cos pensamientos. No parecía escuchar la conversa-
ción de la taberna, la burla que hacían de los ahor-
cados.
—Cuentan que al Corsario Rojo le han puesto un
cigarro entre los dientes —dijo uno.
—Yo quiero ponerle un quitasol en la mano para
que se dé sombra —agregó otro.
Carmaux, incapaz de contenerse, cayó encima de
la mesa vecina dando un tremendo puñetazo y pi-
diendo respeto por los muertos. Los cinco bebedores
de la mesa, estupefactos, se levantaron de inmediato
con sus navajas abiertas y se abalanzaron hacia él.
Pero el negro, a una señal del Corsario, lanzó una
silla que detuvo a los cinco vascos. El estrépito hizo
salir de la habitación contigua a una veintena de
bebedores, precedidos por un hombronazo armado
de un espadín.
—¿Qué sucede? —preguntó rudamente el hom-
brote.
—¡Nada que a usted le importe! —repuso Car-
maux.
—¡Por todos los infiernos! —gritó el hombre,
enrojeciendo! ¿No hay nadie que pueda enviar al
señor de Gamara al otro mundo para hacerle compa-
ñía al perro del Corsario Rojo?
—¡Tú eres el perro, y tu alma la que acompañará
a los ahorcados! —respondió el Corsario, sacando
su espada.
—¡Un momento, caballero! ¡Cuando se cruza el
hierro, se tiene derecho a saber cuál es el adversario!
—¡Soy más noble que tú!
—Es el nombre lo que quiero.
El Corsario se le acercó y le murmuró al oído al-
gunas palabras. El aventurero lanzó un grito de
asombro, mientras el Corsario le atacaba vivamente,
obligándole a defenderse. Los bebedores abrieron un
amplio círculo para los contendientes. Pero el señor
de Gamara no era un espadachín cualquiera: alto,
robusto y de pulso firme, podía oponer larga resis-
tencia. El Corsario manejaba su espada con veloci-
dad abismante, saltaba como un jaguar y la cólera le
brillaba en los ojos. Pronto, el aventurero se encon-
tró atrapado por un muro, palideció, y la transpira-
ción invadió su frente:
—¡Basta! —gritó.
—¡No! ¡Mi secreto debe morir contigo!
—¡Socorro!¡Es el Cor...!
No pudo concluir: la espada del Corsario le atra-
vesó el pecho, clavándole en la pared. Un chorro de
sangre salió de sus labios, y cayó al suelo, quebran-
do el acero que lo sostenía al muro.
—¡Ése sé ha ido! —dijo Carmaux, burlón.
El Corsario tomó la espada del vencido, cogió el
sombrero; tiró un doblón de oro sobre la mesa y
salió con sus acompañantes sin que nadie osara de-
tenerlos.
Cuando llegaron a la plaza, reinaba un profundo
silencio, interrumpido únicamente por los pájaros
que vigilaban las horcas.
Esta vez fue Moko quien inició las acciones. As-
tuto como sus serpientes, se deslizó en las sombras
para eliminar a dos centinelas del palacio del gober-
nador.
El Corsario, oculto tras un tronco de palmera, le
observaba admirado enfrentarse casi inerme a un
hombre bien armado.
—¡El compadre tiene hígados! —dijo Carmaux.
Pronto el negro fue a reunírseles y los tres llega-
ron al centro de la plaza. En medio de los hombres
descalzos que colgaban, había un ajusticiado que
vestía de rojo y al que habían colocado entre los
labios un pedazo de cigarro
—¡Malditos! —exclamó con horror el Corsa-
rio—. ¡Esto es lo último del desprecio!
El negro trepó a la horca, descolgó el cadáver y
lo envolvió en la negra capa del Corsario.
—¡Adiós, valientes y desgraciados compañeros!
¡Los filibusteros vengarán sus muertes! —se despi-
dió Carmaux.
—¡Entre Wan Guld y yo está la muerte! —
sentenció el Corsario.
Rápidamente se alejaron del lugar.
Habían caminado tres o cuatro callejas desiertas,
cuando Carmaux creyó ver sombras ocultas tras
unas arcadas.
—¡Son los cinco vizcaínos! —dijo Carmaux—.
Veo relucir sus navajas en los cinturones.
—¡Tú te encargas de los dos de la izquierda y yo
de los tres de la derecha! —ordenó el Corsario—.
Moko, tú, lleva el cadáver hasta el bosque.
Los vizcaínos avanzaban con sus navajas abiertas
y las capas enrolladas en el brazo izquierdo.
—¿Qué es lo que quieren? —los frenó Carmaux.
—Satisfacer una curiosidad: saber quién es usted
—dijo uno.
—¡Un hombre que mata a quien le incomoda! —
contestó con fiereza el Corsario, y avanzó con la
espada desnuda.
Los cinco vizcaínos esperaban la acometida de
ambos filibusteros. Debían ser cinco valientes, para
quienes los golpes más peligrosos no parecían serles
desconocidos; el jabeque, que produce una afrentosa
herida sobre el rostro, o el desjarretazo, que se da
por detrás, bajo la última costilla, y que secciona la
columna vertebral.
Los filibusteros atacaron con prudencia al perca-
tarse de la peligrosidad de sus adversarios.
Los siete hombres luchaban con furor, pero sin
lanzar un grito, atentos todos a parar y tirar tajos y
estocadas. De pronto, el Corsario, al ver que un viz-
caíno perdía pie, se lanzó a fondo y le tocó en el
pecho. El hombre cayó sin un gemido.
Los vizcaínos no se atemorizaron y arremetieron
buscando dar un desjarretazo. El Corsario respondía
con viveza cuando su espada se embotó en el sarape
de su adversario y saltó quebrada por la mitad.
—¡A mí, Carmaux! —gritó con rabia.
Carmaux no podía deshacerse de sus atacantes.
El Corsario amartilló precipitadamente una pistola
que llevaba al cinto. Entonces, desde la oscuridad,
una sombra gigantesca cayó sobre los cuatro vizcaí-
nos, descargando sobre ellos una lluvia de garrota-
zos, que los tiró por tierra con las cabezas rotas y las
costillas hundidas: era Moko.
—¡Gracias, compadre! —gritó Carmaux—. ¡Qué
granizada!
—¡Huyamos! —dijo el Corsario—. ¡Aquí ya no
hay nada que hacer!
Iban a emprender la marcha, pero una patrulla se
acercaba al lugar. Carmaux cedió su espada al Cor-
sario y recogió una navaja vizcaína. Echaron a co-
rrer sigilosamente, precedidos por Moko; pero, a los
pocos pasos, oyeron el andar cadencioso de otra
patrulla.
—Vamos a vender caras nuestras vidas —
susurró el Corsario—. Moko, tú llevarás a bordo el
cadáver de mi hermano. Ponte a salvo con Wan
Stiller.
—¡Volveré con refuerzos, señor!
—El negro salió corriendo. Pero como la calle
estaba ocupada por ambas patrullas, se ocultó en un
jardín.
Los ocho alabarderos de una de las patrullas dis-
minuyeron su marcha.
—¡Despacio, muchachos! —dijo uno de ellos—.
¡Esos bribones deben andar cerca!
—El tabernero dijo que eran dos y nosotros so-
mos ocho —comentó otro de los soldados.
—¡Adelante! —gritó el Corsario, con su espada
en alto.
Sorprendidos, los alabarderos no supieron qué
posición tomar. Cuando se repusieron, los filibuste-
ros ya estaban lejos. —
—¡Deténganlos! ¡Deténganlos!
El Corsario y Carmaux corrían desesperados por
calles y más calles, sin saber por dónde iban. El
vecindario había despertado con los gritos y abría
sus ventanas. La situación de los fugitivos se hacía
desesperada.
—¡Truenos, capitán! —exclamó Carmaux—. Es-
to es una trampa. La calle no tiene salida.
Aún tenían tiempo para volverse; la patrulla es-
taba distante, pero el Corsario decidió hacerles per-
der el rastro con un poco de astucia.
—¡Carmaux! ¡Ábreme esta puerta!
Era una vivienda modesta, de dos pisos, cons-
truida parte con mampostería y parte con madera; en
lo alto de la azotea tenía tiestos con flores.
Ambos filibusteros se apresuraron a entrar, ce-
rrando la puerta tras ellos. Por la calle pasaban los
soldados gritando.
A tientas se dirigieron a la escalera y llegaron al
piso superior, donde Carmaux encendió una mecha
de cañón.
Por una puerta entreabierta escapaba un ronqui-
do. Carmaux ubicó una vela y la encendió; luego los
filibusteros entraron.
Un viejo calvo y arrugado, de piel color ladrillo y
barba de chivo, dormía allí, a pesar de la habitación
iluminada.
El Corsario le cogió de un brazo y lo sacudió ru-
damente.
—Necesita que le disparen un cañonazo —dijo
Carmaux.
A la tercera sacudida, el hombre despertó. Al di-
visar a los hombres armados exclamó:
—¡Muerto soy! —
—Nosotros no tenemos intenciones de hacerte
daño si contestas nuestras preguntas.
—¿No son ladrones?
—Somos filibusteros de las Tortugas.
—¡Filibusteros! ¡No hay duda de que soy hom-
bre muerto!
—¿Vives solo en esta casa?
—Solo, señor.
—Y en la vecindad, ¿quiénes viven?
—Honrados burgueses.
—¿A qué te dedicas?
—¡Soy un pobre viejo!
—¡Viejo zorro! —dijo Carmaux—. Tienes mie-
do de quedarte sin el dinero.
—¡Yo no tengo dinero, excelencia!
Carmaux se echó a reír:
—¡Tratas de excelencia a un filibustero! ¡Éste es
el compadre más alegre que he visto!
—¡Acabemos! —gritó el Corsario al viejo—.
¿Qué haces?
—Soy notario.
—¡Bien! Nos alojaremos en esta casa hasta que
nos pongamos en marcha. No te haremos daño. Pero
cuídate de traicionarnos. ¡Ahora, levántate!
Mientras Carmaux amarraba al viejo, el Corsario
abrió las ventanas para ver lo que sucedía. Los veci-
nos y la soldadesca estaban alborotados con los fili-
busteros e intercambiaban frases a gritos en la calle-
ja.
—Ya llegará el día en que tendrán noticias mías
—les respondió en voz baja el Corsario.
Entretanto, Carmaux, recordando que no habían
tenido tiempo de comer la noche anterior, registraba
la despensa.
—Señor —dijo Carmaux al Corsario—, mientras
los españoles persiguen nuestra sombra, pruebe un
trozo de este pescado, que es una magnífica tenca de
lago, y de este pato silvestre. Después traeré algunas
botellas de Jerez y Oporto que el notario guardaba
para las grandes ocasiones.
El Corsario agradeció, se sentó a la mesa, pero le
hizo muy poco honor a la comida. Estaba silencioso
y triste, como siempre le vieron los filibusteros.
Por su parte, Carmaux no sólo se comió todo, si-
no que se bebió un par de botellas ante la desespera-
ción del notario.
El Corsario volvió a la ventana. Media hora des-
pués, Carmaux lo vio entrar precipitadamente.
—¿Es de confianza el negro?
—¡Comandante! ¡Es un hombre fiel!
—¡Está rondando la calleja!
—Lo iré á buscar, comandante. Déme diez minu-
tos.

El Corsario se encontraba muy inquieto cuando


entraron Carmaux vestido de notario, el negro y
Wan Stiller.
Rápidamente, Carmaux, que ya conocía lo suce-
dido, le relató al Corsario que el bosque estaba pla-
gado de soldados, que el negro había dejado el ca-
dáver en su choza y que, tras soltar a las serpientes,
había regresado con Wan Stiller.
—La situación es grave, capitán —dijo Wan Sti-
ller—, no creo que podamos volver a bordo de El
Rayo.
El Corsario se paseaba de un punto a otro de la
habitación, tratando de resolver el aprieto, pero no
tuvo tiempo de seguir pensando: un sonoro golpe
dado en la calle vibró en la escalera.
—¡Relámpagos! —exclamó Carmaux—. Al-
guien viene a buscar al notario.
—Algún cliente que quizás me haría ganar buen
dinero —balbuceó el viejo.
—¡Cállate, charlatán!
—¡Carmaux! —dijo el Corsario, que había to-
mado una resolución—. Abre la puerta. Atas al im-
portuno y lo traes para que le haga compañía al no-
tario.
Al oír un tercer golpe que casi astilló la puerta,
Carmaux bajó para abrirla. Un jovencito de diecio-
cho años, vestido señorialmente y con un elegante
puñal, entró apresuradamente.
—¿Hacen esperar así a los clientes? ¡Condúzca-
me ante el notario! Se le había advertido que hoy
debía casarme con la señorita Carmen de Vasconce-
los. Por lo visto, se hace de rogar ese...!
Las manos del negro le cayeron de improviso so-
bre los hombros, y el joven, medio estrangulado por
la presión, cayó de rodillas. Desarmado y atado, fue
conducido al piso alto junto al notario.
—¿Quién es usted? —preguntó el Corsario.
—Uno de mis mejores clientes —dijo el notario.
—¡Cállate!
—Soy el hijo del juez de Maracaibo, don Alfon-
so de Convenxio. Ahora, espero que me explique
usted el motivo de mi secuestro.
—Eso es inútil. Si no ocurren acontecimientos
imprevistos, mañana quedará usted libre.
—¡Mañana! —exclamó el jovencito, asombra-
do—. ¡Hoy me caso con la hija del capitán Vascon-
celos!
—Se casará mañana.
—¡Cuidado! Mi padre es amigo del gobernador y
en Maracaibo hay soldados y cañones.
—¡No les temo! —le respondió el Corsario, y le
volvió la espalda.
Carmaux y el negro habían logrado preparar rá-
pidamente otra comida con una cecina ahumada y
cierta especie de queso bastante picante, además del
buen vino que a todos debía poner de buen humor.
Sin embargo, no habían alcanzado a anunciar los
manjares cuando oyeron llamar nuevamente a la
puerta.
—¡Es un criado! —anunció Carmaux desde la
ventana.
—¡Tráiganlo hasta acá! —roncó el Corsario, que
intuyó que era el criado del jovencito.

El almuerzo, muy al contrario de lo previsto por


Carmaux, estuvo poco alegre. Todos estaban inquie-
tos. No podía pasar inadvertida la misteriosa desapa-
rición del jovencito y su criado, y era de esperar
nuevas visitas.
—¡Demonios! —exclamó Carmaux—. ¡Si esto
continúa, vamos a hacer prisioneros a todos los
habitantes de Maracaibo.
El Corsario y sus dos marineros discutieron va-
rios proyectos de huida, pero ninguno parecía bue-
no. Los filibusteros, generalmente fecundos en astu-
cias, se encontraban en aquel momento en un atolla-
dero.
Hallábanse en esa perplejidad, dándole vueltas al
asunto, cuando una tercera persona golpeó a la puer-
ta del notario.
Desde la ventana, Carmaux vio que el que dejaba
caer sin cesar el llamador de hierro no iba a dejar
dominarse con la facilidad del jovencito y del cria-
do.
—¡Ve, Carmaux! —le apuró el Corsario.
—¡Aquí, por lo visto, se necesita un cañón para
que abran la puerta! —dijo el recién llegado.
Era un hombre de unos cuarenta años, arrogante,
de alta estatura, de tipo varonil y altivo, ojos negrí-
simos y una espesa barba negra, que le daba cierto
aspecto marcial. Vestía en forma elegante y llevaba
botas largas con espuelas.
—¡Perdón, caballero! —dijo Carmaux—. Pero
estábamos ocupadísimos.
—¿En qué? —preguntó el castellano.
—En curar al señor notario. Tiene mucha fiebre,
señor.
—¡Llámame conde, tunante!
—Adelante, señor conde, no tenía el honor de
conocerle.
—¡Vete al demonio! ¿Dónde está mi sobrino. —
A una señal de Carmaux, el negro cayó sobre el
visitante con la rapidez del rayo, pero éste, con una
agilidad prodigiosa, lo esquivó, empujó a Carmaux
y, sacando la espada, gritó:
—¡Hola! ¡Ladrones! ¡Canallas! ¡Voy a cortarles
las orejas!
—¡Ríndase, señor! —le gritó el Corsario desde
lo alto del corredor.
—¿A quién? ¿A un bandido que tiende un lazo
para asesinar a traición a las personas?
—No: al caballero Emilio de Roccanera, señor
de Ventimiglia.
—¿Ah? ¿Es usted un noble? Quisiera saber por
qué trataba de hacerme asesinar por sus criados.
—Ésa es una suposición que usted ha hecho. Na-
die quiere asesinarle, solamente retenerlo por algu-
nos días como prisionero.
—¿Por qué razón?
—Para evitar que usted advierta a las autoridades
de Maracaibo de mi presencia.
—Un noble con problemas! ¡No entiendo!
—¡Entréguese!
—¿Quién es usted?
—¡Debió haberlo adivinado! Somos filibusteros
de las Tortugas. ¡Defiéndase; porque lo mataré!
—En ese caso, lo pondré muy pronto fuera de
combate. ¡Usted no conoce el brazo del Conde de
Lerma!
—Ni usted el del señor de Ventimiglia. ¡Defién-
dase, conde!
—Sólo una pregunta: ¿Qué ha hecho usted con
mi sobrino y su criado?
—Están presos juntamente con el notario. No se
inquiete por ellos. Mañana estarán libres.
—¡Gracias, caballero!
Instantes después, sólo se oía en el corredor el
ruido de los aceros. El castellano se batía de un mo-
do admirable, como un espadachín valiente, pero
pronto hubo de convencerse de que tenía por delante
a un adversario de los más temibles. El Corsario
realizaba un inteligente juego para cansar al enemi-
go. En vano, el castellano había procurado arrastrar-
le basta la escalera. De improviso, el Corsario se
lanzó a fondo. Dio un golpe seco a la hoja del conde
y la hizo caer al suelo.
Al verse desarmado, éste se puso pálido. La hoja
de la espada del Corsario, que le amenazaba el pe-
cho, se levantó.
—¡Es usted un valiente! —dijo el Corsario, salu-
dándole—. Usted no quería ceder el arma: ahora yo
me la tomo, pero le dejo la vida.
Un profundo asombro dominaba al castellano.
No creía estar vivo aún.
—Mis compatriotas dicen que los filibusteros
son hombres sin fe ni ley, dedicados sólo al robo en
el mar; ahora puedo decir que entre ellos también
hay valientes que, en lo que a caballerosidad se re-
fiere, pueden dar punto y raya a los más cumplidos
caballeros de Europa. Señor caballero, permítame
estrechar su mano. ¡Gracias!
El Corsario se la estrechó cordialmente, y reco-
giendo la espada caída, se la alargó al conde.
—Conserve su arma, señor. A mí me basta con
que me prometa usted no esgrimirla contra nosotros
hasta mañana.
—¡Se lo prometo por mi honor, caballero.
—Ahora, por favor, déjese atar. Me disgusta re-
currir a este extremo, pero no puedo hacer otra cosa.
—¡Haga usted lo que quiera!
Pronto la casa del notario se vio envuelta en una
gran operación de fortificación. El negro llevó hasta
el portal los muebles más pesados de la casa. Cajas,
armarios y mesas quedaron obstruyendo la puerta.
Además, los filibusteros levantaron una segunda
barricada en la parte baja de la escalera.
Apenas habían terminado los preparativos de de-
fensa, cuando Wan Stiller, que montaba guardia
junto a los prisioneros, bajó corriendo la escalera.
—¡Comandante! —gritó—, los vecinos se están
agrupando frente a la casa.
El Corsario no se inmutó. Wan Stiller había di-
cho la verdad. Alrededor de cincuenta personas se-
ñalaban la casa del notario.
—¡Va a suceder lo que me temía! —murmuró el
Corsario—. Estaba escrito también que yo debía
morir en Maracaibo. Pobres hermanos míos, muer-
tos sin que pueda vengarlos! ¡Maldición! ¡Carmaux!
—¡Aquí estoy, comandante! —respondió el ma-
rino, al oírse llamar.
—¿Me habías dicho que habías encontrado mu-
niciones?
—Sí; un barrilito de pólvora como de ocho o diez
libras, un arcabuz y municiones.
—Coloca el barril en el portal, detrás de la puer-
ta, y ponle una mecha.
—¡Relámpagos! ¿Va a volar la casa? ¿Y los pri-
sioneros?
—Peor para ellos si los soldados quieren pren-
dernos. ¡Tenemos derecho a defendernos y lo hare-
mos sin vacilar!
Por la calle avanzaba un pelotón de arcabuceros,
perfectamente armados para el combate. Frente a la
casa del notario, se colocaron en triple línea, con los
arcabuces listos para hacer fuego.
—¡Abran, en nombre del gobernador! —gritó el
teniente que comandaba el pelotón.
—¿Están ustedes dispuestos, mis valientes? —
preguntó el Corsario.
—¡Sí, señor comandante! —contestaron Car-
maux, Wan Stiller y el negro.
—¡Ustedes permanecerán conmigo, y tú, mi bra-
vo africano, sube al piso alto y busca algún lugar
que nos permita escapar por los tejados.
Dicho esto, abrió la ventana y preguntó:
—¿Qué es lo que desea, señor?
—¿Quién es usted? Yo pregunto por el notario.
—El notario no puede moverse. Yo contesto por
él.
—Tengo orden de averiguar qué le ha pasado al
señor don Pedro Convexio, a su criado y a su tío, el
Conde de Lerma.
—Si le interesa saberlo, le digo que ellos están
sanos y de muy buen humor.
—¡Mándelos usted bajar!
—¡Señor, eso es imposible! —contestó el Corsa-
rio.
—¡Obedezca! ¡O haré derribar la puerta!
—¡Hágalo! Pero le advierto que hay un barril de
pólvora detrás de la puerta. Al primer intento que
usted haga para forzarla, pondré fuego a la mecha y
volará la casa con todos sus ocupantes.
—¿Pero, quién es usted? —gritó frenético el te-
niente.
—Un hombre que no quiere ser molestado —
respondió con calma el Corsario.
—¡Un loco!
—¡Tan loco como usted!
—¡Eso es un insulto! ¡Concluyamos! ¡La broma
ha durado demasiado!
—¿Lo quiere usted? ¡Eh, Carmaux; anda a poner
fuego a la pólvora!
Al oír la terrible amenaza, los vecinos corrieron a
ponerse a salvo; otros entraban en sus casas para
rescatar sus objetos de más valor. Hasta los soldados
retrocedieron.
—¡Deténgase, señor! —gritó el teniente— ¡Está
usted loco!
—¡Déjeme usted en paz! Retire a la tropa.
En aquel momento se acercó al teniente un hom-
bre con una venda ensangrentada en la cabeza; ca-
minaba como si llevara una pierna muy herida.
Carmaux se estremeció.
—¡Comandante, nos delataron! Ése es uno de los
vizcaínos que nos acometieron.
—¡Señor teniente, que no se le escape! ¡Es uno
de los filibusteros!
Un grito, no de espanto, sino que de furor, estalló
por todas partes. Le siguieron un disparo y un gemi-
do doloroso.
A una señal del Corsario, Carmaux había levan-
tado el mosquete y con admirable puntería tumbó al
vizcaíno.
—¡Quémenlos vivos! —gritaban algunos.
—¡Ahórquenlos en la plaza! —pedían otros.
—Son las seis de la tarde, señor —gritó el Corsa-
rio al teniente—. Mientras usted decide qué hacer,
voy a tomar un bocado con el Conde de Lerma y su
sobrino y beberé un vaso por usted antes de que
vuele la casa.
—¿Qué vamos a hacer, capitán? preguntó Car-
maux, asombrado.
—¡Quiá! ¡Nuestra última hora está más lejos que
nunca! Cuando llegue la noche, ese barrilito de pól-
vora hará maravillas.
Entró en la habitación y sin más explicaciones
cortó las amarras del Conde de Lerma y su sobrino,
a quienes invitó a compartir la improvisada comida
y a mantener la promesa de no intervenir en el asun-
to.
—¿Qué hacen mis compatriotas? He oído un vo-
cerío ensordecedor —preguntó el conde.
—Por ahora, se limitan a sitiarnos.
—Lamento decírselo, pero el asedio continuará,
y tarde o temprano tendrá usted que rendirse. Y le
aseguro que sería un disgusto para mí ver a un hom-
bre amable y valiente como usted en manos del go-
bernador. ¡El no perdona a los filibusteros!
—¡No me cogerá! Es preciso que arregle cuentas
con el flamenco.
—¿Lo conoce usted?
—Ha sido un hombre fatal para mi familia, y si
me he hecho filibustero, a él se lo debo. Pero no
hablemos de esto, me lleno de odio y me vuelvo
triste. ¡Beba usted, conde!
La comida terminó en silencio, sin que nada la
interrumpiera. Los soldados, a pesar de sus ganas de
quemar vivos a los filibusteros, no habían tomado
ninguna determinación. No les faltaba el valor, ni
los espantaba el barril de pólvora, pero temían por el
Conde de Lerma y su sobrino, dos personas muy
respetables en la ciudad.
Al caer la noche, Carmaux vio llegar más solda-
dos a la calleja. Rápidamente llamaron al negro,
quien había logrado hundir una parte del techo
haciendo un, boquete de escape.
En aquel momento sonó una descarga y la casa
se estremeció. Las balas horadaron las murallas y el
techo.
—Les he prometido la vida —dijo el Corsario al
conde y a su sobrino—, y suceda lo que quiera, sos-
tendré mi palabra, pero ustedes deben jurar que no
se rebelarán.
—Hable usted, caballero —dijo el conde—.
Siento mucho que los asaltantes sean mis compatrio-
tas. Si no lo fuesen, le aseguro que tendría el placer
de combatir a su lado.
—Tienen ustedes que seguirme si no quieren vo-
lar.
—¿Cómo? ¿Van a volar mi casa? ¿Quieren arrui-
narme?
—¡Cállate, avaro —gritó Carmaux—. ¡Que te
indemnice el gobernador!
En la calle sonó otra descarga. —
—¡Carmaux, la mecha! ¡Adelante, hombres del
mar! —gritó el Corsario.
Ya en el desván, el africano, mostró el boquete.
El Corsario entró por él y salió al tejado. Cuatro
tejados más adelante, se veía un muro al lado de una
palmera.
—¿Por allí debemos descender?
—Sí, patrón —respondió el negro.
—¿Se podrá salir por el jardín?
—¡Eso espero!
—¡Pronto! —gritó Carmaux—. ¡La casa se va a
hundir bajo nuestros pies!
—¡Estoy arruinado! —exclamó el notario.
A pesar de tener que llevar en vilo al notario, que
no podía moverse de espanto, los filibusteros llega-
ron en pocos instantes al borde del último tejado,
junto a la palmera. Había allí un jardín que parecía
prolongarse en dirección del campo.
—Yo conozco este jardín —dijo el conde—. Per-
tenece a mi amigo Morales.
—¡Bajemos pronto! —apuró Carmaux—. ¡La
explosión puede lanzarnos al vacío!
Apenas había terminado de decir esto, cuando se
vio brillar un enorme relámpago, al cual siguió un
horroroso estampido. Inmediatamente cayeron sobre
ellos trozos de maderas, muebles deshechos, peda-
zos de tela ardiendo.
—¿Están todos vivos? —preguntó el Corsario.
—Eso creo —respondió Wan Stiller.
Pero el notario yacía desvanecido y hubo que
arrastrarlo, para evitar que muriera abrasado tras el
incendio de su casa.
Ya caminaban hacia el muro que cercaba el jar-
dín, cuando unos hombres armados de arcabuces se
lanzaron fuera de la espesura gritando:
—¡Quietos, o hacemos fuego!
El Corsario empuñó la espada con la diestra y
con la otra mano se quitó la pistola del cinto, dis-
puesto a abrirse paso; el conde lo detuvo con un
gesto y adelantándose gritó:
—¡Cómo! ¿Acaso no conocen a los amigos de su
amo?
—¡El señor Conde de Lerma! —exclamaron ató-
nitos.
—Perdone usted, señor conde —dijo uno de los
criados—; hemos oído una detonación espantosa, y
como sabíamos que los soldados cercaban en la
vecindad a unos corsarios, hemos acudido para im-
pedirles la fuga.
—Los filibusteros han escapado ya; por lo tanto,
ustedes pueden regresar. ¿No hay alguna puerta en
la tapia del jardín?
—Sí, señor conde.
—Pues, ábranla, para que mis amigos y yo po-
damos salir.
El conde guió a los filibusteros unos doscientos
pasos fuera del jardín.
—Caballero —dijo luego, deteniéndose—; usted
me ha concedido la vida y yo me felicito de haberle
podido prestar este pequeño servicio. Hombres tan
valerosos como usted no deben morir en la horca y
le aseguro que no habría perdonado al gobernador si
usted hubiese caído en sus manos. ¡Vuelva usted en
seguida a bordo de su buque!
—Gracias, Conde —contestó el Corsario.
Los dos nobles se estrecharon las manos cor-
dialmente y se separaron quitándose el sombrero.
—Ése es un hombre de una pieza —dijo Car-
maux—. Si volvemos a Maracaibo, no dejaré de ir a
buscarle. Se detuvieron unos cuantos minutos a la
sombra de un gigantesco simaruba. Cuando estuvie-
ron ciertos de que ningún español exploraba la cam-
piña, avanzaron a escape, siempre bajo los árboles.
Cuando llegaron a la cabaña encontraron al pri-
sionero gemebundo.
—¿Quieren ustedes hacerme morir de hambre?
Prefiero que me ahorquen en seguida.
—¿Ha venido alguien a rondar por estos sitios?
—le preguntó el Corsario.
—Señor, yo no he visto más que vampiros.
—¡Anda! ¡Recoge el cadáver de mi hermano! —
dijo el Corsario dirigiéndose al negro.
Luego, se volvió hacia el prisionero y le cortó las
ligaduras.
—Eres libre, porque el Corsario Negro cuando
promete algo lo cumple. Pero debes jurarme que
cuando llegues a Maracaibo, irás donde el goberna-
dor y le dirás que he jurado por el mar, Dios y el
Infierno, que le mataré a él y a todo el que lleve el
nombre de Wan Guld. Ahora, ¡vete, y no vuelvas!
—¡Gracias, señor! —dijo el español, escapando
con verdadero miedo.
El Corsario se volvió a sus acompañantes:
—¡Andando: el tiempo apremia! —apuró.

CAPÍTULO 3
UNA BELLEZA
FLAMENCA EN BARCO
ESPAÑOL
El Corsario y sus hombres, guiados por el afri-
cano, avanzaban a la carrera por el bosque, buscan-
do alcanzar con prontitud la orilla del Golfo. Esta-
ban inquietos por la suerte del barco, pues temían
que el gobernador hubiera pedido ayuda a la escua-
dra del almirante Toledo.
A las dos de la mañana, Carmaux, que iba delan-
te del negro, oyó un rumor lejano que indicaba la
cercanía del mar. El Corsario hizo señas para que
apresuraran más el paso y, poco después, llegaron a
una playa baja llena de plantas.
La oscuridad era muy grande, pues había una
niebla densa que se elevaba de las marismas que
costeaban el lago.
Las crestas de las olas parecían despedir chispas
y en muy pocos instantes trazos grandes de mar,
poco antes negros como si fuesen tinta, se ilumina-
ban de pronto, como si en su seno se hubiera encen-
dido una poderosísima lámpara eléctrica.
—¡La fosforescencia! —exclamó Wan Stiller.
—¡Que el diablo se la lleve! —dijo Carmaux—.
Hasta los peces parece que están de parte de los
españoles.
El Corsario, entretanto, miraba el mar. Como no
distinguía nada, miró hacia el Norte, y vio sobre el
llameante mar una gran mancha negra que se desta-
caba entre la fosforescencia.
—Allí está El Rayo —dijo—. ¡Busquen el bote!
Carmaux y Wan Stiller se orientaron lo mejor
que pudieron, pero no sabían dónde estaban. Des-
pués de recorrer más de un kilómetro, lograron des-
cubrir la chalupa, que la marea baja había dejado
entre la espesura.
Colocaron el cadáver cuidadosamente envuelto y
le taparon el rostro. Inmediatamente se hicieron mar
adentro, remando con vigor.
El Corsario, sentado en la popa, frente al cuerpo
del ahorcado, había vuelto a caer en su tétrica me-
lancolía.
La chalupa se deslizaba con rapidez alejándose
de la playa. El agua llameaba y los remos parecían
levantar chorros de chispas. Bajo las aguas, molus-
cos extraños ondulaban en número infinito, jugando
entre aquella orgía de luz con sus cuerpos de di-
amantes y con sus desplazamientos, seguidos de
breves relámpagos azules.
Sin dejar de remar, los filibusteros miraban en
todas direcciones con inquietud, temiendo ver de un
momento a otro los navíos enemigos.
Ya no distaban más de una milla del barco, el
cual salía a su encuentro corriendo bordadas peque-
ñas, cuando llegó a sus oídos un grito extraño que
semejaba un quejido y parecía terminar en un sollo-
zo.
Ambos remeros se detuvieron en el acto y mira-
ron en derredor llenos de espanto.
—¿Has oído? —preguntó Wan Stiller, bañado en
sudor frío.
—¡Sí! —contestó Carmaux.
—¿Habrá sido un pez?
—¡Jamás he oído a un pez gritar de esa manera!
—¿Será el hermano del muerto?
—¡Silencio, camarada!
Los dos miraron al Corsario, pero éste seguía
inmóvil, con los ojos fijos en el muerto.
—¿Has oído ese grito, compadre negro?
—¡Sí!
—¿Qué crees que haya sido?
—Quizás lo haya lanzado un lamantino.
—¡Hum! —exclamó Carmaux—. Habrá sido un
lamantino, pero...
Se interrumpió bruscamente y palideció. Detrás
de la popa del bote, entre un círculo de espuma lu-
minosa, desaparecía una forma oscura e indecisa,
hundiéndose en el acto en los negros abismos.
—¿Has visto? —preguntó con voz ahogada a
Wan Stiller.
—¡Sí! —contestó éste, con un castañeteo de
dientes.
—Una cabeza, ¿verdad?
—Sí, de un muerto.
—¿Y el Corsario no ha visto ni oído nada?
—¡Es el hermano muerto del Corsario Rojo lla-
mando a su hermano!
—Tú, compadre, ¿no has visto nada?
—¡Sí; una cabeza! —contestó el africano.
—¿De quién? —preguntó Carmaux.
—De un lamantino.
—¡Al diablo!
En aquel instante resonó una voz que venía del
barco.
—¡Eh!, los de la chalupa. ¿Quién vive?
—El Corsario Negro —gritó Carmaux.
Cuando el Corsario sintió que la proa del bote
chocaba contra el casco del barco, hizo un movi-
miento como si despertara de tétricos pensamientos.
Estaba asombrado de verse junto a su nave. Una vez
que izaron el bote a bordo, tomó el cadáver de su
hermano y fue a depositarlo junto al palo mayor.

Al ver al muerto, la tripulación que estaba esca-


lonada, se descubrió.
Morgan, el segundo comandante, descendió del
puente de órdenes y se dirigió al encuentro del Cor-
sario Negro.
—A sus órdenes, señor! —dijo.
—¡Ya sabe usted lo que debe hacer! —respondió
el Corsario con rabia y tristeza.
Comenzaba a clarear con una luz pesada como
hierro. El Corsario llegó al puente y allí se quedó
inmóvil. Su bandera había sido puesta a media asta,
en señal de luto. Toda la tripulación estaba en cu-
bierta. La campana resonó en la toldilla de popa y la
tripulación en masa se arrodilló. En aquel momento
parecía que la formidable figura del Corsario adqui-
ría gigantescas proporciones. Su voz metálica rom-
pió de improviso el fúnebre silencio que reinaba a
bordo del buque.
—¡Hombres de mar! —gritó—. ¡Oídme! ¡Juro
por Dios, por estas olas, nuestras compañeras, y por
mi alma, que no gozaré de bien alguno sobre la tie-
rra hasta que haya vengado a mis hermanos muertos
por Wan Guld! ¡Que los rayos incendien mi barco y
los abismos los traguen a todos si no mato a Wan
Guld y no extermino a toda su familia, así como él
ha exterminado la mía! ¡Hombres de mar! ¿Me han
oído?
—¡Sí, comandante! —gritó la tripulación al uní-
sono.
—¡Al agua el cadáver! —ordenó con voz som-
bría.
El contramaestre y tres marinos tomaron la
hamaca con el cadáver y la dejaron caer. El fúnebre
bulto se precipitó entre las olas, levantando un cho-
rro de espuma como una llamarada.
De repente, lejos, se oyó otra vez el misterioso
grito que tanto asustara a Carmaux y Wan Stiller.
Ambos se miraron, pálidos como dos muertos.
—¡Es el grito del Corsario Verde llamando al
Corsario Rojo! —murmuró Carmaux.
—¡Sí! Los dos hermanos se han encontrado al
fondo del mar.
Un silbido les cortó bruscamente la palabra.
—¡Sobre babor! —gritó el contramaestre.
El Rayo viró de bordo, y volteó entre los islotes
del lago huyendo hacia el Gran Golfo.
Las aguas se doraban ya con los primeros rayos
del sol, y se extinguió de repente la fosforescencia.

El día que siguió al entierro del Corsario Rojo


fue tranquilo. El comandante no se había dejado ver,
había dejado el mando y el gobierno del buque a su
segundo, Morgan, para encerrarse en su camarote.
Nadie lo había visto, ni siquiera Wan Stiller y Car-
maux. Se sospechaba, eso sí, que estaba con el afri-
cano, pues a éste tampoco se le encontraba por parte
alguna del buque.
Llegada la noche, y mientras El Rayo recogía
parte de sus velas, Wan Stiller y Carmaux, que ron-
daban cerca de la cámara, vieron salir por la escoti-
lla la cabeza lanuda del africano.
—¡Eh, compadre! —dijo Carmaux al negro—.
Ya era tiempo de que vinieras a saludar al compadre
blanco.
—El patrón no ha hecho otra cosa que hablar de
sus hermanos y de venganzas tremendas.
—Y las cumplirá. Wan Guld siente un odio im-
placable hacia el Corsario, pero le será fatal —
aseguró Carmaux.
—¿Y se sabe cuál es el motivo de ese odio, com-
padre blanco?
—Es muy antiguo. Desde que estaban en Europa.
Wan Guld había jurado vengarse de los tres corsa-
rios antes de venir a América.
—¿Ya se conocían antes?
—Eso se dice. Los tres eran hermosos y valien-
tes. El Verde era el más joven, y el Negro, el mayor;
pero en ánimo, ninguno era inferior al otro. Y sus
tres barcos eran los más veloces y los mejor arma-
dos de todo el filibusterismo.
—Lo creo —contestó el africano—. Basta con
mirar este barco.
—Pero también para ellos llegaron días tristes —
prosiguió Carmaux—. El Corsario Verde, que había
zarpado de las Tortugas, fue sorprendido por la es-
cuadra española. Tras una batalla desesperada, le
capturaron y le condujeron a Maracaibo, donde lo
ahorcaron por orden de Wan Guld.
—Lo recuerdo —expresó el negro—; pero su ca-
dáver no quedó para pasto de las fieras. El Corsario
Negro, con algunos servidores, robó el cadáver y
logró sepultarlo en el mar.
—Ahora le ha tocado al Corsario Rojo. También
ha sido sepultado en el mar Caribe.
—Compadre, va a ir a Maracaibo muy pronto. El
comandante me ha pedido datos precisos. Piensa
atacar la ciudad con una flota numerosa.
—El terrible Olonés Pedro Nun es amigo del
Corsario Negro y se encuentra todavía en las Tortu-
gas. ¿Quién va a poder resistir a esos dos hombres?
¡Mírale! ¿No da miedo ese hombre?
Allí, sobre el puente, estaba el Corsario con su
atuendo negro.
—¡Parece un espectro! —murmuró en voz baja
Wan Stiller.
—Y Morgan no le va en zaga —dijo Carmaux—.
Si no es tétrico como la noche, el otro no es mucho
más alegre.
Entre las tinieblas resonó una voz. Descendía de
lo alto de la cruceta del palo mayor.
—¡Barco a sotavento!
—¡Morgan, mande usted apagar las luces! —
gritó el Corsario.
—Gaviero —volvió a decir el Corsario, ya en la
oscuridad—, ¿por dónde navega ese barco?
—Hacia el sur, comandante.
—¿Hacia la costa de Venezuela?
—Eso creo.
—¿A qué distancia?
—Cinco o seis millas.
El Corsario se inclinó sobre la pasarela:
—¡Hombres, a cubierta! —gritó.
Los ciento veinte filibusteros de la tripulación de
El Rayo se colocaron en sus puestos de combate.
Era tal la disciplina en el barco, que podría conside-
rarse desconocida aun en los buques de guerra de las
naciones más marineras. Sabía que sus jefes no deja-
rían impune una falta por pequeña que fuese, y se
las harían pagar con un pistoletazo en la frente o
abandonándolos en una isla desierta.
—¿Atacaremos esta noche a ese barco español,
señor? —preguntó Morgan.
—¡Lo echaremos a pique! ¡Allá abajo duermen
mis hermanos; pero ya no dormirán solos!
—¿Atacaremos con el espolón?
—Sí, si es posible.
—¡Perderemos los prisioneros, señor!
—¿A mí qué me importa?
—¡Ese barco puede ir cargado de riquezas!
—¡Tengo tierras y castillos en mi patria!
—Hablaba por lo que toca a nuestros hombres.
—Para ellos tengo oro. Mande usted virar de bor-
do

El Rayo viró de bordo, casi en el mismo sitio, y


empujado por una brisa fresca que soplaba del su-
deste, se lanzo sobre la ruta del velero señalado,
dejando a popa una estela ancha y rumorosa.
A lo largo de las amuras, los arcabuceros inmóvi-
les espiaban el barco enemigo, e inclinados sobre las
piezas, los artilleros soplaban las mechas dispuestos
a desencadenar una tempestad de metralla.
El Corsario negro y Morgan se mantenían vigi-
lantes en el puente de mando.
Carmaux, Wan Stiller y el negro, en el castillo de
proa, conversaban en voz baja.
—Mala noche para esa gente —decía Car-
maux—. ¡Me temo que el comandante, con la ira
que lleva en el corazón, no deje vivo ni un solo es-
pañol!
—A mí me parece que ese barco es muy alto de
bordo —reflexionaba Wan Stiller—. No me gustaría
que fuera un barco de línea que va a reunirse con el
almirante Toledo.
—¡Psch! Ya habrás oído que el comandante
hablaba de acometerle con el espolón.
—¡Truenos de Hamburgo! ¡Si hace eso, cuando
menos piense se quedará sin proa El Rayo!
La voz del Corsario cortó de pronto la conversa-
ción.
—¡Hombres de la maniobra! ¡Arriba las suple-
mentarias y afuera las bonetas!
—¡De caza! —exclamó Carmaux—. Según pare-
ce, boga bien el barco español para obligar a El Ra-
yo a largar todo el trapo.
En aquel instante resonó en el mar una voz fuer-
te. Procedía del barco contrario.
—¡Ohé! ¡Barco sospechoso a babor!
El Corsario subió sobre la cubierta de cámara
gritando:
—¡Venga la barra! ¡Hombres de mar, a la caza!
Solamente una milla separaba a ambos buques,
pero los dos debían tener una velocidad extraordina-
ria, porque la distancia no parecía acortarse.
Había transcurrido una media hora, cuando la
cubierta del barco español se iluminó rápidamente y
una estruendosa detonación se propagó sobre las
aguas. Un silbido bien conocido de los filibusteros
se oyó en el aire; después un chorro de agua saltó a
más de veinte brazas de la nave corsaria. Aquel ca-
ñonazo era la advertencia del buque adversario para
que no lo siguieran
El Corsario Negro se hizo cargo en seguida de la
ruta.
—¡Señor Morgan, a proa! —ordenó.
—¿Comienzo el fuego?
—Todavía no. Vaya usted a disponerlo todo para
el abordaje.
—¿Abordaremos?
—Ya se verá.
Morgan y el contramaestre se dirigieron al casti-
llo de proa, donde había cuarenta hombres con el
hacha de abordaje colocada delante y un fusil en la
mano.
—¡En pie! —ordenó—. ¡Preparen los bichos de
lanzamiento!
Los cuarenta hombres se pusieron en silencio a la
faena de los bicheros y a levantar barricadas con
barriles llenos de hierro, en el caso de que el enemi-
go ocupara el barco.
Si temían al Corsario Negro, no menos miedo te-
nían de Morgan, tan audaz como su jefe. De origen
inglés, había emigrado a América. Había hecho sus
pruebas de modo sorprendente bajo las órdenes del
famoso corsario Mausfled. Pero luego había supera-
do a todos los filibusteros más célebres con la famo-
sa expedición a Panamá, considerada como imposi-
ble. Dotado de una robustez excepcional y de una
portentosa fuerza, hermoso de facciones, como el
Corsario Negro sabía imponerse a sus rudos hom-
bres con la sola indicación de una mano.
Pronto todo estuvo dispuesto bajo su mirada se-
vera.
El buque adversario se hallaba entonces a unos
seiscientos pasos de El Rayo. A pesar de no haber
luna, se podía distinguir perfectamente el barco es-
pañol, que, como Wan Stiller sospechara, era un
barco de línea, un verdadero barco de guerra, arma-
do seguramente de una manera formidable y tripula-
do en consecuencia por hombres aguerridos.
Otro corsario cualquiera de las Tortugas se
habría guardado muy bien de atacarle, porque aun
cuando venciesen, muy poco tendría que saquear.
Pero el Corsario Negro, como hombre a quien las
riquezas le tenían sin cuidado, no pensaba así.
Al ver que le seguían de modo tan obstinado, el
buque español disparó a quinientos metros otro ca-
ñonazo con una de sus grandes piezas de proa. Esta
vez la bala no se perdió en el mar; pasó por entre las
velas para romper el extremo del pico de randa,
haciendo caer la bandera del Corsario.
—Comandante, ¿comenzamos?
—¡Todavía no! —respondió el Corsario.
Un tercer cañonazo resonó en el aire y una bala
hundió la amura de popa, a unos tres pasos del ti-
món, que manejaba el Corsario.
Una sardónica sonrisa apareció en los labios del
filibustero, pero no dio orden alguna.
El Rayo acrecentaba la rapidez de la carrera, pre-
sentando el alto espolón al barco enemigo. Avanza-
ba calladamente, sin contestar las provocaciones ni
dar señal de que lo tripulase alguien. Parecía una
sombra al ataque.
Muy pronto produjo un efecto siniestro entre los
supersticiosos marinos españoles. Oíanse gritos de
terror y órdenes precipitadas.
—¡Fuego de costado! —ordenó una voz, proba-
blemente la del comandante.
Las siete piezas de estribor y los dos cañones de
proa de la cubierta vomitaron sobre el barco corsario
todos sus proyectiles. Las balas atravesaron velas,
cordajes, se clavaron en el casco, hundieron amuras,
pero no detuvieron el empuje de El Rayo. Guiado
por el brazo robusto del Corsario Negro, éste cayó
con todo su ímpetu sobre el gran barco. Por suerte
para él, un golpe de barra dada a tiempo por su pilo-
to, le salvó de una catástrofe espantosa, huyendo
milagrosamente.
Fallado el golpe, el barco corsario prosiguió su
carrera y desapareció entre las tinieblas sin haber
dado señal de su numerosa tripulación ni de su po-
deroso armamento.
—¡Relámpagos de Hamburgo! —exclamó Wan
Stiller, conteniendo la respiración—. ¡Españoles,
eso se llama tener suerte!
—No se han producido más que averías insigni-
ficantes.
—¡Calla, Carmaux!
El Corsario gritaba por el portavoz:
—¡Dispuestos para virar de bordo!
—¿Volvemos? —preguntó Wan Stiller.
—¡Por Baco! ¡Por lo visto, no quiere dejar mar-
char al barco español! —contestó Carmaux.
—¡Y a mí me parece que éste tampoco tiene in-
tenciones de irse!
Era verdad; el buque español viraba lentamente
de bordo, presentando ahora el espolón, para evitar
una nueva embestida.
—Compañero, preparémonos para una lucha des-
esperada. Y como es costumbre entre nosotros, los
filibusteros, si me parte una bala de cañón o muero
en el puente enemigo, te nombro heredero de mi
fortuna.
—¿Que asciende...? —dijo Wan Stiller, sonrien-
do.
—A dos esmeraldas de más o menos quinientas
piastras que llevo cosidas en el forro de mi chaque-
ta.
—Con eso me divierto una semana en las Tortu-
gas. Yo también te nombro mi heredero; pero te
advierto que no tengo más de tres doblones cosidos
en el cinturón.
—¡Basta para vaciar media docena de botellas de
vino a tu memoria!
El Rayo, entretanto, continuaba su carrera en de-
rredor del barco de línea, sin contestar los cañonazos
que de cuando en cuando éste le lanzaba sin éxito.
Al amanecer, el Corsario, que no había soltado la
barra del timón, hizo clavar su bandera y dirigió
derechamente su barco contra el enemigo resuelto a
abordarle.
—¡Hombres de mar! ¡Ya no les detengo más!
¡Vivan los filibusteros!
Tres vivas formidables le respondieron.
A mil pasos comenzó el cañoneo con furor.
El barco de línea era un gran buque de tres puen-
tes, altísimo de bordo y con catorce bocas de fuego;
un barco de batalla, probablemente destacado por
algún asunto urgente de la escuadra del almirante
Toledo. Llevaba en el palo mayor el estandarte de
España y se dirigía hacia El Rayo cañoneándolo de
un modo terrible.
Bastante más pequeño, el buque corsario apresu-
raba la marcha contestando con sus cañones de proa
y en espera del momento oportuno para descargarle
las doce piezas de sus costados.
En el puente caía una espesísima lluvia de balas,
que ya iba abriendo claros entre los filibusteros.
Pese a ello, El Rayo se dirigía con audacia sin par al
abordaje.
A cuatrocientos metros, los fusileros fueron en
ayuda de los cañones de proa y acribillaron la cu-
bierta de la nave española. Los hombres de ésta
caían por docenas a lo largo de las bordas; caían los
artilleros y caían también los oficiales del puente de
mando.
Bastaron diez minutos para que ni uno solo que-
dara vivo. Incluso el comandante cayó en medio de
su oficialidad. Pero quedaban aún los hombres de
las baterías, más numerosos que los marineros de
cubierta. Había que disputar la victoria final.
El Rayo se apartó de pronto al impulso de un vio-
lento golpe de barra y fue a meter el bauprés por
entre las escalas y el cordaje de mesana del barco
enemigo.
El Corsario saltó a la cubierta de la cámara, con
la espada en la diestra y una pistola en la izquierda.
—¡Hombres de mar! —gritó—. ¡Al abordaje!
Al ver que su comandante y Morgan se abalan-
zaban sobre el barco enemigo, los filibusteros les
siguieron empuñando sus pistolas y hachas de abor-
daje.
Hallaron una resistencia inesperada. De todas las
escotillas aparecían aguerridos españoles, que hasta
entonces habían estado sirviendo a las baterías de
los cañones.
De un nuevo salto el Corsario Negro cayó sobre
la toldilla del buque español.
—¡A mí, los valientes de las Tortugas! —gritaba.
Morgan y los arcabuceros saltaron tras él, mien-
tras desde las escalas y las crucetas, otros arrojaban
bombas de manos con sus mechas encendidas.
El Corsario y sus hombres asaltaron tres veces la
cubierta de la cámara, pero fueron rechazados. Mor-
gan tampoco lograba conquistar el castillo de proa.
Pero la heroica resistencia de los españoles no
podía durar mucho. Trepando por las escalas, los
filibusteros se dejaron caer sobre la toldilla y el cas-
tillo. El Corsario Negro, espada en mano, se batía a
punta de molinetes, dejando a su paso innumerables
cadáveres.
Morgan, tras haber tomado el castillo de proa,
acudió en su ayuda.
—¡Maten al enemigo! —ordenaba.
—¡No! ¡El Corsario Negro vence, pero no asesi-
na! —contraordenó a su comandante— ¡Ríndanse!
¡Yo les aseguro la vida a los valientes!
Un contramaestre, el único oficial español que
aún quedaba con vida, se adelantó, tirando su hacha
de abordaje:
—¡Somos sus prisioneros, señor!
—Recoja su arma —dijo el Corsario—. Yo res-
peto a los valientes.
Los sobrevivientes, unos dieciocho, estaban
asombrados. No esperaban piedad de los filibuste-
ros.
—Morgan; haz botar una chalupa con agua y ví-
veres.
—¿Los dejo libres, señor?
—Yo premio el valor.
—Gracias, señor —dijo el contramaestre—.
Nunca olvidaremos la generosidad del Corsario
Negro.
—¿De dónde venían ustedes?
—De Veracruz. Navegábamos a Maracaibo.
—¿De qué escuadra es este barco? —continuó el
Corsario.
—De la del almirante Toledo.
—Están ustedes libres. —Y al ver que el contra-
maestre vacilaba, agregó—: Parece que usted quiere
decirme algo más.
—Hay más personas a bordo, señor. Mujeres y
pajes. Están en la cámara de popa.
—¿Quiénes son?
—No lo sé, señor. Pero una de las mujeres es una
dama importante; creo que una duquesa.
—Es raro, en un barco de guerra. Bien, en La
Tortuga mis hombres decidirán qué rescate tendrá
que pagar por ella su familia. ¡A la chalupa, valien-
tes! ¡Han hecho honor a su patria y a su bandera!
El Corsario Negro les miró alejarse.
—¡Demasiado valerosos para el traidor que los
comanda! —murmuró sordamente—. ¡Morgan!
Comunique a mis hombres que renuncio en su favor
a la parte que me corresponde por la venta de este
barco.
—Pero, señor, ¡vale una fortuna!
—¡El dinero no me importa! Yo combato por
motivos personales. Que mis hombres fijen el resca-
te de la duquesa. Los gobernadores de Veracruz y de
Maracaibo deberán pagar si la quieren libre.
La puerta de la cámara se abrió y apareció una
joven, seguida por dos camareras y dos pajes. Todos
estaban ricamente vestidos.
La joven era alta, de tez nacarada y sus cabellos,
de oro trigo, estaban recogidos en una larga trenza.
Unos ojos grises iluminaban su lindo rostro.
Al ver la carnicería de la cubierta, la joven tuvo
un gesto de espanto. Habló al Corsario con altivez:
—¿Qué ha pasado, caballero?
—Un combate, señora. Un combate en el que us-
tedes perdieron.
—¿Quién es usted?
El Corsario Negro apartó su espada tinta en san-
gre y se quitó el sombrero.
—Emilio de Roccanera, señor de Ventimiglia.
Pero se me conoce con otro nombre —añadió.
—¿Cuál?
—El Corsario Negro.
Una mueca de terror recorrió el rostro de la jo-
ven.
—¡El Corsario Negro! ¡El enemigo de los espa-
ñoles!
—Lucho contra ellos, pero no los odio. La prue-
ba es que he dejado en libertad a los sobrevivientes
de su barco.
—Entonces, ¿mienten quienes aseguran que us-
ted es sanguinario?
—Posiblemente.
—Y... ¿qué va usted a hacer conmigo, caballero?
—Yo preguntaré: ¿usted es española?
—Flamenca.
—Duquesa, ¿no es cierto?
—Cierto.
—Su nombre, por favor.
—¿Necesita saberlo?
—Sí, si quiere verse libre.
—Olvidaba, señor, que soy su prisionera.
—No mía; de mis hombres. Por mí, la desembar-
caría en el puerto más cercano. Pero no puedo violar
la ley del mar.
—Gracias —sonrió—. Me pareció raro que un
caballero de la nobleza europea se convirtiera en
ladrón.
—Tal vez llegue el día en que usted sepa, señora,
por qué un noble europeo puede hacerse filibustero
en los mares de América. ¿Su nombre, repito?
—Honorata Willeman, duquesa de Weltendram.
—Bien, señora, baje a su cámara. Tenemos el
triste deber de sepultar a los muertos. A usted la
espero esta tarde, en mi barco, para que coma con-
migo.
—Gracias, caballero.
Le ofreció su mano, hizo una leve inclinación y
salió. El Corsario se mantuvo inmóvil. Miraba la
puerta cerrada, con la frente sombría.

Los españoles habían perdido ciento sesenta


hombres y cincuenta los filibusteros. La enfermería
de El Rayo estaba repleta de heridos.
Ambos barcos estaban averiados, pero el español
no podía navegar con sus propios medios. El Corsa-
rio hizo limpiar las toldillas y realizar las reparacio-
nes urgentes, mientras se arrojaban los cadáveres al
mar envueltos en sacos y una bala de cañón como
lastre.
El Rayo quedó unido al otro barco mediante una
cuerda para remolcarlo. El Corsario dio órdenes a
Carmaux y al negro de que trajeran a la duquesa.
Mientras ésta llegaba, se paseó nervioso y sombrío
de un lado a otro.
Tres veces se acercó a Morgan, como para orde-
narle algo, pero no lo hizo. Había salido la luna. De
pronto se oyó llegar la chalupa.
La duquesita subió livianamente por la escala.
Con el sombrero en la mano, el Corsario la esperaba
en la borda.
—Gracias por haber aceptado mi invitación, se-
ñora.
—Soy yo la agradecida por recibirme en su bar-
co, pues soy su prisionera —repuso afablemente la
joven.
El Corsario le pidió que le siguiera, pero ella le
detuvo:
—Caballero, ¿no le importa que haya traído a
una de mis camareras?
—En absoluto, señora.
Le ofreció el brazo, la hizo entrar en el saloncito
de la cámara y sentarse junto a su camarera mulata.
Él tomó asiento frente a ambas, mientras Moko ser-
vía la comida en vajilla de plata.
Durante la comida, apenas se habló.
—Perdone, señora —dijo el Corsario cuando les
trajeron los postres—, que haya estado tan silencio-
so. Al atardecer siento una tristeza que no puedo
reprimir. Me atormentan negros recuerdos.
—¿Tal cosa le sucede al corsario más valeroso
que surca los mares? —preguntó ella con extrañe-
za—: ¡Me cuesta creerlo!
—Observe usted mi traje... ¿No es fúnebre, seño-
ra?
—Sí, usted viste de negro. En Veracruz se rumo-
rean cosas sobre usted que aterran al más valiente.
—¿Qué cosas, señora?
—Se rumorea que el Corsario Negro ha navega-
do, junto con dos hermanos vestidos uno de verde y
otro de rojo, para realizar una horrible venganza.
El Corsario no dijo nada. Su frente se mantenía
hosca.
—Dicen también que usted está siempre triste. Y
que, cuando hay tormenta en las Antillas, desafía al
viento y al mar protegido por espíritus infernales...
—¿Qué más dicen?
—Que a sus hermanos los ahorcó un mortal ene-
migo de usted. Y que...
—¡Continúe!
—No me atrevo —dijo ella, inquieta.
—¿Acaso le doy miedo?
—No, pero... —poniéndose en pie, le preguntó—
: ¿Es cierto que usted evoca a los muertos?
A babor del barco estalló una enorme ola. El
Corsario se levantó y se quedó mirando, pálido, a la
joven. En sus ojos había una indisimulada emoción.
Fue hacia la ventana.
El mar brillaba, calmo, iluminado por la luna, pe-
ro a babor el agua arremetía contra el casco como
impulsada por una fuerza misteriosa.
El Corsario, mudo, observaba el mar. La duquesa
se le había acercado, llena de un supersticioso es-
panto.
—¿Qué ve usted, caballero? —susurró.
—Me preguntaba —dijo él—, si los sepultados
en el mar pueden volver a la superficie.
Un escalofrío recorrió a la joven.
—¿A qué muertos se refiere usted?
—A los que no han sido vengados —repuso él.
—¿A sus hermanos, talvez?
—¡Talvez!
Regresó a la mesa y llenó dos vasos de vino.
—¡A su salud, señora! —dijo, sonriendo forza-
damente—. Es tarde. Es hora de que vuelva a su
barco.
—El mar ya está calmo, caballero. No hay peli-
gro para la chalupa que ha de trasbordarme.
El Corsario pareció serenarse.
—¿Quiere usted acompañarme un rato más, se-
ñora?
—Si a usted no le molesta.
—¡Molestarme! ¡Oh, no! Pero..., ¿me equivoco o
usted tiene alguna otra razón para continuar aquí?
—Es posible, caballero.
—Hable, se lo ruego. Usted me quita mi tristeza.
—Dígame, caballero, ¿por qué usted odia tanto al
hombre de que quiere vengarse? —preguntó ella
dulcemente.
—Porque mató y destruyó a mi familia completa,
señora. Hace dos noches, apenas, hice un juramento
que mantendré aunque me cueste la vida.
—Ese hombre, ¿se encuentra ahora en América?
—¡Sí!
—¿Quién es? ¿Puede usted decírmelo? —
preguntó ansiosamente.
—Ya es tarde, señora, y usted debe trasbordar.
Se dirigió al negro, que permanecía en un rincón:
—¿Lista la chalupa?
—Sí, comandante.
El Corsario ofreció el brazo a la joven y la llevó
a cubierta. Ante la escala, dijo:
—Buenas noches, señora.
Ella le tendió su mano y sintió temblar la del
Corsario.
—Gracias por todo, caballero.
Él hizo una venia. Seguida de la mulata, la joven
bajó hasta la chalupa. Desde allí alzó la vista y vio
que el Corsario continuaba inmóvil, mirándola.

El Rayo navegaba lentamente hacia las costas de


Cuba o de Santo Domingo, llevando a remolque el
barco español. Gracias a unos vientos favorables, al
tercer día enfilaba la proa hacia las costas meridio-
nales de Cuba.
El Corsario salió de su cámara al oír el silbido
que anunciaba tierra a la vista. Aún se mantenía
intranquilo, sin cambiar una palabra con nadie, ni
siquiera con Morgan. Miró abstraído las montañas
de Jamaica, en el horizonte, y luego se fijó en la
proa del barco español, que navegaba a unos veinte
metros.
Una sombra blanca se apoyaba en la amura. Era
la duquesa, envuelta en un amplio manto blanco y
con los cabellos sueltos cayéndole dorados sobre la
espalda. También ella miraba el barco filibustero.
Sin saludar, el Corsario Negro clavó los ojos en
los de la joven. La fascinación duró casi un minuto.
Pero el Corsario, como arrepentido de su debilidad,
dio un paso hacia el timonel.
La joven continuaba inmóvil, mirándole sin pes-
tañear.
El Corsario siguió retrocediendo, hasta tropezar
con Morgan.
—¿Miraba usted el sol, señor? —le preguntó és-
te.
—¿Qué pasa con el sol?
El comandante de El Rayo abrió los ojos, que
había cerrado para no ver la figura de la joven, y
miró. El sol estaba poniéndose rojo.
—Se acerca un huracán —murmuró.
—Así parece, señor.
—Sí. Tendremos que abandonar nuestra presa.
No podremos remolcarla.
—¿Me permite una sugerencia, señor? Envíe a la
mitad de la tripulación al buque español.
—Sí. No quiero que mis hombres pierdan lo ga-
nado tan duramente.
—¿Dejará usted en aquel navío a la duquesa?
Creo, con su permiso, comandante, que estaría me-
jor a bordo de El Rayo.
—¿Acaso le importa si se ahoga? —repuso el
Corsario, clavándole la vista.
—Vale muchos miles, señor.
—¡Cierto!
—¿Ordeno que la trasborden, señor, antes de que
la tormenta lo impida?
Sin responder, el Corsario continuó paseándose.
De pronto se detuvo.
—¿Cree usted que la fatalidad acompaña a cier-
tas mujeres? —preguntó bruscamente a Morgan.
—No lo sé, señor —repuso éste, perplejo.
—¿Le daría a usted miedo amar a una mujer?
—¿Miedo? No le comprendo, señor.
El Corsario mostró a la joven, que seguía en el
mismo sitio.
—¿Qué le parece?
—Una criatura muy bella.
—¿No le tendría miedo?
—¡No, desde luego!
—A mí sí me da miedo.
—¡Al valiente Corsario Negro! Usted bromea,
señor.
—Me acusan —dijo el Corsario— de conocer el
destino. Sucede que una gitana me predijo que la
primera mujer que amase me sería fatal.
—Supersticiones, comandante.
No. La misma gitana predijo que uno de mis her-
manos moriría a traición en un combate, y los otros
en la horca. ¡Y no se equivocó!
—¿Y usted cómo moriría, mi comandante?
—En el mar, lejos de mi patria, a causa de la mu-
jer amada.
Y acercándose a Carmaux, a Wan Stiller y a
Morgan, ordenó:
—Bajen una chalupa y trasborden a la duquesa.
Morgan, a su vez, despachó a treinta filibusteros
al barco español.
—¿Tenía algo urgente que comunicarme, caba-
llero? —preguntó la joven en cuanto estuvo ante el
Corsario.
—Sí, señora. Es posible que apenas se desate el
huracán debamos dejar su barco a su suerte. Mi na-
vío es seguro.
—Gracias, señor.
—¡No me las dé! ¡Mi decisión puede ser fatal pa-
ra alguien!
—¿Para quién?
Sin responder, el Corsario hizo que la joven se
retirara a una cámara. Luego examinó el cielo, pre-
ocupado.
—¿Cómo capearía usted esta tormenta? —
preguntó a Morgan.
—Refugiándome en Jamaica.
—Eso vale para el barco español. Pero El Ra-
yo.... ¡Corten el cable de remolque! Ordene a los del
navío español que se refugien en Jamaica. Les espe-
raremos en las Tortugas.
Ambos barcos se separaron. El huracán se acer-
caba velozmente. El Corsario, tranquilo, no parecía
preocupado por las olas y el viento cada vez más
furiosos.
—¡Dame la barra! —ordenó al timonel—. ¡Yo
guiaré mi barco!
El atardecer se había ennegrecido de golpe. El
mar y la lluvia bullían. El Rayo navegaba casi sin
velamen, luchando valerosamente contra el furioso
oleaje. Todo estaba saturado de electricidad.
El Corsario piloteaba su navío con mano firme.
Las olas le bañaban el cuerpo, el viento casi le
arrancaba del timón, pero continuaba en su puesto
sonriendo.
De pronto, un gesto de terror borró su sonrisa.
Una mujer salía de la cámara y subía a la toldilla. El
viento huracanado batía su suelta cabellera.
—¡Señora! —gritó el Corsario—. ¡Vuelva a la
cámara! ¡Aquí reina la muerte!
—¡No le temo!
—¡Váyase! ¡Es una orden!
La joven continuó sujeta a la baranda.
—¿Qué hace aquí? —gritó el Corsario.
—¡Vengo a ver al Corsario Negro!
—¿No se da cuenta de que las olas pueden sacar-
la del barco?
—¿Y a usted qué le importa?
—¡Me importa! ¡No quiero que muera!
La joven sonrió sin moverse de su sitio. Los ojos
de ambos se encontraron, con la misma expresión de
esa mañana.
—¡No me mire así, señora! —gritó él, tras un
violento bandazo—. ¡Estamos jugándonos la vida!
La duquesa se tapó el rostro con las manos.
Se acercaban a las costas de Haití. A la luz de los
rayos se veían los escollos contra los que el barco
podía destrozarse.
—¡Cambien la vela del trinquete! ¡Abajo los fo-
ques! ¡Listos para la virada!
Sin ceder, El Rayo absorbía las olas estremecién-
dose entero. Cuando se inclinaba mucho a babor o a
estribor, el Corsario lo levantaba con un rápido gol-
pe de barra.
Cuando amaneció, el viento había cambiado y El
Rayo estaba frente al Cabo de Haití. Apenas vio el
faro del puerto, el Corsario, que estaba agotado,
entregó la barra a Morgan y se acercó a la joven.
—Sígame, señora. Estuve admirándola. Jamás
había visto a una mujer afrontar tan tranquila un
peligro como el que pasamos.
Ella se sacudió sus vestimentas empapadas.
—Ya puedo contar —dijo— que he visto al Cor-
sario Negro enfrentar a uno de los huracanes más
violentos que han azotado las Antillas.
—¡Cuánto siento, señora, que usted haya de ser
una mujer fatal, según la gitana!
—¿Qué dice? —preguntó la joven, sorprendi-
da—. ¿Acaso cree en supersticiones?
—¿Por qué no? Las predicciones de la gitana se
han cumplido todas. —Señaló las olas, agregando—
: ¡Pregúnteselo a mis hermanos! ¡Eran valientes,
jóvenes y fuertes! ¡Ahora yacen en ese fondo! ¡La
profecía se cumplió y también se cumplirá la mía!
Esbozó un movimiento de protesta, con los pu-
ños cerrados, y descendió a la cámara. La joven
quedó sorprendida ante aquellas palabras y gestos
que no podía comprender.
Empujado por vientos favorables en un mar tran-
quilo, El Rayo se hallaba tres días después a la altura
de La Tortuga, el refugio de los filibusteros del Gran
Golfo.

CAPÍTULO 4
SEGUROS EN LA
TORTUGA
Cuando El Rayo ancló en el puerto seguro de La
Tortuga, los filibusteros estaban en plenos festejos.
La mayoría de ellos habían obtenido un rico botín en
correrías recientes por las costas de Santo Domingo
y de Cuba a las órdenes del Olonés y de Miguel, el
Vasco.
Tigres en el mar, en tierra aquellos hombres eran
los más alegres habitantes de las Antillas y, cosa
insólita, también los más corteses. A sus fiestas invi-
taban a todos los infortunados prisioneros españoles
por los que estaban pidiendo rescate. En todo mo-
mento trataban de hacerles olvidar su triste condi-
ción. Triste, porque si el rescate exigido no llegaba,
los filibusteros acostumbraban, entre otras artima-
ñas, a mandar la cabeza de algún prisionero para
hacerlos decidir por los restantes.
Cuando la nave ancló, los corsarios interrumpie-
ron su banquete, sus bailes y sus juegos, la alegría
de ver llegar al Corsario Negro se ensombreció por
la bandera a media asta de El Rayo.
El caballero de Roccanera, que lo había visto to-
do desde el puente, llamó a Morgan.
—Comuníqueles que el Corsario Rojo ha tenido
honrosa sepultura y que su hermano prepara la ven-
ganza que... —se interrumpió para agregar—: Dí-
ganle al Olonés que quiero hablar con él; luego,
preséntele mis saludos al gobernador, al que tam-
bién visitaré más tarde.
Media hora después, cuando ya habían terminado
las labores de amarre, el Corsario bajó al camarote
donde se encontraba la joven flamenca preparada
para desembarcar.
—Señora, una chalupa la llevará a tierra.
—Soy su prisionera, caballero, y no me opondré
a usted.
No es mi prisionera, señora.
—¿Por qué? Todavía no he pagado mi rescate.
—Ya fue recibido en la caja de la tripulación.
—¿Quién lo pagó? —preguntó la joven, sorpren-
dida—. Todavía no he comunicado mi situación al
marqués de Heredia ni al gobernador de Maracaibo.
¿Acaso ha sido usted?
—Y bien, ¿si hubiera sido yo?... —preguntó el
Corsario, mirándola a los ojos.
—Es una generosidad que no creía encontrar en-
tre los filibusteros de la Tortuga, pero que no me
sorprende en el caballero de Roccanera, señor de
Ventimiglia. Sólo le ruego decirme en cuánto fue
fijado mi rescate.
—¿Está usted ansiosa por abandonar La Tortu-
ga?
—Se equivoca usted. Cuando llegue el momento,
lamentaré abandonar la isla. Le guardaré vivo agra-
decimiento y jamás le olvidaré.
¡Señora! —exclamó el Corsario con los ojos ilu-
minados, y avanzó hacia ella, pero se contuvo.
Empezó a pasearse por la habitación. Brusca-
mente preguntó a la joven:
—¿Conoce usted al gobernador de Maracaibo?
La duquesa se estremeció al oírle. En sus ojos se
veía una gran ansiedad.
—Sí —respondió, con un hilo de voz.
—¿Qué le sucede, señora? —preguntó el Corsa-
rio, sorprendido—. Está usted pálida e inquieta.
—¿Por qué esa pregunta? —insistió la joven, sin
responder.
El Corsario iba a contestar cuando se oyeron los
pasos de Morgan.
—Comandante —dijo éste, entrando—, Pedro
Nau le espera en su casa. Le tiene importantes noti-
cias.
El Corsario se volvió hacia la joven:
—Señora, permítame que le ofrezca la hospitali-
dad de mi casa y que ponga a su disposición a Mo-
ko, a Carmaux y a Wan Stiller. Ellos la conducirán
hasta allá y quedarán a sus órdenes.
—Caballero..., por favor, una palabra... —
balbuceó la duquesa.
—Sí, la comprendo a usted. Pero del rescate
hablaremos luego.
Y sin más, salió y atravesó apresuradamente la
cubierta, descendiendo a la chalupa que le esperaba.
Saltó a tierra y pronto se internó pensativo en un
bosque de palmeras.
—¡Ah!, el tétrico filibustero oculto en el bosque.
—¡Eres tú, Pedro! —dijo el Corsario, volviéndo-
se.
—Soy el Olonés, el mismo que viste y calza.
Era el famoso filibustero, el más despiadado ene-
migo de los españoles, que terminaría su fugaz ca-
rrera bajo los dientes de los antropófagos. Natural de
Olón, había sido marinero contrabandista en las
costas de España. Sorprendido por los aduaneros,
perdió su barco, su hermano fue muerto a balazos y
él, gravemente herido. Curado, pero en la más es-
pantosa miseria, se vendió como esclavo para ayu-
dar a su anciana madre.
Luego se enroló como bucanero esclavo; des-
pués, en las mismas condiciones, pasó a ser filibus-
tero. Como demostrara un coraje excepcional, obtu-
vo un pequeño barco que le concedió el gobernador
de La Tortuga.
Con este barco realizó audaces prodigios, oca-
sionando enormes daños a las colonias españolas.
Lo respaldaban los tres corsarios: el Negro, el Rojo
y el Verde.
—Acompáñame a casa —dijo ahora el Olonés,
después de estrechar la mano al capitán de El Ra-
yo—. Esperaba impaciente tu regreso.
—También yo estaba impaciente por verte. Estu-
ve en Maracaibo.
—¿Tú?... —exclamó, asombrado, el Olonés.
—Preferí rescatar personalmente el cadáver de
mi hermano.
—Ten cuidado. Tu audacia te puede costar la vi-
da. Recuerda a tus hermanos.
—¡No hables de eso, Pedro! ¡Voy a vengarlos
muy pronto!
—¡Y yo! Ya he hecho algo: preparé la expedi-
ción. Tengo ocho naves, incluyendo la tuya, y cuen-
to con seiscientos hombres, entre filibusteros y bu-
caneros. Nosotros capitanearemos a los primeros y
Miguel, el Vasco, a los otros.
—¿Necesitas dinero? —preguntó el Corsario.
—Me gasté ya todo lo que obtuve en la expedi-
ción a Los Cayos.
—Por mi parte, puedes contar con diez mil pias-
tras.
—¡Por las arenas de Olón!...
—Te habría dado más, pero esta mañana tuve
que pagar un fuerte rescate.
—¿Un rescate, tú?
—Sí, por una gran dama que cayó en mis manos.
El dinero del rescate le correspondía a mi tripula-
ción.
—¿Una española?
—No, una duquesa flamenca emparentada con el
gobernador de Veracruz.
—¡Flamenca! Igual que tu mortal enemigo —
reflexionó con tristeza el Olonés.
—¿Qué quieres sugerir? —preguntó el Corsario,
palideciendo.
—Qué podría estar emparentada con Wan Guld.
—¡Dios no lo quiera! —murmuró el Corsario, en
un susurro.
—Y si así fuera, ¿por qué iba a importarte?
—He jurado exterminar a todos los Wan Guld, y
también a sus parientes.
—Bueno, la matas y santas paces.
—¡Oh, no! —exclamó el Corsario, aterrorizado.
—¡Por las arenas de Olón!... Estás enamorado de
tu prisionera.
—¡Calla, Pedro!
—¿Por qué? ¿Acaso es una vergüenza para los
filibusteros amar a una mujer?
—No, pero sé que esa joven me será fatal.
—Entonces, abandónala a su suerte.
—Demasiado tarde. La amo con locura.
—¿Y ella te corresponde?
—Creo que sí.
—¡Qué linda pareja, a fe mía!... ¡El señor de
Roccanera sólo podía emparentarse con una dama
de alcurnia!... Suerte rara en América, y aún más
rara para un filibustero. Vamos a bebernos unas
copas a la salud de tu duquesa, amigo mío.

La casa del Olonés —una sencilla casa de made-


ra a la usanza de las Antillas— estaba en el linde del
bosque, a media milla de la ciudadela. Ya en su
interior, ambos hombres se sentaron en sillones de
bambú y descorcharon varias botellas de vino espa-
ñol.
—A tu salud, caballero, y a los ojos de tu dama
—brindó el Olonés, chocando los vasos.
—Prefiero que bebamos por el éxito de nuestra
expedición —repuso el Corsario.
—Será un éxito, amigo. Dime, ¿tú conoces a
Wan Guld?
—Lo conozco mejor que a los españoles que sir-
ve.
—¿Qué clase de hombre es?
—Un viejo soldado que peleó largamente en
Flandes y que lleva uno de los apellidos más ilustres
de la nobleza flamenca. Fue un gran conductor de
ejércitos y habría ganado muchos otros títulos si el
oro español no lo hubiera hecho traidor.
—¿Es viejo? —preguntó el Olonés.
—Debe tener unos cincuenta años. Es un zorro
astuto.
—En Maracaibo, entonces, nos espera una resis-
tencia terrible.
—Nuestros hombres, Pedro, tienen un valor in-
superable. ¿Cuándo partimos?
—Mañana al alba.
—Me quedaré en tu casa; he cedido la mía a la
duquesa.
—Es una alegría inesperada. Prepararemos mejor
la expedición, junto con el Vasco, que vendrá a co-
mer.
—Gracias, Pedro —repuso el Corsario, y se le-
vantó dirigiéndose a la puerta.
—¿Ya te vas?... —le preguntó el Olonés.
—Sí, tengo algo que hacer. Pero dentro de unas
horas estaré de vuelta.
—Adiós. No te dejes hechizar por la flamenca.

El Corsario ya estaba lejos. Había tomado otro


sendero, avanzando por el bosque que se extendía
detrás de la ciudadela y cubría buena parte de la isla.
Soberbias palmas llamadas maximilianas, gigantes-
cas mauritias de grandes hojas recortadas en forma
de abanico, entrecruzaban su fronda con la de las
bosnelías de hoja rígida como de metal.
Debajo de esos colosos, las palmas crecían en
profusión, sin necesidad de cultivo, los agaves pre-
ciosos que dan un líquido picante y dulzón, conoci-
do en las orillas del Golfo de México como agua-
miel y mezcal cuando está fermentado, las vainillas
selváticas y los largos pimenteros.
Pero el Corsario Negro, abstraído en sus pensa-
mientos, no se detenía a contemplar aquella esplén-
dida vegetación. Apuraba el paso, impaciente por
llegar.
Media hora después se detenía bruscamente al
borde de una plantación de altas cañas, cuyo color
amarillo rosado adquiría tonalidades de púrpura a
los rayos del sol poniente. Las hojas largas caían
hacia el suelo, apretadas alrededor de un fuste deli-
cado que terminaba en un bellísimo penacho blanco
adornado con una franja tenue cuyo colorido estaba
entre cerúleo y rubio: era una plantación de caña de
azúcar en plena madurez.
El Corsario caminó al lado del cultivo durante un
rato, luego penetró resueltamente entre las cañas y
atravesó el terreno cultivado para detenerse, del otro
lado, frente a una construcción muy graciosa que se
levantaba entre un grupo de palmeras que la som-
breaban por completo.
Era una casa de dos plantas, semejante a las que
se construyen en México; las paredes estaban pinta-
das de rojo, adornadas con mosaicos, y el techo
formaba una gran terraza llena de tiestos con flores.
Un enorme calabacero de largas y tupidas hojas
que produce un fruto reluciente, color verde pálido y
forma esférica, del tamaño de un melón, la cubría
por completo, llegando a las ventanas y a la terraza.
Ante la puerta, Moko, el coloso africano, estaba
sentado fumando una vieja pipa que le había regala-
do su único amigo, el compadre blanco.
El Corsario permaneció inmóvil un instante, mi-
rando las ventanas y la terraza, luego hizo un gesto
de impaciencia con la cabeza y se dirigió hacia el
africano, quien, al verle, se levantó prestamente.
—¿Dónde están Carmaux y Wan Stiller? —le
preguntó..
—Fueron. al puerto, para saber si habíais orde-
nado algo, señor.
—¿Qué hace la duquesa?
—Está en el jardín.
—¿Sola?
—Con sus camareras y sus pajes
—¿Qué hace?
—Os está preparando la mesa
—¿Para mí?... —pregunto el Corsario, cuya fren-
te se aclaró de pronto como si un fuerte golpe de
viento hubiese dispersado las nubes que la oscurecí-
an.
—Estaba segura de que vendríais a cenar con
ella.
—La verdad es que me están esperando en otro
lugar, pero prefiero mi casa y su compañía a la de
los filibusteros —murmuró.
Entró por un zaguán adornado con tiestos flori-
dos que exhalaban delicado perfume, y salió del otro
lado de la casa, al amplio jardín rodeado por una
cerca alta y sólida imposible de escalar.
Si la casa. era graciosa, el jardín era muy pinto-
resco; hermosos senderos que los plátanos sombrea-
ban prodigando su delicada frescura y ofreciendo su
carga de frutas brillantes en forma de enormes raci-
mos, se abrían en todas direcciones, dividiendo el
terreno en canteros, en los que crecían espléndidas
flores tropicales.
En los ángulos se levantaban maravillosas per-
seas que producen una fruta verde del tamaño de un
limón y cuya pulpa servida con azúcar y jerez es
riquísima; pasifloras, que dan una fruta exquisita,
del tamaño de un huevo de pato, que contiene una
sustancia gelatinosa de exquisito sabor; graciosas
cumarú de flores purpurinas de delicado perfume, y
palmas oacuri con sus almendras colosales, que
alcanzan un tamaño de sesenta y hasta de ochenta
centímetros.
El Corsario tomó uno de ésos senderos y llegó,
sin hacer ruido, a una especie de glorieta formada
por un gran calabacero como el que recubría la casa,
bajo la espesa sombra de un "yupati" del Orinoco,
palma maravillosa cuyas hojas alcanzan el increíble
largo de quince pies, es decir, de más de once me-
tros.
Rayos de luz brillaban por entre las hojas del ca-
labacero y se oían juveniles risas.

El Corsario se detuvo a mirar: una mesa cubierta


con albo mantel de encaje de Flandes estaba tendida
en aquel pintoresco lugar.
Ramos de flores perfumadas decoraban con gus-
to la mesa, dispuestos alrededor de dos candelabros
y de pirámides de frutas exquisitas: ananás, bananas,
nueces de coco frescas, y "aphunas", especie de
melocotones muy grandes que se comen cocidos con
agua y azúcar.
La joven duquesa disponía las flores y las frutas,
ayudada por sus dos mestizas.
Llevaba un vestido de color azul como el cielo,
con encajes de Bruselas, que daba mayor realce al
candor rosado de su piel y a su cabellera rubia reco-
gida en una gruesa trenza que le caía a la espalda.
No usaba joyas, contra la costumbre de las hispa-
noamericanas, entre las cuales sin duda había vivido
mucho tiempo; sólo una doble fila de hermosas per-
las cerradas con una esmeralda ceñía su cuello.
El Corsario Negro la contemplaba con ojos bri-
llantes, su mirada no perdía ni uno de sus movi-
mientos. Parecía estar hechizado por esa belleza
nórdica, ya que no se atrevía casi a respirar, por
temor de romper el encanto.
De pronto hizo un ademán, y su mano golpeó las
hojas de una pequeña palma que crecía junto a la
glorieta.
Al ruido, la joven flamenca se volvió y vio al
Corsario. Un ligero sonrojo tiñó sus mejillas y sus
labios se abrieron en una sonrisa que dejaba ver sus
pequeños dientes brillantes, como las perlas que
llevaba al cuello.
—¡Ah...! ¿Sois vos, caballero? —exclamó ale-
gremente, y con una graciosa inclinación, mientras
el Corsario se quitaba el sombrero, agregó:
—Os esperaba... Mirad: la mesa está preparada
para cenar.
—¿Me esperabais, Honorata? —preguntó el Cor-
sario, besando la mano que ella le tendía.
—Lo estáis viendo, caballero. Hay un trozo de
manatís, aves asadas y pescado, que sólo esperan
que les hagáis los honores. Yo misma he vigilado su
preparación.
—¿Vos, duquesa?
—¿De qué os asombráis?.. Las mujeres flamen-
cas acostumbran preparar ellas mismas la comida
para sus huéspedes y sus maridos.
—¿Y vos me esperabais?
—Sí, caballero.
—Sin embargo, no os había advertido que ten-
dría la inefable dicha de cenar con vos.
—Es cierto, pero el corazón de la mujer adivina a
veces la intención del hombre y mi corazón me dijo
que vendríais esta noche —agregó ella, sonrojándo-
se otra vez.
—Señora —dijo el Corsario—, la verdad es que
un amigo me invitó a cenar. Pero ¿creéis que pueda
renunciar a vuestra exquisita hospitalidad? Quizá
sea la única vez.
—¿Qué estáis diciendo, caballero? —inquirió la
joven, estremeciéndose—. ¿Acaso el Corsario Ne-
gro tiene prisa por retornar al mar?... ¿Apenas ha
puesto pie en tierra de regreso de una audaz expedi-
ción y quiere ya correr en busca de nuevas aventu-
ras?... ¿No sabe que en el mar puede esperarlo la
muerte?
—Lo sé, señora, pero el destino me empuja lejos
y obedezco.
—¿Nada puede deteneros?... —preguntó ella con
voz trémula.
—Nada.
—¿Ningún afecto?
—No.
—¿Ni siquiera la amistad? —preguntó la joven,
cada vez más ansiosa.
El Corsario, nuevamente sombrío, iba a contestar
con otra negativa, pero se contuvo, y ofreciendo una
silla a la joven, dijo:
—Sentaos, señora, la cena se enfría y lamentaría
no hacer honor a esta comida preparada por vuestras
hermosas manos.
Se sentaron uno frente al otro y las dos mestizas
comenzaron a servir. El Corsario estaba amabilísi-
mo; mientras comía hablaba con entusiasmo, y su
conversación era espiritual y cortés. Trataba a la
joven duquesa con la gentileza de un perfecto hom-
bre de mundo, la informaba sobre los usos y cos-
tumbres de los filibusteros y de los bucaneros, le
hablaba de sus prodigiosas fiestas, de sus extraordi-
narias aventuras, le narraba batallas, abordajes, nau-
fragios, pero sin hacer la menor mención referente al
viaje que habría de emprender en compañía del Olo-
nés y del Vasco.
La joven flamenca lo escuchaba sonriendo y ad-
miraba su espíritu, su locuacidad nada frecuente y su
amabilidad, aunque parecía preocupada como si un
pensamiento la asediara o una invencible curiosidad,
ya que al responderle volvía siempre al tema del
viaje a emprender.
Las tinieblas habían caído dos horas antes y la
luna brillaba entre los claros de la fronda, cuando el
Corsario se levantó. Sólo en ese instante se acordó
del Olonés y del Vasco que lo esperaban, y de que
antes del alba habría de completar la tripulación de
El Rayo
—¡El tiempo vuela a vuestro lado, señora! —le
dijo—. ¿Qué embrujo misterioso poseéis para
hacerme olvidar las graves obligaciones que debo
cumplir?... Creía que eran apenas las ocho y son las
diez.
—Ha sido el placer de descansar un instante en
vuestra propia casa después de tantas incursiones
por el mar, caballero —contestó la duquesa.
—¿No serán, más bien, vuestros bellísimos ojos
y vuestra encantadora compañía?
—En ese caso, caballero, es vuestra persona la
que me ha hecho pasar horas deliciosas... y... ¡quién
sabe si podremos volver a gozarlas juntos, en este
poético jardín, lejos del mar y de los hombres!... —
agregó con profunda amargura.
—¡La guerra mata y la fortuna protege!
—¡La guerra!... ¿y no contáis el mar? No siem-
pre El Rayo podrá vencer los huracanes del Gran
Golfo.
—Mi nave no teme a la tempestad cuando yo la
guío.
—¿Habéis decidido volver pronto al mar?
—Mañana al alba, señora.
—No acabáis de desembarcar y ya pensáis en
huir; se diría que teméis a la tierra.
—Amo el mar, duquesa. Además, no será que-
dándome aquí que podré encontrar a mi mortal ene-
migo.
—¡Vuestro pensamiento está siempre fijo en él!
—Siempre, y sólo se extinguirá con mi vida.
—¿Es para combatir contra él que partís?
—Sin duda.
—¿Y vais a...? —inquirió la joven con una an-
gustia que no pasó inadvertida para el Corsario.
—No os lo puedo decir, señora; son secretos de
la filibustería. No debo olvidar que vos, hasta hace
pocos días, erais huésped de los españoles de Vera-
cruz y tenéis amigos también en Maracaibo.
—La frente de la joven se ensombreció y miró al
Corsario con ojos tristes:
—¿Desconfiáis de mí? —le preguntó con tono de
dulce reproche.
—No, señora. Dios me libre de sospechar de vos,
pero debo obediencia a las leyes de la filibustería.
—Me hubiera dolido mucho que el Corsario Ne-
gro dudara de mí. Lo conocí en todo momento leal y
caballero.
—¡Gracias por vuestra opinión, señora!
Se puso el sombrero, tomó la espada, pero era
evidente que le costaba decidirse a partir. Permane-
cía de pie frente a la joven con los ojos fijos en ella
y su rostro melancólico.
—Creo que deseáis decirme algo, ¿verdad, caba-
llero? —preguntó la duquesa.
—Sí, señora.
—¿Es algo grave, que os preocupe?
—Talvez.
—Hablad, por favor, caballero.
—Deseo preguntaros si, durante mi ausencia,
abandonaréis la isla.
—¿Y si lo hiciese...?
—Lamentaría mucho, señora, no encontraros a
mi regreso.
—¿Sí?... ¿Puedo preguntar por qué, caballero?
—inquirió ella sonriendo y enrojeciendo a la vez.
—No sé por qué, pero me sentiría muy feliz si
pudiera pasar otra noche como ésta, cenando a vues-
tro lado. Me compensaría de grandes sufrimientos
que desde los lejanos países de ultramar arrastré
conmigo a estas aguas americanas.
—Pues bien, caballero, si lamentaríais no encon-
trarme, os confieso que yo también me sentiría muy
triste si no volviese a ver al Corsario Negro —dijo
la joven duquesa bajando la cabeza.
—Entonces, ¿me esperaréis?... —inquirió impe-
tuosamente el Corsario.
—Haré más que eso, si me lo permitís.
—Hablad, señora.
—Os pediré hospitalidad, una vez más, a bordo
de vuestra nave.
El Corsario Negro no pudo esconder su alegría,
pero cambió presto y se puso muy serio.
—Es imposible... —dijo con firmeza.
—¿Acaso os molestaría?
—No, pero no está permitido a los filibusteros,
cuando emprenden una expedición, llevar ninguna
mujer. Es cierto que El Rayo es mío y que soy pa-
trón absoluto a bordo y no tengo que dar cuenta a
nadie, pero...
—Continuad —dijo la duquesa, muy triste.
—No sabría explicaros la causa, señora, pero ten-
go miedo de volveros a ver a bordo de mi nave.
¿Será el presentimiento de una desgracia que no
puedo prever? ¿O algo peor?... ¿Veis? Me habéis
hecho esa pregunta y mi corazón, en vez de alegrar-
se, ha sufrido una punzada... Miradme: ¿no me veis
más pálido que de costumbre?
—Es cierto —exclamó la duquesa, asustada—.
¡Dios mío!... ¡Que esta expedición no os sea fatal!
—¿Quién puede leer el porvenir?... Señora, de-
jadme partir. En este momento sufro sin poder adi-
vinar la causa. Adiós, señora; si tuviese que hundir-
me con mi barco en las profundidades del Gran Gol-
fo o morir en la brecha con una bala o una puñalada
en el pecho, no olvidéis demasiado pronto al Corsa-
rio Negro.
Después de decir esas palabras, salió con paso
rápido, sin volverse, como si tuviera miedo de que-
darse allí todavía, y luego de atravesar el jardín y el
zaguán penetró en el bosque para dirigirse a la casa
del Olonés.

CAPITULO 5
EL ODIO DEL CORSARIO
NEGRO
A la mañana siguiente, con la primera luz del día
y la marea alta, entre el redoble de los tambores, el
sonido de los pífanos, los tiros al aire de los bucane-
ros de La Tortuga y los ¡hurra! estrepitosos de los
filibusteros de las naves ancladas, la expedición
abandonaba el puerto, bajo las órdenes del Corsario
Negro, del Olonés y de Miguel, el Vasco.
Se componía de ocho naves grandes y pequeñas,
armadas con ochenta y seis cañones, de los cuales
dieciséis se encontraban en el barco del Olonés y
doce en El Rayo, con una tripulación de seiscientos
cincuenta hombres entre filibusteros y bucaneros.
El Rayo, por ser el velero más raudo, navegaba a
la cabeza de la escuadra, sirviendo de explorador.
Al tope del palo maestro flameaba la bandera ne-
gra a franjas de oro del comandante y en la cima del
trinquete la gran cinta roja de las naves de guerra;
detrás, en doble fila, venían los otros barcos, con-
servando la distancia necesaria para poder manio-
brar sin peligro.
La escuadra salió mar afuera y se dirigió hacia
occidente, en busca del canal de Barlovento, por el
cual habría de desembocar en el mar Caribe.
Les acompañaba un tiempo espléndido y todo era
favorable para la navegación tranquila a Maracaibo.
Los filibusteros sabían, además, que la flota del
almirante Toledo navegaba frente. a las costas de
Yucatán, en dirección hacia México.
Tras dos apacibles días, la escuadra se disponía a
doblar el Cabo del Engaño, cuando El Rayo comu-
nicó la presencia de una nave enemiga en ruta a
Santo Domingo.
El Olonés, comandante supremo de la expedi-
ción, ordenó que se la persiguiera, pues llevaba el
estandarte de España. El barco enemigo se vio pron-
to rodeado y sin posibilidades de escapar. Habría
bastado una andanada para hundirlo u obligarlo a
rendirse, pero los soberbios corsarios tenían gestos
incomprensibles y hasta admirables en ladrones del
mar.
El Olonés ordenó por señales al Corsario Negro
que la escuadra se colocara a la capa, y avanzó au-
dazmente al encuentro del barco, para intimarlo a
una rendición incondicional.
El buque enemigo, que en todo momento se
había considerado perdido, respondió a la intima-
ción con una descarga de sus ocho cañones de estri-
bor. La batalla comenzó entonces con gran furia.
Los españoles, aunque poco numerosos, decidieron
defenderse valerosamente. Un duelo formidable de
artillería se entabló con grave perjuicio para arbola-
duras y velas.
El Olonés estaba molesto. Seis veces intentó
abordar la nave y otras tantas fue rechazado, hasta
que en el séptimo asalto logró que la nave enemiga
arriara su bandera.
La victoria fue un triste augurio para la gran em-
presa de los filibusteros, a pesar de que El Rayo
durante el combate había descubierto a otro barco
español oculto en una ensenada y lo había capturado
tras una frágil resistencia.
La revisión de las dos naves tomadas les reportó
un botín en mercaderías de gran valor, en lingotes
de plata, en pólvora y en armas. Los filibusteros,
que no querían prisioneros, los desembarcaron en la
costa, repararon los daños de la arboladura y esa
misma tarde se hicieron a la vela rumbo a Jamaica,
incorporando a la escuadra las dos naves capturadas.
En Jamaica recalaron por breve tiempo, el sufi-
ciente para curar a los heridos y abastecer las bode-
gas. Después siguieron rumbo al sur.
La noche del decimocuarto día de navegación, el
Corsario avistó la punta de Paraguana, donde un
faro señala a los navegantes la boca del golfo. De
inmediato llamó a Morgan.
—Que esta noche no se encienda luz a bordo. Es
la orden del Olonés. Los españoles no deben adver-
tir la presencia de la escuadra. Si la descubren, ma-
ñana en la ciudad no encontraremos ni una piastra.
—¿Nos detendremos a la entrada del golfo? —
preguntó Morgan.
—No; la escuadra navegará hasta la boca del la-
go, y mañana, al amanecer, entraremos de improviso
en Maracaibo.
—¿Bajarán a tierra nuestros hombres?
—Sí, junto a los bucaneros del Olonés. La es-
cuadra bombardeará las fortificaciones de la costa y
nosotros atacaremos por tierra. Así impediremos que
el gobernador pueda huir a Gibraltar. ¡Que estén
listas las chalupas de desembarco!
—Está bien, señor.
—Bajo un momento a ponerme la coraza de
combate. También yo estaré en el puente.
Abría la puerta de su camarote, cuando un deli-
cado perfume, que ya conocía, le llegó de pronto.
—¡Qué extraño! —exclamó asombrado—. Si no
estuviera seguro de haber dejado a la flamenca en
La Tortuga, juraría que está aquí.
Miró a su alrededor, pero la oscuridad era total.
Sin embargo, le pareció ver en un rincón una figura
blanca, inmóvil, apoyada contra una de las amplias
ventanas que daban al mar.
El Corsario era valiente, pero supersticioso, co-
mo todos los hombres de su época. Al percibir la
sombra, se llenó de un sudor frío y su primer pen-
samiento fue para el alma del Corsario Rojo. Pero,
sobreponiéndose a esa debilidad, empuñó una daga
y avanzó:
—¿Quién vive? ¡Hable o le mato!
—Soy yo, caballero —respondió una voz suave,
que estremeció el corazón del Corsario.
—¡Usted aquí!... ¿Acaso estoy soñando?
—No, caballero.
El Corsario soltó la daga y avanzó con los brazos
extendidos hacia la duquesa, mientras sus labios
rozaban los encajes del alto cuello.
—¿De dónde salió usted? —preguntó, trémulo—
. ¿Cómo abordó mi nave?
—No lo sé... —repuso turbada la duquesa.
—¡Hable, señora!
—Pues... he querido seguirle.
—Entonces ¿me ama? ¿Sí, señora?...
—Sí —susurró ella con un hilo de voz.
—¡Gracias!... Ahora puedo desafiar la muerte sin
temor.
El Corsario sacó un pedazo de yesca y una ceri-
lla, y encendió un candelabro que puso en un lugar
donde la luz no se proyectara al mar. Se miraron en
silencio unos instantes, asombrados de aquella con-
fesión de recíproco amor. Ella se veía hermosa con
su abrigo blanco adornado de encajes y el Corsario
estaba radiante de felicidad. Él la hizo sentarse cerca
del candelabro.
—Ahora me contará, señora —dijo—, por obra
de qué milagro está aquí.
—Se lo diré, caballero, si me promete perdonar a
mis cómplices.
—¿Cómplices? ¡Ah, sí! Entiendo. Quienes han
desobedecido mis órdenes para darme esta deliciosa
sorpresa están perdonados. Ahora puede decirme,
señora, quiénes son.
—Wan Stiller, Carmaux y el negro.
—¡Debí sospecharlo!... ¿Cómo ha logrado su co-
operación?... Los filibusteros que desobedecen las
órdenes de sus jefes son fusilados.
—Estaban convencidos de no desagradar a su
comandante. Se habían dado cuenta de que usted me
amaba en secreto.
—¡Cuánto cariño hay en estos rudos hombres!...
Desafían la muerte por la felicidad de sus jefes. Y,
sin embargo..., quién sabe cuánto puede durar la
felicidad —agregó con acento triste.
—¿Por qué, caballero? —preguntó la joven, in-
quieta.
—Porque dentro de un par de horas el amanecer
me obligará a dejarla.
—¿Tan luego?... ¡Apenas nos hemos visto!... —
exclamó la joven, sorprendida.
—Cuando despunte el sol en el horizonte me lan-
zaré al frente de seiscientos hombres contra los fuer-
tes que protegen a mi mortal enemigo.
—¡Volverá a desafiar la muerte!... —exclamó la
duquesa, aterrorizada.
—Señora, la vida de los hombres está en las ma-
nos de Dios.
—Deberá jurarme que será prudente.
—Desde hace dos años sólo vivo para castigar a
un infame.
—¿Pero qué ha hecho ese hombre para que lo
odie así?
—Me ha matado a tres hermanos y ha cometido
vil traición.
—¿Cuál?
El Corsario no respondió. La joven lo miraba con
angustia. De pronto él se sentó a su lado y le dijo:
—Escúcheme y podrá juzgar si mi odio se justi-
fica o no. Han pasado diez años, pero lo recuerdo
como si fuera ayer: en Flandes acababa de estallar la
guerra de 1686 entre Francia y España. Luis XIV,
sediento de gloria, invadió las provincias conquista-
das por el terrible Duque de Alba. Luis XIV, que
ejercía en esa época gran influencia sobre el Pia-
monte, pidió ayuda al duque Victorio Amadeo II,
quien no pudo negársela y le envió tres de sus más
aguerridos regimientos: los de Aosta, Niza y Mari-
no. En este último servíamos como oficiales mis tres
hermanos y yo. Mi hermano mayor tenía treinta y
dos años y el menor, que sería más tarde el Corsario
Verde, apenas veinte.
"Cuando llegamos a Flandes, las armas aliadas
triunfaban, obligando a los españoles a retroceder
hacia Anvers. Pero un día nuestro regimiento, que
había avanzado hasta la desembocadura del Escalda,
fue rodeado por un enemigo diez veces superior que
atacaba para reconquistar posiciones. No nos queda-
ba otra alternativa que morir o rendirnos. Como
nadie hablaba de rendición, juramos dejarnos sepul-
tar antes que arriar la gloriosa bandera de los valien-
tes duques de Saboya.
"Al mando del regimiento, Luis XIV había pues-
to a un viejo duque flamenco, que se decía era un
experimentado y valeroso guerrero. Él dirigía la
defensa. Durante quince días y quince noches los
asaltos se sucedieron con gravísimas pérdidas para
los españoles, que no podían conquistar el viejo
fuerte donde nos habíamos fortificado. Mi hermano
mayor, con su gallardía, valor y destreza en las ar-
mas, era el alma de la defensa. Esto hizo nacer una
sorda envidia en el corazón del comandante flamen-
co, que tendría fatales consecuencias para nosotros.
"Olvidándose de nuestro juramento, pactó en se-
creto con los españoles. El precio de la traición fue
una fuerte suma de dinero y un cargo de gobernador
en una colonia española en América. Una noche,
acompañado por algunos flamencos, abrió una de
las trincheras y dejó pasar al enemigo, que se había
acercado furtivamente al fuerte. Mi hermano, al
darse cuenta de la situación, dio la alarma; pero el
traidor, que lo esperaba oculto, lo mató y el enemigo
entró en la ciudadela. Combatimos metro a metro,
pero todo fue en vano. La fortaleza cayó y unos
pocos sobrevivientes nos retiramos a Courtray. Dí-
game, señora, ¿habría perdonado a ese hombre?"
—No —contestó la duquesa.
—Tampoco nosotros lo perdonamos. Juramos
matar al traidor y vengar a nuestro hermano. Supi-
mos que estaba en América y nos hicimos corsarios.
El Corsario Verde, más impetuoso y menos experto,
cayó en poder de nuestro mortal enemigo y fue
ahorcado como un vulgar ladrón. Después tentó
suerte el Corsario Rojo, pero no le fue mejor. Mis
dos hermanos, cuyos cuerpos sustraje de las horcas,
reposan en el fondo del mar esperando mi venganza.
—¿Qué hará con ese hombre?
—¡Lo ahorcaré, señora! —repuso duramente el
Corsario—. Y luego acabaré con todos los que ten-
gan su apellido.
—¿Cuál es su apellido? —inquirió la joven, an-
gustiada.
—¿Le interesa saberlo?...
—No sé —dijo ella con voz quebrada—. En mi
juventud creo haber oído contar una historia pareci-
da de boca de algunos hombres de armas que serví-
an a mi padre.
—No es posible —dijo el Corsario—. Jamás ha
estado usted en Piamonte.
—No, jamás. Por favor, dígame su apellido.
—Es el duque Wan Guld...
Un cañonazo retumbó entonces sobre el mar.
El Corsario Negro se lanzó fuera de la cámara
gritando:
—¡Amanece!
La joven flamenca no hizo gesto alguno para re-
tenerlo. Se tapó el rostro con ambas manos, en un
gesto desesperado, y cayó sobre la alfombra, como
fulminada por un rayo.

CAPÍTULO 6
EL ASALTO A
MARACAIBO
El navío del Olonés, a dos millas de Maracaibo,
había lanzado el primer cañonazo. Con increíble
rapidez, todas las chalupas de los diez barcos habían
sido arriadas, y los bucaneros y filibusteros de des-
embarco se apresuraban llevando consigo sus fusiles
y espadas de abordaje.
Cuando el Corsario Negro apareció en el puente,
Morgan ya había hecho bajar una sesentena de se-
lectos hombres a los botes.
—¡Comandante, no podemos perder ni un instan-
te!
Estaba aclarando. El Corsario saltó a la chalupa
más grande, que llevaba treinta hombres armados.
Los botes se dirigían rápidamente hacia una pla-
ya boscosa, elevada como una pequeña colina donde
se levantaba el fuerte defendido por dieciséis gran-
des cañones.
Los españoles, alarmados por el primer cañona-
zo, enviaban apresuradamente batallones al pie de la
colina para cerrar el paso a los filibusteros y abrir
fuego graneado con su artillería.
Las naves corsarias se habían puesto a resguardo
de los cañones del fuerte y sólo El Rayo, capitanea-
do por Morgan, cubría el desembarco con sus dos
cañones de caza.
A pesar del intenso cañoneo, las primeras chalu-
pas tardaron quince minutos en llegar. Los filibuste-
ros saltaron a tierra y bajo las órdenes de sus jefes se
abalanzaron en busca de los batallones españoles.
Los cañones del fuerte tronaban con ruido ensor-
decedor, disparando proyectiles en todas direccio-
nes. Los árboles se rompían y caían al suelo, la me-
tralla abría la tierra, pero nada podía detener el em-
puje devastador de los filibusteros de La Tortuga.
—¡Al asalto del fuerte! —aulló el Olonés.
Alentados por el triunfal desembarco, los corsa-
rios se lanzaron colina arriba. Sin embargo, el Cor-
sario y el Olonés, previendo una resistencia desespe-
rada, se detuvieron para cambiar ideas.
—Perderemos demasiados hombres —expuso el
Olonés—. Tenemos que hallar una forma para abrir
una brecha o nos harán pedazos.
—Sólo hay una —contestó el Corsario.
—Explícate.
—Hacer estallar una mina en la base de los bas-
tiones.
—¿Y quién se atreverá a afrontar ese peligro?
—Yo —dijo una voz detrás de ellos.
Era Carmaux, seguido por su amigo Wan Stiller
y el compadre negro.
—¿Eres tú, bandido? —preguntó el Corsario—.
¿Por qué estás aquí?
—Lo seguí, comandante. Como me ha perdona-
do, no temo que me haga fusilar.
—No te haré fusilar, pero harás estallar la mina.
—Obedezco, comandante. En un cuarto de hora
tendrá la brecha.
—Espero volver a verte con vida —dijo el Cor-
sario, conmovido.
—Gracias por su buen deseo, comandante —
repuso Carmaux, y se alejó rápidamente.
Los bucaneros y los filibusteros seguían avan-
zando por entre los árboles. El fuerte era un cráter
en erupción. De pronto, se oyó en la cima una ex-
plosión formidable, que repercutió largamente en el
bosque y el mar. A un costado del fuerte se vio apa-
recer una gigantesca llama y una lluvia de escom-
bros cayó sobre los árboles, golpeando y matando a
no pocos de los atacantes.
—¡Al ataque, hombres de mar! —se oyó la voz
metálica del Corsario.
Los doscientos cincuenta hombres que defendían
las fortificaciones se vieron impotentes para resistir
el empuje. Muchos cayeron masacrados en sus pues-
tos y otros fueron perseguidos sin cuartel por entre
las ruinas de la colina.
El Corsario Negro hizo arriar la bandera de Es-
paña y entró en la desierta Maracaibo. Sus hombres,
mujeres y niños habían huido a los bosques, lleván-
dose consigo los objetos de más valor.
Cuando el Corsario llegó al palacio de Wan
Guld, lo encontró tan desierto como la ciudad. Car-
maux, ennegrecido por la pólvora, con la ropa hecha
pedazos y la cara ensangrentada encabezó un pique-
te para registrar el palacio y buscar a Wan Guld. Al
poco rato apareció Wan Stiller y Carmaux arrastran-
do a un soldado español, alto y flaco como un clavo.
—Comandante, ¿lo reconoce? —gritó Carmaux,
mostrándoselo al Corsario.
—¿Tú, otra vez? —exclamó éste.
—He querido ver otra vez a quien me perdonó la
vida. Además, deseo serle útil al Corsario Negro.
—¿Tú?
—Sí, yo. Cuando el gobernador supo que caí en
manos de los filibusteros y que usted no me hizo
ahorcar en un árbol, me recompensó con veinticinco
azotes. ¿Comprende usted?... Hacerme apalear a mí,
don Bartolomé de Barboza y de Camarga, descen-
diente de una de las familias más nobles de Catalu-
ña...
—Termina de una vez.
—Juré vengarme de ese flamenco que trata como
perros a los soldados españoles, a los nobles como si
fueran esclavos indios. Pero al ver caer el fuerte, ese
maldito ha huido.
—¿Huyó?... ¿No me engañas? Si mientes, te haré
despellejar vivo.
—Estoy en sus manos —dijo el soldado.
—Entonces, habla. ¿Adónde ha huido Wan
Guld?
—Al bosque. Quiere llegar a Gibraltar. Lleva sie-
te hombres de línea y un capitán, todos muy fieles.
Van a caballo.
—Y los demás soldados, ¿dónde están?
—Se dispersaron.
—Bien —dijo el Corsario—, nosotros seguire-
mos a Wan Guld. El que vaya a caballo no le servirá
de nada en el bosque.
En seguida, tomó papel y tinta de un escritorio y
escribió apresuradamente:

Querido Pedro
Sigo a Wan Guld por la selva con Carmaux, Wan
Stiller y el africano. Utiliza mi nave y mis hombres.
Cuando termines el saqueo, anda a buscarme a
Gibraltar. Allí encontrarás tesoros mucho mayores
que aquí.

El Corsario Negro.

Después de entregar la carta a un contramaestre y


dejar en libertad a los filibusteros que lo seguían, se
internó en el bosque con Carmaux, Wan Stiller, el
africano y el prisionero.

CAPÍTULO 7
A LA CAZA DE SAM GULD
Es difícil hacerse una idea de la lujuriosa vegeta-
ción del suelo húmedo y cálido de las regiones su-
damericanas, especialmente en las cuencas de los
grandes ríos. Es tierra virgen, perpetuamente fertili-
zada por las hojas y por las frutas que se amontonan
desde hace siglos, y cubierta por gigantescas plan-
tas, que no pueden compararse con las de ninguna
región del mundo.
—¿Por dónde habrán pasado? —dijo él Corsa-
rio—. No veo ningún boquete en esta masa de árbo-
les y lianas.
—No se lo ha llevado el diablo —comentó el ca-
talán.
—Ni tendrán caballos alados, supongo —agregó
el Corsario.
—El gobernador es astuto. Ha querido borrar sus
huellas.
Sin embargo, el catalán logró descubrir huellas
de cascos que se internaban por entre una masa de
palmas espinosas y se perdían al borde de un arroyo.
Efectivamente, las huellas desaparecían allí, pero
pronto comprendieron que el gobernador había se-
guido el curso del arroyo para no dejar rastro. Entra-
ron en el agua, que apestaba a vegetales en estado de
descomposición. Un silencio casi total reinaba bajo
la bóveda vegetal que se inclinaba sobre el pequeño
curso de agua. Solamente de cuando en cuando se
escuchaba el tañido de una campana. La producía el
llamado pájaro–campana por los españoles. Súbita-
mente, hubo una violenta detonación, seguida de
una lluvia de proyectiles que cayeron en el arroyo
con el ruido del granizo
—¡Truenos de Hamburgo! —exclamó Wan Sti-
ller—. ¡Nos están ametrallando!
Todos sacaron sus revólveres y trataron de prote-
gerse, excepto el catalán que reía.
—No tengan miedo —les dijo—, es el árbol–
bomba.
Era el curioso árbol de la familia de las euforbiá-
ceas que los botánicos llaman hura crepitans.
Siguieron en fila india por el agua hasta que el
catalán, que iba la cabeza, descubrió una masa de
caballos que flotaba. Éstos habían sido ultimados a
navajazos. Y las huellas se perdían nuevamente.
—¡Miren! ¡Allá, esas ramas que gotean!
—¡Los astutos!
—¡Han trepado a los árboles para dejarse caer
más allá! Vamos a imitarlos.
—¡Muy fácil para marineros como nosotros! —
exclamó Carmaux—. ¡Arriba!
Cincuenta metros más allá, el catalán, desde la
copa de un árbol, descubrió una daga, y ya en tierra,
el Corsario recogió un puñal de hoja corta damas-
quinada.
—Aquí volvieron a tomar contacto con el suelo
—dijo.
Un poco más allá se veía un sendero abierto con
hachas.
—Excelente —comentó Carmaux—. Nos han
ahorrado trabajo y ganaremos tiempo.
—Pero están todavía lejos —repuso el Corsa-
rio—. De lo contrario escucharíamos el ruido de sus
armas.
—Haremos lo posible por alcanzarlos.
El catalán y los filibusteros corrían, en mutua
competencia, cuando su rápida carrera se vio deteni-
da por un obstáculo imprevisto. Habían llegado a
una zona de espinos, que en las selvas vírgenes de
las Guayanas hace imposible la marcha de un hom-
bre que no lleve polainas.
—¡Truenos de Hamburgo!... —exclamó Wan
Stiller—. De aquí saldremos lacerados como San
Bartolomé.
—¡Bah!, hallaremos otro paso —aseguró el cata-
lán—. Desgraciadamente ya está muy oscuro.
Y contra su voluntad debieron acampar para es-
perar la salida de la luna.
Se acomodaron lo mejor posible junto al tronco
de un árbol gigante después de haberse asegurado de
que allí no había serpientes venenosas. Comieron, y
luego de distribuir la guardia se dispusieron a dor-
mir.
Carmaux, que hacía el primer turno con el afri-
cano, estaba desconcertado con el ruido estrepitoso
de la selva.
—¿Qué jauría es ésa, compadre negro?
—Son ranas, compadre blanco —rió el negro.
—¡Parece que estuvieran batiendo todos los cal-
deros del infierno!
—¿Y eso? —susurró Carmaux tras un rato—.
Eso no es una rana.
—¡No! Es un jaguar —dijo el negro, con serie-
dad.
—¡Rayos y centellas!
Un segundo maullido, más cercano, hizo temblar
al negro. El Corsario apareció con aspecto tranquilo.
—¡Un jaguar, comandante! —dijo Carmaux.
—Suceda lo que suceda, no disparen —repuso el
Corsario, con la misma calma.
Avivaron el fuego y se quedaron escuchando el
característico ronronear de los felinos y el ruido de
las hojas secas. Sin duda, la fiera había olfateado la
proximidad del hombre y avanzaba sigilosa.
Pero al parecer el fuego la atemorizó. De pronto
se oyeron los crujidos de las ramas y de las hojas
secas que indicaban su retirada.
A medianoche apareció la luna. Los vigías des-
pertaron a los que dormían y el Corsario dio la señal
de partida. Habían perdido el sendero abierto por los
fugitivos, pero no parecían preocuparse por ello,
pues caminaban hacia el sur, hacia Gibraltar, orien-
tándose por la brújula.
—Juraría que nos siguen —dijo el catalán, dete-
niéndose.
—¿Crees que alguien pueda seguirnos? —
preguntó el Corsario.
—No, salvo un indígena.
—Continuemos con las espadas desenvainadas
—ordenó el Corsario.
El piquete siguió su camino con prudencia. De
pronto, una masa oscura cayó sobre el catalán desde
una palma. Los filibusteros creyeron que era una
rama.
—¡Socorro! —gritó el español—. ¡El jaguar!
Pasado el primer instante de sorpresa, el Corsario
se lanzó en ayuda del soldado, hundiendo la espada
en el cuerpo de la fiera. Pero ésta se volvió hacia su
nuevo adversario. El Corsario se retiró con presteza.
La fiera vaciló un instante, y tras buscar el espacio
suficiente, se arrojó otra vez, describiendo una pará-
bola de seis metros, para caer a los pies del Corsa-
rio. La espada de éste le penetró en el pecho, en
tanto que el africano le rompía la cabeza con la cula-
ta de su pesada carabina.
—¿Está vivo? —preguntó el Corsario al catalán,
que se levantaba.
—Gracias a la coraza de piel de búfalo, señor
mío, que llevo bajo la chaqueta. Sin ella, me desga-
rra el pecho.
—¡Adelante!, sigamos nuestro camino —ordenó
el Corsario—. Este jaguar nos ha hecho perder un
tiempo precioso.
Avanzaban ahora sobre un terreno muy húmedo.
Bajo la presión de los pies el agua saltaba, y los
árboles adquirían un tamaño desmesurado. El cata-
lán, conocedor de la región, sondeaba el suelo con
una rama antes de pisar. De pronto se detuvo.
—¿Otro jaguar? —preguntó Carmaux que venía
detrás de él.
—No me atrevo a seguir avanzando antes de que
salga el sol.
—¿Qué temes? —inquirió el Corsario.
—Me hundo en este terreno. Estamos cerca de
una sabana movediza.
—Perderemos un tiempo precioso —dijo el Cor-
sario—, pero en media hora amanece. Además,
¿acaso piensan ustedes que los fugitivos no encuen-
tran obstáculos?
Se echaron, entonces, al pie de un árbol a esperar
que la cerrada oscuridad se disipara. En el bosque
empezaban a resonar otra vez los mil ruidos de toda
clase de pájaros, batracios e insectos.
Apenas la luz penetró el follaje, los filibusteros
se pusieron en pie. Antes de reiniciar la marcha be-
bieron una exquisita leche, ordeñada del árbol de la
leche por el catalán. Una bota de Carmaux hizo las
veces de jarro.
El español caminaba lentamente por temor a la
ciénaga, cuando se oyó un grito ronco y un ruido
sordo seguido de una zambullida.
—Ése ha sido un animal —dijo Carmaux.
—Sí, el rugido de un jaguar.
—Mal encuentro.
Se detuvieron.
A unos cincuenta o sesenta metros descubrieron
al jaguar. Estaba a la orilla de una laguna formada
por residuos de la selva, al acecho, como un gato
dispuesto a atrapar a un ratón. Se acercaron sin rui-
do, con las espadas desenvainadas. Era un ejemplar
de gran tamaño y de extraordinaria belleza. Sus
hirsutos bigotes se movían apenas y su larga cola
rozaba suavemente las hojas.
—¿Qué espera? —preguntó el Corsario, que pa-
recía haber olvidado a Wan Guld y su escolta.
—Espía a su presa —repuso el catalán.
—¿Alguna tortuga, quizá?
—No, a un yacaré, compadre —indicó el negro a
Carmaux—. Allí se ve su hocico, fuera del agua.
—Si nos quedamos quietos asistiremos a una lu-
cha terrible —informó el catalán.
—Esperemos que no sea larga —murmuró el
Corsario.
Los reyes del bosque y del pantano se miraron un
momento con la mirada feroz de sus ojos amarillos.
El caimán subió resueltamente a la playa, agitando
su pesada cola; no esperó más el jaguar y se lanzó
sobre él tratando de romperle las escamas que no
atraviesan ni las balas de una carabina. De un zarpa-
zo, logró arrancarle un ojo y abrirle un costado. El
reptil dio un rugido prolongado de dolor y se des-
hizo de su enemigo tirándolo contra unos troncos,
para embestirlo y triturarlo. Desgraciadamente para
él, la falta del ojo le hizo errar el blanco y sólo afe-
rró la cola. El jaguar lanzó un aullido terrible: el
reptil se la había arrancado. La fiera, desesperada,
saltó sobre el yacaré que, enceguecido, retrocedía al
pantano. Aferrados el uno al otro cayeron al agua y
se debatieron entre la espuma que se teñía de sangre.
Después, en la ribera apareció el jaguar, en un esta-
do deplorable.
—Mañana el caimán flotará y le servirá de des-
ayuno —dijo el catalán.
Los filibusteros siguieron por la orilla de la lagu-
na, cuidándose de los reptiles venenosos que mero-
deaban por allí.
A mediodía el Corsario, al ver a sus hombres
cansados después de la ininterrumpida caminata de
diez horas, ordenó hacer un alto.
Para economizar los pocos víveres que llevaban
y que serían preciosos durante el cruce de la selva,
salieron a recoger alimentos silvestres. El hambur-
gués y el africano se dedicaron a recolectar los vege-
tales y Carmaux y el catalán salieron de caza.
—Es increíble que en estas selvas no haya ni un
gato —se quejó Carmaux.
—No nos faltaran jaguares.
—¿No ves por ahí una cabrita, catalán de mi co-
razón?
Sorpresivamente, un animal de medio metro de
largo, rojizo, patas cortas y cola peluda, saltó delan-
te de ellos. Sin saber qué clase de animal era, Car-
maux apuntó y disparó. El animal dio un brinco y
huyó, dejando tras de sí un hilillo de sangre. Car-
maux se lanzó tras él.
—¡Para! —gritó el catalán—. ¡Te vas a romper
la nariz!
El animal huía a todo correr y Carmaux ya iba a
darle alcance cuando aquél, extenuado por la pérdi-
da de sangre, se dejó caer junto a un tronco. Car-
maux se precipitó sobre él, pero fue recibido por un
hedor tan terrible, que cayó hacia atrás ahogado.
—¡Por la muerte de todos los tiburones del océa-
no! ¡Que reviente esta carroña!
—No tengo valor para llegar a tu lado —le gritó
el catalán, tapándose la nariz.
—¿Qué pasa? Estoy mareado.
—Te ha fumigado un zorrino. Estarás perfumado
una semana entera. No te muevas, voy por ramas
para ahumarte.
—¡Demonios!... ¡Prefiero vérmelas con jaguares!

El calor era intenso. Los filibusteros llevaban las


ropas empapadas en sudor. Caminaban por las már-
genes de una laguna desprovista de árboles, de don-
de se levantaba una ligera niebla portadora de
miasmas. Por suerte, a las cuatro de la tarde divisa-
ron un bosque; se internaron en su sombra húmeda
reanimados, pero el grito del negro que cerraba la
fila los detuvo: un pedazo de género flotaba en un
pantano verde. Se acercaron al estanque cenagoso,
que parecía una lengua de agua disecada, y vieron
una pluma de gorro español y, muy cerca de ella,
cinco pequeñas clavijas cuyo color hizo estremecer
a los filibusteros.
—¡Los dedos de una mano!... —exclamaron al
mismo tiempo Carmaux y Wan Stiller.
—¡Qué horrible muerte la de ese soldado!
—Wan Guld ha pasado por aquí —murmuró el
Corsario.
Llevaban dos horas caminando con mil precau-
ciones en dirección al sur. Los pájaros y los monos
habían desaparecido, sin duda ante la presencia de
sus más encarnizados enemigos: los indios, que
estiman mucho su carne. De pronto oyeron las mo-
dulaciones de una flauta de bambú.
—¿Es una señal, verdad? —preguntó el Corsario
al catalán.
—Sí, señor. Y muy peligrosa, considerando que
los indios son aliados del gobernador.
—Sigamos avanzando —ordenó el Corsario.
Fue providencial que el catalán se agachara al
emprender la marcha, porque varias flechas pasaron
silbando y se clavaron en una rama a la altura de un
hombre.
—¡Cúbranse! ¡Esas flechas están envenenadas!
Wan Stiller, el negro y Carmaux dispararon sus
armas al unísono, pero no se escuchó un solo ruido.
Después, se sintieron unas melancólicas notas de
flauta en la espesura.
—¡Acabemos con esos malditos indios, coman-
dantes! ¡Incendiemos el bosque!
—No. Forzaremos el paso. Avanzaremos dispa-
rando hacia todos lados —respondió éste.
A una seña del Corsario, los hombres avanzaron
en medio de un furioso tiroteo. Éste produjo cierto
efecto en el enemigo, pues no se vio a ninguno. Al-
guna flecha caía de repente, pero sin alcanzarlos. Ya
creían haber escapado de la celada, cuando un enor-
me árbol cayó delante de ellos con gran estrépito.
—¡Truenos de Hamburgo! —exclamó Wan Sti-
ller—. Un poco más y nos hace mermelada.
—Quiero verles la cara a estos obstinados indios
—dijo Carmaux, recargando su revólver.
—Manténganse separados. Ofrecerán menos
blanco a las flechas —recomendó el Corsario.
Las flautas, con sus tristes sones, se oían cada
vez más cerca.
—¡Un momento! —dijo el catalán—. Ésa no es
una melodía guerrera.
—¿Qué quiere decir?
—¡Vean! Ahí está el parlamentario, el brujo.
Un indio acababa de aparecer, seguido de dos to-
cadores de flauta. Era un hombre maduro, de estatu-
ra media, como casi todos los naturales de Venezue-
la. Tenía anchas espaldas, músculos fuertes y la piel
de un tinte amarillo–rojizo. Estaba desprovisto de
barba y su cabellera era negrísima. Su vestimenta
era escasa: una falda azul, adornada con pesados
collares de conchillas, brazaletes de huesos, de uñas
y de dientes de jaguar, picos de tucán, cristal de roca
y brazaletes de oro macizo.
El brujo ordenó callar a los tocadores de flauta y
gritó, en un pésimo español:
—¡Los hombres blancos me oigan!...
—Los hombres blancos te escuchan —contestó
el catalán.
—Este es territorio de los guarives. No pueden
violar nuestros bosques.
—Somos amigos. No hacemos la guerra a los
hombres de color.
—La amistad de los hombres blancos no está
hecha para los Arawaki. Vuelvan a sus tierras o los
comeremos a todos.
—¡Diablos!... —exclamó Carmaux.
—Antropófagos —murmuró el Corsario.
El brujo se dirigió a éste:
—¿Eres el jefe? —preguntó.
—Sí. ¿Has visto pasar a unos hombres blancos
por aquí? —preguntó el Corsario a su vez.
—Sí. Pero no irán muy lejos, porque los come-
remos.
—Nosotros te ayudaremos a matarlos.
—¡No! ¡Hombres blancos deben irse!
—Nosotros atravesaremos tu bosque aunque se
oponga tu tribu.
—Te lo impediremos. —~
—¡Hombres de mar! —gritó el Corsario—. Mos-
trémoles a estos indios el poder de nuestras armas.
Al verlos avanzar con sus fusiles, el brujo huyó
precipitadamente con los tocadores de flauta, pero el
Corsario no permitió que sus hombres hicieran fue-
go; no quería ser el primero en iniciar la lucha.
Encabezado por el Corsario Negro, el piquete
cruzó la peor parte de la selva entre flechas perdidas
y alguna jabalina lanzada por los indios, a las que
los filibusteros respondieron con tiros al azar.
Cuando el sol estaba próximo a ponerse, los
hombres acamparon en un enorme claro, pues sabían
que los indígenas no se atreven a atacar en terreno
descubierto.
Comieron frugalmente un poco de tortuga y unas
galletas, y ordenaron los turnos para dormir.
La primera guardia la iniciaron los dos marineros
y el negro, dentro del círculo de fuego que éste
había encendido, y al que arrojaban puñados de
pimiento de cuando en cuando, remedio excelente
contra los mosquitos, los asaltos de los hombres y
de las fieras.
—¿Qué es eso?... —se preguntó de pronto el ne-
gro, auscultando el silencio del bosque.
—No he oído nada —respondió Carmaux.
—¡Los indios! —aseguró el negro.
Rápidamente Carmaux agarró el sombrero y la
chaqueta de Wan Stiller, y armó unos muñecos con
unas ramas, las prendas del hamburgués y las pro-
pias.
—Ahora el Corsario y el catalán están protegidos
—expresó Carmaux, contento por su inventiva.
—¡Silencio, compadre! ¡Ahí vienen!
Ocultos entre la hierba, sintieron muy pronto el
silbido característico de las flechas. Varias se clava-
ron sobre los muñecos; un indio apareció enarbolan-
do una masa y cuando Carmaux se aprestaba a dis-
pararle, una descarga de fusiles acompañada de
horribles gritos hizo que el indio se ocultara.
—¿Dónde están? —se levantó preguntando el
Corsario, espada en mano, y seguido por el catalán.
—Desaparecieron, comandante.
—¿Y esos tiros?
—Son de hombres blancos que luchan con los
indios.
—¡El gobernador y su escolta! Lamentaría que lo
mataran los guarives.
—Parece que la lucha ha terminado —comentó
el catalán—. Por el gobernador no me movería, pero
sí por mis compañeros.
—¿Te atreverías a llevarnos hasta ellos? —
preguntó el Corsario, con voz sombría.
—La noche está oscura, señor, pero... podríamos
encender algunas ramas cauchíferas.
—Atraeríamos la atención de los indios.
—Es cierto, señor, pero allá veo cucuyos. ¡Déme
usted cinco minutos de tiempo!
El catalán corrió hasta un árbol y quitándose el
casco empezó una extraña cacería de puntos lumino-
sos que revoloteaban fantásticamente en las tinie-
blas.
—¡Demonio de catalán! ¿Qué serán los cucuyos?
—masculló Carmaux.
—¡Calma! —repuso Wan Stiller—. Desde aquí
no le pierdo la vista.
El soldado volvió luego y extrajo de su gorro un
insecto que difundía una bella luz verde pálido.
—¿Quién tiene hilo? —inquirió.
—Un marinero siempre tiene hilo —respondió
Carmaux.
—Ahora deben atarse dos insectos a la pantorri-
lla. Así lo hacen los indios. Con estas luciérnagas
podremos ver todos los obstáculos de la selva.
Al cabo de una complicada tarea para instalar es-
tos verdaderos fanales vivientes, que duró más de
media hora, los hombres apuraron el paso. Cerca se
oían gritos, señal de que la tribu había acampado y
que se preparaba para celebrar la victoria con algún
monstruoso banquete.
—¡Rayos y centellas! —exclamó Carmaux, tro-
pezando y levantándose—. ¿Qué es esto?... ¡Un
muerto!
Un indio, con la cabeza adornada con plumas de
arará, yacía entre las hojas y las raíces. Tenía la
cabeza destrozada de un sablazo.
Los filibusteros buscaron sobrevivientes entre la
hierba, pero sólo encontraron a otro indio muerto y
algunas mazas y flechas esparcidas. Entonces se
dirigieron rápidamente hacia el lugar de! bosque que
proyectaba una luz vivísima hacia el cielo.

CAPÍTULO 8
FLECHAS, GARRAS Y
COCINA
Una escena sobrecogedora se ofreció a sus mira-
das. El fuego que los guarives atizaban, y las plantas
que recogían, estaban destinados a dos cuerpos
humanos, que los caníbales aderezaban para su in-
mundo banquete.
Carmaux se estremeció:
—¡Son peores que hienas! —musitó.
—¡Qué fin más horroroso!
—Señor —preguntó el catalán, con ojos supli-
cantes—, ¿se atreve usted a arrancarlos de las manos
de esos monstruos y darles honorable sepultura?...
Los guarives le perseguirán, señor.
—¡Bah!... No temo a los indios —dijo el Corsa-
rio, con soberbia—. Son apenas dos docenas.
—Pero esperan a los demás para devorar...
—Mejor. Antes de que sus compañeros lleguen,
nosotros habremos sepultado a tus camaradas.
Agazapados, los filibusteros urdieron un rápido
plan y se precipitaron sobre los guarives, sorpren-
diéndolos y arrebatándoles los cuerpos. Los indios
sobrevivientes huyeron entre las balas. Entretanto, el
catalán y Wan Stiller abrían velozmente una fosa en
el terreno blando del bosque. Apenas alcanzaron a
ocultar los cuerpos, cuando la tribu, que seguramen-
te había seguido a Wan Guld, volvía gritando, aler-
tada por los disparos;
—¡Huyamos! —gritó el Corsario, que hacía de
centinela—, o tendremos a toda la tribu encima.
—Trepemos a ese árbol —dijo el catalán—. En
ese follaje nunca nos encontrarán.
El árbol era un summameira, uno de los más
grandes que crecen en los bosques de Venezuela.
Sus ramas son muy numerosas y el follaje abundan-
te, por lo cual los filibusteros no tuvieron problemas
para ascender hacia la copa, hasta unos cincuenta
metros de altura. Carmaux se acomodaba en la bi-
furcación de una rama, cuando sintió que ésta se
doblaba por el peso de otro cuerpo.
—No te muevas tanto, Wan Stiller. Si nos cae-
mos, nos haremos polvo.
—¿Qué dices?... —preguntó el Corsario—. Wan
Stiller está aquí, a mi lado.
—¡Demonios! ¿Quién está en mi rama? —
averiguó Carmaux.
—¡Silencio! Los guarives están por llegar.
—Juraría que esos ojos pertenecen a un jaguar —
dijo el catalán.
—¿Un jaguar?... —exclamó Carmaux, con un
escalofrío.
—¡Silencio! —susurró el Corsario—. Ya están
aquí.
Los indios llegaban gritando como poseídos.
Eran más de ochenta, todos armados. Al ver a sus
compañeros muertos y a los blancos desaparecidos,
salieron en todas direcciones, en una explosión de
cólera. Picaneaban las malezas y el follaje, con la
esperanza de encontrar nuevos blancos para su ban-
quete.
Los filibusteros no respiraban. Pero, más que los
antropófagos que rastreaban los alrededores, ahora
les preocupaba el maldito jaguar o lo que fuera, que
hasta ese instante no se había movido.
—¡Condenado animal! —mascullaba Carmaux,
helado, mirando los ojos amarillos que brillaban en
la oscuridad.
—¡No te muevas, Carmaux! No temas, estoy lis-
to con la espada —ordenó el Corsario.
—Silencio! Unos indios se acercan.
Dos indios rondaron algunos minutos alrededor
del gigantesco tronco, y luego se alejaron, desapare-
ciendo en la maleza. Los gritos de sus compañeros
se oían cada vez más lejos.
—¡Carmaux! —susurró el Corsario—, sacude
ahora tu rama. Deshazte de ese peligroso acompa-
ñante. Estamos listos para defenderte.
Carmaux se puso a remecer violentamente el fo-
llaje bajo el que estaba.
—¡Fuerza, Carmaux! —gritó el catalán.
La fiera maullaba y resoplaba. De pronto se re-
cogió sobre sí misma y saltó a una rama más baja,
pero al pasar, el africano le asestó un golpe de maza
en plena cabeza, haciéndola caer.
—¿Era un jaguar?... Me pareció un poco chico.
—Es un maracaya, un gato grande que no ataca
al hombre.
—¡Bandido! —exclamó Carmaux—. Me lo co-
meré asado.
—Tendremos ocasión de probarlo cuando atrave-
semos el bosque pantanoso, donde casi no hay ani-
males —comentó el catalán.
—Quiero estar cuanto antes en Gibraltar —dijo
el Corsario—. ¡No quiero que Wan Guld se me es-
cape!
—En Gibraltar también estaré yo, señor —terció
el catalán—. Y no lo perderé de vista. No he olvida-
do los veinticinco azotes que me hizo dar.
—¿Qué quieres decir?
—Que entraré antes que usted para vigilarlo.
—¿Antes que nosotros?
—Señor, soy español. Espero que me permita de-
jarme matar junto a mis camaradas.
—¿Pero tú quieres defender Gibraltar? Todos los
españoles que están allí morirán.
—Sea. Pero morirán empuñando las armas, de-
fendiendo el estandarte de la patria lejana —dijo el
catalán, conmovido.
—Eres un valiente —repuso el Corsario—. Sí;
llegarás antes que nosotros para luchar junto a tus
compañeros. Wan Guld es flamenco, pero Gibraltar
es española.
Habían caminado muchas horas a marcha forza-
da desde que saliera el sol. El terreno, hasta enton-
ces seco, se impregnaba rápidamente de agua y el
aire se saturaba de humedad. Un silencio profundo
reinaba bajo los vegetales, como si el exceso de
agua y los vapores de la fiebre causaran el éxodo de
pájaros y animales.
—¡Por mil tiburones!... —exclamó Carmaux—.
Se diría que estamos atravesando un enorme cemen-
terio.
—Esta humedad me penetra en los huesos —
comentó Wan Stiller.
El calor era intenso, aun debajo de las plantas;
era un calor depresivo que hacía traspirar sin tregua.
De cuando en cuando, el camino estaba cortado por
anchas charcas, llenas de agua oscura y pútrida.
Otras veces debían buscar un vado, pues no era po-
sible fiarse de las arenas traidoras que podían tragar-
los. Al borde de las charcas abundaban los reptiles
venenosos, de los que debían cuidarse. Todas estas
precauciones les hacían perder mucho tiempo.
Sin haber encontrado huellas de Wan Guld y su
escolta, asaron el maracaya y lo comieron, agobia-
dos por el calor. Luego reemprendieron la marcha a
través de una zona infestada por nubes de moscas
que atacaban con verdadero furor a los filibusteros,
haciendo blasfemar a Carmaux y Wan Stiller.
Al caer la tarde, se detuvieron para buscar un lu-
gar donde acampar. El africano, que se había alejado
algunos pasos, volvió con el rostro ceniciento.
—¿Qué te pasa, compadre "carboncillo"? —
preguntó Carmaux, cargando su fusil—. ¿Te persi-
gue un jaguar?
—¡Allí hay... un muerto!...
—¿Un español? —preguntó el Corsario.
—Sí, comandante. Está frío como una serpiente.
Todos corrieron detrás de Moko, y vieron, sin
poder ocultar su horror, el cadáver de un hombre
boca arriba, las piernas semidesnudas y los pies ya
carcomidos por víboras o termitas. Su rostro de cera
mostraba una pequeña herida en la sien derecha. Los
ojos habían desaparecido y los labios contraídos
dejaban ver los dientes.
—¡Pedro Herrera! —dijo el catalán, lleno de
emoción e inclinado sobre el infeliz.
—¿Un soldado de Wan Guld? —preguntó el
Corsario.
—Sí, señor. Un valiente y buen compañero.
—¿Le habrán matado los indios?
—Herido, sí. Tiene una herida a un costado, pero
su asesino ha sido un murciélago.
—¿Cómo? ¿Qué quieres decir?
—Que un voraz vampiro lo ha desangrado; tiene
la marca en la sien. Sin duda, Herrera fue abandona-
do por sus compañeros en la precipitación de 1a
fuga.
—¿Cuánto tiempo ha pasado desde la muerte de
este soldado?
—Creo que ha muerto esta mañana. Si hubiera
muerto ayer, ya se lo habrían comido las termitas.
—¡Entonces están cerca! —exclamó el Corsario,
sombrío.
—Sí, señor.
—Descansen, entretanto, lo mejor que puedan —
dijo el Corsario—. ¡Ya no nos detendremos más
hasta alcanzar a Wan Guld!

CAPITULO 9
LA FUGA DEL FLAMENCO
Hacía diez días que habían salido de Maracaibo,
diez días y diez noches metidos en la selva, cada vez
en condiciones más precarias. La marcha se hacía
interminable por esos terrenos pantanosos que obli-
gaban a largos rodeos. Ya les faltaban las fuerzas,
las piernas les flaqueaban a esos duros marineros,
sobre todo por la falta de víveres. Sólo el Corsario
parecía no sentir el rigor de la expedición, impulsa-
do por su odio hacia Wan Guld.
Una nueva noche los sorprendió sin encontrar
rastro de sus enemigos, pero presentían por instinto
que no podían estar lejos.
Aquella noche se vieron obligados a dormir sin
probar bocado.
—¡Barriga de tiburón! —exclamó Carmaux,
masticando algunas hojas dulces—. Si continuamos
así, llegaremos a Gibraltar directamente al hospital.
Cuando reanudaron la marcha, al mediodía, esta-
ban más cansados que la noche anterior. Caminaban
tratando de conservar la dirección sudeste en que
estaba Gibraltar, a orillas del lago Maracaibo. De
pronto, a poca distancia de ellos, sonó un disparo.
—¡Al fin! —exclamó el Corsario, desnudando su
espada.
—Señor, un consejo —sugirió el catalán—. Tra-
temos de tenderles una trampa.
—¿Cómo?
—Podemos esperarlos en el monte y obligarlos a
rendirse sin lucha. Ellos son más de ocho y nosotros
somos cinco, y estamos agotados.
—¿Piensas que ellos pueden estar en mejores
condiciones que nosotros? De todos modos, acepto
tu consejo.
Renovaron la carga de sus armas y se dispusieron
a avanzar, arrastrándose entre lianas y raíces con el
mayor sigilo. El Corsario volaba casi sobre la hoja-
rasca, sin dar muestras de cansancio. Súbitamente se
detuvo; se escuchaban dos voces en medio de un
monte de caluros.
—Diego —decía una voz débil—, un sorbo de
agua, por favor..., antes de que cierre mis ojos.
—No puedo, Pedro, esos perros indígenas... me
han herido de muerte.
El Corsario, que se había lanzado en medio de la
arboleda con su espada en alto y su pistola gatillada,
se encontró con dos soldados agonizantes.
—¡Caballero!... —dijo uno de ellos, alzándose
apenas—, ¿mataría a unos moribundos?
—¡Pedro! ¡Diego! —exclamó el catalán, que lle-
gaba corriendo.
—¡Silencio! —ordenó el Corsario—. ¡Díganme
dónde está Wan Guld!
—Partió hace tres horas —habló el llamado Pe-
dro—, con un guía indígena... y dos oficiales... Van
para el lago..., donde el indio tiene una barca.
—Amigos —apuró el Corsario—, hay que conti-
nuar rápido.
—¡Señor! —rogó el catalán—. No puedo aban-
donar a mis camaradas. El lago está cerca. Mi mi-
sión ha terminado. Renuncio a mi venganza.
—Estás en libertad de hacer lo que quieras —
contestó el Corsario—, pero tu auxilio es inútil. Te
dejo a Moko. Mis dos filibusteros y yo podemos
atrapar a Wan Guld.
—Nos veremos en Gibraltar, señor. Se lo prome-
to.
El Corsario reinició la marcha a paso vivo, tra-
tando de acortar la ventaja que llevaba el goberna-
dor. Eran ya las cinco de la tarde y necesitaba apu-
rarse aún más. Felizmente, el bosque se abría y la
cercanía del lago se intuía en el aire salino. A las
siete, cuando el sol caía, viendo a los marineros
exhaustos, el Corsario les dio un cuarto de hora de
descanso para que comieran las galletas que habían
tomado de los soldados moribundos y se repusieran.
—Vamos —dijo Carmaux, levantándose con es-
fuerzo.
Hacía veinte minutos que caminaban, cuando
vieron una luz entre el follaje.
—¡El golfo! —exclamó Carmaux.
—¡El campamento! —aulló el Corsario—. ¡El
asesino de mis hermanos es mío!
Echaron a correr con sus armas dispuestas. Pero
al llegar junto al fuego, donde había huellas de un
reciente vivac, no encontraron a nadie.
—¡Maldición! —gritó el Corsario.
—¡No, señor! —indicó Carmaux—. Están allá,
en la playa, al alcance de nuestras pistolas.
Los tres hombres corrieron hacia la playa.
—¡Detente, Wan Guld! —aulló el Corsario—.
¡Detente si no eres un cobarde!
Los hombres que se embarcaban en una canoa
respondieron con disparos. Los filibusteros contesta-
ron en igual forma y un hombre cayó al agua, acom-
pañado de un grito. La canoa se alejó velozmente,
comenzando a desaparecer en la oscuridad que caía.
El Corsario estaba ebrio de rabia.
—¡Capitán! —gritó Carmaux—; Allá en la arena
hay otra canoa.
—¡Wan Guld es mío! —aulló el caballero, con
alegría, y los tres se precipitaron sobre la embarca-
ción, que era una piragua india.
La canoa que transportaba a Wan Guld se había
alejado mucho. Aunque agotados y hambrientos por
la larga travesía, Carmaux y Wan Stiller remaban
con fuerza entre las tinieblas.
—¿Acortamos distancia?
—Continuamente —repuso el Corsario, sentado
a proa, con el arma entre las manos.
Repentinamente, la proa chocó contra algo.
—¡Truenos! —gritó Carmaux—. ¿Un barco?
—Es un cadáver —dijo el Corsario, apartando el
cuerpo de un oficial español.
—Alivianan la canoa —comentó Wan Stiller.
Minutos después, la canoa del gobernador cruza-
ba una zona fosforescente. El Corsario pudo distin-
guir la odiada cabeza del flamenco, apuntó y tiró,
pero no se oyó ningún grito.
—Errado, capitán —dijo Carmaux.
—Se apunta mal desde la canoa.
—¡Alarga la remada, Wan Stiller!
—Me estoy rompiendo los músculos —jadeó el
hamburgués.
Evidentemente, acortaban distancia, a pesar de
los prodigiosos esfuerzos del indio mal secundado
por un oficial español y el gobernador. Ahora la
canoa se distinguía perfectamente, pues atravesaba
de nuevo una zona de fosforescencia. A cuatrocien-
tos pasos, de pie en la canoa, el Corsario tronó: —
—¡Deténganse o disparamos!
Nadie respondió y la canoa viró de golpe hacia
los juncales de la costa, sin duda para buscar refugio
en el río Catatumbo.
—¡Entonces, muere, perro!... —aulló el Corsario.
Apuntó a la cabeza de Wan Guld, pero la veloz
marcha de la embarcación le impedía mantener la
puntería. Tres veces bajó el arma y volvió a apuntar.
La cuarta vez tiró. Al disparo siguió un grito y un
hombre cayó al agua.
—¿Tocado?... —preguntaron ambos filibusteros.
El Corsario lanzó una blasfemia: el hombre
muerto era el indio.
El gobernador y su acompañante, conscientes de
su inferioridad, se dirigían a una isleta, con la inten-
ción de protegerse del fuego de su enemigo. Pero
una voz gritó en ese instante:
—¿Quién vive?...
El gobernador y su compañero gritaron:
—¡España!
Una gran nave salió de detrás del promontorio de
un islote.
—¡Maldición! —aulló el Corsario, con ojos lla-
meantes—. Ese perro se me escapa otra vez.
—¡Es una carabela española!
—Rápido, amigos, remen hacia el islote antes de
que nos hundan.
El gobernador, ya en la carabela, informaba al
comandante del peligro que acababa de correr.
—Los españoles se alistan para apresarnos —
gritó el Corsario.
—Estamos a cien metros de la playa —repuso
Carmaux.
Vieron entonces brillar una mecha en la proa del
barco y sin más se tiraron al agua con sus armas. Un
proyectil de tres libras rompió la canoa.
Los filibusteros, escapados por milagro, se arras-
traron por la playa seguidos por una veintena de
disparos.
—¿Están heridos, mis amigos? —preguntó el
Corsario.
—Los que tiran no son filibusteros: suelen errar.
—¡Síganme! ¡A la espesura!
Los corsarios llegaron hasta la falda de una coli-
na sin encontrar ser viviente. Allí decidieron, a pesar
del cansancio, llegar hasta la cima para deliberar sin
molestias y vigilar al enemigo.
Necesitaron dos horas de fatigoso trabajo para
abrirse paso en la espesura y llegar a una cumbre
casi desnuda. A la luz de la luna, que acababa de
salir, pudieron ver la carabela y a los soldados
acampando en la playa, temerosos de internarse en
el bosque.
—Es la segunda vez que se me escapa de las ma-
nos —comentó agrio el Corsario.
—Ahora —añadió el hamburgués— corremos el
riesgo de caer en las suyas.
—Parece que estamos condenados a la horca. No
contaremos aquí con la ayuda de un notario o de un
conde de Lerma.
—¡El Olonés tendrá que venir en nuestra ayuda!
—¿Pero cuándo?
—Wan Guld debe estar colocando la soga con la
cual me va a colgar —dijo con rabia el Corsario.
—¿Qué debemos hacer, capitán? —inquirieron
los dos marineros.
—Resistir todo el tiempo posible.
—¿Aquí? —preguntó Carmaux.
—Sí, hay que atrincherarse en esta cumbre.
Y sin mayor discusión, los filibusteros se pusie-
ron a trabajar. Transportaron piedras de gran tamaño
hasta la cima de la colina, formando una trinchera
circular. Luego acarrearon muchas plantas de espi-
no, con las que construyeron una eficaz barrera para
el enemigo.
—Sólo falta lo más importante para una guarni-
ción poco numerosa —se quejó el hamburgués.
—¿A qué te refieres?
—A la despensa del escribano de Maracaibo.
—¡Centellas! Olvidaba que no nos queda ni una
galleta que morder.
—No vamos a poder convertir piedras en panes.
—No te preocupes, amigo Wan Stiller. Recorre-
remos el bosque.
Mientras el Corsario hacía de vigía, bajaron una
vez más la colina ocultos entre el follaje. Regresaron
casi al alba, cargados como mulas. Traían cocos y
naranjas de una plantación indígena; cavoli de pal-
ma, que puede reemplazar al pan; una gran tortuga
de agua que habían sorprendido en un laguito, y
algunos peces. Si economizaban las provisiones,
podrían tener alimentos para cuatro días.

Pero su mayor alegría había sido el descubri-


miento del mabuyero, una planta sarmentosa de las
Guayanas que embriaga a los peces y produce cóli-
cos a los hombres. Con sus tallos habían envenena-
do las aguas del estanque al que los españoles debe-
rían acudir a beber.
—Las chalupas han rodeado la isla —les dijo el
Corsario, cuando los vio llegar.
—¡Ay!... Son demasiados. No sé si el niku al-
canzará para todos —comentó Carmaux.
—¿Qué es el niku? —preguntó el Corsario.
—Es una bebida de mabuyero que da cólico —
contestó Wan Stiller.
—Tengo hombres astutos —los elogió el Corsa-
rio.
De pronto se oyó un disparo.
Los filibusteros se distribuyeron en puestos de
observación, intentando averiguar desde dónde se
había disparado, pero el enemigo no se mostraba.
—¿Ven a alguien? —preguntó el Corsario.
—Ni siquiera un mosquito, señor.
—No creo que se atrevan a atacarnos de día.
Pienso que esperarán la noche.
—Entonces voy a preparar el almuerzo —
anunció Carmaux, tomando un par de peces.
El Corsario se colocó en el puesto de vigía y los
dos filibusteros encendieron fuego. Un cuarto de
hora después, las rayas estaban asadas y los corsa-
rios preparados para darles el bajo. Pero un cañona-
zo retumbó en el mar.
—¡Rayos! ¡Nos estropearon el almuerzo!... —
gritó Carmaux, saltando.
—¡Quieren pulverizarnos! —exclamó el ham-
burgués.
—¿Ve españoles, comandante?
—Están a quinientos pasos.
—¡Rayos!... Se me ocurre que nosotros también
podríamos bombardearlos.
—¿Has encontrado algún cañón?... ¿O te ha dado
insolación?
—No, comandante. Se trata sólo de que hagamos
rodar estos peñascos por las laderas.
—La idea es buena. La pondremos en práctica en
el momento oportuno. Ahora cúbranse, para no reci-
bir una esquirla en la cabeza.

Se separaron y ocultaron detrás de los últimos


arbustos que rodeaban la cresta de la colina. Espera-
ban al enemigo para abrir fuego.
Los marineros de la carabela, por su parte, trepa-
ban intrépidamente por dos flancos, estimulados sin
duda por la promesa de una buena recompensa.
—¡Amigos! —dijo el Corsario—. Ocupémonos
de los que suben a nuestras espaldas. Dejemos a los
otros a la suerte del niku.
—¿Empezamos el bombardeo? —preguntó el
hamburgués, haciendo rodar un peñasco de medio
quintal.
—Adelante —dijo el Corsario.
Una formidable avalancha se abrió paso a través
del bosque con el estruendo de un huracán, saltando,
golpeando y destrozando todo. Los soldados retro-
cedían rápidamente entre gritos de horror y algunos
disparos.
—¡Otra descarga, hamburgués! —gritó Car-
maux.
—Estoy listo, amigo.
—¡Hacia el estanque! —ordenó el Corsario.
—Siempre que los de ahí no tengan cólicos.
Observaron. No se veía a nadie. Hicieron una
nueva descarga general, en forma de abanico, pero
tampoco obtuvieron respuesta ni escucharon grito
alguno.
—¿Qué estará haciendo el enemigo? —se pre-
guntó en voz alta el Corsario.
—¿Quiere saberlo, comandante? Veo a seis u
ocho soldados que se revuelcan como locos.
—¡El niku!... Hay que. mandarles un calmante
—rió el hamburgués.
—Déjenlos tranquilos —dispuso el Corsario—.
Debemos economizar municiones. —Y volvió a su
puesto de observación.
En la carabela se advertía un movimiento insóli-
to: varios hombres se afanaban alrededor de un ca-
ñón. En tierra, los batallones que intentaron subir la
colina no parecían haber vuelto a la playa. Entretan-
to, Carmaux volvía a poner en el asador los dos
peces del suspendido almuerzo.
—Este asunto comienza a ponerse muy feo —
dijo el Corsario, que regresaba de su puesto de ob-
servación.
—También yo temo, comandante, que esta noche
intenten un ataque definitivo —dijo Carmaux.
—Es lo mismo que yo creo —replicó el Corsario.
—No podremos hacer frente a tantos hombres.
—¿Y si intentáramos romper el sitio?
—¿Y después?
—Podríamos apoderarnos de uno de los botes.
—No es una mala idea —dijo el Corsario, tras
meditar algunos instantes—. Tendremos que esperar
la noche. Pero debe ser antes de que la luna salga.

CAPÍTULO 10
EN PODER DEL ENEMIGO
Durante todo aquel largo día ni Wan Guld ni los
marineros de la carabela dieron señales de vida. Sin
duda querían obligarlos a rendirse por hambre o por
sed. Al gobernador le interesaba tomar vivo al Cor-
sario y colgarlo como ya lo había hecho con sus dos
infortunados hermanos.
Pero los filibusteros se habían preparado para
partir.
Hacia las once de la noche después de inspeccio-
nar los alrededores y de asegurarse de que el enemi-
go se mantenía en los mismos sitios, cargaron los
pocos víveres que les quedaban, juntaron sus muni-
ciones, unos treinta tiros, y abandonaron sin hacer el
menor ruido la fortificación de la colina.
Se deslizaban sigilosamente, como reptiles, para
no provocar sonidos ni desprender piedras, con to-
dos los sentidos alertas, para descubrir a posibles
centinelas emboscados. Al no escuchar nada, y ver
que las hogueras de los campamentos continuaban
encendidas, siguieron su camino siempre con mayor
cuidado.
A trescientos metros, Carmaux, que iba primero,
se detuvo bruscamente y se ocultó tras un tronco.
—Alguien viene. Detengámonos aquí —susurró.
Se ocultaron en los arbustos, conteniendo la res-
piración. Después de algunos instantes de angustiosa
espera, oyeron, a poca distancia, a dos personas que
hablaban en voz bajísima.
—Se acerca la hora. ¿Están todos preparados? —
preguntaba una voz.
—Ya dejaron los campamentos, Diego.
—¿Y por qué las fogatas siguen encendidas?
—Hay orden de no apagarlas para hacer creer a
los filibusteros que no nos hemos movido.
—¡Qué astuto es el gobernador!
—Es un guerrero, Diego.
—¿Crees que los agarraremos por sorpresa?
—Se defenderán terriblemente. El Corsario Ne-
gro solo, vale por veinte.
—Los que salgamos con vida disfrutaremos las
diez mil piastras comiendo y bebiendo.
—¡Buena cantidad, a fe mía!
—¡Eh!... ¿No has oído nada, Sebastián?
—No, compañero.
—Debió ser un insecto o una víbora.
—Buena razón para alejarnos de aquí. Y allá
arriba hay diez mil piastras.
Los filibusteros esperaron unos instantes por te-
mor a que los españoles retrocedieran.
—¡Truenos! —exclamó Carmaux—. Empiezo a
creer que la suerte nos protege.
Seguros de no hallar otro obstáculo, los tres fili-
busteros bajaron hacia la playa, en un intento de
llegar a la orilla meridional del islote para estar lejos
de la carabela.
Ante ellos, en el extremo de un pequeño promon-
torio, vieron una chalupa cuya tripulación dormía
confiada junto a una fogata que se extinguía.
—¿Matamos a los marineros? —preguntó Car-
maux.
—No vale la pena —repuso el Corsario—. No
creo que nos molesten. Embarquemos sin pérdida de
tiempo.
Les fue fácil poner en el agua la embarcación,
dentro de la cual se ubicaron y cogieron los remos.
Se alejaron sesenta pasos, y ya los alentaba la espe-
ranza de huir, cuando se escucharon tiros en la cres-
ta de la colina y estridentes gritos. Al ruido de las
descargas se despertaron los dos marineros de la
playa, quienes al ver su bote lejos se lanzaron a las
armas gritando:
—¡Deténganse!... ¿Quiénes son ustedes?
—¡Que el diablo los lleve consigo!...—gritó Car-
maux, en el instante en que una bala le cortaba el
remo de tres pulgadas del borde de la barca.
—¡Coge otro remo, Carmaux! —gritó el Corsa-
rio.
—¡Rayos!... —señaló Wan Stiller—. ¡Una cha-
lupa nos persigue!
—Ocúpense de los remos. Yo la mantendré ale-
jada a tiros.
Entretanto, desde lo alto de la colina llegaba el
estruendo del tiroteo.
El bote se distanciaba velozmente de la isla, proa
a la desembocadura del Catatumbo, situada a unas
cinco o seis millas. Podían escapar de la persecución
si lograban pasar desapercibidos para la carabela.
Desgraciadamente, la alarma había cundido por la
costa septentrional de la isla. No habían logrado
recorrer mil metros, cuando otros dos botes, uno de
ellos bastante grande y armado con una culebrina de
desembarco, empezaron a darles caza.
—¡Estamos perdidos! —exclamó involuntaria-
mente el Corsario—. ¡Amigos, debemos prepararnos
para vender cara la vida!
—¡Por mil truenos!... —gritó Carmaux—. ¿Será
posible que tan pronto nos vayamos al otro mundo?
El bote mayor avanzaba a gran velocidad. A tres-
cientos pasos de los filibusteros, una voz gritó:
—¡Ríndanse o los hundo!
—¡Los hombres de mar mueren, pero no se rin-
den! —contestó el Corsario.
—¡El gobernador les perdona la vida!
—¡Ahí tienen respuesta!
El Corsario apuntó y tiró; uno de los remeros ca-
yó muerto. Un grito de furor salió de los tres botes.
—¡Fuego! —ordenó una voz.
La culebrina disparó con gran estrépito. Un ins-
tante después, la chalupa corsaria hacía agua a rau-
dales. Los filibusteros se lanzaron al agua.
—¡Agarren la espada con los dientes y prepáren-
se para el abordaje! —aulló el Corsario— ¡Morire-
mos sobre la chalupa!
A los españoles les habría sido muy fácil pegar-
les un tiro sobre el agua, pero estaban interesados en
apresarlos con vida.
Con pocas remadas llegaron hasta ellos y los gol-
pearon con la proa de la chalupa. Antes de que se
recobraran del golpe, veinte brazos los subieron a
bordo, los desarmaron y los ataron.

Cuando el Corsario Negro se dio cuenta de lo


ocurrido estaba atado, al igual que sus dos compañe-
ros. Un hombre vestido elegantemente con un traje
de caballero castellano se hallaba a su lado.
—¡Usted..., Conde!... —exclamó sorprendido el
Corsario.
—Yo, caballero —respondió el castellano son-
riendo.
—Jamás hubiera creído que el Conde de Lerma
olvidara tan pronto que le salvé la vida en Maracai-
bo.
—¿Qué le hace pensar, señor de Ventimiglia, que
yo no recuerde el día en que tuve la suerte de cono-
cerle? —dijo el Conde, en voz baja.
—El que me haya tomado prisionero y me lleve
para entregarme al duque flamenco.
—¿Y qué?
—¿Ignora el tremendo odio que hay entre el du-
que y yo? ¿Que él ahorcó a mis dos hermanos?
—¡Bah!
—No quiere creerlo, Conde.
—Quiero que sepa que esta carabela me pertene-
ce, que los marineros sólo obedecen mis órdenes.
—Wan Guld gobierna Maracaibo. Todos los es-
pañoles le deben obediencia.
—Gibraltar y Maracaibo están lejos, caballero.
Yo le mostraré luego cómo el Conde de Lerma bur-
lará al flamenco. Y ahora, silencio.
La chalupa, seguida de los otros dos botes, se de-
tenía junto a la carabela. Obedeciendo al Conde, los
marineros transbordaron a los tres filibusteros.

Desde el alcázar de popa descendió rápidamente


un hombre de aspecto imponente, larga barba blan-
ca, anchos hombros y excepcional contextura física
a pesar de sus sesenta años. Como los viejos dogos
venecianos, vestía una espléndida coraza de acero
cincelado, llevaba una larga espada y, en la cintura,
un puñal con mango de oro. El resto del traje era
español.
Miró en silencio al Corsario. Luego, con voz len-
ta y mesurada, dijo:
—Caballero, la suerte está de mi parte. Juré ahor-
carle y mantendré la palabra.
—Los traidores tienen suerte en esta vida. Vere-
mos en la otra —contestó el Corsario, con supremo
desprecio.
—Usted ha perdido la partida y pagará —dijo el
viejo, fríamente.
—¿Qué espera? ¡Hágame ahorcar!
—Hubiera preferido hacerlo en Maracaibo. Pero
haré que goce del espectáculo el pueblo de Gibral-
tar.
—¡Miserable!...
—No le odio tanto como cree, pero es un testi-
monio peligroso de lo sucedido en Flandes. Si yo no
le matase, tarde o temprano lo haría usted conmigo.
Sólo me defiendo de un enemigo que no me ha de-
jado en paz.
—Entonces, hágame matar. La muerte no me
asusta.
—Caballero, es usted un valiente y estoy seguro
de que no me creerá si le digo que estoy cansado de
la tremenda lucha que ha emprendido contra mí. Si
yo le dejara en libertad, ¿qué haría?
—Recomenzaría la lucha con mayor encarniza-
miento para vengar a mis hermanos.
—Me obliga, entonces, a colgarle, tal como col-
gué al Corsario Rojo y al Corsario Verde.
—Y como asesinó en Flandes a mi hermano ma-
yor.
—¡Cállese!... —gritó el duque, con voz angus-
tiada—. ¿Por qué reavivar el pasado? Déjelo que
duerma para siempre
—Suprima al último señor de Ventimiglia. Pero
le advierto que con ello la lucha no terminará. Otro
de los míos, un hombre valeroso y audaz, recogerá
mi juramento —sentenció el Corsario.
—¿Quién será ése? —preguntó el duque, temero-
so.
—El Olonés.
—También le colgaré.
—Pedro navega hacia Gibraltar. Dentro de unos
pocos días caerá usted en sus manos.
—Que venga el Olonés y le daré su merecido.
Dirigiéndose luego hacia los marineros, les dijo:
—Conduzcan a los prisioneros a la bodega y vi-
gílenlos atentamente. Ustedes se han ganado el pre-
mio que prometí; lo recibirán en Gibraltar.
En seguida volvió la espalda al Corsario y se di-
rigió a popa. El Conde de Lerma le esperaba en la
escalera.
—Señor duque —le preguntó—, ¿está usted re-
suelto a ahorcar al Corsario?
—Sí —respondió el viejo sin vacilar—. Es un
corsario, un enemigo de España que ha encabezado
una expedición contra Maracaibo.
—Es un caballero valiente, señor duque. Es la-
mentable que muera un hombre como él.
—Es un enemigo, señor Conde.
—Aun así, yo no le mataría.
—¿Porqué?
—No olvide que se dice que la hija de usted ha
sido capturada por los filibusteros de las Tortugas.
—Es cierto —reconoció el duque, suspirando—.
Pero la captura de la nave en que ella viajaba no ha
sido confirmada.
—Pero si la confirmasen, podría canjearla por el
Corsario Negro.
—No, señor —contestó resuelto el viejo—. Con
una buena suma siempre podré rescatar a mi hija. Y
eso, si es reconocida, cosa que dudo, pues se toma-
ron todas las precauciones para que navegase de
incógnito. Ya es hora de que esta larga lucha termi-
ne. Señor Conde, ponga proa a Gibraltar.
El Conde de Lerma se inclinó sin contestar y se
dirigió a proa.
Pero sólo a las cuatro de la tarde el barco estuvo
en condiciones de zarpar. La impaciencia roía al
duque. El Conde le advirtió que no era posible na-
vegar a gran velocidad porque los innumerables
bancos de arena lo impedían. Solo a las siete de la
tarde, hora en que el viento aumentó, el velero co-
menzó a moverse algo más rápido.
El Conde de Lerma, tras cenar con el duque, fue
a tomar el timón y mantuvo una larga conversación
con el piloto. Parecía darle amplias instrucciones
relacionadas con las maniobras nocturnas para evitar
los bajíos de Catatumbo, frente a Santa Rosa, locali-
dad pequeña a pocas horas de Gibraltar.
La misteriosa conversación duró hasta las diez de
la noche. Después pareció que el Conde se retiraba a
descansar, pero, al amparo de la oscuridad, bajó sin
ser visto por la tripulación hasta la bodega.
—Y ahora —murmuró—, el Conde de Lerma
pagará su deuda; después que pase lo que sea.
Encendió una linterna sorda que llevaba en la
manga de su bota y alumbró a los que dormían.
—¿Usted, Conde? —dijo el Corsario—. ¿Viene a
hacerme compañía?
—A algo mejor, caballero —replicó el castella-
no—. Vengo a cumplir mi promesa. Hoy no soy yo
el que está en peligro, sino usted. Me corresponde
devolverle un favor, que sin duda apreciará.
—Explíquese mejor, Conde.
—Vengo a salvarle, señor.
—¿Salvarme?... —exclamó el Corsario, estupe-
facto—. ¿Y qué pasará con el duque? Le hará a us-
ted prisionero y le hará. ahorcar. ¿Ha pensado en
ello, Conde?... Wan Guld no bromea.
—El flamenco es fiero y astuto, caballero. Lo sé.
Pero no se atreverá a inculparme. La carabela es mía
y la tripulación me es fiel. Sé que hago mal en libe-
rarle en el momento en que Gibraltar va a ser ataca-
da por el Olonés. Pero soy un caballero y cumplo
mis promesas. Si más tarde el destino hace que nos
encontremos en Gibraltar, usted cumplirá su deber
de corsario, yo el mío de español y nos batiremos
como dos enemigos encarnizados.
—Como dos enemigos encarnizados no, Conde.
—Como dos caballeros, entonces, que militan
bajo distintas banderas —dijo con nobleza el caste-
llano.
—De acuerdo, Conde.
—Huya, caballero. Aquí tiene un hacha para que
corte los travesaños del ojo de buey, y un par de
puñales para que se defienda de las fieras, cuando
esté en tierra. Una chalupa va a remolque de la cara-
bela. Corte su soga y reme hacia la costa. Ni el pilo-
to ni yo veremos nada. Adiós, caballero. Espero
hallarle ante las murallas de Gibraltar y que cruce-
mos nuestros aceros,
El Conde cortó entonces las ligaduras del Corsa-
rio, le entregó las armas, le estrechó la mano y des-
apareció escaleras arriba.
El Corsario se quedó perplejo un instante, sor-
prendido por la magnanimidad del castellano, luego
despertó a los filibusteros.
—¡Truenos! ¿Qué ha pasado, señor?
—¿No me diga que esto se debe al gobernador?
—ironizó Carmaux
—Síganme en silencio —ordenó el Corsario.
Quitó a golpes de hacha dos travesaños del ojo
de buey, dejando espacio suficiente para que pasara
un hombre.
—No se dejen sorprender —susurró a los filibus-
teros—. Si les interesa la vida, sean prudentes.
Sigilosamente, uno a uno fueron dejándose caer
al agua. Nadaron hasta la chalupa atada a la popa
por un gran cable. Cuando iban a tomar los remos,
la cuerda cayó al mar, cortada por una mano amiga.
El Corsario levantó la vista y vio en el alcázar de
popa un bulto humano que lo saludaba.
—¡Que Dios lo proteja de la cólera de Wan
Guld! —dijo el Corsario, reconociendo al castella-
no.
—¡Truenos! —exclamó Carmaux—. Todavía no
sé si estoy despierto o dormido. ¿Qué pasó, capitán?
¿Quién le ayudó a huir de ese viejo antropófago?
—El Conde de Lerma —repuso el Corsario.
—¡Qué gran caballero! Si le encontramos en Gi-
braltar, no vamos a tocarlo, ¿verdad, Wan Stiller?
—Lo trataremos como a un hermano de la costa
—respondió el hamburgués.
El Corsario, que miraba ensimismado hacia el
horizonte, se incorporó de pronto ansioso:
—Amigos —preguntó con cierta emoción—,
¿qué ven allá, a lo lejos?
Ambos filibusteros se levantaron para mirar en la
dirección indicada. Unos puntos luminosos, como
estrellitas, brillaban en el horizonte. Un hombre de
tierra firme podría confundirlos con astros, pero no
un hombre de mar.
—¡Fanales, comandante! ¡Fanales! —exclamó
Carmaux—. ¡No me cabe duda de que es el Olonés!
—A la playa, ¡rápido! —ordenó el Corsario—.
Encenderemos fuego para que vengan a rescatarnos.
Ambos filibusteros reanudaron sus remadas con
gran energía, acercando la chalupa a la costa, que se
divisaba a tres o cuatro millas de distancia.

CAPÍTULO 11
EL OLONÉS
PROVIDENCIAL
El Olonés quedó sorprendido al encontrar al Cor-
sario Negro, a quien creía en la selva o entre los
juncales, y, más aún, al escuchar sus aventuras.
—Mi pobre amigo —dijo—, no tienes suerte con
ese maldito viejo. Pero te juro por las arenas de
Olón que ahora lo capturaremos en Gibraltar.
—Pedro, dudo que lo encontremos allí —
respondió el Corsario—. Él ya sabe que caeremos
sobre la ciudad.
—¿Pero no iba hacia allá en la carabela del Con-
de?
—Sí, Pedro, pero es muy astuto. Puede haber
cambiado de rumbo para no dejarse sitiar tras las
murallas de la ciudad. La suerte lo protege.
—La suerte se cansará de hacerlo, caballero. Si
no lo encontramos en Gibraltar, lo buscaremos en
Puerto Cabello. Te he prometido ayuda y jamás
faltaré a mi palabra.
—Gracias, sé que cuento contigo. ¿Dónde está El
Rayo?
—A la salida del Golfo, junto a las dos naves de
Harris. No dejarán que nos molesten los barcos es-
pañoles.
—Estoy a tus órdenes, Pedro.
—¡Sabía que contaba con tu brazo valeroso! Esta
noche llega el Vasco y mañana temprano atacare-
mos. Gibraltar será un hueso duro de roer, pero
triunfaremos, amigo mío. Ahora vamos a cenar y a
descansar a bordo de mi barco. Se ve que lo necesi-
tas.
Aquel día no fue perdido. Los incansables buca-
neros se dedicaron a explorar las inmediaciones de
la ciudadela española, con el objetivo de estudiar
detalladamente cómo atacarla por sorpresa.
Las informaciones que trajeron no eran alentado-
ras. Todos los caminos estaban interrumpidos con
trincheras fortificadas, la campiña de los alrededores
inundada, y había cercos erizados de espinos. El
comandante de Gibraltar, además, era uno de los
jefes más valientes con que contaba España en Amé-
rica. Había hecho jurar a sus soldados que se harían
matar hasta el último hombre antes que rendir su
estandarte.
Cierta angustia empezó a apoderarse del corazón
de los corsarios. Pero el Olonés, informado de todo,
no se dejaba deprimir. Esa tarde reunió a los jefes.
—Es imprescindible, hombres del mar —los
arengó—, que luchemos mañana con bravura. Fabu-
losos tesoros nos esperan en la ciudad. En el comba-
te, observen a sus jefes y sigan su ejemplo.
A medianoche llegó el Vasco con cuatrocientos
hombres. De inmediato se levantaron los campa-
mentos y se formaron las escuadras. El pequeño
ejército, encabezado por sus tres jefes, emprendió la
marcha cruzando la selva.
Carmaux y Wan Stiller, bien comidos y dormi-
dos, iban detrás del Corsario Negro. Ardían de im-
paciencia por estar en la primera línea de combate y
ayudar a la captura de Wan Guld.
En el bosque se les unió el africano.
—Compadre carboncillo, ¿de dónde sales?
—Hace diez horas que los busco. Supe que el
gobernador los tomó prisioneros.
—Es cierto, compadre. Huimos de sus garras
gracias a la ayuda del Conde de Lerma.
—¿El. castellano que apresamos en casa del no-
tario de Maracaibo?
—Sí, compadre. ¿Y el catalán? ¿Y los heridos?
—Los heridos murieron; el catalán ya debe estar
en Gibraltar. La ciudad opondrá una dura resisten-
cia.
—Sí; temo que muchos de los nuestros no po-
drán comer esta noche.
Los primeros tiros que se escucharon desde las
avanzadas, les advirtieron que estaban a la vista de
la ciudad. El Olonés, el Vasco y el Corsario Negro
corrieron al encuentro de los exploradores. Pero no
se trataba de un contraataque sino que de un tiroteo
de reconocimiento. Sin embargo, ya no era posible
ocultarse y el Olonés ordenó acampar en espera de
que amaneciera.
Las defensas enemigas parecían inexpugnables.
Sobre una colina se veían dos poderosas fortifica-
ciones almenadas, en las que ondeaba el estandarte
español.
—¡Por las arenas de Olón! —frunció el ceño el
filibustero. Nos será muy difícil apoderarnos de esos
dos fuertes sin escalas ni artillería.
—Sobre todo con el camino cortado. Hay empa-
lizadas y baterías en él. Tendremos que atacar bajo
el fuego de los cañones.
—Sí. Y tender puentes improvisados sobre ese
pantano. Por la llanura no podremos pasar, porque
está inundada.
—¡El comandante conoce bien todas las alterna-
tivas de la guerra! —dijo el Corsario Negro, pensa-
tivo.
—Así lo veo.
—¿Qué piensas hacer, Pedro?
—Probar suerte, caballero. No podemos retroce-
der ante nuestros hombres. Jamás volverían a con-
fiar en nosotros.
—Es cierto, Pedro. Se vendría al suelo nuestra
fama de corsarios audaces e invencibles. Además,
en ese fuerte está mi mortal enemigo.
—Actuemos —dijo el Olonés—. Dejo en tus
manos y en las del Vasco a la mayoría de los filibus-
teros. Utilicen el pantano para llegar hasta la colina.
Yo daré la vuelta, y protegido por la arboleda inten-
taré llegar al pie de las murallas del primer fuerte.
—¿Y qué harás sin escalas, Pedro?
—Tengo un plan. Si dentro de tres horas Gibral-
tar no ha caído, dejaré de ser el Olonés. Y ahora,
abracémonos. Quizás no volvamos a vernos.
Ambos corsarios se abrazaron afectuosamente.
Los primeros rayos del sol asomaban, por lo que
bajaban rápidamente de la ladera desde la cual ob-
servaban las posiciones enemigas.
Su decisión de iniciar la lucha sin demora, animó
a la mayoría de sus hombres, que tenían una fe ciega
en sus jefes.
—¡Valor, hombres de mar! —gritó el Olonés—.
Detrás de estos muros se ocultan fortunas mayores
que las que encontraron en Maracaibo. Demostre-
mos a nuestros enemigos que continuamos siendo
invencibles.

La columna que dirigían el Corsario Negro y el


Vasco a través del pantano estaba integrada por
trescientos ochenta hombres armados con espada
corta y pistolas con sólo treinta cargas para cada
una. No llevaban fusiles, porque es un arma inútil
para atacar un fuerte y muy incómoda en la lucha
cuerpo a cuerpo. Pero eran trescientos ochenta de-
monios seguros de su triunfo.
Entraron sin vacilar al pantano, colocando sobre
éste troncos y ramas para fabricarse un camino. El
fuego español empezaba a hacer estragos. Los fili-
busteros caían al fango, se hundían y no podían re-
cibir la ayuda de sus compañeros ni responder el
fuego enemigo.
El Corsario Negro y el Vasco mantenían su san-
gre fría; alentaban con el ejemplo, animaban a los
heridos y recorrían las filas ayudando a los que car-
gaban los troncos.
Los filibusteros empezaban a dudar de que pu-
dieran salir adelante con lo que se habían propuesto,
que lo consideraban una verdadera locura. Pero no
perdían el valor y seguían luchando. La metralla
había herido de muerte a más de doce hombres y
una veintena de heridos se debatía entre los troncos
y las ramas. Sin embargo, todos seguían avanzando,
hasta que finalmente llegaron a tierra firme. Nadie
podía ya resistir a esos hombres sedientos de ven-
ganza.

Los filibusteros irrumpieron en el terraplén del


reducto. Los primeros cayeron bajo la metralla, pero
los que venían detrás alcanzaron las baterías y ma-
sacraron a los cañoneros sobre sus piezas.
Un hurra gigantesco anunció a las bandas del
Olonés que el primero y más difícil de los obstácu-
los había sido vencido. Pero la alegría no iba a durar
mucho rato. El Corsario Negro y el Vasco descu-
brieron en medio de un bosque la presencia de otra
fortaleza.
—¿Qué hacemos? —preguntó el Vasco.
—No debemos retroceder.
—Hemos sufrido tremendas bajas y nuestros
hombres están aniquilados.
—Mandemos a algunos hombres a reconocer el
bosque —dijo el Corsario—. Ojalá tengamos suerte,
Miguel.
Mientras la avanzada se alejaba sin pérdida de
tiempo, el Corsario Negro y el Vasco hacían trans-
portar los heridos al otro lado del pantano, previen-
do una posible retirada.
Muy pronto volvieron los exploradores y las no-
ticias no eran buenas. Los españoles habían abando-
nado el bosque, pero en la llanura habían emplazado
una batería con muchas bocas de fuego. No había
noticias del Olonés.
—¡Adelante, hombres de mar! —ordenó el Cor-
sario, empuñando su espada—. ¡Si hemos acallado
la primera batería, no daremos la espalda a la segun-
da!
Los hombres no se hicieron repetir la orden y
avanzaron resueltos a sorprender al enemigo. Pero al
llegar a la llanura se detuvieron indecisos. La batería
era imponente y el lugar, una verdadera fortaleza
defendida por fosos, empalizadas y murallas a pi-
que.
—Ya no podemos retroceder, Miguel. El Olonés
debe estar llegando a la meta. Diría que hemos teni-
do miedo.
—Si tuviéramos un cañón.
—Los de la batería tomada están fijos. ¡Adelan-
te!
El Corsario, sin mirar si lo seguían o no, se lanzó
a la llanura blandiendo la espada. Los filibusteros
dudaron, pero al ver que el Vasco, Carmaux, Wan
Stiller y el africano lo seguían, corrieron tras ellos
dando feroces gritos.
Los españoles los dejaron acercarse a mil pasos,
y entonces dispararon. El efecto fue desastroso:
barrieron la primera fila, mientras las otras retroce-
dían desordenadamente hasta el bosque.
El Corsario no había retrocedido. Reunió a su al-
rededor a diez o doce hombres, entre los que se en-
contraban Carmaux, Wan Stiller y el africano, y con
ellos logró sobrepasar la línea de fuego y llegar al
pie de la colina. En ese momento retumbaron los
cañones de los dos fuertes de Gibraltar.
—¡Amigos míos!... —gritó—. El Olonés se pre-
para para entrar en la ciudad. ¡Adelante, mis valien-
tes!
Aunque estaban deshechos, empezaron la ascen-
sión de la colina, abriéndose paso fatigosamente
entre zarzales y malezas. En lo alto, el cañón dispa-
raba sin pausa y sus proyectiles destrozaban árboles
seculares, que caían con estruendo.
El Corsario Negro y sus hombres corrían al en-
cuentro del Olonés antes de que comenzara el asalto
contra los dos fuertes. Descubrieron un sendero
entre los árboles, y en menos de media hora llegaron
a la cumbre. Allí se encontraron con la retaguardia
del Olonés. El Corsario fue llevado hasta la van-
guardia, donde se encontraba aquél con sus ayudan-
tes.
—¡Por las arenas de Olón! Tu refuerzo llega en
el mejor momento.
—Un refuerzo bastante pobre, Pedro —repuso el
Corsario—. Te traigo sólo doce hombres.
—¿Doce? ¿Y los otros? —exclamó el filibustero,
poniéndose pálido.
—Se vieron obligados a retroceder hasta el pan-
tano, después de sufrir grandes pérdidas.
—¡Mil rayos¡...¡Contaba con ellos!
—Quizás hayan vuelto a intentar el ataque de la
segunda batería.
—No importa. Comenzaremos el ataque al fuerte
más importante.
—¿Cómo treparemos? No tienes escalas, Pedro.
—Simularemos una fuga precipitada. Mis hom-
bres están avisados.
Los filibusteros lanzaron su característico grito
de guerra y las bandas, hasta entonces ocultas, se
lanzaron sobre la explanada. Los españoles del fuer-
te, que era el más cercano y el mejor pertrechado, al
verlos aparecer arrasaron la explanada con la metra-
lla, pero ya era demasiado tarde. Muchos corsarios
cayeron, pero quienes los seguían llegaron a los
muros de las torres. Fue entonces cuando se oyó la
voz de trueno del Olonés.
—¡Hombres de mar!... ¡En retirada!
Los corsarios, que sabían que era imposible subir
a las murallas, pues no tenían escaleras y los espa-
ñoles presentaban una dura resistencia, huyeron en
desorden a refugiarse en el bosque cercano.
Los defensores del fuerte creyeron que era el
momento de exterminarlos fácilmente. Dejaron los
cañones, bajaron los puentes levadizos, y salieron
imprudentemente a aniquilarlos por la espalda. Era
justamente lo que había esperado el Olonés. Los
corsarios se dieron vuelta y cargaron con furia co-
ntra el enemigo.
Los españoles no esperaban un cambio de frente.
Retrocedieron sorprendidos y en desorden. Ambos
se empeñaron en una sangrienta batalla. Corsarios y
españoles luchaban con igual valor a estocadas y
tiros; los pocos que aún permanecían en el fuerte
ametrallaban, hiriendo y matando a amigos y ene-
migos.
Fue la llegada de Miguel, el Vasco, la que deci-
dió el combate y permitió a las fuerzas corsarias
entrar en el fuerte. Pero los españoles estaban dis-
puestos a morir antes que rendir su estandarte. El
Corsario acababa de librarse de un capitán de arca-
buceros, que expiraba a sus pies, cuando oyó una
voz:
—¡Cuidado, caballero, que voy a matarle!
—¡Usted, Conde!
—¡Defiéndase, señor; la amistad ya no existe en-
tre nosotros. Usted combate por la filibustería, yo
me bato por la bandera de Castilla.
—¡Conde, se lo ruego!... No me obligue a cruzar
mi espada con la suya. Yo le debo la vida.
—Estamos mano a mano. Mientras quede un es-
pañol vivo, nuestra bandera no será arriada —dijo el
Conde y se lanzó con violencia contra el Corsario.
—¡Por favor, señor Conde!... —gritó el Corsario,
retrocediendo unos pasos—. ¡No me obligue a ma-
tarle!
—¡A nosotros, señor de Ventimiglia! —exclamó
el Conde, sonriendo.
Mientras alrededor de ambos la lucha se desarro-
llaba con creciente furia, los dos hombres comenza-
ron su duelo, dispuestos a morir o a matar.
El Conde atacaba con energía, redoblando sus es-
tocadas y cubriendo al Corsario con rápidos golpes
que éste paraba. Además de la espada, ambos usa-
ban el puñal para parar los golpes.
El Corsario, que por motivo alguno quería matar
al noble castellano, con una estocada en diagonal, y
luego con semicírculo, hizo saltar la espada del Con-
de. Pero éste, velozmente, arrebató la espada al capi-
tán de arcabuceros agonizante y se lanzó nuevamen-
te contra su adversario. Entretanto, un soldado espa-
ñol acudió en su ayuda.
El Corsario no tuvo alternativa. Con una estoca-
da mortal derribó al soldado y se lanzó a fondo co-
ntra el Conde, que no esperaba tal arremetida. La
espada le atravesó el pecho y le salió por la espalda.
—¡Conde! —exclamó el Corsario, sujetándole
con sus brazos—. ¡Qué triste victoria! ¡Usted la ha
querido!
—Era... el destino... caballero... —murmuró el
Conde, tratando de esbozar una sonrisa.
—¡Carmaux!... ¡Wan Stiller!... ¡A mí! —gritó el
Corsario.
—Me... muero... adiós... amigo... no... —alcanzó
apenas a decir el Conde.
Un golpe de sangre le cortó la frase y cerró los
ojos.
El Corsario, más emocionado de lo que hubiera
creído, depositó suavemente el cadáver del noble en
el suelo, le besó la frente aún tibia y, recogiendo la
espada ensangrentada, se lanzó a la lucha con voz
destrozada:
—¡A mí, hombres del mar!
La sangrienta batalla duró una hora. Casi todos
los defensores cayeron rodeando la bandera de su
lejana patria. Ninguno aceptó rendirse.
La terrible lucha, que había empezado por la ma-
ñana, concluyó a las dos de la tarde. En el campo de
batalla quedaban cuatrocientos españoles y ciento
veinte filibusteros.

CAPÍTULO 12
LA CAÍDA DE GIBRALTAR
Ahora la ciudad estaba indefensa. Los filibuste-
ros, como un río humano, se abalanzaron sobre ella
ávidos, dispuestos a impedir que la población huye-
ra a los bosques. Entretanto, el Corsario Negro, Wan
Stiller, Carmaux y el africano buscaban entre los
cadáveres del fuerte el de Wan Guld, el odiado go-
bernador de Maracaibo.
Por todas partes se veían horribles escenas. Cuer-
pos despedazados, heridos gemebundos, charcos de
sangre que despedían un acre olor, agonizantes que
pedían agua.
—¡Por mil tiburones! —exclamó Carmaux, dete-
niéndose ante un montón de cadáveres—. Yo co-
nozco esa voz.
—Yo también —dijo Wan Stiller.
—Parece la de mi compatriota Darlas.
—¡Agua, caballeros!... ¡Agua!... —se oía supli-
car entre unos cadáveres.
—¡Truenos de Hamburgo! ¡Es la voz del catalán!
Removieron de prisa los cadáveres y apareció
una cabeza ensangrentada, y luego un cuerpo flaquí-
simo lleno de sangre y vísceras.
—¡Caray! —exclamó el catalán—. No esperaba
tener tanta suerte.
—¡Catalán de mi alma! —gritaba Carmaux.
—¿Dónde estás herido? —preguntó el Corsario,
ayudándole a incorporarse.
—En un hombro y en la cabeza. Pero mis heridas
no son graves, señor. ¡Denme de beber, se lo supli-
co!
—Toma, compadre —Carmaux le pasó un frasco
de aguardiente.
El catalán, agobiado por la fiebre, bebió con avi-
dez. Después se dirigió al Corsario Negro:
—Estaba buscando al gobernador de Maracaibo,
¿verdad, señor?
—Sí, ¿lo has visto?
—Ha perdido la oportunidad de colgarlo. Y yo
de cobrarle mis veinticinco azotes: ¡el canalla no
puso los pies aquí!
—Pero, ¿adónde ha ido?
—A Puerto Cabello, donde tiene familia y bie-
nes.
—¿Estás seguro de lo que dices?
—Segurísimo, señor. Escapó de la persecución
de las naves de ustedes haciéndose llevar a la costa
oriental del lago, donde embarcaría en un velero
español.
—¡Maldición y muerte! —aulló el Corsario—.
¡Puede irse al infierno, que allí lo iré a buscar! Lle-
garé a Honduras. ¡Lo juro por Dios!
—Yo le acompañaré, señor —dijo el catalán—,
si no es molestia.
—Vendrás, ya que ambos le odiamos. ¿Crees que
es posible seguirlo?
—A estas horas debe estar llegando a Nicaragua.
—Volveré a La Tortuga y desde allí organizaré
una expedición sin rival, en el Golfo de México.
Debo ver al Olonés.
El Corsario abandonó el fuerte y bajó a la ciudad.
Ésta ofrecía un espectáculo tan desolador como el
del interior del fuerte. Todas las casas habían sido
saqueadas. De todos lados surgían gritos masculi-
nos, llantos de mujeres, sollozos de niños, blasfe-
mias y disparos. Grupos de ciudadanos huían por las
calles tratando de salvar algunos objetos de valor. A
cada rato estallaban sangrientas luchas entre saquea-
dores y saqueados. Los filibusteros no se detenían
ante nada, con tal de obtener oro.
Dejando atrás algunas casas incendiadas, el Cor-
sario llegó a la plaza central. El Olonés pesaba el
oro que sus hombres seguían acumulando y que
traían de diversas partes.
—¡Por las arenas de Olón! —exclamó el filibus-
tero al verlo—. ¡Creí que ya habías partido a Gibral-
tar para ir a colgar a Wan Guld!
—A estas horas Wan Guld está navegando hacia
las costas de Nicaragua.
—¿Se te ha vuelto a escapar...? Ese individuo es
el diablo mismo. ¿Qué piensas hacer?
—Vuelvo a La Tortuga para preparar una expe-
dición.
—¿Sin mí?... ¡No, caballero!...
—¿Vendrás?
—Te lo prometo. Iremos juntos a sacar de su
cueva a ese viejo bribón.
—Gracias, Pedro. Sabía que contaba contigo.

Después de tres días, los filibusteros pusieron fin


al saqueo y abandonaron la ciudad rumbo a Mara-
caibo. Llevaban doscientos prisioneros, por los que
pensaban obtener cuantiosos rescates, y gran canti-
dad de víveres, mercadería y oro por valor de dos-
cientas mil piastras.
El Corsario Negro y sus compañeros embarcaron
en el navío del Olonés. El Rayo había quedado en la
entrada del Golfo, para impedir una sorpresa de la
flota española.
Carmaux y Wan Stiller transportaban al catalán,
cuyas heridas estaban cicatrizando.
Exactamente como los filibusteros creían, los
habitantes de Maracaibo habían vuelto a la ciudad
pensando que los ladrones del mar no la visitarían
por segunda vez. Imposibilitados para oponer resis-
tencia, se vieron obligados de hacer un nuevo pago
de treinta mil piastras bajo la amenaza de que les
incendiarían la ciudad entera. Pero no contentos con
esta extorsión, los filibusteros aprovecharon su se-
gunda visita para saquear las iglesias, llevándose los
objetos de arte y de valor. Todo ello serviría, se
excusaron, para construir una capilla en La Tortuga.
Aquella misma tarde, la escuadra corsaria aban-
donó definitivamente Maracaibo y puso proa hacia
la salida del golfo. El tiempo presagiaba tormenta y
tenían apuro por alejarse de tan peligrosas costas.

A las ocho de la noche, el mar estaba embraveci-


do, los relámpagos iluminaban el horizonte y el mar
se había puesto fosforescente. Pronto la escuadra
avistó el barco del Corsario Negro, frente a la punta
Espada.
Un cohete lanzado desde la nave del Olonés in-
dicó a El Rayo que abarloara, pues el Corsario Ne-
gro y sus acompañantes iban a abordarlo.
Morgan obedeció la señal. En cuatro bordadas la
rápida nave del Corsario llegó junto a la chalupa que
se acercaba y embarcó a su comandante.
Apenas estuvo sobre el puente, un inmenso grito
lo acogió:
—¡Viva nuestro comandante!
—El Corsario, seguido de Carmaux y Wan Sti-
ller, que transportaban al catalán, cruzaron por entre
una doble fila de marineros y se dirigieron al en-
cuentro de una blanca silueta que acababa de apare-
cer por la escalera de los camarotes.
—¡Usted, Honorata! —saludó el Corsario, ale-
gre.
—Yo, caballero —repuso la joven flamenca yen-
do a su encuentro—. ¡Qué felicidad volver a verle!
En ese mismo momento, un relámpago encegue-
cedor iluminó la oscuridad del mar y el rostro de la
duquesa.
—¡La hija de Wan Guld aquí!... —exclamó,
asombrado, el catalán—. ¡Dios mío!
El Corsario, que iba al encuentro de la joven, se
detuvo y, volviendo sobre sus pasos con ojos desor-
bitados, gritó al catalán:
—¿Qué has dicho?... ¡Habla... o te mato!
El catalán no contestó. Miraba asombrado a la
joven flamenca que retrocedía paso a paso, trastabi-
llando, como si hubiera recibido una puñalada en el
pecho.
En el puente, los ciento veinte tripulantes no res-
piraban, concentrados en la joven, que seguía retro-
cediendo, y en el puño del Corsario, que amenazaba
al catalán.
Todos presentían que iba a desatarse una trage-
dia.
—¡Habla! —repitió el Corsario—. ¡Habla!
—Es... es la hija de Wan Guld.
—¿La conocías? ¡Jura que es ella!
—Juro...
De los labios del Corsario escapó un rugido. Se
dobló sobre sí mismo, como golpeado por una maza,
pero se enderezó con un movimiento de tigre.
Sus palabras resonaron roncas en medio de la
noche:
—Cuando surqué estas aguas con el cadáver de
mi hermano, el Corsario Rojo, hice un juramento.
¡Maldita sea esa noche fatal que matará a la mujer
que adoro!...
— ¡ Comandante! —dijo Morgan, acercándose.
—¡Silencio! —aulló el Corsario, con la voz que-
brada—. ¡Aquí mandan mis hermanos!
Un estremecimiento de supersticioso terror reco-
rrió a los tripulantes. El mar centelleaba igual que en
la noche del juramento y les parecía que en cual-
quier instante verían surgir los cuerpos de los dos
corsarios sepultados en el abismo. La joven flamen-
ca seguía retrocediendo con las manos sobre la ca-
beza, sosteniendo los cabellos que el viento despei-
naba. El Corsario le seguía, paso a paso, con los ojos
chispeantes. Ninguno de los dos hablaba, y el resto
de los filibusteros les miraban, también mudos.
La duquesa llegó hasta el borde de la escalera,
por la que bajó sin darse vuelta. Ya en el salón, se
detuvo, flaqueó y se dejó caer desesperadamente en
una silla. El Corsario cerró la puerta tras de sí.
—¡Desventurada! —gritó, con la voz rota por el
llanto.
—¡Sí!... —murmuró la joven en un susurro—.
¡Infeliz de mí!
Y sus sollozos ahogados quebraron el silencio de
la cámara.
—¡Maldito sea mi juramento! —sollozó el Cor-
sario, desesperado—. ¡Usted!... ¡La hija del hombre
al que juré odio eterno!... ¡Usted!... ¡La hija del trai-
dor que asesinó a mis hermanos!... ¡Dios mío!... ¡Es
espantoso!
Se interrumpió, antes de seguir con lágrimas de
ira:
—¡Lo juré!... Juré acabar con la familia de mi
mortal enemigo. Se lo dije a usted. ¿Lo recuerda? El
mar y mis hombres fueron testigos de mi fatal jura-
mento, que ahora costará la vida a la única mujer
que he amado, que amo... ¡Porque usted,... señora...
morirá!...
Al oír la amenaza, la joven se levantó.
—Está bien —dijo—. ¡Acabe con mi vida! El
destino ha querido que mi padre sea un traidor y un
asesino... Ponga fin a mi vida... con sus propias ma-
nos. Moriré feliz en manos del hombre al que amo
inmensamente.
—¿Yo? —exclamó el Corsario, horrorizado—.
¿Yo?... ¡No!... No la mataré... ¡Mire!
El mar centelleaba, como si bajo el oleaje corrie-
ra azufre líquido, mientras el horizonte se llenaba de
relámpagos.
—Mire —continuó el Corsario, aún más exalta-
do—. El mar refulge igual que la noche en que dejé
caer en su seno los cadáveres de mis hermanos, víc-
timas del padre de usted. Allí están... mirando mi
nave... Sus ojos me suplican... me piden venganza...
Han vuelto a la superficie para exigir que cumpla mi
juramento... ¡Sí, hermanos! Les vengaré... ¡aunque
yo ame a esta mujer!... ¡Velen por ella... socórranla,
porque la amo! ¡La amé!...
Un sollozo le quebró la voz. Se inclinó hacia la
ventana y se quedó mirando el bullir de las olas. Tal
vez le parecía, en su desesperación, ver los cuerpos
del Corsario Rojo y del Corsario Verde.
Al cabo de unos minutos, se volvió hacia la jo-
ven, que estaba como paralizada. En su rostro no
había ningún gesto de dolor; volvía a ser el hombre
del odio implacable.
—Prepárese para morir, señora —dijo con voz
lúgubre—. Ruegue a Dios que mis hermanos la am-
paren. La espero en el puente.
Cruzó el saloncito de la cámara y subió al puente
de mando. Los tripulantes continuaban inmóviles.
—Señor —ordenó el Corsario a Morgan—. Haga
preparar una chalupa y que la bajen al mar.
El segundo preguntó:
—¿Qué va a hacer, comandante?
—¡Mantener mi juramento!... La hija del traidor
bajará a esa chalupa.
—¡Señor!...
—¡Silencio! ¡Mis hermanos me miran! ¡Obedez-
ca! ¡En este barco manda el Corsario Negro!...
Nadie había dado un paso para obedecer su or-
den. Aquella tripulación tan brava y veloz en el
combate, estaba clavada a las tablas del navío por un
terror insuperable.
—¡Obedezcan, hombres de mar!... —gritó el
Corsario, amenazante.
El contramaestre se adelantó y llamando a algu-
nos hombres, ordenó arriar una canoa en la que hizo
poner víveres. Había comprendido qué pensaba
hacer el Corsario con la desdichada hija de Wan
Guld.
Concluía la maniobra cuando se vio llegar a cu-
bierta a la joven flamenca. Se cubría con el mismo
vestido blanco y sus cabellos rubios le caían sobre la
espalda. La joven atravesó la toldilla de la nave sin
decir una palabra, erguida, resuelta, sin un traspiés.
Cuando llegó junto a la escala se volvió, miró lar-
gamente al enemigo de su padre, inmóvil en el
puente de mando, con los brazos cruzados sobre el
pecho, y le hizo una seña de despedida con la mano.
Luego bajó livianamente la escala y saltó a la chalu-
pa.
El contramaestre soltó la cuerda. El Corsario no
hizo gesto alguno de contraorden. Un grito escapó
entonces de las gargantas de todos los tripulantes:
—¡Sálvela!...
El Corsario continuó inmóvil.
La chalupa se alejaba. De su proa emergía la
blanca silueta de la joven, con los brazos tendidos
hacia El Rayo y los ojos fijos en el Corsario.
La tripulación no hablaba. Sabía que cualquier
intento de ablandar al vengador sería inútil. La cha-
lupa se distanciaba cada vez más. Ya sólo era un
bulto negro entre la olas, al que la fosforescencia y
los relámpagos hacían centellear. De pronto se la
veía sobre las olas, para desaparecer luego y volver
a aparecer, como si un ser misterioso la protegiera.
Incluso centelleó por última vez durante unos
pocos minutos; luego desapareció en el oscuro hori-
zonte.
Los filibusteros, horrorizados, volvieron sus mi-
radas hacia el puente de mando. El Corsario Negro
se había encogido sobre sí mismo, y se dejaba caer
sobre un montón de cuerdas con el rostro entre las
manos. A pesar de los silbidos del viento y del es-
truendo del mar, se oían sus ocultos sollozos.
Acercándose a Wan Stiller, Carmaux le indicó el
puente de mando:
—¡El Corsario Negro llora! —dijo con lágrimas
en sus ojos.

VOCABULARIO
Agave : Planta de la cual se elaboran el pulque y
el mezcal
Al pairo : Acción de pairar.
Alabarda : Arma ofensiva, que consta de una asta
de madera y una cuchilla trasversal en la punta.
Alabardero : Soldado armado de alabarda
Amura : Parte de los costados del buque donde
éste empieza a estrecharse para formar la proa.
Arcada : Serie de arcos en una construcción.
Barlovento : Parte desde donde viene el viento.
Barra : Pandilla, grupo de amigos.
Bauprés : Palo grueso colocado en la proa de los
barcos.
Boneta : Paño que se añade a algunas velas para
aumentar su superficie.
Bordada : Camino que hace entre viradas una
embarcación para avanzar.
Bosnelía : Planta centroamericana
Bucaneros : Piratas que durante los siglos XVII
y XVIII saqueaban las posesiones españolas de ul-
tramar.
Capón : Pollo que se castra y se ceba para comer-
lo. / Su plural es: capones.
Corsario : Navegante autorizado por su país para
combatir y saquear barcos de un país enemigo.
Cucuyo : Insecto coleóptero de América tropical,
que, de noche, despide una luz azulada. También
Cucuy o Cocuyo
Cumarú : Árbol gigantesco cuyo fruto es una al-
mendra grande de la cual se puede sacar un perfume
o una bebida embriagadora.
Damasquinada : (Hoja damasquinada) Puñal de
acero con adornos de metales finos.
Desjarretazo: Derivado del verbo Desjarretar,
que significa cortar las pìernas, con arma afilada,
más arriba de la pantorrilla. En este caso se aplica a
dar el mismo golpe para cortar a la altura de las
costillas.
Festones : Guirnaldas de flores, frutas y hojas.
Filibusteros : Piratas que infestaron el mar de las
Antillas durante el siglo XVII.
Fuste : Conjunto del tallo y de las hojas de una
planta.
Gemebundo : Que gime profundamente
Gibraltar : Ciudadela fundada por los españoles
en Venezuela
Jabeque : Herida en el rostro hecha con arma
blanca.
Lamantino : Especie de cetáceo
Mampostería : Obra hecha con materiales super-
puestos a mano: ladrillos, piedras u otros.
Mandioca : Arbusto tropical de cuya raíz se ex-
trae harina; llamado también yuca, guacamote o
tapioca.
Manigua : En las Antillas, terreno pantanoso cu-
bierto de maleza tropical.
Miasma : Emanación perniciosa que se despren-
de de materias corruptas o aguas estancadas
Olón : Pequeña ciudad al oeste de Francia, junto
al Atlántico.
Olonés : Gentilicio de Olón.
Pairar : Estar quieta la nave
Pasifloras : Pasionarias, planta originaria del Bra-
sil que se cultiva en los jardines.
Pífano : Flautín de tono muy agudo, usado en las
bandas militares.
Pirata : Ladrón de los mares, sin autorización al-
guna.
Pita : Planta con hojas carnosas. En México lla-
mada maguey, de la cual se obtiene un agua miel
que por fermentación produce el pulque, y de éste
por destilación se obtiene el mezcal.
Randa : Encajes o adornos.
Sarape : Especie de frasada de lana o colcha de
algodón, de colores vivos, que, con abertura en el
centro para la cabeza, se usa como capa para comba-
tir el frío.
Simaruba : Árbol corpulento cuya corteza se usa
para hacer infusiones que combaten la fiebre.
Sotavento : Costado de la nave opuesto al barlo-
vento.
Suplementarias : Que sirven para suplir o com-
plementar algo, en este caso, las velas,
Tenca : Pez de agua dulce, de carne blanca y sa-
brosa, pero llena de espinas.
Viradas : Acción y efecto de virar.
Virar : Cambiar el rumbo del buque.
Yacaré : Caimán
Yesca : Materia muy seca y fácil de encender.
Zopilote : Ave rapaz diurna. Sinónimo: Aura; en
ciertas partes llamada galinazo o gallinazo.

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