Cuervo Judio - Katy Molina
Cuervo Judio - Katy Molina
Cuervo Judio - Katy Molina
Katy Molina
© 2019 julio, primera edición.
Autora: Katy Molina
Editor/diseño de cubierta: KatMG
Ilustraciones interiores: Patricia Montilla.
Corrección: Luís Solís Doctor en Teoría y Crítica Literaria/ Corrector profesional /
[email protected] / www.byluissolis.es
Queda totalmente prohibida la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio
o procedimiento, ya sea electrónico o mecánico, alquiler o cualquier otra forma de cesión
de la obra sin la previa autorización y por escrito del propietario y titular del Copyright.
Todos los derechos reservados.
Dedicatoria
La novela Cuervo Judío está dedicada a una persona muy especial para
mí; Jorge de Oro Martín. Un lector que se fijó en esta novela cuando todavía
era un borrador y que apoyó incondicionalmente desde el minuto uno.
Gracias por estar, gracias por ser como eres y gracias por tu
generosidad con mi proyecto. Tuve la oportunidad de conocerlo en un evento
en Madrid y solo puedo decir de él que es una persona amable, simpática e
implicada con el escritor.
El mayor logro de una novela es un lector, porque sin ellos; las historias,
no cobrarían vida. Has sido una pieza fundamental para mi Cuervo, porque sin
tu entusiasmo, y el de muchos lectores, no hubiese llegado al final del camino.
Yo, Katy Molina, te doy las gracias una y mil veces. Los sueños se
alcanzan por personas como tú.
Un minuto de silencio
Antes de empezar a leer Cuervo Judío guarda un minuto de silencio por todas
aquellas almas que perecieron injustamente en los campos de concentración.
Ellos merecen no ser olvidados. Con sus historias y testimonios le damos la
voz que una vez les arrebataron e intentaron borrarlos convirtiéndolos en
humo.
Las puertas de madera del vagón se abrieron después de un largo viaje; los
rayos de sol cegaron al ganado humano que se apilaba en esas cuatro paredes,
lo que provocó que se desorientaran más de lo que estaban. Una bocanada de
aire fresco entró directa en sus pulmones; ellos agradecieron al instante el
volver a respirar, pero la emoción les duró dos segundos cuando dos soldados
nazis comenzaron a tirar de ellos sin ningún tipo de delicadeza; los lanzaban al
andén como si fueran marionetas. Muchos cayeron de rodillas haciéndose
heridas en carne viva, pero ninguno protestó, no se quejaban del dolor ni
menos gritaban. Sabían perfectamente que, si habrían la boca, serían hombres
muertos. Aprendieron, a base de horror y muerte, a callar; ese era el camino
para tener una oportunidad de supervivencia. Tenían claro que ellos eran la
fruta prohibida de la Alemania nazi.
Gabriel escudriñó aquel siniestro lugar; si existía un infierno no tenía duda
de que Auschwitz - Birkenau lo era. Sus ojos grabaron el desolador paraje,
para nunca olvidar dónde sus pasos, en contra de su voluntad, lo habían
llevado. Inmediatamente, los soldados separaron a los hombres de las
mujeres, haciendo una selección como en una fábrica de alimentos. Los que
estaban maduros los dejaban con vida con un solo propósito: utilizarlos como
mano de obra. Y a todos aquellos que estuvieran enfermos o fueran demasiado
viejos los llevaban a la cámara de gas, porque no servían para trabajar,
incluso a los niños. En aquel campo de concentración no existía la compasión,
ni mucho menos cualquier tipo de sentimiento.
Él, por suerte o por desgracia –porque de haber sabido su destino tal vez
hubiese preferido la muerte– fue elegido para trabajar codo con codo con la
muerte, mirándola directamente a los ojos. A Gabriel lo seleccionaron para
trabajar en la cámara de gas como sonderkommando: uno de los muchos
encargados de llevar a cabo lo impensable. Ellos, de alguna manera, se
convertían en Caronte, en el barquero que acompañaba a las almas a la otra
orilla, donde la muerte los recibiría con los brazos abiertos. Tener que mirar a
aquellas personas a los ojos sin poder decirles la verdad, era doloroso,
aunque más de uno sabía que no eran unas simples duchas de desinfección,
sino la muerte. Los sonderkommando cumplían órdenes directas de los nazis y
debían obedecer sin rechistar si querían seguir viviendo. Los apartaban del
resto de los prisioneros y convivían todos juntos; el objetivo era que ninguno
pudiera decir a otro prisionero lo que los nazis estaban haciendo con los
judíos. Todo debía permanecer en el más absoluto secreto, pero era imposible.
Simplemente no se hablaba de ello, pues la gran mayoría de los prisioneros
eran conocedores de su destino. Los sonderkommando no solo participaban en
el exterminio, sino que también eran los encargados de pedir a las víctimas
que se desnudasen. Una vez que estas se preparaban para abrazar a la muerte
no existía la moral ni la ética. Después, esperaban y veían cómo dos soldados
nazis ataviados con máscaras de gas avanzaban raudos por el largo pasillo,
como si fuesen héroes, preparados para verter los dos grandes bidones
metálicos, cuyo contenido pronto aniquilaría a miles de víctimas. El horror se
desataba. Al finalizar, el silencio reinaba dentro del búnker. Ellos entraban
para sacar los cuerpos de la cámara de gas; se encargaban de extraer los
dientes de oro y de afeitar las cabezas para quedarse con el cabello.
Arrastraban los cuerpos al crematorio y se deshacían de las cenizas en los
ríos.
Aquel lugar era un paisaje desolador, lleno de muerte y locura; el miedo se
reflejaba en cada pupila de los miles de prisioneros. Actuar contra los nazis
era impensable, tenían tan grabado a fuego el miedo en sus corazones que ni se
planteaban unir fuerzas para rebelarse contra el sistema.
Todas aquellas personas no sabían a qué iban a aquel lugar; mucho menos
se podían imaginar qué les deparaba el futuro. Hacían cola para ser marcados
con una cifra en el brazo; el número de Gabriel fue 34 666. En ese instante
sabían a dónde habían ido a parar. Después les hacían entrega del uniforme a
rayas con la insignia de su raza, para distinguirlos; también les rapaban la
cabeza para usar el cabello con fines textiles militares. Les arrebataban la
dignidad y ni siquiera les dejaban un recuerdo como podría ser un reloj, anillo
o pulsera. Los preparaban para morir.
A él le asignaron un barracón no muy lejos de una de las cinco cámaras de
gas que había en el campo. Era un lugar triste y lleno de dolor y lágrimas, su
primera noche fue horrible, pues no pudo pegar ojo por los lamentos que se
escuchaban en el silencio nocturno; era más terrorífico que las propias
pesadillas. Se habían convertido en una piara de cerdos, pero con la
diferencia de que a ellos no los alimentaban antes de matarlos. Al contrario,
dejaban que su piel se fundiera con sus huesos para llevarlos al matadero.
Gabriel era judío y, para los nazis, su raza debía ser exterminada. Solo la
aria tenía cabida en el mundo. Los judíos eran ratas, escoria y como tal había
que acabar con aquella plaga.
Su primer día de trabajo fue estremecedor y terrible. Junto a otros
compañeros veían cómo dos soldados nazis introducían los cristales por unas
chimeneas que desembocaban en la cámara de gas. Al principio no sabían muy
bien su cometido, y tampoco conocían el efecto de esos cristales hasta que él
miró por unas pequeñas ventanillas de vidrio grueso que daban al interior del
lugar y pudo ver con sus propios ojos a la muerte segando vidas. Las personas,
a causa del veneno, se orinaban y defecaban sin control de su cuerpo; luchaban
por su vida desesperadamente hasta que se desmayaban. Después venía la
muerte cerebral, el coma y finalmente morían. Veinticinco minutos de agonía.
Las piernas le temblaban, esa imagen le perseguiría en sus peores sueños,
pero la jornada laboral no había acabado. Ahora tocaba la parte más
inhumana: tenían que sacar los cuerpos desnudos y sin vida y apilarlos como
si fueran basura para el crematorio. Gabriel entró con la máscara antigás en
ese infierno, tenía la cara y el cuerpo descompuestos, era la primera vez que
veía tantos cadáveres juntos: hombres, mujeres y niños. Parecía una obra del
mismísimo Satanás. El terror se apoderó de su ser y, sin poder evitarlo, se
orinó encima; manchó los pantalones a causa del propio miedo que sintió
mientras sacaba los muertos fuera del búnker. Las lágrimas corrían libres por
sus mejillas, limpiando su rostro mugriento. El compañero, al verlo en tal
estado de ansiedad, se acercó a él disimuladamente y le susurró al oído para
darle un buen consejo.
—Chico, no llames la atención o serás parte de este horror. Te prometo
que con los días te acostumbrarás, pero si muestras emoción irás de cabeza a
la cámara de gas. Hazme caso y hazte un favor.
Se secó las lágrimas rápidamente con los puños de la camisa al ver a un
oficial supervisar el trabajo; no quería ser parte de ese cuadro de muerte.
—Por cierto, soy Adiel.
—Gabriel. —Fue lo único que contestó.
Adiel le dijo que se encargara de llevar los cadáveres al crematorio
mientras que él y otros compañeros rapaban el cabello de los muertos y les
arrancaban los posibles dientes de oro.
Esa misma noche, nuevamente, no pudo pegar ojo: los recuerdos de aquel
primer día de trabajo lo desvelaron, sentía una angustia desoladora en el
corazón. Recordó las palabras de Adiel e intentó sobreponerse al dolor. Pero
¿cómo hacerlo? ¿Qué clase de monstruo disfruta matando a millones de
personas? Él lo sabía, no era Satanás. Existía un demonio peor, Hitler. Se dijo
a sí mismo que con el paso de los días se haría insensible a tanto sufrimiento;
jamás fue así. Con cada jornada de trabajo se le iba haciendo una cicatriz
incurable en el alma. Sin embargo, aprendió lo básico para sobrevivir: callar
y obedecer.
II
Por la mañana, temprano, antes de que el gallo cante, Gabriel y todos los
hombres del barracón se levantaban para comenzar su jornada de trabajo. Los
barracones estaban divididos por géneros, no se mezclaban hombres y
mujeres. El silencio se había convertido en su marcha fúnebre. De todos
aquellos desmejorados rostros, solo quedarían con vida al final del día menos
de la mitad. La mano de obra judía avanzaba por el campo de concentración,
muda, desnutrida, con la mirada vacía y los pies pesados por el cansancio. Se
oía el desgaste de la suela de los zapatos que arrastraban por la tierra,
levantando el polvo al no poder sostener su propio cuerpo.
Los más jóvenes como Gabriel y Adiel caminaban a paso ligero para
cubrir sus puestos de trabajo. No querían ser el objetivo de ningún nazi, y
aunque también estaban agotados sacaban fuerzas para sobrevivir sin llamar la
atención. Una larga cola se formaba en la entrada de la cámara de gas, los más
ingenuos e inocentes creían que iban a las duchas ya que los obligaban a
desnudarse. Encueros, hombres, mujeres y niños, e intentando tapar sus
vergüenzas, iban entrando en orden y sin hacer ruido. Las puertas se cerraron
con un sonido metálico aterrador y el pánico se desataba. Miraban a un lado y
a otro, buscando una salida. Otros gritaban y lloraban, y los que sabían su
destino abrazaban a sus seres queridos o a sí mismos si estaban solos.
Después, ante el horror, se desataba el infierno.
Gabriel se sentaba en un rincón detrás de esas paredes llenas de muerte y
se tapaba los oídos para no escuchar los gritos y llantos de horror.
—Eh, amigo, levántate —le susurró Adiel—. Vienen a abrirnos las
puertas; rápido.
Este asintió y se alzó cambiando la expresión de la cara a una sin
emoción. Entrar por primera vez a la cámara de gas con tantos cadáveres
había sido terrorífico y traumático, pero las veces siguientes eran igual. El
estómago se le revolvía. Se colocaron la máscara antigás y, aguantando las
arcadas, sacaban a aquellas personas sin vida como sacos de patatas; los
cogían de las muñecas o tobillos y los arrastraban hasta el crematorio.
Al terminar el trabajo, Gabriel, recitaba unas palabras: «Que vuestra alma
descanse en paz, os habéis ganado la libertad». Salió junto a Adiel en busca
de la ración diaria de alimento, si se le podía llamar comida, ya que parecía
vómito. Hicieron cola y les dieron la misma cantidad que comería un recién
nacido, prácticamente nada. Aunque un sonderkommando recibía dos raciones
de comida al día.
―¿A dónde van nuestros compañeros fuera del campo? ―preguntó
Gabriel al verlos acompañados de unos soldados.
―A verter las cenizas al río. Los alemanes intentan borrar las pruebas de
su crueldad, pero son demasiadas muertes para que el río se las trague. Algún
día, nosotros seremos ellos y ese día sabrás que nuestro final está cerca.
―¿Por qué dices eso? ―Gabriel tragó saliva sin entender.
—Da igual. ―No quiso explicarle el verdadero cometido de un
sonderkommando―. Pronto seremos parte del infierno de Dante, esqueletos
que se consumirán en el fuego del infierno —comentó Adiel mirando con asco
la comida.
—Tal vez sea mejor que vivir así… —Gabriel había perdido la esperanza
de tener una vida mejor y libre.
—¿Piensas en la muerte? —preguntó su amigo.
—¿Acaso tú no?
—Constantemente, a todas horas y lo único que siento es que no quiero
morir.
—Yo a veces pienso en el suicidio, pero sería pecado hacer algo así. ¿A
dónde iría después? No quiero un castigo divino —confesó Gabriel a su
amigo.
—No existe Dios. Si existiera, ¿permitiría un holocausto? —Adiel se
ofendió.
—Tienes razón, ¿a quién quiero engañar? —expresó con pesar.
—Nunca pierdas la esperanza, te mantendrá vivo.
Dieron por terminada la conversación y se levantaron para regresar al
barracón, donde pasaban horas jugando a las cartas o simplemente en un
silencio absoluto. De camino a su destino pasaron por el almacén de comida,
vieron grandes sacos de harina y unos paquetes pequeños que contenían
chocolate. Sabían que ese placer exquisito no sería para ellos, sino para los
soldados y comandantes.
—¿Te gustaría? —preguntó Adiel con sonrisa pícara.
—¿Estás loco? Nos cortarán las manos y después nos fusilarán o algo
peor, nos llevarán a la cámara de gas.
—Ya vivimos al límite, Gabriel. ¿Me ayudarías?
—¿Cómo? —preguntó incrédulo y con miedo.
Adiel habló con dos chicos más de otro barracón ―que pertenecían al
crematorio tres― para trabar un plan seguro. Utilizarían la llamada a golpes
en esa ciudad cárcel como hacían los policías de las novelas negras del siglo
pasado: a base de porrazos en postes u objetos para avisar del peligro.
Pasaron aquella noche planeando el golpe, arriesgarían su vida por un trozo de
chocolate. Era una locura, pero para aquellos hombres era como robar un
diamante. El hombre está hecho de retazos de sentimientos y sensaciones, y su
instinto de supervivencia lo puede llevar a perder la razón.
Gabriel no estaba seguro de seguir con el plan, tenía hambre como los
demás, pero arriesgar su vida por un trozo de chocolate era pagar un precio
demasiado alto. A diferencia de los demás, su instinto de supervivencia le
instaba a pensar con la cabeza y no con la barriga. A pesar de opinar lo
contrario, no se negó y se quedó ahí escuchando el plan a seguir. No podía
defraudar a su amigo Adiel; además, estaba tan desesperado por comer
cualquier otra cosa que no fuera esa bazofia que no reunía el valor suficiente
para decirle que estaba loco.
Habían registrado los turnos de los soldados. Todo estaba estudiado al
milímetro. Nada podía salir mal. Se acostaron y quedaron en levantarse en
plena madrugada para ir a por el botín. Los otros dos chicos dormían al lado
del almacén y ellos serían los lazarillos para Gabriel y Adiel, los encargados
de entrar y coger el chocolate.
El judío, indeciso, apenas pudo pegar ojo, todavía faltaban unas horas para
ir a robar a los nazis. Al final, los ojos le pesaron y se cerraron, sucumbiendo
a una pesadilla muy extraña.
Gabriel corría con la cara descompuesta por un largo pasillo oscuro;
todo el lugar parecía un hospital abandonado. Unos perros rabiosos y con
los ojos rojos le perseguían pisándole los talones. De pronto, llegó al final
del pasillo y vio bajo sus pies un enorme precipicio. Cayó alejándose de
aquellos seres del infierno, pero su miedo no menguaba, pues estaba a unos
minutos de estrellarse contra el suelo. Gritó y lloró abrazándose las rodillas
a la misma vez que aceptaba su destino. Sin embargo, algo cambió; un
cuervo graznó y le pasó a un milímetro de la cara provocándole un leve
corte sobre la mejilla.
Algo nació en su organismo y sintió cómo la carne de su espalda se
abría dolorosamente, para que unas grandes alas negras surgieran de su
ser.
El joven se despertó perlado en sudor y respirando con dificultad, había
sido un sueño muy real. Adiel estaba despierto y vistiéndose, lo saludó con la
mirada y lo apremió para que se espabilara. Dos kapos paseaban fuera
vigilando el perímetro. Nadie podía salir de su barracón hasta el alba, que era
cuando empezaba la jornada de trabajo. Los más inconformistas y rebeldes de
aquel lugar habían ideado una manera para escabullirse sin ser vistos por los
soldados. Era una salida para sus escapadas clandestinas. En las letrinas,
habían cavado un agujero que desembocaba en la parte de atrás donde habían
apilados un gran grupo de cadáveres; con la oscuridad de la noche, se
camuflarían y pasarían desapercibidos.
Salieron sigilosos, fuera hacía un frío escalofriante; la primera nevada del
año estaba haciendo estragos en Auschwitz. Adiel esperó paciente la señal,
estarían dos minutos y, si pasado ese tiempo no se escuchaban los golpes de
sus compinches, abortarían el plan. Los dos parecían estatuas en mitad de la
madrugada.
―¿Qué te ha pasado en la cara? ―preguntó Adiel al verle un corte en la
mejilla.
―Nada, me habré cortado mientras dormía. ―Este se tocó la cara y notó
el corte con la yema de sus dedos.
―Ten más cuidado, si estos capullos nos ven débiles o demasiado
desmejorados nos trinchan como a un pavo ―le advirtió.
―Tranquilo, solo es un corte sin importancia.
En el silencio de la noche se escuchó el ruido de un metal, esa era la señal.
Corrieron a la vez que se escondían entre las sombras para evitar ser vistos
por los guardias. Con el corazón en un puño llegaron al almacén; en la lejanía
se oyó otro ruido de metal: sus amigos lo hicieron para alejar a los soldados
que patrullaban el lugar. Tendrían unos minutos, sus compinches regresarían al
barracón y se quedarían solos. Habían hecho su parte. Adiel sacó un alambre y
consiguió en unos segundos abrir el cerrojo. Miró a Gabriel y le guiñó un ojo.
―Cuando era un crío me dedicaba a robar en casas ajenas, hasta que me
pilló un guardia del ejército y me metió en un correccional ―explicó a su
amigo para que no temiera y se sintiera seguro.
Entraron y cerraron la puerta. Lo que ahí había era un manjar para
alimentar a todo el barracón. Buscaron el chocolate y se hicieron con tres
tabletas y dos paquetes de tabaco. Gabriel insistió a su amigo para que dejara
de coger cosas y se largaran de ahí lo más rápido posible; no habían sido
descubiertos, aunque igualmente sentía el cañón de la pistola en su nuca y no
debían tentar a la suerte. Este lo guardó todo en la bolsa de tela que llevaba y
salieron dejando la puerta cerrada para que no sospecharan. Volvieron a
protegerse en las sombras y llegaron sanos y salvos al barracón. Entraron
veloces; una vez seguros rompieron a reír de los mismos nervios, pero con la
alegría reflejada en sus rostros pues habían conseguido su botín.
Lo ocultaron a los demás, no podían permitirse confiar en nadie salvo en
ellos mismos; y no lo cuestionaban, ya que el miedo era más grande que comer
una onza de chocolate. No los culparían si los delataban, los insensatos habían
sido ellos.
Guardaron su botín debajo del catre de Adiel; todos lo respetaban porque
era un hombre que imponía y a nadie se le ocurriría mirar debajo de la litera
que compartía con dos presos al igual que Gabriel. Entrada la madrugada, se
acostaron para descansar, ya que pronto se levantarían para comenzar la
jornada de trabajo. Gabriel no pudo pegar ojo. Aquel sueño lo seguía
atormentando. Se levantó del catre que compartía con dos compañeros del
comando y fue derecho a las letrinas. Ahí había un viejo espejo que utilizaban
para afeitarse con la navaja. Miró su reflejo en él y vio el rasguño que tenía en
la mejilla. Pensó que tal vez se lo hubiese hecho él durmiendo, pero era
incomprensible puesto que no tenía uñas para arañarse ―el hambre había
hecho que se las comiera― y tampoco nada afilado ya que en su litera no
había ningún objeto que pudiera ser el motivo de la herida. Se la tocó con las
yemas de los dedos y por un segundo, como si se tratase de un relámpago, vio
un cuervo en el reflejo del espejo.
IV
Los días pasaron raudos y rutinarios; nada nuevo sucedía ahí. Cada día era
una coreografía bien ensayada: fingir y guiar a los prisioneros a la cámara de
gas, sacar cadáveres, apilarlos, llevarlos al crematorio, fingir estar feliz con
su hermana mientras esta se acostaba con todos los soldados nazis, volver al
barracón y dormir en el limbo.
Las pesadillas fueron aumentando y eran más frecuentes.
Uno de esos días cambió a Gabriel para siempre: jamás olvidaría la tarde
en que Mengele requirió su presencia. Aterrado, siguió a un soldado hasta
aquel lugar donde el ángel de la muerte jugaba a los médicos locos con seres
humanos. Al entrar en los dominios del doctor el corazón se le congeló al
escuchar los gritos de locura y desesperación que se oían detrás de las puertas
de un largo pasillo. Anduvo en silencio, mirando a los lados por si eso era el
infierno y aparecían demonios para torturarlo. Pero unas manchas rojas en el
suelo lo distrajeron de sus pensamientos terroríficos; estaba a punto de ver la
obra maestra del doctor. La sangre era cada vez más abundante, se adhería a la
suela de sus desgastados zapatos.
El soldado abrió la puerta y casi estuvo a punto de vomitar. Tres mujeres
embarazadas estaban abiertas en canal encima de las camas. En su vientre
abierto se podía ver la placenta con los bebés mientras Mengele observaba
aquello con un interés que casi parecía profesional.
―Señor, este judío es el encargado de limpiar la letrina del comandante
Rudolf. Es el mejor limpiando mierdas; hará un trabajo impecable. ―Se
marchó dejando a Gabriel a solas con Mengele.
―Acércate, hijo. No tengas miedo. Mira qué belleza gestan las mujeres en
su interior. ¿No crees que es maravilloso?
―Sí, señor ―quería ser escueto y no meter la pata.
―Ven, ayúdame. Necesito que cojas al bebé cuando abra la bolsa.
Gabriel asintió. El doctor, con un bisturí lleno de sangre y sin desinfectar,
abrió la bolsa de cada madre y sacó a las criaturas. Se los entregaba al judío y
este tenía que depositarlos encima de una mesa metálica. Todos respiraban;
estaban ya formados y con los nueve meses de gestación cumplidos. Las
madres murieron desangradas; los pequeños también, justo en el instante en
que el ángel de la muerte los abriera, para estudiar los diminutos órganos que
los formaban.
―Hay culturas indígenas que comen carne humana y órganos para tratar
enfermedades y rejuvenecer la piel; dicen que los bebés te alargan la vida.
¿Quieres probar? ―le ofreció un diminuto corazón.
―No, señor. No tengo hambre, gracias.
―Come. ―Fue una orden clara que no admitía negativa.
Mengele disfrutaba con la muerte, era un ser sin escrúpulos, un hombre
forjado a las órdenes del mismo Satanás que disfrutaba matando y humillando.
Le provocaba placer, era como drogarse.
Gabriel abrió la boca y, llorando, mordió el corazón del bebé. La mordida
hizo que la sangre salpicara la cara del doctor. Este empezó a reír histérico, su
sonrisa era diabólica, malvada. El judío se lo tragó y calló, aguantando las
ganas de vomitar. El doctor, satisfecho, le pidió con amabilidad que se
deshiciera de los cadáveres y limpiara la sala para los próximos pacientes. En
el momento en que salió por la puerta y se aseguró de que se había alejado, se
metió los dedos en la boca y vomitó. El trozo de corazón salió entero y él se
derrumbó en el suelo; le faltaba el aire mientras lloraba y gritaba en silencio,
para que no lo escuchara el soldado que se hallaba en el pasillo vigilando sus
pasos.
La sala quedó limpia. Apiló los cuerpos de las mujeres en una camilla con
ruedas, iba a llevarlos al crematorio particular del hospital, aunque el nombre
que le correspondía era laboratorio de seres humanos. Pasó por delante de una
puerta, estaba abierta y dentro había dos enfermeras y un médico. Se
encontraban tratando a un enfermo, pero Gabriel no lo podía ver, sus cuerpos
lo tapaban. Siguió su camino y dejó los cadáveres a otro judío que trabajaba
allí. Ni siquiera se saludaron, entregó la mercancía y se largó. Muchos de
ellos habían aprendido a callar y a obedecer haciéndoles la pelota para
sobrevivir. Gabriel no se fiaba de esos pocos favorecidos.
Al volver, vio salir de esa misma habitación a una enfermera. La
curiosidad le pudo y miró a través de la ventana de la celda. Había una
persona de espalda; acentuó la mirada al verla tan quieta en medio de la
habitación. Al girarse la paciente este se llevó un susto de muerte, casi se le
sale el corazón por la boca. Tenía la boca cosida y las cuencas de los ojos
vacías. Gabriel gritó saltando hacia atrás, se dio un golpe contra la pared que
le hizo caer al suelo. De repente, la luz del pasillo se apagó y en mitad de esa
oscuridad se escuchó el graznido de un cuervo. El judío dejó de respirar y se
quedó quieto, pero un dolor atroz en los ojos hizo que se retorciera en el suelo
mientras gritaba. Notó cómo el pico del cuervo le arrancaba los ojos. No
había visto al ave, aunque por alguna razón incomprensible sabía que se
trataba de él.
Sin previo aviso, la luz se encendió y el dolor desapareció. Gabriel abrió
los ojos y comprobó que seguían estando en sus cuencas al poder ver.
Aterrado, se levantó del suelo y corrió a la salida. Una vez fuera, notó algo
distinto en su visión: era de noche, apenas se distinguían los barracones por la
escasa iluminación, pero él distinguía con una claridad y nitidez fuera de lo
normal. Mareado con esa nueva visión nocturna llegó al barracón y se acostó.
No pegó ojo en toda la noche, no podía quitarse de la cabeza aquella
sensación extraña de que algo inesperado y terrible estaba a punto de cambiar
para él.
IX
16 de enero de 1945.
17 de enero de 1945.
30 de abril de 1945.
Entrevista
Fin
Glosario
A cada paso que daba la ceniza se esparcía por el aire pintando mi rostro
de tonos grises.
Yo sólo quería gritar… y despertar de esa terrible pesadilla. Supe que
nadie vendría a ayudarme, ¡yo lo sabía! Y todavía fue más duro ser conocedor
de tan horrible destino.
Ahora, silencio.
Te observo desde el recuerdo, ¿sabes quién soy? Tal vez sea la maldad que
duerme en ti, un ser oscuro que alberga la humanidad.