Ser Cristiano - Joseph Ratzinger

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JOSEPH RATZINGER

SER CRISTIANO

CONTENIDO
Introducción

I. SENTIDO DEL SER CRISTIANO


1. ¿Estamos salvados?
2. La fe como servicio
3. Sobre todo, el amor

II. EL FUNDAMENTO SACRAMENTAL


DE LA EXISTENCIA CRISTIANA
4. La crisis de la idea sacramental en la conciencia moderna
5. La idea sacramental en la historia de la humanidad
6. Los sacramentos cristianos
7. El sentido actual de los sacramentos

III. VIERNES Y SÁBADO SANTO


8. Sobre las tinieblas de los corazones brilla su luz
9. Mirad el madero de la cruz
INTRODUCCION

En nuestra generación, la fe cristiana se halla en una crisis más profunda que


en cualquier otra época pasada. El problema de si en nuestro siglo todavía es
posible vivir honradamente de esta fe y confiarse a ella en el tiempo y la eternidad,
se les plantea hoy no sólo a los hombres que se encuentran al margen de la Iglesia,
sino también a cada uno de nosotros. En esta situación no sirve para nada cerrar
los ojos con miedo ante los problemas acuciantes o prescindir de ellos. Si la fe ha
de sobrevivir al hoy, debe ser vivida, ante todo, en el hoy. Y esto sólo es posible
si ella muestra el valor de hacerse patente al hoy, aprendiendo a comprenderse y
realizarse de nuevo en él.
Intentando prestar un servicio a esta misión hemos reunido en este volumen los
tres pequeños trabajos que siguen. Los tres sermones bajo el título «Ser cristiano»
fueron predicados en la catedral de Münster durante el adviento de 1965;
pretenden, inmediatamente después del concilio, buscar el trasfondo de la hora
adventicia, dar una respuesta al problema del sentido y misión permanentes de la
fe cristiana. El artículo sobre «La estructura sacramental de la existencia
cristiana» ofrece, en resumen, las ideas fundamentales de una prelección tenida
durante la Semana Universitaria de Salzburgo, también en 1965. Las
meditaciones para el viernes y sábado santo fueron emitidas por Radio Baviera
en 1967.
Los tres trabajos tienen en común el esfuerzo por superar las reflexiones
puramente teóricas e introducirnos en la plenitud viva de la fe. Intentan construir,
en cierto modo, un fragmento de la fe en el hoy, no contentándose con ser una
pura investigación sobre si es posible, y cómo, la existencia de dicha fe. Por muy
importante e imprescindible que pueda resultar la reflexión teórica, la vida sólo
puede ser testimoniada por la vida y la fe por la fe. En definitiva, la crisis del
cristianismo sólo será superada por hombres cuya existencia creyente enfrente de
nuevo la fe al hoy y el hoy a la fe. El deseo de este librito es colaborar a este doble
movimiento.
Tübingen, 8 de septiembre de 1967
JOSEPH RATZINGER

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I. SENTIDO DEL SER CRISTIANO
1. ¿ESTAMOS SALVADOS? O, JOB HABLA CON DIOS

Cristianismo como adviento


La Iglesia celebra esta semana el adviento, y nosotros con ella. Si
reflexionamos sobre lo que aprendimos en nuestra infancia acerca del adviento y
su sentido, recordaremos que se nos dijo que la corona de adviento, con sus luces,
es un recuerdo de los miles de años (quizás miles de siglos) de la historia de la
humanidad antes de Jesucristo. Nos recuerda a todos aquella época en que una
humanidad irredenta esperaba la salvación. Nos trae a la memoria las tinieblas de
una historia todavía no redimida, en la que las luces de la esperanza sólo se
encendían lentamente hasta que, al fin, vino Cristo, luz del mundo, y lo libró de
las tinieblas de la condenación. Aprendimos también que estos miles de años
antes de Cristo eran un tiempo de condenación, a causa del pecado original,
mientras que los siglos posteriores al nacimiento del Señor son «anni salutis
reparatae», años de la salvación establecida. Recordaremos, finalmente, que se
nos dijo que en adviento la Iglesia, además de pensar en el pasado, en el período
de condenación y de espera de la humanidad, se fija también en la multitud de los
que aún no han sido bautizados, para los que todavía sigue siendo adviento,
porque esperan y viven en las tinieblas de la falta de salvación.
Si reflexionamos como hombres de nuestro siglo, y con las experiencias del
mismo, sobre las ideas aprendidas de niños, veremos que apenas si podemos
aceptarlas. La idea de que los años posteriores a Cristo, comparados con los
precedentes, son de salvación nos parecerá una cruel ironía si recordamos fechas
como 1914, 1918, 1933, 1939, 1945; fechas que indican los períodos de guerras
mundiales, en las que millones de hombres perdieron sus vidas, a menudo en
circunstancias espantosas; fechas que reviven el recuerdo de atrocidades en las
que la humanidad no se vio nunca anteriormente. Una fecha (1933), que nos
recuerda el comienzo de un régimen que alcanzó la perfección más cruel en la
práctica del asesinato en masa; y, finalmente, brota la memoria de aquel año en
el que la primera bomba atómica explotó sobre una ciudad habitada, ocultando
en su deslumbrante resplandor una nueva posibilidad de tinieblas para el mundo.
Si pensamos en estas cosas, no nos resultará fácil dividir la historia en un
período de salvación y otro de condenación. Y si, ampliando aún más nuestra
visión, contemplamos la obra de destrucción y desgracia llevada a cabo, en
nuestro siglo y en los anteriores, por los cristianos (es decir por los que nos
llamamos hombres «salvos»), no seremos capaces de dividir los pueblos en
salvados y condenados. Si somos sinceros, no volveremos a construir una teoría
que distribuya la historia y los mapas en zonas de salvación y zonas de
condenación. Más bien, nos aparecerá toda la historia como una masa gris, en la
que siempre es posible vislumbrar los resplandores de una bondad que no ha

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desaparecido por completo, en la que siempre se encuentran en los hombres
anhelos de hacer el bien, pero en la que también siempre se producen fracasos
que conducen a las atrocidades del mal.
En esta reflexión queda claro que el adviento no es (como quizá pudo decirse
antiguamente) un santo entretenimiento de la liturgia que, por así decir, nos
presenta el pasado y nos muestra lo que entonces ocurrió, para que podamos gozar
con mayor alegría y felicidad la salvación de nuestros días. Tras las ideas
anteriores, tendremos que reconocer que el adviento no es un puro recuerdo y
distracción sobre el pasado, sino que el adviento es nuestro presente, nuestra
realidad: la Iglesia no juega; nos muestra la realidad de nuestra existencia
cristiana. Con este período del año litúrgico despierta nuestras conciencias,
forzándonos a reconocer la falta de salvación no como un hecho que se dio alguna
vez en el mundo, y que todavía se da en algún sitio, sino como un hecho situado
en medio de nosotros y de la Iglesia.
Me parece que en esto corremos un cierto peligro: querer ocultarnos la realidad.
Vivimos, por así decir, con los ojos cerrados, porque tememos que nuestra fe no
pueda soportar la luz plena y deslumbradora de los hechos. Nos encerramos en
nosotros mismos y procuramos no pensar en ellos para no derrumbarnos, ero una
fe que se oculta la mitad, o más, de los hechos, es en el fondo una forma de
negación de la fe o al menos una forma muy profunda de credulidad mezquina,
que teme que la fe no pueda competir con la realidad. No se atreve a aceptar que
ella es la fuerza que vence al mundo. Por el contrario, creer verdaderamente
significa contemplar la realidad con corazón valiente y abierto, aunque esto vaya
contra la imagen que a veces nos hemos hecho de la fe. Algo típico de la
existencia cristiana es que nos atrevamos a hablar con Dios desde el abismo de
nuestras tinieblas y tentaciones, igual que Job. Es esencial que no pensemos
ofrecer a Dios solamente una mitad de nuestro ser (la parte buena), reservando el
resto por temor a enojarlo. No; precisamente ante él podemos y debemos colocar,
sin ambages, toda la carga de nuestra existencia. Olvidamos demasiado que en el
libro de Job, transmitido por la sagrada Escritura, Dios proclama, al final, que Job
es justo, aunque le ha dirigido los más duros reproches; mientras que sus amigos
son falsos oradores, a pesar de haber defendido a Dios, y haber buscado a todo
una solución bonita y una respuesta.
Comenzar el adviento no significa otra cosa que hablar con Dios igual que Job.
Significa ver con valentía toda la realidad, el peso de nuestra existencia cristiana,
y presentarla ante el rostro justiciero y salvador de Dios, aunque no podamos dar
ninguna respuesta —como Job—, sino que tengamos que dejársela a Dios,
manifestándole qué faltos de palabras nos encontramos en nuestra oscuridad.

La promesa incumplida
Intentemos, pues, reflexionar ahora en la presencia de Dios sobre esta plena
realidad del adviento, que no es un juego, sino la esencia de nuestra vida cris-
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tina. Tomo dos imágenes y pensamientos de la sagrada Escritura, que muestran
patentemente la forma en que nos afectan a los hombres de hoy los problemas del
adviento y la manera de experimentar su realidad; pero no lo hago para efectuar
un análisis profano, sino intentando entablar un diálogo con Dios.
En el profeta Isaías (c. 11) se encuentra la visión del tiempo mesiánico, cuando
haya llegado el retoño de David, el salvador. Sobre este período se dice:
Habitará el lobo con el cordero, y el leopardo se acostará con el cabrito, y
comerán juntos el becerro y el león, y un niño pequeño los pastoreará. La vaca
pacerá con la osa, y las crías de ambas se echarán juntas, y el león, como el buey,
comerá paja. El niño de pecho jugará junto al agujero del áspid, y el recién
destetado meterá la mano en la caverna del basilisco. No habrá ya más daño ni
destrucción en todo mi monte santo, porque estará llena la tierra del conocimiento
del Señor, como llenan las aguas el mar (Is 11, 6-9).
Se describe la época del mesías como un nuevo paraíso. Es verdad que muchas
de estas cosas son simple imagen. Pues el que los osos y corderos, los leones y
las vacas vivan tranquilamente juntos es, naturalmente, una visión imaginaria que
desea expresar algo más profundo. No esperamos que se produzca esto en nuestro
mundo. Pero el texto cala mucho más hondo; esta imagen habla de la paz, que
será la señal de los hombres salvados. Dice que los hombres redimidos son
hombres de paz; que no actúan ya con malicia, malvadamente, porque la tierra
está llena del conocimiento de Dios, que la cubre como un mar. Los hombres
salvos —dice el texto— viven de la cercanía y de la realidad de Dios, de forma
que son plenamente pacíficos.
Pero, ¿qué ha sucedido de esta visión en la Iglesia, entre nosotros que nos
llamamos «salvados»? Todos sabemos que no se ha cumplido, que el mundo ha
sido, y sigue siendo más que nunca, un mundo de lucha, de inquietud, un mundo
que vive de la guerra de unos contra otros, un mundo marcado con la ley de la
maldad, de la enemistad y del egoísmo; un mundo que no está cubierto por el
conocimiento de Dios —como la tierra por las aguas—, sino que vive alejado de
él, en medio de tinieblas.
Esto nos conduce a un segundo pensamiento, que se impone cuando leemos la
profecía de la nueva alianza en Jeremías:
Esta será la alianza que yo haré con la casa de Israel en aquellos días, palabra
de Yahvé. Yo pondré mi ley en ellos y la escribiré en su corazón... (Jer 31, 33). E
Isaías dice lo mismo con más claridad: Todos tus hijos serán adoctrinados por
Yahvé (Is 54, 13).
En el Nuevo Testamento, el mismo Señor cita este texto (Jn 6, 45), indicando
que en el tiempo de la nueva alianza ya no es necesario que unos hombres hablen
a otros de Dios, porque todos están llenos de su presencia. En los Hechos de los
apóstoles se vuelve a insistir en esta idea; en el discurso de Pentecostés recuerda
san Pedro una profecía semejante del profeta Joel, y dice que ahora se ha
cumplido esta palabra:

5
Sucederá en los últimos días, dice Dios, que derramaré mi Espíritu sobre todos
los hombres, y profetizarán vuestros hijos e hijas (Hech 2, 17; Joel 3, 1-5).
Una vez más hemos de reconocer lo lejos que nos encontramos de un mundo
en el que no es necesario ser instruido sobre Dios, porque él está presente en
nosotros mismos. Se ha afirmado que nuestro siglo se caracteriza por un
fenómeno totalmente nuevo: por la incapacidad del hombre para relacionarse con
Dios. El desarrollo social y espiritual ha provocado la aparición de un tipo de
hombre que juzga inválidos todos los puntos de partida para conocer a Dios. Sea
esto verdad o no, hemos de conceder que la lejanía de Dios, la oscuridad y
problemática sobre él, son hoy más intensas que nunca; incluso nosotros, que nos
esforzamos por ser creyentes, tenemos con frecuencia la sensación de que la
realidad de Dios se nos ha escapado de las manos. No nos preguntamos a menudo:
¿sigue él sumergido en el inmenso silencio de este mundo? ¿No tenemos a veces
la impresión de que, después de mucho reflexionar, sólo nos quedan palabras,
mientras la realidad de Dios se encuentra más lejana que nunca?
Demos un nuevo paso. Creo que la auténtica tentación del cristiano de hoy no
consiste en el problema teórico de si Dios existe, o si es trino y uno; tampoco en
si Cristo es, simultáneamente, Dios y hombre. Lo que hoy nos angustia y nos
tienta es, más bien, el hecho de la inoperabilidad del cristianismo: tras dos mil
años de historia cristiana no vemos que se haya producido una nueva realidad en
el mundo; éste sigue inmerso en los mismos temores, dudas y esperanzas que
antes. También en nuestra existencia individual advertimos la debilidad de la
realidad cristiana en comparación con todas las otras fuerzas que nos agobian. Y
si, después de vivir cristianamente en medio de todos los esfuerzos y tentaciones,
sacamos el resultado final, nos invadirá de nuevo el sentimiento de que la realidad
se nos ha escapado, de que la hemos perdido, y sólo nos queda un último recurso
a la débil lucecilla de nuestra buena voluntad. Entonces, en estos momentos de
desánimo, cuando recorremos retrospectivamente nuestro camino, brota la
pregunta: ¿para qué todo este conjunto del dogma, del culto y de la Iglesia, si al
final volvemos a encontrarnos sumergidos en nuestra propia miseria? Esto nos
hace volver al problema del mensaje del Señor: ¿qué es lo que él ha anunciado en
realidad, y qué ha traído a los hombres? Recordaremos que, según la narración
de san Marcos, todo el mensaje de Cristo se compendia en estas palabras:
Se ha cumplido el tiempo, y el reino de Dios está cercano; arrepentíos y creed
en el evangelio (Me 1, 15).
«Se ha cumplido el tiempo, el reino de Dios ha llegado». Tras estas palabras
se encuentra toda la historia de Israel, ese pequeño pueblo que fue juguete de las
potencias mundiales, y que probó sucesivamente todas las formas de gobierno
existentes; hasta que, al fin, al ver que éstas no le traían la salvación, se dio cuenta
de su fracaso. Aprendió muy bien que, cuando gobiernan los hombres, las cosas
ocurren muy humanamente, es decir con muchas miserias e irresoluciones. En
esta experiencia de una historia llena de desengaño, de servidumbre, de injusticia,

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Israel anheló cada vez más fuertemente un reino que no fuese de los hombres,
sino de Dios; un reino de Dios en el que reinaría el verdadero Señor del mundo y
de la historia. Gobernaría él, que es la misma verdad y justicia, para que, por fin,
las únicas fuerzas dominantes en el hombre fuesen la salvación y el derecho. El
señor responde a esta espera represada a través de los siglos cuando dice: ha
llegado el tiempo, ha llegado el reino de Dios. No es difícil imaginar la esperanza
que producirían estas palabras. Pero también es muy comprensible nuestro
desencanto cuando contemplamos lo que ha sucedido.
La teología cristiana, que se encontró pronto con esta discrepancia entre espera
y cumplimiento, hizo del reino de Dios un reino celeste, situado en el más allá; la
salvación del hombre la convirtió en salvación del alma, que también se realiza
en el más allá, después de la muerte. Pero con esto no da ninguna respuesta.
Porque lo grandioso del mensaje consiste en que el Señor no habla solamente del
más allá y del alma, sino que llama a todo el hombre en su corporalidad y en
cuanto incluido en la historia y la sociedad; lo grandioso consiste en que promete
su reino a unos hombres que viven corporalmente con otros hombres. Cuanto más
bello es este conocimiento redescubierto por la investigación bíblica en nuestro
siglo (que Cristo no sólo miraba al más allá, sino que se refería al hombre
concreto), tanto mayor puede ser nuestro desengaño y desánimo cuando
contemplamos la historia real que no es verdaderamente un reino de Dios.
Podemos ampliar estas ideas si nos fijamos en el mensaje moral de Jesús, en
esas palabras del sermón del monte, que contraponen a la casuística de los fariseos
un simple llamamiento al bien:
Habéis oído que se dijo a los antiguos: no matarás; el que matare será reo de
juicio. Pero yo os digo que todo el que se irrita contra su hermano será reo de juicio;
el que le dijere «tonto» será reo ante el sanedrín y el que le dijere «loco» será reo
de la gehenna del fuego (Mt 5, 21 s).
Cuando escuchamos estas palabras nos encanta la sencillez con que se
destruyen las distinciones morales de la casuística, con que se prescinde de una
teología moral que pretende capacitar al hombre para engañar a Dios con
artimañas y procurarse la salvación. Nos entusiasma la sencillez con que no exige
un precepto particular sino un «sí» incondicionado al bien. Pero cuando
reflexionamos más de cerca sobre las palabras «el que dice a su hermano “tonto”
será reo del infierno», nos resulta un juicio terrible, y la casuística de los fariseos
casi llega a parecemos una forma de compasión, ya que al menos intenta conciliar
el precepto con la debilidad humana.
Podemos aún reflexionar sobre lo que dijo Cristo a los dignatarios del Antiguo
Testamento y a sus discípulos: cómo exigió que ya no hubiese más títulos, ya que
todos son hermanos al vivir del mismo Padre (Mt 23, 1-12). ¡Con qué frecuencia
hemos conciliado estas palabras, en la teoría y en la práctica, con las realidades
que experimentamos en la Iglesia, con todos los rangos y distintivos, con todo el
fausto cortesano! Pero hay cosas más profundas que estos problemas externos
7
que, si bien no debemos infravalorar, tampoco debemos exagerar. Nos vemos
forzados a preguntar: ¿no se ha desmoronado el ministerio neo- testamentario en
su misma esencia? San Agustín tuvo que decir a sus fieles que las duras palabras
del Señor contra los servidores del Antiguo Testamento servían también para los
servidores de la Iglesia:
En la cátedra de Moisés se han sentado los escribas y los fariseos. Haced, pues,
y guardad lo que os digan, pero no los imitéis en las obras, porque ellos dicen y no
hacen. Atan pesadas cargas sobre las espaldas de los hombres, pero ellos ni con un
dedo hacen por moverlas (Mt 23, 2-4).

¿Estamos salvados?
Pasemos ahora de la Escritura a la teología y veamos cómo ha explicado la
salvación. Advertimos que ha seguido dos caminos, el de la teología occidental y
el de la oriental. La teología occidental ha construido un sistema propio; dice que
Dios fue infinitamente injuriado por el pecado, de forma que era necesaria una
reparación infinita. Esta reparación infinita, que no podía ofrecerla ningún
hombre, la llevó a cabo Cristo, el Hombre-Dios. El individuo particular recibe
este beneficio a través de la fe y del bautismo, de manera que se le perdona la
culpa general e indeleble que precede a cualquier otro pecado particular. Pero en
este nuevo ámbito en que se encuentra debe andar con mucho cuidado. Cuando
entra en la arena de la vida cristiana tiene la impresión de no haber sido salvado,
como si en este sistema de gracia se hubiese quedado en un lugar inaccesible,
teniendo el hombre que actuar y merecer sin su auxilio. De este modo, el sistema
salva realmente la idea de la redención, pero ésta no actúa en la vida sino que
permanece en algún sitio oculto, en un ámbito inabarcable de injuria y bondad
infinitas, mientras nuestra existencia se desanima en las mismas tentaciones y
dificultades, como si toda esta construcción no existiese.
La teología oriental ha explicado la salvación como una victoria conseguida
por Cristo sobre el pecado, la muerte y el demonio. Estas potencias han sido
vencidas por el Señor de una vez para siempre, y así el mundo está salvado. Pero
insistamos: cuando contemplamos la realidad de nuestras vidas, ¿quién se atreve
a afirmar que estas fuerzas del pecado han sido derrotadas? Por nuestra propia
existencia, llena de tentaciones, sabemos muy bien el poder inmenso que
conservan. Y, ¿quién puede decir seriamente que la muerte ha sido vencida?
Quizás nos enfrentamos aquí con el aspecto más humano de la no-salvación del
hombre: en todas nuestras enfermedades, debilidades, soledades y necesidades
seguimos sometidos al poder de la muerte y de su incesante presencia.

El Dios oculto
Es adviento. Y cuando reflexionamos en todas estas cosas que teníamos que
decir —como Job hablando con Dios— experimentamos con plena evidencia que
realmente todavía hoy sigue siendo adviento para nosotros. Pienso que debemos

8
aceptar esto con sencillez. El adviento es una realidad incluso para la Iglesia. Dios
no ha dividido la historia en una mitad luminosa y otra oscura. No ha dividido a
los hombres en «salvados» y «condenados». Sólo existe una única e indivisible
historia, caracterizada en su totalidad por la debilidad y miseria del hombre, y
situada bajo el compasivo amor de Dios, que la abraza y acoge completamente1.
Nuestro siglo nos obliga a conocer la realidad del adviento de forma totalmente
nueva: la realidad de que hubo un adviento, pero que todavía hoy sigue
habiéndolo. La realidad de que sólo existe una humanidad ante Dios. Que toda
ella se encuentra en tinieblas, pero también que está iluminada por la luz de Dios.
Y si es verdad que existió y existe un adviento, esto significa que Dios no fue
puro pasado para ningún período precedente de la historia. Al contrario, Dios es
origen para todos nosotros, ya que venimos de él; pero es también el futuro hacia
el que caminamos. Lo que significa que no podemos encontrar a Dios más que
saliéndole al encuentro cuando se acerca a nosotros esperando y exigiendo que
nos pongamos en marcha. Sólo podemos encontrar a Dios en este éxodo, en este
salir de la comodidad presente para correr hacia el oculto resplandor del Dios que
se aproxima. La imagen de Moisés, subiendo al monte y entrando en la nube para
encontrar a Dios, es válida para todos los tiempos. Dios sólo puede ser encontrado
—incluso en la Iglesia— si subimos al monte y entramos en la nube del enigma
de Dios, oculto en este mundo. Los pastores de Belén, al comienzo de la historia
neotestamentaria, enseñan lo mismo de otra forma. Se les dice: «Esto tendréis por
señal: encontraréis al niño envuelto en pañales y reclinado en un pesebre» (Le 2,
12). Con otras palabras: la señal para los pastores es que no encontrarán ninguna
señal, sino sólo a Dios hecho niño; y, a pesar de este ocultamiento, deben creer
en la cercanía de Dios. La señal exige de ellos que aprendan a descubrir a Dios
en la incógnita de su ocultamiento. La señal exige de ellos que reconozcan que
no es posible encontrar a Dios en las realidades perceptibles de este mundo, sino
sólo saltando por encima de ellas.
Ciertamente, Dios ha puesto una señal en la grandeza y fuerza del universo,
tras el que rastreamos algo de su poder creador. Pero la auténtica señal, la que él
ha elegido, es el ocultamiento, comenzando por el pequeño pueblo de Israel y
pasando a través del niño de Belén hasta morir en cruz pronunciando las palabras:
«Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?» (Mt 27, 46). Esta señal nos
indica que las realidades de la verdad y del amor, las auténticas realidades de

1
En mi tesis de oposición a cátedra, Die Gescbichtstbeologie des heiligen Bonaventura. München-Zürich 1959,
he intentado demostrar que ésta era la persuasión histórico-teológica de los primeros siglos cristianos. La división
de la historia en períodos «antes» y «después de Cristo», en condenado y salvado, que nos parecen hoy expresión
insustituible de la conciencia histórica cristiana, sin la que creemos imposible comprender el concepto de
salvación y ese eje histórico que es el cristianismo, es, en realidad, el resultado del cambio histórico del siglo XIII,
ocasionado por los escritos de Joaquín de Fiore, cuya doctrina de las tres edades fue condenada, pero cuya
interpretación de la venida de Cristo como punto de periodización intrahistórica fue aceptada. El cambio que esto
supuso en la interpretación total del cristianismo debe considerarse como una de las transformaciones más
significativas en la historia de la conciencia cristiana. El elaborarla será uno de los temas más interesantes de los
trabajos teológicos de nuestra época.

9
Dios, no son adquiribles en el mundo cuantitativo, sino que sólo pueden ser
halladas cuando, pasando sobre éste, nos introducimos en un orden nuevo2. Pascal
ha expresado esta idea en su grandiosa teoría de los tres órdenes. Según él, existe
en primer lugar el orden de la cantidad, poderosa e inconmensurable: el objeto
inagotable de las ciencias naturales. El orden del espíritu —el segundo gran
ámbito de la realidad— aparece, desde el punto de vista de lo cuantitativo, como
la pura nada, pues no abarca un espacio que se pueda medir. Y, a pesar de todo,
un solo espíritu (Pascal cita como ejemplo el espíritu matemático de
Arquímedes), un solo espíritu, decíamos, es más grande que todo el orden del
mundo cuantitativo, porque este espíritu, que no tiene peso, ni longitud, ni
anchura, puede medir todo el cosmos. Mas por encima de él se encuentra el orden
del amor. También éste, desde el punto de vista del «espíritu», de la inteligencia
científica, como Arquímedes, es pura nada, pues le falta la comprobación
científica y no aporta nada a este ámbito. Y, sin embargo, un único impulso del
amor es infinitamente más grande que todo el orden del espíritu, porque
representa la verdadera fuerza creadora, vivificadora y salvadora3. A esta nada de
la verdad y del amor, que no obstante es en realidad el verdadero uno y todo, nos
conducirá el enigma de Dios, ya que él está oculto en este mundo y sólo puede
ser encontrado en el ocultamiento.
Es adviento. Todas nuestras respuestas son parciales. Lo primero que debemos
aceptar es esta realidad continua del adviento. Si lo hacemos, empezaremos a
conocer que la frontera entre «antes de Cristo» y «después de Cristo» no está
marcada en la historia ni en los mapas, sino que sólo atraviesa nuestro propio
corazón. En la medida en que vivamos del egoísmo, cerrados en nosotros mismos,
seremos de «antes de Cristo». Pero roguemos al Señor en este período de adviento
que nos conceda no ser ni de «antes de Cristo» ni de «después de él», sino el vivir
realmente con Cristo y en Cristo: con él, que es el mismo ayer, hoy, y por los
siglos (Heb 13, 8).
2. LA FE COMO SERVICIO

La salvación de los cristianos y la salvación del mundo

San Ignacio de Loyola, que describió en el librito de los ejercicios el camino


de su conversión del servicio del mundo al servicio de Jesucristo, exige al que
quiere seguir sus pasos, en el primer día de la segunda semana, que medite sobre
el misterio fundamental de la encarnación de Dios. De acuerdo con la forma de
sus meditaciones propone, ante todo, hacerse presente la situación que constituye
el trasfondo de este acontecimiento. En el libro de los ejercicios se dice:

2
Debo al artículo de Ph. Dessauer, Geschöpfe von fremden Welten: Wort und Wahrheit 9 (1954) 569-583, la idea
de las dos señales de Dios-creación y ocultamiento histórico.
3
B. Pascal, Pensées, ed. Brunschvicg 293 s; cf. Romano Guardini, Christliches Bewusstsein. München 1950, 40-
46.

10
El primer preámbulo es traer la historia de la cosa que tengo de contemplar; que
es aquí cómo las tres personas divinas miraban toda la planicie o redondez de todo
el mundo llena de hombres, y cómo viendo que todos descendían al infierno, se
determina en la su eternidad, que la segunda persona se haga hombre, para salvar
al género humano, y así venida la plenitud de los tiempos, enviando al ángel san
Gabriel a Nuestra Señora.
Ignacio ve ante sí un mundo irredento, entregado a la eterna condenación. El
pensamiento de que todos los hombres anteriores a Cristo y todos los que, después
de él, permanecen al margen de la fe de la Iglesia, sufren este destino, fue lo que
más le impulsó a consagrarse con tanto ardor a la predicación del evangelio.
Podemos deducir la importancia de este pensamiento tan conmovedor como
lúgubre del hecho de que aparece dos veces en la misma meditación. Dos veces
exige al ejercitante que contemple el mundo con los ojos de Dios para ver cómo
todos los hombres, hasta la encarnación de Cristo, descendían al infierno4. La
angustia que puede producir esta idea, y el impulso a servir a los hombres ligados
a ella, se encuentra también en la obra del gran misionero jesuita Francisco Javier.
Este hizo los ejercicios bajo la dirección de su padre espiritual y, conmovido por
tales experiencias, marchó a anunciar la palabra de Dios a todo el mundo y a
salvar de la condenación eterna al mayor número posible5.
Si intentamos repetir hoy la meditación de Ignacio, reconoceremos pronto que
no podemos admitir plenamente estas ideas. Todo lo que creemos de Dios y lo
que sabemos del hombre nos impide aceptar que fuera de la Iglesia no hay
salvación, y que todos los hombres anteriores a Cristo se hayan condenado. No
somos capaces ni estamos dispuestos a pensar que nuestro vecino, que es una
persona excelente y, en muchas cosas, mejor que nosotros, se vaya a condenar
por el sólo hecho de no ser católico. No estamos dispuestos a pensar que los
hombres de Asia, África o cualquier otro sitio, deben sufrir la pena eterna sólo
porque su pasaporte no indica: «católico». De hecho, antes y después de Ignacio,
los teólogos se han preguntado muchas veces cómo es posible que los hombres,
aun sin saberlo, pertenezcan en cierto modo a la Iglesia y a Cristo y, por tanto,
puedan salvarse. Incluso hoy se elaboran reflexiones con gran sagacidad.
Pero si somos honrados, debemos conceder que éste no es nuestro problema.
Lo que nos preocupa no es si los otros pueden salvarse y cómo. Estamos
convencidos de que Dios puede hacerlo, con nuestra teoría o sin ella, con nuestra
sagacidad o sin ella, y de que no necesita que le ayudemos con nuestros
pensamientos. El problema que en realidad nos acucia no es cómo consigue Dios
que los otros se salven.
Lo que nos preocupa es más bien por qué hemos de ser precisamente nosotros
los que debamos practicar la fe cristiana; por qué se nos exige que llevemos, día

4
Para todo el conjunto, cf. Ignacio de Loyola, Ejercicios espirituales. Madrid 1956.
5
J. Brodrick, Abenteure Gottes. Leben und Fahrten des heiligen Franz Xaver. Stuttgart 1954, especialmente 88
s.

11
tras día, el peso del dogma y la moral cristianos, cuando hay tantos otros caminos
que conducen al cielo y a la salvación. Nos encontramos, pues, partiendo desde
un punto diferente, ante la misma pregunta que dirigíamos ayer a Dios y con la
que terminábamos: ¿cuál es, propiamente, la realidad cristiana que supera el puro
moralismo? ¿En qué consiste eso específico del cristianismo que no sólo lo
justifica, sino que nos fuerza a ser cristianos y a vivir como tales?
Vimos claramente que no existe una respuesta que solucione el problema con
la claridad inequívoca e irrefutable del dato científico o matemático. El «sí» al
ocultamiento de Dios es una parte esencial de ese movimiento del espíritu que
llamamos fe.
Aún es necesaria otra reflexión previa. Si nos planteamos el problema acerca
del fundamento y sentido de nuestra existencia cristiana tal como lo hicieron antes
de nosotros, nos sentiremos equivocadamente envidiosos de la vida más sencilla
y cómoda de los otros que «también» van al cielo. Nos pareceremos demasiado a
los obreros de la primera hora de los que habla la parábola de los viñadores (Mt
20, 1-16). Estos no comprendieron para qué se habían esforzado durante todo el
día, al ver que el sueldo de un denario podía ganarse también de forma mucho
más sencilla. Pero, ¿de dónde deducían ellos que es mucho más cómodo estar sin
trabajo que trabajar? Y, ¿por qué sólo les agradaba su salario con la condición de
que a los otros les fuese peor que a ellos? Mas la parábola no era para los
trabajadores de entonces, sino para nosotros. Pues al plantearnos estas preguntas
sobre nuestro cristianismo, actuamos igual que aquellos obreros. Damos por
supuesto que la falta de trabajo espiritual —una vida sin fe ni oración— es más
cómoda que el servicio espiritual. Y, ¿de dónde sacamos esto? Nos fijamos en el
esfuerzo cotidiano que exige el cristianismo y olvidamos que la fe no es sólo un
peso que nos oprime, sino también una luz que nos instruye, que nos marca un
camino y nos da un sentido. Sólo vemos en la Iglesia las ordenaciones exteriores
que coartan nuestra libertad y pasamos por alto que es una patria que nos acoge
en la vida y en la muerte. Sólo vemos nuestra propia carga y olvidamos que los
otros también tienen la suya, aunque no la conozcamos. Y, sobre todo: ¿qué
actitud tan mezquina es ésa de no considerar retribuido el servicio cristiano
porque sin él también se puede alcanzar el denario de la salvación? Por lo visto,
queremos ser pagados no sólo con nuestra salvación sino, ante todo, con la
condenación de los otros —igual que los obreros de la primera hora—. Esto es
muy humano; pero la parábola del Señor nos indica claramente que, al mismo
tiempo, es tremendamente anticristiano. El que ve la condenación de los otros
como condición para servir a Cristo sólo podrá al final retirarse murmurando
porque esta forma de salario contradice a la bondad de Dios.

12
Cristificación del hombre
Encarnación de Dios

Así, pues, nuestro problema no puede ser por qué Dios permite que los «otros»
se salven. Esa es cuestión suya, no nuestra. Lo que sí podemos y debemos hacer
es, con todas las limitaciones, naturalmente, a que nos han conducido las
anteriores reflexiones, intentar repensar diariamente lo que significa el que
seamos cristianos: por qué Dios nos ha llamado a nosotros. En definitiva, es sólo
otra forma de preguntarse sobre el sentido de la encarnación de Dios: ¿para qué
ha venido al mundo si no lo ha cambiado, si no lo ha transformado en un mundo
salvo?
Iniciamos antes un primer intento de respuesta. La fuerza de Cristo, decíamos,
supera en riqueza y amplitud a la distribución del mundo en un período de
salvación y otro de condenación. No sólo alcanza (¡qué raro sería eso!) a los que
han existido después de él, sino a la totalidad, dando a todos libertad de
entregarse. De hecho, los padres de la Iglesia no conocieron la expresión tan
corriente de «época de transición», de mitad de los tiempos, en la que Cristo vino;
ellos hablan de que Cristo vino al final de los tiempos. Lo que quiere decir que él
es la meta y el sentido de todo6.
En nuestra imagen actual del mundo podemos quizás representarnos este hecho
de forma nueva. Hoy no concebimos al mundo como un depósito inmóvil y
perfectamente ordenado, en el que cada objeto tiene desde el principio su puesto
determinado, sin que nada creado pueda cambiar de lugar. El mundo nos aparece,
más bien, como un inmenso y único movimiento de evolución, como una sinfonía
del ser que se desarrolla en el tiempo paso a paso.
Si, en cuanto nos es posible como hombres, intentamos comprender esta
sinfonía evolutiva en sus subidas y descensos, en su riqueza y privación,
podremos captar un punto que nos aparece como una transición decisiva de esta
sinfonía cósmica, con el que comienza un tema completamente nuevo y, sin
embargo, siempre anhelado: me refiero al momento en que, por primera vez,
surge el espíritu en el mundo, en el que por primera vez brota la conciencia que
no es un simple objeto, como las otras cosas, sino que es capaz de pensar en sí
misma y en el mundo, capaz de contemplar lo eterno, a Dios. Todo lo precedente
recibió, a partir de este hecho, del nacimiento del espíritu, un nuevo sentido. Todo
lo precedente aparece ahora como preparación de este paso, y el espíritu lo toma
a su servicio, dándole una significación nueva que antes no tenía por sí mismo.
No obstante, si sólo hubiese existido el espíritu humano, el movimiento del
cosmos hubiese sido, en definitiva, una trágica carrera hacia el vacío, porque
todos sabemos que el hombre solo es incapaz de dar un sentido satisfactorio al
mundo y a sí mismo.

6
Cf. mi obra citada en la nota 1.

13
Pero si contemplamos el mundo con la fe, sabemos que existe aún un segundo
momento de transición: el instante en el que Dios se hizo hombre, en el que no
sólo se dio el paso de la naturaleza al espíritu, sino el paso de creador a criatura.
Aquel instante en el que, en un lugar, Dios y mundo se unificaron. El sentido de
toda la historia posterior no puede ser, en el fondo, más que atraer todo el mundo
a esta unificación, dándole a partir de ella el sentido pleno de ser uno con su
creador. «Dios se ha hecho hombre para que los hombres fuesen dioses», dijo el
santo obispo Atanasio de Alejandría. Podemos decir que aquí se nos muestra el
auténtico sentido de la historia. En el paso del mundo a Dios, todo lo anterior y
todo lo siguiente recibe su sentido como orientación del gran movimiento
cósmico hacia la divinización, hacia la vuelta a aquél del que ha salido.
Si nos paramos a reflexionar y nos fijamos en nosotros mismos, resulta claro
que lo que al principio sólo nos parecía una especulación original sobre el mundo
y las cosas, contiene un programa muy personal para nosotros mismos. Pues la
inmensa posibilidad del hombre consiste en seguir esta línea, tomando parte en el
sentido del universo, o resistirse a ella, llevando su vida hacia el absurdo. Pero
ser cristianos no significa otra cosa que decir «sí» a este movimiento y ponerse a
sus órdenes. Hacerse cristiano no es asegurarse un premio individual; no es
conseguirse una entrada privada para poseer un asiento en el cielo, de forma que,
mirando a los otros, podamos decir: «tengo lo que los otros no tienen; a mí me
reservan una salvación que los otros no poseen». Hacerse cristiano no es algo que
se nos concede para que nosotros, los individuos particulares, nos lo guardemos,
despreocupándonos de los que están vacíos. No: en cierto sentido, no se es
cristiano para uno mismo, sino para la totalidad, para los otros, para todos. El
movimiento de cristianización, que comienza en el bautismo y se debe
perfeccionar en toda nuestra vida, significa la disposición de realizar en la historia
lo que Dios quiera de nosotros. Seguramente, no siempre podemos comprender
por qué he de ser yo el que lleve a cabo este servicio. Esto iría contra el misterio
de la historia, basado en el hecho impenetrable de la libertad del hombre y de la
libertad de Dios. Bástenos saber por la fe que nosotros, mientras nos hacemos
cristianos, nos ponemos en disposición de servir a todos. Hacerse cristiano no
significa, pues, conseguir algo para uno mismo; significa, por el contrario, salir
del egoísmo que sólo piensa en sí mismo, y caminar hacia la nueva forma de
existencia del que vive para los demás.
El sentido de la historia de la salvación
En este conjunto deberíamos entender todo lo referente a la historia de la
salvación cristiana. Sólo en él podemos captar el sentido de la sagrada Escri36
tura. Fijémonos en el Antiguo Testamento, en la elección de Israel: Dios no
tomó a Israel para preocuparse solamente de este pueblo, despreciando a todos
los otros. Lo tomó para que realizase un servicio. Y lo mismo ocurre cuando
contemplamos a Cristo y a la Iglesia. Repito que no se trata de que unos sean

14
amados y otros olvidados por Dios, sino de que todos son para todos. El misterio
de Israel y el de la Iglesia implican esta misma enseñanza: Dios sólo quiere venir
a los hombres por medio de los hombres. No deja caer su mirada verticalmente
sobre los particulares como si la fe y la religión hubiesen de realizarse sólo entre
él y el individuo. Más bien quiere edificar el sentido de la historia a través de
nuestro servicio al prójimo y con el prójimo. Ser cristiano significa, pues, siempre
y ante todo, liberarse del egoísmo del que sólo vive para sí mismo, e incorporarse
en la gran orientación fundamental del existir para los otros.
Todas las grandes imágenes de la sagrada Escritura lo indican en el fondo. La
imagen de la pascua, que se completa en el misterio neotestamentario de la muerte
y resurrección; la imagen del éxodo, de la salida de lo corriente y de lo propio,
que comienza con Abrahán y es ley fundamental de toda la historia sagrada,
quieren expresar este movimiento básico de autoliberación del puro existir para
sí mismo. Cristo lo dijo de forma más profunda en la ley del grano de trigo, que
muestra, al mismo tiempo, que este principio fundamental no sólo rige toda la
historia, sino también toda la creación de Dios.
En verdad, en verdad os digo que, si el grano de trigo no cae en la tierra y muere,
quedará solo; pero si muere, llevará mucho fruto (Jn 12, 24).
Cristo cumplió en su muerte y resurrección esta ley del grano de trigo. En la
eucaristía, pan de Dios, se ha convertido realmente en el fruto «centuplicado» del
que aún vivimos. Pero en este misterio de la eucaristía, en el que es verdadera y
plenamente «el que existe para nosotros», nos exige, día a día, el cumplimiento
de esta ley que es la expresión definitiva de la esencia del verdadero amor. Pues,
en el fondo, el amor no puede significar otra cosa que el apartarnos de las miras
estrechas y egoístas y, saliendo de nosotros mismos, comenzar a existir para los
demás. En definitiva, el movimiento fundamental del cristianismo no es otro que
el simple movimiento fundamental del amor, en el que participamos del amor
creador del mismo Dios.
Si decimos, pues, que el sentido del servicio cristiano, el sentido de nuestra fe,
no se puede determinar a partir de una creencia individual, sino del hecho de que
ocupamos un puesto insustituible en el todo y con relación al todo; si es verdad
que no somos cristianos para nosotros mismos, sino porque Dios quiere y necesita
nuestro servicio en la magnitud de la historia, tampoco podemos caer en el error
de creer que el individuo es solamente una ruedecilla en la gran maquinaria del
cosmos. Aunque es verdad que Dios no quiere puramente al individuo, sino a
todos en armonía y ayuda mutua, también es verdad que conoce y ama a cada
particular como tal. Jesucristo, el Hijo de Dios e Hijo del Hombre, en el que se
realizó el paso decisivo de la historia universal hacia la unificación de la criatura
y Dios, era un individuo concreto, nacido de una madre humana. Vivió su vida
particular, arrostró su propio destino y murió su muerte. El escándalo y la
grandeza del mensaje cristiano sigue siendo que el destino de toda la historia,
nuestro destino, depende de un individuo: de Jesús de Nazaret.
15
En su figura quedan patentes ambas cosas: que vivimos unos de otros y para
otros, y que Dios, sin embargo, conoce y ama de forma inconmovible a cada
particular. Pienso que ambas cosas deben impresionarnos profundamente. Por
una parte, debemos apropiarnos la interpretación del cristianismo como
existencia para los demás. Pero debemos vivir no menos de esta gran seguridad y
alegría de que Dios me ama a mí, a este hombre; que ama a cualquiera que tiene
un rostro humano, por irreconocible y profanado que esté dicho rostro. Y cuando
decimos, «Dios me ama», no sólo debemos sentir la responsabilidad, el peligro
de hacernos indignos de ese amor, sino que debemos aceptar ese amor y esa gracia
en toda su plenitud y pureza. Dicha afirmación implica también que Dios es
perdonador y bondadoso. Es posible que en la predicación eclesiástica hayamos
neutralizado en exceso, con una falsa angustia pedagógico-moral, las grandes
parábolas del perdón: la del acreedor al que se le perdona una deuda de millones;
la del pastor que busca a la oveja perdida y la de la mujer que se alegra más de la
dracma perdida y encontrada que de todas las otras que no había perdido. La
osadía de estas parábolas no es mayor que la osadía de los hechos de Jesús cuando
toma entre sus amigos más íntimos al publicano Leví y a la prostituta Magdalena.
En el atrevimiento de este testimonio se expresan dos ideas fundamentales: queda
claro que el verdadero creyente no puede abusar de la seguridad del perdón divino
como si fuese un título de libertad para entregarse al desenfreno, igual que el
amante no abusa de la fidelidad del amor del otro, sino que se siente obligado a
ser lo más digno posible de ese amor. Pero esta disposición a la que nos impulsa
la fe en el amor no descansa en el miedo, sino en la plena y alegre seguridad de
que Dios verdaderamente —y no sólo con frases piadosas— es más grande que
nuestro corazón (1 Jn3, 20).
Quizás merezca la pena, antes de acabar, reflexionar de nuevo sobre cómo
debería presentarse hoy la meditación de san Ignacio si quisiéramos proponerla
en nuestro momento histórico. Lo fundamental permanece: los hombres no
pueden dar por sí mismos un sentido a su historia. Si se les dejase solos, la historia
humana correría hacia el vacío, hacia el nihilismo, hacia el absurdo. Nadie ha
comprendido esto más profundamente que los poetas de nuestro tiempo, que
viven y sienten la soledad del hombre abandonado, que describen el aburrimiento
y la vanidad como los sentimientos fundamentales de este hombre que se
convierte en un infierno para sí mismo y para los otros.
También sabemos que Cristo ha dado un sentido al universo; que, en el paso
de creador a criatura, el movimiento hacia el vacío se ha convertido en
movimiento hacia la plenitud, con eterno sentido. Mas, superando a Ignacio,
aceptaremos hoy que la misericordia de Dios, manifestada en Cristo, es
suficientemente rica para todos. Tan rica, que nos obliga a ser instrumentos de su
compasión y bondad. Para esto somos cristianos. Que Dios nos ayude a serlo
verdaderamente.

16
3. SOBRE TODO, EL AMOR

El amor basta

Cuenta una historia judía de la época de Jesús que un día un pagano se acercó
al famoso rabbí Schammai y le dijo que se convertiría gustoso a la religión judía,
si el rabbí era capaz de exponerle su contenido en el período de tiempo que se
puede estar apoyado sobre un solo pie. El rabbí recorrió con su imaginación los
cinco libros de Moisés, tan densos de ideas, y todo lo que la interpretación judía
había añadido, relacionado y explicado como necesario e imprescindible para la
salvación. Cuando hubo recordado todo, tuvo que reconocer que era imposible
compendiar en un par de breves frases todo lo perteneciente a la religión de Israel.
El extraño interrogador no se desanimó. Se dirigió —por así decir— al que tenía
la competencia: al otro famoso maestro, rabbí Hillel, y le propuso lo mismo. Al
contrario que el rabbí Schammai, Hillel no encontró nada difícil esta petición y
le repuso sin rodeos:
No hagas a tu prójimo lo que a ti te molesta. Esta es toda la ley. Lo demás es
interpretación7.
Si el mismo hombre se dirigiese hoy a algún sabio teólogo cristiano y le pidiese
una breve introducción, de cinco minutos, a la esencia del cristianismo, es
probable que todos los teólogos le dijesen que eso es imposible; necesitan seis
semestres sólo para los tratados principales de la teología, y con esto apenas si
profundizan un poco. Sin embargo, este hombre podría ser ayudado de nuevo.
Pues la historia de los rabbí Hillel y Schammai se repitió, de forma distinta, pocos
decenios más tarde. Esta vez se presentó un rabino ante Jesús de Nazaret y le
preguntó: «¿Qué debo hacer para alcanzar la salvación?». Era una pregunta sobre
lo que Jesús consideraba como realmente imprescindible en su mensaje. La
respuesta del Señor fue:
Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu
mente. Este es el más grande y primer mandamiento. El segundo es semejante a
éste: amarás al prójimo como a ti mismo. De estos dos preceptos penden toda la
ley y los profetas (Mt 22, 35-40).
Esta es toda la exigencia de Jesús. El que la cumple —el que ama— es
cristiano; lo tiene todo (cf. Rom 13, 9 s).
Otro texto, que presenta en forma de parábola el juicio universal, muestra que
esto no fue dicho por Cristo como una simple expresión piadosa que no es preciso
exagerar, sino como algo que hay que entender en su plena e inequívoca seriedad.
El juicio presenta la gravedad definitiva de todo esto: entonces las cosas
aparecerán tal como son, ya que en él se decide el destino definitivo del hombre.

7
H. Strack - P. Billerbeck, Das Evangelium nach Matthäus, erläutert aus Talmud und Midrasch. München 1922,
357.

17
En la parábola del juicio final dice el Señor que el juez del mundo se dirigirá a
dos grupos de hombres. A unos dirá:
Venid, benditos de mi Padre, a poseer el reino que os está preparado desde la
creación del mundo. Porque tuve hambre y me disteis de comer; tuve sed y me
disteis de beber; peregriné y me acogisteis; estaba desnudo y me vestísteis; enfermo
y me visitasteis; preso y vinisteis a verme. Y le responderán los hombres: ¿cuándo
te hemos hecho todo eso?; nunca te hemos visto. Y Cristo les responderá: En verdad
os digo que cuantas veces hicisteis eso a uno de estos mis hermanos menores, a mí
me lo hicisteis. Se volverá entonces al otro grupo. Y les dirá el juez: Apartaos de
mí, malditos, al fuego eterno, preparado para el diablo y para sus ángeles. Porque
tuve hambre y no me disteis de comer; tuve sed y no me disteis de beber; fui
peregrino y no me alojasteis; estuve desnudo y no me vestisteis; enfermo y en la
cárcel y no me visitasteis. Y los hombres preguntarán: ¿cuándo ocurrió esto? Si te
hubiésemos visto te lo habríamos dado todo. Y de nuevo les responderá: Cuando
dejasteis de hacer eso con uno de estos pequeñuelos, conmigo dejasteis de hacerlo
(Mt 25, 31-46).
Según esta parábola, el juez del mundo no pregunta las teorías que un hombre
ha tenido sobre Dios y sobre el mundo. No pregunta por los conocimientos
dogmáticos, sino por el amor. Este basta para salvar al hombre. El que ama es
cristiano.
¡Qué grande puede ser para el teólogo la tentación, al interpretar estas
expresiones, de poner un «sí» o un «pero»! Debemos aceptarlas en toda su
magnitud y simplicidad, sin condiciones, tal como las propuso el Señor. Esto no
significa, naturalmente, que debamos ser superficiales, como si estas palabras no
necesitasen ninguna aclaración o coartasen todos nuestros derechos. El amor que
aquí se describe como esencia del cristianismo exige de nosotros que intentemos
amar como Dios ama. El no nos ama porque somos especialmente buenos,
especialmente virtuosos, especialmente serviciales, porque le somos útiles o
necesarios; nos ama, no porque nosotros somos buenos, sino porque él es bueno.
Nos ama incluso en los andrajos del hijo pródigo que no trae ya consigo nada de
valor.
Amar cristianamente significa seguir este camino: que no sólo amemos al que
nos resulta simpático, al que nos agrada, al que nos cae bien, al que tiene algo que
ofrecernos o del que esperamos ciertas ventajas. Amar cristianamente, es decir en
el sentido de Cristo, significa que seamos buenos con el que necesita nuestra
bondad, aunque no nos resulte simpático. Significa caminar tras las huellas de
Jesús, llevando a cabo, con eso, una especie de revolución copernicana de la
propia vida. Porque, en cierto sentido, todos nosotros vivimos como antes de
Copérnico. No solo porque, guiándose por las apariencias, opinamos que el sol
sale y se pone y da vueltas alrededor de la tierra, sino en un sentido mucho más
profundo. Pues todos nosotros poseemos esa ilusión innata, en virtud de la cual
cada uno toma el propio yo como punto céntrico, alrededor del cual deben girar
el mundo y los hombres. Debemos caer siempre en la cuenta de que sólo vemos

18
y estructuramos las otras cosas y los hombres en relación con el propio yo,
imaginándolos como satélites que giran en torno al punto céntrico, que es nuestra
propia persona. Según lo dicho, ser cristiano es algo mucho más simple y, sin
embargo, mucho más revolucionario. Es realizar la revolución copernicana,
dejando de considerarnos el punto céntrico del universo, en torno al cual deben
girar los otros, porque comenzamos a reconocer con toda seriedad que sólo somos
una de las muchas criaturas de Dios que se mueven alrededor de él, que es el
verdadero centro.

¿Para qué la fe?


Ser cristiano significa tener amor. Esto es enormemente difícil y, al mismo
tiempo, enormemente fácil. Mas, por difícil que resulte desde muchos puntos de
vista, el experimentarlo es ya un conocimiento hondamente liberador.
Probablemente diréis: bien, tengo ante mí el mensaje de Jesús que es consolador
y bueno. Pero, ¿qué habéis hecho de él vosotros los teólogos y los sacerdotes, qué
ha hecho de él la Iglesia? Si el amor basta, ¿para qué vuestros dogmas, para qué
la fe que siempre tiene que estar en lucha con la ciencia? ¿No es realmente cierto
lo que han dicho los sabios liberales de que la corrupción del cristianismo ha
consistido en construir una doctrina sobre Cristo en vez de hablar con él a Dios
Padre y de portarnos como hermanos unos con otros, en inventar un dogma
intolerante en vez de impulsar al servicio mutuo, en exigir la fe en lugar de la
caridad, haciendo depender el cristianismo de un conocimiento?
Sin duda, en esta pregunta hay algo muy serio, y como todos los problemas
realmente graves, no se la puede solucionar en un instante, con una frase hecha.
Pero hay que advertir, al mismo tiempo, que es un poco simplista. Para darnos
cuenta de ello nos basta con aplicar a nuestra vida, de forma realista, lo que hasta
ahora hemos ido reflexionando. Ser cristiano significa tener amor; significa
realizar la revolución copernicana, por la que cesamos de considerarnos el punto
céntrico del universo y no permitimos que los otros giren solamente a nuestro
alrededor.
Si nos fijamos en nosotros mismos con honradez y seriedad, este sencillo
mensaje no sólo implica algo liberador, sino también algo oprimente. Porque,
¿quién de nosotros puede decir que nunca ha pasado de largo junto al que sentía
hambre o sed, o junto a un hombre cualquiera que lo necesitaba? ¿Quién de
nosotros puede decir que cumple perfectamente el servicio bondadoso al
prójimo? ¿Quién de nosotros no ha de reconocer que, incluso en la bondad que
practica con los otros, siempre vive un poco de egoísmo, de auto- contentamiento,
de fijarse en uno mismo? ¿Quién de nosotros no ha de conceder que vive, más o
menos, en la ilusión precorpernicana, y que considera y estructura a los otros sólo
en relación con el propio yo? Así, pues, el mensaje grandioso y liberador de la
caridad, como contenido único y suficiente del cristianismo, puede resultar
también algo muy oprimente.
19
En este momento entra en juego la fe. Porque ésta, en el fondo, sólo significa
que este déficit de amor que todos tenemos es colmado con la abundancia de
Jesucristo. Nos dice, simplemente, que Dios ha derramado abundantemente su
amor entre nosotros, cubriendo de antemano nuestro déficit. En definitiva, no
significa otra cosa que reconocer nuestra indigencia; significa alargar la mano y
dejar que nos den. La fe, en su forma más sencilla y profunda, no es sino aquel
instante del amor en el que reconocemos que también nosotros tenemos necesidad
de que se nos ayude. Aquel instante en que el amor se convierte, por primera vez,
en verdadero amor. La fe consiste en superar la autocomplacencia y el
autocontentamiento del que se siente satisfecho y dice: he hecho todo, no necesito
ayuda. En la «fe» termina el egoísmo, auténtica contraposición del amor. La fe
está presente en el verdadero amor; es, simplemente, el momento culminante del
amor: la apertura del que no se basa sobre sus propias fuerzas, sino que se sabe
necesitado y ayudado.
Naturalmente, podemos desarrollar e interpretar con amplitud esta fe. Pero a
nosotros nos basta con ser conscientes de que el gesto de la mano abierta, la
simple capacidad de recibir, que adquieren en el amor su íntima pureza, terminan
perdiéndose en el vacío si no hay alguien que los llene con la gracia del perdón.
Todo debería correr de nuevo hacia la nada y terminar en el absurdo si no existiese
esa respuesta que se llama Cristo. De este modo, se da siempre en el gesto de la
fe, en el que culmina el verdadero amor, una relación necesaria con el misterio de
Cristo; porque este misterio es el punto final de nuestra acción, y rechazarlo sería
rechazar a la misma fe y caridad.
Mas repitámoslo; por verdadero que esto sea, y por imprescindible que resulte
la necesidad de una fe cristológica y eclesial, sigue siendo verdad que todo lo que
encontramos en el dogma es, en definitiva, simple explanación: explanación de
la realidad fundamental, decisiva y suficiente, del amor a Dios y a los hombres.
Y con esto sigue siendo válido que los verdaderos amantes, que son al mismo
tiempo creyentes, pueden ser llamados cristianos.

La ley de lo abundante

Partiendo de esta interpretación fundamental del cristianismo hay que entender


y leer, de forma nueva, la Escritura y el dogma. Tomo sólo un par de ejemplos de
la sagrada Escritura, que antes nos resultaban incomprensibles y que ahora, con
esta luz, quedan patentes. Recordemos las palabras del sermón del monte que se
nos presentaban antes tan inquietantes:
Oísteis que se dijo a los antiguos: no matarás; y quien matare, será sometido al
juicio del tribunal. Mas yo os digo que todo el que se encolerizare con su hermano,
será reo delante del tribunal; y quien dijere a su hermano «tonto», será reo delante
del sanedrín; y quien le dijere «insensato», será reo de la gehenna del fuego (Mt 5,
21 s).

20
El texto nos vuelve a impresionar, nos anonada. Pero le precede un versículo
que da sentido al conjunto:
Os digo que si vuestra justicia no es mayor que la de los escribas y fariseos, no
entraréis en el reino de los cielos (Mt 5, 20).
La palabra fundamental de este verso es «mayor» («más perfecta»). El texto
griego primitivo es aún más fuerte y deja claro el verdadero punto de vista.
Traducido literalmente, dice: «si vuestra justicia no es más abundante que la de
los escribas y fariseos...». He aquí la idea básica de todo el mensaje de Cristo.
Cristo es el hombre que no echa cuentas, sino que hace lo superfluo. Es el amante
que no pregunta: ¿hasta dónde puedo llegar, quedándome en el terreno del pecado
venial, sin pasar la frontera del pecado mortal? Cristo busca el bien simplemente,
sin cálculos. El simple justo, que sólo actúa en el ámbito de lo correcto, es el
fariseo; el que no es puramente justo comienza a ser cristiano. Lo cual no significa
que el cristiano sea un hombre intachable, que nunca comete faltas. Al contrario:
sabe que las tiene, pero es generoso con Dios y con los hombres porque advierte
que él mismo vive en gran parte de la generosidad de Dios y de los demás. Posee
la generosidad del que se siente deudor de todos, del que no puede actuar ya con
una «corrección» que le permitiría reservarse mucho para sí; esta generosidad es
el auténtico resultado de la moral predicada por Jesús (cf. Mt 18, 13-35). Nos
encontramos en el misterio enormemente exigente y liberador que se halla bajo
la palabra «abundante», sin el que no puede darse una justicia cristiana.
Si nos fijamos con más atención, advertiremos en seguida que la estructura
fundamental que hemos reflejado con la idea de lo abundante, sella toda la historia
de Dios en relación con el hombre; es incluso la señal divina que distingue a la
creación: el milagro de Caná, el de la multiplicación de los panes, son señales de
la abundante generosidad que constituye la esencia de la actividad de Dios, esa
actividad que prodiga millones de gérmenes en la creación para formar a un
viviente. Esa actividad que construye todo un universo para preparar un sitio
sobre la tierra a ese ser misterioso que es el hombre. Esa actividad que, en una
última y desconocida prodigalidad, hace que Dios mismo se ponga en camino
para salvar y conducir a su fin a esa «caña pensante»8, el hombre. Este último
hecho, admirable, resultará siempre absurdo a la inteligencia calculadora del
pensador «correcto». Realmente, sólo es comprensible desde la locura de un amor
que rechaza cualquier cálculo y no teme ser generoso. Porque la encarnación no
es sino la plenitud consecuente de la prodigalidad en que Dios siempre se mueve
y que debe ser, en adelante, la ley fundamental en nuestras relaciones con Dios y
con los hombres.
Volvamos atrás. Decíamos que desde este punto de vista podíamos comprender
la estructura de la creación y de la historia salvífica, y también el sentido de la

8
Supongo que el autor se refiere a la célebre frase de los Pensamientos de Pascal: «El hombre no es más que una
caña, la más débil de la naturaleza; pero es una caña que piensa» (N. T.).

21
exigencia de Jesús, tal como se nos presenta en el sermón del monte. Creo que
nos será muy útil saber de antemano que no hay que interpretarla legalmente.
Consejos como éste: «si alguno te abofetea en la mejilla derecha, vuélvele
también la otra; ... al que te quita la túnica, entrégale también el manto» (Mt 5,
39 s), no son leyes que debamos cumplir como prescripciones particulares, en
sentido literal. No son decretos, sino ejemplos e imágenes que indican una
orientación. Mas esto no basta para comprenderlos plenamente. Hemos de
profundizar más y ver, por una parte, que en el sermón del monte no basta la
interpretación puramente legal que considerase todo lo dicho como preceptos
cuyo incumplimiento llevaría al infierno: visto desde este punto, no nos
orientaría, sino que nos desanimaría. Pero, por otra parte, tampoco basta la
interpretación que sólo diese valor a la gracia, afirmando: aquí se muestra
únicamente lo vana que resulta toda acción humana; sólo queda claro que
nosotros no podemos nada y que todo es gracia; el texto enseña que, en la noche
de la pecabilidad humana, toda diferencia es insignificante y nadie puede
arrogarse nada porque todos merecemos la condenación y sólo somos salvados
por la gracia. Ciertamente, el texto patentiza a nuestras conciencias, de forma
impresionante, la necesidad del perdón; muestra el poco fundamento que tiene el
hombre para gloriarse y separarse de los pecadores como si fuese justo. Pero
pretende también otra cosa. No sólo quiere colocarnos bajo las señales del juicio
y del perdón, que harían indiferente cualquier actividad humana. También
pretende indicarnos un camino, orientarnos hacia ese «más», hacia esa
abundancia y generosidad que no significan que nos convirtamos, de repente, en
hombres perfectos, sin faltas, sino que busquemos la actitud del amante que no
calcula, sino que ama.
Este es el trasfondo cristológico concreto del sermón del monte. El
llamamiento al «más» no proviene de la inaccesible y eterna majestad de Dios,
sino de la boca del Señor, en el que Dios se ha puesto a sí mismo en camino para
introducirse en la miseria de la historia humana. Únicamente Dios vive y obra
según la ley fundamental de la abundancia, de aquel amor que no puede menos
de darse a sí mismo.
El cristiano es el que tiene amor. Esta es la sencilla respuesta a la pregunta
sobre la esencia del cristianismo, que volvemos a encontrar al final y que,
entendida rectamente, lo contiene todo.
Fe, esperanza, caridad

Antes de acabar, hemos de pensar todavía en algo. Cuando hablábamos de la


caridad nos encontramos con la fe. Vimos que, bien entendida, está presente en
el amor y puede conducirnos hacia la salvación porque nuestra caridad personal
es suficiente, como una mano vacía extendida hacia la nada. Si reflexionamos un
poco más, encontraremos también el misterio de la esperanza. Porque nuestra fe

22
y caridad no son perfectas mientras vivimos en este mundo y siempre corremos
el riesgo de que se extingan.
Es adviento. Ninguno de nosotros puede decir: yo estoy ya salvado. En este
mundo, la salvación no se da como algo pasado, ni como presente acabado,
definitivo, sino sólo en forma de esperanza. La luz de Dios brilla en este mundo
tras el resplandor de la esperanza, que su bondad ha puesto en nuestras vidas.
Cuán a menudo nos acongoja el pensamiento: quisiéramos más, quisiéramos el
presente pleno, total, indiscutible. Pero, en el fondo, deberíamos decir: ¿puede
darse una forma más humana de salvación que la que nos dice, en medio de
nuestra incertidumbre, que podemos esperar? ¿Puede darse una luz que ilumine
mejor la esencia de nuestra peregrinación que la que nos hace libres, capaces de
seguir adelante sin miedo, porque sabemos que al final del camino se encuentra
la luz del amor divino?
En el miércoles de las témporas de adviento, encontraremos en la liturgia de la
santa misa este misterio de la esperanza. La Iglesia se nos presentará bajo la figura
de la Madre de Dios, la Virgen Santa María. En estas semanas de adviento, ella
es la mujer que lleva en sus entrañas la esperanza del mundo, precediéndonos, de
este modo, en nuestro camino como un símbolo de esperanza. Se encuentra ante
nosotros como la mujer en la que se ha hecho posible, por la misericordia
salvadora de Dios, lo que humanamente era imposible. Y así se convirtió 'en un
símbolo para todos, pues, por lo que a nosotros respecta, no podemos alcanzar la
salvación con la débil luz de nuestra buena voluntad y de nuestra pobre acción.
No la alcanzamos por mucho que trabajemos. Sigue siendo imposible. Pero Dios,
en su misericordia, ha hecho posible lo imposible. Sólo necesitamos decir con
humildad: he aquí el esclavo del Señor (cf Le 2, 37 s; Me 10, 27).

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II. EL FUNDAMENTO SACRAMENTAL DE LA EXISTENCIA
CRISTIANA
4. LA CRISIS DE LA IDEA SACRAMENTAL EN LA CONCIENCIA
MODERNA

En la presente situación espiritual, quien intenta reflexionar sobre el


fundamento sacramental de la existencia cristiana choca, al punto, con una
admirable paradoja del cristianismo de nuestra época. Por una parte, se ha
llamado al período en que vivimos el siglo de la Iglesia; podríamos denominarlo
también el siglo del movimiento litúrgico y sacramental, puesto que el
descubrimiento de la Iglesia, acaecido durante las dos guerras mundiales,
descansa en el redescubrimiento de la riqueza espiritual de la liturgia cristiana
primitiva y del principio sacramental. La idea teológica más fructuosa,
probablemente, de nuestro siglo, la teología de los misterios de Odo Casel,
pertenece al ámbito de la teología sacramental; y puede decirse, sin exagerar, que
desde el final del período patrístico nunca había florecido ésta tan potentemente
como en nuestro siglo, en conexión con las ideas de Casel que, por su parte, sólo
pueden comprenderse en el trasfondo del movimiento litúrgico y del
redescubrimiento del antiguo culto cristiano.
Pero ésta es sólo una cara del problema. Porque nuestro siglo, el del
movimiento litúrgico y la renovación de la teología sacramental, experimenta, al
mismo tiempo, una crisis del sacramento, una enemistad hacia la realidad de éste,
como no se habían dado nunca, hasta ahora, en el interior del cristianismo.
En una época en la que nos hemos acostumbrado a ver en la materia de las
cosas solamente el material del trabajo humano, en la que, dicho brevemente, sólo
consideramos al mundo como materia y a la materia como material, no le queda
a ésta espacio libre para transparentar simbólicamente la realidad de lo eterno,
que es donde se apoya el principio sacramental. Podríamos decir, simplificando
y resumiendo, que la idea sacramental presupone una interpretación simbólica del
mundo, mientras que nuestra visión actual de él es funcional: consideramos las
cosas puramente como cosas, como función del trabajo y la tarea humanos; con
este punto de partida es imposible comprender cómo una «cosa» se convierte en
un «sacramento». Digámoslo de forma más práctica: el hombre de hoy se interesa
plenamente por el problema de la existencia de Dios; también por el de Cristo.
Pero los sacramentos le resultan demasiado eclesiásticos, algo excesivamente
ligado a un estadio pretérito de la fe, para que pueda encontrar útil un diálogo
sobre ellos. ¿No es una impertinencia imaginarse que el bautismo de un hombre
con un poco de agua es algo que decide su existencia? ¿Y la imposición de manos
de un obispo, que llamamos confirmación? ¿Y la unción con un poco de aceite
bendecido, que la Iglesia da al enfermo como última compañía en su camino hacia
la eternidad? También los sacerdotes empiezan a preguntarse, en diversos sitios,

24
si la imposición de manos del obispo, que llamamos consagración sacerdotal,
puede significar realmente el compromiso irrevocable de toda una vida hasta su
última hora, si no se ha supravalorado la significación del rito, al que, en
definitiva, no se puede subordinar la existencia, con su diaria renovación, con su
futuro siempre abierto, con sus imponderables y sus situaciones apremiantes
continuamente renovadas.
La idea del carácter indeleble que imprimen estos sacramentos en el alma
resulta al hombre de hoy una filosofía curiosamente mística. Para él, su existencia
está siempre abierta, crece a través de sus decisiones personales y no puede ser
sellada para siempre por un rito único. Naturalmente, estas ideas se plantean
también con respecto a la concepción sacramental del matrimonio; ni siquiera la
eucaristía se ve libre de dichos problemas. El concepto de sustancia, con el que
parece estrechamente ligado la idea de cambio, parece ser completamente
inobjetivo, puesto que el pan, considerado física y químicamente, se muestra
como una mezcla de materiales heterogéneos, formados por una multitud infinita
de átomos que, por su parte, se integran de un inmenso número de partículas
elementales a las que, en definitiva, no podemos aplicar un concepto seguro de
sustancia, ya que ni siquiera sabemos si su naturaleza es corpuscular u
ondulatoria. ¿Qué significa entonces «cambio»? ¿Cómo y dónde pueden estar
aquí presentes el cuerpo y la sangre de Cristo? ¿Y qué significa comer su cuerpo
y beber su sangre? ¿No se esconde detrás de esto la idea mitológica de que el
hombre puede ser influido espiritualmente por un alimento terreno, es decir una
concepción mágico-mítica que contradice plenamente a nuestros conocimientos
psicológicos y fisiológicos?
Por último, las dificultades aumentan cuando nos preguntamos por el sentido
del culto cristiano. ¿Por qué he de ir a la iglesia para encontrar a Dios? ¿Está él
ligado a un rito y a un espacio? ¿Puede comunicarse lo espiritual a través de lo
material y ritual? Si le indicamos al hombre de hoy que muchos están de acuerdo
con esta tradición y se adaptan a ella, nos responderá que, si les resulta necesario,
puede concedérseles; pero que él se sabe en la cumbre de la conciencia actual y
que, además, está convencido de que en nuestros días existen hombres con grados
de conciencia medieval, antiguo o incluso primitivo. Pero él no se deja prender
en estos estadios de conciencia que considera reliquias del pasado, con las que
acabará el futuro, aunque nunca consiga eliminar por completo las
contracorrientes de lo primitivo, de forma que en la humanidad se dará siempre,
en la práctica, la coexistencia de diversos grados de conciencia.
¿Qué diremos, pues? ¿Es la perduración de los sacramentos en nuestro tiempo
una simple concesión al pasado, al primitivismo insuperable de una parte de la
humanidad? ¿Es la belleza estética procedente del espíritu de un mundo pretérito,
en la que también puede recrearse, con sentido crítico, el hombre de hoy? ¿o sigue
siendo una exigencia permanente y una realidad capaz de fundar nuestra
existencia? Una renovación litúrgica que no se plantease estos problemas básicos,
25
se quedaría en un ámbito superficial y difícilmente podría librarse del peligro de
convertirse en algo puramente estético. Para preparar una respuesta al problema
de la relación entre sacramento y existencia cristiana hay que hacerse dos
preguntas que se anuncian en los dos sujetos de este tema: ¿qué es un sacramento?
y ¿qué es la existencia humana? Ambas preguntas están tan estrechamente unidas
que basta analizar la que se refiere al sacramento para encontrar, al mismo tiempo,
una respuesta a la que trata sobre la existencia del hombre.

5. LA IDEA SACRAMENTAL EN LA HISTORIA DE LA HUMANIDAD


¿Qué es un sacramento? El ámbito de esta pregunta es muy amplio; varía según
la planteemos desde el punto de vista de la historia de las religiones o de la
teología; y dentro de la teología también se da una diferencia, según que hagamos
la pregunta histórica o dogmáticamente, ya que en los diversos períodos de la
historia cristiana la palabra sacramento ha significado cosas distintas.
Intentemos reflexionar, tranquilamente, en los tres aspectos del problema,
puesto que, en cierto sentido, todos ellos pertenecen a la idea del sacramento y la
respuesta será tanto más completa cuanto menos exclusivista sea el punto de
partida.
Ante todo, por lo que se refiere a la historia de la humanidad en conjunto,
podemos afirmar que existe una especie de sacramentos primitivos que surgen,
casi necesariamente, donde los hombres viven en común y que se propagan, con
múltiples cambios, incluso hasta el mundo técnico desacramentalizado.
Podríamos llamar sacramentos de la creación a los que brotan en los momentos
decisivos de la existencia humana y dan una imagen, tanto de la esencia del
hombre, como de la forma de relacionarse con Dios. Tales momentos decisivos
son el nacimiento y la muerte, la comida y la comunidad sexual. Se trata, como
vemos, de realidades que no proceden propiamente del ser espiritual del hombre,
sino de su naturaleza biológica; momentos fundamentales de su existencia
biológica, que se realiza y renueva incesantemente en la alimentación y la
comunidad sexual, pero que experimenta misteriosamente en el nacimiento y en
la muerte sus límites, su contacto con lo distante e inmenso, hacia lo que siempre
tiende, aunque también siempre parece aniquilarlo.
Estos datos biológicos, auténtica actualización de la corriente de vida en la que
el hombre participa, reciben en él una nueva dimensión, por tratarse de un ser que
supera lo biológico; se convierten —para hablar con Schleiermacher— en
hendiduras a través de las cuales se observa lo eterno en la uniformidad de la
existencia humana. Precisamente porque estos hechos son biológicos, no
espirituales, experimenta el hombre en ellos su potencia a través de una fuerza
que él no puede atraer ni forzar y que le abraza e impulsa con anterioridad a sus
decisiones.

26
Este hecho indica también que lo biológico adquiere un nuevo sentido y
profundidad en el hombre, ya que es un ser espiritual. La comida del hombre es
distinta de la alimentación del animal. El comer adquiere un carácter humano
cuando se trata de tomar la comida. Porque tomar la comida significa
experimentar la exquisitez de las cosas, en las que el hombre recibe el don de la
fuerza fructífera de la tierra, y significa experimentar la compañía de los otros
hombres mientras se saborean las delicias de la tierra. La comida crea una
comunidad; el comer es perfecto cuando se realiza en unión con otros, y la
existencia en común alcanza su plenitud en la comunidad del alimento, que une
a todos en la recepción de los dones de la tierra. De esta forma, la comida adquiere
un profundo significado en la interpretación de la vida humana, de la existencia
del hombre, que nos ayudará a comprender, simultáneamente, el problema de los
sacramentos.
En la comida experimenta el hombre que él no se fundamenta a sí mismo, sino
que vive recibiendo. Se ve a sí mismo como un ser que recibe, que vive de los
dones inmerecidos de una generosidad que parece estar siempre esperándole. Más
aún: experimenta que su existencia se funda en la comunión con el mundo, en
cuyo torrente de vida está inmerso, y en la comunión con los hombres, sin los
cuales su existencia humana perdería pie. El hombre no se fundamenta a sí
mismo, sino que se apoya en una doble compañía: la de las cosas y la de los
hombres. Pero esta doble compañía oculta a una tercera, no menos fundamental:
su espíritu vive en compañía con el cuerpo; igual que su cuerpo, su ser biológico,
sólo puede existir en unión con el espíritu. Esta comunidad del espíritu y del
cuerpo implica el estar inmersos en el torrente cósmico de la vida y expresa así el
encadenamiento fundamental de todos los seres que llamamos hombres. Es el
punto de partida de aquella profunda comunidad que indica la Biblia cuando
llama a toda la humanidad un único Adán. Naturalmente, en la unión mutua que
crea el bios común existe, sin embargo, y simultáneamente, un fundamento para
la separación de los hombres entre sí, que impide, en definitiva, el que un espíritu
exista en otro para hallar la plena comunión. Sobre esto habremos de reflexionar
todavía.
El fenómeno de la comida nos ha conducido, imprevistamente, a un primer
esbozo de respuesta a la pregunta «qué es el hombre», aunque lo que nos
habíamos propuesto estudiar era uno de los sacramentos primitivos de la historia
de las religiones. Pero ambas cosas corren parejas y la interpretación del hombre
que acaba de ofrecernos es aquella sobre la que descansa la idea sacramental.
Porque ahora podemos decir que la transformación del comer en comida implica
la configuración primitiva de lo sacramental; incluye rasgos sacramentales. El
hombre, que no realiza en la comida el acto biológico de la alimentación
prescindiendo del espíritu, sino que realiza lo biológico espiritualmente; el
hombre, pues, para el que lo humano es indivisible —y, por tanto, lo biológico es
humano—, experimenta en la comida la transparencia de lo espiritual en lo

27
sensible, vivencia de esa compenetración del bios y del espíritu que es su ser.
Experimenta que las cosas son más que cosas: señales, cuya significación se
extiende por encima de su fuerza sensible inmediata. Y cuando capta en la comida
el fundamento de su existencia, sabe que las cosas le dan algo más de lo que son
y tienen. De esta forma, la comida se convierte en signo de lo divino y eterno,
que le sostiene a él mismo, a las cosas y a los hombres, y que constituye el
auténtico fundamento de su ser. Pero sabe, al mismo tiempo, que sólo puede
encontrar esta realidad divina en el ámbito de su humanidad: a través de la unión
con los hombres y a través de su corporalidad, sin dejar nunca de ser hombre.
Por consiguiente, el sacramento, en su figura histórico-religiosa, es ante todo
una simple expresión de la vivencia de que Dios se relaciona con los hombres de
forma humana, en las señales de la compañía y de la transformación de lo
puramente biológico en algo humano que, en la plenitud religiosa, se transforma
en una tercera dimensión: el ocultamiento de lo divino en lo humano.
No sería difícil, en este momento, formular una primera respuesta a la crisis de
la idea sacramental, de la que partimos, y descubrir los fundamentos
antropológicos en que se basa. Pero es mucho mejor dejar a un lado,
momentáneamente, este pensamiento y seguir desarrollando el concepto de
sacramento, como nos habíamos propuesto. Bien visto, el hecho que hemos
observado implica algo digno de consideración: las primitivas formas
sacramentales no se ligan a hechos específicamente espirituales y religiosos, sino
a la poetización de lo biológico, que pertenece al hombre, sí, pero que permite, al
mismo tiempo, la visión de lo espiritual y eterno.
En el curso de la historia, el ámbito específicamente humano y espiritual
desarrolla también sus momentos decisivos, entre los cuales hay dos principales.
El primero surge de la vivencia primitiva de la culpa. El hombre que no construye
su propia existencia, sino que vive por puro don, experimenta simultáneamente
que está obligado y subordinado a guardar ciertas normas, cuya transgresión le
hace culpable. Hay, pues, una especie de sacramento de la penitencia de los
tiempos primitivos de la historia humana. San Buenaventura, el mayor teólogo
franciscano de la edad media, tenía parte de razón cuando pensaba que existían
dos sacramentos desde el principio de la historia, que eran tan antiguos como el
hombre mismo: el sacramento del matrimonio y el de la penitencia. En las
religiones de los pueblos esto desembocó en las formas más curiosas: en un culto
al lavarse, a los medios de purificación, al traspaso de la culpa a animales y
esclavos. Pero en todos estos ritos, a veces chocantes y a veces insensatos, se
trasluce la idea de que el hombre, al reconocer la realidad de su culpa,
experimenta la cercanía de su Dios; y cuando intenta purificar lo espiritual con
medios corporales, a pesar de todo lo que pueda reprochársele de absurdo a dichos
ritos, manifiesta un conmovedor anhelo de purificación.

28
Una segunda fórmula de estructura semejante a la sacramental se encuentra en
el oficio de rey y sacerdote: los servicios decisivos en la comunidad remiten de
nuevo al fundamento de lo humano; no se agotan en su finalidad social, sino que
expresan la transparencia de lo divino en lo humano y, al mismo tiempo, el
convencimiento de que la comunidad humana sólo está anclada firmemente
cuando no se apoya sólo en sí misma, sino en el que es más grande que ella. Aquí
hay que hacer una advertencia que nos lleva a la problemática cristiana. Mientras
el primer grupo de fórmulas sacramentales en que nos fijábamos se funda en la
relación entre bios y espíritu, y convierte la conexión permanente de hombre y
cosmos en un signo de la unión entre lo divino y lo humano, el segundo grupo se
aferra a lo propiamente humano del hombre, de donde nace su historia colectiva
e individual, que explica lo que le es peculiar y propio frente a la eterna igualdad
de la muerte y el devenir cósmicos.
Podría haber surgido también otro tipo fundamental de sacramentos, tal como
lo hemos considerado, que captaría la historia como fundamento existencial de
los hombres, y que habría experimentado en lo histórico la comunicación de lo
eterno. Sin embargo, visto en su conjunto, esto nunca se ha dado en un ámbito no
cristiano. Más bien, la comunidad histórica es considerada como una imitación
del cosmos; y la comunicación de lo divino, que lleva en sí misma, es reducida,
en definitiva, a la idea cósmico-natural.

6. LOS SACRAMENTOS CRISTIANOS

Por fin podemos dirigirnos la pregunta que late en todas las reflexiones
anteriores: ¿en qué consiste lo típicamente cristiano? ¿En qué radica su
peculiaridad, en medio de un mundo que estaba marcado por todas partes con la
idea sacramental? Para decirlo de antemano: creo que no tienen razón ni el grito
de protesta de Karl Barth, que ve una estricta oposición entre la religión y la fe,
como si ésta fuese algo completamente distinto y discontinuo en relación con
todas las historias religiosas de la humanidad, ni las simplificaciones de la idea
del cristianismo anónimo, que quieren declarar a todo el mundo, de repente, como
cristiano anónimo. La realidad es más complicada de lo que indican estas
simplificaciones.
¿Qué es un sacramento cristiano? Como dijimos al principio, esta palabra no
siempre tuvo la significación, claramente delimitada, que hoy le damos. En la
antigua Iglesia se interpretaban como sacramentos hechos históricos, palabras de
la sagrada Escritura, realidades del culto cristiano, que transparentaban el hecho
salvífico de Cristo y dejaban ver lo eterno en lo temporal, presentando incluso lo
eterno como la única realidad auténtica. Por ejemplo, la historia del diluvio la
llaman los padres sacramento, porque en ella se hace visible algo del misterio del
nuevo comienzo, que empieza con el naufragio; es decir esa estructura que se

29
continúa en la cruz de Cristo, cuando las aguas de la muerte le cubren por
completo, pero que, al ahogar lo antiguo, dejan un camino libre a la resurrección
y a su presencia definitiva en medio de todos los que creen en él. Dicha estructura
abarca también la historia en el hecho del bautismo, cuando el hombre deja correr
sobre sí las aguas de la muerte, permitiendo con ello que se renueve aquel
comienzo que empezó con Cristo.
Otro ejemplo: las bodas de Caná se llaman sacramento porque la conversión
del agua en vino ilumina el misterio del vino nuevo, con el que Cristo quería
llenar las hidrias de la humanidad en su pasión. Podríamos citar otros ejemplos.
Considerando lo dicho hasta ahora, podemos establecer numerosos puntos de
contacto con la idea humana de los sacramentos, aunque también notamos
claramente los rasgos diferenciantes del cristianismo, que se advierten, sobre
todo, en el concepto más acertado sobre Dios. Ya no queda entre tinieblas quién
es él. Ya no aparece como el misterio profundo del cosmos, sino como el Dios de
Abrahán, de Isaac y de Jacob; más exactamente, como el Dios de Jesucristo.
Un Dios que vive para los hombres y que se define por su comunidad con ellos.
En una palabra: aparece como el Dios personal que es conocimiento y amor y
que, por tanto, es para nosotros palabra y caridad. Palabra que nos llama, amor
que nos une.
Esto dicho, nuestras reflexiones previas adquieren su valor auténtico: si
podemos llamar sacramentos a los hechos históricos, a las palabras de la Escritura
y a las realidades del culto, significa que el antiguo concepto de sacramento
incluye una interpretación del mundo, del hombre y de Dios que está persuadida
de que las cosas no son puras cosas y materiales de nuestro trabajo sino, al mismo
tiempo, señales indicadoras del amor divino, perceptibles para el que mira con
profundidad. El «agua» no es sólo H2O, un elemento químico que podemos
transformar en otro con determinados procedimientos y utilizarlo en numerosas
ocasiones. El agua del manantial, cuando la encuentra en el desierto el viajero
sediento, revela en parte el misterio de la consolación que crea una nueva vida en
medio de la desesperanza; las aguas de la corriente, que reflejan en sus ondas el
brillo del sol, hacen visible la fuerza y la gloria del amor creador y también la
energía mortal con que puede arrastrar al hombre cuando se pone en su camino;
la majestad del mar transparenta el misterio que describimos con la palabra
«eternidad».
Se trata sólo de un ejemplo, para indicar lo que decimos: las cosas son más que
cosas. No las conocemos a fondo cuando sabemos su condición físico- química,
porque nos falta una nueva dimensión de su realidad: su transparencia del poder
creador de Dios, del que proceden y hacia el que conducen. La idea sacramental
de la antigua Iglesia expresa una concepción simbólica del mundo, que no
disminuye en nada su realidad terrena, pero que resulta inaccesible al análisis

30
químico, aunque no deja de ser real: son las dimensiones de lo eterno, visibles y
presentes en el tiempo.
También aquí resulta claro que hemos dicho algo decisivo para el hombre:
igual que las cosas no son puras cosas, material del trabajo humano, tampoco el
hombre es un puro funcionario que las manipula, sino que experimenta en la
transparencia del mundo su eterno fundamento y su destino: se conoce como el
llamado por Dios y para Dios. La llamada de la eternidad le constituye en hombre.
Casi podríamos definirle como una esencia capaz de lo divino. Lo que intenta
describir la teología con el concepto de «alma» no es sino el hecho de que el
hombre es conocido y amado por Dios de forma distinta a los otros seres
inferiores: conocido, para ser conocido de nuevo, amado para ser más amado.
Esta especie de presencia en la memoria divina es lo que hace que el hombre
viva eternamente, porque el recuerdo de Dios no acaba. Es la que hace hombre al
hombre, diferenciándolo de las fieras; si se la suprime, nos quedamos, solamente,
con un animal bastante desarrollado.
También queda un poco más claro en qué sentido podemos hablar del
fundamento sacramental de la existencia cristiana: si el llamamiento de Dios no
sólo obra la humanidad del hombre, sino que la constituye, entonces la
transparencia de lo eterno en el mundo, que es la base del principio sacramental,
pertenece al fundamento de su existencia. La comunicación sacramental le apoya
sobre lo eterno.
Hemos de dar un paso adelante. Porque los sacramentos cristianos no sólo
significan una inserción en el cosmos divinizado —esto ya ocurría, como vimos,
en el período precristiano— sino también la inserción en la historia que nace con
Cristo. Esta dimensión histórica representa la auténtica transformación cristiana
de la idea sacramental, subraya las exigencias concretas y el compromiso
implicados en el simbolismo natural, lo purifica de toda clase de equívocos y lo
convierte en una garantía segura de la proximidad del Dios verdadero, que no es
la profundidad misteriosa del cosmos, sino su señor y creador.
Esto típicamente cristiano, que es lo que buscábamos, representa al mismo
tiempo el obstáculo más fuerte para el hombre de hoy, que está dispuesto a admitir
un misterio divino en el cosmos, pero que no ve claramente cómo la contingencia
de una línea histórica puede incluir la decisión de su destino humano. Sin
embargo, esto no debe parecer tan imposible. El hombre está marcado
fundamentalmente por la historia, su esencia es histórica. No podemos prescindir
del crecimiento y la contingencia de la historia sin caer en falsas interpretaciones
sobre el hombre, ya que ambas realidades están íntimamente relacionadas y se
influyen mutuamente.
Digámoslo de forma más concreta: mi esencia humana se realiza en la palabra,
en el lenguaje, que acuña mis ideas y me sumerge en la comunidad de los otros
hombres, fundamental también para mi ser. Pero el lenguaje, que aparece como
31
un medio esencial en la realización de mi existencia, no lo creo yo mismo;
adquiere su pleno sentido al unirme con los otros hombres que me rodean. El
lenguaje es expresión de la continuidad del espíritu humano en el desarrollo
histórico de su ser. Resulta, pues, bastante claro que la esencia humana excluye
la autonomía del puro yo, que quiere bastarse a sí mismo. Mi humanidad recibe
su fundamento y el campo de sus posibilidades y plenitudes a través de la historia,
donde únicamente puede surgir y desarrollarse. Lo aparentemente contingente de
la historia es lo esencial para el hombre; éste puede dibujar sus líneas personales
con mayor o menor fuerza dentro de este modelo colectivo, pero no puede saltar
fuera de la historia, ya que se convertiría en una esencia pura, en una utopía que
se destruye a sí misma.
Con esto podemos volver a los sacramentos cristianos, cuyo sentido consiste
en la inserción del hombre en el conjunto de la historia que parte de Cristo.
Recibir los sacramentos cristianos significa introducirse en la historia salvífica
creada por Cristo, que abre al hombre a un mundo nuevo y le conduce hacia lo
más auténtico de sí mismo: hacia la unión con Dios, que es su futuro eterno.
Ahora ya podemos establecer en qué sentido fundamentan los sacramentos la
existencia cristiana: ante todo, expresan la dimensión vertical de nuestra
existencia; nos ponen en contacto con la llamada de Dios, que es la que nos
convierte en verdaderos hombres. Pero también nos indican la dimensión
horizontal de la historia de la fe que parte de Cristo, ya que la existencia humana,
en su forma concreta, descansa sobre este elemento horizontal, está condicionada
históricamente, y sólo se realiza en este condicionamiento histórico. En el caos
de la historia humana, que parece acorralar al hombre en el ámbito de la culpa,
los sacramentos le conducen a la comunidad histórica con aquel hombre que, al
mismo tiempo, era Dios. De este modo, a pesar de las ataduras inevitables de la
historia, y precisamente a través de ellas, le introducen en la unión liberadora con
el eterno amor de Dios, que se ha introducido en lo horizontal para sacarnos de
esta cárcel. Las cadenas de lo horizontal, que aprisionan a los hombres, las ha
convertido Cristo en la maroma de la salvación que nos saca a la orilla de la
eternidad de Dios.
Consideremos todavía una cosa: sin darnos cuenta, este análisis de la
dimensión sacramental de lo cristiano nos ha conducido al concepto dogmático
de sacramento de la teología actual, cuyas notas distintivas aprendimos ya en el
catecismo: inserción en Cristo —signos externos— gracia interna. Deberíamos
explicar cómo se relacionan estos tres elementos y cómo constituyen la realidad
del «sacramento». Las realidades visibles, a las que Dios ha dado un cierto sentido
desde su creación, han adquirido un significado nuevo y existencial al ser
introducidas en el ámbito de la historia de Cristo, convirtiéndose en medios de
comunicación de esta nueva realidad histórica. Al tener por función el acomodar
a los hombres en este espacio histórico se han transformado en portadores de su

32
sentido histórico y de su fuerza espiritual, es decir en fuerzas de salvación, en
senderos de la gloria futura.

7. EL SENTIDO ACTUAL DE LOS SACRAMENTOS

Las reflexiones anteriores han sido, quizás, un poco cansadas. No podía ser de
otra forma si queríamos alejar los prejuicios que nos desconectan a los hombres
de hoy de los sacramentos cristianos. Ahora no sería difícil fijarse en el
significado de cada sacramento y concretar las ideas generales a las que hemos
llegado. Renunciemos a ello para aclarar qué reducción de perspectivas es la que
separa al hombre actual de los sacramentos, y qué es lo que el cristiano busca en
realidad cuando practica el culto a Dios recibiendo los sacramentos, tal como los
celebra la Iglesia de Cristo.
Creo que la actitud de reserva que experimenta la mentalidad actual frente a
ellos se basa en su doble error antropológico, profundamente anclado en la
conciencia general a causa de los hechos e ideas que han determinado nuestra
época, es decir a causa de la visión de la historia que hemos recibido. En primer
lugar, influye la visión ideal de la esencia humana, que alcanzó su punto
culminante en Fichte, y que considera al hombre como un espíritu autónomo que
se construye totalmente a sí mismo por sus propias decisiones. El yo creador de
Fichte se funda, dicho suavemente, en el cambio de Dios por el hombre; y la
equiparación de ambos es una expresión consecuente de su punto de partida y, al
mismo tiempo, de su condenación categórica, ya que el hombre no es Dios. Basta
ser hombre para saberlo.
Aunque este idealismo sea absurdo, se ha enraizado profundamente en la
conciencia europea, al menos en la alemana. Cuando Bultmann dice que el
espíritu no puede ser alimentado por nada material —con esto cree que arruina el
principio sacramental— está influido por la misma idea absurda de la autonomía
espiritual del hombre. Resulta un poco extraño que, precisamente en el período
que cree haber redescubierto la corporalidad del hombre, y que dice que el
hombre sólo puede ser espíritu en la corporalidad, surja una metafísica que se
basa en la negación de estas relaciones. Hemos de reconocer que la metafísica
cristiana anterior a Fichte había ingerido también una fuerte dosis del idealismo
griego, abriendo camino a estas falsas interpretaciones. También ella veía al alma
humana ricamente atomizada, construyéndose en una libertad antihistórica. Por
eso, apenas si podía explicar las expresiones históricas de la fe cristiana acerca
del pecado original y de la redención. Los sacramentos, que expresan la
contextura histórica del hombre, se convirtieron en el alimento del alma de cada
espíritu particular; naturalmente, en este punto de vista, uno puede preguntarse
por qué Dios no elige un camino más simple para relacionarse con el espíritu del
hombre y comunicarle su gracia. Si sólo se tratase de que cada alma particular,

33
en cuanto particular, se pusiese en contacto con Dios y recibiese su gracia, sería
realmente incomprensible el significado que podrían tener la Iglesia y los
sacramentos en este proceso íntimo, totalmente interno y espiritual. Pero si no
existe esta autonomía del espíritu humano, ni este átomo espiritual independiente,
sino que el hombre sólo vive corporal, comunitaria e históricamente, el problema
cambia de aspecto.
Su relación con Dios, por ser humana, habrá de ser como el hombre mismo:
corporal, comunitaria, histórica. De otra forma es imposible. El error del
idealismo antisacramental consiste en querer hacer del hombre un espíritu puro
ante Dios. Pero esto no es un hombre, sino un fantasma inexistente, y la
religiosidad que queramos construir sobre esta base se apoyará en arenas
movedizas.
Hoy día está ligada a la herejía idealista (si queremos llamarla así) la teoría del
marxismo; Heidegger ha dicho, con mucho ingenio, que el materialismo no
consiste, propiamente, en interpretar todo el ser como materia, sino en valorar
toda la materia como puro material del trabajo humano. De hecho, el auténtico
núcleo de la herejía radica en la aplicación al hombre de un planteamiento
ontológico; en reducir al hombre a homo faber, que no tiene que ver nada con las
cosas en sí mismas, sino que las considera simplemente como funciones de su
trabajo, cuyo funcionario es él mismo. Con esto desaparece la perspectiva del
simbolismo y la capacidad humana de ver lo eterno; el hombre queda encerrado
en su mundo de trabajo y su única esperanza consiste en que las generaciones
posteriores puedan, encontrar unas condiciones de trabajo más favorables que las
suyas, gracias al esfuerzo que él ha puesto en la empresa. ¡Un consuelo realmente
pobre para un ser raquítico y pequeño!
Con estas perspectivas hemos vuelto al punto de partida de nuestras
reflexiones. Podemos preguntarnos ahora: ¿qué hace el hombre que participa en
el culto de la Iglesia y recibe los sacramentos de Jesucristo? No cae en la absurda
idea de que Dios, el omnipresente, sólo vive en este lugar concreto representado
por el tabernáculo en la Iglesia. Esto contradice al conocimiento más superficial
de las expresiones dogmáticas, puesto que lo específico de la eucaristía no es la
presencia de Dios en general, sino la presencia del hombre Jesucristo, que nos
indica el carácter horizontal e histórico del encuentro del hombre con Dios. El
que va a la iglesia y recibe sus sacramentos con ideas claras, no lo hace porque
crea que el Dios espiritual necesita medios materiales para acercarse al espíritu
del hombre. Lo hace, más bien, porque sabe que, en cuanto hombre, sólo puede
encontrar a Dios humanamente, es decir comunitaria, corporal e históricamente.
Y lo hace porque sabe que, en cuanto hombre, no puede disponer por sí mismo
cuándo, cómo y dónde se le ha de mostrar Dios; sabe que lo recibe todo, que
depende de las fuerzas que se le han concedido, representativas de la soberana
libertad de Dios, que determina por sí mismo la forma de hacerse presente.

34
No cabe duda: nuestra piedad ha sido con frecuencia un poco superficial y ha
motivado numerosos equívocos. La actitud crítica de la conciencia moderna
puede fomentar una sana purificación en la autocomprensión de la fe. Baste citar
un ejemplo, en el que aparece claramente la crisis y que dará luz sobre el sentido
tan necesario de purificación. La adoración eucarística o la visita silenciosa a una
iglesia no puede ser, en su pleno sentido, una simple conversación con el Dios
que imaginamos presente en un lugar determinado. Expresiones como «aquí vive
Dios», y el lenguaje con el Dios «local» fundado en ellas, expresan una idea del
misterio cristológico y de Dios que chocan necesariamente al hombre que piensa
y conoce su omnipresencia. Cuando se funda el «ir a la iglesia» en la obligación
de visitar al Dios allí presente, este fundamento carece de sentido y puede ser
rechazado, con razón, por el hombre moderno. La adoración eucarística está
ligada al Señor que, por su vida histórica y su pasión, se ha convertido en nuestro
«pan», es decir que por su encarnación y muerte se nos ha entregado. Dicha
adoración se refiere, pues, al misterio histórico de Jesucristo, a la historia de Dios
con el hombre, que se nos transmite en el sacramento. Y está ligada al misterio
de la Iglesia: la relación con la historia de Dios y los hombres la pone en contacto
con todo el «cuerpo de Cristo», con la comunidad de los fieles, a través de la cual
Dios viene a nosotros. De este modo, orar en la iglesia y en la proximidad del
sacramento eucarístico significa la incardinación de nuestras relaciones con Dios
en el misterio de la Iglesia, como lugar concreto en el que Dios se nos comunica.
Este es el sentido de nuestro ir a la iglesia: la inmersión de mí mismo en la
historia de Dios con el hombre, la única que me da mi verdadera condición
humana y la única que me abre el ámbito de un auténtico encuentro con el amor
eterno de Dios. Porque este amor no busca un puro espíritu aislado, que sólo sería
un fantasma en comparación con la realidad del hombre, sino que busca al hombre
total, en el cuerpo de su historicidad, y le regala en los signos sagrados de los
sacramentos la garantía de la respuesta divina que soluciona el problema del fin
y plenitud de su existencia.

35
III. VIERNES Y SÁBADO SANTO
8. SOBRE LAS TINIEBLAS DE LOS CORAZONES BRILLA SU LUZ

Meditaciones para la noche del sábado santo


1.
La afirmación de la muerte de Dios resuena, cada vez con más fuerza, a lo largo
de nuestra época. En primer lugar aparece en Jean Paul9, como una simple
pesadilla. Jesús muerto proclama desde el techo del mundo que en su marcha al
más allá no ha encontrado nada: ningún cielo, ningún dios remunerador, sino sólo
la nada infinita, el silencio de un vacío bostezante. Pero se trata simplemente de
un sueño molesto, que alejamos suspirando al despertarnos, aunque la angustia
sufrida sigue preocupándonos en el fondo del alma, sin deseos de retirarse. Cien
años más tarde es Nietzsche quien, con seriedad mortal, anuncia con un estridente
grito de espanto: «¡Dios ha muerto! ¡Sigue muerto! ¡Y nosotros lo hemos
asesinado!». Cincuenta años después se habla ya del asunto con una serenidad
casi académica y se comienza a construir una «teología después de la muerte de
Dios», que progresa y anima al hombre a ocupar el puesto abandonado por él.
El impresionante misterio del sábado santo, su abismo de silencio, ha
adquirido, pues, en nuestra época un tremendo realismo. Porque esto es el sábado
santo: el día del ocultamiento de Dios, el día de esa inmensa paradoja que
expresamos en el credo con las palabras «descendió a los infiernos», descendió
al misterio de la muerte. El viernes santo podíamos contemplar aún al traspasado;
el sábado santo está vacío, la pesada piedra de la tumba oculta al muerto, todo ha
terminado, la fe parece haberse revelado a última hora como un fanatismo.
Ningún Dios ha salvado a este Jesús que se llamaba su hijo. Podemos estar
tranquilos; los hombres sensatos, que al principio estaban un poco preocupados
por lo que pudiese suceder, llevaban razón.
Sábado santo, día de la sepultura de Dios: ¿No es éste, de forma especialmente
trágica, nuestro día? ¿No comienza a convertirse nuestro siglo en un gran sábado
santo, en un día de la ausencia de Dios, en el que incluso a los discípulos se les
produce un gélido vacío en el corazón y se disponen a volver a su casa
avergonzados y angustiados, sumidos en la tristeza y la apatía por la falta de
esperanza mientras marchan a Emaús, sin advertir que aquél a quien creen muerto
se halla entre ellos?
Dios ha muerto y nosotros lo hemos asesinado. ¿Nos hemos dado realmente
cuenta de que esta frase está tomada casi literalmente de la tradición cristiana, de
que hemos rezado con frecuencia algo parecido en el vía-crucis, sin penetrar en
la terrible seriedad y en la trágica realidad de lo que decíamos? Lo hemos
9
El autor se refiere a Jean Paul F. Richter (1763-1825), que después de cursar sus estudios de teología en Leipzig
se dedicó a la literatura, dándose a conocer con el simple nombre de Jean Paul (N. T.).

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asesinado cuando lo encerrábamos en el edificio de ideologías y costumbres
anticuadas, cuando lo desterrábamos a una piedad irreal y a frases de
devocionarios, convirtiéndolo en una pieza de museo arqueológico; lo hemos
asesinado con la duplicidad de nuestra vida, que lo oscurece a él mismo; porque,
¿qué puede hacer más discutible en este mundo la idea de Dios que la fe y la
caridad tan discutibles de sus creyentes?
La tiniebla divina de este día, de este siglo, que se convierte cada vez más en
un sábado santo, habla a nuestras conciencias. Se refiere también a nosotros. Pero,
a pesar de todo, tiene en sí algo consolador. Porque la muerte de Dios en
Jesucristo es, al mismo tiempo, expresión de su radical solidaridad con nosotros.
El misterio más oscuro de la fe es, simultáneamente, la señal más brillante de una
esperanza sin fronteras. Todavía más: a través del naufragio del viernes santo, a
través del silencio mortal del sábado santo, pudieron comprender los discípulos
quién era Jesús realmente y qué significaba verdaderamente su mensaje. Dios
debió morir por ellos para poder vivir de verdad en ellos. La imagen que se habían
formado de él, en la que intentaban introducirlo, debía ser destrozada para que a
través de las ruinas de la casa deshecha pudiesen contemplar el cielo y verlo a él
mismo, que sigue siendo la infinita grandeza. Necesitamos las tinieblas de Dios,
necesitamos el silencio de Dios para experimentar de nuevo el abismo de su
grandeza, el abismo de nuestra nada, que se abriría ante nosotros si él no existiese.
Hay en el evangelio una escena que prenuncia de forma admirable el silencio
del sábado santo y que, al mismo tiempo, parece como un retrato de nuestro
momento histórico. Cristo duerme en un bote, que está a punto de zozobrar
asaltado por la tormenta. El profeta Elías había indicado en una ocasión a los
sacerdotes de Baal, que clamaban inútilmente a su dios pidiendo un fuego que
consumiese los sacrificios, que probablemente su dios estaba dormido y era
conveniente gritar con más fuerza para despertarle. ¿Pero no duerme Dios en
realidad? La voz del profeta ¿no se refiere, en definitiva, a los creyentes del Dios
de Israel que navegan con él en un bote zozobrante? Dios duerme mientras sus
cosas están a punto de hundirse: ¿no es ésta la experiencia de nuestra propia vida?
¿No se asemejan la Iglesia y la fe a un pequeño bote que naufraga y que lucha
inútilmente contra el viento y las olas mientras Dios está ausente? Los discípulos,
desesperados, sacuden al Señor y le gritan que despierte; pero él parece
asombrarse y les reprocha su escasa fe. ¿No nos ocurre a nosotros lo mismo?
Cuando pase la tormenta reconoceremos qué absurda era nuestra falta de fe.
Y, sin embargo, Señor, no podemos hacer otra cosa que sacudirte a ti, el Dios
silencioso y durmiente y gritarte: ¡despierta! ¿no ves que nos hundimos?
Despierta, haz que las tinieblas del sábado santo no sean eternas, envía un rayo
de tu luz pascual a nuestros días, ven con nosotros cuando marchamos
desesperanzados hacia Emaús, que nuestro corazón arda con tu cercanía. Tú que
ocultamente preparaste los caminos de Israel para hacerte al fin un hombre como
nosotros, no nos abandones en la oscuridad, no dejes que tu palabra se diluya en
37
medio de la charlatanería de nuestra época. Señor, ayúdanos, porque sin ti
pereceríamos.
2.
El ocultamiento de Dios en este mundo es el auténtico misterio del sábado
santo, expresado en las enigmáticas palabras: Jesús «descendió a los infiernos».
La experiencia de nuestra época nos ayuda a profundizar en el sábado santo, ya
que el ocultamiento de Dios en su propio mundo —que debería alabarlo con
millares de voces—, la impotencia de Dios, a pesar de que es el todopoderoso,
constituye la experiencia y la preocupación de nuestro tiempo.
Pero, aunque el sábado santo expresa íntimamente nuestra situación, aunque
comprendamos mejor al Dios del sábado santo que al de las poderosas
manifestaciones en medio de tormentas y tempestades, como las narradas por el
Antiguo Testamento, seguimos preguntándonos qué significa en realidad esa
fórmula enigmática: Jesús «descendió a los infiernos». Seamos sinceros: nadie
puede explicar verdaderamente esta frase, ni siquiera los que dicen que la palabra
infierno es una falsa traducción del término hebreo sheol, que significa
simplemente el reino de los muertos; según éstos, el sentido originario de la
fórmula sólo expresaría que Jesús descendió a las profundidades de la muerte,
que murió en realidad y participó en el abismo de nuestro destino. Pero surge la
pregunta: ¿qué es la muerte en realidad y qué sucede cuando uno desciende a las
profundidades de la muerte? Tengamos en cuenta que la muerte no es la misma
desde que Jesús descendió a ella, la penetró y asumió; igual que la vida, el ser
humano no es el mismo desde que la naturaleza humana se puso en contacto con
el ser de Dios a través de Cristo. Antes, la muerte era solamente muerte,
separación del mundo de los vivos y —aunque con distinta intensidad— algo
parecido al «infierno», a la zona nocturna de la existencia, a la oscuridad
impenetrable. Pero ahora la muerte es también vida, y cuando atravesamos la fría
soledad de las puertas de la muerte encontramos a aquél que es la vida, al que
quiso acompañarnos en nuestras últimas soledades y participó de nuestro
abandono en la soledad mortal del huerto y de la cruz, clamando: «¡Dios mío,
Dios mío!, ¿por qué me has abandonado?»
Cuando un niño ha de ir en una noche oscura a través de un bosque, siente
miedo, aunque le demuestren cien veces que no hay en él nada peligroso. No teme
por nada determinado a lo que pueda referirse, sino que experimenta oscuramente
el riesgo, la dificultad, el aspecto trágico de la existencia. Sólo una voz humana
podría consolarle, sólo la mano de un hombre cariñoso podría alejar esa angustia
que le asalta como una pesadilla. Existe un miedo —el miedo auténtico, que
radica en lo más íntimo de nuestra soledad— que no puede ser superado por el
entendimiento, sino exclusivamente por la presencia de un amante, porque dicho
miedo no se refiere a nada concreto, sino que es la tragedia de nuestra soledad
última. ¿Quién no ha experimentado alguna vez el temor de sentirse abandonado?

38
¿Quién no ha experimentado en algún momento el milagro consolador que
supone una palabra cariñosa en dicha circunstancia? Pero cuando nos
sumergimos en una soledad en la que resulta imposible escuchar una palabra de
cariño estamos en contacto con el infierno. Y sabemos que no pocos hombres de
nuestro mundo, aparentemente tan optimista, opinan que todo contacto humano
se queda en lo superficial, que ningún hombre puede tener acceso a la intimidad
del otro y que, en consecuencia, el sustrato último de nuestra existencia lo
constituye la desesperación, el infierno.
Jean Paul Sartre lo ha expresado literariamente en uno de sus dramas,
proponiendo, simultáneamente, el núcleo de su teoría sobre el hombre. Y de
hecho, una cosa es cierta: existe una noche en cuyo tenebroso abandono no
resuena ninguna voz consoladora; hay una puerta que debemos cruzar
completamente solos: la puerta de la muerte. Todo el miedo de este mundo es, en
definitiva, el miedo a esta soledad. Por eso en el Antiguo Testamento una misma
palabra designaba el reino de la muerte y el infierno: sheol. Porque la muerte es
la soledad absoluta. Pero aquella soledad que no puede iluminar el amor, tan
profunda que el amor no tiene acceso a ella, es el infierno.
«Descendió a los infiernos»: esta confesión del sábado santo significa que
Cristo cruzó la puerta de la soledad, que descendió al abismo inalcanzable e
insuperable de nuestro abandono. Significa también que, en la última noche, en
la que no se escucha ninguna palabra, en la que todos nosotros somos como niños
que lloran, resuena una palabra que nos llama, se nos tiende una mano que nos
coge y guía. La soledad insuperable del hombre ha sido superada desde que él se
encuentra en ella. El infierno ha sido superado desde que el amor se introdujo en
las regiones de la muerte, habitando en la tierra de nadie de la soledad. En
definitiva, el hombre no vive de pan, sino que en lo más profundo de sí mismo
vive de la capacidad de amar y de ser amado. Desde que el amor está presente en
el ámbito de la muerte, existe la vida en medio de la muerte. «A tus fieles, Señor,
no se les quita la vida, se les cambia», reza la Iglesia en la misa de difuntos.
Nadie puede decir lo que significa en el fondo la frase: «descendió a los
infiernos». Pero cuando nos llegue la hora de nuestra última soledad captaremos
algo del gran resplandor de este oscuro misterio. Con la certeza esperanzadora de
que en aquel instante de profundo abandono no estaremos solos, podemos
imaginar ya algo de lo que esto significa. Y mientras protestamos contra las
tinieblas de la muerte de Dios comenzamos a agradecer esa luz que, desde las
tinieblas, viene hacia nosotros.
3.
En la oración de la Iglesia, la liturgia de los tres días santos ha sido estudiada
con gran cuidado; la Iglesia quiere introducirnos con su oración en la realidad de
la pasión del señor y conducirnos a través de las palabras al centro espiritual del
acontecimiento. Cuando intentamos sintetizar las oraciones litúrgicas del sábado

39
santo nos impresiona, ante todo, la profunda paz que respiran. Cristo se ha
ocultado, pero a través de estas tinieblas impenetrables se ha convertido también
en nuestra salvación; ahora se realizan las escuetas palabras del salmista: «aunque
bajase hasta los infiernos, allí estás tú». En esta liturgia ocurre que, cuanto más
avanza, comienzan a lucir en ella, como en la alborada, las primeras luces de la
mañana de pascua. Si el viernes santo nos ponía ante los ojos la imagen
desfigurada del traspasado, la liturgia del sábado santo nos recuerda, más bien, a
los crucifijos de la antigua Iglesia: la cruz rodeada de rayos luminosos, que es una
señal tanto de la muerte como de la resurrección.
De este modo, el sábado santo puede mostrarnos un aspecto de la piedad
cristiana que, al correr de los siglos, quizá haya ido perdiendo fuerza. Cuando
oramos mirando al crucifijo, vemos en él la mayoría de las veces una referencia
a la pasión histórica del Señor sobre el Gólgota. Pero el origen de la devoción a
la cruz es distinto: los cristianos oraban vueltos hacia oriente, indicando su
esperanza de que Cristo, sol verdadero, aparecería sobre la historia; es decir,
expresando su fe en la vuelta del Señor. La cruz está estrechamente ligada, al
principio, con esta orientación de la oración, representa la insignia que será
entregada al rey cuando llegue; en el crucifijo alcanza su punto culminante la
oración. Así, pues, para la cristiandad primitiva la cruz era, ante todo, signo de
esperanza, no tanto vuelta al pasado cuanto proyección hacia el Señor que viene.
Con la evolución posterior se hizo bastante necesario volver la mirada, cada vez
con más fuerza, hacia el hecho: ante todas las volatilizaciones de lo espiritual,
ante el camino extraño de la encarnación de Dios, había que defender la
prodigalidad impresionante de su amor, que por el bien de unas pobres criaturas
se había hecho hombre, y qué hombre. Había que defender la santa locura del
amor de Dios, que no pronunció una palabra poderosa, sino que eligió el camino
de la debilidad, a fin de confundir nuestros sueños de grandeza y aniquilarlos
desde dentro.
¿Pero no hemos olvidado quizás demasiado la relación entre cruz y esperanza,
la unidad entre la orientación de la cruz y el oriente, entre el pasado y el futuro?
El espíritu de esperanza que respiran las oraciones del sábado santo deberían
penetrar de nuevo todo nuestro cristianismo. El cristianismo no es una pura
religión del pasado, sino también del futuro; su fe es, al mismo tiempo, esperanza,
porque Cristo no es solamente el muerto y resucitado, sino también el que ha de
venir.
Señor, haz que este misterio de esperanza brille en nuestros corazones, haznos
conocer la luz que brota de tu cruz, haz que como cristianos marchemos hacia el
futuro, al encuentro del día en que aparezcas.

40
Oración

Señor Jesucristo, has hecho brillar tu luz en las tinieblas de la muerte, la fuerza
protectora de tu amor habita en el abismo de la más profunda soledad; en medio
de tu oculta- miento podemos cantar el aleluya de los redimidos. Concédenos la
humilde sencillez de la fe que no se desconcierta cuando tú nos llamas a la hora
de las tinieblas y del abandono, cuando todo parece inconsistente. En esta época
en que tus cosas parecen estar librando una batalla mortal, concédenos luz
suficiente para no perderte; luz suficiente para poder iluminar a los otros que
también lo necesitan. Haz que el misterio de tu alegría pascual resplandezca en
nuestros días como el alba, haz que seamos realmente hombres pascuales en
medio del sábado santo de la historia. Haz que a través de los días luminosos y
oscuros de nuestro tiempo nos pongamos alegremente en camino hacia tu gloria
futura. Amén.

9. HE AQUÍ EL MADERO DE LA CRUZ


Meditaciones para el viernes santo

«Mirarán al que traspasaron». Con estas palabras cierra el evangelista Juan su


exposición de la pasión del Señor; con estas palabras abre la visión de Cristo en
el último libro del Nuevo Testamento, el Apocalipsis, que deberíamos llamar
«revelación secreta». Entre esta doble cita de la palabra profética
veterotestamentaria se halla distendida toda la historia: entre la crucifixión y la
vuelta del Señor. En estas palabras se habla, simultáneamente, del anonadamiento
del que murió en el Gólgota como un ladrón, y de la fuerza del que vendrá a
juzgar al mundo y a nosotros mismos.
«Mirarán al que traspasaron». En el fondo, todo el evangelio de Juan no es sino
la realización de esta palabra, el esfuerzo por orientar nuestras miradas y nuestros
corazones hacia él. Y la liturgia de la Iglesia no es otra cosa que la contemplación
del traspasado, cuyo desfigurado rostro descubre el sacerdote a los ojos del
mundo y de la Iglesia en el punto culminante del año litúrgico, la festividad del
viernes santo. «Ved el madero de la cruz, del que cuelga la salvación del mundo».
«Mirarán al que traspasaron».
Señor, concédenos que te contemplemos en esta hora de tu ocultamiento y tu
anonadamiento, a través de un mundo que desea suprimir la cruz como una
desgracia molesta, que se oculta a tu vista y considera una pérdida inútil de tiempo
el fijarse en ti, sin saber que llegará un momento en que nadie podrá esconderse
a tu mirada.
Juan da testimonio de la lanzada al crucificado con una especial solemnidad
que deja entrever la importancia que concede a este hecho. En la narración, que

41
cierra con una fórmula casi juramental, incluye dos citas del Antiguo Testamento
que iluminan el sentido de este acontecimiento. «No le quebrarán hueso alguno»,
dice Juan, y cita una frase del ritual de la pascua judía, una de las prescripciones
acerca del cordero pascual. Con esto da a conocer que Jesús, cuyo costado fue
traspasado a la misma hora en que tenía lugar el sacrificio ritual de los corderos
pascuales en el templo, es el verdadero cordero pascual, inmaculado, en quien por
fin se realiza el sentido de todo culto y de todo ritual, y en quien se hace visible
lo que en realidad significa el culto.
Todo culto precristiano descansaba, en el fondo, en la idea de la sustitución: el
hombre sabe que para honrar a Dios de forma conveniente debe entregarse a él
por completo, pero experimenta la imposibilidad de hacerlo y entonces introduce
un sustitutivo: cientos de holocaustos arden sobre los altares de los antiguos,
constituyendo un culto impresionante. Pero todo resulta inútil porque no hay nada
que pueda sustituir en realidad al hombre: por mucho que éste ofrezca, siempre
es poco. Así lo indican las críticas de los profetas al culto, imbuido de un excesivo
ritualismo: Dios, al que pertenece todo el mundo, no necesita vuestros machos
cabríos y vuestros toros; la pomposa fachada del rito sólo sirve para ocultar el
olvido de lo esencial, del llamamiento de Dios, que nos quiere a nosotros mismos
y desea que le adoremos con la actitud de un amor sin reservas.
Mientras los corderos pascuales sangran en el templo, muere un hombre fuera
de la ciudad, muere el Hijo de Dios, asesinado por los que creen honrar a Dios en
el templo. Dios muere como hombre; se entrega a sí mismo a los hombres, que
no pueden dársele, sustituyendo así los cultos infructuosos con la realidad de su
inmenso amor. La carta a los hebreos explana más a fondo esta breve cita del
evangelio de Juan, e interpreta la liturgia judía del día de la reconciliación como
un prólogo plástico para la auténtica liturgia de la vida y muerte de Jesucristo. Lo
que sucedió a los ojos del mundo como un hecho exclusivamente profano, como
el juicio de un hombre condenado por seductor político, fue en realidad la única
liturgia auténtica de la historia humana; la liturgia cósmica por la que Jesús, no
en el limitado círculo de la actividad litúrgica —el templo—, sino ante todo el
mundo, se presenta ante el Padre, a través de su muerte en el verdadero templo,
sin necesitar la sangre de las víctimas, porque se entrega a sí mismo como
corresponde al verdadero amor. La realidad del amor que se entrega a sí mismo
termina con todos los sustitutivos. El velo del templo se ha rasgado y,
probablemente, ya no queda más culto que la participación en el amor de
Jesucristo, que es el día eterno de la reconciliación cósmica. Naturalmente, la idea
del sustituto, de la sustitución, ha recibido con Cristo un nuevo sentido
inimaginable. A través de Jesucristo, Dios se ha puesto en nuestro lugar y ahora
vivimos sólo de este misterio de la sustitución.
El segundo texto del Antiguo Testamento, incluido en la escena de la lanzada,
deja más claro aun lo que hemos dicho, aunque es difícil de entender en sí mismo.
Juan dice que un soldado abrió el costado de Jesús con una lanza. Para ello utiliza
42
la misma palabra que emplea el Antiguo Testamento en el relato de la creación
de Eva a partir de la costilla de Adán, mientras éste dormía. Prescindiendo de lo
que signifique exactamente esta cita, resulta bastante claro que el misterio creador
de la unión y el contacto entre el hombre y la mujer se repite en la relación entre
Cristo y la humanidad creyente. La Iglesia nació del costado abierto de Cristo
muerto; dicho de otra forma menos simbólica: la muerte del Señor, la radicalidad
de su amor, que alcanza hasta la entrega definitiva, es precisamente la que
fundamenta sus frutos. Al no quererse encerrar en el egoísmo del que sólo vive
para sí y se sitúa por encima de todos los otros, se abrió y salió de si mismo a fin
de existir para los demás, con lo que sus méritos se extienden a todas las épocas.
El costado abierto es, pues, el símbolo de una nueva imagen del hombre, de un
nuevo Adán; define a Cristo como al hombre que existe para los demás. Es
posible que sólo a partir de aquí se comprendan las profundas afirmaciones de la
fe sobre Jesucristo, igual que a partir de aquí resulta clara la misión inmediata del
crucificado en nuestras vidas.
La fe dice sobre Jesucristo que él es una sola persona en dos naturalezas; el
primitivo texto griego del dogma afirma, con más exactitud, que es una sola
«hipóstasis». Al correr de la historia se ha interpretado esto frecuentemente mal,
como si a Jesucristo le faltase algo en su ser humano, como si para ser Dios le
fuese preciso ser menos hombre en algún aspecto. Pero ocurre lo contrario: Jesús
es el hombre verdadero, perfecto, al que debemos asemejarnos todos nosotros
para llegar a ser realmente hombres. Y esto radica en que él no es «hipóstasis»,
estar-en-sí-mismo. Porque por encima del poder estar en sí mismo se encuentra
el no poder ni querer estar en sí mismo, el salir de sí para caminar hacia los otros,
partiendo de Dios Padre. Jesús no es otra cosa que el movimiento hacia el Padre
y hacia los demás hombres. Y precisamente porque ha roto radicalmente el
círculo que le rodeaba es, al mismo tiempo, Hijo de Dios e Hijo del Hombre.
Precisamente porque existe para los demás es, totalmente, él mismo, meta de la
verdadera esencia humana. Hacerse cristiano significa hacerse hombre, existir
para los otros y existir a partir de Dios. El costado abierto del crucificado, la
herida mortal del nuevo Adán, es el punto de partida del verdadero ser hombre
del hombre. «Mirarán al que traspasaron».
2.
Miremos de nuevo el costado abierto de Cristo crucificado, ya que esta mirada
es el sentido íntimo del viernes santo, que desea apartar nuestra vista de los
atractivos del mundo, de la Fata Morgana (espejismo) de sus ofrecimientos y
promesas, y dirigirla hacia el verdadero punto que puede mantenernos orientados
a través del laberinto de callejuelas que sólo sirven para hacernos dar vueltas.
Juan piensa que la Iglesia, en el fondo, toma su origen del costado traspasado de
Cristo, incluso de otra forma distinta a como se ha expresado hasta ahora. Indica
que de la herida del costado brotaron sangre y agua. Sangre y agua representan
para él los dos sacramentos fundamentales, eucaristía y bautismo, que, a su vez,
43
significan el contenido auténtico de la esencia de la Iglesia. Bautismo y eucaristía
son las dos formas como los hombres se introducen en el ámbito vital de Cristo.
Porque el bautismo significa que un hombre se hace cristiano, que se sitúa bajo
el nombre de Jesucristo. Y este situarse bajo un nombre representa mucho más
que un juego de palabras; podemos comprender su sentido a través del hecho del
matrimonio y de la comunidad de nombres que se origina entre dos personas,
como expresión de la unión de sus seres. El bautismo, que como plenitud
sacramental nos liga al nombre de Cristo, significa, pues, un hecho muy parecido
al del matrimonio: penetración de nuestra existencia por la suya, inmersión de mi
vida en la suya, que se convierte así en medida y ámbito de mi ser.
La eucaristía significa sentarse a la mesa con Cristo, uniéndonos a todos los
hombres, ya que al comer el mismo pan, el cuerpo del Señor, no sólo lo recibimos,
sino que nos saca de nosotros mismos y nos introduce en él, con lo que forma
realmente su Iglesia.
Juan relaciona ambos sacramentos con la cruz, los ve brotar del costado abierto
del Señor y encuentra que aquí se cumple lo dicho por él en el discurso de
despedida: me voy y vuelvo a vosotros. En cuanto que me voy, vuelvo; sí, mi ida
—la muerte en la cruz— es también mi vuelta. Mientras vivimos, el cuerpo es no
sólo el puente que nos une unos a otros, sino la frontera que nos separa y nos
relega al ámbito impenetrable de nuestro yo, de nuestro ser espacio- temporal. El
costado abierto se convierte de nuevo en símbolo de la apertura que el Señor nos
ha proporcionado con su muerte: las fronteras del cuerpo ya no le ligan, el agua
y la sangre de su costado inundan la historia; por haber resucitado, es el espacio
abierto que a todos nos llama. Su vuelta no es un acontecimiento lejano del final
de los tiempos, sino que ha comenzado en la hora de su muerte, cuando al irse se
introdujo de nuevo entre nosotros. De este modo, en la muerte del Señor se ha
realizado el destino del grano de trigo. Si éste no cae a tierra queda solo; pero si
cae en la tierra y muere produce gran fruto. Todavía nos alimentamos de este
fruto del grano de trigo muerto: el pan de la eucaristía es la comunicación
inagotable del amor de Jesucristo, suficientemente rico para saciar el hambre de
todos los siglos y que, naturalmente, exige también nuestra cooperación en favor
de esta multiplicación de los panes. El par de panes de cebada de nuestra vida
puede parecer inútil, pero el Señor los necesita y los exige.
Los sacramentos de la Iglesia son, como ella misma, frutos del grano de trigo
muerto. El recibirlos exige de nosotros que nos introduzcamos en ese movimiento
del que ellos proceden. Exige de nosotros ese perderse a sí mismo, sin el que es
imposible encontrarse: «El que quiera guardar su vida la perderá; pero el que
quiera perderla por mí y por el evangelio, la encontrará». Estas palabras del Señor
son la fórmula fundamental de la vida cristiana. En definitiva, creer no es otra
cosa que decir sí a esta santa aventura del perderse, lo que en su núcleo más íntimo
se reduce al amor verdadero. De esta forma, la vida cristiana adquiere todo su
esplendor a partir de la cruz de Jesucristo; y la apertura cristiana al mundo, de la
44
que tanto oímos hablar hoy día, sólo puede encontrar su verdadera imagen en el
costado abierto del Señor, expresión de aquel amor radical que es el único que
puede salvarnos.
Agua y sangre brotaron del cuerpo traspasado del crucificado. Así, lo que es
primordialmente señal de su muerte, de su caída en el abismo, es, al mismo
tiempo, un nuevo comienzo: el crucificado resucitará y no volverá a morir. De las
profundidades de la muerte brota la promesa de la vida eterna. Sobre la cruz de
Jesucristo brilla ya el resplandor glorioso de la mañana de pascua. Vivir con él de
la cruz significa, pues, vivir bajo la promesa de la alegría pascual.
Peticiones para el viernes santo

Oremos por la santa Iglesia de Dios:


Para que tú, Señor, la conduzcas en medio de esta época de desconcierto, de
búsqueda y de problemas...
Para que le envíes hombres santos, que vivan plenamente la fe en medio de
nuestro tiempo...
Para que nos concedas la concordia, la paciencia mutua, la fuerza del amor y
el entusiasmo necesario para vivir la locura de la fe:
Kyrie eleison
Oremos por todos los que buscan, por todos los discutidos, por todos los que
se equivocan:
Para que tú, Señor, ante la huida seductora a las frases hechas, ante la dictadura
del camino más fácil, ayudes a los que buscan y des fuerzas a los discutidos; para
que alientes a todos los removidos de sus cátedras, en medio de la inutilidad
tremenda que amenaza con aplastarlos...
Para que seas luz en el equívoco que nos hace vacilar...
Para que quieras mostrarte a todos los que yerran, a los perseguidores, que
quizás te buscan en el fondo:
Kyrie eleison
Oremos por la paz del mundo, por los hambrientos, por los que sufren
necesidad, por los perseguidos y enfermos.
Señor, no olvides la terrible y pluriforme necesidad que agobia a los hombres.
Son tus hijos, acuérdate de ellos. Concede la paz a los territorios donde no existe,
ya que sólo tú puedes hacerlo en medio de este endurecimiento del hombre.
Alimenta a los hambrientos, viste a los desnudos, consuela a los fracasados; tú,
Dios de todo consuelo.
Kyrie eleison

45
Oración para el viernes santo

Señor Jesucristo, en este viernes santo concédenos que te contemplemos a ti y


a tu corazón traspasado. Concédenos que nuestros ojos y nuestro espíritu,
embebidos todo el día en lo vano y vulgar, entrevean alguna vez a través de los
bastidores de este mundo al verdadero salvador: a ti, el grano de trigo muerto, del
que procede ese fruto centuplicado de amor del que todos vivimos. Señor, cómo
vacilamos, cómo nos resistimos cuando tú quieres tomarnos como al grano de
trigo, cuando quieres sacarnos del ridículo refugio de autopreservación en el que
nos hemos escondido jactanciosamente. Tú sabes lo débiles que somos, qué poco
soportamos la oscuridad, qué angustiosamente nos agarramos a nosotros mismos.
Líbranos; condúcenos más allá de los umbrales de nuestro miedo, y lo que no
podamos, concédenoslo por las inagotables riquezas de tu corazón abierto. Amén.

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