Eclesiastes

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Prefacio de los editore

Eclesiastés - Introducció
Eclesiastés en el canon del Antiguo Testament

El auto

El contenido de Eclesiasté

El signi cado de Eclesiasté

Los temas principales del Predicado 1

La teología de Eclesiasté 1

El campo del mundo “debajo del sol” (Ec 1:1-6:12 1


Consideraciones preliminare 1

La “vanidad” revelada en el ciclo inacabable de los acontecimientos (Ec


1:1-11 1

El Predicador explica su propósito (Ec 1:12-18 1

El Predicador experimenta con los bienes de esta vida (Ec 2:1-26 1

Los tiempos y las sazones (Ec 3:1-9 1

Obras divinas y condiciones humanas (Ec 3:10-15 1

Los juicios de Dios y las malas obras de los hombres (Ec 3:16-22 1

Las uctuaciones de las fortunas del hombre (Ec 4:1-16 2

Observaciones prácticas (Ec 4:4-12 2

Las uctuaciones del poder político (Ec 4:13-16 2

La sabiduría en la esfera de la religión (Ec 5:1-7 2

Autoridad, opresión y el amor a las riquezas (Ec 5:8-20 2

Aspectos del “yugo de vanidad” (Ec 6:1-12 2

La mejor elección (Ec 7:1-9:18 2


Entre tristes alternativas, hemos de escoger “lo mejor” (Ec 7:1-9 2

El valor de la moderación en todo (Ec 7:10-23 2

El hombre como Dios le creó, y sus perversiones (Ec 7:24-29 2

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El bien permanente en medio de la confusión aparente (Ec 8:1-17 2

El loco devaneo de los hombres que no pueden determinar su suerte (Ec


9:1-6 2

Hay que disfrutar en lo posible de esta aciaga vida (Ec 9:7-12 2

La parábola del sabio pobre (Ec 9:13-17 2

El n de todo el discurso (Ec 10:1-12:14 3


Contrastes entre procederes sabios y necios (Ec 10:1-20 3

La buena siembra asegura una hermosa siega (Ec 11:1-8 3

Todas las cosas bajo el juicio de Dios (Ec 11:9-12:8 3

El avance de la muerte (Ec 12:2-8 3

El epilogo (Ec 12:9-14 3

La luz que viene de la esfera por encima del so 3


Los dos valores de libr 3

La Nueva Creació 36

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Prefacio de los editores


Los años fecundos de enseñanza de Ernesto Trenchard fueron respaldados por un equipo
de colaboradores que ideó una serie de iniciativas para difundir el material que surgió de
las clases impartidas. Guías de estudio que empezaron como libritos multicopiados para
los estudiantes a finales de los años 70 y principios de la década de 1980 se convirtieron
en “Cuadernos de Estudio”. Las notas de dos de los cursos de Trenchard fueron tomados
por colaboradores o discípulos, quienes las ampliaron hasta llegar a ser comentarios
sustanciales; en el caso de “El Libro de Génesis” fue D. José M. Martínez, y en “El Libro
de Éxodo” fue D. Antonio Ruiz.
Pero la brevedad original de los escritos de Trenchard retiene un valor que no hemos de
ignorar. No sólo por la razón aducida en la amonestación: “No hay fin de hacer muchos
libros; y el mucho estudio es fatiga de la carne” (Ec 12:11). El predicador nos hace
recordar que el conocimiento no se adquiere sin esfuerzo, pero un formato escueto anima
y alivia al estudiante diligente. Pero también porque, como se apunta en (Ef 4:12-13), la
finalidad de los dones de la Palabra que Dios en su gracia distribuye en la Iglesia, se
ejercen “a fin de perfeccionar a los santos para la obra del ministerio, para la edificación
del cuerpo de Cristo, hasta que todos lleguemos a la unidad de la fe y del conocimiento
del Hijo de Dios...”. Del ejercicio público de un don de enseñanza hemos de esperar
conocimientos capaces de trasladarse, breve pero fielmente, sin distorsionar la esencia
del contenido. Los escritos de Trenchard se prestaron a tal proceso de difusión. No
pretendió pronunciar la “última palabra” sobre los textos bíblicos expuestos, sino preparar
al estudiante a compartir los conocimientos recibidos en la comunión de su propio entorno
local, y en muchos casos fue estimulado a profundizar en sus estudios desde aquel
semillero inicial.
Entre los cuadernos de estudio, la Comisión de Publicaciones de CEFB ha vuelto a editar
“Eclesiastés” como un breve comentario autónomo, otra ilustración de la exposición de
uno de los libros sapienciales. Otra obra de Trenchard, “Introducción a los libros de
sabiduría y una exposición del libro de Job”, introduce el género literario con mayor
profundidad. El lector pronto advertirá la utilidad de la obra como texto didáctico en sí,
pero también como un recurso siempre esencial en la evangelización que requiere la
generación en la cual nos toca “presentar defensa con mansedumbre y reverencia ante
todo el que os demande razón de la esperanza que hay en vosotros” (1 P 3:15). El
escritor escudriña todo lo que se recomienda “bajo el sol”, del espíritu inquieto de la raza
humana sin el verdadero temor de Dios, y hace lo que otro pensador evangélico del siglo
XX recomendó: “llevarlo a sus últimas consecuencias”. Sin duda, tal examen resulta un
proceso sumamente incómodo para las ilusiones e ideales humanos, pero no deja de ser
un paso imprescindible, si nuestras mentes rebeldes han de volver de lo pasajero para
captar la eterna misericordia del único Dios verdadero, ahora abierta a los arrepentidos
que se acercan por medio de Su Hijo, Jesucristo.
La generación de colaboradores que conoció a Trenchard ya empieza también a partir
para la patria celestial, pero las palabras del Señor no pasarán. Hoy en día, la exposición
sistemática de las Escrituras, de la cual Trenchard fue un campeón, se ha establecido
más generalmente en las iglesias evangélicas, como modo adecuado para alimentar a la
grey del Señor. No obstante, el Centro Evangélico de Formación Bíblica en Madrid, sigue
un ministerio auxiliar de tales esfuerzos. Constituido por un grupo de iglesias locales de
Madrid en 1993, tiene cuatro comisiones de trabajo que colaboran estrechamente entre sí,
la de Enseñanza, Publicaciones, la revista Edificación Cristiana, y la Biblioteca y Archivo
de las Asambleas de Hermanos. La entidad es continuadora de las labores editoriales de

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“Literatura Bíblica” y de “Cursos de Estudio Bíblico”. Anualmente se celebran dos cursos


intensivos de estudio bíblico en Madrid, y por invitación de iglesias locales, se intenta
extender algunos de estos contenidos en otras localidades. Para más información, les
invitamos a visitar la página www.cefb.es
Comisión de Publicaciones,
Madrid. Mayo de 2015

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Eclesiastés - Introducción
Eclesiastés en el canon del Antiguo Testamento
Se hallaba entre los “rollos”. Cuando el Señor resucitado hizo referencia a “la Ley de
Moisés, los Profetas y los Salmos” (Lc 24:44) resumió el contenido del Antiguo
Testamento según las tres divisiones conocidas por los rabinos judíos de su día. Sin duda
“Salmos” señala la sección de los “Escritos” por constituir el libro más importante de esta
colección, dentro de la cual se hallan los “rollos” (meghilloth), siendo Eclesiastés el quinto
y último componente de esta serie. Al considerar el contenido del libro, y su interpretación,
es importante recordar que el Maestro puso el sello de su autoridad sobre el libro como
parte del mensaje total e inspirado del Antiguo Pacto.
Pertenece a la literatura de “la sabiduría”. En la Introducción general de los libros poéticos
y sapienciales del Antiguo Testamento, enfatizamos el carácter especial del género
literario, siendo la manifestación hebrea —y por lo tanto monoteísta y piadosa— de una
obra tanto popular como literaria que fue conocida en las civilizaciones egipcias, asirias y
babilonias desde tiempos remotos, cultivándose también en Israel y los países
adyacentes, por ejemplo, Edom y Moab. Estos estudios nos ayudan a formar un concepto
bastante exacto del sentido de “sabiduría” tal como lo hallamos en el libro de Eclesiastés.
No se trata de la sabiduría divina que se encarnará en su día en la Persona del Verbo
encarnado y que brotará pujante al interpretar el Espíritu Santo el misterio de la obra de la
redención (1 Corintios capítulos 1 al 3), sino de la mejor manera de ordenar
prudentemente la vida diaria, dentro de una sociedad donde se entregan a sus variadas
actividades los hijos de Adán, creados originalmente en imagen y semejanza de Dios,
pero tarados actualmente por los resultados de la Caída, anidando el pecado en su
“corazón”, desde donde influye en todas sus decisiones, reacciones y hechos. Las
secciones proverbiales de Eclesiastés no difieren en nada esencial de las máximas de
Proverbios, pero la novedad de este libro consiste en un examen concienzudo —llevado a
cabo por el autor— de la vida del hombre, tal como se desarrolla “debajo del sol”. El
“predicador” ha disfrutado de ventajas especialísimas al hacer una prueba personal de
todo lo que podría dar de sí esta vida mundana, ayudado él por su sabiduría, llegando a la
conclusión —desde el punto de vista de su examen— de que “todo es vanidad”, o sea,
frustración, ya que ninguna de sus experiencias le ha proporcionado verdadera
satisfacción. Volveremos a este tema más adelante, pero es preciso que comprendamos
las características más señaladas del libro, dentro de su género, desde los comienzos de
nuestro estudio.

El autor
El predicador. “Eclesiastés” es el título del libro en la LXX (traducción griega del Antiguo
Testamento), y corresponde a “koheleth” en el hebreo: título que ha dado lugar a mucha
discusión, y que, según la mayoría de los eruditos, significa “el que dirige alocuciones en
asamblea pública”: idea que se refleja en la etimología de la traducción griega,
“Eclesiastés”. Para otros el título sugiere más bien “el que recoge”, que caería bien para
un recopilador de proverbios.
Un personaje real. Tradicionalmente se ha pensado que el mismo rey Salomón sería el
autor del libro. Tomando en cuenta consideraciones lingüísticas, aún los eruditos
conservadores se inclinan a pensar en una fecha de redacción muy posterior a la vida del

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rey sabio, pero no por eso hemos de descartar, sin más, la probabilidad de una obra
esencialmente salomónica, a no ser que admitamos la admisión de obras francamente
seudoepigráficas dentro de los libros canónicos. Libros anónimos, que surgen de círculos
proféticos o sacerdotales, son comunes en el Antiguo Testamento, pero es difícilmente
compatible con un concepto viable de la inspiración divina la teoría de que un autor
desconocido declarase rotundamente que era “hijo de David, rey en Jerusalén”, sin que
fuera verdad y sólo con el fin de ganar la atención de lectores de tiempos posteriores. Se
dice que esto de atribuir discursos didácticos a personajes reales era “moda admitida y
comprendida”, pero no hay indicios ciertos de esta costumbre en los libros de las
Sagradas Escrituras, que al revelar la verdad de Dios, han de hacerlo por medio de
declaraciones veraces, dejando siempre lugar —claro está— para giros figurados.
Veamos la evidencia:
a) Las declaraciones del autor. “El Predicador, hijo de David, rey en Jerusalén” (Ec 1:1) ...
“Yo, el Predicador, fui rey sobre Israel en Jerusalén” (Ec 1:12) ... “Yo me he engrandecido
y he crecido en sabiduría sobre todos los que fueron antes de mí en Jerusalén, y mi
corazón ha percibido mucha sabiduría y ciencia” (Ec 1:16). Las declaraciones sobre los
medios de los cuales disponía el autor —casi ilimitados tanto para satisfacer todo deseo
personal como para emprender grandes obras y acumular inmensas riquezas—
corresponden a la situación de Salomón, y difícilmente pueden aplicarse a otro “rey en
Jerusalén” después de la división del reino, que se llama “Israel” y no “Judá” (Ec
1:12-2:11). Se ha querido ver una contradicción en la referencia a “todos los que fueron
antes de mí en Jerusalén”, ya que sólo David había reinado desde aquella ciudad de una
forma completa, tratándose de Israel. Pero la frase es más retórica que literal, y, de todas
formas, Jerusalén había sido centro de un reino jebuseo, y aún de una dinastía anterior,
cuya figura principal fue Melquisedec, “rey de Salem, y sacerdote del Dios Altísimo” (Gn
14:18).
b) Salomón como cabeza de una escuela de sabiduría. La larga historia de la literatura
poética y sapiencial de Israel llegó a su culminación en la época de David y de Salomón,
gracias a los cánticos del primero y la labor de investigación y de redacción del segundo.
Pasajes como el de (1 R 4:29-34) señalan un período cuando los recuerdos del pueblo se
cuajaron en literatura, añadiéndose el esfuerzo consciente de autores conocidos a las
obras anónimas que habían surgido de la sabiduría popular a través de los siglos. El tema
filosófico del “significado de la vida” se ha presentado a la mente de hombres pensadores
en todas las épocas, siendo difícil que no surgiera en un momento de renacimiento
literario y artístico. No se trata según las normas filosóficas de los griegos —algo que
pertenece a siglos posteriores—, sino dentro del marco de la conocidísima literatura
sapiencial y en el centro cultural de una nación que reconocía la obra creadora y
providencial de Dios.
c) La cuestión lingüística. En cuanto a los vocablos y expresiones que eruditos han
considerado como “rabínicos”, de la época posterior a los trabajos de Esdras, pueden
haber surgido de revisiones del texto original de Salomón. Tal trabajo de modernización, al
presentar el discurso para generaciones posteriores no está reñido con un concepto real
de inspiración, como lo sería la teoría de una seudoepigrafía. Otras objeciones que
impugnan el origen salomónico de la obra carecen de fuerza y surgen de escuelas que
rechazan por sistema toda tradición secular, por respetable que sea.

El contenido de Eclesiastés
Las meditaciones del autor. El rey sabio se propone investigar “qué provecho tiene el
hombre de todo su trabajo con que se afana debajo del sol” (Ec 1:3). Se cree

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particularmente capacitado para emprender esta investigación ya que Dios le ha dado la


sabiduría necesaria para poder distinguir entre las apariencias y la esencia del devenir de
los hombres en la sociedad. No sólo eso, sino que, gracias a su posición, su autoridad y
sus recursos, ha tenido ocasión de entregarse a toda suerte de experiencias que suelen
considerarse como capaces de contentar el corazón del ser humano. Aplica su piedra de
toque a cuanto ha experimentado, —placeres, proyectos, realizaciones y aún la misma
sabiduría— y halla que todo es “vanidad”, o sea, que carece de sentido real y
permanente. Con todo, no deja de prodigar consejos prácticos, pues la “vida” es lo que
tiene el hombre, y es preciso sacar de ella el bien posible, en el temor de Dios, mientras
dure.
Los elementos proverbiales. Es natural que el gran recopilador de proverbios halle que
muchos de ellos expresan verdades análogas a las que sacaba de su propia experiencia,
ya que plasman, en forma lapidaria, la experiencia múltiple y prolongada del pueblo
mismo. No hay razón, pues, para pensar en una obra compuesta, con dualidad (o
multiplicidad) de autores, pues la diferencia de estilo depende únicamente del material
que trabaja el autor, que consiste o en sus consideraciones personales, o en el peso
añadido de elementos proverbiales. Tiende a expresar éstos en tercera persona, mientras
que, como es natural, emplea la primera persona, “yo”, al describir sus propios hallazgos.
La construcción del libro. Sin duda el autor llega a resumir sus razones y conclusiones en
los capítulos 11 y 12, pero lanza su veredicto sobre la vanidad de la vida “debajo del sol”
desde las primeras palabras de su obra. Por supuesto no hemos de buscar en este tipo
de libro la construcción lógica que satisfaga las exigencias de un enseñador occidental,
sino más bien el brillo de muchísimas facetas de la verdad que se suscitan al impulso del
recuerdo o a través de la forma estilizada de proverbios conocidos. Hallaremos párrafos
que se distinguen por la unidad de su pensamiento, pero también notaremos muchas
repeticiones de los mismos temas. Por eso no adelantamos un análisis del libro en esta
Introducción, sino que nos contentaremos con los epígrafes que señalarán el contenido de
las secciones en el curso del breve comentario.
Con respecto a la unidad literaria del libro, es de importancia notar que se han hallado
fragmentos de una copia (4 G Keh) en las cuevas de Qumrán (“los rollos del Mar Muerto”)
que apoya el orden literario que conocemos, tratándose de una fecha que puede remontar
hasta 200 a.C.

El significado de Eclesiastés
El “problema” del libro. Con unanimidad total los expositores han considerado como muy
difícil extractar el significado real de este libro, no sólo al intentar el análisis del
pensamiento del autor y su actitud frente a la vida, sino también al buscar la manera de
situar la obra dentro de la perspectiva de la revelación bíblica. Se da el caso de algunos
comentaristas conservadores que han llegado a “desmitificar” el libro, recogiendo por una
parte las verdades obvias que parecen concordar con otras enseñanzas de las Sagradas
Escrituras, al par que atribuyen ciertas conclusiones al pesimismo —casi agnosticismo—
del autor, tan desilusionado frente a la vida de los hombres que cae hasta en el cinismo.
Al mismo tiempo toda Dogmática Sistemática recoge las grandes declaraciones
doctrinales de Eclesiastés —por ejemplo, “Dios hizo al hombre recto, pero ellos buscaron
muchas perversiones” (Ec 7:29)— para establecer la verdad bíblica sobre el hombre, etc.
Ya veremos la riqueza tanto de la teología como de la antropología de Eclesiastés, y, a
nuestro parecer, es muy arriesgado entresacar ciertas proposiciones como autoritativas,
relegando otras a la incertidumbre de las lamentaciones de un cínico.

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El enfoque del libro. El problema se resuelve, no por suponer una mezcla de verdades
divinas y equivocaciones humanas dentro de una obra didáctica y canónica, sino por
tomar en cuenta el enfoque del libro desde el principio hasta el fin, puesto que el autor
enfatiza repetidamente que está investigando la vida del hombre “debajo del sol” o
“debajo de los cielos”, constituyendo estas frases —juntamente con la de “todo es
vanidad”— el lema del libro. Es el punto de vista normal de los libros sapienciales, bien
que, siendo obras de inspiración, siempre puede abrirse una ventana hacia el cielo en un
momento dado. Lo importante, tratándose una labor interpretativa, es el recuerdo
constante de que el predicador examina el hombre tal como le ve delante de sus ojos,
desde su nacimiento hasta su muerte, no correspondiéndole abrir delante del lector la
esperanza celestial y eterna, bien que —como veremos— su obra constituye la
preparación que se precisa con miras a la revelación más amplia del Nuevo Pacto. Dentro
de este enfoque, todo lo que el predicador escribe es verdad, dentro del marco que le
corresponde en el conjunto de las Sagradas Escrituras.
El mensaje como preparación para el Evangelio. Es normal que comprendamos que los
códigos legales del Pentateuco aleccionan al hombre sobre su estado moral a la luz de la
justicia de Dios. Por ello nos llevan a la Cruz, y dejan vislumbrar la posibilidad de una ley
espiritual escrita en el corazón del hombre. De igual forma los libros proféticos analizan el
mal contemporáneo con el fin de predecir una intervención de Dios en gracia y en juicio.
Nos dejan en espera del Mesías-Redentor. El fracaso moral del hombre —revelado por la
Ley con el fracaso políticosocial de Israel —señalado por los profetas— implican la
necesidad de una obra divina que redime y salva al hombre cuando llegue el momento
señalado en el programa de Dios. El libro de Eclesiastés cumple una finalidad análoga al
contestar con un NO rotundo la pregunta: “¿Puede el hombre caído hallar satisfacción en
este mundo, en el curso de su breve jornada debajo del sol?”. Una cuidadosa
investigación revela la inutilidad de los esfuerzos humanos al buscar la felicidad y la
satisfacción aquí abajo, y quedamos en espera de la venida del “Segundo hombre ... del
Cielo” (1 Co 15:47), quien quitará la maldición de la frustración con el fin de llevar una
nueva raza de hijos de Dios a “toda bendición espiritual en los lugares celestiales en
Cristo” (Ef 1:3). En otras palabras, si el Éxodo nos prepara para las lecciones de Gálatas
y Romanos, Eclesiastés nos encamina hacia las verdades de Efesios y Colosenses.
El yugo de la vanidad. El libro de Eclesiastés nos ofrece una amplia ilustración de las
profundas verdades que Pablo señala en (Ro 8:18-24). A causa del pecado —que altera
las relaciones entre Dios, su criatura y la creación— todo lo creado “gime”, sintiendo
hondos dolores y anhelos, participando en ellos hasta los hijos adoptivos de Dios, quienes
ya poseen las primicias del Espíritu. Los fieles esperan la consumación del proceso
redentor y son “salvos en esperanza”, pero a todos los humanos les toca llevar el yugo de
vanidad (de frustración) que Dios ha colocado sobre sus hombros “en esperanza”. ¿Cuál
es esta dura necesidad y esta bendita esperanza? Sencillamente, que Dios determinó que
el hombre rebelde no había de prosperar en su alejamiento de su Creador. Emplearía los
recursos de su personalidad como creado a imagen y semejanza de Dios con el fin de
hacer llevadera la vida de independencia que había escogido; hasta cierto punto podría
someter las fuerzas de la naturaleza, doblegándolas a su voluntad en la esfera material,
bien que no sin sudor y lágrimas. Con todo, cada éxito hallaría su límite, y muy a menudo
se volvería en desastre para quienes habían realizado los esfuerzos. En la esfera de lo
moral, la civilización, lejos de “sublimar” al hombre, aumenta las tentaciones que el
hombre no es capaz de resistir, suavizando el camino a la perdición. La “esperanza”
divina es que el hombre, comprendiendo la nulidad de sus trabajos “debajo del sol”,
levante sus ojos a su Creador, esperando de su misericordia y gracia lo que le es
imposible alcanzar al escarbar este pobre suelo, maldito por causa del hombre caído.

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El Predicador insiste en su tema, que adquiere importancia vital en el conjunto de la


verdad revelada de Dios. El pesimismo del existencialista de hoy no es cosa nueva, sino
un factor de la vida humana claramente revelada por la “sabiduría” de Dios en la Biblia.
Este pesimismo puede convertirse en factor positivo frente a la predicación del Evangelio,
ya que la comprensión de la “vanidad” de la vida humana lleva a un alma mucho más
cerca de la puerta del Reino que no el falso optimismo del humanista que se empeña —
contra toda evidencia histórica y contemporánea— en creer que el hombre es capaz de
buscarse una solución, en esta vida, sin doblegar la rodilla ante su Creador.

Los temas principales del Predicador


a) El tema de la “vanidad”. Los dos primeros capítulos explayan ya con toda claridad el
tema principal del libro: que aún si el hombre dispusiera de todos los recursos posibles
para satisfacer sus deseos —los bajos de sus instintos y de su afán de enriquecerse,
además de los nobles que le impulsan a “crear” algo para sí y la humanidad— no hallaría
satisfacción duradera, y aún su sabiduría, que le ayuda a sacar la sustancia posible de
esta vida, le revelaría con mayor claridad las tragedias e imperfecciones que
corresponden a la vida humana, de modo que no haría sino incrementar su mal.
b) El tema de la muerte. Muy relacionado con el anterior se halla su concepto de la muerte
física. No le es dado al autor gozarse en la esperanza de la resurrección, según la
revelación del Nuevo Pacto, de modo que la muerte viene a ser el instrumento
insoslayable y final de la frustración. Todo ha de dejarse por fin. Muere el sabio igual que
el necio, y, en cuanto a lo físico, y el disfrute de la vida aquí en la tierra, el fin del hombre
es igual que el de la bestia (Ec 3:19-21).
c) El disfrute de los bienes materiales. El pesimismo en cuanto a lo que podrá rendir esta
vida lleva al sabio al consejo práctico de disfrutar de lo que hay mientras dure la
oportunidad (Ec 5:16). Este “hedonismo” del Predicador se ha criticado mucho, pero ha
de comprenderse a la luz del enfoque que hemos enfatizado: se trata de investigar el
significado de la vida del hombre “debajo del sol”, bien que veremos que no falta el
sentido de la responsabilidad moral. Al llegar a la revelación del Nuevo Pacto vemos más
claramente la posibilidad de utilizar todo lo temporal para el adelanto del Reino de Dios —
soportando los sacrificios que sean del caso— pero aun a la luz de estas verdades
celestiales, ningún autor inspirado recomienda el ascetismo como remedio para los males
de la humanidad, y —con todas las salvedades— el Predicador viene a reiterar lo que el
apóstol Pablo expresa claramente en (1 Ti 6:17): “Dios nos da todas las cosas en
abundancia para que las disfrutemos”.
d) La Ley de “siembra y siega”. El predicador no es ciego ante la ley universal que Pablo
formula en (Ga 6:7): “No os engañéis: Dios no puede ser burlado, pues todo lo que el
hombre sembrare, eso también segará”. Es un aspecto de su “teología” y de su
“antropología” que notaremos a continuación, pero viene a ser un elemento de
importancia fundamental de su apreciación de la vida humana aquí abajo. A veces parece
ser que los malos prosperan y que los piadosos son afligidos (compárese el problema del
libro de Job) pero, por fin “sé que les irá bien a los que a Dios temen ... y que no le irá
bien al impío” (Ec 8:10-13) (Ec 10:8-9). Las certeras observaciones de (Ec 11:1-6) vienen
a constituir el consuelo clásico que las Sagradas Escrituras otorgan al sembrador que no
ve de momento el resultado de su siembra, pero confía en el Señor de que se verá la
siega “después de muchos días”.

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La teología de Eclesiastés
Reiteramos que la observación de la vida humana, tratándose de un observador hebreo,
se lleva a cabo dentro del cuadro del conocimiento de Dios que había sido concedido
anteriormente, con referencia especial a los Libros de Moisés. El Predicador queda triste y
desilusionado frente al breve drama (o tragicomedia) de la vida del hombre sobre la tierra,
y no sabe lo que vendrá después, aparte de su aprecio de que todo parece repetirse
constantemente en ciclos de fenómenos naturales y de acontecimientos históricos. Pero
es hombre temeroso de Dios, y si él no sabe el porqué de las cosas, lo remite a Dios en
cuyas manos se halla todo. Parecerá, quizá, que el hombre se asemeja a la pobre bestia
de carga que da vueltas a la noria, pero Dios ordena el proceso total, de modo que el
aburrimiento de la noria llega a ser el medio de sacar las aguas de profundos pozos que
riegan la tierra, haciendo que produzca su fruto apropiado. No tuvo la felicidad de vivir en
la época posterior al momento en que “el Verbo llegó a ser carne, y habitó entre nosotros
y vimos su gloria” (Jn 1:14), pero Dios, a través de la historia de Israel, custodio de la
Palabra, había dado ya muchas manifestaciones tanto de su gracia como de sus juicios.
Hallamos, pues, una teología en Eclesiastés, que forma parte de la doctrina total de las
Sagradas Escrituras. Sólo notaremos aquí unos elementos típicos de esta doctrina, como
orientación preliminar, dejando el detalle para las notas expositivas.
El Dios Creador. Dios no sólo creó al hombre, sino que le dotó de “rectitud” en sus
orígenes (Ec 7:29). “Recto” significa más que “inocente”, implicando que el hombre, tal y
como Dios le creó, poseía una justicia original y un criterio que le capacitaba para
distinguir entre el bien y el mal. Las “perversiones” (quizá “estratagemas”, o “ardides”) son
posteriores a la Caída, y la obra de Dios, frente al hombre que no quiso ser fiel a la
intención de su Creador; se determina por el deterioro de la obra primitiva del Creador.
Muy importante es la declaración de (Ec 3:11): “Dios ha puesto eternidad en el corazón de
ellos”, que echa importante luz sobre la naturaleza espiritual del hombre, quien no está
limitado a las condiciones naturales de su constitución física. Este hecho explica las
tensiones, pues un ser con “eternidad” en el corazón no puede quedar satisfecho con el
mero disfrute de lo natural. Es preciso que sienta el peso del “yugo de vanidad” con el fin
de que busque aquello que satisfaga su naturaleza interna, que es espiritual, y
relacionada con la eternidad. El mismo versículo nos enseña que Dios “todo lo hizo
hermoso en su tiempo”, de modo que las taras que afean la vida natural no tienen que ver
con la obra original que “era buena en gran manera” (Gn 1:31), y ha de atribuirse a la
intrusión satánica, a la que cedió el hombre.
El Dios de la providencia. Dios desarrolla una obra “desde el principio hasta el fin” (Ec
3:11) —lo que indica un plan divino—, bien que es difícil que el hombre lo comprenda,
dadas las tensiones producidas por el pecado. El predicador contempla esta obra como
“perpetua”, pensando en la continuidad de los procesos naturales e históricos en
contraste con el breve paso del hombre por esta escena. Si hay desgaste aparente, “Dios
restaura lo que pasó” (Ec 3:14-15). Nosotros tendemos a interpretar tales frases a la luz
de la obra de reconciliación en Cristo, pero eso no fue revelado al Predicador. Veremos
más de lo que Dios hace frente al hombre en las circunstancias que se estudian en el
párrafo siguiente.
Dios como Juez. “Al justo y al impío juzgará Dios”, pues habrá tiempo para el juicio como
también lo hay para las alternativas imprevisibles del suceder del hombre en la tierra (Ec
3:16-19). La “vanidad”, que reduce a nada los deseos del hombre, no le excusa delante
de Dios, ya que es un ser moral, no sólo responsable ante su Creador, sino también
enlazado con sus semejantes según la santa ley de Dios, lo que implica el cumplimiento
de determinados deberes sociales. Injusticias hay en la tierra, pese a las necesarias

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jerarquías que ordenan la sociedad, pero “no te maravilles de ello: porque sobre el alto
vigila otro más alto, y Uno más alto está sobre ellos” (Ec 5:8). Hasta el joven es un ser
responsable, pues si bien le es lícito alegrarse en las animosas fuerzas de su juventud, ha
de saber “que sobre todas estas cosas te juzgará Dios” (Ec 11:9).
Las palabras finales del libro recalcan lo mismo: “Porque Dios traerá toda obra a juicio,
juntamente con toda cosa encubierta, sea buena o mala” (Ec 12:14). Ya hemos visto que
el autor aconseja el disfrute del bien posible de esta vida, en vista de su brevedad y las
desilusiones que nos trae, pero esta muy lejos de unirse con los cínicos que adoptan la
norma de “comamos y bebamos, porque mañana moriremos”. Muy al contrario, todos sus
pensamientos, palabras y hechos se producen en la presencia del Juez divino, a quien
tendrá que rendir cuentas.
La causa de las tensiones. No es posible separar la teología y la antropología de
Eclesiastés, ya que el hombre es criatura de Dios, viviendo en la esfera que Dios ordena
por su providencia, y moralmente responsable ante Dios como Juez. La sección anterior
nos recordó que Dios “hizo al hombre recto, pero ellos buscaron muchas perversiones”
(Ec 7:29). Además le creó como ser espiritual, poniendo “eternidad” en su corazón, pese
a su relación con el orden natural. Si el hombre intenta dominar su ambiente natural,
satisfaciendo a la vez sus deseos del orden que sea, tropieza con la imposibilidad de
lograr el éxito, ya que su naturaleza espiritual no puede alimentarse de la hojarasca de lo
material, y lo meramente natural. No sólo eso, sino que, según la lección fundamental de
este libro, Dios ya ha ordenado la vida del hombre caído de tal forma que sus éxitos se
limitan, se estropean y muchas veces se convierten en puro desastre.
El estado pecaminoso de todos los hombres. Además de denunciar la opresión que los
poderosos ejercen sobre los débiles (Ec 4:16) (Ec 5:8), el Predicador reconoce el estado
pecaminoso de toda la raza, afirmando: “Ciertamente no hay hombre justo en la tierra,
que haga el bien y nunca peque” (Ec 7:20). Reconoce así la arenilla que se ha introducido
en la “maquinaria” de este mundo, causando el desajuste que llevó al sabio a veces a
odiar la vida, tal como se desarrollaba en la sociedad que conocía. De nuevo hemos de
recordar que el diagnóstico pesimista del Predicador no es el fin del asunto, sino que abre
perspectiva para la revelación del remedio divino.
El hombre sabio y necio. Como en todos los libros sapienciales, el sabio se contrasta con
el necio. El sabio tiene los ojos abiertos y no se deja engañar por las falsas apariencias de
la vida, de modo que “la sabiduría fortalece al sabio más que diez poderosos que haya en
una ciudad”: un principio que se ilustra por la preciosa parábola del sabio pobre que salvó
su ciudad del enemigo poderoso (Ec 7:19) (Ec 9:13-18). Nadie se acordó del sabio pobre,
a quien los ciudadanos debían tanto, pero, con todo, la sabiduría es infinitamente superior
a la necedad e “ilumina el rostro del hombre”. El necio no es necesariamente un
ignorante, sino más bien un hombre que no sabe —o no quiere— ordenar sus asuntos en
el temor de Dios. Por lo tanto, sus asuntos se tuercen, y llega a ser idéntico con el
pecador “que destruye mucho bien” (Ec 9:18).
Los “tiempos” del hombre. El hombre pecador no deja de hallarse en un mundo que es
gobernado por la providencia de Dios, pese al mal que Satanás ha introducido. La vida
humana no es un puro caos, y “todo tiene su tiempo”. He aquí un “texto” que el Predicador
desarrolla elocuentemente en (Ec 3:1-8), y el sabio es el que conoce el tiempo, o sea, la
tarea que corresponde a cada momento. Dentro de los términos de este tema cabe la
explicación de una paradoja aparente: el sabio exhorta repetidamente al hombre que
saque el bien posible de la vida, en vista de su incapacidad de enderezar lo torcido; sin
embargo, escribe en otro lugar: “Mejor es el dolor que la risa; porque con la tristeza del
rostro se enmendará el corazón” (Ec 7:3). Todo pertenece a las condiciones de la vida

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que Dios ha ordenado, de modo que el sabio ha de obrar conforme a lo que requiere “el
tiempo”: “En el día del bien, goza del bien; y en el día de la adversidad considera. Dios
hizo tanto lo uno como lo otro”... (Ec 7:14). Esta sabiduría es aplicable bajo el Nuevo
Pacto, bien que los énfasis han de ser diferentes en el siglo del Espíritu Santo.
El hecho de la muerte. Las frecuentes referencias a la muerte han de entenderse como el
fin obligado e inevitable de la existencia del hombre en la tierra, sin que se asomen los
temas de la muerte espiritual o de la vida eterna que esperan el Nuevo Pacto.
Desilusiones y fracasos habrá tenido el hombre antes, ya que Dios ha ordenado que los
asuntos humanos “se tuerzan” bajo un régimen de pecado y de rebeldía, pero aún si ha
sido sabio, o si el acontecer de la vida le haya sido relativamente favorable, por fin ha de
rendir armas ante el avance de la muerte. He aquí la explicación de (Ec 3:18-22). En otro
lugar el Predicador insiste en que “el polvo vuelve a la tierra, como era, y el espíritu vuelve
a Dios que lo dio” (Ec 12:7), pero en el referido pasaje del capítulo 3 contempla el fin de la
existencia humana en la tierra, notando que la bestia termina igual, y que no hay
evidencia visible o palpable de una diferencia esencial entre el fin de ambos en la tierra.
Ante esta “hora de la verdad” todos los hombres son iguales porque “no hay hombre que
tenga potestad sobre el espíritu para retener el espíritu, ni potestad sobre el día de la
muerte; no valen armas en tal guerra, ni la impiedad librará al que la posee” (Ec 8:8).
La necesidad de la revelación. El Predicador no afirmó que Dios no haría brotar luz sobre
los problemas que él presentaba, sino que insistía en que el hombre, hasta donde llegaba
la iluminación de la época suya, andaba a ciegas en cuanto al significado final de la vida,
no bastando la sabiduría para penetrar el tupido velo que cubre el porvenir: “El hombre no
sabe lo que ha de ser; y el cuándo haya de ser: ¿quién se lo enseñará?” ... “He visto
todas las obras de Dios, que el hombre no puede alcanzar la obra que debajo del sol se
hace; por mucho que trabaje el hombre buscándola, no la hallará; aunque diga el sabio
que la conoce, no por eso podrá alcanzarla” (Ec 8:7,17).
Implícitamente —seguramente guiado por las Sagradas Escrituras ya redactadas— el
Predicador reconoce la continuidad de la personalidad del hombre. La “eternidad” que
lleva en el corazón corresponde al espíritu que volverá al Creador, lo que supone
relaciones esenciales con Dios después de la muerte física que pone fin a la vida tal como
la conoce. El hecho de que Dios traerá a juicio toda obra, trasciende por mucho el marco
de su obra providencial en la tierra —que se revela en la ley de la siembra y la siega— y
hemos de postular un momento más allá de la muerte cuando el hombre, como persona
moralmente responsable, ha de rendir cuentas a Dios. El todo del hombre —en vista de
las consideraciones del discurso— se define como sigue: “Teme a Dios y guarda sus
mandamientos” (Ec 12:13), que parece algo muy escueto y legalista como la conclusión
del discurso.
Ahora bien, si profundizamos un poco más en lo que es “temer a Dios”, comprenderemos
que supone nada menos que llevar adelante esta vida tan difícil y enigmática en la
presencia de nuestro Creador y Juez, lo que encierra implícitamente los principios del
arrepentimiento y la fe. La luz del Nuevo Testamento nos hace comprender que la Ley
revela el pecado, ya que el pecador es incapaz de cumplirla. El Predicador ha notado lo
mismo, de modo que el “guardar los mandamientos” en este contexto quiere decir la
sumisión de la voluntad del hombre al Señor a la luz de la revelación que ya ha dado de sí
mismo. Esta consideración ha de tenerse presente en la lectura de todo el Antiguo
Testamento. Ya hemos visto que la lección primordial de Eclesiastés es la de la vanidad
de la vida en un mundo de pecado debajo del sol, lo que nos lleva a buscar lo celestial.
Con todo, “la solución interina” no está reñida con la verdad de la totalidad de la
revelación de Dios. Más aún, como creyentes en esta dispensación de luz, nos conviene
examinar los mismos hechos que analizó el sabio, y si bien la solución “en Cristo” será

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más amplia y esperanzadora, somos llamados a admitir la vanidad de lo humano mientras


esperamos al Salvador del Cielo y la manifestación de los hijos de Dios, que librará a los
salvos del penoso “yugo de vanidad”, cuyo peso se aquilata tan exactamente en
Eclesiastés (Fil 3:20-21) (Ro 8:19-25).

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El campo del mundo “debajo del sol” (Ec 1:1-6:12)
Consideraciones preliminares
Estas notas distan mucho de ser exhaustivas, ya que tienen por única finalidad subrayar
los grandes principios que se han tratado ya en la sección introductoria del libro, además
de aclarar el sentido de alguna frase que el lector podría hallar difícil, sea a causa de la
traducción, sea por no recordar el enfoque del libro. Los enigmas surgen de la doble
vertiente de la vida del hombre natural, puesto que no deja de ser hombre —el ser que
Dios hizo a su imagen y semejanza para tener dominio sobre las obras naturales de los
órdenes inferiores de la creación— y a la vez se ha dejado vencer por el asalto del diablo.
Por dentro lleva lo que Pablo ha de llamar la “carne” —en su sentido peyorativo— y se
halla colocado en el “mundo” que —también en sentido peyorativo— es el sistema
satánico por el que los asuntos humanos se rigen desde la Caída, predominando el
egoísmo, las rivalidades y la tiranía de los más fuertes. Todo ello produce condiciones
muy complejas. Con todo Dios no ha abdicado su Trono, bien que, hasta que disponga
otra cosa, su soberanía se manifiesta por el control providencial de los asuntos de este
mundo, muchos de los cuales, aun siendo malos en sí, no dejan de contribuir a la
consecución del plan total de Dios. El conocimiento de la “obra de Dios” espera una
revelación más completa, pero eso no anula el valor de la investigación que emprende el
Predicador.

La “vanidad” revelada en el ciclo inacabable de los


acontecimientos (Ec 1:1-11)
El autor (Ec 1:1). Véanse las notas sobre el autor en el capítulo anterior.
El texto (Ec 1:2-3). “Vanidad” equivale a algo que se ha vaciado de todo sentido real, y
corresponde bastante a nuestro término “frustración”. El versículo 3 presenta el “texto” del
discurso, pues, aparentemente, el hombre se afana en la tierra con el fin de realizar sus
cometidos, sin hallar provecho personal como resultado de su esfuerzo.
Lo clave del discurso. Los afanes se producen “debajo del sol”, o sea, en el orden natural
de la vida humana que se desarrolla dentro de las complejas condiciones que hemos
señalado arriba.
Los ciclos que se anulan a sí mismos (Ec 1:4-11).
a) El primer ciclo es el de las generaciones, que se suceden sobre la tierra; desde este
punto de vista el orden natural “siempre permanece” en contraste con los hombres que
pasan. Si tenemos en cuenta el enfoque del libro no veremos contradicción alguna con las
profecías sobre la Nueva Creación (2 P 3:7-13) (Ap 21).
b) El segundo ciclo es el de la naturaleza, ya que el sol (aparentemente) cumple
continuamente su carrera diaria; los vientos cambian de un punto cardinal a otro y los ríos
llevan el agua al mar que vuelve allí por el proceso de evaporación y condensación (Ec
1:4-7).
c) El tercer ciclo es el de las experiencias humanas. El sabio las mira y las estudia,
hallando siempre análogas circunstancias, y sacando la conclusión de que lo que ha
habido siempre volverá a producirse, sin novedad en nada esencial, con el olvido del

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presente, que, como hombre dotado de su personalidad propia, es lo que verdaderamente


le interesa (Ec 1:8-11).

El Predicador explica su propósito (Ec 1:12-18)


La persona del autor (Ec 1:12,16). La persona del autor, con su autoridad y abundancia
de recursos, prestaba un valor muy especial a la investigación que emprendió, ya que se
gozaba de condiciones ideales para sacar el bien posible de la vida y hallar su significado,
si es que fuese posible hacerlo “debajo del sol”. Además, él mismo era hombre sabio,
capaz de discernir entre las apariencias de la vida y su valor real.
Su cometido (Ec 1:13,14,17). Puso su corazón “a inquirir y a buscar con sabiduría sobre
todo lo que se hace debajo del cielo... y dediqué mi corazón a conocer la sabiduría y
también las locuras y los desvaríos”. Recordemos que tanto en el Antiguo como en el
Nuevo Testamento el simbolismo del “corazón” abarca mucho más que los afectos, siendo
a menudo centro de la inteligencia y sede de los deseos y la voluntad, llegando a ser el
meollo y “motor” de la personalidad humana. El Predicador se dedicó no tanto a un
proceso de fría investigación científica, sino a una labor que le interesaba personalmente,
y que exigía que empeñara en ella todas las facultades de su ser.
Las primeras conclusiones (Ec 1:14,15,18). El Predicador empezó su discurso lanzando
el veredicto final: “Vanidad de vanidades, todo es vanidad”, pero es preciso ahora “ir por
partes”, ilustrando por lo menudo lo que ya había discernido en su totalidad.
a) Lo torcido no se puede enderezar (Ec 1:15). A la luz de toda la Biblia sabemos que las
hermosas posibilidades de la vida del hombre se han viciado a causa del pecado, que es
oposición a la voluntad de Dios. He aquí un aspecto de la “ley de frustración”, el hombre
es incapaz de rectificar por sí mismo esta torsión, que afecta todo lo relacionado con la
vida del hombre pecador. De igual forma es incapaz de completar lo que falta para lograr
la felicidad.
b) La sabiduría humana no trae la solución, bien que, más adelante, el Predicador alabará
la prudencia. El versículo 18 nos enseña que si el sabio tiene los ojos bien abiertos a la
luz de la razón y del discernimiento, su espíritu se turba más por lo que ve y entiende,
acumulando para sí aflicciones que se ahorra el ignorante que prosigue su tenebroso
camino falto de percepción. Lo mejor del panorama “debajo del sol” es la sabiduría, pero,
con ser muy útil, no puede conseguir el “provecho” personal en el sentido de conseguir
para uno mismo la felicidad y la satisfacción íntima.

El Predicador experimenta con los bienes de esta vida (Ec


2:1-26)
¿Satisfará el placer? (Ec 2:1-11). El Predicador repasa sus experiencias, ya que ha
probado los resultados que pueden dar el placer, las obras y las riquezas. Hallamos estos
tres hilos entrelazados aquí, pero, al propósito de nuestro análisis, empezaremos con el
tema del placer entendido como todo aquello que puede agradar los sentidos del hombre,
satisfaciendo también su capacidad estética y también su instinto sexual. Ya hemos visto
que Salomón se hallaba en una posición ideal para poder dedicarse a placeres de esta
índole, y puede decir de esta “prueba”: “No negué a mis ojos ninguna cosa que desearan,
ni aparté mi corazón de placer alguno” (Ec 2:10). Al mismo tiempo mantenía su sabiduría,
de tal forma que no se hacía esclavo de los vicios, como habría hecho un necio en su
lugar. Probaba la pasajera alegría del vino (Ec 2:3), se gozaba de la música (Ec 2:8) y

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multiplicaba sus concubinas (Ec 2:8). Podemos pensar que lo mencionado no son sino
muestras de todo cuanto podía incluirse en el placer, tratándose de la vida del hombre
“debajo del sol”. La conclusión del observador, que examina con sabiduría su propia
experiencia, es que la risa enloquece y que para nada sirve el placer (Ec 2:2), siendo todo
ello “vanidad y aflicción de espíritu” (literalmente: “procurar captar el viento”) (Ec 2:17).
¿Satisfarán las grandes empresas? (Ec 2:1-11). Una manifestación de la imagen de Dios
en el hombre es su deseo de “hacer algo”, pasando desde simples arreglos de casa o de
taller a impresionantes obras de arte, de arquitectura, de urbanización, de mejoras en el
campo, de experimentos en los laboratorios, etcétera. El placer que produce la obra, al
formularse el primer pensamiento, al desarrollar el plan, al vencer las dificultades y ver la
realización final, es algo legítimo y noble, siendo propio del hombre como criatura de Dios.
El Predicador consideraba sus vastas posesiones y planeaba mejoras, edificando casas,
plantando viñas, preparando huertos y jardines para provecho y placer. Había gozo en el
trabajo (Ec 2:10), pero aún esto —tan legítimo y bueno en sí— se estropeó y se convirtió
en “vanidad” por varias consideraciones: a): El sabio y sus obras serán olvidados igual
que el necio y sus locuras (Ec 2:15-16). b): El sabio, el que ha realizado grandes obras
para el desarrollo de los recursos naturales de la tierra y el bien de aquella generación,
morirá al fin, y dejaría todo lo hecho a un heredero que quizá sería un necio: algo que se
cumplió literalmente en el caso de Salomón (Ec 2:16,18). Siendo sabio, el Predicador no
podía dar de lado el tema fatídico de la muerte física: el hecho ineludible que sella la
“vanidad” de la vida “debajo del sol”.
¿Satisfará lo sabiduría? (Ec 2:12-17). Ya hemos notado que el autor no separa sus
pensamientos en apartados homogéneos, hallándose distintos hilos en todas las
secciones, con la repetición de conceptos. Subrayó con anterioridad (Ec 1:18) que hay
molestia en la mucha sabiduría, pues la valoración exacta de las cargas de la vida
aumenta la preocupación del alma sensible. Siguiendo el mismo pensamiento, pero sobre
un nivel más elevado, el Maestro, Sabiduría de Dios, había de decir: “Bienaventurados los
que lloran”. Hallamos el mismo tema en los versículos que tenemos delante. “La sabiduría
sobrepasa la necedad como la luz a las tinieblas: el sabio tiene sus ojos en su cabeza,
mas el necio anda en tinieblas” (Ec 2:13-14). Con todo, esta misma sabiduría revela la
vanidad de todos los esfuerzos humanos, y da al traste con todos los intentos de vencer la
frustración y el fracaso de la vida del hombre “debajo del sol”. El sabio llegó al punto de
odiar la vida, que prometía tanto y rendía tan poco cuando se trataba de satisfacer al
hombre que tiene “eternidad” en su corazón (Ec 2:17-23). Es aquí donde tenemos que
recordar que se trata de los resultados de las investigaciones del sabio —perfectamente
logradas dentro del marco del cometido suyo— y que este fracaso subraya la necesidad
de otra clase de vida: la que ha de manifestarse después de que Cristo, en la Cruz,
venciera el pecado y su secuela de males.
Las conclusiones del sabio (Ec 2:11-24). El sabio hace constar los resultados de las
pruebas que ha realizado en las esferas del placer, de los grandes proyectos y de la
sabiduría, permitiéndole su discernimiento que sopesara todos los datos conocidos
entonces. 1) Llega a un estado de desesperación en lo que se refiere a la posibilidad de
hallar satisfacción duradera en la esfera natural de la vida del hombre sobre la tierra, tal
como pudo conocerla. A esta conclusión pesimista hemos hecho referencia en el apartado
anterior, pues llega a odiar la vida y los trabajos que no pueden producir frutos
permanentes. 2) Al mismo tiempo, el sabio tiene pleno conocimiento de que Dios ordena
las cosas, bien que no le fue concedido a él comprender el plan porque el Creador había
sujetado al hombre al yugo de vanidad. Lo que hay de bueno viene de la mano de Dios,
quien se agrada en algunos —en los humildes— y no se agrada en el pecador que
acumula los bienes por motivos puramente egoístas. Está implícita aquí la doctrina de la

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providencia de Dios (en la que ya hemos meditado) y el sabio concluye: “No hay cosa
mejor para el hombre sino que coma y beba y que su alma se alegre en su trabajo”.
También ha visto que no se trata de “comamos y bebamos porque mañana moriremos”,
sino de aceptar la providencia de Dios, pese a la amargura de las experiencias penosas,
sabiendo que Dios juzgará tanto al joven como al viejo en cuanto al uso que hace de los
recursos de la vida (Ec 11:9-10).

Los tiempos y las sazones (Ec 3:1-9)


Un orden providencial. Ya hemos meditado en la confusión que resulta del hecho de
hallarse estrechamente entrelazados dos factores fundamentales en la vida del hombre
debajo del sol: su verdadera humanidad, hecha a imagen y semejanza de Dios, y las
influencias e impulsos satánicos que obran en su vida como resultado de la Caída. Sin
embargo, la vida del hombre no es mera confusión, ya que Dios ha ordenado que se
desarrolle dentro del marco del tiempo, y dentro del suceder de los años, meses,
semanas, días y horas se hallan las “sazones”, que pueden ser aprovechadas en el temor
de Dios, o empleadas para el mal.
La variedad de las sazones. Es de suponer que si el hombre se hubiese mantenido dentro
de la órbita de la voluntad de Dios, el tiempo le habría proporcionado oportunidades para
el desarrollo sano y equilibrado de su ser, con el adelanto progresivo de sus propósitos,
ajustados éstos al plan de Dios: Pero su distanciamiento de Dios determina que el tiempo
produzca el desgaste, de tal modo que —en sentido muy real— empieza a morir desde su
nacimiento. Entre el principio y el fin de su vida se halla una sucesión de acontecimientos,
que se desarrollan dentro del marco de su vida como hombre caído: Aquí el sabio redacta
una lista poética de las sazones de la vida humana, contrastando sucederes opuestos,
que a veces parecen contradictorios. El sabio es el hombre que logra ajustar sus
actividades a lo que exige “la hora” que pasa. La elocuente lista, que señala los rasgos
principales de la vida del hombre, puede ser considerada bajo los siguientes puntos de
vista:
a) Son las fluctuaciones necesarias de la vida del hombre “debajo del sol”, debido a su
condición especial.
b) Señalan el desgaste de toda obra humana, que motiva el renovado lamento del
versículo 9: “¿Qué provecho tiene el que trabaja de aquello en que se afana?”.
c) Ilustran la obra de la providencia de Dios que provee al sabio las oportunidades
precisas, ya que él conoce el tiempo.

Obras divinas y condiciones humanas (Ec 3:10-15)


Los obras de Dios. Al meditar en esta porción debiéramos recordar “la teología” del libro
de Eclesiastés (ver la Introducción). Es evidente que el sabio se preocupa mucho por la
obra de Dios, pese a los factores negativos introducidos por la Caída, y notamos las
siguientes.
a) Dios hizo todo hermoso en su tiempo (Ec 3:11), que parece ser un eco de (Gn 1:31): “Y
vio Dios todo lo que había hecho, y he aquí era bueno en gran manera”. La hermosura del
Creador se refleja en su obra, y el hombre hecho a su imagen ha recibido el don estético
a fin de que pueda disfrutar de la obra de Dios.
b) Dios ha puesto la eternidad en el corazón del hombre (Ec 3:11). El hombre es un ser
espiritual, y no sólo material. Esto aumenta mucho su dignidad, pero, como hemos visto

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anteriormente, acrecienta también su desasosiego y su sentido de frustración, ya que no


puede hallar satisfacción en lo material.
c) Dios lleva a cabo una obra “desde el principio hasta el fin”, pero ni el sabio puede
comprender el plan, ya que, por el momento, no se ve más que confusión (Ec 3:11).
d) Las obras de Dios son de tal calidad que los hombres no pueden añadir nada a ellas, ni
disminuirlas. El sabio piensa en la estabilidad de las obras de la creación comparada con
el breve paso del hombre sobre este suelo cuando dice “todo lo que Dios hace será
perpetuo” (Ec 3:14). A la luz de toda la Biblia podemos pensar en el plan total de Dios,
pues si bien los cielos y la tierra pasarán, todo desembocará al nuevo “cosmos” de los
siglos de los siglos. El breve paso del hombre por este mundo, y su apreciación de las
obras perpetuas de Dios, debieran despertar en su corazón el temor de Dios (Ec 3:14).
e) “Dios busca lo que ha sido dispersado” es la traducción literal de la última cláusula del
versículo 15, y esta declaración introduce una nota de optimismo que no es común en
este libro, y que nos recuerda, el sentido íntimo de la misión del Salvador: “El Hijo del
Hombre vino a buscar y salvar lo que se había perdido” (Lc 19:10).
f) Dios ha dado a los hombres asuntos en los cuales debieran ocuparse, según el
versículo 10. Nos recuerda el hecho de que Adán, antes de la caída, había de labrar y
guardar el Huerto de Edén (Gn 2:15), pues que es parte esencial de su naturaleza (como
creado a imagen de Dios) que perciba trabajos útiles, hallando el gusto en realizarlos.
Naturalmente, el egoísmo del hombre caído le lleva a esforzarse por llevar a cabo trabajos
materiales, pero queda la hermosa posibilidad de obrar dentro de la voluntad de Dios,
bien que el sabio no tenía ideas claras sobre lo que sería la consumación.
El disfrute de los dones de Dios (Ec 3:12-13). Separamos del análisis anterior el “don de
Dios” que el sabio describe en los versículos 12 y 13, ya que plasma una de las
conclusiones que resultan de sus investigaciones. Dios ha dado muchas cosas
agradables al hombre, pese a la confusión y la “vanidad”, y es preciso disfrutar de ellas en
el temor de Dios. Como notamos en la Introducción, no se trata del hedonismo, o sea, el
placer por el placer, sino del “sentido común” de hacer uso de los dones de Dios, y
sabiendo que habrá lágrimas además de regocijos. No se expresa aquí toda la verdad de
Dios sobre este tema, pero es parte de ella, y un importante antídoto a un ascetismo
espúreo. El sabio vuelve a subrayar la misma conclusión en (Ec 3:22).

Los juicios de Dios y las malas obras de los hombres (Ec


3:16-22)
El tiempo del hombre y la hora de Dios (Ec 3:16-18). El sabio no ha dejado del todo el
tema de “los tiempos y de las sazones”, y aquí echa su mirada sobre autoridades que
abusan a menudo de su poder, ejerciéndolo, no para mantener la justicia, sino para
cometer toda suerte de iniquidades. Es su “tiempo”, y lo emplean mal. Pero, además, Dios
tiene su “tiempo” cuando juzgará tanto al justo como al impío (Ec 3:17). Y aún ahora
todos están sometidos a la prueba, con el fin de que se vea la nulidad del hombre, si no
relaciona sus obras con el plan de Dios por medio del temor de Jehová (Ec 3:18).
La suerte de los hijos de los hombres (Ec 3:19-22). Estos versículos se consideran como
muy difíciles desde el punto de vista de su inspiración como Palabra de Dios contenida en
un libro canónico. Repetimos los conceptos que subrayamos en la Introducción, pues
creemos que la solución se halla en el enfoque de todo el libro. El sabio no es “inspirado”
para iluminarnos sobre la suerte eterna del hombre, sino ha de limitarse a su propio
cometido: el de examinar todo lo que hay “debajo del sol”, sacando sus conclusiones

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sobre el hombre natural, bien que su argumento va entreverado con otros que surgen del
“temor de Dios”. Si miramos los seres vivientes de la creación natural, vemos que nacen,
crecen, llegan (normalmente) a su pleno desarrollo, se desgastan y mueren, siendo
preciso enterrar los restos mortales tanto en el caso del hombre como en el de la bestia.
El ojo humano no ve más. Esta trágica conclusión subraya la vanidad de la vida del
hombre, que se equivoca grandemente si cree que puede satisfacer su ser por medio de
la hojarasca de este mundo. Este peculiar punto de vista, ha de ser complementado por
medio de otras verdades, aun en el libro de Eclesiastés, y mucho más al pasar a la
revelación del Nuevo Pacto.

Las fluctuaciones de las fortunas del hombre (Ec 4:1-16)


Las lágrimas de los oprimidos (Ec 4:1-3). El sabio vuelve al tema de (Ec 3:16-17),
notando que el duro corazón de poderosos opresores es insensible al llanto de aquellos
que sufren los efectos de los malos tratos que reciben “y para ellos no hay consolador”. La
trágica historia de los hombres ha sido escrita con sangre, y sus anales secretos
empapados de lágrimas. Los “humanistas” de hoy necesitan volver a estudiar la historia,
que señala una y mil veces que el hombre egoísta se queja de la opresión que sufre él
mismo, pero si llega a ser poderoso, se vuelve tan tirano como los opresores anteriores.
Como Job, el sabio pregunta —frente a tanto dolor— si no es preferible la muerte que la
vida, o, aún más, no haber nacido con el fin de salvarse de la experiencia de tanto mal
(Ec 4:2-3) (Ec 9:4-6).

Observaciones prácticas (Ec 4:4-12)


El estilo del pasaje. Este pasaje ilustra la dificultad de analizar este libro, ya que el sabio
sigue notando los resultados de su observación, y a la vez, mezcla con ella máximas que
parecen ser proverbios conocidos. Salen varios temas en el estrecho marco de esta
porción.
La envidia (Ec 4:4). El versículo 4 puede traducirse, como en R.V. (1960) “toda excelencia
de obras despierta la envidia del hombre”; o, alternativamente: “toda excelencia en el
trabajo viene de la envidia del hombre frente a su prójimo”. O sea, el hombre no busca el
trabajo por el bien que encierra, sino porque ve a su prójimo prosperar, y no quiere ser
menos. Por desgracia, las dos traducciones encierran trágicas verdades, siendo la envidia
un veneno que brota constantemente del egoísmo.
La pereza y la tranquilidad (Ec 4:5-6). En el estilo de los Proverbios, el sabio denuncia al
perezoso que se destruye a sí mismo. Al mismo tiempo ve la bendición de un espíritu
tranquilo que evita la “aflicción de espíritu”, frase que se traduce literalmente por “procurar
captar el viento”. ¡Bendito “puñado de paz” en un mundo de loca agitación y ajetreo!
El rico sin heredero (Ec 4:7-8). El sabio fijó su penetrante vista en los hombres que
trabajan constantemente, sin reposo ni placer, por el afán de acumular tesoros, sin hacer
un alto para pensar: “¿A quién dejo todo eso?”. Es un tema que volverá a surgir, e ilustra
la “vanidad” de las costumbres humanas y nos recuerda la parábola del Señor sobre el
“rico insensato” (Lc 12:13-21).
El valor del compañerismo (Ec 4:9-12). En contraste con el “rico insensato”, que trabaja
duramente sin tener siquiera un heredero que disfrute de sus riquezas, se hallan dos
amigos (o un matrimonio bien avenido) que se apoyan mutuamente, doblando así su gozo
y cortando los pesares por la mitad. La última cláusula del versículo 12 (“cordón de tres
dobleces no se rompe pronto”) se aplica generalmente a la fuerza de un testimonio

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ratificado por boca de tres testigos (Dt 17:6), pero aquí el sabio subraya la fuerza
inherente de un grupo de tres personas, en el que cada uno apoya a los otros dos,
brotando de su compañerismo el ánimo y la eficacia que pueden confrontar circunstancias
adversas, o la oposición de enemigos comunes. ¿Sabemos apreciar el valor de las
amistades y de los esfuerzos mancomunados?

Las fluctuaciones del poder político (Ec 4:13-16)


La popularidad es inestable (Ec 4:13-16). Se cree que el sabio tenía delante un caso
concreto que inspiró esta meditación sobre la inestabilidad del poder real y las
fluctuaciones en las fortunas de los héroes populares. Un rey ha llegado a la vejez, y es
evidente su falta de sabiduría, bien que en sus principios había sabido ordenar sus
asuntos de tal forma que, siendo pobre y encarcelado, había llegado al trono. Pero ahora
sale otro joven con el don de conmover las multitudes y que llega a ocupar el lugar del
anciano y necio. Las multitudes le siguen y le aclaman mientras él afirma su poder
despótico. Sin embargo, en este caso también los años pasan y se desgasta su
popularidad: “y los que vienen después tampoco estarán contentos de él”. Se trata del
esbozo de una pequeña parábola, que apenas llega a perfilarse, y que destaca la
“vanidad” de la popularidad y aún del poder real. Los héroes de hoy serán los aborrecidos
de la próxima generación, y así siguen los vaivenes de la marejada de la política.

La sabiduría en la esfera de la religión (Ec 5:1-7)


Sacrificios y votos (Ec 5:1-2,4-6). Tengamos en cuenta que el sabio se mueve dentro del
sistema legal y sacerdotal de la vida religiosa de Israel como pueblo de Dios. Los
sacrificios eran los ordenados en Levítico capítulos 1 a 6, y los votos eran promesas
hechas delante de Dios; fuesen las de entregar dinero al servicio del Señor, fuesen las
obligaciones del nazareo (Nm 6). Un sacrificio ofrecido precipitadamente, o por motivos
de ostentación, sin discernir la lección de la necesidad de la expiación, era “sacrificio de
necios”, que atraía los juicios de Dios sobre el oferente en lugar de su bendición.
“¡Cuidado! ¡Escucha y aprende!” —dice el sabio en efecto— “No multipliques palabras en
la casa de Dios. Dios está en el Cielo, y tú sobre la tierra, y el temor de Jehová consiste
en reconocer la gloria, la justicia y la potencia del Dios trascendental”. Un voto podía ser
motivado por un verdadero deseo de rendir a Dios lo que era suyo, o como expresión de
gratitud por un bien recibido. Muy bien. Si el motivo es bueno, y el voto se cumple, habrá
bendición. Pero si alguien, con espíritu ligero y ostentoso promete, y luego le pesa tener
que realizar el sacrificio implícito en su voto, alegando ante el “mensajero” (así “ángel”,
significando el ministro en el Templo) que se había equivocado, en lugar de bendición
habrá vergüenza y condenación. No es posible agradar a Dios a no ser que acudamos a
su presencia con espíritu contrito, humilde, pidiéndole la gracia suya que precisamos para
ser consecuentes en la adoración y el testimonio.
La vanidad de los sueños (Ec 5:3,7). Como sabemos por los casos de José y Daniel
(entre otros) Dios se revelaba a veces a sus siervos por medio de sueños, ya que
solamente una parte de su Palabra se hallaba escrita. Pero es un hecho bien conocido
que el espíritu carnal suele imitar los métodos divinos, movido por el orgullo (que en este
caso pretende recibir revelaciones especiales), o por el afán de lucro. Muchos falsos
profetas basaban sus “oráculos” en sueños que decían haber recibido, multiplicando
palabras para la confusión y desorientación del pueblo de Dios. El sabio tiene poca
simpatía con este falso misticismo, y aconseja, no el misterio de los sueños, sino la
sobriedad del temor de Dios (Ec 5:7).

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Autoridad, opresión y el amor a las riquezas (Ec 5:8-20)


Opresión y autoridad (Ec 5:8-9). El sabio reitera los males de la opresión en términos
parecidos a los de (Ec 4:1), etcétera, pero hay algo nuevo aquí ya que sitúa el tema
dentro del principio de la autoridad jerarquizada, tal como se conocía en una sociedad
oriental de su tiempo. Hay oficiales subordinados a otros, y se insinúa que pueden ser
responsables por muchos de los males; sin embargo, la jerarquía es necesaria. La última
cláusula del versículo 9 debe leerse: “Sin embargo, es una ventaja tener un rey en un país
agrícola”. Quizá estos versículos no hacen más que notar la necesidad de una autoridad
jerarquizada, pese a los males que existen, con el fin de evitar la anarquía, pero el “otro
más alto” nos recuerda el tema del gobierno providencial de Dios, quien vigila todo y, al fin
del camino, dará a cada uno conforme a sus obras.
La vanidad de las riquezas (Ec 5:10-20). Este tema se repite mucho puesto que el
hombre natural tiende a creer que todo se soluciona por medio de dinero, y el sabio ha de
corregir este error. El dinero no satisface (Ec 5:10) sino que los que desean enriquecerse
caen en “tentación y lazo” hundiéndose en “destrucción y perdición” (1 Ti 6:9). Al olor de
la abundancia acuden muchos codiciosos para consumirla, y el dueño no saca más
satisfacción que la de ver con sus ojos la riqueza que no puede disfrutar (Ec 5:11). ¡Más
vale el profundo sueño del trabajador! Las riquezas pueden perderse en un mal negocio
(mejor que “malas ocupaciones”) y el rico saldrá de este mundo tan desnudo de todo
como entró en él. ¿Qué hacer frente a la vanidad de las riquezas? ¿Abandonar todo y
llevar una vida asceta? Hemos visto anteriormente que eso no es la solución normal
bíblica —podría quizá, ser una vocación especial— sino el disfrute, decente y honesto de
los bienes que son “don de Dios”. Naturalmente, dentro del Nuevo Pacto, el Maestro y sus
apóstoles tendrán mucho más que decir sobre el principio de la “mayordomía”, por el cual
el creyente reconoce que no pasa de ser el administrador de los bienes materiales que
posee, que han de usarse para el engrandecimiento del Reino de Dios.

Aspectos del “yugo de vanidad” (Ec 6:1-12)


¿Qué valdrían dos mil años de vida? (Ec 6:1-6). Sólo por conveniencia hacemos una
división aquí, pues el sabio sigue desarrollando el tema de la vanidad de las riquezas. Sin
embargo, no sobra la reiteración, subrayada por expresiones contundentes, pues ya
hemos notado que el amor a las riquezas, y su excesiva valoración, es una de las grandes
equivocaciones de la humanidad. El hombre que acumulara riquezas durante dos mil
años, sin poder disfrutar de más de una pequeña porción de ellas, viendo sus bienes
consumidos por extraños, y preocupado por mil enojosos asuntos, se halla en peor caso
que una pequeña vida abortada que no ha conocido el mal y el dolor.
La vanidad de los deseos y de las palabras (Ec 6:7-12). El versículo 9 hace ver —en
traducción más literal— que lo que vemos con los ojos, disfrutando por un momento de su
hermosura, es mejor que los deseos que pasan rápidamente de un objeto codiciado a
otro. Lo normal en esta vida es comprender que el más fuerte vencerá al más débil (Ec
6:10). (Quisiéramos aceptar la hermosa traducción de RV 60 aquí, pero no parece
ajustarse al contexto). Los hombres son muy capaces de multiplicar palabras, pero
muchas veces éstas no son más que el esfuerzo por dar importancia al “yo”, sustituyendo
la acción eficaz (Ec 6:11). Por fin el sabio vuelve a su conocido tema, de que el hombre
“debajo del sol” ha de llevar a cabo su obra sin saber lo que habrá después de él, de
modo que nunca ve la consumación de sus proyectos. Este lamento corresponde aún a la
realidad de las obras humanas, pero el cristiano da gracias a Dios por la posibilidad de
traer su “oro, plata y piedras preciosas” con el fin de colocarlos sobre el único

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Fundamento, el cual es Cristo, dentro del plan de Dios para su Iglesia, cuya consumación
se verá en los siglos de los siglos.

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La mejor elección (Ec 7:1-9:18)
Entre tristes alternativas, hemos de escoger “lo mejor” (Ec
7:1-9)
Lo que es “mejor”. La palabra “mejor” se halla en los versículos 1, 2, 3, 5 y 8. No se trata
de “lo mejor” en sentido absoluto, sino de alternativas que se presentan en este mundo
“debajo del sol”, percibiendo el sabio que lo que más amarga la boca puede ser la
experiencia mejor para el hombre en la perspectiva general de su vida. La primera
cláusula del versículo 1 recalca la importancia de un buen “nombre” o “fama” entre los
hombres. Es importante que cada hijo de Dios evite actos que afecten su reputación, pues
de ello depende la eficacia de su testimonio. Al mismo tiempo, hemos de cuidar mucho de
no dañar la buena fama de otros, pues los chismes y las calumnias pueden hacerles más
daño que heridas físicas. Con todo, si hombres y mujeres en la sociedad no comprenden
lo que corresponde al testimonio cristiano, y nos denigran porque buscamos a todas las
almas en todas las circunstancias, entonces hemos de seguir a nuestro Maestro, a quien
tildaban de ser “amigo de publicanos y pecadores”.
Es mejor reconocer la realidad de la muerte (Ec 7:1-8). Los hombres del mundo se
sienten muy incómodos cuando surge el tema de la muerte. “De eso no se habla”, y si es
preciso “cumplir” con la familia del difunto en un entierro, se nota el alivio de la gente
cuando el acto termina y es posible ir a casa o al café. Y si se reconoce el hecho
inevitable de la muerte física, son “ellos” que mueren, sin que la persona en cuestión
reconozca que él está incluido entre “ellos”. El predicador dice que eso es una locura,
pues, por desagradable que sea, es mejor enfrentarse con el hecho ineludible. En “un
mundo de falacias”, el día de la muerte es mejor que el del nacimiento. Es mejor estar en
la casa de luto que no en la de banquetes, pues existe la posibilidad de que los vivientes
mediten en la brevedad de la vida. Traduciendo literalmente hallamos una paradoja
bastante atrevida en el versículo 3: “Mejor es el pesar que la risa, porque con la tristeza
del rostro se alegra el corazón”. No sólo se enmienda el corazón por comprender la
realidad de la vida y de la muerte, sino que el sabio podrá alegrarse por hallarse libre del
yugo de vanas esperanzas. ¡Cuánto más cuando tenemos la esperanza de estar con el
Señor al salir de los estrechos límites de esta vida, esperando la consumación de la
resurrección!
Es mejor la reprensión de los sabios que la risa loca (Ec 7:5-6). Pocas veces se habrá
dado con símil tan apto como el del versículo 6: “Porque la risa de necios es como el
estrépito de los espinos debajo de la olla”. En días de gas y de electricidad no tenemos
mucha experiencia de lumbres al aire libre, pero, con todo, en un día de excursión
habremos echado nuestra contribución de espinos secos (o cosas semejantes) debajo de
la olla o de la sartén, oyendo el “estrépito” que se produce al alcanzarlos las llamas: un
ruido seco, que se repite durante algunos momentos, antes de convertirse el pábulo en
ceniza. También hemos oído el eco de “risas” artificiales de grupos de jóvenes (u otros)
que, de taberna en taberna, quieren hacer ver que se están divirtiendo mucho, y
recordamos la figura del sabio: “el estrépito de los espinos debajo de la olla”. El versículo
8 sigue el tema de la superioridad del “fin” en comparación con el “principio”, mientras que
los versículos 7 y 8, en forma típicamente proverbial, advierten contra los males de la
opresión y del enojo.

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El valor de la moderación en todo (Ec 7:10-23)


Es inútil lamentar sobre los días pasados (Ec 7:10). He aquí un consejo muy útil y
necesario, ya que tantas personas, movidas por la nostalgia de su juventud, tienden a
despreciar lo presente al compararlo con lo pasado. De hecho, dice el sabio, los factores
esenciales de la vida humana debajo del sol son siempre los mismos. Nosotros
cambiamos a causa del paso de los años y vemos las cosas de otra manera, pero el
diagnóstico del sabio siempre será valedero. Es más sabio enfrentarnos con la vida tal
como se presenta ante nosotros, orientados por la luz de la revelación, que no
confundirnos por los espejismos de la nostalgia.
La relativa protección que proveen la sabiduría y el dinero (Ec 7:11-14). Tanto la sabiduría
como el dinero pueden proteger al hombre de algunos de los males de la vida, pero
ambos tienen sus limitaciones, y es mejor considerar la obra de Dios, pues si él, por la
“ley de vanidad”, hace que los asuntos de los hombres se tuerzan, ¿quién será capaz de
enderezar lo torcido? Con ello el sabio vuelve a su reiterado consejo de gozarse del bien y
de meditar en el día de la adversidad, ya que todo ello viene de la mano de Dios para el
logro de sus propósitos “debajo del sol”: algo escondido del ojo del hombre dentro de esta
perspectiva.
El valor de la moderación (Ec 7:15-18). Como tantos otros dichos del sabio, estos
versículos pueden interpretarse mal si no recordamos el enfoque del libro. A la luz del
Nuevo Testamento la entrega total a la voluntad de Dios es el “sumo bien” del creyente,
pero el sabio considera que hombres “debajo del sol”, si se exceden de su religiosidad o
en su sabiduría, pueden salir perdiendo en lugar de ganando. Aun en nuestra
dispensación el consejo conserva un valor bien que limitado, pues es un hecho que ha
habido siervos del Señor tan preocupados por su misión y ministerio que se han olvidado
de que son hombres, cuyas condiciones psicológicas son iguales a las de todos sus
semejantes, y que necesitan cambios de ocupación, relajamiento de nervios, algún
esparcimiento honesto que alivie la tensión, como todo ser humano. Si se tira de una
cuerda en un solo sentido por bastante tiempo llegará a romperse. Así hombres
verdaderamente piadosos han exagerado hasta la piedad, con resultados funestos para
su salud mental. Podemos dar gracias a Dios por el “sentido común” de las Escrituras.
Varios consejos que surgen de la búsqueda de la sabiduría (Ec 7:19-23). Los versículos
23 al 25 recalcan la dificultad de llegar a la verdadera sabiduría, pero, con todo, fortalece
grandemente al sabio (versículo 19). Dentro de esta sabiduría hemos de aprender que el
pecado afecta a todos los hombres, aun aquellos que buscan la justicia al colocarse en la
debida actitud de humildad y de fe delante de Dios (Ec 7:20). El versículo 21 nos da un
consejo muy bueno: de no hacer caso de todo lo que se dice. Ya andarán “chismes” por
allí, y quizá tu mismo criado (o “amigo”) estará propagándolos, pero si sigues tu camino
en rectitud y sabiduría podrás librarte del temor constante de hallar tu nombre en boca de
personas que se deleitan en lo negativo, sin querer comprender lo positivo de tu vida. A la
luz de otras Escrituras, podemos añadir que lo que importa es una buena conciencia
delante de Dios. Podemos volver al versículo 18 y subrayar algo muy importante: “Aquel
que a Dios teme saldrá bien en todo”.

El hombre como Dios le creó, y sus perversiones (Ec


7:24-29)
Un principio fundamental (Ec 7:29). Al tratar de la teología y de la antropología del hombre
en la Introducción, notamos la importancia de este texto, que insiste en la rectitud

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primigenia del hombre, tal como Dios le creó. No da información explícita sobre la Caída,
pero este desastre está implícito en el contraste: “rectitud”..., “perversiones”. El enigma
que el sabio es incapaz de descifrar no es parte de la creación original, sino algo torcido
en el hombre que le aleja de la norma primitiva y le enreda en las perversiones que
Satanás ha introducido en su ser.
El peligro de las mujeres malas (Ec 7:26-28). En el estilo de Proverbios capítulo 5,
Salomón advierte contra las mujeres malas, ya que la confusión y la depravación de las
relaciones sexuales había llegado a ser una de las “perversiones” más desastrosas del
hombre a quien Dios había creado “recto”. El peligro es grave ya que la fornicación es la
perversión del admirable instinto sexual que Dios ha implantado en el hombre y la mujer
para hacer posible el matrimonio y la procreación de hijos. Distingamos entre lo que es de
Dios, y lo que, bajo influencias satánicas, es el fruto venenoso de las perversiones de los
hombres pecadores. Frente al pesimismo del Predicador en cuanto a la mujer (Ec 7:28),
hemos de colocar las vidas de las renombradas heroínas del Antiguo Testamento —como
Débora, Ana, Abigail, etcétera— y el canto de alabanzas a la mujer fuerte de Proverbios
capítulo 31. ¿Dónde buscaba el sabio la mujer fiel?

El bien permanente en medio de la confusión aparente (Ec


8:1-17)
“Yo también sé que se les irá bien a los que a Dios temen” (Ec 8:12). Quisiéramos
interpretar este pasaje a la luz de la hermosa confesión de fe que sirve de epígrafe para
este párrafo. El Predicador dudaba de muchas cosas, pero el ancla de su esperanza se
agarraba a la Roca de los siglos. No se hallaba sujeto a la limitada filosofía de los amigos
de Job, pues percibía la aparente prosperidad de muchos pecadores, sabiendo que a la
larga, el temeroso de Dios había de ver el bien, y que las esperanzas de los malos habían
de desvanecer. Quizá esta idea de la necesidad de evitar falsas impresiones se halla en el
versículo 10, cuya construcción y traducción es difícil. Podemos entender que aún si los
inicuos llegaran a conseguir sepultura honrosa, no cambiaría el principio fundamental de
que el bien se halla en la presencia de Dios y que el mal se reserva para quienes se
desviaban de sus caminos.
Autoridad y anarquía (Ec 8:1-9). No nos olvidemos de que el Predicador —como todos los
autores humanos de los libros bíblicos— escribía dentro del marco de su tiempo, cuando
—aparte de contadas excepciones— los hombres creían que no había punto medio entre
la autoridad absoluta del monarca, y el desorden y la anarquía si prevalecieran los deseos
de la multitud. Quizá hacía falta la influencia —siquiera indirecta— del cristianismo para
que el hombre comprendiera la posibilidad de una libertad ordenada a la manera de las
democracias estables de hoy. Ya sabemos que es un problema que nunca halla una
solución perfecta entre sociedades compuestas de hombres pecadores, pero lo que nos
interesa aquí es comprender las condiciones y conceptos de aquellos tiempos. El rey
mandaba, y el sabio obedecía pronto.
Frente a la autoridad incontrovertible del monarca, y el hecho de que nada puede
posponer el día de su muerte, el sabio recuerda que para todo hay tiempo y juicio (o el
camino apropiado). La vida es dura, pero hemos de buscar lo mejor posible en las
coyunturas de su acontecer (Ec 8:6-8).
El gran secreto en medio de los problemas (Ec 8:10-17). Hay poco en esta sección que el
Predicador no ha tratado antes, y el interés central, como ya hemos visto, es la gran
confesión de los versículos 12 y 13. Dios no ha abandonado el timón, y ordenará todos los

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asuntos “debajo del sol” de tal forma que el creyente obtendrá bien mientras que los
rebeldes serán juzgados conforme a sus obras.

El loco devaneo de los hombres que no pueden determinar


su suerte (Ec 9:1-6)
Lo que contempló el ojo escudriñador del sabio (Ec 9:1-3). El Predicador sigue sus
investigaciones, y los resultados son los mismos. Lo que varía es la expresión, que aquí
llega a ser muy contundente al ver que la carrera de los hombres depende de factores
desconocidos, y, muchas veces, fuera de su control. No hemos de entender que es lo
mismo ser hombre de fuerte personalidad, capaz de enfrentarse con las circunstancias,
capeando el temporal hasta que lleguen tiempos de bonanza, que ser flojo y miedoso,
víctima evidente del flujo y reflujo de la marea de la vida. Esto no sería verdad, pero con
todo, el sabio ve que, en general, todos los hombres pasan por el mismo tipo de
experiencia, de modo que aun los más fuertes pueden ser quebrantados igual que los
flojos. Hay hombres buenos, que sacrifican a Dios con corazón sincero; otros hay cuyo
corazón está lleno de maldad e insensatez; sin embargo, tanto los primeros como los
segundos pueden perder la salud o hallarse en dificultades económicas, o estar rodeado
de un ambiente agradable o irrespirable. Es la “vanidad” de siempre de las cosas debajo
del sol.
Los justos y sus obras están en la mano de Dios (Ec 9:1). El efecto de la totalidad del
pasaje es de un pesimismo deprimente, pero nunca falta la cuerda de la esperanza en la
lira del Predicador. Toda la vida de los hombres —buenos y malos— parece ser un puro
juego de azar, y así es en realidad si omitimos el factor DIOS. Sin embargo, quienes
obran con sabiduría y buscan a Dios (los justos) se hallan “en la mano de Dios”, con todas
sus obras. La figura es hermosa y se emplea por el Maestro en (Jn 10:28-29), con
referencia especial a la protección de las “ovejas”. Aquí recibimos el mismo consuelo,
pues ¿quién podrá dañar al “justo” que está en la mano de Dios, pese al caótico y
peligroso vaivén de la vida? Pero suponemos —por el contexto—que el hecho de que el
justo y su obra se hallan en la mano de Dios presta significado profundo y eterno al
acontecer de la vida, que, sin esta consideración, parecía a las pajas de la era en un
momento cuando un torbellino estival las levanta, haciéndolas girar locamente. El apóstol
Pablo había de enseñar, llegado el momento de mayor luz, que cada acontecimiento
humano tiene dos vertientes: lo inmediato y temporal, que desaparece y se olvida; la
posibilidad de transmutar el momento y su accidente en algo de valor eterno por buscar la
manera de honrar a Dios a través de lo sucedido (2 Co 4:17-18).
La vida vale más que la muerte (Ec 9:4-6). Los hombres se agarran a la vida física por el
impulso biológico que es factor fundamental de su naturaleza, pese a las amarguras, pese
a que muchas veces parecería mejor la solución de la muerte. Por eso el sabio trae a la
memoria lo que sería un conocido proverbio: “mejor es perro vivo que león muerto”.
Dentro del enfoque de esta vida “debajo del sol”, la existencia física siempre ofrecerá la
posibilidad de un “algo” favorable o positivo, mientras que la muerte termina con todo. Ya
sabemos que hay factores espirituales que podrían cambiar mucho el cuadro; pensamos
en la muerte de un Esteban, por ejemplo, que fue una victoria que sembró la semilla de
muchas bendiciones posteriores en el cielo y en la tierra. Sin embargo, aquí hemos de
limitar nuestra interpretación a los términos de la discusión. ¡Qué pronto pasa el recuerdo
de los muertos! ¡Qué alegría la del cristiano sabiendo que la disolución del cuerpo no
destroza la personalidad que Dios ha creado, que, siendo redimida, llegará a su
consumación y no a su anulación!

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Hay que disfrutar en lo posible de esta aciaga vida (Ec


9:7-12)
Trabajos y goces (Ec 9:9-10). En generaciones pasadas la primera cláusula del versículo
10 se colgaba como lema en las casas de los creyentes, y en sus escuelas, con miras
especiales a animar a niños perezosos a trabajar con mayor diligencia: “Todo lo que
viniere a la mano para hacer, hazlo según tus fuerzas”, o, quizá, “con todas tus fuerzas”.
No nos citaban el contexto: “¡porque en el Seol, a donde vas, no hay obra, ni trabajo, ni
ciencia, ni sabiduría!”. Pero dentro o fuera del contexto, el consejo es bueno. El descanso
después de un trabajo bien hecho, con la posibilidad de un sano esparcimiento, es algo
muy grato y provechoso, pero el ocio, o el trabajo hecho de mala gana y a medias, es la
negación de las ricas posibilidades de la personalidad humana, y aun siendo un tanto
exagerado el dicho: “el ocio es madre de todos los males”, es cierto que produce
muchísimos de ellos. Ya en nuestros días hablan de “ministerios gubernamentales del
ocio”, para planear las horas que la automatización del trabajo dejarán en blanco, y que el
diablo aprovecharía para aumentar el crimen. Quizá el trabajo que hallamos a mano no
será exactamente el que más nos guste, pero si es “tiempo” para aquello, y si es bueno y
necesario, es preciso “ceñir los lomos” y cumplir la tarea con energía y gusto. Este
esfuerzo viene a ser una buena gimnasia para fortalecer la personalidad.
No hace falta repetir que el sabio considera estos trabajos, como también el goce del
bienestar legítimo, como el resultado lógico de los vaivenes de una vida debajo del sol, en
las condiciones que tantas veces ha estudiado. A él no le fueron reveladas las maravillas
de la “vida más allá del sol”, de modo que sería una locura exegética fundar doctrinas en
cuanto a la vida venidera sobre las frases ya citadas del fin del versículo 10.
El hombre no conoce su tiempo (Ec 9:12-13). Está bien correr con esfuerzo hacia la meta;
son los valientes que suelen prevalecer en la batalla, y las obras útiles y artísticas suelen
salir de las manos de hombres hábiles y diligentes. Pero no siempre sucede así, como ya
vimos al principio de este capítulo. La sabiduría ayudará al hombre a conocer “la ocasión”,
y el “momento oportuno”, pero nada puede garantizarse “debajo del sol”, y a veces los
hombres mejor preparados llegan a ser como peces cogidos en una red.

La parábola del sabio pobre (Ec 9:13-17)


La ilustración del Predicador (Ec 9:13-16). Repetidamente hemos aprendido que la
sabiduría es mejor que la fuerza, las riquezas, etcétera, pues ve y obra conforme a la
verdadera naturaleza de las cosas. Con todo, el Predicador nos ha recordado también
que aún el sabio puede fracasar, y lo que falla siempre es el corazón del hombre perdido.
Como buen enseñador, recoge sus lecciones en la forma de una parábola a fin de que sus
discípulos recuerden las lecciones mediante los detalles de una historia, o ilustración. Una
parábola es una historia, o verídica, o verosímil, que sirve de vehículo para una lección
moral o espiritual, y ya sabemos el uso sublime que el Maestro hizo de esta forma de
instrucción. Quizá el Predicador había conocido personalmente el caso que relata. Se
trata de una ciudad pequeña, con una población reducida. Un rey grande —recordemos
los emperadores de Asiria y Babilonia que tantas veces se extendían hacia el occidente
en sus campañas de conquista— asedia la ciudad con todos sus tremendos recursos
bélicos. Parecía que la fuerza superior del enemigo haría imposible la defensa de la
ciudad; sin embargo, dentro de ella se hallaba algo mejor que los pertrechos de la guerra:
un hombre pobre, pero, a la vez, sabio. Este súbdito —desconocido hasta entonces,
quizá, ya que era pobre— se puso a cavilar sobre las condiciones de su ciudad, y a
estudiar las medidas que habían tomado el enemigo. Se le ocurre un plan. ¿Sabía de

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algún medio de sacar fuerzas de choque de la ciudad por caminos escondidos, o por un
pasaje subterráneo para poder atacar los enemigos de espaldas y por sorpresa? No
sabemos el detalle, pero sí, que su plan fue aceptado, y, puesto por obra llegó a ser
medio de derrotar las ingentes fuerzas enemigas. La sabiduría valía más que la “fuerza
bruta”. Podemos imaginar el regocijo de los habitantes de la ciudad y las celebraciones de
la victoria. No faltaría la alegría, y sería lógico pensar que elevasen al “sabio pobre” al
gobierno de la ciudad que había salvado. Pero nada de eso, pues en una frase escueta,
sobria y triste añade el Predicador: “Y nadie se acordaba de aquel hombre pobre”. ¡Qué
comentario sobre el corazón del hombre! Entre tantas personas que celebraban la victoria
no había ni uno que gritara delante de sus conciudadanos: “¡Hermanos! ¡Debemos la
alegría de este día al sabio que nos señaló el remedio! ¿Dónde está y cómo podemos
honrarle?”. No esperemos nada de los hombres. La parábola nos recuerda la infinita
sabiduría de la Cruz, que efectuó la derrota del gran enemigo de la raza humana por el
enigma de la Cruz. El Sabio se hizo pobre para que nosotros, por su pobreza, fuésemos
enriquecidos. ¿Y cuántos se acuerdan de él? Gracias a Dios si, por su gracia y por la obra
del Espíritu Santo, cuando rodeamos la sencilla Mesa, nos despierta la dormida memoria,
diciéndonos: “Haced esto en memoria de mí”.
Con todo, el premio de la sabiduría se encarna en sí misma y no en el aprecio de los
hombres, de modo que el Predicador añade: “Mejor es la sabiduría que la fuerza, aunque
la ciencia del pobre sea menospreciada y no sean escuchadas sus palabras”. Quizá
algunos discípulos “escucharán en quietud”, y así hallarán las verdaderas riquezas de la
vida. En cambio, “un pecador destruye mucho bien”, como una alimaña roedora que
debilita las vigas de una hermosa casa, causando por fin su ruina.

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El fin de todo el discurso (Ec 10:1-12:14)
Contrastes entre procederes sabios y necios (Ec 10:1-20)
Estilo y presentación. Estamos ya familiarizados con el punto de vista del Predicador, y su
manera de mezclar el resultado de sus propias observaciones con la reiteración de
máximas ya conocidas y usadas, de modo que no nos ha de extrañar el “pot pourri” de
contrastes que encontramos en este capítulo, recordando también que el marco político
es el de la monarquía absoluta.
La mosca muerta (Ec 10:1-3). Es imposible mejorar el valor gráfico de la primera
ilustración del Predicador, que nos enseña que pequeñas dosis de necedad pueden
estropear el valor de asuntos por otra parte provechosos y agradables. El perfumista ha
derrochado todo su saber, acumulando materiales preciosos que su arte necesitaba, con
el fin de presentar un ungüento digno como obsequio a príncipes. Sin embargo, se ha
descuidado el proceso en algún momento, y se han metido moscas en el perfume, que allí
mueren en tan dulce sepultura. Se abre el vaso en el momento crítico, pero en lugar de un
buen olor, su obra maestra despide hedor: todo se ha estropeado por algo aparentemente
tan insignificante. Todo es importante —nos viene a enseñar el Predicador— pues meses
de buenos trabajos pueden inutilizarse por el descuido de unos minutos: un paréntesis de
necedad en medio de obras y palabras sabias.
El agudo observador se ha fijado en muchas personas, y llega a la conclusión de que la
presencia y los ademanes de un necio se delatan aun por su manera de caminar por una
calle o senda. Es mejor aprender en la escuela de la sabiduría, y el que cuida lo poco
sabrá manejar lo mucho.
Reyes y siervos (Ec 10:4-7). Nadie podía cambiar el sistema autocrático de aquellos
tiempos: por eso, el hombre prudente, sea por ciertas causas justificadas o no, al darse
cuenta de que había ofendido al monarca, se mantendría con constancia y sabiduría en
su lugar, valiéndose de la deferencia y paciencia hasta pasarse la crisis. El mismo sistema
autocrático hacía posible que la necedad brotara precisamente del corazón del rey, con
consecuencias desastrosas para su reino. A veces los ya referidos vaivenes de la vida
cambian el orden natural de las cosas, permitiendo que esclavos vayan montados en
caballo y forzando a príncipes a ir caminando. Tales efectos surgirían sobre todo por la
falta de un gobierno fuerte y sabio.
Causas y efectos (Ec 10:8-11). Se esconde mucha sabiduría práctica detrás de las varias
máximas de estos versículos. Según una norma evangélica de gran importancia, “el que
busca halla”. Sin embargo, hallamos aquí el reverso de la medalla, pues también es
verdad que el que persigue fines egoístas por medios ilícitos, se verá envuelto en los
resultados de sus propios manejos. Los cuatro ejemplos de los versículos 8 y 9 son
variantes de la conocida advertencia: “El que hiciere hoyo, caerá en él”. Los versículos 10
y 11 nos exhortan a prevenir y preparar las cosas de antemano, pues el que no afila su
hacha tendrá que trabajar mucho, y el que se acerca a la serpiente antes de que esté
encantada recibirá la mordedura —quizá fatal— a causa de su precipitación.
La necedad multiplica palabras (Ec 10:12-15). He aquí uno de los reiterados temas del
Libro de Proverbios: la locura de abrir la boca para soltar multitud de palabras sin sentido.
Todo se resume en el versículo 12: “Las palabras de la boca del sabio son llenas de
gracia, mas los labios del necio causan su propia ruina”.

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Es interesante comparar el versículo 15 con (He 11:10,16). Los peregrinos de la fe, que
hallan honrada mención en Hebreos, siempre tenían delante una meta, pese a ser
peregrinos: una ciudad, que tipifica una sociedad ordenada, y en el caso de ellos, aquella
de la cual Dios mismo es Arquitecto y Hacedor. Los hombres saben que no deben vivir
solos, y que les hace falta una “ciudad” que garantice protección, ayuda mutua, un
ambiente donde se cría “la mentalidad urbana” que permite la civilización. Pero el necio
que desconoce el temor del Señor ha de depender de los impulsos variables de hombres
egoístas, que tantas veces se han analizado en este libro, y el resultado se resume en
palabras trágicas y tristes (Ec 10:15): “El trabajo de los necios los fatiga; porque no saben
por dónde ir a la ciudad”, ¡Pobres hombres desvariados que desconocen a Cristo, como
único Camino que nos lleva al Padre y a su eterna ciudad! El “temor de Jehová” habría
podido orientar al viajero, aún bajo el régimen anterior, pero siendo “necio” no quiso seguir
aquella senda.
La autoridad legítima es una bendición (Ec 10:16-20). A quien conoce las Escrituras
aceptando su penetrante diagnóstico del estado del hombre caído, empeñado éste en
enaltecer su “yo” y hacer prevalecer sus deseos y opiniones, no le extrañaran las
“protestas” que surgen en nuestros días, cobrando mayor violencia precisamente donde
una civilización desarrollada ha hecho “lo posible” por mejorar las condiciones de la vida
humana sobre la tierra. Un estudio de la historia, con el examen de las condiciones
sociales de los hombres, suple abundante material que prueba que el hombre, aparte de
la gracia de Dios, no puede salirse de la órbita de sus impulsos egoístas. La teoría
anarquista de que los males proceden de los gobiernos, y que desaparecerían si cada
individuo fuese “libre para realizarse”, viene a ser una verdadera locura, sin base alguna
en la experiencia humana. Sin duda ha habido algunos idealistas en el mundo, pero todos
han muerto desilusionados, porque el material humano no se presta a la práctica de las
normas del amor. Para ello hace falta ser regenerado. Lejos de quejarse de la autoridad
civil, el creyente debiera pedir a Dios que sea fuerte y eficiente, dentro del sistema político
que sea. El orden público puede parecernos un “bien” de nivel algo bajo y limitado, pero si
aceptamos el diagnóstico de la Biblia sobre la condición humana, daremos gracias a Dios
por este bien mínimo, pero fundamental, que sólo permite que nuestras vidas se
desarrollen normalmente dentro de la sociedad.
Varias exhortaciones cierran el capítulo, entre las que se destaca el peligro de la pereza y
el de hablar mal de los fuertes, pues parece como si las aves que vuelan llevan el
mensaje de los poderosos. Se nota de nuevo las posibilidades del dinero y de la “buena
vida”, pero siempre dentro de los límites que ya hemos visto, y que se habrán de recalcar
con gran solemnidad hacia el fin del libro.

La buena siembra asegura una hermosa siega (Ec 11:1-8)


La necesidad de aventurarse tomando los riesgos necesarios (Ec 11:1-8). Desde cierto
ángulo el Predicador ha visto que la vida se desarrolla caóticamente, y que sólo Dios
sabrá a la larga lo que vale y lo que no vale, bien que las obras de los justos se hallan en
sus manos. Sin embargo, sus observaciones no le llevan a un fatalismo que inhibe la
acción eficaz de hombres y mujeres hechos a semejanza de Dios. Ya hemos visto que el
hombre que no trabaja con afán impide el desarrollo de su personalidad, y en los
versículos que tenemos delante el Predicador insiste en lo mismo en cuanto a tomar
iniciativas que entrañan sus riesgos; si no las emprendemos, la vida quedará estática y
las energías humanas se atrofiarán. ¿Qué quiere decir: “Echa tu pan sobre las aguas,
porque después de muchos días lo hallarás” (Ec 11:1)? Al que escribe le parece que la
figura se saca de la agricultura del Valle del Nilo, o de los terrenos fluviales de

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Mesopotamia, donde es preciso echar la semilla (que podría ser “pan” si se comiera) en el
lodo o en el agua, como un acto de fe, creyendo que la cosecha ha de aparecer después
de muchos días. Pensemos en la siembra de arroz en el delta del río Ebro, por ejemplo.
Algunos escriturarios creen que la figura se basa en el comercio marítimo de Fenicia, ya
que buenos cargamentos habían de lanzarse en “las naves de Tarsis”, sabiendo que estos
barcos podrían perderse. Con todo, un buen número volverían con bienes multiplicados.
Sin embargo, los israelitas no miraban mucho al mar, y es más apropiada la figura
agrícola, que se enlaza con las demás de este pasaje. “Reparte a siete, y aún a ocho...”
parece animar al dueño a proveer a sus siervos de todo lo necesario para ellos, y para la
tarea que les había sido encomendada, pues hay que aprovechar la ocasión que se
presenta hoy, ya que nada sabemos de las condiciones de mañana. Es mejor enlazar este
pensamiento con el del versículo 4, que nos previene contra la excesiva prudencia, pues
si estamos siempre tan pendientes del boletín meteorológico, con tanto miedo del viento
que podrá soplar, nunca llegaremos ni a sembrar ni a segar.
Dentro de estas iniciativas sanas y necesarias se dan “los tiempos” que nadie puede
evitar, y hemos de aceptar el hecho de que las nubes podrán reventar para bien o para
mal, y que el árbol caerá, y allí quedará tal como ha caído. Son dos vertientes de la vida,
pero “lo pasivo” no ha de anular “lo activo”. Las obras de Dios en su providencia son tan
misteriosas como las fuerzas vitales y perfectamente coordinadas que organizan los
millares de funciones de la criatura que ha de nacer de la célula fertilizada de una mujer
embarazada. Por lo tanto el hombre ha de andar en humildad y fe, sin dejar de esforzarse
en la labor que Dios le coloca delante (Ec 11:5).
El versículo 6 vuelve a enfatizar la seguridad de una buena siega si en primer término es
buena la siembra, recordándonos la parábola del Sembrador: “Por la mañana siembra tu
semilla, y a la tarde no dejes reposar tu mano; porque no sabes cuál ha de prosperar, si
ésta o aquélla, o si ambas dos serán igualmente buenas” (Nótese traducción). No se nos
promete que toda la semilla sembrada ha de germinar y llevar fruto, pero sí nos garantiza
que la buena siempre será prosperada o en parte o en su totalidad. “Un sembrador salió a
sembrar...” ¡que muchos fieles, valientes y peritos sembradores le sigan, sin mirar con
miedo a los vientos!

Todas las cosas bajo el juicio de Dios (Ec 11:9-12:8)


Los días de la juventud (Ec 11:9-12:1). Un joven sano se encuentra lleno de energías, y
puede hallar legítima satisfacción en la vida que parece brotar con fuerza y plenitud de lo
más profundo de su ser. Durante esta época le es bastante difícil comprender que todo es
“vanidad”, pues se les abren delante amplios horizontes, y no ve por qué muchas de sus
esperanzas y aspiraciones no hayan de llegar a su debida culminación. El consejo del
sabio toma en cuenta que esto es obra de Dios, y anima al joven a alegrarse en su
adolescencia y en la feliz “novedad” de la vida. De paso, sin embargo, podemos notar que
jóvenes no son siempre felices, y que necesitan nuestra ayuda a causa de las inquietudes
y temores que disfrazan a menudo bajo una apariencia de valor, o aún de desafío. El tema
del Predicador, sin embargo, es el del disfrute de las posibilidades de la juventud, que él
sitúa dentro del marco de sus meditaciones, recordando al joven que, pese a lo legítimo
del gozo en los dones de Dios, es un ser responsable desde el principio de su vida y ha
de saber que “sobre todas estas cosas te juzgará Dios” (Ec 11:9). No se trata de una
amenaza, sino de subrayar el principio de responsabilidad moral, que se aplica al joven
igual que al hombre de edad madura. Por desgracia, la alegría de la juventud durará poco,
y el joven ha de evitar el enojo (emociones fuertes) y el mal que tan pronto puede
apoderarse de nuestro ser, aprendiendo la verdadera sabiduría a tiempo.

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El recuerdo del Creador (Ec 12:1). Este versículo se enlaza con el precedente pues el
joven sabio no sólo se acordará de que todas sus obras habrán de ser examinadas y
juzgadas, sino de que vive en la presencia de su Creador. Estamos de nuevo con el tema
del temor de Jehová, que hemos definido como “vivir en la presencia de Dios”, sabiendo
que todo cuanto deseamos, pensamos, hablamos y efectuamos se realiza a la luz de la
Eternidad.

El avance de la muerte (Ec 12:2-8)


El remate de un tema muy repetido. Una y otra vez el Predicador nos ha recordado que
aun si un hombre —por sus riquezas, por su sabiduría, por la buena suerte del tenor
general de su vida— creyera que había vencido en buena parte la vanidad —o frustración
— de la vida, siempre quedaría el hecho de que no tiene poder sobre su espíritu, y que
por fin tendrá que dejar todo su tesoro terreno cuando Dios señale el momento. Recoge
este tema de la “última vanidad” al final de su libro, tratándola de una forma altamente
poética. Los orientales solían adornar su retórica por medio de colores que parecen quizá
demasiado subidos por el gusto del hombre occidental; y no podemos entender toda esta
descripción del fin de la vida humana sobre la tierra. En parte parece que el sabio está
pensando en una casa que representa la vejez, que se va envolviendo en las tinieblas de
una tormenta (Ec 12:1). “Los guardas” que tiemblan serán las manos, y los “hombres
fuertes” las piernas. “Las que muelen”, y ya se escasean, serán los dientes y muelas, y el
mirar por las ventanas representará la vista que falla (Ec 12:3). Quizá el versículo 4 tiene
referencia a la voz que ha perdido su resonancia masculina, bien que las frases del
original no son claras. Se ha perdido el valor de los años fuertes, y las canas son como
flor de almendro. Algo tan ligero como la langosta podrá ser una carga, y las ganas de
comer, de ejercitarse o de gozarse en los bienes de la vida se van menguando (Ec 12:5).
La pobre “casa” de este cuerpo pronto será deshabitada, pero el hombre “va a su casa
eterna”, que es una frase notable tratándose de un libro con el enfoque terreno que
hemos notado.
La separación final (Ec 12:6-8). Partirse “el cordón de plata”, quebrarse “el tazón de oro” y
romperse “el cántaro junto a la fuente”, son todas figuras finas que señalan la
desaparición del espíritu del cuerpo y la disolución de éste. El polvo vuelve al polvo de
donde fue tomado, pero el espíritu se vuelve al Dios que lo dio (Ec 12:7). No hemos de
buscar soluciones últimas en cuanto a la vida venidera de este libro, pues ya hemos
subrayado muchas veces que no es su esfera de revelación. Con todo, se destaca
claramente la naturaleza espiritual del hombre, pese a vivir en su casa de barro, y la
relación estrecha entre el espíritu del hombre y el Creador de los espíritus de todos los
hombres. Y todo se pone de realce con el fin de subrayar la responsabilidad moral del
hombre frente a su Dios, en cuanto a todo el suceder de su vida humana.

El epilogo (Ec 12:9-14)


¿Quién escribe el Epílogo? Esta sección podría ser la obra de algún discípulo —o
copiador— del Predicador, que resume el sentido de su vida y de su obra, ya que pasa al
uso de la tercera persona: compárese (Ec 12:9) con la primera persona de (Ec 1:12,16)
(Ec 2:1). Con todo, no sería imposible que el mismo Predicador adoptara esta forma
impersonal al dar fin a su obra, como forma literaria.
La recopilación de proverbios (Ec 12:9-10). El libro de Eclesiastés es una muestra
destacada de la obra general del Predicador, quien enseñaba al pueblo por medio de los
recursos de la “sabiduría”, clasificando los proverbios con mucho cuidado, y buscando las

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mejores formas de expresión. Ya vimos que la época salomónica es la del florecimiento


literario del género sapiencial en Israel (véase Introducción). Pese a las dificultades de
interpretación de este Libro, se afirma que el Predicador escribió “rectamente, palabras de
verdad”.
La naturaleza de palabras sabias (Ec 12:11). Comprendemos bien ya que “los sabios”
mencionados en este versículo son los miembros de aquel “gremio” de hombres que
dedicaban su vida a recopilar lo más valioso que habían hallado de la sabiduría de los
antiguos, ayudados, en cuanto a los libros canónicos de la Biblia, por el Espíritu de
Verdad, y siendo reconocidos como instrumentos para transmitir la Palabra inspirada al
pueblo, igual que los profetas en otra esfera. Así llegaron a ser “maestros de las
congregaciones”, actuando bajo la guía de un solo Pastor, y a éste hemos de identificar
con Dios mismo, obrando por su Espíritu Santo. Es notable la designación de “Pastor” en
este contexto, sin más explicación de la figura, pero sin duda señala la convicción del
autor de que “las ovejas del pueblo” sólo podían ser guiadas y guardadas en su redil
mediante la enseñanza de la sabiduría, que corrige la anarquía propia de estos animales,
que suelen ir cada cual por su camino.
Estas palabras rectas se comparan a “aguijones” y a “clavos hincados”. El aguijón sirve
para espolear al buey, llevándole a abrir surcos rectos en el campo, y así las palabras de
verdad animan al hombre fiel a “estar en la mano de Dios”, siendo ayudado a llevar a
cabo trabajos fructíferos aun en medio de la confusión “debajo del sol” que el Predicador
ha observado tantas veces. “Clavos hincados” son precisos para dar solidez a una
construcción, y solo la fuerza de la sabiduría divina puede cambiar la flaqueza humana en
algo que perdure para la honra y gloria de Dios.
La conclusión de todo el asunto (Ec 12:12-14). El Predicador ha enfatizado el valor de las
verdaderas palabras de sabiduría, que proceden en último término del único Pastor. Sin
embargo, no cree que el enigma de la vida humana ha de solucionarse por una mera
multiplicación de palabras, y quizá la traducción correcta de la primera cláusula del
versículo 12 es la siguiente: “Hijo mío, sé advertido en contra de lo que pasa más allá de
éstas (palabras verídicas)”. Aún en aquellos días no había fin a la redacción de libros
(rollos), pero el mucho estudio podía resultar sólo en la fatiga de la carne. ¡Qué diría el
Predicador frente a la fantástica multiplicación de libros en nuestros días!
Buenos estudios tenían su valor, pero, “debajo del sol”, y rodeado por el misterio del mal
(y de la obra providencial de Dios a pesar del mal) el hombre había de adoptar como
norma: “Teme a Dios y guarda sus mandamientos: porque este es la suma del deber
humano” (Vers. Mod.). Ya hemos comentado este resumen en la Introducción, haciendo
ver que la fórmula escueta encierra mucho más de lo que podríamos pensar a primera
vista. “Temer a Dios” es vivir en su presencia, sometiéndole toda nuestra actividad
intelectual y espiritual, de modo que abarca lo que el Nuevo Testamento caracteriza como
“fe”, “obediencia”, “sumisión”, “guía”, etcétera. Los mandamientos de Dios han de
entenderse como la expresión total de su voluntad, abarcando los dos fundamentales que
exigen el amor rendido a Dios y el amor eficaz frente al prójimo. Este “temer” y “obedecer”
se relaciona con el hecho de que Dios es el Árbitro supremo y único de toda cuestión
moral (Ec 12:14), de modo que el resumen, aceptado y puesto por obra según los
principios vitales e internos de las Escrituras, echaba luz brillante —la luz de la única
sabiduría— sobre la senda del hombre fiel que anduviera por las intrincadas sendas de la
jungla de este mundo que el Predicador ha venido examinando. No se trata aquí de que
un hombre procura justificarse ante Dios por medio de obras legales, sino de la actitud
sumisa que adopte delante de su Creador y Juez. En el fondo se halla el Plan de
Redención y en medio la Cruz —entonces, y siempre— de modo que el temor de Jehová

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“constituye la piedra de toque” y el deseo de obedecerle que pone a prueba la realidad de


la fe, que, a su vez, permite el abundante fluir de la gracia de Dios.

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La luz que viene de la esfera por encima del sol
Los dos valores de libro
Bastante se ha recalcado el valor práctico de Eclesiastés, pese a expresiones difíciles, ya
que nos presenta diagnósticos de valor esencial que hemos de tomar en cuenta siempre,
puesto que las condiciones señaladas existen hoy igual que entonces. Recordemos la
hechura del hombre a imagen y semejanza de Dios; su terrible caída bajo el poder de
Satanás; el gobierno providencial de Dios quien lleva adelante sus planes pese al mal; la
operación de la “ley de la frustración” que Dios ha impuesto en todas las esferas de la
actuación humana. La interacción de estos factores crea una confusión aparente que
justifica el diagnóstico o “vanidad de vanidades”. No podemos escapar de los “gemidos de
la creación” y aprendemos sabiduría, paciencia y prudencia por las enseñanzas de estas
“palabras de verdad” (Ro 8:20-21). Con todo, el libro nos deja con muchos problemas sin
resolver, y en espera de una revelación más clara. Corno una pequeña muestra de la luz
que había de brotar de arriba, citarnos algunos pasajes del Nuevo Testamento, sin más
comentario, con el solo fin de recordar las contestaciones finales a las inquietudes del
sabio, como a las de todo el pueblo de Dios antes del advenimiento de Cristo.

La Nueva Creación
“Y aquel Verbo fue hecho carne y habitó entre nosotros; y vimos su gloria; gloria como del
unigénito del Padre, lleno de gracia y de verdad” (Jn 1:14) ... “Pues la ley por medio de
Moisés fue dada, pero la gracia y la verdad vinieron por medio de Jesucristo”. “Nadie
subió al Cielo sino el que descendió del Cielo: el Hijo del Hombre que está en el Cielo. Y
como Moisés levantó la serpiente en el desierto, así es necesario que el Hijo del Hombre
sea levantado, para que todo aquel que en él cree no se pierda mas tenga vida eterna”
(Jn 3:13-15). “Esta es la voluntad del que me ha enviado: que todo aquel que ve al Hijo y
crea en él tenga vida eterna y yo le resucitaré en el día postrero” (Jn 6:40) ... “En la casa
de mi Padre muchas moradas hay... voy pues a preparar lugar para vosotros. Y si me
fuere y os preparare lugar, vendré otra vez y os tomaré a mí mismo, para que donde yo
estoy, vosotros también estéis” (Jn 14:2-3) ... “El que me ha visto, ha visto al Padre” (Jn
14:9) ... “Porque el amor de Cristo nos constriñe, pensando esto: que si Uno murió por
todos, luego todos murieron; y por todos murió para que los que viven ya no vivan para sí,
sino para aquel que murió y resucitó por ellos ... de modo que si alguno está en Cristo
(hay) una nueva creación; las cosas viejas pasaron; he aquí todas son hechas nuevas; y
todo esto proviene de Dios quien nos reconcilió consigo mismo por Cristo” (2 Co
5:14-18) ...“Mas nuestra ciudadanía está en los cielos, de donde también esperamos al
Salvador, al Señor Jesucristo; el cual transformará el cuerpo de la humillación nuestra
para que sea semejante al cuerpo de la gloria suya, por el poder con el cual también
sujetará a sí mismo todas las cosas” (Fil 3:20-21) ... “A fin de conocerle, y el poder de su
resurrección... por ver si echo mano sobre aquello para lo cual Cristo Jesús echó su mano
sobre mí... olvidándome ciertamente de lo que queda atrás, y extendiéndome a lo que
está delante, prosigo al blanco, al premio del llamamiento supremo de Dios en Cristo
Jesús” (Fil 3:10-14) ... “Si, pues, resucitasteis con Cristo, buscad las cosas de arriba,
donde está Cristo sentado a la diestra de Dios. Poned la mira en las cosas de arriba, no
en las de la tierra, porque moristeis y vuestra vida está escondida con Cristo en Dios.
Cuando Cristo, vuestra vida, se manifieste, entonces vosotros también seréis
manifestados con él en gloria” (Col 3:1-4) ... “Bendito el Dios y Padre de nuestro Señor

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Jesucristo, que nos bendijo con toda bendición espiritual en los lugares celestiales en
Cristo” (Ef 1:3). “Y no habrá más maldición; y el trono de Dios y del Cordero estará en
ella, y sus siervos le servirán; y verán su rostro y su Nombre estará en sus frentes. No
habrá más noche... porque Dios el Señor los iluminará; y reinarán por los siglos de los
siglos” (Ap 22:3-5).
Cuando la Nueva Creación se manifieste, se habrá rescindido la “ley de frustración” y en
lugar de la norma de “vanidad de vanidades” lo llenará todo el PLEROMA del Dios-
Hombre con “plenitud de plenitudes”, y por los siglos de los siglos.

Copyright ©. Texto de Ernesto Trenchard usado con permiso del dueño legal del copyright,
Centro Evangélico de Formación Bíblica en Madrid, exclusivamente para seguir los cursos
de la Escuela Bíblica (https://www.escuelabiblica.com).

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