Store Coaching. Aprende A Vivir y Enseña A Tener Éxito A Través de Los Cuentos - Fernando Salinero
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Fernando Salinero
“Ante ciertos libros, uno se pregunta: ¿quién los leerá? Y ante ciertas
personas uno se pregunta: ¿qué leerán? Y al fin, libros y personas se
encuentran”.
André Gide
Todos los deseos reservados Fernando Sánchez Salinero
ÍNDICE
A veces el sol amanece por primera vez
Ten cuidado con lo que pides a los dioses… porque te lo pueden conceder
En ocasiones los sueños nos despiertan…
El comienzo del viaje
No rompas el silencio
¿Emisor o receptor?
Preparar, recibir, dar
En tu interior está la llave, pero no el camino
Dormir y despertar
No hay espera que no conduzca a un lugar
Los dos reinos del agua
¿Por qué lo haces? El talento no es un regalo
¿Qué es escuchar? No replicar
Sólo encontrarás lo que no te niegues a ver
El bastón de los dos ciegos
Sólo le falta hablar… o no
Tus ojos eligen el camino que seguirás
Cuando la ceguera se elige
Todos los caminos ajenos parecen más llanos
La fealdad que señala nuestro dedo
¿Cómo se para una máquina que vuela?
¿Quién fue antes el maestro o el discípulo?
Para la guerra o para el circo
La felicidad que no se practica
El jardín que atraía reyes
¿Por qué nosotros?
El príncipe orgulloso
¿Qué has hecho con lo que te dio la vida?
La hija del tenor
Cada sorpresa tiene su momento
El hombre más rico del mundo
¿Cuánto vale tu vida?
El hombre al que se le cumplió su sueño.
El entierro del visir
El rico inconsciente
No es fácil
La falacia de la desigualdad de la riqueza
La envidia es la sal que vuelve yerma la tierra.
¡Qué distinto el mundo!
¿Vale igual cualquier semilla, cualquier palabra?
El sabor de lo distinto
El hombre que tuvo prisa en hacerse sabio
El Bibliotecario equivocado
El pueblo del matemático
Vendedores de seguridad
No hay nada más seguro que una cadena
El mercado de seguridades
El maquinista sin vía
El preso decorador
El tiempo pasa, incluso en el paraíso
¿Con qué autoridad moral me hablas?
La balanza de los cinco brazos.
Maestro de algo, equilibrio de nada
No te lamentes por el pasado, celebra el futuro.
Los guías del Himalaya
No construyáis nada sin esto…
El primer día del resto de tu vida.
Tres preguntas
La excursión del burro
La galera del talento
El buscador de minas
Las despedidas son una fiesta de adioses
Llévame…
A veces el sol amanece por primera
vez
“Hay dos momentos importantes en la vida de una
persona. El primero cuando nace, y el segundo
cuando se descubre por qué ha nacido”.
Keith D. Harrell
Una mañana de hace ya unas décadas, Leonardo había madrugado, como
se madruga cuando no se tiene la obligación de hacerlo por razón del trabajo,
y la fortuna va a cambiar tu vida, pero aún no lo sabes. El día aún era una
promesa, que comenzaba a cumplirse en el horizonte, y el silencio
descansado de esas mañanas, le llevó a prepararse un desayuno, de ésos en
los que el tiempo no aparece por ningún lado en la mesa, y así poder esperar
al sol y al destino, en la semioscuridad del amanecer.
Tener tiempo e inquietudes, suele conducir a filosofar por encima de la
media. Algo hace que la paz nos inspire pensamientos distintos, a cuando la
prisa ocupa nuestra mente.
La cita que daba entrada a un capítulo del libro que leía de forma
descuidada, le advertía que se nace dos veces, la primera: la biológica, y la
segunda, cuando se sabe para qué se ha nacido.
- ¿Para qué he nacido? –se preguntaba cuando los primero rayos
del sol caían ya sobre la mesa, y hacían brillar cada uno de los
elementos del desayuno-.
“¿Para qué he nacido?” no es, ni una pregunta habitual, ni mucho menos
fácil de resolver. Y si no lo crees, pregúntate cuántas veces te la has hecho en
la vida, si es que te la has hecho alguna vez, y de ser así… qué respuesta clara
tienes al respecto.
Leonardo estaba en la misma situación que tú en este momento.
El éxito, en cualquier actividad, es semejante a lo que acostumbran a
representar las motos, para la mayoría de la gente que no las tiene. Las ven
divertidas, marcadores de cierto estatus, y que le dan un atractivo añadido a
quien las conduce; pero una vez que la tienes, suele ser divertida o útil, pero
sólo para un rato, rara vez para largos viajes; además se comparte mal con los
demás, llevándote, en demasiadas ocasiones, a la soledad; te hace ir más
deprisa de lo que suele ser recomendable; tu estabilidad es muy frágil, y
cualquier golpe te puede derribar y hacer mucho daño; te hará prescindir de
llevar muchas cosas contigo… Aun así, proporciona un tipo de adrenalina
que convierte su uso en casi adictivo, y si no se tiene, se anhela. Así es el
éxito en cualquier campo.
Leonardo tenía la sensación de ir en una moto demasiado aprisa, y lo peor,
hacia ninguna parte. Una velocidad que ya no le llenaba, pero que era
consciente que iba vaciando cada parcela de su vida, al pasar por ellas sin
detenerse, dejando atrás, o apenas disfrutando, de lo que tenía alrededor.
Si alguien se ha sentido en un final de etapa, comprenderá inmediatamente
lo que estamos diciendo. Y también sabemos que, como dice el aforismo
medieval, “cuando el discípulo está preparado, aparece el maestro”. Lo que
no dice, es la forma en que aparece, si en forma de persona, de libro, de
experiencia vital, ni cuántas veces aparece en pequeñas dosis a lo largo de la
vida.
La historia que vamos a contar es uno de esos momentos en que, estando
la persona preparada, apareció el maestro, y esta vez con letras mayúsculas,
con una cascada de cambios en la vida del protagonista, en este caso,
Leonardo, que le hicieron dar un giro importante a lo que había sido hasta
entonces su trayectoria.
No rompas el silencio
“Los ríos más profundos son siempre los más silenciosos” Quintus
Curtius Rufus
Leonardo no se desprendía de esa sensación de náufrago, arrastrado por
una corriente de agua tibia, pero con suficiente fuerza como para no poder
resistirse.
Pronto llegó a una valla de madera con un portón, sobre el que estaba
grabada en inglés la siguiente inscripción:
“Do not break the silence, unless you can improve it”
No rompas el silencio, salvo para mejorarlo.
Así que había que ir callado. Leonardo sonrió hacia adentro, recordando lo
mucho que le gustaba hablar, y sentirse escuchado.
Hans había descrito como monasterio el edificio, y, posiblemente, había
sido una afirmación un tanto generosa. Un sencillo edificio, construido hacía
mucho tiempo, a juzgar por el desgaste de las piedras y el musgo que lo
cubría, hacía de eje, desde el que se diseminaban unas 20 o 25 cabañas de
madera, que tenían grandes ventanales orientados hacia el sur.
El camino parecía rodear al edificio principal, conduciendo a una especie
de claustro tallado en piedra, con arcos sin ningún adorno, y aspecto de
sobriedad. Cuidado, armónico, pero donde no sobraba ningún artificio.
- Leonardo. Hola.
Una mujer joven, delgada, se dirigió a él, al llegar al claustro.
- Me llamo Marta. Ven conmigo, por favor. Tengo que explicarte
cómo funciona el aprendizaje, y las pocas normas del monasterio.
Le condujo a una sala muy luminosa, de suelo de madera y muebles
austeros, pero con apariencia acogedora.
- Supongo que tendrás muchas preguntas, porque no suele ser
“normal” lo que te está sucediendo.
- Pues sí, tengo un montón de preguntas.
- Te voy a pedir que seas paciente –le solicitó-, porque muchas
de ellas se resolverán solas. Y es conveniente que comprendas la
filosofía del trabajo, que realizamos aquí.
¿Emisor o receptor?
“El silencio es el elemento en el que se forman todas las cosas grandes”
Thomas Carlyle
- Habitualmente, vivimos en un mundo de ruido continuo. Si te
das cuenta, hagamos lo que hagamos, siempre hay ruido: la radio, la
televisión, los ruidos de las calles, conversaciones incesantes…
Eso provoca que vivamos como medio aturdidos. Algo que no
notamos, porque lo consideramos el estado normal de las cosas. Pero si
llevaras a una persona del siglo XVIII a la civilización actual, pensaría
que se iba a volver loco, del ruido que hay.
Uno de los problemas asociados es que, en medio de tanto ruido,
nosotros hablamos mucho, tanto de forma sonora, como de forma
silenciosa en nuestro cerebro, que va comentando todo lo que nos pasa;
o recordando escenas y pensamientos del pasado; o proyectando otros
del futuro; o de cosas que no ocurren frente a nosotros.
Somos como estaciones emisoras de radio. Estamos todo el tiempo
emitiendo, en un mundo donde todo está emitiendo.
Lo que ocurre, es que, realmente, funcionamos como las radios de
los radioaficionados. O emites o escuchas, pero las dos cosas a la vez
no. Y si no sueltas el botón de emitir… no te puede llegar nada.
Una conversación normal entre personas hace que vayamos
simultaneando estas funciones, a una velocidad de vértigo. Cuando nos
dicen algo, inmediatamente lo catalogamos, comentamos, rechazamos
o aceptamos, y preparamos nuestra mente para responder.
De hecho, escuchamos sólo en los intermedios entre nuestros
propios pensamientos.
Dormir y despertar
“El tigre para ser más que tigre, a veces tiene que perder sus rayas por el
camino”
Se fue a la cama con la extensión de esa sensación de relajación y paz.
Como si el silencio le estuviera limpiando.
Los sueños fueron mucho más vívidos, de colores más intensos, más
simbólicos que de costumbre.
Le despertó el toque de campana que llamaba para el desayuno. Se aseó y
caminó lentamente, sintiendo cada paso hasta el comedor, donde la misma
dulce quietud lo envolvía todo.
Se encontró con Marta. Se miraron y cuando iba a saludarla se detuvo.
Dejó que fuese la mirada la que diera los buenos días.
- Si te parece, al acabar de desayunar, nos vemos –le propuso
ella-.
- Perfecto –contestó Leonardo-.
Leonardo comenzó a comprobar que en silencio la comida sabía de otro
modo, masticaba de forma consciente, todo se iba convirtiendo en una
experiencia vital completamente distinta.
- ¿Qué tal vas con el silencio? –fue la primera pregunta-.
- Bien. La verdad es que sorprendido. A veces se me hace un
poco raro, pero muy bien. Me siento otra persona. Como si me fuera
quitando peso que llevaba pegado, y no era consciente.
Marta sonrió.
- En casi todas la religiones la gente que se aventuraba por el
camino de “saber más” practicaba mucho el silencio, hasta aquietar la
mente y volverla más receptiva. Son muchos años de “emisor” para
ahora cambiar a “receptor”. Y si no eres receptivo, no podrás aprender
nada de verdad. Aún te quedan unos días de silencio casi total, hasta
que vayas dominando lo que es no romper el silencio. Y esto que vivas
aquí ahora, no será más que una ligera aproximación a la potencialidad
real.
¿Te sirvió para algo la comparación con el campo?
- Creo que sí. Me siento en fase de preparación, de roturarme, de
remover mi tierra para poder aprender –y en ese momento se vio a sí
mismo como hecho de tierra que se remueve por una mano gigante-.
Comienzo a sentir también una especie de sed de saber, como si
tuviese que llover sobre mí, y eso me empapara.
Pensó que si cualquiera de sus amigos hubiera escuchado eso, le hubiera
mirado como si le faltase la razón. Pero sentía que al dejar de proyectar hacia
fuera se abrían otras puertas desconocidas hacia dentro.
- Siento también que quiero otras “semillas” distintas a las que
estoy acostumbrado, otros saberes nuevos.
- Bien, pues eso es todo. Sigue así unos días, aliméntate bien, haz
ejercicio y de momento nada más.
Marta se quedó en silencio, y Leonardo se levantó con ganas de caminar y
disfrutar del aire fresco de las montañas.
A medida que pasaban los días notaba que regresaba como a un estado
más natural de sí mismo. Dejó de sentir lo importante que se creía y le decían
que era. En aquellas montañas sobraban los títulos, los méritos y los cargos.
La naturaleza no tiene tarjetas de visita con un cargo, ni un logotipo. La
naturaleza no te mira por lo que representas, sino por lo que eres. Aún no se
creía que fuera tan sencillo sentirse bien. Algo que podría haber hecho en su
propia casa. Un viaje hacia él mismo.
Leonardo comenzó a sentir a la naturaleza de otro modo. Miraba a los
árboles en sus paseos y trataba de no pensar, de fluir con su sensación de
estar allí, sin más. En ocasiones, se sorprendía hablando a los árboles,
conducido por la rutina de tener que llenar de palabras lo que sentía, éstos lo
escuchaban entre murmullos de viento.
También estaba conociendo el desierto de silencio que conduce al interior
de cada uno. Los primeros pasos se dan con cierta alegría, incluso con una
cierta euforia y hasta valentía, pero a medida que se avanza, el miedo y la
falta de hábito se van apoderando. Una especie de síndrome de abstinencia
nos lleva a pensar continuamente en la jungla enrevesada de pensamientos
que dejamos atrás, y encontramos miles de razones para regresar a nuestros
hábitos. El miedo a no ser comprendido, a no ser “aplaudido”, a ser tomado
por simple, a no ver las caras de admiración ante el chorro de palabras a las
que había acostumbrado a la gente. Es como comenzar a vestir sencillo en un
mundo de ropajes barrocos. Uno, a pesar de ir vestido, cree estar desnudo.
Por eso, ese paso por el desierto ha sido recogido en los textos simbólicos
de todas las culturas antes de alcanzar un estado de pensamiento superior.
Entre los que vivían en el monasterio a Leonardo le llamó la atención Lúa.
Era una perra mastín color canela, que alternaba sus cadenciosos paseos con
sus siestas en lugares improvisados.
Puede ser que fuera amor a primera vista, porque Lúa se acercó a él, y lo
miró a los ojos, con esa languidez con la que miran los mastines, esperando
una caricia sin pedirla. Leonardo se la dio, sintiendo la suavidad de su tupido
pelo. Se sentó a su lado y ella se terminó por tumbar junto a él. Leonardo se
echó hacia atrás dejando descansar su cabeza en el lomo de aquella perra que
pesaría poco más o menos como él. El cuerpo de Lúa se movía impulsado por
la respiración, y ese movimiento mecía la cabeza de Leonardo que, al mirar al
cielo, se relajaba sintiendo que podría estar así mucho tiempo.
Cuando se incorporó, Lúa decidió caminar a su lado. La miraba de reojo y
comprobaba que ella hacía lo mismo. Había encontrado a una amiga que
entendía el silencio del lugar y que expresaba calma y sencillez. Quizá fuera
esa sensación la que debía encontrar, y Lúa fuera su lazarillo.
Sólo por esos días ya hubiera merecido la pena ir a ese retiro. Era curioso.
No le habían dado nada, podría haberlo hecho en cualquier momento, y se
sentía más ligero, más consciente.
El príncipe orgulloso
“Cuanto mayor es la dificultad, mayor es la gloria”. Cicerón
- Después de la pregunta que hizo ayer Leonardo me vino a la
cabeza la historia del príncipe orgulloso –comenzó el profesor-.
Además, hoy será mi último día aquí esta temporada, desde mañana
tendréis otro tutor.
Todos se miraron con un punto de desilusión, porque la admiración que
tenían por él les hacía sentir que sus cuentos tenían un valor especial.
- La historia trata de lo siguiente:
Había una vez un rey que tenía un hijo que crecía en palacio
rodeado de las facilidades que su posición le confería. Y como parte de
la labor de todo padre, es observar si el crecimiento de su hijo le acerca
a la madurez, que le permita afrontar mejor la nueva etapa de la vida o
le aleja, fue descubriendo que no sólo no valoraba nada de lo que tenía:
comida, vestido, alojamiento, caballos, jardines… sino que el trato que
dispensaba a las personas de servicio, era más parecido al que se le
daba a las cosas, que la que se debe a otro ser humano. El desprecio o
la indiferencia eran su norma de comportamiento con los demás, así
como con todo lo que tenía, que despilfarraba y trataba con total
descuido.
El padre comprendió que en esas condiciones su hijo no podría ser
rey, porque supondría una carga enorme para su pueblo, en vez de un
alivio. Así que dando una vez más muestra de su sabiduría, tomó una
dura decisión:
Ordenó construir una humilde choza pegada a los muros del
palacio, de tal forma que, desde su ventana, pudiera vigilar lo que
ocurría con él, y dio a beber a su hijo una droga que le hizo olvidar
quién era, y todo su pasado. Lo llevó hasta la choza, lo vistió con unas
ropas muy sencillas, y lo dejó durmiendo en un camastro. Los guardias
tenían orden de no decirle quién era, y simplemente darle unos platos
de gachas al día para que se alimentara.
Un día los guardias le anunciaron que le iba a visitar el rey. Él no
podía creerlo. ¡El rey en su choza!
- Su majestad, no es digna mi choza de su visita.
- ¿Por qué? ¿No es una parte de mi reino igual que mis
jardines?
- Eso sí majestad, pero acostumbrado como estará a sus
salones…
- Quien no conoce lo poco, no valora lo mucho… -
respondió el rey con calma-.
- Usted dirá, majestad. ¿Qué se le ofrece?
- Te voy a encargar un trabajo muy importante, mientras
no encuentras otro empleo, que te permita comprar tu casa, y
abandonar tu vida en esta choza.
El hijo miraba atónito al rey, ante la posibilidad de que le encargara
algo valioso a alguien, que vivía de la caridad de los soldados.
- Una de las labores principales de un rey es procurar el
bienestar de su pueblo, y para ello promueve iniciativas públicas
que repartan oportunidades por todo el reino. Aun así, hay que
hacer actuaciones puntuales para ayudar a algunas personas,
bien porque lo necesitan más, bien porque han acumulado más
méritos, y hay que ayudarles a dar aún una mejor nota en su
trayectoria.
Pero si fuese yo a entregarlo, o alguien de palacio,
desvirtuaría la actuación, y podría hacer que la gente
malinterpretara lo que le estaba ocurriendo.
Así que tú serás el encargado de hacerles llegar a esas
personas lo que los guardias te entregarán, y nunca dirás cuál es
el origen de los encargos. A cambio recibirás un sueldo con el
que podrás vivir sin estrecheces, y no ya de las gachas de los
soldados.
El hijo no se podía creer lo que le estaba ocurriendo. ¡Iba a trabajar
para el rey y además tendría un salario con el que poder vivir!
No cesaba de darle las gracias y de asegurarle que cumpliría con su
misión con creces.
Al siguiente día los guardias trajeron un cordero y una dirección a la
que entregarlo. El hijo lo llevó alegremente hasta su destino: una casa
humilde donde el padre estaba enfermo, y no habían podido trabajar en
unos días, y escaseaba la comida.
Las personas se quedaron perplejas e invitaron a comer al extraño,
que comió un trozo del cordero asado a la lumbre de la casa, y le supo
mejor que ningún manjar que pudiera siquiera imaginar.
Volvió feliz a su choza con la satisfacción del deber hecho.
Al día siguiente el guardia le trajo unos ricos vestidos y una
dirección a la que lo debía llevar. Se trataba de una casa donde
celebraban una boda, y no habían podido comprar unos vestidos
apropiados por carecer de recursos.
Los destinatarios estaban tan felices que invitaron al hijo a la boda,
donde comió, bebió y se divirtió con aquella gente sencilla en un día
tan especial para ellos.
Cuando volvía a su choza reflexionaba que no podía haber mejor
trabajo en el mundo, en el que nadie pudiera ser tan feliz, viendo a
gente feliz por doquier.
El rey, que lo observaba desde la ventana, se sintió dichoso al ver la
actitud de su hijo, e imaginaba ya el día en que se volviera a reunir con
él, y le explicara el método de aprendizaje que había ideado para
cambiar su conducta disoluta.
Al siguiente día le volvieron a traer un rico atuendo y otra dirección.
Esta vez se lo llevó a un prestigioso abogado. Se quedó muy
sorprendido porque aparentemente no le hacía ninguna falta. Era un
abogado que había promovido causas para extender la justicia, y ese
traje le permitiría presentarse ante el rey, y optar a ser magistrado de su
corte. El abogado, agradecido, le entregó un libro que había escrito
sobre la justicia.
El hijo del rey volvió esta vez a casa menos contento, y con el
estómago vacío. Tiró el libro en un rincón de su choza y se comió la
comida que su sueldo le permitía, que no tenía tampoco nada de mala.
Pero, cada vez que miraba al plato, añoraba el banquete de la boda.
A la mañana siguiente el soldado vino con una bolsa de oro y otra
dirección de entrega. Cuando llegó al lugar indicado encontró una casa
suntuosa. Al entrar y preguntar por el nombre que le habían dado salió
un hombre con apariencia de rico comerciante.
¡Qué suerte! –dijo el comerciante- Justo ahora que iba a hacer una
inversión, y crear más de cien puestos de trabajo, y no sabía cómo
afrontarlo.
- Te veo buen muchacho y de grácil apariencia. ¿Te
gustaría trabajar para mí en el tiempo libre que tengas, y
ayudarme a vender mis productos? Te pagaría un buen sueldo.
- ¡De ninguna manera! –contestó casi ofendido-.
Ahora tenía la vida aparentemente resuelta, y prácticamente no tenía
nada que hacer, salvo hacer un pequeño encargo, y luego podía
holgazanear el resto del día.
El comerciante se quedó extrañado porque se le veía de extracción
humilde, y el sueldo que le proponía mejoraría mucho su situación. ¡Él
sabrá! –pensó, y siguió a su tarea-.
El hijo del rey volvía a casa malhumorado y casi resentido con el
comerciante, y hasta con el rey.
- ¡Le da al que ya tiene mucho, y a mí, que soy su
encargado, me tiene con un humilde sueldo! Yo hubiera gastado
mucho mejor el oro de esa bolsa, que ese avaricioso comerciante
–repetía mientras veía pasar por su mente corderos y fiestas-
Por si eran pocas sus angustias, se cruzó a la vuelta con el
magistrado, que llevaba puesto el rico ropaje que él le había llevado el
día anterior. Éste le saludó cortésmente y continuó su camino. La gente
lo miraba por la calle admirando la dignidad de su ropa y el cargo que
ahora ostentaba. Y al contemplarlo y compararlo con su humilde jubón
y camisa, su resentimiento fue en aumento.
- Son mis manos las que llevan los regalos del rey, y, ¡así
me veo! Nadie por la calle se para para admirarme. Nadie alaba
mi ropa, ni mi apariencia. ¡Me ven como un siervo recadero!
Al siguiente día le entregaron una nueva bolsa de oro, que debía ser
llevado a una familia, donde el padre había muerto, defendiendo el
reino de ejércitos intrusos, dejando viuda con varios hijos. Mientras iba
por el camino sintió el peso de la bolsa, y se le ocurrió:
- Una moneda menos poco le significará.
Así que extrajo la moneda. La metió en su bolsillo y continuó con
su encargo. Apenas se detuvo en la entrega de tan deseoso que estaba
en gastárselo en fiesta y comida. Lo que provocó que llegase borracho
a dormir, y le costara levantarse y entender las instrucciones que le dio
el soldado. Además, esta vez le habían traído un hermoso caballo, que
debía entregar a un agricultor, que vivía a una jornada de viaje.
Demoró la salida todo lo que pudo, y, cuando al final no le quedó
más remedio, partió con el caballo y con la resaca.
Por el camino todo el mundo se paraba a admirar al caballo de lo
hermoso y buena planta que tenía. Hasta que un caprichoso posadero le
dijo:
- Te compro el caballo. Te doy cinco monedas de oro por
él.
- No puedo vendértelo. Tengo que entregarlo a un
agricultor. Es un regalo.
- ¿Conoce él al caballo?
- No –repuso-.
- Pues te doy, además de las monedas, ese viejo penco que
iba a llevar al matadero, y le entregas ése. Como es un regalo no
protestará.
Y así ajustaron.
Al día siguiente entregó el viejo caballo al granjero que lo recibió
con agradecimiento, aunque poco le pudo ayudar, porque viendo que
no tenía fuerza, lo sacrificó, y repartió la carne entre los más
necesitados del pueblo.
Cinco monedas de oro se traducían en muchas juergas y fiestas. Así
que el hijo se divertía durante todo el día, y fingía escuchar al soldado,
que le venía con las encomiendas, quedándose ya, directamente, con
los objetos o el dinero que le encargaban. Así pasó a vestir ricos
ornamentos destinados a otras personas, a las que nunca llegaron. E
incluso buscaba donde malvender lo que le entregaban, para convertir
en desatinos, lo que estaba destinado a socorrer o recompensar a la
población del reino. Además presumía de su rango y fortuna, y se hacía
respetar y seguir de unos cuantos siervos. De él mismo decía que tenía
la capacidad de generar riqueza, y se atribuía el mérito de su fortuna,
así como el buen gusto para elegir la ropa y los caballos. Sólo tenía que
volver a ponerse su pobre ropaje cada mañana, cada vez con más
desprecio, delante del emisario del rey, para recibir el nuevo encargo.
El padre veía desde su ventana lo que estaba ocurriendo, y el dolor
de su corazón se había extendido hasta su cara y su ánimo,
envejeciendo a ojos de todos. Esperaba que su hijo recapacitara y se
convirtiera de nuevo en un digno aspirante al trono. Cada mañana salía
a la ventana para ver cómo recibía su encargo, y al rato se sentaba
afligido en el trono al ver que empeoraba día a día.
Tan dolorido estaba que envió a uno de sus más fieles consejeros a
hablar con su hijo.
- Muchacho –le dijo el consejero-. El rey te encomendó
una tarea muy noble, como es socorrer a la gente o
recompensarla, y tú estás gastando los regalos y ayudas. Das
escándalo, y te quitas la salud.
- ¡¡¡Y a ti qué te importa!!! Hago con mi vida lo que
quiero. Y además ese rey del que hablas, creo que me ha dado
este trabajo para mofarse de mí, para ponerme la miel en los
labios que no debo comer, para ver riquezas ajenas, fiestas
ajenas… y yo aquí en mi choza.
- Pero, ¿no te ofrecieron un trabajo en el que podías ganar
más, si eso era lo que querías? Y además, ¿te falta de algo? –le
preguntó-.
- ¿Trabajar? ¿Quién ha dicho que yo quiera trabajar? ¡Lo
que quiero es vivir! Y la miseria de sueldo que me da no me
alcanza más que para sobrevivir, porque todo lo que no sea tener
los lujos y placeres que existen no es vivir de verdad. Así que,
¡sal de mi choza si quieres conservar la vida!
Después de la visita del ministro no sólo no mejoró la conducta,
sino que comenzó a reunirse con malhechores, que querían derrocar al
rey para apoderarse de toda su fortuna, con la promesa de ponerle a él
de rey títere.
El rey que, debido al continuo cuidado que ponía de su pueblo, se
enteró de la conspiración, mandó detener a todos los delincuentes que
estaban en la conjura, entre ellos a su hijo. Al que se dirigió de la
siguiente manera:
- Ha llegado un día de los más amargos, y que más temía
que pudieran ocurrir en mi vida. El de tener frente a mí lo que
me negaba a ver. Eres mi hijo –le dijo-.
El hijo lo miró como si lo viera entre alucinaciones. ¡Qué estaba
diciendo!
- Te puse en la choza para que comprendieras lo que
significaba ser rey, que es servir desde un puesto más alto y con
más perspectiva a la felicidad de un país. Tú has hecho lo
contrario. Poco tenías que hacer, y ni eso has hecho. Podrías
haber encontrado la felicidad en extender la felicidad, y te la has
querido quedar toda para ti.
Mucho más que a la sangre, me debo a la justicia, y a la
misión que la vida me encomendó. Si ahora te convirtiera en
rey, sería tan poco fiel a mi compromiso, como tú lo has sido al
tuyo. Así que, con todo el dolor de mi corazón, debo quitarte el
trabajo para el que has demostrado que no sirves, y dejarte libre,
para que te busques la vida como lo hacen todos los habitantes
del reino. Así comprenderás el esfuerzo que supone a cada uno
de los ciudadanos conseguir lo que tienen, porque el que obtiene
algo a cambio de nada, parasita a su vecino, y no suma a la
naturaleza. Vete y vuelve el día que la altura de lo que seas,
iguale a la de lo que deseas.
El padre lo despidió, y éste salió de su palacio con más
resentimiento que comprensión. Comprensión que sólo la vida le
devolvería.
Con estas palabras les envió a “cabalgar el cuento” para ver a dónde les
llevaba.
El rico inconsciente
“La enfermedad del ignorante es ignorar su propia ignorancia”. Amos
Bronson Alcott
- Cuentan que un hombre rico poseía campos y casas, caballos y
vacas. Y que una tarde paseaba triste por la plaza del pueblo, cuando
se cruzó con un amigo.
- ¿Qué te pasa, Ramón, que te veo tan afligido?
- Las desgracias me acechan –gimió-. Una de mis mulas
ha enfermado, y está a punto de morir. ¿Puedo ser un hombre
con mayor mala suerte?
- En verdad compruebo que eres desgraciado y pobre,
porque teniendo bienes que no alcanzarías a contar… no te he
visto ninguna tarde venir sonriendo y dando las gracias a la
vida, por cada uno de los caballos que gozan de buena salud, por
tu familia, por las cosechas de tus campos, por el sol que llena
esta tarde la plaza, y que nos calienta a ambos sin pedirnos nada.
Bien veo que eres pobre y desgraciado, porque eres ciego para
la felicidad, mientras que tienes una vista muy aguda para
cualquier rasguño que te haces en la piel. Pasarás toda tu vida
viendo lo que te falta, en vez de disfrutar de lo que tienes.
- Ramón se despidió de su amigo y se fue a casa pensando que
era muy fácil ser feliz sin tener mulas que se le muriesen, que ya le
gustaría a él ver a su amigo en su lugar, y si entonces sonreiría tanto.
Después de la intervención de Felipe todos salieron en silencio hacia una
noche que comenzaba a colocar las estrellas en el cielo.
Leonardo necesitaba seguir quitando capas de su cebolla particular.
Necesitaba saber que estaba haciendo algo valioso en su vida, y para ello
tendría que desprenderse de muchos conceptos que le habían ralentizado,
cuando no detenido, a la hora de seguir avanzando.
No es fácil
“Si soy lo que tengo y lo que tengo lo pierdo, entonces ¿Quién soy?”
Erich Fromm
- No es fácil –escuchó a su espalda en aquella voz con perfecto
inglés británico de la profesora-.
- ¡¿Qué?!
- Que no es sencillo dejar atrás el “Yo soy así”. Primero hay que
comprender que “no somos así”, sino que hemos “aprendido a ser así”.
Nadie es perezoso, sino que ha aprendido a ser perezoso, primero un
poco, luego se convirtió en costumbre, y terminó por cristalizar en la
creencia de que éramos así. Si crees que “eres” de una manera, no es
posible el cambio. Es como si crees que eres rubio, no puedes pensar a
la vez que eres moreno. El verbo “ser” es de los más peligrosos que
existen. Si lo usas mal, puedes desperdiciar una vida entera.
Muchas veces son los demás los que nos definen: eres tonto, eres
gracioso… y si nosotros nos lo creemos, actuaremos de ese modo,
como si nos hubieran repartido un papel de una obra de teatro. No
somos, nos comportamos, y las conductas sí se pueden cambiar. No
sólo no hay que tener miedo al cambio, sino entender que es una de
nuestras primeras funciones en la vida: cambiar, mejorando. Si alguien
no quiere cambiar, es que no quiere mejorar.
A medida que vas trabajando sobre la mejora, llega un día que no
sientes dejar atrás esas costumbres que hasta ese momento creías que
eras tú, sino que deseas soltar el lastre para ser más libre, para poder
decidir, y que esa pereza, por ejemplo, no decida por ti.
Leonardo necesitaba oír esas palabras para no sentirse tan solo en ese
camino.
- ¿Y usted también pasó por esto? –le preguntó pensando que era
imposible que, alguien como ella, un día estuviese sentada en una silla
como la suya, haciéndose las mismas preguntas-.
- Todos los que conozcas aquí somos voluntarios, que antes
estuvimos donde estáis vosotros, sembrando historias en nuestro
interior para que germinasen en otras nuevas, y en comprensiones del
mundo donde nos ha tocado estar. No todos han seguido, porque, como
has sentido, cada capa de la cebolla es más difícil de quitar. No es lo
mismo reconocer que una ha sido un poco perezosa, que admitir que
ha sido enormemente egoísta frente a la gente que te rodea. Hay capas
que, de momento, nos dejamos puestas. Nadie puede recorrer tu
camino por ti. Nadie puede despertar por ti cada mañana. Debes
despertar tú. Alguien puede llamarte, pero si te empeñas en dormir…
No se duerme igual sabiendo que no estás solo en el camino. Cuando
cierras los ojos por la noche, sientes que la oscuridad no es tan fría, que algo
te acompaña.
A la mañana siguiente la profesora les esperaba con una nueva
advertencia.
- Con lo que aprendéis aquí no os resultará difícil tener “éxito”
en el mundo. En parte se trata de eso, porque eso permitirá que
vuestras palabras tengan más eco, y que vuestras acciones lleguen a
más personas. Pero vivimos en un mundo donde, quien no quiere
avanzar, desea que nadie avance. No os van a regalar nada, y debéis
estar preparados.
Si una persona que forma parte de un grupo no quiere andar, y los
demás sí, ¿qué creéis que hará? –les preguntó-.
- Tratar de torpedear el avance de los demás –contestó Steve-. Si
los frena a todos, no se notará que él no ha querido moverse… ha sido
el grupo entero, el que no ha avanzado.
- ¡Exacto! Pues vosotros os vais a querer mover en muchas
ocasiones. No lo olvidéis. Por eso os quiero contar la historia de una de
las muchas falacias a las que tendréis que enfrentaros.
La falacia de la desigualdad de la
riqueza
“La envidia va tan flaca y amarilla porque muerde y no come”. Quevedo
Cuenta lo siguiente: Había una vez en un pueblo dos vecinos,
Amancio y Provechonio, los dos tenían la misma tierra y la cultivaban
de igual forma. Eran más o menos igual de ricos o de pobres, como se
quiera ver. Ganaban al año 20 monedas de plata, con las que vivían
modestamente.
Amancio decidió coger las verduras y hacer conservas para
venderlas, cuando escasearan éstas en el mercado, por estar fuera de
temporada.
Provechonio se reía de él, argumentando, que prefería el dinero de
hoy para disfrutarlo ya, que esperar a más adelante. Amancio, no le
hacía caso, y salía de viaje con sus conservas. Lo que provocaba que
Provechonio se volviera a reír, diciendo que él estaba mejor en casa,
sin arriesgarse por esos caminos, sufriendo penalidades, y malos
hostales.
Al volver del primer viaje, ese primer año, Amancio había ganado
40 monedas de plata.
“De repente” ganaba el doble que antes, y, consecuentemente, que
Provechonio.
Amancio se dio cuenta de que había una demanda importante de
conservas. Así que al año siguiente compró la cosecha de otros vecinos
del pueblo, y entre ellos de Provechonio, al que dio 22 monedas por
sus verduras. ¡Más que nunca! Y se dedicó a hacer conservas, además
tuvo que contratar a personas del pueblo para que le ayudasen a hacer
las conservas, y a otros para que colaboraran en los repartos, por las
rutas que él iba abriendo.
Ahora todo el mundo en el pueblo ganaba más dinero que el año
pasado, y estaban felices. Amancio comenzó a vender cada vez más y
en más lugares, y por lo tanto ganaba más dinero. Obviamente,
también tenía más problemas, y a veces perdía el cargamento por el
camino. Pero entre los ingresos, los gastos y las pérdidas, ganaba
mucho más que cuando simplemente era un labriego.
Al pasar de los años, Amancio se convirtió en uno de los hombres
más ricos del mundo, y el pueblo donde vivía había prosperado mucho.
La gente, como mínimo, ganaba el doble que antes. Por ejemplo,
Provechonio ganaba 40 monedas de plata. Sin embargo, no se le veía
feliz.
Un día en que su envidia superó a su sentido común, Provechonio
fue a la plaza del pueblo, y dijo que era injusto que existiese esa
desigualdad, que Amancio era un explotador y un avaricioso,
pretendiendo que Amancio diese toda la fortuna que había logrado en
esos años, y que pagara todos los gastos que se les antojara a los del
pueblo.
El gran argumento que esgrimía, era que la riqueza de Amancio, era
mayor que la de todos los del pueblo juntos. A lo que la gente se
llevaba las manos a la cabeza. La envidia se extiende entre los
envidiosos como el fuego en verano. Y que desde que estaba Amancio,
la desigualdad había crecido en el pueblo. Ahora eran mucho más
desiguales. No miraban, obviamente, lo que habían mejorado, sino lo
que tenía el vecino.
Amancio de forma generosa daba conferencias en el pueblo,
instando a la gente a recorrer el mismo camino que él. Asegurándoles
que en sus muchos viajes por el mundo, se había dado cuenta de que
estaba lleno de oportunidades, esperando a que la gente las
aprovechara, y que, igual que él había hecho sin ser más listo que los
demás, cualquier otro podría. Que no sólo se necesitaban conservas de
verduras, sino de otras muchas cosas, y herramientas de todo tipo,
ropa, utensilios variados, muebles de fácil montaje… Y que gracias a
su empresa, se habían abierto carreteras, que ahora podrían aprovechar
los demás, para llegar a cualquier lado. Y que además, el mundo ahora
respetaba a su pueblo, porque lo consideraban cuna de emprendedores.
De nada servían los exhortos de Amancio, que caían en el saco roto
de la avaricia de sus vecinos. Nadie quería hacerse su propia fortuna y
arriesgar su cómoda seguridad de todos los meses, ¡querían la fortuna
de Amancio! La gente sólo veía ya sus 40 o 50 monedas, comparadas
con las miles que tenía Amancio. Los ojos envenenados por el odio, no
alcanzan a ver más, que lo que alimenta su locura. Algo, de lo que fue
haciéndose consciente Amancio, muy a su pesar.
Decidieron robarle todo lo que tenía, y él al saberlo, se resignó a
tener que irse a vivir a otro país, donde entendieran el beneficio que
suponía, que personas se dedicaran a crear riqueza. Pero antes de que
pudiera salir, lo atraparon y lo mataron. Se repetían que, una vez que la
empresa fuera suya, la riqueza revertiría en el pueblo, y todos serían
ricos, no tanto como Amancio, porque además eso era “inmoral”, pero
sí mucho más de lo que eran ahora.
Lo que se hace con codicia y envidia se reparte mal. Los del pueblo,
como auténticos saqueadores, se aprestaron a coger todo aquello que
pudieron de Amancio. Unos se apropiaban de una parte de la empresa
de Amancio, otros de otra; unos le robaban los muebles, otros el coche;
uno se llevó un camión, y así, hasta desvalijarlo todo.
Pero una cosa era ponerse de acuerdo para robar, y otra muy distinta
hacerlo para producir. Así, cada uno pretendía, que la parte de la
empresa de la que se habían apoderado, era la más importante, y, por
ello, debían recibir mayor porcentaje de los beneficios. Todos se
llamaban entre sí avariciosos y codiciosos, y no había peor insulto que
decirle a alguien que era como Amancio. Las pretensiones del vecino
pasaron a ser usurarias, mientras que las de uno eran completamente
legítimas. Además, siendo todos jefes, todos esperaban que trabajaran
los demás, y ser ellos los que daban órdenes, esperando simplemente
llenar sus arcas de beneficios inagotables.
No se tardó mucho en que las latas de conservas dejaran de salir de
los almacenes. Los campos quedaron sin cultivar, porque todo el
mundo esperaba que cavara el vecino. “Nunca se vio a un conservero
ser agricultor…” –se había implantado ese lema en el pueblo-. Al
principio, con el dinero de las cuentas de Amancio, compraron
verduras a pueblos cercanos, que al detectar la escasez, subieron los
precios. Cuando fueron a vender las latas al mercado, los clientes las
encontraron caras y de peor calidad que las que antes ofrecía Amancio.
Al año siguiente, desde otra parte del mundo, alguien creo una
empresa de conservas parecida a la que tenía Amancio en su día, y
ocupó su lugar en el mercado. Los habitantes del pueblo no tenían a
quién vender sus verduras, y menos al precio que antes les pagaba
Amancio, con lo que se fueron pudriendo en sus despensas, incapaces
de rebajar sus expectativas y precios.
La fama de codiciosos, envidiosos, y vagos, junto con lo que habían
hecho con Amancio, se extendió por el mundo, y nadie quería
comerciar con ese tipo de personas, a las que ni les vendían nada, ni
tampoco les compraban.
Cuando la pobreza era extrema, surgieron las envidias entre ellos,
porque no todos tenían lo mismo. Unos, dentro del desorden, habían
administrado mejor sus recursos que los otros.
Así el que tenía un poco más que los demás, inmediatamente era
asaltado, robado y matado por sus vecinos, con lo que nadie trabajaba y
producía, porque el que lo hacía se arriesgaba a morir. Cada vez eran más
pobres, y cada vez se odiaban más entre sí.
Por supuesto, los discursos de Provechonio justificaban su situación, y
culpaban de todo a Amancio, que por lo visto, incluso muerto, seguía
siendo la causa de todas sus desgracias, y también al mercado de
hortalizas, que estaba lleno de gente egoísta y ambiciosa, que quería
aprovecharse de ellos.
Éste será el mundo al que os tengáis que enfrentar. Cualquier avance en
vuestros respectivos campos será contemplado con recelo. Hay que
aprender a nadar entre tiburones:
Primero, hasta que se tenga la suficiente fuerza, no llamando la
atención del resto,
luego no provocándoles innecesariamente,
y, por último, siendo más inteligente que ellos, si se produce un ataque.
Ahí os lo dejo. ¡Que la fuerza del cuento os acompañe! –bromeó para
terminar-.
El sabor de lo distinto
“¿Qué sería de la vida, si no tuviéramos el valor de intentar algo nuevo?”
Van Gogh
Lúa lo había ido a esperar a la salida de la clase. Hay pocas cosas que
alegren más que ver la cara de un perro cuando reconoce a quien espera,
moviendo la cola. Leonardo la abrazó, y ella, con cara entre resignada y
orgullosa, apoyó todo su peso contra él, como para decirle que el abrazo era
de los dos.
Fueron caminando hasta la cabaña, pero Lúa continuó hasta la parte de
atrás. Leo la siguió, y ésta le mostró unas plantas de fresas, que no había visto
antes, debido a que habían crecido unos arbustos al lado, que medio las
ocultaban.
Cogió una de las más maduras y se la llevó a la boca. Cerró los ojos, y
sintió la suerte de encontrar algo que no sabía que buscaba, y que le llenó de
frescor más sentidos de los que recordaba que le estimulaban las fresas.
Cuando abrió los ojos, la cara de Lúa parecía preguntarse qué le estaba
pasando. Leo alargó la mano y cogió otra fresa completamente roja, y se la
dio a Lúa. La masticó extrañada, y la tragó sin mucha convicción.
Estaba visto que el mismo libro, no sabe igual a todo el mundo.
A Leonardo le tocaba ahora dejar que el cuento diese su fruto en el
interior. Para ello visualizó los campos, y la lenta y poco comprendida labor
de seleccionar lo que nos llega. Algo que no podía compartir con nadie, le
dijo a Lúa.
La compañía de la perra comenzaba a hacerse casi imprescindible para él.
Su silenciosa presencia, la elocuencia de sus miradas, su extraña forma de no
obedecer órdenes, formaban parte de ese silencio que compartían.
Ésta, a veces, se situaba a una distancia desde la que podía vigilar la
mayor parte de la finca, y a la vez la puerta del aula. Leonardo la veía desde
su silla y sonreía, como se sonríe cuando ves que en tu buzón aparece la carta
de un amigo.
- Bueno, bueno… ¿Habéis encontrado las semillas que darán
mejor fruto? –preguntó la profesora con una jovialidad, que jamás
hubieran imaginado después de verla en la televisión o en los
periódicos-.
Warren tomó la palabra.
- Podríamos definir la economía como la gestión de los recursos
escasos. Y creo que lo que no tenemos muy “economizado” es nuestro
tiempo y nuestra capacidad mental. No los vivimos como lo escasos
que son. Ni nos va a dar tiempo a saber de todo, ni a conocer a todo el
mundo, ni a hacer ni la décima parte de cosas que nos hubiera gustado
hacer. Por eso tengo la regla de los 500.
Todos se inclinaron ligeramente hacia delante para saber de qué se trataba,
y es que pocas cosas captan más atención que una etiqueta bien puesta…
- Hace poco me pregunté cuántos libros iba a leer en mi vida.
Algo que la mayoría de la gente no se ha preguntado jamás. Pensé que
si leía una media de 12 al año, que es uno al mes, durante los próximos
42 años serían 504 libros. Algo que me situaría, probablemente, entre
el uno por ciento de la sociedad que más lee.
¡Qué fácil es estar entre el uno por ciento! -bromeó-.
Pero obviamente, libros hay cientos de miles, seguramente
millones. Lo fácil es leer libros intrascendentes, que no te aporten
nada, y te quiten de leer alguna de esas joyas que el ingenio humano ha
dado. Por lo tanto, decidí hacer una lista con los 500 libros a leer, y me
juré que jamás empezaría ninguno, sin que previamente hubiera sido
jerarquizado en esa lista.
Me he reservado un hueco al año para una novedad que haya
captado profundamente mi interés, pero siempre la dejo seis meses
enfriar, y si aún la quiero leer, entonces sí lo hago.
La regla de los 500 sirve para muchas cosas. Algunas veces no
serán 500 sino 100, o tal vez 1.000. Por ejemplo, ¿Cuántos viajes vais
a hacer? Pues elegid siempre lo que no os queráis perder, no siendo
que cambien las circunstancias, y la lista se vea truncada de repente.
Al igual que hay que saber invertir el tiempo, hay que acertar
invertiendo el dinero… dado que no lo tenemos infinito… hay que
priorizar, para obtener los mejores frutos.
Ahí lo dejó.
Steve levantó la mano, y con un gesto fue invitado a continuar.
- Hay algo que muchas veces me han criticado, y que ha llevado
a muchos a calificarme de huraño y también de desapegado. Odio los
lugares comunes en las conversaciones y las opiniones repetidas, y
todas aquellas que se ven que han tomado prestadas de otros. La
carencia de originalidad me sobrepasa. Prefiero a alguien sencillo con
opiniones propias, que a otros con apariencia de más cultos, con
pensamientos que no son suyos. Por eso la típica frase: “de toda
persona se puede aprender algo…” la encuentro incompleta. Debería
terminarse con un “siempre que le dediques el tiempo suficiente…”.
Como decía Warren, quizá todo libro tenga una idea genial, un
pensamiento valioso. Pero si me tengo que tragar trescientas páginas
para sentir que es así… no merece la pena leerlo, porque ese tiempo
dedicado a leer otro libro, me reportaría quizá quinientas ideas
geniales. Sé que suena como muy frío. Lo que ocurre es que, al final,
casi todo el mundo actúa de forma inconsciente, porque acaba
destinando el tiempo a aquello que más le gusta. ¿Cuántas horas de
media pasan las personas viendo televisión de programas
insustanciales, o contemplando eventos deportivos? Su selección es
ésa. Pero si luego esos mismos, cuya cultura se ha formado en base a
esos programas, quieren que tú les dediques una tarde, y ven que no te
interesa… les justifica para pensar que eres un cardo insociable.
Ocurre igual en las reuniones, y las ideas en la empresa. Tenemos
un lema:
¿Lo que me vas a proponer me va a sorprender? ¿A quién va a
sorprender tu idea?
Nos hemos comprometido a ser innovadores. Les dejamos el campo
de copiar al resto. Creemos que no es el camino de la grandeza.
Steve hablaba con una pasión intensa, como si cambiar el mundo fuera su
leitmotiv.
Leonardo levantó la mano y, ante una indicación de la mirada de la
profesora, comenzó a hablar.
- Yo me he visto como una esponja, que cada mañana amanece
vacía, y va a tener que recorrer el mundo. Todo lo que haga, cada
conversación, cada lectura, le va impregnando de su sustancia. Cuando
llega la noche esa esponja se escurre en un cuenco, y ése es el alimento
del cerebro, del corazón, de la vida en general.
Puede ser insustancial, tóxico o muy rico y nutritivo.
Si vas alimentándote de forma pobre interiormente, serás alguien
débil y manipulable, alguien sin peso para ti mismo. Por el contrario, si
la esponja retiene lo verdaderamente bueno, cada día será un paso
hacia delante. Lo que sí está claro es que la esponja no puede dar
más de lo que ha recibido. Si no te gusta lo que ves en el cuenco,
cuida lo que absorbes.
Ya antes de venir, trataba de evitar el consumo de información
chatarra, especialmente la vertida por la televisión, que sigue un
principio básico de fácil digestión y cierta capacidad adictiva, porque
lanza anzuelos a esa parte de la psicología que no quiero potenciar.
Y la culpa seguramente no es de la televisión, que simplemente nos
da lo que nosotros le pedimos. Si conocemos a una persona cotilla, y le
preguntamos qué información consume, nos daremos cuenta que es
sobre cotilleos. El problema es que los hábitos y los gustos son
contagiosos. Por eso nunca olvido que soy una esponja. Por lo que los
evito. Porque al final, seré lo que haya dejado entrar en mí, lo que
cada noche exprima como producto del día. Si el resumen de un año
son cuencos llenos de un líquido tóxico, habré, como mínimo,
desperdiciado ese año, cuando no, me habré perjudicado.
Es fácil caer en las trampas y convertirlos en hábitos. Cada día
debemos decidir de qué se llena nuestra esponja –concluyó, haciendo
un gesto como de escurrirla-.
- Oprah, ¿tienes algo para compartir?
- Pues sí. Hace años entrevisté a un hombre que parecía muy
apesadumbrado, al que llamé:
El Bibliotecario equivocado
“No hay mejor medida de lo que una persona es que lo que hace
cuando tiene completa libertad de elegir”. William M. Bulger
Cuentan que un viajero llegó a un pueblo donde descubrió a gente
extraordinariamente inculta. Al preguntarles si no habían estudiado
nada, le miraron como se mira al que habla del alimento que les causó
una indigestión. Todos odiaban leer. El viajero no podía entender
aquella unanimidad en el rechazo a la lectura. Visitó al alcalde, que le
dijo que hacía mucho tiempo, otro alcalde, muy preocupado por la
mejora del pueblo, había contratado a un sabio para que enseñara a la
gente. Además le habían dotado de un presupuesto casi sin
restricciones, para que hiciera la mejor biblioteca que se pudiera tener.
El sabio aceptó el cometido con mucha ilusión, pero pronto todos
aquellos que le visitaban rechazaban leer más. Ninguno quería seguir
leyendo.
El visitante no había oído hablar de ningún caso así en toda su vida,
así que fue a ver al bibliotecario.
- Hola. Soy nuevo en el pueblo, y me gustaría que me
recomendara un libro para leer, para entretener el tiempo que
pase aquí.
- Seguro que serás igual de burro que el resto de habitantes
del pueblo –comenzó resoplando-. ¡En la hora que vine a este
pueblo!
- Es posible. No lo sé. ¿Cuál me recomienda?
- Creo que debes empezar a leer a los clásicos, y no perder
el tiempo en lecturas absurdas, que a ningún lugar conducen.
No sonaba mal la propuesta, pensó el recién llegado.
- Aquí tienes, la Ilíada de Homero.
- ¿Y no tiene algo un poco… menos denso…?
- ¡Otro igual! No me equivocaba. Estáis todos cortados por
el mismo patrón. ¿Qué quieres, leer cosas sin sustancia que
entretengan tu tiempo, y atrofien tu mente?
- ¿Esto es lo que ha recomendado al resto de vecinos?
- Por supuesto. Me trajeron por sabio, no por payaso. Si
querían cosas divertidas, que hubieran traído a un cómico.
- ¿Usted daría de comer a un bebé un chuletón de buey?
- ¡Claro que no! No lo digeriría.
- Pues con la lectura ocurre algo parecido, creo yo –
argumentó el viajero-. Leer es un camino que nos conduce a
tesoros, pero si no se ama andar no se recorre ni un metro.
Todos los grandes lectores que conozco, y usted seguro que
no es una excepción, comenzaron por leer en su infancia y
juventud los mejores textos para esas edades. No sé, Julio
Verne, Jack London, Stevenson… para una vez dominado el
medio, aventurarse con lecturas cada vez más densas y
completas. Pero sin esos primeros pasos, jamás hubieran
recorrido el camino.
Ésa y no otra es la labor de un maestro. Saber seleccionar lo
mejor para cada nivel de madurez de sus alumnos. Despertar el
amor por cualquier materia de la que se quiera enseñar.
Cimentar la pasión, con la seguridad y la fluidez en el avance.
Hay muchos eruditos que están más preocupados de
demostrar que lo son, que de ser de ayuda a los demás, y luego
se quejan de que la gente no los entienda. Y recuerde, lo que a
usted le ha costado años entender, no puede pretender que otros
lo consigan en semanas. Lo obvio para usted, es complicado
para el que se inicia en cualquier campo.
- Pues si eso era lo que buscaban… deberían haber
llamado a un maestro de escuela, y no a un erudito de mi nivel –
respondió sin deseo de descabalgarse de su orgullo-.
- Efectivamente –repuso el viajero-. Un ciego, cogiendo
libros al azar, lo hubiera hecho mejor que usted.
Y se fue a explicárselo al alcalde, que lo despidió al día siguiente.
- Ángela, para terminar, ¿qué nos dices?
- Pues me he visto, y nos he visto a todos, con la responsabilidad
que adquirimos al recibir todo este conocimiento. Hay mucha cultura
vacua, que no ayuda más que a entretener el tiempo, y debemos ser los
que aportemos un puntito más. La gente cuando sale a cenar a un
restaurante un poco especial no pide lentejas con chorizo. Eso ya lo
come en casa cuando quiere. Buscan que les sorprenda el talento del
cocinero. No van a calmar su hambre, sino su capacidad de sorpresa.
Pero, como me advertía mi padre cada vez que cuestionaba algo de
nuestra ciudad… los que hoy mandan en la ciudad no van a recibir de
forma pacífica a una niña que los aventaja en talento. Para que no se
me olvidara, me contaba el cuento de
Vendedores de seguridad
“Aquellos que cederían la libertad esencial para adquirir una pequeña
seguridad temporal, no merecen ni libertad ni seguridad”. Benjamin
Franklin
Había una vez un reino donde la población era rebelde, libre y
levantisca. Las personas se resistían a aceptar la autoridad de nadie que
se proclamase superior al resto. Sin embargo, de entre ellos había uno
que se tenía por descendiente de nobles, y pretendía convertirse en rey,
para así gobernarlos, vivir a su costa, que trabajaran para él, y lo
enriquecieran, apropiándose de las propiedades ajenas.
Lo había intentado todo, pero el deseo de libertad de la gente
parecía irreductible, y se concretaba en el lema que habían repetido
durante generaciones: “No quiero dirigir la vida de nadie, pero que
nadie dirija la mía”.
Ambicionando el poder, no paraba de darle vueltas de cómo hacerse
con el control de la sociedad.
Había oído hablar de un hábil consejero que encontraba fisuras en
cualquier rival, terminando por vencer casi todas las batallas. Su
nombre era Nicolás Masquiapelo. Lo mandó llamar y, una vez que
hubo llegado, le contó su propósito y su, aparentemente insalvable,
dificultad.
- Véndeles seguridad. A eso no se resiste nadie –fue su
primer consejo una vez oído-. Todas las personas tenemos un
pozo oscuro en nuestro interior que se llama “miedo”. En él
se ocultan numerosas palancas que nos atenazan. Lo único que
debes hacer es ahondar en el pozo ese de tu pueblo, y luego
ofrecerles el antídoto… la seguridad.
- ¿Seguridad? ¿Estás loco? ¿De dónde voy a sacar yo
seguridad, si no te puedo ni garantizar que dentro de un año esté
aquí?
- Pero ellos no lo saben. El principio básico de
manipulación humano es el siguiente: todo el mundo tiende a
creer que es cierto, aquello que quiere que ocurra. Así si
alguien quiere enamorar a una persona, tenderá a interpretar
como confirmaciones, cada palabra o gesto medio favorable que
ésta haga. El que no quiera trabajar, recibirá con agrado toda
promesa de pan, casa y sueldo gratuito…
- ¿Y qué podemos garantizarle que ellos quieran, y se lo
vayan a creer?
- Empieza por la paz. Inventa enemigos o créalos de
verdad, para que se sientan amenazados. Cuando la gente teme
por su vida, encuentra muchas razones para reclamar seguridad.
¿Y quién puede dársela? Tú y tu pequeño ejército.
Dicho y hecho. Reclutó un pequeño ejército, y con él atacó a un país
vecino del norte, procediendo rápidamente a replegarse en su castillo.
El reino vecino se armó inmediatamente para devolver el daño
recibido, atacando las zonas limítrofes, quemando casas y cosechas.
Los habitantes de esas zonas huyeron despavoridos hacia el castillo, en
busca de refugio.
El aspirante a rey los recibió con aparente generosidad. Al poco los
reunió y les dijo:
- Bien está prestaros seguridad, pero esto tiene un coste. A
partir de ahora, crearemos unos impuestos, que servirán para
tener un ejército, que proteja, de posibles ataques extranjeros,
vuestras vidas y haciendas. Y para ello, me daréis el diez por
ciento de lo que obtengáis de vuestras cosechas y ganados.
Los habitantes lo aceptaron para poder volver a sus casas. Mejor era
el 90% que nada. Al poco tiempo se dirigió al resto de habitantes del
reino y les dijo:
- Hemos sabido, gracias a nuestros espías, que países
extraños quieren invadir otras zonas del nuestro, para quedarse
con las propiedades y esclavizar a las personas. Debemos hacer
un ejército superior. Ya visteis lo que pasó en la zona norte…
La gente asustada transigió voluntariamente. Y ahí comenzó el
principio de la riqueza del rey, puesto que si él recaudaba diez, el
mantenimiento del ejército no costaba ni la mitad, y además tenía a
todo un cuerpo de personas armadas a su servicio, que podía utilizar
para intimidar a los reinos extranjeros, pero sobre todo a los
ciudadanos propios en caso de revuelta.
- Quiero más -dijo su codicia a Masquiapelo, que
inyectaba sus ojos de fuego como un tigre que ha probado la
sangre-.
- Deja a los ladrones robar por las casas. Crea luego la
policía, y eso te dará aún más control, y justificación para
recaudar más.
Así lo hizo. Subió los impuestos otro 10% y como, obviamente, la
policía no costaba ni la mitad, seguía llenando sus arcas del dinero de
sus ciudadanos.
- ¡Más! Esto es poco –volvió a reclamar-.
- ¿Qué es lo que más temen las personas?
- La muerte –repuso el rey-.
- ¿Y quién la trae?
- La enfermedad.
- Pues véndeles seguridad con su salud.
Y así lo hizo… Decidió crear un servicio nacional de salud para
atender las enfermedades, y eso justificó la subida de otro 10% en
impuestos. Algo, que siguiendo el mismo modus operandi…costaba
mucho menos, y lo enriquecía cada día más.
- Masquiapelo… ¡quiero más! –gritó sin contención-.
- Crea un cuerpo de trabajadores vitalicios a tu servicio.
Asegúrales que no les faltará el sueldo. Matarán por su
seguridad para defenderte, y…
- ¡No me lo digas! Que pagarán el resto de los
ciudadanos…
- Exactamente. Y por si aún quieres más… Véndeles la
seguridad a todos de que les prepararás para un mejor futuro
profesional. Crea un sistema de educación.
El rey rio la ocurrencia del Masquiapelo.
- Jamás pensé que fuera tan fácil… Puedo entender lo del
ejército, pero… ¿Por qué no contratan ellos a los profesores?
Les saldría infinitamente más barato.
- El miedo no hace cálculos, su majestad. Cuando yo
llegué, éste era un país de hombres libres… hoy no sabrían ni
sonarse los mocos sin una ley que les diga cómo. Hoy se creen
absolutos incapaces para organizar su propia vida.
- ¿Y cómo no ven la completa ineficiencia del sistema?
- Porque el miedo no les deja –sentenció-.
Pronto no sólo fue el rey, sino que los empresarios más potentes
comprendieron el mecanismo utilizado por el mismo, y comenzaron a
ofrecer trabajo a cambio de seguridad. La gente acudía en masa,
porque habían renunciado a su potencial. Como si alguien que tiene
una huerta, le dijeran que se la dejase cultivar al vecino, a cambio de
una mínima parte de lo que podría sacar él si la cultivara, pero eso sí…
sin esfuerzo y, sobre todo, ¡seguro!
El miedo se convirtió en el gran ladrón del talento del pueblo.
Porque el miedo extirpa la voluntad de actuar en contra, pero
desincentiva, cuando no inhibe completamente, al talento.
El país se volvió más pobre en la medida que el rey se hacía más
rico. Y aunque intentos hubo de revelarse, recordando su antigua
bravura, bastaba que el rey hiciera un comunicado, diciendo que fulano
quería poner en peligro su seguridad, para que el mismo pueblo lo
laminara. Cada uno miraba lo que temía perder, y eran incapaces de
calcular lo que les costaba.
Por eso os he contado este cuento… porque sois personas de
sorprendente talento, pero no sé si entre vuestras virtudes está la de la
valentía, que es la que hace posible que florezca el resto. Recibiréis
muchas ofertas para que tiréis del carro de otros, que os venderán algo
que no tienen: la seguridad. Seguridad que os garantizaréis, sin saberlo,
los unos a los otros de los que estéis uncidos al carro, jamás el que lo
lleva.
Y ahora… cabalgad sobre el cuento –les dijo concluyendo la
narración-.
El mercado de seguridades
“El pueblo no renuncia nunca a sus libertades sino bajo el engaño de una
ilusión”. Edmund Burke
La reunión de la noche venía cargada de miedos superados o descubiertos,
de ansias de ser libres y arriesgados. Al menos a eso olía el aire antes de
llegar, a eso, y a azahar...
- ¿Un voluntario para empezar? –invitó la profesora-.
- Me gustaría contaros por qué decidí ser siempre libre –propuso
Steve-. Cuando yo era un jovenzuelo, en mi misma calle vivía un
conductor de trenes, que al verme siempre brujuleando en busca de
nuevas cosas me dijo:
- Te voy a contar la historia de
El preso decorador
“La puerta mejor cerrada es aquella que puede dejarse abierta”.
Proverbio chino
- Que cuenta la historia de un hombre al que metieron preso muy
joven. Al poco tiempo de estar allí y, una vez asumido su destino entre
llantos, decidió enfocarlo de la forma más positiva posible.
Existía la opción de trabajar tejiendo cestos a cambio de un salario
miserable. Así que a ello se encomendó, ya que las autoridades
penitenciarias, astutamente, habían permitido que los presos, con el
resultado de su trabajo, pudieran comprar muebles y distintos enseres,
que ellos mismos les vendían, para mejorar la comodidad de la celda.
El preso casi derramó el mismo número de lágrimas al estrenar su
nuevo colchón, que cuando entendió la duración de su condena, pero
esta vez de felicidad. Habían sido algunos meses de duro trabajo para
conseguirlo.
Redobló la dedicación y el esfuerzo para comprar un pequeño
butacón, y luego un televisor en color, así como un bonito edredón, y
unos cuantos cuadros, una alfombra… de tal suerte, que su celda
parecía una habitación de un modesto hotel. Y sin duda, la más
coqueta de la cárcel. Cada compra suponía un motivo de regocijo
interno. Pidió permiso para tener una pequeña parcela en el patio,
donde cultivaba algunas hortalizas, para la que fue comprando
herramientas, y hasta una pequeña caseta.
Al cabo de bastantes años, un día el alcaide le llamó, y le dijo que
su conducta había sido ejemplar, y que había redimido su pena. Que
mañana sería libre. Que el mundo le esperaba.
El preso recibió la noticia como se reciben las bombas en tiempo de
guerra. Su vida se caía como un edificio demolido. ¿Qué sería de su
cama, su alfombra, sus cuadros, y sus plantas de tomates, que aún no
habían dado la cosecha de este año?
Esa misma noche al ser conducido a su celda se volvió contra un
carcelero, y le golpeó hasta dejarlo inconsciente.
Su pena se amplió otro gran número de años.
Y al pasar su mano esa noche sobre su mullido edredón, sintió que
un hombre debe luchar por aquello que le pertenece, que ninguna
justicia podría arrebatarle todo por lo que había luchado, y dejado la
salud y la vista, durante todos esos años.
Muchas veces, quizá no nos damos cuenta, de que lo que estamos
haciendo, es decorando nuestra cárcel, en vez de luchar para
liberarnos. Cuantos más adornos le pongas, más preso estarás. Me
pregunto, si esta sociedad consumista , no será un gran mecanismo,
creado para que ratones impulsen una rueda, que no va a ninguna
parte.
Así concluyó Leonardo.
- Ángela, ¿qué te ha venido?
- Pues yo he repasado, no sólo la construcción de las sociedades
en base al miedo, sino también las relaciones internacionales. ¿Cuántas
alianzas hay basadas en el miedo? El miedo militar, el miedo
comercial, el miedo social, religioso… los países se asustan entre ellos
en vez de colaborar, se enseñan los dientes, cuando no, directamente,
los clavan en forma de guerras. Por eso existen las fronteras, para
establecer el límite al miedo. Un límite ficticio, como ficticias son las
fronteras, que sólo son visibles a los ojos de los prejuicios.
Igual que hay políticos que hacen toda su política en base al miedo.
Hace un tiempo oía a un líder decir: El miedo va a cambiar de bando.
Pretendiendo con ello animar a los suyos, y tratar de asustar a los
adversarios. Lo que no podían imaginar los que le reían las gracias es,
que cuando el miedo es la moneda de cambio, ésta se dirige contra el
divergente, que el miedo y la represión se volvería contra cualquiera
que le cuestionara lo más mínimo, convirtiendo la política de ese
sujeto en una extensión de las amenazas y las represalias contra
cualquier opositor.
Con el miedo sólo se construyen infiernos, y el infierno, eso sí, es
un lugar muy seguro.
- Felipe, ¿quieres añadir algo?
- Me gustaría contar una anécdota, que me ha servido de
impulso, frente a la tentación del “territorio seguro”. Cela, un
escritor español, cuando se fue a vivir a Madrid para forjarse una
carrera, recaló en una pensión acorde al dinero de que disponía. Por
aquel entonces: cien pesetas al mes.
El tiempo pasaba, y Cela siempre encontraba excusas para no
buscarse la vida de forma decidida.
En ese momento tuvo una ocurrencia que le salvó, y que
probablemente le convirtió en el escritor que luego fue:
Se cambió a una pensión mucho mejor, cuyo coste mensual, era
nada menos que el doble: doscientas pesetas. Ahora no la podía pagar
con sus recursos.
¿Qué le tocó hacer?
Trabajar y encontrar soluciones, para reunir las cien pesetas que le
faltaban. Salió de la seguridad y encontró la gloria.
Desde ese momento, salir de mi zona de seguridad es una norma
que nunca desobedezco. A lo que suelo añadir una pregunta que me
clarifica el análisis:
¿Lo que vas a hacer te acerca o te aleja de tu objetivo? Todo lo
que no me acerque a él, es una cárcel, por atractiva y oportuna que
pueda resultar. A Cela, una pensión de cien pesetas, le alejaba de su
objetivo de ser escritor. A otros será un proyecto muy interesante, una
“oportunidad única”, un miedo no resuelto, un supuesto ámbito de
seguridad…
Más de uno rio la ocurrencia del escritor. Quizá no era mala palanca, la
necesidad, para estimular el talento…
- Warren, creo que sólo quedas tú.
- Yo he tomado la decisión de dar respuesta a la estupidez
humana. ¿Quieren seguridad? Pues se la daré. Construiré un mundo
donde sientan que pisan de forma más firme que por otros caminos.
He comprobado que quizá la pregunta que más se hace la gente, y
sobre todo, en temas de dinero, es la siguiente: ¿Es seguro?
Pregunta absurda, porque habría que contestarla diciendo: depende
de lo que cambien algunas variables que determinan el resultado. Pero
ellos quieren oír: sí. Así que me concentraré en los medios y negocios,
que más puedan acercarme a ese sí que me reclaman.
Y no sólo hay que dar seguridad, hay que dar una imagen que vaya
en consonancia. El comportamiento predecible, la vida “sensata”…
innovaré en mi campo, siendo el gran proveedor de seguridades.
De todas formas, hay algo que me resisto a comprender, aunque lo
veo a diario. La gente se empeña en creer que hay cosas gratis.
Como esa seguridad que buscan en el estado. Nada, absolutamente
nada, es gratis. Tendemos a llamar “gratis” a lo que pagan los demás.
Y, de hecho, todo lo que nos parece gratuito suele ser aquello por lo
que pagamos un precio más alto. No hay nada más liberador que la
etiqueta con el precio de cualquier bien. Eso te permite saber cuál es su
valor en el mercado.
Si un médico me cobra X por una consulta puedo valorar si es caro
o barato, pero si no me cobra, y lo pago de forma indirecta a través de
impuestos, nunca sabré lo que me está costando, y la tentación para
que ese servicio se convierta en un sistema de llevarse dinero, los que
lo organizan, es imposible de evitar.
Si alguien os dice “gratis”… ¡salid corriendo! –terminó con tono
burlón-.
Tres preguntas
“Tengo una pregunta que a veces me tortura: estoy loco yo o los locos son
los demás”. Albert Einstein
Lo bueno que tiene el sol es que de la misma forma que nos trae la
mañana, también se encarga de que llegue la tarde, aunque el día haya sido
triste y largo. Y con la tarde vino la última reunión.
Hoy haremos una nueva excepción al método de enseñanza. Después de la
puesta en común de los encargos, nos tomaremos unos refrescos y unos
dulces, y podremos hablar entre nosotros. Os aconsejo que aprovechéis para
conoceros, y quedaros con la forma de poneros en contacto entre vosotros,
porque seguramente os podréis ayudar más de lo que imagináis.
Una ola de alegría recorrió la sala.
- Venga, ¡a la tarea! –no dio tregua-.
Bill. ¿Qué ciencia o arte estudia el punto donde se une la estrategia
y la gestión de personas?
- Bien, no sé si habré acertado. Creo que es el LIDERAZGO.
Con él se consigue que las personas persigan la consecución de los
fines y objetivos de la empresa o el proyecto. Sin liderazgo habrá que
llevar a las personas a empujones, y se ralentizará mucho el paso. Por
lo tanto, el liderazgo sería la ciencia que nos permitiría que las
personas de un proyecto se sumen voluntariamente a la consecución
del objetivo que tengan.
Todos se sorprendieron del análisis de Bill
Te toca Steve. ¿Qué ciencia estudia el punto donde se une la
estrategia y las ventas?
- Pues ésta creo que la he tenido siempre clara: el MARKETING.
No es otra cosa que, escuchar primero a tus clientes, detectar sus
necesidades, incluso más allá de lo que son conscientes, y una vez
escuchados, orientar la estrategia de la empresa para encontrar
soluciones para esas necesidades. Luego recorrer el camino inverso…
Es decir, una vez decididas las apuestas, encontrar los medios para
comunicarle a tus clientes, que tienes las mejores soluciones para sus
necesidades, y que se convierta en adhesión en caso de un proyecto, o
de ventas en caso de una empresa.
De nuevo todos miraron con asombro el ejercicio de claridad que acababa
de hacer Steve.
- Y por último… Warren. ¿Qué ciencia estudia el punto donde se
unen las ventas y la gestión de personas?
- Una crucial y muy peculiar… -dejó unos segundos para
provocar ese pelín de ansiedad que nace de los silencios que no
esperas…-. La DIRECCIÓN COMERCIAL. Si dirigir personas es un
arte complicado, la dirección del personal que debe “comunicar” a la
sociedad las bondades de nuestras propuestas, es mucho más
complicada, porque los resultados son siempre imprevisibles, y la
motivación es un elemento crucial en la consecución de los mismos.
He conocido a pocos buenos directores comerciales. Cuando conoces a
uno… te marca, porque no son gente normal.
- ¿Habéis visto cómo se va completando un esquema básico de
empresa o proyecto? No olvidéis ninguna de las patas… porque si lo
hacéis, pasará lo que nos van a contar nuestros compañeros a
continuación.
Ángela cuéntanos tu historia, por favor.
El buscador de minas
“El futuro está oculto detrás de los hombres que lo hacen”. Anatole
France
- Es una historia sencilla de una familia que trabajaba excavando
minas, extrayendo metales como el wolframio del corazón de la tierra,
que servía para endurecer los cañones de artillería. Eran tiempos
felices y prósperos, donde el esfuerzo era largamente recompensado
por los ingresos. La armonía reinaba en la familia y en sus cuentas.
Uno de los hijos menores pensaba por encima de la media, y un día
le dijo a su padre:
- Papá. Está muy bien disfrutar del presente, pero debemos
ocuparnos también del futuro. Como bien nos repites… donde
pones tu atención, crece, y creo que nos centramos demasiado
en este momento, olvidando que necesitamos futuro.
- ¿Cuándo nos hemos ocupado antes del futuro? ¡Y ya ves
cómo nos va!
- Sí, papá, pero algún día la guerra terminará, y la
demanda de wolframio bajará, con lo que los precios caerán, y
minas más eficientes y modernas que la nuestra serán las únicas
rentables. Debemos buscar otras minas, quizá incluso otros
metales que extraer. Deberíamos estudiar cuáles serán las
tendencias que se impondrán.
- Piensas demasiado hijo. Quizá el wolframio te está
endureciendo la mente también. ¿Cuánto vas a conseguir por
pensar? Aquí dos brazos significan un buen jornal. Más vale
wolframio en mano que cientos de minas volando –le dijo en
buen, pero incontestable tono-.
Y, de la misma forma que cavar una mina supone enterrarse un
poco más cada día… así fue quedándose sin luz el porvenir de la
familia.
Un día al salir fuera para vender el metal, que con tanto esfuerzo
habían obtenido, descubrieron que ya no había mercado al que vender.
O que el precio que les daban era tan bajo, que no les alcanzaba para
vivir.
No les quedó otro remedio que ir mal vendiendo sus herramientas,
lo cual les imposibilitaba afrontar ninguna otra extracción. Y el
remanente de sus ahorros, que en otro tiempo podría haber sido usado
para mandar a su hijo como explorador de minas y proyectos, ahora
había que dedicarlo a subsistir en calamitosas condiciones.
Era una familia sin rumbo. Les cegó no saber que el éxito no es
eterno, y hay que estar reinventándolo. Que parte de sus esfuerzos y
recursos se deben dedicar a la creación de ese futuro.
Así desaparecen muchas empresas, víctimas de exceso de éxito
presente, y olvido del futuro. Sin estrategia no hay futuro, y sin
futuro… el presente, tarde o temprano, cambia para peor. De la
misma forma que se ahorra para la vejez, que no deja de ser una
decisión estratégica, debemos invertir en crear el camino, por el que
discurriremos en el porvenir.
Y con esto termino mi narración –dijo Leonardo, con la sensación
de estar poniendo un punto y seguido a la estancia de todos en el
monasterio-.
- Hemos querido plantearos unos problemas –retomó de nuevo la
reunión la tusitala-, para que comprendáis que, cuando uno tiene
abierto el canal de su creatividad, ante un reto, siempre surgirá una
respuesta en forma de cuento o de explicación. No existe reto sin
solución. También, os daréis cuenta que el deseo de saber, llevará a
vuestra imaginación a la región donde viven los cuentos, y que el
cuento “os llega”. A eso se ha llamado inspiración desde los orígenes
de la humanidad. El que conocemos hoy es un término latino: in-
spirare, que significa respirar hacia dentro, meter dentro ese “spiritu”
que nos da la vida. Y un día sentiréis que eso precisamente es lo que
es… Y así, cuando necesitéis un puente para cruzar hasta el
entendimiento de los demás, sencillamente, os inspiraréis, haciendo
que entre la solución desde el mundo de las ideas. Estaréis inspirados.
Así que no olvidéis esa sensación, y la sensación os conducirá a la
inspiración.