La Familia, Extractos de de Mons Tihamer Toth

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çVII.

— EL MATRIMONIO
No hay tema más candente y actual que la cuestión del
matrimonio. Cuestión de importancia suma.
¿A quién se le escapa su importancia decisiva? Es indudable
que la Humanidad se halla hoy día ante los problemas del
matrimonio como ante una esfinge misteriosa.
El hombre moderno ha logrado, con descubrimientos incomparables,
levantar cada vez más el velo del rostro oculto de la
Naturaleza; el hombre moderno ha creído que también podía
resolver el problema del matrimonio a su antojo, buscando soluciones
meramente humanas.
Pero ha tenido que sufrir un gran desengaño. Ha tenido que
darse cuenta, después de sufrir muchas experiencias dolorosas,
que el matrimonio no es un problema de matemáticas que él pueda
resolver del todo con su razón. No. El matrimonio viene a ser «una
ecuación con varias incógnitas»; problema que no puede resolverse
con las matemáticas humanas, porque el matrimonio —
según la expresión de San Pablo— es «misterio grande» (Ef 5, 32),
y el maestro, que puede resolverlo, no es sino el hombre que
radica en Dios.
Hagamos la pregunta: ¿Qué es propiamente el matrimonio?, y
dirijámosla a la juventud moderna. Veremos qué concepto más
bajo, qué concepto más pagano se tiene del sagrado vínculo.
¿Qué es el matrimonio moderno? El un paso previo para el
divorcio.
¿Qué es el matrimonio moderno? Una sociedad provisional
fundada en el mutuo goce.
¿Qué es el matrimonio moderno? El negocio abierto del «doy
para recibir».
¿Es institución divina el matrimonio? De ninguna manera —
gritan las partes que lo contraen sin pensar en Cristo.
¿Es el matrimonio indisoluble? No.
¿Es Dios quien concede hijos? No, somos nosotros los que
los que permitimos que nazcan.
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¿Es una bendición de Dios la familia numerosa? No. Sino todo
lo contrario: es una insensatez, una desgracia que sólo les pasa a
los tontos, un no estar al tanto de lo que pasa en el mundo...
***
Y ¿cuál es el concepto católico sobre el matrimonio? Es un
concepto sublime. Según la Iglesia, el matrimonio: a) es la relación
que existe entre Cristo y su Iglesia; b) es la ayuda mutua de los
esposos, y c) finalmente, es la participación en la obra creadora de
Dios. Sí: más allá de la biología, más allá del contrato natural, la
Iglesia ve otras cosas y no cesa de repetir su concepto sublime.
El matrimonio, en la concepción católica, no es el amor
sentimental de la luna de miel. Los sentimientos y todo lo que de
ellos brota —los juegos, mimos y caricias—, pasan con el tiempo;
pero deben perseverar dos voluntades firmes que digan: vivimos el
uno por el otro y por los hijos; nos ayudamos con mutuo amor,
estamos dispuestos a cargarnos de sacrificios y renuncias el uno
por el otro.
Esta voluntad en común, esta compenetración mutua de los
esposos, viene a ocupar el puesto del amor sentimental de los
años juveniles; y a medida que pasa el tiempo, en vez de debilitarse,
se robustece con el fuego de las preocupaciones diarias de
la vida familiar, y se hace cada vez más depurada y más hermosa.
Con los años el amor sensitivo deja paso a una más profunda
armonía espiritual.
Para asegurar la firmeza de esta institución, la más importante
de la Humanidad, Dios prohíbe cualquier ejercicio de la actividad
sexual —de la fuerza creadora y de la expresión del amor mutuo—
fuera del matrimonio.
Si muchos matrimonios fracasan, si la vida matrimonial es un
desastre en muchos casos, en gran parte es debido a que no se ha
vivido sexto Mandamiento antes del matrimonio. Porque guardan
una relación íntima las dos partes del lema cristiano: «Puros hasta
el altar», «Fieles hasta la muerte». Aumentaría, sin duda, el
número de los matrimonios felices si fuese mayor el número de los
jóvenes continentes antes de casarse.
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¡Qué mayor caudal de alegría, salud e idealismo, y qué mayor
equilibrio y dominio de sí mismo llevarían al matrimonio los contrayentes,
si se presentasen con la pureza intacta de la juventud, con
el alma y el cuerpo limpios ante el altar nupcial!
La exagerada susceptibilidad, el sentimentalismo enfermizo, la
poca paciencia — causa de roces, disputas, riñas y hasta de
divorcios en los matrimonios— procede muchas veces de la falta
de dominio de sí mismo, de los pecados de impureza cometidos
antes del matrimonio.
La vida matrimonial está llena de sacrificios y responsabilidades.
Para que los esposos puedan cumplir su misión, Jesucristo
ha elevado el matrimonio a la categoría de sacramento. El amor
con que Cristo ama a la Iglesia, hasta dar la vida por ella, es el
modelo al que deben tender los esposos en su mutuo amor.
Aunque la pasión se apague con el tiempo, la fidelidad y el
amor siempre deben de crecer.
Los niños no son una carga, sino una bendición de Dios. Los
esposos colaboran en la obra creadora de Dios. Ellos no deben
privar al acto sexual de su finalidad principal: traer al mundo
nuevos seres humanos, llamados a ser hijos de Dios.

IX.— LA FAMILIA
Una familia auténticamente cristiana se distingue fácilmente.
La familia cristiana se apoya en el espíritu de sacrificio. Porque
Cristo nos dio ejemplo sacrificándose por nosotros en la Cruz.
¿Qué significa ser padre cristiano? ¡Trabajar desde la mañana
hasta la noche por los demás miembros de la familia! ¿Qué
significa ser madre cristiana? ¡Andar atareada de sol a sol por el
esposo y los hijos! ¿Qué significa ser hijo cristiano? ¡Obedecer con
respeto y amor a otros, a los padres; primero, mis padres... y sólo
después yo!
En cambio, ¿cómo es una familia alejada del espíritu
cristiano? Su lema: «Gozar cuanto se pueda y sacrificarse lo
menos posible.» He aquí la divisa. ¡Sacrificarse! Es cosa de tontos.
Por esto huye de los hijos la familia moderna; por esto está en
boga una educación blandengue, que no sabe sino mimar, a la cual
le falta todo vigor; de ahí el desmoronamiento de las familias, de
ahí la agonía de la vida familiar.
Mientra que si los esposos están unidos en Dios, si Cristo es
el Rey de la familia, fácilmente se disfruta de la felicidad de la vida
familiar. El hogar se convierte en un paraíso en la tierra.
X.— LA MUJER
Antes del Cristianismo la mujer era considerada como inferior
al hombre, y por tanto, no tenía los mismos derechos. La mujer
podía ser desechada por su esposo cuando mejor le pareciese a él,
que era su dueño absoluto.
¡Qué idea tenían de la mujer los escritores clásicos!
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Hesiodo escribió de esta manera: «Esta raza maldita, el látigo
más duro de los mortales.»
Esquilo afirmó de las mujeres: «Vosotras sois entre las plagas
de la ciudad y del hogar, la peor.»
Catón arremetió contra ellas: «¿Es que pretendéis quitar por
completo las riendas de estos animales irrefrenables y engañaros
con la esperanza de que ellas mismas refrenarán sus excesos?»
Los romanos hablaban de la «dignidad del hombre»
—«maiestas virorum»—; pero a las mujeres las trataron de «sexo
imbécil» —sexus imbecillis—, «frívolo» —levis—, «incapaz de
trabajo» —impar laboribus.
Vino el Cristianismo y levantó a la mujer de su estado de
ignominia, pregonando que el matrimonio es un sacramento que no
se puede destruir, y honrando sobre los altares a la Virgen María.
Y cuando la dignidad de la Virgen Madre, bendita entre todas
las mujeres, brilló como gloria del sexo femenino antes degradado,
una mujer tras otra siguieron sus huellas; una tras otra la imitaron,
legiones de mujeres conquistaron el honor... de la mujer cristiana.
Hijas de patricios romanos abandonaron el lujo de su hogar
ilustre. La hija de un Marcelo, de un Amicio, de un Emilio, se quitó
el vestido de púrpura y las brillantes alhajas, y volviéndose a su
esclava, que ayer todavía estaba temblando ante su presencia, le
dijo: «Ven, hermana mía, consagremos juntas nuestra vida al
Esposo Celestial.»
Y la dama que antes era llevada por esclavos, y para quien
aun el vestido de seda era antes un peso excesivo, ahora recoge
enfermos en la calle, los carga sobre sus hombros, los lleva a su
propia casa y les lava las llagas. Cuando los paganos vislumbraron
este nuevo tipo de mujer, quedaron asombrados de la sublime
dignidad de la mujer cristiana. Hasta entonces, no habían visto
nada parecido. La mujer, que en el paganismo, durante miles de
años no fue sino una bestia de carga y un instrumento para satisfacción
placentera del varón, por el Cristianismo pasó a ser la
amada reina y señora del hogar.
Pero con dolor hemos de constatar hoy día que el ideal de la
«mujer cristiana» corre el peligro de ser nada más que una de
palabra vacía, por haber perdido su pleno significado.
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***
¿Cuál es el criterio del Cristianismo respecto de la dignidad de
la mujer? Oigamos las palabras del Señor:
«No es bueno que el hombre esté solo: hagámosle ayuda
semejante a él» (Gen 2, 18). Y creó Dios a la primera mujer.
Por tanto, la mujer es la compañera del hombre. Tiene la
misma dignidad. ¿Cómo puede ser compañera y ayudar al
hombre? Sobre todo con su misión de madre, de ser el corazón del
hogar, la educadora de los hijos. Con cuidarse de la casa..., con
cuidar al que está enfermo.
La mujer... es compañera, ayuda. Así está escrito.
Dios ha fijado la misión peculiar de cada ser en este mundo.
¿Cuál es la misión primordial, peculiar, más importante de la
mujer? La misión de madre. Y no sólo en un sentido físico, sino en
el sentido espiritual... Porque el espíritu de sacrificio y de entrega
de la mujer, no sólo se comprueba cuando dedica sus mejores
años a la educación de sus propios hijos, sino que este mismo
espíritu, este mismo amor materno, propio de ella, dota a la
enfermera de una ternura peculiar para el cuidado del enfermo; a la
maestra, para la educación de sus alumnos; a la religiosa, para
atender a los niños abandonados, y, en general, para todas las
obras de caridad.
Contemplemos una hermosa imagen de la Virgen, con el Niño
Jesús en sus brazos. Si la historia del arte hiciera un día una
investigación estadística para ver qué tema es el más tratado de
los pintores, creo que la imagen de la Virgen con el Niño en sus
brazos alcanzaría el primer puesto. ¡La misión de madre, la misión
más gloriosa de la mujer!
Pero en nuestra época se ha metido en la mentalidad
ambiente que trata de despojar a la mujer de su dignidad más
excelsa. Está de moda esquivar la maternidad, está en boga
avergonzarse de la maternidad. No es nuevo tal pecado, pero
nunca había alcanzado tales proporciones. La mujer parece que se
avergüenza de lo que tiene de más original.

hombre y la mujer, creados a imagen de Dios, en el  matrimonio llegan a ser en «una sola
carne» (Gn 2, 24), es decir, una comunión de  amor que engendra nueva vida.

Queridos hermanos y hermanas:  Se celebra hoy el domingo de la Sagrada Familia. Podemos seguir
identificándonos  con los pastores de Belén que, en cuanto recibieron el anuncio del ángel, acudieron  a
toda prisa, y encontraron «a María y a José, y al niño acostado en el pesebre»  (Lc 2, 16).

Detengámonos también nosotros a contemplar esta escena, y


reflexionemos en su significado. Los primeros testigos del nacimiento de
Cristo, los  pastores, no sólo encontraron al Niño Jesús, sino también a una
pequeña familia:  madre, padre e hijo recién nacido. Dios quiso revelarse
naciendo en una familia  humana y, por eso, la familia humana se ha
convertido en icono de Dios. Dios es  Trinidad, es comunión de amor, y la
familia es, con toda la diferencia que existe  entre el Misterio de Dios y su
criatura humana, una expresión que refleja el Misterio  insondable del Dios
amor.

El hombre y la mujer, creados a imagen de Dios, en el  matrimonio llegan a


ser en «una sola carne» (Gn 2, 24), es decir, una comunión de  amor que
engendra nueva vida. En cierto sentido, la familia humana es icono de la  Trinidad por el amor
interpersonal y por la fecundidad del amor.

La liturgia de hoy propone el célebre episodio evangélico de Jesús, que a los doce  años se queda en el
templo, en Jerusalén, sin saberlo sus padres, quienes,  sorprendidos y preocupados, lo encuentran
después de tres días discutiendo con los  doctores. A su madre, que le pide explicaciones, Jesús le
responde que debe «estar  en la propiedad», en la casa de su Padre, es decir, de Dios (cf. Lc 2, 49).
En este  episodio el adolescente Jesús se nos presenta lleno de celo por Dios y por el  templo.
Preguntémonos: ¿de quién había aprendido Jesús el amor a las «cosas» de su  Padre? Ciertamente,
como hijo tenía un conocimiento íntimo de su Padre, de Dios,  una profunda relación personal y
permanente con él, pero, en su cultura concreta,  seguro que aprendió de sus padres las oraciones, el
amor al templo y a las  instituciones de Israel. Así pues, podemos afirmar que la decisión de Jesús de
quedarse en el templo era fruto sobre todo de su íntima relación con el Padre, pero  también de la
educación recibida de María y de José. Aquí podemos vislumbrar el  sentido auténtico de la educación
cristiana: es el fruto de una colaboración que  siempre se ha de buscar entre los educadores y Dios.

La familia cristiana es  consciente de que los hijos son don y proyecto de Dios. Por lo tanto, no pueden
considerarse como una posesión propia, sino que, sirviendo en ellos al plan de Dios,  está llamada a
educarlos en la mayor libertad, que es precisamente la de decir «sí»  a Dios para hacer su voluntad. La
Virgen María es el ejemplo perfecto de este «sí».  A ella le encomendamos todas las familias, rezando
en particular por su preciosa  misión educativa.

¿Cómo no recordar el verdadero  significado de esta fiesta? Dios, habiendo venido al mundo en el seno
de una  familia, manifiesta que esta institución es camino seguro para encontrarlo y  conocerlo, así
como un llamamiento permanente a trabajar por la unidad de todos  en torno al amor. De ahí que uno
de los mayores servicios que los cristianos  podemos prestar a nuestros semejantes es ofrecerles
nuestro testimonio sereno y  firme de la familia fundada en el matrimonio entre un hombre y una mujer,
salvaguardándola y promoviéndola, pues ella es de suma importancia para el  presente y el futuro de la
humanidad.

En efecto, la familia es la mejor escuela  donde se aprende a vivir aquellos valores que dignifican a la
persona y hacen  grandes a los pueblos. También en ella se comparten las penas y las alegrías,
sintiéndose todos arropados por el cariño que reina en casa por el mero hecho de  ser miembros de la
misma familia.

Pido a Dios que en vuestros hogares se respire  siempre ese amor de total entrega y fidelidad que Jesús
trajo al mundo con su  nacimiento, alimentándolo y fortaleciéndolo con la oración cotidiana, la práctica
constante de las virtudes, la recíproca comprensión y el respeto mutuo. Os animo,  pues, a que,
confiando en la materna intercesión de María santísima, Reina de las  familias, y en la poderosa
protección de san José, su esposo, os dediquéis sin  descanso a esta hermosa misión que el Señor ha
puesto en vuestras manos.  Contad además con mi cercanía y afecto, y os ruego que llevéis un saludo
muy  especial del Papa a vuestros seres queridos más necesitados o que pasan  dificultades. Os
bendigo a todos de corazón.

S.S. Benedicto XVI, Plaza de San Pedro  Domingo 27 de diciembre del  2009

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