Jean-Luc Marion - El Ídolo y La Distancia

Descargar como pdf o txt
Descargar como pdf o txt
Está en la página 1de 247

eL IDOLO

V M DlVTrtNCW
anco estudios
J&ltHUC ("MBOH
HERMENEIA 40
Colección dirigida por Miguel García-Baró

Otras obras publicadas


por Ediciones Sígueme:

—B. Lonergan, Método en teología (Vel 106)


—B. Lonergan, Insight (Her 37)
—H.-G. Gadamer, Verdad y método I (Her 7)
—H.-G. Gadamer, Verdad y método II (Her 34)
—E. Levinas, Totalidad e infinito (Her 8)
—E. Levinas, De otro modo que ser (Her 26)
—E Rosenzweig, La Estrella de la Redención (Her 43)
Jean-Luc Marión

El ídolo
y la distancia
Cinco estudios

Ediciones Sígueme - Salamanca 1999


Para Dionisio

Tradujeron Sebastián M. Pascual y Nadia Latrille


sobre el original francés L’Idole et la distance

© Editions Grasset & Fasquelle, París 1977


© Ediciones Sígueme, S.A., 1999
Apartado 332 ‫ ־‬E-37080 Salamanca/España
ISBN: 84-301-1293-6
Depósito legal: S. 720-1999
Printed in Spain
Imprime: Gráficas Varona, S.A.
Polígono El Montalvo - Salamanca 1999
CONTENIDO

Obertura.......................................................................................... 11

Las marcas de lametafísica........................................................... 15


§ 1.E1 ídolo............................................................................. 15
§ 2. El «Dios» de la onto‫־‬teología....................................... 22
§ 3. Discurso a losatenienses................................................ 30

El derrumbamiento de los ídolos y el afrontamiento de lo


divino: Nietzsche...................................................................... 39
§ 4. El ídolo y la metafísica.................................................. 39
§ 5. Las tinieblas de mediodía............................................... 47
§ 6. Cristo, evasiva de un esbozo.......................................... 62
§ 7. ¿Por qué sigue siendo Nietzsche un idólatra?............. 71

Intermedio 1................................................................................... 87

El retiro de lo divino y el rostro del Padre: Holderlin.............. 89


§ 8. La imagen mesurada...................................................... 89
§ 9. El peso de la felicidad................................................... 97
§ 10. La distancia filial.............................................................. 106
§ 11. El único y su desapropiación......................................... 114
§ 12. Habitar la distancia.......................................................... 125

Intermedio 2.................................................................................... 139

La distancia del requerido y el discurso de alabanza: Dionisio .141


§ 13. La eminencia impensable................................................ 141
§ 14. El requerimiento del requerido...................................... 150
§ 15. Mediación inmediata........................................................ 159
§ 16. El discurso de alabanza.................................................... 173

‫ר‬
Intermedio 3.....................................................................................193

La distancia y su icono................................................................... 195

§ 17. Distancia, diferencia......................................................... 195


§ 18. El otro difiriente............................................................... 209
§19. La cuarta dimensión......................................................... 223

Indice de autores............................................................................. 245

8
Porque la unión, al apartar la separación, no
vulnera en absoluto la diferencia.
Máximo el Confesor
(Ambigua, PG 91, 1056 c)

Todo concepto formado por el entendimiento


con el fin de alcanzar y poner cerco a la natu-
raleza divina, no sería más que un ídolo de
Dios, incapaz de darlo a conocer.
Gregorio de Nisa
(Vida de Moisés, Π, 165,
Salamanca 1993, 105).

9
Obertura

Lo que se va a leer a continuación es para nosotros fruto de una


evidencia y de una urgencia. Hemos cedido tanto a la una como a
la otra, con algunos escrúpulos e inquietudes, pero finalmente sin
remordimientos.
En primer lugar, una evidencia: lo que, según la última (o pe-
núltima) palabra metafísica, se denomina «muerte de Dios», no
significa que Dios quede fuera de juego, sino que indica el rostro
moderno de su fidelidad insistente y eterna. Es más, esta ausencia,
desde el momento en que un concepto traza directamente el con-
torno de su emplazamiento, va a la par con lo que Dios dice de sí
mismo en la revelación de Cristo: a saber, que, así en la tierra co-
mo en el cielo, toda paternidad recibe su nombre de él. En este
sentido, ninguna «muerte de Dios» va tan lejos como el abandono
de Cristo por parte del Padre el Viernes Santo; y desde el fondo del
abismo infernal que se abrió en el seno mismo de nuestra historia,
de una vez por todas, surge la filiación insuperable que confiesa
para siempre la paternidad del Padre. Dios, al revelarse como Pa-
dre, se adelanta en su mismo retiro. De ahí que, desde que Cristo
fue hijo a la medida de semejante distancia, toda «muerte de
Dios», toda «huida de los dioses», halla su verdad y su superación
en un desierto que crece a medida que el Hijo lo recorre hacia el
Padre. Aquí sólo intentaremos decir que el juego trinitario retoma
por adelantado todas nuestras aflicciones,, incluida la de la metafí-
sica, con una seriedad tanto más serena y con un peligro tanto más
grave cuanto que provienen del amor, de su paciencia, de su tra-
bajo y de su humildad. Hemos solicitado la aprobación de la teo-
logia de los nombres divinos para la reasunción trinitaria de la
«muerte de Dios». Se trata de un tema tan profundamente bíblico
y patrístico, que no se debe atribuir al azar que su casi-desapari-
ción después de (o con) Suárez haya coincidido con el declinar de

11
la teología dogmática. La empresa de Dionisio, evidentemente, no
tiende a la recusación de todo discurso sobre Dios en provecho de
una apófasis dudosa, sino a elaborar el lenguaje con la profundi-
^ad necesaria para que no vuelva a entrar en contradicción meto-
dológica con lo que él se atreve a pretender enunciar: aventuré-
monos a llamarlo discurso de alabanza. Así se esboza la distancia.
Quedaba por ajustar al máximo el rigor conceptual que parecía
aplicable a la distancia que acabábamos de ver en sus obras. En el
horizonte contemporáneo, la distancia hace referencia de inmedia-
to, con otra evidencia, perfectamente problemática, a la diferencia.
Y, de principio, a la diferencia ontológica. Heidegger ha conquis-
tado en dura lid el lugar en el que ella deviene pensable al precio
de, y con vistas a, un paso atrás fuera de la metafísica. Pero en-
tonces, no resultaría que el despliegue atribuido a la distancia es
una mera trasposición —calco simple, arbitrario y vano— del des-
pliegue del Pliegue? Ciertamente no, tan pronto como se determi-
na más exactamente lo que se juega en este litigio: ¿qué ocurre con
el comercio que Dios (tal como lo recibe el discurso de alabanza
al apunta a él) mantiene con el Ser, tal como lo representa la me-
tafísica, o incluso tal corno un «nuevo comienzo» puede liberarlo
para otra estancia divina? Si se sostiene que la distancia queda co-
mo radicalmente otra que la cuestión del Ser (con una alteridad to-
davía impensada), la distancia se halla por un momento en alianza
con la doble instancia crítica imbricada sobre la diferencia ontoló-
gica por E. Lévinas (bajo el nombre del Otro) y por J. Derrida (con
la diferancia). Sólo por un momento, ya que la distancia exige mu-
cho más que una inversión o una trivialización de la diferencia on-
tológica. Queda luego por tomar en serio la reasunción de la dife-
rencia llevada a cabo finalmente por el mismo Heidegger (en Zeit
und Seirí), comprendiéndola a partir de la donación (¿anónima?)
del don. A partir de ahí, dentro de la perspectiva indicada pr H. Urs
von Balthasar, se hace posible, no tanto la asimilación del don en
el que se guarda el Ser al don en el que el Padre nos (per-)dona al
Hijo, cuanto el presentimiento de que entre ellos se desarrolla una
cierta reduplicación de la distancia: la distancia pone el don de Ser
a distancia consigo misma, como su icono. Y ahí también, sobre
todo ahí, «sin confusión ni variación, sin división ni separación».
También una urgencia: hay que confesar que ella nos ha lleva-
do a omitir algunas precauciones y prolegómenos que son sin du-
da indispensables. Movilizamos un par conceptual preciso, ido-
lo/icono, sin dar una descripción fenomenológica y cultural suri-
ciente del mismo: lo concedemos de grado. No sin violencia, tras-
ponemos este par desde el dominio propiamente cultural al domi­

12
nio conceptual. Respecto a ídolo, esta trasposición puede apoyar-
se por ejemplo en el Segundo Isaías (40, 18: «A partir de qué po-
dríais imaginar a Dios? Y qué ídolo (demüt) podríais daros de
él?»), y también en san Atanasio. En cuanto a icono, la semántica
teológica del mismo ha ido siempre más allá de la acepción estéti-
ca, la cual se funda solamente en ella, tal como la iconoclasia lo ha
mostrado a contrario. Invocamos varios autores (principalmente
Nietzsche, Hólderlin, Dionisio el Areopagita, M. Heidegger, E.
Lévinas, J. Derrida y H. Urs von Balthasar). ¿Por qué referirnos a
ellos, y por qué una elección tan heteroclita? ¿No habría sido me-
jor adelantarse a pensamiento descubierto hacia una enunciación
inmediata? ¿no se habría ganado en legibilidad? Sin embargo, la
filosofía y la teología coinciden tal vez en que, a diferencia de la
literatura, no pueden dar un solo paso sin una tradición que las sos-
tenga; que la relación con la tradición se vuelva crítica no elimina
la dependencia, más bien al contrario. Así pues, si algo hemos ade-
lantado, lo debemos en principio a quienes nos han dado a pensar.
Hay que precisar que no hemos intentado protegernos con autori-
dades (la lectura de un autor aumenta este riesgo en vez de dismi-
nuirlo), ni criticar ciertos pensamientos supuestamente heterodo-
xos (cuya grandeza no cae jamás en la mera heterodoxia), y mu-
cho menos imponerles un bautismo forzado (que, además de inde-
cente, pondría de manifiesto la poca fe del oficiante). Hemos que-
rido dejarnos instruir sobre la distancia por quienes la hacen pen-
sable. Sin duda, la revelación de la paternidad de Dios no aguarda
ninguna confirmación ni refutación por parte de los pensadores,
sean o no cristianos; pero tal vez sólo podamos acceder al lugar
que la modernidad y la distancia nos asignan si algunos nos lo per-
miten. Por último, creemos que no debemos entrar en un falso de-
bate en torno a si los autores invocados tenían efectivamente las
«intenciones» que el intérprete les ha prestado: los pensadores no
tienen intenciones, y si las tienen, se mantienen raramente a la al-
tura de sus pensamientos; la historia de la filosofía lo muestra so-
bradamente. El único criterio de una interpretación es su fecundi-
dad. Todo aquello que da a pensar honra a quien lo da, a condición
por supuesto de que quien reciba, piense. Corresponde al lector
juzgar si la consecuencia consolida el principio.
La urgencia y la evidencia nos han llevado a privilegiar las
marcas de la metafísica. Pero las marcas no son márgenes. En lu-
gar de ir más allá de su territorio, lo defienden. Con la particulari-
dad de que aquí las marcas no defienden a la metafísica de los in-
vasores exteriores, sino sobre todo de ella misma. Así pues, sólo
las marcas y sus marqueses conservan la posibilidad de tomar en

13
consideración la idolatría onto-teológica, y por tanto de ir más allá
de ella, puesto que quedan del lado de la metafísica, sin abando-
narla en la prueba decisiva. Para disipar la sospecha de que aquí se
es^é realizando un reparto postumo e inconveniente de premios, en
el que el ridículo terrorista le da a uno las orejas de burro y a otro
la condecoración, conviene precisar algo. La filosofía, en sus más
grandes actores, ofrece el interés y el encanto de que cuanto más
un pensador procede hacia la onto-teología, desarrollándola clara-
mente, tanto más la excede. En ellos, la metafísica sólo toma su
rostro onto-teológico al dejarse desbordar en este punto por el pen-
samiento del icono. No hay duda, por ejemplo, de que santo Tomás
(siempre que sea considerado a partir de la teoría de la analogía,
entendida a su vez a partir de los nombres divinos), de que Des-
cartes (leído según la idea de infinito), de que Kant (entendido se-
gún la imaginación trascendental, y también según la «apariencia
de la razón»), de que Schelling (según el envite de la subjeti-vi-
dad) y otros, permitirían en gran medida avanzar en lo indicado
por la distancia. Nosotros, por otra parte, no hemos renunciado a
proseguir, bajo otras formas, lo que hemos esbozado aquí.
Quedar como único responsable de lo que sigue, no excluye, si-
no al contrario, que nada hubiese sido posible sin múltiples ayu-
das. Nuestra manera de proceder lo debe todo, salvo las deficien-
cías de su ejecución, a H. Urs von Balthasar; sin embargo, las di-
mensiones de aquello de lo que se trata nos impiden trasformar la
dependencia en afiliación. Debemos mucho a las advertencias y
críticas de aquellos que han leído en parte o totalmente nuestro
texto, F. Alquié, J. Beaufret, J.-F. Courtine, o de quienes nos han
ayudado con sus consejos, R. Roques, F. Fédier, G. Kalinowski, H.
Birault. En cuanto a R. Brague, M. Costantini y E. Martineau,
ellos mismos saben cuánto deben estas páginas a sus propios en-
sayos y a nuestros encuentros. Quiero manifestar por último que
sin las iniciativas recientes de P. Nemo y la antigua confianza de
Maxime Charles, no habría emprendido ni acabado este conjunto.
Reciban todos aquí mi agradecimiento.

J.-L. M.
París, 22 de noviembre de 1976

14
Las marcas de la metafísica

Permanece lo celeste, lo matado...


(René Char)

§ El ídolo

Hay por tanto que cuestionar. Cuestionar un enunciado, antes


de debatir su validez, antes de desmentirlo o afirmarlo. En lugar de
decidir si «Dios ha muerto» o no, se preguntará, quizá con más ra-
zón y provecho, bajo qué condiciones el enunciado «Dios ha
muerto» deviene, o permanece, pensable. Si lo que se denomina
«Dios» pasa a la inanidad de la muerte, en un momento dado de la
historia del pensamiento, digamos por simplificar, cuando un «in-
sensato» lo proclama a un público que no entiende nada de ello (y
ríe), en la segunda mitad de un siglo, que se contabiliza como el
decimonoveno contando desde la vida, la muerte y (para algunos)
la resurrección de Jesús, Cristo, entonces ese «Dios» nunca fue tal.
Pues un «Dios» que puede desaparecer encierra ya, incluso antes
de que desaparezca, una deficiencia tal que queda originalmente
por debajo de la idea que no podemos dejar de hacemos de un
«Dios». ¿Acaso no sería exigible la cortesía mínima de satisfacer
un concepto propedeútico, aunque solo sea el nuestro? Un «Dios»
que se decide a morir, muere desde el origen, puesto que sin duda
lo necesita. Eso quiere decir que la «muerte de Dios» enuncia una
contradicción: lo que muere no tiene ningún derecho a pretender-
se, ni siquiera cuando vivía, «Dios». ¿Qué es lo que muere en la
«muerte de Dios», sino lo que no puede merecer nunca el nombre
de «Dios»? Y por tanto, la «muerte de Dios» enuncia, aparte de la
muerte de «Dios», la muerte de aquello que la denuncia: la muer-
te de la misma «muerte de Dios». La contradicción de los térmi-
nos de la proposición acaba en la tachadura de la proposición por
sí misma: anulando el objeto del enunciado, anula su enunciado.
Sin embargo, la proposición conserva su sentido y pertinencia, y
no cesamos de meditarla. La argumentación que denuncia aquí la
existencia de un sofisma, ¿no sería ella misma sofística, por exce­

15
lencia, por cuanto que evita la verdadera cuestión de fondo me-
diante una precisión formal? Recomencemos. Para establecer un
ateísmo en el sentido moderno del término, es decir, una doctrina
que niega la existencia a todo «Ser supremo» (o equivalente), se
requiere una demostración, una demostración rigurosa. Se requie-
re por tanto un pensamiento coercitivo por medio de conceptos.
Así pues, es preciso que en la demostración intervenga un con-
cepto de «Dios» para proporcionarle su punto de apoyo último.
Poco importa que este concepto sea negativo o positivo, prove-
niente de tal o cual esfera cultural, siempre que garantice un obje-
to riguroso, es decir, definido, a la demostración. Esta última vale,
en su conclusión de exclusión, lo que vale el concepto de «Dios»
que la sostiene. El razonamiento de un ateísmo conceptual, el úni-
cío coercitivo, procede hipotéticamente: si «Dios» es x, dado que x
es y (contradictorio, quimérico, peligroso, malsano, alienante,
etc.), entonces «Dios» es y; así pues, si y basta para descalificar lo
que connota (lo cual es admitido), «Dios ha muerto». Lo que su-
giere dos advertencias. En primer lugar, que el ateísmo conceptual
tiene como límite de su validez la extensión del concepto de
«Dios» que pone en juego. Pues la demostración que refuta a
«Dios» le pide a éste un último servicio: que proporcione el obje-
to que sostiene y alimenta la refutación. Así pues, si «Dios» cubre
un cierto terreno semántico, la refutación no eliminará absoluta-
mente a Dios, sino sólo el sentido de Dios que su «Dios» inicial
somete a discusión. Para refutar absolutamente el Absoluto, al
igual que para demostrar una no-existencia en general, sería preci-
so enumerar exhaustivamente todos los conceptos posibles de
«Dios», para apoyarse sobre ellos hasta recusarlos a todos. El ate-
ísmo conceptual se vuelve riguroso a condición de quedar como
regional. De este modo puede reproducirse incesantemente, y ha-
llar para sí un nuevo rostro. Así puede desarrollarse sin extinguir,
incluso para quien lo practica, la sospecha de una cuestión de Dios
como cuestión de lo indeterminado mismo —a saber, de lo Ab-so-
luto—. Así, en suma, tanto el «creyente» como el no creyente pue-
den practicar el ateísmo conceptual: el enunciante, ateo riguroso
de tal concepto de «Dios», no pretende decidir sobre lo Ab-soluto.
El ateísmo sigue siendo demostrativo mientras se reconoce como
circunscrito. Ateísmo indefinidamente duplicado por cuanto que
rigurosamente finito.
En segundo lugar, se advierte el desnivel del ateísmo concep-
tual, o más bien la metamorfosis del concepto que lo sostiene. An-
tes de la demostración, el concepto «Dios» sólo permite y movili-
za una refutación en el caso de que alcance de una manera u otra

16
al Dios verdadero o supuestamente tal. Es preciso que el concepto
merezca la polémica, en una palabra, que «Dios» sea Dios. Pero
cuando llega a su término, la demostración quita al concepto ini-
cial de «Dios» toda utilidad («Dios ha muerto»), de tal manera
que, retroactivamente, la descalificación final afecta al punto de
apoyo original; si se ha demostrado que «Dios» no es sostenible,
¿en qué se ha afectado a Dios? En efecto, el razonamiento debe
destruir su punto de apoyo para ser concluyente; pero entonces no
concluye nada salvo que el punto de apoyo inicial no garantizaba
de hecho ningún apoyo para la demostración. El rigor de la con-
clusión se contenta con el rigor de la condición: «Dios» ha muer-
to sólo si «Dios» puede morir, es decir, si desde el inicio de la de-
mostración no se trata de Dios. El razonamiento subraya la con-
tradicción de su objeto, al precio de poner de manifiesto la inani-
dad de su éxito: solamente la sombra de Dios, «Dios», queda apre-
sada en él. La presa no le proporciona nada más que un despojo.
La demostración señala, enumera y autentifica sombras que a su
vez la descalifican: cuanto más triunfa la demostración sobre los
diversos «Dios» perseguidos indefinidamente, tanto más subraya
la inanidad del procedimiento de auto-crítica que la califica y la
descalifica al mismo tiempo. El ateísmo intelectual únicamente
conserva su rigor quedándose, no sólo como regional, sino, sobre
todo, sin pertinencia. Por lo demás, el derrumbamiento por auto-
critica lo proyecta en la repetición de la crítica. El recorrido de las
críticas regionales deriva lógicamente de la auto-crítica inevitable
que concluye cada una de ellas. El ateísmo progresa con cada uno
de los conceptos de «Dios» que su auto-falsificación mienta, in-
viste y recusa. El progreso pertenece al ateísmo conceptual tan ín-
timamente cuanto lo caracteriza la humildad suicida. De ahí pro-
viene, como se verá, su función teológica indispensable y el res-
peto que conviene mostrar ante él.
Pero permanece, o aparece, una objeción. ¿Por qué suponer una
contradicción en la sentencia «Dios ha muerto»? Es más, ¿por qué
no sería la contradicción el indicio de otro rigor: el de la identidad
tautológica y abstracta «Dios es Dios»? Respuesta: no hay res-
puesta, la objeción es pertinente. Pero precisamente sólo es perti-
nente si cumple ciertas condiciones, en especial ésta: que se re-
nuncie al ateísmo conceptual para pensar la muerte y la contradic-
ción a partir de «Dios». Es decir, que se renuncie a la seguridad de-
finida de las comillas: que en lugar de servirse de un concepto-ob-
jeto de «Dios», sobre el cual operar una refutación sin otro riesgo
que el suicida, se admita que Dios, por definición indefinible, re-
sulta lo bastante problemático como para que ningún concepto, ni

17
siquiera los de muerte, contradicción y «Dios» sean capaces de re-
formarlo en tanto que incapaz de sostenerlos, o de reinvestirlos. En
este caso, Dios se convierte en el centro de un discurso que se or-
dena en relación a él, y se comprende, se modifica, e incluso se su-
pera para disponerse a superar esta última presuposición atea: que
«Dios» se defina como aquel que no resiste a la muerte. ¿No sería
acaso renunciando a operar sobre «Dios» y comenzando a interro-
garse sobre Dios como únicamente llegaría a ser, en rigor, conclu-
yente el ateísmo conceptual? ¿no lo lograría, si afrontara, a cara
descubierta, sin los intermediarios fantasmagóricos y finitos que
domestica con tanta facilidad, a Dios como cuestión? Tal vez. Tan-
to más, cuanto que quienes han meditado del modo más decisivo
la «muerte de Dios», Hegel, Holderlin, Nietzsche, Heidegger, y al-
gunos otros (entre los que desde luego no se incluye a Feuerbach),
han leído en este enunciado algo totalmente diferente a una refuta-
ción de (la existencia de) Dios. Han reconocido ahí la manifesta-
ción paradójica y radical de lo divino. Sólo podremos seguirles «de
lejos» (Le 22, 54), a condición de no confundir la muerte de
«Dios» con la cuestión de Dios, o más exactamente, la «muerte de
Dios» con el «crepúsculo de los ídolos».
De «Dios» (Gotí) al «ídolo» (Gótze) no hay apenas sino una le-
rra sustituida, la última. Tiene que volvérsenos cuestionable el
cambio, z / x, que ella pone de manifiesto. ¿Por qué interviene aquí
el ídolo? Para percibirlo, y para precisar aquello sobre lo que cae
hoy una luz crepuscular, hay que esbozar la función, o más bien,
el funcionamiento, del ídolo. Esto supone de entrada una reserva
que no recae sobre el ídolo, sino sobre la crítica demasiado fácil
que se hace comúnmente de él. El ídolo no personifica al dios, y
por consiguiente no engaña al adorador que no ve en él al dios en
persona. Muy al contrario, el adorador se sabe artesano que ha tra-
bajado el metal, la madera o las piedras hasta ofrecer al dios una
imagen visible (εϊδολων) para que éste consienta tomar rostro en
ella. Lo divino no produce el ídolo, ni se produce como un ídolo.
El adorador tiene perfecta conciencia de que el dios no coincide
con el ídolo. ¿Qué adora entonces en él? El rostro que el dios, o
más bien lo divino, se digna hallar ahí. O tal vez más exactamen-
te, lo que el hombre, en la ciudad o en la comunidad, experimenta
como divino, como lo divino que precede a todo rostro e imagen.
El hombre se hace religioso al preparar un rostro para lo divino: él
mismo se encarga de modelar el rostro, y pide luego a lo divino
que lo invista lo más radicalmente posible, para que llegue ahí a
ser su dios. ¿Quién puede decidir sobre la autenticidad de lo divi-
no así arrostrado en el ídolo? ¿quién puede descalificar la forma en

18
que la humanidad perfila arcaicamente su silueta para, al igual que
el κούρος, adjudicar así a lo divino la figura originaria de Apolo?
¿quién puede negar que lo divino elija morada en el espacio deli-
mitado por las columnas y frontones de un templo dórico? En oca-
siones, la grosería iconoclasta derriba los ídolos porque no los
comprende, o mejor dicho, porque no los ve. ¿Hay que admitir por
tanto al ídolo como un rostro correcto de lo divino? Sí, pero a con-
dición de evaluar convenientemente en él la naturaleza de lo divi-
no. Su experimentación y fijación incumbe al hombre. En el ido-
lo, la experiencia humana de lo divino precede al rostro que esto
divino toma en él. Nos sentimos situados dentro de lo divino. Mo-
delamos un rostro para pedir a lo divino que se abra, nos mire, nos
sonría y nos amenace en él. El ídolo debe fijar lo divino distante y
difuso, y debe garantizamos su presencia, su poder y su disponibi-
lidad. Por cuanto que nuestra experiencia precede al rostro de lo
divino, nuestro interés vital procede de ello: el ídolo nos fija lo di-
vino en una morada, para un comercio en el que lo humano encie-
rra por ambos lados a lo divino. Así pues, lo propio del ídolo con-
siste en esto: lo divino se fija en él a partir de la experiencia de lo
divino que lleva a cabo el hombre, quien, apoyándose sobre su me-
ditación, intenta atraer la benevolencia y la protección de lo que
aparece ahí como Dios. El ídolo no supone la superchería del sa-
cerdote, ni la estupidez de la muchedumbre (como repiten algunos
autores bíblicos, ciertos Padres —incluyendo a Agustín—, y tam-
bién Bayle, Fontenelle y Voltaire). El ídolo se caracteriza única-
mente por la sumisión del dios a las condiciones humanas de la ex-
periencia de lo divino, y nada prueba que ésta no sea auténtica. La
experiencia humana de lo divino precede al rostro idolátrico. El
rostro idolátrico elaborado por el hombre precede a su investidura
por parte del dios. En el ídolo, lo divino toma indudablemente el
rostro efectivo de un dios. Pero la forma de este dios proviene de
los rasgos con que lo hemos modelado, conforme a lo que experi-
mentamos efectivamente como divino. Con ocasión de la vida y de
la muerte, de la paz y de la guerra, del amor y de la embriaguez,
del espíritu y de la belleza, experimentamos indiscutiblemente el
fondo irreprimible y pánico de lo divino, y desciframos o adivina-
mos en ello rostros que luego modelamos para que se fijen en ellos
otros tantos dioses. Así pues, estos dioses se conforman de entra-
da a nosotros o, más extensamente, a las modalidades de nuestra
percepción multiforme de lo divino. El ídolo nos devuelve nuestra
experiencia de lo divino en el rostro de un dios. El ídolo no se ase-
meja a nosotros, sino a lo divino que experimentamos, y lo reúne
en un dios, para que podamos verlo. El ídolo no engaña, sino que

19
garantiza lo divino; e incluso cuando aterroriza, tranquiliza, por
cuanto que identifica lo divino en el rostro de un dios. De ahí su
prodigiosa eficacia política: hace cercano, protector y fiel promi-
sor al dios que, al identificarse con la ciudad, preserva la identidad
de la misma. Por esto la política suscita siempre ídolos, incluso
después del paganismo; el «Big Brother», el «Gran Timonel», el
Führer o el «Hombre que más queremos» tienen que ser diviniza-
dos: una vez que han sido hechos dioses, conjuran lo divino, o más
vulgarmente el destino. La idolatría confiere su verdadera digni-
dad al culto de la personalidad —la de una figura familiar, domes-
ticada (inocuamente terrorista) de lo divino—. Para el Israel anti-
guo, la tentación idolátrica dependía siempre de necesidades poli-
ticas. A la inversa, nuestro tiempo debe a la política el que no fal-
ten nuevos ídolos.
Así pues, el ídolo nos entrega lo divino, con lo cual no engaña
ni decepciona. Nos lo entrega hasta sometérnoslo, y nos somete a
él en igual medida. El contrato erigido por el ídolo subviene a la
ausencia de los dioses. Hay que atribuir a esta misma familiaridad
la desaparición de lo sagrado y del politeísmo, censurados defini-
tivamente por el final del siglo XVII: crepúsculo de lo divino. La
deificación sobreabundante y polimorfa ha aniquilado tal vez, con
más seguridad que toda crítica racionalista o / y cristiana, el juego
del ídolo, de lo divino y de los dioses. Lo que el ídolo trata en efec-
to de reabsorber es precisamente la separación y el retiro de lo di-
vino; pero, al establecer esta disponibilidad de lo divino en el ros-
tro fijo, paralizado incluso, del dios, ¿no se elimina, de modo disi-
mulado pero radical, Ja irrupción altiva y la alteridad irrecusable
que dan propiamente testimonio de lo divino? Subviniendo a la au-
sencia de lo divino, el ídolo pone lo divino a disposición, lo ga-
rantiza, y termina por desnaturalizarlo. Su culminación acaba mor-
talmente con lo divino. El ídolo intenta acercarnos a lo divino, y
apropiárnoslo: puesto que el adorador teme el ateísmo (en sentido
original: ser abandonado por los dioses1), se apodera de lo divino
bajo la forma de un dios; pero este apoderarse pierde lo que toma:
sólo le queda un amuleto demasiado conocido, manipulable y ga-
rantizado. Todo ello propicia la posibilidad de una reapropiación
de lo divino al modo de Feuerbach: puesto que dios me reenvía,
como un espejo, mi experiencia de lo divino, ¿por qué no reapro-
piarme aquello que atribuyo al reflejo de mi propio juego? La in-
versión de la atribución de los atributos (comunicación de idiomas
invertida) supone que estos últimos sean entendidos en el mismo
sentido tanto para el dios como para el adorador. A su vez, dicha
univocidad supone que ninguna distancia mantiene al ídolo fuera

20
de mi alcance. Sólo me atribuyo las propiedades de lo divino si
hay propiedades que puedan ser comunes a mí y a lo divino, es de-
cir, si desde ahora y para siempre lo divino pertenece a mi esfera
—como un ídolo próximo y por ello mismo vano. Al considerar a
lo divino como «una presa que hay que apropiarse» (Flp 2, 6), el
ídolo carece de la distancia que identifica y autentifica a lo divino
como tal— como aquello que no nos pertenece, y que sin embar-
go nos adviene. Al ídolo, por contraposición, responde el icono.
¿De qué ofrece el icono el rostro? «Icono del Dios invisible» (Col
1,15) dice san Pablo a propósito de Cristo. Figura, no de un Dios
que pudiera perder en ella su invisibilidad, para volvérsenos fami-
liar hasta el exceso, sino de un Padre que irradia con una trascen-
dencia tanto más definitiva e irreductible cuanto que la da a ver sin
reserva en la figura de su Hijo. La profundidad del rostro visible
del Hijo entrega a la mirada la invisibilidad del Padre como tal. El
icono no manifiesta ni el rostro humano, ni la naturaleza divina
que nadie puede arrostrar, sino, tal como decían los teólogos del
icono, la relación entre ambos en la hipóstasis, la persona2. El ico-
no encubre y desencubre aquello sobre lo que descansa: la separa-
ción en él de lo divino y de su rostro. Visibilidad de lo invisible,
visibilidad en la que lo invisible se da a ver como tal; el icono los
refuerza mutuamente. La separación que los congrega en su irre-
ductibilidad misma constituye, en último término, el fondo del ico-
no. La distancia, que ya no se trata en absoluto de abolir sino de
reconocer, se convierte en el motivo de la visión, en el doble sen-
tido de un motivo: una motivación y un tema figurativo. A la to-
pología del espejo, en la que el ídolo nos devolvía la imagen au-
téntica, pero cerrada, de nuestra experiencia de lo divino, le suce-
de la típica del prisma: una multiplicidad de colores descompone,
o más bien orquesta, la luz descompuesta por un prisma según
nuestro poder de visión —luz que llamamos blanca, pero que no lo
es, puesto que permanece invisible en el momento mismo en que
hace visibles todas las cosas—. Notemos que en el arte del icono,
los colores codificados (oro, rojo, azul, amarillo, etc.) no «se pa-
recen» a ninguna «cosa» intrínsecamente coloreada de este modo;
su pertinencia se afirma dentro de un campo puramente semiótico
(en este caso, litúrgico), en el que enuncian la eternidad, la divini-
dad, la gloria, la humanidad, etc. Los colores no sirven como indi-
ces de cosas visibles que hubiese que dar a ver puesto que son de
antemano visibles (re-producir). Desde lo visible, son el signo de
lo irreductiblemente invisible que se trata de producir, de promo-
ver en lo visible en tanto que invisible. El icono manifiesta pro-
píamente la distancia nupcial que casa, sin confundirlos, lo visible

21
y lo invisible, es decir, lo divino y lo humano. El ídolo se esfuer-
za en abolir esta distancia mediante la disponibilidad del dios alo-
jado en la fijeza de un rostro. El icono preserva y subraya esta dis-
tancia en la profundidad invisible de una figura insuperable y
abierta. Frente al punto de vista del deseo, y por tanto del objeto
idolátrico, frente a lo obsceno de un dios de quien se espera y se
teme a la vez su insistencia, que se vuelve un tanto apremiante, y
que de este modo puede ser manejado sin empacho, frente a todo
ello, el icono ofrece algo así como una teofanía negativa: la figu-
ra permanece como auténticamente insuperable (norma, auto-re-
ferencia) únicamente por cuanto que ella se abre en profundidad
sobre una invisibilidad cuya distancia no abole, sino que revela.
De ahí surge una pregunta: ¿puede tener la dialéctica del atéis-
mo, y del concepto que lo sostiene aunque también lo descalifica,
una relación decisiva con el ídolo? El concepto, al igual que el ido-
lo, proporciona una presencia sin distancia de lo divino, en un dios
que nos devuelve nuestra propia experiencia o pensamiento, con la
familiaridad suficiente para que dominemos siempre su juego. Se
trata de mantener siempre fuera de juego la extrañeza de lo divino,
a través del· filtro idolátrico del concepto, o a través de la concep-
ción facial de un ídolo. Se trata de precisar ahora dicha función del
concepto de «Dios». A partir de ahí, a su vez, podría surgir otra
pregunta: ¿no podría el concepto actuar también y sobre todo co-
mo un icono, en el sentido en que —al igual que el icono ofrece la
figura de lo invisible— «las palabras no son la traducción de nada
que esté ahí antes que ellas»3 (L. Wittgenstein), sino el proferí-
miento mismo de lo que permanece al mismo tiempo y para siem-
pre indecible?

§ 2. El «Dios» de la onto-teología

Así pues, el concepto, o más bien, los conceptos, de «Dios»,


podrían ser interpretados como ídolos, o mejor, como operadores
de lo que el ídolo opera también por su parte: la puesta a disposi-
ción de lo divino en un rostro que denominamos dios. Por consi-
guíente el filósofo, o mejor dicho, el metafísico, da nombre a lo di-
vino: lo fija como δεα το άγάύ‫־‬ου (Platón), como νοήσεως νόησις
(Aristóteles), como el Uno (Plotino). Introduce entre lo divino, o
más tarde el Dios de Jesucristo, y un nombre un signo de equiva-
lencia, simple, trivial, temible; hablará, como Kant por ejemplo,
de «la existencia de un fundador moral del mundo, es decir, de
Dios»4. No hay ninguna dificultad para que tal concepto sea esta­

22
blecido por el filósofo como desempeñando el papel de funda-
mento o de principio de lo divino; y si la hay, concierne solamen-
te al filósofo y a su propio esfuerzo de pensamiento. Pero la iden-
tificación que el filósofo, al término de la demostración, una vez
que 10 divino ha sido rigurosamente identificado en tal concepto,
(una vez acabada la «prueba de la existencia de Dios», según se di-
ce, o se decía) establece subrepticiamente, como si fuera evidente
y fácil, entre este concepto de lo divino y algo, o alguien, señala-
do como Dios, sólo podría ser confirmada en el caso de que Dios
mismo ratificara dicha identificación. En una palabra, la cuestión
de la existencia de Dios no se plantea tanto antes de la prueba, co-
mo a su término; cuando ya no se trata solamente de establecer que
algún concepto pueda nombrarse como Dios, ni de que cierto ente
movilice este nombre, sino cuando se trata de establecer más radi-
cálmente que este concepto o este ente coinciden con Dios mismo.
De este modo, las cinco vías trazadas por santo Tomás no condu-
cen absolutamente a Dios; la primera conduce al primer motor y,
una vez terminada la demostración, debe añadir a modo de inciso
inocente: «y esto es entendido por todos como Dios»; la segunda
conduce a la primera causa eficiente, de la que todavía hay que
precisar que «todos la denominan Dios»; la tercera desemboca en
la causa de una necesidad que todavía hay que identificar como
«lo que todos dicen que es Dios»; la cuarta reconoce una causa de
la perfección, pero también tiene que hacer admitir que «decimos»
de ella «que es Dios»; finalmente, la quinta señala efectivamente
un fin último, pero también tiene que subrayar que «decimos que
es Dios5». Pregunta: ¿quién enuncia la equivalencia entre el tér-
mino último en el que desemboca la demostración, y, por tanto, el
discurso racional, y el Dios que «todos» reconocen en él? «To-
dos», sin duda, pero, ¿con qué derecho? ¿quiénes son «todos»?
¿por qué pueden ellos establecer una equivalencia que no puede
ser fundada por el teólogo ni por el filósofo, y sobre la que sin em-
bargo ambos se fundan? ¿sobre qué fundamento se apoya aquí el
discurso para asimilar un Dios fuera-de-discurso sucesivamente a
los conceptos de primer motor inmóvil, de primera causa eficien-
te, de necesidad, de perfección y de fin? Tal vez se responda que
en el caso de Tomás de Aquino, el santo toma también la palabra,
que el religioso moviliza otras instancias que las conceptuales, que
el filósofo recurre finalmente a la teología (y aquí, precisamente, a
la doctrina de los nombres divinos examinada por la cuestión
XIII). Pero estas observaciones, por más correctas que sean, hacen
todavía más cuestionable el procedimiento tomista: pues se preci-
sa una instancia exterior a la prueba para que ésta llegue a consti­

23
tuir una «vía» que desemboque en el referente fuera-de-discurso y
propiamente otro (divino). El discurso conceptual reconoce que no
produce esta instancia, puesto que sólo llega a su resultado final a
través de un inciso infundado («es decir»), cuya falta de evidencia
se pone todavía más de relieve al darse por tal. Cuando posterior-
mente desaparezcan otros recursos (el sensus Ecclesiae, la teolo-
gía como tal, la santidad), cuando el consensus de «todos» sea sus-
tituido por el idiotismo «yo entiendo por ...», ¿quién podrá garan-
tizar aún el fundamento de la equivalencia del discurso probatorio
con su más allá? Cuando Malebranche establece que «por divini-
dad, todos entendemos lo Infinito, el Ser sin restricción, el Ser in-
finitamente perfecto»6, no dice mucho más, y tal vez incluso me-
nos, que Descartes —«Con el nombre de Dios, entiendo una cier-
ta substancia infinita, independiente, supremamente inteligente,
supremamente poderosa»7— y que Spinoza —«Por Dios, entiendo
un ente absolutamente infinito, es decir una substancia constituida
por infinitos atributos»8—. Aquí la coincidencia del consenso es
sustituida por una definición tal vez meramente nominal que in-
tenta encerrar al Otro irreductible en una infinidad verbal. Ha-
blando propiamente, ¿qué conformidad queda entre el ente ya su-
premo y la silueta fantasmagórica tejida por infinitos infinitamen-
te reduplicados en una inflación tal vez insignificante? Cuanto más
se aproxima el concepto que ocupa el lugar de lo divino, tanto más
sospechosa se vuelve su pretensión de ocupar dicho lugar. Cuan-
do, al culminar este trabajo, Hegel enuncia por fin aquello a lo que
apuntaba el pensamiento desde la ruina de las teorías de la analo-
gía, y postula que la religión revelada se identifica con la religión
manifiesta, porque «la naturaleza divina es lo mismo (dasselbe')
que lo que es la humana y es esta unidad la que deviene intuida»9,
tal vez sólo indique la suprema proximidad de lo divino al precio
de acrecentar al máximo la sospecha de que lo divino, aquí, sólo
coincide con lo humano por cuanto que nunca se ha distinguido de
ello, y no ha ofrecido del mismo sino la imagen reflejada por lo in-
finito. Feuerbach se limitará a formular esta sospecha. En esta
identificación de «Dios» con el discurso probatorio estalla como
nunca la separación irreductible entre el último concepto y el pri-
mer acceso a Dios. No basta con bautizar arbitrariamente este úl-
timo concepto a costa de un juego de palabras (Geist, por ejem-
pío), o de una equivalencia falsamente evidente («es decir»), para
que el pensamiento alcance, más allá de su prueba, aquello a lo
que apunta la prueba: lo divino, o incluso Dios mismo. El pensa-
miento parece conducir con facilidad, rigurosa y demostrativa-
mente, un último concepto hasta captar en él lo que ocupa el lugar

24
de Dios: Tántalo conceptual. La proximidad del ídolo enmascara y
marca la huida de lo divino y de la separación que lo autentifica.
Al apoderarse excesivamente de «Dios» por medio de pruebas, el
pensamiento se separa de la separación, pasa por alto la distancia
y se descubre un buen día rodeado de ídolos, de conceptos y de
pruebas, pero abandonado por parte de lo divino: ateo. De ahí la
palabra en este sentido radicalmente atea de la metafísica de Leib-
niz: «Así es preciso que la Razón suficiente, la que no tiene nece-
sidad de otra Razón, esté fuera de esta serie de cosas contingentes
y se encuentre en una substancia, que sea la causa de la serie, o que
sea un Ser necesario que lleve en sí la razón de su existencia; de lo
contrario no tendríamos todavía una razón suficiente en la que se
pueda terminar. Esta razón última de las cosas es llamada Dios»10.
¿Cómo podría esta razón suficiente, en tanto que razón última (ul-
tima ratio) hecha substancia, como hipóstasis del principio de ra-
zón, del principio de nuestra comprensión de todo ente, pretender
identificarse siquiera mínimamente con Dios? Y, si lo pretende,
¿cómo evita dicha pretensión la interposición de un rostro idolá-
trico entre la separación divina y la mirada humana? Y si, tal co-
mo parece, lo pretende, ¿en nombre de qué rigor produce un ídolo
conceptual semejante?
Habría que considerar aquí, aunque fuera sumariamente, lo que
Heidegger entiende bajo el título de constitución onto-teológica de
la metafísica. Cuando hasta aquí escribíamos «filósofo», había que
entender por supuesto «pensador (a partir) de la metafísica». La
producción de un concepto que pretende ser equivalente a Dios in-
cumbe propiamente a la metafísica. Pues la cuestión en torno a có-
mo entra Dios en la filosofía sólo se decide, en el sentido en que
Heidegger la desarrolla, a partir de la filosofía misma, pero a con-
dición de entender a ésta en su esencia, en su rostro historial de
metafísica. La metafísica piensa el Ser, pero lo hace a su manera.
No cesa de pensarlo, pero solamente a partir del ente que el Ser po-
ne delante y en el que se pone en juego. De igual modo, el Ser,
aunque no coincide con ningún ente (diferencia ontológica), sólo
se da a pensar a propósito de un ente. El ente declina, en efecto, de
manera sustantivada un participio neutro (óv) que es regido, si se
examina atentamente, por la verbalidad que se encamina así a ser,
es decir, a dejar ser. El mismo óv sólo oscila entre un ente (una
«cosa») y un encaminarse a ser, en la medida en que antes y más
fundamentalmente el óv aúna, compone y despliega estas dos ope-
raciones, o si se quiere, estas dos interpretaciones, en una sola. La
metafísica termina sin embargo por entender a su manera lo que
Heidegger designa como despliegue, repliegue, pliegue, es decir, a

25
no entenderlo ya como tal; de este modo, privilegia en ello más al
ente en su Ser que al Ser no reificado por ningún ente y que sin
embargo promueve a cada ente. La metafísica expresa de dos ma-
ñeras este privilegio del ente en, y sobre, su Ser . En primer lugar,
pensando, al modo de la cuestión que abre el Libro Z de la Meta-
física de Aristóteles, el óv como ουσία: esencia, si se quiere, o in-
cluso substancia11; pero sobre todo como privilegio de la presen-
cía sobre las otras temporalizaciones del tiempo (no dadas ya por
el «pasado» ni por el «futuro», puesto que ambos se ordenan a par-
tir del presente). Este privilegio entrega el Ser a la presencia, y al
ente que brota en ella, pero también lo disuelve en él. Así, puesto
que el ente, en tanto que presente, presenta la culminación del Ser,
el Ser se manifiesta tanto mejor (verbalmente) cuanto que un ente
permanece presente (substancialmente) como lugar de la presen-
cia. De ahí, en segundo lugar, el paso al ente supremo. El ente su-
premo proporciona a su vez la figura más presente de la presencia,
la única que permite a cada ente —no supremo— permanecer ya.
En este sentido el Ente supremo funda ejemplarmente a cada ente
en su ser, porque en él el Ser se despliega plenamente como pre-
sencia. Y a la inversa, él mismo halla solamente su fundamento en
la entidad presente en la que el Ser se ata y se dice. Si el Ser no se
enunciara en la presencia, el ente supremo no ejercería ninguna de-
cisión fundadora sobre los otros entes. Este juego recíproco del
Ser del ente en general (ontología, metafísica general) y el ente su-
premo (metafísica especial, teología) no define la constitución on-
to-teológica de la metafísica, sino que resulta de ella y, en un cier-
to modo, marca su conciliación profunda (Austrag, dice Heideg-
ger). «La constitución onto-teológica de la metafísica procede del
predominio de la diferencia que mantiene separados y correlacio-
nados mutuamente (aus- und zueinanderhalt) al Ser en tanto que
fundamento, y al ente en su calidad de fundado-fundamentador
(ais gegründet-hegründendes)»12. La reciprocidad del ente en su
ser y el Ente supremo se constituye en su relación de fundamenta-
ción mutua. El ente supremo da razón del ente en su Ser, pero ma-
nifiesta así la operación de Ser también y ante todo en tal ente. En
este juego —engendrado propiamente por la metafísica— el ente
supremo sólo es convocado para garantizar el fundamento; Leib-
niz dirá, culminando aquí la teología de la onto-teología, para «dar
razón» «llevando en sí la razón de su existencia». Sólo puede dar
razón de los entes de manera absolutamente satisfactoria (sufi-
ciente), dando razón de sí mismo por sí mismo. Con ello, no al-
canza tanto su independencia óntica, cuanto que pone de mani-
fiesto su dependencia radical con respecto a la onto-teología, la

26
cual suscita y halla en él la ultima ratio necesaria para dar razón
de los otros entes infinitamente multiplicados por su finitud. Así,
«el ser de lo ente sólo se representa a fondo, en el sentido del fun-
damento, como causa sui. Con ello, ha quedado nombrado el con-
cepto metafísico de Dios. La metafísica debe pensar más allá has-
ta llegar a Dios, porque el asunto del pensar es el ser, pero éste se
manifiesta de múltiples maneras en tanto que fundamento: como
Λόγος, como υποκείμενον, como substancia y como sujeto»; «la
conciliación nos hace patente y nos da el Ser como fundamento
que aporta y presenta, fundamento que a su vez necesita úna fun-
damentación-en-razón (Begründurtg) apropiada a partir de lo fun-
damentado-en-razón por él mismo, es decir, necesita una causa-
ción (Verursachung) por medio de la cosa más originaria (ur-
sprünglichste Sache). Esta es la causa (Ursache) en tanto que cau-
sa sui. Así reza el nombre que conviene al Dios en la filosofía»13.
El pensamiento de Descartes, que es el primero en pensar a Dios
como causa sui a partir de su exuberancia de poder, halla en Leib-
niz su auténtico estatuto metafísico. El ente supremo, provocado
por la constitución onto-teológica de la metafísica, sólo culmina la
fundamentación-en-razón, su única razón de ser (el ente supremo),
convirtiéndose en fundamento absoluto, fundamento que se funda
a sí mismo. La metafísica no alcanza ni concibe lo divino, ni los
dioses, y aún menos a Dios, por sí mismos, sino que los encuentra
como por azar, en el viraje (a veces experimentado brutalmente
por las dos partes) de un proceso que va del άκρότατον ov a la cau-
sa sui. Eso quiere decir que «el carácter teológico de la ontología
no depende del hecho de que la metafísica griega fuese asumida
posteriormente por la teología eclesial del cristianismo y trasfor-
mada por ella. Depende más bien de la manera en la que el ente,
desde el origen, es des-encubierto (entborgeri) en tanto que ente»;
«el Dios sólo puede llegar a la filosofía en la medida en que ésta
exige y determina según su esencia que Dios entre en ella, así co-
mo el modo en que debe hacerlo»14. El ente supremo de la metafí-
sica, que culmina en la figura de la causa sui, depende fundamen-
talmente de la esencia misma de la metafísica y, finalmente, sólo
de ella. Además, por ello el ente supremo permanece y, con él, una
constitución onto-teológica, ahí mismo donde Dios, en cuanto
cristiano, desaparece. Esto podría ser mostrado sin dificultad en el
caso de Feuerbach (M. Stirner lo ha hecho, a propósito de B.
Bauer); también se ha intentado con respecto a Marx; y el mismo
Heidegger lo ha indicado centralmente en el caso de Nietzsche (§§
4, 5, 6). Por la misma razón, Platón, Aristóteles y Plotino no espe-
raron al cristianismo para desarrollar la constitución onto-teológi-

27
ca. El ente supremo, en cualquier caso, pertenece a la metafísica y
en ella solamente encuentra su rigor, su alcance y sus límites.
De ahí una indicación de pensamiento absolutamente determi-
nante para nuestro asunto. La causa su¿ sólo tiene valor teológico
en el interior de la onto-teología; ahí gobierna la función divina, y
la utiliza precisamente cuando la reverencia. Los caracteres del
ídolo convienen igualmente a un «Dios» que sirve de fundamento,
y que recibe él mismo un fundamento; convienen a un «Dios» que
enuncia supremamente el Ser de los entes en general y que, en es-
te sentido, les devuelve una imagen fiel de aquello por lo que ellos
son, y de lo que son; convienen a un «Dios» que sólo permanece
distante de la ontología común dentro de una Conciliación (Aus-
trag) que preserva una familiaridad fundamental. Producido por y
para la onto-teología, este «Dios» se ordena a ella como el ídolo a
la ciudad (a menos que el juego político del ídolo remita inversa-
mente a la onto-teología). Con la única diferencia de que aquí el
ídolo es conceptual: además de no reenviar, como el icono, a lo in-
visible, no ofrece tampoco ningún rostro en el que lo divino nos
mire y se deje mirar. «A este Dios, el hombre no puede ni rezarle
ni hacerle sacrificios. Ante la causa sui el hombre no puede caer
temeroso de rodillas, así como tampoco puede tocar instrumentos
ni bailar ante este Dios./ En consecuencia, tal vez el pensar sin
Dios, que se ve obligado a abandonar al Dios de la filosofía, al
Dios causa sui, se encuentre más próximo al Dios divino. Pero es-
to sólo quiere decir aquí que tiene más libertad de lo que la onto-
teo-lógica querría admitir»15. Tal vez habría que admitir que que-
da libre todavía otro camino: el que trataría de afrontar lo divino
en una figura diferente a la del «Dios» onto-teológico. Y que por
tanto la muerte de éste último no cierra este otro camino, ni afee-
ta a la posibilidad del Wesen divino de mantenerse abierto (como
dice Heidegger, según veremos, a propósito de Nietzsche) (§ 4).
¿Cómo proceder para acceder a esta apertura? Resultaría demasía-
do fácil oponer un Dios «verdadero» al «Dios» de la onto-teología,
ya que de hecho, para nosotros, ambos se imbrican historialmente.
Tal vez haya que empezar por callar: «Hoy en día, el que por me-
dio de una larga tradición haya conocido directamente tanto la teo-
logia de la fe cristiana como la.de la filosofía, prefiere callarse
cuando entra en el terreno del pensar que concierne a Dios»16. Pe-
ro, para callar, no basta con ya no poder decir, ni tampoco con no
hablar en absoluto. Callar es ante todo acceder al lugar en que la
palabra que enuncia y discurre ya no es oportuna. La onto-teolo-
gía precisamente no nos da acceso a este sitio, pues no cesa, in-
cluso y sobre todo en los tiempos de ateísmo triunfante, de atibo-

28
rrarnos de entes cada vez más supremos (y entonces la gramática
sufre algo mucho peor que la reduplicación del superlativo). Cuan-
do se trata de Dios, hay que merecer incluso su silencio. Por ello,
el mismo Heidegger elabora en otro lugar lugar lo que denomina
aquí «callar». Lo elabora en referencia a san Pablo, y a su esfuer-
zo por señalar un discurso (y por tanto un silencio) diferente al de
los griegos, y por tanto al de la filosofía. «Este desencubrimiento
del ente ha hecho posible en principio que la teología cristiana se
apodere de la filosofía griega —para beneficio o pérdida propios,
cosa que tendrían que decidir los teólogos—, a partir de la expe-
riencia de la cristianidad (des Christlicheri), por cuanto que ellos
meditan lo escrito en la primera Carta a los corintios del apóstol
Pablo: ούχί έμώρασεν ό θεός τήν σοφίαν του κόσμου («¿No ha si-
do la sabiduría del mundo acusada de locura por Dios?», 1 Cor 1,
20). Ahora bien, la σοφία του κόσμου es, según 1, 22, Έλληνες
ζητοϋσιν, lo que buscan los griegos. Aristóteles denomina a la
πρώτη φιλοσοφία (la filosofía propiamente dicha) muy precisa-
mente como ζητουμένη (buscada). ¿Se decidirá de nuevo la teolo-
gía cristiana a tomar en serio la palabra del apóstol y, en confor-
midad con ella, a tomar en serio que la filosofía es locura?»17. Pa-
ra nosotros, tomar en serio que la filosofía es una locura quiere de-
cir ante todo (aunque no exclusivamente) tomar en serio que el
«Dios» de la onto-teología es equiparable a un ídolo riguroso, el
ídolo presentado por el Ser del ente pensado metafísicamente; y
quiere decir por tanto que la seriedad de Dios sólo puede comen-
zar a aparecer y a sobrecogernos cuando por medio de una inver-
sión radical pretendamos avanzar fuera de la onto-teología. Créa-
se que somos conscientes de que es una empresa loca y peligrosa,
pretenciosa y vana. No se trata, como de costumbre, de «superar la
metafísica», sino de plantearnos al menos correctamente esta cues-
tión: ¿cierra el ídolo onto-teológico, triunfante o derrotado (poco
importa), todo acceso al icono de Dios como «icono del Dios invi-
sible»? Parece claro que Heidegger no indica aquí cómo dar el pa-
so atrás fuera del ídolo hacia el icono. Sin embargo, el texto del
apóstol Pablo, citado por Heidegger en contra de una teología de-
masiado complaciente con la σοφία onto-teológica, dice algo más:
a la locura que hay que tomar en serio le corresponde un λόγος ex-
traño al onto-teo-lógico, el λόγος του σταυρού (1, 18), el de la
cruz; la cruz en la que el Verbo fue crucificado. Sobre la cruz, el
Verbo calló, y así se manifestó en plena luz paradójica otro dis-
curso. Tal vez haya que intentar reanudar con este discurso, a par-
tir del lugar en el que nos encontramos, la onto-teología. Cierta-
mente no podemos salir de ella, como si se pudiera atravesar el es­

29
pejo idolátrico, ni retroceder a un estado natural del concepto que
ninguna historia hubiese marcado irremediablemente. Así pues,
sólo queda una vía: recorrer la onto-teología misma a lo largo de
sus límites —de sus marcas—. Las marcas no delimitan solamen-
te un territorio, como las fronteras. Lo defienden como un talud,
como una línea de fortificaciones. También lo rodean, territorio ya
extranjero, expuesto al peligro, a medias desconocido. Tomar la
onto-teología por la tangente, a través de la oblicuidad de sus lí-
neas de defensa, y exponerse así a lo que ya no le pertenece: ésa
será nuestra manera de entrar conceptualmente en la seriedad de
una locura, de la locura que apunta al icono y recusa al ídolo.

§ 3. Discurso a los atenienses

Reconocer marcas en el caso de la onto-teología supone de en-


trada —ése será nuestro primer presupuesto— admitir la onto-teo-
logia como constitución de la metafísica. En efecto, puede perfec-
tamente no serlo. Pero esta primera asunción no basta. Pueden
considerarse diversas menciones de exterioridad que van más allá
de la onto-teología. En primer lugar, las «superaciones» que de he-
cho se desentienden, o creen hacerlo, de los términos mismos de
la cuestión; intentaremos no caer en esta trivialidad. A continua-
ción, la meditación propiamente filosófica del primado metafísico
de la presencia en la temporalización, y por tanto también de la
constitución onto-teológica; esta meditación desarrollada por Hei-
degger desde Sein und Zeit hasta «Zeit und Sein» permanece den-
tro del campo de la filosofía, o al menos lo parece. Volveremos so-
bre ello más adelante (§ 17). Queda un último modo de proceder
que ya no interroga a la onto-teología a partir de su límite interior,
sino a partir del borde exterior del límite, aquel que se abre inme-
diatamente sobre lo extranjero: con vistas a una teología no onto-
teológica. Precisemos el último presupuesto: ¿hay que excluir que
el λόγος του σταυρού actúe todavía como un λόγος, aunque, o por-
que, dependa de la cruz, cuya locura acusa de locura a la sabiduría
buscada por los griegos? ¿puede esta lógica acercarse a un discur-
so y obtener su apoyo? ¿pone en juego este discurso una posición
fundamental diferente a la de la onto-teología, y al ídolo de «Dios»
como ente supremo? Intentaremos ver cómo, de hecho, ascienden
otras constelaciones en otro cielo: la distancia, el Padre, el retiro,
el abandono filial, el recorrido de la distancia. Obviamente, esta
puesta al día no puede esbozarse de modo polémico. Quien pre-
tenda saltar de golpe fuera de la onto-teología se expone a repetir­

30
la, con una inversión ingenuamente crítica similar. La distancia
llegará a sernos incoativamente inteligible sólo si la desencubri-
mos a partir de la onto-teología misma y de su estado más identi-
ficable. La distancia actúa desde, y dentro de la onto-teología co-
mo el aire, el agua y el tiempo actúan sobre las maderas mejor en-
cajadas: para agrietarlas 0/y adaptarlas al uso cotidiano. Hay por
tanto que tomar la onto-teología oblicuamente, no de frente: la dis-
tancia, puesto que ningún pensamiento puede ni quiere reabsor-
berla, permanece para ella presente, disimulada, en sobre-impre-
sión. Todo gran metafísico mantiene, en el interior de la onto-teo-
logia, una relación oblicua con ella. La distancia le influye, sin que
él, por decirlo así, lo sepa. No caeremos por tanto en el ridículo de
«criticar» a Nietzsche (ridículo casi tan grande como el de preten-
der «explicarlo») a partir, por ejemplo, de la teología revelada por
el nuevo testamento, intentaremos —cosa que nos parece infinita-
mente más arriesgada, decisiva y respetuosa— considerar a
Nietzsche a partir de la distancia. Se tratará pues, para quien ad-
mita con nosotros la primacía insuperable de la revelación cristia-
na, de considerar a Nietzsche, el último metafísico, a partir de la
distancia, no para encontrar una situación nietzscheana del cristia-
nismo, sino para, siguiendo por lo demás la invitación de Heideg-
ger, dar a la onto-teología una situación de «locura» a partir de
Cristo y de la cristianidad como «locura/discurso de la cruz». ¿Es
posible considerar la onto-teología a partir de lo que pudiera esca-
par de ella en el cristianismo? No se trata, una vez más, de crítica
ni de recuperación, sino de una inversión de los términos de la lee-
tura. No se trata de cuestionar el cristianismo a partir de la onto-
teología, sino de esbozar la consideración de la onto-teología—en
su culminación nietzscheana— a partir de la cristianidad manifes-
tada por el apocalipsis de Cristo. Nietzsche merece algo más, y es-
peraba irónicamente de sus lectores algo más que simples hagio-
grafías devotas o polémicas que oscurecen profundamente el ver-
dadero envite de su toma de palabra. Del mismo modo que se ha
puesto de relieve (por parte de Heidegger) una relación decisiva e
íntima de Nietzsche con la metafísica, bien diferente a la mera crí-
tica del «platonismo», así también queda por entrever (a causa del
trabajo de Heidegger) su relación íntima y decisiva con la cuestión
de lo divino y de Cristo, bien diferente a una simple declaración de
«ateísmo». Leer a Nietzsche a partir de la cristianidad —su mar-
ca—, no sólo no menoscaba la onto-teología y la altura a la que él
la lleva, sino que constituye tal vez uno de los homenajes menos
indignos que se le pueda ofrecer.

31
A través del umbral nietzscheano, entraremos en comercio con
otros territorios limítrofes con la onto-teología, Hólderlin y Dioni-
sio, llamado el Areopagita. Lo que requiere tres advertencias. Di-
cha elección refleja una arbitrariedad inexcusable, irremediable,
pero sin duda inevitable. Y por tanto, eso no se remedia anadien-
do un motivo a la serie: nos ha parecido que hay una misma pre-
gunta que los atraviesa —la formulada aquí, con una denomina-
ción importada, como distancia—. Distancia fuera de la onto-teo-
logia para Nietzsche, distancia recibida filialmente de la presencia
de un Dios paternalmente en retiro para Hólderlin, distancia reco-
rrida litúrgicamente por el discurso de alabanza de los requirentes
hacia el Requerido para Dionisio. En todos estos casos, la apari-
ción indiscutible de la ausencia de lo divino llega a constituir el
centro mismo de una pregunta sobre su manifestación. Todos ellos
reconocen a su manera esta ausencia, o este retiro, como la tarea
de pensamiento que les incumbe propiamente. Nuestra empresa
apunta solamente a dejarles sinfónicamente la palabra, sin convo-
carlos policialmente en torno a una cuestión extraña. O mejor di-
cho, ■la distancia de Dios nació para nosotros como a partir de sus
insistencias sucesivas, diversas e inesperadas —armónicamente
fortuitas—. Ellos convocaron nuestra atención y suscitaron la úni-
ca pregunta que ahora, aparentemente, les convoca. Nuestro reco-
rrido parecerá a menudo arbitrario. La impetuosidad altiva de cier-
tas «interpretaciones» (donde las comillas indican, por medio de
litotes, los falsos sentidos o los contrasentidos) parecerá violenta,
e incluso poco seria o poco objetiva a los especialistas de Nietzs-
che, Hólderlin, y Dionisio. Podrá también llamar la atención el
aparente descuido de la importante literatura secundaria consagra-
da a estos autores. Respondamos a ello de varias maneras. Dado
que nosotros mismos desempeñamos en otras partes, y a veces
también aquí, el papel de especialista, compartimos de antemano
ciertas indignaciones, y no podemos menos que admitirlas, ya que
nosotros consentimos algunas similares en otros lugares. Dicho es-
to, no hay que confundir los silencios que un ensayo disperso pue-
de o debe permitirse, con las ignorancias masivas que hemos in-
tentado evitar con la ayuda de otros. Hay que preguntarse también
si la objetividad sería aquí conveniente: el punto de vista muy par-
ticular y preciso que nos conduce —la distancia— toma fre-
cuentemente a contrapaso los estudios más exhaustivos y finos; y
sobre todo, los pensadores aquí reunidos no pueden ser tornados
como objeto de un examen técnico, puesto que son ellos evidente-
mente quienes piden la pregunta que ellos mismos suscitan. El ac-
ceso más directo posible —y no el más ingenuo— es tal vez el úni-

32
co que permite que no sean rebajados al rango de texto a explicar,
o de tesis a decidir. Aquí se trata solamente de seguir lo más fran-
camente posible lo que Nietzsche, Hólderlin, y Dionisio pueden
darnos todavía a pensar en cuanto a la distancia18. Nuestros me-
dios han tenido que someterse a esta urgencia y a esta instancia.
¿Esta es la única excusa frente a sus debilidades. En fin, e inver-
sámente, ¿por qué haber escogido estos textos y no otros? ¿por qué
además escoger textos? No se trata tanto de explicar ciertos auto-
res, cuanto de pedirles que nos expliquen la situación en la que es-
tamos. Ellos concuerdan (como las cuerdas de un instrumento: pa-
ra permitir sonidos diferentes, pero con diferencias reguladas) en
dar a pensar que la «muerte de Dios», en lugar de implicar la
descalificación de la cuestión de Dios, o de lo divino, urge la cues-
tión de su afrontamiento pánico, inmediato, a rostro descubierto.
La desaparición del ídolo onto-teológico provoca, al mismo tiem-
po, la búsqueda frenética de un cuerpo a cuerpo con lo divino, es-
perado a veces como nupcial, en el enloquecimiento desheredado
de una insignificancia sádica. La tarea inevitable, y de una urgen-
cia inexorable, pasa por tanto a consistir en aprender que sólo la
separación puede definir el acceso, el retiro, el advenimiento. Hei-
degger dice, tal vez en este sentido, que la urgencia de las urgen-
cias exige leer correctamente a Hólderlin. Lo que aquí se denomi-
na distancia trata de dedicarse a ello. No se tratará pues de expli-
car autores, sino de dejar que ellos nos instruyan sobre la distan-
cia. La fractura de los textos será por tanto el índice de una in-
completitud conveniente por dos razones. En primer lugar, porque
la arbitrariedad de nuestras elecciones y la insuficiencia de núes-
tras lecturas reflejan la urgencia de la tarea, y provienen de ella:
«Ciertos días, no hay que tener miedo a nombrar las cosas que no
pueden ser descritas»1^ (R. Char). Creemos que estos días han lie-
gado. En segundo lugar, dado que la distancia supone la insu-
ficiencia del discurso (una armazón ideológica, un conjunto mera-
mente coherente de tesis, e incluso un programa de estudios se im-
pedirían definitivamente el acceso a la distancia, porque ésta im-
plica el retiro como modo del advenimiento, e impone la incom-
pletitud como decencia con respecto al discurso), ¿no constituiría
esto la conveniencia más elemental, y también la mayor audacia?
De ahí el discurso a los atenienses. Nuestro propio discurso no
permanece en efecto solitario, inaudito, ni desde luego original (la
originalidad, invención reciente, cree corroborar la categoría de un
autor, cuando se desentiende precisamente del origen), sino que
reproduce, es decir, si quiere permanecer, debe tratar de reencon-
trar la situación teológica, la disposición táctica y la inversión cru­

33
cial del discurso que pronunció el apóstol Pablo en el areópago,
ante los atenienses (Hech 17, 16-34). En primer lugar, la situación
teológica: Pablo entra en una ciudad (y por tanto en una política)
que él (y sólo él) ve «entregada a los ídolos» (17, 17). ¿A qué ido-
los? El discurso hablará más adelante de ídolos «de oro, de plata,
de piedra, escultura del arte y de la concepción humana» (17, 29)
—por tanto, ídolos en el sentido monumental del término—. Pero,
curiosamente, a la mención de la idolatría general le sigue la enu-
meración de «aquellos que pasan por ahí casualmente» (17, 17), es
decir, además de los judíos y los adoradores paganos, «algunos fi-
lósofos epicúreos y estoicos» (17, 18). Todo parece indicar que la
idolatría incumbiera también a los filósofos —con la única dife-
rencia de que ellos la han depurado, es decir, conceptualizado—.
Su «Dios» recibe una definición como homenaje supremo y como
premio por su compromiso idólatra. Que el «ateísmo» de los epi-
cúreos sea asimilado aquí al «Dios» lógico y físico de los estoicos
confirma por lo demás la idolatría conceptual. En este sentido, los
epicúreos se beneficiarían de un prejuicio favorable —teológica-
mente hablando—. Así como la idolatría visible no se refuta sus-
tituyendo una imagen por otra, del mismo modo la idolatría con-
ceptual tampoco queda destruida ante otro concepto de «Dios». La
idolatría sólo se borra ante la ausencia de concepto, ausencia defi-
nitiva e iniciadora de una aproximación diferente a Dios como
«Dios desconocido» (17, 23). Aunque utiliza el «Dios desconocí-
do» cuyo ídolo aparecía entre la masa de los demás —dioses co-
nocidos—, Pablo no intenta revelar su identidad hasta entonces di-
simulada. Pues si bien declara que «a aquél que adoráis sin cono-
cerle, yo os lo anuncio», y anuncia efectivamente el «Dios que ha
hecho el mundo, y todo lo que en él se encuentra» (17, 24), éste
no sólo retrocede del mundo, sino también de la inteligencia que
mide el mundo, y que finalmente se mide con él: lo Ab-soluto.
Dionisio lo denominará impensable, por cuanto que él revela Ja
distancia de Bondad, en el encuentro de la creación (§§ 1314‫)־‬. La
relación con Dios escapa a la conceptualización, en la que com-
prendemos los ídolos, para comprendemos, como incomprensible.
De ahí la conveniencia de tomar prestada la disposición táctica de
Pablo. Lo incomprensible nos comprende, porque «en él vivimos,
nos movemos y somos»: el Ser del ente mismo, también nombra-
do a su manera por la «vida» (¿nietzscheana?) y por el «moví-
miento» (¿dialéctico?), resulta de lo incomprensible; en lugar de
alcanzarlo, nos proviene de él como uno de los dones de lo Im-
pensable. Eso quiere decir que los ídolos ya no mediatizan núes-
tra relación con «Dios», sino que nosotros mismos somos inme­

34
diatamente convocados a mediatizar la relación disforme de los
ídolos con Dios. El lugar de la discusión se desplaza: desnudos, a
rostro descubierto ante el Dios sin rostro, ya no le miramos en una
cara idolátricamente privilegiada, sino que en primer lugar él nos
mira y nos guarda bajo su mirada invisible. La mirada invisible de
Dios nos convoca a ver su invisibilidad misma. En este sentido,
«somos de la raza de Dios» (17, 29). Desde entonces, la semejan-
za se convierte en el lugar expuesto que nos moviliza para una mi-
rada mutua: ¿no podría Dios aniquilamos, en favor de un ídolo del
hombre, tal como nosotros lo habíamos dejado de lado, con oca-
sión de los ídolos de Dios que rechazábamos sin cesar? El afron-
tamiento del Dios «vivo», cosa terrible salvo para quien lo ignora
felizmente, viene a continuación derrumbamiento de los ídolos.
«¿Quién podrá resistir?». El dies irae aterroriza sobre todo porque
nos descubre el rostro invisible que nos mira y que nadie puede
arrostrar. Por esa razón Pablo evoca el único rostro encarable de lo
invisible, el Cristo resucitado (17, 31-32), «icono del Dios invisi-
ble». En este preciso momento —el esencial— la muchedumbre
se aleja, y se ríe burlonamente (al igual que ríe burlonamente
cuando el insensato nietzscheano anuncia lo inaudible e inaudito:
«Dios ha muerto») (cf. § 4). Aquí la táctica falla, al igual que to-
das las tácticas, retóricas o pragmáticas, desde el momento en que
se trata de lo esencial. Tras la imposibilidad de hacer ver lo invi-
sible, Pablo hace intervenir en la primera Carta a los corintios la
inversión crucial. Inversión crucial:, es decir, comenzar por el
λόγος de la cruz, contra de la sabiduría del mundo, por la «locura
del kerygma» que «escandaliza», por el «Cristo crucificado» (cf.
§ 2). De ahí el paso directo al icono; paso que no puede ser reci-
bido ni entrevisto por el derrumbamiento de los ídolos. De ahí la
contemplación directa de la «paradoja de este rostro»20, del rostro
encarable de lo Invisible; paradoja en el sentido en que la «gloria»,
y ante todo la «gloria de Dios», se da a ver en él oblicuamente, de
lado, de través —en una palabra, invertida (παρά-δοξον)—. Eso
quiere decir para nosotros, primeramente, que el recorrido de los
ídolos, de su derrumbamiento y de lo impensable que ellos liberan
de otra «gran clausura», sólo podrá terminar en el rostro icónico
de Cristo. En segundo lugar, que la atención que posiblemente se-
rá otorgada al principio de nuestro ensayo deberá sufrir a conti-
nuación, tal como lo impone el discurso a los atenienses, resisten-
cias irónicas o desdeñosas cada vez que, paradójicamente, Cristo
surja como figura de revelación y norma única. El rigor de núes-
tro discurso sólo se verificará, en cierto sentido, por medio de su
fracaso —siempre que éste sea teológico, y no literario—. El fra-

35
caso manifiesta, a su manera, la lógica crucial, o mejor dicho, ins-
cribe el discurso en ella. Pero el fracaso, así considerado, es tan
provisional como serio: pues a pesar de todo algunos escucharon
a Pablo. Entre ellos, un cierto Dionisio, llamado el Areopagita,
que la tradición y nosotros mismos queremos reconocer, a pesar de
la distancia de varios siglos, en el autor del corpus dionisiano, y
en quien este autor quiere ser reconocido.
Así pues, lo más riguroso será concluir, mediante una lectura
de Dionisio, un texto inaugurado por el recuerdo del discurso a los
atenienses; el uno proviene, tan cierta como paradójicamente, del
otro. En este sentido escribimos para Dionisio y sus semejantes.

NOTAS

1. En este sentido, cf. san Pablo: «¡Acordaos de que en aquel tiempo es-
tabais sin Cristo, excluidos de la ciudad de Israel, extraños a las alianzas de
la promesa, sin esperanza, ateos sin Dios en este mundo!» (Ef 2, 12) En cuan-
to a la palabra άιϊεος, cf. E. Stauffer, ϋεός, en G. Kittel, Theologisches Wor-
terbuch zum neuen Testament III, 120122‫ ;־‬traducción francesa, G. Kittel,
Dictionnaire biblique, éd. Labor et Fides, Genévc 1968, 120124‫־‬.
2. Cf. L. Ouspensky, Essai sur la théologie de l’icóne, Paris 1960; P. Εν-
dokimov, L’Art de Γicone, D.D.B., Paris 1970, trad. cast. de L. García Gámiz,
El arte del icono, Ed. Claretianas, Madrid 1991; y sobre todo C. von Schon-
born, o.p., L'Icóne du Christ. Fondements théologiques elabores entre le Ier
et le 2e concile de Nicée, Editions Un i versi taires, Fribourg (Suiza) 1976.
3. L. Wittgenstein, Zettel, § 191
4. I. Kant, Crítica del juicio, § 87, trad cast. de M. García Morente, Ed.
Espasa-Calpe, Madrid 51990.
5. Santo Tomás, Suma teológica I, q. 2, a. 3; trad. cast. de José MartoreH,
Ed. Católica (B.A.C.), Madrid 1988. Cf. también Suma contra gentiles, lib. I,
cap. 13; trad. cast. dirigida por J. M. Pía, Ed. Católica (B.A.C.), Madrid 1952.
Por último, Duns Scoto, Opus Oxoniense, lib. I, d. 3, q. 2, a. 4, n. 10.
6. N. Malebranche, Entretiens sur la Métaphysique et sur la Religión,
VIII, § 1, en Oeuvres completes XII-XIII, Vrin, Parisl965, 174; trad. cast. de
J. Izquierdo y Moya, Conversaciones sobre la metafísica y la religión, Ed.
Reus, Madrid 1921. Cf. Recherche de la Vérité, II, II, VIII, § 1; ibid., I, 456,
Paris 1962.
7. R. Descartes, Meditatio III, en Oeuvres VII, cd. Adam-Tannery, 45, lí-
neas 11-13; trad. cast. de M. García Morente, Discurso del método. Medita-
dones metafísicas, Ed. Espasa-Calpe, Madrid 31980, 140141‫־‬.
8. B. Spinoza, Etica, I, definición 6; trad cast. de Vidal Peña, Editora Na-
cional, Madrid 41984.
9. G. W. F. Hegel, Phdnomenologie der Geistes, Ed Hoffmeister, 529;
trad. cast. de W. Roces y otros, Fenomenología del Espíritu, F.C.E., Madrid

36
440 ,1982 ‫ ;כ‬cf. Enciclopedia de las ciencias filosóficas, § 573; trad. cast. de
E. Ovejero y Maury, revisada, Ed. Porrúa, México 1990.
10. G. W. Leibniz, Principios de la naturaleza y de la gracia, fundados
en razón, § 8, Philosophischen Schriften VI, Ed Gerhardt, 602; trad. cast. de
M. García Morente, Opúsculos filosóficos, Ed. Calpe, Madrid 1919, 92. Cf.
«Est illud Ens sicut ultima ratio Rerum, et uno vocabulo solet appellari Deus»,
Opuscules et Fragments inediis, Ed. Couturat, Paris 1903 y Hildesheim 1966,
534.
11. Sobre este punto, hay que señalar además que la equivalencia esta-
blecida entre ούσία y «sujeto», así como su comprensión como «substancia»,
denotan el giro propiamente metafísico que se opera en el seno mismo del
pensamiento de Aristóteles. Cf. R. Boehm, La Métaphysique d’ Aristote. Le
Fondamental et l’Essential, traducido del alemán y presentado por E. Marti-
neau, Gallimard, Paris 1976.
12. M. Heidegger, Identitat und Differenz, Günther Neske, Pfullingcn
1957, 63; trad. cast. de H. Cortés-A. Leytc, Identidad y diferencia, Anthropos,
Barcelona 21990, 151. Cf. también, en general, Wegmarken y, en particular, la
Einleitung zu ‘Was ist Metaphysik?', V. Klostermann, Frankfurt a. M. 1967,
208. La traducción de Austrag por la palabra española conciliación sólo con-
serva del alemán su sentido más común (arreglo, organización, etc.), y deja
de lado el desplazamiento (aus-) por el que el Ser sostiene el ente (-trag), de-
jándole por entero la visibilidad. Sin embargo, por comodidad, mantendremos
la traducción habitual, a pesar de esta insuficiencia, de la que, por otra parte,
A. Préau era perfectamente consciente; cf. la traducción francesa en Ques-
tions I, Gallimard, Paris 1968, 256, n. 2. (Nota del traductor: en la traducción
española del texto citado, Austrag figura como resolución).
13. M. Heidegger, Identitat und Differenz, 51,64; trad. cast., Identidad y
diferencia, 131, 153.
14. M. Heidegger, Wegmarken, 208 (Introducción a Qué es metafísica), y
también Identitat und Differenz, 4T, trad. cast., Identidad y diferencia, 123).
Cf. Questions IV, Gallimard, Paris 1976, 64 (Protocolo de un seminario sobre
la conferencia Tiempo y ser)‫׳‬, Vortrage und Aufsütze I, 42; trad. cast. de esta
última obra por Eustaquio Barjau, Conferencias y artículos, Ed. del Serbal,
Barcelona 1994, 28; Wegmarken, 180.
15. M. Heidegger, Identitat und Differenz, 64-65, trad. cast., 153.
16. M. Heidegger, Identitat und Differenz, 45, trad. cast., 121. El texto de
Unterwegs zur Sprache, G. Neske, Pfullingen 1959, 96, alude también a esta
misma experiencia, y reconoce en ella tanto un «origen», como un «porve-
nir»; trad. cast. de Y. Zimmcrmann, De camino al habla, Ed. del Serbal, Bar-
celona 1987, 88.
17. M. Heidegger, Wegmarken, 208 (Introducción a Qué es metafísica).
18. El derecho que uno puede arrogarse para someter a ciertos pensado-
res a un enfoque teológico corre el riesgo de caer en una reconversión trivial,
a menos de ir acompañado de la convicción de que a partir de estos mismos
autores pueden llegarnos nuevas contribuciones teológicas. Hemos aprendido
de H. Urs von Balthasar que estos dos movimientos no son contradictorios.
En especial, cf. H. Urs von Balthasar, Herrlichkeit III/1. Im. Raum der Meta-

37
physik, Johannes Verlag, Einsiedeln 1965; trad. cast., Gloria, una estética teo-
lógica. IV: Metafísica. Edad antigua, traducción de G. Girones, Ed. Encuen-
tro, Madrid 1987.
19. R. Char, Recherche de la Base et du Sommet, ed. colectiva, Galli-
mard, colección «Poésie», Paris 1971, 8.
20. Rene Char, dice aquí (R. Char, Fureur et Mystére, Gallimard, colee-
ción «Poésie», Paris 1962, «L’Absent»; trad. caSt. de S. Noriega-C. Gallego,
Furor y misterio, Ed. Corazón, Madrid 1979), a su modo, lo que los Padres
contemplan en el rostro paradójico de Cristo: la «paradoja de Dios»; así por
ejemplo Atanasio, Contre les Pa'iens, § 42; Cirilo de Alejandría, Que le Ch-
rist est un (PG 75, 753 a, 759 b); trad. cast. de S. García-Jalón, Por qué Cris-
to es uno, Ed. Ciudad Nueva, Madrid 1991.

38
El derrumbamiento de los ídolos
y el afrontamiento de lo divino:
Nietzsche

«Muertos están todos los dioses, ahora queremos que viva el


transhombre». Pensando de manera muy primaria se podría opi-
nar que la frase dice que el dominio sobre lo ente pasa de Dios a
los hombres o, de manera aún más burda, que Nietzsche coloca al
hombre en el lugar de Dios. Los que así opinen, desde luego píen-
san poco divinamente la esencia de Dios. El hombre nunca puede
ponerse en el lugar de Dios, porque la esencia del hombre no al-
canza nunca el ámbito de la esencia de Dios. Por el contrario, sí
que puede ocurrir algo que en comparación con esa imposibili-
dad, es mucho más inquietante y cuya esencia apenas hemos em-
pezado a pensar todavía» (M. Heidegger, Holzwege).

§ 4. El ídolo y la metafísica

¿Quién no sabe que Nietzsche anunció la «muerte de Dios»?


Pero también se sabe en qué propósito y designio triviales degene‫־‬
ra este anuncio, cuando el pensamiento se permite evitar el aconte-
cimiento inmenso que ahí se enuncia. La «muerte de Dios» sólo
puede parecer desencubrir la desaparición de lo divino, de los dio-
ses, e incluso de Dios, en el caso de que la «muerte de Dios» de-
vuelva de entrada a un hecho de pensamiento más riguroso en otro
sentido: el que Nietzsche experimentó, y que su vida consignó en
un texto en el que la blancura de las últimas páginas se resarce de
la oscuridad de una noche del espíritu. ¿Cuál es este hecho de pen-
samiento?, o más modestamente: ¿qué podemos percibir de él, den-
tro de la onda de choque con la que no cesa de sacudimos? Tanto
si nos clasificamos entre los «creyentes» como entre los «ateos»,
nada nos dispensa de meditar nuestro ateísmo común, evidente en
su objetividad banal y en su rigor metafísico. Descubrimos que no-
sotros mismos tenemos rostros de άθεοι., como dice san Pablo (Ef
2, 12), de sin-dioses, abandonados por el/los dios/es en un mundo
vaciado de lo divino. Gottlosen, dice Nietzsche (La gaya ciencia,
§ 280)l. Pues, antes de postular la desaparición de algo como lo

39
impensable, hace falta en primer lugar concebir o admitir que la
«muerte de Dios» concierne de entrada a la vida del hombre, pre-
cisamente porque ella brota de ahí. No se trata de la sucesión, cho-
cante y deshonrosa, de la «muerte de Dios» y la muerte del hom-
bre. Se trata más bien de aclarar la situación en la que debe haber-
se encontrado el hombre como Dasein, para que le advenga la
«muerte de Dios». Esta situación no depende en absoluto de con-
vicciones individuales, ni de predisposiciones psicológicas; no
queremos decir que las convicciones y predisposiciones de Nietz-
sche sean indiferentes, sino que sólo llegaron a ser significativas al
ser comprendidas en un panorama que tiene otro rigor y, en un cier-
to sentido, obligado. Precisamente a él es a quien tenemos que bus-
car aquí. ¿Quién es el hombre que enuncia la frase de Zaratustra:
«Dios ha muerto»?
Hay al menos un hombre que no puede responder a esta pre-
gunta: precisamente aquel que anuncia la noticia. En el § 125 de La
gaya ciencia, el insensato proclama que «Dios ha muerto», pero, y
éste es el centro del texto, sin comprender cómo se ha producido el
asesinato, ni cómo unos simples hombres han podido hacerlo: «¡Lo
hemos matado vosotros y yo! ¡Todos nosotros somos sus asesinos!
Pero ¿cómo hemos hecho esto? ¿cómo pudimos vaciar el mar?».
Todos los asesinatos tienen un lugar, un tiempo, y un cadáver —sal-
vo la muerte de Dios—. Y sin embargo debe ser llamado asesina-
to, ya que hay asesinos —nosotros—. Pero, justamente, este asesi-
nato no tiene tiempo: ya se ha cometido, nadie se ha dado cuenta
de él y el heraldo llega «demasiado pronto». Al igual que en la tra-
gedia, el mensajero declama la catástrofe en el acto IV; pero aquí
no ha comenzado ninguna tragedia, ningún coro se conmueve con
la muerte del héroe, ni se espanta ante el horrible monstruo. La co-
media continúa, los actores no cesan de burlarse, salvo para, en el
mejor de los casos, «mirar con sorpresa». Lo sorprendente del
anuncio es que no es oído: ningún lugar le devuelve su eco, ni si-
quiera la montaña en la que vive el santo (Zaratustra, «Prólogo»,
§ 2). Y, sobre todo, falta el cadáver: las iglesias en las que el in-
sensato canta el réquiem divino, como si estuviera en medio de un
coro forense, sólo proporcionan mausoleos —tumbas vacías
(Grabmdler)—. Nada del cuerpo del delito. Y por todas partes de-
lito e indicios de delito. ¿Habría ocurrido el asesinato sin que na-
die se haya apercibido, pero de tal modo que, a lo largo de los tiem-
pos, todos puedan participar en él?
Pero, de hecho, ¿qué gesto ejecuta el insensato? «¡Busco a
Dios! ¡Busco a Dios!», grita (al contrario del insensato de Ansel-
mo y del salmista que niega in corde suo). ¿Qué quiere, sino ver a

40
Dios? ¿pero es que no es de una muerte precisamente de lo que
aquí se trata? Nadie puede ver a Dios, sin que en términos nietz-
scheanos, Dios muera. Pues el Dios, en el ναός del templo, sólo
presenta su efigie disimulándola en la semioscuridad de una duda,
de una imaginación y de un sueño. «Durante un largo periodo, la
imaginación religiosa no consiste en la intención de creer en la
identidad del dios y de una imagen: la imagen debe hacer aparecer
el numen, la divinidad, como un hecho localizado de un modo se-
creto y no explícitamente pensable. La imagen más antigua del dios
debe encubrir y al mismo tiempo desencubrir al dios, indicarlo, pe-
ro no ponerlo a la vista» (Humano, demasiado humano II, I, § 222).
El ídolo del templo muere por el hecho de ser visto a la luz del
día, puesto que entonces aparece como lo que es (o al menos como
lo que llega a ser bajo tal luz): madera trabajada, metal forjado,
piedra esculpida. El dios permanece visible ahí a condición de que
la mirada se vuelva casta hasta el punto de no pretender poseerle
en carne y hueso —en y como ídolo—. Hay que permitir que el
dios no se limite al ídolo, para que así el ídolo pueda enseñarnos a
adivinar el flotar de lo divino sobre él, como una media sonrisa. El
ídolo deja de cumplir su oficio —semipresencia de lo semidivi-
no—, tan pronto como el adorador lo mira de cara. Pues así desa-
parece inmediatamente lo invisible en él, es decir la única visibili-
dad de lo divino. En cierto sentido, para seguir siendo ídolo, el ido-
lo no debe ser visto —a pesar de la etimología—. Una vez visto,
rasga las sombras que le investían con lo invisible. Se refuta a sí
mismo, indicando su propia vanidad. ¿Qué es lo que ha visto el in-
sensato a la luz de su linterna, que ilumina lo que queda por pen-
sar, como el sol ilumina lo que queda por vivir? Ha visto, como el
hombre más feo (Zaratustra, IV) visto por Dios, a Dios. El hom-
bre más feo ha matado a Dios porque Dios, que le veía con un ojo
que lo ve todo, le mataba con una mirada. Devolver esta mirada,
ver al Dios como tal, es matarlo. Pues entonces sólo se ve ahí un
ídolo. O más bien, lo que se ve suscita a su vez esta sospecha:
«...¿y si Dios no fuese justamente la verdad, y ello se probara? ¿si
él fuera el envanecimiento, el apetito de poder, la impaciencia, el
terror, la locura (Wahri) arrebatada y consternada del hombre?»
(Aurora I, § 93). Al ver a Dios, se descubre enseguida su naturale-
za, su revocación, en una palabra las comillas que desde entonces
deben enmarcarlo en nuestro texto: «Dios». Pues la ilusión debe
ser entendida precisamente como un ídolo visto desde demasiado
cerca. El insensato, y por tanto Zaratustra, tienen provisionalmen-
te un ojo de más. «¡Ay, hermanos, ese Dios que yo creé era obra
humana y demencia (Wahnsinrí) humana!» (Zaratustra I, «De los

41
transmundanos»). Así pues. Nietzsche no nombra a «Dios» de mo-
do simple: indica su estatuto idolátrico por medio de la adición de
un intermediario: concepto, u otra cosa. Puesto que «Dios es una
suposición (Mutmassung)» (Zaratustra, II, «En las islas afortuna-
das»), sólo puede ser abordado, es decir, atacado y hundido, como
«concepto de Dios». El hombre sólo recusa lo que alcanza. De ahí
el rigor del vocabulario al que se atiene el lenguaje nietzscheano:
«¿Cómo? ¿es el hombre sólo un desacierto (Fehlgriff) de Dios? ¿o
Dios sólo un desacierto (Fehlgriff) del hombre?» (Crepúsculo de
los ídolos, «Sentencias y flechas», § 7); «el concepto «Dios», in-
ventado como concepto antitético de la [al de] vida» (Ecce Homo,
«Por qué soy un destino»). «El concepto «Dios» representa una re-
nuncia a la vida, una crítica, incluso un desprecio a la vida»2. De
ahí que la «crítica del concepto cristiano de Dios» (El anticristo, §
16; cf. § 18) sólo resulte pertinente en la medida en que es ejercí-
da sobre «Dios», sobre el ídolo que ella ve; de lo contrario, dicha
crítica dejaría de ser pertinente, al no tener en cuenta que el «con-
cepto de Dios» no puede permitirse ni prometer nada sobre Dios,
porque «el privilegio de los dioses [es el] de ser incomprensibles
(unbegreiflichí)» (Aurora V, § 544). El estatuto propiamente idolá-
trico del «Dios» así abordado podría ser confirmado por medio de
las otras reservas que, al igual que Begriff, marcan la separación
con respecto a algo así como Dios. Una de las más decisivas es la
Gottbildung: forjar una imagen de «Dios». Así, «se concreta un es-
tado en una persona y se supone que, cuando este estado aparece
en nosotros, es el efecto de aquella persona. Dicho de otra forma:
en la formación psicológica de Dios (Gottbildung), un estado es
personificado como causa para que llegue a ser el efecto de algo»3.
Aquí, «el instinto religioso, el instinto creador de dioses (gott-
bildende)» actúa con fuerza, y queda al descubierto: no sólo le in-
cumbe producir a «Dios», sino que muestra sobre todo, al sacar a
luz su propio juego, que el «Dios» así hallado, puesto que es pro-
ducido, se queda en ídolo; un pensamiento cuya «creación» (aun-
que «lo vuelve todo avieso») pertenece precisamente al hombre, al
igual que su mundo y su propia divinidad (Zaratustra, II, «En las
islas afortunadas»). La emergencia, entre «Dios» y el hombre, del
proceso idolátrico, proporciona el único terreno en el que se puede
desarrollar una investigación genealógica. La autopsia crítica del
cadáver del «Dios» cristiano, cadáver conceptual o imaginario,
brinda la ocasión de aclarar más radicalmente el poder idolátrico
en general, aquel que forja a los «dioses» a imagen de los hombres:
«Baste esto, de una vez por todas, en lo que respecta a la proce-
dencia del ‘Dios santo’». Pero, «en sí, la concepción de los dioses

42
no tiene que llevar necesariamente a esa depravación de la fanta-
sía, de cuya representación por un instante no nos ha sido lícito
dispensarnos, que hay formas más nobles de servirse de la ficción
poética (Erdichtung) de los dioses que para esta autocrucifixión y
autoenvileci miento del hombre, en la que han sido maestros los úl-
timos milenios de Europa» (La genealogía de la moral, II, § 23).
Las genealogías del «Dios» mediante el resentimiento, el sacerdo-
te, o por lo que se quiera, ofrecen solamente casos particulares,
aunque muy visibles, del proceso humano de Erdichtung de los
«dioses», de la Gottbildang que atraviesa la historia entera. En es-
te punto, la producción aberrante del cristianismo no constituye
una excepción; su «Dios», incluso si es traducción de un estado in-
finitamente perverso de la voluntad de poder (cf. infra § 6), ilustra
también —e incluso mejor que otros— el procedimiento idolátrico.
El «Dios» sólo puede ser juzgado a partir de las apariencias que lo
ponen de manifiesto como ídolo. Rebajado así a su estatuto de epi-
fenómeno —aunque sintomático— de la voluntad de poder, avala
la fabricación de ídolos.
Ciertamente el «Dios cristiano» es un ídolo, pero ¿de qué? De
sí mismo, evidentemente; ídolo de sí mismo, «de un yo que pone
ahí su marca y que se pone delante. ¿De qué yo?, si se quiere, ¿de
qué estado del yo se trata aquí?... Esa fe cristiana, que fue también
la fe de Platón, según la cual Dios es la verdad y la verdad es divi-
na» (La gaya ciencia V, § 344). Idolo: producción del «dios/Dios»
(Platón/cristianismo) a partir de la verdad, de la voluntad de ver-
dad, como figura de la voluntad de poder. La búsqueda de la ver-
dad, que sirve aquí de ídolo, época y pantalla, admite para Nietz-
sche otra denominación: la moral. Verdad y saber coinciden en la
misma voluntad reactiva. Es decir, la proclamación de la «muerte
de Dios», si tiene que ser aquí rigurosamente articulada, debe
abordar, es decir apoyarse sobre, un ídolo preciso: el ídolo forjado
por la voluntad de verdad y moral. De ahí una consecuencia pa-
radójica que, al menos, presentimos: la «muerte de Dios» sólo
constituye un acontecimiento pensable con seriedad, si ese «Dios»
que muere ahí es puesto entre comillas. Sólo conserva su poder so-
bre un ídolo vano de lo que Dios, si «es», no es. El crepúsculo só-
lo cae irremediablemente sobre un ídolo. El ateísmo común es
completamente extraño a la «muerte de Dios»; se trata al mismo
tiempo de mucho menos (de un ídolo), y de mucho más: de un
acontecimiento no alcanzado por las convicciones, ni provocado
por las increencias.
Y entonces, ¿qué ídolo muere? El ídolo que ha producido (co-
mo rostro de la voluntad de poder) la moral: «Pregunta: ¿Se ha

43
vuelto imposible con la moral la posición panteísta del Sí a todas
las cosas? En el fondo (fundamento) sólo ha sido superado/abando-
nado el Dios moral»4. Aunque solamente haya sido eliminado este
«Dios», positivamente éste lo ha sido: «El padre» en Dios está re-
futado a fondo; también «el juez», «el remunerador» (Más allá del
bien y del mal II, § 53). Puesto que se trata del «Dios» aún no pen-
sado «como un ser libre de la moral»5, no resulta sorprendente que
la moral mantenga sobre él todo su poder, en tanto que ídolo pro-
ducido por ella. Dado que este «Dios» atrae hacia la semioscuridad,
en la que él se concreta, las miradas humanas, cuyo resentimiento
se afianza y se pone de manifiesto únicamente al hacer uso de ese
«Dios», esas mismas miradas le reenvían su escrupulosa crueldad
y su exactitud sin espanto. La palabra del resentimiento llamó Dios
a lo que debilita, a lo que enseña la debilidad, a lo que induce a la
debilidad. Dependencia idolátrica de «Dios» con relación a su ori-
gen —el resentimiento—. Justamente por ello, la genealogía de-
muestra no sólo su génesis, sino también su suicidio. O dicho de
otro modo, el resentimiento que produce el ídolo moral «Dios»
puede por ello mismo proclamar la inanidad y la inutilidad, diría-
mos nosotros, de ese «Dios». «Se ve lo que en definitiva ha triun-
fado sobre el dios cristiano: la propia moralidad cristiana, el con-
cepto cada vez más estricto de la veracidad, la sutilidad de confe-
sionario de la conciencia cristiana traspuesta y sublimada en la
conciencia científica, en la pureza intelectual a ultranza» (La gaya
ciencia V, § 357 = La genealogía de la moral III, § 27). La supera-
ción del ídolo de la moral no es más que una autosuperación de la
moral (Más allá del bien y del mal, § 2); precisamente por ello no
basta con anunciar la «muerte de Dios» para superar el nihilismo.
Al contrario, dicho anuncio lo inaugura y lo hace posible, al dejar
a la moral sin su ídolo asesinado. Así pues, la definición misma del
ídolo contiene simultáneamente su investidura y su destitución por
parte de la moral; en cierto sentido, entre ambos momentos sólo
hay el espacio de un abrir y cerrar de ojos —el de la mirada que, al
ver el ídolo, lo mata—. «Han creado su Dios a partir de la nada:
¿qué hay de sorprendente en que ahora se les haya convertido en
nada? (Ditirambos de Dionisos, otoño 88, p. 194; cf. Más allá del
bien y del mal, § 55). La moral descalifica a su ídolo precisamente
porque ella es la única que lo ha cualificado, y que, en este moví-
miento, lo ha visto mortalmente. Esto impone, una vez más, la mis-
ma paradoja: la «muerte de Dios» tiene el mismo alcance que la
moral. Pero, ¿no se rebaja insidiosamente el caso Nietzsche al re-
ducir su impacto a la moral, limitando la meditación a una colee-
ción de aforismos éticos, como hace la moda revisionista? A menos

44
que, por el contrario, el «Dios» de la moral concentre en sí mismo
más, o algo diferente, de lo que habitualmente suponemos, (a) Dios
funciona como un ídolo, y Nietzsche precisa explícitamente que la
creencia cristiana se identifica, en su meditación genealógica, con
la de Platón (La gaya ciencia V, § 344). En este sentido, Heidegger
dice que «en la frase ‘Dios ha muerto’, la palabra Dios, pensada
esencialmente, representa el mundo suprasensible de los ideales,
que contienen la meta de esta vida existente por encima de la vida
terrestre y así la determinan desde arriba y en cierto modo desde
fuera»; o, incluso, «Dios es el nombre para el ámbito de las ideas y
los ideales»6. Del mismo modo que «Dios» resulta solamente ex-
plicado por la moral, esta última reenvía igualmente a algo así co-
mo «Platón», o a lo que Nietzsche entiende por ello. ¿Qué entien-
de por ello? (b) La metafísica misma en su historia, marcada por la
moral en sus comienzos (Platón) y en su final (Schopenhauer). El
envite de la «muerte de Dios» solamente deja de ser trivial cuando
se remonta desde una caricatura impropia hasta la metafísica, a tra-
vés de la moral. ¿Por qué la metafísica? Porque en ella «Dios» de-
sempeña todavía su papel de modo idolátrico, y encuentra ahí su
lugar: «el lugar que, pensado metafísicamente, es propio de Dios,
es el lugar de la eficiencia causal y la conservación de lo ente en
tanto que algo creado»7, Al «Dios», espejo idolátrico de la moral,
se le superpone la función idolátrica que la metafísica impuso, o
quiso imponer, al Dios cristiano, tras haberlo conseguido con res-
pecto a los otros dioses. «...Dios y los dioses han muerto en el sen-
tido de la experiencia metafísica...» (¿bid.). Han muerto en su fun-
ción idolátrica: no tanto en la moral, cuanto en lo que ésta recubre
e incorpora, eso que Nietzsche denomina «platonismo», y que tal
vez puede ser entendido como estructura ontoteológica de la meta-
física. «Dios» se encuentra ahí convocado —y no simplemente in-
vocado— como el ente supremo que, en el campo de un discurso
sobre el ser del ente (patología, metaphysica generalis), se encar-
ga a la vez de concentrar la perfección ejemplar (ens realissimum,
causa sui, ipsum esse, etc.) y de asegurar causalmente la coheren-
cía del mundo. Considerado dentro de tal metaphysica specialis (o,
theologia), el «Dios» sólo responde al nombre que se le da: «...id
quod omnes nominant Deum», «Man hat Gott genannt, was...»8.
Éntre la conclusión de las pruebas o definiciones del ente supremo
y su bautismo como «Dios» queda siempre abierto un hiatus que,
en lugar de ser reducido, resulta acentuado por el rigor demostrad-
vo. Y a medida que es reemplazado por el «Dios» metafísico y lúe-
go moral, queda sustraído aquello que habría podido permitir al
pensamiento experimentarse a sí mismo frente a lo divino de Dios,

45
incluso en conceptos. Pero, ¿liberaría entonces la «muerte de Dios»
el horizonte metafísico! Sin duda alguna, e incluso aunque Nietz-
sche realice dicha liberación en el interior de la estructura onto-teo-
lógica de la metafísica. Pues, al desarrollarla desde su interior, la
resalta de manera indecible, y muestra su funcionamiento idolátri-
co, como en vacío —en vacío, puesto que la estructura onto-teoló-
gica de la metafísica sobrevive lo suficiente a la «muerte de Dios»
como para demostrar su carácter idolátrico—. Para nuestro propó-
sito, basta con señalar la doble estructura del ídolo: moral y meta-
física, doble máquina, maquinaria o maquinación que se arroga el
título «Dios» sin otro derecho, que el hecho.
Ahora bien, si la moral y la metafísica producen ídolos, y si la
«muerte de Dios» los revoca, ¿hemos de concluir que se está
abriendo camino para una superación de la metafísica, o, más vul-
garmente, para una nueva moral? No nos toca decidir esta cues-
tión, de la que, por lo demás, se ocupan muchos otros. Pero, al me-
nos, lo que de este modo queda abierto, ¿no es más bien lo divino,
libre de la máscara de ídolo alguno? Pues, tal como en definitiva
señala quizá Nietzsche, incluso el ateísmo mismo permanece idó-
latra —supone un ídolo sobre el que ejerce su negación, una «idea
de Dios» sometida a recusación—. La «muerte de Dios» no ofrece
más que el rostro inverso de ciertos cultos de «Dios»: sólo ha cam-
biado la iluminación violenta que fija al «Dios» en la piedra de su
imagen. El ídolo permanece precisamente cuando el «Dios» mué-
re, porque esta misma muerte consagra esa otra facticidad. Dado
que en la «muerte de Dios» persiste silenciosamente el ídolo-fan-
tasma de lo divino, es preciso todavía superar los ídolos semivivos
de los «dioses» ya muertos. El ateísmo —atado siempre a la reser-
va del ídolo— no consigue ir más allá de la idolatría metafísica; es-
ta idolatría debe proseguir hasta la espera de un rostro no idolátri-
co de lo divino, trasgredir los nihilismos, hasta llamar a los «nue-
vos dioses».
Tal vez sea el momento de preguntarse si Nietzsche, en lugar de
haber predicado un ateísmo militante cualquiera, como algunos
ideólogos necios tienden a sostener por prudencia y para recupe-
rarlo, no sería, junto con el insensato, aquel «que busca a Dios cía-
mando por Dios», o más singularmente, «el último filósofo alemán
que ha buscado a Dios con pasión y dolor»9 (Heidegger). «No en
haber derribado al ídolo, sino en haber roto al idólatra en ti, en eso
consistió tu coraje» (Ditirambos..., 202). Romper al idólatra en uno
mismo es habitar el espacio no idolátrico, para afrontar en él de
modo insolente, de cara, lo divino que frecuenta misteriosamente
esos campos.

46
§ 5. Las tinieblas de mediodía

La muerte de los ídolos despeja un espacio —vacío—. A partir


de entonces, la experiencia se confunde con el vacío de una deser-
ción, a la espera de una nueva presencia. Pues el lugar de lo divi-
no, por el hecho de su despejo por evacuación, se convierte en lu-
gar abierto. Abierto, fascinante, e incluso exigente. La cuestión de
una ocupación de lo divino aparece sin necesidad de maduración
prolongada, a diferencia de otras cuestiones que sólo fueron susci-
tadas en último término. Dicha cuestión no suige como consecuen-
cia, ni como implicación de la «muerte de Dios». Esta cuestión
coincide estrictamente con ella. Por esto Nietzsche reúne los dos
elementos en una misma secuencia: «La grandeza de este acto, ¿no
es demasiado grande para nosotros? ¿no hemos de convertirnos
nosotros mismos en dioses para aparecer dignos de él?» (La gaya
ciencia, § 125). ¿Cómo entender esto? ¿no es un simple retroceso
la instauración de nuevos términos que sustituyen al «Dios» muer-
to? ¿no es la perpetuación de la objeción contra el mundo que él es-
grimió? (Ecce homo, «Por qué soy yo un destino», § 8, II; cf. El an-
!¿cristo, § 18, etc.) A menos que el lugar mundano ocupado por el
Dios asesino —en cuanto creador— no agote la tópica de lo divi-
no. A menos que lo divino pueda desplegar su juego de un modo di-
ferente a aquel cuyo sinsentido fue puesto de manifiesto por su
muerte misma. Esta otra manera de experimentar lo divino debe ser
admitida, a menos que pueda ser escuchada. Con esta condición,
hallamos un hilo conductor para nuestra reflexión. ¿Cómo determi-
nar la nueva manera de lo divino sin añorar, en la manera reactiva
de concebir o recibir, al ídolo que acaba de morir? Determinando la
situación en la que se encuentra el hombre que ha visto muerto al
antiguo dios. En efecto, a este hombre no le corresponde la posi-
ción de «Dios» como una herencia tras la muerte del testador, sino
como le corresponde un poder a quien toma posesión de un territo-
rio que no conoce, pero que es el único que ha sabido reconocer,
identificar, e investir. «Dios ha muerto», los dioses aún faltan, el
hombre se experimenta en un superlativo todavía sin asumir.
La experiencia que convoca al hombre a su superlativo y a lo
divino es denominada por Nietzsche nihilismo: ahí donde «los va-
lores supremos pierden validez», donde «falta la meta» y «la res-
puesta al «¿por qué?», donde asistimos a la «insostenibilidad» del
propio Daseird®. La «muerte de Dios», al señalar el fin de la tabú-
la del otro mundo, y provocar —y coronar— el fin de los preten-
didos «valores supremos», más que permitir el derrumbamiento del
mundo de los entes, permite solamente su tambaleo. Decir y ver el

47
derrumbamiento del mundo es lo propio del simple pesimismo, o
del furor frío del nihilismo pasivo. Que el mundo se tambalee de-
be ser entendido según Heidegger «seingeschichtlich.» —en el pía-
no de la historia del Ser—. Eso significa que la historia'del Ser (el
Ser como destino, y por tanto como historia) alcanza aquí el mo-
mento historial en el que el ente deja de disfrutar de la garantía
ejemplar e inagotable del ente supremo que, por medio de la re-
ferencia, comparación y asunción, lo incluía bajo el estatuto de ens
commune. El ente no desaparece en su entidad: ningún fin del mun-
do, ningún derrumbamiento sorprendente que aniquile a los entes
en su garantía óntica, sino, algo aún más inquietante, la sospecha
sobre el Ser de los entes. Los entes permanecen, pero se tambalea
su derecho a ser, queda velada la instancia que da testimonio de la
entidad de los mismos mediante el esplendor óntico de su culmi-
nación propia. Los valores supremos desaparecen —y con ellos de-
saparece el valor del mundo—. O, de forma menos concisa, por el
hecho mismo de que el otro-mundo ya no ejerce su comparación
opresora sobre este mundo, la liberación de los entes intramunda-
nos los descubre como «libres»: libres, al igual que esas variables
libres que son incalculables y a las que no se puede asignar ningún
valor (numérico u otro) mientras no son comprendidas por las va-
riables conexas. La desaparición de los opresivos valores supremos
elimina del horizonte toda sospecha moral, y descubre otra infini-
tamente más profunda: dado que el mundo es en último término lo
único que hay, el mundo se descubre solo consigo mismo. Una vez
abolido el otro mundo, el mundo de aquí tampoco ejercerá la opre-
sión de la moral. «¡Al eliminar el mundo verdadero hemos elimi-
nado también el aparente!». Entonces aparece la hora de la sombra
más corta: aquella en que ninguna forma se impone sobre el mun-
do, salvo la suya propia. Por lo demás, Nietzsche enlaza el anuncio
de un mundo solitario con la siguiente secuencia: «Mediodía, ins-
tante: de la sombra más corta; final del error más largo; punto cul-
minante de la humanidad, INCIPIT ZARATHUSTRA» (Crepúscu-
lo de los ídolos, «Cómo el ‘mundo verdadero’ acabó convirtiéndo-
se en una fábula»). No hay sombra más corta que la producida por
el sol de mediodía. Cada cosa pierde su sombra, y se reabsorbe
consigo misma. El mediodía absoluto lo expone todo a la luz: nun-
ca el mundo ha abandonado tan poco de sí mismo a las tinieblas.
Cae la luz sobre todas las cosas; en el mediodía de cada una de
ellas pesa un sol vertical que no oscurece con sombra alguna que
provenga de otro lugar; la cosa aparece en plena luz, sin que la más
mínima sombra propia la aparte de la evidencia completa. La luz
de la evidencia encuadra la cosa. ¿Puede sobrevivir la cosa en sí

48
misma, siendo privada de toda tiniebla? En lo más mínimo. La
sombra más corta, en su preocupación por no ocultar nada, no pro-
porciona la cosa, sino su fantasma sin forma porque no tiene relie-
ve, sin lugar porque carece de distancia, sin color porque está sa-
turado de blancura. A medida que es vencida por la luz, la cosa se
oscurece. No se trata de que la cosa desaparezca de la vista, sino de
que no hay ningún mundo que la acoja, y ella no.proporciona nin-
guno. La luz sin sombra deja que el mundo se paralice, o se di-
suelva, como se quiera, precisamente porque el mundo requiere
una perspectiva. Sólo la sombra distingue los relieves, adivina las
formas, coloca las cosas en su lugar. Una vez recusado, el mundo
verdadero proyectará esta sombra soslayando todavía más la. obli-
cuidad de su luz torcida y rasante. El mundo desaparece. O mejor
dicho, desaparece su «mundanidad», porque tras los «valores su-
premos» no viene el derrumbamiento, sino la planicie lunática y
solar de las equivalencias infinitas. ¿Habría que afirmar que el
mundo desaparece con los «valores supremos»? No. Tal vez habría
que preguntar: si el mundo sólo puede permanecer en virtud de una
perspectiva, ¿quién la garantizará? Cuestión inútil, pues todo el
mundo sabe que Nietzsche enunció «el carácter perspectivista del
ente (Dasein)» (La gaya ciencia V, § 374). Pero precisamente, ¿en
qué consiste la dependencia del Dasein mismo con respecto a la
perspectiva? La cosa debe tener una perspectiva precisamente por-
que la perspectiva subsiste como «esencialmente... interpretadora»
del Dasein (ibid.), tras la eliminación de la proyectiva divina, es
decir, idolátrica. El ídolo ejercía el perspectivismo, y al final ha
aparecido, en sentido opuesto, como el mero punto de fuga de la
mirada fuera del mundo —es decir, siendo a su vez un efecto de
perspectiva—. La cosa tiene que ser tomada en perspectiva, pues,
de lo contrario, dicha cosa se desvanecería en la planicie luminosa
que la reduce a un ídolo de sí misma: máscara sin profundidad. So-
lamente la visión (y, por tanto, la infinidad de visiones concurren-
tes o armonizadas, como mónadas) del mundo en perspectiva sal-
va sus apariencias. El Dasein, en tanto que voluntad de poder, de-
be, en todas sus formas (y por excelencia a título de organismo), re-
cibir una perspectiva gracias a una mirada. Si «Dios ha muerto»,
¿quién puede ver y hacer así un mundo? «Los que sentimos pen-
sando, creamos realmente, y siempre, algo aún inexistente: todo el
mundo sempiternamente creciente de valoraciones, colores, acen-
tos, perspectivas, escalas, afirmaciones y negaciones» (ibid. V, §
301). Dar perspectiva es hacer un mundo. Pero entonces, ¿quiénes
somos?; si lo somos, ¿quiénes somos «nosotros»? ¿qué hay que lie-
gar a ser para decir que nuestra perspectiva ordena, dispone, valo­

49
ra, construye, organiza un mundo, en una palabra, para decir que lo
ve manteniéndolo bajo su mirada? «En torno al héroe todo se con-
vierte en tragedia; en torno al semidiós, en drama satírico; y en tor-
no a Dios, ¿cómo? ¿acaso en «mundo»?» (Mas allá del bien y del
mal, § 150). ¿Sería preciso pues llegar a ser dios, para que en el se-
no del nihilismo las cosas vuelvan a ser «mundo»? Así pues, el in-
sensato lo había enunciado con rigor, más rigurosamente de lo que
creíamos. La «muerte de Dios» exige, para que el ente pueda ser
evaluado y colocado en el mundo según una perspectiva, que tal
ente sea reasumido por un «nosotros» en su voluntad de poder. Va-
lorar el mundo es el acto mismo de un dios; o mejor dicho, valorar
es el acto en virtud del cual hombre y mundo toman por fin un ros-
tro divino. Para desempeñar este juego, no hay que ser el Dios ido-
látrico, ni reemplazarlo, sino al contrario. Pues este juego sólo di-
viniza a quienes la desempeñan a rostro descubierto, no idolátrica-
mente. Pero, ¿quién puede arriesgarse a este juego? «La muerte de
Dios» y la sombra más corta invitan a ello. ¿Quién entra en juego?
El mismo que anuncia la «muerte de Dios», y que viene inmedia-
tamente después de ella: incipit Zarathustra. No tragoedia, sino
incipit Zarathustra —et fit mundus—.
Zaratustra, seguido por su sombra. Pues él no salta por encima
de ella, sino que la usa para colocarse a sí mismo en una perspecti-
va —en un mundo—. ¿Qué trabajo se atribuye Zaratustra? Estable-
cer el ente en su Ser, es decir, evaluarlo. Evaluar: poner los entes en
perspectiva, unos en relación a otros, instaurarlos en sí mismos se-
gún su Ser común, mantenerlos fuera del nihilismo vacilante.
«Para conservarse, el hombre empezó implantando valores en
las cosas, ¡él fue el primero en crear un sentido a las cosas, un sen-
tido humano! Por ello se llama «hombre», es decir: el que realiza
valoraciones.
Valorar es crear: ¡oídlo, creadores! El valorar (schdtzeri) mismo
es el tesoro (Schatz) y la joya de todas las cosas valoradas.
Sólo por el valorar existe el valor: y sin el valorar, estaría vacía
la nuez de la existencia [Dasein]. ¡Oídlo, creadores!» (Zaratustra,
I, «De las mil metas y de la única meta»). La valoración que pone
en el mundo las cosas puestas en perspectiva debe ser llevada a ca-
bo por el hombre —por Zaratustra—. Esa valoración se denomina:
apreciación, estimación. El hombre «se designaba como el ser (We~
sen) que mide valores, que valora y mide, como el «animal tasador
en sí» (abschatzende)» (Genealogía de la moral II, § 8). Así pues,
valorar define simultáneamente al hombre que valora y al mundo
valorado. Ambos se despliegan de consuno, pues la esencia del uno
constituye la condición de posibilidad de la esencia del otro. La

50
amplitud del mundo valorado supone la rigurosa profundidad (aun-
que se trate todavía de un efecto superficial) de la valoración. ¿Qué
es valorar? Valorar es medir una cosa con respecto a su voluntad de
poder11. Valorar la cosa, con respecto a la voluntad de poder que se
organiza y se construye en ella, para afirmarse en ella. La cosa pue-
de ejecutar esta afirmación con una voluntad de poder activa, o re-
activa, según que pueda afirmarse libremente por sí misma, o que
esté obligada a coordinarse con otras que ella niega —en secreto,
puesto que no puede hacerlo de modo efectivo—. Cada cosa da tes-
timonio de una voluntad de poder limitada a su esencia —o más
bien, cuya limitación proporciona algo así como el mapa de su
esencia—. Decir del hombre que él mismo constituye el valor
(Schatzj de todas las cosas valoradas, por cuanto que él guarda el
secreto de la valoración —el derecho de valorar (schatzen)—, sig-
nifica pues lo siguiente: que en lugar de una voluntad de poder li-
mitada que sólo valora su Umwelt, sin que este entorno se le con-
vierta jamás en un mundo, el hombre mide esas otras voluntades de
poder, por cuanto que por su medio se ejecuta el schatzen mismo,
la voluntad de poder misma, la vida misma, pues «la vida misma
es la que nos compele a establecer valores, la vida misma es la que
valora a través de nosotros cuando establecemos valores...» (Cre-
púsenlo de los ídolos, «La moral como contranaturaleza», § 5). La
evaluación misma atraviesa las evaluaciones del hombre, el cual ya
no evalúa solamente con la evaluación ciega y limitada de las otras
figuras de la voluntad de poder, sino que ofrece el último recurso
por medio del cual todo lo que hay en el mundo recibe su evalúa-
ción. En definitiva, el valor de todo ente depende de la evaluación
del hombre: sólo en éste la perspectiva adquiere la dimensión de un
mundo. El establecimiento del valor de todos los entes incumbe al
hombre: no se trata de un subjetivismo arbitrariamente idealista, si-
no del establecimiento del hombre como lugar de la producción del
ente en su Ser. El ente, para acceder a su Ser, debe pasar por el va-
lorar mismo, por el hombre. El valorar mismo reside en el hombre,
pero el valorar (das Abschatzeri) mismo «es el Ser» (La voluntad
de poderío, § 668). Consecuentemente, el valorar del hombre debe
ser entendido como mundo, pues el mundo es «voluntad de pode-
río», y nada más»12. ¿Como mundo? Zaratustra experimentará es-
ta condición con el «pensamiento abismal»: el pensamiento del
eterno retorno. El valorar, hasta el punto de que llegue a estable-
cerse un mundo, supone que la perspectiva no se apoya sobre una
voluntad de poder que, tras haberse hecho suyo el Umwelt en todo
el alcance de su afirmación, se retracte mediante una negación que
excluya de su mundo lo que ya no puede ver en perspectiva. Una

51
perspectiva sólo se revela como mundo cuando no evita ninguna
valoración, es decir, cuando despliega una voluntad de poder que
no recusa a ningún ente. Así pues, sea cual fuere el ente que le pro-
voca a la valoración, nunca debe revocarlo. Esto significa: no ex-
perimentar jamás en ella un término irreductible a su afirmación,
no permitir que se le obligue al comportamiento reactivo que nie-
ga, deniega o evita al ente que se le escapa. Así pues, el hombre de-
be dejarse gobernar por el valorar hasta que la voluntad de poder
en él admita, en el infinito de su perspectiva, todo estado de vo-
!untad de poder que se presente —sin exceptuar ni siquiera el pe-
or, es decir, el mediocre—. El valorar admite, como algo más esen-
cial que todas sus valoraciones, la condición que las hace posibles:
sostener con la mirada lo que ella misma debe poner en perspecti-
va. Sostener no significa solamente resistir, sino también mantener
y subvenir. Subvenir: no recusar ningún ente que se tambalee en su
valor, tal como el nihilismo incitaría a hacer, no negar el ente que
no puede ser abordado activamente por una voluntad de poder, si-
no hallar el ente en el valor por el que accede al Ser. Eterno retor-
no: que nada de lo ente sea excluido de la perspectiva, de tal ma-
ñera que nada de lo advenido sea tachado o censurado. Lo mejor
que puede hacer el futuro es volver a dar lo que pasa, pues todo lo
que pasa puede ser leído por la voluntad de poder en su Ser como
un ente por valorar. La perspectiva sólo llega a ser mundo cuando
la voluntad de poder quiere todos los entes, sin tener que recusar o
denegar ninguno a causa del miedo reactivo. La «afirmación (Ja-
sageri) dionisíaca del mundo, cual éste es, sin detracción, ni ex-
cepción, ni elección», equivale estrictamente a querer «el círculo
eterno». La fórmula misma «...una absoluta afirmación del mun-
do»13 debe ser entendida como una casi-producción: antes del sí,
no hay mundo. Sólo el sí, puesto que no recusa ni omite nada de lo
que adviene a la voluntad de poder, hace posible una perspectiva
infinito-mundo. El hombre «totalmente afirmador del mundo
(Weltbejahendsten)» (Más allá del bien y del mal, § 56) no podría
decir sí a otra cosa que a un mundo, puesto que decir no equivale
a limitar la perspectiva, y privarla de mundo. El hombre sólo acce-
de al mundo al acogerlo con un sí. Y además: el sí sólo vale si es
absoluto, si ninguno de los límites del concepto vulgar (tripartito)
de tiempo consiguen circunscribirlo. El pasado y el futuro no sir-
ven de refugio para una denegación disimulada. Ambos quedan re-
absorbidos en el sí que convoca incesantemente y sin excepción
sus dos cavernas: éstas no engullen nada, sino que reservan un au-
mento estable y cada vez más vasto a la afirmación que podrá re-
conocer, en la próxima vuelta, la crónica de sus vacilaciones en una

52
convocación incesante. Y, también, el presente: hasta llegar a la in-
decisión traicionada aquí —en un instante que el tipógrafo presen-
ta(rá) al hipotético lector— por mi pluma. Sí, mundo, eterno retor-
no: el Ser de cada ente (la valoración del valor) requiere la culmi-
nación de una totalidad, en la que se reabsorba al ente en su com-
pletitud: acumulación última que no capitaliza nada, pero que, a
partir del momento en que se reconoce en ella la otra dimensión de
la onto-teología, enuncia lo mismo que el ente en su figura supre-
ma. Tal vez por esta razón, Nietzsche describe esta figura teológi-
ca con adjetivos de rechazo: el sí es dionisíaco, es lo que permite
«ser dionisíacos frente a la existencia (Dasein)»14. No sorprende
que Dioniso se acerque cada vez con más insistencia al pensador
del «pensamiento abismal», hasta quizá investirlo: la situación del
pensador llega a ser divina, puesto que él reúne en sí mismo la va-
loración del mundo. Pero eso no quiere decir que el pensador se
instituya como ente supremo, sino que la suma suprema de los en-
tes —en la que únicamente el mundo llega a ser ente supremo— se
enuncia solamente con un sí que sólo puede ser dicho por el pen-
sador, y que éste debe decir divinamente, a la manera de Dioniso.
Pero, ¿quién podrá soportar el peso del «pensamiento abismal» que
aligera el mundo hasta convertirlo en su propio ente supremo?
La experiencia de pensar el «pensamiento abismal» —de ser
«perseguido por ti, ¡pensamiento! ¡Inefable! ¡Escondido! ¡Atroz!»
(«Lamentaciones de Ariadna», en Ditirambos..., 56)— alcanza pri-
mero a Zaratustra, y ello le honra. Ahora bien, aunque Zaratustra,
mediante lentas aproximaciones, llega a tocar el pensamiento im-
pensable, en último término no consigue hacérselo suyo, es decir,
hacerse a él, hacerse suyo: cuando lo evoca espontáneamente, y
considerándose como «profeta del círculo», concede sin reservas la
palabra a su propio Abgrund, se descubre sumergido en él —ani-
quilado por la repugnancia y el dolor (Zaratustra III, «El convale-
ciente», 1)—. De este modo, Zaratustra se derrumba —tal como le
ocurrió un día al mismo Nietzsche— «como un muerto» (ibid., 2),
y debe aprender todavía de sus fieles animales, para así familiari-
zarse con un pensamiento que le excede. El mismo se lanza a la
búsqueda de hombres superiores que puedan soportar mejor, o por
lo menos igual que él, lo insoportable. Lo trágico de la cuarta par-
te del Zaratustra consiste en que los «hombres superiores» que de-
ben culminar lo que Zaratustra inaugura se derrumban sin cesar; no
son sólo incapaces de superarle, sino incluso de acompañarle. La
perpetua «fiesta del asno» que los descalifica recae sobre Zaratus-
tra, cuyo anuncio pospuesto y rechazado delata su incapacidad in-
mediata. El inacabamiento del Zaratustra pone de relieve la no-cul­

53
minación en Zaratustra del hombre —del superhombre— prefigu-
rado por él, y que sin embargo no consigue encarnar. En el «peli-
groso pasar al otro lado» (gefdhrliches Hiniiber) emprendido, y
puesto que «el hombre es algo que debe ser superado (Uherwun-
den)» (Zaratustra, «Prólogo de Zaratustra», § 3 y 4), el mismo
Zaratustra queda a medio camino, acróbata paralizado sobre la
cuerda por un vértigo profundo antes de alcanzar el segundo poste.
Nietzsche, en una carta a Cari Fuchs (29 de julio de 1888), diag-
nóstica, con la extrema lucidez que le caracteriza en todo lo que
concierne a lo esencial, la razón profunda de la insuficiencia del
hombre y de la obra: «la cuarta parte del Zaratustra, que yo traté
ante el ‘Publico’ con una cierta reserva que justamente no tenía que
haber sido mantenida en lo que concierne a las tres primeras, me
produce una amarga insatisfacción... Más exactamente, se trata de
un intermedio (Zwischenakt) entre Zaratustra y aquél que viene a
continuación («No te daré ningún nombre...»). El título que mejor
podría caracterizarlo sería La tentación de Zaratustra / Un interlu-
dio (Zwischenspiel)» 15. El «entre» (Zwischen...) en el que Zaratus-
tra queda inmovilizado, en el que la experiencia se le convierte en
tentación, se sitúa en la cuarta parte. En ella se relata la incapaci-
dad de Zaratustra para dar con «lo que yo busco, a saber: el hom-
bre superior» (Zaratustra, IV, «Coloquio con los reyes»). O mejor,
finalmente, no hay nada más fácil que dar con ellos; pero lo que en-
contramos ya había sido conquistado por Zaratustra en persona y
en su persona. Los hombres superiores sólo consiguen retroceder
hasta la «fiesta del asno», hasta más acá del nihilismo. Zaratustra
permanece bajo la figura del Icón, a pesar de que, al final, «mis hi-
jos están cerca». La inflación de la cuarta parte y la acumulación de
planes para secciones que tenían que ser añadidas ponen aún más
de relieve que, tras la tercera parte (la cual piensa el eterno retor-
no), Zaratustra en tanto que carácter ya no está a la altura de la ta-
rea de pensamiento inaugurada por él. Ya no pone los pies con la
precisión sonámbula de quien es dirigido por un acontecimiento
(teniendo en cuenta que «los pensamientos más grandes son los
acontecimientos más grandes», Más allá del bien y del mal, § 285),
a lo largo del sendero invisible del pensamiento. Por esta razón,
Más allá del bien y del mal (1886), obra que sigue inmediatamen-
te al Zaratustra (tirada privada de la cuarta parte, 1885), se impa-
cienta de tanto esperar a aquél o a aquéllos que debieran culminar
lo que Zaratustra dejó pendiente. Al libro para todos y para nadie,
en el que finalmente todos esperan el advenimiento de quien se es-
quiva —o de quien no termina de advenir, es decir, de Zaratustra—,
le sucede el «Preludio a una filosofía del porvenir»: el Zwi-

54
schenspiel tiende ahora hacia una apertura buscada incansablemen-
te por el Vorspiel. Acaso todo Jenseits deba ser entendido a partir
del poema conclusivo, Desde lo alto de los montes: los antiguos
amigos (primer poste del cable acrobático, hombres superiores) se
separan de «mí»; y por tanto hay que esperar nuevos amigos: «¡A
los nuevos amigos! ¡Venid! ¡Ya es hora! ¡Ya es hora!». El amigo
que llega es todavía, en la última estrofa, «El amigo Zaratustra... el
huésped de los huéspedes». Pero, ¿quién de ellos es él aquí? ¿coin-
cide con el Zaratustra anterior o, por el contrario, le sucede, en tan-
to que llamado por él? ¿a quién hay que reconocer en el yo enun-
ciado por el poema, y cuya llegada anuncia? En una palabra, la es-
tructura binaria de la espera (Zaratustra - los hombres superiores)
es sustituida por un juego ternario de advenimiento: antiguos ami-
gos - yo - Zaratustra, en tanto que nuevo amigo. Este nuevo Zara-
tustra ya no espera, ni busca, ni habla —estos rasgos caracterizan
por el contrario al yo—; sólo se hace esperar, y por fin adviene fur-
tivamente, tal como lo expresa la figura del Zaratustra en el pre-
cioso poema Siis Maria (cuya elaboración final se culmina con su
inserción en el libro V de La gaya ciencia, y por tanto en 1887):
«Estaba yo sentado aquí expectante,
Esperando... nada, gozando del juego cambiante
de luz y sombra, más allá del bien y del mal
Toda melodía, todo lago, todo tiempo sin final.
De pronto se hizo dos de uno —¡oh!—
—Y Zaratustra junto a mí pasó...»16.
Dentro del juego ternario que se instaura con Jenseits, hay que
incluir a «un nuevo género de filósofos»: esta denominación sólo
les conviene a medias, puesto que quieren seguir siendo enigmas
(§ 42-43). Su tarea consistirá en «reevaluar e invertir ios «valores
eternos»», y, consecuentemente, en «asumir el peso de dicha res-
ponsabilidad», ejercer la apreciación universal de los valores en
una «humanidad» (§ 23), hasta hacer posible la eclosión de un
mundo. Dichos filósofos sólo pueden ser divisados, y por tanto es-
perados, a partir de esta tarea y de la exigencia de la voluntad de
poder en tanto que creación de un mundo. Y, sin embargo, nadie
puede asegurar su venida: «¿Existen hoy tales filósofos? ¿han exis-
tido ya tales filósofos? ¿no tienen que existir tales filósofos?...» (§
211). Postulados únicamente a causa de una insuficiencia en el
ejercicio de la voluntad de poder en tanto que afirmación de un
mundo, ¿deben esos filósofos ser meramente soñados, o más bien
esperados firmemente? Y en este último caso, ¿no se opone su es-
pera a la de un nuevo Zaratustra?

55
De ningún modo, pues los «nuevos filósofos» se distinguen de
los antiguos en que en lugar de trivializar o censurar lo divino, lo
acogen. O más bien, al dejar de dominar el juego, son acogidos en
él: no son los filósofos quienes acceden a lo divino, sino lo divino
que juega a filosofar. «Que Dioniso es un filósofo y que, por lo tan-
to, también los dioses filosofan, paréceme una novedad que no de-
ja de ser capciosa, y que tal vez suscite desconfianza cabalmente
entre los filósofos»17 (Más allá del bien y del mal, § 295). Los fi-
lósofos no serían capaces de comprender (aunque tampoco se trata
de admitir) que lo divino se apodera de la filosofía para que el
«nuevo filósofo» no sirva más que de máscara, junto con otros
nombres (por ejemplo, el segundo Zaratustra), a Dioniso. ¿Por qué
puede, o debe, filosofar este dios? Porque tal vez nadie pueda so-
portar el peso del «pensamiento abismal» salvo un dios —un dios
que sepa bailar, en el mismo lugar en el que la voluntad de poder
del hombre antiguo no consigue soportar el eterno retorno—. Que
este dios pueda inscribirse un buen día a nuestra escuela, tal vez
signifique solamente su venida entre nosotros para decir ahí el gran
amén a la manera humana. El nombrar aquí a Dioniso, en el lugar
del Zaratustra anticuado, significa el restablecimiento del juego
ternario: los antiguos filósofos - yo - Dioniso. El yo interviene co-
mo término medio (o como mediador) entre el dios y los otros, en-
tre los que se incluye al lector. Sin embargo, curiosamente, la se-
cuencia que califica de este modo al yo en su papel («...diría... así
me lo dijo un buen día») revela otro personaje, paralelo al yo, y sin
embargo distinto: «A veces amo a los hombres —él se refería a
Ariadna, que estaba allí—». ¿Qué relación existe entre Dioniso,
Ariadna y yo! ¿por qué desaparece Zaratustra de este juego?
La insuficiencia de Zaratustra se pone de manifiesto a partir de
su derrumbamiento ante el «pensamiento abismal». Este pensa-
miento se explícita «...hasta una afirmación dionisíaca del mundo,
cual éste es ... [dicho pensamiento] quiere el círculo eterno»18. El
pensamiento del eterno retorno es dionisíaco. Pero «Zaratustra
mismo, en realidad, no es sino un viejo ateo que no cree ni en los
antiguos dioses ni en los nuevos. Zaratustra afirma que podría
creer; pero Zaratustra no cree ... ¡Entiéndase bien.1/ El tipo de dios
debe incluirse en el de los espíritus creadores, en el de los «gran-
des hombres»19. La afirmación del gran hombre, en una palabra, la
del Zaratustra que habla y que sucumbió en el Zaratustra, sigue
siendo la de «su tipo de hombre, un tipo relativamente sobrehuma-
no, [que] es sobrehumano cabalmente en relación con los buenos»
(Ecce homo, «Por qué soy yo un destino», § 5), sobrehumano sólo
relativamente, con relación a su punto de partida: el hombre que se

56
dice bueno inhumanamente. Pero justamente mientras invierte los
valores, con su mirada centrada sobre el adversario original, Zara-
tustra sigue ligado leoninamente al mismo; el sí que debería decir
a los entes en general toma incesantemente la figura polémica del
no. Entre el no táctico y el sí estratégicamente apuntado, se insi-
núan la crispación, la estrechez y el fracaso que distinguen a Zara-
tustra de Dioniso20. El viejo ateo, Zaratustra, desconoce frente a
Dioniso la soltura armónicamente acorde con la amplitud del mun-
do liberada por el Sí absoluto. Ante la enormidad y la deformidad
de los entes que reclaman su reafirmación por el eterno retorno,
Zaratustra se derrumba: su conocimiento de los entes, en lugar de
organizar por sí mismo un retorno del mundo basado sobre su pro-
pia afirmación, se vuelve contra él, para torturarle. «Cadáver /
Aplastado bajo un peso enorme / Aplastado bajo tu propio peso, /
¡Hombre que sabe! / ¿Que se conoce a sí mismo! / ¡Oh sabio Zara-
tustra!... / Has ido en busca de la carga más pesada: / Te has halla-
do a ti mismo, t no podrás descargarte de ti mismo... / ¡Zaratus-
tra!... / ¡Conocedor de ti mismo! (Selbstkennerf... / ¡Torturador de
ti mismo! (Selbsthenker)\...» (Ditirambos..., «Entre rapaces», 42,
44). En una palabra, Zaratustra se vuelve reactivo a partir del mo-
mento en que su voluntad de poder aplaza por debilidad la trasfor-
mación del conocimiento de todos los entes, el pensamiento más
insoportable, en afirmación. Siguiendo la regla del resentimiento,
vuelve contra sí como negación suicida lo que él no consigue que-
rer positivamente en la efectividad de un mundo. Aunque se ha su-
perado a sí mismo, «él no es suficientemente dios para anunciar el
«mundo dionisíaco», al «filósofo dionisíaco», o a «Dioniso filoso-
fando». De ahí que sus sufrimientos tuvieron que ser reinterpreta-
dos en los de un «dios»» (K. Reinhardt21). Lo que Zaratustra no pu-
do llevar a término —acceder, en medio del sufrimiento que infli-
ge el «pensamiento abismal», al último Sí que produce un mundo
al provocar el eterno retorno—, sólo lo hará un dios.
Hay que subrayar que el acontecimiento decisivo de la anábasis
nietzscheana no consiste en el anuncio de Zaratustra, sino en la im-
potencia de Zaratustra para sostener el anuncio de Dioniso. ¿Quién
podrá sostener el pensamiento dionisíaco, abismal, «el gran pensa-
miento de la selección»?22. Sólo hay respuestas provisionales a es-
ta pregunta. Enumerémoslas. Zaratustra queda excluido (o, en el
mejor de los casos, será confundido con una de las tres figuras) del
juego ternario entre Ariadna, yo y Dioniso. En cuanto a Ariadna,
hay que decir en primer lugar que ella recibirá propia, mítica y
también eróticamente a Dioniso. Y que por tanto la espera del dios
—es decir la aproximación al «pensamiento dionisíaco» por parte

57
¡o humano— inviste la escena en la que Ariadna permite que Dio‫״‬
niso se aproxime. Pero, ¿quién es Ariadna?, y ¿por qué interviene
aquí? «Así sufre un dios, un Dioniso. La respuesta a este ditiram-
bo del aislamiento solar en la luz sería Ariadna... ¡Quién sabe, ex-
cepto yo, qué es Ariadna\... De todos estos enigmas, nadie tuvo
hasta ahora la solución, dudo que alguien viera siquiera aquí nun-
ca enigmas « (Ecce homo, «Por qué escribo yo libros tan buenos»,
«Así habló Zaratustra», § 8). Ariadna se convierte en el lugar de
encuentro con Dioniso, lugar que únicamente yo, es decir, Nietz-
sche, conoce (la frase de Nietzsche no es interrogativa, sino afir-
mativa-exclamativa). ¿Por qué Nietzsche no dice Ariadna, a pesar
de conocerla? Tal vez porque la conoce demasiado bien. Para es-
clarecer la identidad de Ariadna, debemos volver a la identidad del
yo. ¿Por qué Nietzsche dice yo, en lugar de dejar hablar a Zaratus-
tra, o a alguien más —a Ariadna, por ejemplo—? Porque en primer
lugar el Sí sólo puede ser dicho por quien se da y se abandona en
él, en el sentido en que precisamente Zaratustra no ha respondido
a la invocación: «Haz, en primer lugar, donación de ti mismo en
ofrenda, ¡oh- Zaratustra!» (Ditirambos..., «De la pobreza del más
rico», 76). La palabra requerida por «el pensamiento abismal» no
puede ser pronunciada detrás de una máscara, pues se trata de lie-
gar a ser uno mismo el Sí: «¡Blasón de la necesidad! / ¡Astro su-
blime del ser! Al que ningún voto alcanza, / Al que ningún No en-
sucia. / Eterno Sí del ser, / Soy eternamente tu Sí: / Pues te amo,
¡oh eternidad!» (ibid., «Gloria y eternidad», IV, 70), «...ser él mis-
mo el sí eterno dicho a todas las cosas» (Ecce homo, «Por qué es-
cribo libros tan buenos», «Así habló Zaratustra», § 6). Serlo uno
mismo, y no solamente decirlo con un lenguaje en el que el pensa-
miento permanezca desligado y separado de un cuerpo, que habla
por él, sin él; es decir, serlo corporalmente: «Nosotros mismos, no-
sotros los espíritus libres somos ya una ‘trans val oración de todos
los valores’, una viviente declaración de guerra y de victoria a to-
dos los viejos conceptos de «verdadero» y «no-verdadero» (El an-
ticristo, § 13). Lo que significa que «la gran razón» del cuerpo, que
no sólo dice el yo, sino que además lo culmina, es la única que pue-
de presidir la inversión hacia el sí y el encuentro dionisíaco. Con-
secuentemente, nadie puede ponerse en lugar del cuerpo que dice
yo y me nombra para pronunciar el Sí. Nietzsche debe renunciar a
delegar en otro la culminación de esta tarea: «En última instancia,
uno tiene que hacerlo todo por sí mismo para saber algunas cosas:
es decir, ¡uno tiene mucho que hacer!» (Más allá del bien y del
mal, § 45). Solamente un yo puede decir el Sí en el que se culmina
y se experimenta a Dioniso, y este yo solamente puede ser garantí-

58
zado por un cuerpo. Se puede prescindir de aquel cuyo cuerpo no
le convierte en egoísta. Sólo llega a ser imprescindible aquél que
se arriesga a «poseer la verdad dentro de) cuerpo» (Rimbaud), más
que en el alma. De este modo Nietzsche, en persona, tuvo que si-
tuarse en el lugar en que Zaratustra y los hombres superiores fra-
casaron, para afrontar al dios y proferir el sí dionisíaco. Pero este
fracaso múltiple no pasa de ser el motivo ocasional y casi anecdó-
tico, de una investidura constrictiva de una manera más radical: la
voluntad de poder sólo puede suscitar un mundo alrededor de ella
a condición de no evitar en absoluto la «tarea novísima y única-
mente ahora perceptible por el ojo humano, apenas reconocible, la
de incorporarse (einzuverleiben) el saber y volverlo instintivo (La
gaya ciencia, § 11). No existe delegación alguna que pueda dis-
pensar a Friedrich Nietzsche de dar un cuerpo al «pensamiento
abismal» —de exponerse ante Dioniso—. De este modo, se com-
prenderá mejor por qué y cómo el mismo Nietzsche se atribuye una
infinidad de nombres, Julio César, El inmoralista, el Untier, Fénix,
el cardenal Antonelli, el Crucificado, Dioniso, etc.: él mismo des-
poja su cuerpo de una identidad, «Nietzsche», para prestarlo suce-
sivamente a los encuentros y a las experiencias de lo divino que él
se arriesga a recibir en el Sí dionisíaco. «Lo que resulta desagrada-
ble, y que afecta mucho a mi modestia, es que en el fondo yo soy
cada uno de los nombres en la historia»23. Al anonimato le sucede
una equivalencia polinómica: el cuerpo, en el que Nietzsche se
abandona al riesgo de lo divino, recorre todas las figuras que se in-
corporan a él, para llevarlas en él a su culminación en el diálogo úl-
timo. De este modo se comprenderá también la identificación final
del yo con Ariadna: en primer lugar, no se trata de la famosa nota
dirigida a Cosima Wagner, que aquí en cierto modo no tiene nada
que ver (pues equivaldría a considerar a Ariadna como algo anee-
dótico), sino de las Lamentaciones de Ariadna. En apariencia, es-
tas últimas reproducen simplemente el canto del Ilusionista que
aparece en la cuarta parte del Zaratustra, hasta el punto de que du-
rante mucho tiempo las Lamentaciones de Ariadna, igual que los
otros poemas de la misma colección, fueron reunidos por Nietzs-
che con vistas a una edición separada bajo el título Cantos de Zara-
tustra. Según K. Reinhardt, sólo «al final, poco antes del entene-
brecimiento», y, según Colli-Montinari, «en los últimos días, cuan-
do los signos precursores del derrumbamiento se multiplicaban»24,
Nietzsche habría cambiado el título inicial por el de Ditirambos de
Dioniso. Eso significa que las modificaciones que por entonces se
aplicaron precipitadamente a los poemas corresponden al paso de
Zaratustra a Dioniso, y al paso de Nietzsche al derrumbamiento o

59
entenebrecimiento (Umnachtung), vulgarmente denominado locu-
ra. En lo que concierne a dichos pasos, las correcciones aplicadas
a las Lamentaciones de Ariadna, entre los Cantos y los Ditirambos,
proporcionan algún esclarecimiento —al menos si se aceptan las
conclusiones de K. Reinhardt—.
Paso a Dioniso. (a) Quien hace pareja con el «dios desconocí-
do» pasa de lo masculino («dein stolzester Gefanger», Zaratustra,
IV) a lo femenino («dein stolzeste Gefangne», Lamentaciones...),
es decir, de un hombre que imita burlescamente el sufrimiento de
la espera del dios, a una mujer que sufre por un dios ausente y de-
sea confusamente su venida, (b) En comparación con un poema de
la misma colección, Entre rapaces, se observa que las Lamenta-
dones ya no hablan de una auto-aflicción («Selbstkennster!/
Selbsthenker!... / Was schlichst du dich ein / In dich - in dich?...»),
sino de una verdadera alteridad en el sufrimiento provocado por el
dios mismo: «Du Folterer! / Du Henker - Gott!». A partir de en-
tonces, el sufrimiento se inscribe en la experiencia del encuentro,
y da testimonio de él. (c) Aunque el «No: ¡vuelve junto a mí!» que
abre la penúltima estrofa se encuentra ya en un poema añadido al
libro quinto de La gaya ciencia (Cantos del príncipe Vogelfrei,
«Rimus Remedium (o: cómo se consuelan los poetas)» y en el can-
to del Ilusionista, aparece aquí una diferencia capital: el «dios des-
conocido» «se hace visible en una belleza esmeraldina». Se llama
Dioniso. En el camino que va de los Cantos a los Ditirambos, la
comicidad masculina se convierte en el deseo femenino, la tortura
fantasmal, en dolor venido de otro lugar, la llamada al retorno, en
la aparición del dios en persona. Así pues, si en el momento mis-
mo del derrumbamiento, Nietzsche pasa, por medio de algunas co-
rrecciones, de un lugar a otro, eso significa que él mismo, conver-
tido a la vez en Ariadna y en Dioniso, ha experimentado de hecho
lo divino —y pronunciado corporalmente, sin máscara ni delega-
ción, el gran Sí-—. Los últimos textos preparados para la imprenta
contienen por tanto estos inedita, inaudita por excelencia —la in-
vestidura de un poema por lo divino (Carta a Catulle Mendes, Tu-
rín, 1 de enero de 1889)25—. Hay poca diferencia entre el paso a
Dioniso y el paso al entenebrecimiento. Pero es preciso todavía
arriesgar un palabra sobre esta tiniebla. Dejemos que sea el mismo
Nietzsche quien la pronuncie: «Mientras hoy se nos da a entender
reiteradamente que al genio le fue dado un grano de la especia de
la locura en lugar de un grano de sal, a todos los hombres de otros
tiempos les era mucho más afín la idea de que allá donde hay lo-
cura habría también un grano de genio y de sabiduría —algo «di-
vino», como se susurraba—...a todos los hombres superiores a los

60
que les atraía irremisiblemente romper el yugo de cualquier etici-
dad y dar nuevas leyes, no les quedaba otro remedio, si no estaban
verdaderamente locos, que hacerse o fingirse locos» (Aurora, §
14). Lo que el sentido común denomina locura sería tal vez ante to-
do este sentido fuera de lo común que produce ilusiones, opiniones
y concepciones (Wahnsinn) que están fuera del sentido común. No
se trata, tal como se lo imaginan los Bouvard y Pécuchet moder-
nos, de que el genio del «artista» no consiga estar a la altura de sus
deberes elementales por no avivarse con un poco de locura; sino
del hecho mismo de que el ser alcanzado súbitamente por la locu-
ra da testimonio de la intervención de otra fuerza —declarada o di-
simulada—: lo divino. Por más que Friedrich Nietzsche, súbdito
alemán, nacido en 1844, profesor de filología griega en la univer-
sidad de Basilea, en situación de baja con pensión, haya cedido a
alguna enfermedad nerviosa, a algún deterioro fisiológico, o a la
fatiga psicológica, un día de enero de 1889 en la plaza Cario Al-
berto de Turín, es en nombre de lo divino que Dioniso susurra al
oído de Ariadna: «Sei klug!», y que cede aquél que se sabía, desde
antes, tan advertido (klug, Ecce homo). Caer en el entenebrecí-
miento significa pasar brusca y definitivamente, sin posibilidad de
retorno, al punto nodal en el que la voluntad de poder estima a los
entes sin excepción alguna, hasta verlos en un mundo —significa
dejarse absorber de golpe por el lugar del dios—. El hombre que
no evitaba en el ínterin nihilista la llamada silenciosa a decir el
eterno retomo, y por tanto a pensar la entidad suprema de los entes
mundanizados, ese hombre ha tenido que convertirse en dios:
«Apreciado señor profesor, en último término me gustaría más ser
profesor en Basilea que ser Dios; pero no me he atrevido a exten-
der el egoísmo personal hasta el punto de dejarle la creación del
mundo. Ya lo ve, uno debe ofrecer su sacrificio, a su manera, don-
de uno vive»26. No hay nada que quitar a estas frases sublimes, y
aún menos nada que subestimar como humorada. Pues aquí la hu-
morada es solamente la última cortesía de quien nos habla desde
ultratumba —no desde otro mundo, sino desde el centro de este
mundo—. Era preciso que Nietzsche se derrumbara en lo divino,
para que él pudiera oír decir a su voz, de concierto con la de Dio-
niso, el Sí que crea un mundo justamente en el seno del nihilismo.
Pero entonces, ¿no puede el hombre pronunciar el Sí último, sin
que al mismo tiempo dicho hombre se derrumbe en el entenebrecí-
miento, de tal modo que no sea nunca el hombre quien lo pronun-
cíe, sino precisamente lo divino, en el que tiene que abismarse? Y
en este caso, ¿qué figura toma lo divino, con qué comercio con los
ídolos subsistentes, y con las prohibiciones establecidas?

61
§ 6. Cristo: evasiva de un esbozo

El entenebrecimiento del delirio final (Wahnsinri) culmina la


destrucción de las ilusiones idolátricas (Wahri) exponiendo, una
vez que ese velo ha sido desgarrado, a un individuo, Friedrich
Nietzsche, a la experiencia insoportable del afrontamiento inme-
diato (corporal) de lo divino. El individuo paga al contado su iden-
tificación última con Dioniso —con el dios cuya afirmación quie-
re los entes hasta justificarlos en la inocencia de un mundo—, iden-
tificándose también con el Crucificado27, que estalla bajo la ten-
sión última de lo divino. La ambigüedad radical de la relación en-
tre Cristo y el texto nietzscheano (de la que forma parte el entene-
brecimiento consignado corporalmente)28 reproduce esta doble de-
nominación. Ciertamente, Cristo es tratado como «fundador del
cristianismo», y por ello es eliminado junto con los ídolos produ-
cidos por el cristianismo, a lo largo de una polémica interminable,
fatigosa, constante y poco apasionante. Poco importa que Nietzs-
che haya afectado seriamente al Jesús de la historia, o al Cristo de
la fe (que al final coinciden), pues la eliminación material de Cris-
to posibilita la condición de una relación con la figura dística, de-
cisiva en un sentido diferente.
¿Qué queda de Cristo, una vez que se ha eliminado su materia
(histórica, textual, institucional, etc.)? No conviene fijarse con ex-
cesiva facilidad y rapidez en la oposición, por lo demás constante,
entre el cristianismo y Cristo29, pues ella supone como mínimo que
tras la revocación del cristianismo es todavía posible evocar, o in-
cluso invocar, a Cristo. Lo que merece ser cuestionado es que en
efecto haya que hacerlo. Tesis provisional: Jesús, en tanto que Cris-
to que muere en la cruz, proporciona posiblemente la figura irre-
basable, incluso para Nietzsche —y sobre todo para él— de la
prueba inevitable que impone el encuentro de lo divino por el hom-
bre. Que para él lo divino se denomine principal y finalmente
«Dioniso» pone más aún de manifiesto que queda por descubrir un
nombre, un lugar y una figura en los que pueda perfilarse aquel que
recibe a lo divino. Entre los nombres que Nietzsche le da, y se da,
predomina el de Cristo. Precisemos: no se trata de reintroducir, por
contradecir como pensador, o por recuperar como comentarista, lo
que la crítica ha invalidado explícitamente; sino que de hecho per-
manece, una vez que ha sido eliminada la materia explícita, ia/i-
gura de Cristo. Es. decir, el lugar focal, inevitable e inevitado, en el
que acaba por instalarse aquél que debía experimentar lo divino.
Lugar obligado, porque no hay ningún otro en la historia, en el que
tienen que tomar morada incluso aquellos que se disponen a reem­

62
plazar a Cristo —lugar obligado, en la medida en que hay obliga-
ción de un lugar—, Que Nietzsche primero preserve y luego invis-
ta la figura de Cristo, vaciada por la crítica, da cuenta, sin tomarlo
en serio ni recuperarlo, del pastiche (multiforme, repetido, logrado
a medias) del Cristo ejecutado por el escritor-Nietzsche. El Zara-
tustra simula los evangelios con talento e intención demasiado vi-
sibles, como para no resultar a veces molestos e improcedentes: las
parábolas, los apotegmas y las enseñanzas a la muchedumbre en-
cantada y atontada son retomados de los grandes logia de los si-
nópticos. La cuarta parte (e incluso la tercera) incorpora la elección
de los discípulos, las enseñanzas privadas, las decepciones, los via-
jes, etc., haciéndose eco de un segundo momento característico de
los evangelios. Las partes esbozadas tenían que incluir una traición
de los discípulos y una muerte de Zaratustra. Y si Zaratustra tiende
a desaparecer, ¿no sería precisamente porque él no ha muerto, y
que por ello no ha podido culminar su tarea: ver a «los nuevos dio-
ses»? El Anticristo debe ser comprendido tácticamente según la
misma tensión escatológica que determina su aparición en el nue-
vo testamento: «Hijos míos, ha llegado la última hora. Habéis oído
que iba a venir un anticristo, pues bien, han surgido ya muchos an-
ticristos: con ello reconocemos que es ya la última hora» (1 Jn 2,
18). En el nuevo testamento, el anticristo sólo precede y anuncia el
retorno de Cristo, en contra de su propia voluntad, con negaciones
insistentes. En términos nietzscheanos, la inversión de los valores
vale como negación: el anticristo anuncia, por tanto, en persona y
directamente la parusía de lo divino, y la acelera mediante su tra-
bajo de negación. La promulgación, a fecha de 30 de septiembre de
1888 según la «falsa cronología», de una ley contra el cristianismo,
es decir, el establecimiento de un hoy como primer día de un nue-
vo mundo, depende de la misma situación: escatología bajo la fí-
gura de la afirmación culminada de modo dionisíaco30. Por ello, el
Anticristo mantiene una relación fundamental con Ecce homo.
«Ecce homo» o: he aquí al hombre que falta para la afirmación úl-
tima. El pastiche cristológico se acerca a la perfección, porque se
desarrolla combinando varios registros: (a) «Ecce homo!» retoma
la traducción de la Vulgata del ιδού ó άνθρωπος de Jn 19, 6. (b) En
lugar de designar a un condenado inocente, término silencioso y
casi ausente del triángulo completado por Poncio Pilato y la mu-
chedumbre, «Ecce homo» proporciona el testimonio de Nietzsche
sobre sí mismo como aquél que viene definitivamente en lugar de
los ídolos e incluso en lugar del anticristo provisional. Auto-inves-
tidura que condena a los habitantes del trasmundo, y no designa-
ción de un condenado por parte de un juez para la muchedumbre

63
del mundo. Ecce homo, al ser una toma de palabra y de poder,
apunta hacia aquél que «no sólo comprende la palabra ‘dionisíaco’,
sino que se comprende a sí mismo en ella» (Ecce homo, «Por qué
escribo yo libros tan buenos», «El nacimiento de la tragedia», § 2),
haciéndose eco de aquel que no sólo concebía a Dios, sino que de-
cía ser el mismo Dios, (c) Por encima de todo, aquel que se capta
a sí mismo como dionisíaco, debe, según el «concepto de Dioni-
so», «ser él mismo el sí eterno dicho a todas las cosas, «el inmen-
so e ilimitado decir sí y amén»... (ibid., «Así habló Zaratustra», §
6). Se trata de pronunciar el Sí del eterno retorno que Nietzsche
equipara constante y conscientemente con aquello de lo que es tra-
ducción: el amén hebreo31. No es ciertamente una casualidad que
Nietzsche los equipare. Manifiestamente, el Sí imita al amén de
Cristo, su última palabra al Padre, la que enuncia la bendición pos-
trera, la berakha que une a Dios con el hombre desde el fondo del
abismo: «...en él sólo hubo sí. Y las promesas de Dios han encon-
trado en él su sí. Y así pasa por medio de él nuestro amén hasta
Dios, para su gloria» (2 Cor 1, 20). De este modo, el mundo queda
justificado —reconciliado consigo mismo y con el Padre, en el
amén de Cristo—. Por tanto, y esto es capital, el pastiche se con-
vierte aquí en imitación consciente. No se trata de minimizar que
el hombre del gran amén y Cristo se contradistingan. Se trata por
el contrario de entender cómo, sobre el fondo de tales semejanzas,
subsiste el antagonismo irreductible. Las aproximaciones formales
culminan en una figura única: el mundo halla la justicia o la ino-
cencía que lo hace eterno en el sí / amén que debe ser pronuncia-
do, escatológica y corporalmente, por un hombre que arriesga en
este juego todo lo que él es, hombre que está aún por aparecer. De
este modo definimos una figura doblemente vacía. Vacía porque, al
menos en apariencia, se puede moldear en ella tanto la semántica
nietzscheana como la semántica bíblica. En ella, las corresponden-
cias, trascripciones y desplazamientos son posibles, a condición de
un mínimo de erudición dual. La figura actúa como estructura co-
mún, y sólo vale como estructura. ¿Por qué identificarla pues a par-
tir de uno de sus dos valores posibles, y arriesgarse a tomarla co-
mo «estructura crística»? Debido sin duda a la arbitrariedad de una
lectura que sigue siempre, por más vueltas que dé, su línea de ma-
yor pendiente. Pero la arbitrariedad puede también ser justificada
posteriormente —al menos, cuando se trata de lecturas—. Estruc-
tura crística del texto nietzscheano, porque la anterioridad del
acontecimiento cristiano estructura por completo su refutación, im-
poniéndole los términos del debate. Y porque, además, el texto
nietzscheano encuentra ahí un rigor más comprensivo: el entene-

64
brecimiento, al igual que los síntomas que, imitando los anuncios
de la pasión, lo preceden, se vuelve rigurosamente previsible, y en
lugar de romper el enunciado de pensamiento, da testimonio de su
infalible rigor por medio del último acontecimiento. Es más, la
«estructura crística» es reforzada por la segunda vacuidad de la fi-
gura. Vacía también, porque a «Aquel que viene» (se sabe que ó έρ-
χόμενος designa, en Juan, al mismo Cristo) y que efectivamente vi-
no, sólo le responde en el texto nietzscheano la semipresencia de
quien todavía tiene que venir. Los nombres semipersonales se acu-
muían sobre el cuerpo y el rostro de Friedrich Nietzsche, como pa-
ra desbautizarle e investirle con la voluntad de poder que debe eva-
luar el mundo de manera suprema. Puesto que los «nuevos ami-
gos» no llegan, puesto que solamente Friedrich Nietzsche se arries-
ga a asumir el papel sin preparativos, puesto que en último térmi-
no él mismo no podía asumirlo, Nietzsche cae en el entenebrecí-
miento. Podría decirse que Nietzsche no tenía que morir a causa de
la experiencia de lo divino, a diferencia de Empédocles y también
—en un sentido completamente distinto— de Jesús, justamente
porque él no estaba a la altura. El morir está reservado para el ver-
dadero superhombre, y caracteriza propiamente a los verdaderos
profetas. Frente a la verdadera muerte de Cristo, el mimo nietzs-
cheano sólo es capaz de oponer una semimuerte: el entenebrecí-
miento mismo. Muerte del espíritu, sin muerte del cuerpo: es decir,
que el espíritu no investía totalmente al cuerpo, el cual sigue sub-
sistiendo por sí mismo. Así pues, la voluntad de poder no se incor-
poro totalmente. Y de este modo subsiste algo de «platonismo», pe-
ro sólo es descubierto por la última crisis. A esta semimuerte le fal-
ta una encarnación completa, en la que se confundan totalmente
cuerpo y espíritu. La encarnación que falta a esta muerte, faltaba
también a la vida: puesto que nadie venía, Friedrich Nietzsche, de-
bido al rigor de una lucidez atrayente, tuvo que ejecutar sobre su
propia persona un adopcionismo metafísico32. Pero la historia de la
teología ha establecido ampliamente que el adopcionismo sólo pro-
porciona medios humanos a un semidiós: de ahí el fracaso final,
puesto de manifiesto a lo largo de diez años por el entenebrecí-
miento. La figura permanece doblemente vacía: «estructura crísti-
ca» ambivalente, fracaso de un sustituto imposible de Cristo. En
una palabra, se trata de una cristología (escatológica e invertida)
meramente figurada. No decimos que Nietzsche meditara el miste-
rio de Cristo, ni tampoco que emprendiera conscientemente su re-
producción después, o en el momento, de eliminarlo, y aún menos
que fracasara con respecto a cierta norma desconocida. Decimos
que la coherencia del texto nietzscheano, incluyendo el entenebre-

65
cimiento, resulta así más visible; y decimos tal vez que Cristo, más
que ocupar al pensamiento nietzscheano como adversario o re-
ferencia, es el lugar típico y último en el que este pensamiento ha-
bita, consciente o inconscientemente, poco importa.
Figura vacía de Cristo. ¿Por qué no impide la «estructura cris-
tica» que el texto nietzscheano deje escapar a aquél que dicho tex-
to imita? El esbozo de la respuesta a esta pregunta sólo puede pro-
venir de otra pregunta: ¿qué ocurre con Cristo en la crítica nietzs-
cheana, para que sea abandonado por la «estructura crística»? Aho-
ra bien, resulta precisamente extraña la penetración teológica y la
respetuosa intimidad con la que Nietzsche se acerca a Cristo. Na-
da resulta más extraño, pues Cristo es considerado larga y positi-
vamente de tal manera que la «estructura crística» se duplica, aun-
que por simple yuxtaposición sin contacto, con una crítica espúrea
y a veces mediocre del Cristo histórico. ¿Por qué, entonces, se in-
sinúa la fisura entre una y otra? Una vez más, nada resulta más ex-
traño, pues Cristo se halla investido con ciertas características que
en otros textos sólo pueden ser recibidas por el superhombre, de tal
modo que parecería que la inclusión recíproca del superhombre y
de Cristo puede ser evitada. ¿Por qué se desvanece finalmente en
nombre de un rigor más radical?
Así pues, Cristo recibe ciertos rasgos del superhombre. En pri-
mer lugar, es definido mediante el «gran amor» que quiere ser am-
plio como el mundo, y que quiere que el mundo sea tan amplio co-
mo él, incluyendo al (a los) dios(es). Por ejemplo: «Es posible que
bajo la fábula y el disfraz sagrados de la vida de Jesús se esconda
uno de los casos más dolorosos de martirio del saber acerca del
amor: el martirio del corazón más inocente y más lleno de deseos,
que nunca había tenido bastante con ningún amor de hombre, que
exigía amor, ser-amado y nada más, con dureza, con insensatez (mit
Wahnsinn), con explosiones terribles contra quienes le rehusaban
su amor; la historia de un pobre insaciado e insaciable en el amor,
que tuvo que inventar el infierno para enviar a él a quienes no que-
rían amarlo, y que al fin, habiendo alcanzado saber acerca del amor
humano, tuvo que inventar a un dios que es totalmente amor, total-
mente capacidad-de-amar, ¡que se compadece del amor humano
por ser éste tan pobre, tan ignorante!»33 (Más allá del bien y del
mal, § 269). Se trata de una notable reconstitución de Cristo si-
guiendo una lógica tomada únicamente del amor (con leves varia-
ciones casi victorina), en la que el «corazón más inocente» evita la
sospecha de ser reactiva. Por encima de todo, hay que comprender
que el doble abandono de amor aquí definido (con respecto a los
hombres y a Dios) pone de manifiesto que Nietzsche penetra y con­

66
firma más fundamentalmente el misterio de la cruz. El amor que
exige y que se abandona hasta la muerte sólo pide, para justificar-
se ante sus propios ojos, este mismo abandono. No desarrolla nin-
gún discurso de justificación a posteriori, ni de reivindicación
compensatoria: hace un gesto absolutamente justo y justificado, sin
fisura interna, índex sui y colmado de sí; sin la exterioridad de una
instancia legal, con la seguridad inmediata de los hijos. «Jesús dijo
a sus judíos: ‘La ley era para esclavos, ¡amad a Dios como lo amo
yo, como hijo suyo! ¡Qué nos importa la moral a nosotros los hijos
de Dios!’» (Más allá del bien y del mal. § 164). La seguridad que
tiene un hijo, sobre quien la exigencia ya no proviene del exterior
(moral, ley), sino que se despliega íntimamente (amor), es recono-
cida con precisión por Nietzsche en una práctica feliz, serena, y que
incluso podríamos llamar «danzante». «La salvación por la fe (es
decir, que no hay ningún otro camino para llegar a ser hijo de Dios
que la práctica de la vida enseñada por Cristo)»34: en efecto, la
praxis crística constituye la norma absoluta, y no hay que añadirle
comentarios, ni compensaciones. «Este ‘buen mensajero’ murió tal
como vivió, tal como enseñó: no para ‘redimir a los hombres’, si-
no para mostrar cómo se ha de vivir. Lo que él legó a la humanidad
es la práctica... su comportamiento en la cruz» (El anticristo, § 35).
¿En qué consiste este comportamiento? Sobre la cruz, al igual que
ante cada uno de los episodios de la pasión, Cristo no evita lo pe-
or, ni lo esquiva, sino que lo sufre. Es más, no acusa, no «pide
cuentas de sus actos a nadie»; amar al malvado, concluye Nietzs-
che. Pero, ¿qué significa aquí este «amor»? Significa que no se
busca —a diferencia de los discípulos— una respuesta al enigma
de la cruz: no se buscan culpables, porque Cristo no ha presentado
ninguna denuncia. Los judíos acusan al inocente, pero el inocente
no acusa a los injustos, no reclama su castigo ni tampoco el reco-
nocimiento de su inocencia35. Cristo no acusa al mundo. Es más, lo
declara inocente. Ante la muerte ignominiosa misma, su sí / amén
no retrocede en no. ¿Hay que concluir que Cristo, para Nietzsche,
enuncia el gran amén esperado con la apertura dionisíaca, y que a
su modo soporta lo insoportable con la inocencia de una afirmación
que, precisamente ahí, no retrocede, y que en una palabra esboza el
eterno retorno? No hay que precipitarse en acusar a estas preguntas
de trivialidad indecente. Pues Nietzsche establece al menos el pre-
supuesto común de todas ellas: que Cristo, al amar en cruz, supera
el resentimiento. Esto es justamente lo que los discípulos no pu-
dieron admitir, ni entrever: «Es evidente que la pequeña comunidad
no entendió precisamente lo principal, lo ejemplar en ese modo de
morir, la libertad, la superioridad sobre todo sentimiento de ressen-

67
timent» (El anticristo, § 40). La comunidad no concibe que el re-
sentimiento desaparezca ante el amor, la afirmación y el amén. La
comunidad inicia la represalia contra las personas y contra lo que
el amén de Cristo ha declarado inocente. De ahí el retorno de un
Dios juez y remunerador que trascribe míticamente la exterioridad
reactiva del resentimiento: «Fue justo el sentimiento menos evan-
gélico de todos, la venganza, el que se de nuevo se impuso» (ibid.),
y creó dioses «productos del ressentiment». La cesura entre Cristo
y, según los casos, «la pequeña comunidad», los judíos, el apóstol
Pablo, etc., consiste en esto: aunque «el cristianismo es un ingenuo
apéndice a un movimiento pacificador budista en el centro (mitten
aus) del verdadero rebaño del resentimiento... hasta salir de él (he-
raus)...»36, y aunque como tal praxis «el cristianismo auténtico, el
originario, será posible en todos los tiempos...» (El anticristo, §
39), a pesar de ello, el resentimiento lo ha reinterpretado, abolido y
desarrollado inmediatamente en un sistema reactivo (ley, moral)
que organiza la historia en vistas a la acusación de los entes (paru-
sía, juicio, infierno). Dado que el acontecimiento nietzscheano
apunta enteramente a deconstruir esta acusación (venganza), y que
Cristo fue en el pasado el único que consiguió superar el resentí-
miento, ¿es posible descartar la cuestión de su encuentro y conni-
vencía? Señalemos al menos el primer privilegio del Cristo nietzs-
cheano: al contrario de los cristianos, él supera el resentimiento, y
pronuncia a su modo un amén que declara inocente a su mundo.
Segundo privilegio característico de Cristo: del mismo modo
que él supera el resentimiento, excede —en la misma cruz— la re-
lación idolátrica con lo divino. El primer privilegio hace posible
que Cristo entre en contacto con el amén que está por pronunciar,
y por tanto le permite sostener, al igual que se sostiene una mirada,
la exigencia de una afirmación sin resentimiento (§ 2). El segundo
privilegio, al desligar a Cristo de la relación idolátrica con lo di vi-
no, sustrae su relación con el Padre a la «muerte de Dios», tal vez
a fuerza de ahondarla en él. Hay dos textos que lo sugieren. La en-
fermedad disipa, ante la mirada del hombre que sufre, las ilusiones
y encantamientos de los que se enorgullece frecuentemente lo que
Nietzsche llamará después voluntad de poder. «Es posible que la
misma [suprema desilusión] asaltara en la cruz al fundador del cris-
tianismo: puesto que las más amargas de todas las palabras, ‘¡Dios
mío, por qué me has abandonado!’, contienen, en toda la profundi-
dad en que deben ser comprendidas, el testimonio de un desengaño
general y una iluminación sobre la locura de su vida; en el instante
del suplicio supremo alcanza la clarividencia sobre sí mismo, igual
que el poeta cuenta del pobre Don Quijote moribundo» (Aurora, §

68
114). Una lectura superficial, que redujera el Cristo evocado aquí a
un ingenuo que llegara a desengañarse en el momento supremo de
ia ilusión divina, dejaría de lado lo esencial. La cruz descalifica
precisamente la ilusión idolátrica de Cristo. O mejor dicho, aquí se
vuelve insostenible la ilusión (Wahn) que imagina un ídolo como si
fuera Dios. Lo que impone el sufrimiento, y lo que permite también
atreverse a afrontarlo, es que ninguna representación idolátrica
(Wahri) pueda usurpar con falsas garantías el nombre de Dios. En
sentido radical, el grito de Cristo y del salmo 22 no ponen sola-
mente de manifiesto la soledad de un abandonado: revelan el de-
rrumbamiento de los ídolos que aprisionaban al hombre en una es-
lera cerrada, ilusoria y suave, hasta privarle de todo acceso autén-
tico a lo divino —riesgo supremo de alteridad, de separación, de
singularidad—. Cristo grita con el grito del/ocm5 que gime a la vi-
da: grito de quien desgarra el velo idolátrico para nadar en el océ-
ano de la distancia. El mismo Nietzsche confirma en otros lugares
que se trata de una muerte de la representación idolátrica de lo di-
vino, y, por tanto, de una liberación «peligrosa» con vistas a acer-
carse en persona a lo divino. «Peligro en la persona. Cuanto más
ha sido Dios considerado como una persona aparte, menos se le ha
sido fiel. Los hombres se interesan más por las imágenes de su pen-
samiento (Gedankenbilder) que por lo que tienen de más querido
entre sus bien amados: he aquí por qué se sacrifican por el Estado,
la Iglesia, y asimismo por Dios, en tanto que éste es producto (Er-
zeugnis) de su pensamiento (Gedanke) y no se le toma de una ma-
ñera demasiado personal. En este último caso disputan casi siem-
pre con él: el más piadoso de entre ellos habrá dejado más de una
vez escapar esta palabra amarga: ‘¡Dios mío! ¿por qué me has
abandonado?’» (Humano, demasiado humano II, «El viajero y su
sombra», § 80). El progreso decisivo llevado a cabo aquí consiste
en la oposición entre los ídolos (Gedankenbilder, Erzeugnis y Ge-
danke), que actúan como sustitutos domesticados de lo divino, y la
persona: término no representado, ni representable, de un apuntar
cuyo espacio sólo se descubre en el apego; el abandono coincide
exactamente con la persona, porque el «peligro» la caracteriza. Pe-
ligro de la persona: ella nunca se posee, ni se inmoviliza, ni se re-
presenta; solamente se abre al abrir el campo ilimitado en el que
conserva la separación que la preserva. Su soledad sólo puede ser
abordada al precio de una irresistible soledad. Sólo en su abandono
mutuo, las personas se aparecen invisiblemente a sí mismas —se
abandonan incesantemente la una a la otra—. Justamente por ello,
«esta palabra amarga» no es la última: el peligro de la persona po-
sibilita todavía la relación de las personas entre sí, sin obstáculo

69
idolátrico alguno. Por esto, la última palabra de Cristo es: «Padre,
en tus manos pongo mi espíritu» (Le 23, 46; cf. Jn 19, 30 : «Dijo:
‘Todo se ha cumplido’, y, después, inclinando la cabeza, entregó/li-
beró el espíritu»), ¿Podría llegar a ser el abandono la condición de
una relación con Dios como persona y no como ídolo? Pero enton-
ces habría que admitir que el abandono proporciona uno de los ros-
tros de la comunión —tal vez el más elevado—. Nietzsche estable-
ce brillantemente la primera equivalencia. Pero indudablemente
deja de lado la segunda, pues omite sintomáticamente la última pa-
labra de Cristo crucificado. La coincidencia del abandono y de la
persona en un mismo «peligro», o mejor dicho, la coincidencia de
las personas en el peligro único de su mutuo abandono, o incluso,
la coincidencia del don y del abandono en el juego personal —he
aquí el misterio rozado y al final eludido por Nietzsche—.
Enseguida se pasa del rozar al omitir, radicalmente. La cuestión
de la persona cede frente al misterio de su peligro, se enuncia sin
riesgo, y se pierde, como un combate: «...la más antigua y origina-
ria relación personal (Personen-Verhaltnis) que existe, en la reía-
ción entre compradores y vendedores, acreedores y deudores: fue
aquí donde por vez primera las personas se midieron entre sí»
(Genealogía de la moral, II, § 8). La relación entre personas se
desliza hacia la valoración, y por tanto hacia la voluntad de poder:
relación en la que las personas, al valorarse a través de la mirada,
se convierten de nuevo en imágenes visibles y representaciones de-
finidas: ídolos. Los riesgos del combate encubren el peligro de la
persona que es difícil de soportar en otro sentido. La pregunta de-
saparece ante la evidencia de una tesis ya conocida: «el hombre se
designaba como el ser que mide valores, que valora y mide, como
el «animal tasador en sí»» (ibid., reformulación de Zaratustra, I,
«De las mil metas y de la única meta»). La experiencia de la cruz
se convierte entonces en un simple caso particular del juego de la
voluntad de poder, e incluso de su figura reactiva —el resentí-
miento—. Por medio de un sorprendente equívoco, Nietzsche lie-
ga a interpretar también la cruz como un fenómeno del resentí-
miento, y como un caso particular, aunque excepcional, de los con-
ceptos de «deuda», «deber», «mala conciencia», etc.: «...hasta que
de pronto nos encontramos frente al paradójico y espantoso recur-
so en el que la martirizada humanidad encontró un momentáneo
alivio, frente a aquel golpe de genio del cristianismo: Dios mismo
sacrificándose por la culpa de hombre, Dios mismo pagándose a sí
mismo. Dios como el que puede redimir al hombre de aquello que
para este mismo se ha vuelto irredimible: el acreedor sacrificándo-
se por su deudor, por amor, ¿quién lo creería?, ¡por amor a su deu-

70
dor!...» (La Genealogía de la moral Π, § 21). Este texto sugiere va-
l ias observaciones. En primer lugar, que la relación reactiva esta-
Mecida aquí entre Dios y Dios contradice rigurosamente la relación
«peligrosa» de Cristo, que trasgrede el resentimiento y el ídolo
(Wahn), con la «persona» de Dios. De hecho, a partir del momen-
(o en que se pone a Dios solamente en relación consigo mismo, se
le atribuye una concepción idolátrica del hombre: al igual que ante-
riormente (§ 4), el hombre se oculta lo divino elaborando un ídolo
que, antes de morir, mata irremediablemente el acceso a los dioses
o a Dios, del mismo modo aquí Dios, al no ver más que una ima-
gen de sí en el lugar del hombre que desfallece, sueña una salva-
ción que él se ejecuta vana y oníricamente para sí mismo. Dios
mismo elude el peligro de la persona, porque el otro Dios «que
ajusta cuentas» no es más que un ídolo del hombre. Por el contra-
rio, Cristo, al asumir absolutamente la naturaleza humana (y por
tanto al afianzarla), llega a ser rigurosamente hombre, hombre... y
no ídolo del hombre; y eso es lo que la mirada nietzscheana es in-
capaz de percibir. De acuerdo con el rigor que distingue a los pen-
sudores, incluso en la lógica herética, el docetismo de este texto
acompaña al modalismo: Dios, al dejar de lado a la persona huma-
na no idolátrica, se deja de lado a sí mismo como persona. No ad-
mite en él la multiplicidad ni el peligro de la persona: el otro divi-
no de Dios no es divinamente otro, sino mera señal de una come-
dia privada. ¿Por qué, a la vista de estas consecuencias, presentar
la explicación mediante el resentimiento? Porque, en segundo lu-
gar, la explicación por el amor no es digna de crédito. O más bien,
porque aquí el amor permanece como concepto derivado y, como
tal, ilusorio. ¿Por qué? De esta decisión depende la solución de una
paradoja que hemos esbozado progresivamente: el Cristo nietzs-
cheano va más allá del resentimiento y pronuncia en lo que le con-
cierne un Amén; va más allá de la concepción idolátrica de Dios, y
atraviesa por adelantado la «muerte de Dios»; se convierte final-
mente en uno de los nombres privilegiados con los que se nombra
a sí mismo y al mundo aquel que se acerca al entenebrecí miento. Y
sin embargo, «¿Se me ha comprendido? Dioniso contra el Crucifi-
cado» (Ecce homo, «Por qué soy yo un destino», § 9). Pero esto es
justamente lo que queda todavía por comprender.

§ 7. ¿Por qué sigue siendo Nietzsche un idólatra?

Si los privilegios de Cristo no le evitan su descalificación ina-


pelable, tal vez ello se deba tanto a la interpretación nietzscheana

71
de Cristo, como a su interpretación de «Dios». Más exactamente,
Cristo es uno de los nombres para el que experimenta lo divino. Pe-
ro, ¿de qué divinidad experimenta Cristo lo divino? De la del
«Dios» al que Nietzsche atribuye el cristianismo, o más bien la del
«Dios» que el cristianismo le permite concebir a Nietzsche. Por
más privilegios que tenga, Cristo tiene solamente el valor que tie-
ne lo divino abordado de esta manera. El «Dios», en este modo de
lo divino, se pretende «Dios» de amor; pero justamente que él sea
y actúe «por amor, ¿quién lo creería?» (La genealogía de la moral
II, § 21). El amor no basta para definir, ni para dar cuenta de un
«Dios» en el que sólo penetra el análisis del resentimiento. El amor
no es digno de fe justamente porque en él «Dios» no se revela de
buena fe. Con respecto al amor con el que «Dios» ama, Nietzsche
formula dos críticas distintas que tal vez no sean contradictorias.
En primer lugar, que «Dios» sólo ama odiando, y que por tanto no
ama convenientemente y, en consecuencia, no se define únicamen-
te por el amor. En segundo lugar, que el amor abarca al odio como
uno de sus componentes, lo que es ignorado por el amor cristiano.
El amor con el que «Dios» ama se limita a ser un έρος que
apunta a la posesión exclusiva. Exige ante todo la estricta recipro-
cidad: «¿Cómo? ¡Un dios que ama a los hombres a condición de
que crean en él y fulmina con terribles miradas y amenazas a quien
no cree en este amor! ¿Cómo? ¡Un amor condicionado, como sen-
tir de un dios todopoderoso! ¡Un amor que ni siquiera se ha sobre-
puesto al sentimiento de honor y al incitado afán vindicativo!» (La
gaya ciencia, § 141). Esta reciprocidad oculta por medio de un sub-
terfugio del sentimiento la toma de posesión del otro. El sacrificio
de sí se convierte en el modo encubierto de un sacrificio del otro a
uno mismo: «Creer ser desinteresados en amor, porque quieren el
provecho de otra criatura, muchas veces contra su propio interés.
Pero en compensación, quieren poseer a esta otra criatura. El mis-
mo Dios no fue una excepción a esta regla... y se pone terrible
cuando su amor no es compartido» (El caso Wagner, «Prefacio», §
2). Subterfugio egoísta del amor que de hecho no ama al otro, sino
sólo el placer que le es devuelto por su posesión (voluntaria: sumí-
sión). Subterfugio, y sobre todo fracaso de un amor que retrocede
al simple nivel de la exigencia armada —represalias—. De ahí pro-
viene la inversión del «Dios de amor» en juez. «Dios» se descali-
fica a sí mismo al desvelar, por medio de la venganza que ejerce
como juez, que su amor sólo apunta en realidad a la posesión. So-
lamente quien no se haya dado cuenta todavía de esta ambivalen-
cia puede invocarle como «Dios de amor». Y aún más radicalmen-
te, quien no haya comprendido el misterio propio del amor: «quien

72
ama, ama más allá de las recompensas y de las represalias». Con-
clusión: el «Dios de amor» mismo «carece de una idea suficiente-
mente elevada del amor»37 propiamente divino, y deja de lado lo
esencial. Es decir, ignora que «el amor a uno solo es una barbarie,
pues se practica a costa de todos los demás. También el amor a
Dios» (Más allá del bien y del mal, § 67) : el amor se comparte, o
desaparece; el exclusivismo equivale al egoísmo. ¿Resultaría pues
que la prostitución suprema es, en cuanto a lo divino, como sugie-
re Baudelaire, la regla?38. Además del pluralismo prostituido, el
«Dios de amor» ignora también, y tal vez sobre todo, que el amor
está relacionado con lo que los necios toman como su opuesto: el
odio. «¿No debe uno en primer lugar odiarse, si quiere amarse?...»
(Lamentaciones de Ariadna, Ditirambos..., 62): penúltima palabra
de Dioniso apareciendo y desapareciendo a los ojos de Ariadna, úl-
tima palabra sobre el amor. El amor no tiene valor mientras pre-
tenda presentarse como amor, y limitarse justamente a él. Le falta
«la seriedad, el dolor, la paciencia y el trabajo» del odio, que es lo
único que en cierto modo preserva la separación y la espera, es de-
cir el espacio del encuentro. Al igual que Hegel, cuyas considera-
ciones sobre el tema deberían haber sido tenidas en cuenta aquí,
Nietzsche admite un más allá del amor, un tras-mundo en el que el
amor da paso a algo más amplio y más fuerte que él. ¿Da paso al
odio, o a otro amor? Aquello con relación a lo cual el amor del
«Dios de amor» se muestra insuficiente y deficiente, ¿es otro amor,
o el otro del amor? «El no amaba bastante: ¡de lo contrario nos ha-
bría amado también a nosotros los que reímos! Pero nos odió y nos
insultó, nos prometió llanto y rechinar de dientes. / ¿Es que hay que
maldecir cuando no se ama? Esto me parece de mal gusto. Pero así
es como actuó aquel incondicional. Procedía de la plebe. / Y él mis-
mo no amó bastante: de lo contrario se habría enojado menos por-
que no se lo amase. Todo gran amor no quiere amor: quiere más»
(Zaratustra IV, «Del hombre superior», § 16). A partir de la insu-
!!ciencia del amor, el texto conduce a un más allá del amor. El
«Dios de amor» debe ser recusado en primer lugar por su duplici-
dad (al amor se le incorpora la venganza), y, en consecuencia, por
la estrechez de su amor; pero esta duplicidad, sin embargo, todavía
podría disimular la relación del odio con el amor, crueldad que an-
ticipa a la de Dioniso. Esto es aceptable aunque pueda encubrir
cierta hipocresía. De hecho, la deficiencia no reside aquí. Más ra-
dicalmente, «el Dios de amor» no comprende que no basta con el
amor para decir lo divino. El «gran amor», aquel que quiere y pro-
nuncia el gran amén, no quiere el amor. Quiere mucho más: el
amor mismo, por más logrado que sea (el «Dios» del cristianismo

73
no llega de todos modos a eso), no alcanzará jamás la perfección
esperada por el mundo. Frente a esta perfección —el eterno retor-
no, único rostro de lo divino—, el amor mismo se convierte en
máscara, representación, ídolo. Descalificado en tanto que amor, y
no sólo en tanto que caricatura del amor, el «Dios de amor» y aquel
que lo experimenta, lo aprueba y lo trae —Cristo— se convierten
en ídolos de otro rostro de lo divino. A pesar de sus privilegios,
Cristo debe desaparecer, porque el amor que él encarna no ofrece
la figura más alta de lo divino: el amor, y no sólo quien ama, debe
someterse a la muerte. ¿Por qué?
¿Con respecto a qué aparece el amor como la última máscara
que borra la presencia de lo divino? Esto equivale a preguntar:
¿qué rostro puede tomar aún lo divino tras la «muerte de Dios» y
antes del advenimiento, todavía por llegar, de Dioniso? «De hecho,
no hay ninguna otra alternativa para los dioses: o son la voluntad
de poder —y mientras tanto serán dioses de un pueblo—- o son, por
el contrario, la impotencia de poder (Ohnmacht zur Machí) —y en-
tonces se vuelven necesariamente buenos...—» (El anticristo, §
16). Aquí, la «bondad» que determina al «Dios bueno» correspon-
de, de modo bastante preciso, al amor que el «Dios» cristiano des-
plegaría y exigiría. Esta determinación se inscribe dentro de una
disyunción exclusiva en la que el otro término se define como vo-
luntad de poder. El Dios debe ser pensado en referencia exclusiva
a la voluntad de poder, ya sea para conformarse o para oponerse a
ella, y, con todo, remitir así a ella: voluntad de impotencia (la «vo-
luntad nihilista quiere alcanzar el poder», dice el § 9). El «Dios de
amor» se halla, como antes, descalificado en nombre de la volun-
tad de poder; pero aquí también los «dioses» que lo eliminan de-
penden de la voluntad de poder. Lo divino de los «nuevos dioses»39
surge de la voluntad de poder que provoca, suscita y revoca a los
dioses. «La única posibilidad de conferir un sentido al concepto
‘Dios’, sería la siguiente: no entender a Dios como fuerza impe-
lente, sino como ‘estado máximo’, como [lo que hace] una época:
un punto en el desarrollo de la voluntad de poderío», «‘Dios’... co-
mo un momento cimero: la existencia (Dasein) es [como] un eter-
no divinizarse y desdivinizarse. Pero en esto no hay ningún punto
elevado del valor, sino un punto álgido de poderío», «el mundo,
aun no siendo Dios, debe ser capaz de la divina fuerza de creación,
de la infinita fuerza de trasformación»40. Vuelve a aparecer la mis-
ma alternativa («la única posibilidad...»); ella constriñe todavía
con más exactitud a «Dios». En primer lugar, porque dios corres-
ponde a un estado de la voluntad de poder, ya sea de un pueblo, o
de las energías biológicas; la posibilidad indefinida de nuevos dio­

74
ses supone la producción (y sumisión) de los mismos por parte de
la única voluntad de poder. Y, sobre todo, ésta produce la desdivi-
nización del mundo cuando ya no pérsiste ningún dios. Lo divino
escapa a los dioses, los precede y sobrevive a ellos. Los dioses re-
sultán de lo divino, de acuerdo con un flujo y reflujo no regido por
ellos. Nietzsche atribuye al mundo lo divino que va más allá de los
dioses, y que los comprende. ¿Cómo entender esto? Al contrario
del pensamiento anterior, según el cual el dios por sí mismo susci-
ta a su alrededor un mundo, ¿produciría el mundo al dios? (§ 5,
Más allá del bien y del mal, § 150) A menos precisamente de que
todavía se trate aquí, y sobre todo, de este pensamiento. El mundo
suscita, en tanto que estado organizado por la voluntad de poder,
un dios como centro a partir del cual puede llegarle una afirmación.
El dios devuelve al mundo la voluntad de poder que lo suscita. A
la voluntad de poder que valora a cada ente y que le notifica su lu-
gar, el dios le devuelve la justificación global de su conjunto como
mundo —por ende, divino—. La voluntad de poder proporciona a
cada ente su Ser —valor—, reproduciendo de este modo la pre-
gunta y la diferencia del óv ή óv. El dios, al afirmar como mundo
lo divino que lo suscita, y por tanto al pronunciar ahí el eterno re-
torno, se convierte en punto de vista teológico: por medio de él, el
mundo se convierte para sí mismo en su propio ente supremo. El
dios, pensado como voluntad de poder, al afirmar los entes en su
Ser (valor), descubre un mundo en tanto que único ente supremo:
«¡Dios es el poder supremo y basta! ¡Y de ello se deriva todo: de
ello se deriva ‘el mundo’!...»41. Así pues, el dios halla claramente
su lugar dentro de la estructura ontoteológica de una metafísica
siempre operante. El vale lo mismo que Jo divino que lo suscita;
depende radicalmente de la valoración nietzscheana del Ser. Su ge-
nealogía no tiene ningún secreto, pues todo el pensamiento de
Nietzsche está dedicado a sacarla a la luz: el dios, aquel estado de
la voluntad de poder que afirma el mundo. Por tanto, evidente-
mente, el dios, «los nuevos dioses», pueden ser esperados después
de Zaratustra. Basta con hallar y seguir «el instinto religioso, el
instinto creador de dioses (gottbildende)»42. La voluntad de poder,
originalmente divina hasta el punto del eterno retorno, produce en
consecuencia los dioses como imágenes y estados de su culmina-
ción —por tanto, ídolos—.
Los ídolos permanecen. Pero ahora provienen de la metafísica:
onto-teológicamente, la voluntad de poder y el dios/mundo del
eterno retorno refuerzan su ordenación bipolar del Ser del ente.
Crepúsculo de los ídolos, pero no del ídolo propiamente metafísi-
co: una vez que el «Dios» moral ha sido revocado, los «nuevos dio­

75
ses» permanecen también ligados metafísicamente a la voluntad de
poder, actúan y bailan como ídolos. Crepúsculo: esta palabra de-
signa originariamente también la media luz del alba. El sol no ter-
mina nunca de caer sobre los ídolos, y todavía proporciona sufi-
ciente luz para que el último ídolo aparezca siempre en pie. Nietz-
sche sigue siendo idólatra por metafísico: la «muerte de Dios», ex-
perimentada y genialmente deconstruida, enuncia la muerte del
Dios metafísico («Dios moral»). Pero puesto que la estructura on-
to-teológica de la metafísica (voluntad de poder / eterno retorno)
permanece, lo divino —otra divinidad— reaparece bajo una forma
todavía metafísica. La entrada en la ausencia de Dios se halla en un
cierto sentido ocultada, frustrada y censurada, incluso si, tal como
concluye el texto que Holzwege consagra a Nietzsche, el loco que
busca a Dios no tiene nada que ver con esos «maleantes públicos»
que profesan la increencia. Pues lo que aquí resulta problemático
es el lugar mismo en el que esta búsqueda podría ver acercarse
aquello a lo que ella apunta: buscar a «Dios» no excluye aún la ido-
latría. Si los «nuevos dioses» llegan alguna vez —¿pero es que, de
un siglo a esta parte, han dejado de venir catastróficamente?—, só-
lo será, sólo es, bajo la forma siempre metafísica de la voluntad de
poder emparejada indisolublemente con el eterno retorno. De este
modo, tanto «Dios» como los «nuevos dioses» desempeñan su pa-
peí dentro de la partición del Ser del ente, pensado como presen-
cia. Dado que la «muerte de Dios» permanece unida a la experien-
cia metafísica del nihilismo, lo que viene tras ella en tanto que cul-
minación y superación sigue siendo algo divino metafísicamente
comprendido y recibido: un ídolo regido a su antojo por la volun-
tad de poder. La ausencia de Dios, o más bien, la separación ínfi-
ma e infinita en la que permanece algo así como Dios, es eclipsa-
da por la «muerte de Dios», la cual resulta excesivamente metafí-
sica para no ser experimentada y distinguida exclusivamente en el
campo de la metafísica. Y de este modo «Dios» sigue siendo pen-
sado a partir del nombre del Ser, sin que en el discurso aparezca
otra pregunta: ¿y si Dios permaneciera más acá de la cuestión mis-
ma del Ser, sea cual fuere su enunciado (incluyendo la voluntad de
poder / eterno retorno)? Si fuera así, el retiro de Dios no afectaría
meramente a la era del nihilismo, sino a la metafísica en su con-
junto. La focalización de la pregunta en torno al episodio final del
«Dios» idolátrico de la metafísica evita la consideración del abis-
mo que se abre por debajo del juego metafísico, y en el que reside
tal vez lo que llamamos «Dios». La «muerte de Dios» encubre la
separación a que da lugar este abismo —la distancia de Dios, dis-
tancia que identifica a Dios, y que también se identifica con él—

76
con una censura que, al igual que todas las censuras, al mismo
tiempo la sugiere. Por tanto, no se trata en absoluto de «superar» a
Nietzsche, sino de hacerle justicia, tal como merece la cuestión que
él afrontó, por medio del respeto de una doble atención, (a) En tan-
to que cuestión sobre la «muerte de Dios», aborda el estallido nihi-
lista de la onto-teología metafísica, y, de este modo, apunta hacia
los «nuevos dioses», situados en su función (onto-) teológica, (b)
En tanto que cuestión sobre lo que la «muerte de Dios» pone de
manifiesto (revela y encubre), a saber, la distancia de Dios, que ha-
bita en una separación infinita con respecto a la postura metafísica
del Ser, y que nos frecuenta desde el abismo más próximo.
El «Dios» que muere permanece todavía demasiado cercano,
metafísicamente, para que su muerte no sea idolátrica, y para que
el nuevo rostro que le sucede no restablezca otro ídolo distinto,
también metafísico —el de la voluntad de poder—. La equivalen-
cia supuesta por el «tipo de Dios... [que] debe incluirse (nach) en
el de los espíritus creadores, en el de los ‘grandes hombres’» (La
voluntad de poderío, § 1031), reproduce, a pesar de la «muerte de
Dios», la rivalidad —y por tanto la equivalencia— de «Dios» con
el Dasein: «nuestro gran reproche contra la existencia (Dasein) era
la «existencia de Dios»», «un Dios que sufre y vigila ...sería la ma-
yor objeción contra el Ser»43. En ambos casos, la diferencia del re-
sultado no debe esconder la similitud del proceso: el «Dios» refu-
tado o evocado depende de lo divino, lo divino del Ser, o más bien
de su rostro metafísico, en un cierto momento —aquí el nihilis-
mo— de su destino historial. A partir de ahí se impone la siguiente
pregunta: ¿no produce inmediatamente la estricta igualdad de la re-
lación una idolatría bifronte? ¿no proporcionan tanto las «pruebas»,
como las «descalificaciones», de 10 que nos arriesgamos a llamar
«Dios» las dos versiones del discurso de un mismo Jano? Tanto si
el templo lo disimula como si lo manifiesta, ¿qué otra cosa ofrece
sino un ídolo? Es preciso que sus puertas estén abiertas, o es preci-
so que estén cerradas, dice la polémica, como si lo esencial no es-
tuviera en otro lugar: ¿puede un «Dios» que habita en el templo, o
que muere ai ser expulsado de él, llamarse todavía Dios? Quien
considere esta observación como un subterfugio vano o como un
planteamiento endeble no se aproxima siquiera al lugar en el que la
ausencia misma de Dios se vuelve rigurosa. Para que Dios nos re-
suite pertinente, tenemos ante todo que experimentar su extrañeza
radical. Poco importa que el concepto «Dios» nos parezca inconce-
bible (mal construido, no verificable, reductible y criticable), pues
en cualquier caso sólo un ídolo puede identificarse con el concep-
to. Quienes proclamaron o prepararon la «muerte de Dios» no de­

77
bían ni podían admitir la separación fuera de una equivalencia com-
pleta entre el Dasein y «Dios». Feuerbach, Stirner y Marx se apo-
yan en la identificación supremamente idolátrica del «Dios» con el
Saber absoluto, construida por Hegel, para así vaciar el contenido
de un concepto en provecho del otro, dentro de un sistema metafí-
sico de vasos comunicantes44. Nietzsche mismo tampoco revocó
este postulado de equivalencia. Para ir más allá de él, hubiera sido
necesario admitir la distancia de Dios. A partir de lo cual tratamos
de indicar, de modo no conceptual, a menos de caer en una incohe-
rencia trivial, que la separación que se retrotrae fuera del pensa-
miento metafísico del ente en su Ser, es lo único que puede ofrecer
el terreno en el que Dios no se convierte en ídolo —figura historial
dentro de la onto-teología—. Y, sin embargo, con ello no se dice ne-
cesariamente que Dios «está más allá del Ser» , lo cual depende de
otra cuestión. La distancia de Dios: ningún ídolo puede anunciar la
muerte ni la vida de Dios, porque «él habita una luz inaccesible» (1
Tim 6, 16) que no puede ser alcanzada por ninguna luz, por ningún
acceso, por ningún habitar. Pero la distancia preserva al mismo
tiempo una proximidad inevitable con aquello que ya no podemos
idolatrar. Cuidar esta proximidad es tal vez, prescindiendo de las
discusiones ya descalificadas, la tarea más difícil.
Nietzsche sigue siendo idólatra porque, siendo radicalmente
metafísico, no entra en la distancia. Sin embargo, hay que poner de
relieve que la distancia pertenece decisivamente a su léxico, espe-
cialmente en la expresión sentimiento de la distancia. Se trata aquí
sin duda de una fisura (Kluft) que nada podría llenar, ni tampoco
medir, puesto que ella determina «el derecho de crear valores» (La
genealogía de la moral, I, § 2). Pero justamente a causa de su re-
!ación estricta con el valor, que le asegura de hecho el rigor de un
concepto, la distancia actúa solamente entre los términos relativos
a la evaluación, «entre unos hombres y otros, entre unos estamen-
tos y otros» (Crepúsculo de los ídolos, «Incursiones de un intem-
pestivo», § 37). Si en alguna ocasión se ejerce en lo íntimo de la
voluntad de poder valoradora, a la manera de un «deseo siempre
renovado de agrandar la distancia en el interior mismo del alma»,
se ejerce con vistas a producir la «aristocracia» que debe pronun-
ciar el amén (Más allá del bien y del mal, § 257).
La distancia nietzscheana guarda ciertamente relación con lo
divino, pero lo hace en el interior de la onto-teología, sobre un fon-
do de equivalencia. De este modo, refuerza la idolatría metafísica
en la que «Dios» es definido como estado de la voluntad de poder.
En esta función indiciaría, el «sentimiento de distancia», en lugar
de tomar distancia con respecto al rostro metafísico de lo divino

78
elaborado (y supuesto) por la voluntad de poder, ignora por com-
pleto la distancia de Dios. La distancia nietzscheana interviene so-
lamente para censurar la distancia de Dios, e incluso para oscure-
cerla, en la evidencia del texto, poniéndose en su lugar.
Y, sin embargo, tal como lo hemos intentado mostrar, Nietzsche
trasgredió la relación idolátrica con lo divino, puesto que el cara a
cara con lo viviente de lo divino le precipitó en la trasgresión últi-
ma, el entenebrecimiento. ¿Cómo entender esta patente contradic-
ción? Habida cuenta de la aceleración histórica del destino de
Nietzsche, se podría otorgar tal vez cierta importancia a este hecho
cronológico: los textos de la recopilación llamada La voluntad de
poderío que más claramente dan cuenta de la comprensión onto-
teológica de los «dioses» no se hallan entre los últimos fragmen-
tos. Ocurre lo mismo con los textos de El anticristo, seguidos más
tarde por Ecce homo, Nietzsche contra Wagner y los Ditirambos45.
No se puede descartar que esta comprensión idolátrica de lo divi-
no dependa de un estado anterior, superado por la convocación in-
evitable y progresiva de Friedrich Nietzsche en persona a lo di vi-
no. El entenebrecimiento atestiguaría, y al mismo tiempo evitaría,
la única separación auténtica fuera de la metafísica. Pero aquí to-
davía no podemos decir nada sobre lo que se desliza fuera del dis-
curso. Nosotros, los que permanecemos en el crepúsculo de los
ídolos, no podemos decir nada de aquel que ha viajado ya al fondo
de la noche. El hecho de que no podamos decir nada, resulta tam-
bién instructivo: Nietzsche creía ir más allá o ponerse en el lugar
de los ídolos para desempeñar ahí un papel metafísico. Pero su-
cumbió en ello, como si hubiera sido aspirado a través de los ido-
los hasta lo divino mismo. Dioniso le tocó. Eso se debe tal vez a
que, del mismo modo que sin la distancia no tiene lugar la separa-
ción de los ídolos y Dios, tampoco sin la distancia se puede sopor-
tar la relación con lo divino. Solamente la infinita separación de la
distancia asegura la subsistencia en la infinita proximidad de Dios.
Idólatra en lo conceptual, excesivamente alejado de lo divino; ex-
cesivamente arrimadizo, probado en persona por lo divino: doble
falta, por distancia y de distancia, que acerca y aleja a la vez, y que
en definitiva mantiene lo divino y el hombre a una buena distancia
—distancia de Bondad—. Esto es tal vez lo más exquisito que
Nietzsche enseña sin darse cuenta.

79
NOTAS

1. Los textos son citados con su título y parágrafo En el caso de los frag-
mentos, las referencias proceden de Nietzsche Werke, Kritische Gesamtausga-
be, ed. por G. Colli-M. Montinari, W. de Gruyler, Berlín 1967ss; y por como-
didad, se da también la numeración en parágrafos de la recopilación titulada
Der Wille zur Machí (ed. P. Gast, E. Forster-Nietzsche, retomada por Kroner,
Stuttgart 1964). Por último, los Ditirambos de Dionisos son citados según la
edición bilingüe de J.-Cl. Hemery (según Colli-Montinari, vol. VI, 3), Galli-
mard, Paris 1974. El nombre «Zaratustra» indica el personaje, mientras que
Zaratustra es la abreviación del título Also sprach Zarathustra (del que se ci-
ta la parte y el título del capítulo). En cuanto a la traducción española de los
textos de Nietzsche citados, en los casos en que ha sido posible consultarla,
procede de los siguientes libros: 1) En Alianza Editorial, traducción de A. Sán-
chez Pascual: La genealogía de la moral, Madrid 1997; El anticristo, Madrid
1997; Ecce homo, Madrid 1998; Así habló Zaratustra, Madrid 1997; Más allá
del bien y del mal, Madrid 1997; Crepúsculo de los ídolos, Madrid 1998; Con-
sideraciones intempestivas 1, Madrid 1997; El nacimiento de la tragedia, Ma-
drid 1997. 2) En Editorial EDAF: La voluntad de poderío, trad. de Aníbal
Froufe, Madrid 1994; Humano, demasiado humano trad. de Carlos Vergara,
Madrid 1996; Aurora, trad. de Eduardo Knórr, Madrid 1996. 3) En Editorial
Akal, La gaya ciencia, trad. de Charo Crcgo-Ger Groot, Barcelona 1988.
2. F. Nietzsche, Der Wille zur Machí, § 141 = VIII, 3, 230, 15 [42]; trad
cast. de Aníbal Froufe, La voluntad de poderío, § 141. Damos también la nu-
meración de los parágrafos de la edición castellana, pues no coincide siempre
con la numeración de la edición alemana correspondiente.
3. F. Nietzsche, Der Wille zur Macht, § 135 = VIII, 3, 98, 14 [124] y §
1038 = VIII, 3, 323, 17 [4] § 5; trad. cast., § 135, § 1031.
4. F. Nietzsche, Der Wille zur Macht, § 55 = VIII, 1,217, 5 [71], n. 7; trad.
cast., § 55.
5. F. Nietzsche, Der Wille zur Macht, 1035 = VIII, 2, 247, 10 [203]; trad.
cast., § 1028. Cf. «Para quienes no piensan, se precisa una filosofía y una mo-
ral abreviadas: Dios» (V, 2, 484, 12, [53]), y más explícitamente: «Las reli-
giones perecen por su creencia en la moral. El dios cristiano-moral no es man-
tenible: en consecuencia, el ‘ateísmo’, como si no pudiera haber ninguna otra
clase de dioses» (F. Nietzsche, Der Wille zur Macht, § 151 = VIII, 1, 112, 2
[107]; trad. cast., § 151); y: «Vosotros denomináis a esto la autodestrucción de
Dios: pero sólo es su muda: ¡se quita su piel moral! Y pronto lo volveréis a en-
contrar, más allá del bien y del mal», Bose Weisheit, § 89, recopilación de afo-
rismos de los años 1882-1883 publicada por Koegel, en Friedrich Nietzsche
Werke XII, § 375, Leipzig, 1897 = Nietzsche’s Werke, Leipzig, 1901, vol. XII
(Unverbffentlich.es aus Zeit der frdlichen Wissenschaft und der Zarathustra,
1881-1886), p. 389, § 532 = Friedrich Nietzsche Gesammelte Werke XIV, Mu-
sarion Verlag, München 1925, 80.
6. M. Heidegger, Holzwege, 203, 199; trad. cast. de H. Cortés-A. Leyte,
Caminos de bosque, Alianza Editorial, Madrid 1995,199, 196. Para nuestro
desarrollo futuro sobre la metafísica de Nietzsche, cf. M. Heidegger, Nietzsche

80
I-II, G. Neske, Pfullingcn 1961. (La traducción castellana de este último tex-
to de Heidegger por parte del prof. Juan L. Vermal está muy adelantada, de
modo que cabe esperar su pronta publicación).
7. M. Heidegger, Holzwege, 235; trad. cast., Caminos de bosque, 230.
8. F. Nietzsche, Der Wille zur Machí, § 54 = VIII, 3, 206, 15 [13]; trad.
cast., § 54. Cf. § 2, y las notas 4-10.
9. Cf. respectivamente: M. Heidegger, Holzwege, 247; trad. cast., 240, y
Die Selbstbehauptung der deutschen Universitat, 12; trad. cast. de R. Rodrí-
guez, Autoafirmarión de la universidad alemana: el rectorado, Ed. Tecnos,
Madrid 1989, 11.
10. Respectivamente: F. Nietzsche, Der Wille zur Machí, § 2 = VIII, 2, 14,
9 [35] y § 39 = VIII, 2, 237, 10 [92]; trad. cast., § 2 y § 3.
11. F. Nietzsche, Der Wille zur Machí, 675 = VIH, 2, 287, 11, [96]; trad.
cast., § 668.
12. F. Nietzsche, Der Wille zur Machí, § 1067 = VII, 3, 339, 38 [12]; trad.
cast., § 1060.
13. Respectivamente: F. Nietzsche, Der Wille zur Machí, § 1041 = VIII,
3, 288, 16 [32], y § 1019 = VIII, 2, 134, 10 [21]; trad. cast., § 1034 y § 1012.
14. F. Nietzsche, Der Wille zur Machí, § 1041 = VIII, 3, 288, 16 [32];
trad. cast., § 1034.
15. Caria a C Fuchs, 29-7-1888, en K. Schlechta, Friedrich Nietzsche,
Werke in drei Bande III, München 1966, 1306-1307.
16. El texto citado de 1887 no es el único que enuncia este otro Zaratus-
ira que tiene que ser aguardado y que no habla mucho. Señalemos al menos
otros dos textos. La presentación de Así habló Zaratustra en Ecce homo con-
cluye su § 1 así: «Yo me hallaba de nuevo casualmente en esta costa en el oto-
ño de 1886, cuando él visitó por última vez este pequeño olvidado mundo de
felicidad. - En estos dos caminos se me ocurrió todo el primer Zaratustra, so-
bre todo Zaratustra mismo en cuanto tipo: más exactamente, éste me asaltó...».
En La genealogía de la moral II, § 25: «Mas, ¿qué estoy diciendo? ¡Basta!
¡Basta! En este punto sólo una cosa me conviene, callar: de lo contrario aten-
taría contra algo que únicamente le está permitido a uno más joven, a uno más
‘futuro’, a uno más fuerte que yo, lo que únicamente le está permitido a Zara-
lustra, a Zaratustra el ateo...». Zaratustra, invocado aquí como aquel que «al-
guna vez tiene que llegar...» (ibid. § 24), resulta problemático, por cuanto que
adelantado con respecto a nuestra impotencia nihilista, y por tanto no puede
hablarnos: no soportaríamos el discurso que él pronunciara, siempre que dije-
se algo diferente al simple sí. La abundancia —incluso cuando se trata de una
poesía notable— de ios discursos del Zaratustra parece estrictamente incom-
patible con aquel que se anuncia aquí de modo elíptico.
17. F. Nietzsche, Más allá del bien y del mal, § 295 Con respecto a la per-
manencia de la separación que une y separa a la vez a Zaratustra y al super-
hombre (y por tanto a Dioniso), cf. M. Heidegger, Vortrage und Aufzatze I, 99
(¿Quién es el Zaratustra de Nietzsche?)‫׳‬, trad. cast., Conferencias y artículos,
Ed. del Serbal, Barcelona 1994, 93.
18. F. Nietzsche, Der Wille zur Machí, § 1041 = VIII, 3, 288, 16 [32];
trad. cast., § 1034.

81
19. F. Nietzsche, Der Wille zur Macht, § 1038 = VIII, 3, 324, 17 [4], § 5;
trad. cast., § 1031. La ultima frase sólo aparece al final de este conjunto en la
edición de P. Gast, E. Forster-Nietzsche.
20. Con respecto a esto, hay que señalar un texto relativamente extraño en
Ecce homo, «Por qué escribo yo tan buenos libros», Así habló Zaratustra, § 7.
Ahí aparece, aunque sólo como «problema psicológico», una pregunta que
atraviesa de hecho todo Ecce homo (cf., en la misma recopilación, Más allá
del bien y del mal, § 1, y «Por qué soy un destino», §§ 1 y 4): ¿cómo com-
prender que el rechazo y la denegación puedan proporcionar un rostro del Sí /
Amén? Resulta curioso que mientras que en los otros pasajes la pregunta lie-
ga a tener respuesta, en aquel en el que se aplica a Zaratustra no se halla ex-
plícitamente formulada. Por el contrario, Nietzsche repite y profundiza la pa-
radoja, y de repente pasa a Dioniso. «Pero es una vez más el concepto de Dio-
niso». ¿Tiene que entenderse que a la pregunta que plantea Zaratustra, y que
él es, sólo responde otra pregunta, que se pone en su lugar —Dioniso—? El
pensamiento insoportable que uno no ha podido soportar, y que consecuente-
mente sólo ha podido presentar de modo reactivo, sólo puede ser soportado
por otro, y lo califica como dionisíaco.
21. K. Reinhardt, Vermachtnis der Antike, «Nietzsches Klage der Ariad-
ne», Gottingen 1960, 323. Este comentario de las Lamentaciones de Ariadna
apareció en 1935 en Die Antike, 11.
22. F. Nietzsche, Der Wille zur Macht, § 1056 = VII, 2, 69, 25 [227]; trad.
cast., § 1049.
23. Carta a J Burckhardt, 5/6 de enero de 1889, en K. Schlechta, Fríe-
drich Nietzsche. Werke... III, 1351.
24. En primer lugar, K. Reinhardt, Vermachtnis der Antike, 312, y, en
coincidencia con él, K. Schlechta, Friedrich Nietzsche. Werke... 111, «Philolo-
gischer Nachbericht», 1389-1390, frente a E. F. Podach, Friedrich Nietzsche.
Werke der Zusammenbruchs..., Hcidelberg 1961, 355ss, y a Colli-Montinari,
trad. francesa. Dithyrambes..., 242.
25. F. Nietzsche, Dithyrambes..., 242, y E. F. Podach, Friedrich Nietzsche.
Werke der Zusammenbruchs..., 356, y reproducido en facsímil en p. XXIII.
26. Carta a J Burckhardt, 5/6 de enero de 1889, en K. Schlechta, Frie-
drich Nietzsche. Werke... III, 1351. Hay que señalar que el antepenúltimo frag-
mento (según Colli-Montinari VIII, 3, 460, [19] de enero de 1889) corrobora
estrictamente esta indicación; «Ultima reflexión... tras haber sido destituido el
antiguo Dios, estoy dispuesto a regir el mundo...». Por lo demás, habría que
preguntarse si la aparición de la «gran política», hasta la tabulación delirante
de las penúltimas cartas, no proporciona precisamente una de las figuras de la
asignación del pensamiento del eterno retorno a la persona misma de Nietz-
sche. P. Klossowski trabaja, a nuestro entender, para tomar en serio que «aque-
lio de lo que [Nietzsche] tiene conciencia es precisamente de que él ha deja-
do de ser Nietzsche» (Nietzsche et le cercle vicieux, Mercure de France, París
1969, 334, 301ss; trad. cast. de N. Sánchez-T. Wangeman, Nietzsche y el cír-
culo vicioso, Ed. Seix Barral, Barcelona, 329).
27. Cf. los dos billetes, el primero dirigido a P. Gast: «Mi maestro Pictro:
/ Cántame una canción: el mundo se ha transfigurado y todos ios cielos se ale­

82
gran. / El Crucificado» (4 de enero de 1889, en K. Schlechta, Werke... III,
1350; trad cast. en Nietzsche, Obras completas V, traducción de Eduardo Ove-
jero y Maury e introducción y notas de Felipe González Vicens, ed. Aguilar,
Buenos Aires 1967, 652), y el otro para Georg Brandes: «Al amigo Georg:/
Después de que me has descubierto, no era una gran cosa el encontrarme; la
dificultad es ahora el perderme... / El Crucificado» (4 de enero de 1889, en
ibid.).
28. Para la equivalencia, tanto «filosófica» como «no-filosófica», de los
textos en el interior de un texto diferente, del cual Nietzsche mismo es parte,
cf. B. Pautrat, Versions du Soleil, Figures et systéme de Nietzsche, Ed. du
Seuil, Paris 1971, 296ss.
29. Cf. F. Nietzsche, El anticristo, § 39, 40, etc.., y Der Wille zur Machi,
§ 159, § 367 = VIII, 2, 350-351, 11 [282], § 168 = VIH, 2, 340, 11 [257], §
195 = VIII, 2, 356, 11 [294]; trad. cast., §§ 159, 167, 168, 195.
30. Este hoy, reivindicado por Nietzsche, y que inaugura un nuevo calen-
dario que se cuenta a partir del día en que el cristianismo ha muerto, invierte
e imita simultáneamente el hoy que Cristo se aplica a sí mismo —«..y empe-
zó diciéndoles: ‘Hoy se cumple esta escritura ante vuestros oídos’» (Le 4, 21;
cf. 2, 11)— o que los cristianos le aplican —«Muchas veces y bajo muchos
modos, habiendo hablado Dios en el pasado a nuestros padres en los profetas,
en este fin de los tiempos nos ha hablado por medio de un Hijo» (Heb 1, 1-2,
literalmente «en este fin de los tiempos, que son éstos...»)—. Que uno de los
días se convierta en el καιρός de un hoy, o que la culminación se despliegue
en y se identifique con ciertos tiempos, procede de la escatología en sentido
estricto.
31. Cf. F. Nietzsche, Zaratustra, III, «Antes de la salida del sol», «...el in-
menso e ilimitado decir Sí y Amén», y también «Los siete sellos» que también
lleva por título «La canción Sí y Amén», etc. Recordemos que el Amén hebreo,
que ratifica un juramento, incluye también la idea de la confianza otorgada a
aquello, o a quien, se dirige el Amén (según el verbo en nifal: permanecer, ser
fiable, de donde, en hifil: creer en..., tener confianza en...). Lo primordial es
que el pensar el Sí como un Amén equivale a suponer el mundo no solamente
como aceptable y soportable, sino también como creíble y fiel. Equivale no
solamente a no rechazarlo, sino a confiar completamente en él, y abandonar-
se a él en el momento de recibirlo.
32. Lo divino y la enunciación del pensamiento insoportable deben ser re-
cibidos corporalmente; que Friedrich Nietzsche consienta personalmente a
ello, es decir, que ponga su cuerpo a disposición para tal advenimiento, re-
cuerda la aplicación a Cristo del Salmo 40 en la Carta a los hebreos 10, 5:
«Por esto, al entrar en el mundo, dice: ‘Tú no has querido sacrificios ni ofren-
das. / Así me has modelado un cuerpo’». Esta versión, procedente de los Se-
tenta, menciona «cuerpo», en el lugar en que la Masora dice; «...Tú me has
abierto el oído». Se ha señalado que las dos versiones del texto bíblico pueden
en cierto modo ser armonizadas: dejar que lo divino tome cuerpo en uno mis-
mo supone la apertura del sentido a su presencia, la corporalidad indica la dis-
ponibilidad (o si se quiere, la obediencia) (cf. R. Brague, La Priére du Christ:
Résurrection 31 [Paris 1969] 31, n. 3, y J. Ratzinger, Der Gott Jesu Christi,

83
Kosel, München 1976, 5355‫ ;־‬trad. cast. de L. Huerga, El Dios de Jesucristo,
Ed. Sígueme, Salamanca 1979, 62-64). Ahora bien, la correspondencia entre
los dos temas (cuerpo / oído) podría hallarse en el texto nietzscheano. En efec-
to, la comparecencia de Nietzsche ante el destino, o mejor dicho, el reconocí-
miento por parte de Nietzsche de la identidad corporal entre él mismo y el des-
tino («Conozco mi suerte», en Ecce homo, «Por qué soy yo un destino», § 1),
coincide con esta extraña consideración; «Todos nosotros sabemos, algunos lo
saben incluso por experiencia propia, qué es un animal de orejas largas (Lang-
ohr). Bien, me atrevo a afirmar que tengo las orejas más pequeñas que existen
(die kleinsten Obren). Esto interesa no poco a las mujercitas: me parece que
se sienten mejor comprendidas por mí...» (Ecce homo, «Por qué escribo yo li-
bros tan buenos», § 2). ¿Por qué orejas y «mujercitas»? ¿qué relación tienen
con algo así como un «destino»? La última estrofa de las Lamentaciones de
Ariadna (Ditirambos..., 62) responde a estas preguntas: «¡Sé sabia, Ariadna!...
/Tienes orejas pequeñas (kleine Ohreri), tienes mis orejas: / ¡acoge en ellas pa-
labras sabias!». La palabra sabia (kluger Wort) que responde a su manera a la
pregunta: «Por qué soy yo tan sabio» de Ecce homo, sólo adviene a Ariadna
(que reemplaza tal vez a la «mujercita») en orejas pequeñas. Dioniso añade
«mis orejas», al igual que lo ha hecho Nietzsche anteriormente; ¿se identifi-
can el uno con el otro? A menos que Friedrich Nietzsche coincida con Ariad-
na: la sabiduría perspicaz sólo le llega en una oreja pequeña, es decir en un oí-
do fino —aquel que caracteriza al mismo dios—. Tener el oído fino es tener
el oído del dios, y oír en él la palabra del dios; es por tanto recibir en él, en el
eco de un tímpano, en el laberinto de un oído interno —«Yo soy tu laberin-
to...», última palabra del Dioniso penetrando a Ariadna—, en la oreja en la que
un cuerpo escucha a un cuerpo, «la belleza esmeraldina». El dios nace corpo-
raímente por la oreja.
33. Una variante del mismo texto indica: «...y supo amar incluso a aquel
que no fue amado suficientemente por nadie en la tierra» (en Par-dela Bien et
Mal, en Oettvres philosophiques completes, trad. francesa de Nietzsche Werke,
Colli-Montinari, Gallimard, Paris 1971,386). Así pues se trata aquí, aún con
mayor claridad, de un triángulo entre mundo - Dios (Padre) - Cristo, en el que
solamente el último puede, amando a quien nadie ha podido todavía amar, al-
canzar el gran Amén, es decir, una situación absolutamente no-reactiva frente
al mundo. Esto equivale a decir: la supuesta invención de Dios por parte de
Cristo refleja el intento de una afirmación universal, y por tanto hay que com-
putársela a él como crédito. Que esta presencia del Padre sólo sea inventada,
no modifica para nada la positividad de la afirmación crística, sólo debilita la
relación que Nietzsche mantiene con ella.
34. Nietzsche, Der Wille zur Machí, § 170 = VIH, 2, 357, 11 1295], Cf.
también § 159, y 167 = VIH, 2, 351, 11 [282]; trad. cast., § 170, 159, 167.
35. La inocencia, no indica tanto la no-culpabilidad, cuanto que esboza
una ignorancia perfecta de la alternativa entre culpabilidad y no-culpabilidad
Dar la inocencia al mundo significa dejarlo ver por medio de aquel que no lo
juzga, ni siquiera para justificarlo. De este modo, la inocencia del mundo de-
pende de la mirada que no pone de relieve sus contornos ni sus rasgos, en el
sentido puramente óptico del término. La cuestión pasa del ente en general y

84
su justificación (Stirner, Feuerbach e incluso en un cierto sentido Marx no van
más allá de esto) a aquel que le dirigirá una mirada fuera de juego y fuera de
juicio. Así pues, la cuestión se convierte en la del inocente, el único que hace
inocente al mundo frente a la justicia. Pero inocente aparece, casualmente, co-
mo un nombre de Cristo (M.-J. Le Guillou, L’Innocent, Fayard, Paris 1971),
a título de «aquel que viene de otra parte». El inocente, al renunciar a la jus-
ticia, la agrede: es pues acusado por ella de a-justicia. Por tanto, muere, y, por
ello, consiga claramente que la justicia carezca de inocencia. Así pues, si-
guiendo la inocencia del devenir, sería posible desarrollar el paralelo con
Cristo.
36. F. Nietzsche, Der Wille zur Macht, § 167 = VIII, 2, 350, 11 [282];
trad. cast., § 167.
37. Cf. La gaya ciencia, § 140, «Demasiado judío. Si Dios quería llegar
a ser objeto de amor, debía antes renunciar al papel de juez y de justicia —un
juez, e incluso un juez clemente, no es objeto de amor—. El fundador del cris-
tianismo no sintió esto de una manera lo suficientemente delicada, como ju-
dio»; Zaratustra, IV, «Jubilado», «...¿no quería este Dios ser también juez?»;
Fragmento de 1888, «¿me decís que vuestro Dios / es un Dios de amor? / ¿Es
pues la mordedura de la conciencia / una mordedura de Dios / una mordedura
por amor?» (Ditirambos..., 160), etc.
38. La alternativa no parece tener escapatoria: o bien Dios no ama a todos
los hombres —juez— (Nietzsche: un Dios demasiado «judío»), o bien Dios
ama a todos los hombres —prostituido— (Baudelaire). «El amor es el gusto
por la prostitución» (Fusées, I, 1, en Oeuvres completes, col. «Pléiade», Ga-
llimard, Paris 1947), «¿Qué es el amor? / La necesidad de salir de sí. / El hom-
bre es un animal adorador. / Adorar es sacrificarse y prostituirse. / Así todo
amor es prostitución», «El ser más prostituido es el ser por excelencia, es Dios,
puesto que es el amigo supremo para cada individuo, porque es el recipiente
común, inagotable del amor» (Mon coeur mis a nu, XXV, 45, y fragmento no
numerado, ibid., 1286-1287; trad. cast. de R. Alberti, Diarios íntimos, Ed. Re-
nacimiento, Sevilla 1992). Esto significa que en los dos casos falta la misma
y única distancia: al «Dios»-juez le falta la distancia que hace ingresar en el
amor donado incluso a aquellos que rechazan el don; al «Dios»-prostituido le
falta la distancia que subraya tanto más lo incognoscible cuanto que ella lo de-
signa infinitamente. Dios no juzga ni se prostituye, porque la distancia susci-
ta la decisión de cada uno, encubriendo al único que ella entrega a todos.
39. F. Nietzsche, Der Wille zur Macht, § 1038 = VIH, 3, 323, 17 [41, § 5;
trad. cast., § 1031.
40. Respectivamente: ibid. § 639 = VIII, 2, 201, 10 [138], § 712 = VIII,
2, 7, 9 [8], y § 1062 = VII, 3, 280, 36 [15]; trad. cast., §§ 632, 706, 1055.
41. Ibid, § 1037 = VIII, 2, 173-174, 10 [90]; trad. cast., § 1030.
42. Respectivamente: Ibid. § 1038 = VIII, 3, 323, 17 [4], § 5; trad. cast.,
§ 1031 y El anticristo, § 19.
43. F. Nietzsche, Der Wille zur Macht, § 707 = VIII, 2, 201, 10 [137] y §
708 = 277, 11 [72]; trad. cast., § 7Ó0 y 701. Cf. también El crepúsculo de los
ídolos, «Los cuatro grandes errores», § 7-8, Aurora, § 13, La genealogía de la
moral, II, § 20, El anticristo, § 26, etc.

85
44. Marx: «!,odas estas consecuencias derivan de un único hecho: el obre-
ro se halla ante el producto de su trabajo en la misma relación que ante un ob-
jeto extraño. Una vez establecido esto, es evidente que cuanto más se desgas-
ta el obrero en su trabajo, más poderoso se vuelve el mundo extraño, el mun-
do de los objetos que él crea frente a él, y más se empobrece a sí mismo, más
pobre se vuelve su mundo interior, menos posee él propiamente. Ocurre exac-
lamente (ebenso) lo mismo que en la religión. Cuanto más el hombre deposi-
ta en manos de Dios, tanto menos posee en sí mismo (propiamente)» (Manus-
critos de 1844, XXII, Kart Marx - Friedrich Engels, Werke, Ergánzungsband,
Ia parte, Berlín, 1968, 512; trad. cast. de J. M. Ripalda, Obras de Marx y En-
geis V, Ed. Crítica, Barcelona 1978, 350). Igualmente, Feuerbach: «Para enri-
quecer a Dios debe empobrecerse el hombre; para que Dios sea todo, el hom-
bre debe ser nada» (L. Feuerbach, Gesammelte Werke V, ak. Verlag, Berlín
1973, 65; La esencia del cristianismo, «Introducción» [1841], cap. II, trad. de
J. L. Iglesias, Ed. Trotta, Madrid 1995, 77). La equivalencia y la autosubsis-
tencia de los atributos/predicados permiten por ellas mismas, en el caso de
Feuerbach, su trasferencia de «Dios» al hombre. Así, la ausencia radical de te-
ología negativa se convierte en la condición explícita de una destrucción es-
tridamente idolátrica.
45. F. Nietzsche, Der Wille zur Machí, § 1038 = VIII, 3, 323, 17 [4], § 5,
de mayo-junio de 1888; § 1037 = VII, 2, 173, 10, [90], de otoño de 1887; §
1062 = VII, 3, 280, 36 [15], de junio-julio de 1885; § 638 = VIII, 2, 201, 10,
[138], de otoño de 1887, etc.; trad. cast., § 1031, 1030, 1055, 631. Así pues,
ninguno pertenece al último período. Este indicio, aunque frágil, debe ser te-
nido en cuenta.

86
INTERMEDIO 1

La situación terminal que hemos tratado de señalar, en la que


Nietzsche se desmorona heroicamente, le paraliza en una contra-
dicción insostenible, en la que precisamente persiste en decir los
contrarios. La cuestión de lo divino surge en un movimiento doble
e inverso, pero profundamente coherente. En primer lugar, lo divi-
no sólo se presenta en su desvanecimiento mismo —«muerte de
Dios», crepúsculo de los ídolos, nihilismo pasivo, etc.—, como
nostalgia y como liberación. Pero a continuación, dado que persis-
te el lugar metafísico del Ente supremo, y que el eterno retorno es-
pera ser afirmado por aquel que lo sostendrá, lo divino, en un con-
tragolpe, exige la inmediata asunción de la persona divina por par-
te del hombre —superhombre, Dioniso, el Crucificado, etc.—. O
bien, la ausencia en la que el hombre permanece solo, sin otro ros-
tro de lo divino que su ídolo crepuscular; o bien, la investidura so-
breabundante en la que lo divino sólo se presenta apremiando, has-
ta llegar a arrebatar al hombre —o, lo que es lo mismo, hasta lie-
gar a entenebrecerlo—. La ambivalencia nietzscheana no contiene
ninguna incoherencia, sino que revela una aporía amenazante en
otro sentido. Quien renuncia a lo divino criticándolo, es decir,
constituyéndolo como ídolo, ¿no corre el riesgo, por cuanto que
mediatiza, y luego destruye las mediaciones de lo (falso-) divino,
de su retorno inmediato, sin rostro y sin nombre? Esta barbariza-
ción de lo divino podría constituir el mayor peligro tanto para el
hombre como para lo divino. El ídolo metafísico garantiza a su ma-
ñera, una mediación nombrada y arrostrable de lo divino. La des-
trucción del ídolo no da lugar tanto a un desierto, cuanto al espacio
anónimo de una invasión anárquica de lo divino. Nietzsche su-
cumbió tal vez a tal invasión. Pero justamente su tarea propia —el
anuncio de la muerte de los ídolos de lo divino— no implicaba el
dominio de dicha irrupción. Esta tarea, o este peligro, incumbe a
otros tiempos —los nuestros, o los que ahora despuntan—. Los

87
poetas transgreden, para decirla aún mejor, la historia que los filó-
sotos, por adelantado, miden historialmente; hubo un poeta que co-
noció antes que Nietzsche, aunque en profunda familiaridad con él,
esta alternativa, y aprendió en ella su superación: Hólderlin. En
efecto, la ausencia de lo divino, bajo la forma de una «nostalgia de
Grecia», ocupa y rige Hiperión, o el eremita en Grecia (1797-
1799). La asunción inmediata por lo divino conduce a la Muerte de
Empédocles (1798-1800), donde muerte y comunión coinciden en
una disposición «ganimedeana» del hombre dentro de lo divino, es
decir dentro del Etna. Hólderlin sólo escapa a esta alternativa
arriesgándose a pensar una paradoja impensable: la intimidad del
hombre con lo divino crece con la separación, lo contradistingue y
no lo reduce jamás. El retiro de lo divino constituye tal vez su fi-
gura última de revelación. Esto es lo que nosotros tratamos de dis-
cernir bajo el nombre de distancia1. Dos poemas, escogidos impru-
dentemente de entre los más grandes, podrán conducirnos, como
guías privilegiados, a la evidencia de esta paradoja: tienen como tí-
tul o En amoroso azul... y Patmos. Tratemos de escucharlos y, por
tanto, tratemos de leerlos línea a línea.

NOTA

1. La misma paradoja, o al menos una paradoja similar, puede encontrar-


se en Rimbaud, a condición de que su itinerario sea comprendido en el senti-
do en que intenta esbozarlo Corinne Nicolas-Marion: De la gourmandise a
Γardente patience. Rimbaud a la conquéte du divin: Résurrection 42 (Paris,
1973)95-111.

88
El retiro de lo divino
y el rostro del Padre:
Hólderlin

A otras almas más flacas anda Dios con ellas como


pareciendo y trasponiendo, para ejercitarlas en su
amor, porque sin desvíos no aprendieran a llegarse a
Dios (Juan de la Cruz, Noche oscura, I, 14, 5).

...su mismo declinar le sirvió de pretexto para ser: su


último nacimiento (R.-M. Rilke, Elegías de Duino, I).

§ 8. £<7 imagen mesurada

Con una densidad casi insostenible, Hólderlin consigna en un


solo poema el punto culminante en el que su meditación consiguió
establecerse. Pero más allá de esta posición estratégica, el texto En
amoroso azul señala para siempre, y por tanto enigmáticamente,
las dimensiones fundamentales de la figura poética de toda la obra.
El hecho de que un editor haya dudado de su autenticidad1, no im-
pide que una red extraordinariamente densa de similitudes, conso-
nancias y reenvíos a otros textos indiscutiblemente canónicos des-
punte en él como centro insondable de toda la palabra hólderlinia-
na. Posiblemente incluso, esta situación original y nodal —que sa-
tura de sentido, y que afecta a toda la obra— refuerza la sorpresa y
la duda: el poema se hace extraordinariamente difícil y perturba-
dor, porque concentra con excesiva soberanía el carácter propio
que autentifica a los otros escritos como «holderlinianos». Aquí, si-
guiendo la huella de los escritos mayores, intentaremos aproximar-
nos rigurosa y modestamente a dicho centro.
«En amoroso azul», amoroso (lieblich: digno del amor que él
inspira), amoroso como ya «amorosa suena la hoz martilleada y la
voz del campesino, / que al volver a su casa conduce gustosamen-
te los pasos del buey» (El caminante, 82, 1-2). Azul, en el sentido
en que para Empédocles, «entonces alentaba el éter como alienta
en torno a ti, / envolviendo mi pecho herido de amor, curándome, /
y, como la humareda de la llama, desvanecíanse / en el elevado

89
azul mis inquietudes» (La muerte de Empédocles, 2.a versión, 1,3,
GSA, 4, 1, 106, 427-430; trad. cast. Empédocles, p. 251). ¿Por qué
el éter, que se adorna y se acerca azul, merece el amor que suscita?
El horizonte azulado condensa un espacio en el que se hace posi-
ble la adoración, la adoración del éter, del «Padre éter» (Al éter,
GSA, 1,1, 204, 2; PC II, 63). Queda por pensar cómo entra en jue-
go aquí el misterio del Padre. Pero el poeta no tiene necesidad al-
guna de conceptos, ni de sustitutos del concepto (alteraciones ale-
góricas del discurso conceptual) porque, en cuanto poeta, las cosas
mismas se le vuelven palabra explícita. Por tanto, lo que aquí toma
la palabra sería «el techo metálico del campanario» o, más bien, el
sol que le da lustre, igual que da color a la a chapa. Alrededor, los
ruidos, los colores y los sonidos se confunden para destacarse tan-
to mejor con una singularidad antes subrayada: los trinos no con‫״‬
tradicen el silencio de la veleta, como tampoco los trinos de la go-
londrina turban la tranquilidad del campanario. De estas constitu-
ciones recíprocas nace «una vida tranquila, ein stiller Leben» (372,
5): no una naturaleza muerta (Stilleben, en alemán), sino una tran-
quilidad de las tensiones equilibradas por el conjunto que las con-
tradistingue y las hace visibles: vida. La vida, aquí, proviene de la
tranquilidad, la cual, sin embargo, en cierto sentido, es resultado de
ella. A partir de este juego surge la silueta, que se inscribe para
siempre en la ventana cimbrada, de un hombre que desciende la es-
calera, tras tañer la campana, que trasparece, aparece, y por fin se
dibuja —azulado sobre fondo azul— como una figura. O mejor,
«cuando la figura se distingue hasta este punto, la puesta en ima-
gen surge del hombre» (372, 6-7). Cuando la silueta, en lugar de
confundirse con otras o de desvanecerse en su aparición, consigue
distinguirse (abgesondert, 372, 6) en la «tranquilidad», se hace vi-
sible en el azul que la acoge. Se destaca en él como se destaca un
collage, azul, de Matisse: con un rigor imprevisible e inevitable. Y,
sin embargo, Hólderlin no expresa solamente la distinción de la fi-
gura. No ve únicamente la figura, sino lo despejado por ella, en
amoroso azul, para otra visión. Hólderlin indica que a partir de la
figura se hace posible una imagen (Bild) del hombre. No se trata de
que el hombre pueda tener meramente una imagen, como una fi-
gura cualquiera; sino que le pertenece, o tiene la posibilidad de de-
jarse dar una imagen (Bildsamkeit) en una figura. En la abertura de
la ventana del campanario aparece sin duda la figura de la silueta
resaltada y circunscrita por la «vida tranquila». Pero, mediante es-
ta aparición, se muestra, sobre todo, que el hombre puede aparecer
en y como una imagen2. La mirada del poeta ve aparecer, en la apa-
riencia sensible de una silueta, el misterio de la aparición del hom­

90
bre: que el hombre puede tomar figura en una imagen, del mismo
modo que echa (o no) raíces en un suelo.
¿Dónde ocurriría pues esta aparición en la que el hombre se
descubre puesto en imagen? En el marco de una ventana —la del
campanario—, de una ventana en la medida en que «las ventanas,
desde las que tañen las campanas, son como puertas con respecto a
la belleza, an Schonheit» (línea 8). Aquí la belleza se descubre en
la abertura de las ventanas; y ante todo, las puertas se convierten en
puertas hacia la Belleza: la Belleza cualifica la ojiva (¿o la cim-
bra?) como ventana, disponiendo el amoroso azul que, con su tra-
zo discretamente asediante, perfila la aparición como imagen. Pe-
ro, ¿qué se entiende aquí por Belleza? «Por sí misma la flor es be-
lia, porque florece bajo el sol» (372, 24-25). ¿Es posible que el sol
declinante que el poema denomina «bello sol» (373, 32) propor-
cione la Belleza? A menos que él mismo reenvíe, como a aquello
de lo que proviene, a «la maravillosa y potente presencia de la na-
turaleza» (Como cuando en día de fiesta..., 118,12; PC II, 75 ). Na-
turaleza en la que, como dice uno de los poemas de la Umnachtung
: «Dulcemente la divinidad nos lleva / hacia el azul primero» (El
Paseo, 276, 17-18; Poemas de la locura, 87). Pero, ¿cómo puede
la naturaleza investir divinamente algo más que «ventanas del cié-
lo» (Lo cercano mejor III, 237, 1), para disponer la imagen en ven-
tanas hechas por mano de hombre —la ojiva del campanario—?
Porque, prosigue enigmáticamente el poeta, «ciertamente, al ser
puertas también según la naturaleza, ellas son a semejanza de los
árboles del bosque» (372, 8-9). A este «también» (auch) que intro-
duce esta semejanza, responde en la línea siguiente: «Pues la puré-
za es también belleza». ¿Qué enlaza este «también»? Enlaza, bien
entendido, la belleza que define a la naturaleza, y de la que provie-
ne, con la pureza que la imita humanamente —al igual que el arte
imita la naturaleza— («imitar, nachahmen», línea 14). ¿Cómo imi-
ta el arte a la naturaleza? Hólderlin piensa aquí del mismo modo
que Aristóteles: «Por un lado, el arte conduce a su término lo que
la naturaleza no puede obrar; por el otro, la imita»3. El arte sola-
mente imita a la naturaleza para culminarla; es decir, sólo la cul-
mina manteniendo todavía su papel, cumpliendo su oficio: el arte
procede de modo natural precisamente ahí donde la naturaleza ya
no puede avanzar más, a menos de hacerlo artísticamente. «...Cada
uno cumple a su manera, unos más bellamente y otros de modo
más violento, con su destino humano, esto es, multiplicar la vida de
la naturaleza, acelerarla, clasificarla, mezclarla, separarla y unirla.
Realmente se puede decir que aquel impulso originario, el impulso
de idealización o de activamiento, elaboración, desarrollo, perfec­

91
cionamiento de la naturaleza, ya no aviva a los hombres... Ya ves,
querido, que te he puesto delante de la paradoja de que el impulso
artístico y formativo (Kunst und Bildungstriebe) con todas sus mo-
dificaciones y subclases, es un auténtico servicio que los hombres
rinden a la naturaleza»4. Esta «paradoja» es lo único que puede
aclarar la semejanza observada: ciertamente, ni la pureza ni la oji-
va se confunden con la belleza; pero lo divino brota propiamente
de que «también» ellas «imitan» lo que la naturaleza no les ha da-
do. O más bien: no se trata de carencia ni de falta, porque el amo-
roso azul baña y colma tanto la ojiva pura como los árboles bellos.
Ahí va de lo divino: en que la pureza pueda culminar a su modo, lo
que la belleza alcanza al suyo. La belleza culmina «nativamente»
lo que la pureza realza «culturalmente». Más exactamente, el «re-
torno natal» deja al arte la tarea de realzar culturalmente la natura-
leza, estableciéndola en su verdad: el arte mismo nos abre el cami-
no hacia aquello que nos queda de más natal. Aunque las flores de-
ban al sol la belleza en la que toman figura, «A menudo el ojo ha-
lia en esta vida entes (Weseri) cuya nominación sería más bella que
las flores» (líneas 25-26). El plus de belleza sobre las flores, adum-
bradas, como todos los demás entes, por el sol, radica en el acto de
lenguaje que lo nombra como tal: es decir, el arte poético.
No hay esplendor alguno que sobrepase a la belleza, salvo el
gesto que, de otro modo, designa la belleza: gesto artístico que re-
sulta más genuinamente nativo, en su «retorno natal», que lo natal
naturalmente nacido. La toma de figura provocada por el hombre,
y en la que él mismo se evoca, no añade nada a la naturaleza —sal-
vo el retraso del hombre que mide su belleza, o mejor dicho, que
se mide con ella en tanto que belleza—. La naturaleza no es dupli-
cada por la figura, ni excedida por el hombre y, sin embargo, éste
la culmina: «Frankfurt sin embargo, según la figura, que / es re-
producción (Abdruck) de la naturaleza, por así decir, / a saber del
hombre» (Del abismo en efecto..., 250, 13-15). Hombre y figura re-
producida no indican aquí nada más que naturaleza, pero tomán-
dola en su natividad radical: la ciudad se descubre humanamente
figurada según la naturaleza. Así es como presenta Aristóteles la
πόλις5. La reproducción no cae en la duplicación opaca, porque la
misma naturaleza le imprime el inacabamiento que ella da a col-
mar. Impresión (Abdruck) que llega a ser justa si la mirada, que la
recibe, adivina en la naturaleza la figura que no se presenta en ella
—precisamente la que queda por (hacer) ver—. Hólderlin llama
«pureza»6 a la precisión segura que autoriza esta visión: «Pues du-
rante la estadía de los puros / el espíritu se manifiesta / y apenas lu-
ce una luz segura / vemos florecer y brillar / las formas confusas de

92
ia vida» (A una princesa de Dessau, GSA 1, 1, 309, 17-20; PC I,
153); en la pureza, en calidad de un medio visual distinto, el espí-
ritu se hace perceptible: lo imperceptible toma ahí figura; en el «es-
píritu serio»7 las impotencias crepusculares de la naturaleza despe-
jan lo abierto donde, «culturalmente» puesto que más nativamente,
la luz «segura» y «seria» del espíritu las hace florecer como, e in-
cluso mejor que, flores. Dicha seriedad permite soportar la luz en
la que el espíritu hace surgir figuras en lo crepuscular carente de fi-
gura: entonces, poéticamente, el hombre puede enunciar su «serie-
dad y la palabra que se basta a sí misma»8.
Pues aquí se necesita la seriedad del espíritu: la imagen que sur-
ge de la mirada que la pone en imagen (Bildsamkeií) se dibuja so-
bre el amoroso azul, aparición de precisión insostenible, y de
asombroso rigor . No se trata solamente de que la imagen inviste
toda la esencia (Weseri) de la cosa en la silueta en la que se desta-
ca la figura, sino que se dibuja al mismo tiempo que la figura, la
cual no la precede naturalmente. Esta coincidencia de la figura y de
la imagen es conocida por el pintor cuando ve que la cosa se insta-
la en lo visible, por entero y de un golpe. Hólderlin designa y ex-
perimenta esta coincidencia: «Tan simples (einfaltig) son las imá-
genes, tan santas (intactas, heilig), que en efecto a menudo invade
el espanto de describirlas» (372, 11-12). Simplicidad sagrada de la
imagen que aparece en una figura; el hombre en la ventana ojival:
todo aquel que la haya visto ha conocido su espanto. Quien al leer
la apertura del poema no la experimente en lo más profundo, no de-
be proseguir aquí: lo que sigue se le escapa por completo. La ima-
gen no debe ser descrita, porque su prodigiosa simplicidad suscita
el espanto. Este espanto tranquilo y discreto, insensible e invisible
para la mayor parte, pertenece esencialmente a la puesta en imagen
(Bildsamkeií). No se puede expresar el «surgimiento» de lo invisi-
ble a la visibilidad, sin que el espanto aureole lo visible. El hom-
bre, cuyo espíritu debe soportar la pureza, se expone también al es-
panto, porque el espanto brota de la puesta en imagen. El hombre
debe soportar este espanto en la medida en que acoge poéticamen-
te la imagen. El espanto le aborda por cuanto se encuentra atado a
la Bildsamkeií. ¿Cómo «permanecer puro», y hasta qué punto? A
esta pregunta —que coincide con la de la puesta en imagen—, Hól-
derlin responde solamente con un redoblamiento de la aporía: el
hombre debe soportar la prueba de la imagen «imitando» a los ce-
lestes, porque su propia imagen proviene de ellos —«imagen de la
divinidad» (372, 22)\ Siendo él mismo imagen de lo nativo supre-
mo —lo divino—, ¿cómo podrá el hombre sentirse seguro frente al
espanto de las imágenes que le provoca en tomo a su pureza?

93
Los celestes, a los que el hombre debe aspirar, «son siempre
buenos, todo a la vez, como ricos, tienen virtud y alegría» (372, 12-
14). Así pues, el hombre podrá medirse sin infortunio con la di vi-
nidad —será su imagen—, «mientras dure todavía en su corazón la
benignidad, la pura benignidad» (372, 16-17). La benignidad, en la
que opera la pureza, aspira a la alegría y a la virtud (Tugend) de los
celestes. Que ningún otro texto —que nosotros conozcamos—
aclare, por poco que sea, esta oscuridad, indica probablemente el
punto oscuro del poema, el que lo sostiene en conjunto. Los celes-
tes, y por medio de ellos la Divinidad, cogen por sorpresa la puré-
za esperada por el hombre, y la asisten, con su virtud y su alegría,
en las que reconocemos lo esbozado por nuestra benignidad. La
alegría y la virtud proceden —surgen resaltando— de su riqueza:
la riqueza hace posible la benignidad, en la que se dan alegría y vir-
tud. La benignidad (Freundlichkeif) suscita la «amistad» en la que
el otro permanece en la distancia que preserva su aparición. Los ce-
lestes permanecen a distancia, y pueden ver las imágenes. Sólo su
retiro acoge el ascenso de lo visible. O más bien, lo visible sola-
mente puede recibir la impronta y el homenaje de un ascenso (al
modo como se habla de un ascenso de savia), por medio de la acó-
gida dispensada por un retiro. Es bien sabido que la alegría y la vir-
tud de los ricos dependen de lo guardado, que permite no preocu-
parse del porvenir. Los ricos celestes, al contrario que los nuestros,
no guardan para poseer mejor, ni para congelar bienes en un capí-
tal; guardan para no poseer, para dejar «florecer» la imagen en que
las cosas toman figura. En otros textos hólderlinianos, «guardar»10
expresa el paso atrás que despeja la perspectiva, al igual que la al-
tura de una vista aérea hace aparecer figuras y relieves que la mi-
rada excesivamente a ras de tierra no capta; en suma, preserva el
advenimiento de la imagen invisible. El retiro de los dioses debe-
ría tal vez entenderse en primer lugar así: discreción que deja ve-
nir, «que espera ver», y que da distancia a la cosa. Si la mirada de
los celestes, propiamente, dispone un retiro a las cosas para acoger
en él su imagen, también el hombre tendrá que imitar este retiro. Y
tendrá que hacerlo doblemente, porque sólo acoge el ascenso de las
imágenes cuando se mantiene a sí mismo como «imagen de la di-
vinidad», la cual sólo puede aparecer en virtud de un retiro. Antes
de disponer un retiro, el hombre debe aprovechar un retiro que le
deje tomar figura en una imagen. Justamente por eso los dioses se
retiran: se retiran ante el hombre que se convierte en imagen de
ellos, y de igual modo el hombre debe retirarse para que lo invisi-
ble del mundo se convierta en imagen suya. La evidencia de los
dioses, o de Dios (aquí el texto pasa al singular), coincide estricta­

94
mente con su retiro: el cielo se retira para ofrecer, «en amoroso
azul», el fondo y los fondos de toda toma de imagen (del mismo
modo en que se habla de una toma de hábito) de las cosas. Este re-
tiro garantiza su asiduidad inevitable y anterior, sin tacharla. «¿Es
Dios desconocido? ¿es abiertamente manifiesto (offenbar) como el
cielo? Yo creo más bien esto» (372, 17-18); a esta secuencia le res-
ponde esta otra: «¿Qué es Dios? desconocido, sin embargo / lleno
de atributos está el rostro / del cielo, de él»11. Evidencia e ignoran-
cia se confunden para aquel que concibe por fin el retiro como el
modo más radical de presencia para Dios, y sólo para él. Del mis-
mo modo, el retiro del artesano modela finalmente el artefacto has-
ta llegar a su irreductibilidad: así, más que nunca, el artefacto
constituye en sí mismo y por entero la marca de quien se retira del
mismo. Quien quiera otra evidencia de Dios que no sea este retiro
manifiesto, indudablemente no sabe lo que pide. A menos que pida
que Dios mismo se haga Bild, εϊκων, y por tanto que permanezca
en ella todavía en retiro para que nazca su propia imagen. Y en-
tonces, el retiro se instaura en el seno mismo de Dios: kénosis. Hól-
derlin lo ha pensado explícitamente en otros lugares12. Pues ningu-
na visibilidad se deja ver en figura, si no va precedida de un retiro
que pueda acogerla. Por consiguiente, ese fondo en que se esboza
el lugar del Padre permanece como abismo, de igual modo que el
cielo sostiene las imágenes que se figuran en él.
Así pues, el hombre podría imitar, aspirando a ella, a la natura-
leza: retirándose de las imágenes que él acoge. En esto imitaría a
aquel cuyo retiro imita —Dios, evidentemente desconocido—.
Hólderlin señala como medida esta imitación de un retiro por otro:
«...el hombre se mide no sin felicidad con la divinidad» (372, 12).
Como medida en la que se toma medida a la vez de sí y de aquel
con el que uno se mide. Pero ¿qué medida halla para sí el hombre?
«¿es Dios desconocido? ¿es abiertamente manifiesto como el cié-
lo? Yo creo más bien esto. Tal es la medida del hombre» (ibid.).
¿Puede consistir la medida del hombre en medirse con Dios? Sin
duda, siempre y cuando la trivialidad no oculte lo esencial; que
Dios mismo, en calidad de retiro acogedor, establece una medida,
la de su retiro: el Dios feliz; «...pareciera inclinado a dar vida / a
crear alegría, con nosotros; como a menudo, cuando, conocedor de
la medida (kundig des Masses) /conocedor también de nosotros que
respiramos, el Dios paciente y guardador (schonencfy / envía una fe-
licidad bien madura a las ciudades y a las casas»13. Aquello de lo
que el hombre toma la medida para establecer su propia medida es
la medida establecida por el Dios para su retiro. Pero puesto que el
Dios sólo da su plena medida en su retiro, y puesto que sólo quien

95
se retira conoce los pasos dados, nadie conoce la medida del retiro
divino. «Jamás doy con la medida justa. / Pero un Dios sabe cuan-
do / vendrá el Bien supremo que deseo» (El único I, 155, 89-91; PC
II, 137). La imitación de lo divino no impone solamente compartir
(y trasponer en nuestro destino propio) su retiro, sino que impone
además no medir la medida de éste. Lo divino guarda una justa me-
dida que sólo es imitada (culminándola) por el hombre en la medí-
da en que soporta la carga de tener que determinar por sí solo su
medida —es decir, de establecer su exactitud—. Que el hombre
tenga que determinar para sí mismo la medida en la que alcanza su
bien más propio, no es un destino absurdamente solitario, sino una
tarea en la que, gracias al retiro divino, se convierte en su imagen.
El cuidado proporcionado por este doble retiro funda y convoca la
ordenación humana del espacio que el hombre ha descubierto, del
mismo modo que una marea descubre una playa. La ordenación
que el hombre ejecuta incesantemente (la ordenación del territorio
constituye su rostro técnico), con gran mérito y a veces con mucho
afán, no debería ocultar el cuidado que, atento al retiro, se mide con
la medida. Lo que la pureza14 preserva aquí —que el hombre sea
imagen de la divinidad— no proviene tanto del mérito (Verdiensí),
cuanto del modo exclusivo de recorrer la distancia que el hombre,
en su retiro, asegura a la imagen del mundo —a saber, «de modo
poético»—. «El poetizar es probablemente un medir especial dis-
tinto de los demás. Más aún. Tal vez la proposición: poetizar es me-
dir debemos pronunciarla acentuándola de esta otra manera: poeti-
zar es medir. En el poetizar acaece propiamente lo que todo medir
es en el fondo de su esencia... El poetizar es la toma-de-medida, en-
tendida en el sentido estricto de la palabra, por la cual el hombre re-
cibe por primera vez la medida de la amplitud de su esencia»15
(Heidegger). La nominación que respeta el retiro es la única que
puede escrutar la imagen. En la palabra poética, el lenguaje escapa
tanto al estatuto de «lenguaje-objeto», como al servilismo de un
medio de comunicación. Guarda señorialmente sus distancias, o
mejor dicho, preserva la distancia: al no ejercer ninguna toma de
posesión de la cosa por parte del hombre, entrega la cosa y el hom-
bre a un diálogo íntima y silenciosamente acorde. Eso es lo que
Hólderlin entiende por «habitar»; esta tierra se vuelve, no «habita-
ble» (tal como dice el afán que pretende hacer méritos), sino habi-
tat en el que permanecer, cuando la poesía preserva en ella la dis-
tancia. «Por eso, las palabras se abren a la vida como flores» (Pan
y vino, § 5, 93, 90; Las grandes elegías, 111). El recorrido queda
concluido cuando las palabras imitan, precisamente aquí, la belle-
za nativa de las flores.

96
§ 9. El peso de la felicidad

«¿Hay sobre la tierra una medida? No hay ninguna» (372, 23).


Ninguna medida: en primer lugar y fundamentalmente porque el
retiro no permanece por sí mismo. Solamente «dura» y «permane-
ce» (372, 16; 373, 2) aquella pureza cuya resistencia, como la de
Juan, «ha permanecido pura» (Patmos III, 180, 73; PC II, 141); só-
lo por la pureza «persiste una común medida» (Pan y vino, § 3, 91,
44; Las grandes elegías, p. 107), porque ella la cuida, la inviste po-
éticamente en su retiro. El «enigma, lo que nace de un brotar pu-
ro» (El Rin, 143, 46; PC II, 113); es lo que corresponde estricta-
mente al destino enigmático del hombre, que consiste en habitar
solamente en calidad de poeta. Permanecer poeta —persistir en la
postura poética para permanecer— constituye la tarea por excelen-
cia del hombre, y también el misterio en virtud del cual hay «poe-
tas en tiempos de miseria» (Pan y vino, § 7, 94, 122; Las grandes
elegías, p. 111). Sin el poeta, desaparecen, junto con la medida, las
figuras y la puesta en imagen. ¿Es posible permanecer poética-
mente estableciendo la medida que ha de ser siempre preservada,
sin que ella se establezca jamás por sí misma? En el momento en
que lo aórgico brota con toda su fuerza e intenta sepultar al hom-
bre, lo heroico consiste en permanecer en la pureza, para mantener
la medida. «Aguantar, resistir al ímpetu: en esto consiste la vida
heroica del hombre que, en un tiempo trágico, no cede a la trage-
dia»16 (F. Fédier). El heroísmo poético evita lo trágico mientras
permanece lo suficientemente puro como para medir el retiro mi-
diéndose con lo inmediato de lo divino. La medida puede faltar en
un segundo sentido: no porque no esté ya establecida, sino porque
su establecimiento poético falla con el hombre. De ahí surge la tra-
gedia: Edipo recubre con su noche los dos últimos movimientos del
poema (373, 20). El poema se mueve por tanto hasta el final entre
la deficiencia de la medida y el perdurar poético del hombre.
¿Qué significa aquí el destello de las flores, de los pájaros del
arroyo? ¿por qué se halla brutalmente enfrentado a la «esencia» y
a la «virtud» (373, 4, 13)? Las flores son «bellas» porque el sol se
encarga nativamente de ponerlas en imagen. El arroyo —que tam-
bién es «bello»— debe esta puesta en imagen solamente al orden
nativo que lo calma. Las «palomas alrededor de las tumbas» (373,
8-9) sólo se desenvuelven, al igual que las de Valéry, en el lecho de
una creación en la que «florece», sin su concurso pero en su bene-
ficio, una vida más alegre. Sus «figuras» (373, 7), al no requerir
ninguna medida, no consiguen la puesta en imagen propiamente
poética. Por esta razón tal vez, el arroyo aparece solamente «como

97
el ojo de la divinidad» (373, 5), y no como su imagen, a diferencia
del caso del hombre. El hombre puede por tanto extasiarse ante la
belleza sobreabundante que le obsesiona nativamente, hasta caer
en la nostalgia. Pero tiene que comprender que no debe sintonizar
con la sobreabundancia sino con la medida, «de lo contrario, del
gran poder, se acerca con sus alas el águila» (373, 23‫ )־‬que toda-
vía, como antaño, «una gozosa presa busca para el padre» (Ger-
mania, 150, 45-46; PC II, 127). Estos cantos son siempre cantos de
pájaros, pero el hombre que mantiene «poéticamente» la medida
no se dedica a los pájaros ni a hacer de reclamo para ellos. El su-
frimiento, codicioso de las figuras que la naturaleza da gratuita-
mente a las cosas, puede hacerle «sangrar el rostro y el corazón»
(372, 27), puede hacerle «brotar lágrimas de los ojos» (373, 6-7);
este sufrimiento pertenece a la esencia de su relación insuperable
con la naturaleza. Pues si el hombre sufre ante las limitaciones de
su puesta en imagen «cultural», por no llegar a igualar la profusión
de imágenes nativas, es porque le incumbe más originariamente el
cuidado de la medida en la que su pureza puede culminar la pues-
ta en imagen de lo abandonado por la deficiencia benevolente de la
naturaleza. El hombre no puede desear nada más noble que la «sa-
biduría que es figura» (373, 3-4). La misma «virtud» que pertene-
ce a los celestes (373, 13 y 372, 13) como «reserva» preservadora,
imparte al hombre su legado esencial. Al igual que la profusión de
figuras espontáneas no elimina la medida mantenida en ellas, a la
medida de ellas, por Dios17, del mismo modo, la medida manteni-
da por el hombre no pierde nada al medirse a sí misma, con una
modestia que no alcanza nunca la alteza de un «cometa», y que por
ello no sufre ninguna ofensa. «La naturaleza del hombre no puede,
sin desmesura, permitirse (sich vermessen) desear nada más noble»
(373, 12-13). Heidegger comenta que vermessen significa medir
según «una delimitación recíproca dominios en el interior de la di-
mensión»18; sich vermessen: confundirse y extraviarse midiendo
con desmesura y, en consecuencia, perdiendo estrictamente toda
medida. De hecho, el hombre pierde la medida tan pronto como
quiere medir la divinidad, y medirla con su patrón. Esto ocurre no
solamente por ΰβρις, sino también por olvidar que la medida que le
proporciona su esencia sólo imita, de la divinidad de la cual es ima-
gen, su retiro. Precisamente porque la divinidad se da en este retí-
ro. Que solamente un retiro imite al retiro, indica que la desmesu-
ra falla doblemente: en la reproducción de la medida divina y, so-
bre todo, perdiendo el sentido de la medida —la esencia de la me-
dida como retiro—. De ahí proviene su equivocación en lo que
concierne a la esencia del hombre. Y de ahí la vuelta insistente del

98
poema al «espíritu serio» que guarda la medida. Pues «la vida está
hecha de actos, ¡y audaces! / Un fin alto, un mover más sostenido
/ El avance y el paso, pero también de la felicidad proporcionada
por la virtud / De gran seriedad, y no obstante de límpida juventud»
(Die Zufriedenheit, 279, 29-32). La felicidad nace de una reserva
que sólo es cuidada por la gran seriedad, y que permanece en la se-
paración de una distancia que imita la distancia de lo divino. Lo
que merece ser elogiado no es el mérito (Verdienst) del afán, ni la
desmesura que disuelve la medida, sino la «virtud» que junto con
la «alegría» (373, 13) de una «límpida juventud» habita el retiro
con flexibilidad, rítmica y modestamente.
El poeta, volviendo con genial pertinencia sobre la puesta en
imagen inaugural, la desplaza hacia una segunda: la muchacha en
el jardín —cerrado como el cementerio— recibe un soplo (se re-
conoce ahí la ambivalencia bíblica de πνεύμα, incluso la de Juan
3, 8) del espíritu severo a través de las columnas. Las columnas
forman todavía ventanas, al igual que antes la ojiva del campana-
rio, para que la figura humana aparezca ahí en imagen. ¿Por qué
toma aquí imagen la figura? Porque a la seriedad del espíritu le res-
ponde la medida que abre el espacio para una visibilidad: las co-
lumnas. Sin embargo Hólderlin modifica la visión: la muchacha to-
ma imagen, porque ella misma (y no el espacio que la acoge) «es
simple en su esencia y en su sentimiento» (373, 16-17). Lo «sim-
pie» del «cielo simple»19 alcanza la simplicidad sin tener que cui-
darse de ello. La muchacha, para llegar a «la simplicidad / del dis-
cípulo» (Patmos I, 167, 78-79; PC II, 145), debe poner en ello to-
do el cuidado de su ser y de su corazón. En efecto, esta simplici-
dad recibe el elogio del espíritu serio porque proviene de él: ella
conquista, mediante la seriedad y la paciencia, en el dolor y el tra-
bajo del retiro, el homenaje que la hace visible en imagen. ¿Basta
con captar el retiro que encuadra el ámbito de aparición en las co-
lumnas? No: haciéndose eco de la dura prueba presagiada por la
segunda estrofa del poema (y antes de experimentarla en la terce-
ra), Hólderlin retrotrae las condiciones de su distinción visible has-
ta la esencia y el corazón de la muchacha. De tal manera que el ros-
tro puesto en imagen besa, como su marco, la corona en la que se
delimita el retiro que, ostensiblemente, la presenta. ¿Qué indica
aquí la corona? La corona se trenza con el mirto «que solamente se
encuentra en Grecia». Sin las hojas griegas, «No es una fiesta pa-
ra mí, sin embargo quisiera coronarme de / flores» (Lamentaciones
de Menón por Diótima, § 2, 75, 25; Las grandes elegías, p. 51); sin
embargo, la misma Grecia ya no trenza coronas para sus propias
ciudades: «¿Dónde florecen las ilustres, las coronas / festivas? /

99
Tebas y Atenas se marchitan» (Pan y vino, § 6, 93, 99-100; Las
grandes elegías, p. 113 ). Palmira permanece, junto con otras,
«bosques de columnas en las llanuras del desierto»; pero sin em-
bargo allí murieron «las almas de los bienaventurados», desde que
«al trasponer / el límite puesto a lo que respira, / el humo y el fue-
go de los dioses / os arrebataron vuestras coronas» (Edades de la
vida, 115, 5-9; PC I, 221). Ello indica dos propiedades de la coro-
na. En primer lugar: que mientras que los mortales, al trasgredir los
límites, despojan enseguida sus frentes y sus ciudades de toda co-
roña, la corona manifiesta, incluso en el marco, del cual es su fi-
gura capital, la medida. Faltar a la medida: perder la cabeza y la
corona. Sólo conserva ambas quien mantiene poéticamente, con
toda su esencia y todo su corazón, la simplicidad. Ni la valla del
jardín ni la ventana de las columnas pueden reemplazar a la coro-
na: se necesita la virtud sobria y el espíritu serio. Sólo el hombre
debe coronarse, porque sólo en la medida triunfa. Sólo triunfa, por-
que debe luchar para ello. Sólo lucha para ello, porque debe asu-
mir la tarea de evitar el surgimiento del mundo de su retiro. Pero
entonces, ¿para qué mencionar la corona, si, al referirla al mirto
«que se halla en Grecia», se hace imposible trenzarla, ahora que
Grecia ha perdido sus coronas? ¿en qué sentido ser «griego» para
ser coronado con la medida, cuando esta coronación en su modo
griego es sin embargo imposible? Aquí es preciso reenviar suma-
riamente a la reflexión conducida por Hólderlin (¿que condujo a
Hólderlin?) sobre la situación relativa de los griegos y de los hes-
perios; nosotros, los tardíos, los occidentales, es decir, los deseen-
dientes. Lo propio otorgado nativamente a los griegos es, dentro
del Uno-Todo Original, la relación inmediata con el fuego del cié-
lo que les colma completa y sobreabundantemente. Al mismo tiem-
po emprenden éstos, culturalmente, la introducción en lo propio de
la diferenciación y de la discreción, pues sólo éstas pueden mante-
ner la sobriedad propia de Juno.
Con Homero, o más exactamente, con «el don expositivo» en el
que sobresalen «desde Homero»20, los griegos se alejan máxima-
mente de su herencia natal: la confusión inmediata en el fuego del
cielo. Los dioses y los hombres, cielo y tierra, se contradistinguen
en el perfil de sus presentaciones. Esquilo se mueve entre estos dos
polos. De ahí la Antigona de Sófocles: mediante el «retorno nati-
vo» (vaterlandischer Umkehr), lo trágico rompe la sobriedad pro-
pia de Juno para, eliminando la medida (Creón), volver a lo más
nativo = el Uno-Todo, lo aórgico. Por el contrario, lo propio de los
hesperios es la sobriedad original, la separación discreta de los dio-
ses y de los hombres, del cielo y de la tierra; lo que los griegos co­

100
nocían sólo culturalmente, nosotros lo experimentamos nativamen-
te. ¿Resultaría entonces que nosotros mantenemos la medida, y
trenzamos nuestras coronas con más facilidad que los griegos? Al
contrario. «Esto suena a paradoja. Pero yo la afirmo una vez más,
y te la entrego para que la examines y para que puedas usarla: con
el progreso de la cultura (Bildung), lo propiamente nacional perde-
rá cada vez más su primacía. Los griegos dominan menos el pathos
sagrado, porque les era innato... En nuestro caso, ocurre lo inver-
so»20. Lo nativo, precisamente por ser lo original, pierde su prima-
cía en provecho de lo que ocupa cultural mente, en cada uno de los
momentos que hacen época, el primer plano. Por eso los griegos
deben ejecutar, por ejemplo en Antigona, un «retorno natal» que
los reconduzca a su pathos nativo: el Uno-Todo, lo aórgico. Inver-
sámente, aunque de modo paralelo, nosotros debemos culminar el
«retorno natal» que nos lleve a reasumir nuestra herencia natal: la
«claridad» de la presentación (Darstellung), la claridad de la pues-
ta en imagen. Darstellung para un Bild, en una palabra Bildsam-
keit. Lo que incumbe nativamente al hesperio, este tardío, es pues
la medida. Por tanto, si sólo a él le incumbe el retomo nativo a ella,
frente al «retorno natal» de los griegos hacia lo aórgico, ¿por qué
solicitar al mirto griego las trenzas de nuestra corona? Porque, si
Antigona es posiblemente la última palabra de los Griegos sobre su
destino nativo, Edipo «es dentro del mundo «griego» la obra «cul-
tural» maestra por excelencia... Por esta razón, para nosotros, que
somos lo contrario de los griegos, Edipo constituye un modelo in-
dispensable si queremos dejar de brillar en el entusiasmo excéntri-
co, para escribir por fin una verdadera tragedia moderna»21 (J.
Beaufret). Lo excéntrico y lo cultural de los griegos —Edipo—ja-
lonan el camino inverso que deberemos seguir para asumir nuestra
experiencia nativa —la medida—. El destino «cultural» de los
griegos, justamente porque contradice al nuestro, nos favorece una
vez más, puesto que baliza nuestro «retorno natal» radicalmente
no-griego. Así pues, la medida, cuyo modelo menos griego y más
cultural sería para nosotros Edipo, sólo puede advenirnos, en tanto
nuestro propio «retorno natal» no la consiga, de Grecia —la cual,
sin embargo, debe separarse de él—. Aunque Grecia deshizo la co-
roña, ella es la única que nos proporciona todavía mirto para tren-
zar la nuestra.
A partir de aquí la figura de Edipo dominará el resto del poema.
Sin embargo, dicha figura sólo se introduce tras una puesta en ima-
gen que, retomando la del hombre (primera estrofa) y la de la
muchacha (segunda estrofa), proporciona el apoyo sensible a la ter-
cera estrofa. Ningún hombre puede mirar un espejo sin que en es­

101
ta apariencia no se aparezca él mismo tomando imagen. Esta pues-
ta en imagen se ejecuta sin amoroso azul, sin ventana de columnas
o de ojiva, sin corona. En el caso de todos los demás entes, tales
condiciones deben ser cumplidas antes de que se produzca la pues-
ta en imagen: es preciso que se guarde la medida, que se preserve
el retiro, y que se mantenga el espíritu serio. Pero si el hombre
quiere la imagen del hombre, le basta con el falso retiro y la falaz
profundidad de un espejo. El reflejo sustituye al retiro. La apari-
ción de la cosa en su imagen no necesita ser sostenida por una fe-
Hcidad insostenible: para ello, basta con sostener el espejo. La ima-
gen, al ser mirada de esta manera, deshace la admiración. Parado-
ja: la puesta en imagen del hombre «que» pone en imagen, carece
de la distancia en la que él acoge, en tanto que hombre, a todas las
otras imágenes. Es más, la imagen mirada inmediatamente por el
hombre «equivale» (gleicht, 373, 19) al hombre mismo que pone
en imagen. Sus ojos ya no ven el ascenso a lo visible de un ente,
sino todavía ojos -—se ven todavía a sí mismos—. Estos ojos mira-
dos ven, perturbando a los ojos que miran: pues aunque «la imagen
del hombre tiene ojos», al contrario de la luna, cuya luz prestada
indica que ella permanece como «la estampa umbrosa de la tie-
rra»22, estos mismos ojos miran todavía al hombre. Los ojos mira-
dos, a su vez, miran infinitamente. La imagen sin distancia se des-
multiplica y reproduce (abgemah.lt, 373, 20) al hombre, sin fin,
hasta el enloquecimiento. La distancia, meramente imitada por el
espejo, desaparece del fantasma de las imágenes. Este «imagina-
rio», a fuerza de poner en imagen con demasiada facilidad, aban-
dona la distancia y la imagen. - «El rey Edipo tiene un ojo de más,
tal vez» (373, 20-21): no se especifica si Edipo lleva este ojo en su
cuerpo, al modo de un cíclope, entre los otros dos ojos perdidos. Se
dice que este ojo está «de más» (zuviel), y no solamente un ojo
más. Le proviene del exterior que refleja su figura íntima. ¿No se-
ría el ojo «de más» ese ojo que desde el fondo de su imagen mira
a Edipo? El ojo que Edipo tiene «de más», ¿no lo tiene como quien
tiene «mal de ojo»? El ojo, por medio del que la imagen mirada mi-
ra a su vez a Edipo, enloquece la puesta en imagen y asalta la me-
dida. Ahora bien, el enloquecimiento de la medida que debe ser re-
encontrada y mantenida, constituye precisamente el asunto propio
de la tragedia griega y, en otro sentido, de la menos «griega» de las
tragedias griegas: Edipo. El ojo que tiene de más —para ver enlo-
quecer a la medida— no compensa a los otros dos perdidos, por-
que este ojo no es el suyo, sino el que le mira. Edipo no ve con un
ojo interior lo que los ojos carnales perdidos tampoco verían (cf. El
Aeda ciego y Quirón). El ojo que al mirarle le anula la distancia, le

102
oscurece espiritualmente mucho más de lo que lo ciegan física-
mente sus ojos perdidos. Por medio de este cegamiento, afronta el
concepto inmediato del Uno-Todo, de lo aórgico, de lo divino, se
redescubre ciegamente hijo del fuego, sin retiro ni medida. «Los
más ciegos son, por lo demás, hijos de los dioses»23. El ojo que
descalifica la distancia para Edipo, le lanza sin retracción ni retiro
a la lucha de una relación con lo divino, en la que falta toda pues-
ta en imagen (Bildsamkeit) y toda distinción sobria. Siendo en eso
hesperio, sin embargo, Edipo se esforzará ahí, en el seno mismo
del cegamiento que le convierte, para sufrimiento suyo, en hijo in-
mediato de los dioses.
A partir de aquí, el término sufrimiento va marcando sin cesar
el texto. ¿Por qué? El sufrimiento de Edipo no reside en absoluto
en la ceguera física y moral de su autocondenación, sino ante todo,
al igual que para Hércules y los Dióscuros, en la abolición de la
medida, «a saber... luchar con Dios» (373, 28). ¿En qué sentido ha-
lia aquí su lugar este episodio bíblico —la lucha de Jacob con el
ángel (Gén 33, 23-37)—? Lo halla porque «la presentación de lo
trágico reposa preeminentemente en que lo monstruoso, como el-
dios-y-el-hombre se aparea y, sin límite, el poder de la naturaleza
y lo íntimo del hombre se hacen Uno en la saña, se concibe por el
hecho de que el ilimitado, se concibe por el hecho de que el ilimi-
tado hacerse Uno se purifica mediante ilimitada escisión». Lo trá-
gico se despliega cuando «el espíritu fiel, seguro, padece en la ra-
biosa desmesura (im zornigen Unmass)»24. Edipo busca la medida,
la pierde, y en su lugar no experimenta nada más que la desmesu-
ra en la que el dios aparece en una confusión inmediata y abstrae-
ta. Por esto, «en el límite extremo del padecer ya no queda, en efec-
to, otra cosa que las condiciones del tiempo y del espacio»: la pre-
sencia divina inviste al hombre de modo tan violento que acaba por
desaparecer toda imagen, incluso la suya, pues ha desaparecido
cualquier distancia que hubiera podido acogerla. La presencia di-
vina queda abstraída en una imagen mínima: las formas kantianas
de la sensibilidad en tanto que simples condiciones de la experien-
cia posible25. Ante tal desmembramiento, ¿puede hablarse todavía
de sufrimiento, cuando lo insostenible (Ungeheuer) destruye a los
que él colma? Precisamente aquí el sufrimiento de Edipo halla su
singularidad: no sufre solamente de la desmesura de lo divino, co-
mo Hércules, sino que sufre «también» (auch, y doch, 373, 30) pa-
ra no, y de no, morir de esta desmesura. Edipo sobrevive a la tras-
gresión de la medida y a la irrupción inmediata de lo divino. «Ser
de lo que no muere, cuando precisamente la vida envidia, es tam-
bién un sufrimiento» (373, 29-30). El cuidado celoso e indiscreto

103
de una vida que excede toda medida no consigue matar a Edipo. Su
sufrimiento le hace soportar, como si hubiera retiro, el asalto in-
mediato de lo divino. En medio de la ausencia de medida, no re-
nuncia a la medida, sino que ciego, enloquecido y paciente la es-
pera sin cesar. En lugar de sucumbir al fuego del cielo (como Pro-
meteo o Antigona), soporta, en un retiro no establecido con medí-
da pero, aún así, mantenido a la fuerza, al «bello sol» (373, 32). Es-
te sol ya no da lustre aquí a la imagen de las cosas con belleza na-
tiva (estrofas 1 y 2), sino que quema inmediatamente aquello mis-
mo que quisiera permanecer retirado: en verano el hombre soporta
la quemadura sin abandonarse al placer de consumirse en el fuego
solar, como Empédocles en el Etna. El sufrimiento de Edipo se
convierte en el de Hólderlin, y por tanto en el nuestro —nosotros,
los hesperios—: «puedo decir que Apolo me ha golpeado», es pre-
ciso aprender a soportar, en un retiro que está por conquistar dolo-
rosamente, la presencia de lo divino, quemándose de lejos en ella,
sin confundirse con ella. «En otro tiempo podía lanzar gritos de jú-
bilo por una nueva verdad, una vista mejor de aquello que está en-
cima y alrededor de nosotros»; eso fue el momento «griego», el de
Antigona, el regreso desde la sobriedad propia de Juno a lo aórgi-
co de los hijos del fuego; «ahora temo que al final me ocurra como
al antiguo Tántalo, a quien de los dioses le aconteció más de lo que
él pudo soportar»26 —momento «occidental», que es ya el de Edi-
po: volver desde la confusión a la medida, manteniendo el retiro in-
cluso en medio de la agresión de lo divino—. La sobreabundancia
de lo divino, experimentada por Edipo como una desgracia con la
que los dioses le aplastan, no debe ocultar que lo más esencial pa-
ra el don divino es el don mismo y no el dolor. Lo más doloroso no
es el dolor que dan los dioses, sino el don divino mismo. La sobre-
abundancia misma se vuelve algo que no puede ser soportado sin
dolor. Si Edipo se hundiera bajo la felicidad de un delirio báquico,
su dolor sería también difícil de soportar, e incluso más. «Mas ca-
da uno tiene su medida / gravoso es el peso de la desgracia / y aún
más gravoso el de la felicidad»27. La tarea propia de Edipo, y su su-
frimiento, consisten precisamente en esto: soportar la ausencia de
la medida, sobrevivir a su trasgresión, trabajar para su reordena-
ción. Todas las quejas de Edipo ponen de relieve que tanto a la so-
breabundancia —como a él— «les hace falta» (374, 3) la medida.
«La vida es una muerte, y la muerte es también una vida» (374,
1). El poema termina con el enunciado elíptico y riguroso de su
juego. Que la vida sea muerte, puede ser todavía comprendido se-
gún las Notas sobre Antigona: «La presentación trágica reposa... en
que el Dios inmediato, totalmente Uno con el hombre..., en que el

104
infinito entusiasmo se capta a sí mismo infinitamente, es decir, en
contrastes, en la conciencia que suprime (aufhebt) la conciencia, y
en que el Dios es presente en la figura de la muerte»28. La unión
indiferenciada de lo divino y de 10 humano en la desmesura trági-
ca impone a la conciencia la supresión de sus límites, para en últi-
mo término suprimirse y suspenderse a sí misma y, así, dejarse pe-
netrar absolutamente por el Dios. Entonces, con respecto a la
conciencia, el Dios toma la muerte como figura, pues la muerte po-
sibilita, en tanto que condición, la unión. Cuando la «vida» triunfa
no ya como «vida tranquila» (372, 5), sino como «vida que envi-
dia» (373, 29), cuya sobrecarga asedia a la medida, entonces su
tensión no reconcilia lo humano y lo divino, y su exceso la tras-
muta en muerte. Cuando la «vida que envidia» aniquila la medida
en la que la figura toma imagen, esa vida sólo deja subsistir por sí
misma una única figura, figura de la no-figura —la muerte—. Que
la muerte pueda ser «también» vida, sólo puede ser entendido me-
ditando el nuevo nombre que acaba de recibir Edipo, «pobre ex-
tranjero en Grecia» (374, 4). Grecia proviene nativamente del sur-
gimiento original de los hijos del fuego, y vuelve a él por medio de
Antigona. Lo divino sobreabunda en ella aórgicamente. Edipo, en
Grecia, permanece pobre y extranjero. Permanece nostálgico de la
medida, en medio de la agobiante solicitud de lo divino para con
él. ¿Cómo podría Edipo, al preservar el retiro, ser depositario de
una vida, cuando al mismo tiempo la desgracia acumulada le ha da-
do muerte prolongadamente —tal es su prueba más auténtica— an-
tes de su muerte física? Sólo podría serlo en el caso de que esta lar-
ga prueba de una muerte sin fin constituya precisamente el nuevo
rostro de la vida con lo divino: «...el volverse-uno ilimitado se pu-
rifica por una separación ilimitada», «...la infinita posesión del es-
píritu... separándose de manera sagrada (heilig)» «se capta a sí mis-
mo infinitamente». Purificación y cesura sagrada indican posible-
mente que sólo a condición de admitir el retiro y su modestia,
cuando la «vida que envidia» desaparezca en figura de muerte, la
soledad abrirá el espacio de una presencia de lo divino. Hólderlin
añade aquí un inciso decisivo: «...El Dios inmediato, totalmente
Uno con el hombre (pues el Dios de un apóstol es más mediato, es
el más algo entendimiento en el más alto espíritu)»29. El Dios del
apóstol se opone al Dios inmediato de la tragedia, porque es «más
mediato». En cierto modo, el Dios inmediato admitía ya una me-
diación: la medida, para desaparecer, debía precederle. El Dios
apostólico nunca hace desaparecer la medida, porque su aparición
permanece en la distancia y, por tanto, permanece simplemente co-
mo una aparición visible en imagen. La apostolicidad indica de

105
modo teológico que Dios nunca adviene más íntimamente que por
la mediación de un enviado, hasta el punto de que, en Cristo, la mi-
seria del enviado y el esplendor de quien envía toman cuerpo en la
misma figura30. A partir de aquí, el retiro, en tanto que distancia de-
finitiva y no meramente provisional, es la tarea «más mediata» del
apóstol que introduce a un Dios discreto. Pero entonces, ¿qué indi-
ca la pobreza solitaria, tan poco «griega», de Edipo? Da que pen-
sar que la discreción y la mediación apostólicas, frente a la trage-
dia y al «retorno natal» de los griegos, coinciden aquí con el aguan-
te y la medida. ¿No es «un forastero»31 el que llega a Patmos, tras
haber abandonado la morada natal? La soledad del acceso está en
consonancia con la discreción de aquello hacia lo que se accede: la
permanencia de la medida. Así pues, queda por pensar lo siguien-
te: que la medida, o más radicalmente, la distancia, hace posible la
puesta en imagen del mundo y de lo que obra el hombre, única-
mente cuando de modo más esencial ella cuida la presencia evi-
dentemente desconocida de Dios. Pues Dios sólo se da en el inte-
rior de la distancia que él guarda, y en la que nos guarda.

§10. La distancia filial

Hay que aprender de Grecia a abandonarla —único modo de


permanecer a su altura—. «Sé ahora que, aparte de lo que entre los
griegos y entre nosotros tiene que ser lo más alto —a saber: la re-
lación viviente y el destino (Geschick)—, no nos es lícito en abso-
luto tener algo igual con ellos»32. Debemos abandonar Grecia, cu-
ya «vuelta natal» la conduce siempre progresivamente hacia el
Uno-Todo, hacia lo aórgico. Y sobre todo ahora, cuando tras la pro-
fusión de fusiones divinas, Grecia se ha vaciado de dioses: «¿Por
qué ya no hay un dios que señale la frente de los hombres / y mar-
que con su sello, como antaño, al elegido?»33. La migración que
conduce al poema desde los Alpes hasta Patmos sólo es compren-
sible dentro de esa vuelta: en primer lugar, la partida deseada (vo-
lar sobre las cumbres) se inscribe dentro de un «retorno» (wieder-
kehreri) de los «corazones fieles», que sólo se alejan para visitar a
aquellos que «habitan cerca» (Patmos, I, § 1, 169, 9-15; PC II,
147). El alejamiento y la proximidad, la partida y el retorno, pare-
cen confundirse en una misma fidelidad. Cuando el dios se hace
demasiado cercano, queremos asirlo, y entonces el peligro nos de-
rrumba con más fuerza que la dificultad. Lo que nos salva crece
con el peligro mismo: la proximidad más cercana del Dios nos en-
seña que la fidelidad más alta consiste en alejarse —en tomar sus

106
distancias—. La proximidad de Dios sólo nos pesa (schwer) cuan-
do la tomamos como ocasión para un asimiento (fasseri) que, pre-
cisamente, sólo nos deja asir y desasir. ¿No consiste precisamente
lo salvifico en ver en lo más íntimo de la proximidad el despliegue
de la distancia, el desvanecimiento de toda promiscuidad, y expe-
rimentar por tanto la distancia? Lo que salva no dispensa aquí de la
prueba, pero prepara para soportarla: cuanto más apremia la proxi-
midad, hasta el extremo de la promiscuidad de lo divino, más ere-
ce el peligro, y más despunta también lo salvifico: la proximidad
tal vez no tenga que ser tomada como un bien que hay que ateso-
rar, sino como un don en el que la distancia permanece irreducti-
ble, por cuanto que la presencia se da en ella sin retorno. En con-
secuencia, el vuelo facilitado por el «genio» debe ir más allá de
Grecia y remontar hasta Asia. O, más bien, debe apartarse de ella:
Asia, en la que lo aórgico irradia con su gloria más suntuosa, ofre-
ce como única morada «palacios / construidos por los dioses mis-
mos» (166, 45) —en los que precisamente resulta imposible «ha-
bitar poéticamente»—. De tal manera que, entre Grecia y Asia,
mundos de lo aórgico, sólo cabe «volverse hacia» la gruta oscura,
hacia la isla que «habita» sin gloria la mar (166, 55 y 60) para que,
vueltos hacia esta discreción, se haga posible un «acercamiento»
(nahen, 166, 56 y 167, 67). ¿Por qué permite Patmos este acerca-
miento? Lo permite en la medida en que lo suscita: al ser «pobre»,
ella permite que el «extranjero» se le acerque sin desfigurarle con
una munificencia apátrida; su silencio «amante hace eco / a las quer
jas del hombre» (167, 72-73). ¿Por qué es tan «acogedora» en su
pobreza? Precisamente porque es pobre: Patmos cuida el espacio
en el que el dios no ofusca con su presencia, y en el que, por tanto,
tampoco desola al hombre con su ausencia, tal como ocurre en la
Grecia desde ahora «atea». Isla apostólica: lo divino no se presen-
ta en ella, sino que se hace representar en ella; de este modo, «el
discípulo amado de Jesús» puede permanecer en ella, porque él
mismo es apóstol. El sol que glorifica, o quema, aórgicamente, só-
lo halla aquí pobreza: «Pero aquellos tres / están bajo el sol / Co-
mo cazadores cazando, o / como un labrador que cobrando el alien-
to / en medio del trabajo, se quita el sombrero / o como los mendi-
gos» (El único III, 164, 92-96; PC II, 139) —después de Baco, y
después del trabajo que Hércules soporta bajo el sol, Cristo—. Ba-
jo el sol, Cristo no triunfa, ni trabaja: hace algo más difícil, men-
diga. Refuta la agresiva plenitud del sol mediante una pobreza que
se distancia. La pobreza indica que la presencia más alta de Dios
para el hombre no ofusca con su luz la figura humana, sino que le
permite tomar imagen desde una distancia.

107
A pesar de sus numerosas versiones, Patmos no menciona entre
sus temas la medida. Sin embargo, ella rige ■principalmente el poe-
ma. Lo verificaremos reintroduciendo, a medida que el poema
avanza, los diversos momentos desarrollados paralelamente por los
poemas de la misma época que tratan también de meditar sobre la
figura de Cristo, a saber, Conciliador..., Fiesta de la paz, El único,
Pan y vino. En efecto, la lectura sinóptica de estos poemas parece
posible y correcta34. ¿Qué es lo que falta para experimentar lo di-
vino? No falta, en un primer momento, lo divino mismo: «La feli-
cidad es demasiado clara y cegadora», y el hombre la teme como
una sobreabundancia que lo aplasta. Si los dones le advienen de los
dioses, sin consumirle inmediatamente, sólo puede revolcarse en
ellos como un bárbaro. «Ya no sabe qué hacer con tanto bien; /
crea, se prodiga y en sacro ve convertirse lo profano, / cuanto, lo-
co y benévolo, su mano ha bendecido»35. Se trata siempre de la
misma ceguera, tanto en la penuria como en la cosecha: el hombre
quiere poseer siempre lo divino. Los celestes lo saben de sobra, pe-
ro corren este riesgo: «Los celestes lo toleran hasta donde es posi-
ble», porque quieren que el hombre se acostumbre tanto al don de
una presencia como a la presencia del don. De ahí el juego de la pe-
nuria y de la sobreabundancia, hasta que el hombre pueda «...a la
luz, contemplar el rostro de los revelados». Para que el hombre
pueda reconocer todos estos dones, le falta el dios mismo que los
prepara: «Que, en primer lugar, lo soporte». ¿Qué indica aquí «so-
portar»? Sin duda, haciéndose eco del evangelio, que «todavía ten-
go muchas cosas que deciros, pero por ahora no podéis soportar-
las» (Jn 16, 12). El hombre falla ante lo divino porque no sabe so-
portarlo, y se hunde en la indiferencia o en la posesión. Le falta sa-
ber cómo «permanece siempre una medida». Si el Dios «preserva
... cuidadoso de la medida» y sólo toca con moderación las mora-
das en las que habitan los hombres, eso se debe a que: «En casa, si
el donante no se hubiera contenido, / la bendición del hogar habría
/ incendiado hace mucho tiempo nuestro suelo y alturas»36 (Fiesta
de la paz). La medida guardada por lo divino nos evita sucumbir a
la bendición inmediata. Pero de hecho tenemos que poder acoger
lo divino incluso en sus dones, porque «De lo divino, hemos reci-
bido / sin embargo mucho... Más que de modo humano / son fuer-
zas extrañas, confiadas a nosotros»37. La amplitud de nuestra re-
cepción dependerá solamente de nuestra fuerza para «soportar» lo
que nos es confiado: la extrañeza poderosa de lo divino. ¿Hasta qué
punto podemos recibir? ¿hasta qué punto puede la liberalidad de lo
divino abandonarse, sin reservar ni preservar? «Cuidadoso de la
medida», aquel que da no puede dar a la medida —que sólo nos­

108
otros fijamos— de nuestras fuerzas, porque ésta, precisamente, es
insuficiente: «¡Ah! no alcanzo nunca según mis deseos / la medí-
da. Pero un Dios sabe / cuándo llegará eso mejor que es todo mi de-
seo» (El único I, 155, 89-91; PC II, 135). Sólo un dios sabe la me-
dida que conviene a mi deseo y a mi canto; el hombre no fija por
sí mismo la medida en cuyo interior se hace imagen su relación con
lo divino. ¿Tendría que escapársele la medida, que él mantiene pa-
ra poner en imagen todas las otras cosas, para lograr así su propia
puesta en imagen? El poema precisa sin embargo quién debe fijar
y mantener la medida en la que lo divino y el hombre se ponen en
imagen mutuamente; «Porque cuando el Maestro / anduvo por es-
ta tierra, / un águila cautiva, como él vive cautiva / el alma de los
héroes, y los poetas, / aunque espirituales / también deben ser mun-
daños» (ibid., 156,92-94... 103-105; PC II, 137). Dios «conoce» la
amplitud de la medida, a condición de que, en tanto que Maestro,
conozca también carcelariamente la tierra y sus límites. El poeta
imita por su parte esta doble pertenencia que debe mantener el es-
píritu «mundano» (weltlich)·. bipolaridad en la que el poeta sopor-
ta la prueba de su medida; bipolaridad que sólo deja habitar al
hombre «poéticamente»; bipolaridad, por último, fundada radical-
mente por la encarnación de Dios, que se manifiesta en la medida
humana. Si aquí el Hijo y el poeta se superponen, sin confundirse,
eso se debe a que tal vez sea «poética, según su esencia, toda reli-
gión»38. Y posiblemente también, lo que Hólderlin entiende por
«poesía», lejos de dar cuenta de la encarnación como una ilustra-
ción más de lo divino (al modo bien intencionado de algunos críti-
eos que leen los textos más obvios como si en ellos nunca se trata-
ra de Cristo), solamente halla su profundidad propiamente poética
en el interior de un debate cristológico. La medida del cielo y de la
tierra, del hombre y de los dioses, sólo es cuidada por el hombre
que habita poéticamente, es decir, por aquel que recibe en su hu-
manidad la sobreabundancia divina, y que, por así decir, amortigua
este choque en su carne, hasta que lo humano y lo divino se tra-
duzcan el uno en el otro sin confusión ni separación. El poema ma-
nifiesta explícitamente esta institución de los dos extremos de la
medida: «...muchos de aquellos / que lo veían tuvieron miedo, /
mientras su Padre conseguía / que su mejor esencia obrara / con
eficacia entre los hombres / y también el Hijo vivió en aflicción...»
(El único I, 156, 95-101; PC II, 137). ¿Por qué el espanto? Porque
el Padre, sin reserva alguna, enajena la divinidad, efectuándola con
efectividad última en medio de los hombres; aquí, el desborda-
miento de la medida debería inflamar con su bendición al benefi-
ciario. Pero éste, Cristo, aunque «trastornado», recibió el golpe de

109
Dios sin sucumbir a él. Precisamente así es como él estableció en
sí la medida insuperable de lo que la humanidad puede conocer de
Dios. Su cuerpo se convirtió de este modo en la efectividad de la
medida y, por tanto, en el centro poético del mundo. Por ello re-
sulta cada vez más necesario saber por qué la cosa más extraña
(sein Ausserstes) puede ser la mejor (sein Bestes) —tanto para la
humanidad como para lo divino—, sin que ninguno de ellos se
hunda en lo aórgico. ¿Por qué consigue Cristo mantener la medida
sin confusión ni separación?
Lo divino que incorpora la humanidad de Cristo no liega sin
embargo a confundirla en lo monstruoso, porque él mismo admite
en sí mismo la distinción, «pues jamás reina solo» (El único I, 155,
71; PC IT, 135). ¿Quién? «Aunque sin duda lo sé / tu Padre es el
mismo que...» (155, 61-63; PC II, 135). Lo divino que incorpora
Cristo admite la medida, porque Dios es Padre. Es preciso notar
que esta declaración viene inmediatamente tras la palabra enigmá-
tica que señala a Cristo, frente a sus «hermanos» Baco y Hércules,
como el «Unico»: «Un pudor sin embargo me retiene / de confron-
tarte como semejante a ellos / a los hombres de este mundo (welt-
lichen)» (155, 59-61; PC II, 135). Ciertamente, no es que los otros
dioses desmerezcan frente a Cristo por ser «hombres en este mun-
do», pues el final del poema califica también a éste de «mundano,
weltlich» (156, 105). ¿A qué se debe entonces? A que solamente
Cristo viene de un Padre: y sólo proviene de un Padre, en la medi-
da en que viene como su «único engendrado, μονογενές» (Jn 1, 14).
Da testimonio de la paternidad de Dios manifestándose, por exce-
lencia, filialmente. En Cristo, la divinidad se vuelve filial. Cristo es
el único entre los dioses que experimenta su divinidad no como in-
vestidura o des-posesión, sino como la libertad de un don recibido
del Padre y devuelto. La calificación de Cristo como el «Unico», en
lugar de recusar a los otros dioses como apariciones mediocres y
pobres de lo divino, reconoce en Cristo la distinción, separación e
individualidad de una persona en el seno mismo de la divinidad.
Cristo no hace méritos para el título de «Unico», porque sólo en él
lo divino se vuelve persona. «Unico», él io es en sí, como Hijo de
un Padre, sin disputárselo a los otros dioses. De ahí la trivialidad de
las discusiones que pretenden determinar si Hólderlin se inclina del
lado «pagano» o del cristiano. Cristo es en primer lugar «Unico» en
tanto que Hijo; luego, trasciende las otras figuras de lo divino, y no
a la inversa. Justamente por ello, la distinción del Hijo se desplie-
ga, según Hólderlin, dentro de la amplitud «trinitaria», con la ma-
yor claridad posible: «Pero aquel que es toda vida, aquel del que /
tantas alegrías y cantos provienen, / tiene un Hijo, y es un príncipe

110
de paz / y en esta hora le reconocemos, / en esta hora en la que co-
nocemos al Padre, / y en la que para celebrar un día de fiesta / el al-
to, el Espíritu / sobre los hombres se ha inclinado»39. Esta disposi-
ción trinitaria permite confirmar la unicidad de Cristo. La unicidad
del «Unico» refracta sobre el campo efectivo de lo humano la filia-
ción que afecta constitutivamente a lo divino. Cristo es el «Unico»,
halla su distinción en el mismo momento en que lo divino lo invis-
te, porque Dios admite en sí a un Hijo; o más bien porque acoge en
su esencia la distancia multivalente que la polariza como Padre, co-
mo Hijo, como Espíritu; o, incluso mejor, porque acoge como su
esencia el campo polarizado por el triple juego de la relación. No-
sotros sólo experimentamos la distancia propiamente constitutiva
de Dios en la unicidad de Cristo, la cual reenvía filialmente al Pa-
dre. Pero este reenvío mismo del uno al otro supone la distancia re-
corrida por él, y que resulta consolidada por el recorrido, sin ser ja-
más reducida ni destruida. El Hijo aparece en el esplendor de su
irreductible unicidad, «Unico» en la gloria de su filiación, gracias
al gesto en que la suficiencia de ellos, al abandonarse al Padre, que-
da subrayada y recusada. Este reenvío, al convertirle en «mendi-
go... bajo el sol», testimonia que quien se reenvía de este modo,
puesto que se reenvía, es Hijo «Unico», y puesto que él se reenvía,
es Hijo «Unico» del Padre. Dentro de lo divino, la pobreza coinci-
de con la sobreabundancia, porque Dios admite la distancia de un
Hijo —eso es lo que el Espíritu pone de manifiesto—.
El Hijo manifiesta la sobreabundancia de lo divino despojando-
se de ella, con un despojamiento que da testimonio del modo úni-
co en que lo divino lo habita: la filiación que se exilia dentro del
Padre. Para llegar a esta conclusión, no es necesario forzar el tex-
to holderliniano; basta con leerlo admitiéndolo con sus consonan-
cias. En este sentido, la segunda estrofa de Fiesta de la paz, que re-
toma casi literalmente el himno cristológico de la Carta a los fili-
penses, superpone el reenvío filial a la figura teologal de la kéno-
sis (encarnación e, indisolublemente, pasión); aquel, de quien dice
el poeta: «...tú reniegas (renuncias, verleugnest) de buena gana del
lejano país del que vienes (dein Ausland)» (344, 16), o, como lo re-
tomará Patmos, a propósito del Viernes santo, «...contemplar, sin
embargo doblegada, ante Dios Ja figura / de aquel que había re-
nunciado» (182, 176-177), quién es sino aquel que había renuncia-
do, siendo «de condición divina», siendo figura (μορφή = Gestalt)
del Padre, a «tomar como posesión que debe ser defendida el ser el
igual de Dios», y que «por el contrario» (αλλά, 2, 7 = dock, 344,
16) se vació de sí mismo por sí mismo (έκένωσεν, Flp 2, 6-7). Lo
que el poema entiende por «renunciar» corresponde a lo que el

111
himno cristológico intenta expresar con «vaciarse». Es más, el
«Príncipe de la paz» sólo ha «renunciado» para «tomar la figura del
amigo», para revestir la figura misma de aquellos que en la kéno-
sis se le vuelven próximos —los hombres—. El himno declara de
modo paralelo que Cristo, kenóticamente, «habiendo tomado figu-
ra, μορφή, de esclavo, nació a semejanza del hombre y fue toma-
do, según su aspecto, por un hombre» (Flp 2, 7-8). El exilio fuera
de su figura divina no lleva a Cristo al aniquilamiento —ni según
Hólderlin, ni según el himno que trasmite san Pablo—. O, dicho
más exactamente, el aniquilamiento que va hasta la muerte crucial
revela, mediante su radical i dad misma, el reenvío al Padre, el cual
a su vez gratifica al aniquilado como Hijo Todopoderoso. La des-
posesión es aquí voluntaria (gern, dice Hólderlin, haciéndose eco
de los verbos que expresan el aniquilamiento cuyo sujeto, en el
himno, es siempre Cristo); y señala por tanto el reenvío del Hijo,
en profundidad, al Padre, como fuente de la que proviene toda pie-
nitud. El reenvío comienza con el aniquilamiento, hasta la muerte.
Pero puesto que la muerte manifiesta definitivamente este reenvío,
ella abre también definitivamente el horizonte sobre el Padre: el
Hijo se abre ahí inmediatamente, al ser aniquilado, como aquel que
recibe del Padre lo que él le reenvía en el aniquilamiento. De ahí
proviene la evidencia de su divinidad en el momento mismo, y por
el hecho mismo, de su «renuncia»: «Ante ti, / sólo esto me resulta
conocido, que no eres mortal. / Un sabio me habría dado muchas
aclaraciones; pero ahí donde / un Dios, todavía aparece, / ahí la cía-
ridad es otra» (344, 21-24). La aparición de un Dios no viene tras
el aniquilamiento: coincide con él, o más bien el aniquilamiento
resplandece por fin en su verdadera luz, ahí donde aparece como
reenvío filial a la profundidad del Padre que, en este mismo hecho,
inviste con su poder al Hijo —triunfante—. A esto responde el
himno con un eco anterior: «Se humilló a sí mismo, haciéndose
obediente hasta la muerte, y muerte de cruz; de este modo Dios le
ha exaltado y le ha dado el Nombre que está por encima de todo
nombre, a fin de que al nombre de Jesús se doble toda rodilla en el
cielo, sobre la tierra y en los infiernos, y que toda lengua proclame
de Jesús, el Cristo, que es Señor para la gloria de Dios Padre» (Flp
2, 8-11). Hay todavía un punto que confirma que este paralelo tie-
ne que ser llevado hasta el final: el verso mismo que constata más
explícitamente el abandono por parte del «Príncipe de la paz» de
su figura por la «figura del amigo» es culminado mediante la exal-
tación paterna del Hijo, según la fórmula misma del himno: «Y to-
mas sobre ti figura de amigo, oh tú conocido de todos, sin embar-
go, / esta altura hace casi doblar las rodillas»40. Así pues, la medi­

112
tación hólderliniana se fija aquí en uno de los textos cristológicos
más decisivos de la tradición cristiana. Esto no se debe a ningún
azar, ni tampoco a ninguna lectura arbitraria, sino a la necesidad
inevitable de coincidir en la consideración de la misma paradoja,
siempre que por paradoja se entienda una cierta visión de la gloria
y de su venida oblicua (παράδοξος). La gloria de lo divino sólo nos
adviene oblicuamente, en la figura despojada deJ Hijo. Nada más
propiamente divino que la gloria oculta y la ausencia de aparición
inmediata: porque la cuestión de lo divino se enuncia para el hom-
bre según la medida, porque la medida misma constituye, median-
te la reserva, el carácter más divino de un Dios que «guarda» en lu-
gar de invadir e investir, porque en definitiva el retiro de Dios en
su esencia misma coincide con la medida humanamente soportable
de lo divino en la figura del Hijo. El Hijo manifiesta su gloria pro-
pia de Dios en el reenvío que le pone en referencia fundamental
con el Padre, y que simultáneamente le afirma como Hijo. Este re-
envío pone en juego, sin contradicción alguna, el abandono y el
don como los dos movimientos de la única distancia. Abandonarse
al Padre —designándole en la distancia— es recibir, en el gesto
mismo del reenvío, una alteridad irreductible: permanecer como
aquel que, en tanto que pobre y solamente ahí, se convierte en in-
terlocutor válido para toda sobreabundancia. Sólo el Hijo es sufi-
cientemente pobre para ser el otro del Padre. Y, por tanto, sólo el
Hijo puede, en la alteridad que la distancia le asegura, recibir todo
de Dios.
Solamente en la «figura del amigo», Cristo manifiesta su altura
—como Hijo—. Y así, el velamiento de la gloria sobre su rostro
constituye la figura más alta de Dios —no sólo la más alta que po-
damos soportar sin morir—, sino la más alta que Dios se da de sí
mismo; el Hijo, sobre su rostro de Cristo, sólo revela al Padre en la
medida en que Dios mismo se recibe a sí mismo como Hijo, en la
distancia del Padre, recorrida y cuidada por el Espíritu. El rostro
del «Unico», del «Príncipe de la paz», encubre y revela que el re-
envío del Hijo al Padre traza la figura de revelación más alta y más
humilde —la medida—; encubre y revela que esta presencia en re-
tiro no señala ninguna deficiencia, sino que da testimonio de un re-
envío en el que se descubre la distancia del Padre; encubre y reve-
la que la distancia de Dios como Padre es la única que asegura al
Hijo y que, recíprocamente, sólo es asegurada gracias a él. Su ros-
tro se abre sobre la profundidad abisal del Padre, cuya distancia es
manifestada por él filialmente. Aquí, y sólo aquí, se descifra la me-
dida instaurada por lo divino para el hombre; la medida gracias a
la cual lo humano y lo divino pueden encontrarse sin disolución, ni

113
ausencia, se funda efectivamente en la distancia interna de lo divi-
no —en Cristo, la distancia divina se despliega también humana-
mente—. La distancia se convierte en distancia del hombre a Dios,
a partir del fondo de su despliegue como distancia del Hijo al Pa-
dre. La distancia del Hijo al Padre se convierte, desde el momento
en que el Hijo toma rostro de hombre, en la medida de lo humano
y de lo divino. Así, Hólderlin añade a los títulos cristológicos este
último nombre: «Conciliador», retomando rigurosamente el cali-
ficativo dado por san Pablo; «él ha reconciliado con su paz (είρη-
νοποιήσας), por medio de la sangre de su cruz, por medio de él, las
cosas de la tierra y del cielo» (Col 1,20). Pero si dicha fiesta de la
paz puede en efecto llevarse a cabo para siempre, el conciliador
puede, y en cierto sentido debe, permanecer como aquel «en quien
nadie ha creído». Pues nosotros no aceptamos la medida, cuyo re-
tiro salvifico nos pone a prueba como frente a un peligro: el de no
descubrir «el auténtico sentimiento cristiano de que somos uno con
el Padre»41, sino al precio de la separación solitaria que nos sepa-
ra de él como hijos.

§11. El único y su desapropiación

Hay, en el caso del hombre, un modo de admitir a Cristo que re-


chaza su innovación incoercible y definitiva: pretender mantener
con él una relación cuya inmediatez contradiga —en el preciso ins-
tante en que ella pretende enunciarlo y anunciarlo— el retiro en
que aparece el Hijo en la distancia con respecto al Padre. El discí-
pulo cuyas «pupilas atentas... / contemplaron, lo más cerca posible,
el rostro del dios» (Patmos I, 167, 79-80; PC II, 145) pretende en
efecto aproximarse «lo más cerca posible», hasta rozar la confu-
sión, con Aquel cuya presencia enuncia la distancia que lo une, dis-
tinguiéndole, al Padre, en tanto que Hijo. Cristo encarna la distan-
cia para nosotros, pues se nos presenta «mediatamente en la sagra-
da Escritura» (El único III, 163, 83-84), y también ya desde su in-
cursión palestina en la historia de los hombres. Este dios se distin-
gue radical y misteriosamente de los otros —sin renegar por ello
completamente de su fraternidad— por cuanto que, lejos de ofus-
car nuestro horizonte de presencia con su esplendor, accede a la
evidencia corporal solamente para disimularse mejor en ella.
«¡Maestro y Señor mío! / ¡Oh, mi guía! / ¿Por qué permanecías /
tan lejos de mí? / Y cuando preguntaba por ti / a los antiguos, hé-
roes o dioses, / ¿por qué me rehuías?» (El único I, 154, 36-43; PC
II, 133). El retiro gobierna su relación con los discípulos avasalla­

114
dores y encantados, porque el retiro rige la relación con el Padre
que, en todo momento, eternamente, le mantiene como Hijo. El re-
tiro del acceso no tiene pues nada que ver, por ejemplo, con el di-
simulo del jefe con relación a la tropa o a los gobernados, ni tam-
poco con una humildad «sumergida en la masa humana» tal como
se repite trivialmente: el retiro del acceso refracta, con una eviden-
cia paradójica y máxima, el retiro de la relación con el Padre. Al
hacerse desear en el retiro, Cristo no se disimula a sí mismo ni al
Padre: al contrario, hace resplandecer insuperablemente el secreto
más radicalmente impensable: que el retiro, en tanto que distancia,
constituye el lugar y el modo únicos en que el Hijo se une al Padre
de tal modo que reciba de él definitivamente el distinguirse para
siempre. Por tanto, si el discípulo, ignorando que el retiro de la re-
lación se manifiesta en el retiro del acceso, intenta obstinadamen-
te conocer «lo más cerca posible» a Cristo, entonces descuida de
inmediato la única divinidad que hay en él —la del Hijo en la dis-
tancia de un Padre—. Intenta reproducir, con el hombre del retiro
divino que toma bajo el sol la figura de mendigo, la relación inme-
diata y desmedida que mantenía peligrosamente con Hércules y
Baco. Regresión que por lo demás no discurre tanto desde Cristo
hacia los dioses griegos (que siguen siendo figuras de lo divino,
con autenticidad), sino más bien desde una relación mesurada a la
medida del retiro divino hacia una relación desmesurada con lo di-
vino inmediatamente presente o ausente. Así pues, reconocer a
Cristo supone admitir el retiro que, entre él y nosotros, revela a la
vez este otro y mismo retiro donde el Padre y el Hijo se reconocen
y se unen. El retiro en el que aparece el Hijo desaparece tan pron-
to como el asistente quiere poner la mano sobre el cuerpo, ya sea
con amor o con odio, para abrazarlo o matarlo. «¡Reconozco que la
falta es mía! / Porque te pertenezco / demasiado, ¡oh Cristo!» (El
único I, 154, 48-50 PC II, 135). Este fervor es defectuoso por cuan-
to que su amor no llega a estar a la altura de lo que hay que amar:
la distancia misma, en la que el retiro de un Padre despeja al Hijo.
En realidad, la impaciencia del exceso señala la insuficiencia del
amor; no revela una exigencia tan fuerte que no pueda ser satisfe-
cha por lo divino, sino todo lo contrario42. Así, Hólderlin se inserí-
be, radicaliza y actualiza el alcance teológico de una tradición que
ya había sido formulada nítidamente por san Bernardo: el apego de
los discípulos a la presencia inmediatamente corporal de Cristo no
pasa de ser un «amor carnal» que intenta tomar posesión de ella,
con el frenesí infantil de un deseo crispado, alocado e impotente.
Aproximándose a Cristo de este modo, el «amor carnal» borra el
retiro y descuida el testimonio del retiro filial: «Aunque este ape­

115
go al cuerpo de Cristo sea un gran don del Espíritu santo, yo lo lia-
mo todavía carnal en comparación a este otro amor que no sólo tie-
ne por objeto al Verbo hecho carne, sino al Verbo en tanto que sa-
biduría, justicia, verdad, santidad, piedad, virtud y muchas otras
designaciones de este orden»43. El apego al cuerpo de Cristo no es
aquí «carnal» porque haya una marca de infamia que afecte a la re-
alidad corporal —Cristo la ha santificado asumiéndola—, sino por-
que, en la proximidad de una familiaridad cerrada, el cuerpo se ha-
lia trivializado hasta el punto de perder lo divino que se entrega en
él, es decir, el retiro en el que el Hijo se deja nombrar como tal por
el Padre, hasta en la cruz. El amor «carnal» a Cristo no ve en él la
relación con, y la remisión al, Padre, y rechaza de hecho aquello
por lo cual Cristo es Dios. Puesto que «les gustaba bajo el sol / vi-
vir y no querían deshacerse / del rostro del Señor / y de su hábitat
(Heimat) habitual», no pueden acoger como una alegría paciente
«la gran cesura decisiva (Grossentschiedenes)» (Patmos I, 168, 93;
PC II, 147). La nostalgia de una vida bajo el sol inmediato de lo di-
vino les liga a lo que ellos consideran como su habitat (Heimafy, el
rostro corporal de Cristo aquí, cuando es venerado por los hombres
con avidez pueril, oculta, en Cristo mismo, la cara revelada de lo
divino —el icono, bajo una mirada solar, vuelve a ser ídolo44—. Al
final, el rostro de Cristo, en el amor «carnal», queda identificado
con nuestro habitat habitual, y hace que adoptemos en él nuestros
hábitos, o que los mantengamos. De este modo, al ignorar el acce-
so mediato (amor «espiritual» y filial) a Cristo, los discípulos pier-
den la relación mediata de Cristo al Padre, se sustraen por tanto a
su tierra paterna (Vaterland, 176, 120), y se repliegan en la reclu-
sión ciega, desértica y celular en la que desertan de modo anacró-
nico de su destino y esperan el fuego de lo divino inmediato. Con
ello se borra el acontecimiento decidido y decisivo, la cesura pro-
vocada por Cristo en sí mismo: que el retiro que lo distingue del
Padre manifiesta al mismo tiempo, en el rostro de Cristo, la figura
más alta de toda relación posible con lo divino: el Hijo.
Lo descuidado por los discípulos, lo que provoca su tristeza y
su repliegue, coincide exactamente con lo que hace posible que
Cristo «les envíe victorioso, desde las cimas de la alegría, la mira-
da suprema de vencedor», como se mira a los amigos (Patmos T,
167, 89-90; PC II, 145) —el abandono filial al retiro del Padre—.
Hólderlin pasa sin detenerse en la cruz y la resurrección (167, 88-
90, y 168, 106-107) porque, siguiendo a san Juan, honra con su si-
lencio lo sobreabundante indecible: «Habría mucho / que decir so-
bre esto» (ibid., 167, 87-88; cf. Jn 20, 30 y 21,25). Y también por-
que en sí el misterio pascual no es cuestión ni objeto de discurso:

116
Cristo manifiesta con perfección su divinidad en la medida en que
ejecuta absolutamente, en el abandono sin reservas a la cruz, a la
muerte y a la tumba, el juego del retiro que le une al Padre y le dis-
tingue de él. La cruz manifiesta el retiro en tanto que distinción, y
la resurrección, el mismo retiro en tanto que unión. La distancia del
retiro muestra sus dos caras en dos acontecimientos cuya sucesión
cronológica no debe ocultar su inherencia teologal y conceptual.
Lo que estimula aquí al poeta no es la tarea de desmontar / demos-
trar trivialmente el triduum pascual, de modo crítico o apologético.
El creyente que hay en él evita esta ridiculez. Lo que le estimula es
otra cosa: ¿pueden los discípulos —o sea, nosotros, hesperios, que
ignoramos la medida mediadora de nuestra relación con lo divino,
a la que sin embargo nos convoca nuestro destino más nativo—,
desconociendo el retiro en el acceso a Cristo , concebir que lo di-
vino manifieste su gloria más alta justamente en el retiro paradóji-
co de la cruz / resurrección? Evidentemente, no: la tristeza profun-
da de los discípulos no sospecha siquiera el triunfo de la alegría
pascual de Cristo. La hermenéutica del acontecimiento decisivo y
decidido requiere, para que el hombre occidental llegue a vislum-
brarla, que él penetre el doble retiro del acceso y de la remisión;
por lo demás, el hombre descuida dicho retiro porque lleva desti-
nalmente la máscara del mismo. Hólderlin incorpora aquí, para fa-
cilitar el traslado de Hesperia al lugar hermenéutico de su moder-
nidad (la paradoja pascual del retiro), el don del Espíritu santo:
«Por eso envióles el Espíritu y la casa tembló»45. Pero, tal como lo
indica la segunda secuencia, el Espíritu, incluso en el episodio de
los peregrinos de Emaús aquí evocado, es todavía percibido por los
discípulos sólo como una moratoria de la separación definitiva-
mente catastrófica. La lección eucarística de exégesis culminada
por Cristo (Le 24, 27.30) apunta precisamente a que su cuerpo de
carne sea borrado, para los discípulos, en ese pan corporalmente
consagrado que es expuesto por la Palabra entregada / liberada. De
tal manera que «desapareciendo a sus ojos» (Le 24, 31), brusca-
mente, «alejándose con premura» (168, 130-131), Cristo abandonó
a los hombres una presencia más corpórea e íntima que el cuerpo
(des-)conocido por el «amor carnal». Ahora bien, precisamente el
«amor carnal» intenta retener todavía a aquel que sólo permanece
«alejándose con premura / el Dios volvió a mirarlos, repentino»
(169, 131; PC II, 147), por medio de una imitación torpe e incoati-
va de la caridad: «para retenerlo, nombrando el mal / y jurando que
allí quedaría / atado con cuerdas de oro, / ellos se estrecharon las
manos»46. Los discípulos no logran comprender el retiro, y no en-
treven que es precisamente en la separación, experimentada por

117
ellos como una partida, donde se hace más íntimo que nunca el ad-
venimiento de lo divino: «...antes de desaparecer / una vez más se
les apareció» (168, 106-107; PC II, 147). No se trata de que Cristo
desaparezca después de haber aparecido por última vez, ni de que
estando a punto de desaparecer se quede todavía por un instante en
el aparecer: la aparición coincide exactamente con la aparente de-
saparición. El presente de Dios no se inscribe en una presencia que
pueda ser posesivamente retenida por una mirada. El presente se
revela en el retiro de la presencia, porque este retiro encubre en sí,
y libera como don, la única presencia de lo presente y el único pre-
sente de una presencia. La presencia y el presente sólo pueden con-
jugarse en dicho retiro. Esto se vuelve pensable gracias al Espíritu,
y esto mismo es lo pasado por alto por los discípulos. Estos no ac-
ceden, ni siquiera después del don del Espíritu (según la «cronolo-
gía» del poema, en 168, lOOss, y no en la de Lucas), al lugar her-
menéutico de su fe: la relación inmediata —que ata al hombre, y
en la que lo divino no cesa de «coger los pelos, como por una pre-
sencia (gegenwdrtig)» (169, 129; PC II, 149)·— sigue dominando.
O más bien, y con ello Hólderlin sorprende por su precisión teoló-
gica, el don del Espíritu, si es definitivo y pleno, sólo puede ser re-
cibido de modo escatológico. El retiro del acceso es el único que
revela el retiro de la relación con el Padre dentro de la remisión a
él por parte del Hijo; los discípulos —una vez más, nosotros, los
hesperios— deben también entrar en el retiro del acceso (a Cristo)
para poder experimentar a su vez el retiro de la relación con, y la
remisión al, Padre. Esto significa que el don insistente y mal reci-
bido del Espíritu sólo se hace familiar si, primeramente, el retiro de
Cristo se abre a nosotros como peligro y salvación. Por esto, entre
las dos menciones del Espíritu, interviene la muerte del sol: «En-
tonces extinguióse / la luz solar, la luz regia, / y por sí mismo que-
bró / el cetro de los rayos rectilíneos, / desgarrado de dolor divino.
/Sin duda, todo debería / volver a su tiempo» (168, 108-113; PC
II, 147). El sol en el que lo divino afecta inmediatamente al hom-
bre se extingue. El poeta evoca adrede y de modo conjunto la pues-
ta del sol, las tinieblas que acaecieron en el momento de la muerte
de Jesús (Mt 27, 45), y el consentimiento en quebrar el cetro con la
muerte querida por Jesús (Jn 10, 17-18); pero sin embargo el epi-
sodio parece haber sido trasladado a un momento posterior a la re-
surrección, ya mencionada con anterioridad (167, 89-90). No se
trata aquí, naturalmente, de aumentar el rigor cronológico del poe-
ma. No obstante, da la impresión de que los hombres entran en el
retiro del sol tras la pasión y la resurrección. O, mejor dicho, des-
de que Cristo ha relevado las otras figuras de lo divino, la inme­

118
diatez del sol divino debe también entrar en retiro, retirarse en las
tinieblas que dejan el espacio de un retiro de afiliación. De este
modo, el Espíritu santo alcanza su nombre más operativo, «espíri-
tu serio», que permite soportar la medida del retiro. Sorprendente-
mente, se insertan aquí los únicos versos (168, 115-121) de Patmos
que armonizan, dentro de una serenidad positiva y tranquila, con la
primera estrofa de En amoroso azul: se hizo posible «habitar» por-
que la inmediatez solar dio paso a la «noche amante»; la «alegría»
(168, 115) pertenece tanto a los hombres como a los celestes, de tal
manera que la noche ama al hombre, incluso antes de que él pueda
amar el «amoroso azul, lieblicher, adorable». La misma «alegría»
asegurada por el retiro, «preserva» además la «simplicidad» de los
ojos, es decir, Ies permite mirar sin embriaguez ni espanto los
«abismos de la sabiduría». A partir de entonces, las «imágenes» se
vuelven visibles, al ser aseguradas por la simplicidad, la mesura y
la alegría. Los «abismos de riqueza y de sabiduría», tomados de
san Pablo (Rom 11, 33), connotan un matiz capital: que el «miste-
rio de la benevolencia de Dios» procede paradójicamente. Espe-
cialmente a través de esta paradoja: sólo cuando los hombres en-
tran en el retiro, asumiendo destinalmente la kénosis crucial en la
que se extasía el doble retiro de Cristo, pueden entrar en la justa
medida de su relación con Dios. O más bien, con Dios como Padre:
pues el «habitar» que aquí se menciona en un proyecto posterior
del poema es denominado como Vaterland (Patmos II, 176, 120).
Sin embargo, este camino sereno sólo aparece entre los dos sufri-
mientos impuestos por la partida repetida del Unico. Este camino
supone de inmediato el reconocimiento de que «caer en las manos
del Dios vivo es algo terrible» (Heb 10, 31), o más exactamente:
«Pero es terrible ver / como dispersa Dios lo vivo / por todas par-
tes» (168, 121-122; PC II, 149).
Pero queda todavía por soportar el dolor más grande. Pues la
aparición desaparente de Cristo se sumerge en la del Padre. O me-
jor dicho, los discípulos entrevén el retiro filial de la relación con
el Padre porque han experimentado el retiro del acceso en la muer-
te (169, 136), y más en la partida de Cristo resucitado. Cuando se
oscurece «Aquel que por excelencia / concentraba la Belleza, has-
ta el punto de que en su figura / sorprendía 10 admirable y que los
celestes se indicaban / en él» (169, 137-140), entonces se entene-
brece la belleza (anteriormente Hólderlin decía también «la luz so-
lar, la luz regia»), o, más exactamente, la abertura de la belleza so-
bre lo divino. Aquí, al igual que En amoroso azul, los celestes son
anunciados por la belleza solar que ellos mismos consignan en una
figura de belleza, en la que su «hermano» resplandece con la «glo­

119
ria» de un «semidiós» (169, 144145‫)־‬. Lo que aquí «muere» no es
solamente la arena, los sauces y los templos, sino que con los tem-
píos muere sobre todo la conveniencia de la belleza inmediata, in-
cluso la que es captada en la figura del último «semidiós»47. Pues
cuando se cierra el acceso inmediato a Cristo (ascensión del Resu-
citado), se pone de manifiesto que, en el mismo Cristo, el Padre
permanecía en retiro: en nuestro caso, los dos retiros, puesto que
los desconocemos por igual en el Cristo terrenalmente dado, esta-
lian de un solo golpe, de camino hacia una doble deserción. Prue-
ba impuesta por el Padre, con el retiro del acceso a Cristo. «Pero es
terrible ver / cómo dispersa Dios lo vivo / por todas partes»; prue-
ba simétrica de Cristo, con el retiro en la relación con el Padre:
«...y que la gloria / del semidiós y de los suyos / desaparezca y has-
ta el Altísimo / desvíe su rostro / para que nunca más un inmortal /
apareciera en el cielo / o en la tierra que verdece... / ¿qué significa
esto?» (169, 145-151; PC II, 149). Cristo y el Altísimo se borran si-
multáneamente, para nosotros, en la evidencia inexorable de un do-
ble retiro. ¿Quién aparta su rostro? El Altísimo, o más precisamen-
te, el Padre: «Así, cuando en un tiempo que ahora parece tan leja-
no, / los que hacían la vida tan hermosa ganaron las alturas, / cuan-
do el Padre apartó sus ojos de los hombres...»48. ¿Por qué el Padre?
Sin duda porque los dioses, al apartarse, no mueren, sino que per-
manecen de otro modo: «¡Pero llegamos tarde, amigo! Ciertamen-
te los dioses viven todavía, / pero allá arriba, sobre nuestras cabe-
zas, en un mundo distinto. / Allí actúan sin tregua...». Los dioses,
al apartarse, no desaparecen, sino que resguardan su bien propio: la
anterioridad insondable e incuestionable que hace que sean adivi-
nados en este repliegue mismo como paternos; o, más radicalmen-
te aún, debido a que la anterioridad se enraíza en ella misma, aban-
dono impensable a sí mismo, el Padre. Y, sobre todo, debido a que
en el retiro, ahí donde 10$ dioses se sumergen en el rostro invisible
de un Padre, lo divino, en un cierto sentido todavía enigmático, ac-
túa con máxima efectividad: «Allí actúan sin tregua...». «Pero ahí
donde el Espíritu opera efectivamente, allí estamos también noso-
tros»49. El retiro, aquí, refuerza la atracción del Padre que trabaja
oscuramente en la mayor cercanía de los hombres. ¿Por qué puede,
con su ausencia, reforzar la intimidad infinitamente reservada que
él depara a los hombres? «Allí actúan sin tregua, y no parece ser
que les inquiete / si vivimos o no, ¡tanto los celestes cuidan de nos-
otros!»50. La apariencia del retiro expresa la indiferencia de los ce-
lestes frente a los hombres. Esta apariencia, aunque sea menos tri-
vial que la «muerte de los dioses» en un cielo vacío (cosa que, se-
gún hemos visto, Nietzsche precisamente no dice), pasa por alto el

120
fundamento paradójico —el retiro del fundamento como única fun-
dación—. Lo que se debe a que la apariencia de una ausencia (Dios
tendría «ausencias») oculta aquello de lo que proviene: en el retiro
culmina la afectividad de los dioses, puesto que ellos «cuidan» de
los hombres. Los dioses alcanzan el estatuto de Padre, su ausencia
se convierte en distancia y consecuentemente en retiro de la reía-
ción, porque ellos «cuidan» de los hombres. Los necios ven en di-
cho cuidado un defecto, cuando en realidad su necedad sólo es po-
sible en tanto que resulta protegida por lo que ignora. El retiro de
lo divino manifiesta sobreabundantemente la figura última de Dios
—como Padre—. Pues sólo quien sobrevive al retiro se vuelve pa-
terno. La «mano cuidadosa» del Dios sólo toca al hombre respe-
tando su naturaleza51, es decir, retirándose en el gesto mismo del
don, para que así se establezca la medida. El repliegue, o lo que «en
apariencia» nos parece un repliegue, despliega el don en su singu-
laridad hasta dar al beneficiario el don de apropiárselo. La ausen-
cia obvia del donador no es un obstáculo para el don, sino que es
la vía entre el don, el donador y el gratificado. «Aún más arriba que
la luz, está la morada del Dios puro / que se recrea en el juego de
los rayos sagrados. / Vive solo, en el silencio, y su rostro resplan-
dece; / pareciera que el etéreo quiere mediante nosotros, / dar vida,
crear alegría. A menudo, sabiendo de que están hechas las criatu-
ras, este dios envía / sin prisa y con prudencia, beneficios a urbes
y moradas» (Retorno § 2, 96, 21-97, 1; PC II, 143). Dicho cuidado
hace eco a la «medida» que constituía la preocupación central de
En amoroso azul. Sin embargo, desde entonces se ha conquistado
algo decisivo: el cuidado del Padre preserva a los hijos. «Pero un
Dios vela / por la vida demasiado rápida de sus hijos» (El Rin, 144,
76-77; PC II, 115). Lo que califica a los hombres como hijos de los
dioses es precisamente el retiro en cuya reserva los dioses acceden
a la figura del Padre. El retiro del acceso reflejaba en Cristo su di-
vinidad, porque en calidad de filial, esta divinidad brota en él a par-
tir del retiro de la relación con el Padre. A su vez, los hombres lie-
gan a ser hijos de Dios únicamente si, del mismo modo que el Rin
acepta las orillas que limitan el crecimiento de su continuo poder,
aprenden a «soportar la plenitud divina» en la «noche sagrada» que
«nos da[n] fuerza» porque mediatiza lo divino y transforma la
irrupción aórgica en donación filial (Pan y vino, § 7, 93, 114, 116
y 94, 124; Las grandes elegías, p. 115). ¿No constituye lo que en
la ignorancia llamamos huida de los dioses, o «muerte de Dios», la
oportunidad precisa y preciosa de experimentar en nosotros la fi-
liación, y por tanto el doble retiro presentado por Cristo? ¿no cons-
tituye precisamente el desierto, en el que desaparece toda forma

121
idolátrica y en el que se trasparenta la nada que lo hace todo, núes-
tro afrontamiento del retiro del Padre? ¿no es precisamente el de-
sierto vacío de lo divino, en el que erramos, lo que proporciona el
lugar de lo divino, desde que el lugar de Cristo «fue sin embargo /
el desierto» (cf. El único HI, 163, 74-75; PC II, 139)? ¿no bastaría
con reconocer este afrontamiento como tal para que su conocí-
miento nos califique paternalmente como hijos, a semejanza del
Hijo «primogénito de una multitud de hermanos» (Rom 8, 29)? En
una palabra, «la erranza ayuda» (Pan y vino, § 7, 93, 115-116; Las
grandes elegías, p. 115), del mismo modo que «donde hay peligro
/ crece lo que nos salva» (Patmos I, 165, 3-4; PC II, 247), porque
sobre todo «la falta de Dios [venga en su] ayuda» (Vocación del
poeta, 48, 64; Odas, 165). La parte final de Patmos se arriesga a
experimentar esta palabra, o más bien a experimentarse en el acer-
camiento a ella. De este modo Hólderlin intenta seguir el rigor de
la misma hasta lo más íntimo del misterio de Cristo.
Pues el poema, al prolongar la mediación sobre el hombre afi-
liable al retiro paterno, halla como culmen el privilegio último y
único del Hijo. Debemos abordarlo aquí, pues inspira las estrofas
consagradas a la situación del hombre. ¿Cómo puede Cristo «habí-
tar» en un retiro en el que humanamente no se experimenta tanto la
afectividad paterna, cuanto la huida de los dioses? ¿por qué los ce-
lestes, si me aman, le aman sin embargo primero y mucho más a
él? «Porque una cosa sé y es: / que ciertamente la voluntad / del Pa-
dre eterno / vale mucho para ti» (171, 200-203). Los celestes aman
paternalmente al Cristo que por encima de todo valora la voluntad
del Padre. ¿Por qué justamente la voluntad del Padre? Porque es la
única que permanece desnuda, incluso en el retiro de toda repre-
sentación (sea ídolo conceptual o no). La voluntad: no tanto la
prescripción que insiste en imponerse en la ruina de su origen,
cuanto la intimidad fina y tenue que no puede ser deshecha por nin-
guna ausencia, pues sólo ella proporciona en la distancia el lugar
de una ausencia. La «voluntad del Padre» es, en cierto sentido, un
pleonasmo ya que sólo la voluntad es lo suficientemente pobre co-
mo para concordar con la discreción del Padre, y otorgarla. Preci-
sámente gracias a esta pobreza, la voluntad subsiste en el momen-
to de la ruina de las representaciones. Siendo pobre y pura, la vo-
luntad no tiene nada que perder en el retiro en el que se manifiesta
el Padre; y por ello ofrece su esplendor primordial. Sólo ella pue-
de soportar el retiro, pues cualquier otra riqueza (ídolo, nombre,
atributo) sería recusada en el retiro mismo. La voluntad sólo per-
siste al precio de la pobreza radical que la armoniza con la discre-
ción retirada del Padre. Cristo estima la voluntad del Padre por en­

122
cima de todo. ¿En qué? Tal vez lo indique una versión tardía de El
único: «Pero Cristo se imparte a sí mismo su parte. / Hércules es
como un príncipe. Baco, espíritu de comunidad. Cristo sin embar-
go es / la culminación. Sin duda tiene una naturaleza; pero consu-
ma sin embargo / lo que todavía para la presencia / de los celestes
faltaba en los otros»5 . ¿Qué faltaba a los otros dioses para la cul-
minación de la presencia de lo divino? Faltaba precisamente que la
figura de lo divino, tan humano como Hércules, fuera experimen-
tada como divina en una limitación voluntaria. Al darse señorial-
mente su parte, Cristo limita también señorialmente el departa-
mento. El carácter voluntario del límite que guarda la medida,
afecta incluso a lo divino. Pues lo divino no se caracteriza por la
sobreabundancia, sino por el retiro: la voluntad es lo único que
conviene a la discreción. De este modo el Padre permanece íntimo
a todo por medio de la voluntad. Y por tanto, por medio de la vo-
luntad que se imparte señorialmente un departamento finito, el
hombre ratifica lo divino. La «presencia de los celestes» no logra
en absoluto terminar con su insuficiencia con un desbordamiento
que sobrepasara lo que Hércules y Baco ya ejecutaban. Ella se cul-
mina en el retiro paterno, en el que basta con una sola voluntad pa-
ra suscitar la voluntad mesurada de un hijo que «habita» la distan-
cia. Solamente estas dos voluntades pueden subsistir en la distan-
cia que ellas miden, sostienen y consuman. Aquí Hólderlin habla
sinfónicamente con Máximo el Confesor, con una concordancia
que no puede refutarse como azarosa, y que sin embargo tampoco
puede ser fundada en una «influencia» recibida53. Sólo las volun-
tades pueden recorrer la distancia. Y su acorde mesurado propor-
ciona la perfección de lo divino. «Las obras del Padre / conocidas
todas desde siempre» (Patmos I, 171, 210-211; PC II, 155) por
Cristo: las obras del Padre se disponen en la distancia que sólo pue-
de ser recorrida por la voluntad. Aquel cuya voluntad recorre la
distancia, conoce el terreno y el fondo de las obras. Toma en con-
sideración filialmente su herencia. A partir de entonces, el retiro de
lo divino le califica como Padre, y califica como hijo a aquel que
soporta este retiro voluntariamente.
El poema preguntaba a propósito del retiro: «¿Qué es esto?». La
respuesta se vuelve audible: «Es el ademán del sembrador» (169,
153; PC II, 151) que echa sobre la criba el trigo, con pérdidas y ga-
nancias, hasta que al fin queda el grano. El retiro juzga a los hom-
bres, según que se sobresalten como ante una ausencia, o que lo so-
porten como una afiliación. La prueba debe prolongarse paciente-
mente, «Y el Altísimo / no quiere todo de una vez» (170, 161; PC
II, 151). Pretender sustraerse a ello, produciendo en, y por sí, una

123
relación consumada de modo inmediato con lo divino, significa pa-
sar por alto una vez más la afiliación paradójica de la distancia,
«...así hallaría en mí mucha riqueza / si plasmase una imagen que
mostrara / a Cristo tal como ha sido» (170, 164-166; PC II, 151).
Pero de este modo, yo procedería todavía según la sobreabundan-
cia empedocleana de un Etna cuya figura aórgica, aquí menciona-
da, contradice por completo el retiro de lo divino que no lo quiere
todo de golpe. Aquí, la imagen de lo divino queda doblemente
descalificada. En primer lugar, porque desconoce el retiro del acce-
so a Cristo, y produce por tanto un ídolo; indudablemente, el cali-
ficativo «semejante», «anhlich», afecta tanto a Cristo como al su-
jeto imaginante. La imagen da a ver tanto a aquel que la imagina
como al imaginado. Y sobre todo, además de que la imagen preten-
da alcanzar de un golpe a Cristo, equivocándose así sobre el retiro
del acceso, la imagen desprecia inconscientemente el retiro de su
relación con el Padre: «...que un mercenario / quisiera imitar la
imagen de Dios» (170, 169-170; PC II, 151). El «mercenario» pre-
tende imaginar al Padre con una ignorancia miserable que no es aje-
na a la peligrosidad de la sobreabundancia empedocleana que ame-
naza con idolatrar a Cristo. Negligencia doble, invertida, de un do-
ble retiro, unificado. Por el contrario, el destino propio del hombre,
entre el mercenario y el Etna, consiste en permanecer con pacien-
cia en el retiro. Así lo desean los «señores del cielo»: «Son bonda-
dosos. Pero lo que más odian / mientras reinan, es lo falso, / pues
entonces lo humano / carece de valor entre los hombres» (170, 173-
175; PC II, 151). La mayor amenaza para el hombre consiste en no
ver el retiro en el que le toca permanecer. La amenaza que surge por
el desconocimiento del retiro es mayor que la prueba a la que el re-
tiro nos somete. Pues entonces el hombre olvida lo que en el retiro
le resulta lo más propio, a saber, el «habitar poéticamente»; se des-
figura al figurarse, fuera de toda medida, un doble ídolo de lo divi-
no; y junto con lo divino pierde, en la distancia única, su estatuto
filial. Los «señores del cielo» odian precisamente el descuido de la
medida. A su manera, los dioses griegos preservan la medida en los
hombres a los que ellos inspiran. Por eso pueden, en calidad de
«hermanos», borrarse ante «el exultante Hijo del Altísimo» (170,
181). Efectivamente, el advenimiento triunfal de Cristo retoma de
modo llamativo el cuidado de los dioses anteriores, para imponer a
los hombres la misma paciencia, «...y la batuta / del canto vuelve
aquí a caer / pues nada es común aquí» (170, 182-184). La batuta
extingue el canto. ¿Por qué? La respuesta viene a continuación. El
poema enuncia una primera resurrección, en la que Cristo despier-
ta a quienes no han sido todavía descompuestos por la podredum­

124
bre. Pero además, ¿no espera «una legión de ojos tímidos... ver la
luz» (170, 186-188; PC II, 153)? Resurrección en dos tiempos que
alude evidentemente a san Pablo (1 Tes 4, 13-18), y que resulta lia-
mativa por lo siguiente: «...Prefieren / no florecer bajo el rayo des-
lumbrante, / riendas de oro que contienen empero / su intrepidez»
(170, 183-171, 180; PC Π, 153). La resurrección no se convierte
pues en objeto de deseo ni de nostalgia, sino únicamente en objeto
de espera paciente, en la que la tensión imita ya la culminación sin
pretender anticiparla. Si la batuta suspende el canto, y cae con él,
esto se debe a que, a propósito de la resurrección final, «nadie sabe
el día ni la hora, ni los ángeles del cielo, ni el Hijo, sino solamente
el Padre» (Mt, 24, 36). El Hijo suspende el deseo triunfante de una
resurrección; y manifiesta con ello la anterioridad irreductible del
Padre, en su retiro. Así, él inicia a los hombres en el modo de per-
manecer en el retiro, es decir, les inicia y «pueden, gozando de es-
ta gracia, / serenamente / ejercitarse en la contemplación» (171,
195-196; PC II, 153). Al mismo tiempo que el Hijo reconduce, me-
diante la suspensión del canto, a la espera obediente y, por tanto, a
la voluntad todo aquello que le une con el retiro del Padre, los hom-
bres, en la serena espera de una resurrección, entran en el retiro de
la relación con el Padre; y únicamente por esto, lo salvifico los re-
cubre. La afiliación los reúne en la prueba; en la espera cuidada por
el Hijo, el retiro del Padre, se descubren como hijos.

§ 12. Habitar la distancia

El poema culminaría en el descubrirse como hijo, gracias al re-


tiro del Padre, si no fuera porque la última estrofa señala que la
paciencia recibe como ayuda y como prescripción una voluntad del
Padre: «...Mas lo que quiere / el Padre, que rige sobre todo, / es la
observancia de la letra inmutable / y que se interprete / como es de-
bido lo permanente» (172, 222-226; PC II, 155). La letra debe per-
manecer como «lo permanente (bestehendes)» en la prueba del re-
tiro. La Escritura, dentro de la imperiosa insuficiencia de un texto
cerrado, no debe ser leída como el fósil de un discurso que el Pa-
dre reaviva, o que podría haber reavivado, si lo hubiera querido,
por sí mismo. Por el contrario, el indicio más claro de la proce‫־‬
dencia paterna de la Escritura es el retiro de su locutor, el cual se
desprende de ella para dejarla, dura y desnuda, en medio de las pa-
labras de los hombres, como prescripción silenciosa, espantosa e
irrisoria. Paterna, porque en ella se retira la presencia inmediata del
Padre, la cual es mediada, entre otras instancias, por ella, para que

125
la obsesión paterna llegue a velarse. Discurso paterno porque el au-
tor se separa de él, y se retira, para desaparecer —o más bien apa-
recer— en la figura del Padre. La letra guarda del discurso lo que
la voluntad guarda de la presencia: la comunión posible, en la dis-
tinción, con la distancia. Puesto que el Padre se retira de ella, la Es-
critura se nos vuelve paterna, es decir, morada donde habitar «pa-
trióticamente». Al volverse paterna gracias al retiro, se nos hace
santa. «Una dulce fuerza luminosa / emana de la Escritura» (171,
194; PC II, 153), la cual, de este modo, ejerce su fuerza mediante
la pobreza permanente de su prescripción, sin imponer, como ocu-
rría con los celos de los otros dioses; otra ofrenda que la de un co-
razón puro. La espera escatológica, marcada por la exclamación
llena de nostalgia impaciente —«Hace ya mucho, demasiado, / que
la gloria de los celestes / sigue invisible»54—, resulta sospechosa
por cuanto que corre el riesgo de olvidar que con la letra se revela
el retiro, precisamente aquel retiro en el que se adorna el esplendor
reservado del Padre. «...Mas lo quiere / el Padre, que rige sobre to-
do» (172, 223-224; PC II, 155). Ciertamente quiere, continúa el
poeta, que respetemos la letra. Pero hay que entenderlo bien: el Pa-
dre quiere que respetemos la letra de acuerdo con lo que la letra re-
vela: que el Padre ama en y por su retiro. Puesto que el Padre ama,
nos confía la letra en la que él se abandona. «La poesía alemana»
(172, 226; PC II, 155) debe «seguir» la letra, en el sentido en que
la voz debe seguir más una melodía que una prescripción. Seguir:
permanecer en armonía, sin fallos ni notas en falso, con «lo que
permanece», de tal modo que este contrapunto haga explícito lo
que permanece y lo «interprete». Interpretar: constituirse «poética-
mente», por medio del canto, en intérprete de lo único que perma-
nece: el índice del retiro paterno. Quien canta así, respeta y marca
la medida, la medida en la que el hombre danza con lo divino: en
la distancia buena, con el ritmo justo. Así pues, el grito escatológi-
co pone de manifiesto la última equivocación al no ver que la pre-
sencia más alta colma ya y definitivamente, por colmarlo oscura-
mente, al hombre que «sigue la letra». Los silencios y los retiros
armonizan —o permiten armonizar— su canto con la música del
astro único, pues «suya ha de ser ahora la plática de los celestes»
(Ganímedes, 68, 24).
Permanencia de la distancia como revelación y manifestación
más elevada de lo divino en la figura del Padre: esto constituye tal
vez el legado impensado que Hólderlin reunía preciosamente aun-
que sin precaución y que nuestro tiempo deberá intentar adquirir si
no quiere perder hasta la significación última de su prueba. Queda
por «habitar» esta permanencia con medida. Hólderlin no nos dis-

126
pensa de averiguar cómo llegar a ello... solos. «Habría muchas co-
sas que decir» a propósito de su tentativa propia e irrepetible. Es-
bocemos tres de ellas. «Un signo, eso somos, sin interpretación
(deutunglos) l y sin dolor somos y casi hemos / perdido nuestro
lenguaje en la extrañeza» (Mnemosyne II, 195, 13‫)־‬. ¿Cómo po-
dremos «interpretar» correctamente lo que permanece, si ningún
signo nos devuelve nuestra significación? Sin embargo, nos es da-
do un «signo», recuerdo de la presencia del Unico, y prenda de su
retorno —segunda presencia— (Pan y vino, § 8, 94, 131-132; Las
grandes elegías, p. 117). Dado que una presencia más descubierta
nos resultaría insoportable, ya que de hecho «aún faltan los fuertes,
capaces para el gozo / supremo» (95, 135-136; Las grandes...,
117), la presencia permanece humildemente dada en el pan y el vi-
no. «El pan es fruto de la tierra y sin embargo lo bendice la luz / y
del tronante dios nos llega la alegría del vino» (95, 137-138; Las
grandes..., 117). Esta doble bendición de lo terrestre por lo divino
nos da la presencia divina, como prenda de que los celestes volve-
rán. Fundándose en esta prenda, nuestro soportar pacientemente lo
divino puede producir una «alabanza» (94, 142; Las grandes...,
117) para, y por la que «alguna gratitud en el silencio vive todavía»
(94, 136; Las grandes..., 117). La reasunción de la eucaristía cris-
tiana, fácilmente identificable55, indica que aquí, junto con la per-
manencia de la Escritura que nos acompaña, se nos da otro viático.
O mejor dicho, la eucaristía sólo nos entrega en el pan y el vino una
presencia sacramental, y por ello absolutamente real, con vistas a
un camino y a un recorrido. Se nos bendice el pan y el vino porque
guardamos el retiro del Padre, retiro que nos pone en camino de la
espera de la vuelta del Hijo, en nosotros. En este camino, pan y vi-
no son para nosotros viático: alimento para aquellos que permane-
cen y que, por tanto, intentan «habitar» en el retiro, respetuosa-
mente —lo llamaremos a partir de ahora recorrer la distancia—.
Dado que nos da el signo divino presente, la Eucaristía del pan y
del vino, nos devuelve a nuestro sentido, interpretándonos. En el
dolor así reconquistado, permanecemos atentos a lo que permane-
ce, a fin de rendirle la alabanza de una interpretación correcta. Con
lo cual apresuramos el advenimiento del Hijo a nosotros, y de no-
sotros a su figura. Alabanza, puesto que ninguna otra palabra res-
peta, retóricamente, lo divino. «¿Qué nombre pronunciaré cuando
bendigamos la mesa? / Y decidme, cuando descansemos tras la ani-
mación del día, / ¿cómo dar las gracias? ¿nombraré al Altísimo?»
(Retorno, § 6,99, 9699‫ ;־‬PC II, 49). ¿Puede haber una nominación
de lo divino que sea conveniente? Nombrar, o tal vez incluso pre-
dicar, o formular enunciados categóricos, suponer un objeto para

127
que sea correctamente enunciado por el lenguaje, es decir, para que
tome su medida exhaustiva dentro de un lenguaje formalizado y
axiomatizado. Pero ese Dios cuyo retiro pone de manifiesto su fi-
gura paterna, ¿puede ofrecerse en la inmediatez, trivial o aórgica,
en la que se convertiría en objeto de discurso, sin que quede di-
suelto como Dios del retiro? Y además, ¿podríamos soportar dicha
inmediatez con los celestes, su virtud y su «alegría»? «Un Dios no
gusta de lo inconveniente, / para captarlo, nuestra alegría es casi
demasiado pequeña» (99, 99-100; PC II, 49). Lo inconveniente
(Unschicklich.es), es decir, lo que no conviene a nuestro destino, se-
ría precisamente la pretensión de incluir verbalmente al Dios en
una relación inmediata con lo humano. La primera conveniencia
exige la admisión del retiro de lo divino como su figura paterna; de
igual manera hay que permitir, en el lenguaje, que el retiro distien-
da el discurso: «A veces sólo podemos callar; los nombres sagra-
dos faltan» (99, 101; PC Π, 49). Pero el silencio aquí no debe dar
en absoluto la impresión de renunciar a «bendecir», aunque ya no
deba nunca intentar «nombrar»: aunque deba callarse ante su evi-
dencia, debe expresar en alguna manera el reconocimiento de la
distancia en el discurso. Para honrarlo con nuestro silencio, debe-
mos callar ante Dios, pero no callarle: el discurso tiene que hablar
todavía, sin pretender una nominación, porque justamente en ese
silencio lo divino ha marcado más que nunca a aquellos que se des-
cubren ahí a distancia de él: «Los corazones laten, y sin embargo,
¿quedaría atrás el discurso?» (99, 102; PC II, 49). Que el discurso
hable, sin predicación inconveniente, sólo para decir el reconocí-
miento de la distancia. Eso sólo 10 consigue el poeta, o más bien el
hombre que «habita poéticamente» en la distancia. Pues «un laúd
basta para dar su voz a cada hora, / y quizás ello agrade a los ce-
lestes que se nos acercan» (99, 103-104; PC II, 49). El acorde sin-
fónico de un canto al unísono constituiría nuestro único lenguaje
hacia los dioses: al respetar la distancia podría cuidar el espacio de
un acercamiento. De este modo, Danae, según la traducción de
Hólderlin, a diferencia del texto de Sófocles, «contaba para el pa-
dre del tiempo / los golpes de la hora, con timbre de oro»56. De es-
ta manera, sobre todo, la palabra devuelta a Dios canta, es decir,
alaba. Los nombres divinos, insuficientes para la enunciación ca-
tegórica, sólo valen cuando son retomados en un discurso de ala-
banza. Hólderlin se inscribe aquí en el centro propiamente teológi-
co de lo suscitado por lo mejor de lo que habitualmente se deno-
mina (equivocadamente, según veremos) «teología negativa».
Señalemos rápidamente un último punto. Durante lo que, para
embrollarlo todo, se llama a veces groseramente su «locura», y qúe

128
habría que abordar con pudor y respeto como su serenidad ejem-
piar, Hólderlin ha seguido escribiendo; pero nos ha llegado poco de
esta intensa producción. No obstante, en unos cuantos poemas sor-
prendentes, la intangibilidad formal de los términos y de los temas
eleva nuestro lenguaje empobrecido hasta un discurso casi sagra-
do, con una potencia cuya densidad inaudita alcanza un nivel que
tal vez no haya sido conocido por los más grandes de entre los mo-
demos: atrevámonos a no decir nada de ello. Sin embargo, pode-
mos sospechar algo de ello a través del carácter también formal de
las cartas del mismo período. ¿Qué decir, cuando se considera ca-
da una ellas? Todas, o casi todas, pueden ser reducidas al prodi-
gioso esquema manifestado, por ejemplo, por la Carta n.° 287
(trad. cast. p. 583): «¡Respetabilísima madre! / Tengo el honor de
querer volverle a escribir. Las cartas que me ha escrito me han cau-
sado una gran alegría. Le doy las gracias por la bondad que me
muestra en ellas. Tengo que volver a concluir. Le expreso la segu-
ridad de mi mayor respeto y me nombro [literalmente: me doy co-
mo] / su / más obediente hijo / Hólderlin». ¿Qué hay aquí de pro-
digioso? Precisamente que la carta no trasmite ninguna informa-
ción, ni tampoco ninguna «idea». ¿Qué significa la carta? Descri-
be la separación entre el hijo y la madre: la mención de la madre
abre la carta, y la del hijo la cierra, con dos adjetivos que señalan
hiperbólicamente la reserva («Respetabilísima... más obediente»).
Le sigue el reconocimiento de una relación que aparece tanto más
intensa cuanto que permanece abstracta y estrictamente epistolar.
La relación abstracta se convierte en el contenido mismo de la re-
lación: nada es más preciso y precioso que el reconocimiento de la
«bondad» que se entrega en ella; «bondad» que sólo tiene como
substancia la relación epistolar, vacía por sí misma puesto que re-
envía a otras cartas similares. El objeto de la carta coincide con la
función epistolar pura: el envío al otro de un signo de mí. De ahí
esas «cartas» absolutamente lacónicas: «Tengo asimismo el honor
de saludarla humildemente»57 (A su madre, n.° 306; trad. cast. p.
591). La relación gana en precisión gracias al afinamiento que le
procura la mediación. De ahí la tendencia a escribir a su madre so-
lamente por medio de Zimmer, tomado como relevo indispensable
y ayuda preciosa, como si la filiación natural hubiera perdido toda
su eficacia, ante la mediación institucional: «Me acojo a la ocasión
amablemente ofrecida por el sr. Zimmer para dirigirme a usted ...»
(A su madre, n.° 248, trad. cast. p. 565; cf. las cartas n.° 268, 274,
305). Que la relación sea regida por la mediación muestra que la
relación frente a frente constituye la prueba y la tarea más ruda y
también la más urgente. Esta absorbe las fuerzas y las agota: «mi

129
don para la comunicación se limitará a expresiones de afecto por
usted, hasta que mi alma haya ganado tantos pensamientos como
para poder comunicarlos con palabras y despertar su interés» (A su
madre, n.° 250, trad. cast. p. 567). Por esta razón cada carta com-
prende el momento en el que la relación, puramente formal, me-
diada (recurso a la extrema cortesía, a la Escritura, a Zimmer, etc.),
debe ser sin embargo suspendida, porque sobrepasa las fuerzas del
espíritu: «voy a tener que concluir rápidamente de nuevo»58. La re-
lación vale por sí misma, como mediación, según la medida de
nuestra paciencia, como don. Y el don, que el corazón de la carta
llama «bondad», se vuelve más precioso y suntuoso a medida que
crece la separación.
La distancia que sigue haciendo posible la relación con la ma-
dre sirve para constatar la no-«locura», en el sentido trivial del tér-
mino, de Hólderlin. El mantenimiento de numerosas relaciones
(cartas a su madre, a su hermana y hermano; visitas de amigos y
admiradores) va acompañado de una reserva ostensiva y una hu-
mildad hiperbólica (de ahí la firma de los poemas con la fórmula:
«Humildemente, Scardanelli»). De hecho, se trata indudablemente
del surgimiento, en las relaciones humanas, de la reserva plena a la
que el poeta ha llegado en su relación con lo divino. Lo que se des-
pliega entre Hólderlin y su madre reproduce el ejercicio de la dis-
tancia del poeta con lo divino —mediación, medida, meditación
del retiro, discurso de alabanza—. El retiro en la relación con la
madre evita la vuelta fogosa de un Edipo mal asimilado, porque el
retiro en la distancia garantiza a lo divino el rostro de un Padre.
Hólderlin, con el mismo ojo que tiene de más, se mide con la pa-
ternidad divina en la distancia, e impone el retiro a la maternidad
humana con una cortesía insistente. Y lo mismo en lo que concier-
ne a las otras relaciones «sociales». Se podría mostrar, en un estu-
dio desarrollado y documentado de otro modo, cómo la reserva
materna es a veces la introductora de la distancia divina (Cartas,
n.° 250, 274, 284, etc.), y cómo en otras la distancia de lo divino es
la mediadora de la relación con la madre (Cartas, n.° 307, 251,
etc.)59. Este doble juego evita simultáneamente la alienación del
otro al yo, y la alienación del yo a sí mismo, en la justa distancia
que proporciona sus «más íntimos pensamientos» en «el reconocí-
miento, la religión y el sentimiento de los lazos de obligación»
(Carta n.° 259, trad. cast. p. 572). La distancia permanece como lo
más profundo y su ejercicio entre hombres no devora ni oculta su
medida propiamente divina. Que lo divino se entregue por media-
ción de la mediación humana confirma la lógica y la paradoja de la
medida. Humilde, serena y plena, la Umnachtung en la que Hól-

130
derlin experimenta la «noche amante» manifiesta, con esplendor
último, que «preservar puro y con discernimiento / a Dios, es lo
que nos es confiado» (El Vaticano, 252, 12-13). De este modo,
nuestra pureza, en la distancia, conviene al Dios cuya pureza pro-
tege y preserva.

NOTAS

1. F. Beissner, en F. Hólderlin, Sdmtliche Werke Π/l, Grosse Stuttgarter


Ausgabe, (1951), t. 2, 1, 372 ss. Citaremos según esta edición, indicando los
tomos (excepto en el caso del tomo II/2, que es el más utilizado), página, y lí-
nea o verso del poema. Tras la cita en la edición alemana, seguido de un pun-
to y coma, se incluye la cita de la traducción española en todos aquellos casos
que ha podido ser consultada. Los poemas incluidos en la edición: F. Hólder-
lin, Poesía completa I-II, (traducción de Federico Gorbea), Ediciones 29, Bar-
celona 1984, se citan con las abreviaturas PC, el número de volumen indicado
en números romanos, y la página (por ejemplo: PC 1,45). A continuación, ofre-
cemos la referencias de los libros editados en Hiperión que contienen ensayos,
cartas y poemas: F. Hólderlin, Empédocles (presentación, traducción y notas
de A. Ferrer y prólogo de M. Knaupp), Poesía Hiperión, Madrid 1997; Id., En-
sayos (traducción, presentación y notas de F. Martínez Marzoa), Hiperión, Ma-
drid 1997; Id., Las grandes elegías (versión castellana y estudio preliminar de
Jenaro Talens), Poesía Hiperión, Madrid 1998; Id., Los himnos de Tubinga
(traducción y estudio introductorio de Carlos Duran y Daniel Inncrarity), Poe-
sía Hiperión, Madrid 1997; Jd., Odas (traducción, y notas de Tsaro Santoro,
con un texto de Virginia Euri Careaga y una nota introductoria de A. Ferrer),
Poesía Hiperión, Madrid 1999; Id., Poemas de la locura (traducción deT. San-
toro y J. M.a Alvarez), Poesía Hiperión, Madrid 1998; Id., Correspondencia
completa (traducción e introducción de Helena Cortés y Arturo Leyte), Libros
Hiperión, Madrid 1990. Los textos contenidos en este segundo bloque de edi-
ciones se citan, incluyendo a continuación de la referencia alemana, el título y
la página del libro español (por ejemplo: Las grandes elegías, 83).
2. Aunque Bildsamkeií no sea un término utilizado por Kant, parece in-
evitable pensar aquí en la doctrina del esquematismo, en la Crítica de la ra-
zón pura, no definido tanto como Bild, cuanto como «la representación de un
procedimiento universal de la imaginación (Einbildungskraft) para crear a un
concepto su imagen» (KrV, A 140-B 179; trad cast. de P. Ribas, ed. Alfagua-
ra, 184). La imaginación indica aquí la capacidad de poner en imagen, de una
puesta en escena sin efectismo, ni engaño, que forma la esencia misma de la
cosa en la medida en que le permite tomar forma por sí misma. Cf. evidente-
mente M. Heidegger, Kant und das Problem der Metaphysik,,Niemeyer, Tü-
bingen 1929, §§ 19-23, etc.: trad. cast. de Gred Ibscher Roth, Kant y el pro-
btema de la metafísica, F.C.E., México 21981.
3. Física II, 8, 199, a 15-16. Cf. el comentario de J. Beaufret, Hólderlin
et Sophocle, en F. Hólderlin, Remarques sur Oedipe, Remarques sur Antigo-

131
ne, traducción y notas de F. Fédier, U.G.E., París 1965, 8ss. Estamos en deu-
da con esta notable edición.
4. Carta a su hermano, 4 de junio de 1799, n. 179, GSA 6, 1, 328-329-
711, trad. casi, de H. Cortés-A. Leyte, Correspondencia completa, 432. Cf. to-
do el Fundamento para el Empédocles, de la misma época (Hombourg) y en
particular: «El arte es la flor, el cumplimiento de la naturaleza, la naturaleza
se hace divina sólo mediante la ligazón con el arte —armónico pero de diver-
sa índole—; cuando todo es por completo lo que puede ser, y un término se li-
ga con el otro, suple la falta del otro, falta que el otro necesariamente ha de te-
ner para ser por completo aquello que como término particular puede ser; en-
tonces tiene lugar el cumplimiento, y lo divino está en el medio de ambos. El
hombre, más orgánico, más artístico, es la flor de la naturaleza» (GSA, 4, 1,
152, trad. cast. de F. Martínez Marzoa en F. Hólderlin, Ensayos, 115). En es-
te mismo sentido hay que entender también: «Lee en la vida el arte, en la obra
de arte la vida. / Si ves uno de ellos rectamente, verás igualmente al otro» (Pa-
ra uno mismo, GSA, 1,1, 305).
5. Aristóteles, Política I, II, 1252 b 271253‫ ־‬a 39; trad cast. de C. García
Gual-A. Pérez Jiménez, Alianza Editorial, Madrid 1991, 43-44.
6. En amoroso azul, 372, 9, 16, 20; 373, 2, 12.
7. Ibid., 372, 10-11; 373, 13.
8. Notas sobre Antigona, § 2, GSA, 5, 267; Ensayos, 145. - La cuestión
de la seriedad califica de hecho el aguante (dauern, 372, 16; bleiben, 373, 2)
ante la pureza del espíritu. Muy a menudo el hombre no llega a aguantarla de-
bidamente (Pan y vino, § 6 y § 8, 9394‫ ;־‬Las grandes elegías, 103), de tal mo-
do que, ante sus ojos, lo divino ya no puede tomar figura.
9. Alusión evidente a Gén 1,27, tal como lo confirma ¿Qué es pues la vi-
da de los hombres? (209, 1), El Unico I (153, 2526‫־‬, etc.; PC II, 131), y tal
vez también a Col 1,15, donde Pablo define a Cristo como «imagen del Dios
invisible»: en efecto, en algunas ocasiones Cristo recibe el título de «imagen
de Dios» (A la Virgen, 216, 150; PC, II, 155).
10. Schonen, Cf. las notas 13 y 51. ¿Es posible en este caso traducir al
francés, sin forzar un poco la literalidad, Tugend por retenue (comedimiento)
(y no simplemente por vertu, virtud), tal como propone A. du Bouchet con
cierta precisión semántica pero no filosófica (ed. Pléiade, 923, 22, y 940, 65)?
Las otras referencias de este término, poco común en el léxico hólderliniano
(cf. GSA, 2, 2, Vocación de poeta, 4ΊΊ, 12 y A la Virgen, 844, 30) no parecen
confirmar este sentido.
11. ¿Qué es Dios? (210, 13‫)־‬. Cf. Lamentaciones de Menón por Diótima,
§ 7: «Tú que a ver me enseñabas lo sublime y a cantar a los dioses / como son,
sin palabras, vibrando antaño en mi silencio» (2, 1, 77, 85; Las grandes ele-
gías, 61). Una versión anterior para este último verso dice: «Y silenciosa co-
mo ellos a cantar los dioses silenciosos» (2, 1,73, 75). Cabe preferirla. Cf. El
Vaticano: «Preservar puro y con discernimiento / a Dios, es lo que nos ha si-
do confiado» (252, 1213‫)־‬, y las Notas sobre Antigona, § 3; Ensayos, 150. En
el mismo sentido, J. Beaufret: «La tarea más propia del hombre, que le es con-
fiada como privilegio y cuidado, consiste en soportar esta carencia de Dios,
que es la figura más esencial de su presencia. Saber ejecutar dicha tarea es en­

132
trar en la dimensión más propia de lo trágico y de la tragedia (Trauer-spiel)»
(Hólderlin et Sophocle, en Remarques..., 15).
12. Cf. para esto, H. Urs von Balthasar, Herrlichkeit III, 2 1, Theologie.
Neuer Bund, Johannes Verlag, Einsiedeln 1969, 196-211; trad. cast. de V. Mar-
tín-F. Hernández, Gloria VII. Nuevo Testamento, Ed. Encuentro, Madrid
1989, 174-187; e Id., Theologie der drei Tage, Benzinger, Einsiedeln 1969
(trad. cast. por G. Aparicio en Mysterium Salutis III/ 2, Ed. Cristiandad, 143-
335).
13. Retorno, 96, 24-27; PC II, 41. Cf. también, en este sentido, El cami-
nante: «Pero tú me hablaste: hay también dioses, y reinan. / Grande es su me-
dida, y sin embargo el hombre se inclina a medir a palmos» (80, 17-18); Pan
y vino: «...Sólo una cosa es firme: tanto si es mediodía o medianoche, / per-
siste una común medida para todos, / si bien a cada cual se le asigna la suya,
/ y cada uno avanza y llega donde puede» (91,43, 45); Fiesta de la paz: «Pues
con moderación, sabiendo siempre la medida, / sólo por un instante toca la
morada de los hombres / un Dios, de improviso, y nadie sabe ¿cuándo?» (es-
te texto, editado y publicado en 1954, no aparece en la GSA; lo retomó F.
Beissner en la editio minor, F. Hólderlin, Sdmtliche Werke, Insel, Frankfurt
1965, 344, que es la que nosotros citaremos; hay una traducción castellana de
este poema realizada por Juan L. Vermal, en el libro de P. Szondi, Estudios so-
bre Hólderlin, Destino, Barcelona 1992, 112-123).
14. Además, la pureza está ligada con la medida: «Pues también lo bruto
debe ser / sometido a la medida / para que lo puro se conozca como tal» (Los
Titanes, 219, 64-66)
15. «El hombre habita poéticamente...», en M. Heidegger, Vortrage und
Aufsátze II, 70; trad. cast., Conferencias y artículos, Ed. del Serbal, Barcelo-
na 1994, 171. Obviamente, no queremos caer en el ridículo de repetir inco-
rrectamente lo ahí pensado. Nuestra lectura presupone este texto, y la hace
tanto más arriesgada.
16. F. Fédier, Remarques..., 166, comentando el inicio del § 2 de las No-
tas sobre Antigona, en Ensayos, 158.
17. Cf. Grecia, III, 257; PC I, 831.
18. M. Heidegger, «...el hombre habita poéticamente...», Essais et confé-
rences, Gallimard, Paris, 234, nota 1. (Esta nota, escrita por el propio Heideg-
ger, sólo aparece en la traducción francesa de su texto, y por ello tampoco ha
sido incluida en la traducción castellana citada).
19. Cf. ¿Qué es pues la vida?, 209, 9 y 5
20. Carta a Bóhlendorf, Stuttgart, 4-12-1801, n°. 236, y GSA, 6, 1, 426.
En torno a la exposición distinta de los personajes en Homero, cf. Sobre Aquí-
les, GSA, 4, 1, 224; y también Sobre los diferentes modos de la poesía, ibid.
338ss; trad. cast., Ensayos, respectivamente, 137, 39 y 44.
21. J. Beaufret, Hólderlin et Sophocle, en Remarques..., 17. Cf. F. Fédier:
«Aquí (Notas sobre Antigona, § 3) aparece el sentido en que el destino de Edi-
po, incluso más profundamente que su personaje, es más hesperio que griego,
pues sobrevive y sólo halla la muerte al final de una segunda tragedia, tras ha-
ber vivido aquí abajo toda una vida, tal como nosotros tenemos que hacerlo
para corresponder al legado de Hesperia» (ibid., 173; trad. cast. en Ensayos,

133
163). El desarrollo precedente remite, de modo definitivo, a la comprensión
de las Notas... hecha posible gracias a los enfoques de J. Beaufret y F. Fédier.
22. Pan y vino, § 1, 90, 14; Las grandes elegías, 103.
23. El Rin, 143, 40-41; PC, II, 111
24. Sucesivamente, Notas sobre Edipo, §§ 3 y 2; trad cast. en Ensayos,
154 y 148; cf. las Notas sobre Antigona‫׳‬, trad. cast. en ibid., 157.
25. Notas sobre Edipo, § 3; trad cast. en Ensayos, 154; cf. también el co-
mentario de J. Beaufret, Hólderlin et Sophocle, en Remarques, 21, y la nota de
F. Fédier, Remarques..., 164.
26. Cartas a fíóhlendorf, respectivamente del 2 de diciembre de 1802, n.
240 (GSA, 6, 1, 432) y del 4 de diciembre de 1801, n. 236 (ibid., 427); trad.
cast. en ibid., respectivamente, 141, 137. El paralelo entre Edipo y el destino
de Hólderlin está indicado explícitamente en estas dos cartas.
27. El Rin, 148, 203-205; PC II, 123. Cf. también: «Para soportar una pe-
sada dicha / has crecido con tantas fuerzas» (Germania, 151, 63-64; PC, II,
129) y: «...que lo ayuden a llevar la pesada carga de esa dicha» (Stuttgart, § 6,
89, 94; PC II, 59).
28. Notas sobre Antigona, § 3; trad cast. en Ensayos, 148. Cf., tal vez,
también la Carta a S. Gontard, n. 182, GSA, 6, 1,337: «...me digo en voz ba-
ja esta terrible palabra: ¡muerto en vida!», trad. cast. en ibid., 441.
29. Notas sobre Edipo, § 3 y Notas sobre Antigona, § 3; trad cast. en En-
sayos.
30. Cf. R. Brague, L’Apostolicité de l’Eglise, Pour une exégése apostoli-
que, y L’Esprit-Saint, témoin du Fils: Résurrection 45, 46, 47 (Paris 1974-
1975).
31. Patmos, I, 167, 67-68; PC II, 145
32. Carta a tíóhlendorf, 4 de diciembre de 1801, n.° 236, GSA, 6, 1, 426;
trad. cast. en Correspondencia completa, 137. Cf. también la carta a Schiller,
del 2 de junio de 1801, n.° 232, en ibid., 422; trad. cast. en Correspondencia
completa, 539-54].
33. Pan y Vino, § 6, 93, 105-106; Las grandes elegías, 115.
34. Tenemos el gusto de reconocer aquí nuestra deuda con J.-M. Garri-
gues, o.p., cuya meditación espiritual sobre Hólderlin (Hólderlin: de Pimpa-
tience de parousie d la passion d'apocalypse, inédito) nos ha guiado a lo lar-
go de este trabajo. Gracias a él conocimos Hólderlin. Eine Studie, Nürnberg,
1949, uno de los últimos trabajos de E. Przywara, cuyo destino genial y dolo-
roso fue muy cercano al de Hólderlin. Cf. también B. Alleman, «Der Ort war
aber / die Wüste», en Martín Heidegger, Zum siebzigsten Geburtsfag, G. Nes-
ke, Pfullingen 1959.
35. Pan y vino, 92, 74 y 92, 79-80, y a continuación 92, 81, 92, 83, y 93,
1; por último 91, 44; Las grandes elegías, 111.
36. Fiesta de la paz, en F. Hólderlin, Samtliche Werke, editio minor, ln-
sel, Frankfurt 1965, 345, 52 y 345, 6163‫־‬.
37. Fiesta de la paz, en ibid., 345, 64-65 y 67-68.
38. Sobre la religión, GSA, 4, 1,281; trad cast. en Ensayos, 97.
39. Fiesta de la paz, en F. Hólderlin, Samtliche Werke, editio minor, 345,
71-78. El editor, en las notas de la traducción francesa (Pléiade), relaciona ati­

134
nadamente los v. 7475‫ ־‬con Jn 14, Ί («Si me conocierais a mí, conoceríais
también a mi Padre»), para discernir en ellos, menos atinadamente, su inver-
sión por parte de Hólderlin (1216). La realidad, menos alambicada, revela
aquí el rigor teológico del poeta. En Juan, el desconocimiento por parte de los
discípulos de la visibilidad del Padre en el Hijo (14, 5-15, preguntas de Tomás
y de Felipe, respuestas de Cristo) proviene de una imposibilidad radical: mien-
tras el Espíritu no sea enviado, el hombre no puede ver al Padre en el Hijo.
Los reproches de Cristo a los discípulos se terminan pues con la promesa de
que el Espíritu les será enviado por el Hijo, vuelto al Padre (Jn 14, 16 ss.).
Hólderlin, al mencionar inmediatamente el don del espíritu (v. 77-78), hace in-
tervenir también directamente la relación trinitaria del Hijo con el Padre. Así
pues, no hay ninguna inversión del discurso de Jn 14, sino concentración del
mismo. En cuanto a la observación según la cual es «tan tendencioso querer
confundir el pensamiento religioso del poeta con el cristianismo ortodoxo, co-
mo escamotear la presencia de referencias [bíblicas] en el texto» (1212), la
suscribimos en lo que concierne a las referencias, demasiado numerosas y ex-
plícitas como para que sea posible pasarlas por alto con seriedad. En lo que se
refiere a mantener una relación estrecha entre Hólderlin y el «cristianismo or-
todoxo», esto sólo resulta «tendencioso» en el caso de que la cuestión de lo di-
vino griego y lo divino cristiano quede retenida en un ámbito polémico. Hól-
derlin, al restablecer una fraternidad entre Baco, Hércules y Cristo, no reduce
tal vez tanto este último a una figura, sin privilegio, del politeísmo en el que
están inmersas las primeras, cuanto que toma en serio a los dioses griegos co-
mo la figura, tan pasada como decisiva, de una cierta época de lo divino. Que
Cristo sea privilegiado por encima de los dioses griegos, supone precisamen-
te su «fraternidad» con ellos. Su recapitulación (en el sentido, por supuesto,
de san Pablo, Ef 1, 10, de san Ireneo y de algunos otros) no significa una
descalificación polémica, sino una fundación de la figura griega de lo divino
en otra —la del Padre— que la preserva. Evidentemente, esta perspectiva se
nos ha vuelto extraña, y creemos tener que escoger entre el sincretismo vago,
insulso y crítico, y el desprecio expeditivo, suficiente y chateaubrianesco. Los
primeros Padres de la Iglesia procedían de otro modo. Hólderlin nos invita,
también aquí, a meditar la unión de lo que nuestras vanas alternativas diso-
cían. Hagamos por fin una última observación: para distinguir entre Hólderlin
y el «cristianismo ortodoxo», hay que conocer a ambos en profundidad. Pero,
además de que esta doble pretensión se haría enseguida insostenible, ¿por qué
no admitir que, tal vez, Hólderlin nos enseña más sobre el cristianismo, que la
idea que nosotros nos hacemos de él, y que, recíprocamente, el misterio cris-
tiano nos enseña más sobre Hólderlin de lo que nunca podrán hacerlo nuestras
convicciones polémicas? En fin, no hay que olvidar ciertas confesiones de fe
cristiana aparentemente explícitas: A su madre, sin fecha, n.° 41, GSA, 6, 1,
63-64; A Breunlin, 10 de enero de 1798, n.° 151, 260-261; A su madre, enero
de 1799, n.° 173, 308-314; trad. cast., Correspondencia completa, respectiva-
mente, 115, 355,41 lss. Queda por último la extraña declaración reseñada por
W. Waiblinger: «Estoy a punto de hacerme católico» (en P.-J. Jouve, Poémes
de la Folie de Hólderlin, Gallimard, Paris 1963, 130).

135
40. Fiesta de la paz, en Samtliche Werke, editio minor, 344, 19-20, cuya
primera estrofa puede ser comparada con las diferentes versiones de Conci-
liador..., GSA, 2, 1, 130, 1-14; 133, 1-13; y por último, 136, 1-13: «Concilia-
dor en quien nadie ha creído jamás, / que estás ahí en este día, es la figura del
amigo que para mí / tú asumes, inmortal, pero plenamente. / Yo (¿te?) reco-
nozco la altura / que me hace doblar las rodillas». El final de la estrofa co-
rresponde a Fiesta de la paz, en Samtliche Werke, editio minor, 344, v. 20-24,
citado anteriormente.
41. A su cuñado Breunlin, 10 de enero de 1798, n.° 151, GSA, 6, 1, 260-
261; trad cast., Correspondencia completa, 355.
42. Hólderlin, aquí, se coloca en oposición a ciertos autores que, ante él,
se desvanecen. Vigny, Jean-Paul e incluso Nerval y Hegel sólo conciben el re-
tiro de lo divino como un suplemento del amor humano con respecto a la in-
suficiencia culpable de «Dios», cuyas pretensiones se derrumban al liberar la
autosuficiencia fantasmal de un eros humano que se vuelve hiperbólico. Hól-
derlin es el único que da a pensar que esta hipérbole del Eros delata la falla
del hombre, y que, al contrario, el silencio del Padre lo revela con una uresis-
tibie evidencia como Padre, porque sólo Hólderlin se ha entregado suficiente-
mente al retiro para encontrar en él al Padre. El P. L. Bouyer, en Religieux et
eleres contre Dieu, Aubier, Paris 1975, ha estigmatizado, con el vigor acerbo
de los conversos y la viva indignación del creyente, esta actitud orgullosa e in-
genua del ateísmo impregnado de devoción que devasta los medios clericales.
43. San Bernardo, Sobre el «Cantar de los cantares», XX, 8; trad cast. de
I. Aranguren, Obras V, B.A.C., Madrid 1987, 289.
44. Es sabido que en tiempos de la disputa de los iconoclastas, en el Bi-
zancio del s. VIII, el icono fue rechazado como ídolo. La fórmula que ha sido
mantenida por la ortodoxia evita tanto privilegiar el icono (lo que equivaldría
al monofisismo), como su descalificación (para evitar el nestorianismo); dicha
fórmula, concluye que «el honor que se rinde al icono pasa a su prototipo, y
quien adora al icono, adora en él a la persona de quien está allí trazado» (Con-
cilio de Nicea II, 787, en Denzinger, 302). El reenvío de la naturaleza huma-
na a la naturaleza divina expresa, en Ja persona misma de Cristo, el desplaza-
miento del Hijo con respecto al Padre. Sin este desplazamiento, el Hijo, ne-
gándose como Hijo, oculta al Padre, y se derrumba como Dios. Cf. C. von
Schónborn, L’Icdne du Christ..., 217-227.
45. Patmos, I, 168, 100-102 y 169, 125-127; PC II, 141 Estas dos se-
cuencias aluden respectivamente a Pentecostés (Hech 2, lss), y a la doble apa-
rición a los discípulos en Le 24, 36ss, Jn 20, 19-23, y en Jn 10, 26. Conviene
recordar otro texto sobre el Espíritu, en su acepción trinitaria, Fiesta de la paz,
en Samtliche Werke, editio minor, 345.
46. Patmos, 169, 132-135; PC II, 141.
47. «Semi-dios» indica menos una restricción de la divinidad (tanto Baco
como Cristo reciben en ocasiones este calificativo, y en otras el de «dios»),
que un modo de la divinidad: a saber, el que se revela en la belleza y toma fi-
gura allí de modo inmediato y provisional, inaccesible para el hombre, a me-
nos de hundirse en ello.

136
48. Pan y vino, § 8, 94, 125-127, y luego § 7, 93, 109-111; Las grandes
elegías, 117, 115.
49. Fiesta de la paz», en Sdmtliche Werke, editio minor, 346, 80
50. Pan y vino, § 7, 93, 110-112; Las grandes elegías, 115.
51. Conciliador, 1, 131, 44. Cf. Conciliador, II, 134, 51, y Fiesta de. la
paz, en Sdmtliche Werke, editio minor, 345, 52. Schonen, en este sentido, se
halla también en A la madre tierra: «Entre tanto, ¡oh Poderoso!, / cuida al can-
tor solitario» (124, 3 1 -32; PC II, 81); Mnemosyne, 1 y II, «Sin benevolencia en
efecto / son los celestes, cuando alguien, al cuidar de su alma, no se contiene»,
194, 49-51, y 196, 48-50; Notas sobre Antigona, § 2.
52. El único, III, en F. Hólderlin, Sdmtliche Werke IV, (ed. Heelingrath),
Berlín 21923, 234; Bescheiden reenvía a Pan y vino: «...tanto si es mediodía o
medianoche, / persiste una común medida para todos, / si bien a cada cual se
le asigna la suya» (91, 43-45; Las grandes elegías, 107). Esta repartición que
Cristo realiza, con la reserva de un soberano, para sí y para los otros, reenvía
a la del Padre con respecto a él: «Y yo os hago entrega de la dignidad real que
mi Padre me entregó a mí» (Le 22 29). Lutero traduce διατίϋεσθαι por (sicfí)
bescheiden.
53. La relación a-histórica, y tal vez por ello tanto más sorprendente, que
une a Máximo el Confesor y a Hólderlin tendrá que ser retomada por sí mis-
ma. En lo que concierne al papel eminente de la voluntad dentro de la relación
con la caridad de Dios, cf. H. Urs von Balthasar, Kosmiche Liturgie, Maximus
der Bekenner: Hóhe und Krisis des griechischen Weltbildes, Freiburg im Bres-
lau 1941, cuya segunda edición, Kosmiche Liturgie. Das Weltbild Maximus
des Bekenners, Einsiedeln 1961, modifica y completa ampliamente la prime-
ra versión; y J.-M. Garrigues, Máxime le Confesseur. La charité, avenir divin
de l’homme, Beauchesne, Paris 1976.
54. Patmos I, 171, 212-213; PC II, 141 ss. Esto recuerda mucho las lór-
muías bíblicas sobre la interrupción de la profecía y el silencio de Dios (1 Sam
3, 1; Miq 3, 5-9; I Mac 4, 46; 9, 27; 14, 41; etc.).
55. Estos temas son precisamente cristianos: que Dios mismo bendiga los
dones que se le dan, que el sacrificio eucarístico sea un memorial de las ma-
infestaciones anteriores de Dios en prenda de su culminación a través de la ve-
nida del Mesías, que la eucaristía nos proporcione una presencia por lo demás
insostenible para nuestra debilidad. Cf. J. Jeremías, Die Abendmahlsworte Je-
su, Vandenhoeck & Ruprecht, Góttingen 1967; trad. cast. de D. Mínguez, La
última Cena, Ed. Cristiandad, Madrid 1980; L. Bouyer, L’Eucharistie, Des-
clée, Paris 1966; Id., Le Fils éternel, Cerf, Paris 1973, 140-152, 217-237, etc.;
y por último, G. Martelet, Résurrection, Eucharistie et Genése de l’homme,
Desclce, Paris 1972, a pesar de ciertos puntos que deberían ser discutidos.
56. Cf. Notas sobre Antigona, § 2; trad cast. en F. Hólderlin, Ensayos, Hi-
perión, Madrid, 147, y el comentario de J. Beaufret, Hólderlin et Sophocle,
34-36.
57. Cf. las Cartas, n.° 261, 262, 271, 277 y 303, como las más significa-
tivas. Esta numeración de las cartas coincide con la de la traducción castella-
na antes citada.

137
58. Cartas, n°. 271; trad cast. en Correspondencia completa, 576. Cf. las
Cartas, n° 253, 274, 275, 277, 280, 283, 284, 286, 287, 290, 297 y 298
(«...porque le tengo que decir lo que le escribo con las menos palabras posi-
bles, ya que de momento no tengo otra manera de expresarme»; trad. cast. en
Correspondencia completa, 587), 300, 303, 310 y 312. No se trata de una bra-
quilogía, ni de falta de respeto, y aún menos de ironía cortés. Se trata de la im-
posibilidad de mantener la medida que asegura al cara a cara la serenidad de
una conversación. Hay que mantenerla por un tiempo, y luego renunciar a la
relación, hasta que llegue otro tiempo que dispense de nuevo la gracia del en-
cuentro; pues «el tiempo es puntualmente preciso y misericordioso» (4 su ma-
dre, n.° 307, GSA, 6, 1, 467; trad. cast. en Correspondencia completa, 591; cf.
también las cartas n.° 250, 251,257).
59. Esto tendría que ser retomado según lo indicado por el notable artícu-
lo de A. Besanqon, Du modéle chrétien de résolution du complexe d’Oedipe:
Contrepoint 6 (París 1972) 79-94.

138
INTERMEDIO 2

El retiro que nos preserva disimula al mismo tiempo su protec-


ción. Quien no ha sido educado por el ir y venir entre el exilio y el
cráter, no puede distinguir entre el retiro del Padre y la retirada de
los dioses. Por tanto, hay que emprender la tarea de decir. Decir
para identificar el silencio. Se objetará: ¿no acaba Hólderlin preci-
sámente de hablar, y de revelar poéticamente la retirada de los dio-
ses como retiro del Padre? ¿no acaba de decir precisamente lo que
está por decir, y de modo definitivo, por cuanto que una vez más la
palabra poética ha precedido y sobrepasado al discurso concep-
tual? Sí, sin duda. Pero, extrañamente, la pregunta puede invertir-
se: el poeta lo ha dicho todo, pero, ¿qué estatuto cabe reconocer a
esta palabra? Esto no significa preguntar, estratégica y trivialmen-
te, «¿desde dónde habla Hólderlin?». Los poemas responden so-
bradamente a esta cuestión. Preguntamos por el modo del discurso
utilizado por Hólderlin, o más bien por el modo del discurso que él
deja hablar en él mismo. Hay dos puntos que subrayan la pertinen-
cia de nuestra pregunta.
En ciertas ocasiones, nuestra lectura ha podido dar la impresión
de «forzar el texto». El texto ha sido ciertamente forzado, pero no
como una violación, sino como se fuerza una puerta. Pues la fre-
cuente ambivalencia de ciertos términos decisivos suscita la ambi-
güedad e invita a leer de más (o de menos). Así, «Vater» puede en-
tenderse con respecto al padre, a Zeus, al Eter o al Padre de Jesús,
Cristo. Por ello, la fraternidad de Cristo y de los dioses griegos os-
cila entre la asunción de éstos en aquél y la semidivinidad de Je-
sús. Hay pues que escoger. Y así la polémica de los comentadores
halla su sustento, aunque no encuentre justificación alguna para su
parcialidad. Tanto aquí como en otros lugares (pensamos todavía
en Rimbaud), el texto poético da pie a múltiples lecturas, y entre
ellas a la lectura teológica. Pero, ¿de dónde proviene este juego
múltiple del sentido? No vale invocar aquí la vaguedad poética,
ante todo porque el rigor culmina en la poesía. Queda pues por re-
conocer que la indecisión teológica no se opone al rigor poético.
La indecisión no se debe aquí a una supuesta vaguedad, ni a una
serie de fundidos provocada por el peor sincretismo. Refleja una
dificultad que el decir poético puede evitar, pero que no puede abo­

139
lir, ni tampoco enunciar directamente. Si el poema queda teológi-
camente ambivalente, esta insuficiencia no depende de la poesía
que aquí va más lejos que nunca -, sino de lo divino. La inconve-
niencia de las palabras, incluso y sobre todo cuando la poesía les
asigna su alcance más alto, surge cuando lo indecible entra en jue-
go. El texto que dice delata esta entrada en juego de lo indecible
con su polisemia permanente, y la festeja con su alquimia verbal.
El concepto tiene todavía que precisar cómo puede el poeta hablar
con ambigüedad y, sin embargo, rigurosamente. El poeta no dice
nada de ello, porque precisamente así puede decirlo todo.
Otra pregunta: ¿cómo puede entrar en juego lo indecible en el
discurso holderliniano? No lo indecible bajo la forma al fin y al ca-
bo todavía decible del ente supremo, sino lo indecible de la distan-
cia. Ya no se trata de decir un objeto, ni siquiera trascendente, o su-
premamente «personal». Se trata de significar la distancia en la que
el retiro se convierte en la insistencia suprema. Lo divino se ejerce
de modo paterno cuando su advenimiento coincide con su receso.
Se trata pues de decir, no tanto un ente, cuanto una separación
(Dios se separa), es decir, una nada, la nada misma de la distancia
en la que el Hijo se despliega bajo el retiro paterno. Lo indecible
está por decirse doblemente: como un no-ente supremo y como una
separación hiperbólica. ¿Qué modo de discurso conviene a estas
dos exigencias? O mejor:¿qué modo de discurso opera ya en el tex-
to holderliniano, y asegura su pertinencia? Según Hólderlin, lo que
está en cuestión son «los nombres santos», cuya insuficiencia sus-
cita el canto de alabanza: «una lira concede a cada hora los tonos».
En virtud de la misma contemporaneidad que le pone en concor-
dancia con Nietzsche, Hólderlin remite expresamente a Dionisio.
Este último, llamado con toda justicia el Areopagita en recuerdo
del ateniense convertido por Pablo, y tratado impropiamente de
pseudo-, elaboró, de modo decisivo para la tradición, una teoría no
predicativa del discurso. Lo que se denomina ahí con cierta ligere-
za «teología negativa», no tiene nada de negativo, sino que asegu-
ra un discurso bajo la modalidad de la alabanza. Así pues, para
honrar a Hólderlin y a ese dios que según Nietzsche quiere ser ala-
bado, lo más conveniente será meditar los Nombres divinos y la
Teología mística.

140
La distancia del requerido
y el discurso de alabanza:
Dionisio

¿Qué nombre pronunciaré cuando bendigamos la me-


sa? / Y decidme, cuando descansemos tras la anima-
ción del día, / ¿cómo dar las gracias? ¿nombraré al
Altísimo? /Las indiscreciones no agradan a un dios, /
y a nuestra alegría le falta fuerza para concebirlo. / A
veces sólo podemos callar; los nombres sagrados fal-
tan. / Laten nuestros corazones pero no nos alcanzan /
un laúd basta para dar su voz a cada hora, / y quizás
ello agrade a los celestiales que se nos acercan.
(Hólderlin, Retorno)

...quién es ese espíritu y dios problemático que quiere


ser alabado de este modo.
(Nietzsche, Más allá del bien y del mal § 295)

Segnen sinnt.
(Heidegger, Aus der Erfahrung des Denkens)

§13. La eminencia impensable

La distancia paterna ofrece el único lugar de una filiación. Da-


jo que en ella coinciden estrictamente la intimidad de lo divino y
21 retiro, esta paradoja puede dar lugar a confusiones: para que nos
resulte posible habitar la distancia, ésta debe ser identificada. Ella
sólo se identificará si podemos decirla, y hablar de ella. Sólo po-
iremos hablar de ella si provenimos de ella, y permanecemos en
ella. Hablar de (desde) la distancia: de ella y también a partir de
ella. Pero, ¿qué lenguaje puede convenir a la distancia?
No se trata de decir el Ente supremo haciéndolo objeto de una
predicación; ni de dejar que él enuncie, como sujeto absoluto, una
predicación de sí mismo por sí mismo. Se trata de designar el ad-
venimiento a nosotros de un retiro. Ningún ente, ni siquiera supre-
mo, se da para ser captado, pues el don sobrepasa a lo que cual-
quier ente pudiera dar aquí. Aunque doblemente indecible, este en-
vite se caracteriza precisamente por las condiciones mismas de su

141
inefabilidad. Pues si, tal como establece en principio Dionisio,
«...las cosas divinas han de entenderse de modo conveniente a
Dios»1, las imposibilidades de pensar coinciden con las condicio-
nes de autentificación de lo que se da a pensar. La distancia obliga,
como censura y como condición, a pensar algo doblemente impen-
sable por exceso (supremacía sobre el ente en general) y por de-
fecto (retiro como insistencia, sin ente). Así no se puede recusar el
deber de (intentar) pensar la distancia invocando ciertas imposibi-
lidades teóricas. Invocar la imposibilidad de mantener una relación
con el referente, tal como hace una gran parte de la ciencia lin-
güística, con el fin de descalificar el discurso de la distancia, no es
sostenible: pues la distancia concierne a un no-referente, cuya in-
dudable resistencia supone el retiro, o dicho vulgarmente, la au-
sencia. Es decir, la distancia, al prohibir radicalmente la considera-
ción de Dios como objeto o como ente supremo, escapa al desen-
lace último de un lenguaje del objeto —el cierre del discurso, y la
desaparición del referente—. O, si se quiere sostener que Dios se
inscribe en el juego de la referencia, hay que entender esta última
con un sinnúmero de correcciones (referente sin estatuto de objeto,
etc.), hasta llegar a que el referente admita en sí la separación de la
distancia. El cierre del discurso y la referencia al ente supremo
coinciden en algo que es recusado por la distancia: tratar a Dios co-
mo ente (alcanzable o no). El envite de la distancia consiste ante
todo en la prohibición de reclamar en lo que concierne a Dios un
tratamiento óntico. Sólo bajo esta condición, las cosas divinas po-
drán ser entendidas divinamente.
La objeción idolátrica podría tomar otra orientación, y decir:
dado que no podemos pensar la distancia, ni hablar de ella, puesto
que no proporciona «nada» al enunciado, ¿hay que mantener toda-
vía su legitimidad, siquiera problemática? ¿habría siquiera que
pensar en pensar lo impensable? Podríamos desentendemos de es-
ta inútil preocupación sin perjuicio alguno. A menos que precisa-
mente lo impensable sea aquello mediante lo cual se piensa lo im-
pensable. Si «la incomprehensibilidad es la razón formal del infi-
nito»2 (Descartes), lo impensable sólo llega a ser considerado co-
mo tal en la medida en que permanece impensable. Por este cami-
no nos acercamos al punto de vista del absoluto. Pero no nos acer-
camos a él prestándole alegremente el estatuto de sujeto, tomado
de nuestro ego y metaforizado unívocamente, sino admitiéndolo
como ab-soluto: desligado de toda relación, y por tanto de toda re-
!ación pensable, que lo enlazara con un absurdo «otro de él». El ab-
soluto disuelve el lazo que lo liga a nuestro pensamiento. El se des-
liga, y provoca así una derrota que concuerda rigurosamente con el

142
ab-soluto como tal, y que en su derrota le honra. En lugar de que la
imposibilidad, láctica y teóricamente inevitable, de pensar lo ab-
solutamente impensable elimine la tarea de pensarlo, dicha impo-
sibilidad lo autentifica y en cierto sentido lo inaugura. La verifica-
ción experimental de que lo impensable no es una quimera consis-
te precisamente en que el pensamiento no llega a pensarlo. El pen-
samiento resulta reforzado al fracasar ante lo impensable. Este fra-
caso se convierte en su primer recurso y en nueva incitación. Por
tanto, decimos: no sólo hace falta decir la distancia, sino que la im-
posibilidad de decirla en el modo de otros enunciados la garantiza
como tal, e incluso la culmina. Lo que denominamos precipitada-
mente como aporía encubre de hecho la conveniencia única del dis-
curso con aquello de lo que se trata: «...divinamente de las cosas
divinas».
La coincidencia rigurosa de la culminación con la imposibili-
dad se manifiesta en un ejemplo notable, y memorable gracias a la
tradición inmemorial que ha suscitado. Dicho ejemplo añade sobre
todo un tercer carácter del discurso de la distancia: que la enun-
ciación de la distancia incumbe a la distancia misma. Cuando Moi-
sés oye que Dios le revela su nombre, oye ‫( אהיה אשר אהיה‬Ex 3,
14); lo cual siempre se ha podido comprender de dos modos opues-
tos. Por un lado, «Yo soy el que soy (por excelencia)», hasta el
punto de reconocer ahí la afirmación de un ser, e incluso de una
existencia suprema (santo Tomás, según lo que E. Gilson denomi-
na la «metafísica del Exodo»), o, por el contrario: «soy lo que
soy», sin que mi presencia sea explicitada ni comentada por nom-
bre alguno, salvo el nombre silencioso de mi presencia activa. Na-
da más falso que la oposición de ambas traducciones y tradiciones.
Su contradicción sólo aparece para quien las disocia fuera de la
distancia. Pues «el hecho de que Dios se exprese lo hace nombra-
ble y accesible, e igualmente revela su ser incomparable y su inac-
cesibilidad. Manifiesta su nombre, pero sólo como santo»3 (H. Urs
von Balthasar). Las dos vertientes del mismo proferimiento hallan
su estatuto propio una vez que han sido reconducidas al único que
da su Nombre. El Nombre no tiene nombre en ninguna lengua.
Ninguna lengua lo dice ni lo comprende. Por ello, el judío nunca
pronuncia el tetragrama que, sin embargo, lee. Al sustituirlo oral-
mente por otros títulos, se indica que el Nombre no pertenece a
nuestro lenguaje, sino que le adviene de otra parte. El Nombre pa-
rece como un don en el que, con el mismo gesto, lo impensable nos
da un nombre como aquello en lo que se da, y también como don
dado por lo impensable, que sólo se retira sin embargo en la dis-
tancia del don. Así pues, el Nombre entrega lo impensable como

143
impensable que se da‫׳‬, este mismo impensable también se da, y por
tanto se retira en la distancia anterior que rige el don del Nombre.
El Nombre, en un mismo movimiento, entrega y retira. Por su-
puesto, esta convergencia, que halla en la palabra bíblica los dos
caracteres fundamentales de la distancia, está enraizada en otro ca-
rácter: el Nombre que distancia no proviene de una predicación
realizada por fin con éxito por un locutor humano hábil o afortu-
nado. Nadie da a Dios su Nombre, sino que es Dios quien lo entre-
ga. Este ofrecimiento del Nombre por parte de lo impensable, que
se revela ahí como impensable, proporciona su exigencia máxima
al requerimiento de pensar divinamente las cosas divinas. Hay que
pensarlas a cuenta de Dios mismo. Es decir, dejar a cuenta de Dios,
lo impensable, el cuidado de ofrecerlas. Lo impensable se da él
mismo a pensar como impensable. El nombre no resulta de una
predicación que, a través de la frontera de lo impensable, nosotros
pudiéramos efectuar desde lo pensable a lo impensable, a la mane-
ra de un trazo que, lanzado contra el sol, consiguiera llegar a él de
modo milagroso y estúpido. El Nombre nos adviene como impen-
sable en lo pensable, porque lo impensable en persona nos lo ofre-
ce, al igual que un poema perfecto, desconocido y anónimo, des-
encubre por entero al poeta y lo encubre infinitamente. La distan-
cia tiene que mantener el lenguaje que la identifica. Lo impensable
habla incluso antes de que nos parezca oírlo; la distancia anterior
nos habla con un lenguaje que precede nuestra predicación y la in-
vierte. Más esencial que la predicación que nosotros (no) podemos
ejercer sobre lo impensable, aparece la donación del Nombre, con
la que lo impensable nos gratifica silenciosa y sobreabundante-
mente, en plena distancia.
En el caso de admitir esta inversión, un tanto azarosa, ¿cómo
concebir precisamente el lenguaje que conviene a la donación del
Nombre, anterior y muda? ¿qué estatuto puede tomar a partir de
ahora nuestro discurso? Dionisio dice que «en humilde silencio
adoramos lo inefable»4. Pero este silencio todavía habla, o, mejor
dicho, culmina un discurso que se sublima en silencio. ¿Qué decir
por tanto del Nombre que se da al decirse, y que así se hace? El
Verbo divino permanece «por encima de todo nombre que se nom-
bra, no sólo en este mundo, sino también en el que viene» (Ef 1,
21). Pero el Verbo, humanizado por la encarnación y glorificado
por la resurrección, recibe del Padre «el nombre que está por enci-
ma de todo nombre», a la manera de una gracia (έχαρίσατο, Flp 2,
9). En el momento mismo en el que escapa a toda denominación
humana, el Hijo recibe del Padre, en distancia y como gracia, el
Nombre. Pero, ¿qué ocurre con los hombres y su discurso subver­

144
tido y evitado así por la conversación divina? «...ante el nombre de
Jesús / doble la rodilla todo lo que hay en los cielos, en la tierra y
en los abismos, y toda lengua proclame [en homología
(έξομολογήσηται)] que Jesucristo es Señor para gloria de Dios Pa-
dre» (Flp 2, 10). El Nombre dado, en tanto que Logos, convoca del
lado humano a una homología, o si se prefiere a una comunión de
palabra y de pensamiento. Pero esta homología resultaría debilita-
da, si no fuera entendida a partir de la humanidad vivida de modo
crístico. Pues el modelo operante de la homología proviene de
Cristo que, concentrando sobre su persona el estatuto de lo huma-
no, sólo recibe la homología de los hombres tras haber restituido la
homología al Padre: «yo te alabo (εξομολογούμαι) en homología,
Padre, Señor del cielo y de la tierra...» (Mt 11, 25 y Le 10, 21). El
Verbo recibe el Nombre, como suyo, a partir del Padre. Para ello,
permanece en homología confesante con el Padre. Del mismo mo-
do, el hombre sólo recibe el Nombre, que le precede en la distan-
cia, para recogerlo en una homología. De tal manera que «cada uno
restituya por su cuenta su logos a Dios» (Rom 14, 12). La homo-
logia del Hijo al Padre da la medida de la homología de nuestro
discurso con respecto al Nombre, recibido para predicación. Dicho
con más claridad: el lenguaje humano debe recibir el Nombre del
mismo modo que Cristo ha recibido del Padre el Nombre. Su re-
cepción impone el desposeimiento y el abandono hasta la muerte.
Del mismo modo el lenguaje conduce su discurso hasta la negación
y el silencio. Pero del mismo modo que la muerte desarrollada de
acuerdo con la precisión del amor madera en resurrección, el si-
lencio alimenta la proclamación infinita. El lenguaje muere, en
efecto, por renunciar a una predicación de lo impensable, pero es-
ta aporía le ordena violentamente hacia una recepción diferente:
hablar en homología con el Nombre. Pasar de un modelo de len-
guaje en el que se ejerce una toma de posesión del sentido por par-
te del locutor, a un modelo en el que el locutor recibe el sentido,
junto con el Nombre, por homología: «.. decir divinamente»5. Ha-
ría falta nada menos que un modelo lingüístico del desposeimien-
to del sentido, para comenzar a aproximarse a aquello de lo que a
fin de cuentas se trata aquí. A su manera, Dionisio ha intentado so-
lamente esto en lo que se ha dado en llamar «teología negativa»6.
Tal vez estemos ahora en condiciones d* comprender su elabora-
ción como la respuesta conceptual que, en cierto sentido, Dionisio
da a la exhortación de san Pablo: «el saber envanece; sólo el amor
es de veras provechoso. Si alguno cree que sabe algo, es que toda-
vía ignora cómo hay que saber; pero si ama a Dios, entonces Dios
está unido a él» (1 Cor 8, 1-3). Sólo el !mor puede pretender co­

145
nocer el Amor. Pero el conocer supone la mediación conceptual y,
como mínimo, la mediación lingüística. El lenguaje, incluyendo el
lenguaje conceptual, ¿puede convertirse en homogéneo al Amor?
En cierto sentido, el pensamiento no halla dificultad alguna pa-
ra nombrar a Dios. Es completamente natural que Aquel que debe
ser pensado como «la causa que permanece más allá de todas las
cosas», deba recibir legítimamente a partir de todas estas cosas to-
das las calificaciones que se perfilan en ellas: «todas las tesis de los
entes deben ser establecidas y afirmadas de él». Con respecto a
Dios, lo menos que se puede hacer es reconocer que él es tanto co-
mo cualquier otro ente, que vive tanto como cualquier otro vivien-
te, que piensa tanto como cualquier otro pensamiento pensante, etc.
La infinidad de las perfecciones supuesta por la definición nominal
de lo Absoluto rige evidentemente la infinidad de sus denomina-
ciones. Así pues, la afirmación indicará constantemente las «per-
fecciones» de «Dios»; constantemente, sin dificultad, pero no sin
peligro. Y esto, en primer lugar, porque al apoyarse sobre todos los
entes, se corre el riesgo de «caracterizar la causa que permanece
más allá de todas las cosas a partir de los entes ínfimos, y decir que
ella no trasciende ninguna de las imágenes multiformes y vacías de
Dios, formadas idolátricamente»7. Si todo debe ser afirmado de
Dios, ¿se dirá que le incumben también las trivialidades (los pelos
y el polvo, tal como preguntaba Platón)? Para evitar esta idolatría
«impura» e indigna, sería natural aplicar este correctivo: seleccio-
nar los atributos que ofrezcan el soporte más conveniente para una
predicación de lo Absoluto, y proceder a partir de «lo que esté pró-
ximo de él»8. Pero, ¿cómo puede determinarse lo que está más o
menos próximo de lo Absoluto, sin aplicarle nuestra propia estima-
ción? La refutación de la idolatría ingenua conduce todavía a una
idolatría de segundo grado: a una crítica antropomórfica. Crítica in-
genuamente idólatra que decide entre lo divino y lo no-divino, co-
mo si pudiéramos garantizar por nosotros mismos la conveniencia
de esta o aquella atribución a la trascendencia impensable. Para
evitar tal idolatría, no se debe «partir de los términos primordiales
con el fin de volver a descender, através de los términos interme-
dios, hacia los últimos» —lo cual supondría que afirmamos idolá-
tricamente las perfecciones, y que las atribuimos como perfectio-
nes—, sino que se deben negar las atribuciones como imperfeccio-
nes: «a partir de los últimos escalones, ascender hasta los términos
principales»9; o incluso más: al «ascender a partir de lo bajo hacia
lo sublime», el espíritu asume la tarea de suprimir (άφαιρειν) los
atributos, incluso los más altos y los más «divinos» (o supuesta-
mente tales): «despejando por vía de supresión a aquel que está por

146
encima de toda supresión». Este ascenso coincide con la negación
de los atributos10. Hay que señalar que las denegaciones conciernen
lanto a los nombres extraídos de lo sensible corporal (figurable,
mensurable, variable, etc.), como a los nombres inteligibles mis-
mos, incluso a los que el neoplatonismo considera como más con-
venientes: «...ni Uno, ni Unidad, ni Divinidad, ni Bondad»11. Así
pues, el nombre más apropiado no se halla ni en el Uno plotiniano,
ni en el ídolo sensible más grosero. De este modo la vía negativa
desempeña un doble papel: en primer lugar, al negar de Dios 10 que
evidentemente no puede ser afirmado de él (los nombres extraídos
de lo sensible, infinitamente alejados e inconvenientes), elimina la
primera idolatría. En segundo lugar y sobre todo, esta vía niega de
Dios lo que se puede, aparentemente de modo legítimo, afirmar de
él (los nombres extraídos de lo inteligible). En cierto momento del
ascenso negativo, la apófasis encuentra los nombres inteligibles ya
afirmados por la catáfasis. A partir de entonces, la apófasis no des-
peja meramente las inconveniencias más obvias del discurso, sino
que elimina también las concepciones más elevadas como no per-
linentes. Dichas concepciones, al ser afectadas en su seguridad, se
invierten, y cancelan su primacía ilusoria: «Los términos más di vi-
nos y sublimes de entre los términos visibles e inteligibles son
enunciados hipotéticos para sugerir (υποθετικούς τινας λόγους) lo
que permanece sometido a Aquel que trasciende todas las cosas;
gracias a ellos se muestra su presencia que sobrepasa todo conocí-
miento»12, porque «ella conoce más divinamente las cosas di vi-
ñas»13, desprendiéndolas de todo sustituto idolátrico. La negación
mantiene ciertamente una relación entre Dios y nuestro lenguaje
que, si es usada exclusivamente como inversión y para la inversión,
evita por lo menos la idolatría más obvia. En este sentido, «la ne-
gación parece ser más propia para hablar de Dios, y la afirmación
positiva resulta siempre inadecuada al misterio inexpresable»14.
Pero hay que entender correctamente este sentido. No significa en
absoluto que la negación constituya la última palabra del discurso
sobre Dios. Pues mientras fuera tomada solamente como una afir-
mación invertida, persistiría en su pretensión categórica. Sencilla-
mente, en lugar de decir lo que es Dios, diría lo que Dios no es.
¿Quién no será capaz de ver que en ambos casos se ejerce la mis-
ma intención —pretender alcanzar la esencia de Dios—, como si él
se organizara en torno a alguna esencia? Mientras la negación per-
manece como categórica, permanece como idolátrica. Cuando ella,
a fuerza de negaciones, disuelve propiamente aquello a lo que su-
puestamente apuntan, y elimina lo Absoluto, eso se produce a eos-
ta de una idolatría —la de la «teología negativa»—. En este senti-

147
do, no cabe ninguna duda: «la teología negativa es la negación de
toda teología. Su verdad es el ateísmo»15 (C. Bruaire). La negación
se convierte en no-conocimiento, porque el espíritu sólo experi-
menta en ella una inversión de la categoría, sobre un fondo de in-
genuidad idolátrica. La negación cree que solamente ejecuta una
inversión de la predicación sobre un objeto dado. Así, el objeto es
vaciado poco a poco. Pero la negatividad acaba por ser tan vana
como la positividad. Pues ella no accede a lo que solamente ella po-
dría permitir entrever: un más allá de los dos valores de verdad de
la predicación categórica.
Hay que meditar con más exactitud el estatuto y el alcance de
la negación. Ella no niega aquello de lo que trata, despojándolo su-
cesivamente de todos sus atributos, sino que despeja todavía mejor
aquello a lo cual parecía convenirle más esencialmente ciertas de-
nominaciones. La negación, en lugar de abrir sobre el vacío, des-
cubre y subraya una silueta. Al igual que el escultor quita del ma-
terial bruto y visible lo que hace invisible lo invisible que está por
ver —la forma misma—, de modo que la piedra ya no oculte lo que
ella contiene, así «nosotros lo negamos y sustraemos todo con el
fin de conocer sin disimulo este no-conocimiento, que es disimula-
do en todos los entes por los conocimientos»16. Conocer el no-co-
nocimiento disimulado por nuestros conocimientos no es lo mismo
que ignorar o hundirse en el vacío de la cosa o del saber. Se trata
más bien de utilizar la denegación para así conocer mejor —sin
idea—. Este (no-)conocimiento se opone a la idolatría de la predi-
cación categórica, porque en él la vía negativa encuentra, al «as-
cender», los nombres que precisamente la vía afirmativa había pro-
ferido al «descender». La negación y la afirmación conciernen a
los mismos atributos, pero considerados desde dos puntos de vista
diferentes. En lugar de neutralizarse, ambas se refuerzan con una
tensión propiamente impensable. Si la piedra sólo ocultara, no apa-
recería nunca una estatua, y tampoco si, en otro sentido, su visibi-
lidad no fuera el único rostro posible de lo que permanece ahí tan-
to más invisible —la estatua misma—. Es más: una vez que, des-
pejada la estatua, permanece la visibilidad bruta del material, ésta
debe todavía, por así decirlo, volverse invisible para que aparezca
en ella el rostro de la forma; lo invisible, es decir, la forma como
aquello que no pertenece a ningún material particular, permanece
invisible, en la medida en que el material le ofrece la visibilidad di-
simuladora de la masa; el juego de lo visible e invisible, en su ten-
sión indefinidamente reversible, produce la estatua como figura de
arte, y resulta de ella. ¿No es bello este juego? Así pues, cuando la
negación juega con la afirmación, su superioridad le viene de no

148
destruirla y, en cierto sentido, de restaurarla. La negación la res-
taura instaurándola en una relación no dialéctica, sino cuasi-estéti-
ca con ella. De hecho, tal vez la estética no ofrezca por sí misma
ningún modelo para la aparición de la figura teológica; en efecto,
la negación que dinamiza al modelo estético se abre a una profun-
didad diferente. Dionisio subraya que ella niega «según la trascen-
dencia y no según la insuficiencia»17, es decir, que no consigna la
insuficiencia de aquello de lo que trata, sino que proporciona un in-
dicio de la deficiencia de nuestro acceso por medio del lenguaje.
En lugar de permanecer detenida en la denegación, o de entrar en
el juego estético, la negación se vierte hacia la trascendencia de la
cosa misma, hasta el punto de hacerse equivalente a ella —«...en la
negación y trascendencia de todas las cosas»18—. Pero, ¿qué tras-
cendencia entra en juego de este modo? ¿cómo podría ella no re-
caer en la afirmación, bautizada sin riesgo como «vía eminente»?
¿cómo podría evitar ser marca de una ignorancia radical, bautiza-
da púdicamente como «noche del entendimiento»? La negación no
puede afirmar en segundo grado, puesto que acaba de recusar las
afirmaciones (que vienen precisamente de arriba). Tampoco puede
negar, porque confiesa tener en sí los motivos y el impulso de su
propio relevo. Por su parte, el relevo (Aufliebung) no sirve en lo
más mínimo para pensar una trascendencia cuya precisa extrañeza
reenvía a un lugar inagotable. Para que el relevo pudiera operar
aquí haría falta que exhibiese los títulos que justifican no sólo su
pretensión de dar razón del juego entre afirmación y negación, si-
no sobre todo la de su superación. Así pues tendría que atestiguar
que, en lugar de presuponer lo Absoluto, lo Absoluto se despliega
en él; es decir, le haría falta establecer que lo negativo concierne a
lo Absoluto, tal como se experimenta en la conciencia. En el caso
de que esta pretensión fuera justificable, lo cual es dudoso, habría
que garantizar esta tarea. En lo inmediato, el relevo no nos sirve
para nada. Queda por descalificar la cuestión irresoluble, pregun-
tando si la trascendencia no interviene como un «infinito malo».
Pero decidir sobre lo infinito, como «malo» o «bueno», ¿no signi-
fica precisamente decidir sobre lo indecidible? La decisión sobre lo
infinito no puede recusarlo, sino solamente pasarlo por alto. ¿Per-
manece el infinito definido por mí como infinito, o se desvanece a
medida que lo capto? La definición ilusoria de lo infinito lleva a re-
cibirlo como horizonte «natural e inevitable», sólo objetivable por
el pensamiento en la medida en que (tal como hacen el o los infi-
nitos matemáticos) es sustituido por otro objeto. Lo infinito sólo
puede ser tratado «sometiéndole] a él, y no determinando lo que
él es o no es»19 (Descartes). No comprendemos lo infinito, porque

149
es él quien nos comprende. Así pues, sea lo Ab-soluto —liberado
de toda decisión humana, de toda predicación categórica y de toda
reducción— absuelto, por medio de nuestras derrotas, de toda di-
solución. ¿Qué decir de él? Nada le conviene. Incluso el silencio
mismo mentiría, pues sólo la trascendencia debería, por sobrea-
bundancia, movilizarlo; callándonos, nos convertimos en falsos
testigos de la insuficiencia. ¿Qué significa esta eminencia imposi-
ble, ni callada, ni dicha? El paso a la eminencia no abre, como se
cree a menudo, ninguna tercera vía; dicho paso constata la aporía
de una predicación que sólo puede afirmar y negar ahí donde no
conviene ninguna de estas operaciones. Tampoco habría que res-
ponder precipitadamente a esta aporía, que ante todo no debe ser
disimulada, subrayando por ejemplo que «el conocimiento más di-
vino de Dios es el que se conoce por no-conocimiento»20. La ex-
periencia espiritual revelada por esta paradoja no tiene un valor de-
cisivo, al menos aquí, puesto que no pertenece a la cuestión de la
predicación. Aun cuando la vida espiritual halle en el conocimien-
to por no-conocimiento la plenitud, la cuestión teórica del lengua-
je divino no será por ello modificada. En este ámbito, la vida espí-
ritual es una extrañeza que abole la nominación por inesencial, en
lugar de culminarla. En lo que concierne a la investigación teórica,
la vida espiritual permanece, al menos aquí, como una vista del es-
píritu —es decir, lo inverso de una visión por el espíritu—. Nada
garantiza que el espíritu sea el lugar de la denominación. Pues la
aporía del espíritu del hombre tiene la misma extensión que la de
la denominación; no conviene ni afirmar, ni negar, ni sobre todo
pasar a la eminencia.

§ 14. El requerimiento del requerido

Ahora bien, en el momento mismo en que nada conviene, se re-


pite insistentemente algo parecido a una denominación que marca,
sin embargo, el ritmo de la abolición de toda denominación, y que
tal vez la provoca: «...subir hacia lo que está más allá de todas las
cosas... por vía de negación y de trascendencia y por vía de la Cau-
sa (Αιτία) de todas las cosas»21. En este texto, la palabra «causa»
debe ser entendida como αιτία. Sin duda, la «causa» interviene en
ocasiones para justificar ciertas afirmaciones: «todavía hay que
afirmar de él y oponerle todas las tesis de todos los entes, puesto
que es su alúa»22. Sin embargo en la mayor parte de los casos, ella
posibilita, como punto de apoyo íntimo, la negación que provoca
lo Ab-soluto por cuanto que proviene de él: «Αιτία / causa de ser

150
para todas las cosas, no ente en tanto que más allá de toda entidad
(ουσία)», «Decimos por tanto que, como αίτια / causa de todas las
cosas, más allá de todas las cosas, es sin entidad (άναουσίος)»,
«...más allá de todas las cosas por ser la causa de ellas / αίτιος»23.
¿Cómo comprender la intervención aquí de la Αιτία / causa? Si
fuera interpretada como una denominación privilegiada que esca-
para a la ascesis conceptual que ella hace posible, se cometería un
paralogismo grosero. Dionisio, en la misma secuencia, se contradi-
ría abiertamente, con el fin de improvisar una solución a la aporía
de la predicación. ¿Podemos suponer que él piensa con mayor ri-
gor especulativo? Antes de responder, notemos un hecho léxico
patente. La causa / Αιτία guarda una relación privilegiada con ala-
bar: «Los sabios de Dios alaban la causa / Αιτία de todas las cosas,
con múltiples nombres a partir de todas las cosas causadas / των
α’ιτιατών», «la causa / Αιτία de todos los entes debe ser alabada a
partir de todas las cosas causadas». Esto ya fue advertido por Má-
ximo el Confesor, con su prodigiosa precisión teológica, en los Es-
eolios a los nombres divinos de Dionisio: «Dios es alabado por ser
causa / Αιτία de todas las cosas; pues Dionisio no dice: estas cosas
son predicadas (κατεγορεΐται) de Dios; sino propiamente que él es
alabado en ellas (υμνείται)»24. ¿Qué indica aquí la sustitución de la
predicación por la alabanza, y qué tiene eso que ver con la irrup-
ción de la causa / Alúa? El concepto de Αιτία, que acabamos de
traducir por causa, según el uso impuesto por la misma historia de
la metafísica, no ofrece ninguna nueva denominación que hubiera
sido omitida por las operaciones anteriores (afirmación, negación,
eminencia) por simple descuido o por un grosero subterfugio. Si la
Αιτία, aplicada a Dios, es entendida como la moderna «causa de sí
y del mundo», ella vuelve a ser un ídolo más de lo divino (cf. § 2).
Pero la causa interviene aquí para señalar precisamente lo inverso:
que no tenemos ninguna denominación que convenga a Dios, ni si-
quiera como negación. La causa entra enjuego en la medida en que
se pone fuera de juego. O más bien, en la medida en que ella pone
el juego fuera de juego. Dionisio marca esta empresa de descalifi-
cación del juego predicativo por medio de la trascendencia de la
causa: «...la causa / αιτία trascendente a todas las cosas según su
superación», «causa sobreeminente»25. La causa se despliega como
factor de exclusión fuera de la predicación de lo que pretende con-
cernir a lo Ab‫־‬$oluto. Dicho más claramente, el adjetivo fraseen-
dente sólo la comenta, sin modificarla en lo más mínimo. De este
modo, «no se puede señalar ninguna semejanza entre la criatura y
el creador, sin señalar también entre ellos una diferencia todavía
más grande»26. Queda por meditar lo que significa trascendencia.

151
Ella reactiva la aporía de la eminencia: tanto la afirmación como la
negación reenvían a nuestro mundo. Dado que la trascendencia
pretende transgredir lo que nos constituye dentro de un mundo, y
como mundo, ella se convierte rigurosamente en lo impensable: ni
paso al límite, ni negación de la negación, ni infinito acabado en sí,
etc.; la trascendencia se convierte más bien en ese más allá del lí-
mite que descalifica tanto al límite como al más allá para decirlo.
Este impensable es pasado por alto por toda expresión, incluso por
la meramente mental: la palabra que se escribe aquí y el pensa-
miento que se piensa en este instante no pueden callarse, ni conti-
nuar. El silencio defectuoso miente tanto como la palabra vaciada;
el blanco dejado en el texto ofusca tanto como el texto, y el texto
pleno sigue siendo tan hueco como el vacío del blanco. Quien no
experimente esta oscilación y no se experimente en ella no tiene
nada que hacer aquí. Si la causa / Αιτία permanece impensable, si
ella descalifica toda denominación de Dios, y si la trascendencia se
sustrae a la captación enunciante, tal vez podamos convenir en que
la causa no tiene que ser pensada, sino recibida. O incluso: lo in-
concebible permanece irreductible, y recubre toda concepción. La
distancia de lo Ab-soluto precede a todo enunciado y a toda enun-
ciación con una anterioridad que nada podrá abolir. La distancia
anterior evita toda concepción. Pero justamente, ¿debe la distancia
concebirse? La distancia anterior nos concibe, porque nos engen-
dra. No podemos comprender la distancia, puesto que ella nos
comprende. La distancia sólo se da para ser recibida. La distancia
anterior solicita ser recibida porque nos da aún más fundamen-
talmente el recibirnos en ella. La distancia, precisamente porque
permanece como lo Ab-soluto, proporciona el espacio en el que se
nos vuelve posible acogernos a nosotros mismos, acogernos, en el
sentido en el que el atleta, tras haber superado el listón, culmina el
salto en el foso de «acogida» preparado al efecto, foso no excava-
do, puesto que está por encima del terreno (cosa sabida por quie-
nes frecuentan los estadios). En la distancia, nos descubrimos en-
tregados a nosotros mismos, o más bien ofrecidos a nosotros mis-
mos, dados, no abandonados, a nosotros mismos. Eso quiere decir
que la distancia, más que separarnos de lo Ab-soluto, cuida con su
anterioridad de nuestra identidad. Así pues, la distancia denota el
movimiento positivo de lo Ab-soluto que, mediante el distancia-
miento, se desapropia extáticamente de Sí mismo para que el hom-
bre se reciba a sí mismo extáticamente en la diferencia. El hombre,
al recibirse a partir de la distancia, comprende que ella le com-
prende, y que además le hace posible. La distancia aparece enton-
ces como la desapropiación misma por la que Dios crea. No apare­

152
ce como la hendidura de la alienación, sino como el lugar extático
que cuida de la alteridad irreductible. La incomprehensibilidad de
lo impensable aparece entonces como la marca de la anterioridad;
lo impensable da testimonio de la seriedad de la distancia anterior.
Admitir que lo incomprensible no puede, ni debe, ni tiene que ser
comprendido equivale a reconocer, recibir y reverenciar la distan-
cia como distancia. Pretender comprender la distancia, o deplorar
que ella permanezca incomprensible, pone de manifiesto una doble
incongruencia: la distancia no sólo recusa el saber absoluto por de-
finición, sino que revela sintomáticamente la desapropiación de lo
Ab-soluto por sí mismo; apropiarse la distancia significaría apro-
piarse la desapropiación (divina) mediante el conocimiento (huma-
no). La renuncia a conocer la distancia no se funda solamente en
una imposibilidad de hecho, sino en una conveniencia profunda
con aquello de lo que se trata en ella27. Posiblemente, lo que la tra-
dición cristiana denomina como pecado es ante todo esta falta de
gusto: apropiarse de la desapropiación divina. Así pues, la distan-
cia anterior rige positivamente lo que ella deja que se acoja en ella.
De este modo no nos hemos alejado del discurso de Dionisio, sino
que nos hemos aproximado lentamente a lo que él indica bajo el
nombre de Bondad, cuando lo asigna a la causa / Αιτία. En efecto,
la causa / Αιτία es pensada en estrecha relación con la Bondad. Es-
te nombre, «el más venerable de todos»28, si fuera entendido aísla-
damente, debería ser sometido a la prueba de la negación; pero
aquí es retomado por la trascendencia e introducido por ella en lo
impensable: «...todos los dones de la causa / Αιτία de Bondad», «la
causa / Αίτιος universal ama a todas las cosas mediante la hipér-
bole de su Bondad», «...causa / Αίτια de los entes, puesto que to-
das las cosas fueron conducidas al ser gracias a su Bondad, la cual
hizo su esencia»29. La reciprocidad de la Bondad y la Αιτία no sig-
nifica que la Bondad sea el único motivo de Dios para crear —pa-
ra cuidar de la distancia (tesis del bonun diffusivum sui)—; sino
que indica que la Bondad permanece para nosotros tan impensable
como la distancia misma. La Bondad, al ser reenviada por medio
de una hipérbole a la causa / Αιτία, se aleja en el interior de la dis-
tancia, hasta reunirse con lo impensable. Ella escapa a nuestra in-
vestigación, porque al ser pensada como adjunta a la causa / Αιτία
de todas las cosas, acaba por reabsorberse en ella. El mismo im-
pensable provoca el surgimiento de la misma trascendencia tanto a
partir de «la causa / Αιτία de todas las cosas como de la Bondad
que las sobrepasa todas»30. La hipérbole de la Bondad, desde que
se ha convertido en sinónima de la trascendencia de la causa, im-
pone la percepción de esta trascendencia misma como rostro pro-

153
pio de la Bondad. La distancia impensable, en calidad de causa,
manifiesta la Bondad, o mejor dicho se manifiesta como Bondad.
La Bondad en sí se manifiesta, y a partir de sí se manifiesta como
trascendencia extática. La distancia ofrece la única y exclusiva fi-
gura de manifestación que conviene a la Bondad. Dado que la Bon-
dad se sumerge infinitamente en una hipérbole, que tal como vere-
mos más adelante remite finalmente a la Trinidad, ella permanece
impensable para nosotros. Lo impensable en ella de la distancia
constituye la marca y el sello del amor que nos «ha bajado del cíe-
lo» (Jn 6, 50). Lo impensable, como distancia de Bondad, se da, no
a comprender, sino a recibir. No se trata pues de renunciar a com-
prender (como si se tratase todavía de comprender, y no de ser
comprendido). Se trata de llegar a recibir lo que sólo se vuelve pen-
sable, o mejor dicho aceptable, para quien sabe recibirlo. No se tra-
ta de admitir la distancia a pesar de lo impensable, sino de recoger
cuidadosamente lo impensable, como signo y sello del origen des-
mesurado de la distancia que nos da medida. Si el amor se revela
herméticamente como distancia (que es comentada por la causa y
por la bondad) para así darse, entonces solamente el amor podrá
acoger al amor31.
Si la distancia pone de relieve el amor como impensable, en-
tonces, al igual que la caridad no pasará, la distancia no desapare-
cerá. La distancia no rehúsa nada, ni separa envidiosamente, sino
que cuida la separación en la que experimentamos el amor. El amor
(en cuanto Bondad) requiere la distancia (en cuanto impensable)
para que la participación se fortalezca en el misterio de la alteridad,
y la consolide. La distancia cuida de la separación para que el amor
reciba cada vez más íntimamente el misterio del amor. La alteridad
crece tanto como la unión —en la distancia única, anterior y pe-
renne, permanente y primordial—. Dicho de otro modo, la partici-
pación de los términos causados (αίτιατά) en la causa / Αιτία ex-
cluye la transgresión de la distancia. Es más, «lo propio de la cau-
sa / Αιτία de todas las cosas y de la Bondad que las sobrepasa con-
siste en convocar a los entes a su participación»32. Este texto, bien
mirado, resulta sorprendente: lo propio de la hipérbole de la Αιτία,
es decir, de lo impensable, consiste en la participación que ofrece
a aquello mismo que él excede sin medida. Lo impensable, dado
que «habita una luz inaccesible» (1 Tim 6, 16) para siempre, con-
voca a participar a los entes carentes de medida común con él, sin
otra medida común que la desapropiación recíproca en la distancia.-
Por tanto, la participación no traspasa nunca la distancia con la pre-
tensión de aboliría, sino que la recorre como el único campo posi-
ble para la unión. La participación crece participando de lo impar­

154
ticipable como tal, e incrementa su imparticipabilidad en la medí-
da en que participa de esto más íntimamente. La paradoja funda-
mental de la participación concierne aquí a la distancia. «Hay una
propiedad común, unificada y una para la divinidad entera que con-
siste en ser participada plena y enteramente por cada uno de los
participantes, pero por ninguno de ellos de modo parcial.‫ ;״‬y sin
embargo la imparticipabilidad de la divinidad universalmente cau-
sante permanece trascendente con respecto a todo, por cuanto que
no hay ningún contacto ni ningún tipo de comunión que la mezcle
con sus participantes». «Al igual que los entes están por encima de
los no-entes... y los términos participados por encima de los partí-
cipantes, así también permanece por encima de todos los entes la
causa / Αίτιος imparticipable que sobrepasa a todos los entes, y
permanece por encima de los participantes y de los participados»33.
Pese a lo que pudiera parecer, la trascendencia no rehúsa la (su)
participación, puesto que ella misma la convoca y la suscita. Pre-
cisamente, la participación supone y refuerza la trascendencia. En
la participación en lo impensable, lo impensable es conocido en la
medida en que se lo reconoce como tal —es decir, como impensa-
ble—. Lo que, de Dios, se da para ser recibido, coincide exacta-
mente con el retiro de la distancia (Hólderlin). La revelación co-
munica lo íntimo de Dios —la distancia misma—. Así la partici-
pación se culmina a medida que ella pone de relieve lo impartici-
pable del que ella depende. Por esta razón, en la prodigiosa y lapi-
daría Carta III, Cristo, mediador y por tanto distancia hecha carne,
reúne la revelación y la oscuridad: «[Cristo] continúa oculto inclu-
so después de esta revelación o, por decirlo con mayor propiedad,
sigue siendo misterio dentro de la misma revelación. Porque el
misterio de Jesús está escondido. No hay palabras ni entendimien-
to que lo descubran. Inefable por mucho que de El digan. Aunque
lo entiendan, permanece Incomprensible»34. Constituiría un con-
trasentido suponer que la manifestación coincide con la oscuridad,
por la supuesta razón, tal como se repite con excesiva frecuencia,
de que Cristo ocupa en la obra de Dionisio un papel secundario, de
fachada. Pues lo que encuentra su «rostro paradójico» (R. Char) en
la faz de Cristo, y deslumbra en ella con una evidencia cegadora,
es precisamente la distancia de la imparticipable participación. Por
excelencia, en la faz de Cristo, la visión se agota al sostener con
una mirada discontinua la tiniebla que va a la par con el deslum-
bramiento. El avance coincide con el retiro, porque el retiro se
avanza en él. En lugar de permanecer menos disimulado (o mani-
festado) que la tearquía trinitaria, Cristo recoge paradigmática-
mente la paradoja de la distancia, y la hace absolutamente (in)visi­

155
ble. Con ello, la cristología de Dionisio, que tan a menudo y tan su-
perficialmente es considerada como abstraída del Jesús de la histo-
ria o como puramente gnóstica, alcanza de golpe el misterio de la
figura de aparición35. La distancia de Dios se experimenta ante to-
do en la figura de Cristo: ahí, ella encuentra su fundamento insu-
perable y su autoridad definitiva.
La distancia de lo impensable que moviliza a la «causa de Bon-
dad» provoca por tanto a la participación. Pero, puesto que ella re-
voca la asimilación inmediata, la distancia debe permanecer. Ella
se ofrece para ser recorrida, y no para ser abolida. La amplitud de
la participación no depende pues en absoluto de la mayor o menor
liberalidad de Dios que, en la distancia, se da, sin reserva e impar-
ticipablemente, a la participación. El recorrido de la distancia se
mide únicamente con la medida de la acogida que cada uno de los
participantes puede ofrecer. Si la distancia ofrece sin medida lo im-
pensable, la medida de la imparticipable participación será fijada
por cada participante. Esto es por lo demás lo que indican los tex-
tos que enuncian la imparticipable participación: «Lo propio de la
causa / Αιτία de todas las cosas, y de la Bondad que las sobrepasa,
consiste en convocar a los entes a su participación, en la medida en
que cada uno de ellos se define por el hecho de su propia medida
analógica»36; la apertura «analógica» de cada cosa a la distancia es
la única que mide la participación a la que ella accede: «Las cosas
divinas se manifiestan según la analogía de cada uno de los espíri-
tus», «el rayo sobreesencial se manifiesta en iluminaciones analó-
gicas a cada uno de los entes en conveniencia de Bondad»37. La
apertura del participante es la única que limita y mide la amplitud
de su participación en la distancia de Bondad; él se da todo acre-
centamiento con sólo acogerla; darse, las dos acepciones se con-
funden rigurosamente: en cuanto que él se da (se abandona y se
abre) a la distancia de Bondad, el participante se da (adquiere) más
íntimamente su participación. El Bien «da primero a las almas un
resplandor moderado, luego, por así decir ya han gustado de la luz
y desean más de ella, les da más, y las ilumina sobreabundante-
mente, porque ellas han amado mucho; y las incita más y más
(άνατείνειν) según sus capacidades analógicas de avance»38. Dio-
nisio cita, a propósito de la capacidad y de su amplitud, a Le 7, 47,
«da tales muestras de amor», y subraya que el amor es lo único que
gobierna la participación y por tanto el acceso a la distancia de
Bondad. Una vez más, sólo el amor percibe correctamente al amor:
como algo que debe ser recibido. La capacidad es la única que li-
mita la participación, la cual podría, y puede, llegar a ser infinita,
puesto que «Dios no es envidioso». Dios no es envidioso de su pro-

156
pia divinidad, pero al hombre le falta ambición. No se da cuenta de
que se ofrece nada menos que la distancia de Bondad para ser re-
corrida por medio de una imparticipable participación. Pues la ca-
pacidad analógica recibe nada menos que la posibilidad de recibir
la distancia, y por tanto aquello que la cuida: la causa / Αιτία. «Hay
que recordar lo que dice la Escritura: ‘No te he revelado estas co-
sas para que te ates a ellas’, sino para ascender, tanto como nos sea
posible, por medio de su conocimiento analógico, hacia la causa /
Αιτία de todas las cosas», «...a partir de este orden de todos los en-
tes, ya que es establecido por Dios, y que ofrece ciertos iconos y
similaridades de sus paradigmas divinos, ascendemos ordenada-
mente, de acuerdo con lo posible, hacia Aquel que está más allá de
todas las cosas, en su negación, superación y causa / Αιτία»39. La
participación imparticipable permite recorrer la distancia definiti-
va. El recorrido mantiene con la distancia la misma relación que la
participación con aquello de lo que participa: relación de respeto
íntimo. El recorrido, la anagogía que lo ordena y el reconocimien-
to de la distancia de Bondad dependen de la capacidad analógica.
Pero esta receptividad mesurada depende a su vez de otra instan-
cia: la única que puede ahondar el espacio para que una capacidad
pueda contener una mayor participación. Dicha instancia, en senti-
do último, de la que dependen tanto la analogía40 como la distan-
cia que se anuncia en ella, es llamada por Dionisio oración. «Ante
todo, oremos para acercarnos a ella [la Trinidad], principio de todo
bien»; «elevémonos en oración hasta los más sublimes y miseri-
cordiosos rayos de la Divinidad»41. Por oración, no hay que enten-
der ante todo el acto subjetivo de un corazón sensible, sino la figu-
ra concreta y situable que marca el recorrido de la distancia. Al
orar, el hombre reconoce lo impensable que recubre con anteriori-
dad el recorrido en el que se atestigua su carácter perenne. Que la
distancia no pueda comprenderse, y que tenga que ser recibida, im-
plica que tiene que ser acogida y recorrida por un comportamiento
global (psicológico, pero sobre todo intelectual y espiritual). Aho-
ra bien, para Dionisio, la oración se define por la causa / Αιτία ve-
nerada y revelada por dicha oración. Es más: la oración (ευχή), y
también αΐτησις, ruega (αιτέω), en el sentido en que para los evan-
gelistas rogar, consumadamente, equivale a orar. ¿Qué ruega el ro-
gar orante? «Ruega al Padre» (Jn 15, 16), y «ruega en el Nombre»
(Jn 14, 13) el único término posible de un requerimiento absoluto,
la Αιτία misma. Por lo tanto, lo que hasta aquí ha sido traducido
con exactitud, y sin embargo incorrectamente, por «causa», tendría
tal vez que ser entendido como lo que es requerido (αιτέω, αίτιάο-
μαι) por todas las cosas que se reciben radicalmente en tal requerí-

157
miento como requirentes (τα αίτιατά). Indudablemente, la Αιτία
movilizada por Dionisio no corresponde al pensamiento griego co-
mo tal; no pertenece en absoluto a la doctrina aristotélica de las
cuatro αίτίαι, «causas», en la que no se trata tanto de «causas» en
el sentido moderno, cuanto de lo requerido por la cosa para que és-
ta pueda aparecer como ente. Pero aquí, la relación entre Αιτία y
αίτιατά, poco corriente en el pensamiento griego42, es investida
con una relación todavía más extraña a la esencia griega de la me-
tafísica (incluyendo al neoplatonismo, contrariamente a lo que pue-
de parecer a primera vista): la distancia, y por tanto la analogía, la
oración. Hay que entender esta relación, en todo su rigor y simpli-
cidad de vida, como el requerimiento suplicante en el que los re-
quirentes apelan, lanzando acusaciones o apelaciones, a un Reque-
rido43. Tal vez así se comprenda mejor por qué la Αιτία no consti-
tuye en modo alguno una nueva denominación, subrepticia o térro-
rista, que sirva para evitar la negación. Ella enuncia como Reque-
rido lo impensable recorrido por la oración de los requirentes, sin
ignorarlo ni saberlo, sin comprenderlo, comprendiéndose en él, sin
abolir ahí la distancia siempre anterior, sino más bien recibiéndose
en ella. Sólo cuando la Αιτία dionisiana queda fuera de la tópica
aristotélica de una cuádruple condición del ente, y de su reducción
moderna a la «causa eficiente» (por ejemplo, en Descartes), se ha-
ce posible evitar tratarla como un nombre falso de lo Ab-soluto, y
a fortiori evitar ver en ella un ídolo metafísico. Al ser retomada co-
mo lo Requerido por una oración en la que todos los requirentes re-
ciben la distancia y la reconocen como anterior, la Αιτία constata
en sí misma, si se presta atención, dos privilegios prodigiosos. Ella
se enuncia como concepto operativo de la crítica de todos los ido-
los de lo divino, incluyendo los conceptuales: al no representar na-
da, la Αιτία significa la operación misma mediante la cual el espí-
ritu se expone a lo impensable como impensable, avanzándose sin
máscara hacia lo impensable que ya no disimula su (in)visibilidad;
no sólo no procede idolátricamente, sino que procede a la descali-
ficación de los ídolos, para hallar en esta descalificación misma el
más allá de toda descalificación. Ella excede la descalificación por-
que recibe lo impensable como Requerido, con una Bondad hiper-
bólica y, por tanto, impensable. La distancia anterior y ofrecida se
revela, en la decencia de su retiro, como amor; la metafísica no al-
canza a ello; y el amor, que sólo se da dándose, llama por sí mis-
mo al amor. La comunión de dos amores se convierte en el último
recorrido de la distancia que, en lugar de aboliría, la consagra. Se
comprende así por qué «debemos, pues, ante todo, comenzar oran-
do, especialmente en teología»44: la oración efectúa la distancia. El

158
recorrido de la distancia, o el requerimiento suplicante del Reque-
rido por cada uno de los requirentes, abarca la totalidad de lo que
nos resulta mundo; del mismo modo, la cuestión del lenguaje con-
veniente a lo Ab-soluto se incorpora a la tarea de recorrer la dis-
(ancia, y constituye sólo un caso particular de la misma. Por ello,
sólo podremos tratar provechosamente de ella tras haber intentado
precisar lo indicado por el recorrido de la distancia.

§15. Mediación inmediata

Recorrer la distancia no implica aboliría; al recorrerla, se ates-


tigua su inconmensurabilidad anterior. ¿Cómo evitar que el reco-
rrido reduzca la distancia a un espacio poseído por ser bien cono-
cido, y conocido por haber sido largamente hollado? Pero también,
¿cómo admitir que la distancia proporciona a cada ente el lugar de
un ascenso (analógico) efectivo, si este ascenso queda para siem-
pre dentro de la inconmensurabilidad? Para responder a esta pre-
gunta, Dionisio moviliza un término, jerarquía, que nuestra moder-
nidad nos impide entender correctamente.
Por jerarquía, entendemos espontáneamente una relación no re-
cíproca entre dos términos simétricos, el superior y el inferior, el
benefactor y el beneficiado, etc. En este sentido, lo que por antí-
frasis se denomina la «vía jerárquica» no ofrece prácticamente pa-
so alguno para recorrer dicha vía en sentido ascendente, puesto que
fluye unilateralmente de arriba abajo. Retirándose y disimulándose
a mpdida que uno intenta tomarla en sentido ascendente, la «viaje-
rárquica» se revela como poder al que hay que renunciar. Al di si-
mular su origen, despliega en todas partes un poder sin identidad.
Tanto más impracticable, cuanto más se mantiene como jerarquía:
vía estrechamente real que despliega infinitamente los efectos del
poder para disimular así mejor su causa inalcanzable. La jerarquía
se da como un poder sagrado, por cuanto que no quiere darse. Lo
sagrado garantiza y sustrae el origen de la relación asimétrica. Ori-
gen que se sacraliza sustrayéndose, porque su ausencia misma ha-
ce que sea colmado con fantasmas de autoridad fabricados por los
subordinados. El jefe debe disimularse, para así permanecer mejor
en el espíritu de todos. Para recusar esta estructura jerárquica no
bastaría con rechazar a su beneficiario. Habría que cuestionar la re-
petición de la relación asimétrica en cada uno de los eslabones de
la cadena, hasta en el más humilde: el mandón sirve, mejor que el
Big Brother de Orwell, para poner de manifiesto la «vía jerárqui-
ca». Pues el mandón desempeña casi sin poder los poderes: si el po­

159
der no es «mandonería», ésta, en su inanidad, revela los engranajes
de la «prueba de autoridad», o del «ejercicio del poder»: el man te-
nimiento de la asimetría. Mantener la asimetría: retener para sí el
poder; ejercer el poder equivale a no darlo. La «vía jerárquica» se
basa no sólo en su origen sacralizado sino también en la retención
del poder en todos los niveles. El poder tiene que ser retenido, no
dado; sólo se conserva cuando es retenido. Este concepto vulgar de
jerarquía reúne dos caracteres, según los dos puntos de vista posi-
bles. Desde el punto de vista del origen (¿del «amo»?), se define
como poder que debe ser retenido por medio de una apropiación
constante. Desde el punto de vista del inferior, se experimenta co-
mo una orden sacralizada por el disimulo, la ininteligibilidad y el
anonimato. El concepto común de jerarquía sería el de un poder sa-
grado que se ejerce sin darse. Por supuesto, las diatribas políticas
viven de no examinar los límites del mismo, ciñéndose a mantener
su mala reputación. Por supuesto, los pequeños señores de la teo-
logia y los auténticos déspotas del aparato paraepiscopal trasladan
sin precaución ni crítica este concepto a las cuestiones eclesiales, y
por tanto espirituales, de la divinización. Pero justamente, antes de
hablar de la «jerarquía de la Iglesia», ¿no habría que intentar com-
prender lo que jerarquía, comprendida a partir del misterio teán-
drico cuyo único lugar es la Iglesia, significa y sugiere?
En esto, Dionisio se presenta como un pensador decisivo, pues-
to que emprende la tarea de comprender originalmente la jerar-
quía45. La define como «un ordenamiento sagrado», «una cierta
instauración universal», «instauración de todas las cosas sagra-
das»46. Pero, ¿en qué modifica esta definición al concepto común
de jerarquía? En primer lugar, en que el ordenamiento considerado
no da órdenes que deban ser ejecutadas, sino que dispone las «co-
sas sagradas». Lo sagrado no interviene solamente para sustraer un
origen, sino también para cualificar a lo dispuesto por el orden. La
sacralidad se despliega por tanto en dos frentes: en el origen y en
la culminación del orden. El fin de la jerarquía muestra claramen-
te que lo sagrado cualifica simétricamente a los dos extremos del
ordenamiento. En efecto, «llamo jerarquía ai ordenamiento sagra-
do, al saber y a la culminación que han sido conformados a la fi-
gura de lo divino en la medida de lo posible», «el fin de la jerar-
quía es la conformación y la unión con Dios, en la medida de lo po-
sible; ...para cada uno de los seres de la jerarquía, la culminación
consiste en ascender, según su capacidad propia, hacia la semejan-
za con Dios», «el término común para toda jerarquía es el amor
aplicado a Dios y a las cosas divinas»47. Así pues, la jerarquía
apunta a producir la relación con Dios. Lo sagrado, o mejor dicho,

160
la santidad (ιερός connota ambos términos), no disimula tanto su
origen, cuanto que ella se manifiesta en y como su culminación. La
santidad brota del origen, y reconduce a él. El ordenamiento sa-
grado, en lugar de disimular la dignidad secreta del origen, produ-
ce —conduce hacia adelante— la santidad hasta los límites últimos
del ordenamiento. La jerarquía no debe ser entendida preferente-
mente como un principio sagrado, sino más bien como el origen de
la santidad. Origen de la santidad: para entender correctamente es-
te pleonasmo, hay que comprender que la santidad —en calidad de
distancia anterior— sólo puede darse. Y por tanto, que el don no le
impone ninguna exterioridad. La Caridad, como origen extático, no
disminuye al salir de sí, porque se define precisamente por este éx-
tasis. Y además, la caridad no sale de sí misma al salir de sí mis-
ma, pues se da como lo que se da. Así pues no habría contrasenti-
do más completo que reintroducir en la jerarquía / origen de la san-
tidad el modelo plotiniano de una emanación que se agota: lo Uno,
al desplegarse, se pierde y se disuelve; pero la caridad, al darse, se
manifiesta todavía con más autenticidad. Cada redundancia del
don, en la que ella se abandona enteramente, pone de manifiesto su
cohesión única y permanente. De este modo, Dionisio puede defi-
nir la jerarquía como «ascenso» y como «emanación». Ambos mo-
vimientos no se suceden, ni se compensan, sino que se superponen,
e incluso se identifican entre sí. El don que proviene del origen só-
lo puede alcanzar a los términos jerarquizados dándose, y a su vez
éstos sólo pueden acogerlo en la medida en que ellos mismos se
dan a lo que acogen así. En esto consiste tal vez lo esencial; cada
miembro sólo recibe el don para darlo, de tal manera que este don,
en el mismo movimiento, vuelve a dar en redundancia el don
(«emanación») y, dando, devuelve el don original a su fundamento
(«ascenso»): «...colmados santamente con el esplendor que se les
da, ellos (es decir, los asociados a Dios) a su vez lo refractan sin
envidia a quienes vienen a continuación», «los que purifican por la
sobreabundancia de su pureza, deben trasmitir (μεταδιδόναι) a los
demás su propia integridad. Los iluminadores, dado que tienen
propiamente un espíritu transparente, tanto para participar de la luz
como para trasmitirla (προς μετάδοσιν), y que son felizmente col-
mados con el resplandor de lo sagrado, deben transportar la luz que
les inunda a aquellos que son dignos de ella. Quienes conducen ha-
cia la perfección, dado que conocen la tradición (μετάδοσιν) per-
fecta, deben perfeccionar a los imperfectos mediante una santa ini-
ciación a la ciencia de las cosas santas que ellos han contemplado»,
«el obispo... acepta ser conducido a la culminación según las cosas
divinas, acepta ser divinizado y trasmitir (μεταδουναι) a sus sub­

161
ordinados, según sus dignidades, algo de la sagrada divinización
que le advino de Dios»48. El don sólo se recibe para ser nueva-
mente dado. El beneficiario no prosigue la circulación del don por
simple altruismo, como si el compartirlo con otros le pareciera de-
cente, bien intencionado e incluso caritativo. La razón por la cual
el beneficiario debe asegurar lo que denominamos la redundancia
del don, volviendo a ponerlo en circulación tan pronto como lo re-
cibe, es bien diferente: el don sólo puede recibirse dándose, de 10
contrario dejaría de merecer su nombre. El pilón se llena a partir
del salto de agua superior, a condición de vaciarse sin cesar en el
pilón inferior. El abandono de lo que lo llena, es lo único que le
permite ser llenado constantemente por el salto de agua que está
por llegar. Por esto, el don sólo puede ser recibido en la medida en
que el gratificado lo recibe como don, es decir, solamente si el
«contenido» le adviene en un acto donante indisoluble; al mismo
tiempo el don exige, tanto al donador como al gratificado, ser reci-
bido por medio de un don. Recibir el don de Dios, en calidad de
don, exige al hombre que él mismo acoja inmediatamente el don en
su esencia, en calidad de acto donador. En el supuesto de que qui-
siera poseer dicho don (Flp 2, 7), se agarraría a un «contenido»
que, de no ser portado por el acto donador, no vale nada —mero
ídolo—. Recibir el don equivale a recibir el acto donador, pues
Dios sólo da el movimiento de kénosis infinita de la caridad, es de-
cir, todo. Así pues, el hombre sólo recibe el don como tal acogien-
do el acto de dar, es decir, dando él mismo por repetición. Recibir
el don y darlo se confunden en una misma operación única: la re-
dundancia. Solamente el don del don puede recibir el don, sin apro-
piárselo ni destruirlo en simple posesión. Quien no diera, no reci-
biría nada que no fijara en posesión suya. Recibir y dar culminan
pues en el mismo acto. De este modo la jerarquía funciona con to-
do rigor: el don pasa de un extremo al otro sin agotarse, y casi ne-
cesariamente, pues la recepción provoca la propagación en una re-
dundancia sin falla. Pero, ¿no indica Dionisio, con las expresiones
«... en la medida de lo posible», «...según sus analogías», una
transmisión decreciente del don, a medida que se propaga a partir
del origen? Cierto, pero la limitación de la transmisión no provie-
ne de la envidia divina, ni de la posesión acaparadora de lo divino
por sí mismo. Resulta de la impotencia relativa y variable de cada
uno de los donantes / gratificados para operar también por su par-
te la redundancia «sin envidia». Retomemos el término dionisiano,
y también paulino49, de tradición (παράδοσις, μετάδοσις). Tradi-
ción, o de modo más corriente, transmisión: ¿de qué «transmisión»
se trata? En las transmisiones practicadas por los hombres, se pre-

162
tende, por afán de economía y de rapidez, transmitir el mayor nú-
mero posible de objetos con el menor número de medios posible:
transmitir un impulso eléctrico es preferible a transportar una hoja
de papel, y transportar una carta es por su parte preferible a enviar
un recadero. ¿Ocurre aquí lo mismo? Acabamos de decir que el
«contenido» del don no constituye nada en sí mismo, si queda se-
parado del acto de dar y del donante gratificado que asegura la re-
dundancia del mismo. Aquí, el medio de transmisión (la redundan-
cia) está infinitamente por encima del objeto transmitido («conte-
nido»). La transmisión no transmite ningún objeto, pero sin em-
bargo transmite infinitamente más que eso. Infinitamente más,
pues el don inicial sólo es transmitido si el hombre gratificado lo
recibe, tal como se recibe un golpe. El don se transmite, o mejor di-
cho, se propaga de un hombre a otro, si uno repite el don, lo re-pro-
duce y lo relanza para acogerlo, de tal modo que el otro ya no acó-
ja en cierto sentido el mismo don que el primero, sino precisamen-
te su redundancia. Cada uno se convierte en intérprete del don (y
no en quien lo entrega), lo transmite en la medida en que lo acoge,
y lo acoge en la medida en que él mismo se hace don. El hombre
puede y debe volver a ser intérprete del don, y no quien lo entrega,
marcando con su carácter un don que sólo permanece inalterable en
la medida en que cada uno lo reinterpreta fielmente. La caridad de-
be atravesar, más de lo que lo hace la herencia, la cultura o el sa-
ber, nuestro cuerpo —el espíritu y el alma— para poder transmitir
el don. Tradición: no Ja transmisión de un objeto, sino el don tra-
ducido en otro don, y que toma cuerpo en él. Tradición: lo que so-
lo puede ser transmitido identificando el transmisor a sí misma, de
tal manera que la información solamente sea ofrecida cuando el
cuerpo en el que ella toma cuerpo se entrega para ella. Precisa-
mente por esta razón, el mismo término que denota la tradición de
una Revelación califica la traición que entrega a la muerte al cuer-
po de Cristo. La verdad de la tradición culmina en el acto en el que
Cristo se entrega a los hombres, para ofrecer ahí el misterio escon-
dido eternamente. A este propósito, Dionisio hace notar que los que
purifican deben hacerlo a partir «de su propia pureza» para así jus-
tificar a los otros: la tradición implica pagar con la propia persona,
única moneda aceptable en materia de caridad50. Un don no se re-
pite, ni se acoge como don, a menos que el donante gratificado se
convierta integral y personalmente —hipostáticamente— en don.
Cuando por el contrario la tradición jerárquica queda limitada, la
falta no incumbe evidentemente al don original que sin ninguna en-
vidia se abandona ahí kenóticamente, sino al defecto de la redun-
dancia. S11 juego vale lo mismo que la reasunción del don original

163
por parte de cada uno de los dones que deben asimilarse a él, para
transmitirlo. Aquí aparece la seriedad de la comunidad jerárquica:
lo que una redundancia no consigue traducir del don original, por
cuanto que un hombre no se haya asimilado al don, las otras re-
dundancias tampoco podrán traducirlo. Eso quiere decir que una
insuficiencia no afecta tanto a quien la comete, como a su prójimo,
y así sucesivamente. La jerarquía puede transmitir la insuficiencia
de los abandonos, tanto como la redundancia entrega el don. Esto
se denomina también pecado. Esta solidaridad negativa pone per-
fectamente de manifiesto que la jerarquía dionisiana, en su funcio-
namiento correcto, pone en juego lo que parecería estar más aleja-
do de ella: la comunidad concreta de la caridad. Las jerarquías (le-
gal: antiguo testamento; eclesiástica: Iglesia de Cristo; celeste:
mundo angélico) constituyen algo así como los modelos de inteli-
gibilidad espiritual de la comunión de los santos, es decir, de la in-
ter-dependencia rigurosa, absoluta y escondida de los espíritus en
la transmisión de la caridad. Dionisio, en lugar de pasar a cierta
gnosis, despliega en el seno de la inteligibilidad la lógica máxima-
mente concreta de una doble solidaridad, tanto en la caridad, como
en su recusación. Aquí, cada uno se convierte rigurosamente en tri-
butario del otro, puesto que el don de gracia sólo le llega por re-
dundancia. El otro vuelve a ser mi prójimo, porque la gracia sólo
le llega en la medida en que ésta, por mí y por así decir como yo,
puede alcanzarle o descuidarle. Cada hombre se convierte, para el
otro, en sacramento de Cristo, o de su ausencia. Cada uno se hace
ineluctablemente responsable de su prójimo, y ofrece en su rostro
la única visión de Dios que su prójimo pueda tal vez percibir ja-
más. «¿Dónde está tu hermano?» (Gén 4, 9): ésta parece ser la
cuestión que la jerarquía hace rigurosamente inteligible. Nada hay
inscrito en el hecho cristiano tan concreta y profundamente.
La mediación jerárquica emprende, pues, la tradición del don
original. Pero esta tradición reúne dos caracteres aparentemente
contradictorios: en primer lugar, la transitividad perfecta del don
que, gracias a la redundancia, pasa sin disminución de un término
al otro, inalterado e intacto; en segundo lugar, el lastre de un cuer-
po que sólo puede acoger el don entregándose totalmente, para así,
al volverse armónico con este tono y tema, interpretarlo con mayor
cuidado a medida que él «se da a ello» absolutamente. Transitivi-
dad del don en un cuerpo que se entrega: la inmediatez se reúne
con la mediación. Queda todavía por comprender que aquí la me-
diación no perturba ni retarda la inmediatez, sino que la culmina.
Cabría entender sencillamente que la mediación, al intentar repetir
el don, se esfuerza en reducir el resto de imperfección y oscuridad

164
que ella no puede evitar dejar ahí. Pero no es precisamente en este
sentido asintótico que la mediación se vuelve inmediata, como si la
mediación debiera en cuanto tal desaparecer para que apareciera la
transparencia inmediata. Por el contrario, de modo radical, la me-
diación y la inmediatez, en lugar de neutralizarse, crecen juntas. El
gratificado mediatiza el don volviendo a darlo por redundancia: no
recibe únicamente para seguir dando, sino que sólo acoge al abrir-
se al don, es decir, dándo(se) él mismo. El momento de la media-
ción (la redundancia del don) no oculta la inmediatez, sino que en-
trega el don (que absorbe todo «contenido») en una actualidad sin
añadidos. El don mismo consiste en el acto único de recibir / dar,
y no en un «contenido»; la inmediatez no puede ofrecer más que
este acto único e infinitamente reasumido; es más, únicamente la
mediación, al repetir el acto único (redundancia), entrega lo que
tiene que ser ofrecido en la mayor proximidad posible: el don acó-
gido puesto que es dado. Al fin, hay que hacer llegar inmedia-
tamente a todos los puntos de la jerarquía la mediación misma. La
mediación constituye la única donación que merece la inmediatez,
puesto que ella la produce. Sólo la mediación produce la inmedia-
tez; si fuera abolida, daría paso a la barbarie. La mediación no ofre-
ce ningún «contenido» que obstaculice, o que se quede corto, sino
que asegura un acto que apunta precisamente a dar para recibir, a
recibir para dar. La inmediatez no queda asegurada con la simple
transmisión de algo etiquetado como «don», entregado directa-
mente a quien haga ese temible pedido, sino que se asegura por la
mediación perpetuamente recomenzada, repetida memorialmente,
del don dado y donante que cada cual ofrece a su prójimo sola-
mente entregándose a ella. La mirada está siempre inmersa en el
mismo salto de agua, pero los pilones vuelven a echar sin cesar su
desbordamiento. No podría perpetuarse un mismo fuego de antor-
cha en antorcha, si él no transmitiera su abrasamiento que cada vez
hace surgir una hoguera a partir de nada. La jerarquía hace posible
una mediación inmediata. Hablar en este sentido de conflictos je-
rárquicos entre por ejemplo el sacerdocio de los bautizados y el sa-
cerdocio apostólico, o todavía más llanamente entre la «jerarquía»
y el «pueblo de Dios», pone de manifiesto la aplicación del mode-
lo político de la jerarquía, ahí donde se trata de la mediación in-
mediata. Ciertas cuestiones de eclesiología no merecen respuesta
alguna, pues los términos en que son formuladas las dejan fuera de
toda situación auténticamente teológica. Los poderes, ahí donde se
trata fundamentalmente de comunión, de mediación inmediata, no
deben ser compartidos, ni equilibrados, ni separados, sino recusa-
dos. El modelo político de la jerarquía no tiene nada que ver con el

165
misterio de la jerarquía que accede a la comunión de los santos. El
equívoco, ya sea querido o ingenuo, pone de manifiesto la perver-
sión de la mirada, y no merece siquiera ser refutado. Se trata sim-
plemente de ver, o de no ver.
Así pues, el misterio de la jerarquía indica que la mediación (se-
paración) no contradice, sino que refuerza la inmediatez (unidad):
da testimonio por tanto de la distancia. ¿A qué concierne este mis-
terio?
Dionisio, para responder, indica dos tesis. - En primer lugar, la
jerarquía y su mediación inmediata hallan su principio en Cristo:
«¡Que Cristo rija mi discurso, si puedo decirlo así, él, el inspirador
de toda manifestación jerárquica!», «Jesús mismo, el espíritu más
teárquico y sobreesencial, él, el principio y la esencia de toda je-
rarquía, santificación y teúrgia, él, el poder más teárquico», «ve-
mos en Cristo la culminación de toda jerarquía»51. Se muestra a
menudo sorpresa porque Cristo parece estar casi ausente del dis-
curso dionisiano, como si se hallara al margen de un esquema de
mediaciones autónomas que serían suficientes, sin él, para la divi-
nización. Hay que preguntarse, por el contrario, si el esquema je-
rárquico entero no generaliza la operación crística; dicho de otro
modo, si Cristo no es el único que hace posible la máquina jerár-
quica de la mediación inmediata, y si, precisamente dado que en
cierto sentido Cristo no se halla en ningún punto del esquema de
las mediaciones jerárquicas, estas últimas no hallan su lugar en
Cristo mismo. Lo propio de Cristo, en efecto, en cuanto Dios en-
carnado, consiste en la acción teárquica que él despliega ante los
ojos de los hombres. En esta acción, y por tanto en la hipóstasis que
ella implica, se conjugan radicalmente el Requerido y el requiren-
te, la inmediatez y la mediación: «El mismo Jesús, Requerido so-
breesencial incluso por las esencias que dominan los cielos, tras
haber condescendido a tomar sin cambios lo que es nuestro, no se
ha sustraído a la disposición por él dispuesta y escogida para los
hombres, sino que, obediente, se somete a los ordenamientos que
Dios Padre da por medio de los ángeles», «¿cómo es posible que
Jesús, estando más allá de todas las cosas, se encuentre, ene cuan-
to a su esencia, en el mismo rango que los hombres? A esto se res-
ponde que aquí no es tomado como Requerido por los hombres (re-
quirentes), sino en tanto que hombre, en verdad, en toda su esen-
cia»52. Y sin embargo. Cristo, como Requerido, interviene en el
juego jerárquico. No hay ninguna contradicción en ello, puesto que
la doble identidad es la única que asegura el funcionamiento de la
jerarquía como relación inmediata: al someterse a los ángeles,
Cristo no deja de permanecer inmediatamente como Requerido

166
que, trascendiendo la mediación angélica, la consagra y la justifica
asegurando su inmediatez operatoria. Hay que decir incluso más:
en la medida en que Cristo renuncia —en términos humanos— a
presentarse como el Requerido por todo requirente, y que desem-
peña a la perfección el papel de requirente, manifiesta tanto mejor
ia perfección del requerimiento. Desempeñando en persona el jue-
go del requirente con los medios del Requerido, abre la distancia
en toda su amplitud. Mediante su requerimiento, el requirente apa-
rece por fin en su verdad. Nunca aparece la divinidad del Requerí-
do con tanta evidencia (para quien quiera verla) como en la prácti-
ca ejercida divinamente, del requerimiento humano por parte de un
requirente divino y humano. Lo que atestigua la divinidad del Cris-
to requirente es la manera divina (abandono absoluto) en la que
Cristo ejerce el requerimiento humano. Lo que atestigua la inme-
diatez del requerimiento humano (y no su degradación fuera del
origen) es también la manera divina en la que, sin degradarse, el
Requerido puede ejercerlo a título humano. Dios desempeña divi-
namente el papel humano; aparece tanto más como Dios, cuanto
que se ha hecho hombre. El Requerido desempeña divinamente el
papel de requirente, y pone con ello de manifiesto que el requerí-
miento, en su conjunto y como distancia, tiene estatuto divino. El
ejercicio del requerimiento por parte del Requerido divino en per-
sona atestigua que la mediación del requerimiento jerárquico es in-
mediata.
El papel humano es desempeñado por la persona divina, como
segunda naturaleza, porque su ejercicio (el arte y la manera) se
convierte adverbialmente en la manifestación última de una divini-
dad que renuncia a la posesión nominal de su gloria. Sin embargo,
esta transferencia de la divinidad desde el nombre al adverbio sólo
se hace concebible si la mediación inmediata proporciona adver-
bialmente un lugar absoluto a la divinidad. O dicho de otro modo:
no basta con que el juego jerárquico pueda ser desempeñado por el
Requerido mismo para que pueda establecerse su divinidad; hay
que asegurarse todavía de que la mediación inmediata concierne a
lo divino como tal, dejando de lado «la expansión de las cosas in-
finitas» que nos lo anuncia. El Requerido despliega la jerarquía de
modo divino; pero, ¿pertenece sin embargo la mediación inmedia-
ta a lo divino?
Dionisio responde a esta pregunta con una segunda tesis en la
que, más que en ninguna otra parte, rompe, hasta el extremo de la
contradicción más decisiva, con sus influencias neoplatónicas (de-
masiado evidentes para tener que discutirlas). La jerarquía y la me-
diaeión inmediata no rigen meramente la dispensación económica

167
de lo divino que se revela; o mejor dicho, esta dispensación sólo es
posible en la medida en que mantiene una relación íntima con la in-
timidad eterna de lo divino, con la Trinidad misma: «Quien diceje-
rarquía indica un cierto ordenamiento sagrado de extensión uní-
versal que proporciona el icono del esplendor teárquico [es decir,
trinitario] en disposiciones y saberes jerárquicos», «el principio de
esta jerarquía es la fuente de la vida, la esencia de la Bondad, el Re-
querido único por parte de los entes —la tríada [trinitaria]·—, de
donde, a través de la Bondad, les llega a los entes su ser y su
bien»53. Es decir, que entre la jerarquía y la tearquía trinitaria se re-
produce la distancia que hay entre el Requerido y los requirentes.
Sin embargo, esta distancia no interviene accidentalmente, pues
proporciona en su funcionamiento jerárquico nada menos que un
icono de la Trinidad. Icono, y no ídolo, de tal manera que la dis-
tancia concierne también a la Trinidad. La distancia vuelve de la
Trinidad, porque ella habita ahí. La distancia (se) determina (por)
la Trinidad. En efecto, si la distancia, en el retiro que ella cuida, no
separa en absoluto, si ella no implica degradación alguna fuera de
lo original, si la mediación produce la inmediatez, y también a la
inversa, entonces, tal vez las personas de la Trinidad se desenvuel-
van entre sí también según la distancia. O mejor dicho, la distancia
sólo interviene en la divinidad en la medida en que la divinidad se
desenvuelve en tres personas. Aquí el misterio más alto no se deja
enunciar, sino tan sólo presentir y —tal como luego volveremos a
señalar— alabar. Cada persona, y principalmente el Hijo, acepta
trinitariamente el recibirse a sí misma a partir de un don paterno no
solicitado; la distancia anterior, que hemos señalado entre el Re-
querido y los requirentes creados, se despliega todavía con mayor
radicalidad (y no con menos, como a menudo se dice, siguiendo a
Hegel54) en la divinidad misma. Y esto es así, porque la divinidad,
ordenada esencialmente al amor con el que se identifica, se entre-
ga sin reserva ni pesar, sin guardar nada para sí, al rigor de la dis-
tancia. De este modo el Hijo recibe del Padre no sólo lo que le in-
cumbe concentrar en él —es decir, todo—, sino sobre todo el im-
pulso mismo del don, mediante el cual el don paterno da sin reser-
va ni recuperación. En su infinita e inconcebible dependencia y po-
breza, el Hijo experimenta el don en calidad de don, recibido en la
pobreza filial y dado desde la anterioridad volcada del Padre. De
hecho, en el infinito sin dimensión que lo colma, sólo recibe la do-
nación y la posibilidad de donar propia del don. En la medida en
que se interna en una pobreza desértica —de la cual la kénosis de
Cristo y la muerte crucial nos dan una pequeña idea—, alejada por
la mediación irrecusable y hermética de la nada, el Hijo se recibe

168
inmediatamente como Hijo, recibiendo en esta misma medida la
donación del don, dado con plena anterioridad paterna, en cuanto
tal. La pobreza mediadora es la única que permite que el Hijo se re-
ciba inmediatamente como aquel que el Padre da a sí mismo. El
Hijo se recibe y salva su vida —vida de Hijo— en la medida en que
la recibe plenamente, y no subsiste fuera del don anterior que le
constituye como Hijo desde toda la eternidad. El Hijo se recibe
íntegramente del Padre: nada precede al don ni se sustrae a él, ni
siquiera el polo filial de la Trinidad. «El que quiera salvar su vida
la perderá; pero el que pierda su vida por mí, la conservará» (Mt
16, 25), esta palabra se dirige jerárquicamente a nosotros en la me-
dida en que brota trinitariamente de la distancia filial: el Hijo es
aquel que pierde incesantemente, desde toda la eternidad, su vida
para el Padre, y que por lo mismo la salva sin cesar y desde toda la
eternidad, recibiéndose del Padre como su Hijo primogénito, en
quien recae la complacencia paterna —es decir, la voluntad ante-
rior del Amor, el Padre mismo—. Si hubiera un sentido no idolá-
trico de la «muerte de Dios», sólo podría ser este: la distancia del
Hijo al Padre, en el juego trinitario, excede con su seriedad, su
paciencia y su trabajo, pero no con su sufrimiento, todas las sepa-
raciones, negaciones, exclusiones y proscripciones que nunca po-
dremos llegar a imaginar, porque ignoramos precisamente la dis-
tancia en su amplitud. La distancia que une y separa a Dios con res-
pecto a los hombres (su «muerte») es inconmensurablemente insu-
ficiente frente a la distancia que une al Padre y al Hijo en el Espí-
ritu. Dado que lo que entendemos por «muerte» no representa casi
nada frente a la distancia trinitaria, esta «muerte» desaparece, co-
mo concepto trivialmente inadecuado y por tanto idolátrico, en la
inmensidad de la distancia trinitaria, en la que la separación per-
manece demasiado grande, y demasiado ordenada de modo inme-
diato con respecto a la unión que la produce y provoca, para que la
palabra «muerte», aunque sea de Dios, pueda esbozarla. El amor
trinitario suscita una distancia demasiado poderosa, en la separa-
ción y la unión que crecen ahí concertadamente, para que la «muer-
te de Dios» permita un acercamiento, por pequeño que sea, a la ké-
nosis eterna del Hijo. De modo inverso, sólo nuestra mirada dis-
continua puede desconocer que la última palabra de Cristo en la
cruz, «Todo está cumplido» (Jn 19, 30), enuncia, en el dolor hu-
mano, a través del mismo y de sus palabras, infinitamente más: un
grito de victoria, una alegría propiamente trinitaria, y si cabe de-
cirio, un grito de placer filial desconocido para nosotros, que coin-
cide estrictamente con la alegría extática de la resurrección. El
abandono kenótico de la cruz desarrolla, en el modo de nuestra fi-

169

j
nitud, el juego trinitario de la distancia. Así, la misma distancia se
desenvuelve en la Trinidad e, icónicamente, en la jerarquía. Por
ello, lo que experimentamos como «muerte» tiene que ser inter-
pretado a partir de la verdad trinitaria de la distancia que se desen-
vuelve y disimula en ella. La muerte en cruz de Cristo, al igual que
la nuestra, constituyen casos particulares —irreductibles— de la
distancia finalmente trinitaria. Lo demás oscila entre la pretensión
idolátrica y la insignificancia existencial.
La mediación inmediata se funda en el juego trinitario (tear-
quía). Ella hace que la jerarquía sea posible y rigurosa como icono
de la tearquía. ¿Cómo se pasa de la una a la otra, a no ser en la per-
sona de Cristo, «icono del Padre invisible» (Col 1, 15)? ¿puede de-
cirse que la jerarquía vale como icono de la tearquía, con el mismo
título y rigor con que Cristo presenta el único icono de lo invisible?
Tal vez la jerarquía reproduzca la mediación inmediata de modo
devaluado y equívoco, por cuanto que nos proporciona, a los re-
quirentes, la única posibilidad de ejercerla al cuidar ese lugar «en
el Principio», en el interior de Cristo. El Hijo hecho hombre no
ofrece la reproducción de un dios que fuera también visible por su
parte, según una relación de semejanza o desemejanza mesurable
con respecto a otra norma que no fuera la de su rostro. Hace visi-
ble la invisibilidad definitiva del Padre, que permanece invisible
por cuanto que nunca le podrá convenir otro rostro que no sea el de
su Cristo. En este sentido, Cristo proporciona efectivamente el ico-
no y no la imagen reproducida, la visibilidad primordial y la figu-
ra normativa. Con respecto al Padre invisible, el original, en cuan-
to a la visibilidad, es siempre la figura de Cristo. La mediación in-
mediata sólo nos alcanza pues en el Cristo que preside y culmina
toda jerarquía. La jerarquía, imbricada en Cristo y efectuada por él,
se nos convierte en el único icono posible de la mediación inme-
diata. Es más, sólo en ella el icono se vuelve pensable como tal. La
jerarquía funciona por tanto como icono de la Trinidad, pues la me-
diación inmediata la hace operar como icono, y suscita después en
ella un juego infinito de iconos. Dicho brevemente, dado que la je-
rarquía funciona como icono de la tearquía trinitaria, ella pone en
juego la misma mediación inmediata entre sus términos, y les da
también estatuto de icono. El doble juego de la mediación inme-
diata rige a su vez al icono, al mismo tiempo semejante y deseme-
jante. «No hay una relación precisa entre los requirentes y los re-
queridos, pero los requirentes contienen iconos que retienen a sus
requeridos, aunque los requeridos trascienden a los requirentes y
permanecen más allá, de acuerdo con la definición de su princi-
pió»55. Hay que destacar aquí la conjunción entre la imposibilidad

1.70
de una semejanza que fuera asegurada por una relación precisa, y
el mantenimiento de iconos que «retienen a los requeridos». Y, sin
embargo, estos dos términos sólo parecen contradictorios cuando
no los consideramos en el interior de la distancia, en la que se re-
fuerzan recíprocamente: «No resulta utópico ascender a partir de
los iconos oscuros hasta el Requerido por todas las cosas, para con-
templarlas, con ojos de otro mundo, tomadas en su Requerido...
Pues él es el principio de los entes, a partir del cual todos los en-
tes, cualesquiera que sean, reciben su carácter y el ser mismo (άφ’
ής καί αυτό τό είναι), todo principio, todo límite, toda vida, toda in-
mortalidad, toda sabiduría..., toda unidad..., y todos los entes, por
el hecho de ser entes»56. Los iconos, aunque oscuros y sin seme-
janza mensurable, hacen posible un ascenso, puesto que éste re-
produce, para el conocimiento, el ascenso orante del requerimien-
to, de los requirentes al Requerido. Todo icono, por oscuro que sea,
permanece anteriormente por derecho en el Requerido, antes de
desligarse para sí. El icono permite el ascenso hacia aquello de lo
que él proviene; se trata en realidad de un recorrido de la distancia,
en el que la separación coincide con la intimidad bajo la forma de
una desemejanza semejante. El icono aparece así en su esencia: la
desemejanza evidente del icono exige su remisión (report) al Re-
querido, en lugar de prohibirla. La desemejanza enuncia a su ma-
ñera, en lo visible, lo invisible, haciendo inevitable el recorrido de
la distancia. Hay un ejemplo que indica con claridad que el icono
debe únicamente su desemejanza semejante a la remisión al origen.
Si se considera la imagen del sol como tal, ella sólo proporciona en
su uso hiperbólico un icono infinitamente lejano del Requerido:
«Del mismo modo que nuestro sol ilumina sin razonar ni deliberar,
por su mismo ser...; del mismo modo el Bien... distribuye a todos
los entes, según la medida de su analogía, los rayos de su plena
Bondad». Dado que aquí se toma primero apoyo en la imagen del
sol que supuestamente se basta a sí misma, la desemejanza se sigue
de ello de forma inevitable; pues el Bien trasciende «al sol, al igual
que el arquetipo trasciende por naturaleza a un icono oscuro»57.
Pero aquí no es el sol como tal lo que provoca la oscuridad del ico-
no; el defecto incumbe a la remisión que resulta insuficiente para
calificar al icono como icono. No se trata de comprender el Bien a
partir de nuestro sol, sino de situar esta remisión imposible en el in-
terior de la distancia de Bondad; y por tanto se trata de admitir que
la luz del sol no tendría ningún derecho a la iconografía del Re-
querido, si no proviniera de él como un don; «pues la luz viene de
la Bondad, y por tanto es icono de la (distancia dej Bondad»58. No
se trata de nombrar lo impensable según la imagen del mundo, si­

171
no de recibir el mundo como un icono de Dios para remitírselo. El
sol se convierte en icono de la Bondad únicamente si antes admiti-
mos que proviene de ella. De ahí, sintácticamente, la inversión de
la comparación, en la que el término de referencia (analogado prin-
cipal) pasa a ser aquí la Bondad misma en su distancia: «Así como
la divina Bondad que está más allá de todas las cosas recorre y pe-
netra todas las esencias, desde las más altas y venerables hasta las
últimas... e ilumina a todas aquellas que pueden serlo... hasta el
punto de ser la medida de los entes, su eternidad, su número, su or-
den, su ámbito, su Requerido y su culminación, así a su vez, a la
manera también de un icono luminoso de la Bondad divina, el sol
de este mundo, inmenso, pleno de luz permanente, ilumina todas
las cosas que pueden serlo, haciendo eco lejano al Bien»59. El sol
pasa de «icono oscuro» a «icono luminoso»; no es que haya desa-
parecido la separación entre él y el Bien, pues él permanece siem-
pre como su «eco lejano». Pero, la atribución i cónica deriva aquí,
al ser devuelta al Requerido, de la donación del sol por parte del
Requerido. Las comparaciones remiten metafóricamente al Reque-
rido únicamente lo que proviene de él: el debate no se centra sobre
una adecuación impensable (e idolátrica), sino sobre el origen de la
remisión, y por tanto sobre su legitimidad60. Fundamentalmente,
los iconos nos llegan, en distancia, como dones «a partir de» lo im-
pensable. Sólo por este motivo, podemos ascender a partir de ellos
hacia el Requerido, en una reversión del origen originado hacia el
origen original, reconocido así como tal: «No conocemos a Dios a
partir de su naturaleza propia (incognoscible más allá de todo es-
píritu y de toda razón), sino a partir de la disposición de todos los
entes, en la medida en que ésta nos llega a partir de él, y conlleva
ciertos iconos y semejanzas con los paradigmas divinos»61. Ahora
bien, de hecho los iconos se nos dan desde el momento en que «Je-
sucristo, nuestra vida inteligible, como icono, salió del retiro divi-
no para, en su humanización absoluta y sin confusión, tomar núes-
tra figura (είδος), por amor al hombre»62. El advenimiento del Re-
querido en el seno mismo de los requirentes culmina el don de los
iconos llevando a su perfección la mediación inmediata. Pero el
don del Logos no entrega solamente los iconos como iconos. O me-
jor dicho, hay que considerar como iconos a las Escrituras —logia
ofrecidos tan realmente como el Logos se ha «entregado a sí mis-
mo» (Gal 2, 20)—. ¿Sería la revelación consignada en las palabras
de la Escritura, tras haber sido designada en la carne del Verbo, el
don icónico último que hace posible la mediación inmediata, y que
por tanto se inscribe en la jerarquía como su lugar único?

172
§16. El discurso de alabanza

El Logos, entregándose, ofrece los logia. Nosotros los traduci-


mos por «Escrituras», pero sería mejor entenderlos como «actas»
que abarcan ante todo los hechos y gestas, los res gestae del Logos.
Entre los innumerables iconos que la distancia nos permite devol-
ver al Requerido, descubrimos los logia. «En cuanto a la divinidad
sobreesencial y a su tiniebla, no hay que atreverse a decir, ni tam-
poco a concebir nada de ella, fuera de lo que nos fue divinamente
manifestado a partir de los logia santos. Pues, tal como ella misma
10 ha entregado divinamente, a propósito de sí misma, en sus logia,
la ciencia y la contemplación que la concierne permanece insonda-
ble para todos los entes, porque ella los trasciende a todos de mo-
do sobreesencial»63. Así pues, la tradición que nos ofrece los logia
no abole la distancia que nos los entrega, sino que la subraya, para
que los logia sean recibidos efectivamente como dones. Y por tan-
to como algo que hay que devolver al donante. Sin embargo, no
hay que concluir de ahí que los logia (en una palabra, la Biblia) no
se distinguen de la masa indefinida de los dones (fácticos o verba-
les) que nos llegan en la distancia (ser, uno, bello, bien, etc.). Pues,
con los logia, el Logos en persona se entrega / ofrece; dicho de otro
modo, el Requerido no termina ni determina solamente la distan-
cia, sino que se inscribe en ella —como un texto, entre otros— a la
manera de los requirentes. El ofrecimiento del texto implica que el
Requerido se entrega en él: «...ascendiendo en la misma medida en
que se ha entregado el rayo de los logia trinitarios», «...tal como la
Tearquía (trinitaria) lo ha entregado, a propósito de sí misma, en
los logia santos»64. El privilegio de los logia, es decir, de la reve-
lación bíblica, por encima de cualquier otro don de la distancia de-
pende de su investidura por parte del Logos. Así pues, este privile-
gio depende de la kénosis del Hijo, y la atestigua a su manera. La
cuestión del lenguaje sobre / de Dios se inscribe, también aquí, co-
mo un caso privilegiado dentro del juego de la jerarquía, y, en ella,
como un caso privilegiado de la presencia de Cristo como su mo-
tor, su modelo y paradójicamente su lugar. En este sentido, los lo~
gia constituyen el fondo de la jerarquía, puesto que dan testimonio
del Logos entregado, y por tanto del Cristo mediador inmediato;
«nuestra jerarquía humana [la de la Iglesia] se funda en las sagra-
das (logia) Escrituras que Dios nos envió»65. Dado que Cristo in-
terviene, dentro de la jerarquía, en cada uno de los eslabones de la
mediación inmediata, hasta la más humilde, por esto cada logion,
dentro de la jerarquía, implica su investidura kenótica por parte del
Logos, Requerido por parte de los requirentes. Esta coincidencia es

173
muy significativa: dado que no es posible concebir ninguna excep-
ción al estatuto jerárquico, nuestro discurso tampoco admitirá más
fundamento que los logia. El discurso sobre Dios, ejercido en la
distancia anterior, implica el don de los logia: nunca decimos, ni*
diremos nada de Dios que no desarrolle y retome los logia —que
no se funde en ellos—. Llegamos aquí al umbral decisivo: lo cris-
tiano, en términos dionisianos, se decide a partir de la aceptación,
o del rechazo de las Escrituras como único fundamento capaz de
conferir validez al discurso sobre el Logos, puesto que ellas pro-
vienen de él. «Si tal persona rechazare absolutamente la doctrina
de la sagrada Escritura, estaría muy lejos de nuestra manera de
pensar. Y si no le importare nada la sabiduría divina de las santas
Escrituras, ¿por qué nos vamos a preocupar de instruirle en la cien-
cia teológica?» . Quien recusa las Escrituras, no rechaza la ima-
gen del mundo vehiculada y producida por el léxico de tal o cual
lengua natural, sino que rechaza los signos que han sido fundados
por el Logos al hacerlos suyos; es más, recusa el proceso mismo
que instituye nuestro lenguaje de requirentes en el juego de distan-
cia; a fortiori, descalifica el procedimiento de lo divino que lo re-
capitula. El Verbo, hecho hombre, diviniza al hombre en la medida
en que da pertinencia a su lenguaje. En un sentido distinto al de los
tradicionalistas franceses, habría que decir que el lenguaje provie-
ne de Dios, puesto que nos adviene jerárquicamente en la distan-
cia. Dicho con más precisión, si no nos apoyáramos sobre los enun-
ciados bíblicos, no estaríamos calificados para ninguna enun-
ciación concerniente a Dios. Nada resulta más claro que esto en el
caso de Dionisio, que teje su propio texto, tan denso y con aire tan
abstracto, a partir de temas bíblicos comentados literalmente, o in-
cluso más significativamente a partir de gestos litúrgicos compren-
didos a la perfección a fuerza de práctica monástica. No se trata de
reproducir el léxico bíblico, ni de pretender encontrar en él una se-
mántica privilegiada (la hebraica veritas, desde san Jerónimo has-
ta A. Chouraqui, pasando por Kittel), sino de recibir, a cada paso
del camino de pensamiento, una cita o una situación bíblica, como
lugar naturalmente sobrenatural en el que se autentifica la palabra.
Cuando hablamos sobre lo divino, el lugar desde el que lo hacemos
no puede ser otro que el de los logia en los que habla y se encarna
el Logos. En efecto, lo que hallamos en los logia no consiste ante
todo en un corpus textual definido, ni en un «pensamiento», sino
en el Logos no textual que ahí se enuncia y que se deja manifestar.
Para no dar pasos en vacío, el teólogo, o aquel que ejerce como tal,
debe asegurarse a cada paso de un suelo que se descubre en cada
ocasión como don de último momento. Así como en el positivismo

174
lógico hay «proposiciones mal construidas», en la teología hay
otras que tampoco tienen sentido, porque no obedecen a las reglas
de la formulación teológica (carecen de fundamento en los logia).
No resulta sorprendente que luego no haya ninguna significación
que las verifique (herejía, o lo que viene a ser lo mismo, teología
auto-crítica). Esta referencia multiforme y repetida ha sido incor-
porada desde el principio de esta investigación, incluso en lo que
concierne a Nietzsche, no por coquetería o impudor, sino por rigor.
Era necesario que hubiera un lugar teológico que proporcionase la
distancia en la que se hacen visibles y de vuelta audibles aquellos
a quienes interrogábamos. En esto se fundamenta la intrusión de
los logia bíblicos, bajo la forma de citas o referencias, para asegu-
rar el fundamento, o más exactamente el suelo. En cierto sentido,
nuestro discurso no habría podido empezar hasta aquí, si su princi-
pió no hubiera regido ya el comienzo, aunque infundado. Y si este
largo comienzo no fuera el único que hubiera permitido llegar, fi-
nalmente, al principio. En cierto sentido sólo nos falta terminar. Lo
cual requerirá todavía cierto tiempo.
Incluir los logia, y por tanto la práctica del lenguaje, en el jue-
go jerárquico de la distancia equivale a tratarlo como icono. El ico-
no conjuga en sí la inmediatez de la relación con el Requerido que
adviene sobreabundantemente, y la mediación de una insistencia
subrayada por el retiro. El icono da únicamente a ver lo invisible,
y por tanto el lenguaje sólo debería dar a decir lo indecible. Pero
sólo lo invisible conviene al icono, porque sólo ello está por ver; y
por tanto lo indecible incumbirá al lenguaje, porque sólo lo im-
pensable merece una palabra que intente pensarlo. Pero, ¿puede el
lenguaje, a semejanza del icono, sostener la mediación inmediata?
¿no apunta el lenguaje, al pretender enunciar la esencia de la cosa
(o cualquier cosa que haga las veces de ella, siempre que la con-
tenga), a alcanzar perfecta y plenamente un referente que se agote
en él, o que como mínimo quede indicado adecuadamente en él?
¿no implica el oficio de un lenguaje riguroso una ciencia adecúa-
da? En una palabra, ¿no pretende el lenguaje coincidir con lo que
él agota como objeto? ¿es posible a pesar de todo mantener la dis-
tancia en el proceso que culmina cuando puede decir que «efecti-
vamente las cosas terminan por darse por sí mismas para servir de
contemplación»67? El discurso usa normalmente una predicación
que concluye categóricamente en una atribución de un determina-
do predicado a un determinado sujeto, o, más formalmente, de x a
y. Ésta formalización no cuestiona lo que ella opera con mayor ri-
gor. De este modo, el‫ ־‬discurso franquea la distancia, tras haberla
comprendido como la separación entre x e y. Además, tanto si el re-

175
ferente puede ser así alcanzado adecuadamente (empirismo lógi-
co), como si no (cierre del discurso), el fondo de la cuestión pare-
ce quedar intacto. En ambos casos, el sujeto se agota adecuada-
mente en la suma de lo que se predica de él. Si además el recurso
al referente se vuelve imposible desde el punto de vista de la teo-
ría, desaparece, al rechazar esta exigencia, un obstáculo suplemen-
tario para el franqueo de la distancia. La apropiación adecuada ya
no tiene que preocuparse ni siquiera de un referente fantasmagóri-
co, disuelto por transliteración semántica en la circularidad sin fa-
lia y sin riesgo de los significados. Al predicar categóricamente, el
lenguaje produce objetos y, cualesquiera que sean, elimina la dis-
tancia mediante esta apropiación misma. Lo esencial no está por
tanto en la imposibilidad, tantas veces subrayada, de predicar rigu-
rosamente algo de Dios, ni de alcanzarlo así como referente que
pudiera servir para verificar o invalidar una proposición bien cons-
truida. La predicación a propósito del Requerido seguiría siendo
inaceptable, si no fuera ante todo imposible. Dicha imposibilidad
(en el sentido del rigor del lenguaje predicativo) delata simple-
mente una idolatría —suponer que esta predicación misma es con-
veniente—. ¿Puede utilizarse el lenguaje al recorrer la distancia, o
incluso para recorrerla? Desde el punto de vista del lenguaje pre-
dicativo, esto parece radicalmente imposible.
Ahora bien, como hemos visto, Dionisio tiende a substituir el
decir del lenguaje predicativo por otro verbo, ύμνεϊν, alabar68.
¿Qué significa esta substitución? Indica claramente el paso del dis-
curso a la oración, pues «la oración es un λόγος que no es verda-
dero ni falso»69 (Aristóteles). Pero, a su vez, ¿cómo puede consti-
tuir la oración un lenguaje riguroso y permanecer al mismo tiempo
en la distancia? Lo que no puede ser dicho, no debe ser callado.
Pues hay que merecer el silencio apropiado a aquello que se ha de
callar. Aquí la denegación seguiría siendo engañosa, por defecto.
Así pues hay que ir más allá de la alternativa categórica, para ac-
ceder a otro modelo de discurso. Califiquémoslo como discurso de
alabanza. El hecho de calificarlo no sirve de nada, a menos que es-
bocemos su teoría, o al menos sus caracteres. Tiene que conjugar el
rigor de un lenguaje preciso y las exigencias de la distancia; a sa-
ber: mantenerla y recorrerla. El discurso de alabanza mantiene la
distancia, porque «los teólogos alaban al Requerido como anóni-
mo, y a partir de (έκ) todo nombre»70. Ya no se trata de una predi-
cación negativa que concluya que «Dios no tiene nombre», como si
pudiera tener alguno al modo lingüístico corriente y correcto. El
anonimato no indica tanto una categoría invertida, cuanto una in-
versión de la categoría. La ausencia de nombres se transforma en

176
nombre de la ausencia, e incluso en nombre del Ausente. Y esto, en
primer lugar, porque se abre la distancia: el nombre del Ausente se
da a creer cuando la insuficiencia de los nombres pone de mani-
fiesto la perturbación de los sentidos posibles que aumenta a medí-
da que se acercan al polo único; la renuncia del sentido da a pensar
la dirección in-sensata de una significación excesiva. El anónima-
to pone de manifiesto a su manera el exceso de la significación con
respecto a los enunciados y a los sentidos posibles: anónimo, por-
que ningún nombre suprime este anonimato, y sobre todo porque el
anonimato se vuelve nombre por añadidura. El anonimato no pro-
voca la desaparición de la significación evitada y apuntada por él,
sino que la designa como estrictamente anónima. Dicha designa-
ción de lo anónimo por el anonimato que lo deja todavía anónimo,
introduce el juego del icono: de lo invisible. Lo anónimo nos deja
sin nombre, como nos deja sin voz el estupor o el encanto. Entre las
dos acepciones de lo anónimo (la insuficiencia de los nombres, el
apuntar de la significación) se abre un claro, y despunta la distan-
cia. La dicción paradójica de lo anónimo asegura la dirección hacia
la distancia: cada denominación, gracias al tiro de aire de la dis-
tancia, se adentra en el anonimato, y sólo ahí halla su rigor, su sig-
nificación. Tal vez tendríamos que arriesgamos a decir que la sig-
nificación y el sentido crecen, aquí, en proporción inversa. Unica-
mente el empobrecimiento del sentido hace posible el alcance de la
significación, pues sólo dicho empobrecimiento empieza a recono-
cer la profundidad del anonimato en cuanto anonimato. Así pues, la
profundidad icónica del lenguaje depende de la distancia; eso es lo
que ella subraya al renunciar a la categoría y a su afirmación, en
provecho de una «alabanza como...»: la significación a la que se
apunta en última instancia se contradistingue de toda adecuación
sensata del predicado con el sujeto, afectándolos mediante el index
evidente de la inadecuación del «como, en calidad de, ώς». La per-
tinencia, manifiestamente no asegurada por el sentido, debe ser cul-
minada de modo indecible (por definición) por la significación. Di-
cha transferencia de pertinencia pone propiamente de manifiesto a
la distancia. Una vez que es sostenida, se hace posible recorrerla.
La distancia no sólo perturba el sentido, sino que también lo susci-
ta. El tiro de aire de la distancia despliega el sentido en nombre de
lo insensato que queda infinitamente por significar. La misma dis-
tancia que oculta el exceso de la significación (anonimato), provo-
ca el acrecentamiento de los sentidos y el despliegue de los nom-
bres: «...aquel que es alabado con múltiples alabanzas y nombrado
con múltiples nombres, el indecible y el anónimo; aquel que se pre-
senta a todos y que todos permiten encontrar, el inasible, cuya hue-

177
lia no llega a ser seguida por ninguna investigación»71. En cuanto
anónimo, el mismo y único in-sensato suscita una infinidad de ala-
banzas; así, la distancia, ahora con la garantía de su irreductibili-
dad, puede ser recorrida sin fin. De ahí la reaparición del Requerí-
do que rige la ambivalencia de un discurso situado en la distancia:
«Aquel que verdaderamente precede se despliega según todo el co-
nocimiento de los entes, y así son alabados con respecto a él por
haber sido, por ser, por deber ser, por haberse producido, por te-
nerse que producir... Pues no es esto, sin ser también aquello, ni de
este modo, sin poder ser también de otra manera, sino que es todas
las cosas en tanto que Requerido por todas»72. Desde el punto de
vista del Requerido, el anonimato y la polinomia se conjugan como
los dos bordes de la misma distancia. Los requirentes tienen que
hablar un lenguaje que capte esta equivalencia de fondo, y así la
respete. Se trata, claramente, de alabar. Al alabar al Requerido con
una alabanza infinita se garantiza posiblemente la rigurosidad de
las proposiciones teológicamente bien construidas: «Dado que, en
tanto que subsistencia de Bondad por sí misma, ella es el Requerí-
do por todos los entes, hay que alabar a la Bondad originaria de la
Tearquía [Trinidad] a partir de todos los requirentes», «...alabar la
providencia revelada, operadora de Bondad, Bondad sobreeminen-
te y Requerido por todos los bienes», «...hay que alabar todas estas
cosas, de manera absoluta, del Requerido que las sobrepasa a to-
das»73. La alabanza desempeña el papel de un lenguaje apropiado
a la distancia que comprende icónicamente al lenguaje mismo. -
Queda todavía por precisar un punto capital; Dionisio, en lugar de
usar operaciones lógicas de afirmación o negación, utiliza la ope-
ración designada por «como»; de ahí una proposición del tipo «x
alaba al Requerido como y», en la que «como» no equivale en ab-
soluto a «como si, ais ob», sino a «en calidad de»; y en la que el
Requerido no se identifica para nada a y, lo cual tampoco es predi-
cado categóricamente de él; y indica la relación bajo la cual x apun-
ta al Requerido; de este modo, y implica la distancia, y por tanto re-
envía ante todo a x. Para concebir la función exacta de x, es nece-
sario todavía precisar algo: cada x / requirente apunta al Requerido
bajo la relación en la que éste permanece inherente (interior intimo
meo) en aquél, pero sin pretender predicar categóricamente de él
aquello por medio de lo que apunta este apuntar. Es decir, que pa-
ra todo requirente x hay al menos una determinación y conforme a
la cual el Requerido puede ser alabado. Eso quiere decir que y
apunta al Requerido, pero describe al requirente x; sin embargo, y
se relaciona con el Requerido por cuanto que sólo dicha relación
constituye el envite del enunciado. A la reserva del «como» (no-

178
predicación) le corresponde la atribución de la alabanza. Así, x pue-
de provocar confusiones, a menos que un metalenguaje subraye ex-
plícitamente en el «como» la marca distintiva del estatuto de enun-
ciación, y manifieste en él que la alabanza describe al requirente y
no al Requerido, para designar así más claramente en él el apuntar
al Requerido por parte del requirente. La fórmula completa sería:
para todo x, hay un y que le caracteriza de tal modo que al enunciar
«Te alabo, Señor, como y», x lo requiere como su Requerido. O, di-
cho de otro modo, la proposición del lenguaje-objeto «x enuncia p,
en donde p = te alabo como y» sólo se vuelve explícita y correcta,
cuando un metalenguaje señala en «alabar como,..» la marca de un
estatuto de enunciación, que pone de manifiesto por sí mismo la re-
lación de requerimiento entre x y el Requerido bajo cierta relación,
y. De ahí que se hallen en Dionisio fórmulas de este tenor: «Los sa-
bios de Dios alaban, a partir de todos los requirentes, con múltiples
nombres, al Requerido como bueno, como bello, como sabio, como
amado, como Dios de los dioses, como Señor de ios señores, como
Santo de los santos, como eterno, como ente, como autor de los si-
glos, como dispensador de la vida, como sabiduría, como espíritu,
como Logos, etc.», «los teólogos alaban y ensalzan este Bien. Lo
llaman Hermoso, Hermosura, Amor, Amado. Le dan cualquier otro
nombre divino que convenga a esta fuente de amor y plenitud de
gracia»74. Un enunciado es proferido y también comprendido den-
tro de un metalenguaje que implica al locutor en la determinación
misma del enunciado. Este, sin embargo, no admite ninguna tabla
de verdad, puesto que aquí no se trata de lo V y F, y que el locutor
no interviene en absoluto para asegurar subjetivamente una verdad
o falsedad meramente subjetiva al enunciado (proposición) que él
rige. La relación entre el locutor (metalenguaje) y el enunciado po-
ne de manifiesto en efecto una objetividad completamente diferen-
te, a pesar de que no concierna a ningún objeto. Se pone de mani-
fiesto una relación entre el locutor (requirente) y el enunciado (re-
queri miento), en la que el «como» indica que el requerimiento (por
ejemplo, «Te alabo, Señor, como belleza») brota del requirente (co-
nocedor de la belleza) para apuntar a un tercer punto sobre la recta
determinada por los dos primeros, punto situado infinitamente más
allá del segmento determinado por ellos. La relación entre el meta-
lenguaje y el enunciado, al igual que el juego de su implicación,
manifiesta la distancia. La auto-implicación no implica una reduc-
ción subjetiva, sino que resitúa la subjetividad del locutor en el in-
superable apuntar al Requerido. Así él habla en distancia75.
¿Habría que concluir que, bajo la expresión «discurso de ala-
banza», comprendemos torpemente lo que habitualmente se entien­

179
de como realizativo? Cuando x alaba a y, dado que la alabanza (y
su y) es determinada por la realización dex, se podría concluir que
la alabanza se halla realizada desde el momento en que el locutor
la enuncia. Tú eres alabado, porque yo digo: «te alabo». Sin em-
bargo, hay dos observaciones que ponen en cuestión esta solución
fácil y aparentemente satisfactoria. - El realizativo supone una ca-
lificación mínima del enunciante que autoriza para la realización
que corresponde al enunciado: sólo el juez puede decir de modo re-
alizativo: «Os declaro marido y mujer»; el subastador: «¡Adjudica-
do!»; el amante: «te amo»; el policía: «en nombre de la ley, ¡queda
arrestado!». Ahora bien, aquí, todo requirente debe realizar el re-
querimiento. ¿Quién o qué garantizará una calificación universal e
infinitamente variada según la infinidad de nombres (y’, y”, y”’,
etc.) que sostienen la alabanza? Con el requerimiento alcanzamos
una extensión tal (que alcanza hasta los entes desprovistos de lo-
gos, e incluso hasta más allá de los entes, ya que la Bondad excede
al Ser) que ninguna distinción ni privilegio podrían, por selección,
calificar a algunos de ellos como requirentes capacitados, puesto
que todos por definición requieren. Como se ve, no basta con el re-
quirente para realizar el requerimiento; el requirente sólo puede y
debe requerir en la medida en que es regido y precedido por el Re-
querido, en la distancia anterior. La maravilla —que cada término
se descubra de hecho calificado para realizar una alabanza—· hace
tanto más evidente la ausencia de justificación de dicho poder, sal-
vo para el caso del Requerido mismo. Solamente el Requerido, por
cuanto precisamente no admite ninguna predicación, y que por tan-
to desborda el enunciado y su realización, convoca al requirente a
requerir. Si tuviera que haber un realizativo, éste no incumbiría tan-
to al requirente, cuanto al Requerido: basta con que éste profiera
desde toda la eternidad su logos, para que la distancia (el mundo, si
se quiere) sea, es decir, para que los requirentes la recorran con su
alabanza múltiple. Basta que el Requerido «hable», para que le res-
ponda la distancia de todas las lógicas. El realizativo, que supues-
tamente constituía el modelo para el discurso de alabanza, queda
recusado o transferido por la transferencia de la calificación: en lu-
gar de que el requirente, con su propia calificación, pueda realizar
su enunciado con autoridad, él la recibe anteriormente a partir de lo
apuntado por su enunciado, sin predicación alguna. Este éxtasis, en
el que el enunciante se halla de antemano retomado por lo apunta-
do sin predicación por el enunciado, confirma que no hay ninguna
subjetividad que pese sobre el lenguaje de la alabanza: ciertamen-
te, y califica directamente a x y no a Dios, pero este x se halla, en
cada y, y’, y”, y en ocasión de ellos, investido radicalmente por la

180

i
distancia. Sólo la distancia eleva la enunciación no pertinente al
rango de un apuntar no predicativo: como don anterior, la distancia
califica al requirente a partir del Requerido paterno. Dicha investi-
dura descalifica tanto la reducción subjetivista del lenguaje de ala-
banza como su identificación con un simple realizativo. - Por otra
parte, hay que señalar que el realizativo considera el lenguaje co-
mo una práctica: el lenguaje realiza un acto que no dice nada, pero
que siempre indica. El lenguaje casa, adjudica, ama, detiene, etc.
Así pues, él se termina fuera del enunciado, y pretende producir pa-
ra sí cierto referente. El realizativo proporciona al lenguaje el pri-
vilegio de la acción: callarse para hacer. Cuando las palabras (nos)
hacen las cosas, no enuncian ningún sentido. No hablan para decir,
sino para actuar. El realizativo prescinde de hablar y, una vez cum-
piído, prescinde de comentar. Por el contrario, el discurso de ala-
banza mantiene el enunciado proposicional, aunque lo reenvíe al
acto mismo de alabar. La metalengua sitúa al requirente y al Re-
querido en el requerimiento (recorrido de la distancia) en cierto
modo de realización. Pero si el enunciado desapareciera en la rea-
lización, el apuntar no remitiría ningún nombre al Requerido. El
exceso de la proposición con respecto al requirente (y por tanto con
respecto a la metalengua) es lo que hace posible la ejecución del re-
querimiento. A medida que se realiza la alabanza, su enunciado se
vuelve cada vez más irreductible. O mejor dicho, la alabanza no in-
tenta, a través de la realización del requirente, resolver el enuncia-
do en un hecho, ni cristalizar la discursividad del lenguaje en un
núcleo de efectividad; por el contrario, la alabanza deja el enuncia-
do como en suspenso, y su realización apunta de algún modo a se-
pararlo del locutor, a hipostasiarlo, o al menos a estructurarlo con
el rigor necesario para que sostenga la hipérbole de la distancia de
Bondad. La alabanza funciona en efecto como un realizativo («Te
alabo...»), pero como un realizativo que, en lugar de hacer cosas
con Jas palabras, elabora dones con las palabras («Te alabo como y,
y', y”, etc.»). La alabanza se va desarrollando más como realizati-
vo a medida que extasía más radicalmente al enunciado fuera del
enunciante. Sólo bajo esta condición, el enunciado adquiere la con-
sistencia necesaria para merecer la dignidad de un don —recorrer
la distancia—. De tal manera que en última instancia, el discurso de
alabanza no reabsorbe al enunciado en su realización por el locu-
tor, sino que absorbe al locutor en la realización del don por parte
del enunciado. Dicho éxtasis del locutor —el cual se apoya sobre
su propio producto para, dándolo, darse con él (en un hacerse es-
tribo a sí mismo con sus propias manos que no cesa de fallar, y se
alarga hasta que por fin se reconozca ahí la escala de Jacob, en la

181
que los ángeles suben y bajan para ponernos sin cesar el pie en el
estribo)— manifiesta nada menos que la kénosis propia de la dis-
tancia. Así pues, el discurso de alabanza se desarrolla, más allá de
todo realizativo, entre tres términos: el enunciado proposicional
(lenguaje-objeto, «te alabo como y, y’, y ”...»), el requirente y el Re-
querido que sólo pueden ser situados por un metalenguaje, y sin lo
cuales el lenguaje-objeto, abandonado a sí mismo, se convertiría en
una predicación impertinente e idolátrica. La irreductibilidad de los
tres términos entre sí prohíbe recurrir a modelos excesivamente fá-
ciles (como el realizativo), y atestigua, por medio de su inevitable
separación, que la distancia debe ser recorrida, sin ser abolida.
Para lograr algún adelanto en la definición del lenguaje de ala-
banza, quizá haya que considerarlo como tal: «en lugar del torbe-
llino de hipótesis y de explicaciones, queremos instaurar el examen
pausado de los hechos del lenguaje»76 (Wittgenstein). Los hechos
del lenguaje de alabanza imponen no ver en él una predicación, no
distinguir entre el locutor, el enunciado y el apuntar impensable, y
admitir que es posible un apuntar más allá de la significación. Só-
lo este trabajo de especificación puede poner de relieve el lengua-
je de alabanza como tal. Parece pues que hay que admitir una uti-
lización infinitamente diversa de las palabras, por debajo de la uni-
formidad aparente de su uso proposicional. De este modo, el len-
guaje de alabanza reúne algunos de los caracteres que sirvieron a
Wittgenstein para establecer los «juegos del lenguaje». Por ejem-
pío, la significación no se determina mediante una relación simple
del concepto con el objeto, ni tampoco por una proposición ele-
mental, sino por el conjunto regulado de las otras significaciones,
de los valores semánticos y de los efectos de sentido de un lengua-
je homogéneo; de tal manera que las proposiciones pueden funcio-
nar correctamente sin que ninguna de sus significaciones sea ates-
tiguada mediante verificación (empírica o casi-empírica); así, una
proposición imperativa o indicativa no es verificada por ningún
Sachverha.lt constatable empíricamente, y sin embargo dicha pro-
posición enuncia un sentido al producir una significación para sus
términos. El lenguaje de alabanza utiliza significaciones inverifi-
cables, pero, mediante su intención y su «forma de vida»77, ofrece
un sentido inteligible y de hecho entendido: el uso de la alabanza
en el lenguaje no se funda sobre una absurda verificación empírica
del Requerido, sino sobre la «forma de vida» casi litúrgica que lo
instaura en distancia, para un requerimiento, tal como lo hace un
requirente. La distancia dispensa de la verificación de la significa-
ción del Requerido, puesto que el requirente se entrega por entero
al uso de la distancia. La proposición excede al estado de cosas, al

182
uso de la significación y a su verificación. De tal modo que los va-
lores de verdad, y en particular la contradicción, ya no fundan la
validez de todas las proposiciones. La alabanza no es verdadera ni
falsa, ni tampoco contradictoria: responde a otros usos. Sólo queda
considerada como lenguaje de pleno derecho al reconocer la diver-
sidad irreductible de los juegos de lenguaje: «hablas de todos los
juegos de lenguaje posibles, pero no has dicho en ninguna parte
qué es lo esencial de un juego de lenguaje y, por tanto, del lengua-
je. Te ahorras, pues, justamente la parte de la investigación que te
ha dado en su tiempo los mayores quebraderos de cabeza, a saber,
la tocante a la forma general de la proposición y del lenguaje. Y
eso es verdad. - En vez de indicar algo que sea común a todo lo
que llamamos lenguaje, digo que no hay nada en absoluto común a
estos fenómenos por lo cual empleamos la misma palabra para to-
dos, sino que están emparentados entre sí de muchas maneras di-
ferentes. Y a causa de estos parentescos, los llamamos a todos ‘len-
guaje’. Intentaré aclarar esto»78. A partir del fondo de tal irreducti-
bilidad, el lenguaje de alabanza puede desplegar, con cierta afini-
dad, las leyes de su propio rigor, sin ser definido como un mero de-
bilitamiento del rigor del lenguaje predicativo. Dicho brevemente,
el lenguaje de alabanza desarrolla su propio juego, que tiene que
ser comprendido a partir de sí mismo. Lo hemos intentado esbozar
mediante la relectura de Dionisio. Dejamos y sugerimos a otros,
más competentes y rigurosos que nosotros, que prosigan o reem-
prendan la investigación sobre el juego de lenguaje ejercido por la
alabanza. Este proyecto halla por lo demás cierta garantía explíci-
ta aunque fugitiva en Wittgenstein, quien concluye inconclusa-
mente una lista de juegos de lenguaje mediante «Traducir de un
lenguaje a otro. - Suplicar (Bitten), agradecer, maldecir, saludar,
rezar (beten)»19. El rezar, entendido aquí en el sentido de la oración
religiosa, retoma el requerimiento que ruega, que da gracias (sin
maldecir), y reconoce a aquel a quien se apunta. La oración puede
desarrollarse como un juego de lenguaje, es decir, puede poner de
manifiesto el rigor de un lenguaje de alabanza. No se trata de glo-
sar hasta el infinito y con excesiva facilidad sobre das Mystische,
lo «místico», del Tractatus. No sólo porque hay ciertos bautizos
forzados que parecen más bien apostasias de sus celebrantes, sino
porque el Tractatus desemboca en una apófasis que es por sí mis-
ma insuficiente: sobre lo que no puede ser dicho, tal vez precisa-
mente no haya que callarse —tal como lo atestiguará el despliegue
de los juegos de lenguaje—. No se trata de reestablecer una teolo-
gía oblicua, un tanto avergonzada por permanecer al margen del ri-
gor formal y de la verificación, sino de meditar sobre la forma que

183
debe tomar nuestro rigor para acceder a la teología; no se trata de
verificar su significación, sino de verificarnos en ella.
Por esta razón quizá tampoco haya que hablar solamente de
«teología como gramática»80, sino a la inversa de una gramática
fundada en teología. Pues si una gramática definitivamente plural
(sin metalengua, o al menos incompletitud de los sistemas forma-
les) desarrolla infinitamente el lenguaje en lenguajes, eso se debe
a que la esencia misma del lenguaje, al comprendernos y antici-
pársenos por desbordamiento, nos llega en distancia como un he-
cho, es decir, como algo dado, un don. El hombre, en calidad de
animal dotado de lenguajes, percibe en ellos la distancia. Por tanto
no basta con reconocer en el lenguaje de alabanza uno de los innu-
merables juegos del lenguaje; habría que inscribir también el jue-
go que pulveriza el lenguaje en juegos de lenguaje dentro de la dis-
tancia que nos desapropia del lenguaje mismo, de su dominio y de
su singularidad. Esta desapropiación completa reenvía al discurso
de alabanza, el cual tiene ahí el privilegio de desarrollar la distan-
cia de modo ejemplar. En este sentido, los juegos de lenguaje de-
penden del lenguaje de alabanza. Si, dentro de la estrategia con-
temporánea, cierta lectura de Dionisio nos conduce a esta única
conclusión, tal vez tendremos que considerar con menos desprecio
la opinión secular que toma a Dionisio como Padre de la Iglesia y,
en un sentido evidentemente no cronológico ni ingenuamente erró-
neo, como el único convertido por San Pablo, tras el discurso a los
atenienses.
El único, junto con «una mujer llamada Dámaris y algunos
otros» (Hech 17, 34). ¿Qué habían entendido éstos? No entendie-
ron lo elaborado por el corpus dionisiano, sino lo que enseña la
práctica del lenguaje de alabanza. Eclesi al mente, el lenguaje de
alabanza reúne dos palabras y dos oraciones: el Pater, que institu-
ye al locutor en un sitio filial, lo introduce en una distancia reco-
rrida en sentido inverso por los ruegos («santificado, venga, hága-
se...») y por los dones («pan, perdón, no dejar caer, liberación del
mal»). De hecho, los ruegos coinciden con los dones, pues roga-
mos al Padre que ejerza la distancia con su nombre, su voluntad y
su reino, y por tanto le requerimos como tal, y no para nosotros;
cuando rogamos para nosotros, los dones manifiestan nuestra filia-
ción kenótica y plena. Es más, las palabras que establecen la dis-
tancia y que nos establecen a nosotros en ella nos son dadas por el
Logos mismo: «...uno de sus discípulos le dijo: Señor, enséñanos a
orar, como Juan enseñó a sus discípulos. Jesús les dijo: cuando
oréis, decid...» (Le 11, 1-2). En calidad de logia dados por el Lo-
gos, manifestando la distancia paterna con ruegos que coinciden

184
con los dones, el Pater instaura el lenguaje de alabanza en su lugar
y constituye al requirente dentro de un requerimiento del Requeri-
do como... De ahí la segunda oración que devuelve al Requerido
los dones y los nombres que él nos proporciona en distancia: el
Credo, el cual no predica nada de Dios, sino que le atribuye las pa-
labras y los hechos (la dabár del hebreo) por medio de los cuales
el Requerido nos ha revelado «económicamente» la distancia, re-
corriéndola soberanamente. La Trinidad se halla ordenada y alaba-
da en él a partir de la revelación crística81, es decir, a partir de la
manifestación en Cristo, y como condiciones de su visibilidad, del
Padre, del Hijo, del Espíritu y, en ellos, de la Iglesia.

NOTAS

1. Nombres divinos VII, 2, en Patrología Graeca III, columna 869 a. To-


das las referencias reenvían a esta edición. Se puede consultar también las
Oeuvres completes du pseudo-Denys l’Aréopagite, trad. francesa de M. de
Gandillac, París ’1943, 21980. Los títulos de las obras de Dionisio se abrevia-
rán del siguiente modo: Nombres divinos, ND; Teología mística, TM; Jerar-
quía celeste, JC; Jerarquía eclesiástica, JE; Cartas, C (trad. cast., Dionisio
Areopagita, Obras completas de Pseudo Dionisio Areopagita, Ed. BAC, Ma-
drid 1995; no es necesario indicar las páginas correspondientes, pues en cada
caso se cita el número de capítulo y de sección).
2. R. Descartes, Cinquiémes Réponses, en Oeuvres VII, Vrin, Paris 1964,
368, 2-4; trad. cast. de Vidal Peña, Meditaciones metafísicas con objeciones y
respuestas, Alfaguara, Madrid 1977, 291. Cf. L. Wittgenstein, «Y ‘lo finito no
puede comprender lo infinito’, esto debería ser ciertamente un grito de guerra
de los teólogos, pero no de los matemáticos» (Zettel, § 273).
3. H. Urs von Balthasar, Herrlichkeit III, 2/1. Theologie, Alter Bund, Jo-
hannes Verlag, Einsiedeln 1967; trad. cast. de V. Martín-F. Hernández, Gloria.
Una estética religiosaNl. Antiguo testamento, Encuentro, Madrid 1988, 55.
4. ND I, 3, 589 b.
5. M. Costantini, Du modéle sémiotique au modéle chrétien du langage:
Résurrection 46 (París 1975), y ¿z Bible n'estpas un texte: Revue Catholique
Internationale, Communio 1/7 (Paris 1976).
6. Que sepamos, Dionisio no emplea ninguna expresión que pueda ser tra-
ducida por «teología negativa» Cuando habla de «teologías negativas», en
plural, no las separa de las «teologías afirmativas», con las que mantienen la
relación que describimos aquí (Cf. TM III, 1032ss).
7. TM I, 2, 1000 b.
8. TM III, 1033 c.
9. 7714II, 1025 c.
10. TM III, 1033 c.
11. TMN, 1048 a.

185
12. ΤΜI, 3, 1000 d; cf. también TMIII, 1033 c: «Puesto que se establece
la tesis sobre lo que está más allá de toda tesis a partir de lo que le resulta más
apropiado, hubo que establecer una afirmación hipotética para sugerir
(υποθετικήν κατάφαοιν)». La afirmación sólo es válida como s,\1b-basamen-
to para la negación. Sólo en estas dos ocasiones aparece υποθετικός en el
Corpus dionisiano, según Van den Daele, Indices Pseudo-Dionysii, Louvain
1941.
13. ND VII, 3, 872 a. Igualmente, «Es más conveniente negar», TM I, 2,
1000 b; «los teólogos prefieren el ascenso a la verdad por vía de negación»,
ND XIII, 3, 981 b.
14. YC II, 3, 141 a
15. C. Bruaire, Le Droit de Dieu, Aubier-Montaigne, Paris 1974, 21, y el
capítulo II. Cf. L’affirmation de Dieu, Seuil, Paris 1968, 184ss. En torno a las
diversas acepciones de la expresión «teología negativa», cf. la recapitulación
de M. Sales, La théologie négative, en Axes Ill/a, Paris 1970.
16. ΓΛί II, 1025 b.
17. ND VII, 2, 869 a; «...por trascendencia y no por privación», cf. C I,
1066 ay CV, 1073 a.
18. ND VII, 3, 872 a. El «y también» (τε καί), que se halla frecuente-
mente (por ejemplo en el «más allá de cualquier afirmación o negación», TM
I, 2, 1000 b; ND II, 4, 641 a, etc.), señala el momento que intenta contradecir
la antinomia categórica de lo verdadero y lo falso, para acceder, sin decirlo ni
poder decirlo, a lo (in)decible que excede la oposición misma entre lo decible
y lo indecible.
19. R. Descartes, Lettre a Mersenne, del 28 de enero de 1641 (ed. Adam
et Tannery III, Paris 21971,293).
20. ND VII, 3, 872 a. Cf. TM II, 1025 a; ND I, 1,588 a; ND I, 6, 596 a; C
I, 1065 a; CV, 1073 a, etc.
21. ND VII, 3, 869 d-872 a
22. TM I, 2, 1000 b.
23. Respectivamente, ND I, 1, 588 b; TM IV, 1040 d; C V, 1076 a. Cf.
también TM V, 1048 b y ND I, 5, 593 c: «...siendo Dios causa / Αιτία de todo
ser, El no es nada (ούδέν) de esto, pues de todo ser está supraesencialmente
separado».
24. ND I, 6, 596 a; y I, 5, 593 d. Cf. también las referencias de las notas
64 y 66 de este mismo capítulo. Máximo el Confesor, Escolios a los nombres
divinos V, 8, PG, 4, 328 a.
25. ND II, 7, 645 b y TM I, 2, 1000b. Cf. también ND I, 5, 593 c; V, 8,
724 b; XIII, 3,980 d-981 a, etc.
26. IV concilio de Letrán, en Mansi, Collectio Concilium XXIII, 986.
27. Cf. nuestro esbozo Intimitdt durch Abstand: Internationale Katholi-
sche Zeitschrift, (Frankfurt 1975) 218-227 (Communio Verlag).
28. ND XIII, 3, 981 a
29. ND II, 5, 644 a; y luego, ND IV, 10, 708 b, y ND I, 4, 592 a. Cf. tam-
bién ND I, 5, 593 d: «...el hecho de ser la misma Bondad universal es causa /
Αιτία de todo ser», etc. En ND II, 2, 640 b-c, la expresión «...nombres que sig-
nifican causalidad, como Bien, Hermosura, Ser, Fuente de vida, Sabiduría y

186
cuantos corresponden a los dones propios de la Bondad de Dios», indica en
efecto que la bondad —tomada en el sentido de una perfección entre otras—
no puede equipararse con la Bondad intrínseca a la divinidad, y por tanto a la
distancia, sino que deriva de ella al igual que los demás nombres y bienes. De
ahí nuestra letra mayúscula.
30. JC IV, 1, 177 c.
31. La Bondad es calificada de hipérbole en ND IV, 10, 708 b, es decir,
que «la bondad es la trascendencia misma» (E. Levinas, Totalité et Infmi, M.
Nijhoff, 41971, 282; trad. cast. de Daniel E. Guillot, Totalidad e infinito, Ed.
Sígueme, Salamanca 41997, 309). Introducimos aquí el concepto de distancia,
que rige por lo demás la totalidad de este trabajo, en referencia a lo que H. Urs
von Balthasar ha llamado «el sentimiento areopagítico de la distancia», en-
tendido como «distancia que preserva (wahrende)» (H. Urs von Balthasar,
Kosmische Liturgie, Fribourg ’1941, 177, 248).
32. JCIV, 1, 177 c.
33. ND II, 5, 644 a-b; y luego ND XII, 4, 972 b
34. C III, 1069 a. Pascal hablará, en este sentido, de la «presencia de un
Dios que se esconde» (Pensamientos, ed. Br., § 556; trad. cast. de X. Zubia,
B. Pascal, Pensamientos, Espasa Calpe, Madrid 1967, η. 1, 556, 95).
35. Sobre la figura de aparición, cf. H. U. von Balthasar, Herrlichkeit. I:
Schau der Gestalt, Johannes Verlag, Einsiedeln 1961; trad. cast. de E. Saura,
Gloria. Una estética religiosa I. La percepción de la forma, Encuentro, Ma-
drid 1985. Aquí nos limitamos a comentar dos observaciones de Balthasar so-
bre Dionisio: «Dios mismo es por principio superior a todo excessus (y por en-
de, también ai del espíritu cognoscente)», y «el ‘tercer paso’, al que alude con
frecuencia allende la afirmación y la negación, el excessus (υπεροχή), es me-
nos un método de conocimiento que la comprobación de que por encima de
todas las afirmaciones y negaciones posibles a la criatura persiste intacta la so-
breabundancia objetiva de Dios» (Herrlichkeit II. Fdcher der Style, Johannes
Verlag, Einsiedeln 1962, 209; trad. cast. de J. L. Albizu, Gloria. Una estética
religiosa II. Estilos eclesiásticos, Ed. Encuentro, Madrid 1986, nota 202 y p.
201 respectivamente). De igual manera, W. Vólker entiende la «causa» como
una denominación de «la actividad creadora de Dios» (W. Vólker, Kontem-
plation und Ekstase bei Pseudo-Dionysius Areopagita, Wiesbaden 1958, 150,
nota 5).
36. JC IV, 1, 177 c.
37. Respectivamente, ND I, 1, 588 a; ND I, 2, 588 c. Cf., entre otras, ND
II, 4, 641 c; ND IV, 20, 720 a, etc. Analogía/αναλογία se refiere al «de acuer-
do con la analogía de la fe» de san Pablo en Rom 12, 6. La αναλογία dioni-
siana no implica ninguna actividad por parte del participante, ni tampoco nin-
gún poder que el hombre debiera ejercer para alcanzar una divinización más
elevada; la distancia, en efecto, no es dada para ser conquistada, sino para ser
recibida (a pesar de W. Lossky, La notion des analogies chez le Pseudo-
Denys-. Archives d’histoire doctrinale et littéraire du Moyen Age 5 [París
1930] 279-309).
38. ND IV, 5, 700 d-70I a; cf. también ND I, 4, 592 c. El incremento de
la participación mediante la αναλογία receptiva hace pensar en el par parti-

187
cipatio/capacítas en san Agustín y, paralelamente a este texto, en su Comen-
tario de la primera Epístola de san Juan, 4, 6; trad. cast. de B. Martín Pérez,
Obras de san Agustín XVIII, Ed. BAC., Madrid 1965,. 253-255. A partir de
esto, nos parece legítimo traducir αναλογία por capacidad, a condición de
mantener estrictamente su semántica pasiva, que ha sido olvidada y rechaza-
da por la modernidad (cf. nuestro estudio De la divinisation a la domination.
Etude sur la sémantique capable/capax chez Descartes: Revue philosophique
de Louvain 73 [1975] 264-295).
39. ND V, 9, 824 d-825 a, y ND VII, 3, 869 d-872 a. Cf. también JCIV,
1, 177 c, etc.
40. (Nota del editor) El término francés analogie en español analogía,
presenta un problema de coherencia terminológica en las citas de Dionisio y
en las de la Biblia; en la edición española de estos textos no aparece tal tér-
mino sino perífrasis del tipo: «en la medida de su capacidad», «de acuerdo
con», etc.; cf. la nota 37.
41. ND III, 1, 680 a y c. Cf. también la oración (αϊτησις) del obispo que
«ora (αιτεί) para que [las promesas de las Escrituras] se cumplan y los que ha-
yan llevado una vida santa reciban la merecida recompensa. Así se llega a se-
mejanza de la bondad de Dios buscando (έξαιτων), como si fuese en prove-
cho propio, dones a favor de los demás», JE VII, 7, 561 d-564 a. La oración
permite imitar la Bondad en 10 que ella tiene de propio —difundirse en una
distancia en la que ella se extasía en la alteridad inconcebible—. La oración
supone el misterio de la αιτία, puesto que recorre la distancia de Bondad.
42. Esta relación casi sólo aparece en Aristóteles, Segundos analíticos I, 9,
76 a 20; II, 16, 98 a 36; trad cast. de M. Candel Sanmartín, Tratados de lógica,
Ed. Gredos, Madrid 21994, 335, 430, y en Diógenes Laercio, Vida de los filó-
sofos ilustres IX, 97; trad. cast., Biógrafos griegos, Ed. Aguilar, Madrid 1973.
43. Αιτία significa, tal como es sabido, la acusación, la queja, el cargo
que recae en aquel que es requerido. Se trata por tanto de lo apuntado por la
acción de acusar a partir de un aspecto que me concierne, αιτιαόμαι. En efec-
to, tanto la relación platónica entre αιτιαόμαι y αιτία/αϊτιον (Platón, Filebo,
22 d; trad. cast. de M. A. Durán-F. Lisi, Ed. Gredos, 42; Platón, República,
329 b; trad. cast. de C. Eggers Lan, Ed. Gredos, 60), como entre lo que se pi-
de y el requerimiento, reproduce la relación jurídica de los términos: acusar un
presunto culpable (Homero, Iliada XI, 654; trad. cast. de A. López Eire, Ed.
Cátedra, Madrid, 471; Homero, Odisea I, 32, Ed. de A. López Eire, Espasa
Calpe, Madrid 241997, 53: «¡Oh dioses! ¡de qué modo culpan los mortales a
los númenes!», etc.). En este contexto, hay que subrayar que αίτιατόν depen-
de de un medio αίτιάομαι, acusar en lo que me concierne; por tanto, no se
puede traducir por «efecto», sino que debe conservarse el matiz de medio: lo
que el requirente requiere para sí.
En torno a esta constelación conceptual, cf. el Comentario de Paquimero
sobre JC III, 3, 2: «se denominan requirentes, αίτιατά, los términos que, para
ser de algún modo, necesitan un requerido (αιτία) que provenga del exterior.
Se denominan requeridos (αιτίαι) los términos consumados, en vista de los
que, al tender hacia ellos, consumamos a los requirentes y a aquellos de los
que éstos son términos» (PG III, 456 c).

188
44. ND III, I, 680 d.
45. El término «jerarquía» (ίεραρχεία) es un neologismo que debemos al
mismo Dionisio, y que a continuación casi sólo aparecerá en Máximo el Con-
fesor y en su amigo, Sofronio de Jerusalén En torno a la mediación inmediata
como fondo de la «jerarquía» dionisiana, cf. L. Bouyer, L’Eglise de Dieu,
Cerf, Paris 1970, 317ss; Id., Le Pére invisible, Cerf, Paris 1976, 325- 326.
46. JC III, 1, 164 d; III, 2, 165 b; JE I, 3, 373 c respectivamente.
47. JC III, 1, 164 d; III, 2, 165 a y b; JE I, 3, 376 a respectivamente.
48. JC III, 2, 165 a; JC III, 3, 168 a: JE I, 2, 372 c respectivamente.
49. Para situar JC III, 3, 168 a hay que referirse a san Pablo, 1 Cor 11,23-
25: «por lo que a mí toca, del Señor recibí la tradición (παρέλαβον) que os he
trasmitido (παρέδωχα): que Jesús, el Señor, la noche en que iba a ser entre-
gado (παρεδίδοτο), tomó pan y, después de dar gracias, lo partió y dijo...».
50. Esto constituye un comentario sobre Jn 16, 14-15: «El [el Espíritu
santo] me glorificará, porque todo lo que os dé a conocer, lo recibirá de mí.
Todo lo que tiene el Padre, es mío también; por eso os he dicho que todo lo
que el Espíritu os dé a conocer, lo recibirá de mí».
51. JC II, 5, 145 b c; JE I, 1, 372 a y V, 5, 505 b respectivamente. Cf. JE
V, 7, 512 c. «Nuestro primer y divino consagrante es Jesús. En su infinito
amor por nosotros...».
52. JC IV, 4,181 c; CIV, 1072 a respectivamente. Cf. también ND II, 10,
648 c: «la divinidad de Jesús es causa que todo lo perfecciona, etc...». Sobre
el papel de Cristo en el Corpus dionisiano, muchos juicios imprudentes se
apoyan en la antología de textos recogidos por Dom Philippe Chevalier, Jé-
sus-Christ dans les oeuvres du Pseudo-Aréopagite, Pión, Paris 1951.
53. JC III, 2, 165 b; y luego JE I, 3, 373 c. Cf. JC III, 3, 168 a: «Del mis-
mo modo, cada orden del ordenamiento jerárquico es llevado, en la medida de
su analogía propia, a cooperar en la acción divina, culminando, mediante la
gracia y el poder que Dios da, las cosas que se unen natural y sobrenatural-
mente a la Tearquía [trinitaria], las que se culminan sobreesencialmente para
avanzar hacia ésta, y las que se manifiestan jerárquicamente para parecerse lo
más posible a los espíritus que aman a Dios». JC I, 3, 124 a: «En vistas a núes-
tra divinización (según nuestras capacidades), el principio perfecto [trinitario]
que ama al hombre y que comparte su liturgia... nos reconduce... hasta las ci-
mas puras y simples de las jerarquías celestes». JE I, 4, 376 b: «Decimos,
pues, que la beatitud teárquica [trinitaria], la divinidad por naturaleza, el prin-
cipio de la divinización desde el cual llega a aquellos que tienen que ser divi-
nizados su divinización, ha concedido, por Bondad propiamente divina, la je-
rarquía, para salvar y divinizar todas las esencias racionales e intelectuales».
Estos tres últimos textos enuncian que la jerarquía proviene, como don, de la
Trinidad. Dichos textos no señalan tanto como los dos primeros la relación
«icónica» entre la Trinidad y la jerarquía. Y, sin embargo, precisamente esta
relación da rigor al don de la jerarquía.
54. La Enciclopedia de las ciencias filosóficas emprende explícitamente
(§ 564-571; trad cast. de E. Ovejero y Maury, revisada, Alianza, Madrid 1997)
la sustitución de la relación supuestamente abstracta del Padre al Hijo por la
seriedad más radical de una separación operada por lo negativo: una nueva re-

189
!ación manifiesta la verdad del Hijo en la alteridad del mundo, y en último tér-
mino, puesto que Ja pretensión gnóstica termina siempre en una blasfemia, en
el mal. Ya desde el prefacio al sistema de la ciencia que abría La fenomenolo-
gía del Espíritu, quedaba disimulada tras su di-solución perentoria la siguien-
te cuestión: ¿halla el amor trinitario más «seriedad» en lo negativo o, por el
contrario, no hallaría más bien en él una caricatura demasiado insignificante?
La distancia desaparece de la meditación hegeliana, en el momento mismo en
el que culmina el análisis de la diferencia y de la relación.
55. ND II, 8, 645 c.
56. TVD V, 7, 821 b.
57. ND IV, 1, 693 b.
58. ND IV, 4, 697 b-c.
59. Ibid.
60. Entre otras, ND IV, 1,693 b; IV, 4, 697 c; V, 7, 821 b; Vil, 3, 869 d;
III, 13,444 c; JC VIII, 2, 240 a; XV, 1, 328 a; XV, 2, 329 a; etc No hay icono
en sí (por definición), sino solamente en cuanto recibido.
61. ND VII, 3, 869 c-d. Cf. también el magnífico texto de ND IX, 6, 913
c: «Los teólogos, sin embargo, dicen que Dios, superior a todas las cosas, en
cuanto él mismo es, no es semejante a nadie, sino que él da semejanza divina
a aquellos que se le acercan, cuando sobre todo término y razón le imitan se-
gún sus fuerzas. La fuerza de la semejanza divina es tanta, que atrae todas las
cosas creadas hacia su Creador o Causa. Se dice que estas cosas son semejan-
tes a Dios, pues fueron hechas a su imagen y semejanza. Pero no podemos de-
cir que Dios es semejante a ellas...».
Para el contexto de la expresión «a partir de» y similares, cf. ND IV, 2, 696
b, c; V, 7,821 b (citado en la nota 56); V, 8, 821 c: «De esta misma Causa uni-
versal provienen todos aquellos seres inteligentes e inteligibles: los ángeles
deiformes. De ella proviene también la naturaleza de las almas y la naturale-
za del universo».
62. JE III, 13, 444c. Cf. ND II, 10, 648 c, donde el Verbo hecho hombre
se defíne claramente como icono por excelencia, es decir, por referencia: «es
forma informante de cuanto carece de forma, pues es su principio formal. Es
también la forma trascendente en lo que ya está formado»
63. ND I, 2, 588 c.
64. ND I, 1, 588 a; y luego ND I, 3, 589 b. El texto bíblico no es, ante to-
do, un texto, sino el cuerpo más exterior y más visible, para nosotros, del Lo-
gos que ha tomado humanidad en cuerpo y alma. Cf., además de nuestro es-
bozo El verbo y el texto'. Résurrection 46 (Paris 1975) 63-80. M. Costantini,
La Bible n’est pas un texte: Revue Catholique Internationale, Communio 1/7
(Paris 1976).
65. JE 1,4, 376 b.
66. ND II, 2, 640 a. Cf. ND I, 8, 597 b, en el que se habla de «valiendo-
nos para ello de cuanto nos dicen las sagradas Escrituras y guiándonos de por
lo que ya queda dicho», al igual que ND I, 2: «Atengámonos sólo a lo que mi-
sericordiosamente se nos ha manifestado en las santas Escrituras».
67. F. Nietzsche, Ecce Homo: «Por qué escribo tan buenos libros» - «Así
habló Zaratustra» § 3, Alianza, Madrid 1998.

190
68. Cf., en la nota 24, la observación de Máximo el Confesor que es re-
tomada a su manera por H. U. von Balthasar: «Cuando se trata de Dios y de
lo divino, la palabra ύμνειν reemplaza casi a la palabra ‘decir’» (Herrlichkeit
II. Facher der Style, 158). Confirmación: ND 593 c, d: 596 a, b, c; 637 b; 641
d; 652 a; 681 d; 701 c; 709 b; 713 c (atribuido al «divino Hieroteo»); 816 b,
c; 820 c; 824 a; 868 a; 872 a, c; 909 b; 940 a; 969 a, c; etc.; TM 1025 a, etc.
Sobre todo, hay que considerar con seriedad las antítesis utilizadas al menos
en dos textos: «Hay solamente que recordar que este discurso no apunta a sa-
car a la luz (έκφαινεΐν) la esencia sobreesencial (pues ella permanece indeci-
ble, incognoscible, y por tanto, totalmente imposible de sacar a la luz, por sus-
traerse a toda unión), sino más bien a alabar la procesión que hace las escn-
cias y que llega a todos los entes a partir de la Tearquía [trinitaria], principio
de esencia» (ND V, 1, 816 b); y: «Él discurso desea alabar las denominacio-
nes divinas que manifiestan la providencia; no proferir (έκφράσαι) la Bondad
en sí sobreesencial... sino alabar al Requerido por todos los bienes» (ND V, 2,
816 c). Juan Damasceno utiliza para la distancia del Requerido a ios requi-
rentes el término nombrar, y no alabar (Fe ortodoxa, 1,12), lo cual, de hecho,
neglige tanto la distancia como el discurso de alabanza.
69. Aristóteles, Sobre la interpretación III, 17 a 4; trad cast. de M. Can-
del Sanmartín, Ed. Gredos, 42.
70. ND I, 6, 596 a; cf. ND VII, 1, 865 c; II, 5,644 a (citado en la nota 33).
71. ND VII, 1, 865 c.
72. ND V, 8, 824 a-b.
73. ND I, 5, 593 d; y luego ND V, 2, 816 c y XII, 3,969 c. Cf. XII, 4, 972
a; etc.
74. ND 1, 6, 596 a-b; y luego ND IV, 7, 701 c. Cf. VI, 1, 856 a; VIII, 1,
889 b; XII, 1,969 a.
75. La función de este como/ως fue luego claramente tematizada por Gre-
gorio Palamas: «sin embargo, aunque la visión esté por encima de la negación,
la palabra que es su intérprete queda por debajo de la vía negativa: ella pro-
gresa sirviéndose de ejemplos y de acuerdo con la capacidad; por ello, a las
palabras empleadas se les añade frecuentemente un ώς que expresa la simila-
ridad, pues la visión es indecible y excede toda apelación» (Defensa de los
santos hesicastas I, 3, 4). No se podría decir mejor que el saber especulativo,
mediante el ώς, se despliega todavía más allá de la negación.
76. L. Wittgenstein, Zettel, § 448.
77. L. Wittgenstein, Philosophische Untersuchungen I, § 19; trad. cast. de
A. García Suárez-U. Motines, Investigaciones filosóficas, Ed. Crítica, Barce-
lona 1988, 31.
78. Ibid., I, § 65; trad. cast., 85-87.
79. Ibid, I, § 23, trad. cast., 41; dicha secuencia puede ser comparada con
el Diario filosófico 1914-1916·. «El sentido de mi vida, es decir, el sentido del
mundo, podemos denominarlo Dios. Y asociarle la metáfora de un Dios Padre.
La oración es el pensamiento del sentido de la vida» (del 11 de junio de 1916;
trad. cast. de J. Muñoz-I. Reguera, Ed. Ariel, Barcelona 1982, 126). Oración,
sentido del mundo que escapa a la predicación, Dios como Padre, y hasta, en
cierto modo, la «metáfora» —volvemos a encontrar las co-ocurrcncias de la

191
distancia—. Cf. también Philosophische Untersuchungen II, X (Juego de len-
guaje de la fe/creencia); trad. cast., 437ss. «Si se habla; esto en sí mismo cons-
tituye un componente de la conducta religiosa y no una teoría. Por consi-
guiente, en modo alguno se trata de si las palabras son verdaderas, falsas o sin-
sentidos»; L. Wittgenstein, Conferencia sobre ética. Con dos comentarios so-
bre la teoría del valor, trad. cast. de F. Birulés, Ed. Paidós, Barcelona 1989,
50, y Lecciones sobre la creencia religiosa (trad. cast. de I. Reguera con el tí-
tulo, Lecciones y conversaciones sobre estética, psicología y creencia religio-
sa, Ed. Paidos, Barcelona 1992).
80. L. Wittgenstein, Philosophische Untersuchungen I, § 373; trad cast.,
283.
81. H. de Lubac, Lafoi chrétienne. Essai sur la structure du symbole des
apotres, Aubier, Paris 1966.

192
INTERMEDIO 3

Lo que llamamos «distancia» ha sido desplegado mediante una


serie de recorridos concéntricos y concordantes entre sí, sin que en
ningún momento se haya dado una definición de ella, ¿No hay que
ver en esta falta de esclarecimiento, exigible desde el primer mo-
mento, una declaración de imposibilidad, o al menos de impoten‫־‬
cia? Se podría sospechar enseguida que la distancia sólo ha sido
desplegada en provecho de ciertas ambivalencias que compróme-
ten su rigor y su unidad. En primer lugar, la distancia no intervie-
ne en los textos de Nietzsche, Hólderlin o Dionisio, como un sig-
niñeante del discurso; es introducida desde el exterior para asegu-
rar su hermenéutica. La distancia pertenece a la metalengua del in-
térprete, y ejecuta sus golpes de fuerza; en lugar de moderar la ar-
bitrariedad de las lecturas, ella la posibilita, porque, todavía más
profundamente, la distancia depende de ello. Dicho brevemente, la
anterioridad y exterioridad hermenéuticas de la distancia la dis-
pensan de toda definición dependiente del «lenguaje-objeto» (o su-
puestamente tal). Así, la distancia, por cuanto que definidora, no se
definiría. Al ser dispensada tácticamente del origen definidor, la
distancia se vuelve todavía más sospechosa de indefinición irra-
cional —de terrorismo difuso—. Además, ¿con qué derecho se
puede hablar de una distancia? Suponiendo que en cada uno de los
tres corpus considerados se ejerza una instancia hermenéutica ri-
gurosa, ¿con qué derecho superponer luego estas tres instancias
operatorias en una sola aserción, llamada distancia? Tanto la tor-
peza evidente de los intermedios, como la incomodidad de la in-
troducción (§ 3), ponen de relieve la dificultad de justificar la co-
hesión y la conveniencia de los recorridos sucesivos. Si una «dis-
tancia» ejecuta la interpretación de cada uno de ellos, ¿puede ad-
mitirse que haya más coincidencia entre estas «distancias» que en-
lace entre los corpus considerados? En una palabra, ¿puede postu-
larse la unicidad del concepto hermenéutico, cuando precisamente
las hermenéuticas y sus materiales parecen irreductibles? La dis-
tancia, vista esta doble dificultad, podría efectivamente no haber
sido definida porque ninguna definición capta lo que permanece
demasiado impreciso, equívoco y metafórico para soportar el rigor
de la formulación conceptual. Puesto que nunca alcanza la digni-

193
dad del concepto, la distancia no consigue una definición. En fin,
¿puede esta pretendida distancia desplegarse con la suficiencia que
10 hace, sin exponerse a múltiples reinterpretaciones? ¿en qué se
convierte la distancia si es asumida por la lógica como una relación
más, tan formalizable como cualquier otra? ¿en qué se convierte la
distancia si es abordada por un pensamiento dialéctico que reco-
nozca fácilmente en esta separación íntima uno de los momentos
de la doctrina del concepto? ¿qué puede pretender decir la distan-
cia frente a la metafísica misma, cuando la metáfora demasiado có-
moda del ídolo es sustituida por la cuestión del Ser? En efecto, se-
ría posible considerar la distancia en el interior del único campo
abierto al pensamiento: aquel que es abierto por el Ser y que se
abre como el Ser; en este contexto, es muy probable que la distan-
cia vuelva a encontrar un lugar nítidamente determinado entre
otros conceptos, sin ningún privilegio. Queda pues por experimen-
tar la distancia mediante su confrontación con la cuestión del Ser,
y con lo que, de modo metafísico, puede provenir de ella. Así pues,
la inserción de la distancia en la cuestión del Ser, o su separación
con respecto a la misma, reduplica la cuestión inicial —la de las
marcas de la metafísica—. Pero para hablar frente o fuera del Ser
(si podemos atrevernos a decirlo así), la distancia, por ella misma,
deberá confrontarse con la llamada «superación de la metafísica».
En esta confrontación será preciso no obstante apuntar a otra cosa
infinitamente más delicada: la situación de la distancia con respec-
to al Ser. Y, para ello, tal vez la función ídolo ya no sea suficiente,
aunque lo fuera para la metafísica.

194
La distancia y su icono

El icono es igual que el prototipo, y sin embargo difie-


re de él. (Gregorio de Nisa)

Dum silet, clamat, et dum clamat, silet;


et invisibilis videtur, et dum videtur,
invisibilis est.
(Juan Escoto Eriúgena, De divisione naturae III, 4)

§17. Distancia, diferencia

Por más pertinente que pueda ser, la crítica de la distancia co-


mo asunto puramente retórico y a-conceptual pasa por alto dos ca-
racterísticas que la rigen desde la obertura de nuestro discurso. En
primer lugar, la distancia tiene una definición. En segundo lugar,
ella permanece indefinible por definición. La distancia puede defi-
nirse en varios enunciados equivalentes; por ejemplo: sólo la alte-
ridad permite la comunión, y lo que distingue separa y, por ello
mismo, une. O también: sólo la inconmensurabilidad entre Dios y
el hombre hace posible su intimidad, porque solamente el retiro ca-
lifica al Padre, y sólo el retiro paterno procura al hombre la sun-
tuosa libertad de un hijo. O incluso: aquello que pone a «Dios» a
disposición, para calificarlo o descalificarlo, sólo proporciona un
ídolo del espectador, y se confunde con él en una identidad fanta-
seada. Así pues, la distancia, en cuanto di-stancia, pone de relieve
que sólo la dualidad permite el reconocimiento, y que la comunión
se desarrolla junto con la separación en la que se cruzan las mira-
das. Di-stancia: solamente se convierte en mi prójimo aquel que se
separa para siempre de mí y de mis dobles. Sólo se mantiene con-
migo aquel que se mantiene ante mí. La lucha con el ángel no se
identifica con la comunión (tal como lo pretende lo negativo), ni la
contradice (como lo supone toda armonía indistinta), sino que pre-
para la bendición que la culmina. La distancia se despliega como
arbotante del uno al otro hasta conseguir que se bendigan mutua-
mente. Es más, puesto que si yo soy el uno, el Otro aquí es Dios,
sólo devuelvo la bendición a Dios tras haber luchado lo suficiente

195
para comprender que esta misma lucha me bendecía. Dios bendice
haciendo que yo me mantenga frente a él: la lucha halla aquí su
verdad en la creación. A medida que la separación opone un dis-
tante, crece la bendición de la distancia. La distancia puede por
tanto desplegar su rigor, hasta la definición. Para ello mismo, hay
que reconocerla como indefinible, o más bien como indefinida.
Pues ella suscita una serie indefinida de definiciones que se enea-
denan entre sí, sin que ningún cierre pueda jamás agotar el asunto.
Al no ser sujeto del discurso, ni objeto de ciencia, la distancia se
sustrae por definición a la definición. En efecto, la distancia sólo
asegura la comunión a los términos separados por ella. Ahora bien,
hay uno de estos términos que nos interesa directamente, porque lo
constituimos nosotros, los que aquí hablamos. Con respecto al otro,
sólo podemos acercarnos a él en una comunión atravesada por la
separación, pues se trata de la distancia. La definición de la distan-
cia nos define como uno de sus términos, y por tanto nos sustrae al
otro en el momento mismo en que se ejerce su atracción. El otro,
íntimamente extranjero, desaparece en su aparición misma y se de-
fine como lo indefinido mismo. Ninguna imagen, ningún concep-
to, ni tampoco ninguna denegación ya sea de imagen o de concep-
to convienen a lo impensable, ni lo entregan. Cuando la distancia
es abordada rigurosamente, uno de los términos se vuelve riguro-
sámente inabordable. Su inabordabilidad crece a medida que la dis-
tancia se ofrece en su rigor más definido. Así, se podría hablar de
una asimetría de la distancia: su definición concierne a dos polos,
o más bien los suscita y los garantiza. Pero esta definición se enun-
cia solamente a partir de uno de los dos polos: el nuestro, humana-
mente finito, definido. Así pues, la separación común-uniente tien-
de a la creciente indefinición del otro término, por cuanto que di-
cha indefinición caracteriza propiamente, en la distancia, la alteri-
dad íntima de los términos. No hay ningún tercer polo, neutro (Lé-
vinas) y apagado que sirva para expresar correctamente la distan-
cia. Por lo demás, si se supone que este tercer polo se presenta tal
como proponen ciertos pensamientos precipitadamente representa-
tivos, lo que ahí se pensaría no sería la distancia. Pues la distancia
sólo abre la separación común-uniente a partir de un término que
se descubre en ella, o mejor dicho que descubre en ella su propio
horizonte: la distancia se descubre tal como se desbroza un cami-
no, a partir de un lugar, y no como se lee un itinerario sobre un ma-
pa, en la «otra parte» de una representación neutralizada. Dado que
la distancia despliega su definición rigurosa, ella reinscribe esta
definición en uno de sus términos, la somete a su perspectiva y la
sumerge totalmente en su asimetría constitutiva. Por definición, la

196
definición se somete a lo que se define en ella: la definición se
comprende en la distancia; ella sólo se enuncia en el seno de la es-
cucha íntima ilustrada por ella y que la sitúa en perspectiva a par-
tir de un lugar. La distancia no se deja representar, ni siquiera en su
definición rigurosa, a menos que su representación misma se deje
introducir en la asimetría de la distancia.
Di-stancia no desplegable por ninguna representación: esta do-
ble característica de la distancia evoca ciertas resonancias. Reso-
nancias de la diferencia ontológica, tal como es abordada por Hei-
degger. Parece incluso inevitable plantear una cuestión brutal: ¿no
se reduce la distancia, en lo esencial aunque con ciertas modifica-
ciones (que veremos a continuación), a la diferencia ontológica?
La distancia, en cuanto di-stancia, subraya la separación solamen-
te para cuidar su intimidad. La diferencia ontológica, por su parte,
distingue los entes, considerados en su facticidad masiva e inevita-
ble, del Ser que no se confunde con ninguno de ellos, puesto que
precisamente los rige, cuida y descubre. En la evidencia más trivial
del ente se manifiesta, sin darse a ver como ente, aquello gracias a
lo que el ente puede envolvernos con su presencia evidente, con su
evidencia presente: el Ser mismo. El Ser y el ente sólo aparecen a
partir de la diferencia, en la que el ente bruto permite descubrir en
sí la «nada» del Ser, sin la cual, él no se descubriría a sí mismo. La
diferencia manifiesta el ente a medida que ella condensa su nimbo
ontológico; y hace presentir este último solamente al asignarlo a su
«nada» óntica. La diferencia distingue solamente de modo armóni-
co lo óntico de lo ontológico. «El Ser, en el sentido de la Sobreve-
nida que desencubre, y el ente como tal, en el sentido de la Llega-
da que se encubre, se consuman así como diferentes a partir de lo
Mismo, de la di-mensión (Unter-Schied). Esta es la única que pro-
porciona y manitiene el entre, en el que la Sobrevenida y la Llega-
da son mantenidas en relación, separadas la una de la otra y gira-
das la una hacia la otra. La diferencia del Ser y del ente, en tanto
que di-mensión (Unter-Schied) de la Sobrevenida y de la Llegada,
es la Conciliación desencubridora y encubridora (entbergend -
bergende Austrag) de la una y de la otra»1. La diferencia no marca
tanto un antagonismo entre el Ser y el ente, cuanto que profundiza
definitivamente su Pliegue (Zwiefalt) irreductible, para conciliarios
así de modo más íntimo. Di-ferencia: alcance (portée) desde un tér-
mino al otro, en el sentido en que el arco de un puente despliega su
alcance de un pilar a otro. Aus-trag‘. tragen reemplaza solamente a
ferre, para desplegar el alcance de un término a otro, más allá de
una exterioridad dual (di-, Aus-). El fondo de la diferencia no resi-
de tanto en el antagonismo, cuanto en el equilibrio de los empujes.

197
La distancia mantiene la dualidad de los pesos (di-) arrojándolos
uno contra otro, para detener, en un choque inmóvil y sostenido, en
pleno cielo, sus dos caídas (standa). Así pues, cuando la diferen-
cia ontológica se expone como re-misión (re-port) (Aus-trag, di-fe-
renda) que, más que oponer de modo polémico el Ser y el ente, los
concilia radicalmente, reencontramos ahí la comunión a la que
apunta en último término la distancia. Hay que subrayar con clari-
dad que los términos de la diferencia conciliante (Ser, ente) no se
superponen con los de la distancia (Dios, hombre; Padre-hijo). Pe-
ro estas relaciones, ¿no se vuelven tanto más extrañamente fami-
liares por cuanto que se componen en ellas términos cada vez me-
nos identificables entre sí? Es más, hablar de «relaciones» a pro-
pósito de la distancia parece tan incongruente como hacerlo a pro-
pósito de la diferencia, puesto que ambas coinciden en que sólo
ellas hacen posibles y pensables todas las relaciones, oposiciones y
composiciones a partir de su(s) conciliación(es) (remisión, distan-
da, Aus- trag) original(es). ¿Concilia la distancia del mismo modo
que la diferencia (ontológica)?
La distancia sólo se define al sustraerse, tal como lo hemos vis-
to (§ 13-14), a toda definición que pretenda asegurar una inteligi-
bilidad neutra de la misma, y representarla como un objeto alean-
zable. Ahora bien, por su parte, la diferencia ontológica recusa la
representación clara y distinta de su envite y de su desarrollo. Este
envite consiste en que la diferencia del Ser al ente no se deja con-
cebir de modo uniforme. En ella, el ente puede proporcionar un ob-
jeto al conocimiento, el cual se apoya así sobre un material tangi-
ble, disponible y comprensible. El ente sostiene la representación.
Pero el Ser, al contrario, no «es» en el sentido en que el ente es; or-
la al ente con el nimbo de una luz invisible que ningún prisma pue-
de descomponer en colores elementales, visibles como lo es un en-
te; el Ser —pura nada de ente2— no cesa de desaparecer a medida
que aparece el ente, el cual no obstante sólo aparece según la me-
dida que le depara el retiro del Ser. El Ser sólo aparece dentro del
retiro que el ente, visible en sí mismo, hace (in)visible. En cuanto
asimétrica, la diferencia concilia el avance asediante del ente con
el retiro cuidadoso del Ser, y por tanto lo representable con lo irre-
presentable. «Hablamos de la diferenda entre el ser y lo ente. El
paso atrás va desde lo impensado, desde la diferencia en cuanto tal,
hasta lo por pensar: el olvido de la diferencia. El olvido que está
aquí por pensar es ese velamiento pensado a partir de la Λήθη (en-
cubrimiento) de la diferencia en cuanto tal, velamiento que se ha
sustraído desde el principio. El olvido forma parte de la diferencia,
porque ésta le pertenece a aquél. No es que el olvido sólo afecte a

198

Λ
la diferencia por lo olvidadizo del pensar humano»3. El olvido no
resulta de una inadvertencia psicológica, y aún menos de una debí-
lidad colectiva: deriva constitutivamente de la diferencia ontológi-
ca misma, la cual sólo manifiesta al Ser a partir del ente, como Ser
(irrepresentable) del ente (representable). Pues el Ser sólo aparece
cuando despunta, sin apariencia ni visibilidad, la Nada, tal como lo
muestra la conferencia ¿,Qué es metafísica? Si suponemos que la
presencia constituye la temporal i zación privilegiada del Ser, el en-
te queda encargado de concentrar en sí la presencia, y el Ser nun-
ca podrá «ser» de acuerdo con esta presencia. Así pues, el olvido
no se añade a la diferencia ontológica, sino que constituye su re-
verso: la decisión destinal de pensar el Ser en cuanto que Ser del
ente provoca el olvido de la diferencia, porque en el fondo la dife-
rencia misma regía ya de modo olvidadizo al Ser. El olvido consti-
tuye el envite de la diferencia ontológica, y, en cuanto envite des-
tinal, la sustrae a toda representación (porque la representación, en-
tendida al menos según el rigor de su esencia moderna, proviene de
este olvido y no lo compensa ni lo concibe). En cuanto a la distan-
cia, ella despliega análogamente su envite en la alternativa entre el
desconocimiento y el reconocimiento. Al asegurar la intimidad so-
lamente al precio de la separación, la distancia corre el riesgo de
quedar reducida a una simple ausencia que puede llegar incluso a
la trivialidad de una «muerte de Dios» (no nietzscheana, ni riguro-
sa). La distancia tiene finalmente como envite su propia validez
conceptual: o se pasa por alto a sí misma, tomando la separación
como un desierto de ausencia, y queda así descalificada por com-
pleto, al no alcanzar al Padre en su invisibilidad; o se constituye, al
reconocer que únicamente el retiro salvifico del Padre puede cali-
ficar a un hijo. La distancia debe ir más allá de la ausencia; o me-
jor dicho, ella adviene a su rigor propio al creer, «sin haber visto»
(Jn 20, 29) que el ausente, en su fondo, presenta la figura paterna
de Dios. Ella debe conducir al hijo a habitarla como una patria, en
lugar de perderse en ella como en una prisión sin fronteras (cf. § 8-
12). La distancia corre continuamente el riesgo de ignorarse a sí
misma, del mismo modo que la diferencia se olvida sin cesar. Aun-
que lo propio de la distancia consista en no ignorarse a sí misma,
mientras que la diferencia está destinada al olvido, esta oposición
no es tan importante como el envite que las reúne: la relación con
sus invisibles respectivos determina la coherencia de cada una de
ellas. El respeto hacia lo invisible determina la suerte de la dife-
rencia y de la distancia.
En cuanto al desarrollo de ellas, éste se desenvuelve por igual,
contra toda representación y contra toda palabra. La diferencia on-

199
tológica no puede convertirse nunca en objeto de representación.
Efectivamente, esto sólo podría ocurrir en el caso de que la dife-
rencia fuera reducida a una relación que pudiera ser desplegada li-
bremente por el entendimiento representativo, y que éste atribuiría
a continuación, entre otros casos, a la relación del Ser con el ente.
Pero justamente si la diferencia fuera añadida a un dato represen-
table, sería añadida al ente, diferencia del ente. Pero, ¿qué ocurre
con este ente? El ente es lo que es. Lo que en él es, el Ser, aparece
de modo inmediato como Ser de este ente. Así, la diferencia se de-
sarrolla entre el Ser y el ente antes de que pueda intervenir la re-
presentación de la diferencia y su definición por parte del entendí-
miento. La diferencia, «ya siempre ahí», precede a su representa-
ción, porque toda objetividad, representatividad, y entendimiento
se despliegan a partir del Ser del ente, conciliado con el ente en su
Ser4. La diferencia, desarrollando («desplegando») el Ser/ente, ri-
ge de antemano todo pensamiento; dicho pensamiento, a continua-
ción, trata simplemente de mantener esta conciliación. La diferen-
cia ontológica, siendo constitutiva del pensamiento por cuanto que
sólo ella le asegura la apertura a lo Abierto, escapa a la representa-
ción puesto que funda el pensamiento que podrá luego pensar de
modo representativo. Esta anterioridad termina de proferirse en y
como lenguaje. El lenguaje no dice la diferencia ontológica como
uno de sus enunciados posibles. Sino que en todo enunciado posi-
ble, la diferencia no cesa de tomar la palabra. El lenguaje habla
únicamente según la diferencia, pues sólo la Conciliación abre el
lugar en el que puede desarrollarse una palabra. Dado que provie-
ne de la diferencia, el lenguaje no la enuncia nunca, sino que se bo-
rra para que ella se pronuncie en él y sobre él. La distancia (cf. §
13-16) escapa también a toda representación, porque todo objeto
representable y todo sujeto representante dependen a su vez de una
distancia definitivamente anterior. Es más, el horizonte paterno de
la distancia se sustrae por definición a toda búsqueda que pretenda
objetivarlo. Con él se trata precisamente del carácter in‫־‬objetivable
de lo impensable que excede la negación misma de los pensables,
de lo i-representable que evita la negación misma de lo representa-
ble. Y además, el lenguaje mismo proviene, con los logia, de la dis-
tancia, la cual lo entrega para armonizarlo con la alabanza absolu-
ta. Inevitable, aunque incuestionable, el lenguaje sólo habla en el
interior de la distancia que le precede, y retrocede sin cesar con res-
pecto a él, como preguntas que él nunca permitirá formular. Una
vez más, aquí, el lenguaje no enuncia la distancia, puesto que él se
enuncia en ella y proviene de ella. Así pues, la distancia y la dife-
rencia desarrollan sus juegos respectivos, en lo que concierne a la

200
representación y al lenguaje, de modo comparable. Por medio de la
Conciliación y de la dis-tancia, y tanto a través del envite como a
través de su desarrollo, la distancia parece volver a encontrar los
rasgos que aseguran la definición indefinidora de la diferencia on-
tológica. ¿Se debe por esta razón confundirlas, y anular la separa-
ción irreductible de la distancia frente a la diferencia ontológica?
En lugar de responder precipitadamente, hay que volver sobre
la discordancia que hemos señalado antes: lo propio de la distancia
consiste en no ignorarse a sí misma, mientras que la diferencia on-
tológica está destinada al olvido. En efecto, la diferencia ontológi-
ca sólo concilia al Ser con el ente abordando de entrada al Ser en
calidad de Ser del ente (cf. § 2); es decir, evitando de entrada la
cuestión frontal y fontal sobre el Ser en cuanto tal, la cual tal vez
apunta ante todo al nexo del Ser con el tiempo, y por tanto al pri-
vilegio del presente en la temporal i zación ontológica. «La diferen-
cia ontológica que aquí aparece es el mayor peligro para el pensa-
miento, por cuanto que ella representa siempre al Ser, dentro del
horizonte de la metafísica, como un ente; entonces, la cuestión so-
bre el ente en cuanto ente, es decir, la cuestión metafísica, tiene un
sentido diferente al de la cuestión del Ser en cuanto Ser. Esto pue-
de ser expresado negativamente diciendo que la cuestión del Ser en
cuanto Ser no consiste en elevar el Ser del ente a la segunda po-
tencia»5. La diferencia ontológica subraya perfectamente que el
Ser se contradistingue del ente, pero esta distinción no pregunta
justamente sobre el Ser en cuanto Ser. Así, la diferencia no cesa de
olvidar al Ser a medida que lo cuestiona insistentemente a partir del
ente. La diferencia ontológica, ordenada radicalmente hacia su pro-
pió olvido, produce incesantemente la metafísica, porque alimenta
la esencia de la misma. Hay que señalar que la metafísica difiere de
la diferencia ontológica por cuanto que ella recorre su «pliegue»
sin pensarlo como tal: «la metafísica sería, en su esencia, el secre-
to impensado —porque guardado— del propio ser»; ella permane-
cería en la diferencia ontológica manteniendo a ésta totalmente
«impensada», y precisamente este impensado traslada el destino
del pensamiento a su rostro metafísico: «Dado que el pensamiento
metafísico permanece comprometido dentro de la diferencia, y que
por tanto, esta última no es pensada como tal, la metafísica, en vir-
tud de la unidad uniente de la Conciliación (Austrag), es a la vez,
en modo unitario, ontología y teología». Lo propio de la metafísi-
ca acaba por ser su mismo dejar sin pensar propiamente la diferen-
cia. Metafísica, o diferencia impensada, porque es desplazada en
beneficio exclusivo del ente cuya apariencia presente disimula la
aparición misma, y el retiro —Ser— que lo cuida6. Por último,

201
aunque «nuestro pensar es libre de dejar la diferencia impensada o
de pensarla propiamente como tal», cuando se arriesga a dar el pa-
so atrás fuera de la metafísica en vista de la diferencia como tal, no
habría que inferir de ello que inversamente la metafísica ha dejado
sin pensar la diferencia solamente a causa de un accidente lamen-
table, contingente, pero fácilmente remediable por una buena ca-
beza especulativa. «El paso atrás va desde lo impensado —desde la
diferencia en cuanto tal—, hasta lo por pensar: el olvido de la dife-
rencia. El olvido que está aquí por pensar es ese velamiento pensa-
do a partir de la Λήθη (encubrimiento) de la diferencia en cuanto
tal, velamiento que se ha sustraído desde el principio (anfanglicli).
El olvido forma parte de la diferencia, porque ésta le pertenece a
aquel. No es que el olvido sólo afecte a la diferencia por lo olvida-
dizo del pensar humano»7. El envite del pensamiento contempora-
neo consiste en pensar la diferencia como tal, de modo no metafí-
sico; pero este envite sólo aparece como tarea y como prueba para
este pensamiento por cuanto que justamente el paso de la diferen-
cia a la metafísica y a su impensado no tuvo nada de accidental, si-
no que provino de un rigor historial cuyo apremio apenas capta-
mos. Indudablemente, la diferencia ontológica como tal no coinci-
de con la constitución onto-teológica de la metafísica; pero su pa-
so historial a esta última la encadena rigurosamente, historialmen-
te, a la onto-teología; así pues, en cuanto metafísicamente impen-
sada, la diferencia alimenta la primacía del ente en la cuestión del
Ser (del ente), y por tanto lleva también necesariamente a privile-
giar la entidad del ente hasta en la forma que marca su culmina-
ción, el ente más ente, el ente supremo. «Cuando el Ser se desplie-
ga como Ser del ente, como diferencia, como Conciliación (Aus-
trag), entonces en la misma medida la separación y la relación mu-
tua de la fundación con la fundamentación-en-razón son y perma-
necen, y entonces también el Ser funda al ente, y el ente en tanto
que ente máximo (das Seiendste) al Ser», «la constitución onto-
teológica de la metafísica procede del reinado de la diferencia que
mantiene separados y correlacionados el uno con el otro, el Ser en
tanto que fondo, y el ente en tanto que fundado y fundamentador-
en-razón»8. A partir del momento en que la diferencia se despliega
de modo metafíisico en el olvido mismo de lo que en ella difiere,
suscita y confirma la constitución onto-teológica de la metafísica.
Así pues, cuanto más se instala el pensamiento metafísico en la di-
ferencia ontológica impensada, más (se) constituye (según) la on-
to-teología. Ahora bien, tal como ya se ha visto (§ 2), la onto-teo-
logia hace culminar la cuestión del Ser del ente en el ente supremo,
hasta dar a este último la figura de la causa sui. Esto culmina me-

202
tafísicamente la idolatría sobre Dios. Así, la diferencia ontológica
impensada deja que se elabore un ídolo conceptual y representable
de Dios, concebido a partir del ente que indica al Ser, y como ente
supremo que consagra el olvido. La diferencia trabaja, bajo el yu-
go metafísico, para el ente supremo y para su representación idolá-
trica. La distancia se esfuerza en no ceder ante el ídolo, ni siquiera
ante el ídolo supremo. La diferencia contribuye de este modo, me-
diante su olvido mismo, a la constitución onto-teológica que la dis-
tancia tiende a revocar en nombre de lo Ab-soluto impensable.
Aunque la distancia que está por pensar y la diferencia impensada
parecen proceder de modo paralelo, sus instancias se oponen radi-
cálmente, y en dos grados de profundidad diferentes: en primer lu-
gar, por cuanto que la última permite reforzar el ídolo de la causa
sui, mientras que la otra no cesa de descalificarlo en virtud del Re-
querido (Αιτία). Y sobre todo porque, en el fundamento de esta
oposición se adivina ya otra: la diferencia piensa a «Dios» a partir
de la cuestión del Ser (poco importa que sea o no pensado de mo-
do metafísico), mientras que la distancia, mediante un paso atrás
fuera de la cuestión misma del Ser, pretende pensar lo impensable
de modo más desértico, y por tanto más original. ¿Podrá justificar-
se, o por lo menos formularse esta pretensión?
Pero aquí hay que volver de nuevo a la diferencia ontológica y
al camino de pensamiento de Heidegger. En un texto contemporá-
neo de Sein und Zeit (1927), Heidegger muestra cómo la analítica
del Dasein precede y determina las condiciones del ente afectado
por el acontecimiento cristiano (la «cristianidad»). En una palabra,
la analítica del Dasein indica, ontológicamente, un contenido y un
dato pre-cristiano, con respecto al cual la «cristianidad» constituye
sólo un correctivo óntico. Si el rigor de la teología se mide por el
vigor del correctivo óntico que ella impone a los entes afectados
por ella, esta medida, a su vez, sólo se definirá por medio de la se-
paración entre el correctivo óntico y la analítica ontológica del Da-
sein. Del mismo modo, dado que la «cristianidad» sólo interviene
como una variación óntica, el Dasein debe constituir ontológica-
mente su invariante. La «cristianidad» se convierte en variable ón-
tica de una invariante ontológica, el Dasein. La teología formula
esta variable y mide sus separaciones, mientras que la filosofía pro-
cede a la analítica de la invariante y la identifica en sus posibles
avatares9.
Más allá de la oposición entre «cristianidad» y teología, lo que
aquí parece decisivo es la condición fundamental que se pone de-
finitivamente a la cuestión de Dios: Dios sólo podrá aparecer en el
campo del pensamiento cuestionante primeramente bajo la condi­

203
ción mediatizante de la «cristianidad», y luego bajo la del Dasein..
Esto significa indudablemente ante todo que Dios sólo puede
desenvolverse ónticamente (aquí por «correctivo óntico») a partir
del fondo constituido por un Dasein del cual Sein und Zeit muestra
desde el primer momento que sólo con este ente va del Ser: el en-
te supremo de la onto-teología metafísica sólo halla su lugar her-
menéutico (ontológico) en la primacía del Dasein, en el sentido de
que sólo el Dasein existe. Así pues, desde el primer momento, la
cuestión de Dios se desplaza no solamente fuera del «Dios» de la
onto-teología, sino también fuera de todo ente que no exista bajo el
modo del Dasein. Eso quiere decir que todo Dios posible, incluso
fuera de la onto-teología, sólo podrá ser abordado a partir del Da-
sein según una distribución definitiva de papeles: Dios, un ente,
Dasein, ente hermeneuta del Ser; Dios retrocede al rango de ente
supremo, es decir, de un ente ínfimo por cuanto que en su ser de
ente no va del Ser: así, la teología queda restringida a una variable
óntica: primera sumisión de Dios al Ser. En consecuencia, eso sig-
nifica que Dios sólo interviene como un ente más entre los entes
que el Ser del ente concilia según la diferencia ontológica. Dios es
meramente «Dios»; cuanto más interviene como ente supremo,
más aparece como ente ínfimo; «Dios», bajo esta segunda condi-
ción, queda sometido por entero a una condición previa de carác-
ter idolátrico, que lo deduce, mediante intermediarios largamente
analizados y repertoriados con precisión, a partir del Ser (es decir,
dei Dasein que lo guarda) como un ente entre otros. En efecto, una
deducción —en el sentido casi kantiano del término— enlaza rigu-
rosamente al Ser (y por tanto al Dasein) con «Dios». La insisten-
cia y la constancia de los textos que enuncian esta reducción pare-
cen notables: «...el pensar que piensa a partir de la pregunta por la
verdad del Ser pregunta más originariamente que lo que puede pre-
guntar la metafísica. Sólo a partir de la verdad del ser se puede pen-
sar la esencia de lo sagrado (= lo que posee Gracia). Sólo a partir
de la esencia de lo sagrado se puede pensar la esencia de la Divi-
nidad. Sólo a la luz de la esencia de la Divinidad se puede pensar
y decir lo que significa la palabra ‘Dios’. ¿O debemos primero po-
der entender y oír cuidadosamente estas palabras, si, como hom-
bres —esto es: como seres ec-sistentes—, hemos de tener el privi-
legio de experimentar la relación del Dios al hombre?»10. Una se-
cuencia enlaza de modo riguroso, como condiciones encadenadas,
Dios a lo divino, lo divino a lo sagrado, lo sagrado (das Heilige) a
lo intacto (das Heil: lo salvo): «Lo que ya no es intacto como tal
nos pone sobre la pista de lo intacto. Lo intacto hace signo, llama-
do desde ahí, hacia lo sagrado. Lo sagrado enlaza religiosamente lo

204
divino. Lo divino hace cercano al Dios». Del mismo modo que ia
cuestión de la «muerte de Dios» era precedida por la cuestión so-
bre la figura metafísica (la onto-teología) que la hacía posible, así,
la cuestión de un «retomo de los dioses» o de un «nuevo Dios» de-
be borrarse ante una pregunta más esencial: «¿Adonde debe él
(Dios) dirigirse en el momento de su retorno, si de antemano (zu-
vor) los hombres no le han preparado una estancia? Y, ¿cómo po-
dría hallarse una estancia a la medida de lo divino para el Dios, si
de antemano (zuvor) no ha empezado ya a brillar un resplandor de
divinidad en todo lo que es?»; la falta de Dios reenvía en efecto a
una extinción de lo divino: «no sólo han huido los dioses y el dios,
sino que en ia historia universal se ha apagado el esplendor de la
divinidad»11. La deducción pretende profundizar la cuestión de
Dios mediante la cuestión de lo divino en general; a su vez, la de
lo divino sólo tiene valor como vestigio de lo intacto (das Heilé),
el cual sólo se recibe sano y salvo a partir de la protección que le
asegura lo Abierto; lo Abierto, a su vez, sólo reúne —precisamen-
te en un modo desconocido por la diferencia ontológica y su con-
ciliación— la tierra, el cielo, el mortal y lo divino a partir del cía-
ro del Ser. Lo que la conferencia sobre La cosa denomina el Ge-
viert, el Cuadripartito, si es que puede ser traducido así, no podría
incluir lo divino entre lo que él dispensa, si desde el principio el
Dios no fuera reducido a lo divino, y si lo divino no debiera enten-
derse con pleno derecho como un ente: «...pues el Dios mismo, si
es, es un ente, permanece como ente dentro del Ser, dentro de la
esencia de aquel que adviene a partir del advenir-mundo del mun-
do»12. Dios debe ser entendido como un ente, y su advenimiento
(lo que de modo vulgar y metafísico se denomina su «existencia»)
depende de la posibilidad conservada por el mundo de advenir, y
por tanto de ofrecer el lugar —lo Abierta— en el que el adveni-
miento de tal o cual ente sigue siendo posible. Tal vez Dios haya
«creado» ónticamente el mundo, pero, sin duda, el mundo, «mun-
do viviente» que cuida de lo Abierto, obra ontológicamente por
completo el advenimiento del Dios en lo divino, por lo sagrado, se-
gún lo intacto. Aquí ya no se trata, por supuesto, del «Dios» idolá-
trico de 1a onto-teología. Y, sin embargo, tal vez se trate todavía de
un ídolo. Por más que se trate del ídolo más pequeño, se trata to-
davía de una idolatría: «Dios» es al modo de un ente. Con respec-
to a «Dios», se puede enunciar «de antemano» (zuvor) que él es al
modo de un ente, y que por tanto no se podrá enunciar nada de él
que escape al Ser del ente. Tanto si éste es entendido metafísica-
mente o no, la decisión de fondo queda inalterada: del mismo mo-
do que la onto-teología produce un ídolo de «Dios» como causa

205
sui, así también un pensamiento del «nuevo comienzo» sólo acó-
gerá «al Dios» según la medida de la «estancia divina» (Aufenhalt,
en el sentido en que la Carta a Jean Beaufret comenta el ή‫׳‬θος he-
racliteano) que tal pensamiento sea capaz de cuidar para él. Aquí,
la separación entre un pensamiento metafísico y un pensamiento
no-metafísico de lo divino tiene menos importancia que su coinci-
dencia en pensar idolátricamente a Dios como el ente divino hecho
posible por la dignidad divina del Ser: el Ser parece siempre más
radical en «Dios» que «Dios», en el cual se acuña la dignidad di-
vina de aquél al igual que en otros entes. «Dios» se convierte en el
ídolo resplandeciente en el que el Ser nos procura, en el Cuadri-
partito, su divinidad.
Este «Dios» permanece como ídolo, el más alto y el más difícil
de producir, el más glorioso y el más salvifico para el Dasein hu-
mano; indudablemente, su advenimiento haría rebosar de felicidad
al Dasein-, pero se trataría todavía de un ídolo. ¿Hay que atreverse,
por tanto —para escapar de dicho ídolo incluso antes de que haya
despuntado—, a concluir que Dios no es un ente, ni precedido, ni
gobernado, ni dispensado por el Ser? En efecto, tal vez haya que
establecer, incluso brutalmente, que el Ser y Dios no se confunden,
y que la idolatría amenaza a ios más grandes (a Heidegger, y tam-
bién a santo Tomás13), a partir del momento en que rozan la asimi-
lación de ambos. Tal vez haya que renunciar a pensar a Dios a par-
tir del Ser, no sólo cuando la onto-teología, al concluir que «Dios
ha muerto», no deja ninguna otra elección respetable para el ere-
yente, sino también cuando el «otro comienzo»14 acaba por poblar
sobreabundantemente el mundo con «nuevos dioses» (Nietzsche),
a partir de una nueva «estancia» de lo divino. Tal vez haya que en-
tender rigurosamente, asegurando nuestro discurso por medio de la
circularidad de sus reenvíos, lo que la distancia de alabanza (Dio-
nisio) da a pensar: que el Ser (y asimismo lo Uno, la Bondad, la
Verdad) no proporciona ningún nombre esencial de Dios, y por tan-
to que Dios sólo se vuelve pensable una vez que lo impensable es
admitido como lugar, condición y medida de lo Ab-soluto. Tal vez
finalmente sólo un pensamiento sin postulado, sin tan sólo el pos-
tulado de respetar las condiciones que crea poder establecer para su
propia lógica, pueda empezar a apropiarse vagamente a aquello de
lo que se trata cuando él dice: Dios. Es más: ¿que ocurriría con un
«Dios» que fuera tratado como un ente? Heidegger dice que la te-
ología considera la «manera» en que la «cristianidad» releva (auf-
heberi) el ente humano y los términos pre-cristianos15. Sin duda al-
guna. Pero la «cristianidad» no transforma solamente la manera del
ente humano; o, mejor dicho, esta transformación es operada en

206
primer lugar por Cristo mismo, antes de ser operada por el discí-
pulo, lo cual es especialmente significativo. Resulta ciertamente
posible tratar «lo divino en el mundo griego, en las profecías judí-
as, en la predicación de Jesús»16 como un conjunto coherente y
equivalente; pero tal vez haya que entender esta equivalencia tal
como Hólderlin comprendía la fraternidad de Cristo con Hércules
y Dionisio: como una herencia acumulativa, paradójica e inaugural
(Heidegger lo entendía sin duda así) (cf. § 10). En este caso, si lo
divino toma el rostro de Cristo, Dios-hombre, la «manera» en la
que él afecta al ente humano se va transformando en la seriedad in-
finita de la encarnación: si Dios inviste lo humano en toda su am-
plitud, sin reservas, abandonándose desde el fondo de la distancia
al ente humano, eso implica que Dios no asume meramente las
«maneras» humanas, sino la humanidad misma; él toma sobre sí e
innova, no la «manera» óntica de dicho ente, sino la constitución
fundamental del Dasein. Aquí, la kénosis coincide perfectamente
con la recapitulación: abandonándose en la humanidad y sacrifi-
candóle las insignias de la divinidad, Dios toma posesión de la hu-
manidad de modo magistral, fundamental y como su bien. En este
caso, hay que plantear dos preguntas. En primer lugar: ¿se limita
Cristo, en la kénosis magistralmente recapitulativa, a un acontecí-
miento óntico y pensable ónticamente que modifica posteriormen-
te ciertas determinaciones ónticas del Dasein («contenido»), sin
afectar por completo a su constitución íntima? ¿no inviste Cristo,
mediante un advenimiento original y terminal, no sólo a dicho en-
te (su propia humanidad), sino sobre todo al Ser del ente con una
dimensión nueva? Sin esbozar todavía lo que pueda significar aquí
«dimensión nueva», ni decidir si tiene que haber respuesta para es-
ta cuestión, atrevámonos a plantear una primera pregunta: ¿afectan
la encarnación y la resurrección de Cristo al destino ontológico o
quedan como un acontecimiento puramente óntico? Y luego esta
otra: la objeción a la independencia ontológica de Dios deriva de la
anterioridad irrecusable de la «estancia divina» que lo acoja; pero
precisamente, ¿en qué depende Dios de la estancia que le procura
la humanidad (bajo tal o cual figura de la historia del mundo)? De
hecho, cualquier ídolo depende enteramente de esta condición pre-
via, puesto que el ídolo la refleja, le presta un nombre y encuentra
en ella su rostro. Pero el anuncio judío y la revelación cristiana ins-
tauran, sobre el fondo de una crítica de la idolatría que pervive en
el pensamiento moderno, una venida de Dios entre los suyos que
se pone de relieve precisamente cuando «los suyos no le recibie-
ron» (Jn 1, 11). En lugar de que la carencia de «estancia divina» li-
mite o prohíba su manifestación, dicha carencia se convierte en su
condición —como destrucción de todo ídolo anterior a lo impen-
sable—, su rasgo característico —Dios es el único que puede re-
velarse cuando y donde ningún otro ente divino puede permane-
cer—, e incluso su envite más alto —Dios se revela despojándose
de la gloria divina—. El Dios que se manifiesta como Jesucristo no
depende de ninguna «estancia divina», precisamente porque él se
despoja de la divinidad tal como la conciben los hombres. ¿Qué
«estancia divina» proporcionaba la cruz y la condición de Nazare-
no para que Dios fuera ahí convenientemente (es decir, divinamen-
te) recibido? Ninguna; Dios no fue recibido ahí convenientemente.
Pero, ¿desea Dios nuestra conveniencia, y hace de ella una condi-
ción previa para su advenimiento? ¿no habría que aprender del
mismo Dios lo que significa conveniencia, en el sentido en que se
nos dice «convenía que Cristo sufriera y caminase así hacia su glo-
ría» (Le 24, 26)? ¿quién puede y debe decidir de lo divino y de la
conveniencia divina, Dios o el Dasein! La kénosis, el desprecio y
el rechazo recusan la condición de una «estancia divina»; es más,
contribuyen a erigir la figura de la revelación como la paradoja en
la que la humillación y el desconocimiento se convierten en el es-
criño y el escenario de la άγαπή (Espíritu) del Padre para el Hijo,
y del Hijo para el Padre. La condición de la revelación del Padre
en la figura del Hijo, o, mejor dicho, su envite y su culminación es-
triban precisamente en la deficiencia y derrumbamiento de toda
«estancia divina»: en el oscurecimiento del cielo, cuando ningún
azul celeste rodea la menor figura gloriosa de un dios griego, Cris-
to muere, y se revela para siempre la distancia trinitaria. Precisa-
mente por ello, la figura de revelación se despliega al mismo tiem-
po como figura de disimulo, y por tanto de juicio (Jn, Pascal, etc.),
pues se da a ver y a recibir incluso cuando faltan las condiciones
más elementales («dimensión existencial», «concepto existen-
cial»): «estancia divina». La kénosis no pone ninguna condición
para revelarse, porque en esta revelación ella se da, y sólo revela
este don incondicionado. Nuestra desconsideración, nuestra «in-
conveniencia», aun cuando esté basada en el destino ontológico, no
puede poner ninguna condición a este don sin precedente. Pues el
misterio consiste precisamente en que Dios ama a aquellos que no
le aman, se manifiesta a aquellos que le evitan, tanto más cuanto
más le evitan.
Mediante esta doble constatación, Dios toma sus distancias con
respecto al ídolo propuesto por la diferencia ontológica y también,
más sencillamente, con respecto al Ser. Dios se retira en la distan-
cia, impensable, incondicionado y por tanto infinitamente más cer-
cano. La distancia se distancia de la diferencia ontológica y del Ser

208
al que administra entre otros. Así pues, la distancia no se formali-
za a partir de la diferencia. ¿Habría por tanto que esperar formali-
zarla por medio de una crítica de la diferencia ontológica, cuestio-
nada por conservar todavía restos idolátricos? Algunos lo han creí-
do así, y lo han intentado.

§ 18. El otro difiriente^

La distancia permanece a distancia de la diferencia ontológica,


porque el Ser, sus épocas y su destino tal vez no constituyan con-
diciones previas para Dios, ni para su advenimiento. El establecí-
miento de los entes, e incluso del ente supremo, proviene cierta-
mente de la conciliación, y por tanto de la diferencia ontológica;
pero, ¿es posible entender mejor a Dios a partir del Ser (aun cuan-
do se trate del Ser en cuanto Ser) que a partir del ente supremo
(concebido como causa suí)l Si Dios no debe ser pensado en cali-
dad de ente (ni siquiera supremo), ¿no será que ni siquiera el Ser
proporciona, con derecho, un lugar para su acogida? Si Dios fuera
regido por el Ser con más anterioridad y profundidad que por sí
mismo, ¿qué quedaría de él que no se redujera al rango de ídolo?
En la medida en que el Ser rige la aparición de los entes, incluida
la de «Dios», los inviste silenciosamente, y en el caso de «Dios»,
lo contradice radicalmente. Dios queda reducido a «Dios», mien-
tras el pensamiento del Ser en cuanto ser sólo mantenga este pos-
tulado mínimo de la metafísica: si Dios es, es; o mejor dicho, si la
causa de Dios debe convertirse en asunto de pensamiento, hay que
inquirir en primer lugar por el Ser, porque se trata —evidentemen-
te— de un ente. Aquí el Ser neutraliza a Dios en «Dios». Lo neu-
traliza, por cuanto que la extranjería (que es, sin embargo, «patrió-
tica» en el sentido de Hólderlin) de Dios se halla borrada, o desea-
lificada, por una instancia más íntima. Resulta neutralizada sobre
todo en el sentido en que E. Lévinas lo ha entendido: «el materia-
lismo no está en el descubrimiento de la función primordial de la
sensibilidad, sino en la primacía de lo Neutro. Colocar lo Neutro
del ser por encima del ente que este ser determinaría de algún mo-
do a sus espaldas, colocar los acontecimientos esenciales a espal-
das de los entes, es profesar el materialismo»18. Lo Neutro, en
cualquiera de sus formulaciones, y por tanto también el Ser, em-
prende la reducción de Dios a un denominador común, o mejor di-
cho, ya que Dios es entendido habitualmente como «Dios» (ente
supremo), emprende la reducción del Otro. El Otro sólo puede apa-
recer como tal si no hay ninguna instancia intermedia que jalone la

209
separación insondada que lo hace posible; la ontología, al com-
prender de antemano todo advenimiento como un ente, prohíbe por
ello mismo el reconocimiento del Otro como tal: «nos oponemos
pues radicalmente... a Heidegger; que subordina la relación con el
Otro a la ontología... en lugar de ver en la justicia y la injusticia un
acceso original al Otro, más allá de toda ontología», «...subordinar
la relación con alguno que es un ente (relación ética) a una relación
con el ser del ente que, impersonal, permite la aprehensión, la do-
minación del ente (en una relación de saber), subordina la justicia
a la libertad»19. El Otro se da para su encuentro en una relación que
me aborda inmediatamente, a descubierto, cara a cara; la ontología
reemplaza este encuentro por el conocimiento de una relación del
ente al Ser: relación que tiene que ser conocida como un saber que
no me incluye en absoluto entre sus términos, y además me ofrece
todavía un objeto que tiene que ser representado. Hay pues una do-
ble neutralización del Otro por parte de lo Neutro; de entrada, el
Otro ya no me alcanza directamente, porque se relaciona en primer
lugar con el Ser en el que aparece como ente: la relación se desvía
de mí al Ser, el Otro ya no me invoca de cara, sino de perfil, y só-
lo me presenta su relación con el Ser. En segundo lugar, el Otro, re-
tomado en la relación desviada hacia el Ser, se me convierte en ob-
jeto de conocimiento por cuanto que entra en relación con lo Neu-
tro mismo (el Ser): en lugar de convocarme a un encuentro, él su-
fre la convocatoria a ser conocido que puedo dirigirle. Yo retengo
o más bien me sustraigo así a la apertura sin reserva ni intermedia-
rio al Otro: queda cerrada una dimensión no-ontológica desde el
momento en que el Ser neutraliza al ente, impidiendo que una aper-
tura ética preceda a la relación ontológica, en lugar de proceder de
ella. En ocasiones, E. Lévinas denomina justamente esta apertura
como distancia. Que un objeto se halle a cierta distancia de mí, y
permanezca en ella, impide que me lo apropie, lo consuma, y, por
tanto, que lo aniquile en lo Mismo. De este modo, fuera de lo eco-
nómico, pero a partir de ello, se ahonda una distancia en la que la
separación espacial hace pensable la alteridad, en la que «la ‘dis-
tancia’ frente al objeto deja así atrás su significación espacial» en
la que la cosa y el objeto se convierten en temas para una mirada,
en una «distancia más radical que toda distancia en el mundo»20.
La distancia tematiza la cosa hasta el punto de reconocer su irre-
ductibilidad finalmente ética, y no sólo prohíbe la posesión, sino
que pone de manifiesto que se puede instaurar una relación, alter-
nativa a la posesión, con aquello que se vuelve por fin otro: otro
que se ofrece, y que por tanto no ha de ser tocado, ni degustado, ni
poseído, porque en él se abre «una distancia más preciosa que la

210
del tacto, una no-posesión más preciosa que la posesión, un ham-
bre que se nutre no de pan, sino del hambre misma»21. Así pues, la
distancia no se abre para ser franqueada, ni tampoco para no ser
franqueada; para comenzar a concebir lo que la distancia da a pen-
sar, hay que considerar que en ella, puesto que no se trata de pose-
sión, «la distancia es infranqueable y, a la vez, franqueada»22, es
decir, recorrida. Lo Infinito, en cuanto Otro, se da en una distancia
que el deseo no elimina (como si fuera una separación provisional),
y ante la cual tampoco retrocede (como si fuera una cisura temí-
ble): la distancia, y por tanto el Otro, se va reforzando a medida
que es recorrida incesantemente como otro en el que se presenta,
en utopía, lo más íntimo. Sólo ahora se puede volver a Dios, a par-
tir de la distancia en la que despunta el Otro, pues «la divinidad
guarda las distancias»23. Al admitir la distancia, somos admitidos
en el único lugar que puede ser reconocido como suyo por lo divi-
no, o, con más exactitud que ese «neutro», por el Otro que lo cui-
da. La distancia proporciona el acceso, sin condiciones ni garantías
previas, al Otro, Dios más allá de toda ontología. De este modo, la
distancia se liberaría de la diferencia ontológica, y el mandato éti-
co prevalecería sobre la preocupación por el Ser. Lo onto-teo-lógi-
co cedería el paso a una dramática del Otro.
La distancia, al ser abordada de este modo, sólo excede a la on-
tología dentro del marco de la oposición de la ética a la ontología,
la cual se apoya sobre la diferencia del Ser con el ente. Pero ahora
el ente prevalece sobre el Ser («neutro»): «el ser antes que el ente,
la ontología antes que la metafísica, es la libertad... antes que la
justicia. Es un movimiento en el Mismo antes que la obligación
frente al Otro. Es necesario invertir los términos», «la comprehen-
sión del ser se dice ya al ente que vuelve a surgir detrás del tema
en el que se ofrece. Este ‘decir al Otro’ —esa relación con el Otro
como interlocutor, esa relación con un ente— precede a toda onto-
logia. Es la relación última del ser. La ontología supone la metafí-
sica»24. Evidentemente, al desplazar el privilegio del Ser al ente,
sólo se consagra la preeminencia de este último como Otro al pre-
ció de invertir la diferencia ontológica y, por tanto, consagrarla.
Aunque se concluya más adelante que existir «puede ir más allá del
ser», es todavía dentro de la perspectiva de una «relación última
del ser» donde el existir se despliega en beneficio del ente y donde
la ontología cede el paso a la metafísica. En esta ambigüedad se
puede descubrir el síntoma de una dificultad considerable: la con-
dición impuesta por el Ser a lo divino —Otro— no desaparece
cuando, en contra de ella, se recurre simplemente a dicho ente. En
primer lugar, porque así se corre el riesgo de quedarse, aunque sea

211
de modo inverso, dentro de la diferencia ontológica, y por tanto
dentro de la onto-teología. Y además, porque al ser tratado como
ente, el Otro parece insuficientemente determinado: su indetermi-
nación constitutiva no demuestra su rigor (como hubiera ocurrido
si la referencia al ente mismo hubiera desaparecido), más bien de-
nuncia su ambigüedad. En particular, la relación al Otro se halla te-
matizada en numerosas ocasiones como relación. ¿Con qué dere-
cho se usa aquí de una categoría eminentemente ordenada a la on-
tología, para intentar alcanzar lo que se supone que escapa a ella
por excelencia? En una palabra, la primacía del ente sobre el ser no
es capaz de exceder la ontología hacia el Otro, porque esta prima-
cía supone todavía a su manera la diferencia ontológica. Esto se
confirma a través de la manera a veces sumaria y siempre rápida
con que el texto, por otra parte profundamente meditativo, de E.
Lévinas trata de ello; y eso causaría sorpresa, si no supiéramos,
desde el έπέκεινα τής ουσίας de Platón y la excedencia plotiniana
del Uno sobre el Ser, que el ente, al pretender deshacerse de la
Conciliación del Ser con un último salto, escapa menos que nunca
a ella. Aquí ocurre lo mismo que con la paloma de Kant: desha-
ciándose del aire que le opone resistencia, volaría con menor rapi-
dez, y a menor altura. Sin embargo, un pensador como E. Lévinas,
¿nos llevaría a la aporta? Ciertamente no, pues en el fondo no-ex-
preso de su discurso el pensamiento judío sostiene el discurso ex-
preso, y prosigue la polémica impasible y milenaria que lo une al
pensamiento griego: en Totalidad e Infinito lo que en el fondo to-
ma la palabra no es el ente ni la fenomenología, sino, mediante
ellos, la palabra de los profetas y la revelación de la ley; si no las
oyéramos como una segunda voz, lo perderíamos todo. Y sin em-
bargo, tiene que reconocerse que hay una aporta: pero en los pen-
sadores la aporta es lo más precioso. Pues una respuesta puede
siempre decepcionar o derrumbarse. Pero una cuestión, cuando
asegura su irreductibilidad, se convierte en el punto sólido en el
que el pensamiento experimenta no tanto su fuerza cuanto la legi-
timidad y el envite del pensamiento. Si hay aquí una aporta, ha-
bremos ya recibido mucho del pensador, si hemos aprendido a for-
mularia con más rigor. La aporta, puesto que aquí hay una, podría
ser construida así: el ente no depende de modo uniforme del Ser,
porque el Otro y su justicia ética no obedecen a lo Neutro ontoló-
gico; sin embargo, tampoco se trata de invertir la diferencia onto-
lógica en beneficio de una primacía del ente sobre el Ser. O, de otro
modo: la distancia no se confunde con la diferencia ontológica, pe-
ro tampoco la refuta, ni finalmente la recusa. ¿Cómo admitir una
distancia que excede la diferencia ontológica, permaneciendo to­

212
davía homogénea con respecto a ella? O también: la distancia no se
libera de la diferencia ontológica invirtiendo la relación entre sus
términos (por lo demás, para que ella pudiera substituir una prima-
cía por otra sería preciso que la Conciliación pudiera ser entendida
como una primacía, pero eso parece descartado), ni tampoco insta-
lándose en su terreno. Así pues, la distancia sólo podrá liberarse de
la diferencia ontológica cuando deje de desplegarse en el campo y
en los términos de ésta, y la reinterprete situándola en otro terreno
de diferencia. Este terreno exterior parece sobrepasar la exteriori-
dad de E. Lévinas, por cuanto que ya no movilizaría, a la manera
de aquella, el Ser y el ente, sino que los reinscribiría en un lugar de
exterioridad, en una red de separaciones, en una combinación de
diferencias que, en conjunto, los situaría y los relativizaría. La di-
ferencia ontológica permanecería, pero como transgredida. Al me-
nos, eso parece.
Mientras permanece como ontológica, la diferencia disimula
posiblemente su amplitud, e incluso pierde su propio rigor —pre-
ci sámente al limitarse a una propiedad—. Antes que nada habría
que retroceder fuera de la apropiación de la diferencia a su propie-
dad ontológica, para entrever que en ella difiere otra diferencia. J.
Derrida se ha aventurado a dar este otro «paso atrás» con insisten-
cia rigurosa pero algo extraña, un tanto desconcertada aunque no
desconcertante. También ahí, más que repetir y criticar, se tratará
de dejarnos enseñar, todavía y sobre todo, cuestiones. Se trata por
tanto de pensar la diferencia: ahora bien, la diferencia no separa
simplemente dos términos, poniéndolos aparte; sino que también
alista, y provoca la separación a partir de los diferentes (motivos de
lucha). A esta primera (aunque ya doble) acepción, en la que se
constata una diferencia de espaciamiento, se le une una segunda
que es ignorada por lo que podríamos casi denominar el «concep-
to vulgar» de la diferencia. A saber, el retraso, el plazo o el desvío
que no entrega enseguida la presencia del ente presente, y que la
substituye con tal o cual instancia que le asegura su lugartenencia:
la diferencia de temporización. El espaciamiento se reduplica con
la temporización porque en ambos se difiere una forma verbal: pre-
cisamente, diferir. ¿Qué es lo que en estas diferencias hace la dife-
rencia (para decirlo como los deportistas, los cuales conocen, sin
saberlo, lo «inmediatamente e irreductiblemente polisémica»26 que
resulta esta palabra)? Respuesta: el diferir mismo que difiere en
ellas sin cesar, en completa equivocidad; verbalmente «eso difie-
re», incluso si dicho(s) diferente(s) se entrepierde(n) en el entre-
cruzamiento de su polisemia. Como mínimo, y también (tal como
lo veremos más adelante) como máximo, hay que invocar como

213
único sustantivo al verbo mismo, tomado en su forma participial
(diferencia difiriente [différante]). En francés, la a de différante
(difiriente) no resulta más extraña —indicando el participio pre-
sente— que el óv / ente, cuando indica el verbo y el sustantivo, con
la única diferencia que el participio presente de είναι los entrecru-
za y los superpone exactamente en la misma ortografía, mientras
que por su parte différant (difiriente) (participio) no se superpone
con différence (diferencia) (sustantivo); esto se consigna en el com-
promiso de la palabra différence (diferancia), en la que el partici-
pío (verbo) impone su vocal (la «a»), pero mantiene las consonan-
tes del sustantivo. El grafo pierde en este caso su ortonomía, con-
fesando así una doble falta. Pero lo impar reactiva aquí el juego,
por cuanto permite adivinar la irreductibilidad del diferir (lo difi-
riente de la diferancia) en tal o cual diferencia. «Lo que se escribe
como ‘diferancia’ será así el movimiento de juego que ‘produce’,
por lo que no es simplemente una actividad, estas diferencias, es-
tos efectos de diferencia»27. Lo que no es simplemente una activi-
dad; en efecto, la diferancia no debe ser entendida como una causa
que, por debajo de ellos, produzca efectos llamados diferencias. Ni
la diferancia ejerce causalidad, ni las diferencias se producen como
efectos. Si, tal como muestra el uso de la lengua francesa, «la ter-
minación en anda permanece indecisa entre lo activo y lo pasivo»,
la différance (diferancia) misma difiere tanto como las diferencias
que ella suscita, pues difiere —es difiriente— en ellas y como
ellas. La diferancia se dice en voz media; y del mismo modo la di-
ferancia habla con voz neutra entre las diferencias, ciertamente, pe-
ro en ellas y sin trascenderlas: a ras de las diferencias. Al hacer la
diferencia, o más bien tal o cual diferencia, la diferancia no produ-
ce ningún efecto (diferencia) otro que ella misma: ella difiere en y
como tal diferencia, o mejor dicho, se difiere en ella. Hasta aquí he-
mos dado solamente una respuesta «lógica» a la pregunta «¿Qué
hace la diferencia?». Queda por responder a ella «físicamente», o
más bien, queda por mostrar la validez «física» de la respuesta «ló-
gica». Lógica, porque con el lenguaje, queda implicado el único
λόγος que permanece para el pensamiento moderno. Dicho más
claramente, puesto que «permanecemos de entrada en la problema-
tica semiológica», volvamos a Saussure: en el Curso, el signo, en
sus dos caras (significante, significado), no se define de modo in-
trínseco ni independientemente de las otras «imágenes» (signifi-
cantes) y «conceptos» (significados). De hecho, cada concepto es
definido por una extensión que es delimitada, desde el exterior, por
los conceptos que lo bordean, lo desbordan y lo envuelven; en una
palabra, cada concepto es definido solamente por las diferencias

214
que él mantiene con los otros conceptos. Y ocurre lo mismo con las
imágenes mentales (significantes). Saussure concluye que «en la
lengua no hay más que diferencias». Aquí, la palabra diferencia no
consigna un nuevo concepto, sino que pone de manifiesto un «jue-
go sistemático de diferencias. Un juego tal, la diferencia, ya no es
simplemente un concepto, sino la posibilidad de la conceptual idad,
del proceso y del sistema conceptuales en general»28. La diferancia
produce las diferencias infinitas cuyos cruces abarcan el sistema de
la lengua; ella produce el sistema de las diferencias produciéndose
en ellas. Pues aquí la diferancia difiere también contradistinguien-
do (el signo como lugarteniente del referente) por temporizad ón.
Detrás, o más bien dentro del sistema de la lengua, la diferancia se
despliega difiriendo sin límite, sin propósito, y sin privilegiar nin-
gún término. Otros recorridos podrían mostrar cómo a la diferancia
que (se) difiere (dentro de) la lengua se añaden, como otros dife-
rentes, la palabra y la escritura. En último término, el juego regu-
lado de la diferancia puede ser reconocido en toda semiología,
siempre que ésta no admita ninguna otra semántica que la regulada
por la diferancia. «Designaremos como diferancia el movimiento
según el cual la lengua, o todo código, todo sistema de referencias
en general se constituye ‘históricamente’ como entramado de dife-
rencias»29. El juego de la diferancia no privilegia ningún «senti-
do», y por tanto ninguno de los términos de la diferencia, puesto
que le incumbe la producción de ambos. La igualdad perfecta de
las diferencias diferidas deriva de la validez universal de la dife-
rancia que se difiere en ellas. Que se pueda advertir la diferancia
operando ya en algunas de las diferencias movilizadas por Hegel,
Nietzsche, Freud, Lévinas (¿por qué se omite aquí a Marx?), con-
firma, como indicio, que al no reducirse a tal o cual concepto, ella
puede sometérselos con tanta mayor indiferencia, cuanto que ella
los difiere a todos —es decir, los hace diferir entre ellos, y tempo-
riza también en ellos el advenimiento de su juego—. Pues, como
diferancia, ella temporiza por sí misma su diferancia: sólo presen-
ta de sí misma (sólo da en el ente presente) su huella.
La diferancia (se) difiere en diferencias. Estas ultimas sólo po-
drían aparecer como efectos si la causa pudiera ser entendida como
causa anterior. Sin embargo, cada diferencia moviliza, en su sus-
tantivo, el juego que juega en ella (verbalmente) la diferancia: la
separación que, difiriendo así, distingue la diferencia de la diferan-
cia no puede reenviar a ninguna causa, a ningún sentido, a ninguna
esencia: cualquier anterioridad sustantivada pasaría por alto la ver-
balidad impersonal (eso difiere) de la que se trata, exclusivamente.
Este otro que, sin embargo, sólo produce una sacudida verbal, un

215
deslizamiento proferido silenciosamente y un desarreglo regulado,
no debe sin embargo convertirse nunca en otra cosa que lo que él
difiere. Y esto se debe a que, difiriéndolo, es él mismo el diferido
por este otro. De este modo la indiferencia rige la diferancia. Y lo
hace de dos maneras. Como huella: ausencia de lo que nunca será
presente y que nunca lo fue, a saber, el otro que difiere, pero no co-
mo algo; presencia, sin embargo, de lo que designa insistentemen-
te una ausencia, huella que «eso difiere» aquí y ahora sin que nin-
gún «otro» se presente, y sin que ni siquiera esté suficientemente
presente para poder tematizar su ausencia. La huella, más allá de la
ausencia y de la presencia, muestra el indicio de la diferancia; in-
dicio que no indica nada, huella de ningún camino, hacia ninguna
pista, ella «se produce en él [el texto metafísico] como su propio
borrarse»30. La huella se define y se culmina en su desaparición
misma: la diferancia se pone tanto más claramente de manifiesto
cuanto que la pregunta sugerida por cada diferencia —¿Qué es lo
que difiere?— sólo puede ser respondida por lo impersonal, y
cuanto que así desaparece la pregunta misma. La huella se con-
vierte así en ella misma cuando ya sólo marca la huella de un ano-
nimato (ni ausente, ni presente): lo propio de la huella consiste en
recusar todo principio, todo origen, toda profundidad del texto.
«Ninguna profundidad para este damero sin fondo», porque «¡a
huella de esta huella que (es) la diferencia no puede sobre todo apa-
recer ni ser nombrada como tal, es decir, en su presencia. El como
tal, precisamente como tal, se sustrae para siempre». El anonimato
indecidible de la huella impide encontrar para ella una trascenden-
cia que no sea la de «una escritura sin presencia y sin ausencia, sin
historia, sin causa, sin arché, sin télos»3x. Hay que admitir que, de
la diferancia, sólo tenemos la huella, y por tanto el vestigio de una
borradura; ahora bien, «‘no hay nombre para esto’: leer esta pro-
posición en su superficialidad (platitudefifi1. Superficialidad de la
diferancia, puesto que la huella sustrae toda denominación posible
de la misma, descalifica toda identificación, y finalmente colma to-
da profundidad. Nada puede apropiarse la diferancia porque, como
huella, la diferancia no ofrece ni la más mínima posibilidad para la
apropiación. Así pues la huella marca la superficialidad de la dife-
rancia, la cual se vuelve indiferente a las denominaciones. De ahí
la indiferencia de la diferancia con respecto a lo que ella difiere: al
igual, tal vez, que en el «pensamiento abismal» de Nietzsche, «a
partir de la muestra de ese mismo como diferancia [es] cuando se
anuncia la mismidad de la diferencia». Que aquí reaparezca el Mis-
mo, cuando sin embargo se trata por excelencia de «lo otro»33, só-
lo puede sorprender si lo otro no es entendido en su superficialidad

216
nivelada. La diferancia colma su profundidad renunciando a todo
«trascendental absolutamente», y extiende su indiferencia difirien-
te hasta la polisemia infinita de las diferencias. Todo, indiferente-
mente, se organiza en un sistema difiriente (en el sentido de las má-
quinas deseantes). En el interior de esta polisemia sin semántica,
no hay ninguna primacía (por ejemplo, del ente supremo, o del en-
te) que sea privilegiable, porque ninguna de las diferencias sobre-
pasa a las otras. El juego de la escritura difiere sin verdad, ni fal-
sedad. «La diferancia, de una cierta y muy extraña manera, (es)
más ‘vieja’ que la diferencia ontológica o que la verdad del ser»,
«la diferencia quizá es más vieja que el ser mismo», «más ‘vieja’
que el ser mismo, una tal diferancia no tiene ningún nombre en
nuestra lengua»34. Más allá de la onto-teología y del Ser / ente (óv),
la diferencia (se) difiere indiferentemente (en) la diferencia entre
ellos, y no hay que reconocerle ningún privilegio, y aún menos el
que ella se rehúsa a sí misma. Así, la diferencia ontológica sólo
constituiría un caso particular de una diferancia que, antes de ella
y a su alrededor, difiere en un entrecruzamiento indefinido, insig-
nificante y sin fondo. No hay que poner como precedente de una
diferencia ontológica regional ninguna instancia regional, sólo hay
que añadirle, para rodearla, situarla, atravesarla y desbordarla, la
red indefinida de diferencias, en la que la diferancia (se) difiere sin
privilegio, prioridad, ni primacía. Él Ser / ente se advierte como
uno de los centros posibles, en pie de igualdad con todos los otros
en el interior de la red difiriente, cuya indefinición permite admitir
otro centro en cualquier lugar. Desapropiar la diferencia ontológi-
ca de la diferencia, reapropiar la diferencia en una indiferencia per-
fecta a la diferancia.
De este modo, la diferancia parece proporcionar a la distancia
los rasgos que ésta pretendía conceptúan zar por sí misma: ir más
allá del Ser del ente, no con la mera inversión de la diferencia on-
tológica, sino marginalizándola en provecho de una diferancia más
«vieja». Pero el nivelamiento indiferente ejercido por la diferancia
sobre la diferencia ontológica no se opone solamente a «esta otra
cara de la nostalgia que yo llamaré la esperanza heideggeriana» de
buscar la palabra apropiada que convenga al Ser; ese nivelamiento
pretende al mismo tiempo desmontar lo que ya sólo concibe como
«nostalgia... mito de la lengua puramente materna o puramente pa-
terna, de la patria perdida del pensamiento»35. Esto significa al me-
nos que la cuestión paterna, en el sentido en que la distancia ante
rior se denomina en último término distancia del Padre, se reduce
a la «nostalgia», y quizá más trivialmente a la nostalgia de la leu
gua propia, original, absoluta. ¿Puede eliminarse la cuestión del
elemento paterno de la distancia con la recusación de dicha nostal-
gia? ¿ha sido siquiera abordada? En todo caso, antes de responder
a esta pregunta, hay que poner a prueba primeramente el terreno en
el que ella se plantea: el de la superación de la diferencia ontológi-
ca; esta empresa, por encima de cualquier otra, atrae nuestra aten-
ción desde el inicio. Pues bien, esta superación recusante procede
mediante una transferencia de propiedades. En efecto, la diferancia
empieza heredando los rasgos característicos de la diferencia onto-
lógica. No es casual que toda la problemática de la huella surja a
partir de una lectura notable de «La Palabra de Anaximandro»36, en
la que precisamente el texto mismo de Heidegger sobre la huella
(de la diferencia ontológica) es convocado, para permitir que sea
descalificado por la huella misma, cuyo anonimato disipante no
puede ser atribuido al Ser / ente. Dicho más generalmente, la dife-
rancia, al no tener esencia propia, ni concepto, ni definición, se
arroga la imposibilidad constitutiva de representación de la dife-
rencia ontológica (cf. § 17). Esta transferencia tiene sus conse-
cuencias: aquí la diferencia ontológica se halla tal vez cómoda-
mente situada para la representación, como objeto para el pensa-
miento; y, también cómodamente, el pensamiento deja de encontrar
en ella lo que, en el olvido mismo (y la huella que le pertenece) del
Ser (del ente), la gobierna y la precede. ¿Cómo, si no, podría de-
cirse que «el despliegue de la diferancia no es quizá sólo la verdad
del ser o de la epocalidad del ser»37? Este «no es sólo» supone una
relación de exterioridad y de representación con respecto al Ser del
ente, la cual, en lugar de ser posibilitada por la diferencia, hace po-
sible a ésta, pues le proporciona por adelantado los rasgos de la di-
ferencia ontológica. La misma pregunta puede ser formulada en
otros términos. ¿Pueden conservarse los términos (ciertamente no
conceptuales) huella, olvido y diferencia fuera del Ser del ente en
el que, de entrada, aparecen? La huella y el olvido sólo ejercen sus
respectivas reduplicaciones y sólo anudan sus entrecruzamientos
(olvido del olvido, huella de la huella, huella de la borradura, etc.)
en un lugar preciso: el Pliegue del óv, en el que la presencia obse-
siva del ente-presente manifiesta y esconde simultáneamente al
Ser; o mejor dicho, cuanto más el Ser provoca al ente a la visibili-
dad, tanto más el ente lo omite o lo invoca como un ente. Unica-
mente el Pliegue del Ser / ente cuida, sin ninguna habilidad de pen-
samiento ni virtuosidad de estilo, la posibilidad del olvido y de la
huella. Así, tanto el olvido como la huella pertenecen todavía a
aquello cuya huella olvidan: el Pliegue. El Pliegue, a su vez, sólo
permanece, en el olvido, en la medida en que el Ser y la diferencia,
quedando irrepresentables, no desaparecen por el mero hecho de

218
que un pensamiento obsesionado por el ente yerre en su represen-
tación. Si, por el contrario, se emprende el desarrollo de la huella
y el olvido fuera del Pliegue, y por tanto fuera de la diferencia on-
tológica, ¿qué abrigo cuidará de que la huella se mantenga todavía
como huella incluso en el momento de su borradura? O más bien,
¿de qué será huella la borradura, una vez que la borradura del Ser
en el ente mismo ya no se abriga en el Pliegue? Respuesta: la bo-
rradura de la huella queda como huella de la diferancia. Pero, ¿qué
ocurre con la relación de la diferancia con la diferencia ontológi-
ca? La diferencia ontológica se inscribe, en pie de igualdad, en una
polisemia indefinida de diferencias: ¿podría esto ocurrir si no se
admitiera primeramente que la diferancia se especifica en diferen-
cias comparables, entre las que se incluye, como una más, a la di-
ferencia ontológica?; y ¿no queda uno expuesto, a partir de este
momento, a la demostración crítica que Identitat und Differenz
adelantaba: a saber, que la diferencia no precede, como el género
con respecto a sus especies, a las diferencias posibles, entre las que
se halla la diferencia ontológica, sino que por el contrario el Ser /
ente produce «siempre ya» la diferencia?; en una palabra, ¿se pue-
de diferir sin y antes del Pliegue del Ser / ente38? Por medio de los
atributos transferidos de la diferancia somos reconducidos directa-
mente al centro que fue omitido desde el momento en que el Ser /
ente quedó convertido en ella en objeto de representación: ¿qué ba-
se —fuera del pensamiento del Ser / ente en su diferencia (deno-
minada ontológica)— puede hallar para sí el pensamiento, y parti-
cularmente aquel que pretende diferir con una diferancia autóno-
ma? En principio, se responderá diciendo que la diferancia recusa
toda «base» natural, dei mismo modo que dispersa, en la isotropía
equivalente de tropos y lugares, todo sitio «paterno». - Hay dos re-
paros que desestabilizan el «damero sin fondo» de la diferancia. En
primer lugar, la diferancia juega con la diferencia y con el diferir el
juego del sustantivo, del verbo y del participio presente ambiva-
lente; de este modo imita claramente el juego del óv, participio pre-
sente cuya ambigüedad reúne y separa a la vez el verbo y el parti-
cipio. Así pues, la diferancia sólo alcanza el lugar utópico en el que
por fin transgrede la diferencia ontológica, al precio de reproducir
—con una doble falta, tal como hemos visto— el Pliegue de la di-
ferencia ontológica: o se trata de un milagroso azar, o habrá que re-
conocer aquí una paradoja. Paradoja, es decir, una aporia produci-
da por el sistema mismo: el hecho de recusar la anterioridad o la
primacía de la diferencia ontológica supone sin embargo siempre
que los restos característicos de la instancia precedente son atri-
buidos a la nueva, y, además, supone que el gesto instaurador re­

219
produzca, aunque con ciertos desplazamientos, la instancia des-
tituida. La cuestión podría ser planteada así: la diferancia sólo
subvierte a la diferencia ontológica en la medida en que la huella
—marcando lo que ella no representa— queda aparentemente indi-
ferente entre ellas, en la medida en que sus «atributos» (huella, 01-
vido, diferencia, diferancia) parecen ser también atribuibles por
igual tanto a la una como a la otra, y que en último término la di-
ferancia no representada queda por encima de una diferencia onto-
lógica objetivada.
Ahora bien, tal como hemos visto, quizá la huella no pueda ser
transpuesta fuera del Pliegue de la diferencia ontológica; y los
otros «atributos» tal vez tampoco; en definitiva, la diferencia onto-
lógica no puede ser representada, ni objetivada. ¿Qué originalidad
puede todavía garantizar a la diferancia una indiferencia que sea
sin embargo original? Pues a pesar de su indiferencia, la diferancia
debe admitir que es «más vieja» que la diferencia ontológica: ¿no
se trata todavía ahí de una anterioridad comparable a la que se aca-
ba de censurar? El rasgo principal que evita la equivalencia de las
hipótesis sobre la huella anónima y sobre los otros «atributos» se-
rá aquel que la diferancia no toma prestado de la diferencia onto-
lógica; a saber, evidentemente, la definición saussuriana del signo
por medio de las cadenas de diferencias («valores»), Heidegger no
aborda ciertamente el asunto en estos términos, pues piensa obsti-
nudamente el lenguaje fuera de todo sistema. Pero esta aportación
misma, en lugar de resolver la cuestión en favor de la diferancia,
hace que su estatuto sea todavía más discutible. La misma definí-
ción saussuriana de signo descansa sobre presupuestos y decisio-
nes bien delimitados: la separación de la palabra y del lenguaje, la
definición de la ciencia lingüística a partir de la lengua como obje-
to, la constitución de este objeto a partir de un método, la interpre-
tación representativa de lo significado, etc. Aceptar «por hipótesis»
estas decisiones es algo que resulta reforzado por la prescripción
de permanecer «primero... en la problemática semiológica», pero
que no las justifican39. Pues en definitiva, el discurso saussuriano
sobre el λόγος debe aquí justificarse, puesto que puede ser locali-
zado con bastante precisión dentro del destino de la metafísica; por
ejemplo, como uno de los estallidos de la dislocación del λόγος,
tras el exceso y la culminación hegeliana del Sujeto como Absolu-
to: al lado tanto de Frege y la lógica formal, como de Marx y
Freud, dicho discurso desempeña un papel historial definido, cuya
estrategia teórica puede ser desmontada. Siendo así, el recurso a
Saussure, en lugar de desbordar la diferencia ontológica con una
aportación excepcional, proporciona un nuevo material para el des­

220
tino historial hecho posible por ella (a fortiori, el recurso a los
otros «indicios», Hegel, Marx, Nietzsche, Freud, queda sometido
al mismo reparo). Tanto la definición puramente taxonómica y di-
ferencial del signo, como la relación arbitraria del signo con la co-
sa, constituyen, ciertamente, un momento del Dispositivo, y por
tanto de la esencia de la técnica, del destino historial de la metafí-
sica, y finalmente de la diferencia ontológica misma. La diferancia,
en lugar de reapropiarse los atributos de la diferencia ontológica,
parece proporcionar a ésta una nueva región de interpretación. En
vez de superar el lugar ontológico del Pliegue del Ser / ente, y re-
ducirlo a una diferencia regional, la diferancia podría entregarse a
la diferencia ontológica como una nueva regionalidad óntica que
espera ser situada. La diferancia intenta a su manera situarse, y es-
pera junto con la(s) lingüística(s), la(s) semiótica(s), y la(s) logís-
tica(s) ser situada.
Posiblemente no se escape más de la diferencia ontológica por
medio de la diferancia, que por medio del Otro. No obstante, la di-
ferancia coincide con la diferencia ontológica en un aspecto, con-
tra el pensamiento del Otro como recurso más allá de lo Neutro. J.
Derrida recusa, bajo la expresión «esperanza heidegger i ana», la
posibilidad de que, dentro del lenguaje, el Ser regule, sitúe y mida
paternalmente lo que difiere. La diferancia debe romper con el Ser
para diferir con plena equivalencia e indiferencia. Por tanto, se re-
cusa el privilegio de la diferencia ontológica por cuanto el Padre se
esbozaba así. Para eliminar todo lugar paterno es preciso recusar la
diferencia ontológica. En términos heideggerianos, hemos visto
que tal vez la diferencia ontológica y la constitución onto-teológi-
ca se encargan de recusar la familiaridad de Dios con el Ser. Así
pues, tanto el rechazo de la diferencia ontológica, como su afirma-
ción, apuntan al mismo objetivo: reducir a lo Neutro, neutralizar la
irrupción distante del Padre. De ahí una nueva equivalencia, esta
vez estratégica, entre la diferancia y la diferencia ontológica, fren-
te al reconocimiento sin condiciones del Otro (distancia, en el sen-
tido de Lévinas). - Sin embargo, esta alianza en beneficio de lo
Neutro descansa sobre un compromiso: la diferencia ontológica
impone que «Dios» pase por el Ser, pues piensa a «Dios» como un
ente; por tanto, ella lo piensa, aunque bajo una condición idolátri-
ca. La diferancia, por el contrario, al neutralizar el Ser / ente, neu-
traliza lo Neutro ontológico mismo, y lo neutraliza en segundo gra-
do. Así, ella elimina el pensamiento del «Dios» ente. Y además, to-
da teología queda asimilada a la onto-teología. Y más precisamen-
te (en efecto, con un rigor admirable no se evita el pasar por ese lu-
gar obligado), la «teología negativa» es reintegrada en la onto-teo-

221
logia40 mediante un sorprendente golpe de mano. A partir de en-
tonces se vuelve fácil y lógica la eliminación de cualquier otro
Dios, pues la onto-teología agota aquí toda teología. Lo Neutro on-
to-teológico piensa el ídolo ontológico «Dios» (e incluso espera su
rostro no metafísico). Lo Neutro difiriente elimina no sólo este ido-
lo, sino también cualquier otro advenimiento de Dios (con o sin co-
millas). Así, la alianza de los Neutros se deshace en provecho de
una nueva disposición estratégica: la diferancia recusa a todo Dios
/ «Dios», tanto frente al «Dios» de la diferencia ontológica, como
frente a la primacía óntica del Otro (E. Lévinas). Pero precisamen-
te esta disposición provoca un vuelco inmediato y último de las
alianzas: la diferancia recusa todo ídolo (a pesar de que, al elimi-
nar por adelantado un más allá o un más acá de la idolatría, ella
permanezca negativamente), del mismo modo que el Otro preten-
de ir más allá de la neutralidad (idolátrica) de la ontología. Por el
contrario, la diferencia ontológica admite a «Dios», pero sólo bajo
la figura idolátrica que le otorga la onto-teología, o bajo la condi-
ción del Ser. La primacía «griega» del Ser sufre el asalto doble y
desconcertado de una palabra desigualmente «judía». Esta nueva
alianza no debe disimular que en cierto sentido la diferancia va más
lejos que el requerimiento del Otro: este último, tal como hemos
visto, invierte la primacía de la diferencia ontológica en provecho
del ente, y por tanto queda inscrito en ella, incluso si el ente-Otro
intenta sustraerse oblicuamente a ella. El Otro sigue todavía afee-
tado por una idolatría residual. Por el contrario, la diferancia eli-
mina este residuo intentando ir más allá de la diferencia ontológi-
ca como tal. Ciertamente esta diferancia sigue siendo aún idólatra,
aunque de modo negativo, cuando recusa bajo la vaga expresión
«teología negativa» la posibilidad de toda teología no onto-teoló-
gica. El camino de J. Derrida nos conduce por tanto más lejos, no
ciertamente a una respuesta, sino a una profundización en la serie-
dad de la cuestión. La seriedad de un pensamiento se experimenta
ante todo en sus cuestiones.
Nuestra cuestión se formulaba así: ¿qué rigor teórico podemos
atribuir a la distancia? Por encima de todo, era conveniente poner-
la en relación con la diferencia ontológica (Heidegger). El funcio-
namiento idolátrico de ésta, y de lo posibilitado por su superación,
impedía encontrar en ella el rigor de la distancia. De ahí, las dos
tentativas que, apuntando desde ella a la distancia, pretendían cri-
ticar y «superar» la diferencia ontológica. En primer lugar «verti-
cálmente», en provecho de un ente ya no supremo, sino Otro. En
segundo lugar «horizontalmente», en favor de una diferancia «más
vieja» que enmarca, sitúa y desborda la diferencia ontológica. Es­

222
tos dos movimientos nos instruyen tanto por sus aporias, dificulta-
des y obstáculos, como por su apariencia de crítica o su rigor lleno
de pretensiones. De ello se desprenden dos enseñanzas. En primer
lugar, que no basta con contestar la diferencia ontológica para sa-
lir de ella, y que al «superarla» tampoco se da el paso fuera de la
metafísica —en un caso la diferencia ontológica queda invertida
(pero no derribada) y en el otro, generalizada (con peligro de tri-
vializarla)—. De este modo permanecemos todavía más inscritos
en la diferencia ontológica, pues la recorremos y extendemos en to-
dos los sentidos. En segundo lugar, por esta misma razón, ni la di-
ferancia, ni el Otro evitan la idolatría onto-teológica, porque la di-
ferancia ve en ella el único «Dios» posible (idolatría negativa), y
por su parte el Otro no sustrae enteramente de ella al ente privile-
giado (idolatría residual). Por tanto, no hemos dado ningún paso
desde la paradoja que se enunció al principio de este recorrido:
¿cómo no concebir idolátricamente a Dios como un ente, incluso
supremo, sin pretender hallar otro lugar que el Ser que (se) conci-
lia los entes? A menos que hayamos comprendido más claramente
que esta paradoja no puede ser disuelta ni superada; quizá la dis-
tancia no tenga nada que pensar salvo esta paradoja, pero sólo ella
pueda afrontarla. Su tarea consistiría en pensar cómo nos situamos
en el Ser como no teniendo en él nuestro sitio. ¿Nosotros? Por lo
menos aquellos que reconocen que Dios se sitúa en el Ser como no
teniendo en él su sitio. La formulación de la cuestión, puesto que
alcanza el rigor de una paradoja, fija el término constitutivo de lo
que precisamente no deberá ser entendido como solución (pues la
solución disuelve la cuestión, en lugar de responderla mediante una
palabra apropiada): «que los que usan / mantienen (χρώμενοι; τό
χρέων, der Braucti) el mundo, (lo mantengan) como (ώς) no man-
teniéndolo; pues la figura del mundo pasa» (1 Cor 7, 31). ¿Podría
la distancia superar la diferencia ontológica y el Ser que toma fi-
gura en ella de modo metafísico, y por tanto también su ídolo, no
saliendo de ella, ni criticándola, ni invirtiéndola, sino permane-
ciendo en ella, como no permaneciendo en ella?

§19. La cuarta dimensión

Persiguiendo la distancia, hemos dado con la diferencia, su de-


sarrollo y su teoría. Y, puesto que no hemos adelantado así nada en
lo que concierne a la distancia, buscamos cierta posición que no
pretenda dejar de lado ilusoriamente la diferencia ontológica sino
que, apremiándonos, haga posible como resultado (re-saltare: re­

223
saltar) el acceso, por medio de ella y fuera de ella, a la distancia.
Pues bien, la imposibilidad constatada hasta aquí nos indica cómo
progresar. Si la diferencia no ha hecho posible todavía ningún re-
sultado, eso quizá se deba a que la diferencia ontológica sólo cons-
tituye la última palabra de la cuestión abierta por ella misma. La di-
ferencia ontológica es entendida, al menos para nosotros, los que
tenemos que conquistarla por medio de la «destrucción de la onto-
logia», en el interior de la metafísica producida por su olvido y per-
manece ligada a él. Por ello, el pensamiento que intenta pensar el
Ser en su esencia termina por dejar de lado la diferencia ontológi-
ca como tal, y retoma su envite bajo la otra formulación del don. O
más bien del es gibt, que traducimos —o mejor dicho no traduci-
mos— por la palabra hay, en la que falta precisamente la connota-
ción del Geben, del dar. ante algo dado, o un dato (para un pro-
blema, una cuestión, una tarea) habría que transponer, y preguntar
cómo es dado eso dado, y sobre todo si su carácter de dado tiene
alguna relación con su modo de ser tal ente. Sin duda, este «Hay
(algo dado)» puede ser entendido meramente como su producto
tangible —la presencia, que se lleva a cabo en tal ente— presente.
Pero así se pasa por alto aquello como lo cual el ente-presente se
ofrece a la presencia, es decir, el advenimiento en la presencia. Lo
más esencial para el presente, por encima de su presencia, parece
ser el don del presente, o mejor aún, el presente que hace presente
de sí mismo. Si el presente indica, más allá del ente que se impone
calladamente, el movimiento mismo del presentarse, es decir, del
darse como un presente, hay que comprender el ente mismo a par-
tir de este don; lo cual sólo es posible a condición de comprender
en el «Hay (algo dado)» el advenimiento donante. En consecuen-
cia «ahora, se trata de pensar propiamente este dejar-desplegar-se-
en-la-presencia (Anwesenlasseri), es decir, la medida en la que se
da lugar al despliegue en presencia (Anweseri). El dar lugar —por
ejemplo: dejar ser el despliegue del ser— hace aparecer lo que le
es propio, por cuanto que lo lleva al no-retiro. Dejar ser el desplie-
gue en la presencia quiere decir: liberar del retiro, llevar a lo Abier-
to. En el «liberar del retiro» se desenvuelve un dar (Geberi); en
verdad aquel que, en el ¿Ze/¿zr-desplegar-se-el-ser, da el despliegue,
es decir, el ser»41. No se trata de meditar lo que hay, sino que hay
un «Hay» que sólo da lo que hay como, precisamente, algo dado
que él abandona; pero nos desentenderíamos demasiado precipita-
damente de esto dado, si señaláramos que podría no haber sido da-
do, pues así el abandono del dejar ser queda rebajado a la contin-
gencia; y además, de hecho, lo dado está dado. Así pues queda ex-
perimentarlo como dado en aquello mismo en que se halla dado,

224
como no-disponible en aquello mismo que, sin embargo, se halla
dispuesto en nuestra familiaridad. Recibir 10 dado como dado equi-
vale finalmente a recibir el dar como la manera de lo dado, y no
únicamente como el origen o el acontecimiento óntico de su pre-
sencia: lo dado no se consigna tanto como una materia cuanto co-
mo una manera de ser: como la manera del Ser. Aun cuando esté
masivamente asegurado en su presencia óntica, lo dado deja tem-
blar (o vibrar) sobre sí el dar que es lo único que le deja-ser. Por
medio del dar, el ser adviene al ente como la cesión (abandono) que
lo (aban)dona a él mismo. En este retiro mismo, él manifiesta su
donación. Se trata de concebir el presente no como presencia, sino
como don en el que transita incesantemente la donación que, de-
jándolo-ser, depara el Ser como una distensión / cesión. Queda por
tanto por pensar el don.
«La conferencia titulada ‘Tiempo y ser’ pregunta ante todo por
lo propio del ser. Ahí se pone de relieve que tanto el ser como el
tiempo no son. Sólo así puede ganarse el paso en dirección del Hay.
El Hay (Es gibt) es comentado en primer lugar en la perspectiva del
dar (das Geberi), y luego en la perspectiva del Es42 que hay, que da.
Este Es es interpretado como el advenimiento (das Ere ignis)»43. Si-
gamos por tanto el esquema propuesto. Es decir, el dar que el hom-
bre percibe primero según la donación (Gabe)\ sin esta donación,
el hombre no podría acceder a su esencia: «Si el hombre no fuera
quien acoge constantemente la donación (Gabe) que viene de la
presencia del Hay, atendiendo a lo que aparece en el dejar-avanzar-
el-despliegue (Anwesenlassen)... el hombre quedaría excluido del
reino del hay Ser. El hombre no sería hombre». Esto no significa
solamente que la donación adviene al hombre como lo que le cali-
fica, sino sobre todo que en la donación hay que prestar atención
no tanto a la donación dada (el don), cuanto a la donación que da,
es decir, al Geben. El pensamiento que piensa metafísicamente se
apresura a destacar el ente por sí mismo; y ¿cómo podría evitarlo,
si piensa representativamente, mientras que el Ser no es represen-
table, porque ante todo el Ser no esl Por el contrario, el pensa-
miento que retrocede de la metafísica, excediendo la diferencia on-
tológica, se ocupa en mantener la donación en el interior del gesto
donador mismo, sin que éste se retire nunca de ella, como ocurriría
con una marea que, al retirarse de una playa, deja muerto lo que
ella abandona. «...El dar que se desenvuelve en retiro en la libera-
ción misma del retiro. El Ser, en cuanto donación de este Hay, per-
tenece al dar (Geben). El Ser en cuanto donación no queda recha-
zado fuera del dar: de este modo, el Ser tomado como desplegar-
se-en-presencia (Anwesen) queda transformado por ello. En cuanto

225
desplegar-en-presencia, pertenece (ciertamente) a la liberación fue-
ra del retiro, y al mismo tiempo es mantenido (sin embargo) como
donación de ésta en el dar». Pensar la donación en el interior del
dar significa ciertamente ir más allá de la diferencia ontológica y
del olvido que la acompaña, pues «en el inicio del pensamiento oc-
cidental, se piensa el ser, pero no el Hay como tal. Este se sustrae
en provecho de la donación (Gabe) que hay, la cual en lo sucesivo
será pensada exclusivamente como Ser en vistas al ente, y llevada
así al concepto». La metafísica, obnubilada por la donación del en-
te presente, oculta el dar. Solamente una comprensión correcta del
dar permitiría culminar la diferencia ontológica, y deshacerse de su
olvido; pero esta comprensión requiere acentuar la paradoja de la
pertenencia recíproca en la que dar y donación se desprendren in-
cesantemente, sin embargo, el uno del otro con un desprendimien-
to regido precisamente por la primacía del dar sobre la donación.
Heidegger inscribe aquí por primera vez esta paradoja explícita-
mente: «lo apropiado propiamente al Ser, aquello a lo que pertene-
ce y en lo que queda retenido (eitibehalten), se muestra en el Hay
(algo dado) y en su dar entendido como destinar (Schikeri)». El Ser
alcanza mejor que nunca su propiedad más inalienable en aquello
que le incumbe propiamente: dar, en el Hay, el ente como una do-
nación. En este gesto, el Ser, simultáneamente, se aparta de sí mis-
mo en una donación que le oscurece, arriesgándose así a permane-
cer (metafísicamente) fuera del dar, y se imparte un retiro, dicho
vulgarmente, una ausencia, que le señala perfectamente; en cuanto
don, el Ser se depara en la donación, y esta deparación le pertene-
ce como la parte más propia que él pueda impartirse. La deparación
del dar en la donación debe volverse para nosotros lo que más pro-
píamente hay que impartir al Ser. Impartir al dar el don, precisa-
mente porque no cesa de depararse en él: pues tal partición —de-
jar-ser-en-presencia sin avanzarse en la presencia dejada— carao-
teriza el dar del Ser en lo que tiene de más propio. Bajo esta con-
dición, la donación ya no será confundida con el ente pensado en
el olvido de su Ser, como ente presente. Mediante el juego que re-
parte lo que se imparte y lo que se depara, la donación se ilumina
con una presencia doblemente distendida: pues dado que «toda pre-
sencia (Anwesen, an-wesen, prae-s-encia') no es necesariamente
presencia objetivada de un ente representado como ahora presente
(Gegenwart)»44, la donación puede reenviar sin cesar a lo que la da
continuamente —el dar—, sin presentarlo jamás al pensamiento de
otro modo que en su irrepresentable e irrecusable ausencia, o, me-
jor dicho, retiro. Ahora bien, este retiro mismo nos adviene ince-
santemente como un destino. Pero, ¿no admite el dar que opera en

226
el Hay (algo dado) un sujeto verbal y, por tanto, una instancia pri-
maria que podría asumir sobre sí, a su propio cargo, el producir
causalmente el don de una donación? No hay que ceder aquí ante
el prestigio de la gramática, ciencia cuya constitución, como es sa-
bido, es posterior al despliegue metafísico del pensamiento griego,
y procede de él. El Es en efecto, no nombra ninguna «potencia in-
determinada», puesto que aquí no se trata de potencia (Machi), ni
de hacer (machen) algo, sino de dar la donación de algo dado. Tam-
poco se trata de «algo representado como presente», puesto que la
donación debe permanecer en un dar definitivamente no-presente.
Ciertamente, una vez que la dimensión cuádruple del tiempo es
considerada como «porrección» (Reichen), es posible suponer con
mayor legitimidad que el tiempo interfiere con el Abierto del Ser,
es decir, que tal vez «el Tiempo verdadero aparece como el Es que
nombramos al decir: hay Ser (Es gibt Sein)». Sin embargo, el Es
del Es gibt (algo dado) permanece indeterminado, puesto que el
Tiempo mismo sólo nos adviene como otra donación del dar (a me-
nos que sea la misma que el Ser). La «porrección» del Tiempo con-
viene en efecto con la destinación del Ser a partir del único Hay: el
Es permanece por tanto totalmente «indeterminado, enigmático»45.
Es tiempo pues de transformar la cuestión —¿qué ocurre con el
Esl—, o al menos de transformar los medios con los que podría-
mos corresponderle. Buscábamos en efecto un «sujeto» gramati-
cálmente i den tifie able; queda por saber si hay que hacer valer o no
la prescripción gramatical, y si no hay que reconocer aquí una de
esas «frases impersonales o sin sujeto»246. Mediante este descom-
promiso gramatical, se hace de nuevo posible pensar el anonimato
definitivo del dar, anonimato que lo precede, lo anuncia y lo go-
biema. Lo cual significaría una identidad del Es, puesto que el Es
anuncia que la donación habita todavía con su presencia un dar
que, por definición (pues precisamente define en esto la presencia
de la donación), se ausenta de ella: «el Es denomina... un avance de
ausencia, ein Anwesen von Abwesen»41. El anonimato del Es con-
centra en una función gramatical lo que se da a pensar en el Hay
(algo dado) —el retiro asediante del dar en la donación—.
¿Retiro? Para alcanzar este retiro, hay que recordar que el ano-
nimato indeterminado del Es halla finalmente su lugar (aunque no
su nombre) en aquello cuya intersección él asegura: hay —Ser, y
hay—·Tiempo; el Ser como destinación (Geschick), y por tanto co-
mo dar, y el Tiempo como cuadri-dimensional, es decir, como «po-
rrección» (Reichen) coinciden (cada uno dice mucho del otro) en el
mismo Es, el cual equivale tanto a la y del Ser y Tiempo, como de
Tiempo y Ser. El juego de la y se reúne con el del Es, «a conse­

227
cuencia de ello, el Es que da en el Hay ser, Hay tiempo se atestigua
como el Ereignis»^. Nuestro propósito no puede consistir en teo-
rizar, ni esclarecer lo que Heidegger entiende por Ereignis —supo-
niendo que dicho propósito tenga algún sentido—. Nos limitare-
mos a subrayar uno de sus rasgos, es decir, a aprenderlo a partir de
lo que el Ereignis da a comprender. En efecto, además de la apro-
piación a él del hombre, el Ereignis admite otra propiedad singular,
el retiro (Entzug). Este retiro regía ya la economía del dar (tal co-
mo hemos visto anteriormente); aquí, se despliega explícitamente:
«la destinación en el destino del ser ha sido caracterizada como un
dar en el que lo que destina se suspende a sí mismo, y, en esta sus-
pensión (Ánsichhalten) se sustrae al despuntar»49. El dar, bajo cu-
yo modo Hay, sólo entrega y da lo dado en la donación —el ente—
en la medida en que él mismo no se da ahí: sólo así, lejos de per-
derse como ente, se preserva como Ser; y preservado como Ser,
puede, abandonando sus dones, colmar al hombre con su retiro.
Cuando se piensa «auténticamente» el tiempo, cada una de sus tres
dimensiones es reasumida en la cuarta que, en lugar de alinearse
con las demás, les abre la «proximidad aproximante» (la Nahheit)
en la que ellas pueden desplegar sus juegos. La «porrección» (Rei-
cheri), al extenderse así para presentar el tiempo a su esencia, no es
presente, ni pasada, ni futura, aunque se manifiesta en cada caso
como la reserva que los hace presente, pasado y futuro posibles: «la
reserva y la retención (Verweigenung und Vorenthalt) muestran el
mismo rasgo que la suspensión en el destino: a saber, el sustraerse
{Sichentziehen)»5Q. Tiempo y Ser se sustraen a lo que ellos hacen
posible en la «porrección» y en el dar. Pero se preguntará: ¿qué
hay más previsible y natural que su olvido por parte de la metafísi-
ca, en provecho del presente y del ente que, en lugar de retirarse,
no cesan evidentemente de llegar? ¿cómo considerar otro destino
para el pensamiento que no sea el olvido de aquello mismo que se
hace olvidar a causa del retiro? ¿cómo podría el retiro que se sus-
trae evitar su sustracción? Ser y Tiempo, destino y «porrección» se
sustraen concertadamente, porque el Ereignis apropia el uno al
otro. Así pues, hay que dirigir finalmente la interrogación al Ereig-
nis: al retirarse, el Ereignis se expondría de pleno derecho a un re-
tiro que sólo sería llevado a cabo incesantemente por la metafísica
en la medida en que ella lleva a cabo lo que tanto el anonimato de
la huella como el retiro continuo del Ereignis permiten, e incluso
reclaman. Solamente la inversa es correcta: no hay que sustraer
precisamente este retiro, puesto que sólo él caracteriza propiamen-
te al Ereignis. «En la medida en que, sin embargo, las maneras de-
terminadas por él del dar (destinación y ‘porrección’) descansan en

228
el movimiento del hacer advenir a sí en su propiedad (Ereigneri), es
preciso que el retiro (Entzug) pertenezca propiamente al Ereignis»,
«al Ereignis como tal le pertenece la desapropiación (Enteignung).
Por medio de ella, el Ereignis no se abandona, sino que preserva lo
que le es propio»51. Así se enuncia, generalmente, la paradoja en la
que tal vez culmina el camino recorrido por Heidegger. El Ereig-
nis, al igual que lo que en él se apropia, Tiempo y Ser, se retira de
lo que él cuida y asegura: se retira a medida que el ente y la pre-
sencia se vuelven visibles. A partir de ahí, de modo completamen-
te natural, la metafísica concluye que lo anónimo puede ser
abandonado al anonimato, la diferencia a la diferancia, la huella a
la borradura que ella marca por sí misma; nada sería más conve-
niente y apropiado al retiro del Ereignis, si precisamente el Ereig-
nis no alcanzara mejor que nunca en este mismo retiro su propie-
dad. ¿Cómo? La propiedad del Ereignis consiste enteramente en
dar lo propio: dar lo propio, en el que tanto el Ser como el Tiempo
acceden a su propia propiedad, a la destinación y a la «porrección»,
respectivamente; dar lo propio en el que el Ser y el Tiempo acce-
den a su apropiación recíproca en el Es (gibf) que los propone y
dispone propiamente a cada uno de ellos en su rigurosidad única;
y, en fin, dar lo propio en el que el Ser y el Tiempo apropian el en-
te a su esencia, es decir, mantienen su donación en el temblor in-
móvil y transido del dar. Dicho brevemente, la propiedad del
Ereignis culmina en la propiedad que él asegura y (aban)dona. La
propiedad del Ereignis no se apropia nada (que pueda ser perdido
por un abandono o un retiro), sino que apropia a él mismo lo que
sólo a partir de entonces puede volverse otro que él, Ser, Tiempo,
entes. El Ereignis alcanza su propiedad desapropiándose, para así
apropiar a él mismo lo que ahí encuentra su propio. El retiro, en lu-
gar de determinar su ausencia y confirmar su anonimato, manifies-
ta su avance insistente, silencioso, sobreabundante y humilde. El
retiro oficia el avance, y coincide con éste, porque la apropiación
es el único avance que conviene, y porque la apropiación no se
apropia nada salvo el dejar que cada «cosa» acceda a su propio. La
razón por la que nosotros no concebimos esta coincidencia consis-
te en que, metafísicamente, sólo vemos el ente, o mejor dicho sólo
vemos el ente como propiedad única, es decir, sólo concebimos el
ente como la apropiación de un fundamento, y porque, todavía más
íntimamente, entendemos la propiedad no como acceso a lo propio,
sino como asunción de función. Por esta misma razón nos apropia-
mos el ente, al representárnoslo como objeto. Y ciertamente, para
la representación que toma posesión, el Ereignis permanece ausen-
te, anónimo y vano, pues toda representación fracasa ante él. Pero,

229
¿la pretensión de representarse el Ereignis no implica ya pasar por
alto lo propio y, por ello, también pasar por alto lo nuestro? Así
pues, el Ereignis, que en esto culmina y excede la diferencia onto-
lógica, sólo accede a su propio desapropiándose, porque de este
modo hace acceder «otra cosa» a su propio. El Ereignis, en el aban-
dono, asegura el dar, y en el dar lo da a pensar. Su «ausencia» re-
cubre su más alta «presencia», su retiro coincide con su proximi-
dad, puesto que solamente este retiro nos asegura el acceso a la
«proximidad aproximante, Nahheit».
Evidentemente, volvemos a encontrarnos con algo así como
una formación de la distancia. A partir de aquí, se presentan dos
modos de continuar, que pueden ser pensados y expresados con
cierta brevedad y precipitación. O bien se dice: si formulaciones
semejantes intervienen en temas tan distintos como la relación tri-
nitaria del Hijo con el Padre en el Espíritu (o, lo que es lo mismo,
la relación de divinización) y el Ereignis (como verdad de la dife-
rencia ontológica), dichas formulaciones demuestran así la falta de
rigor de su definición; la «distancia» queda como un concepto
equívoco, demasiado vago para caracterizar un objeto preciso, y
por eso conviene a varios. Pero se ha dicho que aquí «objeto» y
«definición» no pueden intervenir, porque con el Ereignis se trata
de aquello a partir de lo que se define todo conocimiento, y porque
con la distancia de Bondad se trata de una anterioridad paterna ab-
soluta; la crítica deja de ser pertinente a partir del momento en que
cree que podía recaer sobre un «objeto». O, si no, se dirá: la co-
rrespondencia de las formulaciones instaura la identidad del Ereig-
nis y de la distancia paterna; es decir, que la creación corresponde
a la donación (Gabe, ente), y que el Padre ejerce (como Es, Ereig-
nis) el dar (Geben, Ser). Pero, más allá de la trivialidad expeditiva
del procedimiento que recupera de modo abusivo y que idolatra in-
genuamente, se pasa por alto que el Es no puede ser identificado
con «una cosa» (ente presente), ni con una «potencia indetermina-
da», ni tampoco con el Ser (subsistente o no). ¿Cuál de estos dos
modos escoger? Y antes todavía, ¿es preciso escoger uno de ellos?
Se trata de poner en cierta relación la distancia y el retiro apropia-
do del dar. En lugar de escoger entre la identificación abusiva y el
antagonismo logicista, ¿no convendría establecer una relación más
mesurada —mesurada con lo que se trata de pensar en ella—? Aho-
ra bien, ¿no se trata precisamente de pensar ahí la distancia y el re-
tiro apropiados? ¿no sería posible desplegar la distancia (y el reti-
ro apropiado) a propósito de, y entre, la distancia y el retiro apro-
piado? Diríamos —nos arriesgaríamos así a decir—: la distancia
mantiene con el Geben (retiro apropiado, Ereignis) una relación en

230
la que, cuanto más se destaca la irreductibilidad entre el pensa-
miento radicalmente teológico y el pensamiento en vista del Ser en
cuanto Ser, tanto más aumenta su conveniencia recíproca. Entre la
distancia y el Ereignis no interviene ninguna semejanza, ni tampo-
co ninguna desemejanza, porque no hay ninguna relación directa-
mente mesurable que los reúna; pero entre ambos se instaura una
relación indirecta: el Ereignis entra en distancia con la distancia.
No se opone a ella ni se compone con ella; se dispone frente a ella
en la alteridad íntima y en la comunión separada que es moviliza-
da por la distancia. Así pues, no se trata de una identificación, ni de
una analogía en el sentido corriente del término. Pues si se dijera
por ejemplo que la relación del Ereignis sirve de analogon a la re-
lación trinitaria, este analogon estaría todavía por medir, y queda-
ría así expuesto a todo tipo de variaciones extremas, desde la equi-
vocidad extrínseca hasta la univocidad brutal. Aquí, la relación de
analogía que (des)une el retiro apropiado del Ereignis y la distan-
cia no permanece indeterminada, porque precisamente se inscribe
en los términos que ella (des)une —a saber, como distancia—. Así
pues, la distancia, además de la adopción filial que acoge sin rodé-
os al creyente, se nos acerca doblemente: por un lado, en la expe-
riencia de lo que en el Ereignis se revela como retiro que apropia
desapropiándose, y por otro lado, en la medida pacientemente ad-
quirida de su (de)semejanza con respecto a la distancia paterna. Es-
te doble movimiento es el único que permite evitar dos obstáculos
peligrosos y burdos.
En primer lugar la idolatría: si la distancia se establece en una
relación no mesurada (teológicamente), corre el riesgo de ser iden-
tificada con el retiro apropiado del Ereignis, el cual, precisamente
al no solaparse con la metafísica, concierne por ello todavía más de
cerca al Ser (en cuanto Ser), y corre por tanto el riesgo de una nue-
va idolatría: en el mejor de los casos se tratará de santo Tomás, y
en el peor y más común se tratará de las «filosofías cristianas», ex-
plícitas o vergonzantes. Conviene, por tanto, que la distancia in-
vista y mida el analogon que la distancia mantiene con el retiro
apropiado. En segundo lugar, la teologización indecente: (recusada
muy frecuentemente por Heidegger) ella correría el riesgo, como
un vencedor vencido por su víctima, de ver a su analogado apode-
rarse de la relación de analogía; pues, ¿por qué el retiro apropiado
del Ereignis no podría reconocer en la relación de analogía lo que
sólo puede apropiarse a sí a partir de dicho retiro? Frente a ello de-
bería servir de advertencia la manera en que, con los comentadores
tomistas y demás, en particular con Cayetano y Suárez, la analogía
teológica (sacada inicialmente de los Nombres divinos de Dionisio)

231
fue reducida poco a poco a un caso particular de una teoría de con-
junto de la analogía, radicalmente no teológica; y si la distancia no
se reduplicara para investir y medir la relación entre distancia y re-
tiro apropiado, las conceptualizaciones modernas, incomparable-
mente más potentes (Hegel, o la lógica formal), formalizarían, dia-
lectizarían o recusarían rápidamente dicha relación. Queda por sa-
ber si la distancia puede conseguirlo por ella misma, o mejor dicho,
dado que no hay duda de ello, si hemos sabido pensarla con sufi-
ciente fuerza —de lo cual, por supuesto, puede haber dudas—: así
pues, la distancia reduplicada establece el retiro apropiado en dis-
tancia con respecto a la distancia.
¿Puede este establecer en distancia justificarse (¿en relación a
qué norma?), o al menos exponerse? Ciertamente, se corre el ríes-
go de exponer incorrectamente aquello que corre demasiados ríes-
gos. Intentemos, sin embargo, un esbozo. - La relación del retiro
apropiado con la distancia puede ser desarrollada tomando como
base el análisis precedente (Entzug, retiro) en cuatro momentos, (a)
Así como la distancia suscita un discurso de alabanza que impide
toda predicación del Requerido por parte de los requirentes pero
deja que el lenguaje llegue a éstos como un don de Aquel, así tam-
bién el retiro apropiado descalifica toda representación y defini‫־‬
ción, porque es él quien las hace posibles, hasta en su misma erran-
za metafísica: indefinición, ib) La distancia se sustrae al conocí-
miento que pretende poder comprender al Requerido, y que, con se-
cuentemente, pretende tener derecho de palabra sobre él, por cuan-
to el requirente se encuentra ya comprendido filialmente en su an-
terioridad paterna; del mismo modo, el retiro apropiado, al asegu-
rar a cada «cosa» el acceso a su propio más íntimo en el congreso
de Ser y Tiempo, cuida de entrada toda destinación y, por tanto, to-
da historia, y excede toda comprensión, que se vuelven posibles y
pensables gracias a él: anterioridad, (c) La meditación sobre el
congreso de Ser y de Tiempo conduce a comprender el Tiempo no
ya como tridimensional (pasado, presente, futuro), sino como cua-
dridimensional; Heidegger denomina esta cuarta dimensión, que
congrega y vuelve a definir a las tres primeras, como Reichen, tér-
mino traducido por F. Fédier al francés por porrection («porree-
ción»), o sea, extender para presentar: aquí hay que entender un
don que abandona lo que da retirándose de ello, es decir, que man-
tiene una apertura en la que puedan avanzarse los momentos y los
entes; la «porrección» da la dimensión del tiempo (la separación
anterior que permite el espacio y el plazo): ella se despliega como
una «porrección que emprende (an-fangende)»52. La «porrección»
no solamente toma la iniciativa al comienzo, sino que también ha­

232
ce posible lo que ella reemprende así incesantemente en cada mo-
mento y en cada ente. No basta con decir que la cuarta dimensión
está por encima de las otras: hay que entender que ella misma ins-
taura, (se) mide (imparte y da), y abre la dimensión en la que se ar-
ticulan las otras tres. Así, la «porrección emprendedora» se con-
vierte, en nombre del Ereignis, en anterior y retirada, paterna. - Por
su parte, la distancia puede admitir cuatro dimensiones, o mejor di-
cho cuatro diferencias; la cuarta congrega a las otras tres, y así las
alberga. Si se sigue aquí a H. Urs von Balthasar53, uno se da cuen-
ta que la distancia también debe exceder y congregar los términos
de un «concepto vulgar» de creación. A este respecto, se suelen mo-
vilizar tres diferencias; en el espacio de un mundo me encuentro
como un ente, sin causa —diferencia de un ente y del mundo—; el
ente entra en diferencia con el Ser, y jamás puede alcanzarlo —di-
ferencia ontológica—; por último, el Ser no responde de los carac-
teres distintivos de cada ente —diferencia del Ser y de la esencia
(Wesen)—. Hasta aquí nos hemos limitado a una secuencia de cues-
tiones metafísicas (y tal vez, en su planteamiento, tomista). La
cuarta dimensión, raramente apropiada a la distancia teológica,
aparece cuando se pregunta sobre «la diferencia máxima (entre
Dios y el ser del ente)»5*. La cuarta diferencia, de Dios al Ser, abre
la dimensión que instaura las otras diferencias, porque suscita de
entrada el espacio (inextenso, no-espacial) en el que estas diferen-
cías, incluyendo la diferencia ontológica, se vuelven tratables. La
cuarta dimensión, la última, es siempre la primera. Se trata, en efec-
to, de la distancia misma, por cuanto excede todo ídolo posible, y
que se ejerce como distancia de Bondad. Cuarta dimensión, (d) El
Ereignis se deja caracterizar, en lo que tiene de más propio, como
un retiro que, sin embargo, no cesa de apropiar desapropiándose, o
también como un dar que, simultáneamente, se retira de su dona-
ción y se erige con insistencia en este retiro mismo. Del mismo mo-
do, la distancia se desenvuelve con un retiro en el que los requi-
rentes experimentan no sólo la ausencia del Requerido, sino que
descubren, en la ausencia que los abandona, al Requerido que da y
se da. Ya que el Ereignis y Dios no pueden ser confundidos, pues-
to que ante todo no son a la manera de los entes, no se puede evi-
tar su acercamiento. Las diferencias y el Ereignis «se vuelven obe-
dencialmente disponibles para la revelación de Dios»55: hay ave-
nencia entre el retiro apropiado del Ereignis y el don sin retención
en el que Dios abandona el mundo retirándose de él, y, al mismo
tiempo, en este retiro «íntimo», le abandona manifiestamente su
fondo trinitario. «La no-subsistencia del actus essendi es para Dios
el medium adaequatum para su creación, para pronunciar su pala­

233
bra kenótica de cruz y de gloria y después enviarla, como Hijo, al
encuentro de la muerte y de la resurrección»56. Así pues, el Ereig-
nis puede ser entendido de dos modos no unificables, ni contradic-
torios, ni concurrentes: como tal, última palabra del Ser, y como
medium o analogon del juego trinitario (el don de la creación que
reenvía y se profundiza en la filiación original). Hemos practicado
incesantemente esta doble lectura a lo largo de todo el libro, a pro-
pósito de Nietszche, Hólderlin y Dionisio, resaltando en ellos el
punto de vista de (y sobre) Cristo. Resaltar este punto de vista, pa-
ra adoptarlo, no implica por tanto ninguna «crítica», ni «recupera-
ción», sino solamente la relación de doble lectura que queda toda-
vía por definir. Antes de ir más lejos, demos nombre al último en-
cuentro: el retiro paterno. Así pues, estos cuatro caracteres reúnen
el retiro apropiado del Ereignis y la distancia. El último de ellos nos
obliga ya a decir o a pensar más, es decir, a determinar la naturale-
za de esta conjunción.
A propósito de esta conjunción, hemos visto ya que ella no pue-
de ser reducida a una asimilación, ni a un acercamiento estructural.
Es más, hemos establecido que la conjunción entre el retiro apro-
piado y la distancia sólo podrá convenir a aquello de lo que se tra-
ta si ella misma comprende a partir de la distancia. Así pues, dis-
tancia reduplicada que implica el establecimiento en distancia de la
distancia y del retiro apropiado. ¿A partir de qué punto de vista
puede ser efectuado este establecimiento en distancia? Indudable-
mente a partir de la distancia misma. Así, el mismo esfuerzo de
pensamiento debería establecer para nosotros la distancia y su re-
duplicación. Ahora bien, el acceso a la distancia sólo es posible, tal
como se ha visto, alabando al Requerido, es decir, recibiendo la
distancia para dar así enteramente gracias. Solamente lo consiguen,
dice el apóstol Pablo, aquellos que están «arraigados y fundamen-
tados en el amor»: si lo estamos, podremos «comprender, junto con
todos los creyentes, cuál es la anchura, la longitud, la altura y la
profundidad del amor (αγάπη) de Cristo; un amor que supera todo
conocimiento» (Ef 3, 18-19). Hemos concebido la diferencia onto-
lógica en su «anchura» (Ser / ente); luego hemos intentado conce■
bir su superación en «altura» (Otro), o en «longitud» (diferancia).
Al parecer, no quedaba abierta ninguna otra dimensión para núes-
tro camino. Sin embargo, el apóstol menciona todavía una «pro-
fundidad» que es evidentemente impensable según el espacio in-
tuitivo, que sólo admite tres. Así pues, hay que pensar esta dimen-
sión, sin lugar y sin medida, según una instancia diferente a la es-
pacial. ¿Cuál? El texto responde claramente: la caridad; desde el
punto de vista de la caridad, el cual sólo puede ser adoptado esta­

234
bleciéndose y enraizándose en ella: adoptar un punto de vista sig-
nifica aquí ganar un belvedere, y enraizar en él significa excavar
sus cimientos. Así pues, desde el punto de vista de la caridad se
descubre una cuarta dimensión, que es de hecho la primera, porque
sin dada la caridad en persona la ofrece y se entrega en ella: la
«profundidad» (βά‫&׳‬ος) inagotable, insondable, secreta. Esta «pro-
fundidad» ofrece el conocimiento inconcebible de aquello de lo
que ella proviene: la profundidad, que sólo aparece desde el punto
de vista de la caridad, hace aparecer (más allá de todo conocí-
míenlo) solamente la caridad. La «profundidad» proviene de la ca-
ridady reenvía a ella —recorrido que señala hacia la distancia—.
AI igual que la distancia, la «profundidad» no persigue ninguna re-
alización, salvo la reconducción e introducción, en cuanto αγάπη
de Cristo (caridad filial), en la «plenitud de Dios» (caridad pater-
na, Ef 3, 19): pues precisamente «la plenitud de la divinidad» (pa-
tema), si es recibida y concebida a partir de la distancia, «habita»
en Cristo «corporalmente», filialmente (Col 2, 9): que la separa-
ción engendre la comunión y se refuerce con ella constituye toda-
vía un testimonio de la distancia. Para reconocer un último rasgo
de ésta en la «profundidad» basta con darse cuenta del no-conoci-
miento en el que desemboca el conocimiento, «conocer el αγάπη
de Cristo que excede todo conocimiento» (Ef 3, 19): la caridad va
más lejos que el conocimiento, e igualmente, el conocimiento sólo
accede a lo que se trata de conocer accediendo al no-conocimien-
to; no se trata de que renuncie a conocer, sino de que sólo él cono-
ce «cómo hay que saber» (1 Cor 8, 2): amando. Por tanto la cuarta
dimensión se revela como «profundidad» de la distancia. El esta-
blecimiento en distancia que junta el retiro apropiado y la distancia
no debe ser comprendida tanto como una superación (en «altura» o
en «longitud»), cuanto como una reasunción en «profundidad». Pe-
ro, ¿cómo se despliega la «profundidad»? La «profundidad» ya ha
intervenido anteriormente en nuestro itinerario (cf. § 1): el icono se
caracteriza ante todo por la profundidad filial que lo atraviesa, y así
se reenvía a aquello de lo cual él constituye su visibilidad. La cari-
dad se vuelve filialmente hacia Aquel que ella ama y de quien ella
ha recibido incluso el poder amarle: el Padre; en eso la caridad es
icónica. Icono y caridad coinciden en el mismo reenvío, porque es-
te reenvío indica lo propio desapropiado del Hijo. Así pues, des-
plegar en profundidad el retiro apropiado (del Ereignis) no signifi-
ca en absoluto reducirlo forzadamente a la distancia; el reenvío fi-
lial, en lugar de recusar la alteridad del Hijo, subraya todavía más
su inevitable singularidad; si hay reenvío, o mejor dicho, para que
puedi haber un reenvío así, es preciso que el retiro apropiado per­

235
manezca decididamente como otro que la distancia. Así pues, se
trata de comprender cómo un reenvío —es decir, la profundidad
del reenvío— puede atravesar el retiro apropiado hasta hacer de él
el icono de la distancia. En efecto, este atravesar sólo debe ser en-
tendido como tránsito dentro de la distancia, sin transporte ni des-
plazamiento, pues la distancia se da para ser recorrida y no para ser
transgredida, para ser franqueada pero no abolida. Queda pues por
considerar cómo dicho reenvío (icónico) puede desplegarse a par-
tir del retiro apropiado (Ereignis, y por tanto también Ser en cuan-
to Ser) en vista de la distancia inconmensurable. Movilizando con
este propósito (o casi con este propósito) el reenvío (Verweis), H.
Urs von Balthasar define al cristiano como aquel que, «puesto que
cree en el Amor absoluto de Dios por el mundo, tiene que leer el
ser en su diferencia ontológica, como signo (Verweis) del amor»57.
Por tanto, el cristiano no lee solamente el ente en general como don
en el que Dios le colma (donde «Dios» se confunde tácticamente
con el Ser, del modo más metafísico), sino que lee la diferencia on-
tológica, es decir, tanto el Ser como el ente (en su Ser), como lo
que, con un reenvío, da a pensar en vista del amor. Hemos visto en
varias ocasiones cómo la distancia y el retiro ejecutan un gesto si-
milar de abandono y de don. Se trata de otra cosa: el establecí-
miento en distancia de esta similaridad; en una palabra, hay que
poner de relieve el gesto de don y de abandono que hace convenir
entre sí esos dos gestos de abandono y de don. Para ello, no basta
con hablar de «amor dentro de la diferencia del ser» ni del «ser da-
do por Dios», es preciso todavía comprender cómo «el Ser presen-
tado por Dios (es) al mismo tiempor plenitud y pobreza»58. Pleni-
tud y pobreza: su coincidencia determina la operación de la distan-
cia; plenitud, porque el retiro apropiado del Ereignis, que se apro-
pía en la medida en que no se apropia lo que él deja acceder a su
propio, gobierna al ente en su conjunto y nos lo depara sin fin,
puesto que lo hace con mesura: esta pobreza ofrece y apropia toda
plenitud óntica. De este modo reconocemos ahí el rigor de lo que
se presenta tanto más cuanto que se retira, de lo que se entrega tan-
to más a sí cuanto que (se) abandona (en) sus dones. La pobreza del
Ereignis colma a todo hombre que se deja apropiar en él. El cris-
tiano, al igual que cualquier otro hombre, tiene que conformarse a
ello, es decir, tiene que acceder a ello. Y también, más que cual-
quier otro, mide el envite de esta pobreza plena, porque reconoce
en ella un retiro paterno, experimenta en ella el abandono como fi-
lial, y, en una palabra, discierne ahí la distancia «por medio de un
espejo y oscuramente» (1 Cor 13, 12). Pero la sobredeterminación
del Ereignis por parte del envite de la distancia no enriquece sola­

236
mente este juego de plenitud y pobreza. O más bien, cuanto más lo
enriquece, más parece que el juego del Ereignis lo empobrece fren-
te al envite de la distancia. Señalemos algo: tal como se sabe, Hei-
degger repite insistentemente que el creyente puede seguir, formu-
lar e incluso sentir la cuestión sobre el Ser en cuanto Ser, pero no
puede nunca comprometerse en ella de modo absoluto, porque hay
otra instancia que le acapara, le tranquiliza y le inquieta: la fe, la
salvación y la certeza misma. Ahora bien, incluso aquí la pobreza
y la riqueza van juntas: ciertamente, el cristiano experimenta «in-
diferencia con respecto al conjunto del Ser»59, porque este juego
permanece abisalmente distinto de la distancia trinitaria (y por tan-
to de la creación); pero por ello mismo debe reduplicar la vigilan-
cia con respecto al Ereignis, en lugar de seguir de lejos la destina-
ción del Ser, con el hastío de un «suave mari magno...» sostenido
por una tierra teológica (como si la distancia pudiera ofrecer segu-
ridad). El cristiano se establece a (en) distancia del Ereignis de
múltiples maneras por medio de esta «indiferencia»: experimenta
en primer lugar que el Ereignis sólo apropia desapropiándose, y así
conviene aún mejor con el pensamiento del Ser; a continuación, rq-
prueba la soledad del Ser, y descalifica todas las pretensiones ido-
látricas del mismo (cf. § 17), y en último término se ocupa de él co-
mo icono posible de la distancia. En este sentido, no resulta indi-
ferente exceder la metafísica y su ídolo («Dios» como causa suí),
para así acceder a la diferencia y, sobre todo, al pensamiento del
dar en el Ereignis■. de ello depende la conversión del ídolo en ico-
no. Es justo que el cristiano se vuelva en cierto sentido «indiferen-
te al Ser», a condición de entender que así no se despreocupará de
ello retrayéndose hacia posiciones de repliegue preparadas de an-
temano (sin duda ilusorias por ser todavía ónticas), sino que redu-
plicará la seriedad de la cuestión del Ser mediante la seriedad de la
distancia, que puede encontrar ahí el icono. Que la indiferencia y
la seriedad se crucen concertadamente, como la riqueza y la po-
breza, pone de manifiesto que se trata de un establecimiento en dis-
tancia. Pues la distancia hace indiferente todo lo que sólo ella deja
diferir; ella no suspende solamente el ente en general, como an-
gustia, sino también el Ser y su suspenso. Pero entonces se produ-
ce el acontecimiento que deja que el Ser se vuelva icono de la dis-
tancia, en cuanto distancia pascual (kénosis, muerte, resurrección).
Desde el punto de vista de la caridad todo entra en otra luz: los en-
tes e incluso el Ser mismo, no aparecen aniquilados y sin valor
(pues nihil y valor provienen de la metafísica), sino vacíos de ca-
ridad, ineptos por ser incapaces para la distancia, en una palabra,
vanos. Vanos, en el sentido en que «vanidad de vanidades, todo es

237
vanidad» debe ser entendido aproximadamente como: «viento, na-
da que se sostenga, sólo viento.» Lo que se revela vano (verge-
blich) hasta este punto —el Ser y los entes— se disipa como vien-
to. Pero el «viento» indica también el Espíritu que «sopla». ¿Pue-
de la inanidad del Dasein, tal como el «viento» ofrece un nombre
al Espíritu, ofrecer su inanidad (Vergeblichkeit) y darla (geben) a
otra instancia? «Si es inútil (vergeblich) la existencia, entonces se
le puede perdonar (vergeberi) y puede ser perdonada (vergeben
werderi). Y sólo entonces puede ella decir con la Palabra absoluta:
‘perdónanos‫״‬., así como nosotros perdonamos...»60. La inanidad
óntico-ontológica descubre ante la caridad (distancia) una pobreza
tal, que la caridad sólo puede devolvérsela: devolver esta inanidad,
es decir, perdonársela, sobredeterminándola con una ratificación, y,
al mismo tiempo, dejársela como su parte, su riqueza y su bien. Los
dos movimientos coinciden en la distancia: per-donar al Ser su ina-
nidad significa abandonarle su campo propio como un don en el
que él se recibe a sí mismo. El Ser no tiene más porqué que la ro-
sa, pero sólo el perdón puede otorgar que no se le impute esta au-
sencia como una falta. Solamente la distancia que da por nada, só-
lo por el placer de una gracia, per-dona al Ser su inanidad y le otor-
ga la posibilidad de abandonarse a un juego sin razón. Sólo la dis-
tancia puede otorgar al Ser la posibilidad de que la vanidad se vuel-
va don sin razón, porque sólo ella, al abandonarse en estos dones,
sabe reconocer en la Gelassenheit un icono de la caridad. Este per-
dón de la inanidad conviene indudablemente a los tiempos en los
que el nihilismo hace época: los nuestros. Pero vale también, fue-
ra de la metafísica, para el lento avance a través de la experiencia
del pensamiento hacia una apertura del Ser en cuanto Ser, el cual
expondrá —más que el Ser del ente, precisamente porque ya no le
ofuscará la instancia del porqué (causa, ratio, Grimd, valor,
etc.)— la maravilla todavía inaudita de la Gelassenheit al peligro
de abandonarse en la inanidad. Pues la inanidad puede ser más
amenazante a medida que la serenidad y la culminación toca a los
entes. Dicho más trivialmente, no hay nada más peligroso que una
felicidad que nadie puede perturbar, pues suscita la sospecha de la
inanidad misma de su serenidad. El abandono constituye una ame-
naza creciente para lo que ya no tiene que ser poseído para ofre-
cerse. Esta inanidad crece con la serenidad. Y la serenidad sólo nos
alcanzará historialmente con un «nuevo comienzo». Sólo el perdón
hará posible que lo recibamos como un don, sin que nos abando-
nemos en su serena inanidad.
En el despliegue de la inanidad y del per-dón, el Ser recibe su
gratuidad como un don. Así, él «‘no es la luz’, pero da ‘testimonio

238
de la luz’»61, es decir, se vuelve icono de la distancia. Y esto, a do-
ble título: en sí, el Ser se desenvuelve según el retiro apropiado del
Ereignis, y así «presenta analogías» con respecto a la distancia. A
continuación, esta «analogía» es retomada en la distancia, en la que
se perdona al Ser su inanidad abandonada. Este establecimiento en
distancia, al cuidar por medio de su profundidad en el Ser un ico-
no de la distancia, mantiene de modo supremo la independencia de
la cuestión del Ser, y preserva de toda amenaza de idolatría. Y ello,
en lugar de debilitar la rigurosidad de la relación, la refuerza. Pues
lo que establece en distancia al Ser en cuanto icono de la distancia
queda ante todo como la autoridad humilde e impensable del Padre.

NOTAS
1. Identitat und Differenz, Ed. Günther Neske, Pfullingen 1957, 56-57;
trad. cast. de H. Cortés-A. Leyte, Identidad y diferencia, Ed. Anthropos, Bar-
celona 21990, 139-141. - En torno a la conciliación (Austrag), cf. también p.
60; trad. cast., p. 145; Unterwegs zur Sprache, G. Neske, Pfullingen 1959, 25;
trad. cast. de Y. Zimmermann, De camino al habla, Ed. del Serbal, Barcelona
1987,25-28.
2. Cf.¿Qué es metafísica?, en Wegmarken, 1-19, trad. cast. de X. Zubiri
dentro del libro titulado Qué es metafísica y otros ensayos, Ed. Siglo XX, Ma-
drid 1988, 37-56.
3. Identitat und Differenz, 40-41, trad. cast., 113-115. Cf. también La pa-
labra de Anaximandro, en Holzwege, trad. cast. de H. Cortés-A. Leyte, Cami-
nos de bosque, Alianza Editorial, Madrid 1995, 336: «El olvido de la diferen-
cia con que se inicia el destino del ser, para consumarse en él, tampoco es un
defecto, sino el acontecimiento (Ereignis) más rico y vasto en que la historia
occidental del mundo llega a su resolución. Es el acontecimiento Ereignis de
la metafísica»: trad. cast., 329. Cf. también Holzwege, 340; trad. cast., 333.
4. Identitat und Differenz, 54; trad. cast., 135-137. Cf. Zeit und Sein, en
L’Endurance de la pensée, Pour saluer Jean Beaufret, Pión, París 1968, texto
y trad. de F. Fédier, p. 66-67: «Por esto, ni el pensamiento representativo y
raciocinante, ni el decir simplemente enunciador responden al Ereignis»·, M.
Heidegger, Gelassenheit, G. Neske, Pfullingen 1959, 41; trad. cast. de Yves
Zimmermann, Serenidad, Ed. del Serbal, Barcelona 1989, 40ss; Unterwegs
sur Sprache, 25, trad. cast., 23ss.
5. Seminario del Thor, protocolo del 4 de septiembre de 1968, en Ques-
tions, IV, 237; ibid., 236, 240241‫־‬: «...Si la metafísica pregunta en dirección
del Ser del ente (‘¿Qué es el ente por medio del cual es?’), no pregunta sobre
el Ser mismo».
6. Respectivamente: La frase de Nietzsche: «Dios ha muerto», en Holz-
wege, 244; trad. cast., 239, (cf. Wegmarken, 223); y luego Identitat und Diffe-
renz, 63; trad. cast., 151. Sobre la metafísica como «diferencia impensada», cf.
ibid., 40, 52, 63. («En la medida en que la metafísica piensa lo ente como tal

239
en su totalidad, representa lo ente desde la perspectiva de lo diferente de la di-
ferencia, sin tomar en consideración a la diferencia en cuanto diferencia»); cf.
también ibid., 65; trad. cast., respectivamente, 113, 133, 151, 153.
7. Identitdt und Differenz, 55, 40-41; trad. cast., 137, 113-115.
8. Identitdt und Differenz, 61 62,63‫־‬, y toda la conclusión del texto; trad.
cast., 149, 151.
9. Phanomenologie und Theologie, texto y trad. francesa: Archives de
philosophie 69/3 (París 1969) 356395‫־‬
10. Carta a Jean Beaufret sobre el humanismo, en Wegmarken, 182; trad.
cast., Carta sobre el humanismo, en J. P. Sartre-M. Heidegger, Sobre el hu-
¡nanismo, Ediciones del 80, Buenos Aires 1985, 106; y también: «lo sagrado,
empero, que sólo es el espacio esencial de la divinidad, que a su vez sólo con-
cede la dimensión para los dioses y el Dios, únicamente resplandece si antes
(zuvor), en larga preparación, se ha despejado el ser y ha sido experimentado
en su verdad», 169, trad. cast., 92-93.
11. ¿Para qué poetas?, en Holzwege, 294, 249, 248 respectivamente;
trad. cast., 288, 242, 241.
12. Die Kehre, en Die Technik und die Kehre, G. Neske, Pfullingen 1962,
45-46; trad. cast.: Filosofía, ciencia y técnica, Ed. Universitaria, Santiago de
Chile 31997. Cf. también ibid. 46, «Si Dios es Dios, él adviene a partir de la
constelación del Ser y en el interior de ésta». Y también la enumeración de los
entes, entre los que se encuentran el ángel y Dios, todos igualmente incluidos
en el Ser (Carta a J. Beaufret sobre el humanismo, en Wegmarken, 161-162;
trad. cast., 84).
13. La legitimidad de este acercamiento no proviene tanto de ciertas de-
claraciones un poco apresuradas de E. Gilson, Etre et Essence, Vrin, París
21972, Apéndice II, cuanto del estudio serio y pertinente de J.-B. Lotz, s.j.,
Das Sein und das subsistierende Sein nach Thomas von Aquin en Martín Hei-
degge. Zum siebzigsten Geburtstag Festschrift, 180ss, según el cual el doctor
satisface las exigencias del pensador por cuanto que no desconoce (no olvida)
la diferencia ontológica.
14. «Otro comienzo»: cf., entre otros textos, Nietzsche II, G. Neske, Pfu-
llingen 1961, 29, 262.
15. Phanomenologie und Theologie, 386; la teología considera el «Exis-
tenzart» (368, 374) de la «cristianidad», su «Seinsart» (376), su «Existenz-
weise» (366, 367), su «Wiesein» (384), en una palabra, su « Wézse» (370, 372);
solamente esta «manera» proporciona al «contenido pre-cristiano» una nueva
orientación óntica de acuerdo a la fe como «re-nacimiento», aunque depen-
diente de la invariante de su determinación ontológica. No se debe, sin em-
bargo, pasar por alto que esta interpretación quedaría completamente invertí-
da, si Weise/Art debiera ser entendida en el sentido del τρόπος de Máximo el
Confesor (cf. J.-M. Garrigues, Maxime le Confesseur. La chanté, avenir divin
de l’homme, Beauchesne, París 1976, lOOss).
16. Carta a Buchner, en Vortrage und Aufsatze II, 57; trad. cast., Confe-
rendas y artículos, Ed. del Serbal, Barcelona 1994, 161.
17. Introducimos este neologismo para traducir el participio presente
francés différant, tratando de mantener su connotación «activa», que no es ex­

240
presada propiamente por el adjetivo castellano diferente (nota de los traduc-
toresf
18. E Lévinas, Totalité et Infini, M. Nijhoff, La Haya 41971, 275; trad.
cast., Totalidad e infinito, Ed. Sígueme, Salamanca 41997, 302- 303. Sin em-
bargo, la calificación del pensamiento heideggeriano como «materialismo» re-
sulta tanto más sorprendente, cuanto que Heidegger determina la esencia del
materialismo a partir de la metafísica: «La esencia del materialismo no con-
siste en la aseveración de que todo sea mera materia (Stoff) sino más bien en
una determinación metafísica según la cual todos los entes aparecen como el
material del trabajo (Material der Arbeitf» (Carta a J. Beaufret sobre el hu-
manismo, en Wegmarken, 171; trad. cast., 94).
19. Ibid., 61 y 16, respectivamente; trad. cast., 111 y 69.
20. Ibid.., 184; trad. cast., 223.
21. Ibid., 154; trad. cast., 196-197.
22. Ibid., 33; trad. cast., 85.
23. Ibid., 273; trad. cast., 301.
24. Ibid., 17, 18; trad. cast., 71.
25. Ibid., 278; trad. cast., 305.
26. J. Derrida, La Différence, en Marges de la philosophie, Ed. de Minuit,
Paris 1972,. 8; trad. cast. de C. González Martín, Márgenes de la filosofía, Ed.
Cátedra, Madrid 1989, 44. Este texto ya había aparecido anteriormente en el
libro colectivo Théorie d’ensenible, Ed. du Seuil (Col. Tel Quel), Paris 1968.
27. Ibid., 12; trad. cast., 47. Cf. también: «En una conceptualización y
con exigencias clásicas, se diría que ‘diferancia’ designa la causalidad consti-
tuyente, productiva y originaria, el proceso de ruptura y de división cuyos di-
ferentes o diferencias serían productos o efectos constituidos « (p. 9; trad.
cast., 44). Pero a esta «conceptualidad clásica» hay que añadir ciertas reservas
ulteriores que obligan (u obligarían) a «hablar de efecto sin causa, lo que en-
seguida conduciría a no hablar más de efecto» (p. 12; trad. cast., 47).
28. Ibid., respectivamente, 10 y 11; trad. cast., 46.
29. Ibid., 12; trad. cast., 47-48.
30. Ousia et Grammé, en Marges de la philosophie, 76; trad. cast., 100.
31. Ibid., 23, 77 y 78, respectivamente; trad. cast., 57, 101 y 102 respec-
tivamente; cf. también 73-74 (trad. cast., 98-99).
32. Ibid., 28; trad. cast., 61.
33. Ibid., 18-19; trad. cast., 53. Esto resulta dudoso, pues el eterno retor-
no no puede ser entendido sin la voluntad de poder que, aunque ciertamente
en un sentido difiere con diferancia (différe de différance) al estimar los entes,
por eso mismo, juega el juego de una diferencia ontológica. Y luego, ibid., 27,
η. 1; trad. cast., 60 η. 1.
34. Ibid., 23, 77 y 28. respectivamente; trad. cast., 57, 102, 61 respecti-
vamente.
35. Ibid., 29; trad. cast., 62.
36. Los textos, comentados por Derrida en La Différance, 24-29; trad.
cast., 58ss, se hallan en Holzwege, 335, 336, 339-340 y 337; trad. cast., Ca-
minos de bosque, Alianza Editorial, Madrid 1995, 328ss.
37. La Différance, 23; trad. cast., 57.

241
38. M, Heidegger, Identitdt und Differenz, 53ss; trad. cast., 135ss. Nos pa-
rece bastante significativo el silencio completo de La Différence (y de otros
textos) con respecto a lo que uno no puede dejar de pensar al leerlos: Identi-
dad y diferencia, precisamente.
39. La Différence, 16 y 10 respectivamente; trad. cast., 51 y 46.
40. Ibid., 6; trad. cast., 42, y más específicamente: «Y sin embargo, lo que
se señala así de la diferancia no es teológico, ni siquiera del orden más nega-
tivo de la teología negativa; que siempre se ha ocupado de librar, como es sa-
bido, una superesencialidad más allá de las categorías finitas de la esencia y
de la existencia, es decir, de la presencia, y siempre de recordar que si a Dios
le es negado el predicado de existencia, es para reconocerle un modo de ser
superior, inconcebible, inefable». ¿Qué quiere decir aquí «como es sabido»?
Hemos visto precisamente que la llamada teología negativa, en su fondo, no
apunta a reestablecer una «superesencialidad», porque no apunta a la predica-
ción, ni al Ser; ¿cómo, a fortiori, podría tratarse de existencia y de esencia en
Dionisio, el cual habla todavía un griego lo bastante originario como para no
tener ni su idea ni su uso? Más adelante, la secuencia. «La diferancia es no só-
lo irreductible a toda reapropiación ontológica o teológica —ontoteología—
sino que, incluso abriendo el espacio en el que la ontoteología —la filosofía—
produce su sistema y su historia, la comprende, la inscribe y la excede sin re-
torno», es injusta al establecer una equivalencia sorprendente entre teología,
ontoteología y filosofía. Por lo demás, la intervención de estas identificacio-
nes sirve para que la diferancia no corra el riesgo de ser subvertida por lo Im-
pensable. Pero esta seguridad se obtiene al precio de una idolatría que se to-
ma prestada a la diferencia ontológica: a saber, que Dios sólo puede ser con-
cebido en ella, y en calidad de ente supremo. La liquidación rápida y brutal de
lo que se denomina polémicamente «teología negativa» tiene como única fun-
ción la protección de las espaldas de la diferancia, contra un rostro no-idolá-
trico (no ontológico) de Dios. Tal vez E. Lévinas permanece, al menos en es-
te sentido, fuera del alcance de J. Derrida.
41. Zeit und Sein, en L’Endurance de la pensée, 22-23ss; trad. cast. de F.
Soler, Filosofía, ciencia y técnica, Ed. Universitaria, Santiago de Chile
31997.CL, a modo de comentario, Questions, IV, 63, 71-74, 300. Por supues-
to, el análisis del «es gibt» aparece ya bastante antes, paralelamente a la dife‫־‬
rencia ontológica, antes de relegarla. Así en La tesis de Kant sobre el Ser, en
Wegmarken, 306; trad. cast. de E. García Belsunce en M. Heidegger, Qué es
metafísica y otros ensayos, Ed. Siglo XX, Madrid, 163; y en Unterwegs zur
Sprache, 194, 253; trad. cast., 173, 233.
42. La forma equivalente al «hay» se construye en alemán (Es gibt) pre-
cedida por el pronombre personal neutro en tercera persona (es), y en francés
(II y a) por su equivalente (II) . Ambas construcciones resultan intraducibies
literalmente al castellano; aquí, sin embargo, quedamos obligados a la solu-
ción de introducir tales pronombres, sin traducción, en aquellos pasajes en que
el texto de Marión, a veces citando a Heidegger, se hace cargo temáticamente
de ello (nota de los traductores).
43. Questions IV, 55; cf. también 300. Ambos textos comentan «Zeit und
Sein», L’Endurance..., 22-23.

242
44. «Zeit und Sein», L’Endurance.., 40-41 respectivamente (cf. Wegmar-
ken, 106); 24-25, 30-31, 34-35, 42.
45. Ibid., respectivamente, 50-51: «al nombrar el Es, aumenta el peligro
de hacer intervenir arbitrariamente una potencia indeterminada cuya tarea
consistiría en operar la donación del Ser y del Tiempo»; 56-57: «... sin darnos
cuenta nos lo [el Es] hemos representado como algo presente, y sin embargo
intentamos pensar el ser de la presencia como tal»; 52-53, que se puede com-
parar con la Carta sobre el humanismo: «...il y a l'Etre: 'se da’ el ser (hay ser).
El il y a (hay) traduce el ‘se da’ en forma inexacta. Pues el ‘se’ que aquí ‘da’
es el ser mismo», en Wegmarken, 165; trad. cast., 88. Sin duda, es preciso pon-
derar aquí la identificación del Es con Sein, o, más bien, hay que comprender
que esta identificación no permite nombrar ni el Es ni el Ser.
46. Questions IV, 72-74; cf. el largo paréntesis de la conferencia «Zeit
und Sein», L’Endurance..., 52-53ss.
47. Zeit und Sein, 54-55. La ausencia, la única que avanza, confirma el
dar dentro del anonimato, al menos en el sentido en que los nombres caracte-
rizan entes (según el lenguaje de la representación de objetos). Pero el dar no
pierde sin embargo su propiedad (Ser), como intenta demostrarlo J. Derrida
(cf. § 18), para convertirse en diferancia: pues la imposibilidad de represen-
tarlo, es decir, el anonimato, caracteriza propiamente el retiro del Ser, en cuan-
to dar. No basta con constatar el advemiento de un retiro como diferancia, pa-
ra evitar la pregunta: «¿Qué es este retiro, (o diferancia)?», o mejor dicho: «el
retiro sin nombre ni propiedad, ¿de dónde puede provenir?, y ¿cómo puede
siempre ya estar ahí!». O aún mejor, la borradura de la huella requiere toda-
vía un estatuto y un origen anterior a la equivalencia indiferente de los oríge-
nes que parece ella autorizar.
48. Ibid., 56-57.
49. Ibid., 62-63, 64-65, que podrá ser completado mediante p. 30-31; p.
34-35; etc.
50. Ibid., 62-63, 64-65, que podrá ser completado mediante p. 30-31; p.
34-35; etc.
51. Ibid., 62-63, 64-65, que podrá ser completado mediante p. 30-31; p.
34-35; etc.
52. Ibid., 46-47.
53. Herrlichkeit III/l. Im Raum der Metaphysik, Johannes Verlag, Einsie-
deln 1965, y particularmente Der Wunder des Seins und die Vierfache Diffe-
renz, 943-956; trad. cast. de V. Martín-F. Hernández, Gloria. Una estética re-
ligiosa V. Metafísica. Edad moderna, Ed. Encuentro, Madrid 1988, en parti-
cular, El milagro del ser y la cuádruple diferencia, 563-575.
54. Ibid., 961; trad. cast., 580. La nota 4 de la sección mencionada habla
de «Dios es el único fundamento suficiente (zureichende Grund) tanto para el
ser como para el ente» (p. 954, trad. cast., 573). La mención repetida de Dios
o de la instancia teológica bajo el título de Grund (p. 963, 965, 975, 982, etc;
trad. cast., 582, 586, 596, etc.) alimenta la sospecha de una reaparición de la
cuestión metafísica por excelencia, y por tanto también de la idolatría que va
ligada a ella. Sin embargo, la interpretación misma del «fundamento» obten¡-
do, en Dios como kénosis, don y retiro, parece reenviar claramente a la figura

243
del Padre, de modo que resulta inverosímil un paralogismo tan burdo. Esta
sospecha confirma sin embargo la necesidad de recurrir a una relación icóni-
ca (gobernada por la distancia) entre la distancia y el Ereignis.
55. Ibid.
56. Ibid.
57. Ibid., Der christliche Beitrag zur Metaphysik, 974; trad. cast., La
aportación cristiana a la metafísica, 595. Verweis, verweisen, 961, 962, 977,
978. Sobre estas cuestiones, cf. también el ensayo a menudo penetrante, in-
cluso en su esquematismo, de K. Hemmerle, Thesen zu einer trinitarischen
Ontologie, Johannes Verlag, Einsiedeln 1976.
59. Ibid., 965 y 956 respectivamente; trad. cast., 586 y 575 respectiva-
mente.
60. «La verdad cristiana proyecta sobre este punto tan íntimo su luz in-
exorablemente clara y tajante; ella pretende no sólo una indiferencia con res-
pecto a todos los entes existentes (como el estoicismo), sino la indiferencia
con respecto del ser del que, como un manantial, brotan las palabras y las ins-
trucciones originarias (Urweisungen)·, y una indiferencia siempre nueva, pues-
to que Dios es todavía libre de modificar diversamente (de manera inesperada
y de improviso) las instrucciones ya dadas, o por el contrario, de desarro‫־‬
liarlas, aplicarlas y profundizarlas»: ibid., 979; trad. cast., 599.
60. Ibid., 982; trad. cast., 602.
61. Ibid., 962; trad. cast., 581.

244
INDICE DE AUTORES

Agustín, san: 19 Descartes, R.: 24, 27, 36, 142, 149,


Alquié, E: 14 185, 186
Ademan, B.: 134 Diógenes Laercio: 186
Anselmo de Cantorbery, san: 40 Dionisio Areopagita: 12, 13, 32, 33,
Aristóteles: 22, 26, 27, 37, 91, 132, 36, 145, 149, 151, 156-159, 162,
191 166, 174, 178,183-185, 207, 231,
Atanasio, san: 13, 38 234
Duns Scoto: 36
Balthasar, H. Urs von: 12-14, 37,
133, 137, 143, 191,233, 236 Empédocles: 89, 104
Baudelaire, C.: 73, 85 Escoto Eriúgena, J.: 195
Bauer, B.: 27 Esquilo: 100
Bayle, P: 19 Evdokimov, P: 36
Beaufret, J.: 14, 101, 131, 132, 134,
Fédier, E: 14, 97, 133, 134, 232
¡37
Feuerbach, L.: 18, 24,27, 78, 85, 86
Beissner, E: 131
Fontenelle, B.: 19
Bernardo de Claraval, san: 136
Frege, G.: 220
Besangon, A.: 138
Freud, S.: 215, 221
Birault, H.: 14
Fuchs, C.: 54
Boehm, R.: 37
Bouchet, A. du: 132 Garrigues, J. M.:: 134, 137, 240
Bouyer, L.: 136, 137, 189 Gast, P: 83
Brague, R.: 14, 83, 134 Gilson, E.: 143, 240
Brandes, G.: 81 Gregorio de Nisa: 195
Bruaire, C.: 148, 186 Gregorio Palamas: 191
Hegel, G. W. E: 18, 24, 36, 73,136,
Cayetano: 231 215, 221,232
Char, R.: 33, 38, 155 Heidegger, M.: 12, 13, 25, 26, 28,
Charles, M.: 14 29, 31, 37, 39, 45, 46, 48, 80, 96,
Chevalier, Ph: 189 98, 131, 133, 141, 197, 203, 206,
Chouraqui, A.: 174 207,210, 218,220, 222, 226,228,
Cirilo de Alejandría, san: 38 231, 232, 237, 239, 240, 243
Costantini, M.: 14, 185, 190 Hemmerle, K.: 244
Courtine, J.-E: 14 Heráclito: 204
Derrida, J.: 12, 13, 221, 222, 241, Hércules: 103, 107, 110, 115, 123,
243 135, 207

245
Hólderlin: 13, 18, 32, 33, 88-93, 95, Orwell, G.: 159
96, 100, 104, 105, 109, 112, 114, Ouspenski, L.: 36
115, 117, 119, 122, 123, 126, 128-
Pastal, B.: 187
131, 133-135, 137, 139, 140, 141,
Pautrat, B.: 83
155, 193, 209, 207, 234
Pécuchet: 61
Homero: 100
Platón: 22, 27,43, 45, 212
Ireneo de Lyon, san: 135 Plotino: 22, 27
Podach, E. E: 82
Jean Paul: 136 Préau, A.: 37
Jeremías, J.: 137 Przywara, E.: 134
Jouve, P.-J.: 135
Ratzinger, J.: 83
Juan de la Cruz, san: 89
Reinhart, K.: 57, 59, 82
Julio César: 59
Rilke, R.-M.: 89
Kalinowski, G.: 14 Rimbaud: 59, 88, 139
Kant, I.: 14, 22, 36, 131, 212 Roques, R.: 14
Kittel, G.: 36, 174 Sales, M.: 186
Klossowski, B: 82 Sartre, J.-R: 240
Saussure, E de: 214
Le Guillou, J.-M.: 85
Scardanelli: 130
Leibniz, G. W.: 25-27, 37
Schelling, F. W.: 14
Lévinas, E.: 12, 13, 209, 210, 212,
Schonborn, C. von: 36
213, 215, 221, 222
Schopenhauer, A.: 45
Lossky, W.: 187
Sófocles: 100, 128
Lotz, J-.B.: 240
Sofronio de Jerusalén: 189
Lubac, H. de: 192
Spinoza, B.: 24, 36
Lutero: 137
Stauffer, E.: 36
Malebranche, N.: 24, 36 Stirner, M.: 27, 78, 85
Marión, J.-L.: 243 Suárez, E: 11,231
Martelet, G.: 137 Tomás de Aquino, santo: 14, 23, 36,
Martineau, E.: 14 143, 206
Marx, K.: 27, 78, 86 215, 221
Matisse, H.: 90 Valéry, R: 97
Máximo el Confesor: 123, 137, 151, Van den Daele: 186
186, 189, 191 Vigni: 136
Volker, W.: 187
Nemo, R: 14 Voltaire: 19
Nerval, G. de: 136
Wagner, C.: 59
Nicolas-Marion, C.: 88
Waiblinger, W.: 135
Nietzsche. E: 13, 18, 27, 28, 31-33,
Wittgenstein: 22, 36, 182, 183, 185,
39-49, 58, 59, 61-70, 72, 74, 76-
191, 192
79, 80-88, 120, 140, 141, 175,
190, 193, 206, 215, 216, 221, 234 Zimmer: 129, 130

246
Vigni: 136 Waiblinger, W.: 135
Vólker, W.: 187 Wittgenstein: 22, 36, 182, 183,
Voltaire: 19 185, 191, 192

Wagner, C.: 59 Ziinmer: 129, 130

247
La afirmación clave de El ídolo y
la distancia es que Dios no viene
a nosotros sino en cuanto nos
precede. Dios sobrepasa núes-
tros ídolos sensibles o concep-
tuales para alcanzarnos precisa-
mente allí donde no lo esperába-
mos: en la distancia misma.
La metafísica, cuando intenta
probar la muerte de Dios, lo que
realmente prueba es el ocaso
del ídolo conceptual que había
bautizado, de su propia cose-
cha, «dios». El abismo que pro-
voca este ídolo derrumbado, le-
jos de zanjar la cuestión de
Dios, la abre de par en par a la
paradoja de la distancia: pues el
Absoluto llega retirándose de
todo ídolo. Pero su llegada es
tan apremiante que sobrepasa
tanto la ausencia desheredada
como la presencia disponible.
La distancia no viola el retiro
donde se hace posible el acce-
so al Absoluto. La intimidad ere-
ce con la diferencia.
De Nietzsche a Hólderlin, de
Hólderlin a Dionisio Areopagita,
la «muerte de Dios» se convier-
te constantemete, poniendo
fuera de juego al Absoluto, en el
rostro moderno de su fidelidad
eterna, para insinuar finalmente
su reserva paternal. Si el Abso-
luto se sugiere en el retiro, co-
mo Padre, ¿quizás podríamos
habitar la distancia, en tanto
que hijos? Así se pone en evi-
dencia la distancia, en un doble
debate con la teología de la Tri-
nidad y el pensamiento de la di-
ferencia, es decir, en el juego,
en que, sobre el terreno abierto
por M. Heidegger, intervienen E.
Levinas, J. Derrida y H. Urs von
Balthasar, y donde finalmente,
el icono sitúa la diferencia en la
distancia.

También podría gustarte