Eclesiastes
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Prefacio de los editore
Eclesiastés - Introducció
Eclesiastés en el canon del Antiguo Testament
El auto
El contenido de Eclesiasté
La teología de Eclesiasté 1
Los juicios de Dios y las malas obras de los hombres (Ec 3:16-22 1
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La Nueva Creació 36
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Eclesiastés - Introducción
Eclesiastés en el canon del Antiguo Testamento
Se hallaba entre los “rollos”. Cuando el Señor resucitado hizo referencia a “la Ley de
Moisés, los Profetas y los Salmos” (Lc 24:44) resumió el contenido del Antiguo
Testamento según las tres divisiones conocidas por los rabinos judíos de su día. Sin duda
“Salmos” señala la sección de los “Escritos” por constituir el libro más importante de esta
colección, dentro de la cual se hallan los “rollos” (meghilloth), siendo Eclesiastés el quinto
y último componente de esta serie. Al considerar el contenido del libro, y su interpretación,
es importante recordar que el Maestro puso el sello de su autoridad sobre el libro como
parte del mensaje total e inspirado del Antiguo Pacto.
Pertenece a la literatura de “la sabiduría”. En la Introducción general de los libros poéticos
y sapienciales del Antiguo Testamento, enfatizamos el carácter especial del género
literario, siendo la manifestación hebrea —y por lo tanto monoteísta y piadosa— de una
obra tanto popular como literaria que fue conocida en las civilizaciones egipcias, asirias y
babilonias desde tiempos remotos, cultivándose también en Israel y los países
adyacentes, por ejemplo, Edom y Moab. Estos estudios nos ayudan a formar un concepto
bastante exacto del sentido de “sabiduría” tal como lo hallamos en el libro de Eclesiastés.
No se trata de la sabiduría divina que se encarnará en su día en la Persona del Verbo
encarnado y que brotará pujante al interpretar el Espíritu Santo el misterio de la obra de la
redención (1 Corintios capítulos 1 al 3), sino de la mejor manera de ordenar
prudentemente la vida diaria, dentro de una sociedad donde se entregan a sus variadas
actividades los hijos de Adán, creados originalmente en imagen y semejanza de Dios,
pero tarados actualmente por los resultados de la Caída, anidando el pecado en su
“corazón”, desde donde influye en todas sus decisiones, reacciones y hechos. Las
secciones proverbiales de Eclesiastés no difieren en nada esencial de las máximas de
Proverbios, pero la novedad de este libro consiste en un examen concienzudo —llevado a
cabo por el autor— de la vida del hombre, tal como se desarrolla “debajo del sol”. El
“predicador” ha disfrutado de ventajas especialísimas al hacer una prueba personal de
todo lo que podría dar de sí esta vida mundana, ayudado él por su sabiduría, llegando a la
conclusión —desde el punto de vista de su examen— de que “todo es vanidad”, o sea,
frustración, ya que ninguna de sus experiencias le ha proporcionado verdadera
satisfacción. Volveremos a este tema más adelante, pero es preciso que comprendamos
las características más señaladas del libro, dentro de su género, desde los comienzos de
nuestro estudio.
El autor
El predicador. “Eclesiastés” es el título del libro en la LXX (traducción griega del Antiguo
Testamento), y corresponde a “koheleth” en el hebreo: título que ha dado lugar a mucha
discusión, y que, según la mayoría de los eruditos, significa “el que dirige alocuciones en
asamblea pública”: idea que se refleja en la etimología de la traducción griega,
“Eclesiastés”. Para otros el título sugiere más bien “el que recoge”, que caería bien para
un recopilador de proverbios.
Un personaje real. Tradicionalmente se ha pensado que el mismo rey Salomón sería el
autor del libro. Tomando en cuenta consideraciones lingüísticas, aún los eruditos
conservadores se inclinan a pensar en una fecha de redacción muy posterior a la vida del
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rey sabio, pero no por eso hemos de descartar, sin más, la probabilidad de una obra
esencialmente salomónica, a no ser que admitamos la admisión de obras francamente
seudoepigráficas dentro de los libros canónicos. Libros anónimos, que surgen de círculos
proféticos o sacerdotales, son comunes en el Antiguo Testamento, pero es difícilmente
compatible con un concepto viable de la inspiración divina la teoría de que un autor
desconocido declarase rotundamente que era “hijo de David, rey en Jerusalén”, sin que
fuera verdad y sólo con el fin de ganar la atención de lectores de tiempos posteriores. Se
dice que esto de atribuir discursos didácticos a personajes reales era “moda admitida y
comprendida”, pero no hay indicios ciertos de esta costumbre en los libros de las
Sagradas Escrituras, que al revelar la verdad de Dios, han de hacerlo por medio de
declaraciones veraces, dejando siempre lugar —claro está— para giros figurados.
Veamos la evidencia:
a) Las declaraciones del autor. “El Predicador, hijo de David, rey en Jerusalén” (Ec 1:1) ...
“Yo, el Predicador, fui rey sobre Israel en Jerusalén” (Ec 1:12) ... “Yo me he engrandecido
y he crecido en sabiduría sobre todos los que fueron antes de mí en Jerusalén, y mi
corazón ha percibido mucha sabiduría y ciencia” (Ec 1:16). Las declaraciones sobre los
medios de los cuales disponía el autor —casi ilimitados tanto para satisfacer todo deseo
personal como para emprender grandes obras y acumular inmensas riquezas—
corresponden a la situación de Salomón, y difícilmente pueden aplicarse a otro “rey en
Jerusalén” después de la división del reino, que se llama “Israel” y no “Judá” (Ec
1:12-2:11). Se ha querido ver una contradicción en la referencia a “todos los que fueron
antes de mí en Jerusalén”, ya que sólo David había reinado desde aquella ciudad de una
forma completa, tratándose de Israel. Pero la frase es más retórica que literal, y, de todas
formas, Jerusalén había sido centro de un reino jebuseo, y aún de una dinastía anterior,
cuya figura principal fue Melquisedec, “rey de Salem, y sacerdote del Dios Altísimo” (Gn
14:18).
b) Salomón como cabeza de una escuela de sabiduría. La larga historia de la literatura
poética y sapiencial de Israel llegó a su culminación en la época de David y de Salomón,
gracias a los cánticos del primero y la labor de investigación y de redacción del segundo.
Pasajes como el de (1 R 4:29-34) señalan un período cuando los recuerdos del pueblo se
cuajaron en literatura, añadiéndose el esfuerzo consciente de autores conocidos a las
obras anónimas que habían surgido de la sabiduría popular a través de los siglos. El tema
filosófico del “significado de la vida” se ha presentado a la mente de hombres pensadores
en todas las épocas, siendo difícil que no surgiera en un momento de renacimiento
literario y artístico. No se trata según las normas filosóficas de los griegos —algo que
pertenece a siglos posteriores—, sino dentro del marco de la conocidísima literatura
sapiencial y en el centro cultural de una nación que reconocía la obra creadora y
providencial de Dios.
c) La cuestión lingüística. En cuanto a los vocablos y expresiones que eruditos han
considerado como “rabínicos”, de la época posterior a los trabajos de Esdras, pueden
haber surgido de revisiones del texto original de Salomón. Tal trabajo de modernización, al
presentar el discurso para generaciones posteriores no está reñido con un concepto real
de inspiración, como lo sería la teoría de una seudoepigrafía. Otras objeciones que
impugnan el origen salomónico de la obra carecen de fuerza y surgen de escuelas que
rechazan por sistema toda tradición secular, por respetable que sea.
El contenido de Eclesiastés
Las meditaciones del autor. El rey sabio se propone investigar “qué provecho tiene el
hombre de todo su trabajo con que se afana debajo del sol” (Ec 1:3). Se cree
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El significado de Eclesiastés
El “problema” del libro. Con unanimidad total los expositores han considerado como muy
difícil extractar el significado real de este libro, no sólo al intentar el análisis del
pensamiento del autor y su actitud frente a la vida, sino también al buscar la manera de
situar la obra dentro de la perspectiva de la revelación bíblica. Se da el caso de algunos
comentaristas conservadores que han llegado a “desmitificar” el libro, recogiendo por una
parte las verdades obvias que parecen concordar con otras enseñanzas de las Sagradas
Escrituras, al par que atribuyen ciertas conclusiones al pesimismo —casi agnosticismo—
del autor, tan desilusionado frente a la vida de los hombres que cae hasta en el cinismo.
Al mismo tiempo toda Dogmática Sistemática recoge las grandes declaraciones
doctrinales de Eclesiastés —por ejemplo, “Dios hizo al hombre recto, pero ellos buscaron
muchas perversiones” (Ec 7:29)— para establecer la verdad bíblica sobre el hombre, etc.
Ya veremos la riqueza tanto de la teología como de la antropología de Eclesiastés, y, a
nuestro parecer, es muy arriesgado entresacar ciertas proposiciones como autoritativas,
relegando otras a la incertidumbre de las lamentaciones de un cínico.
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El enfoque del libro. El problema se resuelve, no por suponer una mezcla de verdades
divinas y equivocaciones humanas dentro de una obra didáctica y canónica, sino por
tomar en cuenta el enfoque del libro desde el principio hasta el fin, puesto que el autor
enfatiza repetidamente que está investigando la vida del hombre “debajo del sol” o
“debajo de los cielos”, constituyendo estas frases —juntamente con la de “todo es
vanidad”— el lema del libro. Es el punto de vista normal de los libros sapienciales, bien
que, siendo obras de inspiración, siempre puede abrirse una ventana hacia el cielo en un
momento dado. Lo importante, tratándose una labor interpretativa, es el recuerdo
constante de que el predicador examina el hombre tal como le ve delante de sus ojos,
desde su nacimiento hasta su muerte, no correspondiéndole abrir delante del lector la
esperanza celestial y eterna, bien que —como veremos— su obra constituye la
preparación que se precisa con miras a la revelación más amplia del Nuevo Pacto. Dentro
de este enfoque, todo lo que el predicador escribe es verdad, dentro del marco que le
corresponde en el conjunto de las Sagradas Escrituras.
El mensaje como preparación para el Evangelio. Es normal que comprendamos que los
códigos legales del Pentateuco aleccionan al hombre sobre su estado moral a la luz de la
justicia de Dios. Por ello nos llevan a la Cruz, y dejan vislumbrar la posibilidad de una ley
espiritual escrita en el corazón del hombre. De igual forma los libros proféticos analizan el
mal contemporáneo con el fin de predecir una intervención de Dios en gracia y en juicio.
Nos dejan en espera del Mesías-Redentor. El fracaso moral del hombre —revelado por la
Ley con el fracaso políticosocial de Israel —señalado por los profetas— implican la
necesidad de una obra divina que redime y salva al hombre cuando llegue el momento
señalado en el programa de Dios. El libro de Eclesiastés cumple una finalidad análoga al
contestar con un NO rotundo la pregunta: “¿Puede el hombre caído hallar satisfacción en
este mundo, en el curso de su breve jornada debajo del sol?”. Una cuidadosa
investigación revela la inutilidad de los esfuerzos humanos al buscar la felicidad y la
satisfacción aquí abajo, y quedamos en espera de la venida del “Segundo hombre ... del
Cielo” (1 Co 15:47), quien quitará la maldición de la frustración con el fin de llevar una
nueva raza de hijos de Dios a “toda bendición espiritual en los lugares celestiales en
Cristo” (Ef 1:3). En otras palabras, si el Éxodo nos prepara para las lecciones de Gálatas
y Romanos, Eclesiastés nos encamina hacia las verdades de Efesios y Colosenses.
El yugo de la vanidad. El libro de Eclesiastés nos ofrece una amplia ilustración de las
profundas verdades que Pablo señala en (Ro 8:18-24). A causa del pecado —que altera
las relaciones entre Dios, su criatura y la creación— todo lo creado “gime”, sintiendo
hondos dolores y anhelos, participando en ellos hasta los hijos adoptivos de Dios, quienes
ya poseen las primicias del Espíritu. Los fieles esperan la consumación del proceso
redentor y son “salvos en esperanza”, pero a todos los humanos les toca llevar el yugo de
vanidad (de frustración) que Dios ha colocado sobre sus hombros “en esperanza”. ¿Cuál
es esta dura necesidad y esta bendita esperanza? Sencillamente, que Dios determinó que
el hombre rebelde no había de prosperar en su alejamiento de su Creador. Emplearía los
recursos de su personalidad como creado a imagen y semejanza de Dios con el fin de
hacer llevadera la vida de independencia que había escogido; hasta cierto punto podría
someter las fuerzas de la naturaleza, doblegándolas a su voluntad en la esfera material,
bien que no sin sudor y lágrimas. Con todo, cada éxito hallaría su límite, y muy a menudo
se volvería en desastre para quienes habían realizado los esfuerzos. En la esfera de lo
moral, la civilización, lejos de “sublimar” al hombre, aumenta las tentaciones que el
hombre no es capaz de resistir, suavizando el camino a la perdición. La “esperanza”
divina es que el hombre, comprendiendo la nulidad de sus trabajos “debajo del sol”,
levante sus ojos a su Creador, esperando de su misericordia y gracia lo que le es
imposible alcanzar al escarbar este pobre suelo, maldito por causa del hombre caído.
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La teología de Eclesiastés
Reiteramos que la observación de la vida humana, tratándose de un observador hebreo,
se lleva a cabo dentro del cuadro del conocimiento de Dios que había sido concedido
anteriormente, con referencia especial a los Libros de Moisés. El Predicador queda triste y
desilusionado frente al breve drama (o tragicomedia) de la vida del hombre sobre la tierra,
y no sabe lo que vendrá después, aparte de su aprecio de que todo parece repetirse
constantemente en ciclos de fenómenos naturales y de acontecimientos históricos. Pero
es hombre temeroso de Dios, y si él no sabe el porqué de las cosas, lo remite a Dios en
cuyas manos se halla todo. Parecerá, quizá, que el hombre se asemeja a la pobre bestia
de carga que da vueltas a la noria, pero Dios ordena el proceso total, de modo que el
aburrimiento de la noria llega a ser el medio de sacar las aguas de profundos pozos que
riegan la tierra, haciendo que produzca su fruto apropiado. No tuvo la felicidad de vivir en
la época posterior al momento en que “el Verbo llegó a ser carne, y habitó entre nosotros
y vimos su gloria” (Jn 1:14), pero Dios, a través de la historia de Israel, custodio de la
Palabra, había dado ya muchas manifestaciones tanto de su gracia como de sus juicios.
Hallamos, pues, una teología en Eclesiastés, que forma parte de la doctrina total de las
Sagradas Escrituras. Sólo notaremos aquí unos elementos típicos de esta doctrina, como
orientación preliminar, dejando el detalle para las notas expositivas.
El Dios Creador. Dios no sólo creó al hombre, sino que le dotó de “rectitud” en sus
orígenes (Ec 7:29). “Recto” significa más que “inocente”, implicando que el hombre, tal y
como Dios le creó, poseía una justicia original y un criterio que le capacitaba para
distinguir entre el bien y el mal. Las “perversiones” (quizá “estratagemas”, o “ardides”) son
posteriores a la Caída, y la obra de Dios, frente al hombre que no quiso ser fiel a la
intención de su Creador; se determina por el deterioro de la obra primitiva del Creador.
Muy importante es la declaración de (Ec 3:11): “Dios ha puesto eternidad en el corazón de
ellos”, que echa importante luz sobre la naturaleza espiritual del hombre, quien no está
limitado a las condiciones naturales de su constitución física. Este hecho explica las
tensiones, pues un ser con “eternidad” en el corazón no puede quedar satisfecho con el
mero disfrute de lo natural. Es preciso que sienta el peso del “yugo de vanidad” con el fin
de que busque aquello que satisfaga su naturaleza interna, que es espiritual, y
relacionada con la eternidad. El mismo versículo nos enseña que Dios “todo lo hizo
hermoso en su tiempo”, de modo que las taras que afean la vida natural no tienen que ver
con la obra original que “era buena en gran manera” (Gn 1:31), y ha de atribuirse a la
intrusión satánica, a la que cedió el hombre.
El Dios de la providencia. Dios desarrolla una obra “desde el principio hasta el fin” (Ec
3:11) —lo que indica un plan divino—, bien que es difícil que el hombre lo comprenda,
dadas las tensiones producidas por el pecado. El predicador contempla esta obra como
“perpetua”, pensando en la continuidad de los procesos naturales e históricos en
contraste con el breve paso del hombre por esta escena. Si hay desgaste aparente, “Dios
restaura lo que pasó” (Ec 3:14-15). Nosotros tendemos a interpretar tales frases a la luz
de la obra de reconciliación en Cristo, pero eso no fue revelado al Predicador. Veremos
más de lo que Dios hace frente al hombre en las circunstancias que se estudian en el
párrafo siguiente.
Dios como Juez. “Al justo y al impío juzgará Dios”, pues habrá tiempo para el juicio como
también lo hay para las alternativas imprevisibles del suceder del hombre en la tierra (Ec
3:16-19). La “vanidad”, que reduce a nada los deseos del hombre, no le excusa delante
de Dios, ya que es un ser moral, no sólo responsable ante su Creador, sino también
enlazado con sus semejantes según la santa ley de Dios, lo que implica el cumplimiento
de determinados deberes sociales. Injusticias hay en la tierra, pese a las necesarias
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jerarquías que ordenan la sociedad, pero “no te maravilles de ello: porque sobre el alto
vigila otro más alto, y Uno más alto está sobre ellos” (Ec 5:8). Hasta el joven es un ser
responsable, pues si bien le es lícito alegrarse en las animosas fuerzas de su juventud, ha
de saber “que sobre todas estas cosas te juzgará Dios” (Ec 11:9).
Las palabras finales del libro recalcan lo mismo: “Porque Dios traerá toda obra a juicio,
juntamente con toda cosa encubierta, sea buena o mala” (Ec 12:14). Ya hemos visto que
el autor aconseja el disfrute del bien posible de esta vida, en vista de su brevedad y las
desilusiones que nos trae, pero esta muy lejos de unirse con los cínicos que adoptan la
norma de “comamos y bebamos, porque mañana moriremos”. Muy al contrario, todos sus
pensamientos, palabras y hechos se producen en la presencia del Juez divino, a quien
tendrá que rendir cuentas.
La causa de las tensiones. No es posible separar la teología y la antropología de
Eclesiastés, ya que el hombre es criatura de Dios, viviendo en la esfera que Dios ordena
por su providencia, y moralmente responsable ante Dios como Juez. La sección anterior
nos recordó que Dios “hizo al hombre recto, pero ellos buscaron muchas perversiones”
(Ec 7:29). Además le creó como ser espiritual, poniendo “eternidad” en su corazón, pese
a su relación con el orden natural. Si el hombre intenta dominar su ambiente natural,
satisfaciendo a la vez sus deseos del orden que sea, tropieza con la imposibilidad de
lograr el éxito, ya que su naturaleza espiritual no puede alimentarse de la hojarasca de lo
material, y lo meramente natural. No sólo eso, sino que, según la lección fundamental de
este libro, Dios ya ha ordenado la vida del hombre caído de tal forma que sus éxitos se
limitan, se estropean y muchas veces se convierten en puro desastre.
El estado pecaminoso de todos los hombres. Además de denunciar la opresión que los
poderosos ejercen sobre los débiles (Ec 4:16) (Ec 5:8), el Predicador reconoce el estado
pecaminoso de toda la raza, afirmando: “Ciertamente no hay hombre justo en la tierra,
que haga el bien y nunca peque” (Ec 7:20). Reconoce así la arenilla que se ha introducido
en la “maquinaria” de este mundo, causando el desajuste que llevó al sabio a veces a
odiar la vida, tal como se desarrollaba en la sociedad que conocía. De nuevo hemos de
recordar que el diagnóstico pesimista del Predicador no es el fin del asunto, sino que abre
perspectiva para la revelación del remedio divino.
El hombre sabio y necio. Como en todos los libros sapienciales, el sabio se contrasta con
el necio. El sabio tiene los ojos abiertos y no se deja engañar por las falsas apariencias de
la vida, de modo que “la sabiduría fortalece al sabio más que diez poderosos que haya en
una ciudad”: un principio que se ilustra por la preciosa parábola del sabio pobre que salvó
su ciudad del enemigo poderoso (Ec 7:19) (Ec 9:13-18). Nadie se acordó del sabio pobre,
a quien los ciudadanos debían tanto, pero, con todo, la sabiduría es infinitamente superior
a la necedad e “ilumina el rostro del hombre”. El necio no es necesariamente un
ignorante, sino más bien un hombre que no sabe —o no quiere— ordenar sus asuntos en
el temor de Dios. Por lo tanto, sus asuntos se tuercen, y llega a ser idéntico con el
pecador “que destruye mucho bien” (Ec 9:18).
Los “tiempos” del hombre. El hombre pecador no deja de hallarse en un mundo que es
gobernado por la providencia de Dios, pese al mal que Satanás ha introducido. La vida
humana no es un puro caos, y “todo tiene su tiempo”. He aquí un “texto” que el Predicador
desarrolla elocuentemente en (Ec 3:1-8), y el sabio es el que conoce el tiempo, o sea, la
tarea que corresponde a cada momento. Dentro de los términos de este tema cabe la
explicación de una paradoja aparente: el sabio exhorta repetidamente al hombre que
saque el bien posible de la vida, en vista de su incapacidad de enderezar lo torcido; sin
embargo, escribe en otro lugar: “Mejor es el dolor que la risa; porque con la tristeza del
rostro se enmendará el corazón” (Ec 7:3). Todo pertenece a las condiciones de la vida
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que Dios ha ordenado, de modo que el sabio ha de obrar conforme a lo que requiere “el
tiempo”: “En el día del bien, goza del bien; y en el día de la adversidad considera. Dios
hizo tanto lo uno como lo otro”... (Ec 7:14). Esta sabiduría es aplicable bajo el Nuevo
Pacto, bien que los énfasis han de ser diferentes en el siglo del Espíritu Santo.
El hecho de la muerte. Las frecuentes referencias a la muerte han de entenderse como el
fin obligado e inevitable de la existencia del hombre en la tierra, sin que se asomen los
temas de la muerte espiritual o de la vida eterna que esperan el Nuevo Pacto.
Desilusiones y fracasos habrá tenido el hombre antes, ya que Dios ha ordenado que los
asuntos humanos “se tuerzan” bajo un régimen de pecado y de rebeldía, pero aún si ha
sido sabio, o si el acontecer de la vida le haya sido relativamente favorable, por fin ha de
rendir armas ante el avance de la muerte. He aquí la explicación de (Ec 3:18-22). En otro
lugar el Predicador insiste en que “el polvo vuelve a la tierra, como era, y el espíritu vuelve
a Dios que lo dio” (Ec 12:7), pero en el referido pasaje del capítulo 3 contempla el fin de la
existencia humana en la tierra, notando que la bestia termina igual, y que no hay
evidencia visible o palpable de una diferencia esencial entre el fin de ambos en la tierra.
Ante esta “hora de la verdad” todos los hombres son iguales porque “no hay hombre que
tenga potestad sobre el espíritu para retener el espíritu, ni potestad sobre el día de la
muerte; no valen armas en tal guerra, ni la impiedad librará al que la posee” (Ec 8:8).
La necesidad de la revelación. El Predicador no afirmó que Dios no haría brotar luz sobre
los problemas que él presentaba, sino que insistía en que el hombre, hasta donde llegaba
la iluminación de la época suya, andaba a ciegas en cuanto al significado final de la vida,
no bastando la sabiduría para penetrar el tupido velo que cubre el porvenir: “El hombre no
sabe lo que ha de ser; y el cuándo haya de ser: ¿quién se lo enseñará?” ... “He visto
todas las obras de Dios, que el hombre no puede alcanzar la obra que debajo del sol se
hace; por mucho que trabaje el hombre buscándola, no la hallará; aunque diga el sabio
que la conoce, no por eso podrá alcanzarla” (Ec 8:7,17).
Implícitamente —seguramente guiado por las Sagradas Escrituras ya redactadas— el
Predicador reconoce la continuidad de la personalidad del hombre. La “eternidad” que
lleva en el corazón corresponde al espíritu que volverá al Creador, lo que supone
relaciones esenciales con Dios después de la muerte física que pone fin a la vida tal como
la conoce. El hecho de que Dios traerá a juicio toda obra, trasciende por mucho el marco
de su obra providencial en la tierra —que se revela en la ley de la siembra y la siega— y
hemos de postular un momento más allá de la muerte cuando el hombre, como persona
moralmente responsable, ha de rendir cuentas a Dios. El todo del hombre —en vista de
las consideraciones del discurso— se define como sigue: “Teme a Dios y guarda sus
mandamientos” (Ec 12:13), que parece algo muy escueto y legalista como la conclusión
del discurso.
Ahora bien, si profundizamos un poco más en lo que es “temer a Dios”, comprenderemos
que supone nada menos que llevar adelante esta vida tan difícil y enigmática en la
presencia de nuestro Creador y Juez, lo que encierra implícitamente los principios del
arrepentimiento y la fe. La luz del Nuevo Testamento nos hace comprender que la Ley
revela el pecado, ya que el pecador es incapaz de cumplirla. El Predicador ha notado lo
mismo, de modo que el “guardar los mandamientos” en este contexto quiere decir la
sumisión de la voluntad del hombre al Señor a la luz de la revelación que ya ha dado de sí
mismo. Esta consideración ha de tenerse presente en la lectura de todo el Antiguo
Testamento. Ya hemos visto que la lección primordial de Eclesiastés es la de la vanidad
de la vida en un mundo de pecado debajo del sol, lo que nos lleva a buscar lo celestial.
Con todo, “la solución interina” no está reñida con la verdad de la totalidad de la
revelación de Dios. Más aún, como creyentes en esta dispensación de luz, nos conviene
examinar los mismos hechos que analizó el sabio, y si bien la solución “en Cristo” será
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El campo del mundo “debajo del sol” (Ec 1:1-6:12)
Consideraciones preliminares
Estas notas distan mucho de ser exhaustivas, ya que tienen por única finalidad subrayar
los grandes principios que se han tratado ya en la sección introductoria del libro, además
de aclarar el sentido de alguna frase que el lector podría hallar difícil, sea a causa de la
traducción, sea por no recordar el enfoque del libro. Los enigmas surgen de la doble
vertiente de la vida del hombre natural, puesto que no deja de ser hombre —el ser que
Dios hizo a su imagen y semejanza para tener dominio sobre las obras naturales de los
órdenes inferiores de la creación— y a la vez se ha dejado vencer por el asalto del diablo.
Por dentro lleva lo que Pablo ha de llamar la “carne” —en su sentido peyorativo— y se
halla colocado en el “mundo” que —también en sentido peyorativo— es el sistema
satánico por el que los asuntos humanos se rigen desde la Caída, predominando el
egoísmo, las rivalidades y la tiranía de los más fuertes. Todo ello produce condiciones
muy complejas. Con todo Dios no ha abdicado su Trono, bien que, hasta que disponga
otra cosa, su soberanía se manifiesta por el control providencial de los asuntos de este
mundo, muchos de los cuales, aun siendo malos en sí, no dejan de contribuir a la
consecución del plan total de Dios. El conocimiento de la “obra de Dios” espera una
revelación más completa, pero eso no anula el valor de la investigación que emprende el
Predicador.
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multiplicaba sus concubinas (Ec 2:8). Podemos pensar que lo mencionado no son sino
muestras de todo cuanto podía incluirse en el placer, tratándose de la vida del hombre
“debajo del sol”. La conclusión del observador, que examina con sabiduría su propia
experiencia, es que la risa enloquece y que para nada sirve el placer (Ec 2:2), siendo todo
ello “vanidad y aflicción de espíritu” (literalmente: “procurar captar el viento”) (Ec 2:17).
¿Satisfarán las grandes empresas? (Ec 2:1-11). Una manifestación de la imagen de Dios
en el hombre es su deseo de “hacer algo”, pasando desde simples arreglos de casa o de
taller a impresionantes obras de arte, de arquitectura, de urbanización, de mejoras en el
campo, de experimentos en los laboratorios, etcétera. El placer que produce la obra, al
formularse el primer pensamiento, al desarrollar el plan, al vencer las dificultades y ver la
realización final, es algo legítimo y noble, siendo propio del hombre como criatura de Dios.
El Predicador consideraba sus vastas posesiones y planeaba mejoras, edificando casas,
plantando viñas, preparando huertos y jardines para provecho y placer. Había gozo en el
trabajo (Ec 2:10), pero aún esto —tan legítimo y bueno en sí— se estropeó y se convirtió
en “vanidad” por varias consideraciones: a): El sabio y sus obras serán olvidados igual
que el necio y sus locuras (Ec 2:15-16). b): El sabio, el que ha realizado grandes obras
para el desarrollo de los recursos naturales de la tierra y el bien de aquella generación,
morirá al fin, y dejaría todo lo hecho a un heredero que quizá sería un necio: algo que se
cumplió literalmente en el caso de Salomón (Ec 2:16,18). Siendo sabio, el Predicador no
podía dar de lado el tema fatídico de la muerte física: el hecho ineludible que sella la
“vanidad” de la vida “debajo del sol”.
¿Satisfará lo sabiduría? (Ec 2:12-17). Ya hemos notado que el autor no separa sus
pensamientos en apartados homogéneos, hallándose distintos hilos en todas las
secciones, con la repetición de conceptos. Subrayó con anterioridad (Ec 1:18) que hay
molestia en la mucha sabiduría, pues la valoración exacta de las cargas de la vida
aumenta la preocupación del alma sensible. Siguiendo el mismo pensamiento, pero sobre
un nivel más elevado, el Maestro, Sabiduría de Dios, había de decir: “Bienaventurados los
que lloran”. Hallamos el mismo tema en los versículos que tenemos delante. “La sabiduría
sobrepasa la necedad como la luz a las tinieblas: el sabio tiene sus ojos en su cabeza,
mas el necio anda en tinieblas” (Ec 2:13-14). Con todo, esta misma sabiduría revela la
vanidad de todos los esfuerzos humanos, y da al traste con todos los intentos de vencer la
frustración y el fracaso de la vida del hombre “debajo del sol”. El sabio llegó al punto de
odiar la vida, que prometía tanto y rendía tan poco cuando se trataba de satisfacer al
hombre que tiene “eternidad” en su corazón (Ec 2:17-23). Es aquí donde tenemos que
recordar que se trata de los resultados de las investigaciones del sabio —perfectamente
logradas dentro del marco del cometido suyo— y que este fracaso subraya la necesidad
de otra clase de vida: la que ha de manifestarse después de que Cristo, en la Cruz,
venciera el pecado y su secuela de males.
Las conclusiones del sabio (Ec 2:11-24). El sabio hace constar los resultados de las
pruebas que ha realizado en las esferas del placer, de los grandes proyectos y de la
sabiduría, permitiéndole su discernimiento que sopesara todos los datos conocidos
entonces. 1) Llega a un estado de desesperación en lo que se refiere a la posibilidad de
hallar satisfacción duradera en la esfera natural de la vida del hombre sobre la tierra, tal
como pudo conocerla. A esta conclusión pesimista hemos hecho referencia en el apartado
anterior, pues llega a odiar la vida y los trabajos que no pueden producir frutos
permanentes. 2) Al mismo tiempo, el sabio tiene pleno conocimiento de que Dios ordena
las cosas, bien que no le fue concedido a él comprender el plan porque el Creador había
sujetado al hombre al yugo de vanidad. Lo que hay de bueno viene de la mano de Dios,
quien se agrada en algunos —en los humildes— y no se agrada en el pecador que
acumula los bienes por motivos puramente egoístas. Está implícita aquí la doctrina de la
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providencia de Dios (en la que ya hemos meditado) y el sabio concluye: “No hay cosa
mejor para el hombre sino que coma y beba y que su alma se alegre en su trabajo”.
También ha visto que no se trata de “comamos y bebamos porque mañana moriremos”,
sino de aceptar la providencia de Dios, pese a la amargura de las experiencias penosas,
sabiendo que Dios juzgará tanto al joven como al viejo en cuanto al uso que hace de los
recursos de la vida (Ec 11:9-10).
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sobre el hombre natural, bien que su argumento va entreverado con otros que surgen del
“temor de Dios”. Si miramos los seres vivientes de la creación natural, vemos que nacen,
crecen, llegan (normalmente) a su pleno desarrollo, se desgastan y mueren, siendo
preciso enterrar los restos mortales tanto en el caso del hombre como en el de la bestia.
El ojo humano no ve más. Esta trágica conclusión subraya la vanidad de la vida del
hombre, que se equivoca grandemente si cree que puede satisfacer su ser por medio de
la hojarasca de este mundo. Este peculiar punto de vista, ha de ser complementado por
medio de otras verdades, aun en el libro de Eclesiastés, y mucho más al pasar a la
revelación del Nuevo Pacto.
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ratificado por boca de tres testigos (Dt 17:6), pero aquí el sabio subraya la fuerza
inherente de un grupo de tres personas, en el que cada uno apoya a los otros dos,
brotando de su compañerismo el ánimo y la eficacia que pueden confrontar circunstancias
adversas, o la oposición de enemigos comunes. ¿Sabemos apreciar el valor de las
amistades y de los esfuerzos mancomunados?
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Fundamento, el cual es Cristo, dentro del plan de Dios para su Iglesia, cuya consumación
se verá en los siglos de los siglos.
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La mejor elección (Ec 7:1-9:18)
Entre tristes alternativas, hemos de escoger “lo mejor” (Ec
7:1-9)
Lo que es “mejor”. La palabra “mejor” se halla en los versículos 1, 2, 3, 5 y 8. No se trata
de “lo mejor” en sentido absoluto, sino de alternativas que se presentan en este mundo
“debajo del sol”, percibiendo el sabio que lo que más amarga la boca puede ser la
experiencia mejor para el hombre en la perspectiva general de su vida. La primera
cláusula del versículo 1 recalca la importancia de un buen “nombre” o “fama” entre los
hombres. Es importante que cada hijo de Dios evite actos que afecten su reputación, pues
de ello depende la eficacia de su testimonio. Al mismo tiempo, hemos de cuidar mucho de
no dañar la buena fama de otros, pues los chismes y las calumnias pueden hacerles más
daño que heridas físicas. Con todo, si hombres y mujeres en la sociedad no comprenden
lo que corresponde al testimonio cristiano, y nos denigran porque buscamos a todas las
almas en todas las circunstancias, entonces hemos de seguir a nuestro Maestro, a quien
tildaban de ser “amigo de publicanos y pecadores”.
Es mejor reconocer la realidad de la muerte (Ec 7:1-8). Los hombres del mundo se
sienten muy incómodos cuando surge el tema de la muerte. “De eso no se habla”, y si es
preciso “cumplir” con la familia del difunto en un entierro, se nota el alivio de la gente
cuando el acto termina y es posible ir a casa o al café. Y si se reconoce el hecho
inevitable de la muerte física, son “ellos” que mueren, sin que la persona en cuestión
reconozca que él está incluido entre “ellos”. El predicador dice que eso es una locura,
pues, por desagradable que sea, es mejor enfrentarse con el hecho ineludible. En “un
mundo de falacias”, el día de la muerte es mejor que el del nacimiento. Es mejor estar en
la casa de luto que no en la de banquetes, pues existe la posibilidad de que los vivientes
mediten en la brevedad de la vida. Traduciendo literalmente hallamos una paradoja
bastante atrevida en el versículo 3: “Mejor es el pesar que la risa, porque con la tristeza
del rostro se alegra el corazón”. No sólo se enmienda el corazón por comprender la
realidad de la vida y de la muerte, sino que el sabio podrá alegrarse por hallarse libre del
yugo de vanas esperanzas. ¡Cuánto más cuando tenemos la esperanza de estar con el
Señor al salir de los estrechos límites de esta vida, esperando la consumación de la
resurrección!
Es mejor la reprensión de los sabios que la risa loca (Ec 7:5-6). Pocas veces se habrá
dado con símil tan apto como el del versículo 6: “Porque la risa de necios es como el
estrépito de los espinos debajo de la olla”. En días de gas y de electricidad no tenemos
mucha experiencia de lumbres al aire libre, pero, con todo, en un día de excursión
habremos echado nuestra contribución de espinos secos (o cosas semejantes) debajo de
la olla o de la sartén, oyendo el “estrépito” que se produce al alcanzarlos las llamas: un
ruido seco, que se repite durante algunos momentos, antes de convertirse el pábulo en
ceniza. También hemos oído el eco de “risas” artificiales de grupos de jóvenes (u otros)
que, de taberna en taberna, quieren hacer ver que se están divirtiendo mucho, y
recordamos la figura del sabio: “el estrépito de los espinos debajo de la olla”. El versículo
8 sigue el tema de la superioridad del “fin” en comparación con el “principio”, mientras que
los versículos 7 y 8, en forma típicamente proverbial, advierten contra los males de la
opresión y del enojo.
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primigenia del hombre, tal como Dios le creó. No da información explícita sobre la Caída,
pero este desastre está implícito en el contraste: “rectitud”..., “perversiones”. El enigma
que el sabio es incapaz de descifrar no es parte de la creación original, sino algo torcido
en el hombre que le aleja de la norma primitiva y le enreda en las perversiones que
Satanás ha introducido en su ser.
El peligro de las mujeres malas (Ec 7:26-28). En el estilo de Proverbios capítulo 5,
Salomón advierte contra las mujeres malas, ya que la confusión y la depravación de las
relaciones sexuales había llegado a ser una de las “perversiones” más desastrosas del
hombre a quien Dios había creado “recto”. El peligro es grave ya que la fornicación es la
perversión del admirable instinto sexual que Dios ha implantado en el hombre y la mujer
para hacer posible el matrimonio y la procreación de hijos. Distingamos entre lo que es de
Dios, y lo que, bajo influencias satánicas, es el fruto venenoso de las perversiones de los
hombres pecadores. Frente al pesimismo del Predicador en cuanto a la mujer (Ec 7:28),
hemos de colocar las vidas de las renombradas heroínas del Antiguo Testamento —como
Débora, Ana, Abigail, etcétera— y el canto de alabanzas a la mujer fuerte de Proverbios
capítulo 31. ¿Dónde buscaba el sabio la mujer fiel?
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asuntos “debajo del sol” de tal forma que el creyente obtendrá bien mientras que los
rebeldes serán juzgados conforme a sus obras.
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algún medio de sacar fuerzas de choque de la ciudad por caminos escondidos, o por un
pasaje subterráneo para poder atacar los enemigos de espaldas y por sorpresa? No
sabemos el detalle, pero sí, que su plan fue aceptado, y, puesto por obra llegó a ser
medio de derrotar las ingentes fuerzas enemigas. La sabiduría valía más que la “fuerza
bruta”. Podemos imaginar el regocijo de los habitantes de la ciudad y las celebraciones de
la victoria. No faltaría la alegría, y sería lógico pensar que elevasen al “sabio pobre” al
gobierno de la ciudad que había salvado. Pero nada de eso, pues en una frase escueta,
sobria y triste añade el Predicador: “Y nadie se acordaba de aquel hombre pobre”. ¡Qué
comentario sobre el corazón del hombre! Entre tantas personas que celebraban la victoria
no había ni uno que gritara delante de sus conciudadanos: “¡Hermanos! ¡Debemos la
alegría de este día al sabio que nos señaló el remedio! ¿Dónde está y cómo podemos
honrarle?”. No esperemos nada de los hombres. La parábola nos recuerda la infinita
sabiduría de la Cruz, que efectuó la derrota del gran enemigo de la raza humana por el
enigma de la Cruz. El Sabio se hizo pobre para que nosotros, por su pobreza, fuésemos
enriquecidos. ¿Y cuántos se acuerdan de él? Gracias a Dios si, por su gracia y por la obra
del Espíritu Santo, cuando rodeamos la sencilla Mesa, nos despierta la dormida memoria,
diciéndonos: “Haced esto en memoria de mí”.
Con todo, el premio de la sabiduría se encarna en sí misma y no en el aprecio de los
hombres, de modo que el Predicador añade: “Mejor es la sabiduría que la fuerza, aunque
la ciencia del pobre sea menospreciada y no sean escuchadas sus palabras”. Quizá
algunos discípulos “escucharán en quietud”, y así hallarán las verdaderas riquezas de la
vida. En cambio, “un pecador destruye mucho bien”, como una alimaña roedora que
debilita las vigas de una hermosa casa, causando por fin su ruina.
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El fin de todo el discurso (Ec 10:1-12:14)
Contrastes entre procederes sabios y necios (Ec 10:1-20)
Estilo y presentación. Estamos ya familiarizados con el punto de vista del Predicador, y su
manera de mezclar el resultado de sus propias observaciones con la reiteración de
máximas ya conocidas y usadas, de modo que no nos ha de extrañar el “pot pourri” de
contrastes que encontramos en este capítulo, recordando también que el marco político
es el de la monarquía absoluta.
La mosca muerta (Ec 10:1-3). Es imposible mejorar el valor gráfico de la primera
ilustración del Predicador, que nos enseña que pequeñas dosis de necedad pueden
estropear el valor de asuntos por otra parte provechosos y agradables. El perfumista ha
derrochado todo su saber, acumulando materiales preciosos que su arte necesitaba, con
el fin de presentar un ungüento digno como obsequio a príncipes. Sin embargo, se ha
descuidado el proceso en algún momento, y se han metido moscas en el perfume, que allí
mueren en tan dulce sepultura. Se abre el vaso en el momento crítico, pero en lugar de un
buen olor, su obra maestra despide hedor: todo se ha estropeado por algo aparentemente
tan insignificante. Todo es importante —nos viene a enseñar el Predicador— pues meses
de buenos trabajos pueden inutilizarse por el descuido de unos minutos: un paréntesis de
necedad en medio de obras y palabras sabias.
El agudo observador se ha fijado en muchas personas, y llega a la conclusión de que la
presencia y los ademanes de un necio se delatan aun por su manera de caminar por una
calle o senda. Es mejor aprender en la escuela de la sabiduría, y el que cuida lo poco
sabrá manejar lo mucho.
Reyes y siervos (Ec 10:4-7). Nadie podía cambiar el sistema autocrático de aquellos
tiempos: por eso, el hombre prudente, sea por ciertas causas justificadas o no, al darse
cuenta de que había ofendido al monarca, se mantendría con constancia y sabiduría en
su lugar, valiéndose de la deferencia y paciencia hasta pasarse la crisis. El mismo sistema
autocrático hacía posible que la necedad brotara precisamente del corazón del rey, con
consecuencias desastrosas para su reino. A veces los ya referidos vaivenes de la vida
cambian el orden natural de las cosas, permitiendo que esclavos vayan montados en
caballo y forzando a príncipes a ir caminando. Tales efectos surgirían sobre todo por la
falta de un gobierno fuerte y sabio.
Causas y efectos (Ec 10:8-11). Se esconde mucha sabiduría práctica detrás de las varias
máximas de estos versículos. Según una norma evangélica de gran importancia, “el que
busca halla”. Sin embargo, hallamos aquí el reverso de la medalla, pues también es
verdad que el que persigue fines egoístas por medios ilícitos, se verá envuelto en los
resultados de sus propios manejos. Los cuatro ejemplos de los versículos 8 y 9 son
variantes de la conocida advertencia: “El que hiciere hoyo, caerá en él”. Los versículos 10
y 11 nos exhortan a prevenir y preparar las cosas de antemano, pues el que no afila su
hacha tendrá que trabajar mucho, y el que se acerca a la serpiente antes de que esté
encantada recibirá la mordedura —quizá fatal— a causa de su precipitación.
La necedad multiplica palabras (Ec 10:12-15). He aquí uno de los reiterados temas del
Libro de Proverbios: la locura de abrir la boca para soltar multitud de palabras sin sentido.
Todo se resume en el versículo 12: “Las palabras de la boca del sabio son llenas de
gracia, mas los labios del necio causan su propia ruina”.
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Es interesante comparar el versículo 15 con (He 11:10,16). Los peregrinos de la fe, que
hallan honrada mención en Hebreos, siempre tenían delante una meta, pese a ser
peregrinos: una ciudad, que tipifica una sociedad ordenada, y en el caso de ellos, aquella
de la cual Dios mismo es Arquitecto y Hacedor. Los hombres saben que no deben vivir
solos, y que les hace falta una “ciudad” que garantice protección, ayuda mutua, un
ambiente donde se cría “la mentalidad urbana” que permite la civilización. Pero el necio
que desconoce el temor del Señor ha de depender de los impulsos variables de hombres
egoístas, que tantas veces se han analizado en este libro, y el resultado se resume en
palabras trágicas y tristes (Ec 10:15): “El trabajo de los necios los fatiga; porque no saben
por dónde ir a la ciudad”, ¡Pobres hombres desvariados que desconocen a Cristo, como
único Camino que nos lleva al Padre y a su eterna ciudad! El “temor de Jehová” habría
podido orientar al viajero, aún bajo el régimen anterior, pero siendo “necio” no quiso seguir
aquella senda.
La autoridad legítima es una bendición (Ec 10:16-20). A quien conoce las Escrituras
aceptando su penetrante diagnóstico del estado del hombre caído, empeñado éste en
enaltecer su “yo” y hacer prevalecer sus deseos y opiniones, no le extrañaran las
“protestas” que surgen en nuestros días, cobrando mayor violencia precisamente donde
una civilización desarrollada ha hecho “lo posible” por mejorar las condiciones de la vida
humana sobre la tierra. Un estudio de la historia, con el examen de las condiciones
sociales de los hombres, suple abundante material que prueba que el hombre, aparte de
la gracia de Dios, no puede salirse de la órbita de sus impulsos egoístas. La teoría
anarquista de que los males proceden de los gobiernos, y que desaparecerían si cada
individuo fuese “libre para realizarse”, viene a ser una verdadera locura, sin base alguna
en la experiencia humana. Sin duda ha habido algunos idealistas en el mundo, pero todos
han muerto desilusionados, porque el material humano no se presta a la práctica de las
normas del amor. Para ello hace falta ser regenerado. Lejos de quejarse de la autoridad
civil, el creyente debiera pedir a Dios que sea fuerte y eficiente, dentro del sistema político
que sea. El orden público puede parecernos un “bien” de nivel algo bajo y limitado, pero si
aceptamos el diagnóstico de la Biblia sobre la condición humana, daremos gracias a Dios
por este bien mínimo, pero fundamental, que sólo permite que nuestras vidas se
desarrollen normalmente dentro de la sociedad.
Varias exhortaciones cierran el capítulo, entre las que se destaca el peligro de la pereza y
el de hablar mal de los fuertes, pues parece como si las aves que vuelan llevan el
mensaje de los poderosos. Se nota de nuevo las posibilidades del dinero y de la “buena
vida”, pero siempre dentro de los límites que ya hemos visto, y que se habrán de recalcar
con gran solemnidad hacia el fin del libro.
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Mesopotamia, donde es preciso echar la semilla (que podría ser “pan” si se comiera) en el
lodo o en el agua, como un acto de fe, creyendo que la cosecha ha de aparecer después
de muchos días. Pensemos en la siembra de arroz en el delta del río Ebro, por ejemplo.
Algunos escriturarios creen que la figura se basa en el comercio marítimo de Fenicia, ya
que buenos cargamentos habían de lanzarse en “las naves de Tarsis”, sabiendo que estos
barcos podrían perderse. Con todo, un buen número volverían con bienes multiplicados.
Sin embargo, los israelitas no miraban mucho al mar, y es más apropiada la figura
agrícola, que se enlaza con las demás de este pasaje. “Reparte a siete, y aún a ocho...”
parece animar al dueño a proveer a sus siervos de todo lo necesario para ellos, y para la
tarea que les había sido encomendada, pues hay que aprovechar la ocasión que se
presenta hoy, ya que nada sabemos de las condiciones de mañana. Es mejor enlazar este
pensamiento con el del versículo 4, que nos previene contra la excesiva prudencia, pues
si estamos siempre tan pendientes del boletín meteorológico, con tanto miedo del viento
que podrá soplar, nunca llegaremos ni a sembrar ni a segar.
Dentro de estas iniciativas sanas y necesarias se dan “los tiempos” que nadie puede
evitar, y hemos de aceptar el hecho de que las nubes podrán reventar para bien o para
mal, y que el árbol caerá, y allí quedará tal como ha caído. Son dos vertientes de la vida,
pero “lo pasivo” no ha de anular “lo activo”. Las obras de Dios en su providencia son tan
misteriosas como las fuerzas vitales y perfectamente coordinadas que organizan los
millares de funciones de la criatura que ha de nacer de la célula fertilizada de una mujer
embarazada. Por lo tanto el hombre ha de andar en humildad y fe, sin dejar de esforzarse
en la labor que Dios le coloca delante (Ec 11:5).
El versículo 6 vuelve a enfatizar la seguridad de una buena siega si en primer término es
buena la siembra, recordándonos la parábola del Sembrador: “Por la mañana siembra tu
semilla, y a la tarde no dejes reposar tu mano; porque no sabes cuál ha de prosperar, si
ésta o aquélla, o si ambas dos serán igualmente buenas” (Nótese traducción). No se nos
promete que toda la semilla sembrada ha de germinar y llevar fruto, pero sí nos garantiza
que la buena siempre será prosperada o en parte o en su totalidad. “Un sembrador salió a
sembrar...” ¡que muchos fieles, valientes y peritos sembradores le sigan, sin mirar con
miedo a los vientos!
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El recuerdo del Creador (Ec 12:1). Este versículo se enlaza con el precedente pues el
joven sabio no sólo se acordará de que todas sus obras habrán de ser examinadas y
juzgadas, sino de que vive en la presencia de su Creador. Estamos de nuevo con el tema
del temor de Jehová, que hemos definido como “vivir en la presencia de Dios”, sabiendo
que todo cuanto deseamos, pensamos, hablamos y efectuamos se realiza a la luz de la
Eternidad.
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La luz que viene de la esfera por encima del sol
Los dos valores de libro
Bastante se ha recalcado el valor práctico de Eclesiastés, pese a expresiones difíciles, ya
que nos presenta diagnósticos de valor esencial que hemos de tomar en cuenta siempre,
puesto que las condiciones señaladas existen hoy igual que entonces. Recordemos la
hechura del hombre a imagen y semejanza de Dios; su terrible caída bajo el poder de
Satanás; el gobierno providencial de Dios quien lleva adelante sus planes pese al mal; la
operación de la “ley de la frustración” que Dios ha impuesto en todas las esferas de la
actuación humana. La interacción de estos factores crea una confusión aparente que
justifica el diagnóstico o “vanidad de vanidades”. No podemos escapar de los “gemidos de
la creación” y aprendemos sabiduría, paciencia y prudencia por las enseñanzas de estas
“palabras de verdad” (Ro 8:20-21). Con todo, el libro nos deja con muchos problemas sin
resolver, y en espera de una revelación más clara. Corno una pequeña muestra de la luz
que había de brotar de arriba, citarnos algunos pasajes del Nuevo Testamento, sin más
comentario, con el solo fin de recordar las contestaciones finales a las inquietudes del
sabio, como a las de todo el pueblo de Dios antes del advenimiento de Cristo.
La Nueva Creación
“Y aquel Verbo fue hecho carne y habitó entre nosotros; y vimos su gloria; gloria como del
unigénito del Padre, lleno de gracia y de verdad” (Jn 1:14) ... “Pues la ley por medio de
Moisés fue dada, pero la gracia y la verdad vinieron por medio de Jesucristo”. “Nadie
subió al Cielo sino el que descendió del Cielo: el Hijo del Hombre que está en el Cielo. Y
como Moisés levantó la serpiente en el desierto, así es necesario que el Hijo del Hombre
sea levantado, para que todo aquel que en él cree no se pierda mas tenga vida eterna”
(Jn 3:13-15). “Esta es la voluntad del que me ha enviado: que todo aquel que ve al Hijo y
crea en él tenga vida eterna y yo le resucitaré en el día postrero” (Jn 6:40) ... “En la casa
de mi Padre muchas moradas hay... voy pues a preparar lugar para vosotros. Y si me
fuere y os preparare lugar, vendré otra vez y os tomaré a mí mismo, para que donde yo
estoy, vosotros también estéis” (Jn 14:2-3) ... “El que me ha visto, ha visto al Padre” (Jn
14:9) ... “Porque el amor de Cristo nos constriñe, pensando esto: que si Uno murió por
todos, luego todos murieron; y por todos murió para que los que viven ya no vivan para sí,
sino para aquel que murió y resucitó por ellos ... de modo que si alguno está en Cristo
(hay) una nueva creación; las cosas viejas pasaron; he aquí todas son hechas nuevas; y
todo esto proviene de Dios quien nos reconcilió consigo mismo por Cristo” (2 Co
5:14-18) ...“Mas nuestra ciudadanía está en los cielos, de donde también esperamos al
Salvador, al Señor Jesucristo; el cual transformará el cuerpo de la humillación nuestra
para que sea semejante al cuerpo de la gloria suya, por el poder con el cual también
sujetará a sí mismo todas las cosas” (Fil 3:20-21) ... “A fin de conocerle, y el poder de su
resurrección... por ver si echo mano sobre aquello para lo cual Cristo Jesús echó su mano
sobre mí... olvidándome ciertamente de lo que queda atrás, y extendiéndome a lo que
está delante, prosigo al blanco, al premio del llamamiento supremo de Dios en Cristo
Jesús” (Fil 3:10-14) ... “Si, pues, resucitasteis con Cristo, buscad las cosas de arriba,
donde está Cristo sentado a la diestra de Dios. Poned la mira en las cosas de arriba, no
en las de la tierra, porque moristeis y vuestra vida está escondida con Cristo en Dios.
Cuando Cristo, vuestra vida, se manifieste, entonces vosotros también seréis
manifestados con él en gloria” (Col 3:1-4) ... “Bendito el Dios y Padre de nuestro Señor
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Jesucristo, que nos bendijo con toda bendición espiritual en los lugares celestiales en
Cristo” (Ef 1:3). “Y no habrá más maldición; y el trono de Dios y del Cordero estará en
ella, y sus siervos le servirán; y verán su rostro y su Nombre estará en sus frentes. No
habrá más noche... porque Dios el Señor los iluminará; y reinarán por los siglos de los
siglos” (Ap 22:3-5).
Cuando la Nueva Creación se manifieste, se habrá rescindido la “ley de frustración” y en
lugar de la norma de “vanidad de vanidades” lo llenará todo el PLEROMA del Dios-
Hombre con “plenitud de plenitudes”, y por los siglos de los siglos.
Copyright ©. Texto de Ernesto Trenchard usado con permiso del dueño legal del copyright,
Centro Evangélico de Formación Bíblica en Madrid, exclusivamente para seguir los cursos
de la Escuela Bíblica (https://www.escuelabiblica.com).
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