Aventuras en Oriente de Mikael Karvajalka Mika Waltari
Aventuras en Oriente de Mikael Karvajalka Mika Waltari
Aventuras en Oriente de Mikael Karvajalka Mika Waltari
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Titivillus 09.07.2021
Título original: Mikael Hakim
Una decisión tomada un día lleva la paz al espíritu del hombre y desahoga su
alma. Con mi hermano Andy y mi perro Rael , volví la espalda a Roma y a toda
la cristiandad, emprendiendo el camino a Tierra Santa para expiación de mis
pecados.
Y así, cuando libre como un pájaro me hallé en la gran plaza de esta ciudad de
maravillas que es Venecia, me parecía haber irrumpido del abismo oscuro de
una tumba, brotando a una nueva vida. Las visiones y los hedores de la
carnicería y de la peste en el sitio de Roma eran jirones de niebla en mi
espíritu. Todo mi cuerpo respiraba profundamente el aire del mar, y mis
ávidos ojos saturaban su retina en la contemplación de la muchedumbre de
turcos, moros, judíos y negros que discurrían libremente a mi alrededor,
embutidos en sus variadas vestiduras. Me parecía que estaba a las puertas del
fabuloso Oriente, embargado por el deseo irresistible de conocer esas
extrañas gentes y de visitar las comarcas de las cuales venían los soberbios
navíos que, ondeando el estandarte del León de San Marcos, entraban en la
ciudad.
Pronto me di cuenta de que ni una vida entera sería suficiente para ver y
admirar en Venecia todo cuanto era digno de ello, a pesar de que hubiese
deseado quedarme el tiempo necesario para dedicarme a la adoración en
cada una de sus iglesias. Pero la ciudad ofrecía muchas y poderosas
tentaciones, y por ello emprendí la búsqueda de un buque que nos trasladara
a Tierra Santa. No tardé mucho en encontrarlo, bajo la forma de un hombre
de nariz ganchuda con quien trabé conversación en el puerto. Aplaudió
calurosamente mi intención y me dijo que estaba de suerte, pues había
llegado a Venecia en un buen momento para poder realizar mi proyecto. Un
importante convoy, bajo la protección de las galeras de guerra venecianas,
zarparía en breve para Chipre, y era más que probable que un buque con
peregrinos tuviese un puesto reservado en él.
—Es la mejor estación del año para realizar felizmente tal empresa —me
aseguró—. Tendréis un viento constante y no habréis de temer las tormentas.
Poderosas galeras que cuentan con muchos cañones protegerán en su viaje a
los buques mercantes contra los piratas infieles, los cuales son una continua
amenaza para los navíos pequeños. Además, y en estos tiempos revueltos e
impíos, son pocos los que emprenden tan santa peregrinación, y así no os
encontraréis hacinados a bordo, donde por lo demás podréis obtener a precio
razonable una sana y variada alimentación, por lo que no es preciso que los
viajeros se preocupen de aprovisionarse de antemano. Una vez en Tierra
Santa, diversos agentes contratan el viaje desde la costa hasta Jerusalén, en
las mejores condiciones, y las credenciales que es preciso comprar en la Casa
Turca salvaguardan al peregrino de toda molestia.
Tras estas palabras, sollozó con amargura, y sentí gran compasión de él.
Reponiéndose con presteza, me miró de hito en hito francamente y dijo:
—Pido tan sólo un ducado por mis servicios. Mediante este desembolso, vos
demostráis la sinceridad de vuestros propósitos, y al propio tiempo os
descargáis de un peso, en cuanto al asunto concierne.
No podía por menos de confiar en él, y me dejé conducir a lo largo del muelle,
donde mi acompañante saludaba a muchos capitanes, mercaderes y oficiales
de Aduana, todos los cuales sonreían al verme en su compañía. Le di su
ducado, manifestándole al propio tiempo que yo no era un hombre rico y que
deseaba un viaje lo más barato posible. Me dio toda clase de seguridades
sobre el particular y comenzó un regateo con el mercader ante el cual nos
habíamos detenido, a quien le compré una capa de peregrino y un rosario
nuevos. Al despedirme de mi nuevo amigo, al lado de mi alojamiento, me
prometió avisarme en cuanto nuestro navío se hallase presto a darse a la vela.
Después de haberme besado por última vez en ambas mejillas, trepó por un
lado, agarrando su bolsa mientras lo hacía, y luego se dejó deslizar por la
borda de un bote de remos. No quiero decir nada más sobre este hombre sin
entrañas, cuya memoria es ofensiva para mí. Cuando fueron izadas las
remendadas velas, y en medio de un crujido de maderas y del chapoteo de las
aguas cuyo rumor llenaba la sentina, el buque enfiló el mar, indiferente a la
manera de cómo habíamos sido estafados. Las verdes cúpulas de cobre de las
iglesias venecianas no se habían borrado en la lejanía antes de que ya me
hubiese saltado esta verdad a la vista.
Entre éstas había una joven que desde el primer día llamó mi atención. Por su
atavío y su graciosa compostura, se distinguía al momento de las demás.
Vestía una túnica de seda, adornada de brocado de plata y perlas, y también
lucía joyas, por lo que excitó mi curiosidad extrañándome de cómo podía
haber caído en medio de una compañía tan andrajosa y mugrienta. Una
sirvienta, gruesa como un tonel, la atendía constantemente. Lo más raro aún
de dicha mujer era que siempre aparecía con un velo cubriéndole el rostro,
manteniendo tapados hasta sus ojos. Al principio presumí que lo hacía por
vanidad, con el fin de proteger su cutis de los ardientes rayos solares; pero
pronto me di cuenta de que conservaba puesto el velo aun después de la caída
del sol. El aspecto de esta dama y las líneas armoniosas de su cuerpo inducían
a suponer que debía de ser muy agraciada, y nada fea de rostro, pues así
como los rayos del sol se filtraban entre las nubes, así el resplandor de su
belleza parecía atravesar el velo. No podía imaginarme qué gravísimo pecado
la había llevado a la peregrinación, induciéndola a ocultar su faz.
Sin embargo, el rosario que tenía colgando de sus manos fue recogido por sus
gráciles dedos, y se volvió hacia mí del todo. Me alegró que conociera mi
nombre, pues ello demostraba que se había tomado algún interés por mí, pero
dije con humildad:
—Giulia, ¿por qué veláis vuestro rostro, cuando el sonido de vuestra voz y el
oro de vuestro cabello sugieren su belleza? —le pregunté—. ¿Es acaso para no
provocar en nosotros, hombres débiles, los pensamientos y deseos que nos
llevan a descarriarnos en sendas prohibidas?
Dijo estas palabras con tal gravedad que me sentí conmovido al extremo. Sin
poder contenerme, tomé su mano y la besé con respeto, prometiéndole
solemnemente que nunca intentaría que rompiese su voto. Le pedí entonces
que me hiciera compañía para gustar la malvasía de un pequeño barril que yo
había traído a bordo. Tras titubear unos instantes, aceptó por fin, pero a
condición de que su vieja nodriza nos acompañase. Bebimos, todos reunidos,
de mi cubilete de plata que pasó de uno a otro, y al ofrecérselo yo a ella, un
ligero roce de su mano me produjo un estremecimiento. Por su parte me
ofreció algunos dulces envueltos en seda a la manera turca. Quiso darlos
también a mi perro, pero Rael se encontraba muy ocupado persiguiendo
ratas, por las que había tomado gran afición desde el saqueo de Roma. Andy
se unió a nosotros, trabando una animada conversación con la gruesa nodriza,
lo que me produjo una gran satisfacción pues así podía yo dedicarme
exclusivamente a Giulia.
Cuando quedamos solos, Andy, que al parecer me había observado con mucha
atención, me miró fijamente y me dijo en un tono de admonición:
—Mikael, soy un ignorante, y tan simple de espíritu como tú, como ya lo has
hecho notar a menudo. Pero ¿qué sabemos de Giulia y de su compañera? La
conversación de Juana y sus historias están mejor en boca de una encargada
de burdel que en la de una mujer decente; y en cuanto a Giulia, oculta su
rostro de tan siniestra manera que hasta la tripulación se halla inquieta. Así
pues, Mikael, ve con cuidado, no hayas de descubrir un buen día alguna otra
nariz corva bajo el velo.
—En esta isla nació de una de las diosas de la idólatra Grecia —dijo.
El capitán de las viruelas confirmó esto y declaró que aún se podían ver en la
isla las ruinas del palacio de Menelao, el desgraciado rey de Esparta. La viuda
de Menelao, Helena, había heredado su fatal belleza de la diosa nacida de la
espuma del mar que besaba la costa. Traicionando el deber conyugal, Helena
se había fugado con un mancebo divinamente hermoso, lo que acarreó la
terrible guerra de Troya. Supe por el capitán que era la diosa Afrodita quien
había nacido en esta isla que los antiguos llamaban Citerea, pero me
resultaba difícil comprender por qué las más amadas de todas las deidades
paganas habían escogido esta isla yerma, rocosa e inaccesible, para lugar de
nacimiento.
—Mikael, amigo mío, haz lo que te digo. Yo también soy joven, y sólo se vive
una vez. Pero no puedo descubrir mi rostro ante ti, pues esto nos separaría.
¿Por qué no puedes amarme sin verlo, si sabes que te espera toda mi ternura?
Sus ojos, que sin embargo eran bellísimos, ponían ahora un reflejo siniestro
en su rostro, pues eran de diferente color. El ojo izquierdo tenía el intenso
azul del mar, mientras que el derecho era del color de la avellana. Jamás
había visto algo semejante ni oído hablar de ello, y en vano buscaba alguna
explicación natural.
Comenzó a andar y corrí a unirme a ella, que caminaba con la cabeza erguida.
Sin volverse, me dijo con seco y duro acento:
—Señor Carvajal: confío en que, por vuestro honor, no traicionaréis mi
secreto a la gente ignorante del buque. Aunque la vida me es indiferente, y
aunque mejor valiera para mí y para mi prójimo que estuviese muerta, ahora
debo alcanzar Tierra Santa, y así cumplir la promesa de mi peregrinación. No
desearía que los supersticiosos marineros me arrojasen por la borda.
—Sois muy amable y cortés —respondió Giulia con ironía—, pero no me son
necesarias tan falsas palabras; vuestros ojos han mostrado claramente el
horror que sentís. Dejadme como si nunca nos hubiésemos encontrado, y no
volviésemos a encontrarnos ya. Esto es lo mejor que podéis hacer por mí… y
por vos.
Con el caer de la noche volvió la galera, tras una vana persecución, pero aún
pasaron dos días con sus noches antes de que se levantase viento del noroeste
y estuviésemos en disposición de remar hasta fuera de la ensenada, e izar las
velas luego. Esos dos días los pasé sumido en hondas reflexiones, y mi
arrogante y fría conducta precedente para con los demás dio paso a la
amabilidad y a la bondad. Distribuí medicinas y pan entre mis pobres
compañeros de viaje, e hice cuanto pude por ayudarles cuando se hallaban
llorando y rezando sobre sus endiablados haces de paja, pues yo estaba
siempre en vela, rumiando de continuo los mismos pensamientos sobre Giulia
y sobre mi propia vida. Desde el instante en que vi sus ojos, toda alegría me
había abandonado, y así encontraba un gran alivio ocupándome de los demás,
más que de mí mismo. Pero el arrepentimiento había llegado demasiado
tarde.
—Apuesto a que ese maldito armatoste no nos desea nada bueno. Si sois
valientes, ya podéis prepararos desde ahora a tomar las armas y seguirme al
combate. Las mujeres y los inútiles, que vayan abajo.
—Esta batalla está perdida de antemano, pues no tenemos más que una
quincena de hombres útiles entre nosotros —dijo Andy en voz bien alta—. Y
de acuerdo con todas las reglas de la guerra —en tierra es así, y desconozco
las que rigen en el mar— debiéramos deponer las armas y negociar algunos
honrosos términos de paz.
—¡Dichoso aquel que cae en batalla contra los seguidores del falso profeta,
pues de él será el Reino de los Cielos! ¡Dichoso aquel que muere a manos de
los infieles durante su peregrinación a los Santos Lugares, pues de él será la
gloriosa corona de los mártires! ¡En verdad os digo que esta corona no ha
estado nunca más cerca de nosotros que ahora! ¡Luchemos como valientes y
que el nombre de Nuestro Señor Jesucristo sea nuestro grito de guerra!
Andy se rascó una oreja con aire de duda y metió su puño en la boca de
nuestro único cañón, que estaba cubierto de orín y descuidado al extremo. En
su interior no había otra cosa que algunos restos de antiguos nidos de
gaviotas. El capitán trajo de su cabina una brazada de roñosas espadas que
depositó con estrépito sobre cubierta, mientras la tripulación empuñaba
hoscamente sus picas de hierro. También sacó el capitán un gran arcabuz
para sí, estando habituado a usar tales armas; pero al intentar cargarlo, se dio
cuenta de que la pólvora era inservible, por estar húmeda. El navío
perseguidor se hallaba ya tan cercano a nosotros que podíamos distinguir no
sólo las banderas verdes y encarnadas ondeando en sus mástiles, sino
también los pavorosos turbantes de la tripulación y el refulgir de muchas
afiladas cimitarras.
—¡Ved la sangre de los mártires! ¡En verdad os digo que hoy se hallarán en el
Paraíso, y cerca del trono de Dios, pues no hay joya más preciada que la
corona del martirio!
—Que la Virgen y todos los santos tengan piedad de mí, y que Jesucristo
perdone mis pecados. Conozco ese buque, es de la isla de Jerba, y está
capitaneado por un pirata llamado Torgut, que no concede ni gracia ni cuartel
a los cristianos. Vendamos nuestras vidas tan caras como podamos, hasta la
muerte.
Después de habernos atizado a conciencia, que era para lo único que deberían
tenerla, estos hombres crueles, en medio de variadas burlas y nuevos golpes,
nos despojaron de nuestras vestiduras, dejándonos en paños menores. Nos
aligeraron también de nuestras bolsas y con dedos ágiles y prestos, no sólo
hurgaron nuestra ropa y sus forros sino que examinaron otros rincones de
nuestros cuerpos. Pero en aquellos momentos me tenía sin cuidado mi
perdida hacienda, y sólo sentía temor por mi preciosa vida. Extendieron una
sábana sobre cubierta y allí fueron a parar todas las joyas y el dinero que
encontraron.
Cuando terminaron su vil tarea apareció entre ellos un hombre de tez oscura,
cuyo ancho turbante estaba adornado con un manojo de plumas. Su túnica de
seda estaba cubierta de grueso brocado de plata, y en su mano diestra
portaba una espada corva, cuya empuñadura estaba guarnecida de piedras
preciosas. Al verle, nuestros marineros comenzaron a darse fuertes golpes en
el pecho y a mostrar sus músculos distendidos, pero él apenas se dignó
lanzarles una displicente mirada de soslayo. Sus subordinados le mostraron el
mísero botín y a una señal suya comenzaron a recorrer nuestras filas,
palpando nuestros músculos y examinándonos los dientes, separando
rápidamente de nuestra compañía a los débiles y enfermos. Mientras duró la
inspección, me sentí desmayar y pregunté lo que podía significar aquello. Los
marineros me respondieron:
—Ruega por que encontremos gracia a sus ojos. Llevará consigo los que sean
aptos para empuñar un remo. Los demás, están destinados a morir.
—¡Dejadnos lanzar por la borda a esa mujer, pues sus ojos malditos han
conducido a nuestro buque el desastre!
El espectáculo fue tan asombroso que hasta los propios piratas quedaron
boquiabiertos. De pronto, su jefe estalló en una carcajada, y sus seguidores se
golpearon las rodillas y lanzaron alaridos de placer. Ninguno movió un solo
dedo contra Andy. Pero éste no reía; su rostro parecía tallado en madera y me
vigilaba con sus ojos acerados bien abiertos, mientras me decía:
Las lágrimas afluyeron a mis ojos ante la grandeza y valor de su acción, pero
respondí:
—Andy, Andy: tú eres buen hermano para mí, pero no tienes ni pizca de
sentido común. Ahora veo bien que eres más simple de lo que siempre pensé.
Deja de hacer el loco y alégrate. Intercederé por ti en el cielo, para que tu
esclavitud entre los infieles no te sea muy pesada.
Debería ser puesto en la lista de mis méritos el que hablase en latín, pues de
esta manera mi ruego no haría vacilar la fe simple de Andy. Era la plegaria
más angustiosa que jamás había brotado de mi corazón, pero Dios, en su
gracia celestial, no le dio oídas.
El grito sonó tan convincente que los marineros, asombrados, bajaron sus
armas. Por mi parte no vi nada humorístico en esto pero los impíos
filibusteros rompieron a reír en estrepitosas carcajadas mientras su capitán
venía hacia mí con la sonrisa en los labios y me hablaba en árabe. Sólo pude
responderle moviendo la cabeza negativamente, pero mi perro, que era más
inteligente, se alzó sobre sus patas traseras permaneciendo inmóvil y posando
su mirada en mí y en el capitán alternativamente. El alto señor se inclinó,
cogió al perro en sus brazos y le rascó con suavidad detrás de las orejas.
—Alah akbar .
A esto no pude contestar otra cosa que «Loado y bendecido sea su nombre»,
tan profundo era el alivio que sentía al ver que aún podía respirar tranquilo
bajo el ancho cielo, y comer mi pan de cada día. Pero el hermano Juan, que
aún estaba detrás de mí, me pellizcó en la nuca, y a la vez que me aporreaba
luego los ijares, me lanzaba terribles anatemas en voz ronca:
Esto, y mucho más y aún peor, derramó aquel monje malévolo sobre mí,
mientras el capitán Torgut —en realidad su nombre era Torgut-reis— pareció
tener ya demasiado. Hizo una señal, y el negro, esgrimiendo su alfanje con
alborozo, barrió de sus hombros la cabeza del hermano Juan, con tal limpieza
que apenas asestado el golpe ya la cabeza rodaba sobre cubierta, con su boca
para siempre vacía de sermones y anatemas. No pude ver en este final del
hermano Juan una muerte muy piadosa, aunque no dudo que en virtud de su
fe ganara la gloriosa corona del martirio. De todas maneras, sentí un gran
alivio ante el repentino cese de su verborrea, ya que sus atroces
imprecaciones me habían dejado temblando de pies a cabeza.
—En casa de mi Padre hay muchas moradas. Hasta el santo apóstol Pedro
negó a su Señor por tres veces antes del canto del gallo. No te consideres,
pues, mejor hombre de lo que él fue; acepta humildemente nuestro común
destino y toma el turbante.
—Ante vos, ¡oh, Señor! —le dije—, me encuentro tan desnudo como el día en
que nací. Hace tiempo que perdí mi propio país y ahora que he perdido
también cuanto poseía, y mi fe cristiana, no hay nada que pueda llamar
propio. Tratadme, pues, como a un niño recién nacido a las cuestiones
religiosas, que yo pondré de mi parte lo mejor y me esforzaré en todo para ser
digno de recibir la nueva fe.
—Hay entre vosotros judíos y cristianos que aceptan las Escrituras, pero
continúan, con su falta de fe, corrompiendo las enseñanzas de Abraham y de
Jesús, separándose así del Dios verdadero —declaró—. Nosotros los
musulmanes reconocemos a Abraham, y a Jesús que fue un hombre santo, y a
María, su madre. Pero no les adoramos como dioses porque el omnipotente,
omnisciente y eterno Dios es uno e indivisible. Por el contrario, los cristianos
pecan gravemente cuando adoran imágenes en sus iglesias, pues no es dado
hacer lo que no es agradable a Dios. Asimismo, los sacerdotes cristianos
beben vino en sus sacrificios, mientras que la Ley del Profeta prohíbe su uso.
—Quizás es ésta una prueba —le dijo—, ya que mis peores yerros y pecados
han sido siempre el resultado de la inmoderación en la bebida. No puedo
dudar por más tiempo que Dios, en su inescrutable sabiduría, me ha señalado
para la esclavitud entre los seguidores del Profeta, para que no pueda ser
víctima del pecado que me persigue y acosa. No quiero teorizar sobre la
Trinidad, pues esta materia ha estado siempre muy por encima de mi débil
entendimiento; pero si los musulmanes reconocen y acatan al Dios
misericordioso y lleno de gracias, y si vuestro profeta puede realmente
induciros a beber tan sólo agua, opino que, en consecuencia, vuestra fe
merece ser considerada como de un extraordinario mérito.
—¡Cara o cruz! Si con ello cometo un gran pecado, Dios quiera perdonarme
por mis embotadas entendederas. Pero ¿por qué no he de aceptar el mismo
destino que mi hermano Miguel, que es más sabio que yo?
Repetimos, pues, y como pudimos, las palabras árabes que él pronunció: «Alá
es Alá, y Mahoma es su Profeta», tras lo cual nos recitó la primera sura del
Corán, explicándonos que entre musulmanes no se cerraba ningún trato o se
hacía algún convenio, pacto, consentimiento o avenencia, sin acompañarlo de
esa recitación.
—Ni una palabra de ello se nos ha dicho hasta ahora —replicó Andy—, y dudo
que el paso que he dado no agríe mi contento por esta causa.
—Un hombre sabio escoge el menor entre dos males. Es evidente, pues, que si
la desagradable circuncisión ha de ser efectuada, es en suma preferible al
descabezamiento. Recuerda que todos los santos hombres de la Biblia fueron
circuncidados, desde el patriarca Abraham hasta el apóstol san Pablo.
—Pero mi hombría se revuelve contra esto, y dudo que pueda después mirar a
una mujer decente a la cara —protestó.
A todo esto nuestro buque se iba hundiendo bajo nuestros pies, y nos
trasladamos al navío pirata, que, construido especialmente para corso de
velocidad y combate, estaba lejos de ser espacioso. A cuatro de nuestros
marineros, cuyas vidas fueron perdonadas, les encadenaron a los bancos del
remo, pero Torgut-reis nos mantuvo a su lado mientras se sentaba con las
piernas cruzadas sobre un cojín ante su camarote. La buena disposición que
manifestaba me animó a que le preguntase qué deseaba de nosotros.
—Ilustre capitán, ¿debo entender que servís al gran sultán? ¿Cómo es,
entonces, que atacáis a los navíos venecianos, si se ha proclamado un tratado
de paz y amistad entre Venecia y la Sublime Puerta?
—¿Así pues, sois súbditos del sultán? —insistí, ya que todos aquellos nombres
eran como hebreo para mí.
Se levantó impaciente y miró al mar. Los esclavos remaban con todas sus
fuerzas. Crujían las cuadernas y el agua hervía en espuma en las amarras.
Nos hallábamos en plena persecución del convoy, pero al caer el sol no lo
habíamos avistado aún. Torgut lanzó salvajes imprecaciones.
—¿Dónde están mis otros buques? —gritó—. Mi alfanje tiene sed de sangre
cristiana.
Nos dirigió a Andy y a mí una mirada tan penetrante y feroz que juzgué más
prudente resguardarme al instante fuera de su vista, entre los fardos y cajas
que se hacinaban en la bodega, arrastrando conmigo a mi hermano. Pero tan
pronto como el carmíneo sol se hundió en el horizonte, el capitán Torgut
pareció recobrar su compostura y envió a los fieles a la oración. Con una voz
áspera y chillona, el hombre lanzó el nombre de Alá a los cuatro puntos
cardinales. El silencio se cernió sobre el navío, las velas fueron plegadas y los
remos sacados del agua. El capitán Torgut se lavó pies, manos y rostro con
agua del mar, y su ejemplo fue seguido por los renegados italianos y la
mayoría de los remeros. Entonces, Torgut extendió una esterilla ante su
tienda, y tras colocar su lanza en el puente en dirección a La Meca, comenzó
como imán a recitar las oraciones en voz alta. Asió su muñeca derecha con la
mano izquierda, cayó de rodillas y oprimió su frente contra la esterilla; hizo
esto varias veces, y sus hombres le imitaron con tanta diligencia como el
reducido espacio les permitía.
La noche cayó, pero tras el miedo y las angustias que había pasado, no podía
conciliar el sueño; permanecí tumbado bajo el cielo estrellado, escuchando el
chapoteo del mar al chocar con los mamparos de las sentinas. Los pavorosos
anatemas del hermano Juan tronaban en mi cabeza, y en mi espanto los
repetía todos. No olvidaba ni uno; para mi terror, se habían grabado para
siempre en mi corazón.
Muchos días me había sentido rico y en total regocijo por las bendiciones de
la vida. Creí encontrar en Giulia una amistad cuyo cariño era tan sólo mío, y
yo la anhelaba, aun cuando me esforzaba en vencer mi repugnancia. La
peregrinación emprendida me había liberado de sombras la memoria. Pero
ahora era el más pobre entre los pobres, un esclavo que no poseía nada más
que unos andrajos sobre un cuerpo del que un comprador cualquiera podría
disponer a su antojo. También había perdido a Giulia y no quería ni pensar en
lo que le podía suceder en la cámara de Torgut. El dolor de haberla perdido
era ya suficiente tormento.
Cuando pronuncié estas palabras sentí por primera vez un ligero soplo de paz
en mi alma. El inexorable juez, tan próximo a mí, que parecía fundido
conmigo mismo, me dijo dulcemente: «Al fin hemos alcanzado el núcleo de la
cuestión, mi pobre muchacho. Pero deja que vayamos ahora más allá, si es
posible, y si podemos mantener las riendas. Quizás, y después de todo, creo
que podemos ser amigos. Mira dentro de ti mismo Mikael, y confiésalo. ¿Eres
tan desgraciado en tu corazón como crees?».
El juez invisible se enojó con esto y contestó: «¡Mikael, Mikael! ¿Qué es lo que
conoces de Dios o de Satán?».
—Por el favor de Alá, teníais tres buques bajo vuestro mando, Torgut-reis.
Parece que cuando la galera separó a Torgut de los otros dos buques, éstos
tropezaron con el convoy y atacaron a un mercante. Pero el estampido de sus
cañones alertó a la galera, la cual forzó su marcha, y uno de los buques
piratas fue triturado.
—Y tú, ¿qué hiciste para ayudarle? —inquirió Torgut, con falaz blandura.
Torgut no era tonto. Puso buena cara y repitió varias veces «Alá es grande»,
tras lo cual abrazó al asustado renegado y le habló con amabilidad, pues a
pesar de que su más ferviente deseo hubiese sido arrojar a puntapiés por la
borda al renegado, alabó, por el contrario, su habilidad ante todos. Después,
agraciándolo con muchos hermosos presentes, y repartiendo también entre la
tripulación monedas de plata, hizo tender las cadenas de remolque para
dirigirse a la isla de Jerba en la costa africana; tras lo cual se retiró a su
camarote, y por dos días y dos noches permaneció encerrado en él, sin
aparecer ni a las horas de la oración.
En su melancolía, Torgut dejó que Giulia se paseara fuera del camarote y tan
pronto la vi, fui a su encuentro:
—¿Cómo estás Giulia? ¿Te ha ofendido ese repulsivo Torgut? —le pregunté
ansiosamente.
Giulia retiró su mano de la mía.
A pesar de que se me quitó un peso de encima, al oír que nada malo le había
ocurrido, me alarmaron sus palabras y en tono de reproche le dije:
—Giulia, Giulia: ¿qué es lo que piensas? ¿Te quejas y lamentas porque ese ser
inhumano haya respetado tu virtud?
—Como todos los hombres, eres más obtuso de lo que pareces. Si me hubiese
tocado, creo que habría muerto. Lloro porque nunca lo ha intentado, hasta el
punto que cuando está conmigo se vuelve de repente y comienza a mascullar
sus oraciones. Sólo puedo suponer que teme a mis ojos, y su repulsión me
hiere profundamente. Parece que soy inútil hasta para la pasión.
No pude decir nada a esto excepto pensar que estaba fuera de sí ante el
horror de caer en la esclavitud. La consolé lo mejor que pude, diciéndole que
para mí era más querida y deseable, y que sus ojos no me repelían, sino que,
por el contrario, los admiraba más; que igualmente con mayor intensidad
lamentaba mi estupidez en haber vacilado y retrocedido en un momento ya
pasado.
—¡Giulia, Giulia! Sólo los viejos son ricos, y es probable que te compre algún
repulsivo vejestorio de barbas grises. ¿Por qué no puedo tomarte mientras
deseo, si al fin hemos de tener dividida la memoria? Ahora no hay nada entre
nosotros que pueda separarnos; y después, el recuerdo será el eslabón que
nos unirá en nuestra forzosa separación.
Explicó que Alá usaba las estrellas más pequeñas para arrojarlas contra el
diablo, y que era una buena señal que Alá tuviese a bien mostrarnos su acto al
acercarnos a la isla de Jerba.
Sinán el Judío , no parecía mostrar prisa alguna por vernos, y los hombres de
Torgut esperaban pacientemente acurrucados e inmóviles en la terraza. Andy
estaba asombrado.
—Las costumbres de los guerreros del mar son, con toda evidencia, diferentes
de las de los de tierra —observó—; pues si estos muchachos hubiesen sido
germanos o españoles, harían tenido ante ellos un buen asado al fuego y unos
cuantos barriles al lado; y las jarras de vino pasarían de mano en mano;
estarían armando camorra y jugando a los dados a la sombra de la muralla.
Mientras Andy hablaba, el salvaje negro del capitán Torgut se dirigió a él,
trayendo consigo un italiano como intérprete, quien dijo:
—¿En verdad desea ese pobre desgraciado luchar conmigo? Dile que soy
demasiado fuerte, y que es mejor para él que se vaya y me deje en paz.
—Uno de nosotros tres está loco —dijo—. Pero le prevengo a ese compañero
que si algo le pasa no es culpa mía. Ahora va a tener lo que está buscando.
Se quitó la prenda que le habían dado para proteger su espalda del sol y fue
hacia el negro. Después, sólo pude ver una mezcolanza de brazos y piernas,
hasta que, repentinamente, Andy voló por el aire, para aterrizar sobre su
espalda con tal fuerza que quedó inmóvil y como sin sentido. El negro lanzó
una estrepitosa carcajada que hizo brillar todos sus dientes, pero me pareció
que en su venganza no deseaba a Andy un daño mortal, ni mucho menos.
—Tiene que haber ocurrido algún error, pues por mi vida que no puedo
comprender cómo me encuentro sentado en tierra mientras ese tipo está de
pie, riéndose además.
—Ya es bastante, y hágase la paz sin otros daños —repuso—. Massuf no tiene
nada. Vos no debéis avergonzaros de reconocerle la victoria, pues él es un
renombrado guresh , o sea, luchador. Os ha derribado por tres veces; por lo
tanto, admitid que ha vencido claramente. Reconoce que sois el hombre más
fuerte con quien jamás se ha encontrado.
Comenzó por observar a los cuatro pobres marineros pero encontró poco
interés en ellos, y con un desdeñoso ademán en su pulgar, ordenó que se los
llevasen. Fijó entonces sus ojos en Andy y en mí.
—Con vuestro favor, príncipe y señor de Jerba, soy físico —respondí con
presteza—. Cuando haya aprendido el árabe y adquirido los conocimientos de
los remedios usados en este país, puedo practicar mi especialidad, lo que haré
de buen grado y en servicio de mi señor. Y debo añadir, sin ostentación
alguna, que estoy familiarizado con muchas medicinas y métodos que a buen
seguro son aquí desconocidos.
—Os doy las gracias, señor, por contentaros con tan fáciles problemas —se
congratuló Andy—. No lleva más tiempo el viaje desde la tierra al cielo que el
que se toma un hombre en mover un dedo.
Sus palabras hicieron brotar una sonrisa en los labios de Sinán, quien cesó en
su ataque.
—¡Que Alá sea loado! —exclamó—. Llevad el perro a mi harén. Si mis mujeres
lo quieren se lo regalaré a ellas.
Pero Rael gruñó y enseñó los dientes cuando un pequeño y marchito eunuco
fue a cogerle, y sólo cuando se lo ordené yo, quiso el perro seguirle, engañado
por una jugosa costilla de cordero, pero no sin antes lanzarme una mirada
llena de reproche, ante la cual no pude contener las lágrimas.
Mi aflicción estaba aguijoneada por la angustia de ver que Giulia era llevada
ante Sinán, quien le ordenó que se quitara el velo. El capitán Torgut,
alarmado, intervino prestamente:
—¿Por qué empezar por su rostro? Deja lo mejor para el final y examina
primero sus otros encantos. Verás que no te mentí sobre ella. Es tan clara y
bella como la luna, sus pechos son pétalos de rosa, su vientre un cojín de
plata, y sus rodillas parecen talladas en marfil.
Para explicar cómo podía yo entender su conversación, debo decir que a estos
piratas africanos sólo les hermanaba la religión, pues venían de diferentes
países, con su propio idioma en los labios. Sinán era, por su nacimiento, un
judío de Esmirna y el capitán Torgut era hijo de humildes turcos de Anatolia,
mientras que sus hombres eran en su mayor parte italianos y naturales de
Cerdeña y Provenza, así como moros fugitivos de España y renegados de
Portugal. Entre sí, este amasijo heterogéneo hablaba también una jerga
compuesta de todos los idiomas y conocida con el nomine de lengua franca
(ellos se denominaban cristianos francos). Yo había aprendido este lenguaje
mixto durante mi estancia en el buque pirata, lo que no me fue muy difícil por
mi buena disposición para el aprendizaje de idiomas.
—¿Por qué dejar su rostro para el final, si realmente es tan claro y bello como
la luna? —quiso saber—. Veo por la expresión de tu mirada que aquí hay algo
sospechoso, y he de saber qué es.
—Es demasiado delgada. Puede ser que le gustara a un joven fogoso, pero un
hombre maduro necesita una almohada más ancha y profunda que la que
forma una joven cuyos miembros son parecidos a alambres, y que además es
tan lisa como una madera estrecha.
A estas palabras, Giulia perdió toda paciencia; se arrancó el velo del rostro y
lo pisoteó furiosa al tiempo que gritaba:
Sinán el Judío se inclinó hacia delante y miró fijamente al rostro de Giulia con
su único ojo que parecía salir de pronto de su órbita. Su mandíbula se
desencajó, abriéndose su boca, que mostró los dientes podridos, y finalmente
ocultó el rostro en sus manos.
—No te sientas decepcionado por sus ojos —recomendó—. ¿No te decía que te
había traído un tesoro, tal como nunca has visto? Uno de sus ojos es un zafiro,
y el otro un topacio; y sus dientes son como perlas inmaculadas.
—Sea. Mandaré que le saquen uno de los dos ojos, y así nadie se ofenderá,
aunque dudo si conseguiré un buen precio en el mercado por una mujer
tuerta.
—El libro sagrado será mi guía. —Sacó de su lomo un largo alfiler que ofreció
a Giulia—. A pesar de que no eres creyente, toma este alfiler de oro e
introdúcelo entre las páginas, al azar. Yo leeré las líneas que señalen su
afilada punta. Sean estas líneas mi guía, y determine el destino lo que haya de
ser de ti y de tus compañeros. Os tomo a todos por testigos que quiero
someterme al juicio de Alá el Todopoderoso.
Levantó la vista del libro, con aire maravillado, y nos examinó a Giulia, Andy y
a mí, uno tras otro. Torgut estaba también impresionado y dijo:
—Retiro todo cuanto he dicho en mi exaltación. ¿Quién soy yo para dudar del
juicio de Alá? Aún no puedo decir lo que ha de hacerse con estos esclavos. Por
el momento, los tomo, Torgut, pero tan sólo a poco precio. En presencia de los
testigos, te daré treinta y seis ducados, con el caballo que te envié. Créeme,
es una buena suma por esas tres criaturas inútiles e ignorantes.
—El sol ha secado tus sesos. Hace unos instantes, estabas dispuesto a matar a
la muchacha, o cuando menos a sacarle un ojo, y ahora exageras sus
inexistentes encantos, con el fin de esquilmarme. Si rechazas esta buena
oferta, vende esos esclavos en el mercado abierto, y estoy dispuesto a pagar
la mejor apuesta, siempre que jures por el Corán no usar de argucias
sobornando a alguien para pujar el precio.
El fin de todo esto fue que Sinán el Judío sacó y contó los ducados, envió a
Giulia al harén y nos ordenó a Andy y a mí que desapareciésemos de su vista.
Volvimos al patio exterior, donde habían sido llevadas por los hombres de
Torgut grandes fuentes repletas de cordero y arroz, cocidos en grasa. Los
hombres de Torgut, sentados en el suelo y en torno a las fuentes, cogían de
éstas trozos de carne y las blancas pelotas de arroz que llevaban luego a sus
bocas. Pero los esclavos y prisioneros no tomaban parte en el festín.
Amontonados tras los comensales, seguían con ojos ansiosos y hambrientos la
trayectoria de cada trozo, hasta su desaparición. El espectáculo me deprimió
mucho, pero encontrándonos por azar cerca de Massuf, éste nos hizo sitio a
su lado, y ofreció un trozo de carne chorreando grasa a Andy, instándole a
que aceptara en señal de paz.
—No es un verdadero musulmán. Mirad qué maneras usa; se sienta sobre las
posaderas, y atiborra su boca con las dos manos.
—Vosotros que creéis, comed las buenas cosas que Dios os ha dado y
ofrecedle las gracias.
—Está también escrito: beber vino es un gran pecado, bien que el hombre
puede tomar algo de lo bueno. Pero el pecado es mayor que lo bueno.
Oyendo esta especie de sura profana, Andy miró al eunuco con desagrado.
—Si eso es verdad, confieso que la enseñanza del Profeta, loado sea su
nombre, es como si fuera una capa que cuelga demasiado amplia, no dando
calor alguno al que la lleva. Sin embargo, no puedo creer en lo que dices,
pues todos los curas, monjas y maestros que he encontrado u oído siempre
han sido los primeros en prohibir las cosas de placer, así como los deseos de
los ojos y de la carne, insistiendo en que el camino al cielo es estrecho y
pedregoso, mientras que otro, ancho y suave, conduce directamente al
infierno.
—Era una historia muy piadosa, además de hermosa —le dije—. Pero ¿qué
está en tu espíritu? ¿Qué es lo que quieres de nosotros?
—¿Yo? Yo soy tan sólo un pobre eunuco. Pero me ha sido confiada la tarea de
enseñarte árabe si además de rápido eres diligente en su aprendizaje. Tu
hermano debe ser entrenado como guresh , si el negro Massuf consiente en
enseñarle su arte, pues en estos momentos mi señor no tiene otro empleo
para él.
Estaba tan contento de verla, que no hice caso de sus palabras y exclamé:
—¡Giulia! ¿Te encuentras bien y estás bien tratada? ¿Puedo hacer algo por ti?
Ella separó a un lado el velo con aire un poco ausente y golpeó ligeramente
mi mejilla, y dijo:
—¡Alá! —exclamé muy sorprendido del raro proceder de Sinán—. ¿Para qué
quiere que traces líneas en la arena?
—Estoy enterado que eres médico y estás familiarizado con los remedios de
los cristianos —me dijo—. He tenido un día muy agitado y siento mi estómago
enfermo. ¿Puedes curarme?
—Mostradme la lengua —dije—. ¿Se os han movido los intestinos hoy? Dejad
que os tome el pulso. Cuando os haya palpado el estómago, os daré la
medicina que necesitáis.
—Ya veo que conoces tu oficio —gimió— tal como los francos lo practican.
Pero yo creo que el remedio mejor para estos males míos sería un poco de
buen vino. Siendo prescrito por un médico, puedo beberlo sin incurrir en
pecado.
Creí al principio que me estaba tentando para ponerme a prueba. Pero ahora
era Sinán el Judío quien también se frotaba su vientre y se lamentaba.
Pero comprendí que no era la calidad del vino lo que le hacía dudar, sino el
comprobar si no estaba envenenado. Sin embargo, no dudé un segundo y
probé el oscuro, dulce y fragante vino, paladeándolo con deleite.
Después que bebimos y volvimos a llenar las copas, y bebimos de nuevo, Abú
el-Kasim me dijo:
No contesté, pero con las mejillas ardiendo, bebí más vino, pues tales
palabras sonaban extrañamente en los labios de semejante hombrecillo, quien
continuó tras una pausa:
—Le serví bastante tiempo y la ingratitud fue mi único premio —respondí con
amargura—. He tenido ya más que suficiente del emperador; hasta esperaba
enviarme a través del océano occidental para conquistarle nuevos reinos a las
órdenes de un antiguo guardador de puercos.
—Hablas de cosas nuevas para mí —me interrumpió con impaciencia Abú el-
Kasim—. Pero no me refería al emperador de los infieles, el gobernador de los
dominios de Germania y España, sino al gran sultán Solimán, quien con tanta
justicia y liberalidad trata a sus súbditos.
—Esos son sueños nacidos del vino —dije—. Habláis de un reinado que quizás
existe en el cielo, pero no en la Tierra.
—No son sueños del vino. En el imperio del sultán Solimán, la justicia es
incorruptible; los jueces pronuncian sentencias de acuerdo con la ley, sin
tener en cuenta las personas ni su rango. Nadie está forzado a renunciar a su
fe: judíos y cristianos gozan de iguales derechos. Por ejemplo, el patriarca
griego ostenta el título de visir, como miembro del diván o concilio. Todos los
oprimidos y perseguidos de la Tierra buscan refugio en la Sublime Puerta,
donde hallan protección. ¡Bendito sea el sultán Solimán, sol del pueblo, señor
de ambas partes del mundo!
—Los hafsidas han gobernado estas costas durante trescientos años —declaró
—; demasiado tiempo. El sultán Mohamed, de la dinastía hafsida, es un
lascivo vejestorio que gobierna Túnez en alianza con el emperador cristiano.
Sus familiares fueron también señores de Argel, hasta que el gran Jaireddin y
su hermano les expulsaron y se colocaron ellos mismos bajo la protección de
la Puerta. Pero el infiel Hafsid pidió ayuda al emperador, y los hermanos
Jaireddin perdieron la vida en la batalla contra los españoles y berberiscos,
por lo que Argel cayó de nuevo bajo el dominio de Hafsid. En recompensa por
su ayuda, los españoles construyeron una poderosa fortaleza en la boca del
puerto, la cual es un gran obstáculo para nosotros en nuestra empresa naval
de guerra contra los cristianos. Así pues, el sanguinario Hafsid se ha aliado
con los infieles, aun contra el sultán, y hasta omite su nombre en las
oraciones de intercesión de los viernes, en las mezquitas. Pero, por haber
cerrado ese pacto con los infieles, permitiéndoles estar a su antojo en la boca
del puerto, para Selim-ben-Hafsid ha prescrito el período de gracia que se le
había concedido.
Se miraron perplejos.
—No conocemos nada de esto —respondió Sinán—, pero es evidente que el
sultán puede ayudar al rey de Francia, si este rey se lo pide humildemente. Ya
que el objetivo en este caso es el de debilitar el poder del emperador,
mientras que los gobernantes de Argel y Túnez prestan su ayuda a los infieles
contra Jaireddin y el sultán, lo cual es a todas luces cosa muy diferente.
—Puede ser —admití—. Pero, de todas maneras, creo a buen seguro que no
esperaréis de mí que tome con las manos vacías Argel para el sultán, quien no
sabe ni siquiera que existo.
—Entonces, así como me reconocéis para hakim , os prohíbo que bebáis más
vino, pues corréis peligro de que se apague por completo vuestro cerebro.
¿No es, por ventura, Argel una ciudad grande y poderosa, rodeada de
murallas inexpugnables?
Con estas palabras de Sinán se desvelaron ante mí los planes secretos de los
piratas. No se les podía encontrar defecto alguno, y estaba inclinado a creer
que el momento para su realización estaba maduro, ahora que el emperador
se hallaba enfrascado en una áspera guerra contra el rey de Francia, el papa
y Venecia. Además, el emperador había diseminado sus fuerzas con el frívolo
envío de buques en busca de mercancías allende los mares. Por mi parte, no
acariciaba una amistosa disposición hacia Su Imperial Majestad, a pesar de
que había tomado parte en el saqueo de Roma en su ayuda. Pero tampoco
tenía deseo alguno de perder mi cabeza por Jaireddin.
—Reunid vuestra flota —dije—, atacad Argel como bravos, y ganadla para el
sultán. El momento es propicio, y no dudo que el sultán se complacerá en
enviaros tantos caftanes de honor y colas de caballo como sean precisos.
—Sólo soy un esclavo —dije—. No soy libre de actuar por mi propia voluntad.
Pero si Abú el-Kasim confía en mí, le probaré que soy digno de su confianza.
Desearía que me respondieseis a una pregunta; decidme: ¿puede un esclavo
tener esclavos?
—Mi propia liberalidad hace afluir las lágrimas a mis ojos. Mikael, mi querido
esclavo, te prometo que el día en que Jaireddin desfile en triunfo por las
abiertas puertas de Argel, la muchacha será tuya, y te cederé mis derechos
sobre ella en presencia de testigos. ¡Que el diablo me devore, si falto a mi
promesa!
—¿Por qué me perseguís sin tregua, a mí que soy el más pobre entre los
pobres? Me haréis perder la fe en la misericordia de Alá Todopoderoso.
—¿No veis, hombres de corazón de piedra, que sólo traigo huevos y un nidal
para incubarlos?
Pero los hombres no le hicieron caso y nos llevaron al cuarto de guardia. Abú
el-Kasim nos empujó ante él y yo me volví, le escupí al rostro y dije:
—Ved cómo me tratan hasta mis propios esclavos. ¿Qué puedo pensar sino
que Alá me ha olvidado, cuando me abruma con la carga de semejantes
criaturas?
Los guardias le llevaron ante su jefe, al cual Abú el-Kasim mencionó las
mercancías cuyos derechos estaba dispuesto a pagar de buen grado, de lo que
tomó nota un amanuense.
—Tan cierto como que soy un hombre irreprochable, que nunca en su vida
trató de engañar al prójimo, declaro que no traigo conmigo nada más por lo
cual tenga que pagar derechos. Como garantía, y en muestra de mi buena
voluntad, os hago el presente de estas tres piezas de oro, que son las únicas
que poseo.
Los hombres se pusieron de buen talante y aceptaron riendo las monedas, por
lo que concluí que la ciudad distaba mucho de estar bien gobernada, y en el
orden que debiera estarlo, cuando los aduaneros se permitían ser sobornados
tan abiertamente. Pero cuando Abú el-Kasim iba a salir, una pieza de costoso
ámbar gris del tamaño de su puño se deslizó de su sobaco donde la había
escondido, y llenaba ahora toda la habitación con su fragancia. El rostro de
Abú el-Kasim se tornó gris ceniza, y no sé cómo logró controlarse y suavizar
los rasgos de su rostro, a no ser que el papel que representaba formase parte
de su propia vida.
El oficial se rió con escarnio, pero dio su permiso para pasar el camello, y
hasta devolvió la pieza de ámbar gris, diciendo que su perfume haría la
atmósfera de la habitación irrespirable. Cuando Abú el-Kasim salió a la
estrecha callejuela, dio una palmada en la espalda de Andy y dijo con voz
chillona:
Cuando Giulia vio el miserable antro y las dos habitaciones con su piso de
tierra, cubierta por deshilachadas esteras, alzó su velo y comenzó a quejarse:
—¿He sufrido las penas del mareo en el mar y las quemaduras de los rayos del
sol ardiente para llegar a un lugar como éste, yo que he comido el buen
alcuzcuz y ganado el favor de Sinán el Judío ? ¿Cómo pudo entregarme a un
hombre tan asqueroso?
Abú el-Kasim se retorció las manos, pero sus ojos brillaron al decir:
—¡Ay, reina de mi corazón! ¿Por qué me tratas con tanta dureza? Hice un mal
negocio comprándote a Sinán el Judío a causa de tu radiante belleza y de la
gloriosa divinidad de tus ojos. Quizás el miserable judío me engañó cuando
me alabó tu buen carácter y juró que podías predecir el futuro, trazando
dibujos en la arena.
Suponía que nos mostraba todo aquello tan sólo para herir la vanidad de
Giulia por su continuo desdén.
Giulia pareció bastante reconciliada, y dijo que en aquella estancia se
encontraría como en su propio hogar, y sería para ella un gran alivio y
descanso a sus muchos sufrimientos.
—Veo caminos, ciudades y el mar. Veo también tres hombres. Uno de ellos es
flaco y feo como un mono. El segundo es fuerte como una torre, pero su
cerebro no es mayor que un huevo de paloma. El tercero se asemeja a un
chivo, con pequeños cuernos; muy pequeños, pero afilados.
Pensé que Giulia decía esto para burlarse de nosotros, pero gradualmente se
alteró su voz, se detuvo su mirada en la arena como si estuviera hechizada y
sus dedos se movieron en su tarea con tanta agilidad que parecía no poder
contenerlos. Abú el-Kasim balanceó el incensario y dijo en voz baja:
La tersa frente de Giulia se contrajo. Gimió, y una voz tenue y aguda brotó de
sus labios:
—La arena está roja, como con sangre. Veo una caldera hirviendo y en ella
muchos guerreros, buques, banderas. Veo un turbante caído de una cabeza
entumecida. Veo un puerto y muchos buques entrando en él entre el tronar
del cañón.
—El Libertador viene del mar —dijo Abú el-Kasim, en tono confidencial—. El
Libertador vendrá del mar antes de que los higos maduren. Esto es lo
importante, Dalila. Ves al usurpador en su trono, al blasfemo que olvida y
menosprecia los mandamientos de Alá. Pero ves también caer el turbante de
su cabeza, y ves al Libertador viniendo del mar antes de que los higos estén
en sazón.
—¡Abú el-Kasim! En tu terquedad de asno, ¿por qué tus sudorosos pies van
por mil sendas, cuando sólo una es necesaria? No eres más que un pez en las
mallas de la red de Dios, y aquél que se revuelve con más estúpida
obstinación. Tu vida no es más que el reflejo en un estanque cuya superficie
está tranquila, pero que de pronto se agita por la mano de un niño que juega.
¿Por qué pretendes engañarte, si no ganas la paz con ello, mientras
febrilmente huyes de ti mismo, cambiando de forma a cada paso?
Abú el-Kasim nos proveyó de unas viejas mantas y nos dejó que buscásemos
un rincón para pasar la noche. Él se marchó fuera. El sordomudo trajo paja
limpia y nos ayudó con la mejor voluntad. Hacia el anochecer, empezó a
cocinar un caldo y cortó unos trozos pequeños de cordero. Al ver esto, Andy
movió la cabeza melancólicamente y dijo:
—Este pobre idiota no debe haber llenado la tripa en su vida. Mírale; parece
que está haciendo la comida para un par de gallinas y un perro ciego. Eso
puede estar bien para el viejo Abú, que no tiene más que pellejo, pero no para
mí.
—No intento llenar la tripa de todos los pobres del barrio —declaró—, ni
somos un regimiento de jenízaros. ¿Quién es el culpable de este terrible
error? ¡Que sea la primera y última vez! ¡Si no fuese porque deseo que
nuestra primera noche transcurra en paz y armonía, habría montado en
cólera!
—¡La maldición de Alá caiga sobre vosotros, por haber matado mis dos
gallinas, Mirma y Fátima ! ¡Ay mis gallinas, mis pobres gallinas que ponían
hermosos huevos morenos!
Lágrimas no fingidas corrían por sus mejillas y barba. Andy parecía inquieto.
Pero yo me repuse y dije:
La única respuesta de Abú el-Kasim fue mesarse las barbas, y al poco rato nos
retiramos a descansar.
Había bellas mansiones, rodeadas de muros, así como baños públicos abiertos
a todo el mundo, sin distinción de creencias, color o posición social. Los ricos
pagaban mucho por sus baños, mientras que los pobres se bañaban
gratuitamente, en el nombre del Compasivo. En el punto más alto de la
ciudad, estaba situada la kasbah de Selim ben-Hafsid con sus numerosos
edificios, y a un lado de la entrada principal se veían los postes de hierro
donde se empalaban cabezas y miembros humanos. El edificio más hermoso
de todos era, sin embargo, la gran mezquita cercana al puerto. La isla
española dominaba la boca del puerto, y españoles armados de espadas y
arcabuces deambulaban tranquilamente de un lado a otro por la ciudad,
mirando con altanería a los transeúntes, a los que apremiaban a cederles el
paso. Esta actitud ofendía mucho al devoto musulmán, para quien, por la Ley
del Corán, los creyentes no deben caminar al lado de los incrédulos, sino
cruzarlos en la calle, y si es preciso empujarlos a un lado.
Este artículo de Abú el-Kasim era justamente apreciado por la calidad de las
hojas de reseda que él empleaba, y que traía de Marruecos, donde se
recolectaban tres veces por año. Las mujeres las humedecían y las amasaban
en una pasta rojiza, con la cual se coloreaban el rostro para rejuvenecerse
artificialmente; las viejas no podían vivir sin esto. La reseda se empleaba
también en la preparación de un tinte para las uñas de manos y pies. Abú el-
Kasim tenía métodos propios para elaborar todos estos preparados, lo que le
permitía vender a precios variables conforme a los medios económicos del
cliente.
Pronto me encariñé con la ciudad, la calle donde vivía y las gentes que
conmigo hablaban. Esa ciudad extranjera, con sus raros olores y colores, los
braseros de orujo, los árboles frutales y los numerosos navíos anclados en el
puerto era como una ciudad escapada de un libro de leyendas. Cada día comía
cordero y rico caldo; a menudo Abú el-Kasim, con un suspiro, aflojaba los
cordones de su bolsa y me daba algunas monedas cuadrangulares de plata, y
yo me trasladaba al mercado para comprar rollizos conejos que luego
aderezaba Giulia con pródigas y sazonadas salsas.
Cuando pregunté a Abú por qué vejaba tanto a Andy, me miró asombrado.
Cuando por primera vez fui con Andy y Abú el-Kasim a la plaza del mercado,
me horroricé a la vista de estos temibles luchadores semidesnudos y
relucientes de sudor, en pleno esfuerzo y tensión en su intento de derribar al
contrario. Eran grandes como molinos, y tenían los brazos como aspas, con
abultados músculos. Pensé que cualquiera de ellos podía destrozarme de un
papirotazo. Andy no les iba a la zaga, desde luego, pero su aspecto era
distinto.
—¿Hay alguien que quiera combatir con el invencible Antar? Sus rodillas son
como los pilares de la mezquita, y su tronco una verdadera torre. Fue criado
entre idólatras en un país lejano del norte, y está curtido por la nieve y el
hielo que cubre su tierra todo el año; hielo que vosotros, holgazanes, no
conocéis más que como fragmentos en vuestros sorbetes.
Tras continuar de esta guisa por algún tiempo, se bajó de los hombros de
Andy, extendió un paño en el suelo y depositó una moneda de plata en él,
como premio al vencedor, poniendo a Alá por testigo de su liberalidad. Ello
provocó una catarata de risas, que atrajo a nuevos espectadores a la escena,
mientras los jóvenes y ricos patronos se apretaban los ijares diciendo:
Pero los curiosos comenzaron a arrojar monedas sobre el lienzo, hasta que se
formó un montoncillo de plata, entre el que relucían una o dos pequeñas
monedas de oro. Los luchadores consideraron con ojo crítico la pila de
monedas, y luego a Andy; penetraron en el espacio circular destinado a la
lucha se reunieron cogiéndose de los hombros y parlamentaron, hasta que
uno de ellos se manifestó dispuesto a contender un asalto «bueno» con Andy.
En la lucha denominada «buena» todo estaba permitido, pudiendo perderse
en ella un ojo o una oreja, por lo que los luchadores profesionales rara vez se
prestaban a ella.
Andy y su adversario comenzaron a atacarse y mi hermano, poniendo en
práctica las enseñanzas de Mussuf el Negro, lanzó a su hombre a tierra sobre
las espaldas con estrépito. Para alentar a la víctima, los espectadores
lanzaron más monedas sobre el paño; pero Andy consiguió derribar y vencer a
tres hombres sucesivamente, cosa que era una proeza para un principiante;
pero al cuarto le llegó su turno de perder, pues tras un forcejo prolongado,
sus pies resbalaron, de manera que su oponente, rodeándole con un brazo el
hombro y la nuca, le forzó a caer.
—Creo que Mussuf me dio una buena lección, y a mi vez me parece que puedo
dar buena cuenta de todos estos tipos escurridizos, pues soy más fuerte que
ellos.
La suma era, sin embargo, insignificante para su fortuna; pero era parte de su
vida fingir pobreza y divertir a la gente con su terror al recaudador de
impuestos.
—¡Oh recaudador Alí ben-Ismail!, ¿qué puede ofrecérsete de nuevo por aquí?
No hace tres meses que estuviste, y soy un hombre pobre.
Se apresuró a ir hacia Alí ben-Ismail para ayudarle; yo tomé del otro brazo al
visitante, y entre los dos le ayudamos a sentarse en el cojín más amplio de la
casa. Una vez acomodado y recuperado el aliento, sonrió tristemente.
—Abú el-Kasim: el príncipe de Argel y del mar, rey de las incontables tribus
berberiscas, representante de Alá, y que en esta ciudad manda, en resumen,
el sultán Selim ben-Hafsid, se ha dignado posar sus ojos en ti —declaró—. Te
has hecho rico; has traído agua a tu patio y amueblado tus habitaciones. Se
han visto aquí costosas alfombras y hasta copas de plata, las cuales están
prohibidas por el Corán. Has comprado tres nuevos esclavos; uno te reporta
enormes ganancias como luchador; otro es una mujer de belleza
indescriptible, con ojos de diferentes colores que ven cosas extrañas en la
arena, hasta el punto que las propias mujeres del harén acuden a los baños
públicos con objeto de escuchar la predicción de su futuro. El tercero gana
sumas sustanciales para ti como curandero charlatán; me parece que es, si no
me equivoco, ese hombre con cara de chivo que está a tu lado, y que de las
más remotas ciudades te traen de vez en cuando eso que llamas ámbar gris,
barato. Pero bajo tal falsa terminología, esquilmas a tus compradores y
clientes.
Abú el-Kasim cesó de golpe en sus zapatetas, y con un furioso destello en los
ojos dijo:
—¡Bien! Así es que estabas jugando conmigo, ¿eh? Pero yo daré a tu mujer tal
ungüento del paraíso que cuando la abraces te morirás al instante con una
agonía espantosa y echando espumajos por la boca.
—No lo tomes tan a pecho, querido Abú —dijo con un hilillo de voz—. Ello
forma parte de mi deber. Me ha sido ordenado que haga una investigación a
fondo en tu casa y haberes, porque Selim ben-Hafsid, loado sea su nombre,
necesita dinero para comprar otra pareja de muchachos. Así pues, deja que
lleguemos a un arreglo amistoso, como de costumbre. No ganarías nada con
que me cesaran, y fuese reemplazado por un hombre probablemente más
hambriento y necesitado, a quien tendrías que engordar.
Ninguna otra sugerencia hubiera sido mejor bienvenida para Abú. Sacó
recipientes y monedas por valor de cincuenta piezas de oro y ayudando a Alí a
ponerse en pie, salieron ambos. El recaudador caminaba delante, apoyado en
su bastón y jadeando penosamente, mientras el sudor se deslizaba por sus
hinchadas mejillas. Tras él, Abú el-Kasim, llevando sólo un sucio turbante y
una túnica de lino así como un lío con los objetos a la espalda; no cesaba un
instante de lanzar al aire sus clamores y quejas, y el diapasón de sus lamentos
subía cuando invocaba a Alá, en llamadas implorantes, de tal manera que
hasta los vecinos se sintieron conmovidos. Cuando menos en esta ocasión, sus
lágrimas eran verdaderas, ya que cincuenta monedas de oro eran una suma
respetable, aun para él.
—El dinero cayó en buen terreno —explicó—, pues hasta los oficiales y
amanuenses tuvieron compasión de mí cuando vieron que me había visto
obligado a entregar los brazaletes de mi esclava; y esta tarde toda la ciudad
se hará lenguas de la rapacidad de Selim. Entrada la noche, alumbrarán
lámparas en todas las casas ricas y los propietarios enterrarán sus tesoros
bajo las losas.
Era el mayor honor que podía serme concedido, ya que el faqih era el hombre
más docto de la escuela, y profundamente versado en las ramas del fiqh , o
sea, jurisprudencia. Como muftí, era competente en todas las materias
relacionadas con la Ley, en las cuales podía haber una incertidumbre o una
ambigüedad, sobre cuya conclusión decretaba una fatwa . Gozaba de alta
ascendencia con el príncipe, porque había utilizado su conocimiento del
Corán, Sunna y fiqh para hacer pronunciamientos favorables al sultán en
ciertos asuntos muy turbios. Comparado con él y con su sabiduría, mi maestro
no era más que un pobre hombre, cuyo único mérito era saberse de memoria
el Corán y tener competencia para instruir a los nuevos conversos.
No las tenía todas conmigo ante la idea de ser examinado por ese gran
hombre, ya que sólo gradualmente había comenzado a apreciar la riqueza del
idioma árabe y a aprender de cuántas maneras se podía leer el Corán, así
como con cuantas palabras se podía expresar una idea, o las diversas
acepciones que una misma palabra tenía. Por ejemplo, mi profesor contaba
cincuenta palabras para «camello», y en cuanto a «espada», tantas como cien
para todas las variantes de esta arma.
—He oído decir —me respondió con gentileza— que eras un hábil físico de
tierras de los francos, y que estás esforzándote celosamente para llegar a ser
un buen musulmán. Dime, pues, lo que sepas sobre tu Señor, tu Profeta y tu
regla.
—La llave para la oración es la profesión del nombre de Dios; la llave para la
profesión es la constante e inmutable fe; la llave para la fe es la confianza; la
llave para la confianza es la esperanza; la llave para la esperanza es la
obediencia, y la llave para la obediencia es: «Alá, el Altísimo, es el Dios único
y sólo a Él debo profesar».
—Después de la ablución digo: «Doy testimonio que no hay más Dios que Alá.
Es uno e indivisible, y Mahoma es su siervo y Profeta. ¡Oh, Señor!
Concededme estar entre los penitentes; concededme la gracia de estar en la
compañía de los puros. ¡Loor y alabanza a Alá! Declaro, para su gloria, que no
hay más Dios que Alá. Ante su presencia yo imploro el perdón, y ofrezco el
arrepentimiento por mis malas obras y deseos. De acuerdo con la sagrada
tradición, el Profeta con su propia boca ha declarado: Para aquél que
pronuncie estas palabras después de cada ablución, serán abiertas las ocho
puertas del Paraíso, y podrá entrar en él por la que más le plazca».
Así terminé, sintiéndome muy satisfecho de mí mismo por haber sido capaz de
haber recitado tan importantes oraciones. Pero, súbitamente, el faqih abrió
los ojos del todo, escupió un hueso de dátil y dijo con acento enojado:
—Si fuera tu corazón quien hubiese hablado, en vez de ser tan sólo tus labios,
tiempo ha que te habrías unido al islam circuncidándote. El islam no pregunta
al hombre por su nación, ni para mientes en el color de su piel, ya que todas
las razas y colores están unidos por este signo. Pero tú eres aún un esclavo, y
quizá sea a tu dueño a quien haya que censurar por la omisión. Según tengo
entendido, es un rico negociante en drogas llamado Abú el-Kasim, y que posee
una mujer cristiana de la cual se dice que tiene ojos de diferente color, y
aunque es capaz de predecir los acontecimientos en un cuenco con arena. Se
me ha dicho que las mujeres del harén corren a los baños públicos para
encontrarse allí con ella, y la recompensan con esplendidez por la predicción
de su futuro. ¿Es verdad todo ello?
—¡No prevariques! Estoy informado de que así ocurre. Pero, bien sea criatura
de Alá o del diablo, bien sea una embaucadora charlatana, tu dueño ha de
tener una fatwa para ella, o bien encerrarla.
Estaba más que disgustado por su codicia, que así se manifestaba a ojos
vistas, y perdiendo toda mi veneración, levanté mi cabeza y le miré fijamente.
—Las cosas van mejor de lo que esperaba —declaró—, y Sinán el Judío dio
muestras de sabiduría al proveerme de tan buenos cebos para mi anzuelo. En
consecuencia, y por este día de trabajo, te daré un turbante nuevo y una
túnica blanca, y así adquiero mérito.
—Pero ¿cómo podéis alegraros de que ese voraz faqih venga a robaros?
—Es natural que necesite dinero —respondió Abú el-Kasim—, lo que por otra
parte es muy humano. Pero su curiosidad es tan grande como su codicia.
Seguramente ha oído algo sobre la naturaleza de las visiones que nuestra
Dalila tiene, y quiere observar por sí mismo de dónde puede soplar el viento,
para ponerse a resguardo antes de la tormenta.
Cuando el viernes llegó, Abú el-Kasim pidió a Giulia que preparase un asado
de conejo, y no escatimase pimienta, clavo o moscada. Yo compré pasteles en
el horno y llené una fuente con frutas y dulces, rociándolos con un polvo
blanco que les daba un sabor ardiente e inducía a beber. Abú preparó lo más
importante ocupándose en aleccionar a Giulia sobre lo que había de decir,
recomendándole que tuviese buen cuidado de no caer en un verdadero trance
y a causa de ello ser obligada por los espíritus diabólicos a relatar visiones sin
provecho.
—La oración es mejor que el más delicado manjar, y quisiera estar lejos de
causaros molestias, Abú el-Kasim. Con un par de higos y un cuenco de agua
me doy por satisfecho.
—Esta bolsa contiene veinte piezas de oro que os ruego aceptéis como un
modesto presente —declaró—. Creedme, es todo cuanto poseo, pero no me
olvidaré más adelante de haceros otra ofrenda mejor en testimonio de mi
buena voluntad. Ahora, tengo una esclava sobre la cual quisiera vuestra
opinión para asegurarme de no infringir cualquier disposición de la Ley. Sus
ojos son de diferente color y ve cosas extrañas en la arena.
—Veo aguas turbulentas; sobre los mares ondea la bandera del Profeta. Sí;
esto es; la bandera del Profeta ondea sobre las olas y el Libertador viene del
mar.
—Del mar vienen diez asnos con bocados de plata y campanillas del mismo
metal. Les siguen diez camellos enjaezados; los camellos tienen monturas de
oro y están cargados con ricos presentes para ti, ¡oh faqih! Veo el mar lleno
de navíos. Están cargados de botín y entran en el puerto; y de sus
cargamentos, te son llevadas generosas limosnas a la mezquita. Los
caballeros del mar ofrecen también con particular liberalidad parte de sus
preseas, y construyen espléndidas mezquitas y fuentes. El rey del mar funda
escuelas y hospitales y les dota con largueza; y el maestro no ha de sufrir
espera durante su gobierno. ¡Pero faqih, faqih! Antes de que todo esto
suceda, hay sangre.
Giulia se cubrió los ojos con ambas manos y gimió como si despertase de una
pesadilla. El faqih no estaba en modo alguno espantado por la mención de un
féretro; por el contrario, la profecía le halagaba.
Abú el-Kasim nos envió fuera al instante y cerró la puerta poniendo a Andy de
guarda en el patio. El sabio faqih se quedó hasta muy tarde en la noche, y
cuando por fin se fue tan secretamente como había venido, Abú el-Kasim
envió a Giulia a acostarse.
—Los planes van tomando forma —me dijo—. No temas, Mikael el-Hakim;
suceda lo que suceda, en ningún caso el faqih nos traicionará. En verdad, no
quiere arriesgarse quemándose los dedos expidiendo una fatwa para Dalila,
pero nadie la molestará tampoco y podrá continuar yendo al establecimiento
de baños.
Seguidamente, Abú el-Kasim sacó con precaución un largo cabo y luego otro,
anudándolos en una red en cuyas mallas debía ser depositada algún día la
cabeza de Selim ben-Hafsid.
—Bien —se limitó a responder—. Hay tiempo para cada cosa, y espero
impaciente el día en que de acuerdo con la voluntad de Alá justifique tu
hermano las esperanzas que en él tengo depositadas.
No tuvo que esperar mucho tiempo. Pocos días después trepaba a los
hombros de Andy y se iba a la plaza del mercado. Apenas los luchadores
habían irrumpido en el palenque, poniéndose a conferenciar, como de
costumbre, para determinar el orden de los combates, cuando un gran
negrazo apareció en compañía de un grupo de soldados. Abombaba arrogante
el pecho y se lo aporreó cuando anunció:
—¡Iskender, Iskender! Ven aquí, que te voy a arrancar las orejas. Después
espero a ese Antar de quien he oído hablar mucho.
Sin hacer caso de los consejos de sus compañeros, Andy saltó al palenque y se
dispuso al combate. Se veía claramente que el negrazo le tenía gran respeto,
pues giró con precaución en torno a su antagonista, antes de cargar de
repente contra él como un toro, con la cabeza baja, pensando alcanzarle en el
estómago y quitarle el resuello; pero Andy quebró con agilidad la cintura, y
asiendo de la suya al negro le levantó poderosamente en vilo, lanzándole
después. Como maestro que era, el negro cayó sobre sus pies, pero en el
mismo momento, sin darle tiempo a afianzarse en el suelo, fue asido y lanzado
cuan largo era de bruces en tierra, con Andy encima de sus espaldas. Mi
hermano le sujetó firmemente el cuello, y apretándole la cara contra el suelo,
dijo:
—Me has mordido en una pierna, cerdo. Mañana tendré la pierna hinchada, a
no ser que tus dientes me hagan andar a cuatro patas, ladrando y con la boca
espumeante aborreciendo el agua; y era a causa del agua que me hice
seguidor del Profeta. Pero mañana verás que también tengo dientes, y unos
dientes que pueden cascar huesos.
Viendo la buena voluntad que los demás luchadores tenían hacia Andy, Abú
el-Kasim se resignó a la voluntad de Alá; se asó un cordero en el patio y se
puso a hervir un caldero con mijo. Cuando todo estuvo a punto, Abú en
persona llenó varias fuentes de buenos trozos de carne y las llevó con sus
propias manos a los luchadores.
—Tenemos siempre confianza en Alá —declararon— pero debe ser más fácil,
aun para él, ayudar a un hombre que se ayuda a sí mismo.
Al otro lado del patio delantero estaban las barracas y las cocinas de los
guardias. Un pasadizo en la muralla interior nos condujo a un segundo patio
donde nuestras vestiduras fueron sometidas a una nueva inspección. Ante
nosotros se levantaba ahora un muro, en el cual y a través de una bella verja
de hierro forjado vimos el surtidor de una fuente de mármol y gran número de
limoneros. En el patio en que nos encontrábamos había también un pozo, y
bajo un tejado soportado por encantadoras columnas, se hallaba el trono. Los
guardias se situaron rodeándolo en semicírculo y mostraron a los
espectadores sus lugares. El palenque no era grande, pero estaba provisto de
blanda arena en la cual se hundía uno hasta los tobillos. Andy estaba
entusiasmado con ello, pues nunca había visto cosa igual. «Aquí —decía—
puede uno caerse de cabeza sin desnucarse». Pero, por otra parte, no
permitía movimientos rápidos ni evasiones. La fuerza bruta contaba aquí más
que la habilidad; no cabía golpear la cabeza del adversario contra una piedra,
sino que el triunfo salía de las propias manos.
Por fin, fue abierta la puerta del tercer muro y Selim ben-Hafsid bajó la
escalerilla rodeado de los más distinguidos miembros de su corte. Sus ojos
aparecían casi cerrados por las grandes cantidades de opio que consumía, y
su rostro aceitoso reflejaba que se hallaba de un humor de todos los diablos.
Le pregunté sobre las mujeres del harén, de las cuales Giulia tenía mucho que
contar después de sus visitas al establecimiento de los baños. El cocinero
sonrió con astucia y dijo:
—Nuestro dueño desprecia y desdeña a sus mujeres y por ello les permite una
inconcebible libertad. Se complace más en los muchachos. Podría contarte
algunos pequeños secretos que te divertirían, pues pareces un hombre
curioso.
Hurgando en mi cinturón, dejé caer al suelo como por casualidad una moneda
de oro, pero no me agaché a recogerla. El cocinero estaba entusiasmado.
—Ya veo que tienes un buen acomodo a pesar de ser esclavo —observó—; y
también que eres un buen musulmán, pues a los ojos de Alá, el más detestable
de los pecados es la avaricia.
—Me han contado —dijo— que esta puerta se usa a menudo para los que, por
una u otra razón, no desean ser vistos ante la puerta de oro de la Corte de los
Placeres. La puerta se abre silenciosamente. Si alguien viene por este camino,
todos los esclavos y servidores se vuelven de espaldas. Quien entra, ciega los
ojos de los curiosos con una lluvia de oro y plata.
En lucha «buena», Andy era sin duda el mejor, como ya lo había demostrado
anteriormente; pero ahora, cuando el negro percibió el aumento de la presión
de su antagonista, empleó de nuevo sus dientes, esta vez un mordisco en el
hombro. Su objetivo era la oreja, pero Andy era demasiado rápido para él, y
resollaba furioso por no haber podido alcanzarle.
—Fue escrito por una mujer que demuestra no ser una poetisa eminente. Pero
sus pensamientos y conceptos son claros. No quiero molestarme en leer los
primeros versos, pues su contenido no servirá más que para convertir a un
simple como Andy en más vacuo de lo que es. Pasemos adelante:
«No rechaces a una mujer enferma de amor por ti, que sólo puede lamentar
en su angustia la incapacidad de ocultar la pasión que inunda su corazón.
Como prenda de su buena voluntad, te envía estas seis piezas de oro. Sólo has
de consultar a tu guía en secreto para saber el día y el lugar de tu respuesta».
No era, desde luego, la primera vez que Andy recibía una delicada misiva de
una mujer. El poema hacía brotar en él placenteras esperanzas, y no parecía,
en modo alguno, melancólico cuando al día siguiente Abú el-Kasim le llevó al
palacio y le dejó en manos de los familiares del sultán.
No supe nada más de él durante una larga semana, hasta que un día llamó
con los nudillos a la puerta y entró cantando fanfarronamente. Pensé que
había abandonado sus buenos propósitos y estaba bebido. Vestía pantalones
bombachos y un caftán del tejido más fino. En su cabeza llevaba el alto fez de
un soldado y de su cintura colgaba una cimitarra con vaina de plata. Como si
no nos reconociese, preguntó altivamente:
Lanzó a las manos de Abú una bolsa tan pesada que las rodillas de Abú se
doblaron al cogerla. Andy me abrazó y cogió al perro entre sus brazos; yo
estaba espantado al comprobar que su aliento olía intensamente a vino.
—¡Andy! ¡Andy! —me lamenté—. ¿Has echado en saco roto todas tus buenas
resoluciones y desertado de la Ley del Profeta?
—La Ley del Profeta no me obliga, en tanto lleve el fez sobre la cabeza y la
espada de guerrero a la cintura. En el Corán está escrito claramente que
nadie debe unirse a la oración, metiéndose entre los fieles, cuando está
bebido, y que el diablo me lleve si alguien puede estar bebido sin beber. Esto
me lo ha explicado una fina y culta mujer que goza para mí de completo
crédito. Así, me persuadió de que podía beber vino para vencer mi natural
timidez en su presencia. No digas, pues, cosas sin sentido, hermano mío.
¡Vamos, Abú el-Kasim! ¡Abre una tinaja del mejor vino que tengas, y no
pretendas engañarme, pues ya conozco lo que encierran todas esas vasijas!
No hizo el más mínimo caso de mis censuras. El éxito se le había subido de tal
modo a la cabeza, que había olvidado sus desgraciadas experiencias de los
perjuicios sufridos a causa del vino. Finalmente, cuando Abú el-Kasim notó
cómo desaparecía su precioso líquido, entornó la puerta y llenó también para
sí un cubilete, al tiempo que decía:
—Ya que el destino decretó que mi valioso vino debía ser dilapidado, dejadme
por lo menos mitigar la pérdida saboreándolo yo también un poco. Y
comoquiera que estamos solos entre estas cuatro paredes y nadie puede
vernos, difícilmente puede sernos imputado este acto como pecaminoso, ya
que no somos motivo de escándalo.
—Cuando Abú el-Kasim me dejó a merced de los servidores y otras gentes del
sultán, me sentí solo durante mucho tiempo, lamentando mi destino como un
pequeño cuervo caído de su nido. Sólo los desvergonzados muchachos
entornaban sus pintados ojos sobre mí, y señalándome, sacaban sus lenguas,
pellizcándome luego por turno. Entonces entró una vieja llamada Fátima,
quien me reconfortó y me aseguró que todo se arreglaría, y que tuviese
paciencia y esperase. La Corte de la Felicidad estaba desde luego cerrada
para mí, pero me dijo que me aseara ante la puerta y mirase a las rojas
celosías de las ventanas, asegurándome que ojos benévolos me observarían.
Al oscurecer volvió, y me condujo a una puerta de hierro, que abrió sin ruido;
entramos en una habitación perfumada donde me dejó solo. Los muros y las
puertas estaban cubiertos con valiosos tapices y por más que busqué, no pude
encontrar la puerta por donde había salido la mujer.
Andy bajó los ojos con modestia y tomó un trozo de cordero del cuenco.
Andy se puso muy colorado y evitó mi mirada. Al fin dijo, con grandes titubeos
y vacilaciones:
»—¡Alá es grande! Tengo una buena y fiel amiga que no quiere creer lo que le
he contado. Permíteme pues, mi amado Antar —éstas fueron sus palabras—,
permíteme pues traer conmigo al baño a esa escéptica amiga.
El relato de Andy me alarmó tanto que no pude proferir palabra. Abú el-Kasim
terminó de contar el dinero y lo puso a buen recaudo en su arca. Por fin, yo
conseguí balbucear aguadamente:
—¿Son éstas las gracias que recibo por haber tratado de darte un buen
ejemplo en todos estos años? Nunca hubiera pensado que el arte poético
pudiera causar tanto daño, pues todo empezó con los fragmentos de la poesía,
la cual, según Abú el-Kasim, no valía gran cosa. Ahora comprendo por qué el
Profeta, bendito sea su nombre, anatematizó a los poetas.
Estaba tan enojado con Andy que, de haber podido, le habría destrozado, más
que nada, porque había ganado los favores de cuatro damas distinguidas, y en
recompensa a su pecado un anillo de oro, mientras que yo no conocía ni a una
simple mujer dispuesta a hacerme tan sólo compañía. Pero Andy estaba
impasible. Se levantó y nos dejó, con sus bombachos aleteando con la brisa de
la primavera. Abú el-Kasim lo miró alejarse y volviéndose dijo, sacudiendo su
cabeza de mono:
—Su mentecatez y su audacia nos serán muy útiles, pero cuidaré bien de no
confiarle el menor secreto, pues esas mujeres le tirarían de la lengua
enseguida. Mikael el-Hakim, el momento está próximo: soplan los vientos
primaverales y el Libertador viene del mar. Dejemos, pues, a un lado
ungüentos y potingues y pensemos en graves asuntos. Hemos de capturar la
ciudad de Argel con nuestras propias manos, tal como se lo prometimos a
Sinán el Judío .
—Tengo entendido que quiere cabalgar a través de las puertas abiertas y ser
recibido por vosotros, llevándole la cabeza de Selim ben-Hafsid en una fuente
de oro. Luego, vosotros debéis proclamarle en la mezquita gobernador de
Argel, en reparación de vuestra anterior defección. Bajo estas condiciones, ha
prometido expulsar a los españoles y destruir su fortaleza de la boca del
puerto. Y ciertamente, ha de recompensar a quienes le proclamen
gobernador.
—¡Alá! Es una tarea peligrosa y dura. ¿Quiénes somos nosotros para poder
vencer con nuestras propias manos a Selim ben-Hafsid y a sus mil aguerridos
soldados con sus espadas y cañones?
Muchos de los mercaderes se habían tapado los oídos con las manos para no
escuchar tan peligrosas palabras. Otros dudaban, pero el más viejo de ellos se
acarició la barba y dijo:
Abú el-Kasim juró por Alá, el Corán y su propia barba que estaba trabajando
en la causa de la libertad y no pedía nada para sí mismo. No teniendo otra
propuesta que considerar, los mercaderes se vieron impelidos a confiar en él.
Un día, al atardecer, llegó a nuestro patio un cofre de hierro con diez saquitos
de cuero, que contenían otros diez menores, y en cada uno de ellos cien
monedas de oro. Con muchos esfuerzos, transportamos el cofre al interior.
Abú el-Kasim cerró la puerta y entornó los postigos y cuando Giulia se retiró
por la noche, contó cuidadosamente las monedas.
—¡Ah, Mikael! ¡El peligro es la sal de la vida! ¡Cuán pronto nos aburrimos de
una existencia tranquila y cómoda! Nada en el mundo da tan buen apetito ni
produce un sueño tan profundo como la proximidad del peligro. Sólo entonces
se aprecia el valor de los días, en toda su integridad.
No dudo que hablaba en son de burla, pues yo soñaba en voz alta de continuo
y una sensación desagradable me atenazaba la garganta, quitándome el
apetito. Pero cuando la suave brisa primaveral me traía la perfumada
fragancia de los capullos floridos, me sentía, de cuando en cuando,
reconfortado al pensar en todas las gentes pobres y oprimidas a las cuales
habíamos de liberar de la tiranía.
Sin lugar a dudas, era el joven más bello que había visto en mi vida. Cuando
se aproximó aún más y pude apreciar mejor el encanto y gracia de su digno
porte, me sentí lleno de envidia. Se detuvo ante mí y me dirigió la palabra en
un árabe excelente:
—Me han dicho que Abú el-Kasim, el mercader de drogas, mora aquí. Si tú
eres su hijo, ¡en verdad que Alá le ha bendecido!
—¿Mikael el-Hakim? He oído hablar de ti. ¡Jamás vi ojos tan bellos como los
tuyos, mejillas tan sonrosadas, ni manos tan admirables!
Abrió el libro, tintinearon las campanillas, y con una voz musical, me leyó
algunos versos de la poesía persa, los cuales eran ciertamente muy
agradables y armoniosos al oído, aunque para mí significaban tanto como las
perlas para un cerdo. Evidentemente, pertenecía a alguna clase de sagrada
hermandad musulmana, pero en contraste con muchos derviches, por la
estudiada perfección en el cuidado de su apariencia, saltaba a la vista que
glorificaba los placeres de la vida.
—He sido informado de que el Libertador viene del mar en la próxima luna
nueva y desembarcará sus fuerzas cuando las fogatas se enciendan. Bajo el
manto de la noche, se aproximará a la ciudad y atravesará sus puertas el alba.
—Te he traído el mensaje y no tengo nada más que hacer sino seguir mi
propia voluntad —respondió Mustafá con una fiera mirada—. Te dejo ahora
bajo la protección de Alá para ir a alguna casa hospitalaria donde se
comprenda la poesía.
Se dispuso a salir, pero Abú el-Kasim le detuvo.
Para evitar su mirada, me volví hacia el muro, pero Abú el-Kasim notó mi
miedo y me insultó.
—¿Es que no tienes confianza en mí? —gritó—. Pacientemente y sin
ahorrarme ni tiempo ni molestias, he preparado la red para facilitarlo todo.
En palacio tienes a tu hermano Antar, en quien puedes confiar. El jefe de los
eunucos está sobornado por mí. Dalila irá contigo a palacio para mirar en la
arena, y hasta he preparado una pócima cretense para suministrársela a
Selim en vez del opio, y la cual le sumirá en un profundo sueño.
Había recuperado mis sentidos, con gran sorpresa, y grité con furia:
Corrí en aquella dirección como una gallina asustada, hasta que Abú el-Kasim
y Mustafá ben-Nakir me cogieron de los brazos, me sacudieron y me
preguntaron la causa del ataque de los mamelucos de Selim ben-Hafsid
contra los españoles. Respondí que no tenía la menor idea de ello, pues quería
que me ayudasen a salvar a Andy, a quien sin duda los españoles colgarían si
caía en sus manos.
Abú el-Kasim no estaba muy tentado de seguir estos consejos, y Mustafá ben-
Nakir declaró que había cosas más importantes en que pensar que en las
huríes del Paraíso. Cuando cesó algo el tumulto, nos armamos de valor para
dirigirnos a los guardias de la puerta de la kasbah , bendiciéndoles en nombre
de Alá. Les rogué que llamasen a mi hermano Andy, y cuando Abú puso
alguna plata en sus manos, hicieron lo que les pedíamos.
Pocos instantes después apareció Andy en la puerta, con las manos hundidas
en su cinturón, y con aire fanfarrón. Había olvidado por completo que me
había visto pocos momentos antes. No aceptamos su cordial invitación y yo
dije:
Los ojos de Andy lanzaron destellos y con la vehemencia que le daba el vino,
dijo:
—¿Por qué deplorar el destino de Selim? Deplora, más bien, a los otros dos
sultanes que han reinado aquí sólo por un día, pues la verdad sea dicha, Selim
es el tercer sucesor de Selim.
En ese momento, cuatro o cinco soldados con fez corrían a avisar a Andy de
que el aga le llamaba. Andy les siguió de inmediato a través del patio,
dejándonos bajo la protección de los centinelas. Abú el-Kasim y yo nos
sentamos a la sombra, con el corazón oprimido, pero Mustafá ben-Nakir sacó
su libro persa y comenzó a leer poemas, mirando de vez en cuando,
complacido, sus uñas pintadas.
De pronto saltamos sobre nuestros pies, pues de la casa del aga provenían
gritos y disparos. No pensaba ver a Andy de nuevo, pero debiera conocerlo
mejor. Vino corriendo, cruzando el patio en nuestra dirección, con una tropa
de soldados aulladores siguiéndole las huellas. En la cabeza Andy llevaba el
turbante del aga, adornado con una pluma encajada en una esmeralda.
Estaba yo ahora convencido de que había perdido el poco juicio que tenía,
mientras que Abú esclarecía que lo que Andy necesitaba era un dragomán,
para entenderle. Pero yo exclamé:
—¡Maldito sea el nombre de Selim ben-Hafsid, que nos estafa aun después de
muerto! ¡Todavía duró demasiado, ese puerco!
—Todas las cosas están dispuestas por Alá —dijo— y ahora es nuestra última
ocasión de salvar lo que podamos. Ve, Mustafá ben-Nakir, y razona con estas
bestias mientras yo y mi esclavo Mikael volamos a casa a buscar el oro que
era el consuelo de mis últimos años. Calculo que tocarán a cuatro piezas por
cabeza, y quiera Alá que tengan sus almas tranquilidad hasta que el
Libertador llegue.
Mustafá se dirigió hacia Andy con su habitual dignidad, mientras Abú y yo nos
lanzábamos a través de la puerta hacia la ciudad. Vimos al resto de los
españoles en una pequeña embarcación, bogando rumbo a la cercana
fortaleza, mientras una vociferadora muchedumbre en el muelle les disparaba
y blandía sus armas.
—Vamos a echar un vistazo por ahí, Mikael, pues el pagar a estos hombres
llevará mucho tiempo y ya les he preparado para la venida del Libertador.
Andy ordenó a los soldados que obedeciesen a Abú el-Kasim y a los escribas, y
que no disputasen sobre su paga; entonces nos acompañó al patio interior,
donde vimos cadáveres, así como huellas de disparos en las columnas de
mármol. Andy nos llevó hasta la puerta de oro de la Corte de la Felicidad,
empujando a un lado a los asustados eunucos.
—Vamos a los baños —murmuró—. Me parece que tengo allí dos jarras de
vino precintadas.
—Yo no soy luchador, sino el aga del sultán. Y todo cuanto sucedió fue debido
a las calumnias que viles lenguas lanzaron sobre mí, persuadiendo a Selim
ben-Hafsid de que yo había escupido en su lecho, lo cual es una sucia mentira,
pues ni siquiera vi nunca su lecho. Esta mañana, Selim vino casi desnudo a
esta sala para sudar antes del opio, acompañado de una corte de muchachos
pintados para que lo lavasen. Cuando me vio, empezó a chillar pidiendo su
cimitarra. Su mujer Amina, que estaba allí, pues era habitual concurrente al
Paraíso, intentó calmarle y ganar tiempo para que yo pudiera ponerme los
pantalones. Pero al verla, ese licencioso vejestorio se puso más rabioso que
antes. Por fortuna, sus lindos muchachos se arrojaron a sus pies cuando
vieron a Amina, y así pude atrancar la puerta, lo que consideré lo más
urgente. Amina me dijo que no tenía otro remedio que emplear la fuerza para
traer a Selim a mandamiento, y así le cogí delicadamente del cuello, con la
punta de mis dedos, pero con tal mala fortuna que se lo rompí. Mi querida
Amina estaba tan espantada como yo mismo.
Andy se secó las lágrimas con la yema de su pulgar, pero Mustafá ben-Nakir,
contemplándose las uñas, preguntó:
—¿Y entonces?
—¿Entonces? —Andy se rascó las sienes para refrescar la memoria—. ¡Ah, sí!
Bien; entonces, la señora Amina dijo que había sido voluntad de Alá, pero que
para nuestro bien lo más conveniente sería decir que Selim había resbalado
en el piso mojado y se había desnucado. Entonces me dijo que le esperaban
importantes y urgentes deberes y abandonó rápidamente la sala, prometiendo
enviar al aga y a los eunucos para testificar la desgraciada caída. Los eunucos
colocaron a Selim en el banco, enlazaron sus pies y proclamaron al nuevo
sultán, mientras yo tomé al aga del brazo y volví con él a las barracas pues me
pareció no tener ya nada más que hacer en la sala fúnebre. El aga me pareció
un divertido compañero, pero me equivoqué, pues acabo de matarle si mal no
recuerdo.
—Bien, ¿dónde había quedado? ¡Ah, sí! Había desacuerdo sobre el nuevo
sultán, pues Selim ben-Hafsid tenía otros dos hijos, además del de Amina, y
estos dos niños, algo mayores que el de Amina, fueron proclamados sultanes
simultáneamente. Los disturbios y el combate empezaron cuando se supo que
Amina había estrangulado a los dos hijos mayores del sultán, y también a su
madre para mayor seguridad. Cuando le reproché su acto, me preguntó si
hubiera preferido verla estrangulada a ella y a su hijo, ya que la costumbre
entre los gobernantes parece ser la de que no quede ningún rival con vida.
Entonces, me insinuó claramente que quería casarse conmigo, y así yo podría
proteger a su hijo hasta que fuese mayor. No tengo nada contra Amina,
excelente mujer, pero es cogida a lazo como yo quiero una mujer para mí.
—Antar: has hecho tu parte, pero falta el resto —declaró—. No hay más sultán
que Solimán, sultán de los sultanes, y en su nombre tomo posesión de esta
kasbah , en tanto que el Libertador llegue para premiar y castigar a cada uno,
de acuerdo con sus actos. Esclavo Mikael, toma la espada de tu hermano,
pues él no se halla en condiciones de empuñarla, y corta la cabeza de Selim,
que debe ser colocada en el extremo de un soporte, sobre una fuente de oro,
para ser vista por todo el mundo. Con él, la dinastía de Hafsid ha terminado;
no deben ser las mujeres intrigantes quienes gobiernen en la ciudad, y el
trono ha de quedar vacante hasta la llegada del Libertador.
Mustafá hablaba con una voz y un gesto de tal autoridad, que no osé
desobedecerle y empuñando la espada de Andy corté la cabeza de Selim, a
pesar de lo desagradable de esta labor. Pero en el momento que me hallaba
tirando atrás el arma, entró en la sala un grupo de eunucos, espléndidamente
ataviados, y de esclavos negros. En medio de ellos, venía un muchacho con un
suntuoso y largo caftán, y un turbante en la cabeza demasiado grande para su
edad. Tropezaba al andar con los faldones del caftán y cogía a su madre de la
mano.
—¡No debía haber confiado nunca en un incircunciso! ¿Dónde está el cofre del
tesoro? ¿Por qué los soldados no proclaman sultán a mi hijo? ¿Y cómo has
podido permitir que haya sido profanado el cuerpo de mi señor? Lo mejor que
podría hacer sería cortar tu cabeza, puesto que la usas sólo para desafiar la
Ley del Profeta.
La furiosa mujer se quitó las zapatillas rojas y comenzó a golpear con ellas la
cabeza de Andy, hasta que le derribó el turbante del aga. No sé cómo habría
terminado esto, si no hubiera entrado rápido, en aquel momento, Mustafá
ben-Nakir, con las campanillas tintineando.
—¿Quién eres tú, bello joven —preguntó—, y cómo te atreves a emplear ese
tono conmigo, la madre del sultán gobernante?
—Llevad a esa mujer al harén y dejad a este cerdo borracho que duerma en
cualquier rincón. Traedme luego un caftán que corresponda a mi rango, pues
soy el comandante de la ciudad hasta la llegada del Libertador. Y cumplidlo
todo con la presteza de la más rápida gacela; de lo contrario, muchos de
vosotros tendrán la cabeza más corta.
Volvió la espalda a Amina, abrió un libro y comenzó a leer en voz alta y para sí
mismo, tan solemnemente que nadie osó preguntarle nada ni interrumpirle, y
sus órdenes fueron cumplidas. Me parecía revivir al encontrar, en medio de la
confusión general, un hombre que conocía su propio designio. Pero venció mi
curiosidad natural.
—El dinero debe ser distribuido enseguida entre los hombres y mostraré
sabiduría si les aparto del ocio, ocupándoles sin demora. Presumo que nada
responde mejor a la propuesta que un ataque contra los españoles. Debo, sin
embargo, enviar de antemano a la fortaleza un hombre que conozca el latín,
en demanda de una compensación por todos los daños y perjuicios que han
causado. Si rehúsan, deben ser informados de que el nuevo sultán no tolerará
tal conducta, y por lo tanto, llamará en su ayuda a Jaireddin. Esto nos dará
tiempo para emplazar los cañones en el puerto. Pero si se te ocurre un plan
mejor, Mikael, habla.
—¡Alá! ¡Alá! —balbucí—. ¿Has pensado en enviarme a mí? Los españoles son
hombres crueles y aunque dejen en paz mi cabeza, son capaces de ocuparse
de mi nariz y mis orejas.
—De buena gana iría yo mismo —repuso—, pues me gusta conocer nuevos
lugares y gentes. Pero no conozco lo bastante el latín, y además tengo muchas
otras cosas en qué ocuparme. Por esta vez, es mejor que vayas tú a la
fortaleza. Y ahora, no debes interrumpirme, pues estoy componiendo un
poema turco al estilo persa, y he de contar las sílabas.
Para animarme, ordenó a los eunucos que me proveyesen del más fino caftán,
y no tuve más remedio que poner la cabeza de Selim en la fuente de oro y
seguir a Mustafá ben-Nakir. La escolta negra nos esperaba en armas, y
desfilamos en solemne procesión por el patio delantero, entre las
exclamaciones de asombro de los soldados.
Preguntó primero qué había ocurrido en la ciudad, y por qué, tanto las tropas
del sultán como el pueblo de la ciudad, habían atacado a sus hombres tan
traidoramente y causado tales daños en las propiedades. Al punto el cónsul,
con las venas de las sienes a punto de estallar, vociferó que las pérdidas que
él había sufrido excedían en valor las vidas de unos cuantos soldados. Pidió
total compensación y una casa nueva y mejor, cuyo emplazamiento ya había
escogido.
Cuando, por fin, tuve la suerte de poder hablar, escogí mis palabras
cuidadosamente:
—Pero… —aquí hice otra pausa con el corazón oprimido, aunque miré de
frente al capitán De Varga—. Pero mientras todo ello ocurría en concordancia
con las honorables costumbres de esta ciudad, llegó una horda de españoles
saqueadores, trayendo artillería consigo. No trato de responsabilizaros, noble
capitán, de esta grave infracción de los derechos nacionales, pues creo que
con toda probabilidad aquella ralea sin ley abandonó el fuerte sin vuestro
permiso y se aprovechó de la muerte del gobernante para llevar el desorden a
la ciudad. Entre otras cosas, profanaron la mezquita y destrozaron
salvajemente la tumba del sagrado marabut, y luego abrieron fuego contra la
kasbah , no dudo que con objeto de saquear el tesoro. El aga fue competido a
despachar alguna caballería para rechazarles con la menor violencia posible.
Los españoles se volcaron entonces sobre la ciudad, asaltando e incendiando
las casas de los fieles, robando cuando poseían y violando a sus mujeres. Para
prevenir ulteriores desórdenes, el sultán ha acordado graciosamente cortar
las comunicaciones entre la ciudad y la fortaleza, ya que el pueblo, rabioso
por el allanamiento sacrílego de la mezquita y de la tumba, quiere atacar el
fuerte, devolviendo daño por perjuicio. El sultán ha ordenado también la
construcción de trincheras alrededor del puerto, donde ha colocado su
artillería, como podéis ver por vos mismo. Pero todas estas medidas han sido
tomadas tan sólo con el fin de proteger la fortaleza, y prevenir cualquier
nueva violencia que pueda aportar perjuicio a las amistosas relaciones, ahora
felizmente existentes, entre el emperador de España y el sultán de Argel.
—Es del todo natural y propio que nuestros soldados hayan devastado la
mezquita y la tumba de los infieles, y no puedo por menos de alabarles su
acción, para la cual no tengo suficientes palabras. En demasiadas ocasiones
hemos visto a los musulmanes pisotear nuestra Santa Cruz para
encolerizarnos.
—¡Mentís! Yo fui quien envió la patrulla a tierra para descubrir la razón de los
disparos en la kasbah , enteramente en interés de Selim ben-Hafsid; pero mis
hombres cayeron en una trampa preparada, y sólo su buena disciplina les
salvó de un total aniquilamiento. Si ha habido incendios y saqueos, son los
propios musulmanes quienes los han cometido, con objeto de encubrir sus
fechorías.
—Mi señor y protector —dije—. No es preciso que vuelva por la propuesta del
sultán, ya que os la he traído conmigo. No pide nada más que una buena
compensación por los daños habidos en la expedición española, y mil piezas
de oro para comprar agua de rosas para la purificación de la mezquita y la
tumba del marabut. Está dispuesto a reconsiderar la cuestión de la
compensación, siempre que pongáis el control de todas las llaves de entrada
por mar a la ciudad bajo la supervisión de sus oficiales. Si rechazáis estas
propuestas, el sultán se verá compelido a suponer una clara intención por
vuestra parte a interferir en sus asuntos internos, y en tal caso buscará el
apoyo allí donde pueda hallarlo, para prevenir futuras conspiraciones.
Me tendió una raída bolsa de cuero que contenía diez piezas de oro, y oculté
mi asombro de que el emperador dejase a este leal y joven oficial languidecer
en tal pobreza. Fui escoltado con honores a la escollera, y en mi intención —
quizá, también, para persuadirme de que tenía pólvora sobrada— ordenó
salvas cuando desatracó mi bote. Su gallarda y noble credulidad me
asombraba y me hacía reflexionar que en toda negociación el hombre honrado
está destinado a llevar la peor parte, mientras que la picardía se apunta los
tantos.
El asunto había resultado mejor de lo esperado, y mi conciencia estaba
tranquila, pues ya le había dado a entender que podía contar a Jaireddin como
adversario. Salté a tierra muy satisfecho y observé que los incendios en el
barrio del puerto habían sido extinguidos, así como completados varios
emplazamientos para los cañones. Estos trabajos hubieran sido amenazados
gravemente, y hasta impedidos, por un bombardeo desde la fortaleza; mis
negociaciones habían colmado su propósito.
—¿Eres tú, Mikael? ¿Vienes solo? ¿Dónde has estado todo este tiempo, y
dónde está Abú? Yo salí para ver si algo terrible había sucedido. Han estado
luchando en la ciudad, y decían que el Libertador estará pronto aquí. Cuando
volví me encontré con un gran agujero en el piso, y temo que en mi ausencia
hayan entrado los ladrones.
—¡Cuánto deseo ver al gran Libertador que gobierna el mar! Con toda
seguridad que ha de premiarme por haberle servido de tal diligente manera
con mis predicciones del futuro, y preparado así el camino para que viniese.
Quizá me tenga con él para mirar en la arena. Se dice que su barba es suave y
del color de las almendras. Con seguridad, tiene todas las mujeres que la Ley
le permite; y la madre de su hijo es descendiente directa del Profeta.
Probablemente, estará en buena disposición para conmigo y me guardará a su
lado.
—¿Te has vuelto loco, Mikael, para comportarte así en ausencia de tu dueño?
Domínate y no pierdas tu control. ¿De dónde has sacado ese bello caftán? Si
me lo regalases, podría hacerme para mí un encantador corpiño.
Comenzó a palpar con avidez el paño del caftán; a la débil luz de la lámpara,
estaba tan maravillosamente bella que no pude resistirme, y a regañadientes
le dejé que me despojase del caftán, que en verdad era el más bello atavío que
jamás usara. Ella lo estrujó entre sus brazos, aspirando voraz el perfume de
almizcle de que estaba impregnado.
Me permitió besarla en las mejillas, y hasta me ofreció los labios, pero cuando
quise tomarlos, se debatió y chilló a la vez que me pisaba los pies, hasta que
tuve que soltarla. En cuanto estuvo libre, huyó con el caftán a su alcoba,
cerrando y atrancando la puerta y mofándose de mis súplicas. Estaba yo allí
medio desnudo, empujando en vano la pesada puerta de hierro. Sólo entonces
recordé que había dejado mis vestidos de esclavo en la kasbah , de manera
que no tenía nada que ponerme para recibir al Libertador por la mañana.
—¿Dónde te has metido, Mikael, en nombre de Alá? —me espetó con acritud
—. Espero que no hayas perdido la fuente de oro y la cabeza del sultán. Hace
tiempo que debiéramos estar en la mezquita para recibir al Libertador.
No tenía la menor idea de lo que podía haber ocurrido con aquellos objetos y
me lancé a una frenética búsqueda a través de los distintos patios.
Felizmente, el amistoso eunuco vino en mi ayuda; él se había cuidado de la
cabeza y de la fuente y colocado el soporte. Nada se había estropeado, a no
ser que la cabeza de Selim había tomado un aspecto espantoso y que la fuente
parecía mucho más pequeña que antes.
Con estos objetos bajo el brazo, volví junto a Abú el-Kasim; quedé anonadado
al ver a Giulia abrazando y besando engatusadoramente a este vejestorio,
notable por su fealdad. Lloró, pero al fin envió a las esclavas al guardarropa
del harén, de donde trajeron tal cantidad de velos y babuchas que Giulia se
vio en un aprieto para escoger.
Antes de partir para la mezquita, Abú quiso ver qué era de Andy. Me llevó a
las prisiones del palacio, abrió una trampa de hierro y señaló a Andy, quien
yacía tendido sobre el duro suelo del sótano, gimiendo en sueños. Su estrecha
celda filtraba la luz a través de una pequeña ventana de gruesos barrotes.
Estaba completamente desnudo, y a su lado había un jarro de agua, vacío. El
compasivo Abú ordenó a los guardias que lo llenasen de nuevo y trajesen al
mismo tiempo una buena cantidad de pan. Sentí profunda piedad por Andy,
pero vi que no había otro remedio que tenerle allí hasta que se recobrase por
completo, pues de lo contrario lo más probable era que quisiera combatir los
efectos de su embriaguez con más bebida, con lo que su estado empeoraría.
Para que no se encontrase solo al despertar le dejé mi perro en la celda.
Cuando llegó al sitial del lector, hizo una señal para indicar que iba a rezar.
Descubrió su cabeza y enrollándose las mangas, hizo a la vista de todos las
abluciones prescritas. El faqih derramó el agua en sus manos, que secaron
después los primogénitos de los mercaderes, así como también la cabeza y los
pies. Volvió a tocarse con el turbante y recitó las oraciones y tres suras del
Corán, mientras el público reunido escuchaba en respetuoso silencio. El faqih
se sentó entonces en el sitial del lector y entonó algunos versículos. Leía
magníficamente; hallaba sin dificultad los pasajes apropiados, alusivos a la
venida del Libertador, y otros ensalzando la gracia, la justicia y la liberalidad.
Cuando el faqih hubo leído tanto tiempo que el público comenzó a removerse
cansado, cedió, por fin, de nuevo su puesto a Jaireddin, quien subió al
escabel, cruzó sus piernas al sentarse y con un ligero farfulleo comenzó a
exponer los sagrados textos, de tan sencilla y amena manera, que aquí y allá
fluyeron las risas del auditorio. Por fin, levantó la mano gentilmente y dijo:
—Sabía que la ciudad de Argel era pobre, pero no creí que su pobreza llegase
a tal extremo. En toda esta pila amontonada ante mí, no puedo ver un
presente de la clase que me hubiese contentado. Sólo a él condicionaré mi
vuelta; yo creí que hubieseis considerado mi deseo lo bastante como para
recordarlo.
La asamblea estaba ahora alicaída ante sus palabras, pero Abú el-Kasim me
pellizcó en el brazo y ambos nos abrimos paso hasta el trono de Jaireddin.
Abú el-Kasim se dirigió a él después de las genuflexiones y reverencias de
rigor.
—Has adivinado mis más fervientes pensamientos y mis más caros deseos,
buen mercader, y tu presente cicatriza y borra todas las heridas que en esta
ciudad se me han inferido, la cual desde este momento ha de ser mi capital.
¡Dime tu nombre!
—Toma todas estas baratijas, Abú el-Kasim, mi leal servidor, y agracia con la
parte que creas conveniente a tu esclavo. Los dadores de estos objetos deben
transportarlos a tu casa, para apreciar así la estima en que te tengo.
Por una vez, quedó Abú el-Kasim sin habla entre el despavorido rumor de la
asamblea. Jaireddin le despertó de su éxtasis cuando, con una mirada de
soslayo a la muchedumbre, añadió a toda prisa:
—¡Ay! Por qué obraste con tanta ostentación, ¡oh, señor del mar! Podrías
haberme dado estos objetos a solas, sin testigos; y yo habría decidido por mí
mismo, de acuerdo con los dictados de mi propia conciencia, cuáles eran mis
obligaciones.
Al principio pensé que el ruido se componía sólo de salvas, hasta que algo
crujió en el muro de la mezquita. Me lancé fuera atemorizado, y pude ver
derrumbarse el gran alminar entre una nube de polvo de cal. Nada más
afortunado para los propósitos de Jaireddin, pues la muchedumbre, con justa
indignación, amenazaba a gritos acusando a los españoles de haber disparado
deliberadamente contra la mezquita.
—Alá está con nosotros. No podía haber escogido mejor momento para la
captura de esta fortaleza. Le escasean las provisiones y la pólvora; sus
cañones están muy usados y tengo a algunos de mis hombres allí, que harán
tanto daño como puedan y tratarán de convencer a los soldados de lo inútil de
la resistencia. No debemos perder ni un minuto en esta pequeña empresa,
pues nuestro anclaje es expuesto, y la flotilla de Cartagena habrá zarpado
probablemente con el acostumbrado abastecimiento de primavera para la
guarnición. Tenéis ocho días para tomar la fortaleza.
Jaireddin explicó a cada oficial su misión, y dio órdenes para que los buques
levasen anclas a la mañana siguiente y bombardeasen la fortaleza desde el
mar. Las baterías de la costa fueron puestas bajo el mando del capitán
Torgut, así que este hombre altanero fue elevado de categoría. Encomendó
después a los oficiales a la protección de Alá y les despidió, quedando sólo
Sinán a su lado. Mustafá ben-Nakir se quedó también, pues se hallaba
demasiado sumido en la composición de un nuevo poema persa para darse
cuenta de que los demás habían salido. Pero ahora alzó los ojos y me miró con
la mirada velada de un sonámbulo. Se levantó y, a pesar de mis protestas, me
desnudó y me dio su bello caftán y el turbante de aga que llevaba. Se volvió a
vestir sus propias ropas de trotamundos y la música de las campanillas
pareció volver a inspirarle, pues pronto se halló de nuevo abismado en su
composición poética.
—Soy tan sólo un esclavo —le dije a Jaireddin— y no tengo derecho a llevar el
turbante del aga. Con tu venia, ¡oh, señor del mar!, lo dejo a tus pies. Dadlo a
algún hombre de valía a quien tus guerreros obedecen.
—¿Qué es lo que ven mis ojos? —Aunque era tuerto, lo dijo así—. ¿No es el
ángel Mikael, mi esclavo, que yo presté a Abú el-Kasim para ayudarle a
preparar el camino del Libertador?
—No le escuches, ¡oh, señor del mar! —exclamó—. Mikael es el hombre más
perezoso, rencoroso y desagradecido del mundo. Si tuviera algún sentido de
las conveniencias, cambiaría su caftán conmigo pues, ¿qué es él sino mi
esclavo?
Abú el-Kasim fue dominado por un gran terror al oír la noticia y se apresuró a
besar el suelo ante Mustafá ben-Nakir, y le habría besado también los pies si
el poeta no le hubiera dado un puntapié. Entonces, hablé al Libertador:
—Lo recuerdo muy bien —murmuró—. Pero ¿no convinimos en que se trató de
un accidente? ¿Me vas a decir que fue descubierta la verdad? ¿Dónde está la
sabia Amina? Ella lo explicará todo. Pero ¿cómo ha podido permitir que me
arrojasen a esta letrina y abandonarme aquí, desnudo y golpeado, después de
todo lo que hice por ella y por sus amigas?
Andy se apoyó contra el muro de piedra, y con los ojos abiertos de par en par
y el horror reflejado en ellos, profirió:
—¿No querrás decirme que en mi embriaguez fui tan salvaje que la maté?
Nunca, nunca he cometido violencia alguna contra ninguna mujer, y tú sabes
que mi odio a los españoles es por la manera como se comportaron en el
saqueo de Roma con ellas.
Como una fiera enjaulada comenzó a dar vueltas, con la cabeza entre las
manos.
—No puede ser verdad —gimió—, a menos que el diablo me poseyera, lo que
bien pudiera ser, pues yo creo que tiene su guarida en las jarras de vino
selladas de este país.
—No —le dije—. Tú nunca levantaste ni un dedo contra ella. Murió de otra
manera, por su malvado proceder, del cual es mejor no hablar. Esa mujer te
enredó en sus oscuras maquinaciones. Recuerda que fue ella quien te tentó a
beber vino y quien hizo que te olvidaras de tus piadosas resoluciones.
—¡Ay, Antar, esclavo mío! Mataste al aga del sultán y le robaste el turbante.
Si tienes algo que decir en tu defensa, dilo ahora. De lo contrario serás
llevado a presencia del cadí, colgado, descuartizado, quemado y arrojado a los
perros.
—Haced conmigo lo que queráis —declaró—. Merezco todas esas penas y será
lo mejor para quitarme el dolor de cabeza. Sin embargo, he de decir que sólo
merezco castigo por el primer trago de vino; todos los demás no fueron más
que una continuación. Maté al aga como resultado de una pelea, una cosa
común entre soldados; pero no es una ofensa que merezca castigo, pues no
estamos en guerra y los artículos de guerra no habían sido leídos. Sé más que
tú, Mikael, de estas cosas. Así pues, apareceré ante mis jueces con la
conciencia tranquila y limpia. Sois vosotros sobre quienes caerá la afrenta y
no sobre mí, si soy sentenciado por tal fruslería.
Andy nos miró a todos con aire de gran seguridad, pareciendo convencido de
la justicia de su causa. Cuando traduje sus palabras, pues habló en finlandés,
Jaireddin no pudo contenerse más. Rompió a reír y levantándose, palmoteo el
hombro de Andy.
—¿Quién es este tipo y qué hace aquí? Ya tengo bastante de sus indecorosos
pavoneos.
—Ya puedes ver por ti mismo —concluí—, que por una vez ha prevalecido la
misericordia sobre la justicia. Jaireddin podría haberse encolerizado mucho
contigo por haber echado por tierra todos los planes que Abú el-Kasim y yo
establecimos con tanto cuidado durante el invierno.
Sin hacer caso de las protestas de los eunucos, pasamos a través de la puerta
de oro del harén, donde encontramos a Jaireddin sentado sobre una alfombra,
con una fuente ante él y a su lado Giulia, mirando en la arena. Jaireddin
entornaba sus ojos con arrobo y al vernos exclamó:
—Esta mujer cristiana ha visto las más extrañas cosas en la arena. Si os las
relato todas, diréis que he perdido el juicio; pero esto puedo deciros: ha
contemplado las olas del mar besando suavemente mi tumba en la ciudad del
gran sultán, en las orillas del Bósforo. Y dijo que esta tumba será
reverenciada y honrada por todos por tanto tiempo como el hombre de
Otomán sobreviva en la tierra.
—¡Giulia! ¡Giulia! Recuerda que tienes un dueño. Y has de saber que desde
ahora es a mí a quien perteneces como esclava. Si haces lo posible por
complacerme, tal vez algún día te tome por esposa.
No me pude contener por más tiempo y cogí sus manos atrayéndola a mí para
abrazarla y besarla. Pero se debatió como una gata salvaje y no tuve más
remedio que soltarla. Sus ojos centelleaban furiosos cuando dijo en un
estallido:
Tan intensa era su rabia, que la sonrisa se borró del rostro de Sinán, quien
balbuceó vacilante:
—Alá me perdone, pero Mikael el-Hakim tiene razón. Juré por el Corán y por
mi barba que habrías de ser su esclava, y no puedo quebrantar tal juramento.
Ahora eres su esclava, hermosa Dalila, y estás obligada a obedecerle en todo.
Lo declaro de una vez por todas, en presencia de los necesarios testigos.
Giulia me miró con incredulidad. Vino hacia mí y me miró de frente con sus
ojos clavados en los míos y pálida de furia.
—¿Es esto verdad, Mikael? —inquirió—. ¡Pues te daré a probar una parte de
los goces que te esperan!
Tras estas palabras me dio tal bofetada que me dejó sordo. Quedé inmóvil y
las lágrimas asomaron a mis ojos. Entonces ella prorrumpió en violentos
sollozos:
—Ya has hecho la cama —dijo—. Ahora, acuéstate en ella. No tienes que
culpar a nadie sino a ti mismo.
No había más que hacer sino marchar. Vacilante, tendí mi mano a Giulia.
—¿No comprendes, Giulia, que te amo? —le dije—. Era para ganarte por lo
que he luchado y sufrido tanto tiempo, arriesgando mi vida.
Pero los hombros de Giulia eran como plomo en mis manos, y me respondió
con acritud cortante:
Ésta fue mi noche de bodas, y no tengo más que decir de ello. Sin embargo,
empezaré un nuevo capítulo para contar cómo capturé la fortaleza española, y
cómo una idea de Mustafá ben-Nakir hizo que yo entrase al servicio del
ordenador de todos los fieles: el gran sultán de Constantinopla.
Capítulo III Giulia
El ángel blanco alzó mi cabeza, causándome tan agudo dolor que la venda
cayó de mis ojos al ver que estaba en el lecho de Giulia. Ésta se encontraba en
pie a mi lado, inclinándose hacia mí con mirada preocupada. A mi izquierda
estaba el sordomudo con un mortero en la mano, mezclando una pasta de
huevos y miel. Avergonzado de mis fantasías, dije secamente:
Aparté con rudeza al perro de mi lado y pregunté a qué se debía tal estrépito
y si era ella quien me había golpeado en la cabeza la noche pasada.
—¡Ah, Mikael! ¿Es verdad que vives? Aunque estaba enojada contigo, no te
deseaba la muerte, ni mucho menos. El ruido que oyes son cañonazos; los
musulmanes están sitiando la fortaleza española. Y no soy yo quien ha
apoyado su rostro en tu mejilla, sino tu fiel esclava.
—¿Por qué vacilas, Giulia? —le pregunté, en un tono más amable—. ¿Por qué
estás haciendo pucheros? ¿No estás contenta de dejarme con tanta facilidad?
Éste creo que ha sido siempre tu más caro deseo.
—Debes estar delirando y no soy tan vil como para aprovecharme de ello,
aunque siempre has esperado lo peor de mí. ¿A dónde iría yo en este
condenado país y quién protegería mi inocencia? No, Mikael; puedes haber
pensado vengarte de mí, pero te aseguro que no te librarás de mí tan
fácilmente.
—¡Pero qué es esto, Mikael el-Hakim! —exclamó—. ¿Era tan difícil de domar
la mujer? ¡Nunca hubiera pensado que una noche en su compañía te habría
reducido a un estado tan lastimoso!
Mi primer pensamiento fue para Andy y al preguntar por él, Abú el-Kasim se
mesó la barba.
Estaba horrorizado de oír que Andy disparaba contra sus hermanos cristianos.
Más tarde, cuando el bombardeo cesó para la oración del mediodía, vino a
verme, con la cara tiznada de pólvora. Le reproché lo que hacía, pero me
respondió:
—Recuerda que tengo una cuenta que saldar con los españoles desde el
saqueo de Roma —replicó Andy—. Ni los musulmanes harían lo que ellos
hicieron con las mujeres.
—¡Pero son cristianos! ¿Cómo puedes portar armas contra ellos en compañía
de los musulmanes, si en tu corazón no eres musulmán ni por asomo?
Andy fijó en mí una seria mirada.
—Soy tan buen musulmán como tú puedas serlo, Mikael —declaró—, aunque
yo no conozco mucho del Corán de memoria. Pero, la cuestión se me apareció
clarísima por completo cuando descubrí que el islam significa la voluntad de
Dios y que el Dios llamado Alá es el mismo que el sang dieu de los francos, el
Hergott o Donnerweter de los germanos, y el Deus o Dominus de los latinos.
[3]
Quedó pensativo durante unos momentos con la cabeza entre las manos y
cuando habló de nuevo era con acento de ternura:
Así estuvimos de cháchara hasta que Andy se dio cuenta de su propia garrulez
y para ocultar su azoramiento fue a dar unas palmadas a mi perro.
En pocos días recobré las fuerzas por completo, aunque estaba siempre
dispuesto a meterme en la cama cada vez que veía venir a alguien. No tenía el
más mínimo deseo de verme enzarzado en el sitio y acaso encontrarme cara a
cara con el capitán De Varga, quien seguramente me tendría reservado algún
hueso duro para roer. Abú el-Kasim me dijo que, inmediatamente después de
mi visita, De Varga había enviado un falucho a toda vela a Cartagena; por
ello, Jaireddin estaba haciendo los preparativos para conquistar la fortaleza
por asalto, reclutando a su servicio a todos cuantos podían tenerse en pie y
que desearan ganar sin pérdida de tiempo el paraíso por caer en batalla
contra el descreído.
En un punto habían fallado los planes de Jaireddin, pues el capitán De Varga,
a pesar de la protesta del dominico, colgó a los dos jóvenes espías moros. Lo
supimos por un español desertor, quien ya tenía bastante del sitio y atravesó
a nado la rada una noche para unirse a los hombres de Jaireddin. Dijo que
había muchos heridos en la fortaleza, que las murallas estaban muy
quebrantadas y que a los españoles les escaseaban alimentos, agua y pólvora.
Según él, todos, excepto De Varga, estaban dispuestos a negociar a condición
de no ser molestados. Pero De Varga no quería oír ni media palabra de ello y
cuando la enseña española fue derribada, él en persona subió a la torre y se
situó allí como un mástil viviente con la bandera atada a su brazo izquierdo,
proclamando que cualquiera que murmurase tan sólo la palabra rendición
sería puesto inmediatamente bajo hierros.
Sin embargo, pocos días más tarde, fue abierta una brecha en los muros de la
fortaleza y Jaireddin ordenó a sus hombres la construcción de balsas con
barcas ligadas y cestones en sus bastidores para cubrirlas. Luego, se retiró a
pasar la noche en solitaria oración y ayuno, en preparación para el asalto
decisivo.
—¡Ah, Mikael! —exclamó Mustafá—. ¡Qué contento estoy, pues ahora podrás
tomar parte en el ataque y hacerte con nosotros digno del paraíso!
—¡Cierra el pico! —salté—. Tú no has sido consultada. Es más fácil herir que
curar y tal vez vaya con vosotros mañana.
Cuando se marcharon los otros, fue evidente que ella deseaba congraciarse
conmigo, pero endurecí mi corazón para castigarla y sobre todo para dominar
su vanidad. Fingí indiferencia a sus alegatos, hasta que por fin no tuvo más
remedio que ir a descargar su ira con los pucheros y las cacerolas, no sin
decirme que yo era el mayor farsante con que jamás se había tropezado y que
no creía ni media palabra de cuanto le había dicho.
—¡Ah, Mikael! Puede que yo haya sido poco amable, desabrida y altanera,
pero he tenido razones que mi recato me impide mencionar. Si por milagro
vuelves de la batalla, te contaré mi secreto y tú decidirás cómo obrar. Pero si
sólo hemos de encontrarnos en el cielo —y ello me parece también imposible
porque tú eres musulmán y yo soy cristiana— el secreto tendrá poca
importancia. No he de gritarlo a voces en las calles para que lo oigan todos;
sólo te afligiría a ti cuando llegue el momento.
Pensé que no había secreto y que sólo decía esto simplemente para tratar de
despertar mi curiosidad y detenerme hasta que fuese demasiado tarde para
tomar parte en el ataque. Me despedí rápidamente y me precipité al puerto.
Aquel día Giulia no era la única mujer que imploraba a su hombre que
permaneciese en casa, diciéndole entre suspiros y lágrimas que era preferible
una existencia honrada y tranquila que todos los goces del paraíso.
—La oferta es tentadora, pero yo soy inadecuado para tal honor. Tú eres más
viejo y sacrifico en tu favor.
Salté a su lado para protestar, pero antes de que pudiera explicar a nuestro
general que Andy debía de haber perdido el poco juicio que le quedaba,
Jaireddin extendió su mano hacia mí y vociferó:
—¡Mira, buen pueblo! ¡Toma a estos hombres como ejemplo! Hace aún poco
tiempo que han hallado el camino verdadero y toda su ansia es entrar en el
paraíso. No puedo negarte el favor que me pides, Mikael el-Hakim; ve con tu
hermano. Serás el primero en poner el pie sobre la roca de Penjon y no dudes
que sabré recompensarte.
Mientras tanto, la flota de Jaireddin había levado anclas e izado velas, y ahora
estaba en acción desde el mar abierto, comenzando su bombardeo para
distraer la atención de la guarnición sobre los preparativos de tierra. Pronto
abrieron también fuego las baterías de costa y el previsor Andy me invitó a
que me pusiera una armadura.
—Nada acontece salvo por voluntad de Alá —repuse tras una corta reflexión
—. Te seguiré pisándote los talones y haré lo posible y lo imposible para
guardarte las espaldas.
Tenía un aspecto montaraz y estaba macilento. Nos miró con los ojos
desorbitados por la furia más intensa y sus labios espumeaban. Asombrado de
que un hombre solo quisiera oponerse a la avalancha, le conminé a que
rindiera su espada. Pero el capitán De Varga lanzó una carcajada y se echó
hacia atrás barbotando:
—¡Oh! ¿Eres tú, Mikael? —exclamó con fingida sorpresa—. ¿Dónde puedes
haberte metido? Mientras los fieles estaban penando en su guerra santa, tú
habrás estado, probablemente, regodeándote en un harén, pues te veo la
muestra de algún beso apasionado.
—Dalila —dijo Mustafá ben-Nakir—; imagino que con un velo no puedes dar
buen fin a la importante labor en que estás enfrascada. Pero piensa lo difícil
que me es dominar la tentación, cuando admiro tus maravillosos ojos. Por lo
tanto, te ruego que nos dejes. Mi amigo Mikael y yo tenemos mucho que
hablar; si tienes siquiera un destello de piedad en tu cruel corazón, no
permitas que ese esclavo idiota nos envenene con la bazofia que está
preparando y cocina tú misma para nosotros con la magia de tus hechiceras
manos.
Así regaló el oído de Giulia y al mismo tiempo me enseñó cómo hablar a las
mujeres cuando se desea algo de ellas. Cuando Giulia puso a un lado su
estuche de aseo y nos dejó solos, Mustafá ben-Nakir sacó al instante su libro
persa y comenzó a leer en voz alta. Pero yo estaba harto de sus
extravagancias y me ocupé en atender la herida de mi mejilla. Por fin, dejó a
un lado su libro.
—Quizás es porque al igual que tú, Mustafá ben-Nakir, Hijo del Ángel de la
Noche, me permito también seguir mis impulsos de vez en cuando. No me
hagas preguntas sobre mis actos de estos días. Es, en verdad, difícil saber por
qué obré como obré, a menos que no fuese para mostrar a Giulia que no
recibo órdenes de ella.
—Ya hablaremos más tarde de Giulia —dijo—. No debes separarte de ella; ella
debe ir contigo. Quizá sepas que durante años, Jaireddin estuvo en desgracia
con la Sublime Puerta. Se sospechaba que él y su hermano hacían un uso
ilícito de los buques y jenízaros enviados por el sultán a Baba Aroush. Puede
haber algo de verdad en esto, pero después, Jaireddin ha hecho pensar algo
mejor de él. Este verano se ocupará en fortalecer y consolidar su poder; pero
en otoño enviará a su embajador a Estambul, con ricos presentes destinados
al sultán, para pedir la confirmación del puesto de Jaireddin como beylerbey
de Argelia, tras lo cual se pondrá Jaireddin bajo la protección de la Sublime
Puerta. Con los presentes, enviará muchos esclavos escogidos para el servicio
del sultán, incluyéndote a ti mismo, Mikael el-Hakim, a tu hermano Antar y a
tu propia esclava Dalila, que tú llamas Giulia.
—¡Alá es grande! —exclamé amargamente—. ¿Es ésta la recompensa por todo
cuanto he hecho? ¿Conducirme de nuevo por la nariz a lo desconocido, como
un oso por su anilla?
—Tienes razón en ello —admitió Mustafá—. Pero aun en un suelo liso, puede
un hombre dar un traspiés. Y trepar es difícil; se requieren experiencia y
práctica y algo más que gatear hacia arriba. Uno debe también empujar y
tirar de los que vienen detrás, a los que tiran de la propia túnica intentando a
su vez hacer lo propio. Pero trepar fortalece a un hombre y forma parte de
este sabio sistema que los sultanes han heredado de los emperadores de
Bizancio. Recuerda que los otomanos han estado siempre dispuestos a
adoptar cuanto sea útil y práctico, sin importarles su procedencia. Sólo los
hombres más sagaces y llenos de recursos pueden alcanzar las alturas del
poder en el serrallo, donde cada cual espía a su vecino y trata de montarse
encima de él. Las desventajas del sistema están equilibradas por el elemento
suerte. Todo ascenso depende, a fin de cuentas, del favor del sultán, el cual
puede ser fácilmente ganado tanto por el más humilde leñador como por el
más poderoso visir.
Me recorrió un escalofrío.
—¿No te he dicho muchas veces que sólo soy un mendigo vagabundo? Pero mi
hermandad tiene poderosos patronos. Vemos mucho en el transcurso de
nuestros viajes y es más fácil para nosotros pulsar opiniones y sondear
corazones, que para los agentes, vestidos de verde, de la Sublime Puerta. En
consecuencia y siguiendo mi propio deseo, sirvo a mi señor el sultán, o más
bien, a su gran visir Ibrahim Pachá, que en nuestra hermandad ocupa la
misma posición que el gran maestro en la orden cristiana de los caballeros
templarios. Éste es un secreto sellado que comparto contigo, para
demostrarte mi confianza y explicarte por qué te envío al serrallo como
esclavo del sultán.
Se levantó, fue silenciosamente hacia la puerta y separando rápidamente la
cortina, asió a Giulia por el pelo, empujándola con brusquedad a la
habitación. Ella echó atrás su cabello y dijo en tono hiriente:
—Esto es muy propio de ti. Lo comprendí cuando pusiste, como los italianos,
salsa vegetal en el pollo. Pero no tienes ningún derecho a mezclar a Mikael en
tus intrigas, pues su credulidad le llevaría a estar enredado sin esperanza en
poco tiempo. Esto me concierne a mí también. ¿Piensas mandarme al harén
del sultán? He oído decir que es un hombre triste, que raramente busca la
compañía de las mujeres. Harás mejor en participarme tus planes, o pondré
una piedra en tu rueda cuando entre en el serrallo.
Mustafá ben-Nakir no tenía duda alguna que Giulia había estado escuchando
tras la cortina y dijo como si nada hubiese sucedido:
—El sultán Solimán, cuyo imperio abarca todas las razas y lenguas, es
verdaderamente un hombre triste pero tranquilo, que gusta de favorecer la
justicia antes que la violencia y la ilegalidad. Y como contrapeso a su natural
melancólico, gusta también de tener rostros sonrientes a su alrededor y
gentes que puedan suavizar su tristeza. El gran visir es aproximadamente de
su misma edad; es hijo de un marinero griego, y de niño fue raptado y vendido
a una viuda turca, la cual descubrió pronto sus talentos y le dio buena
educación. Es versado en leyes, habla muchos idiomas, ha estudiado historia y
geografía y es un excelente ejecutante de ese instrumento italiano llamado
violín. Sobre todo, ha ganado la amistad y el favor del sultán Solimán de tal
modo, que éste no puede estar un día sin él y a menudo pasa también las
noches en las habitaciones del gran visir. El sultán le descubrió cuando era
joven, en una ciudad de provincia a la que el severo Selim había enviado a su
hijo como gobernador para alejarle de las intrigas del serrallo. Cuando
Solimán ascendió al trono, puso a Ibrahim al mando de los halconeros de
palacio. Cuatro años más tarde, lo nombró gran visir y arregló su matrimonio
con una princesa turca, a la cual elevó, a la muerte de sus padres, al rango y
dignidad de propia hermana.
—En la amistad entre hombres hay mucho que las mujeres no pueden
comprender o aprobar. Pero en este caso no tienes por qué abrigar
sospechas, ya que el sultán Solimán es un gran admirador de las mujeres
hermosas y tiene varios hijos, de los cuales el mayor, Kaiman Mustafá, nació
de una maravillosa belleza circasiana, conocida por el nombre de Rosa de
Primavera. Pero era una mujer muy aburrida y fue desplazada por una joven
rusa, que los tártaros de Crimea enviaron a Estambul. Por su alegría ganó
ésta el nombre de Jurrem, la Riente. Ha dado hijos a Solimán y su festiva risa
disipa la melancolía del sultán cuando Ibrahim está ocupado en sus asuntos
de Estado. Por lo tanto, la felicidad de Solimán es completa, pues tiene un
buen amigo y una mujer amante y encantadora. No veo pues razón para
enviarte al harén a competir con Jurrem. Ésta es una mujer muy excitable,
enfermiza de nacimiento y no saldrías ilesa de sus manos. Pero seguramente
el harén tiene un hueco para una buena adivinadora, y con tus artes podrías
distraer de forma agradable sus desazones interiores.
—Olvidaba mencionar que con esta embajada irá también un rico mercader
de drogas llamado Abú el-Kasim. Sé que quiere abrir un establecimiento en
Estambul y si trabajaras para él, tu fama se extenderá pronto a través de los
muros del harén. Mikael el-Hakim no puede para empezar pensar en competir
con los célebres médicos de la corte, mientras su barba no sea más larga.
Pero con sus conocimientos de idiomas y de los Estados de la cristiandad
puede prestar un gran servicio a los cartógrafos, cuya tarea es la de recoger y
preparar información sobre los países cristianos.
—¿Y para qué, todo esto? —pregunté—. No lo has explicado hasta ahora.
—¿No? Bien; debiera emplear bellas frases para decir, en resumen, que es
para el bien del sultán y del Imperio otomano. Los turcos no son marineros,
pero Ibrahim, el hijo de un marino, creció entre barcos y espera ver al sultán
convertido en señor de los océanos, tanto como lo es de las tierras. En este
juego, las cartas de Jaireddin tienen una gran importancia. El gran visir ha
perdido fe en el pachá del mar del sultán; por lo tanto, Jaireddin pasa a
primer plano como auténtico hombre de mar. Así pues, la misión es la de
allanarle el camino, y sólo se debe hablar bien de él en el serrallo, exaltando
su nombre y su reputación, pintando sus victorias con los más vivos colores y
dejando a un lado hasta lo más mínimo que pudiera ensombrecerlo. Lo más
importante de todo es que Jaireddin deba su promoción sólo al gran visir.
También debes recordar que en tus conversaciones con los cartógrafos sobre
Jaireddin, sirves a Ibrahim. A éste y sólo a éste, debes mostrar gratitud, si te
destinan algún día a un puesto de honor.
—En los baños he oído a las mujeres parloteando todas a la vez, hasta el
punto de que no podía oír mis propias palabras; pero aun su cacareo tenía
más sentido que las hinchadas y vacías palabras de los hombres. Aquí, tú
estás sentado hilvanando frases sobre los tejedores y los gobernantes y la
barba de Mikael, mientras los pollos se están reduciendo a la nada en el
caldero.
Nos trajo la comida y llenó el más valioso cubilete de Abú el-Kasim con vino
especiado.
Cuando concluimos los dulces y la fruta, que pusieron fin a nuestra comida,
comenzamos a beber hasta que Giulia se sintió un poco mareada. Sus mejillas
se colorearon intensamente y, como al azar, puso su mano sobre mi cuello,
acariciándome con las suaves yemas de sus dedos.
—Mustafá ben-Nakir —dijo—. Tú conoces el arte de la poesía y quizá también
los secretos del corazón, mejor que Mikael. Dime qué debo hacer, pues
Mikael me desea desde hace tiempo y yo soy una indefensa esclava. Hasta
ahora, he resistido a causa de un secreto que no quiero divulgar. Pero el vino
ha ablandado mi corazón y te ruego, Mustafá ben-Nakir, que no nos
abandones todavía antes de decirme qué debo hacer para proteger mi
inocencia.
—No abrigo ninguna intención con respecto a tu virtud, falsa Dalila —replicó
Mustafá—, y sólo siento piedad por el pobre y enfermo Mikael; pues tú no
habrías pedido jamás mi consejo, a menos que no estuvieras fuera de tus
cabales.
Con esto se arrojó a mis pies gritando, sollozando e implorando perdón. Lloró
de la manera más amarga, hasta que Mustafá ben-Nakir dijo impaciente:
—Cesa en tus alaridos, Dalila, pues no tienes en tu corazón más que falsedad
y decepción. ¿Hay algo más penoso y estúpido que estas revelaciones
íntimas? Las relaciones entre hombres y mujeres serían incomparablemente
más felices si cada cual guardase para sí sus errores y sus secretos.
Giulia secó sus ojos, alzó su bello rostro empapado en lágrimas y dijo:
A duras penas podía creer lo que mis oídos escuchaban, aunque de todas sus
palabras sólo atendía las que decían su amor por mí, y no podía comprender
por qué me había tratado siempre de tan mala manera. Le dije en voz alta que
se calmara. ¡Ah, si supiera lo que tenía! Pero el vino había anulado su juicio.
Quedé casi sin respiración y por fin exclamé a trompicones: —¡Oh Dios,
ayúdame! ¿Cómo fue que perdiste tu virtud? ¿No he tratado siempre de
protegerte contra los asaltos de cualquiera?
Me sentía como si me hubiesen aporreado de nuevo la cabeza. Giulia se
retorció los gráciles dedos y prosiguió ya más calmada:
—No soy tan joven como me supones; cumplí los veinticinco años hace poco, o
sea que tengo casi tu misma edad. He estado casada dos veces, las dos con un
viejo. La primera fue por voluntad de mi madre. Tenía yo sólo catorce años,
pero mis ojos horrorizaron tanto a mi marido, que murió de un colapso la
noche de bodas. Mi segundo marido murió de forma tan repentina también
que me vi impelida a partir para Tierra Santa, pensando refugiarme en Acre
para escapar de las inmundas sospechas que se habían alzado contra mí. Fue
en este viaje cuando me encontraste, pues había sobornado al capitán para
tomarme a bordo sin conocimiento de las autoridades venecianas.
—Pero ¿no me diste a entender cuando nos encontramos que eras inocente?
—tartamudeé—. ¿Por qué?
—Inocente lo era; pero nunca pretendí que fuera virgen. Pero cuando en la
isla de Cerigo viste mis ojos, quedaste tan desazonado que no osaste tocarme.
No puede inferirse mayor insulto a una mujer que éste, y yo intentaba
persuadir a mi vanidad herida de que tú sólo querías salvaguardar mi virtud.
Y así empecé a verme a mí misma con tus ojos, Mikael, y desde entonces he
sido tan casta como una virgen. —Aquí vaciló y añadió—: Casi…
—¿Por qué balbuceas y miras a otra parte? ¿Me has engañado con
musulmanes también, falsa y descocada mujer?
Cuando todo apareció ante mí con su brutal claridad, mi mano aflojó sus
cabellos y las lágrimas corrieron por mis mejillas. Ella tendió la mano como
para secarlas, pero la dejó caer, no osando tocarme, y miró anhelante a
Mustafá en demanda de auxilio. Pero aun éste, que por cierto no se paraba en
barras en materias de moral, estaba sobrecogido por su confesión. Hubo una
larga pausa, antes de que pudiese encontrar las palabras exactas:
—Sea así —dije—. Tampoco yo estoy libre de pecado. ¿Cómo podría pues
arrojar una piedra? Pero no puedo, sin embargo, comprender por qué fingías
inocencia.
—Era por tu propia causa, querido Mikael. La gente creía en mis adivinanzas
sólo porque me suponían virgen. Si hubiese desvelado antes mi secreto, tú me
habrías seducido, para aborrecerme después, como otros lo han hecho.
Deseaba asegurarme, y una vez que ya te has acostumbrado a mis ojos, debes
admitir que, de ahora en adelante, no podrás encontrar deleite en otra mujer
y en su amor vulgar. En lo sucesivo, debemos confiar el uno en el otro y no
tener secretos. ¡Y que Dios te guarde, si se te ocurre mirar a otra mujer ahora
que he consentido en ser tuya para siempre!
Mustafá ben-Nakir estalló en una carcajada, aunque no sé por qué, pues los
ojos de Giulia estaban posados tiernamente en mí. Nunca pude imaginarme
que hubiese podido mirarme con tanto deseo y amor. Y así, sometí mi
corazón.
Trató de echarle enseguida, pero él sacó su libro, sin duda con la intención de
leer algún edificante poema nupcial. Pero Giulia se lo impidió empujándole
suavemente, pero con firmeza; cerró la puerta y corrió la pesada cortina. Su
rostro resplandecía de pasión al volverse hacia mí y sus ojos brillaban como
piedras preciosas, en maravilloso contraste de color; estaba tan soberana en
su belleza, que yo no podía menos de acordarme de las contrariedades que
me había causado y le di un fuerte mordisco en la mejilla. Quedó tan perpleja
y asustada de mi acción que se desplomó, como desmayada, a mis pies.
Anonadado, tomé su cabeza y la besé —la besé apasionadamente y sin cesar—
y nos amamos toda la noche.
Giulia suspiró hondamente y su suspiro era más encantador a mis oídos que el
rápido aletear del aliento a la aproximación del éxtasis. Besó mi mejilla con
sus suaves labios y dijo:
—Comed hasta saciaros —les exhortaba sin cesar Abú el-Kasim—. Comed
hasta reventar y no os preocupéis de un pobre viejo que no tiene ni siquiera
un hijo para cuidarle en la vejez.
No hice caso de sus lamentaciones de rigor, sabiendo que tenía medios para
pasarlo bien en cualquier caso, y aun para destinar algo a los pobres, y, en mi
desbordante alegría, envié grandes trozos de buena carne a los prisioneros
españoles ocupados en la demolición de la fortaleza de Penjon. Giulia recibió
muchos presentes. Jaireddin le envió un peine de oro con púas de marfil, y
Andy le dio diez monedas de oro. En un aparte con éste, me miró con aire de
duda, con sus redondos ojos grises.
—¿En qué piensas, Mikael? —preguntó en voz baja—. Algo no muy agradable
de mí, imagino.
Giulia no se enfadó como temía. Me miró con curiosidad y su rostro tomó una
expresión desconocida.
—Has dudado de mi facultad para ver cosas en la arena, Mikael; pero de niña
podía hacer lo mismo en el agua. Quizá ni yo misma sabría decir qué hay en
ello de genuino y cuánto de ficción imaginativa. Pero ahora, mira
profundamente en mis ojos como en un pozo sin fondo y luego me contestaré:
¿quién vive en ti ahora, tu mujer muerta o yo?
Miré y no pude ya volver la cabeza. Los extraños ojos de Giulia parecían
dilatarse en ondas, como las aguas de un pozo; sentí atraído mi propio ser, y
me hundí en su oscuridad. El tiempo parecía haberse detenido y girar y rodar
hacia atrás hasta que todo era como el vórtice de un remolino. Me parecía
estar mirándome en los ojos verdes de Bárbara y veía su rostro con nitidez,
con una expresión de inefable y apesadumbrada ternura. Tan real era su
aparición, que notaba que podía tocar su mejilla. Pero no quise intentarlo.
Cuando los buques estaban cargando las últimas partidas, Jaireddin nos
ordenó a los esclavos que nos apresurásemos. Me obsequió con un caftán de
honor y un estuche de cobre con utensilios de escribir; me dio una explicación
sobre los mapas, cartas y notas que debía ofrecer como regalo a los
cartógrafos del serrallo. Me entregó también doscientas cincuenta piezas de
oro para distribuirlas entre los oficiales menores de la corte, quienes, aunque
sin gran influencia, eran útiles de vez en cuando para ganar el oído de sus
jefes. Me dijo que no escatimara el dinero, despilfarrándolo antes de pecar de
avaricia, prometiéndome que repondría mis fondos si veía que el grano había
caído en buen suelo, pero previniéndome que si robaba más de cincuenta
piezas de este oro, me estrangularía con sus propias manos.
Era alrededor de octubre cuando, forzando remos y con todas las velas
desplegadas, nos deslizamos contra corriente a través del fortificado estrecho
que conduce al mar de Mármara. Las borrosas alturas amarillas de la costa
oriental emergieron del continente asiático, mientras que a poniente quedaba
la parte de Europa que en pasados días perteneció a Grecia, pero que los
otomanos conquistaron después. En alguna parte de esta comarca se
encuentran las ruinas de Troya, la ciudad que cantó Homero, y aquí también
fue enterrado Alejandro Magno. Permanecí en cubierta y contemplé las
costas, rememorando viejos relatos y leyendas, pensando en las muchas
gentes que habían navegado en busca de fortuna a través de este canal,
situado entre las dos partes del mundo.
El siguiente día amaneció radiante. Las azules colinas de la isla del Príncipe
brotaban del abrazo del mar, mientras que más allá, la ciudad de los
emperadores resplandecía como un sueño blanco y dorado. Pero cuando el
impulso de nuestros remos nos aproximaba a la meta, emergían los detalles,
más prosaicos. Vimos las altas y grises murallas limitando la orilla y las
abigarradas casucas hacinadas en los declives. Al pasar el Fuerte de las Siete
Torres, nuestros ojos se posaron sobre la mezquita de Sofía, uno de los más
maravillosos templos de la cristiandad, cuya poderosa cúpula y minaretes
dominaban toda la gran ciudad. Más allá, en la punta y rodeados por el anillo
lujuriante de sus verdes jardines, los innumerables y deslumbrantes edificios
del serrallo, enmarcado por las torres que flanqueaban la entrada del Portillo
de la Paz. Frente al serrallo y al otro lado del Cuerno de Oro, estaban los
arrabales de Pera y el barrio extranjero con su torre de Gálata, en la que
ondeaba el pabellón del León de San Marcos.
No había más que hacer sino darle un pequeño paladeo anticipado del tesoro
que Jaireddin había enviado. Cuando se marchó, los jenízaros se situaron en
cubierta y en el muelle. Destocándose del fez, comenzaron a peinarse las
trenzas, vigilando para que nadie que no estuviese debidamente autorizado
saliese o entrase en el barco. Estos guerreros, uniformados de azul, con sus
largos bigotes y afiladas mandíbulas, tenían la cabeza afeitada, salvo un
mechón de cabello que trenzaban, de forma que, en el caso peor en guerra,
sus vencedores no les traspasaran los oídos, sino que colgasen su cabeza de
su adminículo capilar. Comprendimos que estábamos prisioneros y Torgut se
dio cuenta demasiado tarde de su error al no haber enviado de antemano un
hombre de confianza a avisar en secreto al gran visir. Para prevenir
derramamientos de sangre en la capital del sultán, estaba prohibido el uso de
armas y los jenízaros llevaban solamente bastón de junto indio; a pesar de
ello, Torgut pensó que nuestra situación se agravaría si ofreciésemos
resistencia y violencia a las gentes del serrallo.
—¡Por Alá que no sois los primeros musulmanes que entran en esta
respetable taberna, pues el Profeta no prohibió a sus seguidores beber
cerveza! El libro santo menciona solamente el vino, y así, con la conciencia
tranquila, podéis apurar aquí un jarro.
—¡Jesús, María! ¿No es maese Eimer? ¿Cómo diablos vinisteis a parar aquí a
través del ancho mundo?
Pero Andy le arrebató el cuchillo y le dio un abrazo contra su pecho con el fin
de sofocarle la rabia. Mientras se debatía inútilmente en los brazos de Andy,
yo le palmoteaba amistosamente la espalda y Andy le decía con cordialidad:
El rojo vivo de la nariz de maese Eimer se había extendido por todo su rostro.
Pero cuando Andy le asió del cuello y le amenazó con derrumbar la casa sobre
su cabeza, el tono de maese Eimer se suavizó; nos pidió perdón por haberse
salido de sus casillas en la sorpresa de encontrarnos, y nos solicitó también
nuestra opinión sobre su cerveza, como si no estuviese del todo satisfecho del
lúpulo húngaro con que era elaborada. Andy trasegó de un golpe un jarro, se
relamió y opinó que tenía un ligero sabor extraño, aunque hacía mucho
tiempo que no había catado una cerveza decente. Tras un nuevo trago, movió
la cabeza con aprobación.
—Nada más fácil. Todo cuanto habéis de hacer es subir la colina de al lado y
hablar con maese Aloisio Gritti. Podéis estar seguro de que os allanará de
inmediato el camino, si el asunto merece la pena. Id a verle. En el peor de los
casos, sus criados os pondrán a la puerta.
—En todo el barrio de Pera no hay otro que disfrute de una reputación peor —
le explicó Eimer—. Pero es rico e hijo natural del dogo de Venecia y de una
esclava griega. Se dice que es íntimo del gran visir y dirige las negociaciones
secretas entre los Estados cristianos y la Sublime Puerta.
—La ciudad del sultán es la más segura y más apacible de todas las ciudades
del mundo —me dijo—, especialmente de noche, pues el sultán es rígido e
inflexible con los camorristas y ladrones. Durante las horas de oscuridad, sus
jenízaros patrullan todas las calles manteniendo un orden completo. Podéis
acompañar a ese hombre con el ánimo tranquilo, Mikael Pelzfuss, pues
conozco su cara y creo que es además uno de los servidores de maese Gritti.
—¿No sois vosotros dos de la partida del rey de los piratas que ha llegado hoy
a Argel? No quise interrumpiros antes de que vaciaseis vuestros jarros.
—En verdad que somos borregos conducidos aquí y allá al antojo del pastor.
Pero quizás ésta sea también voluntad de Alá, y así, no hay nada que hacer.
Por fin, llegamos a un muro en el cual había una pequeña puerta. Nuestro
acompañante la abrió y pasamos. La casa, más allá, estaba a oscuras y
empecé a sospechar que habíamos caído en una trampa. Pero tan pronto
subimos unos escalones y penetramos en el zaguán, vimos una gran claridad
que provenía de una habitación interior, a cuyos reflejos pudimos también
observar que la casa estaba fastuosamente amueblada al estilo veneciano. Se
oían también los compases de una alegre aria ejecutada al violín.
Le miré con admiración no fingida, pues en verdad era de más valía que
cualquier hombre que hubiese visto jamás.
—No sabía quién erais, señor —respondí—, pero lo deduje por las palabras
que a menudo nos dijo el vagabundo Mustafá ben-Nakir, a quien encontré en
Argel. Si tú eres el hombre, en realidad sobrepasa su retrato, como el sol
sobrepasa a la luna en esplendor; y sólo puedo alabar a la brillante estrella
que me trajo a tu presencia. ¡Loor a ti, señor, muy afortunado Ibrahim, pilar
del Imperio otomano! ¡Tú a quien el sultán ha otorgado más poder que nadie
jamás lo tuviera!
—¿Puede ese Jaireddin navegar por los océanos tan bien como por los mares
para arruinar el comercio de especias de los portugueses y desbaratar el
tráfico de los españoles con el Nuevo Mundo?
—El sultán de los musulmanes y señor de todos los pueblos —dijo Ibrahim—,
no es un mercader de especias. Poniendo por delante los intereses de la
ilustre República, Aloisio Gritti, no consigues llegar a ver más allá de tus
narices y de tus ventajas inmediatas. El camino más corto para controlar el
comercio de las especias es a través del mar Rojo y del golfo Pérsico. Una vez
que hayamos conquistado Persia, la flota otomana puede navegar sin
obstáculos para destruir las factorías comerciales portuguesas de la India.
Nada puede impedirnos abrir un canal entre el Mediterráneo y el mar Rojo,
invalidando el descubrimiento portugués del paso que contornea la punta sur
de África. Pero cada cosa a su tiempo, y antes que nada, el emperador debe
ser derrotado.
Maese Gritti, que estaba evidentemente desfondado, vació otra copa de vino y
dijo:
—Coronas y coronaciones son tan sólo un espejismo para engañar a los ilusos.
No es la corona, sino la espada la que confiere soberanía. Por eso, las tierras
que al sultán se han confiado están para siempre unidas con sus reinos. Y por
esta causa, también ardo de impaciencia por abrir la mayor campaña en la
historia del Imperio otomano. Si después Zapolya reina como rey de Hungría,
será por el favor del sultán, para asegurarse el paso libre a través de sus
dominios en todo tiempo.
A pesar de que comprendí bien que estos preparativos para una campaña que
indirectamente afectaba a toda la cristiandad excedían con mucho a los
asuntos que yo traía entre manos, imité el ejemplo de maese Gritti de tener
también los pies firmemente en tierra, y volví a mi tema, preguntando qué
recepción había de reservarse al envío de Jaireddin.
El paisaje que se ofrecía a nuestra vista no era pues el más apropiado para
levantar el espíritu, pero como yo tenía curiosidad de saber, trabé
conversación con un guardia. Por un ducado me enseñó su mandil
ensangrentado y también el pozo donde eran arrojadas las cabezas para
seguir su largo camino subterráneo hasta el mar de Mármara. Me dijo que
hasta los más eminentes embajadores tenían que hacer antesala allí donde
estábamos nosotros, sentados en los mismos viejos cojines, con objeto de que
tuviesen la oportunidad de una profunda meditación sobre el ilimitado poder
del sultán, lo vano de la existencia y los incalculables giros y tumbos de la
fortuna. Supe que sólo alrededor de una cincuentena de cabezas iban cada
día a las esclusas, lo que testimoniaba el suave gobierno del sultán, y el buen
orden que prevalecía en sus dominios. Solimán no permitía siquiera la tortura
en los interrogatorios. Junto a los sordomudos, había unos cuantos hábiles
ejecutores, negros y blancos, que habían estado al servicio de Selim el
Implacable, así como un chino y un indio especializados en torturas peculiares
de estos dos distantes países.
Su más bien enjuto rostro y delgado cuello aparecían pálidos y mates al lado
de las rutilantes gemas: tenía el color ahumado, muy frecuente entre los
temperamentos melancólicos. La afilada y aquilina nariz me recordó que el
símbolo de la soberanía otomana era el buitre. Los labios, bajo el estrecho
bigote, eran delgados y el frío fulgor de sus ojos era propio para inspirar el
más profundo temor en aquellos de los súbditos que tenían el supremo
privilegio de oprimir sus frentes contra el suelo ante él. Pero cuando escruté
este rostro de esfinge para arrancarle su secreto, me pareció como si fluyera
de él una insondable y desesperanzadora angustia; como si me manifestara
que él, entre todos los hombres, era quien mejor había comprendido la
futilidad del poder y conocido por sí mismo que era tan mortal como el más
indigno de sus súbditos. Quizás, él también, tenía en su interior un juez
incorruptible.
Entretanto, Abú el-Kasim daba vueltas por el gran bazar para negociar la
compra de una tienda. Encontró por fin, cerca del puerto, una casa
desvencijada y nos invitó a Giulia y a mí a que fuésemos a vivir con él,
pagando nosotros nuestra parte y gastos de sostenimiento. Pero al menos de
momento, yo preferí quedarme en la casa que había sido puesta a disposición
de Torgut, hasta que recibiese órdenes.
Seguí al esclavo descalzo, el cual me guió pasado el serrallo a las riberas del
Mármara, donde en un declive cercano al dique del mar se levantaba la casa
de Piri-reis, rodeada por una empalizada de madera y un gran número de
acacias, cuyas hojas amarilleaban. Alrededor del habitual surtidor de piedra
se hallaban perezosamente repantigados un grupo de jenízaros del mar,
retirados o inválidos. Muchos eran mutilados o mostraban grandes cicatrices
y seguramente ocupaban ese puesto de guardias ligeros en pago a sus
servicios prestados. No estaban del todo inactivos, pues muchos tallaban
modelos de diversos tipos de buques, equipándolos con sus velas y remos. Se
inclinaron con respeto cuando les saludé en nombre del Compasivo.
Nada podía haber aceptado con tanto placer como esto; su tostado y rugoso
rostro se iluminó cuando empujó el atril de lectura hacia mí.
Piri-reis se regocijó con los sextantes como un chiquillo con zapatos nuevos, y
acariciándolos tiernamente dijo:
Gané su estimación escuchando las partes más destacadas y también las más
fantásticas de su Bahrije , pero él no tenía noción de mis talentos y prefirió
tratarme como a un cariñoso auditor, más que como a un asistente útil. Su
conversación no era más que una exposición de sus propios puntos de vista;
empero, salí con una sensación agradable de haber dado el primer paso en el
camino del éxito. Bajo el crepúsculo azul, volví a pasar ante las ruinas del
gigantesco palacio bizantino donde los musulmanes pobres pedían limosna;
frente a los altos muros del serrallo, y así en adelante, hasta el puerto y la
casa que Abú había alquilado.
Giulia había tomado posesión de las dos habitaciones interiores para nuestro
uso, acomodándolas con objetos que habíamos traído de Argel. Tras la celosía
de hierro y roja persiana de su ventana, podía curiosear la calle sin ser vista.
Enseguida había trabado conocimientos con mujeres de las casas vecinas, de
quienes se asesoró para la compra de alimentos y de otras cuestiones
domésticas. El desgraciado sordomudo se encontraba como en el mar en este
ambiente extraño y no se aventuraba a poner el pie en la calle, sentándose en
el patio derramando polvo sobre su cabeza. Mi perro se sentaba a su lado,
igualmente aturdido, olfateando todos los nuevos olores y lanzando ojeadas
recelosas a los gatos que por las noches saltaban ágilmente los muros y
maullaban gimiendo como criaturas. Rael tenía una naturaleza afectuosa,
pero no podía soportar a los gatos y se sentía intranquilo en una ciudad donde
había tantos.
Los candiles se fueron encendiendo en todas las habitaciones cuando yo
llegaba, y Giulia, arrebolada de excitación, corrió a abrazarme y hablarme de
sus muchas compras. Me rogó que le adquiriese un eunuco para acompañarla
en sus caminatas por la ciudad, mientras que Abú se retorcía su rala barba y
me hacía señas apuntando a Giulia y a su propia cabeza. Al resplandor de
nuestras nuevas lámparas, nuestra casa parecía un palacio de leyenda. El
costoso refrigerador de agua, no hay duda que tenía su uso en los ardores del
verano; pero en esa fría tarde de otoño, me apetecía más una bebida caliente.
Quedé despavorido cuando Giulia me enseñó sólo un puñado de aspros por
todo remanente de mi caudal.
—¿Cómo puedes sugerir tal cosa, Giulia? Nunca consentiría que se castrase a
un hombre, cristiano o moro, simplemente para satisfacer tu vanidad.
Además, la operación es peligrosa; es la causa de que los eunucos cuesten
tanto. Podríamos perder nuestro dinero. Debo decir que nunca oí tan necia
sugestión.
—¿De veras? Pues hasta el Padre Santo de Roma tiene cada año un gran
número de muchachos castrados para su coro; y muchos responsables padres
italianos envían a sus hijos a Roma, de su propio acuerdo, para tal propósito,
con el fin de asegurarles un futuro mejor que el que pueden ofrecerles sus
hogares. Y la operación no es tan peligrosa como dices; tan sólo tratas de
disgustarme.
Rompió en amargo llanto diciendo que era la más desgraciada de las mujeres
porque nadie apreciaba sus buenas intenciones. Viendo que estaba doliéndose
sinceramente de nuestra pobreza y de sus sueños destruidos, me senté a su
lado pasándole mi brazo en torno al cuello para consolarla, contándole mi
éxito con Piri-reis. Secándose las lágrimas, se me quedó boquiabierta de
asombro.
—¡Ah, Mikael! Te quiero más de lo que puedo decir; pero déjame, por lo
menos, soñar con la vida que podríamos hacer. Consultando la arena puedo
ganar mucho en cuanto mi fama se extienda por la ciudad. ¡Déjame soñar! No
me importa el eunuco. Quizá puedo llevar al sordomudo para traerme las
cosas. No te pediré nada más, Mikael, si tan sólo tuviera un gato o dos. Los
gatos tienen maravillosas colas copudas y un resplandor azulado en su pelaje;
todas las señoras finas los tienen y el Profeta los quería. No creo que haya
nada malo en ello, puesto que tú tienes tu perro.
Estaba tranquilizado con que Andy hubiese hallado trabajo y que cobrase la
misma paga que yo, diciéndome que en el arsenal los salarios estaban
establecidos por estatuto, siendo inútil quejarse de ellos. Yo estaba, sin
embargo, algo mortificado al pensar que Andy, un hombre solo, e incapaz
hasta de escribir su propio nombre, cobrase tanto como yo, aunque me
alegraba su éxito y no le guardaba resentimiento.
Durante mi vida con Giulia, creo que desarrollé más y adquirí un mayor
conocimiento del mundo que en todos mis anteriores años de vagabundeo.
Comparada con ella, mi primera esposa, Bárbara, era una mujer sencilla, sin
pretensiones, aunque bruja, o cuando menos infeccionada de brujería hasta
cierto punto. Bárbara estaba contenta con que viviésemos como dos ratones
en nuestro agujero, comiendo una corteza, con tal de que pudiésemos estar
juntos. Pero Giulia no temía a la vida, y la paz y la quietud no tenían nada que
hacer con ella. La inactividad la ponía enferma y para satisfacer su sed de
acción cometía las más disparatadas locuras, convencida de que todo lo que
hacía era de la mayor importancia y emprendido con los más laudables
motivos, aunque nunca quedaba satisfecha por completo. Pronto la tomó con
sus gatos, cuyo color no acababa de convencerla. Cuando y sin mi permiso, se
compró un costoso collar, encontró que no tenía vestidos convenientes para
poder usarlo y quiso renovar su guardarropa, o cuando menos comprar
algunas zapatillas y chinelas adornadas con la misma clase de piedras que
colgaban del collar. Se asombró cuando intenté hacerla entrar en razón y me
explicó pacientemente, como a un niño:
—Mira, Mikael; el collar por sí mismo no tiene ninguna utilidad ni sirve para
nada si no hace juego. Si no es así, prefiero dejarlo encerrado antes que
usarlo. Sólo estoy considerando cómo exhibirlo para que destaque y adorne
más.
—Entonces, ¿para qué has comprado ese objeto, en nombre del diablo? —rugí
furioso.
Me miró con indulgencia, y con una sacudida de sus bucles de oro, replicó:
Giulia alzó sus manos juntas al cielo en invocación de paciencia. Luego gritó:
—¡Alá! ¡Alá! —exclamé—. Nunca te espío, Giulia, pero sé que tienes buenas
cosas en tu despensa; costosos jugos de frutas, frutas conservadas en miel y
pastelillos dulces. Esta clase de alimentos no van bien a un hombre, pero no
puedo soportar tu manía de invitar a una caterva de mujeres chismosas a
comer y murmurar con ellas desde la mañana a la noche, mientras que tu
marido, cuando vuelve cada día de su duro trabajo, se tiene que contentar con
la sopa de guisantes y con mendrugos más duros que la piedra.
Vi al sultán una vez, a distancia, escoltado por brillante séquito. Una partida
de hombres inclinados le rodeaba, siguiéndole los de detrás, como si no
pudiesen despegar su vista del suelo ante él, y los de delante caminando en la
misma posición, pero de espaldas.
De aquel vasto imperio edificado por los otomanos, que desde sus comienzos
había aceptado en su área más razas de la que podría enunciar, lo que me
impresionó más profundamente fue la notable estructura política en que se
apoyaba, que hacía la vida agradable y segura. Este país estaba gobernado
por leyes más suaves y justas que las de la cristiandad y los moderados
impuestos no tenían comparación con las despiadadas extorsiones practicadas
por tantos príncipes cristianos. Además, la tolerancia mostrada por los
otomanos hacia las otras religiones no tenía parangón en el mundo; nadie era
perseguido por su fe, salvo los chiítas persas, los heréticos del islam. Los
cristianos y los judíos tenían sus propios lugares de oración, y podían aún
observar sus propias leyes, si así lo escogían.
Sin embargo, los cristianos tenían que pagar un duro tributo, consistente en
que cada tres años debían efectuar la prestación obligatoria de su hijo más
vigoroso, para ser instruido desde los once años en adelante como los
jenízaros del sultán. Pero estos muchachos no se quejaban; por el contrario,
estaban ufanos de tal honor y muchos se convertían en campeones más
esforzados de Alá que los musulmanes hechos y derechos.
Mi vida estaba ahora ligada a la buena marcha y triunfo de este imperio, y así,
en principio, me esforcé en ver cada cosa bajo el más favorable aspecto.
Había señales evidentes de que el sultán estaba haciendo preparativos para
una gran campaña, y aunque yo no deseaba mal a nadie, tenía una aguda
curiosidad por saber qué sería del rey de Viena. Había tenido la experiencia
del poderío del emperador y no creía que pudiese prestar mucha ayuda a su
hermano, máxime ahora que el rasgo más acusado del Imperio otomano era
su tendencia a la expansión. En esto seguía las doctrinas del islam, que
predicaba guerra incesante contra los infieles. También entre los jenízaros
crecía la impaciencia y hasta el descontento, si el sultán dejaba de
conducirles, por lo menos en el plazo de un año, a una guerra en la cual les
esperaban el botín y los frescos laureles.
Por todas estas causas, entre otras, el sultán se encontraba pues en ventajosa
situación en relación con los dirigentes cristianos y podía aún, mientras se
prolongase el quebranto, dar cuenta, lentamente pero con seguridad, de la
resistencia enemiga. Y así, cuando al igual que Giulia me sumí en los sueños
de un futuro espléndido, no me parecía nada fantástico el verme convertido
algún día, y en pago a mis servicios, en gobernador de alguna poderosa
ciudad germánica.
—Habla bajo, mujer, pues en esta ciudad las paredes tienen oídos. Yo vine
aquí para servir al gran visir y a través de él a Jaireddin, señor del mar. Y tus
razonamientos son erróneos; nada en el mundo es tan huidizo como una
pasión sexual. ¿Cómo puedes suponer que el sultán va a estar atado por
siempre a una mujer, si las más escogidas vírgenes de cada raza y país
esperan a su más mínima señal? No, Giulia; las mujeres no tienen puesto
alguno en la alta política; no se puede fundar ningún futuro en una hurí
descarriada en el harén.
—He quedado edificada al aprender de ti que amor y pasión son cosas tan
efímeras —replicó Giulia con cierta aspereza—. No lo olvidaré. Pero quizás
algunos hombres sean menos volubles que tú.
Pocos días más tarde, el sultán se trasladó al diván a lomo de caballo, lo cual,
y de acuerdo con la antigua costumbre otomana, significaba que habían de
ser debatidas cuestiones de paz y guerra. Nombró a Ibrahim comandante en
jefe, o serasquier del ejército turco, y al mismo tiempo le confirmó en su
posición de gran visir, cuyos decretos y ordenanzas habían de ser obedecidos
y cumplidos por poderosos y humildes, ricos y pobres, como si fueran
mandatos del propio sultán. La proclamación era tan extensa y detallada
como para convencer a cualquiera de que, desde entonces en adelante, el
serasquier Ibrahim pasaba a ser la más alta autoridad del imperio después del
sultán.
Tres días más tarde el sultán dejó en libertad a los enviados del rey Fernando,
los cuales habían sido encarcelados en el Fuerte de las Siete Torres, y les
regaló a cada uno con una bolsa repleta, en compensación por sus angustias.
Me dijeron que les había dirigido estas palabras:
—Saludad a vuestro señor y decidle que no debe saber aún todo lo que
nuestra amistad puede consumar. Pero pronto lo descubrirá, pues espero
darle por mi propia mano todo cuanto él desea para mí. Rogadle que se
prepare con tiempo para mi llegada.
A estas palabras burlonas, el enviado del rey Fernando replicó con una falta
total de finura, diciendo que su soberano se alegraría mucho de dar la
bienvenida al sultán si venía como amigo, pero que sabría recibirle como
correspondía en caso contrario.
Así pues, la guerra estaba declarada. Pero ambos oficiales y los agentes
secretos de los Estados cristianos en Estambul, ya habían enviado despachos
urgentes a sus príncipes, tan pronto como supieron que el diván se había
reunido a lomo de caballo.
—En nombre de Alá, ¿no eres tú el esclavo de Jaireddin que trajo la monita?
—inquirió—. Tienes que salvarme del corredizo y del foso. Sígueme deprisa,
que quiero rogar al kislar-aga que te permita entrar conmigo en el Patio de la
Felicidad para hacer bajar al mono del árbol donde ha estado toda la noche.
Un joven eunuco acaba de romperse una pierna tratando de alcanzarlo.
—No puedo abandonar mis importantes asuntos para jugar con monos —le
respondí.
—¿Estás mal de la cabeza? —replicó—. Nada puede ser más importante que
esto, pues el pequeño príncipe Jehangir está llorando y todos perderemos la
cabeza si continúa así.
Rael estaba enroscado a mi lado, disfrutando de los cálidos rayos del sol, y
cuando oyó el nombre de Koko enderezó las orejas. Corrimos con el eunuco a
través del segundo y tercer patio, donde más eunucos nos rodearon, los
cuales golpeaban sendos tamboriles, indicando así a las mujeres que se
ocultasen. Llegamos a la lustrosa puerta de cobre de los jardines, donde el
kislar-aga —el más alto oficial del harén y comandante de los eunucos blancos
— nos esperaba. Eran vanos sus intentos por ocultar su ansiedad tras un
continente de dignidad. Me lancé a tierra ante él y dio las órdenes oportunas
para que fuese permitida mi entrada en los jardines del harén. La entrada sin
permiso de cualquiera que no fuesen los eunucos suponía la muerte para el
atrevido, y sólo con una escolta de aquéllos y por orden del sultán, podían
venir los mercaderes a mostrar sus artículos. Ni siquiera un médico podía
hacer una visita profesional sin consentimiento del sultán, pero yo había
invadido a tal velocidad el jardín más celosamente oculto y vigilado del
mundo, que los eunucos no tuvieron tiempo de bañarme y darme vestiduras
limpias, como era la costumbre, y para mayor contrariedad, tuve que
aparecer como estaba.
Con todo y lo lamentable que era aquel incidente, no dejaba de tener su lado
cómico, y tres, de cuatro muchachuelos elegantemente vestidos, el mayor de
los cuales tendría unos once años, rompieron a reír en alborozadas carcajadas
ante el espectáculo, pero el cuarto lloraba blandamente. No tenía más de
cinco años. Estaba en brazos de un hombre de caftán de seda floreado, en el
cual, para mi asombro, reconocí al sultán Solimán en persona. No había duda
alguna; le reconocí al punto por su tez color de humo, aunque con su sencillo
vestido y bajo turbante parecía de una estatura extraordinariamente corta. Al
instante me arrojé al suelo y besé la tierra a sus pies.
El kislar-aga hizo una profunda reverencia ante el sultán y sugirió que podía
ser yo enviado al árbol, puesto que conocía al mono y había sido además
quien había traído esta bestia embrujada al serrallo. Si fracasaba, quería
cortarme la cabeza y de esta manera no podía derivarse ningún daño por mi
admisión a los jardines prohibidos.
Sus desagradables palabras me hirieron tanto que, como picado por una
serpiente, me levanté.
—Nunca pedí venir aquí —manifesté—; fui inducido a ello con lágrimas,
suspiros y ruegos. Haz que bajen esos cabezotas. No hacen otra cosa sino
espantar a la pobre bestia. Y haz también que acaben de una vez con ese
tamborileo. Dame una fruta pequeña y trataré de hacer bajar al mono.
—Noble príncipe Mustafá —le dije—, el mono está enfermo y por esta causa
ha escapado al árbol. Trataré de hacerlo bajar.
Rael miró a las ramas, enderezó las orejas y gimió suavemente, dando
después dos ladridos. El mono apartó unas ramitas para tener un espacio por
donde mirar, y el príncipe Jehangir, cuando lo vio, se incorporó en brazos de
su padre y, levantando sus bracitos, llamó: «¡Koko! ¡Koko! ». El mono dudaba,
pero Rael seguía gimiendo y al fin pareció recordar, pues se deslizó
suavemente de rama en rama hasta tocar el suelo, abalanzándose a mí,
saltando a mis brazos y apretando sus mejillas cubiertas de blancas patillas
contra mi rostro, mientras que todo su esmirriado cuerpo temblaba de fiebre.
—Debes de ser un buen hombre —me dijo el sultán—, pues los animales
tienen confianza en ti. ¿Está enfermo el mono?
—A nadie hay que echar la culpa de esta enfermedad —declaré—, pues los
monos son muy sensibles a los cambios de clima, y aun en los palacios de la
soleada Italia enferman y mueren. Si esta bestezuela ha de morir también,
será por voluntad de Alá y no podemos hacer nada contra ella. Sin embargo,
quiero preparar una mixtura contra la tos, para aliviar sus dolores y
angustias.
Me agaché para frotar las sienes del príncipe Selim, pero el sultán me hizo
una señal para que me marchase. Creía él que los muchachos habían
entendido su orden en el sentido de que me sacaran fuera del jardín del
harén, llevándome a sus propias habitaciones en el pabellón interior; pero los
jóvenes príncipes, o no le entendieron bien o se equivocaron, pues en vez de
hacerlo así me condujeron a las habitaciones del príncipe Jehangir, donde
estaba la jaula del mono. Podía notar los ojos de los agitados eunucos
espiándome tras los matorrales, pero aún no sabía lo bastante para sentirme
asustado.
El príncipe Mustafá explicó que yo había sido enviado con él para atender al
mono enfermo y prepararle un remedio. Mi perro se había puesto ahora sobre
sus patas traseras y adelantaba la nariz hacia la sultana, en la cual veía, lisa y
llanamente, a la dispensadora de golosinas. El príncipe Jehangir reía ahora
entre dientes, y entonces la sultana envió a sus mujeres en busca de dulces
que ella misma dio al perro de su propia mano, riendo sin cesar con su risa
argentina. Mientras tanto, habían traído también una copa de leche caliente,
consiguiendo que el monito tomase una poca; pero no quería desprenderse de
mí, teniendo rodeado mi cuello estrechamente con una mano, mientras que
con la otra trataba de alcanzar al perro.
El pobre monito, sentado aún en mi hombro, fue atacado por otro golpe de tos
espasmódica. Lo cogí de nuevo en brazos. Tosía tan violentamente que
apareció espuma teñida en sangre en las comisuras de su boca y no ofreció
resistencia cuando lo puse sobre un blando cojín de la jaula que estaba
calentada por un brasero de cisco. Rael , repleto de dulces, saltó a la jaula
también y se tendió al lado de la monita, la cual le rodeó el cuello con un
brazo y tiró de sus orejas. El príncipe Jehangir se desprendió de los brazos de
su madre, colocó un cojín ante la jaula y se sentó en él con las piernas
cruzadas, mirando con sus grandes y tristes ojos a su favorito. Me pareció que
era un gentil muchacho que no trataría mal a mi perro, y recitando
rápidamente la primera sura, dije:
Yo conocía bastante las leyes del serrallo para no darme cuenta de que decía
la verdad, y que sin la mediación del kislar-aga, ella no tenía la menor
probabilidad de poder ver al sultán. El propio Solimán tenía que someterse a
un complejo ceremonial oficial cuando quería visitar la casa donde vivían sus
esclavas, y si una de éstas hubiera osado ir a verle sin permiso, ello hubiera
constituido un insulto a la majestad del sultán. Por la misma razón Solimán no
podía visitar a sus favoritas sin que previamente diese a conocer su intención
de hacerlo.
Podía hacer venir a sus hijos para pasear con ellos por los jardines; pero al
mismo tiempo todas las mujeres, y bajo pena de despido o desfavor, tenían
que permanecer entre puertas, y fuera de la vista. Sólo mediante esta regla
estricta, podía tener paz el sultán, pues de lo contrario, sus mujeres habrían
estado molestándole constantemente para ganar su favor.
Tras reflexionar tan fríamente como pude sobre mi poco envidiable estado,
dije:
—El sultán en persona me envió a atender al monito, por lo que debo hacer lo
necesario. Si alguien me mata mientras estoy en el cumplimiento de esta
orden, habrá obrado contra el expreso mandato del sultán. He de ir pues,
ahora, a buscar los remedios precisos. Cuando vuelva, el kislar-aga puede
hacer lo que quiera de mí.
—No pienses ni por un momento que puedes escaparte —repuso—. Por mirar
mi rostro, has quebrantado las reglas más estrictas del harén. Por su propio
interés, el kislar-aga está obligado a estrangularte en cuanto te coja y no dudo
que ahora mismo te está esperando anhelante a las puertas del serrallo.
Creía que sólo las arrogantes maneras del príncipe Mustafá podían salvarme,
desde que punzaba a Jurrem con la jactancia de su edad a que le escuchase a
él, por ser mayor que su hermanastro. Ella dijo entonces:
Rápidamente le relaté mis viajes y mi toma del turbante, así como que
Jaireddin me había enviado para ser esclavo del sultán a causa de mis idiomas
y mi familiaridad con las condiciones de la cristiandad. En ese punto llegó el
kislar-aga en un estado de indecible agitación, y oprimiendo su frente contra
el suelo en repetidas postraciones, dijo:
—Este esclavo recibió el mandato del propio sultán para atender al mono del
príncipe Jehangir. Mira que le den las drogas que requiera, y que vuelva salvo
a mi pabellón, a menos que recibas nuevas órdenes del sultán.
El kislar-aga no tenía más que obedecer. Me escoltó fuera del pabellón, donde
los gigantescos eunucos me asieron y me depositaron fuera de los jardines
más rápidamente de lo que había entrado. El kislar-aga, como dueño
indiscutible de la situación, no me quitaba el ojo de encima ni un instante
hasta que llegamos a la tienda del farmacéutico en el atrio. Aquí, el médico
judío del sultán preparó rápidamente la medicina que pedí, aunque parecía
celoso de veme acompañado por el kislar-aga, y me preguntó
despectivamente en qué universidad pueblerina había estudiado. Los físicos
del sultán eran escogidos entre los más famosos especialistas del mundo y no
toleraban competidores. Expliqué con humildad que estaba atendiendo a una
simple bestia sin alma, que ningún hombre distinguido se dignaría tratar, y
que había estudiado medicina con eminente profesores, aunque nunca me
había diplomado. De pronto, el kislar-aga se llevó ambas manos a la cabeza.
—¡Bendito sea Alá! —exclamó—. Dime de nuevo dónde has estudiado y te has
graduado. Si eres médico, puedes naturalmente practicar en el propio harén,
en presencia de eunucos, si el sultán lo ordena. La cosa está, pues, bastante
clara.
—No, no; Alá es testigo de que soy un hombre honrado y no quiero presentar
falsos testimonios, aunque haya de salvar la vida con ellos. En cuanto haya
dado esta medicina al mono, puedes disponer de mi cabeza, noble kislar-aga.
No puedo pedir aplazamiento.
El kislar-aga abrió los ojos de par en par como si no diese crédito a lo que oía.
Volviéndose hacia el físico judío, dijo:
—Es posible que este hombre no sea un médico ahora, pero puede serlo en
poco tiempo. Todo lo que necesita es un diploma sellado con el sello del
madrasseh y firmado por tres ilustrados tselebs .
—Conoces las suras y las plegarias —respondió con astucia el físico judío—;
eres un piadoso musulmán, como lo demuestra tu turbante. Si un hombre tan
importante como el kislar-aga te recomendase al madrasseh, sin duda te
permitirían contestar las preguntas más difíciles por medio de un dragomán.
Y si yo fuera ese intérprete, creo que seguramente podrías expresar lo que
tenías que decir, de la manera más clara y testificar con ello tus
excepcionales conocimientos.
La sugerencia era sumamente tentadora, pues aunque tenía un aire de
trapacería, no era yo, sino el judío, el responsable. Yo creía saber lo bastante
para no molestar a mis pacientes más que cualquier otro médico y me
alegraba pensar que el sobrenombre de el-Hakim, con el que me bautizó el
musulmán Abú el-Kasim, iba a ser ratificado por un documento, firmado y
sellado. Un diploma así valía en oro, desde luego, mucho más de lo que
pesaba, no ya el documento sino incluso un paciente, y hubiera sido un
estúpido irremediable en no aceptar una oferta tal.
—No te preocupes por eso. Yo pagaré el sello, y más aún, todo lo que sea
preciso, si tú, honorable colega, me das la mitad de cada céntimo que recibas
por haber atendido al mono. Claro está que perderé con esto, pero en nombre
del Compasivo, adquiero así también méritos.
Yo estaba librando una ardua batalla conmigo mismo. Había prometido dar mi
perro al príncipe Jehangir si yo muriese, pero ¿y si salvase la vida? ¿Podría
llevármelo conmigo en tal caso? ¿No trastornaría ello aún más al pobre
muchacho? Debía llevármelo; era una obligación casi paternal, pero, sin
embargo, ¿qué dueño mejor podía tener que ese infeliz príncipe? Con él no le
faltaría de nada, mientras que para mí sería siempre un problema, aun antes
de que a Giulia se le acabase la poca paciencia que le quedaba para
soportarlo. En cuanto volviese, empezaría a tratarlo mal, y acaso en un
arrebato de ira hasta llegara a echarlo. Pero ante la idea de abandonarlo,
sentía también que la tristeza me invadía y que las lágrimas empañaban mis
ojos al recordar las aventuras de mi vida pasada, en las que estaba como
fundido conmigo el mejor y más fiel de mis amigos, mi perro Rael .
Cuando llegamos al patio del sultán, los eunucos blancos se hicieron cargo de
mí y fui llevado al baño de vapor, dándome después un enérgico masaje y
friccionándome con ungüentos aromáticos. En el vestuario, me cubrieron
luego con ropa interior de lino y me ataviaron con un caftán decoroso. Apenas
estuve vestido, cuando fue anunciada la hora de las plegarias, que cumplí,
tras aquella complicada ablución, en la mejor disposición espiritual posible.
Inmediatamente, me condujeron de nuevo a la sala de audiencias del kislar-
aga, donde me encontré con el físico Salomón y sus tres barbilargos tselebs ,
todos muy cortos de vista. Salomón se había sentado a una distancia
respetable de los ancianos maestros. En un ángulo de la estancia, se sentaba
el escribiente de los tselebs , con el recado de escribir sobre sus rodillas. Un
buen número de lámparas suspendidas del techo expandían una luz clara en
la habitación.
Salomón prestaba mucha atención a lo que yo decía, tras lo cual repetía los
apropiados pasajes que de memoria conocía de los tratados de Avicena y
Moisés ben-Maimon, y los cuales, desde luego, no tenían ninguna relación, o
muy poca, con mis respuestas.
Varias veces, en el curso del examen, discutieron los tselebs entre ellos y se
extendieron en disertaciones aclaratorias para poner de relieve sus grandes
conocimientos y la profundidad de su pensamiento. Después de haber pasado
así una agradable hora, declararon al unísono que mi prueba había sido
satisfactoria, y mi competencia en medicina, demostrada. El escribiente
extendió rápidamente, aunque con bella escritura caligráfica, mi diploma, que
los tres tselebs firmaron estampando además sus pulgares sobre el
pergamino. Salomón besó sus manos agradecido y dio a cada uno una bolsa
de cuero por las molestias, mientras que el kislar-aga hacía que les sirviesen
una comida suculenta de su propia cocina. Sin embargo, yo no tenía
autorización para residir en el serrallo, por lo que me pasé la noche
encerrado entre cuatro paredes.
Se despertó hacia mediodía, y al restregarse los ojos con sus delgadas manos,
el perro le lamió los dedos mientras meneaba su cola alegremente. Una pálida
sonrisa iluminó el rostro del muchacho. Se incorporó y miró la jaula y su
carilla se ensombreció al verla vacía. Temiendo que rompiese de nuevo en
llanto, le dije rápidamente:
Una vez en el jardín, no pude contener mis lágrimas, pero me dije que no
podía haber encontrado mejor dueño para mi perro y que éste tendría una
existencia tranquila. Después de tantas aventuras pasadas, era duro que al
final se encontrase con el trato áspero de que era objeto por parte de Giulia.
Los eunucos me dejaron a la puerta del kislar-aga, donde tuve que esperar
algunas horas antes de que se dignase recibirme. Estaba sentado, adiposo y
fofo, en su cojín, habiéndose quitado las babuchas para más comodidad; y con
su mandíbula apoyada en la mano, me escrutó durante largo rato, sin decir ni
media palabra. Luego se dirigió a mí con gran cordialidad.
De estas palabras deduje que yo había ganado el favor del príncipe Jehangir y
de su madre, así que mi vida estaba a salvo por el momento, quisiéralo o no el
kislar-aga. Pero su buena disposición manifestada sería también del mayor
valimiento para mí.
—Déjame ser tu amigo, pues —dije—; y antes de nada, indícame las cosas que
pueden serte útiles. Si has investigado sobre mi vida, debes saber también
que los ojos de mi mujer son de diferentes colores y puede, por tanto, ver el
futuro. Le permitiré desplegar sus talentos ante ti, y tú, como hombre
perspicaz, te percatarás de las ventajas de ser guiado por ellos. Es una mujer
de muchas prendas más astuta que yo y no influirá sobre nadie para hostilizar
y lesionar tus intereses, sino precisamente todo lo contrario. Pero, primero,
deberán iniciarla en los asuntos del serrallo y hacer que conozca las
circunstancias que sean requeridas para una juiciosa predicción.
—¡Alá sea mi refugio! —exclamó—. ¡Así que tu simplicidad no era más que
una máscara! No arriesgo nada con recibir a tu mujer, y lo que me has dicho
sobre ella ha excitado mi curiosidad.
—¡Ah, Mikael! ¿Has visto de qué manera tan humillante ha mirado ese
hombre a nuestro desvencijado patio y a esta casa ruinosa? Ha sido lo
bastante bien criado para ocultar su asombro. Este lugar puede convenir a
Abú el-Kasim, que no conoce nada mejor; pero ahora que tienes el favor del
sultán, debes buscar enseguida una casa en un barrio mejor. No precisa tener
más de cinco o diez habitaciones, siempre que esté puesta con gusto y
amueblada como corresponde a nuestra dignidad, de forma que no tenga que
sonrojarme cuando reciba a invitados de calidad. Lo mejor sería escoger
algún hermoso paraje en las orillas del Bósforo o del Mármara, y edificar allí
una casa modesta de acuerdo con nuestras necesidades y gustos. No debe
estar situada muy lejos del serrallo, aunque naturalmente precisaríamos tener
nuestro propio bote o góndola y un remero o dos, quienes se ocuparían
también del jardín, y podríamos construir para ellos una vivienda modesta,
adjunta a la cabaña del bote. Si alguno estuviese casado, su mujer podría
ayudar a mis sirvientas en la casa y podríamos vestir a los niños con vestidos
finos para enviarlos a los recados a la ciudad, de forma que todos se hicieran
una idea precisa de nuestro rango y dignidad.
—¿Por qué has de destruir siempre mis más queridos sueños? —estalló—. ¿Me
escatimas hasta una casa, un hogar que podríamos llamar nuestro? Piensa lo
que podríamos ahorrar teniendo fruta de nuestros propios árboles y
sembrando y recogiendo nuestras propias legumbres en vez de que nos roben
en el mercado. ¡Y supón que tuviésemos hijos! ¡Ah, Mikael! No puedes ser tan
duro de corazón como para darles una calle sucia por lugar de esparcimiento
y dejarles crecer como los hijos de los burreros.
Las lágrimas corrían ahora por sus mejillas, y sus palabras me conmovieron
tanto, que también yo empecé a imaginarme la pequeña vivienda en el
Bósforo, con un jardín entre cuyos árboles frutales podría ver salir las
estrellas y escuchar el chapoteo del agua en la orilla. Pero la razón me dijo
que no estaba seguro de tener el favor del sultán, y que las casas no se
construían ni los jardines crecían con doce aspros al día.
Se fue así animando y se lanzó a una especie de frenesí en las palabras contra
mí y mi perro; pero, por lo menos, este intermedio le alejó sus pensamientos
sobre los planes de construcción y todas sus fantasías. No tuvimos ocasión de
volver sobre el tema, pues apenas habíamos empezado a levantar la baldosa
para sacar el cuerpo del gato, cuando oímos un rítmico taconeo. Alguien
golpeó en la puerta del patio con fuerza y con algún objeto duro; cuando abrí,
entró un sargento de jenízaros con su equipo completo de batalla y un gorro
de fieltro blanco en la cabeza. Me saludó y me tendió una orden de su aga
para que me incorporase al ejército en la ciudad de Filopópolis, sobre el río
Maritza, y tomase posesión de mi destino como intérprete del servicio de
información secreta del serasquier.
Cuando leí esta aterradora comunicación, me agité tanto que sólo pude
tartamudear la sugerencia de que se trataba, acaso, de algún grave error y
que, por su propio bien, sería mejor para él que me acompañase
seguidamente ante su aga, y aclararlo todo. Pero el sargento era un estólido
veterano sin imaginación, quien me respondió que tenía órdenes precisas.
Estas eran tales que antes de la última hora de oración me hallase ya fuera de
las murallas de la ciudad, en camino hacia el teatro de la guerra. Debía darme
prisa, me dijo el sargento, si quería llevar algunas provisiones para el viaje y
empaquetar alguna ropa.
Todo sucedió tan rápidamente que no tenía casi conciencia de nada hasta que
me encontré sentado con incomodidad en una cesta sobre el lomo de un
camello, balanceándome a toda prisa en dirección a la puerta de la ciudad en
el camino de Adrianópolis. Alcé los brazos al cielo llorando y lamentando mi
duro destino, mientras los diez jenízaros que patrullaban delante de mi
camello empezaron a cantar a todo pulmón, alabando a Alá y proclamando
que estaban unidos para entrar en Viena a derribar al rey.
Su anhelo de batalla, el cielo sereno de la tarde, transparentemente claro
después de tantos días de lluvias, y por último, aunque no lo menos, el pasaje
de la orden escrita del aga para que percibiese treinta aspros por día de la
Tesorería del Deferdtar ; me calmaron gradualmente y me inspiraron un
nuevo valor. Traté también de consolarme pensando que nada ocurre contra
la voluntad de Alá. Si por alguna razón había sido alejado del serrallo, podía
solamente ser a causa de que el sultán deseaba comprobar mi eficiencia en
campaña, para descubrir así qué alto cargo podía concederme.
Así pues, iba a tomar parte en una campaña que amenazaba a toda la
cristiandad; estaba escoltado por una escuadra de jenízaros aguerridos que
habían de responder con sus cabezas de mi seguridad. Disponía de treinta
aspros al día y si la fortuna me acompañaba, tenía mucho que ganar y poco
que perder. Mi perro estaba en buenas manos. Giulia podía mantenerse muy
bien hasta mi vuelta con el dinero que me había dado el sultán, y quizá pronto
me encontraría con mi hermano Andy; su lealtad y fortaleza podrían serme de
mucha utilidad en caso necesario, como en otros tiempos.
Diré poco de las molestias y fatigas que experimenté en aquel viaje. De nuevo
tuvimos mal tiempo y cada noche me acurrucaba empapado y tembloroso en
la tienda de los jenízaros. Columnas de infantería, tropas de caballería y
largas filas de camellos convergían de todos los caminos hacia Filopópolis;
por la noche, las granjas de los alrededores estaban tan atestadas, que era
absolutamente imposible encontrar habitación para dormir. Jamás comprendí
cómo era capaz de soportar tales molestias sin caer enfermo, acostumbrado
como estaba a una vida de relativa comodidad.
Para hacer justicia al sargento, debo declarar que ordenó a sus hombres que
me cuidasen bien. Cocinaban mi comida y secaban mis vestidos y pronto
llegué a admirar la excelente disciplina que prevalecía entre nuestra pequeña
tropa. Cada uno de los diez hombres parecía tener su propia tarea asignada,
cuando acampábamos por la noche. Uno recogía leña, otro cocinaba, un
tercero limpiaba las armas y arneses, mientras un cuarto daba de comer a los
camellos, los otros levantaban las tiendas, y se hacía todo tan suave y
rápidamente, que a los pocos instantes un alegre fuego chisporroteaba bajo el
caldero mientras la tienda ofrecía un abrigo relativamente seco para dormir.
Estos hombres endurecidos no se preocupaban por los incesantes
chaparrones, y hay que señalar que tenían el prurito de soportar sin quejarse
toda suerte de incomodidades, sin dejar por ello de cumplir regularmente los
cinco actos diarios de devoción, aunque tuvieran que arrodillarse y postrarse
en el fango.
Los ríos, debido a las crecidas, eran muy difíciles de vadear, y los campesinos
me dijeron que no recordaban una primavera tan lluviosa. Las aguas
anegaban sus campos, impedían las siembras de primavera y amenazaban al
país entero con el espectro del hambre. Sus palabras me deprimieron, pero el
sargento sonrió ladinamente y dijo que jamás había visto a un campesino
satisfecho del tiempo. Hacía excesivo calor o demasiado frío; llovía también
demasiado o demasiado poco, y ni siquiera Alá podía concederles todos sus
deseos, aunque no por ello el sargento esperase que nadie creyese que
manifestaba dudas sobre la omnipotencia de Alá.
El sargento replicó que muy posiblemente habría unos ciento cincuenta mil
hombres armados en la llanura. A ésos, había que añadir unos veinte mil
jenízaros, bajo el propio mando del sultán, además de las tropas auxiliares
tártaras akindsahs que se nos unirían en la frontera. Sentí un gran consuelo y
con un placer no fingido, salté de mi despiadado e indigno camello a las
puertas de Filopópolis. Una o dos veces, la traidora bestia me había echado
con cesta y todo en medio del fango. Los camellos eran animales propios para
el ardiente desierto, y la lluvia fría y constante los ponía enfermos. Los
barrizales no eran un terreno muy seguro para ellos y mi montura resbalaba
con tanta frecuencia y con tan mala suerte, que sus largas patas se extendían
en todas direcciones y era en verdad un milagro que no se partiese en dos
pedazos. Resolví encontrar un caballo a toda costa en Filopópolis.
Esta recepción poco amistosa me enojó, pero después de todos mis sueños de
color de rosa no dejaba de ser saludable, y me inclinó a la humildad y la
paciencia. Puse buena cara por lo tanto, y regresé junto a mis jenízaros, los
cuales habían levantado sus tiendas a la orilla del río. Ni siquiera pude
desembarazarme de mi camello, puesto que no había nadie que estuviera tan
loco como para darme un caballo a cambio por él.
Aquí y allá, surgían de las aguas las copas de algunos árboles con
supervivientes colgados de ellos como racimos de uvas. Otros hombres,
chillando aterrorizados, se agarraban a tejados que se desmoronaban. Otros a
artesas, y aun a los cuerpos de animales ahogados y nos suplicaban en el
nombre de Alá que les echásemos una cuerda. Pero nuestro árbol ya no podía
soportar más peso, y necesitábamos todas las cuerdas para evitar caer
nosotros mismos. Tres días con sus noches permanecimos allí, y sin duda
hubiéramos sucumbido, de no haber podido cortar pedazos de carne de un
asno muerto que se enredó entre las ramas inferiores.
—¿Eres tú, hermano Mikael? ¿Qué haces por aquí? ¿Te ha enviado Piri-reis a
hacer el plano de estas nuevas aguas turcas?
—¡Dios del cielo, si es Andy! —exclamé—. Pero ¿dónde están tus armas?
—Reposando con toda seguridad bajo estas aguas turbulentas; y puesto que la
pólvora se hallará seguramente algo húmeda, me serían ahora de poca
utilidad. Por esto, podemos ver qué destino tan justo rige nuestros asuntos.
Pero, sin embargo, veo que tú eres afortunado, porque tengo orden de
llevarte al sultán, quien te pagará para indemnizarte de tu remojón. Otros,
más sabios y prudentes, que huyeron a tiempo a lugares seguros, fuera del
alcance de las aguas, no han ganado ningún premio. Me pregunto: ¿cuál es el
objeto de recompensar la estupidez y de castigar el buen sentido?
Cuando nuestro bote hubo embarcado tantos hombres que su borda estaba
casi al nivel de las aguas, comenzamos a regresar, y nuestro patrón estaba ya
tan familiarizado con los canales, que evitaba hábilmente el peligro de
naufragar chocando contra las ruinas de las casas y otros obstáculos. Pronto
alcanzamos el pie de una colina donde manos caritativas nos ayudaron a
desembarcar, frotando nuestros miembros ateridos, y nos dieron a beber
leche caliente. Nos condujeron entonces a la cima del montículo, donde
estaban el sultán Solimán y el serasquier Ibrahim, espléndidamente ataviados
y rodeados de arqueros. Obedeciendo sus órdenes, el defterdar le pagó
inmediatamente a cada hombre salvado. Los jenízaros recibieron cada uno
nueve aspros, los sargentos dieciocho, y a mí, que mostré mis órdenes
escritas de puño y letra del aga de los jenízaros, me dieron no menos de
noventa aspros. Casi no sabía si estaba despierto o soñando, pues no podía
comprender cómo podían darme las gracias por haberme dejado coger por la
crecida. Pero el sargento alabó en voz alta al sultán y explicó:
Apareció el sol. Después de los tres días de ayuno, la leche caliente era muy
agradable de tomar y las monedas de plata tenían un peso muy dulce. Ni el
sultán ni el gran visir parecían muy preocupados por las pérdidas sufridas por
el ejército; por el contrario, reían ruidosamente y acogían con gran alborozo
los grupos de supervivientes que todavía seguían apareciendo. Pero su
aparente alegría no era sino una costumbre, para animar a las tropas después
de un revés; y era ciertamente una buena costumbre, porque así que tuve el
dinero que me correspondía, dejé de preocuparme por los sufrimientos que
había soportado. En la ladera de la colina habían sido erigidos tres pilares, al
extremo de cada uno de los cuales se había colocado una cabeza. Algunos de
los hombres salvados se divertían tirándoles de las barbas; porque eran las
cabezas de tres pachás a los que el serasquier había hecho responsables de la
elección de campamento, y a los cuales mandó decapitar para congraciarse
con el sultán y conservar su favor.
Mi guía se cepilló el fango seco de su caftán y me dijo que fuese a buscar las
nuevas ropas que el sultán me había prometido, y que luego me presentase a
la tienda del cuerpo de ingenieros, para esperar ulteriores órdenes del gran
visir. Pero Andy dirigió resueltamente sus pasos hacia las cocinas del
campamento y me vi obligado a ir con él, porque me tiraba del brazo. Los
cocineros eran identificables por sus mandiles y gorros blancos, y Andy se
dirigió a ellos con respeto, declarando que tenía algo de hambre; pero ellos le
respondieron que se fuese a unirse con su padre en los infiernos. Muy
resentido por todo esto, Andy comenzó por intentar convencerse de que el
caldo de una de las calderas no estaba todavía a punto; es decir, que todavía
no hervía, y para comprobarlo agarró al cocinero más próximo por las orejas y
sumergió su cabeza en el caldo. Luego, levantándolo en vilo, dijo
mansamente:
Nos sentamos para comer y Andy se atracó tanto, que después apenas si
podía moverse. Hizo unos débiles intentos y terminó por echarse panza
arriba; y yo, exhausto por los tres días con sus noches pasados a la
intemperie, apoyé mi cabeza sobre su estómago y me hundí en el sueño más
profundo de mi vida.
Creo que debí dormir doce horas de un tirón, porque cuando me despertó la
urgente necesidad que me apremiaba, no tenía la menor idea de dónde estaba
y creí que me habían llevado a bordo de un barco cabeceante. Pero, al
incorporarme, me encontré cómodamente echado en una litera transportada
por cuatro caballos. A mi lado se sentaba sobre un cojín un hombre de
aspecto juvenil y pensativo que, al verme despierto, dejó el libro que estaba
leyendo y me saludó amablemente.
—En tales necesidades son iguales el esclavo y el monarca. Que ello nos
recuerde que el último día, el Compasivo no distinguirá entre altos y bajos.
Él respondió sonriendo:
—El gran visir me conoce y sabe todo lo que a mí se refiere, aunque debe
tener cosas más importantes en qué pensar que en la circuncisión de un
esclavo.
Cuando ocurría alguna demora, Sinán el Constructor azotaba sin piedad a los
culpables. Tuve compasión de esos infelices y reproché a Sinán su dureza,
pero me replicó:
No fuimos en línea recta a nuestra meta, sino que, obedeciendo las órdenes
que nos traían los mensajeros, dimos múltiples rodeos. Sinán el Constructor
marcaba los cambios de carreteras en sus mapas y enviaba sus hombres
delante para señalar los vados y colocar travesaños en ellos como medida de
precaución para quienes perdían pie en la corriente. Su propio valor estaba
fuera de duda, pues nunca confiaba enteramente en los informes de los
zapadores, sino que los comprobaba entrando a su vez en las heladas aguas
del vado señalado, con su pértiga en la mano para hacer el sondeo y dirigir la
colocación de piedras en el fondo. Varias veces le derribó la corriente, y tuvo
que ser arrastrado a la orilla por la cuerda salvavidas que lo sujetaba.
—Comed, bebed y descansad hasta que cese la lluvia —declaró—, pues nada
acontece en contra de la voluntad de Alá y el sultán difícilmente puede ser
más apremiante que el Piadoso y Compasivo. Aunque el retraso me costara la
cabeza, me alegraría, pues me quitaría el dolor que sufro en aquélla por
tantas figuras, dibujos y planos, pues no duermo pensando en el puente que
tengo que tender sobre el río Drave cuando lleguemos a él.
Durante cinco días cayó la lluvia a torrentes y con mi amigo Sinán sufría
todas las agonías del retraso, dando vueltas como un tigre enjaulado en el
interior de la pequeña cabaña. En cualquier momento podía alcanzar el
ejército las orillas del río, y el gran visir mandaría cortar cabezas y arrojarlas
a la corriente. Pero mis temores fueron afortunadamente infundados, pues ni
siquiera hizo acto de presencia Josref, el bajá del cuerpo de zapadores y
pontoneros. Por fin apareció un mensajero empapado y embarrado que había
atravesado el efluvio, para comunicarnos que el sultán había ordenado
detener la marcha hasta que cesara la lluvia. El mensajero estaba tan agotado
que se había despojado de su hacha. Su cencerro estaba obturado por el
barro y le faltó aún fuerza para sacar el frasco de tonificante de su mochila;
cayó al suelo suspirando que Alá era uno e indivisible y que Mahoma era su
profeta. La sangre manó de su boca, pues había marchado día y noche bajo la
implacable lluvia y por sendas resbaladizas, y estaba reventado, aunque en
condiciones normales estos corredores pueden cubrir en un solo día la
distancia entre Estambul y Adrianópolis.
Los maestros constructores, que tenían una larga vida de experiencia tras
ellos, le miraron compasivamente y se decían unos a otros:
—¿Quién es este Sinán que adquirió sus conocimientos sentado en los cojines
de seda del serrallo? La más profunda sabiduría consiste en la sumisión a la
voluntad de Alá y seguramente en esta ocasión todo demuestra que Él ya
tiene su plan bien establecido.
Sinán miró al ancho río, al maderamen apilado en las riberas y las almadías
construidas ya. Entonces, cayendo de rodillas ante Josref-bajá y besando la
tierra, dijo:
Yo no sabía qué pensar sobre la audacia de Sinán, a menos que siendo nativo
de aquella región le impulsara a ello un profundo conocimiento del curso y
otras características de los ríos serbios, o quizá que pensaba en que el
período de lluvias terminaba ya, o ambas cosas a la vez. Sea lo que fuere, al
día siguiente el nivel de las aguas del Drave había descendido, y Sinán hizo
entrar en el río unos miles de hombres para instalar los cajones de hinca y
llenarlos con peñascos, y para empotrar macizos pilotes en el lecho, en puntos
cuidadosamente calculados y marcados en sus planos.
Cada tramo del puente era sólidamente reforzado con poderosos pilares y
contrafuertes, contra posibles crecidas futuras. El trabajo no cesaba ni de
noche; enjambres de hombres desnudos vadeaban a través de oscuras aguas a
la luz de antorchas y teas. Dominando el fragor del torrente, la batahola
ensordecedora de martillos y sierras podía oírse hasta desde Esseki. Sinán el
Constructor incrementó su autoridad prometiendo magníficas primas
especiales por el rendimiento en el trabajo y ordenó a los marabuts que
proclamasen que todo aquel que pereciese ahogado, o bien aplastado por los
maderos, o aun de cualquier otra manera en acto de servicio, ganaría el
Paraíso exactamente igual que si hubiese caído en batalla contra los idólatras
infieles. Hasta los jenízaros se asombraban de la indomable energía de aquel
hombre, a quien se veía en todas partes a la vez; ellos no se formaban una
idea clara de la magnitud de la labor de conjunto.
Supe que Andy había escalado un alto puesto entre los constructores, pues se
le había dado el turbante de bimbash . Pero incapaz de mantener su nueva
dignidad, andaba manipulando como sus operarios con su hacha en mano, y
siempre dispuesto a arrimar el poderoso hombro a pesos que entre varios
hombres no eran capaces de cargar. Sus proezas inspiraban espanto y
respeto, aunque parecía que le faltaban las cualidades requeridas para
bimbash , o capitán de mil. Le era difícil dirigir el trabajo de los demás,
prefiriendo hacerlo en una demostración práctica. Observando durante algún
tiempo su estúpida conducta, no pude contenerme más, y prevaliéndome de
nuestra vieja amistad fui a él y le dije:
Al sexto día, estaba terminado el puente y durante cuatro días con sus noches,
lo cruzó el ejército en un torrente ininterrumpido mientras que el precavido
Sinán vigilaba que no se le cargase demasiado a un tiempo. El sultán Solimán
llamó a su tienda, en este primer día de marcha, a Josref-bajá y a Sinán, en
compañía de sus inmediatos asistentes, por lo que Andy tuvo que lavarse bien
y ponerse un nuevo caftán rojo que Josref-bajá le había dado. Pero en este
momento del triunfo, Sinán perdió toda su seguridad en sí mismo y estuvo
desconcertado cuando los jenízaros le seguían pisándole los talones, dando
alaridos de alabanza y golpeando con sus cucharas en las cacerolas. Cuando
llegamos a la amplia avenida que sombreaba la entrada de la tienda del
sultán, Sinán se volvió en su agonía a Josref-bajá y le dijo pálido como la cal:
—¡Querido padre! Un hijo adoptivo tiene el mismo derecho a la herencia que
los demás hijos, ¿no es así? ¿Y tú me adoptaste como hijo ante todos los
constructores, confirmándolo por la primera sura?
—Señor: como oyes, el puente habrá costado dos millones doscientos mil
aspros en jornales solamente, pues aquí no está incluido el costo de los
materiales, transporte y manufactura, ni el de forja, picapedrero y otros
gastos menores. Pero mi querido padre Josref ha dado en prenda su fortuna
sobre el cumplimiento de mi palabra, y yo sacrifico contento la herencia que
me ha prometido, por carecer yo mismo de propiedades personales. A juzgar
por el ruido de afuera, me parece que los jenízaros esperan con impaciencia
los haberes ofrecidos, y te ruego su pago por el montante de estos dos
millones doscientos mil aspros. Mi padre y yo te extenderemos el oportuno
recibo de la suma. Yo haré todo cuanto pueda en el futuro para redimir mi
parte de deuda, siempre y cuando quieras confiarme algunos provechosos
trabajos.
—Es verdad que recité la primera sura cuando le adopté por hijo, pero
traicionó mi confianza con falsos pretextos; no puedo responder con toda mi
fortuna a las promesas de un loco. Por el contrario, le cortaré la cabeza
enseguida.
Este lamentable incidente era ciertamente nuestra salvación, pues dio tiempo
al sultán para recobrarse de su asombro; su rostro de color ahumado volvió a
su acostumbrada compostura. Ibrahim había estado observando con inquietud
su expresión, pero Solimán se atuvo a su fama de nobleza y dijo solamente,
con cierto humor:
—Parece que me voy a quedar sin cambio antes de llegar a Buda. Pero hemos
de dar gracias a Alá que Sinán no prometiese a los jenízaros la luna del cielo.
El gran visir Ibrahim se rió con presteza y moderación y todos le hicimos coro
de todo corazón y discretamente, hasta que el sultán se dignó también
sonreír. Sólo Sinán el Constructor estaba grave. El sultán ordenó al defterdar
que distribuyese las gratificaciones de acuerdo con el memorándum de Sinán.
Destinó a éste una espléndida bolsa con mil piezas de oro, y sumas menores a
sus asistentes. Yo fui situado en una posición tan prominente como para
recibir diez piezas de oro por mis servicios, mientras que a Andy le tocaron en
suerte cien piezas y una pluma nueva, con su precioso broche, para
reemplazar la rota.
Una vez hubo cruzado el puente, el ejército se dividió y marchó por diferentes
caminos en dirección a las grandes llanuras de Mohacs, donde Janos Zapolya,
el gobernante electo por el pueblo húngaro, había de verificar la conjunción
de su ejército con el del sultán. Sinán y yo viajábamos en nuestra litera de
caballos a lo largo del Danubio, en cuyos rápidos y remontando el río habían
sido reunidas cerca de ochocientas embarcaciones, para transportar armas y
cañones, munición, forraje y provisiones.
Estaba muy lejos de agradarme haber tropezado con este hombre licencioso e
intrigante, pero tarde o temprano así habría ocurrido, y ahora, el deber
humano me obligó a ayudarle. Precisamente llegaba entonces Andy, quien
había pasado la noche inspeccionando sus cañones a bordo de los transportes
recién llegados. Le pedí su opinión y, después de algunas deliberaciones, se
comprometió a conseguir un par de jacos para maese Gritti y para mí, con
objeto de trasladarnos todos juntos al campamento de los akindshas
cristianos, que estaba situado a media milla. Al contrario de los musulmanes,
vestían ropas muy sucias y habían llenado con sus desperdicios e inmundicias
un encantador bosquecillo de hayas. Las patrullas de jenízaros, en vez de
inspeccionar este campamento, se alejaban de él todo lo posible. A cambio del
oro de maese Gritti, los rufianes akindshas extrajeron un tonel de excelente
Tokay que habían enterrado y le invitaron ansiosamente a que saciase su sed.
Como bebedor experimentado que era, y más entre aquella gentuza, maese
Gritti tomó sólo lo suficiente para volver la sangre a su cabeza y ponerle de
buen humor, pues tampoco era conveniente excederse ante las importantes
tareas que le esperaban. Abandonamos el campamento y nos apresuramos a
ir a su tienda para que se cambiase de ropa y se preparase a unirse al séquito
del rey Zapolya. Para recibir al rey de una manera digna, el sultán había
formado su ejército en parada a cada lado de la tienda donde la recepción
había de celebrarse, de forma que cuando después de la oración de mediodía,
el rey legítimo de Hungría se aproximó con su séquito y mesnada, todo su
ejército pareció una gota que en cualquier momento puede absorber el
océano. Yo no estaba admitido a la ceremonia, pero maese Gritti me hizo
después un relato detallado de cuanto había sucedido. Parece ser que el
sultán tuvo a bien dar tres pasos para adelantarse a Zapolya con la mano
tendida a fin de que la besara y que luego lo invitó a que se sentara a su lado
en el trono. Yo presumí que ello era debido a que, honrando así a Zapolya, el
sultán quería honrarse a sí mismo; pero, maese Gritti tenía una explicación
mejor que darme.
Respondí cortésmente que no le entendía muy bien, pues una simple corona
no podía hacer un rey. Para ello era necesario, además, un poderoso ejército.
Pero maese Gritti dijo:
—La sagrada corona de san Esteban no es como otra cualquiera. Los
húngaros son todavía un pueblo bárbaro y primitivo; su superstición hace que
no reconozcan por rey de Hungría a nadie, hasta que no haya sido
entronizado con esta corona. Por lo tanto, es éste su mayor tesoro, y el
voivoda Zapolya allanó por lo menos mitad de los obstáculos en su camino
cuando descubrió el escondrijo secreto donde se halla dicha corona. Y ahora,
este hombre crédulo la ha vendido al sultán por cuatro caballos y tres
caftanes. Quinientos espahíes de toda confianza están en camino para
buscarla, antes de que el rey Zapolya se arrepienta de su transacción.
Parecía que maese Gritti estaba en lo cierto, pues noté que durante nuestra
marcha hacia Buda nadie hacía mucho caso del rey Zapolya. Iba con sus
seguidores a retaguardia de la columna y los jenízaros, al referirse a él, lo
hacían por el irrespetuoso nombre de Janushka . Tres días después de haber
dejado atrás Mohacs, hicimos alto en los viñedos que rodean Buda. Las
murallas de la ciudad aparecían extraordinariamente macizas, y la guarnición
alemana se dio tanta prisa en abrir un fuego vivaz y nutrido, que yo corrí a
visitar las fuentes calientes de la región, mientras Sinán el Constructor ponía
a sus hombres a zapar y minar, en preparación de sitio.
Era verdad que había tenido este sueño, sugerido probablemente por mi
conversación con maese Gritti, aunque de hecho había visto la corona
cayendo sobre Buda, desprendida de las garras del buitre y aplastando toda la
ciudad bajo su peso. Mi visión de las puertas abiertas había nacido sin duda
del acuciante deseo que sentí de ver la ciudad caer tan rápidamente como
fuese posible en las manos del sultán, y pudiera yo así escapar a los peligros
de un asalto. No parecieron sospechar una mistificación y el sultán exclamó:
Aun el bello rostro de Ibrahim resplandeció. Más tarde recibí del sultán un
vestido nuevo y una bien repleta bolsa en premio a mi sueño.
Cuando los dos capitanes de la guarnición vieron las poderosas fuerzas del
sultán y el gran número de cañones desembarcados, abrieron negociaciones y
consintieron en abandonar la ciudad, siempre que no fuesen desarmados y
pudiesen conservar, con sus vidas, sus pertenencias. El sultán dio su
conformidad a estos moderados términos, pues el verano estaba ya muy
adelantado y el principal objetivo de la expedición estaba aún lejos.
—Te estoy agradecido por tu sueño, Mikael el-Hakim; pero te prohíbo tener
ninguno más, o por lo menos contárselo al sultán sin mi permiso.
—No puedo evitar mis sueños y mis intenciones eran de las mejores —
repliqué, un tanto ofendido—. Además, mi sueño resultó cierto, pues Buda
cayó sin necesidad de choque.
—En este caso, en efecto, tu sueño fue verdadero, y es por lo que te he hecho
venir —dijo—. Veamos, ¿cómo pudiste prever lo que iba a acontecer? ¿Cuál
era tu objetivo? ¿Quién puso las palabras en tu boca? ¿Era acaso por hacerme
sospechoso ante el sultán, a mí su esclavo, de ambicionar la corona de
Hungría?
—¿Cómo puedo confiar en ti? ¿Piensas que no sé que te has adobado el favor
del serrallo, y entrado al servicio de la sultana Jurrem? Como una muestra de
tu lealtad, has dado hasta tu perro a su hijo, a pesar de que ella es una mujer
falsa que sólo espera la ocasión para herirme. Confiesa que ha sido ella quien
te ha pagado para seguirme en campaña y tener esos sueños nocivos.
—Me has sometido a una tentación cruel —dije al fin—, pero no puedo
mentirte ni por todo este oro.
—Soy un imbécil en contaros esto, pues una mentira me haría rico. Pero
nunca en mi vida he sido capaz de trabajar tan sólo para mi propia ventaja, lo
cual, según las continuas quejas de mi mujer, es una gran estupidez.
Para mi gran pesar, volvió a tomar los bolsones y esconderlos donde habían
brotado; pero entonces dio una palmada despidiendo al mudo, que había
estado oculto tras una cortina con un lazo de seda roja sobre su hombro. La
vista de este hombre me produjo escalofríos en la espina dorsal, y el gran visir
dijo:
—Si hubieses confesado que conspirabas contra mí, el oro era tuyo, pero
habrías disfrutado de él poco tiempo, pues no podía en rigor conservarte la
vida. Pero tu honradez requiere ser premiada, y por ello pídeme todo cuanto
desees dentro de lo razonable.
El gran visir celebró esta salida con una carcajada, pero no vino en mi ayuda.
Me encontraba, así, en un dilema, pues pensaba que si le pedía demasiado
poco le molestaría tanto como si considerase exorbitante mi petición. Me
froté las palmas de las manos en la agonía de mi indecisión, hasta que, por
fin, acumulando todo mi valor, dije:
Ninguna petición podía haber sido más aceptable para el gran visir. Una
ancha sonrisa iluminó su hermoso y varonil rostro, y tendió su mano para que
la besara.
Seguimos nuestra marcha con grandes dificultades, y era lastimoso ver a los
camellos bajo esta lluvia helada, resbalando y dando traspiés en los cenagosos
caminos, y desgarrando las almohadillas de sus pezuñas hasta que caían para
no levantarse más. Cuando avistamos Viena teníamos apenas veinte mil
camellos de los noventa mil con que habíamos salido, de lo que se deducirá
las enormes dificultades que había para el abastecimiento de un ejército tan
numeroso. Eran las postrimerías de septiembre cuando por fin nuestras
fuerzas tomaron sus posiciones ante Viena, y en su esplendente pabellón el
sultán se sentó tiritando ante un brasero, pues el tejido recamado de la tienda
no era suficiente abrigo contra el frío, ni tampoco era a prueba de lluvia.
Mas, para hacer honor a la verdad, debo decir que los defensores mantenían a
conciencia su reputación y hacían cuanto podían para incrementar la
nostalgia que de su tierra comenzaban a sentir ya los sitiadores. Estaban
además sostenidos por una firme y bien justificada creencia de que el tiempo
y las fuerzas de la naturaleza estaban de su parte, y presumo que hasta se
preciaban de ser los guardianes de la última fortaleza de la cristiandad. Si
esta fortaleza caía, nada impediría al victorioso islam extenderse sobre
Germania y Europa entera. Aun siendo renegado como yo era, me pareció
muy duro aceptar un hecho así y mientras miraba Viena desde las colinas de
Semmering, no sabría decir a qué campo deseaba yo que correspondiese la
victoria. Y cuando vi el valor increíble de los sitiados, me dolió indeciblemente
mi apostasía; creo que el comprensivo lector sabrá apreciar mi sinceridad y
simplicidad de corazón en materia de fe.
Tuve poco tiempo para mis divagaciones, pues Sinán el Constructor me puso
pronto a trabajar en serio. Como intérprete suyo, debía yo interrogar a cada
prisionero que se había capturado en la capitulación de Buda; me envió
también al campo de concentración para interrogar a los fugitivos que los
akindshas habían capturado, y conocer por ellos los detalles, casas, bastiones,
torres y nuevas fortificaciones de Viena. No me dio ni un minuto de respiro.
Yo iba jadeando de un informante al otro y anotaba en mi mapa qué casas
eran de piedra y cuáles de madera; cuál había perdido su tejado y cuál había
sido derribada para emplazamiento de la artillería; cuántas trincheras se
habían abierto, qué calles estaban cerradas al tráfico de caballos y quién
mandaba en las varias puertas, torres y bastiones. Por fin, me cansó tanto
este trabajo, que me exasperé y no pude contenerme.
—No, no. Antes he de tomar nota del declive del terreno, y descubrir
cualquier corriente subterránea, establecer la tabla hidrométrica y señalar la
profundidad del suelo, antes de que mis zapadores sean víctimas de una
inundación o tropiecen con una pared de roca. Debo conocer todo cuanto
pueda ser conocido de Viena.
El pánico mayor fue causado por las granadas que los asaltantes lanzaban
dentro de las tiendas y cuyas humeantes y silbantes mechas atravesaban con
su fulgor la oscuridad, como colas de cometas. Sus carcasas de barro cocido o
de vidrio estaban repletas de piedras, clavos y otros cascotes, que al
producirse la explosión volaban en todas direcciones, infligiendo muchas
heridas.
Así terminó nuestra marcha triunfal por los Estados germánicos. La temible y
espantosa amenaza que por un momento se cernió sobre la cristiandad se
evaporó como una sombra; y así fui yo designado por el destino para asistir
como testigo presencial a la primera y más grave derrota de Solimán. No fue
voluntad de Dios, a lo que parece, que la cristiandad se hundiera.
Hasta entonces, la experiencia parecía haberme mostrado que Dios tenía poca
relación con las operaciones guerreras, pero los recientes acontecimientos me
habían hecho cambiar de opinión. Al abandonar Roma, yo me representaba la
cristiandad como una armazón rugosa y agrietada; pero ahora comprendía
que algo bueno debía de haber permanecido en ella, cuando Dios, en su
paciencia, le concedía un período de gracia, como lo habría hecho con
Sodoma y Gomorra, de haberse encontrado diez hombres justo en ellas.
—¡Por Alá! ¿Son los hombres pacíficos los que no temen ensangrentar sus
vestiduras al servicio de su soberano? ¿Han de ser los renegados quienes
restauren mi fe en el islam?
Estaba claro que había sufrido un error ante nuestra apariencia, pero no
quise aventurarme a corregir a tan elevado señor. Con una prisa más bien
inconveniente despidió a sus criados, nos hizo sentar a su lado y comenzó a
hablar en un murmullo, mientras lanzaba continuas miradas en torno, como si
temiese a los oídos indiscretos:
—¡Alá es Alá, y todo lo demás! —exclamé con no fingido alivio—. ¡Que sus
ángeles Gabriel y Miguel protejan nuestra huida! La decisión es realmente
sabia y no puedo alabar suficientemente al sultán por su prudencia.
—Es cierto que he sido comparado con Sansón, aunque lejos de mí está
pretender rivalizar con cualquier santo hombre de la Escritura, y Sansón,
según se dice, derribó las murallas de Jericó soplando un cuerno. Pero yo no
dispongo de tal cuerno, por lo cual te ruego humildemente encuentres otro
más apto para esta tarea.
—Aarón conoce esta piedra. No os podrá prestar ayuda efectiva, por temor de
perjudicar a sus congéneres, puesto que los cristianos acostumbran
comúnmente a escarmentar la culpa de un judío en todos los de la ciudad, y a
veces en los de otras ciudades también. Decidle que estoy conforme en
redimir el anillo por dos mil ducados. Deberéis vestir ropas de germanos y ser
conducidos a golpes al campo de prisioneros. Id en paz pues y estad seguros
de mi favor si tenéis éxito y os encuentro con vida entre las carbonizadas
ruinas de Viena.
—Bien, sea como deseáis. Pero ¿por qué creéis que os he ahorrado la
circuncisión, sino para enviaros a cumplir esta diligencia? Ya que rehusáis, no
puedo aplazar por más tiempo el cumplimiento de mis deberes religiosos y
debo hacerlo ahora mismo.
—Creo que prefiero servir al islam yendo a Viena, siempre que no se hable ya
más de mutilación en el resto de mi vida. A pesar de lo buen musulmán que
soy, no creo que en el Último Día no tenga Alá otra cosa mejor que hacer, que
fijarse en esto…
Le interrumpí con presteza para decir por mi parte que así como quería
compartir el destino de mi hermano adoptivo, tanto en lo bueno como en lo
malo, en la fortuna como en la adversidad, en lo que respectaba a la
circuncisión también estaba acorde con él, aunque por mi parte la difería
simplemente hasta que encontrase un caso de conciencia, en el cual me
sometería a ella por mi propia y libre voluntad.
Así amanecí al día siguiente con un ojo negro y un labio hinchado cuando en
la desapacible y gris mañana escapamos al despuntar el día, dando traspiés
por el campo de batalla, y ante la Puerta Carintia, gritamos
desgarradoramente que nos abriesen en nombre de Dios.
Esta escena fue interrumpida por un joven insignia de pelo rojizo, que vino
corriendo desde la garita de los centinelas y la emprendió con sus hombres,
dándoles de plano con su espada en el trasero, mientras les maldecía por ser
peores lascivos que los turcos. Les ordenó que volviesen a sus puestos con
toda diligencia y estuviesen ojo avizor para que el enemigo no intentase
atacar las puertas por sorpresa. Los maduros veteranos, con sus vendajes
ensangrentados, barbas chamuscadas y tiznadas mejillas, se le rieron en sus
narices y le invitaron a que les besara esto y lo otro. Pero dejaron marchar a
las mujeres y abrochándose las calzas, volvieron a sus puestos de guardia. El
insignia se dirigió entonces a nosotros con modales bruscos y nos amenazó
con colgarnos con sus propias manos, si se comprobaba que éramos espías
turcos. Señaló a un número de cuerpos de germanos pendientes de horcas en
la cima de la muralla y declaró que seguiríamos el mismo camino, a menos
que confesáramos al instante.
Pero Andy ya sabía cómo manejar a gallitos como aquél. Se fue a él, le sopló
unos eructos vinosos en la cara y le dijo que le enseñaría cómo tratar a leales
servidores del emperador, que escaparon con peligro de sus vidas, rescatando
a un grupo de mujeres cristianas de la infame suerte que les esperaba en los
harenes turcos. Fue tan convincente su elocuencia, que el joven oficialillo se
ablandó; se dirigió a él como señor y nos aseguró que, por lo que a él tocaba,
no tenía sospechas, pero que el deber le obligaba a ser estricto. Nos rogó
además que le ayudásemos al cumplimiento en forma regular, o sea, orinando
ante él, para comprobar que no estábamos circuncidados, y diésemos
nuestros nombres, así como los nombres de nuestros oficiales y regimiento.
—No tengo nada que objetar contra un trago mañanero —repuse—, pero la
tarea a que nos hemos comprometido pesa en mi mente. Me parece que
habría sido más cuerdo comprar primero estopa, madera y pez, para hacer
una hermosa hoguera de esta agria y escuálida ciudad.
—¿No somos todos valientes? ¿No hemos llevado a cabo tales proezas que por
miles de años serán elogiadas por los cristianos en todo lugar? Pero ¿quién
nos lo agradece? No tenemos la menor paga, ni la más mínima probabilidad
de botín. ¿Es que no es acaso nuestra la ciudad, puesto que la hemos
preservado de la destrucción? Está claro como el día que los habitantes deben
pagarnos lo que nos es debido y tan pronto como la caballería se lance en
persecución de los turcos, hemos de aprovechar la oportunidad.
El malandrín de las viruelas bajó la voz y sus ojos se dilataron cuando dijo:
—Pago cinco guldens a cualquiera que prometa pegar fuego a alguna casa
que indique —sentenció.
—Fue una lástima estropear la partida demasiado pronto —dijo Andy—, pero
el individuo era demasiado charlatán y hubiese sido atrapado en cualquier
otro lugar. Hay bastantes testigos entre nosotros, por lo que mejor haremos si
nos quedamos en segunda fila, no vaya a ser que haya alguien que nos tome
por duendes.
—¿Estás en tus cabales, Mikael? —me increpó—. Ese charlatán y otros, según
parece, han descubierto toda la conspiración y no tenemos la menor
probabilidad de sorprender a las autoridades, que ya están sobre aviso. Todo
lo que nos resta hacer es salvar nuestro propio pellejo. El gran visir debería
haber recordado que demasiados gallos estropean el caldo.
Sin hacer caso de mi lastimoso estado, Andy me tomó del brazo y nos
hallamos entre la turba, en camino a la barricada de la Ciudad de la Aflicción,
la cual, por lo que pudimos observar, hacía por su tristeza honor a su nombre.
La luz del sol no pudo penetrar nunca en sus tortuosas calles; todas las
puertas y ventanas estaban cerradas, y no se veía un alma. Tan pronto como
los soldados comenzaron a irrumpir en las casas, los rabinos y ancianos que
habían huido a los sótanos y bodegas enviaron un mensaje urgente por una
senda secreta al duque cristiano, para ofrecerle el acostumbrado rescate de
dinero.
Era ya de noche cuando nos despertamos, pero los judíos se hallaban ahora
cantando cánticos de desesperación y entre salmo y salmo se arrojaban
ceniza al cabello, mientras examinaban sus hogares asolados. Tan imponente
en su monotonía y tan aterradora era aquella melopea en la oscuridad de la
noche, que fríos sudores me recorrieron la espina dorsal; pero Andy procuró
tranquilizarme.
—Es una antigua canción —me explicó—. La he oído en cada ciudad cristiana
donde han acuartelado las tropas imperiales. Vayamos en busca de Aarón,
pues el hambre me come las tripas.
—Quisiera hacer cuando menos algo en servicio del anillo que Aarón rehúsa
tomar, pues además, ya estoy aburrido de estar en esta miserable ratonera.
Vayamos a la ciudad, hermano Mikael, e inspeccionemos el polvorín del rey y
los depósitos de grano. Quizá podamos arreglarnos para encender alguna
pequeña fogata, aunque no le sirva de mucho ahora al gran visir.
Para evitar los cuerpos de guardia apostados a las puertas del gueto, nos
arrastramos fuera a través de las cloacas, de acuerdo con las directrices de
Aarón. Debo mencionar que este honrado judío rehusó tomar ni un céntimo
por su protección y ayuda y simplemente nos rogó que hablásemos bien de él
al gran visir. Encontramos que los depósitos de pólvora, de grano y las
caballerizas del duque estaban custodiados por numerosos centinelas; no
tuvimos pues la suerte de poder alumbrar ni la más inocente hoguera y con
ello cumplir, aunque fuese en parte, nuestra promesa al serasquier.
—Va a estallar una tormenta fuerte y será mejor guarecernos en algún lado.
Ya discutiremos luego el asunto, mi bella y joven señorita, pues tu juventud y
tu desgracia me han partido el corazón.
Pero la pobre muchacha se santiguó y juró que nunca más volvería a ir con
extraños a lugares apartados y que prefería morir de frío y hambre en el lugar
donde estaba sentada.
Pero le hablamos tan seriamente y la lluvia se hacía tan espesa, que tras
angustioso titubeo, aceptó en acompañarnos. Con mirada humilde y una voz
tenue, nos dijo que su nombre era Eva y dio también el nombre de su familia,
que era uno de esos enrevesados apellidos húngaros que nadie puede
pronunciar. Llamamos a las puertas de muchas casas, pero nadie nos abrió.
Por fortuna, tropezamos con uno de esos buhoneros que trafican con los
lansquenetes, quien iba empujando su carreta de mano y mirando también
dónde podría cobijarse. Nos vendió pan, carne y queso, y nos habló de un
respetable lupanar, único sitio donde podíamos estar a salvo de los hombres
del preboste, porque éste percibía de su dueña una saneada cantidad por
hacer la vista gorda y dejarla que llevase en paz su honrado negocio.
—Tus otras enaguas ya estarán secas y es mejor que te las pongas —le
aconsejó—. Las Escrituras nos dicen que no debemos inducir al prójimo en
tentación, y me aborrecería por mis pensamientos si me descarriase por tus
bellos hombros.
—No era la voluntad de Alá. Este diluvio apagaría el más voraz incendio en un
momento, y ya hemos visto de antemano que nunca debiéramos haber puesto
los pies en esta condenada ciudad del diablo.
—Tal vez sería mejor que montases guardia tras la puerta —le dije—, pues
esta tímida y encantadora muchacha querría sin duda discutir conmigo a
solas la manera mejor de cómo podríamos ayudarla en su gran menester.
—No temáis nada, noble señorita Eva. Confiad en mí, y con la voluntad de Alá
os devolveré sana y salva a vuestra patria. Debo deciros que mi hermano y yo
estamos al servicio de Turquía y estamos tratando de abandonar esta vil
ciudad.
—¡No! No soy bella. Sólo soy una huérfana sin apoyo y ni siquiera en la corte
del rey Zapolya tengo quien me proteja para volver a las tierras de mi padre.
Andy se cogió la cabeza con ambas manos y osciló como un árbol a punto de
caer.
—Mikael, debo de estar poseído por el diablo, pero en verdad estoy muy
enamorado de esta muchacha y deseo casarme honradamente con ella; así
podré velar por sus intereses y restaurar para ella la propiedad de sus padres.
Habla por mí, Mikael, pues tú puedes escoger mejor que yo las palabras. Si lo
prefieres, puedo hacerlo yo; pero si fracaso por esa causa, prometo romperte
un par de costillas cuando menos.
—Con todo mi corazón quiero ser vuestra mujer, noble maese Andrés, y no
podía ni siquiera soñar nada mejor. Pero soy una pobre huérfana despojada
de sus bienes y de su virtud. Si quieres tenerme por tu mujer en matrimonio,
compartiré contigo la buena y la mala fortuna, y prometo someterme a ti en
todas las cosas. Todo lo que pido es que me dejes conservar mi fe cristiana, y
pagar a algún buen sacerdote para que nos una en el sacramento del
matrimonio.
En ese momento oímos los campanillazos del cura llamando. ¡Cuál no sería mi
sorpresa inenarrable cuando al abrir la puerta me hallé con que conocía
aquella reluciente e hinchada cara, con el pico corvo de su nariz escarlata!
Estaba en sotana, tonsurado, y con una raíz de barba; el hombre que ante mí
se hallaba era inconfundiblemente el mismo que, durante mis años de
estudiante en París, fue el primero que me dio caras lecciones sobre la falsía y
traición del mundo.
—¡En el nombre del Compasivo! —exclamé—. ¡Qué todos los santos nos
protejan, reverendo padre! Pero, o mis ojos me engañan o sois maese Julien
d’Avril en persona, el mismo guardián negro de París. ¿Dónde robasteis esa
sotana, y cómo es que nunca os ahorcaron? ¿Es que no existe justicia en el
mundo?
Era, en efecto, Julien d’Avril, aunque más envejecido y más saturado de vino
que nunca. Al principio, se tornó pálido como la ceniza. Luego, como buen
zorro que era, se recuperó, me estrechó en un abrazo maloliente y con
lágrimas de emoción, exclamó:
Con este insólito parlamento, pongo punto final a la historia del sitio de Viena,
y habiéndolo contado todo concienzudamente, sin ocultar nada, sobre mi
participación en tan desgraciada campaña, empezaré otro capítulo con las
aventuras que me sucedieron a continuación.
Capítulo VI La luz del Islam vuelve
—Vuestro propósito es digno de alabanza, pero ¿no tiene nada que objetar la
dueña de la casa sobre ello? ¿Habéis pagado por la muchacha? Ya sabéis que
la respetable dueña tiene muchas molestias y gastos en amigos.
Andy le miró de hito en hito sin comprender lo que decía, pero Pater Julianus
levantó la mano y prosiguió:
Cuando por fin Andy captó el pensamiento del capellán le hirvió la sangre,
sacó su espada y a buen seguro habría partido en dos a Pater Julianus de no
haberme interpuesto entre ellos. Reproché a nuestro huésped por sus
sospechas y le expliqué que la novia de Andy era de noble cuna y heredera de
un gran dominio rural en Hungría. El matrimonio debía celebrarse en secreto,
expliqué, a causa de las desgraciadas condiciones que en su propio país
concurrían en el presente. Se le abonarían, por el cumplimiento de su
ministerio, tres ducados, y uno extra para el cepillo de los pobres.
—Hay algo que no está claro en este asunto. No me habríais llamado a estas
horas de la noche y a un burdel, si no tuvierais algo que ocultar. No quiero
arriesgar mi pellejo mezclándome en ello; y desde luego, en ningún caso por
tres ducados.
Sospeché que íbamos a caer en una trampa, pero Andy, a quien se lo conté en
nuestro idioma, agarró al cura por una oreja, le hizo abrir la boca y le metió
una gran cantidad de vino, mientras le decía:
—Bebed, querido padre, al menos por una vez hasta decir basta. Esta noche
corro yo con todos los gastos. Mikael puede traernos otro par de vasijas de
este néctar.
—Esto es por vuestro propio bien, querido Pater Julianus —le dijo—; pero si os
hubieran cortado el cuello antes, yo no hubiese tenido nada que decir contra
ello. No me tentéis demasiado, pues aún no puedo olvidar vuestra cobarde
deserción en la hostería de las afueras de París, dejándonos unas líneas de
recuerdo en correspondencia a todos nuestros cuidados y molestias.
—No os mováis, pues hemos caído en manos de los ladrones. Me han atado y
no puedo salir de la cama; tengo una pierna tan entumecida que ni la siento,
aunque he hecho todo lo posible para intentar revivirla.
—Dejémosla que duerma, pobre niña. Es una pobre potranquita tierna, y debe
estar muy cansada, aunque la traté tan delicadamente como pude. Éste es
uno de los pocos matrimonios que los ángeles del cielo han arreglado, pero he
de pedir mis derechos legales y luchar con uñas y dientes para defender los
intereses de mi mujer. Lo mejor que podemos hacer es salir enseguida para
Hungría, para estar allí a tiempo de hacer el recuento del ganado.
—¿Qué me daréis con mi libertad si os ayudo a pasar sin molestias las puertas
de la ciudad?
—No, no, Pater Julianus —dijo Andy con un movimiento de su mano—. ¿Para
qué separarnos ahora que nos hemos vuelto a encontrar? Si nos escoltáis
fuera, ya veremos luego lo que podemos hacer por vos, a nuestra entera
comodidad.
—No pienso ir a pie —dijo—. Debéis procurar buenos caballos para todos y
vestiros con tanto lujo como podáis.
Rehusó explicarnos por qué era ello necesario y como no teníamos otro
remedio que confiar en él, enviamos al mozo de los recados con un mensaje
para Aarón.
Pero con todas estas cosas venía una factura que me cortó el aliento. El total
de todo lo que parcialmente se indicaba subía a no menos de mil novecientos
noventa y ocho ducados. Pero, escribía Aarón, si no teníamos esta suma,
estaba conforme en recibir el anillo del gran visir como garantía, y como
había dado al portador dos ducados, el total subía a dos mil ducados,
aproximadamente el valor del anillo según él, aunque yo creo que valía por lo
menos tres mil.
Para mi sorpresa, Pater Julianus puso rumbo directo a la Puerta de la Sal, que
estaba abierta de par en par. Grupos de gente, a pie o en carretas de bueyes,
salían de la ciudad. Observando nuestras corazas de plata, el guardián nos
abrió paso entre la gente y saludó a Pater Julianus con joviales chanzas, a las
cuales éste replicaba con bendiciones sazonadas con picantes ternos, como
cumple a un capellán del ejército. El comandante de la guardia introdujo su
lanza en una carreta de avena que entraba en la ciudad, para disipar sus
sospechas; y más por curiosidad que por celo profesional preguntó a Pater
Julianus quién era la compañía. El viejo zorro replicó que estaba escoltando a
la noble señora de Wolfenland zu Fichtenbaum de vuelta a sus Estados, y con
esto pasamos el portillo y dejamos la ciudad de Viena a nuestras espaldas.
—Aún ayer había grupos de vagabundos que salían sin ser molestados —
respondió—, ya que no eran más que una carga para los ciudadanos. Sólo por
medida de seguridad os dije de ponernos buena ropa, para que en caso
necesario pudieseis comportaros como gente noble, y mandando a paseo a los
entrometidos. Seguramente que no pensaréis que os hubiese acompañado,
caso de haber existido algún peligro.
Seguimos nuestro camino por las descarnadas sendas, pasadas las ruinas de
los campamentos musulmanes que formaban un gran arco en torno a la
ciudad y se extendía hasta las distantes colinas. Tropezamos con una tropa de
caballos lanzada en persecución de los turcos. Nos saludaron con gritos
amistosos y nos previnieron contra las patrullas turcas que aún andaban
vivaqueando por la región. Hacia el atardecer, el cielo se encapotó y la
temperatura bajó, pareciendo que la nieve no tardaría en hacer su aparición,
como sucedió por la noche; pero Andy y yo le dimos la bienvenida como un
recuerdo de nuestra distante patria; y en todo caso, era preferible al lodo del
otoño. Pero la nieve se fundió pronto y dejó los caminos peores que antes. No
dudábamos nunca del camino a seguir, pues las columnas de humo durante el
día y las hogueras que a lo lejos lucían de noche nos indicaron la posición del
ejército turco en retirada. Todavía teníamos otros seguros indicadores,
consistentes en los originales y tétricos mojones de cuerpos descabezados y
empalados que hallábamos en las aldeas y villorrios incendiados al paso.
Todas las casas, hórreos y pajares, en el radio de un día de marcha, desde la
carretera, habían seguido esa suerte, junto con sus habitantes y ni siquiera
las bestias habían escapado.
Las horribles escenas, repetidas, casi me hacían vomitar; ansiaba dejar detrás
de mí tal sádica devastación y llegar al clima de las bendiciones de la paz. Dos
días después, las huellas del ejército en retirada eran más frescas; el humo
salía aún de las cenizas a nuestro paso; la sangre manaba todavía de las
heridas de los muertos. Por fin tropezamos con unos arqueros que se hallaban
ocupados en tirar cadáveres en un pozo, para envenenar las aguas. Nos
aproximamos a ellos y les mostramos como credencial el anillo del gran visir
que lucía en el dedo de la señorita Eva.
Era mejor ver al serasquier, sólo al llegar a Buda, y quizá sería muy
conveniente no agobiarlo con nuestras quejas mientras el ejército descansaba
allí antes de proseguir su marcha. El sultán había proclamado a Hungría
nación amiga y prohibió a sus tropas el saqueo y el rapto de sus habitantes
para la esclavitud. Sobre en qué forma y medida obedecieron los enloquecidos
jenízaros este decreto, prefiero no hablar.
—No nos condenes sin oírnos —respondió Andy—. Tu anillo no está perdido;
lo di a mi mujer. Ya te lo pagaré cuando pueda.
Era tan solemne su porte al decir toda esta sarta de disparates, que el
serasquier Ibrahim no pudo por menos de echarse a reír a carcajadas, tanto
que le saltaban las lágrimas. Luego, dijo suavemente:
—No intentaba más que picaros un poco, pues ya sé que habéis hecho todo lo
que podíais. Pero ni aun los hombres más valientes pueden transformar en
buena la mala suerte, y Aarón me lo ha contado todo a través de sus
correligionarios. Sin embargo, lo siento por mi anillo, pues la piedra era de
una rara pureza. ¿Puedo ver a tu esposa y quedar satisfecho de que sea digno
de ella, o prefieres como buen musulmán que oculte su rostro ante mí?
Andy replicó con gran contento que siendo cristiana su mujer no observaba
un indebido recato en lo que a su rostro concernía; fue, por lo tanto, enviada a
llamar y entró en la tienda en compañía de Pater Julianus.
Yo expliqué, apresuradamente:
—Naturalmente, no pido premio por mis trabajos sin fruto; pero quedaría
encantado si dijeses una palabra al rey Zapolya en apoyo de mi mujer, de
forma que le sean restituidas las posesiones que tiene en la frontera de
Transilvania. Eva, mi querida mujer, le di al serasquier tu nombre de familia.
—¡No escuches a ese Antar, querido gran visir! Cada renegado del ejército se
ha apresurado a casarse con alguna hija de noble para poder reclamar su
herencia; y Hungría se hundiría si todas esas peticiones ilegales fuesen
atendidas. Te darás cuenta que esto simplifica el trabajo de los cobradores de
impuestos y fortalece al presente Gobierno, a la vez que los nuevos
propietarios se encontrarán plenamente obligados al rey Zapolya y estarán
con él, y con él caerán, dado el caso.
Conminé a Andy a que cayese de rodillas y besara la mano del gran visir, y la
encantadora novia siguió el ejemplo de su esposo, tras lo cual se despidieron.
Pero yo me quedé, pues había que machacar el hierro en caliente, y tomé a
Pater Julianus del brazo. Cuando maese Gritti marchó a su vez, una gran
tristeza ensombreció el hermoso rostro de Ibrahim; vi que había enflaquecido
mucho en campaña, y que sus sienes habían blanqueado. Dijo, como con un
lamento:
—Es tarde, Mikael el-Hakim. ¿Para qué me molestas con tu presencia por más
tiempo?
—Sólo hay una guerra, la que existe entre el sultán y el emperador, o sea el
islam y Europa, el Creciente y la Cruz. El emperador mismo ha dicho a
menudo que su objetivo principal es unir todos los países cristianos en una
cruzada común, para destrozar el poder otomano. Cualquier cristiano que se
oponga al emperador es, pues —lo sepa o no—, el aliado del sultán. El
herético Lutero y sus seguidores son los mejores entre éstos, y harías bien en
prestarles una ayuda secreta para que continúen sus propósitos; y así como a
ellos, a todos los campeones de la causa de la libertad religiosa.
—¿Por qué no me has dicho todo esto antes, perro? —gritó—. Podía haber
hecho buen uso de ello la pasada primavera cuando el rey Zapolya negociaba
con el enviado secreto del duque Felipe.
—No, no; estás en un error, Mikael el-Hakim. No hay peores odios que los de
las sectas de la misma religión. ¿No recuerdas que cuando Mohamed el
Conquistador redujo Constantinopla al Gobierno otomano, la Iglesia griega
escogió al sultán antes que al Papa, y fue este cisma, más que las armas de
los osmanlíes, lo que derribó al emperador griego? En este caso actual opino
también que los protestantes escogerán al sultán antes que someterse a la
voluntad del emperador y a las enseñanzas del Papa.
—¿Por qué no vais donde un judío a pedir un préstamo sobre las tierras? —
preguntó—. Mi padre acostumbraba a hacerlo así. El judío puede reclamar el
pago al administrador, y de esta manera, te ahorras angustias inconvenientes.
Yo vestía el caftán que el gran visir me había dado y el judío parece ser que se
engañó sobre mi rango y posición, pues se inclinó ante mí y dijo con voz
alterada:
—No debéis dejarme con las manos vacías, muy noble caballero, pues ello os
traería mala suerte. Precisemos la cuestión. Conozco el favor que os ha
mostrado el rey Zapolya, pero permitidme deciros que el esquileo en Hungría
no es el negocio provechoso que parece ser. ¿Cómo se puede predecir quién
esquilará el año próximo? Los tártaros, moldavos y polacos están
aprovechándose de la confusión general para robar las ovejas y otro ganado, y
no dudo que igual acontecerá en vuestros Estados, mi noble señor.
Verdaderamente, fue por alguna desesperada jugada por lo que os decidisteis
a tomar posesión actual de esos dominios y temo que en vez de devolver
vuestra deuda os veáis forzado a aumentarla.
—Si las cosas van tan mal en Buda como nos quieres hacer creer será mejor
que devuelvas mis papeles y sellos a Janushka y decirle que encuentre otro
más simple que yo para que se encargue de esos Estados.
El judío se frotó las manos y se inclinó hasta barrer el suelo con sus greñas, y
habiendo pedido ver el otorgamiento del rey Zapolya, dijo:
—Noble señor Andrea von Wolfenland; comprendo que en los Estados del
sultán tenéis por norma vivir en un estilo superior a lo acostumbrado en
nuestra pobre tierra. Si os fallase vuestra cría y pastoreo de corderos y la
guerra asolase vuestros dominios, un pagaré os causaría muchos perjuicios.
Además, yo tendría gastos si tuviese que recuperar mi dinero en Estambul. Si
bien los riesgos han de ser tomados, ello no ha de ser, como es lógico, sin
ciertos beneficios. No hablemos más de promesas y notas a mano. Os
adelantaré la suma que pedís, contra los derechos de esquilaje de vuestros
rebaños durante los próximos dos años. Sé que voy a salir perdiendo con ello,
pero todo está en manos de Dios.
—¡No! ¡No! Soy un hombre honrado y tú tienes mujer e hijos que mantener.
No puedo aceptar que arriesgues tu modesta fortuna por mi causa. Hagamos
una nota de reconocimiento de pago y estoy además dispuesto a pagar por tus
molestias y gastos un diez y hasta un quince por ciento.
—Sois más avaricioso de lo que por lo general suelen ser los gentilhombres —
dijo—. Me escatimáis un claro beneficio. Sin embargo, para confirmar el buen
entendimiento entre nosotros, tendréis el dinero a cambio de sólo un año de
derecho de esquileo. En este caso, espero me reservéis el monopolio del
comercio en todos vuestros villorrios, incluyendo el tráfico de la sal. Mis
agentes investigarán sobre la cría de los corderos en la región, así como otras
materias concernientes a la misma. Puedes confiar en mí, pues te hago las
mejores condiciones; igual que te las haría un padre.
—¿Por qué había de resistir, si eres tan propicio a arriesgar tu dinero? Todo lo
que pido es que no has de reprocharme nada, si las cosas no salen a derechas
por causas ajenas a mí. Debes, sin embargo, alimentar mi ganado y tener mis
perros pastores y caballos en buena condición, o no haré contigo más
transacciones futuras.
Me pareció una petición muy moderada, aunque era fácil calcular que quería
ganar un ducado por los diez. Nos pidió excusas por calcular sus ganancias de
acuerdo con el cambio del día y le acompañamos a buscar nuestro dinero,
pues en tiempos de guerra lo tenía escondido. Pasamos a una habitación
contigua, la cual y para mi asombro estaba lujosamente equipada con
costosas alfombras, sillones dorados, cortinas de raso y espejos venecianos.
Un criado nos trajo una fuente repleta de racimos de uva, peras y otras
excelentes frutas húngaras. Después de inquirir si éramos estrictos
musulmanes, el judío ordenó que se sirviese también vino. Estaba claro que
quería quedar en buenas relaciones con Andy, pues su pródiga hospitalidad
nos parecía desproporcionada a nuestro negocio.
—¿No era diez la suma mencionada? Pues diez mil ducados en plata hacen
según lo estudiado seiscientos mil aspros. Pero al tipo de cambio del día, sólo
son quinientos cuarenta mil cuando se cambia oro en plata, y quinientos
setenta mil en plata por oro. Tomo como norma un aspro por ducado, para
costo y cargas. Así os daré quinientos cuarenta mil aspros en plata.
Cambiando ésta en oro a la tasa corriente recibiréis nueve mil cuatrocientos
setenta y tres ducados y treinta y nueve aspros en plata. Un aspro por
ducado, por gravámenes, hace un total de ciento setenta y cinco ducados y
veintitrés aspros. Vuestro neto total es entonces de nueve mil doscientos
noventa y ocho ducados y dieciséis aspros, que es la suma que he puesto
sobre la mesa. Os ruego que tengáis la atención de contarla y ver si cada una
de las bolsas selladas contiene quinientos ducados. Como simple formalidad
os ruego también, señor, que leáis este papel y lo firméis. Confío en vuestra
palabra por entero, pero yo soy viejo y puedo morir cualquier día y también
vuestra vida depende del azar.
—¿No pensaréis tomarme por tonto, buen padre? —espetó Andy, un tanto
enfurruñado.
—Señor, tal suposición es indigna de vos. Estoy autorizado para tasar mis
gravámenes al tipo de cincuenta y cuatro aspros por ducado, aunque vos
pagáis cincuenta y siete. La diferencia sólo representa quinientos veinticinco
aspros y un gentilhombre distinguido como vos debería pensar que es
vergonzoso acusarme de falta de honradez por una cosa tan trivial.
—No, no —respondió Andy—; claro está. Pero tengo una cabeza pequeña para
los cálculos y así me redondearéis la suma a nueve mil trescientos ducados,
con lo cual reconoceré de buena gana el recibo de los diez mil, sobre el
esquileo de un año de mis corderos.
Con un suspiro, el judío tomó dieciséis aspros de la mesa y los reemplazó por
dos manoseados ducados de oro, los cuales percibí al punto que eran faltos de
peso. Las monedas de la mesa eran todas, sin embargo, recién acuñadas, por
lo que le perdoné aquella pequeña decepción.
El único defecto del reloj era que no andaba y el relojero a quien podía
enviarse para repararlo había sido vendido como esclavo por los turcos. Sin
embargo, el judío esperaba encontrarlo y podíamos entregarlo al gran visir
junto con el reloj para que lo regulase y lo pusiera en marcha. A causa de su
mecanismo, el reloj era un presente excepcional y el judío nos vendió este
tesoro por sólo mil doscientos ducados que Andy pagó contento, con lo cual
nos despedimos cordialmente de aquel hombre opulento.
—La rana se hincha hasta que revienta —le dije—. El dinero es tuyo; puedes
tirarlo a un pozo si lo deseas. Pero tu frialdad hacia mí es muy hiriente y creo
que debes, por lo menos, un poco de consideración a quien es tu propio
hermano y del cual no tienes más que agradecer tu prosperidad.
—Puede ser que tengas razón, Mikael el-Hakim —declaró—, y que estés más
familiarizado con las cuestiones religiosas de Germania que lo estoy yo. El
representante secreto del rey Zapolya en la corte del margrave Felipe informa
de que los profetas hieráticos se han reunido en Marburgo, la capital de
Hesse, sin haber llegado a un simple acuerdo. Parece que Lutero y Zuinglio
no hicieron más que acusarse mutuamente de error y soberbia. Por lo tanto,
acepto tu plan, Mikael el-Hakim, y te enviaré a los Estados germánicos para
sembrar aún más amargas disensiones entre los protestantes y acercarles así
al islam.
—No has comprendido mi pensamiento del todo, noble gran visir, pues no soy
orador. No, no; quien debe ser enviado a Germania es Pater Julianus, pues él
es un experimentado predicador que puede oler la herejía de lejos. Elegirá los
hombres idóneos para el trabajo en cada ciudad; sembrará los gérmenes del
islam en las mentes del pueblo de tal forma que en su entusiasmo por las
nuevas ideas olvidarán todo cuanto la cristiandad tiene de común y lo que la
separa en artículos de fe. Pues uno predica el Dios único, el otro el sacrilegio
de la idolatría, un tercero la predestinación y un cuarto la poligamia
justificada por las Escrituras. Pienso que Pater Julianus conoce también su
Biblia, que en pocos días puede hallar textos para sostener, tanto como para
refutar si fuera preciso, cualquiera de esos argumentos.
—¿Quién sabe si el gran visir puede relacionarse con la Curia, a través de una
Casa de Banca veneciana y situarnos en algún obispado de cualquier retirado
rincón de Francia o Italia? Allí podríais gozar de un bien ganado descanso sin
ser molestados por gente inquisitiva.
Cayendo de rodillas, besó la mano del gran visir y la bañó con sus lágrimas.
Temí que Ibrahim se espantara de lo costoso de mi plan; pero le dije
rápidamente en turco:
—Como quieras, Mikael el-Hakim. Confío y te dejo las manos libres en los
detalles. Si fracasa el plan, los tsaushes te llevarán el caftán negro y el cordón
de seda y espero que no interpretarás mal el significado del presente.
Quizás este recuerdo de mi mortalidad era saludable, pues me hizo ver que
me estaba metiendo demasiado temerariamente en asuntos que no me
concernían. Sin embargo, se adoptó el plan y arreglé los detalles con Pater
Julianus para que pudiese transmitir sus informes en secreto a Estambul.
El aire era como vino bien refrescado, el sol lucía en un firmamento sin nubes
y el perfume del mar venía en alas de la brisa, cuando el sultán hizo su
entrada en la ciudad a la cabeza de sus jenízaros y en medio de delirantes
aclamaciones. Retumbaron tambores y címbalos y los esclavos cautivos
avanzaban con esfuerzo, lanzando ojeadas sombrías a diestra y siniestra, al
contemplar la vasta extensión de la capital otomana. Por todas partes se
encendían luminarias en la noche. Aun en Pera, el barrio veneciano, relucían
como cascadas de perlas.
Había esperado encontrar la puerta de par en par, y a Giulia alertada por los
sones de la música, temblando en el umbral y bendiciendo el día que me trajo
al hogar sano y salvo de todos los peligros de la guerra. Así me imaginaba mi
retorno, pero la realidad fue que la puerta estaba cerrada y que inquisitivos
vecinos comenzaron a curiosear, hasta que me incliné hacia delante en mi
montura, saqué mi espada y golpeé en la puerta con ella.
Lo he descrito con tanto detalle para mostrar que su aspecto no tenía nada de
repelente, aunque a primera vista sentí una profunda aversión por él. Su
arrogante actitud no era de reprochar, pues no me había reconocido; pero
cuando se dio cuenta de quién era, desplegó las muestras de un respetuoso
temor y habiendo puesto algún orden en sus vestiduras, comenzó a cepillarme
con la mano la arena de mi caftán, mientras me hablaba con bien escogidas
palabras:
—Os ruego que no os ofendáis por una bienvenida tan miserable, señor. No
podíamos suponer que llegaseis tan pronto. En atención a la señora, debierais
haber enviado un mensaje de forma que hubiera podido preparar la casa para
celebrarlo y recibiros de manera adecuada. Precisamente en estos momentos,
está echando la siesta, pero la despertaré al instante.
Quise saber cómo Abú el-Kasim podía haber aprobado esta adquisición,
puesto que casa y esclavo le pertenecían. Alberto me miró sorprendido.
—¡No la despertéis tan bruscamente, noble señor! Dejadme que golpee con
suavidad en una bandeja para que despierte sin sobresaltos.
No me di cuenta de que el esclavo había hablado en voz tan alta que podía
haber despertado a un muerto, sino que me agradó esta consideración a la
dueña de la casa; pero sin embargo, apartando a un lado al esclavo separé las
cortinas y entré en la habitación para dar yo mismo una sorpresa a Giulia. Y
allí, una vez que mis ojos se abrieron a la semioscuridad de la estancia, la
vista de Giulia aguzó también el hambre de mis sentidos.
Debía haber tenido sueños agitados, pues estaba medio desnuda entre los
revueltos cobertores. Su rostro parecía adelgazado y tenía círculos azules en
torno a los ojos; pero su cabello descansaba abundante sobre la almohada,
sus pechos era como pétalos de rosa y sus piernas como almizcle y ámbar.
Nunca en mis sueños más amorosos vi una belleza tan turbadora.
Sin embargo, me hizo sitio a su lado, me palpó con ambas manos y susurró:
Esta era la Giulia que conocía, pero había sido evidentemente yo muy brusco
y la había asustado al principio; ahora, revivía al poder reñirme y aun tales
palabras sonaban agradablemente en mis oídos tras una ausencia tan larga;
traté de abrazarla, pero se separó vivamente de mí y dijo:
—No me toques, Mikael. Según las reglas de tu religión, tengo primero que
lavarme y tú también, estás lleno de polvo del viaje. Nunca me tuviste gran
consideración, pero por lo menos recuerda tus deberes como musulmán y
déjame ahora mientras me baño y me embellezco un poco.
Yo protesté que nunca había estado más bella que en aquel desorden y así
rogué y discutí, hasta que por fin se rindió, murmurándome todo el tiempo
sobre mi falta de tacto y conducta insultante, de forma que me privó de la
mitad del placer.
Giulia giró rápidamente y respingó como una gata salvaje. Con los ojos
echando chispas, gritó:
—¡Veo que no has cambiado nada! Sólo dices eso de Alberto para lastimarme.
Es tan buen hombre como tú y quizá mejor, pues viene de padres honrados y
no necesita tener secreto su nacimiento. ¿Y qué ha sido de ti en Hungría?
Nunca hubiera sospechado las cosas que pasan en esas campañas, de no
haberlo oído en el harén.
A pesar de que me hirió con sus falsas sospechas, comprendí que los celos
habían nacido por los maliciosos chismes que le habrían contado, pues las
mujeres del harén tenían por costumbre sobornar a los eunucos del defterdar
para espiar al sultán y al gran visir, de manera que estos elevados personajes
pagaban caro cualquier pequeño devaneo.
—El sultán y el gran visir son hombres virtuosos y es indecoroso hablar así de
ellos —respondí—. Pero tus injustificados celos demuestran que quizá me
quieres y cuidas de lo que me pueda pasar. Sin embargo, puedo jurarte por el
Corán y también por la Cruz, si ello te satisface, que nunca fui con otra mujer,
a pesar de los deseos que muchas veces sentí. No hay una como tú, Giulia y si
algo estuvo a punto de hacérmelo olvidar, mi temor a la enfermedad francesa
bastó para que me contuviera.
—Lo mismo es que lo hubieses callado, viejo Mikael —dijo—. Dime lo que has
hecho y qué regalos me has traído, y entonces oirás cómo con mi mejor
habilidad femenina, he tratado de crear un futuro estable para nosotros dos.
No pude contenerme por más tiempo y le relaté todos mis éxitos; lo de los
doscientos aspros por día y lo del terreno y la casa prometidos por el gran
visir. Hablé cada vez con más vehemencia y jactancia, hasta que por fin me di
cuenta de que el rostro de Giulia se ensombrecía y su boca se contraía como
si hubiese mordido una manzana agria. Me sentí desconcertado y pregunté
con recelo:
—No, no, querido Mikael. Desde luego que estoy contenta del todo por tus
éxitos, pero también estoy asustada por ti. Con tu acostumbrada credulidad,
te has entregado atado de pies y manos a ese ambicioso Ibrahim. Es un
hombre más peligroso de lo que supones y preferiría que te detuvieses a
tiempo, antes de caer de alturas peligrosas si sigues aferrado a los faldones
de su caftán.
Repliqué con ardor que el gran visir era el hombre más noble y el mejor
político que jamás había conocido. Era un placer servirle, no sólo por su
munificencia, sino también por su conducta principesca y por sus ojos
brillantes. El rostro de Giulia se ensombreció cada vez más y juró que me
había embrujado, como había embrujado al sultán, pues no de otro modo
podía explicarse la tan grande y siniestra amistad que ligaba a Solimán con su
esclavo.
Ya fuera de mí, le dije que ella, con sus ojos de diferentes colores, era la
menos indicada para hablar de brujería, con lo cual rompió en amargo llanto
diciendo que jamás la había herido tan profunda e imperdonablemente. Me
sorprendió su susceptibilidad en este punto, pues hacía tiempo ya que ella
había deplorado sus ojos; luego, llegó a considerarlos como un tesoro, como
en realidad eran.
—Tú sabes que yo quiero a estos ojos más que a las propias niñas de los míos
—le aseguré—. El izquierdo es un brillante zafiro, y el derecho, un topacio
rutilante. ¿Por qué estás tan irritable hoy?
Estaba espantado, pero me miró de una manera tan ingenua y agradable, sin
artificio de clase alguna, que no tuve valor de reprocharle nada. Oprimió su
rostro contra el mío y dijo con un suspiro:
—¡Querida mía! ¡Mujercita mía! ¡Mi más precioso tesoro! ¿Tienes fiebre, o
has comido demasiada ensalada, o fruta demasiado verde?
—No me mires ahora, Mikael el-Hakim, que estoy muy fea —lloriqueó Giulia
—. Nada me aqueja; quizá la preocupación de la casa ha sido demasiada, y tú
parecías tan enojado… No te preocupes. Dime si no soy una mujer
extravagante que Dios te ha enviado en castigo a tus pecados.
Los dos me lo pidieron ahora, hasta que me encontré rogando a Giulia que no
tratase a un hombre tan abnegado con tanta dureza. Ella lloriqueó y dio su
permiso de dejar las cosas como estaban, siempre que no mencionara más la
cuestión o insultara a su fiel criado con bajas sospechas. Luego, me recordó
que si el sultán puede comer con sus esclavos, también lo podía yo, y que
Alberto no era un marmitón sino un mayordomo, como se estilaba en las más
distinguidas familias venecianas.
Por el momento, no pude sacarle más sino que el kislar-aga estaba muy bien
dispuesto hacia ella y que ella había recibido numerosos regalos de las
mujeres del harén, así como de sus amigos griegos y judíos. No la presioné, ni
tampoco la desencanté diciendo que muchos de los regalos me parecían
trastos sin valor.
Esta cortesía inesperada me extrañó, pues todo el serrallo estaba revuelto con
motivo de la vuelta del sultán. No se veía un rostro serio. Todos, desde el más
insignificante esclavo hasta el más alto oficial sonreían, y dispensaban
bendiciones a diestro y siniestro, que me alcanzaban a cada paso; mis pisadas
y hasta las uñas de mis pies, las recibieron; yo era, según parece, más bello
que la luna, a pesar de las cicatrices que dejaron en mis mejillas los dientes
de De Varga y que habían desfigurado un tanto una comisura de mi boca. La
corriente general me llevó también a dar muchas graciosas réplicas,
abrumando igualmente de bendiciones a cuantos tropezaba.
Cuando el sultán me vio, apartó los juguetes, sonrió esta vez sin reservas, y
dijo alegremente:
Caí de rodillas para besar la delgada mano del príncipe Jehangir. Su pálido
rostro resplandecía de alegría, y atropelló excitadamente sus palabras,
mientras manoteaba mis mejillas y exclamaba:
—¡Oh, Mikael el-Hakim, Mikael el-Hakim! Tengo una sorpresa para ti; una
sorpresa mayor de lo que podías imaginarte nunca.
Esto era lo suficiente para pensar que, por lo menos, nada malo había
sucedido a Rael , sino todo lo contrario, pues según se me dijo, el perro había
tenido grandes aspiraciones y había fundado una familia. El príncipe Jehangir
me arrastró a ver tres adorables cachorros blancos y dorados que yacían con
su madre en un quiosco que había sido dispuesto afuera, como espléndida
perrera.
—¡Alá es Alá! —exclamé; y las lágrimas corrieron por mis mejillas al ver la
extática bienvenida de Rael .
—No sabíamos qué casta de perro era, y el maestro de las perreras despreció
a Rael Pero cuando vi lo fielmente que servía a mi pequeño hermano, pensé
que se podía encontrar algo por fuera. El enviado de Venecia conocía las
razas de perros, y dijo que a pesar de los malos tratos que había recibido en
el pasado, Rael tenía todas las características de la mejor casta de perro
italiano casero. Compramos para él una hembra al duque de Mantua, y
puedes ver el resultado en esta cesta. Cuéntame cómo fue a parar a tus
manos y de qué cruces viene, para que lo apunte en nuestro libro de la
perrera, con los nombres de los cachorros.
El sultán y sus hijos escucharon con gran simpatía mi historia, y el gran visir
dijo pensativamente:
—No hay que hacer mucho caso de la genealogía del perro, príncipe Mustafá.
Empezará una por sí mismo. Quizás es un mayor honor fundar un noble linaje
que basar su propia posición en una vieja sangre corrompida.
En esa ocasión, no presté mucha atención a las palabras de Ibrahim, pero más
tarde tuve ocasión de recordarlas, pues habían adquirido significado. Y no
pasó mucho rato desde que las hubo pronunciado, que se dispuso a
marcharse, y pasando su mano sobre su rostro, sonrió y dijo rápidamente:
—Pues para competir con él, te autorizo a que tomes del serrallo cortinas y
alfombras, cojines, colchones, fuentes y bandejas; en fin, todos los objetos que
son necesarios para equipar una casa con comodidad. Del arsenal, puedes
tomar una barca ligera de remos, entoldada, para preservarte del sol y lluvia
en tus idas y venidas al serrallo.
Pero este día de maravillas no había llegado aún a su término, aunque cuando
visité al defterdarlskender para reclamar los cien ducados del sultán, este
noble tseleb , de grises barbas, me lanzó una mirada hostil y me dijo con
severidad:
—Noble defterdar tseleb : estás, creo, en un error, pues el trabajo debe ser
ejecutado por Sinán el Constructor, y no tengo intención de privar a la
Tesorería de sus derechos. Pero tengo el sentimiento de decir que mi mujer
es cristiana, y en mi ausencia fue tan impulsiva que incurrió en deudas a mi
nombre. Temo que haya caído en manos de bribones griegos. Para desbaratar
a estos pillastres de inmediato, creo que lo mejor es liberarme de sus deudas
enseguida, cuyo total no sé por cierto a cuánto asciende.
El defterdar miró un papel que tenía en la mano, apretó los dientes y siseó:
—No deseo otra cosa —respondí—. Pero ahora, vayamos a inspeccionar tus
terrenos y ver lo mejor que se puede hacer con ellos.
En el fondo de la zanja que los obreros habían abierto para los cimientos de la
casa de Giulia, pudimos ver los arcos rotos de antiguas bóvedas de ladrillo. El
lugar era yermo, inhóspito y del todo desapacible para una morada humana,
aunque la vista sobre el Mármara era maravillosa. Mientras yo permanecía en
silencio meditando qué es lo que se podía hacer, me vino una idea excelente.
—Ahora que Andy está casado, Giulia, es seguro que necesita una casa en
Estambul. ¿Por qué no cederle este terreno por una suma modesta? Le gusta
trabajar con piedras y aquí estaría a sus anchas. Antes de enseñarle la
propiedad, le prepararía convenientemente con buen vino y quedaría
convencido.
—¡Oh, Mikael, qué estúpido eres! —exclamó—. ¿Por qué, en nombre de Dios,
no te casaste con esa joven? Como musulmán, puedes permitirte tener hasta
cuatro mujeres. Pero parece ser que preferiste dejar que se te escurriera
entre los dedos, a causa de ese memo de hermano adoptivo.
—Giulia, mi único amor: ¿cómo puedes suponer que pensara en otra mujer
que tú?
—Se afeitará la barba hasta dos veces al día si es preciso y comerá manjares
escogidos y abundantes hasta que sus mejillas queden hinchadas y grasientas.
Las cosas no pueden seguir como hasta ahora.
Empezaré un nuevo capítulo para contar algo sobre mi casa y mis progresos
en el serrallo, sobre la política del gran visir Ibrahim, y de Abú el-Kasim y
Mustafá ben-Nakir, tanto tiempo ausentes de mi vista.
Capítulo VII La casa junto al Bósforo
Un día, al volver a casa, fui abordado a la puerta por Alberto, quien corrió
hacia mí en su vestido amarillo de eunuco, y en un estado de gran agitación,
me anunció que Giulia sentía los primeros dolores del alumbramiento. Esas
terribles nuevas me hicieron gritar de miedo, porque no hacía más de siete
meses que yo había vuelto de la guerra y un niño nacido tan prematuramente
tenía muy pocas probabilidades de sobrevivir.
Fue en vano que me dijese que millones y millones de niños habían nacido
antes que éste y muchos de ellos prematuramente. Nada me consolaba. El sol
se hundía tras las colinas, cuando yo me deslicé como un ladrón hacia la casa
de Abú el-Kasim, esperando ver alguna mujer desconocida corriendo
alegremente hacia mí, y gritando: «¿Qué me darás por traerte tan buenas
noticias?».
—No era la voluntad de Alá, Mikael el-Hakim. Es una niña. Pero tanto ella
como su madre están bien.
No tengo nada más que decir de esta hijita mía, el contacto de cuyos deditos
me fundía el corazón como si fuese de cera. A causa de ella, estrujé y abracé a
Giulia, mientras ella, hundida en el lecho, me reprendía por todas las cosas
que olvidé o dejé de hacer.
Debido a la debilidad que sentía y para preservar las formas juveniles de sus
pechos, ella insistió en que buscase una nodriza para la niña, y un tártaro del
bazar me vendió una mujer rusa que amamantaba todavía a un pequeño suyo
de un año. Tuve la aprensión de que esta mujer no se ocuparía de mi niña y
guardaría toda su leche para su hijo; pero cuando el tártaro se ofreció a
aplastar la cabeza del niño, sin cobrar nada por ello, no pude consentir una
acción tan impía y me consolé con el pensamiento de que podía quedarme con
el niño y educarle como criado de la casa.
Mucho antes de que nos trasladásemos a la mansión, tuve que comprar dos
negros como barquero y jardinero, respectivamente, así como un griego para
las funciones de jardinero. Giulia vistió a los negros de verde y grana, con
campanillas de plata, y cuando el maestro jardinero juró por todos los santos
griegos que nunca había tropezado con negros tan perezosos e impúdicos
como aquéllos, tuve que hacerme también con un apacible muchacho italiano,
para ayudarle. Una casa tan grande requería un cocinero, el cocinero una
esclava y la esclava un leñador y un aguador para ayudarle, hasta que por fin
me sentí como si estuviese engullido por un auténtico remolino.
Cuando tras dos años y medio de ausencia, Abú el-Kasim volvió de Bagdad, su
casa estaba tan llena de sirvientes ululantes y pendencieros que no la
reconoció y volvió de nuevo a la calle para asegurarse de que no se había
equivocado. Y en honor a la verdad, yo había olvidado hacía tiempo que era
un mero huésped en su casa y estaba haciendo uso de cuanto le pertenecía.
Pero el sordomudo, medio en la indigencia, andrajoso y piojoso, pues hacía
tiempo que estaba relegado a un oscuro rincón del patio bajo una tejavana,
reconoció al punto a su señor y corrió a él saltando a su alrededor suyo como
un perro fiel que da la bienvenida a su amo.
Mis dedos estaban manchados de tinta, había dormido mal y estaba decaído
por las molestias y preocupaciones, pero a pesar de mi lasitud y vergüenza,
una oleada de calor cordial me inundó el corazón cuando abracé a Abú el-
Kasim y con lágrimas de alegría le di la bienvenida a su casa, después de las
fatigas de su arriesgado viaje, del cual había temido que no habría nunca de
volver. Abú miró a su alrededor con sus ojos de mono y estuvo a punto de
tirarse de la barba; pero se dominó y dijo con amargura:
—Ya veo por mí mismo que no era esperada mi vuelta. Pero voy a contener mi
lengua si me das enseguida un poco de agua para que pueda hacer una ligera
ablución y cumplir las oraciones del retorno al hogar.
Mientras se hallaba ocupado en sus devociones, usé de todas mis
imprecaciones y sopapos para restaurar, en cierta medida, el orden. Los
esclavos despejaron parte de la casa llevando fuera nuestros enseres y
ayudando a los burreros a meter dentro los fardos. Ordené luego a mi
cocinero que preparase al instante la comida y acompañé ceremoniosamente
a Abú el-Kasim al interior de la casa, situándole en el puesto de honor. Pero
Abú se detuvo ante la mujer rusa, que nunca había aprendido a velar su rostro
en presencia de los hombres, y mirándola encantado, así como a los dos críos
colgados de sus pechos, dijo:
Tomó al niño en sus brazos y lloró de placer, mientras el niño intentaba tirarle
de la barba con sus deditos. La rusa, entusiasmada por esta condescendencia,
se cubrió modestamente el pecho, y hasta se tendió un velo sobre su ancho
rostro, mientras miraba con húmedos ojos a Abú el-Kasim.
—No es mi mujer sino una esclava —repliqué con cierto enojo—. Es mi hija la
que es más bella que la luna, y en atención al sultán, he susurrado en sus
oídos el nombre de Mirmah de acuerdo con la costumbre musulmana, pues el
propio sultán tiene una hija a la que se ha dado el mismo nombre. Pero te
perdono, Abú el-Kasim, pues no hay duda que aún no se ha desprendido de
tus ojos el polvo del camino.
—¡Alá! ¿No querréis significar que el gran visir está fomentando en secreto la
disensión en los dominios persas? El sultán ha dado la firme seguridad de su
deseo de paz y necesita todas sus fuerzas para defender el islam contra el
ataque planeado por el emperador.
—En su obcecada ceguera, estos chiítas prefieren luchar al lado de los infieles
que someterse a la Sunna y al gobierno de los incultos turcos. También ha
provocado gran indignación el rumor de que el Gran Muftí ha proclamado una
fatwa por la cual, y en caso de guerra futura, los chiítas pueden ser privados
de sus propiedades y vendidos como esclavos, a pesar de que también son
musulmanes.
Se veía claramente que por su parte también estaba loco, loco de Oriente, y
me pareció que no merecía la pena cambiar palabra con él sobre materias que
yo entendía mejor, honrado como estaba por la confianza del gran visir. Llamé
a la nodriza y puse su hijo en brazos de Abú el-Kasim, tomé a mi hija Mirmah
en los míos y toqué su cabecita con mis labios, maravillándome de nuevo de
los caprichos de la naturaleza, que había dado a mi hija cabello negro,
mientras que el de Giulia era amarillo oro, y el mío propio, más bien claro que
oscuro.
En este punto de mis reflexiones, se me ocurrió que todos los consejeros del
sultán, incluyendo quizás el gran visir, estaban en la misma posición que yo.
Su actitud política debía ser gobernada por el interés privado, haciendo caso
omiso de lo más conveniente para el Estado. Estos pensamientos me
aturdieron tanto, que no podía ya distinguir la verdad de la mentira.
Una vez instalados en nuestra casa del Bósforo sus méritos se hicieron aún
más patentes, pues los esclavos le obedecían, y pronto puso un orden tan
perfecto en la marcha de la casa, que yo no tenía nada que decir sobre ello,
aunque sí que preocuparme en dar lo bastante para nuestros gastos, cada día
mayores. El número de éstos era increíble; a veces tenía que dejar de
comprar papel y tinta para la traducción del Corán que había emprendido en
secreto. Tenía más de diez personas que alimentar y vestir, y una costosa
carreta que comprar, así como arneses y monturas; debía ser espléndido en
mis limosnas, y aunque había acariciado la esperanza de que mi jardín
pudiera, cuando menos, ser productivo, ocurría exactamente lo contrario. En
realidad, se llevaba más que todos los otros gastos juntos, pues estaba
obligado a plantar la misma especie de flores que crecían en los jardines del
serrallo.
—Mi queridísimo Mikael: no podemos seguir así por más tiempo. Debes verlo
por ti mismo.
Su rostro se oscureció.
Hizo una pausa para escoger sus palabras, antes de continuar diciendo:
—No es quién una simple mujer para entrometerse en los asuntos de alta
política; pero cierta elevada dama se siente alarmada ante los peligros que
amenazan al Imperio otomano y no está convencida de que las precauciones
del gran visir sean las mejores. Su desbordante engreimiento y presunción no
son secretos para ella.
Habló con tanta seguridad, que comencé a vacilar, pues ella nunca podía
haber tenido tales ideas por sí misma. Me asió con ambas manos y me
zarandeó murmurando:
Tomando una pequeña bolsa de cuero, Giulia rompió el sello y dejó caer las
monedas al suelo. Admito que el sonido del oro habló con más elocuencia por
la causa de la paz de lo que Giulia lo había hecho. Ésta continuó,
persuasivamente:
Tuve que esperar todo el día y hasta tarde por la noche, hasta que Ibrahim
volvió del serrallo, y cuando por fin me recibió, lo hizo con frialdad
diciéndome que esperaba no le sería una carga más a las muchas que tenía.
—¡Esto ya pasa del límite! ¡Si esa mujer falsa, fanática e intrigante, intenta
mezclarse en la política del Estado le daré algo de lo que se acordará! Dios
sabe qué diablos han seducido al sultán para colocar su túnica sobre esos
hombros felinos. Ella no le ha dado más que su sangre enfermiza y epiléptica.
Mejor hubiese sido estrangular a esos dos mocosos encanijados en la misma
cuna, aunque ni el mejor amigo del sultán podría haber sugerido tal medida.
—La sultana es tan ciega como otra madre cualquiera —dictaminó—. No verá
nada raro en semejante profecía. Pero déjala entonces que insinúe tan sólo
una palabra de ello al sultán y la venda caerá de los ojos de éste, por fin. Él
tiene a ese bello muchacho que es Mustafá. ¿Cómo podría contemplar, ni por
un momento, la ascensión de un epiléptico pobre de espíritu al trono de los
omalíes?
—No puedo ya fiarme por más tiempo de maese Gritti, quien piensa tan sólo
en su propio beneficio. Me es necesario un nuevo lugar de entrevistas donde
pueda conversar privadamente con los agentes extranjeros. ¿Por qué no te
podrías aprovechar de ello, como maese Gritti lo hizo, puesto que he invertido
grandes sumas en tu casa? Haz correr el rumor de que a cambio de
sustanciosas dádivas, tú puedes preparar entrevistas secretas conmigo y yo
haré que el rumor no sea vano, siempre que no acudas a mí sin necesidad o
por cuestiones triviales. Supongo que me habrás comprendido bien. Pero,
para que pueda confiar en ti en absoluto, habrás de tomar cuidadosa cuenta
de todos los presentes que recibas y al propio tiempo sacar de mi Tesorería
sumas equivalentes a su valor. Sólo así puedo estar completamente seguro de
que no me traicionarás por avaricia y codicia.
—Quizá la vida no es más que un sueño febril. Así pues, ¿por qué no tomar a
un sonámbulo por guía? Puede que me haya encariñado contigo, Mikael el-
Hakim, a pesar de lo débil y manejable que eres. Si estuviera menos
encariñado contigo, te despojaría de tu fortuna enviándote como hermano
mendicante a buscar a Alá en el desierto o entre las cimas de las montañas.
No esperes demasiado de mi confidencia, pues aunque conocieras mis más
profundos secretos, a mí no me conocerías nunca. Pero en cierta ocasión
dijiste algo que me tocó el corazón, y era que un hombre debe guardar por lo
menos fidelidad a un ser humano. Quizás es la tarea con la que me enfrento,
pues de hecho, un hombre no puede nunca ser sincero más que consigo
mismo, y por lo tanto guardar solamente a sí mismo fidelidad. Mi estrella, mi
destino, tal vez una maldición o acaso algún poder interior, me han alzado por
encima de todos los demás hombres. La esencial condición de mi existencia es
pues una inflexible lealtad a mi señor el sultán. Su prosperidad es mi
prosperidad, su derrota, mi derrota y su victoria es también para mí una
victoria.
—No, no, Giulia. ¿Qué puede nadie decir contra ti? Es tan sólo que no llego a
comprenderme a mí mismo o descubrir lo que deseo. ¿Quién soy yo, Giulia, y
quién eres tú?
—Nada me aqueja, Giulia. Estoy tan sólo fatigado tras una conversación algo
seria con el gran visir. Pero él confía en mí y pienso que quiere traspasarme
mucho del trabajo que antes hacía maese Gritti. No expuso ninguna opinión
sobre la guerra, pero no me prohibió que aconsejara la paz. La copa del éxito
está llena hasta el borde, pero ¿por qué, ¡ay!, por qué es tan amarga?
Giulia estaba alborozada de alegría y hablaba sin cesar de estos regalos y sus
donadores y de los presentes con los que era mi deber, a mi vez,
corresponder. Lo más sencillo era devolverlos, pues ello no era en absoluto
contrario a la costumbre. Pero Giulia era incapaz de soltar nada de sus
manos, una vez que iba a parar a ellas, por feos e inútiles que los objetos
pudieran ser. Así, mi enfermedad fue muy cara debido a todos los presentes
que debía yo comprar, mientras que en el serrallo la chismorrería creció,
especulándose sobre cómo habría yo podido entrar en posesión de todas las
grandes urnas de bronce, nubios en armadura, y otros raros objetos que se
habían apilado durante años en palacio.
—No hay ningún motivo en eso para mi melancólico humor. Éste es producto
de mi enfermedad y pasará pronto. Perdóname y trata de ser paciente
conmigo, como siempre.
—El hombre no posee nada. En resumen, son más bien las cosas las que
poseen al hombre. El único valor verdadero de un diamante es la belleza
escondida en él, y las cosas bellas pueden esclavizar tan fácilmente como las
llenas de fealdad. Es por lo tanto más sabio amar a distancia a una muchacha
de mejillas de tulipán, pues poseyéndola, se puede llegar a ser su esclavo y
perder la propia libertad; y la pérdida de la libertad propia es la muerte lenta.
Poco tiempo después, el sultán fue asaltado de uno de sus frecuentes accesos
de melancolía y el gran visir me envió la señal convenida. Tarde, en la noche,
se llamó a mi puerta, y dos hombres ligeramente embriagados, que ocultaban
sus rostros con un pliegue de sus caftanes, entraron declamando versos al
portero. Estaban escoltados por cierto número de guardias, los cuales, así
como dos sordomudos, quedaron fuera de la casa. No podía habérseme dado
prueba más concluyente de la confianza de Ibrahim. Conduje a mis visitantes
al interior de la casa, donde se sentaron algo apartados para saborear el vino
y escuchar a un sabio derviche que, precisamente en aquel momento, estaba
leyendo en voz alta una traducción de un poema persa.
Pero los otros eran demasiado sagaces para equivocarse sobre los recién
llegados y no apercibirse pronto de que no eran huéspedes ordinarios.
Hubiese sido insultante que lo hicieran, ya que Ibrahim se consideraba, con
razón, el hombre más apuesto del Imperio otomano, mientras que el sultán
estaba, por su parte, convencido de que su comportamiento le traicionaba
como el hombre noble que era, a pesar de la máscara que sostenía sobre su
rostro. Pero mis huéspedes tenían bastante sentido común como para fingir
ignorancia. A su petición, se dirigieron al sultán como a Muhub el poeta y le
rogaron vehementemente que leyese sus versos. Se resistió algún tiempo,
pero por fin desenrolló un pergamino cubierto con bella escritura y leyó con
voz musical. Sus manos temblaban ligeramente mientras lo hacía, pues creía
no haber sido reconocido y sabía que se encontraba en presencia de los
mejores expertos de la ciudad en estas lides. Era evidente que temía su
cándida crítica. Tanto como yo podía juzgar, su trabajo no tenía más defectos
que una ligera verborrea, una tenue monotonía y unas leves pinceladas de
lugares comunes; por lo menos, en comparación con el alusivo y caprichoso
estilo de Baki.
—Con mano liberal, Muhub el poeta ha derramado perlas y oro ante nosotros,
y leer ahora una cosa inferior sería improcedente. Mas si alguien de nosotros
puede tocar un instrumento, acaso así podríamos competir con el
incomparable Muhub.
Creo que con este florido discurso lo único que quería decir era que ya tenían
bastante de los ampulosos poemas del sultán y que esperaba que Ibrahim
quisiera sacar su violín. No era de esperarlo así, quizá, si Solimán hubiese
captado la fina ironía de Baki. Sea lo que fuere aquél asintió con afán y rogó
también a Ibrahim que tocase. Nadie pudo quejarse de ello, pues cuando el
gran visir, después de haber bebido un sorbo de vino, llenó el salón con su
maravillosa música toda la pasión, alegría y anhelos de nuestras fugaces vidas
cantaron en nosotros a sus acordes y en cada una de las cadencias y
compases, hasta que yo temblé y no pude retener mis lágrimas. También Baki
lloraba.
No necesito hablar más de esa noche pues transcurrió de una manera tan
parecidamente sosegada, y cuando los huéspedes se embriagaron un poco en
demasía Ibrahim tomó de nuevo su instrumento para calmarlos con sus
ejecuciones. Nadie se durmió, excepto Musud-tseleb ; bien en verdad
entendía poco de música. Todos los demás estuvieron del más alegre humor, y
cuando las estrellas comenzaron a palidecer, llevamos fuera a Musud-tseleb y
lo metimos en el estanque para espabilarle sosteniéndole Baki la cabeza fuera
del agua, teniéndole asido por la barba. El guarda de los peces, despertado
por los gritos y el chapoteo, salió de su cabaña en paños menores, para
apedrearnos y lanzarnos todas las maldiciones de su patria hasta que pusimos
pies en polvorosa, perdiendo nuestras babuchas en los macizos de flores.
Muhub, el poeta, perdió también su turbante y reía hasta saltársele las
lágrimas.
Pero ahora, en la luz gris del amanecer, los mudos se inquietaron ante la
larga ausencia de su señor y llamaron a la puerta. A la vista de estos dos
gigantes de rostros atezados, nos despejamos todos de repente, como bajo los
efectos de una ducha fría. Casi sin aliento a causa de la fuga, y sucio de la
tierra de los parterres, se metió en su litera y con gran dificultad se acomodó
a su lado el gran visir.
Así fue como yo conocí al sultán Solimán, llamado por los cristianos el
Magnífico, aunque su propio pueblo le denominaba simplemente el
Legislador. Nadie es profeta en su tierra. Y lo mejor que conocí de él fue lo
que menos me gustó; la melancolía que le aprisionaba hacía su compañía algo
aburrida. Con todos sus defectos, Ibrahim permanecía siendo un hombre
entre los hombres, mientras que el sultán se sumía en su secreta soledad,
pareciendo tan remoto de sus semejantes, como el cielo de la tierra.
Quizás ello era debido a que, tiempo atrás, se le habían causado sufrimientos
anonadándole con inquietud y corrosiva angustia puesto que, a causa de las
sospechas de su padre, había vivido mucho tiempo durante su juventud en la
sombra de una muerte acechadora cuando cada noche permanecía en tensión
y en vela esperando la llegada de los mudos, de un momento a otro. Me
parecía que esta apasionada y poco natural amistad por el gran visir tenía
algo de coacción, como si derramando favores sobre Ibrahim e invistiéndole
de ilimitado poder, tratase de convencerse a sí mismo de que, cuando menos,
había un hombre en el mundo en quien poder confiar.
Cuanto más pienso en el sultán Solimán, percibo con mayor claridad lo poco
que conozco de su naturaleza interior y pensamientos. Como legislador, hacía
más fácil la vida de sus súbditos y más agradable de lo que era en la
cristiandad. Sus propios esclavos eran libres de intentar la subida al poder,
pero no podían prever si en la cúspide les esperaba el látigo de cola de
caballo insignia de mando, o el cordón de seda.
Mi propia posición como confidente del gran visir era muy singular. Como
regla, debía visitarle después de oscurecido, entrando en palacio por una
puerta lateral o a través de la de servicio. Ya era de dominio general en el
serrallo que las peticiones e informes podían llegar más rápidamente al gran
visir por mi mediación. Para todos era un misterio, sin embargo, cómo mi
mujer Giulia podía entrar y salir en el harén tan libremente como si viviese en
él y cómo podía gozar del favor de la sultana, predecirle el futuro a ella y a
sus damas, encargarse de sus compras en el bazar y aun —no hay duda de
que era por alguna excelente consideración— obtener audiencias con la
sultana a ciertas acaudaladas griegas y judías.
Por fin, los enviados eran introducidos en la cámara del diván, con sus
columnas de oro, aunque no antes de que hubiesen sido deslumbrados por
una exhibición en el patio de los jenízaros, en el cual se veían elefantes con
dorados colmillos y la magnífica procesión de los visires y sus cortejos.
Deslumbrados y maravillados por estos esplendores, se encontraban luego
inclinándose ante el sultán; un sultán sentado en un trono incrustado de
perlas. A cada respiración, las mil piedras preciosas de su ropa de oro
parpadeaban en centelleos, y los embajadores se daban cuenta de lo elevado
del honor que se les había hecho al permitírseles besar la enjoyada mano y
escuchar los insignificantes cumplidos con los que Solimán tenía a bien
saludarles. Durante su estancia en Estambul se encontraban como apresados
en las mallas de una red invisible; todo lo más que recibían era una carta
firmada por el sultán, para llevarla a la respectiva patria, cuyo documento
habían de confesar valía menos que la bolsa recamada en el que descansaba.
Tal era el trato reservado a los negociadores oficiales, y las cosas no iban
mejor cuando el gran visir consentía en venir a mi casa y allí, ante una copa
de vino, interrogaba a algún noble español o a un aventurero italiano, quienes
por mandato del emperador habían solicitado una audiencia privada. Por
medio de tales agentes, Carlos V trataba de tomar el pulso del gran visir en la
cuestión del reparto del mundo. Blasonando de su influencia con el sultán,
Ibrahim inducía a sus oponentes a revelar sus verdaderos motivos y deseos.
Cuando más calurosamente parecía aprobar las propuestas de sus
interlocutores, tanto más se cuidaba de no comprometerse. Por su parte, el
sultán no se pronunciaba y aun cuando esta cuestión le concernía no tenía
nada que hacer con portavoces extranjeros. Sin embargo, siempre se hallaba
intensamente interesado en descubrir, a través del gran visir, hasta qué punto
se hallaba dispuesto el emperador a un compromiso.
No puedo decir con certeza qué regalos fueron entregados por los enviados
secretos del rey de Viena, pero durante esos dificultosos meses hizo todo
cuanto pudo, según me dijo Giulia, para inducir al sultán a cerrar un tratado
con el emperador. Políticamente, desde luego, ello era una locura, pues justo
entonces el emperador había sido coronado por el Papa, y firmado la paz con
Francia, habiendo llegado por ello a la cima de su poderío. Hasta la dieta de
Augsburgo consiguió espantar a los príncipes protestantes, sometiéndoles a
su obediencia; y confiado en su victoria, estaba ahora preparando la guerra
contra el sultán. En su calidad de muy católica majestad, obedecía
implícitamente a la exhortación de las Escrituras, de no dejar a su mano
derecha conocer lo que hacía la izquierda. Mientras ofrecía la mano izquierda
al sultán en señal de paz, deslizaba la derecha en un guantelete de acero para
asestarle un golpe fulminante. Nunca antes de entonces podía haber estado el
Imperio otomano en tal peligro, y el deseo de paz del sultán era comprensible.
—En el bendito nombre del Profeta, Mikael, dame algo de beber. Algo fuerte,
o voy a perder lo que me queda de mis sentidos.
Le llevé a la cabaña del bote, hice levantar a los negros que dormían allí y con
mis propias manos le serví una cubeta de rara malvasía que traje de la
bodega. Andy destapó la cubeta y a grandes tragos bebió la mitad del
contenido. Pronto cesó el temblequeo de sus miembros y se apoyó tan
desmadejadamente en la puerta, que crujieron los marcos y el polvo salió de
las junturas. Luego, ocultando el rostro entre las manos, respiró
profundamente y lanzó un sollozo tan desgarrador y tan decepcionado, que a
mi vez comencé a temblar de espanto.
—Mikael. No sé por qué he de cargarte con mis penas, pero un hombre debe
confiarse a un amigo en ciertas ocasiones —me dijo—. No quiero
apesadumbrarte, pero las cosas van mal para mí; tan mal como puedan ir.
Mejor hubiera sido no haber nacido nunca en este mundo miserable.
—He sido despedido del arsenal. Me arrancaron las plumas del turbante y me
arrojaron, enseñándome los puños y lanzándome detrás de mis bártulos. ¡Soy
un desgraciado, un desgraciado!
—¿Eso es todo? —pregunté—. Debieras haber sabido lo que viene del vino.
Pero aunque hayas perdido tu paga, tienes aún la fortuna de tu mujer para
rehacerte.
—Me tiene sin cuidado el arsenal. Tuvimos una discusión acerca de los
cañones y les dije que sus galeras de guerra sólo valían de astillas para el
fuego. Les dije también que había que construir mayores buques para portar
piezas pesadas, como los venecianos y españoles, pues con esas cáscaras de
nuez no irían a ninguna parte. Así me fui yo. Ríe mejor quien ríe el último.
Pero soy un hombre lleno de tristeza y no espero reír ya más en este mundo.
—Pero… pero… —tartamudeé, dándome cuenta de que tenía que cuidar una
vez más del pobre Andy, a pesar de la fricción que ello motivaría con Giulia.
Reuní valor y le di una palmada en el hombro, al tiempo que le decía—:
Bueno, ya se encontrará una solución, querido Andy. ¿Pero qué dice tu mujer
a todo esto?
—¡De parto! ¡De parto! —dijo Andy en tono de asombro—. Y no fue lo peor,
pues el niño murió también.
Así, por fin, supe todo lo que había acontecido a Andy. Volvió a ocultar el
rostro entre las manos y rompió en un llanto tan terrible que hasta los muros
de la cabaña temblaron. Yo no pude encontrar palabras para confortarle en su
insondable pena.
—Era un chico —pudo decir por fin. Luego, rabioso de su debilidad, lanzó por
primera vez en largos meses, un juramento en su propia ruda lengua materna
—: Perkele!
Sin una palabra, volví a la bodega y le traje otro barrilito de vino. Se secó los
ojos con el dorso de su manaza.
—¡Mi pequeña yegüecita…! Sus mejillas eran como melocotones y sus ojos
como moras. No lo puedo comprender. Pero en los días cercanos al parto, el
médico judío aconsejó que tomara los baños, en Bursa, y me contenta
recordar que hizo el viaje como una princesa, aunque yo gruñía
estúpidamente ante los gastos. El médico me dijo, en su sabia jerigonza, que
sus órganos se habían desviado mucho cabalgando de joven y que sus riñones
eran como una ceniza, pues las húngaras tienen la maldita costumbre de
cabalgar a horcajadas como los hombres.
—Basta de charla insustancial y dime: ¿me fueron esas dos muertes enviadas
como castigo por haber desertado de la fe cristiana? Creo que soy tan buen
musulmán como cualquiera, aunque no puedo recitar todas las oraciones. En
el fondo de mi corazón, nunca he renegado de Nuestro Señor y de Su Madre,
a los que también los musulmanes veneran, y he sido escarnecido por no
haber pisoteado la Cruz. Pero cuando erraba por las calles de la ciudad, tuve
la curiosidad de entrar en la iglesia cristiana y cuando oí las entonaciones del
cura y el sonido de la campanilla, me pareció oír también al diablo en
persona, riéndose y mofándose de mí por haber abandonado a Dios por mi
propia voluntad y a tu invitación. Por amor de Dios, ayúdame, Mikael, y dame
de nuevo la paz. Mi hijo no está bautizado y mi mujer descuidaba confesión y
comunión después de nuestro matrimonio, aunque en otros aspectos era una
buena cristiana. Es espantoso pensar que a causa de mi falta estén ahora
ardiendo en el fuego eterno.
No pude por menos de reflexionar seriamente sobre lo que decía. Con manos
temblorosas, llevé el vino a mis labios y busqué en él el valor que me faltaba.
Pensé que no era muy justo, por parte de Andy, reprocharme su propia
defección y dije con algún calor:
—Daré cuenta a Dios de mis propias acciones, sin molestarte —replicó Andy,
impaciente—. Pero ¿por qué segó a mi mujer y a mi hijo? ¿Qué pecado pudo
haber cometido mi pobre niño? Aprendí, de muchacho, lo vano que es para un
pobre hombre esperar justicia en este mundo, por lo que espero más
confiadamente que habrá justicia en el otro.
—Quizá tengas razón, Mikael. ¿Quién soy yo para que disparen sobre mí los
grandes cañones de Dios? Bueno, dame un haz de paja para reposar durante
unos pocos días, Mikael, y otro poco de pan; ya remontaré esto tan bien como
pueda, y consideraré cómo empezar una vida nueva. Sólo ocurre en los
cuentos que un hombre gane una princesa y la mitad de un reino. En los días
de mi felicidad, acostumbraba pensar que debía estar soñando y espero que
pronto estaré dispuesto a creer que así fue. Para empezar expulsaré las penas
emborrachándome convenientemente; luego, entre la bruma y el dolor de
cabeza del despertar, recordaré el pasado en toda humildad, como un sueño
demasiado bello para un idiota como yo.
Durmió durante dos días con sus noches, y cuando despertó comió un poco.
No quise molestarle con charla innecesaria, sino que le dejé solo, para que
estirase las piernas por el espolón y contemplase las inquietas aguas del
Bósforo.
—Ya me doy cuenta de que soy aquí una carga para ti y especialmente para tu
mujer —me dijo—, por lo que me aparto del camino y viviré con los negros de
la cabaña de la barca, si me dejas. Pero ocúpame en algún trabajo, cuanto
más duro mejor. La ociosidad me irrita y quiero darte algo a cambio de mi
comida y cama.
La guerra era de nuevo inminente y por esos días las columnas de camellos
salieron con meses de anticipación, llevando materiales de construcción de
puentes a las orillas de los afluentes del Danubio. Carlos V proclamó el
peligro turco en todos los Estados germánicos, y extendiendo con ello la
alarma entre el pueblo, consiguió también inflamarle contra los príncipes
protestantes. No pude sino admirar cómo se servía de una situación en la cual
el gran visir había basado sus propias esperanzas para una campaña triunfal.
Observé estas cosas con los ojos imparciales de un espectador y de mi
experiencia personal, además, de las tierras germánicas, de las cuales
Ibrahim, como musulmán, no podía tener más que una vaga idea.
Para mi gran satisfacción y contento, Ibrahim pensó que era mejor que me
quedase en Estambul al frente de sus asuntos secretos, aunque no podría
decir si esta orden era una muestra de un favor especial o bien una señal de
disminución de confianza. Mustafá ben-Nakir había llegado últimamente a la
capital del sultán, habiendo viajado primero de Persia a la India, en compañía
del viejo Solimán el Eunuco, virrey de Egipto; y después, y tras innumerables
aventuras, vuelto a Basora a bordo de un falucho árabe de contrabando.
Había adelgazado y sus ojos parecían mayores que antes, pero por lo demás,
no había cambiado. El perfume de los preciosos óleos con los que se untaba el
cabello se difundía agradablemente por la estancia; las campanillas de plata
tintineaban en cintura y rodillas, y el libro de poemas persas estaba más
gastado por el continuo uso. Le saludé como a un amigo perdido hacía tiempo
y también Giulia se alegró de verle. Reparó en Andy y se sentó largo tiempo
sobre el césped, con las piernas cruzadas, observando cómo aquél rompía
piedras para la terraza. Pero aunque el único propósito de la visita de Mustafá
ben-Nakir parecía ser describir en resplandecientes colores las maravillas y
las guerras de la India, de hecho tenía asuntos secretos que tratar conmigo y
me llevó a entrevistarme con el renombrado eunuco Solimán.
Éste frisaba por entonces los setenta años y era tan grueso, que sus pequeños
ojos casi desaparecían en su rostro. Se necesitaban cuatro robustos esclavos
para ponerlo en pie, una vez que se había sentado. Se había visto adjudicar el
virreinato de Egipto por su incólume fidelidad. En el pasado, otros virreyes
del rico y decadente Egipto habían sido presa de toda clase de sueños
ambiciosos, hasta el punto que parecía que aquel antiguo país era víctima de
una maldición.
—¡En qué tiempos vivimos! —exclamó—. Vosotros, los más jóvenes, no tenéis
noción del placer del pausado regateo y ahogáis el arte de la conversación,
para el cual se ha presentado ahora una oportunidad tan admirable. ¿Qué
fiebre ha atacado al mundo? ¿A dónde os precipitáis? ¿A la tumba? Pero
puedes dar mi bolsa a tu codicioso amigo, Mustafá ben-Nakir, si es que
puedes sacarla de entre estos cojines.
Mustafá ben-Nakir hurgó entre los aplastados cojines y sacó una hermosa
bolsa, cuyo peso me convenció al instante de la sinceridad de Solimán. Con
las manos entrelazadas sobre su amplio vientre, estaba sentado suspirando de
contento, mientras una encantadora muchacha le rascaba la planta del pie
derecho. Cerró los ojos, torció sus pies voluptuosamente y dijo:
No pude impedir sonreír ante el singular pretexto que había escogido; pero
Mustafá ben-Nakir me miró con extrema seriedad y dijo:
Los asuntos de la India captaron de tal manera mi imaginación, que hice todo
cuanto pude para asegurar el apoyo de Ibrahim al plan de Solimán. Y aunque
debido a la entorpecedora guerra, el serasquier tenía otras muchas cosas en
la mente, no dejó de mencionar el asunto al sultán, quien en secreto encargó
a Solimán el Eunuco que construyese su flota, ostensiblemente para defender
el mar Rojo contra las incursiones, cada vez más osadas, de los portugueses.
Pero para ello, el sultán no quiso aceptar la ayuda de Venecia.
Al igual que su soberano, Doria era hombre cauto, que no presentaba nunca
batalla a menos que no estuviese seguro de ganarla. Quizá consideraba las
galeras turcas de guerra demasiado peligrosas, a pesar de que contaba entre
sus buques la terrible carraca, aquella maravilla de los mares, que era una
fortaleza flotante tan elevada, que los cañones de que estaba atestada podían
disparar por encima de las galeras de guerra que comúnmente la precedían.
Doria, pues, no atacó en principio, sino que abordó secretamente al buque
veneciano para pedir al almirante que uniese su fuerza a los demás. En tal
caso, no hubiese habido flota musulmana en el mundo que hubiera podido
resistirlos; podrían haber avanzado a la descubierta sin ser estorbados sobre
el Egeo hasta los Dardanelos y destruir las fortalezas en un abrir y cerrar de
ojos, con lo cual el mismo Estambul, con sus murallas desnutridas de defensas
debido a la campaña húngara, sería una presa fácil para los navíos cristianos.
Tan estúpida y cobarde había sido la acción de la flota turca, que ninguno de
los navíos del sultán se atrevió a hacerse al mar por bastante tiempo. Estaba
destinado a un joven pirata dálmata —un muchacho imberbe, que más tarde
había de ganar fama bajo el apodo del Joven Moro— traer a Estambul las
confortadoras nuevas de que Doria había abandonado sus planes en razón de
que sus fuerzas, sin la ayuda de la flota veneciana, eran insuficientes para
asegurarse la victoria. En vez de ello, había puesto sitio a la fortaleza de
Coron, en Morea. El Joven Moro había venido a Estambul a vender
prisioneros cristianos de uno de los buques de abastecimiento de Doria,
capturado por él cerca de Coron. Tenía a su disposición un pequeño falucho
con una docena de muchachos del mismo temple que él, siendo su único
armamento efectivo un cañón de hierro cubierto de moho y orín. No parecía
comprender que había hecho nada heroico atacando a la flota de Doria con un
barquichuelo, aunque los bajaes del mar habían huido sin intentarlo siquiera.
—Persia es un gran país; los pasos de sus montañas son traidores, y el sha
Tahmasp, con su brillante caballería, es un enemigo terrible, especialmente
si, como he oído, recibe armas de España. ¿No sería más juicioso enviar sólo
al gran visir a ese país salvaje? El sultán no está obligado a ir con el ejército;
por esta vez, puede quedarse en el serrallo gobernando a su pueblo y
dictando buenas leyes, descansando en la todopoderosa influencia de su
amigo. Si solamente tuviese yo la oportunidad de hablar a la más radiante
sultana, aun tras una cortina, podría susurrar muchos y buenos consejos a
sus, sin duda alguna, seductoras orejas. No sería pecado para las esclavas del
harén dirigir la palabra a un miembro de mi sagrada hermandad, siempre que
el kislar-aga diese su permiso.
Miró de reojo a Giulia, y luego se contempló sus pulidas uñas con objeto de
darle tiempo a reflexionar sobre su proposición. Pero las sonrosadas mejillas
de Giulia y sus ojos desviados demostraban bien a las claras que le faltaría
tiempo para transmitir a la sultana la petición de Mustafá ben-Nakir. Y poco
después, mientras contemplaba nuestra grácil barca deslizándose en
dirección al serrallo, hablé a Mustafá ben-Nakir previniéndole:
—¡Qué visión más estrecha tienes, Mikael! Debemos jugar la carta rusa en
tanto las circunstancias la favorezcan. Y estoy impaciente por ver por mí
mismo si es o no una bruja. El gran visir estará indefenso a su retorno, por lo
cual debemos persuadir a Jurrem que debilitaría su propia influencia
intentando su derrocamiento, pues nadie puede reemplazarle, ya que es el
más grande hombre de Estado que se vio jamás en el Imperio otomano. Y será
dueño del futuro si todo va como esperamos. Sin él, el sultán se convertiría en
una veleta a todos los vientos. No desearás que le suceda ese muchacho
epiléptico.
—Si el sultán muriese, nadie sino Ibrahim se atrevería a enviarles los mudos a
los hijos de Jurrem. En tanto que cualquiera de los dos esté con vida, un dogal
es lo único que puede predecirse, con toda certidumbre, al príncipe Mustafá.
Vino a mi memoria el pequeño príncipe Jehangir, con sus tristes, muy tristes
ojos, y recordé también a mi perro. La sultana Jurrem no me trató mal; por el
contrario, salvó mi vida, y mostraba gran amabilidad a mi mujer Giulia. Me
sentía asqueado ante la idea de lo que podía acarrear algún día mi lealtad al
gran visir Ibrahim. Mustafá ben-Nakir prosiguió:
Le miré con creciente recelo, no habiéndole nunca visto arrastrado por sus
propias palabras y no pude por menos de sentir que, a pesar de su aparente
candor, no revelaba más de lo que convenía a sus planes.
No encontré nada más que decir. Por el momento, tenía mi casa a salvo en el
Bósforo y el pensamiento de tiempos revueltos me dejaba indiferente,
dejándome guiar por la corriente, conociendo que por más fuerza y resolución
que mostrara, no podría nunca variar el curso de los acontecimientos.
El único temor que podía sentir era el de que fortuna y posesiones no eran en
realidad más que un préstamo del cual, con la derrota o por un capricho del
sultán, podía ser desposeído en cualquier momento. La fortuna me había
venido demasiado fácilmente para pensar que podía sostenerse y por ello me
propuse visitar la gran mezquita, donde bajo la celestial cúpula y rodeado por
los pilares de pórfido del emperador Justiniano, quería pasar unas horas de
tranquila meditación.
—¡No, no, Mikael! No estropees ese jarrón que fue un regalo de la sultana
Jurrem. Toda la culpa es mía. Alberto es inocente y no me quiso hacer daño.
Fui yo quien me enfurecí con él.
—¿Eres pues, realmente, una bruja, Giulia? ¿Un diablo en forma humana? A
causa de mí mismo, no quiero creerlo, pero aun los cántaros más resistentes
no pueden ir a la fuente demasiadas veces. Nunca he pensado mal de ti, pues
te quiero demasiado. Pero dejar que un esclavo te abofetee y se quede sin
castigo no es nada natural. No te conozco. ¿Quién eres y qué te propones
hacer con ese miserable?
Giulia rompió en violento llanto; me rodeó el cuello con sus brazos y apretó su
cabello contra mis mejillas. Después y con los ojos caídos, dijo lánguidamente:
—¡Ah, Mikael, sólo soy una mujer tonta, y tú lo sabes bien! Pero vayamos a
nuestra habitación para hablar de ello. No es propio que nuestros esclavos
oigan nuestras querellas.
Cruzó sus brazos sobre el pecho, y me miró de reojo con aquellos extraños
ojos que en mi sinrazón no podía abstenerme de amar. Mis oídos zumbaron,
mi cuerpo restalló y con trémula voz le dije que se pusiera la túnica verde de
raso bordada de perlas. La tomó, pero la dejó de nuevo a un lado, escogiendo
un brocado blanco y amarillo con un broche de diamantes.
—El amor de una mujer es una cosa caprichosa y debe ser mantenido
constantemente. Hace mucho que no me traes flores ni me has mostrado
alguna otra atención. Me pones una bolsa en la mano y me dices que compre
lo que quiera; tal frialdad, me hiere profundamente. Ésta es la causa por la
que he estado tan irritable y es quizás el motivo por el que pegué a Alberto,
quien no tiene más que buena voluntad para ambos. Ya ves, pues, que todo ha
sido por tu culpa, Mikael. ¡Qué quieres que te diga más, si casi ni me acuerdo
de cuándo me tomaste en brazos por última vez y me besaste como un
hombre besa a la mujer que quiere!
Pues bien: dejo a los hombres sesudos el censurar —y aún más— mi ceguera,
pues que yo no lo puedo hacer. Un hombre enamorado es siempre ciego, bien
se trate del sultán o del más insignificante de sus esclavos. Puede tachárseme
de debilidad, de lo que sea, pero que los hombres que se precian de
inteligentes echen una pequeña ojeada a su propio matrimonio antes de
mofarse del mío.
—¿Cómo podría osar dirigir mis ojos a las puertas del cielo? Pero nada puede
prohibirme beber vino mezclado con ámbar para esparcir mis versos a los
vientos, o tocar el caramillo en loor a Jurrem la bella.
Mustafá ben-Nakir secó sus lágrimas de emoción y olvidando por una vez
pulirse sus uñas esmaltadas de rosa, me miró estupefacto.
Así pues, el Joven Moro bloqueó Coron desde el mar, pero en el verano llegó
Doria en el momento álgido con los navíos del papa y de los Caballeros de San
Juan, y con la intención de forzar o desbaratar el bloqueo para llevar
provisiones y pólvora a la fortaleza. Los bajaes del mar, rabiosos por el
desprecio del sultán, siguieron al Moro con unos setenta navíos, y en Coron,
el joven héroe se lanzó sobre Doria invocando al Profeta, con todo su ímpetu y
sin cuidarse de los cañones de la terrible carraca, sembrando la confusión
entre los buques de aprovisionamiento. Por pura vergüenza, los bajaes del
mar tuvieron también que echar una mano.
Entre el ronquido del cañón, cuyo eco repercutía en las colinas, entre las
nubes de humo que ocultaban a los combatientes, el crujido de los remos que
se astillaban en el choque, y los alaridos, tanto de los asaltantes como de los
asaltados, el Joven Moro dio una demostración a los bajaes del mar de cómo
había que combatir en las batallas navales. Y ellos, arrastrados en su temor,
forzaron su paso entre los buques de Doria para formar un anillo en torno a
las galeras del Joven Moro, quien emergía impetuoso en el puente de su
presa. Estaba herido en la cabeza, brazo y costado, y lloraba y maldecía, e
invocaba al diablo en su ayuda. Después de bogar a la ventura de aquí para
allá, y entrando en colisiones mutuas, los valientes bajaes se despegaron por
fin del enemigo, y pusieron a buen recaudo las dos galeras que le quedaban al
Joven Moro.
Mas ¿quién puede guardar resentimiento por mucho tiempo después de tan
gozoso acontecimiento? Le perdonaron sus intemperancias verbales en razón
a que estaba delirando de fiebre, y le ataron a su catre para que no se
arrojase por la borda.
Sin embargo, y a causa de la temeraria conducta del Joven Moro, no todos los
buques de abastecimiento habían alcanzado la fortaleza, en la cual prevalecía
un estado de hambre. Los habitantes griegos de la ciudad no tenían la terrible
resistencia de los españoles, y durante la noche se arrastraban fuera de las
murallas en busca de raíces y cortezas. Algunos de esos hombres cayeron en
manos de los jenízaros de Jahjá, y por su orden fueron torturados a la mañana
siguiente con todo cruel refinamiento, bien a la vista de la guarnición. Este
espectáculo surtió su efecto; los españoles se rindieron y se les permitió
embarcar y hacerse a la vela con honores militares.
Gracias a los agentes de los Caballeros de San Juan, Doria estaba al corriente
de los asuntos del serrallo y sabía que el sultán había ofrecido a Jaireddin el
mando de todos sus buques, puertos, islas y mares. Se decía que Jaireddin
había dado la bienvenida a este nombramiento con lágrimas de alegría; y
dejando las riendas del gobierno en manos de su joven hijo Hassan —bajo la
custodia y vela de un capitán de toda confianza—, se hizo a la mar, rumbo a
las aguas sicilianas, con la esperanza de cortar la retirada de Doria en Coron
y aplastarle entre los navíos argelinos y la flota del sultán, de la cual suponía
que, naturalmente, estaba en persecución de Doria. Éste lo evitó, sin
embargo, y Jaireddin, tras un provechoso encuentro con un pirata, siguió con
sus presas al encuentro de los bajaes. Éstos le recibieron con los honores
correspondientes, aunque refunfuñando por lo bajo, y Jaireddin les puso de
vuelta y media por su cobardía y por no haber cumplido con su deber
persiguiendo a Doria para capturarlo. Ordenó luego que se soltara al Joven
Moro, a quien abrazó y trató como si de su hijo se tratara.
Todo esto lo supe por informes, pero ese otoño vi por mis propios ojos cómo
los cuarenta barcos de Jaireddin se deslizaban majestuosamente por el
Mármara y anclaban en el Cuerno de Oro. Desde Escutari, en la vertiente
asiática, hasta las colinas de Pera, las orillas estaban repletas de gente, y el
propio sultán se trasladó a su muelle de mármol para contemplar el paso de
los bajeles. El eco de sus atronadoras salvas resonaron sobre tierra y mar,
siendo contestado por los cañones de otros buques anclados en el puerto. Los
más eminentes bajaes y capitanes renegados se apresuraron a saludar a
Jaireddin en cuanto atracó.
Jaireddin estaba rutilante, bajo un toldo orlado de oro, para recibir la ingente
bienvenida. Su antigua barba roja era ahora de un venerable gris y mediante
algún añadido postizo, alcanzaba a su vientre. Se había pintado arrugas en el
rostro y sombras en torno a sus ojos saltones para aparecer, con todo este
artificio, de aproximada edad a los bajaes del mar del sultán, aunque calculo
que no tendría más allá de los cincuenta.
Era ciertamente el momento supremo en la vida del pobre alfarero, el hijo del
espahí de la isla de Mitilene. Cuando comenzó a hablar, lo hizo balbuceando y
con lágrimas de alegría; pero el sultán le animó sonriendo, pidiéndole que le
contase algo de Argelia y otras tierras africanas, así como de Sicilia, Italia y
España, y principalmente de los buques, la navegación y el mar. Jaireddin no
se hizo rogar dos veces, y habló de una manera cada vez más jactanciosa, sin
olvidar mencionar que había traído con él al príncipe de Túnez, Rashid ben-
Hafs, quien había huido de su sanguinario hermano y venía a ponerse bajo la
protección de Jaireddin, para buscar consuelo y apoyo del refugio de todas las
naciones.
En mi opinión, Jaireddin obraba con poco tacto, revelando tan de repente sus
propósitos e intereses. Hubiese hecho mejor en hablar de Doria y su artillería
pesada, de la carraca de los Caballeros de San Juan, y de cosas por el estilo,
que le habían ganado el honor de una audiencia con el sultán y granjeado
popularidad. Creo que su infantil fanfarronería le perjudicó más que la
maledicencia de sus peores enemigos; en mitad de la ceremonia, se oyó
claramente la risita despectiva del Iskender-tseleb . Jaireddin, embriagado
por su buena fortuna, respondió sólo con una ancha sonrisa, pero el sultán
frunció el entrecejo.
A pesar de los reales presentes que trajo consigo, Jaireddin no causó tan
buena impresión como él se creía. El sultán le destinó una casa, como era la
costumbre, pero no dijo nada sobre los tres zurriagos prometidos. Entretanto,
Zey-bajá y Hemeral-bajá se dedicaron de común acuerdo a propagar historias
sobre el increíble desorden de la vida de Jaireddin, su aislamiento,
desconfianza, crueldad y codicia. Estas historias tenían su peligro mayor en
que contenían algunas partículas, por lo menos, de verdad. También había
sido un gran error, por parte de Jaireddin, haber permanecido tanto tiempo
en el mar, pues cuando llegó a Estambul el gran visir acababa de salir para
Aleppo, a fin de iniciar la campaña persa, con lo que Jaireddin perdió su más
poderoso apoyo en el diván.
Pero era demasiado tarde. Con creciente desaliento, advertía cuán bruscas
eran las vueltas de la fortuna en esta ciudad y le dio por escribir infantiles
cartas al sultán, en las cuales alternativamente se rebajaba servilmente, o
bien amenazaba con abandonar sus servicios y ofrecérselos al emperador. Por
fortuna, el tseleb de Jaireddin era lo bastante inteligente para no cursar tales
misivas, destruyéndolas al instante.
Como último resorte, el finchado capitán bajó sus humos y me rogó que fuese
a verle para discutir ciertos asuntos. Para despejarle un poco las ideas sobre
mi rango y posición, le comuniqué al punto que mis puertas estaban abiertas
si deseaba consultarme, pues no podía malgastar mi tiempo corriendo por
todo el puerto para verle. Después de haberse tirado de la barba —con toda
seguridad— durante tres días, vino, al cabo de ellos, acompañado de mis
viejos amigos Torgut-reis y Sinán el judío , a quienes había asombrado tanto
como a él la conducta del sultán. Jaireddin miró a su alrededor maravillado de
la escalinata de mármol de mi desembarcadero, y de mi espléndida casa que
emergía ensoñadora de las terrazas esplendentes de flores, a pesar de que el
otoño estaba muy avanzado.
Después que hubimos comido y bebido, Jaireddin abordó por fin el tema
principal y me preguntó mi opinión sobre el silencio del sultán. A esto le conté
francamente todo cuanto había oído en el serrallo, y le recordé que había
provocado, sin necesidad, el resentimiento de los bajaes del mar, y hasta
ofendido al infeliz de Piri-reis burlándose de sus modelos de buques y de su
cajón de madera. Por lo demás, había venido demasiado tarde, pues el gran
visir estaba en Aleppo, y en su ausencia los bajaes del mar no dejaban en paz
al sultán. Le decía que había manchado su honor tomando a un pirata
rufianesco, mientras que en el arsenal y en el serrallo había muchos bajaes
experimentados, con una extensa y leal hoja de servicios, sin que les hubiese
movido nunca el señuelo de la recompensa. A Jaireddin no podían serle
confiadas nunca las galeras de guerra, pues sólo quería disponer de ellas, al
igual que su hermano, que había dado y combatido menos por la gloria del
islam, que por su propio provecho material.
—¡Oh, Mikael! ¡Cómo me miráis todos! ¿Por qué no me dijiste que tenías
invitados, y tales distinguidos huéspedes además? No he podido por menos de
cazar al vuelo algunas palabras de vuestra conversación y creo que os puedo
dar un consejo. ¿Por qué no acudís a cierta elevada y simpática dama que
tiene influencia con la sultana? Si lo deseáis, yo le diré una palabra en vuestra
ayuda, siempre que Jaireddin quiera pedirle excusas por su muy hiriente y
desconsiderada conducta.
—¡Qué estúpidos sois los hombres! Una de las túnicas de la sultana cuesta
diez mil ducados, y recibe cada año del sultán diez veces esa cantidad en
moneda acuñada. Tus presentes son poca cosa, pero le encantaron las
doscientas muchachas…, ¡vaya que sí…! ¡Como si no hubiera bastantes
criaturas inútiles en el harén, para que vinieses ahora con esos
espantapájaros…! Bueno, no ha tenido otro remedio que distribuirlas entre
los gobernadores de las provincias remotas. Ya hace muchos años que el
sultán no tiene más ojos para otra mujer que Jurrem, y comprenderás cómo le
ha tenido que sentar a ésta el regalito. Sin embargo, he hablado en tu favor, y
le he asegurado que como eres un hombre inculto, no sabes aún cómo
conducirte en el serrallo.
—¡Pongo mi fe en el Dios único! Con los ojos de un experto, escogí cada una
de esas muchachas. Son tan encantadoras como las vírgenes del Paraíso, y
tan puras… Es decir, generalizando… Aun los hombres más sensatos y píos se
aburren con una mujer sola y buscan de probar otra fruta de vez en cuando.
Ahora, si la sultana Jurrem es verdaderamente capaz de guardar el amor de
su esposo para sí sola, entonces creo en su poder y estoy seguro de que puede
ayudarme a conseguir los tres zurriagos que se me han prometido.
—¡Pero era a Ibrahim a quien querías acudir! —dije, desalentado—. Sería del
todo erróneo que debieses tu nombramiento a la sultana Jurrem, y sospecho
que esto es una sutil intriga para humillar al gran visir.
—¡Ah, Mikael! ¡Cuán poco confías en mí, aunque te he dicho mil veces que la
sultana Jurrem no desea mal a nadie! Ha prometido hablarle al sultán en
apoyo de Jaireddin y además accede a recibirle tras la cortina. ¿Qué más
quieres? Vamos ahora mismo al serrallo para que el kislar-aga prepare una
recepción para Jaireddin y sus capitanes principales, pues sería conveniente
que Jaireddin acudiese con un brillante séquito, de forma que todos fuesen
testigos del favor de que goza.
Habló con Jaireddin desde detrás de la cortina, y rió con su risa cascabelera.
Después de halagarle diciéndole que era el único adversario de importancia
de Doria, pasó, con gran alivio para mí, a charlar de cosas triviales y ordenó a
sus esclavas que nos sirvieran frutos conservados en miel. No obstante,
prometió hablarle al sultán en favor de Jaireddin.
—Pero los bajaes del mar son viejos irascibles y no quiero herir sus
sentimientos —declaró—. Todo lo que puedo decir a mi señor es la excelente
impresión que de ti tengo, gran Jaireddin. Le regañaré gentilmente por haber
descuidado por tanto tiempo darte el premio que te corresponde. Claro está
que puede responderme que fue por sugestión del gran visir y no suya, y que
los bajaes del mar en el diván se opusieron también. Pero yo le responderé:
«¡Deja que decida el gran visir! Si cuando él vea a Jaireddin, es de la misma
opinión, entonces dispón que entreguen enseguida al gran hombre los tres
zurriagos que le prometiste, y hónrale. El gran visir tiene plenos poderes y ni
siquiera un diván unánime puede revocar sus decisiones».
A duras penas podía yo creer lo que escuchaban mis oídos. Ella estaba
renunciando en favor del gran visir a todas las ventajas que hubiese ganado si
fuese a ella a quien Jaireddin debiese su promoción. Encantado por su voz y
por su rumorosa risa, comencé a pensar que los celos eran los que habían
inspirado la opinión del gran visir sobre esta hechicera mujer.
Según lo acordado, Jaireddin salió para Aleppo, y poco después, Abú el-Kasim
vino a verme; frotándose las manos con algún embarazo, me dijo:
—Te daré mi sordomudo que siempre has apetecido. Esa cicatriz de tu cabeza
debe recordarte qué guardián tan concienzudo es, y nunca te arrepentirás del
cambio.
En el curso del invierno, Jaireddin volvió a Aleppo, pero muy quebrantado por
su largo cabalgar. Ibrahim le recibió con todos los honores, confirmó su
nombramiento como beylerbey de Argelia y otras regiones africanas y decretó
que tendría derecho de precedencia sobre los gobernadores de similar
posición. Por sí solo, era éste un gran honor que comportaba ser miembro del
diván; pero el gran visir despachó al propio tiempo una carta al sultán, cuyo
contenido leyó antes a Jaireddin para no dejarle sombra alguna de duda con
respecto a quién debía su promoción y su agradecimiento.
Sin hacer caso alguno de mis advertencias, Jaireddin se hinchó como una rana
y preparó un largo discurso destinado al sultán y a ser pronunciado ante el
diván. Al recibir la carta de Ibrahim, el sultán no vaciló más; verdaderamente,
creo que estaba encantado de que por una vez se hallasen de acuerdo su
amada Jurrem e Ibrahim, por lo que convocó sin pérdida de tiempo al diván.
En esta asamblea regaló a Jaireddin una espada, cuyo pomo y vaina
centelleaban con innumerables brillantes, y le confirió el estandarte de visir
con poder ilimitado en el mar. Este título representaba algo muy diferente de
la autoridad de que estaban investidos los altos jefes venecianos, por ejemplo,
pues en éstos, los ojos de la Señoría estaban siempre entre ellos y su poder
estaba limitado por órdenes selladas que se les entregaba de antemano para
afrontar diferentes situaciones. Pero la denominación del sultán hacía de
Jaireddin un gobernador independiente de todos sus puertos e islas, con
mando supremo de todos los buques y sus capitanes. En materias navales,
estaba subordinado sólo al sultán, y en las reuniones del diván, su puesto
estaba al lado de los visires. Así, este alfarero fue elevado a un rango igual al
de los cuatro o cinco hombres más eminentes del Imperio otomano.
En resumen, pienso infligir tanto daño como pueda a los infieles y llevar el
Creciente al honor y a la victoria sobre los mares. Por primera vez abrumaré,
destrozaré y hundiré al idólatra Doria, que es mi enemigo personal. Dejadme
conquistar Túnez, como lo he pedido con frecuencia, y ganar con ello una
base importante para la flota. Durante centurias, las rutas de las caravanas de
las tierras del Negro, allende el desierto, han convergido en esta ciudad, y
seré capaz de enviar a ti y a tu harén, polvo de oro en abundancia y plumas de
avestruz. Pero el dominio de las aguas es naturalmente mi primera
aspiración, y créeme, ¡oh Comendador de los Fieles!, quien gobierna el mar,
pronto gobierna las tierras contiguas al mar.
Esta limpieza a fondo provocó los mismos conflictos que habían costado a
Andy su pluma, aunque en esta ocasión, los papeles estaban invertidos.
Habiéndose tropezado ya con la terrible carraca de los Caballeros de San
Juan, los bajaes del mar mostraron por fin inclinación a ir de acuerdo con los
tiempos, y pidieron construcciones más amplias, que pudiesen llevar más
pesados armamentos. Pero aunque Jaireddin apreciaba plenamente la
potencia de fuego de los grandes navíos cristianos, los consideraba demasiado
lentos en la maniobra, y como pirata experimentado, asignaba mucha mayor
importancia a la velocidad y movilidad, que al tamaño.
Un día, hacia las postrimerías del verano, cruzaba yo el desierto patio de los
jenízaros, con mi perfumado pañuelo aplicado a la nariz, a causa de la
pestilencia de las cabezas cortadas de las criptas de la Puerta de la Paz,
cuando un cojeante onbash vino a mí, me dio rudamente con su bastón en un
hombro, y después de asegurarse de mi nombre, me anunció que tenía orden
de arrestarme y confinarme en el Fuerte de las Siete Torres.
Creyendo que se había vuelto loco, grité en demanda de auxilio y luego insistí
en que debía de tratarse de algún terrible error, pues no tenía nada que
ocultar y todas mis acciones podían presentarse a la luz del día. Pero el
onbash me cerró la boca de un porrazo y antes de que me diese verdadera
cuenta de lo que estaba ocurriendo, me llevó al herrero, quien me puso unas
argollas en los tobillos y extendió su mano callosa para recibir el premio por
no haberme ni quemado ni roto hueso alguno. Mi cabeza fue cubierta con un
saco, de forma que nadie me reconociese en la calle. Fui montado en un asno
y conducido por el largo camino que va del serrallo al Fuerte de las Siete
Torres. El alcaide, un eunuco de labios delgados, me recibió en persona, pues
mi rango y posición eran bien conocidos. Me hizo desnudar, hurgó y removió
mis vestidos, a cambio de los cuales me dio un caftán de camelote, y me
preguntó cortésmente si tenía el deseo de disponer de cocina aparte, o bien
contentarme con la de la prisión, la cual me costaría sólo dos aspros por día.
Este repentino y asombroso golpe del destino había nublado mi entendimiento
de tal forma, que con una débil voz me declaré satisfecho en comer el mismo
alimento que los otros prisioneros. Me había resuelto mortificar mi carne y
pasar mi tiempo en piadosas meditaciones, como contrapeso a la vida pasada
en la ociosidad, al servicio del sultán.
El alcaide me dejó abandonado a mi suerte, y por tres días con sus noches, me
quedé en el duro banco de madera de mi celda, sin apetito ni deseo de
compañía. Me devanaba los sesos sobre los motivos de mi arresto, y
verdaderamente me asombraba que alguien hubiese podido ordenarlo, puesto
que a juzgar por el contenido de las cartas de Ibrahim, gozaba aún de su
favor. Pasé revista a todas mis acciones y hasta mis pensamientos secretos,
pero no hallé nada que justificara mi actual situación. Cuanto más seriamente
pensaba en posibles pecados, tanto más culpable me sentía, como le sucede a
todo el mundo en tales situaciones. Después de tres días con sus noches de
autoexamen, estaba tan convencido de que por lo menos en mi corazón había
quebrantado tantas leyes del Profeta y de los hombres, que me sentía ya como
una vela apagada y me juzgaba, por todos los conceptos, el hombre más
miserable del mundo.
Al tercer día, el cumplidor onbash vino a verme con un lío de ropas, mi viejo
estuche de cobre y una carta de Giulia. Insinuaba oscuramente que tenía lo
que me merecía y que sólo debía agradecer a mi ingratitud mi duro destino.
«Nunca pensé que me engañaras así —decía—. Si me hubieses revelado tus
bajos planes, cuando menos te podía haber aconsejado. Y ahora, a pesar de
mis lágrimas y oraciones, te cortarán la cabeza y tu cuerpo será arrojado al
pozo. No puedo hacer nada más por ti; así lo has querido y así es,
desagradecido Mikael. No puedo perdonarte tu conducta, pues pronto me
veré obligada a empeñar mis joyas para atender a los gastos de la casa».
—No puedo soportarlo por más tiempo; de lo contrario, voy a perder el juicio.
¿De qué se me acusa, y por qué no puedo defenderme, cuando menos? El día
en que vuelva el gran visir, infligirá terribles castigos a quienquiera haya
osado poner su mano sobre mí. Quítame estas cadenas, buen hombre, y
déjame salir al instante de esta prisión, o perderás la cabeza.
—¡Ah, Mikael el-Hakim! En cinco o diez años, cuando estés un poco más
calmado, discutiremos la cuestión de nuevo. Muy pocos prisioneros de Estado
saben de qué se les acusa, pues la esencia del castigo decretado por el sultán
en su sabiduría les sume en el verdadero tormento de la incertidumbre.
Ninguno de nuestros distinguidos huéspedes sabe si permanecerán aquí una
semana, un año o toda su vida. A cada hora del día o de la noche, pueden
venir los sordomudos y conducir al paciente al brocal del pozo; a cada hora
pueden abrirse las puertas de la prisión ante el detenido y devolverle de
nuevo al mundo de los hombres, para ocupar quizá más elevados cargos y
obtener más altas distinciones de las que gozara. Demostrarás tener una gran
sabiduría, si dedicas este tiempo favorable a la contemplación mística, hasta
que al igual que los derviches, llegues a la comprensión de que a los ojos de
Alá, es todo pura ilusión, bien sea encarcelamiento o libertad, riqueza o
miseria, poder o servidumbre. Por lo tanto será un placer para mí prestarte el
Corán.
Pero es mucho más fácil hablar de estas cosas en el cuarto sudorífico del
establecimiento de baños que tras los barrotes de hierro de una mazmorra.
Perdí ya todo el control de mí mismo y comencé a patalear y gritar, hasta que
se vio obligado a llamar a los jenízaros para que me calmasen mediante unos
cuantos baquetazos en las plantas de los pies. Mi furia se disolvió pronto en
lágrimas de dolor, y los jenízaros me tomaron por los sobacos y me llevaron
casi a rastras de nuevo a mi celda, donde después de depositarme en el
banco, tocaron frente y suelo con las yemas de los dedos en prueba de que no
habían hecho otra cosa que cumplir con su deber y en muestra de buena
voluntad y respeto. La hinchazón y escozor insoportables de mis pies
distrajeron mis pensamientos y me fui calmando, comenzando a vivir cada día
considerándolo como si fuese el primero. Mi única esperanza era que cuando
el gran visir volviese de Persia notaría mi falta, y a pesar de las intrigas del
serrallo, descubriría mi paradero.
Pasaron las semanas; las acacias del patio se desprendieron de sus hojas, los
días acortaron y me aburría en compañía de mis compañeros. Estaba
consumido por la nostalgia de mi bella casa de las orillas del Bósforo, y no
podía imaginar nada más deseable que reclinarme en un mullido cojín en la
terraza, cuando la oscuridad cae sobre las aguas y salen una por una las
estrellas. Me impacientaba por ver de nuevo mis peces rojos y amarillos,
tomar a mi pequeña Mirmah de la mano, y guiar sus pasos cuando se lanzaba
adelante para recibir el fiel abrazo de Alberto. Me consumía creyéndome
abandonado de todo el mundo.
Hice bien en no arrojarme, pues ese día me trajo una insospechada vuelta en
mi fortuna. Al crepúsculo, tres sordomudos vinieron a la prisión. Con pasos
pausados cruzaron el patio de la torre de mármol, en el lado más cercano al
mar, donde se encontraba el pozo de la muerte, y allí y en silencio,
estrangularon al príncipe Rashid arrojando su impúdico cuerpo al agujero, de
cuyo incidente deduje que Jaireddin había capturado Túnez, y por ello Rashid
ben-Hafs no le era más que un estorbo.
Este saludo fue el primer mensaje que tenía del mundo exterior, desde la
carta de Giulia, y fui dominado por una agitación tan febril que no pude
dormir en toda la noche. Al tercer día después de la aparición de los
sordomudos, fui llamado por el eunuco, quien ordenó que me quitasen los
grilletes, me devolvió mis vestiduras y me acompañó a la puerta, como una
muestra de su invariable atención. Así fui liberado, tan repentina y
misteriosamente como había sido encarcelado varios meses atrás.
—La Señoría de Venecia fue quien se encargó de que esta entretenida historia
llegase a la sultana Jurrem, y ésta estuvo aún más propicia a creerla de
inmediato, por una, aunque ligera, cierta desarmonía que se había producido
entre ella y el sultán sobre el príncipe Mustafá, poco antes de que Solimán
partiera a la guerra. La mejor prueba de la falsedad de la historia es que el
palafrenero que arriesgó su vida para salvar a Giulia de Gonzaga fue muerto
luego por orden suya, debido a que se permitió reírse de su fantástico relato y
decía que el sultán prefería ciertamente mejor un saco de alfalfa que los
encantos algo marchitos de su señora.
—¡Oh, Mikael! ¿Eres tú? Por el ruido creí que habían entrado ladrones. No
comprendo cómo has venido hoy, pues quedamos de acuerdo la sultana
Jurrem, y yo en que sería mañana. Alguien ha sido negligente en el
cumplimiento de la orden, o sobornado; merece un castigo severo por el susto
que me has dado. Mi corazón parece que va a estallar y apenas puedo tomar
aliento.
Sin embargo, no dije nada. Por el contrario, pedí a Giulia perdón por mi
comportamiento falto de tacto, y lo hice sin ironía alguna, humildemente,
como un hombre anonadado. Llamé a Abú el-Kasim para que entrase, puesto
que el estado de Giulia no le permitía levantarse. Pero Abú estaba de un
humor de perros porque Giulia había dado permiso a la rusa para que fuese
con los demás sirvientes a celebrar las victorias del sultán. Anduvo unos
instantes inquieto dando vueltas por la habitación, deteniéndose a veces y
rascándose hoscamente la cara y el cogote o mesándose su lacia barba, hasta
que por fin se marchó a ver si encontraba a la mujer entre el populacho, para
proteger su virtud.
—¡No; no quiero verla! Todo lo que quiero es enterrar mis pensamientos, mis
deseos, mis esperanzas, mi futuro y mis amargas desilusiones en tus brazos.
Sólo te amo a ti y a nadie más.
No era viejo, a pesar de toda mi vida de aventuras, pues no tenía mucho más
de treinta años; pero la mordiente incertidumbre de mi encarcelamiento me
había hecho dudar del objetivo de mi vida, y a mi vuelta, la corrosiva verdad
se había albergado en mi corazón. Me invadió un desesperado anhelo de huir
de la ciudad del sultán y encontrar en alguna parte, tan lejos como fuese
posible, un apacible rincón donde poder vivir mi vida como muchos otros
hombres, y en la quietud aumentar mis conocimientos.
Según todas las apariencias, el Imperio otomano no había conocido nunca tan
dorada edad. La conquista de Túnez le había aportado el control de las
antiguas rutas de las caravanas del desierto desde las tierras de Nigricia; a lo
largo de estas rutas, se prodigaban el polvo de oro, las esclavas, el marfil y las
plumas de avestruz. Túnez era también la base de la conquista de Sicilia y ya
los Caballeros de San Juan —la mayor amenaza naval— estaban pensando en
retirarse de Malta para reforzar la seguridad de la península.
De Tabriz, los ejércitos unidos del sultán y el gran visir se lanzaron a una
ardorosa marcha sobre Bagdad y las noticias de la captura sin derramamiento
de sangre de la santa ciudad de los califas apuntó el cénit de tantas victorias
nuevas. Estos éxitos determinaron al sha Tahmasp a no arriesgarse en un
encuentro decisivo, y así, la marcha de Bagdad clamaba más víctimas de las
que había ahorrado.
Recibí una carta del gran visir, en la cual y por hallarse escrita además de su
puño y letra, delataba un estado de espíritu alterado; en ella me ordenaba que
me uniese a él en Bagdad.
Con bellas palabras, Abú el-Kasim persuadió a la nodriza rusa de mi hija a que
renunciara a su religión griega y abrazara el islam para poderse casar con
ella legalmente, en presencia del cadí y dos calificados testigos. La mujer
admiraba tan fervorosamente el ancho turbante de Abú, su caftán con los
preciosos botones y sus relucientes ojos de mono, que palmoteo de alegría
cuando comprendió sus honorables intenciones. Yo no sabía si reír o gritar,
cuando veía lo tiernamente solícito que se mostraba Abú con la reputación de
su mujer y cómo se sobrepuso a su avaricia por lo menos de momento, pues la
celebración de los esponsales resultó tan espléndida como fue posible. Todos
los pobres del barrio fueron festejados también durante varios días
consecutivos, resonaron las chirimías, gaitas y tambores, y las mujeres
cantaron, con agudas voces, los antiguos himnos nupciales.
Al mismo tiempo fue cuando recibí la ansiada carta del gran visir, desde
Bagdad. Acababa de acompañar a Abú el-Kasim y su familia al buque que
había de trasladarlos a Túnez, y los despedí con muchas bendiciones. Una
convicción singular y bastante mórbida había nacido en mí en los últimos
días, y era la de que una maldición pesaba sobre mi casa; por ello me alegró
la conminación del gran visir, aunque lisa y llanamente yo opinaba que la
tensión de la guerra había desordenado su espíritu. El espanto de mi propia
casa me inclinaba a este largo viaje y de la misma manera febril que durante
mi encarcelamiento me había consumido por Giulia, ahora anhelaba
igualmente no verla por algún tiempo, para poder meditar en paz y alejado
sobre ella y nuestras relaciones.
—De acuerdo con las noticias recibidas por cierta distinguida dama, el gran
visir Ibrahim ha llamado en secreto a Bagdad a cierto número de eminentes
estadistas, y es cierto que no será para nada bueno. Pero el sultán, cegado y
embrujado por su amistad, no puede ver el peligro, a pesar de que el
ambicioso Ibrahim ha asumido un nuevo título y firma a la manera persa,
como serasquier-sultán. Afortunadamente, Jurrem consiguió persuadir al
sultán para que enviara allí al leal defterdar Iskender-tseleb con objeto de
aconsejar al serasquier y al mismo tiempo tenerle a raya, aunque Ibrahim ha
tratado por todos los medios de obstaculizar a Iskender-tseleb en su trabajo y
socavar su autoridad.
—¡Alá me proteja! —grité exasperado—. Sólo una mujer puede razonar así.
¿Cómo puede ser perdonado en tiempo de guerra un acto de esa naturaleza?
Como serasquier, estaba obligado a dar ejemplo con ellos para prevenir que
la sedición se extendiese.
Un extraño fulgor asomó a los ojos de Giulia, pero con gran esfuerzo se
dominó y respondió:
De acuerdo con las órdenes de Ibrahim, viajé con la mayor rapidez posible por
el largo camino a Bagdad. Estaba ciego y sordo de agotamiento; mis
entumecidos miembros me dolían insoportablemente y las llagas producidas
por la silla eran una perpetua agonía, cuando ya por fin me dejé caer de mi
montura con mis compañeros, para oprimir contra el suelo mi frente a punto
de estallar y tartamudear las palabras de la plegaria de agradecimiento.
Cuando lentamente cruzábamos la vacía plaza del mercado, con sus arcadas,
vi en su centro una horca guardada por jenízaros y de la cual pendía el cuerpo
de un hombre barbudo. La insospechada visión despertó mi curiosidad;
cabalgué a su lado y reconocí con asombro aquel rostro ya amoratado, así
como el inconfundible caftán raído, con sus mangas manchadas de tinta.
—¡Por fin encuentro una cara conocida y fiel entre tantos traidores! Bendita
sea tu llegada, Mikael el-Hakim, pues nunca tuve tanta necesidad de un
clarividente e imparcial amigo.
Tan fría y desapasionadamente como pudo, me hizo una breve relación de los
progresos de la campaña, desde la salida de Aleppo, y cuando lo saqué a
colación, pude ver que estaba en posesión de tantas pruebas sobre la traición
de Iskender-tseleb , como para no dejar lugar a duda. Contra la voluntad del
serasquier, el Iskender había sido nombrado kehaya o administrador del
ejército, y cegado por su odio al gran visir, había actuado durante toda la
campaña en contra de los mejores intereses de las tropas. Hasta la terrible
marcha de Tabriz a Bagdad, no pudo conseguir Ibrahim llevar al
convencimiento del sultán que era preciso destituir al defterdar de su cargo
de kehaya , y entonces ya era demasiado tarde, pues cuando la nieve cayó y
los caminos se convirtieron en pantanos sin fondo, se reveló el desastroso
estado de los abastecimientos y equipos, al mismo tiempo que se instigaba la
confusión y el desorden por los agentes secretos. El gran visir no dudó en
censurar al Iskender-tseleb por la ruinosa condición de los vagones de
equipaje y por la falta de forrajes, como resultado de lo cual los soldados se
helaban y los animales de carga caían de inanición. El reconocimiento y
trazado por el kehaya de la ruta a seguir había sido muy imperfecto; en
realidad, parecía haber escogido los peores caminos adrede, para socavar la
moral de las tropas e incitarlas a la revuelta contra el serasquier.
—La vanidad hizo que siguiese sus engañosos consejos y marchase sobre
Tabriz sin esperar a que se reuniese el sultán, pues habría sido un triunfo si
hubiera destituido al sha sin ayuda —dijo Ibrahim, cándidamente—.
Demasiado tarde me percaté de que el estímulo de Iskender a que así lo
hiciera nacía de su secreto deseo de destruirme y desacreditarme a los ojos
de mi señor y soberano. Tengo pruebas de que el defterdar estaba en
comunicación secreta con los persas durante toda la marcha y les
suministraba la necesaria información sobre nuestras rutas y objetivos, de
forma que podían zafarse a tiempo y evitar la batalla. ¡Si esto no es traición,
dime lo que es! Al fin, se trataba de su cabeza o de la mía. Desde su
ejecución, he sido oprimido por un sentimiento de impotencia. Me parece
haber caído en una trampa. Mi cabeza se encuentra de todas maneras en la
estacada y no hay nadie en quien pueda confiar.
—Un hallazgo por el estilo nos sería bien venido, precisamente ahora, para
inspirar a las tropas valor y entusiasmo. Aunque mucho me temo que los días
de los milagros han pasado ya.
El gran visir me miró con ojos brillantes, y todo su ser parecía purificado por
las oraciones y el ayuno, cuando respondió con firme y convencido acento:
Pero las sospechas del serrallo habían envenenado mi espíritu y sus palabras
no me convencieron.
Esto y mucho más fue lo que dijo, pero seguí tan imperturbable, estando
colmado de las maravillas de Bagdad, y no cabiéndome la menor duda de que,
a pesar de todas las intrigas, la estrella de la fortuna del gran visir subía a su
cénit.
—Tú eres amigo del gran Jaireddin, Mikael el-Hakim, y parece ser que el
verano último, cuando Jaireddin atacó Túnez, el sultán Muley-Hassan se vio
forzado a huir de su kasbah . En su precipitada fuga, olvidó una bolsa de raso
púrpura que contenía doscientos diamantes seleccionados de considerable
tamaño. En la lista de los presentes enviados por Jaireddin al sultán, no se
hace mención de estas piedras y no se ha encontrado huella alguna de su
venta, bien sea en Estambul, Aleppo o El Cairo. He realizado muchas
pesquisas sobre el asunto entre mis colegas, en diferentes ciudades, pues
como te puedes suponer, un tesoro tan considerable despierta mi interés. No
te pesará hablarme francamente, Mikael el-Hakim, y decirme cuanto de ello
sepas. Te ofreceré los más altos precios y te aseguro mi silencio. Si fuese
necesario puedo vender esos diamantes en la India y hasta en China sin que
nadie se entere en absoluto de nada. Estoy acostumbrado a tal tráfico, y si
como supongo, el gran visir está implicado en ello, pues representa una vasta
fortuna, no cabe que sienta ninguna inquietud sobre las consecuencias.
Pero el judío juró que todo cuanto decía era cierto, y esperando convencerme,
prosiguió:
Con felices vientos de popa, una rápida galera me condujo a la amarilla costa
tunecina y a dar vista a la fortaleza de La Goleta, en cuya torre flotaba el
estandarte de Jaireddin, verde y rojo, con su creciente de plata. Había una
gran actividad. Se cavaban trincheras, se erigían barricadas y miles de
esclavos españoles e italianos, quemados por el sol y semidesnudos, estaban
ensanchando el canal de Túnez. Esta ciudad se halla situada en las orillas de
una pequeña laguna salinera y separada del mar por pantanos. La
contemplación de las galeras de guerra de Jaireddin, ancladas en largas
ringleras en el puerto, me confortaron y alentaron, pero hasta que llegué a la
ciudad no pude darme cuenta de la verdadera significación de la última
captura de Jaireddin. Había oído hablar mucho de la riqueza y poderío de
Túnez, pero había por mi parte descontado mucho, como producto de la
fantasía de Jaireddin y de Sinán el judío . Los muros de la ciudad albergaban,
además de la kasbah y la gran mezquita, alrededor de veinte mil casas, o sea,
por lo menos, doscientos mil habitantes. Túnez, pues, podía ser comparada a
las ciudades más grandes de Europa. Ni aun Jaireddin conocía el número de
esclavos cristianos, pero calculo que éste no excedería de veinte mil.
A esto, repliqué ásperamente que tal historia no era sino una invención hecha
con toda la mala saña. Jaireddin escuchaba atentamente, mesándose la barba,
y me pareció ver una mirada culpable en sus ojos saltones; algo así como la
expresión de un chiquillo sorprendido en una fechoría. Mis recelos
aumentaron.
La misma tarde, por lo tanto, fui a visitar a Abú el-Kasim, pues Andy estaba en
el exterior de la ciudad dirigiendo las fortificaciones. Abú se había comprado
una agradable casa con un jardín cercado y había superado su avaricia hasta
el extremo de acomodarla con lujo y comprar una bandada de esclavas para
cuidar de su mujer e hijo. Al mirarlo ahora era fácil olvidar que se trataba de
un insignificante mercader que había hecho su fortuna adulterando drogas e
inventando nuevos nombres para ungüentos antiguos.
—Jaireddin y sus jenízaros no son quizá los mejores pastores del mundo, y su
manera de esquilar a su rebaño ha levantado mucho descontento entre los
habitantes de Túnez, principalmente entre las viejas familias árabes, que bajo
dos sultanes de Túnez eran miembros del diván y podían manejar la ciudad a
su gusto. Hará cosa poco más o menos de un mes, llegó aquí un mercader
español. Parece que no tiene noción de la naturaleza o el valor de sus
mercancías, pues vende las más preciosas a compradores selectos, sólo por la
esperanza de conseguir su favor. Vende especias y también perfumes, sin
importarle un comino los precios establecidos por los mercaderes aquí, así
que puedes juzgar mi indignación cuando he oído tales barbaridades.
De esta agitada confesión, deduje que el español no era tan simple inexperto
como había supuesto. Por el contrario, se había asegurado su posición y se
imaginaba que Jaireddin le dejaría marchar aun cuando alguien le
denunciara. Jaireddin —pensaba él— se reiría para sus adentros de semejante
denuncia, creyendo conocer por sí mismo más que nadie sobre los negocios
del español en Túnez. Sin embargo, se equivocó de medio a medio, pues
Jaireddin no perdió mucho tiempo en arrestarle, tras nuestra conversación. Se
encontraron a bordo del buque y en escondite secreto, otra de las
instrucciones del emperador, demostrativa, con meridiana claridad, de la
falsía y traicionero espíritu de sus negociaciones. A pesar de sus fuertes
protestas y llamadas a la inmunidad diplomática, la espada cayó y maese
Presandes fue silenciado para siempre.
Lo tomé del brazo para conducirle enseguida a los baños y de allí a la casa de
Abú el-Kasim, para ponerse ropa limpia, pero a las puertas de la kasbah ,
Andy recordó algo y con una mirada misteriosa, me dijo:
No tenía ningún deseo de ensuciar mi hermoso caftán, pero hice como me dijo
y cuando froté la piedrecilla, comenzó a brillar como cristal pulido. Me dio un
escalofrío, pues me parecía mentira que tuviese un brillante en la mano, y uno
de ese tamaño debía de valer muchos miles de ducados.
—No lo haré, pues el muchacho no da más que una o dos piedrecillas cada
vez. Es tan astuto como un zorro, a pesar de toda su idiotez, y si sospecha que
le espiamos, le perderemos por completo de vista.
Era un flaco consuelo saber que el emperador había llegado, por lo menos,
con una quincena de adelanto sobre lo previsto, y dejaba ahora encerrada y
sin ayuda, en el puerto, al grueso de la flota de Jaireddin. Sólo quince de sus
galeras más rápidas pudieron buscar refugio en otros puntos a lo largo de la
costa.
En beneficio de Jaireddin, debe decirse que la hora del peligro hizo brotar al
instante lo mejor que en él había. Se había borrado en él su huera
fanfarronería; su porte adquiría seguridad; y bien firme sobre sus piernas y
erguido el busto, lanzaba ásperas pero precisas órdenes. El mando de La
Goleta lo confió a Sinán el judío , con seis mil jenízaros escogidos, aunque era
demasiada guarnición para ser metida entre el fuerte y las fortificaciones.
Envió caballería árabe y mora para oponerse a los desembarcos y ganar
tiempo. No pudieron impedirlos, pero por lo menos tenían a la defensiva
noche y día a las tropas imperiales.
No se podía pensar en una retirada por tierra, pues los salvajes bereberes,
cuya hostilidad había sido despertada por Jaireddin, controlaban los caminos
y asaltaban, robaban y mataban a quienes trataban de huir de la ciudad.
Muley-Hassan no debía tampoco hallarse lejos, aunque como hombre
precavido, no se había unido aún a las tropas imperiales, a pesar de sus
promesas. Pero Carlos no necesitaba en realidad su ayuda, pues su propio
ejército consistía en tres mil aguerridos mercenarios germanos, españoles e
italianos, y su artillería dominaba el área en torno de La Goleta, bajo su
continuo y certero fuego, de forma que diariamente pasaban grandes
cantidades de jenízaros de Sinán el judío a visitar a las huríes del Paraíso. Y
cada día también, nuevos navíos de refresco traían guerreros de toda la
cristiandad a unirse al emperador, con la sana intención de ganar gloria
imperecedera en la lucha contra el infiel.
El asalto fue lanzado en tres direcciones a la vez. Los Caballeros de San Juan
cargaron desde el mar, con el agua hasta la cintura, y cuando ellos y los
españoles pusieron pie en la fortaleza, Sinán el judío dio su última orden:
«¡Sálvese el que pueda!». Para dar buen ejemplo, él mismo huyó a través de
la salina que rodeaba el fuerte, y a lo largo de la cual ya se había dispuesto un
camino, a través de las marismas, para que los supervivientes pudiesen llegar
al abrigo de la ciudad.
Los restos del destacamento llegaron por la noche a las puertas de Túnez;
hombres embarrados y ensangrentados, que apenas podían tenerse en pie,
pero que sostenían aún en sus manos las astas con los estandartes de
Jaireddin, zurriagos y crecientes, en muestra del inmortal honor ganado en
ese día por los defensores de La Goleta.
El pánico apresó ahora a los habitantes de Túnez. Todos los caminos que
conducían a la ciudad fueron atiborrados con fugitivos llevando fardos y
atados, en una ciega carrera, tan lejos como fuese posible. Estuve tentado de
unirme a esta caravana enloquecida, pero el buen sentido me dijo que pronto
sería presa de la caballería de Muley-Hassan. Afortunadamente, las tropas
imperiales habían sufrido tan severas pérdidas, que durante varios días
quedaron descansando en un campo para curar sus heridas y reorganizarse, y
entretanto Jaireddin consiguió mediante halagos, ruegos y amenazas, calmar
lo peor del pánico, antes de convocar a sus capitanes y a los hombres más
eminentes de Túnez, así como también a los cabecillas de sus aliados árabes,
a un diván de ceremonial en el gran salón de la kasbah .
Les habló como un padre, como sólo él sabía hacerlo cuando la ocasión lo
requería. Su plan era efectuar una salida y, a la honrosa manera musulmana,
ofrecer al emperador una batalla en campo abierto. Y verdaderamente el plan
era menos delirante de lo que al principio pensé, aunque admito que aparte
de mi pensamiento, le escuché boquiabierto de asombro ante su valor. Habló
tan persuasivamente, que Abú fue el primero en arremangarse y blandir su
cimitarra aullando que por su mujer y su hijo, estaba dispuesto a emprender
el camino del Paraíso. Hasta es posible que esta conducta no fuese preparada
de antemano, puesto que el propio Jaireddin le miró sorprendido. Los
tunecinos eminentes parecieron, por su actitud y palabras enfáticas,
unánimes en la duda de la efectividad de los sedientos de sangre, y un fulgor
de esperanza renació en mi desalentado corazón, pues siempre estoy
dispuesto a creer en lo que se me dice con suficiente énfasis, especialmente si
es algo esperanzador.
Pero ante esta proposición, aun los más leales capitanes se miraron perplejos
los unos a los otros y Sinán, que había invertido toda su fortuna en esclavos
cristianos y hecho buenos dineros alquilándolos, se manoseó su rala barba y
dijo:
—Ni el peor enemigo puede llamarme sentimental, pero una acción tan cruel
echaría un borrón imperecedero sobre nuestro nombre y fama, hasta el último
rincón de la Tierra. Por otra parte, los cristianos vengarían esas muertes con
las de los musulmanes que yacen en sus mazmorras, y mi estómago se
revuelve ante la pérdida que se nos causaría por tan precipitada acción.
Pongamos mejor barriles de pólvora entre los muros, de forma que si lo peor
sucede podamos volar la kasbah entera; pues si Alá nos concede la victoria,
¡cuán ensombrecida estaría nuestra alegría por tan inmensa pérdida!
Una vez situado en los llanos en orden de batalla, nuestro número pareció
lejos de ser desdeñado. Los caballeros árabes, con sus capotes blancos,
cubrían las pendientes de las colinas y los bravos habitantes de Túnez, traídos
de la ciudad a latigazos, se habían armado con hachas y cuchillos de
carnicero, puesto que Jaireddin, tras la pérdida del arsenal de La Goleta, no
podía darles nada mejor. En número, pues, éramos casi iguales a las tropas
imperiales, aunque ni mucho menos los diecinueve mil que mencionaron los
historiadores del emperador, para realzar la gloria de su soberano.
Seguí los cañones de Andy, armado con un mosquete ligero y una cimitarra.
No era por ambición ni amor al combate por lo que marchaba yo con los
demás, sino porque me sentía más a salvo entre los jenízaros de Jaireddin y
los renegados, que en la turbulenta ciudad.
Pero la batalla duró menos que las oraciones antes de emprender el viaje.
Cuando la infantería imperial avanzó en escuadrones, los jinetes árabes
descendieron de los declives en grupos dispersos, y con salvajes alaridos
descargaron una nube de flechas sobre las filas enemigas. Mas la respuesta
de la artillería veló el ocre campo de batalla con nubes de humo, y aullando
aún más salvajemente, los árabes se volvieron a desperdigar como la paja al
viento. En su huida, arrastraron a los intrépidos habitantes de Túnez,
barriéndolos hasta la ciudad con más rapidez de la que habían venido. En el
ínterin, nosotros descargábamos nuestras baterías.
En ese tan peligroso momento de su vida, el señor del mar reunió todas sus
energías. Clamando la ayuda de Alá con voz de trueno, exhortó a sus hombres
a buscar el Paraíso y lanzarse al enemigo con todas sus fuerzas, mientras él
trataba de hacer volver a los fugitivos, para lo cual espoleó a su corcel y
galopó tan rápidamente en dirección a la ciudad, que muchos de los que
perseguía fueron pisoteados por los cascos de su bridón.
Cuando los jinetes árabes vieron que la batalla estaba perdida y que Jaireddin
había huido, dieron por cancelado su tratado con él y galoparon hacia el
ejército imperial, rivalizando cada cual en ser el primero en presentar
homenaje a Muley-Hassan y ponerse bajo la protección del emperador. Sus
salvajes alaridos de paz alarmaron tanto a los españoles, que plantaron sus
horquillas en tierra de nuevo y abrieron fuego nutrido de arcabuz contra las
hordas que avanzaban. Varios cientos de árabes perdieron sus vidas, o
cuando menos sus espléndidos caballos, antes de que fuese descubierto el
desgraciado error. ¿Era éste acaso el castigo de Alá por su traición?
Cabalgué a casa de Abú el-Kasim, protegiendo mi cabeza tan bien como podía
de los objetos que seguían cayendo de las casas. Abú estaba tendido ante su
puerta, desnudo y sin conocimiento. Su frente estaba partida y su barba
empapada en sangre. A su alrededor, había una serie de objetos de valor que
habían caído de las alforjas, y unos hombres pateaban y escupían su cuerpo,
insultándole como espía de Jaireddin. Fui derecho a ellos, no pudiendo
dominar mi montura y llamando en mi ayuda a los fieles; se escaparon como
gallinas, creyendo que me seguían los mamelucos de Jaireddin.
Me apeé y até a mi tembloroso y espumeante caballo. En el patio, vi a la
mujer de Abú el-Kasim tendida en un charco de su propia sangre; pero, aun
en la muerte, trataba de proteger a su hijo, oprimiéndolo contra su ancho
seno. Su cabeza estaba tan destrozada que era casi imposible reconocerla. Me
arrodillé prestamente al lado de mi amigo Abú el-Kasim y derramé un poco de
agua sobre su céreo rostro. Abrió sus ojillos de mono, ya velados por la
muerte, y dijo:
—¡Ah, Mikael! La vida no es más que una basura. Este pensamiento es todo lo
que puedo legarte a la hora de mi muerte, pues los ladrones me han robado
todo.
Hizo una mueca, la niebla de sus ojos se acentuó, y bajó la cabeza como en
señal de aquiescencia a la llamada de Aquel que desata los lazos de la
amistad, silencia las canciones y revela la vanidad de la felicidad y del dolor
humanos.
—¡Querido hermano Andy! ¡Estamos perdidos! No queda otra cosa que hacer
sino buscar la protección del emperador, y si lo peor sigue a lo peor, podemos
negar nuestra fe de musulmanes, puesto que afortunadamente no estamos
circuncidados. Mi fe en el Profeta ha sufrido hoy tan gran quebranto, que
temo apenas recobrarla.
Estaba como loco con la excitación de la batalla y sus ojos grises brillaban tan
salvajemente en su rostro tiznado de pólvora, que no pude oponerme.
Cabalgamos por las calles, y gracias al desorden creado por los esclavos
cristianos, pudimos abandonar la ciudad sin violencia. Pasamos a incontables
fugitivos expoliados que hacían señas y gestos desesperados y ciegamente
buscaban refugio en el desierto, en el cual lo mejor que les podía suceder era
morir de sed, pues estábamos en la época más calurosa del año.
Por fin, nuestros exhaustos caballos nos llevaron a Tagasta, donde había
nacido Agustín, el gran padre de la Iglesia. En aquellos momentos, sin
embargo, yo no me detuve a meditar sobre ello, sino que con ojos irritados
por el sol, intentaba descubrir las galeras de Jaireddin en el puerto, las cuales
precisamente se estaban haciendo a la mar; pero los disparos de nuestros
mosquetes y nuestros desesperados gritos, junto con el ondear del estandarte,
indujeron a Jaireddin a enviar una lancha en nuestra busca. Nos recibió con
lágrimas de bienvenida, como un padre, haciendo gala de su inquietud por
nosotros. Pero yo caí sin sentido en cubierta, completamente agotado. Al día
siguiente mi cara se despellejaba y mis miembros estaban como triturados.
Jaireddin me reconfortó.
Confieso de buena gana que ya no tenía prisa alguna por volver a Estambul, y
permanecí algún tiempo en Argel como huésped de Jaireddin. Hasta el
comienzo de los frescos vientos de invierno, precisamente, no me decidí a
emprender el largo viaje de vuelta al hogar.
Prometió perdonarme sin embargo y habló con malicioso placer del ejército
del sultán, el cual después de tres meses de campaña había vuelto a tomar
Tabriz y permanecía allí durante semanas, en la vana esperanza de inducir al
sha Tahmasp a un decisivo encuentro. El sultán había distribuido con
largueza provincias y ciudades a personajes distinguidos que se le
sometieron, y cuando empezó a escasear el alimento para su ejército, ordenó
la marcha de regreso. Pero cuando dejaba, una tras otra, a sus espaldas las
tierras conquistadas, las fuerzas del sha las reconquistaban en un santiamén,
y llevaban su osadía hasta a infligir grandes pérdidas a la retaguardia
otomana. Los heréticos chiítas se regocijaban y purificaban sus mezquitas de
la violación sunita; así, la gran campaña persa se apagó como un cirio.
—¡Alá es Alá! —exclamé, desalentado—. Todas ésas son cosas sin sentido ni
fundamento, bajas calumnias desde el principio hasta el fin. El gran visir me
envió a prevenir a Jaireddin contra las falsas promesas del emperador, pues
Carlos le había ofrecido hacerle rey de África.
Con esto hizo un signo con la mano, y una esclava invisible corrió la cortina
entre nosotros.
Una vez más fueron proclamados al populacho los nombres de las fortalezas y
ciudades capturadas. Una vez más las luminarias se encendieron durante toda
la noche, y el pueblo enronqueció aclamando la vuelta de los espahíes y
jenízaros. Pero esta vez, la alegría era forzada, como si los maléficos
presentimientos hubiesen envenenado el ambiente natural del triunfo.
Además, el ejército había experimentado severas pérdidas en la retirada, por
los persistentes ataques de la caballería persa y el mal tiempo, y muchas
viudas y madres deploraban lastimosamente sus muertes, aunque yo creo que
lo debían de haber hecho en la soledad o entre las cuatro paredes de sus
hogares.
—Querido Mikael, mientras has estado fuera —me dijo— he revuelto tu cofre
de medicamentos buscando un remedio para las molestias de estómago, pues
el jardinero griego está enfermo. Pero no me he atrevido a tocar la droga
africana que trajiste de Túnez, pues me dijiste que una dosis excesiva podría
ser peligrosa. No deseaba perjudicar al hombre por ignorancia.
—Si el reloj está enfermo, el noble gran visir lo está más, pues no hay hombre
en sus cabales que tenga los ojos constantemente puestos en un reloj, como
no sea un relojero, y ni éste pierde el sueño a causa de ello. A menudo, se
levanta de noche para contemplarlo, y de día, en medio de una frase ante el
diván reunido, se detiene y queda mirando al cuadrante. A cada momento
hunde la cabeza entre sus manos diciendo: «¡Mi reloj está perdido! ¡Que Alá
me proteja! ¡Mi reloj no marcha!». ¿Es ésta la forma de expresarse de un
hombre sensato?
Me mostró el sello cuadrado del sultán, que pendía de una cadena de oro
enlazada a su cuello, bajo el floreado caftán. Lancé una exclamación y oprimí
el rostro en tierra una vez más, en veneración a este muy precioso objeto, que
nadie sino el sultán podía usar. El gran visir lo ocultó de nuevo bajo su caftán
y dijo con tono indiferente:
—Con tus propios ojos has visto la ilimitada confianza depositada en mí. Este
sello implica la obediencia incondicional de altos y bajos, en todos los
dominios del sultán. ¿Sabías esto, quizá?
Sonrió con una sonrisa de través, me miró con un rostro crispado y prosiguió:
—Quizá sepas también que el sello cuadrado del sultán abre hasta las puertas
del harén. No hay nada que no pueda hacer, y tan fácilmente como si fuese el
propio Solimán en persona. ¿Entiendes lo que esto significa, Mikael el-Hakim?
—Noble señor, tener demasiada suspicacia es tan malo como una confianza
excesiva —repuse—. Ambas son desastrosas en sus efectos. Deberíamos
buscar, en todas las cosas, el justo medio.
—¿Está esa desagradable mujer tratando, a través de ti, de inducirme una vez
más a una falsa sensación de seguridad, antes de que el rayo caiga? —inquirió
—. ¿Qué saben las mujeres de amistad? Escúchame con atención, Mikael; en
la tierra hay un diablo con figura humana, y es la mujer. Pero sólo tiene un
entendimiento de mujer; juzga el mundo según su propia medida y por ello no
podría nunca comprender por qué me dio el sultán el sello con sus poderes
soberanos. Llévale este saludo de mi parte, Mikael. No, en toda su vida, ni en
su fin, jamás podrá conseguir cascar esta nuez; y nada enfurece tanto a una
mujer como el descubrimiento de que entre las relaciones entre hombres y
hombres, hay cosas que la mujer no puede comprender nunca.
Me observó con tal arrogancia y con ojos tan fulgurantes, que no pude por
menos de compararle, en su fatal belleza, a un ángel caído. Con un gesto que
cortó mi intención de contradecirle, prosiguió:
—Quizá sepas que la pasada noche cené con el sultán, pues cuanto más
veneno vierten en su oído, tanto más anhela tenerme a su lado para vigilar
mis pensamientos y escudriñar mi rostro. Escogí adecuadamente la mejor
fruta de la fuente para él. La mondó y la comió y apenas había transcurrido
un cuarto de hora, cuando se quejó de tales dolores de estómago que creí que
iba a morir al punto. Pensó que yo le había envenenado. Exhausto por los
eméticos que le suministraron los médicos, se dio no obstante cuenta de que
viviría, y mirándome intensamente a los ojos, me tendió su sello personal, con
cuyo acto pensaba sin lugar a dudas ligarme a él para evitar que le hiciera
daño. Ningún extraño podría comprender esta acción, pero desde nuestra
adolescencia, he compartido su alimento, dormido bajo el mismo techo y sido
su más íntimo amigo, hasta que esa mujer fatal le indujo a cerrarme su
corazón. Tú hablaste de demasiada suspicacia, y de ello también me he
reprochado. Pero cuando con el sudor del espanto veía que había sido
envenenado, supe que esa maldita rusa había puesto, por arte de brujería, la
fruta en mi mano, para que las sospechas recayesen sobre mí. Roxelana no es
tonta. Era sólo esa fruta, pues yo comí de las otras, y ordené a los esclavos
que comiesen el resto; ninguno de nosotros sintió el menor malestar. Sí; sólo
la fruta escogida por mí contenía veneno. ¿Puedes imaginar algo más
diabólico que esto?
—¡Ah, me traes una medicina calmante, Mikael el-Hakim! ¡Este era, pues, el
objeto de tu visita! Cuando negaste a Cristo, lo hiciste por salvar tu miserable
vida. En esta ocasión, no dudo que te habrán ofrecido más de treinta monedas
de plata. Ya ves que conozco las Escrituras cristianas:
—¡Mikael el-Hakim! Tan seguro como estoy de que había veneno en la fruta
que comió el sultán, asimismo lo estoy de que eres un traidor. Sólo quiero
saber la verdad. Ni siquiera la rusa podrá pagarte como yo puedo hacerlo.
Dime la verdad sin ambages ni rodeos, completa, total, y podrás llevarte este
tesoro contigo. No temas ahora nada; no hay ningún mudo escondido tras la
cortina. Estamos solos los dos, tú con tu traición, yo con mis sufrimientos.
Pero ya nada me importa. Tan sólo es la verdad la que puede llevar algún
consuelo a mi espíritu aplastado, aliviar mi agobiada mente. Te lo juro. Todo
esto es tuyo sin temor alguno, y aun puedo disponer para ti la más rápida
galera y cien jenízaros del mar, para que te traslades a donde quieras. Pero, a
cambio, ten piedad, Mikael, y dime toda la verdad, sin ocultarme nada.
—Si verdaderamente eres leal, eres también en verdad más simple de lo que
pensaba. En el mundo de la política, la lealtad es una forma de imbecilidad.
—En ese caso, somos dos zoquetes en la misma barca. Tú eres tan tonto como
yo, pues llevas el sello personal del sultán y no lo usas para salvarte.
La mirada que me dirigió entonces no dejaba lugar a dudas sobre la lucha que
se desataba en su espíritu. Su rostro estaba pálido y sus ojos parecían
empañados. Con voz apagada, dijo:
—¿Por qué, por qué permaneces a mi lado? ¿Es que acaso te sientes obligado
por gratitud? No creo que sea esto, pues no hay criatura más desagradecida
que el hombre, quien, al contrario de las bestias, odia a su bienhechor. Dime
por qué no me abandonas ahora; qué razón hay para que no desertes.
Besé su mano con veneración, me senté con las piernas cruzadas ante él y
apoyando la frente en mi mano pensé sobre mí mismo y sobre mi vida, y sobre
todo cuanto podía pensar, reconcentrado en una larga pausa silenciosa.
Luego, dije:
—No es fácil responder a la pregunta. Debe de ser por el amor que te tengo,
noble señor. No a causa de tus presentes, sino porque a veces me has hablado
y tratado como a un ser racional. Te amo por tu belleza, tu inteligencia, tu
valor y gallardía, tus dudas y tu sabiduría. Raramente se ve una persona igual
a ti en la tierra. Es verdad, sin embargo, que también tienes tus faltas. Por
ejemplo, estás celoso de tu poder, eres manirroto, blasfemo y algunas otras
cosas que la gente te reprocha. Pero nada de esto cambia mis sentimientos
por ti. Además, nadie te odia por tus faltas humanas, gran visir Ibrahim,
aunque gustan de hablar de ellas y exagerarlas para justificarse a sí mismos y
a sus prójimos del odio que te tienen, y el cual sólo nace del motivo de que tú
estés situado muy por encima de todos los hombres; esto es lo que las almas
mediocres no pueden soportar, pues en cada uno de nosotros se esconde el
latente deseo de sobrepasar a los demás. De esto sí que estoy seguro. Quizá
te amo más por tus elevados propósitos y motivos, y porque no has sido
deliberadamente cruel con nadie. Gracias a ti, nadie es perseguido a causa de
su fe en los dominios del sultán, bien sea cristiano o judío. ¿Te asombras de
que los hombres te odien, gran visir Ibrahim…? Pero yo te amo a causa de
todas esas cosas.
En camino hacia la orilla del mar, Mustafá ben-Nakir miró en torno suyo y
preguntó:
Le repliqué, algo impaciente, que sabía poco de él, porque desde nuestro
retorno de Túnez se había dejado crecer el pelo, andaba descalzo y se pasaba
los días entre derviches contemplando sus artes mágicas y escuchando los
desvergonzados cuentos con los que embaucaban a las mujeres crédulas para
sacarles el dinero. De todas maneras, le llamé y emergió de la cabaña del
bote, a regañadientes y royendo un hueso.
—Ya ves que no tengo ninguna piel de león sobre mis espaldas. Pero mi deseo
es realmente buscar a Dios en las cimas de los montes y en el desierto. ¿Cómo
has podido adivinar mis pensamientos, que no he confiado siquiera a los
derviches?
Mustafá ben-Nakir estaba tan asombrado, que tocó pecho y tierra con las
yemas de los dedos a los pies de Andy.
—En verdad —dijo—, que Alá es grande, y maravillosos son sus caminos. Esto
es lo último que habría esperado. Dime qué te ha decidido a seguir la senda
santa.
—Ahora que esta tristeza me ha apresado, veo que el pobre perro era más
sabio que yo; veo, por fin, que llevo la culpa de la maldad del mundo. Aun
cuando miro a un hombre cometiendo una fechoría, y hasta matando, me dijo:
¡La culpa es tuya! ¡Ay! Soy un hombre simple y lo mejor que haré es irme al
desierto y a la cima de las montañas, pues estos nuevos pensamientos míos
parece ser que irritan mucho a otras personas, y creo que nunca iré de nuevo
a la guerra; si lo hiciera, sería tan sólo por alguna causa justa y buena.
—Te puedo ofrecer una causa de ese género en este momento —dijo Mustafá
ben-Nakir, con vehemencia—. Pero, por ahora, lo que has de hacer es aguzar
bien el oído para guardarnos a Mikael y a mí de los fisgoneadores. Si alguno
aparece por casualidad, dale la única explicación rápida que corresponde…
Un poema está a punto de nacer en mi corazón.
—Érase una vez un rico y respetable señor, cuyo halconero era un bello
adolescente de su misma edad. El señor se aficionó de una manera por demás
extrema a su servidor, y lo creyó tan honrado, cuan bello era; pero cuando
quiso confiarle la dirección de su casa, el taimado sirviente protestó, diciendo:
»—No es fácil gobernar una mansión tan grande. ¿Quién puede asegurarme
que cualquier día mi señor no se enfade conmigo y me corte la cabeza?
»—¿Yo, enfadarme contigo? Tu amistad es para mí más que las niñas de mis
ojos. Pero como nadie, en efecto, puede predecir lo que en el futuro es dado
acontecer, juro por el Profeta y el Corán, que nunca te despediré o castigaré
por error alguno. Por el contrario, si tal aconteciere, te protegeré y ampararé
con todo el poder que Alá me ha dado. Y así será por todos los días de mi vida.
—¿No es una extraña historia? ¿Qué hubieses hecho, Mikael, en el lugar del
noble señor?
—¡Alá, qué pregunta tan estúpida! Me hubiese apresurado a acudir al muftí, y
pedirle una fatwa para desligarme de mi precipitado juramento. Para eso está
el muftí.
—¿Por qué no hablas, Mikael? ¿Eres tan simple como tu hermano Antar? La
oportunidad se te escurrirá entre los dedos. El muftí ha pedido un plazo hasta
mañana por la noche para considerar la cuestión. Mañana es el idus de
marzo, de acuerdo con el calendario cristiano, cuando se dice que todos los
acontecimientos notables tienen lugar. El tiempo de la acción ha llegado. Los
idus de marzo favorecen a los hombres intrépidos, pero aplastan a los débiles
y vacilantes bajo un talón de hierro.
—Si por acción quieres significar que debo huir, es demasiado tarde. En
ningún caso abandonaré al gran visir en su hora más desesperada, por muy
estúpido y loco que ello pueda parecer a los ojos de los prudentes.
Entre frase y frase, habíamos bebido grandes sorbos del vino que Andy había
traído.
A la luz de la luna que salía entre nubes, vi inclinarse su cabeza hacia mí. Asió
la jarra de vino y bebió también. Luego, dijo rápidamente:
—¡Ah, Mikael, amigo mío! A pesar de que busqué solaz entre las bellas hijas
de Bagdad, ¿cómo hallarlo cuando en ella he aprendido a adorar lo
inasequible? Debo liberarme de ese fantasma, pues mi razón me dice que no
es más que una mujer como otras. Pero tan sólo en sus brazos puedo llegar a
la liberación; lo cual sólo es posible si el sultán Solimán muere y puedo
reclamarla como premio. Todo es así de sencillo. A causa de la cascabelera
risa de una mujer, la diosa de la historia pasará mañana una página en su
gran libro.
—¡No me dejes sola, Mikael! ¿Qué ha ocurrido, y qué quería Mustafá ben-
Nakir? ¿A dónde vas? ¿No me ocultas algo?
Le dije que Mustafá ben-Nakir había bebido al extremo de perder el sentido
mientras componía un poema en honor de cierta elevada señora, pero que yo,
no pudiendo conciliar el sueño, me iba a dar una vuelta a la gran mezquita.
Me dijo que tampoco ella podía dormir, y que la llevase conmigo, pues se iría
al harén a pasar allí la noche charlando. No pude rehusar, aunque sin ningún
placer me senté a su lado, bajo el manto de las estrellas; estaba
verdaderamente sorprendido por mi repentina antipatía y hasta repugnancia,
por su presencia. Tras chocar, casualmente, con ella por el balanceo de la
barca, me percaté de que estaba temblando.
—¡Ah, Mikael! ¿No estarás enfadado conmigo? Era por tu bien. No tenías
buena cara y temí que hubieses enfermado, como el jardinero y el botero. No
podía sospechar que te hiciera daño.
Entré en el palacio del gran visir por una puerta trasera, y Andy quedó de
guardia en la calle. Fui introducido enseguida a presencia del gran visir,
quien estaba en su biblioteca sentado en un cojín y con un pergamino griego
en la mano. Se sonrió placenteramente y dijo:
—Mi reloj retrasa, y por eso no me sorprende en absoluto verte a una hora
tan tardía.
—Todo está a punto, y no tienes más que hacer que llevar el timón de los
acontecimientos. ¡Pega primero! Recuerda que en lo que te concierne, el
sultán no es más que un asesino. Comeréis juntos, y tú eres el más fuerte. No
lleves armas contigo; puedes estrangularlo con la cadena del sello real. Nadie
sospechará, aunque registren cuidadosamente tus vestiduras. Antes que
nada, dale un buen golpe en la sien, para dejarle sin sentido. Obra con
rapidez y valor, y todo irá bien. El dominio del imperio te espera, y quizás el
dominio de todo el mundo.
—Bien, Mikael el-Hakim. Veo que, después de todo, eres un traidor. ¿Pero por
qué no me envenenaste cuando tuviste la oportunidad o cuando menos no me
robaste? Conté el dinero y lo demás, y vi que nada faltaba. Verdaderamente,
las criaturas de Alá son extrañas en su diversidad. ¡Basta, no llores! No
quisiera por nada del mundo causar pena a mi único amigo.
Sospeché que me hacía esta última petición por simple cumplimiento, para
mostrarme que creía en mí, pues en realidad se preocuparía poco de lo que
fuera de sus restos. Pero yo le prometí hacerlo como pedía, y besé sus manos
y hombros en despedida. Así fue mi última entrevista, en vida, con el hombre
más notable y singular de todos cuantos jamás conocí; un hombre más grande
que el mismo emperador, o que el sultán.
—Es Ramadán, mi querido Andy —le dije—. Vamos a la gran mezquita a orar.
—Quiero hablarte seriamente —le dije a Andy—, así que te ruego que no me
interrumpas con preguntas estúpidas. Mañana, o pasado, o a más tardar en el
plazo de tres días, seré hombre muerto. Como soy esclavo del sultán, mi casa
y todas mis pertenencias vuelven a él, aunque debido al favor de que goza
Giulia, es seguro que consiga algún trato especial. Ella es una mujer libre, y
tú, Andy, eres un hombre libre también. Tienes tu parte en los diamantes de
Muley-Hassan que me confiaste y te quedarás con mi parte también, como es
mi deseo. Nadie sabe nada de estas piedras. Las tengo a buen recaudo, pero
pienso que de todas maneras no están seguras en casa, así que vamos a
aprovechar este momento para enterrarlas en el jardín. Después de mi
muerte, y tras el registro que aquí se hará, una vez que yo haya sido olvidado,
y de ello no pasará más de una semana, pues conozco el serrallo, desentierra
las piedras y vende las más pequeñas a un judío cuyo nombre te daré. Lo
mejor que puedes hacer entonces es dirigirte a Egipto y ponerte, en mi
nombre, bajo la protección del buen eunuco Solimán. Luego, puedes viajar
con él a la India, o si así lo aconseja, volver a Venecia y a las comarcas
cristianas. Lo mejor que puedes hacer, además, es abandonar esta casa
mañana temprano, y quedarte por el momento entre los derviches, pues los
musulmanes tratan bien a sus santos hombres y otros excéntricos no
persiguiéndolos.
Le reprendí, tanto con palabras rudas como con suaves y amables. Pero se
mantuvo en su terquedad, y no pude hacer más sino agradecerle
irritadamente su amistad, tras lo cual fuimos ambos a enterrar los diamantes.
—El gran visir se ha condenado a sí mismo —dijo por fin—. Todo el mundo
puede equivocarse. Pero ahora, tanto tu cuello como el mío están en peligro, y
nadie nos agradecerá que sigamos como corderos a Ibrahim en su muerte.
Salvemos el pellejo y purifiquémonos de las sospechas y las acusaciones,
testimoniando contra él. Con esto, no le perjudicaremos más, puesto que el
sultán ya ha pronunciado su sentencia, habiendo apelado al muftí.
—¿Cómo puedes estar seguro de que soy diabólico? ¿Cómo puedes saber que
no soy el juez incorruptible que tienes dentro de ti, Mikael el-Hakim?
Giulia entró en la habitación con grandes prisas. En aquel momento, venía del
serrallo. Se destapó el velo, mostrando un rostro reluciente de excitación y los
ojos iluminados con el fulgor de un triunfo secreto.
—Cierta elevada persona tiene en el corazón los poemas que has grabado en
los troncos de los plátanos del patio de los jenízaros, y los que enviaste con
los mercaderes de Basora. Se ríe con tus poemas, pero está halagada de tu
atención, y puede ser que sienta curiosidad por ver tu rostro una vez más.
Esta noche, te favorecerá con una entrevista de la cual nadie debe saber.
Quizá querrá permitirte que le leas tus poemas, pues se dice que durante las
noches de Ramadán, las mujeres están llenas de antojos. Apresúrate a los
baños, Mustafá ben-Nakir, y haz que te unjan con fragantes óleos. A la puesta
del sol, e inmediatamente después de la hora de las plegarias, la puerta
prohibida se abrirá ante ti, y ¿quién sabe lo que una noche de Ramadán oculta
tras su celosía?
—Aun cuando fuese un hombre muerto, ella es y será siempre la única mujer
para mí en el mundo. Quizá sea un lazo tendido, pero quizá también, cuando
oiga lo que he de decirle, cambie de forma de pensar. ¡Ah, Mikael! Sería bien
loco de no aprovechar la oportunidad que me ha sido brindada. Hace un
instante, o poco menos, estaba dispuesto a derrocar el imperio, y hasta
hubiera derrumbado el mundo, sólo por tocarla. Si he de morir, lo haré
contento, una vez que haya desflorado la ilusión de que sólo por lo
inasequible merece la pena el esfuerzo.
Con una esperanzadora sonrisa, se atusó las guías de los bigotes y miró con
complacida admiración mi turbante, los aretes de mis orejas y la botonadura
de mi caftán. No había más que hacer sino derramar bendiciones sobre él y
tenderle una bolsa repleta de aspros.
Yacente en un viejo y usado féretro, estaba menos bello que lo fuera en vida.
Su cuerpo presentaba numerosas heridas, y el lazo había apretado tanto su
cuello, que su rostro estaba ennegrecido. Sus lujosos atavíos habían sido
tirados desordenadamente sobre su cuerpo desnudo, y el portero estaba
recogiéndolos, pues le correspondían como pagos tradicionales. Me vendió de
buena gana una túnica negra, con la cual envolví el cuerpo para ocultarlo a
las miradas.
No teniendo nada más que perder que mi cabeza, y ello sólo una vez, resolví
ir al extremo en mi desafío a la cólera del sultán. Ordené se empenacharan los
caballos, y se impregnase de fina pimienta sus ojos para que derramasen
copiosas lágrimas, al igual que en los funerales de los sultanes. Animados por
mi intrepidez, dos palafreneros negros se ofrecieron a conducir los animales.
Así, y por nuestra resuelta acción la procesión se movió pronto en el patio,
encabezada por el onbash . Sus cejas estaban juntas, las guías de su bigote
erguidas y manipulaba su bastón de mando como si por lo menos fuese un
subash . Andy y yo caminábamos despacio, inmediatamente detrás del
magnífico furgón improvisado, y nos seguía un pequeño grupo de antiguos
fieles criados de Ibrahim.
Contrariamente, pues, a todo lo previsto, el funeral del gran visir fue digno de
su rango, a pesar del poco tiempo de que dispusimos para organizarlo. Pienso
que la sultana Jurrem nunca se lo hubiese esperado, antes bien habría pagado
de buena gana para que los jenízaros hubiesen profanado y despedazado el
odiado cuerpo en el patio, como ya había sucedido en alguna otra ocasión.
—Querido hermano Andy, tú debes quedarte aquí entre los derviches, y bajo
la protección del piadoso Murad-tseleb . Esta es mi orden expresa. Recuerda
lo que te dije la noche pasada. De ahora en adelante, tu presencia me será
más perjudicial que beneficiosa.
Sólo unas palabras tan secas podían hacer que se apartase de mí y del
peligro. Con el rostro crispado, replicó:
Cuando llegué a casa, con los jenízaros de escolta, no era aún mediodía. La
casa estaba vacía y los esclavos habían huido. Sólo el indio que cuidaba de los
peces estaba sentado al borde del estanque, sumido en meditación. Subí
despacio las escaleras, y me asombré al encontrar a Mirmah muy ocupada en
emborronar páginas y páginas de mi medio terminada traducción del Corán.
Mis más preciosos libros yacían destrozados por los suelos, que estaban
cubiertos de hojas desparramadas. Cuando me vio, puso sus manos detrás, y
me miró fijamente, como desafiadora. Nunca le había pegado, y quizá
pensaba que tampoco ahora lo haría.
—¿Por qué has hecho esto, Mirmah? —le pregunté—. No pensé nunca que
serías tan mala.
—Abajo, en el embarcadero, han dejado algo para ti. Por eso se han escapado
todos. Vete a ver lo que es.
Había visto muchas cosas en mi vida, pero nunca una visión tan cruel y
espeluznante como ésa. No quiero describir todo cuanto se hizo con aquel
cuerpo. No serviría más que para ahuyentar el sueño de mis ojos, aunque
varios años han pasado ya. Sin embargo, hice acopio de todo mi valor, y me
incliné intentando reconstruir los rasgos familiares de Mustafá ben-Nakir. Me
fijé en sus suaves manos coloreadas por la reseda, y sus pulidas uñas
esmaltadas. Mi corazón se detuvo y la sangre se me heló en las venas, pues vi
que, en efecto, era mi amigo quien había vuelto de su visita al serrallo… ¡en
qué estado, Alá! Los eunucos del harén le habían abandonado en mi
embarcadero, después de aplicarle el trato destinado a todo aquel que es
hallado en las habitaciones y recintos prohibidos.
—El sultán se despertó tarde —me contestó con aire ausente— y tras muchas
oraciones ordenó que se llevase todo el oro y plata a la tesorería para acuñar
moneda. Desde ahora en adelante, piensa comer en vajilla de cobre y beber
en cuencos de barro. La ciudad entera ha de vivir con arreglo a la ley del
Corán, según dice él. Toda la tarde se ha pasado estudiando los planos de
Sinán el Constructor para la mayor mezquita jamás proyectada. Habrá de
tener diez alminares, y el sultán dispondrá en ella su tumba.
Hizo una pausa y me miró con sus ojos de diferente color; luego, preguntó con
aire inocente:
—¿No has visto a tu amigo Mustafá ben-Nakir? Él te podrá contar más que yo
sobre los secretos del serrallo.
—Lo sé, lo sé, no necesitas añadir nada. Pero está cayendo la noche y es
tiempo de que me digas algo de ti misma, querida Giulia. Dime qué clase de
mujer eres y por qué nunca te he gustado, por qué siempre me has tratado
así.
—La noche pasada aprendí algo nuevo, Mikael, aunque creo que ya lo
conocía. Y tan sólo por esto he vuelto, pues ahora sé, aunque no puedas
comprenderlo nunca, el exquisito placer que tendré cuando vea el lazo de
seda hundiéndose en torno a tu cuello. Espero que me harás un último favor
luchando contra los mudos a pesar de lo debilucho que eres. Si el sueño es el
hermano de la muerte, entonces, para unos pocos escogidos, el placer
voluptuoso es su hermano gemelo. Esto me lo ha dicho la sultana; mi único
sentimiento es no haberlo sabido antes, aunque a veces, cuando me zurraba
Alberto, me parecía conjeturar algo por el estilo.
—El sol se está poniendo y pronto saldrán las estrellas. Perdóname, pues,
Giulia, por haber destrozado tu vida. No dudo que es en gran parte por mi
culpa que durante nuestra vida común te hayas convertido en una bruja, en
una bestia salvaje incapaz de sentir piedad. En mi locura, pensé que un
profundo amor cálido y el cariño entre dos personas, su mutua estimación y
algún correspondido solaz, es el lote de felicidad que a cada uno nos
corresponde en nuestro horrible aislamiento individual. No te reprocho
porque así no haya sido entre nosotros, Giulia. El error fue mío, y tan sólo a
mí mismo he de reprocharme.
Giulia me miraba con los ojos muy abiertos, sin comprender ni una palabra de
lo que yo decía, como si le estuviese hablando en un idioma desconocido.
Como por mi parte no tenía el menor deseo de darle su último gusto de verme
temblar ante la muerte, hice de tripas corazón, a pesar de que me sentía
sobrecogido en todo mi cuerpo y erguí la cabeza al descender la escalinata
con paso firme, sin más palabras, ni dirigirle siquiera la mirada. Creo sin
embargo que, ya una vez abajo, nunca tartamudeé tanto como cuando en el
nombre del Piadoso y Compasivo rogué respetuosamente al kislar-aga que
fuese rápido en la ejecución de su tarea. Se espabiló de su apacible dormitar,
me miró benignamente y dio una palmada con sus mantecosas manos. Los
tres mudos entraron al instante en la habitación, llevando el primero de ellos
en sus brazos un atado que supuse que contenía el caftán negro de rigor. No
pude menos de sentir curiosidad por el color del lazo de seda. No podía
aspirar al verde, pero aun el encarnado sería una muestra de alto favor,
aunque por el salario que yo percibía, no me correspondía más que el
modesto amarillo.
Pero cuando el mudo desató el lío, me sorprendí al ver tan sólo un ancho saco
de cuero, que extendió sobre el suelo. A una señal del kislar-aga, el mudo
sacó una cuerda de cáñamo, y mientras los otros dos agarraban firmemente a
Alberto de los brazos, enlazó por detrás el cuello del esclavo y le estranguló
tan rápida y diestramente, que Alberto no pudo ni siquiera darse cuenta. Cayó
sin vida, con el rostro hinchado y desencajado, antes de que Giulia pudiese
tampoco darse cuenta de lo que pasaba. Luego, se abalanzó como un gato
salvaje sobre el eunuco, que se arrodillaba para comprobar la muerte, pero
los compañeros del ejecutor conocían su oficio; la apresaron por los brazos,
doblándoselos a la espalda con el fin de paralizar sus movimientos. Ella se
debatió, pataleó, aulló y sacudió la cabeza, con los ojos dilatados y
centelleantes de cólera. El kislar-aga la observaba de reojo, como
recreándose en su angustia, y me dijo cortésmente:
Con esto, ya tuvo bastante de palabras. Hizo otra señal, el lazo se tendió en
torno a la garganta de Giulia, y se apretó, mientras ella lanzaba un grito
apagado. Volví mi cabeza temblando para no ver apagarse sus ojos con el
soplo de la muerte. Su cuerpo fue atado al de Alberto y ambos fueron metidos
en el saco, el cual fue prestamente cerrado y transportado fuera por los
mudos, quedando yo a solas con el kislar-aga, a quien pregunté asombrado:
—¿Por qué nos dejan solos? Podría tener un arma y atentar contra tu vida en
mi terror de la muerte. ¿Y para qué aplazar lo inevitable, que supongo que ha
sido ya predestinado antes de mi nacimiento, noble kislar-aga?
—Egipto estará muy bien. Debes olvidar tu vida anterior y tomar un nuevo
nombre. Debes también cambiar tu aspecto. Mi barbero te está afeitando
ahora y luego te maquillará el rostro. No te preocupes por las arrugas que
aparecerán como resultado de tal operación, pues volverán a desaparecer al
cabo de pocas semanas. Mañana decretará el sultán la disolución de la orden
de la cual era gran maese Ibrahim. Innumerables derviches buscarán su
refugio en la huida por temor al muftí, y si te disfrazas como uno de ellos no
habrás de temer nada. Ten, sin embargo, presente, que has de hablar lo
menos posible, y trata de pasar inadvertido y cuidar de tu comportamiento,
pues de lo contrario la sultana Jurrem no te lo perdonaría.
—¡Noble kislar-aga! Tan sólo los mudos nos han visto, y el sultán no se
enteraría de lo ocurrido ni en el caso de mi muerte, que sólo en tu mano está.
¿Cuál es pues el motivo por el que me perdonas la vida? Te tenía por un
hombre habitualmente sagaz, sí. ¿Tiene tu acción algo que ver con ello?
—¡Ay, pero qué dices! ¿No sabes que debido a las extravagancias de mi mujer
soy más pobre que una rata? No me queda más que mi casa y su mobiliario; te
los doy de buena gana.
—Recuerda que estás muerto. Tu mujer también está muerta, por lo que tu
bella hija Mirmah es tu única heredera legal. ¿Cómo puedes ser tan miserable
como para tratar de engañar al hombre que te ha salvado la vida?
Mientras estaba yo devanándome los sesos para averiguar en qué forma podía
satisfacer al rapaz kislar-aga, mi propio sordomudo entró en la habitación.
Con un revoloteo de dedos, me pidió perdón por haber aparecido sin ser
llamado, y luego me siguió diciendo que le acompañase a los sótanos.
—¡El castigo de Alá cae sobre la ciudad! ¡Es un temblor de tierra! ¡Salgamos
de aquí antes de ser aprisionados como ratas entre las ruinas!
También yo estaba espantado, pero por lo que oí, me parecía que era
simplemente una bala de cañón que había chocado contra la casa. Los
jenízaros lanzaban alaridos en el jardín, con toda la fuerza de sus pulmones, y
oliéndome lo que había sucedido, maldije a Andy desde lo más hondo de mi
corazón, pues ni siquiera me dejaba en mis asuntos. Subí rápidamente las
escaleras, saliendo al jardín al ver llamear los mosquetes de los jenízaros. El
ruido de los estampidos me ensordeció, y vi a una docena de derviches
enloquecidos por el vino y el opio, los cuales aullaban y daban vueltas como
peonzas, blandiendo cimitarras y descabezando los rosales. Corrí en busca de
Andy para clamar contra tanta estupidez, con el kislar-aga tras de mí, el cual
temblaba y entorpecía mis pasos asiéndome convulsivamente por los pliegues
de mi caftán. Como muchos eunucos en estas circunstancias de tumulto y
disparos, tenía un paroxismo de terror. Andy obedeció y dio unos pasos
adelante con los ojos fijos sobre mí, y preguntando:
—La voz es de Jacob, ¿pero dónde está el velludo pecho de Esaú? Me parece
en efecto oír la voz de mi hermano Mikael, aunque vine sólo para hacerme
cargo de su cadáver.
Solimán el Eunuco se acarició la papada y sus ojos eran como filos agudos,
mientras contemplaba al lloroso derviche. Por fin, una sonrisa iluminó su
ancho rostro de luna.
F I N
MIKA WALTARI (Helsinki, Finlandia, 19 de septiembre de 1908 — ibídem, 26
de agosto de 1979). Es el escritor finlandés más conocido internacionalmente,
sobre todo por sus novelas históricas escritas durante la segunda postguerra,
que se han convertido en verdaderos éxitos de ventas y han sido traducidas a
casi todos los idiomas del mundo. Sus novelas y relatos de los años veinte y
treinta son también contribuciones igualmente significativas, que enriquecen
la prosa finlandesa con un nuevo género que se centra en la actualidad de los
contenidos y del lenguaje y busca interpretar la atmósfera y el ambiente
urbano del momento.
[3] Tanto sang dieu como Donnerweter son interjecciones irreverentes. (N. del
T.) <<