Cuentoss A Leer

Descargar como pdf o txt
Descargar como pdf o txt
Está en la página 1de 15

TEXTOS A LEER PARA EL DÍA DEL FESTIVAL

DE LA LECTURA 2022
El caballo perdido1
Paulo Coelho

Hace muchos años, en una pobre aldea china, vivía un labrador con su hijo. Su único
bien material, aparte de la tierra y de la pequeña casa de paja, era un caballo que
había heredado de su padre.

Un buen día el caballo se escapó, dejando al hombre sin animal para labrar la tierra.
Sus vecinos, que lo respetaban mucho por su honestidad y diligencia, acudieron a su
casa para decirle lo mucho que lamentaban lo ocurrido. Él les agradeció la visita, pero
preguntó:

-¿Cómo podéis saber que lo que ocurrió ha sido una desgracia en mi vida?

Alguien comentó en voz baja con un amigo: "Él no quiere aceptar la realidad,
dejemos que piense lo que quiera, con tal de que no se entristezca por lo ocurrido".

Y los vecinos se marcharon, fingiendo estar de acuerdo con lo que habían escuchado.

Una semana después, el caballo retornó al establo, pero no venía solo: traía
una hermosa yegua como compañía. Al saber eso, los habitantes de la aldea,
alborozados porque sólo ahora entendían la respuesta que el hombre les había dado,
retornaron a casa del labrador, para felicitarlo por su suerte.

-Antes tenías sólo un caballo, y ahora tienes dos. ¡Felicitaciones! -dijeron.

-Muchas gracias por la visita y por vuestra solidaridad -respondió el labrador-.

¿Pero cómo podéis saber que lo que ocurrió es una bendición en mi vida?

Desconcertados, y pensando que el hombre se estaba volviendo loco, los vecinos se


marcharon, comentando por el camino: "¿Será posible que este hombre no entienda
que Dios le ha enviado un regalo?"

Pasado un mes, el hijo del labrador decidió domesticar la yegua. Pero el animal saltó
de una manera inesperada, y el muchacho tuvo una mala caída, rompiéndose una
pierna.

Los vecinos retornaron a la casa del labrador, llevando obsequios para el joven
herido. El alcalde de la aldea, solemnemente, presentó sus condolencias al padre,
diciendo que todos estaban muy tristes por lo que había sucedido.

El hombre agradeció la visita y el cariño de todos. Pero preguntó: - ¿Cómo podéis


vosotros saber si lo ocurrido ha sido una desgracia en mi vida?

1
Recuperado el 26 de enero del 2016 de: http://www.pensamientos.com.mx/un_tradicional_cuento_sufi.htm
Esta frase dejó a todos estupefactos, pues nadie puede tener la menor duda de que el
accidente de un hijo es una verdadera tragedia. Al salir de la casa del labrador,
comentaban entre sí: "Realmente se ha vuelto loco, su único hijo se puede quedar
cojo para siempre y aún duda que lo ocurrido es una desgracia".

Transcurrieron algunos meses y Japón le declaró la guerra a China. Los emisarios del
emperador recorrieron todo el país en busca de jóvenes saludables para ser enviados
al frente de batalla. Al llegar a la aldea, reclutaron a todos los jóvenes, excepto
al hijo del labrador, quien tenía la pierna rota.

Ninguno de los muchachos regresó vivo. El hijo se recuperó, los dos animales dieron
crías que fueron vendidas y rindieron un buen dinero. El labrador pasó a visitar a sus
vecinos para consolarlos y ayudarlos, ya que se habían mostrado solidarios con él en
todos los momentos. Siempre que alguno de ellos se quejaba, el labrador decía:
"¿Cómo sabes si esto es una desgracia?" Si alguien se alegraba mucho, él preguntaba:
"¿Cómo sabes si eso es una bendición?" Y los hombres de aquella aldea entendieron
que, más allá de las apariencias, la vida tiene otros significados.
Algo muy grave va a suceder en este pueblo2
Gabriel García Márquez

Imagínese usted un pueblo muy


pequeño donde hay una señora vieja
que tiene dos hijos, uno de 17 y una
hija de 14. Está sirviéndoles el
desayuno y tiene una expresión de
preocupación. Los hijos le preguntan
qué le pasa y ella les responde:

-No sé, pero he amanecido con el


presentimiento de que algo muy grave
va a sucederle a este pueblo.

Ellos se ríen de la madre. Dicen que


esos son presentimientos de vieja, cosas
que pasan. El hijo se va a jugar al billar, y en el momento en que va a tirar una
carambola sencillísima, el otro jugador le dice:

-Te apuesto un peso a que no la haces.

Todos se ríen. Él se ríe. Tira la carambola y no la hace. Paga su peso y todos le


preguntan qué pasó, si era una carambola sencilla. Contesta:

-Es cierto, pero me ha quedado la preocupación de una cosa que me dijo mi madre esta
mañana sobre algo grave que va a suceder a este pueblo.

Todos se ríen de él, y el que se ha ganado su peso regresa a su casa, donde está con su
mamá o una nieta o en fin, cualquier pariente. Feliz con su peso, dice:

-Le gané este peso a Dámaso en la forma más sencilla porque es un tonto.
- ¿Y por qué es un tonto?

-Hombre, porque no pudo hacer una carambola sencillísima, preocupado con la idea de
que su mamá amaneció hoy con la sensación de que algo muy grave va a suceder en
este pueblo.

Entonces le dice su madre:

-No te burles de los presentimientos de los viejos porque a veces salen.

La pariente lo oye y va a comprar carne. Ella le dice al carnicero:

2
Recuperado el 20 de enero del 2016 de:
http://www.ciudadseva.com/textos/cuentos/esp/ggm/algo_muy_grave_va_a_suceder.htm
-Véndame una libra de carne -y en el momento que se la están cortando, agrega-: Mejor
véndame dos, porque andan diciendo que algo grave va a pasar y lo mejor es estar
preparado.

El carnicero despacha su carne y cuando llega otra señora a comprar una libra de carne,
le dice:

-Lleve dos porque hasta aquí llega la gente diciendo que algo muy grave va a pasar, y se
están preparando y comprando cosas.

Entonces la vieja responde:

-Tengo varios hijos, mire, mejor deme cuatro libras.

Se lleva las cuatro libras; y para no hacer largo el cuento, diré que el carnicero en media
hora agota la carne, mata otra vaca, se vende toda y se va esparciendo el rumor. Llega el
momento en que todo el mundo, en el pueblo, está esperando que pase algo. Se
paralizan las actividades y de pronto, a las dos de la tarde, hace calor como siempre.
Alguien dice:

-¿Se ha dado cuenta del calor que está haciendo?

-¡Pero si en este pueblo siempre ha hecho calor!

(Tanto calor que es pueblo donde los músicos tenían instrumentos remendados con brea
y tocaban siempre a la sombra porque si tocaban al sol se les caían a pedazos.)

-Sin embargo -dice uno-, a esta hora nunca ha hecho tanto calor.

-Pero a las dos de la tarde es cuando hay más calor.

-Sí, pero no tanto calor como ahora.

Al pueblo desierto, a la plaza desierta, baja de pronto un pajarito y se corre la voz:

-Hay un pajarito en la plaza.

Y viene todo el mundo, espantado, a ver el pajarito.

-Pero señores, siempre ha habido pajaritos que bajan.

-Sí, pero nunca a esta hora.

Llega un momento de tal tensión para los habitantes del pueblo, que todos están
desesperados por irse y no tienen el valor de hacerlo.
-Yo sí soy muy macho -grita uno-. Yo me voy.

Agarra sus muebles, sus hijos, sus animales, los mete en una carreta y atraviesa la calle
central donde está el pobre pueblo viéndolo. Hasta el momento en que dicen:

-Si este se atreve, pues nosotros también nos vamos.

Y empiezan a desmantelar literalmente el pueblo. Se llevan las cosas, los animales,


todo.

Y uno de los últimos que abandona el pueblo, dice:

-Que no venga la desgracia a caer sobre lo que queda de nuestra casa -y entonces la
incendia y otros incendian también sus casas.

Huyen en un tremendo y verdadero pánico, como en un éxodo de guerra, y en medio de


ellos va la señora que tuvo el presagio, clamando:

-Yo dije que algo muy grave iba a pasar, y me dijeron que estaba loca.
CALIXTO GARMENDIA
Autor: Ciro Alegría
—Yo nací arriba, en un pueblito de los Andes. Mi padre era carpintero y me mandó a la
escuela. Hasta segundo año de primaria era todo lo que había. Y eso que tuve suerte de
nacer en el pueblo, porque los niños del campo se quedaban sin escuela. Fuera de su
carpintería, mi padre tenía un terrenito al lado del pueblo, pasando la quebrada, y lo
cultivaba con la ayuda de algunos indios a los que pagaba en plata o con obritas de
carpintería: que el cabo de una lampa o de hacha, que una mesita, en fin. Desde un
extremo del corredor de mi casa, veíamos amarillear el trigo, verdear el maíz, azulear
las habas en nuestra pequeña tierra. Daba gusto. Con la comida y la carpintería teníamos
bastante, considerando nuestra pobreza. A causa de tener algo y también por su carácter,
mi padre no agachaba la cabeza ante nadie. Su banco de carpintero estaba en el corredor
de la casa, dando a la calle. Pasaba el alcalde. «Buenos días, señor», decía mi padre, y
se acabó. Pasaba el subprefecto. «Buenos días, señor», y asunto concluido. Pasaba el
alférez de gendarmes. «Buenos días, alférez», y nada más. Pasaba el juez y lo mismo.
Así era mi padre con los mandones. Ellos hubieran querido que les tuviera miedo o les
pidiese o les debiera algo. Se acostumbran a todo eso los que mandan. Mi padre les
disgustaba. Y no acababa ahí la cosa. De repente venía gente del pueblo, ya sea indios,
cholos o blancos pobres. De a diez, de a veinte o también en poblada llegaban. «Don
Calixto, encabécenos para hacer ese reclamo». Mi padre se llamaba Calixto. Oía de lo
que se trataba, si le parecía bien aceptaba y salía a la cabeza de la gente, que daba vivas
y metía harta bulla, para hacer el reclamo. Hablaba con buena palabra. A veces hacía
ganar a los reclamadores y otras perdía, pero el pueblo siempre le tenía confianza.
Abuso que se cometía, ahí estaba mi padre para reclamar al frente de los perjudicados.
Las autoridades y los ricos del pueblo, dueños de haciendas y fundos, le tenían echado
el ojo para partirlo en la primera ocasión. Consideraban altanero a mi padre, y no los
dejaban tranquilo. Él ni se daba cuenta y vivía como si nada le pudiera pasar. Había
hecho un sillón grande, que ponía en el corredor. Ahí solía sentarse, por las tardes, a
conversar con los amigos. «Lo que necesitamos es justicia», decía. «El día que el Perú
tenga justicia, será grande». No dudaba de que la habría y se torcía los mostachos con
satisfacción, predicando: «No debemos consentir abusos».
Sucedió que vino una epidemia de tifo, y el panteón del pueblo se llenó con los muertos
del propio pueblo y los que traían del campo. Entonces las autoridades echaron mano de
nuestro terrenito para panteón. Mi padre protestó diciendo que tomaran tierra de los
ricos, cuyas haciendas llegaban hasta la propia salida del pueblo. Dieron de pretexto que
el terreno de mi padre estaba ya cercado, pusieron gendarmes y comenzó el entierro de
muertos. Quedaron a darle una indemnización de setecientos soles, que era algo en esos
años, pero que autorización, que requisitos, que papeleo, que no hay plata en este
momento... Se la estaban cobrando a mi padre, para ejemplo de reclamadores. Un día,
después de discutir con el alcalde, mi viejo se puso a afilar una cuchilla y, para ir a lo
seguro, también un formón. Mi madre algo le vería en la cara y se le prendió del cogote
y le lloró diciéndole que nada sacaba con ir a la cárcel y dejarnos a nosotros más
desamparados. Mi padre se contuvo como quebrándose. Yo era niño entonces y me
acuerdo de todo eso como si hubiera pasado esta tarde.
Mi padre no era hombre que renunciara a su derecho. Comenzó a escribir cartas
exponiendo la injusticia. Quería conseguir que al menos le pagaran. Un escribano le
hacía las cartas y le cobraba dos soles por cada una. Mi pobre escritura no valía para
eso. El escribano ponía al final: «A ruego de Calixto Garmendia, que no sabe firmar,
fulano». El caso fue que mi padre despachó dos o tres cartas al diputado por la
provincia. Silencio. Otras al senador por el departamento. Silencio. Otra al mismo
presidente de la República. Silencio. Por último, mandó cartas a los periódicos de
Trujillo y a los de Lima. Nada, señor. El postillón llegaba al pueblo una vez por semana,
jalando una mula cargada con la valija del correo. Pasaba por la puerta de la casa y mi
padre se iba detrás y esperaba en la oficina del despacho, hasta que clasificaban la
correspondencia. A veces, yo también iba. «Carta para Calixto Garmendia?»,
preguntaba mi padre. El interventor, que era un viejito flaco y bonachón, tomaba las
cartas que estaban en la casilla de la G, las iba viendo y al final decía: «Nada, amigo».
Mi padre salía comentando que la próxima vez habría carta. Con los años, afirmaba que
al menos los periódicos responderían. Un estudiante me ha dicho que, por lo regular, los
periódicos creen que asuntos como ésos carecen de interés general. Esto en el caso de
que los mismos no estén en favor del gobierno y sus autoridades, y callen cuanto pueda
perjudicarles. Mi padre tardó en desengañarse de reclamar lejos y estar yéndose por las
alturas, varios años.
Un día, a la desesperada, fue a sembrar la parte del panteón que aún no tenía cadáveres,
para afirmar su propiedad. Lo tomaron preso los gendarmes, mandados por el
subprefecto en persona, y estuvo dos días en la cárcel. Los trámites estaban ultimados y
el terreno era de propiedad municipal legalmente. Cuando mi padre iba a hablar con el
Síndico de Gastos del Municipio, el tipo abría el cajón del escritorio y decía como si ahí
debiera estar la plata: «No hay dinero, no hay nada ahora. Cálmate, Garmendia. Con el
tiempo se te pagará». Mi padre presentó dos recursos al juez. Le costaron diez soles
cada uno. El juez los declaró sin lugar. Mi padre ya no pensaba en afilar la cuchilla y el
formón. «Es triste tener que hablar así —dijo una vez—, pero no me darían tiempo de
matar a todos los que debía». El dinerito que mi madre había ahorrado y estaba en una
ollita escondida en el terrado de la casa, se fue en cartas y en papeleo.
A los seis o siete años del despojo, mi padre se cansó hasta de cobrar. Envejeció mucho
en aquellos tiempos. Lo que más le dolía era el atropello. Alguna vez pensó en irse a
Trujillo o a Lima a reclamar, pero no tenía dinero para eso. Y cayó también en cuenta de
que, viéndolo pobre y solo, sin influencias ni nada, no le harían caso. ¿De quién y cómo
podía valerse? El terrenito seguía de panteón, recibiendo muertos. Mi padre no quería ni
verlo, pero cuando por casualidad llegaba a mirarlo, decía: «¡Algo mío han enterrado
también ahí! ¡Crea usted en la justicia!» Siempre se había ocupado de que les hicieran
justicia a los demás y, al final, no la había podido obtener ni para él mismo. Otras veces
se quejaba de carecer de instrucción y siempre despotricaba contra los tiranos,
gamonales, tagarotes y mandones.
Yo fui creciendo en medio de esa lucha. A mi padre no le quedó otra cosa que su
modesta carpintería. Apenas tuve fuerzas, me puse a ayudarlo en el trabajo. Era muy
escaso. En ese pueblito sedentario, casas nuevas se levantarían una cada dos años. Las
puertas de las otras duraban. Mesas y sillas casi nadie usaba. Los ricos del pueblo se
enterraban en cajón, pero eran pocos y no morían con frecuencia. Los indios enterraban
a sus muertos envueltos en mantas sujetas con cordel. Igual que aquí en la costa
entierran a cualquier peón de caña, sea indio o no. La verdad era que cuando nos llegaba
la noticia de un rico difunto y el encargo de un cajón, mi padre se ponía contento. Se
alegraba de tener trabajo y también de ver irse al hoyo a uno de la pandilla que lo
despojó. ¿A qué hombre, tratado así, no se le daña el corazón? Mi madre creía que no
estaba bueno alegrarse debido a la muerte de un cristiano y encomendaba el alma del
finado rezando unos cuantos padrenuestros y avemarías. Duro le dábamos al serrucho,
al cepillo, a la lija y a la clavada mi padre y yo, que un cajón de muerto debe hacerse
luego. Lo hacíamos por lo común de aliso y quedaba blanco. Algunos lo querían así y
otros que pintado de color caoba o negro y encima charolado. De todos modos, el
muerto se iba a podrir lo mismo bajo la tierra, pero aún para eso hay gustos.
Una vez hubo un acontecimiento grande en mi casa y en el pueblo. Un forastero abrió
una nueva tienda, que resultó mejor que las otras cuatro que había. Mi viejo y yo
trabajamos dos meses haciendo el mostrador y los andamios para los géneros y
abarrotes. Se inauguró con banda de música y la gente hablaba del progreso. En mi casa
hubo ropa nueva para todos. Mi padre me dio para que lo gastara en lo que quisiera, así,
en lo que quisiera, la mayor cantidad de plata que había visto en mis manos: dos soles.
Con el tiempo, la tienda no hizo otra cosa que mermar el negocio de las otras cuatro,
nuestra ropa envejeció y todo fue olvidado. Lo único bueno fue que yo gasté los dos
soles en una muchacha llamada Eutimia, así era el nombre, que una noche se dejó coger
entre los alisos de la quebrada. Eso me duró. En adelante no me cobró ya nada y si antes
me recibió los dos soles, fue de pobre que era.
En la carpintería, las cosas siguieron como siempre. A veces hacíamos un baúl o una
mesita o tres sillas en un mes. Como siempre, es un decir. Mi padre trabajaba a disgusto.
Antes lo había visto yo gozarse puliendo y charolando cualquier obrita y le quedaba
muy vistosa. Después ya no le importó y como que salían del paso con un poco de lija.
Hasta que al fin llegaba el encargo de otro cajón de muerto, que era el plato fuerte.
Cobrábamos generalmente diez soles. Déle otra vez a alegrarse mi padre, que solía
decir: «Se fregó otro bandido, ¡diez soles!» A trabajar duro él y yo; a rezar mi madre, y
a sentir alivio hasta por las virutas. Pero ahí acababa todo. ¿Eso es vida? Como
muchacho que era, me disgustaba que en esa vida estuviera mezclada tanto la muerte.
La cosa fue más triste cada vez. En las noches, a eso de las tres o cuatro de la
madrugada, mi padre se echaba unas cuantas piedras bastante grandes a los bolsillos, se
sacaba los zapatos para no hacer bulla y caminaba medio agazapado hacia la casa del
alcalde. Tiraba las piedras, rápidamente, a diferentes partes del techo, rompiendo las
tejas. Luego volvía a la carrera y, ya dentro de la casa, a oscuras, pues no encendía luz
para evitar sospechas, se reía. Su risa parecía a ratos el graznido de un animal. A ratos
era tan humana, tan desastrosamente humana, que me daba más pena todavía. Se
calmaba unos cuantos días con eso. Por otra parte, en la casa del alcalde solían vigilar.
Como había hecho incontables chanchadas, no sabían a quién echarle la culpa de las
piedras. Cuando mi padre deducía que se habían cansado de vigilar, volvía a romper
tejas. Llegó a ser un experto en la materia. Luego rompió tejas de las casas del juez, del
subprefecto, del alférez de gendarmes, del síndico de gastos. Calculadamente, rompió
las de las casas de otros notables, para que, si querían deducir, se confundieran. Los
ocho gendarmes del pueblo salieron en ronda muchas noches, en grupos y solos, y
nunca pudieron atrapar a mi padre. Se había vuelto un artista de la rotura de tejas. De
mañana salía a pasear por el pueblo para darse el gusto de ver que los sirvientes de las
casas que atacaba, subían con tejas nuevas a reemplazar las rotas. Si llovía era mejor
para mi padre. Entonces atacaba la casa de quien odiaba más, el alcalde, para que el
agua le dañara o, al caerles, los molestara a él y su familia. Llegó a decir que les metía
el agua a los dormitorios, de lo bien que calculaba las pedradas. Era poco probable que
pudiese calcular tan exactamente en la oscuridad, pero él pensaba que lo hacía, por
darse el gusto de pensarlo.
El alcalde murió de un momento a otro. Unos decían que de un atracón de carne de
chancho y otros que de las cóleras que le daban sus enemigos. Mi padre fue llamado
para que le hiciera el cajón y me llevó a tomar las medidas con un cordel. El cadáver era
grande y gordo. Había que verle la cara a mi padre contemplando al muerto. Él parecía
la muerte. Cobró cincuenta soles adelantados, uno sobre otro. Como le reclamaron el
precio, dijo que el cajón tenía que ser muy grande, pues el cadáver también lo era y
además gordo, lo cual demostraba que el alcalde comió bien. Hicimos el cajón a la
diabla. A la hora del entierro, mi padre contemplaba desde el corredor cuando metían el
cajón al hoyo, y decía: «Come la tierra que me quitaste, condenado; come, come». Y
reía con esa su risa horrible. En adelante, dio preferencia en la rotura de tejas a la casa
del juez y decía que esperaba verlo entrar al hoyo también, lo mismo que a los otros
mandones. Su vida era odiar y pensar en la muerte. Mi madre se consolaba rezando. Yo,
tomando a Eutimia en el alisar de la quebrada. Pero me dolía muy hondo que hubieran
derrumbado así a mi padre. Antes de que lo despojaran, su vida era amar a su mujer y su
hijo, servir a sus amigos y defender a quien lo necesitara. Quería a su patria. A fuerza de
injusticia y desamparo, lo habían derrumbado.
Mi madre le dio esperanza con el nuevo alcalde. Fue como si mi padre sanara de pronto.
Eso duró dos días. El nuevo alcalde le dijo también que no había plata para pagarle.
Además, que abusó cobrando cincuenta soles por un cajón de muerto y que era un
agitador del pueblo. Como se lo quisiera tomar, esto ya no tenía ni apariencia de verdad.
Hacía años que las gentes, sabiendo a mi padre en desgracia con las autoridades, no iban
por la casa para que las defendiera. Con este motivo ni se asomaban. Mi padre le gritó al
nuevo alcalde, se puso furioso y lo metieron quince días en la cárcel, por desacato.
Cuando salió, le aconsejaron que fuera con mi madre a darle satisfacciones al alcalde,
que le lloraran ambos y le suplicaran el pago. Mi padre se puso a clamar: «¡Eso nunca!
¿Por qué quieren humillarme? ¡La justicia no es limosna! ¡Pido justicia!». Al poco
tiempo, mi padre murió.
El banquete
Autor: Julio Ramón Ribeyro

Con dos meses de anticipación, don Fernando Pasamano había preparado los
pormenores de este magno suceso. En primer término, su residencia hubo de sufrir una
transformación general. Como se trataba de un caserón antiguo, fue necesario echar
abajo algunos muros, agrandar las ventanas, cambiar la madera de los pisos y pintar de
nuevo todas las paredes.
Esta reforma trajo consigo otras y (como esas personas que cuando se compran un par
de zapatos juzgan que es necesario estrenarlos con calcetines nuevos y luego con una
camisa nueva y luego con un terno nuevo y así sucesivamente hasta llegar al calzoncillo
nuevo) don Fernando se vio obligado a renovar todo el mobiliario, desde las consolas
del salón hasta el último banco de la repostería. Luego vinieron las alfombras, las
lámparas, las cortinas y los cuadros para cubrir esas paredes que desde que estaban
limpias parecían más grandes. Finalmente, como dentro del programa estaba previsto un
concierto en el jardín, fue necesario construir un jardín. En quince días, una cuadrilla de
jardineros japoneses edificó, en lo que antes era una especie de huerta salvaje, un
maravilloso jardín rococó donde había cipreses tallados, caminitos sin salida, una
laguna de peces rojos, una gruta para las divinidades y un puente rústico de madera, que
cruzaba sobre un torrente imaginario.
Lo más grave, sin embargo, fue la confección del menú. Don Fernando y su mujer,
como la mayoría de la gente proveniente del interior, sólo habían asistido en su vida a
comilonas provinciales en las cuales se mezcla la chicha con el whisky y se termina
devorando los cuyes con la mano. Por esta razón sus ideas acerca de lo que debía
servirse en un banquete al presidente, eran confusas. La parentela, convocada a un
consejo especial, no hizo sino aumentar el desconcierto. Al fin, don Fernando decidió
hacer una encuesta en los principales hoteles y restaurantes de la ciudad y así pudo
enterarse de que existían manjares presidenciales y vinos preciosos que fue necesario
encargar por avión a las viñas del mediodía.
Cuando todos estos detalles quedaron ultimados, don Fernando constató con cierta
angustia que en ese banquete, al cual asistirían ciento cincuenta personas, cuarenta
mozos de servicio, dos orquestas, un cuerpo de ballet y un operador de cine, había
invertido toda su fortuna. Pero, al fin de cuentas, todo dispendio le parecía pequeño para
los enormes beneficios que obtendría de esta recepción.
-Con una embajada en Europa y un ferrocarril a mis tierras de la montaña rehacemos
nuestra fortuna en menos de lo que canta un gallo (decía a su mujer). Yo no pido más.
Soy un hombre modesto.
-Falta saber si el presidente vendrá (replicaba su mujer).
En efecto, Don Fernando había omitido hasta el momento hacer efectiva su invitación.
Le bastaba saber que era pariente del presidente (con uno de esos parentescos serranos
tan vagos como indemostrables y que, por lo general, nunca se esclarecen por el temor
de encontrar un origen adulterino) para estar plenamente seguro que aceptaría. Sin
embargo, para mayor seguridad, aprovechó su primera visita a palacio para conducir al
presidente a un rincón y comunicarle humildemente su proyecto.
-Encantado (le contestó el presidente). Me parece una magnífica idea. Pero por el
momento me encuentro muy ocupado. Le confirmaré por escrito mi aceptación.
Don Fernando se puso a esperar la confirmación. Para combatir su impaciencia, ordenó
algunas reformas complementarias que le dieron a su mansión el aspecto de un palacio
afectado para alguna solemne mascarada. Su última idea fue ordenar la ejecución de un
retrato del presidente (que un pintor copió de una fotografía) y que él hizo colocar en la
parte más visible de su salón.
Al cabo de cuatro semanas, la confirmación llegó. Don Fernando, quien empezaba a
inquietarse por la tardanza, tuvo la más grande alegría de su vida.
Aquel fue un día de fiesta, una especie de anticipo del festín que se aproximaba. Antes
de dormir salió con su mujer al balcón para contemplar su jardín iluminado y cerrar con
un sueño bucólico esa memorable jornada. El paisaje, sin embargo, parecía haber
perdido sus propiedades sensibles, pues donde quiera que pusiera los ojos, don
Fernando se veía a sí mismo, se veía en chaqué, en tarro, fumando puros, con una
decoración de fondo donde (como en ciertos afiches turísticos) se confundían lo
monumentos de las cuatro ciudades más importantes de Europa. Más lejos, en un ángulo
de su quimera, veía un ferrocarril regresando de la floresta con sus vagones cargados de
oro. Y por todo sitio, movediza y transparente como una alegoría de la sensualidad, veía
una figura femenina que tenía las piernas de un cocote, el sombrero de una marquesa,
los ojos de un tahitiana y absolutamente nada de su mujer.
El día del banquete, los primeros en llegar fueron los soplones. Desde las cinco de la
tarde estaban apostados en la esquina, esforzándose por guardar un incógnito que
traicionaban sus sombreros, sus modales exageradamente distraídos y sobre todo ese
terrible aire de delincuencia que adquieren a menudo los investigadores, los agentes
secretos y en general todos los que desempeñan oficios clandestinos.
Luego fueron llegando los automóviles. De su interior descendían ministros,
parlamentarios, diplomáticos, hombres de negocios, hombres inteligentes. Un portero
les abría la verja, un ujier los anunciaba, un valet recibía sus prendas, y don Fernando,
en medio del vestíbulo, les estrechaba la mano, murmurando frases corteses y
conmovidas.
Cuando todos los burgueses del vecindario se habían arremolinado delante de la
mansión y la gente de los conventillos se hacía una fiesta de fasto tan inesperado, llegó
el presidente. Escoltado por sus edecanes, penetró en la casa y don Fernando,
olvidándose de las reglas de la etiqueta, movido por un impulso de compadre, se le echó
en los brazos con tanta simpatía que le dañó una de sus charreteras.
Repartidos por los salones, los pasillos, la terraza y el jardín, los invitados se bebieron
discretamente, entre chistes y epigramas, los cuarenta cajones de whisky. Luego se
acomodaron en las mesas que les estaban reservadas (la más grande, decorada con
orquídeas, fue ocupada por el presidente y los hombres ejemplares) y se comenzó a
comer y a charlar ruidosamente mientras la orquesta, en un ángulo del salón, trataba de
imponer inútilmente un aire vienés.
A mitad del banquete, cuando los vinos blancos del Rin habían sido honrados y los
tintos del Mediterráneo comenzaban a llenar las copas, se inició la ronda de discursos.
La llegada del faisán los interrumpió y sólo al final, servido el champán, regresó la
elocuencia y los panegíricos se prolongaron hasta el café, para ahogarse definitivamente
en las copas del coñac.
Don Fernando, mientras tanto, veía con inquietud que el banquete, pleno de salud ya,
seguía sus propias leyes, sin que él hubiera tenido ocasión de hacerle al presidente sus
confidencias. A pesar de haberse sentado, contra las reglas del protocolo, a la izquierda
del agasajado, no encontraba el instante propicio para hacer un aparte. Para colmo,
terminado el servicio, los comensales se levantaron para formar grupos amodorrados y
digestónicos y él, en su papel de anfitrión, se vio obligado a correr de grupos en grupo
para reanimarlos con copas de mentas, palmaditas, puros y paradojas.
Al fin, cerca de medianoche, cuando ya el ministro de gobierno, ebrio, se había visto
forzado a una aparatosa retirada, don Fernando logró conducir al presidente a la salita
de música y allí, sentados en uno de esos canapés, que en la corte de Versalles servían
para declararse a una princesa o para desbaratar una coalición, le deslizó al oído su
modesta demanda.
-Pero no faltaba más (replicó el presidente). Justamente queda vacante en estos días la
embajada de Roma. Mañana, en consejo de ministros, propondré su nombramiento, es
decir, lo impondré. Y en lo que se refiere al ferrocarril sé que hay en diputados una
comisión que hace meses discute ese proyecto. Pasado mañana citaré a mi despacho a
todos sus miembros y a usted también, para que resuelvan el asunto en la forma que más
convenga.
Una hora después el presidente se retiraba, luego de haber reiterado sus promesas. Lo
siguieron sus ministros, el congreso, etc., en el orden preestablecido por los usos y
costumbres. A las dos de la mañana quedaban todavía merodeando por el bar algunos
cortesanos que no ostentaban ningún título y que esperaban aún el descorchamiento de
alguna botella o la ocasión de llevarse a hurtadillas un cenicero de plata. Solamente a las
tres de la mañana quedaron solos don Fernando y su mujer. Cambiando impresiones,
haciendo auspiciosos proyectos, permanecieron hasta el alba entre los despojos de su
inmenso festín. Por último, se fueron a dormir con el convencimiento de que nunca
caballero limeño había tirado con más gloria su casa por la ventana ni arriesgado su
fortuna con tanta sagacidad.
A las doce del día, don Fernando fue despertado por los gritos de su mujer. Al abrir los
ojos la vio penetrar en el dormitorio con un periódico abierto entre las manos.
Arrebatándoselo, leyó los titulares y, sin proferir una exclamación, se desvaneció sobre
la cama. En la madrugada, aprovechándose de la recepción, un ministro había dado un
golpe de estado y el presidente había sido obligado a dimitir.
PASCUALINA

     Nosotros vivíamos en la chacra, un poco lejos del pueblo. Había casitas de gente
pobre desparramadas por aquí por allá, Mi papá era el único pudiente. Jugábamos con
los chicos de allí porque no teníamos con quién jugar, Éramos varias hermanas. Yo era
la mayor. Me seguía mi hermanito Julián.  Los demás eran muy chicos.

    En la población vivían mis abuelos, mis tíos, mis primos. En fin, toda la familia.

     Cuando se casó mi papá, mis abuelos le dieron la casa de la chacra. A mí me gustaba


al principio, pero según como me iba poniendo grande ya no me gustaba ser campesina.
Deseaba vivir en el pueblo para estar inmediata a todo lo que había. Mis padres no.

    En una navidad, cuando ya estuve grande, en el pueblo levantaron un nacimiento, en


la chacra esto es lo que nos sucedió:

     Mi hermanito se había portado mal y mi papá le dijo que a él no le pondría el Niño
Dios. Que no esperara.
    El año anterior el Papá Noel le había puesto caramelos. soldaditos, trompo. Él dijo
que si ponía sus zapatos recibiría lo mismo. El chico no sabía qué hacer, porque quería
otras cosas; como para uno de doce años más o menos. Pensó poner los zapatos de mi
papá. Así lo hizo y se acostó. Al otro día se levantó temprano pensando en los regalos.
En un zapato encontró una bolsa de tabaco y en el otro una cachimba. Cómo se habría
puesto Julián, cuando encontró esas cosas. El pobre perdió soga y cabra por ambicioso. 

     Vivía cerca una chiquita, hija de un vecino, llamada Pascualina. Ella no sabía del
Niño Dios ni del Papá Noel. De ellos, que ponen juguetes a los niños que se porten bien.
Aprendió de nosotros.
     En Pascuas de Reyes por la tarde llegó corriendo. Me dijo que sus zapatos estaban
por demás viejos y que tenía miedo que Papá Noel no le pusiera nada.
     En una canasta de trapos encontró un par de medias de color negro. Estaban
muy apolilladas. Una tenía más huecos que la otra. La Pascualina las cosió con hilo
blanco. Las medias negras quedaron con chispas blancas. Daban mal aspecto. Todavía
estaban despintadas. Yo le dije que Papá Noel le diría: "Esa chica será muy majadera
cuando ha destrozado así sus medias"
     Las colgó en la ventana con la abertura preparada para poner algo. Yo le dije, Papá
No le qué iba a ponerle algo. Ella empezó a llorar. Eso me dio pena: hacer llorar a una
criatura. Desesperada corrí donde mi mamá para pedirle plata. Mamá me negó y
me resondró, diciéndome que esa gente no sabía nada del Papá Noel.  Por último, que
Papá Noel nunca ponía nada a nadie. Que a esa chica sus padres qué le iban a comprar
ningún juguete. Que no volviera a fastidiarla más.
     Yo no sabía qué hacer para conseguir algún regalo. Me encaminé a la población, a
pesar de la tarde, para ver si conseguía algo. Llegué donde mi tía Mercedes y en el
corredor encontré una muñeca. Estaba tan sucia que mi primita la había olvidado. La
recogí y me la llevé a mi casa, La arreglé. Le cosí partes descosidas. La lavé. La hice
secar en el fogón. Al poco rato estaba casi nueva.
     Ya eran como las diez de la noche en la víspera de Pascua. Contenta estaba yo de
haber metido la muñeca en la media para la pobre Pascualina. Y ella feliz de haberla
encontrado. Cómo se arrodillaba agradecida, mirando sobre los árboles.
     Pasó esa fiesta y la gente de su laya tenía envidia. Hablaba:  -A qué carga de agua le
habrán comprado esa muñeca. Tendrán bastante plata. -Hacerle creer que el Papá Noel
le ha puesto cuando ni Papá Noel ni Papa Dios se acuerdan de los pobres.
     De esa vez la chica paraba con nosotros haciendo los mandados de la casa, la gente
hablaba más. Todo lo que renegaban decían. Yo quería contarles que yo, Casimira, le
conseguí la muñeca para ponerle a nombre de Papá Noel, después del chasco que le
pasó a mi hermanito.
     Una mañana, nuestra Catacha, gallina cenicienta, parándose a la puerta del
dormitorio, cantó para que la viéramos. Nosotros no creíamos en esas supersticiones,
pero vivía mamá Bartola, una viejita. Cuando se sentaba a lavar los platos parecía una
lechuza. Tenía la cara demacrada, la nariz larga aguileña. Su cabeza estaba atada con un
pañuelo blanco. A más de eso era piel y hueso. Ella fue la que dijo que alguien iba a
morir en la casa.

     Yo en mis adentros dije que ella moriría. Quién más habría de ser. Con lo fea que
estaba de puro vieja.
     Un día yo estaba entregada en el juego cuando llegó la chiquita Alminda. Atontada,
dijo que Pascualina había muerto. Se había caído de la acequia grande, a la altura de la
chacra de doña Marcelita.
     Corrí a su casa y me encontré con mucha gente. Cuando me halé con sus padres me
dijeron en mi cara que yo tenía la culpa para que se muriera su hija.
     "Esa niña tiene la culpa", oía yo a cada rato.     La Pascualina estaba lavando su
muñeca. En una de esas resbaló.  Como había mucha agua, época de lluvias, no pudo
salir y fue arrastrada. A unas cuadras, allí la encontraron. Más abajo salvaron la muñeca.

     Con la culpa que me dieron yo me asusté. Tomé la muñeca y me la llevé. En el


camino le preguntaba por la Pascualina sin que me contestara. Entre a la casa, pasé por
la huerta y me puse a llorar. Dije:     "Yo tuve la culpa para que muera Pascualina. Yo le
regalé ese trapo que no habla. Qué pensará ella de mí".
     Luego, ya consolada, pero no tanto, le conté a mamá Bartola. Quería que me hiciera
comprender lo que había hecho. Que me dijera alguna cosa que me contentara. Ella me
dijo que Pascualina ya no pensaba en nada y que estaba feliz en el cielo.
     Yo me fui a buscarla, a ver si la veía. Me subí a los altos. La buscaba por el cielo y
nada.  Allí me di cuenta lo que es ser nada. Entonces, agarré la muñeca. Le eché la culpa
a gritos. La llevé a la huerta donde lloré y la quemé. La quemé con cólera y pena. Su
ceniza la boté al río. Y volví sin llorar, casi contenta, no sé por qué.
     Al entrar a la casa, mamá Bartola muerta, estaba sentada en el patio con los ojos
mirando al cielo como viendo a la Pascualina.
(Eleodoro Vargas Vicuña)

También podría gustarte