YACUMAMA
YACUMAMA
YACUMAMA
En una choza amazónica, a orillas del sonoro Ucayali, Jenaro Valdivián vio con
sorpresa que las provisiones y las balas se acababan. Su fiel servidor, aquel indio conivo
que tan bien flechaban los monos gordos para convertirlos en manjar exquisito, se
marchó, como ellos dicen a «pasear». Dos o tres días de misteriosa excursión por la selva,
de donde regresaba, con su
bondadosa sonrisa
doméstica, lleno de
orquídeas sangrientas y de
mariposas deslumbradoras
para el chiquillo.
¡Cómo iba a dejar
solo a este hijo de siete años
que, educado por indios de
Loreto, tenía ya vivacidades
de salvajes! Salió a la orilla
del río y silbó largo rato en
vano. En el centro del agua
un remolino de burbujas
pareció responderle, pero la empecinada boa no quiso moverse. Estaba allí seguramente
durmiendo y dirigiendo, en su soledad acuática, el pecarí cazado ayer.
Resignado al fin, Jenaro Valdivián, cogió el machete y la carabina, encerró en la choza a
Jenarito, a pesar de sus protestas de niño mimado y lo amonesto severamente:
-¡Cuidado con salir! Ya regreso.
Para consuelo y paz dióle al partir una vela y un cartucho de hormigas
tostadas, que son golosinas de los niños salvajes. Valdivián no las tenía todas consigo
desde la víspera. Al zanjar un árbol de caucho le pareció advertir que el tigre lo estaba
espiando en la espesura. Bien conocía los hábitos de la maravillosa bestia de terciopelo,
que sigue durante diez días enteros a su presa y ataca solamente cuando ha observado los
pasos y agilidad del adversario. En noches pasadas, fumando su cachimba bajo la luna,
viera esas dos luces rojas, errantes y alucinantes sobre la ojiva de la tiniebla. Un disparo la
dispersa por un momento pero la ronda vuelve y el cauchero, que sueña al aire libre, se
dice lanzando bocanadas de humo, con escalofrío molesto: «Ya está aquí el tigre
esperándome».
En su canoa, río abajo, Jenaro pensó que era preferible no alejarse mucho,
Recordaba que dos vueltas del río hallaría en la «quebrada de serpientes», junto a la
choza abandonada por los indios witotos, huidos del alto Putumayo, su admirable y
misterioso telégrafo: el menguaré. (Es un recio tronco honrado con tan extraño arte que
al golpear sus nudos redondos, la selva toda resuena a cinco leguas como un rugido). Su
servidor le había enseñado esa clave inalámbrica y seguramente algún indio amigo
escucharía su mensaje distante; o tal vez Gutiérrez, el cauchero más rico de los contornos,
le despacharía un «propio» con pertrechos y víveres.
Llegó de la espesura a la canoa aquel perfume caliente que le embriagaba
siempre como un efluvio de paraíso perdido. Avanzaba la selva en las riberas su fronda
chillona y parlante, coronada en el sombrío vértice por monos y guacamayos tricolores.
Un estruendo de menudos loros verdes pasó en el viento como hojas dispersas de un
árbol roto en el huracán. La canoa crujía con un zumbido tropical de flecha o de abejorro.
«Será penoso el regreso», pensó Jenaro Valdivián, hundiendo apenas el remo en el agua
espumante.
En la solitaria choza, el niño empezó por devorar la vela esperma. En seguida,
las hormigas tostadas con sabor de pimentado bombón inglés fueron la delicia de un
cuarto de hora. La sed comenzaba a atormentarle y sacudió la puerta enérgicamente.
Quería salir al río a bañarse en el remanso de la orilla como los niños del país; pero Jenaro
Valdivián había asegurado la cancela de cañas con la caparazón de una inmensa tortuga
muerta. El Hércules de siete años gritó en lenguaje conivo:
-¡Yacu-mama, Yacu-mama!
En el río, unas fauces tremendas emergieron del agua con un bostezo lento. La obscura
lengua en horqueta bebió todavía con molicie la frescura del agua torrencial. Poco a poco
el cuerpo de la boa fue surgiendo en la orilla con un suave remolino de hojarasca. El niño
batió palmas y gritó alborozado cuando la espléndida bestia vino a su llamado retozando
como un perro doméstico, pues es en realidad el can y la criada de los niños salvajes. Sólo
quienes no han vivido en el oriente del Perú ignoran qué generosa compañera puede ser
si la domestican manos hábiles. A nadie obedecía como al minúsculo tirano, jinete de
tortugas y boas, que le enterraba el puño en las fauces y le raspaba las escamas con una
flecha. De un coletazo la bestia rampante disparó la concha de la puerta y entró
meneándose con garbo de bailarina campa. Jenarito gritó riendo:
-¡Upa!
La boa lo enroscó en la punta de la cola para elevarlo hasta el techo de la
cabaña; pero de pronto volvió la cabeza airada hacia la selva. Se irguió en vilo como un
árbol muerto. Por sus escamas pasaba un crujido eléctrico y la cola empezó entonces a
latiguear el suelo de la choza con espanto del guacamayo azul y verde que estaba
columpiándose en su cadena. Inmóvil, con los ojos sanguinolentos, parecía escuchar, en el
profuso clamor de la arboleda, algún susurro conocido.
Los monos en la distancia chillaron estrepitosamente. ¿En qué rincón había muerto un
árbol? Su turba de aves sin abrigo iba buscando otro alero en el hervidero de la selva
poblada, sobre la rotunda fuga del río. Era preciso tener oídos de boa para percibir en tal
estruendo el leve rasguño de unas garras.
El tigre de la selva entró de un salto, se agazapó batiéndose rabiosamente los
ijares con la cola nerviosa. Como una madre bárbara, la boa preservó primero al niño
derribándole en un rincón polvoriento de la cabaña. La lucha había comenzado silenciosa
y tenaz como un combate de indios. El felino saltó a las fauces del adversario, pero sus
garras parecieron mellarse y por un minuto quedó envuelto en la red impalpable que hizo
crujir las costillas. Una garra había destrozado la lengua serpentina y la boa adolorida
deshizo el abrazo por un minuto para volver a enlazar otra vez. Un alarido resonó,
acabando en un jadeo abrumado. la sangre salpicaba de un doble surtidor y ya sólo se
divisó en el suelo un remolino rojo que fue aquietándose hasta quedar convertido en una
charca inmóvil de sangre negra.
El niño lo había mirado todo, con un terror obscuro primero, con alegría de
espectador después.
Cuando seis horas más tarde, volvió Jenaro Valdivián y comprendió de una
mirada lo pasado, abrazo al chiquillo alborozadamente; pero en seguida, acariciando con
la mano las fauces muertas de su boa familiar, de su criada bárbara, murmuraba y gemía
con extraña ternura:
-¡Yacu-Mama, pobre Yacu-Mama!
ACTIVIDADES DE COMPRENSION DE LECTURA:
MENSAJE:
Jenarito es un niño criollo, es decir, hijo de un
aventurero de la ciudad instalado en la selva,
presumiblemente para hacer negocios con el caucho.
Pero por criarse junto con los indígenas, el niño
adopta las costumbres selváticas y se compenetra en
ese mundo, que cuenta con valores mucho más
elevados que los de la llamada “civilización”, ya que
convive en armonía con la naturaleza.