Figuras Del Padre
Figuras Del Padre
Figuras Del Padre
Página 2
AA. VV.
ePub r1.0
Titivillus 08.01.2021
Página 3
AA. VV., 2007
Traducción: Esther Tubert
Editor digital: Titivillus
ePub base r2.1
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Índice de contenido
Cubierta
Figuras del padre
FEMINISMOS
Introducción
PRIMERA PARTE La mística de la paternidad
El nombre del padre
DE LA CARNE AL ESPÍRITU
La desmaterialización del padre
Dios, Padre creador
El nombre del padre
EL PADRE Y EL ORDEN SIMBÓLICO
Función paterna-función significante
Las dos caras del patriarcado
Del pene al falo
Lo posible y lo pensable
Arquitectura de un mito moderno
I
II
III
IV
V
VI
VII
VIII
IX
X
XI
XII
XIII
XIV
La paternidad como encrucijada[77]
El padre y la inscripción de una filiación
El crimen del padre
SEGUNDA PARTE Historicidad de las figurasdel padre
Padres, patriarcado, paternidad[95]
LAS FORMAS ANTIGUAS DEL PATRIARCADO
El pater familias
El padre según el cristianismo
LA PATERNIDAD CONSUETUDINARIA
ADVENIMIENTO DE LA FAMILIA CONTEMPORÁNEA
Factores políticos
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Factores económicos
El yo entre el padre y el reyen el teatro de Corneille[96]
«EL CID». Y EL CONFLICTO DE LOS PADRES; RODRIGO ASESINO DEL
PADRE DE JIMENA
LA QUERELLA DEL «CID»: EL ENIGMA PARRICIDA DEL PERSONAJE DE
JIMENA
EL «YO». COMO EMERGENTE PARRICIDA
COYUNTURA ABSOLUTISTA Y ESCISIÓNDE LO «PÚBLICO». Y LO
«PRIVADO»
LA FIGURA DEL REY COMO RECURSO CONTRA LA TIRANÍADE LOS
PADRES
RELEGAR AL PASADO LOS COMBATES PARRICIDAS
LAS «HIJAS». PARRICIDAS
Don Juan, hijo de un padre barroco
El marido, el hermano y la mujer de la madre: algunas figuras del padre
INTRODUCCIÓN
Ejemplos etnográficos
BEMBA
LOVEDU
NAYAR
NADIE
CONCLUSIÓN
BIBLIOGRAFÍA
TERCERA PARTE. Figuras singulares
Estilos (modernistas) del incesto: el Familienroman de Djuna Barnes[186]
UNA VIDA POR ESCRITO
CENSURA: EL TEXTO MUTILADO
LA CRIPTOGRAFÍA DEL INCESTO EN LOS SUEÑOS
LOS PADRES Y LA CONSTRUCCIÓN SOCIALDE LA MATERNIDAD
PATERNIDAD MONSTRUOSA
BIBLIOGRAFÍA
Jorge Luis Borges: el padre literario
I.
II.
III.
IV.
V.
VI.
VII.
VIII.
IX.
X.
BIBLIOGRAFÍA
Verdi: el padre y el patriarca
I.
Página 6
II.
III.
IV.
BIBLIOGRAFÍA
CUARTA PARTE. La declinación de la función paterna
De los padres «ausentes» a los «nuevos padres». Contribución a la historia de una
transmisión genealógica colectiva[207]
EL DEBILITAMIENTO DEL PODER DE LOS PADRES Y LAS IMÁGENES DE
LA CARENCIA
LA «ESCENA INAUGURAL». LEGALDE LA PATERNIDAD
CONTEMPORÁNEA
NACIMIENTO DE UNA FORMA HISTÓRICA DE VIOLENCIA: DIALÉCTICA
DE LA VIOLENCIA
CONCLUSIÓN
Notas sobre los/as autores/as
Notas
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FEMINISMOS
UNIVERSITAT DE VALENCIA
INSTITUTO DE LA MUJER
Feminismos
Consejo asesor:
Giulia Colaizzi: Universitat de Valencia
María Teresa Gallego: Universidad Autónoma de Madrid
Isabel Martínez Benlloch: Universitat de Valencia
Mary Nash: Universidad Central de Barcelona
Verena Stolcke: Universidad Autónoma de Barcelona
Amelia Valcárcel: Universidad de Oviedo
Instituto de la Mujer
Dirección y coordinación: Isabel Morant Deusa: Universitat de Valencia
Traducción de los artículos de M. Schneider, Y. Knibiehler, H. Merlin y
F. Hurstel: Silvia Tubert
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Introducción
Silvia Tubert
El objetivo de este libro, correlato de Figuras de la madre[1], consiste en analizar
el campo semántico de la paternidad, estudiando la función paterna desde un punto de
vista transdisciplinario que haga posible dar cuenta del carácter problemático que
aquella presenta en la actualidad, como seguramente ha sucedido. No es difícil
observar, en efecto, las transformaciones que ha sufrido la paternidad en nuestra
cultura, tanto en el campo social —posición jurídica y económica— como en el
subjetivo, es decir, en las formas en que se asume y se desempeña la función paterna.
Estas transformaciones requieren que nos interroguemos, una vez más, acerca de lo
que es un padre o, más exactamente, acerca de la definición de la paternidad.
Tal como ocurre en el caso de la maternidad, la función paterna se funda en la
articulación de diferentes registros: por un lado, el orden socio-cultural, es decir, el
universo simbólico con sus categorías, representaciones, modelos e imágenes del
padre, que forma parte de un sistema social, político e ideológico históricamente dado
y que constituye el contexto en el que se organiza la subjetividad de los seres
humanos. Por otro, la construcción de esa subjetividad que integra, a su vez, dos
dimensiones: si nos situamos en el terreno histórico-social podemos apreciar la
configuración de lo imaginario colectivo —con sus distintos ámbitos: grupal, de
clase, étnico, religioso, etc.—; si nos orientamos hacia la singularidad de cada sujeto,
tanto el discurso literario como el psicoanalítico ofrecen el marco propicio para el
despliegue de lo imaginario particular.
El psicoanálisis ha puesto de manifiesto que la estructura edípica constituye el
punto de intersección de ambos órdenes —socio-cultural y subjetivo— y que, en el
marco de esa estructura, el padre opera como articulador del deseo y la ley. En este
registro, la eficacia de la función paterna no se refiere a la presencia real o a la
ausencia del padre en la familia, ni a sus conductas o particularidades personales
evaluadas con relación a las normas que definen lo que es un padre, sino al orden del
sentido y de la significación; «Es en el sentido que adquiere para un hombre el hecho
de ser reconocido como padre de un niño, en el sentido que tiene su paternidad»,
sugiere Françoise Hurstel, y «en el sentido que tuvo ese hombre para un niño», donde
se sitúa la función paterna[2].
Es posible concebir esta función como una invariante, aunque, como tal, se nos
presente solo como una función vacía; los sentidos particulares que asuma esa
función en las diversas situaciones que pueden configurarse tendrán un carácter
histórico, en el doble sentido de la referencia a la historia singular de los sujetos
comprometidos por esa función y de la historicidad de las figuras socio-culturales que
inciden en la articulación de su significación.
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De lo dicho se desprende la necesidad de adoptar una perspectiva
transdisciplinaria para abordar el problema; Freud mismo, en Tótem y tabú, para
hablar del padre tuvo que recurrir a una multiplicidad de discursos: el psicoanálisis
clínico, la etnología, la teoría de la evolución, la historia de las religiones. Los
distintos trabajos que integran este volumen muestran otras tantas formas en que los
discursos y las prácticas construyen la paternidad en diversos contextos histórico-
sociales. Hay, sin embargo, algunos ejes teóricos que vertebran el conjunto:
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paterna, nombre-del-padre— en su explicación del complejo de Edipo son un
resultado de la identificación de la función significante que articula la diferencia de
los sexos y la diferencia de las generaciones con la función que desempeña el padre
en todo sistema patriarcal. No es el padre, como tal, el que tiene una función
metafórica, sino que el mito, que da cuenta de esta función, se la asigna al padre; la
teoría corre el riesgo de confundir el relato mítico con la estructura del mismo.
Al fundar la filiación y la estructuración del sujeto exclusivamente en la
inscripción del nombre del padre, que simultáneamente supone el corte con la madre,
parece afirmarse la creencia de que, como seres humanos, nacemos solo de un
progenitor. El problema radica en dar cuenta de la constitución del sujeto sexuado de
otro modo que mediante una lógica binaria que limita las posibilidades a presencia o
ausencia del significante fálico —que no deja de mentar, aunque se afirme lo
contrario, al órgano masculino en tanto que real. Hasta el momento ha sido
impensable una explicación de la organización de la diferencia sexual que no tome al
falo como único referente; esta imposibilidad se correlaciona con otras categorías
impensables en el marco de la cultura y nos remite a las teorías monogenéticas de la
procreación y a la identificación de la función simbólica con la función paterna, cuyo
correlato es la naturalización de la función materna, que se construye como ajena a lo
simbólico.
El mito del asesinato del padre formulado por Freud constituye, para Jorge
Belinsky —«Arquitectura de un mito moderno»—, un hito en la historia del
pensamiento occidental moderno por tres razones: 1. Se hace cargo de ciertos
elementos centrales de lo imaginario social del que forma parte (al que alude el
artículo anterior). 2. No solo concierne a los orígenes de la sociedad y la cultura, sino
que constituye un límite infranqueable para el pensamiento acerca de esos orígenes.
3. Los acontecimientos a los que se refiere circulan aún entre nosotros y seguimos
formando parte de su trama.
Si Freud sitúa en los orígenes de la cultura y de la humanidad misma el hecho
mítico del asesinato del padre (el animal totémico, objeto de matanza, devoración,
duelo y júbilo, sería una metáfora del padre), afirma Belinsky, es porque ninguna
respuesta científica puede resultar suficiente para dar cuenta del origen; se precisa
una hipótesis tan fantástica que solo puede nacer en la mente de alguien que, como
Freud, se nos presenta como un ciudadano de dos mundos, como un poeta que desea
compartir los destinos de la ciencia.
En la teoría freudiana, continúa el autor, el asesinato del padre es el acto fundador
por excelencia: las leyes, la ética, las instituciones culturales son sus consecuencias.
Pero el «estado primordial» de dominación de la horda por el padre que habrá de ser
asesinado por los hermanos conjurados nunca ha sido observado: ese estado
primordial corresponde al acto que crea, que hace visible al padre originario en el
momento mismo de enunciarse el mito. El texto freudiano —Belinsky se refiere
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específicamente a Tótem y tabú, donde Freud lo enuncia por primera vez— crea al
padre originario pero también lo mata y, sobre todo, vela sus orígenes.
El autor prosigue con una nueva versión del mito que Freud presenta en
Psicología de las masas: el padre originario de la horda no era inmortal, aunque pasó
a serlo posteriormente por divinización. Cuando moría era sustituido, probablemente,
por un hijo que hasta entonces solo había sido un individuo de la masa como los
demás. De modo que, antes del asesinato del padre, deben haber existido dos tipos de
relaciones: las que vinculaban al padre con la horda, incluyendo en esta a las mujeres
(madres, hijas y hermanas) y las que lo vinculaban exclusivamente con su sucesor.
Esto delimita dos cuerpos diferentes, el de la reproducción y el de la sucesión, que
garantiza la permanencia de la figura del padre originario y que podría denominarse
el cuerpo de la paternidad pura. Pero con el asesinato del padre desaparece el orden
sucesorio de la paternidad pura (la desaparición del cuerpo de la reproducción nos
recuerda a la evaporación del esperma en la concepción aristotélica) y se produce un
reordenamiento de las relaciones determinadas por ambas corporeidades: es necesario
garantizar el nuevo orden —el de la liga de hermanos— y recuperar de algún modo la
figura del viejo padre añorado y perdido. Este reordenamiento, tiene una doble
naturaleza, negativa —la prohibición de matar al tótem y la exogamia— y positiva —
la igualdad de derechos para todos los hermanos.
La añoranza del padre, sumada a la del orden sucesorio en el que se fundaba el
cuerpo de la paternidad pura, determina el surgimiento de las diferentes formas
religiosas. El movimiento culmina, para Freud, con la emergencia del cristianismo y
el conflicto entre este, como religión del hijo, y el judaísmo, como religión del padre.
Belinsky sugiere una aproximación entre el vacío que deja el asesinato del padre y el
lugar vacío que deja la desaparición del cuerpo del rey como cabeza del poder
político, generador de interrogantes y angustias que permitirían entender el
surgimiento de las diferentes formas de totalitarismo.
En «Moisés y la religión monoteísta» encontramos otra versión, que Belinsky
considera una alegoría, del mito: si en Psicología de las masas el padre llegó a ser
inmortal porque fue asesinado, en «Moisés» la causación es de otro orden: el padre
fue asesinado porque tenía que ser inmortal. El análisis de la arquitectura del mito
freudiano pone de manifiesto, más allá de su significación, una transformación que su
escritura opera en el propio Freud: según Belinsky, Freud deja de ser el intérprete de
mundos y de historias para transformarse en guía de las interpretaciones por venir. El
autor concluye mencionando la última frase de Tótem y tabú, que es una cita de
Goethe: «En el comienzo fue la acción», que aparece gráficamente con un estatuto
ambiguo (sin comillas); no se trata de una «cita» en sentido estricto, pues Goethe ya
es inmortal y la frase es de todos y de nadie, pero Freud, sin embargo, indica
claramente que la frase no es suya: el lugar de la autorización se ha convertido en un
lugar vacío.
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Monique Schneider —«La paternidad como encrucijada»— apunta a aquello que
ese vacío encubre. Ella afirma que en el psicoanálisis se enfoca la función del padre
situándola en una lógica binaria: pasaje del matriarcado al patriarcado y,
solidariamente, pasaje de lo sensible, sensorial o sensual a lo espiritual o intelectual.
Esto, como vamos viendo en esta primera parte del volumen, es una de las estructuras
que rigen lo imaginario patriarcal, que establece una descendencia espiritual o cívica,
como en el caso de Moisés, acompañada de la anulación del encuentro entre los sexos
que se halla en el origen del hijo: la paternidad de Moisés es virginal, ajena a la
intimidad con la mujer. Pero si bien esta es una de las líneas de fuerza del enfoque
freudiano, va unida a un movimiento subversivo que convierte toda la obra de Freud
en un combate con el padre. En efecto, la espiritualidad llega a ser dominada por el
fenómeno emocional misterioso de la fe que se pone de manifiesto en la fórmula
credo quia absurdum, que subvierte insidiosamente el procedimiento desarrollado en
«Moisés». El absurdum no representa un retorno simple al reino sensible, sino que
confunde las divisiones habituales. Encontramos aquí una dimensión oscura,
enigmática, es decir, algo que tiene un carácter similar al de lo femenino en la
conceptualización freudiana.
En efecto, el padre no es un puro producto del razonamiento (una inferencia
lógica), sino que accedió al poder por un movimiento rico en componentes afectivos
en el que también participa la «creencia» que postula al padre allí donde el
razonamiento no lo puede producir. El recurso al absurdo introduce, en el interior de
los procesos intelectuales fundadores de la paternidad, un espacio de rebelión al que
retoman las fuerzas pulsionales que se intentó mantener alejadas. En lugar de reforzar
las negaciones fundadoras de las instituciones sociales (la idea de una paternidad
partenogenética o situada en un tiempo segundo), el psicoanálisis, según Schneider,
confunde los campos que la exigencia ascética quiere separar, al ofrecemos el mito de
un padre primitivo postulado como lugar de la conflagración pulsional, que desafía la
lógica patriarcal fundada en la ascesis.
Si Belinsky mostraba a Freud como fundador de un mito —situado en la
perspectiva de la lógica patriarcal—, Schneider se ocupa de la otra cara de la moneda
al revelar cómo el psicoanálisis juega con varias exigencias lógicas a la vez y
denuncia lo mismo que promueve. En efecto, el padre primitivo podría situarse en el
polo de lo sensible, del goce pleno y totalitario, de manera que, en este contexto, la
figura del padre sería una alegoría del deseo. Pero esta figura no surge en el seno de
un par antitético sino que se estructura ella misma a partir de una dualidad
conflictiva: legalidad y transgresión. El padre tiene una función de mediación; es el
que separa al hijo de la madre pero, por otro lado, es el que ha estado, en un tiempo
de goce, en el seno de la madre, en el lugar que más tarde habrá de ocupar el hijo.
En consecuencia, la función de corte se acompaña de una función de articulación
confusa que remite al «absurdo»: para que aparezca el hijo, el padre debe haber
realizado lo que se presenta como un retorno a la posición de hijo. Pero la
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transgresión paterna no es una simple falta a la ley, sino que consiste en haberse
hecho retroactivamente presente en otro espacio que el que le asigna «el nuevo reino
de la espiritualidad». De este modo, concluye Schneider, la paternidad oscila entre el
establecimiento de una prohibición y una potencia hipersexual que linda con las
tinieblas de lo femenino.
La primera parte de este volumen, como hemos visto, se centra en las claves de la
conceptualización de la paternidad en nuestra cultura, con su fallida aspiración a la
pura espiritualidad. La segunda parte, Historicidad de las figuras del padre, se ocupa
de las variaciones de la construcción de la paternidad en función del contexto
histórico y cultural.
Así, Yvonne Knibiehler —«Padres, patriarcado, paternidad»— afirma que la
paternidad es una institución socio-cultural que se transforma incesantemente bajo la
presión de múltiples factores. A partir de esas transformaciones del patriarcado —que
no ha sido destruido puesto que la dominación de los padres sobre madres e hijos se
ha ido modificando sin llegar a desaparecer— la autora describe tres momentos
históricos:
1. La antigüedad latina y cristiana que, a su vez, comprende dos etapas. En la
primera encontramos la patria potestas como poder absoluto, origen y fuente de todo
poder, incluido el político y religioso. En este contexto la paternidad se define como
adopción: el hombre solo es padre por su propia voluntad y no por el hecho de que
haya nacido un niño; la paternidad, a diferencia de la maternidad, estaba instituida
por la ley. La segunda etapa se establece a partir del cristianismo, que consolidó y
difundió un nuevo sistema familiar, aunque este se había gestado antes de la
propagación de la doctrina cristiana. Ahora se exalta, sobre todo, el prestigio de la
paternidad: no hay diosas madres, el Dios único es Padre y el padre es la imagen de
Dios. En cambio, se limitan sus poderes efectivos: el creador de los hijos es Dios y
los derechos de Dios son superiores a los del padre. Paralelamente se establece el
parentesco espiritual en la figura de los padrinos, lo que subraya que el verdadero
nacimiento es, en realidad, el bautismo.
2. El segundo momento corresponde a la paternidad consuetudinaria en el
occidente cristiano, desde el siglo xii hasta la revolución francesa. Se produce un
redescubrimiento del derecho romano y se reconstruye la patria potestas. Dios, el rey
y el padre de familia se presentan como garantes del orden en el antiguo régimen. Sin
embargo, se pueden apreciar diversos modelos según los medios sociales, puesto que
la función del padre se refiere a la transmisión de un patrimonio, de modo que la
variedad de los patrimonios funda otras tantas figuras paternas. Tras ocuparse de
diversos modelos: el aristocrático, el campesino, el habitante de las ciudades
dedicado a las artes, al comercio o a las profesiones liberales y, finalmente, al padre
que abandona a sus hijos, Knibiehler afirma que todos tienen algo en común: la
preponderancia del padre, su responsabilidad, su poder de corrección y de decisión
acerca del futuro de los hijos. Pero esta figura exige amor y reconocimiento además
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de respeto y obediencia. Esta función, cuyo ejercicio es duro y difícil para el mismo
padre, corresponde, según la autora, a la figura del padre que desveló Freud.
3. Finalmente, en la época contemporánea encontramos una declinación de la
familia «tradicional» marcada por un retroceso de la presencia y del poder del padre
frente a una afirmación de la madre. Esto se debe a factores políticos —el
racionalismo y la revolución socavan los cimientos del poder absoluto y, por lo tanto,
de la autoridad de los padres— y económicos —a partir de la revolución industrial el
padre trabaja fuera de su casa; los bajos salarios exigen también el trabajo de la
madre y los hijos. En la medida en que se promulgan leyes destinadas a proteger a los
niños, como la limitación de su horario de trabajo o la escolaridad obligatoria, se
limita la autoridad del padre. El poder del padre se coloca ahora bajo el control de la
colectividad; así, por ejemplo, un juez puede destituir a un hombre de su poder
paterno. Esto se acompaña de un doble proceso:
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Jimena sería la figura alegórica de la autonomía del yo, que se presenta como una
instancia libertina puesto que está virtualmente desligada de todo vínculo, ya sea
familiar, político o religioso, y se toma como un fin en sí mismo; esto, en el
siglo XVII, era escandaloso.
Merlin muestra cómo, en ese momento histórico, se configura la división
público/privado, con el consiguiente riesgo de descontrol moral en el espacio privado.
Entonces se trata de erigir a la figura del padre en imagen de dios soberano, para
administrar el poder que antes incumbía al monarca. El poder paternal y el poder real
son ambos imágenes del poder divino y establecen, cada uno en su esfera, el mismo
respeto por las leyes «naturales» y divinas. El peligro de un desarrollo anárquico del
yo se conjura al colocarlo bajo el control del poder paterno.
Desde esta perspectiva, en el drama de Corneille no solo Jimena es un personaje
desnaturalizado sino que el rey también lo es. En efecto, el sentimiento amoroso,
cuya resistencia señala el imperio autónomo del yo, solo se realiza públicamente
merced a la intervención real; el rey verifica el deseo amoroso de Jimena antes de
ordenarle que se case con Rodrigo —a quien le debe la victoria sobre los moros—, de
modo que niega el carácter imperativo de la fidelidad al padre y autentifica la esfera
de lo privado colocándola directamente bajo la autoridad del yo. El rey desempeña la
función paterna, entonces, de una manera nueva.
¿Cuál es la función histórica de este desplazamiento de los padres? Merlin afirma
que el propósito —formulado en otro drama de Corneille, Horacio— de «relegar al
pasado los combates parricidas» alude a las guerras de religión que habían conducido
a una parálisis trágica. En este sentido, el absolutismo del rey funda un nuevo Estado
que debilita la potencia de los padres y redefine la patria y el vínculo entre sus
miembros. La guerra civil ha terminado: de ahora en adelante el rey será el tercero
imparcial que habrá de regular los conflictos para impedir el círculo infinito de
venganzas, de actos «parricidas».
La autora se pregunta por qué son las hijas, en el teatro de Corneille —en El Cid,
Jimena; en Horacio, Camila—, las que se hacen cargo del asesinato o de la
destitución del padre, es decir, son las más propensas a «degenerar» o a
«desnaturalizarse». Merlin nos recuerda que en el siglo xvii todavía estaban en vigor
las teorías médicas griegas que consideraban que la simiente paterna cumplía el papel
reproductor esencial, modelando al hijo a su imagen; el nacimiento de una hija era
producto de una insuficiencia en la simiente. Quizás sea la falta de padre en el ser de
la hija lo que le permite representar, sin un exceso de culpabilidad, el surgimiento
parricida del yo. En esta separación con respecto al padre nace la experiencia de un
yo enamorado, cuyo absolutismo se conjuga con el otro sexo: se entierra a los padres,
los vínculos familiares ceden ante los conyugales, el espacio privado limita la tiranía
virtual de lo público, lo femenino limita la tiranía de lo masculino.
El teatro de Corneille, concluye Merlin, muestra que los padres ya no constituyen
la referencia primera y última de los individuos. La aceptación de la muerte de los
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padres conduce a renunciar al tiempo cíclico de las venganzas y los parricidios para
que se instale un tiempo histórico y político practicable.
El mito de Don Juan, cuyo origen se remonta también al siglo XVII, nos permite
apreciar, a través de la grieta que representa el rebelde, la forma en que operaba la
figura paterna en el barroco. En su trabajo «Don Juan, hijo de un padre barroco»,
Horacio Amigorena estudia la representación de Don Juan como héroe perverso del
deseo y de la seducción, como paradigma de una «mascarada» del narcisismo
masculino. El autor comienza interrogando al criado de Don Juan, que lo describe
como un «gran señor/hombre malo», un monstruo de la naturaleza escindido en dos
facetas que corresponden, respectivamente, a su actuación en el espacio público,
como noble caballero y en el privado como burlador. En tanto promete fidelidad a las
mujeres y se deja llevar por la inconstancia del deseo, que gobierna su palabra y lo
libera de toda deuda simbólica y moral, Don Juan se presenta como el sujeto de un
mito del goce absoluto, ajeno a la ley de la alianza y de la filiación, como agente de
un fantasma originario de la sexualidad masculina.
En este sentido, responde a los dos grandes sistemas de reglas que rigen el
funcionamiento de los sexos durante el barroco: la ley de la alianza y el orden de los
deseos, que en el siglo xvii es el ámbito de la culpa y del pecado, del exceso y de la
transgresión. Don Juan es el hombre malo que amenaza con disolver el tejido de los
vínculos y de las alianzas que garantizan la reproducción del cuerpo social. La
fidelidad, a su vez, amenaza al individuo, pues puede hacerle renunciar al mundo y
dejarlo atrapado por el objeto tan deseado como temido, que evoca —desde una
lectura psicoanalítica— a la madre primigenia.
Pero el gran señor y el hombre malo tienen orígenes diferentes. En el caso del
segundo, se trata de una procreación meramente biológica que no da lugar a ninguna
deuda filial. La madre no aparece en escena, lo que era habitual en el siglo xvii y
permitía poner en primer plano la primacía y la complejidad de la relación con el
padre. Don Juan nace, desde el punto de vista de la persona moral, como el castigo de
su padre a causa de sus grandes ardores (que revelan una secreta concupiscencia de la
carne), que asedian lo imaginario barroco y unen al padre y al hijo en un vínculo que
los ata y separa para siempre. El conflicto moral llega a ser un juego de destrucción,
en el marco de la contrarreforma, caracterizada por la exigencia de someterse al
linaje, no levantarse en armas contra el rey en el espacio público ni rebelarse contra el
padre en el privado. Don Juan rompe con la moral dominante, pero su orgullo no lo
conduce a fundar otra moral sino a adherirse a una posición «inmoralista».
El padre real del Tenorio tiene el poder de meterlo en la cárcel y de quitarle la
vida, pero Don Juan no le reconoce autoridad alguna: el enigma del mito, según
Amigorena, radica en que el personaje se engendra a sí mismo engendrando un padre,
y el nacimiento de ese padre anuncia la muerte del hijo.
En efecto, en la versión mozartiana del mito el Comendador, padre de Doña Ana,
toma una posición de padre simbólico de Don Juan. Este, que encama la sexualidad
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salvaje reprimida por el individuo que tiene que someterse a la ley para que la
sociedad pueda existir y reproducirse, mata al Comendador sin mostrar culpabilidad
alguna, creando así un vínculo de sangre con él y convirtiéndolo en embajador no ya
del rey sino del propio Dios Padre, en la figura de la estatua que lo honra y
conmemora. Como tal, concluye Amigorena, el Comendador demuestra su
misericordia de padre barroco por cuanto «no viene a matar al hijo para vengarse, ya
que la venganza es un asunto celeste, sino que viene a arrancar a Don Juan de las
llamas del deseo para que su alma se purifique en el fuego del infierno».
Los trabajos de Knibiehler, Merlin y Amigorena nos presentan algunas figuras
históricas del padre que han ido cristalizando en diversos momentos en la sociedad
occidental; el de Susana Narotzky —«El marido, el hermano y la mujer de la madre:
algunas figuras del padre»— se ocupa de su diversidad cultural.
La autora parte de la constatación de que la tradición judeo-cristiana ha
instaurado la confusión entre los conceptos de sexualidad, procreación, paternidad
social y matrimonio heterosexual, debido a que el matrimonio legítimo no es válido
sin sexualidad, la sexualidad solo es lícita si es procreadora y la procreación, a su vez,
solo vale dentro del matrimonio. Se pregunta, entonces, qué sucede en otras
tradiciones y busca respuestas en los datos etnográficos, que hacen posible una
reflexión sobre nuestra propia cultura.
El estudio de la concepción de la paternidad entre los bemba pone de manifiesto
que, en este pueblo, las estructuras sociales y emocionales que ligan a los individuos
con uno o varios varones de otra generación tienen las siguientes características: no
son el producto automático de un acto biológico —más bien, la representación física
es una metáfora de la realidad social— ni conciernen exclusivamente a dos personas;
no son definitivas; las construyen entre todos los implicados, tanto predecesores
como sucesores; están estrechamente ligadas al acceso a los recursos materiales,
saberes, cuidados, posición social, rango, poder político.
Todo ello está situado en una historia, tanto en las transformaciones continuas que
afectan al ámbito local desde el ámbito global, como en las historias personales, en
las estrategias individuales que permiten estrechar los lazos que cada uno considera
más ventajosos y reinterpretar los afectos antiguos en función de las nuevas
situaciones e intereses. Es por ello por lo que las relaciones familiares no son fijas y
definitivas sino mudables y dependientes, por un lado, del contexto político,
económico y social y, por otro, de las estrategias individuales dentro de ese contexto.
En el caso de los lovedu Narotzky destaca tres aspectos: la necesaria y tajante
distinción entre genitor y padre; la necesaria y tajante diferencia entre el padre y el
sexo de la o las personas que asumen responsabilidades paternas; una visión
procesual y bidireccional de la construcción de la paternidad: los privilegios y
responsabilidades de la figura paterna no solo se imponen desde la generación
predecesora sino que la sucesora tiene cierta capacidad de decisión y de maniobra, es
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decir, también construye en cierta medida a sus padres, en tanto que puede estrechar o
ignorar las relaciones; en todo caso, reinterpretarlas.
Entre los nayar la paternidad se entiende como un haz de responsabilidades y
beneficios mutuos entre personas de diferentes generaciones, haz que se distribuye y
se comparte entre diversos individuos, en este caso todos varones. La importancia de
la atribución de genitor es exclusivamente social y no biológica, es decir, se refiere al
respeto a normas rituales y jerárquicas establecidas simbólicamente en el matrimonio
ritual.
Podemos resumir, entonces, lo que nos enseña la antropología —siguiendo las
sugerencias de Narotzky— con respecto a la función paterna:
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—incluyendo el nuestro—, la paternidad es un constructo polimórfico y que existen
ámbitos indeterminados, complejos y cambiantes, multívocos y problemáticos hasta
en el caso de las identidades supuestamente más inmediatas, como sucede con la
paternidad.
Esto es, precisamente, lo que nos revelan los trabajos que componen la tercera
parte, Figuras singulares, al desplegar los aspectos multívocos y problemáticos de la
figura paterna en una diversidad de textos literarios.
«Estilos (modernistas) del incesto: el Familienroman de Djuna Barnes», de Esther
Sánchez-Pardo González propone un análisis de la novela Ryder en dos planos: en el
nivel temático de la narración el material familiar, es decir, las relaciones entre padres
e hijos, es el punto de partida de la elaboración de la ficción; en el nivel estructural
del texto, en cambio, el significado de tales relaciones toma la forma de una especie
de padre simbólico, de una función en la estructura narrativa.
La lectura de Sánchez-Pardo sugiere que Barnes articula, tanto temática como
estructuralmente, la «función paterna» para criticarla y deconstruirla, al confrontar el
declive de la tiranía de la figura paterna con la herencia de la imagen del padre
anclada en la tradición de la novela realista. En este sentido, el modelo paterno y la
institución familiar misma configuran un aparato perverso de reproducción de todas
las lacras del patriarcado, por lo que Ryder aparece como un texto paródico
autobiográfico: encontramos en el texto una burla de la fachada monstruosa o animal
del héroe, un padre autoritario e hipersexual que rige los destinos de sus mujeres e
hijos/hijas. En este personaje se pone de manifiesto lo que debería haber quedado
oculto bajo el peso de la ley, es decir, la prohibición del incesto instaurada por el
padre de la horda primitiva. El retorno de lo reprimido, enmascarado en la terrible
materialidad del cuerpo del padre, abre camino al texto como espacio de desvelación
del lugar que la hija debe ocupar: es el lugar de una herida. El relato de Barnes da
cuenta, de este modo, de la corporalidad del padre cuyo ocultamiento se encuentra,
como muestra la primera parte de este libro, en el fundamento de la institución
patriarcal.
Marieta Gargatagli, en «Borges. El padre literario», se ocupa de la novela familiar
de Borges. En sus respuestas a los entrevistadores que lo interrogaban acerca de su
vida personal, Borges hacía referencia a una especie de guion prefijado, aunque en
ocasiones incluía desviaciones sugerentes del mismo. Ese canon autobiográfico y sus
ligeras transgresiones aportan un contenido visible a una frase fundamental: «Todo se
lo debo a mi padre». Gargatagli señala la paradoja de que, a pesar de que la
producción literaria de Jorge Guillermo Borges —su padre— fue escasa y él mismo
la consideraba mediocre, Jorge Luis Borges se consideraba su heredero literario. En
algunas ocasiones manifestó que su padre deseaba ser escritor y fracasó, por lo que se
daba por supuesto que él habría de cumplir ese destino que le fuera negado al padre.
En otras ocasiones afirmó, en cambio, que él quería ser escritor y, ya a los seis años,
se lo había comunicado a su padre.
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La autora formula el mito autobiográfico de Borges niño en los siguientes
términos: mi padre me dio su destino literario antes de tiempo y por ello me sentí
culpable, solo pude escribir unos poemas y algunas reseñas. Cuando él murió pensé
liberarme de la culpa y utilizar con libertad mi talento, pero no sabía que el talento no
me libraría jamás de la culpa. Si mi padre no me reconoció ni fue conocido ni
reconocido, entonces yo lo reconoceré, él será conocido y yo seré reconocido.
Gargatagli alude a los diferentes sentidos del término: «re-conocido», como se dice
vulgarmente (= archi-conocido); «reconocido» como sinónimo de agradecido y
«reconocido» en el sentido jurídico de la admisión de la paternidad.
La autora no afirma que Borges concibiera su escritura, uno de los sistemas
literarios más serios de este siglo, movido por el deseo de dar voz a su padre, de
redimirlo o de redimirse a sí mismo ante la silenciosa mirada ciega del padre; pero
quizás el hecho de que haya repetido hasta el cansancio esa versión de su biografía le
servía para apuntalar su talento en su obra de creación.
«Verdi: el padre y el patriarca», de Femando Fraga, analiza la obra del compositor
como testimonio de que Verdi fue padre e hijo de sí mismo, constituyendo un
universo paterno sin sucesores, que representa la aniquilación del universo del padre
o bien su transposición. El padre verdiano encama, una vez más, la inflexibilidad de
la ley, a veces en conflicto consigo mismo (es decir, según venimos observando, con
el padre de carne y hueso). Si el conflicto se resuelve mediante la idealización, como
en el caso de Nabucco, en que el padre no se somete a la ley sino que se identifica
con Dios, habrá de pagar un precio elevado: la locura. Es el drama del patriarca que
se sitúa como fuente de la legalidad, sin reconocer una ley que lo trasciende.
Los textos literarios y obras de creación artística en general nos muestran,
entonces, otras tantas figuras paternas: el desvelamiento de la cara oculta y
vergonzosa del padre (Barnes), la recreación del mismo (Borges), la transformación
de sí mismo en patriarca o padre de la patria (Verdi).
Es evidente que la exaltación de la figura paterna que caracteriza a nuestra cultura
no ha dejado de suscitar cuestionamientos a lo largo de la historia. Es en el siglo xix,
especialmente, cuando comienzan a desarrollarse las críticas más subversivas de la
familia paternalista. Ya en 1938 Lacan aludió a la «declinación social de la imago
paterna», vinculada con varias condiciones: retorno al individuo de efectos extremos
del progreso social, colectividades alteradas por la concentración económica y las
catástrofes políticas, dialéctica de la familia conyugal[4]. Según Lacan, esta
declinación constituye una crisis psicológica y esta crisis probablemente no sea ajena
a la aparición misma del psicoanálisis. «Es posible que el sublime azar del genio —
escribe Lacan— no explique por sí solo que haya sido en Viena —centro entonces de
un Estado que era el melting-pot de las formas familiares más diversas, desde las más
arcaicas hasta las más evolucionadas, desde los últimos agrupamientos agnáticos de
los campesinos eslavos hasta las formas más reducidas del hogar pequeño burgués y
hasta las formas más decadentes de la pareja inestable, pasando por los paternalismos
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feudales y mercantiles— el lugar en el que un hijo del patriarcado judío imaginó el
complejo de Edipo. Como quiera que sea, las formas de neurosis predominantes a
fines del siglo pasado son las que revelaron que dependían en forma estrecha de las
condiciones de la familia[5]».
Lacan considera que esas neurosis han evolucionado desde la época de los
comienzos del psicoanálisis en el sentido de un complejo caracterial que constituye el
núcleo de la mayor parte de las neurosis y que define a la «gran neurosis
contemporánea», determinada principalmente por la personalidad del padre «carente
siempre de algún modo, ausente, humillada, dividida o postiza». Esta carencia sería la
causa del agotamiento del ímpetu pulsional por un lado, y de la dialéctica de las
sublimaciones por otro.
En esta perspectiva se inscribe el trabajo de Françoise Hurstel —«De los padres
ausentes a los nuevos padres. Contribución a la historia de una transmisión
genealógica colectiva»—, que cierra el volumen y configura su cuarta parte: La
declinación de la función paterna. Hurstel sitúa a finales del siglo xix la «escena
inaugural» legal de la paternidad contemporánea, que corresponde a la ley sobre la
inhabilitación de la patria potestad cuando se reconoce la indignidad del padre. El
derecho asume así una división de los padres en dos categorías (buenos y malos);
excluye a algunos padres (y a veces también a algunas madres) en favor de los
especialistas que se convertirán en los «padres buenos»; sanciona la imagen del padre
desvalorizado, carente. Con esta ley se derrumba un principio «sacrosanto»: el poder
del padre sobre su hijo dejó de ser algo intocable y pasó a estar sometido a criterios
de seguridad y utilidad pública bajo el control de la colectividad.
Esta escena inaugural se vincula con la lucha de clases; a la violencia de clase
propia del siglo xix responde la violencia paterna del pobre sostenida por una patria
potestad transformada en aparato represivo: el hombre explotado, humillado,
desarraigado de su medio rural y de las tradiciones transmitidas de padres a hijos
ejerce la violencia contra sus propios hijos que, a su vez, se tomarán violentos. La
institución judicial, dejando de lado las causas de la brutalidad paterna, los designó
como indignos de ser padres y los inhabilitó como tales. Según Hurstel, los «nuevos
padres» contemporáneos, deseosos de asumir su paternidad, son los herederos de los
padres carentes, descalificados por las instituciones. Lo que se experimenta
subjetivamente, en muchos casos, como enfrentamiento entre hombres y mujeres en
el ejercicio de la parentalidad, es el resultado de una evolución histórica ineluctable.
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PRIMERA PARTE
La mística de la paternidad
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El nombre del padre
Silvia Tubert
DE LA CARNE AL ESPÍRITU
Desde el punto de vista antropológico, la cuestión del padre se vincula con los
conceptos de parentesco, filiación y transmisión. El problema del parentesco, a su
vez, nos remite a la forma en que los diferentes grupos humanos se representan y
teorizan los procesos de la procreación, la concepción y la gestación, y al papel que le
cabe a cada uno de los sexos en tales procesos.
Françoise Héritier afirma que no es evidente que sistemas radicalmente diferentes
de representaciones en este dominio impliquen una simbolización radicalmente
diferente de la función del padre; más bien al contrario, la antropóloga observa cómo,
a través de la diversidad de las culturas, se delinea una constante con respecto a la
conceptualización de la participación de ambos sexos en la generación de nuevos
seres: el principio de lo femenino-materno suele reducirse a la materia, a la pasividad,
en tanto que el principio de lo masculino-paterno se presenta como generador por
excelencia[6]. Es necesario aclarar que esta conceptualización no es de carácter
universal, puesto que en algunos sistemas de pensamiento se concibe al esperma
como material, del mismo modo que la sangre femenina; además, el principio
femenino no se pensó siempre como inerte y pasivo; finalmente, en diversos
contextos, las aportaciones sustanciales del padre y de la madre varían.
No he de ocuparme de esa diversidad (estudiada en los trabajos de Susana
Narotzky e Yvonne Knibiehler que forman parte de este volumen), sino de la
asimetría radical que el pensamiento occidental establece entre los principios materno
y paterno: el primero se naturaliza en tanto que el segundo se eleva a la categoría de
principio espiritual. Buscaremos las pruebas de esta asimetría en tres campos: la
filosofía, la teología y la lingüística.
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formal— del macho en la reproducción. Esta se funda en una asimetría básica puesto
que supone dos principios: el macho, principio de la generación y del movimiento, y
la hembra, principio material. Se trata, entonces, de una conceptualización de dos
principios de los cuales uno es, en realidad, el principio. Pero este ha de pagar un
precio por este privilegio, como señala G. Sissa, ya que, para que la teoría resulte
verdadera no basta con afirmar que la sangre femenina es una masa de líquido crudo,
impuro, no elaborado, inerte y amorfo; es necesario también decir que no hay
ninguna aportación de materia por parte del macho, sino solo la réplica de una
imagen (eidos) que se produce a partir de un movimiento; en otros términos, el
desencadenamiento de un proceso de formación merced al calor que cuece. Para que
la argumentación se sostenga, Aristóteles se ve obligado a negar que el esperma es
necesario y, además, a sutilizar su soma[8]. El esperma no pasa a formar parte del feto
en formación, sino que es un organon que pone movimiento en acto. Es como el
instrumento de un artesano: del cuerpo del artesano y de la materia de sus
instrumentos no se incorpora nada al producto de su trabajo; lo que procede del
obrero por medio del movimiento que actúa sobre la materia es la figura de la forma.
El resultado paradójico de esta argumentación es que lo necesario para la
procreación no es la sustancia espermática sino el alma, el movimiento y la forma,
que corresponden al principio masculino: la hembra proporciona la materia y el
macho el principio creador. Pero para asegurar que el hombre transmite solo una
identidad y un alma, es necesario eliminar de algún modo el esperma, que aparece
como un residuo del cuerpo del padre. Sería imposible seguir sosteniendo la
preeminencia del principio paterno si se pensara que el esperma se mezcla con la
sangre y que es la unión de ambos fluidos lo que forma al embrión, tal como postulan
las teorías hipocráticas de la generación.
La biología de Aristóteles se basa en la asimetría de los sexos y su
conceptualización es tal que exige desconocer el papel que podría desempeñar el
cuerpo del padre en la generación. En consecuencia, Aristóteles afirmará que el
cuerpo del esperma, que sirve de vehículo al principio psíquico, se disuelve y se
evapora puesto que posee una naturaleza húmeda y acuosa. El filósofo lo compara
con el jugo de la higuera que hace cuajar la leche, pero se transforma en el proceso y
no constituye parte alguna de la masa que cuaja.
A continuación, Aristóteles trata de establecer cuál es la participación del padre
en la generación espontánea, es decir, allí donde no está su cuerpo como, por
ejemplo, en el calor, en el cielo, en el éter. Lo que está en juego es sustraer el
principio paterno a las exigencias de la materialidad. G. Sissa considera que, desde
este punto de vista, la creencia en la generación espontánea, que habría de
prolongarse a lo largo de los siglos, deja de parecer una aberración científica para
presentarse como una manifestación esencial de nuestra forma de concebir la
paternidad. Originada en Grecia, la idea de la generación espontánea se adapta
perfectamente a la doctrina cristiana: si la reproducción sexuada, entendida como la
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transmisión de la vida, podría amenazar la creencia en una creación individual, la
teoría de la generación espontánea, por el contrario, sirve perfectamente a la creencia
en un Dios Padre, en un creador, en tanto que puede dar cuenta precisamente de la
actividad del supremo, de la omnipotencia divina. Es probable que la idea de la
generación espontánea se haya mantenido durante tanto tiempo porque extrae su
fuerza de la ley a la que remite: si no hay materia paterna, el reino del padre no es de
este mundo[9].
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la paternidad no significa meramente el reconocimiento de un vínculo fisiológico
entre un hombre y un niño, análogo al que existe entre una mujer y su hijo. Tampoco
se puede sostener que la paternidad se limita a ser la consciencia de la conexión
existente entre el acto sexual y el embarazo, tal como se la ha entendido con
frecuencia. Y, sobre todo, Delaney destaca que «la paternidad no es el equivalente
semántico de la maternidad[11]».
Tradicionalmente, la contribución fisiológica a la generación se ha codificado de
maneras diferentes para los hombres y para las mujeres; por lo tanto, se imaginaba
que su conexión con el hijo era también desigual: en tanto que la maternidad
significaba nutrir y dar a luz, la paternidad correspondía al acto de engendrar, es
decir, su papel era primario, esencial, creativo.
Esta concepción —cuyo fundamento filosófico, como hemos visto, se remonta a
Aristóteles— encuentra una ejemplificación excelente en el mito del parto virginal.
Aunque en este caso el padre es de naturaleza divina, el significado de la paternidad
es el mismo que en el caso del padre humano; y aunque María es única entre todas las
mujeres, es el paradigma de la significación de la maternidad en la tradición cristiana.
Para Delaney, la teoría de la procreación ejemplificada por este paradigma es una
versión espiritualizada o desnaturalizada de la teoría popular que dominó en
occidente durante milenios: la concepción monogenética, que implica que el hijo se
origina, esencialmente, en una única fuente. Es necesario aclarar que si bien esta
teoría no es universal tampoco se limita a la cristiandad. En el plano simbólico, es
coherente con la doctrina teológica del monoteísmo; no se trata de que esta teoría de
la procreación sea una doctrina promulgada por las religiones monoteístas, sino que
se inscribe de una manera simbólica —a través de las actitudes, valores, leyes e
instituciones— en la lógica cultural de estas tradiciones.
Esto no significa que se sostenga que la mujer no aporta nada a la procreación,
sino que se afirma que, mientras la madre recibe y nutre, el padre crea y transmite. En
el caso del parto virginal, es Dios quien crea al Hijo, en tanto que María es solo un
medio para la manifestación de su creación; a través de ella la palabra se hace carne.
Luego, su contribución es lo que hace de Jesús una persona de carne y sangre, pero el
origen, la esencia y la identidad de Jesús proceden exclusivamente del Padre; Padre e
Hijo son Uno. El papel de María es secundario, receptor y nutricio; esta
representación de la función materna dominante en la Iglesia es la misma que
encontramos en las teorías populares acerca de la generación.
A través de esta concepción, la cristiandad explícita la teoría monogenética de la
procreación, coherente con el concepto teológico del monoteísmo: la paternidad no
significa meramente la consciencia de que el hombre tiene un papel en la generación
de un niño; la paternidad significa que el papel masculino se interpreta como la
función generativa y creadora.
Tanto el Génesis como el Corán revelan que existe solamente un principio de
creación que se manifiesta en los niveles divino y humano y solo un Dios que creó el
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mundo por sí mismo; la divinidad es creatividad y potencia, es el principio que anima
al universo, y es implícita o explícitamente masculina. Cuando Dios crea al primer
hombre, Adán, le otorga el poder de continuar la creación por medio de su
«simiente», sin referencia al principio femenino. Asimismo, podemos apreciar que el
Génesis es el registro de una sucesión genealógica exclusivamente masculina que
establece minuciosamente quién engendró a quién.
De este modo, el papel masculino en la procreación refleja en el plano finito el
poder de Dios al crear el mundo, por lo que se puede afirmar que las doctrinas
monoteístas constituyen la expresión más plena de la teoría popular monogenética de
la procreación. No es necesario postular una relación de causa-efecto entre ambas;
basta con constatar que monogénesis y monoteísmo son dos aspectos de un mismo
sistema simbólico. En razón de la alianza estructural y simbólica entre Dios y los
hombres, estos comparten su poder, de modo que su preeminencia parece ser algo
natural. Al mismo tiempo, se establece una asociación estructural y simbólica entre
las mujeres y la tierra, como materia utilizable para las creaciones de los hombres. En
el orden patriarcal, en conclusión, la articulación simbólica y sistemática entre las
ideas acerca de la concepción y la concepción de la divinidad conduce
inexorablemente a la glorificación del padre[12].
Como hemos visto, la procreación se vincula, desde el punto de vista
antropológico, con los símbolos, significados y creencias acerca de cómo se genera la
vida y, por otra parte, las creencias occidentales acerca de la procreación tienen el
mismo carácter de construcción cultural que en los pueblos estudiados por los
antropólogos. Desde esta perspectiva, es importante recordar que el descubrimiento
trascendente, en nuestra cultura, no ha sido la confirmación de la relación fisiológica
existente entre un hombre y su hijo, sino el reconocimiento de la aportación de la
mujer a la generación.
Aunque Von Baer descubrió el óvulo en 1826, la naturaleza de su estructura y su
función se debatió en los círculos médicos y científicos a lo largo de todo el siglo xix.
En general, se sostenía que el óvulo contenía esencialmente material nutricio. Con el
redescubrimiento de la genética de Mendel en el siglo XX, se pudo conocer que
incluye la mitad de la dotación genética del futuro hijo y, por lo tanto, establecer que
tanto el hombre como la mujer contribuyen esencial y creativamente a la
reproducción.
Sin embargo, esta teoría no fue asimilada en el mundo occidental hasta la mitad
del siglo XX, lo que da cuenta de la discrepancia que existe entre el conocimiento
científico y las teorías populares. Aún en la actualidad, estas se manifiestan en las
explicaciones que se dan a los niños acerca de la reproducción (la célebre historia de
la «semilla»), en el lenguaje teológico e incluso en el de la academia y de la vida
cotidiana. El conocimiento científico, que demuestra el carácter bigenético de la
procreación, aún no ha sido asumido simbólicamente: los símbolos cambian muy
lentamente y, en tanto están marcados por las relaciones de poder, la resistencia se
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explica porque un cambio en los significados de la paternidad y de la maternidad
representaría un cuestionamiento de la definición de la diferencia de los sexos que
ocasionaría, a su vez, modificaciones en el sistema socio-cultural que los ha sostenido
y legitimado.
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A los testimonios del griego y del latín se suman los del védico, el umbro y el
ilirio, de modo que el área de esta apelación divina es bastante amplia como para que
se justifique referir al período indoeuropeo común —del que proceden las lenguas
indoeuropeas que se fueron diferenciando gradualmente del tronco originario
reconstruido o construido por los filósofos— el empleo mitológico de ese nombre del
padre. En esta figuración original la relación de paternidad física queda excluida; se
trata de la representación de un padre universal.
El testimonio de cierto número de lenguas revela otra denominación: en hitita,
gótico y eslavo encontramos la forma alta, que corresponde al padre personal. En
efecto, su forma fonética clasifica esta palabra entre los términos «familiares» y no es
casual que se encuentren nombres semejantes o idénticos a atta, para designar al
padre, en lenguas diversas y no emparentadas, como el sumerio, el vasco, el turco,
etc. Además, atta se aproxima a tata, manera infantil de llamar afectuosamente al
padre en védico, griego, latín y rumano. De esto se puede inferir que atta se refiere al
padre nutricio, al que educa al niño, lo que demuestra claramente la diferencia entre
atta y pater[14].
Para el nombre de la madre se observa una distribución semejante de formas:
māter —que forma pareja con pater— y anna —que forma pareja con atta. De modo
que los nombres del padre y de la madre son de formación simétrica; incluyen una
misma final en -ter, que se constituyó como un sufijo característico de los nombres
del parentesco y que posteriormente se extendió en varias lenguas al conjunto de los
nombres de la familia, aunque no se sabe si desde el principio se trataba de un sufijo.
Es probable que los dos nombres de la madre (māter y anna) respondan a la
misma distinción que pater y atta, puesto que «padre» y «madre», bajo sus nombres
«nobles», sostienen representaciones simétricas en la mitología antigua: cielo-padre y
tierra-madre forman pareja, por ejemplo, en el Rig Veda[15].
Esta división encuentra una confirmación en el caso del nombre del hermano. Por
ejemplo, en griego phrātēr no designa al hermano de sangre —que se llama adelphós
— sino que se aplica a aquellos que están vinculados por un parentesco místico, lo
que se refleja aún hoy en ciertas instituciones religiosas. Esto se correlaciona con el
hecho de que «hermano» se define por relación a «padre», y este término no designa
necesariamente al «genitor». Ambos términos se polarizaron por su referencia
implícita: phrātēr se define por relación con el mismo padre, en tanto que adelphós lo
hace por relación con la misma madre.
En cambio, el vocablo indoeuropeo para hermana, swesor, es un compuesto de
swe —término que designa relación social— y -sor —sufijo que se encuentra en
compuestos arcaicos en los que denota el femenino. De modo que no hay simetría
entre los términos «hermano» y «hermana»; la posición de esta última se define por
relación con una fracción social en el seno de la «gran familia». Este contraste entre
ambos términos se apoya en el hecho de que todos los hermanos forman una fratría
surgida místicamente del mismo padre, pero no hay, en cambio, fratrías femeninas.
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Por otra parte, para designar la relación de consanguinidad se pasó a emplear la forma
femenina de adelphós, es decir, adelphḗ. Si bien su etimología refiere a la relación
con la madre, puesto que literalmente significa «nacido de la misma matriz», el
termino adelphós se desvió de esa significación para integrarse en la filiación
exclusivamente «paterna[16]».
Podemos apreciar que, a partir de la apariencia inicial de simetría entre māter y
peter, encontramos elementos que nos llevan a reconocer la primacía del concepto de
paternidad en el indoeuropeo (aunque haya algunas desviaciones de ese principio).
Estos elementos son indicios de carácter lingüístico que revelan su valor cuando se
los retrotrae a su origen. Ejemplo de ello es la creación del término latino patria a
partir de pater.
Pero quizás uno de los indicios más reveladores sea la formación de adjetivos
latinos derivados del vocablo pater: el adjetivo patrius, por ejemplo, no tiene un
correlativo para la madre; no existe el término matrius. El motivo de ello es,
evidentemente, la situación legal de la madre; el derecho romano no reconoce
ninguna institución a la que convenga un adjetivo como matrius, que podría situar en
posición de igualdad jurídica a la madre y al padre; la potestas es exclusivamente
patria; en realidad, no hay ninguna autoridad ni posesión que pertenezca en
propiedad a la madre. En cambio, un adjetivo que indica lo que pertenece al padre, lo
que deriva de él, queda justificado porque el padre es el único en la sociedad que
puede poseer. Hallamos algo similar en las leyes antiguas de la India que lo enuncian
expresamente: la madre, la esposa, la esclava, no poseen nada; todo lo que poseen
pertenece al dueño a quien ellas mismas pertenecen. Se entiende así que matrius u
otras formaciones similares falten en las lenguas indoeuropeas.
Sin embargo, en latín existe un adjetivo específico derivado del nombre de la
madre: maternus. Esta forma resulta muy instructiva porque, además de encontrarse
atestiguada desde los textos más antiguos, deriva fonéticamente de materinus que, a
su vez, se caracteriza por el sufijo -ino, que tiene un empleo preciso en indoeuropeo y
en latín: indica la materia de la que está hecha una cosa. Maternus forma pareja,
desde el origen, con patrias, pero la lógica de la lengua, ante la disparidad de esta
formación, habría de conducir a una creación analógica. En efecto, desde muy
antiguo se acuñó el adjetivo paternus, que coexistió durante algún tiempo con
patrius, aunque ambos términos tendieron a diferenciarse en cierta medida. Patrius se
empleaba exclusivamente en expresiones consagradas como patria potestas, que
designa el poder que se vincula al padre en general, que este ostenta en su calidad de
padre. Paternus, en cambio (como en la expresión amicus paternus: «el amigo de mi
padre»), indica una relación personal de hombre a hombre y se refiere al padre de un
individuo determinado. Luego, la diferencia entre patrius y paternus es la que existe
entre un adjetivo genérico y otro específico. Es decir, si paternas se ha configurado a
partir de maternas es porque el patrios indoeuropeo no se refiere al padre físico sino
al padre en el sistema de parentesco clasificatorio, al peter invocado como Júpiter. El
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doblete paternus, entonces, especifica una relación con el antepasado personal de
quien habla; como hemos visto, su modelo es maternus, que indica una relación de
pertenencia física: literalmente significa «de la misma materia que la madre».
En latín existe, además, un tercer adjetivo derivado del nombre del padre:
patricius, que designa al que desciende de padres nobles, libres. De manera que,
mientras el adjetivo derivado del nombre de la madre alude a la relación carnal,
material, con ella, para el caso del padre tenemos tres términos que corresponden a
otras tantas nociones: patrius es clasificatorio y conceptual, paternus es descriptivo y
personal, patricius remite a la jerarquía social[17].
La historia de la lengua indoeuropea pone de manifiesto, entonces, la operación
simbólica que naturaliza a la maternidad en tanto desmaterializa a la paternidad, que
adquiere un carácter divino: el término dios deriva del indoeuropeo deiwos, que
significa «luminoso» y «celeste»; en calidad de tal, se opone a lo humano terrestre.
La etnología proporciona información sobre pueblos en los que las figuras del padre
real, imaginario y simbólico, diferenciadas por Lacan a partir de la clínica
psicoanalítica y de su interpretación de algunos textos freudianos[18], pueden ser
encamadas por diversos personajes en la vida social. El ejemplo más claro es el de los
nayar de la India[19]. El estudio que ha realizado K. Gough sobre este pueblo
demuestra que la institucionalización de la paternidad ritual no supone la falta de la
noción de paternidad biológica: los nayar eran conscientes de la función del hombre
en la procreación y suponían que un niño se parecía físicamente a su padre. Como
todas las castas superiores de la India, justificaban el sistema mediante una ideología
racista que implicaba la herencia de las cualidades físicas, intelectuales y morales del
niño de sus dos progenitores naturales; obviamente, las castas superiores eran
mejores que las inferiores. El matrimonio y la paternidad constituían, probablemente,
factores importantes en la integración política, al unir de una manera complicada a
linajes que ocupaban puestos en el gobierno, tanto entre sí como con sus súbditos. El
concepto generalizado de paternidad obligaba así a que los soldados nayar fueran
leales a su casta, a los dirigentes de su aldea, a los jefes, al rey y a las autoridades
religiosas.
El rito tali dota ceremonialmente a la mujer de las funciones sexuales y
reproductivas, lo que solo se entiende si interpretamos a la maternidad como una
función simbólica, si pensamos que la capacidad sexual y reproductiva de la mujer no
se agotan en su funcionamiento natural sino que son institucionalizadas por la
sociedad. Al proporcionar a la mujer un marido ritual que simboliza a todos los
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hombres de su subcasta con los cuales ella podrá tener relaciones sexuales, otorga
además a los hijos de esa mujer un padre ritual que indica la corrección de su
filiación. Los hijos reconocerán su deuda con él cuando lo lloren al morir.
Pero se ve claramente que la legitimidad del hijo no procede solo de la existencia
de un padre ritual, sino de la institución del matrimonio ritual que, a su vez, legitima
la posición de la madre dentro del grupo; Es interesante insistir en que la designación
madre no es consecutiva al nacimiento real de un hijo, sino que la mujer accede a ella
a partir de la ceremonia tali; lo que demuestra, una vez más, que la maternidad no es
un dato meramente natural que nos proporciona la percepción inmediata; entre los
seres humanos, forma parte de un universo simbólico. Esto es lo que se puede inferir
de la definición de matrimonio que proporciona Gough a partir del análisis de la
situación atípica de los nayar: «El matrimonio es la relación establecida entre una
mujer y una o más personas, que asegura que el hijo nacido de la mujer en
circunstancias que no estén prohibidas por las reglas de la relación, obtenga los
plenos derechos del status por nacimiento que sean comunes a los miembros
normales de su sociedad o de su estrato social».
Observamos que, en lugar de hablar de la relación de la madre con un hombre,
Gough se refiere a su relación con «una o más personas», para que la definición
pueda abarcar al matrimonio de los nayar, a la poliandria fraternal y también a tipos
poco usuales como el matrimonio entre mujeres. En el caso de las sociedades
patrilineales, la expresión «plenos derechos de status por nacimiento» incluye los
derechos que el niño adquiere a través de su pater y del grupo al que este pertenece.
Esto supone la legitimación de la paternidad o, más precisamente, de la
«descendencia respecto de su padre». En el caso de los nayar, en cambio, los
derechos se adquieren a través de la madre, pero es necesario que se establezca una
relación entre la madre y una o varias personas para que los derechos matrilineales
sean ratificados.
Esta definición abarca también a sociedades como la de los nuer, en la que un
hombre puede legitimar a un niño de una mujer no casada pagando una cuota de
legitimación, sin tener que casarse con ella. En el caso de los toda, que practican la
poliandria, el rasgo distintivo del matrimonio es el concepto de maternidad legal: uno
de los maridos de la mujer legitima al niño que va a nacer mediante una ceremonia
que le otorga los derechos del grupo patrilineal del padre.
Si la legitimación del niño depende, en todas las sociedades conocidas hasta
ahora, de la institución del matrimonio en su función significante, «la función
metaforizante que nos permite acceder al orden simbólico y constituimos como seres
humanos, sujetos de deseo, portadores de cultura, no puede asimilarse en exclusiva a
la metáfora paterna instituida por el nombre-del-padre». Este solo adquiere su valor
significante, su poder de legitimación del niño, en el marco de alguna forma de
institución matrimonial (en este sentido amplio, que solo supone la relación entre la
madre y alguien más, sobre quien no recaiga la prohibición del incesto).
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Los términos introducidos por Lacan —metáfora paterna, nombre del padre— en
su explicación del complejo de Edipo, son un resultado de «la identificación de la
función significante que articula la diferencia de los sexos y la diferencia de las
generaciones, con la función que desempeña el padre en el sistema patriarcal». No es
el padre, como tal, el que tiene una función metafórica, sino que el mito, que da
cuenta de esta función, se le asigna al padre. Debemos esforzamos, entonces, por no
confundir el relato mítico con su referente.
Tampoco podemos desprender el orden simbólico, como parece hacerlo Lacan, de
las relaciones de poder y dominación que lo atraviesan: de una clase sobre otra, de un
sexo sobre otro, de una generación sobre otra, etc. El papel central asignado a la
función paterna supone la concepción de una filiación masculina que desaloja a lo
femenino de lo simbólico y niega el valor significante de la función materna; es decir,
se trata de la misma «teoría» monogenética de la reproducción que, como vimos en
los apartados anteriores, impregna nuestra cultura.
Pero entonces, ¿cómo se articula la diferencia de los sexos organizada, según la
teoría psicoanalítica, por la primacía del falo, con las relaciones de dominación entre
los sexos? M. Tort rechaza la postura lacaniana que hace de la organización fúlica del
inconsciente el fundamento y la justificación de las diferencias que se traducen en las
relaciones entre los sexos, puesto que presupone haber situado el registro fálico fuera
de lo interpretable, como un axioma extrasexual, al definirlo como lo que funda la
diferencia significante[20]. Pero tampoco le parece válida la perspectiva opuesta, de
corte sociologista, que considera a la organización fúlica como una mera traducción
de las relaciones sociales. Tort entiende, en cambio, que el ordenamiento fálico
despliega la lógica propia de la sexualidad masculina, de la teoría sexual que esta
produce y de las organizaciones simbólicas que impone como extrasexuales,
presentándolas como propias del género humano.
Desde mi punto de vista, el problema de seguir empleando términos como
metáfora paterna o nombre del padre para designar la función significante que nos
constituye como sujetos del inconsciente y miembros de un grupo humano reside en
que aquellos hacen posible un permanente deslizamiento de las funciones
significantes con las que se los identifica, al registro de la diferencia anatómica de los
sexos y sus respectivos papeles en la generación de nuevos seres humanos, con el
resultado imaginario (por consiguiente ideológico) de expulsar lo femenino de lo
simbólico: se lo representa como falta, como pura negatividad, como irrepresentable;
se construye la maternidad como natural.
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relación sexual, si bien acaba con la mitología de la unión ilusoria de los sexos,
escamotea, mediante el recurso a una subjetivización exclusivamente ligada al falo,
las relaciones entre los sexos en tanto que estas se definen, también, como relaciones
de dependencia, de sometimiento, de dominación, de violencia sobre el cuerpo o la
palabra de las mujeres.
En efecto, el patriarcado no designa solo una forma de familia fundada en el
parentesco masculino y el poder paterno, sino también toda estructura social basada
en el poder del padre[21]. El príncipe de la ciudad o el jefe de la tribu tienen el mismo
poder sobre todos los miembros de la comunidad que el padre sobre los integrantes
de su familia. El sistema patriarcal elemental se define por el hecho de que los padres
intercambian a sus hijas por nueras, o los hermanos intercambian a sus hermanas por
esposas, como afirma Lévi-Strauss, con o sin el consentimiento de aquellas, de modo
que, poco a poco, las mujeres se convierten en bienes que se pueden comprar o
vender[22].
Históricamente, el patriarcado se puede apreciar en todo el Medio Oriente durante
la Edad del Bronce. El intercambio de mujeres pudo haber comenzado mucho antes,
tanto en Oriente como en Occidente, pero el sistema de poder aparecerá en toda su
plenitud y rigor, a la manera de un poder absoluto, un poco más tarde, cuando se
opere una verdadera revolución religiosa: la sustitución de las diosas de la fecundidad
por un único Dios omnipotente.
En los orígenes de nuestra historia se puede observar un desdoblamiento de la
imagen de la paternidad. Tras la paternidad social propia de las sociedades
matrilineales, comenzó a ponerse el acento en la paternidad biológica: el padre
instituirá su propia filiación al arrogarse a la capacidad procreadora, sustituyendo y
desplazando a la madre.
En la mitología olímpica, por ejemplo, Zeus destronó a la diosa originaria de la
tierra e incorporó su capacidad procreadora. Según cuenta Hesíodo, Zeus tragó a
Metis, su amante, embarazada de Atenea, porque de lo contrario habría de ser
castrado y destronado por su progenitura. Esta génesis hace a Atenea incapaz de
destronar a Zeus, puesto que no ha sido parida por Metis, único ser femenino capaz
de dar nacimiento al sucesor de Zeus. Para Devereux, el mito del nacimiento cefálico
de Atenea disfraza la castración de Zeus, a quien el hecho de ser a la vez padre y
madre de Atenea maternaliza y feminiza. Es decir, para no verse confrontado con la
castración asume la posición de la mujer fecunda[23].
La filosofía griega intentó justificar la superioridad masculina en la procreación.
Ya en el mito, Esquilo (Las euménides) recoge la idea de que no es la madre quien
engendra sino el padre. Como hemos visto, Aristóteles habría de racionalizar, un
siglo más tarde, lo que Esquilo había enunciado: mientras la hembra solo aporta la
materia, esperando pasivamente ser fecundada, el macho transmite la forma, el alma,
el principio divino que hace del ser viviente un ser humano.
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Nicole Loraux ha observado que el proyecto político ateniense aspiraba a la
constitución de un espacio cívico en el que el niño se definía desde su nacimiento
como ciudadano, lo que exigía relegar a un segundo plano el origen materno,
reprimido por la metáfora de la patria[24]. A título de ejemplo, menciona las
inscripciones funerarias: el epitafio de Demóstenes dota a los atenienses de un origen
doble que no consiste en haber nacido de un padre y de una madre, sino que vincula
«a cada uno en su individualidad, a un padre y, a todos colectivamente (…) a la
patria». De este modo, afirma Loraux, la tierra de los padres ocupa el lugar de la
madre, hasta el extremo de borrar incluso su significante: en lugar del binomio
madre-padre, el par padre-patria asume en adelante la función de una pareja parental,
pero se trata de una pareja masculina. Así se realiza el sueño griego: «tener un hijo
fuera de la actividad procreadora» que, según Loraux, se relaciona con la concepción
ateniense de sus ciudadanos que han recibido de Atenea, virgen no mancillada por el
esperma de Hefaistos, «su existencia de seres innatamente políticos». En el mito
ateniense, se produce un corte entre la emisión del esperma y la penetración de la
mujer: la tierra, Gea, se abre para recibir el semen de Hefaistos, que estaba destinado
a Atenea.
Encontramos una operación semejante en la narración bíblica: si Adán fue creado,
en el mito fundante de la civilización judeo-cristiana, por un Dios masculino, sin la
intervención de ningún principio femenino, Eva, al ser modelada por Jehová a partir
de una costilla de Adán, resulta ser doblemente una criatura del hombre. Además, la
teología católica identifica en el Espíritu Santo la misma virtud activa que en la
simiente humana. La Iglesia nunca dudó de la intervención fecundadora del Espíritu
Santo y definió siempre su carácter como esencialmente paterno; la madre queda
excluida de la trinidad.
De este modo, al colocar el principio femenino en un plano de inferioridad con
respecto al masculino, se expropian las potencialidades del primero para
adjudicárselas al Segundo: el mito del nacimiento de Eva pone de manifiesto cómo la
creación usurpa las propiedades de la procreación. Podemos observar la misma
operación en el mito de la Inmaculada Concepción. Es fácil apreciar que la creación
paterna simboliza el poder que el patriarca detenta sobre su mujer y sus hijos.
A partir de una concepción binaria de los sexos, se llega a la legitimación de la
dominación de un sexo por el otro mediante una doble operación: la diferencia de los
sexos se organiza en términos de una jerarquía; el padre monopoliza la función
simbólica para mejor ejercer el poder. Esta apropiación se puede apreciar en el ritual
conocido con el nombre de couvade. Algunos sociólogos consideran que se trata de
una estrategia para defender y probar los derechos paternos en sociedades en las que
tales derechos no están establecidos institucionalmente. Pero hay otra interpretación
que parece más convincente: la couvade respondería a la creencia de que existen
lazos más importantes entre el padre y su hijo que entre la madre y el suyo, de
manera que el ritual borra la diferencia entre los papeles respectivos de ambos
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progenitores y propicia la apropiación simbólica del poder procreador por parte del
hombre.
Esta aproximación coincide con la interpretación de los embarazos de los dioses
griegos propuesta por Devereux: generalmente se trata de pseudoembarazos mediante
los cuales los dioses se apropian de los niños que previamente engendraron en sus
esposas o amantes. Estos embarazos míticos, que guardan analogías con el rito de la
couvade, simbolizan el pasaje gradual de un sistema matrilineal a otro patrilineal.
Desde la perspectiva antropológica, Françoise Héritier[25] sustenta esta
perspectiva. Para ella, no es el sexo sino la fecundidad lo que establece la diferencia
entre lo masculino y lo femenino; la dominación masculina podría interpretarse como
la recuperación y el control de la fecundidad de las mujeres y de sus productos.
Luego, no es la capacidad reproductora de la mujer per se lo que determina su
subordinación: el control social de la fecundidad de las mujeres y la división del
trabajo entre los sexos serían los dos pilares de la desigualdad sexual. A través de las
reglas de filiación y de alianza, se produce siempre una recuperación por parte de los
hombres del poder específico de reproducción de las mujeres de su grupo y de las que
se les entregan a cambio de ellas. Esta apropiación de la fecundidad se acompaña del
confinamiento de las mujeres en la función materna, para lo que es necesario
naturalizar esta función, entenderla como consustancial al ser femenino. Esta
finalidad se logra mediante la identificación de lo simbólico con lo paterno, con la
consiguiente expulsión del principio femenino: se lo define como materia, naturaleza,
tierra que ha de ser fertilizada, y se lo puede percibir tanto como fuente de horrores y
abyecciones como de goces de los que es imposible hablar.
M. Tort advierte sobre el peligro de sacralización de lo simbólico en que pueden
incurrir tanto la antropología como el psicoanálisis: si bien es lo que nos define como
especie, su eficacia no se limita a la construcción del sujeto, a la filiación, a la
curación, sino que da cuenta también de la alienación, los abusos de poder y todas las
formas de servidumbre.
Freud mismo había observado esta doble faz que presentan tanto la civilización
como la función paterna[26]. Lacan, de manera similar, se refiere a dos términos de
una polaridad constitutiva de la función paterna, a los que denomina papel normativo
y papel patógeno[27]. En efecto, si en el mito de Edipo Freud destaca el aspecto
normativo de esta función, orientadora de la identificación del sujeto que le permitirá
organizar su deseo, no deja de observar que esa normalización entraña la rivalidad
del niño con el padre que da lugar, a su vez, al deseo de muerte.
En Tótem y tabú Freud subraya especialmente el papel de la ambivalencia. El
padre de la horda primitiva no está sometido a ninguna ley que lo trascienda sino que
ocupa un lugar excepcional: él impone la ley de su propio deseo, reservándose a todas
las mujeres del grupo que están prohibidas para los hijos. Después de ser asesinado,
en razón de la obediencia retrospectiva, se refuerza su poder sobre los hijos en la
medida en que estos, además de odiarlo, lo amaban y se sienten culpables de su
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crimen. La ley totémica impide la devoración del tótem pero prescribe, al mismo
tiempo, la transgresión de esta ley en el curso de la comida totémica.
Esta doble vertiente de la función paterna habrá de reaparecer una vez más en el
análisis freudiano de los orígenes del monoteísmo que se encuentra en el fundamento
de la cultura occidental[28]. Moisés sirve tanto al dios racionalista de la religión de
Akhenaton como a Jehová, divinidad cruel y vengativa. Así tenemos, por un lado, al
padre sublime, al gran hombre, al pacificador y, por otro, al padre que exige
obediencia ciega a su autoridad y una creencia absoluta e incuestionable. En
consecuencia, la función paterna no puede transmitir solo el principio de la razón sin
acarrear igualmente la crueldad y la irracionalidad.
Lévi-Strauss considera que el mito de Edipo da cuenta del reconocimiento del hecho
de que cada uno de nosotros ha nacido realmente de un hombre y una mujer. Si
aceptamos la idea de que el mito es un instrumento lógico destinado a operar una
mediación entre términos opuestos, en el caso del Edipo la oposición se establecería
entre la creencia de que se nace de un solo ser humano y la idea de que se nace de
dos[29]. El modelo genético del mito (el que lo engendra y le proporciona al mismo
tiempo su estructura), según Lévi-Strauss, consiste en la aplicación de cuatro
funciones (las que corresponden a los dos sexos y, al menos, a dos generaciones
diferentes) a tres símbolos: padre, madre e hijo. El mito edípico articula, de este
modo, la doble oposición, sexual y generacional. Pero al tomar como eje del Edipo al
significante fálico, como hace Lacan, ¿no se congela la dialéctica del mito, es decir,
su función de mediación entre los opuestos: confusión y distinción de los sexos?
Desde esta perspectiva, podríamos afirmar que:
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mismo modo que se asegura la significación universal del falo merced a la
negación de su referencia al órgano anatómico. Al hacerlo, cristaliza una
doble operación que, como hemos visto, tiene una larga historia: por un lado,
se niega el compromiso corporal del hombre en la paternidad, reducida a su
valor significante (reducción que en lo imaginario social es, en realidad, una
idealización) puesto que lo que parece estar en juego en este contexto es
exclusivamente el «nombre» del padre. Por otro lado, se encubre el hecho de
que el nombre del padre es el secreto de la madre. En este sentido, Charles
Bernheimer ha señalado que, lejos de ser un símbolo del privilegio fálico
como postula Lacan, el nombre del padre es una fuente potencial de angustia
para el hombre: el problema no radica en la sustitución de un significante por
otros sino en el riesgo de que un pene haya sustituido a otro[30].
En efecto, entre los escritores del siglo xix encontramos reiteradamente el
temor a que la paternidad no sea más que una identificación metafórica,
arbitraria, un acto de lenguaje vacío. Quizás el drama El padre, de August
Strindberg, sea una de las obras que pone de manifiesto con mayor claridad
esa angustia masculina.
Las circunstancias en las que el dramaturgo escribió esta pieza, durante
los meses de enero y febrero de 1887, son muy significativas, tal como se
desprende de su correspondencia de la época. El 6 de febrero de 1887 escribe
a su editor Albert Bonnier: «Uno no elige el tema sobre el cual escribe…
Ahora precisamente estoy preocupado por la cuestión de los derechos de las
mujeres, y no la voy a abandonar hasta que haya investigado y experimentado
en este campo. He completado el acto I de El padre…[31]». Poco antes había
expresado, en otra carta: «Escribo para el teatro ahora porque si no lo tomarán
las “medias azules”, y el teatro es un arma[32]». El drama, como muchas otras
obras de Strindberg, es en gran medida autobiográfico o, al menos, constituye
una imagen de su situación pasada y presente; la mayor parte de sus escenas
reaparecen en la novela autobiográfica Apología de un tonto.
El padre expone la lucha entre ambos progenitores por decidir acerca del
destino de su hija, en una escenificación violenta de la «guerra de los sexos».
Preocupado por los avances del feminismo, cuyas reivindicaciones defendían
también algunos hombres como Ibsen, Strindberg presenta una imagen
apocalíptica de los estragos que habría de producir una modificación de las
relaciones de poder entre los sexos, que él solo puede concebir como
inversión de los términos, es decir, como la imposición del dominio de las
mujeres sobre los hombres. El Capitán, encamación del patriarca derrotado,
arguye al comienzo de la pieza que «no es suficiente para mí con haberle
dado vida a la niña. Quiero darle también mi alma[33]». Este deseo se sostiene
en una invocación a las leyes que lo protegen y justifican, formulada en el
diálogo con su mujer:
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CAPITÁN: La ley establece que una hija debe ser educada en
la fe de su padre.
LAURA: ¿Y la madre no tiene derecho a opinar sobre ello?
CAPITÁN: En absoluto. Ha vendido sus derechos de
nacimiento mediante un contrato legal y ha renunciado a todas
sus pretensiones. A cambio, el marido la mantiene a ella y a sus
hijos[34].
En contraposición con esta defensa de los derechos del padre, los argumentos son
otros cuando se trata de liberarlo de sus responsabilidades; así, en el caso de la niñera
embarazada de otro servidor de la casa, el Capitán recurre al argumento de que «Los
sabios dicen que nunca se puede estar seguro en este terreno». Pero, de este modo, ha
proporcionado un arma a su mujer, que afirma: «¡Qué extraordinario! ¿Entonces
cómo puede tener el padre todos esos derechos sobre el hijo?»[35]. Laura utilizará esta
incertidumbre masculina para estimular el desarrollo de una verdadera obsesión en su
marido. En efecto, ni siquiera él puede estar seguro de que es realmente el padre de
su hija, en razón de una asimetría que le resulta insoportable: la mujer puede estar
segura de quién es el padre de sus hijos, pero el hombre no[36].
La obsesión, la locura, el derrumbe, se originan en la duda acerca de la
paternidad: «Un hombre no tiene hijos. Solo las mujeres los tienen, por eso el futuro
les pertenece, mientras que nosotros morimos sin hijos[37]». La locura del Capitán es
una metáfora de la destrucción de la paternidad y la masculinidad que, según
Strindberg, sería el corolario del triunfo de la reivindicación de los derechos de las
mujeres y las madres.
Este peligro que, como revela Strindberg, genera una angustia incontrolable,
subyace a la construcción del simulacro fálico como proyección de un sueño de
erección perpetua y de potencia simbólica sin límites. El falo es, señala por su parte
Bernheimer, la masculinidad elevada al nivel de la universalidad a expensas de la
castración del cuerpo, tanto masculino —por cuanto niega la experiencia genital del
hombre— como femenino —porque identifica a la mujer constitucionalmente con la
falta[38].
Recordemos, en efecto, que el mito de Isis y Osiris, tal como lo refiere Plutarco,
afirma, en síntesis, que Seth mata al dios Osiris y luego desmembra su cadáver en
trozos que dispersa en todas las direcciones, arrojando el pene al Nilo. La compañera
de Osiris, Isis, recupera los catorce fragmentos para unirlos y reanimarlos, pero no
logra encontrar el miembro viril. Para reemplazar esta pieza que falta,
irremediablemente perdida, Isis erige un simulacro que todos deben venerar. El mito
se presenta, entonces, como la justificación de un rito: la exhibición del falo, que se
convirtió en objeto de culto en los templos y que se llevaba en procesión durante
ciertos festivales[39].
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Se puede apreciar que el mito despliega la relación dramática entre el «pene real»,
amenazado por la castración, y el «falo» como símbolo o simulacro, como
significante del rejuvenecimiento y del placer sexual. Esta función fálica generada en
el origen de nuestra cultura es lo que el psicoanálisis redescubre o desvela; en efecto,
siempre que Lacan habla del falo incluye en su discurso una referencia a los antiguos
misterios[40].
El relato de Plutarco pone de manifiesto en qué medida el órgano masculino ha
sido espiritualizado, idealizado, hasta convertirse en signo de la forma, de la idea, del
logos[41]. Esta separación y oposición de la realidad sexual del pene y el símbolo
sexuado del falo es una metáfora de un hecho histórico: la monopolización del poder
de generación por el principio masculino paterno.
En este sentido, Bernheimer sugiere que el cuerpo, masculino o femenino, es tan
indecidible y escurridizo como cualquier construcción semiótica. Por lo tanto, un
análisis de la referencia al pene en la teoría fálica no debería conducirnos a anclar la
teoría en la fisiología sino a mostrar de qué modo las incertidumbres del cuerpo
atentan contra el valor de verdad que se puede asignar a las estructuras y sistemas
trascendentes[42].
Lo posible y lo pensable
Cada sistema de parentesco es una solución particular que ilustra una de las diferentes
combinaciones posibles lógicamente de estos datos biológicos irreductibles que
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expresan, en tanto que significantes, la diferencia, la existencia de la alteridad.
Para Héritier, el elemento que marca una ley fundamental del parentesco es el
principio del trato diferencial de los hermanos, según sean estos del mismo o de
diferente sexo. Los hermanos del mismo sexo se consideran equivalentes; los de
distinto sexo son diferentes, es decir, pertenecen a distintos grupos sociales. Entre
todas las combinaciones lógicamente posibles que tratan conjuntamente la diferencia
de los sexos, la procreación o la alianza y la colateralidad, no se da ninguna que trate
a los dos sexos como iguales. De modo que la diferencia de los sexos se presenta
como la marca elemental de la alteridad: este es el nódulo estructural a partir del cual
se constituyen toda organización social y toda ideología.
Pero si bien esta ley solo establece la relación desigual entre los sexos como
vector orientativo que podría marcar la preeminencia del hermano sobre la hermana
o, a la inversa, de la hermana sobre el hermano, de hecho existe en los diferentes
tipos de estructura social una asimetría en favor del principio masculino. Por ello,
Héritier enuncia como segunda ley básica del parentesco la valencia diferencial de
los sexos, es decir, la dominación del principio masculino sobre el femenino.
La manipulación ideológica que opera en la constitución de un sistema de
parentesco tiende a considerar como mutuamente dependientes y como isomórficas
las relaciones biológicas básicas: así, la relación hermano mayor/hermano menor, o la
relación hombre/mujer, se traducen como equivalentes de la relación padre/hijo. Esto
se pone claramente de manifiesto en los sistemas terminológicos del parentesco, pero
no se trata de algo que esté «en la naturaleza de las cosas» (o, más bien, en lo que
podamos conocer de ella) sino que es producto de elecciones ideológicas realizadas
bajo la influencia de una cantidad de condiciones (económicas, políticas, etc.): los
sistemas significantes no funcionan en el vacío sino que están atravesados por las
relaciones de poder y forman parte de ellas.
La argumentación de Héritier demuestra —y esto es lo que me interesa en este
contexto— que las operaciones intelectuales confunden lo posible (el conjunto de
combinaciones lógicamente realizables a partir de los datos «biológicos») con lo
pensable (la imposibilidad de realizar plenamente fórmulas que contradigan el
principio de la dominación masculina). Seguir utilizando términos como falo,
metáfora paterna, nombre-del-padre, como principios absolutos y excluyentes, para
dar cuenta de la organización de la diferencia de los sexos y la constitución del sujeto
sexuado, puede ser un efecto más de esta confusión, ideológicamente sesgada, entre
lo posible y lo pensable. Necesitamos, entonces, subvertir la metafísica falocéntrica
para volver a plantearnos la cuestión de las relaciones entre lo Uno y lo múltiple, para
desplegar una crítica del monocentrismo y abrir las vías para el desarrollo de otros
modos de pensar la dualidad, la multiplicidad y la alteridad. Esto requeriría,
simultáneamente, la contextualización tanto de la diferencia entre los sexos como de
las subjetividades, que no son ajenas a la historia ni a las relaciones de poder.
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Arquitectura de un mito moderno
Jorge Belinsky
Para Dora Bentolila
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separación, «el lugar en el que la mitología podía ser sorprendida in fragranti» sigue
estando vedado para nosotros[46].
Jesi no pretende penetrar en ese territorio vedado, en lugar de ello, examina
diversos sistemas y los hace reaccionar entre sí, siguiendo la propuesta benjaminiana
del «conocer por citas», lo que significa una cuidadosa revisión de las diversas teorías
acerca del mito. Pero el gran mérito del libro es que, a pesar de ser un trabajo «de
encargo», Jesi crea en él una atmósfera muy singular: la misma que debió de haber
presidido el nacimiento de los mitos y que aún podría volver a hacerlo si, en
circunstancias extraordinarias, un mito naciera.
¿Y no es esto, precisamente, lo que ha ocurrido en el caso de Freud? Con las
debidas distancias, la atmósfera que rodea el prólogo del libro de Theodor Reik
—Myth and Guilt[47]— es semejante a la creada por Jesi en el suyo. Reik cuenta en
ese prólogo la impresión que produjo en los primeros analistas la exposición de la
cuarta parte de Tótem y tabú: «El retorno del totemismo en la infancia». El 30 de
junio de 1913 esos primeros testigos celebraron Tótem y tabú con una cena en el
Prater de Viena. Los comensales bromeaban diciendo que se trataba de un banquete
totémico. «Creo recordar que éramos más de doce a la mesa», dice Reik. Sin
embargo, piensa en Cristo y sus apóstoles durante la última Cena. La exaltación se
apodera de él, siente que concebirá una obra grandiosa acerca del mito de la Caída y
que hará lo que Freud como Freud; una comunión perfecta: «esta es mi sangre y este
mi cuerpo». Los remotos acontecimientos de los que se ocupa Tótem y tabú se
interpenetran con los acontecimientos a los que asistimos a través del relato de Myth
and Guilt. Y mal haríamos en atribuir esa interpenetración a la pura imaginería de
Reik. Por el contrario, es algo que, efectivamente, está ocurriendo: la atmósfera que
Reik transmite, y que tanto recuerda a la de Jesi, se debe, ni más ni menos, a que
asistimos al nacimiento de un mito.
II
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autoridades para las materias tratadas en Tótem y tabú. Más bien podría decirse que,
ante todo, le sirven a Freud de contrapunto para su propio discurso[48].
¿Dónde se autoriza pues el texto? Diremos, siguiendo a Michel de Certeau, que
en una segunda filiación, la de los poetas, que incluye a determinados filósofos: «Por
un giro que le es habitual en los momentos cruciales de su análisis [Freud],
finalmente, no autoriza su concepción por pruebas, sino por la cita que da forma a su
pensamiento[49]».
En el caso de Tótem y tabú, esa segunda filiación, que ocupa el apartado final del
texto, incluye tres autores —Shakespeare, Nietzsche y Goethe— que gobiernan tres
versiones (tres traducciones) ulteriores del mito: Shakespeare la de Sinopsis de las
neurosis de transferencia (una versión que Freud nunca llegó a publicar); Nietzsche
la de Psicología de las masas y análisis del yo; Goethe, por fin, la de Moisés y la
religión monoteísta. Pero en este último caso, como después veremos, un cambio
significativo se produce.
La división en dos genealogías de desigual categoría y función le permite a Freud,
además, componer su propia «novela familiar». Porque hay dos familias, una
humilde, la de los científicos, y otra noble, la de los poetas. Freud se ubica,
explícitamente, en la serie de los científicos: su filiación, en consecuencia, es
humilde. Pero, al mismo tiempo y muy sutilmente, deja bien claro con su escritura
que su verdadero origen es noble, que él pertenece, en verdad, al linaje de los poetas.
De este modo, Freud se aplica a sí mismo el esquema del mito del nacimiento del
héroe que veinticinco años después aplicará a Moisés.
Lo anterior conduce a una situación compleja en lo que concierne a las relaciones
del autor con su escritura, ya que Freud no renuncia del todo a la filiación científica y,
como resultado de ello, ciertos autores —Robertson Smith con Lectures on the
Religion of the Semites, Frazer con Totemism and Exogamy— le sirven como
representantes o como portavoces, a la vez que él mismo es algo así como el
representante de los científicos en el mundo de los poetas. Este estar a la vez en dos
lugares acentúa la división entre texto y margen y, al mismo tiempo, trae a primer
plano la cuestión de los procedimientos retóricos.
Freud opera según líneas bien definidas. Frente a los autores de la genealogía
científica, se sitúa en un eje de sustituciones donde su propia opinión se enfrenta a la
de cada uno de ellos en juegos de diferencias y de semejanzas. En cambio, si se toma
el conjunto de esos autores, y no cada uno en particular, lo que aparece es un régimen
de contigüidad: Freud se considera como uno más de ese conjunto; pero, al ser entre
los investigadores el representante de los poetas, es diferente de ellos. En suma, él es
y no es parte de ese mundo; y esta doble condición lo transforma en algo extraño,
acaso siniestro, porque ser y no ser a la vez es la cualidad por excelencia de la
muerte.
¿Ocurre lo mismo con la otra genealogía?, ¿se ubica Freud en relación con los
poetas en aquel doble eje, metafórico y metonímico, o son otras las figuras a las que
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debemos apelar para entender la relación?
Para responder a estas preguntas hay que recordar que en los dos primeros
apartados de la cuarta parte de Tótem y tabú Freud se ocupa, largamente, de las
diversas teorías acerca del origen y la génesis del totemismo, a las que divide en tres
clases: psicológicas, sociológicas y nominalistas. Una extensa nota a pie de página
sitúa a los personajes y delimita el terreno: «las personas que recopilan las
observaciones no son las mismas que las procesan y examinan; las primeras son
viajeros y misioneros, las segundas son eruditos que pueden no haber visto nunca a
los objetos de su investigación[50]».
Los viajeros, por consiguiente, componen crónicas de su experiencia directa sin
comprender, sin embargo, su alcance; los eruditos, al contrario, dan cuenta de ese
alcance, pero lo hacen en crónicas de segundo grado, relatos acerca de relatos.
Conforme a esta división, las «crónicas freudianas» son relatos de tercer grado, ya
que él trabaja sobre el material de los eruditos. Esta extrema refracción pone al
descubierto, si se introduce la otra genealogía, una suerte de juego especular: la
relación de los eruditos con los viajeros refleja la que Freud mantiene con esos otros
viajeros que son los poetas. Desde esta perspectiva, Freud explora, en nombre de la
ciencia, lo que los poetas intuyeron y soñaron para él.
III
En la cuarta parte de Tótem y tabú, la exposición entera está dominada por cierto
número de grandes oposiciones, la primera de las cuales —luz contra tinieblas— se
inicia, casi al final del segundo apartado, con la resignada admisión de Frazer: «el
origen último de la exogamia, y junto con él el de la ley del incesto… continúa siendo
casi tan oscuro como siempre» (pág. 127).
Entonces, abandonando el margen de las glosas, las paráfrasis, las citas y la
cuidadosa exposición de teorías y de crónicas, Freud entra, majestuosamente, en el
cuerpo del texto justo con la primera frase del tercer apartado: «Un solo rayo de luz
arroja la experiencia psicoanalítica en esta oscuridad» (pág. 129). Es una entrada
majestuosa y a la vez astuta: no luz frente a tinieblas, sino un solo rayo de luz en
medio de la oscuridad.
Pero entre la «confesión» de Frazer y su propia entrada, Freud intercala otro
ensayo de explicación de la génesis del horror al incesto: el de Darwin y Atkinson
(pág. 127). Un ensayo de índole muy diferente a los considerados hasta ese momento,
según dice Freud, ya que se caracteriza por ser una deducción histórico-conjetural
(historische Ableitung). El intento en cuestión «se anuda a una hipótesis de Charles
Darwin sobre el estado primordial del ser humano»; según Darwin, «el hombre vivió
originariamente en hordas más pequeñas, dentro de las cuales los celos del macho
más viejo y más fuerte impedían la promiscuidad sexual». Atkinson, a su vez,
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apoyándose en esos resultados, concluyó que «esas constelaciones de la horda
primordial darwiniana necesariamente establecían en la práctica la exogamia de los
varones jóvenes», y de ahí dedujo el origen del totemismo y, como después veremos,
una versión del asesinato del padre sorprendentemente próxima a la del mito de
Tótem y tabú.
Como es habitual en él, Freud compone un delicado tejido de posibles soluciones
al enigma planteado: el horror al incesto, el origen último del totemismo y la
exogamia. Y esas soluciones son como asíntotas que se aproximan cada vez más a la
recta (en el fondo infinita) de su solución. Que no es, exactamente, la solución, sino
una alegoría de esta.
Por lo demás, Freud no entra en escena solo: junto a él está Ferenczi, «el niño
genial» del psicoanálisis. Porque el tercer apartado es el de la infancia: infancia del
saber (antropología, psicoanálisis), infancia de los hombres e infancia de los pueblos.
Voces de niños a través de las cuales Freud y Ferenczi discuten la identidad secreta
del tótem milenario.
Para el pequeño Arpád, un paciente de Ferenczi, lo materno está en el origen: así
como ciertas tribus, en fiestas señaladas, consumen su animal sagrado, así también
Arpád deseó, alguna vez, comer «guiso de madre». En cambio Hans, el primer y
único niño que Freud atendió, mejor dicho, cuyo caso supervisó, pone al padre en el
origen del totemismo. La gran oposición de los sexos se une aquí a la de las
generaciones, ya que el enfrentamiento de esos dos niños refleja, hasta cierto punto,
el de Freud y Ferenczi en lo relativo al peso y la incidencia de cada progenitor.
Para resolver la cuestión, Freud apela a los primitivos, ya que ellos designan al
tótem como «su antepasado y padre primordial [Urvater, primera mención de esa
figura]», y concluye con una afirmación que, no por estar en condicional, resulta
menos contundente: «si el animal totémico es el padre, los dos principales
mandamientos del totemismo… no matar al tótem y no usar sexualmente a ninguna
mujer que pertenezca a él, coinciden por su contenido con los dos crímenes de
Edipo» (pág. 134).
La prehistoria de la humanidad queda ligada, de este modo, a la saga de Sófocles,
y también a algo de la propia historia del psicoanálisis: en el conflicto entre Freud y
Ferenczi resuena, opacamente, el temor que toda divinidad siente ante el poder de su
creciente descendencia. Por eso, la complicada relación de Freud con Ferenczi
configura, tal vez, una variante del mito que Freud, explícitamente al menos, nunca
formuló como tal: la de la supervivencia del padre ante la prematura muerte del
sucesor.
IV
Página 47
En un giro significativo, el relato se vuelve después hacia Robertson Smith, al cual
Freud dedica, en el cuarto apartado, un elogio encendido y sin reservas: «Físico,
filólogo, crítico de la Biblia e investigador de la Antigüedad… hombre tan
multifacético como penetrante y librepensador» (pág. 135), ya que en su obra
encuentra una pieza clave, acaso la pieza clave para la construcción del mito: el
banquete totémico.
Cuando pensamos en el significado del sacrificio (la acción sagrada por
excelencia), nos referimos, habitualmente, a una ofrenda hecha a una divinidad para
reconciliamos con ella o ganamos su simpatía[51]. Como es fácil ver, el sacrificio, así
entendido, supone una distancia irremediable entre los oficiantes del culto y la
divinidad que es su objeto, una distancia existente desde siempre y para siempre.
Este es, precisamente, el supuesto que Freud no puede aceptar, ya que hacerlo
significaría instaurar un orden trascendente en el origen mismo de la acción sagrada.
Ese origen, por el contrario, ha de explicarse, desde la perspectiva freudiana, en lo
inmanente de la relación entre el padre y la horda. Sin embargo, ya en esa relación,
una línea de trascendencia se dibuja, la que separa al padre, en tanto que originario,
de la horda que, hasta el asesinato de aquel, es solo primitiva.
En este punto interviene de manera decisiva Robertson Smith, que en su obra
acerca de la religión de los semitas había postulado (con notable lucidez y fuerza
probatoria, Freud dixit) que ese banquete formaba parte del sistema totemista desde
sus inicios mismos.
Para Freud, desde esta perspectiva, el sagrado misterio de la muerte sacrificial, el
no menos sagrado vínculo que une a los participantes del acto entre sí y con su dios,
las uniones de sangre a través de las cuales los hombres contraen obligaciones
recíprocas, la culpa compartida y la participación conjunta, la prohibición y la
transgresión, todos estos elementos son como órbitas concéntricas que giran
alrededor de un núcleo central: la equivalencia entre el animal totémico y el padre y
la sustitución de este por aquel.
Página 48
Muerto el tótem, llorado y lamentado, estalla el más ruidoso júbilo festivo y las
pulsiones se desencadenan como un torrente: «Una fiesta es un exceso permitido, más
bien obligatorio, la violación solemne de una prohibición» (página 142).
¿Y qué sentido tiene toda esta secuencia: matanza, devoración, duelo y júbilo
festivo? La clave, naturalmente, es la relación de sustitución entre el animal totémico
y el padre; este es traducido por aquel, el tótem es metáfora del padre. Pero, para dar
respuesta plena al interrogante, Freud reúne su propio «clan científico»: Robertson
Smith, con el banquete totémico; Darwin y Atkinson, con sus hipótesis acerca de la
horda primordial; Frazer, con sus teorías acerca del totemismo y la exogamia; y el
propio Freud, con aquella equivalencia entre el animal totémico y el viejo padre de la
horda.
Estamos en el corazón mismo del asunto, ante las puertas del secreto del origen.
Y más secreto aún si pensamos que ese estado primordial, postulado por Darwin, no
ha sido observado en ninguna parte: por lejos que nos remontemos, solo hallamos
ligas de varones compuestas por miembros de iguales derechos y sometidos al
sistema totemista, con sus restricciones y su herencia matrilineal.
¿Cómo se llegó entonces de lo que «nunca fue visto» a lo que «siempre
hallamos» por lejos que nos remontemos? Ninguna respuesta científica resultará
suficiente, por la muy sencilla razón de que se precisa una hipótesis tan fantástica que
solo puede nacer en el alma de un poeta que esté dispuesto a compartir los destinos
de la ciencia; en suma, un ciudadano de dos mundos. No resulta difícil averiguar la
identidad de quien ahora se dispone a narrar el gran mito fundacional y sus
consecuencias para los autores del acto y para nosotros, sus legatarios y herederos:
Página 49
VI
«En el comienzo fue la acción»; con esa frase, puesta al final del texto, Freud se está
refiriendo —sin duda, y en intensio recta— a los primitivos, a los niños y a los
hermanos conjurados en el momento de consumar su crimen. Pero, performance
mediante, se está refiriendo también (en intensio oblicua en este caso) a sí mismo: el
autor nos invita, y se invita, a recorrer, una vez más, con paso igual, o acaso diferente,
un camino cien veces recorrido y sin embargo nuevo. La frase funciona, en este
sentido, como el pórtico del célebre aforismo de Nietzsche[52]:
Página 50
y la inminencia de su muerte señala el inicio de un fragmento de actividad; cumplido
este, el escenario vuelve a inmovilizarse hasta que otro ciclo, idénticamente
renovado, alcance su culminación. Y de golpe todo cambia, la pasividad se vuelve
actividad plena, lo múltiple, infinitamente repetido, se condensa en un único acto.
Hasta ese entonces, lo colectivo anónimo estaba compuesto por espectadores de una
acción impuesta; ahora ellos asumen la acción (que deja de ser tal, que se convierte
en acto) y quiebran un orden de apariencia inmutable. Cesan de ser espectadores de
una muerte para transformarse en agentes de un crimen, en victimarios de una
sucesión. Las cosas nunca volverán a ser las mismas[53]: en ese único acto se han
unido, indisolublemente, el tiempo y la ausencia-de-tiempo-en-el-tiempo; el presente
se ha cargado de pasado y el pasado se ha convertido en antiguo porvenir. La
repetición-fundamento ha dado paso a la repetición-fundadora.
VII
Página 51
por la añoranza del padre muerto, sino por el amor de la madre, amor que consigue
que los hijos, primero los menores, y luego todos, acepten la instauración de un orden
respetuoso del privilegio sexual del padre y conforme, pues, con la exogamia.
Freud, en cambio, opone a esa multiplicidad la unicidad de su mito[55],
equivalente, a gran escala, de aquel único rayo de luz que el psicoanálisis arroja en la
oscuridad en la que han caído los antropólogos a pesar de todas sus constataciones o,
mejor dicho, a causa de ellas. La violencia extrema, que en la concepción freudiana
domina el tránsito del antes al después del crimen, solo puede explicarse por
referencia al padre originario, pero no por exigencia de determinadas constataciones,
sino porque es producto del hacer de un padre, concretamente, del padre del
psicoanálisis.
En tal sentido, el acto fundador funciona como único y múltiple a la vez; es corte
entre el antes y el después, pero también vínculo secreto entre su propia condición
fundante y las diversas líneas que preceden a toda fundación.
VIII
Página 52
de ellas. Es un silencio elocuente; ya que bien podría ocurrir que lo femenino, ausente
en las palabras, se haga presente en el texto como cuerpo. En este sentido, puede
decirse que el texto «devora» a sus lectores, como el autor «devora» a sus linajes.
IX
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X
XI
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Hasta aquí hemos hablado de la versión de Tótem y tabú. En Psicología de las masas,
Freud ofrece otra versión en la cual el acto único que está en el comienzo de las
grandes instituciones culturales y, en especial, de la religión, se proyecta al porvenir
y, reflejándose en él, penetra en su propia prehistoria[62]:
«En los albores de la historia humana [el padre originario] fue el superhombre
que Nietzsche [solo] esperaba del futuro»; pero que Freud, como lo muestra ese
«solo» (omitido en la traducción castellana de José Etcheverry), espera también del
pasado, lo que transforma a este en un antiguo porvenir.
Ahora bien: «El padre originario de la horda no era todavía inmortal, como pasó a
serlo más tarde por divinización. Cuando moría debía ser sustituido, lo reemplazaba
probablemente un hijo más joven que hasta entonces había sido individuo-masa como
los demás. Por lo tanto, tuvo que existir la posibilidad de transformar la psicología de
masa en psicología individual, debió hallarse una condición bajo la cual ese cambio
se consumase fácilmente, como a las abejas les es posible, en caso de necesidad,
hacer de una larva una reina, en vez de convertirla en obrera». (Nótese cómo, en este
«penetrar en su propia prehistoria», la alegoría utilizada para dar cuenta de la
sucesión es claramente femenina).
Conforme a esta versión, centrada en la prehistoria del acto fundador, puede
decirse que antes del asesinato del padre existían dos tipos de relaciones: primero, las
que vinculaban al padre con la horda, incluyendo en esta a las mujeres (madres, hijas
y hermanas); segundo, las que vinculaban exclusivamente al padre con el sucesor (el
hijo menor, el preferido de la madre).
Quedan así delimitados dos cuerpos: el de la reproducción y el de la sucesión;
este último, que garantiza la permanencia de la figura del padre originario con los
atributos que Freud le asigna en el mito de Tótem y tabú, es lo que podríamos
denominar cuerpo de la paternidad pura. El Urvater forma parte de esos dos cuerpos
y es, al mismo tiempo, cabeza de ambos.
Con el asesinato del padre y su ulterior devoración, no solo muere este, muere
también el orden sucesorio de la paternidad pura; y todo el conjunto de relaciones que
ambas corporeidades determinan sufre un profundo reordenamiento en función del
lugar vacío dejado por esa doble desaparición. El reordenamiento en cuestión surge
así, correlativamente, de una doble necesidad: por un lado, la de garantizar el nuevo
orden (el de la liga de hermanos); por otro, la de recuperar la figura del viejo padre
añorado y perdido.
Las líneas rectoras de ese reordenamiento son de naturaleza esencialmente
limitativa: por una parte, veneración del tótem (que incluye la prohibición de hacerle
daño o matarlo) y exogamia; por otra, igualdad de derechos para todos los miembros
de la liga de hermanos. Freud destaca que las dos primeras exigencias van en el
sentido del padre, puesto que prolongan su voluntad; la tercera, en cambio, prescinde
del padre, ya que se justifica por invocación de la necesidad de dotar de permanencia
al orden nuevo, nacido, precisamente, tras la eliminación de aquel.
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La añoranza del padre originario (venerado ahora con más fuerza de lo que nunca
lo fue en vida) determina el surgimiento de las diferentes formas religiosas. Pero no
solo la añoranza del padre, también la del orden sucesorio en el que se fundaba el
cuerpo de la paternidad pura. En este sentido, se entiende que para Freud, como lo
mostrará en Moisés y la religión monoteísta, el movimiento culmine con la
emergencia del cristianismo y el conflicto entre este, como religión del Hijo, y el
judaísmo, como religión del Padre.
XII
Por otra parte, la obra freudiana también refleja, con ciertos recaudos, los grandes
acontecimientos sociales y políticos que llevaron del feudalismo a la democracia tal
como la conocemos hoy. En tal sentido, el conjunto de los elementos retóricos del
mito se transforma en una alegoría política. El mito alegoriza el tránsito histórico
entre dos figuraciones del poder: la de «los dos cuerpos del rey», de Kantorowicz, y
la del «lugar vacío», de Lefort.
En su clásico estudio de 1957 acerca de «la ficción de los Dos Cuerpos del Rey»
—el corruptible y el incorruptible, el que se consumía en el tiempo y el que
perduraba sin principio ni fin— Ernst Kantorowicz señala: «La perpetuidad de la
cabeza del reino y el concepto de un rex qui nunquam moritur, un “rey que nunca
muere”, dependía principalmente de la interacción de tres factores: la perpetuidad de
la Dinastía, el carácter corporativo de la Corona y la inmortalidad de la Dignidad real.
Estos tres factores coinciden vagamente con la ininterrumpida línea de cuerpos
naturales reales, con la permanencia del cuerpo político representado por la cabeza
junto con los miembros, y con la inmortalidad del oficio, es decir, de la cabeza
sola[63]». Como conclusión de su estudio, Kantorowicz[64] sostiene que la doctrina de
los Dos Cuerpos del Rey es una rama del pensamiento político cristiano y que la
imagen del cuerpo del rey, como cuerpo doble, a la vez mortal e inmortal, individual
y colectivo, se moldeó, ante todo, en la imagen de Cristo. ¿Y no hay acaso una
sugestiva semejanza entre lo que Kantorowicz describe y el estado-de-cosas que
precede al asesinato del padre, tal como ese estado se desprende de la reconstrucción
de los textos freudianos?
Por su parte, el historiador Claude Lefort analiza, a partir de Kantorowicz, el
surgimiento de la democracia y sus relaciones con el totalitarismo[65] como
fenómenos vinculados con dos acontecimientos decisivos.
El primer acontecimiento consiste en la destrucción del cuerpo del rey como
cabeza del poder político, con la correspondiente disolución de la corporeidad social
y la separación de los individuos de esa corporeidad donde hallaban su lugar natural.
Proceso semejante, con ciertos recaudos, al que se verifica en el tránsito de la horda
paterna a la liga de hermanos.
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El segundo acontecimiento es lo que el propio Lefort llama «la emergencia de un
lugar vacío»; a esa emergencia, con los interrogantes y angustias que suscita, vincula
el posible surgimiento de las diversas formas de totalitarismo. No puede decirse,
naturalmente, que el lugar vacío que deja el asesinato del padre sea el mismo que
aquel al que Lefort se refiere; pero existe entre ambos cierta semejanza en cuanto a la
función. Más aún, si la consecuencia principal de la angustia despertada por la
pérdida de la figura del padre originario condujo, en aquellos tiempos remotos
imaginados por Freud, al surgimiento del espacio de lo religioso, puede (y digo
simplemente «puede») que las formas totalitarias descritas por Lefort ocupen hoy ese
espacio.
XIII
Obstinado explorador de lo remoto, Freud tropieza con lo inevitable: por lejos que
uno se remonte, siempre hay un momento anterior; el origen es un perpetuo
deslizamiento de sí ante sí, una eterna traducción de sí mismo. Entonces, o bien se
detiene el movimiento apelando a una causa primera, en definitiva, a una figura de
Dios; o bien se trastorna el movimiento entero arrancándolo, por así decirlo, de sus
goznes.
Mientras alegoriza el pasaje de los dos cuerpos del rey al lugar vacío del poder, el
mito se desdobla, transformándose en alegoría de sí mismo: a la figura de los
hermanos asesinando al padre responde la del creador que devora a sus criaturas.
Como si el porvenir lo asaltara por la espalda, Freud camina, con pisadas
extrañas, sobre la huella de sus propios pasos. Entonces, el tiempo que dibujan esos
pasos en el curso de la historia de esa huella no es ya lineal, ni cíclico: es tiempo en
zig zag, tiempo quebrado que atraviesa otros pasos y otras huellas con movimiento
semejante en su trazado y en la ley que lo gobierna al del caballo en el juego de
ajedrez.
Por extraño que parezca, hay que admitir que la narración freudiana acerca del
asesinato del padre termina en Tótem y tabú (1913) y se inicia en Moisés y la religión
monoteísta (1938), concretamente, en la primera parte de la sección tercera, con una
cita de Schiller: «Lo que está destinado a una vida inmortal en el canto/tiene que
sucumbir en la vida[66]».
En su creciente complejidad, la escritura freudiana genera un espacio más acá y
más allá del texto:
Página 57
La condensación, como se sabe, fue considerada una forma de metonimia por
Jakobson y de metáfora por Lacan. Sin embargo, y a reserva de considerarla como
una figura de derecho propio, me parece mejor conservar el término «condensación»
y destacar lo que esta tiene de específico: su modo de jugar con la particular tensión
entre lo uno y lo múltiple gracias a operaciones de fragmentación, de fusión y de
desdoblamiento.
Así, en el mito freudiano, no se trata ya de los muchos padres ni de las muchas
hordas de Atkinson o Darwin, sino de la Horda y del Padre. Del mismo modo, los
múltiples aconteceres repetidos a lo largo de milenios, se funden en un único
momento.
Paralelamente a esos movimientos de fragmentación y de fusión, se opera un
desdoblamiento que afecta al narrador y a lo narrado: hay dos historias —la de
Moisés y el pueblo judío y la de Freud y su propia, creciente descendencia—, y dos
narradores, uno singular, Freud, el otro múltiple, sus futuros exégetas.
La versión de Psicología de las masas tenía que ver con la prehistoria del mito,
con lo que ocurría antes del acto fundador (la muerte, no el asesinato, del padre; el
problema de la sucesión). La versión de Moisés y la religión monoteísta, en cambio,
alude a la posthistoria y, de acuerdo con esto, lo mesiánico domina la escena: «Es una
atractiva conjetura que el arrepentimiento por el asesinato de Moisés diera impulsión
a la fantasía de deseo del Mesías, quien volvería y traería a su pueblo el imperio
universal prometido». Una escena donde la figura de Cristo recubre la de Moisés y
esta la del padre originario: «Cristo… era Moisés resurrecto, y, tras él, el padre
primordial retomado, de la horda primitiva[68]». Pero la serie incluye un término más:
el propio Freud, y con él los poetas que autorizan su obra.
La cuestión de la autorización en Moisés y la religión monoteísta es complicada.
Dijimos al principio que, desde la perspectiva del apartado final de Tótem y tabú,
Goethe debería autorizar la versión de Moisés y la religión monoteísta. Sin embargo,
un cambio significativo se produce: en el sistema de autorizaciones Goethe aparece
desplazado al lugar de precursor: será aquel que ya había intuido, sin prueba alguna,
el asesinato de Moisés[69]. Y esto, naturalmente, se refleja en la formulación
correspondiente del mito: «Tras estas elucidaciones no vacilo en declarar que los
seres humanos han sabido siempre —de aquella particular manera— que antaño
poseyeron un padre primordial y lo mataron[70]».
Comparando tal formulación con la de Tótem y tabú, destacan dos elementos:
primero, el performativo es aquí manifiesto («no vacilo en declarar…»); segundo, el
crimen no es ya imputado a los hijos expulsados, sino a la humanidad entera («los
seres humanos han sabido siempre…»).
En este punto preciso, tras unas breves consideraciones, Freud pone en marcha el
mecanismo de la autorización, con palabras semejantes a las empleadas en Tótem y
tabú, «a uno le viene a la memoria la sentencia del poeta».
Página 58
Pero ese poeta ya no es Goethe («Lo que has heredado de tus padres/adquiérelo a
fin de poseerlo»), sino Schiller («Lo que está destinado a una vida inmortal en el
canto/tiene que sucumbir en la vida»), citado por su nombre y con la correspondiente
referencia al título del poema (Los dioses de Grecia) al pie.
En realidad, Freud se autoriza en dos tiempos: primero se apodera de lo heredado,
conforme a las palabras de Goethe; después, asegura esa posesión en la muerte y la
inmortalidad cantadas por Schiller. Esto no es ajeno a las relaciones que los dos
poetas mantienen en la historia de la literatura y la cultura alemanas, y que quizá
revele algo de los vínculos de Freud con sus primeros discípulos, más concretamente,
con Ferenczi.
Schiller, unos años menor que Goethe, ocupaba, en relación con él, una posición
entre filial y fraterna. Pero Schiller murió antes que Goethe y este, como homenaje,
incluyó entre sus obras completas la correspondencia entre ambos. La semejanza
entre esas relaciones y las de Ferenczi con Freud son evidentes: en las dos ocupa un
lugar central el tema de la supervivencia del ancestro ante la muerte del sucesor, esa
variante no dicha, aunque tal vez mostrada en la obra freudiana.
Pero el deslizamiento de Goethe a Schiller tiene que ver, en lo esencial, con la
cuestión del porqué del asesinato del padre. De acuerdo con la versión de Psicología
de las masas, el padre llegó a ser inmortal porque fue asesinado. Pero ahora, en
Moisés y la religión monoteísta, comprendemos que la causación es de un orden
diferente: el padre fue asesinado porque tenía que ser inmortal.
Por último, la cita en cuestión muestra la complicidad entre el psicoanalista y el
poeta, como observa acertadamente Michel de Certeau: «El poema schilleriano dice
lo que es el poema (en este sentido es metadiscursivo: la relación de la muerte de los
dioses con el nacimiento de lo inmemorial dice la relación que la desaparición del
referencial mantiene con la producción de todo poema). Su cita por el discurso
freudiano consiste para este en hacer, o en devenir, lo que él dice (en este sentido, es
performativo). La escritura freudiana hace lo que dice[71]».
Estoy de acuerdo con Michel de Certeau en que el régimen freudiano es, en lo
esencial, performativo. Sin embargo, en el momento de iniciar la andadura del mito,
Freud no hace lo que él dice, sino lo que dice otro (el poeta) u otra (la poesía); y por
eso Schiller es claramente citado, a diferencia de lo que ocurre con Goethe en la frase
final de Tótem y tabú, la frase con la cual concluye la andadura del mito, y cuyo
sentido y alcance podemos ahora comprender mejor.
Porque esa frase no es pronunciada, en sentido estricto, por Goethe, sino por
Fausto y este, al hacerlo, parodia el versículo inicial del evangelio de san Juan, cuya
palabra remite a La Palabra de Cristo. Ahora bien, Cristo es la Verdad (Juan, 14, 6)
que los profetas anunciaron, pero Cristo no responde a la pregunta de Pilatos: “¿qué
es la verdad?”» (Juan, 18, 38), dejando así abierta la cuestión al porvenir. Los
profetas, a su vez, se hacen posibles por el tremendo acto de violencia de Moisés: ni
más ni menos que romper las Tablas de la Ley. Por último, y bajando al terreno de la
Página 59
historia del psicoanálisis, Freud, en tanto que no-analista, es quien hace posible que
los analistas sean, y también en su caso impera la violencia: una violencia
institucional.
A su vez, la cuestión de la violencia de Moisés —y de Freud, «su último asesino»,
como dice Philip Rieff[72]— conduce a la relación de aquel con Yahvé y, por este
camino, al otro monoteísmo, el egipcio, destacado por Breasted[73], por Abraham[74]
y por el propio Freud, cada uno con una visión particular al respecto. Así, a la
oposición clásica entre judaísmo y cristianismo, se suma un tercer término, el
«episodio egipcio», donde, a través de la relación entre Ikhnatón y Moisés, se pone
sobre el tapete la cuestión de la alteridad en sus diversas formas: los otros, el Otro, lo
Otro.
XIV
Página 60
se trata, como es el caso, de la construcción de un mito que se quiere diferente de los
otros a causa, precisamente, del final?
Con el asesinato del padre originario aparece un lugar vacío, fuente de esperanzas
y temores. Desde entonces, quienquiera que lo ocupe, siempre de manera transitoria,
sabe que el fundamento último de su autoridad está en ese crimen, en sus
antecedentes y en sus consecuencias. De acuerdo con la versión de Psicología de las
masas —autorizada, conviene recordarlo, por Nietzsche— el cuerpo de la paternidad
pura perduraba, sin principio ni fin: cuando el padre moría era sustituido por un hijo
que, hasta ese momento, había sido individuo-masa como los demás. En aquellos
tiempos, el padre originario «no era todavía inmortal, como pasó a serlo más tarde
por divinización[75]».
Pero en este punto Freud se equivoca: la divinización (Vergottung) no transforma
al viejo padre en inmortal (unsterblich), sino que, en el curso de la historia de las
religiones, con la aparición de los grandes monoteísmos, lo convierte en eterno
(ewig).
La inmortalidad, por el contrario, pertenece a otros ámbitos: el de la poesía, por
ejemplo. El poeta inmortaliza a sus héroes y aspira él mismo a ser inmortal en sus
obras. Es razonable suponer que Freud, en la construcción de su mito, obedezca a
idénticas razones.
Sin embargo, las fronteras entre poesía y religión no son tan precisas: los mismos
motivos que condujeron a la creación de las formaciones religiosas, condujeron
también a la producción de grandes creaciones poéticas. En consecuencia, Freud, en
el momento de autorizar la conclusión del mito y con ella la construcción entera, se
enfrenta a un problema de gran complejidad, un problema ausente hasta ese
momento. Si, conforme a su proceder habitual, se autoriza en los poetas, retrocede a
aquellos motivos y su mito, en ese sentido, no sería ya diferente de los otros. Si, por
el contrario, prescinde de ellos, solo queda la autoridad del propio texto, lo que le
conferiría a este un carácter sagrado.
Como alegoría política, el mito freudiano, dijimos, refleja el tránsito de la
doctrina de los dos cuerpos del rey, descrita por Kantorowicz, a la producción del
lugar vacío postulado por Lefort. Ahora, como alegoría de sí mismo, el mito
encuentra ese tránsito en el límite de su propia historia; y allí debe figurarlo.
Por eso, tal vez, en el modo de presentar la última línea de Tótem y tabú, Freud
indica que no se trata de una cita en el sentido corriente del término. Y lo hace sin
pronunciar una sola palabra, recurriendo a un procedimiento de naturaleza
exclusivamente tipográfica[76]: ausencia de comillas allí donde la convención las
exigía.
Los procedimientos tipográficos son sutiles, y a veces misteriosos. Gracias a
ellos, y a través de Goethe, el final del mito es confiado al futuro en un pacto, secreto
pero firme, con la posteridad: En el comienzo fue la acción. La autoría de la frase es
indudable, porque su autor ya es inmortal. Pero la ausencia de comillas —la caída, el
Página 61
borramiento de esos pequeños signos tan semejantes a la yod hebrea— deja traslucir
algo de aquel pacto (algo de la memoria como don del porvenir): cuando Freud
emplea aquella frase, lo hace, seguramente, con la esperanza (confesada o no) de que
alguien, alguna vez, emplee de la misma manera otra frase: Un día los hermanos
expulsados se aliaron, mataron y devoraron al padre.
Página 62
La paternidad como encrucijada[77]
Monique Schneider
La pregunta por las funciones del padre, en Freud, es inseparable de otra cuestión
que se refiere al papel del psicoanálisis en el seno de las investigaciones históricas o
antropológicas: ¿el psicoanálisis trasciende estas investigaciones, ocupando una
posición legisladora con respecto a ellas, lo que lo inscribiría en una de las funciones
reservadas al padre, o puede dejarse interrogar, desarticular, en una confrontación de
sus propias líneas de fuerza con los esquemas socio-históricos en los que se sitúan sus
desarrollos? Escoger esta segunda vía nos permitirá volver a Freud para poner en
evidencia, más allá de los temas que sus herederos consideran esenciales, diversas
observaciones que con frecuencia se rechazan demasiado rápidamente como escorias.
Página 63
inmortalidad, inmortalidad que solo queda preservada en su pureza cuando los hijos,
o los herederos científicos, se contentan con perpetuar, de una manera inmodificada,
la obra del Antepasado; cualquier riesgo de improvisación en la filiación se percibe
como un peligro que Freud comenta, en su angustiado despertar, de este modo:
Confluencia significativa: Freud no se refiere al lazo de filiación con sus hijos más
que en un contexto en el que se trata de la relación con Brücke, es decir, de filiación
científica. Filiación singular, puesto que no nace de un acoplamiento y permite
sostener el sueño de un linaje único que no conoce entrecruzamiento ni unión; de ahí
la posibilidad de figurarse esta prolongación indefinida del Antepasado, en la que el
modelo científico se sitúa como eslabón necesario para poder encarar el vínculo del
padre con sus hijos. Sin proseguir por una vía que ya he explorado en otro libro[80],
intentaré situar este sueño patriarcal confrontándolo con lo que podríamos llamar
sueños culturales fundadores. El imaginario que despliega Freud aquí, lejos de remitir
a un caso singular, viene a insertarse, en efecto, en aquello que preside la tradición
patriarcal, al menos en la forma que adopta en la filiación indo-europea. En el
Vocabulario de las instituciones indoeuropeas, Benveniste analiza una continuidad
que corresponde perfectamente a la hipótesis aparentemente fantástica con la que
sueña Freud, en cuyo sueño «la identidad de un personaje se perpetúa a través de una
sucesión de generaciones de dos mil años»:
Página 64
través de cierto número de generaciones; y aún, hablando con
propiedad, no hay nacimiento, porque el antepasado no ha
desaparecido, solo ha sufrido un ocultamiento. En general, la
reaparición se realiza de abuelo a nieto: cuando alguien tiene un hijo,
quien reaparece es el abuelo del niño, de lo que resulta que llevan el
mismo nombre[81].
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casos, se logra la misma finalidad: «relatar el origen sin pasar por las mujeres[83]»,
escribe Loraux.
Este retorno al imaginario fundador era necesario para interrogar la ambigüedad
inherente a la posición freudiana y al lugar del psicoanálisis con relación al conjunto
de la cultura. La posibilidad es doble: o bien sacralizar un sueño milenario al
presentarlo como respuesta a una necesidad teórica, o bien desvelar las grietas por las
que se pueden entrever las operaciones de la represión. Represión tanto cultural como
individual; represión que se puede encontrar en el aparato teórico mismo, al menos si
privilegiamos su faz idealizada. Ciertamente, se puede apreciar una continuidad en la
obra de Freud: visión dualista del par maternidad-paternidad, visión que se
compromete en las huellas del corte platónico entre lo sensible y lo inteligible. No es
necesario esperar a Moisés y la religión monoteísta para hallar semejante dicotomía:
atraviesa toda la obra y se encuentra, además, extrañamente celebrada en un poema
que Freud escribiera en ocasión del nacimiento del primer hijo de Fliess. La
complicidad entre padre e hijo se pone en primer plano: el hijo aparece para «auxiliar
al padre» y «colaborar con el orden sagrado». Luego se encuentra la referencia a la
hazaña paterna, hazaña que hace eco a las investigaciones de Fliess sobre la
contracepción:
De este modo, se presenta un díptico que opone lo femenino como reserva inagotable
de vida y lo masculino científico-paterno, que solo puede dar a su trabajo una
finalidad retroactiva: no fundar lo que puede desplegarse como obra de vida, sino
encauzar, limitar. La elaboración de esta dualidad dará nacimiento a un extraño corte:
un mundo parmenidiano para la filiación patrilineal, hecha de una sucesión de
eslabones intercambiables, todos masculinos, y un mundo heracliteano para la
vertiente femenina, destinada a fluir y a devenir, por lo que es capaz, a la vez, de
nacer, crecer y perecer:
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de tiempos que en Moisés se denomina «el pasaje de la madre al padre». Se enfoca la
función del padre, entonces, situándola en una lógica del corte, profundamente
binaria: paso del matriarcado al patriarcado y, solidariamente, paso de lo Sinnliche
(sensible, sensorial o sensual) a lo Geistige (espiritual, intelectual). No es indiferente
que el personaje paradigmático de la función paterna, Moisés, sea un personaje
religioso y conductor de un pueblo, que no conoce intimidad sospechosa con la
mujer. Reencontramos aquí una de las estructuras que rigen lo imaginario patriarcal:
establecimiento de una descendencia espiritual o cívica, anulación de un encuentro
entre los sexos, encuentro que se relaciona con la aparición del hijo: la paternidad de
Moisés es completamente virginal. Si bien se trata de una de las líneas de fuerza del
enfoque freudiano de la paternidad, esta operación teórica no se comprende si no
subrayamos igualmente el movimiento subversivo que convierte a toda la obra teórica
freudiana en un combate con el padre.
Poco después de haber celebrado ese «gran progreso de la civilización» que
consiste en el pasaje al patriarcado, que viene a instaurar el «nuevo reino de la
espiritualidad», Freud evalúa el precio que hay que pagar por ello, «la renuncia a las
pulsiones»: «Dios queda despojado de sexualidad y deviene un ideal de perfección
ética. Pero quien dice ética dice restricción de las pulsiones[85]». ¿No se puede
apreciar una tensión entre esta celebración de la pureza ascética, solidaria del reino
paterno, y el objetivo que Freud atribuye con frecuencia al psicoanálisis? Una breve
observación permite entrever una figura que viene a limitar el alcance de la
celebración mosaica: «Un buen día, sucede aún que la espiritualidad misma resulta
vencida por el fenómeno emocional misterioso de la fe. Es el famoso credo quia
absurdum y quien lo percibe como una renuncia a la razón lo considera, sin embargo,
como una realización sublime[86]».
A pesar del aparente retorno de un corte que obedece a una lógica binaria —el par
sinnlich-geistig podría superponerse al par madre-padre— Freud, al recurrir al
absurdum, subvierte insidiosamente el procedimiento desarrollado en Moisés. El
credo quia absurdum no representa un retorno puro y simple al reino sensible. Por el
contrario, viene a confundir las divisiones habituales; así, el fenómeno de la fe se
califica de «misterioso» o, más exactamente, «enigmático». El término alemán
empleado, rätselhaft, se sitúa con frecuencia, bajo la pluma de Freud, en los ámbitos
de lo femenino; este adjetivo se utiliza, en efecto, para caracterizar a la sonrisa de la
Gioconda. Salimos así del universo de la conclusión lógica, no para darle la espalda a
lo Geistige, sino para abordar su faz tenebrosa. En la medida en que la autoridad que
dirigió el pasaje al patriarcado es, según Freud, «imposible de mostrar» (nicht
aufzeigbar), el padre no puede aparecer como puro producto del razonamiento; debe
haber sido llevado al poder por un movimiento rico en componentes afectivos y, en
diversas ocasiones, Freud hace intervenir el fenómeno de la «creencia». (Glauben)
para sostener la búsqueda del padre. La creencia viene, en efecto, a postular al padre
allí donde el razonamiento no lo puede producir; la paternidad se encuentra, así,
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alojada en una falla del encadenamiento lógico. Por otra parte, ¿no es esta la razón
por la que el absurdo entra en escena, en La interpretación de los sueños, cuando se
trata de sueños con el padre muerto, como si esta categoría formara parte del
movimiento por el que adviene la paternidad?
El recurso al absurdo introduce, así, en el interior mismo de los procesos
intelectuales fundadores de la paternidad, un espacio de rebelión. Espacio en el que
regresan las fuerzas pulsionales que, durante la parte esencial del recorrido, Moisés
trató de mantener alejadas. El breve desarrollo que emprende Freud a continuación
del credo quia absurdum esboza un movimiento que intenta escapar a la ascesis
mosaica y a su voluntad de construir una entidad —paterna o divina—
completamente desexualizada. Ahora bien, uno de los movimientos que animan al
psicoanálisis tal como lo piensa o lo sueña Freud, ¿no se sitúa del lado de esta
rebelión, que intenta ponerse a salvo de una sexualidad que las prescripciones éticas
aspiran a ahogar?
En esta encrucijada, en lugar de contribuir a reforzar —en el sueño de una
paternidad ya sea partenogenética o situada en un tiempo segundo— lo que podemos
denominar negaciones fundadoras que subyacen a la institución social, el
psicoanálisis freudiano confunde los campos que la exigencia ascética quiere separar,
al ofrecemos el mito de un padre primitivo postulado como lugar de la conflagración
pulsional. Aunque al final del Moisés hace referencia a las tesis anteriores de Tótem y
tabú, quizás se deba entenderla no como simple reaparición inmodificada de una tesis
anteriormente elaborada, sino como algo situado bajo el signo del credo quia
absurdum al que Freud acaba de acordar un estatuto ambiguo: no se trata de un
retorno a lo sensible materno sino de un desafío a la lógica patriarcal, fundada sobre
la ascesis. ¿No había reconocido Freud a la exactitud profana, en su voluntad de
otorgar un sentido al sueño, el «derecho de ser inconsecuente consigo mismo», que le
permitiría abrirse a un «oscuro presentimiento[87]»?
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cuestionar esta función del padre sino interrogarse acerca de que es lo que permite
situarla, ya sea como soberana, ya sea como pareja de una función antitética.
¿De qué sueño es portadora la figura del padre primitivo? Es imposible
aproximarse a él armándose con la lógica de la espada, lógica de la Entscheidung
(decisión y corte) que W. Granoff presenta, en La pensée et le féminin[88], como
defensa ante el acercamiento de lo femenino percibido como amenaza de
indiferenciación. Nos encontramos en los antípodas de la lógica ascética y la
correlación establecida por W. Granoff resulta esclarecedora. La relación con el deseo
atribuido a ese padre primitivo, un deseo, además, próximo al Wunsch (deseo) en
tanto que este no quiere saber nada de la pérdida, anticipa, en efecto, aquello que en
Moisés se atribuirá al reino materno: la primacía de la sensorialidad-sensualidad,
goce pleno y totalitario de lo sensible. El hecho de que el padre reivindique la
apropiación de todas las mujeres remite a una omnipotencia que es difícil inscribir si
se recurre solo a los casilleros masculino-femenino o paternidad-maternidad.
Reaparece, en efecto, el sueño, denominado por Freud en inglés, de «His Majesty the
Baby» (su majestad el bebé), destinado a realizar todos los anhelos de sus padres.
Más acá de toda sexuación, la figura del padre de la horda primitiva se presenta como
una alegoría del deseo en el sentido freudiano, deseo capturado en espejismos. ¿Se
debe considerar también a esta figura como espejismo teórico que ha de ser disipado
para permitir el acceso, no tanto al padre singular como a una función que introduce
la dimensión de la ley?
Sería posible recordar el encadenamiento de movimientos presente en Moisés —
redescubrimiento a posteriori, bajo el signo del absurdum, de lo que se había
presentado como un primer reino natural— para leer en sentido inverso la progresión
establecida en Tótem y tabú y poner de manifiesto dos dualidades que operan en estos
dos textos: más allá de la dualidad naturaleza-cultura, el primer término que se puede
encamar en el niño, la madre o el padre primitivo, descubrimos otro par: legalidad-
transgresión. La explosión pulsional o emocional del absurdo vinculado a la creencia
es completamente diferente de un retorno a la naturaleza o a una primacía originaria
de lo sensible. Luego, apoyándonos en la lectura que destaca al padre muerto como
instaurador de la ley podemos percibir la figura pulsional, ya no como solidaria de un
Edén originario o de un mundo que solo conoce las relaciones de sino como algo que
introduce una relación de rebelión, de transgresión con la función cuya trascendencia
acaba de ser reconocida. No se debería considerar que el padre encama por sí solo
esta transgresión sensible, puesto que en este lugar se encuentra junto a la madre y el
hijo, pero mantener un lazo entre el padre y un espacio de indiferenciación
presentaría el interés de referir las funciones del padre a una estructura bifocal. El
padre no surgiría simplemente como figura en el interior de un par, sino que tendría
que estructurarse, él mismo, a partir de un par conflictivo. En efecto, no se podría
remitir la transgresión sensible al dominio de lo empírico como si al padre
espiritualizado se le agregara necesariamente un padre cargado de humanidad; se
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trataría, por el contrario, no de un simple corolario empírico sino de una función:
función de mediación que hace del padre no solo el que separa al hijo de la madre
sino aquel que se ha comprometido, durante un tiempo de goce, con el seno de la
madre, ocupando fugitivamente un lugar próximo al que ha ocupado, asimismo, el
niño. La función de corte se acompañaría, así, de una función de articulación confusa,
situada bajo el signo del absurdo: para que aparezca el hijo, el padre mismo debe
haber realizado lo que, en Das Unheimliche (Lo siniestro), se presenta como un
retorno a la posición de hijo. Ferenczi desarrollará ampliamente este tema, no para
situar el lugar del padre, sino para esbozar la trayectoria erótica masculina.
Volviendo al texto freudiano, podríamos referimos a ese extraño sueño, situado
precisamente en la serie de los «sueños absurdos»; la aparición del «absurdo» onírico
se muestra allí donde se habla de sueños relacionados con el padre muerto:
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cuestiona la sacralización del pasado. Aunque una necesidad literaria requiere que el
pasaje de Don Juan no deje ninguna progenitura —la figura romántica de Don
Juan-papá marca la decadencia del mito—, esta negación es en sí misma
significativa: necesidad de escindir la figura inmaculada del padre, figura
espiritualizada y casi sacerdotal, y la figura de aquel que, en cierto modo, se sumergió
en la trama vital, del hombre que se sumergió en la mujer como en un crimen. Aquí
se debería elaborar una cuestión en el plano histórico: el texto de G. Duby, El
caballero, la mujer y el cura, analiza el viraje histórico a partir del cual le
corresponderá al sacerdote, oficialmente excluido de la función llamada procreadora,
establecer las definiciones y la jurisdicción correspondientes al matrimonio, los lazos
de filiación y las relaciones sexuales. ¿En qué medida el psicoanálisis, al privilegiar,
en algunas de sus tendencias, una función paterna espiritualizada, no se inscribe en la
estela de esta legislación sacerdotal? Con respecto a esta legislación Freud mismo se
encuentra dividido, atrapado entre dos tentaciones opuestas: sacralización y rebelión.
Pero es necesario precisar el estatuto de esta rebelión: la transgresión paterna no ha
de entenderse como una simple falta a la ley, en tanto que el par sumisión-
transgresión no constituye, en realidad, más que una función bifásica, positiva y
negativa; se trataría, para el padre, de hacerse presente, o de haberse hecho
retroactivamente presente, en otro espacio que el que le asigna el «nuevo reino de la
espiritualidad». En este aspecto, la transgresión, entendida igualmente en su sentido
espacial, no sería una mera falta de respeto con respecto a la ley, sino que inauguraría
otra función al trazar un vector que no figura en la topografía regida por la alternativa
corte/transgresión al corte, topografía que sostiene el espejismo de un niño postulado
como fruto de la madre sola, de acuerdo con la visión freudiana de la mujer como
geiser de vida —una visión entre otras.
La primera figura paterna que emerge en la Teogonía de Hesíodo confirma que la
complicidad sospechosa alimentada por el padre o por el hombre con respecto a lo
viviente no se debe atribuir a una función natural asumida por el progenitor, sino a
una función transgresora —seducción o zambullida tenebrosa en lo femenino.
Recordamos la monstruosidad de Cronos devorando a sus hijos, su poder de
absorción que se traduce como equivalente del encierro en la madre y plantea la
necesidad de una función alumbradora, cercana a la función que con frecuencia se
atribuye al padre, aun cuando esta función salvadora puede corresponderle a un hijo,
pero es mucho más difícil aplicar esta lectura dicotómica al par formado por Gea y
Urano:
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imaginó entonces una treta pérfida y cruel. Rápidamente, creó el
blanco metal del acero, hizo unas grandes podaderas, se dirigió a sus
hijos y, para excitar su coraje les dijo, con el corazón indignado:
«Hijos nacidos de mí y de un furioso, si queréis creerme,
castigaremos el ultraje criminal de un padre, a pesar de que sea el
vuestro, puesto que fue el primero que concibió actos infames[91]».
¿Cómo podría un padre dejar de cometer tal crimen, si esta fechoría, hundir al hijo en
las entrañas de la madre, proporciona al niño, al mismo tiempo, su morada originaria?
Por otra parte, ¿en qué consiste el crimen? ¿Urano es culpable de haber sumergido al
hijo en la noche materna o de haber hecho de su sexo el compañero de tal
zambullida? Desde que se perfila la figura del padre capaz de, o culpable de
sexualidad, sospecha a la que, por otra parte, escapa Moisés en su pureza legisladora,
parece establecerse una negación cultural: hay que negar el acoplamiento, inmolar al
padre libidinoso, al padre «furioso» que amenaza con introducir una confusión entre
los registros. Para aproximamos a esta confusión debemos pasar por la sexualidad
masculina: en una ecuación ampliamente desarrollada por Ferenczi en la
multiplicidad de sus figuras, pero también señalada más brevemente por Freud, la
penetración en la mujer se postula como equivalente del retorno a «la antigua morada
de los hombres». ¿Esto significa que para ser padre, un padre relacionado con la
emergencia del hijo viviente, fue necesario antes, atolondradamente, volver a ser
hijo? Otras dimensiones de la sexualidad masculina, por otra parte, no lograrán
metaforizarse si no se llega a desvelar una complicidad con los poderes que
generalmente se consideran vinculados a la infancia: carácter ineducable,
monstruosamente distraído, de la erección. ¿Cómo la función paterna, aprehendida
como función instauradora o mediadora en la relación con la ley, puede considerarse
compatible con lo que aparece como foco de indisciplina, de confusión y de
oscuridad? Sin embargo, al dirigirse a la figura de un padre matricial y atolondrado,
Vaterarsch (literalmente: trasero del padre), (Erzvater), considerado como traducción
obscena de «patriarca», Freud, en Un paralelo mitológico a una representación
obsesiva plástica, encuentra una homología figurativa que permite pasar del padre a
la madre: antes de evocar la figura de Baubo, reencontrada en las representaciones
que exhiben un cuerpo sin cabeza con un rostro dibujado en el vientre, Freud alude a
una figura homologa, nacida de una fantasía obsesiva, que representa a un padre
acéfalo con rostro matricial, padre «patriarca».
Es comprensible que la lectura cultural, que asigna al padre una función social
instauradora, despoje al mismo tiempo al padre de todo lo que, entre sus diversos
atributos, amenaza con no responder a una lógica de la dicotomía, como si la función
del padre debiera delinearse por completo en el orden de la representación oficial, en
tanto que la figura materna recibe como patrimonio todo lo que corresponde a una
intimidad confusa, tenebrosa. De este despojamiento y de esta purificación impuestos
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a la eficacia paterna, emergerá una figura masculina que habrá de asumir los diversos
crímenes imputables al padre. De ahí el corte entre Don Juan y la estatua del
Comendador, corte que instaura toda una red de dobles y que, por otra parte,
desempeña un papel esencial en la homosexualidad masculina, puesto que la lógica
de una representación dicotómica, y no la exigencia de una dinámica pulsional, fue lo
que condujo a escindir dos poderes que, en su movimiento, solo pueden
comprenderse en el nivel de su articulación.
En la frase que el hijo muerto dirige al padre en el sueño «Padre, ¿no ves que
estoy ardiendo?», ¿el niño no intenta volver a soldar esta potencia estallada,
autotransgresora, al pedir al padre que reconozca a su doble? En el poema de Goethe,
Erlkönig, (El rey de los alisos), que está habitado por el retorno de esta pregunta:
«Padre, no ves?… no oyes…?», no se sabe si el rey de los alisos representa al otro del
padre, creador de espejismos y de promesas engañosas, al que el padre no quiere ver
ni oír, o si ese seductor aparece allí donde se supone que el padre encontró el mundo
femenino. Erlkönig alude a la filiación femenina en la que él se inscribe: «Mi
madre», «Mis hijas»:
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supondría admitir la posibilidad de un acto que estuviera radicalmente protegido
contra todo efecto retroactivo. Los trabajos de G. Grandguillaume sobre la estructura
patriarcal que se encuentra en el Magreb[92] muestran claramente la superposición de
los esquemas patriarcales y de una estructura incestuosa eficiente. ¿Se trata de una
figura excepcional o de la simple emergencia de una dimensión que opera, aunque
voladamente, en la civilización patriarcal?
Los fenómenos que escapan a la legislación oficial a la que cree obedecer una
sociedad ¿deben ser considerados por el psicoanálisis como aberraciones o
infracciones? Es más conveniente recibir la posición freudiana, en lo que respecta a
lo que se espera del padre, en su carácter explosivo, que reducirla a un modelo
riguroso, conforme a un orden socialmente exigido, pero mutilado. Sin embargo, la
incertidumbre se refiere precisamente al estatuto que hay que acordar a la sexualidad,
en tanto que la paternidad oscila entre una potencia hipersexual, que linda con las
tinieblas femeninas, y el establecimiento de una prohibición. Se ha intentado una
hipótesis de lectura: reintroducir la dimensión sexual, no para situarla en el reino de
la pura naturaleza, supuestamente anterior a la ley, sino para hacerla emerger como
transgresión de una ley que, a la vez, la exige y la niega. Esta transgresión tiene
verdaderamente el valor de una función si se produce la emergencia viviente del hijo,
pero esta cuestión exigiría una elaboración independiente, no como el cumplimiento
de una orden, sino como una transgresión relativa del orden, en la medida en que la
ley estructura las relaciones entre los vivientes pero es incapaz de decidir acerca de la
oportunidad que representa el nacimiento de un nuevo niño. La indisciplina paterna,
al desafiar a la ley paterna, tendría la función de encubrir aquella transgresión vital
que hace aparecer la vida, al menos la vida en su forma humanizada, como ruptura
del orden.
No se trata, por otra parte, de situar en una yuxtaposición a dos figuras antitéticas
de la función paterna, sino de subrayar la tensión dinámica que obliga a Freud a pasar
de una a la otra en una operación de negación cruzada, como si se tratara menos de
una dualidad estática de funciones que del movimiento teórico que permite pasar de
una a la otra. Así, en la carta a Fliess del 4 de julio de 1901, Freud aparta la función
sublimada para descubrir, más acá, una función que postula como más arcaica:
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el período «minoico-micénico». La dualidad de las funciones paternas se aparea, de
este modo, con la que estructura dos posiciones con respecto a lo femenino: fusión-
alejamiento.
El encuentro con el «Moisés de Miguel Ángel» pondrá en escena, por otra parte,
el movimiento de vaivén frente a la estatua, movimiento de avance y retirada que
anticipa el ritmo que estructurará, en Die Verneinung (La negación), la función del
juicio, considerada a partir del modelo de la percepción sensorial. La aproximación
teórica de las funciones del padre se encuentra, de este modo, capturada en el mismo
movimiento que anima al juego del niño: fort-da. Las observaciones de Pierre Fédida
sobre la teoría psicoanalítica aclaran singularmente las operaciones del pensamiento
que se despliegan en torno al padre: «La teoría analítica —escribe— es juego
transformado, en el sentido de que el juego —como el mito, aunque de una manera
diferente— solo puede transformarse en sí mismo bajo la forma de siempre-otro-
juego[94]».
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SEGUNDA PARTE
Historicidad de las figurasdel padre
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Padres, patriarcado, paternidad[95]
Yvonne Knibiehler
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El pater familias
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evidente por medio de la ley, del poder sobre el hijo: estaba instituida, en tanto que la
maternidad no lo estaba.
Dos costumbres confirman la omnipotencia del padre: una está ligada al divorcio
y la otra a la lactancia. Desdeñando a los moralistas, el divorcio se toma frecuente en
Roma desde el último siglo de la República, antes de J. C. En principio, los dos
esposos son iguales, cualquiera puede tomar la iniciativa; pero como la esposa que
pide el divorcio corre el riesgo de perder su dote, quien toma la iniciativa con mayor
frecuencia es el marido. El procedimiento es simple y rápido, basta con una carta. El
hombre que se divorcia, en general, no tiene reproches ni rencor contra su mujer (en
Roma el matrimonio no se basa en Eros); la mayoría de las veces aspira a una alianza
más ventajosa, más brillante. Si la pareja tiene hijos, estos quedan en la casa en la que
han nacido, la de su padre, sea cual fuere su edad. Pero el padre concede a la esposa
lo que hoy llamamos el derecho de visita.
Una práctica sorprendente, y frecuente, consistía en divorciarse de una esposa
encinta para casarla con un amigo del marido, que carecía de descendientes. Era
como un regalo entre hombres. El niño nacido en la casa del segundo marido le
pertenecía a este, pero todo el mundo sabía quién era el progenitor. El ejemplo más
conocido es el de Catón de Útica, que tuvo la suerte de tener una esposa fecunda,
Marcia; se divorció de ella cuando estaba encinta para que pudiera casarse con
Hortensio, quien se encontraba privado de progenitura. Marcia dio también otros
hijos a Hortensio y, cuando este murió, Catón se volvió a casar con Marcia. Este
comportamiento no tenía nada de excepcional; se explica por el hecho de que los
romanos estaban faltos de esposas fecundas.
Los hijos no eran criados directamente por sus padres. Se les confiaba a nodrizas
y, más tarde, a pedagogos. El empleo de las nodrizas se perpetuó en las sociedades
occidentales; debemos intentar comprender sus orígenes.
Ante todo, ¿quién representaba la autoridad en la materia? Algunos moralistas
acusan a las grandes damas de no querer estropear su pecho y de liberarse
alegremente de las exigencias de la maternidad. Pero la omnipotencia del pater
familias nos lleva a pensar que si él hubiera exigido que su esposa amamantara, ella
no habría podido evitarlo. La verdad es, indudablemente, compleja. El rico ciudadano
romano podía tener diversas razones para rechazar la lactancia materna. En primer
lugar, el deseo de engendrar muchos hijos con los intervalos más breves. Porque el
emperador Augusto, preocupado por el descenso demográfico, había promulgado
leyes (9 y 17 d. C.) que privaban del derecho a heredar a aquellos que no hubieran
tenido por lo menos tres hijos. Ahora bien, la lactancia desempeña el papel de un
contraceptivo bastante eficaz: el marido podía desear eliminar ese obstáculo. Otra
razón: se creía entonces que la leche, como la sangre, transmitía los caracteres
hereditarios. Quien quería privilegiar su propio linaje estimaba, quizás, suficiente que
su mujer hubiera nutrido al hijo con su sangre durante los nueve meses del embarazo;
para la lactancia, era fácil recurrir a las esclavas, a reserva de fecundarlas en el
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momento oportuno. Otra razón más: se temía la intimidad entre la madre y el hijo
creada por la lactancia; podían desarrollarse lazos afectivos poderosos que se
consideraban perniciosos sobre todo para el hijo, que no se deseaba que estuviera
demasiado apegado a la madre. Los médicos no desaprobaban una práctica a la que
comparaban con el transplante: para obtener buenas cosechas, el jardinero hace una
siembra y luego transplanta los brotes.
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resignarse a permanecer sin herederos y legar sus bienes a la Iglesia, que tiene los
pobres a su cargo. El único medio que tiene un hombre para ser padre consiste en
casarse y fundar una familia.
Otra especificidad del cristianismo es la de haber introducido el parentesco
espiritual. El verdadero nacimiento del niño es su bautismo. Ya no es el padre quien
acoge al recién nacido en su casa, sino el sacerdote quien lo acoge en la casa de Dios.
Lo que cuenta es el alma, mucho más que el cuerpo. El sacerdote representa a Dios y
asume una paternidad según el Espíritu. Por otra parte, en el curso de la ceremonia,
no es el padre quien dialoga con el sacerdote sino los padrinos y madrinas,
responsables de la educación cristiana del niño y también padres espirituales.
Estas son las figuras paternas heredadas de la antigüedad. El pater familias
romano y el padre cristiano estuvieron durante un tiempo tapados por las grandes
invasiones y los trastornos que les sucedieron. El derecho romano fue redescubierto a
partir del siglo xii y causó la admiración de los juristas medievales; permitió
reconstruir en todas partes la patria potestas en la que siempre trataron de apoyarse,
por otra parte, los monarcas absolutos: Dios, el rey y el padre de familia constituyen
la trinidad que garantiza el orden en el antiguo régimen.
Con respecto a los valores cristianos, estos no se afirmaron de un día para otro. La
enseñanza de la Iglesia no tuvo siempre la misma claridad ni el mismo vigor. Frente a
ella, los fieles han cambiado: después de predicar a los pueblos romanizados de la
cuenca mediterránea, se ocupó de las hordas bárbaras de variadas costumbres, luego
de las sociedades feudales y más tarde de los súbditos de los monarcas absolutos.
Diversos intereses resistieron a sus mensajes o se adaptaron a ellos. En reiteradas
ocasiones la noción de familia se tomó confusa. La violencia y los problemas
impusieron relaciones estrechas y complejas entre los hombres y el individuo
autónomo dejó, prácticamente, de existir; la paternidad se disolvió, en cierto modo,
en el grupo o en el linaje. Hasta la patrilinealidad se perdió: solo a partir del siglo xii
el «nombre del padre» volvió a imponerse en todas partes.
LA PATERNIDAD CONSUETUDINARIA
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compuesto de títulos, de privilegios, de honor, de gloria y de poder. Su papel
en la educación es tan importante como el del padre: sus retratos adornan las
paredes del castillo y su brillante historia se propone como modelo a cada
descendiente. El hijo de nobles, dotado de fuertes raíces, se encuentra
proyectado hacia el futuro por el solo efecto de su herencia; el padre inserta
sin problemas a sus hijos en una historia que los supera a todos. Solo son los
eslabones de una cadena, lo que queda bien reflejado en la herencia del
nombre de pila.
El modelo aristocrático impone una distancia. Como el pater familias
romano, el hombre de calidad delega las tareas educativas. El empleo de
nodrizas encuentra nuevas justificaciones. Un tabú pesa sobre las relaciones
sexuales durante la lactancia: se dice que el esperma arruina la leche. Se
supone que las relaciones sexuales hacen retomar las reglas y, en
consecuencia, hacen posible una fecundación peligrosa para la salud de la
madre y para la del lactante. Ahora bien, un padre cristiano no puede cometer
adulterio. Si no puede privarse de su esposa tendrá que alejar al hijo.
En principio, es él quien decide: todos los contratos acerca de nodrizas
que se han conservado (especialmente en Italia) están firmados por dos
hombres, el progenitor y el nutricio. Las mujeres no tienen voz en el capítulo.
El nutricio se encuentra colocado en el papel de san José: en la práctica,
vende la leche de su mujer tal como vende la de su vaca…
Mientras las familias de calidad vivían en el campo, los padres no estaban
lejos de sus hijos y la industria alimenticia creaba lazos entre nobles y
campesinos: cada niño noble tenía un ama de cría, un padre nutricio,
hermanos y hermanas de leche a los que manifestaba afecto. Pero en el curso
de la época clásica las familias de calidad se trasladan, cada vez en mayor
número, a vivir en la ciudad. Las ciudades son, entonces, completamente
insalubres (sin desagües, calles estrechas, con inmundicias) y las epidemias se
desarrollan rápidamente en ellas. Esta es una razón para llevar a los niños
pequeños al campo. Pero entonces la separación entre padres e hijos será
total.
Esa separación se prolonga por cuanto la educación del joven se
completa, cada vez con mayor frecuencia, en un colegio o en un pensionado,
en régimen de internado. Esta fórmula fue propuesta con éxito por las nuevas
órdenes religiosas de la contrarreforma (jesuitas, oratorianos, ursulinas,
visitadoras). Estos religiosos querían restablecer la influencia católica después
de las guerras de religión; supieron conquistar la confianza de los padres al
crear programas de enseñanza y de educación que correspondían
perfectamente a las necesidades de las clases dominantes. En estas
instituciones el papel esencial le correspondía al confesor, al «director de
conciencia»: era él, más que el progenitor, quien dirigía el alma infantil. Se le
llamaba «Mi padre». Los religiosos, aunque hacían voto de castidad, no se
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creían de ningún modo excluidos de la paternidad; por el contrario, pensaban
haber recibido la mejor parte de ella, que era la espiritual. Esta división
aliviaba, al mismo tiempo, las responsabilidades de los padres y el peso de su
autoridad sobre los hijos.
Los hijos volvían a la casa de sus padres hacia los quince o dieciséis años,
después de haber superado todas las crisis de la adolescencia. Entonces
establecían, con su progenitor, relaciones basadas más en el respeto que en la
ternura. Este modelo aristocrático no chocaba a nadie: lejos de criticarlo,
quienes aspiraban a elevarse en la escala social adoptaban o imitaban el
comportamiento de las familias de calidad.
2. El modelo campesino es, numéricamente, el más difundido. En este caso el
patrimonio es la tierra, ya sea un vasto dominio o una simple parcela. El
campesino se encuentra tanto más apegado a ella cuando la ha conquistado
penosamente: durante mucho tiempo fue siervo en el feudo del señor; solo a
partir del siglo XI se liberaron de las «tenencias». La propiedad de la tierra se
convirtió entonces en símbolo de libertad y de dignidad. El culto, no menos
que el cultivo, de la tierra da forma al alma paterna. El campesino engendra
muchos hijos, menos por fatalismo que para compensar de antemano una
mortalidad infantil que amenaza permanentemente con privarlo de herederos.
Pero se encuentra atrapado por una pinza: si la muerte no siega lo suficiente,
la cantidad de hijos puede convertirse en una carga agobiante. Es por ello por
lo que el infanticidio perduró en los campos (a pesar de las prohibiciones de
la Iglesia), muchas veces disfrazado de accidente. Y en los períodos de
miseria los abandonos se multiplicaban. Los campesinos más pobres colocan
a sus hijos como criados, muchas veces desde la edad de diez años.
Las tareas educativas se distribuyen según el sexo. El padre no se ocupa
de los más pequeños, que le corresponden a la madre; él se ocupa poco de las
hijas, puesto que tienen que aprender las tareas y las funciones femeninas que
el padre no puede enseñarles. Pero se hace cargo de sus hijos varones desde
que estos son capaces de ayudarle: los somete a las exigencias de la tierra y
de los animales, a los caprichos del tiempo, al ritmo de las estaciones. Es una
educación por el trabajo, por el ejemplo, poco locuaz y con frecuencia ruda.
«Trabajad, haced esfuerzos, es el capital que menos falta», dice el labriego de
La Fontaine. La violencia forma parte de la identidad viril, no se ahorran a los
niños los golpes ni los gritos. Pero estos solo en raras ocasiones se encuentran
limitados al contacto con su progenitor; hay otros hombres que contribuyen a
su educación: un tío, un hermano mayor, el padrino, el vecino. Y desde los
quince años el joven forma parte de una «sociedad juvenil» en la que
completa su socialización lejos de la vista del padre. Existe también un
equivalente de ello del lado femenino.
3. El tercer modelo es el de los habitantes de las ciudades: artesanos,
comerciantes, gentes que ejercen profesiones liberales o que han adquirido
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oficios. Lo que tienen que transmitir, en este caso, es esencialmente un
estado, un oficio. La labor ya no es suficiente, es necesario el saber hacer, el
saber, el talento. El padre que quiere que su hijo le suceda no es ya solamente
un patrón sino también un maestro: la relación se toma más rica, más
compleja. Y a esto se suma la hija, porque el padre trabaja, con frecuencia, en
el domicilio, cerca de los suyos; desea casar su hija con un cofrade, con un
discípulo, y la educa para tal fin. Todos los historiadores coinciden en
considerar que ha sido en las clases medias de las ciudades donde se acrisoló
la intimidad familiar, donde se estrechó el vínculo entre el padre y sus hijos.
En ese medio se practica el tuteo desde antes de la Revolución francesa, y
comienza también a expresarse la afectividad. Rousseau, procedente de ese
medio, expresa esa sensibilidad en La nueva Heloísa y en el Emilio. Otro
tanto hace Diderot en su teatro.
Se objetará que Rousseau abandonó a los cinco hijos que tuvo con su
compañera, lo que llama la atención hacia el padre que abandona y que, como
hemos visto, es una figura muy antigua. En la época clásica se pueden
distinguir dos categorías de padres que abandonan:
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Las sociedades preindustriales, entonces, presentan diversos modelos de paternidad.
Pero el rasgo común y esencial, en el que es preciso insistir, es la preponderancia, la
responsabilidad del padre. Los poderes públicos solo lo reconocen a él. El destino de
un niño depende de quién es su padre; su rango social es el mismo que el de su padre.
El padre conserva la patria potestas.
Si bien las costumbres varían de una región a otra, la ley del padre es dura en
todas partes. Su poder de corrección le permite ordenar el encarcelamiento de su hijo,
el ingreso de su hija en el convento, mediante una simple petición al juez (las cartas
selladas servían para eso). El hijo menor de treinta años, la hija menor de veinticinco,
no pueden comprometerse mediante contrato: no pueden casarse, ni entrar en
religión, ni disponer de sus propios bienes. El padre es quien decide del futuro de
cada uno, a veces sin siquiera advertírselo; es él quien negocia las alianzas ventajosas
en las que el interés domina sobre los sentimientos, quien fija el monto de una dote o
de una parte de la herencia, quien empuja al hijo menor a la Iglesia. Exige de todos
no solo respeto y obediencia, sino también amor y reconocimiento, puesto que les ha
dado la vida y ha subvenido a sus primeras necesidades. Freud encontró esta ley del
padre, todavía casi intacta, a finales del siglo xix.
La ley del padre es dura también para el propio padre. Con el fin de proteger el
patrimonio, se obliga a privilegiar al hijo mayor a expensas del pequeño, al hombre a
expensas de la mujer, al hijo legítimo a expensas del bastardo, a veces en contra de
los dictados de su corazón. Se niega a sí mismo el derecho a expresar sus
sentimientos, ya que la ternura sería un signo de debilidad: revelaría al hijo (o a la
mujer) el poder que ellos tienen sobre él.
Factores políticos
Locke, Puffendorf, Rousseau, la Enciclopedia, han sentado las bases filosóficas de un
racionalismo que, en el siglo XVIII, socava los cimientos del poder absoluto. La
autoridad del padre, dicen los filósofos y los juristas, solo se justifica por las
necesidades del niño; debe desaparecer cuando el hijo ya no necesita ayuda. El estado
puede, e incluso debe, reglamentar los derechos del padre y transformarlos en deberes
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educativos. De este modo se esboza, en vísperas de la revolución francesa, una toma
de conciencia de los derechos del niño, que ya no son más propiedad de su
progenitor. Y, desde esta nueva perspectiva, hasta los derechos de Dios se ponen entre
paréntesis.
En Francia, por ejemplo, la legislación revolucionaria produce una inversión de
los valores. La Constituyente, al abolir las «cartas selladas» desde 1790, limita el
derecho paterno de corrección. La Legislativa fija la mayoría de edad a los veintiún
años (ley 20-25 de septiembre de 1792): de este modo, el padre pierde todo poder
sobre su hijo, varón o mujer, a partir de esa edad. La Convención (ley 7-11 de marzo
de 1793) impone la distribución igualitaria de las herencias, lo que priva al padre de
la libre disposición de los bienes patrimoniales (que hasta entonces había sido un
medio para presionar a los hijos rebeldes). Además, los patriotas multiplicaron los
proyectos de instrucción pública que creaban escuelas del Estado y programas
nacionales. Y la Convención decidió convertir en obligatoria la entrada de todos los
niños, incluidas las niñas, en las escuelas de la República. Balzac considera la
ejecución de Luis XVI (21-1-1793) como el símbolo del «asesinato del padre». Es
cierto que el Código de Napoleón restableció, en parte, el poder del padre en lo que
respecta al derecho de corrección y a las herencias. Pero conservó lo esencial.
Factores económicos
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El florecimiento del capitalismo arruinó progresivamente a las empresas
familiares. Ya no se produce más en la casa. Para alimentar a los suyos el padre debe,
ahora, dejar su hogar. De ello se siguen varias consecuencias. Ante todo, el hombre
disocia su vida profesional de su vida familiar, y tiende a acordar cada vez más
importancia a la primera, que le promete, o al menos le propone, nuevas posibilidades
de éxito, de notoriedad, de ascenso social, de valorización personal. Las novelas de
Balzac están pobladas de jóvenes ambiciosos a los que el padre Goriot, devorado por
el amor paternal, inspira más piedad que admiración. Muchos hombres retrasan su
matrimonio o renuncian al mismo para disfrutar de esa nueva libertad que se llama
«la vida de soltero»; sucede, entonces, que engendran hijos ilegítimos, pero, a
diferencia de los grandes señores de la época clásica, no los asumen sino que los
dejan a cargo de la «madre soltera», condenados al desprecio público y a la miseria.
Los hombres casados, por su parte, reducen su progenitura. La procreación pierde
prestigio en la conciencia masculina (ocurre que se llega a ridiculizar a algunos por
ser como «conejos») y las cargas educativas comienzan a parecer pesadas.
Al mismo tiempo, por el hecho de trabajar fuera de la casa, la labor del padre se
toma invisible, sus hijos ya no pueden apreciar sus méritos, ni sus resultados, ni su
valor. Por ello, su autoridad se vacía de toda justificación, solo tiene una función
represora, de modo que desencadena la rebeldía del hijo, o bien se estrella contra su
indiferencia.
Otro factor de separación son los estudios: el eventual éxito de los hijos parece
tomarse cada vez más personal. Se debe mucho menos al patrimonio que transmite el
padre y mucho más a saberes que el padre ya no domina.
Debemos añadir los efectos catastróficos de la Primera Guerra Mundial. Los
padres no solo han estado ausentes demasiado tiempo, sino que, además, se
desmoralizaron a causa de una masacre odiosa, cuyas justificaciones habían perdido
toda evidencia. Al volver al hogar, buscaron en él un consuelo afectivo.
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cabaret y que escucharan a los socialistas. La Primera Guerra
Mundial, que dejó tantos huérfanos, confirmó que las mujeres eran
capaces de educar ellas solas a sus hijos, sin riesgos mayores para
estos.
Esta evolución de las funciones parentales se fue produciendo
lentamente y durante mucho tiempo permaneció invisible para el
padre. Solo entre 1965 y 1975 (en Francia) las leyes decisivas sobre la
autoridad parental, la despenalización de la contracepción y del
aborto, pusieron de manifiesto los poderes de la madre.
De todos modos, para apreciar la nueva situación del padre, es necesario tomar en
consideración otro elemento decisivo como es la intrusión de los poderes públicos en
la vida privada. Los que profetizan el matriarcado se equivocan. Es cierto que la
madre y el hijo están cada vez menos en manos del padre, pero han pasado a estar
bajo el control de los trabajadores sociales, médicos, psicoterapeutas, jueces. Y las
leyes que determinan su suerte siguen siendo elaboradas y promulgadas por los
hombres. El patriarcado ya no funciona en el interior de la familia, pero conserva
toda su potencia en la sociedad.
Ya sea que se trate del educador o de la puericultora, observamos una
profesionalización, una tecnologización de la función parental, con formación y
diplomas; a tal punto que podemos preguntamos si algún día será necesario hacer
estudios y pasar un examen para poder tener hijos. Al mismo tiempo, una mujer
puede declarar su embarazo al padre si lo desea, pero debe declararla a los
responsables de la salud pública; debe vivir su gestación bajo vigilancia médica; da a
luz al niño fuera de la casa del padre; somete al pequeño a consultas obligatorias. El
padre no se encuentra excluido del proceso, pero no tiene ninguna utilidad en él.
Además, a partir de Freud el psicoanálisis ha desacralizado enormemente a la familia
patriarcal: la relación madre-niño, padre-niño se convirtió en objeto de la ciencia. Un
investigador especializado estudia al padre divorciado, otro al padre violento; uno
analiza al que solicita una vasectomía, otro al donante de esperma, etc. Los últimos
invasores son los juristas. El antiguo derecho de la familia ha sido sustituido,
actualmente, por el derecho del niño; se trata, por cierto, de una axiomática preciosa
pero que postula la posible incompetencia de los padres; hay jueces de menores pero
también jueces de problemas familiares y abogados de niños.
Todos estos intermediarios se toman indispensables desde el momento en que la
familia inestable, «incierta» como dice Louis Roussel, se compone, se descompone,
se recompone, hasta el infinito, y el hombre adulto asume, en su hogar, la educación
de hijos engendrados por otros. El médico, el psicoterapeuta, el juez: estos son los
nuevos padres. ¿Cómo el «antiguo» padre no habría de sentirse desconcertado? La
figura del padre, anteriormente reflejo de la majestad divina, se ha desprendido, para
siempre, de lo sagrado. Lo que se denomina la crisis de la paternidad es la toma de
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conciencia de estos fenómenos; se produjo de una manera lenta y tardía. Asistimos,
en el presente, a una doble reacción de los padres:
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El yo entre el padre y el reyen el teatro de Corneille[96]
Hélène Merlin
«EL CID». Y EL CONFLICTO DE LOS PADRES; RODRIGO ASESINO DEL PADRE DE JIMENA
¡Ay! ¡Cruel arma que mata en un solo día al padre con su acero y a
la hija con su vista! Líbrame de ese objeto, no lo puedo soportar.
Quieres que te escuche, ¡y tú me haces morir[102]!
Es la primera vez que los espectadores los ven juntos: asisten entonces a una escena
amorosa extraordinaria por varias razones, que se cierra con este dúo elegiaco:
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JIMENA: ¡Ay, colmo de miserias!
DON RODRIGO: ¡Cuántas desgracias, cuántos llantos nos costarán
nuestros padres!
JIMENA: Rodrigo, ¿quién lo hubiera adivinado?
DON RODRIGO: Jimena, ¿quién lo hubiera dicho?
JIMENA: ¡Que nuestra felicidad estuviera tan próxima y tan pronto se
perdiera[103]!
El desenlace, sin embargo, va a desmentir esta visión trágica: los padres les costarán
muchos menos llantos y desgracias de los que un espectador del siglo xvii tendría
derecho a esperar. Después de haber vencido, en esa misma jornada, a los moros que
amenazaban a Sevilla, Rodrigo concentra ya sobre su persona las virtudes de su padre
y del Conde juntos. Tras haberse hecho indispensable para la Corona de España, sale
vencedor de un duelo judicial contra Don Sancho, duelo cuya recompensa es Jimena,
después que esta, con ocasión de una nueva escena íntima y secreta en su casa, le
hubiera confesado que deseaba su victoria a pesar de que su honor le exigía que
siguiera pidiendo públicamente su muerte.
Pero el amor que experimenta por Rodrigo ya no es un secreto, puesto que el rey
ha verificado el rumor mediante una estratagema: después del combate contra los
moros le anuncia a Jimena, para «comprobarlo[104]», que Rodrigo ha muerto y ella se
desvanece. A la salida del duelo judicial el rey ordena a Jimena que despose a
Rodrigo, conforme a las condiciones establecidas para tal duelo.
Las últimas réplicas acaban de subrayar el carácter extraordinario de semejante
aventura, al límite del escándalo:
El rey acepta postergar la boda y envía a Rodrigo a combatir a los moros en su propio
terreno; luego, dirigiéndose al héroe, concluye:
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Reducidos al «pundonor», estrechamente circunscritos entre su sentimiento amoroso,
intacto, y su deber de obediencia al rey, los escrúpulos de Jimena con respecto a los
«manes sagrados» de su padre acaban por ser superados. Obligada a someterse a la
voluntad real (que no hace otra cosa que ordenar lo que una parte de su persona
desea), Jimena no solo puede sino que debe abandonarse a su amor por Rodrigo:
desposará finalmente al asesino de su padre.
Sin embargo, la querella habrá de durar casi un año, hasta que la Academia Francesa,
creada por Richelieu en 1634, intervenga bajo sus órdenes para condenar a su vez al
Cid. Ello se debe a que los espectadores de la representación no experimentan
«horror» sino placer, un placer muy particular cuya naturaleza nos dejan entrever
algunos textos. Así, en su «Examen» de 1660, Comedle admite que la famosa visita
de Rodrigo a Jimena en la casa del muerto es contraria a las conveniencias pero, sin
embargo, la justifica por el efecto que produce en los espectadores:
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(…) casi todos han deseado que estos encuentros se produjeran; y
he observado en las primeras representaciones que, cuando el
desdichado amante se presentaba ante ella, se elevaba cierto murmullo
en la asamblea, que señalaba una curiosidad maravillosa y un
redoblamiento de la atención a lo que ellos tenían que decirse en un
estado tan lamentable[109].
Pero hemos visto que este carácter extraordinario, esta «enormidad» se presenta
como tal, ante todo, a los mismos héroes. Lejos de disimular la dificultad de esta
historia, Corneille hace oscilar aquí las fronteras de lo posible y de lo imposible, de lo
pensable y de lo impensable, y las desplaza: el cuerpo muerto del Conde se halla,
progresivamente, relegado a un segundo plano. No es que se lo haya olvidado, pero la
pieza trabaja sobre esta relegación «monstruosa» y muestra sus condiciones de
posibilidad.
El Cid parece entonces suscitar y resolver de una manera inédita cuestiones que
afectan de una manera neurálgica al conjunto de las preocupaciones de sus
contemporáneos. Podemos decir que se trata, a pesar de lo que intentaban demostrar
Scudéry o la Academia Francesa, de una verdad contemporánea más que de una
realidad histórica, la verdad de un deseo actual cuya representación quería censurar el
poder monárquico real pero en el cual se reconocían sus contemporáneos. El enigma
parricida del personaje de limeña ¿no nos ofrece una clave para comprender la
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fórmula contradictoria que define al individuo según una nueva tópica a comienzos
del siglo xvii, en función de condiciones histórico-políticas específicas, fórmula
gracias a la cual se inaugura un tiempo histórico posible después de la parálisis
trágica de las guerras de religión?
(…) hay aún más motivos para reprenderlo[111] por haber hecho
que Jimena consintiera en desposar a Rodrigo el mismo día en que
este ha matado al Conde. Esto sobrepasa toda credibilidad y no puede
suceder verosímilmente en el alma, no solo de una hija juiciosa, sino
de la que estuviera más despojada de honor y de humanidad. En este
sentido, no se trata de reunir varias aventuras grandes y diversas en un
espacio de tiempo tan pequeño, sino de hacer entrar en un mismo
espíritu, y en menos de veinticuatro horas, dos ideas tan opuestas
entre sí como lo son el castigo de la muerte de un padre y el
consentimiento para casarse con Mi asesino, y de asociar en un mismo
día dos cosas que no se podrían sufrir en toda una vida[112].
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ELVIRA: ¿Ha matado a vuestro padre y todavía lo amáis?
JIMENA: Elvira, decir que lo amo es poco, lo adoro, mi pasión se opone
a mi resentimiento; en mi enemigo encuentro a mi amado. Siento
que, a despecho de toda mi cólera, Rodrigo combate todavía a mi
padre en mi corazón, ataca, lo apremia, cede, se defiende, ora fuerte,
ora débil, y ya triunfante(…).
En estos versos Jimena misma se ha convertido en el escenario del conflicto entre los
dos hombres, en Jimena se repite la escena anunciando, sea cual fuere su intención, el
resultado de la misma. La muerte de su padre a manos de su amante divide su
interioridad, instituye una escisión en ella. Pero esta dualidad no aparece, en absoluto,
representada por Corneille como la deplorable alienación de una pasión culpable: no
se trata de la dualidad cristiana entre facultades pecadoras y facultades nobles del
alma humana. La constancia del sentimiento amoroso en Jimena señala, por el
contrario, su virtud, es decir, la fuerza y la grandeza, la autonomía de una parte de su
persona, y es la muerte del Conde, precisamente, lo que la pone de relieve. Podríamos
decir que actúa como un revelador, puesto que agudiza una contradicción que está
presente desde el comienzo de la pieza.
En efecto, la escena 1 del acto I nos presenta a Elvira con el Conde. Es Elvira
quien se dirige al comienzo al Conde para evocar a los dos pretendientes de Jimena,
Rodrigo y Don Sancho, y a sus sentimientos con respecto a ellos. Y, el espectador aún
no lo sabe pero lo comprenderá ya en la escena 2, Elvira le miente:
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habrían podido confundirse si el Conde no hubiera ofendido a Don Diego: en tal caso
la voluntad del Conde, la única declarada, publicada, habría recubierto a la de Jimena,
que habría podido seguir fingiendo que no hacía más que obedecer a su padre. Habría
tomado invisible la independencia y la anterioridad de la voluntad de Jimena. Por el
contrario, al intervenir antes del vínculo indisoluble del matrimonio, la muerte del
Conde a manos de Rodrigo agudiza la distinción entre voluntad amorosa y voluntad
paterna tal como esta se traduce en el deber de Jimena con respecto a su memoria y
las convierte en antagónicas.
Así, desde las primeras escenas, todas las condiciones de la «antítesis parricida»
están ya reunidas: lo que es virtualmente parricida es que haya algo propio, un deseo
propio, que resiste a la obediencia o a la fidelidad debidas al padre; o bien que la
fidelidad expresada públicamente con respecto al padre se doble de una zona de
sombra y de infidelidad, que se expresa secretamente, en lo «privado». Gracias a la
representación teatral, los espectadores gozan al sumir su mirada en estos dos
espacios a la vez, de sentir la oscilación de su frontera, de experimentar su línea de
fricción e incluso de apreciar un nuevo heroísmo, el heroísmo del sentimiento
amoroso que desafía a la ley natural.
¿Jimena no será la figura alegórica de la autonomía del yo, una autonomía todavía
tan escandalosa en el siglo xvii a los ojos de muchos contemporáneos, por su negación
de los lazos familiares, que podría parecer parricida? He aquí la forma en que el
último libelo de la querella presenta su «defensa» de Jimena:
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modelo del estado absolutista, por el contrario, solo deben una obediencia pasiva al
soberano, una obediencia que no compromete a su conciencia: desde este momento,
solo el soberano es responsable de lo público y detenta el monopolio de la violencia
legítima.
En efecto, el celo había justificado tanto la masacre de San Bartolomé, en 1572,
como los asesinatos sucesivos de Enrique III en 1589 y de Enrique IV en 1610;
realizados como tiranicidios, como gestos heroicos ordenados por Dios para vengarlo
y salvar lo público, fueron castigados como el peor de los parricidios.
La escisión de lo público y lo privado habrá de prohibir tales gestos:
definitivamente menor de edad, el pueblo ya no es un actor político. A cambio de
ello, siempre que no cuestionen el poder absoluto del Príncipe en el orden de los
asuntos políticos, los «particulares», católicos, protestantes e incluso ateos, son los
únicos responsables de su salvación: la libertad de conciencia quedó reconocida por
el Edicto de Nantes. De este modo nace un espacio «privado» autónomo, no
comprometido políticamente, desligado de la pertenencia al Estado y a la Iglesia.
Pero el reconocimiento de este espacio privado no es autoevidente: sustraído a la
visibilidad de lo público y de sus ceremonias, describe una esfera de «intereses
particulares» que resulta sospechosa a los ojos de muchos contemporáneos: ¿cuál es
su extensión? ¿Bajo qué «imperio» se sitúa? ¿No será el del yo, el del amor propio?
Si el rey, la Iglesia, las leyes civiles, ya no pueden acceder a este espacio, ¿quién
garantizará su moralidad? Detrás del consenso político concerniente a la necesidad de
la paz civil, se juegan importantes conflictos de interpretación del presente histórico
que suponen diferentes perspectivas para el futuro. Los «devotos» (herederos del
«celo»), que no aceptarán jamás la presencia de este «cuerpo extraño» que
representan para ellos los protestantes ni la política estatista de un Richelieu, ven en
el reconocimiento del espacio privado un signo indudable de libertinaje. «El yo es
odioso», dirá Pascal, dirigiéndose a los libertinos: porque el yo, al afirmar una esfera
virtualmente desligada de todo vínculo —familiar, político, religioso— se toma como
un fin y es esta especularidad que define al yo lo que lo denuncia como instancia
fatalmente libertina.
Sin embargo, Bodin, el gran pensador del absolutismo y de la monarquía
moderna, había previsto la dificultad. Es cierto que funda la República en la
distinción entre un espacio privado y otro público,
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obediencia pasiva. Pero para limitar la amenaza libertina de lo particular[118], Bodin
sitúa esta esfera bajo el poder absoluto del padre de familia, que aparece como el
corolario lógico del poder absoluto del rey:
El poder paterno y el poder real son ambas imágenes del poder divino y establecen,
cada uno en su esfera, el mismo respeto de las leyes naturales y divinas. Veamos
cómo Charron, en su obra De la sagesse, defiende la misma idea:
Un poder tan grande y absoluto de los padres sobre sus hijos era
muy bueno para el cultivo de las buenas costumbres, para combatir
los vicios y para el bien público. Permitía mantener a los hijos en el
miedo y el deber; era necesario porque sin él muchas faltas graves de
los hijos permanecerían impunes, para gran perjuicio público: en
efecto, la autoridad pública no puede conocer y castigar todas las
faltas, ya sea porque son domésticas y secretas, ya sea porque no hay
partes ni demandantes[120].
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(…) la hija solo consiente ese matrimonio porque se abandona a la
violencia de su amor, y el desenlace de la intriga se funda en la
injusticia inopinada de Femando, puesto que ordena la celebración de
una boda que su razón no debía siquiera proponer.
Y agregan:
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En otros términos, el absolutismo real, restringido a la esfera política, no debe
servir de modelo al individuo, al yo, sino que ha de tener como corolario, en la esfera
doméstica, el poder absoluto de los padres sobre su familia, es decir, la obediencia, la
piedad filial, ha de ser también absoluta. Tal es la tesis de Bodin, que exige que el
hijo esté dispuesto a sacrificarlo todo por su padre, como en el ejemplo siguiente:
Ten coraje, hija mía, que hoy tu Rey te quiere servir de padre en
su lugar[126].
Sin embargo, el Rey no va a servir de padre como el Conde, en el lugar del Conde: no
lo va a representar, no se va a situar en una relación de analogía y de sustitución con
respecto a él. Al poner en evidencia en el espacio público, mediante el falso anuncio
de la muerte de Rodrigo, el amor de Jimena, el rey no actúa como el Conde: verifica
su deseo amoroso antes de ordenarle que contraiga matrimonio. Al formular esta
orden, niega el carácter imperativo de la fidelidad al padre y autentifica la esfera de lo
«privado» colocándola directamente bajo la autoridad del propio yo.
El rey ocupa, entonces, la función paterna de una manera nueva, lo que confiere a
la muerte del Conde el valor de una etapa necesaria. Asistimos al enfrentamiento de
dos absolutismos que se completan extrañamente: no se trata, como en el texto de
Bodin, del absolutismo natural del poder paterno, diferente de la soberanía real y al
mismo tiempo análogo a ella, sino del absolutismo del sentimiento amoroso que
desafía a la ley, a los lazos naturales, y el absolutismo real que, al autorizar este
sentimiento amoroso extraordinario, se confirma simultáneamente como potencia
soberana que se encuentra, ella también, por encima de las leyes y de los lazos
naturales.
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Representada inmediatamente después de El Cid, la tragedia de Horacio se inicia
con la guerra librada entre Alba y Roma. Guerra de exterminación, que busca que la
ciudad victoriosa elimine a su rival; se trata también de una guerra civil, una guerra
«parricida», no solo porque Alba es la madre de Roma sino porque albanos y
romanos están vinculados por alianzas familiares múltiples. Para acabar con esta
monstruosidad interminable de los combates parricidas, los dos jefes deciden recurrir
al combate singular y modificar su prenda: al término del combate la ciudad vencida
no será la esclava sino la súbdita de la otra. No es difícil leer en esta situación inicial
una transposición de las guerras de religión, cuyo recuerdo pesa sobre la memoria en
el curso de la primera mitad del siglo xvii.
Sin embargo, la elección de los «campeones» repite de una manera superlativa el
parricidio, puesto que Horacios y Curiados pertenecen a una misma familia. Los
dioses lo confirman, cuando se les consulta acerca de esta elección desnaturalizada:
su voluntad, absoluta, no se somete a las leyes naturales y, de este modo, se
caracteriza como omnipotencia[127].
Al comienzo de la tragedia Horacio, esposo de Sabina, que es, a su vez, hermana
de los Curiados, aparece como la emanación de aquella voluntad, porque su
obediencia se presenta como una adhesión sin fracturas a la orden inaudita de
combatir contra los Curiados. Se revela así como plenamente romano, es decir, si
seguimos el texto, íntegramente «viril» y algo «bárbaro», «inhumano», y se anuncia
como el agente del poder, el futuro vencedor. Curiado, por el contrario, es el guerrero
albano, es decir connotado como femenino, que no obedece sin experimentar horror
ante la perspectiva del combate. En tanto que Horacio, identificado con el bien
público, solo ve en Curiado al enemigo de la patria, Curiado pone de manifiesto un
desgarro de su ser al dejar hablar a la parte de sí mismo que permanece sensible a los
lazos privados.
Horacio se revelará naturalmente como un hijo digno del orgullo romano de su
padre. A través de estas dos figuras se delinea una primera definición de la patria,
tierra de los padres, sin diferencia entre los sexos ni alteridad de ninguna especie.
Hasta el momento en que el desenlace introduce una fisura en su identidad, Horacio
se comporta como el doble fiel de su padre: ambos dan a Camila la misma orden de
no llorar al final del combate, orden que ella no respetará, y ambos comparten la
misma concepción del poder absoluto del padre sobre sus hijos. Ella se encuentra
evidentemente afectada cuando el anciano Horacio en el acto III, después de un
malentendido, cree que Horacio es culpable de haber huido de sus adversarios:
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Horacio, como representante de su padre, anticipándose a su justicia[129] matará a
Camila cuando esta, que acaba de perder a su amante Curiacio en el combate, se
presenta ante él para desafiarlo.
Camila es, en la tragedia, la representante del sentimiento amoroso llevado al
absoluto: no le interesa nada más que su amor por Curiacio, a quien intenta apartar de
su deber público. Es cierto que, como Jimena y tantas otras heroínas del teatro,
comienza por enunciar su obediencia con respecto a la autoridad paterna:
pero esto sucede al comienzo de la obra, antes del anuncio del combate, en respuesta
a Curiacio que le comunica la aceptación de su boda por Horacio el Viejo. Por el
contrario, cuando Curiacio cae bajo los golpes de su hermano, ella transgrede
escandalosamente la prohibición paterna y fraterna de llorar a Curiacio y convierte
explícitamente su lamento en un acto de rebeldía contra ellos, un acto que afirma con
furor que la totalidad de su persona está ocupada por su yo enamorado: después de
haber desafiado a su hermano maldice a Roma, su patria. Al atacar de este modo a la
instancia paterna en sus dos figuras principales, Camila obtiene lo que buscaba:
cuando muere a manos de Horacio no solo se reúne con su amante sino que además,
en una especie de parricidio invertido, convierte a Horacio en criminal y de ese modo
mancha su gloria y la gloria de su padre.
En ese momento Horacio ha atravesado un umbral: el del espacio doméstico. En
él importa lo mismo que lo había animado al combate, pero esta vez fuera de su orden
y sin necesidad política: el principio del sacrificio a lo público: Horacio niega, de este
modo, la escisión de lo público y lo privado que Corneille, sin embargo, inscribió en
la representación misma, puesto que observamos toda la tragedia a partir de este
espacio privado. Si no quiere dividirse él mismo, Horacio tampoco puede reconocer
esferas separadas en el seno de un mismo Estado, una dualidad en el cuerpo político.
Sin embargo, esta lógica «furiosa» se detiene cuando ante él se presenta su mujer,
Sabina.
Sabina es presa del mismo desgarro que Jimena: Horacio ha matado a sus
hermanos. Como Camila, se presenta para provocarlo a que la mate, pero de un modo
patético. Y Horacio no la mata: se debilita. Heroína escindida, Sabina mantiene las
dos exigencias: amar a Horacio y llorar a sus hermanos. Frente a la perfección de
Horacio, reivindica para sí misma la imperfección y le ofrece una verdadera
alternativa:
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Horacio huye, renunciando a exigirle que lo imite, es decir, renunciando a formar con
ella un cuerpo conyugal indivisible, a la imagen de un cuerpo político igualmente
indivisible, pero sin renunciar por eso a ella. Es la primera vez que el héroe se
emociona, la primera vez que el sentimiento privado lo hace actuar, o más bien
desfallecer a sus propios ojos.
La lección que se desprenderá del proceso de Horacio confirma esta alteración
positiva del héroe. El rey Tulio ordena, por una parte, que Camila y Curiacio sean
enterrados juntos, lo que es una manera de inscribir en el suelo de la patria una
diferencia, tanto la diferencia amorosa como la diferencia albana materna; por otra
parte, absuelve a Horacio, aunque no lo desculpabiliza de su crimen. Así, se
pronuncia dos veces contra el punto de vista de Horacio el Viejo, para el cual Camila
era criminal y Horacio inocente.
De este modo, Horacio tendrá que hacer sitio, en Roma y en sí mismo, a Alba, a
Sabina, al espacio privado. El juicio de Tulio funda un nuevo Estado que debilita la
potencia de los padres y redefine a la vez/a la patria y al vínculo entre sus miembros:
de ahora en adelante el rey será el tercero imparcial que regula los conflictos para
impedir el círculo infinito de venganzas, de actos «parricidas». La guerra civil ha
terminado.
¿Por qué, en Corneille, las hijas son las que se hacen cargo del asesinato o de la
destitución del padre? ¿Por qué Jimena y no Rodrigo, Camila y no Horacio? ¿Por
qué, en su primera tragedia, lo hace Medea? ¿Y en Cinna lo hace Emilia? ¿Por qué
resultan ellas las encargadas de sostener o de indicar la traición al padre, de
representar la victoria del vínculo amoroso sobre el vínculo natural, el triunfo del
propio interés como voluntad legítima?
Quizás podamos entrever la razón de este privilegio heroico ambiguo atribuido a
las hijas si consideramos, al mismo tiempo, dos pasajes, uno de El Cid y otro de
Horacio.
Cuando Rodrigo se presenta ante el Conde para desafiarlo, este se niega, al
comienzo, a batirse con ese «joven presuntuoso». Rodrigo evoca a su padre, a la
ofensa sufrida, y se presenta como «su sangre». Entonces el Conde acaba por aceptar
el combate con estas palabras:
Ven; así cumples con tu deber. Degeneran los hijos que sobreviven
al honor de su padre[132].
Rodrigo no «degenera»: es cierto que la obra muestra cómo suyo enamorado resiste a
su padre, pero antes de ello ya se había manifestado como una copia fiel del modelo
paterno. Toda la grandeza de Camila, por el contrario, radica en su poder de
Página 103
«degeneración», puesto que el suyo es un verdadero proyecto rebelde que expresa en
toda su magnitud el carácter absoluto de suyo enamorado:
Estos versos nos indican el sentido de la palabra «degenerar». Remite a las teorías
médicas griegas que todavía estaban en vigor en el siglo xvii: las «entrañas[135]» no
corresponden a la matriz sino al reservorio de la simiente paterna, la única que forma
al hijo. El hecho de que el hijo sea la imagen del padre demuestra la excelencia de la
simiente paterna, suficientemente fuerte como para formarlo según su modelo. Desde
este punto de vista la hija resulta siempre de un defecto de la simiente, de la forma: la
hija es siempre un varón degenerado. En ella se acusa, entonces, la falta de padre: en
su ser falta el padre; por esta razón, desde la perspectiva cristiana, es necesario
vincularla vigorosamente, someterla al padre y luego al marido, puesto que la
naturaleza, el vínculo natural, es débil en ella.
¿No será precisamente esta falta lo que, en Corneille, permite que la hija pueda
representar, sin una exagerada culpabilidad, el surgimiento parricida del yo? El
último libelo de la querella, que recuerda esta teoría de la procreación de las hijas, no
duda al afirmarlo:
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(…) lo que quería mostrar, por el contrario, es que la mujer no está tan
obligada con la naturaleza como con el amor (…)[136].
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Don Juan, hijo de un padre barroco
Horacio Amigorena
Sin embargo, lo novedoso del mito es problemático. Don Juan fue construido en
el siglo xvii como encamación de algunas de las figuras principales de la teología
moral: la seducción, el orgullo, la concupiscencia, la lujuria[138]. Es un vicioso, en el
sentido que Aristóteles da a este concepto: un hedonista sometido sin escrúpulos a la
búsqueda del placer momentáneo. Y es un perverso en cuanto a la persona moral.
Cabe preguntarse si, cuando entra en escena, mantiene a distancia estos desórdenes
para reanudar con ellos a otro nivel y darles un nuevo significado humano. ¿Puede
reconstruirse en el espacio de la ilusión de la función teatral como sujeto de un nuevo
mito de la sexualidad del hombre adulto? Tal vez, desde el punto de vista de la
nosografía psicoanalítica, solo sea un perverso, definido ya no en el plano de la
perversidad sino en el ámbito de la perversión sexual[139]. ¿Se agota la novedad
haciendo de él un héroe del deseo y de la seducción[140]? Bastaría identificarlo con el
padre primitivo imaginado por Freud y concluir que la problemática donjuanesca solo
atañe al hombre en su soledad de hombre para borrar lo novedoso.
¿Cómo evitar que traslademos a la obra el efecto de seducción, de goce perverso
y también de repulsión que el personaje de Don Juan ejerce en el espectador?
¿Cómo protegemos de ese espectador que llevamos dentro y que nos impide que
abordemos a Don Juan sin prejuicios?
Antiphon aconseja que se entre en la casa del amo despegando los labios del
esclavo más cercano a él, para luego descubrir en el espacio privado una verdad
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escondida en el espacio público.
Otra figura, el festaiuolo, desempeña un papel cercano al del esclavo en el teatro
florentino del siglo xvi, contando al público la historia muda que se representa en el
tablado.
¿Se pueden despegar los labios de los servidores de Don Juan —Catalinón,
Sganarelle o Leporello— y preguntarles, como si fuesen festaiuoli, que nos informen
acerca del amo?
De entrada, Sganarelle confiesa que Don Juan es «un gran señor hombre malo»,
un sujeto hipostasiado con dos cabezas, «un monstruo de la naturaleza». Y Catalinón
revela el doble aspecto del personaje:
Lo que aplaude en público —«el temor hace en él las veces de celo»— lo desaprueba
en privado:
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Las bellas en el siglo xvii encuentran en el casamiento una fuente de identidad y Don
Juan lo aprovecha: el gran señor se ofrece como marido mientras el hombre malo
sacia su apetito. La condición de noble no impide al hombre que sea cruel con las
mujeres.
En los brazos de Tisbea, el gran señor se despierta como un:
mancebo excelente
gallardo, noble y galán[145].
yo soy caballero
cabeza de la familia
de los Tenorios antiguos
ganadores de Sevilla[146].
Eh un’impostura
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Della gente plebea!
La nobilità
Ha dipinta negli occhi l’onestà[149].
(Tal cosa es calumnia
de los plebeyos. La honestidad
se refleja en los ojos de los nobles[150]).
En verdad, la honradez en los ojos de un gran señor no oculta la mirada mala —es
decir deseante— pero tranquiliza al consumidor. Don Juan pone en juego su identidad
de casta en trompe l’œil. ¿Pretende burlarse de las mujeres o destruir la noción misma
de identidad? Por cierto, engaña al ojo de las bellas que solo piensan en el
casamiento, que no tienen más remedio que casarse con Dios o con un hombre.
Don Juan las tienta con el casamiento con un noble caballero para encender el
deseo, el otro ojo de las bellas.
Se casa por unos meses con Doña Elvira, por una noche con Tisbea, por unas
horas con otras. No olvidemos que la promesa del casamiento equivale a un
casamiento en el Siglo de Oro, y el Burlador lo aprovecha.
La promesa del gran señor no es más que un topos de la ironía que enfrenta al
voto de fidelidad con la inconstancia del deseo, que gobierna su palabra y lo libera de
toda deuda simbólica y moral. Se trata de un privilegio de Don Juan del que no gozan
los «don juancitos».
No nos dejemos engañar: el trompe l’œil no engaña a nadie. El gran señor no es
más que una inquietante presencia sin ilusión. Al día siguiente, solo será polvo, mas
polvo enamorado; y ellas, como Tisbea, tendrán el corazón en llamas y serán
«mujeres deshonradas», sin virtud ni honor.
Don Juan está condenado a irse: su vida es vagabundeo y el objeto del deseo es
un espejismo siempre presente. Una perpetua tensión en el sujeto disociado sacude el
trompe l’œil y, al menor entorpecimiento, a la menor duda, puede precipitarlo en la
anamorfosis.
Tal vez el gran señor solo sea un falso self opuesto al verdadero, al hombre malo.
Lo falso y lo verdadero mantienen una relación compleja en el campo de la
representación barroca y la relación de oposición no abarca esta complejidad.
La única certidumbre en el teatro del mundo del siglo xvii es:
Sin embargo, la ironía, al igual que la mirada, a veces disfraza la verdad y desnuda la
mentira.
Las manos de Charlotte, la más hermosa del mundo para Don Juan, no son más
que sucias y negras para Sganarelle; y Charlotte, ¿se trata de una figura de la ironía o
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del deseo sexual que cuestiona el juicio estético?
El hombre malo es un hombre de carne ardiente. Viste las ropas del gran señor
con desapego, como si fueran atributos de un papel que hay que desempeñar. Pero el
hombre malo no puede existir sin estos ropajes que lo ocultan y lo representan en el
teatro del mundo. Son la palabra que transforma su carne.
Son los atributos de la apariencia que permiten al hombre malo existir en sociedad.
Por eso los usa, pero aunque parezca transformarse en ellos, se niega a convertirse en
su servidor.
En la arquitectura barroca una fachada luminosa oculta a veces un interior más
oscuro, donde habita el deseo: un’odore di femmina; vestigio de un goce que más allá
de su dimensión fálica se junta con un lejano estado prehumano de la sexualidad
masculina.
El hombre malo es «un hombre sin nombre». Don Juan no niega aquí su identidad
pública ni el nombre de su padre al afirmar una identidad privada que reivindica
incluso frente al Rey: con Isabella tan solo son «un hombre y una mujer», despojados
de toda humanidad.
Es víctima de un barbaro appetito, y su mano que acaricia más de lo que debe es
un barbaro artiglio. Para el hombre de todos los excesos[153], la mujer no es más que
un olor que enciende el fuego de sus ansias, como un conquistador que vuela de
victoria en victoria, en dépit du ciel et des chases les plus saintes. El narcisismo
masculino se complace en estos sueños. Al despertar, Don Juan desconfía de la razón
discursiva.
Tous les discours n’avacent point les choses, il faut faire et non
pas dire, et les effets décident mieux que les paroles[154].
(Los discursos no modifican las cosas, hay que hacer más que
decir; los efectos deciden mejor que las palabras).
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números en vez de nombres y sumarlos. Los números son mujeres y las mujeres solo
son números. No pone nombres para evitar la nostalgia.
La destreza reemplaza en él a la prudencia y la antigua sabiduría. Se divierte
llenando casilleros: una mujer sustituye a otra y todas juntas conjuran el vacío. Tanto
vale Charlotte como Maturine. Es un juego en el que no puede haber ausencia.
Tristán es la figura del amor civilizado, mientras que Don Juan es la figura del
amor bárbaro. A uno lo persigue el espectro del objeto perdido, mientras que el otro
no se preocupa por ello, como si no tuviera nada que ver con Edipo.
El Don Juan de Moliere defiende e ilustra la inconstancia, y señala el peligro de la
fidelidad:
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terminado y nos adormecemos en la tranquilidad de ese amor hasta
que una nueva beldad viene a despertar nuestros deseos presentando a
nuestro corazón los atractivos encantos de una nueva conquista).
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(Mi paz depende de la suya,
sus deseos también son los míos,
sus aflicciones también me hieren).
Son mujeres necesarias. Por placer el gran señor seduce en el jardín, mientras que el
hombre cruel caza por necesidad en el bosque.
Donna Elvira y Don Giovanni representan otro caso, ya que construyen una
pareja en torno a la oposición patética entre el apego femenino a la fidelidad y la
dependencia masculina de la inconstancia. Se sueñan mutuamente en una pesadilla
sadomasoquista. Es el lugar donde nace la asociación de la melancolía de la mujer
con la perversión masculina.
La escena del catálogo es alucinante: Leporello lo despliega en un aire de euforia
fálica y enumera las belle che amo il padron mio…, dirigiéndose a la doliente Donna
Elvira.
Durante el barroco, dos grandes sistemas de reglas rigen el funcionamiento de los
sexos en la sociedad: la ley de la alianza y el orden de los deseos, que en el siglo xvii
es el ámbito de la culpa y del pecado, del exceso y de la transgresión.
Michel Foucault escribe:
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mujeres, seductor de vírgenes, vergüenza de las familias e insulto a
los maridos y a los padres— se oculta otro personaje: el que está
atravesado, a pesar suyo, por la sombría locura del sexo. Bajo el
libertino, el perverso. Rompe deliberadamente la ley pero al mismo
tiempo algo semejante a una naturaleza desviada lo lleva muy lejos de
toda naturaleza).
Vous voilá, vous, par exemple, vous êtes là: est-ce que vous vous
êtes fait tout seul, et n’a-t-il pas fallu que votre père ait engrossé votre
mère pour vous faire[160]?
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(Os veo a vos, por ejemplo, aquí. ¿Os habéis hecho solito, y no ha
sido necesario que vuestro padre haya preñado a vuestra madre para
haceros?).
Un fantasma de los orígenes responde a la pregunta acerca del origen de Dom Juan:
el gran señor y el hombre malo tienen orígenes diferentes. A este último, se le
atribuye un nacimiento biológico plebeyo, cuya fórmula sería:
Más que padres, son agentes biológicos de la procreación del «hombre sin nombre».
Nacimiento humano y animal se confunden. No anuncia su nacimiento ningún
fantasma de deseo de los padres. No hay ninguna dependencia respecto a ellos. No
hay ninguna deuda con un espermatozoide, una hembra o un macho.
En Le Festin de Pierre ou le fils criminel (1659) de Dorimond, Dom Alvaros,
harto de los desórdenes de su hijo, dice a Dom Juan, como último argumento para
obtener su vasallaje, que no se olvide de que le debe la vida. Su respuesta es un
ejemplo de la negación de la deuda filial.
El Don Juan malo no tiene madre ni padre encamados. Nació como las moscas y los
gusanos. Es un automatos generado por el Cielo, principio paternal, y la Tierra,
principio maternal. No le importan el pecado, la culpa ni la culpabilidad. Fuera de la
ley de las alianzas, no hubo parricidio ni complejo de Edipo. Por lo tanto, no hay
deuda filial.
El nacimiento de Don Juan gran señor se desarrolla de otro modo, aunque
también interviene el cielo, este deja de ser un principio paternal, para convertirse en
la morada de Dios Padre: y cuando Dios escucha una oración o dice «tú eres mi hijo»,
es siempre una palabra de trueno, que revela algo de lo real.
Dom Luis ha sido oído por el cielo y no cesa de lamentarlo:
Hélas! Que nous savons peu ce que nous faisons quand nous ne
laissons pas au ciel le soin des choses qu’il nous faut, quand nous
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voulons être plus avisés que lui, et que nous venons à l’importuner
par nos souhaits aveugles et nos demandes inconsidérées! J’ai
souhaité un fils avec des ardeurs nonpareils; je l’ai demandé sans
relâche avec des transports incroyables; et ce fils que j’obtiens en
fatigant le ciel de vœux est le chagrin et le supplice de cette vie même
dont je croyais qu’il devait être la joie et la consolation… Ne
rougissez vous point de mériter si peu vottre naissance?…
Et qu’avez-vous fait dans le monde pour être gentilhomme[162]?
(¡Ay, qué poco sabemos lo que hacemos al no dejar al cielo al
cuidado de las cosas que nos convienen cuando queremos ser más
sagaces que él y le importunamos con nuestros deseos ciegos y
nuestras peticiones desconsideradas! He deseado un hijo con toda mi
alma; lo he pedido sin tregua y con increíble apasionamiento; y ese
hijo que consigo agobiando al cielo con mis súplicas, es el pesar y el
suplicio de esta misma vida, de la que creía que sería la alegría y el
consuelo… ¿No os avergonzáis de ser tan poco digno de vuestra
alcurnia…? ¿Qué habéis hecho en el mundo para merecer ser noble?).
La madre no aparece en escena —algo muy común en el siglo XVII— para permitir
que la «relación con el padre» muestre su primacía y su complejidad.
En primer lugar surge la relación del progenitor de Don Juan con Dios Padre,
porque Él es el principio paternal de la tradición aristotélico-tomista y el padre de los
cielos (Erhörtervater) teorizado por Freud en Tótem y Tabú.
Y este padre Muy Alto le hace un favor al padre de abajo: le concede un hijo. Sin
embargo, el hijo, en vez de darle alegría y consuelo, se convierte en la pena y el
suplicio de su vida. ¿Cuál es el enigma de ese favor contradictorio del cielo? ¿Don
Juan será un hombre malo que obra bajo influencia de la justicia divina para castigar
al padre?
¿Qué culpas tendrá para merecer este castigo? Sus anhelos ciegos y sus pedidos
exagerados, ¿no demuestran acaso su intemperancia? ¿Sus grandes ardores y
arrebatos increíbles revelan una secreta concupiscencia de la carne? En el siglo XVII,
tales ardores y arrebatos ofenden al cielo, humillan al hombre y menoscaban la
dignidad del casamiento.
¿Tal vez los grandes ardores de Dom Louis sean el modelo del desorden extremo
de Don Juan y de sus malas acciones?
El primero que sufre las consecuencias nefastas de estos amores es el padre, en el
Burlador y en el Dom Juan.
Así, Don Diego le dice a Don Juan (1420 y ss.).
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¿Es posible que procuras
todas las horas mi muerte[163]?
De quel œil, à votre avis, pensez-vous que je puisse voir cet amas
d’actions indignes, dont on a peine, aux yeux du monde, d’adoucir le
mauvais visage, cette suite continuelle de méchantes affaires, qui nous
réduisent, à toutes heures, à lasser les bontés du souverain, et qui ont
épuisé auprès de lui le mérite de mes services et le crédit de mes
amis[164]?
(¿Con qué ojos creéis en vuestra opinión que puedo ver ese
montón de actos indignos, cuyo horrible aspecto es imposible
disimular al mundo, esa serie ininterrumpida de malas acciones que
nos obligan continuamente a poner a prueba la bondad del soberano, y
que han agotado ante él los méritos de mis servicios y la influencia de
mis amigos?).
La relación con Dios es, en el siglo xvii, el paradigma de lo que tiene que ser la
relación con el padre. Trescientos años después, Freud invierte este paradigma en Un
caso de neurosis demoníaca. Seguramente Don Juan hubiera compartido con gusto
esta herejía con Freud.
El personaje de Tirso de Molina nace, desde el punto de vista de la persona moral,
como el castigo de su padre por causa de sus grandes ardores, los cuales asedian el
imaginario barroco y unen al padre con el hijo en un vínculo que los ata y separa para
siempre.
Dios Padre aprovecha esta distancia entre el hijo y su progenitor, quedándose con
la deuda y colocándola en el registro de la redención. «Tan largo me lo fiais» sería
una metáfora pertinente para tales transacciones.
Dom Louis le dice a su hijo:
Je vois bien que je vous embarasse et que vous vous passeriez fort
aisément de ma venue. À dire vrai, nous nous incommodons
étrangement l’un et l’autre; et si vous êtes las de me voir, je suis bien
las aussi de vos déportements[165]…
(Veo que os molesto, y que estaríais encantado de que no hubiese
venido. A decir verdad, nos molestamos enormemente el uno al otro,
y si estáis harto de verme yo lo estoy también de vuestros excesos).
¿Por qué se molestan tanto? ¿Los extravíos del hijo se mezclan con los arrebatos del
padre? Es sorprendente que estas dos palabras (déportements-transports) pertenezcan
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a la misma familia etimológica. También llama la atención que la molestia que les
debía impedir hablarse abra el campo de la palabra y funcione como un signo de
reconocimiento, un operador simbólico que atribuye las posiciones de padre y de hijo
en un conflicto moral que llega a ser un juego de destrucción. El padre es sujeto de un
lenguaje moralizador: tras las advertencias, vienen los reproches, luego la reprensión,
la reprobación y por fin el anatema, en un tipo de comunicación que no excluye
mensajes contradictorios. Dom Alvaros le pide a Dom Juan que hable y al mismo
tiempo le dice:
Y algunos versos después, le pide que se identifique con el punto de vista del padre
para confirmar que no hubo identificación filial.
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en el mundo para merecer ser noble? ¿Creéis que basta para ello
ostentar el título y las armas? ¿Que sea para nosotros una gloria que
corra por vuestras venas sangre hidalga, si nos comportamos como
infames? No, no; el nacimiento no es nada donde no hay virtud. Por
eso solo participamos de la gloria de nuestros antepasados en tanto en
cuanto nos esforzamos en parecemos a ellos).
El hijo está en la posición del servidor y el padre en la del amo. Tal orden impide, en
el espacio público, que el sujeto se levante en armas contra el rey, y en el espacio
privado, que el hijo se rebele contra el padre.
Se trata de un orden inmutable, similar al de la naturaleza.
El orgullo no es solo el primero de los pecados capitales, sino también una de las
enfermedades principales del hombre, junto con la concupiscencia: una nos sustrae a
Dios, escribe Pascal, y la otra nos ata a la tierra. Don Juan las transforma en virtudes.
Dom Juan se dirige al padre:
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Quand l’enfant par raison se peut tout enseigner[170].
(Y si pretendéis alterar mis placer
esos desengañaréis traicionando vuestros deseos.
Ahora no os puedo reconocer como padre,
me encuentro en el estado de ser yo mismo mi amo.
El cielo ha hecho que los humanos en la infancia
tengan necesidad de un padre y estén en sus manos.
Pero desde que un rayo de su gracia suprema
nos concede la razón, nos devuelve a nosotros mismos,
y es injusto que un padre quiera reinar
cuando el hijo se puede gobernar por su razón).
Su orgullo no tiene nada que ver con el sentimiento de dignidad del Cid de Corneille.
El orgullo de Don Juan no se inscribe en ninguna tradición, es la consecuencia de una
ruptura con la moral dominante, la cual anuncia el ideal de la Ilustración. Kant diría
que Don Juan sale de la «minoría». Sin embargo, no sale para fundar otra moral, sino
para adherirse a un «inmoralismo» nietzscheano.
Su conducta deja de lado los juicios de valor para quedarse con los juicios de
hecho y se opone a la moral cristiana, sin renunciar a Dios Padre, con quien mantiene
un trato sin mediación. ¿Contradicciones, o recovecos del alma barroca?
Miguel de Molinos, contemporáneo de Don Juan, fue acusado en 1687 por una
bula de Inocencio XI de enseñar, tanto en teoría como en la práctica, que uno puede
abandonarse a sus desórdenes infames sin perderse, siempre que la parte superior del
alma siga unida con Dios.
¿Es el caso de Don Juan? El héroe mítico nace por virtud seminal de sus obras, de
las cuales se vanagloria más que de su linaje. Son obras que realiza de noche,
preferentemente en el dormitorio de una mujer.
El padre real de Don Juan Tenorio tiene el poder de meterlo en la cárcel, de
quitarle la vida, pero Don Juan no le reconoce autoridad alguna. Para que así fuera, su
poder absoluto de Padre consagrado por la ley divina debería tener alguna grieta. Para
desgracia de los dos, Don Juan es esta grieta. No opone a la ley divina otras leyes,
sino que hace coexistir a esta ley divina con leyes que se escriben como relaciones.
Juan, según el Corominas, es un nombre plebeyo —atestado desde 1605 en la
Pícara Justina. Juan no tiene padre: de su nacimiento solo se sabe que un hombre
preñó a una mujer… o que el calor del sol fecundó la tierra. No se sabe nada más. Es
un asocial, viene de fuera. No tiene padre y no está sometido a las leyes de la
filiación. ¿Esto bastaría para acabar con él?
El héroe mítico se engendra a sí mismo engendrando un padre, y el nacimiento
del padre anuncia ya la muerte del hijo. He aquí el enigma. Escuchémoslo en el
andante de la obertura del Don Giovanni de Mozart.
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Algunos compases después el inicio, Leporello nos introduce en ese giocco
d’amore que es la vida de su padrone.
Don Juan y la hermosa Donna Arma quien, abusada o abandonada por él, aparece en
escena, enfurecida, desesperada, queriendo detener al culpable Don Juan.
Lasciala, indegno!
Battiti meco[173].
(¡Déjala, indigno!
¡Enfréntate conmigo!).
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La société humaine s’est donc édifiée sur la base d’une négation
permanente par l’homme de quelque chose qu’il est, qui lui
appartient, d’un refus de soi, d’une opposition à soi. L’homme social
ne peut être qu’un être divisé, qu’un sujet clivé[174].
(La sociedad humana se ha edificado sobre la base de una
negación permanente, por parte del hombre, de algo que él mismo es,
que le pertenece, de un rechazo de sí, de una oposición a sí. El
hombre social solo puede ser un ser dividido, un sujeto dividido).
Don Juan nace de este rechazo y encama al mismo tiempo esta parte de sexualidad
salvaje reprimida por el individuo que tiene que someterse a la ley para que la
sociedad exista y se reproduzca.
Don Juan mata al Comendador sin mostrar culpabilidad alguna. Representa un
acto, sin pasar al acto. Abre con su espada una herida y un vínculo de sangre, que
también es un pacto, se establece entre ellos. Es una figura del destino de Don Juan.
Al principio del primer acto de la ópera no quiere combatir al Comendador y al
principio del final, el final de Don Juan, el Comendador le pide que se vaya.
Ribaldo audace
lascia a morti la pace[175].
(¡Temerario, audaz!
Deja descansar a los muertos).
Son, una vez más, palabras de padre. Padre e hijo están condenados a no
abandonarse. Es otra figura del destino, pero esta vez del destino del hombre.
Don Juan tendrá su propia muerte, diría Rilke. La tendrá en un festín con un
convidado de piedra o con uno llamado Pedro, como el padre de la Iglesia.
Este padre no está petrificado sino convertido en estatua, porque il vecchio
buffonissimo[176] es ahora en su vida eterno huésped de una piedra que lo honra y
conmemora. No está petrificado, es más Comendador que nunca. Durante su vida, fue
un poderoso embajador del rey, gran comendador de Calatrava, y muerto, se vuelve
embajador de Dios Padre.
Don Giovanni, al igual que Clitemnestra en las Coéforos de Esquilo, entendió las
palabras del enigma.
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¿Se puede pedirle más misericordia a un padre, un padre barroco?
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El marido, el hermano y la mujer de la madre: algunas
figuras del padre
Susana Narotzky
INTRODUCCIÓN
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la institucionalización de la paternidad social en una forma u otra. En combinación
con la institución del matrimonio, este papel de padre social ha proporcionado la base
para el posible desarrollo de ciertas ideas sobre la paternidad física. Así, la
maternidad cultural es una interpretación necesaria, en términos morales, de una
relación natural, mientras que la relación de genitor es una interpretación opcional, en
el idioma de la naturaleza, de una relación esencialmente moral» (Barnes, 1990
[1973]: 42). Entonces, el acierto de la hipótesis aristotélica habría que buscarlo en la
congruencia anacrónica de los descubrimientos científicos del último siglo con la
realidad social de la Grecia clásica donde una figura masculina concentraba
autoridad, recursos, protección, en el ámbito doméstico y transmitía una posición
social que permitía movilizar estrategias políticas y económicas en cuanto a la
estructura social global. La identidad personal y social se construía a partir de dos
mediadores que permitían extender y manipular las redes de relaciones: una madre y
un padre sociales, metáfora básica del parentesco. La legitimidad plena estaba ligada
a un matrimonio exclusivo (realizado siguiendo unas pautas establecidas) y al
reconocimiento voluntario de paternidad por parte del padre. Los hijos de las
concubinas aunque fueran ciudadanas y libres eran reconocidos por el padre, podían
convivir en la misma casa pero eran bastardos: no heredaban en igualdad de
condiciones y desde luego no sucedían en leí estatus de su padre (Leduc, 1991). En
este caso por tanto, el genitor no es padre sino que al padre se le supone genitor, pero
el padre no es padre de la misma manera para todos sus hijos, sino que el tipo de
paternidad depende estrechamente de los lazos sociales establecidos entre el padre y
la madre /genitrix. De todos modos el padre lo es, siempre, por un acto único de
voluntad y reconocimiento.
En esta tradición, si sexualidad y procreación postulan un único padre, el
matrimonio sin embargo diferencia los atributos de esa paternidad.
En el derecho romano todavía la paternidad es un acto voluntario del pater
familias y se distinguen claramente las atribuciones del pater de las del genitor que
tendrá el deber de dar alimentos (deber puramente material) sin mayor
responsabilidad. Con la influencia creciente de la Iglesia, el derecho justiniano y el
derecho canónico van a consolidar la tríada sexualidad/procreación/matrimonio. La
sexualidad solo es lícita con fines procreativos y estos solo son lícitos dentro del
matrimonio legítimo que es un matrimonio monógamo e indisoluble. Dentro de estas
premisas la paternidad escapa al acto voluntario: se convierte a) en una presunción
automática y b) se abole la distinción entre padre social y genitor. El padre, entonces,
es el marido de la madre. Si existe matrimonio legítimo no se admite prueba contraria
a la paternidad del marido de la madre. Si la madre es soltera un hombre puede
reconocer de grado o de fuerza ser el genitor (padre natural) de su hijo/a y, como en
Roma, tendrá la obligación de alimentarlo, pero lo más probable es que esa criatura
se convierta en uno de los numerosos expósitos abandonados. En la Alta Edad Media,
sin embargo, en un momento en que la filiación patrilineal cobra importancia entre la
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nobleza y la sustancia transmitida en la procreación por el genitor («la semilla») se
valora como fuente fundamental de identidad, la legitimidad cede el paso a la
naturaleza, y los hijos bastardos (nobles) tienen un papel importante en la casa de sus
padres. Así, la relación con estos hijos bastardos de noble cuna será no solo material
(alimentos) sino plenamente social aunque de menor rango respecto de los hijos
legítimos (J. Delumeau y D. Roche, 1990; G. Duby, 1992).
Por otro lado lo que confirma la consumación efectiva del matrimonio para la
Iglesia y luego para los derechos civiles nacionales es la copulación heterosexual con
penetración «suficiente» del pene en la vagina (el acto único de generación) (Collier,
R., 1995). Es decir que el matrimonio legítimo no es válido sin sexualidad, la
sexualidad solo es lícita si es procreadora, la procreación solo vale dentro del
matrimonio legítimo. De esta tradición viene la confusión entre sexualidad,
procreación, paternidad social y matrimonio heterosexual. Pero ¿qué ocurre en otras
tradiciones?
Ejemplos etnográficos
BEMBA
Audrey Richards hizo un trabajo de campo intensivo entre los bemba en 1930 y 1933
y recogió una información muy detallada y completa. Los bemba se localizan en la
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meseta nororiental de Rodesia (actual Zimbabue). Richards los describe como
«pobres en recursos económicos». Son agricultores itinerantes de mijo, sorgo y maíz
y, en el presente etnográfico de Richards todavía no parecen muy involucrados en la
agricultura comercial o en el trabajo de las minas y por tanto no disponen de muchos
ingresos en forma de dinero. Dice Richards: «Prácticamente no existe entre estos
pueblos riqueza heredable, ni en forma de tierra, ni de rebaños, ni de dinero, y
naturalmente este hecho influye profundamente en la naturaleza de sus grupos
residenciales y de parentesco» (1982 [1950]: 250). Los bemba, sin embargo, tienen
una dinastía real gobernante y posiciones de estatus adquirido diferenciadas que
suponen distinciones significativas de autoridad y poder. La sucesión a estos cargos y
posiciones se hace normalmente por la vía matrilineal. La ideología de la procreación
bemba afirma que «la sangre pasa a través de la mujer y no a través del hombre. El
semen se limita a activar el feto colocado en el vientre» (1982: 250). Además «los
antepasados entran en el vientre de la mujer preñada y se convierten en espíritu
guardián del niño que va a nacer» (…) «tratándose de plebeyos, el espíritu guardián
puede pertenecer a la línea del padre o de la madre, mientras que en el clan real solo
los antepasados y antepasadas matemos regresan para actuar de guardianes del niño»
(1982: 251). Los hijos/as pertenecen al linaje y al clan de la madre pero reconocen la
existencia de algún tipo de lazo con el grupo del padre. Cuando el padre pertenece al
clan real o es un individuo influyente, sus descendientes intentan resaltar los vínculos
con el padre, intentan asimilarse al grupo matrilineal de su padre (1982: 251; 254). El
proceso matrimonial se inicia con pequeños dones en especias o en metálico por parte
del novio, pero sobre todo mediante el trabajo del novio para sus suegros durante un
número indeterminado de años. Esto otorga al novio progresivamente autoridad sobre
la novia. Recíprocamente los padres y parientes próximos de la novia dan regalos en
forma de alimentos al novio en señal de aceptación creciente, hasta que al final es
plenamente aceptado como yerno en un rito que le da el derecho de trasladar a su
esposa e hijos a su aldea si lo desea. El traslado no siempre se realiza y de cualquier
manera, como ha señalado Comaroff para otros casos (1980), el matrimonio bemba
es progresivo, poco formalizado e irá construyéndose con los años, al tiempo que las
estrategias personales de los implicados van tomando forma y transformándose
(Richards, 1982: 254). En esta situación ¿cómo es la relación entre padres e hijos/as?
La autoridad, nos dice Richards, se reparte entre el marido y el hermano de la madre,
cabeza del grupo matrilineal. «Antiguamente el tío materno tenía derechos de vida y
muerte sobre los hijos de la hermana y podía venderlos como esclavos o utilizarlos
para pagar deudas de sangre contraídas por algún miembro del matrilinaje»
(1982: 254); y sigue «Todavía tiene derecho a apartar del marido a la hija de la
hermana y casarla con cualquiera con quien tenga una obligación. Pero el padre tiene
autoridad sobre los hijos durante su juventud y puede mantener su autoridad si es una
persona de fuerte personalidad, con orígenes y estatus» (1982: 254). En cualquier
caso, la residencia del matrimonio y sus hijos (viri o uxorilocal[180]), el poder y la
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posición respectivos de los parientes varones más próximos, unidos a los beneficios y
responsabilidades económicas (por ejemplo ingresos de la emigración o gastos de
escolaridad) que supongan los descendientes para los predecesores, van a ser los
elementos clave en la configuración de las relaciones entre padres e hijos/as, tíos
matemos y sobrinos/as, abuelos y nietos/as. Richards indica que «sería casi cierto
afirmar que cuanto más importante y popular es un hombre, más parientes distintos
puede atraer a vivir con él» (1982: 257). Para Richards, la mayor tendencia a la
virilocalidad a lo largo del matrimonio entre los bemba, en comparación con otros
grupos matrilineales fuertemente uxorilocales como los cewa, refuerza la figura del
marido de la madre sobre la del hermano de la madre. Por otro lado la influencia del
cristianismo misionero, de la ordenación colonial de la legislación autóctona y de la
organización económica parecen haber reforzado la figura del padre. En todo caso es
importante recordar que en sociedades polígamas como los bemba un solo hombre
podía tener varias mujeres cuyos hijos no estarían situados de la misma manera
respecto a la posición y cargos del padre, empujando o atrayendo a los jóvenes hacia
unas u otras figuras de varones. Por otro lado, una cierta preferencia del matrimonio
de los hijos de la hermana con las hijas del hermano favorece la reintegración (por lo
menos en los primeros años) del joven (en tanto que yerno) en el grupo de su madre y
convierte en suegro al hermano de la madre. Si un individuo es poderoso y está bien
situado, realiza un matrimonio virilocal, logra retener a sus hijas e integrar a los hijos
de su hermana como yernos, puede llegar a encabezar un nuevo linaje algo híbrido
pero formalmente matrilineal a partir de sus hijas como sucesoras espúreas de su
hermana.
El hermano de la madre, como representante del linaje (y hay que tener en cuenta
que no todos los hermanos de la madre tienen el mismo valor a los ojos de los
descendientes), tiene autoridad sobre los miembros del linaje en la medida en que
representa al grupo fundamental (matrilineal) que otorga una posición inicial en la
estructura de la sociedad. Como organizador máximo de la existencia del matrilinaje
tenía, antiguamente, derecho a decidir sobre la vida y la muerte, etc., de sus
miembros en beneficio, se supone, de la propia continuidad del grupo como tal. Sin
embargo, esta autoridad del linaje podía residir lejos de la unidad doméstica donde
los jóvenes crecían y en la que la autoridad más inmediata (y también el acceso a los
recursos cotidianos: alimentos, alojamiento, vestido) recaía en el marido de la madre.
Este es el «desequilibrio» fundamental que los antropólogos han señalado tantas
veces como el problema de las sociedades de filiación matrilineal y residencia
virilocal (más numerosas que las uxorilocales). Los hijos/as crecen con el padre y los
parientes del padre, utilizan recursos que no son suyos (de su matrilinaje), pero
eventualmente los varones se deberían reintegrar al grupo de origen de su madre en
donde tienen derechos corporativos y trasladar allí su residencia de adulto, mientras
que las hijas se trasladarían al matrilinaje de sus maridos y podrían no habitar nunca
en su matrilinaje del que sin embargo transmitirían la filiación a sus descendientes.
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En la realidad, como ha mostrado Weiner (1980) para las islas Trobriand que estudió
Malinowski, las cosas son mucho más flexibles y dejan lugar para las estrategias
individuales tanto de la generación predecesora como de la sucesora. No solo existen
fórmulas más o menos ritualizadas de «sustitución» de un padre por su hijo en el
matrilinaje paterno, permitiéndosele literalmente «ocupar el lugar del padre»,
usufructuando sus derechos en el linaje, etc., sino que hay margen individual para
escoger residencia y decidir así fortalecer unos lazos sobre otros.
Lo que queda claro en los casos matrilineales clásicos es que las estructuras
sociales y emocionales que ligan estrechamente a los individuos con uno o varios
varones de generaciones distintas: 1) no son producto automático de un acto
biológico (más bien la representación física es una metáfora de la realidad social), ni
conciernen exclusivamente a dos personas; 2) no son definitivas; 3) se construyen por
parte de todos los implicados (predecesores y sucesores), y 4) están estrechamente
ligadas al acceso a los recursos materiales, a los saberes, al cuidado, al acceso a una
posición social, a un rango, al poder político. Y todo ello está por supuesto situado en
la historia, en las transformaciones continuas que afectan al ámbito local desde el
ámbito global, pero también en las historias personales, en las estrategias individuales
que permiten estrechar aquellos lazos que uno considera más ventajosos y
reinterpretar afectos antiguos a la vista de nuevas situaciones, de nuevos intereses
(Comaroff, 1980).
La distinción tradicional entre la relación legal, del deber, basada en el interés
material de la sucesión que une a los jóvenes con el hermano de la madre en las
sociedades matrilineales, en oposición a una relación libre, voluntaria y gratuita,
afectuosa y desinteresada que uniría a los jóvenes con el marido de la madre, es a
todas luces simplista pero muestra la escisión, entre dos varones de la generación
anterior, de atributos que en occidente confluyen (por lo menos ideológicamente) en
un único varón: el marido de la madre. (El equivalente en sociedades patrilineales
sería la relación afectuosa con el hermano de la madre en contraposición a la relación
de autoridad respecto al marido de la madre [Radcliffe-Brown, 1972]).
LOVEDU
Como en muchas otras sociedades africanas (nuer, igbo, venda, zulú) entre los
lovedu[181] se da con relativa frecuencia (hasta un 5 por 100 en zonas rurales y hasta
un 37 por 100 en la capital) el matrimonio de mujeres (Krige, 1974). Los lovedu son
una sociedad de filiación patrilineal[182], polígamos[183], con matrimonio acompañado
de «riqueza de la novia» es decir de la transferencia de bienes materiales,
generalmente ganado, del grupo del novio al de la novia como forma de consolidar
una relación matrimonial y conferirle un determinado estatus público. He discutido
en otro lugar (Narotzky, 1995) la cuestión de los derechos sobre el ganado
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transferido. Solo quiero recordar aquí que distintas personas, entre ellas de forma
muy clara la propia novia, tienen derechos sobre ese ganado. En particular, y esto es
importante para el sistema de matrimonio de mujeres, la utilización de su ganado
matrimonial como ganado cuya ulterior transferencia permite a un hermano
consolidar su propio proceso matrimonial, da derechos a la hermana sobre la casa
constituida gracias a su ganado. En particular, le da derecho a reclamar una hija de
ese grupo doméstico para que se case con su hijo, y en tanto que la nuera trabaje para
ella y la cuide. Pero si no existe hijo, los derechos sobre una hija del grupo doméstico
de su hermano se mantienen y puede reclamar sus servicios como nuera casándola
formalmente con una hija (aunque la chica residirá con la suegra y trabajará para la
casa de la suegra) o bien casándose directamente con ella.
Por otro lado el matrimonio de mujeres cumple una función política integradora
importante a través de la costumbre de dar hijas a la reina para conseguir favores
políticos o rituales, esposas que luego la reina recoloca como mujeres de parientes o
clientes suyos. «La posición de las mujeres es elevada entre los lovedu. La autoridad
máxima es una reina. Los cargos políticos de cabeza de distrito están abiertos a las
mujeres. Las mujeres tienen pleno control de las riquezas que han conseguido
después del matrimonio. Estas riquezas están ligadas a la “casa” de la mujer, deben
utilizarse en beneficio de esa casa y son heredadas por su hijo» (Krige, 1974: 16).
Aunque el hermano primogénito de la «casa» principal (del matrimonio de mayor
rango de un hombre polígamo) sucederá al padre como cabeza de familia, su hermana
uterina (de la misma «casa») primogénita será la cabeza ritual y estará encargada de
repartir la herencia de su padre (incluyendo las esposas de este) entre los parientes. Si
no tiene hermanos, esta mujer puede convertirse en cabeza de familia: un varón de
otra «casa» de menor rango rara vez es el sucesor (1974: 167).
Existen distintas circunstancias que llevan al matrimonio entre mujeres: los
derechos de una hermana a reclamar una hija (como nuera o esposa) del grupo
doméstico que formó un hermano uterino con su ganado matrimonial; el deber de una
mujer cabeza de distrito de proporcionar sucesores a la «casa» principal de su padre,
en la que nació; la herencia por parte de una hija de una esposa de su padre; la
asimilación de una segunda mujer en la «casa» de una esposa estéril (Krige cree que
este es un caso ambiguo porque la riqueza de la novia para esta esposa proviene tanto
del marido como de la esposa estéril y la terminología es confusa); y por último las
esposas de la reina. En todo caso, los hijos/as se adscriben al grupo que proporcionó
la riqueza de la novia durante el proceso matrimonial. Esto significa que en los
diversos matrimonios de mujeres la afiliación de la descendencia será también
diversa: a veces los hijos/as se afiliarán a la «casa» de origen del padre femenino, es
decir a su patrilinaje, otras veces se afiliarán a la «casa» de reproducción del padre
femenino, es decir al patrilinaje del esposo del padre femenino (que en estos casos es
a la vez esposa de un varón y esposo de una mujer). Una misma mujer puede tener
hijos/as en tanto esposa e hijos en cuanto esposo, y estos pueden estar afiliados a un
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mismo patrilinaje (el del marido de la madre/padre femenino) o bien a distintos
patrilinajes (unos al del marido de la madre, otros al del padre femenino
directamente) (Krige, 1974: 18-23).
¿Quién es el genitor en estos matrimonios de mujeres? Existen diversas
posibilidades. En algunos casos el esposo femenino asigna un determinado varón
como genitor que de una forma más o menos abierta visita a la esposa (suele ser el
caso de algunas esposas de la reina). Pero en general esto entraña la posibilidad de
que el padre femenino pierda el control sobre los hijos, especialmente en el contexto
cristianizado poscolonial. Por ello, entre los lovedu, el genitor en el matrimonio entre
mujeres no suele residir con la mujer a la que insemina, debe visitarla con discreción,
no tiene ninguna posición reconocida respecto al fruto de estas acciones
procreadoras, ni tampoco ninguna responsabilidad. A menudo la mejor forma de
conseguir esta irrelevancia social del genitor es dejar total libertad a la esposa para
tener relaciones sexuales con amantes. Se considera que el genitor realiza un servicio
para una determinada casa o linaje y por ello se le da una cabeza de ganado. Este dato
(el regalo de una cabeza de ganado) nos hace pensar que sí existe sin embargo un
reconocimiento de algún tipo de «parentesco» entre el genitor y sus hijos/as
biológicos o los parientes de estos, puesto que el ganado en la mayor parte de los
sistemas africanos con «riqueza de la novia» sirve para crear lazos de parentesco
entre las personas (Narotzky, 1995); ahora bien, es una relación «débil» puesto que
solo se transfiere una cabeza y probablemente no en todos los casos (Krige, 1974:
18, 22-23). Por otro lado, parece que, cada vez más, se espera del genitor que
contribuya algo a la casa de la mujer que visita: vestidos, alimentos, ayuda en
pequeñas reparaciones domésticas e incluso gastos de escolarización de los hijos/as
biológicos (1974: 18, 23 nota 6). Todo ello parece indicar una creciente importancia
material del genitor, sin por ello sustituir al padre femenino.
Es difícil para nosotros (habituados a la ideología unitaria, sintética y concreta de
la paternidad occidental) percibir la plasticidad de las situaciones que se deducen del
material etnográfico. En la medida en que el matrimonio es un proceso lento,
mudable, en el que se van construyendo y transformando las relaciones entre las
personas, entre determinadas personas concretas en determinados momentos
concretos de sus vidas, en esa medida también se configuran las relaciones entre
personas próximas de generaciones sucesivas. Un genitor de un matrimonio entre
mujeres podrá ser totalmente ignorado, podrá ser reconocido más o menos
formalmente en otro momento, podrá tomar en algunos casos responsabilidades
respecto a sus hijos/as biológicos (asumiendo cargas onerosas, por ejemplo la
escolarización), e incluso podrá ser «reconocido» como «padre» por sus hijos/as
biológicos en otros (1974: 23). En definitiva, estas relaciones, como todas las
relaciones humanas, no son fijas y definitivas, sino mudables y van a depender
estrechamente: 1) del contexto político, económico y social global, y 2) de las
estrategias individuales dentro de ese contexto.
Página 131
¿Qué podemos deducir de este ejemplo en cuanto a las figuras del padre? En
primer lugar una necesaria y tajante distinción entre genitor y padre. En segundo
lugar una necesaria y tajante distinción entre padre y sexo de la o las personas que
asumen responsabilidades paternas. En tercer lugar la necesidad de asumir una visión
procesual y bidireccional de la construcción de la paternidad: es decir, la paternidad
(sus privilegios y responsabilidades) no solo se impone desde la generación
predecesora (el/los padres deciden sobre quién/quiénes quieren tener qué tipo de
responsabilidad/autoridad) sino que la generación sucesora también tiene cierta
capacidad de decisión y de maniobra estratégica, también construye en cierta medida
a sus padres (piénsese, por ejemplo, que los propios hijos pueden hacer transferencias
de ganado en nombre de sus padres, para consolidar determinadas relaciones y
configurar así su posición en la estructura social), también decide qué lazos conviene
estrechar, cuáles ignorar y cuáles reinterpretar a lo largo de su vida.
En esta situación ¿qué atributos significan al padre entre los lovedu?, ¿quiénes
son los padres? Es difícil encontrar una respuesta clara. Podríamos decir que existe
un haz de responsabilidades y derechos en torno al acceso a los recursos (en el
sentido amplio: materiales, simbólicos, políticos, afectivos) y que los elementos de
este haz pueden ser diferenciados o indiferenciados, repartidos y/o compartidos por
varias personas independientemente de su papel en la generación biológica y de su
sexo. Parece que los atributos recíprocos de la paternidad: derechos de afiliación, de
mantenimiento, de cuidado, de educación (transmisión de conocimientos) no son
inequívocamente adscritos de forma definitiva a las personas. Parece que la
capacidad efectiva que tienen determinadas personas de asumir uno o varios de estos
atributos es lo que las construye como «padres».
NAYAR
Los nayar no son una sociedad en su conjunto. Son una categoría de castas de
gobernantes y militares que se agrupan bajo la denominación «nayar» y forman parte
del sistema social de la costa Malabar en el sudoeste de la India: Forman alrededor de
una cuarta parte de la población total. El sistema de parentesco matrilineal
«tradicional» nayar que se puede deducir a partir de los textos árabes, italianos,
portugueses, holandeses, franceses e indios de viajantes, comerciantes, historiadores
y administradores para el período que ocupa entre los siglos xiv y finales del xviii, deja
lugar, a partir de la conquista británica, a un sistema mucho más centrado en la
cognación, la familia nuclear, el matrimonio monógamo y basado en la privatización
de los derechos sobre la tierra y su adjudicación individualizada a los miembros de
los grupos matrilineales originarios.
Kathleen Gough (1961) hace un estudio detallado tanto de la situación histórica
como de sus transformaciones. El célebre caso de poliandria nayar, que es el que
Página 132
vamos a describir para nuestro argumento, se refiere a la época histórica.
Originariamente grupos militares organizados en torno a un jefe y probablemente
vasallos de reinos del sur de la India, hacia el siglo xiii los nayar se habían
independizado y formaban un sistema político jerarquizado de reinos, jefaturas y
aldeas. Los distintos reinos nayar cobraban mayor o menor importancia según se
configurara su política de alianzas con las potencias comerciantes extranjeras en los
distintos momentos históricos. Las potencias comerciales que pugnaban por el control
del comercio de la pimienta (árabes, portugueses, holandeses, ingleses y franceses) se
aliaban con uno u otro gobernante nayar con el fin de afianzar sus posiciones,
provocando entre los reinos nayar sucesivos enfrentamientos.
Los nayar eran una categoría de castas que incluían castas reales, castas de
jefatura, castas de vasallos y cortesanos, castas no militares de servidores del templo
y artesanos y castas de sirvientes. En general, nayar era un título conferido por el rey
a linajes cuyos miembros habían conseguido honores militares. Todas las castas nayar
eran matrilineales y se distinguían en esto de la casta ritualmente superior de los
brahmanes que eran patrilineales, así como de la casta de los servidores del templo,
también patrilineales y de las castas contaminantes patrilineales o con doble filiación.
El grupo doméstico del cabeza de la aldea controlaba la mayor parte de la tierra
que arrendaba a los grupos domésticos de vasallos nayar a cambio de una parte de la
producción. La continuidad de los derechos sobre la tierra de un grupo doméstico
estaba ligada a los servicios militares que estos nayar debían al cabeza de aldea y a
través de este al jefe de distrito y al rey. La fuerza de un linaje real residía en la
capacidad de extraer tributo en especias y de abastecerse de soldados. Los distritos y
las aldeas estaban clasificados según el número de soldados que podían proveer.
Los grupos domésticos de estos nayar vasallos eran segmentos de linajes
matrilineales. Estaban formados por un grupo de hermanos y hermanas y los hijos/as
de las hermanas y de las hijas de las hermanas. Este grupo tenía conjuntamente
derechos sobre propiedades o arrendamientos y estaba administrado por el varón de
mayor edad (karanavan) que representaba al grupo en la asamblea de casta. El
karanavan gestionaba el trabajo productivo de los miembros del grupo doméstico y
administraba los recursos cotidianos con la ayuda de la mujer de mayor edad, y
cuando el karanavan era hijo o hermano menor de la mujer de más edad ella solía ser,
de hecho, la administradora. Los niños varones recibían muy pronto entrenamiento
militar y luego pasarían largas temporadas desplazados por motivos militares. El
núcleo del trabajo agrícola y doméstico lo componían las mujeres del grupo
matrilineal, los siervos y, en menor medida, los varones del grupo residentes.
Los nayar de las castas reales intentaban que sus mujeres contrajeran matrimonio
con hombres de casta brahmán (ritualmente superior) que al no ser primogénitos
quedaban desplazados del matrimonio védico ritual, único válido para legitimar a los
hijos en el patrilinaje[184]. La mayoría de los nayar vasallos contraían matrimonio
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dentro de su propia casta, aunque los matrimonios hipergámicos (mujer con hombre
de casta superior) eran permitidos y valorados.
El sistema matrimonial de los nayar vasallos consistía en un matrimonio ritual
(colectivo) y varios matrimonios visitantes. El matrimonio ritual consistía en que
cada diez o doce años cada linaje realizaba una gran ceremonia en la que las niñas
prepúberes se casaban ritualmente con hombres de los linajes asociados. Los
ancianos seleccionaban un novio ritual para cada niña. Durante la ceremonia el novio
ataba una cadena de oro en torno al cuello de la novia, luego pasaban tres jomadas
juntos después de lo cual se marchaba sin mayor obligación respecto de su novia
ritual. Después de la ceremonia la novia era ya libre de entablar relaciones sexuales
con hombres de su casta o de casta superior.
Una mujer y todos sus hijos (fuera quien fuera su genitor) conservaban
obligaciones de contaminación ritual en caso de muerte solo respecto a este marido
ritual. Además los hijos de una mujer llamaban «padre» al marido ritual de su madre
mientras que llamaban «señor» a los maridos visitantes (incluido su genitor).
Una mujer podía tener varios maridos que la visitaban simultáneamente con
regularidad (poliandria). Para mostrar la continuidad de la relación estos hombres
hacían a la mujer pequeños regalos en ocasiones señaladas, pero no tenían ninguna
otra obligación o derecho. Solo accedían de noche al recinto donde residía la mujer y
no al recinto principal sino a una habitación especial para recibir. Cuando la mujer
quedaba embarazada y daba a luz, alguno de los maridos visitantes tenía que asumir
públicamente su función de genitor para sancionar que la generación había ocurrido
en el marco ritual adecuado: entre las castas y los linajes permitidos para el acceso
sexual.
Los hijos/as se integraban en el grupo doméstico matrilineal, pero los varones
(excepto el mayor y los más jóvenes) debían prioritariamente su servicio militar a los
superiores políticos so pena de romper los lazos que aseguraban la continuidad de la
relación de enfeudamiento (acceso a la tierra) de su grupo doméstico. Las mujeres
consolidaban el grupo, le daban estabilidad y aseguraban su permanencia en términos
materiales e ideológicos. Gough postula que el matrimonio poliándrico nayar
(relaciones visitantes enmarcadas en relación ritual simbólica previa) estaba adaptado
a las necesidades militares y enmarcado en un sistema de castas jerarquizadas y
especializadas que permitían liberar a los varones nayar de las tareas agrícolas, de las
obligaciones económicas y de las dependencias familiares (responsabilidades
matrimoniales o filiales) para dedicarlos por entero al servicio militar. El incremento
de la solidaridad entre esposos (a través de la corresidencia y la cooperación
económica, por ejemplo) quebraría la solidaridad del grupo matrilineal y derivaría
recursos del grupo hacia otros grupos matrilineales (los de la esposa y de los hijos).
Pero ¿cómo se constituyen en este caso los atributos de la paternidad?, y ¿quiénes
los detentan? Las responsabilidades y derechos de mantenimiento, transmisión de
saberes, sucesión a los recursos, son solidariamente detentadas por un grupo
Página 134
doméstico y representadas políticamente por el karanavan. El karanavan es siempre
un pariente de la madre (su hermano, el hermano de la abuela materna, o incluso el
hijo primogénito de la madre o el hijo primogénito de una hermana de la madre). El
karanavan es el varón corresidente de mayor autoridad, el que defiende y representa
el acceso colectivo a unos recursos, el que asume la representación política del grupo
doméstico en la asamblea de casta, etc. Para los jóvenes, el karanavan es el que
representa su grupo matrilineal, el que los alimenta y educa, el que defiende su rango
político y ritual en la compleja jerarquía de castas, el que castiga a los miembros del
grupo que ponen en peligro la posición de todos. Es sin duda el individuo que ostenta
los atributos básicos de la paternidad respecto de los jóvenes integrantes de su grupo
doméstico matrilineal.
El marido ritual de una mujer es el representante simbólico de la conyugalidad
normativa: el que abre a toda mujer el ámbito permitido de la reproducción dentro de
unas castas y unos linajes. Es el único al que los hijos de esa esposa ritual llamarán
«padre» aunque no lo conozcan o apenas lo traten. Porque, socialmente, él es el
marido de la madre, el que la habilita de una vez por todas y en una ceremonia
pública a integrar a todos los hijos que ella tenga en su grupo matrilineal. Los hijos de
esa mujer le deben por tanto la posibilidad originaria de su afiliación al grupo
doméstico que les acogerá. Ostenta (aunque no de forma exclusiva) uno de los
atributos fundamentales de la paternidad: la legitimación social de los hijos. Sin
embargo para los hijos/as de esa mujer que contribuye a legitimar, este «padre» es
una figura simbólica, ausente en la vida real cuando no materialmente desconocida.
Tiene valor en la medida en que su relación ab initio con la madre es la que permite
que todo lo demás sea. Pero su importancia es relativamente escasa en la medida en
que no existe relación activa con los hijos/as. No hay responsabilidades, ni deberes ni
derechos, ni intereses recíprocos que puedan construir lazos entre uno y otros. Lo
único que importa (para los hijos/as) es que ese marido ritual de la madre haya
existido.
Los maridos visitantes de la madre, sean o no sean genitores de uno/a, son
«señores», hombres del linaje y de la casta apropiados con los que la madre tiene
relaciones sexuales. Alguno de ellos habrá tenido que asumir ser el genitor en el
momento del nacimiento. Pero la importancia de esa designación pública de genitor
(a veces puede haber más de uno dispuesto a asumir ese atributo) radica en la
confirmación, esta vez sobre los hechos consumados, de que las relaciones sexuales
han sido acordes con lo regulado, de que las jerarquías rituales y sociales han sido
respetadas. Es la confirmación, para cada expresión concreta de «matrimonio» (el
nacimiento de un hijo/a), de que la vía iniciada y marcada por el marido ritual ha sido
seguida. Sin embargo, estos maridos visitantes son individuos conocidos que pueden
frecuentar la casa de la madre durante años, que suelen tener trato con sus hijos/as (y
los hermanos/as de estos), que pueden ofrecer pequeños presentes, que pueden
propiciar contactos con personas influyentes (parientes suyos, conocidos), pueden
Página 135
ayudar en caso de necesidad. Son personas con las que se puede construir una
relación porque detentan, aunque en forma débil comparado con el karanavan, ciertos
atributos de la paternidad. Los lazos con estos «señores» que han asumido ser
genitores, pero también con los otros maridos visitantes de la madre, serán más o
menos densos según factores como la duración de la relación con la madre, la edad
del joven en el momento del cese de visitas, el poder económico y político del marido
visitante de la madre (sobre todo si es el que asumió ser genitor), pero también de
factores como la situación relativa de un hijo/a respecto a los recursos del grupo
doméstico matrilineal (el sucesor del karanavan no tendrá las mismas estrategias que
su primo menor).
Como en los casos anteriores, en el caso nayar la paternidad debe entenderse
como un haz de responsabilidades y beneficios mutuos entre personas de distintas
generaciones. Aquí también este haz se reparte y se comparte entre distintos
individuos, todos varones. Lo que podríamos resaltar en este caso es que la
importancia de la atribución de genitor es exclusivamente social (respeto a las normas
rituales y jerárquicas establecidas simbólicamente en el matrimonio ritual), no
biológica. En el fondo importa poco quién sea el genitor mientras esté en una
categoría adecuada. Para los hijos/as este genitor será significativo en la medida en
que la frecuentación permita reforzar unos lazos recíprocos en principio muy tenues.
Es el karanavan el que detenta de forma más completa los atributos de la
paternidad, pero, sin embargo, no es más que el representante de un grupo solidario
de madres, hermanas y hermanos, a los que de hecho consulta antes de tomar
decisiones. El karanavan, independientemente del grupo matrilineal al que representa,
no posee ningún atributo de la paternidad.
NADIE
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emanciparlos (probablemente esto es válido solo para los varones puesto que las
mujeres pasarían sin duda bajo la manus de un marido) otorgándoles el estatus de
liberto, este ya con derecho de filiación y sucesión. Los hijos/as de esclava en Roma,
entonces, o bien no tienen espacio social en el que se puedan imbricar las
responsabilidades recíprocas de la paternidad, o bien si lo tienen (en el caso del
contubernium) estas responsabilidades son como mínimo ambiguas, poco explícitas y
carecen de sustento jurídico (en un contexto, precisamente, altamente normativizado).
El propietario, por otro lado, podría ocupar parte del espacio social de la paternidad y
de hecho en muchos casos es así: el propietario entrega un peculio al esclavo igual
que al hijo, para que lo gestione, puede respetarlo y tenerle afecto, y de hecho, solo el
propietario puede cambiar su estatus emancipándolo. Sin embargo, los dos derechos
fundamentales de la familia romana, filiación y sucesión, quedan fuera de ese espacio
social. Para poder heredar de su dueño un esclavo tiene que recibir al tiempo la
libertad. Para poder ser afiliado (por adrogación[185]), un esclavo debe ser
previamente emancipado. En cualquier caso, para los esclavos varones (sospecho que
la situación es bastante distinta para las mujeres) las responsabilidades que podrían
entenderse como de paternidad o son muy débiles o se confunden con las de
propiedad. Y en último caso van a depender de cuestiones como la frecuentación, las
capacidades del esclavo y las estrategias recíprocas de este y de su dueño, no solo en
el ámbito doméstico sino en los ámbitos económico, político y social en su conjunto.
Tengamos en cuenta sin embargo, que en otras sociedades la esclavitud es
diferente. En África, por ejemplo, los hijos/as de esclava/o con hombre o mujer libre
son afiliados al grupo de la parte libre y, aunque probablemente con peor situación,
tienen posición de personas libres.
Los filius nullius son los «hijos de nadie», es decir los que, al ser ilegítimos, no
tienen ninguna ubicación social en cuanto al parentesco legal (Smart, 1987). A pesar
de que la madre sea conocida, en una sociedad patrilineal como la occidental, la
ausencia de padre legítimo es ausencia de parentesco, de posibilidad de hacer valer
derechos con relación a la consanguinidad, tanto por el lado del padre como por el
lado de la madre. Es decir: el hijo ilegítimo de una mujer no podría heredar de ella
frente a otros derechohabientes legítimos. Volvemos aquí a la paradoja de las
sociedades occidentales en las que la consanguinidad, ideológicamente instituida
como la causa y razón de la filiación, queda sujeta siempre, en definitiva, a la ley: al
matrimonio legítimo. Por lo menos hasta la revolución francesa, cuando el derecho
revolucionario (de cortísima duración porque fue en la letra y en el espíritu abolido
por el Código Napoleón) establece la plena validez de las uniones consensuales como
matrimonio desde el momento en que son efectivamente procreadoras (J. Mulliez,
1990). El énfasis creciente, durante el siglo xix, en la herencia genética como
mecanismo ideológico de naturalización de la diferenciación social (en unas
sociedades teóricamente igualitarias), no hace sino reforzar la regulación del
matrimonio monógamo como único garante de transferencia de materia biológica
Página 137
(Stolcke, 1981; Smart, 1987). En un contexto todavía muy decimonónico, geneticista,
eugenésico y racista, las técnicas biológicas de fecundación in vitro crean hoy en día
tanta confusión social y legal como los cambios en las relaciones de pareja y de
familia, más o menos sancionados socialmente, debidos a los matrimonios o
emparejamientos sucesivos, hetero u homosexuales, y a la distribución entre diversas
personas en el tiempo de las responsabilidades parentales. Estamos de nuevo en una
situación ambigua en la que los genes cuentan mucho, pero no siempre y no del todo
y sobre todo no para siempre. Donde las batallas por la custodia (que podríamos
entender como una forma de afiliación en nuestra sociedad) de personas nacidas, pero
también de embriones congelados, se lidian utilizando tanto consideraciones
biológicas como sociales, a menudo con argumentos ambiguos en los que lo
biológico aparece como metáfora de lo social, lo afectivo, la voluntad de querer, y se
contrapone al interés económico y de mercado (por ejemplo el caso de las madres de
alquiler). En definitiva, ahora también, como siempre, nos encontramos frente a un
haz de responsabilidades sociales paternales (metafóricamente biologizadas o no) que
se van creando con el tiempo entre las personas, según sus capacidades, su poder, sus
recursos económicos y que les afectan.
Un último ejemplo significativo: el de los expósitos en Occidente. Es conocido el
hecho de que el alto grado de ilegitimidad se reflejaba en el número de infantes
expósitos abandonados en manos de instituciones caritativas. En los siglos xvii y xix un
gran porcentaje (hasta el 90 por 100) morían (Fildes, 1986) y los supervivientes
debían ubicarse de algún modo en la sociedad. En la medida en que no tenían
filiación alguna debían acomodarse en la vida fuera del parentesco, y así lo hacían
pero —y esto es interesante— reubicándose en un parentesco ficticio aunque
explícito. Así todos/as los que entraban en religión, integrándose en la estructura de
parentesco de la Iglesia en términos globales y de las comunidades religiosas
localmente. Pero también ocurría con los que eran contratados como aprendices o
cedidos como obreros/as en las manufacturas y las fábricas. El maestro o patrón
ocupaba explícitamente el lugar del padre en cuanto a autoridad y derechos, el
derecho recíproco era el de manutención y (teóricamente) aprendizaje o transmisión
de saberes (Sandrin, 1982; Snell, 1987). Aquí, la filiación como metáfora estructura
claramente unas relaciones de explotación y de poder, de acceso diferenciado a los
recursos simbólicos y materiales disponibles.
CONCLUSIÓN
Con estas páginas he pretendido sembrar la duda. Incluso para nuestra propia
sociedad tan arrogante y segura de sus saberes (ahora biológicos), tan respaldada por
sus normas escritas y, sobre todo, por su poder económico y político mundial, existen
ámbitos indeterminados, complejos y cambiantes, multívocos y problemáticos de la
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identidad supuestamente más inmediata: como la paternidad. Si, además, nos
tomamos la molestia de observar otras situaciones menos próximas en el espacio o en
el tiempo quizá, pero no por ello menos complejas, menos idóneas, menos frecuentes
o menos universalmente humanas, vemos que en lugar de una relación autoevidente y
natural, la paternidad es un constructo polimórfico.
En primer lugar, los atributos de la paternidad (fundamentalmente: cuidado,
acceso a recursos económicos, políticos, simbólicos, transmisión de conocimientos y
de bienes) se conforman como un haz de responsabilidades recíprocas que no suelen
estar focalizados en una figura única (contrariamente a la idea occidental común).
Distintas personas de la generación anterior pueden asumir y compartir este haz de
responsabilidades respecto a una persona de la generación siguiente (o siguientes).
Por tanto no existe una relación de uno a uno para la paternidad en muchas
sociedades.
En segundo lugar, la paternidad se distingue de la generación, y en todo caso, las
ideologías de la procreación aparecen como metáforas de la paternidad social y no a
la inversa. La relevancia del genitor aparece siempre dependiente de las nociones de
filiación (un concepto social).
En tercer lugar, la relación sexual entre la madre y la persona que detenta las
responsabilidades paternas fundamentales no es un factor necesario de su
constitución. Los casos del karanavan nayar o del esposo femenino lovedu son
ejemplos claros.
Por último, la persona que ostenta la parte fundamental del haz de
responsabilidades recíprocas no tiene por qué ser de sexo masculino.
Todas estas consideraciones nos llenan de duda pero, al mismo tiempo, nos
emplazan a buscar un marco definitorio, por amplio que sea. ¿Qué constituye
entonces la paternidad? ¿Quiénes son los padres? Podríamos quizá aproximarnos
señalando lo que, a mi juicio, son procesos constitutivos de la paternidad, esa relación
múltiple y bidireccional. En primer lugar, la frecuentación, la corresidencia o el
compartir regularmente el tiempo de la vida. Eso es lo que va construyendo la
relación de cuidado, el afecto, pero también eso es lo que posibilita la transferencia
de saberes, tanto técnicos como sociales.
En segundo lugar, el acceso a los recursos en sentido amplio. Tanto los recursos
materiales más inmediatos (alimentos, protección) como recursos políticos
(conexiones, influencia, autoridad) o simbólicos (prestigio, poderes mágicos). Todo
ello podríamos decir que va forjando las vías del interés, va construyendo la
capacidad diferenciada de maniobra de las personas en una sociedad y en un contexto
histórico concreto con relación a su proximidad a otra u otras personas determinadas
de las generaciones anteriores.
En tercer lugar debe tenerse en cuenta —y creo que es importante insistir en ello
— la bidireccionalidad de la construcción de la relación paterno-filial. Los jóvenes no
son solo receptores pasivos de una construcción de la paternidad que se haría sobre
Página 139
ellos pero sin ellos. Los jóvenes también participan en la construcción y
consolidación de ciertos atributos paternales referidos a determinadas personas.
Muchas veces escogen potenciar una determinada relación paternal sobre otra (este
puede ser el caso del conflicto típico entre marido de la madre importante y hermano
de la madre en una sociedad matrilineal). Y, en todo caso, son activos configuradores
tanto de los atributos fundamentales que constituyen la paternidad en cada contexto
como de las relaciones concretas en sí mismas, cuando reclaman o asumen ciertos
derechos y deberes respecto a ciertas personas y no a otras. Cada sociedad concreta
ofrece un marco para las paternidades, pero en cada caso habrá que construir los lazos
particulares.
Por último, me parece importante también resaltar el aspecto procesual de la
construcción de la paternidad como experiencia real. En todo caso, a lo largo de la
vida de los distintos implicados las relaciones van a cambiar de acuerdo con los
propios cambios y necesidades de cada una de las partes. Además, el contexto social,
económico y político en el que se inscriben estas relaciones personales también va a
transformarse y va a afectar, probablemente, a la situación de las personas y a su
representación identitaria en el marco general. Pensemos, por ejemplo, en las
transformaciones que para la construcción de la paternidad en África supusieron la
expansión del comercio de esclavos, las misiones cristianizadoras, la colonización
política y administrativa, la explotación económica (sobre todo el sistema de trabajo
migratorio a las minas o a las plantaciones), etc. Y, localmente, su aplicación
diferenciada según la potencia colonial, por ejemplo.
En definitiva, lo que parece es que el origen (biológico), el acto (sexual)
primigenio, esa incógnita fundamental de la identidad personal que entraría como
constituyente básico en la relación con el padre (marido de la madre) puede
entenderse solo en el contexto específico de la burguesía occidental del xix. Más allá
se convierte en una extrapolación por lo menos arriesgada. En sí misma, en su propio
contexto histórico en la Grecia homérica, la historia de Edipo debería interpretarse de
forma muy diferente a la interpretación decimonónica que nos legó Freud
(probablemente más como una cuestión de sucesión que de deseo, más como un
problema de alianza que de filiación).
La figura del padre, de ese padre estallado que se transforma, es, ciertamente, uno
de los fundamentos de la identidad, pero su forma, los modos de la paternidad
posibles y su realización particular no son fijos y están profundamente contextuados
en la realidad histórica. En última instancia, quizá el poder sea la fuerza motriz de la
construcción de la relación paterno-filial en sus múltiples representaciones. Poder
cuidar, alimentar, educar, situar, pero también poder utilizar a determinadas personas
jóvenes, poder reclamar cuidados, alimentos, saberes, influencia de determinadas
personas de las generaciones anteriores. Solo aquellos que no tienen ningún poder,
como algunos esclavos, no pueden tener padres. Tampoco pueden tener hijos.
Página 140
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Página 142
TERCERA PARTE. Figuras singulares
Página 143
Estilos (modernistas) del incesto: el Familienroman de
Djuna Barnes[186]
Esther Sánchez-Pardo
Página 144
mundo del circo[188], se jugó la vida lanzándose al vacío en un trapecio sin
protección. Su aura de maudite fue dolorosamente conquistada a través de una
existencia vivida hasta el límite de la penuria, el desarraigo y la muerte. Barnes,
retirada del mundo, sin recursos, y en la más absoluta soledad, moría en un pequeño
apartamento del Village neoyorquino en 1982.
La obra de Barnes, censurada y a veces inaccesible debido a la precariedad de las
ediciones de sus textos, ha sufrido la violencia del olvido institucional y la
indiferencia de la crítica hasta extremos insospechados. Hoy por hoy, al hilo de lo que
ya está resultando ser la eclosión de los new modernist studies, hay un renovado
interés en la obra de Barnes y de otros muchos autores cuyas obras quedaron
excluidas del canon en la versión académica del high modernism[189].
Las décadas de los años 20 y 30, entre la ambivalencia de la felicidad frente a la
fe en el progreso y el desencanto que explotaría en contienda en la Primera Guerra
Mundial, generaron una atmósfera especialmente propicia para la creación artística.
Djuna Barnes llegó a Europa en 1920. Atrás quedaba el ambiente del Greenwich
Village neoyorquino y se abría la perspectiva de París con una etapa de
colaboraciones periodísticas para la revista McCall’s. París era la meca de las
vanguardias europeas, el caldo de cultivo de la innovación en todas las artes.
Cubismo, dadá, surrealismo, futurismo, fauvismo, neue stjil, se entremezclan en un
mestizaje de estilos y de tendencias generadores de modelos y respuestas frente a la
caótica realidad de la coyuntura histórica del momento. El irresistible atractivo de
París fue decisivo para multitud de escritores anglonorteamericanos que decidieron
vivir la experiencia que ofrecía la urbe europea como rito de paso en la búsqueda y la
evolución de sus respectivos estilos.
Durante su paso por París, Barnes frecuentó los salones literarios de la bohemia
de la rive gauche del Sena sin llegar a integrarse de lleno en ninguno de ellos. Su
sentido de la independencia y su acendrado individualismo la mantuvieron a la
distancia adecuada de cualquier marca literaria de escuela o socialidad. Entretanto,
Gertrude Stein, desde la rue de Fleurus, se erigió en una nueva matriarca de las artes
atrayendo a creadores de toda índole. Natalie Cliffbrd Barney y Renée Vivien
fomentaron, en especial, el conocido círculo literario de escritoras lesbianas que
Barnes retrató con ironía en su novela Ladies Almanack (1928).
La entera dedicación de Djuna Barnes a la escritura fue, sin duda, el más
importante de sus saltos al vacío. Nunca pensó que vivir de la escritura le permitiría
gozar de un desahogo económico, ni vendió su arte por dinero. Su talento y la
excelencia de su arrebatadora capacidad creativa eran más que sobrados para haberse
forjado una carrera meteórica que eclipsara a muchos de sus contemporáneos. Pero su
objetivo no fue precisamente crear un arte fácil que pudiera alcanzar un éxito seguro
de público y de ventas. Barnes tenía consigo misma el compromiso de la creación
libre y sin trabas. Su apasionamiento le hizo entregarse a la escritura sin esperar nada
a cambio, solo el placer derivado del propio acto de la creación. Para Barnes escribir
Página 145
o dibujar era un acto de su voluntad, libre y privado, su único y secreto pacto era,
pues, el mantenido con las demandas de su propio arte.
El espíritu de la expatriación y el pesimismo de los acontecimientos históricos del
período de entreguerras quedan plasmados de manera magistral en Nightwood (1936).
Esta es la novela que, editada en la prestigiosa editorial británica Faber & Faber, y
prologada por su amigo T. S. Eliot, marca sin duda el comienzo del éxito literario
reconocido de la autora. No obstante, Barnes había iniciado su carrera novelística con
la publicación de Ryder en 1928. Si bien en su momento Ryder alcanzó un inesperado
éxito, pronto la obra quedó sumida en el olvido. Nightwood la desplazó en
apreciación crítica y elogios y aceptación por parte de los patriarcas del modernismo.
Con posterioridad, Ryder prácticamente no se reeditó y solo apareció
esporádicamente en ediciones limitadas separadas por intervalos de más de veinte
años. Acontecimientos similares jalonan los avatares de la publicación de la mayor
parte de los textos de Barnes, lo cual ha dificultado enormemente la recepción, el
conocimiento y el estudio de la totalidad de su obra. Su evolución narrativa, sus
estilos, intereses, preocupaciones y, en definitiva, todo cuanto rodea a la elaboración
de sus textos, así como los enigmas que envuelven a su persona quedan todavía en
buena parte sin resolver. Este ensayo, a partir de una reflexión sobre la figura del
padre en Ryder y, en mayor o menor medida, en la vida de Djuna Barnes, quiere
contribuir a fomentar el interés por la relectura hoy de los textos de Barnes en un
intento de rescatar no solo sus voces más conocidas, sino sus acentos casi apagados,
cuya represión, como en el caso que nos ocupa, los convierte en grito.
Ryder se abre con un prefacio escrito por Barnes y fechado el 8 de agosto de 1927
en París. En él denuncia con su inconfundible estilo cargado de ironías cómo la
censura indiscriminada, de moda en América, ha determinado que el libro sea
expurgado previo a su publicación. Decidida a mostrar los irreparables efectos que
destruyen el sentido, la continuidad y la belleza de su obra, y para no dejar cabida a la
especulación sobre dónde y en qué medida el texto ha sufrido violencia, Barnes opta,
Página 146
con su editor de Liveright, por colocar unos asteriscos que indiquen el lugar donde
cada fragmento ha sido cercenado.
Ryder comienza así su existencia como un texto mutilado, un texto que se resiente
de la violencia de la ley. Paradójicamente, Ryder será también una novela sobre la
violencia que la ley ejerce sobre la fragilidad de los cuerpos de muchas mujeres. El
prefacio de Barnes es un encendido alegato en favor de la libertad de expresión y en
contra de una censura cuyos efectos lingüísticos y textuales se perpetúan con marcas
diacríticas. Los efectos abusivos de la censura sobre la materialidad de los cuerpos y
las prácticas de los personajes marginales que pueblan el universo de Barnes quedan
traumáticamente inscritos en una memoria histórica difícil de rescatar.
La nota que antecede a la última edición de que disponemos de Dalkey Archive
Press (1990) señala que el texto corresponde al de la primera edición de Horace
Liveright de 1928, por entonces ya un texto expurgado. El manuscrito original quedó
destruido durante la Segunda Guerra Mundial y Barnes declinó restaurar los
fragmentos censurados en la posterior edición de St. Martin’s de 1979. En cualquier
caso, en la primera edición de Ryder no solo el texto sufrió los efectos de la censura.
Varias de las ilustraciones realizadas por la autora tampoco pudieron ver la luz, si
bien, afortunadamente, estas sí se han conservado. La excelente edición de Dalkey
Archive reproduce todas las existentes —incluso una de ellas que quedó
inacabada[190].
Paul West, en el postfacio de la edición de 1990, señala que Barnes «nunca fue
una autora decorosa ni escribió “con propiedad”, más bien se ocupó de proclamar
siempre su independencia literaria, inclinada a favorecer la tierra de la innovación y
la imprudencia frente a la que se refugiaba en la tradición» (1990: 243). Barnes, en su
primera narración larga, no solo perseguía épater le bourgeois, sino socavar los
esquemas de sus potenciales lectores, y arrebatarles la inocencia de las expectativas
que la novela del diecinueve les había hecho albergar. West se ocupa de resaltar los
múltiples puntos de contacto de Barnes con el surrealismo en su manera de narrar y
también en su expresión pictórica. Al igual que Max Ernst y su pintura literaria, y su
literatura en imágenes —como es el caso de su novela La femme cent têtes (1956)—,
Barnes despoja a sus textos de cualquier sentido de la ortodoxia o del decoro
impuesto. West observa paralelismos entre el personaje Loplop de los cuadros de
Ernst —el Ave Suprema— y el retrato de Wendell en Ryder con las alas extendidas,
elevándose de la tierra como un insecto-pájaro. Barnes nos hace llegar su particular
visión a través del multiperspectivismo de sus personajes que, no obstante, y según
señala el mismo West no exhiben un carácter tan singular como para distraer nuestra
atención de la «persuasión volcánica de su prosa, a través de la cual se entrega a la
tarea de construir frases escribiendo su novela como un libro, tratando a sus
personajes como imágenes prefabricadas, relegando el argumento (y lo poco que
sabía de ello) a los intersticios…» (1990: 246). En lugar de argumentos, y
precisamente en virtud de su ausencia, Barnes trabaja sumida en la melancolía de
Página 147
quien pretende recuperar a través del ventriloquismo de las voces, esa otra voz amada
e inexorablemente perdida. Sus personajes hablan, si bien, a menudo, sus acentos
quedan diluidos entre la conversación vacía y la logorrea inane. Puede que, como
señala West, Barnes pensara en la novela como la forma suprema del soliloquio,
como la forma más íntimamente cercana a la poesía. Su espléndido sentido del ritmo,
sus frases y fragmentos de auténtica virtuosidad, la intensidad de sus estilos, la sitúan
próxima a la dicción de la voz heroica. En su breve prefacio a Ryder, que es, sin lugar
a dudas, su particular manifiesto contra la censura, Barnes añade a los temas de la
muerte y el incesto que planean sobre toda su obra, los temas de la mutilación y del
sadismo trágico de la ley. Su verbo indomable le permitió mantener un encendido
tour de force contra las fuerzas que pretendieron acallar su escandalosa voz.
En el Nueva York de 1928 resulta casi increíble pensar que Ryder se convirtiera
en un best-seller durante un cierto tiempo. La mayoría de los lectores no podía
sospechar que la historia que se narraba en sus páginas le fuese tan familiar a su
autora. Paralelamente, los peligros de la prosa de Ryder hicieron que se pensara
incluso en retirar la versión expurgada y que el texto no encontrara editor británico.
El afán de Barnes es un impulso memorialista que sobrepasa los límites de la
experiencia individual. En Ryder, Barnes no solo se autoescribe introspectivamente,
sino que se propone rescatar otras memorias reprimidas de manera análoga a las
suyas.
Del mismo modo que ocurre en buena parte de la narrativa modernista, en Ryder
queda suficientemente claro que la paternidad «literaria» no está indefectiblemente
unida a los padres como figuras en la narrativa. Si bien la relación entre hijas, hijos,
madres y padres constituye en el nivel temático de la narración el material familiar a
partir del cual se elabora la ficción, en el nivel estructural del texto, el significado de
tales relaciones toma la forma de una especie de padre simbólico, en última instancia,
una función en la estructura narrativa. Lo que podríamos designar como «función
paterna» existe sin necesidad de detenerse en imágenes sociales, antropológicas o
ideológicas del padre. En la línea de Vladimir Propp diremos que esta queda de
manifiesto como un dilema más (en el análisis de Propp se situaría junto al enigma
que hay que resolver, la injusticia que se ha de superar, la recuperación de lo perdido)
[191], que al comienzo de la narrativa se erige en generador de su estructura. El reto
Página 148
la tradición, es lo que le confiere su identidad. Djuna Barnes, a través del retrato
grotesco de Wendell, y sirviéndose de un lenguaje explosivo, nos ofrece su particular
visión —en el texto y sus imágenes— del padre y de la familia como un perverso
aparato de reproducción de todas las lacras del patriarcado.
Ryder es una novela sobre padres y un texto paródico autobiográfico de Djuna
Barnes. No obstante, es imposible deslindar el padre o la función paterna del
entramado de relaciones familiares. La compleja configuración del hogar de los
Barnes queda encriptada en un Familienroman[192] que prácticamente se extiende a lo
largo de toda la obra de Djuna, si bien es Ryder el texto que de manera más específica
alude a temas y situaciones que reflejan a su familia. El retrato de Wendell Ryder está
basado en la figura de Brian Wald Barnes, padre de Djuna, quien compartió su vida
con su mujer y su amante y con los hijos de ambas en un hogar muy singular.
El capítulo veinticuatro de Ryder, «Julie Becomes What She Had Red», es
especialmente importante de cara al propósito de este ensayo, ya que contiene la
narración del material de los sueños de Julie Ryder —joven heroína, hija de Wendell
Ryder— y aporta claves para desvelar los principales interrogantes que plantea la
novela. En esta sección, Barnes retrata el mundo de imaginación y fantasía de la
infancia mediante una parodia de las convenciones de la literatura sentimental
decimonónica. Julie, en su avidez lectora, ha estado leyendo libros infantiles hasta
llegar a identificarse con la figura de Arabella Lynn, una heroína infantil de cinco
años que cierta noche decide confesar su horrible pecado, que consiste en dudar de la
existencia de Dios. En la imaginación de Arabella, la inocente prueba de la
inexistencia de Dios viene propiciada por el hecho de que, siempre que lanza su
pelota al aire vuelve a recuperarla. Si Dios existiera, sin duda le arrebataría su
preciado juguete. Arabella, torturada por la duda, aparece muerta al día siguiente. En
el momento de la narración, Julie-Arabella está en el centro de su propio funeral junto
a cien niñas que actúan como plañideras. Pero, tan pronto como el cuerpo de Julie
recibe sepultura, los cielos estallan en sollozos con una gran tormenta. A
continuación, Julie aparece después en la plaza del mercado para ser vendida como
Jesucristo. Desde el Nuevo Testamento, Julie viaja de nuevo a las páginas de la
literatura para adolescentes y vuelve a tener dieciséis años. En su fantasía final,
sugerida por novelas por entregas del período —como la conocida Forsyte Saga
(1922) de John Galsworthy—, Julie se transforma en una mujer burguesa que, ya en
la madurez, se encuentra rodeada de sus hijos.
Justo antes de este episodio, el capítulo veintitrés de la novela narra, tan solo en
una página, cómo Wendell Ryder cuenta a sus hijos Julie y Timothy cómo fueron
concebidos y cómo nacieron. Aunque en Ryder los capítulos no siguen
necesariamente una ordenación secuencial cronológica, resulta significativo que
Barnes haya yuxtapuesto la narración de la escena primaria a la narración del sueño
de Julie. Sin duda, dicha sucesión viene a reforzar la sospecha que sitúa a Wendell en
Página 149
el origen del conocimiento de la sexualidad de Julie, no solo de manera literal, sino
también de manera simbólica.
El lenguaje que Barnes utiliza en el relato del sueño de Julie está plagado de
connotaciones sexuales. En este caso, así como en fragmentos de Nightwood y The
Antiphon (1958), Barnes se sirve de secuencias de sueños y de elementos utilizados
en el análisis de los sueños para dramatizar cómo el trauma derivado del abuso sexual
se traduce en procesos de fragmentación y disociación en la psique de las hijas. El
sueño de Arabella Lynn nos hace llegar, además, el retrato de un padre
peligrosamente invasor y el de una madre que no sabe actuar con la fuerza necesaria
para impedir tal situación. Barnes, con su uso magistral de la parodia y la ironía, pone
en boca de la narradora la enorme rabia, la vergüenza y el sentimiento de culpa que
aflora con frecuencia en el discurso de las víctimas de incesto al relatar sus
experiencias.
En mi aproximación a la lectura de los sueños en el capítulo que nos ocupa
seguiré los hallazgos que nos ha desvelado el excelente trabajo de Arme B. Dalton
(1993) en su esfuerzo por esclarecer las consecuencias del incesto en la vida y la obra
de Djuna Barnes[193]. El sueño de Arabella Lynn traza los efectos derivados del
trauma del abuso sexual cuando la hija se halla en un estado intermedio entre la
vigilia y el sueño. Hacia el final del capítulo, Barnes deja claro que las reacciones
conscientes o inconscientes de Julie a lo largo del sueño se encuentran motivadas por
el comportamiento invasivo del padre. La escena final revela que el trauma que Julie
arrastra es real, fruto de los abusos de Wendell.
Una lectura del sueño de Arabella Lynn teniendo en cuenta la investigación
feminista reciente en el terreno del incesto y los abusos sexuales, sirve como un buen
correctivo para paliar la miopía, o simplemente, la incomprensión de la crítica hasta
hace muy poco[194]. La imagen de la niña al borde de la muerte o de su cuerpo ya sin
vida se le aparece constantemente a Julie en el sueño de Arabella Lynn —y
constituye una auténtica aparición acechante en la novela— y revela el elevado coste
psíquico que la víctima de incesto ha de pagar por mantener reprimidos todos sus
sufrimientos. Se trata de un trauma del cual no se puede hablar y que, por tanto, no
puede ser enterrado. Lejos de ser sepultado y encontrar descanso, queda enquistado y
se convierte en una auténtica tumba en el inconsciente de la víctima. A través de
Ryder, Barnes explora de qué manera la víctima de incesto queda transformada en un
monumento vivo a la memoria de los abusos sexuales que ha de reprimir. La autora
literaliza de manera muy plástica esta imagen cuando la cama de Julie —lugar donde,
supuestamente, ocurrieron los hechos— se convierte en sus sueños en su ataúd y su
sepulcro.
En principio, Arabella aparece en el sueño vestida con «un vestido casto y
discreto» y adornada con un anillo que lleva una cruz de diamantes, símbolo de la
devoción religiosa que la joven heroína profesaba (1990: 132). El sueño transcurre
durante una noche en la cual Arabella está buscando a su madre y confiesa su
Página 150
«pecado». Barnes escribe lo siguiente: «Por lanzar mi pelota roja y amarilla en medio
del esplendor de las hojas de mi jardín exclamé cuando se elevaba: “Si hubiese un
Dios, la pelota no volvería a mis manos, pues es una cosa tan estupenda para jugar de
tantas maneras diferentes, que ni siquiera Dios podría pasarse sin atraparla”»
(1990: 133).
Barnes se sirve de las imágenes del jardín florido y de sus obvias connotaciones
sexuales. Su descripción de la pelota roja y amarilla puede tener también diversas
lecturas en esta línea. La sugerencia de Arabella del placer que se desprende del
juego de la pelota y de la irresistible tentación que supondría para Dios parece, en
principio, un tanto desconcertante hasta que se analiza en el contexto del «esplendor
de las hojas» del jardín de la niña. A través de las imágenes del jardín, Barnes parece
sugerir que la pelota representa los genitales de Arabella, y el jardín, la sexualidad. El
jardín podría bien ser aquí el jardín del Génesis, Arabella estaría en una posición
similar a la de Eva, culpada por tentar a Adán y por poner a Dios a prueba.
En el sueño de Arabella Lynn, así como en la práctica totalidad de la obra de
Barnes, nuestra autora se ocupó de subrayar la naturaleza incestuosa de los mitos
cristianos, al tiempo que se sirvió de ellos para poner de manifiesto los elementos
incestuosos que entran en juego en las relaciones entre sus principales personajes. Por
una parte, Dios, Adán y Eva; por otra, Dios, Jesucristo y María son figuras que se
relacionan intergeneracionalmente de maneras un tanto contradictorias. Adán es
padre, hermano y esposo de Eva a la vez; mientras que en el ámbito de la sagrada
familia, Dios es padre e hijo, y por tanto, es padre, esposo e hijo de María, madre de
Dios. Es decir que, dentro de este complejo entramado de relaciones, María es
simultáneamente madre de Jesucristo, y esposa e hija de Dios padre. La historia del
Génesis y la de la sagrada familia de la fe cristiana son novelas familiares de
configuración incestuosa. A la vista de su propia experiencia familiar de abusos
sexuales y de fanatismo religioso paterno, no extraña nada que Barnes se dedicara a
explorar los aspectos más oscuros de esta cuestión.
La imaginación de Barnes no solo se nutre en este caso de la naturaleza
incestuosa de la historia del Génesis, sino también y fundamentalmente del peso
ideológico que posee en virtud de su poder culpabilizador de la mujer y su
adscripción del lado del pecado y la culpa que le es innata. Como si de la reescritura
de la historia de Eva se tratase, el discurso de Barnes moviliza toda la culpa sobre
Arabella como si esta fuese la causante de todos los pecados del mundo.
Tras la escena en el jardín, su madre intenta confortar a Arabella sin éxito. La
niña confiesa su culpa y pide quedarse a solas. Es entonces cuando Arabella se siente
acusada por «la brillante jauría de la noche. “¡Fuiste tú, y tú, y tú!”, parecían aullar»
(1990: 134). Arabella responde, «¡No me acuséis, no fui yo, yo no, yo no!»
(1990: 134). Después de este intercambio, Arabella «se levanta de la cama en un
ensueño sonámbulo de ojos abiertos, camina por el pasillo, y su mano recorre a
tientas los rasgos de su ser dormido en ese rapto» (1990: 134). Si leemos este
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fragmento de forma literal como el retrato de Arabella, una niña que arrastra la
imborrable culpa de haber puesto a prueba a Dios, la categórica negativa exculpatoria
que esta le había confesado a su madre no tendría ningún sentido. Por el contrario, si
recordamos que constantemente se refiere a Dios como el «padre», entonces el
fragmento cobra nuevas implicaciones: Arabella confiesa a su madre que ha tentado a
Dios —el padre—; poco después, en la misma escena, niega haber tentado a su padre.
La dinámica que entra en juego en las relaciones de Arabella, su madre y Dios-
padre es una de las vías a través de las cuales Barnes nos comunica su especial
sensibilidad a las maneras mediante las cuales la sagrada familia cristiana —
compuesta por María, una mujer desprovista de poder efectivo para intervenir y poder
alterar el curso habitual de los acontecimientos, y un Padre autoritario que impone su
voluntad— se asemeja en demasía a la familia «disfuncional» donde se dan con
mayor frecuencia casos de incesto y abusos sexuales.
Al referirse al Padre de los cielos en el sueño de Arabella Lynn, Barnes también
informa a sus lectores de una cuestión central que forma parte de la psicología de las
víctimas de incesto, según la cual, estas consideran la omnipotencia de la autoridad
paterna como si del Dios airado del antiguo testamento se tratara. Los estudios de que
disponemos sobre estos temas señalan que la mayor parte de los menores consienten
a lo que los padres desean, al tiempo que reprimen el recuerdo de los hechos
utilizando la escisión psíquica como defensa, idealizando al padre y desplazando la
culpa hacia sí. Este análisis cobra aún mayor sentido teniendo en cuenta que el
importante desequilibrio de poderes que existe entre un adulto y un menor es análogo
al que existe entre Dios y los humanos.
Arabella, en su sueño, recibe la visita de una bestial «horda de color entreverado,
persiguiendo al alba para darle caza» (1990: 134). Los términos «entreverado»,
«horda» y «dar caza» revelan, en clave, la visita del padre, sobre todo partiendo de
que los lectores conocen el hecho de que el narrador asocia al padre de Julie con una
jauría de perros a lo largo de toda la novela.
Los párrafos que siguen a continuación constituyen una perfecta descripción
metafórica de los abusos sexuales y la respuesta de la hija. Después de que la horda la
acusa, Arabella, «da vueltas en la cama y, retirando las ropas de sus miembros
enfebrecidos, comienza a llorar» (1990: 134) negando las acusaciones. En su paseo
sonámbulo, Arabella parece estar representando episodios de abusos anteriores con
los movimientos de «su mano (que) recorre a tientas los rasgos de su ser dormido en
ese rapto» (1990: 134). Al dramatizar el terrible trauma que la horda le causó, el
ensueño de Arabella y sus gestos pueden leerse como la expresión sublimada, a
través del sueño, de los abusos que Julie sufre por parte de su padre. Las reacciones
de Julie y Arabella en esta escena vienen sorprendentemente a refrendar los
resultados de estudios actuales sobre las hijas víctimas de incesto.
Como es un hecho comprobado que las víctimas de incesto se sienten culpables
de haber cometido un pecado imperdonable que las deja en lo sucesivo
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estigmatizadas, la muerte de Arabella en Ryder puede leerse como la respuesta
culpabilizadora de Julie a su experiencia del trauma, así como su intento de poner fin
a todo ello en su caso y en el del personaje del sueño. El narrador interrumpe el sueño
de Julie sobre el trauma de Arabella para contarles a los lectores que antes de que
Arabella se hubiese despertado del «turbulento galopar de la horda» —una referencia
más a la amenazante horda nocturna—, «la corrupción se había apoderado de ella…;
y ¡la reclamaba!» (1990: 135). El sueño muestra cómo, incluso para Julie, resulta
menos traumático culpar a su alter-ego-Arabella que dirigir su hostilidad hacia el
padre abusivo.
En un fragmento cargado de ironía, el narrador pide a los lectores que recuerden
que el destino de Arabella podría haber sido también la mejor solución para ella.
Barnes escribe pues: «Pero detente a pensar, querido lector, ¿acaso no es esto mejor?
¿Cuál podría haber sido el dudoso resultado de una prolongada demora? ¿Qué
horrible demonio hubiera osado debilitar su estructura de haberse convertido en una
mujer hecha y derecha? ¿Qué pecado hubiera asediado a ese edificio, arrastrándolo a
la inevitable ruina? Es mejor, sin duda, mucho mejor, mil veces mejor que Arabella
Lynn muriese cuando aún era un retoño. ¡Cuánto habrá reconfortado a sus padres el
pensamiento de que su hija les fue arrebatada para habitar el gran reservorio de la
tutela celestial antes de haber conocido mancha de un mundo envilecido!»
(1990: 135).
Las imágenes irónicas del «horrible demonio» sugieren que Arabella fue víctima
y que, solo a través de la muerte, podrá evitar ser victimizada de nuevo. En lugar de
pecar en el sentido «activo» del verbo, en el texto, Arabella habría sido asediada por
el pecado y este la arrastraría a la ruina. Los términos «asediar» y «arrastrar»
subrayan que Arabella habría sufrido los ataques del pecado, su única posibilidad de
evitarlos es la muerte antes de su florecimiento y de llegar a la madurez sexual. La
expresión «morir cuando aún era un retoño» asociada a las imágenes de ser arrastrada
a la ruina llaman la atención del lector hacia el hecho de que Arabella sufrió una
agresión sexual cuando todavía era una niña.
La última oración del fragmento que acabamos de citar, «¡Cuánto habrá
reconfortado a sus padres el pensamiento de que su hija les fue arrebatada para
habitar el gran reservorio de la tutela celestial antes de haber conocido mancha de un
mundo envilecido!» (1990: 135), puede leerse como una acusación irónica frente a
los abusos del padre. Aquí, en el original en inglés, heavenly tutelage se refiere a la
instrucción/enseñanza que procede del padre celestial, y por ende, de la figura
autoritaria del padre biológico en la familia de Arabella. La tutela —esa «privada»
cesión de conocimiento—, obviamente sugiere iniciación sexual —«conocimiento»
en el sentido más bíblico del término. Todo esto ocurre antes de que la niña haya
conocido «la mancha de un mundo envilecido» que, sin duda, apunta hacia la primera
menstruación. Resulta terriblemente irónico que en este fragmento del sueño, la niña
sueñe su propia muerte para escapar al pecado. No obstante, si entendemos que en
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esta secuencia los abusos quedan inscritos para ser descodificados por los lectores,
entonces el sueño revela la aprehensión por parte de la hija —léase Barnes, Julie,
Arabella, ¿el/la narrador/a?— de que la posesión paterna no se puede evitar, pues la
muerte la lleva a los brazos del padre celestial del mismo modo que, en vida, acaba
en los brazos del otro padre más mundano.
Cuando la narración llega a este punto, el sueño de Julie de Arabella Lynn viene a
demostrar cómo quien comete los abusos es idealizado y el daño y la violencia que se
desprenden de sus acciones se sitúan en otro plano. Las repetidas alusiones de Barnes
a un Dios dueño de toda autoridad, así como a la muerte de Arabella, resaltan los
paralelismos que existen entre los sufrimientos de la niña y los sufrimientos que
antecedieron a la muerte de Jesucristo basados en su compleja relación con Dios-
Padre. En la narración bíblica, el padre pide literalmente que el hijo entregue su vida
por los demás. Cristo asume voluntariamente los «abusos» a los cuales es «sometido»
por su padre y solo en los momentos anteriores a la muerte exclama el conocido,
«Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?» (Mateo, 27:46). Tras su muerte,
Cristo renace y enseña a sus discípulos a bautizar a los creyentes con la fórmula, «en
el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo» (Mateo, 28:19). En el mito
cristiano, el hijo no solo idealiza al padre y se identifica con él, sino que, por
definición, es «intercambiable» con un padre que acabará supervisando su muerte. Si
bien Barnes apoya su crítica en esta dinámica, en Ryder se muestra constantemente
ambivalente al respecto. Así, al tiempo que Arabella experimenta la muerte de su
espíritu cuando se producen los abusos por medio de una simultánea identificación e
idealización del padre, la ironía del narrador lanza su burla en contra de la autoridad
paterna y revela la rabia contenida de Arabella, Julie, Barnes, y hasta la suya propia.
Las dos escenas siguientes del sueño vienen a corroborar esta lectura. Julie asiste
al funeral de Arabella, y mientras esta «yace bajo la irreflexiva tierra» (1990: 136),
las imágenes que se evocan implican claramente la furia celestial y una fertilidad
renovada. «¡Los cielos se abren de par en par y los valles se inundan! La higuera se
hincha con la lluvia, y el fruto se llena a rebosar» (1990: 136).
Una vez más, los términos siguen cargados de connotaciones sexuales. La plástica
descripción de los cielos que se abren de par en par, dejando caer la lluvia e
inundando los valles, sugiere que Dios Padre está copulando con el valle y su
esperma, en forma de lluvia, lo impregna, haciendo que la higuera se hinche. Las
consecuencias de todo ello son negativas, pues el fruto —el higo, símbolo del útero—
queda anegado. Por un lado, el narrador parece estar quitándole importancia al padre
abusivo, dando a entender una eyaculación prematura, «tan pronto como Arabella
yació bajo la irreflexiva tierra… comenzó a llover». El narrador traza un paralelismo
entre el lugar de Arabella en la tumba y el de Julie en su cama, subrayando una vez
más que abusar de una hija puede conducir a la muerte psíquica, «Julie Grieve Ryder,
Julie entre la multitud, sigue a ese pequeño cuerpo hasta la tumba. Julie es ahora
quien yace en su lecho» (1990: 136).
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La siguiente escena del sueño, paradójicamente, resalta a la vez la inocencia de
Julie y su predisposición al sexo. La joven aparece apoyada junto a una ventana, «con
sus voluptuosos dieciséis de la carcasa en flor, su joven busto caldeado al sol caliente.
Las palomas arrullándose en su nido no son más inocentes que ella. Se suelta el
cabello cual si las compuertas fundidas del parapeto henchido se disolvieran en el
calor del mediodía, inundando el jardín, cubriendo las rosas con un velo de esplendor.
Mil pájaros cantan extasiados por cuanto aún le queda por aprender» (1990: 137).
Aquí, la descripción de Julie se asemeja enormemente a las descripciones de
Dánae inseminada por Zeus, padre de los dioses. El fragmento de la mitología griega
que se refiere a este episodio es altamente revelador del encuentro que se produce
entre la hija y la figura paterna:
«Así, Dánae la bella resistió / a cambiar la alegre luz del día por
las paredes de latón / y en aquella cámara secreta como un sepulcro /
vivió prisionera. Pero la vino a visitar / Zeus con la lluvia dorada»
(Hamilton, 1940: 142).
Diversos autores han señalado que la mitología griega humanizó a la diosa Dánae del
mismo modo que la Biblia encamó a la madre-tierra en Eva. Ambas eran la misma
deidad fecundada por la lluvia seminal del padre de los cielos. Al parecer, la Dánae
helénica era una princesa virgen que fue impregnada por la lluvia de Zeus.
Una lectura psicoanalítica del fragmento vendría también a refrendar la
interpretación anterior: el jardín inundado sería el equivalente de la eyaculación en el
coito, el parapeto henchido es un símbolo fálico muy obvio, y las rosas representarían
los genitales femeninos. Estas imágenes con enorme carga sexual degeneran en otras
que evocan a la vida como «una yegua de lomo negro, fraguada como un hombre y
con la respiración de un hombre» y la imagen de «una niña idiota que ni siquiera
posee el olor de la pubertad» (1990: 137), y se refieren a que el encuentro sexual
conduce a la corrupción y a la locura.
Una vez más, el sueño vuelve a cambiar de foco y Julie se imagina como una
matriarca. Esta parte del sueño vuelve a sugerir que Julie ha sido violada cuando
todavía era una niña. Como si se tratara de un personaje en una escena de horror, la
joven Julie es ahora la matriarca de un linaje peculiar en el cual niñas que son como
muñecas se convierten en madres de otros niños: «Ella es el total de un número cada
vez mayor, se convierten en madres y están pesadas y enormes… Las niñitas tienen
cabecitas de niña, y pelito de niña ensortijado, y sus piececitos son piececitos de niña
que sustentan a una niña. Y se caen lentamente, de esta y de esa manera, silenciosas,
dulces y dóciles, azotadas y blasfemadas, elevándose y virando hacia los lados,
desenroscando su destino en un sueño cerrado» (1990: 137).
Barnes utiliza con frecuencia la figura de la muñeca como símbolo de esterilidad.
Su iconografía infantil la vincula con el juego mimético del maternaje de las niñas
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que marca su destino como mujeres. En la madurez, la muñeca es el símbolo del hijo
que no se puede engendrar, bien por el terror y la aversión que produce la maternidad,
bien por la imposibilidad de producir hijos en la relación homosexual[195].
Julie se imagina una sucesión de mujeres y de niñas de cuyo linaje ella es la
madre fundadora, pero se despierta de repente y ve a «Wendell y Sophia corriendo,
llorando y gritando: “¡No la golpees, no la golpees! ¡Nunca pude tener una hija, y ella
es esa hija!” / “Quédatela”, exclama Wendell, “no es nada mío. ¿Acaso no la oíste
cómo se burlaba de mí?”» (1990: 138). Solo partiendo de una lectura que dé cuenta
de la dinámica incestuosa de este capítulo podemos llegar a comprender esta
conclusión, desvelando a la vez la polisemia de la expresión paterna. El apellido del
padre en la novela es Ryder, en inglés los juegos de palabras que este término connota
son variados y alusivos al tema del incesto. Por homofonía, Ryder es similar a ride
her —«montarla», copular con ella—, el comentario de Wendell sobre las repetidas
burlas de su hija se refiere a deride —mofarse, reírse de— y no solo alude al hecho
de ridiculizar, sino al de oponer resistencia a sus avances sexuales —negarse a ser
«montada», violada. A su vez, todo ello viene a predecir el contenido del desenlace
de la escena final del sueño de Julie en el cual ella es la matriarca de toda una
generación de niñas. Es decir, estas alusiones parece que actúan como la reprimenda
de Julie por atreverse a resistir a las constricciones patriarcales.
Julie se despierta y halla a su padre inclinándose hacia ella, lo cual implica que
Wendell ha estado en ese mismo lugar a lo largo de todo el sueño y que su presencia
ha sido el desencadenante de las imágenes sexuales del mismo. La imagen de la
abuela funciona como una figura materna que interviene para proteger a Julie. No
obstante, resulta irónico que en otros lugares del texto Sophia exclame, «¡No la
golpees!», indicando así que debe haber habido algún tipo de forcejeo físico o verbal
entre Wendell y Julie que le ha llamado especialmente la atención. No obstante, el
papel de Sophia en Ryder es más siniestro que los papeles habituales que las madres y
las abuelas suelen adoptar en los casos de incesto. En ocasiones, Sophia explota sus
cualidades maternales para facilitar los abusos de Wendell, ayudándole a conseguir
mujeres que satisfagan sus necesidades sexuales (1990: 105).
Para entender por completo la afirmación de Wendell, «¿Acaso no la oíste cómo
se burlaba de mí?», habríamos de examinar aquellas ocasiones durante las cuales
Julie ha podido hablar en voz alta durante el sueño. La última vez que el narrador
señala diálogo es cuando Arabella responde a las acusaciones de la horda nocturna,
diciendo, «¡No me acuséis, no fui yo, yo no, yo no!» (1990: 134). Si Julie hubiese
pronunciado esta frase en sueños mientras se resistía a los avances del padre, esto
explicaría la referencia de Wendell a sus burlas al entender con ello que era él y no
ella el instigador y el culpable de la situación. Es muy posible que, a través del sueño,
Julie intente salvarse —y salvar simbólicamente a Arabella Lynn— a través de la
muerte. Si bien la abuela interviene en favor de la nieta la misma noche que Julie
sueña con la muerte de Arabella, la novela revela que sus esfuerzos para protegerla
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del padre no son efectivos. El sueño de Julie pone de manifiesto el trauma de la joven
al tiempo que sucesivos capítulos describen el ilimitado poder del padre para
continuar con sus abusos[196].
Es muy posible que, para Barnes, escribir sobre la muerte de la hija en Ryder
marque su manera de comprender y elaborar la experiencia traumática del dolor y la
desesperación derivadas de su propia vivencia infantil como víctima de abuso sexual.
Ryder es, sin duda, una invitación a los lectores para reflexionar sobre los efectos de
todas estas cuestiones en la psique infantil. Por medio de la figura de la hija al borde
de la muerte que planea a lo largo de toda la novela, Barnes deja crípticamente
registrado cómo las víctimas de incesto necesitan primero reprimir y después sacar a
la luz lo ocurrido para iniciar el complicado proceso hacia la cura —si es que se
puede hablar de cura o restablecimiento en estos casos.
Los incidentes que constituyen el escenario del abuso sexual se inscriben
metafóricamente en Ryder y, a diferencia de lo que ocurre en Nightwood o The
Antiphon, en esta primera novela Barnes refleja cómo la hija todavía no puede
entender por completo el incesto y enfrentarse a su significado. En Nightwood, a
través de los esfuerzos de Nora para interpretar sus sueños, Barnes aborda los
devastadores efectos derivados del incesto; y en The Antiphon, se centra en cómo el
trauma inicial determina el devenir de las relaciones entre madre e hija. Barnes se
esfuerza por elaborar —en el sentido analítico— en sus textos diferentes versiones,
diferentes estilos y modalidades de una experiencia tabú.
Es evidente que Ryder es una acerba crítica que Barnes lanza contra los cimientos del
edificio patriarcal. El texto es una burla de su héroe, Wendell Ryder, el padre
autoritario e hipersexual que rige los destinos de sus mujeres y sus numerosos hijos e
hijas. Barnes presenta aquí, más que en cualquier otra de sus obras, sus ideas sobre la
masculinidad, cuestionando especialmente la ecuación de masculinidad con potencia
procreadora y paternidad. Las consecuencias que de todo ello se derivan para las
mujeres, relegadas a la función biológica de la reproducción vienen a resultar en una
segunda ecuación que se deduce de la primera y que vinculan inexorablemente la
condición de la mujer con la maternidad. Como Sheryl Stevenson (1993) ha sugerido,
Ryder puede leerse simultáneamente como una novela centrada en un héroe
picaresco-trágico —la figura y función del padre representada por Wendell Ryder—,
así como un texto que gira en torno a la maternidad —Amelia, Kate— y que refleja
un período histórico de transición en la lucha por la autonomía social de la mujer y su
derecho a decidir sobre su propio cuerpo. En este sentido, es indiscutible que la
novela transcurre en un período de creciente interés público frente a cuestiones
relativas a la familia, la maternidad y el control de natalidad. Es precisamente durante
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las décadas de los años 20 y 30 cuando términos como «anticoncepción» y «control
de natalidad» comenzaron a extenderse en el discurso social, la tasa de natalidad
descendió notablemente y cambiaron las prácticas médicas en torno a los
nacimientos.
Ryder es también un texto que, en su tiempo, participa de la construcción social
de la maternidad. La figura del padre, Wendell Ryder, es la de un excéntrico y
polígamo desempleado, cuyo único objetivo parece ser la procreación. El texto de
Barnes no es deliberadamente anacrónico, sino que constituye un exponente de las
preocupaciones de su tiempo y, hoy por hoy, aún guarda concomitancias con un
subtexto de continuadas amenazas frente a la autonomía reproductora de las mujeres.
Los modelos de representación de la maternidad en la novela entran directamente
en colisión con un único modelo de paternidad, objeto de crítica, reflejado en la
figura de Wendell. En primer lugar, se nos presenta un modelo de callada aceptación
del papel tradicional de la mujer como madre. Esta tendencia conservadora queda
claramente de manifiesto en las historias de nacimientos narradas por Wendell, así
como en un énfasis verdaderamente obsesivo en la cuestión de la muerte ocasionada
por el parto ensalzada a través de una retórica con un subtexto religioso evidente.
Estas mujeres están «tan cerca de los santos como soy capaz de imaginar»
(1990: 202). Wendell describe a una de estas «mártires divinas» en los siguientes
términos: «Era (una mujer) muy sencilla, muy lasciva… Era fuerte pero no saludable,
era pura a pesar de haber tenido muchos tratos, tenía dignidad pero no tenía poder
alguno —¡la madre perfecta!» (1990: 202). Esta idea tradicional de la mujer como
madre aparece en contraste con otra diferente y generadora de poder en el retrato de
Sophia, la madre nada convencional de Wendell. Sophia oculta cuánto desea a
hombres y mujeres por igual, al tiempo que se define repetidamente con ostentación
como una «madre» (1990: 12 y esp. 177-179). En la primera escena de Ryder relativa
a estas cuestiones asistimos a la muerte de la madre de Sophia, postrada en la cama
—«un centro terrible de sufrimiento sin extremidades» (1990: 7)—, en su parto
número catorce. Esta le confía el recién nacido a Sophia quien, a su vez, se ocupa en
esos momentos de su primer hijo. El papel de la maternidad heredado y reproducido
intergeneracionalmente como Nancy Chodorow demostró en su clásico The
Reproduction of Mothering (1978). Barnes transmite en su prosa ese aprendizaje
social en la relación entre estas dos mujeres, «Sophia cogió al recién nacido bien
arropado y lo colocó en su pecho hermano, pues recordó a su madre cuando ella
estaba empezando y ahora se acababa» (1990: 8). Marie Ponsot, al comentar este
fragmento, señala que «el juego de los pronombres… pone en marcha la espiral
generadora de mujeres» (1991: 108). En otra escena paralela del texto, Julie Ryder se
encuentra «en un lecho de maternidad juguetona», imitando los gritos de su madre y
los de Kate, la amante de su padre, que «están llamando a gritos a sus hijos»
(1990: 95). Está claro que estas escenas apuntan al aprendizaje de la maternidad en
una línea de sucesión de madres a hijas.
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No obstante, Ryder también exhibe otro modelo aún más extendido, según el cual,
los personajes —en su mayoría mujeres, aunque no con exclusividad— se oponen,
critican o intentan poner término al paradigma de reproducción de la maternidad. Así,
la novela incluye fragmentos en los cuales a una joven se le recomienda no casarse,
no dejar que los hombres la toquen, y «no ser natural» —por lo tanto, no tener
hijos[197].
Uno de los hijos ilegítimos de Wendell, en este caso hijo de una mujer en
condiciones de pobreza y explotación, le confiesa al doctor Matthew O’Connor que
nadie sufrirá el dolor y la infelicidad de ser madre a través de él. Esta es su callada
rebelión frente al ejercicio de reproducción de la maternidad que lleva, por su parte,
al doctor O’Connor[198] a proponer el amor homosexual como solución.
Andrew Field, en su ya clásica biografía de Barnes, sugiere con el término
childlessness— algo que traducido sería como «la condición que resulta de la
ausencia de hijos», y que para Field representa el rechazo y la crítica frente a la
necesidad socialmente creada de tener hijos—, «uno de los temas recurrentes de
Barnes» que la distinguen y la singularizan entre sus contemporáneos (1983: 169). Én
cualquier caso, en Ryder podemos observar temas que estaban en el ambiente en el
momento histórico y la sociedad que a Barnes le tocó vivir. Así, es claro el descenso
en el número de miembros que integran la familia en la cronología del propio texto.
La acción de la novela comienza en torno a 1860 con la muerte de la madre de Sophia
y la escena final ocurre, al parecer, en 1912, después de que Amelia y Wendell han
convivido ya durante unos veintiséis años. Además de la madre de Sophia, otras
mujeres a las cuales se alude en la novela tuvieron gran número de hijos. Así, por
ejemplo, la madre de Amelia —doce hijos—, la madre de Matthew O’Connor —
catorce hijos— y Molly Dance —once hijos. Amelia, quien poco después de conocer
a Wendell en 1886 empieza a convivir con él, tiene solo cinco, y Kate —quien
convierte el matrimonio en un triángulo en su papel de amante «oficial» de Wendell
al cabo de unos diez años de convivencia de la pareja— tiene cuatro, uno de los
cuales fallece. La limitación de la fertilidad femenina es evidente en la evolución de
la figura de Sophia, quien da a luz tres hijos en su primer matrimonio y decide no
tener más. Es indudable que Sophia debió de aprovechar los primeros avances
científicos de la anticoncepción no solo por haber abandonado su papel reproductor a
una edad relativamente joven, sino porque, como apunta la novela, continuó teniendo
infinidad de amantes.
Otra de las tendencias sociohistóricas observables en Ryder es la alta tasa de
mortalidad en el parto que, en las primeras décadas del siglo, se contemplaba como
un problema social que evidenciaba que, dada la situación de la medicina de la época,
tener hijos implicaba un riesgo indiscutible para la salud de la mujer. Lo que sí parece
claro a raíz de la investigación histórica feminista de las últimas décadas es que el
declive que se detecta en la fertilidad de las parejas a finales del siglo pasado y
comienzos del actual fue acompañado de una reacción involucionista que Barnes
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también refleja en Ryder. Paralelamente a la mayor difusión de los medios
contraceptivos, el discurso social sobre la maternidad enfatizaba, ahora más que
nunca, los deberes de la mujer en la crianza y la educación de sus hijos. Una
importante oposición por parte de ciertos sectores de la medicina a la contracepción
artificial —en connivencia con la iglesia y el estado—, junto a un evidente
obstruccionismo legal frente a la diseminación de información sobre planificación
familiar, convirtieron la maternidad en un indiscutible bastión social que había que
defender. La teoría del darwinismo social enfatizaba la rigidez de los papeles sexuales
en la base de la evolución humana como imperativo necesario para la producción de
una descendencia cada vez superior. La preocupación de la eugenesia con la
preservación de la «raza» se ocupó de extender la idea de que la amenaza del declive
de la fertilidad era más fuerte entre las clases medias de raza blanca que entre otros
grupos inferiores. Y finalmente, la ideología ultraconservadora vio a la contracepción
como potencial amenaza frente a la centralidad del papel reproductivo de la mujer,
con el peligro de que esta llegara a interesarse demasiado por el sexo y demasiado
poco por la maternidad.
La oposición frontal a la contracepción acompañada del énfasis en el papel de la
mujer como madre se observa claramente en la ideología de Wendell Ryder, arquetipo
del pensamiento involucionista. Su filosofía megalomaníaca de la poligamia y del
sexo libre y sin trabas está marcada —a diferencia de la mayoría de los defensores del
amor libre de finales del xix— por un énfasis compulsivo en la paternidad de una
larga descendencia. Así, Wendell se burla en infinidad de ocasiones de la «pálida
existencia» de las mujeres que solo conocen «el celibato y la monogamia» y subraya
la vasta extensión de su «raza», utilizando precisamente este término que los
eugenésicos esgrimían para apoyar la obligación reproductora de las mujeres (1990:
202, 210-211). Su chauvinismo procreador es claro en una escena de la novela donde
Wendell presume de poder crear una nueva vida en cada acto sexual, don del que se
jacta a través de una elaborada metáfora musical: «pues mi gloria real es la alegre
música que con mi flauta de madera recia y esférica de una sola nota entona el centro
de la corchea. ¡Qué infinidad de notas pasan por la mujer en esta orquestación! Notas
graves, medias notas y semicorcheas, todas incrustándose en su armazón interior, y
madurando en el curso de nueve meses, para salir a la luz debidamente
armonizadas… o abortadas como un torrente de notas de floreo, demasiado rápidas
para ser capturadas por la voz, y después, el silencio y un cristiano entierro»
(1990: 165).
En Ryder, Barnes se esforzó por revelar la tragedia oculta en un sistema social
adormecido y reproductor de usos y costumbres anteriores, potencialmente perverso,
y la vinculación que su propia familia tenía con esas lacras. Así, de manera
suficientemente encriptada, la autora revela para quien quiera escuchar, desde la
mutilación de su texto, y desde su propia mutilación interior, el fragmento que,
traumáticamente, le fue arrancado y le queda como vestigio de su anterior persona, de
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su mundo y de su sexualidad infantil. En este sentido, podemos leer Ryder como un
texto melancólico en el cual la infancia de Barnes queda encriptada y preservada,
repetida en 1928 en una nueva versión que ya trasluce la elaboración del trauma
infantil. Como señalaba Karl Abraham en su «Breve estudio de la libido a la luz de
los trastornos maníaco-depresivos» (1924), el trauma consiste en la obsesiva
repetición del acontecimiento invasivo y displacentero que se vive como patógeno y
que convierte al sujeto en disfuncional. En este sentido y como apuntábamos más
arriba, Ryder no es una mera repetición, sino un intento de elaboración que apunta, en
su versión textual, la enorme dificultad en la búsqueda de un lenguaje que pueda
transmitir la radical inconmensurabilidad de los hechos con los medios de expresión
al alcance del sujeto. El lenguaje de Ryder es un lenguaje fracturado, un lenguaje que
ha sufrido la violencia de la ley antes y después de su gestación, un lenguaje en el
cual Barnes se hace eco de un especial ventriloquismo de la voz, un lenguaje
paranoico y un lenguaje esquizoide. Un lenguaje que mimetiza, parodia, reproduce y
explota las posibilidades expresivas y las convenciones genéricas que lo modelan en
la narrativa. Djuna Barnes se deshace en muchos lenguajes en Ryder, y todos ellos
aportan una particular perspectiva de un fragmento de verdad.
Julie Ryder es, en parte, el retrato de la mujer de su tiempo que se rebela en
contra de los papeles genéricos tradicionales de «padre» y «madre» asumidos de
manera directa e incuestionada por Wendell y Sophia. En este sentido, como ha
señalado Sheryl Stevenson (1993), Ryder constituye el más enérgico alegato de Djuna
Barnes en contra de la esclavitud reproductora de la mujer.
PATERNIDAD MONSTRUOSA
Página 161
Las imágenes favoritas de Barnes eran aquellas que invertían las relaciones de poder
entre humanos y animales en detrimento de los primeros —así, por ejemplo, ratones
que persiguen a gatos, y en esta línea, animales que golpean o atacan a los hombres
como queda apuntado en la ilustración del capítulo octavo de Ryder. En Ryder
abundan las imágenes equinas, como la conocida imagen de Wendell a caballo al
comienzo de la novela. Esta pose equina —y con uniforme militar, con subtexto
autoritario evidente— tiene continuidad en la pose del patriarca de The Antiphon.
Thelma Wood, la amante de Barnes durante sus nueve años de exilio en París, utilizó
imágenes del mundo natural como trasfondo temático de muchos de sus grabados. La
influencia de Wood es patente en algunas de las representaciones animales de Barnes
en Ryder[199].
El campo y sus animales representan un lugar de indiscutible peligro para la
mujer. Uno de los temas recurrentes en Ryder, el de la violación en la granja, va
frecuentemente acompañado de la imaginería de la jauría que persigue a la niña
(1990: 43) —evidente en nuestro análisis del capítulo veinticuatro. Por otra parte, en
el texto, Wendell tiene además una especial tendencia a confundir a sus mujeres y a
sus hijos con el ganado —hay analogías claras entre Wendell y Titus en The Antiphon
relativas al entrecruzamiento entre mundo humano y mundo animal. Wendell reúne
en sí aspectos del Satán de Milton y de las bestias del apocalipsis, «alzándose de la
tierra con estupendas y enormes alas, sobrevolando los campos de maíz y las
montañas, y elevándose hacia las nubes, como un enorme y amado insecto, con sus
fuertes manos hacia arriba y sus pies arqueados hacia abajo, y con sus atronadores
atributos, colgándole como un terrible yunque, donde se templan la resurrección y la
muerte» (1990: 41-42). Esta sucesión de símiles se deconstruye automáticamente al
releer lo absurdo de las asociaciones que los sustentan: un enorme y amado insecto se
eleva como un ángel hacia al cielo, y el resultado es que sus genitales quedan
expuestos y son objeto de burla. Por otro lado, la potencia sexual de Wendell no
parece servirle de mucho a la hora de demostrar valentía al enfrentarse a la muerte;
por paradójico que parezca, las mujeres en la novela manifiestan la actitud opuesta.
Amelia Ryder está muy familiarizada con los ciclos de la naturaleza,
especialmente en el bosque, donde ha vivido prácticamente desde su niñez. Amelia
tiene «una marcada debilidad por el cancro del árbol familiar. Caminando por los
bosques se deleitaba dando la vuelta a las hojas para buscar musgo e insectos»
(1990: 31). Todo esto lo prefiere, sin duda, al trabajo doméstico. Señala que «como
nunca pudo tener mucha instrucción…, la jungla nunca le arañó el corazón». Tiene
una extraña visión de una jungla fertilizada con abono, y de un retorno a la tierra.
Wendell interfiere con este ciclo natural con construcciones de su imaginación
retorcida, incluyendo entre ellas un palomar. Deja a sus mujeres para que se deshagan
de montones de aves muertas y limpien sus excrementos y sus restos. En una
afirmación ambigua y cargada de reproche, Amelia señala que, a diferencia de
Wendell, el estiércol no necesita recurrir a las palabras (1990: 146). En una de sus
Página 162
breves fugas de las duras condiciones de su hogar bígamo, Amelia siente un enorme
placer de escaparse a lomos del caballo de Wendell. Barnes escribe: «sin darse cuenta
se metió en una turbera, donde las coles fétidas florecían hermosas. Tarareaba para sí
(unas notas de la “Canción de la Primavera” como se cantaba en el conservatorio),
pisoteando los nabos silvestres, saltando por el musgo verde, y el musgo gris, bajo los
arbustos» (1990: 146). El bosque, florecido y en putrefacción, se experimenta en un
estado semionírico, fluctuante, y de manera despreocupada, y por medio de este
Amelia recupera su pasado musical.
Los animales míticos de Ryder, junto con el bestiario de Barnes en su totalidad,
son lo bastante complejos como para dedicarles un estudio independiente. En
cualquier caso, al menos tres de las representaciones vendrían a añadir elementos
para el análisis de la estructura familiar. El majestuoso buey negro que, en su camino
de búsqueda religiosa, visita a Amelia durante uno de sus partos. Una de las variadas
formas que adopta la figura de Wendell, la bestia Thingumbob, cuya compañera sin
rostro y con multitud de senos muere al dar a luz a sus diez hijos. Y por último, la
creación de Molly Dance, mujer que se dedica a la crianza de perros y que subvierte
el orden patriarcal. Molly imagina que el mundo procede de una ballena, de cuyo
interior salió Jonás[200].
Podríamos leer estas imágenes pensando que todas ellas nos dan versiones de
Wendell, quien, en su megalomanía, en su afán por controlar y dominar a sus
familias, se transforma adquiriendo multitud de apariencias. Escondido bajo diversas
formas, Wendell invade constante e indiscriminadamente la intimidad de aquellos
que, a su juicio, le pertenecen. En este sentido, la ilustración que acompaña al
capítulo veintisiete de Ryder, «The Beast Thingumbob», es ciertamente una de las
más desconcertantes de la obra. Paradójicamente, la imagen nos resulta, a la vez,
demasiado familiar. Es evidente que esta aparición bestial ha de leerse teniendo en
cuenta la idea freudiana de lo siniestro. En el dibujo, la figura de una mujer desnuda
yace en el suelo. La mujer tiene piernas equinas y multitud de senos. A su lado, se
inclina una extraña figura de camero alado, con cola de reptil y connotaciones
masculinas. Está claro que la cabeza de esta figura es una cabeza de camero —en la
parte derecha al fondo del dibujo se observan tres ovejas pastando. El icono del
camero en Aries simboliza fuerza y potencia sexual, sus características
antropomórficas asociadas son por entero masculinas. En una pequeña viñeta a la
izquierda del dibujo se observa un corazón adornado con una especie de corona de
cilios, sobre el cual aparece escrito «La Bestia». —The Beast.
Wendell se sirve de la historia de Thingumbob para contarles a sus hijos en una
narración pseudomítica la experiencia sexual y la experiencia de la maternidad de la
bestia y su compañera. Thingumbob se enamora de una «extraña criatura» que
describe así: «… era, así como él, de miembros grandes y de una belleza
inimaginable y fuera de lo común en relación con el gusto de los hombres. Era
terrible en sus modos, lo cual simplemente significa que sus modos no tenían nada
Página 163
que ver con los nuestros, y estaba encadenada a la tierra durante la estación de la
cosecha, tras la cual debería regresar junto a los dioses. Sus pies tenían delgados
cascos, y su cabello multitud de rizos, y rostro todavía no tenía, pero tenía diez
pechos» (1990: 150).
El aura de lo siniestro freudiano es demasiado evidente en la descripción. Wendell
sigue relatando que cuando la lluvia cayó en el huerto, la mujer-bestial le dijo a
Thingumbob, «Moriré debajo de ti, pero de mi cuerpo cosecharás diez hijos…». Tras
la consumación del amor, Thingumbob, «arrancó a sus hijos de su vientre» y quedó
abatido, «pues sabía que el regalo que ella le ofrecía era el inútil regalo del amor»
(1990: 153). Con un comienzo de «Érase una vez…» y apoyándose en la obsesiva
narración de antiguos ritos de fertilidad, la historia presenta un arquetipo femenino
que se entrega al amor y, casi simultáneamente, da a luz y muere. El dibujo que
Barnes traza de Thingumbob ilustra la fábula bestial de Wendell y, de manera análoga
a Ryder, manifiesta aquello que debería haber quedado oculto bajo el peso de la ley
—la prohibición del incesto instaurada por el padre de la horda primitiva. El retorno
de lo reprimido, enmascarado en la terrible materialidad del cuerpo del padre, abre
camino en Djuna Barnes al texto como espacio de desvelación del lugar que la hija
debe ocupar. Y este lugar no es un nicho inamovible, pues el discurso de Julie y el de
todas esas hijas restalla en tantos lenguajes como heridas se pueden abrir, como
cicatrices se pueden esperar.
BIBLIOGRAFÍA
Página 164
HERMAN Judith L. y Hirshman, Lisa, Father-Daughter Incest, Cambridge, Harvard U. P.,
1981.
PONSOT Marie, «A Reader’s Ryder», en Mary Lynn Broe (ed.), 1991, págs. 94-112.
RUSH Florence, The Best Kept Secret: Sexual Abuse of Children, Nueva Jersey,
Prentice-Hall, 1980.
RUSSELL Diana, The Secret Trauma: Incest in the Lives of Girls and Women, Nueva
York, Basic Books, 1986.
SCOTT Bonnie Kime, Women of the Left Bank, París, 1900-1940, Austin, University of
Texas P, 1986.
—«Barnes being “beast familiar”: representation on the margins of modernism»,
Review of Contemporary Fiction, v. 13, núm. 3 (otoño de 1993), págs. 41-53.
STEVENSON Sheryl, «Ryder as contraception: Barnes v. the reproduction of mothering»,
Review of Contemporary Fiction, v. 13, núm. 3 (otoño de 1993), págs. 97-107.
Página 165
Jorge Luis Borges: el padre literario
Marieta Gargatagli
I.
Charles Baudelaire solía empezar el relato de su vida con una frase que el tiempo y el
asombro hicieron famosa: «después de haber asesinado a mi padre…». No menos
contundentes fueron las confidencias de otros escritores: «Todo lo que escribí, lo
escribí contra mi padre. Publiqué panfletos contra su patria, la palabra patria no es
soportable, ya que significa país del padre». (Eugène Ionesco). «Cumpleaños de mi
padre. Hoy hubiera cumplido noventa y seis años. Pero afortunadamente no los tiene.
Su vida hubiera acabado con la mía. ¿Qué habría ocurrido? No hubiera escrito. No
habría publicado libros. Inconcebible». (Virginia Woolf). «Cuando era niño mi padre
me derrotó y hasta ahora, por ambición, no he podido abandonar el campo de batalla;
aunque siempre volveré a ser derrotado». (Franz Kafka).
El padre, en la mise en scène de un escritor, puede aparecer como una suerte de
límite entre el artista y el mundo: una muralla que hay que destruir, un estanque
rebosante de peligrosas mediocridades, una ciénaga inmunda que recuerda el propio
origen. Tiene o suele tener ese porte maligno de los personajes que en las novelas de
aventuras entorpecen o frenan el camino del héroe, y a veces los matan. Pero la
perseverante negación de la herencia no es la única posibilidad. Algunos escritores
han vislumbrado en la figura paterna un aliado. Pocos lo han visto como un amigo.
Jorge Luis Borges pertenece a una especie todavía más rara. El «todo se lo debo a mi
padre» declarado innumerables veces resume el extravagante lugar que eligió para ser
Jorge Luis Borges.
II.
Página 166
terminar…? Es una interrogación sobre el epílogo de la historia, pero también es una
pregunta retórica, equivalente a la exclamación: «pero quién diablos puede tener
ganas de dar fin a una escritura tan placentera». La anfibología, que los gramáticos
censuran (no soportan que la lengua tenga sentidos plurales) resulta aquí muy
productiva. La novela familiar no carece de exordio, narratio, argumentado,
probatio, refutado, dramatis personae, pero —como las formas más experimentales
de la narración contemporánea— tiene (y solo puede tener) un final abierto. Una
puerta desde donde se contempla el abismo del yo convertido en narrador perpetuo,
que logra, no yendo a ningún lugar, estar de alguna manera en el mundo.
Desde Freud nos planteamos la duda de si los escritores transitan la novela
familiar para producir sus obras literarias. Sabemos que lo hacen de alguna manera,
pero siempre —sin caer en pálidas simplificaciones— es difícil describir de qué
manera.
III.
Los críticos de Borges que han intentado resolver esos enigmas no son pocos.
Posiblemente, porque su escritura propicia (y quizás sea uno de sus rasgos centrales)
un vigoroso frenesí interpretativo, «una reacción paranoica» (la frase es de Ricardo
Piglia), que parece buscar en cada signo los restos de una lengua muerta. Como
Kafka o Joyce, Borges suscita la ilusión de un mensaje que se escapa y que promueve
el delirio del desciframiento.
Pero si cada palabra escrita por Borges desata ininterrumpidas sospechas, sus
confesiones orales reclaman la más absoluta credulidad. Y no creo que haya rareza
mayor, porque ese entramado de ficciones paralelas o complementarias que el escritor
llamó su vida es un grandioso Bildungsroman con forma de novela histórica. ¿Qué
hay detrás de esa trama feliz de héroes de la patria, hombres ciegos, pastores
metodistas, valientes mujeres inglesas, septicemias que desencadenan la inspiración,
arrabales últimos, bibliotecas ilimitadas, jardines detrás de una verja con lanzas y
gatos blancos que se llaman Beppo? La máscara que todo escritor necesita, la
grandilocuente búsqueda de la autorización por medio de un linaje, un rostro público
que vestido con esas galas resulta irrevocable. El autor de Ficciones no inventó el
procedimiento; lo exageró, lo multiplicó, lo convirtió en arte. Parece, parodiando a
don Honorio Bustos Domecq, que a su vez parodiaba al narrador de «El hombre de la
esquina rosada», como si Borges le hubiera dicho al mundo: ¡Tan luego a mí venirme
con autobiografías[201]!
Saber que Borges «se veía obligado a mentir para poder decir la verdad[202]» nos
obliga a ser cautelosos. O por lo menos ordenados. La representación de ciertas
vivencias puede ser materia destinada a conmovernos estéticamente; la
Página 167
representación y la repetición de las mismas vivencias puede tener en cambio una
función pragmática: «Soy yo, soy Borges: ¡ámenme!».
Intentaré explicar estos pormenores.
IV.
V.
Página 168
preguntas sobre literatura y vida personal. Ese despliegue de confidencias solo tuvo
fin con su muerte.
Es difícil saber cómo un hombre tímido y reservado llegó a este lugar, intuimos
que, entre otras cosas, debió de ser una de las consecuencias de «ese lento atardecer»
que empezó cuando era muy joven y lo convirtió en ciego en 1955. Dotado de una
memoria fuera de lo común (alguien dijo que Borges tenía una memoria
«simultánea») y movido por un deseo también fuera de lo común, el escritor ciego se
dedicó a hacer borradores mentales que después dictaba a alguien. Así publicó y
corrigió unos cuarenta libros y dio cientos de conferencias por todo el mundo. Parte
trascendente de ese arte verbal es su Bildungsroman, encapsulado entre frases
memorables y adornadas con un savoir dire donde incluso su tartamudeo (a veces
muy fuerte) brillaba como una virtud.
Pero la rareza de esta locuacidad no es superior a la rareza de sus respuestas: eran
casi siempre las mismas. Y, a veces, como también dijo Honorio Bustos Domecq, no
tenían: «¡Ni una coma, ni un punto y coma, ni una sola palabra de diferencia!».
La repetición tiene que ver con el placer, pero también con cierta astucia retórica.
En su obra escrita, Borges no solo repitió fragmentos de artículos en otros artículos, o
líneas de poemas o frases o palabras; también repitió libros enteros: Manual de
zoología fantástica - Libro de seres imaginarios; Antiguas literaturas germánicas -
Literaturas germánicas medievales. No vamos a explicar aquí estas extrañas
peripecias, lo que nos interesa es su invisibilidad: ¿qué críticos o qué lectores reparan
en algo que no está? Para el lector ingenuo (y todos lo somos) cualquier cosa, más
aún una novela familiar —leída u oída una vez— resulta creíble, lo que la hace
empíricamente sospechosa es la reiterada petrificación de lo mismo. Por eso resultan
en extremo sugerentes los fugaces desvíos de un guión que entendemos prefijado. Y
este canon autobiográfico (y sus leves transgresiones) es lo que da un primer
contenido visible a la huella inicial: «todo se lo debo a mi padre».
VI.
¿Y quién era ese padre? Según los testimonios laterales de quienes lo conocieron,
Jorge Guillermo Borges fue un hombre «bien plantado», inteligente, irónico, culto y
distante. Las definiciones de su hijo completan este retrato:
Mi padre era muy inteligente, y como todas las personas inteligentes era muy
bueno. Cuando yo tenía muy pocos años, utilizando un tablero de ajedrez, me enseñó
las paradojas de Zenón —Aquiles y la tortuga, el vuelo inmóvil de la flecha y la
imposibilidad de movimiento. Más tarde, sin mencionar el nombre de Berkeley, me
explicó los rudimentos del idealismo. Era abogado, pero también enseñaba psicología
en el Instituto de Lenguas Vivas. Daba sus cursos en inglés y utilizaba el libro de
psicología de William James. Adoraba a Shelley, Keats y Swinburne. Como lector
Página 169
tenía dos intereses. Primero los libros de metafísica y psicología (Berkeley, Hume,
Royce, William James), luego la literatura y los libros sobre el Oriente (mi padre fue
un gran lector de Las mil y una noches: las versiones de Burton y de Lane, creo que
eran las que más le interesaban).
Era anarquista spenceriano. Un día me dijo que mirara bien los soldados, los
uniformes, los cuarteles, las fronteras, las banderas, las iglesias, los curas y las
carnicerías, ya que todo eso iba a desaparecer y podría contarle a mis hijos que yo
había visto de verdad esas cosas. Creía que esa utopía estaba esperándonos. Aunque
se sentía orgulloso de sus ascendientes ingleses, a mi padre le gustaba decir con aire
de falsa perplejidad: «Se habla mucho de los ingleses, pero después de todo, ¿qué son
los ingleses? Un montón de chacareros alemanes».
Jorge Guillermo Borges estudió derecho con Macedonio Fernández, con quien
compartió la amistad, pero también un marcado desdén por la profesión de abogado.
Como se sabe, Macedonio Fernández abandonó su bufete por pensiones malolientes,
y el padre de Borges tenía otros intereses: la psicología, la literatura. Pensaba que «el
derecho no servía para nada, se trataba de conocer un montón de trucos y así como
había estudiado el Código Civil podía haber estudiado las leyes del whist o del
póker», pero trabajaba en los tribunales o en otro lugar. Ocupación contradictoria con
sus afinidades como observó su hijo (refiriéndose a Edgar Lee Masters, también
abogado): «Entonces en Chicago, como en Buenos Aires ahora, a un abogado no le
convenía confesarse culpable de “versitos”».
De estas vicisitudes salió el estipendio imaginario que apartó a su hijo de toda
desventura material. Digo imaginario porque en realidad Borges tuvo dinero propio y
regular (lo verifican los artículos que publicaba) desde los veinte años. Según su
Bildungsroman, en cambio, el primer contacto con el mundo del trabajo devino
cuando murió su padre. Tengo para mí (y también lo deduzco de la fuente anterior)
que en realidad quien no trabajaba era su padre, por lo menos desde 1921, cuando
pidió la jubilación y se fue a Europa. Más aún, creo que una frase que Borges se
atribuye a sí mismo: «cuando uno no trabaja se siente un poco inútil, un poco irreal»,
debe deslizarse hacia su padre, y que la reflexión «cuando tuve que trabajar escribí
más que antes» es verdad como después veremos.
Aparte de Macedonio Fernández, las otras amistades y parientes conocidos:
Evaristo Carriego, Marcelo del Mazo, Álvaro Melián Lafinur nos invitan a describirlo
como un intelectual criollo y poco cortés con la cultura oficial argentina.
Amplificando la frase del general José de San Martín: Serás lo que debas ser o si no
no serás nada (un estribillo para los escolares argentinos), el padre (según el relato de
su hijo) solía decir: «Serás lo que debas ser —un caballero, un católico, un argentino,
un miembro del Jocky Club, un admirador de Uriburu, un admirador de los extensos
rústicos de Quirós—, y si no no serás nada —serás un judío, un anarquista, un mero
guarango, un auxiliar primero; la Comisión Nacional de Cultura ignorará tus libros, y
el doctor Rodríguez Larreta no te remitirá los suyos, avalorados por una firma
Página 170
autógrafa». Corrobora este dictamen la decisión de vivir en las orillas, en Palermo,
un barrio donde solo había cuchilleros y (según Borges) calabreses.
También puede calificarse de extraña la permanencia en Europa durante siete
años, entre 1914 y 1921. Aunque el «viaje de formación» fue casi una institución de
las elites argentinas, el itinerario seguido por la familia Borges fue completamente
anómalo. No Francia, el país admirado por todos los americanos; tampoco Inglaterra,
la nación a la que los vinculaba la lengua. Vivieron en Suiza y España. Más aún,
soportaron sin ninguna necesidad las penurias y el hambre de la guerra, enterraron a
la abuela materna y por alguna vicisitud que desconozco la casa de Buenos Aires y el
jardín y la biblioteca de ilimitados libros ingleses, de los que tanto habló después
Borges, se perdieron.
Sabemos lo que hizo Borges en ambos países; de su padre, en cambio, solo se
conocen tres detalles: viajó poco (la Gran Guerra le impidió grandes
desplazamientos), se operó de la vista y escribió una novela: El caudillo. El libro se
publicó en Mallorca, quinientos ejemplares para los amigos, y estaba plagado de
erratas: en vez de Paraná (lugar donde ocurre la historia y pasó la infancia el padre de
Borges) el editor puso Panamá.
De vuelta en Buenos Aires y casi ciego (pese a nuevas operaciones en Europa en
1923 o 1924), publicó sus otras dos únicas obras: una traducción de las Rubayat de
Omar Khayyam de la versión de Edward Fitzgerald y un soneto. No por exiguas estas
producciones pueden ser calificadas de originales. El poema era «al estilo de Enrique
Banchs» y una traducción anterior de Ornar Khayyam había sido arropada de elogios
por Rubén Darío, que en ese momento era dios mismo o quizás más. Estos textos, por
otra parte, fueron publicados en revistas que dirigía o en las que colaboraba su hijo, a
quien, cruel broma del destino, biógrafos despistados decidieron atribuírselos.
Pero si la obra visible de Jorge Guillermo Borges se presenta así de reducida, la
invisible, la inédita, tampoco llegó a nosotros. Según su hijo, el padre destruyó otros
poemas, ensayos, traducciones y un drama, cuya lectura hubiera sido interesantísima:
Hacia la nada, la historia de un padre defraudado por su hijo.
La existencia de estas producciones invisibles (que su hijo repitió después en su
propia biografía) postulan a un individuo harto exigente o mediocre. O quizás ambas
cosas: una persona a la que sus niveles de exigencia lo obligaban a sentirse mediocre.
Hay en todo caso un límite, real o imaginario, dado por una genialidad a la que nunca
se llega. No tenemos ninguna prueba de ello, pero todo parece indicar que este
hombre era proclive a tareas inútiles o poco merecedoras del elogio unánime.
Qué opinión merecía Jorge Guillermo Borges como poeta o escritor es un
misterio. Y poco nos ayuda a resolverlo el único juicio de valor escrito (no oral, no
un recuerdo) por el propio Jorge Luis Borges. Figura en el epílogo a la versión de
Ornar Khayyam:
Página 171
Dos motivos hubo en mi padre, cuya es la traducción, que lo
instaron a troquelar en generosos versos castellanos la labor de
Fitzgerald. Uno es el entusiasmo que esta produjo siempre en él, por
la soltura de su hazaña verbal, por la luz fuerte y convincente de sus
apretadas metáforas; otro la coincidencia de su incredulidad antigua
con la serena inesperanza que late en cuantas páginas ha ejecutado su
diestra y que proclama su novela El caudillo con estremecida verdad.
La otra opinión sobre la obra literaria de su padre forma parte de una conversación
sobre la falsa atribución del soneto que se había publicado en la revista Nosotros.
Solo dijo «Ojalá yo lo hubiese escrito», y se puso a recitarlo de memoria.
Nada más sabemos del padre de Borges hasta su muerte, el 12 de febrero de 1938.
Seis días después se suicidó Leopoldo Lugones. En la época de las confesiones,
Borges hacía coincidir la fecha de estas muertes y solo en una ocasión (uno de los
desvíos autobiográficos) contó lo que sigue: «Mi padre tenía una hemiplejía y me
dijo: “No voy a pedirte que me pegués un balazo, porque yo sé que no lo harás, pero
voy a arreglarme”. Y a partir de ese momento, no se alimentó, no dejó que le pusieran
inyecciones, se limitó a tomar de cuando en cuando un poco de agua, y al cabo de un
tiempo (sin duda muy largo) encontró lo que buscaba».
VII.
Desde muy chico, si nos atenemos a las pruebas que se han conservado. Antes de los
ocho ya había tramado una mitología griega en inglés de nueve páginas, un cuento
llamado La visera fatal, donde imitaba el castellano antiguo y una traducción de El
príncipe feliz de Oscar Wilde, que se ¡publicó! en 1908. Pero otro fragmento del
Bildungsroman contradice esta versión. En realidad, él quería ser escritor y, a los seis
años, como Joyce, se lo comunicó a su padre.
Página 172
La incoherencia del relato (un padre cede a su hijo un don que ya posee, o bien,
un padre cede un don que no posee a su hijo que ya lo posee) no debe perturbamos,
Borges no quería contar una trama verosímil: ninguna novela familiar soportaría el
examen del crítico literario más indiferente. Ellas, como Borges, gustan de los datos
que tercamente se bifurcan en otros y por lo general se oponen.
Sigamos.
Página 173
indican que a los veinte años ya había acumulado más fama de la que tuvo su padre
en toda la vida.
Menciona aquí (como le atribuyó a su padre) libros destruidos, tres o dos según
las versiones. Los conocidos son: Los naipes del tahúr, Los ritmos rojos y quizás los
haya destruido (o desestimado) como libros, pero debían de estar compuestos de los
numerosos textos que publicó antes de volver a Argentina. Tengo la modesta
certidumbre (verificada por los documentos) de que Borges publicó todo o casi todo
lo que escribió. Más aún, lo publicaba varias veces. Primero en un periódico o
revista, después esos ensayos, poemas o cuentos formaban lo que llamamos sus
libros. Curioso proceder porque, como también vimos, algunos de esos libros se
duplicaban de modo inexplicable.
Esto podría hacemos pensar, si nos atenemos a la literalidad, que Borges no siguió
el consejo de su padre: «lee, borra, rompe y tarda en publicar». Pero la lectura atenta
de las muchas versiones de sus obras revela otra cosa: Borges corregía muchísimo,
cuando cambiaba el formato de un texto —de revista a libro—, cuando reeditaba un
mismo libro. (Un ejemplo paradigmático: existen trece versiones diferentes de Fervor
de Buenos Aires). Por esto quizás debamos conjeturar que respetó las palabras de su
padre, pero no en el mismo orden: «publicó, leyó, borró y rompió». También
podemos conjeturar que el consejo no existió nunca. O que fue cualquier otra cosa.
Lo cierto es que Borges elaboró muchos años más tarde esta historia cuyo esqueleto
resumo: un padre le indica a su hijo —de un modo tácito pero perentorio— que debe
ser escritor. Él ya no puede serlo. El hijo acomete la aventura con éxito. Le entrega un
libro. El padre guarda silencio. Cae el telón. Años más tarde se levanta el telón. El
padre ha muerto. Ahora en cambio habla y lo critica. Sin asombro ni humillación el
hijo vuelve a escribir aquel libro; lo hace como le indicó su padre. No sé si la
reconstrucción es fiel, pero permite ver que se trata de una «construcción» que tiene
efectos conmovedores. En otro lugar servirá para la emoción estética y más allá para
la risa. No necesariamente en este orden. En 1942, Borges y Adolfo Bioy Casares
escribieron un cuento que se llama «Las previsiones de Sangiácomo», la historia de
un padre que planifica la vida de un hijo: veinte años de felicidad absoluta, veinte
años de penalidades extremas. Motivo: vengar la infidelidad de la madre. Epílogo:
suicidio del hijo, muerte natural del padre y varios crímenes. En 1946, Borges
reelabora esta trama y el resultado es «El muerto». Un muchacho sin pretensiones
salva la vida de un malevo muy poderoso. El malevo lo adopta como hijo. El
muchacho se agranda, quiere mandar, quiere ser rico, quiere a la mujer del malevo.
Poco a poco lo logra. El malevo está viejo y parece vencido. Una noche matan al
muchacho. Comprende entonces que su felicidad y su muerte estaban planificadas
desde el principio. La tercera variante del relato, otra vez de Borges y Bioy, aparece
en «Los inmortales» de 1969. Allí se narra el argumento central de un relato llamado
«El elegido» que dice así: «Blake (Guillermo Blake) le hace un hijito a una puestera
para que este contemple la realidad. Anestesiarlo para siempre, dejarlo ciego y
Página 174
sordomudo, emanciparlo del olfato y el gusto, fueron sus primeros cuidados». En este
caso la dicha y su extenuación son simultáneas. El hijito de Guillermo Blake, de
haber podido hablar, hubiera repetido el dictamen de un falso Rupert Brooke que
figura como epígrafe de «Los inmortales»: And see, no longer blinded by our eyes. (Y
veo ya no cegado por nuestros ojos). Palabras simétricas a otras (véase nota 2): Ahora
el mundo está completamente en mí… que Borges convirtió en: «Nadie puede decir
una cosa como esa y creérsela ¿no?». ¿Debemos creer nosotros en esta trama que se
cuenta como autobiografía, como relato serio y como parodia? Debemos creer que es
una trama, un relato ficticio que sigue la teoría del cuento del propio Borges: «Ya que
el lector de nuestro tiempo es también un crítico, un hombre que conoce, y prevé los
artificios literarios, el cuento deberá constar de dos argumentos; uno falso, que
vagamente se indica, y otro, el auténtico, que se mantendrá secreto hasta el fin».
No me creo capaz de revelar cuál es la historia secreta que Borges contó de
muchas maneras (soy una mera femme de lettres) pero intuyo que consta de un
personaje, un muchacho genial al que su padre le dio veinte años de felicidad (la
amistad y las confidencias con su padre se interrumpen en esa fecha). Le contó
historias (esto es un atajo de la historia secreta), le regaló su memoria (el último
cuento de Borges se llama «La memoria de Shakespeare» y trata de este misterio), le
dio sus libros (la biblioteca ilimitada), le cedió los maestros (los escritores favoritos
de Borges eran los escritores favoritos de Jorge Guillermo), los gustos literarios (el
Oriente, lo fantástico), le regaló finalmente sus amigos («la amistad de Macedonio
Fernández es una herencia de mi padre»). Pero todo saqueo tiene su precio. En los
veinte años que siguieron el padre calló. Le quitó los ojos, la voz (Borges era
tartamudo y no podía hablar en público), el oído musical que nunca tuvo, el tacto y el
cuerpo. Según el relato secreto, sobre todo el cuerpo.
Terminados esos veinte años malos, el padre murió. O murió mucho antes de
morirse realmente. O no murió, posibilidad más inquietante y también más bella. Lo
cierto es que esta cronología nos lleva a 1939, cuando Borges termina su imaginario
ciclo de los cuarenta años. En ese momento publica «Pierre Menard», el primero de
los cuentos que declararán por el mundo su genio. ¿Cómo articula ese yo
autobiográfico, que había recibido un don o mandato del padre, pero no su
reconocimiento, el reconocimiento de la fama? Así.
VIII.
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la puerta, vi por su expresión que había algo anormal. Me pasé la
mano así y quedó roja. Habían dejado una ventana abierta y me había
golpeado contra ella. Este accidente provocó una septicemia que me
postró; creí morir. Tuve fiebre muy alta y pesadillas durante mucho
tiempo, insomnios dolorosos…
Bastantes años antes, en 1953, Borges ya había practicado este argumento en «El
Sur». Dice así:
Página 176
En «El Sur», Juan Dahlman no escribe nada. Medio repuesto de su mal, se va al
campo. En una parada intermedia, unos hombres lo provocan. Dahlman está
desarmado. Desde la sombra, un viejo gaucho extático tira a sus pies una daga
desnuda. Sale a pelear. Desde luego lo matan.
Como todos los relatos de Borges, la narración adolece de un exceso de
«pormenores de larga duración», como llamó este poderoso descriptor del arte de
narrar a esos detalles que parecen insignificantes pero que terminan por impregnar de
verosimilitud lo más increíble. ¿Quién no va a creer en unas lágrimas de gratitud, en
una ventana abierta recién pintada, en un murciélago taimado, en un lento ascensor,
en una muchacha chilena que en otras versiones es uruguaya y en otras un libro de
Weil, traductor alemán del que Borges dijo que, como Jorge Washington, era incapaz
de mentir?
Disparada la suspensión de la incredulidad (idea que Borges copió de Colerigde),
requisito esencial de todo lo ficticio, los elementos centrales de la historia quedan
flotando bajo un cielo interpretativo tórrido: el padre muerto, una herida sangrante, el
dolor y la locura, la pérdida de un don, la madre que repite lo que hacía con su padre
(leerle porque era ciego), la recuperación del don, las lágrimas, el advenimiento de un
don más preciado y más grande. Si recordamos que el protagonista de este relato
tiene cuarenta años y quien lo cuenta sesenta, setenta u ochenta (hay muchas
versiones), todo se vuelve oscuro y remoto. Sobre todo remoto: ¿qué mundo, sino el
de los niños, se rige por leyes tan arbitrarias y terribles? ¿Quién es la voz que habla
dentro de la conciencia del narrador y dice: «te quito el don», «ya no tienes el don»,
«te doy el don»? Si superponemos este relato a aquel que decía: «… se entendía de
un modo tácito, que es el modo más eficaz para que se entienda una cosa, que yo iba
a cumplir ese destino que le había sido negado a mi padre…», nada parece tácito. El
muerto habla y reclama lo que es suyo: el genio, ese fragmento de divinidad que los
hombres robaron de los dioses y que (según Empédocles) se transfiere a un sucesor
que lo recibe como culpa y como don. Si creemos a Empédocles (y por qué no
habríamos de creerle) la genialidad se hereda después de la muerte. Podemos pensar
que el narrador de este mito autobiográfico (hay que imaginarlo como un niño)
razona así: mi padre me dio su destino literario antes de tiempo y me sentí culpable,
solo pude escribir unos poemas y unas reseñas. Cuando se murió pensé liberarme de
la culpa y utilizar con libertad el talento. Pero no sabía que el talento no me libraría
jamás de la culpa. Mi felicidad y el remordimiento estaban prefijados desde siempre,
etcétera.
Debemos convenir que los sentimientos de culpabilidad son inherentes a la
condición humana, ¿por qué el yo autobiográfico de Borges siente tanta culpa de
sentir culpa? Sería curioso que un poeta y narrador fuerte, de esos que han dejado
honda huella en este siglo, celebrara de modo tan regresivo el lugar del padre y la
rivalidad con el padre, si no fuera más curioso que es una celebración a posteriori…
«Mi padre y yo»: esa biografía con la que Borges ilustró su escritura está ya tan
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incrustada en la propia escritura que llegamos a preguntarnos si podemos leer sus
textos despegados del parloteo autobiográfico.
Los poetas fuertes (dice Harold Bloom). Yeats, Stevens, Browning, Dickinson
producen la sensación durante unos pocos momentos asombrosos de que son
imitados por sus antepasados, curiosa extensión del concepto de precursores que fue
(señala Bloom) una ingeniosa intuición de Borges. Así, de alguna manera, cuando
leemos a Borges después de leer la biografía de Jorge Guillermo Borges que nos
contó Borges, sentimos la presencia de un precursor: un escritor mayor, grandioso,
desconocido: su padre. Más aún sentimos la voz de su padre. A veces incluso la
oímos.
IX.
Ese padre mudo que no dijo nada cuando su hijo le entregó su primer libro y que se lo
devolvió plagado de tachaduras después de muerto, en los relatos (y en los ensayos)
habla: «Mi padre refería…» («La lotería de Babilonia», 1941), «Mi padre no estaba
nada bien»… («Funes el memorioso», 1942), «Mi padre que se encontraba allí…»
(«Historia de jinetes», 1955). Después es un recuerdo compartido por dos personajes:
Borges joven, Borges viejo que se encuentran en «El Otro», después es ya un
personaje que se desdobla en varios personajes («La noche de los dones»), después es
un tal Edwin Arnett: «una de las naranjas del postre fue su instrumento para iniciarme
en el idealismo de Berkeley; el tablero de ajedrez le bastó para las paradojas
eleáticas». («There are more things»).
Es la voz de un muerto. «La mojada / tarde me trae la voz, la voz deseada / de mi
padre que vuelve y que no ha muerto». («La lluvia»). Pero también una voz que habla
con la voz de Borges. «Mi madre solía decirme que cuando yo recitaba poesías en
inglés lo hacía con voz idéntica a la de mi padre». O bien «Mucha gente me dice a mí
que yo no hablo como argentino. En la peluquería me han preguntado: “Dígame,
¿usted llegó hace poco de España?”. Y yo he contestado: “Sí, hace tres o cuatro
siglos”. Pero parece que ya no hablo como argentino. Yo hablo de un modo
anticuado. Con Bioy hemos comentado eso: el hecho de que tendemos a hablar como
nuestros padres, es decir, de un modo pretérito ya, de un modo anticuado».
La voz así representada: pretérita, bilingüe, eterna, se opone a la propia voz de
Borges: «mi voz es una mezcla de Matusalén y de bebé». Una bufonería que como
toda bufonería dice la verdad: una voz hecha de dos voces: una antigua (y no hay
nada más antiguo y eterno que Matusalén); la otra joven, de bebé, de bebé
tartamudeante.
Borges llamaba a su padre: Padre. Un arcaísmo sustituido hace tiempo por papá.
Padre, en castellano, sirve para llamar a Dios (como explicó el propio Borges con
otra bufonería: «¿Usted ha oído decir a alguien: papá que estás en los cielos?») que
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nos lleva a hacer una traducción elemental —detrás de dios, o en su lugar, se
encuentra un padre exagerado y totémico, resultado de la obediencia retrospectiva,
resultado quizás de desobediencias pasadas, de sentimientos de odio y venganza, que
después de la muerte pueden convertirse en amor—, pero también podemos inferir lo
contrario: la coexistencia de la desobediencia y los probables sentimientos de odio y
de venganza, con el amor. Lo primero llevaría al desafío, lo segundo a la reparación.
Ambas posibilidades están incrustadas en la escritura de este autor.
Si nos atenemos a los desafíos literarios, Borges desafió todo: la tradición
argentina, la biblioteca de la alta cultura: mezcló Oriente y Occidente, los gauchos
con los heresiarcas, Rafael Obligado con T. S. Elliot, pulverizó el sistema de citas en
que se autoriza toda cultura y desplazó referencias (todavía hay eruditos que se
preguntan si existe tal verso de Lucano u otro poeta), mezcló a sus amigos con
autoridades, sustituyó al autor por el lector y al escritor por el Espíritu. Y no solo
desafió lo que en un sistema literario podemos considerar el lugar de los padres;
también narró innumerables desafíos.
Algunos críticos que han analizado la relación entre Borges y su padre han
emitido un dictamen de rivalidad y lo han verificado en los numerosos textos que
escribió y reescribió sobre diversas formas de duelos. Tienen razón, es prácticamente
un leit-motiv. ¿Pero es un leit-motiv inventado por Borges? Creo que no, sus duelos
remiten a otros duelos, pretéritos, heredados. La novela El caudillo, la única ficción
que escribió su padre, tiene como argumento central un enfrentamiento[204]. Más aún:
el tema del duelo —en su doble sentido de dolor y lucha— es un elemento fundador
de la biografía paterna: Francisco Borges, el abuelo, murió al final de una batalla en
1874, el mismo año que nació Jorge Guillermo Borges. Se hizo matar, se suicidó
como explicó muchas veces el nieto. La muerte viril, la muerte por la patria no
beneficia a los vivos, les impone (invirtiendo el final de «La intrusa») la obligación
del recuerdo. No creo que el coraje de los hombres haya dejado buenos recuerdos en
esa familia de mujeres longevas porque por algún motivo Borges fue trabajado desde
joven por la memoria de la muerte. Así escribió: «La Recoleta», «Inscripción
sepulcral», «Remordimiento por cualquier defunción», «Inscripción en cualquier
sepulcro», «Inscripción sepulcral (dedicado a Francisco Borges)», «El general
Quiroga va en coche al muere», «Al coronel Francisco Borges (1833-1874)»,
«Isidoro Acevedo», «La noche que en el Sur lo velaron», «Muertes de Buenos Aires
[La Chacarita; La Recoleta]», «A Francisco López Merino[205]». Poemas que,
excepto el último dedicado a un amigo que se suicidó, son memorias ajenas cuyas
voces graves y antiguas hablan a través de un escritor que tiene veinte años o poco
más. Esa voz poética (que después contará cuentos donde también hay muchos
muertos) es una construcción literaria, pero también una trampa: si la memoria de la
muerte es la única manera de nombrar al padre, en ese discurso sobre el muerto,
¿quién habla además del muerto?
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Atrapado por esa ley familiar, el Borges que escribe parece creer que «la vida no
es otra cosa que el resplandor de la muerte[206]», aplicándose a sí mismo esa figura
que Harold Bloom llamó apofrades: el retorno de los muertos. El nombre proviene de
los días aciagos en que los muertos vuelven a sus antiguas casas, de la misma manera
que los viejos poetas visitan y reviven en jóvenes poetas. Los viejos poetas fuertes
pueden celebrarse, copiarse, citarse pero ¿qué hacer con un viejo poeta cansado o
escéptico que además es el padre? Y aunque esta no fuera la pregunta sí parece la
dificultad: ¿qué hacer con un padre para quien un padre es solo un discurso sobre la
muerte porque murió antes de ser su padre?, ¿cómo lograr el nombre del hijo, hacerse
un nombre, como se dice corrientemente, si no hay reconocimiento del padre? Como
los talmudistas, que frente a alguna dificultad de los textos bíblicos (que para ellos
son más insondables que el alma) dicen (mezclando yiddish y alemán) tomer
verkehrt, o sea «puede ser en sentido inverso», quizás Borges (como muchas
personas) invirtiera los términos del conflicto. Si mi padre no me reconoció ni fue
conocido ni reconocido; lo reconoceré, será conocido y yo seré reconocido. «Re-
conocido» (como se dice vulgarmente); «reconocido» como sinónimo de agradecido
(«le quedo muy reconocido»), y «reconocido» con el significado que jurídicamente
tiene: confesar y admitir públicamente la paternidad.
X.
Sabemos que Borges fue un gran lector de novelas, aunque nunca escribió ninguna.
Muchos se han preguntado la razón. La novela es un género moderno que gira
alrededor del yo que es también un invento moderno. Sin la idea de que existe un
destino individual, cambiante, pero autónomo de los demás es imposible imaginar
una novela. Por eso el género es una creación posterior a la narración —la
transmisión de la experiencia boca a boca— en cuya tradición se inserta. Razonemos
con Walter Benjamín. Uno de los rasgos (dice) que distingue a la novela de la
narración (y de lo épico en su sentido más estricto) es la dependencia esencial del
libro («no me interesan mis libros, quizás alguna página»). Al no provenir de, ni
integrarse en la tradición oral, la novela se enfrenta a todas las formas de creación en
prosa: la fábula, la leyenda e, incluso, el cuento (Borges escribió fábulas, leyendas y
cuentos). Pero sobre todo se enfrenta al narrar. El narrador toma lo que narra de la
experiencia; la suya o la transmitida. («En Junín o en Tapalquén refieren la historia…
El caso me lo refirieron en Texas, pero había acontecido en otro estado»). Y la toma a
su vez en experiencia de aquellos que escuchan su historia. No se propone transmitir,
como lo haría la información o el parte, el puro asunto en sí. Más bien lo sumerge en
la vida del comunicante para poder luego recuperarlo. («¿Ustedes nunca estuvieron
en Lobos?…»). El narrador tiende a iniciar su historia con precisiones sobre las
circunstancias en que fue referida o bien la presenta llanamente como experiencia
Página 180
propia. («Hace ya tantos años que Carlos Reyles, hijo del novelista, me refirió la
historia en Adrogué, en un atardecer de verano»). Narrar historias siempre ha sido el
arte de seguir contándolas, y ese arte se pierde si no hay capacidad de retenerlas.
Nada puede encomendar más historias a la memoria que la continente concisión que
las sustrae al análisis psicológico. Y cuanto mayor y más natural sea esa renuncia a
matizaciones psicológicas, mayor también será la capacidad de retenerlas en la
memoria y con mayor gusto, tarde o temprano, el oyente las volverá a contar.
Las interpolaciones de Borges que ilustran las reflexiones de Benjamin, que
podrían ser muchas más y casi abarcar toda su obra, nos permiten imaginar una
manera de concebir la creación literaria desde un lugar antiguo, anterior a la
modernidad y sobre todo anterior a la modernidad de la novela burguesa. Historias
arcaicas que solo pueden contarse con formas arcaicas. Borges buscó (y lo buscó,
diría, con desesperación) un modo de contar. Los temas no importaban, podían ser de
la tradición argentina o de cualquier lugar (en el fondo —pensaba con razón— todo
se parece), podían ser ideas filosóficas o religiosas, y podían ser las mismas, vueltas a
contar. Lo importante era la voz, ese murmullo que llega al oído y que los buenos
narradores saben reproducir. La «prosa conversada» que admiraba en Cervantes, que
no se nota que es literatura, la prosa de las «sobremesas». La prosa de los contadores
de historias de todos los tiempos, la prosa, sospecho con energía, de Jorge Guillermo
Borges.
No puedo afirmar que Borges concibiera su escritura (y uno de los sistemas
literarios más serios de este siglo) movido por el deseo de dar voz a su padre, de
redimir a su padre o de redimirse a sí mismo ante la terrible y silenciosa mirada ciega
del padre. Pero contó y sobre todo repitió hasta el cansancio su biografía por si
alguien pensaba lo contrario.
No hay padre más inconmensurable y eterno que el que no reconoce a sus hijos.
No hay tampoco hijos más abnegados. Borges contó al final de su vida que su padre
(¿antes de morir?) le había encomendado la tarea de reescribir la novela El caudillo.
No lo hizo, pero escribió o reescribió gran parte de su obra entre esas líneas, como
aprisionado por su abrazo mortal.
Más poderoso, más omnipresente y más violento que los padres de Ionesco,
Woolf o Kafka, el padre imaginado por Borges justifica la frase: «se lo debo todo».
Sin su padre no hubiera podido recibir el fuego de los dioses. Sin ese pensamiento,
quizá, no hubiera podido sostener su inmenso talento.
BIBLIOGRAFÍA
No existe ninguna biografía de Jorge Luis Borges. Los textos que llevan este título
repiten o interpretan las «confesiones» del autor. Nadie que yo sepa ha verificado este
relato; tampoco los «biógrafos» parecen considerarlo un relato. La autobiografía de
Página 181
Borges que publicó Norman Thomas di Giovanni es de Norman Thomas di Giovanni.
Dicho esto, me permito recomendar por su amplitud estos diálogos o estas
entrevistas.
VÁZQUEZ María Esther, Borges, Memorias, Diálogos, Caracas, Monte Ávila, 1977.
Conversaciones grabadas en 1962, 1964, 1968, 1974 y 1975.
RBY James, «Encuentro con Borges», México, Revista de la Universidad de México,
vol. 16, núm. 10, junio de 1962, páginas 4-10.
MILLERET Jean de, Entretiens avec Jorge Luis Borges, París, Belfond, 1967.
CHARBONNIER Georges, Entretiens avec Jorge Luis Borges, París, Gallimard, 1967.
BURGIN Richard, Conversations with Jorge Luis Borges, Londres, Souvenir Press,
1968.
DI GIOVANNI Thomas, «An Autobiographical Essay», incluido en The Aleph and Other
Stories, Nueva York, E. P. Dutton, 1970, págs. 203-260.
RODRÍGUEZ MONEGAL Emir, A literary biography, Nueva York, E. P. Dutton, 1978.
CARRIZO Antonio, Borges el memorioso, México, FCE, 1986. Entrevistas de radio y
televisión realizadas entre julio y agosto de 1979.
SOLER SERRANO Joaquín, «Jorge Luis Borges», en Escritores a fondo, Buenos Aires,
Planeta, 1986, págs. 57-70. Entrevista del programa «A fondo» de RTVE (1980).
ALIFANO Roberto, Biografía verbal, Barcelona, Plaza & Janés, 1988. Alifano fue un
estrecho colaborador entre 1978-1985.
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Verdi: el padre y el patriarca
Fernando Fraga
I.
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convertirse, gracias a su obra, en padre de sí mismo y en patriarca de la moderna
Italia, unificada y libre.
La figura del patriarca nacional preocupaba al músico, quien denominó a Camillo
Benso Conde de Cavour, tras entrevistarse con él en Leri, donde hablaron de política
y agricultura, «padre de la patria». También vio rasgos patriarcales en el poeta
Alessandro Manzoni, a quien conoció en sus últimos tiempos. Verdi admiraba
enormemente su novela I Promessi sposi (Los novios), que releía constantemente, y
compuso en su memoria su monumental Misa de Requiem. Italia, dividida y, en parte,
sometida al dominio extranjero, necesitaba unas referencias fuertes para lograr su
unidad: la enérgica política de Cavour, la lengua de Dante y Manzoni, la música de
Verdi. A medida que pasaba el tiempo y sus recursos económicos aumentaban, el
compositor tomó algunas disposiciones patriarcales: creación de un hospital en su
región, ayudas a los campesinos, construcción de obras públicas y, finalmente, ya
octogenario, la Casa de Reposo en Milán para artistas necesitados de asistencia en la
vejez.
El músico, como casi todo el mundo, mantuvo una relación ambigua con su
padre. Se preocupó por su salud (Don Carlo pasó años enfermo del corazón), pero
marcó radicales distancias. En carta a su notario del 21 de enero de 1851, lo
desautorizó como administrador de sus bienes y escribió: Presso il mondo Carlo
Verdi deve essere una cosa, e Giuseppe Verdi un’altra. Padre e hijo se enfrentaron
cuando este decidió instalarse en el Palacio Orlandi de Busseto con su amante
Giuseppina Strepponi, hecho escandaloso para la gazmoña sociedad local y que el
padre también censuró. Se dice que Don Carlo era más bien chismoso, hablador e
impertinente, al revés que su mujer, tan silenciosa y concentrada como las escasas
madres de las óperas verdianas. También se dice que los enfrentamientos paterno-
filiales y la citada situación sentimental anómala aceleraron la muerte de Doña
Luigia. Lo cierto es que Verdi compró en Vidalenzo una casa para instalar a sus
padres, que él quería no muy distante de su villa de Sant’Agata, pero tampoco
demasiado próxima. Ambos Verdi suscribieron el 8 de febrero de 1851 un documento
en el cual separaban sus propiedades, obligándose el hijo a pasar a los padres una
pensión trimestral y a procurar un caballo y alojamiento.
II.
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Con la Strepponi no tuvo descendencia. Esta antigua soprano había dado a luz
cuatro veces, antes de unirse con Verdi. La falta de vástagos suyos, según confiesa en
una carta, la atribuía Giuseppina a una suerte de castigo de la Providencia por su
desarreglada vida anterior. En concreto, conforme a la opinión de su biógrafa Gaia
Servadio, la Strepponi se portó desaprensivamente con los tres hijos que
sobrevivieron al parto, tal vez para salvar su propia reputación y no molestar su
vínculo con el compositor, siempre en delicado equilibrio. Quizás no podía darle
hijos porque los alumbramientos, los descuidados puerperios y los abortos la habían
vuelto estéril. Otra hipótesis sostiene que Giuseppina, hija de músico y atraída
siempre por la figura de algún compositor, cantante o empresario, había sido amante
de Gaetano Donizetti, enfermo de sífilis, hecho que podría haber causado su
esterilidad antes de cumplir los treinta años.
Los hijos de Giuseppina fueron: Camillo (1838-1862), el que más sobrevivió, que
estudiaba medicina y se supone que cayó víctima del cólera; lo cierto es que
Giuseppina no asistió a su funeral, si es que ocurrió, y guardó de él un vago y culposo
recuerdo; Sinforosa fue expuesta en el Hospital de los Inocentes de Florencia y la
adoptó una tal familia di Stefani; le siguió una niña que nació muerta; por fin,
Adelina falleció de difteria en Trieste con escasos meses de vida.
Los Verdi adoptaron a Filomena Maria, niña de nueve años, hija de un primo del
compositor, a la cual dio su apellido. Carlo Verdi se encargó de la pequeña, a la cual
Giuseppina tomó gran afecto, llevándola a vivir con el matrimonio. En su testamento,
Verdi la instituye heredera universal, pero no se refiere a ella como hija adoptiva sino
como sobrina.
La desaparición de los hijos, unida al desapego respecto a los vástagos de la
Strepponi y la distancia relativa a su sobrina, se prolonga en la escasez y práctica
ausencia de discípulos. Solo se le conoce uno, el citado Muzio, que prácticamente se
redujo a ser su secretario, asistente y, por momentos, su criado. Compuso varias
óperas que no han perdurado y algunas adaptaciones y paráfrasis de páginas
verdianas. En cuanto a Arrigo Boito, escritor y compositor que en su juventud
despreció a Verdi considerándolo un baldón de la música italiana, acabó siendo su
libretista y obedeciendo fielmente las indicaciones del maestro. Si se examina la
historia de la ópera en Italia, se advierte que Verdi tuvo imitadores (como Amilcare
Ponchielli y el brasileño Carlos Antonio Gomes), pero su obra termina con él mismo
y la generación de operistas que lo sucede trata de marcar distancias fundando la
llamada Giovane Scuola Italiana o Verismo. Verdi fue el padre y el hijo de sí mismo,
constituyendo un universo paterno sin sucesores.
III.
Página 185
Corresponde ahora examinar la posición de la madre, el padre y el patriarca en las
óperas de Verdi. Ante todo, conviene recordar el episodio del Rey Lear, el drama
shakesperiano que Verdi intentó llevar a la ópera entre 1847 (año del estreno de
Macbeth) y 1867 (año de las muertes de Carlo Verdi y de Antonio Barezzi, «sus»
padres), cuando abandonó definitivamente el proyecto. Las razones que dio para
explicar la dificultad de la empresa parecen más bien disculpas. Rey Lear es una
historia en la cual el protagonista tiene varias hijas, pero cuya madre parece
completamente negada: no se dice nada absolutamente de ella, porque no se puede,
no se debe o no se quiere mencionarla. Podemos intuir que Verdi no pudo superar el
obstáculo de este vínculo paterno, en especial el del Rey Lear con su hija Cordelia.
Por otra parte, la simulada o efectiva locura del protagonista le recordaba demasiado
sus propios momentos de enajenación mental que coincidían con sus períodos de
creación artística.
Verdi llegó a distribuir vocalmente los papeles del drama. El bufón, que es como
la contrafigura del rey, fue adjudicado a una contralto y tal travestismo es muy
excepcional en la obra verdiana, en la que solo aparecen tres pajes a cargo de voces
femeninas en Rigoletto, Don Carlos y Un ballo in maschera. En cambio, es muy
típico el hecho de que el padre fuera un barítono. La tesitura baritonal, si bien ya
había sido separada de la voz del bajo, fue reformulada por Verdi, de modo que existe
lo que podríamos llamar barítono verdiano, noble y dramático a la vez, con una
extensión vocal muy comprometida y que, conviene repetirlo, se identifica
normalmente con la figura paterna. George Martin, otro biógrafo del compositor,
atribuye esta elección al hecho de que la voz del barítono resulta más natural que la
del tenor, porque coincide principalmente con las notas que se utilizan para hablar.
Además, es la voz corriente del cantante popular campesino que Verdi escuchó en su
niñez. El niño, en un ambiente rural, está más habituado a escuchar voces masculinas,
al contrario de lo que ocurre en la ciudad, donde se cría en una casa colmada de
mujeres, a la cual el padre llega en hora tardía.
En la operística verdiana, la figura de la madre es muy escasa y, cuando aparece,
carece de relevancia o resulta equívoca, cuando no tiene un perfil fantasmal. En La
battaglia di Legnano, obra de contenido estrictamente patriótico pero con paralela
acción sentimental, Lina tiene un hijo, pero su carácter materno resulta irrelevante,
porque la intriga consiste en un aparente adulterio. Lo mismo ocurre en Un bailo in
maschera, donde Amelia se refiere a su hijo en una maternal romanza, pero que daría
lo mismo que no tuviera al hijo porque el conflicto parte de las sospechas del marido,
que acaban resultando infundadas. En I Lombardi aparecen dos madres, Viclinda y
Sofia, cuyos papeles se limitan a dar las réplicas para que sus vástagos canten las
respectivas arias. Lucrezia Contarini, en I due Foscari, es madre aunque su función
en el drama es ejercer de esposa. En Il Trovatore, la gitana Azucena se dice madre de
Manrico pero no lo es, ya que el trovador termina siendo hijo de un noble, aunque
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durante la acción la trate como a su madre, sobre todo en un par de dúos, el segundo
de inesperada ternura filial.
Por excepción y como contrafigura, la madre es decisiva en la última ópera de
Verdi, Falstaff, que es prácticamente su única comedía. Aquí Alice, la señora de
Ford, encabeza la burla de los vecinos de Windsor contra esa caricatura de patriarca
que es Falstaff. Además, termina decidiendo que su hija se case con el joven que
ama, en contra de la voluntad paterna. Una situación similar se advierte en una obra
juvenil de Verdi, también de carácter cómico, Un giorno di regno. Como se ve, la
madre hace su aparición fuerte en el mundo de la comedia, que alude a la vida
cotidiana, todo lo contrario de la tragedia, donde dominan los arquetipos poéticos.
Esto podría hacemos pensar que Verdi percibía una sociedad donde el papel materno
era decisivo pero donde la mujer no podía ocupar un lugar público dominante. En
otras óperas, la madre es una mera referencia: Carlo en I masnadieri quiere volver al
seno materno, símbolo de la inocencia perdida; Leonora en Oberto ve al fantasma de
su madre llorando en el cielo; en Rigoletto, Gilda moribunda dice al bufón que al lado
de su madre, en el empíreo, velará por él; en I Vespri siciliani, Monforte alude a la
madre de Arrigo, que no aparece en la acción; en Stiffelio, rehecha como Aroldo, la
soprano acude a la tumba de su madre, símbolo de la pureza perdida por la hija,
invocando su protección; en Aida, Amonasro utiliza la figura de la madre para
presionar sobre la hija que da el nombre a la ópera; en Simon Boccanegra, la hija
invoca a su madre muerta y en Otello, Desdemona recuerda la Canción del salce que
cantaba una criada de su madre.
Lo típico en Verdi es la figura paterna identificada con una ley inflexible que se
opone a la supuesta legalidad de los sentimientos, lo cual hace que estos se sometan a
aquella. En ocasiones, el conflicto se da dentro del personaje del padre, que debe
decidir entre su amor personal por el hijo o la hija, y su deber al modelo de conducta
paterna. En este sentido, el padre verdiano es más bien una abstracción que se
encama, en ocasiones de manera conflictiva, en un padre concreto. Es un paradigma
de padre que responde a la necesidad social de la ley y no a la naturaleza del vínculo
camal y afectivo entre padre e hijo. Los ejemplos son muy numerosos: en Oberto, el
padre obliga a la hija a que impida el matrimonio de su amante con otra, de modo que
se salve el honor familiar; en I due Foscari, el padre debe condenar a su hijo y así lo
hace, aunque finalmente se descubra su inocencia; en Giovanna D’Arco ocurre algo
similar: el padre, creyendo que su hija está endemoniada y mantiene relaciones
sexuales con el rey, la entrega a los enemigos, aclarándose el error de manera
oportuna y tardía; en Alzira, el padre de la protagonista, un cacique peruano que hace
la paz con los españoles, la obliga a casarse con uno de ellos, en contra de sus
sentimientos; en I Masnadieri, el padre, Massimiliano, que ama tiernamente a su hijo
Cario, debe finalmente condenarlo porque se entera de que es un bandido; en Luisa
Miller, el típico padre verdiano es Walter, que quiere imponer a su hijo un
matrimonio indeseable pero de acuerdo con las conveniencias de su clase, en tanto
Página 187
Miller es la contrafigura paterna que quiere imponerse a su hija por la bondad y no
por el rigor; en La Traviata, un padre deshace la feliz relación de su hijo con una
mujer de vida airada, a efectos de que una hija pueda casarse convenientemente; en
Aída, el padre obliga a la hija para que esta a su vez obligue a su amante a traicionar,
aunque sea involuntariamente, a su patria; en I Vespri siciliani, Monforte logra que su
hijo Artigo renuncie a sus convicciones políticas y se someta a su autoridad paterna,
para así poder casarse con su amada Elena; en La forza del destino, quien impone la
ley paterna no es el padre de la protagonista sino su hermano, que ocupa el lugar del
padre muerto.
Hasta ahora hemos visto los casos típicos. Vamos a examinar, a continuación,
algunos ejemplos más complejos.
En algunas óperas verdianas, el conflicto entre los sentimientos y la ley no pasa
por la figura paterna, porque no hay padres ni madres: Il Corsaro, Otello, Ernani,
Attila.
Nabucco plantea el caso del padre que se identifica con Dios y, por lo mismo, no
puede aplicar la ley y enloquece. Está claro que el requisito esencial para que un
padre sea cabalmente tal, es que él mismo se someta a la ley.
En Macbeth, la ley paterna ha sido violada por el protagonista, que ha llegado al
trono a través de una serie de crímenes. Finalmente, la legalidad es restaurada por
medio de una lucha en la que Macbeth es eliminado y la línea sucesoria se repone en
la figura de Malcolm.
Una excepción muy interesante se da en Stiffelio-Aroldo, donde aparece Egberto
(o Stankar) como padre que viola la ley. Su hija Mina ha traicionado a su marido, y el
padre, aplicando erróneamente el criterio de honorabilidad, hace todo lo posible por
ocultar el adulterio. La Providencia se encargará de poner las cosas en su lugar
(irónicamente, el esposo se entera del adulterio por una estúpida indiscreción del
padre) y la arrepentida esposa será perdonada por su marido.
Otro caso de extrema curiosidad es el de I Lombardi, donde un hijo mata a su
padre, confundiéndole con su odiado hermano. Al saberse parricida, expiará su culpa
sometiéndose a la ley paterna y marchando a Oriente haciéndose eremita.
Ahora corresponde tratar la figura del patriarca, que aparece en un par de óperas
verdianas en las cuales el padre tiene conflictos con la ley. El caso más importante es
Don Carlos, un drama basado en Schiller, pero en el que Verdi introduce algunas
modificaciones que lo convierten en una historia que hoy nos parece francamente
freudiana. Felipe II se casa con Isabel de Valois, que ama a Don Carlos, hijo de aquel,
que la ama a su vez. El padre de Felipe II, el Emperador Carlos, se aparece en forma
de un fraile misterioso, impidiendo a su hijo ocupar su lugar. Cuando Felipe II debe
castigar a su hijo por su rebeldía política, se siente incapaz de hacerlo. Interviene
entonces el Gran Inquisidor, quien le obliga a aplicar la ley. Este personaje, que no es
padre de nadie, es, sin embargo, la figura patriarcal fuerte.
Página 188
En Simon Boccanegra, el protagonista homónimo ha manchado el honor de los
Fiesco, deshonrando a su hija con la que tiene a su vez una niña. Fiesco le exige que
le entregue a la heredera para lavar la afrenta. Simon, llegado a la cima del poder, se
somete a la ley del patriarca y consiente el matrimonio de su hija con un partidario de
los Fiesco, traicionando a su vez su lealtad al partido plebeyo, gracias al cual ha
ocupado el sitial de Dux.
La aparición de la figura del patriarca da lugar a otro conflicto: si este patriarca,
cuya encamación máxima es el rey, incurre en ilegalidad ¿es legítimo matarlo?, ¿cabe
el magnicidio? En el teatro verdiano hay dos soluciones contrapuestas. En Rigoletto,
el bufón planea la muerte del Duque de Mantua (en la obra de Víctor Hugo el rey
Francisco I de Francia) para vengar el mancillado honor de su hija Gilda, pero esta,
que ama al Duque, se sacrifica por él, admitiendo, de alguna manera, que su persona
es inviolable. En Un ballo in maschera ocurre lo contrario: Renato, para vengar el
supuesto adulterio de su mujer con Riccardo (en su origen literario, el rey Gustavo de
Suecia) no duda en matarlo. La pregunta sigue en pie: ¿hay una legalidad por encima
del patriarca o este es la fuente de la legalidad?
El teatro verdiano, en su faz trágica, nos muestra a unos héroes victoriosos en el
mundo del poder e infelices en su fuero íntimo. Parece ejemplificar la afirmación del
filósofo Hegel: la historia no es el lugar de la dicha. En el mundo de la comedia, que
es el mundo de la vida privada, en cambio, la felicidad es posible, porque la
aplicación de la ley no plantea conflictos. La conclusión que parece imponerse es que
la virtud consiste en someterse a la ley y no en lograr la felicidad. Es, de algún modo,
la dura condición que el poder impone a los que triunfan en la historia.
IV.
Página 189
Verdi colaboró económicamente con la causa de los independentistas y se
entrevistó con Cavour y el Rey del Piamonte. En algunas regiones del centro, varios
plebiscitos aprobaron por inmensas mayorías su incorporación a la futura Italia
independiente. En 1860 Garibaldi inició sus acciones para liberar a Sicilia y Nápoles
de la dinastía de los Borbones, campaña que culminaría con el reconocimiento de
Víctor Manuel, que en 1861 fue proclamado Rey de Italia, constituyéndose el
Parlamento Nacional en Turín. En 1866 se celebró un tratado entre Prusia e Italia por
el cual esta última declaró la guerra a Austria, la cual, tras varias batallas, provocó
que los austríacos dejaran Venecia en favor de Francia. Garibaldi continuó su
campaña contra Roma, pero fue derrotado por los franceses, que protegían el poder
temporal del Papa. La unidad e independencia de Italia fue reconocida por un tratado
franco-austríaco de 1869, que permitió a las tropas italianas ocupar Roma al año
siguiente. El Papa se recluyó en el Vaticano, ignorando al nuevo gobierno, que dictó
una ley de garantías para el Pontífice y declaró a Roma capital del nuevo reino. Los
conventos romanos fueron abolidos y se clausuraron las facultades de teología en
todo el país. Víctor Manuel I de Italia y el Papa Pío IX morirían en 1878.
Italia estaba unificada por el estado y la lengua, pero las diferencias entre
regiones, desde el punto de vista económico, social y cultural, eran muy grandes. Al
respecto dijo el rey: «Tenemos una Italia, ahora nos hacen falta unos italianos». Los
signos de identidad de este pueblo tan antiguo y a la vez flamante, eran, ante todo, la
figura patriarcal del rey, una lengua de origen literario y la música de Verdi, conocida
en todo el mundo y demandada por los grandes poderes de la tierra como Inglaterra,
Francia, Rusia y Egipto.
Verdi había dado su nombre a la figura patriarcal del rey, confundiéndose con la
misma. El himno de los judíos cautivos de Nabucco, el de los exiliados de Macbeth o
el de los cruzados lombardos en Jerusalén, habían sido repetidos por las multitudes
como cantos de guerra contra el extranjero. Este hombre sin hijos, padre e hijo de sí
mismo, se había convertido en patriarca de Italia gracias a su obra.
BIBLIOGRAFÍA
Página 190
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tra Parma e Busseto, Parma, Agenzia 78, 1989.
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Madrid, Alianza Música, 1992.
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1989.
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Página 191
CUARTA PARTE. La declinación de la función paterna
Página 192
De los padres «ausentes» a los «nuevos padres».
Contribución a la historia de una transmisión
genealógica colectiva[207]
Françoise Hurstel
Página 193
derecho, donde buscaré ante todo los cambios en la función paterna, con el fin de
aclarar un punto preciso de la genealogía de los padres de hoy: cada «nuevo padre» es
el hijo y el nieto de padres que han sido llamados «carentes», ya sea que su padre
haya sido o no designado de tal modo.
Desarrollaré en dos proposiciones la inscripción de cada sujeto en la historia.
La violencia que acompaña a este debilitamiento se vincula con un derecho que desde
1804 otorga un gran poder a los padres. El breve «derecho transitorio» de la
Revolución francesa, nacido en las condiciones inhumanas de vida propias de los
comienzos de la industrialización, fue sucedido por la «regresión» que representa la
elaboración final del código civil en 1804.
La revolución produce una transformación espectacular pero transitoria en el
derecho paterno. Los revolucionarios aparecen, según la expresión del historiador
Schnapper, como «profetas»: sus leyes van más allá de todo lo que se había deseado y
soñado. Durante menos de diez años, el estatuto propuesto al padre habría de
prefigurar extrañamente al que se le propone en la actualidad, doscientos años más
tarde. Esto merece una reflexión.
Marzo de 1790: abolición de las cartas selladas y del derecho de «corrección
paterna». Los padres ya no pueden mandar a la cárcel a sus hijos desobedientes, sean
menores o mayores.
Abril de 1790: institución de un «tribunal de familia» para dar consejos sobre los
niños difíciles. ¿Qué ha pasado con la potestad del padre, único jefe de la familia?
Agosto de 1793: abolición de la patria potestad. Informe de Cambacérès ante la
Convención: «La voz imperiosa de la razón se ha hecho escuchar». Nos dice: «Ya no
existe la patria potestad. Establecer los derechos mediante la fuerza es traicionar a la
naturaleza».
Pero la revolución había ido demasiado deprisa y demasiado lejos: las
mentalidades no estaban preparadas para este enorme cambio. Desde 1801 quedó
restablecido el derecho de corrección paterna, que no sería abolido hasta 1935.
Página 194
1804: El código civil concede al padre un fuerte poder sobre sus hijos, su esposa
y sus bienes.
Los derechos del padre y del marido convierten a la esposa en una eterna menor y
al hijo en un ser sin derechos. Esta tendencia se agravará con la supresión del
divorcio bajo la Restauración.
Para las mujeres, esta situación —no ser un sujeto— se prolongará más de un
siglo: solo en 1907 se obtuvo el primer derecho cívico para la mujer casada (una ley
sobre los bienes reservados que le permite la libre disposición de su salario). Pero el
derecho al voto solo se conseguirá en 1945.
En lo que concierne a los niños, en 1841 se votó una ley que prohibía su trabajo
en las fábricas. Es la primera ley que atenta contra la patria potestad, aunque solo en
principio, ya que jamás se aplicó. Habrá que esperar la ley de 1889 sobre «la
inhabilitación de los padres indignos» y la de 1898 sobre «la represión de las
violencias perpetradas sobre o por los hijos» para constatar en el derecho los primeros
pasos de un debilitamiento legal real de la patria potestad. Durante el siglo XX aquella
se irá reduciendo progresivamente hasta la última gran ruptura efectuada por la ley de
1970 que elimina del derecho al pater familias. Así, en 1935 queda abolido el
derecho de «corrección paterna» y en 1938 el «poder marital». En 1955 se legaliza el
análisis serológico para probar la no-paternidad. En 1970 desaparece de la ley el
término «patria potestad», que será reemplazado por el de «autoridad parental». En
1972 se asimilan los hijos legítimos e ilegítimos; la autoridad parental, en ausencia de
matrimonio, corresponde exclusivamente a la madre.
Entre 1889 y 1970 lo que determina legalmente la intensidad de la patria potestad
es la noción de «interés del hijo». Cada vez que está en juego el bien del hijo se
limitará al padre en su poder familiar. Así, en 1935, la abolición del derecho de
corrección paterna se acompaña de la creación de la «acción educativa» destinada a
suplantar al padre en el ejercicio de la autoridad sobre el hijo cada vez que se
considere que el interés de este ha sido lesionado. La jurista S. Deniniolles, en su
comentario sobre el derecho paterno, escribe acerca de este cambio: «Este
desplazamiento de las referencias determinará que se considere que el nuevo derecho
es individualista, en tanto el interés de la familia se borra ante el del niño tomado
separadamente, que pasa a primer término». Y más adelante: «Según la expresión del
decano Carbonnier, este derecho (de la familia) se ha tomado paidocéntrico[210]».
La evolución del derecho de las mujeres y el reconocimiento de su estatuto de
ciudadanas han contribuido, a su vez, a limitar los poderes paternos.
Junto a este debilitamiento aparecen nuevas imágenes del padre que reflejan de
manera sincrética las transformaciones del estatuto legal y social del mismo. Se trata,
fundamentalmente, de la imagen desvalorizada del padre «carente[211]».
Se puede llamar «padre carente», entonces, a un hombre que falta absolutamente
a su paternidad, a su función paterna o que no deja nada a sus hijos (ni bienes
Página 195
espirituales ni materiales). La noción de carencia es una constatación jurídica, un
estatuto posible y particular del padre que denuncia su incapacidad relativa o total.
Los especialistas en familias describen sucesivamente dos figuras de padres
carentes. Desde finales del siglo xix se describe una primera figura de padre carente,
con frecuencia al comentar la ley de 1889 sobre la inhabilitación de los padres
indignos. Se caracteriza por una falta de cultura, de dinero, y por un exceso de
brutalidad y de alcoholismo. Desde la mitad del siglo XX los pedagogos y psiquiatras
infantiles recogen en sus escritos una segunda figura de padre carente,
correspondiente a la burguesía: se dice que este padre carece de autoridad, que hace
dejación de su responsabilidad, que está ausente, absorbido por su trabajo[212].
Estas dos figuras de padre humillado (según la expresión de Claudel) coexisten;
luego se funden en el curso del siglo XX y dan cuenta de lo que Jacques Lacan llamó
en 1938 «la declinación de la imago paterna[213]». Se produce entonces una
generalización de la carencia paterna. Esta noción se extiende a todos los padres,
ricos o pobres, después de la Segunda Guerra Mundial, aunque es cierto que los
padres en los medios más desfavorecidos siguen siendo potencialmente los más
carentes, los más vigilados. Estas figuras aún están vigentes en nuestras
representaciones, pero con una nueva dimensión a partir de 1970: la que aportan los
«nuevos padres», cuyo aspecto irrisorio resulta acentuado por denominaciones como
«papá gallina». ¿Se tratará, paradójicamente, de «nuevos padres carentes» que
agregan una dimensión imaginaria nueva a las representaciones de la carencia
paterna?
Es a finales del siglo XIX cuando se puede situar lo que me gustaría llamar la «escena
inaugural» legal de la paternidad contemporánea. Se trata de la ley de 1889 sobre «la
inhabilitación de la patria potestad en favor de la Asistencia Pública cuando se
reconoce la indignidad del padre». (Título exacto de la ley)[214]. Se estigmatizan las
relaciones de violencia de los padres hacia sus hijos: violencia directa (golpear a los
niños) o indirecta (ponerlos a trabajar desde los cuatro años). Por primera vez es
posible inhabilitar a un padre, es decir, privarlo de la patria potestad. Tal padre se
denomina «indigno» en razón de las sevicias y abusos que ha ejercido sobre sus hijos.
Los tribunales y los especialistas en familias habrán de arbitrar sobre el destino legal
del padre y su sustitución llegado el caso.
Esta ley inscribe en los textos de derecho paterno tres características principales y
siempre actuales de la paternidad:
Página 196
2. La exclusión de ciertos padres —y a veces de las madres— en favor de los
especialistas árbitros que saben cuál es el «bien del niño». Estos especialistas
son los que, en el transcurso del siglo XX, se convertirán en los verdaderos
padres buenos.
3. Imágenes de los padres desvalorizados, carentes.
Para comprender esa violencia inaugural —tanto de los padres sobre sus hijos como
de la institución sobre los padres— vamos a partir de dos preguntas: ¿Cómo surgió
esa violencia? ¿Quiénes son los padres indignos?
El pater familias de 1804 ejerce su poder en el marco de la industrialización y de
las transformaciones familiares que ella indujo. El que podemos denominar padre-
padrone es esencialmente el padre director de empresa, el patrón burgués. Es también
Página 197
el título de una película de los hermanos Taviani en la que el padre, director de una
pequeña empresa agrícola de Cerdeña, en los años 1950, regenta todo y obliga a su
hijo a trabajar con él. Pero este padre-patrón aprende, en las últimas secuencias de la
película, que ya no puede soportar la competencia de los precios ni que su hijo lo
abandone para estudiar y ser profesor. Se trata de un símbolo de lo que es la patria
potestad en el siglo XX: todavía es absoluta en la familia pero ya no es social, política
ni religiosa, ya no está sostenida por el Estado. Esto es lo que revela con fuerza, en
Francia, la ley de 1889.
¿Quiénes son los padres a los que se refiere la ley? No son los padre-padrone ni
los burgueses propietarios de bienes sino los que trabajan para ellos, los proletarios.
Es lo que muestra, siguiendo a Marx, G. Bonjean, responsable de estadísticas en el
tribunal de Sena, poco sospechoso de asumir la defensa de los obreros. En una obra
escrita en 1895, seis años después de la votación de la ley sobre los padres
«indignos», titulada Hijos rebeldes y padres culpables[217], describe la vida de los
proletarios y sus familias en el medio urbano a partir de una investigación minuciosa
y documentada, y muestra la prevalencia de la violencia.
Se trata de la misma imagen del hombre violento que describe Elisabeth Badinter:
«A diferencia de la mala madre, que no pertenece a ningún medio en especial, el mal
padre es generalmente el hombre pobre y despojado, el obrero o pequeño artesano
acorralado, ya a finales del siglo xix, en alojamientos demasiado estrechos, el
borracho que se embriaga en la taberna y solo regresa a casa para dormir y para
descargar un exceso de violencia sobre su mujer y sus hijos. Es el padre del futuro
delincuente vagabundo».
Ya en 1878 —once años antes de la ley de 1889— el burgués republicano,
pedagogo y moralista Ernest Legouvé hacía una advertencia a las madres de las
familias burguesas[218]. Les recomendaba cuidar de que los hijos de los criados no
jugaran con los suyos; estos se podían «contaminar» con la mala educación y las
malas inclinaciones de los primeros.
Queda claro que los padres indignos, a finales del siglo xix, son los padres pobres,
sin bienes ni cultura. Ellos son los «padres culpables» a los que se refiere el título de
la obra de Bonjean y sus hijos son los «rebeldes». Son los de la «clase baja», los
nuevos proletarios venidos recientemente del campo para trabajar en la ciudad; son
estos hombres y sus familias que viven en condiciones nuevas para ellos, que han
perdido la familia troncal y las formas de vida del medio rural. Pero sobre todo viven
en condiciones de vida inhumanas, plenas de miseria y de explotación. Y sus hijos
habrán de sufrir las consecuencias. Es a ellos a quienes Bonjean recomienda «vigilar»
y es para ellos para los que se ha creado la ley de 1889 sobre la «inhabilitación
paterna». Aquí encontramos el origen de los padres carentes, juzgados indignos de
ser padres. El tono del autor, al estigmatizar al padre o a los progenitores violentos, se
asemeja extrañamente a los informes de los educadores de los años 1960-70: «Este
individuo es absolutamente iletrado, parece algo alcohólico y no parece digno de
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ejercer la autoridad paterna». O bien: «El Sr. H. es hortelano. Vive en mala
inteligencia con su mujer y maltrata a su hijo. El matrimonio H. vive en la discordia y
ofrece malos ejemplos a sus hijos con su grosería y sus peleas».
Reiser pone en escena en 1976 al padre carente en su cómic Mi papá, pero
muestra que no siempre el más violento es quien se cree. Su humor corrosivo[219]
pone en imágenes lo que Karl Marx descifraba como una dialéctica de la violencia,
ya en 1867: «Si los padres proletarios abusan de su autoridad para maltratar a sus
hijos, si hacen trabajar a su progenitura como bestias, es porque ellos mismos son
desangrados y explotados y deben someterse a las exigencias de la producción so
pena de morir de hambre… La legislación industrial es la confesión oficial de que la
gran industria ha transformado la autoridad paterna en un aparato de mecanización
destinado a proporcionar directa o indirectamente al capitalismo sus propios hijos; el
proletario, so pena de muerte, debe desempeñar su papel de alcahuete y de traficante
de esclavos[220]».
De este modo, se puede apreciar la dialéctica de la violencia: del hombre
explotado, humillado, desarraigado de su medio rural y de las tradiciones transmitidas
«de padres a hijos», al hijo maltratado que, a su vez, se toma violento —el
«delincuente» del que se ocuparán abundantemente las leyes y la sociedad en los
decenios siguientes—, se cierra el ciclo de la violencia ejercida sobre los niños pero
también sobre los hombres, sus padres.
A la violencia de clase propia del siglo xix responde la violencia paterna del pobre
sostenida por una patria potestad transformada en aparato represivo. Como ya hemos
observado, la ley de 1889 viene a legalizar una nueva forma de violencia, la de la
represión legal de estos padres indignos, al inscribir en la ley su posible
«inhabilitación». A partir de este momento las difíciles condiciones de vida, que
condujeron a la elaboración de la ley, pueden ser reprimidas: en primer plano solo
queda el padre culpable. Indudablemente habría que reconocer que, si la escena
inaugural legal es la ley de 1889, la paternidad contemporánea ha nacido de la lucha
de clases.
¿Qué ocurre en la clase de los propietarios? Bonjean, en su obra de 1895,
subrayaba, al cabo de los intrincados debates concernientes a la aplicación de la ley
de 1889 sobre los padres indignos, el peligro implícito en ella: «aplicarla equivale a
instaurar una presunción de desconfianza contra el padre». De modo que, desde antes
de la Segunda Guerra Mundial, cada padre —burgués o proletario— se convertirá en
sospechoso.
¿Y los nuevos padres? La violencia ligada a la carencia paterna no ha muerto:
revive bajo otras formas, específicas del período actual. Si consideramos el
desplazamiento de las cuestiones sociales y familiares entre los siglos XIX y XX, la
condición de las mujeres y las luchas feministas se situaron en primer plano hasta los
años 1970. Son las mujeres, en última instancia, quienes han hecho vacilar la
identidad masculina. El derecho actual de la familia da cuenta de esta evolución al
Página 199
favorecer, en ciertas situaciones, a la madre y al hijo. Sin embargo, lo que resulta de
una evolución histórica ineluctable —puesto que se vincula con las transformaciones
económicas, sociales y familiares del siglo XIX—, se vive con demasiada frecuencia
como una rivalidad entre hombres y mujeres. Veamos dos ejemplos.
En primer lugar, si Reiser describe en su cómic Mi papá al padre carente tal como
se originó a finales del siglo XIX y tal como se perpetúa aún hoy, Brétécher, en su
cómic Las madres (1982) ¿no nos enfrenta con una nueva forma de violencia? Como
duplicados de las madres, los nuevos padres de Brétécher participan con ardor e
ingenuidad en la preparación para el parto: «De acuerdo Jean-Marc, vosotros sabéis
empujar pero nos duele a nosotras…», dice ácidamente una mujer joven al
desdichado Jean-Marc que sale de una sesión de preparación. ¡A los padres se los
devuelve a su lugar! ¿Pero a qué lugar? Ya no son pater familias; tampoco son
madres. Exhibiendo sus enormes vientres como armas las madres de Brétécher
excluyen a los padres… La lucha de clases del siglo XIX que dividió a los padres en
indignos y buenos ¿se habrá desplazado hacia la lucha de los sexos? Sin embargo, la
condición de las mujeres separadas o divorciadas que educan solas a sus hijos no es
menos difícil que la de los hombres separados de sus hijos.
El segundo ejemplo procede de la investigación de Aubry y Deschamps en la
región de Nancy, en 1988, con treinta madres menores de veinte años y sus
compañeros, padres de sus hijos. Los resultados muestran la indiferencia de las
instituciones de acogida de las madres con respecto a los padres, en los casos en que
estos intentan asumir su paternidad[221]. Los autores constatan un fenómeno que
califican de «reciente»: en los dos tercios de los casos la maternidad se produce en el
marco de un proyecto de pareja. «El compañero de la joven madre, afirman, se
encuentra presente, asume su paternidad y la apoya durante el embarazo». Estas
jóvenes parejas se constituyeron porque tenían necesidad de un apoyo mutuo y
proceden de familias cuya calificación profesional es, en el mejor de los casos, el
certificado de aptitud profesional pero, sobre todo, han vivido carencias afectivas
importantes. En este contexto nace el niño: nada es fácil para estas parejas y el niño
viene a perturbar un equilibrio precario, pero los padres no huyen.
La segunda constatación importante de este estudio es que las fórmulas de ayuda
se dirigen siempre a la madre. Cuando el joven padre intenta restablecer el contacto
con la madre y obtener, por vía judicial —en general con éxito— un derecho de visita
o una participación en la custodia del hijo, está reaccionando de manera agresiva a su
propia exclusión. Los autores concluyen que «nadie es capaz, actualmente, de
responder a su preocupación» y esperan que «la acción social, en los próximos años,
se proponga idear fórmulas de ayuda y de orientación a los jóvenes que ya no estén
impregnadas de los antiguos conceptos de asistencia a las madres solteras
abandonadas por hombres indignos».
¿Los padres experimentan estas prácticas como violencia contra ellos? Es lo que
decía indignado un joven de veinticinco años, padre de un niño de dos, cuando le
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negaban el derecho a pasar la noche en el hospital junto a su hijo enfermo. Así lo
había decidido con su compañera pero cuando llegaron juntos al hospital les dijeron:
«Por supuesto que la madre se puede quedar». Él se quedó de todos modos pero,
como relataría a los entrevistadores: «Todo estaba en femenino, todo estaba previsto
para una madre y su hijo, no para los padres». Esto sucedía en 1982.
CONCLUSIÓN
En el siglo xix los hombres, en condiciones de vida nuevas y difíciles, explotados por
sus empleadores, explotaron a su vez a sus hijos y descargaron en ellos la violencia
que los habitaba. La institución judicial, dejando de lado las causas de su brutalidad,
los designó como «indignos» de ser padres y los «inhabilitó» como tales. Esta es la
escena inaugural de la paternidad contemporánea. Está marcada por una violencia
nacida de una injusticia que quedará reprimida, excluida de las consciencias.
En el siglo XX se intensificará la estigmatización legal de los padres y aumentará
la intervención de los especialistas en nombre del bien o del interés del hijo. El
malestar paternal que caracteriza a la paternidad resulta de una distorsión entre la
demanda de los hombres que desean asumir su función paterna y la de las
instituciones del derecho actual heredero de la ley de 1889. Lo que está en juego no
es un enfrentamiento entre los sexos, una lucha por los derechos de las mujeres o de
los hombres: los individuos son prisioneros de una genealogía que los convierte en
herederos de la violencia injusta padecida por sus antepasados, los proletarios
indignos.
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Notas sobre los/as autores/as
Horacio Amigorena
Psicoanalista residente en París.
Fernando Fraga
Crítico musical, especializado en el tema operístico. Coautor de
varios libros: La ópera, Vivir la ópera, Luciano Pavarotti. Colabora
habitualmente en la revista Scherzo y en el programa Una noche en la
Ópera, de Radio Nacional.
Yvonne Knibiehler
Profesora emérita de Historia en la Universidad de Provence
especializada en la historia de las mujeres, de la familia y de la salud. Ha
publicado: L’histoire des mères (en colaboración con Catherine Fouquet;
1980); Nous les assistantes sociales. Naissance d’une profession (1980);
De la pucelle à la minette (en colaboración con M. Bernos, E. Ravoux-
Rallo y E. Richard, 1982); La femme et les médicins (en colaboración
con C. Fouquet, 1983); Cornettes et blouses blanches. Les infirmières
dans la société française 1880-1980 (1984); La femme au temps des
colonies (en colaboración con Regine Goutalier, 1985); Les pères aussi
ont une histoire (1987). Asimismo, ha colaborado en el tomo IV de
Histoire des femmes, bajo la dirección de Georges Duby y Michelle
Perrot (1991 [trad. esp.: Historia de las mujeres, 1992-1994]); Des
Français au Maroc (en colaboración con G. Emmery y F. Leguay,
1992).
Nicole Loraux
Profesora de la École des Hautes Études en Sciences Sociales de
París. Especialista en la cultura ateniense de la época clásica, ha
propuesto un fructífero método de interpretación del discurso griego
sobre lo político y la feminidad. Entre sus publicaciones más
significativas se cuentan: L’invention d’Athénes, Histoire de l’oraison
funèbre dans la cité classique (1981); Les enfants d’Athéna. Idées
athéniennes sur la citoyenneté et la division des sexes (1981) y Façons
tragiques de tuer une femme [trad. esp.: Maneras trágicas de matar a
una mujer, 1989].
Hélène Merlin
Página 202
Profesora en la Universidad de Artois. Exalumna de la École
Nórmale Supérieure de Fontenay-aux-Roses, ha publicado Public et
littérature en France au XVIIe siècle, París, 1994.
Esther Sánchez-Pardo
Profesora Titular de Literatura Norteamericana en el Departamento
de Filología Inglesa de la Universidad Complutense de Madrid. Ha
trabajado principalmente en crítica postestructuralista, literatura
postmodernista norteamericana y canadiense, en estudios del género,
psicoanálisis y literatura de minorías. Su investigación se ha
desarrollado en las universidades de Madrid, Madison (Wisconsin) y
Toronto, becada por diversas instituciones españolas y extranjeras. Ha
publicado Postmodernismo y Metaficción (UCM, 1991) y una edición de
autobiografía norteamericana del siglo xix, La vida y la experiencia
religiosa de Jarena Lee (Taller de Estudios Norteamericanos, León,
1995), así como numerosos artículos sobre la teoría de Roland Barthes,
Freud, Lacan, Kristeva, Cixous, y autores como Oscar Wilde, Virginia
Woolf, Radclyffe Hall, Hilda Doolittle, Audre Lorde, Marylinne
Robinson, Margaret Atwood, Lee Maracle y Mary Daly.
Silvia Tubert
Psicoanalista, Doctora en Psicología, es profesora de Teoría
psicoanalítica en el Colegio Universitario C. Cisneros (UCM) y en el
Master en Teoría psicoanalítica de la UCM. Ha dado cursos y
conferencias en las universidades de Barcelona, Valencia, Las Palmas de
Gran Canaria, Málaga, Autónoma de Madrid, Internacional Menéndez
Pelayo y Buenos Aires. Ha fundado y dirigido el Primer Centro de
Psicoterapia de Mujeres en España (Madrid 1981-1990). Entre sus
publicaciones se encuentran: La muerte y lo imaginario en la
adolescencia (Saltés, 1982); La sexualidad femenina y su construcción
imaginaria (Cátedra, 1988); Mujeres sin sombra. Maternidad y
tecnología (Siglo XXI, 1991); Figuras de la madre (ed.) (Cátedra,
1996). Ha publicado artículos en obras colectivas y en revistas
especializadas españolas y extranjeras, como Revista de Occidente,
Clínica y salud, Tres al Cuarto, Letra Internacional, Debate Feminista
(México), Acta Psiquiátrica y Psicología de América Latina (Buenos
Aires), Genders (EE.UU.), Mosaic (Canadá), Esquisses
Psychanalytiques (Francia) y Psyche (Alemania), en su mayor parte
referidas a la feminidad, la sexualidad femenina y la maternidad.
Página 203
Notas
Página 204
[1] Silvia Tubert (ed.), Figuras de la madre, Madrid, Cátedra, 1996. <<
Página 205
[2] Françoise Hurstel, «La fonction paternelle, questions de théorie ou: des lois à la
Loi», en Marc Augé (ed.), Le Père, París, Denoël, 1989, pág. 243. <<
Página 206
[3] D. H. Lawrence, La mujer que se fue a caballo, Barcelona, Edhasa, 1988. <<
Página 207
[4] J. Lacan, La familia, Barcelona, Argonauta, 1978, pág. 93. <<
Página 208
[5] J. Lacan, op. cit., pág. 94. <<
Página 209
[6] Françoise Héritier, «Présentation de la II Partie», en Marc Augé (ed.), Le Père,
Página 210
[7] Para desarrollar esta sección me he basado en el trabajo de Giulia Sissa, «Arche
Kinousa ou le paternel comme principe», en Le Père, op. cit., pág. 147. <<
Página 211
[8] Sissa, op. cit., pág. 152. <<
Página 212
[9] Sissa, op. cit., pág. 160. <<
Página 213
[10] Carol Delaney, «The Meaning of Paternity and the Virgin Birth Debate», en Man
Página 214
[11] Delaney, op. cit., pág. 495. <<
Página 215
[12] Delaney, op. cit., pág. 504. <<
Página 216
[13]
Émile Benveniste I, Vocabulario de las instituciones indoeuropeas (1969),
Madrid, Taurus, 1983. <<
Página 217
[14] Benveniste, op. cit., págs. 138-140. <<
Página 218
[15] Benveniste, op. cit., págs. 143-144. <<
Página 219
[16] Benveniste, op. cit., págs. 140-141. <<
Página 220
[17] Benveniste, op. cit., págs. 176-177. <<
Página 221
[18]
Fundamentalmente Tótem y tabú y los Historiales clínicos de Freud. Véase
J. Lacan, Seminarios inéditos: Les formations de l’inconscient, Le sinthome, Les non
dupes errent. <<
Página 222
[19] Ver el trabajo de Susana Narotzky en este mismo volumen; Kathleen Gough,
Página 223
[20] Michel Tort, «L’espèce psychanalytique», en Psychanalystes, número especial,
Página 224
[21] Elizabeth Badinter, L’un est l’autre, París, Odile Jacob, 1986. <<
Página 225
[22] Claude Lévi-Strauss, Las estructuras elementales del parentesco, México,
Siglo XXI, 1983. <<
Página 226
[23] Georges Devereux, Femme et mythe, París, Flammarion, 1982. <<
Página 227
[24] Nicole Loraux, Les enfants d’Athéna, París, Maspero, 1981. <<
Página 228
[25] F. Héritier, «Le sang du guerrier et le sang des femmes. Notes anthropologiques
sur le rapport des sexes», en Les Cahiers du Grif, núm. 29, 1984-1985. <<
Página 229
[26] Sigmund Freud, «El malestar en la cultura», en Obras Completas, t. III, Madrid,
Página 230
[27] Jacques Lacan, «Le mythe individuel du nevrosé», en Ornicar, 17-18. <<
Página 231
[28] S. Freud, «Moisés y la religión monoteísta», op. cit., t. II. <<
Página 232
[29] C. Lévi-Strauss, «La estructura de los mitos» y «Estructura y dialéctica», en
Página 233
[30] Charles Bernheimer, «Penile Reference in Phallic Theory», en Differences: A
Página 234
[31] A. Strindberg, Plays: One, Londres, Methuen, 1994, pág. 13. (La traducción de
Página 235
[32] Carta a G. Geijerstan del 4 de enero de 1887, citada en la Introducción a Plays,
Página 236
[33] Op. cit., pág. 41. <<
Página 237
[34] Op. cit., pág. 34. <<
Página 238
[35] Op. cit., pág. 35. <<
Página 239
[36] Op. cit., pág. 52. <<
Página 240
[37] Op. cit., pág. 76. <<
Página 241
[38] Bernheimer, op. cit., pág. 130. <<
Página 242
[39] Alejandro Guichot y Sierra, Ciencia de la mitología, Madrid, Librería General de
Página 243
[40] Jacques Lacan, «La signification du phallus», Écrits, París, Seuil, 1966, pág. 692.
<<
Página 244
[41]
Jean-Joseph Goux, «The Phallus: Masculine Identity and the “Exchange of
Women”», en Differences, vol. 4, núm. 1, 1992, pág. 47. <<
Página 245
[42] Bernheimer, op. cit., pág. 129. <<
Página 246
[43] F. Héritier, L’exercise de la parenté, París, Hautes Études-Gallimard-Seuil, 1981.
<<
Página 247
[44] Por imaginario social —siguiendo a autores como Cornelius Castoriadis, Claude
Página 248
[45] Furio Jesi (1973), Mito, traducción de J. M. García de la Mora, Barcelona, Labor,
1976. <<
Página 249
[46] Op. cit., pág. 10. <<
Página 250
[47]
Theodor Reik, Myth and Guilt, Nueva York, The Universal Library,
Grosset & Dunlap, 1970. <<
Página 251
[48] Aunque no se autorice en ellos, Freud se «apodera», en gran medida, de las
Página 252
[49] Michel de Certeau, Histoire et psychanalyse, París, Gallimard, 1987, cap. VI, pág.
Página 253
[50] Sigmund Freud, Tótem y tabú (1913), en Obras Completas, XIII, traducción de
Página 254
[51] El sacrificio, en este sentido, supone siempre despojarse de algo. <<
Página 255
[52] Friedrich Nietzsche, Así habló Zaratustra, traducción de Andrés Sánchez Pascual,
Madrid, Alianza, 1972, «De la visión y del enigma», pág. 226. <<
Página 256
[53] Pero este nunca encubre y es paralelo a un siempre, las cosas nunca volverán a ser
las mismas/las cosas siempre habían sido diferentes. La segunda fórmula corresponde
a la anterioridad del futuro, la primera al porvenir de la antigüedad. <<
Página 257
[54] De igual modo, en su otro gran mito fundacional, el del origen de la vida, Freud
emplea, como introducción del mismo, un indicador temporal parecido al que utiliza
aquí: «En algún momento, la acción de una fuerza todavía inconcebible, suscitó-
despertó en la materia inanimada las propiedades de la vida». (Más allá del principio
de placer, en O. C., XVIII, pág. 38, traducción y cursiva mías). <<
Página 258
[55] Lo que no significa que lo múltiple esté ausente en el montaje freudiano. Está
Página 259
[56] Cfr. Ludwig Wittgenstein, Tractatus Logico-Philosophicus, traducción de Jacobo
Página 260
[57] El campo semántico del término escogido por Freud es sumamente ilustrativo: Tat
Página 261
[58]
Cfr., al respecto, Jacques Derrida, La filosofía como institución, Barcelona,
Ediciones Juan Granica, 1984, págs. 111-113. <<
Página 262
[59]
Paul de Man (1979), Alegorías de la lectura, traducción de Enrique Lynch,
Barcelona, Lumen, 1990. <<
Página 263
[60] Cfr., al respecto, Sigmund Freud (1910), Sobre el sentido antitético de las voces
Página 264
[61] Walter Benjamin (1963,1972), El origen del drama barroco alemán, traducción
de José Muñoz Millanes, Madrid, Taurus, 1990, páginas 28-29 (la cursiva es mía). <<
Página 265
[62] Sigmund Freud (1921), Psicología de las masas y análisis del yo, en O. C.,
XVIII, pág. 118. <<
Página 266
[63] Ernst Kantorowicz (1957), Los dos cuerpos del rey, traducción de Susana Aikin
Araluce y Rafael Blázquez Godoy, Madrid, Alianza, 1985, pág. 299. <<
Página 267
[64] Op. cit., pág. 471. <<
Página 268
[65]
Claude Lefort, «La imagen del cuerpo y el totalitarismo» y «Democracia y
advenimiento, de un “lugar vacío”», ambos incluidos en: Claude Lefort, La invención
democrática, traducción de Enrique Lombrera Pallares, Buenos Aires, Ediciones
Nueva Visión, 1990. <<
Página 269
[66] Sigmund Freud, Moisés y la religión monoteísta, en O. C., XXIII, pág. 97. <<
Página 270
[67] Op. cit., pág. 78. <<
Página 271
[68] Op. cit., pág. 86. Es significativo que en esta versión, cuando el mito se
transforma en alegoría de sí mismo, Freud distinga, explícitamente, entre padre
primordial y horda primitiva. <<
Página 272
[69] Op. cit., pág. 86. <<
Página 273
[70] Op. cit., pág. 97. <<
Página 274
[71] Op. cit. en nota 6, pág. 139 (la traducción es mía). <<
Página 275
[72] Philip Rieff, Fellow Teachers, The University of Chicago Press, 1985, pág. 99. <<
Página 276
[73]
James H. Breasted (1933), The Dawn of Conscience, Nueva York-Londres,
Charles Scriber’s Sons, 1950. <<
Página 277
[74] Karl Abraham, «Amenhotep IV (Echnaton)», en Œuvres complètes, traducción de
Página 278
[75] Sigmund Freud, Psicología de las masas, en O. C., XVIII, página 118. <<
Página 279
[76] Un procedimiento de esos que Derrida llama, y con razón, áfonos: «Pero
entonces, ¿qué tiene de espectacular esta cita?; ¿de bastante discretamente
espectacular, sin embargo, como para que no se haya reparado nunca en ello? El
juego mudo de las comillas. Pues nosotros tomamos en serio lo que se juega en ese
juego. Nos interesamos siempre en esa dramaturgia —que es también una pragmática
— de las señales de lectura, en el envite de esas marionetas tipográficas, en ese juego
de manos, en una manuescritura artesanal y tan ágil. La mano calcula muy rápido.
Maquina en silencio, supuestamente sin máquina, la alternancia instantánea de un
fort/da, la aparición súbita, después la desaparición de esas pequeñas formas áfonas
que dicen y cambian todo según se las muestre o se las oculte». Jacques Derrida,
De l’esprit, París, Éditions Galilée, 1987, pág. 105 (la traducción es mía). Hay
versión castellana: Del espíritu, traducción de Manuel Arranz Lázaro, Valencia, Pre-
textos, 1989; el fragmento citado figura en pág. 108. <<
Página 280
[77] Publicado en Le Père. Métaphore paternelle et fonctions du père: l’Interdit, la
Página 281
[78] L’interprétation des rêves, París, PUF, pág. 387. Traducción modificada. (Versión
Página 282
[79] Íd., pág. 415. <<
Página 283
[80] «Père, ne vois-tu pas…?». Le père, le maître, le spectre dans «L’interprétation
Página 284
[81] Vocabulaire des institutions indo-européennes, París, Minuit, 1969, pág. 234.
(Versión castellana: Vocabulario de las instituciones indoeuropeas, Madrid, Taurus,
1983). <<
Página 285
[82] Les Enfants d’Athéna, París, Maspero, 1981, pág. 65. <<
Página 286
[83] Íd., pág. 13. <<
Página 287
[84] Citado por Max Schur en La Mort dans la vie de Freud, París, Gallimard, 1975,
Página 288
[85]
L’homme Moïse et la religion monothéiste, París, Gallimard, 1986. (Versión
castellana: Moisés y la religión monoteísta, Madrid, Biblioteca Nueva). <<
Página 289
[86] Íd., pág. 172. <<
Página 290
[87] L’interprétation des rêves, pág. 90. <<
Página 291
[88] París, Minuit, 1976. <<
Página 292
[89] L’interprétation des rêves, pág. 371. <<
Página 293
[90] París, Denoël, 1985, págs. 248-258. <<
Página 294
[91] Hesíodo, Théogonie, Les Belles-Lettres, v. 154 a 166. <<
Página 295
[92] Entre otros, «Père subverti, langage interdit», en Peuples Méditerranéens, 33,
Página 296
[93] La Naissance de la psychanalyse, París, PUF, 1986, pág. 296. (Los orígenes del
Página 297
[94] L’absence, París, Gallimard, 1978. <<
Página 298
[95] Presentado en el Coloquio de Tilburg, mayo de 1994, este trabajo resume la obra
de Y. Knibiehler, Les pères aussi ont une histoire, París, Hachette, 1987. <<
Página 299
[96] El análisis que sigue es deudor del libro de Patrick Guyomard, La jouissance du
Página 300
[97] Las citas de Le Cid han sido tomadas de la versión de 1637: Pierre Corneille,
Página 301
[98] Op. cit., I, 7, v. 349 (versión castellana: pág. 64). <<
Página 302
[99] Ibíd., I, 7, v. 350-352 (pág. 64). <<
Página 303
[100] Ibíd., III, 1, v. 753-761 (pág. 76). <<
Página 304
[101] Ibíd., III, 4, v. 868 (pág. 79). <<
Página 305
[102] Loc. cit., v. 875-87 (pág. 79). <<
Página 306
[103] Loc. cit., v. 995-998 (pág. 82). <<
Página 307
[104] Ibíd., IV, 4, v. 1346 (pág. 91). <<
Página 308
[105] Ibíd., V, 7, v. 1826-1838 (pág. 103). <<
Página 309
[106] Loc. cit., v. 1865-1866 (pág. 104). <<
Página 310
[107] Georges de Scudéry, «Observations sur le Cid», en Armand Gasté, La Querelle
du Cid, pièces et pamphlets publiés d’après les originaux avec une introduction
(1898), Ginebra, Slatkine Reprints, 1970, pág. 75. <<
Página 311
[108] Op. cit., pág. 89. <<
Página 312
[109] Corneille, op. cit., pág. 702. <<
Página 313
[110] «Les Sentiments de l’Académie Française(…)» ,Gasté, op. cit., páginas 365-366.
<<
Página 314
[111] A Corneille. <<
Página 315
[112] Op. cit., págs. 369-370. <<
Página 316
[113] Op. cit., pág. 90. <<
Página 317
[114] Op. cit., I, 1, v. 5-10 (pág. 55). <<
Página 318
[115] L’innocence et le véritable amour de Chimène, Gasté, op. cit., pág. 471. <<
Página 319
[116] Reinhart Koselleck, Le règne de la critique, París, Minuit, 1979. <<
Página 320
[117] Este término remite, en el siglo xvii, a todo el paradigma latino de la res publica.
Página 321
[118] Un signo de la confusión de posiciones es que la République de Bodin pasaba
por ser una de las biblias de los libertinos, como De la sagesse de Charron, que cito
más abajo. <<
Página 322
[119] Jean Bodin, Les six livres de la République, París, Fayard, Corpus, 1986 (Lyon,
Página 323
[120] Pierre Charron, De la Sagesse (1600), Ginebra, Slatkine Reprints, 1968, t. 1,
Página 324
[121] En su capítulo dedicado a la cuestión de saber «si es lícito atentar contra la vida
del tirano», después de recordar que el hijo no tiene jamás el derecho de matar a su
padre, aunque este haya cometido un crimen (en tanto que el padre tiene derecho a
matar a su hijo), Bodin concluye: «El Príncipe de la patria es siempre más sagrado y
debe ser más inviolable que el padre pues es un enviado de Dios: digo entonces que
el súbdito jamás puede atentar contra su Príncipe soberano, aunque este sea un tirano
cruel y malvado (…)» (op. cit., II, 5, pág. 80). <<
Página 325
[122] Rodrigo. <<
Página 326
[123] Op. cit., págs. 388-389. <<
Página 327
[124] Op. cit., pág. 366. <<
Página 328
[125] Op. cit., I, 4, pág. 69. <<
Página 329
[126] Op. cit., II, 8, v. 681-682 (pág. 73). <<
Página 330
[127] No puedo desarrollar aquí este importante aspecto, pero, en estos debates, se
trata también de la definición del poder divino: ¿voluntad absoluta que determina el
bien y el mal, o poder ordenado que ha organizado leyes naturales y racionales para
permitir que la razón humana reconozca el bien y el mal? La definición del amor en
Corneille (y del yo enamorado) sigue el modelo voluntarista del poder: como no
conoce otra ley fuera de sí mismo, no está sometido a las leyes naturales. <<
Página 331
[128] Horace, en Corneille, op. cit., III, 6, v. 1031-1034 (Horacio, en Corneille, op.
cit., pág. 139). Al comienzo del siguiente acto le responde a Camila, que intenta
calmar la cólera paterna alegando la probable clemencia de Roma: «A mi manera de
ver, el juicio de Roma es poco. Camila, soy padre y aparte de todo tengo mis
derechos (…)». Ibíd., IV, 1, 1065-1066 (pág. 140). <<
Página 332
[129] Cfr. ibíd., V, 1, v. 1427. Horacio, dirigiéndose a su padre, justifica su gesto en
estos términos: «Mi mano no ha podido permitir un crimen en nuestra estirpe» (pág.
149). <<
Página 333
[130] Ibíd., I, 3, v. 340 (pág. 121). <<
Página 334
[131] Ibíd., IV, 7, v. 1371-1377 (pág. 148). <<
Página 335
[132] Op. cit., II, 2, v. 443-444 (pág. 67). <<
Página 336
[133] Op. cit., IV, 4, v. 1195-1193 y 1239-1240 (págs. 144-145). <<
Página 337
[134] Ibíd., IV, 3, v. 1193-1194 (pág. 143). <<
Página 338
[135] La traducción de flanc (flanco) por «entrañas» en cierto modo «feminiza» el
Página 339
[136] Op. cit., pág. 472. <<
Página 340
[137] Georges Steiner, Les Antigones, París, Gallimard, 1986, pág. 258. <<
Página 341
[138] J. L. Losada-Goya, «Péché et punition dans l’Abuseur de Séville», en Don Juan,
Página 342
[139] Sobre Don Juan perverso: G. Marañón, Don Juan et le donjuanisme, París, 1958;
Página 343
[140] Monique Schneider, Don Juan et le procès de la séduction, París, Aubier, 1994.
<<
Página 344
[141] Tirso de Molina, El Burlador de Sevilla y el convidado de Piedra, edición de
Página 345
[142] Molière, Dom Juam ou le Festin de Pierre, París, Édition de la Pléiade, edición
Página 346
[143] Molière, Tartufo. Don Juan, Madrid, Alianza, 1995. (N. de la E.). <<
Página 347
[144] Moliere, Dom Juam, acto I, primera escena. <<
Página 348
[145] Tirso de Molina, El Burlador de Sevilla, v. 2032. <<
Página 349
[146] Tirso de Molina, El Burlador de Sevilla, v. 579. <<
Página 350
[147] Tirso de Molina, El Burlador de Sevilla, v. 1309. <<
Página 351
[148] Hélène Merlin, Public et littérature en France au XVIIe, París, Les belles lettres,
Página 352
[149] Mozart-Da Ponte, Don Giovanni, 143, edición de Gironda Giovanna, Turín,
Página 353
[150] Mozart, Don Giovanni (Libreto), Buenos Aires, Vergara, 1993. (N. de la E.). <<
Página 354
[151] Tirso de Molina, «Quien no cae no se levanta». <<
Página 355
[152] Molière, Dom Juan, acto I, escena primera. <<
Página 356
[153] Jean Starobinski, «Quali eccessi», en D. G., L’Avant-Scène, número 172, París,
1996. <<
Página 357
[154] A. de Liguori, Pratique de confesseurs (trad. francesa, 1854) y Fr. Antonio
Página 358
[155] Molière, Dom Juan, acto I, escena 4. <<
Página 359
[156] Molière, Dom Juan, acto I, escena 2. <<
Página 360
[157] Mozart-Daponte, 207 (núm. 10a Aria), acto I, escena 14. <<
Página 361
[158] Mozart-Daponte, 360, acto II, escena 1. <<
Página 362
[159] Michel Foucault, La volonté de savoir, París, Gallimard, 1976. <<
Página 363
[160] Molière, Dom Juan, acto III, escena 1. <<
Página 364
[161] Dorimond, Le festin de Pierre ou l’Athée foudroyé, Amsterdam, H. Webstein,
1691, I, IV <<
Página 365
[162] Molière, Dom Juan, acto IV escena 6. <<
Página 366
[163] Tirso de Molina, El Burlador de Sevilla. <<
Página 367
[164] Molière, Dom Juan, acto IV escena 6. <<
Página 368
[165] Molière, Dom Juan, acto IV escena 6. <<
Página 369
[166] Dorimond, I, 5. <<
Página 370
[167] Dorimond, I, 4. <<
Página 371
[168] Moliere, IV 6. <<
Página 372
[169] Dorimond, I, 6. <<
Página 373
[170] Dorimond, I, 5. <<
Página 374
[171] Mozart-Da Ponte, I, I. <<
Página 375
[172] Mozart-Da Ponte, I, I. <<
Página 376
[173] Mozart-Da Ponte, I, I. <<
Página 377
[174] Maurice Godelier, Meurtre du père ou sacrifice de la sexualité, París, Arcanes,
1996. <<
Página 378
[175] Mozart-Da Ponte, II, 11, 568. <<
Página 379
[176] Ballestra-Puech, Sylvie-Statue, 1997, inédito. <<
Página 380
[177] Aenigmata, Eschyle, Choéphores, 886-887, en Giorgio Colli, La Sapienza Greca,
Página 381
[178] Matrilineal es una forma de filiación en la que los derechos de pertenencia al
Página 382
[179] Virilocal es una forma de residencia matrimonial en la que los cónyuges se
Página 383
[180] Uxorilocal es la forma de residencia matrimonial en la que los cónyuges se
Página 384
[181] Los datos a los que se refiere Krige fueron recogidos por ella en dos etapas, entre
Página 385
[182] Una sociedad patrilineal es aquella en la que los derechos de pertenencia al
Página 386
[183] La poligamia es una forma de matrimonio en la que un varón puede tener varias
esposas, en cuyo caso el término específico es poliginia, o una mujer tener varios
maridos, en cuyo caso el término específico es poliandria. Cuando no se especifica la
poligamia es sinónimo de poliginia. <<
Página 387
[184] La casta brahman era patrilineal. <<
Página 388
[185] La adrogación es la adopción de persona sui iuris, mientras la adopción se da
Página 389
[186] Este trabajo se ha realizado durante una estancia en la Universidad de California-
Página 390
[187] Catharine Stimpson, «Afterword», en Mary Lynn Broe (ed.), Silence and Power.
Página 391
[188] En Nightwood, Barnes utiliza el mundo del circo como recurso temático y
estructural. Personajes y reminiscencias circenses pueblan sus historias cortas para
estallar con rotundidad en Ryder y Nightwood. Ya desde su primera etapa como
periodista, Barnes visitó el circo, un mundo que le fascinaba, para ambientar una de
sus primeras narraciones breves, «Djuna Barnes Probes the Souls of the Jungle Folk
at the Hippodrome Circus», incluida en New York, ed. Alyee Barry, Los Ángeles,
Sun & Moon Press, 1989, págs. 190-197. <<
Página 392
[189] Con la etiqueta high modernism se suele designar el modernismo de T. S. Eliot,
James Joyce, Ezra Pound, Wallace Stevens y William C. Williams entre otros autores.
La actitud estética del high modernism ha sido puesta en tela de juicio desde diversas
posiciones y afiliaciones críticas e ideológicas. El modernismo, en la esfera
anglonorteamericana, dista mucho de ser un fenómeno monolítico. Hoy por hoy,
«modernismo» es una etiqueta más amplia y no exclusivista que da igualmente
cabida a todas las autoras, a escritores y escritoras de color —el Renacimiento de
Harlem en sus diversas manifestaciones artísticas—, autores homosexuales y autoras
lesbianas y creadores, en definitiva, de cualquier extracción social —escritores
proletarios— u origen étnico. Los new modernist studies se ocupan hoy de cuestionar
el paradigma del high modernism desde múltiples ángulos. <<
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[190] Esta ilustración que aparece solo esbozada es la que abre el capítulo octavo, «Pro
and Con, or the Sisters Louise». Representa a dos hermanas gemelas, pianistas de
profesión, que en el texto actúan a modo de coro de los affaires de Wendell. Ambas
jóvenes interpretan obras a dúo y, divertidas, comentan cómo Wendell se les ha
insinuado a las dos, ofreciéndoles máxima satisfacción a cambio de sexo. La carga
irónica de los intercambios entre las gemelas queda de manifiesto en fragmentos
como el siguiente, «(Wendell) piensa… que no hay mujer por muy imaginativa que
sea, por muy dada a la especulación y al juicio, a la coquetería y a atiborrarse a
comer, a quien no le haga feliz esa peculiar connivencia con él» (1990: 39). <<
Página 394
[191] Véase V. Propp, The Morphology of the Foltktale, Austin, University of Texas P.,
1968. <<
Página 395
[192] Con el término Familienroman obviamente aludo al ensayo de Freud «Der
Familienroman der Neurotiker» (1908), en el cual Freud cuenta cómo el niño, en una
narrativa producto de su imaginación, se sitúa en una constelación familiar a través
de la cual recibe satisfacción de su frustración edípica y de su herida narcisista. Es
frecuente que el niño/a piense que es hijo de padres nobles o de gran fortuna y que ha
sido adoptado por sus padres actuales. Su afán consistirá en luchar por reencontrarse
con sus padres verdaderos. Freud alude en su ensayo a diversas variantes de la novela
familiar; por ello, en la Standard Edition, Strachey tradujo «Family Romances»,
modificando ligeramente y añadiéndole un plural al título de Freud. <<
Página 396
[193] Uno de los primeros ensayos publicados sobre el tema del incesto en la obra de
Barnes es el de Louise DeSalvo, «To Make Her Mutton at Sixteen: Rape, Incest, and
Child Abuse in The Antiphon», 1991. <<
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[194] Estudios como los que citamos a continuación han sido decisivos para modelar
Página 398
[195] En Nightwood, Barnes se sirve del icono de la muñeca en la relación Robin-
Nora. En el momento en que Robín rompe con Nora y se rebela frente al papel que
esta pretende asignarle, destruye la muñeca que ambas compartían. En la figura de la
muñeca, Barnes también representa la ambigüedad sexual por su apariencia inerte.
Así, escribe, «La muñeca y el inmaduro tienen algo de común que no falla, la muñeca
se asemeja a la vida pero no la contiene, y el tercer sexo contiene la vida pero se
asemeja a la muñeca» (1961: 148). <<
Página 399
[196]
Así, por ejemplo, en el capítulo veintisiete, Barnes traza una metafórica
descripción de cómo Julie «toca» (play) la flauta de Wendell, al tiempo que su
hermano Timothy juega con cangrejos —todo ello alusivo a los abusos de que la
joven es objeto. <<
Página 400
[197] Así, por ejemplo, a Amelia le aconsejan su madre y su hermana que no tenga
hijos, y ella le da el mismo consejo a su hija. Kate se hace eco de una crítica acerba al
papel tradicional de la mujer y lanza sus ataques verbales contra Wendell por hacerla
«enamorarse del aroma de la maternidad» que tanto odia pero del que confiesa ser
una adicta (1990: 170). Sus airados desafíos transmiten un sentido de horror frente a
la trampa de la maternidad: «Lo mataré en el momento en que nazca, pero lo llevaré
en mí. ¡Me alzaré frente a él como una perra enferma ante los gemidos de su camada,
y lo golpearé contra el suelo, y así acabaré con tu inmundicia!… Tendré a mis hijos,
uno, dos, tres, una docena, hasta que se rompa el molde, y los aplastaré como
prometí» (1990: 170-171). <<
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[198] El doctor O’Connor es uno de los personajes centrales de Nightwood. Existe una
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[199] Bonnie Kime Scott ha señalado que varias formas animales, especialmente la
representación de bueyes en Ryder está influida por Thelma Wood. Véase a este
respecto, el ensayo de Scott de 1993. <<
Página 403
[200] En el último texto largo de Barnes, la obra teatral The Antiphon, sus personajes
Página 404
[201] «Tan luego, a mí, hablarme del finado Francisco Real» es la frase con la que
Página 405
[202] La frase es de Néstor Ibarra. Lo que sigue es un ejemplo de los procedimientos
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[203] Antes de esta fecha, Borges había escrito tres libros de poemas: Fervor de
Buenos Aires (1923), La luna de enfrente (1925), Cuaderno San Martín (1929); cinco
volúmenes de ensayos: Inquisiciones (1925), El tamaño de mi esperanza (1926), El
idioma de los argentinos (1928), Discusión (1932), Historia de la eternidad (1936);
una miscelánea narrativa dedicada a la memoria de su padre: Evaristo Carriego
(1930); una recopilación de cuentos: Historia universal de la infamia (1935).
También había publicado en diarios y revistas unos cuatrocientos artículos, poemas,
relatos, algunos de los cuales pasaron a formar parte de sus libros. <<
Página 407
[204] ¿No tiene además esta escritura mucha semejanza con el estilo de Borges hijo?
Página 408
[205] Utilizo los títulos de las primeras ediciones de Fervor de Buenos Aires, Luna de
enfrente y Cuaderno San Martín. En las versiones actuales, estos poemas cambian de
título, fueron exhaustivamente corregidos o desaparecieron. <<
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[206] La frase procede de un texto en prosa, hoy desaparecido, que acompañaba al
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[207] Publicado en J. y M.-P. Clerget, Places du père, violence et paternité, Lyon,
Página 411
[208]
«Mito individual», término propuesto por J. Lacan para dar cuenta de las
constelaciones imaginarias que presiden el nacimiento de un niño y configuran su
prehistoria familiar. Cfr. J. Lacan, «Le mythe individuel du nevrosé», Ornicar, núm.
17/18, 1979, págs. 289-307. <<
Página 412
[209] Pierre Legendre, L’inestimable objet de la transmission. Étude sur le principe
Página 413
[210] S. Deniniolles, «Le droit du père», La liberté de l’Esprit, núm. 19, 1983. <<
Página 414
[211] En francés carent deriva de carence,
del latín carere: faltar. Falta absoluta.
Término jurídico: proceso que constata que un difunto no ha dejado nada… (Littré,
Dictionnaire de la langue française, 1979). <<
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[212] Este punto ha sido desarrollado en otros dos artículos: E Hurstel,
«L’affaiblissement de l’autorité paternelle. La notion de “carence” des pères au XXe
siècle», La pensée, núm. 261, 1988, págs. 35-49, y «Mon papa… ou la lourde
absence-présence des pères dits carente», Dialogue, núm. 98, 1987, págs. 59-70. <<
Página 416
[213] J. Lacan, «Les complexes familiaux dans la formation de l’individu», La vie
mentale, dir. H. Wallon, Larousse 12, 1938 y Les complexes familiaux, 2.ª ed.,
Navarin, 1984. <<
Página 417
[214] He aquí cómo el historiador B. Schnapper, relatando la historia del derecho de la
«corrección paterna» presenta esta ley: «La ley del 24 de julio de 1889 sobre la
inhabilitación de la patria potestad es una gran novedad: los padres indignos (y no
solo los que entregaban sus hijos al libertinaje, único caso considerado en el código
penal de 1810, art. 335) podían ser despojados de la patria potestad, ya sea
automáticamente tras una condena penal o facultativamente por los tribunales
correccionales o civiles; la potestad se transfería pero no se reducía. La Asistencia
Pública podía ejercer la corrección casi en las mismas condiciones que el padre»
(pág. 341). B. Schnapper, «La correction paternelle et le mouvement des idées au xixe
(1789-1935)», Revue historique, 2, 1980, páginas 319-349. <<
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[215] Yvonne Knibiehler, Les pères aussi ont une histoire, Hachette, 1987. <<
Página 419
[216] J. Mulliez, «La volonté d’un homme», Histoire des pères et de la paternité,
Página 420
[217] G. Bonjean Enfants révoltés et parents coupables. Étude sur la désorganisation
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[218] Extractos de las obras de E. Legouvé esmaltaban los libros de lectura de nuestros
abuelos. Cfr. en particular: Nos fils et nos filles, París, Hetzel, 1878. <<
Página 422
[219] En el artículo titulado «Mon papa…» (cfr. nota 4) analizo esta dialéctica de la
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[220] K. Marx (1867), Le Capital, libro 1, t. II, cap. XV París, Ed. Sociales, 1969,
Página 424
[221] C. Aubry, J. P. Deschamps, «Maternité chez l’adolescente: la part du père?»,
Pères et paternité, R. française des Affaires Sociales, 1988, págs. 93-102. <<
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