No Juzgueis - Andre Gide
No Juzgueis - Andre Gide
No Juzgueis - Andre Gide
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André Gide
No juzguéis
Apuntes sobre mis experiencias como jurado en el tribunal
de Ruán
ePub r1.0
Titivillus 28-09-2020
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Título original: Ne jugez pas
André Gide, 1930
Traducción: Thomas Kauf, 1996
Editor digital: Titivillus
ePub base r2.1
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Índice de contenido
El caso Redureau
Prefacio
1
2
3
4
5
Sucesos
Primera carta sobre los sucesos
Segunda carta sobre los sucesos
1 Los suicidios en Rusia de 1918 a 1923
2 La «epidemia de suicidios» en Norteamérica
3 Suicidios
4 Escenas de unanimismo en Rusia
5 Sobre la «curiosidad» de los animales
6 El niño que se acusa
7 El naufragio del vapor Hilda
8 Un superhombre ante la justicia
9 Parricidio por miedo al infierno
10 Canibalismo
11 Un divorcio de ciegos
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12 Incidente en una boda
13 El secuestro del farmacéutico
14 El placer de los deportes
La secuestrada de Poitiers
Prólogo
Capítulo primero
Capítulo segundo
Capítulo tercero
Capítulo cuarto
Capítulo quinto
Capítulo sexto
Capítulo séptimo
Capítulo octavo
Notas
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NOTA A LA EDICIÓN FRANCESA DE 1957
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Recuerdos de la Audiencia Provincial
Ruán, mayo de 1912
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Desde siempre los tribunales han ejercido sobre mí una fascinación
irresistible. Cuando viajo, hay cuatro cosas que me atraen por encima de todo
en cualquier ciudad: el parque público, el mercado, el cementerio y el Palacio
de Justicia.
Pero ahora sé por experiencia propia que es muy distinto oír cómo se hace
justicia que ayudar a hacerla uno mismo. Cuando se está entre el público,
todavía cabe creer en ella Cuando se está en el banco de los jurados, se repite
uno las palabras de Cristo: «No juzguéis».
Y, por supuesto, no estoy seguro de que una sociedad pueda pasar sin
tribunales y sin jueces; pero, durante doce días, pude experimentar con
profunda angustia hasta qué punto la justicia humana es dudosa y precaria. Y
tal vez sea esto lo que llegue a vislumbrarse todavía un poco en estos apuntes.
No obstante, quiero decir aquí en primer lugar, para moderar algo las
críticas que traslucen mis relatos, que lo que más me ha llamado la atención
en el transcurso de estas sesiones es la forma tan concienzuda que cada cual,
tanto jueces como abogados y jurados, terna de desempeñar su función.
Realmente más de una vez me ha llenado de admiración la presencia de
ánimo del presidente y su conocimiento de cada caso; la urgencia de sus
interrogatorios; la firmeza y la moderación de la acusación; la densidad de los
alegatos y la ausencia de elocuencia vana; por último, la atención del jurado.
Todo eso superaba mis expectativas, lo confieso; pero volvía precisamente
tanto más espantosos algunos chirridos del mecanismo.
Sin duda, poco a poco cabrá ir introduciendo algunas reformas, tanto
respecto al juez y al interrogatorio como por parte del jurado[1]… No es éste
el lugar ni me corresponde a mí hacerlo.
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Capítulo primero
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suspensión de la sesión oigo hablar a los que sí lo fueron: algunos se indignan
de que la Audiencia Provincial tenga que ocuparse de semejantes futilidades
que, dicen, se cometen a diario por doquier.
No sé cómo se las han arreglado para conseguir la absolución pese a
reconocer al individuo culpable de los hechos imputados. La mayoría, en
contra de la verdad, por lo tanto, debió de escribir «no» en la hoja de voto,
respondiendo a la pregunta: «X… es culpable de… etcétera». Nos
encontraremos con el mismo caso en más de una ocasión y espero, para
demorarme un poco en él, ese otro caso en el que sí habré formado parte del
jurado y presenciado el malestar, la angustia incluso, de varios miembros ante
un cuestionario formulado de tal modo que les obliga a votar en contra de la
verdad para alcanzar lo que consideran la justicia.
* * *
El segundo caso de aquel mismo día me lleva a sentarme entre las filas del
jurado y coloca frente a mí a los acusados Alphonse y Arthur.
Arthur es un joven estafador de finos bigotes, frente despejada, mirada
algo atontada, parece un Daumier. Dice ser mozo de almacén de un tal
señor X…; pero la información revela que el señor X… no tiene ningún
almacén.
Alphonse es «representante de comercio»; viste un gabán de color
avellana con amplias solapas de seda más oscura; tiene el cabello, castaño
oscuro, pegado a la cabeza; la tez encendida; la mirada como de borracho;
bigotes anchos; aspecto pérfido y arrogante; treinta años. Vive en Le Havre
con la hermana de Arthur; los dos cuñados llevan mucho tiempo
estrechamente ligados y la acusación asimismo pesa sobre ambos.
El caso parece harto embrollado: se trata en primer lugar de un robo
bastante importante de pieles, y después de un robo con efracción sin más
resultado, aparte de los destrozos, que la sustracción de una petaca de tres
francos y de un talonario de cheques inutilizables. No se consigue reconstruir
el primer robo y las imputaciones quedan tan poco definidas que la acusación
se refiere más bien al segundo; pero aquí no hay nada muy preciso todavía; se
establecen conexiones de hechos sin importancia, se hacen suposiciones,
deducciones…
Ante las dudas, la acusación solidariza a ambos acusados; pero su sistema
de defensa es diferente. Alphonse se las da de listo, se preocupa de su actitud,
le ríe graciosamente algunos comentarios al presidente:
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—Usted fumaba cigarros muy gordos.
—¡Bueno! —replica con desdén—, ¡puros habanos de veinticinco
céntimos la pieza!
—No es eso exactamente lo que dijo en la instrucción —comenta algo
más tarde el presidente—. ¿Por qué no ha persistido usted en sus negaciones?
—Porque me he dado cuenta de que eso iba a traerme complicaciones —
responde riendo.
Es perfectamente dueño de sí mismo y dosifica con mucha habilidad sus
protestas. Sus ocupaciones de «inversor» siguen siendo más que dudosas. La
gente dice que es el «amante» de una solterona de sesenta años. Protesta:
«Para mí, es una madre».
La impresión sobre el jurado es deplorable. ¿Se da cuenta de ello? Poco a
poco, la frente va poniéndosele brillante…
Arthur tampoco resulta más simpático. La opinión del jurado es que, a fin
de cuentas, aunque no quede del todo establecido que hayan cometido estos
robos concretos, deben de haber cometido otros; o los cometerán; y, por lo
tanto, se merecen que los encierren.
Sin embargo únicamente podemos condenarlos por este robo.
—¿Cómo podría haberlo cometido? —dice Arthur—, no estaba en Le
Havre ese día.
Pero en la alcoba de su amante se han encontrado los trozos de una tarjeta
postal escrita de su puño y letra, con el matasellos de Le Havre del 30 de
octubre, el día que se cometió el robo.
He aquí la defensa de Arthur:
—No envié a mi amante aquel día una postal, sino dos —alega en
sustancia—; y como las fotografías de las postales eran algo «ligeritas de
ropa» (representaban de hecho al Adán y a la Eva de la catedral de Ruán), las
había metido, imagen contra imagen, en un único sobre transparente, tras
haber puesto en ellas las señas dobles, haber franqueado las dos postales y
haber practicado en el sobre unos agujeros en el lugar de los sellos, para
permitir la doble aplicación del matasellos. En el punto de origen, sólo
debieron de inutilizar uno de los dos sellos. Cuando llegó a Le Havre, el
funcionario de correos debió de ponerle el matasellos al otro; por eso lleva el
sello de Le Havre.
Eso es por lo menos lo que conseguí desentrañar de sus protestas
confusas, atropelladas por un presidente cuya opinión ya estaba formada y
que parecía firmemente decidido a no escuchar nada nuevo. Tengo grandes
dificultades para comprender, incluso para oír, lo que dice Arthur,
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interrumpido sin cesar, que acaba farfullando; el jurado, cuyo interés no
consigue captar, renuncia a escucharle.
No obstante, su sistema es tanto más coherente cuanto que resulta poco
verosímil que un estafador tan hábil como parece serlo Arthur haya dejado
detrás de sí —¿qué digo?—, haya creado, la noche de un crimen, una prueba
inculpatoria de tamaño calibre. Además, si se encontraba él mismo en Le
Havre, ¿qué necesidad tenía de escribir a su amante en Le Havre, cuando nada
le costaba ir a verla?
Sé que los miembros del jurado tienen el derecho, sin intervenir
precisamente en la vista oral, de dirigirse al presidente para rogarle que
plantee a los acusados o a los testigos cualquier pregunta que estimen
conveniente para ilustrar la vista oral o su convicción personal, la cual, sin
embargo, no han de dejar traslucir… ¿Voy a atreverme a ejercer este derecho?
Uno no se imagina lo perturbador que puede llegar a resultar levantarse y
tomar la palabra ante la Audiencia… Si algún día tengo que «declarar»,
acabaría perdiendo casi con seguridad el control de mí mismo: ¡y no digamos
en el banquillo de los acusados! La vista oral está a punto de concluir; apenas
queda un instante. Hago acopio de todo mi valor, perfectamente consciente de
que si no consigo vencer mi timidez ahora, tampoco lo conseguiré en todo lo
que queda de sesión, y con voz temblorosa pregunto:
—¿Podría el señor presidente preguntarle al funcionario de Correos que
ha declarado hace un rato si el matasellos del punto de origen es siempre
diferente del de llegada?
Pues, a fin de cuentas, si fuese posible reconocer que el matasellos
corresponde en efecto a la llegada, como pretende Arthur, y no al sellado en
el punto de origen, como sostiene la acusación, ¿a qué quedaría reducida ésta?
Queda claro que el presidente, que no había seguido la enmarañada
argumentación de Arthur, no comprende qué sentido tiene mi pregunta; sin
embargo, amablemente manda llamar de nuevo al testigo:
—¿Ha oído usted la pregunta del señor miembro del jurado? Haga el
favor de contestarla.
El funcionario se lanza entonces en una explicación profusa que tiende a
probar que, como las horas de salida no son las mismas que las de llegada, no
hay confusión posible; que, por lo demás, la correspondencia que llega y la
correspondencia que sale no se sella en el mismo local, etcétera. Sin embargo,
no responde a lo único que importa, y seguimos exactamente en el mismo
punto que antes, ignorando si se ha podido reconocer en el pedazo de tarjeta
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postal si el matasellos es en efecto un sello de salida y no de llegada.
Entretanto el testigo ha concluido su explicación.
—Señor miembro del jurado, ¿ha quedado usted satisfecho?…
Trato de formular otra pregunta más apremiante que la primera. ¿Cabe
aun así decir que no, que no estoy satisfecho, que el testigo no ha respondido
en absoluto a mi pregunta? Además, me doy perfecta cuenta de que, igual que
el presidente, ningún miembro del jurado ha comprendido esta pregunta; al
menos ninguno de los jurados ha comprendido por qué la planteaba. Ninguno
ha podido seguir la argumentación de Arthur, que yo mismo sólo he podido
seguir con mucho esfuerzo. Tiene cara de mala persona, un aspecto ingrato,
una voz desagradable; no ha sabido hacerse escuchar. Ya está todo decidido,
incluso aunque ahora se descubriera que la tarjeta postal no es suya…
—La vista oral ha concluido.
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cometió durante la noche?… ¿Con participación múltiple?… ¿En un edificio
habitado?… ¿Con llaves falsas o efracción?…
Y como era patente que el robo había sido cometido, y que no había
podido cometerse de otro modo, el jurado, con toda naturalidad, se vio
obligado a responder «sí» a todas las preguntas.
—Pero señores —decía uno de los miembros del jurado (el más joven y
que parecía ser el único en poseer algunos rudimentos de cultura)—,
responder «no» a estas preguntas no significa que ustedes crean que no hubo
efracción, que los hechos no ocurrieron de noche, etcétera; sencillamente
quiere decir que ustedes no desean mantener ese cargo.
Este razonamiento les superaba.
—No tenemos por qué entrar en eso —replicaba uno—. Sencillamente,
tenemos que limitamos a responder la pregunta. Señor jefe del jurado, ¿quiere
hacer el favor de leerla otra vez?
—¿Se cometió el robo durante la noche?
—Pues, digo yo, tampoco podemos responder que «no» —observaban los
demás.
Y aunque algunos «no» aparecieron en la urna, la respuesta afirmativa se
impuso por mucha diferencia.
De modo que todos aquellos que se habían propuesto votar sencillamente:
«culpable», pero sin circunstancias atenuantes ni agravantes, acabaron
teniendo que votar las «atenuantes» para compensar el exceso de las
«agravantes», que las preguntas habían obligado a aceptar.
Y justo después, todos a una:
—¡Pues anda, mira que la hemos hecho buena! ¡Qué vergüenza! ¡Ahora
tendrán un castigo demasiado leve! ¡Ojalá nos hubieran dejado votar
culpable, sin más!…
Para gran alivio de todos, el tribunal impuso una condena bastante fuerte
(seis años de cárcel y diez años de interdicción de residencia) sin tener apenas
en cuenta la decisión de los miembros del jurado.
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veces permiten que el jurado vote como hubiera querido y de acuerdo con lo
que consideraba justo. Volveré sobre este particular.
Salgo poco satisfecho de esta primera sesión. Casi me alegro de que
Arthur siga resultándome igual de antipático, de lo contrario me quitaría el
sueño. ¡Qué más da! Me parece monstruoso que se haya desatendido su
defensa. Y cuanto más vueltas le doy, más plausible me parece… Entonces es
cuando se me ocurre (¿por qué no se me habrá ocurrido antes?) que si la
tarjeta postal de Arthur, o por lo menos, según sus palabras, que si las dos
tarjetas acopladas iban franqueadas por ambos lados del sobre, bastaría con
que cada uno de los sellos fuera de cinco céntimos; y que, recíprocamente, si
el sello que había en el pedazo de tarjeta postal que se había recuperado era
un sello de cinco céntimos, éste por fuerza no podía ir solo. El sello de diez
céntimos tal vez no demostrara que Arthur no tuviera razón; pues puede que
sólo metiera las dos tarjetas dentro del mismo sobre después de haberlas
franqueado…, pero el sello de cinco céntimos demostraría seguramente que
tiene razón. Me hago la promesa de plantear mañana una solicitud al fiscal del
Tribunal Supremo, a quien tengo la suerte de conocer, y pedir permiso para
examinar en el expediente de Arthur el pedacito de papel.
* * *
Martes
Al pasar por delante de la conserjería el bedel me detiene y me entrega
una carta. Está fechada en la cárcel. Es de Arthur. ¿Cómo ha conseguido mi
nombre? A través de su abogado, sin duda.
La pregunta que planteé durante el interrogatorio le debió de inducir a
pensar que sentía interés por él, que dudaba de su culpabilidad, que tal vez le
ayudaría…
Me suplica que haga uso de mi derecho, que solicite visitarlo en su celda:
tiene importantes explicaciones que darme, etcétera.
Consultaré primero su expediente: si el pedazo de tarjeta postal tiene un
franqueo insuficiente, comunicaré mis dudas al fiscal.
Después de la sesión pude examinar el expediente: la tarjeta postal lleva
un sello de diez céntimos. Renuncio.
Y aun así, me digo ahora que si cada sello hubiera sido de cinco céntimos,
el funcionario de Correos en el lugar de origen los hubiera sellado ambos; y
que, por el contrario, sólo en el supuesto de que el franqueo de uno de los dos
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lados ya hubiera sido suficiente en sí podría haber omitido el otro sello, que
no habría sido sellado hasta la llegada…
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Capítulo segundo
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Me resulta evidente que el acusado no ha comprendido la segunda
pregunta, o que sólo responde a la primera. Lo que no quita que un rumor de
indignación sacuda los bancos del jurado y se propague hasta el de los
abogados.
El abogado defensor manda preguntar en ese momento si el acusado
estuvo internado en el hospicio hace once años. Se reconoce la exactitud del
dato.
Se llama a los testigos: la madre de la chiquilla en primer lugar; pero ella
no ha visto nada y lo único que puede decir es que, al volver del trabajo, se
encontró a su criatura llorando en la calle y lo primero que hizo fue soltarle un
buen par de bofetones.
Ahora le toca a la niña[2]. Está aseada y es amable; pero se ve que el
aparato de la justicia, esos bancos, esta solemnidad, la especie de trono en el
cual se sientan esos tres señores mayores que visten de forma tan extraña,
todo eso la aterroriza.
—Vamos, criatura, no tenga miedo; acérquese.
Y, como ya ocurrió ayer, la niña se encarama a una silla, para estar a la
misma altura que el tribunal y para que el presidente pueda oír sus respuestas.
Éste las repite acto seguido en voz alta, para ilustración de los miembros del
jurado. Vemos a la chiquilla de espaldas; tiembla; y en este caso su
estremecimiento no lo provoca la risa sino el llanto. Se saca un pañuelo del
bolsillo de su delantal.
Este interrogatorio es atroz; ¡y qué insistencia tan inútil para averiguar lo
que el otro le ha hecho, si ya lo sabemos hasta el mínimo detalle! ¡La cría, por
lo demás, no puede responder, o tan sólo con monosílabos!
La voz de la chiquilla es tan flojita que el presidente, para oírla, se inclina
hacia ella y se lleva la mano al oído como una trompetilla. Luego se endereza
y se gira hacia el jurado[3]:
* * *
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las orejas despejado; una raya negra le cruza la frente; el brazo izquierdo en
cabestrillo envuelto en trapos. Llora. Con voz patética suplica indulgencia
para ese pobre chico «que jamás ha conocido la felicidad». Lo describe, hijo
de alcohólicos, en su casa siempre le han pegado; «le obligaban a acostarse en
el retrete»; basta con mirarlo para ver que sigue siendo un niño; se divierte
con cromos, juega a las canicas, con una peonza. Pero ya con anterioridad
había intentado «estirarse encima de la chiquilla», quien entonces le mordió
en la oreja. Desde la cárcel escribe a la verdulera cartas incoherentes. La
buena mujer se saca del bolsillo un fajo de papeles y solloza.
El interrogatorio ha concluido. El desdichado hace grandes esfuerzos para
seguir la requisitoria del fiscal, de la cual es evidente que sólo comprende
algunas frases sueltas. Pero lo que comprenderá perfectamente dentro de un
rato es que está condenado a ocho años de cárcel.
Entre tanto, el presidente nos informa de que, según la propia confesión
del acusado durante la instrucción, «era la primera vez que tenía relaciones
sexuales». ¡Eso es todo lo que habrá conocido del «amor»!
* * *
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7 francos al zapatero.
Con lo poco que gana, ¿cómo iba a poder arreglárselas sin robar?…
Su primer robo ya había sido cometido «con premeditación»; el domingo
pasado, nos informan, había comprado una vela; después, la víspera del robo,
había pedido prestado a su patrón un destornillador que le había servido para
abrir el cajón donde estaban los treinta y cinco francos que había cogido.
El crimen que nos ocupa hoy exigía una preparación más complicada. O
por lo menos un primer intento, que fracasó, sirvió en cierto modo de ensayo
general.
La noche del 26 de marzo, Marceau penetraba por primera vez en la casita
aislada donde vivían en *** la anciana señora Prune, restauradora, y su
criada. En la planta baja rompió un cristal del comedor, abrió la ventana y
entró en la estancia. Esperaba, ha confesado, encontrar dinero en un cajón de
la cocina; pero la puerta de la cocina estaba cerrada con llave; tras intentar en
vano abrirla varias veces, se marchó por donde había venido con el propósito
de volver mejor equipado al día siguiente.
El 27 de marzo por la tarde, ante las dudas de si el cristal roto habría
sembrado la alarma, Marceau se montó en su bicicleta y regresó a ***, se
encontró un pedazo de herradura por la carretera y lo recogió, pensando que
podría resultarle de alguna utilidad. Olvidaba decir que, la víspera, se había
provisto de una vela que había ido a comprar a Grainville. Así pues, Marceau
se fue a merodear alrededor de la casa, comprobó que todo estaba tranquilo e,
ignoro muy bien cómo, se convenció de que nadie sospechaba nada, lo que
era verdad.
El interrogatorio del acusado basta para reconstruir el crimen. Marceau no
trata de defenderse, ni siquiera de disculparse; acepta haber hecho lo que ha
hecho, como si no pudiera evitarlo. Diríase que está resignado de antemano a
convertirse en un criminal.
Helo aquí, pues, a altas horas de la noche del 27 en ***. La ventana que
escaló la noche anterior permanece abierta y penetra por ella en el comedor.
Pero como esta noche sus intenciones van en serio, toma la precaución de
cerrar los postigos una vez dentro. Lleva en la mano el faro de su bicicleta; se
trata de un faro sin pie que no puede apoyar en ningún sitio, que le molesta y
que dentro de un rato, en la cocina, cambiará por una palmatoria. Con la
herradura ha forzado la puerta. Ya está registrando los cajones: ¡Once perras
chicas! No vale la pena entretenerse. Ya las cogerá luego, a la vuelta. Sube al
piso.
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La señora Prune y su criada ocupan, en el primer piso, las dos
habitaciones de la derecha: en las dos habitaciones de la izquierda se aloja,
ocasionalmente, algún viajero. Con sigilo, Marceau comprueba que estas dos
habitaciones están vacías: sostiene en la mano un cuchillo de hoja corta y
puntiaguda que ha encontrado en un cajón de la cocina.
EL PRESIDENTE: ¿Por qué cogió usted el cuchillo?
MARCEAU: Para pegarle una cuchillada a la criada.
Sin embargo, la puerta de ésta está cerrada con pestillo; Marceau trata de
abrirla; pero al oír un ruido en la habitación de la anciana, corre a ocultarse en
una de las habitaciones desocupadas. Apaga la vela y, por suerte, al agacharse
para depositar la palmatoria en el suelo, el cuchillo, que había deslizado en la
chaqueta, cae; y en la oscuridad es incapaz de dar con él. Cuando sale de
nuevo al pasillo y se topa con la anciana, va desarmado; afortunadamente para
ella, y para él.
Ahora le toca declarar a la señora Prune. Se trata de una digna y frágil
ancianita de ochenta y un años; apenas si se sostiene en pie y pide una silla,
que le traen, y en la que se sienta, cerca de la barra.
—Oigo un crujido dentro de casa. Me digo: ¡Ay Dios mío!, ¿qué será?;
oigo un crujido. ¿Será el granizo? Me levanto. Abro la ventana que da al
jardín; no veo nada. Me vuelvo a acostar. Y otra vez empiezan los crujidos.
Me levanto de nuevo. Silencio. Vuelvo a acostarme por segunda vez; en mi
reloj de pared era medianoche. Ahora veo una luz que pasa por debajo de la
puerta: ¡Oh!, me digo, ¿se habrá incendiado algo? Llamo a la criada; no
acude. Vamos, me digo para mis adentros, «antes era más valiente», y salí al
pasillo. Me acerco a la puerta de la criada: «Hay ladrones en la casa, pobrecita
mía, ¡ay, Dios mío, hay ladrones en casa!». Ella no contestaba; su puerta
estaba cerrada.
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EL PRESIDENTE: Tiene usted toda la razón. No olviden, señores, que el caso
que estamos juzgando aquí es de los más graves y puede significar para el
acusado la pena capital si no hay reconocimiento de circunstancias
atenuantes.
La criada, entre tanto, pedía socorro por la ventana. Un vecino contestó.
«¡Ya vamos, ya vamos!». Al oír que venía gente, el chico se asustó y
emprendió la huida, dejando su crimen inacabado.
El Tribunal condena a Marceau a ocho años de trabajos forzados.
* * *
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EL PRESIDENTE: ¿Había bebido aquella noche?
EL ACUSADO: No, señor presidente.
EL PRESIDENTE: ¿Había tenido usted algún problema con su cuñada?
EL ACUSADO: Jamás, señor presidente. Nos llevábamos bien.
EL PRESIDENTE: Regresó de casa de su patrón a las siete y media. ¿Qué
hizo usted hasta las nueve y media?
EL ACUSADO: Estuve leyendo el periódico.
Llamado a declarar, el médico del jurado nos habla del extraño alivio, de
la descarga que Bernard le dice haber experimentado tras haber prendido el
fuego.
Además le ha confesado que ya no volvió a experimentar la misma
descarga después de los siguientes incendios, «de modo que lo lamentaba».
Me habría gustado saber si esa extraña satisfacción del botafuego y esta
descarga no tenían alguna relación con el goce sexual; pero, a pesar de ser
miembro del jurado, no me atrevo a plantear la pregunta por temor a que
parezca estrafalaria.
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Capítulo tercero
Miércoles
Otro atentado al pudor; cometido contra su hija por un jornalero de
Barentin, padre de cinco hijos, de los cuales el mayor tiene doce años. Se
solicita celebrar el juicio a puerta cerrada.
Cuando se readmitió al público en la sala, una oleada de indignación
acogió la decisión del jurado y su deseo de reconocer circunstancias
atenuantes.
Por mi parte, quedé bastante sorprendido (cosa que ya me había sucedido
en los casos anteriores de esta misma naturaleza) al ver la moderación de la
mayoría de los miembros del jurado en estos casos. En la sala de
deliberaciones se hizo valer que el atentado se había cometido sin violencia;
por último, y más que nada, el enorme deseo que manifestaba
inconscientemente la mujer del acusado de sacárselo de encima, el
apasionamiento que no pudo evitar introducir en su declaración, debilitaron
en gran medida el alcance de su testimonio; el acusado se benefició asimismo
de la poca simpatía que podíamos otorgar a la víctima. Pero eso era lo que el
público, debido a la sesión a puerta cerrada, no podía saber. Más aún, a
algunos miembros del jurado la condena a cinco años de cárcel les pareció
excesiva. Por el contrario, todos aprobaron la pérdida de la patria potestad.
El acusado escuchó sin pestañear la condena a cinco años de cárcel; pero,
cuando escuchó su degradación, emitió una especie de rugido extraño, como
una protesta de animal, un grito en el que se mezclaban la sublevación, la
vergüenza y el dolor.
* * *
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El curioso caso del que nos ocupamos a continuación nos trajo la
comparecencia de un funcionario jefe de la oficina de recaudaciones postales
(estafeta principal de Ruán).
Se trata de un hombre gordo y de tez roja, fuertote, de hombros anchos y
sin apenas cuello. Sus manos son torpes. Viste un cuello bajo, una corbatita
gris; lleva el cabello medio corto sobre la frente hundida. Tiene cuarenta y
siete años, ha hecho la campaña de Madagascar, donde pilló las fiebres
palúdicas; bebe de vez en cuando y ha sido víctima de algunas alucinaciones;
el examen médico reconoce su responsabilidad atenuada. Pero desde que está
al servicio de Correos su comportamiento ha sido irreprochable, y estaba
sobrio cuando, la mañana del 2 de abril, sustrajo de la oficina un sobre que
contenía trece mil francos. Reconoce los hechos, pide disculpas y ni siquiera
trata de explicarlos. Todos los días se veía ante la tesitura de manejar
considerables cantidades de dinero; aquella misma mañana había, junto al
sobre de los trece mil francos, otro sobre con quince mil, de igual manera al
alcance de su mano, que había visto y que no cogió.
Pero de repente se mete en el bolsillo ese sobre con los trece mil francos;
sale de la cabina de cambios diciéndole a su colega que va al retrete; coge
tranquilamente el gabán y el sombrero, y como son las doce y media, nadie se
sorprende al verle marchar. Una vez en la calle no sale por piernas, no se
oculta de nadie; se dirige a un burdel próximo; se gasta doscientos cuarenta y
seis francos al pagar una ronda al personal; luego se despierta la mar de
avergonzado y regresa a la oficina donde devuelve el importe sobrante y se
compromete a reintegrar la diferencia.
El veredicto del jurado es negativo; el tribunal le absuelve.
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Capítulo cuarto
Jueves
La criada Rachel está acusada de infanticidio.
Avanza temerosa hasta la barra; lleva un mantón blanco de lana por
encima de la blusa. Desde mi sitio me cuesta distinguir su rostro; tiene la voz
suave. Lleva sirviendo en Saint-Martin de B., en la misma casa, desde los
trece años; ahora tiene diecisiete.
Había conseguido ocultar el embarazo; los primeros dolores le
sobrevinieron ordeñando las vacas. Regresó a la casa, vertió la leche en la
lechera; hizo las labores de la casa; pero los dolores se volvieron tan fuertes
que tuvo que sentarse; estaba espantosamente pálida.
—Si estás enferma, sube a tu habitación a descansar —le dijo su ama.
La habitación de Bertha Rachel estaba en el primer piso, junto a la de sus
amos. A la que se estiró en el jergón, dio a luz una niña.
Tenía «miedo de que la regañaran», y como la niña gritó, por temor a que
sus amos la oyesen, Bertha le tapó la boca con la mano y la mantuvo así hasta
que los gritos cesaron. Cuando Bertha vio que la criatura ya no respiraba,
cogió unas tijeras y le hizo un pequeño corte en el cuello.
De la instrucción se desprende que asestó el tijeretazo tan sólo después de
que la pequeña hubiese muerto asfixiada. El fiscal tratará de demostrar que
fue «para comprobar que la sangre había dejado de circular». Yo supongo que
fue una acción más inconsciente. El presidente acosa a Bertha a fuerza de
preguntas, pero el papel de las tijeras sigue tan poco claro como antes.
Cuando Bertha Rachel tuvo la seguridad de que su criatura había dejado
de vivir, ocultó el pequeño cadáver provisionalmente en su cubo de aseo, tiró
la placenta por la ventana, que daba justo sobre el estercolero, y volvió acto
seguido al piso de abajo para reanudar su trabajo.
Al día siguiente, cavó con una laya un agujero detrás de la granja, junto a
la cuneta —un agujerito, pues apenas si tenía fuerzas—, donde enterró a la
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criatura.
Al cabo de unos días una carta anónima informaba a los gendarmes; y el
cadáver de la criatura fue recuperado. Al presidente no le parece necesario
insistir en esta carta anónima, sobre la cual no se facilita información alguna;
y como no formo parte del jurado en este caso, nadie plantea ninguna
pregunta al respecto; y se obvia la cuestión.
EL PRESIDENTE: Durante el periodo de embarazo, ¿no se percató su ama de
nada?
LA ACUSADA: Ya se notaba que iba engordando, pero mi ama no quería
decirlo. No me habló de ello en absoluto. —Y en el acto, en voz mucho más
baja y algo confusamente, dice de repente—: El hijo del amo es el que me la
ha hecho.
EL PRESIDENTE: No es eso lo que usted dijo al principio —y luego,
girándose hacia el jurado—. Durante la instrucción se ha negado con
obstinación a decir quién era el padre de la criatura.
La criada Rachel prosigue, sin escuchar al presidente:
—Me aconsejó que la hiciera desaparecer para que no se supiera qué era
suya.
EL PRESIDENTE: ¿Hacerla desaparecer cómo?
—Enterrándola.
Lo dice sin ninguna emoción; la pobre chica parece casi estúpida.
EL PRESIDENTE: Como la acusada no mencionó nada de todo esto durante la
instrucción, no se ha podido llamar a declarar a la persona a la que alude
ahora. —A la acusada—: Puede usted sentarse.
En ese momento el abogado defensor se levanta:
—Hay que lamentar que la acusada no nos haya hablado aquí, como hizo
durante la instrucción, de las lecturas vespertinas que se llevaban a cabo en la
granja, en familia. Se solían leer los sucesos de los periódicos, y, según nos
dijo, los ancianos que procedían a la lectura se demoraban preferentemente en
los infanticidios.
EL PRESIDENTE: Abogado X…, no veo muy bien qué interés puede tener
esto.
¡Qué le vamos a hacer! Por suerte, los miembros del jurado, por su parte,
sí lo ven; y todo el drama se aclara cuando avanza hacia la barra el ama. Se
trata de una anciana de más de sesenta años, enjuta y seca, como momificada,
de rasgos duros, ojos fríos, labios apretados. Lleva el rostro enmarcado por un
gorro de encaje negro, y la cinta que lo sujeta cae sobre una esclavina negra.
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EL PRESIDENTE: ¿Tenía usted a la criada Rachel a su servicio? ¿Estaba
contenta de ella?
EL AMA: ¡Oh sí, y tanto que estaba contenta! Desde luego, jamás me dio
motivo de queja.
EL PRESIDENTE: ¿En ningún momento se percató usted de su embarazo?
EL AMA: No, jamás. Si hubiera sabido que estaba en estado, no me la
hubiera quedado, por supuesto.
EL PRESIDENTE: Durante la instrucción, dijo usted que ya veía que estaba
poniéndose oronda, pero que creía que tenía que ver con el estómago. La
víspera del día del parto vio usted un charco de sangre y agua en la cocina, en
el sitio donde la criada se había sentado.
EL AMA: Pensé que era de un pollo que acababa de limpiar.
Y todavía se percibe en la voz clara y seca de la anciana ese propósito
deliberado de no saber nada, de no haber visto nada, de no ver nada.
La instrucción ha demostrado que, a esa granja aislada, nunca iban
hombres y que la criada tan sólo pudo ver al marido del ama, de setenta y
cinco años de edad, o al hijo, de treinta y dos, durante una de sus escasas y
rápidas visitas. La anciana asimismo nos informa de que había que pasar por
su habitación para entrar en la de la sirvienta, cosa que dice como queriendo
dejar bien claro que no puede haber sido su hijo quien… etcétera.
Y el presidente, manifiestamente deseoso de evitar que el caso derive y de
limitar la acusación, lo pasa por alto.
La declaración del médico no nos aporta un solo dato nuevo; explica de
forma muy prolija que la criatura vivió, de modo que nos encontramos ante
un caso de infanticidio y no de aborto; no obstante, el tijeretazo, asestado
superficialmente y como con precaución, era más bien para tener la seguridad
de que la criatura había muerto; pero ésta respiró, pues, en el recipiente de
agua donde la puso, la masa pulmonar flotaba.
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* * *
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Aunque no me convence, me gustaría poder seguir algo mejor su defensa;
pero el presidente le avasalla y no deja que Bouboule, o Prosper, se explique.
Hasta qué punto es potestad del presidente poner trabas a una declaración
o facilitarla (incluso inconscientemente), es lo que me pregunto una vez más,
angustiado, y lo difícil que resulta para el jurado formarse una opinión propia,
no adoptar la del presidente[4].
Prosper habla con voz apagada, cuesta escucharle, y parece tener muchas
dificultades para expresarse. En el transcurso del interrogatorio, sintiendo que
las mallas de la red van estrechándose a su alrededor, dice que la fatalidad se
ensaña en su contra, habla de «confabulación…»; se pone lívido y gruesas
gotas de sudor empiezan a resbalarle por la frente.
El guarda de uno de los chalets desvalijados, M. X…, llamado a testificar,
hace una declaración muy conmovedora y muy bella. Su sangre fría, su valor,
parecen haber sido admirables; admirable también la modestia de su actitud,
de su relato, que los periódicos han reproducido. Inútil volver sobre el
particular.
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Capítulo quinto
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Luego le toca a la mujer R…, esposa del acusado. No sería demasiado fea
si no tuviera el rostro tan terriblemente quemado por el sol. Tiene aspecto de
«fregona». Lleva el cabello lustroso y estirado hacia atrás y una toquilla de
lana negra que cae sobre un delantal azul.
EL PRESIDENTE: ¿Qué hizo usted para obviar este inconveniente?
LA TESTIGO: ¿¿¿???
En más de una ocasión sucede que el presidente plantea una pregunta en
unos términos absolutamente ininteligibles para el testigo o para el acusado.
Como ahora.
Se procede al interrogatorio del único testigo: la vecina.
EL PRESIDENTE: ¡En resumidas cuentas, no vio nada!
LA TESTIGO: Es que entré demasiado pronto, o demasiado tarde.
Y como, al fin y al cabo, no sabemos a qué atenemos, si condenamos
a R…, lo haremos basándonos en presunciones (como ocurre a menudo) y no
tanto por el acto del que se le acusa, tan dudoso, sino por su comportamiento
general; y también para que su familia se libre de él.
* * *
Vuelvo a ser jefe del jurado para el último caso de este día.
Joseph Galmier, de veinte años de edad, hijo de Anaïs Albertine
(¡menudos nombres! El sábado pasado, la pobre mujer X…, en el caso Z…,
en el que no encontré nada relevante digno de mención, ¡respondía a los
nombres de Adelaïde-Héloïse! El que los menesterosos bauticen con nombres
tan insólitos a sus hijos, ¿se deberá a un impulso poético?), está acusado de
haber cometido dos robos, con circunstancias agravantes: con nocturnidad; en
una casa habitada; con efracción; con cómplices.
Galmier es jornalero en Le Havre; no es feo de cara, un rostro corriente,
rubicundo; la nariz un poco demasiado puntiaguda; el cabello peinado hacia
delante; el bigote incipiente; con aspecto de guerrero normando de Cormon.
Bien plantado y de formas harto elegantes; viste un jersey debajo de una
chaqueta desteñida.
Condenado anteriormente a seis meses.
Detenido durante la noche, llevando una palanqueta, acompañado por
vagabundos provistos de ganzúas.
En una carta al fiscal hace una confesión completa; pero ahora pretende
que un delincuente le obligó a escribir esa carta. Lo niega todo.
EL PRESIDENTE: ¿Qué delincuente?
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EL ACUSADO: No me atrevo a decir su nombre. Me ha amenazado con
jugarme una mala pasada cuando salga, si hablo.
El presidente sigue escéptico.
Transcribo mis apuntes tal cual. Todos tal vez no puedan aplicarse a esta
causa en particular:
«… El acusado, que habla lo más deprisa posible, temeroso de que el
presidente le corte la palabra (cosa que por lo demás hace sin cesar), y que
deja de ser claro y se percata de ello…, el pobre desdichado que defiende su
vida.
»¿Resultaría acaso el inocente más elocuente, estaría menos turbado que
el culpable? ¡Anda ya! En cuanto nota que no le creen, podrá turbarse tanto
más cuanto menos culpable es. Exagerará sus afirmaciones; sus protestas
parecerán cada vez más desagradables; perderá pie.
»El lado perro del comisario de policía en sus declaraciones; su tono
arrogante. Y el aire de presa que adopta al punto el acusado. El aire de
conferirle un aspecto culpable.
»El desdichado que se percata, pero sólo justo en el momento de iniciarla,
de que su defensa es insuficiente. Su torpe esfuerzo para darle cuerpo.
»La imprudencia del malhechor y esa especie de vértigo que le impulsa a
gastar en el acto el dinero que acaba de robar. Galmier se compra un gabán,
un traje, camisas, tirantes, pañuelos, corbatas, etcétera; da un franco de
propina al mozo que le trae el paquete (vive justo al lado de la tienda).
»La alegría de los malhechores profesionales cuando se encuentran con un
pardillo, que navega y es un poco bobo, que estará dispuesto a asumir el
crimen. (Le han prometido que le pagarán un abogado).
»La versión más sencilla es siempre la que más posibilidades tiene de
prevalecer; y asimismo es la que menos posibilidades tiene de ser exacta».
* * *
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El caso siguiente nos trae a cinco acusados. Tendrían que haber sido seis,
pero uno se ha escapado. El mayor tan sólo tiene veintidós años. Se trata de
una banda de ladrones de poca monta. Se les acusa de ocho robos. Lo
confiesan todo.
Janvier fue el primero al que pescaron; es el más joven; se negaba a
delatar a sus cómplices. Carente de domicilio desde hacía ocho días, dormía
con otro de la misma banda; el pasado 12 de febrero birló una salchicha en un
tenderete; coste: quince días de arresto, que no tiene que cumplir.
Janvier tiene la sonrisa fácil y bonita; le cuesta no sonreír; está de buen
humor. No bromea, pero se nota todavía en sus respuestas el recuerdo
estremecido de la diversión del robo, de la aventura compartida de las partidas
de robo. Jugaban a robar, a birlar… Esta alegría va a recibir dentro de poco un
mazazo de categoría.
¿Puede uno superar una condena? ¿Puede uno superarla sólo?…
He can be saved now. Imprison him as a criminal, and I affirm to you that
he will be lost[5]
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Capítulo sexto
Muchos son los jurados que se hacen recusar, con lo que mi nombre sale a
menudo de la urna; por novena vez, pues, formo parte del jurado. En la sala
de deliberaciones los jurados insisten para que acepte la presidencia que el
señor X… me ruega ocupe en su lugar; al parecer tiene el derecho a hacerlo.
Como único intelectual, o casi único, entre ellos, temo la hostilidad pese a los
grandes esfuerzos que hago para prevenirla. Por eso soy en extremo sensible a
esta manifestación de consideración. Bien es verdad que en alguno de los
casos anteriores el jefe de los jurados, en efecto, se había mostrado
fastidiosamente incapaz y que, debido a sus incomprensiones, a sus
vacilaciones, a sus torpezas, la deliberación y las votaciones habían sido de
una lentitud exasperante.
El caso apenas presenta interés en sí mismo. Nos llega procedente del
tribunal correccional, al que más bien compete, pero donde la Sala se ha
declarado incompetente.
El señor Grainville, jornalero, fue atacado a la una de la madrugada, en la
Rué Barbot, de Ruán, por un malandrín que le quitó las dos monedas de cien
reales que llevaba en el bolsillo. La víctima se declara incapaz de reconocer a
su agresor; pero, alertada por sus voces, la señora Ridel se asomó a la ventana
y pretende haber podido reconocer en el agresor al señor Valentín, jornalero,
que comparece ahora ante nosotros.
Valentín lo niega con vehemencia y pretende no haberse movido de su
cama en toda la noche. Y para empezar: ¿Cómo iba la señora Ridel a poder
reconocerlo si era una noche sin luna y la calle estaba muy mal iluminada?
Esto suscita la protesta de la señora Ridel: la agresión se produjo en las
inmediaciones de una farola del alumbrado.
Se procede al interrogatorio del gendarme que colaboró en la instrucción
del caso; se interroga a otros testigos: uno sitúa la farola a unos cinco metros;
el otro, a unos veinticinco. El último incluso afirma que no hay ninguna farola
en todo ese tramo de la calle.
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Pero Valentín tiene un pasado turbio, una reputación deplorable, y aunque
el sustituto del fiscal, que asume la acusación, no consigue probamos que
Valentín es el culpable, el abogado defensor tampoco logra persuadimos de
que es inocente. Ante la duda, ¿qué harán los miembros del jurado? Votarán
la culpabilidad y a la vez las circunstancias atenuantes, para atenuar la
responsabilidad del jurado. ¡En cuántas ocasiones (hasta en el caso Dreyfus
mismo) son estas «circunstancias atenuantes» tan sólo indicativas de la
inmensa perplejidad del jurado! Y al menor atisbo de indecisión, por ligera
que sea, el jurado se siente inclinado a votar por ellas, y tanto más cuanto más
grave es el crimen. Lo que significa: sí, el crimen es muy grave, pero no
estamos del todo seguros de que sea él quien lo ha cometido. No obstante, es
preciso un castigo: por lo que pudiera pasar, castiguemos a éste, puesto que es
él la persona que nos ofrecéis como víctima; pero ante la duda, no lo
castiguemos demasiado, por si las moscas.
En muchos casos donde he sido llamado para juzgar me he sentido
molesto, y todos los miembros del jurado que juzgaban conmigo se han
sentido tan molestos como yo, por la gran dificultad de representarse el
escenario del crimen, el lugar de autos, a partir de las meras declaraciones de
los testigos y del interrogatorio del acusado. En algunos casos, este factor es
de la máxima importancia. Se trata, por ejemplo en este caso, de saber a qué
distancia de una farola de alumbrado público ha sido cometida una agresión.
Un testigo determinado, situado en un lugar concreto, ¿pudo reconocer al
agresor? ¿Estaba éste suficientemente iluminado?
—Conocemos el lugar exacto de la agresión. Respecto a la distancia de la
farola a la que se encontraba el agresor, todos los testimonios difieren: uno
dice a cinco metros; otro, a veinticinco… Sin embargo, no costaba nada
disponer que la gendarmería estableciera un plano del lugar, una copia del
cual se entregaría a cada miembro del jurado al inicio de la sesión. Estoy
convencido de que en muchos casos este plano habría sido una valiosa ayuda.
* * *
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Lo raro que resulta que un caso se presente con cabeza y de forma
sencilla.
La frecuencia con la que la simplificación en la representación de los
hechos de la requisitoria resulta artificial.
La facilidad con la que sucede que el acusado se enreda con una
declaración accesoria, cuya gravedad en un primer momento no calibra.
—Entonces, ciego de ira… —dice Conrad en el transcurso de su relato (se
trata del navajazo asestado a su amante en el momento en que ésta pretendía
matarlo).
Y el presidente, al punto, interrumpiéndolo:
—Han oído ustedes, señores miembros del jurado: ciego de ira.
Y la acusación pública se apoderará triunfalmente de esta frase
desafortunada de la que el acusado ya no podrá retractarse, cuando es
manifiesto que sólo se trata de una forma de expresión en la que Conrad, muy
pendiente de la oratoria, ha caído por hacer una frase redonda.
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Capítulo séptimo
Martes
Otro atentado contra el pudor: el último de los que nos tocará juzgar. Este
resulta particularmente penoso, pues el acusado, un joven jornalero de
Maromme, padecía una blenorragia y ha contagiado a la víctima. Los
informes que se tienen sobre él no pueden ser peores: insolente, borracho,
impaciente en el trabajo; ya en ocasiones anteriores había tratado de llevarse
al bosque a una chiquilla de diez años a la que obsequiaba con monedas y
caramelos.
La criatura que comparece ante nosotros sólo tiene seis años y medio. La
atrajo a su habitación ofreciéndole «una petaquita».
La fuerzan a repetir delante de nosotros, en detalle, lo que ya dijo durante
la instrucción, y que el culpable ya confesó, y que el médico ya verificó. Da la
impresión de que se han propuesto que a la pequeña le resulte imposible
olvidar. Por lo demás, no ha sido violada; parece que el acusado tomó algunas
precauciones al respecto, gracias a las cuales tal vez esperara no
contaminarla; gracias a las cuales se beneficia de las circunstancias
atenuantes.
* * *
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cuyo lugar ocupó al punto Charles, quien, por Juliette, abandona a su mujer e
hijos tras once años de matrimonio. Charles tiene treinta y cuatro años; es
cochero, ha cambiado varias veces de puesto de trabajo pero los informes
reunidos sobre su persona, por parte de sus diferentes jefes, son buenos. Su
mujer tampoco tenía queja de él, aunque a veces le montaba una «escena».
Cuando ya estaba conviviendo con aquella chica, la señora Charles, en
repetidas ocasiones, trató de recuperarlo, de que volviera con ella; pero no
hubo forma, y la instrucción dice que «la llevaba en la masa de la sangre,
como suele decirse». Vive entonces con Juliette R…, en la plaza de M…, en
casa de la señora Gilet. Ésta a veces les oía discutir.
—Es cierto, Juliette a veces me reprochaba que remitiera a mis hijos una
parte de mi sueldo. Pero nunca la amenacé.
Y la señora Gilet reconoce que las discusiones no eran frecuentes ni
prolongadas.
La voz de Charles es grave; no tiene mal aspecto; es alto, fuerte, bien
plantado, aunque sin el menor atisbo de engreimiento o fatuidad; tengo la
impresión de que sólo con verle cabría adivinar que era cochero; y no cochero
de un coche de punto, sino cochero particular.
No se defiende, ni tan sólo se disculpa: se le nota preocupado por
presentar los hechos tal como sucedieron y sin tratar de influir sobre el jurado
en su favor. ¿Por qué intenta el presidente hacer que se turbe, que se
contradiga? Sin duda, como antiguo juez de instrucción, por deformación
profesional.
—Hay ligeras variaciones en el reconocimiento de los móviles del crimen
—le dice.
Y es que resulta que ni el propio Charles se explica muy bien a sí mismo
cómo ni por qué mató. Estaba perdidamente enamorado de esa mujer; tenía
necesidad de ella. La noche del 12 de marzo, la víspera del crimen, cenaron
juntos.
—Después de la cena me acosté con ella, como siempre; pero ella me
rechazó. Así empezó todo.
—¿Se peleó entonces con ella?
—Por este motivo, sí.
—Éste es el motivo que aduce ahora para el crimen. En un primer
momento, nos dio usted otra explicación.
El acusado no protesta; su gesto parece decir: es posible.
—¿Transcurrió después la noche con tranquilidad?
—Sí, señor.
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—Dijo usted también que estaba celoso; ésa es incluso la explicación que
nos dio primero. ¿Le conocía usted algún amante?
—No tenía ningún amante.
—No obstante, ella estaba triste; en la tienda de Les Abeilles donde
trabajaba, han dicho que estaba angustiada; tenía miedo de usted. Un día le
quitó la navaja de afeitar. ¿Acaso tenía miedo de que fuera a utilizarla para
agredirla?
—En aquel momento yo estaba enfermo. Le dijeron que me la quitara
para impedir que la utilizara contra mí mismo.
—Lleguemos al 13 de marzo.
—Nos dimos los buenos días por la mañana. Yo bajé por el periódico.
—¿No bebió?
—La víspera, antes de cenar, me tomé dos tazas de café en B…; pero
aquella mañana estaba en ayunas. Al volver junto a ella, se lo pedí de
nuevo… Pero me rechazó una vez más. Entonces, como seguía sin tener
ganas, perdí la cabeza. Tomé un cuchillo de encima de la mesa, cerca de mí;
le di en el cuello. Tenía el cuchillo pegado a la mano.
—¿Todavía estaba acostada?
—Cuando la primera cuchillada, sí.
—Entonces intentó huir; pegó un brinco fuera de la cama. Usted se
abalanzó sobre ella; cayó.
—Al final, en efecto, la encontré por el suelo.
—¿Al final? ¡No tan deprisa! Si no hemos hecho más que empezar.
Estábamos en que cayó; y entonces usted siguió clavándole cuchilladas como
un poseso, acribillándole a cuchilladas el cuello, el rostro y las muñecas.
—Sólo me acuerdo de la primera cuchillada.
—Resulta demasiado fácil. Le ha asestado usted más de cien cuchilladas;
según la declaración de un testigo, la mantenía pegada al suelo con una mano
y con la otra iba acuchillándola por todas partes.
—Cuando me desperté, Juliette estaba muerta; yo estaba inclinado sobre
ella; había sangre por todas partes… No había visto llegar a la señora Gilet.
—Al oír los gritos de la desdichada, acudió a socorrerla. Le vio
acuchillarla con tanta violencia y con tanta rapidez que parecía, ha dicho
recurriendo a una imagen sorprendente, el timbrado de los sellos en una
estafeta de correos. Han oído ustedes, señores miembros del jurado, ¡el
timbrado de los sellos en una estafeta de correos!
Dicho lo cual, el presidente, gesticulando y hablando a la vez, se pone a
dar puñetazos sobre su pupitre hueco; provoca un estrépito tal que una
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carcajada inoportuna sacude a la asistencia. Manifiestamente, no era ése el
ruido que debió de hacer.
—Su amante se puso a dar voces: «¡Ah! ¡Señora, sálveme! ¡Tiene un
cuchillo!». Entonces usted repelió a la señora Gilet, que quedó manchada de
sangre. «Retírese, este asunto no es de su incumbencia», le dijo usted.
Después continuó asestándole cuchilladas a la desdichada y le cortó por
último la cariátide (sic). —La señora Gilet dirá dentro de un rato que la última
cuchillada se la dio en la frente—. ¿Tiene algo que decir?
—No recuerdo nada de eso.
—Sin embargo, cuando llegaron los agentes que la señora Gilet había
avisado, se sorprendieron por su sangre fría. Al parecer ni siquiera se le
notaba conmocionado. El cuchillo estaba encima de la mesa. Dejó que le
apresaran sin oponer resistencia.
—Estaba atontado de horror.
—¡De ningún modo! Usted dijo con toda tranquilidad: «Avisen a mi
mujer», y cuando los agentes se disponían a llevárselo, pidió permiso para
lavarse las manos antes de bajar a la calle.
—Recuerdo, en efecto, haber dado las señas de mi mujer para que la
avisaran.
—Y después, ¿no intentó colgarse?
—Jamás.
—Pues eso es lo que pareció. En la habitación se encontró un gancho de
tamaño suficiente para soportar un peso considerable; también se encontró
una correa. ¿No habló usted entonces de deseos de suicidio?
—Jamás he hablado de eso.
—Qué más da. En definitiva, reconoce usted todos los hechos y da de su
crimen la explicación siguiente: que Juliette le negaba sus favores.
—Vi pasar algo terrible delante de mí aquella mañana.
—En fin… ¡Está muerta, pobre chica! Si ya no quería saber nada más de
usted, lo que tenía que hacer era volver con su mujer y con sus hijos. ¿Por qué
matarla?
—Yo no trataba de matarla. —Susurros de indignación entre la asistencia.
—¡Vaya, hombre! ¡Con cien cuchilladas!
La mayoría de los miembros del jurado coincide con el Presidente y opina
que la intención de matar es mayor cuando se dan cien puñaladas que cuando
se da sólo una. Sin embargo, el reconocimiento médico de la víctima nos dice
que esas ciento diez heridas cuya señal ha podido apreciarse en el rostro, en el
cuello, en la región superior del tórax, en las manos (en el cuello las más
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abundantes), eran en su mayor parte regulares, y, todas, pequeñas y poco
profundas. (En Rusia lo habrían considerado, sin duda por este motivo, un
«crimen ritual»). Una única herida había alcanzado la carótida y provocado
una hemorragia fulminante.
Como no formo parte del jurado, no puedo preguntar si, tal vez, dependía
de la forma y del tamaño del arma que ninguna de las heridas fuese profunda.
Pero no lo parece; y el doctor dirá más adelante que Charles había asestado
las puñaladas «de una forma temblorosa, sin hacer apenas que penetrara el
arma y como si sólo tratara de mutilar».
Los dedos estaban llenos de cortes; la víctima debía de haber intentado
protegerse.
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—El verano pasado, de resultas de una caída, estuvo enfermo mucho
tiempo. Lo primero que se me ocurrió, cuando le vi acuchillando a Juliette, es
que se había vuelto loco. Parecía quererla mucho. Hasta que Juliette no me
dijo: «Tiene un cuchillo», no comprendí que iba armado. Hasta ese momento,
creí que la golpeaba con el puño.
CHARLES: No vi a la señora Gilet, la recuerdo vagamente; eso es todo.
LA SEÑORA GILET: Tras una carnicería semejante, comprendo que se puede
perder la cabeza. La última cuchillada debió de dársela en la frente. Pero
había poca luz; eran las seis menos cuarto; yo no veía gran cosa. Nada
anteriormente en el comportamiento de Charles permitía presentir este drama;
cuando a veces discutían, apenas se enfadaban que ya estaban
reconciliándose.
La señorita Gilet, llamada a su vez a declarar:
—Discutían a veces, pero a los cinco minutos ya estaban besándose otra
vez.
Tras la declaración de la casera y de su hija, oímos la de los agentes del
orden:
El jefe de la comisaría de M…:
—Cuando quisimos llevarlo a comisaría, el acusado nos dijo: «Déjenme
por lo menos tiempo para lavarme las manos». No parecía ebrio ni loco. Más
bien estaba tranquilo.
Y el señor V…, comisario de policía:
—En la oficina central vi a Charles. Estaba algo alterado; pero no ebrio.
Al cabo de algunas vacilaciones me dijo: «La maté porque me hacía gastar
dinero. Además, iba a tirarme al río cuando me detuvieron».
EL PRESIDENTE: ¡Vaya! Lo ve, Charles, cómo dio primero una explicación
del móvil del crimen, que no es la que nos ha dado hoy. Vamos, hable.
CHARLES: ¿Qué quiere que le diga? Le he dicho la verdad.
SEÑOR V… : Entonces tuve la impresión de que no la decía y de que
ocultaba el móvil del crimen. En efecto, hoy da otras razones… Todo eso me
parecía tan extraño: le cogí las manos, le levanté el párpado: no estaba ebrio
ni loco.
La señora Charles acude al estrado para declarar que, durante diez años,
es decir, hasta el momento en que conoció a la criada Juliette, no había tenido
queja alguna de su marido.
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Llaman a declarar al doctor X… para que hable de Charles; nos lo
presenta primero como un chico sano y con buena salud; carente de taras de
tipo atávico. Pero tiene seis dedos en una mano; es propenso al mareo, a las
pérdidas de memoria; tiene dificultades para orientarse, defectos de
pronunciación (confieso que no he reparado en ellos), miedo a sufrir caídas en
plena calle. El doctor habla también de inestabilidad del juicio, de indecisión
y de falta de voluntad (¿y no será eso precisamente lo que habrá permitido
esta repentina transformación del deseo insatisfecho en energía?), y concluye
por último diciendo que, sin estar en un estado de demencia, en el sentido en
que lo entiende el artículo 64 del Código Penal, «el reconocimiento
psiquiátrico y biológico, así como la especial naturaleza de impulsividad de
su crimen, indican una anomalía mental que atenúa su responsabilidad».
«Su acto», acababa de decir hacía unos instantes, «había sido cometido sin
que la idea de matar estuviera bien precisada en su cerebro. La prueba de ello
estriba en la distribución de las cuchilladas que he descrito».
¿Cómo es que ni el propio abogado defensor irá más allá, ni dirá que no
sólo Charles no quería matar, sino que oscuramente trataba, sin dejar de
mutilar a su víctima, de no matarla, que, sin duda, con el propósito de no
matarla, empuñaba el cuchillo por la hoja, y que sólo así cabe explicar que
las cuchilladas fueran a la vez fuertes y produjeran unas heridas tan poco
profundas, y que Charles tuviera cortes en los dedos (informe del médico)?
¿Y no será también por esa misma razón por la que la señora Gilet no veía el
cuchillo y pensaba que estaba golpeándola con el puño?
Nada de todo eso dirá el letrado R…, el abogado defensor del acusado. Se
basa en el informe de los médicos para solicitar a los jurados que no vayan
más allá que los expertos y que concedan al acusado una responsabilidad
atenuada.
Me he explayado sobre este caso pues puso de manifiesto la lamentable
incompetencia de los jurados. Con toda claridad se desprendía de la
instrucción, de los testimonios, del informe de los médicos, que la idea de
matar no estaba establecida con nitidez en el cerebro de Charles; que en
ningún caso se trataba de un profesional del crimen, y tal vez se trataba de un
sádico más que de un asesino; y por último, que si alguna vez un crimen
podía ser considerado pasional…
Tras media hora de deliberación vuelven los jurados a la sala,
congestionados, con la mirada extraviada, como fuera de sí, furiosos unos con
otros y cada cual consigo mismo. Expresan un veredicto afirmativo sobre la
única pregunta de asesinato planteada por el Tribunal; en cuanto a las
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circunstancias atenuantes, solicitadas incluso por la propia acusación, poco
dispuesta sin embargo a la clemencia, fueron rechazadas.
A consecuencia de lo cual Charles es condenado a trabajos forzados a
perpetuidad.
Se produce un estallido de aplausos repulsivos en la sala; los hay que dan
voces de «¡Bravo! ¡Bravo!». El delirio. La esposa de Charles, que había
permanecido en la sala, se pone en pie, no obstante, presa de la angustia más
violenta; exclama: «¡Es demasiado! ¡Ay!, ¡es demasiado!», y se desmaya. La
sacan.
Pero, justo después de la sesión, los jurados, consternados por el resultado
de su voto (¿acaso no habían comprendido que no votar afirmativamente a la
solicitud de circunstancias atenuantes equivale a votar negativamente?), se
reúnen de nuevo y, precipitándose al otro extremo, firman un recurso de
gracia por unanimidad.
Sin duda, se habrían limitado a votar de buenas a primeras las
circunstancias atenuantes si la señora Gilet no hubiera dicho que el cuchillo,
al moverse dentro de la herida, había hecho: «¡Crac!».
¿Explicaré en alguna medida el desvarío de los jurados si digo que dos
días antes se había publicado en el Journal de Rouen, en portada, un artículo
sobre «Los jurados y la ley de condena condicional» (número del 17 de mayo
de 1912), que vi correr de mano en mano, de forma que todos mis colegas, o
casi todos, lo habían leído? Al tomar como pretexto un caso que acababa de
juzgarse en París, donde las respuestas del jurado habían obligado al Tribunal
a absolver a tres maleantes precoces, este artículo se alzaba contra la
indulgencia. Decía:
«Nunca los jurados parisienses habían dado semejante muestra de
debilidad como en el caso en el que, ante el pasmo general, acaban de
absolver a tres jóvenes desvalijadores convictos de intento de robo de un
chalet…
»Esta indulgencia exagerada y absurda tal vez se explique en este caso
particular por la actitud extraordinaria de la demandante, que había solicitado
la absolución de sus agresores e incluso habría manifestado al parecer la
intención de adoptar a uno de ellos[6]… ¿Pero, acaso hace falta señalar que
los jurados que, por su parte, han de tener la cabeza bien firme sobre los
hombros y poseer la experiencia de la vida, no debían padecer el mismo
ataque de sentimentalismo bobo (este “bobo” no parece muy cristiano, señor
cronista) y que, por lo tanto, han faltado a su deber negándose a condenar a
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unos culpables convictos, y que nada podía hacerles pensar que fueran
particularmente interesantes?
»Este insólito veredicto, que la prensa ha condenado de forma unánime,
etcétera.
»En estos tiempos en que los crímenes proliferan, en que la audacia y la
ferocidad de los malhechores superan todos los límites conocidos (¡Oh,
Flaubert!), en que hasta los jóvenes se adentran con tanta intrepidez por el
mal camino, etcétera».
¡Quién hablará del poder de persuasión —o de intimidación— de una
página impresa sobre unas cabezas mal preparadas para la crítica, y tan
concienzudas en su mayoría, tan deseosas de hacer las cosas bien!…
—El presidente me ha dicho que hasta el momento hemos juzgado la mar
de bien —iba repitiendo, hace unos días, uno de los jurados; y este
beneplácito del presidente corría de boca en boca y a todos y cada uno de los
jurados se les veía eufóricos cada vez que lo decían. No tardaron en quedar
desencantados.
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Capítulo octavo
Considerado primero como un delito leve, el caso que nos tocó juzgar
aquel día ya había pasado por el tribunal correccional de Le Havre; uno de los
acusados, en protesta contra su condena de dos años, recurrió. Se trata de
Yves Cordier, zapatero; comparece en compañía de C. Lepic y de Henil
Goret, sus cómplices; de las dos muchachas Mélanie y Gabrielle. A los cinco
se les acusa de haberse llevado al marinero Braz por la fuerza, tras
emborracharlo, de haberlo «zurrado» y despojado del dinero que llevaba
encima. Este marinero, al haberse embarcado de nuevo, no ha podido
responder a la citación, como tampoco pudo comparecer cuando el caso se vio
ante el tribunal correccional. Puso la denuncia justo después de la agresión;
luego, habiendo recuperado su dinero, la retiró al cabo de unos días, antes de
embarcarse de nuevo. Si el caso seguía su curso, era, dicho con propiedad, a
su pesar.
Cordier es un muchachote de dieciocho años, un tanto corpulento, rubio,
de ojos azules, de rostro franco que no cuesta imaginar risueño; tiene aspecto
de marino; viste la chaqueta gruesa de color pardo de la cárcel; llora sin parar;
de vez en cuando se enjuga las lágrimas con un pañuelo de cuadros con el que
hace una pelota en la mano derecha; lleva la mano izquierda envuelta en un
trapo.
Lepic es un jornalero de Le Havre; según el registro civil ha cumplido los
veinticinco años; tiene lo que se llama cara de pocos amigos; los pómulos
prominentes, unos bigotes enormes, la nariz aguileña; uno no se sorprende de
que ya haya sido condenado siete veces por robo. Sostiene una gorra pequeña
entre las manos; unas manos horribles, huesudas y, diríase, mal dibujadas. No
lleva camisa; o, si la lleva, no la enseña.
A su lado, Henri Goret parece como perdido. Esta especie de joven de
buena familia no parece pertenecer a la misma clase social que los demás;
éste sí que lleva camisa, incluso un cuello postizo; una corbatita de nudo
recto; su rostro de bigote incipiente casi resultaría agradable si no estuviera
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envilecido, embrutecido; la voz es quebradiza, falsa y velada; no sabe qué
hacer con sus manazas torpes. El padre de Goret es propietario de un almacén
de bebidas y de una especie de hotelucho cerca de la dársena principal. Henri
Goret no ha cumplido los veinte años; se casó con una ramera que dio con sus
huesos en la cárcel poco después de la boda. ¡Qué más da! Henri se comporta
bastante bien; indudablemente, la decencia, incluso iba a decir la distinción de
sus ropas, predispone en su favor a los jurados; subraya el origen plebeyo y
las estrecheces de los otros dos.
Pasemos al relato de «la secuencia de agresiones en las que estos
individuos están implicados», como dice el Journal de Rouen (16 de mayo):
Cordier conoce a Lepic la noche del 4 de octubre de 1911. Este último, sin
duda, no tarda en darse cuenta de que ha topado con un buenazo de lo más
complaciente. Juntos se van al Folies. Una vez concluida la representación,
empiezan a vagabundear por las calles. Se cruzan con dos marinos, Braz y
Crochu. Crochu está tan borracho que no se tiene en pie y resulta difícil
llevarle; Braz interpela a los otros dos y les pregunta si no conocen un
alojamiento donde acostar al borrachín. Los tres juntos llevan a Crochu a la
Rué de la Girafe, a casa de Lestocard. Allí le dejan, y Braz, agradecido por la
ayuda que Lepic y Cordier le han prestado, les ofrece una copa.
Salen de casa de Lestocard agarrados del brazo, van a pasar un buen rato
juntos. En la plaza Du Vieux-Marché se cruzan con dos mujeres, las
muchachas Gabrielle y Mélanie; se las llevan con ellos. Son las dos de la
madrugada. En la plaza Gambetta, Cordier paga una consumición. Después
regresan a la plaza Du Vieux-Marché; en el café Fortín, Braz paga otra ronda.
En aquel momento se une a ellos el joven Goret. Se encontraba allí, en el
café, cerca de la barra; él no está borracho. Cuando los otros salen, sale él
también. Admito que Braz, ya borracho, no se fijara mucho en él.
En ese momento son casi las cuatro de la madrugada. A esas horas a Braz
le gustaría meterse en la cama, pero los otros le arrastran. Vagan sin rumbo
los seis juntos y llegan a la Rué Casimir-Delavigne. Braz no puede con su
alma; desearía que le dejaran. «Ya es hora de acostarse». Pero Lepic no opina
lo mismo; pretende arrastrarle fuera de la ciudad.
«¡Anda, vente de una vez! Tengo un jardín allá arriba, junto al fortín de
Toumeville. Cogeremos unas rosas. Te voy a dar un ramo del que te vas a
acordar». (Declaración de la muchacha Gabrielle).
En vano tira Gabrielle al marino de la manga; quisiera retenerlo; pero éste
ya no estaba en condiciones de oír nada, o por lo menos de atender a razones.
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Todos se ponen otra vez en marcha y empiezan a subir la larga cuesta.
Una chica le dice al oído a la otra:
—Oye, ¿esto no se está poniendo feo?… Seguro que van a ajustarle
cuentas.
—No —responde la otra—; siempre hay soldados cerca del fortín.
Braz está entre Lepic y «el que lleva la mano en cabestrillo». (Declaración
de Braz). La «mano en cabestrillo» le ha llamado poderosamente la atención.
A continuación vienen las chicas, y luego Goret, que sigue a unos pasos de
distancia.
A las cinco, es decir, justo antes del alba (5 de octubre), bajan al foso del
fortín; ¿con qué pretexto? No lo sé. Las dos muchachas se quedan arriba.
¿Qué sucede entonces? No resulta nada fácil establecerlo. El marino ya no
está aquí para contarlo; además, en el momento de la agresión estaba bebido y
es probable que tan sólo haya podido enterarse muy vagamente de qué modo
le atacaban y del papel particular desempeñado por cada uno de los agresores.
Así pues, sólo dispondremos para ilustramos del testimonio de los
interesados. Pero cada uno de los acusados manifiesta su inocencia; o por lo
menos trata de restringir en la medida de lo posible su parte de
responsabilidad. (Lepic, más categórico, negará incluso su participación en el
asunto: se trata de un error; no era él).
Se procede al interrogatorio de Cordier.
Estamos sin duda ante un sujeto avieso: ya ha sido condenado en tres
ocasiones por robo; la primera vez cuando solo tenía catorce años; lo
devuelven con sus padres; vuelve a empezar, y lo mandan de nuevo a casa de
sus padres; a la tercera lo ponen bajo la tutela de un reformatorio. Pero este
régimen le horrorizaba tanto que huye y regresa a casa de su madre. La señora
Cordier es viuda de un marino; está al frente de una lavandería que ocupa a
varias empleadas. Yves Cordier es el último de cinco hijos. El segundo está
haciendo el servicio militar; los demás están todos colocados, casados, y
llevan una vida honrada; toda la familia goza de consideración y estima. Al
benjamín, el que nos ocupa, parece que lo quieren de forma particular; y no
sólo su madre y sus hermanos, sino también sus vecinos. Sus patronos dan de
él testimonios favorables; nos leen la carta de uno de ellos que habla en
términos elogiosos de «su comportamiento y probidad» y que solicita volver a
darle un empleo. Cordier, tan sólo al cabo de dos días, ya se reincorporaba al
trabajo en la empresa de ese patrón tras su primera puesta en libertad[7].
Hay que destacar que la declaración de Cordier y las de las dos chicas
concuerdan punto por punto. Según su relato, Goret habría saltado de repente
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al cuello del marino por detrás y habría rodado por el suelo con él. Luego,
mientras Lepic lo amordazaba, Goret lo habría registrado y habría ido
pasando a Cordier el dinero que encontraba en los bolsillos. Ese dinero
Cordier se lo pasaba justo después a Lepic. Goret propinaría todavía al marino
dos patadas en la nuca y todos desaparecían.
Cada uno iba por su lado; pero habían acordado reunirse algo más tarde en
una habitación, en la Rué du Petit-Croissant, precisamente en casa de Goret,
para repartirse el dinero.
Allí fue donde la policía, avisada de inmediato por el marino, los detuvo.
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La joven Gabrielle es la última en ser interrogada; ahora se va a llegar a
las requisitorias. Entonces el presidente, según es costumbre, se dirige «al que
lleva la mano en cabestrillo»:
—¿Tiene algo que añadir a la declaración del testigo?
Cordier, que presiente que todo está a punto de acabar, sollozando:
—Señor presidente, digo la verdad, ni le toqué. —Luego, siguiendo un
impulso patético que produce un efecto deplorable—: Lo juro por la tumba de
mi padre…
EL PRESIDENTE: Hijo mio, deje a su padre tranquilo.
CORDIER (prosiguiendo):… ni siquiera con la punta del dedo…
Para Cordier, como tampoco para los demás, no se ha citado a ningún
testigo de descargo. Aunque se ha procedido a la lectura de la carta de uno de
los patronos de Cordier; ¿pero por qué no oímos a su madre? Porque Yves
Cordier se negó a que se la convocara; incluso se negó a facilitar sus señas.
EL PRESIDENTE: ¿Por qué no quiso dar las señas de su madre?
Cordier no responde.
EL PRESIDENTE: Entonces, ¿se niega a decimos por qué no quiso dar las
señas de su madre?
¡Ay!, mi presidente, ¿acaso es tan difícil de comprender? ¿O es que no
admite que Cordier quiso ahorrarle una vergüenza a su madre? Si pudiera
usted ver a la pobre mujer, como hice yo más adelante[8], sin duda ya no se
extrañaría.
Estoy consternado, espantado, al presentir que el interrogatorio está a
punto de concluir y que el caso particular de Cordier va a quedar así de mal,
de poco aclarado. Pues no sé casi nada de él, pero ya tengo la impresión de
que en este chico no hay ni pizca de ferocidad, de que de ningún modo es un
bandido. Ni siquiera me parece imposible que haya acompañado al marino,
movido por una especie de simpatía vaga… Puesto que como miembro del
jurado tengo derecho a hacerlo, ¿no va a ocurrírseme algo que preguntar, que
sea capaz de arrojar alguna luz, y de iluminarme a mí mismo, aunque tal vez
estoy engañándome y resulta que a fin de cuentas Yves Cordier no merece
piedad alguna? Esta pregunta ya no tendré derecho a plantearla en cuanto
empiecen las requisitorias. Sólo me queda un instante y el abogado de Cordier
ya está poniéndose en pie… Entonces, con voz ahogada y el corazón en un
puño, leo esto que acabo de escribir, con el único temor de no saber encontrar
las palabras y terminar mi frase:
—Señor presidente, ¿podemos saber qué importe le fue robado a la
víctima y en qué proporción se efectuó el reparto posterior entre los
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acusados?
El presidente procede a un breve interrogatorio y así nos enteramos: de
que a Braz le fueron sustraídos noventa y dos francos; de que, sobre esta
suma, a cada una de las dos mujeres le entregaron cinco francos para comprar
su silencio; de que Cordier recibió diez francos, que acto seguido devolvía a
los agresores; y de que del resto del importe, es decir, setenta y dos francos,
Lepic y Goret se quedaron la mitad cada uno.
¡Ay! ¡Si me dejaran a mí sacar conclusiones y, a partir de estas cifras
concretas, valorar asimismo con cifras la parte de responsabilidad de cada
cual! ¿Lo hará por lo menos el abogado de Cordier? No. Su requisitoria es,
por lo demás, firme, hábil; pero no puede hacer que Cordier no tenga unos
antecedentes penales ya cargaditos. Tampoco puede hacer que Cordier, poco
después de su detención —o para ser más precisos, según creo, tras la primera
instrucción—, no hubiera escrito al fiscal una carta de lo más absurdo, de lo
más disparatado:
«No conozco a Lepic ni a Goret», decía en ella. «No estaban allí. El golpe
lo di yo solo, con uno de mis amigos del puerto. Únicamente lamento una
cosa: no haber rematado al marino».
Una carta a todas luces escrita bajo la presión de Lepic, dirá el abogado
defensor, y sin duda bajo sus amenazas. (Lepic trató asimismo de intimidar a
las dos mujeres amenazándolas con su navaja «catalana»). ¿Acaso no
convencieron a Cordier de que, como menor de edad, arriesgaba poco y de
que no podría caerle una condena severa?
Además la acusación, aún mencionándola, prácticamente no tiene en
cuenta esta carta. Suele ocurrir, incluso con frecuencia, que el fiscal reciba de
prisión «confesiones» de esta índole con el propósito de iluminar a la justicia,
y en ocasiones de extraviarla; unas cartas escritas a veces incluso sin
propósito ni motivo, producto de la ociosidad de la cárcel. ¡Qué más da! Esta
carta, en la mente de los jurados, produce el efecto más deplorable. Yo mismo
tengo grandes dificultades para explicármela a través de lo poco que la
instrucción me ha desvelado del carácter (o de la falta de carácter) de Cordier.
Tras el primer alegato de la defensa, el tribunal solicita que se suspenda la
sesión y nos vamos a almorzar.
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como solo cargando las culpas sobre Cordier podían descargar un poco a su
cliente, la presencia del defensor de Cordier no habría estado de más. Cordier
quedaba abandonado del todo a merced de los otros dos.
Y no sólo por este motivo tuvo que padecer Cordier el que le juzgaran a él
primero. Sin duda, si se hubiera descargado en primer lugar sobre Lepic, la
severidad de los jurados se habría mostrado menos intransigente. Goret, al ser
el tercero, se benefició de la reacción; por lo demás, su ropa, su
comportamiento, su aspecto pícaro, habían impresionado de forma favorable
al jurado.
Apenas nos habíamos reunido en la sala de deliberaciones cuando un
larguirucho, flaco «primario» de cabello cano, extrajo de su bolsillo un papel
en el que había anotado todos los cargos contra Cordier, y principalmente sus
condenas anteriores. En realidad, fueron éstas las que se impusieron y
dictaron el nuevo juicio. Hasta ese punto resulta difícil para el jurado no
considerar una primera condena como un cargo y juzgar al reo al margen de
la sombra que esta primera condena proyecta sobre él.
En vano otro miembro del jurado efectuó la lectura de una carta de otro de
los patronos de Cordier, favorable en extremo a éste —una carta que no
estaba incluida en el sumario y que no sé quién acababa, ni cómo, de
entregarle mientras pasábamos a la sala de deliberaciones—; cosa que yo
creía terminantemente prohibida…
—No son más que un atajo de bandidos —empezaba de nuevo otro
miembro del jurado—. Hay que librar a la sociedad de ellos.
Y eso es lo que se hizo en la medida de lo posible. Cordier fue condenado
a cinco años de reclusión y a diez años de prohibición de residencia. Goret,
mientras escribo estas líneas, hace tres meses que ha sido puesto en libertad.
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¡Desde luego, lo mejor es no caer al agua! Después, si el Cielo no lo
remedia, ¡menudo infierno para salir con vida! Esta noche me avergüenzo del
bote y de sentirme a salvo dentro de él.
Antes de regresar a casa para acostarme, estuve merodeando por ese
barrio triste cerca del puerto, poblado por gente triste, para quienes la cárcel
parece una morada natural; gente negra de carbón, ebria de vino peleón,
borracha sin alegría, espantosa. Y en esas calles sórdidas vagabundeaban
niños pequeños, macilentos y sin sonrisa, mal vestidos, mal alimentados, mal
queridos…
Pero Cordier, por su parte, es hijo de una familia honrada; ha tenido
buenos ejemplos a su alrededor. Si se le echa una mano, tal vez podría
salvársele.
A la mañana siguiente visita a su abogado y le planteo el siguiente
proyecto de solicitud (no se trata, por lo demás, de una petición de gracia,
sino de una mera disminución de condena):
«Considerando
»Que el único testimonio contra el acusado Cordier es el de la víctima, el
señor Braz, borracho en el momento en que fue atacado;
»Que, por lo demás, al señor Braz, marino, embarcado de nuevo, no se le
ha podido entregar la citación y por consiguiente tampoco se le ha podido oír
durante la vista;
»Que de su primera declaración se desprende, no obstante, que fue
atacado por la espalda y que no pudo ver al agresor.
»Por otra parte,
»Considerando
»Que la declaración de Cordier concuerda en todo con las de las
muchachas Gabrielle y Mélanie, únicos testigos de la agresión, y que se
desprende de sus palabras que Cordier no participó en el ataque, sino que se
limitó a recibir el dinero de la víctima, que Goret y Lepic, los dos agresores,
le alcanzaban;
»Que se desprende de estas declaraciones que Goret, mucho menos
bebido que los otros, al no haber participado en ninguna de las “rondas”
anteriores, seguía al grupo por detrás, sin que Braz tuviera conocimiento de
ello, hasta el momento en que se abalanzó sobre él; que Lepic atraía al marino
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con una intención concreta; y que parece que Cordier, débil de carácter, casi
incapaz de oponer resistencia a esa atracción y, además, completamente ebrio,
no hizo más que seguir;
»Que todo esto, por lo demás, queda confirmado por el hecho de que, en
el momento del reparto, Goret y Lepic, reservándose la parte del león,
consideraron suficiente darle diez francos, del mismo modo que habían
entregado cinco francos a cada una de las muchachas para comprar su
silencio.
»Considerando
»Que la declaración de Cordier incluida en la instrucción que han
utilizado los abogados defensores de los otros acusados y el Ministerio Fiscal:
“El golpe lo di yo solo, con otro compañero; ni Lepic, ni Goret estaban
presentes; sólo lamento una cosa, no haberlo rematado”, está manifiestamente
inspirada por el temor a Lepic, un peligroso delincuente —que, de igual
modo, trató de intimidar a las dos mujeres—, y que por consiguiente no
procede tener en cuenta esta declaración.
»Considerando
»Que si Cordier fuera culpable (por lo menos en la medida en que se ha
dicho), no parece verosímil que hubiera tratado de trasladar su caso ante otra
jurisdicción, como hizo cuando el tribunal correccional de Le Havre le
impuso una pena de dos años».
El abogado me indica con amabilidad tal o cual modificación formal que
cree que debe introducir, insiste en el informe del médico forense donde se
considera que Cordier posee «una inteligencia por debajo de la media, que se
expresa con cierta dificultad, que su memoria le falla a veces» y concluye con
una responsabilidad atenuada. Después me indica el procedimiento que hay
que seguir para conseguir que la firmen, que el fiscal del Tribunal Supremo la
apruebe, y remitirla a quien corresponda.
Una especie de timidez, así como el temor de no conseguir nada pidiendo
demasiado, y el sentido de la justicia —pues pese a todo no puedo considerar
a Cordier inocente—, me disuaden de recurrir sencillamente a la petición de
gracia. Me doy cuenta poco después de que no me habría costado más
obtenerla. Varios jurados, en efecto, han meditado sobre este caso; la noche
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les ha traído consejo; están dispuestos a aprobar mi petición, y sin dificultades
reúno las firmas de ocho de ellos. Uno de los otros, un enorme campesino
rubicundo, pletórico de salud, de alegría y de ignorancia, como se habla en su
presencia de la enfermedad de un preso y de la falta de cuidados, que
conllevarían el empeoramiento de su mala salud, dice:
—Si la palma, un gasto menos para la sociedad. ¿Para qué curarlos? —
exclama—. Hay que decirles lo que le contestaba el médico a aquel que
quería que le cortaran su dedo podrido: «¡No vale la pena, muchacho! Ya se
caerá solo».
Tengo que añadir que este exabrupto sólo provoca las risas de unos pocos.
Los otros dos que se negaron a firmar adujeron esta razón: que habían
votado siguiendo los dictados de su conciencia y que menudo trabajo si
hubiera que revisar todos los casos juzgados.
Evidentemente: pero de todas maneras me hubiera gustado conocer el
sumario de las dos condenas anteriores de Cordier. ¡Si le juzgaron entonces
como le juzgamos nosotros ayer!… [9]
Poco tiempo después mi petición fue satisfecha: La pena de Cordier queda
reducida a tres años de cárcel.
¡Pero, ay!, después de la cárcel le tocará el batallón de África. Y al cabo
de esos seis años, ¿en quién se habrá convertido?…, ¿en que se habrá
convertido?
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Capítulo noveno
Hemos dejado para el final el caso más «importante». El que nos ocupa
este último día amenaza con ser tan largo que nos convocan desde las nueve
de la mañana. La sesión durará hasta pasadas las diez de la noche, con dos
interrupciones a las horas de las comidas. Se trata de unos robos de
mercancías bajo la custodia de la Compañía del Estado, cometidos en la
estación de carga de Sotteville.
Desde el cambio de régimen de la Compañía las reclamaciones abundan y
llueven por doquier las quejas de incontables robos, algunos sumamente
importantes.
Se oyó un gran suspiro de alivio entre la prensa y el público cuando se
supo que la policía había atrapado a una numerosa banda de ladrones y de
peristas. Nos presentan nada menos que a dieciséis para que los juzguemos;
corre el rumor, desde el inicio de la sesión, de que vamos a tener que
responder a más de cien preguntas.
La lectura del acta de acusación no deja de resultamos un tanto
sorprendente. Nos esperábamos algo más, algo mejor, ante lo sustancioso de
algunas sustracciones que los jurados se recordaban unos a otros antes de la
apertura de la sesión; los hurtos que se les reprocha a los acusados nos
parecen menudencias y la sorpresa no tarda en dar paso al aburrimiento, al
cansancio e, incluso, en el caso de algunos de los jurados, se llega al fastidio,
a la exasperación, durante el transcurso del interrogatorio.
Se inicia una discusión interminable para saber si tres botellas y media de
Cointreau han sido robadas por la señora X…, o compradas, como sostiene la
interesada, a la señora B…, quien, por su parte, afirma que la señora X…
jamás le ha comprado licores. La señora X… lleva entre sus brazos un recién
nacido que llora como si quisiera declarar también él.
X…, esposo de la acusada, reconoce haberse apropiado «un resto de
botella del kirsch»; pero nunca le dio ese par de calcetines a Y…; al contrario,
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los ha recibido de éste. En cuanto al juego de cuchillos, es Z… quien,
etcétera.
X… es un buen obrero; gana cinco francos al día, más una indemnización;
es padre de cuatro hijos. Su declaración concuerda con la de B…, quien dice
haber recibido de N… mostaza y de M… café y té, por cierto que en
cantidades irrisorias; por el contrario, no ha recibido nada de D… ni de E…
Reconoce haber acompañado a N… cuando éste birló el bote de mostaza,
pero él no se hizo con nada. N… no opone ninguna dificultad a la hora de
reconocer el robo del bote de mostaza.
M… también es padre de cuatro hijos; reconoce haber desviado cinco
kilos de arroz y algo de carbón; en efecto, fue él quien dio a B… dos kilos de
café y de té; pero a su vez los había recibido de R…
La señora M… nunca ha querido guardar en su casa nada que fuera de
procedencia dudosa.
Por el contrario, la señora W…, madre de seis hijos, es convicta de haber
ocultado achicoria, arroz y un bote de pintura. Afirma que estos productos
sólo le eran suministrados por M…
T…, limpiador en el almacén de Sotteville, padre de tres hijos, y cuya
mujer está moribunda en el hospital, nos persuade de que nunca ha robado
nada; su declaración concuerda plenamente con la de M… Pero no consigue
quedar libre de la acusación de ocultación.
La señora Y… confiesa la ocultación de un par de calcetines, aquellos
que Y… dio más tarde a X…
Se produce durante cierto tiempo un agrio diálogo entre la señora O…,
una pécora odiosa colorada como un pimiento, y la señora P…, que solloza y
hace grandes esfuerzos para dejar claro que es de rango superior; cada una
reprocha a la otra haberle traído aceite y arenques.
P…, el marido de esta última, no es un empleado de la Compañía. Se trata
de un hombre de cincuenta años, de aspecto enérgico, con grandes bigotes y
el cabello entrecano, padre de familia; anteriormente condenado por agresión;
vive de lo que produce su huerto. Este huerto da a la vía, a poca distancia de
un viaducto. Pasando por debajo del viaducto, se alcanzaba el otro lado de la
vía. (Un plano, una vez más, nos resultaría muy útil). Imposible encontrar un
sitio más idóneo para ocultar las mercancías. P… reconoce haber ocultado los
productos traídos por O… y por X… Reconoce incluso haber montado
guardia en una ocasión, «más bien para mi seguridad personal», añade.
O… hijo, de quince años de edad, reconoce haber recibido de la
señora P… un paquete de tela, pero sostiene que ignoraba su procedencia;
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etcétera, etcétera.
Durante la segunda suspensión de la sesión, los miembros del jurado, al ir
a cenar, intercambian impresiones. Por primera vez se vuelven contra la
acusación pública; se trata de un vuelco de opinión muy claro y de lo más
curioso.
Todos coinciden en que, como se desprende de los sumarios, esos
antiguos empleados habían permanecido siempre fieles mientras habían
trabajado bajo la dirección de la antigua Compañía; si ahora colaboraban con
el desbarajuste general, ¿acaso no era responsabilidad de la nueva dirección?
«Cuando de repente», dirá uno de sus abogados, «estos hombres vieron
inscrita en sus gorras la palabra Estado en vez de la palabra Oeste, cada uno
de ellos pensó: ¡El Estado soy yo! ¿Qué hay de sorprendente en que se hayan
permitido alguna licencia?» ¡Indudablemente, para tranquilizar a la opinión
pública la condena de todas estas personas está cantada! Al haber perdido la
esperanza de coger a los verdaderos culpables, o, quién sabe, tal vez por
miedo a atraparlos, ¡se pretende hacer que paguen en su lugar los autores de
estas menudencias! ¡No, no! Los jurados no serán tan ingenuos y no se
prestarán a este juego; no estropearán la carrera de estos padres de familia por
la cara bonita de la acusación y de la noble Compañía estatal. Los hay que se
alegran pensando en la expresión del presidente dentro de un rato cuando, a la
vista de las respuestas de los jurados, quienes, en general, se preparan para
votar «no culpable», no le quede más remedio que absolver a todos los
acusados. ¡Qué final de sesión más hermoso! ¡Seguro que saldrá en los
periódicos!
Al presidente sin duda le ha llegado algún eco de estas disposiciones; su
semblante, cuando reaparece ante nosotros en el momento de reanudar la
sesión, nos parece un tanto oscurecido. Escuchamos la requisitoria;
escuchamos los alegatos. Ante el temor a que alguno de nosotros desfallezca,
se ha tomado la precaución de nombrar a dos miembros suplentes que están
listos para relevamos. Y nos compadecemos mucho de ellos durante la
deliberación. Pese a estar de acuerdo y haber decidido todos de antemano,
esta deliberación durará más de hora y media, pues el jefe del jurado se
negará obstinadamente a plantear las cuestiones por series, forzándonos a
votar casi cada una por separado. Encerrados en una salita aparte, ¡lo
divertidos que deben de estar los jurados suplentes! ¿Disponen de periódicos
y de cigarrillos por lo menos? Mandamos al guardia de servicio a informarse
al respecto.
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Hay un punto que sigue siendo bastante delicado: no queremos condenar a
esos ladronzuelos, estamos de acuerdo; pero, en un extremo del banco, había
una vieja bruja de greñas desteñidas y voz rasposa acusada de ocultación, que
no merece librarse. Como decía el fiscal, citando una frase célebre: el
encubridor hace al ladrón. Mostremos que hemos comprendido y dejemos que
recaiga el castigo sobre aquél. Volvemos a la sala la mar de divertidos, con
sonrisas de simpatía hacia los pobres jurados suplentes.
Ahora le toca retirarse al tribunal. Regresa al cabo de un momento. El
presidente, en efecto, pone mala cara.
—Señores —dice—, lamento tener que poner de manifiesto que en la hoja
que me han entregado hay un punto carente de lógica que hace que su voto no
sea válido, un despiste, evidentemente, y que va a obligarme, muy a mi pesar,
a rogarles que vuelvan a la sala de deliberaciones para ponerse de acuerdo en
sus respuestas. Ustedes votan: «sí» para la ocultación; «no» para el robo. Para
que haya ocultación tiene que haber habido robo. No se puede ocultar el
producto de un robo que no se ha cometido.
Por supuesto; pero esta falta de lógica aparente era precisamente lo que
nos gustaba. Pensábamos que éramos libres de condenar a quien quisiéramos;
y, condenar al ocultador absolviendo al ladrón, ¿no significaba acaso dar a
entender que considerábamos que se habían ocultado más mercancías que las
que los robos en cuestión habían reportado, que se habían ocultado otros
bienes, producto de otros robos, cuyos autores la acusación pública no había
conseguido detener? Desde luego, sobrevalorábamos nuestra importancia.
Nos remiten a la conciencia de los límites de nuestros poderes.
Una vez más, penetramos en fila en la salita de deliberaciones, tan
contritos y cabizbajos que a duras penas consigo contener la risa. A los
jurados suplentes también vuelven a encerrarlos.
Modificamos nuestras respuestas en la medida de lo imprescindible y
desembocamos en ya no recuerdo qué compromiso.
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Epílogo
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Y como el otro viajero se aventura a insinuar que algunos hay que, con
apoyo, con ayuda, se convertirían en trabajadores aceptables, e incluso a
veces en buenos trabajadores, el señor gordo, que no ha escuchado, dice:
—La mejor forma de obligarlos a trabajar es meterlos a bombear en el
fondo de una fosa que se llena de agua; el agua sube a la que paran de
bombear; así no les queda más remedio.
LA SEÑORA DE LUTO: ¡Qué horror!
—Preferiría matarlos desde el primer momento —gimotea otra señora.
Pero, como la señora de luto está de acuerdo con ella, la que había
expresado esta opinión primero, que pertenece sin duda a ese tipo de gente
que siempre encuentra alguna nimiedad que objetar a su propia opinión en
cuanto la expresa alguien más:
—Mi padre, que era del jurado, tenía por costumbre condenarlos siempre
a perpetuidad. Decía que había que dejarles tiempo para que se arrepintieran.
El señor gordo se encoge de hombros. Para él, un criminal es un criminal;
no hay que tratar de sacarlo de ahí.
La señora que casi no ha dicho nada opina tímidamente que la mala
educación suele influir mucho en la formación del criminal, así que con
frecuencia los padres son los primeros responsables.
El señor gordo, por su parte, cree que a fin de cuentas la educación no es
todopoderosa y que hay naturalezas abocadas al mal como hay otras abocadas
al bien.
El señor del rincón se acerca y habla de herencia:
—La mejor educación nunca se impondrá a las malas inclinaciones de un
hijo de alcohólico. Las tres cuartas partes de los asesinos son hijos de
alcohólicos. El alcoholismo…
La señora de luto le interrumpe:
—Y también la costumbre de las mujeres, en Narbona, de cubrirse la
cabeza con un pañuelo negro; un médico ha descubierto que eso les
recalentaba el seso…
Pero cree, no obstante, que habría menos crímenes si los padres no fueran
tan débiles.
—Se juzgó a uno, en Perpiñán —prosigue—; que empezó de la manera
siguiente: cuando era muy crío, sustrajo un día un ovillo de hilo del cesto de
costura de su madre; ésta le vio y no le riñó; entonces, como el crío vio que
no le castigaban, continuó: robó a otras personas y después, ya ven ustedes,
acabó asesinando. Le condenaron a muerte y hete aquí lo que dijo al pie del
cadalso. —Imposta la voz, y mi gabán queda cubierto de restos de comida—:
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«¡Honrados padres y madres de familia, empecé robando un ovillo de hilo, y
si esa primera vez mi madre me hubiera castigado, no me veríais ahora en el
cadalso!». Eso es lo que dijo; y que no se arrepentía de nada, salvo de haber
estrangulado en la cuna a un recién nacido que le sonreía.
El señor gordo, que presta tan poca atención a las palabras de la señora
como ésta presta a las suyas, insiste en su idea: No se trata con suficiente
severidad a esa gentuza:
—Jamás se conseguirá nada bueno de ellos; y puesto que se les deja vivir,
tampoco ha de ser para que se lo pasen bien, ¿no les parece? Naturalmente,
esos criminales siempre se quejan; nada es nunca lo bastante bueno para
ellos… Conozco la historia de uno que fue condenado por error; al cabo de
veintisiete años le hicieron volver, porque el verdadero culpable, en el
momento de morir, hizo una confesión completa; entonces, el hijo del que
había sido condenado por error fue y se trajo a su padre de allá, ¿y saben
ustedes lo que dijo éste a su regreso? Que allá no estaba demasiado mal. Lo
que significa, muy señor mío, que hay gente honrada en Francia que lo pasa
peor que ellos.
—Dios le habrá castigado —dice la señora gorda de luto, tras un silencio
meditativo.
—¿A quién?
—¡Toma, a quién va a ser! Dios es bueno, pero justo, como ustedes saben.
—Aunque me extraña que el cura haya contado la confesión —dice la otra
señora—; no tienen el derecho de hacerlo. El secreto de confesión es algo
sagrado.
—Pero, señora, fueron varios los que oyeron esta confesión; cuando vio
que se iba a morir, ¿qué arriesgaba? Pidió, por el contrario, que se supiera.
Hace siete años de eso. Veintisiete años después del crimen. ¡Veintisiete
años!, figúrense. Y nadie se lo imaginaba; siguió viviendo, bien considerado
por todo el mundo.
—¿Qué crimen había cometido? —pregunta el señor del rincón.
—Había asesinado a una mujer.
YO: Me parece, señor, que este ejemplo contradice un poco lo que decía
usted hace un rato.
El señor gordo se pone colorado:
—¿Así que no se cree lo que le cuento?
—¡Por supuesto que sí! ¡Pues claro! Usted no me comprende.
Sencillamente digo que este ejemplo prueba que a veces un hombre puede
cometer un crimen aislado y no sumirse a continuación en nuevos crímenes.
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Fíjese en éste: tras el crimen, llevó, dice usted, una vida honrada durante
veintisiete años. Si le hubieran condenado, es muy probable que se hubiera
sentido impulsado a reincidir.
—Pero, señor, la ley Béranger precisamente… —Empieza la otra señora.
La de luto la interrumpe:
—¿O sea que usted no llama crimen a dejar que un inocente se pudra en la
cárcel durante veintisiete años en lugar del culpable?
El segundo señor se encoge de hombros y se arrellana en su rincón. El
cabezota se adormece.
En Montpellier, el mozalbete se apea del tren; en cuanto éste se ha
marchado, la señora de luto, que entretanto ha concluido su ágape y guarda en
su cesta lo que queda del embutido y del pan:
—A fuerza de tanto viajar, desde la mañana, ¡debe de tener un hambre
esta criatura!
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Apéndice
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Me ha parecido que los alegatos, muy pocas veces, tal vez nunca (por lo
menos en los casos que me ha tocado juzgar), servían para que los jurados
revisaran su primera impresión, de modo que no sería una exageración decir
que un juez hábil puede hacer con el jurado lo que quiera.
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Se ha propuesto que el jefe del jurado sea designado, no al azar, como
ocurre en la actualidad (primer nombre que sale de la urna), sino en la sala de
deliberaciones mediante una votación, como sucede a veces. Y opino que
sería una reforma muy afortunada. Pues he visto en algunos casos a un jefe
del jurado contribuir con sus indecisiones, sus incomprensiones, sus
lentitudes, al desorden que un buen jefe del jurado, por el contrario, podría
impedir. (Bien es verdad que hay que añadir que el más incapaz también era
el que estaba más orgulloso de su cargo y el menos dispuesto a cederlo).
No es que para ser un buen jurado sea precisa mucha instrucción, y sé de
algunos «campesinos» cuyos juicios (algo tercos a veces) son más sanos que
los de muchos intelectuales; pero me sorprende sin embargo que las personas
completamente desacostumbradas a cualquier trabajo intelectual sean capaces
de prestar la atención constante que se les exige en estos casos, durante horas.
Una de estas personas no me ocultaba su cansancio; pidió que la recusaran en
las últimas sesiones: «seguro que me habría vuelto loco», decía. Era uno de
los mejores jurados.
Además creo que la opinión del jurado se forma y se afirma bastante
deprisa. Al cabo de media hora o de tres cuartos está sobresaturado, o bien de
dudas o bien de convicción. (Hablo del jurado de provincias).
En general, tanto en este caso como en otros, la violencia de las
convicciones es a causa de la incultura y de la ineptitud para la crítica.
Por lo tanto, si soplan aires de reforma, me parece que la primera reforma
debería ejercerse sobre la formación de las listas de reclutamiento de los
jurados, de forma que se inscribiera en éstas, no a los más ociosos e
insignificantes, sino a los más aptos. Asimismo éstos deberían sentirse
honrados y no hacerse recusar.
Últimamente he oído proponer que el jurado sea llamado para deliberar
con el tribunal y para resolver con respecto a la aplicación de la pena. Sí, tal
vez… Pues resulta enojoso que los jurados puedan verse sorprendidos por la
decisión del tribunal y pensar: habríamos votado de forma diferente si
hubiéramos podido prever que nuestro voto iba a acarrear una pena tan fuerte,
o tan leve.
Hay que decir sobre todo que las preguntas a las que el jurado tiene que
responder están planteadas de tal modo que a menudo parecen trampas, y
obligan a que el pobre jurado vote en contra de la verdad para obtener lo que
él considera de justicia.
En más de una ocasión he visto a honrados campesinos, decididos a no
votar las circunstancias agravantes, ante las preguntas: el robo fue cometido
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de noche…, con efracción…, entre varios (lo que precisamente constituye las
circunstancias agravantes), exclamar desesperados: «Tampoco puedo decir
que no». Y votar luego las circunstancias atenuantes, al buen tuntún, a modo
de paliativo.
Si no pueden plantearse las preguntas de forma diferente (y confieso que
no veo muy bien cómo se podrían plantear), sería conveniente que, al inicio
de la primera sesión, los jurados recibiesen algunas instrucciones que
pudieran prevenir su angustia y su desasosiego, instrucciones sobre las penas
que sus respuestas acarrean.
Se ha propuesto que la hoja con las preguntas fuera entregada a cada uno
de ellos, en un papel aparte, antes de la apertura de la sesión; en mi opinión,
esta medida presenta serias ventajas y no le veo inconvenientes.
Asimismo propondría que, en algunos casos, se entregara un plano
topográfico a cada uno de los jurados, que le permitiera representarse con
mayor facilidad el escenario del crimen: en determinado caso de agresión
nocturna, donde fui convocado como jurado, la convicción de los miembros
del jurado dependía sólo de lo siguiente: ¿estaba el acusado suficientemente
cerca de una farola y suficientemente iluminado, para que la señora X…,
desde su ventana, pudiera reconocerlo? Algunos testigos, llamados a declarar,
colocaron la farola: uno a cinco metros, otro a veinticinco del lugar exacto de
la agresión. Un tercero llegó incluso a pretender que no había ninguna farola
en aquel tramo de calle… ¿Acaso no hubiera resultado mucho más sencillo
que la gendarmería levantara un plano del lugar de autos?
El señor Bergson pide que cada uno de los jurados esté obligado a motivar
y a explicar su voto… Desde luego; pero no está comprobado en absoluto que
el jurado más torpe al hablar sea el que sienta y piense peor. Y
recíprocamente, ¡por desgracia!
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El caso Redureau
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Prefacio
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documentación auténtica en la medida de lo posible; entiendo por ello no
interpretada, y testimonios directos.
Se trata de una empresa cuyas dificultades no ignoramos. Los documentos
de estas características son, sin duda, más difíciles de acceder que escasos;
por este motivo hacemos un llamamiento a todas las personas interesadas en
este tipo de cuestiones, y con acceso a documentos importantes de esta índole,
para que nos comuniquen o indiquen su existencia.
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espectáculo aterrador se abrió ante sus ojos. Descubrieron, en efecto, que en
vez de dos víctimas había siete y que todos los miembros de la familia Mabit,
salvo el pequeño Pierre, habían sido degollados, así como la joven criada,
Marie Dugast.
»Todos los cuerpos estaban espantosamente mutilados y era manifiesto
que el asesino, no satisfecho con matar, se había encarnizado en sus víctimas
con tanto salvajismo, que se hacía imposible el recuento de las cuchilladas
asestadas, tan numerosas eran las heridas y tan juntas se encontraban.
»Los gendarmes, extrañados al no encontrar por ninguna parte dentro de
la casa al criado, Marcel Redureau, asimismo al servicio del matrimonio
Mabit, partieron en su búsqueda y lo descubrieron en un chalet deshabitado,
próximo al domicilio de sus padres, a unos quinientos metros de la casa del
crimen. Como tenía en el rostro y en la camisa rastros de sangre, fue
arrestado, y, tras unas vacilaciones, confesó que él era el único autor de todos
aquellos asesinatos.
»En el tiempo que duró la instrucción, Marcel Redureau ratificó la
confesión que les había hecho a los gendarmes y precisó en los diversos
interrogatorios, sin emoción aparente, las circunstancias en las que había
llevado a cabo sus crímenes.
»El 30 de septiembre, hacia las diez de la noche, Mabit y él estaban
trabajando en el lagar. El patrón sujetaba la barra que acciona el tomillo de la
prensa, mientras Redureau, de pie en la plataforma, le ayudaba en la tarea y
secundaba sus esfuerzos. Como el criado mostraba escaso entusiasmo por la
labor, Mabit comentó que era un gandul y que hacía varios días que no estaba
satisfecho de él.
»Ante este comentario, Redureau, irritado, bajó de la prensa y, blandiendo
un mazo de madera, una especie de pisón de unos cincuenta centímetros que
se encontraba al alcance de su mano, asestó varios golpes en la cabeza de su
amo, quien, soltando la barra, dio un gemido y se desplomó. Al ver que aún
seguía con vida, Redureau empuñó entonces una enorme cuchilla, de esas que
en el campo llaman podadera, un hocino de esos que no se emplean para la
vid sino para cortar la masa de racimos apilados en la prensa.
»Esta arma —basta con verla para comprender las heridas terribles que
puede producir— se compone de una hoja muy afilada, redondeada en su
extremo, de unos dos kilos y medio de peso y unos sesenta y cinco
centímetros de largo por trece de ancho que sostiene un mango de madera de
un metro de largo aproximadamente[11].
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»Con la ayuda de este instrumento Redureau segó el cuello de su amo,
que tras unos estertores no tardó en exhalar su último suspiro.
»Después de haber perpetrado este primer crimen, el inculpado afirma que
en un primer momento se le ocurrió salir huyendo, pero que, como se había
encaminado hacia la cocina para dejar el farolillo del lagar, fue interpelado
por la señora Mabit, que estaba ocupada en sus labores de costura con Marie
Dugast y que le preguntó dónde andaba metido su marido. Por temor a que
fuera al lagar, donde habría descubierto el cadáver de este último, Redureau
concibió el propósito de liquidar a todos los testigos del crimen, para
asegurarse de este modo la impunidad. Sin responder a la señora Mabit y con
la idea de llevar a cabo su ocurrencia, el inculpado regresó al lagar, tomó la
cuchilla ensangrentada que acababa de utilizar, volvió a la cocina y asesinó a
las dos mujeres.
»La abuela, porque no dormía aún, o porque la despertó el drama que
estaba sucediendo a unos pasos de donde ella se encontraba, de ningún modo
podía dejar de acudir a socorrer a su nuera. Ella a su vez también tenía que
desaparecer. Así pues, sin pérdida de tiempo, alumbrándose con el farolillo y
enarbolando el arma en la mano, Redureau se planta de repente delante de ella
y la mata.
»Quedaban tres criaturas, cuyos gritos de espanto podían llamar la
atención de los vecinos. Todos fueron inmolados; el crío de dos años,
demasiado joven, cabría suponer, para poder preocupar al criminal al igual
que los otros, tampoco se salvó, y Redureau se ensañó con tanta ferocidad
que, según su propia confesión, en la cuna de esta última víctima es donde
partió el mango del arma.
»El pequeño Pierre Mabit, que dormía en la cocina y que, tal vez
aterrorizado, o tal vez dormido, no había gritado, no fue incluido gracias a
esta circunstancia en la matanza monstruosa.
»Redureau se tomó la molestia de devolver al lagar, donde fue encontrado
al día siguiente, el arma homicida que había utilizado, y, tras dejar en el
brocal del pozo del patio el farolillo cubierto de manchas de sangre, se
encerró en su habitación, donde pasó el resto de la noche. Por la mañana se
encaminó hacia el domicilio de sus padres.
»Afirma haber tenido remordimientos y la idea de arrojarse a las aguas de
una charca próxima; pero, en cualquier caso, se trata de una veleidad pasajera
y cabe preguntarse si, sencillamente, no se había limitado a pensar en mojarse
los zapatos y la extremidad inferior del pantalón para conferir alguna
verosimilitud a su simulacro de suicidio[12]
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»El inculpado pertenece a una familia honrada y numerosa. Sólo llevaba
unos meses al servicio del matrimonio Mabit. Inteligente, provisto del
certificado de graduado escolar, tema fama, en opinión de algunos testigos, de
ser poco comunicativo y de tener un carácter solapado y rencoroso. Si damos
crédito a un tal señor Chiron (quien al encontrárselo hacia mediados de julio
le daba la enhorabuena por haber empezado a trabajar al servicio del
matrimonio Mabit, que eran buena gente), Marcel Redureau habría
pronunciado estas graves palabras, que los acontecimientos han justificado
más que de sobra: “A mí no me gustan, merecen que los maten; si de mí
dependiera, los mataría a todos, no dejaría ni uno”».
Respecto a este único testimonio de cargo del señor Chiron, algunos
comentarios. Las palabras referidas por él indicarían, cuando no precisamente
una premeditación del crimen, por lo menos cierta disposición para
cometerlo, lo cual reduciría de forma considerable el carácter insólito del
mismo. Escudriñando con atención las actas del juicio, que un lector de la
N.R.F. (Nouvelle Reme Frangaise) ha tenido la amabilidad de
proporcionarme (y le expreso aquí mi agradecimiento más profundo), tengo la
impresión de que esas palabras son pura invención. Que el señor presidente
del Tribunal, no obstante, haya creído que su deber le obligaba a tenerlas en
cuenta, todavía tiene un pase. Pero, deseoso de valorar en qué medida era
conveniente dar más crédito al testimonio del señor Chiron, resulta
evidentemente monstruoso que el Ministerio Fiscal sólo se haya preocupado
de mandar comparecer ante el jurado a los testigos de moralidad favorable al
señor Chiron, haciendo caso omiso de los demás, como por cierto le
correspondía por deber estricto. Hay que destacar que esas pocas personas
favorables a Chiron, a las que la gendarmería se dirigió, son: primero el
charcutero al que el señor Chiron vendía sus tocinos; segundo el carnicero, al
que el señor Chiron vendía su ganado de carnicería; tercero y último, otro
comerciante con el que el señor Chiron llevaba haciendo negocios desde hacía
muchos años. Los demás testigos, cuyo testimonio tenía por naturaleza
modificar profundamente la opinión de los jurados, habrían descrito al señor
Chiron como a un hombre honrado tal vez, pero «jactancioso» y «con mucha
imaginación».
«El señor Chiron», dice uno de ellos, «tiene un carácter especial que le
lleva a contar cosas imaginarias. Le gusta atribuirse un papel en los
acontecimientos importantes de la comarca». Como sucedió con una ley de
1898, que marcó un hito en la región, cuando Chiron llegó incluso a sostener
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que había sido votada gracias a él. Pues afirmaba haber aportado a la
investigación el documento que decidió el voto. Respecto al crimen del 30 de
septiembre de 1913, que asimismo iba a marcar un hito en la historia local de
Landreau, Chiron, en un primer momento, no piensa en absoluto en esta frase,
no la inventó ni la refirió hasta dos días después. Primero expresa el parecer
de que el crimen sólo pudo cometerlo un forastero.
Agreguemos además lo siguiente. Dije antes que ninguno de los testigos
desfavorables para Chiron había sido citado; estaba equivocado. El señor
Pierre Bertin, que testificó para expresar respecto a «la mentalidad especial de
Chiron» lo que he escrito un poco más arriba, sólo fue citado por error. He
aquí cómo sucedieron las cosas: dos Pierre Bertin figuraban en la instrucción;
uno era un testigo favorable y su declaración era la única que el fiscal
pretendía que se escuchara. Cuando inopinadamente apareció el otro Pierre
Bertin, testigo desfavorable, el señor Chiron manifestó la mayor contrariedad
y unas prisas enormes por desaparecer.
Quiero que se me entienda, que se me comprenda bien: en ningún caso
pretendo atenuar la atrocidad del crimen de Redureau; pero cuando se trata de
un caso de tanta gravedad, uno tiene derecho a esperar que la propia
acusación ponga su empeño en presentar ante la justicia todas las
circunstancias, incluso aquellas que podrían resultar favorables para el
acusado. Sobre todo cuando éste es una pobre criatura que no cuenta con más
ayuda que la asistencia de un abogado de oficio.
Si me he extendido con tanta insistencia sobre este particular, también es
porque el interés psicológico del caso Redureau quedaría enormemente
debilitado si estuviera comprobado que la idea del crimen hacía tiempo que
había anidado en la mente del joven asesino, tal como estas palabras apócrifas
darían a entender. Hay que destacar, por lo demás, que ése es el único punto
respecto al cual Redureau protesta con vehemencia; un Redureau que, por
otra parte, hizo una confesión completa de inmediato, reconociendo la
exactitud de todo lo que se le acusa[13]. Pero jamás ha dicho nada parecido;
antes de cometer este crimen, jamás se le había ocurrido cometerlo.
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»Su antiguo maestro de escuela, el señor Béranger, se expresa en el
mismo sentido:
»—De inteligencia media —dice—, Redureau siempre se ha comportado
bien. Era un buen alumno que me satisfacía plenamente. Cuando recibía una
reprimenda, jamás se rebelaba. Era un chico más bien dócil.
»A los once años, Marcel obtenía su certificado de graduado escolar y
abandonaba la escuela. Sus padres le buscaron una colocación. Como era un
poco enclenque para colocarse en casa de unos extraños, empezó a trabajar de
pastor con su tío, el señor Louis Bouyer, agricultor de la Boniére, a dos
kilómetros de Landreau. Muy obediente, ni perezoso ni resentido, su tío lo
tuvo tres años a su servicio y sólo le dio motivos de satisfacción.
»Tras haber trabajado durante diez meses con su familia, Marcel
Redureau empezó a trabajar como criado en junio pasado en la granja Mabit,
donde sustituía a su hermano mayor, que partía a cumplir el servicio militar.
Sus emolumentos anuales ascendían a trescientos sesenta francos.
»—Era tan miedoso —declara su padre—, que no se atrevía a salir una
vez que se hacía de noche.
»¿Qué sucedió durante estos tres últimos meses para que ese chiquillo tan
tímido, tan dulce, tan temeroso, se transformara en una bestia sedienta de
sangre?
»En cuanto se descubrió el crimen, se pensó en el robo como móvil. El
domingo anterior el señor Mabit había cobrado tres mil francos, producto de
la venta de una parte de su vendimia. Este dinero, que sin embargo estaba al
alcance del asesino, ha sido encontrado intacto. Marcel, por lo tanto, (!) mató
únicamente por venganza.
»Ahora, cuando empieza a difuminarse la horrorosa visión del crimen, la
gente habla y las lenguas se sueltan tanto en Landreau como en la aldea de
Bas-Briacé, y de esas habladurías va surgiendo una versión inesperada.
»Al parecer, Marcel Redureau no habría sido insensible a los nacientes
encantos de Marie Dugast, la joven criada de los granjeros. Tres meses, como
él, llevaba Marie al servicio del matrimonio Mabit.
»Y se dice por la aldea que, a lo largo del día del crimen, Marcel
Redureau habría intentado abusar de la joven criada de quince años, la misma
edad que él, y este gesto le habría valido una buena reprimenda de la señora
Mabit. El granjero habría añadido sus amonestaciones severas y justificadas a
las de su esposa. ¿Pero sucedieron exactamente así las cosas?
»En cualquier caso, la investigación judicial tiene ahora la palabra. El
señor Mallet, juez de instrucción, responsable de instruir el crimen, ha escrito
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al decano del Colegio de Abogados de Nantes para pedirle que designe a un
abogado que asuma la defensa de Marcel Redureau. El decano ha designado
al letrado Abel Durand.
»Henry Barby
»(Le Journal, sábado 4 de octubre de 1913)».
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«Nuestro corresponsal en Nantes nos escribe:
»El decano del Colegio de Abogados ha nombrado al letrado Abel Durand
como abogado defensor de Marcel Redureau. Habrá que aplicar, en el caso de
Redureau, los artículos 66 y 67 del Código Penal, que están concebidos del
siguiente modo:
»Art. 66: Cuando un acusado sea menor de dieciséis años y se haya
decidido que actuó sin discernimiento, será absuelto, pero, en función de las
circunstancias, será entregado a sus padres o conducido a un correccional para
educarlo y tenerlo recluido durante un intervalo de tiempo que no superará su
vigésimo año de edad.
»Art. 67: Cuando, por el contrario, el acusado haya actuado con
discernimiento, hay que distinguir en función de la pena a la que haya sido
condenado. Si se trata de la pena de muerte, o la de trabajos forzados a
perpetuidad, será condenado de diez a veinte años de reclusión en un
correccional. Si ha sido condenado a una pena temporal de trabajos forzados o
de reclusión, será condenado a permanecer recluido en un correccional
durante un tiempo mínimo igual al tercio, y máximo a la mitad, del tiempo al
cual habría podido ser condenado.
»De este modo, la pena máxima a la que el asesino de Landreau puede ser
condenado es de veinte años de cárcel.
»Los móviles contemplados desde el crimen van esfumándose uno tras
otro. Se había pensado en el robo porque el amo de Redureau había cobrado
el domingo dos mil francos, producto de la venta de su vino. El dinero ha sido
encontrado intacto. Esta hipótesis queda, pues, descartada. Tampoco parece
que deba mantenerse la idea de un crimen pasional. Queda la venganza, el
resentimiento de Redureau contra su amo que lo habría maltratado. Parece
que el juez de instrucción va a dirigir sus investigaciones por este lado.
»Entre tanto, el preso sigue mostrándose muy tranquilo, inconsciente
aparentemente del crimen horrible del que es autor. Come y duerme bien y los
remordimientos no parecen quitarle el sueño. El viernes por la tarde recibió la
visita de su abogado, con el cual mantuvo una dilatada entrevista.
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promedio de Quételet para los muchachos de dieciséis años. El mismo
periódico prosigue: “Tiene la cabeza voluminosa y el cabello rubio con unos
mechones que le tapan la frente estrecha y abombada. El escorzo, con una
nariz recta coronando una boca muy amplia, es huidizo[16]”. Ninguno de estos
detalles es exacto ni responde a la realidad. La frente no es estrecha ni
particularmente abombada, ni menos aún huidiza. La cabeza y el rostro, en su
conjunto, configuran unos rasgos regulares; no se descubre el más mínimo
estigma de Morel. El mismo error a propósito de las orejas, que el artículo en
cuestión declara “enormes”. Miden, según la ficha antropométrica, 6,8 cm de
alto; son absolutamente simétricas, bien proporcionadas, están bien dibujadas
y no despegadas del cráneo. La única particularidad que presenta es la
presencia del tubérculo de Darwin que, sin duda, constituye una excepción,
pero no una anomalía.
»Otro periódico se acerca más a la verdad cuando esboza del asesino el
retrato siguiente: “Rubio, incluso muy rubio, de ojos azules, más bien con
cara de buen chico; está lejos de tener el rostro de bruto que por lo general
suele atribuirse a los asesinos[17]”.
»Se trata de un chico cerrado y solapado: eso es lo único que se ha podido
encontrar para explicar su crimen. Y aun así, hasta ese día, tal vez a nadie se
le hubiera ocurrido condenarlo por su carácter. Sus padres jamás conocieron
esa faceta de su carácter; como tampoco el maestro, que le dio clase durante
seis años.
»La impulsividad propia de los años climatéricos de la adolescencia, y el
terrible instrumento mortífero que en la comarca llaman cuchillo de
vendimiar, hoz y hacha a la vez, que tenía al alcance de la mano, tales fueron
sin duda alguna las circunstancias determinantes de esta espantosa carnicería.
»El crimen cometido por el joven Redureau es uno de los más espantosos
que quepa imaginar. El 30 de septiembre de 1913, hacia las diez y media de la
noche, mientras trabajaba en el lagar con su amo, y como éste le hiciera unos
reproches sobre su trabajo, le propinó un golpe con el pisón que lo dejó sin
sentido, y luego lo degolló con el cuchillo de vendimiar. Tras lo cual, se
dirigió a la casa donde sucesivamente asesinó del mismo modo a la señora
Mabit, a su criada, a su suegra y a tres de sus hijos, encarnizándose sobre sus
víctimas con una violencia inaudita. No insistiremos más aquí sobre la
descripción pormenorizada del drama cuyas circunstancias nos proponemos
estudiar más adelante.
»De los propios padres del inculpado hemos podido reunir las siguientes
informaciones sobre sus antecedentes hereditarios y personales:
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»No ha habido entre los ascendientes directos, ni entre sus antepasados, ni
entre los colaterales de ambas ramas, ninguna afección vesánica o convulsiva.
Tampoco se detectan individuos excéntricos, raros ni alcohólicos.
»El padre y la madre están sanos, de constitución robusta. No han
padecido ninguna enfermedad grave que afectara su constitución física o sus
funciones cerebrales.
»Han tenido once hijos, de los cuales viven diez, seis chicos y cuatro
chicas. La mayor, una chica, tiene veintiún años y la más joven veinte meses.
El tercero, un chico, falleció a los cuatro días de nacer. El inculpado ocupa el
quinto lugar en el orden de los nacimientos. Los embarazos y los partos de la
madre han sido normales. Ninguno de los hijos ha padecido enfermedades
graves, generales o que pudieran afectar el sistema nervioso o las funciones
cerebrales. Todos están fuertes y jamás han dado motivo de preocupación con
respecto a su salud.
»Aparte de algunas pequeñas indisposiciones durante la infancia, Marcel,
el inculpado, no ha padecido más enfermedad que una crisis reumática en
septiembre de 1912; cuando trabajaba en casa del señor B…, tuvo un ataque
de fiebre y de dolores en las articulaciones, principalmente de las rodillas,
que, no obstante, no se hincharon. Sólo estuvo enfermo ocho días y volvió al
trabajo quince días después del inicio de su enfermedad.
»Es inteligente y ha aprobado el graduado escolar. Jamás ha dado a nadie
motivo alguno de queja; ni a sus amos ni a sus compañeros ni a la gente de la
comarca. Jamás ha manifestado malos instintos. No busca pelea y jamás se ha
mostrado cruel con los animales.
»Los padres reconocen que es algo nervioso, impulsivo, revoltoso, pero
sin maldad. Es miedoso en el sentido general del término[18]. Sobre este
punto, como sobre el carácter, no pueden precisar más. Marcel no tenía
ninguna afición por la disipación ni por la bebida, y se pasaba los días de
fiesta jugando con sus compañeros. Tampoco se pudo comprobar que tuviera
una afición inmoderada por la lectura. Había pasado con ellos el domingo
anterior y no habían observado en él nada raro. Nunca se quejó delante de
ellos de su amo Mabit. El crimen les extraña profundamente y no saben cómo
explicárselo.
»Si relacionamos estas informaciones con las que encontramos en el
expediente del sumario y que emanan o bien de las autoridades, o bien de los
testigos interrogados durante la instrucción, comprobaremos que no difieren
en ningún punto capital.
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»El juez de paz de Loroux-Bottereau, en el informe que ha remitido sobre
el inculpado, declara que no se le conoce ningún defecto esencial, pero que
tiene un carácter “algo nervioso, solapado a veces”.
»El maestro que lo educó ha declarado: Marcel Redureau tenía una
inteligencia ligeramente por encima de la media, era un buen alumno que
pocas veces era castigado. Mientras asistió a la escuela, nunca dio motivo de
queja. Tenía bastante buen carácter y no parecía ser solapado. Su
comportamiento era bueno. No dio lugar a ningún comentario desfavorable
desde el punto de vista de la probidad y de la moralidad.
»Ninguna de las declaraciones de los testigos difiere sensiblemente de la
del maestro, excepto en un punto: el carácter.
»El testigo B…, su tío, en cuya casa estuvo desde los once a los catorce
años, no tuvo motivo de queja, pero afirma que era poco hablador y de
carácter solapado.
»El testigo C…, vecino del anterior, que conoció muy bien a Marcel,
declaró que se portaba bien y que era un buen trabajador, pero que tenía el
carácter “muy cerrado” y que, con frecuencia, cuando se le dirigía la palabra,
no respondía.
»El testigo Br…, que lo tuvo a su servicio, declara que era muy
inteligente, pero le encuentra “un carácter solapado, muy independiente”.
»Todos los demás testigos insisten sobre esta particularidad del carácter
del inculpado, pero ninguno aporta, sobre sus tendencias y su moralidad,
informaciones desfavorables.
»La señora Br…, esposa del testigo anterior, no hizo ningún comentario
desfavorable sobre su carácter, sobre su trabajo o su comportamiento, y no se
percató de que fuera violento.
»Hay una declaración que, si es verídica, pone claramente de manifiesto
los defectos del carácter de Marcel Redureau: se trata de la del testigo Ch…
Quien cuando se cruzó con el inculpado a mediados de julio tras haberse
enterado de que estaba colocado en casa de los Mabit, le felicitó por ello, pues
esas personas eran “buena gente”. Pero el inculpado al parecer respondió: “A
mí no me gustan, merecen que los maten; si de mí dependiera, los mataría a
todos, no dejaría ni uno”. El testigo añade que Redureau “hablaba con un tono
muy duro y parecía estar bajo el influjo de alguna contrariedad”. Estas
palabras, expresadas bajo los efectos de la ira, serían incuestionablemente
reveladoras de un humor violento y vengativo. Sin embargo, no debemos
olvidar que el inculpado niega de forma categórica haberlas pronunciado.
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»En suma, la única observación expresada sobre la mentalidad de
Redureau se refiere a su carácter. Y eso teniendo en cuenta que tampoco
existe unanimidad al respecto. El maestro, aunque bien situado para valorar el
carácter de un chiquillo cuya evolución ha podido seguir a lo largo de cinco o
seis años, no ha observado que fuera solapado; como su padre, que se ha
negado a reconocer “que fuera solapado y rencoroso”.
»Un comentario expresado por la señora Br…, uno de los testigos
mencionados anteriormente, hace referencia a que leía mucho, sin que pudiera
decir de qué lecturas se trataba. El testigo J… apunta en su declaración:
“Hasta hoy no me había enterado de que se entregara a lecturas perniciosas”,
sin duda, no era más que el eco del testigo anterior. Por lo demás, hemos
podido damos cuenta de que esta particularidad no era digna de atención y
que las lecturas de Redureau se limitaban a un periódico regional y al
almanaque. Hay que destacar que nunca ha leído novelas populares de ésas
que se componen preferentemente de crímenes y de asesinatos.
»Redureau tenía quince años y cuatro meses el día que cometió los
asesinatos de los que se le acusa. Es un muchacho que mide 1,584 metros de
estatura, de aspecto sano, apariencia normal, sin señales patentes de
degeneración. No presenta ninguna deformación del cráneo ni de la bóveda
palatina. Las orejas están bien conformadas. El corazón y los pulmones están
sanos; el bazo y el hígado poseen un tamaño normal. El sistema muscular
aparece bastante bien desarrollado; la motilidad, en general, no presenta
alteraciones. La sensibilidad general, bajo sus distintas formas, tacto, dolor,
calor, frío, permanece intacta. Los órganos de los sentidos no presentan
anomalías; en especial el sentido de los colores no se encuentra alterado. Los
reflejos examinados según el método clínico habitual responden al estado
fisiológico.
»Su actitud ante nosotros es la de un niño temeroso. Cuesta conseguir que
levante la mirada. Habla primero en voz baja y casi exclusivamente con
monosílabos; pero, insistiendo, se obtienen respuestas más explícitas. El
personal del centro de reclusión, durante su larga detención, no ha observado
en él nada insólito desde el punto de vista mental, salvo que adopta con
facilidad una actitud ceñuda y resentida cuando se le hace alguna
observación. Participa en la vida común y se somete a la regla como los
demás reclusos.
»Su sensibilidad moral no está perturbada. Derrama lágrimas cuando se
invoca el recuerdo de su madre o de uno de sus hermanos que acaba de partir
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con destino a Argelia para cumplir su servicio militar. Respecto a los actos
que ha cometido, expresa un pesar que parece sincero. Veremos más adelante
que no desconoce el remordimiento.
»Responde apropiadamente a todas las preguntas que le planteamos. Se
orienta de forma correcta en el tiempo y en el espacio. Demuestra, con sus
palabras, inteligencia y buenos conocimientos primarios sobre Historia,
geografía, gramática y cálculo. Todas las respuestas que nos da en relación
con su vida pasada, sus amos, su trabajo, sus salarios, son exactas o
plausibles.
»Jamás ha sentido inclinación por excederse con la bebida y nunca ha
estado borracho, de manera que no puede decirse cómo sería si por casualidad
se embriagara. Se relacionaba con los chicos de su edad y se juntaba con ellos
los domingos para jugar a las cartas; las ganancias o las pérdidas nunca
superaban los cincuenta céntimos de franco. No iba al cabaret.
»Nunca se ha relacionado con chicas y jamás ha tenido relaciones
sexuales. Era compañero de la joven criada de sus amos, pero no sentía hacia
ella ningún sentimiento particular y jamás la cortejó.
»Nunca ha experimentado preocupaciones emocionales y jamás ha tenido
obsesiones ni ideas fijas. Cualesquiera que sean nuestras preguntas en este
orden de cosas, sólo obtenemos respuestas absolutamente negativas.
»Sin embargo, particularidad ya señalada por su padre, reconoce que es
miedoso. Teme la oscuridad y no sabe si sería capaz de salir durante la noche
para cumplir un encargo lejos de su domicilio. Si se lo hubieran ordenado,
“no habría querido ir”; se trata de una impresión difusa, indefinida, que no
responde a nada electivo ni sistematizado, ni a lo que en psiquiatría se designa
con el nombre de fobia; no cree en los aparecidos, no le daría miedo pasar
cerca de un cementerio, no teme a los brujos y no conoce a ninguno en su
comarca. En pocas palabras, es lisa y llanamente miedoso, de una manera tal
vez excesiva para un chico de su edad, pero aunque sea un indicio de
nerviosismo, no constituye un signo que remita a la patología.
»Interrogado sobre sus sentimientos respecto a su amo y a su familia,
declara formalmente no haber tenido nunca ningún motivo de queja ni haber
albergado hacia ellos sentimientos de rencor o de odio. Se entendía bien con
el ama y con la joven criada. Sólo desde la vendimia, el amo algunas veces le
levantaba la voz y le insultaba. Niega formalmente las palabras que le
atribuye el testigo Ch…, de las cuales resultaría que desde hacía tiempo
experimentaba resentimiento hacia ellos y albergaba ideas de venganza.
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»Insistimos mucho para averiguar si, durante el día del crimen, se había
excedido en el consumo de vino, para reponer fuerzas. Resulta de sus
respuestas, provocadas en múltiples ocasiones y que permanecen invariables,
que sólo ingirió vino durante las horas reglamentarias de las comidas y en
cantidad normal, unos dos vasos cada vez, de vino tinto. Tan sólo antes de la
cena bebió, con su amo, dos copas de vino blanco embotellado. Esta
información se ajusta a los datos suministrados por la instrucción. Se encontró
efectivamente en la bodega una botella de vino blanco de la que faltaba un
tercio de su contenido. Por lo tanto, afirma, y opinamos que la respuesta
puede ser considerada verdadera, que no se encontraba bajo el influjo de una
excitación alcohólica en el momento del drama.
»En lo que al crimen se refiere, sus explicaciones permanecen invariables.
Su amo Mabit y él estaban trabajando en la prensa del lagar. Mabit en la barra
y Redureau en la plataforma para reparar el tomillo. Como no conseguía
ejecutar la labor encomendada con la suficiente rapidez, el amo le echó una
reprimenda, gritándole “que era un torpe, un gandul, que hacía ocho días que
no trabajaba bien”. Entonces fue cuando bajó de la prensa y, asiendo el mazo
que tenía al alcance de la mano, asestó a Mabit varios golpes por detrás en la
cabeza. Mabit soltó la barra y se desplomó. Como empezó a gemir, Redureau,
tras mirarlo un instante, cogió el cuchillo de vendimiar (hoja larga y ancha
muy afilada, de sesenta y cinco centímetros de longitud y trece de ancho, que
pesa unos dos kilos y medio) y lo degolló.
»Después cogió el farolillo y se dirigió hacia la casa, donde pensaba que
encontraría a todo el mundo acostado. Pero, al llegar a la cocina, vio a la
señora Mabit y a la criada que estaban haciendo labores junto a la mesa. Su
primera intención fue la de salir huyendo, pero como el ama le preguntó
dónde estaba su marido, salió sin responder, volvió al lagar, se apoderó del
cuchillo de vendimiar, regresó a la casa y acuchilló a la criada primero y a la
señora Mabit después; ambas le daban la espalda; no tuvieron tiempo de
hablar; sólo gritaron en el momento de recibir la cuchillada. “Le clavé el
cuchillo a la criada en el cuello”, dice, “cayó enseguida, y se lo clavé al ama
igualmente en el cuello y cayó. Cuando ya estaba por el suelo, le di una
cuchillada en el vientre”. En las dos habitaciones contiguas, la abuela
acostada en una y tres de los hijos en la otra, despertados por el mido, se
pusieron a gritar. Entonces cogió el farolillo, fue primero a la de la abuela y la
acuchilló en el cuello: “No dijo nada; no tuvo tiempo”. Pasó seguidamente a
la otra habitación: “Le pegué una cuchillada en el cuello a una de las niñas
que gritaba, y a su hermana, que estaba acostada junto a ella, como se
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despertó en ese momento, también le pegué una cuchillada. La criatura que
estaba acostada en su cuna se despertó con el mido y también se puso a gritar;
entonces la maté[19]”. El mango de la herramienta, en la última cuchillada, se
partió. Redureau recogió los pedazos y los llevó al lagar, junto a la prensa,
donde los encontraron. Un chiquillo, que dormía en la cocina, fue el único
superviviente de la carnicería.
»La explicación que de este horrible drama da el inculpado ha sido
siempre la misma: respecto al amo, se dejó llevar por un ataque de ira. Una
vez perpetrado el asesinato, de regreso a la casa, estaba profundamente
conmocionado, sin saber muy bien lo que hacía. Cuando el ama le preguntó
dónde estaba su marido, perdió la cabeza. Se le ocurrió que el ama iba a ir a la
bodega, donde descubriría el crimen, y entonces quiso hacer desaparecer a
todos los testigos.
»Éstas son sus respuestas textuales: “Tenía miedo de que el ama fuera a
ver a su marido a la bodega…, acuchillé a la criada porque estaba con el
ama…, acuchillé a los otros porque gritaban”. La veracidad de estas
respuestas parece corroborada por la siguiente, que da fe de su sinceridad: “Al
pequeño Pierre no lo toqué porque no dijo nada y porque dormía”.
»Respecto a la multiplicidad y a la violencia de los golpes asestados a las
víctimas (cráneos fracturados, rostros y cuellos cosidos a cuchilladas,
columnas vertebrales seccionadas), no puede facilitar ninguna explicación;
tampoco puede decir por qué abrió el vientre de la señora Mabit, que estaba a
punto de dar a luz. Reitera únicamente que no cedió a ningún impulso
obsceno o sádico. Este acto es de la misma naturaleza que los demás y
responde sólo a la ira.
»Tras depositar el cuchillo y su mango roto en la bodega, subió a su
habitación y se sentó. Poco a poco fue recuperando la sangre fría y
comprendió la gravedad de lo que acababa de hacer. Entonces lo lamentó.
“Tuve remordimientos”, dice, “y quise suicidarme”. Llevaba
aproximadamente una hora en su habitación cuando bajó para ir a ahogarse en
una balsa a unos cincuenta metros de la casa. Entró en el agua, dio unos
pasos, pero le faltó el valor y regresó a su habitación; allí permaneció hasta el
alba. Entonces se dirigió a casa de sus padres, donde fue detenido.
»El intento de suicidio parece plausible; no desentona con los
remordimientos experimentados por el inculpado; parece demostrado por el
hecho de que se ha encontrado en su habitación un pantalón mojado. En pocas
palabras, su versión nos parece sincera; todo se sostiene de forma lógica y no
trata de atenuar su culpabilidad.
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»Además, nos parece que establece con claridad que tuvo plena
conciencia de los hechos cometidos y de su responsabilidad. Si ha
experimentado remordimientos, significa que sabe discernir el bien del mal, y
lo sabe tanto mejor cuanto que posee una inteligencia no sólo normal para su
edad, sino, según el maestro que le ha educado, incluso por encima de la
media. No puede haber por lo tanto duda alguna sobre la cuestión del
discernimiento en el sentido legal del término.
»El informe precedente demuestra que Redureau no presenta ningún
trastorno mental actual. Asimismo tiende a demostrar que en el momento en
que cometió los asesinatos de los que se le acusa no estaba bajo el influjo de
un estado mental patológico. No obstante, este punto exige un examen más
detallado.
»El número de víctimas, la forma en que el asesino se ensañó con ellas, la
furia que guió su brazo, sugieren a priori la idea de algún delirio transitorio
súbito como el que se observa a veces en los estados epilépticos larvados y
excepcionalmente en algunos estados de intoxicación. Pero se trata de una
hipótesis en la que no podemos extendemos por las razones siguientes:
Redureau jamás ha manifestado el más mínimo síntoma que cupiera
relacionar con la epilepsia. No estaba bajo el influjo de ninguna intoxicación,
de ningún trastorno delirante, gozaba de pleno conocimiento y fue consciente
de todos sus actos durante la noche fatídica. Pero la amnesia es el síntoma
patognomónico de estos delirios transitorios, y un individuo que hubiera
actuado en un estado de trastorno mental epiléptico o epileptoide no habría
conservado el recuerdo de los actos cometidos o, a lo sumo, tan sólo habría
conservado algunas partes vagas y confusas.
»La declaración del testigo Ch…, según la cual el inculpado, dos meses y
medio antes del crimen, habría expresado la idea de que “sus amos merecían
que los mataran”, plantea, desde el punto de vista psiquiátrico, una nueva
hipótesis: ¿llevaba tiempo Redureau obsesionado con la idea fija de matar a
su amo? ¿Sucumbiría tal vez a un impulso irresistible de matar, como los que
existen en los anales de la ciencia?
»Pero, por una parte, Redureau niega estas palabras. Por la otra, tampoco
hemos visto que jamás haya estado obsesionado por una idea fija de cualquier
naturaleza, y, cualesquiera que hayan sido nuestras investigaciones sobre este
punto, sus respuestas siempre han sido negativas. Además, en boca de un
obseso, las palabras atribuidas a Redureau serían inverosímiles. El individuo
atormentado por el impulso de matar sufre moralmente por esta obsesión: si la
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emprende con alguien, no es con su futura víctima, sino consigo mismo: se
acusa, no condena. Por lo tanto Redureau no sucumbió a una idea fija, ni
obedeció a un impulso consciente irresistible.
»Hemos investigado en qué condiciones físicas se encontraba el acusado
en el momento del crimen. ¿Se encontraba acaso agobiado, cansado, en
estado de menor resistencia orgánica y nerviosa? El trabajo de la vendimia es
bastante agotador y sabemos, por una investigación que se ha llevado a cabo a
petición nuestra, que en casa de Mabit empezaba a trabajar a las cinco de la
mañana y que no acababa antes de las diez de la noche, sin más descanso que
los momentos dedicados a las comidas. Pero resulta asimismo de esta
investigación que la vendimia ha sido realizada en varios periodos separados
por intervalos de descanso. Se efectuó en las fechas siguientes: 17, 18, 19 de
septiembre; interrumpida los 20, 21 y 22 y reanudada del 23 al 27. El
domingo 28 fue día de descanso. El 29 sólo les ocupó una parte del día, y el
30, día del crimen, todo el día. De lo que resulta que este trabajo, aunque
penoso para un adolescente de quince años, ha sido interrumpido en diversas
ocasiones, y no se ha proseguido en las condiciones que hubieran podido
provocar una sobrecarga física y un auténtico agotamiento nervioso[20].
»En el transcurso de nuestro peritaje, el señor juez de instrucción nos
comunicó que había recibido una carta anónima en la que se llamaba su
atención sobre la acción turbadora que ejercen “los vapores del vino en los
lagares donde éste se produce y donde fermenta” en el cerebro de los hombres
ocupados en esta tarea. Pese a que médicamente no tengamos ninguna razón
para pensar que esta causa haya podido intervenir en el crimen de Redureau,
hemos procedido a una investigación con las personalidades médicas
competentes, pero sólo hemos recibido respuestas negativas. Ningún médico
consultado ha observado excitación cerebral alguna que pudiera atribuirse a la
emanación de vapores del vino. Cosa que se explica si se hace hincapié en
que el mosto en fermentación desprende muchos más gases estupefacientes
que vapores excitantes. Predominan los gases carbónicos y sus propiedades
consisten en determinar la asfixia y no la furia de la embriaguez.
»Además, en lo que a Redureau se refiere, ha quedado comprobado que,
desde el inicio de la vendimia, permanecía la mayor parte del día al aire libre,
en los viñedos; que el trabajo en el lagar no le ocupa más que unas horas al
día y que, la noche del crimen, no había permanecido en la bodega más de
una hora y media. El propio interesado es absolutamente categórico sobre este
punto, que no se encontraba alterado, ni excitado, ni bebido cuando golpeó a
su amo.
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»En definitiva, no hay que buscar el verdadero determinismo de los actos
cometidos por el inculpado en la psicopatología, sino en la psicología normal
del adolescente. Que la época de desarrollo de la pubertad se manifieste por
unas modificaciones profundas, no sólo de las funciones orgánicas, sino
también de las funciones psíquicas es una noción clásica: sensibilidad,
inteligencia y actividad voluntaria. Al mismo tiempo que la resistencia física
disminuye, y que el cuerpo presenta menos inmunidad contra las influencias
morbíficas, se produce una especie de ruptura momentánea del equilibrio
mental con el desarrollo excesivo del sentimiento de la personalidad,
susceptibilidad exagerada, hiperestesia psíquica. Asistimos a la manifestación
de una auténtica tendencia a la combatividad y a una exageración notable de
la impulsividad y de las tendencias a la violencia. El adolescente es muy
sensible a los halagos, y, a la inversa, acusa con mucha mayor agudeza las
heridas del amor propio. Los especialistas que se han ocupado de la
psicología de la pubertad nunca olvidan señalar que hacia los quince años es
cuando, en los centros educativos, se dan más casos de sujetos que incurren
en sanciones por mala conducta, altercados y vías de hecho, esto se debe a
que en los jóvenes que llegan a esta edad los primeros movimientos apenas
son reprimidos, y porque la irreflexión es la característica principal de su
estado mental. En este orden de ideas es donde la ciencia en la actualidad
sitúa la causa principal de predisposición a la criminalidad contra las personas
entre los adolescentes en la época de la pubertad.
»Lo que antecede permite comprender qué grado de violencia pueden
alcanzar determinados movimientos pasionales del adolescente y lo
importante que resulta evitar en su interpretación la aplicación de un criterio
extraído de la mentalidad del hombre adulto.
»Así pues, por lo general, determinados actos de difícil explicación, como
los que se le imputan al inculpado, pueden ser consecuencia de un estado
mental que nada tiene que ver con la patología, que, en una palabra, es
fisiológico. Agreguemos que Redureau, sin ser un tarado desde el punto de
vista psíquico, incuestionablemente es poseedor de un temperamento
nervioso, y que parece establecido, por numerosos testimonios, que tiene un
carácter particular calificado de “solapado”, y que probablemente podría
expresarse con la misma exactitud mediante el calificativo de “susceptible y
vengativo”; circunstancias que sin duda han propiciado en él el estallido de la
impulsividad y de la violencia.
»En consecuencia, nuestra respuesta a las cuestiones planteadas se
expresa de la forma siguiente:
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»1.º, Marcel Redureau no estaba en un estado de demencia en el sentido
del artículo 64 del Código Penal cuando cometió los crímenes que le son
imputados;
»2.º, en el momento del crimen gozaba de un discernimiento normal y de
una conciencia plena de sus actos;
»3.º, el examen psiquiátrico y biológico no ha puesto de manifiesto
ninguna anomalía mental o psíquica. Las particularidades verificadas respecto
a su temperamento y a su carácter se mueven dentro de los límites de las
variaciones individuales psicológicas y no nos parece que puedan alterar su
responsabilidad.
»Nantes, 17 de enero de 1914».
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Nada mejor y más propio para hacemos comprender lo defectuoso de un
procedimiento cuyo absurdo yo ya denunciaba en mis Recuerdos de la
Audiencia Provincial (un absurdo que desde entonces se ha puesto de
manifiesto en múltiples ocasiones), que las líneas siguientes. Se comprobará
que el jurado, para satisfacer su sentimiento de la justicia, no tiene más
remedio que decir: «no», en contra de la evidencia; cosa que con frecuencia le
obliga a decir: «sí», en contra de la justicia.
Pero comprobaremos en primer lugar los esfuerzos del abogado defensor
para ensanchar ese nudo corredizo del informe médico:
—Las particularidades verificadas respecto a su temperamento y a su
carácter se mueven dentro de los límites de las variaciones individuales
psicológicas y no nos parece que puedan alterar su responsabilidad.
El letrado Durand responde:
—Acepto la primera parte del dictamen de los expertos expresado en estos
términos. El examen psiquiátrico y biológico no ha puesto de manifiesto
ninguna anomalía mental o psíquica. Pero discrepo de la consecuencia que
extraen. Está en contradicción con la tesis que han desarrollado sobre la
psicología de la pubertad. Si relaciono esta tesis con los principios generales
del derecho penal, no me queda más opción que la de llegar a la conclusión de
que Redureau no puede ser considerado como plenamente responsable de sus
actos. —El abogado Durand llega más lejos—: El valor moral de un acto está
subordinado al grado de libertad de aquel que lo efectúa. —Y cita estas frases
del decano Villey—: «La libertad, ésa es la condición y la justificación de la
responsabilidad del hombre. Y no entendemos con ello una posibilidad física
de actuar en tal o cual sentido; los animales poseen este tipo de libertad y a
nadie se le ocurre exigirles cuentas de sus actos. Entendemos una libertad
inteligente y razonada. De forma que dos condiciones forman la base de la
imputabilidad penal; la inteligencia, en el sentido de razón moral que da la
noción del bien y del mal; la libre voluntad o libertad, que permite escoger
entre el bien y el mal». «Sin libertad no hay responsabilidad», dice por su
parte el profesor Saleilles; al precisar lo que hay que entender por libertad,
dice: «La libertad es un estado, el estado del hombre en pleno dominio de sí
mismo». El hombre no es responsable cuando está en estado de demencia; le
faltan entonces la inteligencia y la libertad. No hay, por lo tanto, ni crimen, ni
delito, dice el artículo 64 del Código Penal. El Código de 1810 no admitía que
pudiera haber irresponsabilidad al margen de los casos de enfermedad mental,
al margen de lo que los médicos llaman estados patológicos. Pero la ciencia
penal ha progresado desde entonces y nuestro propio Código se ha
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transformado. Ha abandonado esta concepción estrecha. Son, señores, sus
precursores, es el jurado francés el que con sus veredictos forzó al poder
legislativo a templar los rigores del Código. El Código Penal de 1810, al
margen de la demencia, no admitía ninguna atenuación de la responsabilidad.
No conocía las circunstancias atenuantes. Pero, a menudo, el jurado tenía
delante a un hombre que se defendía poniendo al desnudo todas las
circunstancias de su vida, todas las incitaciones que había padecido, todos los
desvaríos que habían podido cegarle: el jurado comprendía a la perfección
que al margen de la locura en sí podían existir distintos grados de libertad. A
falta de poder dosificar en cierto modo la responsabilidad, lisa y llanamente
absolvía. Entonces, en dos tandas sucesivas, en 1824 y en 1832, el legislador,
cediendo a las tendencias del jurado, introdujo las circunstancias atenuantes.
«La prueba judicial», dice Saleilles —de quien acabo de tomar prestado casi
literalmente el desarrollo que antecede—, «debe a partir de ahora referirse no
sólo a unos estados de diagnóstico patológico, lo que es una cuestión
relativamente sencilla y de mera comprobación médica, sino a una cuestión
de psicología moral, la cuestión de saber si el acto (concreto) ha sido un acto
ejecutado en estado de libertad moral».
Y, más lejos, deseoso de ilustrar a los miembros del jurado sobre las
consecuencias que acarrearán al acusado sus respuestas, el abogado Durand
les dice lo siguiente, que motivaba mis reflexiones anteriores:
—Con independencia de la cuestión especial del discernimiento, a la que
me referiré más adelante, se les van a plantear, señores, respecto a cada una
de las siete víctimas, dos preguntas, una pregunta principal y una pregunta
accesoria: «¿ha matado Redureau deliberadamente?…». Ustedes responderán
de forma afirmativa. La pregunta accesoria se referirá a las circunstancias
agravantes. No será la misma en el caso de Mabit y en el caso de las seis
víctimas restantes.
»La circunstancia agravante planteada en el caso del padre es la siguiente:
“¿El homicidio precedió, acompañó o vino a continuación de los demás
crímenes…?”.
»Les pido, señores, que respondan negativamente a esta pregunta porque:
es materialmente exacto que el asesinato de Mabit acompañó, precedió al
asesinato de las seis víctimas restantes. Pero esta circunstancia puramente
material es insuficiente para constituir la agravación prevista por la ley. La
circunstancia que el legislador pretendía alcanzar es la simultaneidad moral,
el hecho de que un crimen haya sido perpetrado con la finalidad de facilitar la
ejecución de otro crimen. Para que la circunstancia agravante exista, es
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necesario que ambos crímenes hayan sido concebidos en un mismo proyecto.
Eso es lo que nuestro ilustre compatriota Faustin Hélie enseña en su Teoría
del Código Penal (T. 3 n.º 13.047): “En general”, dice, “ambos crímenes sólo
deben ser considerados como simultáneos cuando son la ejecución de un
mismo proyecto, la continuación de una misma acción y son cometidos al
mismo tiempo, en el mismo lugar”. Pero, es indudable que, cuando atacó a
Mabit, Redureau no pensaba en aumentar el número de víctimas.
»Por lo tanto, responderán negativamente a esta pregunta accesoria.
Y eso es precisamente lo que no hicieron los miembros del jurado.
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y que responde con todo su ser a las influencias del mundo exterior. Sólo el
recuerdo de su familia le devolvía por unos instantes a la realidad,
provocándole el llanto. Sobre este particular, y gracias a la gentileza del
letrado Abel Durand, el distinguido abogado que se encargó de su defensa,
podemos ofrecer aquí copia de una carta que escribió a sus padres el día
después del juicio, una carta que nos parece absolutamente característica:
«“Queridos padres:
»”Les escribo para decirles que el gran día ha pasado pero
lamentablemente sin buen resultado y como ya deben de saber, estoy
condenado a veinte largos años de reclusión en una colonia
penitenciaria y como lo ven queridos padres la muerte vendrá por
nosotros antes de que les haya podido volver a ver y por eso tienen que
venir a buscar mis efectos pues se perderían y cuando ustedes vengan,
vengan los sábados y los martes porque los demás días está prohibido
ver a los condenados salvo los martes y los sábados.
»”No olviden darme sus señas cuando se hayan marchado de la
comarca donde tan bien estábamos antes de aquel mal día del 30 de
septiembre cuando cometí ese horrible crimen que para siempre me
tendrá alejado de un padre tan bueno y de una madre tan buena y de
irnos hermanos y hermanas tan buenos a los que jamás volveré a ver y
de mi pobre abuelo que tanto me quería y al que jamás volveré a ver y
de Clémentine y de Berthe a las que tanto quería y a Jean que está en
Argel él que era tan bueno conmigo y qué vergüenza para todos ustedes
que nada tienen que ver con el asunto: Me dirán si Marie sigue aún
en T… porque sus compañeras deben de hablarle de mí si todavía está
allí y ya no la deben mirar a la cara aunque ella no tiene ninguna culpa.
»”Acabo de saber por mi abogado que papá se encuentra muy mal
de tener que abandonar la comarca y espero que se ponga bien pronto
para huir de esa tierra maldita que era tan hermosa antes de este crimen
que un joven tan miserable como yo cometiera este crimen.
»”No creo que vaya a quedarme mucho tiempo en Nantes cuando
esté en otro lugar les facilitaré las señas con el fin de que pueda recibir
noticias suyas pues me sería demasiado duro no recibirlas. Responderán
a mi carta dándome noticias de mi querido padre que llora por su hijo
que está condenado a no volver a verlo jamás, pienso que se curará
pronto y que se arme de valor y me darán noticias del abuelo que debe
de estar envejecido.
»”Su hijo que piensa en lo que ha cometido y que llora pensando en
un crimen tan horrible que les ha llenado de dolor y de vergüenza hasta
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el resto de sus días así como a mis buenos hermanos y hermanas que
siempre llorarán un crimen tan grande llevado a cabo por su joven
hermano preso para siempre.
»”Su hijo que besa llorando a sus buenos padres que están alejados
de él para siempre jamás.
»“Marcel Redureau”.
* * *
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Sucesos
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Primera carta sobre los sucesos
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[…]
»Max Terrier».
»En Barí (Italia) una muchacha de doce años se cruzó con una niña
de tres que se había perdido y que andaba buscando a sus padres.
Impulsada por un sentimiento de maldad, cogió a la niña de la mano, la
condujo a un lugar aislado y la tiró a un pozo donde la criatura se
ahogó[22].
»(Boletín de Avisos de Neuchatel, 4.7.1927)”.
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sentimiento de maldad”. Al mostrar yo mi asombro por este añadido, me
contestan:
»No se mata a la gente así…, ni siquiera a esta edad…, nos hemos
limitado a agregar la única explicación plausible…».
«Tenemos, pues, a unas personas que no pueden admitir este milagro, ya
que para ellas se trata de un milagro, cuando el sentido mismo de lo
milagroso, pese a renacer para unos pocos, ha desaparecido para la mayoría
de nuestros contemporáneos: el acto gratuito es inadmisible…
»Con sólo pensarlo, estas personas se desconciertan hasta el punto de
agregar lo que les parece una explicación, mejor aún, una causa…, la
maldad… “Sentimiento de maldad”, ésa es la etiqueta lógica…»
Un acto gratuito… Entendámonos. Ni yo mismo creo en él, en el acto
gratuito, es decir, en un acto que no vendría motivado por nada. Eso es algo
esencialmente inadmisible. No hay efectos sin causas. Las palabras «acto
gratuito» son una etiqueta provisional que me ha parecido cómoda para
designar los actos que se salen de las explicaciones psicológicas corrientes,
los gestos que no determina el mero interés personal (y en este sentido,
jugando un poco con las palabras, he podido hablar de actos desinteresados).
Sin embargo, digamos también esto: el hombre actúa o bien en vista de, y
para conseguir… algo; o bien meramente por una motivación interior; de
igual modo que el que camina puede dirigirse hacia algo, o sencillamente
avanzar sin más afán que el de progresar, de «seguir adelante». Aquéllos, si el
juez les pregunta: Por qué ha hecho usted eso, pueden aducir un motivo
(bueno o malo). Éstos sólo pueden responder: Porque tenía ganas de hacerlo.
(Ni que decir tiene que muchos de aquéllos responderían igual si fueran
absolutamente sinceros o clarividentes). Todo eso es elemental. He contado,
en mis Recuerdos de la Audiencia Provincial el embarazo extremo y la
incomprensión de un juez ante un acto de esta índole, a mi entender: un acto
«desinteresado». En el caso en cuestión se trataba de un pirómano que,
manifiestamente (por lo menos en mi opinión de jurado), sólo había prendido
fuego por mero placer y necesidad de quemar, obedeciendo a un impulso
ingenuo y sumario, un impulso imperioso (que somos muy libres, por nuestra
parte, de tratar de analizar y de descomponer luego); algunas respuestas del
acusado me han inducido a suponer que hasta había una parte de erotismo en
el caso de este pirómano, una perversión sexual, a la que había que considerar
como una forma particular de sadismo. Los edificios que el pirómano había
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incendiado eran precisamente los de su propia familia; de este modo, de
rebote, se arruinaba a sí mismo.
—¿Por qué hizo usted eso? —se empeñaba en preguntar el presidente—.
¿Por odio? ¿Por celos? ¿Por envidia?…
Y el otro tan sólo podía responder: lo hice porque terna ganas de hacerlo.
—Confiese al menos que estaba usted bebido.
—No; no había bebido nada aquel día.
Y el presidente se desesperaba, renunciando a comprender. Sí, renuncie,
señor juez; cédale el sitio al médico.
Y, ante determinados casos —en particular el del joven Redureau— hasta
el propio médico forense se queda perplejo.
Página 105
Segunda carta sobre los sucesos
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Los suicidios rusos durante la Revolución
«La doctora Suzanne Serin acaba de publicar en La Presse Médicale del 6
de noviembre de 1926 una sustanciosa investigación médico-social sobre 307
suicidios, llevados a cabo con éxito o fallidos. Para ella, “la miseria trae
consigo gran cantidad de suicidios”. En efecto: 38 casos de 307.
»Pero, en el supuesto de que alguna vez haya existido un campo inmenso
y trágico abierto a una investigación “médico-social” sobre el suicidio, nada
puede igualar a la revolución rusa y la hambruna subsiguiente.
»A priori, cabía prever una espantosa eflorescencia de alteraciones
psíquicas con un número creciente de suicidios.
»Me encontraba en una buena posición para ver cómo se desarrollaba el
drama, puesto que ejercía la medicina en San Petersburgo desde 1901, en
todos los ambientes sociales.
»Todos los días había en los periódicos una rúbrica: Suicidios. Yo contaba
la cantidad de 5 a 20 cada día en la ciudad. Todo el mundo, en el propio
entorno, tenía amigos que se habían suicidado: ¿psicosis?, ¿melancolía?,
¿miseria?… “Miseria”, decían las más de las veces… Curiosa miseria en
efecto en un país y en una época en que la libra de pan costaba cinco céntimos
y la libra de carne cincuenta, país en el que las sopas populares y gratuitas
podían alimentar a todos los menesterosos.
»En 1917 se desata el huracán, seguido de inmediato por la hambruna.
Pero, en contra de todas las previsiones, el número de psicosis no se agrava y,
cosa inaudita: los hombres dejarán de suicidarse. Tenían otras cosas que
hacer…, ya que, obligados a enfrentarse a la hambruna más atroz y más
prolongada, debían encontrar la manera de vivir con mil calorías diarias y
adaptar su organismo a esta subalimentación permanente.
»Pero cuando el cuerpo está desintoxicado y aligerado hasta ese punto, ya
sólo le queda un único instinto, inmenso, desmesurado: ¡no morir de
hambre!…
»En cuanto interviene el terrible instinto vital, ya no queda lugar para el
suicidio.
»Marcou-Mutzner (de Ajaccio)
»ex interno de los Hospitales de París».
* * *
Página 107
Para animar a mis corresponsales, no me limitaré de forma exclusiva a los
sucesos narrados por los periódicos. No me atrevo a requerir relatos
personales por temor a verme desbordado, pues ya estoy recibiendo
demasiadas «confidencias». Pero en un ámbito por completo distinto, aunque
no obstante directamente relacionado con la psicología, propongo lo siguiente
(por ejemplo):
La curiosidad es uno de los motores de nuestra actividad que en mi
opinión más se ha descuidado y que menos bien ha sido estudiado. En vano
me dediqué a hurgar en los tratados de psicología. William James no aborda
la cuestión, que, sin embargo, me parece de capital importancia. Me ha
parecido que la curiosidad existía, en un estado más o menos rudimentario, en
los animales. Y no alcanzo hasta el momento, tal vez debido a una falta de
datos suficientes, a explicármela con claridad ni a darme por satisfecho con la
explicación que tal filósofo, con el que toco el tema, me propone. En cuanto
mi gato ve un armario medio abierto, no para hasta que se mete dentro.
Espera encontrar algo con que satisfacer su apetito. A otros con el cuento.
Acaba de comer; ya no tiene hambre. Trata de ver qué hay detrás del armario,
sencillamente. Justo lo que me irrita es ése «sencillamente», que no encuentro
nada sencillo. ¿Se figura que hay algo? Y mi pregunta se resorberá acaso
dentro de otra: ¿qué papel juega la imaginación en los animales? No todos son
igual de curiosos. Los perros me dan la impresión de serlo muy poco (y tal
vez los carnívoros en general); los simios (creo) lo son en exceso; ¿y los
rumiantes, cuya curiosidad me parece la más difícil de explicar debido a su
tipo de alimentación? En el patio del caíd de Tozeur, donde nos
hospedábamos, vivían dos gacelitas bastante asustadizas; pero si abríamos
nuestra maleta, la curiosidad se imponía y derrotaba su timidez:
irresistiblemente se aproximaban, con un deseo manifiesto de ver su
contenido. Sin ir tan lejos: ¿por qué miran las vacas cómo pasan los trenes?
¿Cómo explicar lo que las impulsa, a lo largo de la barrera de un cercado, a
seguir a un caminante, a acudir desde el otro extremo del prado para verle
mejor? Si alguien ha podido llevar a cabo algunas observaciones susceptibles,
si no de resolver, por lo menos de aclarar un poco mi pregunta, agradeceré
que me las remita. Lamentablemente las peticiones, del tipo de la que acabo
de hacer aquí, permanecen las más de las veces sin respuesta. ¿Será porque no
se comprende su interés? Hace muchos años (antes de la guerra), en una
crónica de la N.R.F., informaba yo sobre unas observaciones que había
podido llevar a cabo sobre las costumbres de los pinzones. En Normandía,
durante la época de nidación, me había llamado la atención una «pareja» de
Página 108
pinzones compuesta por dos machos y una hembra. El hecho en un primer
momento me pareció tan insólito que dudé de mi observación; pero durante
una estancia en Arco pude ver, otra vez, a unos pinzones que formaban un
trío. Cuando mostré mi asombro al camarero del hotel, al ver a dos machos,
además de la hembra, suministrando alimento a una sola nidada, éste me
respondió: «Sí, esta pinzona tiene dos maridos». El testimonio de un camarero
no me bastaba. Deseaba confirmación… Requerí en este sentido a los lectores
de la N.R.F. que en aquel entonces eran menos numerosos. No recibí carta
alguna. ¿Tendré más suerte ahora?
Pero qué pocos son los aficionados a la observación que saben observar
bien. Se requiere un espíritu sin prejuicios y susceptible de crítica. La gente
casi siempre ve sin mirar y de lo que ve saca unas conclusiones a la ligera,
como sucede con los indígenas de Gabón de los que habla este pequeño
relato, que extraigo de una crónica de viaje:
«Debíamos de llevar una hora de camino. El canto de los remeros y los
balanceos regulares de la embarcación me habían adormecido suavemente.
De repente se produjo un choque. Habíamos varado encima de un tronco de
árbol oculto bajo el agua. Por suerte no había agujereado el fondo de la
piragua. Pero era imposible liberarla. Pivotaba sobre su punto de apoyo sin
avanzar.
»Al cabo de una espera bastante prolongada, los indígenas de un poblado
vecino acudieron a socorremos y empezaron a descargar nuestra piragua M.E.
fue transportado a su embarcación: efecto nulo. Después les tocó el tumo a
M.C. y a M.O., también sin resultado alguno. Pero en cuanto yo abandoné la
piragua, ésta volvió a ponerse a flote. “¡Éste es el padre de la gravedad!”,
exclamaron los indígenas, “por él tendríamos que haber empezado”».
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1
Los suicidios en Rusia de 1918 a 1923
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»En Moscú, la media anual en 1914-1916 era de 207; en 1917, de
137; en 1920, de 125; en 1921, de 191; en 1922, de 431.
»En Petrogrado, en 1914, de 211; en 1917, de 105; por lo tanto, una
importante disminución, pero la frecuencia se reanuda a partir de 1919:
237; en 1920, 546; en 1921, 568 y en 1922, 877.
»b) Los dos cuadros muestran expresamente que los hombres no
han dejado de suicidarse. Pero lo que resulta en extremo curioso es que
la proporción de mujeres entre los suicidados aumentó del 30% en
1914, al 45% en 1920 en Moscú. En Petrogrado, esta proporción
alcanzó el 42% en 1920 y el 47% en 1921.
»c) Es posible que la miseria, más allá de unos límites
determinados, quite incluso la fuerza necesaria para el suicidio. Sin
embargo, en el caso de Rusia, esta explicación sola me parece
insuficiente.
»Que el número total y relativo de suicidios (me doy cuenta de que
he omitido indicar que las estadísticas que cito solo se refieren a los
casos de suicidio con desenlace fatal, sin tener en cuenta los intentos de
suicidio) haya disminuido, es algo que no ofrece lugar a dudas; pero el
número de los suicidables —si puedo aventurar este adjetivo macabro
— me parece asimismo haber disminuido de forma considerable.
Durante la guerra los menesterosos de las grandes ciudades estaban en
gran parte en el ejército; otros, sobre todo las mujeres y los niños,
conseguían con facilidad unos salarios relativamente decentes en la
industria de guerra.
»¿Y durante la guerra civil?, preguntarán. Todavía existía el ejército
—rojo o blanco—, además mucha gente humilde huyó para participar
en el reparto de las tierras. Por último, ¿no es cierto que esos
menesterosos tenían entonces más motivos de esperanza que las
personas de las clases desposeídas?
»d) Esta observación del doctor M.M. sobre la influencia de la
miseria merecería ser discutida más a fondo todavía. Estadísticas más
detalladas han permitido comprobar un aumento importante en la
proporción de jóvenes y de niños entre los suicidados. Por último, lo
que resulta todavía más sorprendente es que los suicidios, entre la
población iletrada, eran comparativamente mucho menos numerosos.
«M.G. Mequet»,
«5, Avenue Emest Pictet, Ginebra».
Página 111
2
La «epidemia de suicidios» en Norteamérica
»Baltimore, 2 de marzo
»Alarmados por la epidemia de suicidios que azota actualmente a los
estudiantes de Estados Unidos, se ha organizado un club en la Universidad de
Baltimore para atajar los progresos de esta plaga. Los trece jóvenes que se
han puesto al frente del club se proponen estudiar las razones que han
impulsado a sus compañeros a poner fin a sus días. Cuando conozcan los
móviles de estos actos desesperados, encontrarán el medio de impedir en el
futuro que crímenes de esta índole vuelvan a producirse».
Esperémoslo.
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3
Suicidios
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(Le Soir de Bruxelles, 20 de octubre de 1926).
3 El suicidio de un colegial
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Hemos informado del dramático suicidio del joven Nény, de apenas
quince años, que, en el Lycée Blaise-Pascal de Clermont-Ferrand, en plena
clase, se voló la tapa de los sesos de un disparo de revólver.
El Journal des Débats recibe de Clermont-Ferrand las siguientes
informaciones extrañas:
Que un pobre muchacho, criado en una familia donde se suceden unas
escenas tan violentas que con frecuencia —la víspera de su muerte sin ir más
lejos— tiene que pasar la noche en casa de unos vecinos, haya llegado a
concebir la idea del suicidio resulta doloroso pero admisible; que la lectura
asidua y no controlada de los filósofos pesimistas alemanes le haya conducido
a un misticismo de mal agüero, «su religión propia», como solía decir, es algo
que todavía se puede admitir. Pero que haya existido, en el liceo de una gran
ciudad, una asociación perniciosa de unos pocos chiquillos para inducirse
unos a otros al suicidio es algo monstruoso, y eso es lamentablemente lo que
hay que verificar.
Se dice que, entre tres alumnos, habrían procedido a un sorteo para saber
cuál se mataría el primero. Y se sabe con certeza que los dos cómplices del
desdichado Nény le obligaron, por decirlo de algún modo, acusándolo de
cobardía, a acabar con su vida; que la víspera le hicieron ensayar y escenificar
este acto aborrecible: se marcó con tiza en el suelo el lugar donde, al día
siguiente, tenía que volarse la tapa de los sesos. Un joven alumno entró en ese
momento y vio el ensayo que estaban haciendo; los tres malhechores lo
echaron a cajas destempladas con esta amenaza: «Tú sabes demasiado,
desaparecerás», y existía, al parecer, una lista con los que tenían que
desaparecer.
Lo que se sabe también seguro es que diez minutos antes de la escena
final, el vecino de Nény le pidió prestado su reloj a otro alumno, y dijo a
Nény: «¡Ya sabes que te has de matar a las tres y veinte; ya sólo te quedan
diez, sólo cinco, sólo dos minutos!».
A la hora en punto el desdichado se puso en pie, se colocó en el lugar
marcado con tiza, sacó el revólver y se pegó un tiro en la sien derecha.
Y lo que asimismo también es verdad es que, cuando cayó, uno de los
conjurados tuvo la sangre fría de abalanzarse sobre el revólver y de hacerlo
desaparecer.
No ha sido encontrado todavía. ¿En qué menester se empleará?
Es espantoso: los padres de los alumnos están absolutamente
conmocionados: ¡es comprensible!
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(Journal de Rouen, 5 de junio de 1909).
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4
Escenas de unanimismo en Rusia
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cuerpo cubierto de cardenales; les estiraban de la barba, de los cabellos; les
retorcían las muñecas; les sumergían la cabeza en barreños mientras los
sujetaban por los talones, hasta que se quedaban sin respiración. A un tal
Peter Zirtchukof le golpearon con una silla hasta que cayó sin conocimiento.
Una vez transcurrido su tiempo de cárcel, regresaron a sus hogares. De los
veintiocho, todos, salvo diez, «retrogradaron», es decir, reemprendieron el
trabajo.
«Tras un breve tiempo de espera, nosotros (los diez justos) empezamos a
ocupamos de nuevo del “servicio divino”. Aplastamos con un rodillo el trigo
(crecido) en una superficie de cincuenta metros. ¿Y por qué? Para que los
hombres no se fíen de la ciencia humana… Y asimismo quemamos una
máquina de agavillar. ¿Y por qué? Para que nuestros hermanos no atormenten
a los pobres animales. Íbamos a prenderle fuego a una máquina de batir, pero
nos lo impidieron. Seis de nosotros fueron arrestados y enviados a Yorkton.
»Yo todavía estoy aquí, pues me hallaba ausente en el momento del
incendio. Pero ya no me permiten recorrer los demás pueblos. Es tan triste
que ni puedo pensarlo. Me siento, y ahí me quedo, sin “trabajar”. La
humanidad no quiere mi trabajo, y sin embargo no es mi trabajo, es el de
Dios. Hace una semana que estoy metido en esta cabaña, con las ventanas
cerradas a cal y canto, como en una cárcel».
Hay que añadir que Verighin se mostró muy hostil con este movimiento
que no tuvo continuación alguna. Incluso parece que a instancias suyas fueron
detenidos y encarcelados, con las manos esposadas, los seis pirómanos de los
que habla Majortof: fueron condenados a partir de las pruebas que aportaron
los dukhobores. Poco después hicieron saber a Verighin que a partir de una
solicitud que emanara de los dukhobores y que estuviera sellada por él,
podrían ser puestos en libertad. Verighin hizo oídos sordos a esta propuesta.
(Según una carta de Alexei Majortof, publicada en el Svobodnae Slovo
(diario tolstoiano) del 29 de septiembre de 1903).
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investigación estableció que todos los maridos habían sido asesinados por sus
mujeres. El número de víctimas ascendería a cincuenta y ocho.
La instigadora de la hecatombe era una campesina que respondía al
nombre de Sofia Safarina, quien había matado a sus tres maridos. La
exhumación del cuerpo de éstos evidenció rastros de envenenamiento. El
veneno, en efecto, había sido el medio empleado por las aldeanas para
deshacerse de sus maridos demasiado confiados a los que previamente habían
ayudado a embriagarse.
Las fechorías de esas arpías se iniciaron recién acabada la guerra. Se dice
que los hábitos de brutalidad que se trajeron los hombres del frente, al
producirse después de un largo periodo durante el cual las mujeres se habían
comportado a su antojo, fueron la causa de estas ejecuciones en serie. Sofia
Safarina quien, por su parte, tiene una treintena de asesinatos sobre la
conciencia, pretende que la tiranía de su primer marido es lo que la llevó a
esta «androfobia».
(La Croix, 30 de septiembre de 1927).
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5
Sobre la «curiosidad» de los animales
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irresistiblemente atraídos por lo insólito. El cazador de insectos que viaje por
esas comarcas sólo tiene que esparcir delante de su cabaña, en un terreno
descubierto, pequeños objetos de aseo o de limpieza, cepillos, peines,
cuchillos, preferentemente objetos claros y brillantes; los goliats volarán hacia
ellos, se posarán encima de ellos o junto a ellos, y el cazador no tendrá más
que agacharse para cogerlos.
Y, sin duda, sería absurdo hablar de la curiosidad de los goliats. Estos
insectos se sienten atraídos por las manchas de color, como sin duda se
sentirían atraídos por las flores, cabe decir. Y eso mismo creo yo, más
sencillo todavía: como las alondras por el tradicional espejo. Hay que destacar
que este instinto lleva al animal a su perdición; y me pregunto si no se parece
a esa fascinación que hace que el pájaro se precipite dentro de la boca abierta
de la serpiente. Y asimismo me pregunto si no cabría considerar esta
fascinación como un embrión de la curiosidad humana. Aunque eso es algo
que nos llevaría demasiado lejos. Dejémoslo para más adelante.
Veamos también lo que me cuenta mi amigo S.B.:
«Mi mayor placer cuando era niño consistía en acompañar al bosque a un
pajarero extraordinariamente hábil. Fabricaba unas trampitas para ruiseñores,
que cebaba, y que luego disponía al pie de los árboles, sobre el musgo, entre
las hojas muertas. Pero no se limitaba a ponerlas sin más. Y, ante mi asombro,
al verle efectuar alrededor de la trampa un montón de melindres que me
parecían perfectamente inútiles, me explicó: “Eso es lo que atrae al ruiseñor;
le intriga y viene a ver qué es. Por muy bien puesta que esté una trampa, si me
limitara a ponerla, el ruiseñor no vendría”. Y cogía muchos».
Algunas cartas han llegado a mis manos demasiado tarde y las
observaciones que contienen no han podido ser incluidas en mi última crónica
referida a la curiosidad de los animales.
Como apéndice a esta crónica, me complace transcribir aquí unas
observaciones de mi amigo J.P.:
«Recuerde usted lo que La Rochefoucauld dice a propósito de la
curiosidad (que “no es el amor por la novedad; pero hay una, interesada, que
nos impulsa a saber las cosas para utilizarlas en beneficio propio; y otra, por
orgullo, que nos hace desear situamos por encima de los que ignoran las cosas
y no estar por debajo de los que las saben”). Tal vez resulte demasiado
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sencillo, pese a sus aires doctos; aunque menos que M. Palan: no pienso que
la “realización de una tendencia de condición biológica” signifique algo más
ni algo menos que “acto” o que “gesto”. La cuestión sigue estribando en saber
qué conciencia, qué tipo de pensamiento y quizá qué ilusiones acompañan
este gesto o esta “realización de tendencias”, etcétera. Esta cuestión se
resuelve en función de la opinión que uno se haya formado del pensamiento
de los animales. Sea; pero esta opinión no posee, en ningún caso, un carácter
científico, y hablar aquí de tendencias y de biologías es hacer un poco de
trampa.
»Por lo demás, la cuestión del pensamiento de los animales me parece
difícil y bastante mal planteada. Tal vez se resolvería mejor si se empezara
por tener una idea menos elevada del pensamiento humano: bastaría con
pensar, por ejemplo, que para unos ángeles (supongo) ignorantes de nuestra
lengua, los metafísicos parecerían unos hombres bastante semejantes a los
demás, sólo que habitualmente más torpes y menos activos. Los mismos
signos que por lo general hacen que hablemos de la estupidez de los animales.
»Vuelvo a La Rochefoucauld. En el fondo, sencillamente niega la
existencia de la curiosidad en el hombre como hace M. Palan con el animal,
pero de una forma tal vez algo más ingeniosa. Sólo que este mismo ingenio es
lo que le pierde.
Pues si su explicación fuera la verdadera, resultaría curiosamente
inexplicable que no distinguiéramos al primer vistazo entre la curiosidad de
orgullo y la curiosidad de interés, y que pudiéramos incluso hablar de la
curiosidad como de un sentimiento sencillo».
* * *
Página 122
»Observaciones análogas, referidas a comadrejas en cautividad, me han
inducido a suponer otra cosa. Estas pequeñas rapaces, cuando se alejaban
unos instantes de la biblioteca de su amo, cuyos recovecos conocían a la
perfección, corrían, a la que habían regresado, hacia el lugar exacto donde,
durante su ausencia, se había añadido un libro a los demás o había sido
cambiado de sitio. ¿Había en ese lugar algún remolino por pequeño que fuera
de olor desacostumbrado, que pudiera haber atraído a la comadreja?».
De esta misma carta citemos también este fragmento, como respuesta a las
preguntas que planteé en una crónica anterior:
«Las observaciones sobre la poliandria, tal como usted la menciona entre
los pinzones, son desconocidas en la literatura zoológica. Se sabe que, por el
contrario, cuando todos los machos de una especie no encuentran hembras
con las que formar parejas regulares, persiguen entre varios a cada una de las
escasas hembras de su entorno. De ahí el método, bastante extendido en
determinadas partes de Alemania, para exterminar a los gorriones, que
consiste en capturar, en una localidad, el mayor número posible de gorriones,
y liberar después únicamente a los machos. Éstos, entonces, persiguen y
alarman hasta tal punto a las escasas hembras restantes que éstas ya no
consiguen incubar sus huevos o criar la nidada. Se ha llegado a suponer que
esta sobreabundancia de machos es una de las razones que han podido
impulsar a las hembras de determinadas especies de cuclillos y de otros
pájaros, a depositar sus huevos en nidos ajenos y a dejar que los incuben
otras. Es sabido que, en efecto, entre los cuclillos europeos el número de
machos supera con mucho al de hembras, cosa que no ocurre con
determinados cuclillos de América del Norte, que incuban sus huevos ellos
mismos. El “parasitismo de la nidada” (Brutparasitismus) sería, pues, un
efecto de la poliandria[24].
»El método de exterminación de los gorriones que he mencionado más
arriba puede plantear la cuestión de saber si determinados fenómenos de
esterilidad, observados en las sociedades humanas de alto grado de
civilización, no obedecerían a razones análogas a las que impiden la
reproducción de los gorriones alarmados por este motivo…».
El resto de la carta de mi corresponsal, como trata de las desviaciones del
instinto materno en los animales, nos llevaría demasiado lejos. Me la reservo
para una crónica futura. Ni que decir tiene que recibiré agradecido las
observaciones que se me comuniquen al respecto.
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* * *
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alma humana, para el cual precisamente es de suma importancia no
especializarse demasiado; pues a menudo, si se da un rodeo por los senderos
más alejados es como mejor se llega a conocerla. Y mi empeño no estribará
tanto en encontrar en el animal nuestros humores, a la vez que los motores de
nuestra actividad, como en encontrar en el hombre, pulido, lo que me parece
que ya existe a veces de forma rudimentaria en el animal: la curiosidad, por
ejemplo.
Me parece que la forma primigenia de la curiosidad (¿pero es ya entonces
digna de este nombre?) es la imantación del animal por un punto luminoso, o
que se mueve. No; no puede llamarse curiosidad a esta atracción que ejercen
unos objetos insólitos y brillantes sobre unos coleópteros determinados, los
faros sobre las especies voladoras, insectos o pájaros. Pero tal vez subsista en
la curiosidad algo análogo a esto, a esta fascinación, indudablemente del
mismo orden, que precipita al colibrí a la boca abierta de la serpiente. Creo
que, en su forma primigenia, la curiosidad es fascinación. Y verifico de
inmediato que esta fascinación conduce al animal a su perdición. Se opone a
todos los demás impulsos que cabe relacionar con el «instinto de
conservación». No empleo estos términos trasnochados sin ironía; pero se
comprende de sobra lo que pretendo decir. Y añadiría: es la primera aparición
de una fuerza hosca, que alcanzará en el hombre su esplendor tornasolado, si
estas palabras no parecieran implicar un objetivo conseguido, una finalidad
que me niego a considerar en la naturaleza, o por lo menos no tan sencilla
como algunos escatólogos pretenden hacemos creer. Pongamos de forma más
sencilla que encuentro en el hombre muchos misterios que me parecen
proceder de esa fascinación. Y aunque sin duda la curiosidad suele
considerarse como el más peligroso de los motores que nos mueven,
asimismo nos dirige hacia el progreso, nos lleva al descubrimiento, nos
empuja hacia lo desconocido. Sin la curiosidad, la humanidad todavía seguiría
en la Edad de Piedra.
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6
El niño que se acusa
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audiencia, el niño cambió una vez más de sistema al responder al presidente
(que le recordaba sus declaraciones anteriores) que, cuando se acusó, no sabía
lo que decía y que, denunciando a su padre, había cedido a la instigación de la
esposa del hotelero.
El fiscal abandonó la acusación contra el padre y solicitó al jurado que lo
absolviera. Pero para mostrarse severo con el niño, requirió condena para él.
El jurado absolvió a ambos acusados.
(Le Temps, 29 de junio de 1910).
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Gueyta para ejercer de misionario.
El joven fue arrestado y la investigación no tardó en imputarle un cuarto
incendio que, durante la noche del 26 al 27 de diciembre de 1893, había
arrasado por completo la casa de sus padres.
Un detalle curioso: después de cada siniestro, la fiscalía recibía unas
cartas anónimas que acusaban al joven Gueyta de ser el pirómano. Ahora
bien, se comprobó que era el propio Gueyta quien las escribía.
El joven pirómano había comparecido en el mes de marzo pasado ante el
jurado de Tarbes.
Tras tres días de sesiones, el abogado defensor, el letrado Dasque, reveló a
la audiencia un detalle ignorado hasta entonces: Marcel Gueyta habría
manifestado signos de trastorno cerebral desde el día que un magnetizador lo
hipnotizó durante una actuación pública en Tarbes.
El abogado Dasque solicitó al tribunal que ordenara un examen médico
suplementario, y, admitiendo a derecho estas conclusiones, el tribunal aplazó
el caso a otra sesión.
En estas condiciones se vio la causa ayer en segunda apelación.
Pese a los esfuerzos de la defensa, y con la conformidad del dictamen
médico, el jurado admitió la responsabilidad de Gueyta, que fue condenado a
cinco años de reclusión.
(Journal des Débats, 20 de junio de 1895).
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7
El naufragio del vapor Hilda
El naufragio
Durante la noche del domingo, un gran vapor de la Compañía South
Western, el Hilda, se perdió con mercancías y tripulación contra los farallones
de la Tour-du-Jardin, en la entrada de la rada de Saint-Malo, provocando
numerosas víctimas.
El domingo por la mañana el vapor Ada, que partía con destino a Jersey a
las ocho y media, divisó en la entrada de los pasos los mástiles de un vapor a
los que se agarraban unos hombres extenuados.
El Ada echó un bote al agua, y con la ayuda de un barco de práctico que
pasaba, pudo rescatarse a siete hombres. Por ellos se supo que, atacado por la
tempestad, el Hilda había embarrancado durante la noche en los farallones de
las Portes, se había abierto y en un santiamén se había hundido.
El Hilda había partido el viernes por la noche de Southampton. Tenía que
haber llegado el domingo por la noche a Saint-Malo. Pero, al caer la noche, el
cielo se había cubierto con grandes nubarrones negros que amenazaban nieve.
Y la tormenta no tardó en estallar, descargando a su paso grandes torbellinos
de nieve que caían sobre el infortunado barco y hacían cualquier maniobra
prácticamente imposible.
La noche era oscura y el barco se encontraba perdido en las tinieblas. De
repente se produjo un choque descomunal, seguido de una especie de
detonación. El Hilda acababa de tocar una roca —una de las losas de las
Portes—, su casco se había abierto, incluso se supone que hubo una explosión
en sus bodegas reventadas, y el buque se hundía con una rapidez increíble.
Un gran número de pasajeros viajaba a bordo del Hilda. Cincuenta y un
comerciantes de cebollas, que volvían a Bretaña tras su viaje anual por
Inglaterra y el País de Gales; una decena de pasajeros de cabina y veintiocho
Página 129
marineros, bajo las órdenes del capitán Gregory, habían subido a bordo; en
total, un centenar de personas.
(Le Temps, 21 de noviembre de 1905).
Página 130
»La arboladura quedó completamente tumbada; un cierto número de
franceses que se habían refugiado en ella del otro lado fue precipitado al mar,
y luego el palo volvió a quedar medio enderezado. Había unas veinte personas
en los aparejos cuando el barco se fue a pique.
»Por debajo de mí, el segundo me pidió que subiera más arriba, si me era
posible. Me encaramé a las crucetas, donde me moría de frío.
»Más o menos dos horas después de que el buque se fuera a pique, el
cocinero se soltó y se hundió; el segundo aguantó hasta las seis, pero en ese
momento cayó hacia delante sobre el aparejo, donde su cadáver quedó
enganchado.
»Otro hombre murió, y permaneció suspendido por un pie.
»Poco antes del amanecer, le llegó la hora a un francés que falleció y
quedó sujeto por una pierna. Todo el tiempo tuve que luchar contra unas
imperiosas ganas de dormir.
»Por fin, al alba, vimos los espantosos farallones contra los que habíamos
naufragado, y avisté el Ada aproximadamente a media milla.
(Le Temps, 23 de noviembre).
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8
Un superhombre ante la justicia
Página 132
Zina Gaukof intentó zafarse durante un tiempo; como el otro insistía,
escribió el «documento» y tomó asiento en una silla, mientras los compañeros
del internado seguían bromeando.
Slovookhotov se acercó a Zina. Ésta reiteró que no tenía miedo. Con lo
que Slovookhotov empuñó el cuchillo y lo clavó profundamente en el pecho
de la muchacha.
La cuchillada fue tan rápida y tan certera que nadie tuvo tiempo de
detener la mano del asesino. Zina había sido alcanzada de pleno en el
corazón. Tras comprobar que estaba muerta, Slovookhotov salió, se encaminó
a una cervecería donde se tomó unas cervezas, y acto seguido se dirigió al
cine.
Al día siguiente se presentó ante el comisario, al que mostró el
«documento» escrito por Zina. Esperaba que ese papel bastaría para
exculparle, o por lo menos para atenuar la condena en la que había incurrido
por su crimen.
El examen médico dictaminó que Slovookhotov era un hombre
perfectamente normal. El tribunal de Bachkirir condenó a Slovookhotov a
nueve años de reclusión, con aislamiento riguroso y limitación de sus
derechos civiles por cinco años.
(Comunicado por M. Boris Griftzov).
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9
Parricidio por miedo al infierno
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Canibalismo
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LOS GITANOS CANÍBALES
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11
Un divorcio de ciegos
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Incidente en una boda
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El secuestro del farmacéutico
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El placer de los deportes
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imaginar: deportistas, políticos, vaqueros, banqueros, mineros con chaqueta
roja, colonos de Tejas, japoneses y chinos. El barullo era infernal: bocinas de
automóviles, gritos de los vendedores de sandías, gritos de los corredores
anunciando las cotizaciones de las apuestas.
»En vista de que Johnson había recibido amenazas de muerte si salía
vencedor, todas las personas sospechosas, y son legión en este país todavía
medio salvaje, fueron cacheadas a la entrada del anfiteatro, y se incautaron
todos los revólveres. A la gente se la invitaba a depositarlos en el guardarropa
donde recibía un número a cambio, como en Europa con los paraguas. Era
obligatorio entregar también las botellas de whisky, las navajas y los puños
americanos.
»Hay que añadir, además, que para mayor seguridad, la policía había
enviado a todos los bares y demás lugares sospechosos un número
considerable de detectives con órdenes de arrestar inmediatamente a todas las
personas sospechosas. Las cárceles de Reno no tardaron en llenarse.
»Toda la policía regular estaba por supuesto en estado de alerta; además
fue reclutado un número determinado de forzudos como agentes voluntarios,
que fueron distribuidos un poco por todas partes en el anfiteatro, con la
misión de expulsar en el acto a todos aquellos que armaran jaleo. Añadamos
también que un número determinado de estos auxiliares tuvieron que ser
detenidos, casi inmediatamente después de haber entrado en funciones,
acusados de carteristas. Pero esto no es más que un detalle.
»Varias horas antes del combate el anfiteatro estaba lleno a rebosar. En
honor de la fiesta de la Independencia banderas estadounidenses ondeaban
por doquier. A cada momento aparecían messengers boys que voceaban la
cotización de las apuestas. Hacia mediodía ésta estaba a dos contra uno
favorable a Jeffries.
»A la una la banda militar de Reno ocupa su puesto y toca el himno
nacional.
»Jeffries llegó a la 1:35, seguido, cinco minutos más tarde, por Johnson.
»Jeffries y Johnson, aclamados por una tromba de aplausos, y entre un
griterío totalmente inhumano, entraron en la arena. Eran las dos y media, hora
local de Nevada. En ese momento se apiñaba una multitud inmensa en el
anfiteatro, dieciocho mil personas por lo menos, mientras que otras quince mil
pataleaban, vociferaban y maldecían para conseguir una entrada. En vano.
»Billy Jordán, el heraldo, ya había aparecido ante la multitud una vez
hacia las dos menos cuarto y había anunciado en voz alta que Johnson se
encontraba en su camerino, donde estaba preparándose para el gran combate.
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“Los contrincantes”, añadió, “recibirán por lo menos cincuenta mil francos de
prima”.
»Las cantidades recaudadas en la taquilla ascendían a un millón
doscientos cincuenta mil francos.
»Poco después desfilaba por la tarima la procesión de los campeones y
antiguos campeones: Bob Fitz-Simmons, John Sullivan, Jake Kilrain, Tommy
Bums, Gotch el luchador, y otras celebridades deportivas, mientras la
tormenta de gritos y aplausos arreciaba en la arena. Algunos de esos
campeones intentaron decir unas palabras, lo que retrasó un poco la llegada de
Jeffries y de Johnson.
»El combate comenzó a las tres menos cuarto.
»El análisis de los asaltos principales fue el siguiente:
»Quinto asalto: Tras un clinch (cuerpo a cuerpo) Jeffries pega un
derechazo. Johnson contesta con dos golpes con la izquierda en la boca.
Jeffries sangra abundantemente.
»Sexto asalto: Johnson coloca dos directos con la izquierda en la cara. Y
luego, uno tras otro, después de un clinch, coloca un swing que vuelve a abrir
una antigua cicatriz en la cara de Jeffries y otro golpe en el oído que hace
retroceder a Jeffries hasta las cuerdas del cuadrilátero. En ese momento
Jeffries intenta un swing en el cuerpo, pero Johnson responde con un golpe
cruzado terrible, tras lo cual se produce otro cuerpo a cuerpo. El ojo de
Jeffries empieza a cerrarse. Jeffries sangra abundantemente por la boca y por
el ojo.
»Séptimo asalto: Jeffries sigue a Johnson alrededor del cuadrilátero.
Johnson consigue colocar otro directo en la boca y un golpe en el ojo.
»Johnson se pone a pleno rendimiento. Jeffries, por el contrario, parece
agotado. Johnson le coloca otro violento derechazo directo.
»Octavo asalto: Cesan los ataques desesperados de Jeffries al recibir éste
un golpe en el oído y un uppercut seguido de inmediato por un golpe con la
izquierda en las costillas que le obliga a dar media vuelta sobre sí mismo.
»En el décimo asalto el ojo de Jeffries está cerrado casi del todo. Jeffries
consigue colocar con la izquierda un golpe cruzado en la barbilla de Johnson,
que empieza a sangrar.
»En el undécimo asalto el rostro de Jeffries está todo ensangrentado.
Sigue defendiéndose valerosamente.
»En el duodécimo asalto Johnson coloca un golpe con la izquierda en la
oreja. En un cuerpo a cuerpo Johnson recibe un fuerte castigo, pero eso no le
impide colocar dos buenos golpes en la cara de su contrincante, uno con la
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derecha y el otro con la izquierda. A continuación le pega un derechazo en la
nariz a Jeffries, y justo después dos derechazos más también en la nariz y un
gancho con la izquierda en toda la cara.
»En el decimotercer asalto, tras un cuerpo a cuerpo, Johnson le da en la
nariz. Otro cuerpo a cuerpo, Johnson coloca dos golpes fuertes con la
izquierda en la cara de Jeffries, que es rechazado, y al que un uppercut hace
que se le vaya la cabeza hacia atrás. Jeffries coloca un golpe con la izquierda,
pero Johnson hace que Jeffries se tambalee al recibir el impacto de tres
espléndidos directos, seguidos justo después por dos golpes en la cara. Jeffries
tiene ahora el rostro en un estado lamentable. Jeffries no para de (encajar).
»En el decimocuarto asalto Johnson golpea la nariz y la sangre fluye de
nuevo. Coloca a continuación dos golpes en un cuerpo a cuerpo. Jeffries
acentúa todavía más su guardia baja, lo que no le impide recibir dos golpes en
la cara. Todos los golpes que asesta Johnson son de una precisión asombrosa.
»Jeffries coloca con la izquierda un golpe en la cara durante un cuerpo a
cuerpo. Johnson asesta algunos golpes más, muy fuertes. Jeffries agita la
cabeza de forma continuada para esquivar los numerosos golpes que le asesta
el negro. Resiste en el cuerpo a cuerpo, en el que hace buen uso de su
izquierda.
»En el decimoquinto asalto, tras un cuerpo a cuerpo, a continuación de un
intento de Jeffries de golpear a Johnson en la cara, Johnson acelera el ritmo de
la pelea y manda a Jeffries a tierra asestándole dos golpes en la mandíbula
con la derecha y con la izquierda.
»Jeffries se levanta antes de que concluya el recuento de los diez
segundos, pero vuelve a desplomarse justo después, y aún está de rodillas
cuando el árbitro cuenta el décimo segundo.
»Se proclama entonces vencedor a Johnson por K.O., a pesar de los gritos
de la multitud, desesperada por la derrota del blanco».
El señor Hamilton Fyfe, el enviado especial del Daily Mail, telegrafía que
Johnson demostró su superioridad incuestionable de un extremo a otro del
combate. Como dicen los «aficionados» al boxeo, Jeffries «ni existió».
Johnson dio cuenta de él mediante un uppercut final. Pero lo que a la larga
acabó con el antiguo campeón del mundo son sus ganchos y sus uppercuts
con la izquierda durante los clinches. A partir del sexto asalto la opinión de
los expertos estaba hecha.
La derrota de Jeffries ha causado un hondo dolor. Pero en vez de
transformar la amargura en odio salvaje contra Johnson, los americanos
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acusan a Jeffries. Ahora que ha sido vencido, la multitud le reprocha
amargamente su derrota.
—Cuando no se está en condiciones de defenderse como es debido, no se
sube al cuadrilátero —comenta la gente por doquier.
—Por culpa de su insensata presunción, Jeffries ha humillado a toda la
raza blanca —se oye también en Reno.
Johnson gana trescientos tres mil francos, más los beneficios conseguidos
sobre los derechos de reproducción cinematográfica. El total supera el millón.
Jeffries gana doscientos dos mil francos.
Johnson, el vencedor, hijo de un pastor protestante negro, tiene treinta y
dos años. Su adversario, el antiguo campeón del mundo, Jeffries, tiene treinta
y cinco. También es hijo de un pastor protestante.
(Le Temps, 6 de julio de 1910).
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La secuestrada de Poitiers
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(…) he descubierto que toda la desdicha de los
hombres es producto de una sola cosa, no saber
quedarse en reposo en una habitación.
Pensées, Pascal
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Prólogo
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cuarenta años sirviendo en la casa, había recibido seis años antes una medalla
de la Sociedad para el Fomento del Bien a petición del señor Pierre Bastían
quien, como su madre, por respeto a su media sangre azul, se hacía llamar
De Chartreux. Ésta recompensa a la virtud honró a la vez a la anciana
sirvienta y a sus muy virtuosos amos. Pero la virtuosa señora Renard falleció
y entraron nuevas criadas en la casa, en esa extraña casa donde había una
ventana cuyos postigos estaban cerrados con un candado, por fuera, y de la
cual se escapaban a veces unos gritos ahogados y lejanos. En aquella severa
morada, sin embargo, una de las criadas no poma reparos a la hora de recibir,
a noche cerrada, a un fornido soldado, ordenanza de un teniente de la
guarnición. Este guerrero, más apto en el manejo del plumero y del cepillo de
lustrar que en el de la bayoneta y del fusil, no tenía la discreción de la señora
Renard, y tampoco ignoraba que las cartas anónimas poco comprometen a sus
autores. Escribió una a través de la cual la fiscalía, asistida en Poitiers por una
policía poco curiosa, se enteró: l.º, de que la señorita Mélanie Bastían no
estaba loca; 2.º, de que hacía veinticuatro años que la mantenían en estado de
reclusión, en una habitación sórdida —la habitación quejumbrosa de los
postigos cerrados a cal y canto— de la que no salía jamás y donde vivía entre
las inmundicias, los bichos, los gusanos y las ratas, en la oscuridad más
completa y casi sin alimento. Esos señores de la magistratura, que tanto
respeto sentían por la honorable familia Bastían —como todo el mundo, por
cierto— se dieron cuenta tarde de la gravedad del asunto. Intervinieron,
forzaron la puerta y encontraron, yaciendo en un muladar indefinible, a la
desdichada criatura.
»¿Razones?… Esto es lo que se cuenta por Poitiers: la señorita Mélanie
Bastían se enamoró cuando tenía unos veinticinco años y se entregó. Dicen
que tuvo un hijo fruto de estos amores. Dicen incluso que la criatura fue
eliminada. Y para castigar a la pobre muchacha de lo que el mundo llama un
desliz, y más que nada para que no hablara, la pura, la honorable, la excelente
señora Bastían de Chartreux encerró para siempre, contando para ello con la
ayuda del silencio de su digno hijo, a la pobre Mélanie en el cuchitril donde
se negó a morir y donde acaba de ser descubierta ahora, al cabo de
veinticuatro años.
»Estamos ante un drama espantoso, un drama de prejuicios, de
respetabilidad, de virtud exacerbada —basada en un convencionalismo
aborrecible—, pero más abominable todavía resulta la cobardía de los testigos
que ahora se alzan en masa y que callaron ferozmente durante un cuarto de
siglo, cuando hablar podía parecer menos anodino.
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»Bien es verdad que la discreción es todavía una virtud, y esta virtud,
exasperada y cobarde, fue también, durante veinticuatro años, la cómplice
criminal de la cruel virtud de la viuda Bastían de Chartreux y de su hijo, el
honorable subprefecto».
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Capítulo primero
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El comisario central fue recibido por el señor Pierre Bastían. Le dijo:
—Una carta anónima acusa a su señora madre de haber secuestrado a su
hermana Mélanie, que al parecer lleva veinticinco años en la cama, rodeada
de una podredumbre hedionda; la carta añade que la ventana de la habitación
está cerrada con candado. Al llegar a la casa, he observado que efectivamente
hay en el segundo piso una ventana cuyos postigos están cerrados. ¿Podría
usted llevarme en presencia de su hermana?
—¿Quién es usted? —inquirió el señor Bastían.
—Soy el comisario central, su criada ha debido de decírselo.
—Lo que le han contado —prosiguió el señor Bastían— es una horrible
calumnia. Soy completamente ajeno a esta historia; además, mi madre y mi
hermana viven juntas en otra casa, no en la mía. Por respeto a los deseos de
mi madre, que pretende ser dueña de su casa, no intervengo en sus asuntos
para nada.
—En cualquier caso —interrumpió el comisario central—, insisto en
comprobarlo yo mismo de visu. La mejor manera de justificarse, señor, es
dejar que vea a su hermana y que hable con ella.
—No puedo permitir que la vea sin llamar previamente al médico. Sólo él
podrá decir si no hay inconveniente en que penetre usted en su habitación.
Hace unos diez años que mi hermana padece una fiebre maligna y no debe
recibir a nadie.
Al responder a las preguntas del comisario, el señor Pierre Bastían dio a
conocer su edad: cincuenta y tres años, y su condición: doctor en derecho y
antiguo subprefecto. La edad de su hermana Mélanie: cincuenta y dos años.
La señora Bastían no tenía más hijos. Pierre Bastían añadió además que su
hermana no estaba abandonada en modo alguno: él mismo acudía a verla
varias veces cada día. Protestó contra la denuncia de la cual su madre era
objeto y dijo que informaría de ello al fiscal general.
El comisario le hizo notar entonces que la mejor manera de atajar la
calumnia consistía en introducirle sin más demora en la habitación de la
señorita Bastían. Había podido observar desde la calle que los postigos de una
habitación de la segunda planta estaban cerrados con una cadena, lo que
otorgaba alguna verosimilitud a las denuncias de la carta anónima.
Pierre Bastían se mostró dispuesto a acceder a ello; pero antes necesitaba
obtener la autorización de su madre que era quien lo decidía todo en la casa.
Fue a verla acompañado por el comisario. La señora Bastían estuvo
mucho rato dudando, y luego acabó dando su consentimiento ante la
insistencia del comisario.
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«El señor Pierre Bastían», dice el comisario, «nos condujo al segundo piso
hasta una habitación iluminada por una única ventana que daba al patio. Nos
encontramos entonces en una semioscuridad y en un ambiente tan viciado que
no nos quedó más remedio que salir de inmediato de la habitación, no sin
antes haber comprobado que los postigos de la ventana estaban cerrados y
atados con una cadena provista de un candado, y que la propia ventana estaba
herméticamente cerrada, con todas las rendijas tapadas con burlete.
»Penetramos de nuevo en la habitación y tratamos de abrir la ventana para
ventilar, pero el señor Bastían nos lo impidió alegando que ello incomodaría a
su hermana.
»Comprobamos también que su desdichada hermana, a quien no pudimos
ver, estaba tendida en un camastro infecto y tapada por una manta, todo ello
de una suciedad repulsiva; que sobre ese mismo camastro corrían insectos y
bichos que se alimentaban de las heces que había encima de la cama de la
desgraciada. Tratamos de descubrirle el rostro, pero se aferró a la manta que
la cubría por completo y se puso a dar gritos estridentes como una salvaje.
»Como no podíamos aguantar más en la habitación, que también está
repulsivamente sucia, nos retiramos e interrogamos a las dos criadas…».
Aquel mismo día, a las cinco de la tarde, el juez de instrucción Du Fresnel
acudió a su vez a visitar la habitación.
Tras las primeras comprobaciones, que concuerdan con las del comisario,
añade:
—Dimos inmediatamente orden de abrir la ventana. Esta operación se
llevó a cabo con gran dificultad, y unas decrépitas cortinas de color oscuro
cayeron levantando un polvo considerable. Para abrir los postigos tuvimos
que sacarlos de sus goznes de la derecha.
»A la que la luz penetró en la habitación divisamos en el fondo, tumbada
sobre una cama, con el cuerpo y la cabeza tapados con una manta de una
suciedad repulsiva, a una mujer que, según nos dijo el señor Pierre Bastían,
era la señorita Mélanie Bastían, su hermana… La desdichada estaba tendida
completamente desnuda encima de un jergón podrido. A su alrededor se había
formado una especie de costra compuesta por excrementos, restos de carne,
de verdura, de pescado y de pan putrefactos. Asimismo vimos conchas de
ostras y bichos que corrían por encima de la cama de la señorita Bastían. Ésta
estaba cubierta de sabandijas. Le hablamos; se puso a dar gritos, se aferró a la
cama, sin dejar de tratar de taparse más el rostro. La delgadez de la señorita
Página 152
Bastían era espantosa; su pelo formaba una trenza tupida que llevaba mucho
tiempo sin que nadie la peinara ni desenredara.
»La atmósfera era tan irrespirable, el olor que desprendía la habitación tan
fétido, que nos resultó imposible permanecer más tiempo allí para poder
efectuar más comprobaciones».
El señor juez de instrucción decidió mandar de inmediato a la señorita
Mélanie Bastían al hospital del Hótel-Dieu. Y como no tenía ropa interior, ni
ropa de calle, hizo que la envolvieran con una manta, acto seguido ordenó
desinfectar la habitación, en la medida de lo posible. A las seis de la tarde se
precintó la puerta del reducto.
«Antes de abandonar la casa», añade el juez de instrucción, «procedimos a
visitar las habitaciones habitadas. El comedor está amueblado de forma
adecuada, la cocina está limpia y ordenada, y también la escalera. La alcoba
de la señora viuda Monnier está en desorden, pero comprobamos que no está
sucia; el mobiliario se halla en buen estado, la cama es confortable, la ropa de
cama, las sábanas y las mantas están muy limpias. La señora Bastían madre,
que tiene setenta y cinco años, viste una bata de cuadritos negros y blancos;
lleva un gorro de dormir blanco encañonado. En general aparece todo pulcro;
va bien peinada; en una palabra, presenta el aspecto de una mujer que no
desatiende el cuidado de su aseo íntimo».
El juez de instrucción regresó al día siguiente a las tres a la habitación
más o menos desinfectada para proceder, a pesar del olor todavía muy fuerte,
a unas comprobaciones que el hedor de la estancia no le había permitido
llevar a cabo el primer día:
La habitación mide 5,40 m por 3,40 m; la ventana 1,60 m por 0,98 m. El
mobiliario incluye:
1.º, a la derecha junto a la puerta, una cómoda sin cajones;
2.º, dos estanterías de madera blanca dispuestas a derecha e izquierda de
la chimenea de mármol negro; en la de la derecha hay cuatro botellas vacías,
tres latas de conserva, un juego de lotería y dos tuercas; en la de la izquierda,
cerrada por una tela de colchón hecha jirones, no hay ningún objeto, pero los
rincones están cubiertos por espesas telarañas; sobre la chimenea, una
estatuilla de la Virgen;
3.º, una cama de hierro delante de la cómoda: las sábanas y las mantas
están limpias, ahí duerme una de las dos criadas;
4.º, delante de la estantería de la izquierda hay una armadura de madera de
una cama pequeña cubierta por un jergón y unos harapos viejos y manchados;
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5.º, una estructura de sofá sobre la que hay trapos y andrajos llenos de
sabandijas;
6.º, seis sillas de anea, de las cuales cuatro en bastante buen estado;
7.º, por último, la cama de madera de la señorita Bastían, con un jergón
podrido, una sábana doblada en cuatro para los excrementos, un almohadón
viejo, colocado entre esa sábana y el jergón, una manta en un estado de
suciedad espantoso. Una especie de pasta compuesta de excrementos, de
restos de carne, de verduras, de pan putrefacto, cubre la cama. Al pie de la
cama, un cuadrado de linóleo extremadamente sucio. El suelo de madera está
roído. Cerca de la pared un agujero de treinta y dos centímetros de largo y
cinco centímetros de ancho y otro agujero a la altura de la cama, dejan pasar
las ratas. Entre la cama y la estantería de la izquierda, un cajoncito lleno de
libros viejos, cubierto como todo lo demás por una espesa capa de polvo. El
papel pintado de las paredes casi ha desaparecido. En un tiempo remoto las
paredes estaban cubiertas por un papel pintado de color gris azulado con
cuadros marrones y azul marino; en la actualidad están prácticamente
desnudas. Abundan las inscripciones difíciles de descifrar, aunque hay una
que puede leerse:
«Hacer belleza, nada de amor ni de libertad, soledad siempre. Hay que
vivir y morir en la mazmorra toda la vida».
El 25 de mayo, a las nueve de la mañana, el comisario procedió a la
incautación de los objetos detallados a continuación:
«Un colchón de plumas parcialmente podrido; una almohada podrida
adherida a éste, así como otras partes diversas de harapos soldados entre sí
por las heces, restos de alimentos de todo tipo mezclados con una gran
cantidad de insectos (nos lo envuelven todo dentro de una sábana blanca
prestada por la familia); una manta blanca con rayas rojas; una manta amarilla
que tapaba a la secuestrada; una almohada; una manta con rayas azules; un
andrajo recién lavado; un cubrepiés con flores azules sobre fondo blanco; otra
manta vieja con rayas rojas; una tela de colchón doblada en dos y colocada en
la ventana a modo de cortina; un pedazo de manta con rayas verdes; un jirón
viejo que se colocaba debajo de la señorita Bastían; un paño blanco manchado
de materias fecales; una sábana doblada en ocho y sobre la cual descansaba en
parte el cuerpo de la víctima; un periódico que contenía restos de alimentos
—periódico proporcionado por nosotros—, más restos de alimentos diversos
Página 154
que envolvemos con un papel y que, como los anteriores, cayeron de la cama
en el momento de efectuar la incautación; los susodichos objetos se colocan
dentro de una caja.
»Un jergón medio podrido envuelto en tela de embalar; una litera
repartida en cinco bultos; dos postigos unidos por una cadena sujeta mediante
un candado; un baúl en el que depositamos treinta y siete volúmenes
encontrados en los estantes de su habitación; una cartera escolar que contiene
cuadernos y una gran cantidad de apuntes escritos a lápiz (?); en el mismo
baúl depositamos también un candado cerrado sujeto a un pedazo de cadena,
dos estatuillas de la Virgen, la cabeza de una muñeca, un rosario, una moneda
de diez céntimos y cinco trozos de lápices encontrados encima y debajo del
camastro.
»Una puerta de la habitación de la víctima, arreglada en fecha reciente; el
marco de la susodicha puerta; un frasco con insectos que representan
aproximadamente entre el cinco y el diez por ciento de los que se encontraron
encima de la cama de Mélanie Bastían[25]; una manta blanca; un papel de la
pared del pasillo en el que figuran estas palabras: “entre los niños los hay que
son más preferidos”, etcétera, etcétera, y por último una trenza de cabello
perteneciente a Mélanie Bastían que pesa 2,70 kilos; estos cabellos le fueron
cortados al llegar al hospital».
Por larga que pueda parecer esta enumeración, no hemos dudado en
reproducirla en toda su extensión, lamentando que no fuera más completa
aún; nos habría gustado, por ejemplo, conocer los títulos de los treinta y siete
volúmenes incautados y la naturaleza de esos «apuntes escritos a lápiz»
mencionados en el informe. Recientemente hemos tenido ocasión de valorar
la elocuencia particular de los objetos, en el relato del general Diteriks a
propósito del embargo efectuado en la pequeña habitación de la casa Ipatieff
en Ekaterimburgo[26].
Todos estos objetos son testigos y su declaración resulta tan instructiva —
y más ingenuamente— como la de los testigos vivos que no tardaremos en
oír.
Pero escuchemos antes a los acusados.
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Capítulo segundo
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R.: No me lo figuraba. Estaba lejos de imaginármelo.
P.: Su hermana, una vez ingresada en el hospital, se mostró complacida de
que la limpiaran, de respirar aire puro. Exclamó: «Qué bonito[27]».
R.: Durante todo el tiempo que permaneció en casa de su madre, Mélanie
manifestó una gran aversión por la luz. Era incapaz de soportarla; era una
actitud instintiva.
P.: Con haber impuesto usted su voluntad habría bastado.
R.: Mi madre era muy dueña de su casa.
P.: En el hospital se ha comprobado que su hermana era muy púdica, muy
recatada. Entonces, ¿por qué tantas medidas de protección?
R.: Esas medidas vienen de muy antiguo. Las tomó mi difunto padre.
P.: He visto en el expediente que no se quería hacer nada en contra de su
voluntad. (¿La de Mélanie o la de la señora Bastían madre? La frase queda
ambigua).
R.: Sí; para evitar escenas terribles.
P.: No tenía que olvidar que estaba tratando a una loca; razón de más para
imponer unos cuidados que, por lo demás, ella ha recibido con agrado en el
hospital.
R.: Tenía confianza en las criadas.
P.: Su hermana estaba bien alimentada, en la medida que quepa decir tal
cosa de una persona a la que se le da algo sin tratar de saber si lo comía.
R.: Ésa era la obligación de las criadas.
P.: ¿Visitaba a su hermana ocasionalmente?
R.: Sí; trataba a veces de distraerla[28], pero la conversación resultaba
difícil.
P.: En sus momentos de lucidez, ¿qué decía?
R.: Sólo puedo contestar lo siguiente: a menudo le pedí a mi madre que
internara a mi hermana en un sanatorio. Me ponía junto a la ventana a leer el
Journal de la Vienne. Nunca me molestó el olor.
(Volveremos más adelante sobre esta última afirmación. Vienen a
continuación varias preguntas y respuestas en las que Pierre Bastían reitera
que jamás se percató del estado de espantosa dejadez en el que estaba
abandonada su hermana).
P.: Decía usted que le propuso a su madre internar a su hermana en un
sanatorio. ¿Por qué no actuó?
R.: Insistí tanto que mi madre acabó echándome.
P.: ¿Qué relaciones tenía usted con su madre?
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R.: Sentía por ella el mayor respeto filial. Pero entre nosotros siempre
hubo conflictos. Tanto cuando se trataba de nuestros intereses como en
relación con mi hermana.
P.: Usted acataba las decisiones de su madre; ¿pero no se planteaban
cuestiones delicadas?
R.: Tengo demasiado orgullo para rebajarme con nimiedades.
A una pregunta del presidente, Pierre Bastían dice que no tiene buen
olfato ni buena vista. Por la calle ni reconoce a sus amigos.
P.: Sin embargo usted escribe y pinta del natural.
R.: En mis acuarelas hay una gran diferencia entre el cuadro y el original.
P.: Se le reprocha no haber intentado nada para poner fin a la situación de
su hermana. ¿Deseaba usted que continuara lamentándose en su podredumbre
inmunda?
R.: Nunca he sentido por mi hermana más que sentimientos de afecto y de
abnegación.
Con esta frase concluyó el interrogatorio.
Además de lo incautado en la habitación de Mélanie Bastían, el juez de
instrucción se incautó en el gabinete de trabajo del señor Bastían de los
objetos siguientes, los cuales depositó ante el registrador del tribunal como
piezas de convicción:
1.º, una libreta de tapas de cartón con las inscripciones siguientes: «Ayuda
a los militares heridos —comité central de París—, lista de los ex
combatientes heridos que habían solicitado alguna ayuda de la Cruz Roja,
domiciliados en Poitiers o en el departamento del río Vienne»;
2.º, un legajo de documentos contenidos en una carpeta verde en la que
consta la inscripción: «Société Saint-Vincent-de-Paul»;
3.º, cincuenta y seis acuarelas hechas por el señor Bastían, dentro de una
carpeta verde;
4.º, cincuenta y cuatro dibujos a lápiz o acuarelas hechos por el señor
Bastían, dentro de una carpeta verde;
5.º, un proyecto de artículo necrológico referido al señor conde de T…;
6.º, los apuntes de la conferencia pronunciada por el señor Pierre Bastían
el 16 de mayo de 1896 sobre: la asistencia a los soldados heridos antes de la
Convención de Ginebra y durante la guerra de 1870;
7.º, una hoja de papel escolar que se encontraba encima de la mesa del
despacho del señor Bastían y en la que se leía:
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«Nos afanamos por facilitar a nuestros lectores unos datos precisos que
arrojen una luz verdadera sobre el caso que ha conmocionado profundamente
la ciudad al poner en entredicho la responsabilidad de uno de nuestros
conciudadanos más simpáticos».
Este comienzo de artículo está escrito con la misma letra que los restantes
documentos incautados.
Interrogado de nuevo, Pierre Bastían añade:
—Las inscripciones que se descubrieron en la pared de la habitación que
ocupaba mi hermana antes de 1882 (?)… y que tratan sobre todo del Sagrado
Corazón de Jesús y de María, carecen de importancia. Reconozco no obstante
que revelan en la mente de mi hermana unos pensamientos religiosos que
atribuyo a sus alucinaciones. Tengo que agregar que mi hermana jamás me
hizo partícipe de su deseo de dedicarse a la religión.
Y a propósito de otras inscripciones trazadas por Mélanie Bastían en las
paredes de la habitación que ocupó después de 1882 (fecha de la muerte del
señor Bastían padre), y que hacen referencia a la libertad raptada y a la
soledad, sobre todo la frase: «Hay que vivir y que morir en la mazmorra toda
la vida», Pierre Bastían responde:
—Se trata de fenómenos psicológicos que no intento explicar; además,
otorgaba tan poca importancia a las inscripciones que figuraban en las
paredes, que ni siquiera las leí.
P.: De las declaraciones de varios testigos se desprende que a menudo se
oían voces y llamadas de su hermana entre las cuales se percibían claramente
las palabras «policía, justicia, libertad» y «prisión». El 16 de agosto de 1892
el señor Jacob escuchó las palabras siguientes: «¿qué he hecho yo para estar
encerrada? No merezco este suplicio horroroso. ¿Acaso no existe Dios, ya que
permite que sufran así sus criaturas? ¡Nadie viene a auxiliarme!».
R.: Todos esos gritos no significan nada; en boca de mi hermana, estas
palabras carecen de valor; sólo las pronunciaba en sus momentos de crisis y
de demencia. Jamás pidió socorro o reclamó su libertad en mi presencia. Me
limité a comprobar que decía unas palabras muy vulgares, en especial la
palabra «m…», cuando era presa de un arrebato de furia; parecía dirigirse a
un ser imaginario; no era posible hacerla entrar en razón; cuanto más se le
hablaba, más se enfurecía.
P.: ¿Cómo explica usted que esos arrebatos de excitación y esos furores
hayan desaparecido de repente en cuanto su hermana ingresó en el hospital
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para dar paso a una dulzura que hasta el momento no ha dejado de
manifestarse ni un instante?
R.: Es probable que la gran conmoción que acaba de pasar haya
provocado en su locura una crisis saludable.
Preguntan a Pierre Bastían a qué se debe que la señora de Pierre Bastían,
su esposa, no haya vuelto a ver nunca más a su cuñada desde la época de su
boda (1874). «¿Y cómo es posible que su hija nunca haya visto a su tía?»
R.: Una razón de orden moral indujo a mi madre a impedir que su nuera y
su nieta vieran a mi hermana. Ésta empleaba unos términos muy vulgares.
Compartí en cierta medida el sentimiento de mi madre y tampoco insistí.
Interrogada a su vez, Marie-Dolorés Bastían, hija de Pierre Bastían, dice:
«Dos veces por semana, los jueves y los domingos hacia las tres de la tarde,
acudía a casa de mi abuela; con frecuencia no me recibía; cuando aceptaba mi
visita, la conversación languidecía muy pronto, sólo me hablaba de las
dificultades que tenía con sus sirvientas y de sus achaques; como no estaba
acostumbrada a recibir caricias por su parte, me sentía paralizada en su
presencia y no decía gran cosa: la visita duraba una media hora y me
marchaba tras preguntar, cuando me acordaba, por mi tía Mélanie. Mi abuela
siempre me respondía: “Está bien”».
Oigamos ahora a la señora Bastían madre.
—Nunca se me pasó por la cabeza secuestrar a mi hija, a la que tanto
quería. Siempre gozó de libertad para moverse por la casa; pero tengo que
decir que lleva veinticinco años encerrada voluntariamente en su habitación;
puedo añadir incluso: que no se mueve de su cama, pues creo que desde 1876,
tal vez incluso desde antes, se empeñó en no levantarse de la cama a pesar de
mis esfuerzos y de los de mi marido para que saliera a tomar el aire.
»Siempre ha sido muy delicada de salud… Pese a ello pudo estudiar. Le
gustaba el trabajo y sobre todo la lectura.
»De joven apenas se relacionó con el mundo… Lo que más le gustaba era
ir a las iglesias y pensé que tenía vocación religiosa.
»Jamás se planteó en su caso proyecto alguno de matrimonio. Estoy
convencida por lo demás de que tampoco habría querido casarse nunca.
»En 1872, creo, mi hija padeció unas fiebres malignas muy graves que
pusieron en peligro su vida. Desde entonces no quiso ver a nadie más. Fue sin
embargo a Mont-de-Marsan a la boda de su hermano, al que quería mucho.
Poco después de regresar a Poitiers permaneció en todo momento encerrada
en su habitación; se negó a vestirse con el pretexto de que no tenía fuerzas
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para llevar ropa de lo débil que se encontraba. Comía poquísimo y estaba
extremadamente delgada.
»No estaba loca pero hacía unas cosas muy raras. No quería dormir entre
sábanas; se negaba a llevar camisón… Únicamente se sentía feliz tapándose
todo el cuerpo con una manta…
»Hace ya muchos años que el médico no venía a visitarla pues no estaba
enferma.
Cuando se le describe el estado en que su hija fue encontrada, responde
que hacía tres meses que ya no acudía a verla, porque estaba enferma. Antes
de la enfermedad subía dos veces al día; había notado la suciedad, pero
Mélanie no quería que la tocasen.
P.: Las criadas pidieron en repetidas ocasiones que les permitiera cambiar
las sábanas y lavar a su hija. Usted siempre se negó.
R.: Son unas embusteras. Un par de sinvergüenzas.
P.: (…)
R.: Si cometí alguna falta, no fue con el propósito de que mi hija muriera.
Siempre me sacrifiqué por ella.
La señora Bastían ingresó en prisión el 24 de mayo de 1901 hacia las seis
de la tarde. De inmediato la trasladaron a la enfermería.
Parecía muy enferma; no obstante, conservaba algo de apetito y no se
quejaba demasiado. El 6 de junio su estado empezó a empeorar. Reiteraba su
inocencia, pedía que la dejaran marchar aduciendo que su hijo ya había
abandonado la cárcel, y en repetidas ocasiones, pese a su debilidad y a su
estado de postración, se dedicó a juntar sus enseres en paquetes. La noche del
7 de junio fue muy penosa. A las cinco de la madrugada la enferma pidió
agua. La enfermera que permanecía junto a ella, al percatarse de que estaba a
punto de morir, mandó llamar al jefe de la guardia, que avisó al capellán y al
médico. Este último llegó justo a tiempo para presenciar la agonía. Hizo
vanos esfuerzos para reanimar a la señora Bastían, que se apagó quedamente a
las nueve y media. Unos minutos antes de que llegara el doctor, la señora
Bastían había exclamado: «¡Ay, mi pobre Mélanie!».
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Capítulo tercero
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que le traían. El reconocimiento de los médicos llamados a consulta
dictaminó que sus órganos estaban perfectamente sanos.
Mélanie Bastían responde bastante satisfactoriamente a unas pocas
preguntas precisas y sencillas; reconoce las flores que le presentan, tiene
algunos recuerdos de su juventud, y muy en particular de una finca que la
familia posee en Migné. Pero muchas veces se niega a responder y manda a
paseo a las personas que le dirigen la palabra, profiriendo improperios e
insultos… Cuando se insiste para que responda a alguna pregunta,
rápidamente se enfada y pasa de su inmovilidad habitual a un estado de
violenta agitación. Sin embargo, su debilidad general le impide pasar a los
actos y se limita a refunfuñar, ocultando el rostro con la almohada y
profiriendo palabras ininteligibles y frases carentes de sentido discernible, en
las que se mezclan muchos tacos.
Una idea fija vuelve casi siempre como una obsesión cuando está
contrariada: quiere regresar a su antigua casa, a la que se refiere con una frase
ininteligible: «Su querida buena fondo molino de yeso».
Ya en el momento en que fueron a buscarla a la calle de la Visitación para
sacarla de su tugurio, se aferró con fuerza a su jergón y a su manta apestosa
suplicando que la dejaran vivir tranquilamente en su querida cuevecita.
«… Jamás», dicen los informes, «hace la menor pregunta sobre algún
tema… y tampoco habla jamás de las personas que solía ver en su casa… Las
más de las veces solo accede a responder a las personas que cuidan de ella a
diario y le traen la comida.
»Todas sus respuestas son absolutamente infantiles. Reconoce la mayor
parte de los objetos que se le presentan, lápices, rosas, vasos, alimentos, y los
llama siempre mi querido lapicito, mi querida rosita, etcétera. Incluso reclama
a menudo su “querido trapito” con el que se tapaba la cabeza durante su
estancia en la casa y que estaba lleno de mugre y de insectos.
»No tiene por lo demás ni las más remota idea de los cuidados del aseo y
satisface todas sus necesidades en su cama o en la ropa que lleva. No
obstante, el 18 de junio empezó a utilizar el orinal.
»Se ha conseguido que escribiera con un lápiz y con una pluma su nombre
de pila y unas pocas palabras más. La letra es bastante clara, pero tras una
palabra escrita correctamente dibuja garabatos informes.
»Su apetito es excelente. Come con glotonería los platos que se le
presentan. Sus comidas son muy copiosas». (De hecho, las mediciones
sucesivas indicaron un rápido aumento de peso, que pasó de veinticinco kilos
y medio, el 25 de mayo, a treinta y cinco kilos y medio, el 3 de agosto).
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Su vigor físico creció de forma proporcional… Pero las facultades
intelectuales anduvieron muy lejos de seguir esta evolución progresiva.
Mélanie, bien es verdad, fue respondiendo algo mejor a algunas preguntas
determinadas, pero siempre permaneció indiferente a las cosas exteriores y
jamás hizo preguntas…
El párroco de Mondion, el capellán del hospital, acudió a visitarla para
conversar con ella en repetidas ocasiones. Le preguntó si se acordaba de su
primera comunión. Mélanie Bastían respondió afirmativamente e incluso
consiguió decirle cómo se llamaban los sacerdotes que le habían impartido su
instrucción religiosa. También se acordaba de los nombres de los antiguos
proveedores de su familia y explicó que no compraba los caramelos en la
tienda de Avenel, el pastelero, sino en la de Pasino, el italiano. Reconoce y
sabe el nombre de todas las flores que le presentan, y el de todas las almas
caritativas que cada día le traen numerosos ramos. No hay nada que le guste
más, agrega el sacerdote, que ver y oler esas flores. Le encanta ver desde su
cama el campo y manifiesta su alegría exclamando: «¡Oh, qué bonito!».
Cuando pasan las golondrinas, las reconoce perfectamente y exclama: «¡Oh,
mire! ¡Las bonitas golondrinitas!».
Se muestra en extremo dulce, escucha lo que le dicen, hace todo lo que se
le pide, conserva puesta la ropa interior sin tratar de quitársela, de modo que
una única enfermera basta para vigilarla. Cuando se la deja sola, cosa que
ocurre con frecuencia, no provoca ningún desorden. Pero cuando el párroco le
pregunta si le gustaría ver a su hermano y a su madre, Mélanie responde en el
acto: «¡Oh, que no los traigan aquí!». Cuando en otra ocasión el párroco le
pregunta si se encontraba a gusto en su casa, Mélanie exclama: «No hablemos
de eso, es una casa que lo ahuyenta todo, todo todo».
No he subrayado la extraordinaria incoherencia de las respuestas de
Mélanie Bastían. Ya la descubrirá el lector por sí mismo. Inconsciente o no, el
esfuerzo mediante el cual tratamos en el transcurso de un interrogatorio de
reducir estas inconsecuencias para poner al propio acusado de acuerdo
consigo mismo, resulta del todo inútil, y muy particularmente en el caso de
Mélanie Bastían quien al mismo tiempo parece disfrutar del aire puro que por
fin respira, de la limpieza de su lecho de hospital, de todos los cuidados de los
que es objeto, y que no obstante echa de menos su camastro sórdido y la
oscuridad mefítica de su «querida cuevecita», de la que habla en términos de
ternura y que parece transformarse en su espíritu en una especie de lugar
mítico al que designa de una forma tan insólita que al principio costó
comprender de qué hablaba cuando decía una y otra vez: «Me gustaría volver
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a mi querido gran fondo Malampia»; donde parece por cierto que no fue tan
maltratada como se llegó a temer en un primer momento, pues cuando en el
hospital le servían pollo, decía: «En mi querido gran fondo Malampia también
me daban pollo».
—He estado presente varias veces cuando la señorita Bastían come —nos
dice un interno—. Lo primero que dice antes de tocar lo que le traen es: «Está
limpio». Todavía come con los dedos, pero con mucha delicadeza.
Y el administrador del hospital:
—Cuando come una naranja, sabe guardar bien las pepitas en la palma de
la mano hasta que se las quitan…
Tengo la impresión de que trataba, por lo menos inconscientemente, de
ponerse de acuerdo con las personas que acudían a verla y a interrogarla, o
bien de que se dejaba llevar por una especie de simpatía instintiva. Eso es lo
que permitió a sor Saint-Wilfred, una monja del hospital, decir que, lejos de
aborrecer la limpieza, a Mélanie le gustaba que la limpiaran, dormir en
sábanas blancas y cubrirse el cuerpo con un camisón. No dijo nada mientras
le cortaban el cabello, una operación que el apelmazamiento del pelo volvía
particularmente difícil. Justo después le complació que le lavaran la cabeza
con una loción especial perfumada.
—Lejos de gustarle los malos olores —dice sor Saint-Wilfred—, le
encanta el aroma de las flores y del agua de colonia que le echamos por todo
el cuerpo y por el lecho. Cuando le damos una mañanita rosa, manifiesta una
gran alegría. En general todo lo que es muy claro le gusta; detesta, por el
contrario, todo lo que es de color oscuro. Hasta el punto de que se niega a
coger los sobres ribeteados de negro y rechaza un anillo que un interno le
coloca en el dedo para divertirse, porque la sortija lleva engastada una piedra
negra. Se ha mostrado encantada de ponerse la mañanita. Aceptó sin
problemas unas zapatillas. Ha hecho falta insistir para ponerle unas medias;
pero he de añadir que la dificultad ha sido fácil de superar. Una vez vestida,
se ha observado con satisfacción y ha contemplado detenidamente las tiras de
pasamanería que adornan la bata. Estaba muy contenta. Dijo: «Es demasiado
bonito para esta casa. Estaría mucho mejor para ir a la querida y buena casa
de gran fondo Malampia». —La excelente hermana añade aquí—: Sin duda
Mélanie Bastían aludía a una finca de la familia, pues nos habla a menudo de
Migné.
Pensamos, sin embargo, que Mélanie se refería con estas palabras, ya lo
hemos dicho, a su sórdida habitación, o por lo menos a la extraordinaria
transposición que de esta habitación se había efectuado en su espíritu.
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—Una vez instalada en el butacón, junto a la ventana, —prosigue sor
Saint-Wilfred—. Mélanie contempló la campiña como los días anteriores:
«Qué bonito»; nos muestra a la enfermera y a mí el paso de las golondrinas,
nombrándonoslas… Examina con tanta atención y durante tanto tiempo con el
mismo placer manifiesto las imágenes y las flores que le traen, que parecía
que la señorita Bastían había sido privada durante mucho tiempo de
espectáculos semejantes.
»La cama que ocupaba la señorita Bastían estaba situada frente a la
ventana, que desde su llegada había permanecido abierta de par en par, de
modo que la luz y el aire entraban a raudales. Comprobé que al principio
pretendía ocultar el rostro debajo de la manta. Es probable que la luz intensa
le cansara la vista, pues a partir del día siguiente dejó de intentar ocultar por
completo el rostro; se limitó a alzar la sábana con la mano izquierda hasta la
altura de los ojos; todavía conserva esta manía, aunque muy a menudo y sobre
todo cuando come deja el rostro completamente al descubierto; ni una sola
vez ha pedido (y sabe muy bien reclamar lo que le gusta) que se cerraran la
ventana o los postigos.
Acostumbrada desde hacía tiempo a satisfacer sus necesidades en las
sábanas, costó un poco conseguir que adoptara otros hábitos, aunque «desde
la semana pasada», dice su enfermera de guardia Amélie Raymond el 22 de
junio, «la señorita Bastían ha vuelto a progresar, y cada vez se está volviendo
más limpia. Durante el día me pide el orinal y sabe esperar perfectamente
cuando estoy ocupada».
El interno del hospital confirma las declaraciones de los testigos y añade:
—Como todas las personas que la han escuchado, comprobé que con
frecuencia se expresaba en el habla regional y que empleaba unas expresiones
de lo más vulgar. Al principio la señorita Bastían parecía muy deprimida y
sus respuestas eran a menudo incomprensibles; tenía dificultades para precisar
su pensamiento; pero desde hace tres o cuatro días (esta declaración es del 8
de junio) se ha producido un cambio notable; sabe pedir muy bien lo que
quiere para comer. Esta mañana me ha dicho que quería comer: «¡un poco del
querido pollito, queridos tarritos de fresas y un querido macarroncito de
chocolate!». Apunté el menú en mi libreta y lo leyó perfectamente.
»Tengo que señalar, por si acaso no se lo han advertido, que la señorita
Bastían tiene costumbre de anteponer a cada palabra “este queridito” o “esta
queridita”; empieza a decir menos palabrotas.
Come complacida los gajos de naranja que le da este interno de servicio.
Su placer es todavía mayor cuando una de las hermanas que suele cuidar de
Página 166
ella le ofrece un ramo compuesto de flores diversas. Entonces lo contempla
un largo rato, aspira a pleno pulmón y, como haría un niño, besa el ramo y la
mano que lo trae y dice un poco atropelladamente: «¡Oh, qué bonito sería si
tuviéramos dos ramos iguales con una cueva en medio y una Virgencita
dentro de la cueva! Habrá que hacerlo alguna vez».
La imagen de la cueva la obsesiona y en su mente está vinculada al
recuerdo de su habitación de la calle de la Visitación y, tal vez, a vaya usted a
saber qué idea mística.
Como ya hemos dicho, la señora Bastían madre falleció en la noche del 7
de junio. La superiora del hospital consideró que ella misma tenía el deber de
anunciar el óbito a Mélanie Bastían:
—Le traigo una triste noticia, señorita Mélanie —le dijo—: su madre ha
muerto.
—Quiero chuparme los dedos. Quiero chuparme los dedos —respondió la
enferma, echando una mirada codiciosa sobre su comida (cuenta el Journal de
l’Ouest del 11 de junio).
—Aun así, señorita Mélanie, escúcheme bien —prosiguió la superiora con
un tono de dulzura infinita—: cuando vuelva usted a su casa, su madre ya no
estará ahí.
—¡Bah! ¡Bah! ¡Quiero chuparme los dedos! ¡Quiero chuparme los dedos!
Y esta respuesta permaneció siempre invariable, tanto si se le hablaba de
la ropa de luto que tenía que ponerse, como si se le explicaba la pena que su
hermano Pierre podría sentir.
El 17 de julio Mélanie Bastían contesta del modo siguiente a las preguntas
que le hacen:
P.: ¿Quiere usted contestar a las preguntas que le voy a hacer?
R.: No quiero contestar nada de nada.
P.: ¿Recibió alguna visita ayer?
R.: Unas señoras con vestidos bonitos que pude contemplar.
P.: ¿Estuvo usted paseando por el jardín y se siente con fuerzas para
hacerlo?
R.: No, no fui. Más tarde podría salir a pasear por el pequeño jardín de ese
querido buen gran fondo y por Migné (en Migné se encuentra Pilet, la finca
propiedad de la familia Bastían).
P.: ¿Se acuerda usted de Juliette Dupuy y de Eugénie Tabot?
R.: No sé qué se ha hecho de ellas; peor para ellas.
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P.: ¿Conoce usted Carcassonne o Montpellier?
R.: Todo eso está demasiado lejos.
P.: ¿Se acuerda usted de su habitación en «ese querido buen gran fondo»?
La señorita Bastían emite unos sonidos inarticulados, resulta imposible
comprender lo que dice. Parece enfadada.
P.: ¿Le leía su hermano a veces el periódico?
R.: Es mejor que no venga aquí; está bien donde está.
P.: ¿No quiere ver a su hermano?
La señorita Bastían contesta muy enfadada: «Que se quede dónde está, ahí
está muy bien».
Mientras se dicta su respuesta, al oír las palabras: muy enfadada, la
señorita Bastían dice: «Es un pecado, no hay que ponerse así».
P.: ¿Le gustaría ver a la señora de Pierre Bastían?
R.: No sé qué se ha hecho de ella, que se quede dónde está.
P.: ¿Le gustaría ver a la señorita Dolores Bastían, su sobrina?
R.: No sé qué se ha hecho de ella. Peor para ella; peor para todo el mundo.
P.: ¿Conoce usted a Marie Fazy?
R.: No sé qué se ha hecho de ella.
P.: ¿No sabe que ha muerto?
La señorita Bastían articula varias frases ininteligibles. En ese momento
parece cansada.
Los progresos siguen siendo muy rápidos desde el punto de vista físico,
pero no recupera la razón.
«No está en sus cabales; profiere frases extravagantes e inconexas; hemos
dictaminado que padece debilidad mental. Sin lugar a dudas se trata de una
alienada», declara el doctor Lagrange, médico alienista de Poitiers. Por el
contrario, el párroco de Mondion, el «simpatiquísimo capellán del hospital»
de Poitiers, protesta contra esa acusación de locura: «Me parece penoso»,
escribe en el Journal de l’Ouest del 5 de junio, «que exista gente en el partido
religioso que desearía disculpar o exculpar este crimen; considero por el
contrario que habría que mantener completamente al margen al partido
religioso y conservador de este caso. También desearía precisar un punto: con
el propósito de exculpar a los culpables se ha afirmado que la señorita
Mélanie estaba loca y que tenía la manía de mostrarse desnuda. Lleva nueve
días conviviendo con nosotros y hemos observado que tiene la manía de
taparse. Si uno se acerca demasiado a ella, se retira y se tapa con las mantas.
Tiene por lo tanto sentido del pudor… Resumiendo, más valdría dejar que la
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justicia se pronunciara, en vez de tratar de exculpar un crimen espantoso…
Digo y reitero que aquellos que dejaron a una desconocida, a una hija o a una
hermana en el estado lastimoso en el que se encontraba la señorita Mélanie
cuando ingresó en el hospital, son unos criminales, y tanto más criminales
cuanto que la víctima es dulce, tranquila, y buena. Las ventanas están abiertas
y en ningún momento ha manifestado el menor síntoma de locura dañina o
peligrosa… Que se encuentre en un estado de depresión física y mental no
resulta nada extraño puesto que ha permanecido tantos años sin aire, sin luz y
casi sin alimento».
Trataremos de comprender un poco mejor quiénes fueron estos
«criminales»: esta madre y este hermano a los que, por otra parte, nos
presentarán como personas honradas; ¿cuáles fueron los motivos que
provocaron su crimen?… Lo que de este caso me parece particularmente
interesante es que el misterio, a medida que vamos conociendo mejor sus
circunstancias, se vuelve más profundo, se aleja de los hechos, se oculta en
los caracteres, tanto en el carácter de la víctima como en el de los acusados.
Con la ayuda de la declaración de numerosos testigos trataremos de arrojar
sobre estos últimos suficiente luz. En realidad la señora Bastían y su hijo no
se sintieron nada culpables, y veremos que, en última instancia, la justicia
también lo consideró así. Pero antes de presentar más íntimamente a la señora
Bastían madre y a su hijo, dediquemos unas palabras a sus s.
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Capítulo cuarto
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Entre los testigos que declararon, el único que afirma haber tenido trato
con el señor De Chartreux manifestó en términos muy expresivos que su hija
y su nieta tenían a quien parecerse desde el punto de vista de la extravagancia
o de la locura, pues era una persona «original y muy exaltada» (declaración
del párroco Montbron).
Aunque no estaba inválido, el señor De Chartreux pasó la última parte de
su existencia en una reclusión absoluta: encerrado en su habitación del
segundo piso, de la que ni siquiera salió para asistir a los postreros momentos
de su yerno, que falleció en otra habitación del mismo rellano.
Nadie le vio por la calle en los últimos diez años de su vida.
Las antiguas criadas confirman esta reclusión voluntaria. Una de ellas, la
sirvienta Gault, añade que, «al no estar especialmente encargada del cuidado
de aquel nuevo ermitaño que nunca salía de su habitación», dejó la casa sin
llegar a verlo, tras haber servido durante tres o cuatro meses. Sólo supo de su
existencia de oídas.
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Capítulo quinto
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servicio. «La señora Bastían jamás me preguntó si quería ver a su hija», dijo
la señora R.C. «Un día, le escribí para ofrecerle que una de mis hijas fuera a
hacer compañía a la suya; pero ante su silencio comprendí que no quería que
nadie se relacionase con la señorita Mélanie y no insistí».
El señor Pierre Bastían sostenía a menudo violentas discusiones con su
madre. Le había prohibido la entrada en su finca de Migné y cuando se enteró
de que éste se había tomado la libertad de ir a pesar de su prohibición, le
reprendió con muy malos modos y lo echó de su casa. Otro día en que Pierre
Bastían había ido a visitar a su madre y había cogido una flor de su jardín,
estalló una escena verdaderamente escandalosa; casi llegaron a las manos; la
señora Bastían volvió a echar a su hijo de casa y prohibió a la servidumbre
que le abriera la puerta cuando se presentara. Pero las más de las veces las
escenas se producían por cuestiones de dinero. La señora Bastían daba una
pensión a su hijo y, cuando vencían los plazos, siempre surgían problemas
entre ellos. Un día la señora R.C. la encontró muy alterada: «En mi casa
quiero mandar yo», le dijo. «Acabo de echar a mi hijo y le he prohibido que
vuelva a poner los pies en esta casa». Sin embargo, la señora R.C. añade
enseguida que esta escena, que en un primer momento creyó motivada por
alguna cuestión de dinero, muy bien podía haberse producido a propósito de
Mélanie, pues la señora Bastían se quejaba de que su hijo insistiera en
ingresar a su hermana en un sanatorio, cosa a la que ella se oponía y se
opondría siempre. Decía que había hecho su testamento, principalmente para
obligar a su hijo a no cambiar un estado de cosas aprobado por ella. Su hija,
por la cual siempre se había sacrificado, tenía que seguir viviendo en la
habitación que ocupaba desde hacía muchos años y cuya propiedad le
correspondía gracias a una cláusula particular del testamento de la señora
Bastían madre, y no debía salir de ella incluso después de la muerte de su
madre[29].
La señora R.C. insinúa que tal vez el temor de verse privado de la
anualidad de cinco mil francos que le pagaba su madre, impedía al señor
Pierre Bastían oponerse a las decisiones de ésta, y le impulsaba a cerrar los
ojos ante un estado de cosas que desaprobaba.
Después, de repente y sin explicación alguna, la señora Bastían cerró su
puerta a la señora R.C., sin que al parecer estuviese particularmente molesta
con ella, ya que no la eliminó de su testamento de 1885, que podría haber
modificado con facilidad. Por lo tanto, tan sólo hay que considerar este hecho
como un agravamiento de ese humor huraño y de su aversión por cualquier
tipo de relación. Según dice el señor F.C., secretario honorario de la Facultad
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de Derecho, hacía muchos años que la señora Bastían había dado
instrucciones para que nadie entrara en su casa. El portón de entrada siempre
estaba cerrado con llave y para entrar en el edificio había que atravesar el
pequeño patio. En vida del señor Bastían todavía podía accederse a la casa,
pero tras el fallecimiento del cabeza de familia debían de haber impartido
órdenes tajantes, pues ya nadie entraba en la casa salvo las muchachas del
servicio. Tenemos que recurrir, pues, al testimonio de éstas, sujetas a
frecuentes sustituciones, para intentar comprender qué pasaba en aquella
extraña casa donde, nos dice una de ellas, «siempre se tenía la impresión de
andar caminando de puntillas». Pero no cabe aceptar estos testimonios sin
reservas, sobre todo en lo que se refiere a la alimentación de la secuestrada.
En efecto, no sabemos con seguridad si era la propia Mélanie Bastían la
beneficiaría de las ostras y de los pollos que su madre le mandaba servir
(como prueban las facturas de los proveedores). Estos mentís exquisitos
concuerdan muy poco con la sórdida avaricia que se le reprochó más adelante.
Pero la señora Bastían, nos dicen las criadas, jamás entraba en la habitación
de su hija y no podía saber si los pollos y las ostras que pagaba llegaban a
manos de la secuestrada. Sin embargo, Mélanie Bastían se refirió, una vez en
el hospital, a unos pollos que le servían en su querido buen gran fondo
Malampia. Éste es uno de los puntos de esta curiosa historia que cuesta más
esclarecer y donde la inconsecuencia de los caracteres sigue siendo
particularmente desconcertante; pues por otra parte, y sobre este punto todos
los testimonios anchares concuerdan, la señora Bastían se negaba con
obstinación a permitir que se cambiaran las sábanas, las mantas, el colchón de
la cama de su hija, aunque hubiese muchos de ellos en las demás habitaciones
de la casa: «La señora Bastían era de una avaricia tan sórdida que nunca me
atrevía a reclamarle mi sueldo; me veía obligado a hacérselo reclamar a mi
madre», nos dice Alcide Texier, revisor de la Compañía General de
Omnibuses, que estuvo empleado al servicio de la señora Bastían cuando sólo
tenía diecisiete años. «Durante los seis meses que pasé en su casa siempre la
vi con el mismo vestido muy sucio».
Parece realmente como si en todos los miembros de esta familia existiera
no tanto avaricia como amor a la suciedad. Veremos que esta misma extraña
afición se manifiesta en el hijo de una forma más repugnante aún. Pero cabe
seguir hablando de avaricia cuando escuchamos a Juliette Dupuis contamos lo
siguiente: «Para cenar la señorita Bastían prácticamente no comía; sólo un
bollo o un pastel llamado jesuíta; y por la mañana, para su primer desayuno
de las nueve, sólo una taza de chocolate de la Compañía Colonial, pues la
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señorita Bastían no quería pan. Por el contrario, el almuerzo, que yo me
encargaba de servir a la señorita Mélanie, consistía generalmente en un
lenguado frito y una chuleta con patatas; la comida la preparaba la criada
Tabot. A veces mandaban traer del Hótel de France, y antes del Hotel de
l’Europe (las facturas del hotel dan fe de ello): o bien pollo con salsa blanca y
champiñones, o pollo con salsa rubia. A menudo ostras[30], cuando era la
temporada, y también foie gras». El señor Robín, propietario del Hótel de
France, confirma que le encargaban comidas, a menudo dos o tres veces a la
semana.
El libro de cuentas de la casa Maillard-Laurendeau entregado al señor juez
de instrucción revela una cantidad bastante considerable de vino corriente de
primera calidad, a setenta y cinco céntimos la botella, y de vino fino de
Burdeos, a dos y tres francos la botella, suministrada durante los dos últimos
años a la señora Bastían, cuyos hábitos de sobriedad y moderación extrema no
permiten suponer que efectuara este gasto para sí misma.
Comúnmente, las comidas de la señora Bastían eran muy modestas. No
parece que tocara las ostras, ni los pollos, ni el foie gras que le servían a su
hija.
Leamos a continuación la declaración de la criada Dupuis: «Le servía la
comida en un plato, nunca ponía cuchillo pues sabía que no lo quería.
Aseguraba que una chica devota no debía utilizar cuchillos. Siempre había en
el plato un tenedor pero ninguna cuchara, pues nunca tomaba sopas. La
señorita Bastían por lo demás tampoco quería utilizar el tenedor; comía con
los dedos; no le ponía servilleta, aunque a veces la señorita Bastían se la pedía
para limpiarse “las manitas”, porque la señora Bastían se negaba a darme
alguna». Otra criada nos dice que la señorita Bastían no siempre se comía lo
que le traían al momento, sino que almacenaba una parte como reserva en su
jergón a su lado, lo que explica la cantidad de restos de comida. «El señor
Pierre Bastían vino algunas veces mientras yo daba de comer a su hermana;
nunca se ocupó de su alimentación y tampoco preguntó si le faltaba alguna
cosa. A la hora del almuerzo la señorita Bastían bebía vino blanco rebajado
con un poco de agua. Nunca le han negado, que yo sepa, alimento ni bebida».
Interrumpamos unos instantes el testimonio de Juliette Dupuis para
intercalar este espeluznante fragmento de la declaración de Virginie Neveux,
del que más adelante reproduciré otros fragmentos igual de pasmosos:
«Mélanie Bastían comía los mismos alimentos que su madre, pero para
beber la señora Bastían madre sólo le daba agua azucarada en la que echaba
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éter. Mélanie rechazaba con frecuencia la bebida; entonces su madre nos
mandaba bajar el vaso a la bodega, y todos los días se lo volvíamos a
presentar hasta que lo bebiera».
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Blanche Monnier de Marconnay, madre de la secuestrada. (Foto L’Illustration)
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Pierre Bastían, hermano de la secuestrada
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Las dos criadas en el jardín de la señora Monnier. (Foto L’Illustration)
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La casa de los Monnier, en la calle de la Visitación de Poitiers
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Blanche Monnier, la secuestrada de Poitiers. Fotografía tomada a su ingreso en el
hospital. (Foto L’Illustration)
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Blanche Monnier con el pelo cortado al ingresar en el hospital (Archivo René Dazy)
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Blanche Monnier convaleciente en el hospital. Suplemento del Petit Journal Illustré
(Col. Jean Henry)
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Croquis de la audiencia en el proceso de la «Secuestrada», en el Tribunal
correccional de Poitiers. De izquierda a derecha: Juliette Dupuy; el presidente
Fontan; Eugénie Tabot; una criada; Marcel Monnier, hermano de la secuestrada; el
padre Mondion, capellán del Hotel Dieu, hospital de Poitiers. (Foto L’Illustration)
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La reclusa de Poitiers, canción de Léo Leliévre y Emilie Spencer. (Col. Jean Henry)
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«La reclusa de Poitiers, gran lamentación por la pobre mujer secuestrada». Octavilla
(Archivo Rene Dazy)
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Encuentro de Latude con Blanche Monnier. L’assiette au Beurre del 20 de
septiembre de 1902. (Archivo René Dazy)
»El señor Pierre Bastían estaba al corriente de todo, venía muy a menudo
a ver a su hermana y jamás nos sugirió que la mantuviéramos aseada; por el
contrario, cuando pretendíamos ventilar la habitación, por la puerta solo, pues
la ventana estaba siempre cerrada herméticamente, iba a avisar a su madre,
que nos lo reprochaba con severidad».
Como ya he dicho anteriormente, los testimonios de la servidumbre son a
menudo contradictorios. Tratar de reunirlos, de agruparlos resumiéndolos
sería falsearlos y privarlos de gran parte de su interés. Cada uno posee su
carácter propio y lo mejor, en mi opinión, es transcribir aquí las partes más
sobresalientes.
Escuchemos a Juliette Brault, a la que la señora Bastían empleó de junio
de 1897 a septiembre de 1898 primero como doncella y más adelante como
cocinera:
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«Cuando entré por primera vez en la habitación de la señorita Bastían, me
estremecí; el olor que desprendía la cama de la señorita Bastían era fétido, no
había en aquel momento restos de carne o de excrementos, pero el jergón y el
colchón estaban completamente podridos, tal como debe de haberles dicho la
señorita Péroche, que trabajó de criada conmigo. La señorita Bastían estaba
desnuda de arriba abajo, envuelta en una manta sucia, y comprobé que a
menudo se paseaban por ella las cucarachas; cada noche colocábamos debajo
de la señorita Bastían una sábana doblada en cuatro; servía para que hiciera
sobre ella sus excrementos, y no se cambiaba más que al cabo de veinticuatro
horas.
»La señorita Bastían no estaba loca del todo; a veces decía cosas sensatas,
pero no quería que la limpiaran y mantenía siempre la cabeza tapada. Había
sobre los muebles una espesa capa de polvo que era imposible quitar, puesto
que la ventana y los postigos nunca estaban abiertos; a veces oreaba la
habitación manteniendo la puerta abierta a pesar de la prohibición formal de
la señora Bastían que quería que todas las aberturas permanecieran
herméticamente cerradas; aun así, cuando apretaba mucho el calor, toleraba
que se abriera la puerta.
»Durante quince meses dormí en esta habitación; el olor era insoportable;
aunque se podía soportar más cuando la puerta estaba abierta; así que por las
noches la dejaba siempre abierta; si la señora Bastían se hubiera enterado de
ello, se habría enojado, pues habría dicho que íbamos a conseguir que su hija
se resfriara. Como Héléne Bonneau y Berthe Péroche, que estuvieron
empleadas al mismo tiempo que yo, pedí muchas veces que le cambiaran el
jergón y el colchón; siempre nos encontramos con una negativa rotunda por
parte de la señora Bastían, que nos decía: “No lograréis cambiarla; ¡ay, pobre
hija mía, los que me ha echado a perder!”. Tengo que decir que había en la
casa colchones y jergones que no se usaban; no habría hecho falta comprarlos.
Cuando hablaba a la señora Bastían de un camisón, me contestaba:
“Pobrecita, no lo quiere”.
»La señorita Bastían no poseía ninguna prenda de ropa interior y la
cómoda de su habitación carecía de cajones.
»Afirmo que, de haberlo querido, se habría podido mantener limpia a la
señorita Bastían; pero entonces habrían sido necesarias más ayudas y una
voluntad que no existía por parte de la señora ni del señor Bastían hijo.
»Nunca vi a la señorita Bastían levantada. Muchas veces traté de verle la
cara, jamás lo conseguí; la delgadez de su cuerpo era espantosa a pesar de que
se la alimentaba convenientemente; por la mañana le servían café con leche o
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chocolate; al mediodía, por lo menos dos platos; y a la hora de la cena no
quería nada.
»Dejé a la señora Bastían porque ya no me sentía capaz de entenderme
con una mujer tan avara y tan autoritaria.
»Compadecía con toda mi alma a la señorita Bastían, pero no se me
ocurrió informar a la justicia».
La señorita Mélanie tenía que permanecer siempre apoyada sobre un codo
y mantener una postura muy cansada, nos dice Louise Quinquenaud, de
soltera Pichard. «Sin embargo, poco habría costado colocarle una almohada y
un cojín, pero habría hecho falta cambiarlos de vez en cuando, y eso es lo que
no quería la señora Bastían. A pesar de mis reclamaciones y de la insistencia
reiterada de la servidumbre que sirvió al mismo tiempo que yo, la avaricia de
esa mujer era tal, que fue imposible conseguir que le cambiara la cama, la
cual se hallaba en un estado espantoso. Un día, sin embargo, rogué y supliqué
tanto a la señora Bastían, que me autorizó a ir a buscar un colchón a una
habitación del ala principal del edificio. En esa parte de la casa había varias
camas completas que no servían para nada; bajé el colchón a la habitación de
la señorita Mélanie; cuando la señora Bastían vio que íbamos a cambiarlo por
el colchón de plumas podrido, se opuso a este cambio y tuve que volver a
subirlo.
»… Recuerdo que pocos días antes de mi marcha me enfadé con la señora
Bastían porque siempre quería utilizar las mismas sábanas y la misma ropa de
cama, cuando tenía el armario lleno.
»Muchas veces reproché a la señora Bastían que dejara a su hija en un
estado de suciedad semejante y le sugerí que tomara a una monja; me contestó
que era inútil porque su hija no estaba enferma y que, por lo demás, estaba
muy bien como estaba, puesto que siempre parecía contenta».
«… No sólo la señorita Mélanie vivía así», nos dice otra criada, «sino que
le gustaba mucho. Recuerdo que le pregunté un día si no se alegraría de estar
en una habitación bien limpia, bonita, adornada con hermosos muebles. Me
contestó: “¡Oh, mi querida cuevecita, ni por todo el oro del mundo quisiera
abandonarla ni un momento! Estoy tan bien aquí”».
«… Llegó un momento», nos dice Berthe Péroche, «en que el jergón y el
colchón estaban tan podridos que pedimos que nos los dejara cambiar por
otros que había en la casa y que estaban estropeándose. La señora Bastían no
quiso y nos contestó que no podríamos ponérselos y que además no quería
que se pudrieran. Sin embargo nos permitió, tras mucho vacilar, que
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hiciéramos nosotras mismas tres cojines; pusimos uno debajo de la señorita y
guardamos los otros dos de repuesto.
»… Pedimos a la señora Bastían que ingresara a su hija en un sanatorio y
nos contestó que había hecho la promesa de permanecer junto a ella hasta la
muerte».
Escuchemos un poco más a Juliette Dupuis:
«El señor Pierre Bastían no puede decir que no vio la suciedad en la que
se encontraba su hermana, y yo afirmo que por lo menos una vez delante de
mí y de Eugénie Tabot presenció, al lado de su madre, lo que llamábamos la
puesta en cama de la señorita Mélanie, que consistía en lo siguiente: la
señorita se incorporaba y se ponía a cuatro patas (sic); la cocinera levantaba
las mantas que envolvían a la señorita Mélanie, salvo la que le cubría la
cabeza, después sacaba la sábana doblada en cuatro que contenía los
excrementos de las últimas veinticuatro horas y también un cojín de
cascabillo de avena, que era absolutamente repugnante; se volvía a poner en
la cama otro cojín seco, aunque muy sucio y otra sábana lavada, pero nunca
con lejía, y la señorita Bastían volvía a su posición anterior.
»Después de haber presenciado por lo menos una vez este espectáculo, no
es de recibo sostener que creía que su hermana estaba bien atendida; el
pequeño cojín de cascabillo de avena se secaba durante todo el invierno en la
habitación; no pudo no haberlo visto».
¿Cómo explicar esta singular actitud del hermano? Ya va siendo hora de
hablar un poco de él.
El excelente opúsculo del señor Barbier, abogado en el Tribunal de
Apelación y antiguo decano del Colegio, al que ya hemos recurrido en más de
una ocasión, nos servirá una vez más de fuente de información.
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Capítulo sexto
Página 191
de ser unos manirrotos deberías damos por el contrario tu aprobación y
agradecemos que hayamos introducido a tu nieta en la sociedad y hayamos
logrado que haga un buen papel.
»Tú que parecías tan empeñada en que bebiera vino, tengo que informarte
de que a partir de hoy solo bebo agua y no como más que alubias.
»Antes que renunciar a nuestra posición en la sociedad nos privaremos de
alimento, y este invierno no encenderemos ni una astilla en la casa… En
cualquier caso no valía la pena obligamos a mudamos de la calle Boncenne
para quitamos con una mano el doble de lo que nos habías dado con la otra.
»Puedes enorgullecerte de abreviar mi vida, y si me entierran dentro de
poco, ya se sabrá quién tiene la culpa».
Abundan los testigos que lo describen «tan miope en lo moral como en lo
físico», y «de una ingenuidad inverosímil». No es que no fuera inteligente.
Sus amigos, entre los que se contaba Francis Plante, el pianista, con el que se
veía a menudo cuando era consejero de la Prefectura en Mont-de-Marsan, le
querían y se divertían con sus rarezas. No era inculto, tenía incluso
pretensiones literarias, que por lo demás solo llegaron a conocer unos pocos
íntimos. Estos reconocen que era «reacio al aseo y a los más elementales
hábitos de higiene». Insistía en hacerse la cama él mismo, nos dice la señorita
Giraud, que fue durante algún tiempo su doncella. Por la señorita Godard, otra
doncella, nos enteramos de que nunca quería que le cambiaran las sábanas.
«Había que hacerlo sin que se diera cuenta, y cuando veía que lo habíamos
hecho, se enfadaba». Colocaba una maleta pequeña en la cabecera de la cama
como almohada. Prohibía que le limpiaran la habitación, que estaba sucia y
repugnante, siempre sin barrer; todos los objetos estaban cubiertos por una
espesa capa de polvo e imperaba un desorden mayúsculo; siempre había
varias jofainas medio llenas. ¿Cabe entender todo esto como mera
«negligencia», palabra que utilizan algunos testigos? Más bien parece, como
veremos después, que Pierre Bastían se complacía en la suciedad. La palabra
«suciedad» ni siquiera es demasiado fuerte. Y cuando uno se entera de lo
siguiente, resulta menos sorprendente que al señor Pierre Bastían no le
molestara el olor infecto del jergón y de la cabellera de su hermana, sino que,
por el contrario, le agradara:
Un orinal en medio de la habitación le servía de retrete. No admitía que lo
cambiaran de sitio. Y así tenía que seguir hasta que estuviera lleno a rebosar.
E incluso un día le exigió a su casero (?) un orinal mucho mayor, para tener
que Vaciarlo menos a menudo.
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Todavía hay más: nos lo cuenta la señora Berger, de soltera Martin,
antigua criada de Pierre Bastían: «En dos o tres ocasiones ha ocurrido que el
señor Bastían subiera a su habitación después de comer para ir de vientre en
el orinal o en la jofaina, y que después me lo trajera a la cocina, donde me
encontraba almorzando, para que fuera a vaciarlo.
»Un día mandó sacar la cama de su mujer del dormitorio común y ponerla
en el cuarto de aseo contiguo, y después, tras haber hecho sus necesidades en
el orinal, lo colocó encima de la mesilla de noche de su mujer “para apreciar
bien el olor”, decía. Para mayor seguridad, cerró la ventana.
»El señor Pierre Bastían anda mal de la vista incluso con lentes. Cuando
venía a la cocina, se inclinaba sobre las fuentes hasta quemarse. Es cierto que
tenía el olfato muy poco desarrollado. No quería que las criadas entrasen en
su dormitorio y, si hacía varios días que no se vaciaba el orinal, a veces vivía
sumido en una atmósfera infecta sin que pareciera darse cuenta».
Inútil transcribir aquí cinco o seis testimonios más que sólo confirman el
anterior.
Todo eso explica que el señor Pierre Bastían pudiera ir cada día a leer el
periódico a la habitación de su hermana, como reiteran varios testigos, sin
sentirse molesto por el olor a excrementos, sino, por el contrario, encontrando
alguna satisfacción olfativa. Tampoco nos extrañaremos, por lo tanto, de que
asimismo Pierre Bastían no se indignara ante un estado de cosas que no le
habría disgustado para sí. Un estado de cosas al que había ido llegándose
paulatinamente, al que habían ido acostumbrándose poco a poco. Pero si nos
remontamos más lejos, otras cartas de Pierre Bastían nos muestran que al
principio se esforzó con cariño para que su hermana volviera a una existencia
más normal. El 29 de febrero de 1876 le escribió desde Mont-de-Marsan: «Mi
pequeña Gertrude[32], hoy estamos rodeados de máscaras y de disfraces. Esta
noche dan un gran baile en el Ayuntamiento. Un tiempo espléndido favorece
todas las diversiones. Espero que también haga este tiempo en Poitiers para
que puedas salir de tu celda, y darte una vueltecita por Blossac…». Y el 5 de
agosto de 1882, en una posdata a una carta escrita desde San Juan de Luz a su
madre: «Mi pequeña Gertrude, no puedo escribir a Bounine sin mandarte unas
palabras, para que veas que no te olvido. Espero que no estés enferma en este
momento; cuídate; ponte un vestido como todo el mundo, y cuando haya
regresado a Poitiers, dentro de poco, iremos a dar un paseo juntos, si te
apetece. En cualquier caso, vale más eso que permanecer siempre encerrada
en tu habitación». Y al final de otra carta del 16 de agosto de 1883 a su madre
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leemos: «Dale un beso a Gertrude de mi parte y dile que no la olvido, que la
escribiré la próxima vez. Que se cuide y que se decida de una vez a tomar el
aire como todo el mundo».
Estas frases, como destaca el señor Barbier, manifiestan a la vez la
solicitud del hermano y el carácter absolutamente voluntario de la reclusión
de la señorita Mélanie Bastían.
Página 194
Capítulo séptimo
Página 195
ver a la señorita Mélanie e ignoro por completo la decisión que la familia
Bastían adoptó con respecto a ella.
Las informaciones sobre el estado de la señorita Mélanie antes de 1880
son muy escasas. Marie Fazy, que permaneció mucho tiempo al servicio de la
señora Bastían, nos dice en efecto que en un primer momento la señorita
Bastían deseó casarse, y que su madre se opuso a ello con obstinación, luego,
más adelante, quiso meterse a monja. «Las contrariedades por las que pasó la
señorita Bastían», dice Marie Fazy, «determinaron un trastorno cerebral que
no le impedía razonar cabalmente sobre muchas cosas». Pero no precisa la
época. Tampoco hay fechas para situar esta declaración de la señora Honoré,
David de soltera. Pero entendemos que hay que situarla antes de la muerte del
señor Bastían padre, es decir, antes del 9 de abril de 1882.
«A veces sucedía que la señorita Mélanie bajaba al comedor para cantar y
tocar el piano; su madre la mandaba de inmediato de vuelta a su habitación,
reprendiéndola con malos modos y diciéndole: “que daba vergüenza”. Las
puertas del salón estaban cerradas para ella. La señorita Mélanie volvía
entonces a su habitación refunfuñando, pero al momento la señora Bastían
mandaba a su marido junto a su hija para que le ordenara callar».
Parece ser que el carácter autoritario de la señora Bastían contribuyó muy
desfavorablemente al desequilibrio mental de su hija. El padre Montbron, que
conocía a la familia Bastían desde hacía treinta y un años, nos describe a la
señora Bastían, ya en aquella época, como «antojadiza, dura e imperativa, así
como déspota». El trato que mantenía con la familia se interrumpió de forma
brusca y, como el padre Montbron se extrañara de no ver más a la señora
Bastían ni a su hija y tratara de averiguar si habían cambiado de parroquia o si
estaban enfermas, le dijeron que esas señoras ya no salían de su casa ni
siquiera para ir a la iglesia. Hasta 1882, cuando le llamaron para administrar
los últimos sacramentos al agonizante señor Bastían, no se enteró de las
medidas que iban a tener que adoptarse respecto a su hija Mélanie y que el
propio señor Bastían le comunicó. «Estaba en plena posesión de sus
facultades», nos dice el padre Montbron, «y recibió todos los sacramentos
completamente consciente. Lloró con amargura, y parecía indicar lo mucho
que lamentaba, o bien haber tenido que someterse a las exigencias
imperativas de su esposa al actuar de un modo tan riguroso, o bien haberse
visto obligado a prevenir escándalos, pues decía, cosa que todo el mundo ya
sabía por las habladurías, que la joven, histérica, se desnudaba toda delante de
cualquiera y se asomaba en semejante actitud a las ventanas que daban a la
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calle, lo que podría explicar, en mi opinión, el cierre riguroso de estas
ventanas».
«No quería ponerse ninguna ropa», declara Marie Brunet, señora de
Deshouliéres, al servicio del señor De Chartreux en 1883, «iba por la casa sin
más vestido que la camisa y un corpiño… En aquella época no estaba loca;
razonaba de maravilla. No era desagradable, salvo con su madre, a la que no
parecía querer. Cuando hablaba con ella, la señorita Mélanie perdía a menudo
los estribos y habría podido cometer brutalidades de no ser por la intervención
de Marie Fazy. Con ésta y conmigo era dulce.
»Marie Fazy me dijo que la señora Bastían siempre había contrariado a su
hija y siempre había tratado de impedirle salir, incluso cuando vivía su
marido; siempre se le ocurría algún pretexto para impedir que el padre llevara
a pasear a la hija, y como ella no salía, no quería que la señorita Mélanie se
paseara».
En aquella época (1882) parece ser que Mélanie Bastían aún bajaba al
comedor donde, dice la señora Deshouliéres, «conversaba con su madre muy
razonablemente». Pero en cuanto regresaba a la habitación le cogían los
terrores y «veía fantasmas por todas partes. Creía ver a unos hombres que
venían a buscarla y se ponía a dar voces: “¡Al asesino! ¡Al asesino!”, que se
oían desde la calle».
«Si hubiera llegado antes», dice la señora Blanchard, «en abril de 1882,
habría oído a la señorita Bastían gritar con todas sus fuerzas: “O sea que ya no
hay justicia. Haré que os metan a todos en la cárcel, sí, a todos”. Y eso
explica sin duda los burletes colocados en las ventanas. Éstas no siempre
habían estado cerradas, sino sólo los postigos, mantenidos por una barra de
hierro sujeta por un candado; es evidente que con el fin de impedir las
exhibiciones de la señorita Mélanie. Pero ella entonces se desquitaba
gritando. La madre le decía entonces que si seguía gritando de aquel modo,
vendría el comisario a detenerla. Y cuando las amenazas no eran suficientes,
mandaba sacar una escoba por la ventana para tocar el timbre con el mango y
hacerle creer que era el comisario quien llamaba». Pero la señorita descubrió
la estratagema y fue entonces, al parecer, cuando se adoptó la costumbre de
mantener las ventanas cerradas incluso en verano.
«Durante cierto tiempo», nos informa Virginie Neveux, señora de
Magault, «la señorita Bastían pedía todos los días papel y lápiz para escribir:
cosa que su madre mandaba que le entregaran; escribía entonces una carta que
ponía dentro de un sobre dirigido a varias personas cuyos nombres no
recuerdo; después la deslizaba por los postigos de la ventana para que cayera
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al patio; luego decía a Marte Fazy, la cocinera, que la llevara a Correos.
Como esto era algo que me pedía a menudo, la señora Bastían me decía que
saliera por la puerta pequeña y volviera a entrar por la grande, de modo que la
hija pensaba realmente que llevaba la carta a Correos. Pero de vuelta a casa se
la entregaba a la señora Bastían, que me decía que, cuando tirara otras, no
había que abrirlas, pues no decían nada, serio.
»La señorita no quería ver a su madre, a la que llamaba Boudine, o
Bounine, y en el transcurso de una semana, cuando venía a verla, le tiró seis
orinales que se rompieron en la escalera. La señora Bastían le dijo entonces
que ya no le daría ninguno más y que la dejaría en su suciedad; a lo que la
hija replicó que ya estaba en ella; incluso llegó a decirle a menudo que no era
la preferida de la casa».
La lectura de estos testimonios e informes nos permite juzgar con menos
severidad la actitud del señor Bastían; el secuestro de su hermana nos parece
en parte motivado y entendemos por lo demás que se trata menos de secuestro
que de reclusión, en gran parte voluntaria, a pesar de los gritos, de las
llamadas y de las extraordinarias incoherencias de un carácter desequilibrado.
Además el informe Barbier pudo dejar claro que la señora Bastían «ni
siquiera era culpable de haber impuesto sus ideas al respecto».
«El señor o la señora Bastían parecen haberse ceñido, como casi todos los
de su generación, a unas ideas actualmente trasnochadas.
»El señor Bastían padre fue quien decidió que su hija fuese atendida en la
casa por sus padres, puesto que así había sucedido a lo largo de seis o siete
años durante su vida.
»Incluso expresaba esta resolución con cierta elocuencia paterna cuando
decía, en 1878, a la señorita Kaenka: “Mientras pueda cuidarla con los
médicos la tendré en casa”».
«Fiel al sentir de su marido, la señora Bastían se mostraba tan inflexible
como él cuando contestaba a la señorita Péroche, que le hablaba de internar a
su hija en un sanatorio: “que había hecho la promesa de permanecer junto a su
hija hasta la muerte”».
La mera mejoría de la señorita Mélanie Bastían, justo después de su
ingreso en el hospital, hizo que algunos concibieran esperanzas de que
pudiera recuperar totalmente la razón. Los médicos seguían escépticos y
decían: «Desde el punto de vista de la mente consideramos a la señorita
Bastían como a una débil mental, cuyo juicio está muy por debajo de lo
normal».
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En varias ocasiones el señor juez de instrucción trató de interrogarla.
Nunca la encontró en un estado que le permitiera prestar juramento. El
resultado de su último intento, el 6 de agosto, cuando los dos meses y medio
de prudentes cuidados en el hospital tendrían que haber aportado una mejoría
en el estado mental de la señorita Bastían, si cabía la posibilidad de que
mejorara, fue tan deplorable como los anteriores. Por otra parte, los tres
médicos forenses consultados expresaron el convencimiento de que la
señorita Bastían no recuperaría jamás la razón. Reproducimos a continuación
el acta de aquel interrogatorio del 6 de agosto:
P.: Díganos sus nombres y apellido.
La señorita Bastían se pone a reír diciendo: «Nada de nada, nada de
nada».
P.: ¿Es verdad que se llama usted Mélanie Bastían?
R.: Hay más de una que se llama así.
P.: ¿Qué edad tiene?
R.: No quiero decir todo eso.
P.: ¿Dónde nació?
La señorita Mélanie Bastían pronuncia unas palabras ininteligibles.
Distinguimos sin embargo esta frase: «Pero no podemos quedamos siempre
aquí».
P.: ¿Es verdad que tiene un hermano?
R.: ¡Pues sí!
P.: ¿Quiere decimos el nombre de su hermano?
La señorita Bastían se echa a reír y no contesta.
P.: ¿No quiere decirnos el nombre de su hermano?
R.: No.
P.: ¿Es verdad que su hermano está casado?
Contesta de forma ininteligible.
P.: ¿No estuvo usted acaso en la boda de su hermano en Mont-de-Marsan?
R.: ¡Pues sí!
P.: ¿Es verdad que tiene usted una sobrina, puede decirnos su nombre?
R.: Peor para ella.
P.: Cuando era joven, ¿es verdad que la señorita Gilbert le daba clases de
piano?
R.: No la conozco.
P.: ¿En qué pensionado se educó usted?
R.: J… no se puede decir todo.
P.: ¿Es verdad que su padre se ocupó de usted y le enseñó griego?
Página 199
R.: No.
P.: ¿Es verdad que durante mucho tiempo tuvo como criada a Marie
Fazy?
R.: Sí.
P.: ¿Qué se ha hecho de esta criada, es verdad que ha muerto?
R.: No lo sé.
P.: ¿Dónde vive usted en Poitiers?
R.: Y no quiero decir nada de nada. No me toca hablar a mí.
P.: ¿Es verdad que vivía en la calle de la Visitación, en el número
veintiuno?
R.: Sí, pero no es en el número veintiuno, sino en el número catorce.
P.: ¿No es verdad que había un bonito jardín?
R.: Sí, sí, cuando me vuelvan a llevar allí, saltaré sobre el espinazo de
otra.
P.: ¿En qué piso vivía usted?
La señorita Bastían parece enojada y pronuncia unas palabras que no
conseguimos entender.
P.: ¿Su habitación era más bonita que ésta?
R.: Cuando se está en el Querido Buen Gran Fondo, se está mejor que
aquí, pero todavía hay que esperar para ir.
P.: ¿Recuerda usted a su padre? ¿La quería mucho?
R.: ¡Oh, sí!
P.: ¿Ha muerto su padre?
La señorita Bastían se echa a reír y nos dice: «No sé todo eso».
P.: ¿Recuerda usted a su madre? ¿La quería ella a usted y usted a ella?
En ese momento la señorita Bastían se enfada y dice que no quiere seguir
hablando.
P.: ¿Le gustaría ver a su madre?
R.: No, más vale que se quede allá.
P.: ¿Pero entonces, no quiere a su madre?
R.: Sí, sí, pero más vale que se quede allá.
P.: ¿No le han dicho acaso que su madre ha muerto?
La señorita Bastían se echa a reír y no responde. Al cabo de unos minutos
dice: «Sigue estando en el Querido Buen Gran Fondo».
P.: ¿Venía su hermano a verla a menudo cuando vivía en la calle de la
Visitación?
R.: Sí, sí.
P.: ¿Le traía golosinas?
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R.: Somos bastante ricos en Querido Buen Gran Fondo para comprar
pasteles.
Al oímos dictar esta respuesta, la señorita Bastían suelta una carcajada.
P.: En la calle de la Visitación, ¿estaba usted acostada en una cama bien
limpia y con las sábanas bien blancas?
R.: ¡Qué dirían en Querido Buen Gran Fondo si oyeran todo eso!
P.: ¿Por qué llevaba siempre un velo o una manta tapándole la cara?
La señorita Bastían pronuncia con volubilidad unas palabras que no
podemos comprender.
P.: ¿La aseaban, le peinaban el cabello cuando vivía en la calle de la
Visitación?
R.: No era yo la que tenía tanto pelo, eso era otra; hay otras aparte de mí
que llevan el mismo nombre.
(Siguen muchas respuestas más, tan disparatadas como éstas).
Página 201
Capítulo octavo
Casi todas las informaciones que hemos facilitado sobre este caso insólito
sólo fueron puestas de relieve en el informe, del que ya hemos hablado,
redactado por el letrado Barbier, abogado de Pierre Bastían, y presentado por
él ante la sala de acusación, referente al recurso presentado por su cliente ante
la disposición según la cual el juez de instrucción remitía éste ante la
jurisdicción competente por secuestro criminal con tortura, crimen castigado
con la pena de muerte en virtud del artículo 344 del Código Penal. No nos
sorprendamos de que Pierre Bastían haya sido absuelto en la apelación tras
haber sido condenado por el tribunal correccional, sino más bien de que la
sala de acusación, que lo remitió ante el tribunal correccional el 7 de octubre
de 1901, haya podido considerar, no se sabe cómo:
l.º Que si bien no había lugar para acusar al señor Bastían de secuestro
arbitrario, existía por el contrario «contra el susodicho señor Bastían cargo
suficiente por haber ejercido voluntariamente…, sobre la persona de su
hermana Mélanie, violencias que incurren en aquellas previstas y castigadas
en virtud del artículo 311 del Código Penal.
»O por lo menos por haber sido cómplice del susodicho delito de
violencia especificado antes, al ayudar y asistir con conocimiento al autor de
las susodichas violencias (?) en los hechos que las han consumado; delito
previsto y castigado en virtud de los artículos 58 y 60 del Código Penal».
La cosa no estaba probada en lo más mínimo, como ya hemos visto
anteriormente. Consideramos, pues, inútil repetir aquí los muy deficientes
debates y los alegatos de la sala de lo correccional.
Ésta es la sentencia del tribunal de apelación:
«Tras haber deliberado conforme a la Ley:
»Considerando que de la instrucción y de los debates se desprende que el
internamiento o el secuestro de la señorita Bastían eran necesarios debido a su
estado mental;
Página 202
»Que durante los primeros años de este internamiento no le faltaron los
cuidados necesarios, pero que después de la muerte de su padre y aunque
algunos documentos y sobre todo el testamento de la viuda Bastían testifiquen
que ésta sentía por su hija un afecto, por lo demás intermitente y trastornado,
Mélanie Bastían había sido abandonada durante largos años en una habitación
sin aire y sin luz, sobre un jergón inmundo y en un estado de suciedad
absolutamente indescriptible;
»Que aun cuando no parece haberle faltado nunca una alimentación
abundante y hasta dispendiosa, la ausencia completa de vigilancia y de
cuidados hicieron inútil esta precaución, y que sin la intervención oportuna de
los magistrados, el método bárbaro por el que se había regido su tratamiento
no habría tardado en tener para ella un desenlace fatal;
»Considerando que estos hechos han provocado justamente la reprobación
pública y que hacen pesar sobre la memoria de la viuda Bastían una
responsabilidad moral cuya gravedad difícilmente se puede exagerar;
»Considerando que, no obstante, en lo que se refiere más particularmente
a Pierre Bastían los hechos de la causa no pueden ser objeto de una
disposición penal;
»Que en efecto no cabe entender un delito de violencias sin la existencia
de las violencias, que no ha quedado establecido contra Bastían ni se imputa a
su madre ningún acto de este tipo, exceptuando los hechos de secuestro cuyo
principio ha quedado descartado por la Sala de acusación, y que, aunque
algunos jurisconsultos opinen que un delito de omisión a veces puede
suplirlo, tal cosa sólo ocurre siempre y cuando esta omisión se refiera a un
deber que incumba jurídicamente a su autor;
»Considerando que la ley del 19 de abril de 1898 castiga, bien es verdad,
el hecho de que cualquiera que haya privado a un menor de quince años de los
alimentos y cuidados que le son debidos hasta el punto de comprometer su
salud, pero que esta ley nueva no se ha hecho extensiva a los alienados;
»Que la propia ley da por supuesto que el menor privado de este modo de
cuidados estaba al cargo, por lo menos para recibirlos, de la persona que se
los ha negado;
»Considerando que no parece que Bastían se haya encontrado en ningún
momento en esta situación respecto a su hermana;
»Que tanto durante las últimas semanas de su existencia como
anteriormente la viuda Bastían jamás aceptó que su autoridad absoluta se
pusiera en tela de juicio, sobre todo por parte de un hijo que no vivía en su
casa, al que no quería y al que había desheredado;
Página 203
»Que la misión que le habría encomendado durante este último periodo, la
de cuidar de su hermana, no implica abandono alguno de esta autoridad;
»Que por otra parte no ha quedado establecido que se la haya
encomendado, que Bastían siempre lo ha negado y que tanto los testimonios
formales, como los actos de las criadas que tendrían que haber servido para
llevarla a cabo, lo excluyen rotundamente;
»Que en cualquier caso de ningún modo ha quedado demostrado que el
recurrente haya participado con voluntad consciente y bien deliberada, sea
como coautor o como cómplice, y bajo el supuesto de que es legalmente
criminal o delictivo, en los actos de los que su madre parece haber sido única
responsable;
»Que sin duda, a pesar de sus deficiencias, por lo demás parciales, nada
autoriza a creer que Bastían haya ignorado el estado lamentable en el que se
encontraba su hermana, y que el papel meramente pasivo al que creyó tener
que resignarse, así como la fría impasibilidad que no le inspiró ninguna
iniciativa eficaz, merecen la reprensión más severa;
»Que como su comportamiento no incurre en lo previsto en la Ley penal,
que los jueces no pueden suplir, procede que el tribunal pronuncie su
absolución.
Página 204
Notas
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[1] Ver al respecto la encuesta publicada en Le Temps del 13 y 14 de octubre,
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[2] Ayer ya vimos la comparecencia de una criatura; una chiquilla más o
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[3] El texto íntegro de las sesiones a puerta cerrada figura en una separata (de
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[4] Estoy convencido de que esta última observación no podría aplicarse de la
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[5] «Ahora no se le puede salvar. Metedle en prisión como a un criminal y os
digo que será su perdición». Se trata de las palabras que John Galsworthy
pone en boca del abogado defensor en su drama: Justice. <<
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[6] ¡Qué interesante sería conocer el resultado de esta experiencia insólita! <<
Página 211
[7] Sólo facilito aquí las informaciones que nos fueron suministradas por el
Tribunal, y no las que yo, por mi cuenta, pude recopilar después. <<
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[8] «En absoluto me niego a facilitar las señas de mi madre», me escribió poco
tiempo después Cordier desde la prisión, «si no se las di al juez, fue para que
ella no se presentara en el Palacio de Justicia». <<
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[9]
En cuanto tuve un día libre fui a Le Havre y visité a la madre del
condenado. Me costó un poco dar con ella, pues la pobre mujer había tenido
que cambiar de domicilio para huir de los insultos y de las miradas injuriosas
de los vecinos. En cuanto comprendió el motivo de mi visita me llevó a una
pequeña estancia apartada, donde sus empleadas no pudieran oímos.
Solloza y apenas puede hablar; una de sus hijas, que completa los relatos de la
madre, la acompaña:
—¡Ay!, señor —me dice ésta—, para nosotros fue una gran desgracia cuando
mi otro hijo (el segundón) tuvo que cumplir el servicio militar. Daba buenos
consejos e Yves siempre le hacía caso. Cuando se escapó del reformatorio, no
se atrevió a vivir en casa, por temor a que lo volvieran a coger. Fue entonces
cuando, sin domicilio, empezó a codearse con gente de la peor calaña, que le
llevó por mal camino y lo echó a perder.
Todas las informaciones que conseguí después sobre Yves Cordier —de su
madre, de su hermana, de su último patrón, de su hermano al que visité en el
cuartel— confirman por completo la opinión que empezaba a formarse dentro
de mí:
Yves Cordier no tiene entendimiento; tiene poca cabeza y es deplorablemente
fácil de seducir. Es un buenazo, dicen todos: lo que asimismo significa: no
tiene resistencia. Sus ansias por hacer favores a los demás llegan hasta la
obsesión, hasta la estupidez. Para un compañero «que los necesitaba» había
sustraído Yves Cordier un viejo par de zapatos, su primer robo.
Cuando su madre, al estar autorizada para ello, le traía golosinas al
reformatorio, el guardia le decía: «Si las trae para él, señora, no vale la pena:
se lo da todo a los demás, y no se quedará nada para sí».
En el reformatorio, haciendo caso de los consejos de un compañero, se hizo
tatuar el dorso de la mano izquierda. Poco después, otro compañero le
convenció de que ese tatuaje tan vistoso podría resultarle un estorbo, e Yves,
dócil una vez más ante el nuevo consejo, se aplicó sobre el tatuaje una
cataplasma de sal y de vitriolo que le comió la carne hasta el hueso (por eso el
día del delito llevaba la mano en cabestrillo).
—Lo único que necesitaba ese chico era que le dirigieran —me dice por
último su patrón zapatero, que me habla de él en términos emocionados y sólo
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pide poder volver a emplearlo… <<
Página 215
[10] Se trata de la colección «No juzguéis», dirigida por André Gide y cuyo
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[11] Habiendo utilizado Redureau semejante arma, las heridas producidas
difícilmente podían ser benignas. Esta arma, «más cerca de la hoz o del
hacha» que del cuchillo, era de tal envergadura que es fácil de explicarse la
profundidad de los cortes. Por supuesto, Redureau había perdido toda su
sangre fría y debió de coserlo a tajos como un loco. Traté en un primer
momento de encontrar pruebas de su enajenación momentánea en el hecho de
que se le quebrara el arma justo cuando masacraba a la víctima más tierna, y
de la cual menos resistencia podía temer; pero, pensándolo bien, me figuro
que el mango alargado de la cuchilla tuvo que romperse al golpear un
montante de hierro o de madera de la cuna dentro de la cual sin duda
descansaba la criatura de dos años. <<
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[12] Los médicos forenses no comparten el escepticismo del señor fiscal.
Respecto a este punto (el intento de suicidio), como respecto a todos los
demás, Redureau —que de ningún modo trata de atenuar su culpabilidad—
les parece absolutamente sincero.
Asimismo subrayemos que, tras haber cometido sus asesinatos, a Redureau
nunca se le pasó por la cabeza coger el dinero que seguramente debía de
haber dentro del armario y que, tal vez, le habría ayudado a huir. En ningún
momento tuvo el propósito de fugarse. <<
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[13] Asimismo hay que destacar la inexactitud de los periódicos respecto a este
punto como a tantos otros: «Redureau, ahora, pretende que jamás ha dicho
nada parecido, pero numerosos testigos afirman lo contrario». (Le Journal,
marzo de 1914). <<
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[14] En todas las frases en cursiva el subrayado es mío. <<
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[15] Otro rasgo de carácter que me sorprende que no esté señalado en este
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[16] Este periódico es Le Temps (2 de octubre de 1913) y no se me ocurre un
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[17] Le Phare de la Loire, 2 de octubre de 1913. <<
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[18] Algunos testigos han insistido sobre esta disposición de Redureau para
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[19] Para pasar de una habitación a otra se alumbraba con el farolillo del lagar
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[20] El letrado Durand, el abogado defensor, no obstante subraya: «La
vendimia se ha repartido en diversos periodos separados por intervalos de
descanso, dijeron los expertos. Así es. ¿Pero qué intervalos? Si tomamos las
fechas referidas por los expertos y facilitadas por el señor Mabit, hermano de
la víctima, comprobamos lo siguiente:
»La vendimia empezó el miércoles de la tercera semana de septiembre. Tres
días se dedicaron a ella esa semana: el miércoles, jueves y viernes, es decir, el
17, 18 y 19 de septiembre. Entonces se produjo una interrupción de unos
pocos días, pero la semana siguiente, el trabajo se reanuda el martes y dura
hasta el sábado incluido. Se respeta el descanso dominical, y luego el lunes
por la tarde se vuelve a la vendimia. El martes 30, el criado estaba al pie del
cañón con su amo desde las cinco de la madrugada y ahí seguía todavía a las
diez y media de la noche.
»¿Cuál era, pues, la duración de la jornada de trabajo?
»El trabajo empezaba en casa de los Mabit a las cinco de la mañana. Sólo se
interrumpía para comer. Lo más pronto, concluía a las diez de la noche.
»La ley limita a diez horas la jornada laboral de los chicos de su edad en los
establecimientos industriales. Las jornadas suyas eran de catorce a quince
horas.
»No acuso a Mabit de haber sido un amo inhumano, lo que aplicaba en su
casa era conforme a las costumbres de la comarca. Se lo imponía a sí mismo.
Pero aquí hay que decirlo todo: podía imponérselo a jornaleros de veinticinco
a treinta años; cometía un error cuando imponía el mismo régimen a un criado
de quince años. Así pues, no contradigo a los expertos cuando declaran con la
autoridad que les es propia que el trabajo de la vendimia no había producido
en el acusado un estado de agotamiento nervioso. Pero cuando luego leo en su
informe que la explicación de los actos cometidos por Redureau ha de
buscarse en una disposición particular de irritabilidad, me parece manifiesto
que el agotamiento es una de las causas que habían conducido a la
agudización del estado de esta irritabilidad». <<
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[21] Es preciso subrayar que en la audiencia el abogado articuló, contra ese
Página 227
[22]
Suceso que hay que relacionar con este otro que muchos periódicos
reprodujeron en los mismos términos (ver en particular Le Temps, 16.9.1927):
«El crimen de un chico de quince años. El 31 de agosto pasado se denunciaba
la desaparición de una chiquilla de seis años, Jeanne Mullier. Tras varios días
de búsqueda en vano, se acabó descubriendo el cadáver de la niña en un pozo
de una cantera abandonada, cerca de su domicilio. Los policías han detenido
al asesino, un chico de quince años, Florimond Robitaillie, cuyo domicilio
está cerca del de la pequeña Jeanne. Interrogado a lo largo de todo el día y de
la noche, ha hecho una confesión completa a las dos de la madrugada. Su
relato del crimen es el siguiente:
»“Había quedado con la pequeña Jeanne en los subterráneos. Allí nos
divertimos, pero como se hizo daño al caer, tuve miedo de que se lo contara
todo a sus padres, y la guié en la oscuridad hacia el pozo donde sabía que
caería. Resbaló, en efecto, y cayó al agua y la estuve mirando cómo moría
iluminándola con mi linterna. Duró diez minutos. Cuando vi que estaba
muerta, entonces volví a la superficie y seguí trabajando desde entonces como
si nada hubiera pasado”».
No sé si confesarlo: desconfío un poco de esta frase: «Tuve miedo de que se
lo contara todo a sus padres». ¿Es esta frase auténticamente del chico? O no
lo es, como: «Impulsada por un sentimiento de maldad», provocada de forma
artificial por el interrogatorio, o añadida por el periodista (o la agencia de
noticias) deseoso de presentar una explicación razonable, si puede decirse, de
un hecho que, en sí mismo, no lo es demasiado; explicación susceptible de
falsear su sentido tan gravemente como las interpretaciones, a menudo
involuntarias, de las que se queja con tanta razón Lévy-Bruhl respecto a los
hechos que narra, en el transcurso de su investigación sobre la Mentalité
primitive, según los relatos de los misioneros y de los exploradores. Pero
tanto unos como otros caen en esta necesidad irresistible de nuestra mente de
explicar y de reducir a las nociones banales de una psicología rudimentaria y
aceptada, unos hechos poco menos que incomprensibles, por lo menos en el
estado actual de la ciencia psicológica, en cualquier caso profundamente
desconcertantes. <<
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[23] Agradezco de forma muy especial al doctor J. Bercher que me la hiciera
llegar. <<
Página 229
[24]
Ver al respecto el interesantísimo opúsculo de Paul Sarasin, Der
Brutparasitismus des Kuckucks und das Zahlenverháitnis der Geschlechter.
Innsbruck, 1924. <<
Página 230
[25] Los periódicos insistieron hasta la saciedad en la diversidad, el enorme
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[26]
Conde Kokovtzoff: «La verdad sobre la tragedia de Ekaterimburgo»,
Revue des Deux Mondes, 1 de octubre de 1929. <<
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[27] Lo que el señor presidente no dice es que, cuando vinieron a buscarla para
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[28] En otro interrogatorio nos enteraremos de que Pierre Bastían pasaba todos
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[29] Testamento de la señora Bastían:
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[30] Declaración de la señora Fort, vendedora de ostras: «He abastecido de
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[31] Véase la ilustración en nuestro cuadernillo de fotos. <<
Página 237
[32] Nombre que daba a su hermana en la intimidad. La señorita Mélanie
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