Educación para El Bien Común

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Educar para la construcción del bien común.

La cultura actual está atravesando distintas problemáticas


que provocan una difundida “emergencia educativa”.
Con esta expresión nos referimos a las dificultades
de establecer relaciones educativas que,
para ser auténticas, tienen que transmitir a las jóvenes generaciones
valores y principios vitales,
no sólo para ayudar a cada persona a crecer y a madurar,
sino también para concurrir en la construcción del bien común.
(Educar hoy y mañana, Introducción)

El proceso de globalización, cada vez más acentuado, en vez de favorecer la promoción del desarrollo de las personas y una mayor
integración entre los pueblos, al contrario parece que limita la libertad de los individuos y agudiza los contrastes entre los distintos modos
de concebir la vida personal y colectiva (con posiciones oscilantes entre el más rígido fundamentalismo y el más escéptico relativismo)

La GEM y la GS contienen orientaciones de grande visión del futuro y fecundidad histórica, que pueden servir también para afrontar muchos
de los desafíos actuales:

— La afirmación de la disponibilidad de la Iglesia para cumplir una obra de servicio en apoyo a la promoción de las personas y la
construcción de una sociedad cada vez más humana.
— El reconocimiento de la instrucción como ‘bien común’.
— La reivindicación del derecho universal a la educación y a la instrucción para todos, que encuentra, además, amplio apoyo en las
declaraciones de organismos internacionales como la Unesco (EFA: Education for All).
— El apoyo implícito a todos los hombres y a todas las instituciones internacionales que, combatiendo por tal derecho, se oponen al
imperante liberalismo.
— La tesis según la cual la cultura y la educación no pueden estar sometidas al poder económico y a sus lógicas.
— La llamada al deber que tiene la comunidad y cada uno de sostener la participación de la mujer en la vida cultural.
— La delineación de un contexto cultural de “nuevo humanismo” (GS, n. 55), con el cual el Magisterio está en constante diálogo [4].

Además, contienen algunas relevantes perspectivas teológico-espirituales, de las cuales vale la pena notar:

— La presentación de la educación cristiana como obra de evangelización/misión (Lumen gentium, n. 17).


— El énfasis según el cual el perfil educativo fundamental para los bautizados puede ser sólo de orden sacramental: debe ser centrado en el
bautismo y en la Eucaristía (Lumen gentium, n. 11).
— La exigencia que, incluso respetando su especificidad, la educación cristiana proceda junto a la educación humana, para evitar que la vida
de fe sea vivida o sólo percibida separadamente con respecto a las otras actividades de la vida humana.
— La invitación a asumir la educación cristiana en el contexto de fe de una Iglesia pobre para los pobres (Lumen gentium, n. 8), según
aquello que, además, resulta ser hoy uno de los puntos fuertes del mensaje eclesial.

La Constitución Ex Corde Ecclesiae confirmaba que la universidad católica, en cuanto universidad, está llamada a cumplir de modo digno las
funciones de investigación, enseñanza y servicio cultural propias de una institución académica y, en cuanto católica, debe
a) poseer una inspiración cristiana no sólo por parte de cada persona, sino también de la comunidad universitaria considerada como tal;
b) promover una incesante reflexión, a la luz de la fe católica, sobre los procesos y las conquistas del estudio y del conocimiento, aportando,
por otro lado, la propia original contribución;
c) permanecer fiel al mensaje cristiano, tal como fue presentado por la Iglesia;
d) ponerse al servicio del pueblo de Dios y de toda la sociedad humana en el esfuerzo por ellos perseguido para acceder a la verdad.

¿Cómo tienen que ser la escuela y la universidad católica?

Escuela y universidad son lugares de educación a la vida, al desarrollo cultural, a la formación profesional, al compromiso por el bien común;
representan una ocasión y una oportunidad para comprender el presente y para imaginar el futuro de la sociedad y de la humanidad. Raíz
de la propuesta formativa es el patrimonio espiritual cristiano, en constante diálogo con el patrimonio cultural y las conquistas de la ciencia.
Escuelas y universidades católicas son comunidades educativas donde la experiencia de aprendizaje se nutre de la integración de
investigación, pensamiento y vida.

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Del Compendio de Doctrina Social de la Iglesia.

EL BIEN COMÚN

61. Único e irrepetible en su individualidad, todo hombre es un ser abierto a la relación con los demás
en la sociedad. El con-vivir en la red de nexos que aúna entre sí individuos, familias y grupos
intermedios, en relaciones de encuentro, de comunicación y de intercambio, asegura una mejor
calidad de vida. El bien común, que los hombres buscan y consiguen formando la comunidad social,
es garantía del bien personal, familiar y asociativo. (Gaudium et Spes 32, 1966)

92. Medios principales para poner remedio a los males producidos por el comunismo: la renovación de la vida cristiana, el ejercicio de la
caridad evangélica, el cumplimiento de los deberes de justicia a nivel interpersonal y social en orden al bien común, la institucionalización
de cuerpos profesionales e interprofesionales.

95 Los poderes públicos de la comunidad mundial, llamados a «examinar y resolver los problemas relacionados con el bien común universal
en el orden económico, social, político o cultural» (Pacem in Terris 294, 1963).

164. De la dignidad, unidad e igualdad de todas las personas deriva, en primer lugar, el principio del
bien común, al que debe referirse todo aspecto de la vida social para encontrar plenitud de sentido.
Según una primera y vasta acepción, por bien común se entiende « el conjunto de condiciones de la
vida social que hacen posible a las asociaciones y a cada uno de sus miembros el logro más pleno y
más fácil de la propia perfección ». (Gaudium et Spes 26, 1966).

El bien común no consiste en la simple suma de los bienes particulares de cada sujeto del cuerpo
social. Siendo de todos y de cada uno es y permanece común, porque es indivisible y porque sólo
juntos es posible alcanzarlo, acrecentarlo y custodiarlo, también en vistas al futuro. Como el actuar
moral del individuo se realiza en el cumplimiento del bien, así el actuar social alcanza su plenitud en la
realización del bien común. El bien común se puede considerar como la dimensión social y
comunitaria del bien moral.

165 Una sociedad que, en todos sus niveles, quiere positivamente estar al servicio del ser humano es
aquella que se propone como meta prioritaria el bien común, en cuanto bien de todos los hombres y
de todo el hombre.347 La persona no puede encontrar realización sólo en sí misma, es decir,
prescindir de su ser « con » y « para » los demás. Esta verdad le impone no una simple convivencia en
los diversos niveles de la vida social y relacional, sino también la búsqueda incesante, de manera
práctica y no sólo ideal, del bien, es decir, del sentido y de la verdad que se encuentran en las formas
de vida social existentes.

b) La responsabilidad de todos por el bien común

166 Las exigencias del bien común derivan de las condiciones sociales de cada época y están estrechamente vinculadas al respeto y a la
promoción integral de la persona y de sus derechos fundamentales.349 Tales exigencias atañen, ante todo, al compromiso por la paz, a la
correcta organización de los poderes del Estado, a un sólido ordenamiento jurídico, a la salvaguardia del ambiente, a la prestación de los
servicios esenciales para las personas, algunos de los cuales son, al mismo tiempo, derechos del hombre: alimentación, habitación, trabajo,
educación y acceso a la cultura, transporte, salud, libre circulación de las informaciones y tutela de la libertad religiosa.350 Sin olvidar la
contribución que cada Nación tiene el deber de dar para establecer una verdadera cooperación internacional, en vistas del bien común de la
humanidad entera, teniendo en mente también las futuras generaciones.

167 El bien común es un deber de todos los miembros de la sociedad: ninguno está exento de
colaborar, según las propias capacidades, en su consecución y desarrollo. (S. Juan XXIII. Mater et Magistra.
417, 1961) El bien común exige ser servido plenamente, no según visiones reductivas subordinadas a las
ventajas que cada uno puede obtener, sino en base a una lógica que asume en toda su amplitud la
correlativa responsabilidad. El bien común corresponde a las inclinaciones más elevadas del hombre,
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pero es un bien arduo de alcanzar, porque exige la capacidad y la búsqueda constante del bien de los
demás como si fuese el bien propio.

Todos tienen también derecho a gozar de las condiciones de vida social que resultan de la búsqueda
del bien común. Sigue siendo actual la enseñanza de Pío XI: es « necesario que la partición de los
bienes creados se revoque y se ajuste a las normas del bien común o de la justicia social, pues
cualquier persona sensata ve cuan gravísimo trastorno acarrea consigo esta enorme diferencia actual
entre unos pocos cargados de fabulosas riquezas y la incontable multitud de los necesitados». (Pio XI.
Quadragesimo anno 23, 1931).

c) Las tareas de la comunidad política

168 La responsabilidad de edificar el bien común compete, además de las personas particulares,
también al Estado, porque el bien común es la razón de ser de la autoridad política. (CIC 1910). El
Estado, en efecto, debe garantizar cohesión, unidad y organización a la sociedad civil de la que es
expresión,356 de modo que se pueda lograr el bien común con la contribución de todos los
ciudadanos. La persona concreta, la familia, los cuerpos intermedios no están en condiciones de
alcanzar por sí mismos su pleno desarrollo; de ahí deriva la necesidad de las instituciones políticas,
cuya finalidad es hacer accesibles a las personas los bienes necesarios —materiales, culturales,
morales, espirituales— para gozar de una vida auténticamente humana. El fin de la vida social es el
bien común históricamente realizable.357

170 El bien común de la sociedad no es un fin autárquico; tiene valor sólo en relación al logro de los
fines últimos de la persona y al bien común de toda la creación. Dios es el fin último de sus criaturas y
por ningún motivo puede privarse al bien común de su dimensión trascendente, que excede y, al
mismo tiempo, da cumplimiento a la dimensión histórica.359

b) Participación y democracia

190 La participación en la vida comunitaria no es solamente una de las mayores aspiraciones del
ciudadano, llamado a ejercitar libre y responsablemente el propio papel cívico con y para los demás,
sino también uno de los pilares de todos los ordenamientos democráticos, (S. Juan XXIII, Pacem in Terris,
278, 1963) además de una de las mejores garantías de permanencia de la democracia. El gobierno
democrático, en efecto, se define a partir de la atribución, por parte del pueblo, de poderes y
funciones, que deben ejercitarse en su nombre, por su cuenta y a su favor; es evidente, pues, que
toda democracia debe ser participativa.408 Lo cual comporta que los diversos sujetos de la
comunidad civil, en cualquiera de sus niveles, sean informados, escuchados e implicados en el
ejercicio de las funciones que ésta desarrolla.

191 La participación puede lograrse en todas las relaciones posibles entre el ciudadano y las
instituciones: para ello, se debe prestar particular atención a los contextos históricos y sociales en los
que la participación debería actuarse verdaderamente. La superación de los obstáculos culturales,
jurídicos y sociales que con frecuencia se interponen, como verdaderas barreras, a la participación
solidaria de los ciudadanos en los destinos de la propia comunidad, requiere una obra informativa y
educativa. (CIC 1917). Una consideración cuidadosa merecen, en este sentido, todas las posturas que
llevan al ciudadano a formas de participación insuficientes o incorrectas, y al difundido desinterés por
todo lo que concierne a la esfera de la vida social y política: piénsese, por ejemplo, en los intentos de
los ciudadanos de « contratar » con las instituciones las condiciones más ventajosas para sí mismos,

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casi como si éstas estuviesen al servicio de las necesidades egoístas; y en la praxis de limitarse a la
expresión de la opción electoral, llegando aun en muchos casos, a abstenerse.410

La educación católica, con sus numerosas instituciones escolares y universitarias diseminadas en todo
el mundo, ofrece una contribución relevante a las comunidades eclesiales comprometidas en la nueva
evangelización, y ayuda a forjar en las personas y en la cultura los valores antropológicos y éticos que
son necesarios para edificar una sociedad solidaria y fraterna[1].

Juan Pablo II invitó, además, a los miembros de la universidad católica a tomar conciencia de las implicaciones éticas y morales de sus
investigaciones; a favorecer el diálogo entre las distintas disciplinas para evitar una concepción cerrada y particularista; y a propiciar la
elaboración de una visión sintética de las cosas, sin poner en discusión la integridad y las metodologías de la misma disciplina. Una especial
relevancia fue dada al diálogo entre los distintos saberes y la teología, en el sentido que ésta puede ayudar a las otras disciplinas a
profundizar cada una las razones y el significado del propio obrar, así como los otros saberes, estimulando la investigación teológica para
confrontarse con los problemas de la vida y realizando una mejor comprensión del mundo.

EDUCAR HIOY Y MAÑANA

II. ¿CUÁL ESCUELA Y UNIVERSIDAD CATÓLICA?

Escuela y universidad son lugares de educación a la vida, al desarrollo cultural, a la formación


profesional, al compromiso por el bien común.

Hay algunos elementos de calidad que una escuela y una universidad católica tienen que saber
expresar:

· El respeto de la dignidad de cada persona y su unicidad (por lo tanto, el rechazo de una educación e
instrucción de masa que hacen manipulable la persona humana o la reducen a número);
· La riqueza de oportunidades ofrecidas a los jóvenes para crecer y desarrollar las propias capacidades
y dotes;
· Una equilibrada atención por los aspectos cognitivos, afectivos, sociales, profesionales, éticos,
espirituales;
· El estímulo para que cada alumno pueda desarrollar sus talentos, en un clima de cooperación y
solidaridad;
· La promoción de la investigación como compromiso riguroso frente a la verdad, con la conciencia de
los límites del conocimiento humano, pero también con una gran apertura mental y de corazón;
· El respeto de las ideas, la apertura a la confrontación, la capacidad de discutir y colaborar en un
espíritu de libertad y atención por la persona.

La enseñanza sea un instrumento de educación

Aprender a través de la investigación y la solución de problemas educa capacidades cognitivas y


mentales diferentes, más significativas de aquellas de una simple recepción de informaciones;
también estimula a una modalidad de trabajo colaborativo. No va, en cambio, subestimado el valor
de los contenidos del aprendizaje. Si no es indiferente el cómo un alumno aprende, no lo es tampoco
el qué. Es importante que los enseñantes sepan seleccionar y proponer a la consideración de los
alumnos los elementos esenciales del patrimonio cultural acumulados en el tiempo y el estudio de las
grandes cuestiones que la humanidad debió y debe afrontar. De lo contrario, se corre el riesgo de una
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enseñanza orientada a ofrecer sólo lo que hoy se considera útil, porque lo requiere una contingente
demanda económica o social, pero que se olvida de lo que es para la persona humana indispensable.

La enseñanza y el aprendizaje representan los dos términos de una relación que no es sólo entre un
objeto de estudio y una mente que aprende, sino entre personas. Tal relación no puede basarse en
relaciones sólo técnicas y profesionales, más bien debe nutrirse de estima recíproca, confianza,
respeto, cordialidad. El aprendizaje que se realiza en un contexto donde los sujetos perciben un
sentido de pertenencia es muy diferente de un aprendizaje realizado en un entorno de
individualismo, de antagonismo o de frialdad recíproca.

La centralidad de la persona que aprende.

La escuela, particularmente la universidad, están comprometidas para ofrecer a los estudiantes una
formación que los habilite a entrar en el mundo del trabajo y en la vida social con competencias
adecuadas. Sin embargo, por cuanto sea indispensable, no es suficiente. Una buena escuela y una
buena universidad se miden también por su capacidad de promover a través de la instrucción un
aprendizaje cuidadoso a desarrollar competencias de carácter más general y de nivel más elevado. El
aprendizaje no es sólo asimilación de contenidos, sino oportunidad de auto-educación, de
compromiso por el propio perfeccionamiento y por el bien común, de desarrollo de la creatividad, de
deseo de aprendizaje continuo, de apertura hacia los demás. Pero también puede ser una ocasión
para abrir el corazón y la mente al misterio y a la maravilla del mundo y de la naturaleza, a la
conciencia y a la autoconciencia, a la responsabilidad por la creación, a la inmensidad del Creador.

Es oportuno que los enseñantes propongan a los estudiantes ocasiones para experimentar la
repercusión social de cuanto están estudiando, favoreciendo en tal modo el descubrimiento del
vínculo entre escuela y vida, y el desarrollo del sentido de responsabilidad y ciudadanía activa

La diversidad de la persona que aprende

No es fácil para la escuela y la universidad ser “inclusivas”, abiertas a las diversidades, ser capaces
realmente de poder ayudar a quién está en dificultad. Es necesario que los enseñantes sean
disponibles y profesionalmente competentes a conducir clases donde la diversidad es reconocida,
aceptada, apreciada como un recurso educativo para el mejoramiento de todos. Quien tiene más
dificultades, es más pobre, frágil, necesitado, no tiene que ser percibido como un disturbo o un
obstáculo, sino como el más importante de todos, al centro de la atención y de la ternura de la
escuela.

Pluralismo de las instituciones educativas.

Una comunidad escolar que se basa en los valores de la fe católica traduce en su organización y en su
currículo la visión personalista propia de la tradición humanístico-cristiana, no en contraposición, sino
en diálogo con las otras culturas y religiones.

La formación de los enseñantes

La importancia de las tareas educativas de la escuela y la universidad explica cuánto sea crucial el
tema de la preparación de los enseñantes, de los dirigentes y de todo el personal que tiene

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responsabilidad en el campo de la instrucción. La competencia profesional representa la condición
para que se pueda manifestar mejor la dimensión educativa de la acogida. A los docentes y a los
dirigentes se les pide mucho. Se desea que tengan la capacidad de crear, de inventar y de gestionar
ambientes de aprendizaje ricos en oportunidades; se quiere que ellos sean capaces de respetar las
diversidades de las ‘inteligencias’ de los estudiantes y de conducirlos a un aprendizaje significativo y
profundo; se solicita que sepan acompañar a los alumnos hacia objetivos elevados y desafiantes,
demostrar elevadas expectativas hacia ellos, participar y relacionar a los estudiantes entre de ellos y
con el mundo… Quién enseña tiene que saber perseguir al mismo tiempo muchos objetivos
diferentes, saber afrontar situaciones problemáticas que solicitan una elevada profesionalidad y
preparación. Para poder responder a tales expectativas es necesario que dichas tareas no se dejen a
la responsabilidad individual, sino que se ofrezca un adecuado apoyo a nivel institucional y que a la
guía no haya burócratas sino líderes competentes.

Desafíos educativos hoy y mañana

La escuela y la universidad son, igualmente, ambientes de vida, donde se dona una educación
integral, incluida aquella religiosa. El desafío consistirá en hacer ver a los jóvenes la belleza de la fe en
Jesucristo y la libertad del creyente, en un universo multireligioso. En cada ambiente, acogedor o
menos, el educador católico será un testigo creíble.

Los que trabajan con tal fe, con la pasión y la competencia, no pueden ser olvidados; ellos merecen
toda nuestra consideración y nuestro incentivo. Tampoco tenemos que olvidar que, en su mayoría,
esta misión educativa e implicación profesional están sostenidas principalmente por las mujeres.

En primer lugar, tenemos que reformular la antropología que se encuentra en la base de nuestra
visión de educación del siglo XXI. Se trata de una antropología filosófica que tiene que ser una
antropología de la verdad. Una antropología social, es decir, donde se concibe el hombre en sus
relaciones y en su modo de existir. Una antropología de la memoria y de la promesa. Una
antropología que hace referencia al cosmos y que se preocupa por el desarrollo sostenible. Y aún
más, una antropología que hace referencia a Dios. La mirada de fe y esperanza, que es su
fundamento, escruta la realidad para descubrir en ella el proyecto escondido de Dios. Partiendo así
de una reflexión profunda sobre el hombre moderno y nuestro mundo actual, nosotros deberíamos
reformular nuestra visión sobre la educación.

Desafío de la identidad

El educador de nuestros tiempos ve renovada su misión, que tiene como gran objetivo ofrecer a los
jóvenes una educación integral y un acompañamiento en el descubrimiento de su libertad personal,
don de Dios.

La pobreza espiritual y la disminución del nivel cultural comienzan a pesar, inclusive dentro de las
escuelas católicas. En muchos casos registramos un problema de autoridad. No se trata tanto de una
cuestión de disciplina - los padres aprecian mucho las escuelas católicas por su disciplina. ¿Pero los
responsables de algunas escuelas católicas tienen todavía una palabra para decir? ¿La autoridad de
ellos se basa en las reglas formales o en la autoridad de su testimonio? Si se quiere evitar un
progresivo empobrecimiento es necesario que las escuelas católicas sean dirigidas por personas y
equipos inspirados en el Evangelio, formadas en la pedagogía cristiana, unidos al proyecto educativo

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de la escuela católica, y no sometidos a la seducción de lo que está de moda, de lo que viene, por así
decir, vendido mejor.

El hecho que los alumnos de numerosas escuelas católicas pertenezcan a una pluralidad de culturas
exige a nuestras instituciones ampliar el anuncio más allá del círculo de los creyentes, no sólo con
palabras, sino con la fuerza de la coherencia de vida de los educadores. Enseñantes, dirigentes,
personal administrativo, toda la comunidad profesional y educativa está llamada a ofrecer, con
humildad y cercanía, una propuesta amable de la fe. El modelo es el de Jesús con los discípulos de
Emaús: partir de la experiencia de vida de los jóvenes, pero también de aquella de los colegas,
ponerse en una disposición de servicio incondicional. En efecto, una de las características distintivas
de la escuela católica del mañana como también del pasado, tendrá que permanecer la educación al
servicio y al don gratuito de sí mismo.

El desafío de la comunidad educativa

Frente al individualismo que consume nuestra sociedad, se hace cada vez más importante que la
escuela católica sea una verdadera comunidad de vida animada por el Espíritu Santo. El clima familiar,
acogedor, de los docentes creyentes, a veces en minoría, junto al compromiso común de todos
aquellos que tienen una responsabilidad educativa, de cualquier creencia o convicción ellos sean,
puede hacer superar los momentos de desorientación y desaliento, abriendo una perspectiva de
esperanza evangélica. La red compleja de las relaciones interpersonales constituye la fuerza de la
escuela cuando expresa el amor a la verdad, por ende, los educadores creyentes deben ser sostenidos
para que puedan ser la levadura y la fuerza serena de la comunidad que se construye.

Para que esto sea posible se debe dar una particular atención a la formación y a la selección de los
jefes de instituto. Ellos no son sólo los responsables de la institución escolar son también el referente
frente a su Obispo de la preocupación pastoral. Los dirigentes tienen que ser los líderes que hacen
vivir la educación como una misión compartida, que acompañan y organizan los docentes, que
promueven estímulo y apoyo recíproco.

Otro terreno desafiante para las escuelas católicas es la relación con las familias. Una gran parte de
ellas está en crisis y necesita acogida, solidaridad, participación, hasta formación.

Docentes, padres y jefes de instituto forman, juntos a los alumnos, una gran comunidad educativa
llamada a cooperar con las instituciones de la Iglesia. La formación continua tiene que concentrarse
en la promoción de una comunidad justa y solidaria, sensible con respecto a las necesidades de las
personas, capaz de crear mecanismos de solidaridad con los jóvenes y las familias más pobres.

c) El desafío del diálogo

El mundo, en su pluralidad, espera más que nunca ser orientado hacia los grandes valores del
hombre, de la verdad, del bien y de lo bello. Ésta es la perspectiva que la escuela católica tiene que
asumir con respecto a los jóvenes, a través del diálogo, proponiéndoles una visión del Otro y del otro,
que sea abierta, pacífica, fascinante.

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En la relación con los jóvenes, a veces, la asimetría crea distancia entre educador y educando. Hoy se
aprecia más la circularidad que se establece en la comunicación entre el docente y el alumno, mucho
más abierta de un tiempo, mucho más favorable a la escucha recíproca. Este no significa que los
adultos deban renunciar a representar un punto de referencia de autoridad; pero es necesario saber
distinguir entre una autoridad exclusivamente vinculada a un rol, a una función institucional, de la
autoridad que deriva de la credibilidad de un testimonio.

La comunidad escolar es una comunidad que aprende a mejorarse, gracias al diálogo permanente que
los educadores tienen entre ellos, que los docentes entretejen con sus alumnos, y que los mismos
alumnos experimentan en sus relaciones.

El desafío de la sociedad del aprendizaje

Desde el momento que, ya hoy, la escuela no es más el único ambiente de aprendizaje para los
jóvenes, ni tampoco el principal, y las comunidades virtuales ganan una relevancia muy significativa,
se le presenta a la educación escolar un nuevo desafío: ayudar a los estudiantes a construirse los
instrumentos críticos indispensables para no dejarse dominar por la fuerza de los nuevos
instrumentos de comunicación.

El desafío de la educación integral

Educar es mucho más que instruir. El hecho que la Unión Europea, la OECD y el Banco Mundial
pongan el acento en la razón instrumental y la competitividad, que tengan una concepción
puramente funcional de la educación, como si ella tuviera que legitimarse sólo si está al servicio de la
economía de mercado y del trabajo; todo esto reduce fuertemente el contenido pedagógico de
muchos documentos internacionales, algo que también encontramos en numerosos textos de los
ministerios de la educación. La escuela no debería ceder a esta lógica tecnocrática y económica,
incluso si se encuentra bajo la presión de poderes externos y está expuesta a intentos de
instrumentalización por parte del mercado, y esto vale mucho más para la escuela católica. No se
trata de minimizar las solicitudes de la economía o la gravedad de la desocupación, sino de respetar la
persona de los estudiantes en su integridad, desarrollando una multiplicidad de competencias que
enriquecen la persona humana, la creatividad, la imaginación, la capacidad de asumirse
responsabilidades, la capacidad de amar el mundo, de cultivar la justicia y la compasión.

La propuesta de la educación integral, en una sociedad que cambia tan rápidamente, exige una
reflexión continua capaz de renovarla y de hacerla cada vez más rica en calidad. Se trata, en todo
caso, de una toma de posición clara: la educación que la escuela católica promueve no tiene por
objetivo la meritocracia de una elite. Aunque sea importante la búsqueda de la calidad y la
excelencia, nunca hay que olvidar que los alumnos tienen necesidades específicas, a menudo viven
situaciones difíciles, y merecen una atención pedagógica que responda a sus exigencias. La escuela
católica tiene que introducirse en el debate de las instancias mundiales sobre la educación inclusiva y
aportar [7], en este ámbito, su experiencia y su visión educativa.

f) El desafío del cambio y la identidad católica de la universidad

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La educación tiene que encaminar al estudiante a encontrar la realidad, a insertarse con conciencia y
responsabilidad en el mundo y, para que ésta sea posible, la adquisición del saber siempre es
necesaria. Sin embargo, más que la información y el conocimiento, la transformación de la persona es
el verdadero resultado esperado. En este sentido, la motivación no es sólo una condición preliminar,
ella se construye, es un resultado.

La instrucción superior católica se propone formar hombres y mujeres capaces de pensamiento


crítico, dotados de elevada profesionalidad, pero también de una humanidad rica y orientada a poner
la propia competencia al servicio del bien común. “Si es necesario, la Universidad Católica deberá
tener la valentía de expresar verdades incómodas, verdades que no halagan a la opinión pública, pero
que son también necesarias para salvaguardar el bien auténtico de la sociedad” (Ex corde Ecclesiae, n.
32). Investigación, enseñanza y distintas formas de servicios conformes a su misión cultural son las
dimensiones fundamentales hacia las cuales dirigir la formación universitaria, dimensiones que tienen
que dialogar entre ellas. La contribución de la educación católica alimenta el doble crecimiento, en
ciencia y en humanidad. En una universidad católica la inspiración cristiana impregna la misma vida
de la comunidad universitaria, alimenta el compromiso por la investigación, dándole una dirección a
su sentido y sostiene la tarea de la formación de los jóvenes, a quienes se les puede ofrecer un
horizonte más amplio y significativo de aquel constituido por las legítimas expectativas profesionales.

Los docentes de las universidades católicas están llamados a ofrecer una original contribución para
superar la fragmentación de los saberes disciplinales, favoreciendo el diálogo entre estos distintos
puntos de vista especializados, buscando una reconstitución unitaria del saber, siempre aproximativa
y en devenir, pero orientada por la conciencia del sentido unitario de las cosas. En este diálogo la
teología ofrece una aportación esencial.

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