Boris Pahor. Necrópolis PDF
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Boris Pahor. Necrópolis PDF
Necrópolis
ePub r1.0
Titivillus 31.08.2019
Título original: Nekropola
Boris Pahor, 1967
Traducción: Barbara Pregelj
Editor digital: Titivillus
ePub base r2.1
Índice de contenido
Cubierta
Necrópolis
Prólogo
Sobre el autor
Notas
A las manos de todos aquellos que no han vuelto
PRÓLOGO:
UN HOMBRE VIVO EN LA CIUDAD DE LA MUERTE
CLAUDIO MAGRIS
(traducción de Gemma Santiago).
La ceniza fría cubre las sombras.
SREČKO KOSOVEL
VERCORS
Es domingo por la tarde y la cinta de asfalto que, pulida y
sinuosa, sube cada vez más arriba de las montañas, no es tan
solitaria como me hubiera gustado. Algunos coches me
adelantan, otros vuelven a Schirmek, en el valle, de manera que
el tráfico de turistas rompe mi recogimiento, banalizando lo que
había esperado encontrar. Sé que también yo con mi vehículo
formo parte de esta procesión motorizada, pero aun así pienso
que, por mi antigua vinculación con este lugar, si hubiese
llegado solo, mi presencia no habría cambiado la imagen onírica
que ha permanecido, intacta, en la sombra de mi conciencia
desde el final de la guerra. Noto que dentro de mí ha despertado
una especie de rebelión incomprensible, una rebelión contra el
hecho de que este lugar montañoso que forma parte de nuestro
mundo interior ahora esté abierto y desnudo. Y a esta rebelión
se unen también los celos: no sólo porque los ojos ajenos de los
turistas se paseen por el ambiente que fue testigo de nuestra
anónima cautividad, sino también porque sus miradas (y de eso
estoy completamente seguro) nunca podrán penetrar en el
abismo del mal con que fue castigada nuestra fe en la dignidad
humana y en la libertad de nuestras decisiones personales. Pero,
a la vez, desde no se sabe dónde, inevitable, casi inoportuna, se
introduce la satisfacción de que los montes de los Vosgos ya no
son un lugar escondido de aniquilación retirada que se consume
dentro de sí mismo, sino que a él se dirigen los pasos de una
numerosa multitud predispuesta emocionalmente a intuir lo
singular del inconcebible destino de sus hijos perdidos, aun
cuando no es lo suficientemente madura para podérselo
imaginar.
Es cierto que la subida a este remoto lugar de montaña
recuerda al afán peregrino hacia las faldas escarpadas de los
montes sagrados. Pero ésta romería nada tiene que ver con
aquella veneración contra la que luchaba con tanto empeño
Primož,[1] quien deseaba que el hombre esloveno despertase a
una fe interior, en vez de dispersarse en una ritualidad
superficial y multitudinaria. Aquí, la gente de todos los países
europeos se une en las terrazas de las altas montañas donde la
maldad del hombre triunfaba sobre el dolor humano, casi
imprimiéndole al exterminio el sello de eternidad. Pero los
peregrinos modernos no han venido en busca de una milagrosa
sublimación de sus deseos, sino que han subido aquí para pisar
un suelo verdaderamente sagrado, y para rendir homenaje a las
cenizas de personas iguales a ellos, que con su presencia muda
erigen en la conciencia de los pueblos un hito inamovible de la
historia humana.
El grupo con el guía viene hacia mí, de ahí que yo me dirija hacia
otro lado. Brilla el típico sol de julio. Las piedrecillas resuenan
bajo mis sandalias, y me evocan con su sonido la imagen
dominical de un camino en el parque. Evidentemente ahuyento
esta imagen. Me parece injusto que los visitantes recojan sus
impresiones en un ambiente tan agradablemente cálido y
tranquilo, casi onírico; deberían andar por la explanada de abajo
que protege el alto muro de árboles oscuros en los días en que
sobre las terrazas predominan la oscuridad, las lluvias y los
vientos furiosos. Pero ni siquiera los días de lluvia pueden
compararse con los días de invierno, cuando, a causa de la nieve,
los huesos resultan aún más duros, de manera que pierden el
equilibrio sobre las resbaladizas suelas de madera. Las escaleras
blancas son menos misericordiosas. El encargado del barracón
sigue con sus furiosos gritos, Tempo, tempo!, y echa, con su
porra, a las escuálidas cebras fuera del barracón. Éstas resbalan
por la escalera y, en la oscuridad, se mojan los tobillos desnudos
en el agua de lluvia de los charcos, ahora convertida en lodo por
otros zuecos y los pies descalzos de los que los habían perdido.
Luego, en el appell, la tela rayada cuelga de la espalda como un
periódico mojado. Pero, a pesar de todo, la muerte húmeda es
menos violenta, menos despótica que la muerte helada,
especialmente cuando hace falta, a causa de la lucha contra los
piojos y la fiebre tifoidea, correr al baño en plena noche.
Evidentemente, correr bajo la escalera no calienta los cuerpos,
sino que los entrega más al aliento de la montaña. Los zuecos de
madera resuenan contra las piedras como estallidos de un frío
demasiado tenso. Aquí, delante de este barracón oscuro, el
rebaño confuso empieza a desnudarse rápidamente, mientras
desde el otro lado de la montaña, más allá de la alambrada, llega
un ladrido seco que rompe la noche en negros trozos de
oscuridad que caen en el inmenso precipicio de la nada. Tempo,
tempo!, instiga la voz colérica, y las voces detrás de la montaña
se vuelven cada vez más furiosas, como si las ventanas de la
nariz de una fiera policéfala acabasen de descubrir el olor a piel
desnuda que el viento carga sobre la espalda de la noche. Pero a
pesar de los gritos del encargado del barracón, las puertas del
baño permanecen cerradas, de manera que la bombilla sobre la
entrada ilumina montones de cráneos y escaleras de costillas,
mientras las manos envuelven rápidamente los trapos en un
hato. Las extremidades convertidas en palos tiemblan, los
hombres se apoyan sobre un pie y luego sobre el otro, saltando
para evitar el viento; y cuando sus hatos están atados con la
cuerda que antes había sujetado los pantalones, los hombres
escuálidos se frotan los brazos y los antebrazos, se abrazan los
hombros con los brazos cruzados, e inclinan la barbilla sobre los
brazos. Y rápidamente los bajan para poner las manos sobre la
tripa, sobre los pechos y de nuevo sobre la tripa. Alguien se ha
acurrucado, abrazándose las rodillas, pero como el viento recio
le golpea en la espalda y no puede darse la vuelta para
protegerla, de repente se levanta, derecho, y con el dorso de las
manos se protege la espalda. Su cuerpo se retuerce en la
oscuridad como la ropa en las manos de una lavandera invisible,
y su coronilla pelada se vuelve de repente en contra del viento.
La puerta sigue cerrada. En el bosque empieza a ulular un búho,
surgido de repente de la imaginación amedrentada de un niño
que se ha dejado llevar por el cuento de su abuela. El suelo está
sembrado de bultos de los que crecen blancos cuerpos
desnudos. De vez en cuando algún cuerpo se inclina
repentinamente, agarra el montículo de trapos y lo aprieta hacia
la piel; después, lentamente y con cuidado, lo coloca sobre el
vientre y el pecho para capturar el último destello de calorías
que su piel había entregado al tejido de yute. Finalmente las
manos agarran el hato, lo aferran hacia el cuerpo que se inclina
para alcanzar con la cabeza los muslos y las rodillas, como un
portero de fútbol que ha atrapado la pelota y se inclina sobre
ella como una oruga. Muchas personas no pueden permanecer
erguidas porque, al deshacerse de los andrajos, también se
deshicieron de sus últimas fuerzas, por lo cual se acurrucan
sobre los hatos; los que siguen de pie con la cabeza inclinada y
los brazos estirados a lo largo del cuerpo parecen el modelo de
huesos, el arquetipo de palo al que todos tendrían que
parecerse. Por la piel cubierta de corteza que envuelve las
costillas, la luz de la bombilla de la puerta dibuja unos
inquietantes reflejos, mientras que los dedos del viento frío
tocan en el arpa del tórax humano un silencioso réquiem, roto
en el acto por los dientes de los pastores alemanes. De repente,
la noche es atacada por un ladrido humano. Tempo! Tempo!
Acaba de abrirse la puerta: el vapor caliente sale al exterior,
junto con los cuerpos desnudos. Tempo! Tempo! Pero ahora los
gritos sobran, porque la nube blanca y caliente es una tentación
irresistible para las sombras fugitivas, que escapan de la noche
de las montañas y llenan rápidamente el espacio cuadrangular
con las duchas goteantes del techo. Tampoco les molestan los
gritos de los barberos. Todo lo contrario, casi les parecen una
bienvenida alegre. Invitan a sus sillas al gentío que llega y
mientras tanto agitan sus navajas en el aire, de manera que la
luz de las bombillas se refleja en su filo, como si las gotas de las
duchas se encendiesen en el acero brillante. Los huéspedes
nuevos mueven con satisfacción sus cuerpos en el calor, se
sientan sobre las sillas y ponen sus cabezas bajo la máquina que
rapa al uno el pelo, o bien permanecen de pie y el barbero se
agacha junto a sus rodillas y ágilmente navega con su navaja al
abrupto embarcadero de su entrepierna seca. Este Fígaro,
gritón, despluma las aves magras, ahora burlón, ahora furioso,
para dejarlas aún más pobres esperando a que llegue la hora de
destruirlas en el horno. Un poco más tarde la navaja se mueve
por las cuevas yermas de las axilas. Mientras tanto, otro director
de escena moja un pincel grande en una jarra y unta los pubis
afeitados; entonces las manos rápidamente se agarran la parte
irritada y aprietan, aprietan y aprietan, para apagar el fuego
vivo. Y, al mismo tiempo, saltan para quemar con el movimiento
algo de la energía ardiente. El barbero, entretanto, coloca un
esqueleto viejo sobre la silla porque de otra manera no puede
afeitarle. Venga, viejo, lo anima, pero la estatua de madera se
balancea a derecha e izquierda, como si de un momento a otro
fuera a caerse al suelo de cemento mojado, como un haz de leña
menuda que cae al suelo delante del fogón. Verfluchter,[8] se
enfada el barbero, y lo agarra por el miembro para que no
pierda el equilibrio y se caiga, y en el intento el miembro viejo se
tensa un poco. Cuando al final lo colocan en el suelo, allí ya
yacen los demás boca arriba. Del techo empieza a chorrear
agua, y el bosque de cuerpos salta bajo la lluvia ardiente,
frotándose los brazos con un jabón duro que inmediatamente se
descompone, de manera que fluyen por el cemento arroyos
amarillos, como cuando en los grandes aguaceros el agua se
tiñe de barro. Sin embargo, el cuerpo se siente a gusto cuando
lo lamen numerosas lenguas calientes y el recuerdo del aire de
montaña nocturno desaparece por un instante; el pensamiento
no es consciente de que debajo del baño se halla el horno que el
fogonero alimenta día y noche con leños humanos. Y aunque los
cuerpos pensasen por un instante que dentro de poco servirían
para calentar el agua, el placer que ofrece el calor húmedo
seguiría siendo muy grande. Tienen prisa por enjabonarse
porque el pubis ya no les escuece; sólo los que siguen tumbados
en el cemento abren la boca a un ritmo mucho más lento. Es
como si quisieran inhalar el aire desde los pies, pasando a lo
largo de todas sus extremidades secas como palos. Los pies
desaparecen en el vapor y se estiran hasta el último confín del
mundo. Y las gotas caen lentamente sobre sus sollozos y se
rompen en sus pupilas de vidrio y dientes abiertos. Pero también
ellos tienen que respetar el régimen interno, de manera que los
que han terminado de lavarse, ahora empiezan a frotarse la piel
llena de escamas de los tumbados, como si fregasen un suelo
áspero o enjabonasen la piel de un bacalao seco. En el cemento,
un cuerpo agachado se inclina sobre otro cuerpo yaciente y el
agua del cráneo rapado rebota como el de una cabeza de piedra
en el centro de una fuente romana. Por debajo del cuerpo
tumbado en el suelo mana un arroyo amarillo. Mientras tanto,
los cuerpos que permanecen de pie al lado de la pared se secan
la piel mojada y parece como si con sus paños blancos se
despidiesen de los que yacen en el suelo porque todavía no ha
llegado su turno. Pero en realidad no piensan en otra cosa que
en la huida, porque acaba de abrirse la puerta y hay que salir
corriendo, y los gritos agresivos de tempo, tempo! vuelven a
romper la noche. De manera que la mano, al salir, agarra
rápidamente al lado de la puerta un pantalón, una chaqueta,
unos zuecos y una camisa para que el cuerpo pueda correr
cuanto antes escaleras arriba. Tempo, tempo!, y la porra vuelve a
azotar la piel recién lavada y solamente los más débiles
permanecen junto a la puerta y tiemblan mientras procuran
ponerse los pantalones. Tempo, tempo! Pero, aun así, por un
momento procuras prolongar tu estancia en el lugar de la niebla,
procuras alargar el regazo del calor, mientras desde la ducha
caen las últimas gotas, como las últimas gotas de la savia de la
vida. Alguien agarra por los pies un cuerpo esmirriado que ya no
respira y lo arrastra por el cemento, y los barberos con sus gritos
ya invitan a los que acaban de entrar, de manera que al final no
hay más remedio que seguir al rebaño que, semidesnudo, sube
las escaleras y coge los zuecos caídos y los pantalones perdidos,
metiéndoselos de nuevo bajo el brazo. El grito del encargado del
barracón suena ahora desde abajo, al lado de este barracón,
porque el rebaño disperso ya se encuentra en la primera, en la
segunda y en la tercera terraza. Algunos hasta han llegado más
arriba y podrán resguardar su piel en el refugio situado en la
cuarta terraza antes que los otros.
En pleno sol estas imágenes parecen inconcebibles pero soy
consciente de que nuestras dispersadas procesiones han pasado
para siempre a la atmósfera irreal del pasado. Se convertirán en
densas sombras del subconsciente de la comunidad humana e
instigarán a las multitudes a que busquen ciegamente la
redención en una confusa sensación de culpa. Tal vez les
incitarán a que se liberen del vago reproche de la conciencia con
una sádica agresividad irracional e instintiva. Por eso estaría
bien que los guías lograsen crear en la imaginación de los
visitantes las secuencias del malvado pasado, aunque también
esto sería un esfuerzo inútil, ya que necesitaríamos numerosas
legiones de guías para despertar a todo el pueblo europeo.
Me encuentro delante del barracón, que me recuerda una
choza para guardar las herramientas y máquinas pequeñas de
los trabajadores que asfaltan carreteras o construyen edificios.
Sin embargo, también esta apariencia es consecuencia de la luz
de verano. Cuando hace dos años visité este sitio y el carpintero
que cambiaba las tablas de madera podridas en este lado del
barracón se quejaba de lo difícil que era su trabajo, yo no pude
compartir sus sensaciones. Por un lado me alegraba de que los
franceses cuidaran tanto de este monumento de madera, pero al
mismo tiempo rechazaba las piezas blancas que rodeaban las
tablas de madera ennegrecidas, deslavadas y gastadas. No era el
color lo que me molestaba, porque sabía que el hombre iba a
pintar las partes nuevas y a igualarlas con las viejas;
simplemente, no podía soportar que se añadiesen aquellas
piezas de madera cruda, recién tallada. Era como si quisieran
injertar el tejido descompuesto a las células vivas y plenas de
savia, como si alguien quisiera añadir una pierna blanca a las
momias aplastadas y ennegrecidas. Estaba convencido de que la
degradación debía quedar intacta. Pero ahora estas piezas
añadidas ya no se notan, el mal ha asimilado las células nuevas y
las ha impregnado de su savia podrida.
Las piedras vuelven a crujir mientras me encamino al costado
del bosque donde se encuentra la entrada a la parte más
misteriosa del edificio. Ni las piedrecillas ni el ambiente
dominical son la causa de que el horno pesado me parezca tan
poco aterrador. Como las puertas están abiertas de par en par se
parece a la garganta de un pez robusto, de un dragón ciego y
recio ante el cual hay una repisa con ruedas para que la bandeja
se deslice rápidamente al profundo conducto de un trago. Pero
nuestra agonía estaba muy alejada del monstruo de hierro de
boca abierta, ya que, a excepción de los pocos que venían aquí
portando la camilla, nadie tuvo la oportunidad de verla. Incluso
yo mismo la veo ahora por primera vez. Durante los días de mi
estancia aquí, con Tola íbamos a un lugar en el sótano, debajo
de ella. Bueno, quiero decir que la conciencia de que la vida nos
había sido fatídicamente usurpada estaba dentro de nosotros,
dentro de los núcleos de nuestras células, en nuestra médula, en
la humedad vidriosa de nuestros ojos. El aliento del final venía
también desde esta garganta imponente, sin duda, pero sobre
todo se levantaba desde el fondo frío donde nuestro
pensamiento se unía a la conciencia de cautividad perpetua. Y
cuando al final el cuerpo se hallaba delante de la cabeza de esta
ballena metálica, estaba ya tan deshidratado que parecía
haberse convertido en ramas secas, retorcidas. El difunto ya se
había fundido por completo con sus miedos, sobre sus
extremidades de madera tenía los ojos abiertos de par en par,
pero no porque mirasen las llamas de la trampa preparada, sino
porque hacía mucho que habían fijado su mirada en el vacío
infinito y, con esta visión, sus ojos se habían vitrificado.
Por todo eso, la gran garganta impresiona mucho a los
visitantes. Ahora se encuentran ante un instrumento de
destrucción que no requiere ningún esfuerzo de imaginación.
Cualquiera lo puede ver, no es menester crearse una imagen a
partir de las explicaciones del guía. Incluso pueden tocar el
hierro, pueden intentar mover alguna de las alas de la puerta
compuesta por dos capas gruesas. Precisamente por ello, el guía
advierte: Cuidado, no vayan a ensuciarse porque el horno está
engrasado. Y, efectivamente, todo el horno brilla por la grasa.
Parece una máquina jubilada: tan limpia y vestida de gala, y tan
orgullosa porque ha funcionado perfectamente a lo largo de
muchos años. Me ha alcanzado una ola de turistas y me retiro
hacia el fondo. Reflexiono sobre la naturalidad con que el
hombre les ha advertido que tengan cuidado de no mancharse,
pero el uso de este verbo, a pesar de ser el adecuado, me suena
mal y eso me aleja aún más de la multitud que ha llenado el
lugar. En algún sitio hay un altavoz, de manera que las palabras
del guía me persiguen aunque él siga delante del horno. Habla
tranquilamente, sin brío y sin ganas de conmover ni emocionar,
por lo cual no rechazo su explicación realista. En la gran caldera
cuadrada, colocada sobre el horno, dice, se calentaba el agua del
baño que puede verse a la derecha, detrás de la ventana de
cristal. La gente joven se arremolina al lado de la ventana y a mí
me parece que el agua jabonosa sigue corriendo por nuestra
piel, amarilla por ese jabón áspero como una piedra, y que los
cuerpos de los exhaustos siguen yaciendo sobre el cemento,
sollozando bajo los chorros calientes. En un instante se me
ocurre que en aquel entonces no sabía con qué calentaba el
agua el fogonero, y de nuevo siento que, aunque lo hubiera
sabido, no habría cambiado mi estado de ánimo. Esta
insensibilidad me distingue de los visitantes dominicales, pero
ahora siento a la vez como si los difuntos, con su ofrenda de
agua caliente, me hubiesen aceptado en su hermandad, mucho
más sagrada que todas las hermandades originadas en el seno
de las religiones. El altavoz explica que la herramienta larga y
curvada que cuelga en la pared era utilizada por el fogonero
para controlar el depósito de ceniza, mientras que con el hurgón
largo la amontonaba en una pila. Los cuatro ganchos que
sobresalen de la viga por detrás del horno, prosigue, eran
utilizados para ahorcamientos secretos, mientras que para las
ejecuciones públicas se utilizaban las horcas que podremos ver
al volver a la parte superior del campo. Así era, pues. Y yo que
siempre había pensado que los ataban a las duchas.
Probablemente alguien lo dijo de pasada, cuando Leif
examinaba un grupo de chicos polacos, y yo he asociado esta
imagen con las duchas. Pero justo ahora me he dado cuenta de
que la idea de las duchas no tenía sentido, porque sólo los
ganchos eran lo suficientemente firmes para este fin. De todas
formas, entonces importaba lo que iba a suceder y no que fuera
técnicamente perfecto. Con los ganchos pasa lo mismo que con
el horno: el hierro negro curvado no es lo más importante si a
uno día y noche le persigue el miedo de un final misterioso
dentro de este barracón. André estuvo sufriendo con este temor
hasta que en otoño nos trasladaron a Dachau, e incluso allí de
vez en cuando le atemorizaba la posibilidad de que le fueran a
alcanzar las pruebas de que había colaborado con la resistencia.
Cada vez que por la mañana llevaban a alguien escaleras
abajo hacia la parte en la que se encontraba el horno,
inhalábamos un vacío sordo. Y André todavía estaba más pálido
que de costumbre y no sólo había olvidado que era un médico
bueno y sacrificado, sino que se sentía totalmente impotente en
medio de aquel frío que venía desde la terraza más baja. Como
era médico sabía muy bien qué pasaba, porque uno de las SS le
había llevado un grupo de chicos para que los examinase.
Entlassung. Lo cual significa dar el alta, soltar, excarcelar y,
finalmente, despedir. Y éste era el significado adecuado:
despedida. El médico tuvo que confirmar que el estado de salud
de los despedidos era bueno. Los chicos evidentemente lo
miraban con los ojos estremecidos y perdidos cuando el de las
SS se enfadó con uno al que le faltaba la pierna derecha de
rodilla para abajo. ¿No te encuentras bien? ¿No quieres que te
demos el alta? Leif, mientras tanto, movía nerviosamente la
mano con la que sostenía el estetoscopio; estaba harto de esa
comedia moribunda frente a la cual no podía hacer nada, pero
tampoco podía rebelarse ya que sólo le habían ordenado que
examinase a los chicos, que para eso era médico. A André no le
gustaba Leif, pero tampoco él podría haber hecho nada. Sólo los
chicos encargados del fichero de prisioneros enfermos en el
bloque número 2 lograban de vez en cuando salvar a alguno de
los que habían sido elegidos para ser ejecutados; pero lo
arriesgaban todo porque si los hubieran descubierto, también
ellos a media mañana habrían bajado las escaleras para dirigirse
hacia los ganchos. Franc, por ejemplo, el larguirucho Quijote de
Liubliana, cordial, espabilado y lleno de sentido de humor, pudo
hacerlo. De manera que cuando el esman[9] venía con la lista de
Entlassung, empezaba la acción frenética de salvar al menos a
uno de los condenados, a veces hasta dos, pero como una
excepción, claro está, para, guárdeme Dios, no despertar
ninguna sospecha. Al muerto que yacía en el suelo del baño, en
el waschraum, y que esperaba a que lo llevasen allí abajo, se le
ponía en el dedo un papel con el número de uno de los
condenados en vez del correcto, el suyo. El chico salvado
cambiaba de nombre y de número, por lo cual había que
mandarle cuanto antes con alguno de los transportes de trabajo
fuera del lager.[10] Es cierto que estos grupos de trabajo tenían
un futuro incierto, pero al menos el hombre había escapado del
gancho. Sí, es verdad, pero cada vez que el esman se acercaba,
Franc tenía que controlarse con todas sus fuerzas para no
revelar su temblor. Cuando leía el número del chico, éste le
decía: Gestorben,[11] y el esman preguntaba: Wann?[12] Para
ocultar su inquietud, Franc entonces le mostraba la lista de los
muertos. «Aquí están todas las fechas», le decía, y sólo cuando el
esman se había alejado, se daba cuenta de que tenía la camisa
mojada y se estremecía. André probablemente no sabía nada de
estos riesgos maravillosos y espantosos, porque en estos casos
es mejor que la mano izquierda no sepa lo que hace la derecha.
Quiero decir que cuanto más reducido sea el número de
conspiradores, mejor, nunca más de dos. Y aun cuando André lo
hubiese sabido, habría sido igual, porque todos conocían al
médico y de él Franc no podría haber dicho: Gestorben. Sin
embargo, la gente que en este momento se aglomera entre el
horno y el fondo con los ganchos, jamás sabrá nada sobre el
larguirucho y tranquilo Franc de Liubliana, ni tampoco sobre el
médico francés André, aunque en este momento parezcan
conmovidos al mirar tan confusos alrededor de la herrería de la
muerte. Me dirijo al pasillo que atraviesa todo el bloque y me
paro en la primera zona, pero de nuevo se hallan a mi lado
algunos de ellos que, mitad atónitos, mitad curiosos, estiran el
cuello para ver las cenizas en las vasijas de barro rojizo. Éstas
eran destinadas sólo a la gente de origen alemán, pero esta
ventaja suya tampoco duraba mucho tiempo, ya que pronto su
ceniza se esparciría en el mismo lugar que las cenizas del resto
de los europeos. Mi mirada ahora se fija en los trozos diminutos
de huesos que parecen gruesamente molidos y que componen
el contenido de una vasija, y cuando mi mirada se fija en un
botón pequeño que está mezclado con ellos, la voz del guía
explica cuántas cabezas hay que afeitar para obtener un
kilogramo de pelo que luego puede utilizarse para elaborar paño
y mantas. Esto ya no está vinculado a mis recuerdos, por lo cual
empiezo a abrirme camino a través de la multitud hacia la salida;
pero su voz tranquila me sigue fielmente aunque permanece al
lado del horno. Ésta, se escucha por el altavoz, es la habitación
en la que se llevaban a cabo las ejecuciones. Como pueden
observar, su suelo está un poco inclinado para que la sangre de
la víctima pudiera deslizarse con facilidad. En septiembre de
1944 murieron aquí ciento ocho miembros del movimiento de
liberación de Alsacia. Sí, es verdad, habla de un viejo
nonagenario y de aquellas chicas. Procuro llegar hasta la puerta
porque el gentío me molesta, su voz me molesta, y cuando logro
abrirme paso a través de la gente hasta la apertura que lleva a la
habitación siguiente, de nuevo tengo conmigo su explicación.
Aquí, como pueden comprobar, se encuentra la mesa de
disección en la que el profesor de la Universidad de Estrasburgo
realizaba vivisecciones y experimentos bacteriológicos. Venía
sobre todo para controlar la salud de los prisioneros, que en la
cámara de gas recibían diferentes cantidades de gas ya que
algunos necesitaban más tiempo que otros para morir.
Creo que hay muchas cosas que hoy oigo por primera vez.
Lentamente me encamino hacia el barracón de la chimenea
porque todo indica que ahora está vacío. Quisiera estar allí sin
testigos. Empiezo a entender, parece que comienzo a captar en
fragmentos el significado que tiene el monumento, aunque no
sea más que una lápida que asegure la persistencia del difunto
en el mundo de los vivos. Más que un acto de piedad, el trozo de
tabla o piedra sobre el túmulo es un intento de protegernos del
olvido humano, de la mezquindad de su imaginación, de la
inconstancia de su conciencia fluida. Y el puñado de ceniza
blanda no puede despertar ninguna imagen consistente. A pesar
de estos pensamientos que me unen a la tradición de mis
antepasados, yo soy ante todo un hombre de fuego y ceniza.
Estas terrazas son mi casa. Al volver a Trieste no pude
comprender a mi padre, que cada semana peregrinaba al
panteón familiar; me repugnaba su familiaridad con esas flores
que llevaba consigo. Y ahora, cuando él tampoco está, hablo y
escribo sobre él, pero no le visito allá donde descansa, al lado de
mi madre y de Olga. De vez en cuando mi hermana me riñe
amablemente por ello, pero hasta ahora yo no me he podido
integrar en un ritual del que me separé definitivamente en este
monte, en Dachau, en Dora, en Harzungen. Presencié tantos
funerales que tocarían a varios difuntos por cada día de todos
los años que me han sido regalados para vivir en el mundo de
los hombres; tal vez por ello no puedo reducir el pasado a la
visita de los restos de un solo ser humano, por muy querido que
fuera y aunque sea mi propio padre. No quiero decir que no le
haya visitado jamás; pero cuando lo hice sabía que estaba allí
tan sólo de manera formal, no vivía mi visita, todo lo contrario,
sentía no haberla vivido.
También es cierto que antes, cuando me encontraba delante
del rudimentario ascensor de hierro que unía el almacén con el
horno, tampoco Ivo ha querido despertarse dentro de mí. La
vida, en la que vivo, me ha contagiado. La corriente y la energía
que surgen de mí han rehusado a Ivo aun antes de encontrar, a
causa de nuestra antigua amistad, las palabras válidas para los
dos. A pesar de sentirme vinculado con los secretos de aquel
lugar, soy un hombre a medias en un ambiente que por el
silencio parece casi onírico, pero también soy un hombre a
medias cuando me encuentro lejos, y siento que para mí es
esencial la atmósfera de aquí. Igual que el ave fénix que no se ha
liberado jamás del todo de las cenizas de las que ha surgido para
iniciar su vuelo.
Ahora me he parado. Todavía hay personas en el barracón.
Por la franja de hierba que baja justo detrás del almacén y el
ascensor, bajan rodando, como si estuvieran en un vergel de su
casa, unos niños que no hacen ningún caso a su madre, que
acaba de alejarse del horno y les riñe con un gesto de la mano
derecha. Y, mientras tanto, una niña pequeña abraza feliz con
sus dos manos el alambre que sostiene la delgada chimenea del
crematorio y en su juego de niña alegremente da vueltas
alrededor de él. Arriba, acaba de crujir algo y yo me he asustado
pensando que el tubo se derrumbaría sobre el barracón. Sí, temí
que se quedase dañado el testigo de nuestra aniquilación, me
estremecí por el altar del sacrificio del hombre europeo, en vez
de desear que las manos infantiles empezasen a destruir el
edificio del mal.
Dos que han llegado tarde. Un chico negro, alto y delgado y una
chica francesa menuda. No tienen ganas de entrar con los
demás en el barracón, de manera que se quedan solos en las
escaleras, solos en medio de un silencio que para ellos no resulta
lleno de una misteriosa presencia. En el último escalón su mano
intentó detener el brazo de ella para evitar la entrada en el
barracón. Y me ha parecido que instintivamente quiso alejarse
de un crimen que le era desconocido, como si su instinto
heredado lo hubiera avisado a tiempo de la presencia del
peligro. Porque el organismo de su estirpe negra ha acumulado
durante siglos los anticuerpos de protección, así que es
comprensible que ahora intuya la emanación traidora de la
aniquilación. Pero pronto me he dado cuenta de que me
equivocaba porque su cara, labios y ojos jóvenes radiaban una
inquietud hedonista. Parece un poco aburrido por haber bajado
por unas escaleras tan anodinas, y apenas puede esperar
encontrarse en algún lugar más bello y a solas con la chica. Así
que le pone el brazo alrededor de la cintura y la lleva al final de
la terraza. Está impaciente por volver a besarla, aunque acaba de
besarla arriba, en las escaleras, cuando se han rezagado adrede
para estar solos. Allí, donde el terraplén baja hasta la alambrada,
ha vuelto a abrazarla, y es posible que la abrace también cuando
yo me aleje. No sólo no le molesta en absoluto la doble barrera
de alambre que tiene delante de los ojos, sino que apenas la ve,
como tampoco ve los aisladores, ni la alta hierba amarillenta, ni
la torre de vigilancia que parece una alta pagoda abandonada en
medio de los montes. No lo rechazo en mi mente, dado que se
mueve en otra dimensión, en un ambiente en el que
predominan la germinación y el crecimiento. Y tan sólo ahora,
cuando lo estoy anotando, me digo que sería muy infantil querer
trasladar a estos dos enamorados a nuestro mundo pasado. De
esta manera la frase «Quién hubiera pensado entonces que por
aquí iban a pasear parejas de enamorados» carece
absolutamente de sentido. Porque en nosotros se había
establecido un final apocalíptico en la dimensión de la nada,
mientras que estos dos se hallan en la dimensión del amor, que
también es infinita y también dispone los objetos de manera
incomprensible, excluyéndolos o glorificándolos.
Aunque no me decido a marcharme, voy detrás de los
visitantes que suben las escaleras. Detrás de todos anda un
hombre con una pierna mutilada sostenido por dos chicas a
ambos lados, probablemente sus hijas; cuando levanta el pie de
un escalón al otro, se apoya en ellas con todo su peso. Esta
imagen sí que recuerda las imágenes del campo de
concentración, sólo que entonces nadie ayudaba a los
mutilados. También el crujir de las piedrecillas debajo de los pies
encuentra su reflejo en el recuerdo; aunque este ruido es del
todo diferente porque los zuecos de madera hacían un sonido
más duro y vacío, pero como hay muchas piernas de visitantes,
el arrastrar de sus calzados también se transmite al pasado. Se
me transmite a mí, claro, que observo cómo suben a la terraza
más alta, y les deseo que nunca se les transfiera a ellos a un
futuro en el cual un grupo de respetables excursionistas
dominicales se convierta en un rebaño en desbandada. Cuando
desaparecen y ya no les veo, camino sin testigos a lo largo de un
paisaje yermo que jamás me ha pertenecido, pero que fue mío y
sigue siéndolo. Digo el paisaje porque los barracones ya han
desaparecido; los desmantelaron porque es totalmente
imposible conservar los edificios de madera que en invierno
cubre la nieve, en primavera mojan los aguaceros y en verano
quema el sol de las altas montañas. De ahí que de catorce
barracones se conserven sólo cuatro, dos arriba y estos dos de
abajo. Los alargados espacios vacíos están cubiertos por
pequeñas piedras, y al final de cada terraza hay un poste bajo
con el nombre de alguno de los campos de concentración donde
exterminaron a franceses. Dachau, Mauthausen, Buchenwald,
Kochem, Neckargerach, Harzungen. De esta manera,
simbólicamente están reunidos en un solo lugar todos los
fallecidos que tienen una necrópolis en lo alto, fuera de la
alambrada. Pero ahora estos terrenos estrechos después de
haber sido igualados con piedras, vacíos y sin sentido, parece
que se hubiesen vuelto definitivamente yermos. Es imposible
que un visitante pueda asociar los nombres con las imágenes
vivas. Como por ejemplo los nombres de Neckargerach o
Harzungen. Sin embargo, en Harzungen había muchos
franceses, y esto se notaba también en la organización del revier,
lo cual fue muy importante para poder salvar personas. Pero en
general nos entendíamos bien. Yo no me interesaba por la
política interna del campo y solía quedarme en mi cuarto. Se
trataba de un espacio pequeño que a veces demandaba unas
manos ágiles. Pero no siempre, claro. Por la mañana con Vaska
llevábamos a uno o a dos al baúl de detrás del barracón y
echábamos los jergones sobre la hierba para que se secaran un
poco; pero los jergones estaban siempre tan mojados que por la
noche no teníamos más remedio que darles la vuelta para poner
enfermos nuevos. El resto de la mañana transcurría
tranquilamente. En la mesa de debajo de la ventana había un
termómetro, un paquete de polvo blanco y un paquete de
carbón en polvo. Las medicinas para aquel cuarto. Y tres veces al
día vertía el polvo blanco en una taza y añadía un poco de agua
hasta obtener un yeso blando. Pasaba de lecho en lecho,
metiendo la cuchara con la mezcla blanca entre los labios secos,
entre los dientes semiabiertos. Algunos enfermos cogían con los
dientes el mortero blanco de la cuchara como si quisieran
mantener la vida que se les escapaba insistentemente por el
jergón; otros no se daban cuenta de la cuchara que había
delante de su boca, pero a pesar de ello chupaban y tragaban la
masa pegajosa con debilidad. Al expirar, tenían un cemento
blanco en los dientes y alrededor de labios. O bien tocaba el
carbón en polvo. Evidentemente, éste era mucho menos práctico
porque las bocas lo resoplaban fuera de la cuchara o de la boca
cuando ya habían conseguido tomarlo. Aquéllos eran los días de
los difuntos con los dientes y labios negros, y aunque eran todos
esqueléticos y largos, lo que más se notaba eran las rayas
negras alrededor de la boca. Estos enfermos estaban tranquilos,
inmóviles; y cuando todavía estaban medio conscientes, se
levantaban para no evacuar sobre los jergones. Entonces
dejaban un rastro marrón por el suelo por el que pasaban. Todo
se volvía todavía más difícil cuando empezaban a enviarme los
enfermos que, además de disentería, padecían también
tuberculosis. Estaban tumbados en ocho literas a la izquierda de
la entrada y esperaban a que los viniese a buscar un camión de
Dora. Pero jamás avisaban cuándo vendría, de forma que Vaska
tenía que correr en el último momento al almacén a por sus
vestidos. A por sus trapos. La ventana tenía que permanecer
cerrada por la prohibición de que se viera la luz de fuera, y como
en la habitación estaba encendida la estufa, el olor cargado era
cada vez más fuerte. Tan sólo cuando el camión ya se había
marchado, podíamos apagar la luz y abrir la ventana para dejar
entrar el aire fresco de la nieve. Y mientras el vehículo esperaba,
había que darse prisa. Vaska traía pequeños hatos sucios y
sudaba desenvolviendo los pantalones, chaquetas y zuecos
malolientes mientras deshacía los nudos e insultaba a la madre
del zar y de todo el mundo. Y es que en realidad no podíamos
darnos prisa porque estos enfermos no habían podido vestirse
en la litera, puesto que sus huesos se habían grabado en los
jergones. Ni tampoco podían permanecer de pie. De ahí que los
cogiéramos por las piernas y por debajo de las axilas, y los
pusiéramos en el suelo. Apenas podría llamárseles enfermos,
pero como seguían resollando, teníamos que vestirles. No era
nada fácil poner la pernera arrugada a un hueso que sobresalía;
por ello Vaska se enfadaba, pero no con el cuerpo que yacía en
el suelo, sino que se rebelaba contra la destrucción, como si se
enfadase con los restos yacientes por haberse dejado destruir.
Mientras tanto yo ponía sobre las costillas de otro desgraciado la
chaqueta rayada que parecía un trapo quitapolvo, y agradecía a
Vaska que, a pesar de gruñir, atendiera amablemente a los
desgraciados. Sudábamos y mirábamos dónde poníamos los
pies para no pisar los cuerpos que yacían por todas partes en
medio de los trastos. De vez en cuando levantábamos alguno,
para que los huesos se quedaran sentados, y entonces el brazo
se extendía como una rama seca, buscando los zuecos seguido
por las pupilas de vidrio. Zuecos, cucharas de madera, trozos de
soga. Objetos con los cuales el hombre llena su soledad. Había
otro que a pesar de su final inminente sabía que fuera había
nieve y con la mano instintivamente buscaba su gorra. Así que
Vaska volvió a enfadarse porque el cuerpo no sabía que daba
igual si expiraba con la gorra puesta o sin ella. Pero la buscó
entre los trastos pestilentes y cuando la encontró, le puso con
cuidado al cráneo desnudo la corona arrugada del sayal de
cebra. Lo que más molestaba a Vaska era cuando entraba Pierre
diciendo que había que darse prisa, abriendo la puerta sólo lo
justo para introducir su nariz; jamás se le había ocurrido que
podría entrar a ayudarnos. Así que seguíamos agachados en el
suelo durante mucho tiempo. Y cuando al final podíamos
levantar el esqueleto vestido, lo sosteníamos cada uno por un
lado a lo largo del pasillo. Y como lentamente movía los pies,
Vaska casi siempre se lo cargaba sobre los hombros, de manera
que su cabeza casi alcanzaba el suelo y la gorra se le caía. Al final
logramos llevarles a todos al camión, y como en él había ya tres
baúles con difuntos, los pusimos sobre éstos, mientras que
Vaska insultaba a la madre imperial del chófer por haber pitado
tanto. Desde la nieve se alzaba un frío de veinte grados, pero los
cuerpos que yacían y estaban sentados sobre las tapas de
madera cruda probablemente ya no lo sentían. Nosotros huimos
al barracón, consolados por haber cumplido tan bien con
nuestro deber. El hombre es así: piensa en todos aquellos que
agonizan en el vehículo y todavía no saben que están sentados
sobre los muertos porque ya se parecen del todo a ellos, y
también siente un alivio por haber cumplido bien con su
obligación. Es decir que la necesidad de un orden, de un círculo
cerrado, puede ser tan fuerte como las demás inclinaciones
humanas. O puede ser que una persona, a pesar de su carácter,
de manera inconsciente se contagie de las reglas de un
ambiente en el que tiene que seguir un horario establecido
hasta la muerte y respetar el orden del día. Bueno, tampoco
puedo decir que me sintiera vinculado a mi habitación tan sólo
por el trabajo. Muchas veces me aconsejaron que no durmiera
junto a mis enfermos, pero yo obstinadamente seguía entre
ellos. Esta decisión se debía parcialmente a un instinto ciego, a
una disposición orgánica primitiva; porque en aquel espacio
estrecho me encontraba en la misma guarida de la muerte y por
ello me sentía a salvo de ella, porque estaba demasiado cerca
para poder atacarme. Pero en mi obstinación también había un
vínculo entre camaradas. Dormía en el rincón, en el lecho de
abajo. Vaska estaba sobre mí y éramos los únicos marineros
sanos bajo la cubierta de un estrecho barco de madera, en el
cual toda la tripulación estaba condenada. De madrugada Vaska
se levantaba primero, saltando con dificultad de su litera, y
después, cuando también yo me había levantado, me sentía
como un capitán que había sido fiel a su equipo, aunque mi
primer trabajo de madrugada fuera entregar a cada uno de ellos
al mar inmenso de la nada. Pero no lo sé. Quizá hay dentro de mí
un poco de fatalismo eslavo; tal vez me parecía que con Vaska
estábamos lo suficientemente expuestos cuando poníamos los
trapos podridos a los moribundos. Pero parece que el hombre es
más vulnerable mientras duerme. Sin embargo, puede ser que
en el mundo del crematorio la prudencia también significara
exponerse al peligro, porque un momento de prudencia podía
provocar una interrupción en la inercia que te conduce a través
de la destrucción. En un mundo como éste, el hombre debe ser
como un soldado que en el campo de batalla se esconde debajo
de un montón de muertos; simula no respirar para que el
enemigo no se percate de su presencia y en el momento
oportuno pueda arrastrarse hacia la vida. Pero aquella mañana
me llenó la boca una cosa muy húmeda. Al principio parecía
solamente un exceso de saliva. Vaska aún no se había levantado,
por lo cual pensé que debía de ser muy temprano, porque si no,
Vaska ya habría comenzado a moverse sobre mi cabeza, ya que
tenía que fregar, junto con otros ayudantes, el pasillo de los dos
barracones antes del amanecer. De forma que al principio
parecía un exceso de saliva, pero caliente. Volví a tragarla
mientras escuchaba el resuello del pecho de un enfermo que
estaba a mi derecha, dos catres más allá. A lo largo del día
expiraría, pensé, y volví a tragar el cálido líquido. Pero de
repente había una cantidad demasiado abundante para poderla
tragar, así que me senté, sintiendo el aliento frío del vacío. Era
como si algo plateado se me hubiera roto detrás del hueso de la
frente ahora que delante de mis ojos había sólo oscuridad. En un
instante vi el mundo entero en su totalidad real pero a la vez
perdido. Entonces me levanté y rápidamente salí de la habitación
pasando por en medio de los lechos. Huía aunque era
consciente de que no podía huir de mí mismo. Debía de buscar
aire y sin saber cómo llegué al baño que estaba silencioso, en la
luz tenue y gris de una madrugada todavía alejada. En medio de
las duchas caían gotas a intervalos largos, las paredes de
madera parecían más cerca la una de la otra, también la estufa
estaba más cerca. Todo era como cada día, pero en aquel
momento por primera vez sentí que estaba rodeado por todos
lados. Y el pensamiento atravesó la eternidad como un rayo; la
abarcó con una sola mirada y la expulsó, mientras mi cabeza se
estremecía instintivamente, como si con este movimiento
procurase liberarme del remolino de la nada que se estaba
acercando. Me dirigí hacia la ventana y volví. Y volví a dirigirme
hacia la ventana. El alambre de espino delante de la ventana ya
no parecía un conjunto de lazos que siempre observaba sin
verlos, sino un signo evidente y palpable de cautividad que
estaba unida a mí. Era la clarividencia ante la muerte que se
despierta cuando el hombre se encuentra rodeado de la niebla
blanquecina de la destrucción a la que en breve seguirá una
capa de penumbra densa. En aquel momento me di cuenta de
que el pañuelo de mi mano era la única cosa que me había
quedado de casa, pero estaba tan empapado de aquella
sustancia roja que en mi palma se convirtió en una fuente
perdida de vida. Me parece que entonces la cabeza me volvió a
retumbar. No lo sé. Después probablemente me calmaron las
gotas que caían con insistencia y sin prisa sobre el cemento. Su
sonido rítmico despertaba dentro de mí las imágenes de
aquellos que vuelven por la noche de su trabajo y el agua
caliente lava la disentería de sus caderas y muslos
apergaminados. Me veía a mí mismo conduciéndolos, lavados, a
mi habitación estrecha y por un momento me pareció que había
llegado la hora de pasar cuentas de mi trabajo de sepulturero;
probablemente después me tranquilizó pensar en toda la faena
que me esperaba, de manera que volví a mi lecho. Quizás
regresé ante todo porque volví a tragar saliva que era sólo saliva.
De todas formas, estaba agradecido a Vaska por haberse
levantado un poco después y haber bajado a mi lado, al suelo,
porque así empezaba un ritual conocido y tal vez todo volvería a
salir bien. Ahuyentaba todos mis pensamientos y sensaciones
porque sabía que tenía que permanecer indiferente y romo.
Evidentemente, después de esta sacudida no era fácil seguir
simulando, pero tenía que actuar como si nada hubiese
empezado a cuestionar la fe inamovible, sorda y ciega en la
posibilidad de sobrevivir.
Ah, sí, ¡Harzungen! Ese nombre escrito aquí delante de mí, en
la parte pulida de la columna baja. ¿Pero qué les dice esto a
ellos, a los turistas? Cabría poner aquí uno de los nombres de los
que partían tres veces al día hacia los túneles, y alguna vez los
turistas dominicales podrían hacer un viaje con ellos. Pues si
aquella vez Jub no hubiera venido a pedirme que lo sustituyera,
tampoco yo habría sabido de dónde venían todos aquellos
heridos y exhaustos por la noche. Tengo diarrea, me dijo Jub, y
trajo una caja pequeña de madera y la puso en el suelo, al lado
de la mesa. Era un holandés tan largo que uno sólo era
consciente de su estatura cuando se inclinaba para dejar la cajita
en el suelo. Así que al caer la noche, salí del campo en su lugar.
La nieve brillaba con una luz metálica en la oscuridad y la noche
escondía una llanura hostil que durante el día era una estepa
nevada bajo el cielo de plomo. De vez en cuando la miraba desde
la ventana de mi habitación, y a pesar de parecer tan triste,
sentía en ella la proximidad de la tierra; en cambio, cuando
ahora andaba por ella, de repente me sentía como abrazado por
una ola de inseguridad. Sentía una especie de nostalgia por mi
rincón, aunque sólo fuera una antesala de la muerte. Esta
sensación, sin embargo, duró muy poco, pues me conmovió la
marcha de las filas. Por un momento me parecieron filas de
verdaderos obreros; pero cuando oí los gritos y los rayos de luz
empezaron a iluminar los vestidos de rayas, el fantasma
desapareció al instante. Los hombres se habían remitido los
gabanes, finos como un delantal, por dentro de los pantalones
para impedir que ondulasen inútilmente en el aire helado, a
dieciocho grados bajo cero. Los zuecos golpeaban, sordos,
contra la corteza de la nieve, y los cuerpos mantenían las manos
en los bolsillos de los pantalones y se encogían de hombros,
como si así pudiesen abrazar las orejas y las cabezas, afeitadas y
metidas en unas gorras redondas de tela. No solamente la
cabeza, todo el cuerpo deseaba envolverse y convertirse en una
bolita pequeña, parecida a la que quedaba en la conciencia
humana, dentro del interior caliente del organismo. De vez en
cuando ahí delante, frente a la columna, una boca soltaba un
grito seco y este grito se convertía automáticamente en un grito
de cuervos enloquecidos. Y parecía que el miedo era una
corriente de aire poderosa que en un instante atacaban a todas
aquellas cuerdas vocales alemanas, y que los pastores alemanes,
escondidos en la oscuridad, prolongaban con estos gritos el
muro de protección de miedo a lo largo de todo el rebaño que
pataleaba y saltaba a causa del frío polar. No, yo no tenía mucho
frío porque entonces ya tenía mi chaquetón marrón que me
cubría sólo hasta las rodillas, pero que abrigaba mucho y no
estaba muy gastado. En la espalda tenía recortada una ventana,
cubierta con tela de cebras. El frío podía entrar a través del tejido
basto de los pantalones, aunque llevaba calzoncillos, aquellos
que con Vaska quitamos al viejo francés antes de llevarlo al baúl.
Quién sabe cómo lo había hecho aquel viejo para conservar,
además de la camiseta, los calzoncillos. Después Vaska los puso
en una jarra donde los desinfectamos con agua hirviendo. Así
que los fallecidos no sólo me daban de comer, sino que también
me vestían a cambio de darles carbón y llevarles detrás del
barracón. Bueno, en aquel viaje nocturno llevaba un botiquín de
madera con una cruz roja al lado, pero a los cuerpos que
saltaban en la oscuridad como si el frío fuese una ducha de la
cual puedes escaparte, las vendas y las aspirinas tampoco les
sirvieron de mucho. Era duro cuando las filas paraban en un
terraplén y se empezaban a extender a lo largo de las vías del
tren, mientras hacían retumbar los zuecos. Seis pares de zuecos
en cada fila. Mientras tanto las linternas eléctricas atravesaban la
masa rayada a lo largo y a lo ancho, hasta que vino un tren de
cuatro vagones que los grupos asaltaron para escapar del frío y
de los golpes del griterío acechante, que no era más que un
complemento sonoro de la noche envenenada. Después los
vagones empezaron a hacer ruido y los cuerpos espiraban aire
caliente y soplaban en la oscuridad para calentar los espacios
helados cuyas ventanas en lugar de vidrio estaban cubiertas por
tablas. Yo estaba de pie en el pasillo, protegiendo entre las
rodillas el botiquín para que no lo aplastara la corriente que
pasaba a mi lado, porque la marea humana subía y crecía cada
vez más en aquel espacio estrecho. Debido al hormigueo febril,
aquellos veinte minutos pasaron rápidamente. El convoy paró y
volvieron a rodearle los gritos y los latigazos de la luz.
Fustigaban a los que saltaban a la nieve y también a los que
caían sobre ella porque estaban demasiado débiles para saltar, y
todo para incorporarse cuanto antes a las filas. Había que hacer
como aquellos que ya estaban en la fila y moldeaban la nieve
con sus zuecos. En medio del ruidoso bullicio resultaba
consolador escuchar al lado el sonido vacío del chorro que
derretía la capa de nieve, seguido por el olor a orina caliente. Los
gritos ya habían hecho mover la tropa gris que hacía ruido al
pasar junto a las casas en Niedersachswerfen, como si
atravesaran un recuerdo lejano de casas nevadas en el cual la
estirpe humana, extinguida hacía tiempo, solía amar el invierno
y el crepitar del fuego. Las casas seguían cerca cuando el desfile
paró delante de una larga fila de carritos de acero, y la boca
ahora gritaba porque los grupos entraban demasiado
lentamente en los contenedores de hierro. Subían ayudándose
con manos y piernas, por un instante permanecían suspensos
sobre el borde de acero, y finalmente caían al interior de los
grandes vagones de volteo de Krupp que los mineros llenaban
de mineral. Eran amplios y se levantaban a dos metros de altura.
Como unas copas majestuosas de color negro resplandecientes
en la oscuridad, colocados en fila, se abrían en la oscuridad, y los
cuerpos subían a ellos a cuatro patas, una sustancia
hormigueante que se cargaba por sí sola. Después la noche se
tragó los relámpagos de las linternas y las cajas de acero se
movieron, chirriaron y empezaron a moverse. Casi a la vez, como
si se hubieran puesto de acuerdo, empezaron a caer los copos
de nieve que se iba depositando sobre el mineral vivo. Tan sólo
la pequeña locomotora dejaba salir copos invisibles de vapor
cálido y quizás los brazos y las piernas anhelaban levantarse al
aire para unirse al ardor que los sobrevolaba. Mientras el convoy
se movía serpenteando, las suelas de madera acallaban el ruido
de hierro. Era como si tocasen el casco férreo de su destino, un
destino que constantemente rebotaba en el quejido de los
rítmicos golpes. Las masas oscuras se amontonaban en el
centro, lejos de los bordes helados, juntando espaldas y vientres,
escondían la cabeza como las tortugas y el rostro caía sobre el
pecho para protegerse de las tijeras del frío que cortaban el aire.
Entonces, la eternidad itinerante se interrumpió de repente con
el aullido gemebundo de la sirena. Era como si el dolor humano
se abriese camino a través de un cuello largo que se irguiera en
la oscuridad para mugir su miedo. Los frenos chirriaron y antes
de que la oruga de acero parara en medio de la llanura blanca,
las figuras con ametralladoras ya habían saltado fuera,
convirtiéndose, en un instante, en una manada de lobos que
ataca a una columna de trineo, ladrándole. Cuando la noche
silenciosa logró calmarlos un poco, comenzaron a balancearse
por la nieve, y era extraño que lo hicieran, porque llevaban
botas, abrigos de piel y uniformes que llegaban casi hasta el
suelo, revestidos por dentro, y sobre los uniformes llevaban
además las lonas de camuflaje. Sin embargo, saltaban como si
tuvieran frío. Mientras tanto, a los cuerpos que salían de los
altos contenedores, el frío les atravesaba como si fuesen una
red. Tan sólo la voluntad, con un enorme esfuerzo, había salido
desde detrás de los párpados pesados y había envuelto el
cuerpo con un escudo blanco para protegerlo del abrazo helado.
Aunque no tardó mucho en fatigarse, y los dientes apretados
empezaron a temblar, pero no se oían ya que fueron acallados
por los golpes de las suelas de la dura masa humana, acumulada
en el centro de la caja. Evidentemente, en el cielo golpeaban las
máquinas de miles de aviones invisibles; su sonido era amistoso,
pero a la vez tan alejado y onírico que los cuerpos, con la muerte
en los huesos, apenas lo pudieron percibir. También, porque el
ruido de los zuecos se había parado en seco. Se notaba el olor de
la disentería. De repente, la carga humana blasfemó y empezó a
moverse para expulsar fuera un cuerpo pestilente como un
trapo mojado. Los guardias se asustaron ahí abajo y su miedo
llenó el espacio de la noche. El rumor dentro del recipiente de
acero les había parecido un rayo que los aviones podrían notar, y
por eso su tensión reaccionó de manera abrupta. Pero el silencio
volvió a reinar en todas partes, también en el vagón, en el cual la
figura contagiada había sido expulsada hacia uno de los lados de
acero. Tampoco este silencio duró mucho, porque apareció un
grupo de soldados con pastores alemanes que quién sabía por
qué atacaban los altos contenedores, ladraban salvajemente,
subían y chocaban contra ellos, como si quisieran romper a
mordiscos el acero. Después los aviones dejaron de oírse y
también el ladrido se alejó; sólo quedaba una larga cadena
inmóvil de contenedores altos en la llanura, como en la finca
muerta del infierno blanco. Y el toc, toc, toc de los zuecos contra
el fondo de acero marcaba el ritmo de la agonía que se extendía
sin sentido hacia la infinidad sorda. Claro está que de día la
marcha era bien distinta porque la luz no une tanto como la
oscuridad. En aquel entonces sustituía a Jan, que se parecía
bastante a Jub, alto y delgado, una especie de mástil con una
cabeza alargada al final; hablaba menos que Jub y por su cara se
podría deducir que no debía haber tratado demasiado bien a los
indígenas en la India holandesa, donde se jactaba de haber
estado. Probablemente tampoco estuvo enfermo cuando me lo
pidió, sino que simplemente no tenía ganas de salir con un frío
tan intenso. Yo, en cambio, tenía ganas de experimentar cosas,
como me había pasado otras muchas veces, que los demás
encontraban desagradables y hasta repugnantes. Por eso Jan
probablemente pensaba que era un poco extraño, pero a mí me
gustaba irme, porque me parecía que así tenía un objetivo;
estaba con los cuerpos en movimiento y durante ocho horas no
sería testigo de aquellas extremidades que se fundían cada vez
más con el jergón. Dentro de mí tal vez también deseaba tocar el
mundo sin alambradas o que el mundo exterior me tocara a mí.
Pero allá el ambiente era tan pestilente como el nuestro. Cuando
por la tarde volvimos a través de Niedersachswerfen, las filas
arrojaban las piernas hinchadas con dificultad y entre cuatro
cargaban con un cuerpo inconsciente, sosteniendo cada uno una
extremidad, de manera que el cuerpo casi tocaba el suelo, como
una enorme araña. En aquel momento aparecieron dos chicas
en la calle blanca y silenciosa, que ni siquiera miraron la ruidosa
columna; era imposible que no hubieran visto los zuecos que
sobresalían delante de los primeros dos hombres. Tampoco se
percataron de la larga procesión de los seiscientos vestidos de
cebra, como si la calle estuviese desierta y en ella no hubiese
sino corteza de nieve sobre la calzada y las aceras. Esto
significaba que es posible inculcar a la gente un desprecio tan
radical hacia las tribus inferiores que hasta dos chicas podían
transmitir un frío capaz de anular el desfile de esclavos y seguir
andando por la acera como si sólo las rodease el tranquilo
ambiente soleado. Allí también había una lechería pequeña, un
escaparate de relojero, una barbería y una panadería que, en las
primeras horas de la tarde, permanecían silenciosas y
abandonadas como en todos los sitios donde habita la gente
viva. Por ello no tenía sentido alargar los tentáculos fuera del
mundo de rayas. Y más que las fachadas de las casas y los
escaparates, aquel día lo importante era que Peter dirigía el
turno. También él, como todos los criminales alemanes, llevaba
por debajo del número un triángulo verde, pero no trataba mal a
la gente. Se decía que había robado un banco o había falsificado
no sé qué, pero esto casi se había convertido en un mérito,
porque su trato con aquellos trabajadores privados de derechos
era realmente benevolente. No les metía prisa para formar las
filas antes de salir del campo, de manera que los grupos podían
amontonarse a mi alrededor para que les excusara del trabajo.
¡Yo, yo!, gritaban en todas las lenguas. ¡A mí, mírame a mí!,
repetía alguien y se abría paso a través de la multitud,
desatándose los pantalones para que se le deslizasen hasta los
tobillos. Los muslos flacos estaban como manchados por posos
de café, al igual que las pantorrillas delgadas, llenas de costras.
Le di el papelito para ingresar en el revier porque en su estado
seguramente lo aceptarían, de manera que por la noche lo
encontraría en mi habitación. Después escribí el papel para el
que en lugar de piernas tenía pezuñas de carne y había logrado
abrirse paso entre los que andaban con los pantalones bajados y
perdían el equilibrio a causa de las ondas de cuerpos y sonidos.
Metía el termómetro debajo de alguna axila, mientras escribía
un papel para otro. Y para otro. Pero éste era un mar agitado
que chocaba contra mí desde todas partes. ¡Mírame! ¡Mírame!
Me apresuraba a entregar los papelitos y al mismo tiempo cogía
el termómetro que sostenía una mano levantada en el aire sobre
las cabezas ondulantes; hasta que por delante se abrieron las
puertas y se oyó al kapo Peter mientras marcaba el paso. Links-
zwo-drei-vier. Links-zwo-drei-vier.[20] Delante del puesto del
guardia nos contó un oficial. Estaba erguido como un gallo y
mientras pasaba a su lado con mi botiquín, me sentía contento,
como debe de sentirse satisfecho un abogado que demuestra la
inocencia de su cliente. Entregué quince papeles, lo cual era un
intento consciente de engañar a la muerte. Claro que podría
habérseme reprochado que mi intento era en vano, porque mis
papeles sólo hacían que la gente muriera con algunos días de
retraso. Quién sabe, quizá alguno de ellos se salvó, y tan sólo esa
posibilidad valió toda una vida humana. Seguro que estos
pensamientos deben de parecer ingenuos a un combatiente de
entonces que gritaba ¡viva! al atacar a su enemigo. Y
probablemente sea correcto que en la economía de la
humanidad haya personas en las cuales pueda acumularse todo
el orgullo de la estirpe de Adán. Pero yo no me siento redimido
cuando un antiguo comandante partisano explica: «Al dar la
orden de ataque a la columna alemana, las ametralladoras…».
Entonces me limitaba a sostener fijamente el asa de piel de la
cajita mientras pasaba al lado del oficial, aunque los guardias
cargaban en voz alta los fusiles y se ponían las ametralladoras a
los hombros, formando una fila a nuestro lado, como una
comitiva fúnebre que apenas puede esperar a que empiece la
procesión. Brillaba un sol pálido, los caminos estaban trazados
en la nieve, y a pesar de que el ambiente estaba cargado de
putrefacción, parecía que la naturaleza, a escondidas y a tientas,
intentara escapar del yugo de la aniquilación. Al lado del camino
había dos casas y ni un alma, tan sólo un niño que debía de estar
subido a una silla con la cara contra el vidrio en el que dibujaba
cinco pólipos pálidos. Sonreía con inocencia, como si estuviera
observando el desfile de unos divertidos fantasmas de un circo.
No, su sonrisa todavía no era malévola, tan sólo anacrónica.
Igual que el sol allá arriba. El sol agitó también a los grupos en
los vagones de las ventanas tapadas con tablas, de manera que
el tren por un momento parecía el fantasma de un tren bueno
que corre a través de un paisaje conocido con un sol verdadero
sobre las cimas escarpadas, cubiertas de nieve. Alguien encendió
un cigarrillo de un centímetro de largo, todo marrón, y me invitó:
¿Una chupada? A causa de la mezcla de todas las lenguas
europeas y de la nieve de allí fuera, la estepa rusa se fundía con
la llanura francesa y la planicie holandesa en un blanco
desconcertante, en una imagen iluminada por la redención. Esto
lo notaba aún más intensamente cuando pasamos por
Niedersachswerfen y al lado de los barracones de madera las
familias ucranianas ponían los caballos delante de unos grandes
trineos y los niños bajaban con sus pequeños trineos por las
pendientes. Casi parecería un cuadro de Brueghel ampliado, si
no estuviera allí nuestra procesión, con nuestros zuecos y trapos,
moviéndose a duras penas. Cuando las hileras empezaron a
llenar los contenedores de Krupp, una chica las observaba desde
la ventana de una casa pequeña y veía cómo se sostenían por los
bordes con los codos hasta que las piernas colgantes hallaban el
apoyo adecuado. No se había frotado los ojos como las mujeres
alsacianas en Sainte-Marie-aux-Mines, pero su mirada estaba
sorprendida y casi confusa. Se asomaba a la ventana de manera
que su pecho descansaba sobre los antebrazos cruzados y
estaba concentrada, inmóvil; sus ojos brillaban perdidos como si
no pudiesen creer que existía un número tan grande de machos
destruidos. Desde luego, en su cara se reflejaba un eco de
frivolidad, sus ojos eran nuestros cómplices y en su brillo opaco
se mostraba una pena por la pasión malgastada. El turno de día
era distinto y como el sol todavía no se había puesto y el frío
podía soportarse, algunos guardias se sentaron en el vagón de
madera aparcado entre las cajas de acero. No era un vagón
común, horizontal, sino que tenía en medio una especie de
espalda de burro en forma de trapecio. Los oficiales de las SS
que se sentaban sobre el estrecho banco, apoyaban los pies en
dos repisas cubiertas de nieve. Sostenían el fusil con las piernas,
se quitaban la nieve de las suelas, y miraban fijamente hacia
delante como unos cazadores derrotados sin imaginación. Del
mismo modo estaban sentados también aquellos dos que se
habían quedado dentro del barracón mientras el turno entraba
en los túneles; me miraban mientras cambiaba la venda a un
herido, inmóviles en el banco cerca de la estufa. Era evidente
que se aburrían, sin embargo, era mucho mejor estar junto a la
chimenea en la que ardía carbón liso a permanecer de pie
durante ocho horas en los túneles, expuesto a la corriente,
mientras los compresores hacían un ruido infernal y estallaban
las minas. Algunas veces el kapo les hacía compañía, pero en
esta ocasión también él se había marchado, de manera que
observaban a través de la ventana la red de vías estrechas que
cubrían la llanura y desaparecían dentro de una treintena de
túneles. Sólo cuando una potente detonación hizo temblar
inesperadamente el barracón, sus nalgas se estremecieron y se
levantaron como si dudasen de que podría tratarse de la bomba
de un avión. Después, la sirena aulló varias veces. Hubieran
preferido no mirar a los heridos, pero el barracón era pequeño y
yo me ponía justo delante de ellos para cambiar la venda de un
flemón o vendar la mano cubierta de polvo blanco, como si
hubiera salido de un molino. Los dedos de su mano derecha no
tenían articulaciones, pero, como estaban cubiertos de harina
blanca, no se notaba hasta que los terminaba de limpiar. Estuve
afilando la broca del compresor, dijo, y mantenía la mano
alejada, como si no fuera suya. Hasta sonrió porque su mano
estaba fría y no le dolía, pero le estaba agradecido
inconscientemente por haberle llevado al calor que ahora le
rodeaba. Los enfermos de disentería, mientras tanto,
permanecían sentados, mareados por el cansancio, el hambre y
el aire caliente. Estaban en un rincón pero no se veía nada
porque les había dado la baja; tan sólo se notaba que llenaban el
aire del barracón con olor a retrete. Así era normalmente.
Aquella vez, sin embargo, cuando Peter se enfadó a causa del
ingeniero, por un momento entró vida en la caseta de madera. El
ingeniero era un rubio joven que llevaba una chaqueta de cuero;
entró en el barracón como una tempestad y se quedó con las
piernas espatarradas delante de los enfermos que estaban
sentados en el banco. Uno de ellos tenía un flemón, los pies del
segundo se parecían a la cabeza de una col, el tercero estaba
todo cagado de disentería. Pero él gritaba que todos eran unos
cobardes e impostores, y que salieran fuera enseguida. ¡Fuera!,
gritaba. Pero ellos no le miraban a él sino a mí, su enfermero, y
seguían sentados. Entonces yo le dije que no podía asumir
ninguna responsabilidad y que habría que hablar con el kapo,
con Peter. Tomé una venda de papel, me puse al lado de un
enfermo que estaba sentado en el banco con el pantalón subido,
y comencé a vendar el flemón. El ingeniero salió hecho una furia
dando un portazo, pero a mí, por un momento, me había
parecido que estaba en una cabaña de montaña rodeada de
nieve, y que los alpinistas invisibles me felicitaban por mi
arriesgada labor de salvación en los despeñaderos. Le dije que
no asumía la responsabilidad, como si allí cualquiera
respondiese ante alguien cuando un cuerpo semidestruido
quedaba afectado. Pero la utilicé, utilicé la palabra que siempre
permanecerá como un diamante con el cual habrían de contar
todos los tiranos hasta el final de sus días. También los de las SS
percibían el cambio en el ambiente; parecía que en el calor
silencioso sus rostros se estaban descomponiendo, porque
inesperadamente se había roto la fuerza que les otorgaba
consistencia. Y cuando volvió Peter, enfadado, le miraban
atónitos con unos ojos que habrían querido decir que sí antes de
que alguien les hubiera instado a ello. Peter gritó: Er hat hier
nichts verloren![21] El cabello negro le cubría la frente cuadrada, y
como era robusto, parecía un oso en medio del barracón. Que
venga cuando yo esté aquí, gritó, enseguida le enseñaré la
puerta. Ese día fue tan extraño que casi parecía un sueño,
aunque en el barracón se percibían con claridad los gemidos del
hombre que había perdido las articulaciones de los dedos
porque la mano se le había calentado. Yo tenía la sensación de
que mi trabajo de enfermero era menos baldío; al menos
mientras todavía nos encontrábamos dentro del barracón. Pero
cuando vinieron el guardia, el enfermero y el kapo nuevos,
también mis enfermos tuvieron que salir fuera, con los grupos
que subían a los vagones de Krupp. A uno hubo que llevarlo,
porque tenía la pierna rota y tal vez también algo más, porque
ya no estaba consciente. Lo dejaron sobre la repisa del vagón de
madera, y yo me senté sobre el asiento nevado, sosteniéndolo
con el pie para que no se resbalase. Estaba tumbado de espaldas
sobre la estrecha capa de hielo y como estaba inconsciente, no
sentía cómo a través de la arpillera fina le estaba entrando la
muerte por las extremidades horizontales. Probablemente
hubiera sido mejor si lo hubiéramos puesto en un recipiente de
acero, ¿pero cómo íbamos a levantar tan alto el cuerpo con la
pierna rota? ¿Cómo le protegeríamos para que la multitud,
convertida en un haz negro de leña dura en el centro del
contenedor, no lo aplastara? Sí, es verdad. Pero tampoco le
favorecía estar tumbado sobre el hielo con un frío de veinte
grados. El de las SS que estaba sentado a mi lado en el caballo
de madera llevaba una gorra de piel que le cubría las orejas, sin
embargo no dejaba de estremecerse para protegerse del aliento
de acero. La noche siguiente no hubo ningún herido. El que se
había caído desde el armazón alto del túnel estaba todo blando,
como sin huesos, cuando lo llevaron al barracón, pero llamaron
a Dora y lo llevaron directamente allí, porque en Harzungen no
había horno. De ahí que no tuviera que cuidar a nadie, pero de
todas formas me senté sobre el vagón de madera, un poco por
no tener que trepar a lo alto de la caja de acero, y sobre todo
porque aquella noche el vagón estaba enganchado a la
locomotora. Me senté al lado del de las SS y giraba la espalda
según el viento, de manera que unas veces exponía al frío la
espalda y otras el pecho. La locomotora estaba girada y su
caldera cilíndrica no estaba lejos del vagón. Era una locomotora
pequeña para el ferrocarril de vía estrecha. Una caldera es una
caldera, pensé y me levanté. Primero puse la caja de madera con
la cruz roja sobre el hierro de la oscura máquina y después subí
yo también. Me agarraba al hierro con cuidado y avanzaba poco
a poco porque la locomotora se sacudía como un caballo negro
que se resistiera a dejar que un desconocido se sentara en la
silla. Después me agaché debajo de la caseta del maquinista y
me abracé a la caldera de vapor. El humo, que salía con un jadeo
pesado, caía sobre la larga cadena de contenedores y ayudaba a
la noche a esconder la vergüenza humana mientras yo sentía el
calor de la redonda caldera como la tripa calurosa de un animal
de acero. Era como si la humanidad se hubiese extendido y no
existiera más que la bondad del metal caluroso. Extendí el brazo
hacia la noche como si quisiera disculparme ante todos los que
estaban de pie en los grandes cálices de acero, pero pronto volví
a contraerlo porque lo cogió el vacío de la inmensidad helada.
Entonces volví a abrazarme al regazo del metal bueno y al calor
de la tripa de hierro que al menos por un momento embriagó mi
pudor frente a la perdición humana. Pero bueno, al día siguiente
continuaba la rutina en medio de las literas de dos pisos. Poco a
poco, la tierra se volvía negra bajo las manchas de nieve y
adoptaba su imagen antigua, aunque parecía bastante lúgubre a
causa de la cercanía de nuestros barracones. Cada mañana unos
hombres se marchaban detrás de un carrito torcido al campo
negro más allá de la alambrada. En el carrito se balanceaba un
cubo del agua de estiércol y sus zuecos estaban envueltos en
sacos porque la tierra se hundía bajo sus pies. De vez en cuando
los chapoteos marrones del cubo salpicaban las perneras de
cebra, pero aun así parecía que el trabajo sucio les gustaba.
Cuando me paraba junto a la ventana para observarles, me
parecía que sus gestos expresaban una especie de dejadez de
vagabundos. Por un momento eran la imagen de campesinos de
verdad, inmediatamente después mostraban, a pesar de los
trapos, una autoconfianza cínica, como si se burlasen del cubo
que daba saltos, a pesar de que ellos mismos ya conocieran una
manera tan extraña de abonar la tierra de los hombres. El olor
debía de ser pestilente, porque los guardias se habían alejado y
les vigilaban desde lejos. No obstante, esta distancia tenía un
matiz de simbología primaveral. Oh, seguro que dentro de los
barracones nada había cambiado esencialmente y el camión
seguía llevando los huesos a Dora; sin embargo la atmósfera sí
que había cambiado porque en aquellos días por primera vez
aparecieron los aviones. Primero les teníamos miedo porque
siempre que la tierra temblaba por las bombas al otro lado del
monte, nuestros barracones crujían como barcos disecados. Y
después se despertaban las ametralladoras sobre la cocina de
las SS más allá de la entrada, de manera que la madera de
nuestras casas se quejaba sin parar a causa del zumbido de las
máquinas, y los corazones, casi muertos, acumulaban una
tensión nueva. La revelación de que en algún lugar lejano, al
otro lado del mundo, los hombres vivos sabían que existía
nuestro puesto perdido y hasta sabían dónde estaba la vivienda
de los guardias era como un milagro. De ahí que el aire de abril
estuviera lleno de inquietud, aunque esto también comportaba
otras extrañas dificultades. Las bombas habían derrumbado en
algún lugar los conductos de electricidad, lo que significaba que
al caer la noche los barracones estaban a oscuras, y también
habían cortado las tuberías de agua. En la oscuridad los ritos
funerales eran más tenebrosos, especialmente en la habitación
pequeña con los cuerpos tísicos. De forma que los que por la
noche volvían de los túneles nos traían a los enfermeros carburo
a cambio de una ración de menestra aguada del mediodía. Pero
lo que resultaba más difícil era la falta de agua. No había manera
de limpiar los cuerpos, sucios de cintura para abajo, aunque de
todos modos había que colocarlos en los jergones. Todo ocurría
a la luz de la lámpara de aceite. Vaska era un enterrador
incansable, ya que se había quedado solo con ellos desde que yo
me había trasladado a la habitación pequeña de enfermedades
contagiosas. En realidad allí había dos habitaciones, una de ellas
destinada al área de observación. En la primera había solamente
cuatro lechos, dos literas con dos jergones. Y únicamente dos
enfermos. En la de arriba, al lado de la pared, yacía un belga
viejo; en la de abajo, junto a la ventana, un gitano alemán. El
belga se estaba muriendo, mientras que el gitano estaba
sentado sobre el lecho, dando vueltas durante todo el día. Tenía
hambre y un cuerpo fuerte con una cabeza grande; los rasgos de
su rostro estaban desfigurados, ya que la erisipela le había
hinchado la cara: los párpados eran dos caracoles amarillentos, y
bajo la nariz aplastada se abrían dos ventanas inflamadas,
parecidas a las de un cerdo. Había robado al belga un trozo del
pan de munición, y por eso, al mediodía, no quise darle su
menestra, para castigarlo. Quise que me prometiera que dejaría
de robar, y entonces le habría dado su ración enseguida, sin
embargo se me había rebelado. Pues cómetela, si tanto se te
antoja mi menestra, me dijo, y las sanguijuelas amarillentas
querían salírsele de los ojos. ¿Qué podía hacer? No me podía
enfadar porque se había encaramado como un gato siguiendo el
olor hasta el belga, y le había robado el pan de munición que
tenía debajo de la cabeza, pues el cuerpo viejo ya se acercaba al
final. Y en el país de la muerte también los gitanos eran grandes
desgraciados. Sin embargo, luego hicimos las paces y hasta le
prometí que le conseguiría un cigarrillo si no volvía a robar. Me
lo juró solemnemente, pero para asegurarse de que iba a darle
el cigarrillo, quiso leer la palma de mi mano. Ésta sí que es
buena, el cigarrillo te lo voy a dar seguro si no vuelves a robar, le
dije, y respecto al futuro, los dos sabemos muy poco de lo que
ocurrirá. Permanecí lejos del lecho, pero él me dijo: Volverás a tu
casa. En realidad, de manera inconsciente todos tenían esa
esperanza, aunque nadie la admitía porque se aceptaba el hecho
de que no había que provocar a la muerte con los fantasmas de
la vida, pues la muerte es una hembra muy vengativa. En lugar
de contradecirle, le pregunté cómo estaba mi esposa en casa. De
repente se enfadó y su rostro se deformó, de manera que se le
vieron los pelillos negros de la nariz. Tú no estás casado, dijo
enfadado, y a la que habías amado ya no está entre los vivos.
Pues sí, tenía una capacidad telepática muy desarrollada, pero a
pesar de contarme sólo lo que le había transmitido mi mente,
me gustaba que también otra persona conociera mis verdades.
Le di el cigarrillo con el que ya contaba; se lo di también porque
sabía que al día siguiente ya no tendría a quién robar dado que
el belga ya no estaría. De manera que el gitano estaba sentado
con las piernas cruzadas sobre el jergón como un tronco bajo y
ancho, y fumaba, envolviendo de humo las ampollas alargadas
que le cubrían los ojos, y yo me dirigí a la habitación vecina. Allí
había ocho lechos, cuatro literas de dos jergones. La habitación
vecina y este cuarto eran los dos espacios más pequeños de
todo el revier, pero al menos aquí no había ese olor a heridas
podridas como en las habitaciones grandes. Este departamento
estaba destinado a los casos de diagnóstico desconocido.
Fiebres extrañas, inexplicables. También algún enfermo de
renombre había llegado a estos lechos. Por ejemplo, el
procurador de Amberes, al que sus compatriotas intentaron
salvar de esta manera. Era agradable, callado y tranquilo, tan
sólo de vez en cuando se oía en su voz un eco de exigencia
exagerada, casi irrevocable. Los hombres como él están
acostumbrados a mandar y exigen obediencia hasta de la
muerte. Allí estaba también el enfermero Jub, un larguirucho
demasiado delgado para que sus pulmones pudieran
aguantarlo, de ahí probablemente sus fiebres. Había también
dos franceses de los que desconocía por qué habían merecido la
protección de Robert. Pero me parece que, más que Robert, era
su hermano quien les protegía. Tenía la esperanza de que
precisamente gracias a este sistema de alianzas pudiera retener
a Darko en la habitación. Yo no intervine para que lo pusieran en
mi habitación, pero, puesto que ya estaba allí, pensaba que no
sería difícil conseguir que se quedara. Entonces descubrí que
Robert no era una buena persona. Sí, es verdad, Darko. Un chico
esloveno de dieciséis años. Un abedul alargado. Por la mañana
una fiebre alta, por la noche nada y hasta demasiado poco.
Quién sabe lo que se estaba preparando bajo las varitas de su
estrecha caja torácica. Sin embargo, siempre estaba de buen
humor. Se sentaba en la litera de arriba, vestido sólo con la
camisa, y se explicaba como si estuviera sentado en un horno
alto de cerámica en un caldeado cuarto de Tolmin. Porque
también allí hacía calor, me cuenta, cuando vino la orden de
evacuar el campo. Claro, era en el este. Y ya entonces guardaba
cama, enfermo. Se habían oído los truenos de los cañones rusos
y habían tenido que correr por la nieve solamente con las
camisas puestas. Con las camisas y los zuecos. ¡Queridos míos!
Menos mal que de pasada habían cogido las mantas de sus
camas para envolverse en ellas. Pero no era fácil correr envuelto
en una manta. Porque había que correr por la nieve, sí, señor.
Alrededor de los tobillos se te enredaba la tela, pero si estaban
descubiertos, tenías frío en las piernas y en el vientre. Había que
correr, no había otro remedio. Con los zuecos te podías resbalar,
se te salían constantemente, todo el tiempo se te caían y los de
las SS disparaban a los que ya no podían continuar. Así que
corrimos hasta que cayó la noche. Por la noche nos encerramos
en un establo vacío. No comimos nada, no bebimos nada, y por
la mañana nos pusimos a correr de nuevo. Tuvimos que
abandonar el establo antes de que amaneciera, y a los que no lo
hicieron, el esman les disparó a la cabeza con la pistola. Así
corríamos también el segundo día. Y el tercero. ¿Cómo? Sí, y el
tercero también. Después llegamos al tren. Pero no se acuerda
de cuántos días estuvieron de viaje en los vagones abiertos. De
todas maneras, muchos. Y sobre ellos caía la nieve. Menos mal
que durante todo aquel tiempo tenía una manta, porque de otro
modo me hubiera congelado. Seguía hablando del frío, apenas
se había acordado del hambre. Cuando hablaba reía tan
cordialmente que temí que no estuviera bien de la cabeza. No
sería nada extraño. Pero no, sólo miraba fijamente un punto
como si lo cegara la nieve de la que hablaba y sobre la cual tenía
que correr. Pero tal vez no sonreía ni por la nieve, ni me sonreía
a mí, sino por el calor que envolvía la pequeña habitación y se
propagaba en el tiempo entre sus recuerdos y por toda la nieve.
La habitación era cálida porque, además de carbón, teníamos
también leña para hacer fuego, que el turno nocturno nos traía
de los túneles. A escondidas, claro. Lo llevaban en los
pantalones, alrededor de la cintura. Se desabotonaban como
unos contrabandistas y dejaban en el suelo los trozos sucios de
madera, mirándome y preguntando si la mercancía valía la
ración de la aguachirle del mediodía. Así era como venía Ivanček.
Claro que hubiera dado una ración a cualquiera de ellos también
sin la madera que habían traído, pero solamente la recibía el que
se espabilaba mejor, como siempre en la vida. A mí me traían
poca, porque en aquellas dos habitaciones la mortalidad no era
alta y dejaban poca comida. Una noche trajo la leña un italiano
de pocas palabras. Puso los trozos polvorientos sobre el suelo y
después de servirle la menestra en su redondo tazón de color
rojo, abrazó el recipiente con avidez, aunque también con
ternura, como si el hambre nueva le hubiera evocado los gestos
que dentro de él había desarrollado el hambre crónica. Tal vez
sentía que lo comprendía, porque me miró amablemente y se
sacó de debajo de la camisa un periódico plegado. Toma
también esto, si te interesa, me dijo. No era más que un
portavoz de los trabajadores italianos en Alemania. La fe en la
victoria final. La república social de Mussolini en miniatura;
propaganda estereotipada. Papel para meter en la estufa, junto
con los pocos trozos de madera que había traído ocultos
alrededor de la cintura. Pero también el susurro del periódico
después de todos estos meses podía arrancar una ola de calor
dentro del hombre, casi una ola de luz. Encima de las columnas
había nombres de ciudades italianas que de repente se me
aparecieron con todas sus bóvedas medievales, con todos sus
arcos góticos, portales románicos, frescos de Giotto, mosaicos
de Ravena. Desde las letras impresas surgían los rosetones
como a través de la niebla las alejadas luces de la costa. Intenté
ahuyentar la tentación, pero en la tercera página de repente me
encontré con el rostro de una joven actriz. No era tal como la
recordaba la cinta de mi memoria, sino más adulta y menos
despreocupada. A causa del papel malo y de la impresión de la
imprenta, los gestos de su rostro se desvanecían. La imagen
estaba iluminada por la luz de la lámpara de aceite y tal vez
precisamente a causa de la imprecisión en ella aparecieron los
gestos de una chica que en la vida había amado. Su sonrisa
aparentemente fría, la profundidad de sus ojos. Su amor por los
libros bellos. Su piano. Y a la vez, inesperadamente, apareció un
deseo inexplicable de que siguiese viva y que hubiera esperado a
que volviera como Odiseo del infierno. A la vez se me ocurrió
que ella se había marchado antes de que yo hubiera bajado al
mundo subterráneo sin retorno, y también se apoderó de mí la
conciencia de que detrás de los lechos, en la oscuridad, me
escuchaba y acechaba la destructora despiadada. Así que
arranqué esta imagen de mí como arrancamos un molusco de
su roca, y me esforcé en escuchar al gitano de cabeza gorda que
ahora roncaba detrás de la puerta. Pero un momento después el
rostro de la actriz volvió a brillar en una revista ilustrada de mi
hermana: se iluminó la habitación pequeña de mi hermana, en
la que un rayo de sol doraba el rincón de la mesita y el cesto de
la costura. Vi el rostro de mi hermana, sus gestos bien
perfilados, como los de la actriz. Y así, con fuerza, volví a borrar
las imágenes que se acumulaban dentro de mí, pero quizá
precisamente por la fuerza con la que las retuve contra mí
mismo, a la mañana siguiente recorté la foto del periódico. Esto
me resultaba repugnante porque parecía un camionero de los
que se cuelgan el cuerpo de una actriz en la cabina del camión, o
un soldado de los que colocan la fotografía en el interior de la
tienda de campaña; pero aun así lo hice. Hasta le pedí al
escribiente que me prestara un frasco con pegamento para
pegar su rostro en un trozo de cartón; al hacerlo, la sonrisa de
sus labios se había corregido, concentrándose en las comisuras
de los labios. Lo sé, tenía la sensación de alguien que escuchara
el sonido de una tecla desafinada, pero quién sabe qué instinto
ingenuo y obstinado me guiaba para poner el cartón en el
rincón, en la silla junto a mi cama. Ni antes ni después había
hecho algo parecido, aunque había hecho cosas mucho más
míseras. Aunque tampoco aquella tentación banal me hubiera
dolido tanto si no hubiera estado vinculado con la despedida de
Darko. El Stabsarzt[22] estaba aquella mañana extremamente
locuaz y todo indicaba que pasaría al lado de los lechos tan
rápido como de costumbre. Era alto, fuerte y rubio como un
jugador de rugby que de vez en cuando aparece en las primeras
páginas de las revistas de deporte en tricromía. Iba acompañado
por el doctor Robert y estaba alegre y susurrante como las
piedrecillas que se resbalan hacia el valle. Los cubrecamas
estaban bien estirados, de manera que bajo la lisa tela de
cuadros blancos y azules la muerte se había encogido mucho,
ahora que se ponía en consonancia con la alegría del médico del
estado mayor. Como por ejemplo, cuando hablaba del viejo
belga. Gestorben,[23] dijo Robert, mientras el stabsarzt inclinaba
la cabeza con confianza y como entre compañeros opinaba que
era incurable y que además de erisipela tenía toda una serie de
otras enfermedades. Selbverständlich,[24] afirmó entonces Robert.
Era repugnante que actuara de esa manera. Tenía que ser cortés
si quería obtener algunas pastillas de sulfamidas del
ambulatorio de las SS, pero eso ya era demasiado, era un
pecado. Cuando se pararon al lado de Darko, el cuerpo del
stabsarzt, de la estatura de Krpan, empezó a moverse aún más.
Con una voz alta y arrogante se puso a hablar de la fiebre alta
por la mañana y su caída por la noche. Ja, klar[25] exclamó. Ja,
klar, repitió Robert. Klar, klar, constataban. El Stabsarzt caminaba
delante del marco de madera como un jugador de rugby,
consciente de su fuerza vital y del ambiente distendido que
había creado, y decidió examinar a Darko. ¡Qué atención tan
extraordinaria! Era mucho más sorprendente la importancia que
el hombre se daba a sí mismo que su interés por la pobre
criatura condenada. Y Darko miraba alrededor con inseguridad
porque no sabía si lo que decían le favorecía o le perjudicaba. Su
rostro infantil tenía los ojos de un adulto. Un momento más
tarde ya estaba de pie con una camisa corta, y su trasero
estrecho y bien formado era un frescor inesperado en el
ambiente de aquellos cuerpos descomponiéndose. El médico del
estado mayor se paró esparrancado y bajó la cabeza sobre la
espalda de Darko. Puso el estetoscopio aquí o allá como de
pasada, y su voz volvió a tronar: Klar! Es ist vollständig klar![26]
Darko, con sus dieciséis años, se encontraba incómodo ante una
comisión tan ruidosa, por lo cual sonreía indefinidamente.
Presentía de alguna manera que se trataba de una extraña
comedia en medio del cementerio. Después también Robert se
le acercó y también exclamó: Klar! Y mientras tanto, el stabsarzt
daba vueltas y repetía sin cesar: Klar, nein? Ja, selbverständlich
klar![27] Darko, mientras tanto, volvió a subir torpemente a su
lecho y el stabsarzt dijo que le enviaría a Dora. Si le parece bien,
añadió rápidamente Robert, haciendo una mínima objeción
porque sabía que Darko era mi compatriota. Hay cuatro camas
vacías, dije entonces. Hay espacio de sobra, puede quedarse
aquí. Pero el stabsarzt hizo sólo un gesto con su mano grande.
Nein, nein![28] En Dora se lo pasará mucho mejor, allí tienen un
bloque especial para este tipo de enfermos. Robert callaba y
cambió de tema de conversación. En aquel momento le maldije
porque era un curandero arlequín, pero como no tenían la
intención de salir de la habitación y llevar consigo sus mentiras,
subí al lecho de Darko para arreglarle la manta. Los payasos
seguían hablando alto como si compitiesen para ver quién sería
el más divertido. Y de repente el stabsarzt preguntó: ¿Es su
mujer? Al mismo tiempo se inclinó hacia Robert para susurrarle
algo a la oreja que provocó su risa. Sí, es verdad, a pesar del
rincón en penumbra, el stabsarzt había visto el rostro sobre el
cartón y lo había profanado con sus comentarios. De manera
que todo era desesperadamente mezquino; sobre todo el hecho
de que se rieran después de no haber sabido oponerme a la
decisión de enviar a Darko hacia lo desconocido y de que Robert
le ofreciera lisonjas al amo, adulándole. Pero mi mayor derrota
no fueron las risas reprimidas detrás a mi espalda, sino la
conciencia de que todo lo que había ocurrido estaba vinculado
con la decepción por el traslado de Darko. Debería haberme
rebelado ante el stabsarzt, debería haberle dicho que Darko era
mi compatriota. Tal vez lo hubiera conseguido. Debería haberlo
intentado. Sin embargo, me fié de Robert. Si hubiera hablado
con él antes, todo habría sido distinto, aunque quién iba a
imaginar que Darko sería dado de baja justo cuando allí estaba
el procurador, Jub y dos franceses que no tenían fiebre. Bueno,
Jub sí tenía, pero no tanto como Darko. Desde luego, yo tenía la
culpa porque solamente me dedicaba a los enfermos y no me
reunía con los dirigentes, no me importaba hacerme valer; no
tenía ninguna ambición, ni tampoco la autoestima necesaria.
Estaba impregnado de un ambiente y una atmósfera
monstruosos en los cuales vivía y no se me había ocurrido
siquiera comportarme según las reglas de ética personal. Me
veo tal y como era entonces, y sin embargo ahora sé que el
hombre puede hacer mucho más por el prójimo si los demás
tienen que contar con él, con su conformidad. Darko
seguramente se habría quedado si Robert hubiera sabido que
no podía pasar sobre mí. Y por eso tuvo que irse. Pues sí, claro
que le vestí bien para que no pasara frío sobre la caja del
camión. Y le di también una nota para Stane, porque si no, nadie
cuidaría de él en Dora, en medio de un mar de enfermos. En el
camión Darko sonreía tímidamente, como si supiera lo que
había en el arca que había debajo de él, aunque delante de mí se
mostraba alegre y hasta valiente. Sólo debido a su partida me
había afectado tanto aquella tontería de la foto recortada del
periódico. Cómo pude ser tan idiota y poner el retrato de una
persona viva entre los muertos. Los muertos pueden pasar entre
los vivos, pero no al revés. El hombre escuálido del campo no ha
de tocar a los vivos ni siquiera con el pensamiento: de una vez
por todas tiene que dejar fuera a todos los vivos, apartarlos a
una isla invisible, onírica, más allá de la atmósfera terrestre, y no
acercárseles ni con el deseo ni con el recuerdo. No poner la
fotografía de una chica viva entre las tumbas. En aquella ocasión
descubrí cómo era Robert, y por eso me resistí después al ver
cómo trataba al pequeño checo cuando abandonamos el campo.
En él no veía a un médico, sino a un estratega que sabía
adaptarse. Evidentemente, no puedo saber si para Darko
hubiera sido mejor quedarse en Harzungen. Al procurador de
Amberes su gente lo había trasladado, llevándoselo desde la
estación de Celle hasta los edificios militares vacíos en Bergen-
Belsen. Teniendo en cuenta esto, tal vez también yo habría
conseguido meter a Darko en nuestro vagón y así al menos
hubiera tenido paz y habría estado en un vagón cerrado. Pero ya
no había remedio porque el stabsarzt me sorprendió con su
alegría de arlequín. Ahora sería un enfermero del todo diferente.
Claro que en el mundo de la negación total se me reducía
cualquier idea del futuro, pero había mantenido la necesidad de
una actividad organizada. Entonces era como si se hubiera
materializado la conciencia de un final inminente que había
logrado oscurecer mi mundo interior al final de la Primera
Guerra Mundial y al vivir los primeros incendios fascistas. Fue
Srečko Kosovel quien en nombre de todos habló sobre la
malévola e incurable ansiedad, pero no fue el único en llevarla
dentro de sí. Es la misma sensación de catástrofe de la que
hablaba Ionesco. De esta ansiedad cada uno se escapaba como
mejor podía. Algunos con el arte, otros con la lucha. Yo, en
cambio, intentaba olvidarla sin dar nada a cambio. La olvidaba
instintivamente, es decir, la reprimía en mi inconsciente, desde
donde se volvía a escapar. En el mundo del crematorio donde la
catástrofe se había materializado, también intentaba huir de
ella, pero aquella vez lo hice a través del trabajo.
Automáticamente abandonaba pensamientos y recuerdos,
entregándome a la sucesión de los gestos cotidianos de cada
hora y de cada momento. Me concentré en el cuidado de los
demás. Y como de esta actividad estaba excluido todo
pensamiento, es más, toda intuición del futuro de mi ser, así
también excluía cualquier pensamiento sobre el futuro de los
demás. Como desde mi juventud había sido privado del derecho
de imaginarme los días del futuro, al lado de los hornos eternos
la unión con la mera existencia temporal llegó a convertirse en
definitiva. El mal que aquí sobrepasaba todas las dimensiones de
la imaginación, dentro de mí se había convertido en algo
inmanente ya hacía mucho, en una sombra monstruosa que
seguía amenazando. Por ello, muchas veces me parece que por
aquella unión al miedo, en este mundo no soy más que una
insensible cámara de cine que no siente ninguna compasión,
sino que simplemente graba. Bueno, pues esta comparación
tampoco es del todo adecuada porque no se trataba de
impasibilidad sino de un mecanismo de defensa que no dejaba
que los sentimientos alcanzasen el núcleo del hombre y
afectasen su energía concentrada en la supervivencia. Por eso la
cámara de cine, dura e inmóvil por miedo, carecía también de
memoria, el pasado había sido cortado como si un ácido
despiadado hubiera destruido toda la emulsión de la cinta
celuloide de los rollos viejos. Aunque no me acuerdo de haber
intentado borrar con fuerza los vínculos con la vida pasada, me
separé de ella en un momento imperceptible, pero de una
mañera radical. La reacción de los demás, en cambio, fue mucho
más normal. Algunos hasta rechazaban todo el presente y
constantemente vivían en el pasado. Así era Vlado, que se
ayudaba de una maravillosa imagen de amor que siempre le
devolvía a la vida, desarrollándola y aumentándola.
Aquella tarde fría nuestra mirada no podía llegar hasta tan alto.
Estábamos muy abajo. Ya no había nieve, pero caía un chaparrón
a cada momento, así que no servía de nada apretujar las
espaldas uno contra otro porque los trapos mojados se pegaban
aún más a la piel. Era un día normal y corriente, como cualquier
otro, y por la mañana no ocurrió nada especial. Es posible que
un miembro de las SS hubiera ahorcado a alguien en los
ganchos de detrás del horno, pero en los barracones no
sabíamos nada de ello. Delante del weberei, el encargado del
bloque metía prisa a un hombre desnudo porque su cuerpo
disecado ya no se daba cuenta a tiempo de los ataques de
diarrea. Se trataba de un jurista de Liubliana, un hombre alto y
flaco, con unas gafas de lentes gruesas. Verfluchtes Dreckstück,[33]
lo insultaba, echándole a patadas al waschraum, al centro, donde
estaban los lavabos redondos. Pass mal, wie er stinkt, der
Verfluchte![34] El puñetazo le hizo salir despedido con los brazos
por el aire y sus gafas se le cayeron al cemento. Las córneas de
sus ojos brillaban, perdidas en la penumbra del oscuro lugar.
Bleib da stehen,[35] gritó el perseguidor, y las manos del pecador
se agarraron al borde gris del hoyo de cemento redondo y plano
situado alrededor del pilar con agujeros encima. De ellos
brotaba una flor de chorros finos ya desde la madrugada, debajo
de los cuales había que poner las cabezas afeitadas y los
hombros desnudos. Pero ahora en los agujeros no se movía
nada excepto el encargado del bloque, que cogió un cubo de
agua helada. Lo echó al cuerpo estremeciéndolo. La columna
vertebral se retorcía como la cadera de un animal cansado bajo
un latigazo. So, Mensch.[36] Y otro cubo desde la izquierda. Y el
agua le bajaba por la espalda y por la escalera de sus costillas
como a través de una ventana enrejada, cubierta por un
pergamino, y así hasta que alcanzaron la mariposa de madera,
de forma que las aguas fecales se acumulaban en el suelo gris.
So, Mensch, so stinkst du nicht mehr.[37] Pues sí. Pero estas
escenas no eran nada extrañas. Cualquiera podía recibir este
tipo de lavado. Lo que temíamos era el appell del mediodía
porque las nubes tiznadas no paraban de elevarse sobre la cima
como unos elefantes sin piernas, con cuerpos grises y traseros
negros. Poco a poco los grandes animales empezaban a
chorrear y luego a rociarnos. Justo cuando acabábamos de
formar filas en las terrazas tal y como deberíamos estar
dispuestos, empezó a caer un aguacero como si nos hubieran
atacado con las mangueras de los bomberos. El encargado del
bloque se movía de una línea a la otra, mirando de soslayo para
comprobar que la línea fuera perfecta; dio una patada a unos
tobillos que sobresalían de la fila, corrió alrededor y golpeó la
espalda de los de la primera fila hasta que apareció el miembro
de las SS que contaba los habitantes de los bloques. Entonces el
encargado del bloque, grande y fuerte como era, se puso rígido
como un tronco y gritó: Mützen ab![38] Y las largas líneas de
manos hicieron chasquear las redondas gorras mojadas contra
las perneras mojadas. El viento golpeaba a ráfagas las largas
filas de las calaveras recién colocadas sobre las empalizadas de
rayas, y el esman, vestido con un impermeable marrón y con una
tablilla en la mano, los contaba, mientras al final de la fila se
encontraba el encargado del bloque con el pecho sacado,
erguido a la fuerza: un gorila con la gorra pegada a la pernera.
Los cuerpos estaban tan erguidos por el recuento, y sobre todo
para que la tela mojada no se pegara a la espalda y que el agua
corriese por la parte exterior del escudo de yute. La conciencia
se resistía a la destrucción con todas las fuerzas y ahuyentaba la
imagen del horno; mientras tanto, el corazón suplicaba que
volviera milagrosamente al mundo humano por muy breve,
efímero y maravilloso que fuese. Sí, es verdad, en aquellos
momentos yo rezaba. Era una repetición rítmica de súplicas
como una cadena de cuentas en el rosario, como unas gotas del
calor guardadas en el baúl de debajo de los arcos de las costillas
mojadas. Era una súplica sincera, una súplica nacida del choque
que provocaba el miedo infinito. Cuando el gorila volvió a gritar,
las manos pusieron las gorras mojadas sobre las calaveras y los
cuerpos empezaron a girar a su alrededor para protegerse del
aguacero; los brazos y los pies eran los canales de desagüe a
través de los cuales el agua de lluvia corría hacia los zuecos y
después a la tierra. Sobre nosotros se arqueaba una cúpula
negra de ceniza mojada que se descomponía vagamente, de
manera que la pendiente estaba envuelta en la penumbra con la
que en pleno mediodía paulatinamente se acercaba el fin del
mundo. Así era en nuestra terraza de abajo, así hasta arriba. A
pesar de todo, los ojos miraban fijamente hacia arriba,
esperando que las filas sobre nosotros se movieran y volvieran a
sus respectivos bloques, y que desde la cocina comenzaran a
llevar las calderas escaleras abajo. Para cada bloque había sólo
dos calderas de colinabo, aguado pero caliente, de forma que
todas las cucharas se volvían locas de anhelo por obtenerla, y la
avidez de las pupilas acechaba la nube de vapor blanco sobre la
caldera. Mientras tanto el cuerpo se encogía de hombros para
que la superficie expuesta fuera menor, extraía el cuello y
apretaba los puños para resistir las olas del frío y de la humedad.
Sentías que el precipicio del vacío en tu interior, de un momento
a otro chuparía el último trozo de razón. Pero las filas sobre
nosotros no quisieron moverse, tan sólo la cúpula baja unía
todavía más el crepúsculo a la pendiente. Tal vez faltaba alguien
y habría que esperarle durante mucho tiempo bajo el aguacero,
todo el tiempo que tardaran en buscarlo, e incluso algo más,
cuando lo llevaran al búnker medio vivo. Poco después el
miembro de las SS subía las escaleras. Movía rápidamente sus
botas en forma de trompeta de un escalón a otro, y filas
paralelas de pares de ojos seguían a través de la red de las gotas
de lluvia su abrigo de goma ondeante. Tal vez apenas había
acabado de inspeccionar el búnker y el crematorio, y cuando
llegara a la cima daría la orden de dispersarnos. Pero las filas
sobre la terraza de arriba permanecían de pie, también las que
estaban encima de ellas y las que estaban arriba del todo,
aunque el abrigo de goma ya debía de haber alcanzado la
cumbre. Parece que un susurro callado removió las filas, o tal vez
ni siquiera fue el susurro, sino solamente un rumor de harapos
mojados frotándose entre sí. El aguacero se estaba calmando, el
viento había empezado a llevar a través del aire gotas aisladas
de lluvia, y desde lo alto llegaba el eco de un martillo de madera
que, al parecer, chocaba contra una viga gruesa. La cúpula
oscura se desintegraba poco a poco y a través de sus restos se
prolongaba un pólipo negro que cubría con su vientre hinchado
de agua la ladera, y amasaba la tierra y los bosques con los
restos humanos. ¿Otra vez los golpes? El pensamiento se
escondió asustado en el cráneo vacío y las miradas se escapaban
a derecha e izquierda, pero al final los ojos tuvieron que parar en
las espaldas de la fila que permanecía de pie sobre la terraza de
arriba. Sin embargo, también estas espaldas estaban inseguras,
inclinadas hacia delante e intranquilas, porque tenían delante de
sí otra fila igual, puesta en la terraza de arriba. ¿Alguien había
hablado? ¿Qué había dicho? El cuerpo temblaba dentro de los
tubos mojados pero no le estremeció el temblor de sentir las
gotas de la lluvia que ahora empezaban a bajar por el cuello al
escuchar una noticia imprecisa, sino que se acentuaba todavía
más el cansancio debido a que los precipicios del hambre les
arrastraban cada vez más al centro de la tierra. ¿Al chico ruso, de
veras? En aquel instante las espaldas de la terraza más alta se
irguieron como si otra vez volviese el esman vestido de goma
para contar las filas; ahora el pólipo en la cima se había hinchado
y sus tentáculos se habían desmoronado, de forma que de
nuevo era un elefante tiznado sin piernas que subía, por medio
de sus rodillas y de su tripa cada vez más arriba. Como si a pesar
de tener sus miembros amputados debiese subir a la cima
adonde lo llamaban las palabras que de vez en cuando se
aproximaban volando como unos lapilli oscuros, expulsados del
cráter invisible de un volcán. Los ojos escudriñaban la fila sobre
ellos porque las espaldas se habían estremecido, como se
habían estremecido también las espaldas de los de más arriba y
de los de aún más arriba. Como si los ojos intentasen deducir
desde el estremecimiento más pequeño de las espaldas la
reacción emocional que se propagaba a través de las filas como
consecuencia de un acto que veían los que se encontraban en la
terraza más alta. Pero eran solamente las espaldas de los
cuerpos las que se mantenían erguidas. Estaban inmóviles, con
las cabezas peladas, pero parecía que poco a poco les
atravesaba una ola de temblor suave que les hacía estremecer
un cuerpo pendiente de adoptar inmediatamente después una
postura rígida. El aire, mientras tanto, atravesaba las alas de una
rapaz negra que en la cima de la montaña picoteaba el hueso de
una calavera de madera. Volvieron a sonar los golpes huecos y
las filas empezaron a moverse. Primero las de la terraza más
alta, después cada vez más bajo, y sosegadamente, para que los
harapos mojados no tocasen la piel. Solamente las cabezas
giraban hacia la derecha, porque en el escalón más alto de la
pirámide permanecía un cuerpo joven, solo, como si pendiese de
la saliva que había escapado del pico de la rapaz cuando ésta
volcó sus alas sobre las nubes aplastadas. El cuerpo oscilaba
lentamente como un pararrayos en rotación, mientras que
desde la cocina a su espalda empezaron a salir las calderas y a
dirigirse escaleras abajo. Las filas giraron para ver el cuerpo
aislado, sin embargo instintivamente siguieron el vapor que salía
de las calderas y les llevaba al bloque. Su movimiento lento se
hacía cada vez más rápido conforme se acercaban al bloque, y
cuando entraron, echaron a correr para agarrar febrilmente los
tazones rojos, sentarse a las mesas y agacharse entre el gentío.
El tejido del sayal mojado se pegaba al cuerpo, y mientras, entre
las mesas, el cucharón se hundía en la caldera, y eso era lo único
que veíamos, ya que durante dieciocho horas seguidas había
dado sentido a nuestra respiración. Finalmente poníamos el
rostro sobre el recipiente y la boca atrapaba el colinabo caliente.
Alguien a quien todavía no le había tocado dijo que el chico
tocaba con los pies el suelo y que tuvieron que descolgarlo y
volver a ahorcarlo. El espacio era cada vez más oscuro a causa
de las nubes frente a las ventanas, que volvieron a adoptar la
forma de elefantes preñados, y el chico oscilaba sobre nosotros,
entre la mesa y la caldera, todo abrazado al vapor caliente. El
que seguía esperando su ración dijo después que el chico ruso
estaba sonriendo cuando le pusieron el nudo alrededor del
cuello, y todos nosotros sentimos que con aquella sonrisa, a
través de una niebla espesa y desde una gran lejanía, había
llegado nuestra redención, de tan bien que nos sabía aquella
comida aguada tan caliente y porque con aquel vapor tan
agradable casi no sentíamos ya la humedad en la espalda, ni en
el muslo ni en los codos, y porque la cuchara de madera buscaba
con tanta esperanza un trozo de patata mientras raspaba el
fondo de hierro.
Trieste, 1966
NOTA DEL AUTOR