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Colección Narrativa

Daniel Mella

Lava

Editorial Comba
Imagen de la portada:
Egon Schiele, Madre joven (1910)

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación


pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con
la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.
Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos)
si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra
(www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47).

Diagramación: Roger Castillejo Olán

© Daniel Mella, 2013


© Editorial Comba, 2017
c/ Muntaner, 178, 5º 2ª bis
08036 Barcelona

Autor representado por Silvia Bastos, S.L. Agencia Literaria

ISBN: 978-84-947203-4-5
Depósito Legal: B-29.742-2017
Índice

Lava 7
Bocanada 29
La esperanza de ver 45
Túpelo 63
Ahora que sabemos 85
La emoción de volar 111
Lámpara 139
Lava

Llegaron a Pucón a tiempo para cenar en el hotel. Des-


pués dieron un paseo hasta el lago y se sentaron en el
pedregullo frío de la playa. Los dos habían pensado
que el lago estaba al pie del volcán pero todo era cha-
to alrededor del lago. Le preguntaron a un viejo con
sombrero de paja dónde estaba el volcán y el viejo se
los señaló en el horizonte. Estaba oscuro y sólo se veía
una mancha blanca a media altura: el viejo dijo que era
nieve permanente. Después le preguntaron al barman
del Toledano y el barman señaló para el mismo lado
pero dijo que el volcán estaba a una distancia de veinte
kilómetros, no cuarenta y dos como había dicho el viejo.
—Si cada vez nos lo traen más cerca, sigamos pre-
guntando —dijo Sara.
Pero no volvieron a preguntar. Al día siguiente lo
vieron. Era marrón y gris y tenía la cima blanca. Era
difícil calcular a cuánto estaba. El tramo que lo separaba
del pueblo era una espesura de árboles sembrada de
claros. Daban ganas de caminar por ese parche verde.
Mejor dicho, daban ganas de perderse en ese parche
7
verde y salir del otro lado, al pie del volcán, pero los
primeros días no hicieron otra cosa que ir del hotel a la
playa y de la playa al hotel. Eran los días más calurosos
del verano y el agua del lago estaba helada y parecía
negra. La playa era angosta y no tenía arena: era puro
pedregullo de lava volcánica. Había quince, veinte me-
tros de ese pedregullo desde la orilla a la rambla; y para
el mediodía estaba tan caliente que para llegar al agua
sin quemarte la planta de los pies tenías que ir calzado.
La orilla se volvía un reguero de sandalias y chancletas y
algunas se desamarraban y se metían flotando y siempre
había alguien buscando sus zapatos.
Comieron en el mismo restaurante los dos primeros
días y el tercero se sentaron en una pescadería con
manteles rojos y blancos. Camilo dijo que le daban
ganas de ir hasta el volcán pero todavía no.
—Ahora quiero estar acá, empedándome desde
temprano, yendo a la playa, comiendo bien, curtiendo
noche y día.
Habían visto fotos de Pucón en una National Geogra-
phic que Adela, la mejor amiga de Sara, dejó olvidada
una noche. Adela funcionaba de bibliotecaria en la
Artigas-Washington y había rescatado la revista de una
donación que acababan de recibir. Estaban chequeando
cada número cuando Adela se topó con el artículo sobre
los secoyas californianos. Lo que quería mostrarles era
la foto del tipo que había conseguido que los bosques de
secoyas fueran declarados reserva federal a principios
del siglo xx. El hombre de la foto era bajito, de lentes
redondos. Estaba sentado bajo un secoya y el tronco del
8
árbol era ancho como una pared. Luego de las tareas
de reconocimiento del primer día, minutos antes de
emprender el regreso al hotel, el tipo anunció que había
decidido pasar la noche en el bosque. Le dijeron que
estaba loco, que se viniera con ellos, que iban a volver
con la salida del sol para continuar con los trabajos de
medición. Pero el hombre era el líder del equipo, había
sido el de la idea original y el propulsor del proyecto y
decidió quedarse. La foto es la imagen que tuvieron de
él cuando lo encontraron con el sol todavía bajo. Estaba
recostado en paz contra el árbol. No llevaba puestos
los lentes y miraba a la cámara con los ojos entrecerra-
dos. El bigote no dejaba ver lo que hacía con la boca
pero parecía feliz. Adela estaba fascinada con la foto.
La había buscado sin fruto en Internet, así que le iba a
hacer una copia al día siguiente. No podía entender que
a Sara y a Camilo la foto no los movilizara igual que a
ella. Cuando Sara le preguntó qué veía en la foto, se
encogió de hombros.
—¿No les gustaría que les pasara algo así? —dijo.
Adela durmió en el sofá y se fue temprano la mañana
siguiente. La revista amaneció abierta, boca abajo entre
las patas de la mesa. Mientras desayunaban, Sara y
Camilo vieron las fotos de Pucón. Era un artículo de
una sola página al final de la revista. Sara tiene poco
inglés, Camilo ninguno, pero entendieron que Pucón
estaba en el sur de Chile y que era famoso por el volcán
y por el pueblo levantado sobre el lago.
¿Cómo habían llegado a convencerse de que el lago
estaba a la sombra del volcán? El tercer día, sentados
9
comiendo pescado en el Pucón real, pensaron que
tal vez había sido el modo en que las fotos estaban
dispuestas en la página. Capaz que no se trataba de
un artículo, a fin de cuentas. Capaz que lo que habían
visto era una publicidad turística del lugar. Era una
buena publicidad porque las imágenes eran persistentes.
Unos días después de haber visto el artículo volvieron a
pensar en Pucón y lo barajaron por primera vez como
una opción para la luna de miel. No era una luna de
miel. No se iban a casar pero habían decidido formar
una familia. Se iban a ir dos semanas a celebrar y a
tratar de que Sara quedase embarazada y les gustaba
llamarla luna de miel. Estaban entre Bahía, San Andrés
o algún lugar con sierras o montañas, tipo Mendoza.
Se decidieron por Pucón porque ninguno de los dos
había pisado Chile y les gustaba la idea de romper la
tradición y, en lugar de ir a una playa durante el verano,
ir a la montaña.
El restaurante daba a un muelle de madera con bo-
tecitos numerados. Sara quería saber qué diferencia
había si eras concebido con amor o en una violación o
por puro descuido. Tenía que haber una diferencia. No
podía ser lo mismo un buen lechazo que un polvo para
matar el aburrimiento. Tenía que tener un efecto en el
bebé. Tenía que afectarle el sistema inmunológico, la
personalidad. ¿Por qué no? Ninguno de los dos conocía
la historia de su concepción. Camilo sabía nada más
que la suya había ocurrido en mayo. Sara había nacido
año y medio después de su hermana y estaba segura de
que no había sido planeada. Deseada, sí. Planeada, no.
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La rambla a esa altura se adelgazaba en una peatonal
de adoquines y la mayoría de la gente eran turistas,
parejas o familias con niños chicos y grupos de adoles-
centes que jugaban a empujarse al agua. Tenían suerte
de poder estar buscando el embarazo. Ninguno había
vivido nada parecido.
—Le vamos a poder contar su historia —dijo Sara.
Con la mano abarcó el cielo del otro lado de la ventana,
el lago, el volcán—. Todo esto es parte de su historia y
se la vamos a poder contar.
Hicieron silencio durante el resto de la comida. Baja-
ron al muelle y alquilaron un bote. Se quedaron dando
vueltas y no volvieron al hotel hasta la madrugada. El
bullicio de los turistas no los tocaba. Ella se arreglaba
el pelo, él decía algo, y hasta con el gesto más mínimo
estaban haciendo el amor. Habían tenido razón en venir
a Pucón para intentar la vida de su hijo porque era como
estar adentro de un sueño, el volcán siempre al fondo,
igual a la idea que los había traído. Por momentos te
olvidabas de que el volcán existía. Pero una parte tuya
nunca se olvidaba y cuando levantabas la vista y no lo
veías te venía una desesperación, un vacío implorante
en el pecho. Después te girabas y lo encontrabas, en
la dirección en la que siempre estaba y nunca se había
movido y nunca se iba a mover.

Camilo se despertó antes que Sara el quinto día y bajó


a la playa solo. Hacía calor y el agua estaba fría y es-
peró a que su corazón volviera a latir con normalidad
para echarse a nadar. Desde el agua vio las nubes que
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rodeaban la cima del volcán allá lejos. Tuvo que andar
varios minutos con el agua por las rodillas, en paralelo
a la playa, para encontrar la chancleta que le faltaba.
Estaba dada vuelta, apretada contra una llanta de camión
sobre la que un adolescente descansaba despatarrado,
manos y pies en el agua. El adolescente era rubio y
llevaba lentes de sol y no se inmutó cuando Camilo se
anunció diciendo permiso y agarró su chancleta. En
la calle volvió a ver el volcán, las nubes verdegrises y
livianas. Sus sombras estacionadas en la pared de piedra
parecían mercurio.
Se tiró boca abajo en la cama vacía y revuelta, luego
se juntó con Sara bajo la ducha.
—¿Vamos a pasear? —dijo—. ¿Vamos al volcán?
—¿Habrá un ómnibus que nos lleve? Debe haber
un tour o algo.
En recepción averiguaron: había varias agencias con
visitas guiadas al volcán pero iban a tener que esperar hasta
mañana. Los buses salían temprano y volvían con la caída
del sol. No tenían por qué ir al volcán. Podían hacer un
picnic donde fuera con tal de que se tratara de un lugar
natural, sin gente. Compraron agua, galletas, manzanas
y cosas para hacer refuerzos. Camilo quiso llevar una
botella de vino y Sara dijo que por ella no se molestara.
—No voy a tomar más alcohol —dijo—. Lo que dure
el embarazo, por lo menos, no voy a tocar una gota.
Les llevó diez minutos salir al campo. Tuvieron un
instante de duda cuando vieron lo nublado que se había
puesto, pero no parecían nubes de tormenta, y la cami-
nata se volvía más agradable cuando las nubes tapaban
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el sol. La calle principal del pueblo se convertía en una
ruta y, un par de kilómetros más tarde, en una calle de
tierra. Sara y Camilo se internaron cincuenta metros
en el bosque y anduvieron en la dirección general del
volcán manteniendo la calle siempre a la vista. Pararon
a refrescarse en un claro. Camilo prendió un cigarro y
volvió a la calle para tratar de ubicarse mientras ella,
con la botella de agua en la mano, recorría el claro ob-
servando la cantidad de hongos distintos que crecían
entre las raíces de los árboles.
Oyó que la llamaban y cuando miró Camilo estaba
parado junto a una combi blanca, haciéndole señas para
que se acercara. El que manejaba se llamaba Alberto y era
un indio joven. Llevaba una camisa a cuadros remangada
hasta el codo y no paraba de secarse el bigote con los
nudillos. Hablaba un español mordido pero tenía los ojos
grandes y chispeantes, y mirándolo a los ojos se hacía más
fácil comprender lo que decía. Vivía más adelante, en la
propia ladera del volcán. Por unos pocos pesos podían
pasar la noche, o todas las noches que quisieran, en casa
de su tío César, que tenía habitaciones disponibles.
—No tenemos ropa, no tenemos nada —dijo Sara.
—No precisamos nada —dijo Camilo—. Es una
noche. Vamos a ver el volcán de cerquita.
La combi no tenía asientos y tuvieron que sentarse
en el suelo, entre unas cajas de cartón cubiertas con
frazadas. Camilo preguntó qué había en las cajas.
—Son magachinas —dijo Alberto.
—¿Qué son magachinas? —dijo Sara.
—Está complicado de explicar —dijo Alberto.
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—¿Son una planta? —dijo Sara.
—¿Plantas? No, qué ilusión.
—¿Las podemos ver? —dijo Camilo.
—Ni modo. Sólo que fueran de ustedes podría yo
autorizarlos. Yo solamente llevo los encargos de acá para
allá. Tampoco es bueno hablar de ellas en su presencia.
—¿Por qué? —dijo Camilo.
—Porque no.
—¿A qué huelen? —dijo Sara.
—No les siento el olor —dijo Camilo.
—Yo sí.
La camioneta se sacudió durante un tramo largo
y Sara se quejó. Se agarraba las caderas y prefirió ir
arrodillada. Chequeó los ojos de Alberto en el retrovi-
sor y corrió la frazada de una de las cajas, pero estaba
cerrada con cinta adhesiva. Apoyó la palma en uno de
los lados y se concentró.
—Está calentita —le susurró a Camilo.
Camilo desorbitó los ojos, miró el retrovisor y le hizo
señas a Sara de que volviese a tapar la caja. Ella le pidió
a Alberto que abriese la ventana pero Alberto dijo que
todavía no, que había mucho polvo, y era verdad: las ven-
tanas de la combi estaban marrones y Alberto tenía que
accionar el limpiaparabrisas de tanto en tanto para poder
ver. De pronto la camioneta dobló, redujo la velocidad
y empezó a avanzar a marcha forzada por un terreno
más liso. Vieron surgir el volcán por el parabrisas. Era
gigante y la cima se perdía en las mismas nubes de hacía
unas horas. En un momento fue notorio que la combi
empezaba a ascender pero por más que subían el volcán
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no parecía acercarse. Comieron una manzana cada uno
y entonces Alberto frenó, se bajó y les abrió desde afuera.
Se quedaron junto a la camioneta encendida mientras
Alberto golpeaba a la puerta de una casa y a los dos
segundos entraba. Las casas eran de madera y estaban
pintadas de azul y las ventanas eran cuadradas. Camilo
se separó de la combi, Sara lo imitó. Vieron más casas
bajas entre los árboles. Luego vieron a los niños. Bajaban
corriendo a los gritos en dirección a la camioneta por lo
que parecía el lecho seco de un arroyo. Después notaron
lo oscuro que estaba y levantaron la vista al unísono.
—A la mierda —dijo Camilo.
El volcán tapaba el sol. Las casas no estaban construi-
das en la ladera, como había dicho Alberto. Estaban so-
bre un promontorio de cara al volcán, y los separaba un
valle profundo y espeso. Desde donde estaban parados
se vislumbraba la base del volcán, el lugar exacto donde
la pared negra y corrugada rompía con la alfombra de
vegetación. Las nubes de la cima se habían evaporado
y el cielo parecía amarillo.
—No puedo creer —dijo Sara, estirando la mano
para tocar el volcán.
Los niños eran cinco, y dos se subieron a la camioneta
y luego volvieron a salir; interrogaron a Sara y a Camilo
con los ojos, y cuando Sara les señaló la puerta abierta
de la casa salieron disparados. Todos menos uno que
era flaco y tenía vaqueros, championes y un canguro
Nike rojo y gastado. Para entretenimiento de Sara y
Camilo, el niño subió una y otra vez el par de escalones
que llevaba al porchecito de la casa, luego saltaba al
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pasto, caía en posición agazapada y los miraba de reojo.
Al final, los niños emergieron de la casa seguidos de
Alberto y un hombre de edad indefinida con un cigarro
en la boca que les estrechó la mano, les dijo cuánto salía
la habitación y los ayudó con los bolsos.

La habitación tenía dos camas separadas por una mesita


y un placar en un rincón. El techo era bajo y el piso
de tierra, y junto a cada una de las camas había un
candelabro con una vela ya prendida. Sara se estiró en
una cama, sobre la frazada de lana, y suspiró. Camilo
movió la mesita y acercó la otra cama dejando espacio
entre las dos para caminar. Se sentó pero en seguida
volvió a ponerse de pie. Camilo descorrió la cortina
floreada, abrió la ventana y prendió un cigarro para
mirar el volcán. Era todo negro, como si en algún mo-
mento miles de años atrás se hubiese desbordado por
completo. Después de un rato empezabas a distinguir
grietas marrones de piedra común acá y allá.
—Podrías aprovechar y dejar de fumar vos también
—dijo Sara—. Vos también estás embarazado, si te
ponés a pensar.
—Técnicamente, no.
—Si te ponés a pensar, todo el mundo está emba-
razado.
—¿Qué estás diciendo?
—Si todo el mundo actuara como si estuviese em-
barazado, la gente se cuidaría más. Se trataría mejor.
No fumaría, no tomaría, no pensaría estupideces. Si
pensaras que adentro llevás algo muy precioso y que
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lo tenés que cuidar, y que nadie más lo puede hacer,
dejarías las cosas que te hacen mal y todo sería distinto.
—Pero no todo el mundo está embarazado.
—Cada uno tiene su alma. Su propia vida. Llamale
como quieras.
—Pero es tu vida. Cuando estás embarazado tenés
una vida que no es tuya adentro. Eso es estar embara-
zado. Llevás una vida que no es tuya.
—Entonces capaz que sería mejor pensar que nuestra
vida no es nuestra. Seríamos más felices.
En ese momento César golpeó a la puerta. Le dejó
dos velas a cada uno y les dijo que en una horita salie-
ran si tenían hambre, que ya se iban a poner a cocinar.
Luego se quedó unos segundos en la puerta con una
mano en el bolsillo.
Sara llevó una vela al baño y llamó a Camilo para que
viera lo linda que era la pileta de barro y cómo una de las
paredes estaba casi toda cubierta por una enredadera que
se había colado desde el exterior por la banderola. César
había dejado un latón con agua en el suelo y las últimas
hojas de la enredadera se habían metido en el agua.
Podían oír las voces de afuera hablando un español
mezclado con otro idioma, y por la ventana vieron el
trajinar de siluetas entre las distintas fogatas. Había olor
a carne asada. Hicieron el amor con la ventana abierta.
Ella lo despertó cuando le picó el hambre.

Había cuatro fuegos a ras del suelo y la gente se agru-


paba. Había sopa de verduras, pollo en una salsa roja,
pescado a las brasas, ensalada de papas, ceviche, lente-
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Editorial Comba

1. Tomás Browne
Las semillas de Urano
2. S. Serrano Poncela
La raya oscura
3. Enrique Lynch
Nubarrones
4. Juan Bautista Durán
Convivir con el genio
5. Andrea Jeftanovic
No aceptes caramelos de extraños
6. Rosa Chacel, Ana María Moix
De mar a mar
7. Matías Correa
Geografía de lo inútil
8. Rosa Chacel
La sinrazón
9. Ernesto Escobar Ulloa
Salvo el poder
10. Alfonso Reyes
Memorias de cocina y bodega
11. Esmeralda Berbel
Detrás y delante de los puentes
12. Ignacio Viladevall
Luz de las mariposas
13. Tatiana Goransky
Los impecables
14. Andrea Jeftanovic
Destinos errantes
15. Federico Valenciano
Frontera con la nada
16. Constanza Ternicier
La trayectoria de los aviones
en el aire
17. Rodrigo Díaz Cortez
Metales rojos
18. Rosa Chacel
Memorias de Leticia Valle
19. Jordi Dalmau y Lidia Górriz
Un nido de agujas en el colchón
20. Tomás Browne
Silbar los viajes
21. Tatiana Goransky
Fade out
22. Karla Suárez
El hijo del héroe
23. Daniel Mella
El hermano mayor
24. Daniel Mella
Lava
Esta edición de Lava
se acabó de imprimir en Capellades
en enero de 2018

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