La Última Canción Por Walter Lezcano

Descargar como docx, pdf o txt
Descargar como docx, pdf o txt
Está en la página 1de 2

La última canción Por Walter Lezcano

-¡La puta que te parió!- me dijo mi mamá y fue a socorrer a mi viejo que estaba en el piso retorciéndose de un dolor
seco y sordo. Creo que nunca voy a olvidar esa mirada que me largó desde el suelo: triste, decepcionada y, sobre
todo, llena de bronca. Un rato antes, mi papá me estaba gritando como un desaforado. Yo también le estaba
gritando a él. Rutina, nada nuevo. Ya era un deporte para nosotros, al que le poníamos el alma. Y así se nos iba la
vida.
Nos estábamos trenzando en una discusión por una boludez: la música. Digo boludez ahora que pasó el tiempo.
Ahora que crecí y puedo ver las cosas de otro modo, menos terminantes. En esa época, cuando era chico, era rígido
como un milico. Era dueño de pensamientos comprados y tenía unos cuantos prejuicios en los bolsillos para repartir
y desechar cualquier cosa que no vaya conmigo. Hablaba porque el aire era gratis en realidad. Cuando era joven
sentía que le verdad tenía contrato de exclusividad conmigo. También creía que tenía mucha personalidad. Pero
estaba equivocado.
La cuestión era que estaba escuchando en mi pieza a los Rolling Stones a todo lo que da. Jumping Jack flash, no sé si
lo conocen. Él, que recién volvía del laburo, entró sin golpear, como hacía siempre, y me pidió, más bien me ordenó,
que bajara el volumen. Yo sabía perfectamente que eso le molestaba, lo ponía loco. Sin embargo, se lo hacía porque
que era algo que disfrutaba. Papá y yo teníamos varias cuentas pendientes y quería hacérselas pagar de alguna
forma. ¿Quién no quiso matar a su viejo en algún momento? Tal vez nadie. Yo sí. Era un pensamiento que me
acosaba con una profunda intensidad. Parricidio. O hacerlo mierda, no eran ideas abstractas. Eran imágenes
mentales que quería trasladar al terreno de lo real. Pero sabía que ese trasbordo era imposible, nunca iba a poder
llevarlo a cabo. Me daba fiaca, o, como dice una amigo, paja. Mucho laburo: pensar un plan, después deshacerse del
cadáver, arrojarlo a un lugar seguro. Hay que tener en cuenta que el viejo pesaba 95 kilos y yo, apenas, 63: era una
diferencia a tener en cuenta, había peligro de una hernia o algo así. Y estaba luego todo el bondi con la policía:
explicaciones, ver a mi vieja destruida, etcétera. Era demasiado. Entonces, resignado, hacía pequeñas contribuciones
al caos hogareño: le ponía pequeñas vayas para que al tipo le cueste llegar a su tranquilidad. Les cuento una: le
calentaba la cerveza. Mi papá, una vez por semana, el domingo o el lunes, se compraba cinco birras para tener algo
de placer espumoso a la vuelta del día laboral. Se tomaba una por noche para sentirse como un ser humano y
sacarse de encima ese traje mugroso de empleado de matadero que detestaba. Él iba a las cinco, todas las tardes, a
la cocina, abría la heladera y pretendía encontrar una botella de birra bien helada, pero siempre las encontraba
tibias. Se enardecía, puteaba a Edesur, a Dios y a María santísima. Creía que era un problema de electricidad, de
tensión, de la mala leche del destino. Se quedaba cargado de esa impotencia desgastante de no tener con quien
quejarse o ir a romperle la jeta. Unas horas antes yo las había llevado al techo para que se nutran de sol, para que
pierdan vida. Luego las dejaba humeantes en la heladera y esperaba. De mi pieza escuchaba sus gritos tristes y
sonantes. Me reía de él, que no había hecho nada grave como para ser el blanco de mi odio injustificado. Trabajador,
iletrado y sin una pisca de sensibilidad, papá nunca estuvo presente en casa. Sólo eso: faltó a todos los hechos
importantes de mi corta vida y se ganó la rifa de mi desprecio insondable y agudo. Lamentablemente uno no elige a
los padres, pero sí elige cómo tratarlo. Yo había elegido destruirle la sonrisa.

Es increíble lo que produce la ausencia. Uno necesita llenarla con algo sustancial. Algo que tenga un peso mucho
mayor que aquello que falta. Se trata de hacerle contrapeso al dolor. Equilibrar la vida para que no te salte la
térmica. Por eso, esa enorme sensación que todos persisten en llamar amor tiene esas cosas; puede dar paso a su
contracara más desquiciada y obsesiva.
Me acuerdo como era todo cuando no estaba con la mochila llena de cascotes afilados, siempre listos para el
patriarca de la casa. De niño, cuando llegaba del colegio al mediodía almorzaba rápido, luego me tiraba de panza en
la alfombra del living y miraba durante horas la televisión para poder ver qué daban a la noche y luego contarle a
papá para que pueda elegir lo que más le gustaba. Yo me había memorizado toda la programación de todos los
canales de aire y me acercaba a él con una emoción ansiosa, impaciente, desbordante y lo veía tomando su
cervecita, estaba tranquilo, relajado, mamá a su lado. Entonces presentía que era el momento esperado y lo tenía
enfrente. Entonces me veía y decía con un visible hastío:
-No, ahora no… después. – Ese momento nunca llegaba. Después se convirtió en la palabra que designaba un futuro
inalcanzable. Uno puede esperar durante años que lleguen situaciones imposibles por promesas irresponsables
como esas.
Después, odio los después.
Ahora y siempre.

Yo no bajé la música. Lo desafiaba. Lo toreaba, sin embargo él nunca pasó de levantarme la voz. Esa seguridad me
daba confianza para tirar la soga de su paciencia. Volvió. Empujó la puerta para que sonara contra la pared, se acercó
al equipo y apretó el botón que decía power. Pero yo estaba en esa edad endiablada llamada adolescencia y no iba a
aceptar que nadie me ponga límites. Otra vez Play y a girar el volumen al tope. Me tiré en la cama a esperarlo. No
vino. Cansado de aturdirme y escuchar pura saturación bajé el sonido.
Fui a la cocina a tomar un poco de agua y estaba sentado, solo, mirando por la ventana. Se lo veía desgastado.
Murmuró algo. No le hice caso. Lo dijo más fuerte mientras me iba:
-Esa música de maricones.-Dijo con toda la seriedad de lo insustancial. Yo no tenía el ánimo para ningún comentario
y volví.
-¿Y vos? Esa porquería que escuchás es más aburrida que ir a la escuela, no sé ni cómo se llama.-Contesté con muy
pocas luces.
-Tango, se llama tango, te lo dije mil veces. Pero qué vas a saber vos de música, ni siquiera sabés lo que te están
diciendo… si por ahí te cantan “el que escucha esto se la come doblada” y ni te das cuenta.
-Qué decís, que decís, si ni siquiera sabes hablar bien castellano. Qué hablás.
-Te lo dije mil veces: no me faltes el respeto y no me levantes la vos.-Se paró. Era un poquito más bajo que yo. Nos
sostuvimos la mirada. Era un duelo de western sin armas y absolutamente desigual. ¿Por qué estaba tan cargado de
violencia si nunca nadie me había dado un mísero sopapo?
-¿Qué vas a hacer sino?- Le pregunté sabiendo que no me iba a decir nada. Mi papá toda la vida pregonó que la
educación de un chico no tiene que estar contaminada de golpes. En realidad estaba desafiando a su propia
memoria: su padre, un inmigrante brutal, solitario y abandonado por su mujer, lo surtía ante cualquier nimiedad
como quien se descarga con el cuerpo equivocado.
Mi vieja hizo su aparición bajo el marco de la puerta. Ella no le daba mucha importancia a nuestras batallas. Y
siempre le daba la razón a su marido. Yo tenía que obedecer sin cuestionar nada. Mi papá sabía, decía. Nunca me
pudo convencer de eso. Para mi, razón tenía el boludo de Mick Jagger, así de ciego estaba. Le ponía muchas fichas a
mis ídolos musicales. Sin saber que son los primeros a los que tenés que matar para que todo vaya bien más
adelante.
-Te podés ir a tu pieza y dejalo tranquilo a papá.- Me ordenó.
Yo iba a hacer caso. Todavía le tenía un poco de respeto a mamá. Antes de irme me acerqué y le largué:
-Maricón.- Y me fui.
Él me agarro del brazo, me dio vuelta y lo vi levantar la mano por encima de su cabeza y pensé esto se va a poner
bueno. Pero se agarró el brazo izquierdo que se endureció repentinamente y cayó. Parecía que se tragaba las
palabras. Quería hablar. La vieja, que siguió toda la secuencia, me insultó y me mandó a llamar una ambulancia.
El viejo me miraba como nunca lo había hecho.
Me lo merecía.
Los pocos años que vivió luego de esa tarde, los hizo en una silla de ruedas. No podía hacer nada sin la ayuda de mi
vieja, que nunca me perdonó. Papá estaba ahí, pero ausente. Como antes, como siempre. Y nunca más volvimos a
pelear.

También podría gustarte