Don Quijote en El Paraguay 0

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Imoícoig§

Don Quijote en el Paraguay

E fl premio Cervantes es el más alto honor que se ha concedido a mi obra. Tres


razones principales le dan un realce extraordinario ante mi espíritu. La primera es
el hecho mismo de recibirlo de manos de Su Majestad Don Juan Carlos I, Rey de
España, a quien nuestros pueblos admiran y respetan por sus virtudes de gobernante,
por su infatigable tarea en favor de la amistad y unidad de nuestros pueblos de habla
hispánica.
Junto al Rey Juan Carlos, en preeminente sitial, Su Majestad la Reina Doña Sofía,
que ama las artes, las letras y las ciencias, que religa su devoción hacia las obras
del espíritu con su preocupación por el bien social, la Serenissima Reyna —para invo-
carla con palabras de Cervantes— enaltece este acto con el honor de su presencia.
Me inclino, pues, antes Sus Majestades, con el homenaje de mi reconocimiento y
gratitud. En este homenaje va implícito el de mi pueblo paraguayo, lejano y presente
a la vez en este acto con su latido multitudinario; aquí, en esta ciudad, en esta univer-
sidad, ilustres, de Alcalá de Henares, patria chica de Cervantes, solio de su imperece-
dera presencia y foco de su irradiación universal.
La segunda afortunada circunstancia que realza para mí el otorgamiento del máxi-
mo galardón es su coincidencia, también augural, con un cambio histórico, político
y social de suma trascendencia para el futuro del Paraguay: el derrocamiento, en fe-
brero del pasado año, de la más larga y oprobiosa dictadura que registra la cronolo-
gía de los regímenes de fuerza en suelo sudamericano.
Este acontecimiento es singularmente significativo para la vida paraguaya en lo po-
lítico, social y cultural, y marca la apertura de un camino hacia la instauración de
la democracia de la libertad bajo la construcción de un genuino estado de derecho,
como garantía de su legitimidad.
Señala este hecho, en consecuencia, el comienzo de la restauración moral y material
de mi país en un sistema de pacífica convivencia; la entrada del Paraguay en el con-
cierto de naciones democráticas del continente. Significa, asimismo, el fin del exilio
para el millón de ciudadanos de la diáspora paraguaya, que ahora pueden volver a
Texto ampliado del dis-
la tierra natal, derrumbado el muro del poder totalitario que hizo del Paraguay un
curso de recepción del Pre-
país sitiado. mio Cervantes 1989.
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La concesión del premio Cervantes, en la iniciación de esta nueva época para mi


patria oprimida durante tanto tiempo, es para mí un hecho tan significativo que no
puedo atribuirlo a la superstición de una mera casualidad. Pienso que es más vale
el resultado —en todo caso es el símbolo— de una conjunción de esas fuerzas impon-
derables, en cierto modo videntes, que operan en el contexto de una familia de nacio-
nes con la función de sobrepasar los hechos anormales y restablecer su equilibrio,
en la solidaridad y en el mutuo respeto de sus similitudes y diferencias.
Mucha falta les hace este equilibrio a las colectividades de nuestra América, frágiles
y desestructuradas por su dependencia y sometimiento a los centros mundiales de
decisión, causa central de sus problemas internos, de su inmovilismo, de su atraso,
de su desaliento.
La España democrática trabaja lealmente, fraternalmente, contribuyendo de una manera
considerable a la restitución de este equilibrio en la coexistencia y coparticipación
de nuestros países de ambos lados del Atlántico en un mecanismo, desde luego perfec-
tible, de integración sistemática y progresiva en todos los planos. El sistema de coope-
ración con América que España ha iniciado hace ya muchos años es un ejemplo activo
de ello.
El premio Cervantes que España comparte con América, es otro ejemplo de lo mis-
mo. Y todo esto se verifica con notorio y creciente éxito en el plano económico, social
y cultural bajo esas leyes de interrelación y comunicación que surgen del patrimonio
histórico común y nos comprometen a la realización de las grandes empresas comuni-
tarias que nos aguardan en el umbral del nuevo siglo ante las vertiginosas transfor-
maciones del mundo contemporáneo.
Entre lo utópico y lo posible, éste es un reto de la historia; o lo que es lo mismo,
un desafío del porvenir. Y es necesario recoger y cumplir este desafío con serenidad,
con perseverancia inflexible, pero también con la plasticidad de una inteligente ade-
cuación a las cambiantes circunstancias de la historia, en el orden de las prioridades
necesarias: en primer lugar, la coherente integración de las naciones latinoamericanas
—que es hoy el debate central de nuestra causa— como el único camino para salir
de su situación de atraso y dependencia.
Luego, en un proceso de construcción de largo alcance, la integración iberoamerica-
na y peninsular en una comunidad orgánica de naciones libres, llamada a ser el factor
preponderante de equilibrio y de paz para nuestros países, roto el antagonismo hege-
mónico y derribados los muros del totalitarismo en el Este de la Europa occidental.

El tercer motivo enlaza para mí la satisfacción espiritual con un cierto escrúpulo


moral —acaso un prejuicio—. Este escrúpulo se funda en la desproporción que siento
que existe entre el valor intrínseco del premio y la consciencia de mis limitaciones
como autor de obras literarias. Me alienta, no obstante, el estar persuadido de que
se ha querido premiar a la cultura de un país en una obra que la representa, y en
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ella acaso a la particularidad —que me lisonjea- de haber sido troquelada en el mol-


de de la obra maestra cervantina.
Desde esta persuasión veo el premio Cervantes como un doble galardón a mi obra
y a la cultura de mi patria. Y como tal lo celebro en tanto paraguayo de origen y
en cuanto español por adopción, ciudadano de nuestras patrias, hijo y defensor de
su unidad en la vida cotidiana y en el tiempo de la historia.

La proclamación del premio otorgado por unanimidad dio las razones de su elec-
ción. Ante tal situación, los señores del Jurado comprenderán sin esfuerzo la sinceri-
dad de mi reconocimiento y gratitud por su decisión, que quiero hacer públicos en
esta señalada ocasión.
No por ello me siento con derecho alguno a la confusión de la vanidad, salvo al
íntimo orgullo de sentir que el premio Cervantes —el más señero galardón en el mun-
do de nuestras letras castellanas- viene a coronar una larga batalla de extramuros
en la que llevo empeñada mi vida y a la que he dedicado mi exilio de más de cuarenta
años llegado, por ahora, felizmente, a su término. En este largo exilio hice toda mi obra.
La concesión del premio me confirmó la certeza de que también la literatura es
capaz de ganar batallas contra la adversidad sin más armas que la letra y el espíritu,
sin más poder que la imaginación y el lenguaje. No es entonces la literatura —me
dije con un definitivo deslumbramiento— un mero y solitario pasatiempo para los
que escriben y para los que leen, separados y a la vez unidos por un libro, sino tam-
bién un modo de influir en la realidad y de transformarla con las fábulas de la imagi-
nación que en la realidad se inspiran. Es la primera gran lección de las obras de Cervantes.
Y es esta batalla el más alto homenaje que me es dado ofrendar al pueblo y a
la cultura de mi país que han sabido resistir con denodada obstinación, dentro de
las murallas de miedo, de silencio, de olvido, de aislamiento total, las vicisitudes del
infortunio y que, en su lucha por la libertad, han logrado vencer a las fuerzas inhuma-
nas del despotismo que los oprimía.
Hace un momento hablaba de un hecho que me enorgullece: el haber plasmado
mi novela Yo el Supremo en el modelo del Quijote con esa apasionada fidelidad que
puede llevar a un autor a inspirarse en las claves internas y en el sentido profundo
de las obras mayores que nos influyen y fascinan.
El núcleo generador de mi novela, en relación con el Quijote, fue el de imaginar
un doble del Caballero de la Triste Figura cervantino y metamorfosearlo en el Caballe-
ro Andante de lo Absoluto; es decir, un Caballero de la Triste Figura que creyese,
alucinadamente, en la Escritura del Poder y en el Poder de la Escritura, y que tratara
de realizar este mito de lo absoluto en la realidad de la ínsula Barataría que él acaba-
ba de inventar; en la simbiosis de la realidad real con la realidad simbólica, de la
tradición oral y de la palabra escrita.
Imaginé que este vicediós del poder hubiese leído la sentencia que se halla en el
Persiles: «No desees, y serás el más rico hombre del mundo». Cervantes lo deseó todo
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y fue el hombre más pobre del mundo, al menos en lo material, pero volvió ricos
a los hombres de todos los tiempos con su obra imperecedera.
El supremo dictador de la república sólo deseó el poder absoluto y lo tuvo en sus
manos sin dejar de ser también el hombre más pobre del mundo, puesto que su rique-
za era de otra especie. Le bastó al déspota ilustrado que el país de cuya emancipación
había sido el inspirador y ejecutor fuese el más independiente y autónomo en la Amé-
rica de su tiempo. Aquí comenzó la contradicción de lo absoluto en el espacio de
la historia que es el reino por antonomasia de lo relativo.
Mi caballero andante, tocado por la locura iluminista, luchó también con gigantes
y fierabrases que salían a combatirle no desde los libros de caballería sino desde
la concreta realidad de los pueblos iberoamericanos mestizos, emancipados política-
mente pero que seguirían siendo, por mucho tiempo aún, colonizados y neocoloniza-
dos en su vida individual y colectiva.
Místico extraviado en los laberintos de su ínsula terrestre, el solitario y adusto er-
mitaño del Paraguay trocó entonces su pasión jacobina en la pasión de lo absoluto
que acabó por enajenarle en esa demencial alucinación y se sustituyó, como lo hizo
Robespierre, al Ser Supremo que había arrojado por la ventana.
A diferencia del Quijote, la entidad ya casi ectoplasmática del Supremo paraguayo,
en la historia y en mi novela, logra sin embargo realizar la utopía de los Caballeros
Andantes Libertadores: crear una patria auténticamente libre y soberana; fundar y
consolidar la autodeterminación de su pueblo. Ese oscuro abogado, ex seminarista,
de austeridad incorruptible, no cobraba su salario, apenas comía, pero se permitió
ignorar el ultimátum de Bolívar cuanto éste le intimó poner en libertad al sabio Ama-
deo Bonpland; o cuando dio asilo a su antagonista el procer uruguayo José Gervasio
Artigas cuando éste fue traicionado y perseguido por los enemigos dé la causa americana.
Mi expectativa, en tanto autor, era ver estallar esta entidad del poder absoluto en
contradicción con la ineluctable coacción de lo relativo. Pero el personaje ficticio no
estalló en el encontronazo de esas dos dimensiones contrarias pero indisociables. La
infinitud de lo absoluto dentro del espacio concreto de la relatividad histórica sólo
era posible en la dimensión a la vez imaginaria y real de la escritura.
El protagonista de mi novela, inspirado en el personaje central de la historia para-
guaya —el Supremo Don José Gaspar Rodríguez de Francia, hecho Dictador Perpetuo
de la República, según el modelo de la antigua ley romana— resultó más fuerte que
la muerte, porque ya estaba muerto sin saber que lo estaba.
Desde esos estados de la vida más allá de la muerte, de los que habla el Dante;
desde ese solio de trasmundo instalado en una cripta, donde moraba como un yacente
y sombrío Dios Término, subía esa voz, ese monólogo «críptico» inacabable: la pala-
bra oral dictada por el Supremo a la escritura: esa palabra que se oye primero y
se escribe después, como en los grandes libros de la humanidad escritos por el pueblo
para que los particulares lean. El pueblo se salvó en la continuidad viviente de la
tradición oral, pero en el diktat del Supremo quedó enterrada la malsana semilla
del despotismo.
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Rencorosos vengadores quisieron en vano arrancar la raíz de esa terrible mandrago-


ra del poder. Una luz mala siguió poblando de fuegos fatuos las noches paraguayas
y llenando su aire tenue con dictadores grotescos y paródicos. Personajes de una pica-
resca descomunal veteada de sangre y con olor a fiera. Cervantes no pudo soñarla
porque no le dejaron conocer América donde él soñaba que se había refugiado el
último reino de los caballeros andantes en medio de esas soledades de selvas y ríos
y desiertos y montañas inconmensurables como el mundo.
Vayamos al fin del imposible paralelo entre los dos personajes emblemáticos, entre
estas dos figuras opuestas y extremas —una sombría, luminosa la otra— que quizá
se toquen en algún punto en la esfera de la imaginación; en esa esfera cuyo centro
está en todas partes y su circunferencia en ninguna, como decía de la suya Pascal.
¿Podía hacer yo otra cosa, a la sombra del gran modelo, que imaginar un doble
totalmente opuesto al carácter, a los sentimientos, a la cosmovisión renacentista y
erasmiana de Don Quijote?
Su locura era sabiduría (ésa que Erasmo, en su Elogio de la locura, alabó en su
amigo Tomás Moro con la palabra derivada de su nombre: Moña, a partir del título
Encomius moriae). La locura de El Supremo Dictador no era sino alucinación de lo
absoluto, omnubilación ególatra de la razón, cerrazón de la luz.
Don Quijote continúa cabalgando, «desfaciendo entuertos», enamorado del amor,
de la dignidad, de la libertad, en los que la vida y el ser humano tienen sus raíces primordiales.
El Supremo Dictador, en su cripta, con el amargo sabor de lo absoluto fermentado
en la boca, dice a modo de despedida: «Detrás de mí vendrá el que pueda...» Y con
la tumba al hombro comienza a errar sin término por los laberintos de la historia
que lo aniquila y lo desvanece en el ruido y la furia de esa «alucinación en marcha».
Así, lo que en la obra cervantina es humor jocundo de la comedia humana, en mi
novela no es más que el sarcasmo de la tragedia paródica del poder.
Don Quijote, disuelto en Alonso Quijano o Quijada -del que es oriundo—, sucumbe
en la mansa y resignada dimisión de su muerte. Lo vemos humillar sus banderas
sobre la sólida losa del sentido común. Don Quijote, transformado otra vez en Alonso
Quijano, el Bueno, inclina las banderas rebeldes de su Moria sobre la sensatez de
los tópicos tranquilizadores a los que el ánima contrita se aferra en la agonía del
tránsito temiendo que la muerte sea el fin de todo.
Don Quijote lo hace, sin embargo, con la última irónica y plácida sonrisa de su
desvanecida locura-sabiduría guiñando un ojo al lector, a la posteridad, al mundo,
sobre lo humano y lo divino, en el trascendente mutis final. Don Quijote sabe que
la muerte no es el fin de todo sino el comienzo de una vida de imposible fin; en
ella Cervantes tenía puestos su fe, su anhelo de posteridad. La posteridad no se regala
a nadie, pero él supo ganarla con la plenitud y largueza que su obra merece.
Cumplido ya el «paso de las efemérides de mis pulsos...» —escribe en el prólogo
del Persiles— «tiempo vendrá quizá, donde, anudando este roto hilo, diga lo que aquí
me falta y lo que sé convenía. ¡Adiós gracias, adiós donaires, adiós regocijados ami-
gos; que yo me voy muriendo, y deseando veros presto contentos en la otra vida!»
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Con ello, Don Miguel de Cervantes (desencarnado ya de su alter e$o) se desvanece


y sobrevive en su personaje emblemático. Nos da, desde el revés de la trama de la
novela, su máxima y melancólica lección que brilla entre las líneas del libro y en
el desdoblamiento de origen sabiamente previsto en la génesis de la obra. Lo prodigio-
so de esta obra radica, justamente, en esos sutiles y casi imperceptibles vínculos de
todas sus partes en torno al núcleo del sistema solar de su imaginario.
Alonso Quijano o Quijada (no Don Quijote) acepta la derrota de los ideales caballe-
rescos, admite el triunfo de los estereotipos, anula toda voluntad transgresiva, toda
rebeldía, la desmesura de locas y sabias aventuras bajo el resplandor del ideal heroi-
co. Alonso Quijano no es más que un hombre de corazón simple. Cervantes no podía
abolir la existencia ya inextinguible de Don Quijote.
Hace morir a Alonso Quijano, que es lo natural en toda vida humana, pero «alegrán-
dose en profecía» —parafraseo las palabras de su última dedicatoria, escrita tres días
antes de su muerte, al conde de Lemos- de que las andanzas del Quijote continuarán
sin término contra follones, malandrines y traidores de toda laya.
Muere Alonso Quijano, el hombre común, corriente y moliente, pero no Don Quijote
ni tampoco su escudero Sancho, quienes - e n la unidad de los contrarios- seguirán
cabalgando juntos en la aventura de rescatar de las sombras el misterioso, el inagota-
ble resplandor de la vida, de la belleza, de la lealtad, del valor, de la esperanza, de la libertad.
De Cervantes aprendí a evitar la facilidad de ser un escritor profesional, en el senti-
do de un productor regular de textos; a escribir menos por industria que por necesi-
dad interior; menos por ocupar espacio en la escena pública que por mandato de
esos llamados hondos de la propia fisiología creativa que pareciera trabajar por foto-
síntesis, como en la naturaleza. ¿Serán estos llamados los que también a veces por
soberbia desoímos?
De todos modos no están sujetos estos llamados a la puntual regularidad de las
estaciones de cualquier especie que fueren, sino a los centros de luz y de calor de
cada época de la vida; a la madurez de cada etapa en la literatura de un autor. Entre
estos momentos creativos intermitentes del escritor no profesional se interponen los
obstáculos del propio vivir, los imperativos de la subsistencia, los eclipses de la volun-
tad. Hay también esos vacíos interiores, esos silencios tenaces que pueden durar toda
una vida, puesto que se confunden con ella; silencios involuntarios visitados siempre
por el remordimiento de una culpa no elegida, pero tampoco ineludible.
A causa de estas alternancias involuntarias, no puedo considerarme más que un
artesano. Lo que también es mucho decir.
No soy más que un artesano entregado, cuando puede —no cuanto puede, que es
poco— al oficio de modelar en símbolos historias fingidas, relatos a medias inventa-
dos; historias imaginarias de sueños reales, de lejanas y recurrentes pesadillas.
Estas incursiones de la escritura tratan de penetrar lo más profundamente posible
bajo la piel del destino humano, de las experiencias vividas, del siempre renovado
enigma de la existencia, creando su propia realidad sin perder por ello su carácter
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imaginario de «historias fingidas», como decía Cervantes de las que él mismo escri-
bía. Escribir un relato no es describir la realidad con palabras sino hacer que la
palabra misma sea real. Únicamente de este modo la palabra real puede crear los
mundos imaginarios de la fábula.
La ficción de Cervantes se despliega así como un vasto y viviente pulular de la
realidad española en todos sus aspectos, en toda su gama de matices, en todas sus
capas sociales: desde los grandes de la nobleza en el esplendor de sus atributos a
ese bajo pueblo color de tierra y de miseria que también da señores; de la gran figura
histórica individual al pueblo como personaje multitudinario.
Hay en el gran fresco cervantino desde lo trágico a lo farsesco y a lo cómico; desde
lo dramático a lo paródico; desde lo grave a lo grotesco, desde la sátira acerba, pero
siempre comedida y sin resentimientos, a la más fina esencia del lirismo del amor
y del humor.
Su sentido simbólico es siempre actual y futuro en función de la universalidad de
la imaginación mítica, de tal modo que la mitología de los tiempos modernos no ha
hecho más que confirmarlo y enriquecerlo.
En este caleidoscospio colectivo Don Miguel supo mirar las cosas del revés en esos
espejos del tiempo, de la memoria y de la premonición que se comunican sus imáge-
nes en la Imago del mundo. Sabiduría que hizo decir a su coetáneo Gracián: «Sólo
mirándolas del revés se ven bien las cosas de este mundo».
Esta combinatoria de espejos nos muestra, en la primera novela de los tiempos
modernos, la escena dentro de la escena: Don Quijote va a la imprenta a ver cómo
salen en letras de molde sus próximas aventuras. Lee lo que se escribe sobre ellas.
En otro libro, un personaje oscuro habla de Cervantes como de «un tal Saavedra».
Innumerables figuras atraviesan los espejos y funden la ficción con la realidad en
el azogue verberante de la fantasía.
De allí salen, sin embargo, esos personajes, tan reales, a quienes uno siente que
podría darles la mano en cualquier esquina del universo. Mirar las cosas del revés
es como mirarlas al trasluz de la propia vida interior llena de ojos invisibles pero
visionarios. Mirar las cosas del revés pero en su justo derecho es lo que supo hacer Cervantes.
Entre las magias siempre renovadas de las lecturas del Quijote, hay una que no
advertí conscientemente hasta mucho más tarde, ya entrado en la adultez: la ausencia
de niños. No los había visto acaso porque en la atmósfera luminosa de esta obra
reverbera la cosmovisión lúdica de la infancia en la primavera del mundo. El mundo
niño del que hablaba Montaigne.
En el Quijote los adultos son niños jugando a las fantasías de su imaginación, y
quien escribió este libro es otro niño deslumhrado por la virtud transfigurados de la ilusión.
La obra cervantina fascinó y continúa fascinando a escritores y sabios de todo el
mundo. Franz Kafka medita en su Diario sobre quién pudo ser el autor del Quijote
poniendo en duda la existencia de Cide Hamete Benengeli y, en un giro interpretativo
vertiginoso, muy propio de Kafka, atribuye esta paternidad al propio Sancho Panza.
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«Sancho Panza —escribe Kafka—, mediante la composición de una cantidad de nove-


las de caballería y de bandoleros, en horas del atardecer y de la noche, logró apartar
de sí a su demonio. A tal punto lo logró, que éste se lanzó irrefrenablemente a las
más locas aventuras. Sancho dio en llamar a este demonio Don Quijote, el que muy
pronto se hizo dueño de sí y se convirtió en amo de Sancho Panza. Sancho, hombre
libre, siguió impasiblemente a Don Quijote en sus andanzas alcanzando con ello un
grande y útil esparcimiento hasta el fin de sus días».
Entre el símbolo de Pierre Ménard, concebido por Jorge Luis Borges y el Sancho
Panza de Kafka se extiende la gama casi infinita de las lecturas posibles del Quijote
y de sus variaciones a través de los tiempos y de los espacios culturales.
Otro ferviente admirador de Cervantes, Sigmund Freud, aprende el castellano no
como una lengua suplementaria sino para poder leer el Quijote en su propia lengua,
no el castellano únicamente, sino la lengua del propio Cervantes. Luego toma el nom-
bre de Cipión como seudónimo en su correspondencia privada con los amigos confe-
sándose maravillado del Coloquio de los perros en el que el autor se libra a una crítica
feroz pero apacible de las perversiones humanas y de las injusticias sociales de su
época. Freud admira el Coloquio como relato paradigmático de la literatura picaresca,
y en él, al perro Cipión, en la línea genuina de los filósofos cínicos que Cervantes
recrea con humor y sabiduría.
Se prenda del Quijote donde Cervantes ha sabido describir mejor que ningún otro
autor de todos los- tiempos —dice el joven Freud— la locura extrema del protagonista
de creerse otro, de vivir la demencial aspiración a una identidad otra, anunciando
con esta reflexión muy temprana los fundamentos de su teoría científica.
Cervantes no pudo entrar en América, pese a que reclamó este don con esperanzada
insistencia. Se lo negaron tal vez a causa de su mano malograda en Lepanto, en «la
más alta ocasión que vieron los siglos»; mutilación que era para él su más gloriosa presea.
También en este sueño de los viajes, el deslumhrado visitante de Roma, de Genova
y de Ñapóles, el ex cautivo de Argel, no pudo realizar el anhelo de su viaje a América
acaso porque ya se estaba preparando para el Gran Viaje, cada vez más «liviano de
equipaje»; pese a que «con todo eso —dice dulcemente después de la extremaunción-
llevo la vida sobre el deseo que tengo de vivir».
Veo a Don Miguel de Cervantes Saavedra en la conmovedora y memorable semblan-
za del hombre y del escritor que esbozó aquí, en este prestigioso foro complutense,
mi amigo Ernesto Sábato con su inteligencia hecha de pasión y lucidez en permanente
combustión. Esta semblanza nos da no solamente su figura y su genio sino también
la proyección en el tiempo de la vida feliz y desdichada que a Cervantes le tocó vivir,
sufrir y escribir en perpetua esperanza y desesperanza como si ellas fueran la esencia
de la que su destino estaba tejido.
Pero este hombre vivía en su milagro con humildad y mansedumbre, y de esta debi-
lidad sacaba la energía indomable que se reflejaba en su escritura y en su rostro.
A diferencia del retrato atribuido a Juan de Jáuregui, el de Sábato parece poseer
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una cuarta dimensión —la realidad de un sueño fundido en sobreimpresión con la


irrealidad del sueño de la muerte—, que nos transporta a la visión, a la vez real
y fantástica, de ese hombre vivo en el tiempo inextinguible de su obra.
Leemos, vemos, en la semblanza de Ernesto, al «tierno, desamparado, andariego,
valiente, quijotesco Miguel de Cervantes Saavedra» construyendo fervorosamente en
la escritura, hasta el último minuto de su vida, las inagotables fantasías que poblaban
su espíritu para brindarlas a los otros.
No pudo entrar Cervantes en América, pero sí entraron sus libros llevando su pre-
sencia y su genio. Estos libros, empero, no entraron en el Paraguay. La ausencia inau-
dita duró casi dos siglos desde la edición príncipe del Quijote, mientras las sucesivas
ediciones de toda su obra invadían literalmente América,
Los hechos culturales producen a veces estas incógnitas inexplicables, estas fallas
que a veces se les escapan a las agujas del azar en el entramado novelesco de los
hechos históricos. Algún traslumbramiento de adivinación habría, sin embargo, en el
Paraguay del héroe cervantino. De pronto, en algún festejo popular de mi región guai-
reña he visto a algún Caballero de la Triste Figura montado en rocín flaco, con yelmo
de trapo y lanza de caña de Castilla jugando a los fuegos de San Juan. ¿Por dónde
se filtraron a la isla rodeada de tierra estos fantasmas o estrellas errrantes de la
imaginación mítica?
He solido pensar —para encontrar las razones de esta ausencia inverosímil— que
la Asunción colonial, Madre de Pueblos y Nodriza de Ciudades, según la bautizaran
cédulas reales, estuvo siempre ocupada en asuntos de mucha monta para que su gente
de pro (y aún la que no lo era) pudiera ponerse a leer libros de esparcimiento; esos
libros de «romances mentirosos y de vana profanidad», según rezaban las cédulas
que prohibían en vano la entrada de la imaginación en América, el continente por
antonomasia de la imaginación y del deseo.
No se leyó el Quijote en el Paraguay hasta después de su independencia, en 1811.
La maternal Asunción tuvo que fundar y refundar ciudades (la segunda Buenos Aires,
entre varias otras). Se estableció el imperio jesuítico o República Cristiana de los
Guaraníes. Estalló la revolución de los comuneros producida por los mancebos de
la tierra en la huella de los comuneros de Castilla. Se produjo la división de la Provin-
cia Gigante de las Indias propuesta a la Corona por el primer gobernador criollo
paraguayo Hernando Arias de Saavedra quien, según algunos genealogistas dignos de
crédito, fue primo segundo de Don Miguel, dado que sus abuelos maternos eran her-
manos, ¿Por qué Hernandarias no hizo llamar a su pariente al Paraguay, o por lo
menos, no mandó introducir sus libros de los que se hubiera sentido inmensamente
orgulloso? Arcano.
Ya en el período independiente, y convertida en la nación más adelantada material
y culturalmente de América del Sur, una guerra de cinco años produjo la ruina total
del país hispano-guaraní. A partir de este holocausto, la historia del Paraguay no fue
más que esa «obnubilación en marcha», como sentencia Cioran; una «pesadilla que
Invenciones
^Ensayos 16

arroja a la cara ráfagas de su enorme historia», según las palabras de Rafael Barrett,
uno de los grandes españoles que adoptaron el dolor paraguayo y se quemaron en su
fuego.

Alguna conseja de la tradición oral murmura en mi país que, en algún hoy de los
antiguos tiempos, el Gran Karaí' del Supremo Poder tenía en su austero y casi mo-
nacal despacho, colmado de libros y legajos, un atril proveniente de alguno de los
templos confiscados cuando el Estado Nación se hizo cargo no solamente de la con-
ducción de la Iglesia sino también de sus bienes temporales.
El Supremo Dictador nacionalizó la Iglesia y promulgó el Catecismo Patrio Refor-
mado, pues el vicediós unipersonal no sólo creyó haber implantado su reino del poder
absoluto, del absolutamente poder; decidió fundar, asimismo, su propia religión acer-
ca de la cual la copla popular ironiza festivamente.
De la aventura teológica, no quedó más que el atril en el ruinoso despacho de la
Casa de Gobierno. Y diz también la conseja que sobre ese atril reposaba un gran
libro abierto del que colgaba hasta el piso un señalador de púrpura. La memoriosa
tradición oral no dice de qué libro se trataba. A la tradición le basta saber que sabe.
De que el libro era leído con frecuencia sí daban testimonio las páginas que diz que
se hallaban muy sobadas y llenas de extrañas notas escritas en los márgenes. Tam-
bién el mar de velas en el que debió bogar el lampadario de bronce, erguido en el tenebrario.
Esas velas de una tenaz vigilia, de una perpetua vela de armas, dejaron en torno
al atril una capa de lava, de azufre, de sebo, completamente recubierta de moho y
de parietarias casi fosilizadas.
Esto dice la leyenda acerca del extraño libro que el Supremo Dictador leía y anota-
ba como un antiguo monje copista, o —según lo presumo— como otro furtivo Avellaneda.
En mi novela recojo ese murmullo de la tradición sobre el Gran-Karaí que pretendía
repetir por tercera vez el libro irrepetible, sin recordar la sentencia de Cide Hamete
Benengeli sobre las aventuras del Quijote: «Sólo él pudo vivirlas, sólo yo pude escri-
birlas». En este punto empezó a trabajar contra El Supremo el personaje del Compila-
dor, mezcla de Cide Hamete Benengeli, de escoliasta, acopiador o «copiador» de histo-
rias, contrahistorias, documentos, verdaderos o apócrifos, interlocutor antagonista —
el único— de ese gran muerto interminable que seguía vivo en su monólogo de tras-
mundo, de más allá del poder y la palabra.
En la certidumbre de que no podía ser otro el libro, yo no hice más que poner,
en mi novela, sobre el atril legendario, un libro, el libro de todos los tiempos: el
inmortal Don Quijote de la Mancha de Don Miguel de Cervantes Saavedra, Supremo
Gran Jefe, en guaraní. Señor de la Imaginación y de la Lengua.

Augusto Roa Bastos

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