Boris Pahor. Necrópolis PDF

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Campo de concentración de Natzweiler-Struthof sobre los

Vosgos. El hombre que acaba de llegar junto a un grupo de


turistas una tarde de verano no es un visitante cualquiera:
es un ex deportado que con la distancia de los años ha
regresado al lugar donde fue encerrado. De pronto, frente al
barracón y el alambre de espino transformados ahora en
museo, el flujo de la memoria comienza a discurrir y los
recuerdos afloran cargados de dolor y de emoción.
Regresan el sufrimiento por el hambre y el frío, la
humillación por los golpes y los insultos, la profunda pena
por cuantos, los más, no sobrevivieron. Y como los
fotogramas de una película, impresa en el cuerpo y en el
alma, se descuelgan las infinitas vicisitudes que hablan de
un horror que de ningún modo se puede explicar, pero que
va unido a la solidaridad entre prisioneros, a una humanidad
nunca del todo derrotada, a un deseo de vivir que incluso en
circunstancias tan dramáticas nunca se pierde
completamente.
Escrito con un lenguaje crudo que no cede a la
autocompasión, Necrópolis es un libro autobiográfico
intenso y escalofriante. Y si Boris Pahor nos cuenta su
experiencia para que la memoria no se pierda y la historia
no haya sucedido en vano, lo que nos regala no es sólo el
fiel testimonio de la atrocidad de los campos de
concentración nazis, sino también un emocionante
documento sobre la capacidad de resistencia y la
generosidad del individuo.
«Necrópolis, considerada desde hace décadas una de las
obras maestras de la literatura del Holocausto, es un libro
excepcional que logra combinar el absoluto del horror —
siempre aquí y ahora, presente y ardiente, eterno ante Dios
— con las complejidades de la historia, de la relatividad de
las situaciones y de los límites de la inteligencia y la
comprensión humanas» (Claudio Magris).
«Un libro impactante, la visita a un campo de la muerte y el
resurgimiento de imágenes intolerables descritas con una
precisión deslumbrante y una excepcional agudeza de
análisis» (Le Monde).
«Más eficaz que una película, desgarradora y límpida como
sólo un testimonio directo puede ser, Necrópolis es una obra
maestra absoluta de la literatura del siglo  XX. Debería
enseñar a no dejar de sentir vergüenza delante de los
campos de concentración. Delante de la indiferencia por el
dolor de los otros. Delante de la incapacidad de respetar los
derechos aun de quien no piensa como nosotros»
(Alessandro Mezzena Lona, Il Piccolo).
«No hay modo de evitar la mirada valiente y directa de
Boris Pahor. Su nombre ha estado justamente relacionado
con los de Primo Levi, Imre Kertész y Robert Antelme»
(Süddeutsche Zeitung).
Boris Pahor

Necrópolis
ePub r1.0
Titivillus 31.08.2019
Título original: Nekropola
Boris Pahor, 1967
Traducción: Barbara Pregelj
 
Editor digital: Titivillus
ePub base r2.1
Índice de contenido

Cubierta

Necrópolis

Prólogo

Nota del autor

Sobre el autor

Notas
A las manos de todos aquellos que no han vuelto
PRÓLOGO:
UN HOMBRE VIVO EN LA CIUDAD DE LA MUERTE

Durante una visita al campo de concentración de Natzweiler-


Struthof, en el cual muchos años antes se había encontrado cara
a cara con el horror y la aberración más inconcebible de nuestra
historia, Boris Pahor observa a un carpintero que sustituye —en
el campo que ahora se ha convertido en un lugar de memoria y
peregrinaje para ex deportados como él y para turistas con un
alma más o menos consciente de todo cuanto están viendo—
algunas tablas podridas de un barracón donde tiempo atrás
vivieron (si en tal caso es lícito usar este verbo) prisioneros.
«Rechazaba», escribe, «las piezas blancas que rodeaban las
tablas de madera ennegrecidas, deslavadas y gastadas. No era el
color lo que me molestaba, porque sabía que el hombre iba a
pintar las partes nuevas y a igualarlas con las viejas;
simplemente, no podía soportar que se añadiesen aquellas
piezas de madera cruda, recién tallada. Era como si quisieran
injertar el tejido descompuesto a las células vivas y plenas de
savia, como si alguien quisiera añadir una pierna blanca a las
momias aplastadas y ennegrecidas. Estaba convencido de que la
degradación debía quedar intacta. Pero ahora estas piezas
añadidas ya no se notan, el mal ha asimilado las células nuevas y
las ha impregnado de su savia podrida».
En esta precisa descripción de un detalle, de por sí
secundario, se encuentra la fuerza de este libro, La mirada
micrológica del autor atrapa lo esencial —el horror difícilmente
expresable— desde partículas aparentemente insignificantes y
coloca cada cosa, aunque sea mínima, dentro de una perspectiva
global, dentro de la totalidad de la vida y de los procesos
naturales e históricos, La tranquilidad de la descripción es la
fuerza para no sucumbir al mal inaudito ni dejarse envolver; es
una tranquilidad que pone en contacto con mayor fuerza cada
grito con «el abismo del mal con que fue castigada nuestra fe en
la dignidad humana y en la libertad de nuestras decisiones
personales».
Al regresar muchos años después a su necrópolis y darse
cuenta de que los visitantes —incluso los más conscientes de lo
que ocurrió en aquel campo de concentración y los que más se
opusieron a que se creara o permitiera— en realidad nunca
podrán penetrar en aquel abismo de abyección, Boris Pahor
teme que el tiempo, el olvido y las transformaciones de la vida
palidezcan la condena, empañen lo absoluto, convirtiéndolo
apenas en el devenir de la naturaleza, Por eso, a él le gustaría
que la condena y sus señas permanecieran indelebles, eternas, y
que nunca sanaran las cicatrices en el cuerpo de la humanidad y
de la historia; sanarlas, cubrirlas, integrarlas en la continuidad
de la vida sería un posterior ultraje a las víctimas y una amnistía
—aunque involuntaria— concedida a una realidad que debe
seguir siendo inconcebible, El mal es fuerte, es una savia pútrida
que continúa envenenando la historia, Incluso el crecimiento de
la hierba en aquel campo, el murmullo del bosque vecino y la
caída de la lluvia y la nieve que nivelará las gradas de la ladera
fatigosamente recorridas un tiempo por los condenados parecen
despiadados, privados de sentido, absurdos en su «obtuso
perdurar».
«Sé que soy injusto», dice Pahor con la objetividad clásica del
gran escritor. Necrópolis, considerada desde hace décadas una
de las obras maestras de la literatura del Holocausto, es un libro
excepcional que logra combinar el absoluto del horror —siempre
aquí y ahora, presente y ardiente, eterno ante Dios— con las
complejidades de la historia, de la relatividad de las situaciones y
los límites de la inteligencia y la comprensión humanas. Los
turistas que visitan el campo, el guía que se gana el pan con sus
explicaciones (mostrando por ejemplo una mesa de disección en
la que un profesor universitario de Estrasburgo realizaba
vivisecciones y pruebas bacteriológicas a los deportados,
especialmente a los gitanos), o dos enamorados que se besan
delante de la alambrada, perturbando desagradablemente al
superviviente. Sin embargo, con su clásica capacidad de aferrar
la totalidad, Pahor de inmediato se dice a sí mismo «que sería
muy infantil querer trasladar a estos dos enamorados a nuestro
mundo pasado. De esta manera la frase “Quién hubiera pensado
entonces que por aquí iban a pasear parejas de enamorados”
carece absolutamente de sentido. Porque en nosotros se había
establecido un final apocalíptico en la dimensión de la nada,
mientras que estos dos se hallan en la dimensión del amor, que
también es infinita y también dispone los objetos de manera
incomprensible, excluyéndolos o glorificándolos».
Con este gran libro Pahor afronta la tortuosa pesadilla de la
culpabilidad (cuando menos percibida como tal) del
superviviente, de quien ha regresado; pesadilla que parece
haber vivido el grandísimo Primo Levi, cuando decía que quien
ha regresado no ha visto realmente la Gorgona y quien la ha
visto no ha regresado nunca.
Consciente de tal laceración, Boris Pahor la asume pero no
sucumbe ante ella, Al visitar el depósito de los muertos y ver las
tenazas con las que luego se los llevaban, piensa en Ivo, un
compañero suyo de prisión que no regresó, y la distancia que
existe entre su propia supervivencia y la muerte, «Entre Ivo y yo
sólo hay sandalias ligeras, pantalones de verano, un bolígrafo
con el cual puedo escribir rápidamente el nombre del objeto que
veo y un Fiat  600 que me espera delante de la puerta y con el
cual paso a menudo por delante del almacén de Rojan en el que
Ivo vendía carbón, Y me doy cuenta de que debería liberarme de
todo lo mundano y ponerme los zuecos de madera de nuestra
miseria para volver a ser digno de su amistad. Entonces Ivo
dejaría de ser invisible y no tendría envidia de que yo fuera a
volver a la orilla triestina; tal vez tampoco me pediría que, por
fidelidad a él, no me alegrase del sonido de las olas bajo las
rocas del acantilado de Barkovlje».
¿Es una infidelidad haber sobrevivido y vivir —a pesar de
haber traspasado el infierno— plena e incluso gozosamente, con
placer sensual? Pahor contesta a esta gran pregunta con una
gran, compleja y completa respuesta humana, No lo oculta, no
niega la culpa metafísica de haber dejado en aquel infierno a
tantos compañeros, Se pregunta sobre el «pecado», como dice
él, en el sueño final, cuando una multitud de sombras silenciosas
pasan sin mirarlo ni verlo, como si por el hecho de estar vivo ya
no fuera uno de ellos, ya no formara parte de aquella gente a la
que pertenece más que a ninguna otra, Se pregunta por el
pecado de haber intercambiado cigarrillos por una rebanada de
pan, de haber comido el pan de los que ya habían muerto y
también de haber contado con ese pan; de haberse puesto los
calzoncillos de los muertos de su alrededor, Cada vez que
regresa al campo se siente también, paradójicamente, un
privilegiado y él lo sabe bien: privilegiado por haber tenido la
suerte de realizar en el campo de concentración una labor un
poco «menos brutal», como en su caso la de enfermero;
privilegiado incluso sólo por la gracia de la vitalidad, que le fue
dada por la decisión inescrutable de los dioses, frente a una
constitución física y mentalmente más débil otorgada a los
demás —vitalidad que aún hoy, a sus noventa y cinco años, Boris
Pahor posee con una increíble y natural frescura.
Él no se deshace de la culpa, la asume como asume la
presencia a cada instante de su existencia vivida en la necrópolis,
que no sólo es la necrópolis de ese lugar y de los campos de
concentración, sino de la existencia en general, también de la de
cincuenta años después, irremediablemente imbuida de esa
certeza de haber muerto vivo en los campos de concentración y
asimilada para siempre en cada persona.
Al criticar la película de Resnais, Pahor escribe: «Debería
haber profundizado más en esa vida, o, mejor dicho, en esa
muerte. Debería haberla vivido. Vivir la muerte». A diferencia de
otros —y no por eso menos grandes—, Pahor lleva consigo esta
realidad, siempre presente, con un admirable understatement del
estilo cotidiano; nunca se ha «hecho» el deportado —que habría
sido más que comprensible—, dejando tranquilamente que
otros le ignorasen y comportándose «como él mismo». Pero no
ha permitido que esa realidad redujera su vitalidad, el gusto
sensual, el placer intelectual, la alegría de vivir y la libertad de
juicio.
Pahor no quiere ser «injusto» con los enfrentamientos en los
que no ha vivido el horror. Él sabe bien que esta «injusticia», a
saber, la reivindicación universal de lo absoluto del exterminio,
es necesaria y debe permanecer viva en el pensamiento y en los
sentimientos —para no pasar a los actos y por lo tanto
domesticar el horror y acostumbrarse a él—, aunque debe, al
mismo tiempo, ser relativizada y dominada, y concienciarse de sí
misma. Así que cuando el amigo y compañero del campo de
concentración André, particularmente querido para él y que
falleció pocos años después de la liberación, escribe que hay que
aniquilar a todos los alemanes, a la estirpe que produjo los
campos de exterminio, él (al mismo tiempo compartiendo
erróneamente el engañoso acercamiento de Nietzsche al
nazismo) responde: «No tienes razón, porque sin darte cuenta
aceptas el mal que te atacó […] Te comprendo, pero también sé
que no eres prudente». El centra su atención, concretamente, en
la ambigüedad con respecto a los nazis de los poderes y las
sociedades occidentales durante la posguerra.
Una cruel ironía política del destino de Pahor es el hecho de
que él y otros eslovenos de Trieste, del Kras y de Primorska están
inscritos en el campo de concentración como italianos, de
acuerdo con su nacionalidad, mientras que es la desafortunada
alianza de la Italia fascista con la Alemania nazi el origen de su
infierno, en el que, sin embargo, son aniquilados muchos
italianos: «Nosotros los eslovenos del litoral afirmamos
obstinadamente que somos yugoslavos. El corazón y la mente se
rebelan al pensamiento de ser eliminados como pertenecientes
a una nación que, desde el final de la Primera Guerra Mundial,
siempre había tratado de asimilar a los eslovenos y los croatas».
El punto de partida de la violencia criminal es para Pahor el
incendio del Narodni Dom (Casa de la Cultura) esloveno en
Trieste, en el año 1920, por parte de los fascistas, huella del
símbolo de la desnacionalización llevada a cabo por parte de los
italianos con respecto a los eslovenos no sólo con el fascismo,
sino ya antes, aunque de manera menos explícitamente brutal.
El incendio del Narodni Dom está muy presente en la narrativa
de Pahor, por ejemplo en el Incendio en el puerto (1959), así como
la asimilación forzosa, la supresión de las escuelas eslovenas y el
posterior arresto en Trieste por parte de la Gestapo conforman
gran parte de su obra, desde Mi dirección de Trieste (1948) hasta
Ciudad en el golfo (1955), desde En seco (1960) hasta El
oscurecimiento (1975). Obras éstas en las que se enfrenta no sólo
a la violencia fascista y el horror nazi, sino también al frecuente
desconocimiento por parte de los eslovenos de los derechos
elementales y de la identidad triestina a pleno título, y al
consiguiente muro de ignorancia que ha separado durante
mucho tiempo a los italianos de la minoría eslovena, privando a
ambas comunidades del esencial enriquecimiento recíproco,
También yo, por ejemplo, he descubierto a Pahor, a este crítico y
apasionado cantante de su Trieste y el mío relativamente tarde.
La evidencia de esta separación se da en Necrópolis, sin
embargo, desde la sutil desconfianza que Pahor experimenta, en
el campo de concentración, respecto de los compañeros de
infortunio italianos, incluso de ese Gabriele que sólo más tarde
identificará —diciéndolo explícitamente en una generosa nota al
final de libro— como Gabriele Foschiatti, un republicano e
indómito antifascista que murió en Dachau, del cual el mismo
Pahor subraya «qué democráticos y visionarios fuimos […] en
relación con las garantías necesarias para la supervivencia de
una comunidad minoritaria».
En este sentido, la frase de Necrópolis citada anteriormente
contiene una interpretación errónea, porque no ha sido «la
nación» italiana la que ha oprimido a los eslovenos, como
tampoco es «la nación» eslovena o croata o serbia responsable
de las violentas e indiscriminadas represalias realizadas al final
de la guerra contra los italianos, ni por ejemplo de la masacre de
los domobranci, los colaboracionistas eslovenos, y de los ustasha
y los chetniks llevada a cabo por los seguidores de Tito en el año
1945 y denunciada —además de por el gran escritor esloveno
Drago Janear— en un libro-entrevista con Edvard Kocbek
realizado por el mismo Pahor (castigado por esto con la
prohibición de entrar en Yugoslavia por un año), que también
había sido entregado anteriormente a la Gestapo por los propios
domobranci.
El fascismo y el nazismo ciertamente surgen de los
nacionalismos, pero no sólo de ellos, sino de una reacción
particular (étnica, social, económica, política, cultural, e incluso a
veces religiosa) a la renovación radical que, con la Primera
Guerra Mundial y las sucesivas guerras, ha destruido el viejo
orden europeo. Para desactivar su mecanismo mortal es
necesario destruir cualquier fiebre de identidad, cualquier
idolatría de identidad nacional, auténtica cuando se vive con
sencillez, pero falsa y destructiva cuando se ensalzan ídolos o
valores absolutos y se tienen delirios de superioridad sobre los
otros. La singularidad, escribió Predrag Matvejevic, no es todavía
un valor, es sólo la premisa de un posible valor que la trasciende;
cuando llega la opresión, aparece duramente la defensa pero sin
permitir nunca —como decía en un momento dramático para la
nación polaca a Milosz su tío Oscar— que se convierta en el valor
supremo. La nacionalidad es un valor intrínseco en cuanto no es
un hecho de la naturaleza, sino de lo que se siente y a veces se
opta por ser: Martín Pollack recuerda cómo en Tüffer —una
pequeña ciudad de Estiria—, durante las tensiones entre
alemanes y eslovenos entre los siglos  XIX y  XX, había un cabecilla
alemán-nacional llamado Drolz y un esloveno nacionalista
llamado Drolc.
Necrópolis es un retrato completo y al mismo tiempo conciso
—nunca patético— de la vida (de la no vida, de la muerte) en el
campo de concentración. Un poderoso aliento humano coexiste
con una aguda y fría precisión, en una perfecta estructura
narrativa que imbrica la historia del pasado —de la cárcel,
revivida en el presente perpetuo del horror— y el balance del
presente, de la revisitación muchos años después de aquellos
infiernos regenerados y convertidos ahora en museo y
recordatorio de todo aquello, con las ambigüedades implícitas
en ésta siempre incierta superación oficial del pasado.
Necrópolis es una obra magistral (si es lícito utilizar juicios
estéticos para un testimonio del mal absoluto) tanto por su
límpido conocimiento estructural como por la imbricación de los
tiempos —verbal y existencial— que tejen la historia. En un libro
en el que no existe la más mínima mancha, encontramos
momentos especialmente memorables: la secuencia
cinematográfica de la masa colectiva («policéfala») de
prisioneros bajo el chorro de agua de la ducha, el afeitado del
pubis que trata a los prisioneros como a perros oliéndose unos a
otros, las tenazas arrastrando los esqueletos hacia montones de
otros esqueletos, los detalles del trabajo o de la atención
recibida por los prisioneros-enfermeros como el mismo autor, la
horca para los ahorcamientos, las estratagemas para salvarse
colgando una etiqueta con otro nombre del dedo gordo del pie
de un cadáver, los delirios de los moribundos; la boca siempre
vociferante de los alemanes elevada a rasgo antropológico, el
desorden de la ropa hedionda de los muertos pero todavía
valiosa para los vivos, el silencio del humo que sale de las
chimeneas; la exigencia de un orden que, paradójicamente,
existe incluso en la ejecución de los infames trabajos forzados, el
secreto egoísmo en la ayuda prestada a un condenado con el
alivio de no estar en su lugar, los miserables y bienvenidos
trueques de colillas de cigarrillos por cortezas de pan entre los
prisioneros; la abyección histórica convertida en miseria
cósmica, en vacío absoluto.
Momentos lanzados ante la eternidad con una poderosa
poesía, como las dos muchachas que se cruzan casualmente en
las calles con la fila de los condenados y ni siquiera se dan
cuenta, los eliminan de su mirada, como si en aquella calle sólo
hubiera nieve y un hermoso día de sol, O la sonrisa de un niño
que se asoma por la ventana mientras en la calle pasa una fila de
víctimas y sonrisas; una sonrisa inocente, pero «anacrónica»,
como el sol brillando en lo alto del cielo, O, también, el
condenado que antes de ser ahorcado escupe en la cara de los
verdugos —a veces basta sólo un escupitajo en la cara de
cualquiera para lavar la suciedad de la faz del mundo.
Boris Pahor ha sobrevivido, Su corazón todavía no puede
adentrarse, pero parece haber salido de aquella necrópolis
realmente vivo, en todo el sentido de la palabra;
irremediablemente marcado pero no humanamente mutilado o
deslucido; íntegro, a diferencia de otros —incluso de otros
grandes escritores— que pasaron por aquel infierno, Tal vez
debe en parte esta integridad a su vitalidad, a su familiaridad —
que le hace retornar a sus orígenes populares— con la
corporeidad elemental de la vida, que le permite no tener
problema en enfrentarse «al pus, a los excrementos ni a la
sangre».
Esta fuerza, esta armonía con el discurrir incluso inmundo de
la existencia y con la materia —frágil, a veces repelente, pero a
veces también cristianamente gloriosa— de la que estamos
hechos se convierten en ayuda fraterna para que aquellos
pobres cuerpos sucios que lo rodean puedan ser lavados y
enterrados, Boris Pahor lo hace y lo narra con fría precisión
factual, sin ningún pathos humanitario. Incluso en aquella
necrópolis la resistencia es una esperanza. Para ellos y para los
otros. Me pregunto si, como dice la Biblia, un día se regocijarán
los huesos humillados —todos los huesos humillados.

CLAUDIO MAGRIS
(traducción de Gemma Santiago).
La ceniza fría cubre las sombras.

SREČKO KOSOVEL

Pero el día en el que los pueblos


comprendan quiénes fuisteis,
morderán la tierra de tristeza y rencor,
la bañarán con sus lágrimas y os
erigirán templos.

VERCORS
Es domingo por la tarde y la cinta de asfalto que, pulida y
sinuosa, sube cada vez más arriba de las montañas, no es tan
solitaria como me hubiera gustado. Algunos coches me
adelantan, otros vuelven a Schirmek, en el valle, de manera que
el tráfico de turistas rompe mi recogimiento, banalizando lo que
había esperado encontrar. Sé que también yo con mi vehículo
formo parte de esta procesión motorizada, pero aun así pienso
que, por mi antigua vinculación con este lugar, si hubiese
llegado solo, mi presencia no habría cambiado la imagen onírica
que ha permanecido, intacta, en la sombra de mi conciencia
desde el final de la guerra. Noto que dentro de mí ha despertado
una especie de rebelión incomprensible, una rebelión contra el
hecho de que este lugar montañoso que forma parte de nuestro
mundo interior ahora esté abierto y desnudo. Y a esta rebelión
se unen también los celos: no sólo porque los ojos ajenos de los
turistas se paseen por el ambiente que fue testigo de nuestra
anónima cautividad, sino también porque sus miradas (y de eso
estoy completamente seguro) nunca podrán penetrar en el
abismo del mal con que fue castigada nuestra fe en la dignidad
humana y en la libertad de nuestras decisiones personales. Pero,
a la vez, desde no se sabe dónde, inevitable, casi inoportuna, se
introduce la satisfacción de que los montes de los Vosgos ya no
son un lugar escondido de aniquilación retirada que se consume
dentro de sí mismo, sino que a él se dirigen los pasos de una
numerosa multitud predispuesta emocionalmente a intuir lo
singular del inconcebible destino de sus hijos perdidos, aun
cuando no es lo suficientemente madura para podérselo
imaginar.
Es cierto que la subida a este remoto lugar de montaña
recuerda al afán peregrino hacia las faldas escarpadas de los
montes sagrados. Pero ésta romería nada tiene que ver con
aquella veneración contra la que luchaba con tanto empeño
Primož,[1] quien deseaba que el hombre esloveno despertase a
una fe interior, en vez de dispersarse en una ritualidad
superficial y multitudinaria. Aquí, la gente de todos los países
europeos se une en las terrazas de las altas montañas donde la
maldad del hombre triunfaba sobre el dolor humano, casi
imprimiéndole al exterminio el sello de eternidad. Pero los
peregrinos modernos no han venido en busca de una milagrosa
sublimación de sus deseos, sino que han subido aquí para pisar
un suelo verdaderamente sagrado, y para rendir homenaje a las
cenizas de personas iguales a ellos, que con su presencia muda
erigen en la conciencia de los pueblos un hito inamovible de la
historia humana.

En las curvas estrechas seguramente no pienso en aquel camión


que avanzaba balanceándose desde aquel lugar llamado
entonces Markirch llevando un baúl con nuestro primer difunto
sin que yo supiera que estaba sentado sobre un arca tan triste;
aun así, el aire frío de la nieve me habría paralizado cualquier
pensamiento que hubiera podido infiltrarse en mi conciencia.
No, no soy capaz de pensar de manera clara en ninguna de las
imágenes que, envueltas y encorvadas, permanecen dentro de
mí como un racimo de uvas marchitas y enmohecidas. Miro la
capa del asfalto pulido delante del salpicadero de mi vehículo y
preferiría tener delante un camino revuelto y lleno de agujeros
que me introdujera en un ambiente más propio del pasado. Pero
noto a la vez la molicie y el egoísmo del conductor moderno,
acostumbrado a avanzar rápidamente y con suavidad. De
pasada, procuro encontrar en el territorio esloveno un camino
de montaña con el que podría compararse el camino sinuoso
que va desde Schirmech hasta Struthof. Evidentemente,
enseguida se me aparece el camino serpenteante del paso de
Vršič, pero allí la vista se abre sobre un anfiteatro único de picos
rocosos que aquí no aparecen. ¿Y la carretera que va de Kobarid
a Drežnica? Podría ser. Aunque tampoco del todo, porque aquí
no hay ningún monte de Krn con sus cegadores escollos. Tal vez
este camino de los Vosgos se parece más bien al camino
encorvado que sube desde Kobarid hacia Vrsno. Al igual que
aquí, también allí el bosque se aparta de vez en cuando sin
alejarse del todo; sin embargo, aquí no hay rocas, sino que el
terreno se disemina suavemente desde las redondeces cubiertas
de los bosques a los ondulantes prados, para volver a detenerse
al fondo en una oscura masa de árboles. Ya no me acuerdo de si
en las laderas de Vrsno hay abetos como aquí. Probablemente
no.
La carretera sigue subiendo por la montaña, pero ahora de
vez en cuando la acompaña la blancura de las rocas talladas en
donde las herramientas humanas han dañado la línea verde de
las caderas de la tierra para encarnizarse en su concentrada
fuerza oculta.
En este momento, hacia la izquierda de la carretera se desvía
una franja amplia y larga de terreno que lleva a la entrada.
Seguramente algún día aquí habrá una arboleda, pero ahora
todo el lugar está lleno de autobuses y coches particulares,
distribuidos a lo largo y ancho, así que no puedo evitar pensar
en el aparcamiento delante de la cueva de Postojna. Y con todas
mis fuerzas me resisto a la secuencia de imágenes de turistas
suizos y austríacos de la tercera edad, y de sus encanecidas
compañeras que con sus manos aprietan firmemente las cintas
de sus bolsos pasados de moda y giran sus cabezas en dirección
a la voz del guía como gallinas que en un grito de alarma
despertaran de su minucioso y fútil trabajo, y rápidamente
levantaran su periscopio rojo. Lo más sincero y honesto sería
irme y volver mañana por la mañana, cuando el ambiente de la
jornada laboral protegiera con más piedad el aislamiento de las
terrazas escalonadas. Pero mañana me esperan nuevos paisajes,
de manera que me dirijo hacia la entrada con la conciencia de
ceder ante una automática, y por lo tanto también estéril,
fidelidad al itinerario preestablecido, en vez de dejar que un
lugar me impresione o alejarme de él. Como siempre, también
esta vez siento la necesidad de un viaje rápido e intrépido, ahora
que sobrevive en mí la nostalgia de poder concentrarme con
tranquilidad y sin límites, para establecer una relación auténtica
con la tierra y el mar, con las calles de las ciudades y sus casas,
las caras y las personas que la vida me ha puesto en el camino;
pero la velocidad y la rapidez me empujan febrilmente hacia
delante, y así mis ojos sólo registran imágenes superficiales que
se dispersan como espuma contra la proa de una lancha que
corre a toda velocidad. Y al final me consuelo diciendo que sólo
por el hecho de sentir nostalgia por el tiempo que transcurre
silenciosamente ya soy rico, como si la sola conciencia de que
nos falta algo fuera ya en sí un gran valor. Probablemente eso
sea cierto. Y seguramente siempre había sido así, aunque para
un número reducido de personas. En cambio, hoy día somos
pobres por el exceso de imágenes e impresiones; hemos
desmenuzado nuestro amor, alejándonos de él. Hemos hecho
justamente lo contrario de lo que hacen las abejas, dispersando
el polen sobre un millón de cosas, y a pesar de que una voz
silenciosa nos lo niega, seguimos pensando que un día
recuperaremos el tiempo preciso para llenar la colmena que
hemos vaciado.

Es absurdo, pero me parece que los turistas que vuelven a sus


vehículos me miran como si de repente mis hombros hubieran
sido cubiertos por una chaqueta de rayas y mis zuecos volviesen
a triturar las piedras pequeñas del camino. Es una quimera
incontrolada que confunde dentro de mí el pasado con el
presente; pero no deja de ser cierto que hay momentos en los
cuales el hombre emite un fluido invisible y fuerte que los demás
perciben como la presencia de algo ajeno, extraordinario, que
les sacude como un barco que topa con una ola inesperada.
Quizá dentro de mí queden realmente algunos restos de mi
pasado; y con esta idea procuro andar concentrado, pero me
molesta que mis sandalias sean tan ligeras y mi paso mucho
más ágil de como sería si llevara calzado de tela con la suela de
madera gruesa.

La puerta de madera está recubierta con alambre de espino y


cerrada como entonces. Todo está intacto, faltan únicamente los
guardias en las torres de madera. Hay que esperar delante de la
puerta. Sólo que ahora desde la caseta, hecha también de
madera, viene un guardia que abre la puerta y deja entrar, en el
establo sin alma situado en lo alto, a grupos de personas en
intervalos regulares. Gracias a este orden en las terrazas del
campo de concentración predomina una especie de
recogimiento; el sol de julio controla persistentemente el
silencio, roto sólo de vez en cuando por el eco de las palabras del
guía, que resuenan como la voz entrecortada de un predicador
resucitado.
Efectivamente, el guardia me reconoce, lo cual me sorprende
porque no podía imaginar que recordaría mi visita de hace dos
años. «Ça va?», me pregunta. Y esto basta para crear un
ambiente de camaradería que rompe instantáneamente todas
las conexiones con el bullicio turístico. Es un hombre de cabello
oscuro y feo. Es bajo, nervudo y ágil; si llevara linterna y casco,
podría pasar por un auténtico minero. Pero es muy seco y todo
indica que también testarudo; se nota que delante de mí, de un
antiguo prisionero del campo, siente una vergüenza difícilmente
dominable por ganarse su sueldo mostrando el lugar de nuestra
agonía. De ahí que en el hecho de dejarme entrar sólo en el
territorio detrás del alambre de espino se esconda, además de
un afecto entre camaradas, también un ápice de deseo de
perderme de vista cuanto antes. Estoy seguro. Pero no me lo
tomo a mal, porque sé que a mí también me hubiera resultado
difícil hablar ante un grupo de visitantes sabiendo que me
escucha alguien que estuvo conmigo en el mundo del
crematorio. Cada palabra mía sería entonces controlada por el
miedo a deslizarme en la banalidad. Y además sobre la muerte,
como también sobre el amor, uno puede hablar sólo consigo
mismo y con la persona amada con la que se ha fundido. Ni la
muerte ni el amor soportan testigos.

Cuando el guía habla al silencioso grupo, en realidad está


conversando con sus propios recuerdos; su monólogo es una
constante liberación de imágenes interiores, y no hay ninguna
garantía de que todas estas revelaciones puedan satisfacerle y
tranquilizarle un poco. Más bien diría que, después de esta serie
de testimonios, dentro de sí debe de sentirse mucho más
dividido e inquieto, y sobre todo, empobrecido. Por ello le
agradezco que me permitiera ir solo por este mundo inaudible;
esta satisfacción mía es como una recompensa por saber que
tengo preferencia, por gozar de un privilegio especial que tiene
en cuenta mi pertenencia a la casta de los proscritos, aunque
esta separación a la vez perpetúe la separación y el silencio de
aquellos tiempos. Porque, a pesar de la multitud y de la vida en
el rebaño, allí cada uno se enfrentaba a su propia soledad
interior y a su crepúsculo silencioso. De ahí que en este
momento no sepa medir la distancia real que me separa de las
escaleras que ahora, bajo el sol, me parecen demasiado
conocidas y cercanas, en vez de sentir que sobre ellas flota la
aureola de la nada. Son tan simples como lo fueron las manos
delgadas que llevaban y colocaban las piedras de las que están
compuestas. Pero entonces me parecían más empinadas, y eso
me hace pensar en el hombre adulto que vuelve al lugar de su
infancia y se asombra de lo pequeña que es en realidad la casa
que conservaba su memoria infantil. Porque ya se sabe que de
niño se mide la altura de una pared desde la perspectiva de un
enano. Es obvio que nosotros no bajábamos ni subíamos estas
escaleras a una edad temprana, pero, no obstante, nuestra
vulnerabilidad era mucho mayor que la de un niño o un bebé,
porque entonces no podía asistirnos el mismo pensamiento que
en los niños está todavía en vías de desarrollo. Nos
encontrábamos, cada uno con su desnudez, bajo la piel marchita
de un animal famélico que se consumía impotente en su
cautividad y calculaba diariamente y por instinto la distancia que
separaba el horno crematorio de la amojamada cavidad de su
pecho y de sus huesudas extremidades. En la tranquilidad que
hoy prevalece aquí, uno puede asociar la imagen con la del
muñeco de madera creado por Collodi, porque también el
destino de Pinocho era conocer la fuerza de las llamas, pero su
benevolente creador le sustituyó posteriormente la parte
dañada, mientras que en el caso de nuestra cremación nadie
pensó en las piezas de recambio. Sin embargo, la imagen de
Pinocho es una especie de intruso que no tiene derecho a
permanecer en esta historia, aunque por otro lado también es
cierto que tarde o temprano tendremos que buscar un nuevo
Collodi que cuente a los niños la historia de nuestro pasado.
Pero es difícil acercarse al corazón de un niño de manera que la
vileza no le haga daño, sino que le prevenga de las tentaciones
del futuro. Ahora bien, estas escaleras que en cada terraza se
rompen como una rodilla de piedra, a nosotros nos conducían a
un mundo de inteligencia limitada cuando, a causa de la falta de
líquido en el citoplasma de nuestras células, la masa encefálica
de nuestro cráneo huesudo se secaba como la gelatina de una
medusa sobre los guijarros. Entonces las escaleras subían
delante de nosotros como si fuesen las escaleras de un
campanario; había un sinfín de terrazas y nuestra subida a la
cumbre de la torre duraba toda la eternidad, porque nuestros
pies, al final de las delgadas piernas, eran, por sus edemas,
troncos de carne blancuzca.

Soy consciente de que el tiempo se ha convertido en mi aliado,


de manera que me paro a observar la alta hierba al otro lado de
la alambrada.
Intento evocar la imagen amarillenta del paisaje del Kras por
el que andaba hace apenas unos días; esta melena rala y larga,
comparada con la del Kras, parece estúpida en el intento de
subsistir futilmente. Es inocente, lo sé, pero a pesar de ello su
persistencia en el crecimiento mudo carece de sentido: estaba
aquí antes de aquello, estaba aquí mientras duró aquello y sigue
estando aquí. En este momento, debido a su debilidad
desgastada de color gris-amarillento, me parece inútil la
existencia de cualquier hierba del mundo. Los seres que se
originan en la Tierra no ofrecen al hombre ningún tipo de
proximidad verdadera, permanecen sordos a su lado,
capturados en su propio crecimiento vegetal, y cuando en lo alto
de su tallo se encienden los cálices, su variedad de vivos colores
no es más que el mimetismo para disimular su ceguera. En
medio de estos pensamientos percibo una sensación de
consuelo por el hecho de estar solo y porque el grupo con su
guía está lejos, más allá de las terrazas; y también porque la
entrada se halla muy arriba, oculta del todo. Sé de sobra que
esta celosa exigencia de soledad no es sino una protección de la
integridad de mis recuerdos, pero, a la vez, tampoco puedo
resistirme a pensar con amargura que la multitud, con su
movimiento lento y monótono, lamentablemente no es más que
una prolongación de la amorfa apatía de las infinitas briznas
amarillentas.
Acabo de ver cómo baja Tola delante de mí por las escaleras y
gruñe, porque el difunto esquelético se desliza por el canal de la
camilla de lona y le da en la espalda con su cabeza rapada. A mí
me alegraba que el difunto no me tocara, aunque para ello
tuviera que caminar con dificultad y levantar más los extremos
de la camilla para impedir que me dieran en las rodillas. Así que
cada vez que tenía que mover un cuerpo desnudo y momificado
desde el jergón hasta la tela robusta y manchada de la camilla, lo
hacía de una manera simple y natural, pues no quería que el
difunto, mientras lo bajábamos por la cuesta, me tocara. Esto
significa que las células vivas no rechazan a las células muertas
cuando el contacto entre ellas es consciente, cuando nace de
una actividad, de una postura que parte desde la vida; no
toleran, sin embargo, la intervención desde fuera, la intromisión
automática del tejido muerto en la sustancia celular viva y
flexible. Pero supongo que esta experiencia no se limita a un
campo de concentración; en la vida cotidiana debe de ser lo
mismo. Me pregunto qué se imaginarán los visitantes que
rodean al guía; sólo unas fotografías ampliadas con una
multitud de cabezas rapadas, pómulos salientes y mandíbulas
parecidas a las cerraduras, colgadas en el interior de los
barracones, podrían quizá hacer aparecer en la pantalla de la
imaginación del visitante una imagen aproximada de aquella
realidad. Pero ningún panel podrá jamás ilustrar el estado de
ánimo de un hombre que tiene la sensación de que el tazón de
hierro de su vecino contiene medio dedo de líquido amarillo más
que el suyo. Está claro que podría reproducirse la expresión de
los ojos con esa mirada especial que crea el hambre; pero jamás
podría captarse el desconsuelo de la cavidad bucal, ni tampoco
los movimientos automáticos del esófago. Cómo podría,
entonces, una fotografía mostrar los matices últimos de la lucha
interior invisible, en la cual los principios de la buena conducta
en la que habíamos sido educados ya hacía mucho que habían
sido derrotados por la ilimitada tiranía del epitelio estomacal.
No, no sé qué membrana mucosa es la que predomina, quizá es
el tejido del esófago el que desempeña el papel primordial; pero
sé que también mi perro Žužko, por el que siento un gran afecto,
resulta muy desagradable cuando en su garganta empieza a
acumulársele saliva que traga con avidez mientras levanta las
patas delanteras con la misma desesperación. Entonces le miro a
los ojos y me digo a mí mismo que se me parece, aunque él esté
sentado sobre las patas traseras mientras que yo estoy en una
pieza recién salida de una fábrica de muebles del Kras. De todos
modos, tan sólo el celuloide de una cámara podría captar el
gentío de uniformes rayados en la estrecha colmena matutina,
cuando bajan de las literas de tres pisos y se amontonan en el
waschraum[2] para apoderarse allí de un par de zuecos cubiertos
por completo de tela para que el calzado ya no se les caiga ni en
la nieve, ni en el iodo, ni en medio de un charco. Sólo una
película podría grabar la dura mano que empuja, tal como
establecen las normas del «fortalecimiento», la cabeza en forma
de bola de billar de un hombre flaco bajo el chorro. Y cuando la
mano autoritaria le incline aún más resueltamente la espalda,
los arcos de las costillas crujirán como una maleta de mimbre
resecado. Fuera, mientras tanto, reinan el ocaso del alba y el frío,
de manera que la puerta de salida parece una abertura estrecha
de un precipicio negro al que pronto habrá que arrojarse. Y al
mediodía la multitud bulle y se desplaza movida por un instinto
centuplicado por centenares de ellos, y exhala al aire entre las
paredes de madera una energía temblorosa, en espera del
cucharón lleno de una fuente de energía acuosa, pero caliente. Y
un instante después, todas las cabezas rapadas se inclinan sobre
las cucharas de madera. El mismo hormiguero de cebras
aparece por la noche, cuando se preparan para ir a dormir,
aunque antes de poder entrar corriendo a la nevera con
jergones tienen que enrollar el hato con un sayal; y aún antes
tendrán que subir a una silla para que el que sostiene en su
mano izquierda una enrejada bombilla le examine la
entrepierna. El vello ya no está, ya que ha sido eliminado por la
navaja del barbero, pero puede que a la punta del vello naciente
se le haya pegado alguna liendre de piojo. De esta manera, el
pene queda alumbrado como si lo hubieran expuesto a una
nueva veneración en medio de cuerpos bulliciosos con camisas
que apenas les cubren los ombligos, mientras que las cabezas
sin pelo recuerdan, quién sabe por qué, las de unos idiotas. Pero
no, no queda ningún rastro en la humilde iluminación de la
entrepierna de aquella veneración que en Pompeya gravaba el
signo de la fertilidad sobre las puertas de las casas; aquí sólo se
trata de un ritual mediante el cual las autoridades procuran
controlar su propio miedo a los piojos y al tifus. Así, la luz
sorprendió en su nido a un gorrión que había muerto de hambre
antes de que le saliesen las plumas y que ahora se mueve inerte
de acuerdo con los movimientos de la mano que ejecuta las
órdenes del examinador. Sólo una cámara podría grabar
fielmente secuencias como ésta, pararse en el cable largo, pasar
por él hasta alcanzar la bombilla y la entrepierna seca, y captar, a
la vez, las cabezas rapadas de los bípedos que se abren paso
para poder correr a descansar cuanto antes en la tumba fría.
Pero quizá es mejor que no haya habido un ojo de cámara como
éste, porque quién sabe cómo reaccionaría el hombre actual
ante una tropa de seres semidesnudos que en fila suben a un
taburete, mientras los otros, asustados, se asombran porque no
pueden creer que aquel pájaro alumbrado, desplumado y
mustio haya sido realmente el creador de numerosos ejemplares
de la especie bípeda. Es mejor que no exista esa película, porque
hoy en día aquellos seres secos con sus entrepiernas desnudas
podrían parecer un tropel de perros adiestrados cuyo dueño
había entrenado mediante el hambre para que se pusieran
sobre sus patas traseras en la silla y se olieran la entrepierna el
uno al otro. Así y todo, la masa espesa estaba todavía mucho
más apretada y mezclada durante el período de cuarentena a
causa del tifus, que había dejado de ser una amenaza lejana
para convertirse en una realidad cotidiana. En ese caso no se
hacía el appell[3] ni por la mañana, ni al mediodía, ni por la
noche, ni tampoco había que estar de pie largo rato por la
mañana, cuando las filas, compuestas por los prisioneros de
otras terrazas, habían partido ya rumbo a la cantera. Entonces
hasta la inactividad se quedaba sin aquellos pocos movimientos
que en medio de aquella agonía daban la sensación de vaivén.
Porque aquellas idas y venidas no eran más que un movimiento
perezoso del mar muerto, que con su movimiento rítmico
llevaba una vaga conciencia de una actividad útil. Sin embargo,
la cautividad durante el período de cuarentena eliminaba toda
ilusión de que hubiera una orientación planificada. Hasta el
alambre de espino y la corriente eléctrica que lo atravesaba
pasaban a un segundo plano; el barracón era una vivienda de
madera en una isla destinada a los leprosos desde la cual había
partido en silencio y para siempre el último buque humano.
Aunque pueda parecer grotesco, debo agradecer al dedo
meñique de la mano izquierda el hecho de poder recordar aquel
pasado. Algunos días antes del inicio de la cuarentena, el bisturí
del cirujano belga Bogaerts había hecho una incisión triple en la
palma de mi mano para eliminar una pústula. La sangre aguada
que apareció luego fue la triste certificación de la resistencia que
quedaba dentro del organismo por el que corría. La herida no
había querido curarse, lo cual era una mala señal, pero también
la venda blanca me protegía ante los ojos atentos que buscaban
números aptos para ir a trabajar. Ésa fue la razón por la cual no
me quité las vendas de papel cuando ya no las necesitaba, sino
que empecé a cuidarlas como algo muy preciado, cuyo valor
aumenta cuanto más frágil y expuesto a la destrucción se halla.
Lo abrazaba como a un bebé, cuya cabeza en mi regazo parecía
blanca y bastante redonda al inicio, y que, lentamente, se fue
reduciendo y poniendo gris hasta obtener la forma de un puño
polvoriento cubierto de corteza. Pero aun así continuaba siendo
un talismán extraordinario, que apartaba fielmente las miradas
adversas. No creo que nadie hubiera protegido con tanto
cuidado y durante tanto tiempo una venda hecha de papel
crespo; difícilmente alguien hubiera cuidado tanto aquel tejido,
vulnerable como la espuma y cada día más gastado. Si bien
durante algún tiempo la cuarentena nos había salvado del
miedo de ser trasladados, la misma circunstancia no me había
liberado de cuidar de la cabecita vendada que, mientras tanto,
había envuelto a mi manera para proteger de la suciedad el
escudo grisáceo y pegajoso; porque, una vez terminado el
período de la reclusión, seguirían reclutando mano de obra. ¿Y el
tifus? Es cierto, nos perseguía el peligro, pero dudo que alguno
de nosotros lo llegase a considerar un enemigo capaz de
amenazar su vida. También allí nos acompañaba la esperanza
inconsciente de que la enfermedad desaparecería sin habernos
rozado. La enfermedad era, hasta que nos contagiásemos, algo
invisible e impalpable, mientras que todos habíamos visto ya
alguna vez convoyes de aquellos que volvían de un kommando.[4]
Sus pies estaban envueltos en papel de sacos de cemento y
atados con alambre. Cuando los enfermeros se los desenvolvían,
aparecían heridas podridas y largas, aguzadas en ambos
extremos y anchas en medio, que parecían hojas amarillentas de
palmera. La mayoría de ellos no podían bajar por sí solos del
camión, y cuando los dejaban en el suelo, permanecían allí
acurrucados y tumbados hasta que alguien arrastraba sus
esqueletos bajo la ducha. Para aquellos que habían dejado de
respirar, se utilizaban unas tenazas de un metro de largo que se
cerraban alrededor de la piel amarillenta del cuello. (Sí, es
verdad, no estaría mal que alguien investigara el perfil
psicológico del que inventó las tenazas que servían para
arrastrar un cadáver hasta el montón de otros cadáveres, y
desde allí a un ascensor de hierro ubicado debajo del horno).
Bueno, todos nosotros habíamos visto alguna vez a la gente que
volvía, de ahí que la cuarentena supusiera una zona de
seguridad temporal que evitaba la posibilidad de convertirse en
sus iguales. Aquel día vino el doctor Jean a nuestro bloque a
cambiar las vendas de todos los que necesitábamos una nueva.
Claro que Jean al ver mi mano sonrió, pero de todos modos la
envolvió con una nueva cinta de papel, lo cual me permitió
seguir jugando al escondite con mi destino. De este modo habría
terminado nuestro encuentro si Jean no sólo hubiera sido un
médico atento sino también un prisionero cordial más. Además,
la capacidad eslovena de adaptarse al espíritu de la lengua
extranjera también contribuyó a salir del anonimato. Sigo sin
entender si esta capacidad nuestra es un signo de riqueza
psíquica, una señal de nuestra diversidad interior y de la
universalidad caleidoscópica de nuestro espíritu, o bien una
mera capacidad de la magnífica flexibilidad con la que nos
fuimos enriqueciendo a causa de la elasticidad y adaptación
continuas. Sea como sea, en esto nos parecemos a los judíos y a
los gitanos, porque, al igual que estas dos estirpes, también la
nuestra a lo largo de toda su historia se ha rebelado contra la
asimilación. Por ello fue comprensible que Jean estuviese de
buen humor, a pesar de que la multitud nos empujase y el
interior del barracón se pareciera más bien a un carromato de
gitanos. No podía comprender que no fuera italiano si llevaba la
correspondiente inicial en el triángulo rojo. A pesar de todo el
gentío, me cambiaba la venda y me escuchaba cuando le
hablaba sobre el final de la Primera Guerra Mundial, el pacto de
Londres y las tierras de Primorska. Esto significa, me dijo, que en
casa habláis a vuestra manera. Sí, en esloveno. ¿Esto significa,
dijo de nuevo, que tú comprendes a un checo, a un polaco y a un
ruso? Y aunque por detrás alguien le había empujado, Jean
seguía cambiándome la venda tranquilamente. Y entonces
sonreí como si Jean hubiese descubierto algo que hasta aquel
momento yo mismo desconocía. Porque muy lejos quedaban ya
los tiempos en que había aprendido de los muchachos croatas
de Istria su lengua melódica; también la arena africana hacía ya
mucho que había desaparecido de mi memoria, como también
los dos años en que hice de intérprete para los oficiales
yugoslavos, capturados en la costa del Lago de Garda, se habían
borrado ya. Jamás habría pensado que todo aquello pudiese
ayudarme en el duelo con la muerte. Jean (entonces yo aún
desconocía su nombre) me parecía entonces de un humor
festivo, se alegraba también de mi francés y envolvía lentamente
la venda para poder saber cómo aprobé en Padua dos exámenes
de literatura francesa, el primero sobre las Fleurs du mal de
Baudelaire, y al año siguiente sobre sus Poèmes en prose. Sí, es
cierto, y mientras hablábamos, estábamos atrapados en una
espesa masa de cebras, de manera que todo parecía más bien
una breve confesión o un dictado apresurado de última voluntad
en el que se ha de aprovechar cada momento antes de que la
boca calle para siempre. Al final, a Jean le interesó además mi
alemán. Leif, el médico noruego y el encargado del revier,[5] de
los barracones de los enfermos, aparte de inglés, sólo hablaba
alemán. Todos los documentos oficiales, todo lo que concernía a
los enfermos, la enfermedad y la muerte tenían que estar
escritos en alemán. ¿Podría yo escribir en alemán?, me preguntó
Jean, y sólo entonces me di cuenta de que Jean había pasado de
un interés amistoso por un compañero desconocido que
hablaba francés a cuestiones de organización. En aquel instante,
debió de despertarse en mí una iniciativa que a veces brota
dentro de uno como un capullo en primavera. No lo sé, porque
ahora ya no soy capaz de recordarlo. Probablemente ni siquiera
pensé en el profesor Kitter ni en cómo oscurecía aún más el cielo
sobre la ciudad de Koper con sus suspensos en mis exámenes de
alemán. Pero ahora sé que hubiera podido aprender bien el
alemán de no haber sido por mi animadversión inconsciente; mi
tejido, mis células, unas tras otras y todas a la vez, se resistían a
ello. Sé escribir en alemán, Jean, le dije, ¡sobre todo cuando se
trata de colaborar con aquellos que quieren salvarnos del horno!
Pero ya al día siguiente me olvidé de Jean, claro, porque el
fantasma desapareció tan rápido como había aparecido: había
sido una burbuja que se había elevado desde el fondo lodoso de
un estanque solitario y había reventado al llegar a la superficie
verdosa y quieta. Tampoco creía ya que el joven francés fuera
médico, hubiera apostado a que era todavía un estudiante de
medicina que mediante esta mentira piadosa habría querido
sobrevivir a las adversidades. Pero éstas estaban ya tan unidas a
nuestro ser que nos movíamos dentro de ellas como
sonámbulos; y de la misma manera que no hay que despertar a
un sonámbulo ya que puede caer al vacío, también nosotros
eliminábamos rápidamente la tentación, en las raras ocasiones
en que dentro de nosotros vibraba alguna imagen del mundo
vivo, para no perder el equilibrio. Por ello, una semana después
de la visita del médico, en medio de la masa comprimida
confinada por el tifus que ondulaba amorfa dentro del barracón
como en una caja cerrada, no me llamó la atención que alguien
vociferara un largo número en alemán. Ya en los años de mi
juventud habían borrado de nuestras mentes todas las ilusiones,
acostumbrándonos a un mal mucho más radical y apocalíptico. A
quien en la edad escolar haya conocido el pánico de una
comunidad aniquilada a la que se obliga a mirar impotente
cómo las llamas consumen su teatro en el centro de Trieste, a
éste le han mutilado la visión del futuro para siempre. El cielo
sangriento sobre el puerto, los fascistas enfurecidos
derramando gasolina por el edificio orgulloso y luego bailando
al lado de la hoguera impetuosa, todo ello se graba en el interior
de un niño y lo traumatiza. Pero esto fue tan sólo el principio,
dado que posteriormente aquel niño se convirtió en culpable sin
saber por qué ni cómo pecó, porque no podía comprender que
alguien fuera condenado por hablar la lengua en la que había
amado a sus padres y había empezado a conocer el mundo. Lo
más monstruoso de todo fue cuando a toda la gente eslovena le
cambiaron los nombres y los apellidos, y no solamente a los
vivos, sino también a los que estaban ya en el cementerio.
Bueno, esta anulación, que entonces ya duraba veinticinco años,
alcanzaría su límite extremo en el ambiente de los campos de
concentración, donde el hombre sería reducido a un número.
Pero, a pesar de las numerosas vallas de nuestros uniformes
ondulantes y flexibles de rayas blanquecinas y violáceas, resultó
que aquella embrollada serie de sonidos alemanes que acababa
de pronunciar el encargado del bloque y que agitaban el sordo
ambiente era precisamente yo. Era, o al menos así es como yo lo
sentía, como si alguien hubiera bajado una soga de salvación
hacia la profundidad de mi precipicio mudo. Entonces me sentí
feliz por la revelación inesperada de que podía ser útil a la
comunidad condenada y, con ello, también me podía salvar de
una aniquilación anónima. Sentía también que estaba sereno,
humilde y tranquilo, esperando que la soga fuese lo
suficientemente larga para alcanzar realmente el fondo. Sí, fui
humilde. Pero eso no era ninguna virtud. Tan sólo se trataba de
un sentimiento nacido instintivamente de la convicción también
inconsciente de que las fuerzas de destrucción tenían una
supremacía infinita sobre el germen microscópico que todavía
conservaba la fe en la posibilidad de sobrevivir. De ahí que me
acompañe, día tras día, un recuerdo de aquella mañana en
cuarentena: el meñique doblándose en la venda de papel, como
si quisiera agarrarse fuertemente al vendaje que lo había
salvado. Y todavía sigue encorvado en un ángulo de noventa
grados, como si con su semihorizontalidad quisiera volver a
llamar siempre mi atención. Claro que al principio me molestaba
porque al lavarme se me quedaba enganchado en las fosas
nasales o en la oreja; pero, en vez de enfadarme, en aquellos
momentos yo le saludaba como a un camarada, como si se
tratase de un ser independiente, separado de mí. Más tarde,
cuando regresé al mundo cotidiano, el dedo encorvado me
molestaba cada vez que, por ejemplo, la persona querida me
cogía de la mano o cuando en clase extendía la mano y los ojos
de los alumnos se fijaban en mi sobresaliente extremidad.
Entonces hasta sentía vergüenza de él. Quién sabe por qué
siempre asociaba el pequeño gancho a la imagen de un
delincuente que salía en las películas de antes de la guerra, que
había sustituido su muñeca mutilada por un gancho de hierro
agudo. De un modo extraño, la víctima se unía a la imagen del
verdugo de los años de mi niñez. Su encorvada herramienta de
hierro al final de la muñeca tenía algo en común con las tenazas
que utilizaba el fogonero para tirar del cuello de nuestros
difuntos. De ahí que muchas veces estuve tentado de pedir a un
amigo mío cirujano que hiciera algo con mi dedo; pero cada vez
me detenía el pensamiento de que a pesar de que mi meñique
pudiera evocar algunas imágenes desagradables, esta imagen
también podría corresponderse al único gancho clavado en la
pared de un precipicio que había salvado al alpinista del vacío
infinito de la nada.

De nuevo la escalera. Aproximadamente aquí debía de hallarse


el barracón número 6, en el que al principio se hallaba el weberei;
posteriormente todos los barracones de este lado empezaron a
formar parte del revier. El weberei. La tejeduría. Pero éramos
unos tejedores muy extraños. Bien es cierto que de un grupo de
exhaustos no puede exigirse demasiado, pero denominar un
trabajo tan miserable de esta manera sólo puede ocurrir en un
ambiente donde todos los valores estaban enfrentados al
escarnio sombrío del horno eterno. En las mesas, delante de
nosotros, se amontonaban trozos de goma y tela como pilas de
trastos de distintos colores, acumulados sobre el puesto del
trapero de una ciudad vieja. Y nosotros cortábamos estos restos
con hojas de afeitar clavadas en la madera, hasta que quedaban
reducidos a cintas estrechas que posteriormente entretejíamos
en trenzas extrañas y gruesas de múltiples colores.
Probablemente se utilizarían para hacer cuerdas macizas que
protegieran las caderas de los barcos de los choques contra los
muelles de piedra. Pero los ojos ante los cuales el hambre había
extendido un velo gris no podían ver tan lejos como para
alcanzar con su vista las siluetas de los barcos; se limitaban a
inclinarse sobre los retales de los trapos como si fueran una
enmarañada nidada de serpientes que no dejara de retorcerse y
removerse en la opacidad de la niebla. La cabeza podría haberse
dormido por el mareo y por haber permanecido sentada durante
muchas horas (y quizás hasta también acabó haciéndolo), a no
ser que desde el fondo del marchitado saco humano se
escuchasen parpadeos y temblores que volvían a despertar y
levantar los párpados cansados. Y esto ocurría especialmente
cuando el crepúsculo de la fría mañana se retiraba a la lejanía
olvidada del pasado y, más allá de las ventanas, la luz de la
mañana prometía un ataque debilitado de los vientos del
Atlántico que atravesaban el sayal de rayas. Ésta era la hora en
que el joven kapo,[6] vanidoso, cortaba en rebanadas muy finas
la barra angulosa de pan de munición y empezaba a escudriñar
la multitud de rayas quebradas todavía sentadas. Quién sabe si
su lentitud estaba vinculada a la vigilancia de los estómagos al
acecho detrás de las vallas de las camisas de rayas; o bien sólo
se complacía, como un niño, con la satisfacción vanidosa de
poder elegir a los premiados que no tardarían en demostrarle su
gratitud instintiva y breve. Y, mientras, las cabezas rapadas no
sabrían si levantarse para destacar más y tal vez hasta ser vistas,
o inclinarse con más diligencia sobre el cuchillo y esperar en
silencio, pero no con menos ganas, a que se premiara
precisamente la diligencia del que seguía con su trabajo incluso
en un momento de tentación. Pero también había ojos
conscientes de que sus párpados cansados habían cedido justo
cuando el kapo había mirado hacia ellos. Perseguían las
rebanadas finas del pan de munición, y su mirada sobre la nariz
seca bien podía reflejar la expresión gris de un ave rapaz, o bien
bajo la frente humillada se despertaban los reflejos de una
súplica febril. Y finalmente también existían los ojos que
acababan de darse cuenta de que de ellos procuraba
desprenderse una súplica, por ello en el último momento la
apartaron y volvieron al movimiento automático de los dedos
sobre la pieza de madera mal fijada. Una mañana en la que nos
abrimos camino hasta la barraca muertos de frío después de un
largo appell, me encontré allí al lado de Gabriele. Su cabeza era
grande y redonda; su cuerpo, todavía carnoso, en absoluto se
parecía a los cuerpos convalecientes e inválidos que ocupaban el
weberei. Pero esta diferencia no tenía nada de sorprendente,
dado que siempre llegaban transportes nuevos era
comprensible que algunos cuerpos siguieran estando fuertes.
No, su cabeza no llamó mi atención por el hecho de ser redonda,
sino que sus gestos me parecieron familiares, su manera de
volverse hacia mí, un poco como si quisiera preguntarme algo y
un poco como si quisiera expresar preocupación. Y aun antes de
que empezara a hablar, me di cuenta de que ya había visto
alguna vez a aquel hombre de ojos vivos y gruesas lentes en el
tranvía de Trieste o a mediodía en una acera, en la esquina de
Korso con la calle Roma. Porque los gestos de nuestros
conciudadanos tienen algunas características que, aunque no
puedan precisarse, nos recuerdan, cuando nos encontramos
lejos de nuestro mundo, el contorno de un rincón conocido o un
letrero viejo sobre la lechería del vecino. Es como si el lugar de
nacimiento hubiera impreso su imagen en la cara, una imagen
que flota suavemente, como el color del verano sobre el asfalto,
en la piel de las mejillas, en las grietas de debajo de la nariz, en
las comisuras de los labios. Y la palabra que nace de estos gestos
es un poco menos maravillosa porque la presentías, la
esperabas, pero también es magnífica por la cercanía que es
capaz de crear. Me refiero a la cercanía de mi ciudad natal, que
en un lugar como aquél no podía ser más frágil; es como una
mirada pálida que sientes en tu espalda mientras cae sobre ti
atravesada, y que esquivas débilmente pero con insistencia.
Porque la condición más importante para tener alguna
posibilidad de sobrevivir, es la eliminación de todas las imágenes
que no pertenecen al reino del mal. Incluso aquel de quien la
muerte se ha apiadado, acaba estando tan lleno de ella que aun
en libertad continúa unido a ella. Precisamente por ello, la
conversación con Gabriele tampoco se apartaba del territorio del
horno; era prisionera de la duda de que nuestra ociosidad no
duraría mucho tiempo, si bien era fortalecedora, dado que el
cuerpo en reposo no gastaba calorías. Era como si su mirada
confundida esperase de mí que le animase con mis palabras,
porque yo ya había estado trabajando fuera del campo, lo cual a
sus ojos me convertía en alguien experimentado e iniciado. En
su mirada se hallaba también el desconcierto de un hombre sin
compañeros a los que unirse, mientras que a mi espalda
presentía una multitud de prisioneros eslovenos y era consciente
de la sensación de seguridad vaga, pero real, que brinda la
pertenencia a una comunidad tribal. Sí, es verdad, porque aquí
donde ya habíamos traspasado los límites fronterizos de la vida,
los eslovenos ya no estábamos separados por las diferentes
nacionalidades de los distintos países; ya no nos unía tan sólo la
misma lengua sino también la rebelión contra el destructor de
nuestro pueblo, el castigo y el deseo de salvarnos todos juntos.
Como respuesta a esta nueva realidad, Gabriele hablaba de la
democracia y de la coexistencia en nuestro país litoral. Y
mientras hablaba, sus ojos saltaban de mi rostro a los largos
fideos que había sobre la mesa, para volver de nuevo a mí, como
si dudasen de que yo creyera en sus palabras. Reconozco que
me sonaba extraña su revelación y que en realidad pensaba que
aquellas palabras sobre la hermandad se debían al ambiente
singular en el que habían sido pronunciadas; frente a la igualdad
última del hambre y la ceniza, en realidad ya no se podía
sostener la terca convicción sobre las presuntas ventajas y
diferencias. Por eso mismo me parecía fuera de lugar que,
después de todos aquellos años de convivencia en las mismas
calles y en la misma orilla, un conciudadano, un miembro de la
élite italiana, por primera vez me hablara en una lengua humana
precisamente en este lugar donde toda la humanidad había sido
colocada en una balanza. Por muy consciente que fuera de que
la igualdad invariable de los cuerpos condenados había dejado
de lado todos los obstáculos, me resistía a aceptar la idea de que
el miedo común ante el horno se convirtiese en un principio de
concepción de una nueva hermandad. El miedo había sido la
sustancia misma de nuestra comunidad por aquel entonces,
desde el final de la Primera Guerra Mundial y desde aquellos
días en los que los libros de nuestras bibliotecas fueron
amontonados delante del monumento de Verdi y las llamas que
los consumían fueron recibidas con alegría. Después, el miedo
se convirtió en nuestro pan de cada día cuando en los suburbios
nuestros teatros se redujeron a cenizas, cuando un fascista
disparó a un sacerdote esloveno en un templo de Kanal, cuando
en un pueblo un maestro, enfermo de tuberculosis, castigó con
su saliva los labios de una niña que se había atrevido a hablar en
su lengua materna. Después de todo este pasado, ¿no llegaba
tarde la palabra amistosa, nacida en el mundo del crematorio?
¿O es que el italiano de Trieste se te acercaba tan sólo cuando
también él se sentía amenazado por el exterminio? Si bien no le
hablaba de mis dudas, me alegraba que hubiera dicho lo que
dijo, pero aparté un poco sus palabras como si quisiera
entregarlas a la vida que se desarrollaba en una distancia
inmensa de aquella escala de destrucción. Y cuando por la
mañana de nuevo estábamos sentados uno al lado del otro, ya
no hablábamos de Trieste. Dado que compartíamos vínculos con
un lugar común en el mundo vivo, compartíamos también la
manera de hablar sobre el hambre e íbamos los dos juntos, en
silencio, persiguiendo con nuestras miradas las finas rebanadas
de pan de munición que tan pronto se dirigían hacia nosotros
como se alejaban. Quizá en aquel momento la vida vegetativa
llegó a predominar sobre la camaradería que imprime a los
gestos el lugar de nacimiento, y las células hambrientas
acallaban a gritos todo lo demás, de manera que cada uno de
nosotros veía cómo la rebanada cuadrada del pan de munición
se le acercaba sólo a él, ya que era prácticamente imposible que
el kapo premiase a los dos al mismo tiempo. No dudo que
fueran las células las que ganaran. Aunque por fuera el hombre
no lo demuestra por ser demasiado vago, demasiado testarudo,
demasiado orgulloso o fatalista, el animal dentro de él abre las
mandíbulas y enseña las garras en silencio. Todavía conservo
muy clara la imagen de Gabriele, cuando permanecía de pie al
lado del barracón sobre el crematorio en el que probablemente
vivía. La vida en el campo de concentración nos había separado;
entre nosotros había una multitud inmensa de gente, de manera
que lo vi sólo otra vez, en Dachau. En aquel entonces sus ojos ya
no saltaban tanto de una cosa a otra, estaba demasiado
exhausto. Se sentaba en el suelo o bien descansaba en cuclillas
delante de uno de los barracones a la derecha del paseo. Estaba
muy cansado, pero aún tenía fuerzas. Llevaba la camisa
desabrochada porque era otoño y no hacía frío; su mirada era
más tranquila, pero a la vez más ausente. Ya no sé a quién
esperaba, si es que esperaba a alguien, ni sé adonde se dirigía, si
es que se dirigía a alguna parte. Esto ocurrió en aquellos días en
los que nos iban a llevar de aquí y dormíamos en unos sacos de
papel que crujían toda la noche. Luego nos encerraron en el
bloque de cuarentena, del cual algunos salieron por primera vez
cuando les llevaron a Múnich a retirar las ruinas de los ataques
aéreos. Gabriele todavía sigue errando por mi memoria como un
alma perdida de aquellos días de migración febril. Es la imagen
de un viajero solitario que se había apartado de la fila
interminable de cebras para sentarse un instante y descansar en
el largo camino hacia la eternidad.

Ahora estoy en el fondo.


Hay aquí dos barracones intactos y dos más arriba, al lado de
la entrada. Este de aquí se utilizaba para la prisión. El silencio
que ahora envuelve la puerta abierta se parece al silencio que
envolvía el barracón mientras nosotros nos movíamos por las
terrazas de arriba, sintiendo su presencia sin mirarla. Lo
aceptábamos y asimismo lo excluíamos de nuestras mentes, de
la misma manera que aceptábamos y a la vez expulsábamos el
horno que sin parar ardía en el barracón de al lado. Ahora me
encuentro delante de las celdas abiertas, delante del potro de
tortura en el que tuvo que echarse, desnudo de cintura para
arriba, aquel que iba a ser torturado con una porra; no sentía
compasión por él ni tampoco me daba pena por los golpes que
recibiría, sino que me encontraba rodeado por el silencio inmóvil
que en esas situaciones se apoderaba de las líneas ordenadas a
lo largo de todas las terrazas. Esto ocurría cuando alguien se
apoyaba en algún lugar para descansar y se recostaba, sin saber
que los agotados párpados se le habían cerrado. Entonces
hombres furiosos registraban las literas de madera y los lavabos,
y el silencio denso se rompía por el ladrido de un pastor alemán,
excitado a causa de la tensión inesperada. Y en aquel instante
ninguno de nosotros, que exhaustos por la tarde
permanecíamos de pie en filas espesas en aquellas explanadas
escarpadas, pensó en este caballo de madera sobre el cual ahora
hay colgado un papel con el nombre Chevalet à bastonnade.[7]
Esto significa que no pensábamos tanto en la pena con la cual se
castigaría al desgraciado, sino que más bien esperábamos el
momento en el que se despertaría al oír de repente el ruido
imprevisto de unas botas pesadas. En ese momento se
encontraría totalmente solo en el aire hueco, solo ante las líneas
silenciosas que como una pirámide de cebras se levantaban
hacia el cielo. Temíamos que le separasen de nuestras filas
densas, unidas por el silencio y el pánico a una masa todavía
más dura que la amalgama. En la angustia con la que lo
acompañábamos, había también una separación instintiva de él:
nos traía un poco de alivio la conciencia poco clara de que ya se
lo habían llevado a una de esas celdas, y que por fin dejaría de
escucharse el sonido de las botas de los oficiales de las SS que
bajaban la escalera por la derecha y por la izquierda. Nuestros
pensamientos también le acompañaban dentro de la celda, ya
que lo más terrible ahora no eran ni los golpes ni el hambre, sino
su soledad, tan cercana al barracón del horno con el que la
prisión compartía la terraza más baja.
Sí, es verdad, ésta es la terraza más baja, y más allá de la
alambrada hay un muro de troncos de abeto; pero tampoco
ahora, como entonces, tengo la sensación de encontrarme
delante de un bosque. Y aunque sé que soy injusto, no puedo
dejar de pensar en los árboles como en objetos momificados,
como en un telón de fondo perteneciente a las excavaciones
restauradas y cercadas. Sé que durante mi estancia aquí ni una
sola vez lo miré como si fuera parte de la naturaleza libre, me
doy cuenta de que en mi mente lo destruí, lo reduje a cenizas
aquella misma tarde en que trajeron un centenar de alsacianos
para amontonarlos dentro de este barracón con celdas. Por
debajo del sombrerete de la chimenea, después salían
constantemente lenguas rojas en medio de la noche montañosa.
En el grupo había algunos hombres y un sacerdote. Pero la
mayoría eran chicas que seguramente sabían adonde las
llevaban; porque en toda Alsacia no había nadie que no supiera
del osario que aquí se encontraba, a ochocientos metros de
altitud en sus montes. Y aunque no lo había visto mucha gente,
sabían que existía y había sido construido en terrazas, del mismo
modo que sabían que la chimenea de la terraza más baja echaba
humo sin parar. Así es, estas cosas siempre se habían sabido, y
se sabía que en la pendiente de la muerte ladraban pastores
alemanes. También ellas intuían lo que iba a ocurrir cuando los
camiones empezaron a subir la carretera llena de curvas. Tal vez
conservaran alguna esperanza porque los aliados ya habían
llegado a Belfort, y también debieron de contar con la ayuda de
los partisanos alsacianos; pero en el fondo de su corazón, allí
donde uno casi nunca se equivoca, sentían la verdad. Igual que
nosotros, que desde los barracones en silencio observábamos la
llegada de los camiones. Bajaban lentamente porque el camino
que pasa al lado de las terrazas es también muy empinado. Su
llegada era una señal del cambio que se notaba en el aire. La
revelación de que los amos se retiraban y no sabían qué hacer
con los prisioneros que tenían en las cárceles, fue para nosotros
como un rayo de luz en los ojos en medio de la oscuridad de la
noche. Estábamos inquietos, pero nuestro nuevo desasosiego
era ahora el barracón que como una locomotora gris sin ruedas
vomitaba fuego y humo al cielo montañoso día tras día. Por la
noche, la corona de fuego se volcaba sobre su chimenea, como
la llama de un surtidor de una refinería clandestina. Ahora bien,
durante esos largos meses nos habíamos acostumbrado al
humo y a aquel olor en el aire, estábamos impregnados de él, y
por ello mirábamos a los huéspedes del mundo de los vivos
como si nos halláramos en un rincón seguro. La sensación
miserable de sentirse a salvo, provocada por el hecho de estar
familiarizados con la destrucción, acentuó aún más el despertar
repentino de un rechazo romo contra la destrucción de cuerpos
vivos, ágiles y llenos de savia. Era una tensión sorda e inmóvil
que se perdía en medio de la impotencia. La virilidad despertada
repentinamente al conocer el final de los cuerpos femeninos se
enfrentaba directamente a la nada. Eros y la muerte volvían a
estar unidos de una manera cruel e irrepetible: éramos machos
encerrados en cuerpos disecados y en barracones de madera,
pero de repente nos habíamos convertido también en amantes
resucitados a los que en el momento preciso del renacimiento
les habían comunicado la condena a una soledad perpetua.
Enloquecíamos con la sensación de ser seres cuyas madres eran
destruidas por el fuego antes de concebirnos. El absurdo de la
existencia humana se unió a la virilidad nacida muerta delante
de aquella chimenea coronada por un tulipán de sangre. Pero,
fíjate, al mismo tiempo la conciencia se resistía a experimentar la
profundidad de lo absurdo, intentando proteger el frágil escudo
ante la inundación de la nada. Y ese intento de proteger al ser
del vacío eterno resultaba todavía más desatinado a la luz del
verdadero sinsentido humano, donde los vínculos que nos unían
a la voluntad de supervivencia aumentaban todavía más el
sinsentido, mientras que el destino de los cuerpos de las chicas
aumentaba la rebelión dolorosa e impotente dentro de los
cuerpos de los machos consumidos por la inanición y el
cansancio. Ahora sé que entonces deberíamos haber salido de
nuestros barracones, que deberíamos haber bajado corriendo
las escaleras y haber atacado todos juntos aquel bloque desde
donde las SS conducían a las chicas una por una al barracón del
horno que se encontraba a veinte metros de distancia. Las
ametralladoras de las torres de vigilancia a derecha e izquierda
habrían truncado nuestra masa de cebras, los grandes
reflectores la habrían cegado, pero con este final nos habríamos
salvado de la angustia y la humillación que cubrieron las paredes
internas de nuestro ser. Sin embargo, en aquella multitud
famélica todo el pensamiento se había secado, se había
escurrido con el jugo que la disentería había exprimido de los
cuerpos. Porque cuando la piel se convierte en pergamino y los
muslos tienen el grosor de los tobillos, las mechas mentales se
convierten en débiles chispas de una pila gastada, en un temblor
apenas perceptible que de vez en cuando se levanta desde la
obsesión constante de los cromosomas asustados, en burbujas
que tardan una eternidad para llegar desde el fondo de las
oscuras capas del agua y estallan cuando alcanzan la superficie.
Quiero decir que el bosque no tenía la culpa, pero, a pesar de
ello, yo entonces le reprochaba haber ofrecido con su densidad
refugio a la aniquilación; junto con él, condenaba a toda la
naturaleza que se levantaba hacia el sol en sus líneas verticales
pero que no se movía en absoluto cuando la luz del sol perdía
todo su sentido. Experimentaba un rechazo hacia los árboles
porque entre su sombra deberían haber aparecido las tropas de
combatientes que estuvimos esperando durante tanto tiempo y
que hubieran impedido el silencioso sacrificio de las jóvenes
alsacianas. De esta manera proyectaba sobre él toda mi
impotencia; y ahí está ahora el bosque, delante de mí, mudo y
rígido, como si aquella maldición hubiera crecido en su interior,
incrustándose en él.

El grupo con el guía viene hacia mí, de ahí que yo me dirija hacia
otro lado. Brilla el típico sol de julio. Las piedrecillas resuenan
bajo mis sandalias, y me evocan con su sonido la imagen
dominical de un camino en el parque. Evidentemente ahuyento
esta imagen. Me parece injusto que los visitantes recojan sus
impresiones en un ambiente tan agradablemente cálido y
tranquilo, casi onírico; deberían andar por la explanada de abajo
que protege el alto muro de árboles oscuros en los días en que
sobre las terrazas predominan la oscuridad, las lluvias y los
vientos furiosos. Pero ni siquiera los días de lluvia pueden
compararse con los días de invierno, cuando, a causa de la nieve,
los huesos resultan aún más duros, de manera que pierden el
equilibrio sobre las resbaladizas suelas de madera. Las escaleras
blancas son menos misericordiosas. El encargado del barracón
sigue con sus furiosos gritos, Tempo, tempo!, y echa, con su
porra, a las escuálidas cebras fuera del barracón. Éstas resbalan
por la escalera y, en la oscuridad, se mojan los tobillos desnudos
en el agua de lluvia de los charcos, ahora convertida en lodo por
otros zuecos y los pies descalzos de los que los habían perdido.
Luego, en el appell, la tela rayada cuelga de la espalda como un
periódico mojado. Pero, a pesar de todo, la muerte húmeda es
menos violenta, menos despótica que la muerte helada,
especialmente cuando hace falta, a causa de la lucha contra los
piojos y la fiebre tifoidea, correr al baño en plena noche.
Evidentemente, correr bajo la escalera no calienta los cuerpos,
sino que los entrega más al aliento de la montaña. Los zuecos de
madera resuenan contra las piedras como estallidos de un frío
demasiado tenso. Aquí, delante de este barracón oscuro, el
rebaño confuso empieza a desnudarse rápidamente, mientras
desde el otro lado de la montaña, más allá de la alambrada, llega
un ladrido seco que rompe la noche en negros trozos de
oscuridad que caen en el inmenso precipicio de la nada. Tempo,
tempo!, instiga la voz colérica, y las voces detrás de la montaña
se vuelven cada vez más furiosas, como si las ventanas de la
nariz de una fiera policéfala acabasen de descubrir el olor a piel
desnuda que el viento carga sobre la espalda de la noche. Pero a
pesar de los gritos del encargado del barracón, las puertas del
baño permanecen cerradas, de manera que la bombilla sobre la
entrada ilumina montones de cráneos y escaleras de costillas,
mientras las manos envuelven rápidamente los trapos en un
hato. Las extremidades convertidas en palos tiemblan, los
hombres se apoyan sobre un pie y luego sobre el otro, saltando
para evitar el viento; y cuando sus hatos están atados con la
cuerda que antes había sujetado los pantalones, los hombres
escuálidos se frotan los brazos y los antebrazos, se abrazan los
hombros con los brazos cruzados, e inclinan la barbilla sobre los
brazos. Y rápidamente los bajan para poner las manos sobre la
tripa, sobre los pechos y de nuevo sobre la tripa. Alguien se ha
acurrucado, abrazándose las rodillas, pero como el viento recio
le golpea en la espalda y no puede darse la vuelta para
protegerla, de repente se levanta, derecho, y con el dorso de las
manos se protege la espalda. Su cuerpo se retuerce en la
oscuridad como la ropa en las manos de una lavandera invisible,
y su coronilla pelada se vuelve de repente en contra del viento.
La puerta sigue cerrada. En el bosque empieza a ulular un búho,
surgido de repente de la imaginación amedrentada de un niño
que se ha dejado llevar por el cuento de su abuela. El suelo está
sembrado de bultos de los que crecen blancos cuerpos
desnudos. De vez en cuando algún cuerpo se inclina
repentinamente, agarra el montículo de trapos y lo aprieta hacia
la piel; después, lentamente y con cuidado, lo coloca sobre el
vientre y el pecho para capturar el último destello de calorías
que su piel había entregado al tejido de yute. Finalmente las
manos agarran el hato, lo aferran hacia el cuerpo que se inclina
para alcanzar con la cabeza los muslos y las rodillas, como un
portero de fútbol que ha atrapado la pelota y se inclina sobre
ella como una oruga. Muchas personas no pueden permanecer
erguidas porque, al deshacerse de los andrajos, también se
deshicieron de sus últimas fuerzas, por lo cual se acurrucan
sobre los hatos; los que siguen de pie con la cabeza inclinada y
los brazos estirados a lo largo del cuerpo parecen el modelo de
huesos, el arquetipo de palo al que todos tendrían que
parecerse. Por la piel cubierta de corteza que envuelve las
costillas, la luz de la bombilla de la puerta dibuja unos
inquietantes reflejos, mientras que los dedos del viento frío
tocan en el arpa del tórax humano un silencioso réquiem, roto
en el acto por los dientes de los pastores alemanes. De repente,
la noche es atacada por un ladrido humano. Tempo! Tempo!
Acaba de abrirse la puerta: el vapor caliente sale al exterior,
junto con los cuerpos desnudos. Tempo! Tempo! Pero ahora los
gritos sobran, porque la nube blanca y caliente es una tentación
irresistible para las sombras fugitivas, que escapan de la noche
de las montañas y llenan rápidamente el espacio cuadrangular
con las duchas goteantes del techo. Tampoco les molestan los
gritos de los barberos. Todo lo contrario, casi les parecen una
bienvenida alegre. Invitan a sus sillas al gentío que llega y
mientras tanto agitan sus navajas en el aire, de manera que la
luz de las bombillas se refleja en su filo, como si las gotas de las
duchas se encendiesen en el acero brillante. Los huéspedes
nuevos mueven con satisfacción sus cuerpos en el calor, se
sientan sobre las sillas y ponen sus cabezas bajo la máquina que
rapa al uno el pelo, o bien permanecen de pie y el barbero se
agacha junto a sus rodillas y ágilmente navega con su navaja al
abrupto embarcadero de su entrepierna seca. Este Fígaro,
gritón, despluma las aves magras, ahora burlón, ahora furioso,
para dejarlas aún más pobres esperando a que llegue la hora de
destruirlas en el horno. Un poco más tarde la navaja se mueve
por las cuevas yermas de las axilas. Mientras tanto, otro director
de escena moja un pincel grande en una jarra y unta los pubis
afeitados; entonces las manos rápidamente se agarran la parte
irritada y aprietan, aprietan y aprietan, para apagar el fuego
vivo. Y, al mismo tiempo, saltan para quemar con el movimiento
algo de la energía ardiente. El barbero, entretanto, coloca un
esqueleto viejo sobre la silla porque de otra manera no puede
afeitarle. Venga, viejo, lo anima, pero la estatua de madera se
balancea a derecha e izquierda, como si de un momento a otro
fuera a caerse al suelo de cemento mojado, como un haz de leña
menuda que cae al suelo delante del fogón. Verfluchter,[8] se
enfada el barbero, y lo agarra por el miembro para que no
pierda el equilibrio y se caiga, y en el intento el miembro viejo se
tensa un poco. Cuando al final lo colocan en el suelo, allí ya
yacen los demás boca arriba. Del techo empieza a chorrear
agua, y el bosque de cuerpos salta bajo la lluvia ardiente,
frotándose los brazos con un jabón duro que inmediatamente se
descompone, de manera que fluyen por el cemento arroyos
amarillos, como cuando en los grandes aguaceros el agua se
tiñe de barro. Sin embargo, el cuerpo se siente a gusto cuando
lo lamen numerosas lenguas calientes y el recuerdo del aire de
montaña nocturno desaparece por un instante; el pensamiento
no es consciente de que debajo del baño se halla el horno que el
fogonero alimenta día y noche con leños humanos. Y aunque los
cuerpos pensasen por un instante que dentro de poco servirían
para calentar el agua, el placer que ofrece el calor húmedo
seguiría siendo muy grande. Tienen prisa por enjabonarse
porque el pubis ya no les escuece; sólo los que siguen tumbados
en el cemento abren la boca a un ritmo mucho más lento. Es
como si quisieran inhalar el aire desde los pies, pasando a lo
largo de todas sus extremidades secas como palos. Los pies
desaparecen en el vapor y se estiran hasta el último confín del
mundo. Y las gotas caen lentamente sobre sus sollozos y se
rompen en sus pupilas de vidrio y dientes abiertos. Pero también
ellos tienen que respetar el régimen interno, de manera que los
que han terminado de lavarse, ahora empiezan a frotarse la piel
llena de escamas de los tumbados, como si fregasen un suelo
áspero o enjabonasen la piel de un bacalao seco. En el cemento,
un cuerpo agachado se inclina sobre otro cuerpo yaciente y el
agua del cráneo rapado rebota como el de una cabeza de piedra
en el centro de una fuente romana. Por debajo del cuerpo
tumbado en el suelo mana un arroyo amarillo. Mientras tanto,
los cuerpos que permanecen de pie al lado de la pared se secan
la piel mojada y parece como si con sus paños blancos se
despidiesen de los que yacen en el suelo porque todavía no ha
llegado su turno. Pero en realidad no piensan en otra cosa que
en la huida, porque acaba de abrirse la puerta y hay que salir
corriendo, y los gritos agresivos de tempo, tempo! vuelven a
romper la noche. De manera que la mano, al salir, agarra
rápidamente al lado de la puerta un pantalón, una chaqueta,
unos zuecos y una camisa para que el cuerpo pueda correr
cuanto antes escaleras arriba. Tempo, tempo!, y la porra vuelve a
azotar la piel recién lavada y solamente los más débiles
permanecen junto a la puerta y tiemblan mientras procuran
ponerse los pantalones. Tempo, tempo! Pero, aun así, por un
momento procuras prolongar tu estancia en el lugar de la niebla,
procuras alargar el regazo del calor, mientras desde la ducha
caen las últimas gotas, como las últimas gotas de la savia de la
vida. Alguien agarra por los pies un cuerpo esmirriado que ya no
respira y lo arrastra por el cemento, y los barberos con sus gritos
ya invitan a los que acaban de entrar, de manera que al final no
hay más remedio que seguir al rebaño que, semidesnudo, sube
las escaleras y coge los zuecos caídos y los pantalones perdidos,
metiéndoselos de nuevo bajo el brazo. El grito del encargado del
barracón suena ahora desde abajo, al lado de este barracón,
porque el rebaño disperso ya se encuentra en la primera, en la
segunda y en la tercera terraza. Algunos hasta han llegado más
arriba y podrán resguardar su piel en el refugio situado en la
cuarta terraza antes que los otros.
En pleno sol estas imágenes parecen inconcebibles pero soy
consciente de que nuestras dispersadas procesiones han pasado
para siempre a la atmósfera irreal del pasado. Se convertirán en
densas sombras del subconsciente de la comunidad humana e
instigarán a las multitudes a que busquen ciegamente la
redención en una confusa sensación de culpa. Tal vez les
incitarán a que se liberen del vago reproche de la conciencia con
una sádica agresividad irracional e instintiva. Por eso estaría
bien que los guías lograsen crear en la imaginación de los
visitantes las secuencias del malvado pasado, aunque también
esto sería un esfuerzo inútil, ya que necesitaríamos numerosas
legiones de guías para despertar a todo el pueblo europeo.
Me encuentro delante del barracón, que me recuerda una
choza para guardar las herramientas y máquinas pequeñas de
los trabajadores que asfaltan carreteras o construyen edificios.
Sin embargo, también esta apariencia es consecuencia de la luz
de verano. Cuando hace dos años visité este sitio y el carpintero
que cambiaba las tablas de madera podridas en este lado del
barracón se quejaba de lo difícil que era su trabajo, yo no pude
compartir sus sensaciones. Por un lado me alegraba de que los
franceses cuidaran tanto de este monumento de madera, pero al
mismo tiempo rechazaba las piezas blancas que rodeaban las
tablas de madera ennegrecidas, deslavadas y gastadas. No era el
color lo que me molestaba, porque sabía que el hombre iba a
pintar las partes nuevas y a igualarlas con las viejas;
simplemente, no podía soportar que se añadiesen aquellas
piezas de madera cruda, recién tallada. Era como si quisieran
injertar el tejido descompuesto a las células vivas y plenas de
savia, como si alguien quisiera añadir una pierna blanca a las
momias aplastadas y ennegrecidas. Estaba convencido de que la
degradación debía quedar intacta. Pero ahora estas piezas
añadidas ya no se notan, el mal ha asimilado las células nuevas y
las ha impregnado de su savia podrida.
Las piedras vuelven a crujir mientras me encamino al costado
del bosque donde se encuentra la entrada a la parte más
misteriosa del edificio. Ni las piedrecillas ni el ambiente
dominical son la causa de que el horno pesado me parezca tan
poco aterrador. Como las puertas están abiertas de par en par se
parece a la garganta de un pez robusto, de un dragón ciego y
recio ante el cual hay una repisa con ruedas para que la bandeja
se deslice rápidamente al profundo conducto de un trago. Pero
nuestra agonía estaba muy alejada del monstruo de hierro de
boca abierta, ya que, a excepción de los pocos que venían aquí
portando la camilla, nadie tuvo la oportunidad de verla. Incluso
yo mismo la veo ahora por primera vez. Durante los días de mi
estancia aquí, con Tola íbamos a un lugar en el sótano, debajo
de ella. Bueno, quiero decir que la conciencia de que la vida nos
había sido fatídicamente usurpada estaba dentro de nosotros,
dentro de los núcleos de nuestras células, en nuestra médula, en
la humedad vidriosa de nuestros ojos. El aliento del final venía
también desde esta garganta imponente, sin duda, pero sobre
todo se levantaba desde el fondo frío donde nuestro
pensamiento se unía a la conciencia de cautividad perpetua. Y
cuando al final el cuerpo se hallaba delante de la cabeza de esta
ballena metálica, estaba ya tan deshidratado que parecía
haberse convertido en ramas secas, retorcidas. El difunto ya se
había fundido por completo con sus miedos, sobre sus
extremidades de madera tenía los ojos abiertos de par en par,
pero no porque mirasen las llamas de la trampa preparada, sino
porque hacía mucho que habían fijado su mirada en el vacío
infinito y, con esta visión, sus ojos se habían vitrificado.
Por todo eso, la gran garganta impresiona mucho a los
visitantes. Ahora se encuentran ante un instrumento de
destrucción que no requiere ningún esfuerzo de imaginación.
Cualquiera lo puede ver, no es menester crearse una imagen a
partir de las explicaciones del guía. Incluso pueden tocar el
hierro, pueden intentar mover alguna de las alas de la puerta
compuesta por dos capas gruesas. Precisamente por ello, el guía
advierte: Cuidado, no vayan a ensuciarse porque el horno está
engrasado. Y, efectivamente, todo el horno brilla por la grasa.
Parece una máquina jubilada: tan limpia y vestida de gala, y tan
orgullosa porque ha funcionado perfectamente a lo largo de
muchos años. Me ha alcanzado una ola de turistas y me retiro
hacia el fondo. Reflexiono sobre la naturalidad con que el
hombre les ha advertido que tengan cuidado de no mancharse,
pero el uso de este verbo, a pesar de ser el adecuado, me suena
mal y eso me aleja aún más de la multitud que ha llenado el
lugar. En algún sitio hay un altavoz, de manera que las palabras
del guía me persiguen aunque él siga delante del horno. Habla
tranquilamente, sin brío y sin ganas de conmover ni emocionar,
por lo cual no rechazo su explicación realista. En la gran caldera
cuadrada, colocada sobre el horno, dice, se calentaba el agua del
baño que puede verse a la derecha, detrás de la ventana de
cristal. La gente joven se arremolina al lado de la ventana y a mí
me parece que el agua jabonosa sigue corriendo por nuestra
piel, amarilla por ese jabón áspero como una piedra, y que los
cuerpos de los exhaustos siguen yaciendo sobre el cemento,
sollozando bajo los chorros calientes. En un instante se me
ocurre que en aquel entonces no sabía con qué calentaba el
agua el fogonero, y de nuevo siento que, aunque lo hubiera
sabido, no habría cambiado mi estado de ánimo. Esta
insensibilidad me distingue de los visitantes dominicales, pero
ahora siento a la vez como si los difuntos, con su ofrenda de
agua caliente, me hubiesen aceptado en su hermandad, mucho
más sagrada que todas las hermandades originadas en el seno
de las religiones. El altavoz explica que la herramienta larga y
curvada que cuelga en la pared era utilizada por el fogonero
para controlar el depósito de ceniza, mientras que con el hurgón
largo la amontonaba en una pila. Los cuatro ganchos que
sobresalen de la viga por detrás del horno, prosigue, eran
utilizados para ahorcamientos secretos, mientras que para las
ejecuciones públicas se utilizaban las horcas que podremos ver
al volver a la parte superior del campo. Así era, pues. Y yo que
siempre había pensado que los ataban a las duchas.
Probablemente alguien lo dijo de pasada, cuando Leif
examinaba un grupo de chicos polacos, y yo he asociado esta
imagen con las duchas. Pero justo ahora me he dado cuenta de
que la idea de las duchas no tenía sentido, porque sólo los
ganchos eran lo suficientemente firmes para este fin. De todas
formas, entonces importaba lo que iba a suceder y no que fuera
técnicamente perfecto. Con los ganchos pasa lo mismo que con
el horno: el hierro negro curvado no es lo más importante si a
uno día y noche le persigue el miedo de un final misterioso
dentro de este barracón. André estuvo sufriendo con este temor
hasta que en otoño nos trasladaron a Dachau, e incluso allí de
vez en cuando le atemorizaba la posibilidad de que le fueran a
alcanzar las pruebas de que había colaborado con la resistencia.
Cada vez que por la mañana llevaban a alguien escaleras
abajo hacia la parte en la que se encontraba el horno,
inhalábamos un vacío sordo. Y André todavía estaba más pálido
que de costumbre y no sólo había olvidado que era un médico
bueno y sacrificado, sino que se sentía totalmente impotente en
medio de aquel frío que venía desde la terraza más baja. Como
era médico sabía muy bien qué pasaba, porque uno de las SS le
había llevado un grupo de chicos para que los examinase.
Entlassung. Lo cual significa dar el alta, soltar, excarcelar y,
finalmente, despedir. Y éste era el significado adecuado:
despedida. El médico tuvo que confirmar que el estado de salud
de los despedidos era bueno. Los chicos evidentemente lo
miraban con los ojos estremecidos y perdidos cuando el de las
SS se enfadó con uno al que le faltaba la pierna derecha de
rodilla para abajo. ¿No te encuentras bien? ¿No quieres que te
demos el alta? Leif, mientras tanto, movía nerviosamente la
mano con la que sostenía el estetoscopio; estaba harto de esa
comedia moribunda frente a la cual no podía hacer nada, pero
tampoco podía rebelarse ya que sólo le habían ordenado que
examinase a los chicos, que para eso era médico. A André no le
gustaba Leif, pero tampoco él podría haber hecho nada. Sólo los
chicos encargados del fichero de prisioneros enfermos en el
bloque número 2 lograban de vez en cuando salvar a alguno de
los que habían sido elegidos para ser ejecutados; pero lo
arriesgaban todo porque si los hubieran descubierto, también
ellos a media mañana habrían bajado las escaleras para dirigirse
hacia los ganchos. Franc, por ejemplo, el larguirucho Quijote de
Liubliana, cordial, espabilado y lleno de sentido de humor, pudo
hacerlo. De manera que cuando el esman[9] venía con la lista de
Entlassung, empezaba la acción frenética de salvar al menos a
uno de los condenados, a veces hasta dos, pero como una
excepción, claro está, para, guárdeme Dios, no despertar
ninguna sospecha. Al muerto que yacía en el suelo del baño, en
el waschraum, y que esperaba a que lo llevasen allí abajo, se le
ponía en el dedo un papel con el número de uno de los
condenados en vez del correcto, el suyo. El chico salvado
cambiaba de nombre y de número, por lo cual había que
mandarle cuanto antes con alguno de los transportes de trabajo
fuera del lager.[10] Es cierto que estos grupos de trabajo tenían
un futuro incierto, pero al menos el hombre había escapado del
gancho. Sí, es verdad, pero cada vez que el esman se acercaba,
Franc tenía que controlarse con todas sus fuerzas para no
revelar su temblor. Cuando leía el número del chico, éste le
decía: Gestorben,[11] y el esman preguntaba: Wann?[12] Para
ocultar su inquietud, Franc entonces le mostraba la lista de los
muertos. «Aquí están todas las fechas», le decía, y sólo cuando el
esman se había alejado, se daba cuenta de que tenía la camisa
mojada y se estremecía. André probablemente no sabía nada de
estos riesgos maravillosos y espantosos, porque en estos casos
es mejor que la mano izquierda no sepa lo que hace la derecha.
Quiero decir que cuanto más reducido sea el número de
conspiradores, mejor, nunca más de dos. Y aun cuando André lo
hubiese sabido, habría sido igual, porque todos conocían al
médico y de él Franc no podría haber dicho: Gestorben. Sin
embargo, la gente que en este momento se aglomera entre el
horno y el fondo con los ganchos, jamás sabrá nada sobre el
larguirucho y tranquilo Franc de Liubliana, ni tampoco sobre el
médico francés André, aunque en este momento parezcan
conmovidos al mirar tan confusos alrededor de la herrería de la
muerte. Me dirijo al pasillo que atraviesa todo el bloque y me
paro en la primera zona, pero de nuevo se hallan a mi lado
algunos de ellos que, mitad atónitos, mitad curiosos, estiran el
cuello para ver las cenizas en las vasijas de barro rojizo. Éstas
eran destinadas sólo a la gente de origen alemán, pero esta
ventaja suya tampoco duraba mucho tiempo, ya que pronto su
ceniza se esparciría en el mismo lugar que las cenizas del resto
de los europeos. Mi mirada ahora se fija en los trozos diminutos
de huesos que parecen gruesamente molidos y que componen
el contenido de una vasija, y cuando mi mirada se fija en un
botón pequeño que está mezclado con ellos, la voz del guía
explica cuántas cabezas hay que afeitar para obtener un
kilogramo de pelo que luego puede utilizarse para elaborar paño
y mantas. Esto ya no está vinculado a mis recuerdos, por lo cual
empiezo a abrirme camino a través de la multitud hacia la salida;
pero su voz tranquila me sigue fielmente aunque permanece al
lado del horno. Ésta, se escucha por el altavoz, es la habitación
en la que se llevaban a cabo las ejecuciones. Como pueden
observar, su suelo está un poco inclinado para que la sangre de
la víctima pudiera deslizarse con facilidad. En septiembre de
1944 murieron aquí ciento ocho miembros del movimiento de
liberación de Alsacia. Sí, es verdad, habla de un viejo
nonagenario y de aquellas chicas. Procuro llegar hasta la puerta
porque el gentío me molesta, su voz me molesta, y cuando logro
abrirme paso a través de la gente hasta la apertura que lleva a la
habitación siguiente, de nuevo tengo conmigo su explicación.
Aquí, como pueden comprobar, se encuentra la mesa de
disección en la que el profesor de la Universidad de Estrasburgo
realizaba vivisecciones y experimentos bacteriológicos. Venía
sobre todo para controlar la salud de los prisioneros, que en la
cámara de gas recibían diferentes cantidades de gas ya que
algunos necesitaban más tiempo que otros para morir.

Estoy al descubierto. Admito que prefiero pararme delante del


horno que delante de la mesa de los azulejos amarillentos en la
que siguen colocados, me parece, los guantes de goma que
unas manos cultivadas volverán a ponerse. A pesar de su
robustez, el horno me parece mucho más limpio; el fogonero
que lo maneja es en realidad un sepulturero. Puede que sea
limitado, pero eso no significa que sea también cruel. Con una
inclinación tan radical a matar y un deleite tan irreverente con el
sufrimiento ajeno y la sangre ajena, la humanidad necesita
también un número suficiente de enterradores: es un oficio
como otro cualquiera. En aquel tiempo las manos cubiertas con
los guantes rojos envolvieron los azulejos amarillentos de un
ambiente criminal que aun en la actualidad se sigue percibiendo
sobre la mesa fría y solitaria del centro de la habitación. Camino
alrededor del barracón, preguntándome de paso qué es lo que
quiero. Deseo que el tiempo se detenga, que la tarde jamás se
acabe, que dure infinitamente; a la vez me doy cuenta de que en
realidad la tarde irremediablemente transcurre y que falta
mucho hasta el anochecer. La gente está dentro del barracón, de
manera que el lugar en este momento está solitario, y las
escaleras a la izquierda y a la derecha se elevan torpemente
hacia la primera terraza y hacia el cielo blanco y azul celeste. Y
así ha de ser, porque no tengo ganas ni de conversar ni de
palabras ni de gente. Sin embargo, sé que acabo de aguzar el
oído para escuchar sus gritos sofocados, preparándome para
resistirme a sus suspiros e inclinaciones de cabeza, como
también a sus observaciones tranquilas y serenas. Hace poco,
dentro de la multitud, una voz femenina ha preguntado:
Qu’est-ce que c’est ça? Y una voz masculina ha respondido: Le four.
Y la voz femenina de antes ha dicho: Les pauvres. Todo estaba
lleno de gente que se ponía de puntillas para ver las cenizas y los
pequeños huesos en las vasijas, mientras yo seguía sin
comprender cómo puede alguien al lado de un horno tan grande
preguntar qué es; pero esta imprudencia a la vez me
tranquilizaba porque me confirmaba realmente que el ritmo con
el que se despierta la conciencia humana es desesperadamente
vago. Esto significa que estaba casi satisfecho al saber que
nuestro mundo del campo de concentración es intransmisible,
aunque no puedo decir que este conocimiento me haya
apaciguado. Él ha dicho: El horno. Y ella: Pobrecitos. Estas
preguntas y respuestas breves podrían ser lapidarias, podrían
estar repletas de un sentido concentrado e impronunciable; pero
aun así, su observación me ha parecido el lamento de una mujer
que acaba de ver un gato aplastado bajo las ruedas de un coche.
Estoy siendo injusto ya que su pregunta al lado de la boca
abierta de la esfinge férrea no era más que un intento de
salvarse de una situación embarazosa, un intento de huir ante el
miedo de que la garganta de metal se acercase también a ella.
Estoy siendo injusto por no tener en cuenta que para toda esta
gente el mal no es tan familiar y conocido como para mí. No
disponen de una memoria visual de él. Tal vez hasta mi paso
actual sea tan inquieto precisamente porque las imágenes
sumergidas se me muestran en un relieve insuficientemente
marcado. Probablemente tenga que alejarme de este lugar para
que se muevan dentro de mí como las algas con los
movimientos de las capas de agua; aquí, en este momento, los
objetos se encuentran desnudos y las sombras de los difuntos
muy alejadas. Acaso vuelven aquí cuando el monte se cubre de
oscuridad. Acaso se reúnen cuando las terrazas quedan
cubiertas por la nieve. Entonces están solas, y lo primero que
hacen, como en aquellos tiempos, es poner a los moribundos en
la cama de nieve y después ponerse en fila. Pero no esperan la
llegada del hombre con botas que los contará, sino que, en un
silencio absoluto, descifran cuidadosamente las olas de
mensajes que llegan desde el susurrante mundo vivo.

El sótano de debajo del horno, un almacén, está equipado con


un ascensor rudimentario de hierro negro. Es el depósito de
cadáveres de Natzweiler. Veo cómo con Tola llevamos a Ivo en la
camilla, veo los palos negros de hierro y la tela gruesa de la
camilla. Luego levantamos a Ivo y lo dejamos en el montón.
Entonces pensaba cómo iban a cerrarse las largas tenazas
alrededor de su cuello cuando el sepulturero lo levantara del
montón. Estaba echado en medio del montón de costillas secas,
caderas huecas, pómulos salientes y cráneos rapados. Sólo él
tenía el rostro afeitado porque no sé dónde había encontrado
una navaja y le había rasurado con dificultad sus hundidas
mejillas, para unirlo al menos con este gesto a las costumbres de
nuestra estirpe. De modo que sobre aquel montón de huesos su
rostro cubierto de piel amarillenta parecía rejuvenecido; me
gritaba que no le dejara solo entre todos aquellos extraños,
después de haber pasado unidos todo aquel tiempo, ya desde la
celda de cemento bajo la plaza de Oberdank. Y seguía
llamándome también cuando con Anatoli subíamos la camilla
vacía por la escalera; en medio de la tela gruesa había una
mancha parduzca que hacía muchos meses había dejado alguno
de los difuntos. Sentía su reproche callado por haberle
engañado cuando le afirmaba que la enfermedad no terminaría
con su vida, cuando le repetía que simplemente ahuyentara esos
pensamientos. Le veía irremediablemente ofendido porque
siempre le visitaba alegre, me sentaba en su cama y hablaba con
él como si fuera un enfermo que tenía que descansar un poco
después de una larga enfermedad. Seguía en silencio a Tola,
levantando las barras de la camilla; como era más bajo que él,
tenía que tener cuidado para que la otra barra no golpease las
piedras de la escalera. Y aunque aquel día, si las hubiera
golpeado, Tola no se lo habría tomado a mal, de todas formas no
quise que tropezasen y sonasen con su sonido metálico. No, Tola
no se habría parado a insultar a la madre imperial del difunto,
porque sabía que acababa de separarme de mi paisano y para
él, un muchacho ruso, ser paisano era algo sagrado. Mientras
tanto, a mí me parecía haber enterrado a mi propio padre. Me
sentía impotente e indefenso, pero a la vez experimentaba
aquella vulnerabilidad primordial que se apodera de uno al ver
el cuerpo frío de su progenitor. Como si un topillo hubiera roído
la raíz principal con la que yo me había conectado a escondidas
desde aquí, desde las terrazas desoladoras, con las terrazas que
se elevaban sobre el mar. Estaba muy afectado también porque
hasta el último momento pensé que Ivo se salvaría a pesar de
todo. Deseaba que lo hiciera. Lo deseaba tan intensamente
porque con su sonrisa tranquila y con su carácter había tejido
una densa red de lazos cordiales entre nosotros. Lo deseaba por
su imagen humana y creía también, de una manera ingenua,
que mi deseo iba a cumplirse porque participaba de mi cuidado
y afecto. También Leif era consciente de mi derrota, por ello
paternalmente me explicó (lo cual en él era muy raro) que Ivo
habría muerto también en circunstancias normales. Tal vez ésa
era la verdad, pero Leif Poulson, mi superior, lo decía con ese
toque de soberbia que siempre empleaba cuando no tenía que
ver con su gente noruega. Quizás fui injusto con él, aunque
entonces pensaba que para otro enfermo Leif habría conseguido
sulfamidas, pero no cuando la enfermedad ya había avanzado,
sino al principio, cuando Ivo se puso enfermo. Sabía muy bien
que el Eubasin y el Prontosil que los médicos habían obtenido se
habían agotado en dos días; pero, de haberlo querido, Leif
podría haber conseguido una dosis de sulfamidas. Y yo debería
habérselo dicho, yo debería haberme encargado de Ivo. Así es,
pero entonces no pensé en las sulfamidas, porque al principio ni
siquiera Leif sabía qué le pasaba a Ivo; y cuando Leif mencionó
los riñones, la enfermedad estaba ya tan avanzada que Ivo se
consumía delante de nuestros ojos. No sé, no sé, tal vez
tampoco las sulfamidas le habrían ayudado. Quizás se trataba de
una infección de tuberculosis, conmigo Leif no hablaba de ello,
ya que no era lo suficientemente importante en la política
interna del campo. Pero ahora que sé todas estas cosas, Ivo
tampoco se me aparece, no consigo ver su rostro. El almacén y
las tenazas están allí como si no tuviesen nada que ver ni
conmigo ni con Ivo. Estoy solo. La sombra es calurosa, porque,
más allá del barracón, su lado derecho está alumbrado por los
cálidos rayos de julio. Y cuando me vuelvo descubro que entre
Ivo y yo sólo hay sandalias ligeras, pantalones de verano, un
bolígrafo con el cual puedo escribir rápidamente el nombre del
objeto que veo y un Fiat 600 que me espera delante de la puerta
y con el cual paso a menudo por delante del almacén de Rojan
en el que Ivo vendía carbón. Y me doy cuenta de que debería
liberarme de todo lo mundano y ponerme los zuecos de madera
de nuestra miseria para volver a ser digno de su amistad.
Entonces Ivo dejaría de ser invisible y no tendría envidia de que
yo fuera a volver a la orilla triestina; tal vez tampoco me pediría
que, por fidelidad a él, no me alegrase del sonido de las olas
bajo las rocas del acantilado de Barkovlje.

En aquel entonces yo ya solía visitar a Tomaž en el bloque 2. En


realidad, lo había conocido precisamente en un momento en el
que buscaba a Leif a causa de Ivo. El verano era esplendoroso,
pero no para nosotros. De vez en cuando la vista bajaba las
escaleras y se paraba en el lejano valle que, igual que ahora,
tomaba el sol dentro de su abismo profundo. El calor ondeaba
sobre el mundo tranquilo, preso, lejos de nosotros; nuestras
pupilas lo observaban como si mirasen a través de las lentes de
agua de unos prismáticos puestos al revés. Nosotros nos
encontrábamos muy elevados sobre el estrecho valle cubierto de
árboles, pero en absoluto compartíamos las sensaciones propias
de un hombre que desde el monte admira el panorama de todo
el valle. No nos situaron a esta altura para unirnos más
estrechamente a las residencias de los hombres, sino para ver
claramente lo definitiva que era nuestra separación de ellos.
Pero aun así la perspectiva desde arriba tenía un efecto curativo,
ya que en el fondo del valle estrecho blanqueaba un edificio bajo
de forma triangular. Parecía una parte de una villa solitaria o de
un sanatorio abandonado, desde el cual hacía mucho, al menos
eso creíamos, habían trasladado a los enfermos para que al ver
nuestra tumba no perdiesen la última esperanza de vida. Éste
era el único objeto rodeado por un espacio abierto, era la proa
de un barco blanco e irreal, situado entre los montes del valle,
pero a la vez era el símbolo de la salida y del viaje. De repente,
en la proa de ese barco de aire alejado, apareció una bandera
con una cruz roja sobre la superficie blanca. Esto no sólo
significaba que en este edificio bajo, rodeado de montes, había
gente, sino también que esta gente había empezado a tener
miedo. Era como un rayo de luz que atraviesa la conciencia
confusa de un cuerpo desmayado que empieza a despertarse.
Temían a los aliados que se acercaban a Belfort. Tenían miedo de
las escuadras de aviones de los aliados. Dentro de nosotros se
despertó un latido parecido al temblor, a las contracciones de un
pez fuera del agua que salta con todas sus fuerzas para alcanzar
el margen del agua salvadora. Porque en algún lugar de nuestro
ser brotó un germen de esperanza del que éramos conscientes,
pero en el que muchos no querían pensar para no dañarlo con
su pensamiento herido y desmoronado. Porque las terrazas en
la falda de la montaña seguían siendo los viñedos de la muerte,
y en ellas la vendimia continuaba sin tener en cuenta las
estaciones del año. Los portadores seguían llevando la cosecha
de la muerte a la terraza más baja, desde la cual luego se
levantaba una nube ligera que se tendía poco a poco sobre los
techos de los barracones impermeabilizados con alquitrán. El
verano era de todas formas la época del año más misericordiosa,
ya que delante de los bloques donde vivían los que no eran
aptos para el trabajo, los cuerpos podían sentarse sobre los
escasos bancos, de manera que la madera del hueso se apoyara
contra la madera del asiento. Los demás se tumbaban en el
polvo. Lo hacían seguramente también porque había pocos
bancos, pero, sobre todo, el cuerpo se tumbaba por el
cansancio, por un agotamiento inmenso. Mientras, como
embriagado, el hombre apretaba la cabeza, el tórax, el vientre y
las piernas hacia la tierra. Le parecía que finalmente lograría
ablandar la dureza de la corteza terrestre, y que de esta manera,
con un abrazo instintivo, le quitaría un poco de su savia vital;
pero enseguida le vencía el cansancio y sentía cómo su cuerpo
proyectaba hacia la tierra su última y miserable ternura. Sin
embargo, había momentos en los que sobre los muslos
extendidos invisiblemente reinaba el olor del humo. La
conciencia se rebelaba a pesar de sentir unas ganas infinitas de
descansar. Entonces te resistías con todas las fuerzas restantes
frente al olor a sebo quemado: cerrabas la boca y expulsabas el
aliento por las fosas nasales, como si así pudiera engañarse a la
nube devastadora del gas mortífero. No se puede, no obstante,
sacudir la cabeza de este modo durante mucho tiempo. A pesar
del cuidado con el que intentabas exhalar la muerte, antes o
después tendrías que volver a inspirarla, aunque fuera a
intervalos breves y entrecortados. De nuevo era mejor anular
todos los pensamientos, los pulmones se adaptan solos a los
intervalos del exterminio que se prolongan hasta el infinito. Aun
en el caso de que sobre la falda de la montaña se levantase
alguna repentina corriente de aire, tampoco cambiaría el
pausado ritmo de la muerte; más bien sentiríamos, embriagados
por el insoportable olor y mecidos por la anestesiante neblina,
un vacío que se apoderaba del estómago, los huesos y el cráneo.
N. N. Ésta era la salida en medio de la noche hacia la niebla. Dos
iniciales mayúsculas y rojas escritas sobre las espaldas y
perneras de los noruegos, holandeses y franceses. Nacht und
Nebel. Noche y niebla. Porque con la noche sólo no bastaba. A
través de una noche doble también había que bajar la escalera a
la luz del sol para llegar al almacén del sótano, bajo el horno. La
bandera que ondeaba en el valle era como el resplandor en la
noche y en la niebla. De ahí que buscara a Leif con tanta
impaciencia. Sabía, sin embargo, que ya nada podía salvar a Ivo,
porque éste ya había empezado a delirar y mezclar las
deshiladas imágenes triestinas con las de este mundo retirado.
La lejanía y la cercanía le parecían igual de abstractas, pero
precisamente a causa de los cambios que anunciaba aquella
bandera, su final me parecía aún más inadmisible, injusto y
absurdo. Quién sabe, tal vez con la excitación que se había
despertado en mí pensaba o al menos esperaba que la buena
noticia inspiraría a Leif a inventar algo que pudiera salvar a Ivo,
que aplicaría un medicamento hasta entonces escondido y
guardado para casos extremos que ahora, en un clima diferente,
estaría dispuesto a utilizar. Leif debía de estar en el bloque 11,
con sus noruegos, para informarles sobre el blanco trozo de tela
recién descubierto en el valle; y, al hacerlo, seguramente no
estaría nervioso, porque, siendo un hombre nórdico, no
exteriorizaba su estado de ánimo. Sólo dentro de sus ojos
aparecía una luz danzante que se transmitía a la gente que le
rodeaba, sobre todo a un viejo alto, un marinero experimentado
sacado de las novelas escandinavas. Éste no tenía despeinado su
canoso cabello, su cabeza era lisa, la boca no tenía pipa, y
aunque era un marinero sin fiordos, parecía que jamás había
dejado de pensar en embarcarse de nuevo. También Leif con su
pelo cano, su resplandeciente estetoscopio que brillaba sobre su
chaqueta rayada, su estatura esbelta y alta, parecía más un
capitán noruego que un médico. Leif poseía una virilidad
invulnerable y orgullosa, y por mucho que su serenidad pudiera
haber despertado la envidia de algunos, verle era como recibir
una inyección para fomentar las defensas. Como aquella noche
en la que después del appell trajeron al revier el cuerpo de un
chico joven y lo dejaron echado sobre la estrecha mesa de
operación. Un cuerpo enfriado e inmóvil que antes, cuando en
las terrazas aún había nieve, hubiéramos llevado directamente al
almacén de debajo del horno. Un muerto, pensaba, y lo mismo
pensaba el enfermero que estaba al lado de Leif, quien
permanecía en silencio y, como siempre, erguido. Abrió la sucia
chaqueta de rayas, rompió la camiseta y empezó a poner el
botón del estetoscopio sobre el lado del corazón del chico. Nada
parecía demostrar que por el celuloide y el tubito de níquel
llegase algún hálito de vida hasta su oído. Pero, de todas
maneras, dijo como para sí Man soll versuchen.[13] Se movió con
dignidad, rompió la punta de la ampolla de Coramina, mientras
que las manos del chico pendían de la mesa muertas. Después,
con la mano derecha cogió la jeringuilla y empezó a medir,
palpando con el dedo índice y el corazón, la distancia entre dos
costillas, para seguidamente clavar la aguja en el corazón. Para
un médico de hospital esto no debía de ser nada extraño, pero
cuando en medio de aquella aniquilación silenciosa el cuerpo
empezó a golpear con las manos, a jadear y a mover el tórax,
nos sentimos como si estuviéramos presenciando la verdadera
resurrección de Lázaro. Porque el chico realmente volvió a la
vida. Evidentemente, tenía los ojos en blanco y respiraba con
dificultad, pero también sonreía modestamente cada vez que
Leif pasaba junto a su cama. Sonreía de manera tan vaga como
si no pudiese recordar ni cuándo ni por qué Leif lo había
devuelto a la luz, pero de todos modos sonreía. No, a Ivo ya no
se le podía ayudar de esta manera, no había ninguna manera de
poder ayudarle. Ni tampoco podía encontrar a Leif. Y entonces el
enfermero noruego me mencionó a Tomaž. Kamerad Jugoslav,
me dijo, lo cual, la mayoría de las veces, significaba que se
trataba de un esloveno de Primorska, porque en un lugar donde
todo es extremadamente simple las explicaciones largas sobran.
Y a pesar de llevar en el triángulo rojo la inicial «I» porque había
sido capturado como un ciudadano italiano, el hombre esloveno
no se cansaba de repetir que era yugoslavo, porque era la mejor
manera de convencer a su entorno para que le escuchara. Es
evidente que cualquiera que desde el final de la Primera Guerra
Mundial hubiera observado cómo el Estado italiano destruía su
identidad en su propia tierra, se habría rebelado ante la
posibilidad de morir en el país de la destrucción como italiano, y
lo hubiera hecho tanto con la razón como con el corazón. A esta
razón fundamental y orgánica, cabría añadir también el
menosprecio y el desdén del que en el campo eran objeto los
italianos. Esto se debía a que otros pueblos los vinculaban
instintivamente con el fascismo, aunque la fuente primordial de
este desprecio y odio fue la terrible ira alemana dirigida al
pueblo que había vuelto a traicionarlo, como lo había
traicionado en la Primera Guerra Mundial. Este desprecio de los
alemanes era compartido por todos aquellos que ejercían
cualquier tipo de poder sobre la multitud anónima que seguía
las reglas de una lucha despiadada para sobrevivir. En esto
importaba mucho también la distinción entre el carácter nórdico,
frío y reservado, y la sensibilidad y la facilidad de palabra de los
mediterráneos. De ahí que hasta Leif, aunque fuese noruego y
médico, solía mostrar en presencia de los italianos un
descontento que muchas veces rozaba la injusticia. Parecía que
un italiano necesariamente era un vago que procuraba lograr un
trato mejor con sus constantes lloriqueos y quejidos. También
desde el punto de vista físico Leif sentía rechazo por las
personas de baja estatura que hablaban demasiado con la cara y
las manos. Por ello, tanto el esloveno de Primorska como el
croata de Istria se resistían a compartir el mismo destino de la
gente que pertenecía a aquel Estado en el cual habían sido
incluidos contra su voluntad. El aliento de la muerte había
borrado las denominaciones impuestas, de manera que también
el enfermero noruego utilizaba las señas que le había dado
Tomaž, ya que los datos de las fichas importaban solamente al
llegar a la terraza del horno. Sólo en aquel momento, el número
volvía a encontrar nombre y apellido, escritos sobre un trozo de
cartón en la oficina. Pero Tomaž jamás pensaba en ello. Tomaž
era distinto de todos los que había conocido antes y que
conocería después, a causa de la inquietud de sus ojos, de su
vivaz e irrefrenable facilidad de palabra, de su increíble fe
infantil. Una riqueza que no quería o no podía contener ni
limitar. Un estado de ánimo que no tenía ni necesidad ni
posibilidad de llegar a ser más sereno, pero que también
conservaba la capacidad de razonar, como en nuestro primer
encuentro. Le dijo al enfermero que venía de Trieste, porque de
un chico noruego no podía esperar que conociese Sečovlje. ¿No
era así? Le faltaba poco para cumplir cincuenta años, pero de
todas formas sonreía satisfecho y mantenía los brazos paralelos
al cuerpo como una criatura a la que se le había prometido que
podría levantarse si se portaba bien. De manera que todos los
días permanecía tumbado al lado de la ventana, debajo de las
tablas de madera de la cama superior; entre las rendijas de las
tablas se deslizaban pajas que caían sobre su cama. Todos los
días yacía tumbado y con los dedos limpiaba la paja gastada.
Debido a las tablas que había sobre su cabeza y sobre su cuerpo
hinchado, parecía que estaba en un baúl. También en otros
panales había flemones infectados bajo la manta, de forma que
el aire estaba contagiado como si se estuviera descomponiendo
el monte, y el bosque como si se pudriese el mismo corazón del
monte. A pesar de ello, sus ojos permanecían rodeados de los
cristales de las salinas de su casa. Y mientras hablaba del canal
de Trieste, de la plaza de la Bolsa, de la plaza junto al puente
Ruso, entrecerraba un ojo como un pescador que observa las
nubes iluminadas por el sol. Le alegraba que me hubiera dejado
atrapar por su juego y estaba exaltado por la visita inesperada.
Yo no podía comprender si era consciente de su alegría en ese
ambiente pestilente, si era consciente de no haber echado el
ancla, de que navegaba sin brújula por un mar inmenso. Y así,
cada vez que se destapaba y se acariciaba su cuerpo hinchado,
comparándose, burlón, con una mujer preñada, acababa
diciendo que todo aquello desaparecería. Después volvía a
taparse el cuerpo abultado, mientras que en sus ojos ondeaba la
bandera blanca que había aparecido en el valle. También en los
demás muchas veces se encendían chispas de vida, y sobre todo
a partir de la aparición de tantos aviones. Los latigazos caían
siempre iguales sobre los hombros y los brazos escuálidos que
intentaban proteger las cabezas desnudas, pero cuando los
gritos se callaban y los trapos de cebra llenaban los barracones,
desde el crepúsculo, muy lejos de las ventanas, los ojos se
clavaban en el cielo. Los cuerpos inclinados o agachados que
alargaban el cuello estaban secos y los globos oculares
húmedos; de dos en dos, muy apretados, aguardaban detrás de
las escamas de plata, clavados en la red blanquecina de las
nubes. El zumbido del cielo era correspondido por un temblor
desconocido dentro del pecho, y este eco interior era mucho
más notable por la noche, cuando el cuerpo estaba tumbado. El
zumbido hueco y brusco de las avispas celestes iba acompañado
por los aullidos inconsolables de los pastores alemanes. Ya había
empezado. Estas palabras las había pronunciado un cuerpo
medio dormido, ubicado en la cama más alta de una litera de
tres pisos, que oía las máquinas amigas pero que a la vez se
daba cuenta de que dormitaba en medio de células
hambrientas. Y es que ya se acercaba una nueva ola. La tierra
que olía a carne y huesos quemados se acababa para siempre, y
la vida ahora se trasladaba bajo las nubes, hacia los insectos de
acero que engañaban la noche. ¡En Múnich tendrán que
levantarse de sus camas!, dijo una voz que estaba despierta,
aunque murmuraba sus palabras, furiosas y burlonas, como si
chirriara el bastidor de madera de la cama. Sí, es cierto, y
entonces por el cuerpo horizontal se extendía un temblor
extraño, como atravesado por la bandera blanca ondulante. Y las
extremidades hambrientas se dieron la vuelta, estrechando más
la manta contra el cuerpo, la garganta tragó la escasa saliva con
placer, como si tuviera hipo, y el oído dejó de escuchar el aullido
de los perros en el vientre del monte negro. Seguro que los
demás debieron de sentir también la exhalación de un
pensamiento claro como las bandadas de plata al sol, pero esta
chispa se fue apagando poco a poco bajo la gruesa capa de
ceniza. Con Tomaž, en cambio, no pasó esto: su alegría no
desapareció porque la protegía constantemente, la cuidaba y me
rodeaba con ella incesantemente. Me hablaba de un puente que
junto con su hijo habían volado para detener una columna
alemana y me capturaba con sus brillantes pupilas. Y lo hacía no
como un hipnotizador que quisiera vencerme, sino como un
adivino que quisiera que también yo fuera invencible. Invencible
para que en mi casa triestina pudiera recibir el obsequio de vino
tinto de Istria que él iba a traerme. Un barril. O dos. Oh, si ahora
pudiese tomar un trago de ese jugo negro, anhela, me curaría
enseguida. Me lo va a traer directamente a mi puerta, afirma,
observando, travieso, numerosos catres como si no los
conociera. Pero, aun así, a su lado se escuchan sollozos bajo la
manta, desde algún lugar se oye un resuello disimulado y al final
de una tela cuadrada asoman unos ojos medio suplicantes,
medio rebeldes. Dos bolas de vidrio inmóviles. Justo entonces
acaba de salir de la habitación una camilla con un cuerpo
cubierto con una sábana. Tomaž lo mira y dice: se los llevan sin
parar, pero a la vez dice que seguramente se curaría si pudiese
beber vino. Me va a traer dos barriles. Y al decirlo no resulta
nada falso ni forzado, su fuerza vital es tan grande que es capaz
de encontrar la alegría hasta en la penumbra. Y se alegra de que
su hijo haya huido a los montes, y ahora parece que su
indomabilidad se condensa y a la vez se dirige hacia mí, este
nuevo hijo que con la claridad de sus ojos convertirá en vital e
invulnerable. Sí, admito que no lo comprendía y sigo sin
comprenderlo. Oh, es muy fácil decir que sus ojos vivos querían
engañar a la muerte con su alegría y benevolencia, que Tomaž
invisiblemente se había trasplantado a la tierra de Istria y como
una vid sorbía de la tierra los jugos curativos; es muy fácil decir
que con su don de palabra cubría todas las dudas e imágenes
ocultas que abundaban como fantasmas a su alrededor y dentro
de él. ¿Pero cómo es posible que ni una sola vez se contradijera,
ni una sola vez vacilara, sino que siempre se mantuviera en
equilibrio, siempre estuviera a flote? ¿Podía ser un actor tan
bueno como nunca volveré a encontrar otro? Un actor que en la
lucha con la muerte no descansa ni un solo momento, nunca se
quita la máscara, sino que se identifica tanto con su nuevo papel
que en realidad no tiene sentido hablar de una máscara. ¿Ni tan
siquiera por la noche? No lo sé, pero en aquel entonces no se me
ocurrió visitarle por la noche, aunque es probable que también
me encontrara con dos ojos sonrientes que me estarían
esperando. En serio, no había ninguna objeción válida para él, ni
objeción, ni advertencia. Tampoco entonces, cuando empezaron
los preparativos para marcharnos. Pensaba en cómo
pondríamos a todos los Tomaž en camiones y después en
vagones de ganado, y que las terrazas se quedarían sin ladridos
y sin humo; pensaba en cómo luego volveríamos a descargar a
todos los Tomaž ante los minaretes más altos de la nueva
religión. Estaba preocupado por él, porque su cuerpo pesaba
demasiado para correr hacia la libertad; por eso callaba. Él, en
cambio, hablaba más que de costumbre. Decía que en Dachau
estaría más cerca de casa. Y yo ya antes me había mostrado
enfadado y desarmado cuando me susurraba que los partisanos
de los Vosgos atacarían el campo de concentración y nos
liberarían, y de la misma manera me mostraba reservado cada
vez que me anunciaba que iban a salvarnos los paracaidistas.
Tampoco me podía fiar de Tomaž, de ahí que siguiera callado. Él,
en cambio, ya se veía rodeado por los viñedos de Istria y ya no
estaba con nosotros. Pero eso no está bien, me decía a mí
mismo, permanecer a la vez aquí y allí, en el mundo de los vivos,
Tomaž, eso no está bien. La muerte no lo permite. No está bien,
Tomaž, que ahora te encuentres en las salinas de Sečovlje, que
estés abriendo los cajones del armario sólido de una habitación
de casa de campo y huelas la tela sana de las sábanas robustas.
No está bien. Y tenía cuidado de no seguirle, de no escuchar al
burro que acababa de rebuznar detrás de la casa, ni tampoco la
ternera que acababa de tocar el pesebre con su cuello. Para él,
en el sótano borboteaba ruidosamente vino tinto. Vasijas de vino
tinto. Barriles, una inundación de vino tinto. Una inundación en
la que los dos íbamos pronto a bañarnos, nadando en ella. Pero
no deberías, Tomaž, porque la camilla acaba de pasar al lado de
las camas: la muerte es una furia celosa, Tomaž. Con mi silencio
este hombre increíble se tranquilizaba por un momento, pero
sólo porque estaba preocupado de que me hubiera ofendido por
algo; pero al excusarme y decirle que estaba pensando en que
deberíamos hacer todo lo posible y lo imposible para no llegar al
mundo del crematorio, volvía a animarse. Se frotaba las manos
como un amo benevolente que a pesar de su enfermedad
acabara de lograr un acuerdo importante con su vecino. Pero,
hombre, ¡si en Dachau estaremos más cerca de casa!, exclamó. Y
quería que le escribiera mi dirección, pero cuando arranqué una
hoja del cuaderno, no quiso que lo hiciera. No, es mejor
escribirlo sobre la tabla para que lo tenga todo el tiempo delante
de los ojos. Y mientras le dibujaba letras largas y flacas como si
dibujara el muelle de San Cario y los dos campanarios de la
iglesia griega, seguía murmurando cerca de mi oído que iba a
traerme vino. De manera que al final acababa oyendo el sonido
del carro en una calle tranquila, y también las ruedas bailarinas
de los carritos de las lecheras de Šmarje y Koštabona que
acababan de bajar del barco de vapor llegado de Koper.
Entonces sentía todavía con más fuerza que estaba sentado en
el borde de la cama de madera y que tocaba su hombro; sentía
que Tomaž se alegraba más de esta cercanía que de la dirección
escrita en la tabla. Tal vez sintiera como si lo hubiera tocado su
hijo, al igual que a mí entonces me parecía que me había tocado
un padre inolvidable. No lo sé. Es difícil hablar de las sensaciones
que uno no ha experimentado junto a su propio padre; es difícil
explicar esta amistad paternal, este destello de camaradería
paternal. No lo sé, no lo sé. Pero lo que sí sé es que después sus
ojos brillaban contentos y que por algún momento estaban
tranquilos y consolados, aunque bien pronto volvió a guiñar el
ojo derecho, mostrando, con la cabeza, la tabla sobre él. Lo
aprenderé de memoria, dijo acerca de la dirección. Pero aquella
mañana el appelplatz[14] de Dachau era un gran montón de
basura sobre el cual numerosas palas echaban, a través de las
ventanas de los baños, papel, trapos mojados, zuecos rotos,
sucios hatos de rayas. Y entre los jergones que cubrían el amplio
suelo zigzagueaban rollos de papel desenrollados, cucharas de
madera desgastadas y un único cuchillo que habrían forjado los
hombres de la prehistoria. Y más jergones con manchas
húmedas, vacías, sin la figura que les había dejado impresa la
forma. Y más jergones con cuerpos desnudos. Heridas en las
pantorrillas como inmensos genitales femeninos con los labios
hinchados y duros. Labios podridos de un cuarto de metro. Y
más cachivaches. Y más zuecos. Y más pieles de cebra, húmedas,
polvorientas, sucias, como si las hubiera matado la peste. Y al
lado cuerpos que aún conservaban fuerzas y que se desnudaban
en sus jergones. Y vendas de papel crespo que se extendían
como el hilo de una Parca insaciable. Y una mano huesuda que
no quería dejar la cuchara de madera para no romper su último
vínculo con la existencia. Y, detrás de las costillas de madera
cubiertas de piel de escamas, los dedos apretaban
instintivamente la cuchara de madera. Estos cuerpos no se
habían llevado a la izquierda, habían ido a parar al barracón. Y a
un lado había una línea larga de catres desde los cuales ya
habían llevado los difuntos Jobs para que no se descompusieran
bajo la bola radiante que flotaba en el aire y que no mostraba
ninguna intención de bajar ni de dejar de iluminar todos esos
restos. En el valle estrecho de entre los dos barracones volvían a
reinar el silencio y el orden. Un médico con gafas y guantes de
goma abrió el cuerpo en el barracón. El agua corría por la mesa
de piedra y la lavaba sin hacer ruido. El hombre con la bata
blanca hablaba en checo. Tenía que determinar la causa de la
muerte de todos. Trabajaba con agilidad, casi con prisa, como si
no tuviera que buscar mucho por entre las vísceras, como si ya
lo supiera todo de antemano. Tenía prisa porque los cuerpos no
se acababan jamás. Cosía, clavaba la gruesa aguja y tejía una
trenza gruesa que llegaba desde el pubis hasta la barbilla.
Realizaba trenzas rápidamente y parecía que hubiera empezado
desde muy temprano porque a lo largo del barracón había una
larga línea de cuerpos boca arriba. Como siempre, tenían las
mandíbulas abiertas, los dientes amarillos y los vientres planos.
Sólo había uno hinchado y blanco. Dein Kamerad Jugoslav,[15]
volvió a decir el enfermero noruego mientras yo observaba las
tablas de madera detrás de su cabeza que formaban parte de la
pared del barracón. Eran como las que tenía sobre la cabeza,
sólo que un poco más anchas; en lugar de la camilla que pasaba
tantas veces al lado de los lechos de madera, a él le esperaba
una carreta con un largo canal de estaño. A su lado había una
tapa, también de estaño. Pero tuve que mirar a los ojos al final
de la trenza que subía a lo largo de su cuerpo. Estaban abiertos
hacia el cielo vacío y me parecía que de un momento a otro iban
a sonreírme. Mira qué trenza me han hecho, diría. No lo sé. No lo
sé. No pensaba en nada, sólo me di cuenta de que también en el
vagón de ganado sus ojos se resistían a la oscuridad. Como en
los demás vagones, también en su vagón cerrado pululaban
cuerpos menos enfermos y hambrientos de día y de noche,
sobre todo de noche. Pululaban sobre su cuerpo, pisándole el
cuello y el vientre, pero su mirada todo el tiempo quería
atravesar la oscuridad para abstraería y eliminarla. O en ese
momento había una mañana soleada sobre el cerrado baúl de
viaje y un rayo iluminaba el techo del vagón, iluminaba las tablas
sobre su cabeza, mientras las ruedas sacaban sus conclusiones:
más cerca de casa, más cerca de casa, más cerca de casa. Y sus
ojos miraban tan fijamente, que no se dieron cuenta de que las
tablas habían sido retiradas y sustituidas por esta cúpula de azul
celeste sin sentido que se levantaba sobre su cabeza azul y
paternal.

No sé si me puse a pensar en él aquella mañana, cuando


partíamos de allí, cuando me paré en el punto más alto de la
escalera para fijar la vista por un momento en las terrazas que
iban enhebrándose pendiente abajo. Estaban vacías, como
también lo estaban los barracones; parecían cambiados, aunque
seguían colocados de dos en dos en cada terraza. El silencio era
algo nuevo, algo que se calentaba, invisible, en los rayos
dorados de septiembre y a causa del cual parecía que los montes
de alrededor, de un momento a otro, comenzarían a mostrar su
verdadera imagen ahora que el ambiente de destrucción estaba
cesando. Asimismo parecía que iba a despertarse el bosque de
abetos, este escudo verde que cubre el búnker y el barracón con
el horno. Y de la misma manera iba a cambiar allá abajo, en el
valle, la bandera blanca con la cruz roja que había florecido
sobre el edificio blanco que anunciaba la llegada de los aliados
desde Belfort, y que ahora, por el silencio de las terrazas, parecía
la despedida olvidada de una mano blanca de un mundo
humano infinitamente alejado e increíble. Realmente reinaba el
silencio. Pero el silencio ya antes había acompañado durante
todos aquellos meses el deslizamiento de la vida hacia abajo,
hasta este límite extremo, y se extendía hacia arriba, junto con el
humo, un silencio todavía más profundo. Sin embargo, el
silencio de ahora era un silencio sin gente porque los
habitáculos de madera habían sido abandonados, excepto el
barracón más bajo, aquel sobre el búnker desde el que todavía
los estaban trasladando al camión. El silencio y la concentración
de otoño juntos cubrían una sepultura de huesos sobre las
montañas, de manera que el pensamiento que durante todo el
tiempo se había escondido ante la destrucción, ahora se había
despertado y asomado como el hocico de una lagartija desde el
hueco de una roca. Claro que ahuyenté este pensamiento.
Acostumbrado a defenderme me liberé de él, pero aun así por
un momento logró apoderarse de mí. ¿Qué será de las terrazas
cuando parta el último camión? ¿Susurrará el bosque, caerá la
lluvia en primavera sin piedad y destruirá las escaleras talladas
en la falda de la montaña la nieve en invierno? ¿Se pondrá el sol
en verano igual que suele ponerse en los montes? ¿Y en otoño?
Sí, ¿y en otoño, como el otoño en el que estamos ahora? ¿Y
aquellos millares de zuecos sobre la nieve cuando el appell
duraba horas infinitas? ¿Y el cartero de Padriče al que tuvieron
que llevar al appell porque seguía respirando, pero al que se le
habían bajado hasta los pies sus pantalones rayados, y lo
dejaron yacer de esta manera sobre la nieve, mientras el esman
contaba las filas? ¿Qué sería de él cuando después del appell lo
llevaron hasta aquí abajo, donde ahora los visitantes miran a su
alrededor? ¿Y con los aguaceros que caían sobre las cabezas
rapadas, sobre los ojos vidriosos que el hambre todavía no había
succionado y que insistían hasta el final porque el hueso grueso
los protegía de la sequía que con anterioridad había extenuado
las demás células? ¿Qué pasará con los ojos que con su frescura
son la mayor de todas las crueldades? ¿Sólo al final se
convertirán en dos lagunas opacas en medio del continente
huesudo? ¿No quedará ninguna huella de todo aquello cuando
dentro de una o dos horas las escaleras hayan sido
abandonadas del todo? Todas estas preguntas eran un intento
de saltar hacia el futuro, pero mientras tanto la imagen de las
escaleras de las condenadas ruinas ancestrales de México seguía
pegada a mí como un fantasma. Y también mi oficio me pedía
que volviese a bajar hacia el barracón, de ahí que me serenara y
diera un paso adelante. Entonces vi a los que no habían
esperado nuestra ayuda sino que habían abandonado sus
jergones por su propio pie. Fueron silenciosos, como lo eran
durante todo el día mientras yacían en el barracón: no
perturbaban para nada el silencio que estaba tomando el sol
bajo la bola desmenuzada de un Van Gogh en lo alto de la cima.
Tal vez precisamente este silencio repentino los había levantado
de sus lechos y les había hecho salir al sol: fantasmas delgados
que no eran capaces siquiera de escuchar el sonido de sus pies
descalzos. Estaban desnudos, con las camisas que les tapaban la
entrepierna hueca, y vagaban por la terraza estrecha agitando
los brazos para encontrar el equilibrio, pájaros ciegos con
plumas quemadas de los que apenas quedaban unos pequeños
huesos pardos. De esta manera fueron vagando hasta la
escalera y empezaron a escalar la pendiente con sus últimas
fuerzas para salvarse del precipicio en el que las llamas les
habían lamido todas las células del cuerpo. Se tiraron sobre las
escaleras y empezaron a subir a cuatro patas, huesudos
mosquitos de agua, arañas quemadas con traseros en forma de
equis. Así empezó el lento movimiento, como si este gesto de
pasos de madera fuese el último. Después le siguió un descanso
interminable que favorecía el silencio del sol, pero que a la vez
iba a despertar dentro del delgaducho ser al descubierto la
turbia idea de que la bola solar se convertiría en un testimonio
traidor que bebería la última gota de su savia vital. De ahí que la
extremidad endurecida se extendiera como una rana hasta el
escalón siguiente y el crustáceo esparrancado se quedara
agarrado a él. Y mientras volvía a descansar durante toda la
eternidad, sobre él ya se levantaba otro hacia la terraza de
arriba, y más arriba había otro más, todo un desfile de reptiles
que de vez en cuando levantaban sus cabezas de tortugas
desnudas en un esfuerzo por deslizarse fuera del reino de la
oscuridad. Y entonces Tola pasó a mi lado con una camilla sobre
la espalda. Davaj!,[16] exclamó, casi molesto, por haberme parado
a descansar, mientras él trabajaba infatigable como antes, en la
vida, cuando manejaba la trilladora del koljós. Ya voy, le dije al
pensar que debería bajar por las escaleras hacia la derecha para
evitar el encuentro con los reptiles cuyo instinto impedía esperar
a los portadores. En aquel instante se oyó desde el sendero un
gemido duradero que rítmicamente atravesaba el silencio más
allá de los barracones. Esta ondulación resultaba aguda y
amenazante por su singularidad y porque venía desde un
sendero que estaba siempre solitario. Muy cerca de él se
encontraba la alambrada a la que mucho antes nadie se hubiese
acercado sin necesidad, y ahora parecía que muy cerca del suelo
vagaba una queja gimiente que subía por la cuesta lentamente y
con dificultad. Parecía como si de repente sobre las huérfanas
terrazas de aniquilación bajase por segunda vez algo
desconocido, y por ello casi más conmovedor que la llama sobre
la chimenea. Y cuando un poco más tarde apareció la rueda de la
carretilla, el terror despertado disminuyó, aunque el
descubrimiento no fue nada tranquilizador. Desde detrás del
barracón había aparecido una carretilla entera. Y luego otra.
¿Quién se había acordado de las carretillas para sustituir las
camillas que faltaban? Ahora subían como un desfile de
trabajadores cansados que vuelven del vientre de la tierra
inmensamente hondo. Una procesión de mineros que habían
puesto sus piquetas y palas en las carretillas, sólo que esta vez
de las cajas triangulares salían las extremidades de cigüeñas
recién desenterradas. Sólo un esqueleto tenía puesta la
chaqueta, y aquella carretilla parecía más extraña todavía. Las
cabezas de pájaros desplumados oscilaban de un lado a otro con
la boca abierta como antes en el jergón, y parecía que quisieran
cazar mosquitos invisibles, pero sin ningún éxito porque el
movimiento los sacudía demasiado. Y parecía como si la causa
de su temblor fuese el chillido constante del eje, y como si el
quejido del eje flaco se originase directamente en las varillas del
tórax del pájaro. Sus piernas, al lado de las ruedas, se
bamboleaban de derecha a izquierda mientras los fláccidos
brazos remaban por el camino polvoriento. No, no sé qué era lo
que pensaba entonces, probablemente que no habría que
cargar con muchos, puesto que alguien se había acordado de las
carretillas, y también probablemente que el silencio traidor
cubriría el monte en una hora, en cuanto nosotros ya no
estuviéramos allí. En el suelo de las terrazas no quedaría
ninguna huella, en el aire ningún reflejo; todo lo enmudecería el
silencio, lo mantendría todo para sí como un sordomudo;
también ese desfile que acababa de ocultar el barracón, también
ese gemido que se parecía a la voz cada vez más lejana de un
asador oxidado. Por eso no puedo decir que entonces me
hubiera acordado de Tomaž, porque su barracón estaba vacío
desde por la mañana, mientras que a nosotros nos esperaba el
viaje a Munich. Era nuestra primera experiencia con este tipo de
traslados. Si los cuerpos de los catres de los barracones hubieran
podido prever la densa masa de cuerpos dentro de los vagones
pesados, probablemente no habrían escalado con tanto esfuerzo
hacia el sol. Y qué si no es cierto, porque mientras viven, los
núcleos celulares se resisten a ser aniquilados e intentan
salvarse huyendo, a pesar de que todo se desenvuelva en
círculos concéntricos. Bueno, pues según los criterios de los
lager aquel transporte sería el más cómodo de todos los que
conocería posteriormente. Nos acompañaba hasta la música. Al
menos en nuestro vagón. Y las dos puertas permanecían
abiertas, de manera que las imágenes olvidadas del paisaje
otoñal que pasaban a nuestro lado cambiaban, constantemente,
enmarcadas por las grandes aberturas. Las ruedas chirriaban, la
velocidad era algo nuevo, una categoría inconcebible que de
repente había sustituido la ley de inmovilidad prescrita, de ahí
que, a pesar de los pensamientos y las conversaciones serenos,
en realidad estuviéramos embriagados y fuera de sí. De hecho,
estaba sentado con Albert en un rincón y apenas nos
entendíamos de lo alto que tocaban los músicos. Paul con su
trompeta. Pierre con el violín. Y el acordeonista. Sí, como si la
guerra hubiese terminado y nos hubieran llevado a casa. ¡Más
cerca de nuestra casa! Lo mismo afirmaba también Albert,
diciendo que estábamos al principio del fin, y yo me oponía,
como me hubiera opuesto a Tomaž si él hubiera estado sano.
¿Acaso no sabes adonde nos llevan?, le pregunté. Pero esto no le
molestaba. Si los aliados ya estaban en Belfort, deberían
llevarnos a otro lugar. Bien, dije, pero estas ruedas que tanto
chirrían nos llevan cada vez más lejos de los aliados, además en
Dachau tienen gargantas mucho más poderosas que se tragan
vagones enteros de huesos como los nuestros. ¿Cómo? Ahora
fue él quien preguntaba, porque Paúl tocaba su trompeta con
tanta fuerza que nos había cubierto una ola de frío. Que allí
tienen hornos muy grandes, le dije, pero él se encogió de
hombros, diciendo que también en nuestra montaña los
seguirían quemando. Albert tenía una cara ancha, una cara que
inspiraba confianza, pero con el paso del tiempo esta
característica se había desgastado mucho en nuestro mundo, de
manera que le dije, no muy amable, que también en verano
había sido optimista, que ya en julio se había equivocado con
sus presagios. Su cara redonda, sin embargo, no se dejaba
vencer, parecía una luna llena dibujada que no era consciente de
su bondadosa sonrisa. Pero ahora ya están en Belfort, querido,
dijo con astucia, de ahí que me alegrara cuando lo llamó Daniel.
No tenía que gritar para responderle. Es que él, como si se
tratara de un juego de niños, cada semana volvía a anunciar el
final de la guerra, como si se tratara de un juego benévolo. Pero
cuando mi mirada se topó con la de Paúl, me pareció que, al
igual que Albert, también él lo creía. Con sus labios envolvía su
trompeta como el ángel de cabello rubio y corto de una extraña
imagen, y lo creía. Lo mismo que su hermano Pierre. Y lo mismo
que el acordeonista. Porque de veras tocaban como locos y no
se cansaban nunca, al lado de la puerta, de manera que los
sonidos del tren en fuga caían sobre los campos de septiembre
como semillas doradas que jamás germinarían. Seguían tocando
sin parar. También Pierre con su violín, aunque el violín ya de por
sí es tan sensible y modesto que la trompeta y el acordeón lo
acallan con facilidad. Pero también el carácter de Pierre era el
más tierno, el más dulce de los tres, y era él quien se dio cuenta
del desafío de su violín en aquellas terrazas, acompañadas por la
silenciosa chimenea incansable. Aunque aquí era distinto,
porque aquí eran músicos únicamente ellos tres, mientras que
allí se reunía una pequeña orquesta todas las noches, antes de
que los ladridos de los pastores alemanes rompiesen a
mordiscos la noche de la montaña. Y era obvio que tocaban para
sí mismos porque en los barracones los cuerpos solían dormir
rápidamente para ahogar, con un sueño embriagador, los gritos
de los tejidos hambrientos. Sólo si por casualidad justo en aquel
momento bajaba las escaleras alguna camilla, el difunto
esquelético recibía algunos compases de Mozart como
acompañamiento en su descenso. Y una vez allí, en vez del arco
sobre las cuerdas, alrededor de su cuello se cerraban dos
dientes encorvados. Y cuando la cadena de hierro se cerraba
bajo la barbilla amarillenta, el fogonero tiraba de ella para que el
cráneo volcase oscilando sobre ella. Por el cuello roto, el
esqueleto era todavía más largo, especialmente cuando se
trataba de un noruego, puesto que los franceses y los eslovenos
no éramos tan altos. Ni tampoco los checos ni los rusos. Los
holandeses, en cambio, sí lo eran. Era muy extraña aquella
orquesta en la terraza del monte, aunque tampoco la del vagón
era mucho más aceptable, dado que el largo tren transportaba
aquella carga. Por ello, Paúl gritaba con su trompeta. Estaba
sentado delante de la abertura, sus piernas se balanceaban en el
vacío, con su trompeta giraba a derecha e izquierda, y la
levantaba verticalmente como si quisiera disparar una flecha
invisible hacia el cielo. Allí no había ningún tulipán rojo sobre la
chimenea, y la velocidad irritaba y excitaba sin prometer nada.
De todas maneras, una imagen vana e imprecisa del futuro es
mucho más estimulante que la vida infaliblemente cautiva
dentro del reino de la nada. No lo sé. No lo sé. Lo mismo que
cuando se hablaba de los partisanos, tampoco esta vez sabía
cómo salir de mi escepticismo. Tal vez la sombra del maleficio
que me había marcado con tanta fuerza durante la juventud
impedía que un rayo tan débil de esperanza penetrara en mi
conciencia. Tal vez pensaba en cómo deberíamos volver a
descargarlos, lo cual iba a ser más difícil, porque ya no podían
moverse ni aquellos que habían sido transportados con
carretillas, ni tan siquiera los reptiles solitarios. Miraba a André,
que se encontraba en otro rincón junto con el doctor Senet y
otros médicos y enfermeros, y me imaginaba cuántas horas de
horror debía haber sufrido mirando cómo el esman bajaba con
los chicos hasta los ganchos al lado del horno. En cada grupo
que bajaba, se veía también a sí mismo. Escuchaba a Senet, pero
se veía que con sus pensamientos estaba ausente, como si
dudase de si podía tener la esperanza o no de que con el
traslado las fichas se desordenarían. Paúl seguía entusiasmado,
lo cual era comprensible dado que los campos ondulaban
delante de él y los colores chocaban contra sus pies colgantes.
Mientras tanto, los rayos le tejían a Pierre una red de luz sobre
las cuerdas. Pero sí saben adonde vamos, me dije, precisamente
por eso Paúl se comporta así, porque lo sabe. Y como si
respondiera a mi pensamiento, Paúl hinchó aún más sus mejillas
y bailando con los brazos apuntaba hacia el sol con su trompeta,
para derribar su luz con su grito de acero. Los SS de la puerta de
al lado se estremecieron, apretando con más fuerza sus fusiles;
el doctor Senet interrumpió por un momento su narración y giró
hacia la puerta su reverente cabeza rapada de pelo cano.
Del todo diferente fue la salida de Harzungen. Nos
encontrábamos solos en medio de los barracones vacíos, entre
el silencio que se había apoderado de los caminos pavimentados
con guijarros. Como si nos hubiéramos quedado en una aldea
abandonada, como si hubiera sido desalojada antes de que la
inundase la lava. El sol de abril (en lugar del de septiembre de
aquí) parecía de color de rosa en el aire transparente y se
reflejaba en los cristales cuadrados de la torre de madera con el
guardia y la ametralladora. Pero también este reflejo podría
pasar al olvido de no encontrarse en el fondo las llamas en el
cielo sobre Nordhausen, de manera que ya durante veinticuatro
horas había estado rodeado de un ambiente apocalíptico. Solos,
con seiscientos enfermos en los dos barracones del revier,
mientras todo lo que apenas podía moverse ya se había
marchado quién sabe adonde. Eramos los últimos, como
siempre, y ya no llevábamos a los difuntos al baúl de detrás del
barracón. Nadie iba a transportarlos a Dora, de manera que
tuvimos que enterrarlos; por eso Vaska, con un ayudante de otro
barracón, tuvo que cavar un hoyo en el prado, entre dos
edificios. El soldado que estaba en lo alto de la torre se reía de él.
Levantó el cristal de delante de la ametralladora para decir algo
incomprensible, como alguien que durante mucho tiempo
hubiera estado alejado de la gente y hubiese olvidado la
costumbre de servirse de las palabras. Vaska no le hacía caso:
cavaba un hoyo profundo, sudando, y de paso con una frase
rusa insultaba a la madre del charlatán. El guardia entonces
volvió a bajar el cristal a la altura de su torre. Estaba de buen
humor, pensando que el cavador se habría reído de su broma.
Tal vez el campo despoblado y el inminente final del Reich
despertaron también dentro de él, en lo alto de su torre de
vigilancia hecha de cristal, una chispa de humor trágico, pero
Vaska no tenía tiempo para él, ya que estaba demasiado
ocupado. Todos estábamos ocupados. Eramos una decena de
enfermeros y no sabíamos a qué dedicarnos primero entre
tantos inválidos, la mitad de los cuales no podían ni levantarse
de sus catres. Los llevábamos junto con sus colchones al pasillo
para que pudiesen llevarlos al camión cuando éste parara
delante de la entrada al barracón. Yacían uno al lado del otro en
los laterales del pasillo, y también uno detrás del otro, de
manera que solamente había quedado en medio una estrecha
vereda. En el primer turno llevamos a los de los flemones;
esperaban tranquilos y nos seguían con la mirada cada vez que
pasábamos a su lado con la manta de cuadros azules y blancos,
que llenábamos con vendas de papel, así que se parecía a un
gran pez preñado. Poco después, cuando estos enfermos se
marcharon, llevamos a los que ya no les interesaba nada y cuyas
mejillas estaban hundidas entre los trapos del suelo. Algunos
gemían y procuraban con sus gemidos llamarnos a nosotros, los
enfermeros, como los ancianos achacosos a los que siempre
parece que se les hubiera olvidado algo muy importante en el
cajón de la mesilla de noche. Se apoyaban sobre los codos y
pedían a todos los que pasaban a su lado que los escucharan.
Pero nadie tenía tiempo para ellos, porque entonces iba a
empezar lo peor. En el suelo seguían todos aquellos jergones y el
camión con remolque sólo vendría dos veces más. Aunque es
mejor no pensar en ello, te dices, cuando quedan tantas cosas
por hacer. Justo en aquel momento alguna de aquellas personas
expiró en el jergón y el médico dijo que llamara a Vaska y que
vigilara que lo enterrara adecuadamente. Bien, le dije, en mi
habitación también el pequeño checo está a punto de morir;
después fui a por Vaska y llevamos el cadáver al prado, donde el
hoyo era lo bastante hondo. Vaska empezó a cubrirlo con la
tierra y, mientras tanto, yo pensaba en el médico que había
entrado en mi habitación. Vaska se había enfadado por el
difunto y al guardia, en lo alto de la torre, se le veía a través de
los cristales todo rojo por el incendio en Nordhausen. Yo, sin
embargo, seguía pensando en el médico que acababa de entrar
en mi habitación con una toalla en la mano. Me parecía injusto
pensar en ello, pero no podía evitarlo. Entonces Vaska, que
seguía sacando tierra con la pala, dijo que tenía hambre. Si
quieres que siga cavando, tráeme pan, me dijo. Me parecía bien
que tuviera que volver a la habitación a por el pan que habían
dejado los difuntos. Enseguida te lo traigo, le dije, y me dirigí
rápidamente al barracón, pero antes de entrar aflojé el paso,
porque tenía miedo de lo que iba a descubrir, y a la vez porque
sentía como si estuviera esperando a que terminase lo que
estaba ocurriendo. Pensaba que el médico sabe mejor lo que le
dicta su ética profesional. Quizá sea correcto ayudar al cuerpo
para facilitarle la partida, especialmente porque el pequeño
checo sólo de vez en cuando abre los labios, hinchándolos como
un pez fuera del agua para el que el mar ya no significa nada. Así
reflexionaba mientras me acercaba lentamente a la puerta para
coger el pan para Vaska, pero cuando bajé el picaporte, la puerta
sólo se abrió una franja estrecha, ya que desde dentro alguien
había puesto rápidamente el pie. Era el enfermero, que me dijo a
toda prisa que esperase un momento; a mí no me parecía bien
no poder entrar en mi habitación, pero a la vez sentía que el
enfermero y el médico sabrían que presentía lo que había
estado pasando. Dudaba si empujar con más fuerza la puerta,
porque no sabía si realmente el médico estaba obrando con
sabiduría. ¿No era acaso mejor que el pequeño descansase bajo
la suave capa de tierra que había excavado Vaska a que acabara
en el camión bajo el peso de los jergones y los cuerpos? De
manera que empecé a apartarme de la puerta, y los enfermos en
el suelo sobre sus jergones podridos empezaron a decirme
cosas que no entendía. Cuando el médico salió de la habitación,
me dijo que también el pequeño había fallecido y que había que
ir a buscar a Vaska. Entonces me hubiera gustado decirle que
sabía lo que él y el enfermero habían estado haciendo en mi
habitación, pero preferí socorrer al pequeño. Afortunadamente,
su acribillado pecho seguía levantándose y sus labios hinchados
emitían jadeos, de manera que sentí alivio a la vez que la frente
se me llenó de sudor cuando me incliné y toqué la mejilla del
pequeño checo. Seguía jadeando, sólo que ahora tenía
alrededor del cuello una mancha roja que antes no estaba. En
plena primavera el cuerpo joven se consumía. A mí, la duración
de su agonía me consolaba inesperadamente; era como si me
salvase de la terrible carga de haber participado en un crimen.
Seguía teniendo sentimiento de culpa por haber sido un testigo
pasivo e indeciso, pero ahora, al lado de la boca que se abría a
un ritmo cada vez más lento, pensé que era un acto caritativo
ayudar a un cuerpo esquelético a tranquilizarse del todo. De
todas maneras, estaba internamente dividido porque no podía
aceptar el carácter del médico. Sospechaba que lo había hecho
para disminuir el número de los que habría que llevar al camión;
no actuaba por altruismo, sino según los cálculos de las
posibilidades de organización. Me consolaba la respiración
apagada del pequeño porque, de haber tenido éxito el médico,
mi duda se uniría al final del chico y se convertiría en eternidad.
Pero entonces fui indeciso y no encontré ninguna manera de
enfrentarme al médico. Fui indeciso, como siempre que no estoy
totalmente convencido de algo. Porque no cabe duda de que el
médico tenía razón y yo en realidad no me resistía al acto, sino a
él. Si André hubiera estado allí, habría sido diferente. Sin
embargo André me lo habría dicho, no lo habría hecho a
escondidas. De ahí que luego me vengara del médico, diciéndole
en el pasillo: ¡El pequeño sigue respirando! Pero se lo dije
cuando nos abríamos camino en medio de los jergones, por lo
que tal vez no me entendió bien; además, el acento de mi frase
no estuvo lo suficientemente marcado, lo cual fue otro punto
débil de mi venganza. No lo sé. Además, en aquel momento no
se hubiera podido percibir la entonación de una frase dicha de
pasada, ya que delante de la entrada acababa de detenerse un
camión y los codos escuálidos empezaron a levantarse del suelo.
Era como si por la sinergia todas las células exhaustas donaran
las últimas fuerzas a los cuerpos paga vagar sobre los palos
huesudos de sus piernas al lado de Vaska, Pierre o a mi lado, que
les llevábamos afuera. El aire estaba repleto de disentería y pus,
que habían teñido las vendas de papel. Esto no era nada nuevo,
mucho más extraño fue que los enfermeros gritáramos. Nos
animábamos porque éramos pocos; de manera que los más
fuertes cogían el jergón por la mitad y lo levantaban del suelo
junto con los huesos alargados que se hallaban dentro de él, y
los que no lo eran tanto tiraban del jergón tras de sí. Y los que
los colocaban en el camión comenzaron poniéndoles al fondo
del camión uno al lado del otro, según el orden en el que
llegaban, y luego empezaron a poner la segunda capa sobre la
primera. Y es que había que darse prisa. No había tiempo para
prestar atención a los movimientos ligeros de aquellas capas;
finalmente hubo que abandonar la idea de las capas y
simplemente empezar a echar los cuerpos desde los jergones
por la trampilla de madera. Tuvimos que llevarlos con nosotros
porque seguían respirando. Sólo uno de ellos acababa de
fallecer y Vaska lo llevó detrás del barracón. El pequeño checo
estaba al fondo y sobre él había un montón de cuerpos, pensé
entonces, ahora menos enfadado con el médico, pero también
esto fue un pensamiento fugaz, porque también había que
poner por encima las vendas en la manta, y los guardias ya
habían empezado a rodear los vehículos y a gritar. Y el chófer no
dejaba de tocar el claxon, nervioso, porque estábamos
esperando sólo a Vaska y a quien le había acompañado detrás
del barracón. Subimos al remolque, a la parte delantera, donde
había quedado un poco de espacio. Mientras tanto volvió
también Vaska con su ayudante: ataron con alambre a las partes
laterales del camión dos camillas de madera basta de tal manera
que el camión parecía un vehículo de bomberos con escaleras
atadas a los lados. Cuando al final partimos, se rompió el cristal
de la torre al que el guardia probablemente habría disparado
con la ametralladora. Y el camión enfiló la carretera a través del
bosque en dirección a la gran hoguera que habían encendido los
aviones de los aliados. Nordhausen. Allí se puso enfermo
Mladen, pensé, para no tener que escuchar los quejidos del
camión. Mientras tanto ya había anochecido. No podía distinguir
nada delante de mí, a pesar de estar en la parte delantera del
remolque. No veía las capas mezcladas delante de mí, pero los
gemidos se rompían como si los pisasen las ruedas, sincopados
por el temblor del coche. Las ruedas los sacudían como una
enorme ensaladera de madera; sacudían sus gemidos, parecidos
a la voz temblorosa que se produce cuando apretamos con la
palma de la mano la boca abierta al cantar o gritar. Ahora esa
voz tejía una red densa y yo me esforzaba en escuchar el
zumbido del motor y aguzar el oído para captar las
conversaciones de los enfermeros a fin de que no me alcanzaran
las ondas del coro de quejidos triturados. Pero me imaginaba
cómo se movían, como en una trilladora loca, los cuerpos con
camisas hasta el ombligo, alguno también con el de cebra; cómo
se encajaban los pies a la boca, las aletas de los traseros
huesudos a las barbillas, atrapados con los brazos en la
entrepierna; y cómo los palos de las piernas se arrastraban a
través de la masa embrollada hacia arriba y hacia abajo. Pero los
golpes no dejaban de triturar el murmullo ahogado. Seguían
desmenuzándolo como si en la oscuridad el camión temblara de
frío como un ser vivo con todos sus tornillos gimiendo
rítmicamente. De nuevo intentaba concentrar mis pensamientos
en el bosque cuya oscuridad acompañaba la carretera,
esforzándome en conocer el último secreto de la tierra alemana;
pero el temblor del vehículo en aquel momento unió aquellos
brazos y piernas en un solo cuerpo con numerosos ojos blancos
y una sola boca. Ésta gimió como si se quedara enganchada en
un resorte para volver a unirse al zumbido del motor. Y antes de
que volviera a sonar, de nuevo me escapé con mis pensamientos
a la noche, pero no habría podido si en aquel momento, con un
gesto mecánico, no me hubiera vuelto a colocar el pañuelo
debajo de la barba. Así me acordé de a quién había pertenecido.
Pero tampoco la imagen de Mladen era muy distinta de la
imagen invisible y sonora que tenía delante de mí. En Dachau,
Mladen no había querido observar una disección y en Dora
nosotros miramos cómo el cuchillo le partía el corazón. No, es
mejor no pensar en Mladen, me dije, ni tampoco en que yo llevo
su pañuelo mientras que a él, en Dora, lo llevaron al montón que
se estaba incinerando en lo alto de la colina. Volví a pensar en el
pequeño checo. Seguramente sobre él había una treintena de
cuerpos y su faringe ya había dejado de gemir. Evidentemente,
sería mejor que descansase en la tierra. El médico actuó de
manera realista y sensata, mientras que yo había obrado como
atrapado por mis sentimientos, pensé. Cierto, pero ante todo yo
me resistía a su obstinación y no entendía por qué le había
asistido también un enfermero; había algo despiadadamente
autoritario en sus gestos. Sí, estaba bien que no les hubiera
salido como querían. A pesar de su conocimiento, el médico no
sabía que con un cuerpo disecado la cosa no es tan fácil como
con un cuello bien nutrido y redondo. No es fácil destruir
definitivamente lo que se ha medio convertido en madera.
Reflexionaba sobre todo esto para dejar de escuchar el quejido
ondulante, para impedir que se introdujera dentro de mí, porque
a la muerte hay que eliminarla constantemente del pensamiento
si no queremos que se introduzca hasta la médula. El instinto de
defensa me hizo escuchar la conversación entre los enfermeros
de detrás de mí. Decían que en la estación tendríamos que
permanecer todos juntos para convertir el interior del vagón de
ganado en un ambulatorio provisional. También Janoš estaba de
acuerdo. Y qué, no era nada extraño que estuviese de acuerdo
con esta razonable decisión y que su voz fuera tan amable; bien
podría ser que antes lo hubiéramos juzgado mal al decir que
trataba mal a los pacientes cuando les cambiaba las vendas.
Estaba claro que debíamos permanecer todos juntos si
queríamos salvarnos y ayudar a alguien más a que se salvase.
Pero después, en la estación, fue muy difícil permanecer juntos,
porque los gritos nos atacaban por todas partes. En Harzungen
ya nos habíamos desacostumbrado de los gritos: allí todo
transcurría en silencio. Pero no, ahora no nos enfadábamos por
los gritos, porque, al fin y al cabo, siempre fue igual: dentro de
cada ser alemán siempre hay algún rostro dispuesto a gritar que
puede despertar en cualquier momento y chillar de miedo ante
un perseguidor invisible. Cuando uno se acostumbra, ya no es
tan difícil. Aquella vez el griterío se debía al tren que nos estaba
esperando. Los rayos de las linternas corrían en todas
direcciones mientras nosotros agarrábamos los hatos y los
cuerpos del camión. Extendíamos los brazos en la oscuridad y
los arrastrábamos hacia las literas de alambre, pero los cuerpos
se deslizaban por el otro lado de las literas, de manera que quien
estaba arrastrando lo que podía desde el camión, se encontraba
de repente sobre un pedestal huesudo. Así que todos
trabajábamos frenéticamente en la noche, cuya cúpula era un
cielo sangriento, y cuando volvió a relampaguear el rayo de luz,
pudo verse cómo los arrastraban del camión cabeza abajo y
cómo la mayoría resbalaba y caía sobre el andén, pero cuando el
cargador se inclinaba para coger el cuerpo, desde el camión caía
un jergón sobre él y lo cubría. Los guardias golpeaban con
porras sin parar, daban patadas y corrían desde el camión hasta
el tren y desde el tren de nuevo hasta el camión. No era fácil
permanecer juntos cuando todo se aglomeraba a lo largo del
tren. A causa de los huidizos rayos de las linternas todo parecía
peor que en plena oscuridad. Tuvimos que permanecer serenos
cuando en medio del griterío nos empujaban hacia los vagones
para volver a salir después de un rato, cuando el ataque ya se
había movido a otro lado, y había que volver a entrar en el vagón
en que se hallaban otros enfermeros. Así, al final pudimos
transportar a nuestro vagón también los hatos con vendas.
Como siempre en la vida, también entonces uno tenía que saber
qué es lo que quería, debía tener su propio plan y llevarlo a cabo
a pesar del pánico y de la locura. Evidentemente, no es fácil
luchar en medio de multitudes confusas, donde en cualquier
momento te puede caer un rayo de luz o un latigazo, mientras
que en algún lugar hay una boca gritona que volverá a atacarte.
Pero los más desgraciados de todos eran los cuerpos que eran
arrastrados por el andén. Los tiraban por los brazos y por los
pies desde el camión, a través de la oscuridad y la luz rayada;
menos mal que ya eran insensibles y estaban fríos y aplastados,
con sus camisas hasta las caderas. Pero entre ellos también
había cuerpos más flojos y fláccidos que se encorvaban
descuidadamente mientras que quien los agarraba de las
articulaciones y los arrastraba se abría camino a toda prisa a
través de la multitud de las sombras que corrían. Porque, en
aquel caos, quien podía correr y hacer planes sobre un
ambulatorio en el vagón de ganado, tenía una enorme ventaja
en la posibilidad de sobrevivir, podía olvidarse sin problemas
tanto del griterío loco como de los golpes.

¿Cuántos días duró aquel viaje? ¿Seis? ¿Siete? El tiempo ya hacía


mucho que había perdido el valor que le confieren la rotación y
los encuentros de los cuerpos celestes. El final de la noche
significaba solamente que volveríamos a vernos. El sol que
aparecía por la mañana sólo alumbraba la larga fila de vagones
que ahora se movían, ahora permanecían parados. Era una
inmensa cadena de cajas abiertas con carga vertical, cuyo techo
era el cielo alemán. Un convoy que al principio viajaba en una
dirección, más tarde estuvo parado mucho tiempo para dirigirse
después hacia el otro lado; y al final estuvo parado medio día,
esperando. Así, en medio de aquellos prados, donde toda la
tarde y toda la noche enterrábamos los ciento sesenta restos,
Janoš dirigía el trabajo. Un trabajo nuevo, porque después de
todo ese tiempo ésa era la primera vez, excepto aquellos pocos
al salir de Harzungen, que nuestros esqueletos no habían ido a
parar al horno. Los primeros dos vagones fueron destinados a
depósito de cadáveres, los dos de detrás de la locomotora. El
enterramiento en sí no era un acto estimulante, pero aun así era
una garantía de que el mundo alejado de los seres vivos se
estaba acercando, aunque fuera sólo en nuestros recuerdos.
Tampoco había barracones ni alambre, solamente el campo que
el sol de abril bañaba con una luz ambigua que ya no era sólo la
luz del reflector frío sobre la mesa de disección. Al menos así me
parecía, y aunque a veinticinco o treinta vagones no les habían
dado de comer durante toda la semana y los dos vagones de
detrás de la locomotora se llenaban más rápidamente, me
consolaba que la naturaleza y el sol permanecieran solos y sin
límites. Seguramente también Janoš había apreciado esta
diferencia, porque a pesar de su trabajo nocturno saltaba del
vagón fuerte y ágil, como si también en nuestra materia
corrupta se hubiese liberado una chispa de vida y se hubiera
encarnado en él. Por eso, a causa de luz del día y de Janoš, yo
también me levantaba, aunque hubiera preferido permanecer
bajo la manta, en un rincón del vagón cerrado. Porque a pesar
de los empujones logramos conseguir un vagón cerrado.
Ayúdame, dijo Janoš, ya que delante del vagón había un
pequeño polaco que con la mano izquierda sostenía la derecha
de color gris mientras Janoš la examinaba. Delgado, de quince
años, con la cabeza rapada, pálido y verde porque no había
comido nada durante cinco días y seis noches. Hacía unos
momentos que los de las SS habían disparado porque los
delgaduchos de nuestros vagones se habían puesto a correr
hacia un vagón lleno de patatas en la vía paralela. El pequeño
era uno de ellos y la bala le había atravesado el antebrazo. Mira
qué sucio estás, se enfadaba Janoš, como si el mundo volviese a
estar en orden si la mano herida estuviera limpia. Echó el
desinfectante en un recipiente y me lo dio para que lo
sostuviera. Mira qué guarro eres, gruñía mientras el pequeño
temblaba ligeramente, gris y malva, y su barbilla sobresalía,
aguda. Dios sabe si aún tiene madre, pensaba, pero es mejor
que tu mamá no te vea ahora, le decía mentalmente, contento a
la vez de que hubiéramos estado tan serenos como para llevar
con nosotros recipientes, frascos y los demás instrumentos
necesarios. Y Janoš también me gustaba ahora porque era del
todo diferente a como había sido en el campo de concentración;
ya no parecía arrogante, y sus botas, que antes daban muy mala
impresión (porque nadie llevaba botas militares), ahora le hacían
aún más fuerte e invencible. Quién sabe cómo había conseguido
ese calzado: su pasado en el campo de concentración debía de
ser muy variado, pero ahora eso no tenía ninguna importancia,
porque murmuraba paternalmente al pequeño. En aquel
momento pasó un unterscharführer[17] de cara flacucha y oscura,
y Janoš cambió de repente. Se volvió de manera abrupta y lo
llamó para que se acercase a mirar el antebrazo. Tan temprano y
ya trabajas, dijo la cara flacucha sonriendo astutamente. Qué
barbaridad, exclamó Janoš, y por dos patatas, después de cinco
días de no comer nada. El unterscharführer le dijo que tuviera
cuidado, pero a la vez se sentía cohibido porque no estaba
preparado para un ataque tan directo. También porque en la
relación de los oficiales de las SS con los enfermeros siempre
había un poco de respeto, como si no pudiesen creer que nos
dedicáramos a pacientes que creaba el mundo del crematorio. Y
por qué los dejan salir de los vagones, si luego les disparan,
volvió a exclamar Janoš cuando el de las SS se alejaba, pero éste
hizo sólo un gesto con la mano, sonriendo para sí mismo. En el
aire se percibía el final inminente y tal vez al hombre le gustaba
instintivamente que en medio de todos aquellos cuerpos que
silenciosamente condenaban su tierra con su agonía, uno de
ellos lo hiciera en voz alta. Quién sabe, quizá su risa ya incluía la
cara deformada de alguien que presiente el disparo de los
fusiles ante el muro y a sí mismo frente a ellos. Si no le duele,
está acabado, dijo Janoš sobre el brazo que desinfectaba con
ternura, como a un hermano pequeño, a un hijo de la patria
lejana. El pequeño ni siquiera parpadeaba; dentro de él no había
sensaciones ni pensamientos, pero si le hubiéramos ofrecido
una patata cruda para que la mordiese, tal vez miraría su brazo
acribillado, me decía. Su brazo estaba partido en dos, como un
trillo que gracias a la junta de piel puede girar en todas
direcciones. Janoš se lo estaba envolviendo en una cinta de papel
blanco con el mismo amor con que la madre cambia el pañal de
su bebé. No, esto no lo habría esperado de él, pensaba, mientras
subíamos al pequeño al vagón y Janoš se enfadaba con los
pobres que yacían en el suelo y se quejaban de que el pequeño
padecía disentería. ¡Ya os daré yo disentería!, exclamó. Sí, había
conocido solamente la mitad de ese hombre, lo había juzgado
sólo por esa mitad, me dije, cuando volví a tumbarme y me
envolví en la manta porque tenía frío y las piernas ya no querían
sostenerme. Después Janoš fue aún más increíble. De no sé
dónde trajo un papel con crema negra y empezó a lustrarse las
botas. El hombre que en medio de la agonía sabe burlarse así de
ella tiene que ser fuerte e ingenioso. Como una bofetada en la
cara de la muerte, como un salto fuera del terreno donde ella es
todopoderosa. Un acto de heroicidad que hacía mucho tiempo
que habíamos olvidado. ¿Adónde vas?, gritó detrás de él el
enfermero. ¿A pasar inspección? Pero Janoš sólo refunfuñó algo
y sonrió, mientras que se araba la chaqueta de rayas a la cintura.
La suya era una alegría imprecisa, indefinible, concentrada;
parecía que con ella se salvaba un trozo de sol para todo el
vagón, de aquel sol de verdad y no del ojo frío que flotaba sobre
el tren como el ojo de un ahogado. Sí, es cierto, me puse la
manta sobre la cabeza para calentarme más y pronto dejé de
pensar en Janoš. Oía a su pequeño polaco que en el rincón
opuesto temblaba bajo la manta más corta, y también se oían
gemidos ahogados cerca de la puerta abierta. Allí había dos
miembros de las SS, masticando dos salchichas de goma. Las
cortaban en pequeños trozos iguales y seguro que desde debajo
de alguna de las mantas los observaba un par de ojos. Uno de
ellos era un recluta y su vestido colgaba de él sin tocarle el
cuerpo; el otro llevaba gafas y en la vida civil seguramente había
sido cartero. No se sentían nada cómodos entre nosotros, no
cabía duda, porque se veía que eran nuevos en este trabajo;
además, todo apestaba a disentería y a algunos les resollaba
fuertemente el pecho. Al toser escupían dentro de la sábana, y
cuando, más tarde, se los llevaban envueltos al vagón de detrás
de la locomotora, la punta de la sábana seguía atrapada dentro
de los puños cerrados. Se llevaban los trozos de pan de munición
y la salchicha a la boca de manera tan automática y perdida, que
tal vez hasta ellos presentían inconscientemente que el tiempo
se había descompuesto en lodo y estiércol. Qué testigos tan
estúpidos, pensaba bajo mi manta, y seguía el rumor que venía
desde debajo del vagón; era el roce de un cuerpo seco que se
apoyaba sobre la rueda. La mayoría ya no podía ni acurrucarse y
sólo inclinaban el cuello debajo del vagón. Sentía cómo las
manos se agarraban al metal de la rueda y cómo el cráneo
rapado tocaba el fondo del vagón; y como pensaba en el
pantalón, caído hasta los tobillos sin poder alcanzarlo con las
manos, no pude oír lo que alguien decía al de las SS delante de
la puerta. Wer?,[18] preguntó también el recluta, pero el cartero
ya repetía que así no podía ser. Das geht nicht. Das geht nicht.
Entonces miré por debajo de la manta y vi su cara de cartero
sinceramente asombrada, con la salchicha en su mano
convertida en una curva de carne rosa, mientras la voz del
prisionero de al lado de la puerta explicaba rápidamente que
Janoš había gritado que no tenían derecho a disparar por unas
patatas y también que había gritado cuando ya le habían
disparado y se encontraba en el suelo. Sí, es verdad, cuando
estábamos en el campo lo mirábamos de reojo, pero ahora sabía
que era así porque de él irradiaba una fuerza indomable. Porque
un hombre tan lleno de vida percibía de una manera distinta la
coraza hecha de alambre de espino. Y nosotros hasta le
reprochábamos que en verano tomara el sol detrás del barracón;
nos parecía que se burlaba de los cuerpos que se consumían,
profanándolos. Entonces me dije que la noticia era muy
exagerada y que en cualquier momento Janoš volvería y
preguntaría cómo está el pequeño. ¿Seguro que es Janoš? Volvió
a preguntar dos veces el cartero, cuando el de al lado de la
puerta comenzó a hablar sobre la bala disparada a la cabeza, y
yo miré hacia su manta que se hallaba a mi lado, porque Janoš
todos los días dormía a mi lado. Quién sabe por qué, se
comportaba conmigo como un compañero. Tal vez porque tosía
constantemente, y un poco también porque éramos los únicos
enfermeros eslavos. No lo sé, pero aquel día que desde un tren
bombardeado llevamos una vieja estufa de hierro a nuestro
vagón, hirvió en una lata rota algunas migajas de pan y una
especie de hierba y me trajo «la sopa». Entonces alguien dijo que
se lo estaban llevando y también los de las SS se asomaron con
respeto a través de la abertura. Primero pasaron a lo largo del
vagón dos hombres vestidos de cebra que llevaban algo en una
manta gris, pero no se veían ni la cabeza, ni las botas. Aunque
seguramente se trataba de Janos, porque el cuerpo parecía
corto. Vi también a un hombre con ametralladora que andaba
detrás de la modesta comitiva; luego volví a tumbarme y me
cubrí la cabeza. Pues sí, aquel aire de abril era afilado y sentía
vivamente cómo el frío penetraba hacia el interior a través de las
células. También pensé que los dos vagones de detrás de la
locomotora estaban vacíos porque la noche pasada, bajo la
supervisión de Janoš, habían enterrado a todos los fallecidos y
que allí estaría solo; pero me esforzaba en pensar que tenía frío
y que probablemente volvería a sangrar. Aunque estaba cubierto
con una manta, veía claramente la lata con sopa no muy lejos de
mi cabeza, aunque prefería seguir el susurro de debajo del
vagón, donde la cabeza desnuda volvía a frotarse contra el suelo
de madera. A pesar de todo, el tiempo transcurría. Se movía con
una lentitud inmensa y tardaríamos toda una eternidad en llegar
hasta la última parada. Celle. Cuando el tren se paró al lado del
muelle, en una plataforma alta para trenes de mercancía, el
pensamiento se me escapó por un momento, a pesar de mi
situación desesperada, hacia las vías del puerto franco de
Trieste, desde donde hacía mucho tiempo antes de la luz del
alba partían vagones similares de ganado, sólo que en aquellos
días contra las puertas de los almacenes chocaba un griterío
hasta entonces desconocido, mientras que ahora alrededor sólo
reinaba el silencio. Era mediodía y sobre el paisaje había
suspendido un aire quieto, como si un gas venenoso hubiera
eliminado todo germen de vida. Los guardias son autómatas,
súbditos del aliento de la nada que impregna las cosas
inmóviles. No gritan, de manera que la columna de los cuerpos y
vagones que se desliza con lentitud está acompañada tan sólo
aquí o allá por alguna exclamación de aquellos que no pueden
desenganchar sus extremidades de los rincones semioscuros
porque están demasiado débiles y los huesos ya no les sirven de
palanca. El silencio desesperado del aire paralizó incluso a los
guardias que antes gritaban. Con su murmullo funesto
desapareció del todo dentro de los seres vivos el escalofrío claro
ante la soledad cósmica de la última hora. Me reclamaban de
manera brusca, gritona, aunque yo sentía más a aquellos que
solamente se mostraban con los movimientos de los ojos que
perseguían, inquietos, nuestros movimientos. Había un cuerpo
huesudo, echado en el suelo, que no podía andar, habría que
llevarlo, no bastaría con que lo apoyase en mí. Yo no tenía fuerza
para llevarlo; y, además, ya se estaba formando la fila y mis
orejas tenían que volverse sordas para dejar que los clamores
rebotasen en ellas como las olas al romper contra la costa
rocosa. Pero mi conciencia en medio de los trapos polvorientos
no se daba por vencida y volvía para animar a quien salía del
vagón a cuatro patas y estaba sentado junto a la puerta con
unos ojos abiertos de par en par en los cuales se había
concentrado la espantosa inmovilidad de la atmósfera. Tal vez mi
indecisión no se guiaba tan sólo por la conciencia de
encontrarme al límite de mi fuerza física, sino también por el
miedo inconsciente de que cargado con un cuerpo exhausto
también yo mismo me quedaría atrás, exponiéndome aún más a
mi extinción. Quién podría saberlo. Quién podría saber hasta
qué punto el hombre es egoísta por su carácter y hasta qué
punto lo convierte en egoísta su organismo enfermo. Los
guardias, mientras, afirmaban que los camiones recogerían a
todos los que yacían en la larga fila de vagones, pero cómo
podríamos fiarnos de ellos: cuando los guardias no gritan son
tan difíciles de definir que parecen irreales. El rebaño alargado
se movía imperceptiblemente, se disgregaba y descomponía
dejando a lo largo de la cuneta de la carretera la materia
disecada, inútil. Pero nadie los mataba; los guardias se encogían
de hombros, como si por algún lugar secreto se les hubiera
revelado que el disparo de una pistola o fusil ya no tenía valor
alguno en esa atmósfera vacía bajo el pálido sol de abril
condenado a muerte. La muerte ya no estaba en los dos
furgones de detrás de la locomotora, ni tampoco en los tobillos
de pájaro que perdían sus zuecos de madera al lado de la
carretera, sino que había entrado también en los soldados que
vagaban por las colinas y perseguían sin ánimo, casi soñolientos,
a los caballos fugitivos. Estos caballos sonámbulos, errantes,
libres y absurdos pertenecían, a pesar del acero y las divisiones
de tanques, a la imagen muda del derrumbamiento. Nosotros
los prisioneros, que hasta entonces nos habíamos
acostumbrado a contemplar los reflejos como se contemplan en
un espejo las formas de la nada en las figuras de los esqueletos
que caminan, ahora estábamos incluidos dentro de un marco
más amplio de una tierra a punto de descomponerse
definitivamente. Pero, en vez de despertar dentro de nosotros
los últimos miedos, esta experiencia nos resultaba casi un alivio
que había despertado en los pies titubeantes una chispa de
energía. El grupo de belgas que sostenían entre todos a un
procurador de Amberes, ahora cargaba su cuerpo delgado sobre
los hombros, de manera que viajaba como el hambriento cuerpo
de Gandhi sobre un puente de madera movediza. El polvo se
alzaba con insistencia bajo la procesión de pies de madera que
no esperaba a ningún taumaturgo, sino que se movía por
inercia, con la conciencia imprecisa de que el movimiento lo
mantenía dentro del ámbito de la vida. El instinto obstinado fue
entonces confirmado por una bandada de aviones aliados que
sobrevolaba las colinas y los caballos errantes. El trueno
inesperado de los pájaros de acero al principio sonaba como el
eco de un final irrevocable, y un momento más tarde se
convertía en el estremecimiento sísmico de la tierra asesinada
contra la que acaba de caer el cetro de un demiurgo furioso. A
causa de las bandadas que se seguían unas a otras, casi no nos
dimos cuenta de que habíamos llegado a un patio,
especialmente porque los guardias habían vuelto a convertirse
en los legisladores del miedo y nuestro rebaño tuvo que
agacharse y echarse al suelo abrupto y polvoriento. A la
izquierda había una gasolinera, y a su lado un montón de
barriles de gasolina. Esto significaba que no nos hallábamos
delante de la entrada de otro puesto con el horno eterno, sino
delante de un cuartel de unidades motorizadas abandonado.
Con el cuerpo echado sobre el polvo amarillento, pasó por mi
conciencia llena de dudas la imagen de una bomba que hubiera
encendido arrogantes llamas en los barriles de gasolina,
desprendiéndose del cuerpo metálico durante el vuelo; sin
embargo, el omnipresente sentido común garantizaba que los
pilotos pudieran distinguir con claridad las manchas rayadas que
cubrían el suelo como restos de carroñas de cebras infectadas.
Sin embargo, el cuerpo de lo que más se fía es de la tierra; por
ello, hubiera preferido excavar una cuna dentro de su cuerpo
amarillo. Por un instante hasta tuve la sensación de que la
presión instigadora y suplicante provocaba una débil respuesta.
Cuando los truenos terminaron y los montones rayados
comenzaron a levantarse del suelo, los grupos perdieron el
recogimiento de las mentes ausentes, convirtiéndose en una
multitud de gitanos dispersos, sin carros y sin fuego, que, como
los perros, olían la proximidad de una población humana,
aunque la constituyeran edificios militares de dos pisos, todos
iguales, considerablemente separados por una llanura destruida
por los vehículos. Nos dimos prisa para ocuparlos, como si un
edificio construido, ya por el hecho de serlo, fuese una garantía
de seguridad que ni siquiera pudiéramos imaginar desde que
nuestro destino había quedado atrapado entre las tablas de
madera de los barracones y, desde la semana anterior, entre las
tablas de madera de los vagones de ganado. Los cuerpos que
podían comenzaron a llenar los espacios vacíos como en un
asalto, aferrándose a los marcos de la puerta con la
desesperación de un náufrago que acaba de tocar tierra firme. A
la estrepitosa carrera por aquellas escaleras encontradas de
nuevo le siguieron los intentos de ocupar los catres
abandonados con apresuramiento y rapacidad, revolviendo los
cajones vacíos y volcando las maletas inservibles. En los seres
que habían olvidado el significado de la propiedad privada se
descargó una codicia insensata, de modo que en aquellos
momentos hasta el hambre ancestral, unido al ayuno de una
semana, había pasado a un segundo plano. En medio de esta
carrera y desorden, de nuevo solamente los enfermeros
teníamos un plan, igual que al salir de Harzungen y más tarde, o
en la estación o durante todos los días en el tren. De acuerdo, tal
vez en el hecho de que nos hubiéramos espabilado influyó ante
todo el instinto de nuestra propia supervivencia. Pero nuestro
comportamiento nada tenía que ver con la ley del más fuerte.
Era solamente un acto de sentido común decidir que en uno de
los edificios situaríamos el hospital, o mejor dicho, un refugio
para los exhaustos y señalados. No necesariamente el cuidado
de otros ha de surgir de un cálculo egoísta, ni tampoco de una
amistad entre compañeros, al menos no de una manera
consciente. También puede ser una necesidad orgánica, igual
que la respiración o la partenogénesis del pensamiento; y por
mucho que esté ligado al instinto de supervivencia, el trabajo es
para el hombre ante todo un medio de huir de sí mismo, sobre
todo cuando se halla en medio de una devastación que crece
como una marea que nada puede detener. De manera que si el
hombre no se rendía ante la noticia que expandía el tentador
hambriento que decía que nos iban a matar a todos con una
menestra a la que, según la costumbre medieval, añadirían
veneno; si el hombre no se rendía ante esta noticia, no era
porque hubiera llegado a la conclusión de que era totalmente
imposible conseguir tantos utensilios para dar de comer a toda
esa multitud que a pesar de todos los fallecidos seguía siendo
numerosa, sino gracias a los numerosos quehaceres en los que
se había involucrado por su espíritu emprendedor. De ahí que
cargáramos y arrastráramos literas de dos pisos de una
habitación a otra, buscáramos y a la vez protegiéramos los
jergones encontrados, asignáramos espacios para
departamentos de flemones, disentería, edemas, erisipela, y
también para la momia larguirucha que estaba inquieta en el
pasillo y a quien la multitud había dejado de interesar porque
sus pupilas de porcelana ya no captaban las imágenes. Así,
después de haber colocado los cuerpos, tuvimos cuidado de que
yaciesen de la manera más adecuada. Pues sí, yacer, estar
inmóvil seguía siendo el medio más eficiente para prevenir el
contagio con la muerte. También entonces, cuando el cuerpo ya
estaba dañado irrecuperablemente, la posición horizontal era el
único sustituto para las medicinas que no había. Al fin y al cabo,
estar tumbado es la posición más apropiada para el lento
deslizamiento hacia el regazo del vacío, sobre todo porque la
savia ya se ha secado, los músculos y las venas ya se han
convertido en correas que han dejado de transmitir dolor. Es
decir, la planificación de una colmena de madera en las
habitaciones convirtió en pocas horas ese lugar en células
racionales en medio de una masa enfurecida, casi como cajas
herméticamente cerradas en una nave a punto de hundirse.
Claro que estos recreos ante la atmósfera del caos no eran más
que oasis de paz; porque también aquí predominaba la
dialéctica de las necesidades urgentes y manos vacías. No se
trataba tanto de comida, aunque algunos en sus lechos giraban
sus ojos detrás de mí como los polluelos sus picos,
especialmente los enfermos de erisipela, que en realidad
parecían polluelos ciegos porque sus ojos estaban cubiertos de
ampollas hinchadas como salchichas. No se trataba tanto de
eliminar el ayuno como de la falta de todos los utensilios
necesarios sin los cuales el ritual de asistir a los enfermos ni
siquiera se podría llevar a cabo. Porque, aparte de las vendas de
papel, el Rivanol y el alcohol, las grandes ampollas de
traubenzucker[19] era lo único que teníamos a nuestra
disposición. Quién sabe por qué en el ambulatorio de las SS de
Harzungen había tanta cantidad de solución de glucosa. Bueno,
también teníamos las ampollas de dos centímetros de Coramina,
pero la Coramina no servía para nada en los casos de erisipela y
disentería. Sólo el termómetro creaba un ambiente hospitalario
y tejía entre las literas provisionales y el enfermero una invisible
telaraña silenciosa y realmente serena, hasta que por las
ventanas empezaba a colarse la oscuridad. No obstante, antes
había sido todo ya dispuesto, hasta los primeros dos cuerpos se
hallaban colocados a lo largo de la pared lateral del edificio.
Yacían formando un ángulo recto con respecto al edificio, y
cuando me asomé a la ventana de mi «departamento» y los vi
ahí abajo, pensé que al final de su odisea al menos habían
logrado que sus huesos estuvieran cubiertos por una arpillera de
rayas, que su piel apergaminada no se retorcería en el fuego
sino que al día siguiente alguien los entregaría a la tierra. Sí, es
verdad, al caer la noche todo estaba ya ordenado y distribuido,
de ahí que en el edificio reinaran el orden y la paz, interrumpidos
a veces por gemidos y peticiones, lo cual no se podría decir de
los otros edificios, desde donde sólo llegaban olas indefinibles
de ruido y caos a causa de la distancia. Unicamente la noche, si
no tranquilizó, al menos redujo las luchas por los lechos y la
búsqueda de la comida inexistente, de manera que el ambiente
se llenó de los truenos de un mundo alejado donde, según
parecía, se habían enfrentado el cielo y la tierra; de ahí que el
horizonte, invisible al principio, pareciera un círculo y después la
línea larga de un rumor que se acercaba. Éstas debían de ser las
señales de una salvación inminente que la oscuridad convertía
en la imagen de un enorme cilindro que a la luz del día se
alejaba y elevaba hacia arriba, como si el sonido del tambor
sísmico se hubiera trasladado a una parte del mundo todavía
más lejana. Era evidente que no nos habían envenenado, pero, a
pesar de ello, la duda y la incertidumbre ardían como brasas
bajo una superficie movediza de numerosas obligaciones. Nos
encontrábamos en Bergen-Belsen, y aunque el campo de
concentración había quedado atrás, por su culpa aquel territorio
se había convertido en un lugar de destrucción, de modo que
era extraño esperar que precisamente a nosotros se nos fuera a
perdonar la vida. La multitud presentía la destrucción y a causa
del hambre estaba irritable como una fiera herida. Habíamos
luchado contra la muerte durante un año, pero fue precisamente
entonces cuando nuestra comunidad experimentó los primeros
casos de canibalismo. Hasta aquel momento la vida se retiraba
de manera imperceptible, la destrucción estaba envuelta de
silencio, y ahora ya no había barracones ni orden, ni raciones
escasas de comida que consiguieran enmudecer el deterioro de
la fuerza vital. Ahora el silencio de la retirada definitiva de las
aguas se rompía por el rumor que acompaña el oleaje agitado
del mar. Así era aquella mañana cuando un grupo, a pesar de la
prohibición (¿a qué se debía esa prohibición?), buscaba agua en
un pequeño cobertizo justo frente a nuestro edificio, el
«hospital». Los vi cuando me acerqué a la ventana para ver lo
larga que era la hilera de los que yacían allí abajo, a lo largo de la
pared. Dos chicos acababan de entrar en el cobertizo mientras
los otros huían en todas direcciones al ver aparecer un guardia
desde detrás del rincón. Era un chico joven, con el rostro
alargado y los ojos negros, alto y delgado, vestido con un
uniforme de las SS. No dijo nada, tampoco gritó, sólo se quejó
en voz baja antes de accionar la palanca del arma y disparar al
primero que salió con una jarra en la mano. El cuerpo vaciló, se
desplomó en el acto y quedó tumbado en medio de un charco
que salió como una ola de la jarra al romperse ésta contra el
suelo del patio. Entonces el joven volvió a disparar y estiró poco
a poco la palanca, la levantó lentamente, y se enfadó consigo
mismo, como si se tratase de una broma. Después disparó
contra otro, que soltó la jarra, pero como sólo le dio en una
pierna ahora saltaba sobre el pie derecho. El joven se divertía
con sus saltos y sin prisa volvió a pulsar la palanca. Entonces ya
no podía verse qué pasaba con el fugitivo porque la esquina del
«hospital» tapaba la vista, pero a juzgar por la satisfacción del
joven, que volvió a ponerse el fusil sobre el hombro, se podría
pensar que la cosa habría terminado de una u otra manera.
Porque como constantemente mostraba aquella alegría idiota,
podría ser que estuviera satisfecho aun cuando el que huía a
saltos se le hubiera escapado. Entonces empezó a quejarse en
voz más alta al lado del cuerpo que yacía inmóvil sobre el agua
de la jarra, de forma que sus palabras me revelaron que el joven,
en realidad, era un miembro de la organización croata Ustasha.
Aunque, más que sentirme afectado por aquella prueba, más
que sentir una sensación de vacío interior al escuchar las
palabras hermanas eslavas en una circunstancia como ésta, en
aquel momento me sorprendió la osadía de los hombres cebra.
La constatación de que el espíritu de rebeldía seguía vivo, a
pesar de que parecía haber desaparecido ya hacía mucho; esta
realidad era, a pesar de la difícil situación en la que nos
encontrábamos, una prueba definitiva de que el mundo del
crematorio había acabado. Puede ser que, al darse cuenta de
esta increíble realidad, la razón del guardia balcánico se
derramara igual que el agua de la jarra junto a sus zapatos. Tuve
que seguir trabajando para ahuyentar los pensamientos y las
sensaciones. De hecho, tenía cosas útiles que hacer, ya que
desde no se sabía dónde habían llegado pastillas de sulfamida.
Quién sabe dónde las habrían encontrado unos dedos inquietos.
Seguro que en algún ambulatorio veterinario, porque eran tan
grandes como el fondo de un vaso y había que partirlas en
cuatro partes, y aun así a los enfermos les costaba tragarlas. Les
resultaba difícil también porque tenían forma angular; y aun
cuando se desmenuzara el triángulo, esto tampoco significaba
que el enfermo que tenía caracoles rosados en los ojos tragaría
el polvo con más facilidad que el trozo triangular. Pero éstas
eran cosas sin importancia. Yo estaba contento por tener
sulfamidas porque así el ritual podía continuar tanto para mí
como para los enfermos; les estaba agradecido a los caballos
por haber acabado sin sulfatiazol, por haberse sacrificado por el
gran Reich y seguir vagando por las colinas, persiguiendo un
objetivo perdido. Cabría preguntarse, claro está, si con ello
mejoraron los cuerpos extendidos, puesto que la sulfamida no
era el alimento adecuado para un protoplasma deshidratado.
Abajo, al lado de la pared, la fila se prolongaba y nuestro edificio
ya se había quedado pequeño para todos, a pesar de que los
cuerpos ocupaban también la buhardilla. Me dirigí a la
buhardilla sin saber por qué. Tal vez porque deseaba encontrar a
alguien más que padeciese de erisipela o disentería, o tal vez
porque quería romper el ambiente salvaje e incierto con alguna
cosa nueva, o sobre todo por la necesidad que siente todo
prisionero por medir a pasos el lugar de su cautiverio. Pero no
me iba a encontrar con una buhardilla donde se guardaban
secretos, objetos diferentes y antiguos, colocados como
guirnaldas y arcos de triunfo hechos de telaraña. Allí no había
nada más que vigas gruesas y pesadas que se levantaban desde
el suelo hasta lo alto del piso, pero ninguna utilidad justificaba
las dimensiones de aquel lugar vacío. Los hombres cebra yacían
en el suelo, debajo de las imponentes vigas horizontales,
colocados en todas direcciones, encajados unos en otros, de
manera que las rayas de sus prendas arrugadas parecían curvas
maltrechas de un cerebro revuelto. Y las voces en medio de la
mezcla de trapos y rayas eran las burbujas flojas que expulsa la
materia hormigueante en descomposición. Por eso, el tragaluz
estaba abierto. El aire que se ventilaba a través de él reducía sus
densas capas, y para protegerse de la corriente de aire, los
cuerpos instintivamente se arrastraban con sus últimas fuerzas,
disponiéndose en una línea cóncava alrededor de la ventana.
Sólo un cuerpo había quedado aislado en el aire frío justo debajo
del tragaluz. La corriente lo había arrastrado, lejos de la orilla
perdida pero compacta de los otros hombres, abandonado en
medio del mar de la nada, colocado sobre las tablas como en
una isla desierta, inmóvil en su flaqueza extendida. Más que el
instinto de protegerle ante la corriente, de ponerle lejos de la
explanada expuesta en la que lo había dejado un descargador
que tenía prisa, me inquietó la forma de sus extremidades
tendidas, la particularidad de su postura. Porque el cuerpo no
cambia sus características cuando deja de ser vertical y ni
siquiera entonces, cuando la carne deja de perfilar curvas y
protuberancias. La bola angular de madera que descansaba
sobre el podio de madera me resultaba tan familiar, como si a
pesar de sus pómulos salientes siguiese siendo la cabeza de un
pastor joven que me había fabricado a mí, un habitante de la
ciudad, una flauta de avellano en Špilarjeva Loka, o la cabeza
rapada de un primo que uno de las SS se había llevado, diciendo
que iban a dejarlo en libertad, pero que desapareció sin dejar
rastro. Es verdad, pensé en muchas más cabezas hasta que me
di cuenta de que se trataba de Ivancek. Y entonces descubrí
también sus ojos claros que giraban en círculos, buscándome.
Evidentemente, dentro de sus ojos, como siempre en la fase
terminal, se acumulaba toda la humedad que había quedado en
el cuerpo, y dentro de ellos aparecían destellos que eran la señal
de los últimos revoloteos de luz, pero aun así continuaba
existiendo dentro de ellos la timidez de un chico joven cuyos
libros de aventuras fueron sustituidos por las imágenes
imprevisibles de la fábrica de la muerte. Y mientras sus pupilas
me asediaban como si intentasen liberarse de la armadura del
miedo, proyectando sobre mí no solamente todo su inconsciente
sino también la ira física y la celular, volví a ver su sonrisa curiosa
y bondadosa en el momento de la partida de Harzungen. Porque
todo lo que podía moverse tenía que ir andando hasta la
estación; y precisamente en el momento de nuestra huida tan
insensata para no quedar atrapados entre el frente oriental y el
occidental, precisamente en ese momento por no se sabía qué
camino a Ivanček le había llegado un paquete desde su aldea
eslovena. Todo pan tostado, me dijo mientras sostenía el
paquete en el regazo como lo haría una madre joven e inexperta
con su recién nacido. Como si su familia hubiese logrado
socorrer a su hijito al otro lado del mundo precisamente en un
momento tan decisivo, allí, donde los seres vivos ya se han
convertido en sombras impalpables. Fue como una revelación lo
que le brillaba en los ojos, y vino a verme, quizás porque alguna
vez le había dado la taza del guiso que sobraba de los difuntos y
él, a cambio, me lo había pagado con trozos de madera traída
desde los túneles para la estufa. Ocultaba la madera debajo de
la camisa para que el guardia no lo notase. Aquella tarde se llenó
toda la camisa de pan tostado y se ató a la cintura una chaqueta
hecha de trapos, de manera que las rayas gastadas de un color
azul grisáceo salieron y se hincharon como la giba de un animal.
Así es como se despedía de mí, con una esperanza que se
desvanecía poco a poco en la duda que nacía en sus humildes
ojos de niño; volvió a dar palmaditas sobre la giba deformada,
protegiéndola con las palmas de la mano, como si fuera
consciente de que la harina enviada desde casa era sagrada en
aquel largo camino de la prueba definitiva. Y ahora se
encontraba en el suelo y solo. Oye, Ivan, intenté animarlo con
esa voz natural de la gente que cree encontrarse con sus pies en
tierra firme y su espalda protegida. No, no es cierto, en mi trato
había también un poco de alegría, mezclada con incomodidad,
una alegría, pues, deformada, vacía, de manera que sus ojos
tenían razón al rechazarla. Podría ser también que sólo me
pareciera que su juventud truncada me estaba acusando porque
mi cuerpo ahora estaba erguido, de pie. No lo sé. Pero no
miraba sus ojos cuando me agaché a su lado para escuchar sus
labios, como un alpinista que hubiera afinado la oreja al borde
del precipicio que acaba de tragarse a su compañero. Las
señales de vida surgían en fragmentos como desde un abismo
en el cual, de vez en cuando, se desprendía un puñado de
migajas de pizarra. Parecían palabras desde el más allá, de tan
impotentes, cuando me decían que todo había ocurrido
precisamente a causa del pan tostado que había imaginado
como unas provisiones exquisitas que mojaría en la boca, del
cual chuparía lentamente todas las sustancias de la vida, cada
día, día tras día, durante el tiempo que pasaría viajando sin
rumbo en el vagón abierto de ganado. Las frases alejadas,
susurradas, lentamente desgarradas, me acercaron cada vez
más a su cuerpo tumbado que en el vagón no pudo protegerse
de la masa dura de otros cuerpos que apretaban su pecho
hinchado, ni de los brazos que apretaban y aplastaban, ni de las
rodillas que golpeaban, ni de los pies que pisaban hasta llegar al
suelo un cuerpo cuyos brazos estaban cruzados sobre el pecho,
sobre las rayas descarriladas de color gris y azul de tela de
arpillera. Así permanecía agachado al lado de la cabeza
disecada, atrapado ante la imagen de aquellas rebanadas
amarillas de pan, cada vez más consciente de la impotencia que
dentro de mí se convertía en una rebeldía estéril y en una actitud
absurda que sólo me sumergía más en mi sensación de
impotencia. Y es que era inútil pensar que habría podido
ayudarle, que tal vez habría podido salvarlo de haber sabido que
estaba en el suelo de alguno de los vagones junto a los cuales
pasé tantas veces cuando cambiábamos las vendas de los
flemones y mientras llevábamos a los difuntos a los vagones de
detrás de la locomotora. No le hubiera podido dar nada, pero al
menos estaría tumbado en un rincón tranquilo como el pequeño
de Janoš; habría roto la punta de la ampolla de un traubenzucker
y le habría vertido el líquido dentro de los labios.
Completamente fuera de mí por esta posibilidad perdida, corrí a
buscar la jeringuilla y las grandes ampollas, como si el afán
sincero, unido a los objetos rituales, pudiera hacer volver el
tiempo. Pues sí, el hombre realmente espera poder hacerlo,
espera que la bondad y la ingenuidad vencerán, pero al mismo
tiempo tiene que reconocer que actúa por el instinto de
salvación, ese instinto bello e ingenuo que algunas veces hasta
se prolonga más allá de la pubertad y alcanza, con su tenacidad,
el infinito. De manera que empecé a desollar del cuerpo
tumbado la piel rayada, mustia, apestada, y a desnudar los
huesos de una cría de grulla sin plumas. Había visto miles y
miles de ellos, había llevado a muchos a la antesala del horno,
pero, frente a su cuerpo, el frío profesional se había desvanecido
porque hacía tiempo había procurado prolongarle la vida con la
comida de mis muertos, porque dentro de mí yo también
conservaba la sonrisa bondadosa de un chico de mi estirpe. Sin
embargo, no pude encontrar el camino adecuado para la aguja
entre el hueso y la piel fina y áspera que lo envolvía. Por muy
inútil que fuera este acto frente al ala de madera, mi afán no era
nada menor, pero el muslo hueco estaba sordo y del agujero
salía agua azucarada como si chorrease directamente de un
hueso vacío. Seguramente sabía que no podría haberle ayudado
ni siquiera un médico que le inyectase plasma en vena, pero a
pesar de lo absurdo de seguir arrodillado en el suelo junto a los
restos de un hombre que estaba retorcido sobre las tablas en
forma de un interrogante, continuaba inmóvil como si también
mis ojos hubiesen adquirido fríos destellos. Al menos, mi
cuidado sirvió para provocar dentro de él una respuesta al aire
frío que venía desde la ventana abierta. Sus ojos se inquietaron
como unos ancianos irritados que no se calmaban siquiera
cuando lo arrastré al cobijo de un rincón oscuro. Probablemente
ya no sabía quién lo estaba poniendo al lado de los otros
cuerpos que descansaban sobre la madera del depósito militar, y
cuando volví a bajar para empezar a dividir las sulfamidas
grandes, delante de mí veía constantemente el hilo de líquido
aguado que chorreaba desde los huesos de los restos que
acababa de desenterrar de entre la ropa. El pensamiento de que
por la tarde él ya estaría, junto con los demás, en la fila de
debajo de mi ventana, me producía menos dolor que la
conciencia de la derrota, de la ingenuidad derrotada, menos
dolor que la repugnancia silenciada y lejana por la impotencia
ante la derrota y la ingenuidad frente a la impotencia. Así que,
automáticamente, como si hubiera perdido la fe, dividía las
grandes sulfamidas de los caballos como si fueran hostias
destinadas a los buenos animales que los cuerpos humanos
rechazarían.

He bajado por la franja de hierba que cae escarpadamente


desde la terraza hasta la alambrada. Aquí, en esta parte del
terreno que queda entre la alambrada y la pendiente, al lado de
la letrina, había un agujero en el que se depositaba la ceniza.
Ahora en este lugar han dispuesto un cementerio pequeño, no
más ancho que dos sábanas, limitado con piedras sencillas con
dos inscripciones en el centro. Honneur et patrie. Honor y patria.
Y también Ossa humiliata. Huesos humillados. Dos frases, casi
dos aforismos, en los cuales el hombre había condensado la
verdad de una realidad infinita. Pero lo que ahora me inspira la
sensación de derrota no es el secreto sagrado de estas terrazas,
sino el silencio en el que los ingenieros precavidos y pertinaces
están envolviendo estas ossa humiliata. Los que en un momento
de máximo peligro juraron que desinfectarían bien Europa, más
tarde se dedicaron a otros intereses menos nobles que a los que
se enfrentaba la exigencia de la desnazificación. De esta manera
salió Europa de la primera época de posguerra, como una
discapacitada a la que habían puesto unos ojos de vidrio para
que con sus órbitas vacías no asustase a los buenos ciudadanos,
y en lugar de haber encontrado su propia purificación, jugaron
con ella, profanándola de una manera deplorable. Y el hombre
europeo lo aceptó porque, a pesar de sus frases
grandilocuentes, en realidad es negligente y temeroso, y
también está cada vez más acostumbrado a buscar la
comodidad en todo y a sistematizarlo todo. En las
preocupaciones tiene un orden establecido con precisión, sin
ningún hueco en el que haya espacio para la necesidad de una
acción personal y orgullosa. Y aun cuando en su subconsciente
de vez en cuando tiene vergüenza de su posición de eunuco de
harén, goza en exceso con los sermones moralizantes y desea
estigmatizar el comportamiento de los jóvenes sin admitir que
es él quien ha hecho perder ya de antemano toda la herencia de
honradez y justicia que tendría que transmitir a las nuevas
generaciones. Porque también estas constataciones están ya tan
gastadas que en una vaga apatía general suenan a tópicos.
Quién sabe, tal vez un orden laico nuevo podría despertar al
hombre estandarizado, vestido con el sayal de rayas del hombre
del campo de concentración, que inundaría las capitales de
nuestros países, inquietando con los sonidos de sus zuecos de
madera la serenidad de las tiendas y los paseos lujosos. Las
vasijas con ceniza que ahora permanecen aquí, deberían llevarse
durante estos desfiles a las ciudades alemanas y a otras
metrópolis. Día y noche, mes tras mes, los hombres con
uniformes de rayas y con zuecos deberían desempeñar el puesto
de guardia de honor al lado de una vasija rojiza de barro en
medio de las plazas principales de Alemania y de otros países.
Huesos humillados. Aunque en la pendiente que hay sobre el
campo hay un monumento de cuarenta y cinco metros de altura
con una explanada, en la que cada francés que murió por la
patria como deportado tiene destinado su lugar allí, a mí me
gusta más este palmo de tierra oculto aquí abajo. Es más
nuestro, tan retirado y oculto y, además, están todos juntos, tal y
como se había acumulado y depositado su ceniza. Allí arriba,
Francia levantó para cada uno de sus hijos una lápida y una cruz,
pero debajo de las filas majestuosas de cruces blancas no hay
nada, ni un puñado de polvo gris se hubiera mezclado con la
tierra de las montañas. Por eso allí arriba hay un monumento,
un monumento nacional francés, y aquí abajo un templo
internacional, de toda la humanidad.
Quisiera decir algo a mis antiguos camaradas, pero tengo la
sensación de que todo lo que les diga en la mente sería desleal.
Estoy vivo, y por eso también mis pensamientos más sinceros
resultan de alguna manera impuros.
Vuelvo a subir a la terraza donde me encuentro con el grupo
que escucha, en silencio, al guía. Sus cabezas están un poco
inclinadas en dirección a la franja de hierba empinada, mientras
que él continúa hablando. Explica que allí abajo había una fosa
séptica a la cual iban a parar las aguas residuales de todas las
terrazas, y cuando la fosa estaba llena, el contenido se
desbordaba y se mezclaba con la ceniza y los huesos. Por eso,
cuando hacía falta abonar el huerto que se hallaba arriba,
mandaban a los hombres con los recipientes aquí abajo.

Creo que hay muchas cosas que hoy oigo por primera vez.
Lentamente me encamino hacia el barracón de la chimenea
porque todo indica que ahora está vacío. Quisiera estar allí sin
testigos. Empiezo a entender, parece que comienzo a captar en
fragmentos el significado que tiene el monumento, aunque no
sea más que una lápida que asegure la persistencia del difunto
en el mundo de los vivos. Más que un acto de piedad, el trozo de
tabla o piedra sobre el túmulo es un intento de protegernos del
olvido humano, de la mezquindad de su imaginación, de la
inconstancia de su conciencia fluida. Y el puñado de ceniza
blanda no puede despertar ninguna imagen consistente. A pesar
de estos pensamientos que me unen a la tradición de mis
antepasados, yo soy ante todo un hombre de fuego y ceniza.
Estas terrazas son mi casa. Al volver a Trieste no pude
comprender a mi padre, que cada semana peregrinaba al
panteón familiar; me repugnaba su familiaridad con esas flores
que llevaba consigo. Y ahora, cuando él tampoco está, hablo y
escribo sobre él, pero no le visito allá donde descansa, al lado de
mi madre y de Olga. De vez en cuando mi hermana me riñe
amablemente por ello, pero hasta ahora yo no me he podido
integrar en un ritual del que me separé definitivamente en este
monte, en Dachau, en Dora, en Harzungen. Presencié tantos
funerales que tocarían a varios difuntos por cada día de todos
los años que me han sido regalados para vivir en el mundo de
los hombres; tal vez por ello no puedo reducir el pasado a la
visita de los restos de un solo ser humano, por muy querido que
fuera y aunque sea mi propio padre. No quiero decir que no le
haya visitado jamás; pero cuando lo hice sabía que estaba allí
tan sólo de manera formal, no vivía mi visita, todo lo contrario,
sentía no haberla vivido.
También es cierto que antes, cuando me encontraba delante
del rudimentario ascensor de hierro que unía el almacén con el
horno, tampoco Ivo ha querido despertarse dentro de mí. La
vida, en la que vivo, me ha contagiado. La corriente y la energía
que surgen de mí han rehusado a Ivo aun antes de encontrar, a
causa de nuestra antigua amistad, las palabras válidas para los
dos. A pesar de sentirme vinculado con los secretos de aquel
lugar, soy un hombre a medias en un ambiente que por el
silencio parece casi onírico, pero también soy un hombre a
medias cuando me encuentro lejos, y siento que para mí es
esencial la atmósfera de aquí. Igual que el ave fénix que no se ha
liberado jamás del todo de las cenizas de las que ha surgido para
iniciar su vuelo.
Ahora me he parado. Todavía hay personas en el barracón.
Por la franja de hierba que baja justo detrás del almacén y el
ascensor, bajan rodando, como si estuvieran en un vergel de su
casa, unos niños que no hacen ningún caso a su madre, que
acaba de alejarse del horno y les riñe con un gesto de la mano
derecha. Y, mientras tanto, una niña pequeña abraza feliz con
sus dos manos el alambre que sostiene la delgada chimenea del
crematorio y en su juego de niña alegremente da vueltas
alrededor de él. Arriba, acaba de crujir algo y yo me he asustado
pensando que el tubo se derrumbaría sobre el barracón. Sí, temí
que se quedase dañado el testigo de nuestra aniquilación, me
estremecí por el altar del sacrificio del hombre europeo, en vez
de desear que las manos infantiles empezasen a destruir el
edificio del mal.

La gente se ha marchado. Sin romper el silencio, ahora baja un


nuevo grupo. Los intervalos impiden que se reúnan grupos
mayores de gente y a la vez que los visitantes, con sus mudas
idas y venidas, se parezcan a grupos de emisarios del mundo
vivo que se renuevan constantemente. La humanidad dispone
de un número determinado de miembros que andan por
caminos sagrados, que visitan templos y tumbas y que
normalmente nos parecen unas personas mejores, más nobles,
pero no hay ninguna garantía de que estas almas buenas
puedan mejorar nuestra historia. Todo indica que los corazones
piadosos tan sólo acompañan los acontecimientos, no los
provocan ni los crean, sino que más bien suelen ser sauces
llorones inclinados profundamente en un lugar en el que
después de una aniquilación ruidosa o muda prevalece un
silencio infinito.
El silencio de aquí está ahora un poco agitado por las
palabras del guía envejecido; se sostiene con un bastón mientras
pasa en medio de la tropa pequeña que lo rodea. Quizá no es
más que un jubilado que con esta labor mejora sus ingresos,
pero prefiero pensar que se trata de uno de los antiguos
habitantes de esta casa perdida. Cuando entra con la gente en el
barracón, por unos momentos tengo la sensación de ser un
espía que acecha alrededor del barracón y, en nombre de los
compañeros invisibles, supervisa a quien ha sido designado para
hablar en el lugar de las lenguas calladas. Pero su voz dentro de
la prisión es serena y seria, el hombre habla de una manera que
no me repugna, lentamente, sin énfasis ciceronianos, con
atención y cuidado, para que las palabras se correspondan con
las imágenes. No puedo reprocharle nada. Y cuando, todavía en
el interior del búnker, habla sobre las chicas alsacianas que
cayeron en manos del enemigo poco antes de que el campo
fuera evacuado, y que fueron instaladas en estas celdas, dentro
de mí vuelve a despertarse la compleja sensación que también
entonces se apoderó de mí. Me encuentro solo junto a la pared
exterior del barracón largo, y vuelvo a sentirme impotente y
febril como aquella noche. Por eso, ya no soy un hombre unido
al campo, sino que me siento física y fisiológicamente
desesperado ante la realidad de los seres sanos, no
contaminados por el campo, que fueron condenados al
enfrentamiento directo con el horno. Las terrazas silenciosas
están inmóviles al sol. No queda ningún rastro de las jóvenes ni
en los rayos del sol ni en las escaleras estrechas, aunque siguen
presentes en las células de mi organismo, pero esto no es
suficiente. Y el hombre explica, como si quisiera añadir algún
consuelo, que poco tiempo después los partisanos tomaron el
lager à l’arme blanche, que quiere decir con armas blancas, y que
la radio de Londres anunció esta noticia con la frase La tortue a
gagné sa course. Unas palabras poéticas, no cabe duda. La
tortuga ganó su carrera. La clandestinidad entonces tuvo que
servirse de dichos y aforismos establecidos, para que el
territorio tomado conservase el contacto con el mundo libre.
Aunque es una cuestión aparte qué impresión ha dejado en la
imaginación de la gente que ha visto el horno y el espacio con el
suelo de cemento un poco inclinado. El acompañante podría
haber dejado la tortuga en paz porque entre las vasijas llenas de
huesos y ceniza no se mueve nada cómoda. Sin embargo lo
entiendo, no puede guardarse para sí mismo la noticia de que
este lugar, cuando nosotros ya nos hallábamos detrás de otra
alambrada, había sido tomado por las unidades de liberación. Lo
comprendo porque también dentro de mí algo se agita en la
parte inferior de mi garganta al pensar en el final de una época
que solamente tiene una dimensión de eternidad dentro de
nuestras conciencias. Es cierto, en tiempos de posguerra
descubrí que la victoria sobre el mal y la injusticia me afectan
profundamente, mientras que las demás desgracias humanas
me dejan bastante, si no del todo, indiferente. De la misma
manera también el hombre del bastón ha añadido la noticia de
la radio londinense para generar en la gente una chispa de
alegría, pero habría sido mejor que dejara la imagen definitiva
del mal, tal y como fue. Porque su tortuga despistó a los
visitantes como un juguete infantil inesperado. Es cierto que los
antiguos griegos también miraban las piezas alegres después de
las tragedias, pero no parece que en aquel entonces hubiesen
tenido unos lugares tan bien organizados para la destrucción de
cuerpos humanos; de ahí que su necesidad de catarsis fuera
diferente de la necesidad de un europeo del siglo XX. La Moira no
se enfrenta en nosotros a un individuo, sino a la sociedad;
nuestro Destino es una diosa de toda la comunidad, nos
liberaremos de ella todos juntos o nos someterá a todos juntos.

Dos que han llegado tarde. Un chico negro, alto y delgado y una
chica francesa menuda. No tienen ganas de entrar con los
demás en el barracón, de manera que se quedan solos en las
escaleras, solos en medio de un silencio que para ellos no resulta
lleno de una misteriosa presencia. En el último escalón su mano
intentó detener el brazo de ella para evitar la entrada en el
barracón. Y me ha parecido que instintivamente quiso alejarse
de un crimen que le era desconocido, como si su instinto
heredado lo hubiera avisado a tiempo de la presencia del
peligro. Porque el organismo de su estirpe negra ha acumulado
durante siglos los anticuerpos de protección, así que es
comprensible que ahora intuya la emanación traidora de la
aniquilación. Pero pronto me he dado cuenta de que me
equivocaba porque su cara, labios y ojos jóvenes radiaban una
inquietud hedonista. Parece un poco aburrido por haber bajado
por unas escaleras tan anodinas, y apenas puede esperar
encontrarse en algún lugar más bello y a solas con la chica. Así
que le pone el brazo alrededor de la cintura y la lleva al final de
la terraza. Está impaciente por volver a besarla, aunque acaba de
besarla arriba, en las escaleras, cuando se han rezagado adrede
para estar solos. Allí, donde el terraplén baja hasta la alambrada,
ha vuelto a abrazarla, y es posible que la abrace también cuando
yo me aleje. No sólo no le molesta en absoluto la doble barrera
de alambre que tiene delante de los ojos, sino que apenas la ve,
como tampoco ve los aisladores, ni la alta hierba amarillenta, ni
la torre de vigilancia que parece una alta pagoda abandonada en
medio de los montes. No lo rechazo en mi mente, dado que se
mueve en otra dimensión, en un ambiente en el que
predominan la germinación y el crecimiento. Y tan sólo ahora,
cuando lo estoy anotando, me digo que sería muy infantil querer
trasladar a estos dos enamorados a nuestro mundo pasado. De
esta manera la frase «Quién hubiera pensado entonces que por
aquí iban a pasear parejas de enamorados» carece
absolutamente de sentido. Porque en nosotros se había
establecido un final apocalíptico en la dimensión de la nada,
mientras que estos dos se hallan en la dimensión del amor, que
también es infinita y también dispone los objetos de manera
incomprensible, excluyéndolos o glorificándolos.
Aunque no me decido a marcharme, voy detrás de los
visitantes que suben las escaleras. Detrás de todos anda un
hombre con una pierna mutilada sostenido por dos chicas a
ambos lados, probablemente sus hijas; cuando levanta el pie de
un escalón al otro, se apoya en ellas con todo su peso. Esta
imagen sí que recuerda las imágenes del campo de
concentración, sólo que entonces nadie ayudaba a los
mutilados. También el crujir de las piedrecillas debajo de los pies
encuentra su reflejo en el recuerdo; aunque este ruido es del
todo diferente porque los zuecos de madera hacían un sonido
más duro y vacío, pero como hay muchas piernas de visitantes,
el arrastrar de sus calzados también se transmite al pasado. Se
me transmite a mí, claro, que observo cómo suben a la terraza
más alta, y les deseo que nunca se les transfiera a ellos a un
futuro en el cual un grupo de respetables excursionistas
dominicales se convierta en un rebaño en desbandada. Cuando
desaparecen y ya no les veo, camino sin testigos a lo largo de un
paisaje yermo que jamás me ha pertenecido, pero que fue mío y
sigue siéndolo. Digo el paisaje porque los barracones ya han
desaparecido; los desmantelaron porque es totalmente
imposible conservar los edificios de madera que en invierno
cubre la nieve, en primavera mojan los aguaceros y en verano
quema el sol de las altas montañas. De ahí que de catorce
barracones se conserven sólo cuatro, dos arriba y estos dos de
abajo. Los alargados espacios vacíos están cubiertos por
pequeñas piedras, y al final de cada terraza hay un poste bajo
con el nombre de alguno de los campos de concentración donde
exterminaron a franceses. Dachau, Mauthausen, Buchenwald,
Kochem, Neckargerach, Harzungen. De esta manera,
simbólicamente están reunidos en un solo lugar todos los
fallecidos que tienen una necrópolis en lo alto, fuera de la
alambrada. Pero ahora estos terrenos estrechos después de
haber sido igualados con piedras, vacíos y sin sentido, parece
que se hubiesen vuelto definitivamente yermos. Es imposible
que un visitante pueda asociar los nombres con las imágenes
vivas. Como por ejemplo los nombres de Neckargerach o
Harzungen. Sin embargo, en Harzungen había muchos
franceses, y esto se notaba también en la organización del revier,
lo cual fue muy importante para poder salvar personas. Pero en
general nos entendíamos bien. Yo no me interesaba por la
política interna del campo y solía quedarme en mi cuarto. Se
trataba de un espacio pequeño que a veces demandaba unas
manos ágiles. Pero no siempre, claro. Por la mañana con Vaska
llevábamos a uno o a dos al baúl de detrás del barracón y
echábamos los jergones sobre la hierba para que se secaran un
poco; pero los jergones estaban siempre tan mojados que por la
noche no teníamos más remedio que darles la vuelta para poner
enfermos nuevos. El resto de la mañana transcurría
tranquilamente. En la mesa de debajo de la ventana había un
termómetro, un paquete de polvo blanco y un paquete de
carbón en polvo. Las medicinas para aquel cuarto. Y tres veces al
día vertía el polvo blanco en una taza y añadía un poco de agua
hasta obtener un yeso blando. Pasaba de lecho en lecho,
metiendo la cuchara con la mezcla blanca entre los labios secos,
entre los dientes semiabiertos. Algunos enfermos cogían con los
dientes el mortero blanco de la cuchara como si quisieran
mantener la vida que se les escapaba insistentemente por el
jergón; otros no se daban cuenta de la cuchara que había
delante de su boca, pero a pesar de ello chupaban y tragaban la
masa pegajosa con debilidad. Al expirar, tenían un cemento
blanco en los dientes y alrededor de labios. O bien tocaba el
carbón en polvo. Evidentemente, éste era mucho menos práctico
porque las bocas lo resoplaban fuera de la cuchara o de la boca
cuando ya habían conseguido tomarlo. Aquéllos eran los días de
los difuntos con los dientes y labios negros, y aunque eran todos
esqueléticos y largos, lo que más se notaba eran las rayas
negras alrededor de la boca. Estos enfermos estaban tranquilos,
inmóviles; y cuando todavía estaban medio conscientes, se
levantaban para no evacuar sobre los jergones. Entonces
dejaban un rastro marrón por el suelo por el que pasaban. Todo
se volvía todavía más difícil cuando empezaban a enviarme los
enfermos que, además de disentería, padecían también
tuberculosis. Estaban tumbados en ocho literas a la izquierda de
la entrada y esperaban a que los viniese a buscar un camión de
Dora. Pero jamás avisaban cuándo vendría, de forma que Vaska
tenía que correr en el último momento al almacén a por sus
vestidos. A por sus trapos. La ventana tenía que permanecer
cerrada por la prohibición de que se viera la luz de fuera, y como
en la habitación estaba encendida la estufa, el olor cargado era
cada vez más fuerte. Tan sólo cuando el camión ya se había
marchado, podíamos apagar la luz y abrir la ventana para dejar
entrar el aire fresco de la nieve. Y mientras el vehículo esperaba,
había que darse prisa. Vaska traía pequeños hatos sucios y
sudaba desenvolviendo los pantalones, chaquetas y zuecos
malolientes mientras deshacía los nudos e insultaba a la madre
del zar y de todo el mundo. Y es que en realidad no podíamos
darnos prisa porque estos enfermos no habían podido vestirse
en la litera, puesto que sus huesos se habían grabado en los
jergones. Ni tampoco podían permanecer de pie. De ahí que los
cogiéramos por las piernas y por debajo de las axilas, y los
pusiéramos en el suelo. Apenas podría llamárseles enfermos,
pero como seguían resollando, teníamos que vestirles. No era
nada fácil poner la pernera arrugada a un hueso que sobresalía;
por ello Vaska se enfadaba, pero no con el cuerpo que yacía en
el suelo, sino que se rebelaba contra la destrucción, como si se
enfadase con los restos yacientes por haberse dejado destruir.
Mientras tanto yo ponía sobre las costillas de otro desgraciado la
chaqueta rayada que parecía un trapo quitapolvo, y agradecía a
Vaska que, a pesar de gruñir, atendiera amablemente a los
desgraciados. Sudábamos y mirábamos dónde poníamos los
pies para no pisar los cuerpos que yacían por todas partes en
medio de los trastos. De vez en cuando levantábamos alguno,
para que los huesos se quedaran sentados, y entonces el brazo
se extendía como una rama seca, buscando los zuecos seguido
por las pupilas de vidrio. Zuecos, cucharas de madera, trozos de
soga. Objetos con los cuales el hombre llena su soledad. Había
otro que a pesar de su final inminente sabía que fuera había
nieve y con la mano instintivamente buscaba su gorra. Así que
Vaska volvió a enfadarse porque el cuerpo no sabía que daba
igual si expiraba con la gorra puesta o sin ella. Pero la buscó
entre los trastos pestilentes y cuando la encontró, le puso con
cuidado al cráneo desnudo la corona arrugada del sayal de
cebra. Lo que más molestaba a Vaska era cuando entraba Pierre
diciendo que había que darse prisa, abriendo la puerta sólo lo
justo para introducir su nariz; jamás se le había ocurrido que
podría entrar a ayudarnos. Así que seguíamos agachados en el
suelo durante mucho tiempo. Y cuando al final podíamos
levantar el esqueleto vestido, lo sosteníamos cada uno por un
lado a lo largo del pasillo. Y como lentamente movía los pies,
Vaska casi siempre se lo cargaba sobre los hombros, de manera
que su cabeza casi alcanzaba el suelo y la gorra se le caía. Al final
logramos llevarles a todos al camión, y como en él había ya tres
baúles con difuntos, los pusimos sobre éstos, mientras que
Vaska insultaba a la madre imperial del chófer por haber pitado
tanto. Desde la nieve se alzaba un frío de veinte grados, pero los
cuerpos que yacían y estaban sentados sobre las tapas de
madera cruda probablemente ya no lo sentían. Nosotros huimos
al barracón, consolados por haber cumplido tan bien con
nuestro deber. El hombre es así: piensa en todos aquellos que
agonizan en el vehículo y todavía no saben que están sentados
sobre los muertos porque ya se parecen del todo a ellos, y
también siente un alivio por haber cumplido bien con su
obligación. Es decir que la necesidad de un orden, de un círculo
cerrado, puede ser tan fuerte como las demás inclinaciones
humanas. O puede ser que una persona, a pesar de su carácter,
de manera inconsciente se contagie de las reglas de un
ambiente en el que tiene que seguir un horario establecido
hasta la muerte y respetar el orden del día. Bueno, tampoco
puedo decir que me sintiera vinculado a mi habitación tan sólo
por el trabajo. Muchas veces me aconsejaron que no durmiera
junto a mis enfermos, pero yo obstinadamente seguía entre
ellos. Esta decisión se debía parcialmente a un instinto ciego, a
una disposición orgánica primitiva; porque en aquel espacio
estrecho me encontraba en la misma guarida de la muerte y por
ello me sentía a salvo de ella, porque estaba demasiado cerca
para poder atacarme. Pero en mi obstinación también había un
vínculo entre camaradas. Dormía en el rincón, en el lecho de
abajo. Vaska estaba sobre mí y éramos los únicos marineros
sanos bajo la cubierta de un estrecho barco de madera, en el
cual toda la tripulación estaba condenada. De madrugada Vaska
se levantaba primero, saltando con dificultad de su litera, y
después, cuando también yo me había levantado, me sentía
como un capitán que había sido fiel a su equipo, aunque mi
primer trabajo de madrugada fuera entregar a cada uno de ellos
al mar inmenso de la nada. Pero no lo sé. Quizá hay dentro de mí
un poco de fatalismo eslavo; tal vez me parecía que con Vaska
estábamos lo suficientemente expuestos cuando poníamos los
trapos podridos a los moribundos. Pero parece que el hombre es
más vulnerable mientras duerme. Sin embargo, puede ser que
en el mundo del crematorio la prudencia también significara
exponerse al peligro, porque un momento de prudencia podía
provocar una interrupción en la inercia que te conduce a través
de la destrucción. En un mundo como éste, el hombre debe ser
como un soldado que en el campo de batalla se esconde debajo
de un montón de muertos; simula no respirar para que el
enemigo no se percate de su presencia y en el momento
oportuno pueda arrastrarse hacia la vida. Pero aquella mañana
me llenó la boca una cosa muy húmeda. Al principio parecía
solamente un exceso de saliva. Vaska aún no se había levantado,
por lo cual pensé que debía de ser muy temprano, porque si no,
Vaska ya habría comenzado a moverse sobre mi cabeza, ya que
tenía que fregar, junto con otros ayudantes, el pasillo de los dos
barracones antes del amanecer. De forma que al principio
parecía un exceso de saliva, pero caliente. Volví a tragarla
mientras escuchaba el resuello del pecho de un enfermo que
estaba a mi derecha, dos catres más allá. A lo largo del día
expiraría, pensé, y volví a tragar el cálido líquido. Pero de
repente había una cantidad demasiado abundante para poderla
tragar, así que me senté, sintiendo el aliento frío del vacío. Era
como si algo plateado se me hubiera roto detrás del hueso de la
frente ahora que delante de mis ojos había sólo oscuridad. En un
instante vi el mundo entero en su totalidad real pero a la vez
perdido. Entonces me levanté y rápidamente salí de la habitación
pasando por en medio de los lechos. Huía aunque era
consciente de que no podía huir de mí mismo. Debía de buscar
aire y sin saber cómo llegué al baño que estaba silencioso, en la
luz tenue y gris de una madrugada todavía alejada. En medio de
las duchas caían gotas a intervalos largos, las paredes de
madera parecían más cerca la una de la otra, también la estufa
estaba más cerca. Todo era como cada día, pero en aquel
momento por primera vez sentí que estaba rodeado por todos
lados. Y el pensamiento atravesó la eternidad como un rayo; la
abarcó con una sola mirada y la expulsó, mientras mi cabeza se
estremecía instintivamente, como si con este movimiento
procurase liberarme del remolino de la nada que se estaba
acercando. Me dirigí hacia la ventana y volví. Y volví a dirigirme
hacia la ventana. El alambre de espino delante de la ventana ya
no parecía un conjunto de lazos que siempre observaba sin
verlos, sino un signo evidente y palpable de cautividad que
estaba unida a mí. Era la clarividencia ante la muerte que se
despierta cuando el hombre se encuentra rodeado de la niebla
blanquecina de la destrucción a la que en breve seguirá una
capa de penumbra densa. En aquel momento me di cuenta de
que el pañuelo de mi mano era la única cosa que me había
quedado de casa, pero estaba tan empapado de aquella
sustancia roja que en mi palma se convirtió en una fuente
perdida de vida. Me parece que entonces la cabeza me volvió a
retumbar. No lo sé. Después probablemente me calmaron las
gotas que caían con insistencia y sin prisa sobre el cemento. Su
sonido rítmico despertaba dentro de mí las imágenes de
aquellos que vuelven por la noche de su trabajo y el agua
caliente lava la disentería de sus caderas y muslos
apergaminados. Me veía a mí mismo conduciéndolos, lavados, a
mi habitación estrecha y por un momento me pareció que había
llegado la hora de pasar cuentas de mi trabajo de sepulturero;
probablemente después me tranquilizó pensar en toda la faena
que me esperaba, de manera que volví a mi lecho. Quizás
regresé ante todo porque volví a tragar saliva que era sólo saliva.
De todas formas, estaba agradecido a Vaska por haberse
levantado un poco después y haber bajado a mi lado, al suelo,
porque así empezaba un ritual conocido y tal vez todo volvería a
salir bien. Ahuyentaba todos mis pensamientos y sensaciones
porque sabía que tenía que permanecer indiferente y romo.
Evidentemente, después de esta sacudida no era fácil seguir
simulando, pero tenía que actuar como si nada hubiese
empezado a cuestionar la fe inamovible, sorda y ciega en la
posibilidad de sobrevivir.
Ah, sí, ¡Harzungen! Ese nombre escrito aquí delante de mí, en
la parte pulida de la columna baja. ¿Pero qué les dice esto a
ellos, a los turistas? Cabría poner aquí uno de los nombres de los
que partían tres veces al día hacia los túneles, y alguna vez los
turistas dominicales podrían hacer un viaje con ellos. Pues si
aquella vez Jub no hubiera venido a pedirme que lo sustituyera,
tampoco yo habría sabido de dónde venían todos aquellos
heridos y exhaustos por la noche. Tengo diarrea, me dijo Jub, y
trajo una caja pequeña de madera y la puso en el suelo, al lado
de la mesa. Era un holandés tan largo que uno sólo era
consciente de su estatura cuando se inclinaba para dejar la cajita
en el suelo. Así que al caer la noche, salí del campo en su lugar.
La nieve brillaba con una luz metálica en la oscuridad y la noche
escondía una llanura hostil que durante el día era una estepa
nevada bajo el cielo de plomo. De vez en cuando la miraba desde
la ventana de mi habitación, y a pesar de parecer tan triste,
sentía en ella la proximidad de la tierra; en cambio, cuando
ahora andaba por ella, de repente me sentía como abrazado por
una ola de inseguridad. Sentía una especie de nostalgia por mi
rincón, aunque sólo fuera una antesala de la muerte. Esta
sensación, sin embargo, duró muy poco, pues me conmovió la
marcha de las filas. Por un momento me parecieron filas de
verdaderos obreros; pero cuando oí los gritos y los rayos de luz
empezaron a iluminar los vestidos de rayas, el fantasma
desapareció al instante. Los hombres se habían remitido los
gabanes, finos como un delantal, por dentro de los pantalones
para impedir que ondulasen inútilmente en el aire helado, a
dieciocho grados bajo cero. Los zuecos golpeaban, sordos,
contra la corteza de la nieve, y los cuerpos mantenían las manos
en los bolsillos de los pantalones y se encogían de hombros,
como si así pudiesen abrazar las orejas y las cabezas, afeitadas y
metidas en unas gorras redondas de tela. No solamente la
cabeza, todo el cuerpo deseaba envolverse y convertirse en una
bolita pequeña, parecida a la que quedaba en la conciencia
humana, dentro del interior caliente del organismo. De vez en
cuando ahí delante, frente a la columna, una boca soltaba un
grito seco y este grito se convertía automáticamente en un grito
de cuervos enloquecidos. Y parecía que el miedo era una
corriente de aire poderosa que en un instante atacaban a todas
aquellas cuerdas vocales alemanas, y que los pastores alemanes,
escondidos en la oscuridad, prolongaban con estos gritos el
muro de protección de miedo a lo largo de todo el rebaño que
pataleaba y saltaba a causa del frío polar. No, yo no tenía mucho
frío porque entonces ya tenía mi chaquetón marrón que me
cubría sólo hasta las rodillas, pero que abrigaba mucho y no
estaba muy gastado. En la espalda tenía recortada una ventana,
cubierta con tela de cebras. El frío podía entrar a través del tejido
basto de los pantalones, aunque llevaba calzoncillos, aquellos
que con Vaska quitamos al viejo francés antes de llevarlo al baúl.
Quién sabe cómo lo había hecho aquel viejo para conservar,
además de la camiseta, los calzoncillos. Después Vaska los puso
en una jarra donde los desinfectamos con agua hirviendo. Así
que los fallecidos no sólo me daban de comer, sino que también
me vestían a cambio de darles carbón y llevarles detrás del
barracón. Bueno, en aquel viaje nocturno llevaba un botiquín de
madera con una cruz roja al lado, pero a los cuerpos que
saltaban en la oscuridad como si el frío fuese una ducha de la
cual puedes escaparte, las vendas y las aspirinas tampoco les
sirvieron de mucho. Era duro cuando las filas paraban en un
terraplén y se empezaban a extender a lo largo de las vías del
tren, mientras hacían retumbar los zuecos. Seis pares de zuecos
en cada fila. Mientras tanto las linternas eléctricas atravesaban la
masa rayada a lo largo y a lo ancho, hasta que vino un tren de
cuatro vagones que los grupos asaltaron para escapar del frío y
de los golpes del griterío acechante, que no era más que un
complemento sonoro de la noche envenenada. Después los
vagones empezaron a hacer ruido y los cuerpos espiraban aire
caliente y soplaban en la oscuridad para calentar los espacios
helados cuyas ventanas en lugar de vidrio estaban cubiertas por
tablas. Yo estaba de pie en el pasillo, protegiendo entre las
rodillas el botiquín para que no lo aplastara la corriente que
pasaba a mi lado, porque la marea humana subía y crecía cada
vez más en aquel espacio estrecho. Debido al hormigueo febril,
aquellos veinte minutos pasaron rápidamente. El convoy paró y
volvieron a rodearle los gritos y los latigazos de la luz.
Fustigaban a los que saltaban a la nieve y también a los que
caían sobre ella porque estaban demasiado débiles para saltar, y
todo para incorporarse cuanto antes a las filas. Había que hacer
como aquellos que ya estaban en la fila y moldeaban la nieve
con sus zuecos. En medio del ruidoso bullicio resultaba
consolador escuchar al lado el sonido vacío del chorro que
derretía la capa de nieve, seguido por el olor a orina caliente. Los
gritos ya habían hecho mover la tropa gris que hacía ruido al
pasar junto a las casas en Niedersachswerfen, como si
atravesaran un recuerdo lejano de casas nevadas en el cual la
estirpe humana, extinguida hacía tiempo, solía amar el invierno
y el crepitar del fuego. Las casas seguían cerca cuando el desfile
paró delante de una larga fila de carritos de acero, y la boca
ahora gritaba porque los grupos entraban demasiado
lentamente en los contenedores de hierro. Subían ayudándose
con manos y piernas, por un instante permanecían suspensos
sobre el borde de acero, y finalmente caían al interior de los
grandes vagones de volteo de Krupp que los mineros llenaban
de mineral. Eran amplios y se levantaban a dos metros de altura.
Como unas copas majestuosas de color negro resplandecientes
en la oscuridad, colocados en fila, se abrían en la oscuridad, y los
cuerpos subían a ellos a cuatro patas, una sustancia
hormigueante que se cargaba por sí sola. Después la noche se
tragó los relámpagos de las linternas y las cajas de acero se
movieron, chirriaron y empezaron a moverse. Casi a la vez, como
si se hubieran puesto de acuerdo, empezaron a caer los copos
de nieve que se iba depositando sobre el mineral vivo. Tan sólo
la pequeña locomotora dejaba salir copos invisibles de vapor
cálido y quizás los brazos y las piernas anhelaban levantarse al
aire para unirse al ardor que los sobrevolaba. Mientras el convoy
se movía serpenteando, las suelas de madera acallaban el ruido
de hierro. Era como si tocasen el casco férreo de su destino, un
destino que constantemente rebotaba en el quejido de los
rítmicos golpes. Las masas oscuras se amontonaban en el
centro, lejos de los bordes helados, juntando espaldas y vientres,
escondían la cabeza como las tortugas y el rostro caía sobre el
pecho para protegerse de las tijeras del frío que cortaban el aire.
Entonces, la eternidad itinerante se interrumpió de repente con
el aullido gemebundo de la sirena. Era como si el dolor humano
se abriese camino a través de un cuello largo que se irguiera en
la oscuridad para mugir su miedo. Los frenos chirriaron y antes
de que la oruga de acero parara en medio de la llanura blanca,
las figuras con ametralladoras ya habían saltado fuera,
convirtiéndose, en un instante, en una manada de lobos que
ataca a una columna de trineo, ladrándole. Cuando la noche
silenciosa logró calmarlos un poco, comenzaron a balancearse
por la nieve, y era extraño que lo hicieran, porque llevaban
botas, abrigos de piel y uniformes que llegaban casi hasta el
suelo, revestidos por dentro, y sobre los uniformes llevaban
además las lonas de camuflaje. Sin embargo, saltaban como si
tuvieran frío. Mientras tanto, a los cuerpos que salían de los
altos contenedores, el frío les atravesaba como si fuesen una
red. Tan sólo la voluntad, con un enorme esfuerzo, había salido
desde detrás de los párpados pesados y había envuelto el
cuerpo con un escudo blanco para protegerlo del abrazo helado.
Aunque no tardó mucho en fatigarse, y los dientes apretados
empezaron a temblar, pero no se oían ya que fueron acallados
por los golpes de las suelas de la dura masa humana, acumulada
en el centro de la caja. Evidentemente, en el cielo golpeaban las
máquinas de miles de aviones invisibles; su sonido era amistoso,
pero a la vez tan alejado y onírico que los cuerpos, con la muerte
en los huesos, apenas lo pudieron percibir. También, porque el
ruido de los zuecos se había parado en seco. Se notaba el olor de
la disentería. De repente, la carga humana blasfemó y empezó a
moverse para expulsar fuera un cuerpo pestilente como un
trapo mojado. Los guardias se asustaron ahí abajo y su miedo
llenó el espacio de la noche. El rumor dentro del recipiente de
acero les había parecido un rayo que los aviones podrían notar, y
por eso su tensión reaccionó de manera abrupta. Pero el silencio
volvió a reinar en todas partes, también en el vagón, en el cual la
figura contagiada había sido expulsada hacia uno de los lados de
acero. Tampoco este silencio duró mucho, porque apareció un
grupo de soldados con pastores alemanes que quién sabía por
qué atacaban los altos contenedores, ladraban salvajemente,
subían y chocaban contra ellos, como si quisieran romper a
mordiscos el acero. Después los aviones dejaron de oírse y
también el ladrido se alejó; sólo quedaba una larga cadena
inmóvil de contenedores altos en la llanura, como en la finca
muerta del infierno blanco. Y el toc, toc, toc de los zuecos contra
el fondo de acero marcaba el ritmo de la agonía que se extendía
sin sentido hacia la infinidad sorda. Claro está que de día la
marcha era bien distinta porque la luz no une tanto como la
oscuridad. En aquel entonces sustituía a Jan, que se parecía
bastante a Jub, alto y delgado, una especie de mástil con una
cabeza alargada al final; hablaba menos que Jub y por su cara se
podría deducir que no debía haber tratado demasiado bien a los
indígenas en la India holandesa, donde se jactaba de haber
estado. Probablemente tampoco estuvo enfermo cuando me lo
pidió, sino que simplemente no tenía ganas de salir con un frío
tan intenso. Yo, en cambio, tenía ganas de experimentar cosas,
como me había pasado otras muchas veces, que los demás
encontraban desagradables y hasta repugnantes. Por eso Jan
probablemente pensaba que era un poco extraño, pero a mí me
gustaba irme, porque me parecía que así tenía un objetivo;
estaba con los cuerpos en movimiento y durante ocho horas no
sería testigo de aquellas extremidades que se fundían cada vez
más con el jergón. Dentro de mí tal vez también deseaba tocar el
mundo sin alambradas o que el mundo exterior me tocara a mí.
Pero allá el ambiente era tan pestilente como el nuestro. Cuando
por la tarde volvimos a través de Niedersachswerfen, las filas
arrojaban las piernas hinchadas con dificultad y entre cuatro
cargaban con un cuerpo inconsciente, sosteniendo cada uno una
extremidad, de manera que el cuerpo casi tocaba el suelo, como
una enorme araña. En aquel momento aparecieron dos chicas
en la calle blanca y silenciosa, que ni siquiera miraron la ruidosa
columna; era imposible que no hubieran visto los zuecos que
sobresalían delante de los primeros dos hombres. Tampoco se
percataron de la larga procesión de los seiscientos vestidos de
cebra, como si la calle estuviese desierta y en ella no hubiese
sino corteza de nieve sobre la calzada y las aceras. Esto
significaba que es posible inculcar a la gente un desprecio tan
radical hacia las tribus inferiores que hasta dos chicas podían
transmitir un frío capaz de anular el desfile de esclavos y seguir
andando por la acera como si sólo las rodease el tranquilo
ambiente soleado. Allí también había una lechería pequeña, un
escaparate de relojero, una barbería y una panadería que, en las
primeras horas de la tarde, permanecían silenciosas y
abandonadas como en todos los sitios donde habita la gente
viva. Por ello no tenía sentido alargar los tentáculos fuera del
mundo de rayas. Y más que las fachadas de las casas y los
escaparates, aquel día lo importante era que Peter dirigía el
turno. También él, como todos los criminales alemanes, llevaba
por debajo del número un triángulo verde, pero no trataba mal a
la gente. Se decía que había robado un banco o había falsificado
no sé qué, pero esto casi se había convertido en un mérito,
porque su trato con aquellos trabajadores privados de derechos
era realmente benevolente. No les metía prisa para formar las
filas antes de salir del campo, de manera que los grupos podían
amontonarse a mi alrededor para que les excusara del trabajo.
¡Yo, yo!, gritaban en todas las lenguas. ¡A mí, mírame a mí!,
repetía alguien y se abría paso a través de la multitud,
desatándose los pantalones para que se le deslizasen hasta los
tobillos. Los muslos flacos estaban como manchados por posos
de café, al igual que las pantorrillas delgadas, llenas de costras.
Le di el papelito para ingresar en el revier porque en su estado
seguramente lo aceptarían, de manera que por la noche lo
encontraría en mi habitación. Después escribí el papel para el
que en lugar de piernas tenía pezuñas de carne y había logrado
abrirse paso entre los que andaban con los pantalones bajados y
perdían el equilibrio a causa de las ondas de cuerpos y sonidos.
Metía el termómetro debajo de alguna axila, mientras escribía
un papel para otro. Y para otro. Pero éste era un mar agitado
que chocaba contra mí desde todas partes. ¡Mírame! ¡Mírame!
Me apresuraba a entregar los papelitos y al mismo tiempo cogía
el termómetro que sostenía una mano levantada en el aire sobre
las cabezas ondulantes; hasta que por delante se abrieron las
puertas y se oyó al kapo Peter mientras marcaba el paso. Links-
zwo-drei-vier. Links-zwo-drei-vier.[20] Delante del puesto del
guardia nos contó un oficial. Estaba erguido como un gallo y
mientras pasaba a su lado con mi botiquín, me sentía contento,
como debe de sentirse satisfecho un abogado que demuestra la
inocencia de su cliente. Entregué quince papeles, lo cual era un
intento consciente de engañar a la muerte. Claro que podría
habérseme reprochado que mi intento era en vano, porque mis
papeles sólo hacían que la gente muriera con algunos días de
retraso. Quién sabe, quizá alguno de ellos se salvó, y tan sólo esa
posibilidad valió toda una vida humana. Seguro que estos
pensamientos deben de parecer ingenuos a un combatiente de
entonces que gritaba ¡viva! al atacar a su enemigo. Y
probablemente sea correcto que en la economía de la
humanidad haya personas en las cuales pueda acumularse todo
el orgullo de la estirpe de Adán. Pero yo no me siento redimido
cuando un antiguo comandante partisano explica: «Al dar la
orden de ataque a la columna alemana, las ametralladoras…».
Entonces me limitaba a sostener fijamente el asa de piel de la
cajita mientras pasaba al lado del oficial, aunque los guardias
cargaban en voz alta los fusiles y se ponían las ametralladoras a
los hombros, formando una fila a nuestro lado, como una
comitiva fúnebre que apenas puede esperar a que empiece la
procesión. Brillaba un sol pálido, los caminos estaban trazados
en la nieve, y a pesar de que el ambiente estaba cargado de
putrefacción, parecía que la naturaleza, a escondidas y a tientas,
intentara escapar del yugo de la aniquilación. Al lado del camino
había dos casas y ni un alma, tan sólo un niño que debía de estar
subido a una silla con la cara contra el vidrio en el que dibujaba
cinco pólipos pálidos. Sonreía con inocencia, como si estuviera
observando el desfile de unos divertidos fantasmas de un circo.
No, su sonrisa todavía no era malévola, tan sólo anacrónica.
Igual que el sol allá arriba. El sol agitó también a los grupos en
los vagones de las ventanas tapadas con tablas, de manera que
el tren por un momento parecía el fantasma de un tren bueno
que corre a través de un paisaje conocido con un sol verdadero
sobre las cimas escarpadas, cubiertas de nieve. Alguien encendió
un cigarrillo de un centímetro de largo, todo marrón, y me invitó:
¿Una chupada? A causa de la mezcla de todas las lenguas
europeas y de la nieve de allí fuera, la estepa rusa se fundía con
la llanura francesa y la planicie holandesa en un blanco
desconcertante, en una imagen iluminada por la redención. Esto
lo notaba aún más intensamente cuando pasamos por
Niedersachswerfen y al lado de los barracones de madera las
familias ucranianas ponían los caballos delante de unos grandes
trineos y los niños bajaban con sus pequeños trineos por las
pendientes. Casi parecería un cuadro de Brueghel ampliado, si
no estuviera allí nuestra procesión, con nuestros zuecos y trapos,
moviéndose a duras penas. Cuando las hileras empezaron a
llenar los contenedores de Krupp, una chica las observaba desde
la ventana de una casa pequeña y veía cómo se sostenían por los
bordes con los codos hasta que las piernas colgantes hallaban el
apoyo adecuado. No se había frotado los ojos como las mujeres
alsacianas en Sainte-Marie-aux-Mines, pero su mirada estaba
sorprendida y casi confusa. Se asomaba a la ventana de manera
que su pecho descansaba sobre los antebrazos cruzados y
estaba concentrada, inmóvil; sus ojos brillaban perdidos como si
no pudiesen creer que existía un número tan grande de machos
destruidos. Desde luego, en su cara se reflejaba un eco de
frivolidad, sus ojos eran nuestros cómplices y en su brillo opaco
se mostraba una pena por la pasión malgastada. El turno de día
era distinto y como el sol todavía no se había puesto y el frío
podía soportarse, algunos guardias se sentaron en el vagón de
madera aparcado entre las cajas de acero. No era un vagón
común, horizontal, sino que tenía en medio una especie de
espalda de burro en forma de trapecio. Los oficiales de las SS
que se sentaban sobre el estrecho banco, apoyaban los pies en
dos repisas cubiertas de nieve. Sostenían el fusil con las piernas,
se quitaban la nieve de las suelas, y miraban fijamente hacia
delante como unos cazadores derrotados sin imaginación. Del
mismo modo estaban sentados también aquellos dos que se
habían quedado dentro del barracón mientras el turno entraba
en los túneles; me miraban mientras cambiaba la venda a un
herido, inmóviles en el banco cerca de la estufa. Era evidente
que se aburrían, sin embargo, era mucho mejor estar junto a la
chimenea en la que ardía carbón liso a permanecer de pie
durante ocho horas en los túneles, expuesto a la corriente,
mientras los compresores hacían un ruido infernal y estallaban
las minas. Algunas veces el kapo les hacía compañía, pero en
esta ocasión también él se había marchado, de manera que
observaban a través de la ventana la red de vías estrechas que
cubrían la llanura y desaparecían dentro de una treintena de
túneles. Sólo cuando una potente detonación hizo temblar
inesperadamente el barracón, sus nalgas se estremecieron y se
levantaron como si dudasen de que podría tratarse de la bomba
de un avión. Después, la sirena aulló varias veces. Hubieran
preferido no mirar a los heridos, pero el barracón era pequeño y
yo me ponía justo delante de ellos para cambiar la venda de un
flemón o vendar la mano cubierta de polvo blanco, como si
hubiera salido de un molino. Los dedos de su mano derecha no
tenían articulaciones, pero, como estaban cubiertos de harina
blanca, no se notaba hasta que los terminaba de limpiar. Estuve
afilando la broca del compresor, dijo, y mantenía la mano
alejada, como si no fuera suya. Hasta sonrió porque su mano
estaba fría y no le dolía, pero le estaba agradecido
inconscientemente por haberle llevado al calor que ahora le
rodeaba. Los enfermos de disentería, mientras tanto,
permanecían sentados, mareados por el cansancio, el hambre y
el aire caliente. Estaban en un rincón pero no se veía nada
porque les había dado la baja; tan sólo se notaba que llenaban el
aire del barracón con olor a retrete. Así era normalmente.
Aquella vez, sin embargo, cuando Peter se enfadó a causa del
ingeniero, por un momento entró vida en la caseta de madera. El
ingeniero era un rubio joven que llevaba una chaqueta de cuero;
entró en el barracón como una tempestad y se quedó con las
piernas espatarradas delante de los enfermos que estaban
sentados en el banco. Uno de ellos tenía un flemón, los pies del
segundo se parecían a la cabeza de una col, el tercero estaba
todo cagado de disentería. Pero él gritaba que todos eran unos
cobardes e impostores, y que salieran fuera enseguida. ¡Fuera!,
gritaba. Pero ellos no le miraban a él sino a mí, su enfermero, y
seguían sentados. Entonces yo le dije que no podía asumir
ninguna responsabilidad y que habría que hablar con el kapo,
con Peter. Tomé una venda de papel, me puse al lado de un
enfermo que estaba sentado en el banco con el pantalón subido,
y comencé a vendar el flemón. El ingeniero salió hecho una furia
dando un portazo, pero a mí, por un momento, me había
parecido que estaba en una cabaña de montaña rodeada de
nieve, y que los alpinistas invisibles me felicitaban por mi
arriesgada labor de salvación en los despeñaderos. Le dije que
no asumía la responsabilidad, como si allí cualquiera
respondiese ante alguien cuando un cuerpo semidestruido
quedaba afectado. Pero la utilicé, utilicé la palabra que siempre
permanecerá como un diamante con el cual habrían de contar
todos los tiranos hasta el final de sus días. También los de las SS
percibían el cambio en el ambiente; parecía que en el calor
silencioso sus rostros se estaban descomponiendo, porque
inesperadamente se había roto la fuerza que les otorgaba
consistencia. Y cuando volvió Peter, enfadado, le miraban
atónitos con unos ojos que habrían querido decir que sí antes de
que alguien les hubiera instado a ello. Peter gritó: Er hat hier
nichts verloren![21] El cabello negro le cubría la frente cuadrada, y
como era robusto, parecía un oso en medio del barracón. Que
venga cuando yo esté aquí, gritó, enseguida le enseñaré la
puerta. Ese día fue tan extraño que casi parecía un sueño,
aunque en el barracón se percibían con claridad los gemidos del
hombre que había perdido las articulaciones de los dedos
porque la mano se le había calentado. Yo tenía la sensación de
que mi trabajo de enfermero era menos baldío; al menos
mientras todavía nos encontrábamos dentro del barracón. Pero
cuando vinieron el guardia, el enfermero y el kapo nuevos,
también mis enfermos tuvieron que salir fuera, con los grupos
que subían a los vagones de Krupp. A uno hubo que llevarlo,
porque tenía la pierna rota y tal vez también algo más, porque
ya no estaba consciente. Lo dejaron sobre la repisa del vagón de
madera, y yo me senté sobre el asiento nevado, sosteniéndolo
con el pie para que no se resbalase. Estaba tumbado de espaldas
sobre la estrecha capa de hielo y como estaba inconsciente, no
sentía cómo a través de la arpillera fina le estaba entrando la
muerte por las extremidades horizontales. Probablemente
hubiera sido mejor si lo hubiéramos puesto en un recipiente de
acero, ¿pero cómo íbamos a levantar tan alto el cuerpo con la
pierna rota? ¿Cómo le protegeríamos para que la multitud,
convertida en un haz negro de leña dura en el centro del
contenedor, no lo aplastara? Sí, es verdad. Pero tampoco le
favorecía estar tumbado sobre el hielo con un frío de veinte
grados. El de las SS que estaba sentado a mi lado en el caballo
de madera llevaba una gorra de piel que le cubría las orejas, sin
embargo no dejaba de estremecerse para protegerse del aliento
de acero. La noche siguiente no hubo ningún herido. El que se
había caído desde el armazón alto del túnel estaba todo blando,
como sin huesos, cuando lo llevaron al barracón, pero llamaron
a Dora y lo llevaron directamente allí, porque en Harzungen no
había horno. De ahí que no tuviera que cuidar a nadie, pero de
todas formas me senté sobre el vagón de madera, un poco por
no tener que trepar a lo alto de la caja de acero, y sobre todo
porque aquella noche el vagón estaba enganchado a la
locomotora. Me senté al lado del de las SS y giraba la espalda
según el viento, de manera que unas veces exponía al frío la
espalda y otras el pecho. La locomotora estaba girada y su
caldera cilíndrica no estaba lejos del vagón. Era una locomotora
pequeña para el ferrocarril de vía estrecha. Una caldera es una
caldera, pensé y me levanté. Primero puse la caja de madera con
la cruz roja sobre el hierro de la oscura máquina y después subí
yo también. Me agarraba al hierro con cuidado y avanzaba poco
a poco porque la locomotora se sacudía como un caballo negro
que se resistiera a dejar que un desconocido se sentara en la
silla. Después me agaché debajo de la caseta del maquinista y
me abracé a la caldera de vapor. El humo, que salía con un jadeo
pesado, caía sobre la larga cadena de contenedores y ayudaba a
la noche a esconder la vergüenza humana mientras yo sentía el
calor de la redonda caldera como la tripa calurosa de un animal
de acero. Era como si la humanidad se hubiese extendido y no
existiera más que la bondad del metal caluroso. Extendí el brazo
hacia la noche como si quisiera disculparme ante todos los que
estaban de pie en los grandes cálices de acero, pero pronto volví
a contraerlo porque lo cogió el vacío de la inmensidad helada.
Entonces volví a abrazarme al regazo del metal bueno y al calor
de la tripa de hierro que al menos por un momento embriagó mi
pudor frente a la perdición humana. Pero bueno, al día siguiente
continuaba la rutina en medio de las literas de dos pisos. Poco a
poco, la tierra se volvía negra bajo las manchas de nieve y
adoptaba su imagen antigua, aunque parecía bastante lúgubre a
causa de la cercanía de nuestros barracones. Cada mañana unos
hombres se marchaban detrás de un carrito torcido al campo
negro más allá de la alambrada. En el carrito se balanceaba un
cubo del agua de estiércol y sus zuecos estaban envueltos en
sacos porque la tierra se hundía bajo sus pies. De vez en cuando
los chapoteos marrones del cubo salpicaban las perneras de
cebra, pero aun así parecía que el trabajo sucio les gustaba.
Cuando me paraba junto a la ventana para observarles, me
parecía que sus gestos expresaban una especie de dejadez de
vagabundos. Por un momento eran la imagen de campesinos de
verdad, inmediatamente después mostraban, a pesar de los
trapos, una autoconfianza cínica, como si se burlasen del cubo
que daba saltos, a pesar de que ellos mismos ya conocieran una
manera tan extraña de abonar la tierra de los hombres. El olor
debía de ser pestilente, porque los guardias se habían alejado y
les vigilaban desde lejos. No obstante, esta distancia tenía un
matiz de simbología primaveral. Oh, seguro que dentro de los
barracones nada había cambiado esencialmente y el camión
seguía llevando los huesos a Dora; sin embargo la atmósfera sí
que había cambiado porque en aquellos días por primera vez
aparecieron los aviones. Primero les teníamos miedo porque
siempre que la tierra temblaba por las bombas al otro lado del
monte, nuestros barracones crujían como barcos disecados. Y
después se despertaban las ametralladoras sobre la cocina de
las SS más allá de la entrada, de manera que la madera de
nuestras casas se quejaba sin parar a causa del zumbido de las
máquinas, y los corazones, casi muertos, acumulaban una
tensión nueva. La revelación de que en algún lugar lejano, al
otro lado del mundo, los hombres vivos sabían que existía
nuestro puesto perdido y hasta sabían dónde estaba la vivienda
de los guardias era como un milagro. De ahí que el aire de abril
estuviera lleno de inquietud, aunque esto también comportaba
otras extrañas dificultades. Las bombas habían derrumbado en
algún lugar los conductos de electricidad, lo que significaba que
al caer la noche los barracones estaban a oscuras, y también
habían cortado las tuberías de agua. En la oscuridad los ritos
funerales eran más tenebrosos, especialmente en la habitación
pequeña con los cuerpos tísicos. De forma que los que por la
noche volvían de los túneles nos traían a los enfermeros carburo
a cambio de una ración de menestra aguada del mediodía. Pero
lo que resultaba más difícil era la falta de agua. No había manera
de limpiar los cuerpos, sucios de cintura para abajo, aunque de
todos modos había que colocarlos en los jergones. Todo ocurría
a la luz de la lámpara de aceite. Vaska era un enterrador
incansable, ya que se había quedado solo con ellos desde que yo
me había trasladado a la habitación pequeña de enfermedades
contagiosas. En realidad allí había dos habitaciones, una de ellas
destinada al área de observación. En la primera había solamente
cuatro lechos, dos literas con dos jergones. Y únicamente dos
enfermos. En la de arriba, al lado de la pared, yacía un belga
viejo; en la de abajo, junto a la ventana, un gitano alemán. El
belga se estaba muriendo, mientras que el gitano estaba
sentado sobre el lecho, dando vueltas durante todo el día. Tenía
hambre y un cuerpo fuerte con una cabeza grande; los rasgos de
su rostro estaban desfigurados, ya que la erisipela le había
hinchado la cara: los párpados eran dos caracoles amarillentos, y
bajo la nariz aplastada se abrían dos ventanas inflamadas,
parecidas a las de un cerdo. Había robado al belga un trozo del
pan de munición, y por eso, al mediodía, no quise darle su
menestra, para castigarlo. Quise que me prometiera que dejaría
de robar, y entonces le habría dado su ración enseguida, sin
embargo se me había rebelado. Pues cómetela, si tanto se te
antoja mi menestra, me dijo, y las sanguijuelas amarillentas
querían salírsele de los ojos. ¿Qué podía hacer? No me podía
enfadar porque se había encaramado como un gato siguiendo el
olor hasta el belga, y le había robado el pan de munición que
tenía debajo de la cabeza, pues el cuerpo viejo ya se acercaba al
final. Y en el país de la muerte también los gitanos eran grandes
desgraciados. Sin embargo, luego hicimos las paces y hasta le
prometí que le conseguiría un cigarrillo si no volvía a robar. Me
lo juró solemnemente, pero para asegurarse de que iba a darle
el cigarrillo, quiso leer la palma de mi mano. Ésta sí que es
buena, el cigarrillo te lo voy a dar seguro si no vuelves a robar, le
dije, y respecto al futuro, los dos sabemos muy poco de lo que
ocurrirá. Permanecí lejos del lecho, pero él me dijo: Volverás a tu
casa. En realidad, de manera inconsciente todos tenían esa
esperanza, aunque nadie la admitía porque se aceptaba el hecho
de que no había que provocar a la muerte con los fantasmas de
la vida, pues la muerte es una hembra muy vengativa. En lugar
de contradecirle, le pregunté cómo estaba mi esposa en casa. De
repente se enfadó y su rostro se deformó, de manera que se le
vieron los pelillos negros de la nariz. Tú no estás casado, dijo
enfadado, y a la que habías amado ya no está entre los vivos.
Pues sí, tenía una capacidad telepática muy desarrollada, pero a
pesar de contarme sólo lo que le había transmitido mi mente,
me gustaba que también otra persona conociera mis verdades.
Le di el cigarrillo con el que ya contaba; se lo di también porque
sabía que al día siguiente ya no tendría a quién robar dado que
el belga ya no estaría. De manera que el gitano estaba sentado
con las piernas cruzadas sobre el jergón como un tronco bajo y
ancho, y fumaba, envolviendo de humo las ampollas alargadas
que le cubrían los ojos, y yo me dirigí a la habitación vecina. Allí
había ocho lechos, cuatro literas de dos jergones. La habitación
vecina y este cuarto eran los dos espacios más pequeños de
todo el revier, pero al menos aquí no había ese olor a heridas
podridas como en las habitaciones grandes. Este departamento
estaba destinado a los casos de diagnóstico desconocido.
Fiebres extrañas, inexplicables. También algún enfermo de
renombre había llegado a estos lechos. Por ejemplo, el
procurador de Amberes, al que sus compatriotas intentaron
salvar de esta manera. Era agradable, callado y tranquilo, tan
sólo de vez en cuando se oía en su voz un eco de exigencia
exagerada, casi irrevocable. Los hombres como él están
acostumbrados a mandar y exigen obediencia hasta de la
muerte. Allí estaba también el enfermero Jub, un larguirucho
demasiado delgado para que sus pulmones pudieran
aguantarlo, de ahí probablemente sus fiebres. Había también
dos franceses de los que desconocía por qué habían merecido la
protección de Robert. Pero me parece que, más que Robert, era
su hermano quien les protegía. Tenía la esperanza de que
precisamente gracias a este sistema de alianzas pudiera retener
a Darko en la habitación. Yo no intervine para que lo pusieran en
mi habitación, pero, puesto que ya estaba allí, pensaba que no
sería difícil conseguir que se quedara. Entonces descubrí que
Robert no era una buena persona. Sí, es verdad, Darko. Un chico
esloveno de dieciséis años. Un abedul alargado. Por la mañana
una fiebre alta, por la noche nada y hasta demasiado poco.
Quién sabe lo que se estaba preparando bajo las varitas de su
estrecha caja torácica. Sin embargo, siempre estaba de buen
humor. Se sentaba en la litera de arriba, vestido sólo con la
camisa, y se explicaba como si estuviera sentado en un horno
alto de cerámica en un caldeado cuarto de Tolmin. Porque
también allí hacía calor, me cuenta, cuando vino la orden de
evacuar el campo. Claro, era en el este. Y ya entonces guardaba
cama, enfermo. Se habían oído los truenos de los cañones rusos
y habían tenido que correr por la nieve solamente con las
camisas puestas. Con las camisas y los zuecos. ¡Queridos míos!
Menos mal que de pasada habían cogido las mantas de sus
camas para envolverse en ellas. Pero no era fácil correr envuelto
en una manta. Porque había que correr por la nieve, sí, señor.
Alrededor de los tobillos se te enredaba la tela, pero si estaban
descubiertos, tenías frío en las piernas y en el vientre. Había que
correr, no había otro remedio. Con los zuecos te podías resbalar,
se te salían constantemente, todo el tiempo se te caían y los de
las SS disparaban a los que ya no podían continuar. Así que
corrimos hasta que cayó la noche. Por la noche nos encerramos
en un establo vacío. No comimos nada, no bebimos nada, y por
la mañana nos pusimos a correr de nuevo. Tuvimos que
abandonar el establo antes de que amaneciera, y a los que no lo
hicieron, el esman les disparó a la cabeza con la pistola. Así
corríamos también el segundo día. Y el tercero. ¿Cómo? Sí, y el
tercero también. Después llegamos al tren. Pero no se acuerda
de cuántos días estuvieron de viaje en los vagones abiertos. De
todas maneras, muchos. Y sobre ellos caía la nieve. Menos mal
que durante todo aquel tiempo tenía una manta, porque de otro
modo me hubiera congelado. Seguía hablando del frío, apenas
se había acordado del hambre. Cuando hablaba reía tan
cordialmente que temí que no estuviera bien de la cabeza. No
sería nada extraño. Pero no, sólo miraba fijamente un punto
como si lo cegara la nieve de la que hablaba y sobre la cual tenía
que correr. Pero tal vez no sonreía ni por la nieve, ni me sonreía
a mí, sino por el calor que envolvía la pequeña habitación y se
propagaba en el tiempo entre sus recuerdos y por toda la nieve.
La habitación era cálida porque, además de carbón, teníamos
también leña para hacer fuego, que el turno nocturno nos traía
de los túneles. A escondidas, claro. Lo llevaban en los
pantalones, alrededor de la cintura. Se desabotonaban como
unos contrabandistas y dejaban en el suelo los trozos sucios de
madera, mirándome y preguntando si la mercancía valía la
ración de la aguachirle del mediodía. Así era como venía Ivanček.
Claro que hubiera dado una ración a cualquiera de ellos también
sin la madera que habían traído, pero solamente la recibía el que
se espabilaba mejor, como siempre en la vida. A mí me traían
poca, porque en aquellas dos habitaciones la mortalidad no era
alta y dejaban poca comida. Una noche trajo la leña un italiano
de pocas palabras. Puso los trozos polvorientos sobre el suelo y
después de servirle la menestra en su redondo tazón de color
rojo, abrazó el recipiente con avidez, aunque también con
ternura, como si el hambre nueva le hubiera evocado los gestos
que dentro de él había desarrollado el hambre crónica. Tal vez
sentía que lo comprendía, porque me miró amablemente y se
sacó de debajo de la camisa un periódico plegado. Toma
también esto, si te interesa, me dijo. No era más que un
portavoz de los trabajadores italianos en Alemania. La fe en la
victoria final. La república social de Mussolini en miniatura;
propaganda estereotipada. Papel para meter en la estufa, junto
con los pocos trozos de madera que había traído ocultos
alrededor de la cintura. Pero también el susurro del periódico
después de todos estos meses podía arrancar una ola de calor
dentro del hombre, casi una ola de luz. Encima de las columnas
había nombres de ciudades italianas que de repente se me
aparecieron con todas sus bóvedas medievales, con todos sus
arcos góticos, portales románicos, frescos de Giotto, mosaicos
de Ravena. Desde las letras impresas surgían los rosetones
como a través de la niebla las alejadas luces de la costa. Intenté
ahuyentar la tentación, pero en la tercera página de repente me
encontré con el rostro de una joven actriz. No era tal como la
recordaba la cinta de mi memoria, sino más adulta y menos
despreocupada. A causa del papel malo y de la impresión de la
imprenta, los gestos de su rostro se desvanecían. La imagen
estaba iluminada por la luz de la lámpara de aceite y tal vez
precisamente a causa de la imprecisión en ella aparecieron los
gestos de una chica que en la vida había amado. Su sonrisa
aparentemente fría, la profundidad de sus ojos. Su amor por los
libros bellos. Su piano. Y a la vez, inesperadamente, apareció un
deseo inexplicable de que siguiese viva y que hubiera esperado a
que volviera como Odiseo del infierno. A la vez se me ocurrió
que ella se había marchado antes de que yo hubiera bajado al
mundo subterráneo sin retorno, y también se apoderó de mí la
conciencia de que detrás de los lechos, en la oscuridad, me
escuchaba y acechaba la destructora despiadada. Así que
arranqué esta imagen de mí como arrancamos un molusco de
su roca, y me esforcé en escuchar al gitano de cabeza gorda que
ahora roncaba detrás de la puerta. Pero un momento después el
rostro de la actriz volvió a brillar en una revista ilustrada de mi
hermana: se iluminó la habitación pequeña de mi hermana, en
la que un rayo de sol doraba el rincón de la mesita y el cesto de
la costura. Vi el rostro de mi hermana, sus gestos bien
perfilados, como los de la actriz. Y así, con fuerza, volví a borrar
las imágenes que se acumulaban dentro de mí, pero quizá
precisamente por la fuerza con la que las retuve contra mí
mismo, a la mañana siguiente recorté la foto del periódico. Esto
me resultaba repugnante porque parecía un camionero de los
que se cuelgan el cuerpo de una actriz en la cabina del camión, o
un soldado de los que colocan la fotografía en el interior de la
tienda de campaña; pero aun así lo hice. Hasta le pedí al
escribiente que me prestara un frasco con pegamento para
pegar su rostro en un trozo de cartón; al hacerlo, la sonrisa de
sus labios se había corregido, concentrándose en las comisuras
de los labios. Lo sé, tenía la sensación de alguien que escuchara
el sonido de una tecla desafinada, pero quién sabe qué instinto
ingenuo y obstinado me guiaba para poner el cartón en el
rincón, en la silla junto a mi cama. Ni antes ni después había
hecho algo parecido, aunque había hecho cosas mucho más
míseras. Aunque tampoco aquella tentación banal me hubiera
dolido tanto si no hubiera estado vinculado con la despedida de
Darko. El Stabsarzt[22] estaba aquella mañana extremamente
locuaz y todo indicaba que pasaría al lado de los lechos tan
rápido como de costumbre. Era alto, fuerte y rubio como un
jugador de rugby que de vez en cuando aparece en las primeras
páginas de las revistas de deporte en tricromía. Iba acompañado
por el doctor Robert y estaba alegre y susurrante como las
piedrecillas que se resbalan hacia el valle. Los cubrecamas
estaban bien estirados, de manera que bajo la lisa tela de
cuadros blancos y azules la muerte se había encogido mucho,
ahora que se ponía en consonancia con la alegría del médico del
estado mayor. Como por ejemplo, cuando hablaba del viejo
belga. Gestorben,[23] dijo Robert, mientras el stabsarzt inclinaba
la cabeza con confianza y como entre compañeros opinaba que
era incurable y que además de erisipela tenía toda una serie de
otras enfermedades. Selbverständlich,[24] afirmó entonces Robert.
Era repugnante que actuara de esa manera. Tenía que ser cortés
si quería obtener algunas pastillas de sulfamidas del
ambulatorio de las SS, pero eso ya era demasiado, era un
pecado. Cuando se pararon al lado de Darko, el cuerpo del
stabsarzt, de la estatura de Krpan, empezó a moverse aún más.
Con una voz alta y arrogante se puso a hablar de la fiebre alta
por la mañana y su caída por la noche. Ja, klar[25] exclamó. Ja,
klar, repitió Robert. Klar, klar, constataban. El Stabsarzt caminaba
delante del marco de madera como un jugador de rugby,
consciente de su fuerza vital y del ambiente distendido que
había creado, y decidió examinar a Darko. ¡Qué atención tan
extraordinaria! Era mucho más sorprendente la importancia que
el hombre se daba a sí mismo que su interés por la pobre
criatura condenada. Y Darko miraba alrededor con inseguridad
porque no sabía si lo que decían le favorecía o le perjudicaba. Su
rostro infantil tenía los ojos de un adulto. Un momento más
tarde ya estaba de pie con una camisa corta, y su trasero
estrecho y bien formado era un frescor inesperado en el
ambiente de aquellos cuerpos descomponiéndose. El médico del
estado mayor se paró esparrancado y bajó la cabeza sobre la
espalda de Darko. Puso el estetoscopio aquí o allá como de
pasada, y su voz volvió a tronar: Klar! Es ist vollständig klar![26]
Darko, con sus dieciséis años, se encontraba incómodo ante una
comisión tan ruidosa, por lo cual sonreía indefinidamente.
Presentía de alguna manera que se trataba de una extraña
comedia en medio del cementerio. Después también Robert se
le acercó y también exclamó: Klar! Y mientras tanto, el stabsarzt
daba vueltas y repetía sin cesar: Klar, nein? Ja, selbverständlich
klar![27] Darko, mientras tanto, volvió a subir torpemente a su
lecho y el stabsarzt dijo que le enviaría a Dora. Si le parece bien,
añadió rápidamente Robert, haciendo una mínima objeción
porque sabía que Darko era mi compatriota. Hay cuatro camas
vacías, dije entonces. Hay espacio de sobra, puede quedarse
aquí. Pero el stabsarzt hizo sólo un gesto con su mano grande.
Nein, nein![28] En Dora se lo pasará mucho mejor, allí tienen un
bloque especial para este tipo de enfermos. Robert callaba y
cambió de tema de conversación. En aquel momento le maldije
porque era un curandero arlequín, pero como no tenían la
intención de salir de la habitación y llevar consigo sus mentiras,
subí al lecho de Darko para arreglarle la manta. Los payasos
seguían hablando alto como si compitiesen para ver quién sería
el más divertido. Y de repente el stabsarzt preguntó: ¿Es su
mujer? Al mismo tiempo se inclinó hacia Robert para susurrarle
algo a la oreja que provocó su risa. Sí, es verdad, a pesar del
rincón en penumbra, el stabsarzt había visto el rostro sobre el
cartón y lo había profanado con sus comentarios. De manera
que todo era desesperadamente mezquino; sobre todo el hecho
de que se rieran después de no haber sabido oponerme a la
decisión de enviar a Darko hacia lo desconocido y de que Robert
le ofreciera lisonjas al amo, adulándole. Pero mi mayor derrota
no fueron las risas reprimidas detrás a mi espalda, sino la
conciencia de que todo lo que había ocurrido estaba vinculado
con la decepción por el traslado de Darko. Debería haberme
rebelado ante el stabsarzt, debería haberle dicho que Darko era
mi compatriota. Tal vez lo hubiera conseguido. Debería haberlo
intentado. Sin embargo, me fié de Robert. Si hubiera hablado
con él antes, todo habría sido distinto, aunque quién iba a
imaginar que Darko sería dado de baja justo cuando allí estaba
el procurador, Jub y dos franceses que no tenían fiebre. Bueno,
Jub sí tenía, pero no tanto como Darko. Desde luego, yo tenía la
culpa porque solamente me dedicaba a los enfermos y no me
reunía con los dirigentes, no me importaba hacerme valer; no
tenía ninguna ambición, ni tampoco la autoestima necesaria.
Estaba impregnado de un ambiente y una atmósfera
monstruosos en los cuales vivía y no se me había ocurrido
siquiera comportarme según las reglas de ética personal. Me
veo tal y como era entonces, y sin embargo ahora sé que el
hombre puede hacer mucho más por el prójimo si los demás
tienen que contar con él, con su conformidad. Darko
seguramente se habría quedado si Robert hubiera sabido que
no podía pasar sobre mí. Y por eso tuvo que irse. Pues sí, claro
que le vestí bien para que no pasara frío sobre la caja del
camión. Y le di también una nota para Stane, porque si no, nadie
cuidaría de él en Dora, en medio de un mar de enfermos. En el
camión Darko sonreía tímidamente, como si supiera lo que
había en el arca que había debajo de él, aunque delante de mí se
mostraba alegre y hasta valiente. Sólo debido a su partida me
había afectado tanto aquella tontería de la foto recortada del
periódico. Cómo pude ser tan idiota y poner el retrato de una
persona viva entre los muertos. Los muertos pueden pasar entre
los vivos, pero no al revés. El hombre escuálido del campo no ha
de tocar a los vivos ni siquiera con el pensamiento: de una vez
por todas tiene que dejar fuera a todos los vivos, apartarlos a
una isla invisible, onírica, más allá de la atmósfera terrestre, y no
acercárseles ni con el deseo ni con el recuerdo. No poner la
fotografía de una chica viva entre las tumbas. En aquella ocasión
descubrí cómo era Robert, y por eso me resistí después al ver
cómo trataba al pequeño checo cuando abandonamos el campo.
En él no veía a un médico, sino a un estratega que sabía
adaptarse. Evidentemente, no puedo saber si para Darko
hubiera sido mejor quedarse en Harzungen. Al procurador de
Amberes su gente lo había trasladado, llevándoselo desde la
estación de Celle hasta los edificios militares vacíos en Bergen-
Belsen. Teniendo en cuenta esto, tal vez también yo habría
conseguido meter a Darko en nuestro vagón y así al menos
hubiera tenido paz y habría estado en un vagón cerrado. Pero ya
no había remedio porque el stabsarzt me sorprendió con su
alegría de arlequín. Ahora sería un enfermero del todo diferente.
Claro que en el mundo de la negación total se me reducía
cualquier idea del futuro, pero había mantenido la necesidad de
una actividad organizada. Entonces era como si se hubiera
materializado la conciencia de un final inminente que había
logrado oscurecer mi mundo interior al final de la Primera
Guerra Mundial y al vivir los primeros incendios fascistas. Fue
Srečko Kosovel quien en nombre de todos habló sobre la
malévola e incurable ansiedad, pero no fue el único en llevarla
dentro de sí. Es la misma sensación de catástrofe de la que
hablaba Ionesco. De esta ansiedad cada uno se escapaba como
mejor podía. Algunos con el arte, otros con la lucha. Yo, en
cambio, intentaba olvidarla sin dar nada a cambio. La olvidaba
instintivamente, es decir, la reprimía en mi inconsciente, desde
donde se volvía a escapar. En el mundo del crematorio donde la
catástrofe se había materializado, también intentaba huir de
ella, pero aquella vez lo hice a través del trabajo.
Automáticamente abandonaba pensamientos y recuerdos,
entregándome a la sucesión de los gestos cotidianos de cada
hora y de cada momento. Me concentré en el cuidado de los
demás. Y como de esta actividad estaba excluido todo
pensamiento, es más, toda intuición del futuro de mi ser, así
también excluía cualquier pensamiento sobre el futuro de los
demás. Como desde mi juventud había sido privado del derecho
de imaginarme los días del futuro, al lado de los hornos eternos
la unión con la mera existencia temporal llegó a convertirse en
definitiva. El mal que aquí sobrepasaba todas las dimensiones de
la imaginación, dentro de mí se había convertido en algo
inmanente ya hacía mucho, en una sombra monstruosa que
seguía amenazando. Por ello, muchas veces me parece que por
aquella unión al miedo, en este mundo no soy más que una
insensible cámara de cine que no siente ninguna compasión,
sino que simplemente graba. Bueno, pues esta comparación
tampoco es del todo adecuada porque no se trataba de
impasibilidad sino de un mecanismo de defensa que no dejaba
que los sentimientos alcanzasen el núcleo del hombre y
afectasen su energía concentrada en la supervivencia. Por eso la
cámara de cine, dura e inmóvil por miedo, carecía también de
memoria, el pasado había sido cortado como si un ácido
despiadado hubiera destruido toda la emulsión de la cinta
celuloide de los rollos viejos. Aunque no me acuerdo de haber
intentado borrar con fuerza los vínculos con la vida pasada, me
separé de ella en un momento imperceptible, pero de una
mañera radical. La reacción de los demás, en cambio, fue mucho
más normal. Algunos hasta rechazaban todo el presente y
constantemente vivían en el pasado. Así era Vlado, que se
ayudaba de una maravillosa imagen de amor que siempre le
devolvía a la vida, desarrollándola y aumentándola.

Porque sí que sabía contar. Tenía la estatura de un hombre


locuaz, largo como un holandés, pero más ágil e inquieto, con un
rostro estrecho, moreno. También su pelo era moreno. Un
verdadero tipo dinárico. Nada arrogante, sólo un poco altivo,
como lo mandaba su sangre dálmata. Así se comportaba ya en el
tren, cuando nos trasladaron de Dachau a Dora. Eramos sólo
diez, diez enfermeros recién confirmados, por lo cual viajábamos
en el tren de pasajeros. Estábamos en un gran vagón con los
demás pasajeros, y una rubia que no temía a las SS bromeaba
con nosotros. A mí me dijo que nuestros uniformes parecían
pijamas y, como era tan amable, yo sonreí educadamente. Tenía
demasiadas cosas para decir sobre los vestidos de rayas, pero
probablemente ella, con su alegría, quiso revelarnos que estos
uniformes se acabarían pronto, ya que en Múnich estuvo con
nosotros en un refugio antiaéreo, en medio de una multitud
asustada. Entonces Vlado se levantó de su asiento y se abrió
paso hacia mí. Quiso que le cediera mi asiento y cuando se dio
cuenta de que no iba a hacerlo, se enfadó, pero al final se dirigió
de nuevo a su asiento, por en medio de las rodillas. Es que éste
no sabe, gruñía y se encogía de hombros, mientras la chica reía,
y los miembros de las SS eran personas como los demás en el
compartimento. Pero incluso más tarde, cuando éramos como
unos hermanos, su supremacía en el amor era un axioma. Venía
a verme al caer la noche, cuando estaba en la habitación
pequeña con los enfermos de disentería. Tenía una chaqueta de
rayas y en lugar de los pantalones cebra llevaba un chándal azul
oscuro ceñido en los tobillos, de modo que sus piernas parecían
todavía más largas. Todas las chicas de Split conocen estas
piernas, me dijo, y su rostro puntiagudo permanecía sereno, tan
sólo las fosas nasales le temblaron imperceptiblemente, pero
todavía seguía caminando por las calles estrechas y los muelles
de Split. Un día se subió a la cuesta rocosa como un pescador
que espera la llegada de los atunes; tenía que estar solo cuando
estaba de mal humor. Entonces no le importaba nada. Pero
cuando llegó arriba, vio, en la franja de las piedras de abajo, dos
cuerpos de chicas tomando el sol. Una imagen única y una
sensación única. Las peñas empinadas sobre el brillo del mar de
zafiro y sobre las sinuosidades de chocolate de las chicas, unas
hadas en la tranquilidad del arenal entre las rocas. No supo
contener su alegría y tiró una piedra que dibujó un arco amplio y
cayó al agua justo al lado de las piedras; las hadas se
estremecieron y huyeron por la costa escarpada. Todas le
pertenecían, pero no conocía la dirección de ninguna de ellas; y
cuando estaba de mal humor, se sentaba en la butaca de
mimbre delante de una cafetería y ninguna podía convencerle
de que fuera con ella, tan sólo una que durante mucho tiempo le
susurraba al oído tratando de persuadirle lo consiguió, de
manera que se levantó y se marcharon juntos. Sí, pero luego
vinieron otros tiempos en que los italianos ocuparon Dalmacia.
Entonces la prisión se hizo demasiado pequeña para todos los
chicos de Split. Las chicas escribían a la cárcel: ¿Te golpearon
mucho, querido Vlado? ¿Cómo lograron esconder los papelitos
entre los pliegues de la ropa para que los guardias no los
pudieran encontrar? Cuando no les permitieron visitarlo,
mandaban a una hermana pequeña y la niña repetía las sílabas
que le habían enseñado: ¿Te gol-pe-aron mucho, que-ri-do Vla-
do? Poco tiempo después hubo en Split un gran proceso en el
cual sentaron en el banco de los acusados a toda la juventud, a
los chicos y a las chicas. Los jueces preguntaban y las chicas no
respondían, sino que se reían. Después los mandaron todos a un
barco de vapor y cuando hubo de salir, vino todo Split a la orilla y
la gente les trajo todo lo mejor de la ciudad, para que no
pasaran hambre durante el viaje. A bordo cantaban canciones
partisanas. Las cantaron hasta Venecia, donde los hicieron bajar;
y la gente miraba estupefacta a las rubias guapas de las que se
había dicho que eran unas bandidas, pero que eran las chicas
más guapas de toda Dalmacia. Volvieron a llenar con ellos la
cárcel, pero tuvo suerte de que su ventana diera a una calle,[29]
como los venecianos suelen llamar a las calles estrechas. Tuvo
mucha suerte porque justo enfrente de sus gruesas rejas había
una ventana donde se peinaba una chica de cabello moreno. Era
baja, y mientras se peinaba lo miraba como si supiera cómo eran
sus amores en Split. Solía reinar el silencio alrededor y ella, que
lo amaba, cada vez que se peinaba mostraba los pechos para él.
Mandó un mensaje a través de un guardia y vino de visita
porque la mujer, cuando ama, sabe sobrepasar dificultades
increíbles. Y también porque resultaba muy fácil sobornar a los
empleados italianos. Cuando se los llevaron, lloraba. También en
el sur de Italia la gente al principio les consideraba unos
bandidos, pero después, durante numerosas alarmas por
ataques aéreos, los habitantes corrían al abrigo del muro de su
prisión, porque allí estaban a salvo de las bombas. Las chicas,
evidentemente, venían para hablar con él debajo de las ventanas
enrejadas mientras duraba el ataque. Así que estaba sentado en
el borde de mi lecho de abajo, extendiendo sus largas piernas en
el suelo. Su narración era una fábula que nos había trasladado a
él y a mí lejos del círculo sordo. Sí, él se salvaba por la magia del
amor, en su luz se basaba su autoconfianza. A causa de este
ensueño permanente, no estaba presente en el ambiente
pestilente, mientras que yo sentía que no podía moverme de
este ambiente en ninguna dirección, ni hacia detrás ni hacia
delante. Esta diferencia de carácter y actitudes se hizo más
presente en el momento de abandonar el campo. Nos
ordenaron que todos los que pudieran andar, deberían
abandonar el campo de madrugada, pero como Vlado estaba
enfermo, podría haberse quedado con los enfermos, hasta
Robert le pedía que se quedase. Pero se fue. Y me pareció
injusto, porque pensaba que se quedaría por consideración
hacia mí, ya que habíamos pasado juntos todo el tiempo libre.
Así me di cuenta de que la amistad puede sólo alcanzar a
algunas capas del ser humano. Bueno, yo entonces me sentía
cansado por el chorro que me había salido de los pulmones por
la mañana. No tenía ganas de andar y, si podía, me echaba.
Vlado, en cambio, apenas esperaba seguir su ensueño
iluminado. Si les conviniera, bombardearían los barracones con
todos los cuerpos putrefactos dentro, me dijo. Es cierto, pero
además de la tos que me sacudía de tal manera que me dolían
hasta las entrañas, también una conciencia de solidaridad
imprecisa contribuyó a mi decisión de quedarme con los
inválidos. No lo sé. Cuando lo pienso ahora, me parece que,
justo al contrario que Vlado, tuve la sensación de que estaría a
salvo de una manera especial si continuaba formando parte del
revier. Como si fuese menos vulnerable el que trabaja para la
comunidad porque con su trabajo se salva del anonimato y la
muerte lo trata con más consideración. Por eso probablemente
me habría quedado aunque no hubiera estado enfermo, a pesar
de que era arriesgado quedarse en un campo vacío con toda
aquella sustancia humana en descomposición. Las operaciones
de carga que siguieron fueron la viva imagen del fin del mundo
que Vlado temía, y que yo, en cambio, ya había visto cuando
abandonamos el campo de aquí. Hasta cierto punto era verdad
que el cuidado de los enfermos era una garantía ante los
gérmenes del mal, ya que el que cuida de un cuerpo dañado por
el prójimo sólo conoce la vulnerabilidad del otro y no piensa en
sí mismo, y de ahí que sea inmune psicológicamente. Pero
evidentemente creer en la inmunidad era una ilusión, pues mi
contagio era la mejor prueba, y más aún el final de Mladen que
presencié precisamente a causa de la enfermedad de mis
dañados órganos respiratorios. Robert no había podido
determinar con el estetoscopio si estaba afectada la parte
derecha o la izquierda. Me dijo que no oía nada y me mandó a
Dora al radiólogo. Así que viajaba sobre los arcones que había
llenado con Vaska y que enojaban tan a menudo al kapo del
revier. Su sentido alemán de la pulcritud desaprobaba que a
algún muerto le saliese alguna parte amarillenta del pie por
debajo de la tapa; pero nosotros no lo podíamos evitar, dado
que los huesos eran demasiado largos. Sobre todo los de los
holandeses. Y cuando en un baúl ya había tres cadáveres, no se
podía exigir que la tapa se mantuviese en posición horizontal. El
kapo llevaba once años en el campo y tenía todo el derecho a
quejarse, especialmente porque le repugnaba que él, un
comunista, tuviera que revisar la dentadura de cada cadáver
antes de ponerlo en el baúl. Nosotros dejábamos la camilla en el
suelo detrás del barracón y entonces venía el kapo a examinar la
mandíbula abierta de par en par. Se le veía pensativo y sombrío
cuando extraía un diente para el fondo de oro de Hitler, por eso
se enfadaba con Vaska y conmigo. Pero era un hombre
simpático, con un rostro inteligente y alargado. Muchas veces
jugaba con el chico ruso de catorce años que yacía en la
habitación grande de Janoš a pesar de que la herida de la pierna
ya se le había curado, y pensé que probablemente yo no
esperaría once años antes de sentirme tentado a jugar con
aquellas extremidades de color rosa. El kapo procuraba olvidar
sus contradicciones con el alcohol del ambulatorio, y a menudo
vagaba por el barracón como una sombra; así pues, el que
mandaba en el revier realmente era Robert. Es cierto, Robert me
había enviado a Dora y yo me fui más por ver a Stane y Zdravko,
preguntándome a qué se debía el privilegio de que me
mandaran a hacerme una radiografía del tórax, mientras que en
los dos baúles alargados yacían tres cadáveres que las sacudidas
del camión zarandeaban en la oscuridad. ¿Qué había hecho para
merecerlo, mientras ellos yacían en los baúles y yo sobre ellos,
pensando en ellos casi como desde la otra ribera de un enorme
río de destrucción? Me ocupaba de los enfermos que
verdaderamente se sentirían más solos sin mi compañía. Es
cierto, pero había muchos que estarían dispuestos a ocupar mi
lugar y sentían el mismo afecto por los exhaustos. Sé que
cuando era joven soñaba con escribir un libro en el que una
persona sorprendería a otra persona por su bondad viril, pero
esto no podía ser suficiente para redimirme de entre millones de
condenados. Sin embargo, la explicación, como siempre, era
muy sencilla. El hombre esloveno que en Dachau había incluido
mi nombre en la lista de los nuevos enfermeros intentaba salvar
a alguien que podría ser, al menos eso le había parecido, útil a
su estirpe. No sé quién era, pero trataba de actuar con todas mis
fuerzas para no decepcionarle, y si ya no estaba vivo, para no
decepcionar a sus cenizas. De todas formas, durante aquel viaje
me sentía culpable. La lona ondulaba al viento, y detrás de mí
uno de las SS se quejaba al chófer de que por su culpa estaba
perdiendo constantemente el equilibrio. No tenía ganas de
intentar entender lo que decía, sino que me preguntaba por qué
se salvaría él. ¿Porque era un verdugo bueno? Quizás no fuera
tan bueno, sino simplemente limitado, como un número elevado
de otros bípedos. La boca que mastica, el estómago que tritura,
el sexo que funciona como el pistón de una máquina. Algunos
hasta necesitan un cabo de escuadra que les marque el paso. Se
quejaba porque perdía el equilibrio en las curvas, pero si su
razón se hubiera despertado a tiempo, ahora no vigilaría
esqueletos en un vehículo que se daba prisa por llegar a la
central de la muerte. Sin embargo, su inteligencia estaba tan
sorda como la noche en la que se había hundido su patria. La
noche en la cual todo era posible: las hileras de tísicos que ibas
vistiendo en el suelo, el radiólogo en traje de combate, con un
delantal de cuero y guantes de goma. Al final del barracón, al
fondo del pasillo, había una habitación pequeña y estrecha
donde se examinaba las cavidades torácicas, mientras que en la
cuesta de detrás del barracón ardía una hoguera alta de
cuerpos. Su trabajo era parecido al afán de un médico que
examina los bronquios de la tripulación de un submarino
condenado a muerte. No sé qué encontró, pero me despachó en
cinco minutos, y después tuve que esperar unos días para que el
camión me devolviera a Harzungen. Era justo la época de los
grandes traslados de las regiones orientales y Dora estaba llena
de camiones procedentes de la estación de ferrocarril. Además
de esto, todo transcurría igual que en diciembre, cuando
llegamos. Los barracones se encontraban dispersos por la falda
de la montaña y rodeados de barro; del barro surgían las
escaleras y los caminos en los que la nieve se mezclaba con la
arcilla pegajosa. Los barracones situados en los barrancos y las
vertientes por un momento recordaban a los refugios aislados
de montaña. Pero abajo, en el llano, los barracones estaban
distribuidos ordenadamente al estilo de los lager. En medio
había una carretera amplia, quizás incluso más amplia que en
Dachau, y conducía hacia una salida majestuosa, y en el otro
lado, la carretera amplia continuaba, de manera que daba la
sensación de una lejanía inmensa. Junto a la entrada se
encontraban los guardias como si custodiaran las bóvedas de un
puente levadizo. A su lado, mañana y tarde, desfilaban unas filas
ordenadas. Cuando las observaba desde el barracón situado en
la colina, me parecía como si las filas de una infantería onírica se
moviesen por una carretera llana a un ritmo quebrado,
subrayado por las rayas grisáceas y azules de sus vestidos.
Mañana y tarde, esta larga procesión era recibida con música a
la entrada. Se trataba de las marchas para animar por la mañana
y por la tarde en honor al trabajo hecho. Las columnas se
movían como un río de lodo azul-grisáceo dibujado con un lápiz,
mientras que junto a la entrada del cementerio un pequeño
grupo de almas perdidas soplaba sus instrumentos. Claro que
los músicos tenían todo el derecho de intentar salvar la vida y de
conseguir una comida extra a cambio de su música, a cambio de
lo que había sido su profesión; pero su interpretación era muy
amarga, de ahí que los instrumentos tocaran unas notas
estridentes. Durante todo el día los camiones transportaban
montones de esqueletos, cubiertos antes por la nieve recién
caída, y después en el deshielo, salpicados con cal viva. Los
vehículos paraban en medio de la ladera y depositaban su carga
en el lodo para hacer más corto el camino de los cargadores que
subían a la cumbre. El conductor militar fumaba su cigarrillo y
tenía cuidado de no pisar con su zapato el profundo charco de
fango, y mientras tanto los chicos vestidos de cebra descargaban
el camión. Llevaban unos guantes negros de goma que les
llegaban hasta los codos y uno de ellos entró en el vehículo para
poder agarrarlos de la pila del rincón y sacarlos fuera. Se movía
rápidamente, sabiendo que pronto vendría el camión siguiente,
de manera que los huesos descoloridos casi volvieron a la vida
bajo sus manos, y parecía como si quisieran ayudarle cada vez
que se deslizaban ágilmente y caían hacia abajo. Allí otros
guantes de goma les llevaban arrastrando al montón donde ya
habían aparecido los cargadores con camillas de madera y una
red metálica en medio. Y mientras el conductor les metía prisa
porque de un momento a otro tendría que partir, los cargadores
ponían la camilla en el suelo y colocaban la carga disecada sobre
ella. Como la boca estaba llena de cal viva y las costillas como
unas varas de un cesto de mimbre, los chicos no pensaban que
su carga hacía poco estaba erguida, igual que ellos mismos, y
que solía llevar los mismos trapos de rayas que ellos. Porque ya
se habían acostumbrado hacía tiempo y no estaban sombríos
durante su faena; parecían unos albañiles jóvenes que se rieran
de un chiste mientras colocan ladrillos sobre los andamios.
También en la ladera parecían unos obreros de la construcción,
porque se animaban constantemente mientras subían en
diagonal para evitar que cayeran sus extraños ladrillos. Parecían
unos leñadores cargando la leña hasta la cima, donde esperaban
los carboneros, prestando atención a dónde ponían los pies en el
suelo cubierto de barro para no resbalar. O unos
contrabandistas que hacían pasar su mercancía al otro lado de la
frontera, sólo que esta mercancía carecía de valor, una mala
hierba que cada día abundaba más, y la frontera no era sino
aquella línea divisoria entre la vida y la nada que la mercancía sin
valor había traspasado hacía mucho. Mira, los trabajadores que
vuelven desde la cima casi parecen alegres de disponer de unas
reservas casi inagotables. Uno de ellos hasta corre ladera abajo y
sostiene la camilla sólo por un mango, de manera que el otro
extremo pega saltos sobre el suelo irregular y el centro de la
malla metálica tiembla por las sacudidas. Pues sí, en medio de
aquel ambiente extrañamente tranquilo, apareció Mladen. La
noche anterior lo habíamos mencionado en el ambulatorio,
como si hubiéramos intuido que no estaba bien. Hablábamos de
Dora, y Zdravko explicaba que al principio el campo no era más
que una ladera adonde habían llegado los hombres vestidos de
rayas a los que habían dado piquetas y palas. Tenían sólo el
espacio que habían podido excavar en la pared y esto les servía
de refugio y para dormir. Más tarde empezaron a ampliar los
agujeros con minas, pero como el trabajo no podía esperar, la
mitad de los trabajadores dormía mientras que la otra mitad
detonaba las minas, de manera que los que dormían quedaban
cubiertos de piedras. Sin embargo, el número de fuerzas nuevas
siempre superaba el número de destruidos, y de esta manera se
llegaron a construir los túneles desde los cuales salían los V-1 y
V-2 que sobrevolaban el Canal de la Mancha y portaban la
muerte a las ciudades inglesas. Además de los ingenieros y
técnicos alemanes, allí había también muchos técnicos hábiles
vestidos de cebras que tenían que ayudar. Algunos eran muy
ingeniosos, especialmente los franceses y los rusos. Se
rumoreaba que los franceses hasta disponían de una estación de
radio clandestina; así que un día los miembros de las SS
buscaron con tanto empeño que hasta sacaron la paja de los
jergones. Los técnicos rusos y franceses que trabajaban en los
torpedos aéreos, equipaban a su manera estos mecanismos
complicados y sensibles. Se decía que los mecánicos rusos
habían introducido en los conductos estrechos su orina, de
manera que, cuando los transportaban a Francia y los ponían
sobre la plataforma de lanzamiento, de repente los torpedos
dejaban de obedecer. En otra ocasión atascaron los tubos con
papel. Evidentemente, tuvieron que devolver los torpedos. Todo
un tren de torpedos. Y ahorcaron a los mecánicos. Una
quincena. Directamente sobre un raíl levantado en el aire,
colocado en oblicuo en medio del túnel. Y llevaron allí no
solamente a todos los internos, sino también a todos los civiles,
las administrativas y las mecanógrafas. Éstas chillaron cuando
vieron ahorcar a quince hombres rusos debajo de la tierra, a la
luz de las bombillas, rodeados de guardias con ametralladoras.
Más tarde, una de las chicas se armó de valor y hasta me trajo
una hogaza de pan al barracón, dijo Zdravko. Qué podía hacer
con su pan, con este gesto de bondad no vas a redimirte, y
mucho menos cambiar algo. Nosotros le decíamos que no
debería haber rechazado el pan, ya que ella se había expuesto a
un gran peligro cuando entró en el barracón subterráneo dentro
del que cambiaba las vendas a los heridos; debería haber
apreciado este gesto de corazón que la chica podría haber
pagado con su vida nada más salir del barracón si la hubieran
descubierto. Zdravko no nos contradecía sino que callaba
pensativo. Entonces aulló la sirena y nos quedamos en la
oscuridad, como ante el gran enigma de la existencia humana.
Zdravko callaba, tan sólo se oía el sonido de sus pasos. En la
noche resonaba también el sonido de una flauta que llegaba,
como el grito de centenares de millares, desde las entrañas de la
tierra, desde la brecha estrecha por la que pasaba la corriente de
aire procedente de las galerías y los túneles. Pero nosotros
volvimos a pensar en Dachau, esquivamos los barracones
dormidos y nos reunimos con el doctor Blaha que no paraba de
hacer disecciones, y Mladen, que no quiso verlo, salió fuera. En
aquel momento Stane hizo un ruido en la oscuridad con su
calzado de madera y preguntó si alguien sabía cómo estaba
Mladen en Nordhausen, ya que había sido bombardeado hacía
poco. Justo entonces nos sorprendió Mladen con su llegada.
Estaba pálido y demacrado y lo tuvieron que sostener. ¿Pero qué
te pasa, hombre?, le preguntábamos, pero él no podía
permanecer sentado, por lo cual Stane le abrazaba los hombros.
Lo vuestro es fácil, murmuraba Mladen como para sí mismo,
esto de aquí es un paraíso: en Nordhausen el ambulatorio está
en la fábrica, sobre los catres pasan unos tubos gruesos, el kapo
es un pederasta que no hace otra cosa que magrear a su
alrededor, de manera que hasta el enfermero tiene que andarse
con cuidado. Después la cabeza se le cayó como si se le hubiera
roto el cuello. Estábamos a su alrededor, consternados y
conmovidos, y él dijo en voz baja que era el vientre, que padecía
el tifus. Anda, anda, qué tifus, le dijo Stane paternalmente, pero
Mladen callaba, y seguiría callado el resto del tiempo mientras
yacía en una habitación con numerosos enfermos que el médico
polaco examinaba y donde en aquellos días también yo dormía.
El polaco puso el estetoscopio sobre el costado del corazón de
Mladen y dijo que no estaba bien, y Mladen, como si respondiera
a alguien que le susurrara en su corazón, confirmó que no
estaba bien. Un momento después gritó que se acercaban los
aviones y empezó a agitar los brazos. No ves que la pared se
está derrumbando, exclamaba. Si a esto también se le añade la
neumonía, ya no habrá nada que hacer, dijo el doctor en el
pasillo, por lo que nos acercábamos a su lecho como unas
sombras, nos marchábamos y volvíamos a venir.
Constantemente yacía tumbado boca arriba, la camisa blanca
hacía su cara todavía más estrecha y su hueso nasal un poco
aplastado ahora se notaba más. Tenía una expresión serena y un
poco ausente, como en Dachau. Se rumoreaba que se había
dedicado a la música, lo cual probablemente era cierto porque,
cuando escuchaba, lo hacía como si oyese algo más de lo que
estabas diciendo, algo que estaba allí, presente como un telón
de fondo acústico. Nos acercábamos a su lecho en silencio,
esperando que de repente rompiera el silencio y revelara la
trampa que se había inventado para salvarse de Nordhausen.
Nosotros, sin embargo, estábamos mudos también porque
durante meses y meses nos habíamos enfrentado a la muerte,
intentando escapar a su dominio. Como la gente que en
incendios y catástrofes instintivamente tiende a salvar a
parientes y amigos del círculo mortal, transportándoles en la
mente a un lugar seguro, poniéndolos en una isla pequeña sin la
gravedad de la tierra e invisible, donde en cualquier
circunstancia estarían a salvo. Por ello, los enfermeros, ante la
agonía de otro enfermero, nos quedábamos aturdidos; ahora no
observábamos a la muerte desde fuera, sino que nos
amenazaba desde dentro. Creíamos en un cambio milagroso con
la esperanza inconsciente de que con su salvación también
nosotros nos salvaríamos. La penúltima noche se deslizó del
lecho todavía inconsciente y se encaminó tanteando al baño. Yo
me reprochaba a mí mismo no haberme despertado para
abrigarle y protegerle del frío; pero cada enfermero conoce bien
este resuello profundo dentro del pecho y sabe bien lo que
anuncia. No sabíamos qué hacer cuando se deslizó una cartera
de su almohada. Ingenuamente deseábamos encontrar algo que
le pudiera servir de consuelo, como un talismán que fortaleciera
la luz que poco a poco se apagaba de sus ojos. Finalmente
teníamos en las manos la fotografía de una chica rubia que
había escrito con una bonita letra Tu Mimica. Pensábamos que
ninguno de los deportados conservaba la cartera, que nadie
llevaba ninguna foto y que realmente era un milagro encontrar
una chica rubia entre los lechos, un milagro que podría salvar a
Mladen. Pero también el bello rostro de la chica nos hizo
olvidarnos de él, convirtiéndonos en una tribu bárbara que
consideraba la fotografía como una aparición milagrosa. Nos
pareció que en el rostro de Mladen apareció un destello de
tristeza. Mladen, susurró Miran, quien sostenía la foto junto a su
mejilla, mira, Mímica, Mladen. Sin embargo, él seguía callado,
aunque tras los párpados cerrados se agitó algo apenas
perceptible, una onda de mar que con la distancia se hacía cada
vez más tranquilo, en su inmensidad alejada cada vez más
inmóvil. Después parecía que, a pesar de todo, el nombre había
alcanzado el oído, lleno del rumor lejano de la eternidad. Y
mientras sus ojos permanecían cerrados y el rostro quieto, los
labios sonrieron y susurraron casi sin voz: El lago de Bled,
sabes… ella… allí… Y pronto Stane corrió a por la Coramina, pero
la inyección era superflua, y nosotros estábamos atónitos y
andábamos de puntillas como si ésta fuera la primera muerte
que hubiéramos presenciado. Me sentí culpable, porque estaba
allí a causa de una revisión preventiva, mientras que Mladen, en
cambio, había fallecido de una manera tan absurda. De nuevo yo
era el agraciado, la vida me había sido perdonada sin causa
alguna; mientras que con él, también sin causa alguna, la
despiadada economía de la existencia había cometido una
injusticia. Me quemaba especialmente el pensamiento de
haberle ofrecido, mientras yacía, una taza de bebida, y que él la
hubiera apartado de mala gana, diciendo que lo dejara en paz.
Estaba delirando y no sé a quién quería ahuyentar, pero a mí me
pareció que en su sueño me había reconocido y que había
comprendido que yo quería sobornar el destino con una taza de
líquido. Pero no era cierto. En absoluto. Nadie, sin embargo,
puede negar que en el fondo de su ser se siente consolado
cuando alguien que no es él está expuesto al peligro. En el gesto
amistoso de ofrecer la bebida a un condenado hay, además de
una inmensa bondad, también un ápice de gratitud por la
disposición de que tú le sirves a él y no él a ti. Pero no pudimos
calmarnos, de ahí que Milán y Stane propusieron que hiciéramos
una disección a Mladen. Como si no nos interesase la causa de
su muerte, sino que no creyéramos en ella y esperáramos
encontrar una pequeña chispa de vida en el rincón más oculto
de su corazón. De manera que subimos la pendiente empinada
por la que los chicos con guantes negros llevaban los huesos
desde los camiones. Resbalamos e intentamos aferrarnos a los
tocones que quedaban en la ladera llena de lodo. Los que
llevaban las camillas no resbalaban tanto, quizás porque la carga
hacía sus pasos más pesados. Cuando alcanzamos la cima, al
principio no veíamos nada, porque nos rodeaba una nube de
humo densa que el viento esparcía dejando una niebla de hollín.
Tan sólo entonces apareció la pirámide que por debajo lamían
las largas lenguas de fuego. Los de las carretillas tiraban sus
troncos en una pila, mientras un hombre con un largo atizador
en la mano colocaba un brazo que se había salido de la hoguera,
buscando la posición adecuada. Nos quedamos sólo durante un
rato delante del humo que lamía las calaveras y se salía de las
bocas abiertas; después entramos en un barracón hecho de
vigas sin tallar. Éramos unos testigos sensibles delante de
aquella pirámide, pero a la vez un comité acostumbrado a estas
imágenes, una comisión que se había reunido para encontrar
una solución. Casi éramos unos oficiales y cada uno conservaba
la serenidad, como si Mladen fuera uno de nosotros, vivo entre
nosotros, y no el objeto de nuestra visita. El primer lugar
estrecho se parecía a una cabaña de montaña, pero las urnas de
barro no eran grandes tiestos de flores, sino los recipientes para
las cenizas de los alemanes incinerados. Pudimos comprobar
que tampoco ellos merecían ya este privilegio que tomaba tanto
tiempo, ya que las vasijas distribuidas en el suelo al lado de la
pared estaban vacías. En la habitación contigua Mladen estaba
colocado sobre una mesa de piedra y un joven francés se estaba
poniendo unos guantes de color rosa con un agujero en el
pulgar derecho. Aquel chico era fuerte y robusto y hablaba todo
el tiempo sin parar como alguien que quiere desviar la atención
de una cosa. Pero nosotros apenas notábamos su locuacidad
heroica, teníamos los ojos clavados en Mladen, en sus ojos, para
no ver la brecha que se abría bajo su barbilla. Mladen estaba
tranquilo y era como si esperase pacientemente a que la
operación acabara. Parecía como si se hubiera rendido ante la
insistencia de sus compañeros enfermeros, aunque estaba solo
con sus pensamientos y en las comisuras de sus labios mantenía
el reflejo de una ironía cansada. El pequeño triángulo, el corazón
humano, se abrió bajo el cuchillo del chico locuaz como una
cajita; su secreto logró escaparse y también el corazón se
hubiera escapado como si estuviera vivo si la palma ágil no lo
hubiera cogido en el último momento. Anomalía congénita, dijo
el chico, y hurgó con el cuchillo por las válvulas. Yo estuve
mirando el corazón y un momento después la pared enyesada
sin pintar detrás de la mesa de piedra. Habría podido pensar en
la hoguera humeante y en el humo, pero no lo hice; tan sólo me
fijaba en aquella pared gris y húmeda en la que notaba cada
grano por separado. El pálido rostro de Mladen era como el
rostro de una chica que acaba de parir un hijo muerto y se da
cuenta de que todo su dolor ha sido en vano. De manera que
cuando el chico dejó el corazón y se dedicó a los pulmones, casi
sentí alivio. Pero pronto empezó a exprimir con sus amplias
palmas la tinta densa y dijo: neumonía. Entonces miré a Mladen
y me pareció satisfecho pues aunque ya no le dolía, tampoco
podía ver nada porque el chico nos miraba a nosotros y le daba a
él la espalda. En aquel momento entró el médico jefe, un
holandés alto con ojos burlones, y al momento el chico ya había
dejado de hablar tanto, especialmente cuando los ojos
holandeses revivieron con burla su explicación de que se trataba
del hígado. El jefe dijo que era justo lo contrario. El chico empezó
a tartamudear y pensé que era un estudiante de medicina que
se había presentado para hacer las autopsias a fin de salvar su
propia vida; el jefe lo sabía y no le permitía decir tonterías en su
presencia. Exigió que le mostrase el corazón y los pulmones,
pero no rebatió su diagnóstico. De manera que el estudiante de
medicina metió las tijeras en el intestino y lo abrió a lo largo,
como un vendedor que corta la tela con las tijeras semiabiertas.
Luego paró para examinar una mancha. No, dijo el jefe. Así que
siguió abriendo el intestino, paró, examinó otra mancha y dijo:
tifus. Ahora el jefe asintió con la cabeza y repitió: tifus. Después
se encendió un cigarrillo. A mí me pareció una falta de respeto
que lo encendiera con deleite, pero a la vez me gustaba que se
mantuviera tan alto y tan seguro de sí mismo a pesar de llevar el
vestido de rayas. También me agradó que viniera y rindiera así
homenaje a Mladen, aunque no quise pensar en el rostro de
Mladen cuando se quedara solo. Estuvo feo que el chico francés
echara el intestino en una pila y no cosiera la abertura como el
médico de Dachau. En aquel momento me acordé de que
Mladen no había querido asistir a la disección en aquel curso
breve para enfermeros que nos había dado el doctor Arko. No
quiero verlo, dijo. No tenías razón, le reprochaba ahora en
silencio, cuando salíamos de la cabaña, te equivocabas, Mladen,
deberías haberte contenido, tal vez te hubiera ayudado en la
lucha con la muerte. Me comportaba como un niño y lo sabía,
sin embargo le repetía que no lo había hecho bien y que debería
saber lo que decían nuestros padres cuando volvían desde el
frente de Soca. No has de tener miedo a la muerte, decían,
porque si le tienes miedo, tropiezas y entonces la muerte te
atrapa. Has de permanecer sereno, todos tus gestos han de ser
naturales. Volví a darme cuenta de que repetía unas palabras sin
sentido, como si se tratara de un maleficio que tiene la fuerza de
confundir todos los pensamientos y llevarlos lejos. Cuando me
marchaba le dije a Stane que Mladen en Dachau no había
querido ver la disección, y ahora era precisamente a él a quien le
había tocado. Quién sabe por qué tenía tantas ganas de
conectar acontecimientos que no tenían nada que ver. Hubiera
sido mejor callarme. Mientras bajábamos la ladera éramos tan
cautelosos como si toda la colina estuviera viva, compuesta de
órganos vivos, como si en cualquier momento pudiéramos pisar
un corazón humano, el corazón de Mladen, sus ojos. Y durante
todo el tiempo seguían pasando a nuestro lado las camillas que
subían el combustible hacia la cima. Desde una camilla colgaba
un brazo esquelético que iba barriendo el suelo, de manera que
parecía como si los dedos delgados intentaran inútilmente
agarrarse a la tierra para salvarse del fuego.
He regresado a la escalera para subir lentamente a la terraza
más alta. Las estrechas terrazas se parecen a las terrazas que se
elevan, empinadas, por la ladera triestina, ya que abarcan desde
el mar hasta la altiplanicie del Kras. Pero allí se doblan junto con
la pendiente, se esconden entre las acacias y las espesas zarzas;
el pie que las pisa entra ahora en el viñedo de la izquierda, y
ahora en el viñedo de la derecha, donde las viñas viejas desafían
al sol y lo fuerzan con paciencia para que ennoblezca en las uvas
negras el jugo de aquella tierra cobriza. Aquí, en aquellos
tiempos, jamás se me aparecieron ni aquellos escalones
maravillosos que unen el mar azul con el cielo celeste, ni
tampoco las pérgolas a lo largo de las terrazas largas y oscuras.
Aquí era la muerte la que estrenaba su propia vendimia, que se
prolongaba a lo largo de todas las estaciones del año, porque no
tenía ninguna importancia si nuestra savia de la vida se disecaba
o bien se colaba. Cuando veo los nombres grabados en las
columnas bajas, talladas de manera diagonal, me digo que la
aniquilación en otros lugares fue todavía más escalofriante.
Buchenwald. Oświęcim. Mauthausen. Los testimonios de estos
lugares son, hasta para alguien que había estado en los campos,
una revelación inconmensurable. Por ejemplo, la imagen de las
escaleras en la cantera de Mauthausen. Ciento ochenta y seis
escalones. Nueve pisos. Los cuerpos de cebras tenían que subir
las escaleras seis veces al día. Con una piedra pesada sobre los
hombros. Tenía que ser pesada, ya que arriba había un camino
estrecho que pasaba al lado del precipicio y allí estaba el kapo
que empujaba al precipicio rocoso a todos aquellos que llevaban
una piedra pequeña. El precipicio se llamaba la pared de los
caídos. El cuerpo podía resbalar también por las escaleras,
porque era delgado, la piedra pesada y los escalones estaban
hechos de piedras desiguales, a veces también puestas
atravesadas. Cuando a los guardias se les antojaba, empujaban
a patadas por las escaleras a todos aquellos que acababan de
subir con dificultad, de manera que caían sobre los que subían
detrás y luego caían abajo las piedras blancas y la masa de rayas.
Pero en realidad esta aniquilación no se diferenciaba de la
aniquilación en la cantera de aquí, aunque la monstruosidad de
aquellas escaleras era tan horrorosa, que hasta un hombre con
considerable experiencia en los lager ante ellas se sentía
irremediablemente pequeño. Hace mucho tiempo que sé que
mis experiencias, comparadas con las que otros describieron en
sus memorias, parecen muy poca cosa. Blaha, Levi, Rousset,
Bruck, Ragot, Pappalettera. Y también que yo sabía muy pocas
cosas. Fui prisionero de mi propio mundo oscuro. Éste estaba
vacío por dentro y se poblaba de las sombras de los
desgraciados que se ponían delante de mis ojos. ¿Sólo delante
de los ojos? Sí, pues en realidad no dejaba que las imágenes
alcanzaran mi corazón. Para eso no me servía de mi voluntad,
sino que ya desde el primer contacto con la realidad del campo
toda mi estructura psíquica se había hundido en una niebla
inmóvil que constantemente filtraba todos los acontecimientos y
le quitaba la eficiencia de su fuerza de impacto. El miedo me
había paralizado todo el sistema nervioso, toda la red de nervios
finos, pero el miedo también me protegía de un mal mayor que
ahora se identificaba con la realidad que me envolvía. Era
comprensible que no mostrara curiosidad y que ni siquiera se
me hubiera ocurrido interesarme por los nombres de los
superiores o por el partido al que pertenecían los hombres
influyentes o por la política interna del lager. Pero esto lo
descubrí tan sólo cuando leí los testimonios de los demás.
También como intérprete y más tarde como enfermero seguía
siendo uno más de la multitud, una célula asustada del miedo
generalizado. Éste había entrado en mí sin previo aviso ya desde
la primera mañana, cuando salimos de los vagones de ganado
para entrar en las espaciosas duchas de Dachau. Esto no era
ninguna muestra de debilidad, ya que, después de cuatro años
de guerra y de vida militar, había perdido las costumbres de un
hombre educado y ya no me sorprendían ni las manadas de
cuerpos desnudos ni el pelo afeitado ni espantajos vestidos de
payasos con una ropa demasiado ancha o demasiado corta. Los
cabos de escuadra me habían enseñado de sobra qué abstracto
era el valor de la cultura y de la amabilidad. Pero si los cabos de
escuadra eran viles porque eran limitados y tenían complejo de
inferioridad, los gritos dentro de los baños provenían de un
placer de destrucción que entonces no era capaz de comprender
de una manera racional, pero que mi organismo absorbió de
una vez por todas. De manera que sería necio subrayar lo
humillante que era el afeitado del vello en las axilas y la
entrepierna y describir qué escozor tan horrible provocaba el
líquido con el cual después nos desinfectaban. La muerte estaba
en el aire. La respirabas. Ni siquiera había amanecido cuando
nuestros cuerpos afeitados, untados y lavados ya estaban de pie
desnudos en la nieve alemana de febrero. Sí, es cierto, pero
ahora el pánico de entonces casi me parece infantil, aquella
conciencia interior de que la vida estaba amenazada. Como la
escena se repite durante meses, al final no te queda más
remedio que resignarte a la imagen. Cuando no te rindes, claro.
No es que te dejes vencer por el pensamiento de que morirás,
sino por la conciencia de que todo está arreglado de tal modo
que casi seguro que sucumbirás. Pero la fuerza de esta
revelación es mucho más destructiva para un organismo sano y
cultivado que después, cuando el organismo ya es asténico y los
tejidos ya están bastante atrofiados. Seguro que una persona
que hubiera tenido alguna experiencia con los nazis sabía que
no podía esperar nada bueno de su campo; sin embargo, era
decisivo el primer impacto al entrar en el mundo del crematorio.
También la economía de la destrucción exigía que fuera el más
decisivo. De ahí que nuestros cuerpos tuvieran que andar y
correr desnudos por la nieve, esperar en el barracón expuestos a
la corriente, correr de nuevo por la nieve después de que te
hayan privado de la ropa de lana, del vestido de invierno y del
abrigo. Ahora ya no puedo acordarme de si tenía una mirada
confusa o bien perdida. Como tampoco recuerdo cómo me
sentía cuando llegué delante del barracón vestido con unos
pantalones militares verdes que apenas me cubrían las rodillas,
calcetines cortos y zuecos de madera, y allí permanecimos
quietos en la nieve durante toda una eternidad. Seguro que
tenía frío porque no llevaba jersey, mientras aquí en las terrazas
día tras día permanecíamos de pie en la nieve infinitas horas,
juntándonos en grandes haces de leña para que las pocas
calorías que nos quedaran no se malgastasen. Aquí teníamos
frío de una manera diferente. El haz de leña humana se
balanceaba, como si dentro de los cuerpos escuálidos
automáticamente se hubiese despertado una necesidad de ser
mecidos de una manera roma, aunque consoladora por la vaga
ternura cósmica. Tal vez era el hambre el que buscaba el olvido
al acunarse, pero los cuerpos unidos se movían lentamente
como sacudidos por los movimientos suaves del balanceo de la
eternidad que embriagaba poco a poco la conciencia humana
con su afecto maternal. Bueno, si he de hacer alguna
comparación, podría decir que el frío de Dachau era una especie
de niñez, un frío principiante, aunque también podría haber sido
definitivo si no hubiera conseguido un jersey. Era pequeño y me
parece que no tenía mangas, pero mi pecho estaba envuelto por
puntos de lana. A través de la camisa sentía que se trataba de
puntos y que eran de lana. Todo gracias a los paquetes de
Morava que conseguí traer desde el baño a pesar de los gritos,
de la ducha, de los ojos que me acechaban y del cuerpo
desnudo. Los paquetes y el pañuelo en que los tenía envueltos.
Daña me los había traído a la cárcel y el director, si es que ése
era su cargo, me los entregó antes de salir. Seguramente que
ella le habría dado una buena recompensa a cambio de que me
dispensaran un trato tan amable, pero ella no sabía que me
marcharía ni tampoco tenía idea adonde irían a parar sus cajas.
Durante el viaje fumamos mucho, pero tres o cuatro paquetes
los tenía guardados en un pañuelo mientras corría desnudo por
la nieve. Diez cigarrillos de Morava, tal vez quince, ya no me
acuerdo, a cambio de un jersey. Esto significa que con mi
patrimonio habría podido conseguir poco a poco un par de
calcetines largos y un pantalón más largo. Incluso antes de que
pudiéramos anhelar con todo nuestro ser el aguachirle del
mediodía (de la que Pavle había cedido un poco a su hijo, Ljubo),
cuando tuvimos que volver a desnudarnos en la nieve y esperar
ante el almacén a que nos dieran las cebras. Era por la tarde y
bajo el cielo nublado soplaba una brisa venenosa. Mi digestión
llevaba días paralizada. No tenía hambre y movía el cuerpo como
si sirviese de algo que el viento de invierno chocara contra uno
en diagonal o bien lo atacara frontalmente. No tuve hambre
durante todo el viaje hasta Alsacia, ni tampoco durante los días
de mi estancia en Markirch, o mejor dicho en Sainte-Marie-aux-
Mines. De ahí que mi encuentro con el paisaje de Alsacia fuese
todavía más duro, como si tuviera frío tan sólo a causa del fino
sayal. Evidentemente nos parecía que acabábamos de llegar a
un lugar conocido, cuando en la estación nos encontramos con
una inscripción en francés tachada y sustituida por un nombre
alemán. Estábamos entre la gente que no había renunciado a las
leyes del corazón. Cuando una mañana en la larga columna
pasábamos pesadamente por la calle solitaria, haciendo resonar
rítmicamente las suelas de madera contra las piedras gruesas
del pavimento de la calle, las mujeres detrás de los vidrios de las
casas pequeñas se acercaban los pañuelos a los ojos. Lo
experimentamos por primera y última vez durante todo el
tiempo de nuestra aniquilación; de manera que aquellos que
unos días después no volvieron a despertarse en su lecho, se
marcharon con la sensación, conservada dentro del tejido de su
memoria, de estar unidos a la comunidad humana, tres semanas
fueron suficientes para expirar. Primero se fueron precisamente
los organismos más fuertes. Éstos suelen tener una naturaleza
que no soporta bien la fuerza del impacto inicial. La comida
aguada y doce horas de trabajo en los túneles. Dentro,
corrientes de aire. Fuera, nieve. Pero esto no fue lo más difícil. Lo
que mataba era el ritmo. Salidas rápidas. Regresos rápidos.
Tragar rápidamente el pan de munición antes de ser
interrumpido por los gritos que apuraban a las tropas a reunirse
para contarlas. El dormir de un muerto, pero sin reposo,
sesgado por los gritos del despertar matutino. La mañana y la
tarde dejaron de existir porque la fiebre mezcla el inicio con el
final, la oscuridad con la luz. El cuerpo había perdido su punto
central, ya no sentía el eje vertical cuando estaba erguido, ni su
postura horizontal, cuando yacía en el jergón. También cuando
yacía en realidad estaba inclinado, se deslizaba con las piernas
hacia abajo, tenía la conciencia de que pendía y de que se
deslizaba, pero a la vez sabía que estaba dormido. Y el corazón,
que estaba al acecho, esperando los gritos que lo levantarían,
pero que si tan sólo por un instante se olvidara de todo para
descansar a escondidas, ya no sabría recobrar el ritmo de su
propio pulso. Se le escaparía, se evaporaría. Y hasta ir al lavabo y
a lavarse transcurría de una manera febril. Habían levantado las
tablas que cubrían el suelo de aquella fábrica abandonada y
debajo había aparecido un arroyo. Y de esta manera bajábamos
hacia el agua que corría para lavarnos en ella en un lado y en el
lado opuesto hacíamos nuestras necesidades grandes y
pequeñas. Pero deprisa, porque también había que lavar el
tazón y volver corriendo a ponerse en fila sobre la nieve. Sí, es
cierto, yo no tenía hambre, de manera que no tenía mérito
alguno haber dado mi pan de munición a los hombres del Kras.
Ellos conservaban las fuerzas, y por eso todavía no devoraban el
pan con los ojos. En sus ojos se reflejaba la pena porque
consideraban que iba a morirme. Pensaban que estaba perdido.
Y yo mismo me daba por perdido porque me dirigía a lo
desconocido después de bajar al suelo y decidir que ya no
volvería a entrar en el túnel. Entonces el comandante dio una
patada a la cebra tumbada, pero con esto no la despertó de la
apatía infinita. Por ello después el camión me trajo aquí. Traía un
cuerpo dentro del baúl y a mí sobre el baúl. Durante la visita de
la tarde, Leif me dio dos aspirinas, gritándome, porque tan sólo
tenía treinta y ocho grados de fiebre. Claro que tenía razón. Pero
yo estaba enfermo porque no tenía hambre. Me curé gracias a la
paz del bloque de los desocupados. El kapo nos golpeaba con la
porra, pero sólo entonces, cuando había que ir al appell aquí, a
las terrazas. Porque si no, nos dejaba en paz. Nos dejaban en
paz largas horas en el frío, nos dejaban en paz largas horas en el
bloque. Teníamos cada vez más hambre. Estábamos cada vez
más hambrientos y cada vez más quietos. La única inquietud la
podría provocar la diarrea porque exigía veinte salidas al lavabo
al día. Algunos se quedaron sentados en el retrete. Porque
también la diarrea, al fin y al cabo, llevaba hacia la paz. El
hambre desapareció y el cuerpo era cada vez más sumiso. El pan
de munición que los demás esperaban con todos los
cromosomas de su cuerpo ahora era tan sólo un trozo de lodo,
una bola hecha de masa de tierra ácida. Entonces deseabas
pasar hambre, un mal que sabías era imposible apaciguar. Pero
no sé, es posible que cuando me eché a la tierra que ahora
cubren las piedrecillas, ya no deseara ni pan ni nada. Porque es
en la tierra donde el hombre descansa mejor. También en el
mundo del crematorio. Cuando me tumbé por tercera vez,
parecía que el descanso sería definitivo. Sin embargo, volví a
recuperarme como un perro acostumbrado a los golpes.
Después ayudó el weberei con su estúpido, aunque tranquilo,
trabajo de tallar. Contribuyó también el panadizo en la palma
izquierda, al lado del dedo meñique. En aquella ocasión vi mi
propia sangre. Era de color rosa, como el agua con gotas de
sirope de frambuesas. Estaba desfibrada. Luego vino la
cuarentena y Jean. Así es como empecé a escribir los análisis y
los diagnósticos para Leif. Intérprete y secretario del médico
principal prisionero. No se trataba de ningún puesto oficial del
lager y no tengo ni idea con qué título estaba inscrito en el
registro del revier, como escribiente, ayudante o como pfleger.[30]
Mi posición era fuera de lo común, como ya me había ocurrido
varias veces en la vida. Ya antes, como también me ocurriría
después, me había quedado fuera de las pautas normales.
Aunque en aquella ocasión esto significaba salvarme del caos y
conseguir la tranquilidad ordenada. En ambos lados había
descomposición, tanto en el caos como en la tranquilidad
ordenada, pero el hombre puede salvarse del anonimato cuando
tiene la oportunidad de recobrar la concentración. Porque
saberse desposeído de la personalidad es más grave que el
hambre, y ésta también es más grave cuando se concentra en su
papel letal: la descomposición de la personalidad. Ayudaba junto
a Leif a los enfermos, y con la sensación de ser útil imprimía el
sentido a mis gestos y justificaba mi separación parcial de la
multitud que se amontonaba en bloques. Sí, es cierto, tenía una
particular posición que culminó en el momento de abandonar el
campo. Entonces Leif se marchó con sus amigos y se despidió de
mí, diciendo que nuestros caminos se separaban. De manera
que con el resto del revier volví a Dachau, pero mientras los
médicos y los enfermeros mantuvieron sus posiciones, con la
llegada a Dachau yo volví a convertirme en un simple número.
He de reconocer que la causa de este aislamiento en gran
medida era mi alergia a los vínculos personales más estrechos.
Mis relaciones con los demás pueden ser muy sinceras, pero
jamás alcanzan una confianza total. La tendencia a encerrarme
dentro de mí mismo probablemente se debe parcialmente a las
sustancias cársicas que llevo dentro de mí, que gran parte debe
ser herencia de mi madre, pero el sello definitivo me lo
imprimieron los años caóticos después de la Primera Guerra
Mundial. El trauma más fuerte nació cuando todos los maestros
eslovenos fueron expulsados de las escuelas triestinas.
Probablemente era esta distancia, amable pero clara, la que hizo
que con Leif nos sintiéramos muy cerca el uno del otro y a la vez
también muy lejos. El hombre activo y abierto sentía
instintivamente que a su lado se hallaba un carácter fugaz,
indefinible, con el que jamás podría llegar a un acuerdo íntimo
porque un carácter como éste no sólo no necesita el
compromiso, sino que automáticamente lo esquiva. Esto es lo
que pienso ahora, pero entonces primero me sentí ofendido
porque Leif me había abandonado, pero después volví a
reflexionar con más serenidad y llegué a la conclusión de que
este médico noruego entrado en años y de pelo cano
probablemente tenía sus contactos, y hasta sus cometidos
especiales. A la vez me entusiasmaba el trabajo. Y además, mi
relación con la gente de Francia siempre había sido muy sincera.
Con ellos luego partí a Dachau. Allí había que poner manos a la
obra. Delante del baño. Dentro de él. Y de nuevo delante de él.
Mi querido tío Tomaž, que se sentía tan feliz porque partíamos a
Dachau, donde estaríamos más cerca de casa, era tan sólo uno
de los miles de los que se convirtieron en sustancia gastada,
como los trapos, las vendas podridas y las cucharas de madera
que con palas se echaban fuera a través de las ventanas. Cuando
a veces leo las descripciones de los demás o reflexiono sobre
ellos, me parece que en el mundo de los hornos eternos yo
presenciaba tan sólo su parte macabra, como los empleados del
hospital municipal que trabajan en el sótano o como los
sepultureros del cementerio. Y considero que la imagen que
tienen estos hombres sobre la vida es muy defectuosa, aunque
sus experiencias no dejan de ser reales. Esto es cierto, lo mismo
que aquí las jornadas de trabajo discurrían también en
almacenes, cocinas, fábricas y oficinas. Toda esta actividad, sin
embargo, se estaba reduciendo poco a poco, pero
irremediablemente, a cenizas. De ahí que fueran muy limitadas
las experiencias de un hombre que había conocido solamente
depósitos de cadáveres y cementerios de las ciudades humanas,
porque el ritmo de las ciudades es el de la vida, donde los
adultos enseñan a los niños cómo encaminarse hacia el futuro.
Las ciudades de los crematorios fueron construidas para la
aniquilación de los hijos de los hombres, sin importar en el
departamento en el que trabajases. El barbero afeitaba la
muerte, el almacenero la vestía, el enfermero la desvestía, el
oficial anotaba las fechas al lado de los números, y después,
detrás de cada uno de ellos se elevaba el humo a través de la
alta chimenea. Pues eso, cuando en el appelplatz de Dachau
quitamos de los jergones los restos que aún seguían respirando,
tuve que separarme del personal del revier y unirme a la
multitud del bloque aislado por la cuarentena. En este traspaso
lo más peligroso era un ataque de desesperación que jamás me
había sobrevenido viendo los huesos destruidos, porque las
formas de exterminación que ofrecían eran rotundas. El pánico
aturdido que me acechaba se originaba en la sensación de estar
perdido en medio de una masa fluida, amorfa y extremamente
vulnerable. Era por la noche cuando más se notaba esta ola de
niebla, cuando había que subir a los lechos y en lugar de mantas
nos entregaban sacos de dormir de papel. A causa de ellos había
todavía menos espacio porque el papel se encogía y no era tan
flexible como la manta, por eso el papel crujía durante mucho
tiempo antes de que los contenidos de los embalajes
rectangulares se quedaran quietos. Eramos una mercancía
empaquetada, colocada en una estantería llena que en poco
tiempo podría vaciarse. Mientras estiraba las extremidades en la
ruidosa funda, sentí que se me acercaba un espasmo de pánico,
de manera que me estremecí como si, para ahuyentarlo, tuviera
que salir rápidamente de la armadura crujiente y sentarme. Pero
me controlé y alejé las imágenes desoladoras; me dije que el
cuerpo en el saco en realidad estaba separado y por ello
también más independiente; me dije que los sacos estaban
recién estrenados y limpios, mucho más limpios que las mantas.
Probablemente lo que por fin me calmó fue un grave susurro
que venía del lecho del rincón. Sabía que se trataba de un saco
de papel amarillento que se frotaba contra el saco vecino, pero
para mí era como si se frotaran dos tallos de maíz, las hojas
secas de maíz. No intentaba imaginarlos en ningún campo
conocido, tal vez ni siquiera sentía crujir las hojas secas de maíz
debajo de mí en la cama de mi tío Franc en Mrzlik, sino que
simplemente pensaba: hojas secas de maíz, hojas secas de maíz,
hojas secas de maíz. Como si hiciera un ejercicio mnemotécnico
o siguiera una terapia de autosugestión. El hombre procura
ayudarse como sabe y puede. Además, en estos casos es
importante también otra verdad: no siempre conviene que el
hombre esté consciente del todo. En algunos casos es mucho
mejor quedarse en un estado casi letárgico. Letargía, ésa es la
palabra. Seguro que también en los campos había gente,
especialmente los médicos, que tenían algún plan, y seguro que
otros hacían sabotajes, y hasta seguro que mantenían el
contacto con el mundo exterior, como cuenta el doctor Blaha en
su libro Medicina descarrilada. Pero toda esta gente había pasado
en este mundo mucho tiempo y como les había sido perdonada
la vida y habían sobrevivido a pesar de todo, a escondidas volvió
a brotar dentro de ellos el germen de la vida. Aunque también
su perfil psicológico debió de tener algo de letárgico. En su
rutina. En la rutina de su trabajo. En la sucesión encadenada de
sus gestos. La conciencia total, la definitiva, destruiría su núcleo
vital como una radiación atómica. Así es, pero también aquel
bloque de cuarentena comenzó a moverse. Primero a causa de
los ataques aéreos en los cuales también las células famélicas se
agazapaban mientras que los ojos perseguían los aviones
abatidos, y, más tarde, a causa de las salidas a Múnich, donde
había que retirar las ruinas. No, yo no me fui. Tal vez la mano
amiga que me incluyó entre los enfermeros ya entonces sabía
que yo existía. O fue tan sólo pura casualidad que no tuviera que
irme. Solían partir por la mañana antes del alba y volvían
exhaustos, y justo cuando lograban conciliar el sueño, ya les
tocaba partir de nuevo. Sólo de vez en cuando lograban saciar su
hambre. Por ejemplo aquella vez en que la bomba destruyó un
tren de campaña, tuvieron a su disposición las calderas con
comida para soldados. Se quitaron las chaquetas de rayas,
hicieron un nudo cerca del puño de cada una de las mangas y las
llenaron de una menestra espesa. Pero esto era un pequeño
consuelo, ya que su trabajo entre las bombas sin estallar era
infernal. Entonces ya estaba en el revier. En el bloque número 15,
que era llamado el bloque scheisserei. El bloque de los cagones.
Igual que mi habitación de Harzungen, pero mucho más grande.
Doscientos enfermos en una sola habitación. Como había cuatro
habitaciones, este bloque era una leprosería muy poblada de
cuerpos con diarrea. Una leprosería de aire pestilente que
espirabas en vano por las fosas nasales porque era como si
constantemente penetrara en ti a través de los poros de la piel.
Poco a poco todos tus tejidos lo absorbían, de manera que te
movías en un ambiente al que casi estabas unido. Solamente si
estabas fuera del bloque durante bastante tiempo, al volver te
dabas cuenta de que te rodeaban gases condensados dentro de
una fosa séptica. Pero había pocas posibilidades de salir porque
había mucho trabajo con la gente que yacía en sus propios
excrementos. Quizá se lo deba a mi origen plebeyo, no lo sé,
pero no tuve ningún problema, ni lo tendría ahora, en
enfrentarme al pus, a los excrementos ni a la sangre. Mientras
lavaba los cuerpos sucios tan sólo deseaba que pronto volviesen
a yacer limpios, haciéndome la ilusión de que un cuerpo limpio y
bien colocado en la litera se arreglaría también por dentro. Una
manía inocente. Tal vez la limpieza ritual sea parecida, ya que el
pecador la necesitaba de una manera instintiva. De ahí que
también la necesidad para establecer un rígido orden exterior en
el pueblo alemán no sea más que una tendencia compensatoria
de sus desviaciones interiores. Bueno, pues los enfermos sentían
que mi cuidado no era un mero trabajo de rutina. Porque el
enfermo, lo que muchas veces se nos olvida, tiene los sentidos
extremamente perceptibles. Bueno, con el doctor André nos
llevábamos muy bien, de manera que el cuidado de los
exhaustos se convirtió casi en un trabajo fecundo, exitoso. André
era uno de los pocos médicos que sabía unir de una manera vital
el conocimiento profesional con la cercanía hacia el compañero,
la formación profesional seria con la amabilidad de un chaval. En
aquel tiempo también él estaba más tranquilo porque había
disminuido el peligro de que le enviaran a Breslau, donde lo
reclamaban incluso en los últimos días, cuando ya nos
marchábamos de aquí, de estas terrazas. En aquella ocasión tan
sólo le salvó la falta de medio de transporte. Breslau estaba lleno
de misterio. Se decía que allí las ejecuciones se realizaban con un
hacha y el verdugo llevaba uniforme de gala, con guantes
blancos. Sin embargo, los dos frentes se estaban acercando el
uno al otro y André vivía con la esperanza de que se olvidarían
de él. Se volcó en los enfermos y yo era su fiel enfermero.
Solamente el kapo de nuestro bloque amargaba nuestra
convivencia. Un volksdeutscher[31] de Polonia, Josef Becker. Un
bribón capaz de echar fuera del bloque hasta a ochenta
enfermos a la vez. André se enfrentaba constantemente con él,
porque como era médico podía hacerlo. Conmigo era mucho
más fácil descargar su mal humor, pero se topó con mi
obstinación, típica de la gente del Kras. Como aquel día cuando
se encontró con un enfermo paralítico todo manchado de
excrementos. Yo en aquel momento estaba haciendo otra cosa y
me dije a mí mismo que primero terminaría lo otro. Bueno, pues
Becker me atacó de pleno. Alto, delgado, de cara estrecha y
sombría, era como un cuchillo afilado. Que no quiero tocar los
cuerpos cagados, parecía decir, y me mandó a lavarlo enseguida.
Y lo hice. Pero muy lentamente. Y con mucho cuidado, como si
se tratara del cuerpo paralítico de mi abuelo. Lo hacía en
silencio; esto lo había heredado de mi madre, este silencio
persistente que no deja desatarse. A él le hubiera gustado más
escuchar una objeción, lo que fuera, para poder desahogarse.
Pero yo callaba pensando en lo mísera que era la estirpe
humana porque resultaba que podía darte lecciones de
samaritanismo aquel que sin más daba de alta del revier a los
cuerpos que ni siquiera podían sostenerse en pie y se metían,
mientras se encaminaban al baño, un dedo en el ano para no
ensuciar el suelo. Es comprensible que con un kapo así no
pudiera seguir de enfermero durante mucho tiempo. Debería
haber sido más flexible, me reprocharon luego los compañeros.
Decían que habría conseguido que me nombraran enfermero
permanente de aquella habitación. Pero no puedo imaginarme
violentarme por cualquier motivo. Ni mucho menos por un
Becker. Bueno, pues así me incluyeron en la lista de los
enfermeros que mandaron a Dora. El doctor Arko nos dio un
curso que nos preparó mejor que la mayoría de los enfermeros,
e incluso mejor que alguno de los autoproclamados médicos o
cirujanos. Seguro que mejor que aquél, por ejemplo, que cortó
un tumor en una pantorrilla verticalmente, seccionando el
músculo. El doctor Arko nos llevó también a la sala de disección
donde trabajaba el doctor Blaha, de forma que conocimos al
menos aproximadamente, como estudiantes de medicina, la
constitución del cuerpo humano. Así entré oficialmente en el
barracón, delante del cual por la mañana dejaba a los difuntos
de mi habitación. Éste era el viaje antes del verdadero día,
cuando amanecía lentamente y con dificultad. El carro tenía dos
ruedas y un canal largo de estaño, cubierto con una tapa
también de estaño. De manera que muy temprano llevaba mis
sueños sobre la belleza al descanso eterno en una caja de estaño
alargada. Los miedos amorfos de mi juventud ahora habían
conseguido tener una forma visible y palpable. De vez en cuando
sentían ligeramente el chirrido de una u otra rueda, o también el
chasquido del canal de estaño, pero yo escuchaba solamente el
silencio que guardaban los cuerpos debajo del estaño, el silencio
que se levantaba dentro de mí, mientras empujaba el carro
metálico a lo largo de numerosos bloques.

Ravensbrück. Oranienburg. No los conozco. Belsen. Éste sí.


Nosotros estábamos solamente en los edificios militares, ni
siquiera veíamos el lugar donde poco a poco se descomponían
los restos humanos. Parecía que estuviéramos muy cerca. Pero
también teníamos bastante trabajo con nosotros mismos. A Ana
Frank apenas la conoció el mundo de la posguerra, pero
entonces había decenas de miles de Anas. Entre ellas, también
nuestra Zora. Zora Perello tenía el rostro de la Madona de Rafael
y todos estábamos enamorados de ella. Pero los eslovenos
somos demasiado despreocupados para recoger las cartas de
Zora, sus apuntes de cuando, antes de caer prisionera de la
policía alemana, fue prisionera de la italiana, porque no estaba
dispuesta a aceptar la situación de esclavitud de los eslovenos
dentro del reino de Italia. No sabemos enseñar al mundo quién
fue Zora. El alma mezquina de nuestro pueblo todavía no es
capaz de superar el dolor en el cual nos hemos ensimismado. Sí,
es cierto que se entusiasmó con los combatientes oficiales, con
los héroes que perdieron sus vidas en los campos de batalla,
porque después de todos estos siglos de vida dependiente
fueron como una llama milagrosa que había despertado de las
cenizas. Esta erupción, sin embargo, a pesar de su magnitud
heroica, no puede ser sino una imposición única y
temporalmente limitada, porque no profundizó en los elementos
más esenciales del espíritu de nuestro pueblo. Quizás somos
demasiado rígidos, demasiado pequeños en nuestro egoísmo y
ni siquiera somos capaces de ponernos en la piel de una chica
joven, de una bella alumna de instituto. Como toda la gente
humilde, apaciguamos nuestros complejos con una tendencia a
lo colosal, a lo enorme. Cuando volví a Trieste y supe que Zora
había estado en Belsen precisamente en la misma época que yo,
volvió a apoderarse de mí la insatisfacción que experimenté
cuando llevaron a las chicas desde el búnker hasta el bloque de
detrás de la chimenea. Sentía vivamente que si hubiera cuidado
su ser marchito, podría haber conservado dentro del cuerpo de
Zora el pulso de la vida, por muy débil que fuera. Sentía que, de
una manera milagrosa, hubiera podido influir en ella y quizá tan
sólo mi presencia habría podido evitar que se apagara la luz de
sus pupilas. Evidentemente, esto eran unas mechas ingenuas de
aquel estado de ánimo que me guió en la juventud a rebelarme
contra la opresión, aun que mi irrefutable conciencia de
impotencia era definitiva. Ya había experimentado una vez lo
ingenua que era mi inyección en la cadera huesuda de Ivancek.
Pero a pesar de esta experiencia, mi desconsuelo seguía igual de
vivo porque se trataba de salvar a un ser femenino. La sensación
de haber llegado tarde se transmitía al pasado y desde allí se
apoderaba de mí la maldición de ser un huérfano
completamente abandonado. Sin embargo allí, aunque hubiera
sabido que Zora también se encontraba en el mismo lugar, no
habría podido hacer nada. Tal vez ni siquiera habría podido
encontrar a Zora en el mar de los cuerpos femeninos
extenuados. Además, mientras esperábamos la liberación,
nuestro oído se aguzaba tan sólo para escuchar el estruendo
que se acercaba como una apisonadora kilométrica a la que la
tierra se le resistía con un rumor hueco; más tarde, el
movimiento torpe se hundía y de la lejanía se apoderaba un
silencio incomprensible e infinito. Y es que el griterío de la masa
de cebras en el momento de la salvación era todavía más salvaje.
Hacía mucho que habíamos dejado de creer en ella y el grito
subconsciente que se elevaba en medio de la multitud, era el
grito del hambre y de la suerte a la vez, del terror condensado y
de una ¡hosanna! irracional, un grito del animal que jamás había
formado palabras y un aullido del hombre que seguía luchando
para vencer al animal dentro de sí. Así es, en medio del ambiente
agitado y de las nuevas imágenes, mi pecho volvió a ponerse
enfermo. Era al caer la noche cuando regresaba al «hospital» por
el camino de piedras; entonces la enfermedad volvía, de manera
que dejaba huellas rojas detrás de mí, como un animal herido
que no quiere darse por vencido. Esperábamos a ser
transportados, y dejar de respirar precisamente con el primer
golpe de aire fresco, habría sido un final muy triste. No sé cómo
me sentía, ya no lo recuerdo. Tal vez empecé a correr o al menos
a andar más deprisa. Puede que ni siquiera hiciera esto, sino que
continuara tranquilamente mi camino, guardando en mi mano el
pañuelo, como en el baño de Harzungen. Estaba demasiado
cansado, de manera que después, cuando nos condujeron hacia
la frontera con Holanda, permanecí en una postura medio
sentada, medio dormida en la parte lateral del camión inglés.
¡Belsen! Un nombre demasiado grande para una terraza tan
estrecha. O tal vez no. Porque el destino de una habitación de un
solo barracón era equiparable al destino de veinte o treinta
barracones. En el barracón que entonces estaba situado aquí, en
esa terraza, estaban reunidos los convalecientes, una multitud
que descansaba tumbada, hormigueaba, preguntaba, explicaba,
interpretaba y, sobre todo, siempre esperaba una ración de
comida. Así intentaban llenar el tiempo interminable desde el
amanecer hasta el cucharón del mediodía, y después, hasta la
llegada del pan de munición de la tarde. Más exacto sería decir
que la espera comenzaba por la tarde con un trozo de pan de
munición no más grande que la palma de una mano mediana, y
duraba hasta el cucharón de las doce del día siguiente. La caída
de la noche apaciguaba un poco las exigencias del epitelio
estomacal inquieto, la penumbra con su falta de luz atenuaba
algunos estímulos que con el sueño se paralizaban del todo. Tan
sólo para la conciencia, claro, porque el organismo seguía
luchando para obtener las sustancias que no tenía, como en un
estado de coma o en estado cataléptico. La penumbra, la
acumulación de gente en un espacio tan reducido y la
insatisfacción que dejaba la rebanada de pan de munición
untada con un dedo de margarina desenfrenaban las ganas de
conversar y de moverse. Las células habían empezado a
saborear la satisfacción olvidada de la que iban a ser privadas un
momento después, de manera que acechaban, todas inquietas e
hinchadas, como los picos abiertos de polluelos numerosos. La
multitud demostraba también por fuera el vagar ciego de las
células, así que el tiempo libre antes del anuncio del descanso
nocturno era un intervalo en el cual el inquieto pánico y la
simple conversación se juntaban y mutuamente aumentaban. En
este ambiente híbrido podrían nacer conversaciones sobre las
comidas, intercambios frenéticos de un cuarto, de la mitad o de
la rebanada entera de pan de munición por unos cigarrillos
mahorka, y enfrentamientos verbales o ajustes de cuentas sin
palabras. Como el que presencié cuando pasé por una
habitación antes de que subieran a los lechos. No vi más que un
grupo que se amontonaba al lado de la pared de madera entre
dos literas. El silencio iba acompañado por los golpes de los pies
descalzos sobre las tablas del suelo y una respiración contenida.
Al lado de la pared de madera, que era tan sólo un biombo que
impedía que las fuerzas comunes se disipasen, se formó un
ovillo de tensión colectiva que se estrechaba y condensaba más
y más. Aunque en los cuerpos ya no quedaba suficiente fuerza,
sin embargo las extremidades escuálidas aumentaban la
presión, se enredaban en una masa cónica, en un bosque
angular, y por eso la fuerza de frotación se concentraba gracias a
la fuerza centrípeta aproximadamente en el centro, pero
quedaba dividida y disipada también hacia fuera. Seguramente
se trataba de algún kapo alemán que durante el trabajo pegaba
insaciablemente y ahora él mismo yacía, agotado y consumido.
Una sentencia rápida en la que el hombre no se desahoga contra
otro hombre. Una forma de opresión colectiva, instintiva, como
lo es también la unidad del haz humano aquí en la terraza de la
penumbra matutina, cuando el frío atraviesa el cuerpo como una
criba. No convenía presenciar una escena como aquélla. La
cuestión de si uno había merecido que lo aplastaran como a una
chinche no tenía importancia; yo le hubiera dejado que expirase
por sí solo. Pero era cierto que aquí era muy valioso el jergón. Si
lo ocupaba un malvado agotado, no había lugar para que un
prisionero destrozado se repusiera o que al menos se apagase
con tranquilidad. Por eso alguna vez había ocurrido que, cuando
no podían entrar en el revier porque todos los jergones estaban
ocupados, alguien había utilizado una jeringuilla para mandar a
algún viejo malvado fuera de este mundo. También ellos sabían
que si les destinaban al revier acabarían bastante mal, de
manera que lo posponían tanto como era posible. Se aplicaba el
mismo procedimiento que habían introducido las SS y sus
ayudantes. Una inyección de éter o bencina directamente al
corazón. Cuando no tenían nada de eso a su disposición, se
podía inyectar aire en la vena, lo que provocaba una embolia. Así
el cuerpo que podría tardar semanas en consumirse, a la
mañana siguiente estaba tumbado en el suelo del waschraum. Y
el jergón quedaba a disposición de una de las víctimas del
verdugo que ya había sido condenado. Generalmente los
delincuentes comunes alemanes eran, después de los miembros
de las SS, la autoridad más alta. Pero también eran de otras
nacionalidades. Una noche, en un bloque de aquí, sentenciaron
a un polaco. Se había encargado de ahorcar a prisioneros
condenados. Lo estaban interrogando un belga y unos cuantos
polacos, mientras que Franc hacía de intérprete. Dijo que se
había decidido a participar porque le daban una comida extra.
Además añadió que en realidad no los ahorcaba él, sino que
eran ellos quienes debían dar la patada al bloque de madera
sobre el que estaban situados. No obstante, no había mucho
tiempo para escucharlo, así que le pegaron con un bastón, pero
no lograron romperle la nuca porque la contrajo y se defendió
con los brazos. Por casualidad, justo en aquel momento llegó al
bloque uno de las SS que buscaba a alguien y preguntó qué le
había pasado al hombre que yacía en el suelo como una bola
aplastada. Estaba tan exhausto que tartamudeaba, de manera
que los otros le explicaron al esman que se había caído desde la
litera más alta. El peligro pasó y aquel desgraciado se consumió
aquella misma noche. Por lo visto se ahorcó él mismo. Franc
estaba siempre con ellos y sabía mucho de sus vidas opacas en
la penumbra del largo habitáculo de madera. De un italiano que
llevaba, como si fuera ciego, tres puntos amarillos en medio de
la superficie negra de la manga, pero que veía muy bien. Se
sentaba delante del bloque y hacía calcetines de lana. De un
enfermo ruso con caquexia que se había quedado paralítico, y
del que el ayudante francés pensaba que había muerto, pero
que despertó de repente, cuando ya lo habían dejado sobre el
suelo de cemento. Franc también había experimentado algo
parecido cuando ayudó a llevar un difunto al almacén de debajo
del horno. Allí hubo que subirlo a la pila. El ayudante ruso lo
había cogido con las largas tenazas por el cuello y Franc lo había
agarrado por las piernas. Como habían añadido un peso nuevo,
a uno de los esqueletos del montón le salió a través de la boca
abierta el aire comprimido y parecía como si hubiera soltado un
suspiro. Čort,[32] dijo el chico ruso, y los dos se apresuraron a
salir. Pero un día, yo no sabía qué le pasó, Franc robó en el
almacén un frac. A saber quién se fue al más allá vestido de
aquella guisa. Como si estuviera mareado se lo puso, y apareció
vestido así en la terraza más alta. Delante de la cocina. Se movía
por este lugar de perdición como borracho, se reía de sí mismo,
agitaba los brazos, esperando que en el universo alguna cosa se
accionara, explotara y estallara. Pero inesperadamente se le
acercó uno de las SS por detrás. Le dio un par de patadas y lo
ahuyentó. Tuvo suerte de que todo hubiera terminado con unas
patadas. Algo urgente tendría que hacer el esman si se quedó
satisfecho tan sólo con unas patadas. Mientras lo contaba, Franc
sonreía nerviosamente en el sofá de un pequeño recibidor al
lado del río Liublianica. En una película sacaron un prisionero
vestido de frac, dice, y a los espectadores les pareció inverosímil.
Sin embargo, yo me lo puse de verdad. Claro que el ambiente de
las terrazas de la muerte era distinto del de la película, dice, sería
muy distinto si grabaran una película sobre nuestras terrazas. Y
tiene razón, pero aquellas terrazas habría que poblarlas, porque
los caminos cubiertos de piedras blancas ahora no dicen nada.
Evidentemente, Resnais sabía hacer hablar a los objetos mudos.
Pero su Nacht und Nebel, a pesar de ser excelente, se queda
corta. Debería haber profundizado más en esa vida, o, mejor
dicho, en esa muerte. Debería haberla vivido. Vivir la muerte.
Pero quién sabe si luego hubiera sabido observarla, mirarla con
el ojo de cámara. Bueno, el hombre lo puede todo. En otros
tiempos se bebía vino en el cráneo del derrotado, otros tenían la
costumbre de reducir la cabeza del vencido, de encogerla. El
europeo del siglo  XX, en cambio, quiso tener la calavera sobre su
escritorio, y evidentemente, una calavera con una dentadura
sana, fuerte. La piel humana colgaba en Dachau, cuenta el
doctor Blaha, como las prendas de ropa mientras se secan. De
ella fabricaban piel fina para los pantalones de equitación, las
carteras, las zapatillas y también para encuadernar los libros. Por
eso, dice el doctor Blaha, no convenía tener una piel bella. Su
libro es una galería de revelaciones de trescientas páginas. Y yo
pensaba que más o menos estaba familiarizado con el mundo
del campo, sin embargo, ante estos testimonios no soy más que
un aprendiz. Yo era todo ojos. Unos ojos abiertos de par en par.
No quería penetrar en ningún secreto del lager. Lo esquivaba
como si fuera un rayo invisible que me pudiera aniquilar. No lo
sé, pero en esta actitud seguramente había una falta de virilidad,
una limitación que me imponía instintivamente para no
enfrentarme con la revelación última. Como si el miedo infantil a
la oscuridad se hubiera prolongado, y siguiera utilizando ahora,
la capacidad infantil de eliminación. Esto ya lo había notado Leif
cuando estaba de buen humor y me miraba con cordialidad. No
podía comprender por qué era tan reservado, por ello me
preguntaba por mi patria. Bueno, él era un hombre realista.
Como aquella vez, cuando en verano reunió precisamente en
esta terraza a todos los prisioneros para examinarlos y evaluar
su capacidad de trabajo. Estaba sentado detrás de la mesa
militar sin pintar y delante de él transcurría una fila larga de
cuerpos desnudos. Los dividía en distintas categorías. La tercera
y la cuarta eran para los casos severos de inanición o con alguna
otra anomalía. De este modo el azar no decidiría quién iba a ser
elegido para salir a trabajar. Aquel que le pudo mostrar un
flemón o edema considerable o incluso señales de diarrea en las
aletas angulares de las nalgas, experimentó al sol de verano un
momento de satisfacción. En los cojos y los mutilados se
encendió una mecha de felicidad al intuir que podían incluirse
entre los descartados. A aquéllos Leif no les ponía el
estetoscopio sobre el pecho ni tampoco esperaba de mí, su
intérprete, que preguntara si les dolía algo. Surgían problemas
solamente cuando algún viejo de Istria intentaba hacerle
comprender lo exhausto que estaba. Leif Poulson, el médico jefe
de Oslo, no soportaba explicaciones elocuentes, porque las
consideraba una muestra del lloriqueo itálico. Al principio
miraba con menosprecio mi afán de demostrarle que los
hombres croatas de Istria habían sido abandonados durante
siglos y que era una injusticia doble considerarles personas de
sangre romana, pero al final se rindió. Ya no esperaba cómo
reaccionaría yo, sino que de antemano me preguntaba: ¿Y a éste
qué le pasa? ¿Adónde pertenece? Evidentemente, la
nacionalidad no influía en el baremo, pero en circunstancias
normales es muy importante también de qué humor esté el
médico que evalúa el estado de un enfermo. Allí, sin embargo,
podía ser crucial si Leif dudaba entre poner a una persona
dentro de la segunda o la tercera categoría. Todo dependía de
un solo momento, evidentemente, pero este tiempo bastaba
para incluir el cuerpo desnudo que esperaba delante de la mesa
entre los discapacitados. En realidad tampoco esto era ninguna
garantía de futuro, pero Leif conseguía así que no fuesen los
encargados del bloque los que reunieran las manadas humanas,
escogiendo a puñetazos y patadas los que eran aptos para ir a
trabajar. En el verano de 1944 las circunstancias en el mundo del
crematorio habían cambiado un poco. Podía percibirse la
realidad del segundo frente. Antes de comenzar, Leif entraba
cada día —él a dictar y yo a escribir los análisis y diagnósticos—
en la oficina del kapo del revier para ver las líneas del frente en el
mapa de la pared. Andaba vestido de cebra, alto y cano, con el
estetoscopio alrededor del cuello, como el capitán de la flota
hundida que todavía no había perdido su fe en la navegación
por los anchos mares de la humanidad. Yo también en estos
casos era mucho más reservado, conservaba un escepticismo de
seguridad dentro del corazón o donde se encuentre la sede de la
desconfianza, de la duda, de la vigilia permanente y del acecho
disimulado. Pero me he equivocado, Leif no estuvo sentado en
esa terraza detrás del escritorio militar, sino en la anterior. Ahora
ya estoy en la cima, donde puede verse la viga de la horca de allí
arriba.

Aquella tarde fría nuestra mirada no podía llegar hasta tan alto.
Estábamos muy abajo. Ya no había nieve, pero caía un chaparrón
a cada momento, así que no servía de nada apretujar las
espaldas uno contra otro porque los trapos mojados se pegaban
aún más a la piel. Era un día normal y corriente, como cualquier
otro, y por la mañana no ocurrió nada especial. Es posible que
un miembro de las SS hubiera ahorcado a alguien en los
ganchos de detrás del horno, pero en los barracones no
sabíamos nada de ello. Delante del weberei, el encargado del
bloque metía prisa a un hombre desnudo porque su cuerpo
disecado ya no se daba cuenta a tiempo de los ataques de
diarrea. Se trataba de un jurista de Liubliana, un hombre alto y
flaco, con unas gafas de lentes gruesas. Verfluchtes Dreckstück,[33]
lo insultaba, echándole a patadas al waschraum, al centro, donde
estaban los lavabos redondos. Pass mal, wie er stinkt, der
Verfluchte![34] El puñetazo le hizo salir despedido con los brazos
por el aire y sus gafas se le cayeron al cemento. Las córneas de
sus ojos brillaban, perdidas en la penumbra del oscuro lugar.
Bleib da stehen,[35] gritó el perseguidor, y las manos del pecador
se agarraron al borde gris del hoyo de cemento redondo y plano
situado alrededor del pilar con agujeros encima. De ellos
brotaba una flor de chorros finos ya desde la madrugada, debajo
de los cuales había que poner las cabezas afeitadas y los
hombros desnudos. Pero ahora en los agujeros no se movía
nada excepto el encargado del bloque, que cogió un cubo de
agua helada. Lo echó al cuerpo estremeciéndolo. La columna
vertebral se retorcía como la cadera de un animal cansado bajo
un latigazo. So, Mensch.[36] Y otro cubo desde la izquierda. Y el
agua le bajaba por la espalda y por la escalera de sus costillas
como a través de una ventana enrejada, cubierta por un
pergamino, y así hasta que alcanzaron la mariposa de madera,
de forma que las aguas fecales se acumulaban en el suelo gris.
So, Mensch, so stinkst du nicht mehr.[37] Pues sí. Pero estas
escenas no eran nada extrañas. Cualquiera podía recibir este
tipo de lavado. Lo que temíamos era el appell del mediodía
porque las nubes tiznadas no paraban de elevarse sobre la cima
como unos elefantes sin piernas, con cuerpos grises y traseros
negros. Poco a poco los grandes animales empezaban a
chorrear y luego a rociarnos. Justo cuando acabábamos de
formar filas en las terrazas tal y como deberíamos estar
dispuestos, empezó a caer un aguacero como si nos hubieran
atacado con las mangueras de los bomberos. El encargado del
bloque se movía de una línea a la otra, mirando de soslayo para
comprobar que la línea fuera perfecta; dio una patada a unos
tobillos que sobresalían de la fila, corrió alrededor y golpeó la
espalda de los de la primera fila hasta que apareció el miembro
de las SS que contaba los habitantes de los bloques. Entonces el
encargado del bloque, grande y fuerte como era, se puso rígido
como un tronco y gritó: Mützen ab![38] Y las largas líneas de
manos hicieron chasquear las redondas gorras mojadas contra
las perneras mojadas. El viento golpeaba a ráfagas las largas
filas de las calaveras recién colocadas sobre las empalizadas de
rayas, y el esman, vestido con un impermeable marrón y con una
tablilla en la mano, los contaba, mientras al final de la fila se
encontraba el encargado del bloque con el pecho sacado,
erguido a la fuerza: un gorila con la gorra pegada a la pernera.
Los cuerpos estaban tan erguidos por el recuento, y sobre todo
para que la tela mojada no se pegara a la espalda y que el agua
corriese por la parte exterior del escudo de yute. La conciencia
se resistía a la destrucción con todas las fuerzas y ahuyentaba la
imagen del horno; mientras tanto, el corazón suplicaba que
volviera milagrosamente al mundo humano por muy breve,
efímero y maravilloso que fuese. Sí, es verdad, en aquellos
momentos yo rezaba. Era una repetición rítmica de súplicas
como una cadena de cuentas en el rosario, como unas gotas del
calor guardadas en el baúl de debajo de los arcos de las costillas
mojadas. Era una súplica sincera, una súplica nacida del choque
que provocaba el miedo infinito. Cuando el gorila volvió a gritar,
las manos pusieron las gorras mojadas sobre las calaveras y los
cuerpos empezaron a girar a su alrededor para protegerse del
aguacero; los brazos y los pies eran los canales de desagüe a
través de los cuales el agua de lluvia corría hacia los zuecos y
después a la tierra. Sobre nosotros se arqueaba una cúpula
negra de ceniza mojada que se descomponía vagamente, de
manera que la pendiente estaba envuelta en la penumbra con la
que en pleno mediodía paulatinamente se acercaba el fin del
mundo. Así era en nuestra terraza de abajo, así hasta arriba. A
pesar de todo, los ojos miraban fijamente hacia arriba,
esperando que las filas sobre nosotros se movieran y volvieran a
sus respectivos bloques, y que desde la cocina comenzaran a
llevar las calderas escaleras abajo. Para cada bloque había sólo
dos calderas de colinabo, aguado pero caliente, de forma que
todas las cucharas se volvían locas de anhelo por obtenerla, y la
avidez de las pupilas acechaba la nube de vapor blanco sobre la
caldera. Mientras tanto el cuerpo se encogía de hombros para
que la superficie expuesta fuera menor, extraía el cuello y
apretaba los puños para resistir las olas del frío y de la humedad.
Sentías que el precipicio del vacío en tu interior, de un momento
a otro chuparía el último trozo de razón. Pero las filas sobre
nosotros no quisieron moverse, tan sólo la cúpula baja unía
todavía más el crepúsculo a la pendiente. Tal vez faltaba alguien
y habría que esperarle durante mucho tiempo bajo el aguacero,
todo el tiempo que tardaran en buscarlo, e incluso algo más,
cuando lo llevaran al búnker medio vivo. Poco después el
miembro de las SS subía las escaleras. Movía rápidamente sus
botas en forma de trompeta de un escalón a otro, y filas
paralelas de pares de ojos seguían a través de la red de las gotas
de lluvia su abrigo de goma ondeante. Tal vez apenas había
acabado de inspeccionar el búnker y el crematorio, y cuando
llegara a la cima daría la orden de dispersarnos. Pero las filas
sobre la terraza de arriba permanecían de pie, también las que
estaban encima de ellas y las que estaban arriba del todo,
aunque el abrigo de goma ya debía de haber alcanzado la
cumbre. Parece que un susurro callado removió las filas, o tal vez
ni siquiera fue el susurro, sino solamente un rumor de harapos
mojados frotándose entre sí. El aguacero se estaba calmando, el
viento había empezado a llevar a través del aire gotas aisladas
de lluvia, y desde lo alto llegaba el eco de un martillo de madera
que, al parecer, chocaba contra una viga gruesa. La cúpula
oscura se desintegraba poco a poco y a través de sus restos se
prolongaba un pólipo negro que cubría con su vientre hinchado
de agua la ladera, y amasaba la tierra y los bosques con los
restos humanos. ¿Otra vez los golpes? El pensamiento se
escondió asustado en el cráneo vacío y las miradas se escapaban
a derecha e izquierda, pero al final los ojos tuvieron que parar en
las espaldas de la fila que permanecía de pie sobre la terraza de
arriba. Sin embargo, también estas espaldas estaban inseguras,
inclinadas hacia delante e intranquilas, porque tenían delante de
sí otra fila igual, puesta en la terraza de arriba. ¿Alguien había
hablado? ¿Qué había dicho? El cuerpo temblaba dentro de los
tubos mojados pero no le estremeció el temblor de sentir las
gotas de la lluvia que ahora empezaban a bajar por el cuello al
escuchar una noticia imprecisa, sino que se acentuaba todavía
más el cansancio debido a que los precipicios del hambre les
arrastraban cada vez más al centro de la tierra. ¿Al chico ruso, de
veras? En aquel instante las espaldas de la terraza más alta se
irguieron como si otra vez volviese el esman vestido de goma
para contar las filas; ahora el pólipo en la cima se había hinchado
y sus tentáculos se habían desmoronado, de forma que de
nuevo era un elefante tiznado sin piernas que subía, por medio
de sus rodillas y de su tripa cada vez más arriba. Como si a pesar
de tener sus miembros amputados debiese subir a la cima
adonde lo llamaban las palabras que de vez en cuando se
aproximaban volando como unos lapilli oscuros, expulsados del
cráter invisible de un volcán. Los ojos escudriñaban la fila sobre
ellos porque las espaldas se habían estremecido, como se
habían estremecido también las espaldas de los de más arriba y
de los de aún más arriba. Como si los ojos intentasen deducir
desde el estremecimiento más pequeño de las espaldas la
reacción emocional que se propagaba a través de las filas como
consecuencia de un acto que veían los que se encontraban en la
terraza más alta. Pero eran solamente las espaldas de los
cuerpos las que se mantenían erguidas. Estaban inmóviles, con
las cabezas peladas, pero parecía que poco a poco les
atravesaba una ola de temblor suave que les hacía estremecer
un cuerpo pendiente de adoptar inmediatamente después una
postura rígida. El aire, mientras tanto, atravesaba las alas de una
rapaz negra que en la cima de la montaña picoteaba el hueso de
una calavera de madera. Volvieron a sonar los golpes huecos y
las filas empezaron a moverse. Primero las de la terraza más
alta, después cada vez más bajo, y sosegadamente, para que los
harapos mojados no tocasen la piel. Solamente las cabezas
giraban hacia la derecha, porque en el escalón más alto de la
pirámide permanecía un cuerpo joven, solo, como si pendiese de
la saliva que había escapado del pico de la rapaz cuando ésta
volcó sus alas sobre las nubes aplastadas. El cuerpo oscilaba
lentamente como un pararrayos en rotación, mientras que
desde la cocina a su espalda empezaron a salir las calderas y a
dirigirse escaleras abajo. Las filas giraron para ver el cuerpo
aislado, sin embargo instintivamente siguieron el vapor que salía
de las calderas y les llevaba al bloque. Su movimiento lento se
hacía cada vez más rápido conforme se acercaban al bloque, y
cuando entraron, echaron a correr para agarrar febrilmente los
tazones rojos, sentarse a las mesas y agacharse entre el gentío.
El tejido del sayal mojado se pegaba al cuerpo, y mientras, entre
las mesas, el cucharón se hundía en la caldera, y eso era lo único
que veíamos, ya que durante dieciocho horas seguidas había
dado sentido a nuestra respiración. Finalmente poníamos el
rostro sobre el recipiente y la boca atrapaba el colinabo caliente.
Alguien a quien todavía no le había tocado dijo que el chico
tocaba con los pies el suelo y que tuvieron que descolgarlo y
volver a ahorcarlo. El espacio era cada vez más oscuro a causa
de las nubes frente a las ventanas, que volvieron a adoptar la
forma de elefantes preñados, y el chico oscilaba sobre nosotros,
entre la mesa y la caldera, todo abrazado al vapor caliente. El
que seguía esperando su ración dijo después que el chico ruso
estaba sonriendo cuando le pusieron el nudo alrededor del
cuello, y todos nosotros sentimos que con aquella sonrisa, a
través de una niebla espesa y desde una gran lejanía, había
llegado nuestra redención, de tan bien que nos sabía aquella
comida aguada tan caliente y porque con aquel vapor tan
agradable casi no sentíamos ya la humedad en la espalda, ni en
el muslo ni en los codos, y porque la cuchara de madera buscaba
con tanta esperanza un trozo de patata mientras raspaba el
fondo de hierro.

Las horcas están delante de mí y estiran su pico de madera


vorazmente hacia el cielo de verano. Debajo hay una caja
cuadrada con una tapa que se abre cuando el pie acciona la
palanca. La palanca está situada detrás, detrás del tronco
vertical. Si el calzado acciona la palanca suavemente, los pies del
ahorcado se deslizan lentamente por la tapa que se abre poco a
poco, y arriba el nudo aprieta el cuello sosegadamente. Ahora
comprendo por qué teníamos que esperar tanto tiempo. Una
forma nueva de prolongar la agonía, igual que la inanición de los
cuerpos hambrientos no era otra cosa que la muerte
prolongada. Parece que el hombre alemán necesitaba el ritmo
de un sadismo lento, contenido, porque así podía torturarse
también a sí mismo como un masoquista que quisiera expiar los
crímenes ancestrales de su estirpe. En toda esta locura macabra
desempeñaba un papel muy importante el instinto sexual
depravado, lo cual lo demuestra el gran afán del régimen por
esterilizar y castrar. Durante los experimentos con agua helada,
Himmler insistía en calentar al prisionero congelado con el
cuerpo caliente de una prisionera desnuda. Vino en persona a
Dachau a observarlo y le parecía muy divertido cuando en el
prisionero, que no había muerto durante el experimento, el calor
del cuerpo femenino despertaba su deseo sexual. Aunque este
robusto utensilio de madera se parece mucho a las horcas a lo
largo del Piave, donde ahorcaban a los patriotas checos que
habían capturado junto con los soldados italianos. Recuerdo las
fotografías del libro de Matičič Los campos sangrientos. Filas de
horcas rudimentarias que había mandado levantar el general
Wurm a lo largo de todo el frente, desde Piave hasta el Tirol,
destinados a más de cien legionarios. Me parece ver cómo las
botas militares de los hombres colgados casi rozaban el suelo,
lleno de curiosos que los rodeaban en un semicírculo, ya que
todos podían venir a verlos. Un espectáculo terrorífico de
advertencia y de miedo. En el libro de Matičič hay también una
foto en la que el verdugo acababa de corregir el nudo corredizo
del cuello de un hombre checo. Éste tenía las manos atadas en la
espalda y se erigía en una caja puesta debajo del árbol en el que
habían clavado dos piezas de madera que formaban un
triángulo. El cuerpo firme permanecía tranquilo, su rostro tenía
una expresión serena, amarga y ausente. Sus párpados estaban
cerrados para que su pensamiento en la penumbra pudiera
quedar más aislado. Quizá partió a su casa para despedirse de
las florestas donde había nacido, de la cara de su mujer. Pero sus
gestos ya se habían separado también de todo aquello, y en
ellos entonces se concentraban una silenciosa tristeza viril y una
soledad rebelde. No pudo imaginarse jamás que su amor puro a
la libertad pudiera acabar tras la valla de un jardín italiano, en
manos de un rapaz que con tanta diligencia preparaba la soga
alrededor de su cuello. Su rostro era un telón oscuro que había
caído ante todo lo que era humano. Su entorno hacía mucho
que había dejado de interesarle; tampoco era consciente del
soldado que apoyaba la palma derecha en el tronco del árbol,
fijaba su mirada en la caja en la que estaba colocada la víctima y
apenas esperaba poder darle finalmente una patada. El chico
que pendía aquí a la hora de comer se había estado burlando de
las autoridades del campo que se habían reunido, y cuando lo
desataron porque el primer intento había fracasado, estaba tan
presente de ánimo que acumuló saliva y escupió a los
representantes del nuevo orden europeo. Ana Frank dice que a
pesar de todo no dejó de creer en la bondad de la esencia del
hombre. Y estoy de acuerdo, pero la cuestión es cuándo la
humanidad llegará a organizarse y quién la organizará de
manera que pueda prevalecer la bondad y no la depravación y el
sadismo. Ahora acaba de llegar el grupo con el guía que se
apoya en el bastón. Explica la técnica de la estrangulación lenta,
mientras yo me encamino hacia aquella parte de la terraza
donde se encuentra un trozo de ferrocarril de vía estrecha, un
vagón volcado y una pila de piedras de granito. Objetos sencillos
y abandonados, pero más significativos que una larga
descripción sobre los cuerpos atrofiados que tenían que luchar
con las piezas de granito de la cantera. Yo no lo había
experimentado, pero sé que si hubiera tenido que transportar
los grandes bloques de piedra, ahora no sería uno de los
visitantes que se fijan en las vías y el vagón. Debo agradecérselo
a mi dedo meñique. Y a Jean. Porque si Jean no hubiese
informado a Leif sobre mí, mi venda de papel pronto habría
cumplido su misión. La proximidad de otros visitantes me
inquieta. Tengo la sensación de que esta tarde no he venido
desde el mundo externo, sino que les había estado esperando
aquí y los he recibido como reciben todos los prisioneros
cualquier noticia que para ellos representa un trozo de la vida
real. Por ello me acerco de nuevo para escuchar al guía. Habla de
un checo que era un atleta profesional, un campeón en salto de
altura. No se sabe dónde había encontrado una pértiga para
saltar en la terraza más baja, por encima de la alambrada, por
encima de la corriente eléctrica, y caer en libertad entre los
árboles. Evidentemente, lo capturaron. Como los turistas
rumorean, no entiendo qué hicieron con él. Sólo hay dos
posibilidades. O bien se torció el pie al caer, por lo cual no pudo
llegar lejos, o bien saltó correctamente y huyó, pero lo
alcanzaron los pastores alemanes. Ahora me acerco más al
grupo. El hombre recostado sobre el bastón dice que llevaron al
chico checo ante el comandante del campo. Éste se mostraba
maravillado por sus capacidades y le dijo: ¡Si vuelves a saltar,
serás libre! Claro que el chico desconfiaba de sus palabras, pero
no tenía más remedio, había que volver a intentarlo aunque no
estuviera convencido de poder salvarse de este infierno. Y volvió
a saltar con su palo la alambrada de corriente eléctrica. Sólo con
tocarla, la corriente le hubiera electrocutado. Pero aquella
agilidad digna de un sokol[39] no lo salvó de la soga. Así se vio
cumplida la palabra del comandante alemán, observa el hombre
que en este momento con su bastón parece ingenuo y senil. Es
cierto que lo dice para despertar el rechazo en la gente, pero con
ello ha destruido la atmósfera creada por las imágenes extraídas
de su memoria. Yo, mientras tanto, reflexiono sobre la historia
del académico checo del libro de Maticic. Lo capturaron al lado
de Piave y debajo de la horca hablaba de la libertad, del final que
le esperaba a la madrastra de Austria, y después orgullosamente
rechazó la ayuda y se colocó el nudo él mismo. Pero la soga se
rompió. Entonces saltó un bravo legionario diciendo que según
la legislación austríaca un condenado a muerte quedaba libre si
la soga se rompía. Sin embargo, la respuesta fue muy breve.
Nach einmal aufhängen.[40] El académico se alejó de los
ayudantes, porque no quería que lo tocaran. Además, dijo: ¡Pffff!
¡Tramposos, sinvergüenzas! Un cuarto de siglo dista de aquel
«¡pffff!» y del escupitajo del ahorcado al comandante de las SS, y
sin embargo los caracteres de los actores de estas tragedias no
habían cambiado en absoluto. La sed de sangre germana se
enfrentó dos veces con el orgullo eslavo sereno y tranquilo. De
hecho, además del amor, que sin duda es primordial, la noble
rebelión contra una realidad injusta es lo máximo que podemos
hacer para salvar la dignidad humana. La superación de una
realidad miserable es una gran herencia que debemos transmitir
de una generación a otra y ya está tan unida a nuestros genes
que ninguna fuerza podrá arrancarla de nosotros. Pero qué
maravillosa es la historia del atleta que ahora oigo por primera
vez. Esto significa que alguien, a pesar de todo, intentó romper
el círculo vicioso de la impotencia y de la lenta agonía. Alguien
por fin sintió la llamada de los árboles más allá del horno. El
atleta y su salto hacia la libertad. El salto hacia la libertad. Cabría
reflexionar sobre esto más detenidamente. Siempre vuelve a
confirmarse que el hombre, cuando está sano y en plenas
facultades mentales, puede afirmar con rotundidad cómo hay
que actuar en cada circunstancia; pero esto pierde su validez si
cambia su estado fisiológico o mental. La savia de su tejido se
seca o se escurre hacia fuera, los reflejos se reducen poco a
poco, el estado mental cada vez se parece más a una imprecisa
apatía. Necesita tener la mente ensimismada para convivir con la
muerte, para salvarse de la locura. No, no tiene ningún sentido
hablar de ello ahora; cuando el hombre se convierte en una
sombra, sus movimientos se prolongan y alargan hacia el
infinito. Entonces la única solución posible es una rebelión
multitudinaria que una todas las chispas de energía en una ola o
una avalancha. Pocos intentos conozco que fueran
multitudinarios; por ejemplo en Mauthausen. Todo el bloque por
la noche corrió afuera y arrojó sus jergones a la alambrada de
alta tensión. Seguramente sólo unos pocos lograron atravesar
las ametralladoras y los perros, pero todos los caídos salvaron su
dignidad humana. Sin embargo, es inútil reflexionar sobre ello
ahora, totalmente inútil.

He esperado a que el grupo se alejase y después me he


acercado al utensilio vertical. No sé qué ha incitado mi pierna a
doblarse al lado de la palanca, tal vez la inclinación instintiva de
imitar lo que parece ser la ley básica de todo ser vivo. Tal vez he
intentado comprobar qué resistencia ofrece la tapadera y cómo
responde a la presión de la palanca. Quizá he querido saber si,
después de veinte años, el aparato sigue funcionando. Cuando
mi pierna se ha levantado del suelo, dentro de mí todo se ha
resistido a esta actitud, y desde un fondo invisible se ha
acercado la nube que aparece siempre que hago algo que podría
ser castigado con una sanción indefinida. Pero me he dicho que
tengo que vencer al fetiche de madera, que tan sólo constataré
cómo cede la palanca y con qué fuerza tiene que empujarlo el
pie hacia abajo. Sin embargo, el conjuro no ha servido de nada y
a pesar de que quiero comprobar rápidamente lo flexible que es
la palanca, a la vez me doy cuenta de que esta constatación no
me importa en absoluto; de mí se ha apoderado la vaga
sensación de que sólo quiero penetrar ciegamente en una
atmósfera sin almas y profanada. Me he alejado del tronco de la
grúa de madera y el pie derecho se ha movido instintivamente
para limpiarse la suela de la sandalia; pero no he encontrado
nada, sólo los trozos afilados de grava blanca que cubren la
terraza con una capa gruesa. Al pasar al lado del vagón y los
carriles, me he sentido terrible por mis instintos humildes, pero
a la vez he pensado que había sido un pie humano el que había
accionado la tapa para que por ella pudieran deslizarse los pies
del chico colgado. No, esto no ha sido una excusa que quiera
explicar mi comportamiento ingenuo, sino tan sólo una
revelación amarga de que en la huella que dejó un pie humano,
tarde o temprano puede ponerse otro pie hasta entonces del
todo inocente.

Ahora debería dirigirme hacia la salida, pero otra vez me


demoro, igual que abajo, cuando no he podido decidirme a subir
las escaleras. Observo la ladera pronunciada y me parece que ya
de antemano tengo una sensación de nostalgia irracional que se
apoderará de mí cuando me encuentre fuera. Estoy en un
cementerio silencioso, donde residí y desde donde partí para
irme de vacaciones y adonde acabo de volver. Soy un habitante
de este lugar y nada tengo en común con la gente que se
marcha hacia las puertas enrejadas, y que pronto volverá a
contar sus vivencias, dividir las horas y desmenuzar los minutos.
Este de aquí es el refugio de un mundo perdido que se extiende
hacia el infinito y no puede topar jamás con el mundo humano
porque no convergen en ningún punto. Estoy tan fuertemente
unido a él como el hombre que en el desierto del Sáhara se ha
convertido en una llama entre otras llamas, donde lo ha
traspasado un vacío infinito y una inmensidad demoledora, de
manera que desde la distancia se siente dividido e insatisfecho,
anhelando una unión nueva. Pero el fuego del desierto es limpio
y los granos de arena son inocentes, mientras que aquí eran las
manos humanas las que encendían los hornos, y la tierra de este
mundo está mezclada con la ceniza. Tal vez no puedo separarme
de las terrazas precisamente porque forman un círculo tan
pequeño que lo puedo abarcar con una sola mirada. No hay
divisiones como en otros campos y nada se prolonga ni se
expande a ninguna parte. Todo está al alcance de la vista. Todo
está dispuesto razonablemente y a la exigente dueña le habían
tallado sensiblemente las escaleras dentro de la roca, de forma
que sin dificultades podía descender a su ardiente altar de
sacrificio. No lo sé. No sé qué es lo que me falta. Me marcharé
como los demás a través de la enrejada puerta de madera y
llevaré conmigo este ambiente a la fragmentación cotidiana. Es
posible que el origen de mi indecisión sea precisamente la
necesidad de llevar, además del silencio de esta atmósfera,
también algo más. Alguna cosa que no anulase la imagen, sino
que eliminase su fuerza casi onírica. Y sin embargo no puedo
llevar nada. Además, también esta visita, que ha dado un poco
de sentido a la falta de un objetivo claro para mis días humanos,
sin querer ahora se está convirtiendo en una especie de acto
piadoso. Pues que lo sea. Que sea al menos una ofrenda a las
manos de los compañeros apagados. No hay ningún germen
vivo aquí que pudiera llevarme. Ninguna revelación. Y si es que
he tenido alguna revelación ha sido que no puede existir una
divinidad buena y omnipresente que a la vez sea un testigo
mudo de esta chimenea. Y de las cámaras de gas. No, si existe
alguna divinidad, entonces está unida a las cosas, a la tierra, al
mar y al hombre y no conoce ni puede distinguir entre el bien y
el mal. No obstante, esto de nuevo significa que sólo el hombre
puede ordenar el mundo en el que vive, cambiarlo de tal manera
que dentro de él puedan realizarse más cosas buenas que
malvadas. Entonces el mundo, al menos en la medida humana,
sería más aceptable. Entonces el hombre se acercaría a la idea
de bondad con la que sueña ya desde que es consciente de sus
facultades. Entonces se acercaría a la imagen de una divinidad
bondadosa que ha engendrado su propio corazón. Bueno, ahora
sí que tengo que salir fuera, porque no hay nada que pueda
llevar conmigo de viaje de esta alambrada circular de espino
oxidado.

Estoy fuera y me encuentro delante del monumento que se erige


cuarenta y cinco metros sobre las largas y densas filas de cruces
blancas. Cada francés reducido a polvo en el mundo del
crematorio alemán tiene su propia cruz. Nécropole nationale du
Struthof. Un cementerio para todos los pueblos. El monumento
está realmente lleno de dignidad, una prueba del amor de un
gran pueblo hacia sus hijas e hijos. La mitad izquierda del alto
cilindro está tallada por una espiral que cae empinada y gira
hacia la parte interior cuando alcanza el pedestal. El vacío ha
consumido la mitad derecha, de manera que no queda más que
un borde vertical y puntiagudo. En la parte interior de este
símbolo majestuoso de vida truncada el escultor ha tallado la
imagen de un cuerpo raquítico, irremediablemente atrapado
dentro de la piedra blanca, tal y como fue irrevocablemente
atrapado en las tenazas deslumbrantes de la despiadada
cantera. La punta aguda del monumento es una lanza triangular,
clavada en el cielo, y la figura está dirigida hacia Donon, de
manera que delante de sus cavidades oculares se abre todo el
anfiteatro de los Vosgos. Reflexiono sobre lo sabio de la idea de
un cementerio para todos los pueblos en el campo que dejaron
dentro de la alambrada, como atrapado por una red que ha de
protegerlo ante la debilidad de la memoria humana. Más que
admirar con serenidad el orgullo y la piedad de una gran nación,
siento vivamente dentro de mí un rechazo a la manera con que
hace poco nosotros discriminábamos a aquellos que volvieron
de las colonias de aniquilación, y mucho más a todos aquellos
que no tuvieron esa suerte. Como si alguien hubiera decidido
que la humillación vivida aquí habría de acompañarlos durante
toda su vida, que se quedaría grabada en sus frentes igual que
los números que nuestras mujeres tienen tatuados en su
antebrazo izquierdo en memoria de Oświęcim. ¿Por qué ha de
ser de esta manera? ¿Por qué hay una gloria de valentía pura
para aquellos que cayeron con el fusil en la mano y yaciendo
detrás de la ametralladora, mientras que para aquellos que
fueron vaciados por el hambre solamente ha de quedar un
recuerdo pronunciado con prisa, y después el silencio? ¿Por qué
os habéis estado liberando de una manera tan ruin del huésped
inoportuno? ¿Acaso no era esta persona la que desde la
retaguardia apoyaba la lucha del combatiente, tan valiente como
quien llevaba las armas? ¿No podría considerarse incluso más
valiente porque, cuando fue capturada, pudo fiarse tan sólo de
la fuerza de su razón, mientras que el héroe, ahora coronado
con la gloria, tenía entre su cuerpo y el cuerpo del enemigo un
fusil con el que defendía su coraje? ¿A qué se debía este doble
criterio? ¿Y si es verdad que algunos actuaron mal y hasta
colaboraron con los destructores (cosa que habría que
demostrar), por qué debería caer la sombra malvada sobre toda
la multitud de los fallecidos y el pequeño grupo de los que
sobrevivieron? Sin embargo, también los que volvimos tenemos
la culpa, porque no nos rebelamos. Decepcionados ante el
mundo de la posguerra, nos encerramos en nuestro propio
mundo y de puntillas nos íbamos a los paisajes abandonados
donde desde la tierra herida brotaba la mala hierba. Deberíamos
haber hablado en voz alta, no sólo por nuestros compañeros
convertidos en ceniza y para defender nuestro honor, sino sobre
todo para evocar a la conciencia de la gente el valor del sacrificio
no ponderado que pertenece, todavía más que el sacrificio en el
campo de batalla, al patrimonio de la humanidad.

Camino por la parte del sendero que sube sobre el campo.


Conduce a la cantera, pero no tengo intención de llegar hasta
allí. A la izquierda todo el tiempo está el bosque, y a la derecha
ahora una pradera, ahora una falda rocosa. Desde detrás de la
curva de vez en cuando surge algún coche y los ojos de los
viajeros se paran en un peatón que, de un momento a otro, la
penumbra unirá a la paz de los montes. En otro lugar los viajeros
también se asombrarían al ver a un hombre perdido en la cinta
de asfalto nocturna, porque deduciría de su paso que no tiene
rumbo fijo y que no le importa en qué dirección va a dirigir sus
pasos. Así era como me miraban en la carretera de Dutovlje, por
lo que me dirigí al parque junto a la escuela. Ahora debo de
parecer la sombra de un difunto que se ha equivocado y ha ido a
parar a una carretera mientras vagaba por los amplios campos
de la eternidad. El conductor por un instante vacila si levantar el
pie del acelerador o bien pisarlo más fuerte. Tal vez estos paseos
no tienen ningún sentido, pero no puedo evitar estar tan
firmemente convencido de que el hombre tarde o temprano
recobrará la razón y se hartará de construir grandes ciudades y
de correr febrilmente por sus laberintos llenos de ojos verdes y
rojos por todas partes. Creo que llegará una época larga, en la
cual la humanidad se dispersará y volverá a buscar el verde y los
bosques y los ríos; en la paz y en el silencio de entonces podrá
aclarar las cuentas de todas las aberraciones del pasado.
Evidentemente no creo que vaya a dejar de lado el progreso,
pero al darse cuenta de que las enormes aglomeraciones
metropolitanas no representan ninguna salvación de nuestro
destino, se calmará y comprenderá que su patria está en la
naturaleza. Siempre y cuando alguna de sus aberraciones
neuróticas no acabe destrozándolo como a un átomo. Sí, ésta es
la incógnita. El hombre es lo suficientemente loco y curioso
como para querer probar también esto y convertir el planeta en
el que vive en fuegos artificiales. Aunque deberían bastarle los
paisajes que a partir de las imágenes de Hiroshima puede crear
nuestra imaginación. Cuando hace dos años estuve aquí no
pensaba en estas cuestiones, pero el paseo por la carretera
solitaria también estuvo lleno de una angustia inesperada. Antes
pisaba, como hoy, los escalones viejos, parándome en cada
terraza, caminando simplemente entre los objetos conocidos,
moviéndome en un ambiente familiar. Pero cuando me
encontraba delante del bosque oscuro, me atravesó una
descarga eléctrica ligera, aunque claramente perceptible. Era
como si hallándome en medio de la naturaleza libre me hubiera
despertado de repente. Como si, a pesar de los largos meses
que había pasado aquí y a pesar de los años durante los cuales
había recordado todo esto, sólo en aquel momento hubiera
descubierto qué imágenes tan oscuras llevaba dentro de sí esta
montaña. Era una revelación interior que se encendió de
repente, como la luz que esclarece el espacio negro de la cámara
de fotos. Me di cuenta de lo marcada que estaba la ladera que
acabo de dejar detrás y me pareció que la falda de la montaña
profanada estaba cargada de una oscuridad de plomo que en un
terremoto inaudible dentro de poco le romperá sus capas, y que
de un momento a otro se apoderará del monte el frío de un
precipicio sin fondo, dentro del cual se hundirá. Pero a la vez era
como si la tierra ya se hubiera abierto y de dentro de ella
hubieran empezado a despertarse frutos negros, bolsas
abortivas de los que se rebelaron contra la interrupción forzosa
del crecimiento. No, no lograré acertar a descubrir ni siquiera de
una manera aproximada la horrorosa experiencia de este
ambiente. Porque era también como si todos los difuntos
estuvieran presentes aquí, en la carretera que cubre la espalda
oscura de los altos árboles, y no más abajo, en las terrazas; pero
su cercanía viva no era parecida a la cercanía de los espíritus que
se movían en la sombra espesa de los troncos silenciosos, sino
que parecía más bien un ataque de una multitud que defiende
su territorio ante la curiosidad de un cuerpo intruso bien vestido
que pasea con un calzado de verano. Esta vez no se ha repetido
esta experiencia. Evidentemente también ahora pienso en las
largas filas que parten rumbo a la cantera y vuelven de ella, y
recuerdo que hace dos años de repente tuve la sensación de que
me iba a topar con la pataleante columna de cebras que surgiría
justo detrás de la curva, y de que este presentimiento había
desencadenado esa vivencia terrible. ¿Acaso temí encontrarlos?
¿Tuve miedo de aquellos que siempre me acompañan y a los que
yo también acompaño? No, sería mejor decir que en medio del
silencio nocturno concebí la llama de la clarividencia que de vez
en cuando experimentan el artista y el asceta; fue el despertar
de un estado de apatía en el que nos había hundido la muerte.
De ahí que el símil más adecuado fuera el de los embriones que
en la oscuridad despertaron para mí de una inmovilidad eterna;
probablemente el terror de su presencia hostil aquí, fuera del
ámbito de la alambrada, se originaba en la conciencia de que su
exterminio masivo se unió a la soledad infinita de la naturaleza y
del universo para establecerse integralmente como una antítesis
terrible a mi existencia. Pues sí, tuve un contacto directo con la
desnudez del cosmos, con la experiencia de un vacío absoluto,
con el roce con la nada, con el núcleo de la nada que jamás
resucitaría, porque no lo llamaban ni el ojo del hombre ni los
sentimientos nobles del hombre.
Struthof. Quinientos metros más abajo del campo, en
dirección hacia Schirmeck. Y un pequeño trozo de camino
después de separarse del asfalto. Una pendiente corta que se
abre delante de un gran hotel de montaña. Un pariente lejano
de El Águila Montañosa de Trenta. He venido para ver el edificio
bajo a la izquierda. Está construido como un búnker
independiente en una ligera elevación. Como la puerta está
abierta de par en par y pueden verse los azulejos blancos sobre
las paredes, parece realmente el baño de una casa rural. Aun
cuando uno no supiera nada sobre esta celda blanca, enseguida
se daría cuenta de que quien la había concebido tan aislada no
tenía buenos propósitos hacia los hombres. Y aun cuando no
notase que en el techo no hay ducha, se estremecería al sentir la
ola de vacío que se desprende del espacio y abraza el edificio
enano, recortándolo del mundo alpino. Un verdadero baño
evoca el placer de los chorros calientes y las huellas de los pies
mojados; eso es lo que se sentiría incluso en un baño
abandonado que fuese descubierto siglos después de haber
quedado cubierto por las cenizas del Vesubio. En aquellos
tiempos yo no sabía nada de este baño de aquí; pensaba que se
hallaba en algún lugar dentro del campo. Lo envolvía un misterio
que no me interesaba, ya que pertenecía a las imágenes que
intentaba reprimir instintivamente. De los libros publicados
después de la guerra sé que el profesor Hirt disponía de ochenta
cuerpos femeninos y masculinos que Kramer, el comandante de
este campo, recibió desde Oświęcim como regalo para
asfixiarlos con gas entre estos azulejos blancos. El profesor Hirt
los conservaba en el Instituto Anatómico de Estrasburgo para
estudiar en ellos las particularidades somatológicas del hombre
inferior. Los que más le interesaban eran los comisarios judíos
bolcheviques. Cuando los aliados se acercaban a Belfort todos
estos cuerpos, conservados en una solución alcohólica de
cincuenta y cinco grados, fueros descuartizados y quemados, de
manera que el profesor Hirt no llegó a hacer vaciados homínidos
ni tampoco pudo separar las partes blandas de los cuerpos, para
obtener al menos los esqueletos. Berlín presentía que el avance
de los aliados no cesaría. Durante el juicio Joseph Kramer explicó
que las mujeres tenían que entrar completamente desnudas y
que él, después de pasar por el tubo la sal de Hirt, las observaba
por una ventanita. Su testimonio ahora está colgado en la pared,
a la izquierda de la entrada. Esto sucedió en 1943. Al año
siguiente, mientras yo estuve aquí, la cámara se utilizaba sobre
todo para los gitanos. Los vi en el bloque número 5, cuando en el
revier empecé a trabajar como intérprete de Leif. Primero la
cámara de gas entró en el mundo de mi imaginación aunque en
forma de premonición, pero en el movimiento y la frotación del
gran número de cuerpos famélicos se quedó en segundo plano,
más allá de la chimenea y su humo. Sí, es verdad, pero aquella
tarde, cuando volvieron los hombres de Istria, el mal invisible
nos rozó a una distancia mínima. Si aquellos hombres de baja
estatura no hubiesen vuelto y no nos hubiesen contado su
historia, no habríamos intuido nada. Ya no me acuerdo de cómo
los había escogido uno de las SS, si había venido a por ellos al
bloque o bien los había elegido en la terraza delante de los
edificios. Los puso en una fila delante de la oficina y ellos, como
los animales cuando sienten que se acerca una tormenta o un
terremoto, percibieron una inquietud distinta de la que provenía
de los intestinos hambrientos y también muy distinta del ligero
temblor que sientes mientras escogen los que tienen que ir a
trabajar. A causa de las vicisitudes históricas, ellos estaban,
todavía más que los otros eslovenos, preparados para distinguir
matices en la rica paleta de premoniciones. Comenzaron a
agitarse y a mover los pies como los caballos cuando su nariz
percibe el olor del incendio; el miembro de las SS era un viejo
mozo de cuadra que constantemente gritaba, insultaba y
golpeaba a los animales en la cabeza, en medio de los ojos y les
daba patadas en el estómago. Gritaba algo sobre malditos
gitanos y ellos se opusieron como lo harían los sabios
campesinos ante un ingeniero de agronomía sin experiencia.
Nosotros no somos gitanos, dijeron mostrándole la gran  «I»
dibujada con el lápiz de tinta en medio de un triángulo rojo.
Italiener und Zigeunergleich!,[41] gritó el cabo de escuadra y
agrupó a patadas a los hombres que se habían salido de la fila
para enseñarle las iniciales en el pecho. Las letras estaban
torcidas porque las había escrito una mano desacostumbrada a
escribir, pero se veían bien y por eso podrían significar la
salvación. Pero cuando volvió a ponerlos en fila para llevarlos,
como en un pájaro que intuye la desintegración de las capas
más profundas de la tierra, en uno de los hombres extenuados
tembló un nervio oculto, de manera que gritó: Wir sind
Osterreicher![42] Entonces el cabo de escuadra se quedó
paralizado como si hubiera escuchado la orden de un superior.
Was?,[43] preguntó de manera prolongada preparándose para
atacar a las criaturas cebradas. Y éstos, todos al mismo tiempo,
empezaron a hablar y a explicar con prisa la frase milagrosa.
Hablaban en alemán, pero desde finales de la Primera Guerra
Mundial había pasado mucho tiempo y apenas lo utilizaban. El
hombre de las botas quedó envuelto en una espesa madeja de
palabras e intentaba salir de ella con el único instrumento que
las almas alemanas utilizan para superar sus complejos atávicos.
Gritaba. Pero al final se fue a la oficina a por el intérprete.
También el chico de Liubliana que vino tenía dificultades para
entenderles, de manera que, como le habían enseñado en las
escuelas alemanas, primero levantó la voz cuando repetían sin
cesar que eran austríacos, pero finalmente lograron entenderse.
El esman los llevó a patadas y después pudieron volver a nuestro
bloque. Esta experiencia los hizo todavía más débiles y sus
miradas saltaban de una cara a otra como si en nosotros
buscasen explicación para lo que acababa de pasar cerca de sus
frentes, como el viento helado del batir de alas de un ave
nocturna. Sólo cuando vi al primer gitano en el suelo de
cemento del waschraum del quinto bloque y me sorprendió la
espuma azul que le salía de la boca, comprendí el destino del
que habían escapado los hombres de Istria. Nunca me había
preguntado dónde estaba la cámara, me preocupaban más los
chicos gitanos a los cuales el profesor daba una dosis más baja
para poder estudiar la eficacia del nuevo gas. Todavía sigo
viendo a aquel que respiraba con dificultad, como un viejo
asmático. Siempre que pasaba junto a su lecho, su bello rostro
alargado y moreno se volvía para mirar detrás de mí. Él sabía
que yo no podía ayudarle, no obstante deseaba que su destino
se imprimiera dentro de mí, para que lo experimentara en toda
su desesperación y lo acompañase en su solitario camino.
¿Quién sabe si en mis ojos había un pacto silencioso con un
terrible secreto o bien de mis gestos se desprendían solamente
la prisa y el cuidado que nacen de una ocupación real, pero
también de una ocupación con la que nos salvamos de una
vergüenza desagradable y desarmada?

Finalmente, el camping. He vuelto a superar la tentación de


trasnochar en una casa de paredes firmes y dormir en una cama
de verdad en este Schirmeck que prudentemente se halla al pie
de nuestra montaña. Desconozco qué necio deseo de contraste,
de contrapunto me tentó ya durante la primera visita por la
noche con la imagen de una casa arreglada y peinada con
cuidado. He considerado incluso trasnochar en un bonito hostal
que no está lejos de la cámara de gas. He pensado que antes de
dormir podría establecer contacto con las sombras de los
difuntos que se acercarían por la ladera empinada. Pero
enseguida he comprendido la monstruosidad de este intento.
No tenía sentido volver a ser un turista cualquiera sin ningún
deseo de intentar identificarme con las emociones de los otros.
He esquivado la emboscada que han preparado los
sentimientos. Aquí en Schirmeck, hace dos años me ayudó
también la imagen de los ciclistas que pasaron por la pequeña
ciudad a toda velocidad. Desconozco si también por aquí pasa el
Tour de France o simplemente se trataba de una competición
local; le gente se apelotonaba a lo largo de las aceras, esperando
a los ciclistas como si hubiera de venir el salvador, y sin embargo
sólo pasó un coche pequeño cubierto de polvo. El conductor
ponía toda su atención en no pasar de largo por el camino de
montaña que se separa de la carretera principal. No guardaba
rencor a la gente que se entretenía en cosas tan superficiales al
pie de uno de los calvarios del siglo  XX; todo lo contrario, pues
siempre defiendo la vida feliz y alegre; pero aquel recuerdo hoy
ha decidido que debo dirigirme a las tiendas de campaña como
hace dos años. Me he apartado un poco de otras tiendas y
vehículos. Hay suficiente espacio, de manera que estoy solo en
un extremo de la pradera. Las sandalias se me han mojado por
el rocío de la hierba espesa mientras bajaba el asiento delantero
derecho e inflaba el colchón de la marca Pirelli que me habría de
servir de lecho. No sé cuántas veces he repetido estos gestos
durante los últimos veranos: bajar el respaldo del asiento
trasero, poner una silla plegable en medio, disponer sobre ella el
colchón suave e inflado, desplegar las sábanas, ponerlas bien,
estirando de los dos lados, y después colocar la manta de lana.
Sí, es cierto, he repetido estos gestos vespertinos desde los
Alpes hasta Ámsterdam y desde Amigens hasta Tubinga, pero
sólo aquí esta ocupación de viajero se ha convertido en un rito
consciente. La luz tenue de debajo del retrovisor ilumina el
espacio estrecho mientras me preparo el lecho con una
sensación viva de celar la libertad adquirida. Admito haber
experimentado este placer varias veces, pero ahora, aquí, al pie
de la montaña con las terrazas ahí arriba, estoy despierto con
cada fibra de mi organismo. En este momento sé que esta
experiencia nómada es un legado del mundo del lager; no
obstante, con la vida nómada no me escapo de la comunidad,
sino que me ayuda a confirmar una y otra vez que todos los
hombres tenemos derecho a un espacio personal dentro del cual
la comunidad no tiene derecho a meter ni su nariz curiosa ni sus
uñas venenosas. He intentado transmitir a los vivos el mensaje
de los que delante de mis ojos se habían convertido en huesos
humillados tan bien como he podido; ahora ha de permitírseme
ser un viajero libre. He sido un viajero desligado de todo y esta
ausencia de vínculos ahora secretamente se une a todas
aquellas personas que desconocen el deseo de la sangre, y que
poco a poco intentan pasar de ser un mero objeto de la historia
a convertirse en sujeto de la historia.

Estoy sentado al lado del lecho ya preparado. He hervido la leche


y he untado el pan tostado con mantequilla. Intento evocar el
sabor que tenía la barra, gorda como el dedo meñique, de la
margarina del lager, sin embargo el olor de leche de los Vosgos
que sale humeante del recipiente ha ahuyentado las
impresiones del pasado. He dejado que se fueran. Mientras bebo
la leche caliente, tengo delante de mis ojos la planicie bajo la
cima de Krn, donde una vez tomamos a sorbos el recién
ordeñado jugo templado de los pastos altos de Primorska. Quizá
no fuera cierto, pero nos parecía que olía a nigritella, y
sentíamos que con la linfa de nuestras montañas nos
fortalecíamos en la lucha contra el terror negro. Ni de lejos
podíamos intuir con qué montaña habríamos de cambiar las
paredes escarpadas de Tolmin. Sí, es verdad, porque de nuevo
estoy allí. Pienso en André. En el quiosco delante del campo he
comprado su libro. Me ha sorprendido más de lo que pueda
expresarse el hecho de tener en las manos el testimonio de un
compañero querido, de manera que la vuelta al valle no me ha
parecido nada difícil. Debajo de la fotografía de André vestido de
cebra, tomada en el momento de la liberación de Dachau, hay
una cruz con el año 1954. Te has marchado, André, después de
escaparte tantas veces de los pasos mudos de la perseguidora
invisible. Nueve años. Se te ha dado un plazo corto porque
durante este tiempo no lograste impregnarte del esplendor de
los campos familiares, no pudiste saciar la voracidad que
llenaban nuestros ojos inquietos desde que volvimos al reino de
los colores y del crecimiento. ¡Ojalá hubiera respondido a tu
invitación a venir a Sens! Me la mandaste desde el sanatorio de
Villiers y no era más que una nota escrita sobre una hoja de
papel estrecho como el que los médicos utilizan para las recetas.
Un hombre práctico como tú me respondía en el primer trozo de
papel que encontraba, pero responder en un papel de
encabezamiento impreso subrayaba tu victoria sobre el
anonimato de la noche y la niebla. Éste era el título de tu libro.
N. N. Nacht und Nebel. Las dos letras que llevabas dibujadas en la
espalda con pintura al óleo. Como al principio los noruegos y los
holandeses, y después también los franceses y los belgas. Dos
grandes enes sobre la espalda que significaban que teníais
prohibido salir del campo, y que deberíais extinguiros en el
territorio cercado por la alambrada. Aclaras que las palabras
simbólicas están tomadas de la ópera de Wagner: Nacht und
Nebel gleich![44] Y en el lugar donde había una figura humana
aparece una columna de humo. No sé, habría que comprobarlo.
Pero sé por experiencia que a los alemanes les gusta unir el
terror con la música. La orquesta en Dora. La orquesta en
nuestras terrazas muertas. Las notas les afectan como una
droga especial. Como el hachís que primero causa alucinaciones
y después irrita el organismo, que enfurece y se vuelve loco. Es
cierto, habría que buscar el germen de toda esta
deshumanización, porque no bastan las meras explicaciones
económicas y sociales; tampoco la teoría de las razas de
Chamberlain. Tú, André, por ejemplo, en las primeras páginas de
tu libro citas como un lema las frases de Nietzsche de que no
puede ser grande quien no siente la voluntad de causar un gran
sufrimiento. Porque cada mujer, cada esclavo, sabe sufrir; sin
embargo, la primera condición de esta grandeza, dice, es no
dejarse abatir por los remordimientos interiores y la ansiedad de
la duda mientras provocas un gran sufrimiento y sientes su
grito. Los creadores son duros y habrá que alcanzar el placer de
ser duro, de imprimir tu sello a los milenios. Indudablemente
estas frases contienen el germen de todo el mundo crematorio,
aunque tal vez Nietzsche con su élite, con su artista tiránico y
aristocrático jamás pensaba en aquellos héroes que creó el
nazismo. El filósofo Russell afirma que a Nietzsche no se le
hubiera ocurrido que también su superhombre pudiera ser un
producto del miedo, ya que quien no teme a sus vecinos, no
siente ninguna necesidad de destruirlos. De manera que
probablemente éste sea un esbozo de la adecuada explicación
del éxtasis loco de la estirpe alemana. Un miedo atávico. El
miedo de las élites a desaprovechar un momento histórico para
demostrar sus facultades. El miedo de la multitud ante las élites,
el miedo que bien pronto se convierte en la admiración del
poder, de un orden perfecto y de una disciplina automática. El
irracionalismo y Rosenberg también pueden explicarse por el
miedo. Porque no cabe duda de que se trataba de la lucha del
capital occidental por someter nuevos territorios, por conseguir
nuevas colonias. Por ello tú, André, no tienes razón cuando en la
introducción preguntas al lector si no sería mejor destruir a la
estirpe que dio a Nietzsche, Hitler, Himmler y los millones de
ejecutores de sus ideas y órdenes. No tienes razón, porque sin
darte cuenta aceptas el mal que te atacó. En tu ira sagrada fallas
como médico. Si bien es cierto que el cirujano corta la carne
putrefacta para prevenir el desarrollo de metástasis, procurando
eliminar todo el tejido maligno. Pero cuando se trata de la
sociedad humana, hemos de tener mucho cuidado con estas
comparaciones y analogías. Hay que cambiar el entorno y no
matar al asesino que había depravado su entorno. De ahí que la
decepción del hombre de posguerra no se origine en el hecho de
que el pueblo alemán no hubiera sido destruido, sino porque
hay gente que, a causa de planes estratégicos permite que
perduren las antiguas aberraciones, porque se utiliza a la gente
contagiada para construir una nueva sociedad europea, porque
hay quien permite que se organicen juicios de opereta que se
mofan pública y jurídicamente de diez millones de europeos
convertidos en cenizas. Porque, como constata el doctor
Mitscherlich, ninguno de los condenados proclamó en defensa
propia la frase más sencilla: Lo siento. Cierto es, André, que a ti
la experiencia de un terror monstruoso te tocó tan
profundamente que preferirías tirar la manzana podrida. Te
empapaste del olor pestilente de la descomposición, del hedor
del pus y de la disentería en los que trabajábamos y dormíamos,
de manera que todo tu ser se rebelaba a tener piedad de la
estirpe que había contaminado de este modo a Europa y al
mundo. Te comprendo, pero también sé que no eres prudente y
siento mucho que ya no estés, porque mañana mismo iría a
verte a tu ambulatorio también para hablar contigo sobre la
cuarta edición de tu libro. Para mí eres también André Ragot, el
médico de Sens, pero ante todo sigues siendo un hombre joven
con zuecos de madera, vestido de cebra, por la camisa
desabrochada casi un chico, un médico sacrificado que no tiene
miedo del tifus, y a la vez un joven francés apasionado que
confía en su patria y en la libertad del espíritu. Me resultas
mucho más próximo que los que están cerca de mí, pero que no
comparten nuestro secreto.
Hace tiempo he apagado la luz de debajo del retrovisor y
ahora voy a echarme, pero por un momento me gusta observar
otras tiendas de campaña. Casi todas están sumergidas en la
penumbra, tan sólo de una surge una franja amplia de luz. Me
recuerda la cola tupida de una zorra que iluminó el faro
izquierdo de mi coche en un cruce en Stanjel. Ya es muy tarde y
nadie juega entre las tiendas como ayer en Tubinga. La tienda de
campaña más cercana está a mi izquierda: cinco o seis personas
están sentadas en las sillas plegables alrededor de una mesa
baja. Hablan silenciosamente de manera que no puedo
distinguir su nacionalidad; al fin y al cabo carece de importancia,
pueden ser noruegos o bien holandeses. Quizá los ha traído aquí
la necesidad de darse cuenta de que el hombre en esta parte de
Europa necesita la unión con la naturaleza y ahora en el silencio
escuchan su sonido escondido. Tal vez hasta saben qué
significan las grandes iniciales N. N. y han visitado las terrazas
allí arriba, de forma que esta noche sus asombrosas imágenes
van a enredarse en sus sueños. La unión con la naturaleza ahora
está rota, pero la recuperarán cuando se encuentren en los
fiordos, al lado de los tulipanes o debajo de las aspas de los
molinos de viento. En la oscuridad ahora callan
respetuosamente en presencia del misterio de la tierra y del pie
de la montaña que tapa invisiblemente las viviendas de lona de
los nómadas del siglo XX.

Probablemente no he soñado nada, sino que las impresiones de


la visita de ayer deben de haberse enredado entre las sombras
que ha traído la noche de Markirch antes de quedarme dormido.
Tampoco tengo la sensación de haber dormido mal, de haberme
despertado como en el camping de Tubinga, donde estuve
dando vueltas en el estrecho lecho. Quizás lo he pensado antes
de dormirme y ahora, cuando la noche ya ha pasado, veo las
imágenes como a través de un velo espeso de la memoria recién
despertada. Tengo la sensación, como si en la noche me hubiera
escondido dentro de un barracón y esperara a que el guardia
cerrara la puerta del establo abandonado. Cómo podría
imaginarse que alguien tuviese ganas de pasar la noche en este
sórdido espacio: ni que fuera un guardia del Louvre que tuviera
que proteger óleos famosos. Aquí no hay cuadros que pudieran
despertar el deseo de alguien. Es verdad, era como si en plena
noche saliera del barracón y me parara en una terraza. A mi
derecha, la oscuridad se quedaba atrapada en el pico de las
horcas, condensándose debajo de mí; en las explanadas
estrechas a lo largo de toda la ladera se acumulaban figuras
humanas de rayas. Como ya no había barracones, había un vacío
al lado, pero los hombres en las filas, como de costumbre, se
apelotonaban uno al lado del otro para calentarse. Pero no se
balanceaban. Las sombras vestidas con el sayal estaban
inmóviles, pero el tejido no les tocaba. Colgaba de sus hombros
como desde los dientes de unos rastrillos de madera, como
sobre unas perchas de madera que se dibujaban claramente
debajo de la tela floja. No había nadie para supervisar las filas en
las terrazas. Tan sólo yo estaba allí. A pesar de que estuviera
separado de ellos, sabía que yo no era aquel visitante por el que
permanecían allí contra su voluntad. Aunque a la vez tenía una
sensación imprecisa de culpa. Sin poder profundizar en ella y
explorar las fuerzas que la hubieran motivado, delante de mí
aparecía Leif sentado al lado de una larga mesa. Las filas de
cuerpos permanecían desnudos bajo el sol y esperaban a ser
examinados como si se tratara de una decisiva selección. Yo no
era más que un intérprete y no decidía sobre nada. No
perjudicaba a nadie. Y también las decisiones clínicas de Leif
dependían de un rápido examen ocular; el número no permitía
otro método. ¿De dónde venía, entonces, el mudo frío de las filas
cuadradas? Pero si no se habían reunido para que yo las viera,
pienso. Deben de reunirse de esta manera cada noche, cuando
los visitantes vivos abandonan las terrazas. Con su presencia
vuelven a valorar el suelo por el que andaban los calzados de
verano. Permanecen de pie, mudos como unos huérfanos santos
bizantinos y clavan obstinadamente la mirada delante de sí. Al
menos alguien podría volverse y mostrar con el movimiento de
su cabeza que me ha visto, aunque su mirada vitrificada
expresaría seguramente una condena. Pero todo sería menos
doloroso a que pasaran fríamente de mí. ¿Qué me reprocháis?
¿Por qué me dejáis bajar por la escalera como un extranjero a
vuestro lado? ¿Vosotros, que también sois de mi bloque? Porque
todos juntos nos sentábamos o echábamos en el polvo delante
del bloque. ¿O no? Acercábamos nuestras extremidades a la
tierra, con la esperanza de capturar una ola débil de la radiación
curativa de un mineral alejado, una ola misteriosa que
atravesaría las capas gruesas de piedra y el suelo yermo del
campo, y radiaría nuestro atrofiado tejido. ¿Acaso no yacíamos
juntos? Pero no, tal vez yacer de este modo significaba
simplemente una entrega definitiva; expresaba el deseo
instintivo de descansar y de unirse a la sustancia de la tierra para
consolar definitivamente a todos los antagonismos y eliminar
todas las voces. Nuestra inmovilidad era parecida a la
inmovilidad de los ancianos a los que se les han secado las venas
y marchitado los músculos. Pero no, ellos no tienen sentido de
un vacío interior total, el descanso que se apodera de ellos ya no
es consciente. En cambio, el cuerpo que se echaba en medio del
polvo sabía muy bien que en la franja estrecha delante del
barracón había otros grupos que tenían que moverse y trabajar.
¿Acaso no era así? ¿No estábamos todos igual de despiertos por
dentro? Porque hasta que el hambre no alcanza cierto nivel, no
fatiga ni tampoco paraliza, sino que fuerza a los cuerpos a
moverse sin parar, a vagar irritadamente. La voracidad de las
células intestinales se transmite a la vista y al oído, que acechan
irritados para interceptar cualquier reflejo y sonido prometedor.
Todos los seres sabían que ya no podía haber habido ningún
cambio, ni lo habría. Ninguna sorpresa. Pero parece que estar
atento llenaba al menos una de las necesidades de un
organismo insatisfecho. Las miradas, por ejemplo, captaban
todas las negociaciones y los intercambios del pan de munición
por cigarrillos. Había pan para una ración entera, tenía la
superficie de una tarjeta postal y el grosor de dos dedos. Parecía
un cuarto de un ladrillo viejo, sólo que estaba seco y rasgado,
pulido por los lados porque el propietario lo había guardado
sobre el pecho, debajo de la camisa, para evitar que alguien se lo
robara por la noche. Sin embargo, era una rebanada de pan de
munición real. Los ojos que estaban a la espera no podían
comprender cómo era posible que alguien renunciase a él a
cambio de una docena de mahorkas. Los ojos no podían
comprender al fumador empedernido, pero seguían
inquietamente los movimientos nerviosos de sus dedos,
mientras que la nuez de Adán angulosa se movía porque la boca
instintivamente tragaba saliva. De la tensión nacía también la
condena común de quien se jugaría la única y pequeña
posibilidad de sobrevivir, pero a la vez todos los ojos ya
perseguían al nuevo propietario que apretaba contra su pecho el
trozo del ladrillo rasgado y se abría camino a través de la
multitud para saborear lentamente y sin testigos cada bocado.
Bueno, ¿pues no sucumbíamos todos bajo los gritos ahogados
de la materia dentro de nosotros? ¿No éramos todos igual de
vulnerables? Me encontraba en las escaleras a la altura de
nuestro bloque y me parecía que mis preguntas estaban escritas
con letras claras de neón en el aire en medio de la noche de la
montaña, las filas ordenadas las tenían delante de sí y sin
embargo permanecían mudas. ¿Por qué no se movían, por qué
no gritaban? Aunque más vale así. El movimiento de la multitud
irracional también me inquieta. De acuerdo, ya lo sé, entonces
susurré de repente, estáis tan distantes y fríos a causa de aquel
pan de munición que regateé por cigarrillos. ¿He de admitir mi
pecado también delante de vosotros? Pero si lo hice solamente
una vez. Una sola vez. Ya sé lo que pensáis. Que luego ya no tuve
la posibilidad de conseguir cigarrillos. Es verdad, no puedo
garantizar que el hambre no me hubiera vencido otra vez. El
hecho de hacer algo tan sólo una vez no disminuye en absoluto
la importancia del crimen, pero basta para imprimir un sello
imborrable en el alma innoble. Pensaba que si yo no iba a
adquirir aquella rebanada de pan cuadrada, iría a parar a las
manos de otro. Dudaba si obsequiar generosamente los
cigarrillos y saciar la pasión del fumador, o sucumbir ante la
tentación del gusto del pan que la lengua y el cielo del paladar
ya sentían en la boca. Podría mojarlo de saliva tan sólo cuando
cayera la noche si no se aprovechaba aquella ocasión enseguida.
Y el día acababa de empezar. Mi cuerpo acababa de liberarse de
la disentería y ya no me estaba deshidratando. El pan de
munición volvió a apetecerme, aunque durante la enfermedad
me sabía a barro y se lo daba a los demás. No, no busco
atenuantes. Ya cuando debería prevalecer el placer de
saborearlo, era consciente de la vileza de aquella debilidad. Sí, es
verdad, era consciente de mi mediocridad y de la mezquindad
extrema. ¿Me habéis expulsado a causa del pan de munición?
¿Por eso claváis vuestros ojos en el suelo? De todas formas,
alguien podría haberse vuelto. Al menos aquellos que en la
basura buscaban los despojos de patatas. O uno de aquellos que
al mediodía se habían golpeado para poder escudriñar el
interior de una caldera vacía. Pero si después, cuando hacía de
intérprete… Pero por qué me forzáis a humillarme ahora
contando todo aquello. Sí, es cierto, más tarde ya no tenía
hambre, y quien da cuando el hambre ya no le tortura, no tiene
ningún mérito. Es verdad. Pero tan sólo quien tiene suficiente
fuerza puede ser útil. No hay otra manera. Ya lo sé. Queréis decir
que todos los que éramos enfermeros o trabajamos en los
bloques con los enfermos, vivíamos del pan de nuestros
difuntos. A ellos la camilla les había llevado al almacén de abajo,
pero su rebanada de pan de munición se quedaba sobre la
mesa. Lo comíamos, nos alimentábamos con él. Sí, lo comíamos.
Lo comíamos. Intuyo lo que pensáis. El mal no estaba en
comerlo sino en haber contado con él. Sabíamos de sobra qué
ración sobraría. Pero así ya no teníamos hambre
constantemente, ininterrumpidamente; el trabajo nos absorbía
tanto que a la hora de comer todavía no estábamos presentes
con todos nuestros sentidos. No recibíamos vuestro pan como
los creyentes la comunión. No estábamos concentrados en
nuestro interior cuando recibíamos vuestro legado. Actuábamos
como cuando primero durante mucho tiempo permanecíamos
de pie en la noche fría y después nos entregábamos a los
chorros ardientes de las duchas. No nos preguntábamos qué
combustible calentaba el agua, sino que solamente deseábamos
que el calor perdurase y que olvidásemos por un rato que el aire
de la alta montaña pronto volvería a abrazar el cuerpo desnudo.
Estábamos integrados en aquel orden como un azulejo en el
suelo y comíamos vuestro pan con la misma sencillez que un
sepulturero tranquilamente se come la comida que se ha
ganado con su trabajo. Pero tenéis razón. Nos acostumbramos.
El hombre se acostumbra a todo. Ya no sentíamos nada.
Entonces es mejor si no me aceptáis debido al pan de munición
que obtuve por cigarrillos. En aquella época todavía no había
gestos automáticos que nacen de la costumbre. Entonces, a
causa del hambre, sentía mordiscos de dientes de zorro en el
estómago, pero aun así sabía exactamente cuándo había
traspasado la raya y me perdí en el territorio de instintos
básicos. Prefiero que me reprochéis el pan de munición. Porque
si al final el cuerpo del fumador sucumbió, esto ocurrió también
a causa del trozo de pan de munición que me comí yo. Si le
hubiera regalado los cigarrillos mahorka gratis, al menos aquel
trozo de pan no hubiera contribuido a la desnutrición de su ser.
Pero de este modo él sabía que para el hombre, aunque se
hubiera salvado de estas terrazas, todo estaba perdido. Se rió en
la cara de la muerte, permitiéndose lo que más le gustaba, y con
ello tal vez alcanzó la grandeza, mientras que los demás
compartimos la mezquindad porque no pudimos apartar las
miradas del pan seco y rasgado. Sí, es verdad, suspiré, tenéis
razón al callar. Me quedé en medio de las terrazas solo con mi
conciencia y no encontré ninguna solución para vencer el
silencio inmóvil, de manera que empecé a bajar lentamente y
con cuidado las escaleras. Movía los pies silenciosamente, como
un contrabandista, ya que no llevaba zuecos de madera, sino
unas sandalias. Y de repente me di cuenta de que el calzado que
desde siempre me ha gustado era real; me di cuenta de que
precisamente por eso mi paso era tan ligero y flexible. En aquel
momento comprendí que las filas en las terrazas no me habían
ignorado adrede, sino que simplemente no pudieron notar una
imagen viva, porque una imagen viva no era apta para sus ojos
ya liberados de la gravedad. A la vez se me ocurrió que también
ellos deberían ser invisibles para mí y que tal vez incluso lo
fueran, y que entonces tan sólo yo los trasladaba a las terrazas
de mi memoria, que volvió a renacer en los sueños. Sabía que
soñaba, pero a la vez me encontraba fuera del sueño y
consolado porque mi conciencia desnuda ya no estaba expuesta
a una multitud muda de miles de cabezas. Pasé la noche igual
que en el campo: sabiendo que dormía. Al momento siguiente se
abrieron las puertas del baño y un tropel de cuerpos afeitados y
lavados salieron a la noche. Corrieron a las escaleras y hacia
arriba. Sostenían la camisa y los pantalones en las manos, las
sombras nocturnas estaban atrapadas en sus rostros angulosos
y los sonoros golpes secos de sus zuecos rebotaban en las
escaleras empinadas. Algunos no corrieron sino que arrastraron
lentamente los pies hinchados de un escalón al otro. Pero nadie
se interesaba por mí, de manera que también yo aparté la
mirada. Pensaba que la chimenea se pondría a arder y
aparecería una gran amapola roja. Pero la chimenea era negra y
estaba apagada, solamente parecía que oscilase ligeramente. Sí,
es cierto, realmente oscilaba, porque debajo un tropel de niños
agarraba con sus pequeñas manos los cables de acero que
sostenían la chimenea y tiraban de ellos con sus pequeñas
manos como si quisieran derrumbarla. Entonces volvió a abrirse
la puerta del baño y aparecieron los cuerpos cuyas caderas
formaban un número ocho puesto horizontalmente, con tres
pequeñas nueces secas y reducidas en la entrepierna. Una niña
rápidamente se cubrió los ojos con la mano, los ojos de los
demás por un momento aguantaron la mirada, como si se
encontrasen delante de la imagen multiplicada de un Pinocho
mutilado, y después todos se abrieron de par en par.

Al enfrentarme a la pregunta de André, de si no habría que


destruir la estirpe que había profanado tanto la tierra, he vuelto
a dudar sobre la responsabilidad colectiva. Hasta cierto punto es
verdad que un pueblo tiene el gobierno que se merece y que los
líderes nacieron de las caderas de sus propias hembras; pero
también es verdad que la gente, generalmente, no sabe que no
es otra cosa que un juguete en las manos de las leyes y las
fuerzas sociales en las que vive. El orden establecido hace que se
desvanezca en la gente el conocimiento de la realidad, la gran
mayoría ni siquiera puede salir del fantasma que crean las
relaciones heredadas, las costumbres adquiridas. El que quiere
que esta masa humana, envuelta en su crisálida, no se despierte
del sueño, conscientemente dosifica las gotas de la anestesia. Lo
cual no resulta difícil para quien dispone de todos los medios.
Claro que estas verdades no son nada nuevo. Pero son decisivas
cuando juzgamos la culpabilidad colectiva. El individuo y la
multitud son responsables del mal causado, pero antes hay que
pedir la responsabilidad de la sociedad que los había educado.
Sin embargo, tampoco André es consecuente del todo. Cuando
se calma reconoce que salvó a un hombre alemán, Franz, el kapo
del búnker y del crematorio. Los miembros de las SS eliminaban
a estos testigos periódicamente, pero como Franz trataba a los
prisioneros humanamente, André lo escondió en el revier cuando
abandonamos el campo. Un miembro de las SS lo descubrió en
la primera salida de los enfermos y tuvo que quedarse mientras
que los demás abandonaban el barracón. Pero André no se dio
por vencido y lo mandó con el grupo siguiente, de manera que
cuando los de las SS se acordaron de Franz y fueron a buscarlo,
él ya no estaba. Probablemente ya no volvieron a encontrarlo en
el mar de cebras. Esto significa que, como Franz trataba bien a
los prisioneros, André lo salvó literalmente de la boca del horno.
El sentimiento de justicia y solidaridad en André prevaleció sobre
la necesidad de condenación y excomunión. Por otro lado,
también es cierto que era muy excepcional que un hombre
alemán mostrase algo de lo que solemos llamar la cultura del
corazón. A mí en catorce meses me ocurrió sólo una vez. Ocurrió
cuando el tren se quedó parado en una estación desconocida y
en la vía paralela había un tren militar con cañones antiaéreos y
ametralladoras. Fue después de enterrar a los ciento cincuenta
esqueletos de los dos vagones delanteros, después de la muerte
de Janoš. Los vagones detrás de la locomotora empezaron a
llenarse de nuevo y el número de hombres escuálidos había
disminuido un poco. Con treinta vagones esto se notaba poco,
sin embargo, algunos tenían más espacio aquí o allá para estar
erguidos bajo el cielo frío de abril. Y cuando no había tanta
aglomeración, también había gente que podía sentarse y morir
agachada, envuelta en la cerca de las rayas grises y violáceas.
Antes, cuando los ojos se les vitrificaban, se quedaban erguidos,
atascados en la densa masa. Tan sólo los grupos más salvajes de
vez en cuando lograron empujar la muerte rígida para pisarla,
para pisar su dura leña seca. Y como las puertas quedaban
abiertas, los enfermos con flemones y otras inflamaciones
pudieron abrirse camino hacia el borde, de modo que los
enfermeros tuvimos mucho trabajo. No es que a los esqueletos
les importase demasiado tener una venda nueva, pero ya la
mirada sobre el desinfectante y el ungüento amarillo calmaba
como un fantasma el hambre que duraba desde hacía seis días y
complementaba el ayuno de los meses anteriores. La atención
del enfermero les salvaba de una muerte colectiva anónima,
pero tal vez también necesitaban la proximidad del enfermero, el
contacto de sus manos, como si se sintieran irresistiblemente
atraídos por la confianza onírica del ritual de las tiras de papel
blanco. El tren militar estaba parado al lado. La estación no se
veía porque nos habían apartado un poco. Hacía sol, pero los
rayos eran cobardes, humillados y pegados, en su luz había una
especie de ira anémica. Tan sólo los cañones de las
ametralladoras que apuntaban al cielo brillaban con más
claridad. No sé si fue después de esperar en vano en Hamburgo,
parados entre dos trenes de prisioneros de cebras, o antes.
Cuando estábamos parados, los enfermeros siempre nos
dispersábamos a lo largo de los vagones. Volvimos a comprobar
lo importante que era que a la salida de Harzungen ocupáramos
un vagón cerrado, convirtiéndolo en un ambulatorio con todo lo
que pudimos llevar con nosotros a pesar del caos. Vendas,
desinfectante, esparadrapos, ungüentos, vaselina. También
muchos recipientes médicos y tijeras y bisturís y guantes de
goma. Y una botella del alcohol del ambulatorio de las SS.
Mezclado con agua, el alcohol podía sustituir para algunos la
comida y despertaba las chispas de esperanza en la salvación.
Las puertas de los vagones estaban abiertas y al borde de las
aberturas se sentaron las amargas figuras con los pantalones
arremangados hasta las rodillas. Las piernas eran unos palos
amarillos cubiertos de corteza; tan sólo de vez en cuando pendía
del vagón también algún pie con la forma de un mazo de carne.
Allí donde me había parado había sólo un hombre, de manera
que pude poner el recipiente con el desinfectante y la venda de
papel en el vagón en lugar de dejarlo en el suelo, en el espacio
estrecho que quedaba entre las vías. Era un francés, ya no era
joven, pero sus ojos todavía conservaban la humedad verdadera,
sin el reflejo cristalino. Eran pocos, pero también había cuerpos
que a pesar de su desnutrición en las extremidades seguían muy
fuertes, por lo cual era probable que pudieran transmitir su
esperanza instintiva más allá de la destrucción. Tenía un bulto en
el muslo de la pierna izquierda y su piel, que en otras partes era
áspera y amarilla, en este lugar era blanquecina y pulida, como
suele serlo en la calva. Esto significaba que la infección era muy
profunda, si es que tiene sentido hablar de profundidad ante
una atrofia tan grande del tejido. ¿Duele?, le pregunté, y lo palpé
con el dedo. Oui, me dijo, y asintió con la cabeza. Sostenía la
rodilla con las dos manos. Muy buena señal, si duele, pensé, y
cogí el bisturí para desinfectarlo. Pero cuando me volví, un poco
incómodo porque estaba a punto de hacer una intervención en
un cuerpo humano, me topé con los ojos de un chico rubio que
limpiaba la ametralladora en el vagón de detrás. Su mirada no
expresaba simplemente curiosidad. Se veía que los ojos del
joven alto y guapo no sólo miraban la pierna colgante, sino que
se asombraban ante el hecho de que estos seres siguieran vivos.
En aquellos ojos había también una perplejidad callada y
modesta de un animal bello, de un caballo bello que tiene
delante de sí carroña. Y además, casi respeto, admiración por el
enfermero cebra que toca un cadáver, el cual lo acepta con
tranquilidad y sencillez como si se hubiera preparado para este
trabajo tan imposible en una vida muy lejana, prehistórica. Mi
primera reacción fue la impulsiva necesidad de tapar la pierna
colgante y ocultar la desgracia de aquel vagón y de todas
aquellas inmensas cadenas de vagones; como si quisiera ocultar
la verdad de esta humillación a los ojos del rubio dios alemán.
Precisamente en aquel momento empezó a bajar del vagón al
lado de mi paciente un esqueleto amarillo. Es cierto que toda la
fila estaba erguida o agachada debajo de los vagones y, más que
lo que hacían, resultaba decepcionante la visión de sus huesos
desnudos con un montón de pantalones rayados caídos
alrededor de los tobillos, especialmente de aquellos que no
pudieron agacharse y estaban un poco inclinados bajo del suelo
del vagón rozándolo con sus cráneos desnudos. Aquél bajaba
poco a poco y era aún más fácil verlo. Un actor imposible que
baja de un escenario ambulante de un grupo increíble. Mientras
se esforzaba en tocar el suelo con sus pies, sus pantalones se le
bajaron hasta los zuecos de madera, de manera que en el aire se
quedó destapada una mariposa amarilla y huesuda. En aquel
momento, acerqué el bisturí a la piel dura como el cuero y
penetré profundamente, cortando desde arriba hacia abajo.
Sobre mí, dos manos compulsivamente se apretaban la rodilla, y
mientras tanto yo pensaba que estaba bien que el joven viera
qué relación tan amistosa teníamos con la muerte. Después dejé
de pensar en él. Le lavé la herida, de la que salieron algunas
lágrimas de resina amarillenta, le puse una gasa empapada en
desinfectante y se la envolví con la venda de papel. Después
llevé mis cosas al vagón porque los demás ya habían terminado
de vendar y yo era el último. Me metí en mi rincón porque tenía
frío y no paraba de toser, por eso prefería estar agachado debajo
de la manta, en la tranquilidad, y no me importaba en absoluto
que los soldados de las ametralladoras hubieran abandonado su
trabajo porque les hubieran traído sus raciones de arroz. Todo el
transporte los observa mientras comen, pensé, sintiendo que
debajo del vagón los dedos flacos escarbaban la madera como
las zarpas de unos animales prehistóricos. Por eso no me di
cuenta cuando Rene, que estaba delante de la puerta, indicó:
Dice que es para el que cortó el bulto. ¡Eramos tantos los que
cortábamos bultos! Pero al final Rene logró comprenderle y me
llamó a mí, así que me levanté y me dirigí hacia la puerta. El
suboficial de cabello rubio estaba sentado al pie de un cañón
ligero mientras comía su rancho, y me señaló con la cuchara.
Cansado, asentí ligeramente con la cabeza y volví con el
recipiente de cartón a mi rincón. La taza blanca estaba hasta la
mitad llena de arroz, y a mí me parecía ridículo si el joven
Siegfried pensaba que era posible redimirse con una sola taza de
arroz, pero a la vez me parecía que la taza era un reflejo de un
fantasma engañoso. Sentado sobre la manta, apretaba con las
manos el cartón caliente, sintiendo que cedía suavemente bajo
la presión. No tenía hambre, desde que empecé a toser el
hambre se había esfumado, y el olor que se alzaba de la taza me
repugnaba. Tengo que dárselo a alguien, pensé, lamentando
haberlo aceptado. Porque me parecía que el chico rubio me lo
había dado por respeto hacia mi trabajo, pero que le faltaba
respeto hacia las personas destruidas. Abrazaba con las manos
el cartón redondo y caliente, esforzándome en ver con los
mismos ojos del rubio la larga fila de carótidas que hacían sus
necesidades debajo de los vagones. Llevaban sobre sus cráneos
un mundo en descomposición y eran momias rayadas con
vendas desenvueltas que, de un momento a otro, se reducirían a
cenizas. Intenté descifrar su modo de pensar y aunque me
esforzaba en vano, me pareció como si tuviera entre mis manos
un suave ser vivo, un conejo joven de color blanco, y el calor que
desde la palma de mi mano se extendía paulatinamente hacia el
antebrazo me parecía familiar, de manera que cerré los ojos,
forzando con todas mis fuerzas a la memoria para que me
socorriera.

Los cristales brillan al sol, de manera que parece como si


estuviera dentro de una bola de vidrio sobre la cual se despabila
la red plateada de las gotas del rocío nocturno. Llevo un rato
despierto, pero no tengo prisa por levantarme, ni por conducir
en el frío. Me he liberado de todos los planes, y aunque sé que
iré a buscar a Mad, soy consciente de que es insensato esperar
de ella poder experimentar el ambiente de la felicidad pasada.
Mad ha cambiado, y cuando estoy lejos de ella, me siento más
unido a su imagen, que me salvó en los primeros meses después
de la posguerra. También sé que mañana me dejaré absorber
por la vida del Quartier Latin, que me perderé en Montmartre,
donde me volveré a llenar del todo de la fe en el valor de la
creación humana. Pero ahora no tengo ganas de moverme.
Cuando me levante probablemente conduciré de nuevo hacia
arriba, pero sin volver a las terrazas. Iré tan sólo hasta la entrada
para abrazar con la mirada el espacio muerto. Siento que
necesito esta vista panorámica, me parece que en un momento
concentrado y agudo podría revelárseme un mensaje alegre.
Aunque rechazo la necesidad infantil de rituales mágicos,
precisamente pensar en niños me anima e inquieta de una
manera profunda. Antes, cuando me he despertado por un rayo
que se ha encendido en el vidrio junto a mi cabeza, me he
acordado de una ardilla sobre la cual leíamos en la escuela.
Mientras dormía, apartaba con la patita una inoportuna pajita de
heno que le hacía cosquillas en el párpado caído y no le dejaba
dormir, y al final la pajita era ya tan molesta que la ardilla la
golpeó con sus garras con tanta ira que la despertó. La pajita de
color claro que la estaba molestando, era en realidad un rayo de
sol; miraba a los discípulos que estaban de tan buen humor en
sus pupitres y que se reían tan simpáticamente de la ardilla y de
su error. Estaban en el primer año de instituto, y los chicos eran
tan menudos que no se les veían más que los ojos y les
encantaban los cuentos como éste. También ahora tengo niños
delante, a través de los cristales de mi coche llenos de rocío
parecen como bordados por el arco iris y multiplicados. Se
mueven delante de las tiendas de campaña, y los que no van a
salir de viaje pronto empezarán a jugar con la pelota y a agitar
las raquetas para hacer volar muy alto la emplumada pelota de
madera. En este instante no sé qué me resulta más agradable de
los viajes nómadas de verano, si vivir el alegre ritmo del camping
por la mañana o cuando cae la penumbra y los chicos y las
chicas se mueven al ritmo del amor apenas perceptible. Sí, es
verdad, pero sigo tumbado y no me muevo porque no sé cómo
reunir a los representantes de los oscuros barracones delante de
los seres jóvenes que son los retoños de una estirpe humana
inmortal. No sé cómo colocar la ceniza y los huesos humillados
delante de ellos. No tengo suficiente fuerza y ni siquiera puedo
imaginarme cómo mis fantasmas podrán encontrar las palabras
adecuadas para confesarse delante del coro infantil que ahora
baila en medio de las tiendas de campaña, o delante de aquella
niña pequeña que ayer daba vueltas alrededor del alambre de la
chimenea, como llevada por un tiovivo invisible.

Trieste, 1966
NOTA DEL AUTOR

El Gabriele del que se habla en el libro es Gabriele Foschiatti, un


acreditado representante político triestino. Cuando lo conocí, yo
no sabía nada de esto. Lo supe a mi regreso. Y gracias a la
documentación recopilada por Galliano Fogar me enteré de lo
democráticas y avanzadas que eran las ideas de Foschiatti en lo
relativo a las garantías necesarias para la supervivencia de una
comunidad minoritaria.
BORIS PAHOR (26 de agosto de 1913 en Trieste, Italia) es un
escritor esloveno.
Después de graduarse en Padua, enseñó Literatura italiana
y eslovena en Trieste. Durante la Segunda Guerra Mundial
colaboró con la resistencia antifascista eslovena y fue
deportado a los campos de concentración nazis, experiencia
que le ha marcado de por vida y cuya huella podemos
encontrar en gran parte de su riquísima producción literaria.
Sus libros, escritos en esloveno, han sido traducidos al
italiano, francés, inglés, alemán, catalán, finés, e incluso al
esperanto.
Ha sido propuesto en varias ocasiones a la Academia Suecia
para el Nobel de Literatura. En 1992 su actividad literaria
fue reconocida con el Premio Preseren, máximo galardón
esloveno. En Francia fue nombrado Caballero de las Artes y
las Letras por el Ministerio de Cultura, y en 2007 recibió la
Legión de Honor de manos del presidente de la República
francesa.
Notas
[1]Primož Trubar (1508-1586), reformador protestante y autor
del primer libro escrito en esloveno. (N. de la T.) <<
[2] Waschraum: en alemán, lavabo. (N. de la T.) <<
[3] Appell: en alemán, pasar revista. (N. de la T.) <<
[4]Kommando: en alemán, cada uno de los departamentos del
campo de concentración principal, generalmente destinados a
trabajos forzados. (N. de la T.) <<
[5] Revier: en alemán, enfermería. (N. de la T.) <<
[6]Kapo: en alemán, prisionero que en los campos de
concentración nazis hacía de vigilante. (N. de la T.) <<
[7] En francés, potro de tortura. (N. de la T.) <<
[8] Verfluchter: en alemán, maldito. (N. de la T.) <<
[9]Esman: en alemán, miembro de las SS, responsable de la
vigilancia en los campos de concentración. (N. de la T.) <<
[10] Lager: en alemán, campo de concentración. (N. de la T.) <<
[11] Gestorben: en alemán, ha muerto. (N. de la T.) <<
[12] Wann?: en alemán, ¿cuándo? (N. de la T.) <<
[13] Man soll versuchen: en alemán, hay que intentarlo. (N. de la T.)
<<
[14] Appelplatz: en alemán, patio de revista. (N. de la T.) <<
[15]Dein Kamerad Jugoslav: en alemán, tu camarada yugoslavo.
(N. de la T.) <<
[16] Davaj!: en ruso, ¡anda! (N. de la T.) <<
[17] Unterscharführer: en alemán, suboficial de las SS. (N. de la T.)
<<
[18] Wer?: en alemán, ¿quién? (N. de la T.) <<
[19] Traubenzucker: en alemán, glucosa. (N. de la T.) <<
[20]Links-zwo-drei-vier: en alemán, izquierda, dos, tres, cuatro. (N.
de la T.) <<
[21] En alemán, ¡aquí no se ha perdido nada! (N. de la T.) <<
[22] Stabsarzt: en alemán, médico del estado mayor. (N. de la T.)
<<
[23] Está muerto. (N. de la T.) <<
[24] Evidentemente. (N. de la T.) <<
[25] Está claro. (N. de la T.) <<
[26] ¡Claro, está perfectamente claro! (N. de la T.) <<
[27] Claro, ¿no? Evidentemente está claro. (N. de la T.) <<
[28] ¡No, no! (N. de la T.) <<
[29] En el original, calle. (N. de la T.) <<
[30] Pfleger: en alemán, cuidador. (N. de la T.) <<
[31] Volksdeutcher: en alemán, persona de origen alemán que
vivía fuera de los Estados Alemanes. (N. de la T.) <<
[32] Čort: en ruso, diablo. (N. de la T.) <<
[33] ¡Maldito cagón! (N. de la T.) <<
[34] ¡Mira cómo apestas, maldito! (N. de la T.) <<
[35] ¡Estate quieto allí! (N. de la T.) <<
[36] Ya está, hombre. (N. de la T.) <<
[37] Así, hombre, ya no apestas. (N. de la T.) <<
[38] ¡Gorras fuera! (N. de la T.) <<
[39]Sokol: en checo, halcón. Asociación gimnástica fundada en
1862 en Praga con fines patrióticos, cívicos y educativos para
enfrentarse a la influencia alemana. La asociación se fundó
también en otras regiones eslavas de la Monarquía
Austrohúngara. (N. de la T.) <<
[40] Volved a ahorcarlo. (N. de la T.) <<
[41] Italianos y gitanos, da lo mismo. (N. de la T.) <<
[42] ¡Somos austríacos! (N. de la T.) <<
[43] ¿Qué? (N. de la T.) <<
[44] ¡La noche y la niebla igualmente! (N. de la T.) <<

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