Aventuras en Oriente de Mikael Karvajalka Mika Waltari

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El

aventurero Mikael Karvajalka y su amigo Andy abandonan Venecia para


emprender una peregrinación por mar a Tierra Santa que no tardará en
convertirse en una sucesión de tronar de cañones, asaltos piratas, luchas
cuerpo a cuerpo y todo tipo de arriesgados lances. Cautivos de las fuerzas de
Solimán el Magnífico, los dos protagonistas se verán obligados a renunciar a
su fe y abrazar el islam para salvar la vida, mientras los seguidores de la cruz
y los de la media luna luchan encarnizadamente por el control del
Mediterráneo.

En Aventuras en oriente de Mikael Karvajalka Mika Waltari ofrece un amplio


panorama de los conflictos culturales, sociales y políticos que asolaron el
Mediterráneo durante el siglo XVI. Si en Vida del aventurero Mikael
Karvajalka trazó una completa imagen de la Europa de esa época, en esta
novela retoma al mismo protagonista para trasladarnos a Argel, Egipto,
Estambul y Bagdad durante el reinado de Solimán el Magnífico.
Mika Waltari

Aventuras en oriente de Mikael Karvajalka

ePub r1.1

Titivillus 09.07.2021
Título original: Mikael Hakim

Mika Waltari, 1979

Traducción: Vicente de Artadi

Ilustración cubierta: Harén en el quiosco de Jean-Leon Gerome

Retoque de cubierta: Titivillus

Editor digital: Titivillus

Informes de erratas: josera52, maregeo

ePub base r2.1


Capítulo Primero Mikael el peregrino

Una decisión tomada un día lleva la paz al espíritu del hombre y desahoga su
alma. Con mi hermano Andy y mi perro Rael , volví la espalda a Roma y a toda
la cristiandad, emprendiendo el camino a Tierra Santa para expiación de mis
pecados.

Y así, cuando libre como un pájaro me hallé en la gran plaza de esta ciudad de
maravillas que es Venecia, me parecía haber irrumpido del abismo oscuro de
una tumba, brotando a una nueva vida. Las visiones y los hedores de la
carnicería y de la peste en el sitio de Roma eran jirones de niebla en mi
espíritu. Todo mi cuerpo respiraba profundamente el aire del mar, y mis
ávidos ojos saturaban su retina en la contemplación de la muchedumbre de
turcos, moros, judíos y negros que discurrían libremente a mi alrededor,
embutidos en sus variadas vestiduras. Me parecía que estaba a las puertas del
fabuloso Oriente, embargado por el deseo irresistible de conocer esas
extrañas gentes y de visitar las comarcas de las cuales venían los soberbios
navíos que, ondeando el estandarte del León de San Marcos, entraban en la
ciudad.

Ni Andy ni yo teníamos nada que temer de los oficiales de la ilustre


República, y podíamos detenernos, caminar y viajar a nuestro antojo. Yo había
obtenido de un pícaro veneciano, y mediante un precio exorbitante, un pase,
el cual estaba provisto de su correspondiente sello notarial. Desde que tuve la
certeza de que nadie por allí estaba al tanto de lo que ocurría en un lugar tan
remoto y vago como mi nativa Finlandia, no tuve inconveniente en dar mi
verdadero nombre finés de Mikael Karvajalka. Éste figuraba estampado en el
documento como Mikael Carvajal, por cuya razón podía sostener que era
español de nacimiento, aun cuando hice constar expresamente en él que
había pertenecido a la corte del rey de Dinamarca, así como rendido útiles
servicios a la Señoría de Venecia en ocasión del saqueo de Roma en aquel
verano de 1527.

Pronto me di cuenta de que ni una vida entera sería suficiente para ver y
admirar en Venecia todo cuanto era digno de ello, a pesar de que hubiese
deseado quedarme el tiempo necesario para dedicarme a la adoración en
cada una de sus iglesias. Pero la ciudad ofrecía muchas y poderosas
tentaciones, y por ello emprendí la búsqueda de un buque que nos trasladara
a Tierra Santa. No tardé mucho en encontrarlo, bajo la forma de un hombre
de nariz ganchuda con quien trabé conversación en el puerto. Aplaudió
calurosamente mi intención y me dijo que estaba de suerte, pues había
llegado a Venecia en un buen momento para poder realizar mi proyecto. Un
importante convoy, bajo la protección de las galeras de guerra venecianas,
zarparía en breve para Chipre, y era más que probable que un buque con
peregrinos tuviese un puesto reservado en él.

—Es la mejor estación del año para realizar felizmente tal empresa —me
aseguró—. Tendréis un viento constante y no habréis de temer las tormentas.
Poderosas galeras que cuentan con muchos cañones protegerán en su viaje a
los buques mercantes contra los piratas infieles, los cuales son una continua
amenaza para los navíos pequeños. Además, y en estos tiempos revueltos e
impíos, son pocos los que emprenden tan santa peregrinación, y así no os
encontraréis hacinados a bordo, donde por lo demás podréis obtener a precio
razonable una sana y variada alimentación, por lo que no es preciso que los
viajeros se preocupen de aprovisionarse de antemano. Una vez en Tierra
Santa, diversos agentes contratan el viaje desde la costa hasta Jerusalén, en
las mejores condiciones, y las credenciales que es preciso comprar en la Casa
Turca salvaguardan al peregrino de toda molestia.

Cuando le pregunté en cuánto estimaba aproximadamente el precio del


pasaje, me miró, y con los labios temblorosos y tendiendo sus manos a toda
prisa dijo:

—Maese Mikael, es Dios a buen seguro quien ha determinado nuestro


encuentro. La verdad sea dicha, esta amable ciudad nuestra está llena de
pícaros que se ceban en la ingenuidad de los extranjeros. Yo soy un hombre
devoto, y mi deseo más ferviente es el de emprender también un día esa
peregrinación. Pero como mi pobreza me lo impide, he resuelto dedicar mi
vida al bienestar de otros más afortunados que yo, y facilitar su viaje a los
sagrados lugares, en los cuales Nuestro Señor Jesucristo vivió, sufrió, murió y
resucitó de entre los muertos.

Tras estas palabras, sollozó con amargura, y sentí gran compasión de él.
Reponiéndose con presteza, me miró de hito en hito francamente y dijo:

—Pido tan sólo un ducado por mis servicios. Mediante este desembolso, vos
demostráis la sinceridad de vuestros propósitos, y al propio tiempo os
descargáis de un peso, en cuanto al asunto concierne.

No podía por menos de confiar en él, y me dejé conducir a lo largo del muelle,
donde mi acompañante saludaba a muchos capitanes, mercaderes y oficiales
de Aduana, todos los cuales sonreían al verme en su compañía. Le di su
ducado, manifestándole al propio tiempo que yo no era un hombre rico y que
deseaba un viaje lo más barato posible. Me dio toda clase de seguridades
sobre el particular y comenzó un regateo con el mercader ante el cual nos
habíamos detenido, a quien le compré una capa de peregrino y un rosario
nuevos. Al despedirme de mi nuevo amigo, al lado de mi alojamiento, me
prometió avisarme en cuanto nuestro navío se hallase presto a darse a la vela.

En la fiebre de mi impaciencia, me dediqué a deambular por Venecia, hasta


que una tarde vi aparecer la nariz ganchuda de mi amigo, quien nos urgió a
que nos diésemos prisa a trasladarnos al buque, pues el convoy había de
zarpar el día siguiente, al alba. Andy y yo hicimos en un periquete un
envoltorio con nuestros enseres, y salimos con toda presteza al encuentro de
nuestro buque, que se hallaba anclado en el puerto. Comparándolo con los
grandes mercantes, parecía ridículamente pequeño; pero mi amigo de la nariz
corva me explicó tal anomalía diciéndome que ello era debido a que todo el
espacio a bordo estaba reservado a los peregrinos, no cargándose
mercancías. Un capitán, picado de viruelas, nos recibió cortésmente, y cuando
Andy y yo hubimos contado cada uno dieciocho ducados en su callosa mano
tendida, juró que era tan sólo en consideración a su amigo de la nariz picuda
que nos hacía un precio tan barato.

El sobrecargo nos enseñó nuestras plazas para dormir en la cala, que se


componían de lechos de paja limpia; señalando a un jarro que contenía vino
avinagrado, nos invitó a que hiciésemos los honores correspondientes para
celebrar el alegre día de la partida. La única luz que nos llegaba de un par de
débiles fanales era muy tenue, por lo que a pesar del bullicio que reinaba en
la sentina éramos incapaces de distinguir a nuestros compañeros de viaje más
cercanos.

El amigo de la nariz corva dejó al capitán, con quien se hallaba entretanto


departiendo a un lado, para despedirse de nosotros. Me abrazó calurosamente
y con lacrimosas palabras, a las que mezclaba sus bendiciones, nos deseó un
viaje feliz.

—Señor de Carvajal —dijo—. No me imagino un día más venturoso que aquél


en que os vea de nuevo regresar sano y salvo. Una vez más, dejadme
preveniros que no os confiéis mucho en los extraños, agradeciéndoles sin
embargo cortésmente la buena disposición que manifiesten. Y si tropezáis con
infieles, no dejéis de acordaros de decir estas palabras: «Bismillah irrahman
irrahim ». Retenedlas bien en vuestra memoria, pues es seguro que este
piadoso saludo os granjeará su estima.

Después de haberme besado por última vez en ambas mejillas, trepó por un
lado, agarrando su bolsa mientras lo hacía, y luego se dejó deslizar por la
borda de un bote de remos. No quiero decir nada más sobre este hombre sin
entrañas, cuya memoria es ofensiva para mí. Cuando fueron izadas las
remendadas velas, y en medio de un crujido de maderas y del chapoteo de las
aguas cuyo rumor llenaba la sentina, el buque enfiló el mar, indiferente a la
manera de cómo habíamos sido estafados. Las verdes cúpulas de cobre de las
iglesias venecianas no se habían borrado en la lejanía antes de que ya me
hubiese saltado esta verdad a la vista.

Nuestro cascarón se deslizaba perezosamente, como hundiéndose en la estela


de los grandes mercantes, y no sé por qué, se me representaba como un
ataúd que se hundía; reculaba cada vez más, mientras que de la galera de
guerra —pues la escolta anunciada por el hombre de la nariz ganchuda se
había reducido a una galera— surgían señales conminándola a situarse en el
rumbo y apresurar la marcha. La tripulación se componía de una morralla
andrajosa y ladrona, y de mi conversación con otros peregrinos deduje al
instante que había pagado una suma excesiva por nuestro pasaje, la mitad de
la cual, a no dudarlo, se la había embolsado nuestro buen amigo de la nariz
ganchuda. Entre nosotros había también algunos pobres desgraciados que
acampaban en cubierta, y no habían pagado más que un escudo por el viaje
completo.

Un hombre tendido a proa se revolcaba atenazado por calambres


espasmódicos en todos sus miembros. Una faja de hierro ribeteado ceñía su
cintura, y apresaban sus tobillos pesados grilletes. Un viejo de ojos febriles se
arrastraba a cuatro patas, sobre manos y rodillas, jurando que haría de esta
guisa el viaje desde las costas de Tierra Santa hasta Jerusalén. Nos tuvo en
vela toda la noche con sus alaridos de terror, y se desgañitaba explicando que
había visto ángeles blancos flotando alrededor del buque, los cuales habían
decidido colgarle de una gavia.

El capitán marcado con viruelas no era mal marino. No perdía nunca el


contacto con el convoy, así que cuando cada noche salían las estrellas
podíamos divisar las luces de posición del palo mayor de los demás navíos, los
cuales se ponían a la capa, o anclaban en ocasiones al resguardo de alguna
bahía. Sin embargo, fuimos distanciados y quedamos muy a popa. Cundió la
alarma y prestamente el capitán nos puso a los remos. Nos explicó que sería
un simple ejercicio. Pero en nuestra prestación a esta dura tarea repetidas
veces, sufrieron un desmayo no menos de quince de los cien peregrinos, ya
que en su mayor parte los hombres eran viejos, tullidos o enfermos. En cuanto
a las mujeres, como naturalmente aún servían menos para tales menesteres,
no tomaban parte en ellos.

Entre éstas había una joven que desde el primer día llamó mi atención. Por su
atavío y su graciosa compostura, se distinguía al momento de las demás.
Vestía una túnica de seda, adornada de brocado de plata y perlas, y también
lucía joyas, por lo que excitó mi curiosidad extrañándome de cómo podía
haber caído en medio de una compañía tan andrajosa y mugrienta. Una
sirvienta, gruesa como un tonel, la atendía constantemente. Lo más raro aún
de dicha mujer era que siempre aparecía con un velo cubriéndole el rostro,
manteniendo tapados hasta sus ojos. Al principio presumí que lo hacía por
vanidad, con el fin de proteger su cutis de los ardientes rayos solares; pero
pronto me di cuenta de que conservaba puesto el velo aun después de la caída
del sol. El aspecto de esta dama y las líneas armoniosas de su cuerpo inducían
a suponer que debía de ser muy agraciada, y nada fea de rostro, pues así
como los rayos del sol se filtraban entre las nubes, así el resplandor de su
belleza parecía atravesar el velo. No podía imaginarme qué gravísimo pecado
la había llevado a la peregrinación, induciéndola a ocultar su faz.

Una tarde, justamente a la puesta del sol, vi que se encontraba apoyada en la


barandilla y con el velo alzado. No pude resistir la tentación de aproximarme
a ella, pero al hallarme a su lado volvió a un lado vivamente la cabeza y se
echó de nuevo el velo sobre el rostro, sin que me diese tiempo a ver más que
el delicado óvalo de su mejilla. Me quedé perplejo, mirando sus cabellos,
cuyos rubios bucles estaban apresados por una redecilla, y en mi
contemplación experimentaba una especie de debilidad en las rodillas
sintiéndome a la par atraído por ella como por un poderoso imán.

Luego, y al igual que ella, me entretuve en mirar al mar, cuyos reflejos


metálicos crepusculares tenían un color vinoso, pero notaba la presencia de la
mujer, a la que observaba a hurtadillas, y vi que tras unos instantes volvió la
cabeza hacia mí con gesto algo despectivo, como si esperase que le dirigiera
la palabra. Saqué fuerzas de flaqueza y dije:

—Somos compañeros de viaje que buscamos la misma recompensa. Somos


iguales en el designio de Dios y en la expiación del pecado, por lo que me
atrevo a esperar que no os ofendáis si os hablo. Me consumía la impaciencia
de hacerlo con alguien de mi edad, que resulta ser, por otra parte, tan
diferente a todo ese montón de cochambre.
—Interrumpís mis oraciones, señor de Carvajal —contestó ella en tono de
reproche.

Sin embargo, el rosario que tenía colgando de sus manos fue recogido por sus
gráciles dedos, y se volvió hacia mí del todo. Me alegró que conociera mi
nombre, pues ello demostraba que se había tomado algún interés por mí, pero
dije con humildad:

—No me llaméis así, ya que no soy de noble cuna. En mi verdadero idioma, mi


nombre es simplemente Karvajalka, y pertenecía a mi madre adoptiva, quien
murió hace tiempo. Ella me lo dio por caridad, pues nunca conocí a mis
padres. Pero debo confesar que no me encuentro ahora sin alguna fortuna, y
poseo también cierta educación pues he estudiado y aprendido en varias
universidades. Me causaríais un gran placer llamándome simplemente Mikael
el Peregrino.

—Está bien —asintió cordialmente—. En este caso, vos me llamaréis Giulia,


sin preguntarme sobre el nombre de mi familia o de mi padre, como tampoco
el lugar de mi nacimiento, pues tales preguntas sirven para hacer revivir en
mí penosos recuerdos.

—Giulia, ¿por qué veláis vuestro rostro, cuando el sonido de vuestra voz y el
oro de vuestro cabello sugieren su belleza? —le pregunté—. ¿Es acaso para no
provocar en nosotros, hombres débiles, los pensamientos y deseos que nos
llevan a descarriarnos en sendas prohibidas?

Pareció sumamente disgustada por estas indiscretas palabras, y cual si con


ellas le hubiese inferido una mortal herida, se volvió de espaldas y los sollozos
agitaron su esbelto cuerpo. En mi desmayada angustia, tartamudeé algunas
excusas, asegurándole que no había estado en mi ánimo el disgustarla, y que
me sentía muy apenado por haber sido la causa inconsciente de sus lágrimas.
Se enjugó éstas, se bajó de nuevo el velo y se volvió hacia mí.

—Peregrino Mikael: de la misma manera que un hombre lleva su cruz en las


espaldas y otro cuelga pesados grilletes de sus piernas, así he jurado yo no
mostrar nunca mi rostro en el curso de este viaje. No me pidáis nunca que
alce mi velo, pues este acto no haría otra cosa que aumentar la dura carga
que sobre mí ha puesto Dios desde mi nacimiento.

Dijo estas palabras con tal gravedad que me sentí conmovido al extremo. Sin
poder contenerme, tomé su mano y la besé con respeto, prometiéndole
solemnemente que nunca intentaría que rompiese su voto. Le pedí entonces
que me hiciera compañía para gustar la malvasía de un pequeño barril que yo
había traído a bordo. Tras titubear unos instantes, aceptó por fin, pero a
condición de que su vieja nodriza nos acompañase. Bebimos, todos reunidos,
de mi cubilete de plata que pasó de uno a otro, y al ofrecérselo yo a ella, un
ligero roce de su mano me produjo un estremecimiento. Por su parte me
ofreció algunos dulces envueltos en seda a la manera turca. Quiso darlos
también a mi perro, pero Rael se encontraba muy ocupado persiguiendo
ratas, por las que había tomado gran afición desde el saqueo de Roma. Andy
se unió a nosotros, trabando una animada conversación con la gruesa nodriza,
lo que me produjo una gran satisfacción pues así podía yo dedicarme
exclusivamente a Giulia.

Después de un rato de compañía, la nodriza comenzó a regalar a Andy con


escabrosas historias de curas y frailes, y yo me aventuré a entretener a Giulia
con uno o dos relatos galantes. No pareció ofenderse lo más mínimo por ello,
sino que por el contrario rió de buena gana con su risa argentina, y en los
pasajes tristes, que al amor también alcanzan, más de una vez posó su mano
sobre mi rodilla o mi brazo. Así proseguimos hasta avanzada la noche,
mientras el oscuro mar chapoteaba sordamente y parecía, a veces, quejarse
en torno de nosotros, y el cielo cubierto de innumerables estrellas se cernía
resplandeciente sobre nuestras cabezas.

Andy aprovechó nuestras nuevas relaciones para entretener a la nodriza en el


remiendo de nuestros vestidos y, uniendo nuestras provisiones, la charlatana
costurera tomó enseguida posesión del fogón del buque y cocinó prestamente
para nosotros, pues no era cosa de que por falta de alimentos cayésemos
enfermos al igual que otros muchos peregrinos, que sólo tenían su provisión,
y no escasa, de miseria.

Cuando quedamos solos, Andy, que al parecer me había observado con mucha
atención, me miró fijamente y me dijo en un tono de admonición:

—Mikael, soy un ignorante, y tan simple de espíritu como tú, como ya lo has
hecho notar a menudo. Pero ¿qué sabemos de Giulia y de su compañera? La
conversación de Juana y sus historias están mejor en boca de una encargada
de burdel que en la de una mujer decente; y en cuanto a Giulia, oculta su
rostro de tan siniestra manera que hasta la tripulación se halla inquieta. Así
pues, Mikael, ve con cuidado, no hayas de descubrir un buen día alguna otra
nariz corva bajo el velo.

Sus palabras me lastimaron y no quise oír más de narices corvas, mandándole


a paseo con sus sospechas. Al siguiente día avistamos la punta sur de Morea,
ya ocupada por los turcos. Las condiciones del tiempo y las traidoras
corrientes de aquellas aguas obligaron a nuestro convoy a poner proa con
rumbo al abrigado puerto de la isla de Cerigo, la cual estaba defendida por
una guarnición veneciana. Echamos el ancla en la ensenada, en espera de
vientos favorables. Tan pronto como hicimos esta operación, nuestra galera
de escolta se hizo a la mar en persecución de uno o dos bajeles sospechosos
que habían aparecido en el horizonte, pues en esas aguas los buques piratas
dálmatas y africanos acechaban de continuo. Procedentes de la isla vinieron
botes a remo que acostaron a nuestro buque, los cuales venían tripulados por
vendedores de carne fresca, pan y frutas. El capitán envió su propio bote a la
costa para hacer la aguada, ya que el amarraje del buque al muelle originaba
gastos de puerto que juzgó más prudente ahorrarse.

El hermano Juan, un monje fanático que viajaba en nuestra compañía, nos


aseguró que la isla de Cerigo estaba maldita.

—En esta isla nació de una de las diosas de la idólatra Grecia —dijo.

El capitán de las viruelas confirmó esto y declaró que aún se podían ver en la
isla las ruinas del palacio de Menelao, el desgraciado rey de Esparta. La viuda
de Menelao, Helena, había heredado su fatal belleza de la diosa nacida de la
espuma del mar que besaba la costa. Traicionando el deber conyugal, Helena
se había fugado con un mancebo divinamente hermoso, lo que acarreó la
terrible guerra de Troya. Supe por el capitán que era la diosa Afrodita quien
había nacido en esta isla que los antiguos llamaban Citerea, pero me
resultaba difícil comprender por qué las más amadas de todas las deidades
paganas habían escogido esta isla yerma, rocosa e inaccesible, para lugar de
nacimiento.

Me sentía acuciado por un ardiente e irresistible deseo de desembarcar y


contemplar las reliquias de legendarias deidades, e intentar descubrir si, en
efecto, había algún fundamento en las historias que contaron los antiguos
griegos. Cuando relaté a Giulia todo cuanto pude recordar sobre el
nacimiento de Afrodita, de la manzana de oro de París y del desdichado amor
de Helena, no hallé gran dificultad en persuadirla a que me acompañara. Su
curiosidad se manifestaba más intensa si cabe que mi propia sed de
conocimientos.

Unos marineros nos transportaron, a golpe de remo, en un bote a la cercana


costa, y yo compré un cesto repleto de pan fresco, higos y queso de cabra.
Entiendo muy poco el dialecto de los campesinos, pero cuando un cabrero me
señaló el sendero angosto que serpenteaba hasta lo alto de una colina,
repitiendo al propio tiempo la palabra palaio-polis , comprendí que me estaba
mostrando el camino que llevaba al emplazamiento de la antigua ciudad.
Emprendimos hacia allí nuestra marcha bordeando una torrentera, hasta
alcanzar un recodo de aguas tranquilas, en cuyo ribazo habían sido
construidas varias albercas en los antiguos días. A pesar de que las piedras
estaban carcomidas por el tiempo y que una espesa hierba cubría las ruinas,
pude contar hasta una docena de estas albercas. Tras diez días de viaje y con
la ardiente temperatura, no podíamos haber encontrado cosa más agradable
ni hallazgo más propicio, y Andy y yo nos metimos en el agua al instante,
restregándonos y limpiándonos con la fina arena; las dos mujeres se
desvistieron y se bañaron también en otra alberca, tras una cortina de
matorros, pero podíamos oír a Giulia chapoteando, mientras reía con regocijo
y deleite.

Con la suave brisa murmurante a través de las hojas de fulgurante verdor de


los laureles, y la risa de Giulia sonando en mis oídos, mi fantasía poblaba
estas albercas con las ninfas y faunos de las leyendas y no hubiese
experimentado la menor sorpresa si la propia Afrodita en persona y en el
esplendor de toda su gloria hubiese surgido ante mí de la espesura.

Después que comimos, Andy declaró sentirse amodorrado. Juana le secundo a


la par que, lanzando una mirada de fulgurante hostilidad a la rocosa mole y a
los tupidos pinares de sus laderas, se lamentó de sus maltrechos pies.

Giulia y yo decidimos seguir adelante, y en un ardoroso trepar alcanzamos la


cima. Encontramos allí dos columnas de mármol cuyos capiteles se habían
derrumbado y yacían en tierra semisepultados entre arena y hierba. Detrás,
se hallaban los cimientos de muchos pilares cuadrados y las ruinas de la
puerta de un templo.
Entre las ruinas, y sobre su pedestal marmóreo, una estatua de diosa, de
mayor tamaño que el natural, nos contemplaba en el resplandor de su belleza;
sus miembros armoniosos se hallaban envueltos en el más ligero de los velos.
El templo se había derrumbado alrededor de la diosa, pero ella, inmóvil en su
encanto divino, nos observaba a nosotros, simples mortales, aun después de
mil quinientos veintisiete años del nacimiento de Nuestro Salvador.

Pero yo no estaba pensando en aquellos instantes en mi Salvador ni en las


excelentes resoluciones que me habían movido a emprender esa larga
excursión. Me parecía hallarme transportado a la edad de oro pagana, cuando
los hombres no conocían nada de los tormentos de la duda ni de la angustia
del pecado; ante aquel potente sortilegio, hubiese querido que la tierra me
tragara. Sí; hubiese deseado desaparecer, pero no lo hice. No hice más que
tenderme a descansar sobre la hierba cálida, más suavemente de lo que mi
pluma se desliza al escribir estas líneas. Miré de nuevo a la diosa, miré a
Giulia que estaba a mi lado, y cogiéndola en mis brazos, traté de descubrir su
rostro para que ya en adelante no hubiese ninguna barrera entre nosotros. Mi
atrevimiento estaba determinado por el pensamiento de que Giulia no hubiese
accedido a venir sola conmigo a un lugar tan apartado de no experimentar
iguales ansias en su corazón. No se resistió a mis brazos ni a mis labios, pero
cuando mis manos intentaron levantar el velo, asió mis muñecas con la fuerza
de la desesperación, implorándome que no lo hiciera.

—Mikael, amigo mío, haz lo que te digo. Yo también soy joven, y sólo se vive
una vez. Pero no puedo descubrir mi rostro ante ti, pues esto nos separaría.
¿Por qué no puedes amarme sin verlo, si sabes que te espera toda mi ternura?

No me convencieron sus palabras. Su resistencia aumentó mi obstinación y,


rápidamente y por la fuerza, tiré de su velo y descubrí el rostro. Giulia quedó
como desmayada en mis brazos, con sus dorados bucles sobre mi hombro, y
sus ojos de rizadas pestañas oscuras, cerrados. Sus labios eran como la grana,
y mis caricias habían puesto una suave pincelada de rubor en las mejillas de
su marfileño y ovalado rostro. Yo no podía conjeturar por qué me había
ocultado por tanto tiempo tan sin par belleza. Mas sus ojos permanecían
cerrados, y ahora se los cubría con sus manos, indiferente a mis besos.

¡Ah! Podría haberme contentado ya con esto, pero el demonio de la


obstinación seguía acuciándome. Con alguna brusquedad, conminé a Giulia
para que abriese los ojos. Movió la cabeza violentamente; su deleite parecía
haberse evaporado. Permanecía entre mis brazos, pero semejante a una
muerta, y ni mis más tiernas caricias parecían revivirla. Consternado, la solté
y le rogué con fervor que dejase a sus ojos mirar en los míos, para que leyera
en ellos la intensidad de mi anhelo.

Por fin dijo melancólicamente:

—Entonces todo ha acabado ya entre nosotros, peregrino Mikael, y sea ésta la


última vez que aspire yo al amor. Tú me olvidarás pronto, cuando nuestro
viaje termine. Esperemos que yo te olvide tan fácilmente. Por el amor de Dios,
Mikael, no mires en mis ojos. Son malignos.
Por supuesto, estaba al tanto de la existencia de personas que sin ninguna
mala intención pueden dañar a otras con la mirada, dándoles lo que el vulgo
llama «mal de ojo». Mi maestro, el doctor Paracelso, opinaba que los ojos
malignos podían marchitar el fruto de un árbol. Estaba en el orden de tales
opiniones que mi pobre mujer, Bárbara, fuese decapitada y destinada a la pira
en una ciudad de Alemania a pesar de que era inocente. En mi desesperanza,
había rechazado la evidencia de que se hubiesen confabulado contra ella la
malicia y la superstición, y así atrajo sobre sí el pecado de herejía. Yo no
quería creer ahora que el bello rostro de Giulia estuviese señalado con la
sombra letal de unos ojos malignos, y reí. Quizá mi risa fue algo forzada, a
causa de su mirada; pero cuando le juré que no sentía temor alguno de su
mirada, se puso intensamente pálida y por fin separó sus manos del rostro
mostrándome sus ojos abiertos, claros como las gotas de rocío, que se
miraban en los míos.

Mi sangre se volvió hielo, mi corazón dejó de latir, y me eché hacia atrás


mudo de horror, tan trastornado como ella misma.

Sus ojos, que sin embargo eran bellísimos, ponían ahora un reflejo siniestro
en su rostro, pues eran de diferente color. El ojo izquierdo tenía el intenso
azul del mar, mientras que el derecho era del color de la avellana. Jamás
había visto algo semejante ni oído hablar de ello, y en vano buscaba alguna
explicación natural.

Nos miramos largamente, rostro contra rostro, e instintivamente retrocedí y


fui a sentarme a corta distancia sin dejar de mirarla. Ella se sentó también,
llevando su mano al corazón. Todo mi entusiasmo y fervor parecían haberse
derretido y secado en mi cuerpo, y fríos temblores recorrían mi columna
vertebral. ¡Cuán maléficos planetas debían de haber presidido el día nefasto
de mi nacimiento! La única mujer que antaño amé había sido decapitada y
quemada como bruja, y ahora, esta otra mujer que había cautivado mi
corazón también estaba maldita de Dios y tenía que velar su rostro, que sólo
llevaba el horror y la consternación a quienes lo miraban.

Mi vida estaba condenada; pudiera ser que en mí mismo se hallase escondida


alguna fatal afinidad con eso que llaman brujería, sortilegio o maleficio.
Recordé cómo la presencia de Giulia, desde el primer día que mi atención se
posó en ella, me había atraído como un imán, y ya no podía creer que era
simplemente la poderosa juventud yendo a su encuentro. Mi corazón
sospechaba algún sombrío misterio.

No me encontraba con ánimos para participar a Giulia mis pensamientos.


Después de permanecer unos instantes sentada, con la cabeza caída sobre el
pecho, mientras sus delgados dedos desmenuzaban unas hierbecillas, se
levantó y me dijo con frialdad:

—Bien, Mikael. Has tenido lo que deseabas. Ya es hora de que regresemos.

Comenzó a andar y corrí a unirme a ella, que caminaba con la cabeza erguida.
Sin volverse, me dijo con seco y duro acento:
—Señor Carvajal: confío en que, por vuestro honor, no traicionaréis mi
secreto a la gente ignorante del buque. Aunque la vida me es indiferente, y
aunque mejor valiera para mí y para mi prójimo que estuviese muerta, ahora
debo alcanzar Tierra Santa, y así cumplir la promesa de mi peregrinación. No
desearía que los supersticiosos marineros me arrojasen por la borda.

Así sus muñecas, y volviéndola hacia mí, dije:

—Giulia, no pienses que mi amor hacia ti haya muerto; no es verdad. Sin


embargo, ahora creo que el destino fatal nos unió, pues yo también soy
diferente de los demás, aunque no lleve señal alguna de ello.

—Sois muy amable y cortés —respondió Giulia con ironía—, pero no me son
necesarias tan falsas palabras; vuestros ojos han mostrado claramente el
horror que sentís. Dejadme como si nunca nos hubiésemos encontrado, y no
volviésemos a encontrarnos ya. Esto es lo mejor que podéis hacer por mí… y
por vos.

Sus amargas palabras inundaron mi corazón con una oleada de calor, y me


sentí avergonzado. Para probarme a mí mismo y a ella que nada había
cambiado entre nosotros, la rodeé con mis brazos y la besé. Pero ella estaba
rígida y yo no sentí el mismo tembloroso deleite. Y, sin embargo, era en ese
momento cuando quizá mi abrazo tenía un significado más profundo que
antes, pues ahora ayudaba a una criatura tan indefensa como yo mismo y a la
que quería confortar con todas mis fuerzas en su pavorosa soledad Quizás ella
comprendió mis intenciones, pues atenuando un poco su frialdad, oprimió su
rostro contra mi hombro y rompió en incontenible y silencioso llanto.

Para acostumbrarme a tan insólita belleza, y una vez que se repuso de su


pasajera debilidad, le rogué que alzase sin temor su velo en mi compañía y
que descendiésemos así la montaña, a lo que accedió. Mientras más miraba
su rostro y sus extraños ojos, más extraordinaria y más misteriosa resultaba
la profunda atracción que me ataba a ella, a pesar mío, pues era como si dos
personas caminasen a mi lado y al tomar a una de ellas tocase a ambas. Y así,
sus ojos malignos infiltraban su maleficio hasta mi alma.

Abajo, hallamos en el mismo sitio en que los abandonamos a Andy y Juana,


que dormían profundamente. En el cesto no quedaban más que unos huesos
raídos y las hojas de parra que habían cubierto los alimentos. El sol estaba
declinando; nos dimos prisa en volver al puerto y llamamos al buque para que
nos enviase el bote.

Con el caer de la noche volvió la galera, tras una vana persecución, pero aún
pasaron dos días con sus noches antes de que se levantase viento del noroeste
y estuviésemos en disposición de remar hasta fuera de la ensenada, e izar las
velas luego. Esos dos días los pasé sumido en hondas reflexiones, y mi
arrogante y fría conducta precedente para con los demás dio paso a la
amabilidad y a la bondad. Distribuí medicinas y pan entre mis pobres
compañeros de viaje, e hice cuanto pude por ayudarles cuando se hallaban
llorando y rezando sobre sus endiablados haces de paja, pues yo estaba
siempre en vela, rumiando de continuo los mismos pensamientos sobre Giulia
y sobre mi propia vida. Desde el instante en que vi sus ojos, toda alegría me
había abandonado, y así encontraba un gran alivio ocupándome de los demás,
más que de mí mismo. Pero el arrepentimiento había llegado demasiado
tarde.

Durante el día siguiente al de nuestra partida de Cerigo el viento refrescó, el


mar se agitó y al atardecer el cielo fue cruzado por los rayos de la tempestad.
El buque comenzó a lamentarse en todo su maderamen y a agrietarse luego
de manera que pronto tuvimos que acudir a las bombas todos los hombres
útiles. Con los crujidos y los bandazos del buque, el estallido de sus velas y las
lamentaciones de los mareados, aquello parecía un infierno. Confieso que
tuve miedo y todos mis miembros temblaron en espera, a cada instante, del
momento del naufragio. Pero, a pesar de que nuestro buque estaba medio
podrido y comido por la carcoma, era un vigoroso producto de los astilleros
venecianos, y al romper el día comprobamos que no habíamos sufrido daños
irreparables. Cuando salió el sol e iluminó las espumosas crestas de las olas,
tuvimos harta razón en dar gracias a Dios, prorrumpiendo en cánticos de
alabanza.

Pero, en opinión del capitán, nuestras muestras de regocijo eran prematuras,


y cuando terminaron nuestros salmos y hosannas, nos conminó a que
empuñásemos los remos de nuevo, ya que habíamos perdido contacto con el
convoy.

No había a la vista ni buque ni tierra, pero el capitán manifestó que


procuraría unirnos al convoy si nos afanábamos, sin un momento de respiro,
en los remos.

Habiendo amainado el viento a mediodía aunque el buque navegaba aún por


mar gruesa, el vigía señaló una vela en el horizonte, y para evitar un mal
encuentro, el capitán cambió el rumbo, y todos nosotros impulsamos los
remos sacando fuerzas de flaqueza con el redoblado esfuerzo que otorga el
poder del terror. Pero era ya demasiado tarde, porque, al tiempo que nosotros
habíamos divisado la lejana embarcación, nuestros altos mástiles debían de
haber sido vistos también con ella, pues se acercaba a una velocidad terrible,
con la evidente intención de cortar nuestra huida. Al ver esto, el capitán se
dio a todos los diablos. Juró y blasfemó, y envió a todos los rapaces armadores
venecianos a lo más profundo de los infiernos.

—Apuesto a que ese maldito armatoste no nos desea nada bueno. Si sois
valientes, ya podéis prepararos desde ahora a tomar las armas y seguirme al
combate. Las mujeres y los inútiles, que vayan abajo.

Las piernas me temblaron y el corazón se me contrajo al oír estas palabras, y


dirigí la mirada hacia el pequeño navío enemigo, que cortaba las ondas
espumosas, dirigiéndose ligero hacia nosotros, impulsado por muchos pares
de remos. Ya no se hallaba lejos cuando dos nubes de humo brotaron de su
proa; una bala de culebrina levantó una columna de espuma en el mar, y otra
bala silbó sobre nuestro buque, antes de que el viento nos trajese el sonido de
los disparos.

—Esta batalla está perdida de antemano, pues no tenemos más que una
quincena de hombres útiles entre nosotros —dijo Andy en voz bien alta—. Y
de acuerdo con todas las reglas de la guerra —en tierra es así, y desconozco
las que rigen en el mar— debiéramos deponer las armas y negociar algunos
honrosos términos de paz.

Pero el capitán viruelas le contestó:

—Tengamos confianza en Dios, y esperanza de que la galera de guerra no se


halle lejos y acaso nos busque en estos instantes. Si yo rindiese este buque sin
haber combatido, incurriría en una negra deshonra y la Señoría de la
República movería cielo y tierra para apresarme y colgarme del palo
trinquete; pero si lucho con valor y salgo con vida, la Señoría me rescatará de
la esclavitud. Y si está de Dios que caiga en la batalla contra el infiel, he de
esperar que Él me acoja en su seno; y mi alma, libre de pecado, vuele derecha
al cielo.

El hermano Juan, ronco de terror, blandía un crucifijo de cobre y aullaba:

—¡Dichoso aquel que cae en batalla contra los seguidores del falso profeta,
pues de él será el Reino de los Cielos! ¡Dichoso aquel que muere a manos de
los infieles durante su peregrinación a los Santos Lugares, pues de él será la
gloriosa corona de los mártires! ¡En verdad os digo que esta corona no ha
estado nunca más cerca de nosotros que ahora! ¡Luchemos como valientes y
que el nombre de Nuestro Señor Jesucristo sea nuestro grito de guerra!

Andy se rascó una oreja con aire de duda y metió su puño en la boca de
nuestro único cañón, que estaba cubierto de orín y descuidado al extremo. En
su interior no había otra cosa que algunos restos de antiguos nidos de
gaviotas. El capitán trajo de su cabina una brazada de roñosas espadas que
depositó con estrépito sobre cubierta, mientras la tripulación empuñaba
hoscamente sus picas de hierro. También sacó el capitán un gran arcabuz
para sí, estando habituado a usar tales armas; pero al intentar cargarlo, se dio
cuenta de que la pólvora era inservible, por estar húmeda. El navío
perseguidor se hallaba ya tan cercano a nosotros que podíamos distinguir no
sólo las banderas verdes y encarnadas ondeando en sus mástiles, sino
también los pavorosos turbantes de la tripulación y el refulgir de muchas
afiladas cimitarras.

En este momento, brotaron de él varios disparos. Dos de nuestros hombres


cayeron sobre cubierta, y un tercero se oprimió la muñeca con un alarido de
dolor. Seguidamente, una nube de flechas cayó sobre nosotros y varios
hombres más fueron heridos. Cuando el hermano Juan vio la sangre y oyó los
lamentos de agonía, cayó en un éxtasis de sacro terror; corrió a través de
cubierta, introdujo los faldones de su hábito en el cordón que ceñía su
cintura, exhibiendo sus blancas piernas, y chilló en tono de triunfo:

—¡Ved la sangre de los mártires! ¡En verdad os digo que hoy se hallarán en el
Paraíso, y cerca del trono de Dios, pues no hay joya más preciada que la
corona del martirio!

Otros peregrinos comenzaron a irrumpir también enloquecidos en cubierta,


gritando y blandiendo sus armas, mientras los inválidos no daban tregua a sus
lenguas en temblorosos salmos. Andy me empujó al resguardo del castillo de
cubierta, donde el capitán se unió a nosotros derramando lágrimas y
santiguándose repetidas veces al tiempo que decía:

—Que la Virgen y todos los santos tengan piedad de mí, y que Jesucristo
perdone mis pecados. Conozco ese buque, es de la isla de Jerba, y está
capitaneado por un pirata llamado Torgut, que no concede ni gracia ni cuartel
a los cristianos. Vendamos nuestras vidas tan caras como podamos, hasta la
muerte.

Pero cualquier intento de defensa contra aquel maduro y experimentado


pirata no podía acarrear otra cosa que el consabido e inútil derramamiento de
sangre, por lo que, a una señal dada, los remeros dejaron sus remos y
abandonaron su bajel deslizándose por la borda. Los garfios de abordaje se
asieron a las pasarelas; los dos proyectiles nos alcanzaron a la vez, y los
asaltantes pusieron pie en nuestro barco. Nuestro capitán, como hombre de
honor que era, irrumpió espada en mano al encuentro de las oleadas de
piratas, pero fueron pocos los que le siguieron y cayó con el cráneo
destrozado, antes de que pudiera inferir la menor herida al enemigo. Al ver
este desgraciado y rápido final, sus hombres huyeron, soltando sus picas y
mostrando sus manos en señal de rendición; algunos peregrinos que siguieron
el ejemplo del capitán fueron despedazados tan prestamente como él; pero
merced a esto, alcanzamos algún honor en este desigual choque.

—Nuestra hora ha llegado —dijo Andy—. Las reglas de la guerra requieren


resistencia tan sólo en el caso en que exista alguna posibilidad de éxito. No se
saca nada coceando contra el aguijón. Si es preciso morir, hagámoslo mansa y
humildemente, como cristianos.

Por último, el hermano Juan se lanzó al asalto de los infieles blandiendo su


crucifijo de cobre, pero no le dieron la molestia de usarlo. Uno de ellos se lo
arrancó simplemente de las manos y lo arrojó al mar, lo cual enfureció tanto
al monje que saltó sobre el pirata atacándole con uñas y dientes, pero un
puntapié en el vientre le envió rodando y aullando sobre cubierta. Andy y yo
nos metimos, para más seguridad, en medio de los demás prisioneros,
mientras los piratas se desparramaban por el buque. Su fácil victoria les
había puesto de buen humor y al principio no nos mostraron gran hostilidad.
Pero cuando descubrieron que no transportábamos un cargamento de valor
nos golpearon sin piedad, mientras sus blasfemias en variados idiomas subían
hasta el sol. Para mi asombro, pude comprobar que no eran ni africanos ni
turcos, y que a pesar de sus turbantes, en su mayor parte se componían de
italianos y españoles.

Después de habernos atizado a conciencia, que era para lo único que deberían
tenerla, estos hombres crueles, en medio de variadas burlas y nuevos golpes,
nos despojaron de nuestras vestiduras, dejándonos en paños menores. Nos
aligeraron también de nuestras bolsas y con dedos ágiles y prestos, no sólo
hurgaron nuestra ropa y sus forros sino que examinaron otros rincones de
nuestros cuerpos. Pero en aquellos momentos me tenía sin cuidado mi
perdida hacienda, y sólo sentía temor por mi preciosa vida. Extendieron una
sábana sobre cubierta y allí fueron a parar todas las joyas y el dinero que
encontraron.
Cuando terminaron su vil tarea apareció entre ellos un hombre de tez oscura,
cuyo ancho turbante estaba adornado con un manojo de plumas. Su túnica de
seda estaba cubierta de grueso brocado de plata, y en su mano diestra
portaba una espada corva, cuya empuñadura estaba guarnecida de piedras
preciosas. Al verle, nuestros marineros comenzaron a darse fuertes golpes en
el pecho y a mostrar sus músculos distendidos, pero él apenas se dignó
lanzarles una displicente mirada de soslayo. Sus subordinados le mostraron el
mísero botín y a una señal suya comenzaron a recorrer nuestras filas,
palpando nuestros músculos y examinándonos los dientes, separando
rápidamente de nuestra compañía a los débiles y enfermos. Mientras duró la
inspección, me sentí desmayar y pregunté lo que podía significar aquello. Los
marineros me respondieron:

—Ruega por que encontremos gracia a sus ojos. Llevará consigo los que sean
aptos para empuñar un remo. Los demás, están destinados a morir.

Estaba agarrotado por un pavor tan sobrehumano que mi lengua se secó en


mi boca y ni siquiera pude tartamudear una sola palabra. Pero, justamente en
ese momento, los servidores de este hombre cruel empujaban a Giulia ante sí,
mientras reían y se chanceaban porque traía a Rael en sus brazos. El perro
gruñía mostrando los dientes y saltó violentamente sobre los esbirros cuando
intentaron molestarle, quedando perplejos al ver que un animal tan pequeño
revelara una furia semejante.

La vista y el olor de la carnicería no impresionaron a Rael , que ya las había


visto más gordas en nuestras andanzas, convirtiéndose en un templado
guerrero. Olfateaba ansioso en mi busca y al localizarme se debatió con tanta
violencia en los brazos de Giulia, que ésta no tuvo más remedio que soltarlo.
Rápido como una flecha, vino hasta mí, dio varios saltos y cabriolas y lamió
mis manos en demostración de su contento por hallarme sano y salvo.

El capitán infiel hizo un gesto de impaciencia, y las charlas y las risas


cesaron; también quedaron en silencio los llorosos cautivos, reinando un
repentino e impresionante silencio. El capitán mandó llevar a Giulia ante él, la
despojó de su velo y la miró con gesto de aprobación, pero cuando su mirada
se detuvo en sus ojos se echó atrás con una exclamación y sus hombres
hicieron la señal de los cuernos, con los dedos sobre sus frentes, para indicar
una presencia diabólica.

Incluso los hombres de nuestro propio buque parecieron olvidar su precaria


situación y se amontonaron ante la fila de guardias, empujándose los unos a
los otros y levantando en alto sus puños mientras gritaban:

—¡Dejadnos lanzar por la borda a esa mujer, pues sus ojos malditos han
conducido a nuestro buque el desastre!

Me di cuenta de que hacía tiempo que barruntaban algo. Su rabia era la


palpable demostración de lo que habría acontecido a Giulia, la cual, y a una
orden del jefe de los infieles, fue trasladada al bajel pirata, donde la
introdujeron en una cabina sobre el alcázar. Me sentí revivir plenamente,
aunque sospechaba que, con la esclavitud, le aguardaba toda clase de
sevicias.

Una vez más, el alto comandante extendió su mano, y un gigantesco esclavo,


negro como el azabache, se adelantó; estaba desnudo hasta la cintura y
empuñaba una fulgurante cimitarra. Su señor le señaló a los viejos y débiles,
que cayeron de rodillas, y se volvió de espaldas mirando desdeñosamente al
resto, mientras el negro se aproximaba a los peregrinos y, sin hacer caso de
sus terroríficos gritos, iba separando sus cabezas de los hombros.

A la vista de aquellas cabezas rodando sobre cubierta, y de la sangre saliendo


como surtidores de los cuerpos, me abandonaron las fuerzas y caí también de
rodillas rodeando con mis brazos el cuello de mi perro. Andy permanecía en
pie frente a mí, erguido en toda su poderosa estatura y con las piernas
separadas, y cuando los esbirros le patearon el vientre sin que se conmoviese,
impresionados por su imponente figura y por su temple, le sonrieron y le
apartaron de nosotros. Perdida mi última defensa, y aunque hasta entonces
había conseguido ocultarme tras los demás, llegó mi turno. Impacientes, los
esbirros me levantaron en vilo, poniéndome en pie, y me pellizcaron, con gran
contento en sus miradas. Yo estaba muy delgado desde la peste de Roma, y
como hombre de estudios, no podía competir, naturalmente, en fortaleza
física con los marineros. El comandante levantó su mano en señal de
desaprobación, y dos esbirros me pusieron de nuevo de rodillas para que el
negro me cortara la cabeza.

Cuando Andy se percató de lo que estaba a punto de ocurrir, dio un salto


incontenible hacia delante. El negro se secaba, en una pequeña pausa, el
sudor de la frente, y cuando requirió el arma para descabezarme se encontró
apresado por los poderosos brazos de Andy; en un abrir y cerrar de ojos voló
con arma incluida al mar.

El espectáculo fue tan asombroso que hasta los propios piratas quedaron
boquiabiertos. De pronto, su jefe estalló en una carcajada, y sus seguidores se
golpearon las rodillas y lanzaron alaridos de placer. Ninguno movió un solo
dedo contra Andy. Pero éste no reía; su rostro parecía tallado en madera y me
vigilaba con sus ojos acerados bien abiertos, mientras me decía:

—No me importa que me preserven de la muerte. Deja que muramos juntos,


como buenos cristianos. Siempre hemos caminado en compañía por los más
duros caminos. Quizá, gracias a nuestra buena intención, se digne Dios
perdonarnos nuestros pecados. Debemos esperar lo mejor, ya que esto es
todo cuanto podemos hacer.

Las lágrimas afluyeron a mis ojos ante la grandeza y valor de su acción, pero
respondí:

—Andy, Andy: tú eres buen hermano para mí, pero no tienes ni pizca de
sentido común. Ahora veo bien que eres más simple de lo que siempre pensé.
Deja de hacer el loco y alégrate. Intercederé por ti en el cielo, para que tu
esclavitud entre los infieles no te sea muy pesada.

Al mismo tiempo que le hablaba así para convencerle, yo temblaba, pues mi


corazón no estaba en mis palabras. El cielo me parecía más lejano que en
cualquier otro momento de mi vida pasada, y hubiese deseado cambiar el
puesto que en él me estaba reservado por un mendrugo de pan, a condición
de que me fuese permitido comerlo tranquilamente. Lloré en silencio con más
amargura aún, y luego grité en voz alta, al igual que el Padre Santo de la
Iglesia:

—¡Señor, creo! ¡Ayúdame en mis dudas!

Debería ser puesto en la lista de mis méritos el que hablase en latín, pues de
esta manera mi ruego no haría vacilar la fe simple de Andy. Era la plegaria
más angustiosa que jamás había brotado de mi corazón, pero Dios, en su
gracia celestial, no le dio oídas.

Entretanto, el temible negro trepaba por la borda chorreando agua y con la


cimitarra sujeta entre los dientes. Una vez puso pie firme en cubierta lanzó
una mirada de toro enfurecido, y con los ojos desorbitados, cargó contra
Andy, y le hubiese despanzurrado a buen seguro si el capitán pirata no
hubiese dado una seca orden. Sus esbirros corrieron obedientemente a la
defensa de Andy, y el negro se vio forzado a detenerse, rechinando los dientes
con rabia impotente. Sin duda, para calmarse blandió su arma y se dirigió
hacia mí dispuesto a cercenar mi indefensa cabeza. Pero en este decisivo
instante de mi vida vinieron a mi mente, y de mi mente pasaron
inconteniblemente a mis labios, las palabras que el hombre de la nariz corva
me había enseñado, y de mi garganta salió impetuoso un graznido:

—Bismillah, irrahman, irrahim .

El grito sonó tan convincente que los marineros, asombrados, bajaron sus
armas. Por mi parte no vi nada humorístico en esto pero los impíos
filibusteros rompieron a reír en estrepitosas carcajadas mientras su capitán
venía hacia mí con la sonrisa en los labios y me hablaba en árabe. Sólo pude
responderle moviendo la cabeza negativamente, pero mi perro, que era más
inteligente, se alzó sobre sus patas traseras permaneciendo inmóvil y posando
su mirada en mí y en el capitán alternativamente. El alto señor se inclinó,
cogió al perro en sus brazos y le rascó con suavidad detrás de las orejas.

Sus hombres comenzaron a murmurar entre dientes y a cuchichear, pero su


jefe les impuso silencio diciendo:

—Alah akbar .

Después, y volviéndose hacia mí, me preguntó en un italiano pasable:

—¿Eres por ventura un muslime, ya que puedes invocar el nombre de Alá el


Compasivo?

—¿Qué es un muslime? —quise saber.

—Un muslime es aquél que se somete a la voluntad de Dios me explicó.

—¿Y no me someto yo a la voluntad de Dios? —inquirí.


Me miró benévolamente.

—Si es tu deseo tomar el turbante y convertirte a la verdadera fe —repuso—,


Alá es compasivo y yo no deseo tu pérdida, aunque como prisionero de guerra
te convertirás en mi esclavo, de acuerdo con la Ley del Profeta, loado y
bendecido sea su nombre.

A esto no pude contestar otra cosa que «Loado y bendecido sea su nombre»,
tan profundo era el alivio que sentía al ver que aún podía respirar tranquilo
bajo el ancho cielo, y comer mi pan de cada día. Pero el hermano Juan, que
aún estaba detrás de mí, me pellizcó en la nuca, y a la vez que me aporreaba
luego los ijares, me lanzaba terribles anatemas en voz ronca:

—¡Víbora! Peor que las víboras es tu defección a la fe cristiana por salvar tu


miserable vida. ¡Renegado! ¡Engendro del diablo! Eternamente habrás de
sufrir el fuego del infierno por tu acto. Todos tus demás pecados son borrados
por la sangre de Cristo, pero éste es un pecado contra el Espíritu Santo, un
pecado sin perdón, y ni en el cielo ni en la tierra podrás ya ser perdonado.

Esto, y mucho más y aún peor, derramó aquel monje malévolo sobre mí,
mientras el capitán Torgut —en realidad su nombre era Torgut-reis— pareció
tener ya demasiado. Hizo una señal, y el negro, esgrimiendo su alfanje con
alborozo, barrió de sus hombros la cabeza del hermano Juan, con tal limpieza
que apenas asestado el golpe ya la cabeza rodaba sobre cubierta, con su boca
para siempre vacía de sermones y anatemas. No pude ver en este final del
hermano Juan una muerte muy piadosa, aunque no dudo que en virtud de su
fe ganara la gloriosa corona del martirio. De todas maneras, sentí un gran
alivio ante el repentino cese de su verborrea, ya que sus atroces
imprecaciones me habían dejado temblando de pies a cabeza.

Reanudando su tarea, el despiadado negro descargaba su furia contra los


humildes peregrinos, y con tal celeridad que apenas era separada una cabeza,
otra volaba a unirse a ella en la ensangrentada cubierta. Pero al capitán
Torgut no parecía interesarle esta melancólica actividad y se volvió de
espaldas, cogiendo otra vez a mi perro en sus brazos. Quise lanzarme tras él,
pero Andy, con un movimiento de cabeza, me detuvo.

—¿Has resuelto verdaderamente seguir al profeta, Mikael? —me preguntó—.


¿Has tenido tiempo suficiente para meditar en serio sobre el particular?

No iba a permitir que Andy se convirtiese en mi preceptor. Bastante y de


sobra tenía con las desagradables admoniciones del hermano Juan. Así,
contesté fríamente:

—En casa de mi Padre hay muchas moradas. Hasta el santo apóstol Pedro
negó a su Señor por tres veces antes del canto del gallo. No te consideres,
pues, mejor hombre de lo que él fue; acepta humildemente nuestro común
destino y toma el turbante.

Pero Andy se santiguó con devoción y declaró:


—Está muy lejos de mí el pensamiento de negar mi buena y cristiana fe, para
jurar obediencia y rendir homenaje al falso Profeta. Y, cuando menos, nunca
lo haría como tú, a ojos cerrados. Déjame ver primero qué ganaremos con ello
en resumidas cuentas.

Su terca obstinación me molestó, pero no tenía tiempo para discusiones ya


que el capitán Torgut se había vuelto hacia mí, mientras sus hombres se
dedicaban al saqueo, y nuevamente me dirigió la palabra en italiano:

—Guiar a un descreído al camino recto es un acto que complace a Dios y a mí


me concede mérito ante sus ojos. Por ello contestaré con paciencia a
cualquier pregunta que me hagas, puesto que soy el imán a bordo de mi
propio buque.

Me incliné profundamente con la mano sobre la frente, como había visto


hacer a sus hombres.

—Ante vos, ¡oh, Señor! —le dije—, me encuentro tan desnudo como el día en
que nací. Hace tiempo que perdí mi propio país y ahora que he perdido
también cuanto poseía, y mi fe cristiana, no hay nada que pueda llamar
propio. Tratadme, pues, como a un niño recién nacido a las cuestiones
religiosas, que yo pondré de mi parte lo mejor y me esforzaré en todo para ser
digno de recibir la nueva fe.

—Hablas sabiamente y con sinceridad —me contestó—, y plazca a Dios


Todopoderoso tomar cuenta de este mérito. Pero debes comprender
claramente que la Ley del Profeta no permite que nadie sea convertido
mediante malas artes, o bien por la fuerza. ¿Quieres, pues, renunciar desde
ahora y libremente a toda idolatría y confesar que Alá es el Dios único y que
Mahoma es su Profeta?

Su discurso me dejó asombrado.

—No os entiendo, señor —repuse—; por ser un cristiano, no soy un idólatra.

Mi respuesta pareció ofenderle.

—Hay entre vosotros judíos y cristianos que aceptan las Escrituras, pero
continúan, con su falta de fe, corrompiendo las enseñanzas de Abraham y de
Jesús, separándose así del Dios verdadero —declaró—. Nosotros los
musulmanes reconocemos a Abraham, y a Jesús que fue un hombre santo, y a
María, su madre. Pero no les adoramos como dioses porque el omnipotente,
omnisciente y eterno Dios es uno e indivisible. Por el contrario, los cristianos
pecan gravemente cuando adoran imágenes en sus iglesias, pues no es dado
hacer lo que no es agradable a Dios. Asimismo, los sacerdotes cristianos
beben vino en sus sacrificios, mientras que la Ley del Profeta prohíbe su uso.

Cuando Andy oyó esto, se adelantó y se encaró con el capitán Torgut.

—Quizás es ésta una prueba —le dijo—, ya que mis peores yerros y pecados
han sido siempre el resultado de la inmoderación en la bebida. No puedo
dudar por más tiempo que Dios, en su inescrutable sabiduría, me ha señalado
para la esclavitud entre los seguidores del Profeta, para que no pueda ser
víctima del pecado que me persigue y acosa. No quiero teorizar sobre la
Trinidad, pues esta materia ha estado siempre muy por encima de mi débil
entendimiento; pero si los musulmanes reconocen y acatan al Dios
misericordioso y lleno de gracias, y si vuestro profeta puede realmente
induciros a beber tan sólo agua, opino que, en consecuencia, vuestra fe
merece ser considerada como de un extraordinario mérito.

—¿Quieres en verdad, y libremente, tomar el turbante y someterte a los


deseos de Dios? —le preguntó el capitán Torgut, radiante.

Andy se santiguó y respondió:

—¡Cara o cruz! Si con ello cometo un gran pecado, Dios quiera perdonarme
por mis embotadas entendederas. Pero ¿por qué no he de aceptar el mismo
destino que mi hermano Miguel, que es más sabio que yo?

—Alá está lleno de gracias y misericordia si seguimos su camino —repuso el


capitán Torgut—. Abrirá para vosotros las puertas del paraíso, en el que
discurren numerosos arroyuelos murmurantes. Os dará maravillosas frutas
para vuestro sustento, y vírgenes incomparables os esperan allí. Pero sólo
Dios es paciente y yo tengo algo más que hacer que convertir a mis esclavos.
Repetid rápidamente lo que yo diga y así quedaréis profesados musulmanes.

Repetimos, pues, y como pudimos, las palabras árabes que él pronunció: «Alá
es Alá, y Mahoma es su Profeta», tras lo cual nos recitó la primera sura del
Corán, explicándonos que entre musulmanes no se cerraba ningún trato o se
hacía algún convenio, pacto, consentimiento o avenencia, sin acompañarlo de
esa recitación.

Mientras nos debatíamos con la dificultad de las palabras árabes el negro se


ocupaba en recoger las cabezas destroncadas, que iba metiendo en un saco
de cuero en cuyo interior tiraba también sendos puñados de salmuera, de vez
en cuando. El capitán Torgut nos dijo por fin:

—Ya podéis enrollar el turbante en vuestras cabezas; y de ahora en adelante,


os encontráis bajo la protección de Alá, aunque no seréis del todo buenos
muslimes hasta que no hayáis aprendido el árabe y os familiaricéis con las
enseñanzas del Corán. También la circuncisión es una costumbre que place a
Dios, y con la cual cumplen asimismo, de buen grado, los verdaderos
muslimes.

—Ni una palabra de ello se nos ha dicho hasta ahora —replicó Andy—, y dudo
que el paso que he dado no agríe mi contento por esta causa.

Le dije que se callara, por temor a vejar al alto capitán, y murmuré:

—Un hombre sabio escoge el menor entre dos males. Es evidente, pues, que si
la desagradable circuncisión ha de ser efectuada, es en suma preferible al
descabezamiento. Recuerda que todos los santos hombres de la Biblia fueron
circuncidados, desde el patriarca Abraham hasta el apóstol san Pablo.

Andy admitió que nada tenía que opinar sobre ello.

—Pero mi hombría se revuelve contra esto, y dudo que pueda después mirar a
una mujer decente a la cara —protestó.

A todo esto nuestro buque se iba hundiendo bajo nuestros pies, y nos
trasladamos al navío pirata, que, construido especialmente para corso de
velocidad y combate, estaba lejos de ser espacioso. A cuatro de nuestros
marineros, cuyas vidas fueron perdonadas, les encadenaron a los bancos del
remo, pero Torgut-reis nos mantuvo a su lado mientras se sentaba con las
piernas cruzadas sobre un cojín ante su camarote. La buena disposición que
manifestaba me animó a que le preguntase qué deseaba de nosotros.

—¿Cómo puedo saberlo? —respondió plácidamente—. El destino se halla en


manos de Alá y los días del nacimiento y de la muerte están predestinados.
Eres demasiado endeble para remar y demasiado viejo para convertirte en
eunuco, por lo que serás vendido al mejor postor en el mercado de Jerba. Tu
hermano tiene, sin embargo, poderosos músculos, y de buena gana le
reservaré un puesto en mi tripulación.

—Noble capitán, no me separéis de mi hermano, que es tan débil e indefenso


y que sin protección sería pronto pasto de los lobos —declaró Andy con
gravedad—. Vendednos como jilgueros, emparejados. Así no me veré
constreñido a combatir contra mis hermanos cristianos, lo que me causaría
pena viendo la cruel manera como son tratados.

—No te atrevas a hablar de crueldad —le recriminó el capitán Torgut, con el


rostro ensombrecido—, pues los cristianos tratan a los musulmanes de
manera más salvaje. En su sed inextinguible de sangre, matan a todos, sin
consideración ni respeto al sexo ni a la edad, mientras que yo sólo mato por
necesidad, y separo cuidadosamente a cuantos pueden ser utilizados como
esclavos.

Intervine con el fin de conducir la conversación por más suaves derroteros.

—Ilustre capitán, ¿debo entender que servís al gran sultán? ¿Cómo es,
entonces, que atacáis a los navíos venecianos, si se ha proclamado un tratado
de paz y amistad entre Venecia y la Sublime Puerta?

—Tenéis mucho que aprender todavía —respondió Torgut—. El sultán


otomano rige sobre muchos pueblos y gentes que son incontables. Y muy
numerosos son también los países, ciudades e islas que le pagan tributo con el
fin de estar bajo su protección. Como califa, el sultán es el sol radiante de
todos los musulmanes, como el papa lo es de los cristianos; y así como el papa
gobierna en Roma, Solimán gobierna en la ciudad de Estambul, llamada
Constantinopla por los cristianos. Por tanto, el sultán es señor de las dos
mitades del mundo y la sombra de Alá en la tierra. En toda la extensión de su
poderío, yo le sirvo y acato sus órdenes al pie de la letra; pero directamente,
sólo dependo de la obediencia a Sinán el Judío , gobernador de Jerba, el cual
recibe sus órdenes del gran Jaireddin, a quien los navegantes cristianos han
confundido con su hermano, fallecido ya, Baba-Aroush, al que en su terror
denominaban Barbarroja . En los días del sultán Selim, Baba-Aroush capturó
Argel y el sultán le envió dos galeras de guerra repletas de jenízaros para su
apoyo.

—¿Así pues, sois súbditos del sultán? —insistí, ya que todos aquellos nombres
eran como hebreo para mí.

—No me importunes más con preguntas sin fundamento. Mi señor, Sinán el


Judío , paga tributo al sultán de Túnez; no obstante, el nombre del sultán
Solimán es mencionado cada viernes en las oraciones de todas las mezquitas
de los dominios de Jaireddin. Pero tras la muerte de su hermano, Jaireddin
perdió Argel, y los españoles han construido una sólida fortaleza en la isla,
bloqueando la entrada al puerto. Bien, la Sublime Puerta está lejos de allí, y
por mar nosotros hacemos la guerra a todos los cristianos sin distinción.

Se levantó impaciente y miró al mar. Los esclavos remaban con todas sus
fuerzas. Crujían las cuadernas y el agua hervía en espuma en las amarras.
Nos hallábamos en plena persecución del convoy, pero al caer el sol no lo
habíamos avistado aún. Torgut lanzó salvajes imprecaciones.

—¿Dónde están mis otros buques? —gritó—. Mi alfanje tiene sed de sangre
cristiana.

Nos dirigió a Andy y a mí una mirada tan penetrante y feroz que juzgué más
prudente resguardarme al instante fuera de su vista, entre los fardos y cajas
que se hacinaban en la bodega, arrastrando conmigo a mi hermano. Pero tan
pronto como el carmíneo sol se hundió en el horizonte, el capitán Torgut
pareció recobrar su compostura y envió a los fieles a la oración. Con una voz
áspera y chillona, el hombre lanzó el nombre de Alá a los cuatro puntos
cardinales. El silencio se cernió sobre el navío, las velas fueron plegadas y los
remos sacados del agua. El capitán Torgut se lavó pies, manos y rostro con
agua del mar, y su ejemplo fue seguido por los renegados italianos y la
mayoría de los remeros. Entonces, Torgut extendió una esterilla ante su
tienda, y tras colocar su lanza en el puente en dirección a La Meca, comenzó
como imán a recitar las oraciones en voz alta. Asió su muñeca derecha con la
mano izquierda, cayó de rodillas y oprimió su frente contra la esterilla; hizo
esto varias veces, y sus hombres le imitaron con tanta diligencia como el
reducido espacio les permitía.

Con las palabras extranjeras sonando en mis oídos, me sentí desgraciado,


indefenso y abandonado; oprimí mi frente contra la cubierta y no osé rezar, ni
siquiera en mi corazón, las oraciones que había aprendido en mi niñez. No
podía rezar al dios de los árabes africanos y turcos; ese dios que declaraban
era tan lleno de gracia y misericordia para el creyente.

La noche cayó, pero tras el miedo y las angustias que había pasado, no podía
conciliar el sueño; permanecí tumbado bajo el cielo estrellado, escuchando el
chapoteo del mar al chocar con los mamparos de las sentinas. Los pavorosos
anatemas del hermano Juan tronaban en mi cabeza, y en mi espanto los
repetía todos. No olvidaba ni uno; para mi terror, se habían grabado para
siempre en mi corazón.
Muchos días me había sentido rico y en total regocijo por las bendiciones de
la vida. Creí encontrar en Giulia una amistad cuyo cariño era tan sólo mío, y
yo la anhelaba, aun cuando me esforzaba en vencer mi repugnancia. La
peregrinación emprendida me había liberado de sombras la memoria. Pero
ahora era el más pobre entre los pobres, un esclavo que no poseía nada más
que unos andrajos sobre un cuerpo del que un comprador cualquiera podría
disponer a su antojo. También había perdido a Giulia y no quería ni pensar en
lo que le podía suceder en la cámara de Torgut. El dolor de haberla perdido
era ya suficiente tormento.

Pero todo esto no era nada comparado con mi retractación y mi negativa a


sufrir martirio, al cual los otros peregrinos se habían sometido tan
humildemente. Por primera vez en mi vida, a la edad de veinticinco años y
habiendo salido sano y salvo de infinidad de aventuras y peligros mortales,
había sido enfrentado a una clara elección que no admitía evasión alguna.
Había tomado mi decisión y, para mayor vergüenza, la había tomado sin
dudas de ningún género. De pronto, me encontraba ahora cara a cara
conmigo mismo, y escrutaba mi corazón: «Mikael, de Abo, ciudad de la lejana
Finlandia. ¿Quién eres? ¿Podría no aborrecerte, no apartarme de ti, no
odiarte con una amarga aversión, a ti que a lo largo de tu vida no has hecho ni
dado nada por completo, sino que siempre has vacilado, o te has detenido a
medio camino? Tal vez hayas pensado con sentido común, pero nunca has
tenido la fortaleza bastante para trabajar para el bien. Incluso, en tus
intenciones, has dado mucho que era malo; lo más grave es lo que hoy hiciste,
para lo cual no hay perdón».

Sollocé y traté de defenderme: «Nunca deseé renegar de mi fe; en realidad, lo


hice porque fui forzado a ello».

Pero mi implacable acusador me respondió: «El mismo destino esperaba a los


otros, pero ellos escogieron antes la muerte que la retractación. ¿Era tu apuro
peor que el de los demás? Piensa, Mikael, y mira la verdad a los ojos».

Mis terrores aumentaron; cubierto de sudor, me encaré con la oscuridad y


pregunté: «¿Dónde estás? ¿Quién de nosotros dos es el verdadero Mikael?
¿Tú que me acusas, o yo que aliento y vivo y que a pesar de mi angustia me
lleno de júbilo secreto con el aire de cada respiro, y me inundo también de
alegría cuando el sudor de mi angustia baña mi cuerpo, pues me dice con ello
que la actividad de mis poros es síntoma de vida? Lo confieso; mi más sincera
penitencia que deseaba, mis más profundos pesares y mis más amargas
huellas, desengaños y duras lecciones de la experiencia, se han escurrido de
mí, como el agua del lomo de un pato. Cuando las tormentas pasaban me
sacudía yo mismo, y quedaba tan seco como antes. Tomé el hábito de
peregrino en mi deseo de creer que todos los enigmas habrían de tener su
respuesta junto a la tumba de Nuestro Salvador, en la tierra donde Él nació,
vivió y murió. Deseaba creerlo, porque era grato. Pero ahora que te miro a los
ojos, tú, desconocido Mikael, veo bien que era de ti de quien huía».

El golpe más duro de todos me lo asestó el otro ignoto Mikael al atravesarme


con la mirada, y sólo pude murmurar: «Tienes razón. Nada perdí cuando
negué mi fe, pues para mí no era una fe igual al grano de mostaza sembrado.
Si la hubiese tenido, habría muerto por ella. Mi tosco hábito de peregrino era
una burda mentira. Hasta hoy, toda mi vida no ha sido más que eso: el disfraz
de una mentira. Pero antes preferiría partirme la lengua de una dentellada
que admitirlo, incluso para mí mismo. ¿Por qué pues, entonces, sigo
existiendo?».

Cuando pronuncié estas palabras sentí por primera vez un ligero soplo de paz
en mi alma. El inexorable juez, tan próximo a mí, que parecía fundido
conmigo mismo, me dijo dulcemente: «Al fin hemos alcanzado el núcleo de la
cuestión, mi pobre muchacho. Pero deja que vayamos ahora más allá, si es
posible, y si podemos mantener las riendas. Quizás, y después de todo, creo
que podemos ser amigos. Mira dentro de ti mismo Mikael, y confiésalo. ¿Eres
tan desgraciado en tu corazón como crees?».

Tras estas palabras miré en ese interior vacío y me maravilló encontrar en la


oscuridad un incierto y débil pero glorioso resplandor, que surgía lejano en
las tinieblas, como brotando de la nada. Era el contento del alma porque
había buscado por mí mismo la verdad, purificándome así yo mismo, y estaba
preparándome para comenzar de nuevo desde el principio. Así, respondí con
mansedumbre: «Tienes razón, hombre desconocido que me acompañas. Ahora
que me has desmenuzado, y cimentado de nuevo para el polvo, no me siento
demasiado desgraciado. En realidad jamás conocí un gozo espiritual
semejante, en el que cada pensamiento es posible. Mas ahora, desvalido como
soy, renegado de mi fe, con nada que mirar ante mí sino las cadenas de la
esclavitud, me he reconciliado contigo, y eso me hace feliz. Pero, bien seas
Dios o Satanás, no quiero desafiar el enigma».

El juez invisible se enojó con esto y contestó: «¡Mikael, Mikael! ¿Qué es lo que
conoces de Dios o de Satán?».

Para preservar mi encontrada paz, respondí apresuradamente: «Nada en


verdad; nada, incorruptible Mikael. Pero ¿quién eres tú?».

Él me respondió: «Yo soy. Esto lo sabes, y ya es bastante».

Sus palabras me doblegaron hasta el suelo y me llenaron de tal anegadora


felicidad que pensé que mi corazón reventaría. Lágrimas de gozo inundaron
mis ojos y corrieron por mis mejillas mientras decía: «Tú estás conmigo. Lo sé
y basta. Así sea. El único juez incorruptible de todo cuanto soy y hago tiene su
morada en mi propio corazón, y se halla en la cima de toda comprensión y de
todo conocimiento. Tan veloz como el pensamiento, has respondido a mis
preguntas con una voz que no puede ser ahogada, y que tampoco es ya mi
deseo sofocarla, aunque reconozco que hasta ahora he cerrado mis oídos a
ella».

Aumentó mi alegría al encontrar a mi perro que trepaba suavemente entre


mis brazos. Había roído la correa con la cual Torgut le había atado, y al
encontrarme, lamía y mordisqueaba mis orejas, apretaba su nariz contra mis
mejillas y se revolcaba con largos gemidos de contento. Yo también suspiré
profundamente y me quedé dormido.

Estuvimos de crucero todo el día siguiente, bordeando las aguas costeras,


hasta que divisamos una embarcación similar a la nuestra. Al aproximarnos,
vimos que se trataba de un navío cuyo casco y arboladura habían sido muy
descalabrados por las balas de las culebrinas. Los heridos gritaban y entre los
remeros quedaban pocos con vida; en la cubierta, más de la mitad cayeron en
el combate. El capitán había sido muerto, y su cadáver lanzado al mar. Un
renegado, aterrorizado aún, había tomado el mando. Este hombre se tocaba
ahora la frente, inclinado ante Torgut, y dijo:

—Por el favor de Alá, teníais tres buques bajo vuestro mando, Torgut-reis.

—Allah akbar —respondió Torgut con impaciencia, observando a su alrededor


lo que había ocurrido; y temblando de rabia, se dominó para decir—: Estaba
escrito. ¡Habla!

Parece que cuando la galera separó a Torgut de los otros dos buques, éstos
tropezaron con el convoy y atacaron a un mercante. Pero el estampido de sus
cañones alertó a la galera, la cual forzó su marcha, y uno de los buques
piratas fue triturado.

—Y tú, ¿qué hiciste para ayudarle? —inquirió Torgut, con falaz blandura.

—Señor, temí el abordaje —respondió el renegado con franqueza—, y


escapamos tan rápidamente como lo permitían los remos. Alá es testigo de
que sólo me tenéis a mí y mi presencia de ánimo para agradecerle que se
haya salvado este buque, pues la galera nos persiguió largo trecho,
alcanzándonos con sus temibles disparos. Juzgad vos mismo, por lo que veis lo
duramente que combatimos. No escapamos para rehuir la batalla, sino para ir
en vuestra busca y consultaros qué es lo mejor que se podía hacer.

Torgut no era tonto. Puso buena cara y repitió varias veces «Alá es grande»,
tras lo cual abrazó al asustado renegado y le habló con amabilidad, pues a
pesar de que su más ferviente deseo hubiese sido arrojar a puntapiés por la
borda al renegado, alabó, por el contrario, su habilidad ante todos. Después,
agraciándolo con muchos hermosos presentes, y repartiendo también entre la
tripulación monedas de plata, hizo tender las cadenas de remolque para
dirigirse a la isla de Jerba en la costa africana; tras lo cual se retiró a su
camarote, y por dos días y dos noches permaneció encerrado en él, sin
aparecer ni a las horas de la oración.

Durante este tiempo, los marineros estuvieron también abatidos y temerosos


de la vuelta, pues habían perdido uno de los tres buques y sufrido severos
daños en el otro, no habiendo conseguido nada de provecho, ya que el botín
cogido en el buque de los peregrinos no era digno de mención. Pronto habrían
de hallarse ante Sinán el Judío , el gobernador de Jerba, y darle cuenta del
resultado de la expedición.

En su melancolía, Torgut dejó que Giulia se paseara fuera del camarote y tan
pronto la vi, fui a su encuentro:

—¿Cómo estás Giulia? ¿Te ha ofendido ese repulsivo Torgut? —le pregunté
ansiosamente.
Giulia retiró su mano de la mía.

—No —contestó—. Cuando se hubo asegurado de que yo era virgen, no me


molestó nunca más; por el contrario, se ha comportado conmigo con toda
cortesía y buenas maneras; hasta ha hecho que me preparen sus mismas
comidas.

Solamente a medias pude creerlo, y pregunté de nuevo:

—¿Es verdad lo que dices? ¿No te ha molestado?

Giulia sollozó y dijo:

—Estaba dispuesta a hundirme una daga en el pecho, pues me hallaba muy


confusa, cuando fui llevada a su cámara —explicó—. Él disipó mis temores, sin
embargo, y luego, tuvo mucho cuidado en no insultarme; lo cual es una
muestra de que aun entre los infieles mis ojos causan pavor, aunque había
esperado que, una vez fuera de la cristiandad, no habría tenido que sufrir ya
más de lo que no puedo remediar.

A pesar de que se me quitó un peso de encima, al oír que nada malo le había
ocurrido, me alarmaron sus palabras y en tono de reproche le dije:

—Giulia, Giulia: ¿qué es lo que piensas? ¿Te quejas y lamentas porque ese ser
inhumano haya respetado tu virtud?

Se secó precipitadamente las lágrimas, y sus ojos de diferente color


fulguraron de rabia cuando replicó:

—Como todos los hombres, eres más obtuso de lo que pareces. Si me hubiese
tocado, creo que habría muerto. Lloro porque nunca lo ha intentado, hasta el
punto que cuando está conmigo se vuelve de repente y comienza a mascullar
sus oraciones. Sólo puedo suponer que teme a mis ojos, y su repulsión me
hiere profundamente. Parece que soy inútil hasta para la pasión.

No pude decir nada a esto excepto pensar que estaba fuera de sí ante el
horror de caer en la esclavitud. La consolé lo mejor que pude, diciéndole que
para mí era más querida y deseable, y que sus ojos no me repelían, sino que,
por el contrario, los admiraba más; que igualmente con mayor intensidad
lamentaba mi estupidez en haber vacilado y retrocedido en un momento ya
pasado.

Pareció recobrar la calma, y por fin dijo esperanzadoramente:

—El capitán Torgut espera obtener de mí un buen precio en Jerba, y me dijo


que era a causa de ello que había dejado mi virtud intacta. Pero estas
palabras han debido de ser de mera cortesía, pues si realmente lo hubiese
deseado me habría guardado para sí.

Yo estaba furioso por su irrazonable actitud y aún más enloquecido al pensar


que iba a perderla y tal vez no volvería a verla nunca más. El intenso azul y el
claro marrón brillante de sus ojos era tan encantador que no podía
imaginarme ya cómo pude haberlos temido.

—¡Giulia, Giulia! Sólo los viejos son ricos, y es probable que te compre algún
repulsivo vejestorio de barbas grises. ¿Por qué no puedo tomarte mientras
deseo, si al fin hemos de tener dividida la memoria? Ahora no hay nada entre
nosotros que pueda separarnos; y después, el recuerdo será el eslabón que
nos unirá en nuestra forzosa separación.

Me clavó su mirada con los ojos abiertos llenos de asombro.

—Te permites demasiadas libertades. Si hubieses intentado hacer una cosa


semejante, te habría escupido a la cara.

—Entonces, ¿por qué viniste conmigo en la excursión a aquel apartado lugar?


¿Y por qué te enfadaste tanto cuando la vista de tus ojos trucó en mí las
sensaciones de amante en los sentimientos de hermano?

Giulia movió la cabeza con desdén y suspiró.

—No me comprenderías aunque te estuviese hablando hasta el día del juicio


—se lamentó—. En realidad, esperaba que lo hubieras intentado, y ¿quién
sabe?, quizá lo habrías logrado, pues el lugar estaba desierto y tú eras el más
fuerte. Pero mis ojos te hicieron retroceder. No lo intentaste, Mikael, y esto es
lo que no puedo perdonarte. Espero que sufras aún más amargamente por mi
causa. Mi más caro deseo es que veas a otros pagar sacos de oro por lo que tú
hubieras tenido acaso por nada. Tal vez esto te haga reflexionar al respecto, y
por mucho tiempo.

Me di cuenta de que yo era muy poco entendido en cuestión de lógica


femenina. Se veló el rostro, se levantó y se fue, dejándome sumido en un mar
de confusiones. En su presente actitud y comportamiento me era muy difícil
reconocer a la mujer modesta y juiciosa que conociera.

Pasé la noche mirando a las estrellas que tachonaban el cielo atravesado


intermitentemente por el rocío luminoso de los astros fugaces. El timonel
murmuraba palabras arábigas, y al preguntarle su significado me respondió:

—Mi confianza es Dios, y no el diablo lapidado.

Explicó que Alá usaba las estrellas más pequeñas para arrojarlas contra el
diablo, y que era una buena señal que Alá tuviese a bien mostrarnos su acto al
acercarnos a la isla de Jerba.

La explicación me pareció infantil pero no dije nada; tan solo suspiré,


pensando en la esclavitud que me aguardaba.

Al siguiente día entramos en el puerto de Jerba. Torgut apareció en el puente


para dirigir las oraciones, y toda la tripulación se atavió con sus mejores
vestiduras. Andy y yo dimos un último toque a nuestros turbantes,
aparejándolos firmemente sobre nuestras cabezas. Como no podía hacer nada
más para mi adorno, lavé al perro, a pesar de su enérgica oposición, y le
enrollé con los dedos la rizada cola.

La pequeña y arenosa isla, bañada por un sol de justicia, no presentaba un


aspecto demasiado consolador. Al enfilar las balizas de la boca del puerto,
Torgut ordenó que se disparasen dos arcabuzazos solamente, para señalar así
que el botín había sido exiguo. Divisé la ligera cúpula y el alminar blanco de
la mezquita, un hacinamiento de chozas de adobe, y en un verde montículo, la
amurallada residencia de Sinán el Judío . Pero el gobernador no vino a la
ciudad a nuestro encuentro como lo hubiese hecho si nuestro saludo hubiera
sido con salvas de cañón y ondeando las banderas de la victoria.

Sólo una bandada de harapientos se había agrupado en la playa cuando


entramos en el puerto, que restallaba como una caldera incandescente.

A pesar de nuestras finas vestiduras y de las relucientes armas, por nuestro


continente semejábamos un pequeño grupo de miserables, mientras nos
encaminábamos a través de la senda de herradura que conducía a la kasbah
de Sinán. A nuestra cabeza, caminaba el negro con su cimitarra, llevando a la
espalda el saco repleto de cabezas de cristianos. Tras él, y con las manos
atadas a la espalda, iban los cuatro marineros que habían sido destinados a
las galeras. Andy y yo llevábamos cadenas al cuello, a pesar de haber
aceptado la nueva fe, aunque gracias a esto no nos ataron. En feliz ignorancia
de mi esclavitud y de la Ley del Profeta, mi perro retozaba y olfateaba
ávidamente todos los nuevos olores que salían, muchos, variados y por cierto
no muy agradables, de las guaridas al paso. Luego, venían los esclavos de la
galera, portadores del botín que había sido repartido en muchos envoltorios y
cajas para darle mayor apariencia de la que realmente tenían. Cerraba la
marcha el capitán Torgut con sus hombres, quienes se esforzaban por lanzar
gritos de triunfo. El populacho corría detrás de nosotros, echándonos
bendiciones en nombre de Alá. Sólo los mercaderes permanecían en la puerta
de sus boticas y tenderetes, señalándonos con los pulgares. Giulia se había
adornado con sus mejores atavíos y, velada como de costumbre, montaba un
asno tras Torgut, escoltada por cuatro hombres armados de cimitarras.

Las puertas de la kasbah se abrieron de par en par y a cada lado en lo alto


vimos cabezas humanas secas por el sol, empaladas en postes fijados a la
muralla. Los prisioneros y esclavos, que se habían sentado cansados a la
sombra de la muralla, cuando repararon en esto se levantaron como picados
por serpientes, mirándose los unos a los otros con terror. Torgut, que había
enviado a sus hombres al palacio con el botín, dejó a los demás que esperasen
junto a la fuente.

Andy y yo quedamos solos, y Giulia, apeándose del asno, vino a hacernos


compañía. Para mostrar compasión en nombre de Alá, los hombres de Torgut
que montaban guardia desataron a los marineros permitiéndoles beber de la
fuente. Yo bebí también de una maravillosa copa de bronce labrado que se
hallaba encadenada al brocal, y me maravillé de la calidad excelente del agua,
ignorando que por uno de los mandamientos del Corán debe haber siempre y
en todo lugar agua fresca a disposición del sediento.

Sinán el Judío , no parecía mostrar prisa alguna por vernos, y los hombres de
Torgut esperaban pacientemente acurrucados e inmóviles en la terraza. Andy
estaba asombrado.

—Las costumbres de los guerreros del mar son, con toda evidencia, diferentes
de las de los de tierra —observó—; pues si estos muchachos hubiesen sido
germanos o españoles, harían tenido ante ellos un buen asado al fuego y unos
cuantos barriles al lado; y las jarras de vino pasarían de mano en mano;
estarían armando camorra y jugando a los dados a la sombra de la muralla.

Mientras Andy hablaba, el salvaje negro del capitán Torgut se dirigió a él,
trayendo consigo un italiano como intérprete, quien dijo:

—Massuf el negro está molesto porque le sorprendisteis traidoramente


arrojándole al agua. No ha querido vengarse porque la Ley del Profeta
prohíbe las disputas entre los fieles en la guerra. Pero ahora quiere medir su
fuerza con la vuestra.

Andy no parecía dar crédito a lo que oía.

—¿En verdad desea ese pobre desgraciado luchar conmigo? Dile que soy
demasiado fuerte, y que es mejor para él que se vaya y me deje en paz.

El negro dio varios brincos, sus ojos se desorbitaron y comenzó a insultar a


Andy, a la vez que se golpeaba el ancho pecho y distendía sus poderosos
músculos. Andy, para prevenirle amistosamente sobre su superior fuerza
propia, se levantó de la piedra de molino sobre la cual habíamos estado
sentados y la cogió alzándola sin aparente esfuerzo por encima de su cabeza.
Cuando los hombres de Torgut vieron esto, se acercaron para ver lo que
ocurría. Andy dejó caer la enorme piedra en tierra con un potente empujón.

El negro a su vez, y a costa de un gran esfuerzo, sólo pudo sostener la piedra


en sus brazos, pero sus contorsiones desesperadas no fueron suficientes para
poder levantarla por encima de su cabeza. Sus piernas comenzaron a temblar;
de repente soltó la piedra; y si Andy no se hubiese apartado, habría sido
triturado. Amonestó suavemente al negro, quien no conforme con la prueba,
lanzaba chispas por los ojos.

—Tened cuidado con Massuf —recomendó el italiano—, que ha prometido


arrojaros por encima de la muralla si rehuís el combate. Pero si queréis tener
un encuentro honrado, dice que no se mostrará tan rudo con vos.

Andy se llevó las manos a la cabeza.

—Uno de nosotros tres está loco —dijo—. Pero le prevengo a ese compañero
que si algo le pasa no es culpa mía. Ahora va a tener lo que está buscando.

Se quitó la prenda que le habían dado para proteger su espalda del sol y fue
hacia el negro. Después, sólo pude ver una mezcolanza de brazos y piernas,
hasta que, repentinamente, Andy voló por el aire, para aterrizar sobre su
espalda con tal fuerza que quedó inmóvil y como sin sentido. El negro lanzó
una estrepitosa carcajada que hizo brillar todos sus dientes, pero me pareció
que en su venganza no deseaba a Andy un daño mortal, ni mucho menos.

Viendo yo que Andy seguía tendido y en la misma inmovilidad, me precipité a


él, pero me empujó a un lado, y sentándose me preguntó dónde estaba y qué
había sucedido. Sospeché que hacía comedia y que había dejado ganar al
negro para halagarle Pero Andy se palpó miembros y espalda y dijo:

—Tiene que haber ocurrido algún error, pues por mi vida que no puedo
comprender cómo me encuentro sentado en tierra mientras ese tipo está de
pie, riéndose además.

Se levantó, oscurecido el rostro por el sonrojo, y se dirigió a su adversario


lanzando una especie de bramido, al que siguió el espantoso crujir de huesos
y tendones. De pronto y como por arte de magia, Andy salía de nuevo
despedido al aire y el negro le dobló sobre su espalda. Aquel espectáculo me
horrorizó tanto que por la fuerza de la costumbre me santigüé. Andy se
tambaleaba sobre sus temblorosas piernas y dijo:

—Vuelve la cabeza, Mikael, y no me mires. No comprendo lo que me ha


ocurrido, a menos que haya caído en las garras de Satanás en persona. Pero a
la tercera va la vencida y voy a ver si mis manos pueden aferrarse de alguna
manera al cuerpo aceitoso de ese diablo, aunque tenga que romperle los
huesos.

Una vez más corrió hasta su antagonista, levantando el polvo en su carrera.


Pero el negro le trasteó al parecer sin esfuerzo, y por fin, asiéndole de la
muñeca y pierna comenzó a darle rápidas vueltas. Luego le soltó, y Andy fue
rodando por tierra a alguna distancia y entre una nube de polvo. Cuando
estuve a su lado vi que su espalda sangraba, herida por los guijarros. También
salía sangre de su nariz.

—Calma, Mikael, calma —jadeó con un rostro que desmentía su consejo—. Te


aseguro que le cogí sin contemplaciones; debe tener algún truco para poder
haberse zafado y vencerme.

Quiso volver de nuevo a la pelea, pero el renegado italiano, con talante


conciliador, se dirigió a él.

—Ya es bastante, y hágase la paz sin otros daños —repuso—. Massuf no tiene
nada. Vos no debéis avergonzaros de reconocerle la victoria, pues él es un
renombrado guresh , o sea, luchador. Os ha derribado por tres veces; por lo
tanto, admitid que ha vencido claramente. Reconoce que sois el hombre más
fuerte con quien jamás se ha encontrado.

Andy no estaba aún apaciguado. Sus ojos estaban inyectados en sangre, y


apartando a un lado al renegado se disponía a lanzarse de nuevo contra el
negro, cuando el capitán Torgut apareció a la puerta del palacio y nos ordenó
secamente que terminásemos nuestro ejercicio. Andy tuvo, pues, que tragarse
la rabia, secó la sangre de su rostro y cubrió su flagelada espalda, mientras el
negro erguía la cabeza estirando el cuello como un gallo de pelea y se
paseaba entre el grupo de renegados recibiendo sus alabanzas.
Yo estaba alicaído por lo acontecido a Andy, y trataba de reconfortarme con el
pensamiento de que el viaje por mar no le había sentado bien debilitándose
por la escasa alimentación. Pero tuve poco tiempo para hacer más conjeturas
sobre las causas de nuestra desgracia, pues el capitán Torgut nos ordenó con
palabras rudas y groseras que entrásemos a palacio a la presencia de su
señor Sinán el Judío . Fuimos conducidos a través del edificio a un patio
interior de columnas y que tenía muchos limoneros, así como matas de
arrayanes. Bajo un tejadillo sostenido por pilares, se sentaba Sinán el Judío .
Tenía un solo ojo, una nariz delgada y una barba no muy espesa pero larga.
Llevaba una pluma en el turbante. Era de mediana edad, y su enjuto rostro
era el de un guerrero, a pesar de que, por el momento, se había contentado
en sentarse apaciblemente y con las piernas cruzadas sobre un cojín.

Comenzó por observar a los cuatro pobres marineros pero encontró poco
interés en ellos, y con un desdeñoso ademán en su pulgar, ordenó que se los
llevasen. Fijó entonces sus ojos en Andy y en mí.

—Así pues, habéis tomado el turbante en nombre de Alá el Compasivo —nos


habló en italiano—. Habéis escogido bien, y si probáis vuestra diligencia en la
fe, ello será contado en vuestro mérito y seréis admitidos en el paraíso, el cual
está acariciado por el murmullo de las cristalinas fuentes de agua. Pero —y
nos lanzó una maliciosa sonrisa—, aquí en la tierra sois esclavos, y no os
imaginéis que la Ley del Profeta pueda mejorar vuestra condición en sentido
alguno. Si intentáis huir, vuestros cuerpos serán cortados en trozos, miembro
por miembro, y arrojados a los perros y vuestras cabezas serán clavadas en
los postes sobre las murallas. Ahora, decidme: ¿qué servicios podéis prestar
que os reporten alguna utilidad?

—Con vuestro favor, príncipe y señor de Jerba, soy físico —respondí con
presteza—. Cuando haya aprendido el árabe y adquirido los conocimientos de
los remedios usados en este país, puedo practicar mi especialidad, lo que haré
de buen grado y en servicio de mi señor. Y debo añadir, sin ostentación
alguna, que estoy familiarizado con muchas medicinas y métodos que a buen
seguro son aquí desconocidos.

Sinán el Judío se mesó las barbas y sus ojos brillaron al decir:

—¿Es pues verdad que no buscas escaparte, sino convertirle en un buen


musulmán?

—Pruébame, príncipe —respondí—. No es preciso que sienta el temor al


descuartizamiento, puesto que sufriría una muerte aún más espantosa si
cayese en manos de los cristianos. Ésa es la mejor garantía de mi sinceridad.

Se volvió, pensativo, hacia Andy y le ordenó que se despojara de su capote. A


la vista de los enormes cardenales que habían comenzado a florecer en el
cuerpo de mi hermano, le preguntó quién le había tratado de manera tan
ruda.

—Nadie me ha tratado mal, gran señor —declaró Andy—. Massuf y yo


sostuvimos un pequeño e inocente juego en el patio exterior. Medimos
nuestras fuerzas en una amistosa competición de lucha.
—¡Bismillah, irrahman, irrahim ! —exclamó piadosamente Sinán—. ¡Una
excelente idea! Si tienes un buen instructor y no eres demasiado duro de
mollera puedes ganar grandes sumas como luchador para tu señor. Veamos
cómo andas de entendimiento. Dime: ¿qué es necesario al hombre?

—Bueno y abundante alimento —respondió Andy prontamente—. Quiera el


Dios omnipotente darme un dueño que sea liberal en esto, y le serviré y le
obedeceré fielmente.

Sinán el Judío suspiró, sacudiendo la cabeza.

—Verdaderamente, este hombre es muy simple —comentó—. Aún no debe de


saber que las oraciones y la profesión de fe son las cosas más importantes.
Dime, ¿cuántos son siete y siete?

—Veinticinco —respondió Andy con una mirada cándida.

Sinán el Judío tiró de sus barbas, e invocó a Alá.

—¿Te has querido mofar de mí trayéndome tal individuo? —preguntó al


capitán Torgut—. Arruinaría la casa y el hogar de su dueño y acarrearía los
peores desastres sobre él, a causa de su estupidez. No vale más que un
manojo de cebollas y ni eso, suponiendo que alguien quiera hacer tan mal
negocio.

Sin embargo, se le notaba divertido en el fondo, y propuso a Andy otra


cuestión:

—¿Cuánta distancia hay desde la tierra al cielo?

—Os doy las gracias, señor, por contentaros con tan fáciles problemas —se
congratuló Andy—. No lleva más tiempo el viaje desde la tierra al cielo que el
que se toma un hombre en mover un dedo.

—¿Te propones burlarte de mí, miserable boñiga?

Andy le miró dócilmente.

—¿Cómo podría permitirme burlarme de mi señor y príncipe? —repuso—. Os


es suficiente mover un solo dedo, y en un abrir y cerrar de ojos se desprende
mi cabeza de los hombros. Por eso he dicho que no lleva más tiempo el viaje
de la tierra al cielo que el movimiento de un dedo. Pero yo estaba pensando
en mí mismo, no en vos, pues el tiempo para vos es mucho más largo. ¡Ay!,
infinitamente más largo debería decir.

Sus palabras hicieron brotar una sonrisa en los labios de Sinán, quien cesó en
su ataque.

—¿Y el perro? —preguntó.


Cuando Rael advirtió que Sinán le miraba, meneó la cola y se sentó
alegremente sobre sus patas traseras, habilidad que asombró a Sinán.

—¡Que Alá sea loado! —exclamó—. Llevad el perro a mi harén. Si mis mujeres
lo quieren se lo regalaré a ellas.

Pero Rael gruñó y enseñó los dientes cuando un pequeño y marchito eunuco
fue a cogerle, y sólo cuando se lo ordené yo, quiso el perro seguirle, engañado
por una jugosa costilla de cordero, pero no sin antes lanzarme una mirada
llena de reproche, ante la cual no pude contener las lágrimas.

Mi aflicción estaba aguijoneada por la angustia de ver que Giulia era llevada
ante Sinán, quien le ordenó que se quitara el velo. El capitán Torgut,
alarmado, intervino prestamente:

—¿Por qué empezar por su rostro? Deja lo mejor para el final y examina
primero sus otros encantos. Verás que no te mentí sobre ella. Es tan clara y
bella como la luna, sus pechos son pétalos de rosa, su vientre un cojín de
plata, y sus rodillas parecen talladas en marfil.

Para explicar cómo podía yo entender su conversación, debo decir que a estos
piratas africanos sólo les hermanaba la religión, pues venían de diferentes
países, con su propio idioma en los labios. Sinán era, por su nacimiento, un
judío de Esmirna y el capitán Torgut era hijo de humildes turcos de Anatolia,
mientras que sus hombres eran en su mayor parte italianos y naturales de
Cerdeña y Provenza, así como moros fugitivos de España y renegados de
Portugal. Entre sí, este amasijo heterogéneo hablaba también una jerga
compuesta de todos los idiomas y conocida con el nomine de lengua franca
(ellos se denominaban cristianos francos). Yo había aprendido este lenguaje
mixto durante mi estancia en el buque pirata, lo que no me fue muy difícil por
mi buena disposición para el aprendizaje de idiomas.

Sinán el Judío miró suspicazmente al capitán Torgut.

—¿Por qué dejar su rostro para el final, si realmente es tan claro y bello como
la luna? —quiso saber—. Veo por la expresión de tu mirada que aquí hay algo
sospechoso, y he de saber qué es.

Se acarició la barba con sus delgados dedos y ordenó a Giulia que se


desnudara. Tras unos instantes de duda, ella obedeció, dejando empero el
velo en su rostro. Sinán le dijo que se volviera, y la examinó de frente, por
detrás y de costado. Por fin, declaró desganadamente:

—Es demasiado delgada. Puede ser que le gustara a un joven fogoso, pero un
hombre maduro necesita una almohada más ancha y profunda que la que
forma una joven cuyos miembros son parecidos a alambres, y que además es
tan lisa como una madera estrecha.

—¡En el nombre del Compasivo! —exclamó el capitán Torgut con el rostro


rojo de cólera—. ¿Llamas a esta joven una madera estrecha y lisa? Si es por
avaricia y para desestimar su valor, reduce su precio. Pero te aseguro que no
has visto nada mejor.

—Te ruego que no te excites, Torgut. Admito que la muchacha no carecerá de


méritos cuando se la alimente con una regular y pródiga nutrición de buen
alcuzcuz, de manera que sus pechos se desarrollen hasta que tomen el
tamaño de sazonadas calabazas. Pero, por ahora, el comprador debe ser quien
atienda a su régimen y por ello no me interesa.

A estas palabras, Giulia perdió toda paciencia; se arrancó el velo del rostro y
lo pisoteó furiosa al tiempo que gritaba:

—¡Sinán el Judío ! ¡Eres un hombre despreciable y no quiero soportar tu


insolencia! ¡Mira a mis ojos si te atreves, y verás lo que nunca has visto hasta
ahora!

Sinán el Judío se inclinó hacia delante y miró fijamente al rostro de Giulia con
su único ojo que parecía salir de pronto de su órbita. Su mandíbula se
desencajó, abriéndose su boca, que mostró los dientes podridos, y finalmente
ocultó el rostro en sus manos.

—¿Es un fantasma, una bruja o una jinni ? —tronó—. ¿O es que estoy


soñando? Sus ojos son de diferente color. Uno azul y siniestro; otro castaño y
falso.

Torgut pareció ponerse fuera de sí al oír estas palabras, pero se contuvo.

—No te sientas decepcionado por sus ojos —recomendó—. ¿No te decía que te
había traído un tesoro, tal como nunca has visto? Uno de sus ojos es un zafiro,
y el otro un topacio; y sus dientes son como perlas inmaculadas.

—¿Dijiste un tesoro? —exclamó Sinán, incrédulamente—. No es milagro que


hayas perdido uno de tus buenos buques, a causa de esta mujer de ojos
diabólicos; y tiemblo sólo de imaginar el infortunio que con ella hubieras
traído a mi casa. ¡Alá! Tendré que hacer el sacrificio de la preciosa agua de
rosas para purificar el recinto y las puertas. ¿Y llamas a esa mujer un tesoro?

Cuando Torgut vio desvanecida su última esperanza, temblaron sus labios y


sus ojos se humedecieron, pero se repuso y dijo resueltamente:

—Sea. Mandaré que le saquen uno de los dos ojos, y así nadie se ofenderá,
aunque dudo si conseguiré un buen precio en el mercado por una mujer
tuerta.

Mi angustia por Giulia se hizo más penetrante al escuchar estas bárbaras


palabras, pero en este trance tuve lo que me pareció una verdadera
inspiración. Avancé rápidamente, y tras obtener permiso para hablar, dije:

—Bismillah, irrahman, irrahim . A menudo he oído decir que no sucede nada


contrario a la voluntad de Alá, y que todo está predestinado. ¿Por qué
entonces oponerse con terquedad a su voluntad? Pues claramente fue
manifestado que el capitán Torgut habría de traernos a los tres ante vos,
ahora, en vez de permitir que arranquen un ojo a esa mujer, vos debéis
proveer los medios necesarios para impedirlo.

Estas palabras causaron una profunda impresión en Sinán. Se mesó la


delgada y larga barba despacio y reflexivamente, pero halló que no procedía a
su dignidad contestarme. Tras una pausa, ordenó que le trajeran el libro
santo. Era un grueso volumen ornamentado con oro y plata, abierto en un
atril de ébano de forma que se podían pasar sus páginas sin moverlo. Después
de inclinar la cabeza, y murmurando algunos versículos, declaró:

—El libro sagrado será mi guía. —Sacó de su lomo un largo alfiler que ofreció
a Giulia—. A pesar de que no eres creyente, toma este alfiler de oro e
introdúcelo entre las páginas, al azar. Yo leeré las líneas que señalen su
afilada punta. Sean estas líneas mi guía, y determine el destino lo que haya de
ser de ti y de tus compañeros. Os tomo a todos por testigos que quiero
someterme al juicio de Alá el Todopoderoso.

Giulia tomó el alfiler como si quisiera más bien hundirlo en el cuerpo de


Sinán, pero obedeció, y desafiadora, lo introdujo entre las hojas de Corán.
Sinán abrió reverentemente el volumen, leyó el pasaje indicado por el
extremo del alfiler y exclamó admirado:

—Alá es verdaderamente grande, y maravillosas son sus sendas. Esta es la


sexta sura, denominada Alanam[1] , lo cual está claro, porque, ¿qué sois
vosotros tres, esclavos, otra cosa que ganado? El alfiler se ha detenido en el
versículo setenta y uno, que os leeré: «Diles: ¿Invocaremos divinidades que no
saben ni protegernos ni castigarnos? ¿Volveremos sobre nuestros pasos
después de haber sido iluminados, semejantes a aquéllos a quienes sedujo
Satán? Y sin embargo, tenían buenos compañeros que los llamaban hacia la
senda del bien. La religión del Señor es la verdadera. Hemos recibido la
orden de abrazar el islamismo, que es el culto del Dios del Universo».

Levantó la vista del libro, con aire maravillado, y nos examinó a Giulia, Andy y
a mí, uno tras otro. Torgut estaba también impresionado y dijo:

—Verdaderamente, Alá es Alá, y no me equivoqué al traer a esta joven a tu


casa.

No sé en verdad si Sinán el Judío estaba realmente satisfecho con el decreto


del Corán que había tocado en suerte, pero declaró:

—Retiro todo cuanto he dicho en mi exaltación. ¿Quién soy yo para dudar del
juicio de Alá? Aún no puedo decir lo que ha de hacerse con estos esclavos. Por
el momento, los tomo, Torgut, pero tan sólo a poco precio. En presencia de los
testigos, te daré treinta y seis ducados, con el caballo que te envié. Créeme,
es una buena suma por esas tres criaturas inútiles e ignorantes.

Pero Torgut se enfadó mucho con esta oferta y gritó:

—Maldito seas, Sinán el Judío , por tratar de estafarme. La muchacha es


virgen; el franco de los ojos grises es un hombre de fuerza singular; y el
tercero lleva el mismo nombre que el ángel que gobierna la noche y el día.
Además, es un experimentado físico y un hombre de estudios, habla todas las
lenguas francas y el latín también. Diez veces esa suma me dejaría aún más
pobre; y nunca hubiera tomado en consideración tan mal negocio si no fueses
mi padre y mi amigo.

Sinán el Judío se disgustó a su vez y dijo:

—El sol ha secado tus sesos. Hace unos instantes, estabas dispuesto a matar a
la muchacha, o cuando menos a sacarle un ojo, y ahora exageras sus
inexistentes encantos, con el fin de esquilmarme. Si rechazas esta buena
oferta, vende esos esclavos en el mercado abierto, y estoy dispuesto a pagar
la mejor apuesta, siempre que jures por el Corán no usar de argucias
sobornando a alguien para pujar el precio.

Torgut frunció el ceño.

—¡Como si alguien en el bazar pujara contra ti! —exclamó—. Y seguramente


que tú sembrarías algunas difamaciones contra estos desgraciados y
conseguirías aún bajar el precio. El Corán te ha revelado su verdadero valor,
y a sus reglas me someto, aunque salga perdiendo con ello. ¿No era el
versículo setenta y uno de la sexta sura? Pues esto sube a setenta y siete
ducados de oro; un número propicio, en el cual el propio Alá subraya su
intención. ¿O prefieres que añadamos el valor numeral de las letras?

Sinán se mesaba las barbas.

—¡No! ¡No! —gritó finalmente—. ¡Perezca mi buen propósito! Sería


desperdiciar el tiempo, y ni aun los eruditos están acordes en tales
apreciaciones. En ningún caso se hacía mención de oro en la sura.

—Es indecoroso en ti, y hasta impío, tu forcejeo contra la voluntad de Alá. Si


fuera yo un hombre más instruido, podría señalarte muchos caracteres que
significan oro; pero es bastante para mí que el Corán sea más precioso que el
oro, y que en cada letra contenga diez bendiciones. No discutamos ya más.
Me contentaré con los setenta y siete ducados.

El fin de todo esto fue que Sinán el Judío sacó y contó los ducados, envió a
Giulia al harén y nos ordenó a Andy y a mí que desapareciésemos de su vista.
Volvimos al patio exterior, donde habían sido llevadas por los hombres de
Torgut grandes fuentes repletas de cordero y arroz, cocidos en grasa. Los
hombres de Torgut, sentados en el suelo y en torno a las fuentes, cogían de
éstas trozos de carne y las blancas pelotas de arroz que llevaban luego a sus
bocas. Pero los esclavos y prisioneros no tomaban parte en el festín.
Amontonados tras los comensales, seguían con ojos ansiosos y hambrientos la
trayectoria de cada trozo, hasta su desaparición. El espectáculo me deprimió
mucho, pero encontrándonos por azar cerca de Massuf, éste nos hizo sitio a
su lado, y ofreció un trozo de carne chorreando grasa a Andy, instándole a
que aceptara en señal de paz.

La carne de las fuentes comenzaba a mermar rápidamente y me fue difícil


coger un trozo. Los demás, admirados de la proeza de Andy, le miraban de
soslayo e invocaban a Alá, y cuando la fuente estuvo vacía, uno de los
renegados observó:

—No es un verdadero musulmán. Mirad qué maneras usa; se sienta sobre las
posaderas, y atiborra su boca con las dos manos.

Andy se ofendió de estas palabras, pero yo dije al que había hablado:

—Hasta ahora no hemos encontrado el camino recto; y tropezamos aún en él


como hombres ciegos, no habiendo quien nos guíe. Explicadnos las reglas del
buen comportamiento.

Sinán el Judío debía de hallarse en muy buena disposición respecto a


nosotros. No puedo explicarme de otra manera el hecho de que apareciese el
arrugado eunuco, en respuesta a los rugidos de Andy reclamando más
comida, y que ordenase a los sirvientes que llenasen nuestras fuentes.
Conminé a Andy a que conniviese su lengua mientras los muslimes nos daban
el bautismo de las maneras correctas y la buena conducta en la mesa.
Complacientemente, y hablando todos a la vez, comenzaron su iniciación.
Debíamos lavar siempre nuestras manos antes de comer y bendecir el
alimento en nombre de Alá. Debíamos sentarnos con las piernas cruzadas
ante la fuente, apoyados sobre la cadera izquierda, y emplear solamente tres
dedos de la mano derecha para tomar el alimento. No se usaba el cuchillo,
trinchándose todo de antemano en trozos de conveniente tamaño, no llevando
a la boca más que aquéllos que podían sostenerse bien con los dedos. El arroz
era amasado en pequeñas pelotas, y no empujado a la boca como las gachas.
Un hombre de buena educación no debía fijarse en sus compañeros, sino
mirar recto ante sí, y mostrarse contento con lo que tiene. Finalmente,
recitaron una o dos frases del Corán y dijeron:

—Vosotros que creéis, comed las buenas cosas que Dios os ha dado y
ofrecedle las gracias.

Cuando la comida estuvo próxima a desaparecer, hicieron notar que ningún


creyente terminaba por completo lo que se hallaba en la fuente, sino que
dejaba algo para distribuirlo entre los pobres. Así pues, ahora dejaron varios
buenos trozos de carne y algún arroz, que tendieron a los esclavos y
prisioneros, quienes lucharon entre sí salvajemente para arrebatárselo, pues
mostraban muy poco espíritu de cristianos, a pesar de serlo.

La explicación de los musulmanes me dio mucho que pensar. Nos hablaron


entonces del ayuno del Ramadán y la peregrinación a La Meca, que cada
creyente debe emprender por lo menos una vez en su vida, previniéndome
que, sin embargo, la omisión por causa de pobreza u otro motivo no era entre
ellos considerada pecado. Les pregunté sus opiniones sobre el uso del vino, a
lo cual todos parecieron suspirar profundamente al responder:

—Está también escrito: beber vino es un gran pecado, bien que el hombre
puede tomar algo de lo bueno. Pero el pecado es mayor que lo bueno.

El eunuco, que permanecía tras de nosotros escuchando, no pudo contenerse


por más tiempo.
—Hay mucho que decir sobre el vino —repuso—, y muchos poetas,
especialmente los persas, han celebrado sus mejores cualidades. El persa es
el idioma de los poetas, así como el árabe es el del Profeta, mientras que el
turco sólo se habla por los perros de las grandes ciudades. Y en sus alabanzas
al vino, grandes poetas lo han usado como símbolo de la verdadera fe.
Además de su aspecto simbólico, el vino es beneficioso para la salud. Estimula
los riñones, fortalece los intestinos, mitiga la inquietud, y hace al hombre
magnánimo y noble. Verdaderamente, si Alá, en su inescrutable sabiduría, no
hubiese prohibido a los fíeles beberlo, no tendríamos parangón en la Tierra.

Oyendo esta especie de sura profana, Andy miró al eunuco con desagrado.

—¡Capón! —le espetó—. ¿Estás tratando de molestarme? He tomado el


turbante con el único ánimo de salvarme de la maldición del vino. El vino
corre y escapa con el buen sentido y el buen dinero, infecta a un hombre con
enfermedades y achaques y hace que las criaturas vean lo que no existe. Alá
me preserve de permitir que tal porquería pase por mis labios.

El eunuco se acurrucó detrás de mí y me dijo:

—Vuestras preguntas son sinceras y mostráis buena voluntad en aprender


primero lo que está prohibido. Pero Alá no es propicio a esclavizar a sus fieles
o hacerles la vida imposible. Repetid las oraciones prescritas y dad cuantas
limosnas podáis; por lo demás, poned vuestra confianza en Alá, el siempre
Compasivo. Ya podéis consumir vuestra vida estudiando el Corán y las
interpretaciones de los letrados, que no seréis más sabios al final de ella.

Escuché sus recomendaciones, comprendiendo que era parte de lo que quería


decirme, pero Andy atajó de nuevo:

—Si eso es verdad, confieso que la enseñanza del Profeta, loado sea su
nombre, es como si fuera una capa que cuelga demasiado amplia, no dando
calor alguno al que la lleva. Sin embargo, no puedo creer en lo que dices,
pues todos los curas, monjas y maestros que he encontrado u oído siempre
han sido los primeros en prohibir las cosas de placer, así como los deseos de
los ojos y de la carne, insistiendo en que el camino al cielo es estrecho y
pedregoso, mientras que otro, ancho y suave, conduce directamente al
infierno.

El rostro de Marsdam, el eunuco, se plegó en innumerables arrugas con una


sonrisa.

—A pesar de que mucho es agradable a Dios —más de lo que puedo recordar


—, sin embargo, no todo ello es necesario. Es una tradición que el Profeta,
loado sea su santo nombre, dijo en cierta ocasión: «Si después del último día,
comparece ante Alá un alma a la cual no puede acreditársele ni una simple
buena acción, y es juzgada tan sólo válida para las llamas del infierno; si esta
alma apela y dice: “¡Señor, te has denominado a Ti mismo lleno de
misericordia y compasión! ¿Cómo puedes pues castigarme con el fuego del
infierno?”, entonces, en toda su gloria, Alá dice: “En verdad que me he
llamado a Mí mismo Misericordioso y Compasivo. Conducid al instante a este
mi servidor al Paraíso, en gracia a mi misericordia; ya que Yo soy el más
Misericordioso de todos cuantos muestran misericordia”».

Andy estaba asombrado al extremo con esto, y dijo:

—La enseñanza de Alá es, sencillamente, una enseñanza buena y


misericordiosa; y si yo no hubiese visto meter en su nombre cabezas con sal
en un saco, estaría muy mal en mis cabales si no creyera que no es la mejor
de todas las religiones. Pero una doctrina que ordena a un hombre matar a
gente inocente a causa de sus creencias, es todo menos misericordiosa, pues
¿cómo podían convertirse a la verdad, estando sin cabeza?

Me extrañaba el afán de Marsdam en hacernos su fe aceptable.

—Era una historia muy piadosa, además de hermosa —le dije—. Pero ¿qué
está en tu espíritu? ¿Qué es lo que quieres de nosotros?

Levantó su mano como asombrado, y exclamó:

—¿Yo? Yo soy tan sólo un pobre eunuco. Pero me ha sido confiada la tarea de
enseñarte árabe si además de rápido eres diligente en su aprendizaje. Tu
hermano debe ser entrenado como guresh , si el negro Massuf consiente en
enseñarle su arte, pues en estos momentos mi señor no tiene otro empleo
para él.

Sinán el Judío y el capitán Torgut aparecieron en ese momento a las puertas


del palacio, y el ruido en el atrio cesó por completo. Sinán hablo con los
piratas y distribuyó entre ellos algunos atavíos de honor y pequeñas sumas de
dinero. A todo esto, el día moría. Marsdam, el eunuco, nos condujo a un ala
apartada del edificio y nos mostró unos agradables alojamientos en los
cuarteles donde los esclavos de Sinán y la guardia personal estaban
albergados.

Marsdam me daba clase de árabe y me enseñaba cómo leer y escribir los


extraños caracteres. El Corán era mi libro de texto. Como Massuf había vuelto
de nuevo al mar con el capitán Torgut, Sinán el Judío encontró otro instructor
de lucha para Andy. Mi perro me había sido devuelto, y no sabía quién de los
dos era más feliz por habernos reunido de nuevo. No encontraba nada de qué
quejarme en mi condición de esclavo. Sin embargo, y a medida que los días
pasaban, fue desarrollándose en mí la sensación de que estaba siendo vigilado
y registradas mis menores acciones, y comencé a meditar sobre el destino que
me esperaba. Sinán el Judío no era un hombre que favoreciera a nadie sin
tener buenas razones para ello.

Un día, mientras me hallaba fregando la puerta de la sala de baños, Giulia se


aproximó a mí sin que nadie la viera.

—Los esclavos hacen el trabajo de esclavos —comentó.

Estaba tan contento de verla, que no hice caso de sus palabras y exclamé:
—¡Giulia! ¿Te encuentras bien y estás bien tratada? ¿Puedo hacer algo por ti?

—Friega tu puerta y guarda tus ojos bajos en mi presencia —respondió—,


pues soy una mujer distinguida y no tengo necesidad de trabajar ni hacer otra
cosa que comer pétalos de rosa en miel y buen alcuzcuz, de modo que, como
ves, estoy perceptiblemente más rolliza que antes.

Me oprimieron unos celos terribles y pregunté:

—¿Ha hallado Sinán el Judío deleite en ti, entonces? ¿Y no cuelga


pesadamente de tus manos ese tiempo despilfarrado en el ocio? La ociosidad
es la madre del vicio, y yo no quisiera verte hundida en el vicio, Giulia.

Ella separó a un lado el velo con aire un poco ausente y golpeó ligeramente
mi mejilla, y dijo:

—Tengo siempre razón de decir que mi señor ha hallado deleite en mí —dijo


—, pues a menudo me conmina a mirar en una fuente de cobre repleta de
arena, en la cual dibujo líneas con mi dedo.

—¡Alá! —exclamé muy sorprendido del raro proceder de Sinán—. ¿Para qué
quiere que traces líneas en la arena?

—¿Cómo puedo saberlo? —respondió Giulia con franqueza—. Supongo que


está en su segunda niñez y necesita tener una excusa para llamarme y
admirar mi belleza. Ya que ahora soy verdaderamente blanca como la luna y
mis ojos como joyas de diferentes colores.

Sonó el estrépito de una risa a mi espalda, y Sinán el Judío , separando un


cortinón, se adelantó incapaz de contener por más tiempo su alborozo.
Marsdam, el eunuco, le seguía pegado a sus talones estrujándose las manos
aturdidamente, y yo creí llegada ya mi hora, pues había osado hablar a Giulia
y ella había descubierto su rostro ante mí, lo que entre los musulmanes es un
gran pecado.

Aunque agarrotado por el miedo, intenté salvar a Giulia, y alzando mi cepillo


de fregar, dije:

—Señor, castigadme, pero ella es inocente y yo fui quien primero le dirigí la


palabra. Pero no hemos pronunciado más que alabanzas a vuestra benignidad
y sabiduría.

Sinán se rió aún más estrepitosamente.

—Ya escuché cuán ardientemente me loabais —se burló—. Sal de la suciedad,


Mikael, y no temas nada. Tú eres un físico como me aseguraste y ante un
hombre de tu profesión, una mujer puede quitarse el velo sin pecado. Pero
ven, es hora ya de que te hable seriamente. Te voy a presentar a tu futuro
dueño, a quien deberás obediencia.

Se fue, y mi corazón se tornó de hielo.


—Sinán te ha regalado y debes seguir a Abú el-Kasim, tu nuevo dueño —
informó Marsdam—. Es un mercader de drogas para enfermos, reputado en la
ciudad de Argel. ¡El castigo de Alá caiga sobre su cabeza!

Tenía el corazón formando un nudo en la garganta y estaba preso de gran


angustia, pero Marsdam me ordenó que me apresurase y no tuve más
remedio que presentarme ante Sinán el Judío .

Con la mirada gacha, entré en la habitación. Sinán me habló afablemente,


invitándome a que me sentara sobre un cojín y mirase a mi alrededor sin
recelo. Obedeciéndole, me sorprendí al parar mientes en un hombrecillo con
cara de manzanas agrias y embutido en un desastrado capote. Parecía tener
un carácter sombrío, y de la penetrante mirada inquisitiva que me lanzó
auguré que nada bueno se podía esperar de él. Me volví implorando hacia
Sinán, quien dijo sonriendo:

—Contempla a tu nuevo dueño, Abú el-Kasim. Es un pobretón que lleva una


vida arrastrada filtrando agua de rosas y vendiendo imitaciones de ámbar gris
y negro de humo de la peor clase, para los ojos. Ha prometido enviarte cada
día al madrasseh de la mezquita, en Argel, para que puedas escuchar a los
mejores maestros, de manera que aprendas rápidamente el árabe y adquieras
los conocimientos de los pilares de la fe: ley, tradición y la verdadera senda.

No me atreví a proferir ni una palabra de protesta, e incliné la cabeza


sumisamente. Abú el-Kasim se encaró conmigo.

—Estoy enterado que eres médico y estás familiarizado con los remedios de
los cristianos —me dijo—. He tenido un día muy agitado y siento mi estómago
enfermo. ¿Puedes curarme?

Rió descaradamente, y le encontré tan repulsivo que no tuve el menor deseo


de examinarle. Pero mi deber me obligaba.

—Mostradme la lengua —dije—. ¿Se os han movido los intestinos hoy? Dejad
que os tome el pulso. Cuando os haya palpado el estómago, os daré la
medicina que necesitáis.

Abú el-Kasim se agarró el vientre.

—Ya veo que conoces tu oficio —gimió— tal como los francos lo practican.
Pero yo creo que el remedio mejor para estos males míos sería un poco de
buen vino. Siendo prescrito por un médico, puedo beberlo sin incurrir en
pecado.

Creí al principio que me estaba tentando para ponerme a prueba. Pero ahora
era Sinán el Judío quien también se frotaba su vientre y se lamentaba.

—¡Ah, maldito! —exclamó—. Abú el-Kasim, tú has introducido alguna


enfermedad infecciosa en mi casa y me has contagiado. El infierno se ha
desencadenado sobre mí, y creo que sólo el remedio que has dicho podrá
aliviarme. Por el infinito favor de Alá, aquí tengo una tinaja precintada con un
buen vino, que me regalo un capitán de buque, quien me dijo no haberlo
conocido mejor; no podía declinar su presente sin ofenderle. Confiamos en ti,
Mikael, para aliviar nuestros males. Anda, rompe el sello, huele y prueba el
vino, y dinos en conciencia si nos será beneficioso. Sólo así podremos beberlo
sin pecado.

El hipócrita beato se sentó y me miró como si fuese yo su dueño en vez de ser


su esclavo. No pude hacer otra cosa que romper el sello y verter vino en las
tres copas finamente cinceladas que Sinán me había tendido con presteza.

—Prueba la medicina y dinos si nos convendrá o no —repuso.

Pero comprendí que no era la calidad del vino lo que le hacía dudar, sino el
comprobar si no estaba envenenado. Sin embargo, no dudé un segundo y
probé el oscuro, dulce y fragante vino, paladeándolo con deleite.

—Bebed, en nombre de Alá —dije de inmediato—, pues es un vino magnífico


que a buen seguro extirpará todas vuestras enfermedades del cuerpo y del
espíritu.

Después que bebimos y volvimos a llenar las copas, y bebimos de nuevo, Abú
el-Kasim me dijo:

—Estoy informado de que estás familiarizado con los métodos modernos de


guerra empleados por los cristianos, y que conoces las cualidades de los jefes
de aquéllos; que tú mismo has guerreado, que hablas muchas lenguas
cristianas y tienes en general un conocimiento más profundo y extenso en
todas esas materias del que se podía esperar de un hombre de tu edad.
Incluso Marsdam, el eunuco, te ha admirado a menudo.

No contesté, pero con las mejillas ardiendo, bebí más vino, pues tales
palabras sonaban extrañamente en los labios de semejante hombrecillo, quien
continuó tras una pausa:

—Y ¿qué dirías si al tiempo de mezclar drogas y potingues y proseguir tus


estudios en la mezquita, tuvieras la suerte de servir al más poderoso
gobernante del mundo?

—Le serví bastante tiempo y la ingratitud fue mi único premio —respondí con
amargura—. He tenido ya más que suficiente del emperador; hasta esperaba
enviarme a través del océano occidental para conquistarle nuevos reinos a las
órdenes de un antiguo guardador de puercos.

—Hablas de cosas nuevas para mí —me interrumpió con impaciencia Abú el-
Kasim—. Pero no me refería al emperador de los infieles, el gobernador de los
dominios de Germania y España, sino al gran sultán Solimán, quien con tanta
justicia y liberalidad trata a sus súbditos.

—Bendito sea su nombre —intervino Sinán el Judío —. El sultán ha capturado


a los cristianos las plazas fuertes de Belgrado y Rodas, ha conquistado
Hungría, y de acuerdo con la predicción ha de sojuzgar a todos los pueblos
cristianos. Como sublime puerta, es el refugio de todos los reyes. Convierte a
los pobres en ricos y hace de éstos pobres, no dejando a nadie en injusto
agobio, de forma que en sus dominios las naciones viven sin temor y en
fraternal armonía.

—Esos son sueños nacidos del vino —dije—. Habláis de un reinado que quizás
existe en el cielo, pero no en la Tierra.

Pero Abú el-Kasim acudió calurosamente en apoyo de Sinán:

—No son sueños del vino. En el imperio del sultán Solimán, la justicia es
incorruptible; los jueces pronuncian sentencias de acuerdo con la ley, sin
tener en cuenta las personas ni su rango. Nadie está forzado a renunciar a su
fe: judíos y cristianos gozan de iguales derechos. Por ejemplo, el patriarca
griego ostenta el título de visir, como miembro del diván o concilio. Todos los
oprimidos y perseguidos de la Tierra buscan refugio en la Sublime Puerta,
donde hallan protección. ¡Bendito sea el sultán Solimán, sol del pueblo, señor
de ambas partes del mundo!

—¡Hosanna! —gritó, olvidándose de su turbante y con lágrimas en los ojos


Sinán el Judío .

Me di cuenta de que ambos estaban bastante bebidos, por lo que resolví no


creerles más de la mitad de lo que dijesen. A esto, Sinán desplegó un gran
mapa, y apuntó con el dedo las costas de España, Italia y Grecia, y enfrente,
la costa de África. Me enseno dónde se encontraba la isla de Jerba y el
sultanato de Túnez, la ciudad de Argel y la isla de Zerjeli, en la que Jaireddin
tenía reunida su flota.

—Los hafsidas han gobernado estas costas durante trescientos años —declaró
—; demasiado tiempo. El sultán Mohamed, de la dinastía hafsida, es un
lascivo vejestorio que gobierna Túnez en alianza con el emperador cristiano.
Sus familiares fueron también señores de Argel, hasta que el gran Jaireddin y
su hermano les expulsaron y se colocaron ellos mismos bajo la protección de
la Puerta. Pero el infiel Hafsid pidió ayuda al emperador, y los hermanos
Jaireddin perdieron la vida en la batalla contra los españoles y berberiscos,
por lo que Argel cayó de nuevo bajo el dominio de Hafsid. En recompensa por
su ayuda, los españoles construyeron una poderosa fortaleza en la boca del
puerto, la cual es un gran obstáculo para nosotros en nuestra empresa naval
de guerra contra los cristianos. Así pues, el sanguinario Hafsid se ha aliado
con los infieles, aun contra el sultán, y hasta omite su nombre en las
oraciones de intercesión de los viernes, en las mezquitas. Pero, por haber
cerrado ese pacto con los infieles, permitiéndoles estar a su antojo en la boca
del puerto, para Selim-ben-Hafsid ha prescrito el período de gracia que se le
había concedido.

—Bien —dije—. En la tierra de los cristianos se contaba la historia diciendo


que el rey de Francia había sellado una alianza con el sultán, contra el
emperador. ¿Cómo es posible que el sultán aceptara un infiel como aliado, si
tales alianzas son condenadas?

Se miraron perplejos.
—No conocemos nada de esto —respondió Sinán—, pero es evidente que el
sultán puede ayudar al rey de Francia, si este rey se lo pide humildemente. Ya
que el objetivo en este caso es el de debilitar el poder del emperador,
mientras que los gobernantes de Argel y Túnez prestan su ayuda a los infieles
contra Jaireddin y el sultán, lo cual es a todas luces cosa muy diferente.

—Puede ser —admití—. Pero, de todas maneras, creo a buen seguro que no
esperaréis de mí que tome con las manos vacías Argel para el sultán, quien no
sabe ni siquiera que existo.

Rompieron a reír a carcajadas, mientras se daban mutuamente palmadas en


la espalda. Sus rostros estaban congestionados por el vino y exclamaban:

—Éste es un magnífico hakim , y sus ojos de águila descubren las cosas


ocultas. Esto es, sin embargo, lo que esperamos de ti. Con manos vacías has
de encontrar el medio de volver a tomar Argel, y proclamar a Jaireddin como
su gobernador, para que pueda expulsar a los españoles y obtener la paz para
esas desgraciadas costas, y así poner fin a la obstrucción de los españoles a
nuestras empresas navales.

—Entonces, así como me reconocéis para hakim , os prohíbo que bebáis más
vino, pues corréis peligro de que se apague por completo vuestro cerebro.
¿No es, por ventura, Argel una ciudad grande y poderosa, rodeada de
murallas inexpugnables?

—Lo es —exclamaron a coro—. Es una ciudad resplandeciente a orillas del


mar azul; una centelleante joya que nuestro jefe Jaireddin desea colocar en el
turbante de Solimán, junto al creciente, para merecer su favor. Y la ciudad
entera, con sus murallas, está dominada por la fortaleza de los españoles, que
bloquea la entrada del puerto y obstruye el tráfico marítimo.

Aplasté el turbante en mi cabeza y exclamé a voces:

—¿Qué maldición me persigue, que tengo la fatalidad de caer siempre entre


maniáticos que, o bien me hacen blanco de sus trapacerías, o me piden lo
imposible?

Pero Abú el-Rasim habló con mucha suavidad:

—Aquí se te ofrece la oportunidad para grandes empresas, en las cuales


ganarás fama y honor. El Gobierno de Hafsid ha sido manchado por tantos
crímenes, fratricidios, pendencias y tales actos licenciosos que su
derrocamiento es un acto grato a Dios. Baba Aroush estuvo a punto de
conseguirlo, aunque cayó en la empresa, así como sus hermanos Elías e Isaac;
sólo permanece con vida el más joven, Jisr, llamado Jaireddin.

—Habéis hecho bailar demasiados nombres en mi cabeza a la vez —les


recriminé—. No llego a comprender cómo un fabricante de perfumes baratos
puede hablar de este almirante como si fuese su hermano.
—El hombre sabio oculta su tesoro —intervino Sinán—. Nunca juzgues a un
hombre por sus vestiduras o su aparente pobreza. Aun yo, pobre desgraciado,
soy judío por nacimiento, de forma que fui obligado a hacerme cristiano antes
que me fuese dado el tomar el turbante y reconocer al Profeta, bendito sea su
nombre.

Conteniendo sus lágrimas prosiguió:

—Nosotros, que arrastramos una dura vida en el mar, somos lo bastante


débiles para tomar las cosas con sencillez. Se están cerniendo nubes que
presagian tormenta, especialmente en Occidente, y debemos aunar nuestros
esfuerzos y colocar los cimientos de un sólido poderío naval con la ayuda del
sultán, para que Jaireddin sea reconocido como bey de los beyes en Argel,
recibiendo del sultán el caftán de honor y el zurriago de cola de caballo. Éste
es el simple y sencillo nudo de la cuestión. Pero primero, debemos tener la
ciudad de Argel en nuestras manos, y construir en ella un arsenal y una base
de operaciones marítimas.

Con estas palabras de Sinán se desvelaron ante mí los planes secretos de los
piratas. No se les podía encontrar defecto alguno, y estaba inclinado a creer
que el momento para su realización estaba maduro, ahora que el emperador
se hallaba enfrascado en una áspera guerra contra el rey de Francia, el papa
y Venecia. Además, el emperador había diseminado sus fuerzas con el frívolo
envío de buques en busca de mercancías allende los mares. Por mi parte, no
acariciaba una amistosa disposición hacia Su Imperial Majestad, a pesar de
que había tomado parte en el saqueo de Roma en su ayuda. Pero tampoco
tenía deseo alguno de perder mi cabeza por Jaireddin.

—Reunid vuestra flota —dije—, atacad Argel como bravos, y ganadla para el
sultán. El momento es propicio, y no dudo que el sultán se complacerá en
enviaros tantos caftanes de honor y colas de caballo como sean precisos.

Ambos hablaron a la vez.

—No, no —protestaron—, nunca debe hacerse tal cosa. Los habitantes de


Argel tienen que derribar a su gobernante y colocar a Jaireddin en su lugar.
Nuestras fuerzas son demasiado débiles para tomar la plaza al asalto,
especialmente con las hostiles tribus berberiscas a la espalda. Lo sabemos
por experiencia.

—Vendrás conmigo a Argel —dijo Abú el-Kasim—, donde adquirirás


reputación como médico. Estudiarás también en la escuela de la mezquita y
serás circuncidado, pues has de ganar la confianza de tus profesores. Tu
hermano ganará su vida como luchador en la plaza del mercado cercana a la
mezquita. Si es tan fuerte como espero y creo, su fama llegará pronto a oídos
de Selim ben-Hafsid, y será llamado a desplegar sus artes ante ese chacal.
Por último, la joven cuyos ojos semejan piedras preciosas de distinto color
mirará en la arena, dibujando en ella líneas con su dedo, haciendo algunas
útiles y convenientes predicciones.

No podía creer lo que mis oídos escuchaban.


—¿Decís en verdad que no habéis de separarme de mi hermano, que tomáis a
Giulia también y que tampoco he de perder a mi perro?

Sinán el Judío inclinó la cabeza en señal de aquiescencia y, dulcificado por el


vino, manifestó:

—Así me fue revelado por el Libro Santo. Si conseguimos nuestros propósitos,


tendrás nuevas y grandes tareas, al lado de las cuales ésta de ahora es una
simple muestra de tu lealtad.

Lancé una alegre carcajada y repuse:

—Vuestras últimas palabras en manera alguna anuncian mi interés por


vuestros proyectos; y si en mi primera misión la fortuna me sonríe, sólo deseo
ser cargado con tareas más difíciles aunque su peso me aplaste. Mas ¿qué
sabéis de mi lealtad? ¿Qué podría impedirme el ir directamente a Selim ben-
Hafsid tan pronto como lleguemos a Argel, y traicionaros descubriéndole
vuestros planes?

El único ojo de Sinán se convirtió en mármol.

—Esclavo, corta sería tu felicidad si lo hicieras, y sería seguida de una mayor


miseria, ya que más pronto o más tarde, la mano de Jaireddin te alcanzaría y
serías degollado vivo y luego ensartado al asador.

Pero Abú el-Kasim alzó la mano y le interrumpió.

—No te excites, Sinán; es mi tarea la de pesar los corazones de los hombres, y


yo te aseguro que Mikael Hakim no ha de traicionarte. Cómo lo sé, no puedo
decírtelo. Creo que ni Mikael lo sabe.

Esta confianza me llegó al alma, pues pensando en mi vida anterior, ni él ni


nadie podían tener buenos fundamentos para depositar fe en mí, aunque mis
intenciones hubiesen sido siempre sinceras.

—Sólo soy un esclavo —dije—. No soy libre de actuar por mi propia voluntad.
Pero si Abú el-Kasim confía en mí, le probaré que soy digno de su confianza.
Desearía que me respondieseis a una pregunta; decidme: ¿puede un esclavo
tener esclavos?

Mi pregunta les sorprendió mucho, pero Sinán el Judío respondió:

—Claro está que un esclavo puede tener esclavos de su propiedad, siempre


que haya alcanzado una posición honorable. Y tales esclavos pertenecen a su
señor.

La respuesta me satisfizo en extremo.

—Entonces, me someto a la voluntad de Alá —declaré—, y si mi lealtad ha de


acarrearme la muerte, la cosa está predestinada, no estando en mi mano
poder impedirlo. Mostraos también noble y liberal, mi señor Sinán, y
prometedme vuestra esclava Giulia si tengo éxito en mi tarea, lo cual dudo
mucho.

Sinán el Judío se acarició la barba con sus flacos dedos.

—Esclavo, ¿estás comerciando conmigo? —inquirió.

—No hay comercio alguno en ello —dije sorprendido—. Tal promesa no


aumentaría en el espesor de un cabello ni mi lealtad ni mi fervor y afán en
vuestro servicio. No he sido igualmente convencido de que consintierais en
darme una muestra de vuestra bendición. No obstante, os suplico
humildemente. ¡Prometédmela!

Sinán apartó con tristeza a un lado la vacía ánfora de vino y dijo:

—Mi propia liberalidad hace afluir las lágrimas a mis ojos. Mikael, mi querido
esclavo, te prometo que el día en que Jaireddin desfile en triunfo por las
abiertas puertas de Argel, la muchacha será tuya, y te cederé mis derechos
sobre ella en presencia de testigos. ¡Que el diablo me devore, si falto a mi
promesa!

Se secó las lágrimas de la emoción y me besó, rodeándome también con sus


brazos Abú el-Kasim. Entonces, Sinán levantó la rica alfombra persa que
cubría el suelo, asió una anilla de cobre que estaba incrustada en una de las
losas de mármol del pavimento, y con un gran esfuerzo la levantó. Olvidando
su dignidad, se agachó en el suelo, introdujo su mano en la cavidad y extrajo
de ella una fresca ánfora de vino.

Tengo solamente un vago recuerdo de lo que sucedió después; pero cuando


abrí los ojos a la mañana siguiente, me encontré tumbado, con la barba de
Sinán en mi mano y el dedo gordo del pie de Abú el-Kasim en mi boca,
debiendo confesar que ese despertar estaba lejos de ser agradable.

Después de tomar un baño turco y recibir un masaje, me encontré muy


recuperado, y tan encantado de la vida, que me parecía haber soñado los
acontecimientos de la víspera. Pero, después de la oración de mediodía, Sinán
me ordenó que me preparase para el viaje.

Con el crepúsculo, Abú el-Kasim nos condujo a un pequeño navío anclado en


el puerto. Giulia vino también con nosotros, velada como siempre, pero tan
altanera que no nos dirigió la palabra. Pronto enfilamos al mar abierto, con
buen viento. Así abandonó Abú el-Kasim la isla de Jerba, tan silenciosa e
invisiblemente como había llegado. Abrí los ojos en la oscuridad y me llevé la
mano al cuello, que me pareció aún más delgado que antes. Reflexioné
angustiado sobre los peligros en medio de los cuales, y a pesar de todas mis
buenas intenciones, me había sumido mi desdichada estrella.
Capítulo II El libertador viene del mar

Aunque llevamos rumbo directo a Argel no entramos, sin embargo, en el


puerto pues Abú el-Kasim explicó que los españoles del fuerte tenían la
costumbre de detener y registrar todos los buques que trataban de entrar en
aquél. Por esta razón desembarcamos a cierta distancia a lo largo de la costa,
y no éramos los únicos en introducir mercancías en la ciudad por caminos
desviados y tortuosos. En la resguardada bahía en que anclamos,
encontramos un gran número de pequeños navíos cuyos propietarios eran
unánimes en maldecir tanto a Selim ben-Hafsid como a los españoles por
obstruir el comercio honrado. Estas embarcaciones descargaban cargamentos
capturados a los cristianos, y los despojos se enrollaban en fardos. En vez de
los precintos acostumbrados se veían plastrones de sangre fresca. Sentí
oprimido el corazón mirando estas faenas.

Pasamos la noche en la cabaña de un atezado campesino, amigo de Abú y


hombre de pocas palabras. Al día siguiente, Abú alquiló un asno, lo cargó con
dos grandes cestos y ofreció a Giulia que montase en la grupa. Tras muchos
argumentos logró convencer a algunos campesinos que tenían sus parcelas en
los confines exteriores de la ciudad a que escondieran entre sus petates una
gran cantidad de los fardos y ánforas que habían descargado del buque. Y en
verdad que nunca vi una criatura más angustiada que Abú el-Kasim cuando,
retorciéndose las manos y rasgándose las sucias vestiduras, movió a los
berberiscos a compasión por un pobre desgraciado que quería salvar sus
géneros de la rapacidad de Selim ben-Hafsid.

Era, naturalmente, una pura farsa, pues al aproximarnos a Argel me dijo:

—Mikael, hijo mío, el nuestro es un oficio arriesgado y peligroso, y no


podemos ejercerlo durante algún tiempo sin llamar la atención. Tratar de
pasar inadvertidos nos arruinaría, y es mejor exponerse al escarnio y a las
burlas, que a perder la cabeza. Así pues, yo armo tanto jaleo como puedo, de
manera que soy tan conocido en Argel que hasta los chiquillos corren detrás
de mí. Innumerables veces he sido castigado por mis trampas, expedientes y
mis chapuceros tratos con los aduaneros de Selim ben-Hafsid. En esta
ocasión, no dudo que seré atrapado de nuevo por ellos, y algunos de mis
géneros serán confiscados en medio de la general algazara. Pero todo está
dentro del perfecto orden de las cosas. En compensación, mis mejores
mercancías llegarán sanas y salvas. Éstas son las reglas del juego. Por el
camino, no estaría de más ni sería injurioso que tu musculoso hermano se
burlase de mí y me escarneciese en todo momento. Pues, ¿quién para mientes
en un hombre del cual se burlan hasta sus esclavos?

El campo en torno a Argel tenía un hermoso aspecto, con sus magníficas


huertas y árboles frutales, mientras numerosos molinos de viento en las
laderas de la colina giraban en testimonio de la riqueza de la ciudad.
Bordeamos un riachuelo en cuyas orillas vi un tropel de mujeres morenas y
negras, con sus espaldas desolladas por el sol, que se ocupaban en lavar la
ropa en la ribera, desnudas o con las túnicas de abigarrados colores recogidas
en torno a la cintura.

La ciudad estaba situada en un declive sobre el azul y brumoso mar, y


centelleaba la blancura a los rayos del sol. La rodeaba una gruesa muralla y
un foso, y en el punto más alto emergía de un ángulo de la muralla un torreón
que dominaba ciudad y puerto. En la puerta del este, encontramos un tropel
de gente; los guardias parecían separar animales de un rebaño a golpes de
bastón, dejando entrar a los campesinos, y deteniendo a los extranjeros para
examinar su equipaje. Abú el-Kasim nos conminó a que le siguiésemos
pisándole los talones y, ocultándose el rostro con un extremo de su capote y
murmurando numerosas bendiciones y citas del Corán, intentó deslizarse
entre los guardias. Pero le asieron, descubriéndole el rostro. En mi vida vi una
figura más alicaída que la de Abú el-Kasim en aquel momento. Maldijo el día
de su nacimiento y lloriqueó:

—¿Por qué me perseguís sin tregua, a mí que soy el más pobre entre los
pobres? Me haréis perder la fe en la misericordia de Alá Todopoderoso.

Los guardias se rieron.

—Te conocemos, Abú el-Kasim, y probablemente tratas de engañarnos.


Declara lo que traes, sin usar de tus artimañas; de lo contrario, lo perderás
todo.

Abú el-Kasim apuntó a Andy y a mí y a Giulia en su asno, y acentuó su


lloriqueo.

—¿No veis, hombres de corazón de piedra, que sólo traigo huevos y un nidal
para incubarlos?

Pero los hombres no le hicieron caso y nos llevaron al cuarto de guardia. Abú
el-Kasim nos empujó ante él y yo me volví, le escupí al rostro y dije:

—¿Es así como tratas a tus valiosos esclavos, pícaro?

Abú el-Kasim levantó la mano para castigarme, pero al ver mi mirada se


contuvo y masculló con voz quebrada:

—Ved cómo me tratan hasta mis propios esclavos. ¿Qué puedo pensar sino
que Alá me ha olvidado, cuando me abruma con la carga de semejantes
criaturas?

Los guardias le llevaron ante su jefe, al cual Abú el-Kasim mencionó las
mercancías cuyos derechos estaba dispuesto a pagar de buen grado, de lo que
tomó nota un amanuense.

—Tan cierto como que soy un hombre irreprochable, que nunca en su vida
trató de engañar al prójimo, declaro que no traigo conmigo nada más por lo
cual tenga que pagar derechos. Como garantía, y en muestra de mi buena
voluntad, os hago el presente de estas tres piezas de oro, que son las únicas
que poseo.

Los hombres se pusieron de buen talante y aceptaron riendo las monedas, por
lo que concluí que la ciudad distaba mucho de estar bien gobernada, y en el
orden que debiera estarlo, cuando los aduaneros se permitían ser sobornados
tan abiertamente. Pero cuando Abú el-Kasim iba a salir, una pieza de costoso
ámbar gris del tamaño de su puño se deslizó de su sobaco donde la había
escondido, y llenaba ahora toda la habitación con su fragancia. El rostro de
Abú el-Kasim se tornó gris ceniza, y no sé cómo logró controlarse y suavizar
los rasgos de su rostro, a no ser que el papel que representaba formase parte
de su propia vida.

—Hassan ben-Ismail: verdaderamente he olvidado esta pequeña pieza de


ámbar gris —tartamudeó—. También sigue un camello tuerto de un ojo, que
lleva una cesta de grano entre el cual están ocultas cinco ánforas de buen
vino. Dejad pasar al camello, y venid a verme mañana por la tarde, en que
podremos discutir la cuestión racionalmente en todos sus aspectos. Por el
momento, y como muestra de mi buena voluntad, tened la bondad de aceptar
esta pieza de ámbar gris, y Alá os recompensará en el último día.

El oficial se rió con escarnio, pero dio su permiso para pasar el camello, y
hasta devolvió la pieza de ámbar gris, diciendo que su perfume haría la
atmósfera de la habitación irrespirable. Cuando Abú el-Kasim salió a la
estrecha callejuela, dio una palmada en la espalda de Andy y dijo con voz
chillona:

—¡Abre paso a Abú el-Kasim, el dador de limosnas, el amigo de los pobres,


que vuelve de un viaje sobre el que Alá ha derramado sus bendiciones!

Andy fue compelido a cargar con su vociferante fardo, y atrajimos la atención


cuando atravesábamos las calles en dirección a la residencia de Abú, la cual
estaba cercana al puerto. Miradas de curiosidad nos salían al paso desde las
celosías de las ventanas, y pronto tuvimos una bandada de desarrapados
pilludos pisándonos los talones. Abú el-Kasim lanzaba de vez en cuando entre
ellos una moneda de cobre, poniendo a Dios y a todos los fieles por testigos de
su liberalidad.

La morada de Abú el-Kasim era una combada cabaña de adobe, y el almacén,


cerrado con gruesos barrotes, estaba repleto de ánforas malolientes. En el
patio, un desgraciado esclavo, pobre de espíritu, montaba guardia. Era sordo
y mudo de nacimiento, y fue con gruñidos y movimientos de dedos como
relató a su señor los acontecimientos habidos durante su ausencia, besándole
repetidamente el mugriento y andrajoso capote. Estaba muy lejos de
imaginarme cómo un hombre tal fuese capaz de inspirar una devoción en su
esclavo, quien ni siquiera tenía nombre, siendo por otra parte inútil el nombre
a quien no puede oír cuando es llamado. Pero, a pesar de que era torpe y
terco, rompía los cacharros y cocinaba miserablemente, su dueño le trataba
con dulzura, lo que me sorprendió en extremo; pero Abú el-Kasim me explicó:

—Me conviene admirablemente, ya que no puede oír nada de lo que se dice en


la casa, y no puede contar lo que ha visto. Además, me da cada día la ocasión
de practicar mi paciencia y ejercitar el dominio de mí mismo, cualidades que
son esenciales en mi peligrosa profesión.

Cuando Giulia vio el miserable antro y las dos habitaciones con su piso de
tierra, cubierta por deshilachadas esteras, alzó su velo y comenzó a quejarse:

—¿He sufrido las penas del mareo en el mar y las quemaduras de los rayos del
sol ardiente para llegar a un lugar como éste, yo que he comido el buen
alcuzcuz y ganado el favor de Sinán el Judío ? ¿Cómo pudo entregarme a un
hombre tan asqueroso?

Incapaz de contener su desengaño, seguía lamentándose a más y mejor. Abú


el-Kasim puso la mano sobre su hombro apaciblemente, y el sordomudo,
alarmado por el llanto, cayó de rodillas ante ella y oprimió su frente contra el
suelo. Pero Giulia le dio un puntapié con su zapatilla encarnada, apartó la
mano de Abú el-Kasim y gritó:

—¡Véndeme en el mercado o donde te plazca, pero no te acerques a mí o te


clavo una daga en la garganta!

Abú el-Kasim se retorció las manos, pero sus ojos brillaron al decir:

—¡Ay, reina de mi corazón! ¿Por qué me tratas con tanta dureza? Hice un mal
negocio comprándote a Sinán el Judío a causa de tu radiante belleza y de la
gloriosa divinidad de tus ojos. Quizás el miserable judío me engañó cuando
me alabó tu buen carácter y juró que podías predecir el futuro, trazando
dibujos en la arena.

Giulia estaba tan aturdida, que olvidó sus lamentaciones y dijo:

—Ciertamente, me enseñó a trazar líneas en la arena y decir lo que veía en


ellas; pero, sobre echar la buenaventura y hacer predicciones, no me dijo
nunca nada.

—Sí; y para mí también dibujarás en la arena —respondió Abú el-Kasim— y


me dirás lo que ves, pues eres más bella que la luna, y tus palabras son más
dulces que la miel, por lo que te voy a revelar todos mis secretos. Seguidme,
pero ni siquiera con el aliento digáis nunca nada, ni media palabra de lo que
he de enseñarte.

Sacó una llave de un escondrijo y nos condujo a un oscuro subterráneo,


donde, después de apartar ánforas y barriles, descubrió una puerta estrecha,
la cual abrió; y todos penetramos en una habitación tapizada y alfombrada
preciosamente, que contenía gran cantidad de recipientes de diversos metales
y de maravillosos cincelados. Luego, levantando un amplio cortinón, nos
enseñó una puerta de hierro labrado, que daba paso a una alcoba con un
amplio diván e innumerables cojines de raso y seda, así como un atril con su
Corán. Levantó la tapa de un cofre de hierro y sacó diversos brocados,
brazaletes de oro y plata, y cubiletes del mismo metal.

Suponía que nos mostraba todo aquello tan sólo para herir la vanidad de
Giulia por su continuo desdén.
Giulia pareció bastante reconciliada, y dijo que en aquella estancia se
encontraría como en su propio hogar, y sería para ella un gran alivio y
descanso a sus muchos sufrimientos.

—Pero habréis de darme la llave —observó—, de manera que pueda retirarme


a mi gusto. No permito que nadie me moleste cuando estoy dedicada a la
meditación, o entregada al cuidado de mi belleza o bien descansando; y si te
imaginas que puedes compartir este lecho conmigo, estás en un gran error,
Abú el-Kasim.

Pero éste se hizo el sordo, y escupiendo sobre un cubilete de oro, comenzó a


darle brillo con un extremo de su capote. A una señal suya, el sordomudo
trajo agua, en la cual puso hierbas aromáticas que le dieron un gusto
refrescante y calmante. Cuando bebimos, nos invitó a sentarnos en los
cojines, mientras él trajo una ancha fuente de cobre repleta de arena.

—Ten compasión de tu servidor, cruel Dalila —observó—. Desde el día en que


Sinán el Judío me habló de tu extraño poder, he estado consumido por la
impaciencia esperando este momento. Mira con tus maravillosos ojos en la
arena, acaríciala con tu dedo nacarado y dime lo que ves.

Olor de incienso y mirra acarició mi olfato; la bebida burbujeaba cálida en mi


estómago, y sentí un extraño amodorramiento. Hasta mi perro Rael había
escondido su hocico entre mis pies y suspiraba contento en esta cómoda y
silenciosa estancia. También Giulia parecía sentir la misma languidez, pues
sin protestar se inclinó hacia delante y fue dibujando líneas en la arena, a la
vez que decía:

—Veo caminos, ciudades y el mar. Veo también tres hombres. Uno de ellos es
flaco y feo como un mono. El segundo es fuerte como una torre, pero su
cerebro no es mayor que un huevo de paloma. El tercero se asemeja a un
chivo, con pequeños cuernos; muy pequeños, pero afilados.

Pensé que Giulia decía esto para burlarse de nosotros, pero gradualmente se
alteró su voz, se detuvo su mirada en la arena como si estuviera hechizada y
sus dedos se movieron en su tarea con tanta agilidad que parecía no poder
contenerlos. Abú el-Kasim balanceó el incensario y dijo en voz baja:

—¡Dalila, Dalila! ¡La cristiana Giulia! ¡Dime lo que ves en la arena!

La tersa frente de Giulia se contrajo. Gimió, y una voz tenue y aguda brotó de
sus labios:

—La arena está roja, como con sangre. Veo una caldera hirviendo y en ella
muchos guerreros, buques, banderas. Veo un turbante caído de una cabeza
entumecida. Veo un puerto y muchos buques entrando en él entre el tronar
del cañón.

—El Libertador viene del mar —dijo Abú el-Kasim, en tono confidencial—. El
Libertador vendrá del mar antes de que los higos maduren. Esto es lo
importante, Dalila. Ves al usurpador en su trono, al blasfemo que olvida y
menosprecia los mandamientos de Alá. Pero ves también caer el turbante de
su cabeza, y ves al Libertador viniendo del mar antes de que los higos estén
en sazón.

Giulia movió la arena, y de pronto, la extraña voz nos hizo reír.

—¡Abú el-Kasim! En tu terquedad de asno, ¿por qué tus sudorosos pies van
por mil sendas, cuando sólo una es necesaria? No eres más que un pez en las
mallas de la red de Dios, y aquél que se revuelve con más estúpida
obstinación. Tu vida no es más que el reflejo en un estanque cuya superficie
está tranquila, pero que de pronto se agita por la mano de un niño que juega.
¿Por qué pretendes engañarte, si no ganas la paz con ello, mientras
febrilmente huyes de ti mismo, cambiando de forma a cada paso?

Abú el-Kasim estaba como fulminado.

—¡En el nombre de Alá el Compasivo! —exclamó—. Un espíritu perverso


habla por boca de esta mujer, y sus ojos deben de estar verdaderamente
endemoniados.

Arrancó de golpe la fuente de las manos de Giulia, aunque éstas se aferraban


a ella convulsivamente. Sus ojos brillaron como diamantes en su pálida faz, y
no volvió en sí de su trance hasta que Abú el-Kasim le movió varias veces la
cabeza de un lado a otro.

Entonces, recobró el color, y levantándose de un salto, se tapó los oídos con


las manos.

—¡No me toques, macaco indecente! —gritó—. ¡No debes aprovecharte de mí


cuando estoy soñando! —Y en una transición, prosiguió—: Sucede con
frecuencia. Hace mucho tiempo, me ocurría esto cuando miraba un pozo o
una fuente. Y ello me gusta, pues me parece que me libera de la maldición de
mis ojos. Pero esto no excusa un desvergonzado asalto. Déjame descansar,
pues estoy muy cansada. ¡Idos todos y dejadme en paz!

Nos empujó fuera de la habitación.

Abú el-Kasim nos proveyó de unas viejas mantas y nos dejó que buscásemos
un rincón para pasar la noche. Él se marchó fuera. El sordomudo trajo paja
limpia y nos ayudó con la mejor voluntad. Hacia el anochecer, empezó a
cocinar un caldo y cortó unos trozos pequeños de cordero. Al ver esto, Andy
movió la cabeza melancólicamente y dijo:

—Este pobre idiota no debe haber llenado la tripa en su vida. Mírale; parece
que está haciendo la comida para un par de gallinas y un perro ciego. Eso
puede estar bien para el viejo Abú, que no tiene más que pellejo, pero no para
mí.

Empujó gentilmente al esclavo a un lado, avivó un buen fuego sobre el que


colgó el caldero, y lanzó en su interior todo cuanto pudo encontrar de carne y
grasa. El desgraciado sordo, viendo que Andy apilaba en el hogar todas las
ramas y arbustos que había recogido con tanto esfuerzo y paciencia, estaba
aterrado; pero cuando Andy comenzó a cortar medio cordero para llenar el
pote, sus uñas se clavaron en sus muñecas y sus ojos se inundaron de
lágrimas.

Justamente en ese instante, oí a mi perro ladrando en el patio; salí, y lo


encontré dando vueltas como enloquecido, perseguido por dos gallinas
negras. Rael encontró refugio entre mis pies, y vi que su hocico sangraba.
Muy enfadado, pues Rael era una criatura que nunca se dedicó a la volatería,
cogí una estaca y airadamente ataqué a las agresoras. El perro me ayudó
como pudo, y Andy apareció en el umbral de la puerta para animarnos con
alegres exclamaciones, hasta que conseguí atrapar a los pajarracos y
retorcerles el pescuezo.

El estrépito había atraído a un grupo de vecinos a la puerta; pero Andy,


rápidamente, me arrebató las aves y se las arrojó al esclavo para que las
desplumara. El pobre infeliz, que ya había perdido por completo el poco
sentido que le quedaba, obedeció mansamente, y sus lágrimas se mezclaron
con las plumas. Tuve compasión de él, pero juzgué que era mejor
acostumbrarlo sin pérdida de tiempo a las nuevas circunstancias.

Cuando el sol se estaba poniendo, el melancólico canto del muecín llegó a


nosotros desde el alminar de la mezquita. Abú el-Kasim mojó sus dedos en un
cuenco con agua y se roció con algunas gotas pies, muñecas y rostro.
Desenrolló una esterilla y recitó las oraciones, mientras yo me arrodillaba
también y oprimía mi frente contra el suelo, siguiendo su ejemplo. Cuando
nuestras oraciones terminaron, Abú el-Kasim olfateó el aire.

—¡Bendigamos a Alá por el alimento que se ha dignado concedernos! —


exclamó—. ¡Comamos, pues!

Nos sentamos en círculo en el suelo. Giulia apareció restregándose los ojos y


estirando los gráciles brazos. Pero cuando Andy depositó en el centro el
caldero, Abú el-Kasim hizo una mueca como si hubiese mordido una fruta
amarga.

—No intento llenar la tripa de todos los pobres del barrio —declaró—, ni
somos un regimiento de jenízaros. ¿Quién es el culpable de este terrible
error? ¡Que sea la primera y última vez! ¡Si no fuese porque deseo que
nuestra primera noche transcurra en paz y armonía, habría montado en
cólera!

Introduciendo su mano en el caldero, hizo emerger la pata de un ave, a la cual


miró estupefacto, pasándola de una mano a otra, mientras se soplaba los
dedos.

—¡Alá es verdaderamente grande! —dijo—. Es un milagro. Un trozo de


cordero parece haberse convertido en una pierna de pavo.

El sordomudo comenzó a mover los brazos como las aspas de un molino,


abriendo su boca y señalándonos a Andy, a mí y al perro, el cual estaba
sentado mansamente esperando los despojos. Y cuando por fin Abú el-Kasim
se apercibió de lo que había sucedido, perdió de golpe el apetito y lloró.

—¡La maldición de Alá caiga sobre vosotros, por haber matado mis dos
gallinas, Mirma y Fátima ! ¡Ay mis gallinas, mis pobres gallinas que ponían
hermosos huevos morenos!

Lágrimas no fingidas corrían por sus mejillas y barba. Andy parecía inquieto.
Pero yo me repuse y dije:

—No reniegues de nosotros, Abú el-Kasim. La culpa fue de tus malvadas


gallinas, que atravesaron con sus picos la nariz de mi perro. Me enfadé, lo
confieso, y en mi cólera les retorcí el pescuezo. ¿Qué se podía hacer después?

Abú el-Kasim continuó suspirando y se secó la mojada barba. Al ver que el


alimento iba desapareciendo, calmó su aflicción y comenzó a servirse, aunque
todavía hipaba. Cuando terminó se frotó el estómago con evidente
satisfacción, previniéndonos, sin embargo, que en adelante tendríamos que
hacer nuestras comidas fuera.

—¿Es que sirven para algo criados hambrientos? —arguyó Andy—. Yo me


contento con el alimento suficiente para quedar satisfecho. Danos medio
cordero y un saco de harina cada día y no tendrás ocasión de quejarte nunca.

La única respuesta de Abú el-Kasim fue mesarse las barbas, y al poco rato nos
retiramos a descansar.

Al día siguiente, después de la oración de la mañana, Abú el-Kasim nos llevó a


ver las cosas de interés de la ciudad. Los edificios encerrados entre sus
murallas eran muchos, y en las estrechas calles era difícil abrirse paso. Había
representantes de cada nación cristiana y mahometana, así como judíos y
griegos. Vi también nómadas del desierto, con los rostros cubiertos y flotantes
capotes.

Había bellas mansiones, rodeadas de muros, así como baños públicos abiertos
a todo el mundo, sin distinción de creencias, color o posición social. Los ricos
pagaban mucho por sus baños, mientras que los pobres se bañaban
gratuitamente, en el nombre del Compasivo. En el punto más alto de la
ciudad, estaba situada la kasbah de Selim ben-Hafsid con sus numerosos
edificios, y a un lado de la entrada principal se veían los postes de hierro
donde se empalaban cabezas y miembros humanos. El edificio más hermoso
de todos era, sin embargo, la gran mezquita cercana al puerto. La isla
española dominaba la boca del puerto, y españoles armados de espadas y
arcabuces deambulaban tranquilamente de un lado a otro por la ciudad,
mirando con altanería a los transeúntes, a los que apremiaban a cederles el
paso. Esta actitud ofendía mucho al devoto musulmán, para quien, por la Ley
del Corán, los creyentes no deben caminar al lado de los incrédulos, sino
cruzarlos en la calle, y si es preciso empujarlos a un lado.

En nuestro transitar por la ciudad, Abú el-Kasim no cesaba de bendecir las


ánforas que habían llegado escondidas en los cestos de grano de los
campesinos, y en perfecto estado, a casa de mercaderes amigos suyos, de
donde las retiramos para trasladarlas a la nuestra. La ciudad estaba dividida
de una manera práctica en barrios diferentes, correspondientes cada uno a
una especialidad comercial o gremial. Así, los caldereros en cobre estaban en
una calle, mientras que los sastres, curtidores, tintoreros y otros de diferentes
artesanías tenían las suyas. Nuestra propia casa estaba en la calle de los
especieros y vendedores de drogas. Era una de las vías públicas más
respetables, a pesar de que en ella se codeaban los grandes mercaderes con
los pobres, y saltaba a la vista aquella importancia por las bandadas de
mendigos y tullidos que durante todo el día montaban su guardia, en cuclillas,
a las puertas de los ricos en espera de limosnas.

A mediodía, Abú el-Kasim nos llevó a la mezquita, en cuyo patio delantero


había una fuente de mármol con un surtidor que dejaba correr un agua muy
fresca. Hicimos en ella las abluciones prescritas. En el atrio, había alfombras
riquísimas, y muchas lámparas pendían del techo con cadenas de cobre y
plata. Columnas de diversos colores sostenían la gran bóveda. Murmuramos,
al entrar, el propósito que allí nos conducía, e imitamos las acciones del lector
del Corán, arrodillándonos cuando se arrodillaba, e inclinándonos a la vez que
él lo hacía. Tras las oraciones, Abú el-Kasim nos llevó a la madrasseh , o
escuela de la mezquita, en la que un grupo de jóvenes, bajo la dirección de un
profesor de barba gris, estudiaban el Corán, los deberes del hombre, las
tradiciones y la ley. Abú el-Kasim nos había provisto de capotes limpios, y nos
presentó a un anciano de barba blanca.

—¡Venerable Ibrahim ben Adam el-Mausili! En el nombre del Compasivo, os


traigo dos hombres que han hallado la paz y desean seguir la verdadera
senda.

Todos los días, después de la oración de la tarde, acudíamos a la escuela de


conversos para aprender el árabe y los siete pilares, cimientos y ramas del
islam, a excepción del viernes; en este día, y por doquier, todos los
musulmanes abandonaban sus trabajos o sus negocios. En su opinión, la
tradición cristiana o judía de honrar el sábado era blasfema, pues estaba
basada en la idea de que Dios, después de haber creado el cielo y la tierra,
descansó el séptimo día. Según el islam, Dios, en efecto, verificó la Creación,
pero al ser omnipotente, lo hizo sin esfuerzo alguno; la simple noción de que
hubiese precisado de descanso era para los musulmanes una blasfemia.

Cuando el viejo profesor Ibrahim ben-Adam observó mi genuino deseo de


conocimiento, me tomó cariño y me expuso el Corán con su mejor habilidad,
quedándome a menudo, después que los demás alumnos se marchaban
terminada la clase, solo con él hasta muy tarde.

Era un hombre muy devoto, y nada remiso en la lectura y explicación de los


sagrados textos. Fue de él de quien aprendí que el Islam tenía espacios para
diversas sendas, por lo que sus seguidores discutían entre ellos. Pero esas
cuestiones no turbaron la paz de mi espíritu, pues yo estudiaba el Corán con
un puro desprendimiento intelectual, y tan sólo por el deseo de conocimiento.
Pronto me di cuenta de que los cristianos tienen poco que enorgullecerse de
su supuesta religión superior; pero las disputas dogmáticas, beatería,
mojigatería e hipocresía, así como la no observación de los ayunos y
abstinencias, eran por lo demás rasgos comunes a ambos cultos.
Durante el día, ayudaba a Abú el-Kasim a mezclar drogas y pulverizar el kohle
en un mortero. Preparaba también una tintura de índigo y reseda, que servía
para dar un tono azulado al cabello femenino. Amasando las hojas de índigo
en una pasta dura, obteníamos una sustancia que las mujeres usan para
colorear sus cejas de azul. Abú el-Kasim me dijo que, entre las damas
elegantes de Bagdad, era costumbre depilarse las cejas que Alá les había
dado, para reemplazarlas por el dibujo de líneas azules.

Este artículo de Abú el-Kasim era justamente apreciado por la calidad de las
hojas de reseda que él empleaba, y que traía de Marruecos, donde se
recolectaban tres veces por año. Las mujeres las humedecían y las amasaban
en una pasta rojiza, con la cual se coloreaban el rostro para rejuvenecerse
artificialmente; las viejas no podían vivir sin esto. La reseda se empleaba
también en la preparación de un tinte para las uñas de manos y pies. Abú el-
Kasim tenía métodos propios para elaborar todos estos preparados, lo que le
permitía vender a precios variables conforme a los medios económicos del
cliente.

Me enseñó a revolver el jugo de un limón pequeño y alumbre y mezclarlo con


la pasta de reseda, hasta producir una mixtura anaranjada para colorear las
uñas. Después la mezcló con agua de rosas o con esencia de violetas, y vertió
el ingrediente en diversos recipientes de diferentes nombres, para poder
vender así su contenido a precios variables también. Desde luego que, en
cada caso, el precio de venta cuadruplicaba, por lo menos, el de costo. Había
también hombres frívolos que coloreaban sus barbas con la reseda, y las
mujeres de cabello claro lo usaban para acentuar su color, tornándolo rojizo
al estilo veneciano.

Había otros preparados que los hacía él exclusivamente, incluyendo el


abrasador «ungüento del paraíso», con el cual declaraba que podía restaurar
la virginidad de una prostituta, aunque hubiese ejercido en todos los puertos
de África y alcanzado la edad de los cuarenta. Reproché, sin embargo, a Abú
su falta de corazón por robar a los pobres en la venta de artículos sin valor,
que más tenían agua que otra cosa, y mirándome con sus ojos de mono, me
respondió gravemente:

—Mikael el-Hakim: no debes censurarme, ya que vendiéndoles estos artículos


les vendo mucho más de lo que representan sus ingredientes. Vendo sueños, y
los pobres tienen más necesidad de sueños que los ricos y afortunados. A las
mujeres de edad les vendo juventud y confianza en sí mismas. Además,
estarás enterado de que en ocasiones regalo la reseda y el agua de rosas a
algunas muchachas pobres que contraen matrimonio. No me reproches, por lo
tanto, que venda sueños a los demás, pues que tiempo ha que yo perdí los
míos.

No quise opinar sobre lo fundamentado o erróneo de ello, y si es mejor vivir


desgraciado en la verdad, o feliz en la mentira. Quizá se debía a que sentía mi
amor propio halagado por ser ayudante de Abú el-Kasim, y porque empezaba
a llamarme con el nombre de El-Hakim —el Físico—, nombre que él llegó a
descubrir no sólo por mi especialidad, sino porque, volviendo del revés las
letras de Mikael se sorprendió al encontrar El Hakim.
—¡Es verdaderamente un buen agüero! —exclamó maravillado—. Como
Miguel el arcángel, velaste por Sinán, induciéndole a buscar la respuesta y
guía en el Libro Santo; y ahora, como El-Hakim, el Físico, me sirves a mí.
Espero que esta asociación sea afortunada para ambos.

Por primera vez, vi al sultán Selim ben-Hafsid un viernes, cuando bajaba a


caballo la empinada calle de la Kasbah para asistir al servicio de mediodía de
la mezquita. Iba acompañado por un grupo de esclavos, lujosamente
ataviados, y por una compañía de arqueros que, con sus flechas dispuestas,
escrutaban las ventanas enrejadas y las terrazas de las casas. En el patio
anterior de la mezquita, Selim hizo un desdeñoso gesto, y un saco de monedas
cuadradas de plata fue arrojado a los pobres. Entró en la mezquita, y tras
haber mascullado descuidadamente las oraciones, se sentó con las piernas
cruzadas en su trono; se quedó adormilado durante la recitación, en voz alta,
de los pasajes del Corán. Tuve entonces una buena oportunidad de
examinarle y estudiar su rostro, del que no puedo decir que fuera atractivo,
pues estaba marcado por el estigma de los vicios, y de su boca abierta pendía
el belfo babeante. Era de mediana edad. Su cara y su oscura barba relucían
con caros cosméticos, y sus ojos sanguinolentos, enmarcados por hinchados
párpados, parecían tener tan poca vida como su boca. Abú el-Kasim me dijo
que mascaba opio. Después, en su regreso a palacio, hizo un alto para
presenciar dos ejecuciones y el apaleamiento de unos jóvenes que estaban
atados a los postes de cada lado de las puertas. Dejó que continuase la
flagelación hasta que las espadas chorrearon sangre, mientras que hundido
en su silla y con su labio colgante miraba con aire estólido. Pensé que si los
Hafsid habían gobernado Argel por espacio de trescientos años, por lo menos
los cien últimos sobraban.

Pronto me encariñé con la ciudad, la calle donde vivía y las gentes que
conmigo hablaban. Esa ciudad extranjera, con sus raros olores y colores, los
braseros de orujo, los árboles frutales y los numerosos navíos anclados en el
puerto era como una ciudad escapada de un libro de leyendas. Cada día comía
cordero y rico caldo; a menudo Abú el-Kasim, con un suspiro, aflojaba los
cordones de su bolsa y me daba algunas monedas cuadrangulares de plata, y
yo me trasladaba al mercado para comprar rollizos conejos que luego
aderezaba Giulia con pródigas y sazonadas salsas.

Giulia se había reconciliado poco a poco con su suerte. Abú el-Kasim la


complacía llevándola al bazar y comprándole magníficos brazaletes labrados y
ajorcas de plata, pero me disgustaba su empeño en teñirse el pelo de rojo. Sus
uñas, las palmas de sus manos y sus pies hasta los tobillos estaban siempre
anaranjados, y también se pintaba cejas y párpados, al estilo de las mujeres
argelinas. En favor suyo debo decir, sin embargo, que pronto se preocupó del
estado de nuestra morada y se esforzó por poner orden y concierto en ella,
induciendo además a Abú el-Kasim a repararla; le pidió incluso un pozo
cubierto en el patio, de forma que tuvo que hacer un gran desembolso en la
conducción del agua desde el depósito de la ciudad. En resumen, Giulia
reclamó las mismas comodidades que nuestros ricos vecinos, lo que hizo que
Abú el-Kasim se retorciese barbas y manos a cada paso, escapándose a la
calle en algunos momentos de desesperación, clamando ante cualquiera y
poniéndole por testigo de la manera en que aquella abominable adivina le
estaba sumiendo en la ruina.

Los vecinos se mesaban las barbas, pero en su fingida y socarrona atención,


se les adivinaba contentos. Algunos decían: «Abú el-Kasim se ha enriquecido»
y otros: «¡Qué día más feliz para el recaudador de impuestos de Selim ben-
Hafsid, cuando vuelva a visitar nuestra calle!». Sólo los más compasivos
observaban: «Abú el-Kasim ha perdido el juicio. Sería un favor para él, y
complacería a Alá, que fuese llevado a un manicomio hasta que los espíritus
diabólicos abandonen su cuerpo».

Yo me sorprendía al escuchar tales opiniones, pues hasta el pacífico Andy,


fuera de sus casillas, tuvo que perseguir al ágil Abú a través del patio, hasta
que aquél escapó por encima del muro, ocultándose en algún foso. El motivo
era que Abú el-Kasim se ensañaba con Andy sin momento de respiro, como un
tábano sobre el mulo, cada vez que era derrotado en el campo de lucha tras la
mezquita. En esta ocasión, Andy estaba de un humor de perros, y para
calmarle, Abú había puesto ante sus narices una vasija de vino, invitándole a
que bebiese un trago para recuperar vigor y fuerza. Ello bastó para ponerlo
fuera de sí; temí por un instante que despedazara a Abú. Pero cuando al ruido
asomaron por el patio algunos vecinos chismosos, Abú el-Kasim se deslizó de
nuevo, gateando por el muro, y aproximándose a Andy con gestos insinuantes,
palpó sus músculos de buey y aseguró a los vecinos que Andy le traería la
fortuna con la lucha.

Cuando pregunté a Abú por qué vejaba tanto a Andy, me miró asombrado.

—¿Por qué privar a mis queridos vecinos de un inocente pasatiempo? —


replicó—. Además, esto es beneficioso para tu hermano; de lo contrario sólo
se le ocurriría tumbarse con el berrinche de la derrota, y le darían calambres
en el estómago. De esta manera descarga su furia en mí y recupera su buen
humor de luchador.

Ello era verdad, pues pasado el primer momento, Andy no tardaba en


calmarse y se reía a más y mejor burlándose de Abú.

Éste le persuadió a que se tendiese, cuan largo era, en un banco y le daba


masajes en brazos y piernas, impregnándole de aceite el macizo cuerpo y
frotando con unturas medicinales sus magulladuras. Ahora que Andy había
adoptado la religión musulmana era preciso que cambiase también de
nombre. Abú el-Kasim le puso el de Antar, en recuerdo del gran héroe de las
leyendas árabes. En el bazar, no se daba momento de respiro en alabar su
fuerza y habilidad, lo que excitó la curiosidad de mucha gente por verle
combatir. Por fin juzgó Abú el-Kasim llegado el momento para ello, y montado
en los hombros de Andy se dirigió a la plaza del mercado, donde desde su
sitial cantó las consabidas alabanzas y lanzó un reto a todos cuantos
estuvieran dispuestos a enfrentarse a su pupilo. Andy se desnudó,
conservando sólo unos calzones que le llegaban casi a las rodillas, y Abú le
dio una friega de aceite a la vez que seguía elogiando su musculatura. Entre
los ociosos que se situaban en la parte sombreada de la plaza del mercado,
bajo las columnatas de la mezquita, había siempre varios gureshes sin
trabajo, cada uno de los cuales tenía un patrón o dueño que subvenía a su
alimentación y apostaba por él. Estas apuestas no se hacían en concepto de
juegos de azar, lo cual está prohibido por el Corán, sino que la ganancia o
pérdida estaba determinada por la fuerza y habilidad de los luchadores.

Estos patronos eran en su mayoría ociosos, hijos de ricos mercaderes y


armadores de buques, cuyos antepasados y progenitores habían hecho sus
fortunas con la piratería. Pero desde que Selim ben-Hafsid se aliara con los
españoles, había cesado la piratería, y así estos jóvenes se encontraban sin
nada que hacer. Se pasaban los días en los baños y las noches bebiendo en
secreto y en compañía de bailarinas. Patrocinando las luchas, buscaban un
estimulante a sus sentidos estragados. Muchos de los luchadores eran tipos
salvajes que habían escogido este empleo para vivir en la vagancia. En
ocasiones, cuando se veían perdidos en el combate, llegaban a arrancar la
oreja del adversario de una dentellada. Así pues, Andy había de estar en
guardia sobre el particular, y a pesar de sus lamentaciones y referencias
sobre el desastroso destino de Sansón, Abú le afeitó la cabeza para que los
adversarios no pudiesen asir sus cabellos.

Cuando por primera vez fui con Andy y Abú el-Kasim a la plaza del mercado,
me horroricé a la vista de estos temibles luchadores semidesnudos y
relucientes de sudor, en pleno esfuerzo y tensión en su intento de derribar al
contrario. Eran grandes como molinos, y tenían los brazos como aspas, con
abultados músculos. Pensé que cualquiera de ellos podía destrozarme de un
papirotazo. Andy no les iba a la zaga, desde luego, pero su aspecto era
distinto.

Abú el-Kasim formó un gran revuelo cuando, acompañado de sus gestos de


simio, se desgañitó a voz en grito:

—¿Hay alguien que quiera combatir con el invencible Antar? Sus rodillas son
como los pilares de la mezquita, y su tronco una verdadera torre. Fue criado
entre idólatras en un país lejano del norte, y está curtido por la nieve y el
hielo que cubre su tierra todo el año; hielo que vosotros, holgazanes, no
conocéis más que como fragmentos en vuestros sorbetes.

Tras continuar de esta guisa por algún tiempo, se bajó de los hombros de
Andy, extendió un paño en el suelo y depositó una moneda de plata en él,
como premio al vencedor, poniendo a Alá por testigo de su liberalidad. Ello
provocó una catarata de risas, que atrajo a nuevos espectadores a la escena,
mientras los jóvenes y ricos patronos se apretaban los ijares diciendo:

—No pareces tener mucha fe en tu Antar, y no es extraño. Tiene aspecto de


ser más manso que un buey.

Pero los curiosos comenzaron a arrojar monedas sobre el lienzo, hasta que se
formó un montoncillo de plata, entre el que relucían una o dos pequeñas
monedas de oro. Los luchadores consideraron con ojo crítico la pila de
monedas, y luego a Andy; penetraron en el espacio circular destinado a la
lucha se reunieron cogiéndose de los hombros y parlamentaron, hasta que
uno de ellos se manifestó dispuesto a contender un asalto «bueno» con Andy.
En la lucha denominada «buena» todo estaba permitido, pudiendo perderse
en ella un ojo o una oreja, por lo que los luchadores profesionales rara vez se
prestaban a ella.
Andy y su adversario comenzaron a atacarse y mi hermano, poniendo en
práctica las enseñanzas de Mussuf el Negro, lanzó a su hombre a tierra sobre
las espaldas con estrépito. Para alentar a la víctima, los espectadores
lanzaron más monedas sobre el paño; pero Andy consiguió derribar y vencer a
tres hombres sucesivamente, cosa que era una proeza para un principiante;
pero al cuarto le llegó su turno de perder, pues tras un forcejo prolongado,
sus pies resbalaron, de manera que su oponente, rodeándole con un brazo el
hombro y la nuca, le forzó a caer.

Abú el-Kasim profirió inarticulados gritos de angustia y lloró como si hubiese


perdido una gran cantidad de oro en vez de una miserable pieza de plata.
Andy se restregaba la dolorida nuca al tiempo que decía:

—Creo que Mussuf me dio una buena lección, y a mi vez me parece que puedo
dar buena cuenta de todos estos tipos escurridizos, pues soy más fuerte que
ellos.

Se sentó con el rojo capote sobre las espaldas, observando cuidadosamente


los combates que siguieron. Me pareció que aprendería gran cantidad de
argucias, ya que los luchadores, incitados por la considerable suma
depositada en el lienzo, combatían con toda su alma. La victoria final fue de
Iskender, quien no tenía un aspecto ni más ni menos formidable que los
demás, aunque sus espaldas eran tan anchas como un horno de pan, y un
hombre más ligero no podía moverle siquiera. Andy le observó con los ojos
bien abiertos.

—Ese Iskender no es una broma —dijo—, y será un buen oponente para mí


dentro de poco. Por hoy ya he visto bastante, y creo que he aprendido algo.

No le desanimó ni enfureció su derrota, y por ende los otros gureshes fueron


los primeros en aceptarle como uno de los suyos. Iskender le dio cuatro
piezas de plata de su ganancia y declaró que Andy había ganado sus combates
en buena lid; era costumbre que el victorioso distribuyese parte de sus
ganancias entre los demás combatientes. El dinero colocado, quedaba, sin
embargo, muy reducido en el reparto, ya que muchas de las cantidades eran
apuestas cruzadas entre los espectadores, bien en los combates individuales o
sobre el resultado final; este último no cambiaba por ningún concepto un
resultado anterior. Aun los más afamados luchadores, habiendo triunfado en
diez o quince encuentros sucesivos sobre poderosos adversarios, no podían
confiar en la victoria definitiva, ya que en el último combate, un hombre
considerado como de menos categoría, o menos fuerte, tenía la ventaja de
salir fresco y descansado al palenque. Los luchadores y sus patronos seguían
un sistema establecido para determinar el orden de las competiciones así
como de sus componentes en los diferentes días, lo que reducía las
probabilidades y hacía muy incierto el resultado. Por ello, un apostador
novato que confiaba sólo en la apariencia de los luchadores, sin tener en
cuenta el orden de los combates, corría el riesgo de perder muy fácilmente.

Los espectadores, así como los patronos, comenzaron a fijar su atención en


Andy, y pronto le llegó la vez de recoger el montón de dinero como vencedor.
Ese día, la alegría de Abú el-Kasim no conoció límites. Abriéndose paso a
codazos y saltando como un mico, voló con los brazos abiertos sobre Andy y le
dio un sonoro beso en la boca. Andy lanzó un alarido, escupió y le despidió
contra los espectadores, los cuales en un éxtasis de alborozo le recogieron
entre sus brazos tendidos. Abú el-Kasim distribuyó en limosnas la proporción
prescrita de sus ganancias, mostrando una profunda emoción ante su propia
munificencia; pero prestamente enrolló el resto en un paquete y se echó la
mano al pecho, del que sacó un cofrecillo de hierro, admirándose en voz alta
cuando de nuevo metió en él su tesoro.

La suma era, sin embargo, insignificante para su fortuna; pero era parte de su
vida fingir pobreza y divertir a la gente con su terror al recaudador de
impuestos.

Y, en efecto, no tardó mucho en hacer acto de presencia en nuestro domicilio


un hombre de enormes adiposidades, que se detuvo sin aliento en el umbral.
Se apoyó en su cayado, distintivo de su oficio, y miró a su alrededor con
codicia, bajo un turbante voluminoso. A su vista, Abú el-Kasim, frotándose las
manos aduladoramente, dijo:

—¡Oh recaudador Alí ben-Ismail!, ¿qué puede ofrecérsete de nuevo por aquí?
No hace tres meses que estuviste, y soy un hombre pobre.

Se apresuró a ir hacia Alí ben-Ismail para ayudarle; yo tomé del otro brazo al
visitante, y entre los dos le ayudamos a sentarse en el cojín más amplio de la
casa. Una vez acomodado y recuperado el aliento, sonrió tristemente.

—Abú el-Kasim: el príncipe de Argel y del mar, rey de las incontables tribus
berberiscas, representante de Alá, y que en esta ciudad manda, en resumen,
el sultán Selim ben-Hafsid, se ha dignado posar sus ojos en ti —declaró—. Te
has hecho rico; has traído agua a tu patio y amueblado tus habitaciones. Se
han visto aquí costosas alfombras y hasta copas de plata, las cuales están
prohibidas por el Corán. Has comprado tres nuevos esclavos; uno te reporta
enormes ganancias como luchador; otro es una mujer de belleza
indescriptible, con ojos de diferentes colores que ven cosas extrañas en la
arena, hasta el punto que las propias mujeres del harén acuden a los baños
públicos con objeto de escuchar la predicción de su futuro. El tercero gana
sumas sustanciales para ti como curandero charlatán; me parece que es, si no
me equivoco, ese hombre con cara de chivo que está a tu lado, y que de las
más remotas ciudades te traen de vez en cuando eso que llamas ámbar gris,
barato. Pero bajo tal falsa terminología, esquilmas a tus compradores y
clientes.

Abú el-Kasim denegó calurosamente los cargos, pero el recaudador le dio un


coscorrón con su báculo y dijo imperturbable:

—Eso es lo que he oído decir; y no hubiera prestado la menor atención a no


ser que hubiese llegado a otros oídos que los míos. Soy un hombre de buen
natural, y a causa de mi corpulencia no me gusta andar a trompicones por las
calles. Pero el sultán Selim ben-Hafsid, que también lo ha oído, me ha
encargado del asunto, poniéndome en un aprieto. Por otra parte, he sido
vejado por ti; hasta ahora me contentaba con diez monedas al año, las cuales
siempre me has dado a regañadientes, resquebrajando gravemente mi
disposición amistosa a protegerte. Ahora nos encontramos los dos, tú y yo,
ante un gran trastorno, puesto que el sultán ha decretado una tasa extra para
ti, consistente en mil piezas de oro.

—¡Mil piezas de oro! —aulló Abú el-Kasim. Arrancándose turbante y capote


comenzó a saltar encima de ellos medio desnudo, chocando en su frenesí
contra ánforas y cestos—. ¡Mil pie…! La calle entera no vale esa suma. A buen
seguro que Alá ha privado lamentablemente a Selim ben-Hafsid del uso de las
facultades de su razón. En el tiempo que he tardado en recoger la décima
parte, me he quedado sin dientes, de puro viejo.

—¿Has dicho la décima parte? —exclamó el recaudador con asombro—. ¿Cien


piezas de oro? Alá es en verdad grande y me ha hecho encontrar para mi
señor un ganso que pone insospechadamente huevos de oro. Me asombras,
pues yo sólo hablaba en broma, para saber a qué atenerme sobre el
crecimiento de tu fortuna.

Abú el-Kasim cesó de golpe en sus zapatetas, y con un furioso destello en los
ojos dijo:

—¡Bien! Así es que estabas jugando conmigo, ¿eh? Pero yo daré a tu mujer tal
ungüento del paraíso que cuando la abraces te morirás al instante con una
agonía espantosa y echando espumajos por la boca.

El recaudador Alí ben-Ismail sudó perceptiblemente, y sus ojos se


acobardaron.

—No lo tomes tan a pecho, querido Abú —dijo con un hilillo de voz—. Ello
forma parte de mi deber. Me ha sido ordenado que haga una investigación a
fondo en tu casa y haberes, porque Selim ben-Hafsid, loado sea su nombre,
necesita dinero para comprar otra pareja de muchachos. Así pues, deja que
lleguemos a un arreglo amistoso, como de costumbre. No ganarías nada con
que me cesaran, y fuese reemplazado por un hombre probablemente más
hambriento y necesitado, a quien tendrías que engordar.

Abú pareció asaltado de graves presagios al oír que su fortuna era la


comidilla de la ciudad. Pero todo cuanto dijo fue:

—¡Maldito sea Selim ben-Hafsid! Tiene ya treinta o más muchachuelos en su


harén, y otras tantas mujeres. ¿Y he de ser yo, pobre desgraciado, quien ha de
pagar sus lascivas diversiones? ¿Es que estoy soñando? A propósito de
sueños, Alí ben-Ismail, escucha uno muy notable que he tenido… Un
Libertador vino del mar, y a su llegada, los recaudadores de impuestos fueron
paseados cargados de cadenas a través de la ciudad y azotados en la esquina
de cada calle.

El recaudador sudó más perceptiblemente aún que antes y levantó un dedo


para imponer silencio a Abú.

—Esos sueños son peligrosos —dijo— y no puedo comprender cómo otras


tantas personas han sido también asaltadas con otros iguales o semejantes a
ésos. Pero, en nombre de Alá el Compasivo, querido Abú, esfuérzate en
contenerlos para no pregonarlos fuera. Recuerda que incluso nosotros los
recaudadores somos hombres pobres.

Tras un regateo que se prolongó durante mucho rato, el recaudador se avino


a tomar cincuenta monedas de oro.

—Sé en qué medida sientes la pérdida de esta gran suma —comentó— y te


recomiendo para tu bien que la valores tasándola en monedas y copas de
plata, así como en brazaletes de tu esclava. Llévalo todo a la Tesorería para
su pesaje, de manera que todo el mundo pueda ver cómo te he despojado.

Ninguna otra sugerencia hubiera sido mejor bienvenida para Abú. Sacó
recipientes y monedas por valor de cincuenta piezas de oro y ayudando a Alí a
ponerse en pie, salieron ambos. El recaudador caminaba delante, apoyado en
su bastón y jadeando penosamente, mientras el sudor se deslizaba por sus
hinchadas mejillas. Tras él, Abú el-Kasim, llevando sólo un sucio turbante y
una túnica de lino así como un lío con los objetos a la espalda; no cesaba un
instante de lanzar al aire sus clamores y quejas, y el diapasón de sus lamentos
subía cuando invocaba a Alá, en llamadas implorantes, de tal manera que
hasta los vecinos se sintieron conmovidos. Cuando menos en esta ocasión, sus
lágrimas eran verdaderas, ya que cincuenta monedas de oro eran una suma
respetable, aun para él.

Sin embargo, cuando volvió de la Tesorería, antes de la hora de la oración de


la tarde, parecía muy contento. Se lavó, se puso vestiduras limpias y cumplió
sus devociones.

—El dinero cayó en buen terreno —explicó—, pues hasta los oficiales y
amanuenses tuvieron compasión de mí cuando vieron que me había visto
obligado a entregar los brazaletes de mi esclava; y esta tarde toda la ciudad
se hará lenguas de la rapacidad de Selim. Entrada la noche, alumbrarán
lámparas en todas las casas ricas y los propietarios enterrarán sus tesoros
bajo las losas.

No obstante, la Tesorería había obrado un milagro al conseguir recaudar las


cincuenta piezas de oro. Pocos días más tarde, mi barbicano profesor me dijo:

—He alabado tu aptitud para aprender, y el faqih en persona quiere


examinarte.

Era el mayor honor que podía serme concedido, ya que el faqih era el hombre
más docto de la escuela, y profundamente versado en las ramas del fiqh , o
sea, jurisprudencia. Como muftí, era competente en todas las materias
relacionadas con la Ley, en las cuales podía haber una incertidumbre o una
ambigüedad, sobre cuya conclusión decretaba una fatwa . Gozaba de alta
ascendencia con el príncipe, porque había utilizado su conocimiento del
Corán, Sunna y fiqh para hacer pronunciamientos favorables al sultán en
ciertos asuntos muy turbios. Comparado con él y con su sabiduría, mi maestro
no era más que un pobre hombre, cuyo único mérito era saberse de memoria
el Corán y tener competencia para instruir a los nuevos conversos.
No las tenía todas conmigo ante la idea de ser examinado por ese gran
hombre, ya que sólo gradualmente había comenzado a apreciar la riqueza del
idioma árabe y a aprender de cuántas maneras se podía leer el Corán, así
como con cuantas palabras se podía expresar una idea, o las diversas
acepciones que una misma palabra tenía. Por ejemplo, mi profesor contaba
cincuenta palabras para «camello», y en cuanto a «espada», tantas como cien
para todas las variantes de esta arma.

El faqih se hallaba sentado ante sus materiales de escribir, en una habitación


que contenía muchos libros y atriles de lectura. Tenía un cuenco con dátiles
ante sí, y de vez en cuando tomaba uno y lanzaba el hueso al suelo, ante mí,
tras lo cual se lamía los dedos y bebía un sorbo de agua de un cubilete.
Viendo que estaba disfrutando de unos instantes de reposo y refresco, me
armé de valor y le cumplimenté reverentemente.

—He oído decir —me respondió con gentileza— que eras un hábil físico de
tierras de los francos, y que estás esforzándote celosamente para llegar a ser
un buen musulmán. Dime, pues, lo que sepas sobre tu Señor, tu Profeta y tu
regla.

Esto lo conocía yo bien.

—Alá, el Dios único, es mi Señor, y Mahoma es su Profeta, bendito sea su


nombre. El Corán es mi regla, la virtud del camino de mi espíritu y Sunna mi
trayectoria.

Aprobó con la cabeza y acariciándose la barba, que le alcanzaba hasta la


cintura, preguntó:

—¿Cuál es la llave para la oración?

La pregunta era también fácil y respondí al punto:

—La llave para la oración es la profesión del nombre de Dios; la llave para la
profesión es la constante e inmutable fe; la llave para la fe es la confianza; la
llave para la confianza es la esperanza; la llave para la esperanza es la
obediencia, y la llave para la obediencia es: «Alá, el Altísimo, es el Dios único
y sólo a Él debo profesar».

De nuevo asintió, y preguntó:

—¿Cómo puedes llevar a cabo la purificación para prepararte a la oración?

—Se me ha enseñado que hay seis requerimientos para la ablución parcial:


participación de intención, lavatorio del rostro, lavatorio de manos y de
brazos hasta los codos; enjuagarse la cabeza; y el lavatorio de los pies hasta
los tobillos; todo ello en su propio orden. Pero las diez acciones siguientes son
meritorias: lavatorio de las manos antes de introducirlas en la escudilla,
enjuagarse la boca, enjuagarse la nariz sorbiendo el agua por sus fosas,
lavarse por entero la cabeza y limpiarse las orejas por dentro y fuera; peinar
la barba con los dedos, esparcir el agua de dedos y uñas en su lavatorio,
lavarse la mano y el pie derechos antes que la mano y el pie izquierdos, y
repetir todo ello tres veces consecutivas.

El faqih seguía chupando dátiles, con los ojos semicerrados.

—¿Qué repites después de la ablución?

—Después de la ablución digo: «Doy testimonio que no hay más Dios que Alá.
Es uno e indivisible, y Mahoma es su siervo y Profeta. ¡Oh, Señor!
Concededme estar entre los penitentes; concededme la gracia de estar en la
compañía de los puros. ¡Loor y alabanza a Alá! Declaro, para su gloria, que no
hay más Dios que Alá. Ante su presencia yo imploro el perdón, y ofrezco el
arrepentimiento por mis malas obras y deseos. De acuerdo con la sagrada
tradición, el Profeta con su propia boca ha declarado: Para aquél que
pronuncie estas palabras después de cada ablución, serán abiertas las ocho
puertas del Paraíso, y podrá entrar en él por la que más le plazca».

Así terminé, sintiéndome muy satisfecho de mí mismo por haber sido capaz de
haber recitado tan importantes oraciones. Pero, súbitamente, el faqih abrió
los ojos del todo, escupió un hueso de dátil y dijo con acento enojado:

—Hablas las palabras santas como un loro y pretendes el paraíso sin ni


siquiera ser circunciso.

Me sobresalté. Muchos renegados se someten a la circuncisión, tan sólo tras


una o dos horas de instrucción, pero yo había dudado cumplir con esta
desagradable ordenanza y esperaba tal vez conseguir su aplazamiento
definitivo.

Tras asustarme de este modo, el faqih prosiguió triunfal:

—Si fuera tu corazón quien hubiese hablado, en vez de ser tan sólo tus labios,
tiempo ha que te habrías unido al islam circuncidándote. El islam no pregunta
al hombre por su nación, ni para mientes en el color de su piel, ya que todas
las razas y colores están unidos por este signo. Pero tú eres aún un esclavo, y
quizá sea a tu dueño a quien haya que censurar por la omisión. Según tengo
entendido, es un rico negociante en drogas llamado Abú el-Kasim, y que posee
una mujer cristiana de la cual se dice que tiene ojos de diferente color, y
aunque es capaz de predecir los acontecimientos en un cuenco con arena. Se
me ha dicho que las mujeres del harén corren a los baños públicos para
encontrarse allí con ella, y la recompensan con esplendidez por la predicción
de su futuro. ¿Es verdad todo ello?

—Venerable y sabio faqih —exclamé—: Que Alá en su gracia me preserve de


espiar en la casa de baños durante las horas de las mujeres.

—¡No prevariques! Estoy informado de que así ocurre. Pero, bien sea criatura
de Alá o del diablo, bien sea una embaucadora charlatana, tu dueño ha de
tener una fatwa para ella, o bien encerrarla.

Estaba más que disgustado por su codicia, que así se manifestaba a ojos
vistas, y perdiendo toda mi veneración, levanté mi cabeza y le miré fijamente.

—Con seguridad es un olvido de mi dueño —repliqué—, pero no dudará en


ofreceros un presente proporcionado a sus medios, recibiendo de vos la
necesaria fatwa . Pero el recaudador de impuestos acaba de esquilmarle, y
creo que ni aún por la fuerza podríais sacarle más de dos piezas de oro.

Lágrimas de indignación fluyeron a mis ojos al ver cuán viles trapaceros


pululaban por el mundo. Pero el faqih irguió la cabeza y dijo:

—Antes de conceder esa fatwa he de ver a la esclava, mas no ha de venir aquí,


pues ello sería escándalo. Después de la oración de la tarde del viernes,
visitaré en persona la casa de Abú el-Kasim, quien no está obligado a
recibirme con los honores reservados a mi rango. Iré en secreto, con el rostro
cubierto. Lleva este mensaje a Abú el-Kasim. Quizá me conformaré con
cincuenta piezas de oro, pues Alá está lleno de gracia y de misericordia.

Me asombraba lo que se escondía en la mente del faqih, pero yo estaba ya


moldeado en la costumbre habitual del pueblo del islam, en semejantes casos,
de reservarme mi opinión.

Abú el-Kasim pareció encantado del mensaje.

—Las cosas van mejor de lo que esperaba —declaró—, y Sinán el Judío dio
muestras de sabiduría al proveerme de tan buenos cebos para mi anzuelo. En
consecuencia, y por este día de trabajo, te daré un turbante nuevo y una
túnica blanca, y así adquiero mérito.

No salía de mi asombro ante la reacción de Abú el-Kasim, y pregunté:

—Pero ¿cómo podéis alegraros de que ese voraz faqih venga a robaros?

—Es natural que necesite dinero —respondió Abú el-Kasim—, lo que por otra
parte es muy humano. Pero su curiosidad es tan grande como su codicia.
Seguramente ha oído algo sobre la naturaleza de las visiones que nuestra
Dalila tiene, y quiere observar por sí mismo de dónde puede soplar el viento,
para ponerse a resguardo antes de la tormenta.

Cuando el viernes llegó, Abú el-Kasim pidió a Giulia que preparase un asado
de conejo, y no escatimase pimienta, clavo o moscada. Yo compré pasteles en
el horno y llené una fuente con frutas y dulces, rociándolos con un polvo
blanco que les daba un sabor ardiente e inducía a beber. Abú preparó lo más
importante ocupándose en aleccionar a Giulia sobre lo que había de decir,
recomendándole que tuviese buen cuidado de no caer en un verdadero trance
y a causa de ello ser obligada por los espíritus diabólicos a relatar visiones sin
provecho.

Después de la oración de la tarde llegó el faqih, con el rostro oculto por el


borde de su capote, y llamó a la puerta con su báculo. Al entrar, olfateó los
buenos olores con evidente placer, y dejando libre su larga barba cuyo
extremo estaba oculto y sujeto en la cintura, se la mesó al tiempo que decía
en tono de reproche:

—La oración es mejor que el más delicado manjar, y quisiera estar lejos de
causaros molestias, Abú el-Kasim. Con un par de higos y un cuenco de agua
me doy por satisfecho.

A pesar de su afirmación y tras muchas protestas volubles, consintió que


colocásemos las fuentes ante él, y fue catando su contenido lentamente y con
gran prosopopeya, hasta que dio buena cuenta de todo. Abú el-Kasim le sirvió
y derramó el agua en sus manos. Luego sacó una bellísima bolsa de seda
recamada, cerrada con una anilla de plata.

—Esta bolsa contiene veinte piezas de oro que os ruego aceptéis como un
modesto presente —declaró—. Creedme, es todo cuanto poseo, pero no me
olvidaré más adelante de haceros otra ofrenda mejor en testimonio de mi
buena voluntad. Ahora, tengo una esclava sobre la cual quisiera vuestra
opinión para asegurarme de no infringir cualquier disposición de la Ley. Sus
ojos son de diferente color y ve cosas extrañas en la arena.

El faqih asintió, pesó la bolsa en su mano y la introdujo pensativo en su


cinturón. Abú el-Kasim condujo a Giulia de la mano, retiró a un lado su velo y
acercó una lámpara para que el faqih viese mejor.

—¡Alá es grande! —exclamó el faqih pasmado—. Nunca vi cosa semejante, ni


parecida. Pero para Dios todo es posible y verdaderamente que ello da alguna
verosimilitud a una herejía persa que decía que los espíritus diabólicos eran
más poderosos que Alá, y podían hacer milagros aun contra la voluntad
divina.

Sin reparar en gastos, Abú el-Kasim lanzó un bastoncillo de auténtico ámbar


gris en el brasero; luego derramó arena fina en una amplia fuente de cobre y
ordenó a Giulia que la removiese con sus dedos. En cuanto miró la fuente,
Giulia entró en trance y comenzó a hablar con voz alterada, pero yo ya sabía a
qué atenerme sobre el particular.

—Veo aguas turbulentas; sobre los mares ondea la bandera del Profeta. Sí;
esto es; la bandera del Profeta ondea sobre las olas y el Libertador viene del
mar.

—¿Me hablas a mí, mujer idólatra? —se asombró el faqih—. No te entiendo,


pues la bandera del Profeta se guarda en el serrallo del gran sultán.

Haciéndose la desentendida, Giulia prosiguió rápidamente y con toda


seriedad:

—Del mar vienen diez asnos con bocados de plata y campanillas del mismo
metal. Les siguen diez camellos enjaezados; los camellos tienen monturas de
oro y están cargados con ricos presentes para ti, ¡oh faqih! Veo el mar lleno
de navíos. Están cargados de botín y entran en el puerto; y de sus
cargamentos, te son llevadas generosas limosnas a la mezquita. Los
caballeros del mar ofrecen también con particular liberalidad parte de sus
preseas, y construyen espléndidas mezquitas y fuentes. El rey del mar funda
escuelas y hospitales y les dota con largueza; y el maestro no ha de sufrir
espera durante su gobierno. ¡Pero faqih, faqih! Antes de que todo esto
suceda, hay sangre.

El faqih la había escuchado ansiosamente, pero a estas palabras manoseó su


barba con desasosiego.

—¿Sangre? —inquirió—. Alocada mujer, ¿es verdaderamente sangre?


Sospecho que un espíritu diabólico habla por tu boca.

—Veo sangre —prosiguió impertérrita Giulia—. Un pequeño charco de


diabólica sangre negra, que no manchará siquiera el borde de vuestro capote,
os salpica en las babuchas. Cambiaréis de babuchas, quitándoos las viejas y
poniéndoos las nuevas; nuevas babuchas de brillante piel encarnada. Están
adornadas con piedras preciosas, y después de este día no hay faqih más rico
que vos. Vuestro nombre vuela por los mares, y la bandera del Profeta os
escuda de la rabia de los infieles. Todo esto veo yo en la arena, anciano, pero
no más, a no ser un féretro de cedro con un turbante sobre él, y con el cual
los peregrinos, recordando al gran faqih, vienen en oración desde tierras
lejanas para adquirir así mérito.

Giulia se cubrió los ojos con ambas manos y gimió como si despertase de una
pesadilla. El faqih no estaba en modo alguno espantado por la mención de un
féretro; por el contrario, la profecía le halagaba.

—Estas predicciones son notables —dictaminó—, pero temo que no hemos de


concederles mucho crédito. Te conciernen en realidad más a ti que a mí, Abú
el-Kasim, y apenas sé qué pensar, pues a un mercader de drogas le sería
difícil pagar veinte piezas de oro por un simple consejo. No echemos más leña
al fuego. Despide a tus esclavos para que podamos hablar a solas sin que
nadie más que Alá pueda oírnos.

Abú el-Kasim nos envió fuera al instante y cerró la puerta poniendo a Andy de
guarda en el patio. El sabio faqih se quedó hasta muy tarde en la noche, y
cuando por fin se fue tan secretamente como había venido, Abú el-Kasim
envió a Giulia a acostarse.

—Los planes van tomando forma —me dijo—. No temas, Mikael el-Hakim;
suceda lo que suceda, en ningún caso el faqih nos traicionará. En verdad, no
quiere arriesgarse quemándose los dedos expidiendo una fatwa para Dalila,
pero nadie la molestará tampoco y podrá continuar yendo al establecimiento
de baños.

Seguidamente, Abú el-Kasim sacó con precaución un largo cabo y luego otro,
anudándolos en una red en cuyas mallas debía ser depositada algún día la
cabeza de Selim ben-Hafsid.

Pero las conminaciones del faqih concernientes a la circuncisión me habían


desasosegado, y pregunté a Abú el-Kasim si era necesario que Andy y yo nos
sometiéramos a tan desagradable operación. Me miró despectivamente, y
después de citarme las innumerables ventajas de ello, terminó diciendo:
—¿Por qué oponerse, si mediante cosa tan trivial has de ganar el respeto y la
consideración de todos los verdaderos creyentes? En ese día de gozo
cabalgarás sobre un asno blanco a través de la ciudad, y todos los creyentes
devotos te colmarán de presentes, alegrándose de tu conversión.

Repliqué que maldito si tenía el deseo de cabalgar por la ciudad sobre un


asno blanco soportando las mofas de la gente, y le previne que los progresos
de Andy como luchador podrían ser interrumpidos si a causa de aquella
operación estuviese obligado a un forzoso descanso por una herida en sus
partes más sensibles. Y por mi parte, no quería someterme a ello sino en
compañía de mi hermano; y nuestra hermandad era tal, que hasta
esperábamos entrar en el Paraíso juntos, para juntos gozar de la sombra de
sus árboles frutales.

Abú el-Kasim no se ofendió por mis palabras.

—Bien —se limitó a responder—. Hay tiempo para cada cosa, y espero
impaciente el día en que de acuerdo con la voluntad de Alá justifique tu
hermano las esperanzas que en él tengo depositadas.

No tuvo que esperar mucho tiempo. Pocos días después trepaba a los
hombros de Andy y se iba a la plaza del mercado. Apenas los luchadores
habían irrumpido en el palenque, poniéndose a conferenciar, como de
costumbre, para determinar el orden de los combates, cuando un gran
negrazo apareció en compañía de un grupo de soldados. Abombaba arrogante
el pecho y se lo aporreó cuando anunció:

—¡Iskender, Iskender! Ven aquí, que te voy a arrancar las orejas. Después
espero a ese Antar de quien he oído hablar mucho.

Los luchadores cuchichearon inquietos entre ellos y previnieron a Andy.

—Ése es el maestro de los luchadores de Selim ben-Hafsid —le dijeron—. No


le enojes; déjale ganar y que se lleve el dinero, pues así acaso nos deje en paz
sin molestarnos más. Pero si por casualidad ganas, serás invitado a combatir
ante el sultán, y aunque al principio serás el mejor de todos, te llegará
también el día en que caerás en la arena con el cuello roto.

—Vuestra fe parece débil —respondió Andy—; olvidáis que Alá ha dispuesto


todas las cosas. Ve, Iskender, y deja que te derrote. Yo iré después, y vais a
ver un combate como no lo habéis visto en vuestra vida. Con la voluntad de
Alá, hoy será mi último día en la plaza, pues luego sólo apareceré ante el
sultán y su corte.

A todo esto, una gran excitación se había apoderado de los espectadores,


llegando a los patronos de los luchadores, y las monedas de plata y oro afluían
al lienzo. Los soldados formaron un círculo empujando a los espectadores,
mientras el maestro de los luchadores del sultán, de espantosa presencia y
reluciente de aceite, se movía de un lado para otro en el centro del círculo,
bramando desaforadamente. Iskender, conjurándole el nombre de Alá a que
observara las reglas de la lucha «buena», se lanzó contra él, pero no tardó
mucho en volar por el aire, y cayó con estrépito. Permaneció quejándose unos
instantes, palpándose brazos y piernas, pero pienso que no había recibido ni
mucho ni poco daño en la caída, y obraba así sólo por halagar a su feroz
oponente. Otros dos hombres siguieron, a los cuales también derrotó el
maestro, sin grandes dificultades. Pero cuando se dio cuenta de que, a pesar
de todo, comenzaba a sudar y a jadear, se volvió receloso y gritó:

—¿Dónde está escondido ese Antar? Es a él a quien quiero hacerle morder el


polvo, y no voy a estar en pie todo el día esperándole. Vamos, que salga, que
me espera el baño.

Sin hacer caso de los consejos de sus compañeros, Andy saltó al palenque y se
dispuso al combate. Se veía claramente que el negrazo le tenía gran respeto,
pues giró con precaución en torno a su antagonista, antes de cargar de
repente contra él como un toro, con la cabeza baja, pensando alcanzarle en el
estómago y quitarle el resuello; pero Andy quebró con agilidad la cintura, y
asiendo de la suya al negro le levantó poderosamente en vilo, lanzándole
después. Como maestro que era, el negro cayó sobre sus pies, pero en el
mismo momento, sin darle tiempo a afianzarse en el suelo, fue asido y lanzado
cuan largo era de bruces en tierra, con Andy encima de sus espaldas. Mi
hermano le sujetó firmemente el cuello, y apretándole la cara contra el suelo,
dijo:

—¿Quién de nosotros muerde el polvo?

Los otros luchadores le lanzaron gritos de advertencia, ya que, en tal


extremo, el brutal negro empleaba la lucha «dura», y así fue que, cogiendo
como pudo una pierna de Andy, se aferró a ella y le dio una feroz dentellada
en una pantorrilla. Si Andy hubiese podido sostener su presa, de seguro que
hubiese roto el cuello del negro, pero el dolor hizo que lo soltara, y pronto
ambos estaban revolcándose en tierra. Jamás vi semejante combate. Tan
pronto emergía la cabeza de Andy como desaparecía, mientras el africano
saltaba con todo su ímpetu contra su pecho, intentando romper las poderosas
costillas de Andy. Sangrando, y con las orejas desgarradas, por fin ambos se
soltaron, pero se veía que el campeón de Ben-Hafsid había llevado la peor
parte. Estaba sin aliento, y sus brazos colgaban a ambos lados del cuerpo;
escupió sangre, e intentó reír cuando dijo agriamente:

—Vas arriba en tu reputación, Antar, y conoces también algo de la lucha


«dura», pero no tengo derecho a exponerme a un peligro en ausencia de mi
dueño, el sultán. Perdería enseñándote algunas estratagemas secretas,
estando tentado de malgastar mi fuerza antes de ponerte sobre el tapete. Así
pues, aplacemos nuestro combate para mañana en presencia del sultán. No
dudo que tratará con largueza a quien de nosotros dos sobreviva.

Lanzando una mirada embarazosa a su alrededor, se secó la sangre de las


orejas con objeto de ganar tiempo para reponerse.

En cuanto a Andy, respiró profundamente y le dijo con fiereza:

—Me has mordido en una pierna, cerdo. Mañana tendré la pierna hinchada, a
no ser que tus dientes me hagan andar a cuatro patas, ladrando y con la boca
espumeante aborreciendo el agua; y era a causa del agua que me hice
seguidor del Profeta. Pero mañana verás que también tengo dientes, y unos
dientes que pueden cascar huesos.

Cuando el luchador negro se fue, seguido de sus guardias, Abú el-Kasim


prorrumpió en sus habituales lamentaciones y golpeó a Andy en la cabeza con
su cayado. Pues si Andy fuese derrotado al día siguiente, ¿qué haría Abú con
un baldado? Y si triunfase, aún sería peor, pues entonces Selim ben-Hafsid
querría comprarlo y Abú lo perdería para siempre.

Pero los otros luchadores le arrancaron el bastón de la mano y nos llevaron en


triunfo a casa, donde lavé y vendé la pierna herida de Andy y puse ungüento
en sus magulladuras, una tarea para la cual estaba siempre bien dispuesto.

Viendo la buena voluntad que los demás luchadores tenían hacia Andy, Abú
el-Kasim se resignó a la voluntad de Alá; se asó un cordero en el patio y se
puso a hervir un caldero con mijo. Cuando todo estuvo a punto, Abú en
persona llenó varias fuentes de buenos trozos de carne y las llevó con sus
propias manos a los luchadores.

Después de la comida, cuando a la puesta del sol el almuédano llamaba a los


fieles a la oración, los luchadores se lavaron, hicieron sus devociones y
recitaron tres o cuatro —algunos hasta diez— versículos del Corán, por el
próximo triunfo de Andy.

—Tenemos siempre confianza en Alá —declararon— pero debe ser más fácil,
aun para él, ayudar a un hombre que se ayuda a sí mismo.

Y así, hasta avanzada la noche, permanecieron al lado de Andy para


imponerle en la lucha «dura». Escuchándoles, y viendo las tretas que
ensayaban, los pelos se me pusieron de punta.

Abú el-Kasim me llevó a un lado.

—Es la voluntad de Alá —me dijo—, y nunca tendrás mejor ocasión de


explorar el terreno de la kasbah de Selim. Has de tener habilidad también
para hacer algunos útiles conocimientos, y para ello no estará de más que te
dé unas cuantas piezas de plata para que las metas en el cinturón. Si te
sucede que se te caen una o dos, no te agaches a recogerlas; recuerda que la
conducta miserable es impropia en las casas de los grandes.

Hacia medianoche, Abú despidió a los luchadores, y preparamos para Andy


los más blandos cojines de la casa. Dio innumerables vueltas y suspiros
durante mucho tiempo, hasta que por fin se quitó, maldiciendo, la túnica, se
la enrolló en la cabeza y se tendió en el suelo. Poco después, sus ronquidos
atravesaban las paredes. No le despertamos para la oración de la mañana, y
Abú oró por él. Más tarde llevamos a Andy a los baños y le dimos un buen
masaje con un poderoso ungüento para despejarle por completo. Luego le
afeitamos la cabeza, le untamos con el aceite más fino y escurridizo, y
apretamos sus calzones de cuero en cintura y rodillas para que no se quedase
desnudo en el combate.
Después de la oración de mediodía, todos los luchadores del mercado
reunidos cogieron a Andy con cuidado por su pierna y le llevaron
ruidosamente por la empinada calle que conducía a la kasbah . Al principio se
resistió, pero le obligaron a estar quieto en la litera que iba turnándose a
hombros de los luchadores. Resignado, permanecía sosteniéndose con una
mano la mandíbula, mientras que con la otra saludaba a los fieles, quienes le
lanzaban bendiciones y le instaban a arrancar las orejas al maestro, sin
preservarle siquiera las partes íntimas.

Un tropel bullicioso nos siguió a la plaza de los castigos a un lado de la gran


puerta de entrada de la kasbah , pero cuando vieron a los guardias alineados
y los restos de personas ejecutadas empalados en los postes de hierro, un
súbito silencio cayó sobre los seguidores, muchos de los cuales recordaron de
repente importantes asuntos que les esperaban en sus casas. Sin embargo,
los hijos de muchos ricos mercaderes, así como cambistas de moneda,
apostadores y otros aficionados, atravesaron con nosotros las puertas. Bajo
las arcadas, fuimos todos registrados por los guardias, quienes hurgaron
nuestras vestiduras hasta en sus dobladillos y costuras; habría de ser
necesaria mucha astucia para poder pasar la más pequeña navaja.

Al otro lado del patio delantero estaban las barracas y las cocinas de los
guardias. Un pasadizo en la muralla interior nos condujo a un segundo patio
donde nuestras vestiduras fueron sometidas a una nueva inspección. Ante
nosotros se levantaba ahora un muro, en el cual y a través de una bella verja
de hierro forjado vimos el surtidor de una fuente de mármol y gran número de
limoneros. En el patio en que nos encontrábamos había también un pozo, y
bajo un tejado soportado por encantadoras columnas, se hallaba el trono. Los
guardias se situaron rodeándolo en semicírculo y mostraron a los
espectadores sus lugares. El palenque no era grande, pero estaba provisto de
blanda arena en la cual se hundía uno hasta los tobillos. Andy estaba
entusiasmado con ello, pues nunca había visto cosa igual. «Aquí —decía—
puede uno caerse de cabeza sin desnucarse». Pero, por otra parte, no
permitía movimientos rápidos ni evasiones. La fuerza bruta contaba aquí más
que la habilidad; no cabía golpear la cabeza del adversario contra una piedra,
sino que el triunfo salía de las propias manos.

Un gran número de chambelanes, eunucos, mamelucos, negros y muchachos


de ojos pintados entraron en el patio, y se colocaron enfrente de los que
habían venido de la ciudad. Entre las rejas de la ventana situada encima del
trono del sultán, apareció un grupo de mujeres veladas, quienes ordenaron
apartar las celosías para ver mejor y ser ellas también más visibles para los
espectadores.

Por fin, fue abierta la puerta del tercer muro y Selim ben-Hafsid bajó la
escalerilla rodeado de los más distinguidos miembros de su corte. Sus ojos
aparecían casi cerrados por las grandes cantidades de opio que consumía, y
su rostro aceitoso reflejaba que se hallaba de un humor de todos los diablos.

Algunos luchadores, de miradas salvajes, saltaron a la arena y se acometieron


hasta que la arena cedió; a pesar de sus feroces miradas, parecían muy
cuidadosos de no dañarse mutuamente, por lo que Abú el-Kasim se aburrió
pronto, y con una voz cortante y furiosa les degradó a leñadores, lo que no
pareció disgustar, ni mucho menos, a estos hombres pacíficos que no tenían
de feroz más que la mirada.

Mientras tanto, yo me abría paso entre los espectadores mirando a un lado y


otro como si buscase a alguien, hasta que me hallé al extremo del patio;
husmeé en las puertas asomándome por las cortinas, sin que nadie me
molestara, y entré en el palacio, deslizándome por los sótanos, hasta caer en
la cocina, donde tropecé con un cocinero, quien, ante mi repentina aparición,
me preguntó qué buscaba por allí.

—Soy el hermano de Antar, el famoso luchador, y un esclavo igual que tú.


Siento tal nerviosismo a causa de mi hermano, que necesito ir al retrete.

El cocinero me enseñó amablemente los lavabos de los criados, que tenían


soportes de ladrillos para los pies, y canjilones para el paso del agua.
Sintiéndome ya liberado, conversé cortésmente con el cocinero, quien
correspondió a mi cortesía derramando muchas bendiciones sobre mí, por lo
que le di dos piezas de plata. Quedó encantado y me enseñó la gran cocina;
me entretuvo hablándome sobre la gran variedad de platos que se preparaban
diariamente para el sultán, y cómo eran transportados y probados tres o
cuatro veces antes de ser presentados ante él.

Le pregunté sobre las mujeres del harén, de las cuales Giulia tenía mucho que
contar después de sus visitas al establecimiento de los baños. El cocinero
sonrió con astucia y dijo:

—Nuestro dueño desprecia y desdeña a sus mujeres y por ello les permite una
inconcebible libertad. Se complace más en los muchachos. Podría contarte
algunos pequeños secretos que te divertirían, pues pareces un hombre
curioso.

Hurgando en mi cinturón, dejé caer al suelo como por casualidad una moneda
de oro, pero no me agaché a recogerla. El cocinero estaba entusiasmado.

—Ya veo que tienes un buen acomodo a pesar de ser esclavo —observó—; y
también que eres un buen musulmán, pues a los ojos de Alá, el más detestable
de los pecados es la avaricia.

Recogió la moneda, y tras examinarla cuidadosamente, me condujo por una


estrecha escalera y a lo largo de un pasillo que terminaba ante una puerta de
hierro.

—Me han contado —dijo— que esta puerta se usa a menudo para los que, por
una u otra razón, no desean ser vistos ante la puerta de oro de la Corte de los
Placeres. La puerta se abre silenciosamente. Si alguien viene por este camino,
todos los esclavos y servidores se vuelven de espaldas. Quien entra, ciega los
ojos de los curiosos con una lluvia de oro y plata.

En aquel momento oímos un gran campanilleo proveniente del patio. El


cocinero estaba ávido de presenciar el combate más importante del día, y le
seguí al aire libre. Pero, al igual que en casa de Sinán, tenía la impresión de
que era vigilado. Me parecía tener posados sobre mí ojos invisibles que
seguían todos mis pasos. Volví junto a Abú el-Kasim para presenciar también
el combate, con el aire de quien no había tenido otro objeto en su ausencia y
paseos que el dar con el lavabo.

Andy y el negro maestro de luchadores del sultán habían entrado ahora en el


círculo. Entre el campanilleo, se inclinaron ante el sultán, quien correspondió
con un leve gesto de impaciencia, en señal de que debía empezar el combate.
En el mismo instante, el negro cargó sobre Andy con la cabeza baja, cogiendo
mientras corría un puñado de arena y tirándolo sobre el rostro de mi hermano
con intención de cegarle. Pero Andy se inclinó a un lado y cerró los ojos: los
dos poderosos cuerpos entraron en colisión, y cada combatiente se agarró al
contrario con todo su vigor. El negro tenía un cuerpo que parecía un roble
centenario y sus miembros semejaban las ramas nudosas; era un espectáculo
impresionante contemplar a estos dos Hércules estrujándose, tratando de
acabar con la resistencia del otro.

En lucha «buena», Andy era sin duda el mejor, como ya lo había demostrado
anteriormente; pero ahora, cuando el negro percibió el aumento de la presión
de su antagonista, empleó de nuevo sus dientes, esta vez un mordisco en el
hombro. Su objetivo era la oreja, pero Andy era demasiado rápido para él, y
resollaba furioso por no haber podido alcanzarle.

Andy debió de recordar una de sus expresiones favoritas, a saber, «Un


hombre tiene que seguir las costumbres del país», pues a su vez hundió sus
dientes en el hombro del negro, quien aulló, arrancando la risa a Selim ben-
Hafsid.

Andy estaba forzando a su contrincante a arrodillarse, pero el aceitoso negro


se escurrió de sus garras y al instante dio un tremendo cabezazo en el pecho
de mi hermano, que resonó como un timbal. Con gran destreza, Andy cogió
con la rapidez de un relámpago los tobillos del negro y comenzó a darle
vueltas a tal velocidad que los espectadores, espantados, gritaron basta, y
Selim ben-Hafsid, interesado, sumió la cabeza en ambas manos. Andy lanzó a
su oponente sobre la arena. El negro se puso en pie y cargó de nuevo.

El combate continuaba, con Andy manteniendo su ventaja, mientras los


apostadores, olvidados de la presencia del sultán, pujaban en su favor. Selim
ben-Hafsid torció el gesto y lanzó un chaparrón de insultos a su campeón, con
lo que todo el mundo comprendió que la vida de su hombre pendía de un hilo;
lo que pareció también comprenderlo él, pues redobló sus esfuerzos para
conseguir —ya que no podía vencer de otra manera— introducir sus pulgares
en los ojos de Andy o alcanzarle el bajo vientre de un testarazo o rodillazo. No
quería darse por vencido a pesar de que había caído varias veces, lo que en
lucha «buena» habría determinado su derrota. Pero una y otra vez se
levantaba, espumeante la boca y los ojos sanguinolentos, lanzándose
enloquecido en pos de la oportunidad de emplear uno de los golpes que
ocasionan la muerte. Por fin consiguió meter su pulgar en el ojo de Andy, y
éste aulló de dolor, pero seguidamente se oyó un crujido como si el brazo del
campeón se hubiese quebrado, y al instante se hallaba Andy oprimiendo la
cara del negro contra la arena.
Pensó que con ello había dado fin al combate, pues el negro apenas se movía
y estaba inutilizado, pero Selim ben-Hafsid se había enojado con su luchador,
que le había ridiculizado ante todo el pueblo e hizo una señal a Andy para que
continuase. Éste se levantó sin comprender lo que pasaba. Súbitamente, el
negro, reviviendo en su agonía, rodeó con su brazo sano las piernas de Andy,
derribándolo; montó sobre él y puso su rodilla en las partes sensibles de
aquél, a la vez que intentaba hundirle los dientes en la garganta. No le quedó
otro remedio a Andy sino trabar los brazos del negro con uno de los suyos, y
rodeándole el cuello con el otro, le desnucó.

Andy recibió, con las aclamaciones de los espectadores, un envoltorio que


contenía dinero. Selim también le alargó una bolsa, y Abú el-Kasim recibió un
caftán de honor en reconocimiento del gran placer que el encuentro había
producido al sultán. Pero el cuerpo tendido del campeón, Selim ordenó que lo
llevasen fuera y lo arrojasen a los vertederos, pues en su opinión no merecía
mejor tumba. Cuando los espectadores comenzaron a desfilar, nosotros
fuimos detenidos por los servidores del sultán, lo que nos sorprendió
desagradablemente.

Abú el-Kasim fue conducido a la presencia de Selim, ante quien se arrodilló y


besó la tierra.

—¿Cuál es el precio de tu esclavo? —preguntó Selim ben-Hafsid.

Abú no hubiera sido Abú si no hubiera prorrumpido al punto en llanto, y entre


el hipo de sus sollozos a duras penas entendía lo que decía; hasta que Selim
ben-Hafsid levantó impaciente las manos, ordenándole en nombre de Alá que
cesara en sus lamentaciones.

—¿Cuál es el precio de tu esclavo? —repitió, haciendo al mismo tiempo una


señal a uno de sus acompañantes, quien de manera significativa comenzó a
acariciar un bastón de junco que llevaba en la mano.

Abú el-Kasim se desasió de los dos hombres que le escoltaban, dejó


cuidadosamente a un lado el caftán de honor, regalo de Selim, y entonces
comenzó a desgarrar sus vestiduras, poniendo a Alá por testigo que nunca en
Argel ni en cualquier otro lugar del mundo se había visto otro luchador, no ya
igual, sino ni siquiera parecido. Tal maravilla de la naturaleza sólo aparecía
una vez cada cien años, de la misma manera que Alá enviaba cada centuria, al
espíritu del hombre, un nuevo intérprete del Corán, con el fin de vigorizar la
antigua sabiduría.

Pero Selim ben-Hafsid se hizo el sordo, y dijo con un bostezo:

—Envíamelo mañana a palacio. Alá quiere seguramente recompensarte con


sus favores.

Los acompañantes del séquito se apresuraron a ayudar al sultán a levantarse


del trono, y nosotros fuimos conducidos a través de la senda de arcadas hasta
el patio delantero. Allí se me acercó una vieja que me alargó un pequeño
envoltorio sucio mientras musitaba a toda prisa:
—Mi nombre es Fátima. Los eunucos me conocen, y si preguntas por mí, dales
una bagatela. Abre este atado privadamente, y la carta que encontrarás
léesela a la persona a quien va dirigida.

Escondí el atado en mi capote y volvimos a nuestra casa de la calle de los


especieros, ante la cual nos esperaban grupos de luchadores y otras gentes,
para aclamarnos. Hicieron regalos a Andy, e invocaron mil bendiciones para
él; pero cuando acabaron con el refrigerio que de muy mala gana les sirvió
Abú el-Kasim, al punto mi amo les despidió y entornó las puertas tras ellos.
Nos ocupamos de las lesiones de Andy, cuyo ojo me preocupó en especial,
pues estaba muy hinchado, pero comprobé que por fortuna la vista no estaba
dañada.

Recordando el pequeño envoltorio, lo abrí y su contenido me dejó mudo de


alegre asombro, pues era una maravillosa bolsa bordada de hilo de plata que
contenía seis piezas de oro y un rollo de papel. Lo desenrollé y leí un poema
en árabe, escrito al parecer por grácil mano femenina y, tanto como pude
entender, cuyo tema eran los varoniles atractivos de Andy. Abú me lo arrancó
de las manos, y habiéndolo leído a su vez, dijo:

—Fue escrito por una mujer que demuestra no ser una poetisa eminente. Pero
sus pensamientos y conceptos son claros. No quiero molestarme en leer los
primeros versos, pues su contenido no servirá más que para convertir a un
simple como Andy en más vacuo de lo que es. Pasemos adelante:

«No rechaces a una mujer enferma de amor por ti, que sólo puede lamentar
en su angustia la incapacidad de ocultar la pasión que inunda su corazón.
Como prenda de su buena voluntad, te envía estas seis piezas de oro. Sólo has
de consultar a tu guía en secreto para saber el día y el lugar de tu respuesta».

No era, desde luego, la primera vez que Andy recibía una delicada misiva de
una mujer. El poema hacía brotar en él placenteras esperanzas, y no parecía,
en modo alguno, melancólico cuando al día siguiente Abú el-Kasim le llevó al
palacio y le dejó en manos de los familiares del sultán.

No supe nada más de él durante una larga semana, hasta que un día llamó
con los nudillos a la puerta y entró cantando fanfarronamente. Pensé que
había abandonado sus buenos propósitos y estaba bebido. Vestía pantalones
bombachos y un caftán del tejido más fino. En su cabeza llevaba el alto fez de
un soldado y de su cintura colgaba una cimitarra con vaina de plata. Como si
no nos reconociese, preguntó altivamente:

—¿Qué es esta cabaña, y quiénes sois vosotros, miserables mendigos,


esclavos cegados por el sudor de su frente? ¿Es que no veis que soy un
hombre de rango?

Olía a perfume de almizcle y miraba desde su esplendor de una manera tan


poco amistosa y familiar que hasta mi perro gruñó nerviosamente, enseñando
los dientes a sus zapatos de piel encarnada. Abú el-Kasim alzó las manos al
cielo.
—¡Alabado sea Alá! —exclamó—. Apuesto a que has venido a traerme los
presentes de Selim ben-Hafsid.

Andy olvidó por completo su papel.

—No me hables de esa bestia nauseabunda —contestó—. Su memoria es más


corta que la de una gallina; durante años olvida hasta a sus esposas, y las
pobres mujeres se quejan amargamente, esperando la venida del Libertador.
No os envía presentes, Abú el-Kasim, pues hace tiempo que os borrasteis de
su pensamiento. Fuma tanto opio, que la mayor parte de los días no sabe si
está despierto o soñando. Pero yo soy liberal con mis amigos; toma pues esta
bolsa como un regalo personal mío, no lo olvides, Abú el-Kasim.

Lanzó a las manos de Abú una bolsa tan pesada que las rodillas de Abú se
doblaron al cogerla. Andy me abrazó y cogió al perro entre sus brazos; yo
estaba espantado al comprobar que su aliento olía intensamente a vino.

—¡Andy! ¡Andy! —me lamenté—. ¿Has echado en saco roto todas tus buenas
resoluciones y desertado de la Ley del Profeta?

Me miró con ojos brillantes y replicó:

—La Ley del Profeta no me obliga, en tanto lleve el fez sobre la cabeza y la
espada de guerrero a la cintura. En el Corán está escrito claramente que
nadie debe unirse a la oración, metiéndose entre los fieles, cuando está
bebido, y que el diablo me lleve si alguien puede estar bebido sin beber. Esto
me lo ha explicado una fina y culta mujer que goza para mí de completo
crédito. Así, me persuadió de que podía beber vino para vencer mi natural
timidez en su presencia. No digas, pues, cosas sin sentido, hermano mío.
¡Vamos, Abú el-Kasim! ¡Abre una tinaja del mejor vino que tengas, y no
pretendas engañarme, pues ya conozco lo que encierran todas esas vasijas!

No hizo el más mínimo caso de mis censuras. El éxito se le había subido de tal
modo a la cabeza, que había olvidado sus desgraciadas experiencias de los
perjuicios sufridos a causa del vino. Finalmente, cuando Abú el-Kasim notó
cómo desaparecía su precioso líquido, entornó la puerta y llenó también para
sí un cubilete, al tiempo que decía:

—Ya que el destino decretó que mi valioso vino debía ser dilapidado, dejadme
por lo menos mitigar la pérdida saboreándolo yo también un poco. Y
comoquiera que estamos solos entre estas cuatro paredes y nadie puede
vernos, difícilmente puede sernos imputado este acto como pecaminoso, ya
que no somos motivo de escándalo.

El buen vino le ahuyentó pronto el sentimiento de su pérdida. Pedí a Andy que


nos contase qué había sido de su vida desde que nos abandonó, y empezó así:

—Cuando Abú el-Kasim me dejó a merced de los servidores y otras gentes del
sultán, me sentí solo durante mucho tiempo, lamentando mi destino como un
pequeño cuervo caído de su nido. Sólo los desvergonzados muchachos
entornaban sus pintados ojos sobre mí, y señalándome, sacaban sus lenguas,
pellizcándome luego por turno. Entonces entró una vieja llamada Fátima,
quien me reconfortó y me aseguró que todo se arreglaría, y que tuviese
paciencia y esperase. La Corte de la Felicidad estaba desde luego cerrada
para mí, pero me dijo que me aseara ante la puerta y mirase a las rojas
celosías de las ventanas, asegurándome que ojos benévolos me observarían.
Al oscurecer volvió, y me condujo a una puerta de hierro, que abrió sin ruido;
entramos en una habitación perfumada donde me dejó solo. Los muros y las
puertas estaban cubiertos con valiosos tapices y por más que busqué, no pude
encontrar la puerta por donde había salido la mujer.

»Me encontraba hambriento y cansado; me tendí en un lecho que había allí, y


me dormí. Cuando me desperté, la habitación estaba iluminada con muchas
lámparas perfumadas y a mi lado estaba sentada una mujer velada, que
sostenía mi mano entre las suyas gordezuelas, mientras suspiraba. Me habló
en un lenguaje que no entendí y le respondí recitándole un poema con gran
dificultad; eran los versos que Abú el-Kasim me había enseñado. Después
cambiamos algunas palabras en la lengua franca que se usa en la ciudad, y
que debe ser la más antigua del mundo; evidentemente data de la confusión
de Babel. Por hacer algo, aparté el velo de su rostro. Trató de impedirlo, pero
no con mucha fuerza. Debo admitir que era bellísima y completamente de mi
gusto, aunque no era una niña. En ese momento entró Fátima y puso ante
nosotros un variado surtido de platos exquisitos, lo cual me hace recordar que
estoy hambriento, y con ganas de comer un trozo sólido de carne, después de
tantas delicadezas.

Le llevé la carne y a la vista del familiar caldero, Andy prorrumpió en


alborozadas exclamaciones y prosiguió su relato:

—Después que comimos, tomé la mano de la comprensiva dama para


mostrarle mi buena voluntad. Suspiró profundamente y yo la imité, pues
supuse que ésa era la costumbre. Entonces, Fátima se compadeció de
nosotros y nos trajo un vino que era una especie de néctar, y unas copas, ante
lo cual la dama me leyó el Corán, interpretándolo de una manera más
competente que muchos eruditos, con lo que mis escrúpulos fueron vencidos
y pude beber sin perder la dignidad. Además, estaba confuso de encontrarme
en tal compañía y esperaba que el vino me ayudase a vencer también mi
apocamiento. No puedo hablar de todo lo que sucedió, pero puedo decir que
pronto hallamos que ambos teníamos mucho en común. En cumplimiento del
Corán, tuvimos que levantarnos y lavarnos, refrescándonos también con
vivificantes perfumes. Esto sucedió muchas veces hasta que la servicial
Fátima pareció impacientarse. No parecía tener ni pizca de sueño, y andaba
constantemente corriendo abajo y arriba por los peldaños de la escalera, con
jofainas de agua; cuando los gallos cantaban y estaba cercana la oración
matutina, nos conminó a que pusiéramos punto final a nuestra indiscreta
entrevista. Fue enviada a buscar estas vestiduras para mí, pues mis guiñapos
habían volado hacía tiempo a un rincón.

Andy bajó los ojos con modestia y tomó un trozo de cordero del cuenco.

—Fátima me tomó de la mano —siguió contando—, abrió una puerta de hierro


y me dejó fuera, derramando las bendiciones de Alá sobre mí. Como las
bendiciones portan fruto me encontré en mis vestiduras una bolsa donde mi
espiritual y delicada dama había deslizado una pieza de oro por cada vez que
yo había cumplido con el rito del lavatorio. Pensé que hacía bien en distraer
dos piezas de las diecisiete para ponerlas en manos de la fiel Fátima, que tan
celosamente nos había servido. Me paseé por el patio algún tiempo, pero me
sentía un poco cansado y quizá también algo mareado, pues había bebido vino
para medio año; y al ver que estaba provisto de una espada, me dirigí a los
cuarteles, suponiendo que los soldados no se atreverían a apartarse del buen
camino. Allí encontré una cama vacía, y pareció que nadie se sorprendía de
verme; por el contrario, me dieron la bienvenida por profundas reverencias y
los huéspedes se apresuraron a apartar sus bártulos de mi camino. Eso fue
todo, y no hay más que contar.

Abú el-Kasim pasó la jarra de vino en torno nuevamente. Sopesando su bolsa


en las manos, dijo con aire de duda:

—¡Alá es grande! Mencionaste diecisiete piezas de oro, pero no creo estar


equivocado si esta bolsa no contiene por lo menos cien.

Andy se puso muy colorado y evitó mi mirada. Al fin dijo, con grandes titubeos
y vacilaciones:

—Bien. La primera tarde que pasaba en la barraca, apenas me había


incorporado de la esterilla de las oraciones, cuando Fátima apareció de
nuevo, me tiró de la manga y con tiernas expresiones me invitó a la misma
agradable ocupación. Al romper el día era yo más rico que la víspera. Pero
Fátima es un trasto viejo, y fatigada de tanto acarrear agua, me invitó a ir
cada tarde directamente a la sala de baños del sultán. Así lo hice con un poco
de escalofrío en la espalda cuando pasé por el pasadizo de la felicidad, pero
los eunucos me enseñaron prestamente el camino. Pasé una noche muy
agradable en este cálido lugar, y no me faltaron los buenos alimentos y
magníficos vinos. Al alborear, la comprensiva dama alzó sus brazos al cielo y
dijo:

»—¡Alá es grande! Tengo una buena y fiel amiga que no quiere creer lo que le
he contado. Permíteme pues, mi amado Antar —éstas fueron sus palabras—,
permíteme pues traer conmigo al baño a esa escéptica amiga.

—¡Andy! —exclamé disgustado—. Me avergüenzo de ti. Una cosa es


reconfortar a una encantadora y dadivosa mujer, pero mezclar en tu
desvergüenza a otra, es diferente. Eso es ir demasiado lejos.

—Eso es exactamente lo que yo dije —repuso Andy al instante—. Pero esta


piadosa mujer recitaba tantos versículos del Corán y los interpretaba tan
clara y plenamente, que mi cabeza era un remolino; aparte de que era una
mujer bien educada, yo no podía pretender saber más que ella.

—¡Gran Alá! —exclamó Abú el-Kasim.

Andy enrojeció hasta la nuca.

—La dama apareció esa tarde con su compañera —relató mi hermano—, y no


me pesó, ya que esta amiga era, si es posible, más ardiente aún que Amina;
creo que ninguna de las dos quedó insatisfecha. La amiga también, y con
igual delicadeza, puso una pieza de oro en mi bolsa cada vez que yo efectuaba
mis abluciones. Pero… —y aquí Andy gimió— ¡cómo podía yo sospechar que la
noche siguiente no menos de tres mujeres querían arreglar sus plumas ante
mí cada una de ellas más encantadora y más lozana que la otra! Me esforcé
por no ofender a ninguna favoreciendo sólo a una a expensas de las demás.
Pero cuando a la noche siguiente vinieron cuatro, me enfadé, y les dije que
todo tenía su límite.

—Hiciste muy bien —asintió Abú el-Kasim alarmado—. Tanto va el cántaro a


la fuente… Estoy preocupado por ti.

Andy trasegó otra copa llena hasta el borde y continuó:

—Por la mañana Amina me dijo: «Tienes cuatro esposas devotas, Antar, y no


debes descuidar a ninguna de ellas, sino observar los mandamientos del
Corán en cuanto al comportamiento con las mujeres. Pero mi luna se eclipsa,
y no quiero que nadie tenga placer de ti en mi ausencia. Te amaré hasta el
último día. Come y bebe diligentemente para que estés en la cúspide de tus
fuerzas cuando te llame la próxima vez».

El relato de Andy me alarmó tanto que no pude proferir palabra. Abú el-Kasim
terminó de contar el dinero y lo puso a buen recaudo en su arca. Por fin, yo
conseguí balbucear aguadamente:

—¿Son éstas las gracias que recibo por haber tratado de darte un buen
ejemplo en todos estos años? Nunca hubiera pensado que el arte poético
pudiera causar tanto daño, pues todo empezó con los fragmentos de la poesía,
la cual, según Abú el-Kasim, no valía gran cosa. Ahora comprendo por qué el
Profeta, bendito sea su nombre, anatematizó a los poetas.

Estaba tan enojado con Andy que, de haber podido, le habría destrozado, más
que nada, porque había ganado los favores de cuatro damas distinguidas, y en
recompensa a su pecado un anillo de oro, mientras que yo no conocía ni a una
simple mujer dispuesta a hacerme tan sólo compañía. Pero Andy estaba
impasible. Se levantó y nos dejó, con sus bombachos aleteando con la brisa de
la primavera. Abú el-Kasim lo miró alejarse y volviéndose dijo, sacudiendo su
cabeza de mono:

—Su mentecatez y su audacia nos serán muy útiles, pero cuidaré bien de no
confiarle el menor secreto, pues esas mujeres le tirarían de la lengua
enseguida. Mikael el-Hakim, el momento está próximo: soplan los vientos
primaverales y el Libertador viene del mar. Dejemos, pues, a un lado
ungüentos y potingues y pensemos en graves asuntos. Hemos de capturar la
ciudad de Argel con nuestras propias manos, tal como se lo prometimos a
Sinán el Judío .

Al día siguiente, Abú el-Kasim convocó a algunos de los mercaderes más


ricos, les atendió de una manera principesca y dejó que Giulia consultase la
arena para ellos. Cuando oyeron los augurios estos hombres respetables se
acariciaron las barbas y dijeron:
—¡Y si fuese verdad! ¡Y si la santa bandera del Profeta ha de venir realmente
del mar para liberarnos de la estupidez de Selim ben-Hafsid! Pero sus
soldados tienen agudas espadas y sus verdugos, duras cuerdas a su
disposición.

Abú el-Kasim se acarició también la barba y repuso:

—Soy un mercader como vosotros y hago muchos viajes. En tales ocasiones,


oigo y veo mucho que queda oculto y desconocido de los ricos y los poderosos.
El último otoño, se decía en todas partes que el gran Jaireddin estaba
reuniendo su flota para recuperar Argel para la Sublime Puerta, antes de que
los higos madurasen. Estoy preocupado por vosotros, pues sois más
importantes que yo y tenéis más que perder, ya que si el gran Jaireddin
encuentra oposición, la situación última será peor que la primera.
Personalmente, no me cabe en la cabeza que alguien quiera arriesgar su
negocio y hacienda por ese infernal Hafsid.

Los mercaderes dijeron esperanzadoramente:

—Déjanos enviarle un mensaje, manifestándole que no nos oponemos a su


venida, sino que le recibiremos con palmas si por su parte consigue dominar a
la gente de Selim y arroja la cabeza del tirano a la basura.

Pero Abú el-Kasim sacudió la cabeza con aire aburrido y declaró:

—Tengo entendido que quiere cabalgar a través de las puertas abiertas y ser
recibido por vosotros, llevándole la cabeza de Selim ben-Hafsid en una fuente
de oro. Luego, vosotros debéis proclamarle en la mezquita gobernador de
Argel, en reparación de vuestra anterior defección. Bajo estas condiciones, ha
prometido expulsar a los españoles y destruir su fortaleza de la boca del
puerto. Y ciertamente, ha de recompensar a quienes le proclamen
gobernador.

Los mercaderes levantaron sus manos en deprecación y gritaron al unísono:

—¡Alá! Es una tarea peligrosa y dura. ¿Quiénes somos nosotros para poder
vencer con nuestras propias manos a Selim ben-Hafsid y a sus mil aguerridos
soldados con sus espadas y cañones?

—En un sueño —manifestó Abú el-Kasim— vi a diez hombres astutos que


reunieron entre todos mil piezas de oro y las pusieron bajo custodia en manos
de un hombre honrado. Hassan, el oficial que manda la puerta del Este, cierra
sus ojos; los camellos introducen en la ciudad armas ocultas en las cestas de
grano, y los mercaderes las esconden en sus almacenes. Vi también en mi
sueño a diez hombres intrépidos cada uno de los cuales habló a otros diez, y
éstos a su vez hicieron lo mismo. No fueron descubiertos, puesto que cada
hombre sólo conocía a los nueve de su grupo y a su jefe. Y en mi sueño, esto
aconteció rápidamente. Vi ramas ocultas en la arena a orillas del mar y una
gran flota que estaba esperando en la costa la señal de las hogueras para
anclar y desembarcar sus fuerzas a ambos lados de la ciudad, de forma que
pudiesen marchar a través de las puertas abiertas. En este extraño sueño mío,
todo era tan simple como aplastar un huevo. Pero nadie es responsable de sus
sueños.

Muchos de los mercaderes se habían tapado los oídos con las manos para no
escuchar tan peligrosas palabras. Otros dudaban, pero el más viejo de ellos se
acarició la barba y dijo:

—Cuando se decrete una fatwa , el deber de todo verdadero musulmán ha de


ser levantarse contra Selim ben-Hafsid y aplastarlo. Podemos, por nuestra
parte, decretar simplemente la fatwa en cualquier momento oportuno y
distribuir las armas. El faqih tiene el más completo conocimiento del Corán y
de la tradición sagrada. Selim ben-Hafsid traicionó la fe cuando se alió con los
españoles. Tan pronto como el faqih haya preparado su fatwa , puede alejarse
bajo el pretexto de una peregrinación; si la empresa falla, Jaireddin no le
abandonará en la ancianidad. De buena gana seré yo quien hable con el faqih;
soy viejo y estoy cansado de la vida; no tengo, pues, nada que perder. El único
problema que queda en pie es dónde encontrar el hombre íntegro a quien
confiar las mil piezas de oro.

—Se sienta ante ti —dijo Abú el-Kasim con sencilla dignidad.

Pero el viejo mercader no le hizo caso. Volviendo a acariciarse la barba, dijo:

—El hombre debe ser de entera confianza, ya que si es descubierto e


interrogado sobre la forma en que tal suma llegó a su poder y lo confiesa,
nosotros debemos negar y jurar ante el Corán que es un embustero. No será
pecado si también disponemos de una fatwa de apelación. Pero si todo va
bien, podemos presentarnos ante Jaireddin y decirle: «Mira: esto hicimos; no
nos olvides». Tan sólo queda ese problema: ¿dónde hallar el hombre recto?

Abú el-Kasim juró por Alá, el Corán y su propia barba que estaba trabajando
en la causa de la libertad y no pedía nada para sí mismo. No teniendo otra
propuesta que considerar, los mercaderes se vieron impelidos a confiar en él.
Un día, al atardecer, llegó a nuestro patio un cofre de hierro con diez saquitos
de cuero, que contenían otros diez menores, y en cada uno de ellos cien
monedas de oro. Con muchos esfuerzos, transportamos el cofre al interior.
Abú el-Kasim cerró la puerta y entornó los postigos y cuando Giulia se retiró
por la noche, contó cuidadosamente las monedas.

Yo no había visto nunca tanto oro junto.

—Abú, mi querido dueño —dije—; pongamos el oro de nuevo en los sacos,


cojamos un camello robusto y abandonemos la ciudad mientras es tiempo.

Pero Abú el-Kasim suspiró.

—No me induzcas a la tentación, Mikael el-Hakim. Las armas de Jaireddin


están listas pero hará falta mucho para inducir al rapaz Hassan a mirar a otro
lado, cuando se transporten a la ciudad. También hay que sobornar a las
tropas de Selim. Podemos dar gracias si queda la mitad de esta suma para
nosotros.
Todo salió a la perfección. A los extranjeros de ojos ardientes y rostros
enjutos que venían en caravana, Abú les regateaba chapuceramente,
basándose en las armas que faltaban. Los pobres tenderos y artesanos
trasnochaban, temblando cuando en cumplimiento de la fatwa escondían las
armas en sus tiendas y graneros. El faqih partió en larga peregrinación; le
acompañaban los primogénitos de los mercaderes, ya que así estaba ordenado
en un maravilloso sueño que el faqih había tenido por su parte.

Los árboles frutales florecían, y ya no eran necesarios los braseros. Mi


corazón estaba en un puño todo el tiempo a pesar de los ánimos de Abú el-
Kasim.

—¡Ah, Mikael! ¡El peligro es la sal de la vida! ¡Cuán pronto nos aburrimos de
una existencia tranquila y cómoda! Nada en el mundo da tan buen apetito ni
produce un sueño tan profundo como la proximidad del peligro. Sólo entonces
se aprecia el valor de los días, en toda su integridad.

No dudo que hablaba en son de burla, pues yo soñaba en voz alta de continuo
y una sensación desagradable me atenazaba la garganta, quitándome el
apetito. Pero cuando la suave brisa primaveral me traía la perfumada
fragancia de los capullos floridos, me sentía, de cuando en cuando,
reconfortado al pensar en todas las gentes pobres y oprimidas a las cuales
habíamos de liberar de la tiranía.

Me encontraba, en una cálida tarde, en el exterior del establecimiento,


cuando vi a un extranjero que venía en dirección a nuestra casa. Al caminar,
producía un agradable sonido cantarín que procedía de innumerables
campanillas de plata, las cuales pendían de las borlas de una amplia faja que
ceñía una corta túnica de seda. Bajo sus rodillas, llevaba cintas también de
seda con cascabeles similares, y de sus hombros colgaba una piel de león,
cuyas patas delanteras le cruzaban el pecho. El hombre iba con la cabeza
descubierta y tenía una bien cuidada cabellera, que ondeaba en sus hombros.
Su negra barba relucía como la seda. Portaba un libro envuelto en suave piel
de gacela, y al paso por la calle lo abrió, sin darse cuenta al parecer de lo que
había a su alrededor, mientras jugueteaba con las borlas distraídamente, de
forma que las campanillas sonaban al unísono.

Sin lugar a dudas, era el joven más bello que había visto en mi vida. Cuando
se aproximó aún más y pude apreciar mejor el encanto y gracia de su digno
porte, me sentí lleno de envidia. Se detuvo ante mí y me dirigió la palabra en
un árabe excelente:

—Me han dicho que Abú el-Kasim, el mercader de drogas, mora aquí. Si tú
eres su hijo, ¡en verdad que Alá le ha bendecido!

Mis vestiduras estaban sucias y mis manos manchadas de tinte. Sintiéndome


en demasiada inferioridad ante el extranjero contesté con aspereza:

—Éste es el establecimiento de Abú el-Kasim, pero yo soy sólo un esclavo. Mi


nombre es Mikael el-Hakim y no puedo invitarte a pasar porque mi dueño está
fuera.
El extranjero me observó con sus brillantes y rasgados ojos y exclamó:

—¿Mikael el-Hakim? He oído hablar de ti. ¡Jamás vi ojos tan bellos como los
tuyos, mejillas tan sonrosadas, ni manos tan admirables!

Me estrechó entre sus brazos y me besó en ambos carrillos, viéndome yo en


dificultad para zafarme, al tiempo que concebía graves sospechas. Cuando mi
perro vio que este bello joven me abrazaba, comenzó a ladrar y a olfatear las
finas piernas desprovistas de vello. El extranjero me soltó, pero con suavidad
acarició a Rael hablándole en árabe, persa y turco, lo que revelaba que era un
hombre educado. Se mostró tan amistoso con mi perro, que mi hostilidad se
dulcificó y le pregunté qué deseaba de mí.

—Soy un peregrino de mi fe —me respondió—, Mikael el-Hakim; y pertenezco


a una hermandad de trotamundos, a una secta sufí, conocida por algunos
musulmanes con el nombre de «Los Mendigos del Amor». Mi nombre es
Mustafá ben-Nakir y no soy de origen humilde, a pesar de lo cual me he
cambiado el nombre por el de «Hijo del Ángel de la Muerte». Mi ocupación es
la de andar de país en país y de ciudad en ciudad; por donde quiera que voy,
leo poemas persas para alegrar mi corazón.

Abrió el libro, tintinearon las campanillas, y con una voz musical, me leyó
algunos versos de la poesía persa, los cuales eran ciertamente muy
agradables y armoniosos al oído, aunque para mí significaban tanto como las
perlas para un cerdo. Evidentemente, pertenecía a alguna clase de sagrada
hermandad musulmana, pero en contraste con muchos derviches, por la
estudiada perfección en el cuidado de su apariencia, saltaba a la vista que
glorificaba los placeres de la vida.

No pude resistir a la atracción que ejercía y dije:

—Mustafá ben-Nakir, Hijo del Ángel de la Muerte, en ésta he pensado mucho


y por lo tanto llegas en buena hora. Aunque fueses un gran embustero, ¿qué
provecho habrías de sacar en conocer a un pobre esclavo como yo? Entra
pues y veamos si puedo darte un trozo de pan y algunos higos secos. Cuando
vuelva mi dueño, deberás marcharte pues es un hombre irascible y no tolera
extranjeros en su casa.

Mustafá ben-Nakir no necesitó que le repitiesen la invitación y miró con tanta


penetración a su alrededor que cambié de sitio la tinaja con la moneda
menuda del cambio. Le conduje a la habitación interior y derramé agua sobre
sus manos. Me dijo que quería cumplir seguidamente con sus devociones. Sus
claros y límpidos ojos, así como su maravillosa voz, me encantaron durante la
oración y tentado estaba de creer que se trataba de un verdadero ángel de no
haber llevado aquel libro de poemas persas en la mano. Cuando hube
dispuesto el alimento ante él, le pregunté por su fe.

—Nací en Estambul, la ciudad más encantadora que se pueda encontrar en


las dos partes del mundo —explicó—. Mi padre era un poderoso comerciante y
mi madre una esclava griega. Contrataron un sabio tutor árabe para que me
instruyese en la verdadera interpretación del Corán, y un poeta persa me
enseñó la versificación. Escuché a los más eminentes maestros de la escuela
de la mezquita, pero a la edad de diecisiete años recibí una revelación divina.
Las formas de la oración y las letras del Corán se tornaron una cáscara vacía.
No era yo el único a quien tal había acontecido; muchos otros hijos de ricos
hombres aborrecieron la vida lujosa en que nos hallábamos sumidos y las
letras vacías de la ley. Así formamos esta hermandad mendicante, para cantar
y bailar en las calles, al son de la música de nuestras campanillas, hasta que
también aborrecimos de ello y nos dirigimos en largos viajes a tierras
extranjeras, para observar todas las formas y costumbres con las que los
hombres preservan sus vidas. He visto Bagdad, Jerusalén y El Cairo; y no me
he arrepentido nunca del impulso que me hizo abandonar una vida lujosa y
confortable por otra de peligros y aventuras. Vivo en la pobreza subviniendo a
las necesidades de la vida con la liberalidad de las mujeres piadosas. Hasta
ahora, no he pasado hambre.

Su historia me encantó, aunque sospechaba que los devotos imanes y faquires


serían muy reacios a aprobar esta doctrina. Le hice otras preguntas, pero
mirándome con sus límpidos y angélicos ojos dijo:

—El elemento más profundo de mi existencia es la completa libertad; no


admito leyes ni fórmulas. Los dictados del corazón forman la regla única para
cada componente de mi hermandad. Todo cuando poseo lo llevo conmigo, así
que, cuando veo una caravana, puedo unirme a ella si se me antoja. En el caso
de que un ave extraña cruce su vuelo en mi camino puedo apartarme y
seguirla y edificarme en el páramo, en la soledad y la meditación. Si en
cualquier puerto la vela de un buque es izada sólo he de hacer una señal para
subir a bordo. Y cuando una blanca mano aparece tras una celosía para
arrojar una flor a mis pies, acudo también a esta señal, sin ningún recelo.

Mustafá ben-Nakir siguió hablando largamente sobre su singular doctrina,


hasta que llegué a la conclusión de que nada en el mundo era tan esencial al
hombre como sentarse ociosamente y pasar las horas de la siesta en elevadas
conversaciones. Nos cogió de sorpresa la llegada de Abú el-Kasim, quien
comenzó a lanzar airadas imprecaciones. Pero Mustafá ben-Nakir se levantó e
inclinándose ante él con el más profundo respeto, se tocó la frente y el pecho
con la mano. Para mi completo asombro, declaró:

—He sido informado de que el Libertador viene del mar en la próxima luna
nueva y desembarcará sus fuerzas cuando las fogatas se enciendan. Bajo el
manto de la noche, se aproximará a la ciudad y atravesará sus puertas el alba.

—¡Bismillah y todo lo demás! —exclamó, también atónito, Abú el-Kasim—.


¿Por qué no lo dijiste antes? Dos cabañas de la zona de la colina cercana al
palacio de Selim están repletas de combustible; cuando se prenda el fuego y
los guardias salgan corriendo a extinguir el incendio unos cuantos hombres
intrépidos se abrirán camino en la kasbah . Y así mataremos dos pájaros de
una misma pedrada. Pero ¿cuál es tu tarea, bello joven?

—Te he traído el mensaje y no tengo nada más que hacer sino seguir mi
propia voluntad —respondió Mustafá con una fiera mirada—. Te dejo ahora
bajo la protección de Alá para ir a alguna casa hospitalaria donde se
comprenda la poesía.
Se dispuso a salir, pero Abú el-Kasim le detuvo.

—¡No nos dejes, portador de buenas nuevas! —suplicó—. Hemos de hablar.


Aconséjame, pues aún quedan por zanjar muchas dificultades.

—¡Alá, Alá! —exclamó Mustafá ben-Nakir—. Todo acontece de conformidad


con su designio, y él ha escogido un momento muy favorable para la acción.
Los ejércitos del emperador están encerrados en Nápoles, sitiados por las
fuerzas superiores del rey de los francos. La armada imperial se encuentra en
derrota, y Doria, que está al servicio del rey de los francos, ha bloqueado el
puerto. Así pues, el emperador tiene otras cosas en que pensar antes que en
Argel.

Me costaba creer lo que escuchaban mis oídos.

—¿Cómo es posible? —protesté—. Hace menos de un año que estaba yo con el


ejército del emperador en el saqueo de Roma, y toda Italia se encontraba
entonces en sus manos.

Abú el-Kasim me hizo callar.

—Pongamos nuestra fe en el Libertador —dijo—. Si adelanta las cosas, es


porque ha de tener sus buenas razones para hacerlo. La nueva luna es pasado
mañana, así que mejor es que digas tus oraciones, Mikael el-Hakim, y te
prepares para tu tarea.

Sus palabras me asombraron.

—¿No he cumplido tus órdenes con mi mejor diligencia y habilidad? —


pregunté—. ¿Qué es lo que deseas más de mí, mi querido dueño Abú?

Me observó fríamente antes de decir:

—Cuando cante el gallo, el día después de mañana, debemos llevar al


Libertador la cabeza de Selim ben-Hafsid en una fuente de oro. Es claro que
hemos de repartirnos este trabajo entre nosotros. Tú estás encargado de traer
la cabeza, y yo proveeré la fuente más magnífica.

El corazón me saltó a la boca y, a pesar del calor, mis dientes castañetearon


en un escalofrío. Mustafá ben-Nakir, Hijo del Ángel de la Muerte, me miró con
simpatía.

—Bebe un poco de agua, Mikael el-Hakim —me recomendó—. Y no tengas


miedo, pues se me ha informado que se ha decretado una fatwa para el caso;
o sea, que tu acto no será pecaminoso; por el contrario habrás cumplido una
muy meritoria acción cortando la cabeza de Selim. Si la cuchilla está afilada y
no tropiezas con las vértebras, es cosa de coser y cantar.

Para evitar su mirada, me volví hacia el muro, pero Abú el-Kasim notó mi
miedo y me insultó.
—¿Es que no tienes confianza en mí? —gritó—. Pacientemente y sin
ahorrarme ni tiempo ni molestias, he preparado la red para facilitarlo todo.
En palacio tienes a tu hermano Antar, en quien puedes confiar. El jefe de los
eunucos está sobornado por mí. Dalila irá contigo a palacio para mirar en la
arena, y hasta he preparado una pócima cretense para suministrársela a
Selim en vez del opio, y la cual le sumirá en un profundo sueño.

Mustafá ben-Nakir puso su bien formada mano en mi hombro y dijo:

—¡Ah, Mikael el-Hakim! Me places y mi corazón me impele a ir contigo a la


kasbah para animarte con mi consejo y también para ver si cumples tu tarea
en el momento exacto. No sientas temor, pues una piedra puede caer, lo
mismo aquí que en el Patio de la Felicidad, y aplastarte la cabeza.

Había recuperado mis sentidos, con gran sorpresa, y grité con furia:

—En el Patio de la Felicidad deseo tener una espada, y es todo cuanto


preciso, y nada más. Es cierto que nací bajo un planeta diabólico. Pero soy
esclavo y no puedo escoger. ¡Que la fatwa me proteja! Escucho y obedezco.

Abú el-Kasim parecía escuchar algo con suma atención y exclamó:

—¡Alá! ¿Qué puede significar eso?

Yo también lo oí. Era el estampido de disparos distantes. Nos lanzamos los


tres a la calle, y allí encontramos a los vecinos, con las manos en alto en señal
de asombro. No cabía duda que el ruido procedía de la kasbah de Selim ben-
Hafsid, en la ladera de la colina; el viento nos trajo el sonido de chillidos y
gritos y hasta el crujido del chocar de armas. Luego atronó un cañón,
respondiéndole como un eco de la fortaleza española de la boca del puerto.

—¡Alá es grande! —dijo Abú el-Kasim, y comenzó a llorar—. Todo está


perdido, pero busco refugio en Alá y no en el diablo lapidado.

Un sordo bramido se expandió por la ciudad; mucha gente se amontonaba en


las calles, dirigiéndose a la colina. Los mercaderes cerraban sus
establecimientos y entornaban las puertas. Pero Mustafá ben-Nakir, mientras
se pulía las pintadas uñas, dijo:

—Alá es grande y nada acontece en contra de su voluntad. Vámonos y veamos


lo que ha ocurrido.

Nos apresuramos a subir la calle que conducía a la kasbah . Una


muchedumbre desacostumbrada había confluido en la plaza de las
ejecuciones, pero no se veía nada, salvo unos cuantos soldados airados que,
con los mosquetes preparados, soplaban las mechas ordenando ásperamente
a la turba que se mantuviese a distancia.

En el interior de la kasbah había cesado el choque de las armas y sólo se oían


los aullidos de los soldados; no sabíamos si aullaban de alegría o de rabia.
Entre la multitud se rumoreaba que algunos portadores y cocineros habían
trepado los muros que rodeaban el palacio, huyendo por el declive y gritando
que Selim ben-Hafsid corría medio desnudo por el Patio de la Felicidad, con
una espada en la mano, matando a quien se cruzaba en su camino. Pero nadie
podía asegurar que ello fuese cierto.

En ese momento, vimos a medio centenar de españoles armados de arcabuces


que desfilaban desde el puerto con dirección a la kasbah . El cónsul español
iba a su cabeza, gesticulando violentamente. La compañía hizo alto ante las
puertas cerradas; su comandante preguntó en voz alta, a la guardia, el motivo
de los disparos oídos y ordenó que se abriesen las puertas.

En las aspilleras de la muralla aparecieron entonces un buen número de


españoles e italianos renegados quienes, mofándose e injuriando a la tropa, le
gritaban que se volviese a la fortaleza, pues nada tenía que hacer allí. Los
circunstantes, encorajinados por esta desconfianza, empezaron a lanzar
piedras y boñigas de camello a los españoles, que amenazaron con abrir
fuego, sin miramientos para su agitado cónsul. El oficial comandante ordenó a
sus hombres que arrastrasen el cañón ligero de campaña, y amenazó con
descargarlo, a menos que Selim ben-Hafsid no apareciese en persona sin
pérdida de tiempo.

La puerta giró en sus chirriantes goznes, y los españoles se dispusieron a


entrar; pero sus gritos de triunfo se apagaron a la vista de dos cañones que
les apuntaban desde el camino de las arcadas, y tras los cuales había una
tropa de caballería que a duras penas podía contener a sus corceles. El
comandante español ordenó la retirada a sus hombres, y en tono mucho más
suave pidió hablar con quien tuviese autoridad para informarle de lo que
había acontecido en la kasbah . En mi asombro sin límites, vi a Andy entre los
dos cañones, con el botafuego en mano. Se volvió a hablar a los de caballería
con un movimiento tan brusco y descuidado, que una de sus piezas se disparó
y la bala dio de lleno en las cerradas filas de los españoles, derribando a
bastantes de ellos. A esto, los soldados de Selim no pudieron contener más
sus cabalgaduras y cargaron con las espadas desenvainadas.

Abú el-Kasim se cogió la cabeza con ambas manos y dijo:

—¿Estoy despierto o soñando?

Sin embargo, desempeñó su papel tirando de la manga a un santo marabut y


pidiéndole que proclamase la fatwa . Luego, y como hombre cauto que era,
corrió a guarecerse tras un cobertizo, al que prendió fuego. Pero yo había
visto que Andy había sido derribado por los caballos y olvidándome del
peligro, me lancé en su ayuda. Se levantó tambaleándose, se quitó el polvo del
rostro y preguntó con asombro:

—¿Qué me ha ocurrido? ¿De dónde has surgido, Mikael? Vete de aquí al


momento, pues parece que tenemos una guerra entre manos. El cañón se
disparó accidentalmente. Por fortuna, todo está en manos de Alá; pero nunca
pude suponer que provocaría un nuevo disturbio cuando ya habíamos puesto
orden en la kasbah . Vete ahora; ya he causado bastante perjuicio, y no quiero
mezclarte en esto.
Olía de tal manera a vino, que le estaba bien empleado haber sido coceado
por los caballos. En un momento, cargó conmigo y me apartó del camino; no
tuve más remedio que tratar de ocultarme, pues los españoles andaban
disparando y acuchillando. Entre las turbas se proclamaba la guerra santa, y
los cobertizos a los que Abú el-Kasim había prendido fuego lanzaban sus
lenguas flamígeras al firmamento.

Corrí en aquella dirección como una gallina asustada, hasta que Abú el-Kasim
y Mustafá ben-Nakir me cogieron de los brazos, me sacudieron y me
preguntaron la causa del ataque de los mamelucos de Selim ben-Hafsid
contra los españoles. Respondí que no tenía la menor idea de ello, pues quería
que me ayudasen a salvar a Andy, a quien sin duda los españoles colgarían si
caía en sus manos.

Por el momento, los españoles no parecían dispuestos a colgar a nadie, pues


tenían bastante en conseguir ganar el puerto. Muchos de ellos yacían bañados
en su propia sangre, mientras que en la ciudad los supervivientes en retirada
eran hostilizados y atacados con piedras lanzadas desde las azoteas, agua
hirviendo y vigas de madera. Los mamelucos de Selim, sin embargo, imbuidos
ahora de un saludable respeto a los mortíferos arcabuces españoles, volvieron
grupas a la kasbah , cediendo la persecución al populacho. Los derviches y
otros hombres santos proclamaban con labios espumeantes que las puertas
del Paraíso estaban abiertas a todo el que cayese ante los españoles.

Abú el-Kasim no estaba muy tentado de seguir estos consejos, y Mustafá ben-
Nakir declaró que había cosas más importantes en que pensar que en las
huríes del Paraíso. Cuando cesó algo el tumulto, nos armamos de valor para
dirigirnos a los guardias de la puerta de la kasbah , bendiciéndoles en nombre
de Alá. Les rogué que llamasen a mi hermano Andy, y cuando Abú puso
alguna plata en sus manos, hicieron lo que les pedíamos.

Pocos instantes después apareció Andy en la puerta, con las manos hundidas
en su cinturón, y con aire fanfarrón. Había olvidado por completo que me
había visto pocos momentos antes. No aceptamos su cordial invitación y yo
dije:

—Andy, ¿no puedes dejar de emborracharte? Ven con nosotros y huye de la


cólera de Selim.

—¿Estás delirando, Mikael? Selim ben-Hafsid ha muerto, y yo sirvo a su hijo


Mohamed ben-Hafsid, bendito sea el nombre del querido niño.

Abú el-Kasim profirió un grito.

—¿Cómo puede ser ello posible? —preguntó.

Andy esquivó nuestras miradas y restregándose las palmas de sus manazas


con turbación, replicó:

—Muchos creen que resbaló en el baño y se rompió la nuca; es verdad que se


la rompió, pero la triste verdad es que fui yo quien lo desnucó. Fue por error y
en defensa propia y… quizás estaba yo algo achispado.

—¡Buen Dios de los cielos! —balbucí—. ¿Has matado a Selim ben-Hafsid,


destruyendo así mis excelentes planes? Empiezo a asombrarme de por qué el
Creador te ha dado una cabeza como a todos, mientras que lo que debiera
haber hecho es ponerte otras orejas.

Los ojos de Andy lanzaron destellos y con la vehemencia que le daba el vino,
dijo:

—¿Por qué deplorar el destino de Selim? Deplora, más bien, a los otros dos
sultanes que han reinado aquí sólo por un día, pues la verdad sea dicha, Selim
es el tercer sucesor de Selim.

En ese momento, cuatro o cinco soldados con fez corrían a avisar a Andy de
que el aga le llamaba. Andy les siguió de inmediato a través del patio,
dejándonos bajo la protección de los centinelas. Abú el-Kasim y yo nos
sentamos a la sombra, con el corazón oprimido, pero Mustafá ben-Nakir sacó
su libro persa y comenzó a leer poemas, mirando de vez en cuando,
complacido, sus uñas pintadas.

De pronto saltamos sobre nuestros pies, pues de la casa del aga provenían
gritos y disparos. No pensaba ver a Andy de nuevo, pero debiera conocerlo
mejor. Vino corriendo, cruzando el patio en nuestra dirección, con una tropa
de soldados aulladores siguiéndole las huellas. En la cabeza Andy llevaba el
turbante del aga, adornado con una pluma encajada en una esmeralda.

—Quiera Alá perdonarme mis muchos pecados —suspiró—. Verdaderamente,


debo de estar borracho. No tuve más remedio que matar al aga, aunque sabía
que un ataque contra un oficial superior es el peor crimen que puede cometer
un soldado. Pero estaba fraguando la caída del pequeño Mohamed, y si
hubiese conseguido su objetivo, no habría quedado nadie para heredar el
trono del sultán; así, y para evitar confusiones, maté al aga y le quité el
turbante. Pero ayudadme ahora, Mikael y Abú, mi querido maestro, pues
necesito un dromedario.

Estaba yo ahora convencido de que había perdido el poco juicio que tenía,
mientras que Abú esclarecía que lo que Andy necesitaba era un dragomán,
para entenderle. Pero yo exclamé:

—¡En el nombre de Alá! Mi hermano no es responsable de sus acciones. Dadle


la poderosa droga somnífera preparada para Selim y cuando haya dormido
podremos encontrarle algún sentido.

En ese momento un eunuco colérico, acompañado de soldados, se aproximó


desde el patio interior, llevando en su mano el anillo con el sello del sultán.
Tras él, venían criados portadores de un pesado cofre de hierro. Los soldados
vociferaron que llevaban el dinero del sultán para ser repartido entre sus
leales tropas. Si antes había habido ruido, ahora el tumulto adquirió
proporciones enormes, como una pelea entre dos perrazos gigantescos, y con
las manos en la cabeza, busqué refugio tras un espolón de la muralla. Los
soldados pululaban por todas partes, acuchillándose y pisoteando a los más
débiles mientras corrían. El eunuco, blandiendo en vano el anillo sellado, fue
tirado también sobre el cofre y encomendó su alma a la protección de Alá.

Andy pronunció una confusa despedida y consiguió abrirse camino hasta el


cofre. Empujó al eunuco a un lado y ordenó a todos los escribas que tuvieran
buena cuenta de que cada hombre recibiese su paga estricta. Cosa extraña:
los salvajes soldados le obedecieron enseguida y se fueron colocando en fila,
por orden de rango, en espera del reparto. Se consideraban honrados cuando
Andy les daba un manotazo llamándoles cerdos borrachos. Los temblorosos
escribas se sentaron en tierra, desenrollando ante ellos los papeles
correspondientes al regimiento; los eunucos arrojaron sus armas con
desesperación, miraron el cofre y dieron media vuelta.

Andy hundió sus manos en el arcón y gritó, casi al instante:

—¡Maldito sea el nombre de Selim ben-Hafsid, que nos estafa aun después de
muerto! ¡Todavía duró demasiado, ese puerco!

Los sargentos se lanzaron adelante y miraron también en el interior del cofre,


quedando asombrados a su vez, pues lo que allí vieron no era suficiente para
dar una pieza de oro a cada hombre. Pero pronto se recobraron de su
sorpresa y tras un corto conciliábulo, dijeron:

—Somos pobres, pero la ciudad es rica. Apresurémonos antes de que los


españoles le echen la zarpa.

—¿Quién soy yo para contradeciros? —dijo Andy al tiempo que se rascaba el


cogote—. Cien cabezas valen más que una. Pero es un asunto que no es tan
fácil. Hay que pensarlo dos veces antes de lanzarse al pillaje en una ciudad
que el sultán ha puesto bajo nuestra protección.

Abú el-Kasim rompió en llanto.

—Todas las cosas están dispuestas por Alá —dijo— y ahora es nuestra última
ocasión de salvar lo que podamos. Ve, Mustafá ben-Nakir, y razona con estas
bestias mientras yo y mi esclavo Mikael volamos a casa a buscar el oro que
era el consuelo de mis últimos años. Calculo que tocarán a cuatro piezas por
cabeza, y quiera Alá que tengan sus almas tranquilidad hasta que el
Libertador llegue.

Mustafá se dirigió hacia Andy con su habitual dignidad, mientras Abú y yo nos
lanzábamos a través de la puerta hacia la ciudad. Vimos al resto de los
españoles en una pequeña embarcación, bogando rumbo a la cercana
fortaleza, mientras una vociferadora muchedumbre en el muelle les disparaba
y blandía sus armas.

Apenas habíamos alcanzado nuestra casa cuando los cañones de la fortaleza


comenzaron a bramar; un proyectil esférico alcanzó a una casa vecina,
abriéndole un boquete. Rápidamente, desenterramos el tesoro escondido bajo
el pavimento, lo metimos en un cofre y lo cargamos sobre un asno extraviado,
que el destino había traído cerca de nuestra puerta. Aterrorizado por los
disparos, el animal se calmó cuando se encontró cargado, y marchó dócil a
buen paso.

Cuando llegamos con nuestra carga al patio delantero de la kasbah ,


encontramos a los soldados sentados por tierra, escuchando pacíficamente a
Mustafá ben-Nakir en sus inspiradas descripciones de los goces del Paraíso.
De tanto en tanto, leía poemas persas de su libro de piel de gacela. Andy
estaba amodorrado y cabeceaba, apoyado contra el cofre. Mustafá ben-Nakir
nos lanzó una mirada de reproche cuando llegamos sudorosos y jadeantes con
nuestro asno, por haber interrumpido su melifluo recital. Pero Andy se puso
en pie de un salto y nos acogió con bendiciones.

—Hemos de consultar ahora a Amina y a su hijo —nos dijo—, a quien yo he


hecho sultán porque ella me juró que era el heredero legítimo de Selim ben-
Hafsid. Es verdad que esa encantadora dama se ha quejado a menudo de la
total negligencia de Selim allá por la época del acontecimiento, pero no
tenemos otro sultán para escoger, ahora que ella ha estrangulado a los dos
hijos mayores de Selim.

Mustafá ben-Nakir cerró su libro de poemas y dijo suspirando:

—Vamos a echar un vistazo por ahí, Mikael, pues el pagar a estos hombres
llevará mucho tiempo y ya les he preparado para la venida del Libertador.

Andy ordenó a los soldados que obedeciesen a Abú el-Kasim y a los escribas, y
que no disputasen sobre su paga; entonces nos acompañó al patio interior,
donde vimos cadáveres, así como huellas de disparos en las columnas de
mármol. Andy nos llevó hasta la puerta de oro de la Corte de la Felicidad,
empujando a un lado a los asustados eunucos.

—Vamos a los baños —murmuró—. Me parece que tengo allí dos jarras de
vino precintadas.

Con la seguridad de un sonámbulo, nos condujo a través de un verdadero


laberinto de corredores, y una vez llegados, se arrodilló en la balaustrada de
la piscina pescando una vasija de vino. Rompió su sello y bebió ansiosamente.
Miré a mi alrededor y vi el cuerpo de Selim ben-Hafsid, que yacía en la
plancha de mármol de un banco; y en verdad que no era nada agradable a la
vista, pues estaba más hinchado y lívido que antes. Los eunucos que habían
estado custodiándole se esfumaron como sombras a nuestra presencia.
Mustafá ben-Nakir se sentó con las piernas cruzadas en el banco, a los pies
del muerto.

—Todos hemos de morir —comentó—, y cada momento de nuestras vidas está


predestinado. Es también voluntad de Alá que nos habíamos de sentar en esta
sala de baños y que hubierais de limpiar vuestras conciencias en ella, de
forma que en adelante podamos ordenar las cosas para lo mejor. ¡Habla pues,
luchador Antar!

—Yo no soy luchador, sino el aga del sultán. Y todo cuanto sucedió fue debido
a las calumnias que viles lenguas lanzaron sobre mí, persuadiendo a Selim
ben-Hafsid de que yo había escupido en su lecho, lo cual es una sucia mentira,
pues ni siquiera vi nunca su lecho. Esta mañana, Selim vino casi desnudo a
esta sala para sudar antes del opio, acompañado de una corte de muchachos
pintados para que lo lavasen. Cuando me vio, empezó a chillar pidiendo su
cimitarra. Su mujer Amina, que estaba allí, pues era habitual concurrente al
Paraíso, intentó calmarle y ganar tiempo para que yo pudiera ponerme los
pantalones. Pero al verla, ese licencioso vejestorio se puso más rabioso que
antes. Por fortuna, sus lindos muchachos se arrojaron a sus pies cuando
vieron a Amina, y así pude atrancar la puerta, lo que consideré lo más
urgente. Amina me dijo que no tenía otro remedio que emplear la fuerza para
traer a Selim a mandamiento, y así le cogí delicadamente del cuello, con la
punta de mis dedos, pero con tal mala fortuna que se lo rompí. Mi querida
Amina estaba tan espantada como yo mismo.

Andy se secó las lágrimas con la yema de su pulgar, pero Mustafá ben-Nakir,
contemplándose las uñas, preguntó:

—¿Y entonces?

—¿Entonces? —Andy se rascó las sienes para refrescar la memoria—. ¡Ah, sí!
Bien; entonces, la señora Amina dijo que había sido voluntad de Alá, pero que
para nuestro bien lo más conveniente sería decir que Selim había resbalado
en el piso mojado y se había desnucado. Entonces me dijo que le esperaban
importantes y urgentes deberes y abandonó rápidamente la sala, prometiendo
enviar al aga y a los eunucos para testificar la desgraciada caída. Los eunucos
colocaron a Selim en el banco, enlazaron sus pies y proclamaron al nuevo
sultán, mientras yo tomé al aga del brazo y volví con él a las barracas pues me
pareció no tener ya nada más que hacer en la sala fúnebre. El aga me pareció
un divertido compañero, pero me equivoqué, pues acabo de matarle si mal no
recuerdo.

Se ordenó cuidadosamente el tocado de su cabeza y luego prosiguió:

—Bien, ¿dónde había quedado? ¡Ah, sí! Había desacuerdo sobre el nuevo
sultán, pues Selim ben-Hafsid tenía otros dos hijos, además del de Amina, y
estos dos niños, algo mayores que el de Amina, fueron proclamados sultanes
simultáneamente. Los disturbios y el combate empezaron cuando se supo que
Amina había estrangulado a los dos hijos mayores del sultán, y también a su
madre para mayor seguridad. Cuando le reproché su acto, me preguntó si
hubiera preferido verla estrangulada a ella y a su hijo, ya que la costumbre
entre los gobernantes parece ser la de que no quede ningún rival con vida.
Entonces, me insinuó claramente que quería casarse conmigo, y así yo podría
proteger a su hijo hasta que fuese mayor. No tengo nada contra Amina,
excelente mujer, pero es cogida a lazo como yo quiero una mujer para mí.

Comenzó a llamar coléricamente a Amina; estaba demasiado bebido para


tenerse en pie. Mustafá ben-Nakir pareció haber oído bastante.

—Antar: has hecho tu parte, pero falta el resto —declaró—. No hay más sultán
que Solimán, sultán de los sultanes, y en su nombre tomo posesión de esta
kasbah , en tanto que el Libertador llegue para premiar y castigar a cada uno,
de acuerdo con sus actos. Esclavo Mikael, toma la espada de tu hermano,
pues él no se halla en condiciones de empuñarla, y corta la cabeza de Selim,
que debe ser colocada en el extremo de un soporte, sobre una fuente de oro,
para ser vista por todo el mundo. Con él, la dinastía de Hafsid ha terminado;
no deben ser las mujeres intrigantes quienes gobiernen en la ciudad, y el
trono ha de quedar vacante hasta la llegada del Libertador.

Mustafá hablaba con una voz y un gesto de tal autoridad, que no osé
desobedecerle y empuñando la espada de Andy corté la cabeza de Selim, a
pesar de lo desagradable de esta labor. Pero en el momento que me hallaba
tirando atrás el arma, entró en la sala un grupo de eunucos, espléndidamente
ataviados, y de esclavos negros. En medio de ellos, venía un muchacho con un
suntuoso y largo caftán, y un turbante en la cabeza demasiado grande para su
edad. Tropezaba al andar con los faldones del caftán y cogía a su madre de la
mano.

Andy, muy avergonzado, saludó a la mujer dándole el nombre de Amina.


Cuando ella vio el estado en que se encontraba Andy, aunque ella también
había olvidado velarse, pataleó y chilló:

—¡No debía haber confiado nunca en un incircunciso! ¿Dónde está el cofre del
tesoro? ¿Por qué los soldados no proclaman sultán a mi hijo? ¿Y cómo has
podido permitir que haya sido profanado el cuerpo de mi señor? Lo mejor que
podría hacer sería cortar tu cabeza, puesto que la usas sólo para desafiar la
Ley del Profeta.

—Ben… bendito sea su nombre —tartamudeó Andy, hipando y tambaleándose,


mientras yo no sabía qué hacer con la cabeza de Selim, que tenía en la mano.

La furiosa mujer se quitó las zapatillas rojas y comenzó a golpear con ellas la
cabeza de Andy, hasta que le derribó el turbante del aga. No sé cómo habría
terminado esto, si no hubiera entrado rápido, en aquel momento, Mustafá
ben-Nakir, con las campanillas tintineando.

—¡Vela tu rostro, mujer desvergonzada —gritó—, y lleva de nuevo a tu


bastardo al harén! No tenemos nada contra ti y dejamos en manos de Alá el
castigo que mereces por el trato que das a un hombre que os ha hecho, a ti y
a tu hijo, más favores de los que merecéis.

Su porte era tan gallardo y autoritario, que la mujer retrocedió.

—¿Quién eres tú, bello joven —preguntó—, y cómo te atreves a emplear ese
tono conmigo, la madre del sultán gobernante?

—Soy Mustafá ben-Nakir, Hijo del Ángel de la Muerte. Mi misión es la de


cuidar que cada cual sea premiado según sus servicios.

Volviéndose a los eunucos, dijo:

—Llevad a esa mujer al harén y dejad a este cerdo borracho que duerma en
cualquier rincón. Traedme luego un caftán que corresponda a mi rango, pues
soy el comandante de la ciudad hasta la llegada del Libertador. Y cumplidlo
todo con la presteza de la más rápida gacela; de lo contrario, muchos de
vosotros tendrán la cabeza más corta.

Volvió la espalda a Amina, abrió un libro y comenzó a leer en voz alta y para sí
mismo, tan solemnemente que nadie osó preguntarle nada ni interrumpirle, y
sus órdenes fueron cumplidas. Me parecía revivir al encontrar, en medio de la
confusión general, un hombre que conocía su propio designio. Pero venció mi
curiosidad natural.

—¿Qué clase de hombre eres, Mustafá ben-Nakir, que todo el mundo te


obedece? —le pregunté sin poder contenerme.

Se sonrió e inclinó ligeramente la cabeza.

—Sigo los impulsos de mi corazón, aunque mañana me guíen al desierto.


Quizá los hombres me obedecen porque soy más libre que los demás; tan
libre, que no me importa que me obedezcan a mí o a otro.

Los eunucos regresaron pronto con espléndidas vestiduras, las cuales


ayudaron a Mustafá a ponerse. Le calzaron con babuchas adornadas de
piedras preciosas y ciñeron una resplandeciente espada a su cintura; por fin,
se colocó sobre sus bucles el turbante del aga. Me hizo poner la cabeza de
Selim ben-Hafsid en la fuente de oro que los eunucos trajeron por orden suya
y ahogando un bostezo dijo:

—El dinero debe ser distribuido enseguida entre los hombres y mostraré
sabiduría si les aparto del ocio, ocupándoles sin demora. Presumo que nada
responde mejor a la propuesta que un ataque contra los españoles. Debo, sin
embargo, enviar de antemano a la fortaleza un hombre que conozca el latín,
en demanda de una compensación por todos los daños y perjuicios que han
causado. Si rehúsan, deben ser informados de que el nuevo sultán no tolerará
tal conducta, y por lo tanto, llamará en su ayuda a Jaireddin. Esto nos dará
tiempo para emplazar los cañones en el puerto. Pero si se te ocurre un plan
mejor, Mikael, habla.

—¿Qué entiendes por el sultán? —dije—. ¿Es el pequeño Mohamed ben-


Hafsid, el sultán legítimo de Argel?

—¡Ah! —replicó, reprimiendo otro bostezo—. Creemos en Alá sin haberlo


visto. ¿Por qué han de dudar los españoles de un sultán al que nunca han
visto? Háblales de este invisible sultán y deja que se conformen, aunque no se
contenten con ello.

—¡Alá! ¡Alá! —balbucí—. ¿Has pensado en enviarme a mí? Los españoles son
hombres crueles y aunque dejen en paz mi cabeza, son capaces de ocuparse
de mi nariz y mis orejas.

Mustafá ben-Nakir movió gentilmente la cabeza.

—De buena gana iría yo mismo —repuso—, pues me gusta conocer nuevos
lugares y gentes. Pero no conozco lo bastante el latín, y además tengo muchas
otras cosas en qué ocuparme. Por esta vez, es mejor que vayas tú a la
fortaleza. Y ahora, no debes interrumpirme, pues estoy componiendo un
poema turco al estilo persa, y he de contar las sílabas.

Para animarme, ordenó a los eunucos que me proveyesen del más fino caftán,
y no tuve más remedio que poner la cabeza de Selim en la fuente de oro y
seguir a Mustafá ben-Nakir. La escolta negra nos esperaba en armas, y
desfilamos en solemne procesión por el patio delantero, entre las
exclamaciones de asombro de los soldados.

Abú el-Kasim se abalanzó hacia nosotros y arrodillado ante Mustafá, le besó


las babuchas. Al ver esto, también se arrodilló el eunuco y Mustafá tomó el
anillo sellado de su mano y se lo colocó en el dedo reflexivamente. Pronto se
halló todo el patio lleno de soldados inclinándose para tocar frente y suelo con
las yemas de los dedos.

Mustafá ben-Nakir llamó a los sargentos y dispuso que algunos hombres


quedasen de guardia y otros extinguiesen los incendios del puerto. La mayor
parte recibió la orden de arrastrar los cañones e impedir que ninguna
embarcación se hiciese a la mar sin permiso, así como que habían de ser
detenidas y abierto fuego contra ellas todas las que intentasen aproximarse al
fuerte.

Cuando terminó de hablar, se contempló las uñas y preguntó si había algo


más que desearan saber los hombres. Murmuraron entre ellos, hasta que uno
se armó de valor y gritó:

—¡Tonto presumido! ¿Quién eres tú para darnos órdenes?

Esto fue saludado con risas de expectación, pero Mustafá ben-Nakir,


fríamente, tomó una ancha cimitarra de las manos de un negro, avanzó hacia
el que había hablado y le miró a los ojos con impresionante fijeza. Los otros
soldados se apartaron, y Mustafá con un relampagueante tajo cercenó la
cabeza del hombre antes de que éste hubiese podido mover un solo dedo.
Lanzando apenas una ojeada al cuerpo descabezado, Mustafá volvió a su
puesto, entregó el arma al negro, y preguntó si alguien más tenía algo que
decir. Pero la sonrisa se había helado en los labios de los curiosos, y los que
estaban próximos al muerto se contentaron con agacharse a vaciarle la bolsa.
Después de esto, los diferentes destacamentos desfilaron en buen orden para
dirigirse a cumplir con su deber en los puestos asignados.

Abú el-Kasim se frotó las manos.

—Hemos concluido felizmente el asunto —dijo—, aunque con gastos


considerables. Pero no dudo que el Libertador me recompensará. Ahora,
hemos de decidir qué decirle, y cómo decírselo, de forma que cuando venga
no haya contradicción en nuestras palabras.

Mustafá ben-Nakir asintió graciosamente.

—Y estaría bien que tu esclavo Mikael fuese inmediatamente a la fortaleza —


propuso— y entablase negociaciones con los españoles. —Se volvió hacia mí
—. Si puedes inducirles a que la abandonen, tanto mejor. Si no, no hay
agravio en ello.

Después de dar órdenes a dos soldados para que me escoltasen, volvió al


Patio de la Felicidad. Yo no tenía otra opción que seguir mi destino y
trasladarme al puerto, donde las tropas extinguían los incendios, construían
parapetos y ordenaban las posiciones.

El botero no tardó en embarcarme. Las defensas circulares y los muros


macizos del fuerte parecían agigantarse resultando más sombríos y
amenazadores a medida que nos acercábamos. Cuando habíamos recorrido
media distancia, fue lanzado un disparo de un pequeño cañón de la muralla
del fuerte, y la bala cayó tan cerca del bote que me roció la salpicadura del
agua. En mi alarma, comencé a agitarme tremolando los faldones de mi
caftán, y gritando en mi mejor latín que era un mensajero del sultán.
Habríamos volcado si el botero no me hubiese obligado a sentarme. No hubo
más disparos y tan pronto como estuve al alcance de la voz apareció un monje
con hábito blanco en la escollera, y se me dirigió en latín, preguntando en
nombre de Dios qué había sucedido y bendiciendo mi llegada, pues reinaba
gran preocupación en la fortaleza.

Atracamos al espolón de la escollera, y pedí, en nombre del sultán, hablar con


el comandante de la guarnición. Mientras el oficial se estaba cambiando de
ropa para recibir al enviado del sultán, el monje puso vino ante mí y me dijo
que me habría ofrecido también alguna comida, pero que ésta escaseaba pues
la adquisición en la ciudad se había hecho imposible. Tan cándido era este
buen hombre, que me pidió que enviase a mi botero en busca de carne y
verduras, pues los heridos, principalmente, sufrían a causa de la falta de estas
vituallas.

Pronto me di cuenta de que nadie en la fortaleza tenía la menor idea de lo que


había ocurrido en la ciudad. Durante diez años, la guarnición había llevado
una vida quieta y tranquila, y pensaban que mi mensaje del sultán consistía
en pedir ayuda para él, pues Selim ben-Hafsid había considerado siempre a
estos españoles como su única protección contra Jaireddin.

Esa situación no hizo más que aumentar mi temor a la cólera que mi


pretensión habría de suscitar en el capitán De Varga, comandante español de
la fortaleza, y traté de encontrar mi valor y avivarlo con grandes tragos de
vino.

Por fin apareció el capitán De Varga, en reluciente armadura, acompañado


por el cónsul español, que había huido de la ciudad con el resto de los
soldados. El cónsul tenía un chichón en la frente y se encontraba en un estado
de inmensa excitación, porque su casa había sido saqueada. El capitán De
Varga hablaba algo de latín y era un hombre de pro y resuelto; ahora, y como
consecuencia de su vida inactiva, había engordado, lo que hacía que la valiosa
armadura le oprimiese bastante; una circunstancia que, evidentemente, no
habría de influir para acrecentar su buena disposición hacia mí.

Preguntó primero qué había ocurrido en la ciudad, y por qué, tanto las tropas
del sultán como el pueblo de la ciudad, habían atacado a sus hombres tan
traidoramente y causado tales daños en las propiedades. Al punto el cónsul,
con las venas de las sienes a punto de estallar, vociferó que las pérdidas que
él había sufrido excedían en valor las vidas de unos cuantos soldados. Pidió
total compensación y una casa nueva y mejor, cuyo emplazamiento ya había
escogido.

Cuando, por fin, tuve la suerte de poder hablar, escogí mis palabras
cuidadosamente:

—Noble capitán, muy excelente cónsul y reverendo padre: el sultán Selim


ben-Hafsid, bendito sea su nombre, murió esta mañana en un accidente.
Resbaló y cayó en el baño, desnucándose. Tras mucha discusión entre sus
huérfanos, el descendiente de siete años de edad, Mohamed, ha asumido el
caftán y ascendido al trono. Ha asegurado su posición distribuyendo dinero
entre sus leales tropas, y tiene a su lado, como consejera, a su sabia madre
Amina. Sus hermanos mayores no se han opuesto, porque en el curso de una
comida se le atragantó a cada uno un hueso de dátil en la garganta y
murieron. No dudo en ver en estos hechos una clara intervención del destino
para prevenir disputas sobre la sucesión.

Tras una pausa seguí hablando:

—Pero… —aquí hice otra pausa con el corazón oprimido, aunque miré de
frente al capitán De Varga—. Pero mientras todo ello ocurría en concordancia
con las honorables costumbres de esta ciudad, llegó una horda de españoles
saqueadores, trayendo artillería consigo. No trato de responsabilizaros, noble
capitán, de esta grave infracción de los derechos nacionales, pues creo que
con toda probabilidad aquella ralea sin ley abandonó el fuerte sin vuestro
permiso y se aprovechó de la muerte del gobernante para llevar el desorden a
la ciudad. Entre otras cosas, profanaron la mezquita y destrozaron
salvajemente la tumba del sagrado marabut, y luego abrieron fuego contra la
kasbah , no dudo que con objeto de saquear el tesoro. El aga fue competido a
despachar alguna caballería para rechazarles con la menor violencia posible.
Los españoles se volcaron entonces sobre la ciudad, asaltando e incendiando
las casas de los fieles, robando cuando poseían y violando a sus mujeres. Para
prevenir ulteriores desórdenes, el sultán ha acordado graciosamente cortar
las comunicaciones entre la ciudad y la fortaleza, ya que el pueblo, rabioso
por el allanamiento sacrílego de la mezquita y de la tumba, quiere atacar el
fuerte, devolviendo daño por perjuicio. El sultán ha ordenado también la
construcción de trincheras alrededor del puerto, donde ha colocado su
artillería, como podéis ver por vos mismo. Pero todas estas medidas han sido
tomadas tan sólo con el fin de proteger la fortaleza, y prevenir cualquier
nueva violencia que pueda aportar perjuicio a las amistosas relaciones, ahora
felizmente existentes, entre el emperador de España y el sultán de Argel.

El vino había aligerado de tal manera mi lengua que a mí mismo me


emocionaba del vuelo de mi elocuencia. El cónsul estaba con la boca abierta,
pero el dominico se santiguaba repetidas veces y dijo en tono de satisfacción:

—Es del todo natural y propio que nuestros soldados hayan devastado la
mezquita y la tumba de los infieles, y no puedo por menos de alabarles su
acción, para la cual no tengo suficientes palabras. En demasiadas ocasiones
hemos visto a los musulmanes pisotear nuestra Santa Cruz para
encolerizarnos.

El capitán De Varga le rogó que se tuviera la lengua y mirándome


sombríamente, dijo con sencillez:

—¡Mentís! Yo fui quien envió la patrulla a tierra para descubrir la razón de los
disparos en la kasbah , enteramente en interés de Selim ben-Hafsid; pero mis
hombres cayeron en una trampa preparada, y sólo su buena disciplina les
salvó de un total aniquilamiento. Si ha habido incendios y saqueos, son los
propios musulmanes quienes los han cometido, con objeto de encubrir sus
fechorías.

—Os he oído, noble capitán —dije, inclinándome ligeramente—. Esto significa


que debo informar al sultán en el sentido que vos falseáis la verdad,
endurecéis el corazón y hacéis lo posible para romper las cordiales relaciones
que hasta el presente han existido entre los Hafsid y el emperador, vuestro
señor.

—¡Esperad! —exclamó el capitán De Varga con presteza. Tomó un papel de


manos del cónsul, lo recorrió con la vista y dijo—: No pido nada mejor que ver
esas felices relaciones restauradas y estoy en buena disposición y voluntad de
olvidar el incidente a cambio de la indemnización correspondiente por las
propiedades destruidas y armas, así como por los sufrimientos causados; o
sea, la acostumbrada compensación a los familiares de las víctimas. Aceptaré
la suma total de veintiocho mil piezas españolas de oro, la mitad pagadera
antes de la oración de la noche de los infieles; para la otra mitad, me
conformo con un plazo de tres meses, pues me hago cargo de que el sultán
tendrá otros gastos en el comienzo de su reinado.

Protesté sobre el verdadero significado de tan fabulosa suma, pero el capitán


De Varga levantó una mano y declaró:

—En la parte estrictamente militar y para prevenir futuras equivocaciones


reclamo el derecho de edificar una torre de artillería en el puerto, cerca de la
mezquita. Además, el sultán habrá de tener un español por visir, a quien se
proveerá de una guardia personal española mantenida a expensas del tesoro.

Me hallaba ante un hombre íntegro que servía bien al emperador, y era en


todos los aspectos un digno adversario. Lloraba cuando doblé la rodilla ante
él y le rogué que ordenase me fuese cortada la cabeza antes que enviarme al
sultán con tal mensaje, pues a buen seguro no me dejaría con vida. Con esto
confiaba en su honor y orgullo de noble, y no me engañé, pues
condescendientemente me pidió me levantase.

—Sírveme con fidelidad —me dijo—; persuade al sultán de que no bromeo, y


no te perjudicaré. Dile que mis artilleros están con la mecha en la mano, y
que pienso bombardear la ciudad con balas incandescentes y ocupar el
puerto, a menos que reciba una respuesta favorable para la hora de la oración
matutina de mañana mismo.

—¡Alá es grande! —exclamé con candidez fingida, para variar mi papel—. Ya


que confiáis en mí, dejad que os dé un buen consejo. No le conminéis
demasiado, pues el sultán, movido por sus torcidos consejeros y por el
populacho desmandado, puede enviar un mensaje al gran Jaireddin para
hacer un tratado con él, y con su ayuda arrojaros de la isla.

—Renegado, ¡eres un tipo vil! —rió—. Pero ni aun un muchacho de diecisiete


años sería tan loco como para no darse cuenta de las cosas. Si llamase a
Jaireddin, saldría perdiendo. Pero escucharé algunas proposiciones que el
sultán quiera hacerme, una vez que haya oído las mías.

A pesar de su risa pude percatarme de que el nombre de Jaireddin le había


frenado.

—Mi señor y protector —dije—. No es preciso que vuelva por la propuesta del
sultán, ya que os la he traído conmigo. No pide nada más que una buena
compensación por los daños habidos en la expedición española, y mil piezas
de oro para comprar agua de rosas para la purificación de la mezquita y la
tumba del marabut. Está dispuesto a reconsiderar la cuestión de la
compensación, siempre que pongáis el control de todas las llaves de entrada
por mar a la ciudad bajo la supervisión de sus oficiales. Si rechazáis estas
propuestas, el sultán se verá compelido a suponer una clara intención por
vuestra parte a interferir en sus asuntos internos, y en tal caso buscará el
apoyo allí donde pueda hallarlo, para prevenir futuras conspiraciones.

—¡Alabado sea Dios! —dijo el capitán De Varga, santiguándose—. Los


términos son más duros de lo que me esperaba, pero ahora veo cuán
suspicaces son esos infieles: porque ellos andan de continuo conspirando,
creen que otros hacen lo mismo. Pero yo soy un castellano. Moriré antes que
rendirme, ya que con estos términos se disfraza la rendición. Mi última
palabra es: no hablemos más de compensación ni de las demás condiciones.
Somos humanos y sujetos a error a veces. Castigaré a los culpables que han
profanado los santos lugares, siempre que ello se demuestre, pero no puedo
suministrar el agua de rosas.

El cónsul se lamentaba, y el monje deploraba el castigo de cristianos que


merecían recompensa. Pero el capitán De Varga dijo:

—Como veis, mis propuestas son conciliadoras, y en este respecto


diametralmente opuestas a las de mis consejeros. No puedo ir más lejos. Si tu
señor no quiere escucharlas mis cañones hablarán. Y puedes prevenirle
acerca de su intención con respecto a Jaireddin, pues la menor aproximación
a ese impío pirata será considerada por mí como un acto de hostilidad contra
mi señor, el emperador.

Me tendió una raída bolsa de cuero que contenía diez piezas de oro, y oculté
mi asombro de que el emperador dejase a este leal y joven oficial languidecer
en tal pobreza. Fui escoltado con honores a la escollera, y en mi intención —
quizá, también, para persuadirme de que tenía pólvora sobrada— ordenó
salvas cuando desatracó mi bote. Su gallarda y noble credulidad me
asombraba y me hacía reflexionar que en toda negociación el hombre honrado
está destinado a llevar la peor parte, mientras que la picardía se apunta los
tantos.
El asunto había resultado mejor de lo esperado, y mi conciencia estaba
tranquila, pues ya le había dado a entender que podía contar a Jaireddin como
adversario. Salté a tierra muy satisfecho y observé que los incendios en el
barrio del puerto habían sido extinguidos, así como completados varios
emplazamientos para los cañones. Estos trabajos hubieran sido amenazados
gravemente, y hasta impedidos, por un bombardeo desde la fortaleza; mis
negociaciones habían colmado su propósito.

A mi vuelta a la kasbah , me dirigí al jardín del Patio de la Felicidad, donde


Mustafá ben-Nakir, reclinado cómodamente entre cojines, bajo un quiosco,
estaba leyendo poemas persas a mi dueño Abú el-Kasim. Con discreción
mencionaron que Amina no existía ya, y aunque personalmente no me
importaba gran cosa, sentí una gran pena al pensar en la desesperación de
Andy cuando se despertase de su embriaguez y se enterase de la muerte de
su amada. Mustafá adivinó mis pensamientos.

—Alá es sumarísimo en sus juicios —sentenció—. Hablamos con la mujer y


supimos que explotaba la simplicidad de tu hermano en provecho de sus
malvados planes. Sobornó a los eunucos para dejar a Selim ben-Hafsid sólo
con tu hermano en la sala de baños. Así pues, Mikael, no debes asombrarte
que ante tal alevosa traición: dispusimos que fuera estrangulada por los
mismos eunucos. Velamos con todo nuestro corazón por tu hermano.

—Así es —añadió Abú el-Kasim—. Pero reflexionando que el fruto no cae


nunca lejos de su árbol, su hijo le hizo compañía al mismo tiempo. Esto facilita
la cuestión a Jaireddin, pues de haber vivido el muchacho, los españoles lo
hubieran utilizado como pretexto para interferir en la sucesión.

Comprendí que Mustafá ben-Nakir me había enviado fuera deliberadamente


con objeto de que no pudiese impedir estos sombríos actos y sintiera
compasión por el pobre niño que cogía de la mano a su madre y tropezaba
con el largo caftán, y que había muerto ya de tan triste manera.

Volví a casa de Abú el-Kasim. Las estrellas parpadeaban en el cielo. Mucha


gente se encontraba en las terrazas, y en la noche tranquila oí el sonido de las
risas y de templados instrumentos de música, entre arrullos y requiebros. Mi
corazón latía dulcemente cuando me detuve ante la casa y llamé. Mi perro
atravesó la oscuridad y me lamió la mano, mientras Giulia, trayendo la
lámpara, me decía:

—¿Eres tú, Mikael? ¿Vienes solo? ¿Dónde has estado todo este tiempo, y
dónde está Abú? Yo salí para ver si algo terrible había sucedido. Han estado
luchando en la ciudad, y decían que el Libertador estará pronto aquí. Cuando
volví me encontré con un gran agujero en el piso, y temo que en mi ausencia
hayan entrado los ladrones.

Su cariñosa preocupación me dulcificó aún más el corazón.

—Nada terrible ha ocurrido —la tranquilicé—. Todo ha ido mejor de lo que yo


podía suponer y esperar. El Libertador llega mañana al canto de los gallos, y
para ti se anuncian grandes novedades, más felices novedades de las que
puedes imaginar. Amémonos, Giulia, pues la primavera ha llegado y estamos
solos en casa, sin más testigos que el perro, cuya presencia no debe
intimidarnos.

Giulia palmoteo de alegría y exclamó:

—¡Cuánto deseo ver al gran Libertador que gobierna el mar! Con toda
seguridad que ha de premiarme por haberle servido de tal diligente manera
con mis predicciones del futuro, y preparado así el camino para que viniese.
Quizá me tenga con él para mirar en la arena. Se dice que su barba es suave y
del color de las almendras. Con seguridad, tiene todas las mujeres que la Ley
le permite; y la madre de su hijo es descendiente directa del Profeta.
Probablemente, estará en buena disposición para conmigo y me guardará a su
lado.

Su plática me oprimió y cuando traté de tomarla en brazos se veló


rápidamente el rostro y me dio un pisotón en un pie.

—¿Te has vuelto loco, Mikael, para comportarte así en ausencia de tu dueño?
Domínate y no pierdas tu control. ¿De dónde has sacado ese bello caftán? Si
me lo regalases, podría hacerme para mí un encantador corpiño.

Comenzó a palpar con avidez el paño del caftán; a la débil luz de la lámpara,
estaba tan maravillosamente bella que no pude resistirme, y a regañadientes
le dejé que me despojase del caftán, que en verdad era el más bello atavío que
jamás usara. Ella lo estrujó entre sus brazos, aspirando voraz el perfume de
almizcle de que estaba impregnado.

—¿En verdad que quieres dármelo, Mikael? —inquirió—. Entonces, puedes


besarme, pero con toda inocencia. Soy una mujer orgullosa y tengo bastantes
desazones e inquietudes para defender mi virtud.

Me permitió besarla en las mejillas, y hasta me ofreció los labios, pero cuando
quise tomarlos, se debatió y chilló a la vez que me pisaba los pies, hasta que
tuve que soltarla. En cuanto estuvo libre, huyó con el caftán a su alcoba,
cerrando y atrancando la puerta y mofándose de mis súplicas. Estaba yo allí
medio desnudo, empujando en vano la pesada puerta de hierro. Sólo entonces
recordé que había dejado mis vestidos de esclavo en la kasbah , de manera
que no tenía nada que ponerme para recibir al Libertador por la mañana.

Dando vueltas en mi lecho sin poder conciliar el sueño, me reconfortaba el


pensamiento de que Giulia me pertenecería como esclava el día siguiente,
pasando a ser de mi propiedad ante la Ley. Resolví tomarme el desquite de los
tormentos que me infligía y tenía la esperanza de que no le era del todo
indiferente, pues había mostrado su inquietud por mi ausencia y aceptado
como presente mi caftán. Confortado con estos pensamientos, me dormí y no
me desperté hasta que los gallos de la ciudad comenzaron a cantar, a la vez
que la gozosa voz del almuédano proclamaba que la oración era mejor que el
sueño. Miré afuera, y para mi completo asombro vi que el almuédano
brincaba y bailaba en el balconcillo del alminar, proclamando así la llegada
del Libertador. Con presteza, arramblé todas las vestiduras que pude hallar,
tomé a Giulia de la mano, y salí veloz con ella hacia la calle escalonada que
conducía a palacio. El perro nos siguió, ladrando alegremente; a saltos,
trataba de tirar del capote que me había puesto sobre los hombros.

Toda la población estaba en pie, dirigiéndose algunos grupos a palacio, y la


mayoría apresurándose a las puertas occidentales para salir al paso del
Libertador, tras las murallas, y seguirle en su recorrido. Muchos se reían a mi
paso, señalándome con el dedo, pero no les hice ningún caso, pensando que
ríe mejor quien ríe el último. Estuvimos a punto de quedarnos a las mismas
puertas del palacio, pues los guardias rehusaron de plano nuestra admisión;
pero, afortunadamente, un asustado eunuco me reconoció. Temblando de
miedo, prometió llevarme donde Abú el-Kasim, implorándome que le hablase
bien de él, en justa correspondencia al servicio que me había prestado. Le
prometí todo cuanto me pedía y me condujo a través del Patio de la Felicidad
a una pequeña habitación en la que se encontraba Abú el-Kasim con ojos
enrojecidos y evidente mal humor, terminando su desayuno. Un tropel de
esclavas le servía mientras se probaba un magnífico caftán tras otro. Trataba
de darse prisa, pues Mustafá ben-Nakir y su séquito hacía tiempo que
cabalgaban al encuentro del Libertador. Por fin, Abú se golpeó las canillas
con el junco que llevaba en la mano y dijo:

—¡No! Soy un hombre pobre y me disgusta pavonearme con plumas


prestadas. Traedme mi sencillo capote de mercader, cuyo olor me es familiar
y cuyas pulgas me conocen. En tal vestimenta he servido al Libertador y en tal
atavío me presentaré a él, para que por sus propios ojos pueda ver mi
pobreza.

Las esclavas se estrujaron las manos, y con lamentaciones trajeron el viejo y


raído capote. Abú lo olió con evidente placer, se peinó con los dedos pelo y
barba, y encargó al aterrorizado eunuco que le ayudase a ponerse la
espantosa vestimenta. Sólo entonces volvió sus ojos hacia mí.

—¿Dónde te has metido, Mikael, en nombre de Alá? —me espetó con acritud
—. Espero que no hayas perdido la fuente de oro y la cabeza del sultán. Hace
tiempo que debiéramos estar en la mezquita para recibir al Libertador.

No tenía la menor idea de lo que podía haber ocurrido con aquellos objetos y
me lancé a una frenética búsqueda a través de los distintos patios.
Felizmente, el amistoso eunuco vino en mi ayuda; él se había cuidado de la
cabeza y de la fuente y colocado el soporte. Nada se había estropeado, a no
ser que la cabeza de Selim había tomado un aspecto espantoso y que la fuente
parecía mucho más pequeña que antes.

Con estos objetos bajo el brazo, volví junto a Abú el-Kasim; quedé anonadado
al ver a Giulia abrazando y besando engatusadoramente a este vejestorio,
notable por su fealdad. Lloró, pero al fin envió a las esclavas al guardarropa
del harén, de donde trajeron tal cantidad de velos y babuchas que Giulia se
vio en un aprieto para escoger.

A mí, Abú el-Kasim me dio el vestido de vagabundo de Mustafá ben-Nakir, que


después de muchas vacilaciones no tuve más remedio que ponerme.
Compuesto de piezas que alcanzaban al suelo y abierto por delante hasta la
rodilla, tenía la incómoda sensación de estar desnudo de cintura abajo. Pero
la túnica era del tejido más hermoso y fino y a cada paso sonaban las
campanillas tan dulcemente que Giulia me miró abriendo mucho los ojos y me
aseguró que no tenía por qué avergonzarme de mis peladas rodillas ni de mis
pantorrillas, que guardaban mucha simetría con aquéllas. Envió a buscar los
necesarios ungüentos y rápidamente pintó de color anaranjado mis manos y
pies; después, y como mi peinado no emparejaba con el atuendo, aceitó mi
cabello con fino aceite aromático y aplicó azul a mis ojos, de forma que a
duras penas pude reconocerme cuando me miré en el espejo.

Antes de partir para la mezquita, Abú quiso ver qué era de Andy. Me llevó a
las prisiones del palacio, abrió una trampa de hierro y señaló a Andy, quien
yacía tendido sobre el duro suelo del sótano, gimiendo en sueños. Su estrecha
celda filtraba la luz a través de una pequeña ventana de gruesos barrotes.
Estaba completamente desnudo, y a su lado había un jarro de agua, vacío. El
compasivo Abú ordenó a los guardias que lo llenasen de nuevo y trajesen al
mismo tiempo una buena cantidad de pan. Sentí profunda piedad por Andy,
pero vi que no había otro remedio que tenerle allí hasta que se recobrase por
completo, pues de lo contrario lo más probable era que quisiera combatir los
efectos de su embriaguez con más bebida, con lo que su estado empeoraría.
Para que no se encontrase solo al despertar le dejé mi perro en la celda.

Cuando abandonamos las malolientes prisiones y nuestros ojos volvieron a


acostumbrarse a la luz del sol, desde la alta terraza vimos al Libertador, que
cabalgaba a través de la puerta occidental de la ciudad, seguido de una
numerosa tropa de caballería. Las armas relucían al sol y el gentío que había
salido a su encuentro agitaba ramos de palmera, gritaba y lanzaba
exclamaciones y vítores que llegaban a nosotros, en inmenso rumor, en alas
del viento. A través de la bruma del sofocante calor, vimos un gran número de
navíos anclados en la bahía. Pudimos contar hasta una veintena, todos ellos
empavesados con banderas y gallardetes.

Nos apresuramos a ir a la ciudad, abriéndonos paso con dificultad en la


abarrotada mezquita. No podríamos haberlo conseguido de no agitar yo en
todo momento mis campanillas, para recordar a la gente que era un hombre
sagrado. Nos habrían abierto paso también, y acaso más diligentemente, si
hubiera desplegado el envoltorio que traía bajo el brazo, pues había
encerrado fuente y cabeza en un lienzo, ya que cabía la posibilidad de que
entre el público hubiera partidarios de Selim ben-Hafsid.

En el interior de la mezquita reinaba un indescriptible clamor, que alcanzó su


culminación cuando, con sus cimitarras desenvainadas, aparecieron en la
puerta los jenízaros y renegados de Jaireddin, los cuales abrieron paso a su
señor. Jaireddin avanzó entre sus guerreros, saludando a derecha e izquierda
y moviendo su mano. Ante él, marchaban los portadores de estandartes, e
inmediatamente detrás, el barbicano faqih y los primogénitos de los
mercaderes, todos los cuales, como era de ver, habían vuelto de su
importante peregrinación. Mustafá ben-Nakir acompañaba también al séquito
e iba aderezado con un espléndido caftán y el turbante del aga y, de tanto en
tanto, se miraba las bien cuidadas uñas.

A primera vista, Jaireddin, de quien había oído hablar tanto, me decepcionó.


Era un hombre de poca majestad, pequeño y grueso. Como distintivo de su
dignidad, llevaba un gran fez enrollado con un turbante de muselina blanca.
Me extrañó bastante que el turbante no estuviese siquiera limpio, a pesar de
que se hallaba ornado en su parte delantera por un creciente de centelleantes
piedras preciosas. No llevaba nada en las manos y ni siquiera una daga en el
cinturón. Su barba estaba teñida y la sonrisa florecía en su rostro redondo y
felino, mientras caminaba despacio a través de la mezquita.

Cuando llegó al sitial del lector, hizo una señal para indicar que iba a rezar.
Descubrió su cabeza y enrollándose las mangas, hizo a la vista de todos las
abluciones prescritas. El faqih derramó el agua en sus manos, que secaron
después los primogénitos de los mercaderes, así como también la cabeza y los
pies. Volvió a tocarse con el turbante y recitó las oraciones y tres suras del
Corán, mientras el público reunido escuchaba en respetuoso silencio. El faqih
se sentó entonces en el sitial del lector y entonó algunos versículos. Leía
magníficamente; hallaba sin dificultad los pasajes apropiados, alusivos a la
venida del Libertador, y otros ensalzando la gracia, la justicia y la liberalidad.

Cuando el faqih hubo leído tanto tiempo que el público comenzó a removerse
cansado, cedió, por fin, de nuevo su puesto a Jaireddin, quien subió al
escabel, cruzó sus piernas al sentarse y con un ligero farfulleo comenzó a
exponer los sagrados textos, de tan sencilla y amena manera, que aquí y allá
fluyeron las risas del auditorio. Por fin, levantó la mano gentilmente y dijo:

—Mis queridos hijos: he vuelto a vosotros impelido por un sueño propicio, y ya


no os abandonaré más. Desde este momento, os protegeré como lo hace un
buen padre, y no habréis de sufrir más ofensas, pues en esta ciudad
prevalecerá siempre la justicia.

La emoción anudó su voz en la garganta y secándose las lágrimas de la barba,


prosiguió:

—No quiero contristar vuestros corazones recordándoos cosas desagradables;


pero, en honor a la verdad, debo admitir que fue con un sentimiento de
profundo disgusto que abandoné esta ciudad cuando mi hermano Baba
Aroush cayó en la desafortunada guerra contra el sultán de Tolmesán. La
honradez me compele a añadir que estaba muy abatido y decepcionado por la
ingratitud que los habitantes mostraban, en premio a mis esfuerzos para
defenderles de los no creyentes. En mi posición, un hombre rencoroso
hubiera devuelto ojo por ojo y diente por diente. Pero no está en mi ánimo el
hacerlo; yo persigo solamente la justicia y a menudo he pagado un daño con
una buena acción, como hoy en que vuelvo para protegeros del enemigo
común. Pero he observado que nadie me ha contestado, y ni siquiera ha traído
ante mí el más mínimo presente en muestra de vuestras buenas intenciones.
Por ello, temo que de nuevo sienta repugnancia por esta ciudad, y encuentre
más deseable partir más raudo de lo que he venido.

El pueblo, alarmado, comenzó a rogarle e implorarle que no le abandonase a


la venganza de los españoles; muchos cayeron de rodillas; hombres duros
lloraban, y los viejos se mesaban las barbas en demostración de lealtad.

Los presentes, proporcionados a los medios y condición de los donantes,


fueron prestamente llevados, teniendo cada donador cuidado en mencionar su
nombre y ofrenda, para que pudiera ser recordado en el registro de los libros.
Ante el sitial del orador, se apilaban fardos, cofres, ánforas de oro y plata, y
una gran cantidad de dinero; hasta el más pobre tenía a gala ofrecer su última
moneda de plata. Pero Jaireddin observaba el creciente entusiasmo sin
mostrar ninguno por su parte; de pronto, su rostro se ensombreció y por fin
levantó la mano para hablar:

—Sabía que la ciudad de Argel era pobre, pero no creí que su pobreza llegase
a tal extremo. En toda esta pila amontonada ante mí, no puedo ver un
presente de la clase que me hubiese contentado. Sólo a él condicionaré mi
vuelta; yo creí que hubieseis considerado mi deseo lo bastante como para
recordarlo.

La asamblea estaba ahora alicaída ante sus palabras, pero Abú el-Kasim me
pellizcó en el brazo y ambos nos abrimos paso hasta el trono de Jaireddin.
Abú el-Kasim se dirigió a él después de las genuflexiones y reverencias de
rigor.

—A pesar de mi pobreza —declaró—, he esperado tu llegada con ansiosa


impaciencia, ¡oh, señor del mar! Aquí te traigo un presente, con el cual
espero hallar gracia y favor a tus ojos, atreviéndome a pensar que en tu
magnanimidad querrás premiarme de una manera igual a los merecimientos.

El pueblo estaba acostumbrado a considerar a Abú como un payaso y todos se


hacían cábalas sobre la clase de presente que podría traer, y se llevaban las
manos a la boca para contener las carcajadas que estaban a punto de estallar.
Destapé la fuente de oro y así por los cabellos la tumefacta cabeza,
levantándola ante Jaireddin y todo el mundo, para que la viese.

En otra época, Selim ben-Hafsid había herido gravemente a Jaireddin, por lo


que no era de asombrar que éste riese con arrogancia a la vista de la cabeza
de su enemigo; palmoteando las manos exclamó:

—Has adivinado mis más fervientes pensamientos y mis más caros deseos,
buen mercader, y tu presente cicatriza y borra todas las heridas que en esta
ciudad se me han inferido, la cual desde este momento ha de ser mi capital.
¡Dime tu nombre!

Abú, haciendo muecas en su excitación, dijo su nombre, y Jaireddin contempló


con asombro la cabeza de su enemigo. Con un gesto amplio, exclamó
señalando al montón de ofrendas:

—Toma todas estas baratijas, Abú el-Kasim, mi leal servidor, y agracia con la
parte que creas conveniente a tu esclavo. Los dadores de estos objetos deben
transportarlos a tu casa, para apreciar así la estima en que te tengo.

Por una vez, quedó Abú el-Kasim sin habla entre el despavorido rumor de la
asamblea. Jaireddin le despertó de su éxtasis cuando, con una mirada de
soslayo a la muchedumbre, añadió a toda prisa:

—Naturalmente, un diezmo debe ingresar en mi tesoro, como es el caso con


mis capturas en el mar. Y además…

Como por arte de magia, Abú el-Kasim recobró el uso de la palabra y a


grandes voces y con la invocación de las incontables bendiciones sobre la
cabeza de Jaireddin trató de evitar las ulteriores retractaciones que parecían
iniciarse; gritos que yo secundaba con todas mis fuerzas. El gobernante
pareció aplacarse y se mesó pensativo la teñida barba. Pero el faqih se
interpuso rápidamente.

—¡Alá bendiga al dadivoso! —exclamó—. Y en cuanto a ti, Abú el-Kasim, no


debes llevar nada fuera hasta que la mezquita haya recibido su quinto del oro
y la plata y su diezmo de todos los demás objetos. Para que la tasación sea
limpia e imparcial, será efectuada por los más importantes mercaderes de la
ciudad.

La mandíbula de Abú se contrajo. Mirando a Jaireddin con aire triste, que


parecía de reproche, dijo:

—¡Ay! Por qué obraste con tanta ostentación, ¡oh, señor del mar! Podrías
haberme dado estos objetos a solas, sin testigos; y yo habría decidido por mí
mismo, de acuerdo con los dictados de mi propia conciencia, cuáles eran mis
obligaciones.

El placer de los infortunios del vecino es el más sutil de los placeres, y el


rostro descompuesto de Abú el-Kasim llenaba de exultación los corazones de
todos.

Se arrojó tan locamente, lanzando sonidos inarticulados, sobre la mercancía,


y se comportó de manera tan excéntrica que nadie, ni siquiera el gran
Jaireddin, pudo guardar la seriedad.

Pero, por fin, el gobernante pareció cansado y, cuidadoso de su dignidad, se


levantó y abandonó la mezquita atendido por sus oficiales y entre las
bendiciones del gentío, distribuyendo fuera generosas limosnas. Movidos por
el general regocijo, los jenízaros dispararon salvas de sus mosquetes,
mientras en el puerto la artillería se unía al júbilo descargando los cañones
hasta dejarnos sordos, y la plaza del mercado y la mezquita quedaron
envueltas en humo. Al capitán De Varga habría que reprocharle responder al
fuego, pues el comandante español puso en juego sus cañones, hasta que los
del puerto le respondieron y sus balas abrieron boquetes en el muro de
defensa.

Al principio pensé que el ruido se componía sólo de salvas, hasta que algo
crujió en el muro de la mezquita. Me lancé fuera atemorizado, y pude ver
derrumbarse el gran alminar entre una nube de polvo de cal. Nada más
afortunado para los propósitos de Jaireddin, pues la muchedumbre, con justa
indignación, amenazaba a gritos acusando a los españoles de haber disparado
deliberadamente contra la mezquita.

El capitán De Varga debió darse cuenta de su error, pues el fuego cesó


pronto. Pero Jaireddin proclamó con voz de trueno que este sacrilegio habría
de ser el último cometido por los idólatras en Argel. Para Abú el-Kasim el
incidente era un regalo del cielo, mientras que los mercaderes estaban
impacientes por irse a casa y el faqih recordaba de repente que era su hora
destinada a las meditaciones solitarias.

La tasación de los bienes se cumplió sumariamente y con mucha ventaja para


Abú el-Kasim, quien se quedó de buena gana todo el día en la mezquita con el
pretexto de algún probable asesoramiento para vigilar un claro y equitativo
reparto. Nuestra casa en la calle de los mercaderes de especias estaba en una
esquina relativamente apartada, y Abú el-Kasim se apresuró, no sin dificultad,
a transportar sus nuevas posesiones a su domicilio. Se formó un convoy de
cuatro asnos, guiados por sus conductores y escoltados por nosotros, y por fin
pusimos a buen recaudo los objetos, tras candados y cerrojos.

Comenzaba a inquietarme por mi hermano Andy y me dispuse a visitarle en


palacio para ayudarle en lo que pudiese. Al principio, Abú no quiso
permitirme de ninguna manera el ir, manifestando que el sordomudo no
bastaba para guardar el tesoro. Pero cuando me burlé de él diciendo que se
había vuelto esclavo contra su propia voluntad, en vez de invocar a Alá como
el mejor guardián, maldijo y hasta juró. Buscó al sordomudo y poniéndole una
estaca en la mano, le ordenó en contorsionada y violenta pantomima que
permaneciese detrás de la puerta y atizase un garrotazo en la cabeza a quien
tratase de entrar.

Mientras caminábamos veloces a palacio, Abú observó:

—Los grandes hombres tienen memorias cortas. Hemos de encontrar un


valedor para tu hermano. Sinán el Judío es el más indicado para ello. Si no
conseguimos estar ahora con él, debemos por lo menos ser invitados a cenar
en palacio.

Encontramos en él a muchos mercaderes y jeques pertenecientes a las más


distinguidas familias de la ciudad. Venían en audiencia ante Jaireddin y
gesticulaban, excitados, al discutir entre ellos lo que debía decirse.

Nosotros fuimos recibidos calurosamente por Jaireddin, quien se sentaba en


el canapé de cojines de raso encarnado de Selim, rodeado de sus oficiales más
eminentes, entre los cuales reconocí al punto a Sinán el Judío y al altivo
capitán Torgut. Ante los pies de Jaireddin, se encontraba desplegada una
carta del puerto de Argel. Señalando la fortaleza española y los bancos de
arena cercanos, dijo:

—Alá está con nosotros. No podía haber escogido mejor momento para la
captura de esta fortaleza. Le escasean las provisiones y la pólvora; sus
cañones están muy usados y tengo a algunos de mis hombres allí, que harán
tanto daño como puedan y tratarán de convencer a los soldados de lo inútil de
la resistencia. No debemos perder ni un minuto en esta pequeña empresa,
pues nuestro anclaje es expuesto, y la flotilla de Cartagena habrá zarpado
probablemente con el acostumbrado abastecimiento de primavera para la
guarnición. Tenéis ocho días para tomar la fortaleza.

Jaireddin explicó a cada oficial su misión, y dio órdenes para que los buques
levasen anclas a la mañana siguiente y bombardeasen la fortaleza desde el
mar. Las baterías de la costa fueron puestas bajo el mando del capitán
Torgut, así que este hombre altanero fue elevado de categoría. Encomendó
después a los oficiales a la protección de Alá y les despidió, quedando sólo
Sinán a su lado. Mustafá ben-Nakir se quedó también, pues se hallaba
demasiado sumido en la composición de un nuevo poema persa para darse
cuenta de que los demás habían salido. Pero ahora alzó los ojos y me miró con
la mirada velada de un sonámbulo. Se levantó y, a pesar de mis protestas, me
desnudó y me dio su bello caftán y el turbante de aga que llevaba. Se volvió a
vestir sus propias ropas de trotamundos y la música de las campanillas
pareció volver a inspirarle, pues pronto se halló de nuevo abismado en su
composición poética.

Me puse el caftán, pero después de colocarme el turbante, me lo quité.

—Soy tan sólo un esclavo —le dije a Jaireddin— y no tengo derecho a llevar el
turbante del aga. Con tu venia, ¡oh, señor del mar!, lo dejo a tus pies. Dadlo a
algún hombre de valía a quien tus guerreros obedecen.

Sin embargo, sentía tener que renunciar al empenachado y enjoyado


turbante. Pensé en el sitio inminente de la ciudad, y me dije que la exhibición
de tal tocado no era muy tentadora, para mí cuando menos. Los pliegues del
caftán caían maravillosamente, aunque me dio la sensación de un peso
desacostumbrado, como si el destino quisiera premiarme por mi altruismo.
Hallé en él dos bolsillos y una repleta bolsa en cada uno; pero no quise
exponer a nadie a tentaciones, sacándolos a la vista y examinando su
contenido. Para remate, Mustafá ben-Nakir me tendió con mucha
prosopopeya mi propia bolsa, que coloqué en el bolsillo de mi cinturón, sin
decirle nada de mi hallazgo, ya que hombres de su secta desprecian el dinero
por encima de todo.

Mientras me arreglaba el caftán, Sinán el Judío habló de pronto:

—¿Qué es lo que ven mis ojos? —Aunque era tuerto, lo dijo así—. ¿No es el
ángel Mikael, mi esclavo, que yo presté a Abú el-Kasim para ayudarle a
preparar el camino del Libertador?

Se levantó y me abrazó calurosamente, examinando y palpando el tejido de mi


caftán, que en verdad era un soberbio atavío, bordado en oro y con
esmeraldas engarzadas en botones también de oro. Abú el-Kasim estaba
pálido de envidia. Sinán el Judío se volvió hacia Jaireddin.

—Créeme, Jaireddin —dijo—; este hombre que ha escogido la recta senda


lleva la buena fortuna con él, pues tiene un don singular de filtrarse, entrando
y saliendo por las cerraduras más pequeñas; y si algo malo le ocurre, siempre
cae de pie como un gato. Por ello, no siente el deseo de perjudicar a nadie,
sino que le parece bien que cada cual sea feliz a su propio gusto.

Abú el-Kasim dio muestras de vivo enojo.

—No le escuches, ¡oh, señor del mar! —exclamó—. Mikael es el hombre más
perezoso, rencoroso y desagradecido del mundo. Si tuviera algún sentido de
las conveniencias, cambiaría su caftán conmigo pues, ¿qué es él sino mi
esclavo?

—Ese caftán le sienta a él mejor que a ti —replicó Jaireddin—, y necesita


además tener uno así, según se me ha dicho, para conquistar el corazón de
cierta coqueta. Sé vuestros secretos por Mustafá ben-Nakir, aquí presente,
quien vino a mí como «oídos y ojos de la Sublime Puerta»[2] . Esto sin
embargo no debiera yo haberlo mencionado, y no sé cómo se ha podido
deslizar de mi lengua.

Abú el-Kasim fue dominado por un gran terror al oír la noticia y se apresuró a
besar el suelo ante Mustafá ben-Nakir, y le habría besado también los pies si
el poeta no le hubiera dado un puntapié. Entonces, hablé al Libertador:

—Señor, ¿puede tu esclavo dirigirse a ti? Mientras los pliegues de la risa


ciernen radiantes tus ojos, déjame decir una palabra por mi hermano, que
yace ahora en la angustia de la muerte en el sótano, bajo nuestros pies.
Mándalo buscar y déjame hablar en su defensa, pues es un badulaque y un
simple, incapaz de coordinar dos palabras de una manera inteligible.

—No —replicó Jaireddin—; mejor es que vayamos nosotros mismos a visitar al


honorable Antar, de cuya fuerza he oído algunas historias. Pero yo iré de
incógnito, pues así podré oír sus razones sin tapujos.

Dejamos a Mustafá ben-Nakir terminando su poema y los demás bajamos a los


sótanos. El carcelero nos facilitó la entrada uno por uno en la celda, y mi
perro Rael salió a mi encuentro saltando. Andy se despertó, se sentó, cogió su
cabeza entre las manos y nos miró con ojos legañosos. El jarro de agua estaba
vacío, del pan no quedaba ni rastro, pero había ensuciado indescriptiblemente
todo el suelo a su alrededor. Tras mirarnos penetrantemente durante unos
instantes, preguntó:

—¿Qué ha sucedido? ¿Dónde estoy? ¿Por qué no estuviste a mi degradación?


Sólo esta bestia fue testigo de mi despertar, y lamió mi doliente cabeza
piadosamente. —Se llevó la mano al estómago y gimió.

—Creo que recordarás —dije titubeando— que el sultán Ben-Hafsid ha


muerto.

Andy palideció intensamente. Una chispa de inteligencia apareció en sus


redondos ojos. Miró confuso a su alrededor.

—Lo recuerdo muy bien —murmuró—. Pero ¿no convinimos en que se trató de
un accidente? ¿Me vas a decir que fue descubierta la verdad? ¿Dónde está la
sabia Amina? Ella lo explicará todo. Pero ¿cómo ha podido permitir que me
arrojasen a esta letrina y abandonarme aquí, desnudo y golpeado, después de
todo lo que hice por ella y por sus amigas?

—¡Andy! —dije con dulzura—. Ármate de valor y tómalo como un hombre.


Tengo que decirte que por voluntad de Alá, Amina y su hijo… han muerto.

Andy se apoyó contra el muro de piedra, y con los ojos abiertos de par en par
y el horror reflejado en ellos, profirió:

—¿No querrás decirme que en mi embriaguez fui tan salvaje que la maté?
Nunca, nunca he cometido violencia alguna contra ninguna mujer, y tú sabes
que mi odio a los españoles es por la manera como se comportaron en el
saqueo de Roma con ellas.

Como una fiera enjaulada comenzó a dar vueltas, con la cabeza entre las
manos.

—No puede ser verdad —gimió—, a menos que el diablo me poseyera, lo que
bien pudiera ser, pues yo creo que tiene su guarida en las jarras de vino
selladas de este país.

Y siguió gimiendo. Sentí compasión de la angustia de Andy y me esforcé en


consolarle.

—No —le dije—. Tú nunca levantaste ni un dedo contra ella. Murió de otra
manera, por su malvado proceder, del cual es mejor no hablar. Esa mujer te
enredó en sus oscuras maquinaciones. Recuerda que fue ella quien te tentó a
beber vino y quien hizo que te olvidaras de tus piadosas resoluciones.

Exhaló un profundo suspiro de alivio y dejó escapar algunas lágrimas de sus


hinchados ojos.

—Así pues, me he quedado viudo —repuso—. ¡Pobre criatura! Estaba en la


primavera de la vida y era una mujer fiel y una tierna madre. Y no debemos
hablar mal de los muertos, aunque a decir verdad ella no estaba siempre libre
de malos deseos. Bien; espero que tú y toda la gente buena me acompañéis en
mi dolor, y no me juzguéis estrictamente, aunque a veces haya tratado de
sumergir mis inquietudes en el vino, cometiendo por esta causa una gran
cantidad de estupideces.

Nos miró esperanzadoramente, pero Abú el-Kasim se levantó y dijo


suspirando:

—¡Ay, Antar, esclavo mío! Mataste al aga del sultán y le robaste el turbante.
Si tienes algo que decir en tu defensa, dilo ahora. De lo contrario serás
llevado a presencia del cadí, colgado, descuartizado, quemado y arrojado a los
perros.

Andy levantó y dejó caer la mano.

—Haced conmigo lo que queráis —declaró—. Merezco todas esas penas y será
lo mejor para quitarme el dolor de cabeza. Sin embargo, he de decir que sólo
merezco castigo por el primer trago de vino; todos los demás no fueron más
que una continuación. Maté al aga como resultado de una pelea, una cosa
común entre soldados; pero no es una ofensa que merezca castigo, pues no
estamos en guerra y los artículos de guerra no habían sido leídos. Sé más que
tú, Mikael, de estas cosas. Así pues, apareceré ante mis jueces con la
conciencia tranquila y limpia. Sois vosotros sobre quienes caerá la afrenta y
no sobre mí, si soy sentenciado por tal fruslería.

Andy nos miró a todos con aire de gran seguridad, pareciendo convencido de
la justicia de su causa. Cuando traduje sus palabras, pues habló en finlandés,
Jaireddin no pudo contenerse más. Rompió a reír y levantándose, palmoteo el
hombro de Andy.

—Tú eres un hombre —le dijo—; según mi propio corazón y a causa de tu


astuta defensa, te perdono tu crimen.

Andy apartó molesto la mano de Jaireddin y me preguntó:

—¿Quién es este tipo y qué hace aquí? Ya tengo bastante de sus indecorosos
pavoneos.

Espantado de su indiscreción le dije de quién se trataba. Pero Jaireddin tomó


por las buenas las palabras de Andy.

—Te daré nuevas vestiduras y un sable —prometió—. Me servirás y creo que


me has de ser muy útil en muchas cosas.

Pero Andy respondió con amargura:

—Me han llevado de la nariz ya demasiado tiempo y no me atrae tu sable. He


tomado la decisión de retirarme al desierto y terminar mis días como un santo
ermitaño. Sin embargo, si me das vestiduras nuevas y un par de mendrugos,
puedes dejarme, en buena conciencia, también solo en este agujero.

A pesar de todo, logramos convencerle y subió. Mientras se lavaba en


preparación de sus oraciones descuidadas durante tanto tiempo, Jaireddin le
envió hermosas vestiduras y una cimitarra tan espléndida que Andy no pudo
resistir la tentación de colgarla de un clavo para contemplarla con suspiros de
alivio. Le relaté entonces todo lo que había ocurrido en su ausencia.

—Ya puedes ver por ti mismo —concluí—, que por una vez ha prevalecido la
misericordia sobre la justicia. Jaireddin podría haberse encolerizado mucho
contigo por haber echado por tierra todos los planes que Abú el-Kasim y yo
establecimos con tanto cuidado durante el invierno.

—Si la cabeza no me doliese tanto —argumentó Andy—, empezaría a


sospechar que he sido estafado y manejado miserablemente. Casándome con
Amina hubiera sido el hombre más poderoso de Argel. Con la ayuda de la
suerte podría haber tenido un hijo con ella, quien podría haber sido sultán
aquí. Pero tú, en tu candorosa inocencia, has dejado trillar a Jaireddin donde
yo he sembrado, y no me sorprende en absoluto que quiera tratar de
apaciguarme con un hermoso sable y un costoso caftán.

Pero ahora yo me ocupaba más que antes de mis propios asuntos y


conveniencias y, después de comer, pregunté a Abú dónde podría encontrarse
Giulia. Cambió una mirada con Sinán el Judío y suspiró:
—Alá me perdone si he obrado mal, pero el gran Jaireddin me la pidió para
que le consultara la arena, y les dejé solos. Pero fue hace ya tiempo, y
comienzo a pensar qué es lo que puede estar haciendo.

Estas palabras malignas me llenaron de presentimientos sombríos y con una


mirada que hizo bajar los ojos a Abú el-Kasim, le dije:

—Si le ha sucedido algo a Giulia, te estrangularé con mis propias manos, y


nadie podrá culparme por ello.

Sin hacer caso de las protestas de los eunucos, pasamos a través de la puerta
de oro del harén, donde encontramos a Jaireddin sentado sobre una alfombra,
con una fuente ante él y a su lado Giulia, mirando en la arena. Jaireddin
entornaba sus ojos con arrobo y al vernos exclamó:

—Esta mujer cristiana ha visto las más extrañas cosas en la arena. Si os las
relato todas, diréis que he perdido el juicio; pero esto puedo deciros: ha
contemplado las olas del mar besando suavemente mi tumba en la ciudad del
gran sultán, en las orillas del Bósforo. Y dijo que esta tumba será
reverenciada y honrada por todos por tanto tiempo como el hombre de
Otomán sobreviva en la tierra.

Mientras hablaba, Giulia olvidó su recato femenino y se apretó melosa contra


él. Pero el señor del mar la miró con indiferencia y yo perdí los estribos.

—¡Giulia! ¡Giulia! Recuerda que tienes un dueño. Y has de saber que desde
ahora es a mí a quien perteneces como esclava. Si haces lo posible por
complacerme, tal vez algún día te tome por esposa.

No me pude contener por más tiempo y cogí sus manos atrayéndola a mí para
abrazarla y besarla. Pero se debatió como una gata salvaje y no tuve más
remedio que soltarla. Sus ojos centelleaban furiosos cuando dijo en un
estallido:

—Arrojad de aquí a ese esclavo lunático y enviadle al hospital de la mezquita,


cargándole de cadenas hasta que la locura salga de él. Sinán el Judío me dio
al Libertador para consultar en la arena; con todo contento obedeceré, sólo a
él y en todo, así como ha usado ya de mis infortunados ojos.

Tan intensa era su rabia, que la sonrisa se borró del rostro de Sinán, quien
balbuceó vacilante:

—Alá me perdone, pero Mikael el-Hakim tiene razón. Juré por el Corán y por
mi barba que habrías de ser su esclava, y no puedo quebrantar tal juramento.
Ahora eres su esclava, hermosa Dalila, y estás obligada a obedecerle en todo.
Lo declaro de una vez por todas, en presencia de los necesarios testigos.

Recitó rápidamente la primera sura para dejar zanjada la cuestión, pero


cuando quiso colocar la mano de Giulia en la mía, ella retrocedió, ocultó
detrás sus manos y dijo entrecortadamente y con voz aguda:
—¡Nunca! Decidme, guardianes malvados que comerciáis con el honor de una
mujer a sus espaldas, ¿qué derecho tiene ese miserable esclavo para
insultarme? ¿Es éste el amor que juraste que sentías por mí, Abú el-Kasim,
con tantos suspiros y lamentaciones?

Sinán el Judío y Abú el-Kasim levantaron sus manos a la vez y me señalaron.

—¡No! ¡No! —protestaron—. ¡Somos inocentes! ¡Fue Mikael quien nos


importunó y nos atormentó para darte a él! Si no lo hubiésemos hecho,
estábamos seguros de caer en las manos de Selim ben-Hafsid, y perecer
mucho antes de que el Libertador llegara a la ciudad.

Giulia me miró con incredulidad. Vino hacia mí y me miró de frente con sus
ojos clavados en los míos y pálida de furia.

—¿Es esto verdad, Mikael? —inquirió—. ¡Pues te daré a probar una parte de
los goces que te esperan!

Tras estas palabras me dio tal bofetada que me dejó sordo. Quedé inmóvil y
las lágrimas asomaron a mis ojos. Entonces ella prorrumpió en violentos
sollozos:

—Nunca te perdonaré esto, Mikael. Eres igual que un muchacho depravado


que muerde la mano de su madre. ¿Qué servicio hiciste tú al Libertador, que
merezca ser premiado? Yo, con la predicción del futuro a las mujeres del
harén, he dado más que cualquiera. En realidad yo fui quien mató a Selim
ben-Hafsid y lo maté con mis propias manos.

Pensamos que la rabia había trastornado el juicio de Giulia, me esforcé en


calmarla y rogué a los demás circunstantes que no hicieran caso de lo que
decía. Pero ella pataleó. Rayos amarillos y azules salieron de sus ojos.

—Yo escogí a Amina para el trabajo —reveló—, porque era la más


desenfrenada y salaz de todas las mujeres del harén y la más ambiciosa. Fue
por orden suya y mi instigación que el luchador negro acudió a la plaza del
mercado para desafiar a Antar. Todo se desarrolló según los planes, y Antar
ganó el combate de acuerdo con mi predicción sobre la arena. Sólo fue a
causa de mis augurios que obtuvo su ingreso en la guardia de palacio.
Entonces, vi en la arena que la ambiciosa Amina sería sultana, y lo fue en
verdad aunque por poco tiempo. Si hay, pues, un premio para quien mató a
Selim ben-Hafsid, creo que es a mí a quien corresponde en justicia.

La escuché boquiabierto, maravillado de la habilidad con que había


desempeñado su papel de inocente, cuando en realidad estaba conspirando.
Ella rugía, Abú lanzaba exclamaciones, Sinán formulaba reconvenciones, y
por fin Giulia hundió sus dientes en la mano hasta herirse con un profundo
corte. A todo esto, Jaireddin, que había asistido, interesado pero impasible, a
la escena pareció ya cansado y me ordenó que me llevase mi propiedad y no
le molestara más.

—Ya has hecho la cama —dijo—. Ahora, acuéstate en ella. No tienes que
culpar a nadie sino a ti mismo.

No había más que hacer sino marchar. Vacilante, tendí mi mano a Giulia.

—¿No comprendes, Giulia, que te amo? —le dije—. Era para ganarte por lo
que he luchado y sufrido tanto tiempo, arriesgando mi vida.

Pero los hombros de Giulia eran como plomo en mis manos, y me respondió
con acritud cortante:

—No me toques, Mikael, o no respondo de las consecuencias. Me has herido


profundamente.

Fuimos a casa silenciosos y con el perro detrás de nosotros, con el hocico


pegado en tierra. Cuando llegamos, introduje mi llave en la cerradura de la
puerta, pero se retorció como si no quisiera abrir. El perro aulló atemorizado,
y sentí un choque y un bordoneo en la cabeza: vi todo negro y me sentí caer.
Sin desvanecerme del todo, vi cómo Giulia y el sordomudo me conducían a
una cama. Lo comprendí todo cuando vi que el sordomudo cogía un garrote y
se marchaba de nuevo. Luego perdí el conocimiento.

Ésta fue mi noche de bodas, y no tengo más que decir de ello. Sin embargo,
empezaré un nuevo capítulo para contar cómo capturé la fortaleza española, y
cómo una idea de Mustafá ben-Nakir hizo que yo entrase al servicio del
ordenador de todos los fieles: el gran sultán de Constantinopla.
Capítulo III Giulia

Al recuperar mis sentidos en un suave lecho, me vi sorprendido por un


incesante estrépito como de truenos que chocaron contra la habitación y que
hacían tambalear copas y fuentes. Al principio, pensé que el ruido lo producía
mi dolorida cabeza, y no sabía dónde me encontraba, ni si estaba soñando o
despierto. Me parecía ver dos ángeles, uno blanco a la derecha de mi cama, y
otro negro a mi izquierda, ambos empeñados en apuntar mis buenas y malas
acciones en unos libros que llevaban. Pero, al parecer, el ángel blanco tenía
poco que escribir, mientras que el negro estaba tan atareado que su cabeza
se movía al compás. Imploré con lastimero acento agua para lavarme y decir
mis oraciones. La habitación vibraba con truenos renovados, pero en ese
momento mi perro brincó sobre mi pecho, y lamió mi rostro. Con lágrimas en
los ojos, exclamé:

—Bismillah e inshallah! ¡Alá es verdaderamente compasivo, pues me permite


su compañía en el infierno! Rael es, sin comparación, más digno que yo de
servirle en el Paraíso, pero veo que se ha escapado para hacerme compañía
en este abismo. ¡Oh, perro fiel! —y le besé el hocico.

El ángel blanco alzó mi cabeza, causándome tan agudo dolor que la venda
cayó de mis ojos al ver que estaba en el lecho de Giulia. Ésta se encontraba en
pie a mi lado, inclinándose hacia mí con mirada preocupada. A mi izquierda
estaba el sordomudo con un mortero en la mano, mezclando una pasta de
huevos y miel. Avergonzado de mis fantasías, dije secamente:

—Déjame solo, Giulia. Lo que hasta ahora no se ha resquebrajado, pronto se


romperá.

Aparté con rudeza al perro de mi lado y pregunté a qué se debía tal estrépito
y si era ella quien me había golpeado en la cabeza la noche pasada.

Giulia lloró y apoyó su rostro en mi mejilla.

—¡Ah, Mikael! ¿Es verdad que vives? Aunque estaba enojada contigo, no te
deseaba la muerte, ni mucho menos. El ruido que oyes son cañonazos; los
musulmanes están sitiando la fortaleza española. Y no soy yo quien ha
apoyado su rostro en tu mejilla, sino tu fiel esclava.

Me palpé la cabeza con precaución y la encontré sobre mis hombros, aunque


a causa de los vendajes que tenía pesaba el doble. Suspiré profundamente.

—Giulia —murmuré—, envía enseguida por un cadí y cuatro testigos. Mira en


un bolsillo de mi caftán y págales. Lo que sobre, guárdalo para ti. Mis
intenciones no eran tan rastreras como suponías. No te deseé nunca como
esclava, a pesar de que lo dije para atormentarte. Quiero que vengan el cadí y
los necesarios testigos para darte la libertad pues fue esto por lo que te
reclamé en pago a mis servicios. Era el único camino para liberarte.

Yo mismo no sé si esto era verdad. Quizá se me ocurrió de repente al recobrar


la conciencia, y ahora que había lanzado la idea, lo encontré natural. Pero
Giulia pareció abrumada; me miró con mortal palidez y balbuceó:

—No te entiendo, Mikael. Si me das la libertad, no puedes obligarme a


obedecerte, pero ahora estoy perpleja sobre qué es lo que quieres.

Estaba ya arrepentido de mi excesiva benevolencia y argüí más secamente


aún:

—¡Nada de tonterías, Giulia! Si te dejo en libertad, es para quedar yo también


libre de tu incesante machaqueo. Siempre he pensado dejar que seas tú quien
escoja si quieres quedarte conmigo o marcharte. No estoy tan loco para
obligarte a que me ames por la fuerza. Y precisamente ahora, me pareces tan
seductora como una babucha vieja. ¡Loado sea Alá! ¡Mi amor se ha
extinguido!

Giulia permaneció sopesando la bolsa en sus manos y mirándome de hito en


hito, sacudida de vez en cuando por un sollozo. El sordomudo hacía
desesperados esfuerzos para introducir en mi boca la pasta de huevos y miel,
que no tuve más remedio que tragar, venciendo mi repugnancia.

—¿Por qué vacilas, Giulia? —le pregunté, en un tono más amable—. ¿Por qué
estás haciendo pucheros? ¿No estás contenta de dejarme con tanta facilidad?
Éste creo que ha sido siempre tu más caro deseo.

—No estoy haciendo pucheros —respondió contrariada—. Es que me


cosquillea la nariz.

Pero al instante rompió en un llanto desatado y gritó:

—Debes estar delirando y no soy tan vil como para aprovecharme de ello,
aunque siempre has esperado lo peor de mí. ¿A dónde iría yo en este
condenado país y quién protegería mi inocencia? No, Mikael; puedes haber
pensado vengarte de mí, pero te aseguro que no te librarás de mí tan
fácilmente.

Tendí las manos desesperanzado:

—Todo lo que te propongo te parece siempre mal y nunca te gustaré. Por


favor, déjame solo ahora, pues me da vueltas la cabeza y esta masa de huevos
me ha producido náuseas. Quédate si quieres, o márchate si lo deseas. Haz lo
que te dé la gana. Yo no puedo tomar ningún camino mientras me duela la
cabeza tan atrozmente.

Giulia se apaciguó con esto, y en su favor he de decir que me atendió bien y


silenciosamente, moviéndose por la habitación sin que apenas se notase su
presencia. No era una gran ayuda, puesto que los cañonazos bramaban sin un
momento de respiro, la arena se filtraba del resquebrajado techo cayéndome
en los ojos y toda la habitación se tambaleaba. Después de la oración de la
noche, Abú el-Kasim y Sinán el Judío , no pudiendo dominar su curiosidad, me
visitaron, trayéndome regalos de boda. Cuando Abú el-Kasim me vio yaciendo
pálido y con la cabeza vendada en el lecho de Giulia, se retorció las manos.

—¡Pero qué es esto, Mikael el-Hakim! —exclamó—. ¿Era tan difícil de domar
la mujer? ¡Nunca hubiera pensado que una noche en su compañía te habría
reducido a un estado tan lastimoso!

Sinán el Judío observó que, con una criatura de tanto temperamento a mi


lado, no tenía necesidad de otras mujeres y la vida me resultaría más barata.
No tuve fuerzas para responder a estas pullas y quedé callado. Cuando Abú
el-Kasim se enteró de lo que en realidad había sucedido, se consternó
sinceramente. Me examinó y elaboró una mixtura más poderosa, que me
sumió al instante en apacible sueño, para despertarme más tarde muy
aliviado.

Mi primer pensamiento fue para Andy y al preguntar por él, Abú el-Kasim se
mesó la barba.

—¡La maldición de Alá caiga sobre tu estupidez, Mikael el-Hakim! —exclamó


—. ¿Por qué no descubriste hace tiempo que tu hermano era un
experimentado artillero que hasta puede echarse a las espaldas un cañón?
Esta importante cuestión fue descubierta hoy por pura casualidad, cuando
oyó los estampidos que venían de la orilla para curar su dolor de cabeza,
según dijo, con el agradable olor de la pólvora. Jaireddin le vio después entre
nuestros hombres, emplazando y cargando él mismo las piezas y desplegando
su habilidad al alcanzar la bandera de la fortaleza, por lo que Jaireddin le dio
el turbante de oficial artillero, y diez piezas de oro, y me imagino que pronto
habrá sudado el veneno de su cuerpo empapado en vino.

Estaba horrorizado de oír que Andy disparaba contra sus hermanos cristianos.
Más tarde, cuando el bombardeo cesó para la oración del mediodía, vino a
verme, con la cara tiznada de pólvora. Le reproché lo que hacía, pero me
respondió:

—Los cañones son mis instrumentos de música y no pienso abandonar nunca


esta noble afición. No debes reñirme, porque tú mismo me has repetido varias
veces un refrán que, si mal no recuerdo, es: «Zapatero, a tus zapatos».

—Pero, mi querido Andy, ¿cómo puedes prestarte a disparar contra hombres


redimidos por la sangre de Cristo; hombres que están haciendo lo imposible,
en extremas dificultades, para servir al emperador, bajo cuyas banderas has
combatido también tú?

—Recuerda que tengo una cuenta que saldar con los españoles desde el
saqueo de Roma —replicó Andy—. Ni los musulmanes harían lo que ellos
hicieron con las mujeres.

—¡Pero son cristianos! ¿Cómo puedes portar armas contra ellos en compañía
de los musulmanes, si en tu corazón no eres musulmán ni por asomo?
Andy fijó en mí una seria mirada.

—Soy tan buen musulmán como tú puedas serlo, Mikael —declaró—, aunque
yo no conozco mucho del Corán de memoria. Pero, la cuestión se me apareció
clarísima por completo cuando descubrí que el islam significa la voluntad de
Dios y que el Dios llamado Alá es el mismo que el sang dieu de los francos, el
Hergott o Donnerweter de los germanos, y el Deus o Dominus de los latinos.
[3]

Mis reconvenciones resbalaron sobre él como el agua sobre el lomo de un


ganso. Insistió en que los disparos de cañón eran su música, y que tanto daba
si las monedas llevaban la efigie del emperador o unos arabescos.

Quedó pensativo durante unos momentos con la cabeza entre las manos y
cuando habló de nuevo era con acento de ternura:

—Nunca podría haberme dado cuenta de la intensidad de mi amor, hasta que


olí de nuevo el metal caliente y el vaho putrefacto de la pólvora. No podía ni
siquiera intentar rechazar mi deseo. Créeme, ni las mujeres más ardientes
pueden ser comparadas con el tacto del cañón después del quinto disparo.
Cuando Mustafá ben-Nakir observó mi nostalgia, me dijo que el sultán de
Turquía había encontrado un sistema nuevo para transportar hasta las piezas
más pesadas; cuando los caminos son malos, los carga en piezas
desmontadas, de forma que el cañón pueda ser emplazado en el lugar que ha
de ser usado. Antes, nadie había pensado o hecho algo por el estilo, y me
gustaría ver por mis propios ojos cómo puede hacerse, pues Mustafá no pudo
explicármelo, pero piensa llevarme a visitar Estambul, la capital del sultán, y
me ha prometido recomendarme al comandante de artillería de allí.

Yo estaba asustado con tales proyectos, pero él continuó ansioso:

—Como primera providencia tenemos que construir un rompeolas para que


los buques de Jaireddin puedan estar bien abrigados en el puerto. Su única
razón para atacar la fortaleza es conseguir los bloques de piedra para el
rompeolas. Además, tendrá también obreros baratos, pues los prisioneros de
guerra no perciben paga y con unos crustáceos y agua tienen suficiente.

Así estuvimos de cháchara hasta que Andy se dio cuenta de su propia garrulez
y para ocultar su azoramiento fue a dar unas palmadas a mi perro.

En pocos días recobré las fuerzas por completo, aunque estaba siempre
dispuesto a meterme en la cama cada vez que veía venir a alguien. No tenía el
más mínimo deseo de verme enzarzado en el sitio y acaso encontrarme cara a
cara con el capitán De Varga, quien seguramente me tendría reservado algún
hueso duro para roer. Abú el-Kasim me dijo que, inmediatamente después de
mi visita, De Varga había enviado un falucho a toda vela a Cartagena; por
ello, Jaireddin estaba haciendo los preparativos para conquistar la fortaleza
por asalto, reclutando a su servicio a todos cuantos podían tenerse en pie y
que desearan ganar sin pérdida de tiempo el paraíso por caer en batalla
contra el descreído.
En un punto habían fallado los planes de Jaireddin, pues el capitán De Varga,
a pesar de la protesta del dominico, colgó a los dos jóvenes espías moros. Lo
supimos por un español desertor, quien ya tenía bastante del sitio y atravesó
a nado la rada una noche para unirse a los hombres de Jaireddin. Dijo que
había muchos heridos en la fortaleza, que las murallas estaban muy
quebrantadas y que a los españoles les escaseaban alimentos, agua y pólvora.
Según él, todos, excepto De Varga, estaban dispuestos a negociar a condición
de no ser molestados. Pero De Varga no quería oír ni media palabra de ello y
cuando la enseña española fue derribada, él en persona subió a la torre y se
situó allí como un mástil viviente con la bandera atada a su brazo izquierdo,
proclamando que cualquiera que murmurase tan sólo la palabra rendición
sería puesto inmediatamente bajo hierros.

Sin embargo, pocos días más tarde, fue abierta una brecha en los muros de la
fortaleza y Jaireddin ordenó a sus hombres la construcción de balsas con
barcas ligadas y cestones en sus bastidores para cubrirlas. Luego, se retiró a
pasar la noche en solitaria oración y ayuno, en preparación para el asalto
decisivo.

Tras la plegaria de la tarde, Andy, Abú el-Kasim y Mustafá ben-Nakir se


reunieron en torno a mi lecho. Después de haber hablado un rato de
generalidades, ambos, muy amablemente, pero con firmeza, me sacaron de la
cama poniéndome en pie, palparon mi cabeza y miembros y alabaron a Alá
por haberme favorecido con un restablecimiento tan rápido.

—¡Ah, Mikael! —exclamó Mustafá—. ¡Qué contento estoy, pues ahora podrás
tomar parte en el ataque y hacerte con nosotros digno del paraíso!

Mis rodillas se doblaron y me hubiese caído de no haberme sostenido los


poderosos brazos de Andy.

—¡Ay! —grité—. Siento náuseas y vértigos. No puedo tenerme en pie. Pero,


aunque sea con el resto de mis fuerzas, me arrastraré a la playa y cuidaré a
los heridos. Sería en verdad deplorable que los fieles se desangraran por la
ineptitud de Abú el-Kasim. No pediré ni una simple gratificación por mi obra
de misericordia. Me contento con lo que se me ha ofrecido.

Mustafá ben-Nakir me miró con ojos maliciosos.

—No tendrás miedo, ¿eh? —inquirió—. Tu hermano Antar y yo hemos resuelto


embarcar en una balsa; seremos los primeros en escalar los muros y arrancar
la bandera castellana de las manos del capitán De Varga. Por motivos de
amistad queremos llevarte con nosotros, para que te toque parte de la gloria y
del premio de nuestra hazaña.

—¿Miedo? ¿Y qué es eso? —repliqué quisquillosamente—. Una palabra vacía.


Yo soy un hombre pacífico, enfermo además, que no ambiciono convertirme
en héroe.

Giulia había permanecido tras una cortina escuchando la conversación.


Viéndome levantando, salió de su escondite y me ayudó a acostarme de
nuevo.

—¿Por qué le importunáis? —se quejó—. No le dejaré ir a esa terrible isla. Ha


estado demasiado débil, hasta para el amor. Preferiría tomar yo misma una
espada en mi mano, antes de ver que lo hace él.

Este parlamento me ofendió.

—¡Cierra el pico! —salté—. Tú no has sido consultada. Es más fácil herir que
curar y tal vez vaya con vosotros mañana.

La mandíbula de Mustafá ben-Nakir se contrajo y vi que únicamente había


querido burlarse de mí, como era su costumbre, porque me tenía por un flojo.
Nada podía molestarme más que tal suposición. Prudencia no es cobardía y
en el curso de mi vida había mostrado yo a menudo que podía afrontar los
riesgos como cualquiera. Pero la conducta de Giulia me había irritado y el
porrazo en la cabeza había mermado de tal forma mis facultades que en la
más increíble idiotez, proclamé que estaba recuperado por completo y listo
para entrar en combate.

Cuando se marcharon los otros, fue evidente que ella deseaba congraciarse
conmigo, pero endurecí mi corazón para castigarla y sobre todo para dominar
su vanidad. Fingí indiferencia a sus alegatos, hasta que por fin no tuvo más
remedio que ir a descargar su ira con los pucheros y las cacerolas, no sin
decirme que yo era el mayor farsante con que jamás se había tropezado y que
no creía ni media palabra de cuanto le había dicho.

Sin embargo, estaba bastante asustada a la mañana siguiente, cuando mucho


antes del alba me levanté y me lavé en el patio y con la cara vuelta al Oriente
recité las plegarias prescritas. En apoyo de mi valor, cogí un grueso bastón
para el caso en que me tambalease en la calle al fallarme las piernas. Sólo
entonces se dio cuenta ella de que la cosa iba en serio; se abalanzó a mí, me
asió de la manga y me dijo:

—¡Ah, Mikael! Puede que yo haya sido poco amable, desabrida y altanera,
pero he tenido razones que mi recato me impide mencionar. Si por milagro
vuelves de la batalla, te contaré mi secreto y tú decidirás cómo obrar. Pero si
sólo hemos de encontrarnos en el cielo —y ello me parece también imposible
porque tú eres musulmán y yo soy cristiana— el secreto tendrá poca
importancia. No he de gritarlo a voces en las calles para que lo oigan todos;
sólo te afligiría a ti cuando llegue el momento.

Pensé que no había secreto y que sólo decía esto simplemente para tratar de
despertar mi curiosidad y detenerme hasta que fuese demasiado tarde para
tomar parte en el ataque. Me despedí rápidamente y me precipité al puerto.
Aquel día Giulia no era la única mujer que imploraba a su hombre que
permaneciese en casa, diciéndole entre suspiros y lágrimas que era preferible
una existencia honrada y tranquila que todos los goces del paraíso.

Llegué al puerto al romper el día. Jaireddin se encontraba ya rodeado de sus


oficiales, dando sus órdenes finales.
—Hoy es viernes, un día venturoso. Haya él de traernos alegría y provecho
para el islam. Hoy, las cien puertas del paraíso están abiertas de par en par;
nunca ha habido una oportunidad mejor para entrar en estos gloriosos
parajes, donde vírgenes de ojos negros esperan al creyente a la vera de
cristalinas y rumorosas fuentes. Agruparos a mi espalda, pues como de
costumbre pienso estar a la cabeza y animar con el ejemplo, hasta al apocado,
a seguirme intrépidamente a través de la brecha.

Como si hubiesen recibido una orden, los oficiales comenzaron al unísono a


lanzar exclamaciones y a retorcerse las manos, siendo los más expresivos
Sinán el Judío y Abú el-Kasim. Se opusieron enérgicamente a la resolución de
Jaireddin de exponerse al peligro, recordándole la irreparable pérdida que el
islam sufriría con su muerte. Pero él golpeó el suelo con su pie y gritó furioso:
—¡Oh, hijos desobedientes y desnaturalizados! ¿Queréis privarme de este
honor? ¿Por qué he de ser yo el único en verme forzado a contemplar tan sólo
el Paraíso que está abierto hasta para el más pobre musulmán?

Se precipitó atrás y adelante, pidiendo a gritos su espada y los capitanes


tuvieron que sostenerle de los brazos para que no cayese de cabeza al agua.
El entusiasmo de la gente no conoció límites; gritaban todos a voz en cuello
su nombre y alababan su valor, exhortándole al mismo tiempo a que no
pusiera en peligro su preciosa vida. Por fin, pareció resignarse.

—Bien —dijo con un hondo suspiro—; ya que me lo habéis implorado de tal


manera, no tengo otro remedio que quedar entre vosotros. Pero he de vigilar
el asalto y premiar después a los valientes y castigar a los cobardes. Sólo falta
escoger un conductor que guíe al asalto. No dudo que competiréis en
emulación, pero la costumbre requiere que uno vaya a la cabeza para
conducir a las tropas más allá de la brecha.

Los oficiales quedaron de repente en silencio y observaban de reojo a la


fortaleza que emergía del agua con una franja de tierra; sus ojos se posaron
con desgana en la brecha del contrafuerte, negra como la boca de un infierno.
Palidecieron y cuchichearon entre ellos diciendo:

—La oferta es tentadora, pero yo soy inadecuado para tal honor. Tú eres más
viejo y sacrifico en tu favor.

Mientras se hallaban ocupados en estas disquisiciones, Andy, rápido como un


relámpago, dio unos pasos adelante.

—Mi señor Jaireddin —declaró—, dejadme conducir el asalto y traer la enseña


de Castilla.

Salté a su lado para protestar, pero antes de que pudiera explicar a nuestro
general que Andy debía de haber perdido el poco juicio que le quedaba,
Jaireddin extendió su mano hacia mí y vociferó:

—¡Mira, buen pueblo! ¡Toma a estos hombres como ejemplo! Hace aún poco
tiempo que han hallado el camino verdadero y toda su ansia es entrar en el
paraíso. No puedo negarte el favor que me pides, Mikael el-Hakim; ve con tu
hermano. Serás el primero en poner el pie sobre la roca de Penjon y no dudes
que sabré recompensarte.

Traté de decirle que estaba equivocado, pero mi aterrorizado tartamudeo fue


ahogado por las estentóreas aclamaciones de los oficiales.

Mientras tanto, la flota de Jaireddin había levado anclas e izado velas, y ahora
estaba en acción desde el mar abierto, comenzando su bombardeo para
distraer la atención de la guarnición sobre los preparativos de tierra. Pronto
abrieron también fuego las baterías de costa y el previsor Andy me invitó a
que me pusiera una armadura.

—Nada acontece salvo por voluntad de Alá —repuse tras una corta reflexión
—. Te seguiré pisándote los talones y haré lo posible y lo imposible para
guardarte las espaldas.

Mustafá ben-Nakir me miró con aire de duda y dijo:

—Tienes razón, Mikael el-Hakim; si cayésemos al agua con armaduras, nos


hundiríamos como piedras. Me quitaré mi piel de león, no vaya a ser que la
pierda en el choque. Seré el tercer hombre de vuestra partida, confiando en
que el macizo cuerpo de tu hermano nos proteja de los peores sinsabores.

Saltamos a bordo de la primera balsa y nos resguardamos tras los cestones


rellenos con tierra y arpilleras. Iba con nosotros un grupo de hombres
escogidos y los remeros hundían sus remos en el agua a un ritmo acelerado.
Pocos instantes después nuestro armatoste tocaba tierra, con un choque que
me hizo caer sentado. Andy me levantó cogiéndome del cuello, me depositó en
la orilla y con Mustafá ben-Nakir pegado a nosotros, emprendimos una loca
carrera hacia la brecha. Tuve poco tiempo para reflexionar, pues cuando
estábamos a medio camino miré hacia arriba y vi en reluciente armadura y
con la enseña castellana a su brazo izquierdo al capitán De Varga, quien en su
mano diestra empuñaba la espada, dispuesto a derramar la última gota de su
sangre en defensa de su fortaleza. Pero estaba solo, pues sus hombres, para
su imborrable afrenta, le habían abandonado replegándose al interior.

Tenía un aspecto montaraz y estaba macilento. Nos miró con los ojos
desorbitados por la furia más intensa y sus labios espumeaban. Asombrado de
que un hombre solo quisiera oponerse a la avalancha, le conminé a que
rindiera su espada. Pero el capitán De Varga lanzó una carcajada y se echó
hacia atrás barbotando:

—No voy a alardear de mi linaje porque un De Varga no es un fanfarrón, pero


os enseñaré lo que significa la lealtad a Dios, al rey y a la patria.

Muchos botes y balsas habían atracado después que lo hiciéramos nosotros y


cuando los musulmanes vieron que sólo un hombre defendía la brecha, se
abalanzaron en una densa oleada en la que me vi arrastrado, perdiendo pie.
Creo que fue Andy quien arrancó la espada de manos del capitán De Varga,
quien casi al mismo momento yacía en el suelo, conmigo encima. A pesar de
su noble linaje, a pesar del escudo que mi cuerpo le prestaba contra la
avalancha de salvajes musulmanes que saltaban sobre mí a montones, se
olvidó de sí mismo hasta el punto de hundirme sus afilados dientes en la
mejilla.

De Varga hubiera perdido su vida al instante de no haber estado forrado de


hierro, pues el dolor me enloqueció de tal manera que le habría hundido la
espada, pero gradualmente aflojó la presión y ambos nos sentamos para ver el
ululante tropel de musulmanes penetrando por la brecha. Andy braceó y usó
hasta sus pies, frente a De Varga, para preservarle, y Mustafá ben-Nakir nos
ayudó. La sangre corría por mi cara y reproché airadamente al capitán por tal
conducta, impropia de un caballero, diciéndole que por tal causa era probable
que me quedase, para toda la vida, el rostro desfigurado.

Viendo que la resistencia era completamente inútil, rompió en llanto y me


rogó que no le guardase rencor. En correspondencia, le pedí que rindiese la
enseña castellana, la cual no tenía ya uso alguno. Con un hondo suspiro la
desató de su brazo y la puso en mis manos. A mí, pues, cupo el honor de la
captura de Penjon.

Entretanto, había pasado tal torrente de musulmanes que el patio estaba


atestado hasta estallar, y en su frenesí mataron un buen número de españoles
antes de que los oficiales de Jaireddin y los jenízaros pudiesen intervenir.
Jaireddin había dado órdenes de que se ahorrase el mayor número posible de
vidas españolas, con el fin de destinar a los cautivos a las tareas de
demolición y de construcción, así como a la reparación de los edificios
siniestrados en las luchas callejeras y por los bombardeos. La salvaje sed de
sangre de los musulmanes me repugnó tanto, así como a Andy, que decidimos
marchar de allí, por lo que reembarcamos llevando con nosotros al capitán De
Varga.

Jaireddin se encontraba en la orilla acompañado de un séquito numeroso.


Muchos musulmanes habían vuelto y arrojado cabezas sangrientas de infieles
a sus pies. Por fin, perdió la calma.

—¡Cien latigazos al siguiente que me traiga una cabeza cristiana! —vociferó


—. Los españoles son hombres vigorosos y cada cabeza es una pérdida para
mí.

Pero pronto olvidó su cólera, cuando Andy, Mustafá ben-Nakir y yo nos


aproximamos conduciendo al capitán De Varga delante de nosotros. La sangre
seguía manando de mi mejilla cuando deposité la enseña castellana ante
Jaireddin, quien puso un pie sobre ella, mirándome y exclamando
piadosamente:

—¡Alá es grande, y maravilloso el poder del islam, que transforma un cordero


en un rugiente y enfurecido león!

Volviéndose hacia el capitán De Varga, dijo con sequedad:

—Hombre impío y obstinado: ¿dónde está tu rey y la ayuda que esperabas de


España? ¿Quieres confesar ahora, idólatra, que sólo Alá es poderoso?
—Tan sólo a la defección de mis hombres, a su traición —respondió el capitán
—, debes la victoria. Si hubiese tenido el menor apoyo, os habría expulsado de
la ciudad y ocupado el puerto.

Jaireddin le observó unos instantes mientras se mesaba la barba. No pudo por


menos de admirar el inflexible espíritu de su enemigo.

—¡Ah, capitán De Varga! —exclamó—. ¡Tuviera yo muchos hombres como tú


entre los míos y me comprometería hasta a arrojar al emperador de su trono!
Dime lo que puedo hacer por ti, pues deseo tu amistad.

—Los valientes siempre se entienden y esto es algo que los cobardes no


pueden comprender —replicó el capitán De Varga.

—Hay muchos caparazones de marisco en el mundo —observó Jaireddin—,


pero pocos contienen perlas. Tan raro es también encontrar un hombre
valiente de verdad. Por eso te ofrezco riquezas y un puesto de mando; pero
bajo una condición: que tomes el turbante, que reconozcas que Alá y su
Profeta son más verdaderos que la idolatría cristiana. No serás el primer
español que habrá tomado este camino, como lo puedes ver con una simple
ojeada entre mis oficiales.

El capitán De Varga pareció ofendido y miró fijamente a su adversario; su


barba temblaba y sus ojos estaban desorbitados cuando al final replicó:

—Fuera yo traidor a mi fe y sería el peor entre los peores de mis traidores. No


me insultes con tales proposiciones y recuerda que soy un español y un
caballero.

—No he querido coaccionarte —suspiró Jaireddin—, pues el islam prohíbe las


conversiones forzosas. Pero tú eres un hombre demasiado peligroso para ser
dejado entre los demás prisioneros y por ello, y a mi pesar, me veo forzado a
cortarte la cabeza si rehúsas el turbante.

El capitán De Varga se santiguó mansamente.

—Soy un De Varga. ¡Que mis antepasados no hayan de avergonzarse de su


descendiente! Hiere pronto, pues, para que así sea yo más digno de mérito
ante mi Dios, mi rey y mi patria.

Dijo unas breves oraciones, se santiguó de nuevo y se arrodilló en la arena. El


ejecutor le descabezó de un golpe y expresó su admiración por tan noble
comportamiento. Pasó luego una correílla de cuero a través de las orejas y
suspendió la cabeza del arzón del corcel de Jaireddin.

Así se cumplió el asalto y la toma de la fortaleza de Penjon, mucho antes de


que el almuédano llamase a los fieles a las plegarias del mediodía. Por mi
parte, no puedo dar bastantes gracias a mi buena estrella por haberme
preservado de todo peligro, cubriéndome a la vez de gloria.

Más tarde, cuando me encaminaba a casa, Mustafá ben-Nakir me acompañó,


jugando abstraído con las campanillas de su túnica. El sordomudo estaba
preparando los alimentos cuando llegamos, mientras que Giulia, sentada en la
cama, se pintaba las uñas de los pies. Nos prestó poca atención, por lo que
deduje que había estado en el puerto para espiarnos y me había visto indemne
en compañía de Jaireddin.

—¡Oh! ¿Eres tú, Mikael? —exclamó con fingida sorpresa—. ¿Dónde puedes
haberte metido? Mientras los fieles estaban penando en su guerra santa, tú
habrás estado, probablemente, regodeándote en un harén, pues te veo la
muestra de algún beso apasionado.

—Dalila —dijo Mustafá ben-Nakir—; imagino que con un velo no puedes dar
buen fin a la importante labor en que estás enfrascada. Pero piensa lo difícil
que me es dominar la tentación, cuando admiro tus maravillosos ojos. Por lo
tanto, te ruego que nos dejes. Mi amigo Mikael y yo tenemos mucho que
hablar; si tienes siquiera un destello de piedad en tu cruel corazón, no
permitas que ese esclavo idiota nos envenene con la bazofia que está
preparando y cocina tú misma para nosotros con la magia de tus hechiceras
manos.

Así regaló el oído de Giulia y al mismo tiempo me enseñó cómo hablar a las
mujeres cuando se desea algo de ellas. Cuando Giulia puso a un lado su
estuche de aseo y nos dejó solos, Mustafá ben-Nakir sacó al instante su libro
persa y comenzó a leer en voz alta. Pero yo estaba harto de sus
extravagancias y me ocupé en atender la herida de mi mejilla. Por fin, dejó a
un lado su libro.

—Difícilmente sé qué se puede hacer contigo —declaró—. No me asombraría


llegar a la conclusión de que, después de todo, eres algo simple. No
encuentro otra explicación a tu estúpida conducta.

—Quizás es porque al igual que tú, Mustafá ben-Nakir, Hijo del Ángel de la
Noche, me permito también seguir mis impulsos de vez en cuando. No me
hagas preguntas sobre mis actos de estos días. Es, en verdad, difícil saber por
qué obré como obré, a menos que no fuese para mostrar a Giulia que no
recibo órdenes de ella.

Mustafá ben-Nakir sacudió la cabeza.

—Ya hablaremos más tarde de Giulia —dijo—. No debes separarte de ella; ella
debe ir contigo. Quizá sepas que durante años, Jaireddin estuvo en desgracia
con la Sublime Puerta. Se sospechaba que él y su hermano hacían un uso
ilícito de los buques y jenízaros enviados por el sultán a Baba Aroush. Puede
haber algo de verdad en esto, pero después, Jaireddin ha hecho pensar algo
mejor de él. Este verano se ocupará en fortalecer y consolidar su poder; pero
en otoño enviará a su embajador a Estambul, con ricos presentes destinados
al sultán, para pedir la confirmación del puesto de Jaireddin como beylerbey
de Argelia, tras lo cual se pondrá Jaireddin bajo la protección de la Sublime
Puerta. Con los presentes, enviará muchos esclavos escogidos para el servicio
del sultán, incluyéndote a ti mismo, Mikael el-Hakim, a tu hermano Antar y a
tu propia esclava Dalila, que tú llamas Giulia.
—¡Alá es grande! —exclamé amargamente—. ¿Es ésta la recompensa por todo
cuanto he hecho? ¿Conducirme de nuevo por la nariz a lo desconocido, como
un oso por su anilla?

Mustafá ben-Nakir parecía perplejo.

—¡Qué desagradecido eres, Mikael el-Hakim! Otro hombre cualquiera habría


caído a mis pies y besado la tierra ante mí en agradecimiento. Pero tú no
puedes saber que los hombres más poderosos en el Imperio otomano, desde el
gran visir abajo, son todos esclavos del sultán. Muchos de ellos proceden del
mismo serrallo y han ascendido, cada uno de acuerdo con sus talentos, a las
más elevadas posiciones. Los más altos oficiales están subordinados a uno u
otro de los esclavos. Ser esclavo allí es, por ello, el cargo más apreciado por
los más ambiciosos; si tienen éxito, no hay límite a lo que pueden hacer.

—¡Muchas gracias! —dije con ironía, aunque escuché atentamente su


parlamento—. Pero yo no tengo la más mínima ambición y pienso que cuanto
más arriba llegue un esclavo, tanto más terrible ha de ser su caída.

—Tienes razón en ello —admitió Mustafá—. Pero aun en un suelo liso, puede
un hombre dar un traspiés. Y trepar es difícil; se requieren experiencia y
práctica y algo más que gatear hacia arriba. Uno debe también empujar y
tirar de los que vienen detrás, a los que tiran de la propia túnica intentando a
su vez hacer lo propio. Pero trepar fortalece a un hombre y forma parte de
este sabio sistema que los sultanes han heredado de los emperadores de
Bizancio. Recuerda que los otomanos han estado siempre dispuestos a
adoptar cuanto sea útil y práctico, sin importarles su procedencia. Sólo los
hombres más sagaces y llenos de recursos pueden alcanzar las alturas del
poder en el serrallo, donde cada cual espía a su vecino y trata de montarse
encima de él. Las desventajas del sistema están equilibradas por el elemento
suerte. Todo ascenso depende, a fin de cuentas, del favor del sultán, el cual
puede ser fácilmente ganado tanto por el más humilde leñador como por el
más poderoso visir.

Me recorrió un escalofrío.

—¿Quién y qué eres tú, Mustafá ben-Nakir? —inquirí.

Sus brillantes ojos oscuros me miraron fijamente al responder:

—¿No te he dicho muchas veces que sólo soy un mendigo vagabundo? Pero mi
hermandad tiene poderosos patronos. Vemos mucho en el transcurso de
nuestros viajes y es más fácil para nosotros pulsar opiniones y sondear
corazones, que para los agentes, vestidos de verde, de la Sublime Puerta. En
consecuencia y siguiendo mi propio deseo, sirvo a mi señor el sultán, o más
bien, a su gran visir Ibrahim Pachá, que en nuestra hermandad ocupa la
misma posición que el gran maestro en la orden cristiana de los caballeros
templarios. Éste es un secreto sellado que comparto contigo, para
demostrarte mi confianza y explicarte por qué te envío al serrallo como
esclavo del sultán.
Se levantó, fue silenciosamente hacia la puerta y separando rápidamente la
cortina, asió a Giulia por el pelo, empujándola con brusquedad a la
habitación. Ella echó atrás su cabello y dijo en tono hiriente:

—Esto es muy propio de ti. Lo comprendí cuando pusiste, como los italianos,
salsa vegetal en el pollo. Pero no tienes ningún derecho a mezclar a Mikael en
tus intrigas, pues su credulidad le llevaría a estar enredado sin esperanza en
poco tiempo. Esto me concierne a mí también. ¿Piensas mandarme al harén
del sultán? He oído decir que es un hombre triste, que raramente busca la
compañía de las mujeres. Harás mejor en participarme tus planes, o pondré
una piedra en tu rueda cuando entre en el serrallo.

Mustafá ben-Nakir no tenía duda alguna que Giulia había estado escuchando
tras la cortina y dijo como si nada hubiese sucedido:

—El sultán Solimán, cuyo imperio abarca todas las razas y lenguas, es
verdaderamente un hombre triste pero tranquilo, que gusta de favorecer la
justicia antes que la violencia y la ilegalidad. Y como contrapeso a su natural
melancólico, gusta también de tener rostros sonrientes a su alrededor y
gentes que puedan suavizar su tristeza. El gran visir es aproximadamente de
su misma edad; es hijo de un marinero griego, y de niño fue raptado y vendido
a una viuda turca, la cual descubrió pronto sus talentos y le dio buena
educación. Es versado en leyes, habla muchos idiomas, ha estudiado historia y
geografía y es un excelente ejecutante de ese instrumento italiano llamado
violín. Sobre todo, ha ganado la amistad y el favor del sultán Solimán de tal
modo, que éste no puede estar un día sin él y a menudo pasa también las
noches en las habitaciones del gran visir. El sultán le descubrió cuando era
joven, en una ciudad de provincia a la que el severo Selim había enviado a su
hijo como gobernador para alejarle de las intrigas del serrallo. Cuando
Solimán ascendió al trono, puso a Ibrahim al mando de los halconeros de
palacio. Cuatro años más tarde, lo nombró gran visir y arregló su matrimonio
con una princesa turca, a la cual elevó, a la muerte de sus padres, al rango y
dignidad de propia hermana.

—Tan exagerada amistad entre hombres, me parece un poco extraña —le


interrumpió Giulia—. Aunque pasen todo el día juntos, en mi opinión deberían
despedirse por la noche y pienso que entre toda la gente del imperio es el
sultán quien tiene la mejor oportunidad de encontrar una compañía más
natural para el lecho.

Mustafá ben-Nakir sonrió y mirando a Giulia con sus resplandecientes ojos,


dijo:

—En la amistad entre hombres hay mucho que las mujeres no pueden
comprender o aprobar. Pero en este caso no tienes por qué abrigar
sospechas, ya que el sultán Solimán es un gran admirador de las mujeres
hermosas y tiene varios hijos, de los cuales el mayor, Kaiman Mustafá, nació
de una maravillosa belleza circasiana, conocida por el nombre de Rosa de
Primavera. Pero era una mujer muy aburrida y fue desplazada por una joven
rusa, que los tártaros de Crimea enviaron a Estambul. Por su alegría ganó
ésta el nombre de Jurrem, la Riente. Ha dado hijos a Solimán y su festiva risa
disipa la melancolía del sultán cuando Ibrahim está ocupado en sus asuntos
de Estado. Por lo tanto, la felicidad de Solimán es completa, pues tiene un
buen amigo y una mujer amante y encantadora. No veo pues razón para
enviarte al harén a competir con Jurrem. Ésta es una mujer muy excitable,
enfermiza de nacimiento y no saldrías ilesa de sus manos. Pero seguramente
el harén tiene un hueco para una buena adivinadora, y con tus artes podrías
distraer de forma agradable sus desazones interiores.

Giulia escuchaba con satisfacción y Mustafá ben-Nakir continuó:

—Olvidaba mencionar que con esta embajada irá también un rico mercader
de drogas llamado Abú el-Kasim. Sé que quiere abrir un establecimiento en
Estambul y si trabajaras para él, tu fama se extenderá pronto a través de los
muros del harén. Mikael el-Hakim no puede para empezar pensar en competir
con los célebres médicos de la corte, mientras su barba no sea más larga.
Pero con sus conocimientos de idiomas y de los Estados de la cristiandad
puede prestar un gran servicio a los cartógrafos, cuya tarea es la de recoger y
preparar información sobre los países cristianos.

—¿Y para qué, todo esto? —pregunté—. No lo has explicado hasta ahora.

—¿No? Bien; debiera emplear bellas frases para decir, en resumen, que es
para el bien del sultán y del Imperio otomano. Los turcos no son marineros,
pero Ibrahim, el hijo de un marino, creció entre barcos y espera ver al sultán
convertido en señor de los océanos, tanto como lo es de las tierras. En este
juego, las cartas de Jaireddin tienen una gran importancia. El gran visir ha
perdido fe en el pachá del mar del sultán; por lo tanto, Jaireddin pasa a
primer plano como auténtico hombre de mar. Así pues, la misión es la de
allanarle el camino, y sólo se debe hablar bien de él en el serrallo, exaltando
su nombre y su reputación, pintando sus victorias con los más vivos colores y
dejando a un lado hasta lo más mínimo que pudiera ensombrecerlo. Lo más
importante de todo es que Jaireddin deba su promoción sólo al gran visir.
También debes recordar que en tus conversaciones con los cartógrafos sobre
Jaireddin, sirves a Ibrahim. A éste y sólo a éste, debes mostrar gratitud, si te
destinan algún día a un puesto de honor.

—Todo lo que dices es extraño e inquietante —observé—. ¿No debo también


servir al sultán?

—Claro está; naturalmente —respondió Mustafá con impaciencia—. El poder


del gran visir deriva del sultán, y todo cuanto sirve para fortalecer la posición
de Ibrahim es, por tanto, en provecho del sultán. Pero el gran visir no puede
colmar el serrallo con esclavos de su propia elección, pues ello daría motivo a
las más bajas habladurías y sospechas. Sin embargo, al enviarnos Jaireddin a
ti y a tu hermano y a otros esclavos útiles y de confianza al serrallo, nadie
puede sospechar que ello sea debido a órdenes secretas de Ibrahim. Su
inmenso poder le expone a la envidia, como comprenderéis, y en su propio
beneficio debe tender sus redes para ver quién cae, y si le es adicto y fiel,
alzarle a los cargos más eminentes.

Mustafá ben-Nakir hizo una pausa antes de continuar:


—Somos tejedores, Mikael el-Hakim, que estamos tejiendo una inmensa
alfombra. Cada uno de nosotros tiene su propio hilo que enhebrar y su propia
parte en el gran diseño. No vemos el diseño total —la configuración del
mundo—, pero está ahí, sin embargo. Los hilos han de ser empalmados y
entrelazados, los colores encajados, y el tejedor individual puede equivocarse
en su tarea; pero el supervisor tiene el gran diseño ante sus ojos y corrige los
pequeños errores. Tú también, Mikael, has de ser tejedor; así, todos tus
pensamientos y acciones tendrán un objetivo. Debes cumplir tu tarea en el
gran bastidor y tu vida, hasta ahora tan vacía, se hallará colmada de sentido.

—Si aludes a la alfombra de la eternidad de Alá —dije—, soy siempre un


tejedor, lo desee o no. Pero si te refieres a la alfombra de Ibrahim, tejida en
provecho del sultán, entonces temo que sea demasiado sanguinario apelar a
un corazón sensible. Y también temo ser un operario demasiado chapucero y
de probada ineptitud.

—Ha de hacerse la voluntad de Alá —replicó Mustafá ben-Nakir suavemente


—. Recuerda que eres un esclavo, Mikael el-Hakim, y debes tejer, con o sin tu
buen deseo. La vida es un juego —muy extraño por cierto— y cuando nos
damos cuenta de que lo es, el cumplimiento de nuestra tarea nos resulta más
fácil y lo terminamos, pues todo juego tiene su fin. El aroma de las más bellas
flores, la más melodiosa canción, deben morir un día u otro. ¿Qué importa,
amigo mío, que tu barba crezca muy larga en el servicio del serrallo, o que en
la flor de la juventud te dejes arrullar por los brazos de la noche eterna?

Giulia, que había estado escuchando pacientemente, se levantó y dijo:

—En los baños he oído a las mujeres parloteando todas a la vez, hasta el
punto de que no podía oír mis propias palabras; pero aun su cacareo tenía
más sentido que las hinchadas y vacías palabras de los hombres. Aquí, tú
estás sentado hilvanando frases sobre los tejedores y los gobernantes y la
barba de Mikael, mientras los pollos se están reduciendo a la nada en el
caldero.

Nos trajo la comida y llenó el más valioso cubilete de Abú el-Kasim con vino
especiado.

—Naturalmente, vuestra religión os prohíbe beber —comentó—, pero yo


tengo necesidad de revivir después de una charla tan inquietante.

La vista de sus bellos brazos me había dejado alicaído y la herida de mi


mejilla me dolía, así que pedí que me escanciara vino a mí también, pues no
siendo aún circunciso no me obligaba totalmente la Ley. Mustafá ben-Nakir
sonrió maliciosamente y declaró que su hermandad estaba también excluida
por el Corán.

Cuando concluimos los dulces y la fruta, que pusieron fin a nuestra comida,
comenzamos a beber hasta que Giulia se sintió un poco mareada. Sus mejillas
se colorearon intensamente y, como al azar, puso su mano sobre mi cuello,
acariciándome con las suaves yemas de sus dedos.
—Mustafá ben-Nakir —dijo—. Tú conoces el arte de la poesía y quizá también
los secretos del corazón, mejor que Mikael. Dime qué debo hacer, pues
Mikael me desea desde hace tiempo y yo soy una indefensa esclava. Hasta
ahora, he resistido a causa de un secreto que no quiero divulgar. Pero el vino
ha ablandado mi corazón y te ruego, Mustafá ben-Nakir, que no nos
abandones todavía antes de decirme qué debo hacer para proteger mi
inocencia.

—No abrigo ninguna intención con respecto a tu virtud, falsa Dalila —replicó
Mustafá—, y sólo siento piedad por el pobre y enfermo Mikael; pues tú no
habrías pedido jamás mi consejo, a menos que no estuvieras fuera de tus
cabales.

Se levantó para dejarnos, pero Giulia, verdaderamente perturbada, le asió de


la túnica y dijo suplicante:

—No te vayas, Mustafá ben-Nakir. Ayúdanos a la reconciliación. Mi intención


era la de embriagar de tal modo a Mikael que ni siquiera pudiese verme y
menos aún descubrir mi secreto. Pero habría sido mejor que me hubiese
azotado hace tiempo, pues le di hartos motivos para pensar que le odiaba a
muerte.

Con esto se arrojó a mis pies gritando, sollozando e implorando perdón. Lloró
de la manera más amarga, hasta que Mustafá ben-Nakir dijo impaciente:

—Cesa en tus alaridos, Dalila, pues no tienes en tu corazón más que falsedad
y decepción. ¿Hay algo más penoso y estúpido que estas revelaciones
íntimas? Las relaciones entre hombres y mujeres serían incomparablemente
más felices si cada cual guardase para sí sus errores y sus secretos.

Giulia secó sus ojos, alzó su bello rostro empapado en lágrimas y dijo:

—Mikael lo prefiere así, aunque a veces no quiere admitirlo. Y por no sé qué


razón desconocida, mi cuerpo se resiste a unirse a él. Quizás es porque
realmente le quiero, y porque amo por primera vez en mi vida, tan
apasionadamente, que estoy muy asustada. ¿Qué ligadura diabólica me ha
atado a un hombre tan simple y crédulo, que hasta el mirar su cara confiada
me hace abominarme de mí misma? Es como si arrebatase un juguete a un
niño.

A duras penas podía creer lo que mis oídos escuchaban, aunque de todas sus
palabras sólo atendía las que decían su amor por mí, y no podía comprender
por qué me había tratado siempre de tan mala manera. Le dije en voz alta que
se calmara. ¡Ah, si supiera lo que tenía! Pero el vino había anulado su juicio.

—¡Mikael, amado Mikael! —exclamó—. Perdóname, pero no soy la inocente


que supones y no sé cómo ha podido tomar cuerpo esa idea en tu cabeza.

Quedé casi sin respiración y por fin exclamé a trompicones: —¡Oh Dios,
ayúdame! ¿Cómo fue que perdiste tu virtud? ¿No he tratado siempre de
protegerte contra los asaltos de cualquiera?
Me sentía como si me hubiesen aporreado de nuevo la cabeza. Giulia se
retorció los gráciles dedos y prosiguió ya más calmada:

—No soy tan joven como me supones; cumplí los veinticinco años hace poco, o
sea que tengo casi tu misma edad. He estado casada dos veces, las dos con un
viejo. La primera fue por voluntad de mi madre. Tenía yo sólo catorce años,
pero mis ojos horrorizaron tanto a mi marido, que murió de un colapso la
noche de bodas. Mi segundo marido murió de forma tan repentina también
que me vi impelida a partir para Tierra Santa, pensando refugiarme en Acre
para escapar de las inmundas sospechas que se habían alzado contra mí. Fue
en este viaje cuando me encontraste, pues había sobornado al capitán para
tomarme a bordo sin conocimiento de las autoridades venecianas.

Todo esto me cogió tan de improviso, que al principio no pude comprenderlo


bien por completo.

—Pero ¿no me diste a entender cuando nos encontramos que eras inocente?
—tartamudeé—. ¿Por qué?

—Inocente lo era; pero nunca pretendí que fuera virgen. Pero cuando en la
isla de Cerigo viste mis ojos, quedaste tan desazonado que no osaste tocarme.
No puede inferirse mayor insulto a una mujer que éste, y yo intentaba
persuadir a mi vanidad herida de que tú sólo querías salvaguardar mi virtud.
Y así empecé a verme a mí misma con tus ojos, Mikael, y desde entonces he
sido tan casta como una virgen. —Aquí vaciló y añadió—: Casi…

Rabioso, la así de los cabellos, sacudí su cabeza y grité:

—¿Por qué balbuceas y miras a otra parte? ¿Me has engañado con
musulmanes también, falsa y descocada mujer?

Alzó sus manos y declaró:

—Como Dios me está viendo, ningún musulmán me ha tocado, salvo el capitán


Torgut y Sinán el Judío , en cuyas manos caí como indefensa esclava. Pero
aquí, en Argelia, he vivido castamente por tu causa, querido Mikael.

Cuando todo apareció ante mí con su brutal claridad, mi mano aflojó sus
cabellos y las lágrimas corrieron por mis mejillas. Ella tendió la mano como
para secarlas, pero la dejó caer, no osando tocarme, y miró anhelante a
Mustafá en demanda de auxilio. Pero aun éste, que por cierto no se paraba en
barras en materias de moral, estaba sobrecogido por su confesión. Hubo una
larga pausa, antes de que pudiese encontrar las palabras exactas:

—Recuerda que Alá es misericordioso y lleno de gracia, Mikael el-Hakim. No


hay duda alguna que esta mujer te quiere con un profundo y apasionado
amor; de lo contrario, nunca te habría descubierto sus debilidades. Para la
paz de tu espíritu, hubiese sido mejor que te embriagase, de forma que a la
mañana siguiente no hubieras recordado lo ocurrido. Pero Alá lo dispuso de
otra manera. Todo cuanto puedes hacer es resignarte y mirar a Giulia como
una joven viuda de innegable belleza; lo principal es que, al fin, ella se ha
rendido a ti.

Su claro pensamiento me ayudó a recobrar mis dispersos sentidos y me di


cuenta de que sería mezquino imputar algo a Giulia por su vida anterior. Yo
mismo había cometido el pecado más grave, renegando de mi fe cristiana, y
por lo tanto ella era menos culpable que yo. La conciencia de esto me había
causado amargas penas y no había tenido un día de verdadera paz, desde
aquél en que en mi mortal terror había invocado a Alá el Compasivo. Mi
propia miseria me impedía condenar a Giulia y era justo que por mis pecados
fuese emparejado a esta falsa y depravada mujer.

—Sea así —dije—. Tampoco yo estoy libre de pecado. ¿Cómo podría pues
arrojar una piedra? Pero no puedo, sin embargo, comprender por qué fingías
inocencia.

Giulia, viendo mi rabia mezclada con un resignado abatimiento, tomó nuevos


alientos y con los ojos perlados de lágrimas, replicó:

—Era por tu propia causa, querido Mikael. La gente creía en mis adivinanzas
sólo porque me suponían virgen. Si hubiese desvelado antes mi secreto, tú me
habrías seducido, para aborrecerme después, como otros lo han hecho.
Deseaba asegurarme, y una vez que ya te has acostumbrado a mis ojos, debes
admitir que, de ahora en adelante, no podrás encontrar deleite en otra mujer
y en su amor vulgar. En lo sucesivo, debemos confiar el uno en el otro y no
tener secretos. ¡Y que Dios te guarde, si se te ocurre mirar a otra mujer ahora
que he consentido en ser tuya para siempre!

Mustafá ben-Nakir estalló en una carcajada, aunque no sé por qué, pues los
ojos de Giulia estaban posados tiernamente en mí. Nunca pude imaginarme
que hubiese podido mirarme con tanto deseo y amor. Y así, sometí mi
corazón.

—Te perdono, Giulia —dije—, y me esforzaré en verte como eres en realidad.


En verdad que para mí es como si un cáliz de oro se hubiese transformado en
un cuenco de barro; pero el duro mendrugo de la verdad es mejor, en suma,
que la más fresca y sazonada hogaza. Disfrutemos de esta corteza juntos.

—¡Ah, Mikael —respondió Giulia—, cuán profundamente te amo cuando


hablas y sientes así! Pero debes conocer ahora cuán dulce vino puede
contener un resquebrajado cuenco de barro. Creo que no precisamos ya de la
ayuda de Mustafá ben-Nakir, quien debe tener mucho trabajo en palacio, por
lo que no le molestaremos por más tiempo.

Trató de echarle enseguida, pero él sacó su libro, sin duda con la intención de
leer algún edificante poema nupcial. Pero Giulia se lo impidió empujándole
suavemente, pero con firmeza; cerró la puerta y corrió la pesada cortina. Su
rostro resplandecía de pasión al volverse hacia mí y sus ojos brillaban como
piedras preciosas, en maravilloso contraste de color; estaba tan soberana en
su belleza, que yo no podía menos de acordarme de las contrariedades que
me había causado y le di un fuerte mordisco en la mejilla. Quedó tan perpleja
y asustada de mi acción que se desplomó, como desmayada, a mis pies.
Anonadado, tomé su cabeza y la besé —la besé apasionadamente y sin cesar—
y nos amamos toda la noche.

Cuando al fin quedé descansando con su hinchada mejilla sobre mi pecho, se


despertó mi razón.

—Giulia, hemos de pensar en el futuro —observé—. Si me necesitas como yo


te necesito, será mejor para mí liberarte de la esclavitud y casarme contigo de
acuerdo con la ley del islam. Así serás una mujer libre y no tendrás que
recibir órdenes de nadie, aunque yo fuese el esclavo del sultán.

Giulia suspiró hondamente y su suspiro era más encantador a mis oídos que el
rápido aletear del aliento a la aproximación del éxtasis. Besó mi mejilla con
sus suaves labios y dijo:

—¡Ah, Mikael! En mi corazón siempre deseé casarme contigo, por lo menos,


de acuerdo con la ley del islam. Pero no sabes qué alegría me das siendo tú
quien me lo hayas propuesto, sin tener que decirte yo nada. Mi amado Mikael,
todo mi corazón se desborda por ti. Sí; quiero ser tu mujer; una mujer tan
buena como pueda serlo, aunque a veces sea decepcionante y con una lengua
malévola. Casémonos mañana mismo temprano, antes de que nada ni nadie
pueda detenernos.

Continuó hablando, pero yo me dormí, con su sedoso cabello sobre mi rostro.


A la mañana siguiente, todo se desarrolló como habíamos acordado. En
presencia del cadí y de varios testigos, di primero a Giulia su libertad y
declaré después que la tomaba por mujer, repitiendo la primera sura para
confirmar ambos actos. El cadí y los testigos recibieron pródigas dádivas y
Abú el-Kasim ofreció un banquete al cual fueron invitados tanto los conocidos
como los desconocidos, en tan gran número como podían caber en la casa y el
patio.

—Comed hasta saciaros —les exhortaba sin cesar Abú el-Kasim—. Comed
hasta reventar y no os preocupéis de un pobre viejo que no tiene ni siquiera
un hijo para cuidarle en la vejez.

No hice caso de sus lamentaciones de rigor, sabiendo que tenía medios para
pasarlo bien en cualquier caso, y aun para destinar algo a los pobres, y, en mi
desbordante alegría, envié grandes trozos de buena carne a los prisioneros
españoles ocupados en la demolición de la fortaleza de Penjon. Giulia recibió
muchos presentes. Jaireddin le envió un peine de oro con púas de marfil, y
Andy le dio diez monedas de oro. En un aparte con éste, me miró con aire de
duda, con sus redondos ojos grises.

—Me pregunto si habrás obrado cuerdamente al casarte con esa voluntariosa


mujer —me dijo—. Tan sólo sus ojos son de cuidado, y yo tendría miedo de
tener un hijo de ella.

Pensé que estaba envidioso de mi felicidad y quizá celoso de Giulia. Le di una


palmada en la espalda y observé:

—Yo he hecho mi cama y quiero atarme a ella; mas no pienses que mi


matrimonio nos separará, a ti y a mí. Seremos hermanos como antes. Mi casa
será siempre tu hogar y nunca me avergonzaré de tener por amigo a un
simple como tú, aunque gracias a mi inteligencia y estudios me eleve a las
encumbradas posiciones que tú nunca podrás alcanzar.

En mi presente apacible buen humor, estaba conmovido hasta las lágrimas


por mi propio discurso y rodeando con mis brazos sus anchos hombros le
aseguré mi amistad, hasta que Giulia vino a buscarme y se colgó de mi brazo.
Al compás de los tamborines y panderetas, entramos en la cámara nupcial.
Pero cuando quedamos solos y quise tomarla en mis brazos me rechazó
diciéndome que no le arrugase el precioso vestido de desposada. Luego,
comenzó a manosear los regalos recibidos y a recordar los nombres de los
donantes, hasta que me aburrió y sólo me permitió besarla y ayudarla a
desnudarse.

La cabeza me dolía por un día de tanto fárrago, alabanzas y perfumes y el


cuerpo de Giulia no guardaba ya secretos para mí, por lo que me contenté con
reposar con mi mano apoyada en su pecho y escuchar en silencio su
intermitente cháchara.

Se me apareció ante mí todo cuanto hasta entonces había sucedido, y como en


un sueño, comencé a preguntarme quién era ella en realidad y qué era lo que
a ella me había ligado. Venía de una extraña raza cuyo lenguaje y forma de
pensamiento eran diferentes de los míos. Estaba tan abismado en mis
reflexiones que no me di cuenta cuando cesó de hablar. Pero repentinamente
se incorporó en la cama y me miró con de temor.

—¿En qué piensas, Mikael? —preguntó en voz baja—. Algo no muy agradable
de mí, imagino.

No pude mentirle y respondí con un estremecimiento:

—Giulia, estaba recordando a mi primera mujer, Bárbara; recordando cómo,


hasta las piedras muertas, revivían cuando estábamos juntos. Y fue quemada
como bruja; y así me encontraba muy lejos de la tierra, a pesar de que estás
tendida aquí a mi lado, con tu hermoso pecho alentando bajo mi mano.

Giulia no se enfadó como temía. Me miró con curiosidad y su rostro tomó una
expresión desconocida.

—Mírame a los ojos, Mikael —dijo con un desmayado suspiro.

Aunque yo mismo lo hubiera deseado, no me habría asustado de estos ojos


mirándome bajo los párpados entornados. Me habló en voz baja y a pesar de
que a duras penas la oía, entendí lo que dijo:

—Has dudado de mi facultad para ver cosas en la arena, Mikael; pero de niña
podía hacer lo mismo en el agua. Quizá ni yo misma sabría decir qué hay en
ello de genuino y cuánto de ficción imaginativa. Pero ahora, mira
profundamente en mis ojos como en un pozo sin fondo y luego me contestaré:
¿quién vive en ti ahora, tu mujer muerta o yo?
Miré y no pude ya volver la cabeza. Los extraños ojos de Giulia parecían
dilatarse en ondas, como las aguas de un pozo; sentí atraído mi propio ser, y
me hundí en su oscuridad. El tiempo parecía haberse detenido y girar y rodar
hacia atrás hasta que todo era como el vórtice de un remolino. Me parecía
estar mirándome en los ojos verdes de Bárbara y veía su rostro con nitidez,
con una expresión de inefable y apesadumbrada ternura. Tan real era su
aparición, que notaba que podía tocar su mejilla. Pero no quise intentarlo.

La miraba intensamente, teniendo, sin embargo, como superpuesta la clara y


profunda sensación de que Bárbara había muerto hacía muchos años y su
cuerpo reducido a cenizas en la plaza del mercado de una ciudad alemana.
Estaba invadido por una pena tan intensa que mi éxtasis sobrepasaba
cualquier deleite físico. Pero al ver de nuevo a una mujer que me había sido
arrancada por la fuerza y a quien tanto había llorado y echado en falta,
percibí con la claridad de la agonía que su imagen no tenía nada que decirme
ya; que pertenecía a otro mundo y a otra existencia, y que tampoco era yo el
mismo hombre que había pasado aquellos dos años de su existencia con ella.
Mis experiencias y errores, mis buenas y malas acciones, habían levantado un
muro infranqueable entre nosotros y ni siquiera me había reconocido de
nuevo. Era inútil volver a llamarla a la vida. En mi corazón la había perdido. Y
para siempre.

Ni pronuncié su nombre, ni extendí mi mano para tocarla, y tras un corto


espacio de tiempo, su anhelante rostro se fundió en el grave semblante de
Giulia. En este singular cruce, parecía que si mi corazón se renovaba y se
llenaba de la sensación de que iba conociendo mejor a Giulia, de que la
conocía por completo ya; se borró la visión y me encontré en la habitación
familiar; alcé mi mano para tocar su rostro. Ella abrió los ojos alzando de
nuevo los párpados con un suspiro.

—¿Dónde estabas, Mikael? —murmuró; pero no pude responderle.

Sin una palabra, la tomé en mis brazos y en el ardor de su cuerpo conocí la


infinita soledad del corazón humano. Mi angustia era demasiado aguda para
sentir ternura o deseo. Me estremecí. Acariciando con mi mano su terso
cuerpo, pensé que un día envejecería, la lozana piel se marchitaría, se
arrugaría el redondo cuello y el pecho de raso se agostaría, a la vez que el
profundo y sedoso cabello se tornaría gris y lacio. Así también mi deseo se
disolvería en la nada. Si la amaba realmente, la debía amar de una manera
más simple, por ser la única criatura en el mundo que estaba cerca de mí, en
mí mismo, aunque esto podía también no ser más que una cruel ilusión.

En las postrimerías del verano, Jaireddin, satisfecho de haber consolidado al


fin su posición en Argel, empezó a preparar la hacía tiempo planeada
embajada al sultán Solimán. En tanto no tuviese la confirmación de la Sublime
Puerta, el título de beylerbey que había asumido no tenía validez alguna;
estaba bastante molesto de ver que no podía fundar un reino propio en la
costa argelina, en lugar de convertirse en un vasallo del sultán.

Cuando los buques estaban cargando las últimas partidas, Jaireddin nos
ordenó a los esclavos que nos apresurásemos. Me obsequió con un caftán de
honor y un estuche de cobre con utensilios de escribir; me dio una explicación
sobre los mapas, cartas y notas que debía ofrecer como regalo a los
cartógrafos del serrallo. Me entregó también doscientas cincuenta piezas de
oro para distribuirlas entre los oficiales menores de la corte, quienes, aunque
sin gran influencia, eran útiles de vez en cuando para ganar el oído de sus
jefes. Me dijo que no escatimara el dinero, despilfarrándolo antes de pecar de
avaricia, prometiéndome que repondría mis fondos si veía que el grano había
caído en buen suelo, pero previniéndome que si robaba más de cincuenta
piezas de este oro, me estrangularía con sus propias manos.

No más de quince días después de nuestro matrimonio, empecé a ver que


Giulia no podía soportar a mi perro Rael . Le prohibió dormir a mi lado y lo
echó al patio, diciendo que tenía pulgas y dejaba pelos en el cubrecama.
Quedé estupefacto de su volubilidad, pues antes de nuestro matrimonio se
complacía en dar de comer al perro y tenerle en sus brazos, no habiéndole
expulsado nunca. Rael , sin embargo, la había tratado siempre con extraña
reserva y cuando ella se aproximaba, se iba a un rincón con la cola tiesa,
dispuesto a enseñar los dientes, a pesar de que nunca atacó a nadie.

Después de nuestro casamiento comenzó a adelgazar y su pelaje se volvió


lacio. A menudo se tendía en el patio gimiendo suavemente y observé su
repugnancia a comer la buena carne que Giulia le arrojaba con brusca
impaciencia al cuenco, mientras que de mi mano tomaba con avidez hasta los
desperdicios. Yo estaba apesadumbrado por esta causa y adopté el sistema de
alimentarle por mí mismo a escondidas, haciéndole también a menudo
compañía en el patio. Continué confiándole mis cuitas como en el pasado,
pero ahora no tenía ninguna alegría que compartir con él.

La conducta de Giulia con Andy era igualmente arrogante. Respetaba su


fuerza física y su habilidad en el manejo del cañón, pero por lo demás le
miraba como a un simplón con perniciosa influencia sobre mí, por lo que me
irritaba a menudo con ella cuando me hallaba en compañía de Andy. Ella se
comportaba como si quisiera que estallase una pelea entre nosotros.

Su hermosura y nuestro deleite compartido disipaban siempre mis malos


humores y mis dudas, y me bastaba mirarla en sus extraños ojos reluciendo
como gemas de vario e intenso color, en su bellísimo rostro arrebolado, para
que olvidase todo lo demás; me quería convencer a mí mismo que era una
tontería preocuparse tanto por una desgraciada bestia irracional, o por el
mentecato de Andy. En otras ocasiones me sentaba abatido y descorazonado
en el patio, con la cabeza de mi fidelísimo Rael entre los brazos, y veía, con
claridad sobrecogedora, el vacío del placer sensual, sintiéndome, con
respecto a Giulia, como un extraño que me quisiera convencer de que era mi
único y verdadero amigo.

Era alrededor de octubre cuando, forzando remos y con todas las velas
desplegadas, nos deslizamos contra corriente a través del fortificado estrecho
que conduce al mar de Mármara. Las borrosas alturas amarillas de la costa
oriental emergieron del continente asiático, mientras que a poniente quedaba
la parte de Europa que en pasados días perteneció a Grecia, pero que los
otomanos conquistaron después. En alguna parte de esta comarca se
encuentran las ruinas de Troya, la ciudad que cantó Homero, y aquí también
fue enterrado Alejandro Magno. Permanecí en cubierta y contemplé las
costas, rememorando viejos relatos y leyendas, pensando en las muchas
gentes que habían navegado en busca de fortuna a través de este canal,
situado entre las dos partes del mundo.

Giulia se quejaba de las molestias del viaje, que se hacía interminable, no


disponiendo de agua fresca, fruta y un baño limpio. Y en verdad que, tras
nuestra larga estancia en el mar, reinaba el más abominable hedor a bordo de
nuestro hermoso y pintado navío. Anclamos en una pequeña rada, cerca de la
boca del estrecho, y pasamos días ocupados en nuestra limpieza y la del
buque. Banderas y gallardetes flotaban en el aire, y ricas alfombras y tapices
colgaban de las barandillas, cuando al son de los tambores y tamborines
levamos el ancla, y con rápidos y acompasados golpes de remo, enfilamos la
proa a la turca Estambul, antes Constantinopla, la fabulosa ciudad de
Bizancio.

El siguiente día amaneció radiante. Las azules colinas de la isla del Príncipe
brotaban del abrazo del mar, mientras que más allá, la ciudad de los
emperadores resplandecía como un sueño blanco y dorado. Pero cuando el
impulso de nuestros remos nos aproximaba a la meta, emergían los detalles,
más prosaicos. Vimos las altas y grises murallas limitando la orilla y las
abigarradas casucas hacinadas en los declives. Al pasar el Fuerte de las Siete
Torres, nuestros ojos se posaron sobre la mezquita de Sofía, uno de los más
maravillosos templos de la cristiandad, cuya poderosa cúpula y minaretes
dominaban toda la gran ciudad. Más allá, en la punta y rodeados por el anillo
lujuriante de sus verdes jardines, los innumerables y deslumbrantes edificios
del serrallo, enmarcado por las torres que flanqueaban la entrada del Portillo
de la Paz. Frente al serrallo y al otro lado del Cuerno de Oro, estaban los
arrabales de Pera y el barrio extranjero con su torre de Gálata, en la que
ondeaba el pabellón del León de San Marcos.

Al deslizamos junto al puente del serrallo y el muelle de mármol del sultán,


lanzamos una salva cuyo estampido se llevó el viento. Nuestro saludo de
llegada fue contestado por el cañón de la punta, con tres salvas. Un navío
francés, anclado en la rada, replicó también rápidamente, de lo cual
dedujimos que el rey Francisco debía hallarse en dificultades en la actualidad,
pues de lo contrario sus buques no se habrían dignado contestar al saludo de
un navío perteneciente al rey de los piratas Jaireddin. Aparte de esto, nuestra
recepción parecía estar desprovista de cualquier otra ceremonia y creo que
todos, entre nosotros y, cualquiera que fuese su rango, se sentían oprimidos
por un vago malestar, al advertir nuestra propia insignificancia en la capital
del sultán.

Los trabajadores del puerto maldecían y juraban en su tarea. Sólo muy


despacio pudimos abrirnos paso entre el denso tráfico de buques hasta
nuestro fondeadero, donde echamos el ancla y afianzamos las amuras. Ante
nosotros se levantaban numerosos depósitos y almacenes, y tras ellos, las
altas murallas almenadas del barrio portuario. Nadie apareció a darnos la
bienvenida y me sentí como un campesino que llega por primera vez a la
ciudad. El capitán Torgut se sentía evidentemente igual, porque, tras haberse
puesto su mejor atavío y ceñido una espada de vaina cincelada y empuñadura
de piedras preciosas, y esperando por largo tiempo en el alcázar, se retiró a
su cabina sin decir una palabra, pero con el rostro ensombrecido.
Con gran pesar por mi parte, había escogido Jaireddin a Torgut como su
emisario ante la Sublime Puerta, aduciendo que Torgut era el más joven y de
más distinguida presencia entre sus oficiales; era varonilmente altanero, y
ello, junto con su taciturnidad, causaba una gran impresión a los que le veían
por primera vez y no conocían nada de sus limitaciones. Era hijo de un
salteador de caminos de Anatolia, y por ende del más puro origen turco.
Jaireddin confiaba en él porque en su cabeza no había más espacio que para
barcos y navegación, combates y hermosas vestiduras. Para informarle y
aconsejarle en las materias relacionadas con la intriga cortesana, Jaireddin le
había adjudicado un experimentado eunuco que había pertenecido a Selim
ben-Hafsid. Éste era un individuo corrompido y nada de fiar; pero Torgut
estaba autorizado a descabezarle si fuera preciso, y en estas condiciones,
Jaireddin le consideraba útil y apto para adquirir valiosa información de los
eunucos del serrallo, pues estos personajes traban rápido conocimiento entre
sí, y se confían unos a otros más libremente que lo harían con un hombre no
castrado.

Habíamos pasado todo el día en impaciente espera, cuando de improviso


apareció uno de los esclavos blancos del serrallo, montado en una mula y
escoltado por una gran partida de jenízaros. Nos deseó la bienvenida,
prometiéndonos dejarnos algunos jenízaros como custodia, y dijo que el diván
recibiría las cartas de Jaireddin en el transcurso de las siguientes semanas, si
Alá lo permitía.

Torgut-reis estaba exasperado por la falta de cortesía del mensajero y replicó


acerbamente que si se diera tal caso, levaría anclas y se volvería a Argel con
todos sus ricos presentes. Su rostro estaba rojo de furia y gritó que Jaireddin
no debía nada al sultán, sino que por el contrario era éste quien estaba en
deuda con Jaireddin por la conquista de una nueva provincia arrebatada al
emperador. Él, Torgut, no estaba dispuesto a esperar como un mendigo a la
puerta de un rico, y no faltaría en prevenir a Jaireddin sobre la omisión del
nombre del sultán en las plegarias del viernes en las mezquitas.

A mi modo de entender, no hay duda de que el eunuco estaba en el colmo de


los asombros, por la incontrolable y poco diplomática manera de conducirse
de Torgut. Sin embargo, se inclinó repetidas veces, declarando que era un
gran honor para cualquiera ser recibido ante el diván y que los embajadores
del emperador y los del hermano del emperador, el rey de Viena, habían
tenido a veces que esperar meses, antes de obtener audiencia. Hasta debían
ser confinados antes y esperar en las celdas del Fuerte de las Siete Torres.
Pero, en lo que a nosotros respectaba, el eunuco prometía —restregándose
ambiguamente el pulgar con los otros dedos— poner a nuestra disposición
una morada digna de los cargos que representábamos, así como una partida
para alimentos, mientras durase nuestra estancia en Estambul.

No había más que hacer sino darle un pequeño paladeo anticipado del tesoro
que Jaireddin había enviado. Cuando se marchó, los jenízaros se situaron en
cubierta y en el muelle. Destocándose del fez, comenzaron a peinarse las
trenzas, vigilando para que nadie que no estuviese debidamente autorizado
saliese o entrase en el barco. Estos guerreros, uniformados de azul, con sus
largos bigotes y afiladas mandíbulas, tenían la cabeza afeitada, salvo un
mechón de cabello que trenzaban, de forma que, en el caso peor en guerra,
sus vencedores no les traspasaran los oídos, sino que colgasen su cabeza de
su adminículo capilar. Comprendimos que estábamos prisioneros y Torgut se
dio cuenta demasiado tarde de su error al no haber enviado de antemano un
hombre de confianza a avisar en secreto al gran visir. Para prevenir
derramamientos de sangre en la capital del sultán, estaba prohibido el uso de
armas y los jenízaros llevaban solamente bastón de junto indio; a pesar de
ello, Torgut pensó que nuestra situación se agravaría si ofreciésemos
resistencia y violencia a las gentes del serrallo.

Cuando desde los balcones de los alminares proclamaron los almuédanos la


oración de la tarde, estábamos sentados todos juntos, reunidos en la cabina
de Torgut, y en nuestro descorazonamiento, ni siquiera levantamos las
cabezas de entre las manos. La oscuridad, al cernirse, borraba los colores
amarillos, encarnados, grises y púrpura de los edificios, mientras que en el
interior de éstos comenzaban a parpadear innumerables lucecillas, por las
cuales se podía apreciar, aún mejor, la vasta extensión de la ciudad. Al otro
lado del Cuerno de Oro, flameaban los hornos de las fundiciones del arsenal
del sultán, de donde llegaba el sonido incesante del martilleo. El eunuco nos
dijo que este ruido presagiaba corrientemente guerra, y por lo tanto pudiera
ser que, en efecto, el sultán tuviera en aquellos momentos cosas más
importantes en que pensar que en nosotros y en nuestros presentes.

—Aunque la ciudad mahometana está cerrada para nosotros, el barrio


veneciano está abierto, y no será difícil encontrar un botero que nos quiera
transportar allí. Por lo que sé de los venecianos, trasnochan mucho y un
hombre astuto podría recoger entre ellos utilísima información sobre las
costumbres de esta ciudad, metiéndose en las tabernas y hablando con
algunas personas lo bastante exaltadas, pero sin que estén embriagadas por
completo. Mikael el-Hakim puede muy bien pasar por cristiano y si Antar
promete tan sólo sobriedad, podría escoltarle.

Apenas había terminado de hablar, cuando sentimos el suave choque de un


bote contra nuestro casco, y oímos la voz de un hombre pidiendo limosna. Por
dos aspros cada uno, el individuo nos prometió llevarnos a la orilla opuesta y
a sus maravillosos nidos de placer, donde los mandamientos del Corán no
alcanzaban y donde mujeres más bellas que las huríes del paraíso solazaban a
sus huéspedes por tanto tiempo como durase su dinero. La noche en el barrio
portuario no se había hecho para dormir, nos aseguró el botero con un
murmullo. A los pocos instantes, Andy y yo nos encontrábamos deslizándonos
sobre las opacas aguas del Cuerno de Oro, sin que viésemos en la oscuridad
ni siquiera la cara de nuestro conductor, aunque percibíamos su jadeo
mientras remaba.

Al aproximarse a la orilla, las aguas reflejaban el resplandor de las antorchas,


y oímos la alegre música de instrumentos de cuerda. Atracamos en un muelle
de piedra y dimos al andrajoso botero el precio pedido que nos pareció
exorbitante por un viaje tan corto. No nos hizo el menor caso y pasamos
directamente a través de las puertas a una calle brillantemente iluminada, en
la que mujeres sin velo se dirigían a nosotros sin ningún recato, hablándonos
en diferentes idiomas. De pronto, Andy abrió sus ojos de par en par, me cogió
del brazo y exclamó:
—¡Por mi vida, si no es un tonel de delicada cerveza el que se apoya en
aquella puerta, con una brazada de paja encima!

Me arrastró como si yo fuese una pluma y nos vimos de pronto en un recinto


donde había un gran número de individuos de aspecto bronco, sentados ante
largas mesas de madera y bebiendo. Un hombre grueso, de cabello gris, se
encontraba atareado ante una barrica, llenando jarro tras jarro de espumosa
cerveza, y al vernos dijo:

—¡Por Alá que no sois los primeros musulmanes que entran en esta
respetable taberna, pues el Profeta no prohibió a sus seguidores beber
cerveza! El libro santo menciona solamente el vino, y así, con la conciencia
tranquila, podéis apurar aquí un jarro.

Mientras hablaba, nos observaba suspicazmente, como si recapacitase dónde


nos había visto antes. Le devolví la mirada, y de pronto, reconociendo
aquellas encrespadas cejas y aquella nariz roja, exclamé asombrado:

—¡Jesús, María! ¿No es maese Eimer? ¿Cómo diablos vinisteis a parar aquí a
través del ancho mundo?

El hombre se volvió, mortalmente pálido, y se santiguó repetidas veces.


Luego, sacando a toda prisa un cuchillo de trinchar, se abalanzó hacia mí
gritando:

—¡Y tú eres aquel maldito Mikael Pelzfuss, el compinche de madame


Genoveva! ¡Por fin puedo hacerte picadillo!

Pero Andy le arrebató el cuchillo y le dio un abrazo contra su pecho con el fin
de sofocarle la rabia. Mientras se debatía inútilmente en los brazos de Andy,
yo le palmoteaba amistosamente la espalda y Andy le decía con cordialidad:

—¡Qué placer toparse con un viejo amigo en nuestra primera tarde en la


capital del sultán! ¡Esto me parece de buen augurio para nuestra tarea aquí!
No agraviéis a Mikael, querido maese Eimer; ¿no erais vos quien sedujo a
madame Genoveva, apartándola de él y encontrándoos, en justo castigo,
comiendo con el diablo? No fue culpa suya que madame Genoveva os
despojase de vuestro dinero y os vendiese a las galeras; fue justo castigo a
vuestros pecados. Madame Genoveva es ahora propietaria del más
renombrado burdel de Lyon, fundado con vuestro dinero.

El rojo vivo de la nariz de maese Eimer se había extendido por todo su rostro.

—¡Que me quemen si quiero cambiar unas palabras con condenados como


vosotros! Los dos ayudasteis a que me robaran; estuve loco al confiar en
herejes aliados del diablo. Que hayáis pisoteado la Cruz y tomado el turbante
no es más que lo que se podía esperar de vosotros. Sí, no es más que un paso
de las abominables herejías de Lutero, al Profeta y su enseñanza.

Pero cuando Andy le asió del cuello y le amenazó con derrumbar la casa sobre
su cabeza, el tono de maese Eimer se suavizó; nos pidió perdón por haberse
salido de sus casillas en la sorpresa de encontrarnos, y nos solicitó también
nuestra opinión sobre su cerveza, como si no estuviese del todo satisfecho del
lúpulo húngaro con que era elaborada. Andy trasegó de un golpe un jarro, se
relamió y opinó que tenía un ligero sabor extraño, aunque hacía mucho
tiempo que no había catado una cerveza decente. Tras un nuevo trago, movió
la cabeza con aprobación.

—¡Ahora la saboreo! —exclamó—. Es como debe ser y cosquillea


agradablemente la nariz. A buen seguro que no se elabora cerveza mejor de
Viena para acá.

Después de beber unos cuantos jarros de ésta, en realidad, excelente y fuerte


cerveza, los tres éramos amigos y opinamos que era alentador encontrarse
con un buen cristiano entre todos aquellos musulmanes. Pedí a maese Eimer
que nos relatase sus aventuras; pero no tenía ningún deseo de recordar los
sufrimientos pasados como galeote a bordo del buque de guerra veneciano.
Sin embargo, después de varios tragos más, exhibió para nosotros sus
espaldas con su red de cicatrices, recuerdo perpetuo del látigo del
contramaestre. A pesar del tiempo transcurrido desde su libertad, tenía el
cuerpo inclinado hacia delante, como resultado de los dos años encadenado al
mismo remo. Maese Eimer pasaba la cincuentena, y pensaba que tiempo ha
debía haber estado muerto, de no poseer la buena herencia del potente
corazón de cervecero de su padre y su abuelo, la cual después él había
reforzado con buena cerveza en propio trasiego.

En el curso de una batalla con la flota imperial, la galera veneciana había


resultado tan gravemente averiada que, en la confusión, maese Eimer había
tenido la suficiente presencia de ánimo para desprenderse a martillazos del
grillete que le ataba al banco, y lanzarse por la borda, llegando a nado a la
orilla. Poco después era apresado por los musulmanes y vendido en El Cairo
como esclavo. Un judío compasivo, que había abrazado la fe del islam, le
devolvió la libertad, trayéndole a Estambul y estableciéndole con una
cervecería. El negocio de la taberna era bueno, pues la cerveza era rara entre
los musulmanes, por resultar cara; esto último fue dicho a nuestra intención,
al observar lo rápidamente que se deslizaba el líquido por nuestros gaznates.
Tintineando mi bolsa, le pregunté fríamente cuánto le debíamos, y citó una
cantidad que me erizó hasta la raíz del cabello. No sería extraño que Eimer
hubiese puesto ya los cimientos de una fortuna sustanciosa en poco tiempo.

Le pregunté si podría informarme de qué manera podía obtener audiencia del


visir una insignificante persona como yo, pues tenía asuntos de gran
importancia que participarle. Para mi asombro sin límites, maese Eimer
respondió:

—Nada más fácil. Todo cuanto habéis de hacer es subir la colina de al lado y
hablar con maese Aloisio Gritti. Podéis estar seguro de que os allanará de
inmediato el camino, si el asunto merece la pena. Id a verle. En el peor de los
casos, sus criados os pondrán a la puerta.

Pregunté quién podría ser el tal maese Aloisio Gritti.

—En todo el barrio de Pera no hay otro que disfrute de una reputación peor —
le explicó Eimer—. Pero es rico e hijo natural del dogo de Venecia y de una
esclava griega. Se dice que es íntimo del gran visir y dirige las negociaciones
secretas entre los Estados cristianos y la Sublime Puerta.

Me pareció muy dudoso que yo prestara un servicio a Jaireddin mezclando a


los venecianos en sus asuntos. Pero estas dudas me asaltaron demasiado
tarde, pues en ese preciso momento un hombre, con una especie de hábito de
escribiente cristiano, apareció como por ensalmo, aproximándose a mí y
preguntándome si buscaba a maese Aloisio Gritti. Se declaró dispuesto a
guiarme de buen grado a su domicilio, que estaba cercano al suyo propio,
según dijo. Yo no era partidario de dejarme acompañar por desconocidos, y
menos en una ciudad marítima como aquélla; pero maese Eimer disipó mis
recelos.

—La ciudad del sultán es la más segura y más apacible de todas las ciudades
del mundo —me dijo—, especialmente de noche, pues el sultán es rígido e
inflexible con los camorristas y ladrones. Durante las horas de oscuridad, sus
jenízaros patrullan todas las calles manteniendo un orden completo. Podéis
acompañar a ese hombre con el ánimo tranquilo, Mikael Pelzfuss, pues
conozco su cara y creo que es además uno de los servidores de maese Gritti.

Nos despedimos de maese Eimer y salimos con el escribiente. Tan pronto


estuvimos en la calle, nos dijo:

—¿No sois vosotros dos de la partida del rey de los piratas que ha llegado hoy
a Argel? No quise interrumpiros antes de que vaciaseis vuestros jarros.

Le pregunté, en nombre de Alá, cómo podía saber quiénes éramos, y replicó


suavemente:

—Cuando maese Gritti tuvo conocimiento de que los jenízaros custodiaban


vuestro navío, envió un botero para buscaros. Está esperando saber si tenéis
algo de importancia que comunicarle.

Yo estaba anonadado por el asombro, pero Andy dijo:

—En verdad que somos borregos conducidos aquí y allá al antojo del pastor.
Pero quizás ésta sea también voluntad de Alá, y así, no hay nada que hacer.

Tropezando con los montones de basura en la estrecha y retorcida callejuela


donde nos internamos, nos dirigimos hacia la cima de la colina; luego, cuando
subíamos unos anchos escalones, vi la poderosa torre de Gálata, recortándose
como una sombra en el cielo estrellado. El cuarto de luna daba poca luz, pero
el creciente es el símbolo del poder otomano y, sin que pusiera explicarlo, me
encontraba invadido de una extraña convicción de que había llegado a un
punto culminante, por lo decisivo, en mi destino.

Por fin, llegamos a un muro en el cual había una pequeña puerta. Nuestro
acompañante la abrió y pasamos. La casa, más allá, estaba a oscuras y
empecé a sospechar que habíamos caído en una trampa. Pero tan pronto
subimos unos escalones y penetramos en el zaguán, vimos una gran claridad
que provenía de una habitación interior, a cuyos reflejos pudimos también
observar que la casa estaba fastuosamente amueblada al estilo veneciano. Se
oían también los compases de una alegre aria ejecutada al violín.

Nuestro acompañante se internó en un corredor, en dirección a la habitación


iluminada, para anunciar nuestra llegada. Movido por la curiosidad, di un
paso para seguirle, pero una negra mano que brotó de las sombras me cogió
de improviso con tanta fuerza por un brazo, que di un grito de terror. Dos
negros salieron silenciosamente de las sombras y se situaron ante nosotros
con las cimitarras cruzadas. No me cabía la menor duda de que, por alguna
razón, el veneciano quería raptarme. Habíamos abandonado el buque sin
permiso y nadie investigaría nuestra desaparición. Pero Andy zanjó la
cuestión según su costumbre.

—No te preocupes, Mikael. Ya les manejaremos a estos dos camellos, en


cuanto vea la oportunidad de dar un pequeño zarpazo a uno y un puntapié al
otro donde más le duela.

Sonrió con insinuante simpatía a los negros, y empezó a fastidiarles


pellizcándoles los brazos. Hice lo que pude para reprimirle, y no sé lo que
habría ocurrido si afortunadamente no hubiese vuelto el escribiente, quien
nos rogó que entrásemos al instante en la habitación iluminada, con lo cual
desapareció tras una cortina.

Entramos con ánimo resuelto, y nos inclinamos tocando frente y pavimento


con las yemas de nuestros dedos, ya que la cortesía no estaba fuera de lugar
ante un hombre tan importante como Aloisio Gritti. Cuando alzamos los ojos,
vimos una mesa resplandeciente de oro y plata, iluminada con numerosas
velas colocadas en candelabros de cristalería veneciana. Dos hombres habían
terminado, al parecer recientemente, su comida; uno de ellos, portando las
suntuosas vestiduras de noble veneciano, estaba sentado, echado hacia atrás
en su sillón. Levantando su cubilete, me dio su bienvenida en italiano. Sólo
por las innumerables y finas arrugas de su rostro, se podía apreciar que era
más viejo que yo, pero su figura era más ágil que la mía. Observé también que
sus ojos estaban enrojecidos e hinchados por la bebida. El otro hombre se
hallaba de pie a su lado, ataviado con un caftán turco de seda y un turbante
emplumado y enjoyado, con un violín en la mano. Era el hombre de aspecto y
porte más magníficos que jamás vieran mis ojos, y despedía una irradiación
tan poderosa, que la mirada no se podía apartar de él. Su piel era suave y
tersa como la de un niño, aunque seguramente pasaba de los treinta. Sus
brillantes ojos oscuros se posaron en Andy y en mí con una sonrisa burlona,
como si tuviese la conciencia de que nadie podía mirarle impasible, aunque su
aplomo no tenía nada de fatuidad. Ni siquiera estaba muy espléndidamente
vestido, y excepto por la botonadura de piedras preciosas de su caftán y los
bellos diamantes de sus dedos y orejas, su actitud era de tan tranquila
distinción que unos ojos inexpertos lo habrían encontrado ingenuo. Pero
cuando miré en sus ojos, temblé; caí ante él de rodillas y oprimí la frente
contra el suelo. Andy vaciló un instante pero siguió mi ejemplo. Maese Gritti
rompió en una carcajada y dijo, haciendo girar la copa de vino en sus dedos:

—¿Por qué muestras tal veneración a un vulgar violinista, y no a mí que soy el


dueño de la casa?
—Violinista puede ser —respondí con humildad—, aunque el mundo entero es
su violín y las naciones de la Tierra son sus cuerdas. Su mirada arrogante
denota al príncipe, mientras que tus hinchados ojos, maese Gritti, hablan de
una pérdida de decencia por tu glotonería y la bebida. Mientras él está en pie,
tú reposas tu carne, en vez de tratarme con adecuado respeto, pues como
representante de Jaireddin me considero en todos los sentidos tu igual.

Maese Gritti, ofendido, preguntó lleno de desprecio:

—¿Cómo puedes tú, esclavo de un pirata, considerarte el igual de un


distinguido veneciano? Si deseas algo de mí has de adoptar un tono más
humilde.

Conocedor de su ilegítimo nacimiento, mi valor no decayó, pues en ese


respecto éramos iguales en resumidas cuentas.

—¿Yo deseo algo de ti? —repliqué—. Estáis en un error. No me habríais hecho


buscar de forma tan clandestina de no haber deseado tú obtener algo con
ello. Puedes ser el representante de la gloriosa República, pero yo soy un
enviado extraordinario de Jaireddin, señor del mar. ¿Quién de nosotros, en tu
opinión, tiene precedencia ante el diván: tú, un idólatra cristiano, o yo que soy
de la fe?

El violinista dejó a un lado su instrumento, se sentó y se dirigió a mí en


impecable italiano.

—Así que tú eres Mikael el-Kasim, y éste es tu hermano Antar, el luchador y


fundidor de cañones. He oído hablar de vosotros y hacéis bien en defender el
honor de nuestro señor. Pero no debéis pelearos con este hombre que es mi
amigo personal y un excelente músico. Dime más bien por qué has mostrado
hacia mí tan marcada deferencia. ¿Supiste quién era? Si así fuese, maese
Gritti ha cumplido su tarea imperfectamente.

Le miré con admiración no fingida, pues en verdad era de más valía que
cualquier hombre que hubiese visto jamás.

—No sabía quién erais, señor —respondí—, pero lo deduje por las palabras
que a menudo nos dijo el vagabundo Mustafá ben-Nakir, a quien encontré en
Argel. Si tú eres el hombre, en realidad sobrepasa su retrato, como el sol
sobrepasa a la luna en esplendor; y sólo puedo alabar a la brillante estrella
que me trajo a tu presencia. ¡Loor a ti, señor, muy afortunado Ibrahim, pilar
del Imperio otomano! ¡Tú a quien el sultán ha otorgado más poder que nadie
jamás lo tuviera!

Inclinó su arrogante cabeza y respondió con sencilla modestia:

—No soy más que el esclavo de mi señor.

De nuevo irguió su porte, y prosiguió:

—Como puedes ver, he dispuesto este encuentro para obtener cierta


necesaria información tuya concerniente a las intenciones de Jaireddin. Si te
sorprende que la entrevista se celebre en un barrio extranjero y en el
domicilio de un veneciano, debes comprender que es un favor nuestro dejar
que la ilustre República conozca lo que puede esperarse de tu señor. Venecia
también está en guerra contra el emperador. Si Jaireddin recibe el látigo de
cola de caballo, correspondiente al nombramiento de beylerbey, debe
obedecer únicamente al sultán y cesar en sus ataques a los navíos de nuestros
aliados franceses y venecianos. ¿Crees que puede controlar el pillaje de sus
oficiales y estar en disposición un día de unir su flota a las de Francia y
Venecia, en un gran ataque naval contra el emperador?

—Jaireddin es un hombre excepcional y muy perspicaz, señor —repliqué—.


Desde la muerte de sus hermanos ha encontrado las suficientes dificultades
para percatarse de que a largo plazo no puede sostener su reino sin el
poderoso apoyo del sultán. Su ambición es ilimitada, sus oficiales le obedecen
sin reservas y él les llama sus hijos. La riqueza de los presentes que ahora
envía prueba su sinceridad y yo sé que te venera a ti y al sultán de tal
manera, que se considera un humilde discípulo. Su vanidad sería halagada, y
aumentaría si cabe su buena disposición, al recibir el látigo de mando con el
caftán de honor, y una carta personal del sultán. Y en mi humilde opinión,
semejante muestra de favor sería un modesto precio para disponer de la
poderosa flota de Jaireddin y de sus expertos y valientes marinos.

En lo profundo de la mirada de Ibrahim vi que no deseaba la alabanza


exagerada y pensé que serviría mejor a Jaireddin dando mi opinión sincera de
él. Me extendí de todo corazón, pero con precisas palabras, para ganar la
confianza del gran visir. Era tan poderoso su encanto, que yo deseaba este
favor para su propio beneficio, dejando a un lado lo que a mí me podía
aportar. Me interrogó muy profundamente y con conocimiento práctico sobre
los trabajos de edificación de Jaireddin, y otras actividades, hasta que maese
Gritti le interrumpió y volviéndose hacia mí, preguntó:

—¿Puede ese Jaireddin navegar por los océanos tan bien como por los mares
para arruinar el comercio de especias de los portugueses y desbaratar el
tráfico de los españoles con el Nuevo Mundo?

—El sultán de los musulmanes y señor de todos los pueblos —dijo Ibrahim—,
no es un mercader de especias. Poniendo por delante los intereses de la
ilustre República, Aloisio Gritti, no consigues llegar a ver más allá de tus
narices y de tus ventajas inmediatas. El camino más corto para controlar el
comercio de las especias es a través del mar Rojo y del golfo Pérsico. Una vez
que hayamos conquistado Persia, la flota otomana puede navegar sin
obstáculos para destruir las factorías comerciales portuguesas de la India.
Nada puede impedirnos abrir un canal entre el Mediterráneo y el mar Rojo,
invalidando el descubrimiento portugués del paso que contornea la punta sur
de África. Pero cada cosa a su tiempo, y antes que nada, el emperador debe
ser derrotado.

Maese Gritti, desconcertado, guardaba silencio. El gran visir se volvió hacia


mí y prosiguió:

—No; no somos comerciantes de especias y el sultán no tiene más enemigo


real que el emperador Carlos V, por lo que estamos aliados ahora con Francia
y Venecia, y hasta cierto punto también con el Papa. El rey de Francia está
una vez más en dificultades y para aliviarle el sultán debe oponerse al
emperador, o cuando menos obtener de él unas buenas cláusulas de paz para
Francia. Estará en manos de Jaireddin la tarea de bloquear el poder marítimo
imperial cuando nuestros ejércitos abran la campaña en primavera. Si Alá lo
quiere, hemos de derrotar a Fernando, el hermano del emperador, y tomar
posesión de sus dominios, por tanto tiempo como la guerra con Francia
continúe. Carlos no podrá prestarle ayuda. Es verdad que el emperador está
negociando secretamente con Tahmasp, el sha de Persia, y más pronto o más
tarde, el sultán deberá combatir al emperador, en suelo persa también y al
propio tiempo liberar las sagradas tumbas del islam de las manos de los
chiítas cabellos-colorados. Pero la piedra básica de la política otomana es, ni
más ni menos, que el bloqueo del imperial dominio mundial, que de continuar
destruiría la libertad de todos los pueblos. De cualquier modo, por esta razón
y con daños y perjuicios, el emperador ayuda al sultán, y viceversa. Abarca
esto, y lo abarcarás todo.

Maese Gritti, que estaba evidentemente desfondado, vació otra copa de vino y
dijo:

—Maese Mikael Carvajal: me permitiréis que os llame así, pues he podido


saber que maese Venier de Venecia os extendió un pase a este nombre. Bien,
maese Mikael, el emblema otomano es el buitre de cuello pelado que se le
apareció a Osmán en un sueño. Claramente y para dominar mayores
extensiones que los simples y comunes mortales, el buitre debe remontarse a
grandes alturas. Yo soy un pobre hombre ligado a la tierra y más interesado
en el comercio de especias y en el mejor medio para proteger a la marina
mercante veneciana contra los piratas del islam. Pues éstos son hechos,
problemas de cada día, y su solución reportará muchos beneficios. Nuestro
violinista se contentaría capturando Viena y destinando la corona de Hungría
a mi amigo Zapolya, quien ha solicitado humildemente la ayuda de la Sublime
Puerta. Él es el legítimo rey electo por el pisoteado pueblo húngaro, cuyos
arrogantes señores han aceptado al rey Fernando como su gobernante. Con
arreglo a la ley, sólo un nativo de Hungría puede portar la sagrada corona de
san Esteban, aunque los hombres en armas del rey germánico de Viena anden
fanfarroneando en Buda. Los ejércitos del Creciente deberían haber liberado
Hungría del yugo germánico, a más tardar el verano pasado.

El gran visir sonrió y pulsó su violín, arrancando unas agradables notas.

—El pasado verano, Alá envió grandes lluvias e inundaciones a nuestros


caminos —dijo—, pero el próximo verano Viena será capturada y el leal
Zapolya recibirá su bien ganado premio. Pues como debéis saber, el sultán ha
jurado por el Profeta y por su espada ser verdaderamente amigo de Zapolya y
escudarle de todos sus enemigos.

Aloisio Gritti torció el gesto.

—Y el rey Zapolya ha jurado también por conducto de su embajador —


puntualizó—. Ha jurado por el Dios viviente y Jesús Nuestro Salvador, que es
Dios también, que será siempre amigo de los amigos del sultán Solimán y
enemigo de sus enemigos. Pero mientras tocáis el violín, los voraces
terratenientes y los germanos oprimen al pueblo y lo dejan en el desamparo.

—Sea la voluntad de Alá, hágase lo que Él diga —contestó el gran visir. Ya mí


me dijo—: Debes poner toda confianza en maese Aloisio Gritti, para cualquier
informe respecto a los Estados cristianos. A través de él, conocemos no sólo
los secretos de la ilustre República, sino las noticias del rey Zapolya, así como
grandes y pequeñas cuestiones de Alemania y de la corte vienesa.

Su rostro se ensombreció, y poniéndose en pie con rápido movimiento, dijo


levantando la voz:

—Coronas y coronaciones son tan sólo un espejismo para engañar a los ilusos.
No es la corona, sino la espada la que confiere soberanía. Por eso, las tierras
que al sultán se han confiado están para siempre unidas con sus reinos. Y por
esta causa, también ardo de impaciencia por abrir la mayor campaña en la
historia del Imperio otomano. Si después Zapolya reina como rey de Hungría,
será por el favor del sultán, para asegurarse el paso libre a través de sus
dominios en todo tiempo.

A pesar de que comprendí bien que estos preparativos para una campaña que
indirectamente afectaba a toda la cristiandad excedían con mucho a los
asuntos que yo traía entre manos, imité el ejemplo de maese Gritti de tener
también los pies firmemente en tierra, y volví a mi tema, preguntando qué
recepción había de reservarse al envío de Jaireddin.

—El sultán consideraba hasta ahora a Jaireddin como un pirata común —


repuso el gran visir—, que con su hermano traicionó la confianza puesta en él
por el padre del sultán, Selim. Jaireddin tiene también contra él al segundo y
tercer visires, y te aconsejo regalar a ambos con buenos presentes. Pero el
mayor de los oponentes es el pachá del mar del sultán, quien le teme y le
envidia. Tiene, en cambio, un fiel aliado de toda confianza, en el jefe-piloto, el
experimentado navegante Piri-reis. Piri-reis ha dibujado una carta, con cuya
ayuda cualquiera puede navegar con plena seguridad por el Mediterráneo;
cuando estés en él, alaba su trabajo. Desde que cayeron en poder de los
cristianos algunas copias de esta carta de navegar, ha dejado de ser un
secreto. Piri-reis es un anciano que vive entre papeles y no tiene
resentimientos contra Jaireddin. Los únicos regalos que le satisfacen son las
cartas de los cristianos, que gusta de comparar y cotejar con las propias.
Mañana tengo intención de plantear ante el diván la cuestión de Jaireddin.
Mencionaré los magníficos presentes que ha enviado y destacaré su firme
intención de convertir Argel en una base naval inexpugnable. Si Alá quiere, el
sultán en persona recibirá la embajada, y los otros visires no tendrán más
remedio que aceptar la situación, les guste o no.

Después de habernos dado otras instrucciones y dirigido un par de amables


palabras a Andy, nos despidió. Maese Gritti nos escoltó, pasada la guardia de
negros, a una puerta lateral, y antes de dejarnos dijo:

—Si verdaderamente sois un hombre educado, maese Carvajal, y encontráis


tiempo para hilar delgado en vuestras manos, venid a visitarme sin temor a
parecer inoportuno. Me divierte escuchar los chismes del serrallo.
Posiblemente, el serrallo es el vivero peor de chismes e intrigas, más aún que
el Vaticano o la corte del emperador. Puedo ofreceros alguna diversión
excepcional, y haceros conocer algunos vicios con los que probablemente no
estaréis familiarizado, debido a vuestra juventud. Siento que esta noche no
pueda haberos ofrecido alguna joven esclava de las numerosas que tengo a mi
servicio de diferentes razas y colores, y todas ellas expertas en las artes
eróticas de sus propios países. Verdaderamente, creo que quedaréis
asombrado.

Le agradecí con cortesía su gran amabilidad, y prometí visitarle tan pronto


como tuviese noticias de Occidente, pues entonces podríamos cambiar útiles
informaciones. Pero en mi fuero interno resolví situarme lo más lejos posible
de este hombre falso cuyas magistrales intrigas le hacían un peligroso
compañero para mí, mientras que por lo demás, y a causa de Giulia, no me
interesaba tomar en consideración sus hospitalarios ofrecimientos. El
silencioso escribiente nos escoltó de nuevo hasta la orilla, habló a los guardias
y nos dejó en el muelle, donde estaba dormitando nuestro botero medio
desnudo, a pesar de que la noche de otoño era fría.

La luna, en su creciente, resplandecía como una curva cimitarra encima de la


gran cúpula de la mezquita, cuando nos deslizamos sobre el Cuerno de Oro en
dirección a nuestro buque. Nadie nos molestó en lo más mínimo, a pesar de
que una pareja de jenízaros de la orilla nos miró con curiosidad cuando
trepábamos a bordo.

A la mañana siguiente, relaté a Torgut-reis y al eunuco todo cuanto había


sucedido y les animé a esperar con toda confianza la citación del serrallo para
una próxima recepción, pues por diplomacia había tenido éxito en mi
empresa, ganando al visir a la causa de Jaireddin. Al principio, el eunuco no
quiso creer que me había entrevistado con el gran visir en persona, pero
mientras hablaba llegó un hombre a caballo para pedirnos que nos
preparásemos rápidamente con objeto de comparecer ante el sultán. Poco
después, apareció un gran número de cocineros y pajes trayendo en vajilla
china una abundante comida de las cocinas del diván. Después de la oración
de mediodía, aparecieron de repente un centenar de espahíes vestidos de
púrpura. Sus enjoyadas armas centelleaban al sol y los armazones de sus
monturas estaban adornados con gruesas turquesas. Su aga se presentó a
Torgut con un presente del sultán que consistía en un magnífico caballo cuyos
arneses y silla estaban enjaezados con plata, perlas y piedras preciosas.

Enajenado de alegría por tan espléndido regalo, Torgut-reis me dio treinta


ducados y el eunuco añadió una suma algo menor. Nos dispusimos en
formación de ceremonial para dirigirnos al serrallo. Una gran muchedumbre
se amontonaba al paso derramando bendiciones sobre nuestras cabezas.
Esclavos blancos y negros eran portadores de los presentes de Jaireddin, de
los cuales los más valiosos iban descubiertos, para que todo el mundo los
viese y admirase.

Diez preciosas jóvenes y otros tantos muchachos llevaban monedas y polvo de


oro en cestas de palmas trenzadas, y nuestra escolta de protección y honor
cabalgaba en brillante formación. En mis brazos llevaba yo un mono que se
había aficionado tanto a mí en el viaje que no quería apartarse de mi lado.
Ante tanto estrépito, ponía sus brazos alrededor de mi cuello, haciendo
muecas a los espectadores, lo que regocijaba principalmente a los chiquillos,
quienes corrían detrás, divirtiéndose con el animal.

Dejamos atrás la gran mezquita y cruzamos la Puerta de la Felicidad, que


abría paso al patio delantero del serrallo, el cual estaba rodeado por los
cuarteles de los jenízaros, las caballerizas del sultán, la biblioteca y la casa de
baños de los soldados. En las bifurcadas ramas de los viejos plátanos,
colgaban innumerables utensilios de cocina y en el césped reposaban o
hablaban grupos de jenízaros.

El aga de nuestra escolta nos confió a los guardias de la Puerta de la Paz,


donde quedaron mercancías, esclavos y marineros, mientras Torgut-reis, el
eunuco y yo fuimos introducidos a una sala de espera dentro de la arcada.
Nos sentamos en sucios y duros cojines y vimos otra habitación en el lado
opuesto del arco. En ella colgaban cabezas cortadas de unos garfios de hierro
empotrados al muro y en el suelo había una pirámide con más cabezas. La
pestilencia era insoportable, ya que muchas de estas cabezas habían sido
cortadas hacía días, pues procedían de diferentes regiones del Imperio
otomano, como prueba concluyente para los visires de que la sentencia había
sido cumplida.

El paisaje que se ofrecía a nuestra vista no era pues el más apropiado para
levantar el espíritu, pero como yo tenía curiosidad de saber, trabé
conversación con un guardia. Por un ducado me enseñó su mandil
ensangrentado y también el pozo donde eran arrojadas las cabezas para
seguir su largo camino subterráneo hasta el mar de Mármara. Me dijo que
hasta los más eminentes embajadores tenían que hacer antesala allí donde
estábamos nosotros, sentados en los mismos viejos cojines, con objeto de que
tuviesen la oportunidad de una profunda meditación sobre el ilimitado poder
del sultán, lo vano de la existencia y los incalculables giros y tumbos de la
fortuna. Supe que sólo alrededor de una cincuentena de cabezas iban cada
día a las esclusas, lo que testimoniaba el suave gobierno del sultán, y el buen
orden que prevalecía en sus dominios. Solimán no permitía siquiera la tortura
en los interrogatorios. Junto a los sordomudos, había unos cuantos hábiles
ejecutores, negros y blancos, que habían estado al servicio de Selim el
Implacable, así como un chino y un indio especializados en torturas peculiares
de estos dos distantes países.

—Pero si el sultán desea desembarazarse de algún esclavo que ha caído en


desgracia después de haber sido honrado con su amistad y grandes riquezas,
ese esclavo no ha de arrodillarse ante el poste —relató el complaciente
guardia—. En ese caso, el sultán le envía un caftán negro y un fuerte lazo de
seda. Ningún condenado ha desestimado esta muestra de favor; todos han
acabado sus días por su propia mano con buena conformidad, recibiendo
luego honorable sepultura en compensación. En estos casos, el sultán se hace
devolver la casa, esclavos y todo cuanto el muerto usaba y disfrutaba
mientras el sol de la fortuna y el favor estaba en su cénit. Especialmente
durante el reinado del amado sultán Selim, eran frecuentes los repentinos
cambios de fortuna, y él no era parco en el envío de caftanes negros. Había
entonces una gran actividad en los talleres de los sastres y en aquellos días
maldecíamos a nuestros enemigos diciéndoles: «¡Ojalá llegues a visir del
sultán!».

Apenas había terminado, cuando dos gigantescos negros vinieron a mí, me


asieron fuertemente por los brazos y me llevaron casi en vilo al Patio de la
Paz. Torgut-reis y el eunuco fueron tratados de la misma manera. Me debatí y
protesté en voz alta, diciendo que yo no había cometido ningún delito, pero el
chambelán se apresuró a venir a mi encuentro, con el bastón de oficio en su
mano, y me conminó secamente a que contuviera la lengua.

Me calmó la completa quietud que inundaba el Patio de la Paz, tan brillante


en su blanco y oro, y quedé silencioso. Con idénticos modales, me llevaron
luego a la gran cámara del diván, donde se hallaban reunidos un gran número
de los más eminentes dignatarios del serrallo, embutidos en sus vestiduras de
ceremonial. Entonces caí de rodillas y oprimí mi frente contra el suelo,
permaneciendo en esta posición hasta que Torgut-reis y el eunuco, mediante
una suave presión en mis brazos, me indicaron que podía abrir los ojos y
mirar al señor de las dos partes del mundo, el sultán de los sultanes, la
sombra de Alá en la Tierra.

Ha llegado el momento de poner fin a este capítulo y comenzar el siguiente,


en el cual hablaré del sultán Solimán y de mis cargos y dignidades en palacio.
Capítulo IV Piri-Reis y el príncipe Jehanfir

El sultán de los otomanos, representante de Alá, gobernante de los


gobernantes, comendador de los creyentes y los no creyentes, emperador de
Oriente y Occidente, sha de los shas, gran kan de los kanes, puerta de la
victoria, refugio de todos los pueblos y sombra del Eterno —en resumen, el
sultán Solimán, el hijo de una esclava— tenía por aquel tiempo treinta y
cuatro años de edad. Sentado, con las piernas cruzadas sobre los cojines de
su bajo trono, dejaba sin aliento verle en el resplandor fantástico de su atavío,
más rico y fulgurante que el de un ídolo, bajo un dosel constelado de rubíes.
Una cascada de perlas gigantes colgaba de las borlas. Una cimitarra
damasquinada y de empuñadura sembrada de brillantes estaba a su alcance,
y tocaba la cabeza con el turbante de los sultanes, rodeado con una triple
tiara de diamantes; su vestido relampagueaba con miríadas de piedras
preciosas, y debía ser más pesado de portar que cadenas de hierro. A cada
momento, a cada respiración, centelleaba con los colores del arco iris. Sin
embargo, yo estaba más interesado en el hombre que se ocultaba entre tantas
manifestaciones de gloria.

Su más bien enjuto rostro y delgado cuello aparecían pálidos y mates al lado
de las rutilantes gemas: tenía el color ahumado, muy frecuente entre los
temperamentos melancólicos. La afilada y aquilina nariz me recordó que el
símbolo de la soberanía otomana era el buitre. Los labios, bajo el estrecho
bigote, eran delgados y el frío fulgor de sus ojos era propio para inspirar el
más profundo temor en aquellos de los súbditos que tenían el supremo
privilegio de oprimir sus frentes contra el suelo ante él. Pero cuando escruté
este rostro de esfinge para arrancarle su secreto, me pareció como si fluyera
de él una insondable y desesperanzadora angustia; como si me manifestara
que él, entre todos los hombres, era quien mejor había comprendido la
futilidad del poder y conocido por sí mismo que era tan mortal como el más
indigno de sus súbditos. Quizás, él también, tenía en su interior un juez
incorruptible.

A su derecha se hallaba en pie Ibrahim, el gran visir, tan espléndidamente


ataviado como el propio sultán, aunque sin tiara. A su izquierda estaban el
segundo y tercer visires, Mustafá-bajá y Ajas-pachá, cuyas largas barbas y
aire de encubierto recelo hacían destacar aún más la abierta y noble figura de
Ibrahim. Contemplaba a este hombre notable con interés mayor que el que
sentía por el sultán, viendo en aquel personaje el glorioso futuro que se
extendía sobre el trono otomano; en cuanto a los dos viejos visires,
representaban el caduco pasado.

Ibrahim se dirigió a Torgut, en nombre del sultán, y recibió de él las cartas de


Jaireddin en un saquito de seda. Los servidores del serrallo pusieron entonces
delante algunos de los más principescos presentes de Jaireddin, sobre los
cuales se dignó graciosamente posar su vista el sultán. En muestra de su
favor, extendió la mano a Torgut para que se la besara; sin duda, le había
complacido el altivo rostro de guerrero del capitán. Con ello, la audiencia
había terminado. Nos condujeron de nuevo al atrio, donde nuestra escolta nos
soltó al fin y extendió la mano en señal de demanda de gratificación.

Mientras nos encontrábamos haciendo tiempo en el patio principal del Portillo


de la Paz, deslumbrados por el honor que se nos había conferido, un lánguido
asistente del defterdar se aproximó y ordenó a sus amanuenses que hicieran
un inventario de los presentes que Jaireddin había enviado. Andy y yo
estábamos incluidos en la lista de esclavos, y de no ser por la intervención de
Torgut-reis y del eunuco, hubiéramos sido enviados de inmediato con los
muchachos italianos para la inspección médica. Pero Torgut habló tan
calurosamente en nuestro apoyo, que el asistente nos dejó destinados a tareas
especiales. Por su parte, dijo, podíamos ir a donde nos viniese en gana, pues
él no iba a buscar una albarda para cada asno que se le enviase.

Le gratificamos por su buena voluntad y regresamos al buque, donde vinieron


ahora los servidores del segundo y tercer visires para comunicarnos la buena
disposición de sus dueños para recibir los regalos de Jaireddin, como una
muestra de favor hacia nosotros.

Enviamos a nuestro eunuco al viejo serrallo, con un surtido de valiosos tejidos


y ornamentos para la madre del sultán, recibiendo a cambio un Corán
encuadernado en oro y plata, con el cual esperaba animar a Jaireddin en la
guerra contra los infieles.

Entretanto, Abú el-Kasim daba vueltas por el gran bazar para negociar la
compra de una tienda. Encontró por fin, cerca del puerto, una casa
desvencijada y nos invitó a Giulia y a mí a que fuésemos a vivir con él,
pagando nosotros nuestra parte y gastos de sostenimiento. Pero al menos de
momento, yo preferí quedarme en la casa que había sido puesta a disposición
de Torgut, hasta que recibiese órdenes.

Pronto empecé a sospechar, sin embargo, que mi futuro dependía sólo de la


suerte, pues mi primera impresión del serrallo era la de una indescriptible
confusión y desorden. Los funcionarios se descargaban deberes y
responsabilidades unos sobre otros, o se despreocupaban por completo, por
temor a cometer errores. Y mientras que la más cargante y minuciosa
exactitud era observada en todas las cuestiones de rutina, cualquier mínima
novedad era la fuente de infinitas inquietudes para los oficiales. Desde el
leñador al panadero y desde el caballerizo al encargado de las perreras, cada
esclavo tenía prescritos al minuto sus deberes, de los cuales no debía
apartarse ni en el espesor de un cabello. En cualquier posición que fuese, alta
o baja, la tarea, rango y salario estaban reglamentados y fijados por un
estatuto. Así pues, nada teníamos que hacer Andy y yo, más que esperar
pacientemente las vacantes que pudiera haber con motivo de alguna muerte o
desgracia. Sólo por orden del más alto cargo podía ser creado un empleo
remunerado para nosotros, y como supe después, con respecto al sultán,
dicho empleo era a perpetuidad; es decir, que subsistía después de nuestra
muerte y por siempre, fuese necesario o no.

Así llegué gradualmente a la conclusión de que no era muy fácil abrirse un


hueco en una familia de algunos miles de personas y me persuadí de que
estaba instaurado el orden más rígido, que no cabía eludir ni saltar. Por
ejemplo, una suma especial estaba destinada para el mantenimiento de una
esclava, cuyo único deber era aparecer silenciosamente ante el sultán
llevando un vestido color de llama, siempre que un gran incendio estallaba en
la ciudad. Con la excepción de las mezquitas, la mayoría de los edificios eran
de madera y una tal conflagración habría causado una destrucción
incalculable. Así, deambulando por las calles de la capital, llegué a una vasta
superficie arrasada, en la cual las cabras y los asnos pastaban entre las
ruinas. Los supersticiosos musulmanes no gustaban de edificar casas nuevas
en terreno que había sido barrido por el fuego.

Mi preocupación no tenía razón de ser. Tan dificultoso como me había


parecido poner pie en el serrallo, todo marchó suavemente tan pronto como la
orden necesaria llegó de arriba. Cuando transportaban los regalos de
Jaireddin al deslumbrante palacio del gran visir, situado detrás del campo de
ejercicios de los jenízaros, Ibrahim no mostró señal alguna de haberme
reconocido. Pero, al día siguiente, el jefe-piloto del departamento de
cartografía, Piri-reis, envió un criado a buscarme, mientras que casi al mismo
tiempo, un artillero, con pantalón de cuero, venía por Andy.

Seguí al esclavo descalzo, el cual me guió pasado el serrallo a las riberas del
Mármara, donde en un declive cercano al dique del mar se levantaba la casa
de Piri-reis, rodeada por una empalizada de madera y un gran número de
acacias, cuyas hojas amarilleaban. Alrededor del habitual surtidor de piedra
se hallaban perezosamente repantigados un grupo de jenízaros del mar,
retirados o inválidos. Muchos eran mutilados o mostraban grandes cicatrices
y seguramente ocupaban ese puesto de guardias ligeros en pago a sus
servicios prestados. No estaban del todo inactivos, pues muchos tallaban
modelos de diversos tipos de buques, equipándolos con sus velas y remos. Se
inclinaron con respeto cuando les saludé en nombre del Compasivo.

La casa era baja y desaseada, pero insospechadamente espaciosa. Fui


introducido en una habitación mal alfombrada, y en la cual colgaban del techo
innumerables modelos de buques. El jefe-piloto se sentaba en un cojín
mugriento, pasando las páginas de un Atlas que tenía delante. Para mi
sorpresa, noté que vestía un rico caftán y un turbante de ceremonial en mi
honor. Me arrojé al suelo ante él para besarle las babuchas y saludarle como
luz del mar, que había cambiado la noche en día para quienes navegaban por
remotos y desconocidos mares.

Mi humildad le ganó de tal modo el corazón, que me invitó cordialmente a


levantarme y a que me sentase a su lado. Tenía unos sesenta años y su barba
era gris plata. Innumerables arrugas cercaban sus ojos miopes. Me dio la
impresión de un anciano afable y agradable.

—Me has sido recomendado como hombre de estudios —empezó, hablando en


italiano—. Parece ser que dominas varias lenguas y conoces a los reyes de la
cristiandad y la organización de sus Estados. Ahora, deseas ampliar tus
conocimientos de navegación y lectura de cartas, para ser útil así en el
servicio del Refugio de todos los Pueblos. No nombraré a tu patrón, pero ya
conozco bastante bien quién es. De él puede decirse, en palabras del Profeta:
«¡Alá haga fácil el cumplimiento total de sus deseos!». Así pues, no tienes más
que ordenarme, Mikael el-Hakim, y obedeceré, poniendo mi pericia al servicio
de tu benefactor. Menciónale esto en cualquier momento que tenga a bien
recibirte.

Vi que este distinguido anciano me temía en la actualidad, pues me suponía


estar en favor especial con el gran visir. Así pues, le aseguré de inmediato
que yo no tenía otro objeto que servirle con fidelidad y lo mejor que en mi
pobre habilidad pudiera, y que ninguna tarea que se dignase confiarme era
demasiado humilde para mí, aunque prefería trabajar en lo relacionado con el
establecimiento de mapas. Por lo demás, esperaba tener pronto
conocimientos eficientes del idioma turco, de forma que pudiera ser utilizado
como intérprete en el Departamento de Cartografía.

Piri-reis dijo con un amplio gesto:

—El Departamento de Cartografía al servicio del Agüero de la Felicidad, lo


ves ante ti. Te ruego que no te ofendas si te digo que muchos y al parecer
doctos navegantes cristianos me han visitado con muchas ínfulas e impúdicas
demandas. Muchos de ellos tomaron el turbante por complacer a la Sublime
Puerta, mientras que en su corazón permanecían idólatras y eran motivo de
escándalo e indignación por su forma de vida. Robaban y ensuciaban mis
cartas, llegaban bebidos y rompían mis modelos, incomodaban a mis esclavas
con indecencias y hasta molestaban a las mujeres casadas. He tenido más
trastorno que ayuda con ellos y desde entones no me gusta tener huéspedes
cristianos en mi casa. Te ruego no pidas alojarte aquí, por lo menos hasta que
te conozca mejor; no te enfades conmigo por lo que te digo, pero soy un viejo
y me gusta la paz y la tranquilidad.

Me alarmaron sus palabras, pues pensé que deseaba desembarazarse de mí


con buenos modos.

—Tengo mujer y prefiero vivir con ella en la ciudad —contesté—. Pero no me


dejes sin trabajo, pues hemos de alimentarnos y vestirnos mi mujer y yo con
arreglo a nuestro rango, y para ello es esencial unos ingresos fijos.

Con la mano alzada invocó a Alá y dijo:

—No me tengas en concepto erróneo. De acuerdo con los deseos de tu


elevado patrón, recibirás naturalmente el máximo salario posible, y con todo
mi corazón ya te he tomado cariño. Pero te ruego que no brames y aúlles
como los demás cristianos, o aplastes o tires el turbante cuando te aseguro
que no te puedo dar más que doce aspros por día y un juego de nuevos
vestidos una vez por año.

Me miró interrogadoramente, mientras yo calculaba a toda prisa que doce


aspros venían a ser alrededor de seis ducados de oro al mes, suma no
insignificante para un hombre que a lo más podía distinguir un remo de una
vela. Por tanto, besé su venosa mano y le bendije en nombre del Compasivo
por su generoso trato a un renegado exiliado. Mi sincera gratitud le
complació mucho.

—Créeme, esa modesta retribución asegurará tu futuro mejor que la bolsa


más repleta —observó—, en el caso de que realmente desees conocimientos y
seas tan apasionado de los mapas y cartas geográficas como lo soy yo. Nadie
te envidiará y no tendrás enemigos que conspiren contra ti para buscar tu
pérdida y aprovecharse de tus errores para derribarte. Puedes entrar y salir a
tu gusto cada día. Debes hablar con esclavos, empleados y dibujantes y
preguntarme cuanto necesites, como un hijo. Sólo te ruego una cosa. Nunca
entres en mi casa en estado de embriaguez; mejor es que me envíes un
recado diciendo que estás en la cama.

Estaba a la vista que su experiencia de los renegados había sido muy


desafortunada. Pero no quise mostrar que había lastimado mis sentimientos.
En vez de ello resolví probar por mi conducta que, en cuanto a mí concernía,
sus recelos estaban injustificados. Le hablé como a un padre y seguí el
consejo del gran visir Ibrahim, diciendo:

—Noble jefe-piloto, Piri-reis ben-Mohamed. Si no te he molestado ya por


demás, me sería lo más grato entre todas las cosas ver tu celebrado manual
de navegación denominado Bahrije . Su fama se ha extendido a los países
cristianos y con su ayuda los marinos del islam pueden navegar con la mayor
seguridad por aguas griegas, tan tranquilamente de noche como de día, lo
mismo con bueno que con mal tiempo.

Nada podía haber aceptado con tanto placer como esto; su tostado y rugoso
rostro se iluminó cuando empujó el atril de lectura hacia mí.

—Aquí está mi propia copia de este modesto trabajo —dijo—, el cual no


obstante he tratado de hacer tan completo como es posible. He consultado
antiguas cartas, mapas y libros, tanto mahometanos como cristianos; y en el
curso de los años, he hecho continuas revisiones y adiciones. Pero tengo que
cuidarme de ignorantes marinos que por amor propio y presunción, tratan de
imponerme muchos despropósitos. Justamente ahora, estaba examinando las
páginas relativas a Argelia, habiendo oído que Jaireddin, la luz del islam, ha
hecho demoler la fortaleza española y construido un rompeolas. Le perdono el
trastorno que me ha causado teniendo que alterar por tal motivo el mapa.

Abrió el libro en el pasaje concerniente a Argelia y, en monocorde sonsonete,


leyó en alta voz la descripción de la ciudad de Argel y su puerto. Palmoteé de
placer, asegurándole de su exactitud y precisión en cada detalle, hasta el
punto que parecía increíble que tal perfección pudiera ser alcanzada.
Entonces, le tendí dibujos y diseños de los maestros constructores y
dibujantes de mapas al servicio de Jaireddin, que mostraban las alteraciones
en el puerto, así como el plan del arsenal.

—Comparado contigo —declaré—, Jaireddin es un ignorante, aunque bastante


hábil en la persecución de los buques cristianos. Fue con gran modestia que
me pidió os entregase este presente y su humilde ruego de excusas por
haberse visto obligado a demoler el fuerte y construir el rompeolas sin
vuestro permiso, perjudicando así las perfecciones de tu trabajo. Para volver
a ganar tu favor, te envía también todos los mapas y cartas hallados a bordo
de navíos españoles y asimismo estos magníficos sextantes de hierro forjado,
trabajo de Núremberg, y los cuales fueron tomados en la cámara de mando
del almirante español después de la gran victoria de Argel. Seguramente que
sabrás manejarlos, cosa que él no pudo conseguir a pesar de los esfuerzos de
los prisioneros españoles de intentarlo, para conseguir su favor. Y finalmente,
me rogó también que te entregase esta bolsa de seda con cien ducados de
oro, en pequeña compensación por la gran molestia en alterar tu muy
excelente labor.

Piri-reis se regocijó con los sextantes como un chiquillo con zapatos nuevos, y
acariciándolos tiernamente dijo:

—Conozco bien estos nuevos instrumentos; con su ayuda, navegan españoles


y portugueses a través del vasto océano occidental, y acepto con gusto los
mapas y cartas para mi colección, que es la más importante en el Imperio
otomano, y posiblemente en el mundo. Si el diván me preguntase mi opinión
sobre Jaireddin, hablaré ciertamente en su favor. Toma diez piezas para tu
propio peculio, pues me has dado un gran placer. Y ahora, leamos juntos mi
Bahrije .

Mi descripción y relato sobre Piri-reis ben-Mohamed puede conducir a


algunos a la suposición de que se trataba de un viejo senil de poca utilidad
para el sultán. Pero de hecho, era un hombre de una aguda inteligencia en
todo lo concerniente a la navegación marítima, un eminente diseñador de
buques y un competente astrónomo. Su debilidad era su libro de cartas del
Mediterráneo, el Bahrije : como todos los autores, detestaba las correcciones
y se sentía vejado cada vez que la más pequeña adición se imponía. Sufría en
su corazón de peligrosas ambiciones, y hasta soñaba con mandar una gran
flota. Pero aunque afanosamente maniobraba sus escuadras en miniatura
sobre la caja de arena, a simple vista se advertía que podía serlo todo, menos
un guerrero.

Gané su estimación escuchando las partes más destacadas y también las más
fantásticas de su Bahrije , pero él no tenía noción de mis talentos y prefirió
tratarme como a un cariñoso auditor, más que como a un asistente útil. Su
conversación no era más que una exposición de sus propios puntos de vista;
empero, salí con una sensación agradable de haber dado el primer paso en el
camino del éxito. Bajo el crepúsculo azul, volví a pasar ante las ruinas del
gigantesco palacio bizantino donde los musulmanes pobres pedían limosna;
frente a los altos muros del serrallo, y así en adelante, hasta el puerto y la
casa que Abú había alquilado.

Giulia había tomado posesión de las dos habitaciones interiores para nuestro
uso, acomodándolas con objetos que habíamos traído de Argel. Tras la celosía
de hierro y roja persiana de su ventana, podía curiosear la calle sin ser vista.
Enseguida había trabado conocimientos con mujeres de las casas vecinas, de
quienes se asesoró para la compra de alimentos y de otras cuestiones
domésticas. El desgraciado sordomudo se encontraba como en el mar en este
ambiente extraño y no se aventuraba a poner el pie en la calle, sentándose en
el patio derramando polvo sobre su cabeza. Mi perro se sentaba a su lado,
igualmente aturdido, olfateando todos los nuevos olores y lanzando ojeadas
recelosas a los gatos que por las noches saltaban ágilmente los muros y
maullaban gimiendo como criaturas. Rael tenía una naturaleza afectuosa,
pero no podía soportar a los gatos y se sentía intranquilo en una ciudad donde
había tantos.
Los candiles se fueron encendiendo en todas las habitaciones cuando yo
llegaba, y Giulia, arrebolada de excitación, corrió a abrazarme y hablarme de
sus muchas compras. Me rogó que le adquiriese un eunuco para acompañarla
en sus caminatas por la ciudad, mientras que Abú se retorcía su rala barba y
me hacía señas apuntando a Giulia y a su propia cabeza. Al resplandor de
nuestras nuevas lámparas, nuestra casa parecía un palacio de leyenda. El
costoso refrigerador de agua, no hay duda que tenía su uso en los ardores del
verano; pero en esa fría tarde de otoño, me apetecía más una bebida caliente.
Quedé despavorido cuando Giulia me enseñó sólo un puñado de aspros por
todo remanente de mi caudal.

—¡Giulia! ¡Giulia! —exclamé—. Cada objeto es encantador y aprecio tus


motivos; pero parece que tienes una idea falsa de mis medios de fortuna. ¿Por
qué hemos de comprar un perezoso eunuco y alimentarle, si no nos reportará
más que molestias? Los eunucos son los más costosos de todos los esclavos, y
hasta las damas distinguidas se contentan con una esclava para
acompañarlas.

Giulia pareció muy desanimada por mi fría respuesta.

—Estoy muerta de cansancio por tantas vueltas que he dado en la ciudad —


repuso—; me duelen los pies y encima se rieron de mí cuando regateé en el
bazar, y luego con el ladrón de faquín que trajo los objetos a casa. ¿Y éstas
son las gracias por tratar de colocar tu dinero con el mayor aprovechamiento?
Desde luego que los eunucos resultan caros. Pero puedes comprar un
muchacho ruso muy barato y convertirlo en eunuco.

—¿Cómo puedes sugerir tal cosa, Giulia? Nunca consentiría que se castrase a
un hombre, cristiano o moro, simplemente para satisfacer tu vanidad.
Además, la operación es peligrosa; es la causa de que los eunucos cuesten
tanto. Podríamos perder nuestro dinero. Debo decir que nunca oí tan necia
sugestión.

Giulia tuvo un arrebato de cólera:

—¿De veras? Pues hasta el Padre Santo de Roma tiene cada año un gran
número de muchachos castrados para su coro; y muchos responsables padres
italianos envían a sus hijos a Roma, de su propio acuerdo, para tal propósito,
con el fin de asegurarles un futuro mejor que el que pueden ofrecerles sus
hogares. Y la operación no es tan peligrosa como dices; tan sólo tratas de
disgustarme.

Rompió en amargo llanto diciendo que era la más desgraciada de las mujeres
porque nadie apreciaba sus buenas intenciones. Viendo que estaba doliéndose
sinceramente de nuestra pobreza y de sus sueños destruidos, me senté a su
lado pasándole mi brazo en torno al cuello para consolarla, contándole mi
éxito con Piri-reis. Secándose las lágrimas, se me quedó boquiabierta de
asombro.

—¡Mikael Carvajal! Tú, que te has arrodillado ante la sombra de Alá en la


Tierra, ¿puedes haber sido tan imbécil como para aceptar doce aspros por
día, y ellos por servir mansamente al vejestorio senil de Piri-reis? Entonces no
eres ya responsable de tus acciones. Si hay una piltrafa de hombría en ti,
Mikael, debes ir enseguida a ver al gran visir, para quejarte de tan injusto
trato.

Ante palabras tan duras y sarcásticas, me sentí profundamente herido, y mi


corazón lloró:

—Trata de comprender, Giulia, que mi cerebro es mi única fortuna y que debo


estar humildemente agradecido si con su ayuda puedo asegurar un
confortable ingreso para nosotros dos, sin tener que correr riesgos. Nunca te
obligué a ser mi mujer; podías haberte marchado donde quisieras. Aún no es
demasiado tarde. Si te has desilusionado al ver que no soy como pensabas,
poco cuesta y nada nos impide ir mañana mismo a visitar al cadí para
deshacer nuestro matrimonio; y puedes usar esos ojos de vario color para
mirar alrededor en busca de un hombre mejor que yo.

Era cruel también, por mi parte, recordarle su imperfección, la cual, sin


embargo, constituía para mí su principal encanto, pero que a cualquier
hombre sensible hacía retirar a la primera mirada; y se desplomó en tierra.
En medio de sollozos, me declaró su amor, aunque no podía saber por qué se
había apegado tanto a un hombre tan falto de ambición. Lloramos y nos
besamos, hasta que Abú el-Kasim anunció que ya era hora para él de
marcharse, y pronto nos hallamos solos, planeando, en amor y compañía, la
mejor manera de vivir con un ingreso de doce aspros por día. Giulia confesó
que esta suma era, después de todo, el doble de lo que en un país cristiano
podía ganar un trabajador diestro y de experiencia, con una numerosa familia.
Por fin, me rodeó el cuello con sus brazos y dijo tiernamente:

—¡Ah, Mikael! Te quiero más de lo que puedo decir; pero déjame, por lo
menos, soñar con la vida que podríamos hacer. Consultando la arena puedo
ganar mucho en cuanto mi fama se extienda por la ciudad. ¡Déjame soñar! No
me importa el eunuco. Quizá puedo llevar al sordomudo para traerme las
cosas. No te pediré nada más, Mikael, si tan sólo tuviera un gato o dos. Los
gatos tienen maravillosas colas copudas y un resplandor azulado en su pelaje;
todas las señoras finas los tienen y el Profeta los quería. No creo que haya
nada malo en ello, puesto que tú tienes tu perro.

Me besó con tanta pasión que me indujo al consentimiento. Pero un par de


días más tarde me arrepentí al ver cuán lastimado estaba mi perro, cuando
dos gatos de colas rizadas aparecieron tomando posesión de nuestras dos
habitaciones. Desde este momento, Rael se trasladó definitivamente al patio y
apenas se le veía en la cocina, aun a las horas de comer. Giulia compró estas
criaturas muy costosas con el dinero que Piri-reis me había dado, y hasta
quedó debiendo alguna cantidad.

Un anochecer, Andy llegó enrojecido por sus libaciones, bramando canciones


germánicas de soldado y trayendo un saludo de maese Eimer, en cuya taberna
había estado celebrando sus éxitos en el arsenal. El comandante de la
artillería del sultán se había complacido en darle a besar su mano y en
examinarle sobre los armamentos imperiales, tras lo cual le había colocado
como capataz en la fundición, con un sueldo de doce aspros por día. Andy
había encontrado allí un gran número de hábiles italianos y germanos que
trabajaban como renegados libres o bien como esclavos del sultán, y quienes
le declararon que habían aprendido mucho de los turcos, y respetaban al
comandante de artillería y a sus tenientes. Andy se alojaba ahora en el
arsenal, que no podía abandonar sin permiso a causa de los secretos
militares.

Estaba tranquilizado con que Andy hubiese hallado trabajo y que cobrase la
misma paga que yo, diciéndome que en el arsenal los salarios estaban
establecidos por estatuto, siendo inútil quejarse de ellos. Yo estaba, sin
embargo, algo mortificado al pensar que Andy, un hombre solo, e incapaz
hasta de escribir su propio nombre, cobrase tanto como yo, aunque me
alegraba su éxito y no le guardaba resentimiento.

Así empezó nuestra vida en Estambul y continuó a través del invierno, si


invierno puede llamarse. La nieve caía en raras ocasiones y se fundía
enseguida, aunque llovía mucho y hacía mucho viento. Poco después de
nuestra recepción oficial, Torgut-reis recibió de manos del visir el látigo de
cola de caballo, montado en oro, para ser entregado a Jaireddin, como
símbolo exterior de su nueva dignidad como beylerbey. Llevaba también
consigo una carta personal del sultán y tres caftanes de honor.

Durante mi vida con Giulia, creo que desarrollé más y adquirí un mayor
conocimiento del mundo que en todos mis anteriores años de vagabundeo.
Comparada con ella, mi primera esposa, Bárbara, era una mujer sencilla, sin
pretensiones, aunque bruja, o cuando menos infeccionada de brujería hasta
cierto punto. Bárbara estaba contenta con que viviésemos como dos ratones
en nuestro agujero, comiendo una corteza, con tal de que pudiésemos estar
juntos. Pero Giulia no temía a la vida, y la paz y la quietud no tenían nada que
hacer con ella. La inactividad la ponía enferma y para satisfacer su sed de
acción cometía las más disparatadas locuras, convencida de que todo lo que
hacía era de la mayor importancia y emprendido con los más laudables
motivos, aunque nunca quedaba satisfecha por completo. Pronto la tomó con
sus gatos, cuyo color no acababa de convencerla. Cuando y sin mi permiso, se
compró un costoso collar, encontró que no tenía vestidos convenientes para
poder usarlo y quiso renovar su guardarropa, o cuando menos comprar
algunas zapatillas y chinelas adornadas con la misma clase de piedras que
colgaban del collar. Se asombró cuando intenté hacerla entrar en razón y me
explicó pacientemente, como a un niño:

—Mira, Mikael; el collar por sí mismo no tiene ninguna utilidad ni sirve para
nada si no hace juego. Si no es así, prefiero dejarlo encerrado antes que
usarlo. Sólo estoy considerando cómo exhibirlo para que destaque y adorne
más.

—Entonces, ¿para qué has comprado ese objeto, en nombre del diablo? —rugí
furioso.

Me miró con indulgencia, y con una sacudida de sus bucles de oro, replicó:

—Era una excelente ocasión; y es lo mismo que si tuviese tu paga mensual en


mi bolsa. En Venecia, una cadena igual costaría tres o cuatro veces más.
Hubiera sido tonta de no aprovechar la ganga, especialmente porque estos
objetos no pierden su valor y son una inversión excelente del dinero.

—¡Alá me valga! —gemí—. No soy un miserable, pero tampoco un esclavo de


galeras para vivir de la noche a la mañana con sopa de guisantes y
mendrugos.

Giulia alzó sus manos juntas al cielo en invocación de paciencia. Luego gritó:

—¡Extravagancia! ¡Cuando sólo pienso en nuestro futuro y coloco el dinero en


cosas de valor que no pueden ser corrompidas ni por el moho, ni por el
cardenillo! Si quieres mejor comida entonces, en nombre de Dios, consigue un
salario mejor.

—¡Alá! ¡Alá! —exclamé—. Nunca te espío, Giulia, pero sé que tienes buenas
cosas en tu despensa; costosos jugos de frutas, frutas conservadas en miel y
pastelillos dulces. Esta clase de alimentos no van bien a un hombre, pero no
puedo soportar tu manía de invitar a una caterva de mujeres chismosas a
comer y murmurar con ellas desde la mañana a la noche, mientras que tu
marido, cuando vuelve cada día de su duro trabajo, se tiene que contentar con
la sopa de guisantes y con mendrugos más duros que la piedra.

Giulia se arreboló y exclamó con los ojos arrasados de lágrimas:

—¡Nunca en la vida he conocido un hombre tan desagradecido como tú! Creo


que es natural que ofrezca a mis vecinas tan buenos dulces como los tomo yo
en sus casas, si no mejores. Tú no me quieres nada; de lo contrario, no me
tratarías así.

Nuestras querellas terminaban, casi siempre, con mi humilde petición de


perdón asegurándole que era la más querida, encantadora y habilidosa mujer
que hombre alguno tuvo jamás, reprochándome también por mi mala
conducta. Pero tales frases salían cada vez con más frecuencia sólo de mis
labios y no de mi corazón, y me acostumbraba a decirlas porque mi cuerpo la
anhelaba, pues si hubiera seguido en mis trece, me habría castigado con una
abstinencia insoportable.

Una hendidura invisible comenzaba a abrirse entre nosotros, y a veces


hubiese querido estar harto de todo para ir a hacer compañía a mi perro en el
patio, bajo el cielo del frío invierno, pues su calor era mi único consuelo. En
estas ocasiones de decaimiento me encontraba aún más extraviado en la
tierra y me asombraba de por qué extraña potestad el Sumo Hacedor podía
remendar y zurcir a un ser como yo.

La irritabilidad de Giulia tenía en parte por causa su magro éxito como


adivinadora, pues aunque sus vecinas palmoteaban cortésmente y admiraban
sus poderes, lo cierto es que no ganaba nada. La capital estaba saturada de
tales o parecidas pronosticadoras del futuro, astrólogos y echadores de
huesos de pollo, de todas las razas y credos, a la vez que quirománticos que
practicaban su adivinación por medio de sangre y entrañas de animales; era
pues muy difícil a un recién llegado poder competir con ellos. A pesar de que
Abú el-Kasim cantó sus alabanzas con toda diligencia en el bazar, él no era un
hombre que inspirase confianza. Empezamos a sentirnos desplazados en esa
misteriosa ciudad, donde el éxito dependía menos de la acción razonada que
de la suerte.

Pero, sin embargo, imperceptiblemente me deslizaba y era ganado por la


forma de vida otomana; y pronto dejé de ser considerado como un extraño.
Con mi facilidad para los idiomas, combiné la facultad de cambiar mi pelleja
asumiendo así una nueva identidad. Los viejos jenízaros del mar de Piri-reis
se mostraban amistosos y los empleados y cartógrafos se fueron
acostumbrando a verme cada día entre ellos.

De vez en cuando, continuaba mi formación errando por la biblioteca del


serrallo, donde eruditos musulmanes y griegos estaban ocupados en la
traducción y copia de los manuscritos antiguos. Pero no encontré ni un amigo
entre estos letrados.

Vi al sultán una vez, a distancia, escoltado por brillante séquito. Una partida
de hombres inclinados le rodeaba, siguiéndole los de detrás, como si no
pudiesen despegar su vista del suelo ante él, y los de delante caminando en la
misma posición, pero de espaldas.

Cuando el sultán se trasladaba los viernes a la mezquita de su padre,


cualquiera, entre la muchedumbre, podía hacerle una petición, presentada en
el extremo de un bastoncillo horadado. Muchas de estas peticiones eran
realmente leídas y distribuidas por el diván a los oficiales correspondientes,
para su estudio y curso definitivo.

De aquel vasto imperio edificado por los otomanos, que desde sus comienzos
había aceptado en su área más razas de la que podría enunciar, lo que me
impresionó más profundamente fue la notable estructura política en que se
apoyaba, que hacía la vida agradable y segura. Este país estaba gobernado
por leyes más suaves y justas que las de la cristiandad y los moderados
impuestos no tenían comparación con las despiadadas extorsiones practicadas
por tantos príncipes cristianos. Además, la tolerancia mostrada por los
otomanos hacia las otras religiones no tenía parangón en el mundo; nadie era
perseguido por su fe, salvo los chiítas persas, los heréticos del islam. Los
cristianos y los judíos tenían sus propios lugares de oración, y podían aún
observar sus propias leyes, si así lo escogían.

Sin embargo, los cristianos tenían que pagar un duro tributo, consistente en
que cada tres años debían efectuar la prestación obligatoria de su hijo más
vigoroso, para ser instruido desde los once años en adelante como los
jenízaros del sultán. Pero estos muchachos no se quejaban; por el contrario,
estaban ufanos de tal honor y muchos se convertían en campeones más
esforzados de Alá que los musulmanes hechos y derechos.

La Sublime Puerta era en verdad el refugio de todos los pueblos. No


solamente era el corazón del ejército del sultán con sus formaciones
escogidas, consistentes en soldados profesionales de padres cristianos y
adoptados para su instrucción y entrenamiento por turcos, sino que las más
altas funciones del imperio estaban en manos de hombres de diversas razas,
que eran los esclavos del sultán. Sólo a él debían su ascenso, y ante él
respondían con sus cabezas si fallaban en la pronta y meticulosa ejecución de
sus mandatos. El sultán confería gran poder a estos hombres, a los cuales, por
otra parte, les era casi imposible caer en la prevaricación, pues los
incorruptibles agentes del sultán inspeccionaban constantemente cada
distrito de cada provincia, escuchando las quejas del pueblo. Por ello, los
mandatarios locales tenían sumo cuidado en no traspasar los límites de la
autoridad de que estaban investidos, por ser la costumbre específica del
Estado y por los mandatos y leyes del sultán.

Mi vida estaba ahora ligada a la buena marcha y triunfo de este imperio, y así,
en principio, me esforcé en ver cada cosa bajo el más favorable aspecto.
Había señales evidentes de que el sultán estaba haciendo preparativos para
una gran campaña, y aunque yo no deseaba mal a nadie, tenía una aguda
curiosidad por saber qué sería del rey de Viena. Había tenido la experiencia
del poderío del emperador y no creía que pudiese prestar mucha ayuda a su
hermano, máxime ahora que el rasgo más acusado del Imperio otomano era
su tendencia a la expansión. En esto seguía las doctrinas del islam, que
predicaba guerra incesante contra los infieles. También entre los jenízaros
crecía la impaciencia y hasta el descontento, si el sultán dejaba de
conducirles, por lo menos en el plazo de un año, a una guerra en la cual les
esperaban el botín y los frescos laureles.

Mientras que las campañas del emperador costaban enormes sumas y


excedían con mucho a sus recursos económicos, las guerras del sultán se
pagaban por sí solas, mediante una sagaz e ingeniosa organización. Su
caballería regular, los espahíes, percibían sus haberes de granjas que
dependían del sultán y en cuya explotación se empleaban como esclavos los
prisioneros cogidos en la batalla. De esta manera, los espahíes servían al
sultán sin que el Tesoro fuese afectado en lo más mínimo. En los distritos
limítrofes con los países cristianos, vivían en permanente estado de guerra los
akinshas, que formaban la caballería ligera, pues su tradicional bandolerismo
les inclinaba a entrar al servicio del sultán. Similares experimentos llevaban a
gran número de holgazanes y pícaros a engrosar el ejército; a estos últimos se
les destinaba comúnmente a ser carne de cañón, en la vanguardia de cada
ataque.

Por todas estas causas, entre otras, el sultán se encontraba pues en ventajosa
situación en relación con los dirigentes cristianos y podía aún, mientras se
prolongase el quebranto, dar cuenta, lentamente pero con seguridad, de la
resistencia enemiga. Y así, cuando al igual que Giulia me sumí en los sueños
de un futuro espléndido, no me parecía nada fantástico el verme convertido
algún día, y en pago a mis servicios, en gobernador de alguna poderosa
ciudad germánica.

Pero cuando discutía de los asuntos del serrallo, Giulia me aconsejaba no


fiarme demasiado en el favor de Ibrahim y preguntaba con algún sarcasmo
qué es lo que había hecho por mí hasta la fecha. Giulia conocía bastantes
chismes oídos a nuestras vecinas y en los baños, enterándose de que la
esclava favorita del sultán, Jurrem la rusa, había dado a luz tres hijos a la vez.
Esta joven y siempre vivaz esclava había capturado de tal manera el corazón
de su señor, que éste no hacía el menor caso del resto de su harén, y hasta
había despedido vergonzantemente a la madre de su primer hijo. Era ahora a
esta linfática mujer rusa a la que los enviados extranjeros entregaban sus
presentes; la llamaban Roxelana y trataban por todos los medios de ganarse
su favor. Tal era su influencia sobre el sultán, que él haría cualquier cosa por
atender a sus deseos, y voces envidiosas habían comenzado a insinuar
brujería.

—Los grandes visires van y vienen —comentó Giulia—, pero el poder de la


mujer sobre el hombre es eterno, y su influencia, más fuerte aún que la del
amigo más querido. Si yo pudiese de alguna manera ganar el favor de la
sultana, haría una mayor suerte para ambos de la que podría jamás otorgar el
gran visir.

Sonreí de su simplicidad, pero la aconsejé diciendo:

—Habla bajo, mujer, pues en esta ciudad las paredes tienen oídos. Yo vine
aquí para servir al gran visir y a través de él a Jaireddin, señor del mar. Y tus
razonamientos son erróneos; nada en el mundo es tan huidizo como una
pasión sexual. ¿Cómo puedes suponer que el sultán va a estar atado por
siempre a una mujer, si las más escogidas vírgenes de cada raza y país
esperan a su más mínima señal? No, Giulia; las mujeres no tienen puesto
alguno en la alta política; no se puede fundar ningún futuro en una hurí
descarriada en el harén.

—He quedado edificada al aprender de ti que amor y pasión son cosas tan
efímeras —replicó Giulia con cierta aspereza—. No lo olvidaré. Pero quizás
algunos hombres sean menos volubles que tú.

Pocos días más tarde, el sultán se trasladó al diván a lomo de caballo, lo cual,
y de acuerdo con la antigua costumbre otomana, significaba que habían de
ser debatidas cuestiones de paz y guerra. Nombró a Ibrahim comandante en
jefe, o serasquier del ejército turco, y al mismo tiempo le confirmó en su
posición de gran visir, cuyos decretos y ordenanzas habían de ser obedecidos
y cumplidos por poderosos y humildes, ricos y pobres, como si fueran
mandatos del propio sultán. La proclamación era tan extensa y detallada
como para convencer a cualquiera de que, desde entonces en adelante, el
serasquier Ibrahim pasaba a ser la más alta autoridad del imperio después del
sultán.

En muestra de su favor, el sultán le dio además de una gran cantidad de


espléndidos presentes, siete látigos de cola de caballo en vez de los cuatro
con los que anteriormente le había honrado, y también siete banderas: una
blanca, una verde, una amarilla, una roja y dos a franjas, para ser portadas
siempre ante él. Además, el sultán le fijaba emolumentos de doce mil aspros
por día; diez veces más del estipendio que percibía el aga de los jenízaros,
que era quien tenía el rango superior entre todos los agas. En mi humildísima
posición yo no había atrapado ni siquiera un destello fugaz del gran visir, pero
estaba contento de ver confirmada mi fe en él. Cuando dije esto a Giulia, me
respondió:

—Con tu pan te lo comas, Mikael. Pon tu fe en el gran visir, quien se ha


acordado tan a menudo de ti y para tantos designios. Sigue tu camino si ése
es tu deseo, pisando las huellas del gran visir; pero a mí, permíteme buscar
mi fortuna en cualquier otra parte.

Tres días más tarde el sultán dejó en libertad a los enviados del rey Fernando,
los cuales habían sido encarcelados en el Fuerte de las Siete Torres, y les
regaló a cada uno con una bolsa repleta, en compensación por sus angustias.
Me dijeron que les había dirigido estas palabras:

—Saludad a vuestro señor y decidle que no debe saber aún todo lo que
nuestra amistad puede consumar. Pero pronto lo descubrirá, pues espero
darle por mi propia mano todo cuanto él desea para mí. Rogadle que se
prepare con tiempo para mi llegada.

A estas palabras burlonas, el enviado del rey Fernando replicó con una falta
total de finura, diciendo que su soberano se alegraría mucho de dar la
bienvenida al sultán si venía como amigo, pero que sabría recibirle como
correspondía en caso contrario.

Así pues, la guerra estaba declarada. Pero ambos oficiales y los agentes
secretos de los Estados cristianos en Estambul, ya habían enviado despachos
urgentes a sus príncipes, tan pronto como supieron que el diván se había
reunido a lomo de caballo.

La primavera avanzaba al son de tambores y trompetas y la incesante lluvia


enfangaba la tierra. Era la costumbre, una vez que el serasquier se había
adelantado para movilizar sus tropas, que el sultán le siguiese algún tiempo
después a la cabeza de sus jenízaros. Pero en esta ocasión salían para la
frontera pequeños destacamentos, en un orden determinado de antemano, y
con los chirriantes y pesados armones de artillería iba mi hermano Andy. Por
segunda vez en su vida se encontraba camino de Hungría, aunque en esta
ocasión para combatir al lado de los musulmanes, en lugar de hacerlo contra
ellos. Parecía dudar de la empresa y se extrañaba de que los cañones
pudiesen atravesar caminos embarrados y ríos desbordados por las crecidas
de primavera. Pero pensaba que tal vez los musulmanes habrían hallado
algún método para vencer esos obstáculos, desde el momento que habían
emprendido la marcha sin hacer caso del mal tiempo.

Había también una gran actividad en el departamento de Piri-reis, pues la


flota se estaba preparando, igualmente, para la guerra. Había de patrullar las
costas del mar Negro y el Egeo; y algunos navíos tenían que remontar el
Danubio en apoyo del ejército en marcha. Muchas veces iba yo con mensajes
al arsenal y al atrio del serrallo.

Un día, excepcionalmente hermoso y soleado después de un largo período de


lluvias, estaba yo sentado esperando en el Patio de la Paz, pues mi obligación
principal como mensajero era esperar. Me había ya familiarizado con las
diferentes vestimentas usadas por los servidores del serrallo —sus tejidos,
colores, distintivos y peinados— y nadie me tomaba ya por un extraño. De
repente, vi a un eunuco que se abalanzaba hacia mí. Su mantecoso rostro
estaba inundado de lágrimas y se retorcía las manos con desesperación.

—En nombre de Alá, ¿no eres tú el esclavo de Jaireddin que trajo la monita?
—inquirió—. Tienes que salvarme del corredizo y del foso. Sígueme deprisa,
que quiero rogar al kislar-aga que te permita entrar conmigo en el Patio de la
Felicidad para hacer bajar al mono del árbol donde ha estado toda la noche.
Un joven eunuco acaba de romperse una pierna tratando de alcanzarlo.

—No puedo abandonar mis importantes asuntos para jugar con monos —le
respondí.

—¿Estás mal de la cabeza? —replicó—. Nada puede ser más importante que
esto, pues el pequeño príncipe Jehangir está llorando y todos perderemos la
cabeza si continúa así.

Quizá Koko , que así se llamaba el mono, me recordará, reflexioné, pues yo lo


atendí cuando estaba mareado en el largo viaje desde Argel. Seguramente se
acordaba de mi perro.

Rael estaba enroscado a mi lado, disfrutando de los cálidos rayos del sol, y
cuando oyó el nombre de Koko enderezó las orejas. Corrimos con el eunuco a
través del segundo y tercer patio, donde más eunucos nos rodearon, los
cuales golpeaban sendos tamboriles, indicando así a las mujeres que se
ocultasen. Llegamos a la lustrosa puerta de cobre de los jardines, donde el
kislar-aga —el más alto oficial del harén y comandante de los eunucos blancos
— nos esperaba. Eran vanos sus intentos por ocultar su ansiedad tras un
continente de dignidad. Me lancé a tierra ante él y dio las órdenes oportunas
para que fuese permitida mi entrada en los jardines del harén. La entrada sin
permiso de cualquiera que no fuesen los eunucos suponía la muerte para el
atrevido, y sólo con una escolta de aquéllos y por orden del sultán, podían
venir los mercaderes a mostrar sus artículos. Ni siquiera un médico podía
hacer una visita profesional sin consentimiento del sultán, pero yo había
invadido a tal velocidad el jardín más celosamente oculto y vigilado del
mundo, que los eunucos no tuvieron tiempo de bañarme y darme vestiduras
limpias, como era la costumbre, y para mayor contrariedad, tuve que
aparecer como estaba.

Corrimos dando vueltas por senderos cubiertos de grava, mientras mi escolta


seguía batiendo incesantemente los tamboriles y me prohibía mirar en torno.
Por fin, llegamos a un plátano gigante, al cual estaban trepando cuatro o
cinco eunucos con el valor de la desesperación, en persecución del mono, el
cual subió aún a la rama más alta, ayudándose de manos, pies y cola.
Mezclando gritos, lamentaciones y palabras amables, los eunucos intentaban
convencerle para que bajase, y se exhortaban los unos a los otros con voces
estridentes, para cogerlo sin hacerlo caer, de forma que no se lastimara. En el
preciso momento en que llegué, una de estas desmañadas criaturas resbalaba
y se precipitaba chillando a tierra desde una altura considerable. La copa del
árbol se balanceó cuando el eunuco se estrelló de cabeza contra el suelo,
quedando inerte en tierra entre las flores primaverales.

Con todo y lo lamentable que era aquel incidente, no dejaba de tener su lado
cómico, y tres, de cuatro muchachuelos elegantemente vestidos, el mayor de
los cuales tendría unos once años, rompieron a reír en alborozadas carcajadas
ante el espectáculo, pero el cuarto lloraba blandamente. No tenía más de
cinco años. Estaba en brazos de un hombre de caftán de seda floreado, en el
cual, para mi asombro, reconocí al sultán Solimán en persona. No había duda
alguna; le reconocí al punto por su tez color de humo, aunque con su sencillo
vestido y bajo turbante parecía de una estatura extraordinariamente corta. Al
instante me arrojé al suelo y besé la tierra a sus pies.

Todo era confusión alrededor del árbol. Se enlazaban cuerdas, se colocaban


escaleras contra el tronco y se hacían toda clase de esfuerzos para obligar a
descender al monito lanzándole chorros de agua con jeringas. Aun a esta
distancia, pude apreciar que el pobre animal estaba enfermo. Gemía aferrado
a la rama, como si en su desamparo no tuviera ya esperanza.

El kislar-aga hizo una profunda reverencia ante el sultán y sugirió que podía
ser yo enviado al árbol, puesto que conocía al mono y había sido además
quien había traído esta bestia embrujada al serrallo. Si fracasaba, quería
cortarme la cabeza y de esta manera no podía derivarse ningún daño por mi
admisión a los jardines prohibidos.

Sus desagradables palabras me hirieron tanto que, como picado por una
serpiente, me levanté.

—Nunca pedí venir aquí —manifesté—; fui inducido a ello con lágrimas,
suspiros y ruegos. Haz que bajen esos cabezotas. No hacen otra cosa sino
espantar a la pobre bestia. Y haz también que acaben de una vez con ese
tamborileo. Dame una fruta pequeña y trataré de hacer bajar al mono.

—¿Son maneras ésas de dirigirme la palabra, miserable esclavo? —me increpó


el kislar-aga—. Y has de saber que desde esta mañana temprano estamos
tratando de atraerle con fruta para que baje.

El sultán Solimán intervino breve y secamente:

—Haz que bajen todos y se marchen. Tú también tienes mi venia.

Cuando los parlanchines eunucos hubieron marchado con sus cuerdas,


escalas y jeringas, reinó un completo silencio. El muchachuelo en brazos del
sultán había cesado en sus sollozos y sólo se oían las quejas del pobre monito.
No aventurándome a dirigirme al sultán, me volví hacia su hijo mayor.

—Noble príncipe Mustafá —le dije—, el mono está enfermo y por esta causa
ha escapado al árbol. Trataré de hacerlo bajar.

El bello muchacho moreno asintió altivamente. Me senté sobre la tierra con


Rael en mis brazos, y llamé suave y acariciadoramente: «¡Koko! ¡Koko! ». El
mono fisgoneó recelosamente a través de las ramas y lanzó unos cuantos
desmayados quejidos, pero no se movió. Entonces dije a Rael , en voz
bastante alta, a fin de que el sultán lo oyese:

—¡Querido y fiel perro! Koko no debe de conocerme en mis nuevas vestiduras


y piensa que soy yo uno de los eunucos. Tú puedes llamarle. Quizá se acuerde
de cuando jugaba contigo en el barco. Trata de decirle que baje.

Rael miró a las ramas, enderezó las orejas y gimió suavemente, dando
después dos ladridos. El mono apartó unas ramitas para tener un espacio por
donde mirar, y el príncipe Jehangir, cuando lo vio, se incorporó en brazos de
su padre y, levantando sus bracitos, llamó: «¡Koko! ¡Koko! ». El mono dudaba,
pero Rael seguía gimiendo y al fin pareció recordar, pues se deslizó
suavemente de rama en rama hasta tocar el suelo, abalanzándose a mí,
saltando a mis brazos y apretando sus mejillas cubiertas de blancas patillas
contra mi rostro, mientras que todo su esmirriado cuerpo temblaba de fiebre.

Koko extendió un brazo y dio un manotazo a Rael , después le tiró de orejas y


rabo, a lo cual Rael respondió cogiéndole la mano con los dientes y
mordisqueándole con cuidado. Al principio de nuestro viaje, el mono le había
amargado la existencia a Rael , pellizcándole aprovechando cualquier
oportunidad y escapándose luego al tope de los mástiles, mientras que el
perro ladraba furiosamente abajo. Pero más tarde, a los dos les gustaba el
juego y se hicieron amigos; a veces se tendían juntos al sol en cubierta,
rodeando Koko con sus brazos el cuello de Rael o espulgándole con ágiles
dedos. Pero en aquel momento interrumpió su juego con un terrible acceso de
tos y se cogía el pecho con su flaca mano. Las lágrimas saltaban de sus
angustiados ojos y entre los accesos lanzaba chillidos desgarradores como si
quisiera decirme cuán desgraciado y solo se encontraba. Rael también
empezó a gemir compasivamente y lamió la mano de Koko como si le hubiese
comprendido. El príncipe vino a acariciar al pobre mono enfermo, y ante mi
sorpresa, el sultán se acercó también y levantando los faldones de su caftán,
se sentó a mi lado sobre la hierba para que el príncipe Jehangir pudiera tocar
la bestezuela.

—Debes de ser un buen hombre —me dijo el sultán—, pues los animales
tienen confianza en ti. ¿Está enfermo el mono?

—He estudiado Medicina en países cristianos y entre musulmanes —repuse—,


por lo que puedo dictaminar que esta pobre bestia tiene fiebre. Se morirá si
es voluntad de Alá. No puede sobrevivir a este clima y la noche pasada en el
árbol ha empeorado su enfermedad. Creo que escapó al árbol para morir allí
en soledad, pues muchas de las criaturas prefieren morir solas lejos de los
humanos.

El príncipe Mustafá dijo fogosamente:

—El mono ha vivido en habitaciones calientes y llevado ropas de buen abrigo


cada día, pues es el favorito de mi hermano Jehangir. El esclavo responsable
de su enfermedad ha de pagarlo con su cabeza.

—A nadie hay que echar la culpa de esta enfermedad —declaré—, pues los
monos son muy sensibles a los cambios de clima, y aun en los palacios de la
soleada Italia enferman y mueren. Si esta bestezuela ha de morir también,
será por voluntad de Alá y no podemos hacer nada contra ella. Sin embargo,
quiero preparar una mixtura contra la tos, para aliviar sus dolores y
angustias.

—¿En verdad que le darás una medicina a la pobre bestia? —preguntó el


sultán—. Muchos médicos consideran indigno de su arte ocuparse de los
animales. Sin embargo, el Profeta los amaba, especialmente a los camellos y
gatos. Y verdaderamente, los animales, al revés de los hombres, no saben
fingir y por eso me repugna verles sufrir. Pero tengo muchos doctores de
animales a mi servicio en palacio y no te necesitaré más. Selim, dale los
vestidos del mono. Mustafá, dale la cadena. Y tú, Mikael, viste al mono y átale
la cadena al cuello, y ya puedes dejarnos.

Los muchachos me tendieron un pequeño caftán de terciopelo forrado de lana


y una delgada cadena de plata; pero Koko se debatió cuando traté de
colocársela. Por fin lo conseguí y depositando el extremo de la cadena en la
manecita del príncipe Jehangir, recomendé a los muchachos que diesen al
mono un poco de leche caliente. Me levanté, llamé a mi perro y me dispuse a
abandonar los jardines. Pero entonces a Koko le dio un ataque de furia; se
debatía dando tirones y saltando, e incluso trató de morder al principito. Por
fin, consiguió zafarse y con la cadena arrastrando tras sí, se abalanzó a mis
brazos, donde trató de ocultarse.

El sultán estaba perplejo. Dejó en el suelo a su hijo, quien corrió a mí, me


cogió de una pierna con una mano y levantó la otra mano para acariciar al
mono. Me di cuenta entonces de que el pobre muchacho era patizambo y que
bajo su chaleco de seda asomaba una incipiente joroba. Su carita pálida era
tan fea como la del mono, y estaba casi ahogándose por los sollozos.
Entonces, Selim, el príncipe tercero, se cogió la cabeza gritando con voz
chillona que se iba a desmayar. El sultán dijo severamente:

—¡Mustafá y Mohamed! Llevad a Jehangir enseguida dentro, y también a este


hombre para que cuide del mono. Y mandadme al kislar-aga al momento;
llamad también a los tselebs .

Me agaché para frotar las sienes del príncipe Selim, pero el sultán me hizo
una señal para que me marchase. Creía él que los muchachos habían
entendido su orden en el sentido de que me sacaran fuera del jardín del
harén, llevándome a sus propias habitaciones en el pabellón interior; pero los
jóvenes príncipes, o no le entendieron bien o se equivocaron, pues en vez de
hacerlo así me condujeron a las habitaciones del príncipe Jehangir, donde
estaba la jaula del mono. Podía notar los ojos de los agitados eunucos
espiándome tras los matorrales, pero aún no sabía lo bastante para sentirme
asustado.

Cargado con el mono y de mano el príncipe Jehangir, seguía a los muchachos


al pabellón de la sultana Jurrem, el cual tenía baldosas de múltiples colores,
inconsciente de que estaba cometiendo la más grave de las faltas. Mustafá,
Mohamed y Selim, por ser ya mayores de siete años vivían con sus tselebs o
tutores en el tercer patio; pero el enfermizo Jehangir, que sólo tenía cinco
años, permanecía en el pabellón de su madre y se le permitía tener allí su
animalito. Estuve, ciertamente, algo extrañado de que las mujeres sirvientes
se apresurasen a venir a nuestro encuentro sin llevar velo, en la creencia de
que yo era un eunuco, mientras que yo entraba sin ningún recelo en la
espaciosa habitación del príncipe Jehangir, en la cual se hallaba la dorada
jaula del monito con su cama. Ordené a las mujeres que trajesen deprisa
leche caliente para el animal enfermo, mientras que los muchachos se
sentaban en cojines para observar todo lo que hacía yo. Rael recorrió la
habitación olfateando cada rincón, y el príncipe Jehangir, al igual que otros
niños consentidos y mimados, comenzó a gritar llamando a su madre.

Todo lo que había sucedido pareció solamente el resultado de la casualidad, y


sólo más tarde supe que el príncipe Selim era epiléptico. Durante su niñez, los
ataques pudieron ser controlados y suprimidos mediante sedativos. No
llegaron a tener carácter serio hasta que en su juventud empezó a beber
demasiado vino. El sultán, naturalmente, quería mantener en secreto este
terrible mal y por eso me ordenó tan apresuradamente que saliera del jardín;
temía que la excitación continuada le produjese un ataque. El príncipe
Mustafá había nacido de la esclava circasiana que Solimán había depuesto en
favor de Jurrem. Era pues sólo hermanastro de Jehangir, y es evidente que la
intención del sultán había sido que Mustafá me llevase a sus propias
habitaciones; pero Mustafá era de corazón generoso y pensó que lo mejor
para el mono era trasladarle directamente a su caliente jaula.

Me produjo una gran inquietud el sonido de una agitada risa y la visión de


una mujer sin velo y fastuosamente vestida que se acercaba, quien cubría sus
cabellos con una redecilla recamada de piedras preciosas. Rodeó con sus
brazos al príncipe Jehangir, y yo me arrojé al suelo, ocultando mi rostro entre
las manos. Entonces, y como siempre, fui sin embargo incapaz de dominar mi
curiosidad, y por entre los dedos, pude lanzarle una ojeada, pues si en el peor
de los casos para mí, y que era el natural, debiera ser condenado a muerte
por haber entrado en el pabellón de la sultana, habría una pequeña diferencia
si llevase conmigo cuando menos un vislumbre de la mujer de quien tantas
leyendas se contaban y a la cual los príncipes cristianos colmaban de
presentes.

Mi primera impresión fue decepcionante, pues esperaba hallarme con una


arrebatadora belleza. Esta era la mujer que entre innumerables doncellas
llenas de encanto, provenientes de todos los rincones de la Tierra, había
recibido el pañuelo del sultán, y cuatro años después de su boda, conseguido
su favor. Era una mujer más bien alta, regordeta, joven aún; pero su rostro
era de una redondez poco corriente, así como su nariz no tenía nada de
aristocrática. Su tez era fresca y lozana y la causa de su continua risa era la
conservación de los rasgos de su rostro, pues me pareció que sus ojos no
tomaban parte en este júbilo. Cuando su mirada se detuvo en la profunda
reverencia del príncipe Mustafá, pude observar mejor aún esta singular
frialdad.

El príncipe Mustafá explicó que yo había sido enviado con él para atender al
mono enfermo y prepararle un remedio. Mi perro se había puesto ahora sobre
sus patas traseras y adelantaba la nariz hacia la sultana, en la cual veía, lisa y
llanamente, a la dispensadora de golosinas. El príncipe Jehangir reía ahora
entre dientes, y entonces la sultana envió a sus mujeres en busca de dulces
que ella misma dio al perro de su propia mano, riendo sin cesar con su risa
argentina. Mientras tanto, habían traído también una copa de leche caliente,
consiguiendo que el monito tomase una poca; pero no quería desprenderse de
mí, teniendo rodeado mi cuello estrechamente con una mano, mientras que
con la otra trataba de alcanzar al perro.

La sultana Jurrem se volvió hacia mí y preguntó en turco:


—¿Quién eres y cómo puede tener barba un eunuco? ¿Puedes realmente
tratar a monos enfermos?

Oprimiendo mi frente contra el suelo, ante ella, mientras el mono se sentaba


en mi cuello y trataba de quitarme el turbante, dije:

—Soberana señora: apenas he percibido un resplandor de tu belleza radiante.


A causa de mi pequeño perro y del mono enfermo, protegedme, pues no soy
un eunuco. Pero no es mi culpa si estoy aquí, pues me llevaron al jardín para
hacer bajar al animalito de la copa de un plátano y no tengo la menor idea de
cómo he llegado a vuestra presencia. ¡Oh, la más resplandeciente de todas las
mujeres de la Tierra!

—Alza tu cabeza y mírame, hombre simple, ya que estás aquí —respondió


riendo—. Has conseguido hacer sonreír a mi hijo Jehangir y le gusta tu perro.
Pero no hay duda alguna de que el kislar-aga ha de recibir el cordón por su
negligencia, así que morirás en buena compañía. El príncipe Mustafá necesita
un castigo por su estupidez.

Profundamente desalentado repliqué:

—¡Que la muerte sea bien venida si es la voluntad de Alá! Pero permíteme


primero regalar mi perro al príncipe Jehangir, si es de su agrado. Después de
mi muerte no habrá nadie que se encargue de la pobre bestia. He de preparar
también una droga para el mono y aliviar sus sufrimientos. No estoy
convencido de haberte ofendido de ninguna manera, ni al señor de las
naciones, pues no fue por mi voluntad propia ni por maldad por lo que vine a
vuestra presencia. No puede tu belleza ponerme en estado de impureza, pues
¿cómo puede uno de mi humildísima clase alzar sus ojos a ti?

El pobre monito, sentado aún en mi hombro, fue atacado por otro golpe de tos
espasmódica. Lo cogí de nuevo en brazos. Tosía tan violentamente que
apareció espuma teñida en sangre en las comisuras de su boca y no ofreció
resistencia cuando lo puse sobre un blando cojín de la jaula que estaba
calentada por un brasero de cisco. Rael , repleto de dulces, saltó a la jaula
también y se tendió al lado de la monita, la cual le rodeó el cuello con un
brazo y tiró de sus orejas. El príncipe Jehangir se desprendió de los brazos de
su madre, colocó un cojín ante la jaula y se sentó en él con las piernas
cruzadas, mirando con sus grandes y tristes ojos a su favorito. Me pareció que
era un gentil muchacho que no trataría mal a mi perro, y recitando
rápidamente la primera sura, dije:

—Príncipe Jehangir, mi perro es el perro más espabilado del mundo, y ha


estado en muchos países. Te lo confío, ya que yo he de visitar a Aquel que
corta los lazos de la amistad y acalla la voz de la felicidad. Cuida de Rael , y sé
un buen dueño para él, y Alá te premiará con toda seguridad.

Estaba convencido de que, conforme a las despiadadas leyes del serrallo,


estaba destinado a morir sin remedio. Pero los príncipes no se preocupaban
de mi melancólico destino; palmotearon y se acercaron a consolar al triste y
agraviado príncipe Jehangir, en la espera de que ellos también podrían jugar
con mi perro. La sultana Jurrem dijo:

—Semejante bestia no es un regalo apropiado para el hijo de un sultán, pero


tampoco está él sin mancha, y quizás el animal le reconforte si el mono
muere, cosa que deseo, pues el olor de su jaula vicia el aire de toda la
habitación. Pero no soy dura de corazón y hablaré al sultán, si puedo verle
antes de que los mudos pongan su lazo alrededor de tu cuello, pues tu
entrada en este pabellón es una desgracia tan abominable para el kislar-aga,
que le será difícil conservarte la vida, y yo como esclava del sultán estoy
obligada a obedecer al kislar-aga en todas las cosas.

Yo conocía bastante las leyes del serrallo para no darme cuenta de que decía
la verdad, y que sin la mediación del kislar-aga, ella no tenía la menor
probabilidad de poder ver al sultán. El propio Solimán tenía que someterse a
un complejo ceremonial oficial cuando quería visitar la casa donde vivían sus
esclavas, y si una de éstas hubiera osado ir a verle sin permiso, ello hubiera
constituido un insulto a la majestad del sultán. Por la misma razón Solimán no
podía visitar a sus favoritas sin que previamente diese a conocer su intención
de hacerlo.

Podía hacer venir a sus hijos para pasear con ellos por los jardines; pero al
mismo tiempo todas las mujeres, y bajo pena de despido o desfavor, tenían
que permanecer entre puertas, y fuera de la vista. Sólo mediante esta regla
estricta, podía tener paz el sultán, pues de lo contrario, sus mujeres habrían
estado molestándole constantemente para ganar su favor.

Tras reflexionar tan fríamente como pude sobre mi poco envidiable estado,
dije:

—El sultán en persona me envió a atender al monito, por lo que debo hacer lo
necesario. Si alguien me mata mientras estoy en el cumplimiento de esta
orden, habrá obrado contra el expreso mandato del sultán. He de ir pues,
ahora, a buscar los remedios precisos. Cuando vuelva, el kislar-aga puede
hacer lo que quiera de mí.

La sultana rompió a reír de nuevo con su risa cascabelera.

—No pienses ni por un momento que puedes escaparte —repuso—. Por mirar
mi rostro, has quebrantado las reglas más estrictas del harén. Por su propio
interés, el kislar-aga está obligado a estrangularte en cuanto te coja y no dudo
que ahora mismo te está esperando anhelante a las puertas del serrallo.

El príncipe Mustafá gritó excitado:

—Será un buen espectáculo. Déjanos seguirle y ver lo que ocurre. Mi padre,


el sultán, confió este hombre a mi cuidado; pero si yo no puedo salvar su vida,
debo estar con él para verle morir. Aunque soy el hijo mayor del sultán, no he
visto morir muchos hombres. ¡Ven, Mohamed!

La sonrisa se borró de los labios de la sultana Jurrem, y sus ojos se tornaron


de hielo como si la sombra de la muerte se hubiese deslizado en la habitación.
Quizás el peligro había agudizado mis sentidos, pues vino a mi memoria que
Mustafá, que había de acceder al trono tras la muerte de su padre, estaba
obligado a matar a su hermano. Y ello era de acuerdo con la ley, ya que la
más grave amenaza para el Imperio otomano había sido siempre una guerra
civil entre hermanos. Yo me había descarriado, pues, en los jardines de la
muerte, y así ¿qué esperanza quedaba?

Creía que sólo las arrogantes maneras del príncipe Mustafá podían salvarme,
desde que punzaba a Jurrem con la jactancia de su edad a que le escuchase a
él, por ser mayor que su hermanastro. Ella dijo entonces:

—Mustafá y Mohamed: id enseguida a buscar al aga. Decidle que venga al


instante, so pena de mi más severo disgusto.

Los príncipes se vieron obligados a renunciar al excitante juego del cual yo


debía ser el cebo. Movieron las cabezas y murmuraron, pero finalmente
obedecieron. Tan pronto se fueron, Jurrem se volvió hacia mí.

—¿Quién eres y cuál es tu profesión? —preguntó—. Espero no


comprometerme protegiendo a un hombre que no merezca la pena.

Rápidamente le relaté mis viajes y mi toma del turbante, así como que
Jaireddin me había enviado para ser esclavo del sultán a causa de mis idiomas
y mi familiaridad con las condiciones de la cristiandad. En ese punto llegó el
kislar-aga en un estado de indecible agitación, y oprimiendo su frente contra
el suelo en repetidas postraciones, dijo:

—¡Soberana señora! ¡Muy alta sultana! No puedo explicaros cómo ha ocurrido


el error, pero los mudos esperan ya a este esclavo impúdico a las puertas de
cobre. La cuestión quedará en el secreto, y tu fama inmaculada. Ni aun el
señor de las naciones necesita ser informado.

El falso eunuco de rostro de ceniza estaba en pie con su resplandeciente


vestido de oficial, y sus ojos, cuando ponían la vista sobre mí, fulguraban de
cólera. Pero la sultana Jurrem dijo:

—Este esclavo recibió el mandato del propio sultán para atender al mono del
príncipe Jehangir. Mira que le den las drogas que requiera, y que vuelva salvo
a mi pabellón, a menos que recibas nuevas órdenes del sultán.

El kislar-aga no tenía más que obedecer. Me escoltó fuera del pabellón, donde
los gigantescos eunucos me asieron y me depositaron fuera de los jardines
más rápidamente de lo que había entrado. El kislar-aga, como dueño
indiscutible de la situación, no me quitaba el ojo de encima ni un instante
hasta que llegamos a la tienda del farmacéutico en el atrio. Aquí, el médico
judío del sultán preparó rápidamente la medicina que pedí, aunque parecía
celoso de veme acompañado por el kislar-aga, y me preguntó
despectivamente en qué universidad pueblerina había estudiado. Los físicos
del sultán eran escogidos entre los más famosos especialistas del mundo y no
toleraban competidores. Expliqué con humildad que estaba atendiendo a una
simple bestia sin alma, que ningún hombre distinguido se dignaría tratar, y
que había estudiado medicina con eminente profesores, aunque nunca me
había diplomado. De pronto, el kislar-aga se llevó ambas manos a la cabeza.

—¡Bendito sea Alá! —exclamó—. Dime de nuevo dónde has estudiado y te has
graduado. Si eres médico, puedes naturalmente practicar en el propio harén,
en presencia de eunucos, si el sultán lo ordena. La cosa está, pues, bastante
clara.

Me ofreció la oportunidad de fabricar una conveniente mentira, pues yo podía


nombrar varias universidades y explicar que había perdido mis papeles
cuando fui apresado por los musulmanes. Pero si hubiera aceptado, habría
mostrado un carácter propicio al fraude. Tal vez su proposición no era más
que una añagaza y mi aceptación habría también justificado sus sospechas.
Por otra parte, podía ser sincero en esta ocasión, pues él se hallaba tan
comprometido como yo. Después de una cuidadosa reflexión, repliqué:

—No, no; Alá es testigo de que soy un hombre honrado y no quiero presentar
falsos testimonios, aunque haya de salvar la vida con ellos. En cuanto haya
dado esta medicina al mono, puedes disponer de mi cabeza, noble kislar-aga.
No puedo pedir aplazamiento.

El kislar-aga abrió los ojos de par en par como si no diese crédito a lo que oía.
Volviéndose hacia el físico judío, dijo:

—¡Verdaderamente, este hombre está loco y abandonado de Alá! Rehúsa el


provecho de la más inocente mentira, que le sacará de un callejón sin salida, y
a mí también, porque cree que obrando así servirá mejor al sultán. ¡Estás
loco!

—No, no, no. No puedo mentir.

El físico sacudió su cabeza y dijo sonriendo:

—Es posible que este hombre no sea un médico ahora, pero puede serlo en
poco tiempo. Todo lo que necesita es un diploma sellado con el sello del
madrasseh y firmado por tres ilustrados tselebs .

La propuesta halagó mi vanidad, pues demostraba que el físico me creía


evidentemente versado en medicina. Pero yo sabía que no podría satisfacer a
unos sabios y exigentes examinadores.

—Mis conocimientos son insuficientes —confesé— y además estudié mis


textos en latín, no en árabe.

—Conoces las suras y las plegarias —respondió con astucia el físico judío—;
eres un piadoso musulmán, como lo demuestra tu turbante. Si un hombre tan
importante como el kislar-aga te recomendase al madrasseh, sin duda te
permitirían contestar las preguntas más difíciles por medio de un dragomán.
Y si yo fuera ese intérprete, creo que seguramente podrías expresar lo que
tenías que decir, de la manera más clara y testificar con ello tus
excepcionales conocimientos.
La sugerencia era sumamente tentadora, pues aunque tenía un aire de
trapacería, no era yo, sino el judío, el responsable. Yo creía saber lo bastante
para no molestar a mis pacientes más que cualquier otro médico y me
alegraba pensar que el sobrenombre de el-Hakim, con el que me bautizó el
musulmán Abú el-Kasim, iba a ser ratificado por un documento, firmado y
sellado. Un diploma así valía en oro, desde luego, mucho más de lo que
pesaba, no ya el documento sino incluso un paciente, y hubiera sido un
estúpido irremediable en no aceptar una oferta tal.

Pero respondí como si estuviera venciendo mi desgana:

—Quisiera aceptar tu proposición en agradecimiento al noble kislar-aga, pero


soy un hombre pobre y no puedo pagar los derechos.

Salomón, el físico, se restregó las manos como si estuviera limpiándoselas y


dijo prestamente:

—No te preocupes por eso. Yo pagaré el sello, y más aún, todo lo que sea
preciso, si tú, honorable colega, me das la mitad de cada céntimo que recibas
por haber atendido al mono. Claro está que perderé con esto, pero en nombre
del Compasivo, adquiero así también méritos.

—¡Que Alá te bendiga! —exclamó el kislar-aga—. Vas por la buena senda,


aunque seas judío. Si haces un médico calificado de este hombre, te aseguro
mi favor; claro es que discretamente y sin alharacas.

Dejó su anillo a Salomón y le dio un joven eunuco para que le acompañase a


su recado. El físico montó entonces en una mula y se fue a conferenciar con
los maestros tselebs en el departamento médico del madrasseh. El kislar-aga
se fue también, dejándome bajo la custodia de tres eunucos armados, a
quienes ordenó que me acompañaran de nuevo al pabellón de la sultana
Jurrem, y que no me quitaran el ojo de encima durante el camino. Si intentaba
escapar, debían estrangularme al instante.

El príncipe Jehangir seguía sentado en su cojín, con la cabeza entre sus


manos, vigilando al febril mono. Mi perro estaba tendido a su lado, lamiéndole
la reseca nariz de vez en cuando. Koko había rasgado su aterciopelado caftán
y ni siquiera había probado las frutas en almíbar, que antes eran su pasión.
En un apartado rincón de la estancia se sentaban unas cuantas esclavas,
profundamente emocionadas por el dolor que manifestaba el principito.

Olvidé mis propias angustias y no sabía a quién compadecer más, si a la pobre


bestia agonizante o al príncipe deforme, quien con las mejillas empapadas en
llanto no parecía tampoco, sentado desmayadamente en su cojín, otra cosa
que un mono ricamente ataviado. Administré la droga calmante y apliqué una
compresa en el pecho del mono, tomándolo luego en brazos. El príncipe
Jehangir se sentó al lado y acariciaba al animal enfermo de vez en cuando.

Yo estaba librando una ardua batalla conmigo mismo. Había prometido dar mi
perro al príncipe Jehangir si yo muriese, pero ¿y si salvase la vida? ¿Podría
llevármelo conmigo en tal caso? ¿No trastornaría ello aún más al pobre
muchacho? Debía llevármelo; era una obligación casi paternal, pero, sin
embargo, ¿qué dueño mejor podía tener que ese infeliz príncipe? Con él no le
faltaría de nada, mientras que para mí sería siempre un problema, aun antes
de que a Giulia se le acabase la poca paciencia que le quedaba para
soportarlo. En cuanto volviese, empezaría a tratarlo mal, y acaso en un
arrebato de ira hasta llegara a echarlo. Pero ante la idea de abandonarlo,
sentía también que la tristeza me invadía y que las lágrimas empañaban mis
ojos al recordar las aventuras de mi vida pasada, en las que estaba como
fundido conmigo el mejor y más fiel de mis amigos, mi perro Rael .

La pócima calmante sumió al pobre mono en un profundo sopor. Lo puse en


su jaula y lo cubrí con ropas de abrigo. Ordené a Rael que lo custodiase y
prometí al príncipe volver a la mañana siguiente. Los eunucos me condujeron
fuera. Nubes escarlatas y amarillas pendían en el firmamento sobre el mar de
Mármara y el aire era tan límpido como el cristal bruñido, cual suele estarlo a
menudo después de haber llovido mucho. Sobre los jardines flotaba el intenso
aroma del jazmín. En cuanto crucé con mis guardianes el portón de cobre, me
sentí invadido de una inexplicable melancolía; me parecía ser una sombra
extraña, irreal, como si alguien estuviera caminando a mi lado y custodiando
mi paso a través de un mundo incomprensible. Y ahora no sentía miedo
alguno de la muerte. La voluntad de Alá me guiaba desde la cuna a la tumba;
mi vida era como el nudo de un tenue hilo en un infinito tapiz, en una
alfombra infinita también, y cuya extensión, cuyo dibujo, cuyo color, cuyo
molde, forma o diseño, no podía ni siquiera ver ni con toda la fantasía de mis
ojos corporales ni con los ojos de mi alma, henchidos de toda su lucidez.

Cuando llegamos al patio del sultán, los eunucos blancos se hicieron cargo de
mí y fui llevado al baño de vapor, dándome después un enérgico masaje y
friccionándome con ungüentos aromáticos. En el vestuario, me cubrieron
luego con ropa interior de lino y me ataviaron con un caftán decoroso. Apenas
estuve vestido, cuando fue anunciada la hora de las plegarias, que cumplí,
tras aquella complicada ablución, en la mejor disposición espiritual posible.
Inmediatamente, me condujeron de nuevo a la sala de audiencias del kislar-
aga, donde me encontré con el físico Salomón y sus tres barbilargos tselebs ,
todos muy cortos de vista. Salomón se había sentado a una distancia
respetable de los ancianos maestros. En un ángulo de la estancia, se sentaba
el escribiente de los tselebs , con el recado de escribir sobre sus rodillas. Un
buen número de lámparas suspendidas del techo expandían una luz clara en
la habitación.

Después de saludar a los tselebs con veneración, fui invitado a sentarme en


un cojín de cuero ante ellos, y Salomón hizo mi presentación, con un largo
parlamento. Les dijo que a pesar de mi juventud, había estudiado medicina en
las más famosas universidades de la cristiandad; luego, habiendo hallado el
verdadero camino, tomé el turbante y así estuve en disposición de adquirir los
conocimientos contenidos en las antiguas escrituras árabes. Declaró que yo
admiraba por encima de todo la escuela fundada por Moisés ben-Maimon y a
sus discípulos, pero que a causa de mi imperfecto conocimiento del idioma,
precisaba ayuda para desplegar mis talentos oralmente, aunque la lectura de
textos árabes era fácil para mí. Con la recomendación del noble kislar-aga,
había sido hecha una excepción en mi favor y estaba dispuesto a responder a
los examinadores a través de un intérprete.
Naturalmente, estaba más que satisfecho al escuchar la alta opinión que el
reputado doctor Salomón se había formado de mis conocimientos en una
pequeña conversación. Los tselebs escuchaban atentamente, moviendo las
cabezas y las barbas, y me miraron con benevolencia. Fueron haciéndome
preguntas por turno, a las cuales respondí con un embrollado latín.

Salomón prestaba mucha atención a lo que yo decía, tras lo cual repetía los
apropiados pasajes que de memoria conocía de los tratados de Avicena y
Moisés ben-Maimon, y los cuales, desde luego, no tenían ninguna relación, o
muy poca, con mis respuestas.

Varias veces, en el curso del examen, discutieron los tselebs entre ellos y se
extendieron en disertaciones aclaratorias para poner de relieve sus grandes
conocimientos y la profundidad de su pensamiento. Después de haber pasado
así una agradable hora, declararon al unísono que mi prueba había sido
satisfactoria, y mi competencia en medicina, demostrada. El escribiente
extendió rápidamente, aunque con bella escritura caligráfica, mi diploma, que
los tres tselebs firmaron estampando además sus pulgares sobre el
pergamino. Salomón besó sus manos agradecido y dio a cada uno una bolsa
de cuero por las molestias, mientras que el kislar-aga hacía que les sirviesen
una comida suculenta de su propia cocina. Sin embargo, yo no tenía
autorización para residir en el serrallo, por lo que me pasé la noche
encerrado entre cuatro paredes.

Inmediatamente después de la oración de la mañana, los eunucos me


condujeron otra vez al pabellón de la sultana Jurrem, y las pulidas puertas de
bronce me parecieron ya tan familiares como si hubiese sido un visitante
habitual de los jardines prohibidos. El príncipe Jehangir estaba sumido en
profundo sueño en su cama, al lado de la jaula del monito, y en su feílla carita
había huellas de lágrimas. El perro estaba con la cabeza entre las piernas del
niño y me saludó con un meneo de la cola cuando me aproximé.

Pero Koko había tenido una hemorragia durante la noche, y su pequeño


corazón estaba tan debilitado por la fiebre, que apenas pudo sostener mi dedo
en su mano. Gimió débilmente y luego se estremeció en una convulsión.
Estaba muerto. ¿Qué hubiese hecho yo ahora —pensé— si el pequeño
Jehangir hubiese sido mi propio hijo? Lo primero que hice fue vestir a la
monita con sus elegantes vestiduras, cubrirla con la colcha de su pequeño
lecho y tomando todo ello en brazos, salí al jardín. Los eunucos se pegaron a
mi lado. Ordené al viejo jardinero que estaba trabajando que abriese un hoyo
al pie del plátano. Obedeció y, depositando en él mi carga, llené la sepultura
del pobre Koko , formé un montoncillo sobre ella y dije al jardinero que
plantase allí una mata antes de que despertase el príncipe Jehangir. Volví a la
habitación de éste, y lo encontré aún durmiendo; me senté en el suelo,
cruzado de piernas, ante su cama. Casi al instante, apareció la sultana en el
umbral, indicando a los eunucos que el príncipe se había despertado. Pero el
príncipe Jehangir, que había estado despierto hasta muy tarde la víspera,
estaba rendido de cansancio y seguía durmiendo profundamente, para
contento de las sirvientas.

Se despertó hacia mediodía, y al restregarse los ojos con sus delgadas manos,
el perro le lamió los dedos mientras meneaba su cola alegremente. Una pálida
sonrisa iluminó el rostro del muchacho. Se incorporó y miró la jaula y su
carilla se ensombreció al verla vacía. Temiendo que rompiese de nuevo en
llanto, le dije rápidamente:

—Noble príncipe Jehangir: tú eres el hijo del sultán. Afronta, como un


hombre, a Aquel que corta los lazos de la amistad para siempre, pues una
muerte dulce ha liberado a tu amigo el mono del dolor y de la fiebre. Piensa
en Koko como si se hubiese ido en largo viaje a tierras lejanas. Así como
nosotros tenemos un paraíso, así creo que lo tienen también los pequeños
monos y los perros fieles; un paraíso con rumorosas fuentes de agua de plata.

El principito, en su pena, escuchaba mis palabras como una maravillosa


historia, y apretó a Rael contra su pecho.

—Mi perro era un buen compañero de juegos para tu monito —proseguí—, y


por eso, aunque hayas perdido un amigo porque Alá lo quiso, has ganado otro
por su voluntad. Creo que Rael te servirá bien, aunque al principio y siendo
como es una bestia fiel notará mi falta.

Mientras le hablaba, el príncipe Jehangir permitió que le lavasen y vistiesen,


después de lo cual los servidores pusieron ante él delicados manjares. No
quiso comer, y las esclavas ya empezaban a llorar, cuando le hablé:

—Debes alimentar a tu nuevo amigo y comer en su compañía, para que


comprenda que ahora eres su dueño.

El regalado principito me miró con recelo, pero yo empecé a ofrecerle por mi


propia mano algunos bocados de los que sabía ser del especial agrado de mi
perro, quien esperaba sentado sobre sus ancas. El muchacho mordió
obedientemente un trozo de cada uno y dio el resto a Rael , con lo que éste
comprendió que de ahora en adelante no era de mí, sino del príncipe
Jehangir, de la pequeña figurita que ante él estaba, de quien tenía que recibir
el alimento.

Me miró y vi que estaba sorprendido; comió luego ávidamente los exquisitos


manjares; y si he de decir verdad, yo también los probé de buena gana, pues
estaba hambriento. Entre el príncipe, que se había ido animado, el perro y yo,
hicimos desaparecer los alimentos ante las risas de las esclavas, quienes al
mismo tiempo palmoteaban y me bendecían en nombre de Alá, porque el
príncipe no lloraba ya, y comía como un hombre.

El niño me tomó luego confiadamente de la mano y yo le llevé al jardín para


enseñarle la tumba de Koko , al pie del plátano. El jardinero había plantado
un cerezo temprano sobre ella, y como el príncipe Jehangir entendía poco de
sepulturas, entierros y muertes, miró el arbolillo con gran contento. Entonces
y para divertirle más, le enseñé cómo lanzar un bastoncillo y ordenar a Rael
que lo recogiese y lo depositara a los pies; cómo hacer que Rael caminara con
las patas traseras, o se sostuviera sobre las ancas erguidas con las patas
delanteras plegadas, o bien vigilar a cualquiera a quien el príncipe había
detenido. En su pasmo ante la inteligencia de Rael , el príncipe Jehangir
olvidó sus penas, rió repetidamente, aunque con risa tímida de enfermito.
Su débil y maltrecho cuerpo se cansó pronto, y cuando le dejé en el pabellón
me pareció lo mejor marcharme. Besé su mano al despedirme y encargué a mi
perro que protegiese a su nuevo dueño tan fielmente como me había
protegido y velado a mí, en los años pasados. Con la cabeza gacha y el rabo
entre las piernas, Rael obedeció y se quedó al lado del príncipe, pero
mirándome con deseos de echar a correr tras de mí cuando salí.

Una vez en el jardín, no pude contener mis lágrimas, pero me dije que no
podía haber encontrado mejor dueño para mi perro y que éste tendría una
existencia tranquila. Después de tantas aventuras pasadas, era duro que al
final se encontrase con el trato áspero de que era objeto por parte de Giulia.

Los eunucos me dejaron a la puerta del kislar-aga, donde tuve que esperar
algunas horas antes de que se dignase recibirme. Estaba sentado, adiposo y
fofo, en su cojín, habiéndose quitado las babuchas para más comodidad; y con
su mandíbula apoyada en la mano, me escrutó durante largo rato, sin decir ni
media palabra. Luego se dirigió a mí con gran cordialidad.

—Eres un enigma para mí —repuso—. O bien eres sincero en tu simplicidad, o


bien un hombre muy peligroso y un impostor de cuidado, cuyas intrigas no
conozco a pesar de lo acostumbrado que estoy a toda clase de bellaquerías y a
tratar con tipos de toda ralea. Se me ha dicho que has ganado la amistad del
príncipe Jehangir dándole tu perro, sin pedir nada a cambio; y no has
permanecido en el pabellón de la sultana más tiempo del necesario, a pesar
de que, demorándote, podrías haber obtenido regalos principescos. He oído
también que la sultana se ha alegrado mucho de la manera como captaste su
deseo, envenenando a ese sucio mono. Pero si digo alguna buena palabra en
tu apoyo al sultán, me perjudico a mí mismo, recomendando a un hombre
cuyos propósitos son oscuros y pueden ser aviesos. Si por contra le hablo mal
de ti, puedo ofender al sultán, puesto que compadece de todo corazón al
príncipe Jehangir por su deformidad y sólo piensa en su bienestar. Pero puedo
obtener alguna recompensa para ti, pues sería muy impropio y hasta
indecoroso que un esclavo sirviera al sultán sin recibir nada a cambio.

Miró ambiguamente al techo, acariciándose su mandíbula suave y desprovista


de pelo.

—Naturalmente —prosiguió—, te percatarás de que la cuantía de tu


recompensa depende por entero de mi favor, pues el sultán tiene completa fe
en mi discreción. He recabado algunos informes sobre ti y sé que desde tu
llegada a Estambul llevas una vida regular, cumples con tus deberes
religiosos y no has tratado de establecer contactos secretos con los cristianos.
Todo esto puede, sin embargo, haber sido una añagaza tuya. Has sido vigilado
en tu trabajo en el Departamento de Cartografía y nadie te ha visto copiando
documentos secretos. Pero si digo al sultán que ganas doce aspros por día, tu
recompensa será proporcionada y no podrá exceder de doscientos aspros. Si
le hablo en tu favor y alabo tus talentos y aun los exagero diciendo que por
algún error has sido colocado en un cargo demasiado bajo, recibirás un buen
puñado de oro y la oportunidad de desarrollar tu capacidad en cualquier otro
terreno. Así pues, dependes enteramente de mi favor, y sin mí vales tanto
como el estiércol en el establo.
—Te he entendido bien, por supuesto —repliqué—; pero ya he prometido al
doctor Salomón la mitad de lo que reciba. Espero que serás lo bastante
comprensivo para aceptar una cuarta parte, de forma que quede algo para mí.
Sería algo duro que mis molestias pasadas fuesen mi único premio.

El kislar-aga se volvió a acariciar la mandíbula y me miró inclinando a un lado


la cabeza.

—El serrallo es un extraño jardín —dijo—, en el cual una semilla sembrada en


secreto puede hacer brotar flores insospechadas. Nadie está tan caído que la
suerte, bajo Alá, no le alce a las más elevadas posiciones. Por la misma razón,
la muerte recoge una cosecha espléndida en el serrallo, y si un hombre se ve
competido a castigar a otro, obrará de la manera más cuerda si lo hace por el
nudo corredizo o la piedra, pues de lo contrario, se expone a encontrar algún
día a su víctima situada en un cargo de mayor autoridad que el suyo. Si te
permito que vivas es porque quiero que seas mi amigo y que tu ascenso sea
también por ello beneficioso para mí. Y para hablar sin ningún tapujo, estoy
tan asombrado de tu candor que si tu honradez corre parejas con él, haré por
ti lo que pueda.

De estas palabras deduje que yo había ganado el favor del príncipe Jehangir y
de su madre, así que mi vida estaba a salvo por el momento, quisiéralo o no el
kislar-aga. Pero su buena disposición manifestada sería también del mayor
valimiento para mí.

—Déjame ser tu amigo, pues —dije—; y antes de nada, indícame las cosas que
pueden serte útiles. Si has investigado sobre mi vida, debes saber también
que los ojos de mi mujer son de diferentes colores y puede, por tanto, ver el
futuro. Le permitiré desplegar sus talentos ante ti, y tú, como hombre
perspicaz, te percatarás de las ventajas de ser guiado por ellos. Es una mujer
de muchas prendas más astuta que yo y no influirá sobre nadie para hostilizar
y lesionar tus intereses, sino precisamente todo lo contrario. Pero, primero,
deberán iniciarla en los asuntos del serrallo y hacer que conozca las
circunstancias que sean requeridas para una juiciosa predicción.

El kislar-aga agrietó una baldosa de un enérgico taconazo.

—¡Alá sea mi refugio! —exclamó—. ¡Así que tu simplicidad no era más que
una máscara! No arriesgo nada con recibir a tu mujer, y lo que me has dicho
sobre ella ha excitado mi curiosidad.

Nos despedimos cordialmente, sin ningún prejuicio ni recoveco en nuestras


mentes. En muestra de su favor, me permitió que le besara la mano, pero me
hizo jurar por el Profeta, el Corán y mi corta barba, que no debía revelar una
sola palabra de lo que había visto y hecho en el serrallo.

Por la noche llegó un eunuco escoltado por soldados a nuestra casa y me


entregó una bolsa de seda con doscientas piezas de oro, regalo del sultán.
Esto equivalía a doce mil aspros, o mil días de paga; era una suma mucho más
considerable de lo que había esperado. Cuando contemplé tal cantidad, me
pesó haberme precipitado en prometer al doctor Salomón la mitad de lo que
percibiese, pues se habría contentado con bastante menos.

Cuando el eunuco montó de nuevo en su mula, cuya silla estaba adornada de


laminillas de plata y piedras amarillas, Giulia suspiró:

—¡Ah, Mikael! ¿Has visto de qué manera tan humillante ha mirado ese
hombre a nuestro desvencijado patio y a esta casa ruinosa? Ha sido lo
bastante bien criado para ocultar su asombro. Este lugar puede convenir a
Abú el-Kasim, que no conoce nada mejor; pero ahora que tienes el favor del
sultán, debes buscar enseguida una casa en un barrio mejor. No precisa tener
más de cinco o diez habitaciones, siempre que esté puesta con gusto y
amueblada como corresponde a nuestra dignidad, de forma que no tenga que
sonrojarme cuando reciba a invitados de calidad. Lo mejor sería escoger
algún hermoso paraje en las orillas del Bósforo o del Mármara, y edificar allí
una casa modesta de acuerdo con nuestras necesidades y gustos. No debe
estar situada muy lejos del serrallo, aunque naturalmente precisaríamos tener
nuestro propio bote o góndola y un remero o dos, quienes se ocuparían
también del jardín, y podríamos construir para ellos una vivienda modesta,
adjunta a la cabaña del bote. Si alguno estuviese casado, su mujer podría
ayudar a mis sirvientas en la casa y podríamos vestir a los niños con vestidos
finos para enviarlos a los recados a la ciudad, de forma que todos se hicieran
una idea precisa de nuestro rango y dignidad.

Me agarré fuertemente la cabeza con ambas manos, desesperado ante


palabras tan extravagantes y no pude pronunciar una palabra en largo rato.
Al fin, respiré suspirando profundamente y dije:

—¡Giulia! ¡Giulia! ¡Estás planeando mi ruina! Si tenemos juicio, debemos


poner a buen recaudo cada aspro que podamos arañar, pues los malos
tiempos se presentan también y cuando menos se piensa. Una casa nueva
engullirá no sólo mi presente, sino hasta mi futuro. Sería como tirar el dinero
a un pozo sin fondo y ya no tendría un día más de paz.

El rostro de Giulia se contrajo y sus ojos eran de hielo en su cólera.

—¿Por qué has de destruir siempre mis más queridos sueños? —estalló—. ¿Me
escatimas hasta una casa, un hogar que podríamos llamar nuestro? Piensa lo
que podríamos ahorrar teniendo fruta de nuestros propios árboles y
sembrando y recogiendo nuestras propias legumbres en vez de que nos roben
en el mercado. ¡Y supón que tuviésemos hijos! ¡Ah, Mikael! No puedes ser tan
duro de corazón como para darles una calle sucia por lugar de esparcimiento
y dejarles crecer como los hijos de los burreros.

Las lágrimas corrían ahora por sus mejillas, y sus palabras me conmovieron
tanto, que también yo empecé a imaginarme la pequeña vivienda en el
Bósforo, con un jardín entre cuyos árboles frutales podría ver salir las
estrellas y escuchar el chapoteo del agua en la orilla. Pero la razón me dijo
que no estaba seguro de tener el favor del sultán, y que las casas no se
construían ni los jardines crecían con doce aspros al día.

Nuestra conversación fue interrumpida bruscamente por unos chillidos


estridentes, y cuando corrimos al patio de donde provenían, hallamos al
peludo gato azul de Giulia revolcándose en la hierba. Giulia trató de tomar al
gato en brazos, pero éste la arañó y por fin se refugió en el entarimado,
penetrando por una ancha grieta que había entre las baldosas. Empleamos
todas las zalemas para sacarle de allí, pero sin ningún resultado. Los chillidos
fueron atenuando su intensidad, y por fin cesaron del todo. Mortalmente
pálida, Giulia fue al rincón del patio donde se ponía el cuenco de Rael .
Después de haber echado en él la comida, Giulia lo había tapado, pero uno de
los gatos, en su hambrienta codicia, lo había empujado, volcándolo. Faltaba la
comida que había caído al suelo y que había satisfecho la gula del gato. Sólo
tuve que mirar a Giulia para comprender que durante mi ausencia había
mezclado veneno al alimento, para matar al perro y castigarme por haber
pasado la noche fuera.

Viendo que había comprendido, se acobardó y dijo lánguidamente:

—¡Perdóname, Mikael! No quise hacer daño, pero me cegué de rabia después


de haber pasado toda la noche en vela pensando cosas malas de ti. Tu perro
había acabado hace tiempo con mi paciencia y atormentaba a mis gatos
cuando tú no le veías. Llenaba de pulgas los cojines, me embarraba el piso y
derribaba mis jarrones de flores. Y ahora, para colmo, ha envenenado a mi
gatito. Nunca, nunca te lo perdonaré.

Se fue así animando y se lanzó a una especie de frenesí en las palabras contra
mí y mi perro; pero, por lo menos, este intermedio le alejó sus pensamientos
sobre los planes de construcción y todas sus fantasías. No tuvimos ocasión de
volver sobre el tema, pues apenas habíamos empezado a levantar la baldosa
para sacar el cuerpo del gato, cuando oímos un rítmico taconeo. Alguien
golpeó en la puerta del patio con fuerza y con algún objeto duro; cuando abrí,
entró un sargento de jenízaros con su equipo completo de batalla y un gorro
de fieltro blanco en la cabeza. Me saludó y me tendió una orden de su aga
para que me incorporase al ejército en la ciudad de Filopópolis, sobre el río
Maritza, y tomase posesión de mi destino como intérprete del servicio de
información secreta del serasquier.

Cuando leí esta aterradora comunicación, me agité tanto que sólo pude
tartamudear la sugerencia de que se trataba, acaso, de algún grave error y
que, por su propio bien, sería mejor para él que me acompañase
seguidamente ante su aga, y aclararlo todo. Pero el sargento era un estólido
veterano sin imaginación, quien me respondió que tenía órdenes precisas.
Estas eran tales que antes de la última hora de oración me hallase ya fuera de
las murallas de la ciudad, en camino hacia el teatro de la guerra. Debía darme
prisa, me dijo el sargento, si quería llevar algunas provisiones para el viaje y
empaquetar alguna ropa.

Todo sucedió tan rápidamente que no tenía casi conciencia de nada hasta que
me encontré sentado con incomodidad en una cesta sobre el lomo de un
camello, balanceándome a toda prisa en dirección a la puerta de la ciudad en
el camino de Adrianópolis. Alcé los brazos al cielo llorando y lamentando mi
duro destino, mientras los diez jenízaros que patrullaban delante de mi
camello empezaron a cantar a todo pulmón, alabando a Alá y proclamando
que estaban unidos para entrar en Viena a derribar al rey.
Su anhelo de batalla, el cielo sereno de la tarde, transparentemente claro
después de tantos días de lluvias, y por último, aunque no lo menos, el pasaje
de la orden escrita del aga para que percibiese treinta aspros por día de la
Tesorería del Deferdtar ; me calmaron gradualmente y me inspiraron un
nuevo valor. Traté también de consolarme pensando que nada ocurre contra
la voluntad de Alá. Si por alguna razón había sido alejado del serrallo, podía
solamente ser a causa de que el sultán deseaba comprobar mi eficiencia en
campaña, para descubrir así qué alto cargo podía concederme.

Nos deslizamos por el bajo arco de la muralla de la ciudad, en el preciso


momento en que el sol se ponía. Más allá, los quebrados declives ardían en
tonalidades escarlatas y amarillas de los tulipanes, y los últimos resplandores
del sol en su ocaso besaban las blancas columnas de los sepulcros y
mausoleos musulmanes. La oscuridad cayó, el cielo ensombreció su púrpura y
al extraño compás de la marcha de los soldados y el gruñido del camello se
oyeron en la lejanía las roncas voces de los almuédanos llamando a los fieles a
la oración. De pronto, sentí como si alguien hubiese levantado de mi cuerpo
alguna espesa manta que le cubriese oprimiéndole y respiré profundamente,
aspirando las bocanadas del fresco aire primaveral.

Así pues, iba a tomar parte en una campaña que amenazaba a toda la
cristiandad; estaba escoltado por una escuadra de jenízaros aguerridos que
habían de responder con sus cabezas de mi seguridad. Disponía de treinta
aspros al día y si la fortuna me acompañaba, tenía mucho que ganar y poco
que perder. Mi perro estaba en buenas manos. Giulia podía mantenerse muy
bien hasta mi vuelta con el dinero que me había dado el sultán, y quizá pronto
me encontraría con mi hermano Andy; su lealtad y fortaleza podrían serme de
mucha utilidad en caso necesario, como en otros tiempos.

No había, por lo tanto, razón alguna para desanimarse. Ciertamente que el


camello olía muy mal, que mis piernas estaban entumecidas y que el
constante balanceo me producía náuseas; pero superé estas calamidades y me
inundé de la fragancia de la noche primaveral. La expedición del sultán
Solimán contra el hermano del emperador iba a empezar, y por respeto al
sultán, cerraré este capítulo y comenzaré uno nuevo.
Capítulo V El sitio de Viena

Diré poco de las molestias y fatigas que experimenté en aquel viaje. De nuevo
tuvimos mal tiempo y cada noche me acurrucaba empapado y tembloroso en
la tienda de los jenízaros. Columnas de infantería, tropas de caballería y
largas filas de camellos convergían de todos los caminos hacia Filopópolis;
por la noche, las granjas de los alrededores estaban tan atestadas, que era
absolutamente imposible encontrar habitación para dormir. Jamás comprendí
cómo era capaz de soportar tales molestias sin caer enfermo, acostumbrado
como estaba a una vida de relativa comodidad.

Para hacer justicia al sargento, debo declarar que ordenó a sus hombres que
me cuidasen bien. Cocinaban mi comida y secaban mis vestidos y pronto
llegué a admirar la excelente disciplina que prevalecía entre nuestra pequeña
tropa. Cada uno de los diez hombres parecía tener su propia tarea asignada,
cuando acampábamos por la noche. Uno recogía leña, otro cocinaba, un
tercero limpiaba las armas y arneses, mientras un cuarto daba de comer a los
camellos, los otros levantaban las tiendas, y se hacía todo tan suave y
rápidamente, que a los pocos instantes un alegre fuego chisporroteaba bajo el
caldero mientras la tienda ofrecía un abrigo relativamente seco para dormir.
Estos hombres endurecidos no se preocupaban por los incesantes
chaparrones, y hay que señalar que tenían el prurito de soportar sin quejarse
toda suerte de incomodidades, sin dejar por ello de cumplir regularmente los
cinco actos diarios de devoción, aunque tuvieran que arrodillarse y postrarse
en el fango.

Lo que más me sorprendió, sin embargo, fue la consideración que mostraban


con los campesinos. Jamás los golpeaban ni les robaban el ganado, ni tampoco
destrozaban sus viviendas para obtener combustible para sus hogueras.
Nunca pegaron fuego a sus gavillas ni molestaron a sus mujeres, como era la
costumbre entre la soldadesca cristiana. En los Estados civilizados de Europa,
hacer esas cosas se consideraba como el derecho legítimo de todo
mercenario, y aunque las víctimas se quejasen amargamente, lo aceptaban, lo
mismo que aceptaban inundaciones, terremotos o cualquier otro azote de la
naturaleza. Pero mi sargento pagaba por todos nosotros la comida y el forraje
en plata contante y sonante, al cambio establecido por el serasquier, y me dijo
que cualquier jenízaro que robase siquiera una gallina o pisotease la menor
porción de campo de trigo dentro de la jurisdicción otomana sería colgado.
Tanto era el amor que sentía el sultán por sus súbditos.

El lector no debe extrañarse que me preguntase qué satisfacción podía


encontrar un pobre soldado en una expedición donde esas inocentes y
merecidas diversiones estaban prohibidas. Pero el sargento me tranquilizó,
explicándome que todo cambiaría tan pronto como pusiésemos pie en los
países de los infieles. Allí, un hombre podía robar y pillar a su entera
satisfacción y cometer todas las barbaridades que quisiera, porque ello era
grato a Alá. El sargento esperaba que él y sus hombres serían recompensados
generosamente por las privaciones de la marcha a través de los dominios del
sultán.

Los ríos, debido a las crecidas, eran muy difíciles de vadear, y los campesinos
me dijeron que no recordaban una primavera tan lluviosa. Las aguas
anegaban sus campos, impedían las siembras de primavera y amenazaban al
país entero con el espectro del hambre. Sus palabras me deprimieron, pero el
sargento sonrió ladinamente y dijo que jamás había visto a un campesino
satisfecho del tiempo. Hacía excesivo calor o demasiado frío; llovía también
demasiado o demasiado poco, y ni siquiera Alá podía concederles todos sus
deseos, aunque no por ello el sargento esperase que nadie creyese que
manifestaba dudas sobre la omnipotencia de Alá.

Cuando por último nos aproximamos a Filopópolis y vi la llanura junto al río


cubierta por un gran campamento, grité lleno de asombro.

—He visto muchas maravillas en el mundo —declaré—, pero nunca un


campamento tan vasto como éste. Apostaría que hay por lo menos cien mil
hombres en él y otros tantos animales.

El sargento replicó que muy posiblemente habría unos ciento cincuenta mil
hombres armados en la llanura. A ésos, había que añadir unos veinte mil
jenízaros, bajo el propio mando del sultán, además de las tropas auxiliares
tártaras akindsahs que se nos unirían en la frontera. Sentí un gran consuelo y
con un placer no fingido, salté de mi despiadado e indigno camello a las
puertas de Filopópolis. Una o dos veces, la traidora bestia me había echado
con cesta y todo en medio del fango. Los camellos eran animales propios para
el ardiente desierto, y la lluvia fría y constante los ponía enfermos. Los
barrizales no eran un terreno muy seguro para ellos y mi montura resbalaba
con tanta frecuencia y con tan mala suerte, que sus largas patas se extendían
en todas direcciones y era en verdad un milagro que no se partiese en dos
pedazos. Resolví encontrar un caballo a toda costa en Filopópolis.

Aquel hacinamiento de callejuelas estrechas podía haber sido en algún tiempo


una agradable ciudad ribereña, pero cuando yo llegué a ella estaba atestada
de tropas. Las húmedas casas y las fangosas calles olían terriblemente mal, y
el lugar bullía de hombres iracundos. Después de mucho trabajo, me
enseñaron por fin la casa de un mercader griego donde encontré una nube de
escribientes, cartógrafos, oficiales, mensajeros, ociosos, buhoneros, judíos,
gitanos, e incluso un monje fugitivo que había atravesado descalzo toda
Hungría, en aquel invierno, para servir a la causa del sultán.

Cuando me presenté al aga del cuerpo de exploradores, aquel hombre


experimentado lanzó una maldición y declaró que no podía encontrar un
pesebre para cada asno que le mandaba el sultán. Sin embargo, me pidió que
estudiase los mapas de Hungría y que hiciese una lista de los pozos y pastos
marcados en ellos, y que si lo creía conveniente, podía obtener más
información interrogando a los prisioneros. Podía alojarme donde yo quisiera
y encontrase lugar, porque, añadió secamente, así él podría llamarme siempre
que lo desease por medio del pagador, a quien estaba seguro que yo no
dejaría de visitar.

Esta recepción poco amistosa me enojó, pero después de todos mis sueños de
color de rosa no dejaba de ser saludable, y me inclinó a la humildad y la
paciencia. Puse buena cara por lo tanto, y regresé junto a mis jenízaros, los
cuales habían levantado sus tiendas a la orilla del río. Ni siquiera pude
desembarazarme de mi camello, puesto que no había nadie que estuviera tan
loco como para darme un caballo a cambio por él.

Estábamos entonces en el mes de mayo y una noche, mientras yo yacía


temblando en mis húmedas vestiduras, el río se salió de madre. La más
espantosa confusión se produjo en medio de la lluvia y de la oscuridad, y yo
pude salvar la vida únicamente gracias a la presteza de mis jenízaros. Al
clarear el día, me encontré encaramado en un árbol y atado a una gruesa
rama. Debajo de nosotros, las aguas amarillentas bullían y se arremolinaban,
arrastrando hombres ahogados, bestias y toda clase de enseres. Yo estaba
todavía medio muerto de sueño, mis dientes castañeteaban y mi estómago
pedía comida a gritos. Al principio no sentí el menor agradecimiento por mi
rescate, sino que me lamenté por la pérdida de mi tienda, mis vestidos y
armas e incluso mi inútil camello, el cual había muerto ahogado. Pero al alba,
el sargento y los seis jenízaros a los cuales había salvado su presencia de
ánimo, alabaron a Alá y cumplieron sus devociones lo mejor que pudieron en
una situación tan incómoda. El sargento nos aseguró que nuestro remojón
equivalía a una ablución completa y que Alá, tomando nuestro estado en
consideración, ya nos perdonaría nuestras imperfectas genuflexiones. Las
plegarias de aquellos hombres, realizadas de un modo tan singular en la copa
de un árbol, expresaban muy bien su agradecimiento, aunque yo, abrumado
por mis pérdidas, no podía sentir mucha reverencia por un espectáculo tan
fantástico. Cuando la claridad fue aumentando y reveló la desolación de
aquella llanura inundada donde hacía tan poco tiempo que se alzaba un
enorme campamento, comprendí lo milagroso de mi salvamento y la razón
que tenía en soltar un suspiro de alivio.

Aquí y allá, surgían de las aguas las copas de algunos árboles con
supervivientes colgados de ellos como racimos de uvas. Otros hombres,
chillando aterrorizados, se agarraban a tejados que se desmoronaban. Otros a
artesas, y aun a los cuerpos de animales ahogados y nos suplicaban en el
nombre de Alá que les echásemos una cuerda. Pero nuestro árbol ya no podía
soportar más peso, y necesitábamos todas las cuerdas para evitar caer
nosotros mismos. Tres días con sus noches permanecimos allí, y sin duda
hubiéramos sucumbido, de no haber podido cortar pedazos de carne de un
asno muerto que se enredó entre las ramas inferiores.

Había empezado a perder toda esperanza de rescate, cuando un bote de río,


de fondo plano, se presentó a nuestra vista, empujado por varios hombres que
lo conducían de árbol en árbol para recoger supervivientes. Cuando se
acercó, gritamos y gesticulamos hasta que el hombre que lo dirigía lo trajo a
nuestro lado y nos ordenó que bajásemos. Tenía los dedos tan agarrotados,
que no fui capaz de aflojar los nudos de la cuerda, de modo que tuve que
cortarla, cayendo de cabeza en el bote; no hay duda que me hubiese
desnucado de no haberme tomado en brazos el patrón de la lancha. Su ancho
rostro y todo su cuerpo estaban recubiertos de fango amarillento, y al
mirarme exclamó lleno de asombro:

—¿Eres tú, hermano Mikael? ¿Qué haces por aquí? ¿Te ha enviado Piri-reis a
hacer el plano de estas nuevas aguas turcas?

—¡Dios del cielo, si es Andy! —exclamé—. Pero ¿dónde están tus armas?

—Reposando con toda seguridad bajo estas aguas turbulentas; y puesto que la
pólvora se hallará seguramente algo húmeda, me serían ahora de poca
utilidad. Por esto, podemos ver qué destino tan justo rige nuestros asuntos.
Pero, sin embargo, veo que tú eres afortunado, porque tengo orden de
llevarte al sultán, quien te pagará para indemnizarte de tu remojón. Otros,
más sabios y prudentes, que huyeron a tiempo a lugares seguros, fuera del
alcance de las aguas, no han ganado ningún premio. Me pregunto: ¿cuál es el
objeto de recompensar la estupidez y de castigar el buen sentido?

Cuando nuestro bote hubo embarcado tantos hombres que su borda estaba
casi al nivel de las aguas, comenzamos a regresar, y nuestro patrón estaba ya
tan familiarizado con los canales, que evitaba hábilmente el peligro de
naufragar chocando contra las ruinas de las casas y otros obstáculos. Pronto
alcanzamos el pie de una colina donde manos caritativas nos ayudaron a
desembarcar, frotando nuestros miembros ateridos, y nos dieron a beber
leche caliente. Nos condujeron entonces a la cima del montículo, donde
estaban el sultán Solimán y el serasquier Ibrahim, espléndidamente ataviados
y rodeados de arqueros. Obedeciendo sus órdenes, el defterdar le pagó
inmediatamente a cada hombre salvado. Los jenízaros recibieron cada uno
nueve aspros, los sargentos dieciocho, y a mí, que mostré mis órdenes
escritas de puño y letra del aga de los jenízaros, me dieron no menos de
noventa aspros. Casi no sabía si estaba despierto o soñando, pues no podía
comprender cómo podían darme las gracias por haberme dejado coger por la
crecida. Pero el sargento alabó en voz alta al sultán y explicó:

—Los jenízaros tenemos un derecho tradicional a una paga extraordinaria si


nos mojamos. Si durante una marcha con el sultán tenemos que vadear un río
hasta la rodilla, se nos da una paga extraordinaria de un día. Si el agua nos
llega a la cintura, el doble. Y si tenemos la suerte suficiente de que nos llegue
al cuello, se nos dan tres días de paga. Por lo tanto, el sultán tiene mucho
interés en evitar estanques y ríos, pero él no podía prever el desbordamiento
del Maritza. Espero que no se habrán salvado muchos, o de lo contrario los
fondos se terminarán antes de que lleguemos a Buda.

Apareció el sol. Después de los tres días de ayuno, la leche caliente era muy
agradable de tomar y las monedas de plata tenían un peso muy dulce. Ni el
sultán ni el gran visir parecían muy preocupados por las pérdidas sufridas por
el ejército; por el contrario, reían ruidosamente y acogían con gran alborozo
los grupos de supervivientes que todavía seguían apareciendo. Pero su
aparente alegría no era sino una costumbre, para animar a las tropas después
de un revés; y era ciertamente una buena costumbre, porque así que tuve el
dinero que me correspondía, dejé de preocuparme por los sufrimientos que
había soportado. En la ladera de la colina habían sido erigidos tres pilares, al
extremo de cada uno de los cuales se había colocado una cabeza. Algunos de
los hombres salvados se divertían tirándoles de las barbas; porque eran las
cabezas de tres pachás a los que el serasquier había hecho responsables de la
elección de campamento, y a los cuales mandó decapitar para congraciarse
con el sultán y conservar su favor.
Mi guía se cepilló el fango seco de su caftán y me dijo que fuese a buscar las
nuevas ropas que el sultán me había prometido, y que luego me presentase a
la tienda del cuerpo de ingenieros, para esperar ulteriores órdenes del gran
visir. Pero Andy dirigió resueltamente sus pasos hacia las cocinas del
campamento y me vi obligado a ir con él, porque me tiraba del brazo. Los
cocineros eran identificables por sus mandiles y gorros blancos, y Andy se
dirigió a ellos con respeto, declarando que tenía algo de hambre; pero ellos le
respondieron que se fuese a unirse con su padre en los infiernos. Muy
resentido por todo esto, Andy comenzó por intentar convencerse de que el
caldo de una de las calderas no estaba todavía a punto; es decir, que todavía
no hervía, y para comprobarlo agarró al cocinero más próximo por las orejas y
sumergió su cabeza en el caldo. Luego, levantándolo en vilo, dijo
mansamente:

—Quizás otra vez trataréis a un hombre hecho y derecho como a un hombre y


no como a un chiquillo inocente.

Los cocineros prorrumpieron en un gran griterío y blandieron sus enormes


trinchantes, pero como vieron que Andy se mantenía firme y macizo como un
bloque de granito, señalando primero a su boca y después a su barriga,
llegaron a la sabia conclusión de que se librarían más pronto de él dándole la
comida que pedía.

Nos sentamos para comer y Andy se atracó tanto, que después apenas si
podía moverse. Hizo unos débiles intentos y terminó por echarse panza
arriba; y yo, exhausto por los tres días con sus noches pasados a la
intemperie, apoyé mi cabeza sobre su estómago y me hundí en el sueño más
profundo de mi vida.

Creo que debí dormir doce horas de un tirón, porque cuando me despertó la
urgente necesidad que me apremiaba, no tenía la menor idea de dónde estaba
y creí que me habían llevado a bordo de un barco cabeceante. Pero, al
incorporarme, me encontré cómodamente echado en una litera transportada
por cuatro caballos. A mi lado se sentaba sobre un cojín un hombre de
aspecto juvenil y pensativo que, al verme despierto, dejó el libro que estaba
leyendo y me saludó amablemente.

—El ángel de la guarda ha velado tu sueño y te ha preservado de todo mal —


me dijo—. No sientas temor, porque estás en manos amigas. Yo soy Sinán el
Constructor, uno de los encargados de los zapadores del sultán. Has sido
nombrado mi intérprete en los países cristianos que, si ésa es la voluntad de
Alá, vamos a conquistar.

Observé que llevaba un nuevo vestido, pero después de haber comprobado a


toda prisa si todavía tenía mi bolsa, no pude pensar en otra cosa sino en mi
perentoria necesidad.

—Dejémonos de hacer frases, ¡oh, Sinán el Constructor! —repuse—, y ordena


a tus hombres que detengan los caballos, o de lo contrario voy a empapar tus
valiosos cojines.
Sinán el Constructor, quien había sido criado en el serrallo, no se sintió
ofendido en lo más mínimo. Levantando una cubierta que tapaba un agujero
redondo en el piso de la litera dijo:

—En tales necesidades son iguales el esclavo y el monarca. Que ello nos
recuerde que el último día, el Compasivo no distinguirá entre altos y bajos.

En otras circunstancias quizás hubiera apreciado mejor este ponderado


discurso, pero entonces no tenía tiempo de escuchar. Una vez aligerado, me
volví a él de nuevo y vi que me miraba con el ceño fruncido y le pedí que
perdonase mi conducta algo grosera.

—No me quejo de tu conducta —replicó—, pero debido a tu gran prisa no he


tenido tiempo de volver la cabeza y para mi consternación, he observado que
eres incircunciso. ¿No serás un espía cristiano?

Desalentado por las consecuencias de mi negligencia, le saludé a toda prisa


en el nombre del Compasivo, manifesté mi fe en Alá, el Dios único, y en
Mahoma su profeta, y recité la primera sura para probar que era un
verdadero creyente.

—Me he sometido a la voluntad de Alá y tomado el turbante —expliqué—,


pero un extraño destino me ha zarandeado de acá para allá sin permitirme
nunca el tiempo ni la oportunidad para sufrir esa desagradable operación. De
buena gana te contaré mi historia y así te convenceré de mi sinceridad, pero
debo rogarte que no se lo cuentes a otros, porque puede ser la voluntad de
Alá que yo sirva al sultán y al gran visir tal como estoy.

Él respondió sonriendo:

—Tenemos ante nosotros un largo viaje y me gustan las historias instructivas;


pero tus palabras son demasiado ambiguas para ser ciertas. Sin embargo, si
el gran visir conoce tu secreto, no tengo ninguna razón para desconfiar de ti.

Todavía con mayor circunspección repliqué:

—El gran visir me conoce y sabe todo lo que a mí se refiere, aunque debe
tener cosas más importantes en qué pensar que en la circuncisión de un
esclavo.

—No soy ningún fanático —observó— y no quiero ocultarte que yo también


tengo un pecado secreto; por lo tanto, ninguno de nosotros debe sentirse
superior al otro.

Sacó un barrilito bellamente barnizado, y llenó dos cubiletes tendiéndome uno


de ellos. Yo lo bebí de muy buen grado, pues creía que el peso de mis pecados
no se vería muy aumentado por ello. Anteriormente había quebrantado a
menudo esta regla y muchos intérpretes de la Ley eran de opinión que la
repetición de un pecado no significaba su agravación; que el último día, un
borracho empedernido no tendría mayor castigo que el que sólo había bebido
una vez, sabiendo que era pecado. Nos mantuvimos en un cortés silencio en la
bamboleante litera, y a la sombra de su toldo saboreamos el néctar que corría
por nuestras venas y que hacía aparecer más brillantes, a nuestros ojos, los
colores del paisaje.

—No me preocupa el día de mañana —dije al fin—. El día de hoy es suficiente


y todo lo que sucede está de acuerdo con la voluntad de Alá. Es por simple
curiosidad humana que te pregunto a dónde nos dirigimos.

Sinán el Constructor respondió prontamente:

—Nos disponemos a cruzar los ríos de Serbia, mi país natal, y debemos


darnos prisa, porque mañana emprenderán la marcha los jenízaros y después
de ellos los espahíes, y por cada día de retraso en el horario previsto, mi jefe
el bajá de los zapadores debe perder una pulgada de su barba. Cuando ésta
haya desaparecido le seguirá su cabeza. Por ello no escatima los castigos
entre sus subordinados. Ruega porque brille el sol, y que el viento seque las
carreteras, porque un simple chubasco puede costar la cabeza a muchos
hombres.

No tenía nada que objetar. Viajábamos rápida y cómodamente de noche y de


día, y a etapas fijas nuestros caballos eran sustituidos por otros de refresco;
se aprovechaba esa ocasión para darnos también comida y efectuar el relevo
de los akindhas que nos guiaban.

Cuando ocurría alguna demora, Sinán el Constructor azotaba sin piedad a los
culpables. Tuve compasión de esos infelices y reproché a Sinán su dureza,
pero me replicó:

—Personalmente soy un hombre modesto, pero la tarea que me ha sido


asignada es importante y sería una tontería que me cansara sin necesidad.
Debo conservar todas mis fuerzas para el trabajo que sólo yo, entre esos
hombres, puedo hacer. Nuestro obstáculo principal será el río Drave, que está
situado más al norte. Cuando las inundaciones se han llevado los puentes, ni
el diablo los ha podido reconstruir hasta muy avanzado el verano. A mí me
toca esta papeleta de tener que levantarlos en corto plazo.

No fuimos en línea recta a nuestra meta, sino que, obedeciendo las órdenes
que nos traían los mensajeros, dimos múltiples rodeos. Sinán el Constructor
marcaba los cambios de carreteras en sus mapas y enviaba sus hombres
delante para señalar los vados y colocar travesaños en ellos como medida de
precaución para quienes perdían pie en la corriente. Su propio valor estaba
fuera de duda, pues nunca confiaba enteramente en los informes de los
zapadores, sino que los comprobaba entrando a su vez en las heladas aguas
del vado señalado, con su pértiga en la mano para hacer el sondeo y dirigir la
colocación de piedras en el fondo. Varias veces le derribó la corriente, y tuvo
que ser arrastrado a la orilla por la cuerda salvavidas que lo sujetaba.

Al alcanzar el río Save, destacó a sus hombres en exploración a los bosques


para derribar árboles; o a las márgenes para serrar el maderaje; el orden y la
disciplina tomaron el lugar del caos. Pero aún se abrió el cielo y las aguas
barrieron sus trabajos como si hubiesen sido telas de araña. La lluvia caía en
tromba de las repletas nubes y cuando Sinán vio crecer el río hasta
convertirse en una desbordante catarata, envió a sus hombres a guarecerse y
ordenó la matanza de varios corderos y terneras.

—Comed, bebed y descansad hasta que cese la lluvia —declaró—, pues nada
acontece en contra de la voluntad de Alá y el sultán difícilmente puede ser
más apremiante que el Piadoso y Compasivo. Aunque el retraso me costara la
cabeza, me alegraría, pues me quitaría el dolor que sufro en aquélla por
tantas figuras, dibujos y planos, pues no duermo pensando en el puente que
tengo que tender sobre el río Drave cuando lleguemos a él.

Sinán el resuelto, que no se paraba en barras con sus hombres ni consigo


mismo, rompió en lágrimas de agotamiento. Le conduje a la cama de la
cabaña del barquero y le di a beber vino caliente, con lo que al fin se durmió.
En sueños, hablaba de una gran mezquita que quería construir y que sería el
asombro del mundo.

Durante cinco días cayó la lluvia a torrentes y con mi amigo Sinán sufría
todas las agonías del retraso, dando vueltas como un tigre enjaulado en el
interior de la pequeña cabaña. En cualquier momento podía alcanzar el
ejército las orillas del río, y el gran visir mandaría cortar cabezas y arrojarlas
a la corriente. Pero mis temores fueron afortunadamente infundados, pues ni
siquiera hizo acto de presencia Josref, el bajá del cuerpo de zapadores y
pontoneros. Por fin apareció un mensajero empapado y embarrado que había
atravesado el efluvio, para comunicarnos que el sultán había ordenado
detener la marcha hasta que cesara la lluvia. El mensajero estaba tan agotado
que se había despojado de su hacha. Su cencerro estaba obturado por el
barro y le faltó aún fuerza para sacar el frasco de tonificante de su mochila;
cayó al suelo suspirando que Alá era uno e indivisible y que Mahoma era su
profeta. La sangre manó de su boca, pues había marchado día y noche bajo la
implacable lluvia y por sendas resbaladizas, y estaba reventado, aunque en
condiciones normales estos corredores pueden cubrir en un solo día la
distancia entre Estambul y Adrianópolis.

Solimán e Ibrahim se sometieron a la voluntad de Alá y nadie fue castigado


por el retraso causado por la lluvia. Aunque el ejército marchaba despacio y
con precauciones, muchos perecieron en los vados de las arremolinadas
aguas. Numerosos camellos de carga, hartos ya de los cenagosos caminos,
cerraron sus ojos y fosas nasales y se hundieron con los cargamentos para no
volver a aparecer más.

El verano estaba ya bastante avanzado, las refulgentes amapolas florecían en


las llanuras de Hungría, y yo también estaba harto de los sargazos y lodazales
de nuestro camino, cuando por fin la vanguardia del ejército alcanzó las
márgenes del desbordado Drave, junto a la ciudad de Esseki. La guarnición
turca había abandonado ya desde hacía mucho tiempo toda esperanza de
cruzarlo y sus débiles esfuerzos de construir un puente los había pagado con
docenas de hombres ahogados, porque la corriente arrastró los maderos más
gruesos como si fueran pajas.

En la ciudad de Esseki encontramos a nuestro gran jefe Josref-bajá. Se mesó


la barba y observó pensativo el zigzagueante Drave.
—¡Alá es grande! —exclamó—. ¡Alá es el único bueno, y Mahoma es su
profeta! ¡La paz sea con él! El sultán me ha pedido en raras ocasiones lo
imposible, pues estoy casado con una prima suya, o sea, unido a él por lazos
de sangre. Pero Ibrahim, gran visir y serasquier, es un hombre insensible y
despiadado. Por eso creo que ya puedo despedirme de mi barba gris. En
cuanto a vosotros, mis queridos hijos y vigorosos alarifes, creo también que lo
más juicioso que podéis hacer es encomendaros a Alá.

Sus hombres habían acompañado a Selim el implacable en sus muchas


campañas; habían tendido puentes sobre innumerables ríos desde Hungría a
Egipto, y mediante hábiles trabajos de zapa habían dominado muchas
ciudades fortificadas, incluyendo Belgrado y Rodas. Pero incluso estos
veteranos comenzaban a mojar con lágrimas sus barbas y a arrancárselas,
maldiciendo la traidora tierra de Hungría, al rey Fernando, y especialmente a
su hermano el emperador de los infieles. Pero Sinán, después de esperar
silenciosamente a que el más viejo dijese su última palabra, empezó así:

—¿Para qué creéis que he empleado miles de camellos y bueyes en el


transporte de inmensos cargamentos de madera desde las laderas de los
montes de cinco países hasta las riberas del Drave? ¿Para qué he enviado los
mejores herreros y carpinteros a ese miserable agujero de Esseki a marchas
forzadas a través de tan duros caminos? Desde que el invierno pasado recibí
detallada información en el serrallo sobre el desbordamiento del Drave, la
naturaleza de sus márgenes y bancos, la fuerza de su corriente, me he pasado
los días y las noches luchando y estudiando hasta convencerme de que podía
construir un poderoso puente a través del río. ¿Lo habré hecho todo en vano?
¿Será todo inútil? ¡No! No abandonaré mi deber, mi trabajo, mis compases y
mis tarimas, antes de haber intentado la gran tarea.

Los maestros constructores, que tenían una larga vida de experiencia tras
ellos, le miraron compasivamente y se decían unos a otros:

—¿Quién es este Sinán que adquirió sus conocimientos sentado en los cojines
de seda del serrallo? La más profunda sabiduría consiste en la sumisión a la
voluntad de Alá y seguramente en esta ocasión todo demuestra que Él ya
tiene su plan bien establecido.

Sinán miró al ancho río, al maderamen apilado en las riberas y las almadías
construidas ya. Entonces, cayendo de rodillas ante Josref-bajá y besando la
tierra, dijo:

—Soy joven pero he aprendido la sabiduría de los mejores constructores de


puentes de nuestro tiempo. He leído los libros de los estrategas griegos y
estudiado la descripción del puente que Iskender el Grande tendió sobre el río
Indo. Dame tu martillo, noble Josref-bajá y a la vista de todos elévame al
rango de hijo tuyo. A pesar de todos los obstáculos, cruzaré el río Drave con
un puente. Entretanto, ve al sultán y pídele tres días de gracia. Necesitará
también, probablemente, este plazo para que sus tropas descansen. Pero yo
precisaré el concurso de los treinta mil jenízaros.

Josref-bajá sacudía la cabeza mientras hablaba Sinán, e hizo una larguísima


pausa. Pero había tanta persuasión en las palabras de aquél, que por fin
consintió:

—Bien; seré tu padre y compartiré tu desgracia si fracasas. Pero creo que he


de compartir también el honor si con la ayuda de Alá y de sus ángeles
consigues lo imposible. Toma mi martillo. Y todos vosotros, hijos míos,
obedeced al joven Sinán.

Tendió su martillo de mando, de mango enjoyado y cabeza de oro, a Sinán,


puso su mano sobre su hombro, y en presencia de los numerosos testigos,
declaró:

—Eres carne de mi carne, mi hijo Sinán el Constructor. Recitó de seguido y


rápidamente la primera sura en confirmación de sus palabras, mandó por su
caballo y se fue con su escolta al encuentro del sultán.

Yo no sabía qué pensar sobre la audacia de Sinán, a menos que siendo nativo
de aquella región le impulsara a ello un profundo conocimiento del curso y
otras características de los ríos serbios, o quizá que pensaba en que el
período de lluvias terminaba ya, o ambas cosas a la vez. Sea lo que fuere, al
día siguiente el nivel de las aguas del Drave había descendido, y Sinán hizo
entrar en el río unos miles de hombres para instalar los cajones de hinca y
llenarlos con peñascos, y para empotrar macizos pilotes en el lecho, en puntos
cuidadosamente calculados y marcados en sus planos.

Cada tramo del puente era sólidamente reforzado con poderosos pilares y
contrafuertes, contra posibles crecidas futuras. El trabajo no cesaba ni de
noche; enjambres de hombres desnudos vadeaban a través de oscuras aguas a
la luz de antorchas y teas. Dominando el fragor del torrente, la batahola
ensordecedora de martillos y sierras podía oírse hasta desde Esseki. Sinán el
Constructor incrementó su autoridad prometiendo magníficas primas
especiales por el rendimiento en el trabajo y ordenó a los marabuts que
proclamasen que todo aquel que pereciese ahogado, o bien aplastado por los
maderos, o aun de cualquier otra manera en acto de servicio, ganaría el
Paraíso exactamente igual que si hubiese caído en batalla contra los idólatras
infieles. Hasta los jenízaros se asombraban de la indomable energía de aquel
hombre, a quien se veía en todas partes a la vez; ellos no se formaban una
idea clara de la magnitud de la labor de conjunto.

Sinán no pudo, sin embargo, completar el puente en el plazo prescrito cuando


llegaron el sultán y el gran visir con el principal cuerpo de ejército, pero el
constructor explicó ingeniosamente que su petición de tres días se refería a
contar desde el instante en que el sultán alcanzase las orillas del Drave.
Cuando el sultán vio que a pesar de las al parecer insuperables dificultades,
el trabajo iba adelante, no objetó nada contra la interpretación de Sinán.
Acompañado del gran visir, ambos sencillamente vestidos y con relucientes
cascos puntiagudos en la cabeza, realizaron una visita de inspección a la
escena de las operaciones, escoltados por un escaso número de tsaushes
vestidos de rojo. Por sí mismos pudieron juzgar que los hombres trabajaban
con más dureza y energía en los momentos de peligro. Josref-bajá, que ahora
empezó a ver que Sinán se saldría con la suya, se apresuró a sentarse en la
tienda del joven, estudiando sus planos y dando órdenes a diestro y siniestro,
como si fuese el verdadero director de la empresa, pero sin conseguir
engañar al sultán. Éste sólo observaba a Sinán, con una mirada inexpresiva,
aunque no le dirigiese la palabra ni una vez en todo el día.

Al final, entraron en acción los camellos y también un buen número de


elefantes amaestrados, los cuales, por lo que yo podía comprender, prestaban
un gran servicio. Entre sus grandes orejas se sentaban sus conductores
indios, de miradas de monos pequeños, y las inteligentes y poderosas bestias
obedecían sus menores señales, entrando en fila en el río, tanteando el
terreno con sus enormes patas, y cogiéndose de las colas con sus trompas,
formando así un sólido rompeolas para los trabajadores. En sus enrolladas
trompas portaban también pesadas vigas que diez hombres no podrían mover
transportándolas al lugar requerido. Pero Sinán el Constructor dijo:

—Esos animales producen más trastorno que ventajas; chapotean y salpican


por todos lados y son lentos y sin iniciativa. Sin embargo, divierten al sultán y
a los jenízaros y ponen de buen humor a mis hombres. Pero un hombre tan
recio como tu hermano Andy me vale a mí más que diez elefantes.

Supe que Andy había escalado un alto puesto entre los constructores, pues se
le había dado el turbante de bimbash . Pero incapaz de mantener su nueva
dignidad, andaba manipulando como sus operarios con su hacha en mano, y
siempre dispuesto a arrimar el poderoso hombro a pesos que entre varios
hombres no eran capaces de cargar. Sus proezas inspiraban espanto y
respeto, aunque parecía que le faltaban las cualidades requeridas para
bimbash , o capitán de mil. Le era difícil dirigir el trabajo de los demás,
prefiriendo hacerlo en una demostración práctica. Observando durante algún
tiempo su estúpida conducta, no pude contenerme más, y prevaliéndome de
nuestra vieja amistad fui a él y le dije:

—Es indecoroso para un bimbash aparecer como un campesino ante sus


subordinados; y avergüenzas a otros de tu rango, cuando te ven llegar con la
cara y las manos emporcadas y la pluma del turbante desgajada. Ningún
bimbash debe mezclarse con sus esclavos, hasta que les guía espada en mano
en la batalla.

—Este trabajo es temporal —repuso Andy—, y sencillamente me repugna ver


cómo manejan estos musulmanes el hacha. Y además, Sinán me imploró de
rodillas que les ayudase, y él es un buen muchacho cuyo único defecto es
dejarte andar suelto para hacer observaciones mezquinas y malévolas.

Al sexto día, estaba terminado el puente y durante cuatro días con sus noches,
lo cruzó el ejército en un torrente ininterrumpido mientras que el precavido
Sinán vigilaba que no se le cargase demasiado a un tiempo. El sultán Solimán
llamó a su tienda, en este primer día de marcha, a Josref-bajá y a Sinán, en
compañía de sus inmediatos asistentes, por lo que Andy tuvo que lavarse bien
y ponerse un nuevo caftán rojo que Josref-bajá le había dado. Pero en este
momento del triunfo, Sinán perdió toda su seguridad en sí mismo y estuvo
desconcertado cuando los jenízaros le seguían pisándole los talones, dando
alaridos de alabanza y golpeando con sus cucharas en las cacerolas. Cuando
llegamos a la amplia avenida que sombreaba la entrada de la tienda del
sultán, Sinán se volvió en su agonía a Josref-bajá y le dijo pálido como la cal:
—¡Querido padre! Un hijo adoptivo tiene el mismo derecho a la herencia que
los demás hijos, ¿no es así? ¿Y tú me adoptaste como hijo ante todos los
constructores, confirmándolo por la primera sura?

Josref-bajá le abrazó tiernamente y le aseguró que un hijo adoptivo hereda de


su padre adoptivo y viceversa. Entrando en la tienda, rodeó con su brazo los
hombros de Sinán, para indicar que estaba dispuesto a compartir los honores
de la empresa con su querido hijo. A la derecha de Solimán, estaba en pie el
gran visir, en atavíos resplandecientes de piedras preciosas. Alabó con
elocuencia nuestra hazaña, y el propio sultán, en prueba de su especial favor,
dirigió unas cuantas palabras a Josref-bajá y a Sinán el Constructor. Pero,
fuera de la tienda, los jenízaros batían cada vez con más entusiasmo sus
cacerolas, y por fin, Sinán no pudo contenerse por más tiempo. Sacando un
papel de su pecho, lo desenrolló con manos temblorosas y comenzó a leer en
voz alta las gratificaciones que había prometido a los jenízaros y alarifes.
Cuando terminó, miró al sultán a los ojos, con firmeza, y dijo:

—Señor: como oyes, el puente habrá costado dos millones doscientos mil
aspros en jornales solamente, pues aquí no está incluido el costo de los
materiales, transporte y manufactura, ni el de forja, picapedrero y otros
gastos menores. Pero mi querido padre Josref ha dado en prenda su fortuna
sobre el cumplimiento de mi palabra, y yo sacrifico contento la herencia que
me ha prometido, por carecer yo mismo de propiedades personales. A juzgar
por el ruido de afuera, me parece que los jenízaros esperan con impaciencia
los haberes ofrecidos, y te ruego su pago por el montante de estos dos
millones doscientos mil aspros. Mi padre y yo te extenderemos el oportuno
recibo de la suma. Yo haré todo cuanto pueda en el futuro para redimir mi
parte de deuda, siempre y cuando quieras confiarme algunos provechosos
trabajos.

Josref-bajá, con el rostro descompuesto, empujó violentamente de su lado a


Sinán y gritó:

—Es verdad que recité la primera sura cuando le adopté por hijo, pero
traicionó mi confianza con falsos pretextos; no puedo responder con toda mi
fortuna a las promesas de un loco. Por el contrario, le cortaré la cabeza
enseguida.

Y desenvainó su cimitarra con intención de hacerlo en la propia presencia del


sultán; pero, afortunadamente, no pudo cumplir su desgraciado propósito,
porque sufrió un derrame cerebral y cayó inerte al suelo.

Este lamentable incidente era ciertamente nuestra salvación, pues dio tiempo
al sultán para recobrarse de su asombro; su rostro de color ahumado volvió a
su acostumbrada compostura. Ibrahim había estado observando con inquietud
su expresión, pero Solimán se atuvo a su fama de nobleza y dijo solamente,
con cierto humor:

—Parece que me voy a quedar sin cambio antes de llegar a Buda. Pero hemos
de dar gracias a Alá que Sinán no prometiese a los jenízaros la luna del cielo.
El gran visir Ibrahim se rió con presteza y moderación y todos le hicimos coro
de todo corazón y discretamente, hasta que el sultán se dignó también
sonreír. Sólo Sinán el Constructor estaba grave. El sultán ordenó al defterdar
que distribuyese las gratificaciones de acuerdo con el memorándum de Sinán.
Destinó a éste una espléndida bolsa con mil piezas de oro, y sumas menores a
sus asistentes. Yo fui situado en una posición tan prominente como para
recibir diez piezas de oro por mis servicios, mientras que a Andy le tocaron en
suerte cien piezas y una pluma nueva, con su precioso broche, para
reemplazar la rota.

El presente mayor fue, sin embargo, para Josref-bajá por su acierto —y el


sultán no se equivocaba— en escoger el hombre mejor para la empresa. Sinán
estuvo contento de que así fuese. Pero durante mucho tiempo después de
aquello, Josref hablaba ininteligiblemente y daba sus órdenes por medio de
movimientos de cabeza y señas, las cuales interpretaba Sinán como mejor le
parecía.

Una vez hubo cruzado el puente, el ejército se dividió y marchó por diferentes
caminos en dirección a las grandes llanuras de Mohacs, donde Janos Zapolya,
el gobernante electo por el pueblo húngaro, había de verificar la conjunción
de su ejército con el del sultán. Sinán y yo viajábamos en nuestra litera de
caballos a lo largo del Danubio, en cuyos rápidos y remontando el río habían
sido reunidas cerca de ochocientas embarcaciones, para transportar armas y
cañones, munición, forraje y provisiones.

Después de muchos días a través de ciénagas y pantanos, llegamos por fin al


melancólico campo de batalla en el cual tres años atrás había sido sellado el
destino de Hungría. Pero, de hecho, había sido determinado mucho antes,
cuando el rey de Francia había implorado la ayuda del sultán contra el
emperador. La alianza del muy cristiano rey con el gobernante musulmán era
un factor más decisivo que una batalla. Las amapolas crecían entre las
tumbas; un recuerdo, para mí al menos, de los vanos sacrificios resultantes de
la escisión de la cristiandad.

Como si Sinán y yo hubiésemos nacido sobre estas fúnebres llanuras, fuimos


sobrecogidos por una sensación de la pequeñez de la vida humana y de la
vanidad de los Gobiernos y de sus políticas. Entre nuestros pies, los huesos
desparramados aquí y allá estaban lavados por las torrenciales lluvias. Nada
diferenciaba las calaveras húngaras de las turcas. Ambas miraban con las
cuencas de los ojos vacíos a un vacío universo. Los guerreros yacían entre
balas de cañón y defensas hundidas, con sus espadas rotas en los esqueletos
de sus manos; y sus únicas lápidas conmemorativas eran las flores orientales
que habían brotado entre ellos. Sus semillas habían caído de los furgones
turcos, mezcladas con la tierra empapada en sangre y abonada con el
excremento de los camellos; a la vista de las plantas de anchas hojas, con sus
flores azules, me sentí subyugado.

—¡Salve, campo de Mohacs, sepultura de Europa, mausoleo de la política de


Occidente! —exclamé—. Como un loco que destroza su propio cuerpo, tus
blanqueadas tumbas son testigos mudos de un continente que se desgarra
hasta quedar en ruinas. Amargamente ha de hablar tu palabra muda a los
príncipes de Occidente que se enfrascaron en una mutua destrucción
traidora, que tendió el manto negro de la noche sobre Europa, en la cual
brillaba el creciente del islam expandiéndose amenazador. ¡Mohacs! Sombría
señal y recuerdo del declinar de Occidente; luminosa promesa de un futuro en
el que los hombres no estarán obligados a dar sus vidas en aras del ansia del
poder de otros; en el cual, Oriente y Occidente, serán regidos por justas leyes,
bajo el nombre y advocación del Compasivo. Su ley enlazará por igual al rico y
al pobre y nadie será perseguido, estrangulado, quemado o torturado a causa
de su fe. Todo el mundo vivirá en concordia bajo el palio de un Gobierno sabio
y podrá practicar su religión sin necesidad de guerras. Ésta es la tarea que
ahora nos incumbe cumplir, y pronto, pues de lo contrario no hay
pensamiento en el mundo; y si el pensamiento está ahogado, ¿qué razón de
vivir queda?

De esta grandilocuente manera apostrofé a los huesos blanqueados de


Mohacs. Pero después me invadió una indecible angustia, cuando vinieron a
mi mente las gloriosas catedrales de las sonrientes ciudades de la cristiandad,
en cuyas torres las roncas voces de los almuédanos pronto habrían de llamar
a los fieles a la oración. Mi sangre, la fe que me acunó y la memoria de mis
antepasados me ligaban a las naciones de Occidente que por sus escisiones
habían cavado su propia tumba. Sin embargo, yo estaba separado del campo
de Mohacs por mi deseo de vivir aun en condiciones diferentes y no me
encontraba en modo alguno incitado a morir por una fe que se había
condenado a muerte a sí misma.

En ese momento, oímos el poderoso e isócrono ruido de muchas pisadas y el


viento nos trajo la trepidante música de los tambores y címbalos de los
jenízaros, como si también se dirigiesen hacia este lugar de la muerte.

El sultán Solimán estaba preparando el escenario de su mayor victoria, y


aunque otras veces, por lo general, sus tropas marchaban tan silenciosas
como sombras, aquel día permitió a las fanfarrias que tocasen y se
desplegasen las banderas, hasta nueva orden para el descanso nocturno. La
música marcial, sonando en nuestros oídos, pareció mostrarnos la futilidad de
nuestras reflexiones y salimos disparados hacia nuestra tienda a orillas del
río.

Como en visión mágica, el campamento entero parecía brotar de golpe de la


desolada llanura. Cada hombre tenía su tarea asignada y se sentaban en
grupos de diez alrededor de los calderos colocados sobre los chisporroteantes
fogatas. La tienda del sultán estaba situada en la colina más alta, cuyas
laderas estaban alfombradas por los componentes de su guardia personal. El
deber de estos hombres era estar enraizados en tierra alrededor de la tienda
de Solimán, con sus arcos y flechas dispuestos. Mientras que los troperos
abrevaban camellos y bueyes en el río y otros segaban forraje para los
caballos de los espahíes, el gran visir Ibrahim, escoltado por brillante séquito,
se ponía en camino para ir al encuentro del rey Zapolya.

A la mañana siguiente, después de habernos lavado y dicho las oraciones,


encontré a maese Gritti, quien se hallaba evidentemente sufriendo de los
efectos de su carroza. Se apresuró a abrazarme.
—¡Por el amor de Dios, maese Carvajal! —exclamó—. Decidme dónde se
puede hallar en este condenado campamento un tonelete de vino refrescante.
Más tarde, he de acompañar al rey Janos ante el sultán, antes de que se olvide
del episcopado húngaro que me ha prometido.

Estaba muy lejos de agradarme haber tropezado con este hombre licencioso e
intrigante, pero tarde o temprano así habría ocurrido, y ahora, el deber
humano me obligó a ayudarle. Precisamente llegaba entonces Andy, quien
había pasado la noche inspeccionando sus cañones a bordo de los transportes
recién llegados. Le pedí su opinión y, después de algunas deliberaciones, se
comprometió a conseguir un par de jacos para maese Gritti y para mí, con
objeto de trasladarnos todos juntos al campamento de los akindshas
cristianos, que estaba situado a media milla. Al contrario de los musulmanes,
vestían ropas muy sucias y habían llenado con sus desperdicios e inmundicias
un encantador bosquecillo de hayas. Las patrullas de jenízaros, en vez de
inspeccionar este campamento, se alejaban de él todo lo posible. A cambio del
oro de maese Gritti, los rufianes akindshas extrajeron un tonel de excelente
Tokay que habían enterrado y le invitaron ansiosamente a que saciase su sed.

Como bebedor experimentado que era, y más entre aquella gentuza, maese
Gritti tomó sólo lo suficiente para volver la sangre a su cabeza y ponerle de
buen humor, pues tampoco era conveniente excederse ante las importantes
tareas que le esperaban. Abandonamos el campamento y nos apresuramos a
ir a su tienda para que se cambiase de ropa y se preparase a unirse al séquito
del rey Zapolya. Para recibir al rey de una manera digna, el sultán había
formado su ejército en parada a cada lado de la tienda donde la recepción
había de celebrarse, de forma que cuando después de la oración de mediodía,
el rey legítimo de Hungría se aproximó con su séquito y mesnada, todo su
ejército pareció una gota que en cualquier momento puede absorber el
océano. Yo no estaba admitido a la ceremonia, pero maese Gritti me hizo
después un relato detallado de cuanto había sucedido. Parece ser que el
sultán tuvo a bien dar tres pasos para adelantarse a Zapolya con la mano
tendida a fin de que la besara y que luego lo invitó a que se sentara a su lado
en el trono. Yo presumí que ello era debido a que, honrando así a Zapolya, el
sultán quería honrarse a sí mismo; pero, maese Gritti tenía una explicación
mejor que darme.

—La causa es más profunda —dijo—, pues aunque Janos Zapolya es un


hombre sin importancia y trae solamente seis mil soldados de caballería, tiene
en su poder un mágico talismán de importancia mayor que un ejército, y era
este objeto del que quería asegurarse el sultán, mediante una halagadora
recepción. Zapolya es más bien un explorador que un combatiente, y sus
partidarios se han acogido a él marrulleramente y le sostienen arteramente,
porque es el poseedor de la corona de san Esteban. Hube de confiar este
secreto a mi hermano Ibrahim, pues de lo contrario difícilmente se hubiese
molestado el sultán ni siquiera en recibir a este individuo.

Respondí cortésmente que no le entendía muy bien, pues una simple corona
no podía hacer un rey. Para ello era necesario, además, un poderoso ejército.
Pero maese Gritti dijo:
—La sagrada corona de san Esteban no es como otra cualquiera. Los
húngaros son todavía un pueblo bárbaro y primitivo; su superstición hace que
no reconozcan por rey de Hungría a nadie, hasta que no haya sido
entronizado con esta corona. Por lo tanto, es éste su mayor tesoro, y el
voivoda Zapolya allanó por lo menos mitad de los obstáculos en su camino
cuando descubrió el escondrijo secreto donde se halla dicha corona. Y ahora,
este hombre crédulo la ha vendido al sultán por cuatro caballos y tres
caftanes. Quinientos espahíes de toda confianza están en camino para
buscarla, antes de que el rey Zapolya se arrepienta de su transacción.

Parecía que maese Gritti estaba en lo cierto, pues noté que durante nuestra
marcha hacia Buda nadie hacía mucho caso del rey Zapolya. Iba con sus
seguidores a retaguardia de la columna y los jenízaros, al referirse a él, lo
hacían por el irrespetuoso nombre de Janushka . Tres días después de haber
dejado atrás Mohacs, hicimos alto en los viñedos que rodean Buda. Las
murallas de la ciudad aparecían extraordinariamente macizas, y la guarnición
alemana se dio tanta prisa en abrir un fuego vivaz y nutrido, que yo corrí a
visitar las fuentes calientes de la región, mientras Sinán el Constructor ponía
a sus hombres a zapar y minar, en preparación de sitio.

El sultán y el gran visir, con caftanes sencillos y cascos y escoltados por


escasa guardia, realizaron una visita de inspección para animar a sus
hombres antes del asalto. Tuve la buena fortuna de tropezarme con ellos
cuando estaba llevando la comida a Sinán, quien solía estar tan abismado en
sus trabajos que a menudo se olvidaba de comer. El sultán se dirigió a mí, a
no dudarlo, para mostrar su buena memoria, llamándome amablemente por
mi nombre. El orgullo me llenó el corazón y en agradecimiento, con el
obligado beso en tierra, no sé qué impulso inexplicable hizo que mencionara
un sueño que había tenido.

—Se me ha dicho que tu mujer tiene también sueños —observó el sultán— y


que puede predecir los acontecimientos en un recipiente con arena. Dime qué
es lo que viste en tu sueño.

Quedé desconcertado, tartamudeé y miré al hermoso Ibrahim, a quien


parecieron no haber agradado las palabras del sultán. Era un misterio para mí
cómo Solimán podía conocer algo de Giulia; pero ahora que yo había
empezado, no tenía otro remedio que continuar.

—Ayer me bañaba en las maravillosas fuentes de esta región, y me sentí


después tan cansado, que me dormí. Soñé y vi la fortaleza de Buda, y un
buitre volando sobre ella, que llevaba en sus garras una extraña corona. Las
puertas de la ciudadela se abrieron y los defensores se prosternaron ante el
buitre. Entonces, el Hijo del Compasivo se adelantó y el buitre depositó la
corona sobre su cabeza. Esto es lo que vi, pero a un hombre, más sabio que
yo, toca interpretar la visión.

Era verdad que había tenido este sueño, sugerido probablemente por mi
conversación con maese Gritti, aunque de hecho había visto la corona
cayendo sobre Buda, desprendida de las garras del buitre y aplastando toda la
ciudad bajo su peso. Mi visión de las puertas abiertas había nacido sin duda
del acuciante deseo que sentí de ver la ciudad caer tan rápidamente como
fuese posible en las manos del sultán, y pudiera yo así escapar a los peligros
de un asalto. No parecieron sospechar una mistificación y el sultán exclamó:

—¡Hágase la voluntad de Alá!

Aun el bello rostro de Ibrahim resplandeció. Más tarde recibí del sultán un
vestido nuevo y una bien repleta bolsa en premio a mi sueño.

Es difícil dictaminar el valor de los sueños como pronósticos, pero lo cierto es


que éste fue colmado, pues Buda cayó después de un asedio de seis días, aun
antes de que se hubiese abierto una brecha. Nadie quedó más asombrado que
yo mismo, que estaba muy lejos de esperar un desenlace tan rápido.

Cuando los dos capitanes de la guarnición vieron las poderosas fuerzas del
sultán y el gran número de cañones desembarcados, abrieron negociaciones y
consintieron en abandonar la ciudad, siempre que no fuesen desarmados y
pudiesen conservar, con sus vidas, sus pertenencias. El sultán dio su
conformidad a estos moderados términos, pues el verano estaba ya muy
adelantado y el principal objetivo de la expedición estaba aún lejos.

Al batir de los tambores y golpear de los címbalos, se situaron en marcial


parada los jenízaros a ambos lados de las puertas, con objeto de permitir la
salida de la guarnición y demostrarles además con palabras y gestos, lo que
pensaban de ellos. Al principio, los germanos marchaban humildemente,
exhortándose los unos a los otros a recordar los sufrimientos e injurias que
Nuestro Señor Jesucristo padeció; pero cuando los jenízaros rivalizaron en
pisotear la Cruz y en hacer objeto a los vencidos de toda clase de burlas, no
pudieron contenerse por más tiempo. Sus rostros se ensombrecieron y
maldijeron de sus oficiales y se recordaban mutuamente que ellos eran
lansquenetes germanos, ante los cuales el mundo entero temblaba. Algunos
detenían la marcha para responder a los jenízaros que hablaban en alemán;
los adversarios, nariz contra nariz y con los cuellos alargados, parecían gallos
de pelea. Ello me dio la oportunidad de ver y hasta tocar los nuevos
mosquetes ligeros, provistos de rodetes de cerrojo y a los cuales trataban
muchos de los germanos como a su más precioso tesoro. Los jenízaros, que
habían ido a peores en la batalla de palabras, no pudieron contener por más
tiempo sus deseos homicidas y en ese momento intentaban arrancar las
armas de manos de los vencidos. Se produjeron choques que se extendieron
con creciente salvajismo, muriendo muchos germanos, cuyas armas y
pertrechos pasaron a manos turcas. Calculo en no más de cinco o seis los
componentes de la guarnición que consiguieron escapar a la degollina y
esconderse en las espesuras. Toda la tierra, entre las puertas de la ciudad y la
orilla del río, estaba sembrada de cabezas, brazos, piernas y otras porciones
de lansquenetes muertos. Los jenízaros volvieron muy contentos a su campo,
para probar sus nuevas armas, o pelearse entre ellos para arrebatárselas los
unos a los otros. El episodio perjudicó mucho a la reputación del sultán en el
mundo. El emperador Carlos y su hermano de Viena se dieron prisa en
proclamar la traición del sultán, aunque al noble Selim le afectó tanto la
conducta de sus jenízaros que se retiró a su tienda y no quiso mostrarse por
espacio de tres días.
Poco después de esto fui llamado a la tienda de Ibrahim por maese Gritti,
quien me escoltó allí. El gran visir estaba sentado sobre un cojín, con las
piernas cruzadas y estudiando un mapa. Nos invitó cordialmente a sentarnos
a su lado, y entonces, con una sonrisa burlona en sus oscuros y brillantes ojos,
dijo:

—Te estoy agradecido por tu sueño, Mikael el-Hakim; pero te prohíbo tener
ninguno más, o por lo menos contárselo al sultán sin mi permiso.

—No puedo evitar mis sueños y mis intenciones eran de las mejores —
repliqué, un tanto ofendido—. Además, mi sueño resultó cierto, pues Buda
cayó sin necesidad de choque.

Ibrahim me lanzó una inquisitiva mirada.

—En este caso, en efecto, tu sueño fue verdadero, y es por lo que te he hecho
venir —dijo—. Veamos, ¿cómo pudiste prever lo que iba a acontecer? ¿Cuál
era tu objetivo? ¿Quién puso las palabras en tu boca? ¿Era acaso por hacerme
sospechoso ante el sultán, a mí su esclavo, de ambicionar la corona de
Hungría?

Me estremecí a estas palabras, pero él prosiguió implacablemente:

—¿Cómo puedo confiar en ti? ¿Piensas que no sé que te has adobado el favor
del serrallo, y entrado al servicio de la sultana Jurrem? Como una muestra de
tu lealtad, has dado hasta tu perro a su hijo, a pesar de que ella es una mujer
falsa que sólo espera la ocasión para herirme. Confiesa que ha sido ella quien
te ha pagado para seguirme en campaña y tener esos sueños nocivos.

Yo estaba demasiado aturdido para responder ni una palabra a todo cuanto él


iba diciendo. Maese Gritti me miró entornando los ojos y sacudió la cabeza.
De pronto, el gran visir sacó de debajo de su cojín un gran bolsón de seda y
me lo arrojó al regazo. Un segundo y un tercer bolsones hicieron doblegarse
mis rodillas bajo el peso. Luego, dijo, más bien con recelo:

—Pesa este oro en tus manos y piensa cuidadosamente: ¿quién de nosotros es


más rico: yo o el sultán? ¿Y quién de los dos puede recompensarte con mayor
largueza? Debo admitir que hasta ahora no has tenido mucho provecho de mí.
Pero todo ese oro es tuyo si quieres confesar que Jurrem la Rusa te ha ganado
y puesto contra mí, pues es estúpido dejar a un adversario moverse en la
sombra y debo conocer cuáles son tus intenciones.

Sobreponiéndome a la agitación, pude estimar que cada uno de los bolsones


contenía por lo menos quinientas piezas de oro, lo que era una gran fortuna
para un hombre de mi posición. Con esta fortuna podría comprar una
hermosa casa con jardín en el Bósforo, así como esclavos y barcas y todo
cuanto mi corazón podía desear. Veía ante mí el mofletudo rostro de la
sultana Jurrem, sus fríos ojos azules, los rasgos irregulares, la boca
perpetuamente sonriente y los hoyuelos de sus mejillas. Yo no le debía nada y
no estaba ligado a ella en ningún sentido; y sin embargo, dudaba en
responder, no por su causa, sino porque encontraba difícil mentirle al gran
visir. Ibrahim me seguía mirando inquisitivamente.

—No temas nada; habla abiertamente —dijo—. No te pesará, pues lo único


que deseo es saber a qué carta quedarme en este asunto. Éste es mi secreto y
el sultán no debe conocerlo nunca.

—Me has sometido a una tentación cruel —dije al fin—, pero no puedo
mentirte ni por todo este oro.

Lágrimas de indignación afluyeron a mis ojos y empujando a un lado los


bolsones, le relaté cómo entré fortuitamente en el harén, y en qué forma di mi
perro al príncipe Jehangir. Terminé con amargura:

—Soy un imbécil en contaros esto, pues una mentira me haría rico. Pero
nunca en mi vida he sido capaz de trabajar tan sólo para mi propia ventaja, lo
cual, según las continuas quejas de mi mujer, es una gran estupidez.

La descabellada pérdida del dinero me hizo prorrumpir en sollozos y maldecir


mi debilidad. Maese Gritti y el serasquier Ibrahim se miraron con expresión
de asombro. Entonces, Ibrahim me dio una suave palmada en la espalda y
preguntó:

—¿Cómo puedes entonces haber introducido a tu mujer al conocimiento de la


sultana, en forma tal que ahora visita diariamente el harén para mirar en la
arena y vender toda clase de lociones y pomadas de belleza?

Me retorcí las manos, presa del asombro.

—No tenía la menor idea de ello —repliqué—, aunque es verdad que la


recomendé al kislar-aga, exaltando su talento.

La buena fortuna de Giulia me animó a extenderme sobre ella hasta que se


disipó la última sombra de las sospechas del serasquier, quien dijo sonriente:

—Te creo. No puedo dudar de tu sinceridad, aunque no he quedado


completamente convencido de si eres un simple o bien un hombre de excesiva
astucia.

Para mi gran pesar, volvió a tomar los bolsones y esconderlos donde habían
brotado; pero entonces dio una palmada despidiendo al mudo, que había
estado oculto tras una cortina con un lazo de seda roja sobre su hombro. La
vista de este hombre me produjo escalofríos en la espina dorsal, y el gran visir
dijo:

—Si hubieses confesado que conspirabas contra mí, el oro era tuyo, pero
habrías disfrutado de él poco tiempo, pues no podía en rigor conservarte la
vida. Pero tu honradez requiere ser premiada, y por ello pídeme todo cuanto
desees dentro de lo razonable.

Mezclando mi miedo con mi agradecimiento, me arrojé a sus pies.


—Seré siempre tu fiel servidor como hasta ahora —manifesté—, pero dime
qué quieres significar por «razonable», pues no deseo agraviar tu
munificencia pidiendo una prenda demasiado pequeña de tu favor.

El gran visir celebró esta salida con una carcajada, pero no vino en mi ayuda.
Me encontraba, así, en un dilema, pues pensaba que si le pedía demasiado
poco le molestaría tanto como si considerase exorbitante mi petición. Me
froté las palmas de las manos en la agonía de mi indecisión, hasta que, por
fin, acumulando todo mi valor, dije:

—Soy un hombre de pocas pretensiones, pero mi mujer ha deseado hace


tiempo un cobijo que podamos considerar como nuestro hogar. Una casita,
aunque fuese modesta, con jardín propio, en algún lugar de las riberas del
Bósforo, no muy alejado del serrallo, sería el más maravilloso regalo que
podrías hacerme. Te bendeciré todos los días de mi vida. Tú posees muchas
propiedades en las afueras de la ciudad, incontables palacios y villas de
verano, y ni siquiera te enterarías de la falta de un pequeño rincón en la
orilla.

Ninguna petición podía haber sido más aceptable para el gran visir. Una
ancha sonrisa iluminó su hermoso y varonil rostro, y tendió su mano para que
la besara.

—Tu petición es la mejor prueba de tu sinceridad —declaró—, pues si


hubieses meditado traición, es seguro que no habrías pedido una casa
cercana a la capital, sino algo que pudiera ser fácilmente transportado. Por lo
demás, no hay una ciudad más encantadora que Estambul. El propio Alá fue
quien la designó para capital del mundo, y con su voluntad pienso
embellecerla aún más en el futuro, con magníficos edificios y mezquitas. Te
daré una amplia franja de terreno cercano a mi propio palacio de verano en el
Bósforo, y Sinán construirá para ti y tu familia una espaciosa casa de madera
que armonice con el paisaje y alegre el corazón y los ojos. Puedes sacar los
fondos necesarios de mi Tesorería, y emplear azamoghlans en la
construcción.

En confirmación de todo lo cual, recitó la primera sura.

Maese Gritti sacudió de nuevo la cabeza significativamente, ante mi


estupidez, pero mi propio contento no conocía límites, y me parecía que mi
destino no había sido en medio de todo adverso enviándome a esta guerra.

Pero desperdiciamos muchos valiosos días en Buda, y cuando por fin el


ejército se movió, los cielos se abrieron de nuevo de tal manera, que aun los
más sensatos de los jenízaros empezaron a temer que Hungría estuviese
infestada de rabiosas jinnis , mientras que los más fanáticos derviches
predecían otro diluvio. Sin embargo, el ejército del sultán era demasiado
importante para no estar completamente convencido de su triunfo final. Ni
aun los húngaros dudaban, pues cuando en nuestra marcha por el valle del
Danubio arriba llegamos a la poderosa fortaleza de Graz, el obispo Varday se
rindió al instante, y hasta se apresuró a sacrificarse uniéndose al séquito del
sultán, con vistas a salvar lo que podía ser salvado de las propiedades de la
Iglesia húngara.

Seguimos nuestra marcha con grandes dificultades, y era lastimoso ver a los
camellos bajo esta lluvia helada, resbalando y dando traspiés en los cenagosos
caminos, y desgarrando las almohadillas de sus pezuñas hasta que caían para
no levantarse más. Cuando avistamos Viena teníamos apenas veinte mil
camellos de los noventa mil con que habíamos salido, de lo que se deducirá
las enormes dificultades que había para el abastecimiento de un ejército tan
numeroso. Eran las postrimerías de septiembre cuando por fin nuestras
fuerzas tomaron sus posiciones ante Viena, y en su esplendente pabellón el
sultán se sentó tiritando ante un brasero, pues el tejido recamado de la tienda
no era suficiente abrigo contra el frío, ni tampoco era a prueba de lluvia.

Pero desde las colinas de Semmering, la rica y populosa ciudad con el


cimborrio de su catedral apuntando a las nubes, parecía estar al alcance de la
mano. Las murallas parecían tan delgadas como hilos, mientras que los
contrafuertes, empalizadas y otras defensas levantadas a toda prisa, no
parecían constituir ninguna seria amenaza. En verdad, no me imaginaba cómo
podíamos fracasar en la captura de Viena con sus enclenques bastiones y una
guarnición relativamente pequeña, aunque ésta se hallaba reforzada por unos
cuantos veteranos que el rey Fernando había instalado allí, antes de su
prudente huida a Bohemia.

Mas, para hacer honor a la verdad, debo decir que los defensores mantenían a
conciencia su reputación y hacían cuanto podían para incrementar la
nostalgia que de su tierra comenzaban a sentir ya los sitiadores. Estaban
además sostenidos por una firme y bien justificada creencia de que el tiempo
y las fuerzas de la naturaleza estaban de su parte, y presumo que hasta se
preciaban de ser los guardianes de la última fortaleza de la cristiandad. Si
esta fortaleza caía, nada impediría al victorioso islam extenderse sobre
Germania y Europa entera. Aun siendo renegado como yo era, me pareció
muy duro aceptar un hecho así y mientras miraba Viena desde las colinas de
Semmering, no sabría decir a qué campo deseaba yo que correspondiese la
victoria. Y cuando vi el valor increíble de los sitiados, me dolió indeciblemente
mi apostasía; creo que el comprensivo lector sabrá apreciar mi sinceridad y
simplicidad de corazón en materia de fe.

Tuve poco tiempo para mis divagaciones, pues Sinán el Constructor me puso
pronto a trabajar en serio. Como intérprete suyo, debía yo interrogar a cada
prisionero que se había capturado en la capitulación de Buda; me envió
también al campo de concentración para interrogar a los fugitivos que los
akindshas habían capturado, y conocer por ellos los detalles, casas, bastiones,
torres y nuevas fortificaciones de Viena. No me dio ni un minuto de respiro.
Yo iba jadeando de un informante al otro y anotaba en mi mapa qué casas
eran de piedra y cuáles de madera; cuál había perdido su tejado y cuál había
sido derribada para emplazamiento de la artillería; cuántas trincheras se
habían abierto, qué calles estaban cerradas al tráfico de caballos y quién
mandaba en las varias puertas, torres y bastiones. Por fin, me cansó tanto
este trabajo, que me exasperé y no pude contenerme.

—¡Alá me preserve y qué innecesario trabajo te das! —grité—. Abre una


brecha en las murallas, no importa dónde, y los jenízaros se encargarán del
resto, aunque no sea más que por calentarse ante un buen fuego.

Pero Sinán el Constructor replicó:

—No, no. Antes he de tomar nota del declive del terreno, y descubrir
cualquier corriente subterránea, establecer la tabla hidrométrica y señalar la
profundidad del suelo, antes de que mis zapadores sean víctimas de una
inundación o tropiecen con una pared de roca. Debo conocer todo cuanto
pueda ser conocido de Viena.

Yo me había familiarizado tanto con el plano de la ciudad, que podía haber


caminado por ella con los ojos vendados. Miles de sus habitantes, obligados a
empuñar las armas, habían sido enviados sin compasión a primera fila y eran
una fácil presa para los salvajes akindshas . Su número aumentaba tanto, que
casi no había ya sitio disponible para ellos en las corralizas de esclavos, ni era
posible montar una guardia efectiva para custodiarlos, por lo que muchos
consiguieron escapar, llevándose con ellos una información útil para los
defensores.

Si éstos hubiesen pensado en su escaso número y en consecuencia, siguiendo


las normales reglas de la guerra, hubiesen permanecido tras sus murallas en
simple espera del ataque del adversario, nuestra vida en el campamento
habría sido soportable, a pesar del infame tiempo y de la escasez de
provisiones. Pero los temerarios germanos y bohemios nos hostigaban sin
cesar y por doquier. Cuando, tras mucha reflexión y cálculo, empezó Sinán
por fin a minar en dirección a la Puerta Carintia, los mosqueteros germanos
de la ciudad descendieron a las galerías subterráneas de las murallas. Se
situaron allí con oídos y ojos alertas sobre la superficie del agua de un pozal,
y sobre un puñado de guisantes esparcidos en un tambor. Cuando los
guisantes comenzaban a bailar y el agua a palpitar con la vibración de
nuestros trabajos, estos ateos dispusieron al instante contramedidas. Así,
cuando por fin nosotros habíamos abierto un túnel recto bajo la muralla y
apilamos nuestra pólvora de forma que pudiésemos hacer estallar todas las
minas a la vez, los impúdicos y rapaces germanos cavaron a través de nuestra
zapa desde el interior, robaron toda nuestra pólvora y se la llevaron a la
ciudad, no sin antes haber derribado y destruido cuanto habíamos conseguido
hacer en el curso de semanas de una tarea dura y peligrosa.

Una tarde, el serasquier, impaciente por la lentitud de los zapadores, mandó


colocar sus piezas ligeras de campaña en posición ante la Puerta Carintia, y
se bombardearon sus torres por espacio de toda la noche de lluvia torrencial.
No podía haber habido mejor demostración de la incomparable destreza de la
artillería turca, pues se efectuó un fuego graneado e ininterrumpido,
cargándose y descargándose las piezas con tanta rapidez como en tiempo
seco y en pleno día. El constante fragor de estos cañones aguijoneó
gratamente mi valor, pero Andy pensó que no tenía objeto alguno exponer a
los artilleros a la implacable lluvia, empeorando así sus resfriados y
pulmonías. Los estornudos y toses de cien mil musulmanes, dijo, eran más
alarmantes que el cañoneo, y sólo por sí mismos podían derribar las murallas
de Viena.

Yo no tenía deseos de abandonar mis relativamente secos cuarteles, para los


cuales Sinán el Constructor había procurado un brasero. Pasamos ambos una
alegre velada ante un par de jarras de vino, como resultado de lo cual nos
sumimos en un profundo sueño. De repente, fuimos zarandeados por una
terrorífica explosión. Algunas tropas escogidas de la guarnición —germanos,
españoles y húngaros— habían efectuado una salida por sorpresa a través de
la Puerta de la Sal y se lanzaron sobre nuestros hombres desprevenidos. A
continuación, pegaron fuego a todos los ramojos que con tanto esfuerzo
habíamos podido almacenar, a las tejavanas de pertrechos de Sinán, a las
corralizas de los esclavos, y a todas las tiendas que pudieron alcanzar.
Habrían terminado con todo el campamento, si éste no rezumase tanta agua,
que lo salvó del fuego.

El pánico mayor fue causado por las granadas que los asaltantes lanzaban
dentro de las tiendas y cuyas humeantes y silbantes mechas atravesaban con
su fulgor la oscuridad, como colas de cometas. Sus carcasas de barro cocido o
de vidrio estaban repletas de piedras, clavos y otros cascotes, que al
producirse la explosión volaban en todas direcciones, infligiendo muchas
heridas.

Sinán y yo estábamos en el mejor de los sueños cuando la tormenta estalló y


habríamos hallado un triste fin de no habernos arrastrado por una trinchera
de ataque hasta un túnel cuya boca estaba disimulada con matorros. El
estrépito de la batalla sobre nuestras cabezas era tan ensordecedor y
terrorífico, que yo me acurruqué temblando en un rincón; pero Sinán el
Constructor se envolvió la cabeza con su túnica y prosiguió al instante su
interrumpido sueño.

Cuando al alba los jenízaros comenzaron a marchar colinas abajo en filas


cerradas para el contraataque, el enemigo, como podía esperarse, fue ganado
por el pánico y por lo menos quinientos de sus hombres fueron acuchillados
en un santiamén. Los jenízaros, furiosos por haber perdido su sueño,
persiguieron tan sañudamente al resto, que habrían entrado con los fugitivos
en el interior de la ciudad de no haberse apresurado los germanos a cerrar las
puertas, pero con tanta precipitación, que un buen número de oficiales
quedaron fuera.

Las cabezas de cien germanos fueron llevadas empotradas en estacas a la


tienda del sultán, mientras que los jenízaros hacían sonar sus fanfarrias, y sus
agas les ensalzaban por su gran victoria. Pero la destrucción en el
campamento era mucho mayor que las pérdidas germánicas, y los agas no
permitieron que se hiciese el recuento de los turcos muertos, cuyos cadáveres
fueron arrojados a toda prisa al Danubio. Los preparativos para nuestro asalto
fueron aplazados, y la pólvora introducida bajo las murallas quedó inservible
al mojarse. El tiempo estaba de parte de los defensores. Las toses incesantes
de los turcos resonaban noche y día en todo el campamento perturbando el
sueño del sultán y exasperándole hasta el punto de considerarlo como un
signo de rebelión. ¿Quién sabe si tenía algún fundamento para sospecharlo
así?

Estábamos ya aproximándonos a mediados de octubre y los abastecimientos


escaseaban, cuando por fin conseguimos hacer estallar dos minas que
derrumbaron parte de la muralla de la Puerta Carintia. Antes casi de que los
cascotes cayesen en tierra, los agas con sus espadas y látigos conducían a sus
hombres al asalto. Durante tres días se repitieron los ataques, pero los
hombres no tenían ya fe en la victoria; su espíritu combativo se había
evaporado y muchos confesaban que preferían ser muertos por las cimitarras
de sus propios conductores que ser despedazados por las temibles espadas de
dos filos de los germanos, las cuales, de un solo tajo, abrían un hombre en
canal.

Hasta Sinán el Constructor estaba atemorizado por el descontento del


serasquier, pues eran demasiadas las minas que habían estallado
infructuosamente. Sin embargo y tras nuevos esfuerzos para ensanchar la
brecha, se dio orden para el decisivo asalto final. Compañía tras compañía,
fueron lanzadas sin compasión ni ahorro de vidas, hasta que la tierra ante la
Puerta Carintia quedó convertida en un hacinamiento de cadáveres turcos.
Entre la niebla que se cernió los picachos de las tiendas turcas semejaban las
blancas columnas de las tumbas. En este mar espectral, todo ruido parecía
embozado y semejaba como si legiones de espíritus se hallasen en conflicto
ante las murallas. No es de extrañar por ello que a los jenízaros les fallase el
corazón para la empresa. Cuando al caer la tarde fracasó su último ataque,
volvieron grupas en franca retirada y comenzaron a desmontar las tiendas
para escapar sin pérdida de tiempo de la vecindad de esta invencible ciudad.

Los germanos se dieron cuenta de esto y lanzaron al vuelo las campanas de


todas las iglesias de Viena, disparando al propio tiempo salvas para celebrar
su alegría por su imprevista victoria. Al tenderse la noche, todo el
campamento turco se vio iluminado por el resplandor de innumerables
fogatas. Los enfurecidos jenízaros quemaban todo cuanto les venía en mano:
vallados y cortiles, depósitos de material, sacos de grano y una gran parte del
botín del saqueo que los salvajes akindshas habían efectuado a sesenta millas
a la redonda y que por falta de bestias de carga no podía ser transportado de
nuevo. Mataron a los prisioneros, los empalaron o los quemaron. Algunos
rehenes consiguieron escapar aprovechando la confusión y entraron de nuevo
en la ciudad con el apoyo de las cuerdas tendidas en las murallas. Cientos de
cristianos fueron quemados vivos en represalia para que sus aullidos de dolor
pudiesen llegar a la ciudad y empañar el provocativo júbilo de sus defensores.

Así terminó nuestra marcha triunfal por los Estados germánicos. La temible y
espantosa amenaza que por un momento se cernió sobre la cristiandad se
evaporó como una sombra; y así fui yo designado por el destino para asistir
como testigo presencial a la primera y más grave derrota de Solimán. No fue
voluntad de Dios, a lo que parece, que la cristiandad se hundiera.

Hasta entonces, la experiencia parecía haberme mostrado que Dios tenía poca
relación con las operaciones guerreras, pero los recientes acontecimientos me
habían hecho cambiar de opinión. Al abandonar Roma, yo me representaba la
cristiandad como una armazón rugosa y agrietada; pero ahora comprendía
que algo bueno debía de haber permanecido en ella, cuando Dios, en su
paciencia, le concedía un período de gracia, como lo habría hecho con
Sodoma y Gomorra, de haberse encontrado diez hombres justo en ellas.

Compartí estos solemnes pensamientos con Andy, mientras nos paseábamos


lentamente entre los cuerpos segados por la muerte, vaciando bolsas y
coleccionando las enjoyadas dagas de los oficiales. Los supersticiosos
musulmanes no se atreven a levantar los cadáveres, ni los suyos propios,
después del crepúsculo, pero Andy y yo no teníamos tales escrúpulos y
aunque pienso que a algunos parecerá nuestra tarea un poco inconveniente,
hubiera sido peor, me parece, comportarnos como turcos, quemando vivos a
los prisioneros cristianos. Por otra parte, atendimos a los heridos tan bien
como podíamos y terminamos nuestro trabajo ayudando a un quejumbroso
subashi a entrar en el campamento.

Habiendo pasado sin dificultad la guardia, volvimos a los cuarteles de Sinán el


Constructor, y en el momento oportuno, pues estaba disponiéndolo todo para
abandonarlos. Apenas llegamos, un soldado de la guardia del sultán vino a
reclamarnos a Andy y a mí a presencia del serasquier, sin pérdida de tiempo.
Tan espantado quedé por esta inesperada conminación, que la preciosa carga
que escondía bajo mi caftán cayó al suelo con estrépito. Con o sin razón, mi
conciencia me reprochaba; temí que el gran visir se hubiera enterado de
nuestra pequeña excursión al campo de batalla, y en consecuencia hacernos
colgar por ultrajante pillaje a la muerte.

Un momento de reflexión me dijo que ello no era posible y metiendo mi botín


en una caja, lo confié a Sinán, quien era el único que tenía cargadores y
porteadores a su disposición. Podía haberme ahorrado la molestia, pues ya
estaba escrito que antes de alcanzar Buda en nuestro camino de vuelta,
habríamos de perder todo nuestro equipaje en un pantano.

No tuvimos tiempo de limpiarnos nuestras vestiduras, pues el gran visir se


hallaba esperando impaciente, dando vueltas en su tienda. Al vernos, se
detuvo sorprendido y dijo amargamente:

—¡Por Alá! ¿Son los hombres pacíficos los que no temen ensangrentar sus
vestiduras al servicio de su soberano? ¿Han de ser los renegados quienes
restauren mi fe en el islam?

Estaba claro que había sufrido un error ante nuestra apariencia, pero no
quise aventurarme a corregir a tan elevado señor. Con una prisa más bien
inconveniente despidió a sus criados, nos hizo sentar a su lado y comenzó a
hablar en un murmullo, mientras lanzaba continuas miradas en torno, como si
temiese a los oídos indiscretos:

—Mikael el-Hakim y Antar. El sultán Solimán ha llegado a la conclusión de


que Alá no quiere permitirnos ahora capturar Viena. Mañana pues, quiere
volverse atrás y partir para Buda con el cuerpo principal del ejército,
dejándome la retaguardia con cinco mil jinetes espahíes.

—¡Alá es Alá, y todo lo demás! —exclamé con no fingido alivio—. ¡Que sus
ángeles Gabriel y Miguel protejan nuestra huida! La decisión es realmente
sabia y no puedo alabar suficientemente al sultán por su prudencia.

Pero el gran visir rechinó los dientes.

—¿Cómo te atreves a hablar de huida? —inquirió—. Ni aun por error debes


pronunciar una palabra tan repugnante y cualquier hombre que ose
tergiversar la verdad de nuestra gran victoria sobre los infieles, recibirá cien
palos en las plantas de los pies. Pero la partida no ha terminado aún, Mikael
el-Hakim; si Alá lo permite, yo pondré Viena en manos del sultán.

—¿Y cómo, en nombre de Dios, puede hacerse tal cosa?

—Pienso enviaros a ti y a tu hermano Antar a la ciudad. —Su brillante mirada


me traspasó cuando prosiguió amenazadoramente—: Si apreciáis en algo la
vida, no volváis sin haber cumplido vuestra misión. Os doy una oportunidad
única para servir a la causa del sultán.

Pensando que la adversidad había desquiciado su juicio, respondí


suavemente:

—Noble serasquier; ya sé cuánta fe tienes en mi talento y en el valor de Antar,


pero ¿cómo podemos nosotros dos capturar una ciudad, cosa que no han
conseguido doscientos mil hombres y cien mil camellos?

Andy también le miró con perplejidad y dijo:

—Es cierto que he sido comparado con Sansón, aunque lejos de mí está
pretender rivalizar con cualquier santo hombre de la Escritura, y Sansón,
según se dice, derribó las murallas de Jericó soplando un cuerno. Pero yo no
dispongo de tal cuerno, por lo cual te ruego humildemente encuentres otro
más apto para esta tarea.

—No iréis solos a Viena —replicó el gran visir Ibrahim— y he escogido y


sobornado a una docena de hombres, entre los prisioneros germanos, con los
cuales os mezclaréis vosotros, vestidos de lansquenetes. A la tercera noche a
partir de ahora, deberéis pegar fuego a la ciudad, como señal de que habéis
tenido éxito en vuestra tarea y luego abrir la Puerta Carintia para que
penetren mis espahíes en la confusión del incendio. Si no veo el fuego, deberé
someterme a la voluntad de Alá y seguir al sultán, esperando hallaros a ti y a
tu intrépido hermano Antar algún día en el Paraíso.

Hizo una pausa para tomar aliento, y continuó:

—Tengo poca confianza en los germanos que he sobornado, pero en vosotros


la tengo total, y diré a cierto judío leal llamado Aarón que os ayude. Le
encontraréis en el barrio llamado por los cristianos la Ciudad de la Aflicción,
donde los habitantes judíos de Viena se han guarecido tras parapetos y
barricadas. Amargado por la persecución cristiana, Aarón tiene depositada su
fe en el sultán, a quien considera como a su libertador. Por lo tanto, es seguro
que os ayudará, si le mostráis este anillo.

El serasquier sacó de uno de los dedos de su cuidada mano uno de los


espléndidos anillos, que tenía un diamante no mayor que la uña de un niño,
pero tan puro y radiante, que emitía destellos azulados centelleando a la luz.

—Aarón conoce esta piedra. No os podrá prestar ayuda efectiva, por temor de
perjudicar a sus congéneres, puesto que los cristianos acostumbran
comúnmente a escarmentar la culpa de un judío en todos los de la ciudad, y a
veces en los de otras ciudades también. Decidle que estoy conforme en
redimir el anillo por dos mil ducados. Deberéis vestir ropas de germanos y ser
conducidos a golpes al campo de prisioneros. Id en paz pues y estad seguros
de mi favor si tenéis éxito y os encuentro con vida entre las carbonizadas
ruinas de Viena.

De nuevo Andy y yo hablamos con firmeza, y además yo dije que si quería


convencerse de nuestra fidelidad, lo mejor era que nos cortara la cabeza al
instante. Ibrahim contestó que nada ganaría con ello, y después de vanas
llamadas a la persuasión, dijo:

—Bien, sea como deseáis. Pero ¿por qué creéis que os he ahorrado la
circuncisión, sino para enviaros a cumplir esta diligencia? Ya que rehusáis, no
puedo aplazar por más tiempo el cumplimiento de mis deberes religiosos y
debo hacerlo ahora mismo.

Al momento, dio una palmada y envió a un guardia en busca de un cirujano, y


mientras tanto expresó su satisfacción porque Sinán el Constructor hubiese
llamado su atención sobre tan importante cuestión, que sus muchos deberes y
ocupaciones habían hecho que la tuviese poco menos que olvidada. Andy y yo
tuvimos tiempo de cambiar desoladas miradas antes de que el cirujano
apareciera con un canuto y una navaja, que empezó a afilar, asegurándonos
entretanto que todo iría a pedir de boca en poco tiempo, y que no hallaríamos
la operación más penosa que la extracción de un diente. Más que nunca, sentí
ahora mi repugnancia ante la operación, la que significaba, además, la
pérdida de mi último lazo con la cristiandad, en la que aún podía refugiarme
en caso de que me ocurriese algún desastre en los dominios del sultán. Andy
también se agitó con inquietud y por fin dijo:

—Creo que prefiero servir al islam yendo a Viena, siempre que no se hable ya
más de mutilación en el resto de mi vida. A pesar de lo buen musulmán que
soy, no creo que en el Último Día no tenga Alá otra cosa mejor que hacer, que
fijarse en esto…

Le interrumpí con presteza para decir por mi parte que así como quería
compartir el destino de mi hermano adoptivo, tanto en lo bueno como en lo
malo, en la fortuna como en la adversidad, en lo que respectaba a la
circuncisión también estaba acorde con él, aunque por mi parte la difería
simplemente hasta que encontrase un caso de conciencia, en el cual me
sometería a ella por mi propia y libre voluntad.

El gran visir despidió al desencantado cirujano y dijo sonriendo que


descansaba confiado en nosotros y que estaba persuadido de que haríamos lo
mejor, como hombres honrados. Nos entregó luego a cada uno cien ducados
de oro germanos y húngaros, en bolsas de cuero comunes a los mercenarios.
En su presencia cambiamos nuestros vestidos por los de lansquenetes caídos,
y tan pronto como Andy se hubo calzado los familiares jubones acuchillados,
el viejo voto germánico brotó de sus labios y quedó convencido al instante de
la inextinguible sed de los mercenarios. El vino que el gran visir nos ofreció
consiguió en parte sostenernos bajo la lluvia de insultos y bofetadas que
recibimos mientras nos conducían al campo de cautivos, pues nuestra escolta
cumplía a conciencia su deber, tratándonos, por orden de Ibrahim, igual que a
otros prisioneros, con el fin de no levantar la más mínima sospecha.

Así amanecí al día siguiente con un ojo negro y un labio hinchado cuando en
la desapacible y gris mañana escapamos al despuntar el día, dando traspiés
por el campo de batalla, y ante la Puerta Carintia, gritamos
desgarradoramente que nos abriesen en nombre de Dios.

Muchos de nuestros compañeros de prisión estaban demasiado débiles para


levantarse, cuanto más para escapar; pero por lo menos una docena de
mujeres se agolparon a través del agujero que Andy había abierto en la alta
empalizada y nos siguieron desgañitándose y renqueando. Al oír el vocerío de
estas pobres mujeres, que parecían imaginarse que cuanto más chillaban
corrían más, los centinelas de las murallas se apresuraron a auxiliarnos con
cuerdas y escalas, y arrojando al mismo tiempo una nube de flechas a
nuestros perseguidores, de quienes nos ocultaba la niebla.

Temblando y con vértigos, remontamos las murallas y fuimos recogidos por


manos amigas. Nos dieron unos puntapiés en el trasero, ofreciéndonos pan y
vino y mientras comíamos ayudábamos a subir a las mujeres, que con sus
berridos y las enaguas revoloteando, emergían como gallinas del mar de la
niebla.

Estas mujeres eran bellas y hermosas, pues los akindshas , en sus


expediciones, escogían siempre lo mejor para el mercado de esclavas,
matando el resto. Germanos y bohemios lanzaron alaridos a su vista y les
dieron la bienvenida. Después de haberlas ayudado a soltarse de las cuerdas
las derribaron en tierra tal como estaban, sin aliento a causa de la huida, y las
violaron tan rápidamente que no les dieron tiempo ni de comprender lo que
pasaba.

Esta escena fue interrumpida por un joven insignia de pelo rojizo, que vino
corriendo desde la garita de los centinelas y la emprendió con sus hombres,
dándoles de plano con su espada en el trasero, mientras les maldecía por ser
peores lascivos que los turcos. Les ordenó que volviesen a sus puestos con
toda diligencia y estuviesen ojo avizor para que el enemigo no intentase
atacar las puertas por sorpresa. Los maduros veteranos, con sus vendajes
ensangrentados, barbas chamuscadas y tiznadas mejillas, se le rieron en sus
narices y le invitaron a que les besara esto y lo otro. Pero dejaron marchar a
las mujeres y abrochándose las calzas, volvieron a sus puestos de guardia. El
insignia se dirigió entonces a nosotros con modales bruscos y nos amenazó
con colgarnos con sus propias manos, si se comprobaba que éramos espías
turcos. Señaló a un número de cuerpos de germanos pendientes de horcas en
la cima de la muralla y declaró que seguiríamos el mismo camino, a menos
que confesáramos al instante.

Pero Andy ya sabía cómo manejar a gallitos como aquél. Se fue a él, le sopló
unos eructos vinosos en la cara y le dijo que le enseñaría cómo tratar a leales
servidores del emperador, que escaparon con peligro de sus vidas, rescatando
a un grupo de mujeres cristianas de la infame suerte que les esperaba en los
harenes turcos. Fue tan convincente su elocuencia, que el joven oficialillo se
ablandó; se dirigió a él como señor y nos aseguró que, por lo que a él tocaba,
no tenía sospechas, pero que el deber le obligaba a ser estricto. Nos rogó
además que le ayudásemos al cumplimiento en forma regular, o sea, orinando
ante él, para comprobar que no estábamos circuncidados, y diésemos
nuestros nombres, así como los nombres de nuestros oficiales y regimiento.

No podíamos rehusar a tan moderadas peticiones y cuando le dimos pruebas


visibles, dedujo por ello que no éramos musulmanes. En cuanto a lo demás,
Andy explicó que pertenecíamos a la vanguardia de los lansquenetes que
habían sido enviados de Italia en ayuda de Viena, y que nuestro jefe era el
famoso general del emperador, Bock von Teufelsburg. Le pareció mejor no
mencionar un hombre muy conocido, con objeto de no meter la pata, pero yo
me apresuré a decir enfáticamente que el nombre hablaba por sí solo en
diecisiete años de campaña y que no era culpa de nuestro jefe si nuestras
tropas habían sido sorprendidas por los akindshas y destruidas, dejando
solamente vivos a algunos prisioneros para interrogarlos. Nosotros dos,
afirmé, éramos seguramente de los pocos supervivientes, si no los únicos.

El insignia escuchó boquiabierto y protestó con vehemencia que el nombre de


Von Teufelsburg le era muy conocido. Repitió sus instrucciones de traslado
inmediato a la ciudadela, para más amplia información. Pero aquí pareció
dudar; se mordió el labio con algún embarazo y dijo:

—El fiscal y el preboste de policía son algo severos y exigentes como es


natural, y tienen que estar prevenidos ante las malas artes de esos bellacos
turcos. Están más dispuestos a colgar diez inocentes que a permitir que
escape un solo sospechoso. Los desertores no son bien recibidos y como buen
cristiano os prevengo que seréis encerrados en prisión en el mejor de los
casos, hasta que encontréis alguien que responda por vosotros. De lo
contrario, seréis colgados.

En el colmo de su juvenil candor, prosiguió:

—Tú y tu camarada haréis mejor en evitar la ciudadela y a los hombres del


preboste, hasta que la plaga turca haya decrecido. No tendréis dificultades,
pues hay muchos otros desertores vagabundeando por las tabernas y en los
burdeles. Bebed una copa de vez en cuando a mi salud y por mi éxito.

Con esto, el buen muchacho de corazón de oro nos despojó de un chelín de


plata por cabeza y se marchó. Andy y yo nos deslizamos a la ciudad,
hundiéndonos en la niebla de octubre.

Yo quería dirigirme de inmediato a casa de Aarón, pero Andy, sosteniendo con


elegante negligencia mi brazo entre su pulgar y anular, penetró en las
brumosas calles, entre la pálida mirada de las casas en ruinas y olfateando el
aire al mismo tiempo que caminaba. De la misma manera que la aguja de la
brújula señala siempre el norte, así Andy, en medio de la desolación de la
ciudad, fue a dar infaliblemente con una taberna, a la cual una partida de
borrachos, pendencieros, fanfarrones y blasfemos germanos, españoles y
bohemios, nos habían precedido. Cuando nos sentamos sobre dos barricas
vacías, con un jarro de vino ante nosotros, Andy dijo con gran satisfacción:

—Me siento mejor cristiano a cada momento y apenas me cabe en la cabeza


cómo ayer todavía llevaba el turbante y me lavaba cabeza y cuello cinco veces
al día.

—No tengo nada que objetar contra un trago mañanero —repuse—, pero la
tarea a que nos hemos comprometido pesa en mi mente. Me parece que
habría sido más cuerdo comprar primero estopa, madera y pez, para hacer
una hermosa hoguera de esta agria y escuálida ciudad.

Pero Andy, con un repiqueteo de su bolsa, pidió más vino.

—Los pelos de nuestras cabezas están numerados y ni un gorrión cae al suelo


sin ser cazado —declaró—; por lo tanto, no hay necesidad de preocuparse hoy
por el día de mañana.

Pronto se encontró parloteando con un par de truhanes que fisgaban


ansiosamente en su bolsa y le abrazaron jurando que era su mejor amigo.
Andy sacó tres guldens húngaros y ordenó al tabernero que sirviera de beber
a aquellos dos bravos defensores de Viena. Pero un tipo de cara picada de
viruelas y con un caftán turco ensangrentado enrollado sobre sus hombros,
pareció agraviado por la liberalidad de Andy y a su vez tiró un puñado de oro
sobre la mugrienta mesa, tosió roncamente y luego dijo:

—¡En el nombre de Cristo, la Virgen y todos los santos! Yo pagaré, pues he


escapado a la prisión de los turcos matando a uno de sus pachás y realizado
tales hazañas, que nadie me creería si las contase. Que estas monedas turcas
hablen por mí; consideraré una falta de amistad que cualquiera trate de
contradecirme.

Andy volvió a meter tranquilamente sus monedas en su bolsa, declarando que


no era su intención insultar a tan gran héroe. En poco tiempo, todos
estábamos bastante ebrios, y el rufián del oro ordenó al tabernero que
cerrase la puerta y luego largó el siguiente discurso:

—¿No somos todos valientes? ¿No hemos llevado a cabo tales proezas que por
miles de años serán elogiadas por los cristianos en todo lugar? Pero ¿quién
nos lo agradece? No tenemos la menor paga, ni la más mínima probabilidad
de botín. ¿Es que no es acaso nuestra la ciudad, puesto que la hemos
preservado de la destrucción? Está claro como el día que los habitantes deben
pagarnos lo que nos es debido y tan pronto como la caballería se lance en
persecución de los turcos, hemos de aprovechar la oportunidad.

La asamblea de borrachines acordó que éste era el parlamento más sensible


que hubiese escuchado alguien desde el comienzo del sitio. Pero, dijeron,
somos pocos, y el preboste de policía es un hombre cruel. La cuerda y la
estaca esperan a cualquiera que ose demandar justicia.

El malandrín de las viruelas bajó la voz y sus ojos se dilataron cuando dijo:

—Llevemos las buenas noticias a todos los camaradas de confianza y mañana


por la tarde, después de las vísperas, peguemos fuego a la ciudad. Los
hombres del preboste se hallarán demasiado ocupados en la extinción del
incendio para poder impedirnos nuestra tarea.

Los más cuerdos, o los menos ebrios de la compañía, quedaron en silencio,


pero mirando a un lado y otro, como para buscar una salida de escape. Otros
reflexionaron y admitieron que el plan era excelente.

—¡No estamos solos! ¡Somos muchos! —prosiguió el orador—. Tengo


camaradas que hablarán de esto por todas partes, y hasta algunos intrépidos
guerreros están, en estos momentos, reclutando prosélitos y haciendo correr
la voz.

Sacó otra bolsa y la vació sobre la mesa.

—Pago cinco guldens a cualquiera que prometa pegar fuego a alguna casa
que indique —sentenció.

En ese momento el tabernero abandonó sus barricas a su propio destino y se


escabulló fuera, seguido por uno o dos de los menos borrachos. Pero Andy,
para mi gran congoja, con el rostro crispado y voz ronca gritó:

—¡Este hombre es un espía y un traidor, que ofrece el oro turco a los


valientes! Arrojádselo a la cara y llevadlo ante el preboste.

En vano me esforcé en calmar a Andy y hacerle callar. Cuando el orador se


abalanzó sobre él con la espada desenvainada, Andy volcó la mesa, le aplastó
un barril contra la cabeza, le arrancó el arma y comenzó a llamar a gritos al
preboste. En la confusión que siguió, los soldados borrachos se abalanzaron
primero a recoger las monedas que rodaban por el suelo y luego, con salvajes
imprecaciones, contra el agitador, para atraparlo y atarlo. Se oyeron fuera los
tambores de los hombres del preboste y pronto nos hallamos en seguimiento
del desgraciado traidor, quien con su cabeza sangrando, blasfemaba, cerraba
los puños amenazador, para testificar contra él en la ciudadela.

No era sólo en nuestra taberna donde tales incidentes se habían producido y


los hombres del preboste, reforzados por alguna caballería, patrullaban por
todas las calles de Viena, entrando en cada cervecería y arrastrando a
cualquiera que gastaba dinero de forma demasiado ostentosa. Cuando
llegamos a la ciudadela, encontramos una turbamulta vociferante que pedía la
muerte y destrucción de todos los traidores. Nosotros aullamos tan fuerte y
convincentemente como los demás.

—Fue una lástima estropear la partida demasiado pronto —dijo Andy—, pero
el individuo era demasiado charlatán y hubiese sido atrapado en cualquier
otro lugar. Hay bastantes testigos entre nosotros, por lo que mejor haremos si
nos quedamos en segunda fila, no vaya a ser que haya alguien que nos tome
por duendes.

—Debías haberle dejado hablar pues nosotros podíamos haber esperado de


brazos cruzados hasta que todo hubiese estado listo —respondí amargamente
—. Ahora no tenemos tiempo que perder y debemos amontonar a toda prisa
nuestro combustible, o incurrir en la ira del gran visir.
Andy me miró con los ojos abiertos como platos.

—¿Estás en tus cabales, Mikael? —me increpó—. Ese charlatán y otros, según
parece, han descubierto toda la conspiración y no tenemos la menor
probabilidad de sorprender a las autoridades, que ya están sobre aviso. Todo
lo que nos resta hacer es salvar nuestro propio pellejo. El gran visir debería
haber recordado que demasiados gallos estropean el caldo.

Mientras discutíamos, la chusma presenció con gran placer el castigo que


recibieron dos desertores que habían sido hallados escondidos en una taberna
y los cuales fueron ahorcados en un periquete. Otros cinco sospechosos, por
haber sido demasiado despilfarradores, pasaron a la tortura. Sus aullidos
traspasaban las piedras de los muros de la cámara donde estaban siendo
probados y se oían con toda claridad en la plaza del mercado. No pasó mucho
tiempo antes de que se proclamase, desde las puertas del municipio, que
estos cinco habían confesado haber aceptado el soborno del aga de los
jenízaros para volver a la ciudad con objeto de prender fuego por sus cuatro
costados y abrir las puertas a los turcos, aprovechando la confusión.

Para calmar a la masa, los cinco fueron trasladados a la plaza —pues ya no


podían caminar por sus pies— para ponerles en el potro a la vista de todos y
ser descuartizados, tras lo cual sus miembros dispersos eran empalados en
estacas. Cuando vi levantar estos pilotes, sentí un sudor frío y el vino bebido
me subió a la boca; con voz débil, pedí a Andy que me sacara de allí.

Pero la chusma estaba ahora sobreexcitada. Unos a otros se miraban


interrogadoramente y los soldados comenzaron a extender el rumor de que
los judíos debían hallarse confabulados con el sultán, pues crucificaron a
Nuestro Señor. Se lanzaron sobre un judío aterrorizado que, por fatal
casualidad, había caído por el mercado, y en menos que canta un gallo, le
aplastaron la cara pálida, antes de que se pusieran en camino hacia el gueto.

Sin hacer caso de mi lastimoso estado, Andy me tomó del brazo y nos
hallamos entre la turba, en camino a la barricada de la Ciudad de la Aflicción,
la cual, por lo que pudimos observar, hacía por su tristeza honor a su nombre.
La luz del sol no pudo penetrar nunca en sus tortuosas calles; todas las
puertas y ventanas estaban cerradas, y no se veía un alma. Tan pronto como
los soldados comenzaron a irrumpir en las casas, los rabinos y ancianos que
habían huido a los sótanos y bodegas enviaron un mensaje urgente por una
senda secreta al duque cristiano, para ofrecerle el acostumbrado rescate de
dinero.

Cuando los oficiales hubieron dejado desfogarse a sus hombres, destrozando


algunas casas, con sus muebles y enseres y violando a un par de infelices
judías, enviaron caballería para poner fin al tumulto y conducir de nuevo a la
excitada chusma a la ciudad. Los caballeros se tomaron su tiempo para
cumplir las órdenes y se dirigieron a los saqueadores en términos amistosos,
explicándoles que aunque ellos no iban a defender a los verdugos de Cristo,
era más cuerdo dejarles vivir, pues eran útiles a su manera, ya que un
cristiano podía siempre sacarles unas monedas de oro cuando se viese en un
aprieto. Mientras tanto, Andy y yo nos escondimos entre la paja de un establo
y después de sorber las últimas gotas de un tonelete húngaro que se había
traído del campamento, nos sumimos en el profundo sueño del agotamiento.

Era ya de noche cuando nos despertamos, pero los judíos se hallaban ahora
cantando cánticos de desesperación y entre salmo y salmo se arrojaban
ceniza al cabello, mientras examinaban sus hogares asolados. Tan imponente
en su monotonía y tan aterradora era aquella melopea en la oscuridad de la
noche, que fríos sudores me recorrieron la espina dorsal; pero Andy procuró
tranquilizarme.

—Es una antigua canción —me explicó—. La he oído en cada ciudad cristiana
donde han acuartelado las tropas imperiales. Vayamos en busca de Aarón,
pues el hambre me come las tripas.

Fui con él a la casa de donde partía la desoladora lamentación, pero ésta


murió antes de que apareciésemos entre las figuras acurrucadas, y
preguntamos por Aarón. Creo que estaban acostumbrados a la repentina
llegada de extranjeros de noche entre ellos, pues no se alarmaron. Después
de asegurarse que éramos de fiar, abrieron una trampa secreta y nos
condujeron a una bodega, de la cual y por un laberinto de pasadizos
subterráneos, llegamos a la casa de Aarón.

Éste era un hombre chupado, con una expresión de sufrimiento perenne.


Pareció no sorprenderse a la vista del anillo de Ibrahim y lo besó con respeto.
Inclinándose profundamente ante nosotros, dijo:

—Esperábamos un milagro de Jehová y pensábamos que el nuevo Salomón


cabalgaría a través de la ciudad con un caballo blanco; le habríamos recibido
dándole la bienvenida con ramos verdes, como a un conquistador. Pero Jehová
no lo ha querido así.

Frotó el diamante sobre la manga de su caftán negro y admiró su brillo a la


luz de una humeante lámpara de aceite.

—Toma el anillo, si lo crees más a salvo contigo que conmigo —dijo—. Yo no


haría otra cosa que devolverlo al gran visir, pues no puedo hacer más en esta
cuestión.

Pasamos la noche en casa de Aarón y también el siguiente día, pues tampoco


sabíamos nosotros qué determinación tomar. Pero al aproximarse la noche —
la noche que el gran visir había señalado para el incendio—, Andy dijo:

—Quisiera hacer cuando menos algo en servicio del anillo que Aarón rehúsa
tomar, pues además, ya estoy aburrido de estar en esta miserable ratonera.
Vayamos a la ciudad, hermano Mikael, e inspeccionemos el polvorín del rey y
los depósitos de grano. Quizá podamos arreglarnos para encender alguna
pequeña fogata, aunque no le sirva de mucho ahora al gran visir.

Para evitar los cuerpos de guardia apostados a las puertas del gueto, nos
arrastramos fuera a través de las cloacas, de acuerdo con las directrices de
Aarón. Debo mencionar que este honrado judío rehusó tomar ni un céntimo
por su protección y ayuda y simplemente nos rogó que hablásemos bien de él
al gran visir. Encontramos que los depósitos de pólvora, de grano y las
caballerizas del duque estaban custodiados por numerosos centinelas; no
tuvimos pues la suerte de poder alumbrar ni la más inocente hoguera y con
ello cumplir, aunque fuese en parte, nuestra promesa al serasquier.

En la plaza del mercado, se había reunido ahora una muchedumbre,


principalmente de mujeres, alrededor de los calderos que monjes de la
caridad disponían para repartir alimentos a los fugitivos, quienes de otro
modo habrían perecido de hambre. Pero en el umbral de la puerta de una
casa abandonada vi a una joven; se había cubierto la cabeza con su enagua y
se mecía silenciosamente. Su muda aflicción me conmovió tanto que le hablé,
ofreciéndole limosna; pero levantó la cabeza mirándome fijamente y me dijo
con tono desabrido que no era una ramera para ser comprada por dinero.
Quedé atónito al observar su belleza y saber que era una de las que gracias a
Andy habían conseguido escapar del campamento turco. Nos reconoció
también, y con una exclamación de sorpresa, nos preguntó cómo habíamos
podido salvar la vida, pues otros prisioneros escapados habían sido colgados
por desertores.

Le rogué silencio, por amor de Dios, para no atraer la atención de los


guardias, pues nuestras vidas estaban en sus manos. La muchacha era
encantadora a pesar de que su cabello se hallaba empapado por la lluvia y sus
vestidos embarrados. Nos dijo que ella y sus padres habían huido de Hungría,
donde su padre poseía sus propiedades cerca de la frontera de Transilvania,
para unirse al rey Fernando, pero que durante su huida a Viena, los akindshas
mataron a todos sus familiares, dejándola a ella con vida para destinarla a la
esclavitud.

Al decir su nombre y buscar protección entre las autoridades de Viena, fue


recibida con escarnio y su padre maldecido por tratarse de un húngaro
rebelde. Cada pastora húngara que escapaba de los turcos, le dijeron con
mofa, se convertía en la hija de un noble tan pronto entraba en Viena. A causa
de su belleza, un gentilhombre de la corte le prometió tener compasión de
ella, y acostarse también regularmente, siempre que quisiera enrolarse entre
las prostitutas y ganarse honradamente su pan, como las otras fugitivas. A
causa del hambre, había hablado a los soldados en las calles y rogándoles por
amor de Dios que le diesen algún alimento y cobijo. Pero estos hombres,
después de prometerle su ayuda, lo único que hacían era llevarla a cualquier
rincón para abandonarla luego.

—Daría cualquier cosa por volver a mi casa y buscar la protección de los


turcos y del rey Zapolya —repuso—. Quizá me dejarían tener la finca de mi
padre, pues yo soy la única superviviente, y casarme con alguno de sus
seguidores. Ni los turcos, creo, han de tratarme peor que los cristianos.

En ese preciso momento comenzaron a caer gruesas gotas de lluvia. Andy


miró a los negros nubarrones y dijo:

—Va a estallar una tormenta fuerte y será mejor guarecernos en algún lado.
Ya discutiremos luego el asunto, mi bella y joven señorita, pues tu juventud y
tu desgracia me han partido el corazón.
Pero la pobre muchacha se santiguó y juró que nunca más volvería a ir con
extraños a lugares apartados y que prefería morir de frío y hambre en el lugar
donde estaba sentada.

Pero le hablamos tan seriamente y la lluvia se hacía tan espesa, que tras
angustioso titubeo, aceptó en acompañarnos. Con mirada humilde y una voz
tenue, nos dijo que su nombre era Eva y dio también el nombre de su familia,
que era uno de esos enrevesados apellidos húngaros que nadie puede
pronunciar. Llamamos a las puertas de muchas casas, pero nadie nos abrió.
Por fortuna, tropezamos con uno de esos buhoneros que trafican con los
lansquenetes, quien iba empujando su carreta de mano y mirando también
dónde podría cobijarse. Nos vendió pan, carne y queso, y nos habló de un
respetable lupanar, único sitio donde podíamos estar a salvo de los hombres
del preboste, porque éste percibía de su dueña una saneada cantidad por
hacer la vista gorda y dejarla que llevase en paz su honrado negocio.

La guardiana del burdel nos recibió cordialmente tan pronto como se


apercibió que íbamos bien provistos de dinero, y ni siquiera trató de
imponernos sus pupilas, las que, a juzgar por el ruido que se oía, debían de
estar muy ocupadas. Nos dio una limpia habitación abuhardillada, con la
seguridad de que nadie nos molestaría en todo el día, y encendió el fuego con
objeto de que pudiésemos secar nuestras vestiduras.

Las encargadas de los burdeles son tanto de fiar como cualesquiera


comerciantes, por la razón del negocio. Y no es que los locos no puedan
perder su dinero allí tan fácilmente como en otro sitio, y hasta ser arrojados a
la calle en paños menores, con un orinal sobre su cabeza por buena medida.
Estas cosas suceden cuando uno falla a la observación de las costumbres de la
casa.

Comimos, bebimos y nos calentamos y cuando Andy y yo nos despojamos de


nuestras vestiduras para ponerlas a secar al lado del fuego, nuestra
compañera se aventuró a hacer lo propio, reteniendo solamente una de sus
enaguas. Aunque sus vestiduras estaban deterioradas, pude comprobar que
eran de buen paño, con lo cual me reafirmé en la creencia de la verdad de su
historia. Le presté mi peine y ahora que el vino y el alimento habían coloreado
sus mejillas, vi que era de una belleza imponderable, ojos resplandecientes y
óvalo perfecto de rostro de suavísima piel, así como sus brazos y delicadas
manos. Andy también, después de haber comido, la miró largamente y como
extasiado, mientras la lluvia tamborileaba en el tejado.

—Tus otras enaguas ya estarán secas y es mejor que te las pongas —le
aconsejó—. Las Escrituras nos dicen que no debemos inducir al prójimo en
tentación, y me aborrecería por mis pensamientos si me descarriase por tus
bellos hombros.

Miró de nuevo con creciente arrebato a la joven, en la que se advertía una


buena educación por su comportamiento en la mesa, con sus ojos
modestamente bajos, y comiendo con delicadeza a pesar del hambre. Al
mirarla, los ojos de Andy se dilataban y comenzó a respirar pesadamente.
Nunca le había visto tan descompuesto en presencia de una mujer.
Tamborileó con los dedos en sus rodillas, se rascó la nuca y la espalda; cruzó
las manos, y por fin se sentó sobre ellas con todo su peso.

Hallando que ya había comido y descansado bastante, dije:

—Creo que oigo las campanadas de las vísperas; es nuestra última


oportunidad para realizar nuestros planes.

En ese momento, el fragoroso estampido de un trueno resonó encima de


nuestras cabezas, se abrieron las compuertas de los cielos y sobre las
inundadas calles y los tejados se abatió el granizo, cuyas piedras eran del
tamaño de huevos de paloma. Después de escuchar este estrépito durante
unos instantes, Andy dijo con un suspiro de alivio:

—No era la voluntad de Alá. Este diluvio apagaría el más voraz incendio en un
momento, y ya hemos visto de antemano que nunca debiéramos haber puesto
los pies en esta condenada ciudad del diablo.

La tormenta no daba señales de menguar, antes por el contrario aumentaba


su violenta intensidad. Por alguna razón, me fastidiaba bastante la presencia
de Andy.

—Tal vez sería mejor que montases guardia tras la puerta —le dije—, pues
esta tímida y encantadora muchacha querría sin duda discutir conmigo a
solas la manera mejor de cómo podríamos ayudarla en su gran menester.

Pienso que mis intenciones eran buenas, pero la muchacha no me comprendió


bien, pues tomando a Andy del brazo con las dos manos le suplicó con
espanto:

—Querido maese Andrés; os ruego no me dejéis sola con vuestro hermano,


pues me mira como un lobo y no confío ya en nadie más.

Andy enrojeció, blandió su puño ante mí; a continuación, tomó a la muchacha


y la sentó gentilmente sobre sus rodillas. Le levantó la cabeza con toda
delicadeza con su dedo índice y dijo:

—No temáis nada, noble señorita Eva. Confiad en mí, y con la voluntad de Alá
os devolveré sana y salva a vuestra patria. Debo deciros que mi hermano y yo
estamos al servicio de Turquía y estamos tratando de abandonar esta vil
ciudad.

La joven no se debatió en sus brazos, pero le miró fijamente a los redondos


ojos grises.

—Aunque fueseis calmucos, diablos o brujos —repuso—, prefiero ir con


vosotros, antes de quedarme aquí. Los turcos me han tratado más
compasivamente que los cristianos, y en estos pocos días he concebido tal
asco de la cristiandad, que puedo comprender muy bien cómo un hombre
honrado sirva antes al sultán que al rey Fernando. Os he admirado cuando os
vi antes por vez primera entre los prisioneros, por vuestra fuerza,
caballerosidad y buen corazón. No hay duda de que sois de noble cuna
germana, pues habláis tan bien ese odioso idioma.

Gotas de sudor resbalaron por la frente de Andy, cuando replicó:

—Aprendí el idioma en mis campañas y sólo vuestra amabilidad puede llamar


buen alemán a mi defectuosa parla. Nací casi en la selva, en un país de
abetos, lobos y osos, y ningún príncipe fue nunca lo suficientemente
inteligente para concederme las espuelas de caballero. Sin embargo, en el
ejército del sultán llevo la pluma de cigüeña de maestro artillero, la cual vale
más para mí que un par de espuelas doradas.

La señorita Eva, jubilosa por estas palabras, dejó reposar su cabeza


confiadamente sobre el hombro de Andy. Él la bajó ahora de sus rodillas, con
tanta delicadeza como antes, la dejó sentada en la esquina de la cama,
mientras él quedaba en pie a su lado, algo inclinado sobre ella y suspirando:

—¡Ah! ¡Cuánto calor hallabais en mis brazos, señorita Eva! Vuestras


sonrosadas mejillas son suaves y aterciopeladas como los melocotones y para
mí sois más bella y clara que la luna.

La señorita Eva bajó sus ojos y dijo tristemente:

—¡No! No soy bella. Sólo soy una huérfana sin apoyo y ni siquiera en la corte
del rey Zapolya tengo quien me proteja para volver a las tierras de mi padre.

Andy se cogió la cabeza con ambas manos y osciló como un árbol a punto de
caer.

—¡Que Alá me conceda su gracia! —exclamó—. Esto ha debido ser escrito en


el libro del destino, mucho antes de mi nacimiento. Decidme, ¿qué extensión
tienen vuestras tierras? ¿Cuántos caballos y ganado tenéis? ¿Están las
construcciones en buen estado? Y en fin, ¿cómo es la tierra?

Horrorizado ante el giro que tomaban las cosas, me disponía a dejarles,


diciendo a Andy en finlandés que siguiese solo su camino con ella ya que se
había metido en tales honduras. Pero me imploró que me quedase y que fuese
su intermediario y su portavoz. La señorita Eva nos miraba a ambos aturdida,
pero respondió mansamente a las preguntas de Andy.

—Mi padre me hablaba poco de sus asuntos —explicó—; pero nuestras


propiedades son lo bastante extensas para que un gentilhombre campesino
pueda vivir de sus rentas. Tenemos una tierra húmeda, y también seca; lo
mismo barro que arena. Tenemos bosques y caza en gran cantidad. Se tarda
un día con su noche en atravesar de extremo a extremo nuestras propiedades,
aunque mi padre está constantemente pleiteando con sus vecinos, a los que
acusaba de mover los mojones indicadores de los límites y de traer su ganado
a nuestros pastos. Supongo que tenemos alrededor de cien mil corderos, mil
caballos y algún ganado vacuno. El intendente judío de mi padre le daba el
dinero cuando se lo pedía.
Andy suspiró, carraspeó para aclarar su garganta y dijo, como en un alegato:

—Mikael, debo de estar poseído por el diablo, pero en verdad estoy muy
enamorado de esta muchacha y deseo casarme honradamente con ella; así
podré velar por sus intereses y restaurar para ella la propiedad de sus padres.
Habla por mí, Mikael, pues tú puedes escoger mejor que yo las palabras. Si lo
prefieres, puedo hacerlo yo; pero si fracaso por esa causa, prometo romperte
un par de costillas cuando menos.

Aunque deploraba su conducta, no tuve otro remedio sino dirigirme a la


muchacha con escogidas palabras y así dije:

—Pienso que mi hermano se ha vuelto loco de repente, pues desea casarse


con vos. Como regalo de boda, ofrece hablar al rey Zapolya para que vuestras
propiedades os sean restituidas. Tiene probabilidades de conseguirlo, pues
goza del favor del gran visir, cuyo mejor amigo es el consejero del rey
Zapolya, maese Gritti. Mi hermano es de cuna poco menos que desconocida,
pero en buena conciencia puede llamarse Von Wolfenland zu Fichtenbaum, o
Wolf de Spruce[4] , y jura que su corazón ardió desde el mismo instante que
tuvo la dicha de veros.

Los labios de cereza de la señorita Eva se entreabrieron en mudo asombro y


su rostro estaba sofocado por el rubor. Era ahora su turno de temblar y de
estrujarse las manos. Luego, abandonó todas sus vacilaciones femeninas y
echándose al suelo a los pies de Andy y cogiéndose a sus rodillas, sollozó:

—Con todo mi corazón quiero ser vuestra mujer, noble maese Andrés, y no
podía ni siquiera soñar nada mejor. Pero soy una pobre huérfana despojada
de sus bienes y de su virtud. Si quieres tenerme por tu mujer en matrimonio,
compartiré contigo la buena y la mala fortuna, y prometo someterme a ti en
todas las cosas. Todo lo que pido es que me dejes conservar mi fe cristiana, y
pagar a algún buen sacerdote para que nos una en el sacramento del
matrimonio.

Con el sudor resbalándole por el rostro, Andy se volvió hacia mí.

—Hazme el último favor, Mikael, búscame un cura —me dijo—. Si no lo has


encontrado en una hora, tomaré a esta muchacha del brazo y huiré con ella
de Viena dejándote que te las compongas como puedas.

Habló tan desesperanzadamente, que temí que cumpliese su amenaza. Apreté


los dientes y me lancé a la busca de nuestra patrona. Esta vigilante mujer
estaba bien despierta vendiendo vino a sus clientes y aligerando las bolsas a
los que se dormían. Me indicó un sacerdote de toda confianza que estaba
dispuesto noche y día a cumplir los deberes de su sagrado ministerio sin
preguntas indiscretas, si era bien pagado. No era la primera vez que se
habían requerido sus servicios en la casa, y por dos veces en aquella semana
había administrado el viático y la extremaunción a clientes que habían llegado
demasiado lejos en sus disputas sobre cuestiones de religión. Le di una pieza
de oro para que enviase un mandadero a buscar al cura, y ella se creyó, casi
seguro, que yo me había peleado con Andy por causa de la muchacha,
dejándolo poco menos que muerto. Al volver a la habitación, Andy apartó su
brazo del cuello de la muchacha mirándome con el ceño fruncido. Pero pronto
recobró su buen humor al tiempo que decía:

—Perdóname por haberte hablado tan rudamente hace un rato, mi querido


Mikael. Éste es el momento más feliz de mi vida y nunca me imaginé que una
muchacha tan encantadora y bien nacida podría hallar algo en mí.

En ese momento oímos los campanillazos del cura llamando. ¡Cuál no sería mi
sorpresa inenarrable cuando al abrir la puerta me hallé con que conocía
aquella reluciente e hinchada cara, con el pico corvo de su nariz escarlata!
Estaba en sotana, tonsurado, y con una raíz de barba; el hombre que ante mí
se hallaba era inconfundiblemente el mismo que, durante mis años de
estudiante en París, fue el primero que me dio caras lecciones sobre la falsía y
traición del mundo.

—¡En el nombre del Compasivo! —exclamé—. ¡Qué todos los santos nos
protejan, reverendo padre! Pero, o mis ojos me engañan o sois maese Julien
d’Avril en persona, el mismo guardián negro de París. ¿Dónde robasteis esa
sotana, y cómo es que nunca os ahorcaron? ¿Es que no existe justicia en el
mundo?

Era, en efecto, Julien d’Avril, aunque más envejecido y más saturado de vino
que nunca. Al principio, se tornó pálido como la ceniza. Luego, como buen
zorro que era, se recuperó, me estrechó en un abrazo maloliente y con
lágrimas de emoción, exclamó:

—¡Ah, mi querido muchacho, mi amado Mikael de Finlandia! ¡Qué alegría,


qué júbilo al ver de nuevo tu honrado y franco rostro! ¡Benditos sean el día y
la hora que nos han reunido de nuevo! ¿Qué es de vuestra vida, y para qué
necesitáis los servicios de la Santa Iglesia con tanta urgencia como para sacar
del lecho a un pobre viejo?

Con este insólito parlamento, pongo punto final a la historia del sitio de Viena,
y habiéndolo contado todo concienzudamente, sin ocultar nada, sobre mi
participación en tan desgraciada campaña, empezaré otro capítulo con las
aventuras que me sucedieron a continuación.
Capítulo VI La luz del Islam vuelve

Andy también se agitó mucho al reconocer a Julien d’Avril pero se recobró


pronto y le hizo la reverencia correspondiente a su ropa talar.

—El pasado está olvidado —dijo— y no os guardo rencor, maese Julien;


aunque confieso que, en un tiempo, me habría gustado desollaros vivo para
colgaros después de secaros en la rama de un árbol. Pero nadie está libre de
pecados, ¿y quién puede tirar la primera piedra? Pero, decidme una cosa:
¿estáis ordenado sacerdote de verdad, y con poderes para administrar los
santos sacramentos?

Julien le miró con reproche.

—¿Podéis dudarlo? —replicó—. Olvidad mi nombre anterior, profanado por los


pecados, y llamadme Pater Julianus, pues de esta manera me conocen en toda
Viena como piadoso capellán del ejército. He traído conmigo la Sagrada
Forma y los Oleos Santos; espero serviros, aunque no veo por aquí a nadie a
punto de morir.

—Reverendo Pater Julianus —respondió Andy—, usad de otro sacramento, el


del matrimonio, leyendo las convenientes palabras para mí y esta muchacha
húngara huérfana; ella os dirá su nombre, pues mi torpe lengua no puede
pronunciarlo bien.

Pater Julianus no dejó traslucir sorpresa alguna y sus ojos se posaron


ambiguamente sobre los hombros de la novia, mientras decía:

—Vuestro propósito es digno de alabanza, pero ¿no tiene nada que objetar la
dueña de la casa sobre ello? ¿Habéis pagado por la muchacha? Ya sabéis que
la respetable dueña tiene muchas molestias y gastos en amigos.

Andy le miró de hito en hito sin comprender lo que decía, pero Pater Julianus
levantó la mano y prosiguió:

—No penséis ni por un instante que dudo de vuestra sinceridad o trate de


manipular a vuestra novia en ningún aspecto. Muchos matrimonios que se
decidieron en el calor del momento o entre los vapores de la embriaguez
resultaron bien, y con frecuencia una prostituta se convierte en la mejor
compañera de un soldado profesional; le recoge leña para el fuego, le lleva el
pote de cocinar y limpia sus ropas. No obstante, mi experiencia como médico
de almas me permite sugeriros que no os aferréis demasiado a la idea.

Cuando por fin Andy captó el pensamiento del capellán le hirvió la sangre,
sacó su espada y a buen seguro habría partido en dos a Pater Julianus de no
haberme interpuesto entre ellos. Reproché a nuestro huésped por sus
sospechas y le expliqué que la novia de Andy era de noble cuna y heredera de
un gran dominio rural en Hungría. El matrimonio debía celebrarse en secreto,
expliqué, a causa de las desgraciadas condiciones que en su propio país
concurrían en el presente. Se le abonarían, por el cumplimiento de su
ministerio, tres ducados, y uno extra para el cepillo de los pobres.

Pero Pater Julianus sólo me creyó a medias; escudriñándonos a los tres


recelosamente, dijo:

—Hay algo que no está claro en este asunto. No me habríais llamado a estas
horas de la noche y a un burdel, si no tuvierais algo que ocultar. No quiero
arriesgar mi pellejo mezclándome en ello; y desde luego, en ningún caso por
tres ducados.

En su locura, Andy ni siquiera trató de regatear, sino que le ofreció veinte


ducados húngaros, con lo cual únicamente consiguió avivarle las sospechas.
Sin embargo, abrió el libro, leyó las bendiciones necesarias y unió a la pareja
en matrimonio, sin más reparos. Aun en su impía boca, las viejas palabras
latinas tenían un tono solemne. Finalmente, pidió a Andy el anillo que habría
de poner en el dedo de la novia para declararlos entonces a ambos marido y
mujer. En su apuro, Andy me pidió el valioso anillo del gran visir Ibrahim. Una
petición tan descarada me convenció de que su mente estaba desquiciada.
Quieras que no quieras, me lo sacó de la bolsa y lo tendió a Pater Julianus,
quien lo puso a la novia.

A la vista del magnífico diamante, el cura pareció desconcertado y no salía de


su asombro, pensando en qué clase de hombres éramos. Finalizó rápidamente
la ceremonia, pronunció la bendición con todo el poder y la autoridad de la
Santa Iglesia, e introdujo a toda prisa las monedas en una grasienta bolsa,
disponiéndose a dejarnos.

—Me ha secado la boca la ceremonia, y beberé algo por vuestra felicidad —


declaró—; y que la suerte os acompañe según vuestros deseos… No dudo que
os quedaréis aquí durante el resto de la noche, para cumplir las primeras
obligaciones del matrimonio, y ya os volveré a visitar para derramar sobre
vosotros las bendiciones del Señor.

Sospeché que íbamos a caer en una trampa, pero Andy, a quien se lo conté en
nuestro idioma, agarró al cura por una oreja, le hizo abrir la boca y le metió
una gran cantidad de vino, mientras le decía:

—Bebed, querido padre, al menos por una vez hasta decir basta. Esta noche
corro yo con todos los gastos. Mikael puede traernos otro par de vasijas de
este néctar.

Pater Julianus se debatió violentamente, balbuceó y protestó, pero Andy le


forzó a meter la nariz en la tinaja y me pidió que fuese a por más vino. Dejó
por un momento en paz al piadoso capellán y éste nos empezó a acusar de
traición y a maldecirnos por renegados, jurando que ya la primera vez que
nos vio en París olió el tufo de azufre herético que despedíamos. Andy le
calmó.

—Esto es por vuestro propio bien, querido Pater Julianus —le dijo—; pero si os
hubieran cortado el cuello antes, yo no hubiese tenido nada que decir contra
ello. No me tentéis demasiado, pues aún no puedo olvidar vuestra cobarde
deserción en la hostería de las afueras de París, dejándonos unas líneas de
recuerdo en correspondencia a todos nuestros cuidados y molestias.

Sacó su navaja, escupió en la palma de la mano, y comenzó a suavizarla. Pater


Julianus quedó silencioso, y su rostro se tornó gris. El malandrín había
conocido ya los giros y vueltas de la fortuna y comprendió que lo más sensato
era someterse a lo inevitable. Con voz débil pidió más vino y yo fui entonces a
buscarlo.

No pasó mucho tiempo antes de que empezara a asegurarnos que él siempre


había considerado a Mahoma como un profeta muy eminente, y que la Iglesia
había adoptado una actitud muy estrecha de espíritu con respecto a la
poligamia, a pesar del buen ejemplo dado por los patriarcas. Siguió
lamentándose de la inclemencia del preboste con un pobre capellán del
ejército, escatimándole sus modestos haberes. Pero cuando empezó a
tartamudear con lengua estropajosa, a hipar y a apoyarse contra el borde de
la mesa, Andy me dijo que lo sacara de allí y no lo perdiese de vista. Después
de muchas vanas protestas, bajé las escaleras con el capellán, y nuestra
patrona me ayudó a trasladar al cura a otra habitación para que durmiese,
pues no se tenía en pie y no habría podido dar dos pasos en la calle. A mí me
ofreció los servicios de su establecimiento, pero estaba demasiado
desanimado para utilizarlos, y me metí en la cama junto a Pater Julianus, a
quien, para más seguridad, até su pierna izquierda a mi derecha. Luego caí
dormido con la conciencia tan limpia como mi almohada.

Dormí pesadamente y me desperté con un violento tirón en mi pierna. Pater


Julianus estaba sentado a mi lado y después de decir una oración murmuró:

—No os mováis, pues hemos caído en manos de los ladrones. Me han atado y
no puedo salir de la cama; tengo una pierna tan entumecida que ni la siento,
aunque he hecho todo lo posible para intentar revivirla.

Diciendo esto, aporreó mi pierna desesperadamente, hasta que yo la desaté y


le enseñé su verdadera pierna, que estaba sana y salva bajo la sábana. Tras
recobrar la compostura, recordó lo que había sucedido. Su rostro se
ensombreció y tuve el tiempo justo de atraparle por el faldón de la sotana,
antes de que se me escapase. Le previne que yo era más rápido que él y que
le podría matar fácilmente si intentaba traicionarnos. Lanzó un suspiro de
resignación y propuso que catásemos una gota de vino caliente para quitar el
mal sabor de boca.

Yo no tenía nada contra esta proposición, y en toda armonía bajamos las


escaleras, abriéndonos paso entre soldados dormidos y toda la sórdida
confusión de las noches de orgía, y nos calentamos vino sobre los rescoldos
del fogón. Recordando a Andy y su novia, separamos vino y pan para ellos, y
siendo lo más cuerdo el sacudirnos el polvo de la ciudad cuanto antes, fui
seguidamente a su habitación en compañía del capellán.

Andy roncaba con la cabeza de su joven mujer —quien dormía profundamente


— sobre su velludo pecho. Rápidamente, cubrí sus desnudeces con una
sábana, para evitar los malos pensamientos del pater, pero el sonido de los
potes de hierro despertó a Andy como por arte de encantamiento. Sus ojos se
abrieron de par en par, y empujando a un lado a la mujer desnuda, se cubrió
con una sábana hasta el cuello y dijo:

—¿Qué ha pasado, en nombre de Alá? ¿Quién es esta mujer desvergonzada?


¡Llevadla fuera de aquí!

Le hablé suavemente y me escuchaba con el pelo enmarañado y una


expresión de infinito asombro. Bebió despacio un trago y pareció que poco a
poco iba recobrando la memoria, murmurando entre dientes algo que yo era
incapaz de interpretar, como si él mismo no supiese si estar triste o alegre
por su repentino casamiento. Tenía un aspecto tan absurdo que por mi parte
yo no sabía si reír o gritar.

Pero un trago de vino caliente es el mejor remedio para la perplejidad.


Olvidamos nuestras penas y rompimos espontáneamente en una canción
francesa, como una alborada para la joven novia.

Mas, a pesar de la batahola, la muchacha no se movió; apenas si parecía


respirar. Estaba como desmayada, la boca ligeramente abierta, y su clara tez
parecía más pálida por el oscuro cabello en desorden sobre la almohada y el
cerco azulado de sus ojos. Andy la miró asustado y la empujó un poco con un
dedo pero ella se estiró ligeramente y siguió dormida. Las lágrimas afluyeron
a los ojos de Andy al decirnos que estuviésemos callados y moviendo la
cabeza susurró:

—Dejémosla que duerma, pobre niña. Es una pobre potranquita tierna, y debe
estar muy cansada, aunque la traté tan delicadamente como pude. Éste es
uno de los pocos matrimonios que los ángeles del cielo han arreglado, pero he
de pedir mis derechos legales y luchar con uñas y dientes para defender los
intereses de mi mujer. Lo mejor que podemos hacer es salir enseguida para
Hungría, para estar allí a tiempo de hacer el recuento del ganado.

Los ojos de Pater Julianus relucieron y dijo prestamente:

—¿Qué me daréis con mi libertad si os ayudo a pasar sin molestias las puertas
de la ciudad?

—No, no, Pater Julianus —dijo Andy con un movimiento de su mano—. ¿Para
qué separarnos ahora que nos hemos vuelto a encontrar? Si nos escoltáis
fuera, ya veremos luego lo que podemos hacer por vos, a nuestra entera
comodidad.

El vino me había inspirado una excelente idea, e intervine rápidamente:

—Sed razonable, Pater Julianus, y no os pesará. Es posible que tengáis que


volver a la cristiandad a emplearos en diferentes tareas. Tened confianza en
mí. Pero el buen consejo es ahora precioso, y no regatearemos ni
escatimaremos, si realmente nos podéis sacar de esta ciudad tan bien
guardada.
Después de muchos argumentos, convinimos, aunque maldiciendo su
rapacidad, en darle cien ducados por el salvoconducto, adelantándole
veinticinco al instante.

—No pienso ir a pie —dijo—. Debéis procurar buenos caballos para todos y
vestiros con tanto lujo como podáis.

Rehusó explicarnos por qué era ello necesario y como no teníamos otro
remedio que confiar en él, enviamos al mozo de los recados con un mensaje
para Aarón.

Gracias a este honrado judío, disponíamos al mediodía a las puertas de la


ciudad de cuatro hermosos caballos bellamente ensillados, y Andy y yo nos
pusimos corazas con refuerzos de plata, aunque algo ensangrentadas. Para la
muchacha, Aarón nos dio una túnica de seda y raso y un velo que las mujeres
honestas usan en viaje, para ocultar discretamente el rostro.

Pero con todas estas cosas venía una factura que me cortó el aliento. El total
de todo lo que parcialmente se indicaba subía a no menos de mil novecientos
noventa y ocho ducados. Pero, escribía Aarón, si no teníamos esta suma,
estaba conforme en recibir el anillo del gran visir como garantía, y como
había dado al portador dos ducados, el total subía a dos mil ducados,
aproximadamente el valor del anillo según él, aunque yo creo que valía por lo
menos tres mil.

La avaricia de Aarón, aprovechándose de nuestra desesperada situación, me


dejó helado, y cuando vi a Andy mirar de reojo a su mujer dormida, declaré
que creía que no se atrevería a robarle el anillo de bodas, y que por mi parte
no me había pasado ni por asomo por la cabeza tal idea. Tomé los dos
ducados que redondeaban la cuenta del mensajero, y por los dos mil ducados
y en nombre del visir extendí un recibo, el cual había de ser honrado por el
tesorero del sultán. Sabía positivamente que ese papel nos causaría muchas
molestias si era presentado, pero pensé que Aarón no tendría la oportunidad,
siempre que pudiésemos salir rápidamente.

Pero en esto me equivoqué de medio a medio, en mi ignorancia de la red de


comunicaciones existentes entre los judíos. Tan increíble como pueda
parecer, el recibo fue presentado en la Tesorería del sultán, en Budapest,
mucho antes de que llegásemos nosotros a esta ciudad. El gran visir lo
aceptó, aunque según parece había pasado por tantas manos, que había
aumentado su total a dos mil trescientos cuarenta y dos ducados. Demasiado
tarde comprendimos que semejante documento es para los judíos más seguro
que el dinero, durante épocas de guerra y cuando se trata de largas
distancias; Aarón más bien ganó que perdió con la operación.

El crujido de la túnica de seda despertó a la muchacha; se restregó los ojos de


largas pestañas y se sentó para ofrecer unos tiernos buenos días a su marido.
Andy nos ordenó secamente que nos volviésemos de cara a la pared, y urgió a
su mujer a que se vistiera. Sin embargo, nuestro viaje fue retrasado un poco,
pues la muchacha rehusó ponerse la túnica antes de hacerle un pequeño
arreglo para estrecharla. De ello se siguió un ir y venir desesperado con
tijeras, hilo y alfileres; y muchas lágrimas se derramaron antes de que
estuviésemos listos para montar a caballo, abandonando aquella amable casa,
después de haber recompensado con largueza a la dueña por todas las
molestias.

Para mi sorpresa, Pater Julianus puso rumbo directo a la Puerta de la Sal, que
estaba abierta de par en par. Grupos de gente, a pie o en carretas de bueyes,
salían de la ciudad. Observando nuestras corazas de plata, el guardián nos
abrió paso entre la gente y saludó a Pater Julianus con joviales chanzas, a las
cuales éste replicaba con bendiciones sazonadas con picantes ternos, como
cumple a un capellán del ejército. El comandante de la guardia introdujo su
lanza en una carreta de avena que entraba en la ciudad, para disipar sus
sospechas; y más por curiosidad que por celo profesional preguntó a Pater
Julianus quién era la compañía. El viejo zorro replicó que estaba escoltando a
la noble señora de Wolfenland zu Fichtenbaum de vuelta a sus Estados, y con
esto pasamos el portillo y dejamos la ciudad de Viena a nuestras espaldas.

Mi corazón, que hasta entonces había estado en un puño, volvió a su ritmo


regular y sentí un alivio tan grande que de muy buena gana pagué a Pater
Julianus sus segundos veinticinco ducados, preguntándole en nombre de Dios
si sabía que se podía abandonar tan fácilmente la ciudad.

—Aún ayer había grupos de vagabundos que salían sin ser molestados —
respondió—, ya que no eran más que una carga para los ciudadanos. Sólo por
medida de seguridad os dije de ponernos buena ropa, para que en caso
necesario pudieseis comportaros como gente noble, y mandando a paseo a los
entrometidos. Seguramente que no pensaréis que os hubiese acompañado,
caso de haber existido algún peligro.

Seguimos nuestro camino por las descarnadas sendas, pasadas las ruinas de
los campamentos musulmanes que formaban un gran arco en torno a la
ciudad y se extendía hasta las distantes colinas. Tropezamos con una tropa de
caballos lanzada en persecución de los turcos. Nos saludaron con gritos
amistosos y nos previnieron contra las patrullas turcas que aún andaban
vivaqueando por la región. Hacia el atardecer, el cielo se encapotó y la
temperatura bajó, pareciendo que la nieve no tardaría en hacer su aparición,
como sucedió por la noche; pero Andy y yo le dimos la bienvenida como un
recuerdo de nuestra distante patria; y en todo caso, era preferible al lodo del
otoño. Pero la nieve se fundió pronto y dejó los caminos peores que antes. No
dudábamos nunca del camino a seguir, pues las columnas de humo durante el
día y las hogueras que a lo lejos lucían de noche nos indicaron la posición del
ejército turco en retirada. Todavía teníamos otros seguros indicadores,
consistentes en los originales y tétricos mojones de cuerpos descabezados y
empalados que hallábamos en las aldeas y villorrios incendiados al paso.
Todas las casas, hórreos y pajares, en el radio de un día de marcha, desde la
carretera, habían seguido esa suerte, junto con sus habitantes y ni siquiera
las bestias habían escapado.

Las horribles escenas, repetidas, casi me hacían vomitar; ansiaba dejar detrás
de mí tal sádica devastación y llegar al clima de las bendiciones de la paz. Dos
días después, las huellas del ejército en retirada eran más frescas; el humo
salía aún de las cenizas a nuestro paso; la sangre manaba todavía de las
heridas de los muertos. Por fin tropezamos con unos arqueros que se hallaban
ocupados en tirar cadáveres en un pozo, para envenenar las aguas. Nos
aproximamos a ellos y les mostramos como credencial el anillo del gran visir
que lucía en el dedo de la señorita Eva.

Querían matar enseguida a Pater Julianus a causa de su sotana, y ya le habían


derribado de su caballo, cuando Andy tuvo que emplearse a fondo para
socorrerle. Se echaron atrás y aprestaron sus arcos; me parece que no hay
sonido más desagradable que el chirrido de la cuerda sobre la flecha.

Pero yo reuní todo mi vocabulario turco y amenacé a los espahíes con la


cólera del gran visir, si cumplían su amenaza, y al mismo tiempo ofrecí
recompensas principescas si nos llevaban a su presencia. Creo que fue la
vista de la señorita Eva la que les hizo ablandarse. Probablemente esperaban
sacar un buen precio por ella, y acaso también vendernos a Andy y a mí. Los
jenízaros también habrían comprado de buena gana a Pater Julianus, pues les
gustaba estimular su fervor religioso asando curas cristianos sobre sus
hogueras de campamento. Los arqueros se conformaron con despojarnos de
nuestros caballos y echarnos un lazo al cuello para conducirnos delante de
ellos a golpes de lanza.

Era mejor ver al serasquier, sólo al llegar a Buda, y quizá sería muy
conveniente no agobiarlo con nuestras quejas mientras el ejército descansaba
allí antes de proseguir su marcha. El sultán había proclamado a Hungría
nación amiga y prohibió a sus tropas el saqueo y el rapto de sus habitantes
para la esclavitud. Sobre en qué forma y medida obedecieron los enloquecidos
jenízaros este decreto, prefiero no hablar.

A pesar del griterío victorioso instigado por el sultán, me di cuenta de que el


humor de las tropas dejaba mucho que desear. A su llegada a Buda, el gran
visir había dispuesto que se llevase a su tienda la corona de san Esteban para
la admiración pública. Andy y yo, de pie como mendigos ante la puerta de la
tienda, veíamos salir a los bajás encogiéndose de hombros y cambiando
sonrisas despectivas, por lo que dedujimos que nuestra llegada no había de
tener la cálida acogida que esperábamos, pero que acaso sería peor demorar
la visita, por lo que enviamos nuestros hombres a Ibrahim, quien nos recibió,
como de costumbre, mediada la noche. Se hallaba manoseando la corona
cuando entró, y a su lado se sentaba como un pájaro de mal agüero maese
Gritti. Nos postramos y besamos la tierra ante el serasquier, pero su
recepción fue aún menos cordial de lo que pensábamos.

—¿Sois vosotros, perros, abortos del diablo? —gritó. Su hermoso rostro,


congestionado por el vino, parecía estallar con furia—. ¡Cerdos! ¡No os mandé
a Viena para revolearos en un lupanar! ¿Dónde están vuestros turbantes?
¿Qué es de mi anillo? ¿Os envié a quedar en deuda con las rameras? Tuve que
discutir con el defterdar varias horas, antes de que se aviniese a pagar
vuestro recibo.

—No nos condenes sin oírnos —respondió Andy—. Tu anillo no está perdido;
lo di a mi mujer. Ya te lo pagaré cuando pueda.

El serasquier se volvió hacia maese Gritti con una mirada de desesperación.


—¿Qué puedo hacer con estos animales? —se lamentó—. Hasta fanfarronean y
se jactan de sus desvergüenzas. —Volviéndose a nosotros, prosiguió—. Por lo
menos, tendríais que haber pegado fuego a Viena como valientes; pero parece
que os encontrabais mejor echados en una casa de mala nota, corriendo la
gran juerga hasta dos mil ducados, antes de arrastraros por aquí para
enseñarme vuestras caras de puercos viciosos.

Andy se puso de color escarlata y dijo calurosamente:

—¡Alá sea bondadoso contigo! ¡Cómo tergiversas la verdad! Si te digo que he


contraído matrimonio cristiano, creo que esto no es nada parecido a una mala
conducta; y en cuanto a mi hermano Mikael, está demasiado escarmentado de
la enfermedad francesa como para haber hecho nada malo. Además, y como
un gran general que sois, deberíais saber que hace falta un pelotón de
hombres para gastar dos mil ducados en una casa de ésas. Gracias a nuestra
intrepidez y valor, escapamos a una espantosa muerte, y así salvaste dos
servidores irreemplazables. Te deberías avergonzar de tus bajas acusaciones
y pedirnos perdón antes de que pierda los estribos.

Era tan solemne su porte al decir toda esta sarta de disparates, que el
serasquier Ibrahim no pudo por menos de echarse a reír a carcajadas, tanto
que le saltaban las lágrimas. Luego, dijo suavemente:

—No intentaba más que picaros un poco, pues ya sé que habéis hecho todo lo
que podíais. Pero ni aun los hombres más valientes pueden transformar en
buena la mala suerte, y Aarón me lo ha contado todo a través de sus
correligionarios. Sin embargo, lo siento por mi anillo, pues la piedra era de
una rara pureza. ¿Puedo ver a tu esposa y quedar satisfecho de que sea digno
de ella, o prefieres como buen musulmán que oculte su rostro ante mí?

Andy replicó con gran contento que siendo cristiana su mujer no observaba
un indebido recato en lo que a su rostro concernía; fue, por lo tanto, enviada a
llamar y entró en la tienda en compañía de Pater Julianus.

A la vista de éste, e instintivamente, el serasquier hizo cuernos con sus dedos,


y dijo:

—¿Cómo podéis permitir que manche mi tienda un sacerdote cristiano? Veo


por su sotana y sus mejillas sin barba que pertenece a la más perniciosa
orden de idólatras.

Yo expliqué, apresuradamente:

—Rescaté a Pater Julianus de Viena y le traje aquí con peligro de mi propia


vida, para hacernos un servicio mayor del que podéis pensar, pues tengo un
plan que preferiría someterte en privado.

Mientras tanto, la señorita Eva alzó su velo, mostrando su tímido y sonriente


rostro y sus oscuros ojos. El gran visir la miró con placer y dijo cortésmente:

—Es verdaderamente bella. Su rostro es más blanco que el jazmín; sus


párpados son como el almizcle y su boca cual la granada. No me duele ya mi
anillo y, por el contrario, me alegro contigo, Antar, porque has conseguido tal
belleza. Y admito que tanto tú como tu hermano me habéis probado vuestra
lealtad, aunque espero que Alá me preserve en el futuro de tan costosas
demostraciones.

Yo estaba contento de ver que como un verdadero hombre de nobleza se


sometía a la voluntad de Alá y pensaba retenernos a su servicio. Andy se
aprovechó de este propicio instante, para decir con presteza:

—Naturalmente, no pido premio por mis trabajos sin fruto; pero quedaría
encantado si dijeses una palabra al rey Zapolya en apoyo de mi mujer, de
forma que le sean restituidas las posesiones que tiene en la frontera de
Transilvania. Eva, mi querida mujer, le di al serasquier tu nombre de familia.

Maese Gritti se había pasado el tiempo mesándose el pelo, y cuando la


señorita Eva pronunció su nombre, estalló en lamentaciones:

—¡No escuches a ese Antar, querido gran visir! Cada renegado del ejército se
ha apresurado a casarse con alguna hija de noble para poder reclamar su
herencia; y Hungría se hundiría si todas esas peticiones ilegales fuesen
atendidas. Te darás cuenta que esto simplifica el trabajo de los cobradores de
impuestos y fortalece al presente Gobierno, a la vez que los nuevos
propietarios se encontrarán plenamente obligados al rey Zapolya y estarán
con él, y con él caerán, dado el caso.

El gran visir dijo con bastante sequedad:

—Yo no deseo intervenir en los asuntos interiores de Hungría, pero debo


proteger a los súbditos del sultán y los intereses de mis propios servidores.
Antar tomará posesión de las tierras de su mujer; pero, para no ir contra la
excelente reforma agraria del rey Zapolya, le permito de muy buen grado que
añada a aquélla, otras tierras propias. Mira que mis deseos sean respetados,
maese Gritti, si quieres seguir siendo mi amigo.

Conminé a Andy a que cayese de rodillas y besara la mano del gran visir, y la
encantadora novia siguió el ejemplo de su esposo, tras lo cual se despidieron.
Pero yo me quedé, pues había que machacar el hierro en caliente, y tomé a
Pater Julianus del brazo. Cuando maese Gritti marchó a su vez, una gran
tristeza ensombreció el hermoso rostro de Ibrahim; vi que había enflaquecido
mucho en campaña, y que sus sienes habían blanqueado. Dijo, como con un
lamento:

—Es tarde, Mikael el-Hakim. ¿Para qué me molestas con tu presencia por más
tiempo?

—La luna brilla cuando el sol descansa —respondí—. La noche es el día de la


luna. Déjame hablar y servirte como esclavo que soy.

—Siéntate pues, mi esclavo —consintió—. Y que se siente también el


sacerdote cristiano, pues es mucho más viejo que nosotros.
Sacó una jarra y tres cubiletes y nos instó a beber a su prosperidad.
Paladeando un poco él también, me dijo:

—Expón tu pensamiento con claridad, Mikael elamí.

Repliqué con palabras cuidadosamente escogidas:

—Sólo hay una guerra, la que existe entre el sultán y el emperador, o sea el
islam y Europa, el Creciente y la Cruz. El emperador mismo ha dicho a
menudo que su objetivo principal es unir todos los países cristianos en una
cruzada común, para destrozar el poder otomano. Cualquier cristiano que se
oponga al emperador es, pues —lo sepa o no—, el aliado del sultán. El
herético Lutero y sus seguidores son los mejores entre éstos, y harías bien en
prestarles una ayuda secreta para que continúen sus propósitos; y así como a
ellos, a todos los campeones de la causa de la libertad religiosa.

El gran visir me miró escrutadoramente.

—Durante tus viajes en Germania, ¿no oísteis hablar de cierto margrave


Felipe, gobernante de un principado llamado Hesse? —preguntó—. Ha
tomado a Lutero bajo su protección. ¿Es hombre poderoso? ¿Qué extensión
tiene su dominio? ¿Puede confiarse en él?

Sentí pánico cuando pronunció ese nombre. Vi en mi memoria un hombre


pelirrojo, de ojos azules, observando el cuerpo acuchillado de un sacerdote
que yacía en un charco de sangre; le veía sentado a los rayos del sol, con las
manos cruzadas sobre las rodillas ante la puerta de una iglesia en
Frankenhausen. Desde aquellos días terribles, había transcurrido una
eternidad y yo había vivido muchas vidas; pero ahora me daba cuenta con
sorpresa que tan sólo eran cinco años los que me separaban de aquel
encuentro fortuito.

—Le conozco —respondí impaciente—. Me dijo chanceándose que pensaba


dar a Lutero el cargo de capellán de su casa. Su provincia es modesta y está
acribillada de deudas, aunque personalmente él se haya enriquecido con el
latrocinio de las tierras de la Iglesia. Pero es un verdadero guerrero y un
buen caballero. No puedo responder de su integridad, pues se me apareció
como una criatura de sangre singularmente fría, para quien la religión era un
instrumento de provecho temporal más que un camino de salvación.

El gran visir arrojó su cubilete de oro a mi cabeza.

—¿Por qué no me has dicho todo esto antes, perro? —gritó—. Podía haber
hecho buen uso de ello la pasada primavera cuando el rey Zapolya negociaba
con el enviado secreto del duque Felipe.

Me froté el naciente chichón de mi frente y respondí en tono de hombre


ofendido:

—Porque no me lo preguntasteis nunca. Ahora quizá comprenderás lo que has


perdido negándome tu confianza y desdeñando mi conocimiento de los
políticos cristianos. Me has tratado como el más ínfimo de los esclavos,
encerrándome con el senil Piri-reis para que jugase con sus botes en un cajón
de arena. Pero ahora dime honradamente qué tratado has concertado con el
duque Felipe y los protestantes. No te importe la presencia de Pater Julianus,
pues no comprende nada de nuestro idioma y se estará tranquilo en tanto
tenga un jarro de vino al alcance de la mano. Me pica la curiosidad por saber
esas cosas, y te diré de muy buena gana y con toda franqueza, mi opinión.

El gran visir me miró fijamente, pareciendo algo avergonzado de su


precipitación.

—Es cierto que he menospreciado tus capacidades, Mikael el-Hakim —repuso


—, y debiera haber puesto más fe en tu estrella como Jaireddin lo hizo, y
también mi amigo Mustafá ben-Nakir. La última primavera, habiendo hecho
su declaración ante el Parlamento, Felipe de Hesse trató de unir a los otros
príncipes protestantes germanos, en una alianza para defender su fe ante el
emperador y su poderío. Por esta misma razón, mandó enviados secretos a la
corte de Francia y al rey Zapolya, en demanda de ayuda. Fue lo bastante
perspicaz para barruntar el choque inevitable entre el emperador y los
protestantes; y tan pronto como supo que el sultán se preparaba para
marchar sobre Europa, se declaró dispuesto a levantar el estandarte de la
revuelta en los Estados germanos. Pero los otros príncipes temieron el ataque
del resto de Germania si se unían a nosotros, y sospeché hasta de su buena fe
propia, conociendo como se conoce que estos heréticos se pasan el tiempo en
discordias y querellas intestinas. En vista de ello, urgí a ese fiero duque por
mediación del rey Zapolya a que primero llegase a una unidad en su propio
partido. No hay duda de que la mayoría de los profetas de la Confederación
suiza, por ejemplo, y los de Germania, se han de reunir en alguna ciudad
alemana para llegar a una fórmula religiosa común. En tales circunstancias
los católicos germanos se encontrarán estrujados entre los príncipes
protestantes en el norte y la Confederación en el sur, como una simple ojeada
al mapa puede demostrar.

—Lutero es un hombre obstinado, por lo que sé —respondí cándidamente—.


Quiere ser el gallo del corral, y no tolera otro profeta a su lado. El sectarismo
se halla en la propia naturaleza de la herejía, pues cada uno comienza a
interpretar las Escrituras para sí mismo, lo que hace que se llegue a una
confusión y que cada profeta jure poco menos que Dios habla directamente
por su boca. A pesar de todo, son sin embargo cristianos, y una Germania
unida en el protestantismo sería tan repugnante al Papado, como el islam.

—No, no; estás en un error, Mikael el-Hakim. No hay peores odios que los de
las sectas de la misma religión. ¿No recuerdas que cuando Mohamed el
Conquistador redujo Constantinopla al Gobierno otomano, la Iglesia griega
escogió al sultán antes que al Papa, y fue este cisma, más que las armas de
los osmanlíes, lo que derribó al emperador griego? En este caso actual opino
también que los protestantes escogerán al sultán antes que someterse a la
voluntad del emperador y a las enseñanzas del Papa.

Se sumió en profunda meditación, y nosotros decidimos marcharnos. Pater


Julianus vino conmigo a través del campamento y a la ciudad. Estaba tan
inquieto, que tuve que llevarle del brazo. No había entendido ni media
palabra de cuanto había hablado yo con el gran visir, pero declaró que éste
era un notabilísimo hombre de Estado, y que ni siquiera el emperador tenía
en sus bodegas un vino como el suyo.

A la mañana siguiente el gran visir me envió un caftán principesco y un


caballo cuyo arzón y brida estaban adornados con plata y turquesas. Mi
salario diario fue aumentado a doscientos aspros, de forma que me convertí
en un hombre de alguna importancia y podía mirar al futuro valientemente.
Sin embargo, estaba obligado a alimentar y vestir a Pater Julianus, además
del vino que tenía que suministrarle en cantidades increíbles. Le presenté con
vestiduras de sabio tseleb para escudarle de la hostilidad de los jenízaros.

Andy obtuvo permiso del gran visir para trasladarse a Transilvania a


inspeccionar sus propiedades, pero se le prohibió expresamente entrar al
servicio del rey Zapolya. Debía volver a Estambul en la primavera siguiente a
lo más tardar y dejar un sustituto de confianza en su cargo del ejército. Este
arreglo no tenía muchos encantos para Andy, quien había creído empezar al
instante con una vida de señorial ociosidad en sus dominios. Además, le era
necesario procurarse regalos convenientes para el gran visir, maese Gritti y
su nuevo señor, el rey Zapolya. Pero en el intervalo de nuestra estancia y
escapatoria de Viena, todo lo que habíamos confiado a Sinán el Constructor
había sido perdido en la retirada, engullido por un pantano, y el pobre Andy
no tenía un aspro más que yo. Acudimos en nuestra necesidad acuciante a
Sinán, pero por su parte se había gastado todo cuanto le había dado el sultán
en la adquisición de numerosos libros y manuscritos. Por fin, y con gran
vergüenza, Andy se vio obligado a pedir a su mujer el anillo del gran visir,
para pignorarlo. Pero la señorita Eva, a pesar de su juventud, era una mujer
de sentido común.

—¿Por qué no vais donde un judío a pedir un préstamo sobre las tierras? —
preguntó—. Mi padre acostumbraba a hacerlo así. El judío puede reclamar el
pago al administrador, y de esta manera, te ahorras angustias inconvenientes.

Andy aprobó este consejo y se encaminó directamente a casa de un judío que


le había sido recomendado por un escribiente del defterdar . Nos recibió en
un mugriento despacho, lamentándose de los tiempos calamitosos para los
negocios. Andy pensó que no podía pedir mucho a un hombre que
evidentemente estaba agobiado por múltiples cargas. Había pensado en
pedirle cien ducados para el gasto del viaje, pero le falló el corazón.

—¡Alá me preserve de ser un peso más a vuestras cargas! —dijo—. Quizá


pueda arreglármelas con diez…

Antes de que pudiese pronunciar la palabra «ducados» el judío comenzó a


invocar a Abraham, y explicó volublemente que para una suma tan importante
precisaba más garantías que una promesa y un simple recibo; y aunque yo
había tenido siempre mis dudas sobre las propiedades de la señorita Eva,
empecé ahora a sospechar sobre las tonterías del escribiente del defterdar ;
quien nos había hablado de la gran fortuna de un hombre que metía tanto
ruido por cuestión de diez ducados.

Yo vestía el caftán que el gran visir me había dado y el judío parece ser que se
engañó sobre mi rango y posición, pues se inclinó ante mí y dijo con voz
alterada:

—No debéis dejarme con las manos vacías, muy noble caballero, pues ello os
traería mala suerte. Precisemos la cuestión. Conozco el favor que os ha
mostrado el rey Zapolya, pero permitidme deciros que el esquileo en Hungría
no es el negocio provechoso que parece ser. ¿Cómo se puede predecir quién
esquilará el año próximo? Los tártaros, moldavos y polacos están
aprovechándose de la confusión general para robar las ovejas y otro ganado, y
no dudo que igual acontecerá en vuestros Estados, mi noble señor.
Verdaderamente, fue por alguna desesperada jugada por lo que os decidisteis
a tomar posesión actual de esos dominios y temo que en vez de devolver
vuestra deuda os veáis forzado a aumentarla.

Habló tan honrada y benévolamente, que Andy le creyó y hasta yo me admiré


de que pudiese prestar diez ducados de oro sobre los problemáticos rebaños
de Andy. Éste dijo:

—Si las cosas van tan mal en Buda como nos quieres hacer creer será mejor
que devuelvas mis papeles y sellos a Janushka y decirle que encuentre otro
más simple que yo para que se encargue de esos Estados.

El judío se frotó las manos y se inclinó hasta barrer el suelo con sus greñas, y
habiendo pedido ver el otorgamiento del rey Zapolya, dijo:

—Noble señor Andrea von Wolfenland; comprendo que en los Estados del
sultán tenéis por norma vivir en un estilo superior a lo acostumbrado en
nuestra pobre tierra. Si os fallase vuestra cría y pastoreo de corderos y la
guerra asolase vuestros dominios, un pagaré os causaría muchos perjuicios.
Además, yo tendría gastos si tuviese que recuperar mi dinero en Estambul. Si
bien los riesgos han de ser tomados, ello no ha de ser, como es lógico, sin
ciertos beneficios. No hablemos más de promesas y notas a mano. Os
adelantaré la suma que pedís, contra los derechos de esquilaje de vuestros
rebaños durante los próximos dos años. Sé que voy a salir perdiendo con ello,
pero todo está en manos de Dios.

Andy me miró dubitativo y yo le susurré rápidamente que debía aceptar, pues


diez ducados en mano valen más que cien corderos en algún rincón dejado de
la mano de Dios, en las estepas húngaras. Pero Andy se ablandó al ver que el
judío vertía lágrimas por la propia emoción de su generosidad, y dijo:

—¡No! ¡No! Soy un hombre honrado y tú tienes mujer e hijos que mantener.
No puedo aceptar que arriesgues tu modesta fortuna por mi causa. Hagamos
una nota de reconocimiento de pago y estoy además dispuesto a pagar por tus
molestias y gastos un diez y hasta un quince por ciento.

El judío se secó las lágrimas y su rostro se ensombreció.

—Sois más avaricioso de lo que por lo general suelen ser los gentilhombres —
dijo—. Me escatimáis un claro beneficio. Sin embargo, para confirmar el buen
entendimiento entre nosotros, tendréis el dinero a cambio de sólo un año de
derecho de esquileo. En este caso, espero me reservéis el monopolio del
comercio en todos vuestros villorrios, incluyendo el tráfico de la sal. Mis
agentes investigarán sobre la cría de los corderos en la región, así como otras
materias concernientes a la misma. Puedes confiar en mí, pues te hago las
mejores condiciones; igual que te las haría un padre.

Andy le dio las gracias cortésmente y replicó:

—¿Por qué había de resistir, si eres tan propicio a arriesgar tu dinero? Todo lo
que pido es que no has de reprocharme nada, si las cosas no salen a derechas
por causas ajenas a mí. Debes, sin embargo, alimentar mi ganado y tener mis
perros pastores y caballos en buena condición, o no haré contigo más
transacciones futuras.

El rostro del judío se aclaró, al contestar rápidamente:

—Desde el primer instante de nuestro encuentro me encantó vuestro honrado


carácter, pues no me habéis tratado con desprecio como muchos nobles
húngaros lo hacen. Os respeto, porque sabéis cómo defender lo vuestro; así
pues, estoy de acuerdo con vuestra propuesta, a condición de pagaros la suma
en plata y que la cambiéis vos mismo por oro. En este aspecto, yo puedo
beneficiarme del cambio; es decir, seis aspros por ducado de oro, lo cual me
servirá para alimentar a mi mujer e hijos, aun cuando perdiese en el trato
concertado.

Me pareció una petición muy moderada, aunque era fácil calcular que quería
ganar un ducado por los diez. Nos pidió excusas por calcular sus ganancias de
acuerdo con el cambio del día y le acompañamos a buscar nuestro dinero,
pues en tiempos de guerra lo tenía escondido. Pasamos a una habitación
contigua, la cual y para mi asombro estaba lujosamente equipada con
costosas alfombras, sillones dorados, cortinas de raso y espejos venecianos.
Un criado nos trajo una fuente repleta de racimos de uva, peras y otras
excelentes frutas húngaras. Después de inquirir si éramos estrictos
musulmanes, el judío ordenó que se sirviese también vino. Estaba claro que
quería quedar en buenas relaciones con Andy, pues su pródiga hospitalidad
nos parecía desproporcionada a nuestro negocio.

Comimos la fruta y bebimos el vino, y cuando volvió el judío, no se veían sobre


la fuente más que algunas cortezas y los esqueletos de unos racimos. No
pareció molestarse por ello, sino que, por el contrario, sonrió radiantemente y
nos condujo de nuevo al despacho. Allí quedamos sin respiración, pues sobre
la mesa había unos montones de oro limpiamente apilados al lado de un cierto
número de bolsones sellados. Evidentemente, el judío se llamó a engaño sobre
nuestro asombro, pues frotándose las manos con algún embarazo dijo:

—¿No era diez la suma mencionada? Pues diez mil ducados en plata hacen
según lo estudiado seiscientos mil aspros. Pero al tipo de cambio del día, sólo
son quinientos cuarenta mil cuando se cambia oro en plata, y quinientos
setenta mil en plata por oro. Tomo como norma un aspro por ducado, para
costo y cargas. Así os daré quinientos cuarenta mil aspros en plata.
Cambiando ésta en oro a la tasa corriente recibiréis nueve mil cuatrocientos
setenta y tres ducados y treinta y nueve aspros en plata. Un aspro por
ducado, por gravámenes, hace un total de ciento setenta y cinco ducados y
veintitrés aspros. Vuestro neto total es entonces de nueve mil doscientos
noventa y ocho ducados y dieciséis aspros, que es la suma que he puesto
sobre la mesa. Os ruego que tengáis la atención de contarla y ver si cada una
de las bolsas selladas contiene quinientos ducados. Como simple formalidad
os ruego también, señor, que leáis este papel y lo firméis. Confío en vuestra
palabra por entero, pero yo soy viejo y puedo morir cualquier día y también
vuestra vida depende del azar.

—¿No pensaréis tomarme por tonto, buen padre? —espetó Andy, un tanto
enfurruñado.

El judío se mesó la barba y dijo algo excitado:

—Señor, tal suposición es indigna de vos. Estoy autorizado para tasar mis
gravámenes al tipo de cincuenta y cuatro aspros por ducado, aunque vos
pagáis cincuenta y siete. La diferencia sólo representa quinientos veinticinco
aspros y un gentilhombre distinguido como vos debería pensar que es
vergonzoso acusarme de falta de honradez por una cosa tan trivial.

—No, no —respondió Andy—; claro está. Pero tengo una cabeza pequeña para
los cálculos y así me redondearéis la suma a nueve mil trescientos ducados,
con lo cual reconoceré de buena gana el recibo de los diez mil, sobre el
esquileo de un año de mis corderos.

Con un suspiro, el judío tomó dieciséis aspros de la mesa y los reemplazó por
dos manoseados ducados de oro, los cuales percibí al punto que eran faltos de
peso. Las monedas de la mesa eran todas, sin embargo, recién acuñadas, por
lo que le perdoné aquella pequeña decepción.

Andy me pidió que le leyera el contrato en voz alta y lo hallamos conforme


con lo que habían acordado, y aunque no se hacía mención del cuidado del
ganado, el judío señaló que era en su propio interés el hacerlo, pues el año
próximo podía ser renovado el contrato en muchos mejores términos por otros
cinco o diez años. Nuestros ojos estaban, por el momento, abiertos sobre el
irresponsable negocio que a través de Andy se había hecho, sacando a aquella
pobre infeliz de los sumideros de Viena y haciéndola su esposa.

Pero aún no habíamos terminado nuestra transacción con el judío, pues


aunque suponía yo que el rey Zapolya y maese Gritti preferirían antes dinero,
al gran visir por lo menos había de serle ofrecido algo más personal, y sobre
esto nadie mejor para aconsejarme que el sagaz judío. Tales objetos como
pedrería preciosa, ornamentados arzones y arneses de oro damasquinado, los
poseía en abundancia; por lo tanto, había que contar algo enteramente
especial. Por fin, Andy compró al judío un reloj maravilloso que daba las horas
y los cuartos. Señalaba también el día, el mes y el año, y sería de gran utilidad
para los desmemoriados, aunque desgraciadamente estaba basado en la
medición cristiana del tiempo. Sin embargo, pensamos que a causa de la
guerra y otras cuestiones concernientes a los países europeos, al gran visir le
agradaría hacer sus cálculos del tiempo según se hacía en la cristiandad.

El reloj era tan complicado y tan ingeniosa su construcción que yo no podía


comprender cómo lo podía haber ideado una mente humana. La caja era de
una preciosa manufactura y el judío nos mostró cómo al dar cada hora se
abría una pequeña puerta secreta y un herrero seguido de un cura y de un
caballero se adelantaban para golpear sobre una campanita de plata,
desapareciendo después por una puertecilla opuesta.

El único defecto del reloj era que no andaba y el relojero a quien podía
enviarse para repararlo había sido vendido como esclavo por los turcos. Sin
embargo, el judío esperaba encontrarlo y podíamos entregarlo al gran visir
junto con el reloj para que lo regulase y lo pusiera en marcha. A causa de su
mecanismo, el reloj era un presente excepcional y el judío nos vendió este
tesoro por sólo mil doscientos ducados que Andy pagó contento, con lo cual
nos despedimos cordialmente de aquel hombre opulento.

Cuando después de gran número de dificultades conseguimos localizar al


relojero, Andy pagó no menos de sesenta ducados por él, sin regateo aunque
era un hombre al que no le quedaban más que huesos y barba.

En su liberalidad, Andy dio al viejo vestidos nuevos, y después de haberse


llenado bien la panza, el hombre derramó abundantes lágrimas tratando de
besar las manos de Andy y le bendijo como su bienhechor. Luego, se puso a
trabajar en el reloj, declarando que conocía sus menores caprichos y que aun
sin los necesarios instrumentos y piezas, era capaz de hacer su trabajo lo
bastante bien para convencer al gran visir de su superior excelencia. Juró por
los santos que una vez en Estambul haría de este medidor del tiempo la
maravilla del serrallo y destinaría el resto de su vida a intentarlo. Así, el reloj
le aseguraba una existencia libre de cuidados como esclavo del gran visir.

Por nuestra parte ordenamos a cuatro fuertes esclavos transportarlo


cuidadosamente a la tienda de Ibrahim, donde el relojero lo puso en marcha;
el gran visir se maravilló mucho y agradeció a Andy el principesco regalo. Yo
pensé que Andy subía notablemente en la estimación del gran visir, pues
como nueva muestra de favor, Ibrahim le envió para él y su mujer dos
magníficas sillas de montar con gualdrapas y destinó al matrimonio una
escolta de cien espahíes para acompañarles a sus dominios.

Una vez ya realizado lo necesario para asegurar su posición, Andy se dispuso


a partir para la frontera de Transilvania. Cuando vi que en su negra ingratitud
se había olvidado de mí, su inmerecido éxito me escoció.

—La rana se hincha hasta que revienta —le dije—. El dinero es tuyo; puedes
tirarlo a un pozo si lo deseas. Pero tu frialdad hacia mí es muy hiriente y creo
que debes, por lo menos, un poco de consideración a quien es tu propio
hermano y del cual no tienes más que agradecer tu prosperidad.

Mis palabras y mi sinceridad le tocaron el corazón y como los vientos fríos


barrían los copos de nieve en las torres de Buda nos pareció sentirnos
transportados a nuestro propio país. Lloramos abrazados, juramos que nada
en el mundo destruiría nuestra amistad y que seríamos buenos padres para
nuestros respectivos hijos. Cuando por fin nos separamos, Andy me obligó a
tomar mil ducados diciéndome que esta suma era solamente un débil
reconocimiento a mi larga y fiel amistad.
Habíamos alcanzado ya el fin de octubre. El sultán ordenó que se levantase el
campo, y los jenízaros, con muchos presentimientos poco halagüeños,
comenzaron la larga marcha al hogar. Antes de abandonar Buda, el gran visir
nos llamó a mí y a Pater Julianus, de nuevo a una entrevista nocturna.

—Puede ser que tengas razón, Mikael el-Hakim —declaró—, y que estés más
familiarizado con las cuestiones religiosas de Germania que lo estoy yo. El
representante secreto del rey Zapolya en la corte del margrave Felipe informa
de que los profetas hieráticos se han reunido en Marburgo, la capital de
Hesse, sin haber llegado a un simple acuerdo. Parece que Lutero y Zuinglio
no hicieron más que acusarse mutuamente de error y soberbia. Por lo tanto,
acepto tu plan, Mikael el-Hakim, y te enviaré a los Estados germánicos para
sembrar aún más amargas disensiones entre los protestantes y acercarles así
al islam.

Estaba espantado de sus palabras y me apresuré a replicar:

—No has comprendido mi pensamiento del todo, noble gran visir, pues no soy
orador. No, no; quien debe ser enviado a Germania es Pater Julianus, pues él
es un experimentado predicador que puede oler la herejía de lejos. Elegirá los
hombres idóneos para el trabajo en cada ciudad; sembrará los gérmenes del
islam en las mentes del pueblo de tal forma que en su entusiasmo por las
nuevas ideas olvidarán todo cuanto la cristiandad tiene de común y lo que la
separa en artículos de fe. Pues uno predica el Dios único, el otro el sacrilegio
de la idolatría, un tercero la predestinación y un cuarto la poligamia
justificada por las Escrituras. Pienso que Pater Julianus conoce también su
Biblia, que en pocos días puede hallar textos para sostener, tanto como para
refutar si fuera preciso, cualquiera de esos argumentos.

Pater Julianus me miró como si la tierra se hubiera abierto a sus pies y el


diablo, con toda su espantosa fealdad, hubiese aparecido.

—¡Apártate de mí, Satanás! —gritó—. ¿Quieres hacer de mí un hereje? Nunca


lo consentiré; prefiero antes mil veces la gloriosa muerte de los mártires.

—¿Pero no veis, Pater Julianus —dije—, que sembrando la discordia y la


disensión entre los heréticos hacéis el mayor servicio posible a vuestra Santa
Iglesia? Estoy pensando que el gran visir os suministrará suficiente dinero
para que estéis bien provisto de comida y cerveza en los países germanos, y
hasta para invitar a otros a compartirlos con vos. Si sois sospechoso de
difundir falsas doctrinas, no tenéis más que hacer que negar lo que habíais
dicho y achacar a vuestro imperfecto conocimiento del idioma los errores de
interpretación. Pero si todo va bien no necesitaréis más de un par de años
para realizar vuestra tarea y si me enviáis detalles de todos los que jóvenes o
viejos, sabios o ignorantes, pobres o ricos, estén inclinados en cualquier
medida a abrazar y proclamar la nueva doctrina, estoy seguro de que el gran
visir os premiará de forma que podáis ver deslizarse en paz y tranquilidad
todos los días del resto de vuestra existencia sin que os falte nunca una jarra
del mejor vino.

Pensamientos dispares chocaron en la mente de Pater Julianus, asomando a


su rostro abotagado y pude leer en él los eternos temores de su alma
inmortal. Persuasivamente, proseguí:

—¿Quién sabe si el gran visir puede relacionarse con la Curia, a través de una
Casa de Banca veneciana y situarnos en algún obispado de cualquier retirado
rincón de Francia o Italia? Allí podríais gozar de un bien ganado descanso sin
ser molestados por gente inquisitiva.

Un resplandor surgió en los ojos de Pater Julianus; miró soñadoramente a la


lejanía y por fin, exclamó con un suspiro:

—¡Con cuánto fervor y devoción serviría en ese elevado cargo, a pesar de


cuán desgraciado y pecador soy! Sinceramente, Mikael, desde ahora mismo
quiero la reforma y haré cuanto pueda para ser digno de la bendita tarea a mí
confiada.

Cayendo de rodillas, besó la mano del gran visir y la bañó con sus lágrimas.
Temí que Ibrahim se espantara de lo costoso de mi plan; pero le dije
rápidamente en turco:

—No pienses en el dispendio, noble gran visir, ya que Pater Julianus


difícilmente podrá salir con vida de Germania para reclamar su obispado.
Estos nuevos profetas son, por lo menos, tan fanáticos como el Santo Oficio
en la defensa de la pureza de su fe. Pero si por algún milagro sobrevive, no
estaría mal para ti si dispusieras de un obispo cristiano que debiese su cargo
al islam.

Ibrahim asintió y dijo:

—Como quieras, Mikael el-Hakim. Confío y te dejo las manos libres en los
detalles. Si fracasa el plan, los tsaushes te llevarán el caftán negro y el cordón
de seda y espero que no interpretarás mal el significado del presente.

Quizás este recuerdo de mi mortalidad era saludable, pues me hizo ver que
me estaba metiendo demasiado temerariamente en asuntos que no me
concernían. Sin embargo, se adoptó el plan y arreglé los detalles con Pater
Julianus para que pudiese transmitir sus informes en secreto a Estambul.

Gradualmente, se vaciaba Buda de tropas turcas y Pater Julianus partió con el


corazón bien dispuesto para Viena, donde a su vuelta pensaba predicar acerca
de su milagroso rescate de manos turcas y tras lo cual emprender la marcha a
los Estados germánicos. Viéndole ya a salvo, me dediqué a comprar algún
recuerdo de la guerra y otros regalos para Giulia, y a continuación me
embarqué en uno de los navíos de transporte, que me condujo Danubio abajo,
hasta que me uní de nuevo a Sinán el Constructor, en cuya litera completé
cómodamente el viaje a Estambul.

Sobre los obstáculos y penalidades con que el ejército tropezó en su marcha


de retirada, tan sólo he de decir que las pérdidas sufridas fueron mayores que
las del mismo sitio de Viena y que por lo menos diez mil esclavos húngaros y
germanos perecieron en el camino. Por mi parte, sólo pensaba en Giulia y en
nuestro futuro hogar a orillas del Bósforo. Sinán el Constructor, enflaquecido,
mustio y malhumorado e incapaz de conciliar el sueño después de su trabajo
ininterrumpido, con sus ansiedades y angustias, estaba aburrido de mi charla
ya mucho antes de llegar a Estambul y finalmente me amenazó con romperme
el cráneo con el martillo si no me callaba de una vez, por lo que tuve que
dejarle tranquilo.

Cuanto más nos acercábamos a Estambul, tanto más lejano me parecía el


momento de tener de nuevo a Giulia entre mis brazos, como en los instantes
de nuestra mayor felicidad, y contarle cómo había prosperado, pues con
doscientos aspros al día no podía considerarme más como un hombre inepto y
sin iniciativas. Por una singular ironía del destino, el tiempo mejoró cuando
nos acercábamos a casa. Cesó la lluvia, el viento helado cedió paso a la cálida
brisa primaveral y nuestros ojos fatigados de las yermas montañas y cielos
encapotados, descansaron ahora sobre el jugoso verdor de los incontables
jardines, en los cuales los plátanos y las acacias se cubrían ya de nuevas
hojas.

El aire era como vino bien refrescado, el sol lucía en un firmamento sin nubes
y el perfume del mar venía en alas de la brisa, cuando el sultán hizo su
entrada en la ciudad a la cabeza de sus jenízaros y en medio de delirantes
aclamaciones. Retumbaron tambores y címbalos y los esclavos cautivos
avanzaban con esfuerzo, lanzando ojeadas sombrías a diestra y siniestra, al
contemplar la vasta extensión de la capital otomana. Por todas partes se
encendían luminarias en la noche. Aun en Pera, el barrio veneciano, relucían
como cascadas de perlas.

Ardiendo yo también de impaciencia, me lancé a la casa de Abú el-Kasim,


montado en el caballo que me había dado el sultán. En mi cabeza llevaba un
ancho turbante, adornado con un penacho de plumas con broches de
pedrería. Bajo el caftán de honor y de mi cinturón, pendía una pesada bolsa y
con mi estuche de escribir de cobre, llevaba un sable de vaina de plata.

Había esperado encontrar la puerta de par en par, y a Giulia alertada por los
sones de la música, temblando en el umbral y bendiciendo el día que me trajo
al hogar sano y salvo de todos los peligros de la guerra. Así me imaginaba mi
retorno, pero la realidad fue que la puerta estaba cerrada y que inquisitivos
vecinos comenzaron a curiosear, hasta que me incliné hacia delante en mi
montura, saqué mi espada y golpeé en la puerta con ella.

Mi caballo piafaba y caracoleaba y a duras penas me sostenía yo sobre la silla,


cuando por fin oí el ruido de cerrojos y el criado sordomudo de Abú el-Kasim
apareció a mi vista en el umbral. Al reconocerme, pareció perder la cabeza y
entre incomprensibles sonidos, abrió de golpe las puertas. Mi caballo se
encabritó, se alzó de patas y penetró en tromba en el patio, asustando al
peludo gato azul de Giulia, que dio un respingo atemorizado, con su rizada
cola erecta. Mi caballo siguió saltando y corcoveando, hasta que consiguió
tirarme de cabeza al suelo y fue un milagro que no me desnucara, aunque mi
espada, que aún empuñaba, me produjo con su agudo filo un corte en una
pierna, mi primera y única herida de la campaña.

El sordomudo fue a parar también de bruces, a remolque, en tierra,


magullándose rostro y pecho con los guijarros, por lo que sentí lástima y no
tuve el valor de castigarle por haberme espantado el caballo. En ese momento
apareció un cetrino italiano en el umbral de la puerta de la casa, con un jubón
desabrochado y calzones listados abiertos en la cintura. Alisando su
reluciente cabello negro, preguntó malhumoradamente quién osaba
interrumpir la siesta de su noble señora. Era joven y bien parecido, aunque su
oscuro color denotaba un bajo nacimiento; sus rasgos eran tan correctos
como los de una estatua griega, aunque también igual de inexpresivos. Sus
brillantes ojos parecían claros en comparación con su tez y sus delgados
labios mostraban determinación, aunque en aquel momento estaban
contraídos con una mueca despectiva.

Lo he descrito con tanto detalle para mostrar que su aspecto no tenía nada de
repelente, aunque a primera vista sentí una profunda aversión por él. Su
arrogante actitud no era de reprochar, pues no me había reconocido; pero
cuando se dio cuenta de quién era, desplegó las muestras de un respetuoso
temor y habiendo puesto algún orden en sus vestiduras, comenzó a cepillarme
con la mano la arena de mi caftán, mientras me hablaba con bien escogidas
palabras:

—Os ruego que no os ofendáis por una bienvenida tan miserable, señor. No
podíamos suponer que llegaseis tan pronto. En atención a la señora, debierais
haber enviado un mensaje de forma que hubiera podido preparar la casa para
celebrarlo y recibiros de manera adecuada. Precisamente en estos momentos,
está echando la siesta, pero la despertaré al instante.

Le prohibí con aspereza que lo hiciera, diciendo que prefería despertarla yo


mismo y darle así una agradable sorpresa. Le pregunté algo irritado quién era
y cómo se permitía darse aires de dueño de la casa y tratar de aconsejarme
sobre mi propia mujer. Cambió de tono y dijo humildemente:

—¡Ah, señor Mikael! Sólo soy Alberto el esclavo, de la ciudad de Verona,


donde mi padre trabaja aún como honrado sastre. Podía haber escogido este
oficio, pero mis deseos de aventura me llevaron fuera y fui capturado por
piratas turcos. Durante un tiempo, remé como galeote y luego fui puesto en
venta en el bazar de esta ciudad. La señorita Giulia tuvo compasión de mi
miseria, me compró y me instaló aquí como mayordomo, aunque no tengo
otros criados a mis órdenes, salvo ese pobre de espíritu sordomudo, que no
vale ni la sal del caldo que come.

Quise saber cómo Abú el-Kasim podía haber aprobado esta adquisición,
puesto que casa y esclavo le pertenecían. Alberto me miró sorprendido.

—Nunca he visto a ese Abú el-Kasim —respondió—, aunque los vecinos


mencionan a un inmoral mercader de drogas de ese nombre. Creo que
marchó por el verano para Bagdad. ¿Quién sabe si volverá?

Me di cuenta de que habían acontecido muchos cambios desde mi partida y


ordenando al italiano que bajase sus ojos cuando se dirigiese a mí, como
cumple a un esclavo, entré en la casa, con él pegado a mis talones y tratando
de adelantarse cuando me detenía para mirar a mi alrededor. Me costó
reconocer las habitaciones, tal era la barahúnda de objetos que se
amontonaban en desorden; a cada paso tropezaba con escabeles y
recipientes, cojines, pebeteros y jaulas de pájaros. Cuando por fin llegué a las
cortinas que pendían a la entrada de la habitación de Giulia, Alberto se puso
enfrente de mí y cayendo de rodillas dijo:

—¡No la despertéis tan bruscamente, noble señor! Dejadme que golpee con
suavidad en una bandeja para que despierte sin sobresaltos.

No me di cuenta de que el esclavo había hablado en voz tan alta que podía
haber despertado a un muerto, sino que me agradó esta consideración a la
dueña de la casa; pero sin embargo, apartando a un lado al esclavo separé las
cortinas y entré en la habitación para dar yo mismo una sorpresa a Giulia. Y
allí, una vez que mis ojos se abrieron a la semioscuridad de la estancia, la
vista de Giulia aguzó también el hambre de mis sentidos.

Debía haber tenido sueños agitados, pues estaba medio desnuda entre los
revueltos cobertores. Su rostro parecía adelgazado y tenía círculos azules en
torno a los ojos; pero su cabello descansaba abundante sobre la almohada,
sus pechos era como pétalos de rosa y sus piernas como almizcle y ámbar.
Nunca en mis sueños más amorosos vi una belleza tan turbadora.

Emití sonidos entrecortados loando a Alá por haber preparado para su


campeón tal glorioso retorno al hogar. Luego, fui a ella, la acaricié con
suavidad con las yemas de mis dedos y susurré su nombre. Sin abrir los ojos
se retorció voluptuosamente, me rodeó el cuello con sus blancos brazos y
suspiró en su sueño: —¡No más, no más, hombre cruel!

Sin embargo, me hizo sitio a su lado, me palpó con ambas manos y susurró:

—¡Quítate la ropa y ven a mi lado!

Yo estaba asombrado de su pronta disposición, hasta que me di cuenta de que


estaba soñando en voz alta algún sueño delicioso. Con una sonrisa, hice lo
que pedía, me desnudé y me deslicé a su lado. Rodeando mi cintura con sus
brazos me apretó contra ella, mientras me pedía que la acariciase. Lo
profundo de su sueño me sorprendió, pero noté poco a poco que estaba a
punto de despertarse.

Hice lo que me pedía, hasta que en mi excitación tuve un brusco movimiento


que la despertó. Sus maravillosos ojos se abrieron. Si hubiese tenido la menor
duda de lo profundo de su sueño, con toda seguridad ésta se me habría
borrado ahora, pues cuando vio lo que había sucedido se incorporó con
espanto y comenzó a ocultar sus desnudeces con los cobertores. Luego,
rompió en sollozos, con el rostro entre las manos, empujándome cuando
trataba de consolarla. Compungido por el papel que había representado, le
pedí humildemente que me perdonase. Cuando por fin pudo hablar, me dijo
con voz temblorosa:

—¿Eres tú realmente, Mikael? ¿Dónde se ha metido Alberto para no


anunciarme tu llegada?
Al oír esto, Alberto, que había permanecido tras la cortina, apareció y le dijo
que se tranquilizara, pues la sangre de los pantalones del señor era sólo
debida a una ligera herida —así dijo—, que el señor se había producido al
caerse del caballo en el patio.

Su estúpido parloteo me encorajinó tanto que le lancé unos cuantos ternos y


le dije que le prohibía espiar tras las cortinas. Pero Giulia intervino
conciliadora:

—En el temor y con el temblor de la angustia, me he pasado contando las


semanas, los meses y los días de tu ausencia, ¿y son blasfemias las primeras
palabras que tengo que oír de tu boca, cuando por fin has vuelto? No insultes
a este desgraciado y fiel servidor que tan bien me ha protegido desde que Abú
el-Kasim me dejó en la estacada. ¿No tienes ni siquiera un poco de atención y
respeto para mí, que entras como un ladrón a sorprenderme, poniéndome en
una situación humillante ante mi propio criado?

Esta era la Giulia que conocía, pero había sido evidentemente yo muy brusco
y la había asustado al principio; ahora, revivía al poder reñirme y aun tales
palabras sonaban agradablemente en mis oídos tras una ausencia tan larga;
traté de abrazarla, pero se separó vivamente de mí y dijo:

—No me toques, Mikael. Según las reglas de tu religión, tengo primero que
lavarme y tú también, estás lleno de polvo del viaje. Nunca me tuviste gran
consideración, pero por lo menos recuerda tus deberes como musulmán y
déjame ahora mientras me baño y me embellezco un poco.

Yo protesté que nunca había estado más bella que en aquel desorden y así
rogué y discutí, hasta que por fin se rindió, murmurándome todo el tiempo
sobre mi falta de tacto y conducta insultante, de forma que me privó de la
mitad del placer.

Después, se levantó a toda prisa, se volvió de espaldas y comenzó a vestirse


sin decir palabra. No recibiendo respuesta a mis preguntas, me enojé.

—¿Este es el recibimiento al hogar que he esperado tanto tiempo? —le


reproché—. Pero ¿por qué tenía que esperar otra cosa? Ni siquiera me has
preguntado cómo estoy, y por lo que respecta a ese granuja de Alberto,
pienso enviarlo de nuevo a su puesto en las galeras.

Giulia giró rápidamente y respingó como una gata salvaje. Con los ojos
echando chispas, gritó:

—¡Veo que no has cambiado nada! Sólo dices eso de Alberto para lastimarme.
Es tan buen hombre como tú y quizá mejor, pues viene de padres honrados y
no necesita tener secreto su nacimiento. ¿Y qué ha sido de ti en Hungría?
Nunca hubiera sospechado las cosas que pasan en esas campañas, de no
haberlo oído en el harén.

A pesar de que me hirió con sus falsas sospechas, comprendí que los celos
habían nacido por los maliciosos chismes que le habrían contado, pues las
mujeres del harén tenían por costumbre sobornar a los eunucos del defterdar
para espiar al sultán y al gran visir, de manera que estos elevados personajes
pagaban caro cualquier pequeño devaneo.

—El sultán y el gran visir son hombres virtuosos y es indecoroso hablar así de
ellos —respondí—. Pero tus injustificados celos demuestran que quizá me
quieres y cuidas de lo que me pueda pasar. Sin embargo, puedo jurarte por el
Corán y también por la Cruz, si ello te satisface, que nunca fui con otra mujer,
a pesar de los deseos que muchas veces sentí. No hay una como tú, Giulia y si
algo estuvo a punto de hacérmelo olvidar, mi temor a la enfermedad francesa
bastó para que me contuviera.

Al oír mis serias palabras, Giulia recobró su compostura, aunque de pronto


comenzó a sollozar y reír, como si alguien hubiese estado haciéndole
cosquillas.

—Lo mismo es que lo hubieses callado, viejo Mikael —dijo—. Dime lo que has
hecho y qué regalos me has traído, y entonces oirás cómo con mi mejor
habilidad femenina, he tratado de crear un futuro estable para nosotros dos.

No pude contenerme por más tiempo y le relaté todos mis éxitos; lo de los
doscientos aspros por día y lo del terreno y la casa prometidos por el gran
visir. Hablé cada vez con más vehemencia y jactancia, hasta que por fin me di
cuenta de que el rostro de Giulia se ensombrecía y su boca se contraía como
si hubiese mordido una manzana agria. Me sentí desconcertado y pregunté
con recelo:

—¿Te duele mi prosperidad, Giulia? ¿Por qué no estás contenta? Ya quedaron


atrás todas nuestras angustias y no puedo imaginarme qué hay en tu mente.

Giulia movió la cabeza desmayadamente y dijo:

—No, no, querido Mikael. Desde luego que estoy contenta del todo por tus
éxitos, pero también estoy asustada por ti. Con tu acostumbrada credulidad,
te has entregado atado de pies y manos a ese ambicioso Ibrahim. Es un
hombre más peligroso de lo que supones y preferiría que te detuvieses a
tiempo, antes de caer de alturas peligrosas si sigues aferrado a los faldones
de su caftán.

Repliqué con ardor que el gran visir era el hombre más noble y el mejor
político que jamás había conocido. Era un placer servirle, no sólo por su
munificencia, sino también por su conducta principesca y por sus ojos
brillantes. El rostro de Giulia se ensombreció cada vez más y juró que me
había embrujado, como había embrujado al sultán, pues no de otro modo
podía explicarse la tan grande y siniestra amistad que ligaba a Solimán con su
esclavo.

Ya fuera de mí, le dije que ella, con sus ojos de diferentes colores, era la
menos indicada para hablar de brujería, con lo cual rompió en amargo llanto
diciendo que jamás la había herido tan profunda e imperdonablemente. Me
sorprendió su susceptibilidad en este punto, pues hacía tiempo ya que ella
había deplorado sus ojos; luego, llegó a considerarlos como un tesoro, como
en realidad eran.

—Tú sabes que yo quiero a estos ojos más que a las propias niñas de los míos
—le aseguré—. El izquierdo es un brillante zafiro, y el derecho, un topacio
rutilante. ¿Por qué estás tan irritable hoy?

Pataleando rabiosamente, gritó:

—¡Imbécil! Ya sé yo de sobra el valor de mis ojos. Pero no te perdono el


haberme pisado mi idea, a la cual tú te opusiste antes, como recordarás. ¿Y
ahora me sales con que has aceptado una casa y tierra del gran visir?
¿Cuando yo tenía ya un lugar escogido y los materiales necesarios? Esperaba
darte esa sorpresa para demostrarte qué mujer excepcional tenías. Ahora me
lo has quitado todo. No podías haberme ofendido más profundamente que con
esto.

Verdaderamente, comprendí que tenía algo de razón para sentirse


desencantada. Con su mejor habilidad femenina, había asegurado una casa
para nosotros, aunque claro es, no sería tan hermosa ni de tanto gusto como
la que yo pensaba construir. Caí de rodillas a sus pies, le pedí perdón por mi
desconsiderada conducta, le agradecí los sacrificios que había hecho, besé
sus gráciles dedos y le aseguré que por mi mente no había pasado otra idea,
ni en mi corazón había existido otro deseo, que el del bien común; y que
nunca había querido adelantarme a ella, ni en un peldaño.

—Pero ¿cuál es el lugar que has escogido? —quise saber—. Y principalmente:


¿cómo pudiste hallar el dinero para ello? Pues yo sé lo que cuesta una
construcción, y es más que bastante.

—Es un excelente paraje —respondió Giulia— y no necesita ser pagado hasta


un determinado momento. Para los materiales, conseguí dinero prestado en
muy buenas condiciones. Las mujeres de ciertos acaudalados griegos y judíos
desean mi amistad a causa de mis relaciones en el serrallo, y sus maridos han
sido generosos con sus consejos, y el préstamo del dinero, con tu salario por
garantía. Esperaba que la casa pudiese haber estado construida para tu
vuelta y la recibieses como un regalo mío, no teniendo más que hacer que
pagarla.

Estaba espantado, pero me miró de una manera tan ingenua y agradable, sin
artificio de clase alguna, que no tuve valor de reprocharle nada. Oprimió su
rostro contra el mío y dijo con un suspiro:

—Estoy contenta de que estés ya en el hogar, aunque me tratas tan mal.


Ahora, puedes ayudarme en todas mis dudas y ver esas cuentas. La casa
debiera haber estado terminada, pero lo ha impedido el trabajo de limpieza
del terreno, ya que su emplazamiento es la orilla cerca del Fuerte de las Siete
Torres, entre las ruinas del antiguo monasterio griego. Es por lo que los
griegos podían vender este terreno, sin necesidad de permiso del sultán.
Nadie había construido allí, a causa del gasto de desbroce y es por lo que
pude comprarlo barato.

Vagamente recordaba ese espantoso terreno de ruinas, concurrido sólo por


los perros vagabundos desde la caída de Constantinopla. Su insensata acción
me dejó sentado, temblándome las dos piernas, y era en vano que tratase de
dominar mis sentidos. Giulia me miró con ojos asombrados. Su rostro se
cubrió de verdosa palidez, y de repente se levantó y vomitó mientras las
lágrimas corrían por sus mejillas. Olvidándome de cuanto me concernía, la
tomé suavemente de los hombros y dije con inquietud:

—¡Querida mía! ¡Mujercita mía! ¡Mi más precioso tesoro! ¿Tienes fiebre, o
has comido demasiada ensalada, o fruta demasiado verde?

—No me mires ahora, Mikael el-Hakim, que estoy muy fea —lloriqueó Giulia
—. Nada me aqueja; quizá la preocupación de la casa ha sido demasiada, y tú
parecías tan enojado… No te preocupes. Dime si no soy una mujer
extravagante que Dios te ha enviado en castigo a tus pecados.

No pude sino pedirle perdón desde el fondo de mi corazón. Le puse


compresas de agua fría en la frente y le di a oler vinagre, hasta que el color
volvió a sus mejillas. El mejor tónico fue, sin embargo, mi arzón, del que
extraje todos los regalos que le había comprado en Buda: collares, pendientes
y un magnífico espejo veneciano cuya empuñadura estaba cincelada por el
consumado arte de un orfebre, con el motivo de Leda y el cisne. Yo no era un
musulmán tan estricto como para privarme de representaciones de animales y
hombres; y en todo caso, Giulia era cristiana.

Por fin, terminamos en perfecta armonía y Alberto nos preparó rápidamente


un sabroso condumio italiano. Me sirvió con esmero y me manifestó todas las
muestras de respeto, pero aunque mi humor del momento era amistoso para
con todo el mundo, no sé qué pequeña espina parecía clavada en mi corazón y
me repelía la reconciliación con este hombre que revoloteaba continuamente
entre nosotros, y que con sus misteriosos y pálidos ojos, parecía atisbar cada
expresión de mi rostro. Lo que más me molestó fue que Giulia le invitase a
sentarse con nosotros a compartir nuestra comida. Por fortuna, tuvo la
discreción de retirarse a una esquina y contentarse con lo que le dejamos.
Cuando por fin llevó los platos con las sobras para los gatos y a que los
limpiase el sordomudo, no pude permanecer en silencio por más tiempo y
anuncié con algún calor que no me importaba comer con mi esclavo, pero que
en todo caso no podía soportar un hombre repulsivo pegado como una
sanguijuela a mí.

Giulia respondió muy ofendida:

—Pero Mikael, él es un cristiano como yo misma. ¿Es que quieres privarme


del agrado de conversar de vez en cuando en mi propio idioma con un
compatriota? Tú tienes a tu hermano Andrés, con el que siempre hablas en tu
lengua materna sin que pueda entender ni media palabra. ¿Por qué quieres
arrebatarme ese pequeño consuelo en mi destierro?

Me conmovió la inocencia de Giulia en esta materia, aunque por lo general


era tan sagaz y experimentada. Dije, amablemente:

—Querida Giulia, no entiendas mal lo que voy a decir. Ni en mis peores


sueños he podido sospechar siquiera que pudieras serme infiel. Ahora, como
marido, encuentro algo equívoco compartir mi casa con un hombre, al cual la
gente simple de espíritu puede considerar como agraciado. Ya sé que puedo
confiar en ti, pero es mi deber salvaguardar tu buen nombre. Podría
soportarle si fuese un eunuco, y verdaderamente… —proseguí, iluminado por
una idea— aún no es tarde para hacer de él un eunuco; es bastante joven.
Aunque en un tiempo pensaba que el costo de la operación era demasiado
elevado, por sus frecuentes riesgos fatales además, vi a muchos en Buda —
algunos de la misma edad que Alberto— que resultaron muy bien. Vamos a
ocuparnos de esto inmediatamente. Luego nadie podrá hacer la menor
objeción a su estancia en esta casa.

Giulia me miró escrutadoramente, como asombrándose de si hablaba en serio.


Luego, una sonrisa misteriosa atravesó su rostro y sin una palabra dio unas
palmadas para llamar a Alberto. Cuando éste acudió, le dijo:

—Alberto: tu señor supone que tu presencia aquí es nociva para mi


reputación, y quiere convertirte en eunuco. Declara que esta operación no
perjudicará a tu salud. ¿Qué tienes que decir de esto?

El oscuro rostro de Alberto palideció un poco, quizás, y me miró como


tomándome la medida del cuello. Luego, se volvió hacia Giulia con una sonrisa
inexpresiva y respondió mansamente:

—Señor, si he de escoger entre la castración y las galeras, ya sabéis cuál ha


de ser mi respuesta. No pretendo que sea una orden muy agradable, pero mi
consuelo es mi total indiferencia por las mujeres. Mi único deseo es destinar
mi vida a vuestro servicio, y si puedo complacer a mi señor sometiéndome a
esta operación, buscaré un competente cirujano sin demora.

El noble candor de su parlamento me avergonzó de mi meditada brutalidad.


Al mismo tiempo, un gran peso liberó mi corazón, pues si verdaderamente era
tan indiferente a las mujeres como pretendía, yo no podía temer nada con
respecto a Giulia. Esta, mirándome muy fijamente, dijo:

—Bien, Mikael: espero que te habrás avergonzado. ¿Es un esclavo quien ha de


enseñarte cómo has de conducirte? Ya ves que aún quedan gentes sanas y
leales en el mundo y que no todos son de una naturaleza enfermiza como la
tuya. Haz un eunuco de él si te place, pero yo no te podré mirar más a la cara,
por lo despreciable que me parecerás.

Me sentía yo como un monstruo antinatural, pero viendo mi indecisión,


Alberto cayó de rodillas llorando y exclamando:

—¡No! ¡No! ¡Querido señor! No la escuches; manda que me castren


enseguida, pues no quiero ser causa de tu desconfianza. Juro que no perderé
nada con ello; para mí, las mujeres son como maderos o piedras. El buen Dios
me ha dado un corazón de eunuco a pesar de toda mi barba.

Los dos me lo pidieron ahora, hasta que me encontré rogando a Giulia que no
tratase a un hombre tan abnegado con tanta dureza. Ella lloriqueó y dio su
permiso de dejar las cosas como estaban, siempre que no mencionara más la
cuestión o insultara a su fiel criado con bajas sospechas. Luego, me recordó
que si el sultán puede comer con sus esclavos, también lo podía yo, y que
Alberto no era un marmitón sino un mayordomo, como se estilaba en las más
distinguidas familias venecianas.

No quiso hablar sobre sus quehaceres en el serrallo.

—Cada cosa a su tiempo —me dijo.

Por el momento, no pude sacarle más sino que el kislar-aga estaba muy bien
dispuesto hacia ella y que ella había recibido numerosos regalos de las
mujeres del harén, así como de sus amigos griegos y judíos. No la presioné, ni
tampoco la desencanté diciendo que muchos de los regalos me parecían
trastos sin valor.

A la siguiente mañana, temprano, apareció un eunuco ricamente vestido para


conducirme al serrallo, donde me rogaban que me presentase al kislar-aga.
Este hombre adiposo e inquieto, cuya sangre negra daba un tinte gris a sus
mejillas, me recibió muy cordialmente y me permitió ayudarle a ponerse en
pie, pues me había de acompañar a la Corte de la Felicidad.

Esta cortesía inesperada me extrañó, pues todo el serrallo estaba revuelto con
motivo de la vuelta del sultán. No se veía un rostro serio. Todos, desde el más
insignificante esclavo hasta el más alto oficial sonreían, y dispensaban
bendiciones a diestro y siniestro, que me alcanzaban a cada paso; mis pisadas
y hasta las uñas de mis pies, las recibieron; yo era, según parece, más bello
que la luna, a pesar de las cicatrices que dejaron en mis mejillas los dientes
de De Varga y que habían desfigurado un tanto una comisura de mi boca. La
corriente general me llevó también a dar muchas graciosas réplicas,
abrumando igualmente de bendiciones a cuantos tropezaba.

El kislar-aga me dijo que la sultana Jurrem había hecho el regalo al sultán,


durante su ausencia, de una hija, para la cual se había susurrado el nombre
de Mirmah. Era más bella que la luna y el kislar-aga no tenía bastantes
alabanzas para la sultana, por donar a su señor un hijo cada vez que partía en
guerra, estando consecuentemente más jovial y más hermosa, cuando el
sultán regresaba que a su partida. El kislar-aga estaba evidentemente
satisfecho de que la sultana Jurrem siguiera gozando del favor del sultán.

Acaparado por estas interesantes conversaciones, no tuve tiempo de mirar en


torno, hasta que de pronto el kislar-aga me dio un golpecito en la parte
trasera de mis rodillas, como señal de que me prosternase. Habíamos llegado
a la Corte de la Felicidad, a la habitación de juegos del príncipe, y para mi
asombro me encontré en presencia del propio Solimán, quien con el gran visir
a su lado como de costumbre, estaba enseñando a sus hijos cómo manipular
algún juguete mecánico de Núremberg, que les había traído de su viaje.
Había un caballo que movía las patas y conducía una carreta; un tambor que
repiqueteaba el parche y otros muchos y maravillosos, además de curiosos
juguetes que había encontrado en las habitaciones infantiles del palacio de
Buda.

Los muchachos se arrodillaban ante él, sobre el suelo. Mustafá, el mayor,


miraba con digno silencio; era un muchacho de deslumbrante belleza, como
se decía que era su madre, ahora caída en desgracia. El vivaracho Mohamed
reía contento. Selim tendía sus manos a cada juguete, mientras que más cerca
de su padre estaba el pequeño príncipe Jehangir, quien apoyaba su rostro
confiadamente en el brazo de Solimán, en una postura que hacía resaltar más
su joroba, que parecía reventar en su pequeño caftán.

Cuando el sultán me vio, apartó los juguetes, sonrió esta vez sin reservas, y
dijo alegremente:

—Las bendiciones caigan sobre ti, Mikael el-Hakim, desde la corona de tu


cabeza hasta las plantas de tus pies. Puedan cada hebra de pelo de tu cabeza
y barba ser bendecidas, y pueda tu mujer darte sólo hijos. Pero, en nombre de
Alá, no me bendigas en correspondencia, pues estoy soportando tal tormenta
de bendiciones, que en cuanto alguien abre la boca, ya me estoy riendo. No te
cuides de mí, pues es el príncipe Jehangir quien desea recibirte de digna
manera.

Caí de rodillas para besar la delgada mano del príncipe Jehangir. Su pálido
rostro resplandecía de alegría, y atropelló excitadamente sus palabras,
mientras manoteaba mis mejillas y exclamaba:

—¡Oh, Mikael el-Hakim, Mikael el-Hakim! Tengo una sorpresa para ti; una
sorpresa mayor de lo que podías imaginarte nunca.

Esto era lo suficiente para pensar que, por lo menos, nada malo había
sucedido a Rael , sino todo lo contrario, pues según se me dijo, el perro había
tenido grandes aspiraciones y había fundado una familia. El príncipe Jehangir
me arrastró a ver tres adorables cachorros blancos y dorados que yacían con
su madre en un quiosco que había sido dispuesto afuera, como espléndida
perrera.

—¡Alá es Alá! —exclamé; y las lágrimas corrieron por mis mejillas al ver la
extática bienvenida de Rael .

El príncipe Mustafá me lo contó todo con sus maneras gallardas:

—No sabíamos qué casta de perro era, y el maestro de las perreras despreció
a Rael Pero cuando vi lo fielmente que servía a mi pequeño hermano, pensé
que se podía encontrar algo por fuera. El enviado de Venecia conocía las
razas de perros, y dijo que a pesar de los malos tratos que había recibido en
el pasado, Rael tenía todas las características de la mejor casta de perro
italiano casero. Compramos para él una hembra al duque de Mantua, y
puedes ver el resultado en esta cesta. Cuéntame cómo fue a parar a tus
manos y de qué cruces viene, para que lo apunte en nuestro libro de la
perrera, con los nombres de los cachorros.

Me era difícil, en verdad, responder a esta petición, pues había recogido a


Rael vagabundeando por el patio del municipio de Memingen. Todo lo que
sabía era que se trataba de un buen perro y tan piadoso, que había resistido
resueltamente las torturas de la Santa Inquisición, siendo absuelto; expliqué
todo esto al príncipe Mustafá, y le conté la fidelidad con que Rael me había
servido y cómo había salvado mi vida cuando estaba casi agonizando de la
peste, entre los cadáveres en las calles de Roma.

El sultán y sus hijos escucharon con gran simpatía mi historia, y el gran visir
dijo pensativamente:

—No hay que hacer mucho caso de la genealogía del perro, príncipe Mustafá.
Empezará una por sí mismo. Quizás es un mayor honor fundar un noble linaje
que basar su propia posición en una vieja sangre corrompida.

En esa ocasión, no presté mucha atención a las palabras de Ibrahim, pero más
tarde tuve ocasión de recordarlas, pues habían adquirido significado. Y no
pasó mucho rato desde que las hubo pronunciado, que se dispuso a
marcharse, y pasando su mano sobre su rostro, sonrió y dijo rápidamente:

—¡Ah, príncipe Jehangir! La audiencia no ha terminado aún. Recuerda que el


hijo del sultán tiene el privilegio de corresponder a los regalos con otros más
ricos presentes.

El príncipe Jehangir dio unas palmadas y un eunuco vestido de rojo entró en


la habitación, trayendo una bolsa sellada de cuero, que me tendió, y la cual,
juzgué, contenía cuando menos cien ducados. Ofrecí mis mayores gracias al
príncipe Jehangir, y volvimos a la habitación de juegos. Pero mi buena suerte
no estaba aún colmada, pues el sultán me dijo:

—Mi amigo el gran visir me ha hablado de ti y sé que te has expuesto a


grandes peligros a mi servicio. Por esta razón, estabas ausente cuando
dispensé mis premios a mis guerreros, ante Viena, y así perdiste tu parte. No
debo ofender a mi hijo Jehangir si te doy más de lo que él te dio; por lo tanto,
puedes disponer de la misma suma, de mi parte, ante el defterdar . Pero con
el gran visir creo que sí puedo competir en generosidad: dime lo que te ha
prometido.

Verdaderamente el día era por completo del dominio de mi buena estrella.


Miré al gran visir, y viendo su asentimiento dándome ánimos, me postré ante
el sultán y balbuceé algunas palabras completamente incomprensibles, las
cuales hicieron reír y hasta gritar al sultán. Los príncipes rieron también y
trataron de remedar mi tartamudeo. Entonces Solimán dijo:

—Creo que el gran visir te ha prometido cosas notables, pero si no te explicas


más coherentemente, parece que quedará en secreto.

—¡Una franja de tierra! —pude barbotear por fin—. El gran visir me ha


prometido una pequeña franja de terreno de sus jardines en el Bósforo, y una
casita, pues mi más caro deseo ha sido siempre servirte, ¡oh Comendador de
los Creyentes!, y tras mis zarandeos y errabundos años pasados, anhelaba un
hogar. El gran visir me ha prometido también pagar los gastos de todo, de sus
propias arcas.

El sultán rió de nuevo y dijo:

—Pues para competir con él, te autorizo a que tomes del serrallo cortinas y
alfombras, cojines, colchones, fuentes y bandejas; en fin, todos los objetos que
son necesarios para equipar una casa con comodidad. Del arsenal, puedes
tomar una barca ligera de remos, entoldada, para preservarte del sol y lluvia
en tus idas y venidas al serrallo.

Pero este día de maravillas no había llegado aún a su término, aunque cuando
visité al defterdarlskender para reclamar los cien ducados del sultán, este
noble tseleb , de grises barbas, me lanzó una mirada hostil y me dijo con
severidad:

—Por alguna razón que sobrepasa mi entendimiento estás subiendo a un gran


favor, Mikael el-Hakim, y encuentro que es mi deber recordarte tu posición.
Como defterdar , no puedo permitir a ningún esclavo del sultán que contraiga
deudas y menos buscar la ayuda de usureros griegos y judíos. ¿Por qué he de
derrochar el dinero fuera, en vez de que circule libremente en el serrallo y
vuelva de nuevo a mi tesorería? Debes pagar tus trabajos de construcción,
Mikael el-Hakim, pero te haré buenas condiciones. Me tratas muy poco
amablemente empleando canalla idólatra en el trabajo; lo cual, si fuese de
otro modo, podía por lo menos hacer ingresar en el Tesoro algo de lo que te
ha sido prodigado en regalos.

Muy trastornado por lo que me decía, balbucí:

—Noble defterdar tseleb : estás, creo, en un error, pues el trabajo debe ser
ejecutado por Sinán el Constructor, y no tengo intención de privar a la
Tesorería de sus derechos. Pero tengo el sentimiento de decir que mi mujer
es cristiana, y en mi ausencia fue tan impulsiva que incurrió en deudas a mi
nombre. Temo que haya caído en manos de bribones griegos. Para desbaratar
a estos pillastres de inmediato, creo que lo mejor es liberarme de sus deudas
enseguida, cuyo total no sé por cierto a cuánto asciende.

El defterdar miró un papel que tenía en la mano, apretó los dientes y siseó:

—Tus deudas han subido a la linda suma de ochocientos cincuenta y tres


ducados y treinta aspros, y no comprendo cómo estos condenados judíos han
dado a tu mujer tan amplio crédito.

Aplasté el turbante en mi cabeza y lloré.

—Noble defterdar perdonadme y tomad estas dos bolsas en anticipo —repuse


—. Estad seguro de que me alimentaré de pan y agua y me vestiré de tela de
saco, mientras no me haya liberado de esa terrible deuda. Tienes mi salario
como garantía.

Mi sincera consternación conmovió al poco sentimental defterdar , quien dijo:

—Que esto te sirva de aviso. Un esclavo no puede contraer deudas, pues en


último término, es la Tesorería la que debe pagarlas y no tenemos otro medio
de reembolsarnos que enviándole el lazo de seda. Sin embargo, tu buena
estrella ha prevalecido, pues por orden de la sultana Jurrem he cancelado
hasta el último aspro las deudas que contrajo tan frívolamente tu mujer. Ya
puedes, pues, estar agradecido a tu inmerecida buena suerte y para el futuro
controla mejor a tu mujer.

Me dio una lista de los recibos y mientras lo hacía me miraba


escrutadoramente como pensando en qué clase de hombre era yo. Supo que
mi salario había aumentado gracias al gran visir, y debía estar asombrado por
el hecho de que mi mujer pudiese estar al mismo tiempo en favor con la rival
de Ibrahim, la sultana. Era evidente que él mismo pertenecía a los seguidores
de la sultana, y naturalmente tenía razón en agradecerle su generosidad para
con mi tramposa mujer, aunque yo no quería ser tan imbécil por ello como
para modificar mi lealtad al gran visir.

Tan pronto como llegué a casa y comencé a contar estos acontecimientos a


Giulia, su rostro se ensombreció y preguntó ásperamente de qué tenía que
quejarme, pues la sultana había sido tan bondadosa como para liberar
nuestras deudas. Cualquier otro hombre, dijo, habría agradecido y alabado a
su mujer por tan habilidoso arreglo; de ahora en adelante podía yo
entenderme con mis propios asuntos, que ella no me ayudaría ni con un solo
dedo.

—No deseo otra cosa —respondí—. Pero ahora, vayamos a inspeccionar tus
terrenos y ver lo mejor que se puede hacer con ellos.

Tomamos una barca y nos deslizamos primero a lo largo de la orilla del


Bósforo, pasado Gálata y el monasterio de derviches. Después que
contemplamos por algún tiempo los magníficos jardines del gran visir
Ibrahim, Giulia se sumió en un pensativo silencio. Volvimos a través del
Cuerno de Oro, con su intenso tráfico marítimo y junto al serrallo, hasta que
vimos ante nosotros el palacio de las Siete Torres. Saltamos a tierra al lado de
las ruinas y un sendero de cabras escalonado nos condujo a través de su
desolación a un pequeño huerto de hierba donde estaban amontonadas unas
pilas de maderamen.

En el fondo de la zanja que los obreros habían abierto para los cimientos de la
casa de Giulia, pudimos ver los arcos rotos de antiguas bóvedas de ladrillo. El
lugar era yermo, inhóspito y del todo desapacible para una morada humana,
aunque la vista sobre el Mármara era maravillosa. Mientras yo permanecía en
silencio meditando qué es lo que se podía hacer, me vino una idea excelente.

—Ahora que Andy está casado, Giulia, es seguro que necesita una casa en
Estambul. ¿Por qué no cederle este terreno por una suma modesta? Le gusta
trabajar con piedras y aquí estaría a sus anchas. Antes de enseñarle la
propiedad, le prepararía convenientemente con buen vino y quedaría
convencido.

Por alguna razón no me molesté en mencionar la riqueza actual de Andy, ni


que a él debí poderle haber traído los regalos de Buda. Giulia observó enojada
que de ninguna manera daría su consentimiento. Pero entonces le conté lo de
la gran fortuna de su mujer y una fea expresión se dibujó en su rostro.

—¡Oh, Mikael, qué estúpido eres! —exclamó—. ¿Por qué, en nombre de Dios,
no te casaste con esa joven? Como musulmán, puedes permitirte tener hasta
cuatro mujeres. Pero parece ser que preferiste dejar que se te escurriera
entre los dedos, a causa de ese memo de hermano adoptivo.

En su furia, empalideció de nuevo con otro ataque de náuseas, pero cuando se


recobró, dije suavemente:

—Giulia, mi único amor: ¿cómo puedes suponer que pensara en otra mujer
que tú?

—Podía haber educado a esa joven inexperta de la mejor manera posible y


tratarla como una hermana —respondió Giulia con un sollozo—. Más tarde,
cuando te hubiese dado un hijo, ¿quién sabe si hubiese tomado alguna salsa
poco saludable de hongos, o caído enferma por la fiebre tan corriente en
Estambul? Cosas más extrañas han sucedido… Podíamos haber heredado,
entonces, su propiedad… Pienso solamente en tu bienestar y prosperidad y no
quiero ser un estorbo en tu camino de fortuna.

Me arrepentí más que nunca de haber apreciado tan imperfectamente los


méritos de la joven húngara, pero me consolé con el pensamiento de vender
aquella tierra inútil a Andy. En nuestra vuelta a casa, Giulia me miraba
repetidas veces sacudiendo la cabeza, como si estuviera desconcertada por mi
conducta irracional.

Cuando estuvimos de nuevo en casa y nos sentamos a comer, la vagarosa


presencia de Alberto me irritó tanto, que me sacó de mis casillas.

—Mientras estuve en el serrallo se me ocurrió un excelente plan para disipar


todas las sospechas sobre Alberto y salvaguardar tu reputación, Giulia —
declaré—. Mañana le compraré ropas de eunuco que en el futuro vestirá
siempre. Así, nadie chismorreará cuando salgas.

Mi propósito no halló objeción por parte de ninguno de los dos; cambiaron


sólo miradas reveladoras de su repugnante complicidad, y Giulia se olvidó
tanto de sí misma, que dijo:

—Pero ¿cómo? Los eunucos no tienen barba. La hermosa barba rizada de


Alberto hace imposible tal disfraz.

Llevó su desvergüenza al punto de extender la mano para coger la barba del


esclavo, pero yo la aparté y dije:

—Se afeitará la barba hasta dos veces al día si es preciso y comerá manjares
escogidos y abundantes hasta que sus mejillas queden hinchadas y grasientas.
Las cosas no pueden seguir como hasta ahora.

A pesar de la vehemente oposición tenía mi plan en este asunto y el


lloriqueante Alberto no tuvo otro remedio sino afeitarse la barba y enfundarse
las vestiduras de eunuco. Pero Giulia se apercibió pronto de las ventajas de
este atavío, pues los eunucos tienen mayor precio que los esclavos corrientes,
y así se podía dar más tono en sus paseos, como una dama rica y distinguida
escoltada por su eunuco. Me ocupé luego de cebar a Alberto, y le hacía comer
carnes grasientas y sangrantes en cantidades brutales, sin hacer caso de sus
imploraciones de misericordia. Pronto tuve la satisfacción de ver sus mejillas
redondas y lustrosas y su inexpresiva belleza se hundió entre manteca.
Cuanto más gordo se le veía, más le apreciaba.

Así, nuestras vidas comenzaron gradualmente a entrar en canales más


apacibles y no pasaron muchas semanas antes que Giulia viniese a mí,
oprimiendo su mejilla contra la mía y me murmuró que pronto iba yo a ser
padre. Me maravilló que lo hubiese descubierto tan pronto, pero declaró que
tenía experiencia en estas cuestiones y además había tenido un sueño en el
cual me veía sosteniendo a mi hijo en brazos. Dudé de ambas cosas, pero
pronto los médicos confirmaron los síntomas de su estado.

Un gozo inefable inundó mi corazón. No podía pensar ya sólo en mí, pues el


inesperado aumento de la familia me cargaba con nuevas responsabilidades, y
comencé a tener sueños ambiciosos para el hijo que iba a venir al mundo.
Giulia me mostraba una gran ternura, y yo hacía todo lo posible para evitarle
cualquier molestia. Durante aquella encantadora primavera, vivimos como un
par de tórtolos construyendo su nido.

Empezaré un nuevo capítulo para contar algo sobre mi casa y mis progresos
en el serrallo, sobre la política del gran visir Ibrahim, y de Abú el-Kasim y
Mustafá ben-Nakir, tanto tiempo ausentes de mi vista.
Capítulo VII La casa junto al Bósforo

Aquella primavera, radiante de bellas esperanzas, no transcurrió en la


ociosidad; mis nuevos deberes al servicio del gran visir me mantenían
completamente ocupado. Los tiempos no parecían ser muy favorables para el
Imperio otomano, porque el emperador Carlos, habiendo conseguido hacer la
paz con el rey de Francia y el Papa, se esforzaba ahora por consolidar su
poder en las naciones europeas y trataba de unirlas para dar el asalto
decisivo al islam. Después de la victoriosa defensa de Viena, indujo al papa
que le coronase emperador en Bolonia, y en el transcurso de la primavera
convocó una Dieta Germánica en Augsburgo, para preparar el ataque final
contra los protestantes.

Únicamente Jaireddin hacía la guerra desde su base de Argelia, y obtuvo una


gran victoria sobre el almirante Portundo, que dirigía el convoy que escoltaba
a los invitados que volvían de la coronación, en la travesía de Italia a España.
Sólo por estos nobles y cortesanos, Jaireddin obtuvo rescates que importaban
cientos de miles de ducados, si bien por lo que respecta al almirante Portundo
pidió por rescate al propio capitán Torgut. Este oficial había sido hecho
prisionero por los cristianos y encadenado a un banco de remeros, donde tuvo
tiempo para meditar sobre las melancólicas consecuencias de una conducta
loca y temeraria.

Yo tuve mi parte en esta victoria naval, que constituyó una prueba


contundente de lo temible que se había vuelto Jaireddin, incluso para las
flotas unidas del emperador. Después de estudiar cuidadosamente la
situación y de observar el resentimiento burlón que mostraban los bajás del
mar por este héroe, a quien continuaban considerando un pirata bárbaro y
poco digno de confianza, envié una misiva a Jaireddin, en Argelia,
advirtiéndole que cesase en sus fútiles expediciones contra las costas de Italia
y de España y que, en lugar de ello, intentase obtener una victoria real sobre
la flota del emperador. También le sugerí que dejase de teñirse la barba. Los
bajás del mar, del sultán, eran todos hombres maduros y en el serrallo una
larga barba gris se consideraba como el signo más convincente de
experiencia y habilidad. Tan pronto como las noticias de la gran victoria
llegaron al serrallo, contraté a un joven poeta llamado Baki y un par de
cantores callejeros, para componer y ejecutar versos adecuados en honor de
Jaireddin, hasta que su nombre estuvo en boca de todos. En el bazar y en el
establecimiento de baños, se le ensalzaba como la luz del islam. Se decía que
su barba le alcanzaba a la cintura, y el mismísimo Profeta, se decía también,
se le había aparecido en sueños.

Para restablecer el equilibrio después de esta derrota naval, el emperador


puso la isla de Malta y la fortaleza de Trípoli bajo el mando de los Caballeros
de San Juan. Éste era el golpe más serio que podía asestarse contra Jaireddin
y todo el poder marítimo del sultán, porque, después de errar de acá para allá
sin asentarse en ninguna parte, desde la caída de Rodas, esos implacables
cruzados, a los que los musulmanes llamaban «mastines sanguinarios de los
mares», se convirtieron una vez más en una amenaza contra los mercaderes y
peregrinos. Sus galeras de guerra, además, patrullando continuamente las
rutas marítimas y escoltando navíos cristianos, obstaculizarían pronto en gran
medida el tráfico legal de Jaireddin.

Un día, al volver a casa, fui abordado a la puerta por Alberto, quien corrió
hacia mí en su vestido amarillo de eunuco, y en un estado de gran agitación,
me anunció que Giulia sentía los primeros dolores del alumbramiento. Esas
terribles nuevas me hicieron gritar de miedo, porque no hacía más de siete
meses que yo había vuelto de la guerra y un niño nacido tan prematuramente
tenía muy pocas probabilidades de sobrevivir.

A pesar de mi experiencia médica, yo no era comadrón y había practicado,


principalmente, como cirujano del ejército. Al pensar entonces en el delicado
organismo de la mujer, me sentí ciertamente mal preparado. Sentí, pues, un
gran alivio al enterarme de que el hábil Salomón no tardaría en venir y que
quizás estaba ya al lado de Giulia. Después de haber atendido a la sultana
Jurrem en su confinamiento, yo sabía que no podía encontrar un hombre más
competente que él. En ese preciso momento, apareció en el patio, con los
brazos ensangrentados hasta el codo y me aseguró alegremente que todo iba
tan bien como podía esperarse. Ante su terrible apariencia, mis rodillas se
doblaron; le exhorté a que recurriese a toda su habilidad y le prometí
espléndidos presentes si conseguía hacer sobrevivir a mi hijo. Pero el honrado
judío me explicó que había sido enviado por la sultana Jurrem y que debido a
ciertas razones, no podía aceptar nada de mí. Por último se cansó de mí y dijo
que mi lastimosa presencia hacía más mal que bien y me aconsejó que fuese a
dar un paseo, con el fin de devolver el color a mis mejillas.

Fue en vano que me dijese que millones y millones de niños habían nacido
antes que éste y muchos de ellos prematuramente. Nada me consolaba. El sol
se hundía tras las colinas, cuando yo me deslicé como un ladrón hacia la casa
de Abú el-Kasim, esperando ver alguna mujer desconocida corriendo
alegremente hacia mí, y gritando: «¿Qué me darás por traerte tan buenas
noticias?».

Pero no oí ninguna voz alegre, y las mujeres estaban acurrucadas como


cuervos en la casa silenciosa, y evitaban mis ojos. Yo temí lo peor, cuando
Salomón vino a mí con un niño en brazos, y dijo con voz compasiva:

—No era la voluntad de Alá, Mikael el-Hakim. Es una niña. Pero tanto ella
como su madre están bien.

Me incliné lleno de terror para contemplar a la criatura y con alegría


indecible comprobé que no era un embrión defectuoso sino una niña bien
formada y saludable, con suave vello oscuro en la cabecita. Abrió los ojos,
intensamente azules, y me miró desde su paraíso de inocencia, con una
mirada que me hizo batir palmas y alabar a Alá por aquel milagro.

Cuando Alberto me vio tan aliviado, sonrió también lleno de alegría y me


deseó toda clase de felicidades. Hasta entonces, sin duda, había temido que,
puesto que yo era un musulmán, me sentiría decepcionado ante una hija. Al
manifestar de nuevo mi extrañeza ante el corto embarazo de Giulia él me
aseguró que había oído hablar de muchos casos parecidos y también de otros
donde había ocurrido exactamente todo lo contrario. Había habido, por
ejemplo, una dama muy distinguida de Verona, cuyo hijo nació dieciocho
meses después de la muerte de su marido. Por consiguiente, dijo Alberto, ni
los físicos más eminentes eran capaces de predecir estos hechos con certeza,
tanto ello dependía de la estructura física de la mujer y de otras
circunstancias, y quizá también del marido. Bajando respetuosamente los
ojos, prosiguió:

—Los viajes, las campañas y las peregrinaciones, que imponen una


prolongada abstinencia al hombre, parecen aumentar su virilidad de modo
que los hijos engendrados después de tales ausencias vienen más pronto al
mundo que los demás. Tal es, al menos, la opinión sustentada comúnmente en
Italia.

En mi gran felicidad, dejé de sentir antipatía por Alberto y, en mi fuero


interno, le compadecí por haberle obligado a afeitarse y a tomar el ropón
amarillo de un eunuco. Por lo tanto, le hablé amablemente y le permití
admirar a la niña en mis brazos. Él señaló el gran parecido que tenía
conmigo, hasta que terminé por ver que no sólo tenía mi barbilla, sino
también mis orejas y nariz, aunque lo que me deleitó más fue la perfección de
sus ojos. Ambos eran azul zafiro, como uno de los de Giulia.

No tengo nada más que decir de esta hijita mía, el contacto de cuyos deditos
me fundía el corazón como si fuese de cera. A causa de ella, estrujé y abracé a
Giulia, mientras ella, hundida en el lecho, me reprendía por todas las cosas
que olvidé o dejé de hacer.

Debido a la debilidad que sentía y para preservar las formas juveniles de sus
pechos, ella insistió en que buscase una nodriza para la niña, y un tártaro del
bazar me vendió una mujer rusa que amamantaba todavía a un pequeño suyo
de un año. Tuve la aprensión de que esta mujer no se ocuparía de mi niña y
guardaría toda su leche para su hijo; pero cuando el tártaro se ofreció a
aplastar la cabeza del niño, sin cobrar nada por ello, no pude consentir una
acción tan impía y me consolé con el pensamiento de que podía quedarme con
el niño y educarle como criado de la casa.

La adquisición de la nodriza no fue el único gasto que tuvimos por aquel


tiempo, porque cuando la casa que Sinán había diseñado, con todas las
alteraciones y modificaciones impuestas por Giulia, comenzó a levantarse, por
fin, en la margen inclinada del Bósforo, yo me sentí abrumado ante su
tamaño. Sin yo saber nada, la casa había ido creciendo y creciendo, hasta que
fue casi tan grande como los palacios de los agas. La vanidad de Giulia exigió
después que toda la propiedad fuese cercada por un alto muro de piedra, que
era el signo principal de distinción en una casa. Me sentí cada vez más
alarmado cuando Sinán presentó cuentas cada vez más exorbitantes, a pesar
de que empleaba jóvenes azamonghlans de la escuela de jenízaros para el
trabajo y se me permitía adquirir los materiales de construcción a través de la
Tesorería del defterdary al mismo precio del sultán.

Mucho antes de que nos trasladásemos a la mansión, tuve que comprar dos
negros como barquero y jardinero, respectivamente, así como un griego para
las funciones de jardinero. Giulia vistió a los negros de verde y grana, con
campanillas de plata, y cuando el maestro jardinero juró por todos los santos
griegos que nunca había tropezado con negros tan perezosos e impúdicos
como aquéllos, tuve que hacerme también con un apacible muchacho italiano,
para ayudarle. Una casa tan grande requería un cocinero, el cocinero una
esclava y la esclava un leñador y un aguador para ayudarle, hasta que por fin
me sentí como si estuviese engullido por un auténtico remolino.

Cuando tras dos años y medio de ausencia, Abú el-Kasim volvió de Bagdad, su
casa estaba tan llena de sirvientes ululantes y pendencieros que no la
reconoció y volvió de nuevo a la calle para asegurarse de que no se había
equivocado. Y en honor a la verdad, yo había olvidado hacía tiempo que era
un mero huésped en su casa y estaba haciendo uso de cuanto le pertenecía.
Pero el sordomudo, medio en la indigencia, andrajoso y piojoso, pues hacía
tiempo que estaba relegado a un oscuro rincón del patio bajo una tejavana,
reconoció al punto a su señor y corrió a él saltando a su alrededor suyo como
un perro fiel que da la bienvenida a su amo.

Me fue difícil reconocer a Abú de buenas a primeras. Llevaba un ancho


turbante y un caftán con botonaduras de piedras preciosas y calzaba
babuchas de cuero encarnado. Con un gesto de mando, hizo que sus tres
burreros descargasen los atados de mercaderías del lomo de sus bestias. Los
asnos eran grises y vigorosos; de sus arneses pendían campanillas de plata y
de los grandes fardos se desprendía la fragancia del almizcle y de las
especias. El mismo Abú el-Kasim olía a almizcle y agua de rosas, y hasta se
había dado pomada en su rala barba. Se veía que había prosperado en sus
viajes.

Antes de correr a darle la bienvenida, miré en torno mío y me avergoncé de la


espantosa confusión que reinaba en su casa. Los cacharros de cocina estaban
abollados, los jarros resquebrajados y descascarillados, las costosas
alfombras tan raídas que daban miedo. Los pañales de los niños colgaban en
el patio para secarse, los dos negros roncaban en el porche y en el centro de
toda esta barahúnda se asentaba la mujer rusa con sus rodillas separadas y
los ojos semicerrados, amamantando a mi hija y a su pequeño. La venda me
cayó de los ojos cuando por fin caí en la cuenta de lo negligente que había
sido Giulia en el cuidado de la casa de Abú el-Kasim. No se encontraba ahora
en ella, pues había ido al serrallo o al abastecimiento de baños a «atender a
su trabajo», como acostumbraba a decir cuando se lo preguntaba.

Mis dedos estaban manchados de tinta, había dormido mal y estaba decaído
por las molestias y preocupaciones, pero a pesar de mi lasitud y vergüenza,
una oleada de calor cordial me inundó el corazón cuando abracé a Abú el-
Kasim y con lágrimas de alegría le di la bienvenida a su casa, después de las
fatigas de su arriesgado viaje, del cual había temido que no habría nunca de
volver. Abú miró a su alrededor con sus ojos de mono y estuvo a punto de
tirarse de la barba; pero se dominó y dijo con amargura:

—Ya veo por mí mismo que no era esperada mi vuelta. Pero voy a contener mi
lengua si me das enseguida un poco de agua para que pueda hacer una ligera
ablución y cumplir las oraciones del retorno al hogar.
Mientras se hallaba ocupado en sus devociones, usé de todas mis
imprecaciones y sopapos para restaurar, en cierta medida, el orden. Los
esclavos despejaron parte de la casa llevando fuera nuestros enseres y
ayudando a los burreros a meter dentro los fardos. Ordené luego a mi
cocinero que preparase al instante la comida y acompañé ceremoniosamente
a Abú el-Kasim al interior de la casa, situándole en el puesto de honor. Pero
Abú se detuvo ante la mujer rusa, que nunca había aprendido a velar su rostro
en presencia de los hombres, y mirándola encantado, así como a los dos críos
colgados de sus pechos, dijo:

—Veo que has tomado otra mujer, Mikael el-Hakim, y evidentemente no


demasiado pronto, pues Alá ha bendecido tu descendencia. Nunca vi un niño
tan precioso. Es más bello que la luna, y la imagen de su padre.

Tomó al niño en sus brazos y lloró de placer, mientras el niño intentaba tirarle
de la barba con sus deditos. La rusa, entusiasmada por esta condescendencia,
se cubrió modestamente el pecho, y hasta se tendió un velo sobre su ancho
rostro, mientras miraba con húmedos ojos a Abú el-Kasim.

—No es mi mujer sino una esclava —repliqué con cierto enojo—. Es mi hija la
que es más bella que la luna, y en atención al sultán, he susurrado en sus
oídos el nombre de Mirmah de acuerdo con la costumbre musulmana, pues el
propio sultán tiene una hija a la que se ha dado el mismo nombre. Pero te
perdono, Abú el-Kasim, pues no hay duda que aún no se ha desprendido de
tus ojos el polvo del camino.

Tendió de nuevo con algún azoramiento el muchacho a su madre, pellizcó las


mejillas de mi niña por cortesía y se sentó en el puesto de honor. Un
marmitón, temblando de miedo, nos trajo sorbetes en unas copas de plata y
derramó algo del viscoso líquido sobre las rodillas de Abú. Éste pescó una
mosca ahogada en la copa y paladeó la bebida.

—¡Cuán delicioso sorbete! —exclamó con una mueca—. Su único defecto es


que está demasiado caliente, pero si no estuviera más agrio que caliente, no
tendría defectos. Sin embargo, te perdono a causa de tu cría, Mikael el-
Hakim, pues te confieso que mi primer impulso era enviar por el cadí y dos
testigos competentes para que se impusieran del daño causado en mi
hermosa casa. Pero ya son treinta años que ninguna mano infantil me ha
tirado de la barba, y a causa de ello no quiero ser mezquino. Puedo tomar el
otro camino, pero la verdad es que siempre he sido magnánimo.

Para reforzar su disposición y animarle, le expliqué que mi nueva casa estaría


construida pronto y hasta le prometí ciertas reparaciones en la suya. Después
de tomar una excelente comida y abierto una jarra de vino, todos los puntos
de fricción entre nosotros se diluyeron; nuestra conversación se hizo cada vez
más animada y Abú el-Kasim me relató las maravillas de Bagdad, que ni
siquiera Gengis o Tamerlán habían podido destruir. Habló de los jardines
persas, de Tabriz y de Ispahán y alabó en pomposos términos esta muy
venerable tierra de los poetas. Con respecto a sus propios asuntos Abú era,
sin embargo, muy reticente y no estaba dispuesto a abrir sus fardos, a pesar
de que la casa entera estaba impregnada de la fragancia de su contenido. El
aroma del almizcle llegó hasta la calle, atrayendo a los vecinos a nuestra
puerta para derramar sus bendiciones sobre Abú el-Kasim y darle sus más
expresivas bienvenidas. Emocionado por las lágrimas, Abú distribuyó el resto
de nuestro banquete entre ellos, más, ciertamente, de lo que yo hubiese dado
a mi llegada, y dijo con acento plañidero, nacido del vino:

—¡Ah, Mikael! Mi nombre es Abú el-Kasim, pero tú nunca me has preguntado


por qué me llaman así, ni qué sería de mi hijo Kasim, si lo tuviese. Hoy he
hallado las manos de un niño jugando con mi barba por primera vez en
muchos años; parece como si el tiempo volviese atrás, fuesen levantados los
sellos de la fuente de las lágrimas y mirase por un instante el manantial de mi
existencia. ¡Infortunado! ¡Desdichado de mí! Tan entrañablemente quise a mi
único hijo, que a su nacimiento tenté a Alá para que cambiase mi nombre en
el de padre de Kasim, Abú el-Kasim.

Se sumió de nuevo en tristes recuerdos. De pronto, se irguió y dijo con voz


cambiada:

—Esto trae a mi memoria que en mi viaje encontré a nuestro común amigo


Mustafá ben-Nakir. Actualmente está estudiando poesía bajo la dirección de
los poetas más eminentes de Persia. Se ha asociado también con dignatarios
insatisfechos que están resentidos por la tiranía del joven sha Tahmasp y
desean abandonar la herejía de los chiítas, mientras aún es tiempo, para
volver a la Sunna , el camino verdadero.

Sólo ahora comprendí, en mi ignorancia, que Abú el-Kasim y Mustafá ben-


Nakir habían ido a Bagdad y Persia para recabar conocimientos que podían
ser usados en una circunstancia de guerra en Occidente. Muy alterado e
inquieto, exclamé:

—¡Alá! ¿No querréis significar que el gran visir está fomentando en secreto la
disensión en los dominios persas? El sultán ha dado la firme seguridad de su
deseo de paz y necesita todas sus fuerzas para defender el islam contra el
ataque planeado por el emperador.

—Desgraciadamente, Mustafá ben-Nakir ha obtenido pruebas


incontrovertibles de que sha Tahmasp, para vergüenza del islam, ha
comenzado negociaciones con el emperador y le ha pedido ayuda para una
guerra contra el sultán —replicó Abú el-Kasim—. El momento está maduro
para que todos los musulmanes unan sus voces en un grito a través del
mundo: ¡a nuestra ayuda todos los verdaderos creyentes!

Con estas palabras, me parecía oír el bramido de una avalancha y me


abalancé sobre mi vino. Pues si el sultán se veía forzado a sostener una
guerra doble y defenderse a la vez contra el emperador y el sha, a buen
seguro que nos esperaban a todos calamitosos días. Abú el-Kasim me miró
entornando los ojos, y prosiguió:

—En su obcecada ceguera, estos chiítas prefieren luchar al lado de los infieles
que someterse a la Sunna y al gobierno de los incultos turcos. También ha
provocado gran indignación el rumor de que el Gran Muftí ha proclamado una
fatwa por la cual, y en caso de guerra futura, los chiítas pueden ser privados
de sus propiedades y vendidos como esclavos, a pesar de que también son
musulmanes.

—No es un rumor —dije inocentemente—. Es la verdad, pues ¿qué ejército


hará la ardua marcha a Persia simplemente para proteger la vida y
propiedades de los habitantes? Pero esta conversación es absurda. El sultán
no tiene intención de atacar Persia. Está equipando secretamente a un nuevo
ejército para marchar de nuevo sobre Viena y los Estados germánicos.

Pero el vino había subido a la cabeza de Abú el-Kasim y le desató la lengua:

—Tú eres un renegado y te has formado en Occidente, Mikael. Tú eres un loco


de Europa. Pero ¿de qué nos servirán esos países divididos y empobrecidos?
Ni siquiera tienen la misma religión. No; las tierras de Oriente son las tierras
del sultán. El islam se ha expandido de la suave savia de un árbol, a cuya
sombra ha de descansar el mundo entero. En primer término, Solimán debe
conseguir la unidad del islam y extender sus dominios a la opulenta India;
entonces, y si lo desea, puede volver sus ojos a la fría y estéril Europa.
Debieras haber visto Bagdad, con sus mil alminares, los incontables navíos en
el puerto de Basora, las mezquitas de Tabriz y los tesoros en los bazares de
Ispahán. ¡Entonces, volverías tu espalda al arruinado emperador de los
infieles y dirigirías tu rostro a Oriente!

Se veía claramente que por su parte también estaba loco, loco de Oriente, y
me pareció que no merecía la pena cambiar palabra con él sobre materias que
yo entendía mejor, honrado como estaba por la confianza del gran visir. Llamé
a la nodriza y puse su hijo en brazos de Abú el-Kasim, tomé a mi hija Mirmah
en los míos y toqué su cabecita con mis labios, maravillándome de nuevo de
los caprichos de la naturaleza, que había dado a mi hija cabello negro,
mientras que el de Giulia era amarillo oro, y el mío propio, más bien claro que
oscuro.

Bien fuese el vino o la charla de Abú el-Kasim, mi entendimiento se agudizó y


me di cuenta de que mi posición como confidente de Ibrahim era menos
simple de lo que había supuesto. Se me pagó un buen salario como consejero
en los asuntos germánicos, pero si fanáticos como Abú el-Kasim y Mustafá
ben-Nakir podían inducir al sultán a mantener la paz en Occidente, entonces
el interés del gran visir por Germania disminuiría y yo perdería mi paga. En
mi propio interés, pues, debía oponerme firmemente a los planes de Abú y
Mustafá. Pero, razonaba para mí, si nos tropezábamos con otro revés como el
de Viena, todos los partidarios del ataque a Occidente caeríamos en
desgracia, cediendo el paso, como es lógico, a los que abogaban por la guerra
en Persia.

En este punto de mis reflexiones, se me ocurrió que todos los consejeros del
sultán, incluyendo quizás el gran visir, estaban en la misma posición que yo.
Su actitud política debía ser gobernada por el interés privado, haciendo caso
omiso de lo más conveniente para el Estado. Estos pensamientos me
aturdieron tanto, que no podía ya distinguir la verdad de la mentira.

Al anochecer, volvió Giulia escoltada por Alberto. Estaba furiosa por el


desorden que reinaba en la casa; riñó a Abú por haber vuelto sin haberlo
anunciado, como un ladrón en la noche, y me arrebató a mi hija de los brazos,
pues podía caérseme, vista mi borrachera, según dijo. Me abochornó su
conducta desenfrenada, pero Abú el-Kasim, desempaquetando un fardo, le
ofreció un frasco de auténtica agua de rosas persa y se la ofreció rogándole
que se la recomendase a las damas del harén, quienes podían recibirle tras la
cortina, para inspeccionar sus maravillosas mercancías. A Giulia le complació
el regalo y le halagó que Abú le pidiese su apoyo; al cabo de unos instantes se
hallaban los dos conferenciando en perfecta armonía sobre lo que había de
darse al kislar-aga, cuánto a los porteros y lo que ella había de reservarse
para sí.

Yo no quería intervenir en los asuntos de Giulia, pues ya me causaban


bastantes molestias los míos. Me vi forzado a reconocer los méritos de
Alberto, quien durante el ajetreo de la mudanza tuvo bajo constante
inspección todo, a fin de que nada se extraviase. Acompañó a Giulia en todo
momento y me ahorró con ello cualquier dificultad a su respecto. Pero lo que
más me emocionaba era su afecto por mi hija Mirmah. A cada oportunidad la
tomaba en brazos, y si lloraba podía hacerla callar, mucho más pronto que yo.
Su conducta íntegra me mostró lo bien que se había adaptado a su cargo de
mayordomo, y más que antes, me sentía avergonzado por mi infundada
antipatía hacia este hombre de tan buena voluntad.

Una vez instalados en nuestra casa del Bósforo sus méritos se hicieron aún
más patentes, pues los esclavos le obedecían, y pronto puso un orden tan
perfecto en la marcha de la casa, que yo no tenía nada que decir sobre ello,
aunque sí que preocuparme en dar lo bastante para nuestros gastos, cada día
mayores. El número de éstos era increíble; a veces tenía que dejar de
comprar papel y tinta para la traducción del Corán que había emprendido en
secreto. Tenía más de diez personas que alimentar y vestir, y una costosa
carreta que comprar, así como arneses y monturas; debía ser espléndido en
mis limosnas, y aunque había acariciado la esperanza de que mi jardín
pudiera, cuando menos, ser productivo, ocurría exactamente lo contrario. En
realidad, se llevaba más que todos los otros gastos juntos, pues estaba
obligado a plantar la misma especie de flores que crecían en los jardines del
serrallo.

Pronto me dejó de asombrar que un cargo tan humilde en apariencia como el


de jardinero del serrallo fuese considerado como uno de los más lucrativos de
todos los del Imperio. Tan sólo los peces indios y chinos de adorno costaban
una pequeña fortuna y como muchos murieron por falta de cuidados, Giulia
consiguió convencerme, por fin, de que sería más barato comprar un hombre
hábil para atenderlos. Prefiero no decir el precio de ese enjuto y
temblequeante indio.

He aquí las limitaciones de mi felicidad, cuando me sentaba en mis undosos


cojines, me paseaba entre las brillantes flores de mi jardín o haraganeaba
junto al estanque, dando de comer a los peces. Las constantes reclamaciones
de dinero me oprimían como un zapato viejo. Había esperado que Giulia y yo
hubiésemos podido gozar de nuestra reciente fortuna en una reclusión
tranquila y llena de paz, pero ella aclaró pronto que no nos aprovecharía en
absoluto ni gozaríamos de nuestra casa, a menos que invitásemos a
huéspedes de importancia y calidad para que la viesen y admirasen.
Aunque ello imponía un día de exilio de mi dominio, me halagó
innegablemente la visita de la sultana Jurrem en persona, quien acompañada
por varias de sus damas, vino en su señorial barca de paseo. El honor que
esta visita nos confirió compensó el gasto de un nuevo desembarcadero de
mármol, idea de Giulia. Eunucos armados montaron la guardia durante todo
el día, de forma que aun los más lerdos podían darse cuenta del alto aprecio
con que éramos señalados mi mujer y yo. Pronto fue el gran visir con su
séquito quien vino a visitarnos y comprobar cómo se había invertido su
dinero; Sinán el Constructor y yo hicimos una relación completa, antes de que
sonriese complacido al oír que era tan sólo teniendo en cuenta su propia
dignidad que se había construido una casa tan amplia y hermosa y
amueblándola y decorándola tan suntuosamente.

Orgulloso de su trabajo, Sinán el Constructor traía a menudo a distinguidos


bajás y sandchaks para inspeccionarla, en la esperanza de futuros encargos.
Tuve, por tal causa, la oportunidad de hacer útiles conocimientos, aunque
algunos de los más eminentes de entre estos personajes me trataban
altaneramente, puesto que yo era un renegado. Estos huéspedes suponían
para mí grandes gastos, y cada uno de ellos debía ser tratado de una manera
conveniente y acorde a su respectiva dignidad. Esta vida de lujo y molicie me
dejó delgado y pálido, y la angustia me atenazaba la boca del estómago al
pensar en el futuro. Pero un día Giulia vino a mí y rodeándome con sus
brazos, me dijo tiernamente:

—Mi queridísimo Mikael: no podemos seguir así por más tiempo. Debes verlo
por ti mismo.

—¡Ay, querida Giulia! ¡Tienes razón! —repliqué, muy conmovido—. Un simple


techo y una seca corteza me bastan, en tanto estés a mi lado. Nos hemos
forjado cadenas doradas y de continuo un lazo de seda en torno a mi cuello.
Confesemos con humildad nuestro error, vendamos este lugar y volvamos a
una vida simple, que seguramente nos conviene más a los dos.

Su rostro se oscureció.

—No me has comprendido —dijo—. Desde luego que un mendrugo y un


cuenco de agua me satisfarían en tu compañía, pero hemos de pensar en el
futuro de nuestra hija Mirmah. He tenido demasiada paciencia con tu falta de
ambición. He de tomar las riendas en mis propias manos, pues pareces
incapaz de manejarlas.

Hizo una pausa para escoger sus palabras, antes de continuar diciendo:

—No es quién una simple mujer para entrometerse en los asuntos de alta
política; pero cierta elevada dama se siente alarmada ante los peligros que
amenazan al Imperio otomano y no está convencida de que las precauciones
del gran visir sean las mejores. Su desbordante engreimiento y presunción no
son secretos para ella.

Advirtiendo la expresión de mi rostro, prosiguió rápidamente:


—Mas ¿por qué exagerar esto? Todo lo que yo quería decir es que muchos de
los hombres más influyentes del reino se encuentran perplejos y dudando de
esos peligrosos planes de conquistas en Occidente. Si los jenízaros deben ser
enviados a combatir, sería mejor destinarlos a Persia, que es un país débil y
dividido.

—Todo a su tiempo —protesté—. La gran amenaza del emperador debe ser


desbaratada en primer lugar. Éste es el compendio de la política del gran
visir.

—Hablas como un imbécil, Mikael —dijo Giulia impacientemente—. ¿Cómo


puede derrotar el sultán al emperador, quien ha conquistado y reducido a
prisión al rey de Francia y al Papa? Puede ser que Carlos no desee mal al
sultán y no tenga nada contra su expansión en Oriente, en tanto que se
mantenga en paz con él su hermano. Deja al emperador gobernar Occidente y
al sultán Oriente; hay sitio en el mundo para los dos.

Habló con tanta seguridad, que comencé a vacilar, pues ella nunca podía
haber tenido tales ideas por sí misma. Me asió con ambas manos y me
zarandeó murmurando:

—Hay grandes intereses en juego, Mikael. Aunque el gran visir se jacte de su


incorruptibilidad, otras bolsas son más receptivas. Tengo buenas razones para
pensar que el sultán está secretamente inclinado a una paz duradera con el
emperador, pues no se le ocultan las terribles consecuencias de una derrota.
Y sé por conductos de confianza que el emperador no desea nada mejor que
un tratado secreto con el sultán, para el reparto del mundo. Pero éstas son,
naturalmente, cuestiones muy secretas y para guardar las apariencias, el
sultán debe fingir hostilidad a tales planes.

—Pero ¿cómo puede confiar el sultán en el emperador? —objeté—. Aun ahora,


el enviado persa se encuentra en la corte de Carlos. ¿Cómo podemos estar
seguros de que Carlos no atacará estos dominios tan pronto como el sultán
vuelva la espalda?

—Lo quiera o no —replicó—, el sultán está forzado a declarar la guerra a


Persia para aplastar al sha Tahmasp, quien de lo contrario, le atacará con la
ayuda del emperador. Pero esto le costará mucho a Carlos, que no está
inclinado a mezclarse en los asuntos orientales, los cuales no le conciernen
directamente. Desde cualquier punto de vista, Mikael, debes comprender que
la paz con el emperador sólo puede ser beneficiosa al emperador. Nada
perderás trabajando por una buena causa.

Esta conversación conspiradora no influyó sobre mí en lo más mínimo, pues


mi razón y mi espíritu determinaban lo verdadero o erróneo en cada caso,
más que los motivos de dinero. Pero cuando se lo insinué así a Giulia sacudió
la cabeza ante mi simplicidad.

—¡Dios tenga piedad de ti, Mikael! —exclamó—. No puedes prevenir si la


balanza se inclinará por la paz o contra ella, pero nuestro ritmo de vida ha
convencido a ciertas personas crédulas de que gozas de la confianza del gran
visir. Por ello puedes darte cuenta de la importancia de la apariencia externa.
Cien mil ducados han sido destinados para la paz, aunque no puedo decirte de
dónde proviene ese dinero. Pero el oro habla por sí mismo y aquí tienes mil
ducados como prueba de que aquellos de quien hablo van en serio. Cuando el
sultán firme la paz con Fernando, habrá otros cinco mil para ti.

Tomando una pequeña bolsa de cuero, Giulia rompió el sello y dejó caer las
monedas al suelo. Admito que el sonido del oro habló con más elocuencia por
la causa de la paz de lo que Giulia lo había hecho. Ésta continuó,
persuasivamente:

—Benditos sean los autores de la paz. A la distinguida señora, yo le hablé de


los deseos de evitarle al sultán toda oposición innecesaria, y el gran visir
puede ser enviado como serasquier a Persia. La señora espera sinceramente
ganar la confianza y amistad del gran visir, pues cree que ambos tienen por
igual en el corazón defender los intereses del sultán. Por esta razón está muy
turbada ante los maliciosos rumores que por el gran visir han sido lanzados
concernientes a la sultana Jurrem y sus hijos. Es calumnioso y denigrante
decir que el príncipe Selim sea epiléptico. La deformidad del príncipe
Jehangir no es más que una prueba enviada por Alá, tal como muchas mujeres
la tendrían que soportar; y estos dos príncipes están ciertamente más dotados
que el príncipe Mustafá, quien en ninguna circunstancia debe ser favorecido a
expensas de sus hermanastros.

Me pareció que Giulia se dejaba arrastrar demasiado lejos por su entusiasmo,


que la llevaba a decir más de lo que pretendía. Estaba tan agitado por sus
proposiciones, que permanecí despierto hasta casi el alba. Tenía una vorágine
de ideas contradictorias en mi mente, y cuando por fin me quedé dormido, me
asaltaron pesadillas en las cuales me parecía estar caminando sobre una
ciénaga y debatiéndome en vano para pisar tierra firme. Me tambaleé y caí; la
corriente me arrastraba al fondo, hasta que mi boca se llenaba de agua
fangosa y estaba ahogándome. Me desperté con un grito, bañado en sudor
frío.

Consideré este sueño como un presagio y temprano, por la mañana, ordené al


barquero que me condujese a la ciudad. Después de cumplir mis devociones
en la gran mezquita, dirigí mis pasos al palacio de Ibrahim donde pedí ver a
un empleado del servicio secreto y le dije que tenía que comunicar al gran
visir en persona un asunto de la mayor importancia.

Tuve que esperar todo el día y hasta tarde por la noche, hasta que Ibrahim
volvió del serrallo, y cuando por fin me recibió, lo hizo con frialdad
diciéndome que esperaba no le sería una carga más a las muchas que tenía.

Le conté todo lo que Giulia había dicho y en confirmación le hubiese tendido


en buena gana los mil ducados, de no haberse apoderado de ellos al instante
Giulia para meterlos en la bolsa sin fondo de Alberto. El gran visir enrojeció
de cólera y rechinando los dientes dijo:

—¡Esto ya pasa del límite! ¡Si esa mujer falsa, fanática e intrigante, intenta
mezclarse en la política del Estado le daré algo de lo que se acordará! Dios
sabe qué diablos han seducido al sultán para colocar su túnica sobre esos
hombros felinos. Ella no le ha dado más que su sangre enfermiza y epiléptica.
Mejor hubiese sido estrangular a esos dos mocosos encanijados en la misma
cuna, aunque ni el mejor amigo del sultán podría haber sugerido tal medida.

Después que se hubo desahogado en estos y otros términos por un rato, me


aventuré a preguntarle qué debía hacer con el dinero.

—Guárdalo —dijo—. No tiene importancia alguna. Yo soy el único que decide


sobre cuestiones de paz y guerra pues nadie es lo bastante poderoso para
oponerse a mí. El sultán sigue mi consejo, pues sabe que soy el único que no
puede ser comprado, el único para quien sus intereses van en primer lugar.
Por las más sagradas promesas del islam ha jurado no destituirme nunca de
mi cargo de gran visir, ni hacer nada para perjudicarme, pues en todo el
mundo yo soy su único amigo verdadero. Tales fueron las condiciones por las
cuales acepté el cargo de ser su mano derecha.

Descansó sus grandes ojos brillantes sobre mí y prosiguió:

—Quizás he descuidado un poco a mi amigo el sultán estos últimos tiempos.


Debo procurarle alguna diversión con objeto de impedir que esa bruja le
moleste cada noche con sus dañinas murmuraciones. Maese Gritti está en
Budapest, como sabes, pero tú tienes una bella casa, Mikael el-Hakim, a una
conveniente distancia y rodeada de un muro, por lo que no te sorprendas si
una noche fueses visitado por una pareja de amigos que caminan al azar.
Harías bien en tomar unos cuantos poetas pobres bajo tu mecenazgo, y
convidarles a una copa y un caftán. Bellos poemas, buen vino, bien templados
instrumentos y música arrobadora pueden hacer mucho en el destino de las
naciones. Tu posición se verá muy reforzada si sabes disponer las cosas para
divertir secretamente a huéspedes eminentes. Pero, por medida de seguridad,
envía fuera a tu mujer y déjala que pase las noches en el harén diciendo sus
adivinanzas.

Se detuvo y sonrió; por vez primera, vi un rictus de crueldad en las comisuras


de su boca, al añadir:

—¡Supón que yo tuviese que hacer a la sultana Jurrem el regalo de una


predicción! Tu mujer ve en la arena de la forma que más le conviene.
Persuádela, si puedes, que profetice la sucesión al trono de uno de los hijos
de la sultana Jurrem. Toda profecía, si ha de producir convicción, debe
contener alguna dosis de lo fantástico e inesperado. ¡Que diga que Selim el
epiléptico será el sucesor, y nosotros veremos lo que acontece!

Sonrió abiertamente, pero yo no podía compartir su diversión.

—¿Por qué el enfermizo Selim? —pregunté—. Las predicciones de mi mujer


tienen una manera desconcertante de transformarse en verdaderas y no me
gusta bromear con estas cosas.

Ibrahim dio un paso adelante y sus ojos ardían de cólera.

—La sultana es tan ciega como otra madre cualquiera —dictaminó—. No verá
nada raro en semejante profecía. Pero déjala entonces que insinúe tan sólo
una palabra de ello al sultán y la venda caerá de los ojos de éste, por fin. Él
tiene a ese bello muchacho que es Mustafá. ¿Cómo podría contemplar, ni por
un momento, la ascensión de un epiléptico pobre de espíritu al trono de los
omalíes?

Tras una pausa añadió:

—No puedo ya fiarme por más tiempo de maese Gritti, quien piensa tan sólo
en su propio beneficio. Me es necesario un nuevo lugar de entrevistas donde
pueda conversar privadamente con los agentes extranjeros. ¿Por qué no te
podrías aprovechar de ello, como maese Gritti lo hizo, puesto que he invertido
grandes sumas en tu casa? Haz correr el rumor de que a cambio de
sustanciosas dádivas, tú puedes preparar entrevistas secretas conmigo y yo
haré que el rumor no sea vano, siempre que no acudas a mí sin necesidad o
por cuestiones triviales. Supongo que me habrás comprendido bien. Pero,
para que pueda confiar en ti en absoluto, habrás de tomar cuidadosa cuenta
de todos los presentes que recibas y al propio tiempo sacar de mi Tesorería
sumas equivalentes a su valor. Sólo así puedo estar completamente seguro de
que no me traicionarás por avaricia y codicia.

Abrumado ante tal munificencia, tartamudeé bendiciones, pero riéndose, me


pidió que callara, requirió su violín y comenzó a tocar una encantadora aria
veneciana. Ahora vislumbraba yo la importancia total de su proposición, pues
si el hombre más poderoso del Imperio otomano me hacía su confidente, no
precisaba ya de limitar mis sueños de ambición. Inclinándome para besar el
suelo ante él, murmuré:

—¿Por qué, mi señor Ibrahim? ¿Por qué me has escogido?

Tocó mi cabeza acariciadoramente con sus dedos coloreados de reseda.

—Quizá la vida no es más que un sueño febril. Así pues, ¿por qué no tomar a
un sonámbulo por guía? Puede que me haya encariñado contigo, Mikael el-
Hakim, a pesar de lo débil y manejable que eres. Si estuviera menos
encariñado contigo, te despojaría de tu fortuna enviándote como hermano
mendicante a buscar a Alá en el desierto o entre las cimas de las montañas.
No esperes demasiado de mi confidencia, pues aunque conocieras mis más
profundos secretos, a mí no me conocerías nunca. Pero en cierta ocasión
dijiste algo que me tocó el corazón, y era que un hombre debe guardar por lo
menos fidelidad a un ser humano. Quizás es la tarea con la que me enfrento,
pues de hecho, un hombre no puede nunca ser sincero más que consigo
mismo, y por lo tanto guardar solamente a sí mismo fidelidad. Mi estrella, mi
destino, tal vez una maldición o acaso algún poder interior, me han alzado por
encima de todos los demás hombres. La esencial condición de mi existencia es
pues una inflexible lealtad a mi señor el sultán. Su prosperidad es mi
prosperidad, su derrota, mi derrota y su victoria es también para mí una
victoria.

Volví, a través de la oscuridad, a mi iluminada casa, cuyos peldaños estaban


bañados de fragante agua de rosas. Giulia estaba levantada y vino a mi
encuentro con mejillas relucientes y brillantes ojos. Pero un extraño sentido
de la irrealidad me asió en su abrazo y miré a Giulia como a un fantasma. Un
fantasma desconocido.

—¿Quién eres, Giulia, y qué quieres de mí?

Sobresaltada, se echó hacia atrás.

—¿Qué es lo que te aqueja, Mikael? —dijo—. Estás completamente pálido. Tu


turbante está ladeado y me miras como un loco. Si has oído algunas estúpidas
historias sobre mí, no las creas. Preferiría que no me ocultases nada y
hablases con franqueza conmigo, antes que prestar crédito a infundadas
calumnias.

—No, no, Giulia. ¿Qué puede nadie decir contra ti? Es tan sólo que no llego a
comprenderme a mí mismo o descubrir lo que deseo. ¿Quién soy yo, Giulia, y
quién eres tú?

Se retorció las manos y rompió en llanto.

—¡Ah, Mikael! ¿No te he prevenido mil veces que no bebieras demasiado?


¿Cómo puedes tener el valor de asustarme así? Dime enseguida qué ha
sucedido y qué te ha dicho el gran visir.

A su urgente conminación me desperté de pronto del extraño trance. Los


muros de la habitación volvieron a su sitio; la mesa estaba bajo mis manos.
Giulia también era una criatura de carne y hueso y pude observar que estaba
muy enojada. Pero la miré como se mira a un ser extraño y con más
clarividencia que antes. Vi profundos cercos en torno a sus ojos y una
expresión de maligna astucia en su boca. Gruesos adornos tintineaban en sus
muñecas y cuello y el collar le había dejado huellas coloradas en el calor sin
vida de su pecho. No sentí deseos de mirar en sus ojos, para buscar en ellos
paz y olvido, como sin embargo hubiese querido.

Con una sensación de pena, miré a otra parte y dije:

—Nada me aqueja, Giulia. Estoy tan sólo fatigado tras una conversación algo
seria con el gran visir. Pero él confía en mí y pienso que quiere traspasarme
mucho del trabajo que antes hacía maese Gritti. No expuso ninguna opinión
sobre la guerra, pero no me prohibió que aconsejara la paz. La copa del éxito
está llena hasta el borde, pero ¿por qué, ¡ay!, por qué es tan amarga?

Apenas había pronunciado estas palabras, cuando todos mis miembros


comenzaron a temblar y me percaté de que me encontraba gravemente
enfermo. Giulia pensó al principio que había sido envenenado en el palacio
del gran visir, pero habiéndome recobrado del primer choque, me puso en la
cama y me administró sudoríficos. Probablemente, había sido atacado por las
fiebres tan corrientes en Estambul. En realidad, era un milagro que hubiese
escapado tanto tiempo a ellas. No eran peligrosas, pero se caracterizaban por
unos fuertes dolores de cabeza.

Cuando el gran visir supo de mi estado, me mostró sus mayores atenciones,


enviándome su propio médico y ordenando se preparase una tabla astrológica
de dieta y las medicinas que necesitara, y hasta me visitó en persona, dando
con ello motivo a muchas murmuraciones en palacio. El resultado fue que
durante el curso de mi enfermedad, recibí un buen número de regalos pues la
noticia se extendió rápidamente en el serrallo, y así se acostumbraba.

Giulia estaba alborozada de alegría y hablaba sin cesar de estos regalos y sus
donadores y de los presentes con los que era mi deber, a mi vez,
corresponder. Lo más sencillo era devolverlos, pues ello no era en absoluto
contrario a la costumbre. Pero Giulia era incapaz de soltar nada de sus
manos, una vez que iba a parar a ellas, por feos e inútiles que los objetos
pudieran ser. Así, mi enfermedad fue muy cara debido a todos los presentes
que debía yo comprar, mientras que en el serrallo la chismorrería creció,
especulándose sobre cómo habría yo podido entrar en posesión de todas las
grandes urnas de bronce, nubios en armadura, y otros raros objetos que se
habían apilado durante años en palacio.

Cuando por fin entré en la convalecencia, Giulia se mostraba más cariñosa y


con más consideraciones de las que había tenido hacía tiempo, y tomándome
un día la mano, me dijo:

—Mikael: ¿cómo es que me hablas ya menos abiertamente de lo que


acostumbrabas a hacer? ¿Acaso tu corazón se ha vuelto contra mí por algún
rumor malicioso? Ya conoces qué nido de habladurías es el serrallo, y mi
íntima amistad con la sultana Jurrem ha despertado tales envidias y celos, que
no me extrañaría lo más mínimo que se dijesen las peores cosas de mí. No
creas ninguna, mi querido Mikael. Me conoces mejor que nadie y tú ya sabes
cuán abierta de corazón soy.

Sus innecesarios recelos me contristaron, y respondí cariñosamente:

—No hay ningún motivo en eso para mi melancólico humor. Éste es producto
de mi enfermedad y pasará pronto. Perdóname y trata de ser paciente
conmigo, como siempre.

En esto, ya no era franco, pues había visto que la lealtad a Ibrahim me


obligaba a mostrarme reservado con Giulia. Estaba seguro de que iría a
contárselo todo a la sultana Jurrem y por ello me mostraba circunspecto.
Hasta entonces mi candor había sido excesivo, cosa que ahora me suponía
una gran ventaja, puesto que Giulia me creía incapaz de reserva alguna.

Atento al consejo del gran visir, comencé a invitar a poetas y elocuentes


derviches, exaltados personajes que se cuidaban muy poco de cómo ganarse
su pan, en tanto podían vivir sin cuidados entre parecidos compañeros.
Aunque musulmanes, eran muy adictos a beber vino y se mostraban bastante
contentos de aceptar mi invitación. Creo que hasta concibieron cierto cariño
por mí, pues tenía por norma escuchar silenciosamente y con gran interés, su
conversación y sus poemas.

A medida que les conocía mejor, me acostumbraba a su desparpajo, pues no


vacilaban en componer acidulados epigramas sobre la vanidad del gran visir,
el altivo silencio del sultán y los varios errores de los que eran culpables otros
hombres notables. También escribían versos ambiguos sobre las leyes del
Corán. Les parecía una cosa suprema el arte persa de la versificación, y
muchos vertían con toda diligencia poesías persas al idioma turco. Adornaban
y pulían sus trabajos como un joyero pule sus piedras y cuando descubrían
alguna imagen nueva o brillante, se regocijaban como si hubiesen hallado un
tesoro. Yo no podía tomar sus hábiles juegos tan en serio como ellos lo hacían.
Para ellos, la composición de un poema parecía tan admirable e importante
como la conquista de un imperio o un viaje al mundo desconocido; pretendían
a cada paso que en las páginas de oro de la Historia, el nombre de los bardos
viviría más allá que los de los eminentes generales y los sabios intérpretes del
Corán.

Su mérito principal era el de no ser nunca aburridos. Teniendo en poco los


bienes terrenos, podían espolvorear sus vestiduras raídas con el polvo de oro
de la fantasía, y aunque de buena gana componían elogios a los acaudalados y
poderosos, el placer del trabajo era para ellos de mayor valor que un rico
presente; y si a veces se permitían algunos alegres sarcasmos a costa de sus
mecenas, habrían preferido perder su premio antes que omitir la burla.

La amistad de estos curiosos hombres libres me llegó en un momento


propicio, pues estaba un poco engreído por mi posición, mi casa, mis riquezas
y mis éxitos mundanos. Me hacía bien oír sus irónicos comentarios sobre los
cinturones enjoyados, los turbantes empenachados y los arzones de plata.
Una flor en eclosión o un pez escarlata nadando en un agua cristalina era
para ellos como el hálito condensado en un diamante. Cuando intenté explicar
que los diamantes tienen otros méritos además del de su belleza, el poeta
Baki, que se había descuidado de la ablución y de la oración, tendió el borde
de su capa sobre sus polvorientos pies y dijo:

—El hombre no posee nada. En resumen, son más bien las cosas las que
poseen al hombre. El único valor verdadero de un diamante es la belleza
escondida en él, y las cosas bellas pueden esclavizar tan fácilmente como las
llenas de fealdad. Es por lo tanto más sabio amar a distancia a una muchacha
de mejillas de tulipán, pues poseyéndola, se puede llegar a ser su esclavo y
perder la propia libertad; y la pérdida de la libertad propia es la muerte lenta.

Giulia no podía comprender qué placer podía sentir en la compañía de esos


hombres sin reputación, entre los cuales escogí unos pocos que podía contar
como amigos. Ella se pasaba muchos de sus días y de sus noches en el
serrallo y yo no le preguntaba nada sobre sus actividades. Sin que lo
sospechase siquiera, estaba preparando la hora en que el sultán y el gran
visir quisieran visitar mi casa disfrazados, para pasar la noche en compañía
de poetas e ingenios como habían tenido a bien hacerlo en casa de maese
Gritti.

Poco tiempo después, el sultán fue asaltado de uno de sus frecuentes accesos
de melancolía y el gran visir me envió la señal convenida. Tarde, en la noche,
se llamó a mi puerta, y dos hombres ligeramente embriagados, que ocultaban
sus rostros con un pliegue de sus caftanes, entraron declamando versos al
portero. Estaban escoltados por cierto número de guardias, los cuales, así
como dos sordomudos, quedaron fuera de la casa. No podía habérseme dado
prueba más concluyente de la confianza de Ibrahim. Conduje a mis visitantes
al interior de la casa, donde se sentaron algo apartados para saborear el vino
y escuchar a un sabio derviche que, precisamente en aquel momento, estaba
leyendo en voz alta una traducción de un poema persa.

Pero los otros eran demasiado sagaces para equivocarse sobre los recién
llegados y no apercibirse pronto de que no eran huéspedes ordinarios.
Hubiese sido insultante que lo hicieran, ya que Ibrahim se consideraba, con
razón, el hombre más apuesto del Imperio otomano, mientras que el sultán
estaba, por su parte, convencido de que su comportamiento le traicionaba
como el hombre noble que era, a pesar de la máscara que sostenía sobre su
rostro. Pero mis huéspedes tenían bastante sentido común como para fingir
ignorancia. A su petición, se dirigieron al sultán como a Muhub el poeta y le
rogaron vehementemente que leyese sus versos. Se resistió algún tiempo,
pero por fin desenrolló un pergamino cubierto con bella escritura y leyó con
voz musical. Sus manos temblaban ligeramente mientras lo hacía, pues creía
no haber sido reconocido y sabía que se encontraba en presencia de los
mejores expertos de la ciudad en estas lides. Era evidente que temía su
cándida crítica. Tanto como yo podía juzgar, su trabajo no tenía más defectos
que una ligera verborrea, una tenue monotonía y unas leves pinceladas de
lugares comunes; por lo menos, en comparación con el alusivo y caprichoso
estilo de Baki.

Sus oyentes expresaron corteses apreciaciones, pero nada más, no


permitiéndoles su propia estimación como poetas, lisonjear, ni siquiera al
sultán, en lo que a su arte concernía. Alzaron sus cubiletes por Muhub y le
alabaron hasta que una franca sonrisa de placer iluminó el pálido rostro del
sultán. Pero el joven y descarado Baki añadió:

—Con mano liberal, Muhub el poeta ha derramado perlas y oro ante nosotros,
y leer ahora una cosa inferior sería improcedente. Mas si alguien de nosotros
puede tocar un instrumento, acaso así podríamos competir con el
incomparable Muhub.

Creo que con este florido discurso lo único que quería decir era que ya tenían
bastante de los ampulosos poemas del sultán y que esperaba que Ibrahim
quisiera sacar su violín. No era de esperarlo así, quizá, si Solimán hubiese
captado la fina ironía de Baki. Sea lo que fuere aquél asintió con afán y rogó
también a Ibrahim que tocase. Nadie pudo quejarse de ello, pues cuando el
gran visir, después de haber bebido un sorbo de vino, llenó el salón con su
maravillosa música toda la pasión, alegría y anhelos de nuestras fugaces vidas
cantaron en nosotros a sus acordes y en cada una de las cadencias y
compases, hasta que yo temblé y no pude retener mis lágrimas. También Baki
lloraba.

No necesito hablar más de esa noche pues transcurrió de una manera tan
parecidamente sosegada, y cuando los huéspedes se embriagaron un poco en
demasía Ibrahim tomó de nuevo su instrumento para calmarlos con sus
ejecuciones. Nadie se durmió, excepto Musud-tseleb ; bien en verdad
entendía poco de música. Todos los demás estuvieron del más alegre humor, y
cuando las estrellas comenzaron a palidecer, llevamos fuera a Musud-tseleb y
lo metimos en el estanque para espabilarle sosteniéndole Baki la cabeza fuera
del agua, teniéndole asido por la barba. El guarda de los peces, despertado
por los gritos y el chapoteo, salió de su cabaña en paños menores, para
apedrearnos y lanzarnos todas las maldiciones de su patria hasta que pusimos
pies en polvorosa, perdiendo nuestras babuchas en los macizos de flores.
Muhub, el poeta, perdió también su turbante y reía hasta saltársele las
lágrimas.

Pero ahora, en la luz gris del amanecer, los mudos se inquietaron ante la
larga ausencia de su señor y llamaron a la puerta. A la vista de estos dos
gigantes de rostros atezados, nos despejamos todos de repente, como bajo los
efectos de una ducha fría. Casi sin aliento a causa de la fuga, y sucio de la
tierra de los parterres, se metió en su litera y con gran dificultad se acomodó
a su lado el gran visir.

El sultán Solimán visitó mi casa una docena de veces, y encontró en ella no


solamente poetas y sabios derviches, sino también capitanes de barco y bien
informados aventureros franceses y españoles, muchos de los cuales no
tenían la más ligera idea de quién era él. En presencia de los extranjeros e
infieles, permanecía silencioso en la penumbra y se contentaba con escuchar
cuidadosamente cuanto decían haciéndoles una pregunta de vez en cuando
sobre la vida y condición de los países europeos.

Así fue como yo conocí al sultán Solimán, llamado por los cristianos el
Magnífico, aunque su propio pueblo le denominaba simplemente el
Legislador. Nadie es profeta en su tierra. Y lo mejor que conocí de él fue lo
que menos me gustó; la melancolía que le aprisionaba hacía su compañía algo
aburrida. Con todos sus defectos, Ibrahim permanecía siendo un hombre
entre los hombres, mientras que el sultán se sumía en su secreta soledad,
pareciendo tan remoto de sus semejantes, como el cielo de la tierra.

Quizás ello era debido a que, tiempo atrás, se le habían causado sufrimientos
anonadándole con inquietud y corrosiva angustia puesto que, a causa de las
sospechas de su padre, había vivido mucho tiempo durante su juventud en la
sombra de una muerte acechadora cuando cada noche permanecía en tensión
y en vela esperando la llegada de los mudos, de un momento a otro. Me
parecía que esta apasionada y poco natural amistad por el gran visir tenía
algo de coacción, como si derramando favores sobre Ibrahim e invistiéndole
de ilimitado poder, tratase de convencerse a sí mismo de que, cuando menos,
había un hombre en el mundo en quien poder confiar.

Cuanto más pienso en el sultán Solimán, percibo con mayor claridad lo poco
que conozco de su naturaleza interior y pensamientos. Como legislador, hacía
más fácil la vida de sus súbditos y más agradable de lo que era en la
cristiandad. Sus propios esclavos eran libres de intentar la subida al poder,
pero no podían prever si en la cúspide les esperaba el látigo de cola de
caballo insignia de mando, o el cordón de seda.

Mi propia posición como confidente del gran visir era muy singular. Como
regla, debía visitarle después de oscurecido, entrando en palacio por una
puerta lateral o a través de la de servicio. Ya era de dominio general en el
serrallo que las peticiones e informes podían llegar más rápidamente al gran
visir por mi mediación. Para todos era un misterio, sin embargo, cómo mi
mujer Giulia podía entrar y salir en el harén tan libremente como si viviese en
él y cómo podía gozar del favor de la sultana, predecirle el futuro a ella y a
sus damas, encargarse de sus compras en el bazar y aun —no hay duda de
que era por alguna excelente consideración— obtener audiencias con la
sultana a ciertas acaudaladas griegas y judías.

No es de extrañar que comenzaran a circular en el serrallo las más


extraordinarias historias sobre mí, así como también en los barrios
extranjeros. En ocasiones se exageraba mi influencia; en otras decíase que yo
era un hombre inofensivo porque frecuentaba la compañía de poetas y sabios
derviches. Cuando comencé a recibir aventureros cristianos en mi casa, mi
fama se extendió a Occidente y hasta la corte imperial. Los cristianos que me
visitaban venían, o bien con misiones secretas, o para investigar las
posibilidades de entrada al servicio del sultán, o incluso para establecer
fructíferas conexiones de negocios en Estambul. Más de una vez tuve ocasión
de hacer sustanciosos servicios a estos hombres, y se decía de mí que, aunque
aceptaba regalos, mi información era estrictamente exacta.

Era natural que aceptase regalos de amigos y enemigos como lo hacía


cualquier personaje influyente en el serrallo, pues de no ofrecerlos, ningún
solicitante podía soñar en conseguir una audiencia. No era en ningún modo
un salario oficial el que determinaba esta posición, como tampoco se
especificaban los honores que le atañían, por lo que los regalos constituían en
este cargo la mayor parte de su ingreso regular. Hasta el gran visir aceptaba
regalos, aun de los enviados del rey Fernando, haciéndose estas cosas
abiertamente, siendo considerado como un cortés reconocimiento a su alta
posición.

A causa de mis especiales deberes, recibí muchos regalos en secreto, aunque


por lo que me tocaba, hice una cuidadosa relación al gran visir. De esto, no
tenían noción los donantes y como en apariencia era yo de tan fácil soborno,
gané una mala reputación entre los cristianos, quienes creían que sus regalos
eran el precio de los favores que se les habían otorgado. Pero, gracias a la
liberalidad de Ibrahim, mi conciencia estaba limpia y nunca sucumbí a la
tentación de engañarle.

Debo mencionar que los cristianos despilfarraban su dinero alocadamente,


tratando de influir a los políticos otomanos en favor de sí mismos, y que en
correspondencia se les obsequiaba con palabras vacías y bellas promesas de
lo que a veces no se daban cuenta hasta que estaban en el camino de retorno
a su patria. Los embajadores oficiales eran recibidos como de rigor, con todos
los honores reales. Mientras duraba su estancia en Estambul, eran escoltados
por un brillante cortejo, y una guardia especial de jenízaros les era designada,
así como casa y servidores y una consignación de veinte ducados diarios para
su subsistencia. A menudo los recibía en audiencia el gran visir, quien era
maestro en las dilaciones.

Por fin, los enviados eran introducidos en la cámara del diván, con sus
columnas de oro, aunque no antes de que hubiesen sido deslumbrados por
una exhibición en el patio de los jenízaros, en el cual se veían elefantes con
dorados colmillos y la magnífica procesión de los visires y sus cortejos.
Deslumbrados y maravillados por estos esplendores, se encontraban luego
inclinándose ante el sultán; un sultán sentado en un trono incrustado de
perlas. A cada respiración, las mil piedras preciosas de su ropa de oro
parpadeaban en centelleos, y los embajadores se daban cuenta de lo elevado
del honor que se les había hecho al permitírseles besar la enjoyada mano y
escuchar los insignificantes cumplidos con los que Solimán tenía a bien
saludarles. Durante su estancia en Estambul se encontraban como apresados
en las mallas de una red invisible; todo lo más que recibían era una carta
firmada por el sultán, para llevarla a la respectiva patria, cuyo documento
habían de confesar valía menos que la bolsa recamada en el que descansaba.

Tal era el trato reservado a los negociadores oficiales, y las cosas no iban
mejor cuando el gran visir consentía en venir a mi casa y allí, ante una copa
de vino, interrogaba a algún noble español o a un aventurero italiano, quienes
por mandato del emperador habían solicitado una audiencia privada. Por
medio de tales agentes, Carlos V trataba de tomar el pulso del gran visir en la
cuestión del reparto del mundo. Blasonando de su influencia con el sultán,
Ibrahim inducía a sus oponentes a revelar sus verdaderos motivos y deseos.
Cuando más calurosamente parecía aprobar las propuestas de sus
interlocutores, tanto más se cuidaba de no comprometerse. Por su parte, el
sultán no se pronunciaba y aun cuando esta cuestión le concernía no tenía
nada que hacer con portavoces extranjeros. Sin embargo, siempre se hallaba
intensamente interesado en descubrir, a través del gran visir, hasta qué punto
se hallaba dispuesto el emperador a un compromiso.

Mi opinión es que tanto el sultán como el gran visir deseaban en aquella


época la paz, aunque todas las enmarañadas conferencias no cuajaban,
porque ninguna de ambas partes tenía confianza en la otra. En principio, era
imposible para el sultán, como comendador de los creyentes, considerar una
paz permanente con los infieles, puesto que el Corán prohibía expresamente
semejante política.

Y por su parte, el emperador, como cínico estadista que era, quería


naturalmente asir la primera oportunidad para unir a los países cristianos
contra el sultán, dejando a un lado las bellas promesas y tratados secretos,
puesto que con razón veía en el Imperio otomano una amenaza constante
para el poder imperial y la propia cristiandad.

Con tristeza, me di cuenta entonces de la futilidad de todas las políticas y vi


que, a pesar de lo elevado de los motivos, el hombre no puede controlar la
marcha de los acontecimientos. El gran visir requería mi presencia en tales
entrevistas, para que en caso necesario pudiese atestiguar que siempre había
actuado él en el mejor interés de su señor. Cuanto más escuchaba, más iba yo
adquiriendo, como es natural, un conocimiento más amplio de los problemas
políticos. Aprendí que uno puede hablar extensa y elocuentemente para no
decir nada, y en diversas ocasiones y de la manera más simple, tuve ocasión
sobrada para observar las pequeñeces, vanidades, soberbia, amor propio y
debilidad de la naturaleza humana. La compañía de los poetas y derviches me
había llevado a discernir la vaciedad de los honores del mundo. Traté de no
atesorar demasiado, siempre que pudiese reservar una saneada fortuna, y
gracias a ello Giulia pudo tener la vida que ambicionaba, con lo cual me
ahorraba sus eternas lamentaciones. Ella medía el éxito en dinero y objetos
de valor, y en sus más amistosos momentos llegaba a admitir que yo había
probado no ser tan falto de iniciativa como lo temía. Ella hubiese deseado
verme con los brazos cruzados y los ojos modestamente bajos en el salón de
columnas del diván, cuando los caftanes de honor conferenciaban; pero
afortunadamente, tenía bastante aliento para su vanidad entre las damas del
harén. Hasta la madre del sultán, aunque sufría de una seria dolencia
cardíaca, la recibía en el viejo serrallo, a causa de las profecías de Giulia. Con
muchas precauciones yo había guiado los pensamientos de Giulia en la
dirección conveniente y había llegado a la temeridad de predecir que Selim,
el hijo de la sultana Jurrem, sería el sucesor al trono. Lo más extraño del caso
era que la misma Giulia creía implícitamente en su propia profecía y comenzó
a dirigirse con respeto al príncipe Selim, con el mayor respeto y veneración.

De vez en cuando, me traía noticias o advertencias establecidas de antemano


con la sultana Jurrem, y que no eran más que intentos por parte de esa
alevosa mujer de llegar al gran visir por mi mediación. Pero Ibrahim, por su
parte, no creía propio de su dignidad entrar en contacto alguno con la sultana
teniendo a Giulia por intermediaria. En esto, creo que cometió un gran error y
menospreció la terrorífica fuerza del deseo y vigilante ambición de la sultana.
Pero ¿quién en ese momento y en su situación, hubiese obrado de otra
manera?

En las cortes de Occidente, la sultana era conocida por el nombre de


Roxelana, o sea, la mujer rusa. Afluían a ella los regalos, aun de los príncipes
cristianos, a través de las puertas de oro del harén; se contaban increíbles
historias de su vida fastuosa y de su suntuoso guardarropa. Una de las túnicas
de noche había costado cien mil ducados, según se decía. También circulaban
leyendas sobre sus crueles celos, que hacían un infierno de la vida del harén.
Si alguna mujer trataba de atraerse la atención del sultán o si por casualidad
miraba éste a alguna de ellas, la sultana Jurrem reía alegremente, con lo cual
la había condenado a desaparecer.

No puedo decir con certeza qué regalos fueron entregados por los enviados
secretos del rey de Viena, pero durante esos dificultosos meses hizo todo
cuanto pudo, según me dijo Giulia, para inducir al sultán a cerrar un tratado
con el emperador. Políticamente, desde luego, ello era una locura, pues justo
entonces el emperador había sido coronado por el Papa, y firmado la paz con
Francia, habiendo llegado por ello a la cima de su poderío. Hasta la dieta de
Augsburgo consiguió espantar a los príncipes protestantes, sometiéndoles a
su obediencia; y confiado en su victoria, estaba ahora preparando la guerra
contra el sultán. En su calidad de muy católica majestad, obedecía
implícitamente a la exhortación de las Escrituras, de no dejar a su mano
derecha conocer lo que hacía la izquierda. Mientras ofrecía la mano izquierda
al sultán en señal de paz, deslizaba la derecha en un guantelete de acero para
asestarle un golpe fulminante. Nunca antes de entonces podía haber estado el
Imperio otomano en tal peligro, y el deseo de paz del sultán era comprensible.

Por fortuna, el único resultado del ultimátum de Carlos V a Germania fue la


constitución por Felipe de Hesse de una liga de príncipes en apoyo a las
enseñanzas de Lutero. El rey Zapolya y el de Francia tenían probablemente
más de un dedo en el pastel, pero sin embargo yo pensé que la decisiva razón
para la desconfianza de los príncipes era la promesa de Ibrahim de apoyarles
en la eventualidad de una guerra entre ellos y el emperador.
No puedo decir cuál de estos príncipes vio su celo religioso estimulado por el
oro turco, pero cuando menos Felipe de Hesse halló los medios de pagar y
equipar sus tropas de una manera desacostumbrada por los cristianos. Yo
tenía mis propias razones para recordar a menudo el delgado rostro y los fríos
ojos azules de aquel hombre. Comparadas con la liga que había formado, las
predicaciones inocuas de Pater Julianus a través de Germania eran de ínfima
importancia. Lutero y sus pastores comenzaron ahora a velar sobre la pureza
de su doctrina, tan celosamente como lo hacía, por su parte, la Santa Iglesia;
y a mi sincero pesar, debo decir que Pater Julianus no tuvo ocasión de volver
nunca para reclamar su obispado. Murió lapidado en una pequeña ciudad
provincial.

Gracias a la Liga de Esmalcalda fuimos aliviados de la más pesada de


nuestras preocupaciones, y el sultán no tuvo necesidad de escuchar más a los
abogados de la paz. Por su parte, el gran visir Ibrahim hizo revivir sus planes
de conquista de los Estados germánicos, con el apoyo de los príncipes.

A mí no me atraía la guerra, aunque para el entrenamiento del ejército era


necesaria una nueva campaña; en mi opinión, teníamos mucho que ganar y
nada que perder marchando de nuevo sobre Hungría. Entre las montañas y
los estériles páramos de Persia, un gran ejército podía desvanecerse como
una aguja en un montón de heno. Pero en Germania, la Liga de Esmalcalda
ataba las manos al emperador, y una oportunidad tan favorable no volvería, a
buen seguro, a producirse más.

A causa de Andy, sobre todo, una guerra me parecía absolutamente necesaria


y me reprochaba haber descuidado y olvidado a mi leal amigo durante tanto
tiempo. Una mañana de primavera, cuando los tulipanes de mi jardín habían
desplegado sus nítidos cálices rojos y amarillos, y frescos aires del mar
soplaban del reluciente Bósforo, Andy llamó a mi puerta. Al oír los gritos del
portero, corrí allí y en un principio me costó reconocer a mi hermano. Venía
descalzo, con un saco a la espalda; llevaba unos mugrientos pantalones de
cuero y un deshilachado turbante. Le tomé por un mendigo de los muchos que
venían. Pero cuando vi quién era, grité en mi asombro, pues las poderosas
piernas de Andy temblaban de cansancio y su pálido rostro estaba crispado.
Descargó su saco, se quitó el turbante y mirándome con ojos inexpresivos
unos instantes, dijo:

—En el bendito nombre del Profeta, Mikael, dame algo de beber. Algo fuerte,
o voy a perder lo que me queda de mis sentidos.

Le llevé a la cabaña del bote, hice levantar a los negros que dormían allí y con
mis propias manos le serví una cubeta de rara malvasía que traje de la
bodega. Andy destapó la cubeta y a grandes tragos bebió la mitad del
contenido. Pronto cesó el temblequeo de sus miembros y se apoyó tan
desmadejadamente en la puerta, que crujieron los marcos y el polvo salió de
las junturas. Luego, ocultando el rostro entre las manos, respiró
profundamente y lanzó un sollozo tan desgarrador y tan decepcionado, que a
mi vez comencé a temblar de espanto.

—Mikael. No sé por qué he de cargarte con mis penas, pero un hombre debe
confiarse a un amigo en ciertas ocasiones —me dijo—. No quiero
apesadumbrarte, pero las cosas van mal para mí; tan mal como puedan ir.
Mejor hubiera sido no haber nacido nunca en este mundo miserable.

—¿Qué ha sucedido, en nombre de Alá? —exclamé en la más profunda


agitación—. Tienes el aspecto de haber asesinado a alguien.

Sus ojos inyectados en sangre se posaron sobre mí cuando dijo:

—He sido despedido del arsenal. Me arrancaron las plumas del turbante y me
arrojaron, enseñándome los puños y lanzándome detrás de mis bártulos. ¡Soy
un desgraciado, un desgraciado!

Aliviado de que no fuese algo peor, le largué una admonición.

—¿Eso es todo? —pregunté—. Debieras haber sabido lo que viene del vino.
Pero aunque hayas perdido tu paga, tienes aún la fortuna de tu mujer para
rehacerte.

Con su cabeza de nuevo entre las manos, respondió:

—Me tiene sin cuidado el arsenal. Tuvimos una discusión acerca de los
cañones y les dije que sus galeras de guerra sólo valían de astillas para el
fuego. Les dije también que había que construir mayores buques para portar
piezas pesadas, como los venecianos y españoles, pues con esas cáscaras de
nuez no irían a ninguna parte. Así me fui yo. Ríe mejor quien ríe el último.
Pero soy un hombre lleno de tristeza y no espero reír ya más en este mundo.

Asió la cubeta y se echó otro buen trago al coleto, antes de continuar:

—Tu buen colega, maese Gritti, se está portando como un maniático, en


Hungría, y todos los señores de Transilvania se están echando mutuamente
las manos al cuello. Pero entre húngaros o moldavos, válacos o tártaros, todos
están de acuerdo en que ningún musulmán posea tierra propia en Hungría.
Sobre mi escritura de otorgamiento por el rey Zapolya, hicieron el uso
conveniente del papel, ante mis propios ojos, y luego se repartieron mis
rebaños entre ellos, descuartizaron mi ganado y asolaron todas las
construcciones del terreno. Ese pobre judío sufrirá una gran pérdida, pues yo
no puedo sacar un aspro de todas mis tierras, a pesar de que son tan extensas
que se tarda un día y una noche para atravesarlas a caballo. Los dulces
sueños son sueños breves, se dice, y ya no me queda más que los pantalones
que llevo puestos.

—Pero… pero… —tartamudeé, dándome cuenta de que tenía que cuidar una
vez más del pobre Andy, a pesar de la fricción que ello motivaría con Giulia.
Reuní valor y le di una palmada en el hombro, al tiempo que le decía—:
Bueno, ya se encontrará una solución, querido Andy. ¿Pero qué dice tu mujer
a todo esto?

—Mi mujer… —respondió Andy, ausente. Levantó la cubeta y la vació de un


enorme trago—. He olvidado decírtelo. La pobre muchacha ha muerto. Y no
fue una muerte fácil. Sufrió durante tres días, antes de irse.

—¡Jesús! ¡María! —exclamé, retorciéndome las manos—. Quiero decir, ¡Alá es


Alá! ¿Por qué no me lo dijiste al principio? Créeme que siento por ti mi más
profunda amistad en tu gran pena. ¿Cómo murió?

—¡De parto! ¡De parto! —dijo Andy en tono de asombro—. Y no fue lo peor,
pues el niño murió también.

Así, por fin, supe todo lo que había acontecido a Andy. Volvió a ocultar el
rostro entre las manos y rompió en un llanto tan terrible que hasta los muros
de la cabaña temblaron. Yo no pude encontrar palabras para confortarle en su
insondable pena.

—Era un chico —pudo decir por fin. Luego, rabioso de su debilidad, lanzó por
primera vez en largos meses, un juramento en su propia ruda lengua materna
—: Perkele!

Sin una palabra, volví a la bodega y le traje otro barrilito de vino. Se secó los
ojos con el dorso de su manaza.

—¡Mi pequeña yegüecita…! Sus mejillas eran como melocotones y sus ojos
como moras. No lo puedo comprender. Pero en los días cercanos al parto, el
médico judío aconsejó que tomara los baños, en Bursa, y me contenta
recordar que hizo el viaje como una princesa, aunque yo gruñía
estúpidamente ante los gastos. El médico me dijo, en su sabia jerigonza, que
sus órganos se habían desviado mucho cabalgando de joven y que sus riñones
eran como una ceniza, pues las húngaras tienen la maldita costumbre de
cabalgar a horcajadas como los hombres.

—¡Querido Andy, mi hermano y mi amigo! Todas esas cosas estaban escritas


en las estrellas antes de tu nacimiento. Los dulces sueños son sueños breves,
como has dicho, y gozaste de felicidad tan sólo el tiempo que Alá tuvo a bien
concederte. ¿Quién sabe? De haber vivido, acaso se podría haber aburrido de
ti y puesto sus ojos en otro hombre.

Andy movió su pesada cabeza.

—Basta de charla insustancial y dime: ¿me fueron esas dos muertes enviadas
como castigo por haber desertado de la fe cristiana? Creo que soy tan buen
musulmán como cualquiera, aunque no puedo recitar todas las oraciones. En
el fondo de mi corazón, nunca he renegado de Nuestro Señor y de Su Madre,
a los que también los musulmanes veneran, y he sido escarnecido por no
haber pisoteado la Cruz. Pero cuando erraba por las calles de la ciudad, tuve
la curiosidad de entrar en la iglesia cristiana y cuando oí las entonaciones del
cura y el sonido de la campanilla, me pareció oír también al diablo en
persona, riéndose y mofándose de mí por haber abandonado a Dios por mi
propia voluntad y a tu invitación. Por amor de Dios, ayúdame, Mikael, y dame
de nuevo la paz. Mi hijo no está bautizado y mi mujer descuidaba confesión y
comunión después de nuestro matrimonio, aunque en otros aspectos era una
buena cristiana. Es espantoso pensar que a causa de mi falta estén ahora
ardiendo en el fuego eterno.
No pude por menos de reflexionar seriamente sobre lo que decía. Con manos
temblorosas, llevé el vino a mis labios y busqué en él el valor que me faltaba.
Pensé que no era muy justo, por parte de Andy, reprocharme su propia
defección y dije con algún calor:

—Te ruego que recuerdes que tomamos el turbante independientemente el


uno del otro; nunca te pedí que lo hicieras. Pienso que si hemos de ir al
infierno por nuestros pecados, será más agradable que estemos juntos,
aunque seguramente a mí me colocarán unos escalones más abajo, puesto
que soy un hombre de estudios y por lo tanto de más responsabilidad en mis
acciones que tú.

—Daré cuenta a Dios de mis propias acciones, sin molestarte —replicó Andy,
impaciente—. Pero ¿por qué segó a mi mujer y a mi hijo? ¿Qué pecado pudo
haber cometido mi pobre niño? Aprendí, de muchacho, lo vano que es para un
pobre hombre esperar justicia en este mundo, por lo que espero más
confiadamente que habrá justicia en el otro.

Yo no sabía si el vino me había dado valor o simplemente nublado mi juicio,


pero por primera vez en mi vida, me confesé que yo era el peor de todos los
heréticos.

—Andy —dije gravemente—. Estoy aburrido de sofismas y juegos de palabras.


Sólo en el propio corazón del hombre es donde Dios se encuentra y nadie
puede salvar al prójimo exponiéndole textos, sean en latín, árabe o hebreo. Si
verdaderamente es un Dios eterno, omnipotente y omnisciente, ¿cómo quieres
que se moleste en desatar su cólera contra un pobre gusano como tú?

La cabeza de Andy se movió y las lágrimas rodaron sobre sus manazas,


cuando dijo:

—Quizá tengas razón, Mikael. ¿Quién soy yo para que disparen sobre mí los
grandes cañones de Dios? Bueno, dame un haz de paja para reposar durante
unos pocos días, Mikael, y otro poco de pan; ya remontaré esto tan bien como
pueda, y consideraré cómo empezar una vida nueva. Sólo ocurre en los
cuentos que un hombre gane una princesa y la mitad de un reino. En los días
de mi felicidad, acostumbraba pensar que debía estar soñando y espero que
pronto estaré dispuesto a creer que así fue. Para empezar expulsaré las penas
emborrachándome convenientemente; luego, entre la bruma y el dolor de
cabeza del despertar, recordaré el pasado en toda humildad, como un sueño
demasiado bello para un idiota como yo.

Su resignación me conmovió tanto, que yo también lloré, y ambos deploramos


las tristezas y vanidades de la vida. Como Andy estaba ya bastante bebido,
traje un narcótico de mi estuche de medicina y lo mezclé en su vino en
suficiente cantidad como para derribar a un buey. Pronto se tendió
inconsciente en el suelo, con toda la apariencia de un muerto, salvo un ligero
aleteo de sus fosas nasales.

Durmió durante dos días con sus noches, y cuando despertó comió un poco.
No quise molestarle con charla innecesaria, sino que le dejé solo, para que
estirase las piernas por el espolón y contemplase las inquietas aguas del
Bósforo.

Varios días más tarde, vino a verme.

—Ya me doy cuenta de que soy aquí una carga para ti y especialmente para tu
mujer —me dijo—, por lo que me aparto del camino y viviré con los negros de
la cabaña de la barca, si me dejas. Pero ocúpame en algún trabajo, cuanto
más duro mejor. La ociosidad me irrita y quiero darte algo a cambio de mi
comida y cama.

Me sentía avergonzado de estas palabras, pues Giulia me había indicado


efectivamente y con alguna aspereza, que Andy comía por lo menos por valor
de tres aspros al día y usaba un colchón y mantas que en realidad pertenecían
a los negros; llegó hasta sugerir que debía espabilarse un poco para ganarse
la vida. Y a pesar de que yo hubiese preferido ver a Andy tratado como a viejo
amigo de la familia, llamé a Alberto y le pedí que le buscara algún trabajo
conveniente, petición que parecía haber estado esperando, pues llevó a Andy
inmediatamente al rincón noroeste del jardín, cuya parcela no había sido aún
dispuesta y le encargó que transportara piedras y construyera allí una
terraza. Era una reforma planeada hacía tiempo y aún no ejecutada, por su
costo. Andy cortó también leña y transportó agua para la cocina; y todo ello
con tan buena voluntad, que hasta los esclavos le traspasaban su trabajo.
Trataba de no encontrarnos, pero Giulia se ponía a menudo en su camino para
recrearse en su degradación. Sin embargo, a veces me parecía que Andy,
mientras se inclinaba y bamboleaba para hacer su tarea, se reía
silenciosamente de ella, lo cual tomé como un síntoma de su recuperación.

La guerra era de nuevo inminente y por esos días las columnas de camellos
salieron con meses de anticipación, llevando materiales de construcción de
puentes a las orillas de los afluentes del Danubio. Carlos V proclamó el
peligro turco en todos los Estados germánicos, y extendiendo con ello la
alarma entre el pueblo, consiguió también inflamarle contra los príncipes
protestantes. No pude sino admirar cómo se servía de una situación en la cual
el gran visir había basado sus propias esperanzas para una campaña triunfal.
Observé estas cosas con los ojos imparciales de un espectador y de mi
experiencia personal, además, de las tierras germánicas, de las cuales
Ibrahim, como musulmán, no podía tener más que una vaga idea.

Para mi gran satisfacción y contento, Ibrahim pensó que era mejor que me
quedase en Estambul al frente de sus asuntos secretos, aunque no podría
decir si esta orden era una muestra de un favor especial o bien una señal de
disminución de confianza. Mustafá ben-Nakir había llegado últimamente a la
capital del sultán, habiendo viajado primero de Persia a la India, en compañía
del viejo Solimán el Eunuco, virrey de Egipto; y después, y tras innumerables
aventuras, vuelto a Basora a bordo de un falucho árabe de contrabando.
Había adelgazado y sus ojos parecían mayores que antes, pero por lo demás,
no había cambiado. El perfume de los preciosos óleos con los que se untaba el
cabello se difundía agradablemente por la estancia; las campanillas de plata
tintineaban en cintura y rodillas, y el libro de poemas persas estaba más
gastado por el continuo uso. Le saludé como a un amigo perdido hacía tiempo
y también Giulia se alegró de verle. Reparó en Andy y se sentó largo tiempo
sobre el césped, con las piernas cruzadas, observando cómo aquél rompía
piedras para la terraza. Pero aunque el único propósito de la visita de Mustafá
ben-Nakir parecía ser describir en resplandecientes colores las maravillas y
las guerras de la India, de hecho tenía asuntos secretos que tratar conmigo y
me llevó a entrevistarme con el renombrado eunuco Solimán.

Éste frisaba por entonces los setenta años y era tan grueso, que sus pequeños
ojos casi desaparecían en su rostro. Se necesitaban cuatro robustos esclavos
para ponerlo en pie, una vez que se había sentado. Se había visto adjudicar el
virreinato de Egipto por su incólume fidelidad. En el pasado, otros virreyes
del rico y decadente Egipto habían sido presa de toda clase de sueños
ambiciosos, hasta el punto que parecía que aquel antiguo país era víctima de
una maldición.

Pero a causa de su enorme mole y de su edad, Solimán era demasiado


perezoso, y también demasiado astuto, para proyectar una rebelión contra el
sultán y, naturalmente, no tenía hijos que pudieran ser tentados por el legado
de una corona, ni mujer ambiciosa para impulsarle a ello. Y a pesar de que
miraba con placer a las bellas esclavas y tomaba un par de ellas a su lado
para rascarle las plantas de los pies, éste era, por lo que sé, el único vicio en
que incurría. Nunca se preocupó de robar al sultán en gran medida, y
puntualmente le remitía el tributo anual, sin por ello arrancar de sus súbditos
las acostumbradas lamentaciones. Se trataba, pues, de un hombre poco
corriente e igual en rango al gran visir, por lo que era un honor para mí ser
recibido por él.

—Deploro profundamente las innecesarias molestias que él se ha tomado —


comenzó diciendo— y sus vagabundeos sin descanso de sitio en sitio, pero la
belleza de los ojos de Mustafá ben-Nakir y sus embrujadoras maneras de leer
la poesía hacen que le escuche con arrobo sin poder pasarme sin él. Mas
ahora, no dudo que a causa de sus desagradables experiencias con los piratas
portugueses en la India, se le ha metido en la cabeza que el honor del islam
requiere la liberación de los príncipes de Diu y Calcuta, del yugo portugués.
En el curso de estos largos viajes, se ha hecho útiles amistades a este fin y ha
escuchado de fuentes de todo crédito que estos dos desgraciados príncipes se
alegrarían mucho en dar la bienvenida a los jenízaros del mar, del sultán,
como libertadores.

Mustafá ben-Nakir me miró con sus claros e inocentes ojos.

—Esos bandoleros han paralizado el comercio musulmán de especias —


expuso— y han llevado los cargamentos en sus propios buques, rodeando
África, a Europa. Oprimen a los habitantes de Diu y roban a los mercaderes
árabes, y en realidad roban hasta a su propio rey, enviando especias de
inferior calidad, y guardándose el pimentón para venderlo a los
contrabandistas musulmanes a precios de usura. Los portugueses han
instituido un régimen de terror en la India, el cual es una desgracia para todo
el islam, sin hablar ya de la pérdida del comercio, tanto en los dominios del
sultán como en lo que respecta a nuestros buenos amigos los venecianos. Los
desgraciados indios suspiran por la llegada del Libertador.

—¡Alá es Alá! —dije—. No quiero oír hablar de libertadores, Mustafá ben-


Nakir. Soy más viejo y más sabio de lo que era en Argelia y la palabra
libertador deja un regusto de sangre. Habla claramente y dime qué es lo que
deseas, y lo que he de ganar con ello; en razón de nuestra amistad, te daré
toda la ayuda que pueda.

Solimán el Eunuco suspiró como en un resoplido y lanzó una mirada de


soslayo a Mustafá ben-Nakir.

—¡En qué tiempos vivimos! —exclamó—. Vosotros, los más jóvenes, no tenéis
noción del placer del pausado regateo y ahogáis el arte de la conversación,
para el cual se ha presentado ahora una oportunidad tan admirable. ¿Qué
fiebre ha atacado al mundo? ¿A dónde os precipitáis? ¿A la tumba? Pero
puedes dar mi bolsa a tu codicioso amigo, Mustafá ben-Nakir, si es que
puedes sacarla de entre estos cojines.

Mustafá ben-Nakir hurgó entre los aplastados cojines y sacó una hermosa
bolsa, cuyo peso me convenció al instante de la sinceridad de Solimán. Con
las manos entrelazadas sobre su amplio vientre, estaba sentado suspirando de
contento, mientras una encantadora muchacha le rascaba la planta del pie
derecho. Cerró los ojos, torció sus pies voluptuosamente y dijo:

—A pesar de que todo es vanidad y perseguir sombras, y no obstante mi edad,


he sido fascinado por el florido y lírico parlamento de Mustafá ben-Nakir, e
inspirado a dar cima a actos heroicos. Siendo un viejo marinero, yo también
estoy asaltado por unos celos seniles por el muy alabado Jaireddin, quien es y
será siempre un pirata. Para un hombre de mi volumen, un amplio buque es el
más seguro y confortable medio de transporte y no conozco nada más
agradable que estar sentado bajo un toldo a popa, amablemente arrullado por
la brisa del mar. Mi digestión funciona incomparablemente mejor en el mar
que en tierra y para un hombre de mi edad y proporciones, ello es de suma
importancia. Durante las tormentas o cuando algún cañonazo canta sobre el
buque, mis intestinos despliegan una increíble actividad. La regularidad
intestinal es la base de la salud, jóvenes, y sólo por esta razón desearía
construir una flota del mar Rojo y pasarme tanto tiempo como pueda en el
agua. No tengo que hacer ninguna objeción a que los historiadores otomanos
recuerden algún día que Solimán-bajá, el Eunuco, conquistó la India a causa
de su estómago. No hay nada de que reírse en esto, Mikael el-Hakim. Los
desórdenes del estómago han influido sobre la historia del mundo antes de
ahora, y así será de nuevo. Nada es demasiado mezquino o demasiado
insignificante a Alá, para emplearlo en el tejido de su gran alfombra.

No pude impedir sonreír ante el singular pretexto que había escogido; pero
Mustafá ben-Nakir me miró con extrema seriedad y dijo:

—Eres un hombre sagaz, Mikael el-Hakim, aun cuando las conclusiones


razonadas puedan desorientar a uno. Mi amigo Solimán, contrariamente a
muchos hombres, no tiene necesidad de mentir. Si fuese oro lo que
ambicionase, encontraría más que suficiente en Egipto. En cuanto a la gloria
militar, la tiene en tan alta estima, como las funciones del cuerpo de las que
ha hablado. Pero leo en tus ojos que no le crees, por lo cual sentimos tener
que inferir que nadie en el serrallo le creerá, a no ser —o quizá tampoco— el
gran visir en persona.
Solimán el Eunuco intervino jadeante:

—Es por lo que necesito tu consejo, Mikael el-Hakim. Y, al mismo tiempo, el


bajá del mar no aprueba más flota que la suya. El dinero, buques y material
que me ha sido ofrecido en secreto por la Señoría, no hace más que aumentar
lo delicado de la cuestión. En resumen, no puedo someter mi plan a nadie más
que al gran visir en persona. Debes convencerle de que no hay nada
perjudicial en lo que pido. Haz que persuada al sultán para que destine a tal
fin, pongamos, un tercio del tributo anual que Egipto paga los próximos tres
años. Con esta suma, puedo construir la flota del mar Rojo. Los navíos de
guerra son los juguetes más costosos que se han inventado y me opondré a
aumentar los impuestos de Egipto. Al propio tiempo, sería atentatorio a la
dignidad del sultán permitir que esta flota fuese pagada enteramente por
potencias extranjeras.

Le diese las vueltas que quisiera a la cuestión, yo no podía llegar a otra


conclusión, sino a la de que Solimán era sincero, y que aparte de su
indigestión, era su apego por el sultán, únicamente, lo que le inducía a llevar
adelante estos propósitos, así como el de volver de nuevo al control del sultán
los vastos beneficios del comercio de las especias. Mustafá ben-Nakir vigilaba
mi expresión estrechamente y dijo:

—Debes saber que Solimán-bajá no puede proponer esto por sí mismo.


Después de aparentar oposición al plan, dará su conformidad, construirá la
flota y la llevará a la India, si el sultán lo ordena así. Mikael, he aquí la
oportunidad de tu vida. Si lo consigues y tienes una participación en la
empresa desde el comienzo, los príncipes de Occidente te envidiarán, un día,
tu riqueza.

Solimán estiró sus piernas y contrajo sus pies lujuriosamente.

—Tengo pocas pasiones, pero me gusta coleccionar seres humanos —declaró


—. Amo ver las variadas formas en las cuales Alá moldea su polvo y lo inspira
con su aliento. He tomado nota de tus ansiosos ojos, Mikael el-Hakim, y me he
maravillado ante la profunda línea tan prematura y hondamente grabada
entre tus cejas. Serás siempre bien venido a El Cairo como huésped mío, y
puede llegar el tiempo en que acaso estés contento de un refugio y un
protector, fuera del alcance de la artillería del sultán. La victoria y la derrota
están en las manos de Alá, y ¿quién sabe lo que el mañana puede traer?

Los asuntos de la India captaron de tal manera mi imaginación, que hice todo
cuanto pude para asegurar el apoyo de Ibrahim al plan de Solimán. Y aunque
debido a la entorpecedora guerra, el serasquier tenía otras muchas cosas en
la mente, no dejó de mencionar el asunto al sultán, quien en secreto encargó
a Solimán el Eunuco que construyese su flota, ostensiblemente para defender
el mar Rojo contra las incursiones, cada vez más osadas, de los portugueses.
Pero para ello, el sultán no quiso aceptar la ayuda de Venecia.

Otra vez comienzo un nuevo capítulo, y ahora en el nombre de Alá el


Misericordioso y Compasivo. Pues mi octavo capítulo mostrará cómo el
gusano de la podredumbre estaba royendo en la más bella de las flores, y
quizá también envenenando mi propio corazón de renegado.
Capítulo VIII Roxelana

Hay poco que contar de la última campaña de Solimán. Duró desde la


primavera al otoño del año cristiano de 1532 y no tuvo resultado alguno. Sin
embargo, la marcha fue facilitada por sabios planes y clima perfecto; se
mantuvo una estricta disciplina entre las tropas, y las trescientas piezas de
artillería siguieron, sin contratiempo, a las columnas. Ningún general podía
haber esperado disponer de mejores contingentes. Pero los que siguieron el
avance de sus mapas advirtieron con sorpresa que disminuía más y más, a
medida que el verano transcurría. Desde la mitad del verano en adelante, el
observador menos experimentado podía constatar claramente que la
indecisión iba retrasando la marcha, hasta que el grueso de este gigantesco
ejército se detuvo y acampó durante agosto y septiembre ante la
insignificante fortaleza de Guns.

Los abogados de la paz en Occidente aprovecharon en lo posible este período


de aplazamiento y vacilaciones. Los enviados del Gobierno persa de Bagdad y
los del príncipe de Basora fueron portadores de mensajes conciliadores al
sultán, y su llegada pareció oportuna para mostrar que en el momento más
favorable para una enérgica acción en Oriente, el serasquier había enviado
fuera al ejército para hacerle al emperador una guerra innecesaria y sin
provecho. No es pues de extrañar que se detuviese tan vacilante ante Guns,
amargado por su terca resistencia, aunque a causa de las apariencias, estaba
constreñido a perseverar. Sin embargo, en vez de seguir a Viena marchó de
Guns a la imperial Crintía, y su vanguardia alcanzó las puertas de Graz antes
de que pudiera justificarse, por lo avanzado de la temporada, la vuelta a la
patria. Y a pesar de que la espantosa carnicería hecha por sus tropas llenó
por doquier de terror los corazones de los cristianos, la gran campaña no
quedó en nada más que una desordenada y deslavazada incursión, no
aportando honor alguno a Solimán y causándole perjuicios en su imperio, los
cuales eran considerables en relación con los resultados obtenidos.

Los únicos que se aprovecharon de esta campaña fueron los príncipes


protestantes de Germania, quienes por tal causa consiguieron hacer un pacto
con el emperador en Augsburgo, el cual les aseguraba permanentemente su
libertad religiosa. Gracias al pacto, Carlos consiguió inducir a Lutero a
predicar en favor de una cruzada conjunta contra los turcos. Así cayeron por
tierra las esperanzas del gran visir Ibrahim, y ahora se constató de manera
que no dejaba lugar a dudas que los cristianos habían hecho uso
desvergonzado de sus negociaciones secretas con la Sublime Puerta para
asegurarse concesiones del emperador en propio beneficio.

Pero no he mencionado aún la oculta, más decisiva razón para la extraña


vacilación del sultán ante las murallas de Guns. A la apertura de la ofensiva
de primavera, una flota de setenta navíos se hizo a la mar para defender las
costas de Grecia. A principios de agosto y poco más o menos el mismo día en
que Ibrahim clavó su enseña ante Guns, esta flota fue avistada por otra
compuesta por navíos combinados del emperador, el papa y los Caballeros de
San Juan, mientras fondeaban en la bahía de Preveza. En el mismo momento,
se vio aproximarse rápidamente una flota veneciana de cuarenta galeras de
guerra; estos navíos neutrales anclaron a conveniente distancia en espera de
los acontecimientos. Es mi opinión que los días calurosos y sin viento de
agosto de 1532 decidieron el destino del mundo por los siglos venideros. La
armada del emperador estaba bajo el mando de Andrea Doria, sin duda
alguna el más grande almirante de todos los tiempos, a quien Carlos había
hecho príncipe de Amalfi. El almirante de la flota veneciana era Vicenzo
Capello, quien cumplía estrictamente las órdenes de la Señoría. En cuanto a
los hombres de los bajaes turcos, no merece la pena que los mencione. Yo fui
informado de su vergonzosa conducta por Mustafá ben-Nakir, quien fue
testigo ocular de estos acontecimientos.

Al igual que su soberano, Doria era hombre cauto, que no presentaba nunca
batalla a menos que no estuviese seguro de ganarla. Quizá consideraba las
galeras turcas de guerra demasiado peligrosas, a pesar de que contaba entre
sus buques la terrible carraca, aquella maravilla de los mares, que era una
fortaleza flotante tan elevada, que los cañones de que estaba atestada podían
disparar por encima de las galeras de guerra que comúnmente la precedían.
Doria, pues, no atacó en principio, sino que abordó secretamente al buque
veneciano para pedir al almirante que uniese su fuerza a los demás. En tal
caso, no hubiese habido flota musulmana en el mundo que hubiera podido
resistirlos; podrían haber avanzado a la descubierta sin ser estorbados sobre
el Egeo hasta los Dardanelos y destruir las fortalezas en un abrir y cerrar de
ojos, con lo cual el mismo Estambul, con sus murallas desnutridas de defensas
debido a la campaña húngara, sería una presa fácil para los navíos cristianos.

Pero no estaba en la mente de la Señoría que el emperador consiguiese el


dominio del mundo de manera tan fácil, ni era deseable poner una piedra
delante de la rueda del sultán, pues éste, como único poderoso oponente del
emperador, mantenía a las naciones del mundo en saludable equilibrio.
Capello, pues, como obediente hijo de la ilustre República, declinó
cortésmente la oferta, en razón de las instrucciones secretas que tenía y que
nadie sabía cuáles eran. Después, y cuidadoso de los lazos que unían a
Venecia con la Sublime Puerta, informó a los dos bajaes del mar turco de las
intenciones de Doria. Como consecuencia de ello, estos valientes perdieron la
cabeza al instante, levaron anclas de noche y usaron de los remos con alma y
corazón, hacia el abrigo de los Dardanelos, dejando las costas griegas
abandonadas a su sino.

El retorno de la flota musulmana en el mayor desorden, con sus remeros


medio reventados por el esfuerzo, puso a Estambul en estado de pánico. Se
esperaba con terror que los navíos de la cristiandad apareciesen ante la
ciudad de un momento a otro. Los acaudalados judíos y griegos comenzaron a
enfardar todas sus cosas para enviarlas a Anatolia y muchos de los más altos
oficiales descubrieron repentinamente que su salud requería una visita
inmediata a los baños de Bursa. Se reforzaron las guarniciones de las
fortalezas de los Dardanelos, suministrándoseles todo el armamento
disponible, a la vez que se emprendían reparaciones y se apuntalaban las
ruinosas murallas de Estambul. Se decía que el valiente caimacan había
jurado morir con la espada en la mano en su puesto de mando, a las puertas
del serrallo, antes de capitular; y esta información, en vez de redoblar el
valor, dio el ímpetu final a la enloquecida evacuación de la ciudad.

Tan estúpida y cobarde había sido la acción de la flota turca, que ninguno de
los navíos del sultán se atrevió a hacerse al mar por bastante tiempo. Estaba
destinado a un joven pirata dálmata —un muchacho imberbe, que más tarde
había de ganar fama bajo el apodo del Joven Moro— traer a Estambul las
confortadoras nuevas de que Doria había abandonado sus planes en razón de
que sus fuerzas, sin la ayuda de la flota veneciana, eran insuficientes para
asegurarse la victoria. En vez de ello, había puesto sitio a la fortaleza de
Coron, en Morea. El Joven Moro había venido a Estambul a vender
prisioneros cristianos de uno de los buques de abastecimiento de Doria,
capturado por él cerca de Coron. Tenía a su disposición un pequeño falucho
con una docena de muchachos del mismo temple que él, siendo su único
armamento efectivo un cañón de hierro cubierto de moho y orín. No parecía
comprender que había hecho nada heroico atacando a la flota de Doria con un
barquichuelo, aunque los bajaes del mar habían huido sin intentarlo siquiera.

Las noticias que trajo restablecieron la calma; el caimacan envió un


mensajero al sultán, en Guns, para informarle de que los habitantes de
Estambul aclamaban al Joven Moro como héroe, y le señalaban con el dedo
para escarnio de los bajaes del mar. Mustafá ben-Nakir había vuelto de
Estambul con la desmoralizada flota y al entrar en mi casa se encontró con
Giulia y Alberto que empaquetaban las cosas de más valor, ayudados por los
aterrorizados esclavos, mientras yo estudiaba los mapas buscando la mejor
ruta a seguir para Egipto, donde pensaba pedir la protección del buen eunuco
Solimán. Nos trajo las noticias tranquilizadoras del Joven Moro.

—Enrolla tus mapas, mi querido Mikael —aconsejó—. Doria es demasiado


viejo y prudente para tal jugada. Venecia nos ha salvado.

Los ojos de Giulia centellearon de indignación:

—Jurrem, la sultana, nunca perdonará al gran visir por haber incitado al


comendador de los creyentes a esa estúpida guerra, dejándonos expuestos a
estos peligros. Y si tuvieses la menor noción de lo engorroso que es
desempaquetar todos estos cachivaches, ornamentos, jarrones y espejos, y
colocar de nuevo todos los cortinones y alfombras, no reirías así. Creo que la
sultana está lo bastante asustada como para llamar a Jaireddin. En realidad,
debía haber sido llamado hace tiempo, de no haber sido tan elocuente el gran
visir en su elogio, pues la sultana está inclinada a desconfiar de cualquier
cosa que proponga ese ambicioso proyectista. Pero es de esperar que tras
estos asuntos tan desastrosamente llevados, sus días están contados.

—No empujes a un hombre cuando está a punto de caer —respondió Mustafá


—. Si el ejército vuelve sano y salvo de Hungría, podemos permitir al gran
visir que continúe confiando en su estrella de fortuna, esta vez en Persia.
Tarde o temprano, se romperá el cuello. El sultán e Ibrahim están juntos.
Encuentran los mismos peligros e iguales obstáculos, y sin duda comparten la
misma tienda. La sultana demostrará poco tacto en lanzar acusaciones contra
el gran visir tan pronto como vuelva, pues la mitad caerían sobre el sultán, y
ni siquiera un hombre corriente puede soportar los reproches, después de una
empresa en la que reconoce, en su corazón, haber fracasado.
Giulia abrió la boca para replicar; sin embargo, había estado escuchando
atentamente y permitió a Mustafá ben-Nakir que prosiguiese sin interrupción.

—Persia es un gran país; los pasos de sus montañas son traidores, y el sha
Tahmasp, con su brillante caballería, es un enemigo terrible, especialmente
si, como he oído, recibe armas de España. ¿No sería más juicioso enviar sólo
al gran visir a ese país salvaje? El sultán no está obligado a ir con el ejército;
por esta vez, puede quedarse en el serrallo gobernando a su pueblo y
dictando buenas leyes, descansando en la todopoderosa influencia de su
amigo. Si solamente tuviese yo la oportunidad de hablar a la más radiante
sultana, aun tras una cortina, podría susurrar muchos y buenos consejos a
sus, sin duda alguna, seductoras orejas. No sería pecado para las esclavas del
harén dirigir la palabra a un miembro de mi sagrada hermandad, siempre que
el kislar-aga diese su permiso.

Miró de reojo a Giulia, y luego se contempló sus pulidas uñas con objeto de
darle tiempo a reflexionar sobre su proposición. Pero las sonrosadas mejillas
de Giulia y sus ojos desviados demostraban bien a las claras que le faltaría
tiempo para transmitir a la sultana la petición de Mustafá ben-Nakir. Y poco
después, mientras contemplaba nuestra grácil barca deslizándose en
dirección al serrallo, hablé a Mustafá ben-Nakir previniéndole:

—Me asustas. No cuentes conmigo para obrar a espaldas de mi señor


Ibrahim. Y recuerda que es el gran maestre de la orden.

Los bellos ojos de Mustafá ben-Nakir centellearon cuando replicó:

—¡Qué visión más estrecha tienes, Mikael! Debemos jugar la carta rusa en
tanto las circunstancias la favorezcan. Y estoy impaciente por ver por mí
mismo si es o no una bruja. El gran visir estará indefenso a su retorno, por lo
cual debemos persuadir a Jurrem que debilitaría su propia influencia
intentando su derrocamiento, pues nadie puede reemplazarle, ya que es el
más grande hombre de Estado que se vio jamás en el Imperio otomano. Y será
dueño del futuro si todo va como esperamos. Sin él, el sultán se convertiría en
una veleta a todos los vientos. No desearás que le suceda ese muchacho
epiléptico.

—¡Pero el príncipe Mustafá y no el príncipe Selim es el mayor! —exclamé


asombrado.

—Si el sultán muriese, nadie sino Ibrahim se atrevería a enviarles los mudos a
los hijos de Jurrem. En tanto que cualquiera de los dos esté con vida, un dogal
es lo único que puede predecirse, con toda certidumbre, al príncipe Mustafá.

Vino a mi memoria el pequeño príncipe Jehangir, con sus tristes, muy tristes
ojos, y recordé también a mi perro. La sultana Jurrem no me trató mal; por el
contrario, salvó mi vida, y mostraba gran amabilidad a mi mujer Giulia. Me
sentía asqueado ante la idea de lo que podía acarrear algún día mi lealtad al
gran visir Ibrahim. Mustafá ben-Nakir prosiguió:

—El gran visir no será ciertamente derrotado en Persia. Bagdad y Basora


estarán de nuevo en nuestras manos antes de que estalle la guerra, y nuestro
objetivo, esta vez, será dejar que dirija solo el ejército y no tenga que
compartir los honores de la victoria. El ejército debe acostumbrarse a ver en
Ibrahim su comandante supremo, y a los ojos del pueblo, el aplastamiento de
la herejía chiíta le cubrirá de gloria. La voluntad más fuerte y la cabeza mejor
dirigirán el islam, con o sin el sultán. Sólo así puede el islam gobernar el
mundo entero y hallar pleno cumplimiento la promesa del Profeta. La paz sea
con él.

Le miré con creciente recelo, no habiéndole nunca visto arrastrado por sus
propias palabras y no pude por menos de sentir que, a pesar de su aparente
candor, no revelaba más de lo que convenía a sus planes.

—Pero… —dije dudando—. Pero…

No encontré nada más que decir. Por el momento, tenía mi casa a salvo en el
Bósforo y el pensamiento de tiempos revueltos me dejaba indiferente,
dejándome guiar por la corriente, conociendo que por más fuerza y resolución
que mostrara, no podría nunca variar el curso de los acontecimientos.

El único temor que podía sentir era el de que fortuna y posesiones no eran en
realidad más que un préstamo del cual, con la derrota o por un capricho del
sultán, podía ser desposeído en cualquier momento. La fortuna me había
venido demasiado fácilmente para pensar que podía sostenerse y por ello me
propuse visitar la gran mezquita, donde bajo la celestial cúpula y rodeado por
los pilares de pórfido del emperador Justiniano, quería pasar unas horas de
tranquila meditación.

Volviendo a casa un día, fui testigo de un curioso incidente. Reinaba la


quietud en el jardín y no se veían esclavos; pero cuando entré en la casa
quedamente, con objeto de no interrumpir la acostumbrada siesta de Giulia,
oí roncos gritos de Alberto en el piso de arriba y la voz de Giulia temblando de
rabia. Me lancé escaleras arriba y en el momento que iba a descorrer la
cortina, oí un chasquido como de un sopapo y una exclamación de dolor. Al
entrar, Giulia se tambaleaba aún con una expresión de miedo y las lágrimas
corrían por su rostro. Se llevó ambas manos a las mejillas, que estaban
enrojecidas, mientras que Alberto se encontraba ante ella con las piernas
separadas y la mano levantada, como un colérico dueño castigando a su
esclava. Quedé petrificado, sin poder dar crédito a lo que veían mis ojos, no
reconociendo a Giulia en esta mujer tan mansa e indefensa. Pero, dándome
cuenta de que Alberto había osado golpearla, me invadió una cegadora rabia
y busqué a mi alrededor un arma cualquiera para matar a aquel esclavo
insolente. Al verme, ambos quedaron en suspenso y el rostro de Alberto, de
negro que había estado con la furia, se tornó gris como la ceniza. Cogí un
precioso jarrón de China con intención de hendirle el cráneo, pero Giulia se
interpuso entre los dos, gritando:

—¡No, no, Mikael! No estropees ese jarrón que fue un regalo de la sultana
Jurrem. Toda la culpa es mía. Alberto es inocente y no me quiso hacer daño.
Fui yo quien me enfurecí con él.

La miré a los ojos mientras ella me quitaba el jarrón de las manos,


colocándolo cuidadosamente en el suelo. Al principio pensé que yo debía
sufrir algo de insolación, tan absurdo me parecía que Giulia, más que ninguna
otra persona, hubiese permitido a un esclavo golpearla en el rostro, y además
defenderle por su acción. Quedamos los tres observándonos mutuamente.
Entonces, el rostro de Alberto se relajó, y con una mirada significativa a
Giulia se volvió y salió rápidamente, sin hacer caso de mi conminación para
que volviese. Giulia se abalanzó a mí, me tapó la boca con la mano y con
lágrimas aún resbalando por su hinchada mejilla, jadeó:

—¿Estás bien de la cabeza, o bebido, Mikael, para comportarte así? Déjame


por lo menos explicarte. Nunca te perdonaré si fueses injusto con Alberto por
algún error, pues es el mejor criado que he tenido y es completamente
inocente.

—Pues ya puede escaparse antes de que le atrape, como lo ha hecho ahora.


Pienso darle cien buenos latigazos en las plantas de los pies y enviarlo al
bazar para su venta. No podemos tener un loco en casa.

Giulia pareció muy incomodada.

—No lo comprendes, Mikael —dijo—, y harás mejor en estarte tranquilo. Soy


yo quien debe una explicación a Alberto; me salí de mis casillas y le abofeteé
por no sé qué pequeñez… ¡Y no te quedes ahí mirando como un idiota! Me
vuelves loca. Si mi mejilla está hinchada, es debido al dolor de muelas. Iba
precisamente al serrallo, al dentista, cuando te entrometiste como si
estuvieses espiándome, aunque Dios sabe que no tengo nada que ocultar.
Pero si pones un solo dedo sobre Alberto, acudiré al cadí y pediré el divorcio
en presencia de testigos. Alberto ha sufrido ya bastante por tu mal
temperamento, aunque es un hombre orgulloso y sensible y no un bastardo
como tú.

A estas palabras me invadió una cólera ciega y asiendo de las muñecas a


Giulia, la zarandeé, gritándole:

—¿Eres pues, realmente, una bruja, Giulia? ¿Un diablo en forma humana? A
causa de mí mismo, no quiero creerlo, pero aun los cántaros más resistentes
no pueden ir a la fuente demasiadas veces. Nunca he pensado mal de ti, pues
te quiero demasiado. Pero dejar que un esclavo te abofetee y se quede sin
castigo no es nada natural. No te conozco. ¿Quién eres y qué te propones
hacer con ese miserable?

Giulia rompió en violento llanto; me rodeó el cuello con sus brazos y apretó su
cabello contra mis mejillas. Después y con los ojos caídos, dijo lánguidamente:

—¡Ah, Mikael, sólo soy una mujer tonta, y tú lo sabes bien! Pero vayamos a
nuestra habitación para hablar de ello. No es propio que nuestros esclavos
oigan nuestras querellas.

Asió mi mano y yo la seguí a nuestro dormitorio sin oponer resistencia, donde


después de secarse las lágrimas, ella comenzó a desnudarse distraídamente.
—Puedes hablar mientras me mudo de traje. Tengo que ir al dentista, como te
he dicho, y no voy a ir con estos trapos. Pero puedes seguir lanzándome tus
reproches si eso te tranquiliza, pues al parecer soy una mujer tan mala, según
crees.

Mientras hablaba, se iba desnudando, hasta quedar sólo con la delgada


camisa que cubría su piel y tomaba una túnica tras otra para decidir cuál le
sentaba mejor. En honor a la verdad, hacía tiempo que no me había otorgado
los placeres del matrimonio, pues corrientemente estaba aquejada de dolores
de cabeza cuando me aproximaba a ella. Por lo tanto, cuando contemplé su
desnudez a la clara luz del día, quedé fascinado por su seductora piel blanca,
las suaves curvas de sus miembros y el áureo cabello suelto, acariciando su
seno.

Se dio cuenta de que estaba contemplándola y suspiró quejosa:

—¡Ah, Mikael! ¡Sólo tienes un pensamiento en la cabeza! No me mires de esa


manera.

Cruzó sus brazos sobre el pecho, y me miró de reojo con aquellos extraños
ojos que en mi sinrazón no podía abstenerme de amar. Mis oídos zumbaron,
mi cuerpo restalló y con trémula voz le dije que se pusiera la túnica verde de
raso bordada de perlas. La tomó, pero la dejó de nuevo a un lado, escogiendo
un brocado blanco y amarillo con un broche de diamantes.

—Este vestido amarillo se ajusta más a las caderas —dijo.

Su rostro adquirió una expresión suave y quedó con el vestido en la mano,


mientras decía:

—Mikael, dime la verdad. ¿Estás aburrido de tu mujer? Desde que te ocupas


en entretener a esos nuevos amigos, pareces aún más esquivo de lo que antes
eras. Sé sincero conmigo. No tienes más que ir donde el cadí para divorciarte.
¿Cómo podría forzarte al amor si tu indiferencia me ha herido tantas veces?

Sollozó y, tras una pausa, prosiguió:

—El amor de una mujer es una cosa caprichosa y debe ser mantenido
constantemente. Hace mucho que no me traes flores ni me has mostrado
alguna otra atención. Me pones una bolsa en la mano y me dices que compre
lo que quiera; tal frialdad, me hiere profundamente. Ésta es la causa por la
que he estado tan irritable y es quizás el motivo por el que pegué a Alberto,
quien no tiene más que buena voluntad para ambos. Ya ves, pues, que todo ha
sido por tu culpa, Mikael. ¡Qué quieres que te diga más, si casi ni me acuerdo
de cuándo me tomaste en brazos por última vez y me besaste como un
hombre besa a la mujer que quiere!

Sus acusaciones disparatadas y sin fundamento me cortaron el aliento. Pero


ella se me acercó tímidamente y apretó su cálido y blanco cuerpo contra el
mío, susurrando:
—¡Bésame, Mikael! Ya sabes que eres el único hombre que he querido, el
único hombre cuyos besos me han satisfecho. Quizá te parezca ya demasiado
vieja y arrugada, y al igual que los musulmanes, desees una nueva mujer más
joven. ¡Pero bésame!

Besé sus engañosos labios, y lo que siguió no es para contarlo, pues el


inteligente lo adivinará, y para el tonto las explicaciones son vanas. Todo lo
que puedo decir es que una hora más tarde fui abajo junto a Alberto para
pedirle perdón por la conducta de Giulia que le había exasperado a él tanto,
hasta el extremo de sacarle de quicio y pegarle. Le pedí también que pasara
por alto las palabras fuertes que le dirigí y terminé dándole dos ducados.
Alberto lo escuchó todo sin pestañear ni dejar traslucir en lo más mínimo lo
que pensaba para sus adentros, pero tomó el dinero y confesó que su
conducta había sido muy inconveniente. La paz volvió a reinar en la casa.
Giulia ocultó sus algo cansados ojos tras un tenue velo, y se hizo conducir, en
la barca, al serrallo.

Pues bien: dejo a los hombres sesudos el censurar —y aún más— mi ceguera,
pues que yo no lo puedo hacer. Un hombre enamorado es siempre ciego, bien
se trate del sultán o del más insignificante de sus esclavos. Puede tachárseme
de debilidad, de lo que sea, pero que los hombres que se precian de
inteligentes echen una pequeña ojeada a su propio matrimonio antes de
mofarse del mío.

Y además, no era yo el único ciego. Mustafá ben-Nakir fue recibido por la


sultana Jurrem, en presencia del kislar-aga, y ella le habló primero tras la
cortina, pero más tarde le mostró su riente faz. Cuando el frío Mustafá volvió
del serrallo, era otro hombre. Se abalanzó a mí con pasos alados. Lo primero
que me pidió fue vino y rosas, y con una rosa de otoño en la mano, me dijo:

—¡Ah, Mikael! O bien he perdido mi juicio sobre la comprensión de los


caracteres, o bien hemos estado completamente equivocados sobre esa mujer.
Roxelana es como el arrebol del alba. Su tez está formada por la nieve y las
rosas, su risa es argentina, y mirar sus ojos es atisbar un cielo sonriente.
Nada malo puede esconderse tras su tersa y marfileña frente. Estoy fuera de
mí, te lo aseguro, Mikael, y no sé ya lo que pensar de ella o de mí mismo. ¡Por
amor de Alá! Mezcla ámbar en el vino, haz venir a los músicos y que canten
para mí, pues poemas divinos están brotando en mi corazón, y nadie mintió
jamás cuando tal sortilegio le apresó.

—Alá te conceda su gracia, querido Mustafá ben-Nakir —balbucí, por fin—.


¡Espero que no te hayas enamorado de esa diabólica rusa!

—¿Cómo podría osar dirigir mis ojos a las puertas del cielo? Pero nada puede
prohibirme beber vino mezclado con ámbar para esparcir mis versos a los
vientos, o tocar el caramillo en loor a Jurrem la bella.

Derramó lágrimas de éxtasis mientras yo le observaba desconcertado y


disgustado.

—La sultana es una mujer muy desvergonzada por mofarse de la costumbre y


la ley de velar su rostro, incitando así a la tentación —le dije—. ¿Cómo pudo
permitirlo el kislar-aga? Pero dime: ¿le hablaste del gran visir? ¿Y qué es lo
que dijo? Esto, después de todo, es lo más importante.

Mustafá ben-Nakir secó sus lágrimas de emoción y olvidando por una vez
pulirse sus uñas esmaltadas de rosa, me miró estupefacto.

—No lo recuerdo —declaró—. No me acuerdo de nada de cuanto dijo, pues yo


escuchaba sólo la música de su voz y el cantar de su risa, hasta que se quitó
el velo. Y entonces, quedé tan hechizado, que cuando me dejó, mi cabeza era
como un huevo estrellado. Comparado al milagro que ha ocurrido, todo lo
demás me es indiferente.

Achispado por el vino, empezó a bailar, golpeando rítmicamente el suelo con


los pies y haciendo sonar alegremente las campanillas de plata de su cintura.
Mientras bailaba, canturreaba canciones de amor, hasta que empecé a
sospechar que había tomado hachís. Su delirio me contagió, produciéndome
un deseo irresistible de reír. Mezclé unas grageas de fragante ámbar gris en
el vino, y después de beberlo, me pareció ver al destino corriendo veloz como
una gacela perseguida por los monteros, y burlándose de la vana persecución.

Al comienzo del invierno, volvieron el sultán y el gran visir con el ejército de


la campaña de Hungría, después de haber sembrado el terror en los
corazones de toda la cristiandad y de poner de manifiesto el formidable poder
del Imperio otomano. Hubo fiestas durante cinco días en la ciudad y se
encendieron luminarias por las noches. Del arsenal se lanzaron al aire
serpientes de colores, y se derramó aceite de quemar en las aguas; olas de
fuego rodaron en la superficie del Cuerno de Oro.

En este alegre bullicio, se adormecieron las discordias. El precio de los


esclavos bajó; los espahíes encontraron mano de obra barata para sus
granjas, y el sultán distribuyó pródigos regalos entre sus jenízaros, de forma
que la armonía y la paz prevalecieron. El pueblo perdona de buena gana los
errores de los príncipes, pero los advenedizos lo consiguen menos fácilmente.
Sin embargo, Ibrahim era demasiado orgulloso para mostrar cuán
profundamente había sido herido por ciertos persistentes rumores.

No se dejó cegar por sus propias proclamaciones de victoria o por las


luminarias que había dispuesto. Desde el umbral de su palacio, contemplaba
con una mueca de sonrisa la muchedumbre que atestaba el Ameitdan.

—La guerra era inevitable, Mikael el-Hakim —dijo—. La amenaza de


Occidente ha sido desbaratada y ha llegado el momento de lanzar nuestras
fuerzas a Oriente. Extiende las noticias con la mayor rapidez que puedas, y
sobre todo cuéntaselo a tu notable mujer, de forma que pueda llevarla al
conocimiento de la sultana Jurrem.

Durante el invierno y primavera, Ibrahim utilizó en gran medida mis servicios.


Al mismo tiempo que un embajador del rey Fernando, llegó también uno de
Venecia para reclamar la recompensa por el servicio que nos había sido
prestado en la bahía de Preveza. La colonia veneciana de Gálata recibió con
grandes honores a su enviado. El sultán, en muestra de su disgusto con los
bajaes del mar, promovió al Joven Moro al mando de cuatro galeras de
guerra, con las cuales debía bloquear el puerto de Coron en Morea,
recientemente capturado por Doria. Para mostrar cuán en poco evaluaba
Coron, comparado con Hungría, envió allí a un veterano, Jahjá-bajá, cubierto
de las cicatrices de innumerables campañas, con cinco mil jenízaros, y
dándole la facultad de decidir por sí mismo lo que le parecía mejor: su cabeza
cercenada o la insignia de mando y honor del zurriago ondeando en la cima
de la torre de Coron.

Así pues, el Joven Moro bloqueó Coron desde el mar, pero en el verano llegó
Doria en el momento álgido con los navíos del papa y de los Caballeros de San
Juan, y con la intención de forzar o desbaratar el bloqueo para llevar
provisiones y pólvora a la fortaleza. Los bajaes del mar, rabiosos por el
desprecio del sultán, siguieron al Moro con unos setenta navíos, y en Coron,
el joven héroe se lanzó sobre Doria invocando al Profeta, con todo su ímpetu y
sin cuidarse de los cañones de la terrible carraca, sembrando la confusión
entre los buques de aprovisionamiento. Por pura vergüenza, los bajaes del
mar tuvieron también que echar una mano.

Doria se encontraba ahora forzado a combate abierto, en contra de sus


intenciones, que habían sido deslizarse a través del bloqueo. El Joven Moro
hundió varios transportes, mientras que otros fueron lanzados contra las
rocas. Entonces, atacó a la primera de las galeras de los Caballeros, le echó
los garfios de abordaje y ya la había capturado, cuando llegaron los bajaes del
mar en su ayuda.

Entre el ronquido del cañón, cuyo eco repercutía en las colinas, entre las
nubes de humo que ocultaban a los combatientes, el crujido de los remos que
se astillaban en el choque, y los alaridos, tanto de los asaltantes como de los
asaltados, el Joven Moro dio una demostración a los bajaes del mar de cómo
había que combatir en las batallas navales. Y ellos, arrastrados en su temor,
forzaron su paso entre los buques de Doria para formar un anillo en torno a
las galeras del Joven Moro, quien emergía impetuoso en el puente de su
presa. Estaba herido en la cabeza, brazo y costado, y lloraba y maldecía, e
invocaba al diablo en su ayuda. Después de bogar a la ventura de aquí para
allá, y entrando en colisiones mutuas, los valientes bajaes se despegaron por
fin del enemigo, y pusieron a buen recaudo las dos galeras que le quedaban al
Joven Moro.

Doria, extraordinariamente sorprendido por la insospechada beligerancia de


los bajaes del mar, no intentó perseguirlos, contentándose con desembarcar
sus suministros a toda prisa y volver de nuevo a casa. Los bajaes del mar, Zey
y Hemeral, no podían creer al principio en su gloriosa victoria sobre el hasta
entonces invencible Doria; luego, y en señal de triunfo, izaron todas las
banderas y gallardetes, y hasta desplegaron sus turbantes al viento, entre el
estrépito de trompetas, tambores y címbalos. El único lunar en su triunfo era
la increíble conducta del Joven Moro, quien con los puños cerrados y lágrimas
de indignación, les tachaba aún de cobardes y traidores.

Mas ¿quién puede guardar resentimiento por mucho tiempo después de tan
gozoso acontecimiento? Le perdonaron sus intemperancias verbales en razón
a que estaba delirando de fiebre, y le ataron a su catre para que no se
arrojase por la borda.

Sin embargo, el muchacho estaba consolado por Jahjá-bajá, quien desde la


orilla había seguido el desarrollo del combate y se hizo conducir al navío
almirante musulmán, lanzando tales maldiciones en todo el camino, que hasta
los más endurecidos jenízaros del mar empalidecieron. Una vez a bordo, este
esforzado guerrero cuya cabeza era la apuesta en la partida de Coron, asió a
Hemeral-bajá por la barba y le abofeteó. El único objeto de la acción naval —
vociferó— había sido impedir a toda costa el abastecimiento de Coron, y al
haber fallado en su misión, los bajaes del mar habían hecho posible que se
prolongase por meses el sitio de una fortaleza que estaba a punto de
capitular. Los bajaes del mar vieron que el temor de perder la cabeza le había
enloquecido, y uniendo en común sus energías, se abalanzaron unánimes
sobre él y le abofetearon, mandándole a paseo en su bote.

Sin embargo, y a causa de la temeraria conducta del Joven Moro, no todos los
buques de abastecimiento habían alcanzado la fortaleza, en la cual prevalecía
un estado de hambre. Los habitantes griegos de la ciudad no tenían la terrible
resistencia de los españoles, y durante la noche se arrastraban fuera de las
murallas en busca de raíces y cortezas. Algunos de esos hombres cayeron en
manos de los jenízaros de Jahjá, y por su orden fueron torturados a la mañana
siguiente con todo cruel refinamiento, bien a la vista de la guarnición. Este
espectáculo surtió su efecto; los españoles se rindieron y se les permitió
embarcar y hacerse a la vela con honores militares.

Gracias a los agentes de los Caballeros de San Juan, Doria estaba al corriente
de los asuntos del serrallo y sabía que el sultán había ofrecido a Jaireddin el
mando de todos sus buques, puertos, islas y mares. Se decía que Jaireddin
había dado la bienvenida a este nombramiento con lágrimas de alegría; y
dejando las riendas del gobierno en manos de su joven hijo Hassan —bajo la
custodia y vela de un capitán de toda confianza—, se hizo a la mar, rumbo a
las aguas sicilianas, con la esperanza de cortar la retirada de Doria en Coron
y aplastarle entre los navíos argelinos y la flota del sultán, de la cual suponía
que, naturalmente, estaba en persecución de Doria. Éste lo evitó, sin
embargo, y Jaireddin, tras un provechoso encuentro con un pirata, siguió con
sus presas al encuentro de los bajaes. Éstos le recibieron con los honores
correspondientes, aunque refunfuñando por lo bajo, y Jaireddin les puso de
vuelta y media por su cobardía y por no haber cumplido con su deber
persiguiendo a Doria para capturarlo. Ordenó luego que se soltara al Joven
Moro, a quien abrazó y trató como si de su hijo se tratara.

Todo esto lo supe por informes, pero ese otoño vi por mis propios ojos cómo
los cuarenta barcos de Jaireddin se deslizaban majestuosamente por el
Mármara y anclaban en el Cuerno de Oro. Desde Escutari, en la vertiente
asiática, hasta las colinas de Pera, las orillas estaban repletas de gente, y el
propio sultán se trasladó a su muelle de mármol para contemplar el paso de
los bajeles. El eco de sus atronadoras salvas resonaron sobre tierra y mar,
siendo contestado por los cañones de otros buques anclados en el puerto. Los
más eminentes bajaes y capitanes renegados se apresuraron a saludar a
Jaireddin en cuanto atracó.

Jaireddin estaba rutilante, bajo un toldo orlado de oro, para recibir la ingente
bienvenida. Su antigua barba roja era ahora de un venerable gris y mediante
algún añadido postizo, alcanzaba a su vientre. Se había pintado arrugas en el
rostro y sombras en torno a sus ojos saltones para aparecer, con todo este
artificio, de aproximada edad a los bajaes del mar del sultán, aunque calculo
que no tendría más allá de los cincuenta.

A los habitantes de Estambul no les faltaban diversiones por estas fechas. Al


tercer día de su llegada, Jaireddin se dirigió con toda pompa y ceremonial a
una recepción en el serrallo. Formaban su escolta los jenízaros en rojo y
amarillo, y cien camellos seguían al séquito cargado de presentes para el
sultán; fardos de sederías y brocados y tantas curiosidades como un pirata
inculto puede haber coleccionado en el curso de años. Trastos sin valor y
tesoros se fundían en abigarrada mezcolanza. La mayor sensación fue
despertada por doscientas encantadoras jóvenes, portadoras de bandejas de
oro y plata, y en las cuales había bolsas llenas de monedas de oro y plata.
Estas esclavas habían sido seleccionadas para el harén del sultán, y las había
de todos los países conocidos, aunque en su mayoría procedían de Sicilia,
Italia y España. Cuando con sus rostros despojados del velo, llevaron su
tesoro a presencia del sultán, aun los más sosegados musulmanes quedaron
fascinados por su belleza; se vieron obligados a ocultarse el rostro con las
manos y mirar entre los dedos, por no caer en estado de impureza antes de la
hora de la plegaria.

En la Sala de las Columnas, con su rutilante bóveda, el sultán Solimán recibió


a Jaireddin, permitiéndole primero besarle el pie que descansaba en un cojín
recamado de diamantes, y después, tendiéndole la mano en muestra de
especial favor, le acercó a sí.

Era ciertamente el momento supremo en la vida del pobre alfarero, el hijo del
espahí de la isla de Mitilene. Cuando comenzó a hablar, lo hizo balbuceando y
con lágrimas de alegría; pero el sultán le animó sonriendo, pidiéndole que le
contase algo de Argelia y otras tierras africanas, así como de Sicilia, Italia y
España, y principalmente de los buques, la navegación y el mar. Jaireddin no
se hizo rogar dos veces, y habló de una manera cada vez más jactanciosa, sin
olvidar mencionar que había traído con él al príncipe de Túnez, Rashid ben-
Hafs, quien había huido de su sanguinario hermano y venía a ponerse bajo la
protección de Jaireddin, para buscar consuelo y apoyo del refugio de todas las
naciones.

En mi opinión, Jaireddin obraba con poco tacto, revelando tan de repente sus
propósitos e intereses. Hubiese hecho mejor en hablar de Doria y su artillería
pesada, de la carraca de los Caballeros de San Juan, y de cosas por el estilo,
que le habían ganado el honor de una audiencia con el sultán y granjeado
popularidad. Creo que su infantil fanfarronería le perjudicó más que la
maledicencia de sus peores enemigos; en mitad de la ceremonia, se oyó
claramente la risita despectiva del Iskender-tseleb . Jaireddin, embriagado
por su buena fortuna, respondió sólo con una ancha sonrisa, pero el sultán
frunció el entrecejo.

A pesar de los reales presentes que trajo consigo, Jaireddin no causó tan
buena impresión como él se creía. El sultán le destinó una casa, como era la
costumbre, pero no dijo nada sobre los tres zurriagos prometidos. Entretanto,
Zey-bajá y Hemeral-bajá se dedicaron de común acuerdo a propagar historias
sobre el increíble desorden de la vida de Jaireddin, su aislamiento,
desconfianza, crueldad y codicia. Estas historias tenían su peligro mayor en
que contenían algunas partículas, por lo menos, de verdad. También había
sido un gran error, por parte de Jaireddin, haber permanecido tanto tiempo
en el mar, pues cuando llegó a Estambul el gran visir acababa de salir para
Aleppo, a fin de iniciar la campaña persa, con lo que Jaireddin perdió su más
poderoso apoyo en el diván.

Mi relato sobre Jaireddin ha hecho que me anticipara, pues entre el despacho


de su invitación y su llegada, habían llegado a una favorable conclusión las
negociaciones con Viena, y habiéndose asegurado de una paz permanente en
las fronteras occidentales, el gran visir volvió el rostro a Oriente. Muchos
nobles persas que habían hallado la protección de la Sublime Puerta, le
acompañaron a Aleppo, que era el punto de reunión para la campaña.

Debo mencionar que Jaireddin me despreciaba de la más desagradecida


manera, y que en su ceguera parecía pensar que nada necesitaría de mi
ayuda, ni de la del gran visir. Herido como estaba yo por esta actitud,
conocía, sin embargo, el serrallo, y esperaba mi ocasión. Sólo pocos días más
tarde ya pude observar, y no sin maligno placer, que su casa no recibía visitas
y que había caído el silencio sobre su nombre, a la par que los ciudadanos
comenzaban a lamentarse cada vez más de la conducta de sus marineros.
Estos renegados, moros y negros, que durante el verano habían combatido y
penado en el mar y en el invierno bravuconeado y alborotado en Argel, no
conocían nada de las educadas costumbres de la capital del sultán y
campaban por ella de la misma manera que en sus propios puertos. Llegaron
tan lejos, como hasta dar de puñaladas a dos armenios que no se apartaron lo
bastante pronto a su paso, cosa inusitada en la ciudad del sultán, donde hasta
el portar armas se consideraba como ofensa y donde hasta los jenízaros
encargados del orden llevaban tan sólo un ligero bastón de bambú. Al
principio, Jaireddin no quiso ni oír hablar de castigar a los culpables, diciendo
que los armenios eran cristianos, por lo que matarlos era un acto grato a Alá.
Sólo cuando notó que su reputación sufría y que el sultán permanecía
inaccesible y silencioso en el serrallo, se decidió y mandó colgar a tres de sus
hombres y azotar a diez.

Pero era demasiado tarde. Con creciente desaliento, advertía cuán bruscas
eran las vueltas de la fortuna en esta ciudad y le dio por escribir infantiles
cartas al sultán, en las cuales alternativamente se rebajaba servilmente, o
bien amenazaba con abandonar sus servicios y ofrecérselos al emperador. Por
fortuna, el tseleb de Jaireddin era lo bastante inteligente para no cursar tales
misivas, destruyéndolas al instante.

Como último resorte, el finchado capitán bajó sus humos y me rogó que fuese
a verle para discutir ciertos asuntos. Para despejarle un poco las ideas sobre
mi rango y posición, le comuniqué al punto que mis puertas estaban abiertas
si deseaba consultarme, pues no podía malgastar mi tiempo corriendo por
todo el puerto para verle. Después de haberse tirado de la barba —con toda
seguridad— durante tres días, vino, al cabo de ellos, acompañado de mis
viejos amigos Torgut-reis y Sinán el judío , a quienes había asombrado tanto
como a él la conducta del sultán. Jaireddin miró a su alrededor maravillado de
la escalinata de mármol de mi desembarcadero, y de mi espléndida casa que
emergía ensoñadora de las terrazas esplendentes de flores, a pesar de que el
otoño estaba muy avanzado.

—¡Qué ciudad! —exclamó—. Los esclavos viven en mansiones doradas y llevan


caftanes de honor, mientras que un pobre viejo cuya vida entera ha estado
dedicada a defender el honor del sultán y acrecentar su fama en los altos
mares, debe arrastrarse ante el trono para no ganar más que media palabra
amable por todos sus afanes.

Para hacer ostentación de sus ofendidos sentimientos, se había vestido con un


sencillo caftán de camelote, y tan sólo llevaba como insignia de su dignidad
un pequeño creciente de diamantes en el turbante. Le conduje con todos los
honores y escoltado por los criados al interior de la casa, y le rogué que se
sentara en el sitio principal. Luego, ordené que los cocineros se pusieran a su
trabajo y avisé a Abú el-Kasim y Mustafá ben-Nakir para que
conferenciásemos todos juntos, como en los antiguos días de Argel. Ambos
acudieron prestamente. Jaireddin envió a su vez por regalos al buque, los
cuales consistían en marfil, plumas de avestruz, brocados floreados de oro y
vasos de plata ornados de blasones italianos. Suspirando profundamente,
regaló una bolsa de oro a cada uno.

—Olvidemos toda discordia entre nosotros —dijo—. Después de desprenderme


de estos regalos, estoy arruinado y apenas sé de dónde vendrá mi siguiente
comida. Perdóname por no saludarte cuando viniste a bordo a recibirme.
Estaba completamente agobiado por todos los parabienes, y además creo que
no te reconocí, pues tu aspecto ha mejorado notablemente.

Después que hubimos comido y bebido, Jaireddin abordó por fin el tema
principal y me preguntó mi opinión sobre el silencio del sultán. A esto le conté
francamente todo cuanto había oído en el serrallo, y le recordé que había
provocado, sin necesidad, el resentimiento de los bajaes del mar, y hasta
ofendido al infeliz de Piri-reis burlándose de sus modelos de buques y de su
cajón de madera. Por lo demás, había venido demasiado tarde, pues el gran
visir estaba en Aleppo, y en su ausencia los bajaes del mar no dejaban en paz
al sultán. Le decía que había manchado su honor tomando a un pirata
rufianesco, mientras que en el arsenal y en el serrallo había muchos bajaes
experimentados, con una extensa y leal hoja de servicios, sin que les hubiese
movido nunca el señuelo de la recompensa. A Jaireddin no podían serle
confiadas nunca las galeras de guerra, pues sólo quería disponer de ellas, al
igual que su hermano, que había dado y combatido menos por la gloria del
islam, que por su propio provecho material.

Me extendí sobre esto y utilicé mi mímica para remedar los quejumbrosos


acentos de los bajaes, hasta que Jaireddin no pudo contenerse y mesándose la
barba, me interrumpió.

—¡Cuán necias y malévolas acusaciones! —exclamó—. ¡Nunca he hecho más


que trabajar por la mayor gloria del sultán! ¡Esos macacos en sus caftanes de
seda, que se pasan el tiempo en tierra jugando a batallas con sus mapas,
compases y cajas de arena! ¡Mejor harían en oler la pólvora y la pez ardiendo,
de vez en cuando! Pero la ingratitud es nuestro único premio en este mundo.
En aquel momento, Giulia separó los cortinones y apareció, vistiendo su
encantador traje de raso oro mate y un cintillo de perlas en el cabello. Fingió
sorpresa y alarma, hizo como si fuera a correr el diáfano velo sobre su rostro
y exclamó:

—¡Oh, Mikael! ¡Cómo me miráis todos! ¿Por qué no me dijiste que tenías
invitados, y tales distinguidos huéspedes además? No he podido por menos de
cazar al vuelo algunas palabras de vuestra conversación y creo que os puedo
dar un consejo. ¿Por qué no acudís a cierta elevada y simpática dama que
tiene influencia con la sultana? Si lo deseáis, yo le diré una palabra en vuestra
ayuda, siempre que Jaireddin quiera pedirle excusas por su muy hiriente y
desconsiderada conducta.

Jaireddin preguntó colérico cómo podía haber ofendido a Jurrem. Le había


hecho regalos por valor de diez mil ducados, lo bastante, a buen seguro, para
la más mimada y exigente dama. Pero Giulia movió la cabeza sonriendo.

—¡Qué estúpidos sois los hombres! Una de las túnicas de la sultana cuesta
diez mil ducados, y recibe cada año del sultán diez veces esa cantidad en
moneda acuñada. Tus presentes son poca cosa, pero le encantaron las
doscientas muchachas…, ¡vaya que sí…! ¡Como si no hubiera bastantes
criaturas inútiles en el harén, para que vinieses ahora con esos
espantapájaros…! Bueno, no ha tenido otro remedio que distribuirlas entre
los gobernadores de las provincias remotas. Ya hace muchos años que el
sultán no tiene más ojos para otra mujer que Jurrem, y comprenderás cómo le
ha tenido que sentar a ésta el regalito. Sin embargo, he hablado en tu favor, y
le he asegurado que como eres un hombre inculto, no sabes aún cómo
conducirte en el serrallo.

Jaireddin tenía el rostro escarlata y sus ojos se desorbitaban al gritar:

—¡Pongo mi fe en el Dios único! Con los ojos de un experto, escogí cada una
de esas muchachas. Son tan encantadoras como las vírgenes del Paraíso, y
tan puras… Es decir, generalizando… Aun los hombres más sensatos y píos se
aburren con una mujer sola y buscan de probar otra fruta de vez en cuando.
Ahora, si la sultana Jurrem es verdaderamente capaz de guardar el amor de
su esposo para sí sola, entonces creo en su poder y estoy seguro de que puede
ayudarme a conseguir los tres zurriagos que se me han prometido.

—¡Pero era a Ibrahim a quien querías acudir! —dije, desalentado—. Sería del
todo erróneo que debieses tu nombramiento a la sultana Jurrem, y sospecho
que esto es una sutil intriga para humillar al gran visir.

Giulia sacudió la cabeza, y había lágrimas en sus ojos cuando replicó:

—¡Ah, Mikael! ¡Cuán poco confías en mí, aunque te he dicho mil veces que la
sultana Jurrem no desea mal a nadie! Ha prometido hablarle al sultán en
apoyo de Jaireddin y además accede a recibirle tras la cortina. ¿Qué más
quieres? Vamos ahora mismo al serrallo para que el kislar-aga prepare una
recepción para Jaireddin y sus capitanes principales, pues sería conveniente
que Jaireddin acudiese con un brillante séquito, de forma que todos fuesen
testigos del favor de que goza.

Como antiguo esclavo de Jaireddin, fui con ellos a observar los


acontecimientos, en beneficio del gran visir. Nuestra llegada al serrallo no fue
muy prometedora, pues los jenízaros hacían gestos despectivos y los eunucos
volvían las espaldas, pero entre el momento que llegué y aquel en que se
formó el cortejo, las cosas cambiaron por completo, pues las noticias se
habían difundido. Las bendiciones que ahora llovían sobre nosotros y el
apresurado levantarse para saludar a los jenízaros que se sentaban ante sus
hogares al aire libre eran una clara indicación de la influencia que la sultana
Jurrem ejercía ahora en el serrallo.

Habló con Jaireddin desde detrás de la cortina, y rió con su risa cascabelera.
Después de halagarle diciéndole que era el único adversario de importancia
de Doria, pasó, con gran alivio para mí, a charlar de cosas triviales y ordenó a
sus esclavas que nos sirvieran frutos conservados en miel. No obstante,
prometió hablarle al sultán en favor de Jaireddin.

—Pero los bajaes del mar son viejos irascibles y no quiero herir sus
sentimientos —declaró—. Todo lo que puedo decir a mi señor es la excelente
impresión que de ti tengo, gran Jaireddin. Le regañaré gentilmente por haber
descuidado por tanto tiempo darte el premio que te corresponde. Claro está
que puede responderme que fue por sugestión del gran visir y no suya, y que
los bajaes del mar en el diván se opusieron también. Pero yo le responderé:
«¡Deja que decida el gran visir! Si cuando él vea a Jaireddin, es de la misma
opinión, entonces dispón que entreguen enseguida al gran hombre los tres
zurriagos que le prometiste, y hónrale. El gran visir tiene plenos poderes y ni
siquiera un diván unánime puede revocar sus decisiones».

A duras penas podía yo creer lo que escuchaban mis oídos. Ella estaba
renunciando en favor del gran visir a todas las ventajas que hubiese ganado si
fuese a ella a quien Jaireddin debiese su promoción. Encantado por su voz y
por su rumorosa risa, comencé a pensar que los celos eran los que habían
inspirado la opinión del gran visir sobre esta hechicera mujer.

Según lo acordado, Jaireddin salió para Aleppo, y poco después, Abú el-Kasim
vino a verme; frotándose las manos con algún embarazo, me dijo:

—A tu encantadora hija Mirmah le están saliendo los dientes, y no dudo de


que pronto dejará de mamar de ese opulento pecho. Tengo un gran favor que
pedirte, Mikael el-Hakim. ¿Quieres venderme esa opulenta nodriza y su hijo?
Ya estoy viejo y pronto arrastraré los pies, por lo que me gustaría tener una
almohada tan suave y blanca para mi descanso. El muchacho pasará a ser mi
heredero.

Me dejó pasmado la propuesta de Abú el-Kasim, pues éste, por razones de


economía, había odiado siempre la sociedad femenina casi por completo. Por
otra parte, yo no estaba seguro de aceptar su propuesta, y me limité a decir:

—Giulia no dará su conformidad. Y además hay otra cuestión. Espero que al


ser demasiado sincero no vaya yo a herir tus sentimientos, Abú el-Kasim.
Pero, en honor a nuestra vieja amistad, me perdonarás que te diga que eres
un sucio y desbarbado carcamal, mientras que la nodriza está en la flor de la
vida. Mi conciencia me prohíbe vendértela contra su voluntad.

Abú el-Kasim suspiró, y retorció las manos extendiéndose sobre su pasión. Le


pregunté entonces, para tantearle, cuánto pagaría por la mujer y su hijo. En
esto, ya varió la decoración y salió a flote el incorruptible Abú el-Kasim.

—Te daré mi sordomudo que siempre has apetecido. Esa cicatriz de tu cabeza
debe recordarte qué guardián tan concienzudo es, y nunca te arrepentirás del
cambio.

No pude por menos de estallar en una sonora carcajada ante la idiotez de su


propuesta, hasta que se me ocurrió pensar que no la habría manifestado, si no
me tomase por el mayor simple que Alá jamás creara. Cesaron mis risas y
repliqué con aspereza: —Ni aun abusando de la fuerza de nuestra amistad
debieras haberme hecho tal proposición. No soy una alcahueta, y rehúso
disponer de esa mujer para saciar tu lascivia senil por un trueque tan
mezquino.

Abú el-Kasim se apresuró a dar una explicación:

—¡Pero si hablo en serio! Mi sordomudo es un tesoro del cual sólo yo conozco


el valor. ¿No le has visto a menudo sentado entre los dogos amarillos del
serrallo y observando a todo el que entra? Cuando vivías en mi casa, te darías
cuenta de la cantidad de personas misteriosas que venían a visitarle y
conversar con él. No es el imbécil que te supones.

Recordé, en efecto, a una pareja de poderosos negros que a veces se sentaban


con él en el patio, haciéndole rápidas señales con las manos y dedos, aunque
tales visitantes no aumentaban en modo alguno la valía del esclavo pobre de
espíritu de Abú el-Kasim, y de nuevo rehusé, ásperamente, tomar siquiera en
consideración el asunto. Pero Abú el-Kasim se adelantó y murmuró:

—Mi esclavo es un tesoro, pero sólo en la vecindad del serrallo. Llevarle


conmigo a Túnez sería enterrar un diamante en un estercolero. Es tan fiel
como un perro para conmigo, porque yo soy el único hombre en el mundo que
le ha mostrado cariño; pero tú también puedes ganar su devoción con una o
dos palabras amistosas y una palmada en la espalda. Creo que habrás visto a
menudo tres sordomudos paseándose por los patios del serrallo. Sus túnicas
son rojas, color de sangre, y sobre sus hombros llevan lazos de diferentes
colores. Nadie les mira a la cara, pues sus llamativos atavíos dicen ya
demasiado al paseante. Son portadores de una muerte silenciosa, y aun los
más empingorotados bajaes tiemblan a la vista de sus ropones rojo sangre, y
aceleran el paso. Siendo sordomudos, no pueden soplar palabra de su trabajo,
pero estos hombres conversan entre ellos en su lenguaje, usado por los
sordomudos de todos los países. Mi esclavo está en buenas relaciones con
estos prójimos y charla con ellos en su lenguaje de signos, hasta un extremo
insospechado por el sultán. Me he tomado la molestia de aprender su
lenguaje y he adquirido muchos terribles conocimientos, aunque en mi
posición no puedo hacer uso útil de ellos. Pero tú has llegado a una elevada
situación, y puede venir pronto el día en el cual el conocimiento de las
conversaciones de los sordomudos entre sí te resulte de un inestimable
precio.

Yo estaba enterado de ciertos incidentes que avalaban lo que él decía, pero no


aprecié su oferta, ya que el sordomudo sólo me inspiraba repugnancia. Sin
embargo, un inesperado impulso de generosidad me hizo responder, para mi
propia sorpresa:

—Tú eres mi amigo, Abú el-Kasim, y un hombre de mi rango está obligado a


mostrar generosidad con sus amigos. Toma a la rusa, siempre que consienta
en ir contigo, y también a su hijo; los tendrás bajo esa condición, y como un
regalo mío, en el nombre del Compasivo. Y yo cuidaré de tu esclavo. Dormirá
en la cabaña del portero, o en la de la barca; pero será más conveniente que
procure no ser visto durante el día, pues cuanto menos le vea Giulia, será
mejor para él.

—Créeme —dijo el viejo zorro con unción—, no te pesará nunca el negocio. No


menciones nada a tu mujer, y en paz. Te voy a dar un consejo. Aprende en
secreto el lenguaje de los sordomudos. Si Giulia se muestra inquisitiva sobre
la presencia del sordomudo, pues un día u otro lo verá, échame la culpa y dile
que te he convencido de este cambio sin pies ni cabeza cuando estabas un
poco borracho. Lo creerá fácilmente…

En el curso del invierno, Jaireddin volvió a Aleppo, pero muy quebrantado por
su largo cabalgar. Ibrahim le recibió con todos los honores, confirmó su
nombramiento como beylerbey de Argelia y otras regiones africanas y decretó
que tendría derecho de precedencia sobre los gobernadores de similar
posición. Por sí solo, era éste un gran honor que comportaba ser miembro del
diván; pero el gran visir despachó al propio tiempo una carta al sultán, cuyo
contenido leyó antes a Jaireddin para no dejarle sombra alguna de duda con
respecto a quién debía su promoción y su agradecimiento.

«En él —rezaba la carta entre otras cosas— hemos hallado un verdadero


marino, digno de los honores más elevados, y a quien puede nombrarse sin
vacilaciones bajá, miembro del diván y almirante de la flota».

El gran visir me envió copia de esta carta, y añadía:

Jaireddin es en verdad más infantil de lo que me pensaba, por muy intrépido y


astuto que pueda ser en el mar. Los honores se le suben a la cabeza, pues no
puede olvidar su bajo nacimiento. Está ganado por el halago —cuanto más
grueso y exagerado, mejor— y esto le convierte en fácil presa para las intrigas
del serrallo. Por todo ello, he pensado que lo mejor es cargarle con tantos
honores como sea posible, no dejando a otros nada con que puedan tentarle.
Pienso también que a causa de su infantil naturaleza, es relativamente
honrado; sin embargo, no le pierdas de vista ni por un momento y pon en mi
conocimiento inmediato si presenta los menores síntomas de traición, a mí o
al sultán. África es su punto flaco y debemos apoyar sus empresas en Túnez, a
menos que el emperador le tiente con ello. Túnez puede servir también como
una buena base para nuestra conquista de Sicilia.

Sin hacer caso alguno de mis advertencias, Jaireddin se hinchó como una rana
y preparó un largo discurso destinado al sultán y a ser pronunciado ante el
diván. Al recibir la carta de Ibrahim, el sultán no vaciló más; verdaderamente,
creo que estaba encantado de que por una vez se hallasen de acuerdo su
amada Jurrem e Ibrahim, por lo que convocó sin pérdida de tiempo al diván.
En esta asamblea regaló a Jaireddin una espada, cuyo pomo y vaina
centelleaban con innumerables brillantes, y le confirió el estandarte de visir
con poder ilimitado en el mar. Este título representaba algo muy diferente de
la autoridad de que estaban investidos los altos jefes venecianos, por ejemplo,
pues en éstos, los ojos de la Señoría estaban siempre entre ellos y su poder
estaba limitado por órdenes selladas que se les entregaba de antemano para
afrontar diferentes situaciones. Pero la denominación del sultán hacía de
Jaireddin un gobernador independiente de todos sus puertos e islas, con
mando supremo de todos los buques y sus capitanes. En materias navales,
estaba subordinado sólo al sultán, y en las reuniones del diván, su puesto
estaba al lado de los visires. Así, este alfarero fue elevado a un rango igual al
de los cuatro o cinco hombres más eminentes del Imperio otomano.

En reconocimiento de este honor sin precedentes, Jaireddin pronunció un


deslavazado y altisonante discurso, en una voz que era apta para ser oída por
encima del fragor de los elementos, mientras varios de los eunucos lanzaban
inquietas miradas a lo alto, como si temiesen el derrumbamiento de la
reluciente bóveda. Sin embargo, terminó el discurso con las siguientes
palabras:

En resumen, pienso infligir tanto daño como pueda a los infieles y llevar el
Creciente al honor y a la victoria sobre los mares. Por primera vez abrumaré,
destrozaré y hundiré al idólatra Doria, que es mi enemigo personal. Dejadme
conquistar Túnez, como lo he pedido con frecuencia, y ganar con ello una
base importante para la flota. Durante centurias, las rutas de las caravanas de
las tierras del Negro, allende el desierto, han convergido en esta ciudad, y
seré capaz de enviar a ti y a tu harén, polvo de oro en abundancia y plumas de
avestruz. Pero el dominio de las aguas es naturalmente mi primera
aspiración, y créeme, ¡oh Comendador de los Fieles!, quien gobierna el mar,
pronto gobierna las tierras contiguas al mar.

He anotado este largo párrafo de su discurso para mostrar cuán


irresponsable, infantil y arrebatada era la conducta de Jaireddin en el
serrallo. Poco debía conocer del sistema del diván, cuando así trompeteaba a
los cuatro vientos sus planes privados, ya que un simple rumor en el diván
llegaba prestamente a cualquier corte en Europa, y ningún poder en el mundo
podía impedir que así sucediera, puesto que de acuerdo con la antigua
tradición, al diván se concurría a lomo de caballo para las discusiones de paz
y guerra. Tan extraño como pueda parecer, el irreflexivo Jaireddin era otro
hombre en el mar, sobrepasando a cualquier rival en astucia y sigilo, por lo
que, a causa de su notoria superchería, los enviados imperiales no quisieron
dar crédito a que el objetivo principal fuese verdaderamente Túnez. Se rieron
para sus adentros, como satisfechos de no picar el cebo de Jaireddin. Los
Caballeros de San Juan opinaron que era una estratagema que encubría la
captura de Malta, mientras que otros pensaban que sus verdaderos planes
concernían a la propia Roma, o bien a Cartago.

A pesar de la ridícula conducta de Jaireddin en el diván, es preciso insistir que


en cuestiones marineras no tenía rival. Tan pronto hubo conseguido el
zurriago, insignia de su nuevo mando, se arremangó el caftán de honor y se
dirigió a una gran visita de inspección al arsenal. Muchas cabezas inútiles
terminaron en los sótanos del Portillo de la Paz, y para reemplazar a varios
bribones acostumbrados a los manejos del serrallo y embutidos en sus
caftanes de seda, Jaireddin nombró a maduros renegados. Puso en quillas
nuevas galeras de guerra y reorganizó la distribución de nuevos bajaes del
mar entre las islas y a lo largo de las costas, así como puso nuevos hombres
capaces en el arsenal y en los buques.

Esta limpieza a fondo provocó los mismos conflictos que habían costado a
Andy su pluma, aunque en esta ocasión, los papeles estaban invertidos.
Habiéndose tropezado ya con la terrible carraca de los Caballeros de San
Juan, los bajaes del mar mostraron por fin inclinación a ir de acuerdo con los
tiempos, y pidieron construcciones más amplias, que pudiesen llevar más
pesados armamentos. Pero aunque Jaireddin apreciaba plenamente la
potencia de fuego de los grandes navíos cristianos, los consideraba demasiado
lentos en la maniobra, y como pirata experimentado, asignaba mucha mayor
importancia a la velocidad y movilidad, que al tamaño.

Había menester ahora Jaireddin, y por mi mediación, de reconciliarse con el


jefe piloto Piri-reis, a quien tan profundamente había herido por su desdeñosa
conducta, aunque no obstante tenía el mayor respeto por el famoso libro de
cartas y valoraba el consejo del viejo en más de lo que quisiera admitir.
Discutieron largo y tendido sobre los respectivos méritos de los grandes o los
pequeños navíos; pero mientras Piri-reis defendía la tesis en favor de los
primeros, Jaireddin no quedaba convencido y prefería actuar según su propia
experiencia.

Después de las lluvias de primavera, el gran visir comenzó la marcha de


Aleppo a Persia, a la cabeza de su magnífico ejército, y al mismo tiempo el
sultán fue atacado de gran melancolía. Soplaban vientos frescos y el
recargado ambiente del serrallo le irritaba tanto, que a despecho de los más
tiernos susurros de disuasión, se le metió entre ceja y ceja salir a tiempo de
poder dirigir la nueva campaña.

Entretanto, Jaireddin se hizo a la vela con la más grande y mejor aparejada


flota que jamás se había visto en Estambul. Andy iba con él en el buque
insignia, como oficial artillero. Abú el-Kasim embarcó también, mientras yo
permanecía en tierra para propagar útiles rumores sobre las reales
intenciones de Jaireddin. Tuve el mayor acierto con la historia de que había
emprendido rumbo directo a Génova, para volver a capturar esta ciudad para
el rey de Francia, pues todo el mundo se daba cuenta del triunfo que suponía
meterse en el área de dominio de Doria. Este intento mío de relegar a Doria a
los muros de su ciudad tuvo un éxito superior a todas las esperanzas, y así yo
le era de mucha mayor utilidad a Jaireddin que si hubiese embarcado con él
como consejero.

El sultán tenía muchos asuntos que atender antes de poder ir a la guerra,


incluyendo el encarcelamiento de Rashid ben-Hafs, príncipe de Túnez, el cual
había sido efectuado tan secretamente que hasta los propios oficiales de
Jaireddin pensaban que el príncipe navegaba con él, y se hallaba en su
camarote a causa de la mar picada. Pero, indudablemente, el más importante
paso dado por Solimán fue el nombramiento del príncipe Mustafá como
gobernador de Anatolia. El príncipe tenía ahora quince años, y había
gobernado como sandjak sobre un distrito; este nuevo nombramiento
confirmó finalmente su elección como heredero legítimo, aunque muchos
habían sido inducidos a dudarlo, por la creciente influencia de la sultana
Jurrem. Los musulmanes piadosos, deslumbrados por el incomparable
esplendor de sus fuerzas militares, terrestres y marítimas, estaban
convencidos de que había alboreado la gran era del islam. Sólo la sultana
Jurrem callaba.

Un día, hacia las postrimerías del verano, cruzaba yo el desierto patio de los
jenízaros, con mi perfumado pañuelo aplicado a la nariz, a causa de la
pestilencia de las cabezas cortadas de las criptas de la Puerta de la Paz,
cuando un cojeante onbash vino a mí, me dio rudamente con su bastón en un
hombro, y después de asegurarse de mi nombre, me anunció que tenía orden
de arrestarme y confinarme en el Fuerte de las Siete Torres.

Creyendo que se había vuelto loco, grité en demanda de auxilio y luego insistí
en que debía de tratarse de algún terrible error, pues no tenía nada que
ocultar y todas mis acciones podían presentarse a la luz del día. Pero el
onbash me cerró la boca de un porrazo y antes de que me diese verdadera
cuenta de lo que estaba ocurriendo, me llevó al herrero, quien me puso unas
argollas en los tobillos y extendió su mano callosa para recibir el premio por
no haberme ni quemado ni roto hueso alguno. Mi cabeza fue cubierta con un
saco, de forma que nadie me reconociese en la calle. Fui montado en un asno
y conducido por el largo camino que va del serrallo al Fuerte de las Siete
Torres. El alcaide, un eunuco de labios delgados, me recibió en persona, pues
mi rango y posición eran bien conocidos. Me hizo desnudar, hurgó y removió
mis vestidos, a cambio de los cuales me dio un caftán de camelote, y me
preguntó cortésmente si tenía el deseo de disponer de cocina aparte, o bien
contentarme con la de la prisión, la cual me costaría sólo dos aspros por día.
Este repentino y asombroso golpe del destino había nublado mi entendimiento
de tal forma, que con una débil voz me declaré satisfecho en comer el mismo
alimento que los otros prisioneros. Me había resuelto mortificar mi carne y
pasar mi tiempo en piadosas meditaciones, como contrapeso a la vida pasada
en la ociosidad, al servicio del sultán.

Rogué al eunuco que tomase de mi bolsa una suma correspondiente a su


rango y dignidad y esperaba que me hiciese el favor de poner en
conocimiento de mi infortunada esposa dónde me encontraba y lo que había
ocurrido. Pero negó con la cabeza y dijo que era imposible, pues los
prisioneros de Estado deben ser tan bien guardados del resto del mundo
como si viviesen en la Luna.

Este eunuco me mostró la mayor consideración y respeto, y aun me ayudó a


subir las escaleras para que admirase la vista de los pináculos de mármol de
la Puerta de Oro. Al mismo tiempo, tuve la oportunidad de observar las
medidas tomadas para defender el fuerte de los asaltantes y pensé que tan
sólo los muros que eslabonaban una torre con la contigua eran suficientes
para aislarnos por completo del resto del mundo.

En la cuadrada torre de mármol de la Puerta de Oro, me mostró unos recintos


de ladrillo amurallados, sin ventanas, y en los cuales el alimento se pasaba a
través de un agujero del tamaño de la mano. Estas prisiones especiales se
destinaban a los más altos personajes de la línea osmanlí y para los visires y
miembros de la Dieta, cuyo rango no permitía que fuesen encadenados. Con
disculpable orgullo, apuntó a un muro y me dijo que ni aun los más viejos
guardianes conocían a quién albergaba en su recinto, y ni siquiera el
prisionero podía decir quién era, ya que su lengua había sido cortada al ser
arrestado, muchos, muchísimos años atrás. Me enseñó luego el profundo
subterráneo en el cual los cuerpos eran arrojados y encauzados al Mármara,
una vez muertos. Para mi postrera consideración, apuntó al bloque de piedra,
manchado de sangre y sobre el cual se producían las ejecuciones a espada. Se
podía ver aún sobre la bóveda de un pasadizo una inscripción semiborrada, en
caracteres griegos, y sobre la cual aparecía el águila bicéfala de los
emperadores bizantinos. Las cabezas del águila habían sido borradas por
completo, para no herir los sentimientos de los piadosos musulmanes.

Por fin y con muchas disculpas, me enseñó mi propia habitación, una


espaciosa celda de piedra, con ventanas que daban al patio, y por el cual,
según me dijo mi acompañante, podía pasear libremente cuando lo deseara,
así como comer si lo prefería en las cocinas, que eran un edificio de madera
que estaba en una esquina del patio.

El alcaide me dejó abandonado a mi suerte, y por tres días con sus noches, me
quedé en el duro banco de madera de mi celda, sin apetito ni deseo de
compañía. Me devanaba los sesos sobre los motivos de mi arresto, y
verdaderamente me asombraba que alguien hubiese podido ordenarlo, puesto
que a juzgar por el contenido de las cartas de Ibrahim, gozaba aún de su
favor. Pasé revista a todas mis acciones y hasta mis pensamientos secretos,
pero no hallé nada que justificara mi actual situación. Cuanto más seriamente
pensaba en posibles pecados, tanto más culpable me sentía, como le sucede a
todo el mundo en tales situaciones. Después de tres días con sus noches de
autoexamen, estaba tan convencido de que por lo menos en mi corazón había
quebrantado tantas leyes del Profeta y de los hombres, que me sentía ya como
una vela apagada y me juzgaba, por todos los conceptos, el hombre más
miserable del mundo.

Al tercer día, el cumplidor onbash vino a verme con un lío de ropas, mi viejo
estuche de cobre y una carta de Giulia. Insinuaba oscuramente que tenía lo
que me merecía y que sólo debía agradecer a mi ingratitud mi duro destino.
«Nunca pensé que me engañaras así —decía—. Si me hubieses revelado tus
bajos planes, cuando menos te podía haber aconsejado. Y ahora, a pesar de
mis lágrimas y oraciones, te cortarán la cabeza y tu cuerpo será arrojado al
pozo. No puedo hacer nada más por ti; así lo has querido y así es,
desagradecido Mikael. No puedo perdonarte tu conducta, pues pronto me
veré obligada a empeñar mis joyas para atender a los gastos de la casa».

Su incomprensible carta me sacó fuera de quicio. Me abalancé al eunuco,


rompí en apasionados reproches, y terminé diciendo:

—No puedo soportarlo por más tiempo; de lo contrario, voy a perder el juicio.
¿De qué se me acusa, y por qué no puedo defenderme, cuando menos? El día
en que vuelva el gran visir, infligirá terribles castigos a quienquiera haya
osado poner su mano sobre mí. Quítame estas cadenas, buen hombre, y
déjame salir al instante de esta prisión, o perderás la cabeza.

El eunuco estaba aburrido de ser interrumpido en su concienzuda tarea de


revisar cuentas. Como era un hombre educado en el serrallo, se llevó las
manos a la cabeza y respondió bromeando:

—¡Ah, Mikael el-Hakim! En cinco o diez años, cuando estés un poco más
calmado, discutiremos la cuestión de nuevo. Muy pocos prisioneros de Estado
saben de qué se les acusa, pues la esencia del castigo decretado por el sultán
en su sabiduría les sume en el verdadero tormento de la incertidumbre.
Ninguno de nuestros distinguidos huéspedes sabe si permanecerán aquí una
semana, un año o toda su vida. A cada hora del día o de la noche, pueden
venir los sordomudos y conducir al paciente al brocal del pozo; a cada hora
pueden abrirse las puertas de la prisión ante el detenido y devolverle de
nuevo al mundo de los hombres, para ocupar quizá más elevados cargos y
obtener más altas distinciones de las que gozara. Demostrarás tener una gran
sabiduría, si dedicas este tiempo favorable a la contemplación mística, hasta
que al igual que los derviches, llegues a la comprensión de que a los ojos de
Alá, es todo pura ilusión, bien sea encarcelamiento o libertad, riqueza o
miseria, poder o servidumbre. Por lo tanto será un placer para mí prestarte el
Corán.

Pero es mucho más fácil hablar de estas cosas en el cuarto sudorífico del
establecimiento de baños que tras los barrotes de hierro de una mazmorra.
Perdí ya todo el control de mí mismo y comencé a patalear y gritar, hasta que
se vio obligado a llamar a los jenízaros para que me calmasen mediante unos
cuantos baquetazos en las plantas de los pies. Mi furia se disolvió pronto en
lágrimas de dolor, y los jenízaros me tomaron por los sobacos y me llevaron
casi a rastras de nuevo a mi celda, donde después de depositarme en el
banco, tocaron frente y suelo con las yemas de los dedos en prueba de que no
habían hecho otra cosa que cumplir con su deber y en muestra de buena
voluntad y respeto. La hinchazón y escozor insoportables de mis pies
distrajeron mis pensamientos y me fui calmando, comenzando a vivir cada día
considerándolo como si fuese el primero. Mi única esperanza era que cuando
el gran visir volviese de Persia notaría mi falta, y a pesar de las intrigas del
serrallo, descubriría mi paradero.

Las cinco plegarias diarias y las abluciones ayudaban a pasar el tiempo, y no


teniendo nada más que hacer, estudiaba diligentemente el Corán. Seguí
también el consejo del amistoso eunuco haciendo los ejercicios respiratorios
de los derviches, y ayunando de vez en cuando. Pero pronto hallé mi fe
demasiado débil para alcanzar el estado de éxtasis supremo, experimentado
por los marabúes y los santos derviches.

Por fin pues, abandoné estos ejercicios conducentes al éxtasis y me contenté


con mantener mi cuerpo en buen estado de salud y comer con apetito. Casi
todo el día me paseaba por el patio mientras bandadas de aves migratorias
cruzaban por encima de mi cabeza, bajo el cielo turquesa de otoño, con un
batir uniforme y rumoroso de alas. Conocía a algunos compañeros de
cautiverio, entre los cuales había muchos eminentes musulmanes, y también
cristianos que eran de valor en el canje de prisioneros. Holgazaneaba a lo
largo del día, sentándome en el césped al lado de las cocinas, aunque algunos
de los más industriosos se ocupaban en hacer tallas y otros en escribir. Me
encontré dos veces con Rashid, el príncipe de Túnez, y le oí maldecir y enviar
a todos los diablos a Jaireddin y al sultán Solimán, por su cobarde traición.

Pasaron las semanas; las acacias del patio se desprendieron de sus hojas, los
días acortaron y me aburría en compañía de mis compañeros. Estaba
consumido por la nostalgia de mi bella casa de las orillas del Bósforo, y no
podía imaginar nada más deseable que reclinarme en un mullido cojín en la
terraza, cuando la oscuridad cae sobre las aguas y salen una por una las
estrellas. Me impacientaba por ver de nuevo mis peces rojos y amarillos,
tomar a mi pequeña Mirmah de la mano, y guiar sus pasos cuando se lanzaba
adelante para recibir el fiel abrazo de Alberto. Me consumía creyéndome
abandonado de todo el mundo.

Un claro día de otoño en que me encontraba en lo alto de la torre de mármol


mirando al neblinoso mar azul, divisé velas, gallardetes, banderolas y
crecientes de plata; como un eco del otro mundo, se oyó el estruendo del
cañón de la Punta del serrallo. Las torretas del Portillo de la Paz parpadeaban
irrealmente en la lejanía, mientras que a mis pies, el ondulado paisaje,
salpicado de blancos mausoleos, resplandecía como el oro en la nitidez de la
atmósfera otoñal. Una polvorienta senda blanca como la cal serpenteaba
entre colinas, desvaneciéndose en lontananza.

La libertad y la belleza de la escena me traspasaron el corazón y estuve


tentado de lanzarme desde la vertiginosa altura de la torre, yendo al
encuentro del descanso de la vanidad, sufrimientos reales y quiméricas
esperanzas de este mundo.

Hice bien en no arrojarme, pues ese día me trajo una insospechada vuelta en
mi fortuna. Al crepúsculo, tres sordomudos vinieron a la prisión. Con pasos
pausados cruzaron el patio de la torre de mármol, en el lado más cercano al
mar, donde se encontraba el pozo de la muerte, y allí y en silencio,
estrangularon al príncipe Rashid arrojando su impúdico cuerpo al agujero, de
cuyo incidente deduje que Jaireddin había capturado Túnez, y por ello Rashid
ben-Hafs no le era más que un estorbo.

Al igual que los otros prisioneros, me espanté de la llegada de estos


sordomudos. De los tres, reconocí al punto el rostro gris ceniza del cruel
negro que solía visitar al esclavo de Abú el-Kasim. Al cruzar el patio, me lanzó
una mirada inexpresiva, pero con los dedos hizo una señal tranquilizadora,
indicándome además que no había sido olvidado.

Este saludo fue el primer mensaje que tenía del mundo exterior, desde la
carta de Giulia, y fui dominado por una agitación tan febril que no pude
dormir en toda la noche. Al tercer día después de la aparición de los
sordomudos, fui llamado por el eunuco, quien ordenó que me quitasen los
grilletes, me devolvió mis vestiduras y me acompañó a la puerta, como una
muestra de su invariable atención. Así fui liberado, tan repentina y
misteriosamente como había sido encarcelado varios meses atrás.

Fuera, me esperaba la sorpresa de encontrarme a Abú el-Kasim, con una


espléndida litera, y creo que nadie me reprochará el que, sin poder
contenerme, a la vista de mi amigo, rompiese a llorar en tanta abundancia
como una fuente, apoyado contra sus huesudos hombros como si hubiese sido
mi padre y respirando el acre aroma de especias de su caftán.

Abú me condujo al palanquín, donde me senté a su lado, y a cubierto de las


cortinas, me dio un poco de vino. Recobrándome ligeramente de mi agitación,
le pregunté anhelante si en verdad estaba ya libre, de qué se me había
acusado y qué había sucedido en el mundo desde que fui arrancado a él. Abú
el-Kasim respondió:

—No preguntes tonterías. El asunto no tiene importancia y se te aclarará en


debida forma. Todo lo que necesitas es volver a casa, recitar la primera sura,
y darme la rusa y su hijo de acuerdo con tu promesa. Volví sólo para
buscarlos, y ya por el resto de mi vida, me quedaré en paz en Túnez. Gracias a
Jaireddin, la ciudad ha sido liberada de la tiranía Hafsid, y ahora celebra su
libertad bajo la protección de los jenízaros.

Hasta que no se aseguró que yo esperaba mantener mi palabra y darle la


rusa, no pareció tranquilo del todo. Lanzó un suspiro de alivio y se dispuso a
explicarme la razón de mi encarcelamiento.

—Parece ser que cuando Jaireddin zarpó en la primavera, emprendió primero


rumbo a Coron y equipó la fortaleza con nuevos cañones. Luego, y por
primera vez en la historia, la escuadra musulmana se desplegó abiertamente
a través del estrecho de Mesina para mostrar su poderío, tras lo cual navegó
con lentitud hacia el norte y hostilizó sistemáticamente la costa del reino de
Nápoles. A Doria no le pareció oportuno salir al encuentro de Jaireddin,
debido a que, según los al parecer bien fundados rumores, se dirigía a
Génova. Muy desgraciadamente, un esclavo cristiano prometió a cambio de su
libertad mostrar a las fuerzas de tierra de Jaireddin el camino al castillo de
Fondi, que tenía fama de guardar un tesoro inmenso.

»Parece sin embargo —continuó Abú el-Kasim— que el esclavo había


exagerado mucho la valía de tal tesoro, y en su furia, los jenízaros de
desembarco irrumpieron en la capilla, saquearon los sarcófagos de los
antiguos señores del castillo, esparcieron sus huesos y aventaron sus cenizas.
La castellana, una viuda de edad madura llamada Giulia de Gonzaga, huyó en
camisa de noche. Jaireddin no había oído nunca hablar de ella, pero después
de su fuga, ella esparció las historias más colorinescas sobre su odisea. Desde
su viudez se había ocupado de entretener a poetas y otra gentuza de esa
ralea, a la frívola moda italiana, y en correspondencia, estos poetas la
ensalzaron en sus versos como la mujer más bella de Italia. ¡Ya sabes lo que
son esos poetas! Pero, en su delirante vanidad, esta mujer pretendió que
Jaireddin había asaltado su castillo solamente a causa de ella y que su
intención era enviarla al harén de su señor, el sultán Solimán. Contó este
cuento tantas veces, que hasta ella misma empezó a creerlo.

—¡Alá nos proteja! —exclamé—. Ahora lo comprendo todo. No es de extrañar


que la sultana Jurrem se enojara cuando llegó a sus oídos esto, y debió haber
pensado que Jaireddin había traicionado su confianza a mi instigación. No
puedo por menos de maravillarme que mi cabeza se encuentre aún sobre mis
hombros. Una mujer despechada es más salvaje en sus celos que un tigre de
la India herido.

—La Señoría de Venecia fue quien se encargó de que esta entretenida historia
llegase a la sultana Jurrem, y ésta estuvo aún más propicia a creerla de
inmediato, por una, aunque ligera, cierta desarmonía que se había producido
entre ella y el sultán sobre el príncipe Mustafá, poco antes de que Solimán
partiera a la guerra. La mejor prueba de la falsedad de la historia es que el
palafrenero que arriesgó su vida para salvar a Giulia de Gonzaga fue muerto
luego por orden suya, debido a que se permitió reírse de su fantástico relato y
decía que el sultán prefería ciertamente mejor un saco de alfalfa que los
encantos algo marchitos de su señora.

—Entonces, pues —observé—, el error debe haberse aclarado, y la sultana


Jurrem sabrá ya que soy inocente. De lo contrario, debo huir a Persia y buscar
refugio y protección en el gran visir, a pesar de lo reacio que soy a
encontrarme con las espadas de los chiítas.

—Cree en tu inocencia y los principescos regalos de Jaireddin le han disipado


por entero sus infundadas sospechas —dijo Abú el-Kasim—. Se informa que
ahora el gran visir ha debido marchar con gran pompa a Tabriz, la capital del
sha, alcanzando así el pináculo de la gloria. El sultán se ha unido a él, y a la
encantadora Jurrem no le queda otro remedio por ahora sino esperar sentada
mordiéndose las uñas. Durante varios días, Estambul ha celebrado con
grandes regocijos la conquista de Persia, y ahora se encienden nuevas
luminarias para celebrar la conquista de Túnez.

Embarcamos en mi lancha, y al resplandor de las estrellas que centelleaban


como la plata en el cielo azul de la noche, divisé mi bella casa, el jardín y los
altos muros levantados en los terraplenes de la orilla. Tan irreales encontraba
todas las cosas, que hasta mi vida misma no me parecía más que un sueño,
una flor o una canción. Hundí las uñas en las palmas de mis manos a fin de
dominarme, e impaciente por el momento en que pudiera tener de nuevo a mi
mujer en mis brazos. Los esclavos levantaron los remos para hacer deslizar el
bote sin ruido contra el desembarcadero de mármol y con paso ligero subí al
poco la escalinata de mi casa y entré en ella. Tomando la primera lámpara
que encontré me abalancé al piso de arriba llamando a Giulia, en la esperanza
de que estuviera despierta. Al oír el ruido, el fiel Alberto vino corriendo a mi
encuentro con el cabello revuelto y sin poder respirar de asombro. Se
apresuró a abrocharse su túnica amarilla y se arrojó a mis pies con lágrimas
de alegría por mi vuelta y abrazando mis piernas con sus fuertes brazos. Sólo
cuando oyó que Giulia me llamaba con débil voz, pareció salir de su estupor y
me dejó en paz.

Giulia estaba echada laxamente en su cama, con su cabello revuelto


desparramado por la almohada.

—¡Oh, Mikael! ¿Eres tú? Por el ruido creí que habían entrado ladrones. No
comprendo cómo has venido hoy, pues quedamos de acuerdo la sultana
Jurrem, y yo en que sería mañana. Alguien ha sido negligente en el
cumplimiento de la orden, o sobornado; merece un castigo severo por el susto
que me has dado. Mi corazón parece que va a estallar y apenas puedo tomar
aliento.

Habló tan entrecortadamente y con acento tan atemorizado, que levanté la


lámpara para mirarla, y aunque se cubrió a toda prisa con el cobertor y ocultó
el rostro entre las manos, pude ver que su ojo izquierdo estaba magullado y
tenía verdugones en los hombros, como producidos por un bastón. Espantado,
le arranqué el cobertor y observé su desnudo y tembloroso cuerpo, estriado
de rojas señales.

—¿Qué es esto? —grité—. ¿Estás enferma o te ha pegado alguien?

Giulia empezó a sollozar y a gemir.

—Resbalé y caí en esa traicionera escalinata, rodando hasta abajo. Por un


verdadero milagro, no me he roto algún hueso. ¿Te extraña después de eso
que esté magullada y tiritando? Alberto me ayudó a acostarme, y cuando se
marchó me desnudé para ver mis heridas y curarlas con ungüentos. Esperaba
encontrarme ya bien mañana para darte la bienvenida, y resulta que apareces
como una bestia salvaje, sin ninguna consideración para mi estado.

Hablaba con tanta excitación que no pude responderle nada, y como yo


también había resbalado a menudo en la escalinata, especialmente después
de haber bebido más de la cuenta, no tenía razón para dudar de sus palabras,
y únicamente daba gracias porque no se hubiese descalabrado más. Pero no
podía engañarme a mí mismo. En lo profundo de mi corazón —y aunque me
resistía a admitirlo— la vil y abrumadora verdad se había revelado, y esta
noche eran ya inútiles cuantos intentos hiciera por rechazar su horrible y
maléfica invasión, peor que la de una plaga.

Sin embargo, no dije nada. Por el contrario, pedí a Giulia perdón por mi
comportamiento falto de tacto, y lo hice sin ironía alguna, humildemente,
como un hombre anonadado. Llamé a Abú el-Kasim para que entrase, puesto
que el estado de Giulia no le permitía levantarse. Pero Abú estaba de un
humor de perros porque Giulia había dado permiso a la rusa para que fuese
con los demás sirvientes a celebrar las victorias del sultán. Anduvo unos
instantes inquieto dando vueltas por la habitación, deteniéndose a veces y
rascándose hoscamente la cara y el cogote o mesándose su lacia barba, hasta
que por fin se marchó a ver si encontraba a la mujer entre el populacho, para
proteger su virtud.

No sentí su marcha, pues por fin Giulia y yo podíamos quedarnos solos.


Inflamado por la embriaguez dolorosa de mis propias sospechas, no pude
dominarme y la abracé y besé para acallar mis pensamientos, aunque ella
protestaba que cuidase de su cuerpo lastimado. Mi pasión, con ello, era como
un incendio que aumentaba, como si la agónica verdad penetrase más y más
en mi corazón. Giulia se fue sometiendo y por fin comenzó a responder
débilmente a mis caricias. Arteramente, me preguntó si la amaba, y mis
dientes rechinaron al responderle que entre todas las mujeres del mundo sólo
la amaba a ella, porque ninguna más podía satisfacer por completo mi deseo.
Ésta era la espantosa verdad, y me odié a mí mismo por someterme a su
sortilegio.
Por fin, quedé tendido descansando a su lado y ella me empezó a regañar con
gentileza:

—¡Qué padre tan desnaturalizado eres, Mikael! Ni siquiera has preguntado


por tu hija. ¿No quieres contemplarla mientras duerme? No puedes
imaginarte cuánto ha crecido y qué muchacha tan bella promete ser.

A esto no pude dominarme más y respondí:

—¡No; no quiero verla! Todo lo que quiero es enterrar mis pensamientos, mis
deseos, mis esperanzas, mi futuro y mis amargas desilusiones en tus brazos.
Sólo te amo a ti y a nadie más.

A mis violentas y desesperadas palabras, Giulia se incorporó a toda prisa. Su


rostro relucía extrañamente y tenía un rictus cruel en los labios, mientras me
miraba a la luz amarillenta de la lámpara. Pero el disimulo acudió con
facilidad a mí de nuevo y ella, por su parte, encogió sus blancos hombros y se
tendió tranquilamente.

—Dices muchas tonterías, Mikael —declaró—. No debes descuidar a tu propia


hija por mi causa. Mirmah ha preguntado a menudo por ti, y mañana debes
pasearla por el jardín para demostrarle —y a mí también— que eres un tierno
y solícito padre, aunque ya sé que no te lo pido graciosamente.

Al siguiente día, me trajo a Mirmah y yo llevé a la niña al jardín a contemplar


los peces indios de colores. Durante un rato anduvo de mi mano
obedientemente y no dudo que Giulia se lo había ordenado así, pero pronto
me olvidó y comenzó a arrojar arena en el estanque con ambas manos, para
asustar a los peces. Éstos me preocupaban muy poco, pero cuidadosamente
escrutaba a la extraña criatura que Giulia llamaba mía. Tenía cinco años y era
una chiquilla caprichosa y violenta, que caía en verdaderos trances cuando se
le negaba el menor deseo. Era muy linda; sus rasgos eran regulares y sin falta
alguna, como los de una estatua griega, y el color de su piel era tan moreno
que los ojos parecían extrañamente pálidos. Mientras deambulábamos por el
jardín, Alberto nos seguía como una sombra, como temeroso de que arrojase a
la pequeña al estanque. Pero ¿cómo podía yo causar el menor daño a quien no
tenía culpa alguna, ni en el pecado ni en la muerte de mi corazón? Cuando se
cansó de molestar a los peces, Alberto se la llevó rápidamente y yo me senté
en un banco de piedra que estaba caldeado por el sol. Mi cabeza estaba vacía
y no tenía nada en que pensar.

No era viejo, a pesar de toda mi vida de aventuras, pues no tenía mucho más
de treinta años; pero la mordiente incertidumbre de mi encarcelamiento me
había hecho dudar del objetivo de mi vida, y a mi vuelta, la corrosiva verdad
se había albergado en mi corazón. Me invadió un desesperado anhelo de huir
de la ciudad del sultán y encontrar en alguna parte, tan lejos como fuese
posible, un apacible rincón donde poder vivir mi vida como muchos otros
hombres, y en la quietud aumentar mis conocimientos.

Pero ¿cómo podía dejar a Giulia y mi hermosa mansión, mi confortable lecho,


los manjares servidos en porcelana y plata, mis amigos los poetas y derviches,
y sobre todo el gran visir que confiaba en mí y me necesitaba? No podía
desertar, por lo menos en aquellos días, cuando a pesar de sus brillantes
éxitos, las sombras amenazadoras se cernían y agolpaban en torno suyo.
Estaba decidido a tomar una arrojada determinación, pero aún no precisaba
cuál podía ser. El tiempo se deslizaba raudo por mí, el gusano albergado en
mi corazón era insaciable, y no conseguía ahogarlo con la bebida, ni olvidarlo
en gratas compañías.

Según todas las apariencias, el Imperio otomano no había conocido nunca tan
dorada edad. La conquista de Túnez le había aportado el control de las
antiguas rutas de las caravanas del desierto desde las tierras de Nigricia; a lo
largo de estas rutas, se prodigaban el polvo de oro, las esclavas, el marfil y las
plumas de avestruz. Túnez era también la base de la conquista de Sicilia y ya
los Caballeros de San Juan —la mayor amenaza naval— estaban pensando en
retirarse de Malta para reforzar la seguridad de la península.

De Tabriz, los ejércitos unidos del sultán y el gran visir se lanzaron a una
ardorosa marcha sobre Bagdad y las noticias de la captura sin derramamiento
de sangre de la santa ciudad de los califas apuntó el cénit de tantas victorias
nuevas. Estos éxitos determinaron al sha Tahmasp a no arriesgarse en un
encuentro decisivo, y así, la marcha de Bagdad clamaba más víctimas de las
que había ahorrado.

Recibí una carta del gran visir, en la cual y por hallarse escrita además de su
puño y letra, delataba un estado de espíritu alterado; en ella me ordenaba que
me uniese a él en Bagdad.

La guerra no había terminado en modo alguno. El ejército tenía que invernar


en Bagdad, y renovar en la primavera su ataque a Persia. Pero la traición
acechaba entre las tropas —escribía— y causaba más daño que las armas de
los persas. Iskender-tseleb , el defterdar , era la causa de este estado de
cosas, y desde Aleppo no había hecho más que embrollar las finanzas hasta un
punto inusitado. Había enviado deliberadamente diez mil hombres a una
muerte cierta en un desfiladero de una inaccesible montaña y se hacía cada
día más evidente que todo había sido planeado cuidadosamente para
descrédito de Ibrahim como serasquier. Él debía estar siempre en guardia
contra los asesinos, los cuales no eran enviados precisamente por el sha
Tahmasp. Pero —proseguía en su carta— conseguiría volver las
conspiraciones de sus enemigos contra ellos mismos. Arrancaría de cuajo la
traición que había brotado en el ejército y mostraría quién era serasquier-
sultán del Imperio otomano. A mí me pedía un informe de todo lo que había
sucedido en el serrallo durante su ausencia, e insinuaba el propósito de
confiarme una tarea futura, que no se podía mencionar siquiera en un
despacho secreto.

Yo estaba colmado de presentimientos y temores de que el noble serasquier,


desmoralizado por las penalidades y reveses de la guerra, no hubiera
empezado a sospechar traición en los más inocentes lugares. Puesto que me
mandaba ir no me cabía otra cosa que obedecer. Con esto empezaré mi último
capítulo, y relataré cómo la brillante estrella del gran visir Ibrahim se
oscureció en el mismo momento en que alcanzara la más alta posición jamás
conseguida por un esclavo en el Imperio otomano.
Capítulo IX La estrella de la fortuna del gran visir Ibrahim

Con bellas palabras, Abú el-Kasim persuadió a la nodriza rusa de mi hija a que
renunciara a su religión griega y abrazara el islam para poderse casar con
ella legalmente, en presencia del cadí y dos calificados testigos. La mujer
admiraba tan fervorosamente el ancho turbante de Abú, su caftán con los
preciosos botones y sus relucientes ojos de mono, que palmoteo de alegría
cuando comprendió sus honorables intenciones. Yo no sabía si reír o gritar,
cuando veía lo tiernamente solícito que se mostraba Abú con la reputación de
su mujer y cómo se sobrepuso a su avaricia por lo menos de momento, pues la
celebración de los esponsales resultó tan espléndida como fue posible. Todos
los pobres del barrio fueron festejados también durante varios días
consecutivos, resonaron las chirimías, gaitas y tambores, y las mujeres
cantaron, con agudas voces, los antiguos himnos nupciales.

Para mi contento, Giulia no se opuso, aunque no se privó de decirme que no


comprendía cómo se entregaba una mujer aún en su primera juventud a un
hombre como Abú, que hasta la indujo a renunciar a su fe cristiana, pues era
cismática. Abú el-Kasim juró que haría del hijo de ella su único heredero, por
lo menos si no tenían ambos otros hijos, y en la circuncisión de aquél, le dio el
nombre de Kasim, de forma que en Túnez se pensara que era en verdad su
propio hijo.

Al mismo tiempo fue cuando recibí la ansiada carta del gran visir, desde
Bagdad. Acababa de acompañar a Abú el-Kasim y su familia al buque que
había de trasladarlos a Túnez, y los despedí con muchas bendiciones. Una
convicción singular y bastante mórbida había nacido en mí en los últimos
días, y era la de que una maldición pesaba sobre mi casa; por ello me alegró
la conminación del gran visir, aunque lisa y llanamente yo opinaba que la
tensión de la guerra había desordenado su espíritu. El espanto de mi propia
casa me inclinaba a este largo viaje y de la misma manera febril que durante
mi encarcelamiento me había consumido por Giulia, ahora anhelaba
igualmente no verla por algún tiempo, para poder meditar en paz y alejado
sobre ella y nuestras relaciones.

Giulia no hizo objeción alguna a mi viaje; me envidió que pudiese ver la


maravillosa Bagdad, y me dio una larga lista de las cosas que había de
comprarle en los bazares. Al acercarse el día de mi marcha, desplegó un
creciente cariño y poco antes, lanzó estas graves palabras:

—De acuerdo con las noticias recibidas por cierta distinguida dama, el gran
visir Ibrahim ha llamado en secreto a Bagdad a cierto número de eminentes
estadistas, y es cierto que no será para nada bueno. Pero el sultán, cegado y
embrujado por su amistad, no puede ver el peligro, a pesar de que el
ambicioso Ibrahim ha asumido un nuevo título y firma a la manera persa,
como serasquier-sultán. Afortunadamente, Jurrem consiguió persuadir al
sultán para que enviara allí al leal defterdar Iskender-tseleb con objeto de
aconsejar al serasquier y al mismo tiempo tenerle a raya, aunque Ibrahim ha
tratado por todos los medios de obstaculizar a Iskender-tseleb en su trabajo y
socavar su autoridad.

—Sé todo esto —respondí brevemente.

Sus palabras me desasosegaron, pues el intento, contrarrestado por la


vigilancia del gran visir, de distraer parte de los fondos de guerra del sultán
había creado mucha excitación en todo Estambul y corrían fantásticos
rumores en el serrallo. Pero nadie disuadiría a Giulia de verterme su ponzoña
en el oído.

—Créeme, Mikael. Ten un poco de juicio y no te encamines ciegamente al


desastre. Toma cuidadosa nota de lo que el gran visir diga. Cálmale; prevé
cualquier acción demasiado precipitada o dañina contra él. Aunque la sultana
no le desea mal alguno, el gran visir se está colocando el lazo alrededor de su
propio cuello, si persiste en la persecución de los amigos y fieles servidores
de la sultana. Particularmente, es Iskender-tseleb quien goza de su favor y tan
sólo para que sospecharan de él fue por lo que los hombres sobornados por
Ibrahim robaron los camellos cargados con parte de los fondos de guerra.

—Tengo una opinión completamente distinta de ese incidente —manifesté—.


¿Por qué había de robar el serasquier su propio dinero? Y además, tiene la
confesión escrita de los acusados; una confesión que arroja una extraña luz
sobre el defterdar , como es evidente a todas las personas de buen
entendimiento.

El rostro de Giulia se ensombreció.

—¡Confesión arrancada por despiadadas torturas! —exclamó—. Quizá me


puedas explicar por qué el gran visir tuvo tanta prisa en matar a esos
desgraciados, tan pronto como confesaron, si no era para reducir al silencio a
testigos inconvenientes.

—¡Alá me proteja! —grité exasperado—. Sólo una mujer puede razonar así.
¿Cómo puede ser perdonado en tiempo de guerra un acto de esa naturaleza?
Como serasquier, estaba obligado a dar ejemplo con ellos para prevenir que
la sedición se extendiese.

Un extraño fulgor asomó a los ojos de Giulia, pero con gran esfuerzo se
dominó y respondió:

—Rehúsas ver la verdad, Mikael, y tendrás un terrible despertar. No me lo


reproches si algún día ocurre que no puedo hacer nada por ti para salvarte.
Te deseo un buen viaje hasta tu querido gran visir, y espero que en el camino
tendrás tiempo de reconsiderar la cuestión. Y ten por seguro que te espera un
buen premio si recobras el juicio a tiempo.

De acuerdo con las órdenes de Ibrahim, viajé con la mayor rapidez posible por
el largo camino a Bagdad. Estaba ciego y sordo de agotamiento; mis
entumecidos miembros me dolían insoportablemente y las llagas producidas
por la silla eran una perpetua agonía, cuando ya por fin me dejé caer de mi
montura con mis compañeros, para oprimir contra el suelo mi frente a punto
de estallar y tartamudear las palabras de la plegaria de agradecimiento.

Las incontables mezquitas, alminares y torres de esta fabulosa ciudad eran


como un espejismo en medio de los floridos jardines cruzados por canales de
irrigación; y las santas tumbas del islam eran aquí más numerosas que en
parte alguna del mundo. Hacía mucho tiempo que Bagdad no era ya la ciudad
de los califas, pues tras los días del gran Imán, los mongoles la habían
arrasado e incendiado más de una vez. Sin embargo, a mis ojos aparecía rica
y espléndida; y con todas las leyendas de Arabia en la mente, atravesé las
puertas de la ciudad, precedido de correos a pie, que se adelantaban a
informar al gran visir de nuestra llegada.

Cuando lentamente cruzábamos la vacía plaza del mercado, con sus arcadas,
vi en su centro una horca guardada por jenízaros y de la cual pendía el cuerpo
de un hombre barbudo. La insospechada visión despertó mi curiosidad;
cabalgué a su lado y reconocí con asombro aquel rostro ya amoratado, así
como el inconfundible caftán raído, con sus mangas manchadas de tinta.

—¡Alá es Alá! —exclamé—. ¿No es éste el cuerpo del defterdar Iskender-


tseleb ? ¿Cómo es que este hombre, el más rico, noble y sabio del Imperio
otomano, cuelga de esta horca como un vulgar malhechor? ¿No podía
habérsele dado, cuando menos, el lazo de seda, de forma que pudiese haber
dispuesto de su vida en su habitación privada?

Algunos de los altos oficiales de la corte, que me habían acompañado en mi


viaje en cumplimiento de las órdenes de Ibrahim, se taparon el rostro,
volvieron sus caballos y cabalgaron hacia las puertas, determinados a
abandonar la ciudad sin demora. Los jenízaros que guardaban el patíbulo
dijeron torvamente:

—Toda la culpa es de ese condenado gran visir. El sultán es inocente y


nosotros no pedimos este honor. ¿Quién puede dudar ahora de que Ibrahim
está conspirando contra el Imperio otomano? El muftí proclamó una fatwa
dándonos poder para arrancar a esos heréticos de sus posesiones y venderlos
en la esclavitud. Pero el serasquier Ibrahim, ese borrachín y blasfemo, nos
niega el derecho de saqueo. Nos gustaría saber cuánto le habrán pagado por
ello los mercaderes. Los mayores salarios no compensan de esta injusticia y
sirven sólo para mostrar que el gran visir Ibrahim está sufriendo
remordimientos de conciencia.

Se podía simpatizar con los jenízaros si su historia era verdadera. Los


orígenes puramente turcos y el poderío y piedad del Iskender-tseleb le habían
granjeado alta estima y consideración en el Imperio otomano, por lo que no
era muy placentero estar de centinela de su cadáver bamboleante. Cabalgué
adelante oprimido por sombríos presentimientos. En el palacio escogido por
el gran visir para su cuartel general, fui recibido con el mayor recelo; mis
vestiduras fueron repetidamente registradas por los guardias, quienes hasta
levantaron los pliegues del caftán, en busca de veneno o armas. De esto
deduje, bien a las claras, el estado de terror que prevalecía en Bagdad.
Cuando por fin fui conducido por el codo a presencia del gran visir, encontré
a éste demasiado nervioso para estarse quieto. Se paseaba de un lado a otro
de la habitación de mármol; sus bellos rasgos estaban hinchados, y sus ojos,
enrojecidos por los esfuerzos y la falta de sueño. Sus uñas, tan bien cuidadas
de costumbre, estaban raídas. Hacía frecuentes pausas para tomar un trago
de vino especiado. Al verme, olvidó toda dignidad y se abalanzó a abrazarme.

—¡Por fin encuentro una cara conocida y fiel entre tantos traidores! Bendita
sea tu llegada, Mikael el-Hakim, pues nunca tuve tanta necesidad de un
clarividente e imparcial amigo.

Tan fría y desapasionadamente como pudo, me hizo una breve relación de los
progresos de la campaña, desde la salida de Aleppo, y cuando lo saqué a
colación, pude ver que estaba en posesión de tantas pruebas sobre la traición
de Iskender-tseleb , como para no dejar lugar a duda. Contra la voluntad del
serasquier, el Iskender había sido nombrado kehaya o administrador del
ejército, y cegado por su odio al gran visir, había actuado durante toda la
campaña en contra de los mejores intereses de las tropas. Hasta la terrible
marcha de Tabriz a Bagdad, no pudo conseguir Ibrahim llevar al
convencimiento del sultán que era preciso destituir al defterdar de su cargo
de kehaya , y entonces ya era demasiado tarde, pues cuando la nieve cayó y
los caminos se convirtieron en pantanos sin fondo, se reveló el desastroso
estado de los abastecimientos y equipos, al mismo tiempo que se instigaba la
confusión y el desorden por los agentes secretos. El gran visir no dudó en
censurar al Iskender-tseleb por la ruinosa condición de los vagones de
equipaje y por la falta de forrajes, como resultado de lo cual los soldados se
helaban y los animales de carga caían de inanición. El reconocimiento y
trazado por el kehaya de la ruta a seguir había sido muy imperfecto; en
realidad, parecía haber escogido los peores caminos adrede, para socavar la
moral de las tropas e incitarlas a la revuelta contra el serasquier.

—La vanidad hizo que siguiese sus engañosos consejos y marchase sobre
Tabriz sin esperar a que se reuniese el sultán, pues habría sido un triunfo si
hubiera destituido al sha sin ayuda —dijo Ibrahim, cándidamente—.
Demasiado tarde me percaté de que el estímulo de Iskender a que así lo
hiciera nacía de su secreto deseo de destruirme y desacreditarme a los ojos
de mi señor y soberano. Tengo pruebas de que el defterdar estaba en
comunicación secreta con los persas durante toda la marcha y les
suministraba la necesaria información sobre nuestras rutas y objetivos, de
forma que podían zafarse a tiempo y evitar la batalla. ¡Si esto no es traición,
dime lo que es! Al fin, se trataba de su cabeza o de la mía. Desde su
ejecución, he sido oprimido por un sentimiento de impotencia. Me parece
haber caído en una trampa. Mi cabeza se encuentra de todas maneras en la
estacada y no hay nadie en quien pueda confiar.

Mientras nos acomodábamos para tomar juntos un poco de vino, entraron


atropelladamente agitados sirvientes con dorados yelmos, a decirnos que el
sultán se había levantado de la siesta y parecía fuera de sí. Vociferaba hasta
desgañitarse y se arañaba el pecho; nadie podía apaciguarle. Juntos, Ibrahim
y yo, nos adelantamos al dormitorio del sultán, y lo encontramos en medio de
la estancia mirando vagamente al techo. Su rostro estaba empapado en sudor
y le temblaba todo el cuerpo. La presencia del gran visir pareció volverle en
sí; se secó el rostro y descartando todas las preocupadas preguntas con las
palabras: «He tenido una pesadilla», se sentó y quedó inmóvil y abstraído.
Debía de haber sido muy terrible su visión, cuando rehusaba hablar de ella, y
el gran visir le propuso que visitasen juntos los baños. A causa de sus muchos
cuidados e inquietudes, ambos habían bebido demasiado y así eran presa de
las pesadillas durante la noche, y hasta ilusiones de vela. Pero el sultán seguía
sumido en sus propios pensamientos; sus ojos estaban bajos y evitaba mirar al
gran visir al rostro.

La ejecución del Iskender-tseleb , que había causado tanto alboroto en


Bagdad sin embargo, había aclarado la atmósfera y mostrado a cada cual
quién era el dueño. Uno de sus resultados fue una revisión de los cargos,
resultado de la cual algunos se encontraron de la noche a la mañana en
superior escala de jerarquía, por lo que tenían razones de sentir gratitud
hacia el gran visir. Además, las nuevas provincias conquistadas en Persia
ofrecían nuevos y provechosos puestos. Por medio de estas y otras medidas,
fue restaurado superficialmente el orden y hasta se oían algunas
aclamaciones y vítores cuando el sultán y el gran visir cabalgaban juntos
yendo a la mezquita o a las santas tumbas de las cercanías de la ciudad.

En el curso de estos devotos ejercicios, el sultán se mostraba siempre muy


apesadumbrado por el hecho de que los chiflas habían destruido, tiempo ha,
la tumba del fundador de la Surtan , el sabio Abú-Hassif, y en su herético
frenesí, llegaron a quemar sus sagrados huesos de forma que ningún ortodoxo
sunita había podido, desde entonces, rendir homenaje al santo más grande de
la verdadera interpretación del Corán, o sea, de la verdadera senda.

A pesar de que el descontento en el ejército había sido temporalmente


mitigado, el gran visir pensaba con alguna inquietud en la llegada de la
primavera y las renovadas campañas contra Persia. Encargó a un sabio
historiador para que redactase la memoria de los acontecimientos, y
habiéndose así asegurado una clara e imparcial crónica, interrogó al erudito
sobre campañas anteriores, revirtiendo constantemente sobre la historia de
Eiup, el portaestandarte del Profeta y pidiendo conocer cada detalle de su
vida. Eiup había muerto como un héroe ante las inexpugnables murallas de
Constantinopla y cientos de años más tarde fueron hallados sus huesos,
misteriosamente, en una olvidada tumba, descubrimiento que inflamó a los
jenízaros de Mohamed el Conquistador y los llevó al victorioso asalto final de
Constantinopla. Había una extraña luz en los ojos de Ibrahim, al decirme:

—Un hallazgo por el estilo nos sería bien venido, precisamente ahora, para
inspirar a las tropas valor y entusiasmo. Aunque mucho me temo que los días
de los milagros han pasado ya.

Estoy resuelto a no expresar opinión sobre lo que aconteció. De acuerdo con


una secreta tradición que se transmitía entre los descendientes de uno de los
guardianes de la tumba de Abú-Hassif, este guardián rechazó la herejía chiíta,
recogió las santas reliquias y las enterró en otra parte, reemplazando aquélla
por las de un herético. Estos falsos huesos son los que habían sido quemados
después, pero las sagradas reliquias del gran maestro estaban a salvo en
algún lugar escondido de las murallas de Bagdad.

Esta historia fue relatada para su consideración a un componente de la


escolta del sultán, por un descendiente directo del guardián. El escolta se la
relató al gran visir y éste encargó a cierto hombre devoto y sabio, llamado
Teshkun, que localizara el escondrijo de los huesos.

Tras muchas búsquedas y diligentes excavaciones entre las ruinas, Teshkun


ordenó a sus hombres que levantaran el piso de cierta casa en escombros.
Apareció un antiguo subterráneo, a través de uno de cuyos muros se filtraba
una celestial fragancia de almizcle. Al ser informado de este descubrimiento,
al gran visir le faltó tiempo para personarse en el paraje y con sus propias
manos apartó unas cuantas piedras que dejaron un boquete suficiente para
dar paso a un hombre. Así fue descubierto el lugar del descanso póstumo de
los restos del gran Imán, cuyo emplazamiento había sido providencialmente
delatado por la misteriosa fragancia. Fue enviado un mensaje especial al
sultán, quien también se dio prisa en acudir, y descendió a la tumba. El
ejército pudo, pues, ver por sus propios ojos que, por la gracia de Alá, Ibrahim
y Solimán habían descubierto los restos, por tanto tiempo perdidos, pero
milagrosamente preservados. El sultán pasó cerca de un día con su noche en
la tumba, en oración y ayuno, y su fervor contagió a las tropas; aun los más
romos pudieron ver que Abú-Hassif esperaba que se arrancase de cuajo la
herejía chiíta, de forma que la senda de la Sunna que él había fundado
ocupase el puesto de honor en todos los países del islam.

Visité también, naturalmente, la tumba y vi la amarillenta calavera y el


esqueleto en su putrefacta mortaja, y estuve satisfecho de comprobar por mí
mismo que estos restos tenían el mismo olor que el que yo recordaba haber
olfateado cuando en mi lejana niñez escolar me fue permitido, como premio a
mi aplicación, echar un vistazo a los huesos de san Emingio en la catedral de
Abo. Sin embargo, este extraño y tan postrer descubrimiento me causó alguna
turbación mental y en un conveniente momento, pregunté al gran visir cómo
lo había logrado. Ibrahim estaba lejos de ser un hombre devoto. ¿Se trataba,
pues, de alguna deliberada superchería —le pregunté— o de alguna ilusión
diabólica?

El gran visir me miró con ojos brillantes, y todo su ser parecía purificado por
las oraciones y el ayuno, cuando respondió con firme y convencido acento:

—Me creas o no, Mikael, el descubrimiento de esos huesos ha sido la mayor


sorpresa de mi vida. En efecto, había planeado el arreglar una superchería
con la ayuda de mis más fieles derviches, haciendo enterrar algunos huesos
de conveniente entidad, con destino al hallazgo del frío y crédulo viejo
Teshkun. No dudo que estarán ya escondidos para estas fechas. Por eso me
asombré más que el propio Teshkun, cuando gracias a sus sueños y otras
visiones, encontró la tumba actual de Abú-Hassif. Es seguro que si tales cosas
me acontecen, la estrella de mi fortuna puede dejar de alcanzar el cénit.

Pero las sospechas del serrallo habían envenenado mi espíritu y sus palabras
no me convencieron.

El descubrimiento de los sagrados restos de Abú-Hassif eclipsó todos los


resquemores desagradables y perjudiciales y el ejército pasó el resto del
invierno en comilonas y fiestas. Con la llegada de la primavera, el gran visir
se serenó. Su desaliento se evaporó y dio paso a un humor hilarante y activo.
Nada parecía imposible y el mundo entero sería testigo de sus triunfos. Había
enviado a Venecia y Viena la noticia de la captura de Bagdad, y hasta el
embajador de Francia se hallaba en camino con un brillante séquito y con
felicitaciones y proposiciones de alianza. Ibrahim parecía haber alcanzado la
cima de su fama y gloria; sin embargo, no estaba cegado por ello y antes de
que abandonase yo esa hermosa ciudad, me llamó para darme las
instrucciones finales.

—Ya he sufrido bastantes traiciones, y en el futuro seré inmisericorde con


cualquiera que conspire contra mí. Debes ir a visitar a Jaireddin a Túnez, y si
tienes en alguna estima tu propia cabeza, guárdala de sucumbir a la tentación
de los cantos de sirena, bien sean del serrallo o del emperador; hazle recordar
su deuda conmigo. No era para ayudarle a extender su propio reino por lo que
le hice Kapuán-bajá, y su misión ahora es la de tener ocupados a Doria y al
emperador en el mar, de forma que no me preocupe por lo que pueda suceder
a mi espalda en tanto estoy enfrascado en la guerra de Persia. Métele bien
esto en la cabeza, o bien le haré perder sus zurriagos tan repentinamente
como le llegaron.

En prueba de su favor y su inmutable confianza, me hizo tantos regalos


principescos, que sobrepasaron mis óptimas esperanzas. Por ellos colegí algo
de las sumas que los comerciantes de Bagdad le debían de pagar por su
protección; por ellos también, tuve un atisbo del glorioso futuro que me
esperaba si la fortuna continuaba sonriéndole y probaba que era digno de su
confianza.

Cuando llegué a casa encontré a Giulia en estado de gran nerviosismo, cosa


que ya no me produjo efecto alguno.

—El serrallo está muy conmocionado por el asesinato del Iskender-tseleb —


me informó—; y a Ibrahim no le queda ya ni un amigo. Ha mostrado con su
increíble acto que ni la fortuna, nacimiento o mérito, y ni la más acrisolada
fidelidad al servicio de la sultana, pueden proteger a un hombre, ante su loca
sed de sangre.

Esto y mucho más fue lo que dijo, pero seguí tan imperturbable, estando
colmado de las maravillas de Bagdad, y no cabiéndome la menor duda de que,
a pesar de todas las intrigas, la estrella de la fortuna del gran visir subía a su
cénit.

Poco después de mi vuelta, un acaudalado judío, tratante de piedras precisas,


pidió veme, me hizo algunos bellos presentes y a modo de preámbulo me
transmitió los saludos de Aarón, de Viena. Después de las mutuas expresiones
de estimación, dijo:

—Tú eres amigo del gran Jaireddin, Mikael el-Hakim, y parece ser que el
verano último, cuando Jaireddin atacó Túnez, el sultán Muley-Hassan se vio
forzado a huir de su kasbah . En su precipitada fuga, olvidó una bolsa de raso
púrpura que contenía doscientos diamantes seleccionados de considerable
tamaño. En la lista de los presentes enviados por Jaireddin al sultán, no se
hace mención de estas piedras y no se ha encontrado huella alguna de su
venta, bien sea en Estambul, Aleppo o El Cairo. He realizado muchas
pesquisas sobre el asunto entre mis colegas, en diferentes ciudades, pues
como te puedes suponer, un tesoro tan considerable despierta mi interés. No
te pesará hablarme francamente, Mikael el-Hakim, y decirme cuanto de ello
sepas. Te ofreceré los más altos precios y te aseguro mi silencio. Si fuese
necesario puedo vender esos diamantes en la India y hasta en China sin que
nadie se entere en absoluto de nada. Estoy acostumbrado a tal tráfico, y si
como supongo, el gran visir está implicado en ello, pues representa una vasta
fortuna, no cabe que sienta ninguna inquietud sobre las consecuencias.

—¡Alá es Alá! —exclamé con indignación—. ¿Cómo te atreves a decir tales


insensateces? ¿Y cómo osas insultar al gran visir, mencionando su nombre en
el mismo aire enrarecido por un negocio tan equívoco? Nunca he oído ni
media palabra de esos diamantes.

Pero el judío juró que todo cuanto decía era cierto, y esperando convencerme,
prosiguió:

—Muley-Hassan en persona se lamentaba de su pérdida en una carta dirigida


al emperador; carta que ha sido vista por uno de mis colegas. El embajador
del sultán en la corte imperial se ha jactado abiertamente de ello para llamar
la atención sobre el caudal de su señor.

Esto me sacó ya de quicio, y asiendo al judío por la barba, le sacudí la cabeza


gritando:

—¿Qué estás haciendo, miserable? ¿Qué está haciendo el embajador de


Muley-Hassan en la corte del emperador?

El honrado judío liberó su barba, y dijo en tono de reconvención:

—¿Es que eres extranjero en la ciudad? La noticia está en boca de cualquiera.


Los Caballeros de San Juan y hasta el papa han pedido al emperador que
expulse a Jaireddin de Túnez. El sultán Muley-Hassan ha apelado al
emperador, declarando que todos sus infortunios son el resultado de su
lealtad a Carlos, y así, por su propia causa, Carlos debe, cuando menos, tratar
de ayudarle.

Si todo aquello era cierto, había llegado la hora de que me apresurase a


trasladarme a Túnez, cumplir mi misión allí y levantar el vuelo antes del
ataque del emperador. Tendría que haber confiado más en las previsiones de
Ibrahim y no rezagarme tanto en el viaje. Por lo tanto, despedí sobre la
marcha al judío, con mi renovada seguridad de que no conocía nada en
absoluto de los diamantes y con la promesa de que haría las oportunas
gestiones secretas. Lo hice así para quitármelo de encima, pues por el
momento tenía otras cosas en que pensar.

Con felices vientos de popa, una rápida galera me condujo a la amarilla costa
tunecina y a dar vista a la fortaleza de La Goleta, en cuya torre flotaba el
estandarte de Jaireddin, verde y rojo, con su creciente de plata. Había una
gran actividad. Se cavaban trincheras, se erigían barricadas y miles de
esclavos españoles e italianos, quemados por el sol y semidesnudos, estaban
ensanchando el canal de Túnez. Esta ciudad se halla situada en las orillas de
una pequeña laguna salinera y separada del mar por pantanos. La
contemplación de las galeras de guerra de Jaireddin, ancladas en largas
ringleras en el puerto, me confortaron y alentaron, pero hasta que llegué a la
ciudad no pude darme cuenta de la verdadera significación de la última
captura de Jaireddin. Había oído hablar mucho de la riqueza y poderío de
Túnez, pero había por mi parte descontado mucho, como producto de la
fantasía de Jaireddin y de Sinán el judío . Los muros de la ciudad albergaban,
además de la kasbah y la gran mezquita, alrededor de veinte mil casas, o sea,
por lo menos, doscientos mil habitantes. Túnez, pues, podía ser comparada a
las ciudades más grandes de Europa. Ni aun Jaireddin conocía el número de
esclavos cristianos, pero calculo que éste no excedería de veinte mil.

Me alegró constatar que la reconquista de Túnez para Muley-Hassan no sería


tarea fácil ni aun para el emperador. Sólo por la astucia y la incitación a la
revuelta, había conseguido entrar Jaireddin, y aun después de la fuga de
Muley-Hassan, las luchas callejeras habían sido sangrientas antes de la
reducción total y el desarme de la gente.

Las potentes y desafiadoras torres de La Goleta aparecían como


inexpugnables y bloqueaban el paso que a lo largo del canal conduce a la
ciudad, a la vez que innumerables estanques y ciénagas a ambos lados del
canal hacían el cerco casi imposible.

Jaireddin me recibió con grandes muestras de placer, abrazándome como a un


hijo perdido hacía tiempo y tratándome tan pródigamente, que empecé a
temer lo peor. No me dio la oportunidad de hablar, pues se enfrascó en el
relato de sus defensas y del bárbaro escarmiento que daría al emperador y a
Doria, si se acercaban a Túnez. Cuando le pregunté cómo era que sus
intrépidos buques descansaban, en vez de hacerse a la mar para obligar a
Doria al combate abierto, se volvió muy esquivo y en vez de responder, me
preguntó sobre las últimas noticias de la guerra en Persia y de la ejecución
del Iskender-tseleb sobre la cual sólo habían llegado a él los mendaces
rumores del serrallo. ¿Era verdad que el gran visir había perdido el juicio y
andaba a cuatro pies con la boca espumante y mordiendo las alfombras?

A esto, repliqué ásperamente que tal historia no era sino una invención hecha
con toda la mala saña. Jaireddin escuchaba atentamente, mesándose la barba,
y me pareció ver una mirada culpable en sus ojos saltones; algo así como la
expresión de un chiquillo sorprendido en una fechoría. Mis recelos
aumentaron.

La misma tarde, por lo tanto, fui a visitar a Abú el-Kasim, pues Andy estaba en
el exterior de la ciudad dirigiendo las fortificaciones. Abú se había comprado
una agradable casa con un jardín cercado y había superado su avaricia hasta
el extremo de acomodarla con lujo y comprar una bandada de esclavas para
cuidar de su mujer e hijo. Al mirarlo ahora era fácil olvidar que se trataba de
un insignificante mercader que había hecho su fortuna adulterando drogas e
inventando nuevos nombres para ungüentos antiguos.

Como un padre ufano, condujo adelante el espléndidamente vestido Kasim,


para saludarme, y pareció imaginarse que yo no sabía que el muchacho no era
hijo suyo. Contrariamente a la costumbre musulmana, permitió a su mujer
rusa que se aproximase a mí, tan sólo con un delgado velo sobre su rostro,
esperando despertar mi admiración por sus suntuosos vestidos y joyas, a los
cuales miraba él como una araña gris.

Después de enviar de nuevo al harén a su mujer e hijo, Abú el-Kasim me


ofreció vino y dijo en tono preocupado:

—Jaireddin y sus jenízaros no son quizá los mejores pastores del mundo, y su
manera de esquilar a su rebaño ha levantado mucho descontento entre los
habitantes de Túnez, principalmente entre las viejas familias árabes, que bajo
dos sultanes de Túnez eran miembros del diván y podían manejar la ciudad a
su gusto. Hará cosa poco más o menos de un mes, llegó aquí un mercader
español. Parece que no tiene noción de la naturaleza o el valor de sus
mercancías, pues vende las más preciosas a compradores selectos, sólo por la
esperanza de conseguir su favor. Vende especias y también perfumes, sin
importarle un comino los precios establecidos por los mercaderes aquí, así
que puedes juzgar mi indignación cuando he oído tales barbaridades.

Abú el-Kasim, en efecto, adoptaba un aire ofendido y me miró de reojo


mientras se llevaba la copa a los labios.

—Este español —prosiguió luego— tiene a su servicio un moro cristiano, quien


siente demasiada inclinación a pasearse por ahí después de anochecido, pero
no con suspiros y con una rosa en la mano, sino para visitar a los partidarios
más fervientes de Muley-Hassan y a otros descontentos por el estilo. Por pura
curiosidad, he seguido los pasos varias veces a ese español, cuando ha
visitado abiertamente la kasbah y ofrecido mercancías a nada menos que a un
hombre como Jaireddin. Y no sólo eso, sino que Jaireddin ha sostenido con él
extensas conversaciones en privado. Estoy dispuesto a apostar que el
extranjero es un noble español, pues que se comporta tan absurdamente, y
por añadidura, tiene un moro cristiano por criado.

Hablamos hasta muy avanzada la noche, y a la mañana siguiente me trasladé


en persona al puerto y fui a bordo del buque español, con el pretexto de
comprar un buen espejo veneciano de mano. Cuando el criado moro informó a
su señor de que un acaudalado y distinguido comprador había llegado, el
español salió enseguida al puente y me saludó con marcado respeto. Por sus
rasgos, manos y modales, vi al instante que no había crecido entre drogas.
Pronto dirigió la conversación en torno a los asuntos mundiales, y cuando le
dije con estudiada ingenuidad que precisamente yo acababa de llegar del
serrallo, en Estambul, para entrar al servicio de Jaireddin, no pudo ocultar
una gran ansiedad por conocer las últimas noticias. Le conté en confianza, el
malestar del serrallo y los recelos concernientes al gran visir Ibrahim, y de
cómo, a pesar de la captura de Bagdad, nadie creía en un feliz desenlace de la
guerra en Persia.

En este punto de mi relato, abandoné la verdad por la ficción, haciendo


observar que por mi parte había estimado el momento maduro para buscar un
nuevo dueño, puesto que nadie, por muy perfecta que fuese su integridad,
podía escapar a las mórbidas sospechas del gran visir. Por mis quejas el
español juzgó que yo había cometido algún delito que me había obligado a
escapar de Túnez, fuera del alcance de la cólera de Ibrahim. Al punto me
invitó a entrar en su lujoso camarote y me preguntó dónde había nacido y
cómo había acontecido de tomar el turbante. De pasada, mencionó que el
Papa, por la recomendación del emperador, había permitido recientemente a
ciertos eminentes renegados volver al seno de la Iglesia. A causa de los
grandes servicios que habían rendido, el emperador les había perdonado sus
faltas anteriores, sin hacerles demasiadas preguntas delicadas.

Pocas palabras fueron precisas para ponernos de perfecto acuerdo y el


español me confió ahora que su nombre era Luis de Presandes, que había
nacido en Génova, pertenecía al séquito personal del emperador y que gozaba
de toda su confianza en todos los complicados negocios que comúnmente se
ponían en sus manos. En breve, Carlos se haría a la vela rumbo a Túnez, con
la armada más poderosa que jamás se había visto. Los patriotas habitantes de
la ciudad estaban dispuestos a alzarse cuando llegase la hora y a apoyar al
emperador, pues ya tenían suficiente del reinado turco del terror; esperaban
con impaciente anhelo al noble Muley-Hassan, su verdadero sultán. Los
hombres inteligentes debían disponer sus velas al viento que soplaba, y todo
el mundo apreciaba al emperador como un gobernante justo; no olvidaría a
ninguno que sinceramente se arrepintiera de los pasados errores y que
pusiese ahora su parte en la buena causa. Pero terrible habría de ser el
castigo para el renegado que persistiera en traicionar su fe, sirviendo a los
turcos.

En estos y parecidos términos, trató pues de tentarme y de atemorizarme a la


vez, y en el nombre de Cristo y su Madre, me exhortó a volver a la fe de mi
niñez y a ser miembro de la Santa Iglesia, con lo que ganaría el perdón de mi
gravísimo pecado. Lloró mientras hablaba, y yo también derramé lágrimas
emocionadas, pues era de corazón tierno. Sin embargo, no quise hacer
promesas ni aceptar el buen dinero que me ofrecía en prenda, pues a través
de Andy había yo concebido el mayor respeto por los articulados de guerra y
la comprometedora naturaleza de tales pagos. De todas maneras, nos
separamos como amigos del alma y yo le prometí meditar sobre su
proposición. Además, juré por la Cruz y el Corán no revelar ni media palabra
de lo que me había dicho.

Este juramento me puso en peligrosa posición, pero su propio celo misionero


me inspiró una idea. Después de sólo dos días, Abú el-Kasim consiguió
persuadir al criado moro de maese Presandes que recordase con contrito
corazón la fe musulmana de sus antepasados; y en el terror del espantoso
castigo que esperaba a los apóstatas, desveló los planes de su amo. Sin
romper mi promesa, pude así afrontar a Jaireddin, y le dije:

—¿Qué tiene que hacer el kapudán-bajá de la Sublime Puerta con el emisario


secreto del emperador? ¿Qué propósito hay en tu mente, Jaireddin? ¿Crees
realmente que el brazo del gran visir es tan corto como para no alcanzarte
aun desde Persia?

Jaireddin estaba sobrecogido y comenzó a defenderse prestamente.

—El noble Presandes es el plenipotenciario del emperador y goza por ello de


inmunidad diplomática. Le estoy entreteniendo tan sólo para ganar tiempo y
completar las defensas de Túnez; por otra parte, no puedo recibirlo
abiertamente sin levantar sospechas entre los agentes del gran visir. Esta es
la pura verdad, Mikael, y te ruego que no interpretes equivocadamente mis
acciones, que son del todo inocentes.

Se mesó la barba inquieto y todo su aspecto traicionaba el temor de una


conciencia culpable. Pero yo desvelé el plan secreto del español para incitar a
los habitantes de Túnez a la revuelta armada, coincidiendo con la llegada del
emperador, y le tendí una lista suministrada por el moro de los jeques y
mercaderes recomendados a Presandes por el enviado de Muley-Hassan en
Madrid. El rostro de Jaireddin se ensombreció, se retorció con rabia la barba
y con un rugido que conmovió los muros, dijo:

—¡Ese perro infiel me ha traicionado! Me enseñó instrucciones escritas del


emperador, por las cuales estaba autorizado a ofrecerme la soberanía
independiente de Argelia, Túnez y las otras ciudades, a condición de que
abandonase el servicio del sultán, a cuyo favor debo mi alta posición. Pero
todos los favores son precarios. Sin embargo, creía no perder nada
conversando con Presandes, y aprovechar los generosos términos del
emperador. Pero éste es claramente más falso de lo que podía haber pensado
y nunca más prestaré mi fe a juramentos cristianos.

De esta agitada confesión, deduje que el español no era tan simple inexperto
como había supuesto. Por el contrario, se había asegurado su posición y se
imaginaba que Jaireddin le dejaría marchar aun cuando alguien le
denunciara. Jaireddin —pensaba él— se reiría para sus adentros de semejante
denuncia, creyendo conocer por sí mismo más que nadie sobre los negocios
del español en Túnez. Sin embargo, se equivocó de medio a medio, pues
Jaireddin no perdió mucho tiempo en arrestarle, tras nuestra conversación. Se
encontraron a bordo del buque y en escondite secreto, otra de las
instrucciones del emperador, demostrativa, con meridiana claridad, de la
falsía y traicionero espíritu de sus negociaciones. A pesar de sus fuertes
protestas y llamadas a la inmunidad diplomática, la espada cayó y maese
Presandes fue silenciado para siempre.

Cumplida mi misión y ya completamente convencido de la irresoluta y


vacilante naturaleza de Jaireddin, me preparé para abandonar Túnez, pues no
tenía ningún gusto por la violencia y el derramamiento de sangre. Pero el
precioso tiempo se deslizaba inadvertidamente; las tormentas y las malas
condiciones atmosféricas impedían la salida de buques; la hospitalidad de Abú
el-Kasim me tentaba noche tras noche, y sobre todo esperaba ver a Andy
antes de mi partida, para convencerle de que debía volver conmigo a
Estambul. Hasta que no le encontré por azar, descalzo y andrajoso, además
de sucio, en el patio de la kasbah , no supe que Jaireddin no le había hablado
nunca de mi llegada, y en realidad había encontrado varios pretextos para
mantenernos separados. Ello era bastante comprensible, pues un prudente
general como Jaireddin no se avendría de buen grado a perder un oficial
artillero en el preciso momento de ruptura de hostilidades. Nos abrazamos
con gran alegría y Andy exclamó:

—Ya he tenido bastante de ese puesto. Jaireddin me convirtió en el


hazmerreír de todos los artilleros decentes, el año pasado, cuando
combatíamos a berberiscos y árabes en el desierto. Me hizo aparejar velas a
nuestros cañones; y, naturalmente, eran de alguna ayuda en terreno llano y
con viento propicio. Pero cuando vi a mis honrados cañones corriendo como
rameras con las faldas levantadas, me sentí avergonzado. Jaireddin se rió y
pidió velas más grandes aún; no podré perdonarle nunca su poca gracia. Dudo
hasta de que sea capaz de combatir en tierra. Y además, su salvaje trato a las
esclavas cristianas me ha partido el corazón, por lo que estaré más contento
en volver de nuevo contigo a Estambul.

Andy se asemejaba ahora a un monje griego o a un piadoso derviche. Había


dejado crecer su barba hasta cubrirle toda la cara como una selva, y sentí que
era tiempo de echarle una mano antes de que le faltasen ya todos los
tornillos. Pero él dijo:

—En el fondo, siempre he sido un muchacho de buen corazón. Mis fracasos y


penas me han hecho comprender al pueblo mejor que antes y no puedo ver
por qué debemos estar siempre a la greña los unos con los otros. Si tú
hubieses visto cómo los renegados y jenízaros tratan a las mujeres y
muchachos italianos cautivos… Yo no puedo creer que el motivo de su vida
sea su estúpida destrucción y matanza. Pensando sobre estas cosas, me han
dado dolores de cabeza que el sol africano no ayuda precisamente a curar. Así
pues, castigo ahora mi cuerpo por todas sus fechorías, haciéndole ayunar y
dejando que el sol ponga en carne viva mi espalda.

Lo tomé del brazo para conducirle enseguida a los baños y de allí a la casa de
Abú el-Kasim, para ponerse ropa limpia, pero a las puertas de la kasbah ,
Andy recordó algo y con una mirada misteriosa, me dijo:

—Tengo algo que enseñarte.

Me condujo, pasados los establos, hacia el medio, y allí lanzó un silbido. Un


muchacho harapiento, de unos siete años, salió gateando de un escondrijo y le
saludó con un gruñido de contento, igual que un perro dando la bienvenida a
su dueño. El muchacho llevaba un raro gorro de terciopelo encarnado y sus
ojos estaban casi cerrados por las picaduras de las moscas. Sus brazos y
piernas eran delgados y torcidos y su embotada expresión señalaba a un
pobre idiota. Andy le tomó en brazos y le lanzó al aire repetidamente, hasta
que el muchacho aulló de placer; luego, le dio un trozo de pan y un manojo de
cebollas que extrajo del zurrón que llevaba a la cintura. Finalmente me dijo:

—¡Dale un aspro! Pero tiene que ser recién acuñado y brillante.

Así lo hice, en nombre del Compasivo. El muchacho miró a Andy y luego


desapareció tras los montones de forraje. Volvió pronto y, con otra mirada a
Andy, me dio una piedrecilla sucia. La tomé por darle gusto, e hice ademán de
meterla en mi bolsa. Luego, aburrido ya del juego, insté a Andy a que nos
marchásemos. Dio un suave coscorrón al muchacho, le hizo una señal con la
cabeza y nos fuimos. Mientras caminábamos, hablaba en voz baja, como para
sí mismo, contando cómo había rescatado al muchacho de los jenízaros
cuando la captura de la kasbah y entregado al cuidado de los caballerizos.
Introdujo su mano en el zurrón, sacó un puñado de sucios guijarros similares
al que me había dado el muchacho, del tamaño de una uña. Mostrándomelos,
observó:
—No es desagradecido. Cada vez que le llevo comida, me da uno de éstos y
me dará tantos como quiera, a cambio de aspros que estén bien relucientes.

De nuevo comencé a sentir graves temores por el estado mental de Andy.

—Querido Andy, has debido de ser víctima de alguna insolación —repuse—.


¿No querrás decir que cambias aspros de plata por los cascajos que este
muchacho te da y los guardas además en la bolsa?

Estaba a punto de tirar el guijarro que me había dado el muchacho, pues


parecía cubierto de excremento de gallina. Pero Andy me agarró el brazo con
un gesto vivaz y dijo:

—Escupe en la piedra y frótala con tu manga.

No tenía ningún deseo de ensuciar mi hermoso caftán, pero hice como me dijo
y cuando froté la piedrecilla, comenzó a brillar como cristal pulido. Me dio un
escalofrío, pues me parecía mentira que tuviese un brillante en la mano, y uno
de ese tamaño debía de valer muchos miles de ducados.

—¡Bah, un trozo de vidrio pulido! —dije dubitativamente.

—Así lo pensé yo también —respondió Andy—. Pero se me ocurrió enseñar la


menor de estas piezas a un judío de toda confianza en el bazar y me ofreció al
instante cinco ducados, lo cual me demostró que por lo menos vale
quinientos, por lo que no cerré el trato. A veces me río solo, al pensar en la
enorme fortuna que tengo en este zurrón en compañía de dos mendrugos de
pan y unas cebollas.

Me resistí a creerle, hasta que de repente recordé al muchacho y su gorro de


terciopelo encarnado. Me di una palmada en la frente, y exclamé, asombrado:

—¡Alá es verdaderamente misericordioso! No hay duda de que ese pobre


idiota tuvo tiempo de registrar las habitaciones abandonadas de la kasbah
antes de su captura, y encontró la bolsa de terciopelo que Muley-Hassan
olvidó en sus prisas.

Conté a Andy lo que el mercader judío de Estambul me había confiado y opiné


que debíamos volver donde el muchacho inmediatamente para recoger el
resto de los doscientos, pero Andy respondió:

—No lo haré, pues el muchacho no da más que una o dos piedrecillas cada
vez. Es tan astuto como un zorro, a pesar de toda su idiotez, y si sospecha que
le espiamos, le perderemos por completo de vista.

—El asunto es algo complicado —dije— y debe ser cuidadosamente


considerado. Siendo estos diamantes de propiedad de Muley-Hassan, forman
parte del botín de guerra de Jaireddin, es decir, pertenecen al sultán.
Sacaremos poco beneficio por haberlos encontrado; en realidad, sólo nos
servirían para que sospecharan de nuestra falta de honradez, si únicamente
entregamos esta parte que por la gracia de Alá hemos hallado. Estaríamos
pues locos, dejando el resto de esa gran fortuna metida entre estiércol.

Tal fue también la opinión de Andy. Tendríamos en completo secreto nuestro


descubrimiento y aplazaríamos el viaje para sacar todos los diamantes.
Íbamos cada día donde el pequeño idiota, quien nos entregaba dos o tres
piezas, pero por nuestra parte no nos atrevimos a darle más de un reluciente
aspro por barba, para no llamar su atención. Sin embargo, hablé con el imán
de la mezquita de Jamin y le dejé una suma suficiente para el sustento y
educación del muchacho. Si su inteligencia retrasada no era adecuada para
leer y escribir, sería destinado a un oficio manual con el que pudiera ganarse
la vida.

A finales de junio, cuando habíamos recogido ya ciento noventa y siete


piedras, el muchacho nos enseñó tristemente las manos vacías, y aunque le
visitamos varias veces más, rogando y hasta atemorizándole, estaba claro
que, o bien había perdido las tres piedras restantes, o que Muley-Hassan se
había equivocado al contarlas. Llevamos al baño al muchacho, le vestimos con
ropa nueva y le confiamos al imán de la mezquita, aunque se resistió con uñas
y dientes, sin calmarse siquiera con las más cariñosas palabras de Andy.
Habiendo puesto así en orden nuestras conciencias, fuimos a despedirnos de
Abú el-Kasim, pensando en ir luego al puerto y tomar enseguida pasaje para
Estambul, al precio que fuera.

Pero en ese mismo instante de buenas y urgentes resoluciones, unos


estampidos lejanos nos dejaron clavados en el sitio y no pasó mucho tiempo
sin que bandadas de fugitivos aterrorizados penetraran en la ciudad, gritando
que la escuadra del emperador había aparecido ante la fortaleza de La Goleta.
Así pues, el puerto se hallaba bloqueado, y bajo la protección de un cañoneo
que aumentaba, los españoles desembarcaban sus tropas. Había caído en la
trampa de mi propia codicia. Me reprochaba amargamente por no haberme
contentado con unas pocas piedras y haber salido de Túnez cuando aún era
posible.

Era un flaco consuelo saber que el emperador había llegado, por lo menos,
con una quincena de adelanto sobre lo previsto, y dejaba ahora encerrada y
sin ayuda, en el puerto, al grueso de la flota de Jaireddin. Sólo quince de sus
galeras más rápidas pudieron buscar refugio en otros puntos a lo largo de la
costa.

Nos dimos prisa en ir a La Goleta, para cerciorarnos de la veracidad de tales


informaciones y ver si podíamos forzar el bloqueo, en una de las naves de
Jaireddin. Pero, desde la torre, contemplamos la flota enemiga, compuesta de
no menos de trescientas unidades extendidas por el mar, y tan lejos como
nuestra vista alcanzaba. Sólo una batería disparaba protegiendo a un
numeroso grupo de piqueros germanos que ponía pie en la orilla, comenzando
al instante a abrir zanjas y colocar empalizadas, estableciendo una cabeza de
puente. Para prevenir la salida de la flota de Jaireddin, las grandes galeras de
los Caballeros de San Juan estaban en vanguardia; tras ellas, observé la
terrible carraca que, como una colina flotante, emergía entre los demás
buques. De sus cuatro andanadas de costado, asomaban las negras bocas de
los cañones. Las galeras de guerra de Doria, de líneas finas; las vigorosas
carabelas de Portugal y las galeazas napolitanas cubrían la superficie del mar
en calma; en el centro de todas, se hallaba el poderoso navío insignia del
emperador, con sus cuatro hileras de remos y su dorado pabellón ondeando
en el alto castillo de popa.

En beneficio de Jaireddin, debe decirse que la hora del peligro hizo brotar al
instante lo mejor que en él había. Se había borrado en él su huera
fanfarronería; su porte adquiría seguridad; y bien firme sobre sus piernas y
erguido el busto, lanzaba ásperas pero precisas órdenes. El mando de La
Goleta lo confió a Sinán el judío , con seis mil jenízaros escogidos, aunque era
demasiada guarnición para ser metida entre el fuerte y las fortificaciones.
Envió caballería árabe y mora para oponerse a los desembarcos y ganar
tiempo. No pudieron impedirlos, pero por lo menos tenían a la defensiva
noche y día a las tropas imperiales.

Hasta que la cabeza de puente no fue fortificada, no comenzaron los invasores


el bombardeo de La Goleta y con ello la caballería no se atrevió a lanzar sus
cargas. El incesante, ensordecedor y espantoso estruendo de artillería se hizo
tan imparable, que dejé a Andy en las almenas del fuerte, contemplando con
gozoso asombro los progresos del conflicto y volví en profundo decaimiento a
Túnez.

No se podía pensar en una retirada por tierra, pues los salvajes bereberes,
cuya hostilidad había sido despertada por Jaireddin, controlaban los caminos
y asaltaban, robaban y mataban a quienes trataban de huir de la ciudad.
Muley-Hassan no debía tampoco hallarse lejos, aunque como hombre
precavido, no se había unido aún a las tropas imperiales, a pesar de sus
promesas. Pero Carlos no necesitaba en realidad su ayuda, pues su propio
ejército consistía en tres mil aguerridos mercenarios germanos, españoles e
italianos, y su artillería dominaba el área en torno de La Goleta, bajo su
continuo y certero fuego, de forma que diariamente pasaban grandes
cantidades de jenízaros de Sinán el judío a visitar a las huríes del Paraíso. Y
cada día también, nuevos navíos de refresco traían guerreros de toda la
cristiandad a unirse al emperador, con la sana intención de ganar gloria
imperecedera en la lucha contra el infiel.

Tres semanas de salvaje pugna se sucedieron, y a pesar del valor y religioso


celo de los musulmanes, Abú el-Kasim era el único en creer que Alá no daría
la victoria a los cristianos, y llevar por ellos de nuevo al poder a Muley-
Hassan. Así veía yo cómo un hombre tan sagaz y astuto como Abú el-Kasim
podía ser cegado por la felicidad, pues sólo a causa de su mujer y su hijo creía
en lo que quería creer y no en lo que estaba claro ante sus agudos ojos de
mono.

La Goleta resistió un mes y esto era ya por sí mismo un milagro. Luego,


comenzaron a desmoronarse las murallas y las torres a caer. Cuando por fin
ordenó el emperador el asalto general, los navíos de Doria bogaron en línea
ante la fortaleza, disparando sus piezas al paso. La colosal carraca de los
Caballeros de San Juan ancló cerca de la orilla y descargó sus piezas sin
respirar por encima de las galeras. Entonces, Sinán el judío se sometió a los
designios de Alá e hizo volar toda la irreemplazable escuadra de Jaireddin,
enviando una gran nube de humo y un hervidero de astillas sobre la distante
ciudad.

El asalto fue lanzado en tres direcciones a la vez. Los Caballeros de San Juan
cargaron desde el mar, con el agua hasta la cintura, y cuando ellos y los
españoles pusieron pie en la fortaleza, Sinán el judío dio su última orden:
«¡Sálvese el que pueda!». Para dar buen ejemplo, él mismo huyó a través de
la salina que rodeaba el fuerte, y a lo largo de la cual ya se había dispuesto un
camino, a través de las marismas, para que los supervivientes pudiesen llegar
al abrigo de la ciudad.

Los restos del destacamento llegaron por la noche a las puertas de Túnez;
hombres embarrados y ensangrentados, que apenas podían tenerse en pie,
pero que sostenían aún en sus manos las astas con los estandartes de
Jaireddin, zurriagos y crecientes, en muestra del inmortal honor ganado en
ese día por los defensores de La Goleta.

El pánico apresó ahora a los habitantes de Túnez. Todos los caminos que
conducían a la ciudad fueron atiborrados con fugitivos llevando fardos y
atados, en una ciega carrera, tan lejos como fuese posible. Estuve tentado de
unirme a esta caravana enloquecida, pero el buen sentido me dijo que pronto
sería presa de la caballería de Muley-Hassan. Afortunadamente, las tropas
imperiales habían sufrido tan severas pérdidas, que durante varios días
quedaron descansando en un campo para curar sus heridas y reorganizarse, y
entretanto Jaireddin consiguió mediante halagos, ruegos y amenazas, calmar
lo peor del pánico, antes de convocar a sus capitanes y a los hombres más
eminentes de Túnez, así como también a los cabecillas de sus aliados árabes,
a un diván de ceremonial en el gran salón de la kasbah .

Les habló como un padre, como sólo él sabía hacerlo cuando la ocasión lo
requería. Su plan era efectuar una salida y, a la honrosa manera musulmana,
ofrecer al emperador una batalla en campo abierto. Y verdaderamente el plan
era menos delirante de lo que al principio pensé, aunque admito que aparte
de mi pensamiento, le escuché boquiabierto de asombro ante su valor. Habló
tan persuasivamente, que Abú fue el primero en arremangarse y blandir su
cimitarra aullando que por su mujer y su hijo, estaba dispuesto a emprender
el camino del Paraíso. Hasta es posible que esta conducta no fuese preparada
de antemano, puesto que el propio Jaireddin le miró sorprendido. Los
tunecinos eminentes parecieron, por su actitud y palabras enfáticas,
unánimes en la duda de la efectividad de los sedientos de sangre, y un fulgor
de esperanza renació en mi desalentado corazón, pues siempre estoy
dispuesto a creer en lo que se me dice con suficiente énfasis, especialmente si
es algo esperanzador.

Pero cuando la mayor parte de los componentes de la audiencia abandonaron


la kasbah , Jaireddin retuvo a su lado a los más conspicuos y fieles de sus
allegados para proseguir de noche la conferencia. Abú el-Kasim no fue
invitado, pero se nos permitió a Andy y a mí acudir, bajo condición de secreto.
Esta vez, Jaireddin habló en tono diferente. Se mesó con energía la barba, su
rostro era grave y no fingió confianza en el porvenir.

—Sólo un milagro de Alá puede salvarnos —dijo—, y la experiencia me ha


enseñado a no esperar milagros en la guerra. Debemos entablar una batalla
abierta, pues de lo contrario los ruinosos muros de la ciudad se derrumbarán
pronto bajo el bombardeo, y entonces es seguro que los traidores habitantes
preferirán atacarnos por la espalda, antes que luchar contra el emperador. Al
mismo tiempo, debemos tener en cuenta a los esclavos cristianos que están
en los subterráneos bajo nuestros pies. No confío en la efectividad de la
caballería árabe, pues tan pronto como es fogueada, bien sea con cañón o
arcabuz, se esparce como la paja por el viento. Hágase la voluntad de Alá.
Busquemos nuestra suerte en la batalla abierta, antes de tratar de hallar la
salvación en una vergonzosa huida, la cual, además, tiene sus dificultades en
el caso presente.

Movió la cabeza, lanzó una desabrida mirada en torno y prosiguió:

—Lo esencial, primero, es ocuparse de los prisioneros ensílanos. Muchos son


aptos para portar armas y hasta para cabalgar.

Un solo traidor entre nosotros haría imposible nuestra vuelta a la ciudad. No


soy un hombre cruel, como sabéis, pero el número de estos prisioneros es
excesivo: de dieciocho a veinte mil. Por la cuenta que nos tiene, debemos
pues considerar al instante si deben ser todos estrangulados antes del alba.
Consolémonos de la pérdida pecuniaria que ello implica con el pensamiento
de que, cuando Alá vuelva las hojas de su gran libro en el Último Día, la
muerte de estos infieles nos será sumada a nuestros méritos.

Pero ante esta proposición, aun los más leales capitanes se miraron perplejos
los unos a los otros y Sinán, que había invertido toda su fortuna en esclavos
cristianos y hecho buenos dineros alquilándolos, se manoseó su rala barba y
dijo:

—Ni el peor enemigo puede llamarme sentimental, pero una acción tan cruel
echaría un borrón imperecedero sobre nuestro nombre y fama, hasta el último
rincón de la Tierra. Por otra parte, los cristianos vengarían esas muertes con
las de los musulmanes que yacen en sus mazmorras, y mi estómago se
revuelve ante la pérdida que se nos causaría por tan precipitada acción.
Pongamos mejor barriles de pólvora entre los muros, de forma que si lo peor
sucede podamos volar la kasbah entera; pues si Alá nos concede la victoria,
¡cuán ensombrecida estaría nuestra alegría por tan inmensa pérdida!

Su prudente plan prevaleció. Cuando en la mañana temprano las fuerzas del


emperador se levantaban al toque de diana, abandonamos la ciudad para
enfrentarnos con las más experimentadas y aguerridas tropas de la
cristiandad. En esto obraba Jaireddin más valerosamente que lo hicieran el
sultán y el gran visir en Hungría, aunque hay que admitir que no le quedaba
otro remedio.

Una vez situado en los llanos en orden de batalla, nuestro número pareció
lejos de ser desdeñado. Los caballeros árabes, con sus capotes blancos,
cubrían las pendientes de las colinas y los bravos habitantes de Túnez, traídos
de la ciudad a latigazos, se habían armado con hachas y cuchillos de
carnicero, puesto que Jaireddin, tras la pérdida del arsenal de La Goleta, no
podía darles nada mejor. En número, pues, éramos casi iguales a las tropas
imperiales, aunque ni mucho menos los diecinueve mil que mencionaron los
historiadores del emperador, para realzar la gloria de su soberano.

Seguí los cañones de Andy, armado con un mosquete ligero y una cimitarra.
No era por ambición ni amor al combate por lo que marchaba yo con los
demás, sino porque me sentía más a salvo entre los jenízaros de Jaireddin y
los renegados, que en la turbulenta ciudad.

Pero la batalla duró menos que las oraciones antes de emprender el viaje.
Cuando la infantería imperial avanzó en escuadrones, los jinetes árabes
descendieron de los declives en grupos dispersos, y con salvajes alaridos
descargaron una nube de flechas sobre las filas enemigas. Mas la respuesta
de la artillería veló el ocre campo de batalla con nubes de humo, y aullando
aún más salvajemente, los árabes se volvieron a desperdigar como la paja al
viento. En su huida, arrastraron a los intrépidos habitantes de Túnez,
barriéndolos hasta la ciudad con más rapidez de la que habían venido. En el
ínterin, nosotros descargábamos nuestras baterías.

Jaireddin, montado en su corcel de campaña, se percató de que se encontraba


algo solitario en el ancho terreno; sólo tenía cuatrocientos renegados a su
alrededor, como guardia personal, mientras que treinta mil aguerridos
soldados imperiales se aproximaban imparables, sin hablar de sus cañones y
mosquetes.

En ese tan peligroso momento de su vida, el señor del mar reunió todas sus
energías. Clamando la ayuda de Alá con voz de trueno, exhortó a sus hombres
a buscar el Paraíso y lanzarse al enemigo con todas sus fuerzas, mientras él
trataba de hacer volver a los fugitivos, para lo cual espoleó a su corcel y
galopó tan rápidamente en dirección a la ciudad, que muchos de los que
perseguía fueron pisoteados por los cascos de su bridón.

Para los que quedamos, recae el honor de habernos enfrentado


valerosamente contra todo el ejército imperial, sin contar los cañones de la
armada, disparando también nuestras baterías sin respiro, y defendiéndonos,
hombro con hombro, contra los germanos y españoles que avanzaban y
seguían avanzando. Nuestra única esperanza de salvación era retirarnos en
buen orden paso a paso a la ciudad, pues desgraciadamente no teníamos,
como Jaireddin, caballos a nuestra disposición.

Cuando por fin, sangrantes y exhaustos, alcanzamos la ciudad, nos


encontramos con la batalla callejera. Los habitantes se lanzaban contra los
turcos y renegados y desde las azoteas y ventanas caían piedras, orinales,
calderos y toda clase de objetos que tenían a mano los atacantes, quienes, a la
par, se desgañitaban diciendo que querían derribar el yugo de la tiranía turca
y recibir a Muley-Hassan por libertador. Entonces apareció la bandera blanca
en la kasbah y cuando Jaireddin intentó entrar para salvar su trono, encontró
cerradas las puertas, al tiempo que los esclavos cristianos, que ya habían
conseguido desprenderse de sus hierros, le saludaban desde los muros con
una lluvia de piedras, llegando a herirle en la cabeza y el maxilar, así como en
una rodilla.

No es de extrañar, pues, que ante las puertas de la kasbah , Jaireddin


perdiese todo dominio de sí mismo; apretó los dientes y aulló con voz ronca
entre los labios espumeantes:

—¡Todo está perdido! ¡Los perros infieles han capturado la ciudadela y


robado mi tesoro!

El terror me agarrotó cuando vi que, en efecto, todo estaba perdido. Traté de


correr tras el caballo de Jaireddin y asirme a su cola, pero recibí en pago una
coz en el estómago, que de haberme dado de lleno, hubiera terminado mis
días. Con un gemido de agonía, caí al suelo, agarrándome el vientre, hasta
que providencialmente Andy me puso en pie y me arrastró de allí, abriéndose
paso a través de la turba con su espada, que parecía el aspa de un molino.

Cuando los jinetes árabes vieron que la batalla estaba perdida y que Jaireddin
había huido, dieron por cancelado su tratado con él y galoparon hacia el
ejército imperial, rivalizando cada cual en ser el primero en presentar
homenaje a Muley-Hassan y ponerse bajo la protección del emperador. Sus
salvajes alaridos de paz alarmaron tanto a los españoles, que plantaron sus
horquillas en tierra de nuevo y abrieron fuego nutrido de arcabuz contra las
hordas que avanzaban. Varios cientos de árabes perdieron sus vidas, o
cuando menos sus espléndidos caballos, antes de que fuese descubierto el
desgraciado error. ¿Era éste acaso el castigo de Alá por su traición?

Entretanto, los habitantes se ocupaban en desgajar las palmeras públicas y


particulares, para recibir de manera digna al victorioso Muley-Hassan y al
emperador, a su entrada en Túnez. Quedaron desalentados al extremo cuando
los germanos, italianos y españoles, espada en mano, se desparramaron por la
ciudad como una avanzada de la visita y se dedicaron a la tarea de asesinar a
cuantos musulmanes caían en sus manos, para ganar el cielo sin duda, y al
saqueo y pillaje de la ciudad, el cual duró tres largos días. Según se me dijo,
no menos de cien mil musulmanes fueron privados de agitar sus palmas, pues
habían pasado al otro mundo, y sin tener en cuenta si eran partidarios de
Muley-Hassan o de Jaireddin.

Pero me anticipo a los acontecimientos, y debo relatar lo que sucedió después


de que Jaireddin huyera de las puertas de la kasbah . Lealmente seguido por
Sinán el judío y otros intrépidos capitanes, se dio tanta prisa, que perdió en la
calle su zurriago de mando. A todo esto, Andy asió de la brida un caballo
árabe, le aligeró de su jinete y en su lugar me puso a mí, de forma que me
encontré repentinamente pegado a la silla y agarrando con desesperación las
riendas de un potro receloso. Andy me gritó que me dirigiera a casa de Abú
el-Kasim, donde se reuniría conmigo en cuanto hubiese reunido bastantes
caballos. Al partir, le vi que tremolaba el estandarte de Jaireddin, conminando
a los jenízaros y musulmanes a que se agrupasen en torno al creciente.

Cabalgué a casa de Abú el-Kasim, protegiendo mi cabeza tan bien como podía
de los objetos que seguían cayendo de las casas. Abú estaba tendido ante su
puerta, desnudo y sin conocimiento. Su frente estaba partida y su barba
empapada en sangre. A su alrededor, había una serie de objetos de valor que
habían caído de las alforjas, y unos hombres pateaban y escupían su cuerpo,
insultándole como espía de Jaireddin. Fui derecho a ellos, no pudiendo
dominar mi montura y llamando en mi ayuda a los fieles; se escaparon como
gallinas, creyendo que me seguían los mamelucos de Jaireddin.
Me apeé y até a mi tembloroso y espumeante caballo. En el patio, vi a la
mujer de Abú el-Kasim tendida en un charco de su propia sangre; pero, aun
en la muerte, trataba de proteger a su hijo, oprimiéndolo contra su ancho
seno. Su cabeza estaba tan destrozada que era casi imposible reconocerla. Me
arrodillé prestamente al lado de mi amigo Abú el-Kasim y derramé un poco de
agua sobre su céreo rostro. Abrió sus ojillos de mono, ya velados por la
muerte, y dijo:

—¡Ah, Mikael! La vida no es más que una basura. Este pensamiento es todo lo
que puedo legarte a la hora de mi muerte, pues los ladrones me han robado
todo.

Hizo una mueca, la niebla de sus ojos se acentuó, y bajó la cabeza como en
señal de aquiescencia a la llamada de Aquel que desata los lazos de la
amistad, silencia las canciones y revela la vanidad de la felicidad y del dolor
humanos.

Me senté en tierra al lado del cuerpo sin vida y lloré amargamente. En el


mismo instante, apareció Andy en el patio, seguido por varios otros jinetes
que habían permanecido leales a Jaireddin. Poniéndome en pie rápidamente,
dije:

—¡Querido hermano Andy! ¡Estamos perdidos! No queda otra cosa que hacer
sino buscar la protección del emperador, y si lo peor sigue a lo peor, podemos
negar nuestra fe de musulmanes, puesto que afortunadamente no estamos
circuncidados. Mi fe en el Profeta ha sufrido hoy tan gran quebranto, que
temo apenas recobrarla.

Pero Andy blandió el estandarte de las colas de caballo de Jaireddin sobre su


cabeza y en alta voz maldijo a todos los infieles. Luego y con más sosiego me
espetó:

—¿Piensas realmente que los españoles y germanos tendrán alguna


misericordia con los renegados? Salta a tu silla, Mikael, y lucha como un
hombre para tratar de alcanzar a Jaireddin en Bona, antes de que se haga a la
mar huyendo sin nosotros. Créeme, es nuestra única esperanza.

Estaba como loco con la excitación de la batalla y sus ojos grises brillaban tan
salvajemente en su rostro tiznado de pólvora, que no pude oponerme.
Cabalgamos por las calles, y gracias al desorden creado por los esclavos
cristianos, pudimos abandonar la ciudad sin violencia. Pasamos a incontables
fugitivos expoliados que hacían señas y gestos desesperados y ciegamente
buscaban refugio en el desierto, en el cual lo mejor que les podía suceder era
morir de sed, pues estábamos en la época más calurosa del año.

Por fin, nuestros exhaustos caballos nos llevaron a Tagasta, donde había
nacido Agustín, el gran padre de la Iglesia. En aquellos momentos, sin
embargo, yo no me detuve a meditar sobre ello, sino que con ojos irritados
por el sol, intentaba descubrir las galeras de Jaireddin en el puerto, las cuales
precisamente se estaban haciendo a la mar; pero los disparos de nuestros
mosquetes y nuestros desesperados gritos, junto con el ondear del estandarte,
indujeron a Jaireddin a enviar una lancha en nuestra busca. Nos recibió con
lágrimas de bienvenida, como un padre, haciendo gala de su inquietud por
nosotros. Pero yo caí sin sentido en cubierta, completamente agotado. Al día
siguiente mi cara se despellejaba y mis miembros estaban como triturados.
Jaireddin me reconfortó.

—¡Hágase la voluntad de Alá! —exclamó—. No me atrevo a volver donde el


sultán con los fragmentos de la flota otomana más grande que jamás navegó
por los mares. Me dirigiré a Argel y permaneceré allí hasta que tenga tiempo
de calmarse. He quedado arruinado y tengo que empezar de nuevo desde el
principio. Ya veo que mi verdadero puesto está en el mar y no en tierra. Mis
amigos pueden hablar de mí ante el diván, si aún me queda algún amigo allí.
Seré prudente permaneciendo alejado de la Sublime Puerta y cediendo por
ahora la palabra a otros.

Con esto, el incorregible Jaireddin comenzó enseguida a establecer nuevos


planes, aunque todavía no estábamos fuera de peligro ya que el emperador
había enviado galeras rápidas en nuestra persecución; pero Jaireddin se zafó
de ellas hábilmente, para reorganizarse y presentar nueva batalla, en su día,
al emperador, en su objetivo principal, que era el dominio de los mares; la
restauración de Muley-Hassan en el trono de Túnez era cuestión de muy
segundo plano.

Llegamos salvos a Argel, y Jaireddin, ya instalado en su dominio, despachó al


instante algunos navíos marineros que allí tenía, para capturar mercantes
cristianos sin protección, y al mismo tiempo para sembrar el fuego y la
devastación a lo largo de las costas italianas y sardas. Estas incursiones
llegaron en momento oportuno, pues las campanas tocaban a rebato en cada
ciudad y villorrio, congregando a los cristianos en masa en los templos, para
cantar el tedeum en acción de gracias por la derrota de Jaireddin.

Al tercer día, el emperador ordenó el cese del saqueo de Túnez y fue


restaurado el orden en la devastada ciudad, para permitir a Muley-Hassan
volver a ocupar el trono de sus padres. Con este acto, tuvo a bien mostrar el
emperador cuán altruista había sido su empresa, embarcándose simplemente
en ella como favor a un príncipe que le había demandado ayuda.

He hecho, por mi parte, lo necesario para relatar los acontecimientos de la


cruzada de Túnez, la cual ha sido celebrada por historiadores y poetas, e
inmortalizada por eminentes pintores en sus cuadros. Por haber dirigido la
empresa personalmente, exponiéndose a incontables riesgos, el emperador
ganó la admiración de toda la cristiandad. Los poetas se referían a él como al
primer caballero de Europa, para gran rabia del rey Francisco I. A pesar de
ello el verdadero objetivo no había sido alcanzado, pues aún no había
terminado el verano cuando Jaireddin y sus capitanes dieron pruebas
convincentes de su continua vitalidad y vigor. Los esfuerzos del emperador
para aniquilar el poderío musulmán habían sido vanos y demasiado costosos,
circunstancia que silenciaron los historiadores.

Confieso de buena gana que ya no tenía prisa alguna por volver a Estambul, y
permanecí algún tiempo en Argel como huésped de Jaireddin. Hasta el
comienzo de los frescos vientos de invierno, precisamente, no me decidí a
emprender el largo viaje de vuelta al hogar.

A la llegada, las piezas del arsenal no contestaron a nuestras salvas. El sultán


y el gran visir no habían vuelto aún de la campaña persa, lo cual era un gran
alivio para mí, y habiendo entregado la carta de Jaireddin a un oficial de la
corte, que corrió a nuestro encuentro en el muelle, Andy y yo tomamos una
barca para ir directamente a mi casa, donde debía ocultar mi sonrojo, lejos de
las miradas malintencionadas del serrallo.

Giulia me recibió con un rostro pálido e hinchados ojos, reprochándome por


no haberle escrito ni enviado dinero, aunque cuando se percató de mi
agotamiento y pesadumbre, me dejó en paz. No es fácil pensar, aun para un
hombre bregado y endurecido, cómo las más caras esperanzas se
transformaban en humo y ser además testigo de la muerte de un querido
amigo.

Prometió perdonarme sin embargo y habló con malicioso placer del ejército
del sultán, el cual después de tres meses de campaña había vuelto a tomar
Tabriz y permanecía allí durante semanas, en la vana esperanza de inducir al
sha Tahmasp a un decisivo encuentro. El sultán había distribuido con
largueza provincias y ciudades a personajes distinguidos que se le
sometieron, y cuando empezó a escasear el alimento para su ejército, ordenó
la marcha de regreso. Pero cuando dejaba, una tras otra, a sus espaldas las
tierras conquistadas, las fuerzas del sha las reconquistaban en un santiamén,
y llevaban su osadía hasta a infligir grandes pérdidas a la retaguardia
otomana. Los heréticos chiítas se regocijaban y purificaban sus mezquitas de
la violación sunita; así, la gran campaña persa se apagó como un cirio.

—Pero no hay que achacar en ningún modo al sultán el fracaso —manifestó


Giulia—. Los culpables son los malos consejeros que le han engañado con el
espejismo de esta sospechosa empresa. Es ya hora de que el sultán se dé
cuenta de la inutilidad de Ibrahim como general. El muftí está rabioso contra
él porque protegió a la herejía chiíta y prohibió el saqueo de las ciudades
persas, a pesar de la fatiwa preparada a tales fines.

—Cuando el gato está ausente, los ratones bailan —respondí, amargamente


disgustado—. No menguará mi lealtad al gran visir, pues precisamente ahora
que ha sufrido una derrota, necesita más que nunca el apoyo de los amigos, y
sólo te recordaré el viejo proverbio: ríe mejor quien ríe el último.

—¡Reiré, no pases cuidado! No esperes simpatía de mí, si escoges


deliberadamente tu ruina. Pero aún es tiempo. He hablado a Jurrem en tu
favor, y está dispuesta a perdonarte, a causa del príncipe Jehangir. Debo
decirte, en confianza, que no reprocha a Jaireddin por su derrota y está
dispuesta a decir también una palabra sobre él, si tú se lo pides con humildad.
Tal es la honestidad de esta buena y piadosa señora.

Me olí la trampa, habiendo aprendido a desconfiar de cualquiera y


especialmente de Giulia. Pero al día siguiente, la sultana Jurrem me envió su
lancha de paseo para conducirme al serrallo, donde me recibió en su propia
habitación en la Corte de la Felicidad. Al principio, me habló desde detrás de
la cortina, pero más tarde, la descorrió y me mostró su rostro. Su inmodesta
conducta denotaba cómo habían cambiado las costumbres en pocos años. Por
el tiempo en que yo llegué como esclavo del sultán, la muerte segura
esperaba a cualquier hombre que miraba a una mujer del harén sin velo, y
aun cuando fuese por accidente casual.

La sultana me habló en tono placentero e irónico, retozando de risa como si


alguien le estuviese haciendo cosquillas, aunque la expresión de sus ojos era
dura y fría. Por fin, me ordenó le contase francamente y sin reservas todo
cuanto había visto y hecho en Túnez, y qué había ocurrido después. Admití los
reveses de Jaireddin, pero en su defensa hablé de los posteriores éxitos y
aseguré que había visto con mis propios ojos dieciocho grandes galeras
construyéndose en Argel, de forma que, para la primavera, la flota de
Jaireddin estaría de nuevo dispuesta a ser la dueña del mar una vez más.

Jurrem tenía su cabeza algo inclinada hacia un lado mientras escuchaba, y


una sonrisa vagaba sin cesar sobre sus bellos labios. Me pareció que se fijaba
más en mi apariencia que en lo que yo iba diciendo, y por fin observó ausente:

—Jaireddin Barbarossa es un hombre devoto y valiente y un fiel servidor del


sultán. El mismo Profeta se le aparece en sueños y cuando mueve la cabeza y
agita su barba, parece un león. No necesita que nadie hable en su defensa,
pues sé mejor cómo ganar el favor de mi señor para él. Pero aún no me lo has
dicho todo, Mikael el-Hakim. En primer lugar, ¿qué fuiste a hacer a Túnez?
¿Con qué mensaje para Jaireddin te envió el maléfico gran visir, que no se
atrevió a hacerlo por escrito?

La miré desconcertado, incapaz de comprender lo que quería decir. Luego,


me humedecí los labios resecos y mascullé algo sin importancia. Me dio
ánimos, riendo:

—Mikael el-Hakim, eres un grandísimo bribón. Confiesa honradamente que el


serasquier Ibrahim te envió a Túnez para inquirir secretamente la disposición
de Jaireddin al reconocimiento del título del gran visir como serasquier-
sultán. Si decía que sí, tú debías pedirle el traslado de su flota al mar de
Mármara en espera de órdenes. Pero el inesperado ataque desbarató esos
asquerosos planes y Jaireddin se salvó de tener que responder negativamente,
con lo cual se hubiese atraído la cólera del gran visir.

—¡Alá es Alá! —exclamé, desalentado—. Todas ésas son cosas sin sentido ni
fundamento, bajas calumnias desde el principio hasta el fin. El gran visir me
envió a prevenir a Jaireddin contra las falsas promesas del emperador, pues
Carlos le había ofrecido hacerle rey de África.

—Justamente —asintió Jurrem con presteza—. Y entonces, el gran visir te


ordenó que participases a Jaireddin que estaba en su poder hacerlo rey de
África con el derecho de nombrar sus propios herederos. Y así, con el
emperador por gobernante de Asia, Jaireddin tendría el tercer puesto entre
los soberanos del mundo.

—¿Qué quieres decir con ese título estúpido de serasquier-sultán? —pregunté,


tan exasperado que olvidé mi baja posición—. Vuelves las cosas del revés. Yo
no tenía otra misión, y mi único objetivo ha sido el servir al sultán lealmente.
Ni Jaireddin ni yo podemos ser castigados por la derrota contra un enemigo
diez veces superior en número y no tengo nada que añadir mientras persistas
en falsear la verdad.

La sonrisa se borró de los labios de la sultana y su gordezuelo rostro pareció


transformarse en una máscara de yeso. Sus ojos lanzaron un fulgor de hielo y
por un instante creí hallarme cara a cara con un monstruo en forma humana.
Pero esta singular expresión sólo duró una fracción de segundo,
desvaneciéndose tan pronto que pensé que debí haber soñado o haber sido
embrujado por su mirada.

En ese momento, decía en tono arrullador:

—Quizás estés diciendo la verdad y mi informante estaba equivocado. Sólo


puedo alegrarme de que todos sirvan al sultán tan leal y fielmente. Has
aliviado mucho mi espíritu, Mikael el-Hakim; eres merecedor de un buen
premio y no olvidaré de decirle una palabra sobre ti al sultán. Quizá soy tonta
al pensar que un hombre tan listo como el gran visir hiciera algo a espaldas
de su señor. Debemos esperar y ver. Todo irá bien, y tú y yo debemos guardar
silencio en torno de este penoso asunto.

Me sonrió de nuevo con su fascinadora manera, pero el frío fulgor persistía en


sus ojos cuando repitió las palabras que parecían ser como una velada y seria
advertencia:

—Todo irá bien, y tú y yo guardaremos silencio sobre este penoso asunto.

Con esto hizo un signo con la mano, y una esclava invisible corrió la cortina
entre nosotros.

Mientras volvía a través de los espléndidos jardines del serrallo, estaba


dominado por un sentido de la irrealidad. Era como una leyenda o un sueño,
de las que yo hubiese sido protagonista mucho antes. Miré a los incontables
esclavos, quienes, desde el más elevado hasta el más humilde, se volvieron de
espaldas a mi paso, y los cuales no me parecían tampoco ser de carne y
hueso. Era como si no tuviesen rostros propios, sino que tan sólo por sus
vestidos, peinados, bastones, látigos y otros distintivos del rango podía yo
determinar su posición y empleo. No semejaban otra cosa que brillantes
escarabajos. Cada uno de ellos podía haber cambiado su puesto con el vecino
sin que por ello alterase su molde. Todo marchaba con la misma vaciedad y
con la misma insensible e inerte rutina de siempre.

Me parecía estar fuera de todo esto, ausente y lejano, inapresable, invisible y


extraño. No sentía ninguna sensación sobre mí mismo, ni ninguna impresión
sobre mi destino. Solamente me invadía una indecible lasitud y depresión, y la
vanidad de todo esto era como un invierno helado en mi corazón.

A comienzos de enero de 1536, el sultán llegó a Escutari, en la orilla opuesta


del Mármara, y permitió a los miembros del diván que le ayudasen a
desmontar, lo cual era señal de que la campaña persa había terminado. El
gran visir había ordenado en secreto la construcción de una espléndida barca
que podía compararse sin desdoro con la fabulosa Bucentauro del dogo de
Venecia para que de manera digna al conquistador de Persia, pudiese el
sultán deslizarse hacia Estambul bajo el estrépito de las aclamaciones.

Una vez más fueron proclamados al populacho los nombres de las fortalezas y
ciudades capturadas. Una vez más las luminarias se encendieron durante toda
la noche, y el pueblo enronqueció aclamando la vuelta de los espahíes y
jenízaros. Pero esta vez, la alegría era forzada, como si los maléficos
presentimientos hubiesen envenenado el ambiente natural del triunfo.
Además, el ejército había experimentado severas pérdidas en la retirada, por
los persistentes ataques de la caballería persa y el mal tiempo, y muchas
viudas y madres deploraban lastimosamente sus muertes, aunque yo creo que
lo debían de haber hecho en la soledad o entre las cuatro paredes de sus
hogares.

Después de los días de fiesta, la vida en la capital volvió a su cauce normal y


ningún extranjero hubiese percibido cambio alguno. El representante de
Francisco I, que había ido en el séquito del sultán desde Bagdad a Tabriz, y
luego a Estambul, fue premiado por sus molestias con un tratado comercial
con Francia. Los esclavos de nacimiento francés que se hallaban en los
dominios del sultán, recibieron la libertad y todo hacía prever que el rey
Francisco, no habiendo escarmentado de reveses anteriores, se hallaba
preparándose para otra guerra contra el emperador. Jaireddin no cayó en
desgracia como muchos esperaban; por el contrario, el tratado fue también
firmado en su nombre, designándosele con el título de rey de Argelia. Sin
esto, se podían haber levantado muchos contradictorios sentimientos entre
musulmanes y cristianos. De todas maneras ya reprochaban al gran visir,
otros conspicuos creyentes, de favorecer más a los cristianos secretamente, al
igual que había sido tachado de proteger a los heréticos chiítas a costa del
ejército otomano. Pero por aquellos días, todo lo malo que ocurría se ponía a
su puerta para socavar su posición, mientras que todo lo bueno se acreditaba
al sultán.

En el transcurso de esta primavera, la disparatada e irrazonable


malquerencia del pueblo por el gran visir llegó a manifestarse en forma tan
evidente, que prefirió no aparecer en público y permanecer, bien fuese en su
palacio tras el Atmeidan, o entre los edificios del tercer patio del serrallo. Los
jenízaros que se ejercitaban en el Atmeidan llegaron a lanzar insultos y hacer
gestos y muecas ante su palacio, y una noche, algunos luchadores borrachos
entraron en él, arrancaron trofeos de los muros y los destrozaron y
emporcaron las habitaciones. Para evitar toda publicidad, que en aquellos
momentos podía ocasionar perjuicios mayores, el gran visir no hizo pesquisas
ni convocó a ninguno de los culpables a responder de tales ultrajes.

Después de su retorno de Persia, el gran visir se vio obligado a enfrentarse


con todos los problemas que se habían creado y amontonado durante su
ausencia, pues los bajaes habían rehusado tratarlos, por temor a no
resolverlos bien. Las negociaciones en preparación del tratado con Francia le
ocupaban también su tiempo, así que con toda su mejor voluntad no disponía
ni de un instante para recibirme. Los días invernales transcurrían sin
esperanza de una entrevista personal, y mi impaciencia era grande por
ponerle en guardia sobre los peligros, los cuales no me atrevía a señalárselos
por carta. De vez en cuando me enviaba una comunicación, generalmente
verbal, por un propio, para decirme que ya me avisaría en el momento
oportuno.

En respuesta a mi continua presión para adelantar la cita, el gran visir me


envió doscientas piezas de oro en una bolsa de seda. Esto se debía interpretar
como una prueba de su invariable favor; pero nunca un presente me dolió
tanto. Parecía como si en su corazón me despreciara y pensase que sólo le
servía por dinero; mas ¿cómo podía reprocharle por ello? La culpa era mía.
Por demasiado tiempo, yo había pensado tan sólo en regalos y premios. Mas
ahora que estaba perplejo entre las gráciles columnas de la antecámara del
gran visir, con la recamada bolsa en mi mano, me di cuenta, con la percepción
de una angustiosa agonía, que ni todo el oro del mundo podría borrar la pena
grabada indeleblemente en mi corazón.

No quiero aparecer mejor de lo que soy, pues mi único designio al escribir


este relato es ser tan honrado como cabe a la imperfecta naturaleza del ser
humano. Además, admito sinceramente que desde el reparto con Andy de los
diamantes de Muley-Hassan, sentía —aunque ya sin gran placer— que mi
futuro estaba asegurado pecuniariamente.

Al volver a casa, Giulia me rodeó el cuello con sus brazos engatusadoramente.

—Querido Mikael, mientras has estado fuera —me dijo— he revuelto tu cofre
de medicamentos buscando un remedio para las molestias de estómago, pues
el jardinero griego está enfermo. Pero no me he atrevido a tocar la droga
africana que trajiste de Túnez, pues me dijiste que una dosis excesiva podría
ser peligrosa. No deseaba perjudicar al hombre por ignorancia.

Me fastidiaba y me tenía harto su costumbre de remover mis cofres cuando


estaba fuera, y se lo dije. Pero mis pensamientos estaban en otras cosas y no
insistí; le di la droga africana que Abú el-Kasim me había recomendado
calurosamente, pero previniéndole sobre la dosis. La misma noche fui
aquejado yo también de dolores de estómago, después de comer fruta, y
Giulia me dijo que además del jardinero, igualmente había sido atacado del
mismo mal un barquero. Tales desórdenes gástricos eran comunes en
Estambul, y no me preocupé de mis dolores. Tomé una dosis de áloe antes de
acostarme y por la mañana estaba ya como nuevo.

Al día siguiente, oí que el sultán había sufrido también de la misma dolencia,


tras una cena con el gran visir, dejándole muy deprimido, cosa bastante
corriente entre los que padecen desórdenes gástricos.

Como resultado de la enfermedad del sultán, podía al fin el gran visir


disponer de sus noches, y al crepúsculo, después de la oración, envió por mí.
Me apresuré a acudir a su palacio, pero esta encantadora mansión,
habitualmente tan brillante y rodeada de una muchedumbre, estaba ahora
oscura, vacía y silenciosa como un recinto funerario. Sólo algunos pálidos
esclavos hacían guardia perezosamente en el gran zaguán, el cual estaba
iluminado por unas débiles lamparillas; pero, entre las columnas de la sala de
audiencia, vi venir corriendo hacia mí al relojero alemán. Me sorprendió
encontrarme en su compañía al relojero francés del sultán, que había sido
enviado a Solimán por el rey Francisco, en cuanto se enteró de su manía por
los relojes. Ambos maestros estaban examinando, con aires de eminentes
físicos, el caprichoso reloj construido por el más famoso especialista de
Nuremberg; dicho reloj debía indicar inexorablemente la hora, fecha, mes,
año, y hasta la posición de los planetas. El germano cayó de rodillas, besó mi
mano y dijo:

—¡Ah, señor! He perdido, he olvidado mis conocimientos. Gracias a mis


hábiles reparaciones, esta infeliz rueda del tiempo ha marchado
perfectamente durante seis años y ahora empieza a renquear. No puedo
localizar la avería y he pedido al excelente maestro François que me ayude.

El reloj daba un tictac fatigoso; sus manecillas indicaban las siete y la


pequeña efigie del herrero salió y comenzó a sacudir la campanilla de plata.
Pero sólo dio tres débiles golpes y el martillo del herrero quedó en alto,
inmóvil. Miré interrogadoramente a los dos hombres, y noté que el francés
empujaba con disimulo una jarra de vino con el pie, tras el reloj. Ambos
maestros me miraron algo borrachos y el enviado del rey de Francia dijo,
jactanciosamente:

—Todos los relojes tienen sus rarezas; de lo contrario, los relojeros no


serviríamos para nada. Conozco este artefacto de dentro afuera y para
manejar tan complicado mecanismo, es necesario ser laborioso y arriesgado.
Por lo tanto, es un gran placer para ambos —aquí señaló al germano—
refrescar nuestras memorias y confrontar nuestros preeminentes
conocimientos, a fin de descubrir quizá dónde pueda hallarse la avería, pues
no se debe desmontar un objeto tan costoso a tontas y a locas y sin una razón
de verdadero peso. El gran visir se muestra —y perdonadme mi candor— algo
excéntrico con respecto a esta ligera irregularidad, como si la estimara como
un mal presagio.

En su embriaguez y con su verborrea francesa, continuó hablando con tanta


ligereza del gran visir, que me enojé y levanté mi mano para darle una
bofetada; aunque dudo que se la hubiese dado, pues él tenía un martillo en la
mano… y tenía también el aspecto de un hombre de muy mal genio. Pero el
germano se interpuso de todas maneras y dijo:

—Si el reloj está enfermo, el noble gran visir lo está más, pues no hay hombre
en sus cabales que tenga los ojos constantemente puestos en un reloj, como
no sea un relojero, y ni éste pierde el sueño a causa de ello. A menudo, se
levanta de noche para contemplarlo, y de día, en medio de una frase ante el
diván reunido, se detiene y queda mirando al cuadrante. A cada momento
hunde la cabeza entre sus manos diciendo: «¡Mi reloj está perdido! ¡Que Alá
me proteja! ¡Mi reloj no marcha!». ¿Es ésta la forma de expresarse de un
hombre sensato?

Dejé a los dos maestros y me introduje en la brillantemente iluminada


habitación del gran visir, quien se encontraba sentado en un triple cojín, con
un atril de lectura ante él. No estoy seguro de si estaba realmente leyendo o
haciendo como que leía; de todas maneras, pasó una página antes de levantar
la mirada hacia mí. Me postré para besar el suelo ante él, tartamudeando de
alegría e invocando bendiciones por su feliz retorno de la guerra. Me hizo
callar con un movimiento de su delgada mano y me miró intensamente a los
ojos, mientras que una sombra de inefable pena inundaba su rostro. Su tez
había perdido su brillo juvenil y las rosetas de sus mejillas se habían
mustiado. Su suave barba negra le hacía parecer aún más pálido a la luz de la
lámpara y al quitarse el turbante, con cansado gesto, vi que no relucía ningún
diamante en él. Había enflaquecido tanto, que los anillos colgaban en sus
dedos y parecían demasiado pesados para ellos.

—¿Qué es lo que deseas, Mikael el-Hakim? —preguntó—. Yo soy Ibrahim,


señor de las naciones y custodio del poder del sultán. Puedo hacer de ti un
visir, si me place. Puedo transformar mendigos en defterdars y boteros en
almirantes. Pero aunque llevo el sello del sultán, no puedo hacer nada por mí
mismo.

Me mostró el sello cuadrado del sultán, que pendía de una cadena de oro
enlazada a su cuello, bajo el floreado caftán. Lancé una exclamación y oprimí
el rostro en tierra una vez más, en veneración a este muy precioso objeto, que
nadie sino el sultán podía usar. El gran visir lo ocultó de nuevo bajo su caftán
y dijo con tono indiferente:

—Con tus propios ojos has visto la ilimitada confianza depositada en mí. Este
sello implica la obediencia incondicional de altos y bajos, en todos los
dominios del sultán. ¿Sabías esto, quizá?

Sonrió con una sonrisa de través, me miró con un rostro crispado y prosiguió:

—Quizá sepas también que el sello cuadrado del sultán abre hasta las puertas
del harén. No hay nada que no pueda hacer, y tan fácilmente como si fuese el
propio Solimán en persona. ¿Entiendes lo que esto significa, Mikael el-Hakim?

Sólo pude arrodillarme ante él, moviendo la cabeza y balbuceando:

—¡No! ¡No! ¡No entiendo nada…! ¡Nada…!

—Ya ves cómo paso el tiempo en mi soledad. Leo el rosario de palabras. En


las estanterías de oro de mi tesorería, se encuentra la sabiduría de todas las
tierras y edades. Leo y dejo que las palabras pasen flotando ante mis ojos. En
las solitarias noches, puedo oír a los sabios hablar: generales famosos,
grandes gobernantes, sagaces arquitectos e inspirados poetas; como también
a todos los hombres santos, que en su estilo son tan arrebatados e inspirados
como los poetas. Toda la sabiduría está a mi disposición mas ¿de qué puede
aprovecharme ahora? Soy Ibrahim el afortunado. Mis ojos han sido abiertos y
veo a través de los prejuicios humanos. Toda esta sabiduría —oye lo que te
digo, Mikael—, toda esta sabiduría no es más que palabras hilvanadas.
Hilvanadas con gusto y habilidad, no hay duda, pero tan sólo palabras, sartas
de palabras, hebras de palabras y nada más. Yo, Ibrahim, yo sólo entre todos
los hombres tengo en mi poder el sello personal del comendador del mundo.
¿Y qué es lo que debo hacer, Mikael? Ya me ves. En mi solitaria habitación,
leo palabras que han sido bellamente enlazadas.

Se quitó los magníficos anillos, molesto por su flojedad.


—Él me conoce y yo le conozco. Unos mellizos del espíritu no podrían
adivinarse sus respectivos pensamientos tan aprisa y tan completamente. La
noche pasada, cuando cayó enfermo, me tendió su sello, entregando así en
mis manos el poder y entregándose a sí mismo. Quizás era para demostrarme
su imperturbable confianza. Pero ya no lo conozco como antes, ni puedo leer
sus pensamientos, como lo hacía. Antes, era para mí un espejo, pero alguien
ha empañado con su aliento este espejo y ya no puedo ver qué imagen refleja;
no puedo discernir qué es lo que está en su mente. Y no puedo hacer nada, no
puedo salvarme. Su confianza, su depósito, este sello, han robado mi fuerza y
me han despojado de mi voluntad.

A pesar de que se esforzaba en dominarse, al observar sus manos trémulas y


su rostro desencajado, como médico, sabía yo cuán enfermo debía de estar su
corazón y le dije suavemente:

—Noble señor, el mes de Ramadán ha comenzado; un mes que obliga, tanto a


los gobernantes como a los esclavos. Cuando el ayuno se haya levantado, tú
mismo habrás de reír de tus alucinaciones. Harías bien en comer y beber
hasta saciarte, visitar tu harén y permanecer allí hasta el nuevo día de ayuno,
cuando haya luz bastante para distinguir un hilo negro de uno blanco. La
experiencia ha mostrado que la piadosa vigilia entre las mujeres del harén
tiene un efecto calmante para el espíritu, durante el Ramadán, como lo ha
prescrito el propio Profeta.

Me miró, en el colmo de la desesperación.

—¿Cómo puedo comer y beber cuando a causa de su enfermedad ha de


ayunar mi señor? No es mi señor, es mi hermano del alma y nunca he sentido
tanto su falta como desde el comienzo de este Ramadán. Mi hermano del alma
y mi único amigo de verdad en la tierra. Durante años, olvidé esto, gozando
arrogantemente de sus presentes y de su infinito favor. En vida de su cruel
padre, Selim, cabalgábamos ambos juntos y las alas de la muerte se cernían
sobre nuestras cabezas. Entonces, confiaba en mí, pues sabía que estaba
dispuesto en todo momento a morir por él. Pero ahora su confianza se ha
disipado. Si no fuese así, no me habría dado su sello. Lo hizo solamente para
convencerse. Es un hombre singular, Mikael… Mas ¿por qué hablar de esto?
Es ya demasiado tarde. Mi reloj se retrasa cada vez más y no tengo nada que
hacer ya, sino leer palabras que han sido magníficamente hilvanadas. Pues
mis ojos viven aún…

No pudo permanecer sentado más tiempo y se levantó, paseándose de un lado


al otro sin descanso, como una sombra, pues el sonido de sus pasos quedaba
enterrado en las suntuosas y mullidas alfombras. De pronto, se detuvo y gritó
con desesperación:

—¡Mi reloj se retrasa, mi reloj se para! Ha andado despacio desde el primer


día. Los relojes de Europa marchan más deprisa que los mejores relojes de
Oriente. Cuanto he soñado, deseado, esperado y aun realizado, sólo ha tenido
la respuesta de mi reloj lento: ¡Demasiado tarde! ¡Demasiado tarde! Llegué
demasiado tarde ante Viena, demasiado tarde a Bagdad, demasiado tarde a
Tabriz. Hasta Jaireddin llegó demasiado tarde. Todo cuanto he hecho, todo
cuanto he decidido, todo ha sido en vano, porque todo fue demasiado tarde.

La sangre le subió a la cabeza y le inyectó los ojos cuando se detuvo de nuevo,


mirándome fijamente:

—¡Alá, y lo que puede hacer un hombre! ¡Qué ejércitos de prejuicios me ha


tocado combatir a cada instante! Cada cosa que llevaba a término, cada ley
que hacía… al punto era detestado y puesto en ridículo. Y aun, cuando por fin
toda oposición era vencida, la respuesta era la misma… ¡Demasiado tarde! En
mi estúpido engreimiento, no pude comprenderlo hasta ayer y no pude
concebir mayor amargura que la de haber llegado a comprenderlo. Mas,
ahora, en el comienzo del Ramadán, sentándome a leer las bellas palabras
engarzadas como en una joya, eslabonadas como en una cadena maravillosa,
no tengo ya deseos de desafiar a mi destino.

Sus brazos cayeron inmóviles a ambos lados, y su rostro, sorprendentemente


bello en su palidez marfileña, adquirió una expresión de calma y serenidad.
Una casi maliciosa sonrisa floreció en sus labios, cuando dijo:

—Uno de los emperadores romanos suspiró, cuando estaba en el umbral de la


muerte: «¡Qué gran actor pierde conmigo el mundo!». Pero yo no me atrevo a
llamarme, ni siquiera, actor. A causa de mi amistad, he renunciado tanto a mí
mismo, que he llegado a no saber cuándo represento o cuándo procedo en
serio. El excesivo poder hace del hombre un actor, y sobre todo si este poder
depende de la voluntad y el favor de otro, aun cuando este otro sea el hombre
más excelente del mundo. Ahora sé que es lo mismo con él, y quizá peor, ya
que después de todo lo que ha pasado, nunca será ya enteramente sincero
con nadie. Debe escoger cada palabra y controlar cada cambio de expresión.
¡Mikael, Mikael! ¡Créeme; sufrirá peores sufrimientos que yo y ya nunca
sabrá distinguir la verdad de la mentira, en su propio corazón! Y así, me
estremezco yo por él, sabiendo cuán espantosamente solo se encontrará en el
mundo. ¡Dios, Alá, desconocido tentador! ¡Quienquiera que seas, no puedes
arruinar nuestra amistad!

Quedó silencioso y como escuchando extrañado el eco de su propia voz.


Luego murmuró:

—Nadie puede confiar en su prójimo. Ésta es la única verdad inmutable; no


existe ninguna otra en el mundo.

—Noble señor, tener demasiada suspicacia es tan malo como una confianza
excesiva —repuse—. Ambas son desastrosas en sus efectos. Deberíamos
buscar, en todas las cosas, el justo medio.

El gran visir me miró desdeñosamente.

—¿Está esa desagradable mujer tratando, a través de ti, de inducirme una vez
más a una falsa sensación de seguridad, antes de que el rayo caiga? —inquirió
—. ¿Qué saben las mujeres de amistad? Escúchame con atención, Mikael; en
la tierra hay un diablo con figura humana, y es la mujer. Pero sólo tiene un
entendimiento de mujer; juzga el mundo según su propia medida y por ello no
podría nunca comprender por qué me dio el sultán el sello con sus poderes
soberanos. Llévale este saludo de mi parte, Mikael. No, en toda su vida, ni en
su fin, jamás podrá conseguir cascar esta nuez; y nada enfurece tanto a una
mujer como el descubrimiento de que entre las relaciones entre hombres y
hombres, hay cosas que la mujer no puede comprender nunca.

Me observó con tal arrogancia y con ojos tan fulgurantes, que no pude por
menos de compararle, en su fatal belleza, a un ángel caído. Con un gesto que
cortó mi intención de contradecirle, prosiguió:

—Quizá sepas que la pasada noche cené con el sultán, pues cuanto más
veneno vierten en su oído, tanto más anhela tenerme a su lado para vigilar
mis pensamientos y escudriñar mi rostro. Escogí adecuadamente la mejor
fruta de la fuente para él. La mondó y la comió y apenas había transcurrido
un cuarto de hora, cuando se quejó de tales dolores de estómago que creí que
iba a morir al punto. Pensó que yo le había envenenado. Exhausto por los
eméticos que le suministraron los médicos, se dio no obstante cuenta de que
viviría, y mirándome intensamente a los ojos, me tendió su sello personal, con
cuyo acto pensaba sin lugar a dudas ligarme a él para evitar que le hiciera
daño. Ningún extraño podría comprender esta acción, pero desde nuestra
adolescencia, he compartido su alimento, dormido bajo el mismo techo y sido
su más íntimo amigo, hasta que esa mujer fatal le indujo a cerrarme su
corazón. Tú hablaste de demasiada suspicacia, y de ello también me he
reprochado. Pero cuando con el sudor del espanto veía que había sido
envenenado, supe que esa maldita rusa había puesto, por arte de brujería, la
fruta en mi mano, para que las sospechas recayesen sobre mí. Roxelana no es
tonta. Era sólo esa fruta, pues yo comí de las otras, y ordené a los esclavos
que comiesen el resto; ninguno de nosotros sintió el menor malestar. Sí; sólo
la fruta escogida por mí contenía veneno. ¿Puedes imaginar algo más
diabólico que esto?

Moví la cabeza compasivamente.

—Estáis enfermo, señor. Sólo tu imaginación ha hecho que pienses tales


cosas. En estos momentos hay una epidemia en la ciudad que presenta tales
características. Yo mismo estuve enfermo ayer, por haber comido manzanas.
Te ruego, señor, que tomes esta medicina calmante que te he traído.
Necesitas dormir, necesitas olvidar tu reloj.

—¡Ah, me traes una medicina calmante, Mikael el-Hakim! ¡Este era, pues, el
objeto de tu visita! Cuando negaste a Cristo, lo hiciste por salvar tu miserable
vida. En esta ocasión, no dudo que te habrán ofrecido más de treinta monedas
de plata. Ya ves que conozco las Escrituras cristianas:

—¡Gran visir Ibrahim! —respondí, mirándole a los ojos—. Yo soy, en verdad,


un pobre hombre, pues supongo que no tengo Dios ni libro santo ante el cual
poder hacer un juramento válido. Pero a ti, no te he traicionado nunca y
nunca te traicionaré. No, quizás, a causa de ti mismo, sino a causa de mí, de
mí mismo, aunque no puedo esperar que entiendas esto, pues ni yo llego a
comprenderlo. Quizás obro así para probarme que un renegado y apóstata
puede ser leal por lo menos a una persona en el mundo y estar a su lado
fielmente cuando todos le abandonan.
A pesar de la lucha que se desarrollaba en su interior mis palabras le
impresionaron y quedó sumido en un largo silencio, mirándome
escrutadoramente a los ojos y sin decir palabra. Luego, se levantó, fue a un
arcón con tapa de oro, lo abrió y comenzó a sacar bolsas y más bolsas, tan
repletas, que algunas reventaron desparramándose las monedas sobre la
alfombra. Fue sacando también puñados de perlas, rubíes, zafiros, esmeraldas
y otras piedras preciosas; ni a la llegada de Jaireddin, había contemplado yo
tanto oro y tantas joyas relucientes juntas.

—¡Mikael el-Hakim! Tan seguro como estoy de que había veneno en la fruta
que comió el sultán, asimismo lo estoy de que eres un traidor. Sólo quiero
saber la verdad. Ni siquiera la rusa podrá pagarte como yo puedo hacerlo.
Dime la verdad sin ambages ni rodeos, completa, total, y podrás llevarte este
tesoro contigo. No temas ahora nada; no hay ningún mudo escondido tras la
cortina. Estamos solos los dos, tú con tu traición, yo con mis sufrimientos.
Pero ya nada me importa. Tan sólo es la verdad la que puede llevar algún
consuelo a mi espíritu aplastado, aliviar mi agobiada mente. Te lo juro. Todo
esto es tuyo sin temor alguno, y aun puedo disponer para ti la más rápida
galera y cien jenízaros del mar, para que te traslades a donde quieras. Pero, a
cambio, ten piedad, Mikael, y dime toda la verdad, sin ocultarme nada.

Miré fascinado a la rutilante pila, pero con un regusto de profunda amargura


en la boca, dije:

—Mi señor Ibrahim. Si yo te dijese que soy un traidor lo creerías, porque es lo


que deseas creer. Pero no puedo confesarte lo que no es cierto. Déjame besar
tu mano en despedida y marcharme, para no molestarte por más tiempo con
mi presencia.

Me miró con evidente asombro y dijo:

—Si verdaderamente eres leal, eres también en verdad más simple de lo que
pensaba. En el mundo de la política, la lealtad es una forma de imbecilidad.

Encontré la respuesta oportuna, diciéndole sonriente:

—En ese caso, somos dos zoquetes en la misma barca. Tú eres tan tonto como
yo, pues llevas el sello personal del sultán y no lo usas para salvarte.

La mirada que me dirigió entonces no dejaba lugar a dudas sobre la lucha que
se desataba en su espíritu. Su rostro estaba pálido y sus ojos parecían
empañados. Con voz apagada, dijo:

—¿Por qué, por qué permaneces a mi lado? ¿Es que acaso te sientes obligado
por gratitud? No creo que sea esto, pues no hay criatura más desagradecida
que el hombre, quien, al contrario de las bestias, odia a su bienhechor. Dime
por qué no me abandonas ahora; qué razón hay para que no desertes.

Besé su mano con veneración, me senté con las piernas cruzadas ante él y
apoyando la frente en mi mano pensé sobre mí mismo y sobre mi vida, y sobre
todo cuanto podía pensar, reconcentrado en una larga pausa silenciosa.
Luego, dije:

—No es fácil responder a la pregunta. Debe de ser por el amor que te tengo,
noble señor. No a causa de tus presentes, sino porque a veces me has hablado
y tratado como a un ser racional. Te amo por tu belleza, tu inteligencia, tu
valor y gallardía, tus dudas y tu sabiduría. Raramente se ve una persona igual
a ti en la tierra. Es verdad, sin embargo, que también tienes tus faltas. Por
ejemplo, estás celoso de tu poder, eres manirroto, blasfemo y algunas otras
cosas que la gente te reprocha. Pero nada de esto cambia mis sentimientos
por ti. Además, nadie te odia por tus faltas humanas, gran visir Ibrahim,
aunque gustan de hablar de ellas y exagerarlas para justificarse a sí mismos y
a sus prójimos del odio que te tienen, y el cual sólo nace del motivo de que tú
estés situado muy por encima de todos los hombres; esto es lo que las almas
mediocres no pueden soportar, pues en cada uno de nosotros se esconde el
latente deseo de sobrepasar a los demás. De esto sí que estoy seguro. Quizá
te amo más por tus elevados propósitos y motivos, y porque no has sido
deliberadamente cruel con nadie. Gracias a ti, nadie es perseguido a causa de
su fe en los dominios del sultán, bien sea cristiano o judío. ¿Te asombras de
que los hombres te odien, gran visir Ibrahim…? Pero yo te amo a causa de
todas esas cosas.

Me escuchó con una sonrisa cansada, como burlándose de sí mismo y


admirando mi talento para hilvanar también palabras, en forma agradable
cuando menos. Me levanté, destapé las fuentes de plata con ricos manjares
que habían dispuesto los criados sobre una mesita de marfil que acerqué, y
probé un poco de cada alimento para tranquilizarle; imitó mi ejemplo
abstraídamente. Luego, le di la droga para que durmiese y tomó el narcótico
sin vacilaciones. Estuve con él hasta que le invadió el sueño, le besé la mano
de nuevo, respetuosamente, y volví a colocar en el cofre todo el dinero, joyas
y brillantes, para no exponer a los criados a la tentación. Les llamé luego,
ordenándoles que desnudasen a su señor y le pusieran en el lecho; me
obedecieron, contentos de que su señor, por fin, no pasara la noche insomne
como durante los últimos tiempos.

Tres días después, apareció Mustafá ben-Nakir, inesperadamente como


acostumbraba. Temí lo peor, pues parecía venir con un aire de fría amenaza.
Los cascabeles de sus rodillas cantaban tan alegremente como siempre, pero
estaba vestido con extremo descuido y menos limpio de lo que solía. Hasta
había olvidado el libro persa. Le pregunté qué había sido de él y qué había
estado haciendo.

—Vamos a tu muelle de mármol a contemplar las estrellas —contestó—. Está


a punto de nacer un poema en mi corazón y no quiero que tus criados y ni aun
tu mujer estén presentes en tan solemne momento.

En camino hacia la orilla del mar, Mustafá ben-Nakir miró en torno suyo y
preguntó:

—¿Dónde está tu hermano Antar, el luchador?

Le repliqué, algo impaciente, que sabía poco de él, porque desde nuestro
retorno de Túnez se había dejado crecer el pelo, andaba descalzo y se pasaba
los días entre derviches contemplando sus artes mágicas y escuchando los
desvergonzados cuentos con los que embaucaban a las mujeres crédulas para
sacarles el dinero. De todas maneras, le llamé y emergió de la cabaña del
bote, a regañadientes y royendo un hueso.

—¡Ah, Antar! ¿Quieres unirte a nuestra hermandad, por lo que veo? —


preguntó Mustafá ben-Nakir, asombrado de su aspecto.

Andy, por su parte, le miró con aire imbécil y contestó:

—Ya ves que no tengo ninguna piel de león sobre mis espaldas. Pero mi deseo
es realmente buscar a Dios en las cimas de los montes y en el desierto. ¿Cómo
has podido adivinar mis pensamientos, que no he confiado siquiera a los
derviches?

Mustafá ben-Nakir estaba tan asombrado, que tocó pecho y tierra con las
yemas de los dedos a los pies de Andy.

—En verdad —dijo—, que Alá es grande, y maravillosos son sus caminos. Esto
es lo último que habría esperado. Dime qué te ha decidido a seguir la senda
santa.

Andy se sentó también en la orilla e introdujo sus pies en el agua, mientras


seguía royendo su hueso.

—¿Cómo puedo explicarte lo que ni yo mismo casi comprendo? Cuando tenía


a mi lado al perro de mi amigo Mikael, me sentía una criatura mejor. Rael no
odiaba a nadie y perdonaba al instante todos los errores. Si cuando yo estaba
borracho se me ocurría asirlo de las patas y gemía de dolor, se le pasaba
enseguida y venía a lamerme, pidiéndome perdón por haberse lamentado. Se
reprochaba a sí mismo de mi acción, y aunque yo intentase explicarle que no
era así y que había sido una estupidez mía, todo era en vano. En las noches
frías, me daba calor. Pero ¿quién puede darse verdadera cuenta de lo que
valen la felicidad y la amistad, antes de que hayan desaparecido? Hasta que
este perro no encontrara su bien merecido premio en el serrallo, no vi lo
mucho que Mikael y yo habíamos perdido.

Soltó unas cuantas lágrimas y prosiguió:

—Ahora que esta tristeza me ha apresado, veo que el pobre perro era más
sabio que yo; veo, por fin, que llevo la culpa de la maldad del mundo. Aun
cuando miro a un hombre cometiendo una fechoría, y hasta matando, me dijo:
¡La culpa es tuya! ¡Ay! Soy un hombre simple y lo mejor que haré es irme al
desierto y a la cima de las montañas, pues estos nuevos pensamientos míos
parece ser que irritan mucho a otras personas, y creo que nunca iré de nuevo
a la guerra; si lo hiciera, sería tan sólo por alguna causa justa y buena.

—Te puedo ofrecer una causa de ese género en este momento —dijo Mustafá
ben-Nakir, con vehemencia—. Pero, por ahora, lo que has de hacer es aguzar
bien el oído para guardarnos a Mikael y a mí de los fisgoneadores. Si alguno
aparece por casualidad, dale la única explicación rápida que corresponde…
Un poema está a punto de nacer en mi corazón.

Andy respondió, bonachonamente:

—Soy una persona ignorante, aunque comprendo la angustia de un parto


semejante. Pero he oído decir que el vino puede aliviarlo mucho, y voy a
buscar el ánfora mayor que encuentre en la bodega.

Cuando se marchó, Mustafá ben-Nakir empezó a hablar:

—He estado en la ciudad para cumplir ciertos ejercicios espirituales, y al


mismo tiempo he oído noticias. Se contaba también una historia que te voy a
repetir.

Protesté, en vano, que no estaba de humor para escuchar historias, y prefería


oír el relato de sus vagabundeos, en lenguaje corriente y moliente. Insistió, en
tono ofendido, que las malas noticias debían envolverse en seda, y en el
nombre del Compasivo, comenzó:

—Érase una vez un rico y respetable señor, cuyo halconero era un bello
adolescente de su misma edad. El señor se aficionó de una manera por demás
extrema a su servidor, y lo creyó tan honrado, cuan bello era; pero cuando
quiso confiarle la dirección de su casa, el taimado sirviente protestó, diciendo:

»—No es fácil gobernar una mansión tan grande. ¿Quién puede asegurarme
que cualquier día mi señor no se enfade conmigo y me corte la cabeza?

»El honorable señor rió y dijo:

»—¿Yo, enfadarme contigo? Tu amistad es para mí más que las niñas de mis
ojos. Pero como nadie, en efecto, puede predecir lo que en el futuro es dado
acontecer, juro por el Profeta y el Corán, que nunca te despediré o castigaré
por error alguno. Por el contrario, si tal aconteciere, te protegeré y ampararé
con todo el poder que Alá me ha dado. Y así será por todos los días de mi vida.

»No transcurrieron muchos años sin que el esclavo disipase la hacienda de su


señor, y comprometiese todos los fundamentos de la casa, en sus básicas
leyes y costumbres. Demasiado tarde, se percató de su error el noble dueño, y
hubiese deseado castigar al esclavo, que de manera tan vil podía romper su
juramento. El esclavo, que a la manera de los esclavos odiaba y envidiaba a su
dueño por su noble naturaleza, se deslizó una noche en su dormitorio, se
acercó al lecho y lo estranguló. Y no paró ahí la cosa, sino que luego vendió su
casa y posesiones a los infieles, de forma que no sólo a su señor, sino a todo el
islam, causó un irreparable daño.

Mustafá ben-Nakir quedó silencioso y en la azul oscuridad, percibí el brillo de


sus ojos. Luego, añadió, fríamente:

—¿No es una extraña historia? ¿Qué hubieses hecho, Mikael, en el lugar del
noble señor?
—¡Alá, qué pregunta tan estúpida! Me hubiese apresurado a acudir al muftí, y
pedirle una fatwa para desligarme de mi precipitado juramento. Para eso está
el muftí.

—¡Exacto! —murmuró Mustafá—. Esta misma mañana ha sido contada la


historia al muftí. Se le ha pedido que prepare una fatwa , en correspondencia
a la cual el sultán Solimán ha prometido construir la más espléndida mezquita
jamás vista, en el punto más alto de la ciudad. La fatwa le libera del
juramento que pronunció en la locura de su juventud, y puede con ello obrar
sin ofender las leyes del Corán.

Quedé silencioso, pues ya había comprendido de sobra el significado de la


historia. El destino del gran visir estaba irrevocablemente sellado, y nada en
el mundo podría ayudarle ya. Mustafá ben-Nakir vigilaba la expresión de mi
rostro, en la azul penumbra, y se impacientó.

—¿Por qué no hablas, Mikael? ¿Eres tan simple como tu hermano Antar? La
oportunidad se te escurrirá entre los dedos. El muftí ha pedido un plazo hasta
mañana por la noche para considerar la cuestión. Mañana es el idus de
marzo, de acuerdo con el calendario cristiano, cuando se dice que todos los
acontecimientos notables tienen lugar. El tiempo de la acción ha llegado. Los
idus de marzo favorecen a los hombres intrépidos, pero aplastan a los débiles
y vacilantes bajo un talón de hierro.

—Si por acción quieres significar que debo huir, es demasiado tarde. En
ningún caso abandonaré al gran visir en su hora más desesperada, por muy
estúpido y loco que ello pueda parecer a los ojos de los prudentes.

—¿Estás dormido, Mikael? —dijo impaciente Mustafá—. El sultán Solimán se


encuentra inhabilitado para ser el señor del mundo. El gran visir porta el sello
personal del sultán, y el serrallo sabe que éste ha estado enfermo varios días.
Los jenízaros aman al príncipe Mustafá. El Joven Moro está invernando aquí
con sus buques, y todo lo que necesitamos es una suma suficiente para
distribuir entre los jenízaros, desparramar promesas entre el pueblo, y
mayores granjas para los espahíes. Una vez hecho esto, el serrallo
proclamará, de buen grado, al príncipe Mustafá como sultán. ¡Mikael, Mikael!
El Destino solo es quien lo ha preparado todo para mañana.

—Pero ¿qué pensáis hacer con el sultán Solimán? —inquirió asombrado.

—Naturalmente, debe morir —respondió Mustafá, con aire sorprendido—.


Uno de los dos debe morir, y lo verás por ti mismo. Cuando el sultán haya
obtenido su fatwa , invitará al gran visir a una cena, pero esta vez, la comida
terminará con la llegada de los mudos. Antes de esto, sin embargo, el gran
visir tendrá su momento; el único momento, y el último. Comerán juntos;
luego, hablarán el veneno, las dagas o los lazos. El rostro del sultán puede ser
retocado para borrar toda señal de violencia. Y, en cualquier caso, después de
su muerte, el pueblo pensará más en el joven Mustafá que en él.

Mis pensamientos tomaron una loca carrera, y tras mi larga depresión y


apatía se encendió mi entusiasmo, pues la razón me decía que el plan de
Mustafá ben-Nakir era excelente. Una vez que fuese dada la muerte, ni los
jenízaros, ni los eunucos harían preguntas innecesarias; se someterían
rápidamente a la voluntad de Alá y se apresurarían a recibir de su sucesor los
regalos de rigor al principio de un nuevo reinado. Mientras tanto, los cañones
del Joven Moro mandarían en la ciudad. Si algún bajá del diván fuese tan
tonto como para hacer preguntas, sus colegas se apresurarían a suprimirle,
en la espera de quedarse con su puesto. Yo mismo no perdería nada con el
cambio de régimen, mientras que si el gran visir muriese con la muerte del
traidor, a manos de los mudos, mi propia cabeza rodaría también pronto a los
subterráneos de la Puerta de la Paz. La traición requería que se distribuyesen
un gran número de caftanes negros entre los criados y familiares del gran
visir.

Entre frase y frase, habíamos bebido grandes sorbos del vino que Andy había
traído.

—¡A tu salud, Mustafá ben-Nakir! —exclamé—. Tu plan es excelente, pero no


me lo has dicho todo. Sé sincero por una vez, y di lo que traes entre ceja y
ceja. Os conozco bastante, a ti y a tu filosofía, para estar seguro de que no
levantarías un dedo por el gran visir, solamente.

A la luz de la luna que salía entre nubes, vi inclinarse su cabeza hacia mí. Asió
la jarra de vino y bebió también. Luego, dijo rápidamente:

—¡Ah, Mikael, amigo mío! A pesar de que busqué solaz entre las bellas hijas
de Bagdad, ¿cómo hallarlo cuando en ella he aprendido a adorar lo
inasequible? Debo liberarme de ese fantasma, pues mi razón me dice que no
es más que una mujer como otras. Pero tan sólo en sus brazos puedo llegar a
la liberación; lo cual sólo es posible si el sultán Solimán muere y puedo
reclamarla como premio. Todo es así de sencillo. A causa de la cascabelera
risa de una mujer, la diosa de la historia pasará mañana una página en su
gran libro.

Se ocultó el rostro entre las manos y todo su cuerpo se estremeció de pasión,


dolor, y del embrujo que el vino y la fría noche habían forjado. Andy se
aproximó, sintió pena de los dolores que sentía Mustafá en el alumbramiento
de su poema, y le ayudó a ponerse en pie, aunque él también estaba tan
inestable que por poco caen ambos al agua. Cuando Mustafá consiguió
zafarse de los brazos de Andy, me asió a su vez por los hombros, y musitó con
torpe lengua:

—¡Ya sabes bastante, Mikael el-Hakim! Apresúrate ahora a visitar a quien


está en nuestros pensamientos. Cuando prometa hacer su parte, nosotros
prepararemos todo lo demás para mañana.

Andy ayudó a Mustafá a meterse en cama, y se vistió, según le ordené, con un


caftán limpio para escoltarme, pues yo no me atrevía a ir solo en un asunto
tan peligroso. Mientras los somnolientos esclavos preparaban la barca, Giulia
vino corriendo al embarcadero, retorciéndose las manos y llorando.

—¡No me dejes sola, Mikael! ¿Qué ha ocurrido, y qué quería Mustafá ben-
Nakir? ¿A dónde vas? ¿No me ocultas algo?
Le dije que Mustafá ben-Nakir había bebido al extremo de perder el sentido
mientras componía un poema en honor de cierta elevada señora, pero que yo,
no pudiendo conciliar el sueño, me iba a dar una vuelta a la gran mezquita.
Me dijo que tampoco ella podía dormir, y que la llevase conmigo, pues se iría
al harén a pasar allí la noche charlando. No pude rehusar, aunque sin ningún
placer me senté a su lado, bajo el manto de las estrellas; estaba
verdaderamente sorprendido por mi repentina antipatía y hasta repugnancia,
por su presencia. Tras chocar, casualmente, con ella por el balanceo de la
barca, me percaté de que estaba temblando.

—¿Tienes frío, Giulia? —pregunté asombrado.

Se separó vivamente y yo volví mis ojos al atezado e inexpresivo rostro de


Alberto. Recordé repentinamente al gato muerto de Giulia, y otras muchas
cosas que también me hicieron temblar.

—Esa droga tunecina… —dije en voz baja a Giulia, inclinándome de nuevo


hacia ella—. ¿Por qué la pusiste en la fruta que me diste hace algunos días?
No la necesitaba; me encontraba perfectamente bien.

Mi tono calmado e indiferente la hizo caer en la trampa, pues contra su


costumbre, que no era más que la de enseñar la punta de la nariz, dijo
mimosa:

—¡Ah, Mikael! ¿No estarás enfadado conmigo? Era por tu bien. No tenías
buena cara y temí que hubieses enfermado, como el jardinero y el botero. No
podía sospechar que te hiciera daño.

Después de estas palabras, no tuve ya la menor duda de que la sultana Jurrem


había tenido conocimiento de la droga y la pidió, y que Giulia había probado
primero sus efectos en nosotros. Era claro que a la sultana le había interesado
no recurrir a los médicos del serrallo, y su confidente Giulia se la había
llevado para que pudiese introducirla hábilmente en la más hermosa fruta
destinada al postre del sultán, la cual, como es natural, la cortesía obligaba al
gran visir a ofrecérsela a su señor.

A pesar de esta nueva evidencia de la perfidia traicionera de Giulia, no sentí


una cólera grande, quizá porque ya se había agotado mi capacidad para ello.
Por el contrario, esta certidumbre me produjo un extraño alivio. No hablamos
más, y cuando llegamos al desembarcadero del serrallo, dejé a Giulia y a
Alberto en la orilla para seguir yo mi camino al final de la calle que conducía a
la gran mezquita, desde donde Andy y yo podíamos continuar furtivamente,
colina arriba hasta el Atmeidan y seguir luego por el alto muro que rodeaba
los jardines prohibidos.

Entré en el palacio del gran visir por una puerta trasera, y Andy quedó de
guardia en la calle. Fui introducido enseguida a presencia del gran visir,
quien estaba en su biblioteca sentado en un cojín y con un pergamino griego
en la mano. Se sonrió placenteramente y dijo:

—Mi reloj retrasa, y por eso no me sorprende en absoluto verte a una hora
tan tardía.

Estaba singularmente bien y vestido con elegancia. Su cabello estaba


aceitado, y sus manos y uñas coloreadas. Hasta se había puesto carmín en los
labios, y portaba aros de brillantes en las orejas. Parecía haber recuperado de
nuevo su serenidad habitual. Sin perder tiempo en cortesías preliminares, y
después de saludarle como correspondía, dije:

—Noble señor, tu reloj no retrasa. Yo creo que alguien ha sobornado a tu


relojero o al del sultán para estropearlo deliberadamente, de forma que
creyeses en un augurio. Pero tu reloj no anda despacio, feliz Ibrahim. En
realidad, adelanta sobre los de tus enemigos.

Le conté rápidamente todo cuanto sabía, del veneno en la fruta, de la fatwa ,


del plan de Mustafá ben-Nakir, y de su hermandad, la cual estaba dispuesta y
preparada a prestar su apoyo al gran visir.

—Todo está a punto, y no tienes más que hacer que llevar el timón de los
acontecimientos. ¡Pega primero! Recuerda que en lo que te concierne, el
sultán no es más que un asesino. Comeréis juntos, y tú eres el más fuerte. No
lleves armas contigo; puedes estrangularlo con la cadena del sello real. Nadie
sospechará, aunque registren cuidadosamente tus vestiduras. Antes que
nada, dale un buen golpe en la sien, para dejarle sin sentido. Obra con
rapidez y valor, y todo irá bien. El dominio del imperio te espera, y quizás el
dominio de todo el mundo.

Me escuchó tranquilamente, como si le estuviese relatando una historia


conocida, y cuando terminé, dijo:

—Bien, Mikael el-Hakim. Veo que, después de todo, eres un traidor. ¿Pero por
qué no me envenenaste cuando tuviste la oportunidad o cuando menos no me
robaste? Conté el dinero y lo demás, y vi que nada faltaba. Verdaderamente,
las criaturas de Alá son extrañas en su diversidad. ¡Basta, no llores! No
quisiera por nada del mundo causar pena a mi único amigo.

Me palmoteo suavemente la mejilla con sus manos calientes de fiebre, y me


invitó a sentarme a su diestra; puso vino en copas de oro, y escogió para mí
los mejores manjares de una fuente ante él, como si yo fuese un invitado de
calidad a quien honrar de la mejor manera. Habiéndome calmado prosiguió:

—Puedes ser mi amigo, aunque no me conoces bien. He meditado


extensamente lo que me sugieres, y el plan es en sí mismo excelente. Sólo
tiene una dificultad: yo mismo. Nadie sabe esto sino el sultán, y mostró su
conocimiento al darme el sello. En su corazón sabe que nuestra amistad me
ata con más fuerza que grillos y cadenas de hierro. No; no lo asesinaré. Desde
su juventud ha sido un hombre melancólico, y la pena y el dolor lo
acompañarán aún más íntimamente cuando yo me vaya. Desde el momento
que tal suceda, el terror se enseñoreará del serrallo, y todo por causa de la
rusa. Profundamente, muy profundamente, lo compadezco a él. Será el
hombre más solitario del imperio.

Hizo una corta pausa, y prosiguió:


—Dijiste en una ocasión que un hombre debe ser leal cuando menos a una
criatura en la tierra. Si tú lo eres, ¿por qué no yo? El hombre es más grande
que la política, el honor y el poder, aunque muchos no quieren verlo. Seamos
sinceros y admitamos que tu lealtad hacia mí no es más que una lealtad hacia
ti mismo; así, mi lealtad al sultán no es más que la lealtad hacia cierto pobre
Ibrahim que se sienta a su lado tratando de convencerse de que es un
verdadero hombre. La hora de la partida está a la vista. Y en ella debemos
despojarnos de nuestras máscaras.

Quedamos silenciosos durante largo rato hasta que me pareció que mi


compañía le molestaba ya, pues dijo, cortésmente:

—Si en verdad no piensas escapar, hazme un último favor: da una digna


sepultura a mi cuerpo, a la manera musulmana.

Sospeché que me hacía esta última petición por simple cumplimiento, para
mostrarme que creía en mí, pues en realidad se preocuparía poco de lo que
fuera de sus restos. Pero yo le prometí hacerlo como pedía, y besé sus manos
y hombros en despedida. Así fue mi última entrevista, en vida, con el hombre
más notable y singular de todos cuantos jamás conocí; un hombre más grande
que el mismo emperador, o que el sultán.

Cuando salí de nuevo por la puerta de servicio, encontré a Andy sentado a la


luz de la luna, y cantando una escabrosa canción germánica.

—Es Ramadán, mi querido Andy —le dije—. Vamos a la gran mezquita a orar.

Con las babuchas en la mano, atravesamos las grandes puertas de cobre, y


entre los pilares de pórfido, la paz penetró en mi corazón, tan suave y
mansamente, como se hundían mis pies en las ricas alfombras que cubrían el
suelo. Sólo ardían unas pocas lámparas, y la alta bóveda era como un
firmamento sin estrellas.

La mezquita estaba vacía, pero pronto, cuando llegase la fiesta de Bairam, en


la última noche de Ramadán, arderían las cien lámparas, los dorados
proverbios relucirían en los gigantescos medallones, y decenas de miles de
musulmanes se apiñarían bajo la cúpula para escuchar el recitado del Corán,
salmodiado en voz alta y ritual desde el trono de los imanes. El sultán Solimán
en persona estaría presente, y tras la verja de oro, las damas del harén
seguirían la ceremonia, rodeando a la sultana Jurrem, quien tendría a Giulia a
su lado. Mas yo no compartiría el regocijo. A través de los subterráneos del
Portillo de la Paz, mi cuerpo descabezado iría, lentamente arrastrado por la
corriente, al pozo sin fondo del Mármara.

Bajo una solitaria lámpara oprimí la cabeza contra la blanda alfombra, me


levanté y me volví a postrar ante el rostro de Alá. Pero principalmente dirigía
mis plegarias al juez incorruptible que en mí estaba implorándole con todas
mis fuerzas que abandonase sin temor el cuerpo que le aprisionaba.

La luna creciente se ocultaba entre nubes cuando la barca atracó en el


embarcadero de mi casa y saltamos a la orilla. Giulia no había vuelto, ni se
veía al acechante y sigiloso Alberto. Mustafá ben-Nakir estaba sumido en
sueño de plomo en mi cama. Resolví aprovechar el momento.

—Quiero hablarte seriamente —le dije a Andy—, así que te ruego que no me
interrumpas con preguntas estúpidas. Mañana, o pasado, o a más tardar en el
plazo de tres días, seré hombre muerto. Como soy esclavo del sultán, mi casa
y todas mis pertenencias vuelven a él, aunque debido al favor de que goza
Giulia, es seguro que consiga algún trato especial. Ella es una mujer libre, y
tú, Andy, eres un hombre libre también. Tienes tu parte en los diamantes de
Muley-Hassan que me confiaste y te quedarás con mi parte también, como es
mi deseo. Nadie sabe nada de estas piedras. Las tengo a buen recaudo, pero
pienso que de todas maneras no están seguras en casa, así que vamos a
aprovechar este momento para enterrarlas en el jardín. Después de mi
muerte, y tras el registro que aquí se hará, una vez que yo haya sido olvidado,
y de ello no pasará más de una semana, pues conozco el serrallo, desentierra
las piedras y vende las más pequeñas a un judío cuyo nombre te daré. Lo
mejor que puedes hacer entonces es dirigirte a Egipto y ponerte, en mi
nombre, bajo la protección del buen eunuco Solimán. Luego, puedes viajar
con él a la India, o si así lo aconseja, volver a Venecia y a las comarcas
cristianas. Lo mejor que puedes hacer, además, es abandonar esta casa
mañana temprano, y quedarte por el momento entre los derviches, pues los
musulmanes tratan bien a sus santos hombres y otros excéntricos no
persiguiéndolos.

Andy me miró con rostro inexpresivo. Luego, suspirando profundamente, dijo:

—Alá es en verdad el buen Dios, y aunque a veces he dudado de su cordura, la


paz sea con él. Oigo y obedezco, e iré a Egipto si es necesario. Pero cada cosa
a su tiempo, y no te dejaré hasta ver por mis propios ojos tu cabeza separada
de tu cuerpo. Y ello está aún por ver, pues no te abandonaré aunque me
rompan la crisma, si es que pueden.

Le reprendí, tanto con palabras rudas como con suaves y amables. Pero se
mantuvo en su terquedad, y no pude hacer más sino agradecerle
irritadamente su amistad, tras lo cual fuimos ambos a enterrar los diamantes.

Terminada nuestra faena, alboreaba un nuevo día de Ramadán. Sin cuidarnos


de las leyes sagradas, nos fuimos a descansar seguidamente, y con la paz de
la renunciación en todo mi ser, me hundí en un profundo sueño. Fui
despertado por Mustafá ben-Nakir, quien se inclinaba sobre mí con sus largos
cabellos enmarañados y la piel de león sobre los hombros. Levantándome con
presteza, me lavé y vestí sin decir palabra, y a la vista de mi tranquilidad,
también él se mantuvo tranquilo. Luego, y no deseando tenerle por más
tiempo en suspenso, le relaté todo cuanto había pasado.

A medida que iba yo hablando, su rostro se oscurecía más y más, aunque


como hombre juicioso no dejaba escapar ninguna manifestación de su boca,
circunstancia que le favorecía mucho, pues ¿quién hubiese escuchado sin
maldecir, y hasta blasfemar, la delirante obstinación con la cual el gran visir
había apartado nuestras manos salvadoras? Cuando terminé, Mustafá ben-
Nakir comenzó a lavarse a su vez, secó sus manos y se peinó cuidadosamente,
ungiendo su cabello.

—El gran visir se ha condenado a sí mismo —dijo por fin—. Todo el mundo
puede equivocarse. Pero ahora, tanto tu cuello como el mío están en peligro, y
nadie nos agradecerá que sigamos como corderos a Ibrahim en su muerte.
Salvemos el pellejo y purifiquémonos de las sospechas y las acusaciones,
testimoniando contra él. Con esto, no le perjudicaremos más, puesto que el
sultán ya ha pronunciado su sentencia, habiendo apelado al muftí.

—¡Alá! ¡Alá! —exclamé con repugnancia—. Tu nombre sería maldito si


hicieras tal cosa.

Me miró estupefacto, y luego dijo fríamente:

—Tengo mi puesto y mi trabajo que hacer en el mundo; y la piedra básica del


político se llama realismo. El hombre sabio se abstiene de las vanas luchas y
se une al vencedor para reclamar con sus vítores la parte del despojo. El
hombre que ha vuelto del revés su túnica está a menudo en mejor posición
que el conquistador, pues conoce más cosas y puede vender sus
conocimientos a elevado precio.

Miré con atención sus brillantes ojos y bello rostro.

—¡No! —dije blandamente—. No sigas más, Mustafá ben-Nakir. Ya tengo


bastante de tus doctrinas.

—Pues en ese caso eres un estúpido, Mikael el-Hakim, y me equivoqué


contigo. Recuerda que tan sólo la estupidez es castigada. Ni la adulación, ni la
complacencia, ni la traición, ni la apostasía; sólo la estupidez. Y la verdad es
la peor de las estupideces, pues tan sólo los retrasados mentales y pobres de
espíritu creen que han hallado la verdad. Pero no hablemos más de esto; no
trataré de convencer a un hombre tan lerdo como tú.

—Tienes razón, Hijo del Ángel de la Muerte —respondí—. Todo cuanto me


dices, lo he expulsado de mí. Ya me ha llegado el tiempo de probarme que hay
algo más grande en el hombre de lo que yo pensaba. Esto me concierte sólo a
mí y debes perdonarme si te pido que te vayas ahora. Soy débil y fácilmente
influenciable, y odiaría traicionarme a mí mismo en el último instante.

Una seductora sonrisa iluminó el rostro de Mustafá ben-Nakir, como un rayo


de sol en una caverna.

—¿Cómo puedes estar seguro de que soy diabólico? ¿Cómo puedes saber que
no soy el juez incorruptible que tienes dentro de ti, Mikael el-Hakim?

Sus brillantes ojos parecieron atravesarme. Cómo pudo llegar a mencionar a


este juez incorruptible, cuya existencia, y sobre todo cuya denominación, a
nadie más que a mí mismo había yo jamás confiado, es lo que no sé; sus
palabras certeras, precisas, penetrantemente diabólicas, me llenaron de tal
horror, que caí de rodillas temblando.
—¡Apártate de mí, Satanás! —murmuraron mis labios.

Pero mi corazón estaba silencioso, inerte, sin vida.

Giulia entró en la habitación con grandes prisas. En aquel momento, venía del
serrallo. Se destapó el velo, mostrando un rostro reluciente de excitación y los
ojos iluminados con el fulgor de un triunfo secreto.

—¡Oh, Mustafá ben-Nakir! —exclamó—. ¡Cuán afortunada casualidad que aún


estés aquí! ¿Qué darías por traerte buenas nuevas?

—No me atormentes, despiadada Giulia, y dime enseguida lo que tengas que


decir. Mi corazón es una hoja al viento y mis manos son hielo.

Giulia rió entre dientes y dijo:

—Cierta elevada persona tiene en el corazón los poemas que has grabado en
los troncos de los plátanos del patio de los jenízaros, y los que enviaste con
los mercaderes de Basora. Se ríe con tus poemas, pero está halagada de tu
atención, y puede ser que sienta curiosidad por ver tu rostro una vez más.
Esta noche, te favorecerá con una entrevista de la cual nadie debe saber.
Quizá querrá permitirte que le leas tus poemas, pues se dice que durante las
noches de Ramadán, las mujeres están llenas de antojos. Apresúrate a los
baños, Mustafá ben-Nakir, y haz que te unjan con fragantes óleos. A la puesta
del sol, e inmediatamente después de la hora de las plegarias, la puerta
prohibida se abrirá ante ti, y ¿quién sabe lo que una noche de Ramadán oculta
tras su celosía?

—¡No lo creas! —dije, profundamente alterado—. No es más que un lazo


tendido. Huye al monasterio de tu hermandad, donde nadie se atreverá a
levantar la mano contra ti.

Los ojos de Giulia lanzaron relámpagos de cólera, y chilló:

—¡Calla la boca, Mikael! No tienes nada que decir en este asunto.

Mustafá ben-Nakir repuso:

—Aun cuando fuese un hombre muerto, ella es y será siempre la única mujer
para mí en el mundo. Quizá sea un lazo tendido, pero quizá también, cuando
oiga lo que he de decirle, cambie de forma de pensar. ¡Ah, Mikael! Sería bien
loco de no aprovechar la oportunidad que me ha sido brindada. Hace un
instante, o poco menos, estaba dispuesto a derrocar el imperio, y hasta
hubiera derrumbado el mundo, sólo por tocarla. Si he de morir, lo haré
contento, una vez que haya desflorado la ilusión de que sólo por lo
inasequible merece la pena el esfuerzo.

Cuando acompañé al embarcadero a Mustafá ben-Nakir, vi con sorpresa a dos


jenízaros vestidos de rojo, quienes habían entrado y me seguían. Miré en
derredor y vi a jenízaros armados que montaban guardia en cada puerta, en el
jardín y abajo, en el muelle de mármol, lo que me hizo pensar que Jurrem no
dejaba nada al azar. Me detuve a contemplar a Giulia, que volvía de nuevo en
mi magnífica barca esculpida. Alberto estaba en pie a su lado, cruzado de
brazos y con una mueca indefinible en su rostro cetrino. Una fría mano
pareció estrujar mi corazón, y mientras mi mirada resbalaba por encima de
las aguas hasta las altas cúpulas del serrallo, el onbash de los jenízaros vino a
mí y se inclinó respetuosamente. Las aspas cruzadas de su fez blando
brillaban al sol. Tocando pecho y tierra con las yemas de los dedos, dijo:

—Me ha sido ordenado por el aga acompañarte por doquier y protegerte


contra todo mal. Soy responsable con mi cabeza de tu seguridad; por lo tanto,
te ruego que no te molestes por mi continua escolta. Por este servicio, los
embajadores de los infieles pagan tres aspros por día a cada uno de mis
hombres y seis a mí; pero, desde luego, esta tarifa varía según los medios y
posición. No dudo que tú eres muy superior a los embajadores de los infieles.

Con una esperanzadora sonrisa, se atusó las guías de los bigotes y miró con
complacida admiración mi turbante, los aretes de mis orejas y la botonadura
de mi caftán. No había más que hacer sino derramar bendiciones sobre él y
tenderle una bolsa repleta de aspros.

Pocos días en mi vida me parecieron tan largos y penosos como aquel


brillante idus de marzo, pero tras una eternidad, contemplé por fin las
ondulaciones del Bósforo. Busqué al sordomudo de Abú el-Kasim entre los
barqueros de la orilla, le expliqué por signos lo que pensaba, y le dije que
fuese como de costumbre al patio de los jenízaros del Portillo de la Paz.

No pegué un ojo en toda la noche, y al alba ordené a los centinelas que


despertaran a los jenízaros dormidos, pues Andy y yo habíamos de
trasladarnos al serrallo. En el Portillo de la Paz, encontré montando guardia a
mi fiel sordomudo. A mi llegada se adelantó, y me dijo con vehementes signos
que el gran visir había acudido al serrallo la noche anterior, despedido su
séquito, y pasado a través del Portillo de la Paz. No había vuelto a salir desde
entonces. Un posterior gesto me señaló que mi dueño y señor y amigo ya no
existía; indiferente a mi rango y dignidad, me senté en el césped, en espera
del momento en que el cuerpo del asesinado fuese trasladado al patio. Los
jenízaros de mi escolta se sentaron también, a respetuosa distancia. A la
creciente claridad del día, vi los sagaces ojos del onbash posados sobre mí,
pero no me preguntó nada, sabiendo que nuestros menores actos están
inscritos en el gran libro de Alá, mucho antes de nuestro nacimiento. Una
necia curiosidad era por lo tanto inconsecuente con la dignidad humana y la
propia estimación.

Las estrellas mañaneras se borraron, comenzaron a cantar los gallos en el


patio interior, y pronto la voz distante de los almuédanos en el alminar de la
gran mezquita nos recordó que la oración es mejor que el sueño. El onbash
espabiló a los jenízaros, y fuimos en fila a la fuente enlosada, donde
proclamamos nuestra intención y verificamos nuestras abluciones por turno.
Luego, y volviendo nuestro rostro a la Ciudad Santa, dijimos nuestras
oraciones. Pronto despuntó el sol sobre el paisaje primaveral, y las grandes
puertas fueron abiertas de par en par. El portero, bostezando y rascándose la
espalda, respondió a nuestro requerimiento, apuntando a unas angarillas que
estaban bajo la arcada, en espera de traslado. Pero yo solo, el renegado, con
Andy y el sordomudo, acudimos a despedirnos del gran visir en su último
viaje.

Yacente en un viejo y usado féretro, estaba menos bello que lo fuera en vida.
Su cuerpo presentaba numerosas heridas, y el lazo había apretado tanto su
cuello, que su rostro estaba ennegrecido. Sus lujosos atavíos habían sido
tirados desordenadamente sobre su cuerpo desnudo, y el portero estaba
recogiéndolos, pues le correspondían como pagos tradicionales. Me vendió de
buena gana una túnica negra, con la cual envolví el cuerpo para ocultarlo a
las miradas.

Pero ya era demasiado tarde. Los jenízaros que me escoltaban lo


reconocieron y no pudieron contener sus exclamaciones de asombro y
contento aunque estos hombres tienen a gala guardar en cualquier
circunstancia un impasible silencio. Otros grupos vinieron a ver qué sucedía,
y pronto el patio se llenó del rumor de los comentarios. Di prestamente al
onbash la orden de marcha, y tras unos instantes de vacilación, se inclinó
ordenando a su vez a cuatro de sus hombres que cargasen con el féretro,
poniéndose él al frente, y enviando a los otros cinco delante para despejar el
camino. Los musulmanes tienen gran respeto por Aquel que desata los lazos
de la amistad, y una vez que hubimos salido del patio, pudimos seguir nuestro
camino en paz, sin ser molestados por los paseantes.

Cruzamos el desierto Atmeidan y entramos en el palacio del gran visir,


depositando el féretro ante el famoso reloj, en la gran cámara de audiencias.
No me sorprendió en absoluto que el reloj se hubiese parado por completo la
noche de este fatal idus de marzo. Sólo unos cuantos asustadizos sirvientes
obedecieron mis conminaciones amenazadoras, saliendo de sus escondites
con grandes aspavientos silenciosos. Les di orden, así como a los eunucos, de
que vistiesen el cuerpo con vestiduras limpias y retocasen y maquillasen el
rostro para darle aspecto de vida. Entretanto, Andy fue a buscar un sarcófago
digno y un par de caballos.

Mientras iba a cumplir el encargo, compareció un dignatario enviado por el


muftì a manifestar en términos formales que no se permitiría que fuese
enterrado en ningún cementerio musulmán a un protector de los infieles y
gran maestre de una secta herética. Ésta era una grave dificultad, pero
cuando estaba pensando qué hacer, llegó el joven poeta Baki, quien venía
llorando y sin cuidarse del peligro que corría al mostrar sentimientos por la
muerte de un hombre en desgracia. Me dijo que los derviches permitirían de
buena gana que reposara el cuerpo en su sagrado lugar de reunión en Pera,
solamente por el placer de molestar con ello al muftì. Le envié pues allí para
que arreglase la cuestión con Murad-tseleb .

Andy volvió de la casa de pompas fúnebres, no habiendo encontrado más que


una carreta de heno, pues todos los demás carruajes habían sido ocultados
por temor a la cólera del sultán. Con maldiciones y amenazas, había obligado
a los palafreneros aterrorizados a enganchar un par de caballos azabache,
que ya habían servido uno o dos años antes en el funeral de la madre del
sultán. Yo escogí los mejores tapices, alfombras y cobertores de seda de la
casa, y con ayuda de Andy transformamos la carreta en un espléndido furgón.
Colocamos en él el cuerpo del gran visir, con el rostro descubierto para que
todos lo viesen, y que con los afeites de los hábiles eunucos, parecía de
persona viviente, y derramé varios frascos de agua de rosas y un poco de
almizcle.

No teniendo nada más que perder que mi cabeza, y ello sólo una vez, resolví
ir al extremo en mi desafío a la cólera del sultán. Ordené se empenacharan los
caballos, y se impregnase de fina pimienta sus ojos para que derramasen
copiosas lágrimas, al igual que en los funerales de los sultanes. Animados por
mi intrepidez, dos palafreneros negros se ofrecieron a conducir los animales.
Así, y por nuestra resuelta acción la procesión se movió pronto en el patio,
encabezada por el onbash . Sus cejas estaban juntas, las guías de su bigote
erguidas y manipulaba su bastón de mando como si por lo menos fuese un
subash . Andy y yo caminábamos despacio, inmediatamente detrás del
magnífico furgón improvisado, y nos seguía un pequeño grupo de antiguos
fieles criados de Ibrahim.

En el intervalo, una gran masa de silenciosos espectadores había llenado el


Atmeidan, y si algunos agitadores se hubiesen filtrado entre la muchedumbre,
lo habríamos pasado mal. Pero todo estaba mortalmente tranquilo; nadie osó
molestarnos, y todos los decentes musulmanes mostraron un reverente
respeto por el cortejo. Cruzamos así el Atmeidan sin tropiezos, y los grupos
que nos siguieron fueron engrosando, sin cesar, hasta que parecía que todo
Estambul en masa, y sin haber sido invitado, seguía al gran visir a su última
morada.

Por fin llegamos a la alta muralla cercana a la puerta de Adrianópolis, donde


dirigimos nuestros pasos hacia la orilla y cruzamos el puente del Arsenal al
barrio de Pera, en el lado opuesto del Cuerno de Oro. La silenciosa
muchedumbre se detuvo ante el puente, pero en el otro extremo se hallaban
esperando los derviches encabezados por Murad-tseleb bajo el palio de los
estandartes de su hermandad nos escoltaron a su monasterio situado en la
cima de la colina. Algunos de los derviches giraban en melancólicas danzas
mientras que otros cantaban sus lamentaciones con voces estridentes. Las
plañideras profesionales que habían conducido la procesión rivalizaban en
emulación arañándose los rostros hasta hacerse sangre, y tirándose de los
cabellos hasta arrancarse mechones cada vez mayores.

Contrariamente, pues, a todo lo previsto, el funeral del gran visir fue digno de
su rango, a pesar del poco tiempo de que dispusimos para organizarlo. Pienso
que la sultana Jurrem nunca se lo hubiese esperado, antes bien habría pagado
de buena gana para que los jenízaros hubiesen profanado y despedazado el
odiado cuerpo en el patio, como ya había sucedido en alguna otra ocasión.

Cuando la fosa fue abierta y acondicionada con las alfombras y cobertores de


la carreta, ayudado por Andy tomé el cuerpo de mi señor Ibrahim en brazos y
lo depositamos para su último sueño, con el rostro vuelto hacia la Ciudad
Santa, y su mano derecha bajo su mejilla, para que todos los requisitos de un
entierro decente fuesen cumplidos. Cubrimos luego prestamente la sepultura,
y la fragancia del almizcle atravesó la tierra. Sobre la fosa, planté un joven
plátano. Estos árboles alcanzan una existencia varias veces centenaria, y
esperaba que éste viviría como recuerdo del gran visir, por muchos años
después que los caprichosos derviches abandonasen el lugar.
Con ello, estimé mi tarea cumplida por completo. Me despedí con afecto de
Murad-tseleb , agradeciéndole su amistad, y derramando muchas bendiciones
sobre su cabeza. Mi esclavo sordomudo, que había seguido la procesión tan a
hurtadillas como pudo, para no atraerse la burla y el ridículo por su aspecto,
se aproximó entonces y me hizo unos signos para que me apresurase a volver
a casa. Empecé a sospechar que sus compañeros mudos me esperaban allí, y
volviéndome hacia Andy le dije:

—Querido hermano Andy, tú debes quedarte aquí entre los derviches, y bajo
la protección del piadoso Murad-tseleb . Esta es mi orden expresa. Recuerda
lo que te dije la noche pasada. De ahora en adelante, tu presencia me será
más perjudicial que beneficiosa.

Sólo unas palabras tan secas podían hacer que se apartase de mí y del
peligro. Con el rostro crispado, replicó:

—Ya podías haberte despedido un poco mejor. Pero siempre luiste un


testarudo, y te he perdonado siempre tu mal carácter. Vete en paz, antes de
que empiece a aullar.

Cuando llegué a casa, con los jenízaros de escolta, no era aún mediodía. La
casa estaba vacía y los esclavos habían huido. Sólo el indio que cuidaba de los
peces estaba sentado al borde del estanque, sumido en meditación. Subí
despacio las escaleras, y me asombré al encontrar a Mirmah muy ocupada en
emborronar páginas y páginas de mi medio terminada traducción del Corán.
Mis más preciosos libros yacían destrozados por los suelos, que estaban
cubiertos de hojas desparramadas. Cuando me vio, puso sus manos detrás, y
me miró fijamente, como desafiadora. Nunca le había pegado, y quizá
pensaba que tampoco ahora lo haría.

—¿Por qué has hecho esto, Mirmah? —le pregunté—. No pensé nunca que
serías tan mala.

Apartó la vista y mirándome ahora de soslayo, se rió entre dientes y dijo:

—Abajo, en el embarcadero, han dejado algo para ti. Por eso se han escapado
todos. Vete a ver lo que es.

Me abalancé allí, dominado por un sombrío presentimiento, con Mirmah


pisándome los talones. Pero los jenízaros ya estaban allí ante un cuerpo, y le
volvían la cabeza con el pie para ver quién era. El cuerpo estaba
completamente desnudo, y tan cubierto de sangre que primero pensé que se
trataba de algún animal que habían degollado para asarlo. Era el cadáver de
un hombre, y el rostro era difícil de reconocer, pues orejas y nariz habían sido
cortadas, arrancados los ojos, y la lengua colgaba como un pingajo de la
entreabierta boca.

Había visto muchas cosas en mi vida, pero nunca una visión tan cruel y
espeluznante como ésa. No quiero describir todo cuanto se hizo con aquel
cuerpo. No serviría más que para ahuyentar el sueño de mis ojos, aunque
varios años han pasado ya. Sin embargo, hice acopio de todo mi valor, y me
incliné intentando reconstruir los rasgos familiares de Mustafá ben-Nakir. Me
fijé en sus suaves manos coloreadas por la reseda, y sus pulidas uñas
esmaltadas. Mi corazón se detuvo y la sangre se me heló en las venas, pues vi
que, en efecto, era mi amigo quien había vuelto de su visita al serrallo… ¡en
qué estado, Alá! Los eunucos del harén le habían abandonado en mi
embarcadero, después de aplicarle el trato destinado a todo aquel que es
hallado en las habitaciones y recintos prohibidos.

Mirmah se inclinó también, y con su dedo tocó los perlados dientes de


Mustafá ben-Nakir. La arranqué de allí, y la confié en brazos del onbash ,
ordenándole que la llevase fuera de mi vista. Mirmah gritó, se revolvió y
pataleó; pero el soldado se la llevó a la fuerza, encerrándola en la habitación
de Giulia. Durante un rato, siguió gritando y golpeando con manos y pies en la
puerta, y destrozando todo cuanto encontraba a mano, hasta que por fin se
calmó, y supongo que se quedaría dormida en la cama de Giulia, porque todo
ruido cesó.

Dejé a los jenízaros enterrando el descuartizado cuerpo de mi amigo Mustafá


ben-Nakir, y les di las últimas piezas de oro que me quedaban en la bolsa. La
visión me había producido tales náuseas, que no pude ayudarles en su tarea y
me vi forzado a tenderme en cama.

Después de varias horas de permanecer tumbado, mirando insensiblemente al


techo, rompí el ayuno con una copa de vino, pero no pude pasar ni un bocado.
Bebí otra copa y luego una tercera, cuando vi una barca magníficamente
adornada atracando en la orilla; algo reanimado por las libaciones fui al
encuentro de los visitantes. Los agradecidos jenízaros habían limpiado ya
todas las manchas de sangre del mármol. Opino que Mustafá ben-Nakir vivía
aún cuando fue abandonado allí y sangró copiosamente antes de morir, en su
indudablemente espantosa agonía. Pero, ahora, todo estaba de nuevo brillante
y pulido, dignamente dispuesto para el abordaje de la reluciente barca con
toldo de seda del serrallo. Es tan incurablemente vana la naturaleza humana,
que no pude por menos que sentirme halagado cuando vi al lado de los
sordomudos, con sus ropones encarnados, al propio kislar-aga
confortablemente inclinado a popa. Esta muestra de honor era suficiente para
hacerme sentir un hombre importante en el Imperio otomano.

Venían también Giulia y su inseparable Alberto, pero sin apenas mirarles, me


incliné ante el kislar-aga, tocando frente y tierra con las yemas de los dedos,
ayudando luego a mi distinguido huésped a poner pie en tierra. Los
sordomudos le seguían con pasos silenciosos. Cuando todos estuvieron en la
orilla, dirigí una salutación de bienvenida al kislar-aga, y de reconocimiento
por el alto honor que me hacía viniendo en persona a inspeccionar la
ejecución de las órdenes del sultán, y sintiendo que a causa del Ramadán, no
podía ofrecer más que una copa de agua.

En su graciosa réplica, me rogó no le guardase rencor por la tarea que le


había sido confiada, y que expresara cualquier deseo que pudiese tener antes
de que su misión fuese cumplida. Respondí a mi vez que me gustaría hablar
con mi esposa en privado sobre ciertos asuntos de la casa. Dio su
consentimiento, y una vez que le dejé plácidamente sentado ante una copa de
sorbete y una fuente de dulces, dejando que determinase con Alá
directamente su posición ante el ayuno, fui arriba. Giulia me siguió vacilante,
y tras ella, como una sombra, Alberto, quien vigilaba cada uno de mis
movimientos. Después de asegurarse Giulia de que Mirmah se hallaba
durmiendo tranquilamente, se volvió hacia mí. Inquisitivo por fin, le pregunté:

—¿Ha sucedido algo de particular en el serrallo?

—El sultán se despertó tarde —me contestó con aire ausente— y tras muchas
oraciones ordenó que se llevase todo el oro y plata a la tesorería para acuñar
moneda. Desde ahora en adelante, piensa comer en vajilla de cobre y beber
en cuencos de barro. La ciudad entera ha de vivir con arreglo a la ley del
Corán, según dice él. Toda la tarde se ha pasado estudiando los planos de
Sinán el Constructor para la mayor mezquita jamás proyectada. Habrá de
tener diez alminares, y el sultán dispondrá en ella su tumba.

Hizo una pausa y me miró con sus ojos de diferente color; luego, preguntó con
aire inocente:

—¿No has visto a tu amigo Mustafá ben-Nakir? Él te podrá contar más que yo
sobre los secretos del serrallo.

—Es por lo que le fue arrancada la lengua —respondí fríamente—. Ya puedes


estar tranquila por él, Giulia. Descansa en su fosa. ¿No tienes más noticias?

A Giulia le entró la rabia ante mi fingida indiferencia, y dijo entre despectiva y


burlona:

—¿Te interesa tanto? Bien; precisamente he vuelto para contártelo todo.


Puede ser que te divierta saber que tu amigo Mustafá ben-Nakir reveló los
planes de Ibrahim para asesinar al sultán y adueñarse del poder, sobornando
a los jenízaros. Solimán no se atrevió a quedarse a solas por más tiempo con
su querido amigo; los mudos estaban escondidos tras las cortinas, mientras
que la sultana Jurrem y yo observábamos la escena a través de una ventanilla
oculta en la pared. Tuvieron poco que decirse ya estos dos viejos amigos. El
gran visir tocó su violón con brío especial, e inmediatamente después de la
comida el sultán cayó en profundo sueño. Apenas se durmió, la sultana Jurrem
comenzó a tentar al gran visir a través de la celosía, diciéndole lo que
Mustafá ben-Nakir había contado. El gran visir entró en cólera, y le respondió
con todo lo que en su interior pensaba sobre ella. Para poner fin a la escenita,
ella indicó a los mudos que se pusieran al trabajo. Pero él era tan fuerte, que
contrariamente, ellos tuvieron que usar del puñal y herirle repetidas veces,
para dominarle antes de poder echarle el lazo al cuello. La sultana y yo vimos
la sangre saltar a las paredes. El sultán fue trasladado a otra parte para que
su sueño no fuese interrumpido. La sultana Jurrem quitó el sello cuadrado del
cuello de Ibrahim, y ordenó que su cuerpo fuese llevado al Portillo de la Paz. Y
la puerta de esta sangrienta habitación fue sellada por su orden también, con
el sello del sultán, para que por siempre en adelante quedase constancia de lo
que puede suceder a un hombre demasiado ambicioso. Bien —terminó Giulia
en el mismo tono entre irónico, cínico y despectivo—, creo que la información
te habrá sido suficiente…

—¿Y Mustafá ben-Nakir?


El rostro de Giulia se dilató satisfecho, su cuerpo se estremeció más bien
voluptuosamente y se apretujó contra Alberto al responder:

—La sultana Jurrem es muy caprichosa y se excita a la vista de la sangre. No


puedo hablar de lo que sucedió, pero creo que Mustafá ben-Nakir no quedó
del todo decepcionado. Estuvo mucho tiempo con ella, pero por la mañana
temprano, cuando ya se distingue un hilo blanco de uno negro, ella le envió
fuera para que no comprometiese su reputación, mas los fieles eunucos le
encontraron al salir en el jardín y le castraron de inmediato. Hicieron su
trabajo bien y rápidamente con sus cortos y afilados cuchillos, como es
costumbre en el harén, y creo que ni siquiera en la muerte de Ibrahim, se rió
la sultana Jurrem con una risa tan pura y cristalina, como cuando contempló
el destino de Mustafá. Él la oyó, y levantó su rostro para mirarla una vez más
antes de cerrar los ojos.

—Lo sé, lo sé, no necesitas añadir nada. Pero está cayendo la noche y es
tiempo de que me digas algo de ti misma, querida Giulia. Dime qué clase de
mujer eres y por qué nunca te he gustado, por qué siempre me has tratado
así.

La voz de Giulia se convirtió en un murmullo, y todo su cuerpo se estremeció,


al contestar:

—La noche pasada aprendí algo nuevo, Mikael, aunque creo que ya lo
conocía. Y tan sólo por esto he vuelto, pues ahora sé, aunque no puedas
comprenderlo nunca, el exquisito placer que tendré cuando vea el lazo de
seda hundiéndose en torno a tu cuello. Espero que me harás un último favor
luchando contra los mudos a pesar de lo debilucho que eres. Si el sueño es el
hermano de la muerte, entonces, para unos pocos escogidos, el placer
voluptuoso es su hermano gemelo. Esto me lo ha dicho la sultana; mi único
sentimiento es no haberlo sabido antes, aunque a veces, cuando me zurraba
Alberto, me parecía conjeturar algo por el estilo.

—¡Qué me importa a mí Alberto! Hace mucho tiempo que sé que Mirmah no


es mi hija, aunque no me preocupé nunca de pensar demasiado en ello.
También te quise muy profundamente, y me desesperé cuando tuve que
apartar mi amor, al saber quién eras. Pero respóndeme sólo a una pregunta;
en estos momentos es lo único que de ti deseo: ¿me has amado alguna vez de
verdad, aunque fuese tan sólo un instante? Esto es todo lo que deseo oír de ti,
Giulia, tan sólo esto.

Giulia vaciló, y dirigió una asustadiza mirada al rostro inexpresivo de Alberto.


Luego, respondió rápidamente:

—No; nunca te he amado realmente, nunca… Cuando menos, no después que


encontré al hombre que podía ser mi dueño. Esto no lo comprenderás nunca,
aunque a veces deseaba que te comportases como un hombre y me pegaras.
¡Ah, Mikael! ¡Como marido, tú has sido peor que un eunuco!

Para mí, era ya una extraña y ni siquiera la odiaba. Esta ausencia de


sentimientos me aterrorizó más que cualquier otra cosa, y no podía concebir
cómo había besado antes tantas veces aquellos labios llenos de falsedad y
aquel cuerpo, hasta con lágrimas.

Por fin, con voz trémula, dije:

—El sol se está poniendo y pronto saldrán las estrellas. Perdóname, pues,
Giulia, por haber destrozado tu vida. No dudo que es en gran parte por mi
culpa que durante nuestra vida común te hayas convertido en una bruja, en
una bestia salvaje incapaz de sentir piedad. En mi locura, pensé que un
profundo amor cálido y el cariño entre dos personas, su mutua estimación y
algún correspondido solaz, es el lote de felicidad que a cada uno nos
corresponde en nuestro horrible aislamiento individual. No te reprocho
porque así no haya sido entre nosotros, Giulia. El error fue mío, y tan sólo a
mí mismo he de reprocharme.

Giulia me miraba con los ojos muy abiertos, sin comprender ni una palabra de
lo que yo decía, como si le estuviese hablando en un idioma desconocido.
Como por mi parte no tenía el menor deseo de darle su último gusto de verme
temblar ante la muerte, hice de tripas corazón, a pesar de que me sentía
sobrecogido en todo mi cuerpo y erguí la cabeza al descender la escalinata
con paso firme, sin más palabras, ni dirigirle siquiera la mirada. Creo sin
embargo que, ya una vez abajo, nunca tartamudeé tanto como cuando en el
nombre del Piadoso y Compasivo rogué respetuosamente al kislar-aga que
fuese rápido en la ejecución de su tarea. Se espabiló de su apacible dormitar,
me miró benignamente y dio una palmada con sus mantecosas manos. Los
tres mudos entraron al instante en la habitación, llevando el primero de ellos
en sus brazos un atado que supuse que contenía el caftán negro de rigor. No
pude menos de sentir curiosidad por el color del lazo de seda. No podía
aspirar al verde, pero aun el encarnado sería una muestra de alto favor,
aunque por el salario que yo percibía, no me correspondía más que el
modesto amarillo.

Pero cuando el mudo desató el lío, me sorprendí al ver tan sólo un ancho saco
de cuero, que extendió sobre el suelo. A una señal del kislar-aga, el mudo
sacó una cuerda de cáñamo, y mientras los otros dos agarraban firmemente a
Alberto de los brazos, enlazó por detrás el cuello del esclavo y le estranguló
tan rápida y diestramente, que Alberto no pudo ni siquiera darse cuenta. Cayó
sin vida, con el rostro hinchado y desencajado, antes de que Giulia pudiese
tampoco darse cuenta de lo que pasaba. Luego, se abalanzó como un gato
salvaje sobre el eunuco, que se arrodillaba para comprobar la muerte, pero
los compañeros del ejecutor conocían su oficio; la apresaron por los brazos,
doblándoselos a la espalda con el fin de paralizar sus movimientos. Ella se
debatió, pataleó, aulló y sacudió la cabeza, con los ojos dilatados y
centelleantes de cólera. El kislar-aga la observaba de reojo, como
recreándose en su angustia, y me dijo cortésmente:

—Perdóname, esclavo Mikael. Por orden de mi señora y soberana, debo


testificar el estrangulamiento de tu mujer, la cual ha de ser luego metida en
este saco de cuero y arrojada al Mármara. La sultana Jurrem es, como sabes,
una mujer devota, y abomina las indecencias en las cuales se ha complacido
repetidamente tu mujer. Sólo hace poco que se dio cuenta de cuán
criminalmente abusaba Giulia de su confianza, disfrazando a su amante de
eunuco para llevarlo con ella a las habitaciones prohibidas del serrallo.
Naturalmente que tú no tienes culpa alguna en ello, y comparto tu profundo
sentimiento; pero tal desvergonzada ofensa debe ser castigada, como
comprenderás, y puedo asegurarte que en el futuro la noble sultana Jurrem
tendrá más cuidado en la elección de sus compañías.

Giulia había terminado de gritar y escuchaba ahora este tranquilo


parlamento, con una expresión entre estúpida e incrédula. Una espumilla
brotó en las comisuras de sus labios, y sus dientes rechinaron al decir:

—¿Has perdido el juicio, kislar-aga? Pagarás esto con tu cabeza. Sé


demasiado de ti y de tus chapuzas secretas con los médicos del serrallo.

—Exactamente —respondió el kislar-aga con frialdad y una expresión pétrea


en su rostro fofo y pálido—. Sabes demasiado, estúpida mujer. Y por esa razón
la sultana Jurrem ha decidido dejarte inofensiva. Lo deberías haber
comprendido hace tiempo; lo debiste haber visto en la arena.

Con esto, ya tuvo bastante de palabras. Hizo otra señal, el lazo se tendió en
torno a la garganta de Giulia, y se apretó, mientras ella lanzaba un grito
apagado. Volví mi cabeza temblando para no ver apagarse sus ojos con el
soplo de la muerte. Su cuerpo fue atado al de Alberto y ambos fueron metidos
en el saco, el cual fue prestamente cerrado y transportado fuera por los
mudos, quedando yo a solas con el kislar-aga, a quien pregunté asombrado:

—¿Por qué nos dejan solos? Podría tener un arma y atentar contra tu vida en
mi terror de la muerte. ¿Y para qué aplazar lo inevitable, que supongo que ha
sido ya predestinado antes de mi nacimiento, noble kislar-aga?

Se golpeó su adiposa mandíbula, y sus ojos eran fríos como el acero al


responder:

—He ejecutado las órdenes de la sultana, confirmadas, además, por el sultán.


También tú debías haber sido estrangulado, pero aquí la cuestión tomó un
insospechado giro. El sultán, hombre noble, admira grandemente la lealtad y
la gallardía intrépida, aunque no se tome el cuidado de decir a la sultana lo
que piensa. Quizás ello es debido a que también él se ve deseoso y acaso
necesitado ahora de adquirir méritos a los ojos de Alá. Por eso tal vez, creo
que me ordenó secretamente y sin el conocimiento de la sultana Jurrem, que
perdonase tu vida en razón a que la arriesgaste, proporcionando al gran visir
Ibrahim una honrosa tumba. La ciudad se encontraba en aquel momento en
disposición tan turbulenta, que podías haber sido descuartizado en un abrir y
cerrar de ojos por el populacho. Debo decirte en confianza que tu acto alivió y
solazó su corazón muchísimo, aunque como podrás comprender está obligado
a desterrarte de la ciudad para que la sultana no sepa nunca de tu existencia.
Él se encuentra, una vez más, presa de una profunda melancolía, y necesita el
consuelo de unos brazos blancos en suave abrazo. Pero a mí, me has colocado
ante un grave dilema, Mikael el-Hakim. Estoy obligado a obedecer al mandato
expreso del sultán, pero por otra parte temo la cólera de la sultana. ¿A dónde
piensas ir, Mikael?

—¿Qué te parece Egipto, noble kislar-aga? —pregunté mansamente—. Creo


que es un país bastante alejado, y pienso también que encontraré allí refugio,
si lo permites.

Mientras estábamos hablando, entró un silencioso eunuco enano, quien


también era mudo; me atemorizó algo, pues se puso a escrutarme
detenidamente, y luego me invitó con un gesto imperioso a que me sentara.
Lo hice maquinalmente, y al instante empezó a enjabonarme cabeza y rostro,
afeitándome prestamente, y sacando luego diferentes frascos. Entretanto, el
kislar-aga, tras una pausa, asintió:

—Egipto estará muy bien. Debes olvidar tu vida anterior y tomar un nuevo
nombre. Debes también cambiar tu aspecto. Mi barbero te está afeitando
ahora y luego te maquillará el rostro. No te preocupes por las arrugas que
aparecerán como resultado de tal operación, pues volverán a desaparecer al
cabo de pocas semanas. Mañana decretará el sultán la disolución de la orden
de la cual era gran maese Ibrahim. Innumerables derviches buscarán su
refugio en la huida por temor al muftí, y si te disfrazas como uno de ellos no
habrás de temer nada. Ten, sin embargo, presente, que has de hablar lo
menos posible, y trata de pasar inadvertido y cuidar de tu comportamiento,
pues de lo contrario la sultana Jurrem no te lo perdonaría.

El tono misterioso en que dijo esto despertó mi suspicacia, y me dispuso a


tomar la precaución de observar con más atención en el futuro el rostro
inescrutable de un hombre adiestrado en el serrallo.

—¡Noble kislar-aga! Tan sólo los mudos nos han visto, y el sultán no se
enteraría de lo ocurrido ni en el caso de mi muerte, que sólo en tu mano está.
¿Cuál es pues el motivo por el que me perdonas la vida? Te tenía por un
hombre habitualmente sagaz, sí. ¿Tiene tu acción algo que ver con ello?

—Soy musulmán —replicó con unción— y el sultán es la sombra de Alá en la


tierra. Tan sólo a él debo obedecer, aunque me cueste la cabeza.

Se palpó de nuevo la papada, carraspeó, y añadió como sin darle importancia:

—Por cierto, espero un presente tuyo en prueba de amistad, y pienso no ser


defraudado. No creo que te opongas a que eche un vistazo a las alforjas que
lleves a Egipto.

—¡Ay, pero qué dices! ¿No sabes que debido a las extravagancias de mi mujer
soy más pobre que una rata? No me queda más que mi casa y su mobiliario; te
los doy de buena gana.

Movió la cabeza con sumo aire de reproche.

—Recuerda que estás muerto. Tu mujer también está muerta, por lo que tu
bella hija Mirmah es tu única heredera legal. ¿Cómo puedes ser tan miserable
como para tratar de engañar al hombre que te ha salvado la vida?

—¡Mirmah! —exclamé sobrecogido—. ¿Qué será de ella?


El kislar-aga, a pesar de hallarse resentido por mi ingratitud, respondió
pacientemente:

—La sultana Jurrem es una mujer devota, y por compasión a tu desamparada


hija, la llevará al harén, donde se formará convenientemente. También hará
que se encarguen de la administración de su propiedad. Un escribiente del
defterdar va a venir aquí dentro de poco para hacer inventario y sellar la casa
con el sello personal de la sultana. Será mejor que te des prisa y cargues con
el contenido de tu arca de caudales, antes de que me entre la tentación de
seguir tus insinuaciones.

Me encontré sumido en gran perplejidad, pues sabía que si le enseñaba los


diamantes de Muley-Hassan, no vería ya ni una chispa de ellos, y desde luego
no me permitiría en esos momentos moverme solo ni un paso.

Mientras hablábamos, el pequeño barbero había cambiado mi aspecto


totalmente, y se hallaba ahora erguido en su diminuta estatura ante mí,
admirando los resultados de su labor artística. Me dio luego una vestimenta
raída, tal como la usan los derviches, y una piel de cabra, que olía a todos los
diablos, para que la colocase sobre mis hombros y, finalmente, puso en mis
manos un viejo cayado. Me miró de nuevo desde todos los ángulos, y creo que
quedó muy satisfecho. En cuanto a mí, no pude reconocerme en el espejo.

Mientras estaba yo devanándome los sesos para averiguar en qué forma podía
satisfacer al rapaz kislar-aga, mi propio sordomudo entró en la habitación.
Con un revoloteo de dedos, me pidió perdón por haber aparecido sin ser
llamado, y luego me siguió diciendo que le acompañase a los sótanos.

El kislar-aga, como ya lo había previsto, no quería perderme de vista, y nos


acompañó; tomamos una lámpara y bajamos. Pocas veces había ido yo a los
sótanos, salvo para buscar alguna jarra o ánfora de vino, pero al sordomudo le
sobraba de vista todo lo que le faltaba de oído y palabra, pues nos condujo sin
vacilar a una habitación oculta, y cuya existencia nunca había yo sospechado.
Debió ser algún encargo secreto de Giulia a Sinán el Constructor.

No me sorprendió ya ver en la estancia vestiduras de Alberto desparramadas


y una elegante cama que Giulia ocupaba, con toda seguridad, cuando yo la
suponía en el serrallo. Restos de comidas, una jarra de vino y un juncal
bastoncillo mostraban con cuanta diligencia se refrescaban y revivían. El
sordomudo levantó una de las baldosas, y el hoyo centelleó con el brillo del
oro y de las piedras preciosas. El kislar-aga, olvidando su dignidad, cayó de
rodillas y enterró sus manos en el agujero, sacando, a puñados, joyas que iba
examinando con aire experto. Sólo entonces llegué a comprender dónde había
ido a parar mi fortuna de todos aquellos años.

—Mikael el-Hakim —dijo el kislar-aga—. Tu esclavo es más inteligente que tú,


y es merecedor de una recompensa. Será elevado a una posición no soñada
para uno de su clase, ya que los mudos le han elegido como su séptimo
compañero, pues su predecesor cayó en desgracia por las heridas que infligió
al gran visir. Ya le han enseñado cómo manejar el lazo, y pronto tendrá toda
la competencia requerida en su misericordiosa función. No cabe duda alguna
que fue para ganar mi favor por lo que nos mostró el tesoro escondido.

Miró de soslayo benévolamente al sordomudo, y llegó en su condescendencia


hasta a darle una palmada en la espalda. Pero el esclavo cayó ante mí de
rodillas, llenó mis manos de lágrimas, y me miró con una expresión tan
humana e inteligente, que sentí que conocía de mí más de lo que nunca podría
sospechar. La instintiva repugnancia que siempre había sentido por él, sin
que influyera mayormente el garrotazo que un día me asestara se diluyó, y
con las yemas de los dedos toqué su frente, ojos y mejillas, en señal de que le
había comprendido. Al mismo tiempo, me sentí profundamente aliviado de no
tener que cargar con él en mi viaje a Egipto. El kislar-aga se impacientó y
dijo:

—Mikael, ya tienes constancia de que soy un hombre honrado. Toma diez


monedas de oro de este montón; es una gran suma para un pobre derviche.
Has de dar también una moneda de oro a tu esclavo.

Sin más dilación, se despojó de su rico caftán y lo extendió en el suelo; luego,


y con ambas manos, fue apilando sobre él monedas y joyas en completa
mezcolanza. Estaba ya haciendo un atado, anudando las mangas, cuando se
oyó una terrible explosión. Se removió el pavimento y se desprendió el yeso
del techo.

El orondo kislar-aga, semejante a una masa de gelatina estremecida, gritó:

—¡El castigo de Alá cae sobre la ciudad! ¡Es un temblor de tierra! ¡Salgamos
de aquí antes de ser aprisionados como ratas entre las ruinas!

También yo estaba espantado, pero por lo que oí, me parecía que era
simplemente una bala de cañón que había chocado contra la casa. Los
jenízaros lanzaban alaridos en el jardín, con toda la fuerza de sus pulmones, y
oliéndome lo que había sucedido, maldije a Andy desde lo más hondo de mi
corazón, pues ni siquiera me dejaba en mis asuntos. Subí rápidamente las
escaleras, saliendo al jardín al ver llamear los mosquetes de los jenízaros. El
ruido de los estampidos me ensordeció, y vi a una docena de derviches
enloquecidos por el vino y el opio, los cuales aullaban y daban vueltas como
peonzas, blandiendo cimitarras y descabezando los rosales. Corrí en busca de
Andy para clamar contra tanta estupidez, con el kislar-aga tras de mí, el cual
temblaba y entorpecía mis pasos asiéndome convulsivamente por los pliegues
de mi caftán. Como muchos eunucos en estas circunstancias de tumulto y
disparos, tenía un paroxismo de terror. Andy obedeció y dio unos pasos
adelante con los ojos fijos sobre mí, y preguntando:

—La voz es de Jacob, ¿pero dónde está el velludo pecho de Esaú? Me parece
en efecto oír la voz de mi hermano Mikael, aunque vine sólo para hacerme
cargo de su cadáver.

El kislar-aga, muy a satisfacción del onbash , despidió a los jenízaros, quienes


no se atrevían a tirar directamente sobre los hombres santos. Estos andaban
por todo el jardín en sus salvajes y rotatorias danzas, invocando el nombre de
Alá y recitando versos del Corán, a la vez que chocaban sus espadas, hasta
que la sangre corrió a torrentes. Me alegró que ni siquiera el onbash me
reconociese tras mi arreglo a manos del barbero.

Pasó algún tiempo, antes de que pudiese convencer a Andy de mi identidad, y


por fin acompañamos al kislar-aga con todo honor a su barca, y hasta le
ayudamos a trasladar su atado, el cual pesaba demasiado para un hombre
solo y de su edad. Luego, y cuando Andy y yo nos quedamos solos,
desenterramos los diamantes mientras los derviches seguían entregados a sus
sagradas danzas, insensibles a todo cuanto pasaba a su alrededor, y nos
deslizamos fuera en silencio y sin pena alguna. La misma noche embarcamos
en una falúa de pesca que nos había de llevar, a través de los estrechos, a
Escutari, desde donde embarcaríamos nuevamente para nuestro largo viaje.

Estos nueve capítulos de mi vida los he escrito en el curso de dos años, en el


monasterio de derviches cercano a El Cairo. Pues cuando tras innumerables
dificultades y sufrimientos, llegué por fin ante Solimán el Eunuco, no quiso
creer mi historia. Me despojó de mis diamantes y me encerró en este claustro.
El objetivo de estos nueve capítulos ha sido probar al noble Solimán que yo no
robé los diamantes a la muerte del gran visir Ibrahim. Algunas personas
malévolas y dañinas han lanzado el rumor de que incluso dispuse los
funerales con la única intención de llegar hasta el lugar del tesoro que el gran
visir había amasado durante tantos años, y que estaba escondido
secretamente, pues yo, como su confidente, conocía tal escondrijo en el
palacio. No es culpa mía si los incompetentes empleados del defterdar no
pudieron dar con él, si se imaginaron que yo había tenido tiempo de
esconderlos a mi vez, antes de que los mudos me estrangulasen en mi casa.

He escrito estos nueve capítulos también con la intención y el deseo de llevar


la paz a mi corazón y liberarme de los recuerdos opresivos de mi existencia
anterior, pues sólo así puedo comenzar una nueva vida habiendo ya, por lo
menos a mis propios ojos, madurado como ser humano. Para llegar a esto
tuve que pasar por muchas duras pruebas, de las cuales no fue la menor mi
mujer Giulia con sus extraños ojos. Mas ahora creo haber hallado por fin el
camino recto, y pienso también que estoy en condiciones de llevar la vida de
un hombre corriente, siempre que se me dé una oportunidad para ello.

Y como punto final, he de decir francamente que pienso abstenerme de las


buenas resoluciones, pues he llegado a la creencia de que, en cuanto a los
demás concierne, cada uno está siempre más dispuesto a hacer más mal que
bien.
Epílogo

El Nilo se había desbordado dos veces, antes de que el desgraciado derviche


Mikael alcanzara el final de esta larga historia. Escribía de noche, y cada
mañana se presentaba en el palacio del eunuco Solimán, para leerle en alta
voz lo que había escrito. Cuando por fin terminó, el flaco y andrajoso derviche
se postró ante Solimán, derramando amargas lágrimas, y alzando sus
descarnados brazos en súplica, dijo:

—¡Oye mi súplica, noble Solimán! ¡Libérame de estos intolerables ejercicios


religiosos de los derviches, y ante todo devuélveme mi propiedad legal! A
través de mi larga historia, he demostrado concluyentemente que llegué a su
posesión de una manera honrada, y ahora me es necesario comenzar de
nuevo la vida; una vida de hombre corriente. Sería una estupidez que partiese
de nuevo como mendigo; ante tal dilema, preferiría someterme al cruel
destino, y permanecer por el resto de mis días en este monasterio.

Solimán el Eunuco se acarició la papada y sus ojos eran como filos agudos,
mientras contemplaba al lloroso derviche. Por fin, una sonrisa iluminó su
ancho rostro de luna.

—¡Ah, Mikael el-Hakim! —exclamó—. ¡Extrañas, en verdad, son las formas en


las cuales Alá moldea su barro! A veces, la figura construida es tan honrada
como para buscarse su propia caída, y sin embargo, con la misma arcilla hace
tales astutos bribones que son capaces hasta de hacer andar de cabeza a los
hombres sabios, volviéndoles locos. Con su gracia, me ha favorecido Alá
durante una larga vida, y el profundo conocimiento de la naturaleza humana
que en su transcurso me ha sido dado penetrar me dice que eres el mayor
charlatán, y el más embustero de cuantos he tropezado jamás. Sin embargo,
debo creer en tu sinceridad como hombre, y por haberme divertido durante
muchas aburridas mañanas, has merecido los diamantes que robaste. Sólo me
quedaré dos para mí; uno en memoria tuya, y el otro como premio por mi
paciencia al escucharte. Debes ahora volver al mundo como hombre libre,
Mikael, y comenzar una nueva vida, si aún está en tu mano poder emprender
tal tarea. Pero si te fuera difícil y te encontraras cansado o desalentado,
vuelve conmigo, pues mientras Alá conserve mi vida, puedes contar con mi
favor. ¡Ve pues, Mikael el-Hakim, y que la paz sea contigo!

F I N
MIKA WALTARI (Helsinki, Finlandia, 19 de septiembre de 1908 — ibídem, 26
de agosto de 1979). Es el escritor finlandés más conocido internacionalmente,
sobre todo por sus novelas históricas escritas durante la segunda postguerra,
que se han convertido en verdaderos éxitos de ventas y han sido traducidas a
casi todos los idiomas del mundo. Sus novelas y relatos de los años veinte y
treinta son también contribuciones igualmente significativas, que enriquecen
la prosa finlandesa con un nuevo género que se centra en la actualidad de los
contenidos y del lenguaje y busca interpretar la atmósfera y el ambiente
urbano del momento.

Su primera novela, La gran ilusión, de 1928, es un elegante documento sobre


la juventud urbana de los «años del jazz », que recoge con sensibilidad el
clima de entusiasmo y vitalidad de esa generación. También en la novela con
forma de crónica de viaje El tren del hombre solitario, de 1929, Waltari
interpreta agudamente el clima europeo en el momento en que el sentimiento
de libertad y de desenfrenada alegría de vivir de los años veinte está a punto
de retroceder ante la austeridad del emergente nacionalismo de varios países
europeos. Miembro activo del «Tulenkantajat», el autor desarrolló un estilo
narrativo nuevo, de acuerdo con los ideales de renovación de este grupo
literario. Su prosa, clara y ágil, se basa en el lenguaje estándar culto y
urbano, carente de expresiones dialectales. El «esprit» que caracteriza su
estilo se debe a su actitud discretamente irónica pero humanamente
comprensiva.
La mejor realización de estas cualidades se encuentra en relatos como Los
gigantes están muertos (1930), Fine van Brooklyn (1938) y Nunca un mañana
de 1943. El pesimismo intrínseco de Waltari acaba siendo dominante después
de la experiencia de la Segunda Guerra Mundial. «La gran ilusión» está
constituida por la desilusión, cuya expresión y confirmación son buscadas por
el autor en la Historia. Así nacen sus grandes obras históricas: Sinuhé, el
egipcio (1945), Vida del aventurero Mikael Karvajalka (1948), Mikael Hakim
(1948), El ángel sombrío (1952), El etrusco (1955), Marco, el romano (1959) y
Lauso el cristiano (1984).

Fue miembro de la Academia Finlandesa desde 1957 hasta 1978. Falleció en


Helsinki en 1979.
Notas

[1] Alanam: rebaño. <<

[2] Enviado, embajador. <<

[3] Tanto sang dieu como Donnerweter son interjecciones irreverentes. (N. del
T.) <<

[4] Juego de palabras. Wolfenland zu Fichtenbaum quiere decir «Tierra de


lobos de los abetos»; y Wolf de Spruce, «Lobo apuesto». <<

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