Naturaleza y Persona

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Repensar la naturaleza humana. Juan Manuel Burgos.

Ediciones
Internacionales Universitarias de Madrid. S.A., Madrid, 2007 pp. 89-107.

4. Naturaleza y persona

En los capítulos previos hemos expuesto diversas concep-


ciones acerca de la naturaleza humana y hemos hecho asimis-
mo muchas observaciones sobre dichas concepciones. Parece,
pues, llegado el momento de establecer conclusiones así como
de determinar, en la medida de lo posible, líneas de investiga-
ción para el futuro. Y, para avanzar con claridad en esa direc-
ción, nada mejor que comenzar por una recapitulación.

1. Recapitulando

Ante todo, el concepto de naturaleza humana se ha pre-


sentado como un concepto complejo, lo cual ha diluido de par-
tida una posible perspectiva inicial que lo considerase simple
y evidente. Si bien tal perspectiva es posible, filosóficamente
no está justificada y resulta inviable. Es más, el concepto ha
resultado enormemente polisémico por lo que, para estudiarlo,
hemos debido limitarnos exclusivamente a algunos significa-
dos particularmente relevantes en relación a una tradición clá-
sica entendida en sentido amplio. Por esta vía, hemos llegado
a la determinación de tres significados fundamentales: 1) el
concepto naturalista de naturaleza humana; 2) el concepto clá-

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sico: corpóreo y ampliado y 3) el concepto culturalista. El con-
cepto naturalista concibe la naturaleza humana como el
conjunto de tendencias físicas y biológicas que existen en el
hombre con la particularidad de que reduce el hombre a ese
conjunto de tendencias. Es, por tanto, una posición decidida-
mente materialista que identifica la noción de naturaleza
como conjunto de realidades materiales (el mundo natural) con
la naturaleza humana. No habría ninguna diferencia esencial
entre ambas.
La posición clásica, por el contrario, incluye en la naturale-
za todas las tendencias de la persona, las físico-biológicas y las
espirituales. Es una perspectiva integradora y global. Hay que
señalar, de todos modos, que el concepto clásico, históricamen-
te, se piensa para las realidades físico-biológicas y, después, se
amplia, al hombre. Hay, así, dos modalidades en la posición clá-
sica. La original generada en la filosofía de la naturaleza: natu-
raleza como esencia corpórea en cuanto principio de operacio-
nes; y la ampliada, metafísica o general: naturaleza entendida
como esencia en cuanto principio de operaciones. Por último, la
posición culturalista se identifica con la posición naturalista en
lo que se refiere al modo de entender la naturaleza humana
pero difiere radicalmente en la manera de entender al hombre.
Para los culturalistas, la naturaleza humana coincide con lo
que dicen los naturalistas pero, justamente por eso, el hombre
no solo no se reduce a la naturaleza sino que más bien se opo-
ne a ella. Lo propio de la persona humana es la libertad y la cre-
atividad, la cultura y la historicidad, el dominio de sí y la auto-
determinación, cualidades, todas ellas, que sólo se pueden
ejercitar en la superación y/o oposición a una naturaleza biolo-
gicista y, por tanto, determinista. El hombre, en definitiva, tie-
ne naturaleza pero es cultura y, por lo tanto, puede usar su na-
turaleza como le parezca conveniente ya que ésta no es,
especialmente en las versiones más extremas –Sartre, la teo-
ría radical del género–, más que la materia de su libertad.
Este primer esquema de posiciones ha sacado a la luz di-
versas controversias y debates. Hemos dejado de lado la posi-
ción naturalista, por considerarla demasiado elemental, y nos
hemos centrado en lo que hemos denominado «primer debate»:

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la controversia ideológica entre la posición clásica y la cultura-
lista. ¿Qué es lo que se achacan una a otra? El culturalismo,
que constituye la posición actualmente predominante, se opone
a la visión clásica por considerar que ofrece una imagen inade-
cuada del hombre; y, si bien sus críticas son múltiples, se pue-
den agrupar grosso modo en estas cuatro categorías: datitud
frente a libertad; universalidad frente a singularidad; fijismo
frente a historicidad, naturalismo frente a moral. La posición
clásica, según esta perspectiva, ofrecería una imagen del hom-
bre que privilegiaría los aspectos preconstituidos o naturales
(en el sentido biológico) frente a la libertad que lo hace dueño
de sí y de su destino; insistiría en la universalidad abstracta de
la naturaleza humana sin tener en cuenta que cada hombre es
distinto de los otros y forja su propio destino y, por esta corte-
dad de miras, no contemplaría para nada la historicidad, es de-
cir, la evolución y modificación del modo de ser de los hombres
que se opone, como un dato de hecho, a esa pretendida univer-
salidad que sólo es posible mantener ignorando la temporali-
dad. Por todas estas razones, concluye el culturalismo, el con-
cepto clásico de naturaleza humana debe ser rechazado como
contrario a la verdadera realidad del ser humano.
La posición clásica responde a esta poderosa crítica distin-
guiendo dos aspectos diversos que permiten desdoblar este de-
bate en un conflicto aparente y en un conflicto real. Solo hay un
conflicto aparente cuando este debate se basa en una equivo-
cación consistente en una malinterpretación del concepto me-
tafísico de naturaleza. De acuerdo con esta perspectiva, las crí-
ticas del culturalismo, en realidad, no tendrían sentido ni
estarían justificadas ya que se basarían en una identificación
errónea entre el concepto naturalista y el metafísico. En el prin-
cipio metafísico no hay rigidez, ni universalidad abstracta ni
ahistoricidad. Puede haberla, quizás, en el naturalista, que
deja fuera de su definición la inteligencia y la libertad pero esto
no tiene nada que ver con el planteamiento metafísico que in-
cluye en su interior todos los dinamismos humanos. Así pues,
y dentro de los términos que acabamos de delimitar, estaríamos
frente a un conflicto aparente generado por una confusión que
se disolvería si ambas tradiciones fueran capaces de dialogar y
superar el equívoco que genera su distinto uso de la palabra

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«naturaleza»: con sentido naturalista para los culturalistas, con
sentido íntegro para los clásicos.
Pero, añade la posición clásica, cabe ir más allá. Cabe que
los culturalistas se opongan al concepto de naturaleza no por
una equivocación, sino con plena conciencia, para evitar que se
introduzca subrepticiamente en la concepción del ser humano
cualquier rasgo que lleve consigo el carácter de «datidad», es de-
cir, de cualidad recibida y no generada completamente por la
persona. ¿Por qué esta oposición? Porque este carácter remite
–se quiera o no– a un ser creador. Si el hombre tiene unos ras-
gos determinados y precisos que no dependen de su libertad, al-
guien –mejor Alguien– debe haberlos hecho existir. Aquí se en-
tra en un terreno diferente y el conflicto se hace real porque la
posición clásica mantiene justamente ese origen último divino
de la naturaleza: el hombre no se ha creado a sí mismo, le ha
creado Dios. Y, si esto no se quiere aceptar, o, si de manera más
sutil, se quiere prescindir del concepto de naturaleza para blo-
quear esa vía, entonces el debate está servido pues para la tra-
dición clásica tal posición resulta, además de falsa, inaceptable.
Así concluye el primer debate, un debate entre tradiciones
filosóficas diversas. Pero justamente aquí se inicia el segundo
que, esta vez, tiene lugar dentro de la tradición clásica entre dos
posiciones que hemos agrupado en torno al tomismo y al per-
sonalismo. ¿Por qué se genera esta controversia? Porque para
el tomismo ya no hay nada más que decir sobre la cuestión
mientras que el personalismo considera que, en realidad, el de-
bate se ha cerrado en falso. En efecto, si bien acepta funda-
mentalmente los términos en los que se ha planteado el primer
debate añade una coletilla decisiva: la posición culturalista o
moderna tiene algo de razón. No, por supuesto, en el rechazo o
bloqueo de la trascendencia sino en una parte de sus críticas al
concepto metafísico de naturaleza.
Lo que el personalismo advierte es que, si bien el concepto
metafísico, es, en teoría, un concepto lo suficientemente abier-
to para escapar a las críticas del culturalismo, de hecho no ha
funcionado como tal sino que ha proporcionado una imagen del
hombre excesivamente rígida y pasiva, en la que lo dado, la na-
turaleza, ha prevalecido sobre la libertad, la cultura y la histo-

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ria. Lo que indica el personalismo, por tanto, es que el presun-
to conflicto aparente no sería en realidad tan aparente, sería un
conflicto real en el que la posición moderna-culturalista se
opondría, al menos con una parte de razón, a la perspectiva
que, de hecho, ha desarrollado la posición clásica.
¿Es esto cierto o no? Para dilucidarlo, advierte la posición
personalista, es necesario distinguir dos conceptos metafísicos:
el primero consiste exclusivamente en la definición genérica
(esencia como principio de operaciones). Este concepto no ge-
nera ningún problema, pero es excesivamente general porque
no dice nada concreto sobre cómo es la operatividad humana.
Y, por tanto, es insuficiente. De hecho, el tomismo no se limita
a entender la naturaleza humana así, sino que tiene un modo
específico de entender la naturaleza humana que se puede iden-
tificar con la teleología aristotélica. Y aquí es justamente don-
de se origina el problema porque la teleología aristotélica
–especialmente en algunas formulaciones– refleja muy ade-
cuadamente una parte del dinamismo humano pero no refleja
tan bien otras características también propias de ese dinamis-
mo. Es más, con cierta facilidad puede dar lugar a una des-
cripción de la dinamicidad del hombre con tintes pasivos y es-
táticos, rígidos y a-subjetivistas u objetivistas. La teleología, en
efecto, insiste con suma facilidad en la estructura de fines ya
dados y constituidos y presta poca atención al sujeto humano li-
bre y creativo en el que tales fines existen y en relación al cual
sólo tienen sentido.
Estos son, a grandes rasgos, las líneas principales de nues-
tro análisis histórico-crítico del concepto de naturaleza. Ahora
se trata de establecer conclusiones y de determinar las salidas
que, desde una perspectiva personalista, pueden darse a los
problemas y dificultades que hemos señalado. Ante la entidad
y relevancia de los problemas apuntados cabe, en efecto, pre-
guntarse: ¿es viable el concepto de naturaleza o no?, ¿lo asume
el personalismo de algún modo o de ninguno?, ¿cuál es el con-
cepto de naturaleza que el personalismo emplea? Estas cues-
tiones las vamos a abordar desde tres perspectivas que, en
nuestra opinión, son las principales vías de salida y de supera-
ción de los problemas relatados. La primera apunta al mante-

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nimiento del concepto de naturaleza entendido como humani-
dad; la segunda investiga la posibilidad de una reformulación
del concepto metafísico concreto y la tercera propone un desli-
zamiento del concepto de naturaleza al de persona 1.

2. La naturaleza humana como humanidad

Comenzaremos planteándonos si, a la vista de las dificulta-


des que hemos constatado, resulta oportuno o no, y en qué con-
diciones, emplear el concepto de naturaleza, para lo cual es im-
portante tener en cuenta el marco cultural. Las palabras, en
efecto, no están semánticamente aisladas, sino que toman su
significado último del contexto en el que son utilizadas. Por eso,
si bien se puede hacer un análisis para determinar con la ma-
yor precisión posible lo que teóricamente debería ser su verda-
dero y auténtico significado, no se puede tener la ingenuidad de
pensar que ese significado se va a imponer socialmente de modo
automático y con facilidad por el simple hecho de haberlo dilu-
cidado en una investigación. El sentido que, de hecho, seguirá
teniendo es el que esté impuesto socialmente, dato que es muy
importante tener en cuenta para valorar si conviene o no em-
plearlo.
Pues bien, en el caso de la naturaleza, que es el que nos ocu-
pa, los significados mayoritariamente vigentes desde un punto
de vista social son dos. El primero, dentro de la tradición filo-
sófica clásica es el metafísico pero en su vertiente teleológica.
Desde que Aristóteles elaborara esta teoría hace 25 siglos, la
naturaleza, en el marco de esta tradición, se ha entendido ge-
neralmente no sólo como la esencia en cuanto principio de ope-
raciones sino también y simultáneamente como una estructura

1
Las propuestas que se presentan a continuación son elaboraciones per-
sonales apoyadas en Mounier y sobre todo en Karol Wojtyla, dos representan-
tes de la vía más ontológica del personalismo. La vía dialógica no se plantea
directamente este problema pues su modo de acceder al misterio del hombre
es diverso, a través de la relación interpersonal. Véase, por ejemplo, M. BUBER,
Yo y tú (3ª ed.), Caparrós, Madrid 1998 o E. LÉVINAS, Totalidad e infinito (5ª
ed.), Sígueme, Salamanca 2002.

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dinámica de tipo teleológico. A lo largo de todo ese tiempo esa
conexión se ha consolidado, se ha fundamentado y se ha auto-
matizado. Y, como 25 siglos son muchos siglos, esto significa, a
nuestros efectos, que, en el interior de esta tradición resulta
muy difícil, por no decir prácticamente imposible, referirse al
concepto de naturaleza sin emplear automáticamente la inter-
pretación teleológica o metafísica-concreta; o, en otros términos,
que hablar de naturaleza humana dentro de esta tradición y no
identificarla automáticamente con la estructura teleológica
aristotélica lleva consigo un esfuerzo intelectual enorme pues
sólo resulta posible superando una inercia milenaria.
El segundo factor que hay que tener en cuenta es que el tér-
mino naturaleza en el lenguaje común se identifica de manera
abrumadora y general con el mundo biológico-natural: plantas,
animales, etc., lo cual coloca al filósofo que pretenda usar este
concepto en una perspectiva no naturalista en una tesitura
muy incómoda. En efecto, cuando él lo emplee querrá indicar
al hombre en su totalidad –dejamos de lado ahora si su pers-
pectiva es teleológica o no pues no viene al caso– pero la mayo-
ría de los oyentes pensará que se está refiriendo a lo que ellos
entienden por naturaleza con la probable consecuencia de ad-
judicarle una posición naturalista que es justamente la que in-
tenta rechazar. Por lo tanto, lo primero que deberá hacer al in-
corporarse a un debate es intentar evitar este inoportuno
equívoco, para lo cual tendrá que comenzar aclarando los equí-
vocos que genera su terminología. Desde luego, no es una pers-
pectiva muy halagüeña.
Estos dos problemas –prácticamente insuperables por el
profundo arraigo de ambos significados– son los que han lleva-
do en general a los autores personalistas a un uso escaso o re-
nuente del término naturaleza o naturaleza humana. Desde un
punto de vista filosófico, su uso implica la identificación con una
perspectiva teleológica que, si bien no se rechaza totalmente,
tampoco se asume de manera integral. Pero no se trata tan sólo
de una posible «etiquetación» por parte del mundo filosófico. El
problema es más profundo. Por esa conexión automática que
existe entre el concepto de naturaleza y el paradigma teleoló-
gico resulta prácticamente imposible usar ese concepto sin em-

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plear, al mismo tiempo, toda la estructura teleológica. El peligro
que se corre está a la vista: introducir de una manera clandes-
tina y poco consciente en la propia elaboración filosófica los es-
quemas y planteamientos de una estructura conceptual que no
se comparte de modo pleno. Además, como ya hemos comenta-
do, se corre el riesgo de ser automáticamente tachado de natu-
ralista. De ahí la consiguiente renuencia o cautela ante el uso
de este término.
Esta cautela ha sido a veces malinterpretada dentro de la
tradición clásica. En ocasiones se ha pensado que los persona-
listas no adoptaban con claridad una posición favorable a la
existencia de una naturaleza humana con la consiguiente e in-
evitable caída en el relativismo; en otras se ha pensado que no
se daban cuenta del significado metafísico del concepto y lo
identificaban con el naturalista. «Los personalistas, afirma por
ejemplo Rodríguez Lizano, suelen evitar hablar de naturaleza
al referirse al hombre porque, por influencia de las posiciones
fenoménicas y existencialistas, tienden a reducir el concepto de
naturaleza a lo corpóreo y determinado. (...). No aprecian que la
naturaleza expresa el modo de ser de cada ente y por ende re-
flejará que una naturaleza es libre cuando se refiere al ser hu-
mano o a cualquier ser espiritual»2. Pero, como creemos haber
mostrado con claridad, ninguna de estas perspectivas acierta.
Ni los personalistas tienen un concepto de naturaleza limitado
a lo corpóreo ni ignoran que el concepto metafísico incluye la di-
mensión espiritual ni tienen dudas sobre la igualdad esencial
de todos los hombres; el problema que advierten, y en el que no
quieren caer, es el lastre determinista que puede incorporar el
concepto de naturaleza. Y una manera de evitarlo es usándolo
poco y con cautela.
Sin embargo, el concepto de naturaleza humana resulta
irrenunciable porque, en su estructura más esencial, además de
significar la dinamicidad humana, da razón de un hecho hu-
mano fundamental: la igualdad esencial de todos los hombres.

2
J. RODRÍGUEZ LIZANO, «El personalismo. Sus luces y sombras», en El pri-
mado de la persona en la moral contemporánea, Universidad de Navarra,
Pamplona 1997, p. 306.

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Todos los hombres somos radicalmente iguales –y, por lo tanto,
tenemos las mismas reglas morales, los mismos derechos y de-
beres, la misma dignidad– porque tenemos la misma naturale-
za, porque somos igualmente hombres. No está en juego aquí
un mero principio filosófico, sino un postulado básico de la so-
ciedad: la asunción de la igualdad de hombres y mujeres con to-
das las consecuencias que conlleva para el ordenamiento jurí-
dico, moral, político y para la vida cotidiana 3.
¿Cómo compaginar entonces ambos aspectos: es decir, las
connotaciones negativas que tiene el concepto tanto desde un
punto de vista filosófico como en el lenguaje común, con sus as-
pectos positivos e irrenunciables? La vía utilizada por algunos
personalistas ha sido la de entender la naturaleza humana
como simple humanidad o, en otros términos, como el modo de
ser común de todos los hombres pero sin entrar en ningún tipo
de especificación técnica. Esta acepción tiene la gran ventaja de
que se usa en el lenguaje común sin una significación negati-
va. En efecto, una afirmación del tipo: «las leyes de la natura-
leza humana» genera normalmente una sensación negativa
porque sugiere una estructura rígida que aherrojaría la liber-
tad; en cambio, la afirmación: «está en la naturaleza de los
hombres el amar (o el odiar)» no genera esa reacción porque im-
plica más bien que, a pesar de que los hombres somos muy dis-
tintos, hay algunos rasgos comunes que hacen que, a pesar de
todo, nos podamos considerar hombres, siendo uno de ellos, en
este caso, nuestra capacidad de amor o de odio. Nótese, y es el
segundo punto, que aquí no hay ninguna referencia técnica al
modo concreto de concebir la naturaleza humana; lo que está
implícito exclusivamente en el uso del término es que, de algún
modo u otro, todos los hombres somos iguales en algunos as-
pectos (en este caso, el amor o el odio) pero deja completamen-
te abierto el modo filosófico en el que se entiende o se formula
esa igualdad. Esto es lo que entiendo por emplear el concepto
de naturaleza humana como humanidad. Esta perspectiva, por

3
Álvarez Munárriz señala, que, además de la universalidad, en el con-
cepto clásico están implícitos los siguientes valores: realismo, orden y senti-
do. Cfr. L. ÁLVAREZ MUNÁRRIZ, Perspectivas sobre la naturaleza humana, cit.

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otro lado, está presente también en numerosos estudios filosó-
ficos que, cuando se plantean determinar los rasgos propios de
la naturaleza humana, lo único que intentar es determinar qué
es el hombre. Trigg, por ejemplo, en su libro Concepciones de la
naturaleza humana 4, se limita a exponer una docena de con-
cepciones sobre el hombre de algunos de los filósofos más im-
portantes de la historia sin entrar en los problemas más técni-
cos relativos a lo que signifique propiamente naturaleza. Y, el
mismo Hume, en su conocido Tratado sobre la naturaleza hu-
mana, tampoco aborda directamente el concepto de naturaleza,
sino que se limita a exponer su visión del hombre.
Mounier ha descrito esta opción con su característica bri-
llantez: «Hay un mundo de las personas. Si ellas formaran una
pluralidad absoluta, resultaría imposible pronunciar a su res-
pecto este nombre común de persona. Es necesario que haya en-
tre ellas alguna medida común. Nuestro tiempo rechaza la idea
de una naturaleza humana permanente, porque toma concien-
cia de las posibilidades aún inexploradas de nuestra condición.
Reprocha al prejuicio de la ‘naturaleza humana’ limitarlas de
antemano. En verdad, resultan a menudo tan sorprendentes
que no se debe fijarles límites sino con extremada prudencia.
Pero una cosa es negarse a la tiranía de las definiciones for-
males y otra negar al hombre, como a menudo lo hace el exis-
tencialismo, toda esencia y toda estructura. Si cada hombre no
es sino lo que él se hace, no hay ni humanidad, ni historia, ni
comunidad (…). Así, el personalismo coloca entre sus ideas cla-
ves la afirmación de la unidad de la humanidad en el espacio y
en el tiempo, presentida por algunas escuelas de fines de la An-
tigüedad y afirmada en la tradición judeocristiana»5.
En resumen. Frente a las consistentes dificultades que
plantea el término de naturaleza humana, una de las opciones
que adopta el personalismo es la de emplearla exclusivamente
en el sentido de «humanidad» o «unidad de la humanidad», lo
cual implica: 1) asunción sin reservas de la común humanidad

4
Cfr. R. TRIGG, Concepciones de la naturaleza humana. Una introducción
histórica, Alianza, Madrid 2001.
5
E. MOUNIER, El personalismo, cit., p. 26 (cursiva mía).

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de los hombres o, en otros términos, de su esencial igualdad a
pesar de todas las variaciones culturales e históricas; 2) empleo
del concepto de naturaleza humana en el sentido general de
unidad esencial de la humanidad o de modo de ser de los hom-
bres; 3) uso restringido o muy limitado del concepto de natura-
leza desde un punto de vista técnico para evitar el peligro de ser
malinterpretados culturalmente e incurrir en los problemas fi-
losóficos que tiende a generar la teleología.

3. Reformulación del concepto metafísico


concreto de naturaleza humana:
de la teleología a la autoteleología

La segunda opción que resulta viable ante las dificultades


que plantea el concepto de naturaleza es la reformulación del
concepto metafísico concreto. Recordemos que podemos distin-
guir dos modalidades del concepto metafísico (el ampliado, por
tanto). La primera es el concepto metafísico genérico, es decir,
simplemente la esencia entendida en cuanto principio de ope-
raciones. La segunda es la versión metafísica concreta que ex-
plicita la estructura dinámica de la persona empelando la tele-
ología aristotélica. Como esta segunda versión no parece
completamente asumible y la primera, que sí lo es, tiende a uti-
lizarse con el significado de la segunda, la mayoría de los per-
sonalistas –como acabamos de ver– ha decidido restringir el uso
general del concepto y emplearlo sólo en el sentido genérico de
humanidad.
Otros autores, sin embargo, han intentado una vía distin-
ta: la reelaboración del concepto metafísico de naturaleza para
lograr que incorpore los elementos que se echan en falta den-
tro de la perspectiva tomista. Esta es, en concreto, la perspec-
tiva que Karol Wojtyla ha desarrollado al proponer su concep-
to de autoteleología. Wojtyla es perfectamente consciente tanto
de las virtualidades de la posición tomista como de sus límites.
En particular, es muy sensible a la escasa presencia en esta tra-
dición de la dimensión subjetiva –no subjetivista– de la perso-
na porque es ahí donde reside aquello que la hace irrepetible.
El hombre nunca está volcado al mundo exterior sin estar vol-

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cado al tiempo sobre sí mismo; es más, la autorelación es mu-
cho más importante que la tendencia hacia objetos exteriores
porque el hombre es mucho más digno y más relevante para sí
mismo que los objetos que le rodean, a menos que se trate de
personas; y, en este caso, y por muy fuerte que sea la relación
interpersonal, la autodependencia y autoresponsabilidad del yo
nunca es transferible. ¿Qué significa esto? Significa, en defini-
tiva, que el hombre nunca tiende a algo fuera de sí sin tender
hacia sí mismo o, en otras palabras, que la teleología es, en re-
alidad, autoteleología.
Para desarrollar esta idea, Wojtyla emplea el doble sentido
del término telos: el de fin y el de confín o límite mostrando que,
siempre que el hombre se dirige hacia un fin, se dirige también
hacia sí mismo. «En esa relación, precisamente, afirma, está
contenido de algún modo el ‘núcleo’ de la autoteleología del
hombre. Ya hemos dicho que telos significa no solo ‘fin’ sino tam-
bién ‘confín’. El análisis de la autodeterminación indica que el
voluntarium, en cuanto estructura dinámica interior de la per-
sona constituyente del acto, encuentra su ‘confín’ propio, no en
los valores, hacia los cuales intencionalmente se dirige el acto
humano del querer, sino en el mismo ‘yo’ subjetivo que, a través
del acto de voluntad que quiere cualquier valor y la elección con-
tenida en él, dispone, al mismo tiempo, de sí mismo y quiere y
se escoge a sí mismo en un cierto modo»6.
Se trata de una perspectiva muy novedosa, que todavía no
ha sido estudiada a fondo, y que sin duda requeriría mucha ma-
yor atención de la que ha recibido hasta el momento. No es, por
otro lado, un mero apunte o sugerencia. Si bien Wojtyla no pudo
desarrollar esta idea porque su elección como Papa truncó su
investigación filosófica, este planteamiento no es más que un
desarrollo y una ampliación de todo lo tratado en Persona y
acto 7. En este texto, en efecto, ha desarrollado con gran pro-

6
K. WOJTYLA, «Trascendencia de la persona y autoteleología», en El hom-
bre y su destino, cit., pp. 141-142
7
Cfr. J. M. BURGOS, «La antropología personalista de Persona y acción»,
en J. M. BURGOS (ed.), La filosofía personalista de Karol Wojtyla, Palabra, Ma-
drid 2007.

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fundidad una concepción de la persona con una estructura vo-
luntaria bi-direccional. En la dirección horizontal, el hombre
elige objetos (cosas o personas); en la dimensión vertical se eli-
ge a sí mismo a través de la elección de objetos o, más precisa-
mente, se autodetermina a través de esas elecciones. De estas
dos dimensiones, y en contra de lo que podría parecer inicial-
mente, la más importante es la vertical porque la primera im-
plica instancias externas al sujeto mientras que la segunda im-
plica al mismo sujeto. ¿Puede el hombre decidir sobre sí mismo?
Para Wojtyla, esto no solo es evidente, sino que la estructura
central de Persona y acto no es más que una articulación de esta
idea. Pero esto sólo es posible, y es el punto que nos interesa
ahora, porque el hombre es fin para sí mismo. Es más, si bien
los fines externos son importantes, no cobran sentido en cuan-
to fines más que en relación al sujeto que los elige. Sólo son fi-
nes para el hombre porque este, a su vez, es fin para sí mismo.
Con esta teorización tan original, Wojtyla, de hecho, ya ha
transformado la teleología en autoteleología, sólo que en Per-
sona y acto no insiste en esta perspectiva pues lo que le ocupa
en ese momento es la comprensión de la libertad. Pero, cierta-
mente, las bases de la teoría autoteleológica ya están puestas y,
además, a su modo, es decir, no suprimiendo la teleología, sino
asumiéndola e integrándola en una perspectiva más amplia
que implica un giro antropológico en el que el hombre se eleva
sobre el mundo circundante, lo que traducido en términos fina-
listas significa que la autofinalidad prima sobre la heterofina-
lidad, pero no la elimina. «La autoteleología, afirma expresa-
mente Wojtyla, presupone la teleología: el hombre no es el confín
de la autodeterminación, de las propias elecciones y de los pro-
pios actos de voluntad independientemente de todos los valores
hacia los cuales se dirigen las elecciones y los actos de la volun-
tad. La autoteleología del hombre no significa, ante todo, un en-
cerrarse del hombre en sí mismo, sino un contacto vivo, propio
de la estructura de la autodeterminación, con toda la realidad
y un intercambio dinámico con el mundo de los valores, en sí
mismo diferenciado y jerarquizado. La autoteleología del hom-
bre implica sólo que tal contacto e intercambio vivificante tie-
ne lugar en el nivel y en la medida que es propia del ‘yo’ perso-
nal, en el que encuentra su punto de llegada y de partida, en el

101
que de algún modo comienza y en el que, en última instancia,
se funda, del que toma su forma y al que da forma»8.

4. De la naturaleza a la persona

Karol Wojtyla, sin embargo, ha usado de manera muy limi-


tada el concepto de naturaleza en su gran obra de antropología
Persona y acto. Y esto resulta muy significativo pues vendría a
constatar que, para él, el concepto de naturaleza no es impor-
tante en la antropología. Esta afirmación podría sorprender ya
que parece que se contradice con cuanto hemos dicho en el
apartado anterior, es decir, con su intento de reformular el con-
cepto de naturaleza. Por eso, vale la pena analizar la cuestión
con detalle.
En Persona y acto el uso del concepto de naturaleza se pue-
de considerar residual. Apenas se le dedica atención en unos
cuantos epígrafes donde, eso sí, se trata con profundidad y pre-
cisión. ¿Por qué sucede esto? Porque Persona y acto es un tra-
tado sobre la persona, no sobre la naturaleza, es una reflexión
en la que Wojtyla quiere determinar lo que constituye la es-
tructura específicamente personal del ser humano. Y esta es-
tructura, que para él estriba en la autodeterminación, no es po-
sible encontrarla en el concepto clásico de naturaleza humana
porque, como hemos visto, está limitado a la dimensión ten-
dencial-objetiva. Ese concepto está pensado para describir cómo
el hombre tiende a objetos exteriores, pero lo que le interesa re-
calcar a Wojtyla es que la persona es tal fundamentalmente por
la relación de autodominio y la capacidad de autodeterminación
que tiene sobre sí misma. Y como acceder a esta perspectiva
desde la visión teleológica clásica es prácticamente imposible,
de ahí su uso limitado, de acuerdo con la posición general de los
personalistas que ya hemos descrito. Ahora bien, en escritos
posteriores señala que el autodominio y la autodeterminación
pueden ser aplicados directamente a la teleología haciendo que

8
K. WOJTYLA, «Trascendencia de la persona y autoteleología», en El hom-
bre y su destino, cit., pp. 142-143.

102
se transforme en autoteleología mediante una integración del
mecanismo teleológico y el autoreferencial, cuya síntesis es la
autoteleología. A esta reelaboración integradora es a lo que he-
mos llamado concepto reformulado de naturaleza humana.
¿Hasta qué punto es posible emplear este concepto refor-
mulado de naturaleza en la elaboración de la antropología? A
mi juicio, y hoy por hoy, se trata de una cuestión abierta. Ante
todo, porque es un tema muy poco estudiado y que, por lo tan-
to está pendiente de precisar y explorar en muchos aspectos. Y,
en segundo lugar y sobre todo, porque el personalismo, y este es
el aspecto que queríamos abordar ahora, prefiere, en el fondo,
hacer una transición a la persona 9. El motivo principal ya lo he-
mos señalado: el peso de la tradición en torno al concepto de na-
turaleza es enorme y, por eso, su utilización en un nuevo mar-
co conceptual resulta problemática. De manera prácticamente
inevitable va a forzar la orientación de los conceptos hacia la
perspectiva teleológica. Por eso, el mejor modo de evitar este
problema es, justamente, el de transitar hacia la persona y li-
mitarse a usar el concepto de naturaleza de manera restringi-
da y entendida simplemente como humanidad, es decir, como
modo de ser de los hombres 10.
Transitar hacia la persona quiere decir fundamentalmente
construir la antropología no a partir del concepto de naturale-
za sino a partir del concepto de persona 11. Tal opción metodoló-
gica tiene grandes ventajas porque supera desde el mismo pun-
to de partida los inconvenientes doctrinales que presenta el
concepto de naturaleza. Considerémoslo.
Al concepto tomista de naturaleza humana se le habían
achacado tres límites ligados a su excesiva dependencia de la

9
Un interesante análisis de esta tesis para el caso de la moral sexual en
K. WOJTYLA, «El problema de la ética sexual católica», en El don del amor (3ª
ed.), Palabra, Madrid 2003, especialmente pp. 136 y ss.
10
La transición hacia la persona por parte de la corriente realista de la
fenomenología (Scheler, Stein, Hildebrand) está expuesta con detalle en U. FE-
RRER, ¿Qué significa ser persona?, Palabra, Madrid 2002.
11
Esto es justamente lo que he intentado en J. M. BURGOS, Antropología:
una guía para la existencia, cit.

103
estructura teleológica: estaticidad, rigidez y exterioridad; lími-
tes que, conjuntamente, pueden describirse como una falta de
sensibilidad frente a las dimensiones culturales y creativas de
la persona. ¿Sucede esto también en el caso de la persona? En
absoluto. Esta noción no depende estructuralmente de la tele-
ología y, por eso, no genera las características conceptuales co-
munes a esta descripción y tampoco la sugiere en el marco del
lenguaje común. Referirse a la persona como criterio de mora-
lidad o de acción no implica ningún «riesgo cultural». Al con-
trario, supone, en bastantes casos, una apelación a un marco de
valores comúnmente aceptado.
De igual modo se supera la contraposición naturaleza-cul-
tura que parece generarse automáticamente en cuanto se re-
curre a la naturaleza, a pesar de todos los esfuerzos de clarifi-
cación de la posición clásica. Hablar de naturaleza significa
inevitablemente –recordemos el análisis de la cuestión tomis-
ta– separarse de lo que no es naturaleza, es decir, de la volun-
tad y de la cultura. Pero tal contraposición genera confusión y
desorientación, y distorsiona la elaboración de una antropolo-
gía equilibrada en la que esos dos factores, que son ambos cons-
titutivos esenciales de la persona –no existe persona sin cul-
tura–, se articulen de manera armónica. El mejor modo de
solventar el problema y facilitar esa articulación es no diferen-
ciarlos en el punto de partida, pues la experiencia muestra so-
bradamente que todo aquello que se diferencia desde el inicio
en una teoría filosófica muy difícilmente puede ser unido a pos-
teriori de manera consistente.
También se supera automáticamente la ambigüedad poten-
cial del término «naturaleza» porque la polisemia del término
persona es mucho más limitada. Sabemos que naturaleza pue-
de significar mundo de lo «natural» o bien «naturaleza huma-
na espiritual». Entre ambos significados media un abismo que
es la causa de múltiples malentendidos. Se puede acusar a
quien lo usa de naturalismo, pensando que reduce la naturale-
za humana a materialidad porque erróneamente se identifica
esta posición con el naturalismo biologicista, y, por oscilación
pendular, justificar la posición culturalista que se centra ex-
clusivamente en la dimensión creativa olvidando que el hombre

104
no se hace exclusivamente a sí mismo sino que tiene un modo
de ser específico que sólo puede modificar en parte. Todas esas
confusiones y contraposiciones desaparecen automáticamente
con el recurso al término «persona» porque este implica con-
ceptualmente tanto la libertad como el cuerpo y la psique: es
una integración equilibrada y armónica de estos elementos.
Esta es, pues, en definitiva, la opción última y más profun-
da del personalismo: la transición a la persona, una transición
que no tiene por qué olvidar ni prescindir del término «natura-
leza» pero que se usará habitualmente de manera limitada
–para no recaer en la arquitectura conceptual ligada a este con-
cepto– y en el sentido amplio de humanidad.
Esta posición puede recibir la siguiente objeción. Se puede
admitir, efectivamente, que el concepto de persona supera al-
gunos de los límites o de las sensaciones intelectuales que ge-
nera el concepto de naturaleza en la línea que se ha señalado:
rigidez, determinismo, etc. Pero esto sólo sucede porque pasa-
mos de un concepto preciso y lleno de contenidos a un concepto
vacío y difuso, a un mero contenedor. De acuerdo, se diría, ha-
blemos de la persona; pero, ¿cómo se define a la persona? Como
es sabido, los personalistas no quieren o no saben dar una de-
finición de persona. Y si no se dispone de esta definición se pue-
de pasar de una situación con defectos pero definida y contro-
lada a un escenario abierto que supera algunas objeciones pero
totalmente indiferenciado. Y de aquí al relativismo no hay más
que un paso.
La objeción, inicialmente, puede parecer poderosa, pero, en
realidad, no lo es. ¿Por qué? Por la sencilla razón de que exac-
tamente lo mismo puede decirse del concepto de naturaleza.
¿Quién puede dar una definición de la naturaleza humana que
no sea formal? Porque –como venimos insistiendo– afirmar que
la naturaleza es la esencia en cuanto principio de operaciones
no es decir nada concreto y específico del hombre. De ahí no se
saca ningún contenido ni antropológico ni moral. Para que eso
sea posible hace falta, en primer lugar, desarrollar esa concep-
ción mediante la teleología y, después, dar contenido específico
a las tendencias humanas pues, si prescindimos de la libertad,
la teleología opera de manera prácticamente idéntica en hom-

105
bres y animales. En otras palabras, ni de la definición general
de naturaleza humana ni de la definición específica-teleológica
se puede extraer lo que es bueno o propio del hombre.
Analicemos un caso concreto: el tema del bien. La posición
clásica sostiene que el bien es lo que conviene a la naturaleza
humana o lo que es conforme a la razón. Ambas afirmaciones
son esencialmente correctas aunque el personalismo preferiría
probablemente decir que lo bueno es lo que conviene a la per-
sona porque así evitaría: 1) el riesgo de identificar persona y
naturaleza humana cuando, en verdad, la persona no es su na-
turaleza humana, sino mucho más: un sujeto concreto e irre-
petible; 2) el riesgo de racionalismo o intelectualismo de la se-
gunda formulación. En efecto, si no se tiene cuidado se puede
acabar pensando que lo bueno no es lo conforme a la razón sino
lo que conviene a la razón, mientras que, en realidad, lo que
hace la razón únicamente –aunque no es poco– es mostrar lo
conveniente a la persona; pero el punto de referencia para es-
tablecer el contenido del bien es el hombre no la razón. Pero, in-
dependientemente de estos matices –que son importantes– lo
que importa tener presente en este momento es que ambas de-
finiciones son igualmente formales. O se tiene una idea concre-
ta de lo que es la naturaleza humana o no se puede ir más allá;
no puedo determinar los bienes concretos del hombre. Exacta-
mente lo mismo que sucede si no se tiene una idea específica
de persona.
Por tanto, la objeción no es particularmente relevante. Pone
de manifiesto que, para seguir adelante, no basta con una re-
ferencia a la persona. Hace falta un concepto de persona des-
arrollado. Pero eso no es un problema para el personalismo; al
contrario. La antropología es su punto fuerte y donde más ener-
gías ha concentrado, si bien queda todavía mucho trabajo por
delante. El terreno está por tanto despejado, es más, parece
muy prometedor. Sin embargo, y a pesar de esta hermosa pa-
norámica, llega el momento de detenerse. El objetivo de este en-
sayo no es desarrollar un tratado de antropología personalista
sino definir el marco teórico actual del concepto de naturaleza
humana con especial referencia a la tradición clásica entendi-
da en sentido amplio, pues es la tradición con la que nos iden-

106
tificamos. Estimamos que ese marco ha quedado dibujado de
una manera suficientemente clara como para estar en condi-
ciones de abordar la vertiente más concreta de la cuestión: las
aplicaciones y utilizaciones del concepto de naturaleza humana
en diversos escenarios culturales 12.

12
Si bien este texto es filosófico, dada la trascendencia del concepto que es-
tamos analizando, me interesa remarcar que las tres vías que acabo de pro-
poner plantean sin duda retos teológicos pero no afectan para nada al núcleo
doctrinal cristiano, en particular al cristológico. En efecto, la primera vía en-
tiende la naturaleza humana como el modo de ser común de los hombres sin
entrar en más especificaciones y coincide en esto con la posición del Catecis-
mo de la Iglesia Católica que, sin entrar en tecnicismos, afirma: «Creados a im-
agen del Dios único y dotados de una misma alma racional, todos los hombres
poseen una misma naturaleza y un mismo origen» (CIC 1934). Lo que afirma
el dogma es que Cristo asume esa naturaleza humana común. La transfor-
mación de la teleología en autoteleología es una cuestión técnica sobre cómo
los hombres se entienden a sí mismos que no afecta directamente a la
cristología. Quizás puede plantear más dificultades a primera vista la transi-
ción a la persona por su uso limitado del concepto de naturaleza. Pero tampoco
aquí hay ningún problema sustancial. Por un lado, el concepto de naturaleza
o de humanidad se sigue usando y, en cualquier caso y sobre todo, lo que per-
manece es el contenido: la asunción de que todos los hombres comparten unos
rasgos esencialmente idénticos. Lo único que ocurre es que no se construye la
antropología sobre el concepto de naturaleza por los problemas que genera
(por ejemplo, la contraposición automática con la cultura) sino sobre el de per-
sona. Pero nada de esto afecta a la doctrina central cristológica; es decir, al
hecho de que se estima que los hombres son esencialmente iguales y que Dios,
al encarnarse, ha asumido ese modo de ser común.

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