Don Quijote en El Paraguay 0
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La proclamación del premio otorgado por unanimidad dio las razones de su elec-
ción. Ante tal situación, los señores del Jurado comprenderán sin esfuerzo la sinceri-
dad de mi reconocimiento y gratitud por su decisión, que quiero hacer públicos en
esta señalada ocasión.
No por ello me siento con derecho alguno a la confusión de la vanidad, salvo al
íntimo orgullo de sentir que el premio Cervantes —el más señero galardón en el mun-
do de nuestras letras castellanas- viene a coronar una larga batalla de extramuros
en la que llevo empeñada mi vida y a la que he dedicado mi exilio de más de cuarenta
años llegado, por ahora, felizmente, a su término. En este largo exilio hice toda mi obra.
La concesión del premio me confirmó la certeza de que también la literatura es
capaz de ganar batallas contra la adversidad sin más armas que la letra y el espíritu,
sin más poder que la imaginación y el lenguaje. No es entonces la literatura —me
dije con un definitivo deslumbramiento— un mero y solitario pasatiempo para los
que escriben y para los que leen, separados y a la vez unidos por un libro, sino tam-
bién un modo de influir en la realidad y de transformarla con las fábulas de la imagi-
nación que en la realidad se inspiran. Es la primera gran lección de las obras de Cervantes.
Y es esta batalla el más alto homenaje que me es dado ofrendar al pueblo y a
la cultura de mi país que han sabido resistir con denodada obstinación, dentro de
las murallas de miedo, de silencio, de olvido, de aislamiento total, las vicisitudes del
infortunio y que, en su lucha por la libertad, han logrado vencer a las fuerzas inhuma-
nas del despotismo que los oprimía.
Hace un momento hablaba de un hecho que me enorgullece: el haber plasmado
mi novela Yo el Supremo en el modelo del Quijote con esa apasionada fidelidad que
puede llevar a un autor a inspirarse en las claves internas y en el sentido profundo
de las obras mayores que nos influyen y fascinan.
El núcleo generador de mi novela, en relación con el Quijote, fue el de imaginar
un doble del Caballero de la Triste Figura cervantino y metamorfosearlo en el Caballe-
ro Andante de lo Absoluto; es decir, un Caballero de la Triste Figura que creyese,
alucinadamente, en la Escritura del Poder y en el Poder de la Escritura, y que tratara
de realizar este mito de lo absoluto en la realidad de la ínsula Barataría que él acaba-
ba de inventar; en la simbiosis de la realidad real con la realidad simbólica, de la
tradición oral y de la palabra escrita.
Imaginé que este vicediós del poder hubiese leído la sentencia que se halla en el
Persiles: «No desees, y serás el más rico hombre del mundo». Cervantes lo deseó todo
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y fue el hombre más pobre del mundo, al menos en lo material, pero volvió ricos
a los hombres de todos los tiempos con su obra imperecedera.
El supremo dictador de la república sólo deseó el poder absoluto y lo tuvo en sus
manos sin dejar de ser también el hombre más pobre del mundo, puesto que su rique-
za era de otra especie. Le bastó al déspota ilustrado que el país de cuya emancipación
había sido el inspirador y ejecutor fuese el más independiente y autónomo en la Amé-
rica de su tiempo. Aquí comenzó la contradicción de lo absoluto en el espacio de
la historia que es el reino por antonomasia de lo relativo.
Mi caballero andante, tocado por la locura iluminista, luchó también con gigantes
y fierabrases que salían a combatirle no desde los libros de caballería sino desde
la concreta realidad de los pueblos iberoamericanos mestizos, emancipados política-
mente pero que seguirían siendo, por mucho tiempo aún, colonizados y neocoloniza-
dos en su vida individual y colectiva.
Místico extraviado en los laberintos de su ínsula terrestre, el solitario y adusto er-
mitaño del Paraguay trocó entonces su pasión jacobina en la pasión de lo absoluto
que acabó por enajenarle en esa demencial alucinación y se sustituyó, como lo hizo
Robespierre, al Ser Supremo que había arrojado por la ventana.
A diferencia del Quijote, la entidad ya casi ectoplasmática del Supremo paraguayo,
en la historia y en mi novela, logra sin embargo realizar la utopía de los Caballeros
Andantes Libertadores: crear una patria auténticamente libre y soberana; fundar y
consolidar la autodeterminación de su pueblo. Ese oscuro abogado, ex seminarista,
de austeridad incorruptible, no cobraba su salario, apenas comía, pero se permitió
ignorar el ultimátum de Bolívar cuanto éste le intimó poner en libertad al sabio Ama-
deo Bonpland; o cuando dio asilo a su antagonista el procer uruguayo José Gervasio
Artigas cuando éste fue traicionado y perseguido por los enemigos dé la causa americana.
Mi expectativa, en tanto autor, era ver estallar esta entidad del poder absoluto en
contradicción con la ineluctable coacción de lo relativo. Pero el personaje ficticio no
estalló en el encontronazo de esas dos dimensiones contrarias pero indisociables. La
infinitud de lo absoluto dentro del espacio concreto de la relatividad histórica sólo
era posible en la dimensión a la vez imaginaria y real de la escritura.
El protagonista de mi novela, inspirado en el personaje central de la historia para-
guaya —el Supremo Don José Gaspar Rodríguez de Francia, hecho Dictador Perpetuo
de la República, según el modelo de la antigua ley romana— resultó más fuerte que
la muerte, porque ya estaba muerto sin saber que lo estaba.
Desde esos estados de la vida más allá de la muerte, de los que habla el Dante;
desde ese solio de trasmundo instalado en una cripta, donde moraba como un yacente
y sombrío Dios Término, subía esa voz, ese monólogo «críptico» inacabable: la pala-
bra oral dictada por el Supremo a la escritura: esa palabra que se oye primero y
se escribe después, como en los grandes libros de la humanidad escritos por el pueblo
para que los particulares lean. El pueblo se salvó en la continuidad viviente de la
tradición oral, pero en el diktat del Supremo quedó enterrada la malsana semilla
del despotismo.
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imaginario de «historias fingidas», como decía Cervantes de las que él mismo escri-
bía. Escribir un relato no es describir la realidad con palabras sino hacer que la
palabra misma sea real. Únicamente de este modo la palabra real puede crear los
mundos imaginarios de la fábula.
La ficción de Cervantes se despliega así como un vasto y viviente pulular de la
realidad española en todos sus aspectos, en toda su gama de matices, en todas sus
capas sociales: desde los grandes de la nobleza en el esplendor de sus atributos a
ese bajo pueblo color de tierra y de miseria que también da señores; de la gran figura
histórica individual al pueblo como personaje multitudinario.
Hay en el gran fresco cervantino desde lo trágico a lo farsesco y a lo cómico; desde
lo dramático a lo paródico; desde lo grave a lo grotesco, desde la sátira acerba, pero
siempre comedida y sin resentimientos, a la más fina esencia del lirismo del amor
y del humor.
Su sentido simbólico es siempre actual y futuro en función de la universalidad de
la imaginación mítica, de tal modo que la mitología de los tiempos modernos no ha
hecho más que confirmarlo y enriquecerlo.
En este caleidoscospio colectivo Don Miguel supo mirar las cosas del revés en esos
espejos del tiempo, de la memoria y de la premonición que se comunican sus imáge-
nes en la Imago del mundo. Sabiduría que hizo decir a su coetáneo Gracián: «Sólo
mirándolas del revés se ven bien las cosas de este mundo».
Esta combinatoria de espejos nos muestra, en la primera novela de los tiempos
modernos, la escena dentro de la escena: Don Quijote va a la imprenta a ver cómo
salen en letras de molde sus próximas aventuras. Lee lo que se escribe sobre ellas.
En otro libro, un personaje oscuro habla de Cervantes como de «un tal Saavedra».
Innumerables figuras atraviesan los espejos y funden la ficción con la realidad en
el azogue verberante de la fantasía.
De allí salen, sin embargo, esos personajes, tan reales, a quienes uno siente que
podría darles la mano en cualquier esquina del universo. Mirar las cosas del revés
es como mirarlas al trasluz de la propia vida interior llena de ojos invisibles pero
visionarios. Mirar las cosas del revés pero en su justo derecho es lo que supo hacer Cervantes.
Entre las magias siempre renovadas de las lecturas del Quijote, hay una que no
advertí conscientemente hasta mucho más tarde, ya entrado en la adultez: la ausencia
de niños. No los había visto acaso porque en la atmósfera luminosa de esta obra
reverbera la cosmovisión lúdica de la infancia en la primavera del mundo. El mundo
niño del que hablaba Montaigne.
En el Quijote los adultos son niños jugando a las fantasías de su imaginación, y
quien escribió este libro es otro niño deslumhrado por la virtud transfigurados de la ilusión.
La obra cervantina fascinó y continúa fascinando a escritores y sabios de todo el
mundo. Franz Kafka medita en su Diario sobre quién pudo ser el autor del Quijote
poniendo en duda la existencia de Cide Hamete Benengeli y, en un giro interpretativo
vertiginoso, muy propio de Kafka, atribuye esta paternidad al propio Sancho Panza.
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arroja a la cara ráfagas de su enorme historia», según las palabras de Rafael Barrett,
uno de los grandes españoles que adoptaron el dolor paraguayo y se quemaron en su
fuego.
Alguna conseja de la tradición oral murmura en mi país que, en algún hoy de los
antiguos tiempos, el Gran Karaí' del Supremo Poder tenía en su austero y casi mo-
nacal despacho, colmado de libros y legajos, un atril proveniente de alguno de los
templos confiscados cuando el Estado Nación se hizo cargo no solamente de la con-
ducción de la Iglesia sino también de sus bienes temporales.
El Supremo Dictador nacionalizó la Iglesia y promulgó el Catecismo Patrio Refor-
mado, pues el vicediós unipersonal no sólo creyó haber implantado su reino del poder
absoluto, del absolutamente poder; decidió fundar, asimismo, su propia religión acer-
ca de la cual la copla popular ironiza festivamente.
De la aventura teológica, no quedó más que el atril en el ruinoso despacho de la
Casa de Gobierno. Y diz también la conseja que sobre ese atril reposaba un gran
libro abierto del que colgaba hasta el piso un señalador de púrpura. La memoriosa
tradición oral no dice de qué libro se trataba. A la tradición le basta saber que sabe.
De que el libro era leído con frecuencia sí daban testimonio las páginas que diz que
se hallaban muy sobadas y llenas de extrañas notas escritas en los márgenes. Tam-
bién el mar de velas en el que debió bogar el lampadario de bronce, erguido en el tenebrario.
Esas velas de una tenaz vigilia, de una perpetua vela de armas, dejaron en torno
al atril una capa de lava, de azufre, de sebo, completamente recubierta de moho y
de parietarias casi fosilizadas.
Esto dice la leyenda acerca del extraño libro que el Supremo Dictador leía y anota-
ba como un antiguo monje copista, o —según lo presumo— como otro furtivo Avellaneda.
En mi novela recojo ese murmullo de la tradición sobre el Gran-Karaí que pretendía
repetir por tercera vez el libro irrepetible, sin recordar la sentencia de Cide Hamete
Benengeli sobre las aventuras del Quijote: «Sólo él pudo vivirlas, sólo yo pude escri-
birlas». En este punto empezó a trabajar contra El Supremo el personaje del Compila-
dor, mezcla de Cide Hamete Benengeli, de escoliasta, acopiador o «copiador» de histo-
rias, contrahistorias, documentos, verdaderos o apócrifos, interlocutor antagonista —
el único— de ese gran muerto interminable que seguía vivo en su monólogo de tras-
mundo, de más allá del poder y la palabra.
En la certidumbre de que no podía ser otro el libro, yo no hice más que poner,
en mi novela, sobre el atril legendario, un libro, el libro de todos los tiempos: el
inmortal Don Quijote de la Mancha de Don Miguel de Cervantes Saavedra, Supremo
Gran Jefe, en guaraní. Señor de la Imaginación y de la Lengua.