Oir La Voz de Los Cerros
Oir La Voz de Los Cerros
Oir La Voz de Los Cerros
1
A todas y todos los profesores, estudiantes y personal de la Universidad
Nacional del Altiplano, Puno, como reconocimiento a su tarea formidable
de formar nuevos ciudadanos para cambiar el mundo.
2
Urqukunaqa kawsaqmi runa hina kawsayniyuqmi runahinan
yarqachikuq. Ch’akichikuq. Chaymi wawakunata naceqtin
urqukuna urqarikunku... Chaymi padridoyki para siempre... Huq
criatura nacenchiq chaypa uq urqus uqariwashun... Ahinatan
rimanku ñawpa runakuna... Ñawpaqqa urqukunan rimaq, ahinan...
“Qan urquchu kashanki?”. “Ari, urqun kashani”. Sapa urqutaqmi
sutiyuqkama. Allin rispitana chay urqukuna allin haywakuna,
wirawan sumaqchata haywakuna. Tinkakuna... 1
Los cerros viven, tienen vida como los runas. Así como los hombres,
tienen hambre y sed. Por eso cuando nacen los wawas, los cerros se
apoderan de ellos. “Mi ahijado”, dicen... “él es tu padrino para
siempre”... Cuando nacemos como criaturas, un cerro nos alza para
protegernos... Así hablan los antiguos hombres... Antiguamente
los cerros hablaban, así es... “¿Tú eres ese cerro?” “Sí, soy el cerro”.
Cada cerro tiene su nombre. Estos son cerros que hay que respetar
bien, hay que darles buena ofrenda. Bonito hay que alcanzarles con
sebo, hay que ofrendarles...
1
- Mitos del Valle del Colca. La doncella sacrificada. Rec.: Ricardo Valderrama Fernández y Carmen
Escalante Gutiérrez. Arequipa, 1997. Pág. 49, 50, 136, 137.
2
- Revista de Historia de la Educación Colombina, N. 9.
3
poblaciones originarias en la vida política y social de las regiones andinas,
y la exclusión también forzada de estas sociedades, dejándolas por fuera
de los avatares de la nación y la ciudadanía. Una paradoja aún no resuelta
en muchos casos.
Estas páginas tratan de analizar el como y el por qué, en las repúblicas
andinas (fundamentalmente Ecuador, Perú y Bolivia, pero también en el
sur colombiano y los nortes chileno y argentino) la inclusión de los
pueblos originarios a los destinos nacionales –en el grado que ello se haya
conseguido y tolerado- ha sido lenta, insegura e irregular, y señalada por
mil y una contingencias, muchas veces marcadas por la violencia más
extrema. No es un texto destinado a especialistas en etnohistoria andina,
la mayor parte de los cuales aparecerán aquí citados y referenciados, sino
para personas que deseen una aproximación a la cuestión de la exclusión
indígena y la larga lucha de los pueblos andinos, de alguien que lleva
décadas estudiando este tema tan apasionante como intenso y
comprometido.
Trata también este texto de cómo la educación de esta población, a fin de
ver incluidas sus señas identitarias en el concepto republicano de
ciudadanía, ha sufrido igualmente recortes y atrasos continuos por parte
de los Estado y sus instituciones. Los pueblos indígenas originarios, a todo
lo largo del cordón andino, no solo fueron relegados durante décadas en
los procesos educativos nacionales, sino que a través precisamente de una
“educación nacional” han sido barridas o menospreciadas sus
particularidades y especificidades, sus lenguas, sus formas
organizacionales, sus culturas en suma... Y ello en aras a constituirnos
todos en países blancos y occidentales. Muchas de nuestras ancestrales
culturas andinas duermen un sueño de siglos en los museos, o en los
catálogos sobre el patrimonio cultural nacionales, del que -nos dicen-
debemos sentirnos orgullosos “porque es nuestro”. Pero sus
descendientes, hoy, duermen también su sueño de siglos esperando,
desde la Guajira a la Patagonia, el reconocimiento de sus derechos
culturales, porque son “suyos”; y esperando también el reconocimiento
real de sus derechos ciudadanos y republicanos. Pero si se duelen, si alzan
la voz, si nos insisten y reclaman, si apelan a la justicia o a la memoria, si
se reconstruyen y reorganizan, si crean, si avanzan, si sienten, entonces
pasan a constituir un problema para los Estados que, normalmente,
acuden a la fuerza y al “sentimiento nacional” para solucionarlo. Solo
parecen ser “nuestros” los indígenas “históricos”; los del presente, no
tanto. Pero están ahí; son sus herederos, los jirones que dejamos de los
pueblos más orgullosos de América.
Actualmente vienen a ser más de setecientos grupos indígenas en todo el
continente, que hablan más de cuatrocientos idiomas y lenguas, con una
4
población superior a los 50 millones3, fundamentalmente situados en la
región Andina y en Mesoamérica, y su memoria constituye el referente
más importante de lo que hoy venimos a llamar América Latina. No solo
por conformar las que fueron las sociedades originarias, sino porque en el
presente, aún dominados física, económica y culturalmente, testimonian
con su lucha permanente la conquista de la independencia, la justicia, la
dignidad y la necesidad de combatir la pobreza; no se rindieron, no se
dejaron comprar, fueron y son abatidos y destruidos. Su lucha durante
siglos, por sus tierras, su cultura y su identidad, representa a la vez la
lucha que debería ser de todos por acercarnos a la propia y olvidada
memoria de nuestra propia liberación. Una memoria que debe
reconstruirse a partir del análisis histórico –señalan los indígenas en sus
textos- para ubicar y explicar la situación de pobreza y marginación en
que viven, tal y como expresan en la famosa declaración de Barbados, que
se remonta nada menos que a 19774: “La ideología debe formularse a
partir del análisis histórico. El método de trabajo inicial puede ser el
estudio de la historia para ubicar y explicar la situación de dominación”5. Y
una memoria que expresan de mil y una formas, con mil y un gritos, con
mil y un cánticos. Porque los pueblos originarios andinos no han cesado
de cantar, y es su cántico de creación espiritual y humana la señal y
testimonio más importante de vida y reconstrucción. Por eso a veces
debemos oír la voz de los cerros: Urqukunaqa rimac, los cerros hablan,
pero no los oímos.
3
- Aunque las cifras oscilan sustancialmente según quien aporte la información, cálculos realizados sobre
las fuentes más fiables (OIT, PNUD, Directorio de Organizaciones Indígenas...) nos llevan a considerar
que Bolivia (6 millones de indígenas y un porcentaje sobre la población total del 71%) Guatemala (8,3
millones y el 66%) Perú (12,6 y el 47%) Ecuador (5,5 y el 43 %) México (14 millones y el 14%) y Chile
(1,2 millones y el 8 %) son los países donde esta población tiene un mayor peso demográfico. Más atrás, y
en la región andina, quedan Colombia (0,8 millones y el 2%) y Venezuela (0,4 millones y el 2%)
4
- En Jesús Contreras (Comp.) Identidad étnica y movimientos indios. Madrid, 1988. Pág. 183
5
- Id. Declaración de Barbados II, Barbados, 18 de julio de 1977. Puntos B y C de “Los instrumentos”.
Pág. 183.
5
Un tupido tapiz de pueblos originarios.
6
- Apus en quechua; Achachilas en aymara; señores, dioses, amos de los cerros.
7
- Supay.
6
arriba y abajo del horizonte vertical andino y en un espacio amplio y
disperso, a una variada gama de productos; lo cual no solo les garantizó la
supervivencia, sino les posibilitó además obtener un excedente que, una
vez almacenado y redistribuido, les hizo crecer y crear algunas de las
culturas más importantes de la historia de los hombres sobre la tierra.
Lograron así abundantes cosechas de tubérculos y gramíneas en las
alturas cultivables; de maíz y frutas en los valles; coca, ají y maderas
fueron recolectadas en las yungas; algodón, guano y pescados subieron
desde la costa; peces y plantas extrajeron de los ríos, lagos y lagunas; los
rebaños de camélidos en las punas fueron numerosos; y metales y piedras
preciosas, o corales, ámbar, perlas y conchas de nácar... toda una gama de
productos diversificados y adaptados a las condiciones del medio, fueron
intercambiados recorriendo a veces largos caminos.
Para obtenerlos fue necesario desarrollar múltiples formas de
organización de la vida material y social, basadas en el trabajo colectivo, a
fin de conseguir la autonomía económica del grupo humano y su
crecimiento cuantitativo y cualitativo. El trabajo de los hombres y mujeres
que habitaban las tierras andinas estuvo así sujeto a complejas formas de
organización que constituyeron el plano basal de sus culturas.
Aunque la explicación no es sencilla, el ayllu8 –la unidad básica del grupo
étnico en la Sierra, desde el sur colombiano hasta el norte argentino-
estaba constituido por un conjunto de productores más o menos
dispersos, unidos por lazos cooperativos, a través de los cuales el grupo
conseguía la pretendida autonomía económica. Estos lazos además se
reforzaban con la aceptación por parte de todos de pertenecer a una
misma familia étnica, y de poseer un linaje común, en la medida que se
identificaban entre ellos y ante otros como descendientes de un mismo
antepasado (real o mítico) sintiéndose parientes entre sí; y también por
estar ligados a una tierra concreta, a un medio físico específico, que les
aportaba en sus elementos naturales (un cerro, un río, un páramo, una
pampa, una quebrada..) las señas de identidad colectiva que los
consolidaba como miembros todos de una misma "familia étnica".
El ayllu no tenía un tamaño concreto. A veces estaba compuesto por
pocas unidades familiares u hogares (hablando siempre de familias
extensas); a veces por varios ayllus pequeños que formaban uno mayor.
Incluso entre varios ayllus grandes podía darse ese mismo sentido de
pertenencia común o de parentesco, más o menos lejano pero definitorio.
Decían pertenecer a una misma unidad étnica, a una zona geográfica
reconocida, usaban una misma lengua o un dialecto de la misma, unas
formas alimenticias concretas, un tipo de cerámica o de tejido
determinados, utilizaban unos colores específicos para teñir la ropa... Es
8
- En otras regiones conocidos como jatha.
7
decir, a través de este proceso de identificación colectiva, en el que se
pudieron ir incorporando un mayor número de hogares, es como
transitamos desde el ayllu básico al grupo étnico (colectividad territorial);
o al señorío que sobre el mismo ejercía el cacique (kuraka , mallku o
jilaqata según las zonas) una autoridad étnica de linaje reconocido; o
incluso a la confederación de varios de ellos mediante complejas
jerarquías cacicales, especialmente en la zona aymara (confederaciones
Charca o Qharaqhara, por ejemplo y entre otras muchas, en la actual
Bolivia).
Ese sentido de ser y sentirse "hermanos" en el ayllu confería a sus
integrantes un especial sentido de la unidad y de la cohesión interna. Las
relaciones de parentesco, entendidas en el sentido anteriormente
explicado, y que podían retrotraerse hasta la época del mítico antepasado
fundador, conformando la tradición del grupo, constituían la red de
hogares o familias que integraban el ayllu. Por tanto, en el ayllu sentían
que reposaba su identidad, y en él se aseguraban la supervivencia y el
progreso.
La tierra y sus bienes potenciales, los pastizales, las aguas, los animales y
los frutos, pertenecían al dominio colectivo del ayllu, o de la parcialidad o
comunidad étnica compuesta por varios de ellos. Solos o en colaboración
con otros ayllus, intentaban el acceso, explotación y control de los
diversos microambientes del área donde se ubicaban, lo que les dotaba,
desde una bien manejada complementariedad ecológica, de una rica
diversidad productiva. En función de la zona donde se situaran, debían
aplicar mayores o menores esfuerzos para lograrlo; pero este control y
manejo de los microambientes y de sus productos eran el objetivo común.
Desde el ayllu se tenía derecho a los bienes; si estos crecían, el ayllu
aumentaba su prestigio, porque existía un sentido colectivo y no
individual de la movilidad social y del progreso económico, en función del
éxito obtenido en el uso de los recursos disponibles.
Con los dioses y las huacas9 locales sucedía del mismo modo. Eran parte
de la colectividad y nadie podía usufructuarlos por sí solo. Lo religioso
conformaba una esfera fundamental de lo colectivo, otra de sus señas de
identidad que ligaba pasado, presente y futuro. Las relaciones simbólicas
eran de una extraordinaria importancia, remarcadas en complejas
prácticas rituales e identitarias.
Al interior del ayllu no solo se trataba de compartir recursos. El trabajo, o
mejor dicho la fuerza de trabajo, era igualmente repartido. Al igual que se
intercambiaban recíprocamente los bienes, aportados por el esfuerzo de
cada hogar o grupo de hogares en los diferentes nichos ecológicos,
9
- Objetos, lugares o santuarios sagrados, protectores, benefactores e identitarios de la comunidad.
8
también se intercambiaban recíprocamente el trabajo. Porque se trataba
de un esfuerzo diversificado, en la medida que se explotaban a la vez
distintos microambientes dispersos en el horizonte vertical andino. Es
decir, aplicaban estos esfuerzos en función de la altura y de las
condiciones ecológicas del territorio; o realizaban actividades distintas,
desde las textiles a la elaboración de utensilios. Así, estas relaciones de
cooperación entre los diversos productores eran las que garantizaban el
utilizar en provecho compartido el total de los bienes y los servicios.
En la medida que este tipo de relaciones podía ampliarse a otros ayllus,
extendiendo sobre ellos sus prácticas y rituales identitarios, aumentaba la
fuerza de trabajo del grupo étnico inicial, y se posibilitaba así que
alcanzaran mayores y más lejanos recursos. Mediante complejas
relaciones donde se entreveraban manejos compartidos de diversos
nichos o territorios, alianzas políticas jerarquizadas -en función del
prestigio de los caciques, de sus linajes o del peso total del grupo-
intereses comunes, solidaridades e incluso oposiciones que se
manifestaban en guerras y luchas rituales, este conjunto de segmentos
desiguales terminaban por conformar un vector de fuerza común,
altamente eficaz y que tenía en la complementariedad el principal sostén
sobre el que sustentarse.
Las sociedades andinas accedieron de este modo a distintas y separadas
zonas de producción o recolección, creándose lo que John Murra
denominó “archipiélagos productivos”, arriba y abajo del espacio vertical:
los espacios conocidos como Anansaya-Urinsaya de los quechuas (de
arriba y de abajo respectivamente), o Urcosuyo (lo alto, lo masculino)–
Umasuyu (lo bajo, lo femenino) de los aymaras. Estas relaciones colectivas
permitían emprender también tareas más ambiciosas, aportando cada
runa su trabajo a una tarea común, concreta y temporal, las conocidas
como mink’a, ayñi, yanapaku, jayma, achoqalla... A ellas acudían para
realizar tareas comunitarias en momentos señalados. Esto fue lo que
permitió, por ejemplo, la construcción masiva de andenes de cultivo, de
almacenes, caminos, tambos10 o canales de riego, incrementando la
producción, los recursos, la circulación de los mismos, los excedentes y su
conservación; o fortalezas defensivas (pukaras), templos y santuarios.
Estos intercambios de bienes o servicios al interior del ayllu o del grupo
étnico debían ser equitativos, en función del principio regulador de la
reciprocidad: el concepto ayni. Ayni significa retorno, mutualidad, trabajo
recíproco (aynicui, ayninacuy, prestarse ayuda mutua): yo para tí lo mismo
que tú para mí. Pero reciprocidad comprometida (ayniy: comprometerse).
Incluso existía en la comunidad un aynicamayok, es decir, un guardián o
juez de estas relaciones equilibradas: uno debía dar al otro lo mismo que
10
- Puestos o estaciones situados en los caminos andinos.
9
recibía, y ambos tenían derecho a que las prestaciones fuesen
equilibradas. Además se aplicaba el término tinku: lo unido, lo completo,
lo equilibrado (tinkucuy, confluir). Ayni y tinku regularon así los
intercambios recíprocos de todo tipo, las obligaciones mutuas. Y esta
reciprocidad se ajustaba no solo entre los miembros del ayllu, sino entre
el ayllu como colectivo y sus integrantes: debían trabajar para la
comunidad en la medida que la comunidad trabajaba para cada uno de
ellos.
A pesar de todo lo anterior existieron asimetrías en estas relaciones.
Asimetrías que, en mayor o menor grado y según determinadas
circunstancias, dieron lugar a las estratificaciones que encontramos al
interior de ayllus, parcialidades y comunidades. Por una parte porque no
todos los hogares eran iguales en tamaño, y por tanto en capacidad
productiva; así, el aporte al ayllu se realizaba desde una posición de
desigualdad en cuanto a la carga laboral que a cada uno correspondía
aportar; es decir, unos debían trabajar más que otros. Por otra, entre
distintos ayllus y con respecto a un grupo étnico más grande sucedía lo
mismo; incluso era común que existieran en el seno de los ayllus (y o con
más razón en un grupo conformado por varios de ellos) ciertos hogares o
ayllus considerados como "parientes pobres", a quienes, por motivos de
tradición o por una tardía incorporación al mismo, les tocaba menos tierra
o menos producto y más trabajo en los repartos. Es decir, el sentido de lo
comunitario, la aplicación de los conceptos ayni y tinku, no conllevaba
necesariamente un régimen igualitario de deberes, obligaciones y
derechos.
Del mismo modo, la ampliación de estas redes de parentesco a grupos
más numerosos generó en algunos hogares ciertas dudas respecto de con
quien mantener mayor lealtad (a la hora de aplicar cantidades de trabajo,
por ejemplo): si con el ayllu original o con el colectivo superior. Estos
conflictos y su resolución (positiva o negativa) repercutían en el prestigio
que el grupo adquiría al interior del conjunto mayor, en el trabajo que
debían aportar, o en los bienes y servicios que de él habrían de recibir.
En este sentido, el regulador de todas estas complejas relaciones era el
cacique, kuraka, mallku, o jilaqata, según las zonas, la autoridad étnica del
grupo o del pueblo, o incluso del ayllu si éste era muy grande. Este kuraka
pertenecía, o decía pertenecer, al linaje fundador, y su autoridad le venía
conferida por sucesión, que se transmitía en el seno de su parentela, la
cual constituía un grupo importante de poder al interior del colectivo. El
prestigio de su liderazgo, desde su posición de privilegio y preeminencia,
lo obtenía en función de cómo manejara este complicado nudo de
obligaciones y derechos.
10
El kuraka representaba la identidad colectiva, organizaba el trabajo y
repartía las tierras; se encargaba de enviar los trabajadores necesarios a
los distintos nichos productivos; velaba por el almacenamiento y consumo
de los bienes comunales; defendía los intereses comunitarios en sus
relaciones con otros grupos; y dirigía los rituales religiosos. Las
contrapartidas que recibía eran laborales y productivas: la comunidad le
trabajaba las tierras, le entregaba productos procedentes de otros nichos
ecológicos, le tejía la ropa (de la mejor calidad, cumbi), le ofrecía ofrendas
por su dedicación a sus responsabilidades con motivo de las fiestas
religiosas (plumas, joyas, mujeres, tierras, ganado...) le construía la
vivienda –a veces de gran tamaño y suntuosidad- y le rendía un cierto
culto político que incluía insignias, desfiles sobre andas acompañado de
músicos y danzantes... Culto que, pasado el tiempo, podía incluir dosis
más o menos abundantes de deificación.
Pero su mecanismo fundamental de poder sobre el grupo lo constituía el
otro gran principio articulador del mundo andino junto con la
reciprocidad: la redistribución. El kuraka era el que redistribuía los bienes
obtenidos colectivamente y los excedentes productivos. En ceremonias
que tenían lugar en días señalados, con motivo de las siembras y
cosechas, o en algunas festividades relacionadas con las huacas locales y
el calendario solar, se procedía al reparto de estos bienes. También se
atendía a los hogares que habían sufrido una quiebra o accidente y se
cuidaba el mantenimiento de los ancianos y los niños.
En estas ceremonias de la redistribución se mantenían también los
principios ayni y tinku, aunque obviamente no se aplicasen con un sentido
completamente igualitario para todos los miembros de la comunidad. La
redistribución tenía que ver con principios de jerarquía (normalmente el
ayllu o la parentela del kuraka resultaban favorecidos); tenía que ver
también con la cantidad de tierra asignada para el trabajo (el topo,
medida de tierra recibida anualmente por un hogar o grupo de hogares
para su puesta en producción) y su rendimiento; con la cantidad de mano
de obra aportada por los mismos; con la dificultad o el tiempo asignado a
algunos hogares o individuos de varios hogares en tareas de mitmacunas
(familias enviadas para el trabajo en otros nichos ecológicos lejanos) o en
labores para la comunidad, como el tejido, por ejemplo; con la mayor o
menor cantidad de contribuciones exigidas por parte de otro señor étnico
superior, o para el culto de los dioses locales, o con los tributos imperiales
del Tawantinsuyu incaico... Es decir, el kuraka podía manejar el trabajo y
la redistribución a favor de unos o de otros, de manera que pudo generar
una red de lealtades en torno a su persona y a su grupo cuando no un
ámbito clientelar mucho más extenso. Con estas redes se aseguraba para
el futuro mayores aportaciones de productos y trabajos, que aumentaban
11
su poder, porque los bienes así obtenidos los volvía a situar en el circuito
de la redistribución.
Obviamente este juego de lealtades generaba también conflictos de
autoridad en el seno del grupo, de manera que las relaciones de poder se
mantuvieron siempre en un tenso equilibrio. Un equilibrio que si algunas
veces fue precario (especialmente cuando se produjeron crisis
climatológicas agudas, interferencias externas como en el caso de las
invasiones de otros pueblos vecinos, o como sucedió con las expansiones
imperiales Wari o Inca) en otros momentos en los que el éxito político y
económico acompañó las decisiones de estas autoridades, consolidó el
papel protagónico de los kurakas.
12
La destrucción del mundo.
13
explotar rápida e intensivamente las tierras y los recursos que acababan
de conquistar.
El fracaso de los Incas y de algunos señores étnicos en varias regiones
para organizar una resistencia efectiva primero, y una ofensiva conjunta
después, que expulsara y aniquilara a los invasores blancos, originó la gran
represión ejecutada por los españoles contra los líderes indígenas y
principales señores étnicos que podrían haber urdido esa resistencia,
desde las panacas (familias) imperiales incaicas hasta las viejas familias de
autoridades indígenas consideradas más prestigiosas, eliminándolas,
degradándolas, removiéndolas de sus tierras, pretendiendo con todo ello
extinguir sus linajes o sustituirlos por otros más sumisos y dóciles.
Para llevar a cabo esta política, "pacificar" la región y organizar la
extracción y remisión de los recursos a Europa, tanto de metales preciosos
como de otros bienes, así como para fortalecer los mecanismos de control
sobre la población indígena, fueron enviados desde España enérgicos
administradores. Uno de ellos, el Virrey Francisco de Toledo, ordenó
realizar una profunda reestructuración del espacio andino que provocó
más daños en los pueblos indígenas que los desastres originados por las
guerras de conquista, a pesar de todo el vendaval de sangre y violencia
que habían producido12.
La política Toledana de fragmentar la sociedad colonial en dos universos
separados, la República de Españoles (con su propia legislación) y la
República de los Indios (igualmente con una normativa particular,
impuesta por unos jueces especiales llamados Corregidores de Indios) fue
acompañada de un conjunto de disposiciones con las que se pretendió
evitar la –a los ojos europeos- dispersión habitacional en que vivía la
población andina. Ésta fue agrupada y "reducida".
Fruto de un profundo desconocimiento del trabajo comunitario y
recíproco de los diferentes ayllus y parcialidades en los distintos
microambientes ecológicos o archipiélagos productivos, Toledo obligó a la
población indígena a "vivir en policía" en "reducciones" o pueblos de
indios, porque así sería más fácil, opinaba, controlarla, tasarla (someterla
a tributo) y obligarla al trabajo. Surgieron así las llamadas "comunidades
de indios", en adelante la forma más característica de organización de la
población indígena en los Andes.
Por imposición y coacción, los diversos ayllus y parcialidades de naturales
originarios se vieron obligados a abandonar el uso de la verticalidad
productiva, y fueron compelidos a habitar y a trabajar solo en
determinados nichos ecológicos, aquellos en que fueron situados a la
12
- Mayor información y una completa bibliografía al respecto en: JuanCarlos Garavaglia y Juan
Marchena. Historia de América Latina. De los orígenes a la Independencia. Vol I.: “Las sociedades
orginarias”. Barcelona, 2005.
14
fuerza ("reducidos" o “resguardados”, de ahí los términos “reducción” o
“resguardo”) por las Ordenanzas de Toledo. Así, la complementariedad
productiva quedó quebrada y la subsistencia de las nuevas poblaciones no
pudo sino entrar en crisis, al faltarles buena parte de sus recursos: lo que
antes conseguían por intercambios recíprocos al interior del ayllu o entre
varios de ellos, ahora debían obtenerlo en el mercado colonial —con la
consiguiente monetarización de sus economías, abandonando o
redimensionando el sistema de trueque-, o a través de la compra obligada
de productos a los Corregidores a los precios que estos dispusiesen.
Esta compulsiva dislocación de las formas de organización del trabajo y de
la producción indígenas, de su ubicación en el medio natural y de sus
formas de relación, tanto adentro como afuera de los ayllus y
parcialidades, forzando a los pueblos a la transformación de sus
economías naturales en economías coloniales, vino acompañada además
por el establecimiento de la Tasa de tributo. En la Visita General mandada
a realizar por Toledo los indígenas fueron agrupados en sus nuevos
pueblos (normalmente situados por los españoles en las zonas bajas o en
el fondo de los valles, es decir, lejos de las alturas de la Sierra donde les
sería más fácil resistir), debiendo abandonar los demás nichos ecológicos
que tradicionalmente habían trabajado. Por tanto se les obligó a
concentrarse en una "población", un concepto nuevo para ellos.
Surgieron así los llamados pueblos de indios, que mantenían las
características de las villas de españoles: plaza central, iglesia, casa del
cabildo indígena, calles trazadas a cordel... En ellos se les “entregaba” una
tierra comunal que debían cultivar para pagar con sus frutos el tributo que
se les imponía (la tasa de cada pueblo) y se les obligaba a que eligieran
una autoridad para su comunidad, conocida como alcalde de indios o
varayoq13. Una vez asentada la población en su nuevo emplazamiento, se
contabilizaba el número de varones, que pasaban a ser considerados
indios originarios de tal comunidad y, en función de su número, ésta
quedaba tasada en una cantidad fija de tributo a pagar anualmente al
Corregidor.
Junto con esta tasa se fijaba también el contingente anual de varones
(mitayos) que la comunidad debía poner a disposición de la Corona y de
sus autoridades para las mitas (trabajos temporales obligatorios) que se
les exigieran, a fin de ser remitidos donde y cuando se les ordenara,
normalmente a las minas.
Es decir, reducción a comunidades, Pueblos de Indios o Resguardos, tasa
de tributo y cuota mitaya, fueron tres obligaciones fundamentales
impuestas a la población indígena que trastornaron y dislocaron
completamente el universo andino. A su vez, las “reducciones a pueblos
13
- Señor de la vara: alcalde.
15
de indios” originaron el abandono forzoso de las formas de producción,
relación y articulación tradicionales, generando profundas crisis de
subsistencia por la ausencia de muchos productos básicos que antes
obtenían a través de las mismas, quedando todavía más indefensos ante
los embates de las epidemias occidentales.
Estas medidas provocaron la huida de muchos indígenas de sus ayllus y
parcialidades a fin de librarse del tributo y de las mitas. Otros, en cambio,
intentaron regresar a sus lugares de origen, bien porque eran mitmacunas
(colonos) del tiempo de los Incas y se hallaban en lugares diferentes de los
suyos, o porque eran siervos de otros señores, o bien porque en el
momento de la gran reorganización de Toledo estaban trabajando en
nichos ecológicos lejanos de sus ayllus y fueron encuadrados y mezclados
a la fuerza en comunidades ajenas. Y todavía otros, los yanacunas14,
buscaban ocupación y lugar en el nuevo régimen colonial alegando sus
privilegios anteriores. Todos formaron parte de la gran multitud errante
que fue ubicándose donde y como pudo, o trabajando en lo que les saliera
al camino.
Unos fueron a las nuevas ciudades de españoles a trabajar como
sirvientes o artesanos. Otros vinieron a recalar en los pueblos de indios ya
establecidos, siendo encuadrados en calidad de indios forasteros: es decir,
no pertenecían a la comunidad que los acogía, no tenían derecho a las
tierras comunales, no pagaban tributo ni tenían obligaciones mitayas,
pero debían estar dispuestos a trabajar en lo que la comunidad les fuera
señalando. La comunidad los recibía como tales "forasteros" porque
representaban una aportación relevante de mano de obra que liberaba a
los comuneros "originarios" de una parte de la carga laboral obligatoria.
También les arrendaron parcelas de las tierras comunales, lo que permitía
a la comunidad pagar con estas rentas una porción del tributo; o los
mandaron a las minas como mitayos a sueldo, completando la cuota
mitaya y librando así a algunos comuneros de esta pesada carga; o
realizaron otros trabajos que los originarios no podían cumplir. Estos
forasteros fueron así "indios de segunda" al interior de la comunidad, pero
su papel fue muy importante. Como su número a veces era superior al de
"originarios", a pesar de ser un producto no deseado del sistema colonial,
terminaron por formar parte sustancial del mismo.
Además, los indígenas no sometidos al régimen toledano fueron
repartidos en encomiendas entre los conquistadores, en función de una
vieja institución medieval europea que en la región andina constituyó uno
de los puntales de la destrucción y la desarticulación del universo antiguo.
Al ser repartida entre los “nuevos señores”, la población indígena
originaria sintió el peso del desmantelamiento de sus organizaciones
14
- Siervos o empleados del Imperio.
16
sociales, económicas, políticas y religiosas, y el aislamiento de los
diferentes grupos que las componían.
Todo lo anterior tuvo, obviamente, un fuerte impacto sobre las antiguas
autoridades indígenas. Los kurakas, jilaqatas y mallkus, o los
descendientes de los primitivos señores étnicos, se vieron compelidos a
aceptar el conjunto de las nuevas medidas coloniales si querían continuar
ejerciendo como tales autoridades. Las disposiciones de Toledo y otros
virreyes y Presidentes de Audiencia, en su afán por poner cortapisas a
todo lo que recordara al "tiempo antiguo", se encaminaron a evitar la
transmisión por herencia de estas jefaturas étnicas, rompiendo así los
viejos linajes prehispánicos. Esta política dio al gobierno colonial una gran
capacidad de maniobra y de coacción, nombrando o destituyendo a los
kurakas desafectos o dudosos con el nuevo orden, pero originó también la
insumisión de muchos caciques que protestaron o se alzaron contra el
sistema. Estos fueron perseguidos y reemplazados por otros más dóciles y
prácticos, que enseguida constituyeron sus nuevos linajes y aceptaron la
situación de dominación, manteniendo su predominio social y su
autoridad sobre el resto de los ahora "sus" indígenas.
En general, muchas de las antiguas autoridades étnicas decidieron
someterse, y apoyaron la normativa que permitía a grosso modo que los
indígenas originarios les “reconocieran” sus jefaturas. Movieron todas sus
influencias al interior de los pueblos y consiguieron permanecer al frente
de las comunidades, aunque con ello algunos se transformaran en un
fundamental eslabón de la larga cadena expoliadora y explotadora de las
comunidades, construyendo desde sus linajes una suerte de
ahidalgamiento más o menos hereditario. Incluso elaboraron genealogías,
por lo regular forzadas, que si por una parte apelaban a la identidad y a la
memoria étnica del grupo, por otra la reformulaban, la reinventaban en su
provecho cuando no la modificaban hasta hacer irreconocible a la
anterior. Es decir, combinaron prácticas de poder y dispositivos de
obtención de prestigio procedentes tanto del mundo antiguo como de la
sociedad colonial, entremezclando símbolos, atributos y lenguajes tanto
indígenas como occidentales. En algunos casos estos procesos pueden
entenderse como estrategias de supervivencia desarrolladas por algunas
jerarquías étnicas; algo así como constituirse en guardianes de lo perdido
o custodios de la memoria. En otros, los liderazgos indígenas y sus
legitimidades se basaron sin más en mecanismos coactivos y extorsivos
netamente coloniales para con sus hatunrunas15.
Bajo el paraguas protector de lo que ellos entendieron como un pacto con
el monarca (tributo y obediencia al rey a cambio de tierras comunales y
respeto a su jerarquía indñigena) el rey de España sería el que les
15
- Hombres, runas, tributarios.
17
conferiría la autoridad sobre su comunidad. kurakas, jilaqatas y mallkus
afirmaron que se trataba de un acuerdo entre señores.
Por tanto, algunas de estas autoridades indígenas pudieron mantener
ciertas prerrogativas sociales y económicas: por ejemplo, quedaron
exonerados del pago del tributo y del servicio de la mita, y conservaron el
usufructo de una parte del trabajo comunal en su provecho (utilizando los
indios pongos -servidores temporales- para sus negocios y trajines). Las
antiguas relaciones de reciprocidad siguieron existiendo en los ayllus y
comunidades, controladas por los kurakas, pero cada vez fueron más
asimétricas y pervertidas, y aunque en general degradaron el prestigio de
los linajes, la autoridad de muchos jefes étnicos se basó todavía en el
manejo de estos mecanismos.
Una de las habilidades de Toledo fue venderles la idea —a su vez
revendida por los kurakas y consumida por los comuneros indígenas- de
que la obligatoriedad del tributo y de la mita equivalía al reconocimiento
por parte del rey de la propiedad de la tierra comunal para los originarios:
pagar el tributo y atender las mitas constituían por tanto una especie de
pacto entre la comunidad y la corona por el derecho a la tierra, actuando
el kuraka como mediador y depositario de la autoridad. Otra habilidad fue
“convencerles” de que se trataba de una “donación real” –cuando había
sido una usurpación, lo que muchos caciques nunca olvidaron- Pero el
pragmatismo se impuso: en realidad, sin la cooperación y participación de
los líderes étnicos a la hora de lograr la extracción de los recursos, nada
hubiera logrado el régimen colonial.
También fue una habilidad de Toledo –y del régimen colonial en general-
aprovecharse de los cambios forzosamente producidos en las redes de
alianzas de caciques, kurakas, jilaqatas y malkus al quebrarse las antiguas
y tradicionales preeminencias y jerarquías existentes entre las distintas
autoridades étnicas. Cuando las Al ser sustituyeron por nuevas redes,
estas autoridades pudieron llevar a cabo nuevos posicionamientos,
especialmente contando con el apoyo que algunos recibieron del
gobierno colonial. Comenzó así una pugna –a veces simbólica, otras
violenta- entre estas jefaturas étnicas por las primacías de los linajes. Y
estos nuevos posicionamientos generaron una deuda impagable de estas
autoridades étnicas para con el régimen colonial que les apoyó en estos
conflictos, del que acabaron siendo cautivos. En adelante, como el tiempo
demostraría, muchas de estas deudas de “lealtad” se saldarían con el
alineamiento irrestricto de algunos de estos caciques con el régimen
colonial, normalmente en contra de otros kurakas y sus comunidades
menos pactistas. Conflictos por la tierra, por los recursos, incluso por el
reconocimiento de sus legitimidades, no hicieron sino desarticular aún
18
más este desbaratado mundo, ensangrentar la región y aumentar la carga
y la desdicha de los pueblos.
A pesar de todo lo anterior, las comunidades indígenas, aunque una
invención de Toledo basadas en el viejo derecho castellano, y a pesar
también de que en su establecimiento se tuvieron en cuenta escasamente
las tradiciones andinas, vinieron a recomponer de alguna manera el
espíritu y la esencia de los viejos ayllus; los comuneros se aferraron a sus
nuevas señas de identidad con tal de salir adelante y, como habían hecho
desde siglos atrás, crearon y reinventaron los mecanismos que les
permitieron sobrevivir en éste para ellos disparatado nuevo mundo que
les cayó encima.
Así, si los comuneros originarios constituyeron el núcleo vertebrador de
las comunidades, los resguardos y los pueblos, los forasteros aportaron
con la renta de sus alquileres una parte sustancial del tributo. La
comunidad y sus kurakas aprendieron a hacer frente a las nuevas leyes del
mercado monetarizado, a adquirir metal para sus compras, a trajinar sus
productos e intercambiarlos como bienes coloniales, a zafarse en la
medida de lo posible de la presión de los corregidores, y, especialmente, a
pleitear en defensa de sus intereses aprovechando las quiebras y los
resquicios del sistema jurídico español16.
Si pudiera suponerse que el universo andino colonial quedó así fijado
definitivamente, tal hipótesis se aleja mucho de la realidad. Y ello porque
los abusos contra la población indígena fueron continuos a todo lo largo
del período, y a cada arbitrariedad los pueblos andinos respondieron de
forma diferente. Evidentemente no se respetó la legislación en general, ni
siquiera la dictada específicamente para ellos, sino que corregidores y
otras autoridades coloniales consideraron que la explotación de la mano
de obra indígena constituía la médula del sistema de dominación, y
usaron esta legislación abusivamente en su provecho. Las tierras
comunales fueron un objetivo para los hacendados, y las comunidades
tuvieron forzosamente que ofrecer los trabajadores necesarios para las
explotaciones agrícolas y mineras. En palabras de mineros,
administradores coloniales, hacendados y comerciantes, “sin indios no
había Indias”. Por tanto, afirmaban, una estricta aplicación de la
legislación impediría el desarrollo de aquellos reinos y los abocaría a su
total ruina.
Ante estos abusos, los kurakas utilizaron los propios mecanismos del
régimen: los archivos coloniales se hallan repletos de autos y pleitos
16
- Resulta imprescindible, para entender la extraordinaria complejidad del proceso, el estudio de los
trabajos al respecto de Nathan Wachtel, Steve Stern, Thierry Saignes, Tristan Platt, Segundo Moreno,
Karen Spalding, Silvia Rivera, Roberto Choque, Carlos Sempat Assadourian, Susan Ramírez, Frank
Salomón, Roger Rasnake, Silvia Arze, Thomas Abercrombie, Luis Miguel Glave, Ximena Medinaceli,
Teresa Gisbert, Luis Millones, Franklin Pease, entre otros.
19
interpuestos ante la justicia española por las autoridades indígenas y las
comunidades en general en reclamo de sus derechos, y en procura de
obtener respeto para sus propiedades, especialmente las tierras
comunales. Pero en otras ocasiones, cuando estos reclamos judiciales no
fueron atendidos, las autoridades indígenas o las comunidades
organizadas emprendieron movimientos de protesta que llegaron a la
utilización de medidas de fuerza contra la opresión colonial. Los siglos XVI,
XVII y XVIII están jalonados de sublevaciones, alzamientos y motines,
llevados a cabo por las comunidades, muchas veces con sus autoridades al
frente, a fin de recuperar lo que entendían como suyo e intentar defender
sus derechos que sentían con toda razón conculcados y despreciados. La
mayor parte de estos movimientos presentan un alcance muy local y
concreto, con lo que fueron fácil aunque sangrientamente reprimidos;
pero fueron cientos, si no miles de ellos, y conforman una de las más
largas historias de resistencia que puedan descubrirse en el pasado de las
sociedades humanas. Resistencia que tomó mil y una formas, desde las
simbólicas como el Taky Onkoy, la persistencia en sus cultos antiguos a
pesar de la fuerte imposición que significó la evangelización cristiana, el
guarecer subterráneamente muchos de sus rasgos culturales, hasta el
carácter marcadamente revolucionario que tuvieron otras sublevaciones,
masivas e incendiarias, que se extendieron por amplias zonas de la región,
como la de Santos Atahualpa en la Sierra Central peruana, la de Túpac
Amaru en la región cusqueña, o la de los hermanos Katari y Tupác Katari
en el Alto Perú (la actual Bolivia).
Estos grandes movimientos de protesta hicieron tambalear por momentos
la estructura de dominación colonial, y una gran ola de represión se
extendió por toda la Sierra, afectando fundamentalmente a las
autoridades indígenas, muchas de las cuales fueron eliminadas,
sustituidas por agentes leales o recluidas en el fondo de la "mancha india"
en la que los propietarios y terratenientes, algunos ya criollos
europeizados, quisieron incluir a todos estos vigorosos pueblos andinos.
Buena parte de las tierras comunales de estos indígenas alzados fueron
absorbidas por las haciendas de los represores, y los comuneros muertos
o desterrados o convertidos en peones forzados.
Tras tres siglos coloniales, el impacto de este tiempo sobre las sociedades
indígenas americanas había sido terrible: la mayor catástrofe demográfica
que conoce la historia. Catástrofe que no solo fue resultado de la invasión
y las guerras de conquista, por más sangrienta que éstas fueron, sino que
el choque biológico de las enfermedades europeas diezmó las
poblaciones. La desarticulación de los universos originarios (en lo
productivo, en social, en lo cultural, en lo religioso, en lo lingüístico, en lo
geográfico...) conllevó su obligada inserción en el mundo económico y
productivo occidental; les obligó a cambiar sus lugares y formas de
20
cultivo, a participar compelidamente en los mercados monetarios, en los
trabajos forzados en las minas y sementeras de los hacendados, o a
emigrar a las ciudades, donde se transformaron en el lumpen colonial,
encerrados en sus barrios, “cercados” y “parroquias de indios”,
malviviendo en pésimas condiciones de servilismo y exclusión.
Pero a pesar de todo, las sociedades originarias andinas supieron resistir,
readaptarse, crear, transformarse, hasta seguir constituyendo el núcleo
articulador de la realidad andina durante el periodo colonial. Por más que
la historiografía tradicional ha intentado mostrarnos una historia colonial
de blancos conquistadores en “sus tierras,” criollos adinerados en sus
palacios, obispos en sus catedrales y monjas en sus conventos de clausura,
la historia colonial continuó siendo una historia indígena. Los pueblos
originarios no solo fueron la base de la economía colonial, la fuente
principal de producción, circulación y tributación de bienes, servicios y
personas; sino también los que mantuvieron la protesta, la insurgencia y
la rebelión contra el régimen colonial y su cadena de opresiones; y, sobre
todo, en una evidencia del poder del número, los que en el momento de
la independencia constituían más del 75 % de la población total de las
repúblicas andinas. Habían sido y eran agentes de su propia historia, y
sujetos indiscutibles de la misma por su desafío ante el sistema colonial,
pasiva, activa o creativamente. A ellos debía corresponderles, en el
sistema de libertades y representación propuesto por el triunfante
liberalismo republicano, en virtud de este trascendental factor del número
y de su larga lucha de resistencia contra la opresión colonial, formar y
constituir el cuerpo y el alma de las Repúblicas. Desde luego no fue así.
21
Tiempos de cambios, tiempos de continuidades.
22
y el reparto obligatorio de tierras tanto entre los comuneros y como entre
los forasteros, a partir de aquí llamados “agregados”.
Pero el periodo de vigencia de la Constitución gaditana fue tan breve que
apenas dio lugar a profundizar en estos cambios que pudieron haber
llegado a ser trascendentales. La abolición de la Constitución dislocó de
nuevo el horizonte político andino cuando en 1814 el rey de España
Fernando VII la derogó, volviendo a aplicar la política más absolutista:
quedaba restablecido el tributo y suspendidos los repartos de tierras que
se habían iniciado.
En esta coyuntura, la independencia americana se vino encima de los
pueblos andinos como un huaico, como una violenta torrentera que
acabó por arrastrarlo todo. En la Sierra, los indígenas participaron como
carne de cañón en los ejércitos tanto patriotas como realistas, pero
cuando pudieron manifestarse libremente lo hicieron bajo las banderas de
la libertad, una vez se convencieron de que los viejos pactos entre la
Corona y las autoridades étnicas habían dejado de tener valor, y que
verdaderamente podían ser de nuevo libres y soberanos de sus tierras19.
Al finalizar la guerra se hallaron en situación de reclamar una ciudadanía
que les correspondía por derecho propio, como principales pobladores de
las nuevas repúblicas, y como parte importante de los ejércitos
combatientes; pero por otro lado observaron cómo estos derechos,
cuando se les reconocían, eran conculcados con asiduidad e impunidad
por la nueva clase política blanco-criolla que se situaba al frente de los
destinos republicanos. Hubo incluso intentos de restablecer de nuevo los
pactos, esta vez entre kurakas principales y los líderes de las nuevas
repúblicas, que fueron entendidos por estos últimos como "resabios del
viejo orden", "nostalgias realistas" y "extremos" que había que extirpar
para la buena salud republicana, con lo que la mayor parte de estas
autoridades indígenas que habían podido sobrevivir a tres siglos de
opresión colonial fueron ahora ignoradas cuando no perseguidas por las
tropas nacionales.
Por tanto, de nuevo las cuatro cuestiones fundamentales en torno a las
que giraron los reclamos de las comunidades indígenas siguieron siendo la
abolición del tributo, el respeto a sus autoridades, los derechos sobre sus
tierras y el derecho a la educación. Cuando en 1825 el dominio español
finalizó definitivamente en la sierra andina, Bolívar suprimió "la
contribución impuesta a los indígenas por el gobierno español con el
nombre de tributo". También en Colombia la ley que les exoneraba del
pago del mismo era promulgada en el congreso de Cúcuta: "Los indígenas
de Colombia, llamados indios por el código español, no pagarán en lo
19
- Juan Marchena. “La expresión de la guerra. El poder colonial. El ejército y la crisis del régimen
colonial”. En: Historia Andina. Vol. IV. Quito, 2003.
23
venidero el impuesto conocido con el degradante nombre de tributo". En
Ecuador, Sucre intentó también eliminarlo, y en Bolivia Simón Rodríguez
abogó también por su derogación.
Sin embargo, pasados los primeros años, la abolición del tributo quedó
suspendida por la legislación republicana. En Colombia, Santander lo
mantuvo hasta que "terminara definitivamente la guerra". En Ecuador el
impuesto continuó vigente porque este rubro constituía la parte más
importante de las rentas de la República. En Bolivia, el libertador Simón
Bolívar consiguió inicialmente que los indígenas solo estuvieran sujetos,
como los demás ciudadanos de la República, a la contribución personal
general, que debía ser abonada por todos los varones comprendidos entre
los dieciocho y los sesenta años de edad. La raza, afirmaba, no debía
constituir ningún eximente, de manera que los tres pesos anuales que
debían pagar ahora los indígenas significaban menos de la mitad de lo que
antes abonaban. Sin embargo blancos y mestizos consideraron este
impuesto general como indeseable e inaplicable para sus personas, y se
negaron a pagarlo. El sucesor de Bolívar, el Mariscal Sucre, se encontró
por tanto en serias dificultades no sólo políticas sino también económicas,
ya que al aplicar la reforma fiscal, la tributación al Estado se había
reducido a cifras muy inferiores a las anteriormente obtenidas, porque
blancos y mestizos no pagaban. Debió dar marcha atrás y recurrir a
exacciones extraordinarias o a préstamos de particulares, cuando no a
empréstitos internacionales. En estas circunstancias, las autoridades
bolivianas decidieron que el tributo indígena debía ser repuesto.
En 1826 este ramo fiscal representaba el 30% del total de los ingresos
nacionales de Bolivia, por lo se opinó que su eliminación resultaba muy
gravosa para la República, y en 1827 se dispuso que "los indígenas quedan
sujetos a la contribución que han satisfecho hasta ahora". Como
demuestra el profesor Nicolás Sánchez Albornoz20, el tributo indígena fue
puesto de nuevo en vigor y su recaudación alcanzó enseguida más del
40% del total de las rentas públicas de Bolivia.
El Perú siguió idéntico camino21, e incluso Bolívar se vio obligado a
reimplantar la contribución general de indígenas en la Gran Colombia. En
Ecuador, si las rentas totales ascendían a 600.000 pesos, el tributo
indígena superaba los 200.000, con lo cual su derogación parecía inviable
para los representantes políticos. La cuestión se aclara si consideramos
que detrás de los discursos que defendían esta medida de reimplantación
del tributo se hallaban los intereses de los grupos dominantes en las
20
- Sánchez Albornoz, Nicolás. "Tributo abolido, tributo repuesto. Invariantes socioeconómicas en la
Bolivia Republicana". En: Tulio Halperin Donghi (Comp..). El ocaso del orden colonial en
hispanoamérica. Buenos Aires, 1978; Id. Indios y tributo en el Alto Perú, Lima, 1978.
21
- Víctor Peralta Ruíz. En pos del tributo. Burocracia estatal, elite regional y comunidades indígenas en
el Cusco rural. 1826-1854. Cusco, 1991.
24
principales ciudades, para los cuales era impensable otro tipo de
tributación diferente por el peligro de resultar ellos mismos afectados. Los
indígenas no solamente constituían la mayor parte de la población sino
que debían seguir siendo el principal recurso fiscal de las Repúblicas.
Estas medidas de reposición del tributo fueron justificados por una
comisión de letrados en Colombia con los siguientes argumentos: "El indio
es la presa infalible del más fuerte, y nadie deja de serlo respecto de un
ser tan abatido y miserable. La tasa del tributo les defiende de semejantes
extorsiones pues es una contribución única. Abolido el tributo, cayó sobre
los indios una nube de calamidades, de manera que, en cambio de una
igualdad nominal, perdieron las garantías civiles a que debían la exención
de mayores males. Desde que el indio paga su tasa queda libre de otras
molestias de parte del fisco"22.
Es bien significativo que en aquellos países, como Venezuela o Argentina,
donde el tributo indígena representaba un escaso porcentaje de las rentas
nacionales, no existieron graves problemas para su eliminación. En
cambio, en aquellas otras repúblicas donde los indígenas conformaban el
mayor porcentaje de población, el tributo fue repuesto e inclusive
incrementado.
Sánchez Albornoz señala que en Bolivia el tributo fue abolido varias veces,
aunque tan sólo en el papel, en un proceso que él califica como de
"tributo abolido, tributo repuesto". Igual que se lo extinguía, renacía
enseguida bajo un distinto apelativo: ahora sería la contribución indígena.
Según las cifras oficiales, si el tributo indígena en 1790 equivalía al 27% del
ingreso fiscal, en 1835, por ejemplo, alcanzó casi el 40%.
En el caso boliviano, las regiones con mayor población indígena a
comienzos de la década de los treinta del s.XIX aportaban la parte
sustancial de la tributación republicana: La Paz, Potosí y Oruro
participaban con más del 85%, puesto que a mayor población indígena
mayor ingreso de tributo provincial. Como la tasa no era individual sino
colectiva, resultaba que los naturales del altiplano pagaban hasta tres
veces más tributo por cabeza que los indígenas de los valles de
Cochabamba y Chuquisaca, sin contar los del Oriente, donde no existía
este impuesto. A finales de esa década el tributo representaba ya el 52%
del ingreso fiscal.
En Colombia, el tributo continuó cobrándose hasta mediados de la década
de los treinta, en Perú hasta la de los cincuenta y en Ecuador hasta inicios
de la de los sesenta. Y ello considerando que posteriormente a estas
fechas y en algunos momentos y lugares, volvieron a reaparecer estas
22
- Juan Marchena F. “Los pueblos andinos en su largo camino de siglos por la tierra y el respeto a su
identidad”. En: Abarrotes. La construcción social de las identidades colectivas en América Latina.
Murcia, 2006.
25
contribuciones. Al mismo tiempo se dictaron las leyes de “conscripción”,
que obligaban a los indígenas a realizar determinados trabajos gratuitos
para el Estado (construcción de caminos, puentes, edificios) a cambio de
la comida. Una nueva forma de mita obligatoria.
La consolidación o supresión del tributo llevaba aparejada además la
cuestión probablemente más importante: el mantenimiento o eliminación
de los derechos indígenas sobre las tierras comunales. Como indicamos
más arriba, durante el período colonial la responsabilidad del pago del
tributo correspondía a la comunidad a la que se hallaban adscritos, por lo
que se entendía que la posesión de la tierra comunal estaba ligada al pago
de las tasas. Más tarde, según la Constitución de Cádiz, las “tierras
familiares” debían constituir la base de sustentación de la contribución,
ahora personal, por lo que la abolición del tributo colectivo debía
conllevar forzosamente el reparto de las tierras, lo que no se llevó a cabo
por el poco tiempo que esta constitución estuvo en vigor. Pero, tras la
independencia y las primeras constituciones republicanas, este principio
liberal de desarrollar la propiedad –en el sentido occidental de la misma-
no pudo ser aplicado porque, como hemos comentado, el tributo
colectivo representaba el ramo fiscal más importante, sin el cual era
imposible sostener al Estado, dada la negativa de la élite criolla a aceptar
una tributación que les afectase. Y también porque, en algunos países
como Bolivia, Ecuador y Perú, resultaba "peligroso", en opinión de ciertos
políticos, dotar a los indígenas de tierras en propiedad, ya que con ellas
accederían a la clase de propietarios y al ejercicio de sus plenos derechos
de ciudadanía.
Con el tributo en vigor no procedía el reparto de tierras, y considerando
que buena parte de la población indígena estaba adscrita a sus tierras
comunales, tampoco procedía concederles sus derechos ciudadanos, y
entre ellos el de la educación, que continuó siendo por décadas su
principal reclamo, por ser el más claro elemento diferenciador entre
blancos y mestizos e indios, toda vez que su analfabetismo les impedía
también el ejercicio de su participación política.
Es decir, durante aquellos años -más o menos para el área andina hasta la
década de los setenta del s.XIX- en que la tierra, su producción y sus
beneficios, no fueron importantes, y representaron una escasa proporción
de las rentas familiares de los sectores más influyentes en las políticas
nacionales, el tributo indígena siguió siendo fundamental para el fisco
republicano, y, aunque soportando grandes presiones, las comunidades
pudieron seguir manejando y poseyendo sus tierras tradicionales.
Pero cuando la situación cambió, especialmente con el crecimiento de la
demanda externa de productos primarios, las tierras del interior
comenzaron a cobrar un nuevo y alto valor. La aparición de nuevos
26
“señores de tierras” obligó al desarrollo de la hacienda (mixta, agrícola y
ganadera) y a la multiplicación de hacendados poderosos que necesitaron
acumular grandes extensiones en zonas productivas. Un proceso que dio
origen al gamonalismo serrano (Gamonal: hacendado, señor de tierras y
de indios, y representante político del Estado en sus propiedades). Estos
gamonales, con un fuerte poder político a escala local y regional,
presionaron a sus gobiernos respectivos para liberalizar las tierras y
“desvincular” a los indios -peones necesarios para trabajar las haciendas-
de sus nexos comunitarios. Alcanzó así su cenit el proceso de avance del
latifundio sobre las comunidades y sus tierras iniciado a finales de la
colonia.
Y este cenit se alcanzó, además, en áreas geográficas bien concretas,
aunque bien extensas. Por ejemplo en Colombia, en las zonas donde la
“colonización” se extendió por regiones de escasa población indígena y
donde ésta pudo ser desplazada o exterminada, el gamonalismo como tal
tuvo poca influencia. Pero en aquellas otras donde el valor de la tierra
cobró auge y constituyó el principal factor de enriquecimiento de las
grandes familias tradicionales y su más importante capital social y político
(Cundinamarca, Boyacá, Pasto o Popayán) y además donde la población
indígena era abundante y organizada en torno a tierras comunales, el
caciquismo gamonalista tuvo un notable desarrollo. El mismo fenómeno
lo encontramos al norte de Ecuador y en los valles próximos a Quito y más
al sur. En cambio en la región de Cuenca, donde la actividad económica
basada en la producción artesanal y en las operaciones mercantiles
realizadas entre la Costa y la Sierra fue importante, hallamos un menor
desarrollo del régimen de haciendas. En Cañar y Loja, con tierras indígenas
y abundante población originaria, se vio robustecido.
En Perú, en Lima y en la costa en general, se vivió una época dorada en
torno al guano y los beneficios de las exportaciones, prestándose poca
atención desde el gobierno a lo que sucedía en la cordillera; en la Sierra,
en cambio, el gamonalismo, desde Cajamarca a Puno, constituyó el nudo
vertebrador de la política y la economía regionales, a costa de las tierras y
los brazos de cientos de comunidades que fueron invadidas y disueltas, y
sus comuneros transformados en colonos de las haciendas. En el sur
peruano la extensión de la gran hacienda lanera creó un modelo de
explotación feroz de los antiguos ayllus y comunidades. En Bolivia, el
fracaso del modelo minero y el aislamiento a que fue sometido el país al
perder su salida al mar como consecuencia de la Guerra del Pacífico,
limitándose extraordinariamente su comercio exterior, llevaron a sus
élites gobernantes a buscar en la tierra el único modo de enriquecimiento
y aliviar la que consideraron “trágica situación”. Pero esa tierra necesaria
para ellos estaba ocupada por las comunidades en su mayor parte, y no
dieron con otra solución que la de arrebatársela a como diera lugar.
27
Un caso un tanto especial es el de Argentina, en concreto las tierras
situadas en la puna, al norte de la provincia de Jujuy, donde los indígenas
representaron a lo largo del s.XIX la mayoría de la población. Allí el tributo
adquirió la forma de “Contribución Directa de la Puna”, creado a partir de
1840, mientras que el resto de las tierras tradicionales de las comunidades
de la Quebrada de Humahuaca pasaron a ser tierras fiscales y
arrendadas23. Los grandes terratenientes tradicionales (como el antiguo
marquesado del valle del Tojo o de Yavi) arrendaron también las tierras a
los indígenas, aunque buena parte de las mismas habían sudo usurpadas a
sus legítimos propietarios. Estos alquileres o cánones abusivos originaron
diversos movimientos de protesta y rebelión que culminaron con nuevos
acaparamientos de tierra por parte de los hacendados. La concentración
de la propiedad en pocas manos continuó produciéndose, sobre todo a
raíz del desarrollo de la industria azucarera en la zona, necesitada cada
vez de más mano de obra, la que fue aportada por una población indígena
que recibía como salario el permiso para cultivar en las zonas de altura.
Así, desde el sur de Colombia al norte argentino, y desde el punto de vista
de la acción política, se trató de cambiar tributo para el Estado por tierras
para los hacendados; indios "mal ocupados" en sus comunidades por
peones asalariados; tierras "improductivas" por haciendas exportadoras.
Tanto el conservatismo como el liberalismo encontraron puntos de
encuentro en esta política depredadora emprendida por las repúblicas.
Los unos con un claro afán de apropiarse de tierras y brazos, consolidando
su posición económica y política mediante el manejo y control de “los
indios de sus jurisdicciones”; los otros, aplicando equivocadas medidas
para “modernizar la nación”, aunque ello conllevara privar a la mayor
parte de la población de sus tradicionales sistemas productivos y de
consumo, despojarles de su autonomía y autogobierno, desposeerlos de
sus tierras y arrojarlos indefensos a las fauces de los gamonales.
Si desde los tiempos coloniales el tributo había estado ligado a la tierra
comunal, desaparecido aquel debía desaparecer ésta. Los indios, por otra
parte, dejarían de ser seres "colectivizados" en sus comunidades y pasar a
ser individualmente sujetos nacionales. Esos fueron los argumentos
jurídicos utilizado por la clase política para proceder al despojo. Fue el
triunfo del gamonalismo.
Primero se procedió a conceder títulos de propiedad a aquellos indígenas
que demostrasen haber estado personalmente en posesión de un
determinado lote en los diez últimos años. Esto les obligaba a
"desvincularse" de la comunidad y a actuar como sujetos individuales.
Fueron los famosos Decretos de Desvinculación. En Bolivia se declararon
estas tierras propiedad del Estado, quedando los comuneros ligados a
23
- Agradezco la información a la profesora Fanny Delgado.
28
ellas solo en calidad de enfiteutas, por lo que el tributo venía a constituir
en realidad un canon que abonaban al Estado por tierras que eran
consideradas públicas. Era el primer paso. Por fin, en 1866, las tierras
"fiscales", es decir, las tierras de las comunidades, fueron puestas a la
venta por el presidente Melgarejo.
De una u otra manera, en todas las regiones andinas arriba mencionadas,
se fueron dictando leyes mediante las cuales las tierras fueron rematadas
por el Estado, aunque se preveían algunos "beneficios" para los indígenas:
podrían reclamar parcelas a título personal en un plazo breve (en Bolivia
éste se estableció en sesenta días) y mediante el pago de un canon. Si las
tierras no eran reclamadas oficialmente con documentos “fehacientes”
(cabe aludir al desconocimiento de estos mecanismos legales por parte de
los indígenas y de las trampas y ardides que les tendieron no pocos
leguleyos, a veces haciendo desaparecer los títulos), ni se abonaban las
tasas (la escasez de numerario en sus manos era consustancial a su
sistema productivo), las tierras serían enajenadas en pública subasta.
No es necesario advertir que con estas medidas la cantidad de tierra que
quedó en manos de indígenas (y no colectiva sino individualmente) fue
bien escasa, y desde luego la mayor parte de las tierras comunales fueron
liquidadas y vendidas, acabando en manos de los principales
terratenientes. En las Memorias de Gobierno de los Ministerios del ramo,
en Colombia, Ecuador, Perú y Bolivia, pueden estudiarse estas gigantescas
transferencias de tierras desde las comunidades a los serranos más
pudientes. Solo en Bolivia y entre 1866 y 1869, más de cuatrocientas
comunidades fueron liquidadas y subastadas públicamente 24. Según E.
Luis Antezana25 las haciendas pasaron en estas décadas de 300 a más de
4000, y en el sur peruano, con el desarrollo lanero, de 700 a más de
300026. Como un gran éxito republicano, aclamado por conservadores y
liberales, se consideró abolido, al fin, el “oprobioso tributo de los indios”,
“herrumbrosa herencia del coloniaje”.
¿Qué sucedió con la mayor parte de los comuneros? Muchos de ellos
fueron acogidos “paternal” y patriarcalmente por el nuevo propietario, el
gamonal, quien dispuso que podían permanecer en el fundo – muchas
veces la tierra del antiguo ayllu arrebatado- como peones (Colonos, fueron
denominados en algunos lugares). A cambio de permitirles cultivar ciertas
parcelas que les asignaban (obviamente las de peor calidad) trabajarían
24
- Pagos que, además, se realizaron no en efectivo sino en valores fiduciarios nunca abonados, puesto que
el Banco de Crédito Hipotecario de Bolivia otorgó hipotecas sobre estas mismas tierras de las
comunidades; hipotecas que nunca se saldaron, ni, obviamente se ejecutaron.
25
- El feudalismo de Melgarejo y la Reforma Agraria. Proceso de la propiedad territorial y de la
Política de Bolivia. La Paz, 1970.
26
- Manuel Burga y Wilson Reátegui. Lanas y capital mercantil en el sur. La Casa Ricketts. 1895-1935.
Lima, 1981.
29
para él como peones y a él debían asegurarles su lealtad y algunas
prestaciones de servicios. Reverdeció así el pongaje: de entre los colonos,
determinados indios "pongos" debían encargarse anualmente del servicio
domestico en la casa-hacienda ("casco"), o de transportar en sus bestias
de carga las mercancías y los productos de la hacienda hasta los
mercados. Este régimen de semi-esclavitud (que en Ecuador recibió el
nombre de huasipunaje -huasipongo, la casa de los pongos- y que
significaba dedicar a la hacienda del patrón más de 320 días de trabajo al
año) se extendió a todo lo largo de las sierras andinas. Quedaron así
liquidadas y deshechas no solo las formas tradicionales de organización
indígena; no solo se eliminaron sus autoridades, que fueron perseguidas y
obligadas a permanecer en la ilegalidad, persistiendo subterráneamente
en una “cultura sumergida”, siendo representadas en los juzgados
mediante “apoderados” y “personeros”; sino que desapareció también
todo el sistema productivo tradicional que constituía su forma de vida. La
riqueza de la región andina, basada en la complementariedad y diversidad
de sus nichos ecológicos, quedó así reducida a la homogeneidad de la
producción del latifundio, para ser vendida en el marco regional o, en
ocasiones, en el mercado internacional. Todo lo demás debía ser
adquirido más allá de las lindes de las haciendas. El derecho individual
quedaba sometido a la voluntad, casi siempre más que caprichosa, de los
gamonales. La tierra era transmitida entre ellos por herencia, o transferida
por compraventa, con sus indios adentro; eran parte de la hacienda, a
veces lo de más valor; como el ganado, como los árboles, como los cerros
o los arroyos.
Pueblos enteros quedaron encerrados tras sus cercas. En ellos el cura, el
juez, el escribano, no eran sino esbirros del gamonal, y a cuya familia
muchas veces pertenecían. La vida quedó ahogada y silenciada tras las
pircas de piedra, bajo la mirada atenta de los mayordomos del amo.
En aquellos escasos momentos en que el triunfo momentáneo de
determinadas opciones políticas permitieron y lograron una mayor
participación de estos peones y huasipungos, antaño altivos comuneros,
en la vida política nacional o local, mediante su incorporación como
sufragistas en las elecciones, el clientelismo político del gamonal mantuvo
y usó los votos cautivos de sus indios en su propio provecho. Usando
estrategias bien dispares, desde las amenazas de expulsión de la hacienda,
condenando al hambre y a la miseria a los que osaban oponérsele, hasta
el castigo físico individual y colectivo, el compadrazgo forzado, el
patriarcado moral y religioso, o las dispersiones obligadas de los
miembros de las familias de colonos entre los diversos fundos que
constituían la hacienda, el gamonalismo sujetó a la población indígena
hasta atarla a ellos y a sus intereses por mil lazos. Como explicaba uno de
estos latifundistas bolivianos, “arrancar esos terrenos de manos del
30
indígena ignorante y atrasado, sin medios, capacidad y voluntad para
cultivarlos, y pasarlos a la emprendedora, activa e inteligente raza blanca,
ávida de propiedades y fortuna, llena de ambición y necesidades, es
efectuar la conversión más saludable en el orden social y económico de
Bolivia”27. El campesino andino siguió siendo un indio miserable
sumergido o en la sumisión política, social y económica más absoluta, o en
lo más profundo de la inexistencia civil y ciudadana 28.
No pocas veces, además, estos mismos indígenas fueron utilizados para
manifestar la fuerza y el poder de un gamonal en sus disputas contra otros
miembros de su clase, por competencias políticas o por el control de
nuevas tierras. Muchas de las llamadas "guerras civiles" o "conflictos
políticos" en estas regiones durante más de un siglo y protagonizados por
el gamonalismo, fueron dirimidos a golpes entre sus respectivos peones,
aportando sangre de huasipungos y cadáveres de colonos, quienes tenían
que expresar así su incondicionalidad con el patrón.
Contra estos abusos los indígenas mostraron una aparente sumisión no
obstante salpicada de cientos de reclamos planteados por todas las vías.
Continuaron, como en la colonia, pleiteando en los juzgados, exponiendo
documentos y títulos que demostraban su dominio sobre sus tierras y que
ocultaron y transmitieron de kuraka en kuraka como el tesoro más
preciado29; pleitos y reclamos que, en su mayor parte, durmieron el sueño
de los juzgados, fueron resueltos en su contra o fueron pasto de abogados
y “tinterillos” sin escrúpulos o jueces prevaricadores, como luego
explicaremos. También se refugiaron en el bandidaje y el abigeato, siendo
muchos de ellos detenidos y sentenciados a décadas de prisión en
legendarias y lejanas cárceles de las que solo algunos regresaron. O se
rebelaron violentamente contra los hacendados y sus mayordomos,
quemaron las haciendas y sembraderas, apalearon, lapidaron o
chancaron30 a algunos gamonales, sufriendo por ello castigos ejemplares,
masacres colectivas y persecuciones eternas que el tiempo apenas ha
conseguido relegar al olvido.
En Bolivia, las rebeliones aymaras se extendieron con las leyes de
Melgarejo, en San Pedro de Tiquina, Ancoraimes y Taraco, que se saldaron
con la muerte de más de tres mil indígenas en 1869 y 1870, aunque al año
siguiente consiguieron cercar La Paz a costa de otros cientos de muertos.
La instalación de “Mesas revisitadoras”, donde volvieron a deslindarse
nuevas tierras comunales que se subastaron, motivaron mayores
27
- José Vicente Dorado. Proyecto de repartición de tierras y venta de ellas entre los indígenas. Sucre,
1864.
28
- Ayllu: pasado y futuro de los pueblos originarios. Taller de Historia Oral Andina, La Paz, 1995.
29
- El indio Santos Marka T’ula, Cacique Principal de los ayllus de Qalapa y Apoderado General de las
Comunidades Originarias de la República. Taller de Historia Oral Andina, La Paz, 1984.
30
- Chancar: Aplastar, machacar a golpe de piedra. Castigo ritual en algunas comunidades andinas.
31
sublevaciones, con la consiguiente represión, fusilamiento y arresto de
kurakas, jilacatas y personeros31. En 1896 el dirigente Pablo Zárate Willka,
de la comunidad de Sicasica, organizó un gran movimiento indígena que
conmocionó los distritos de la capital boliviana, Oruro y Potosí. Sus
“soldados aymara” recorrieron la región castigando a los patrones,
vecinos q’aras (“pelados”, blancos) y mistis (mestizos propietarios, mistis
q’ara32), y a las autoridades abusivas en general, fueran conservadores o
liberales. Quemaron haciendas y procuraron recuperar las tierras
usurpadas. Los regimientos gubernamentales apagaron con el mayor
ensañamiento –que quisieron fuera ejemplar- a esta sublevación. Muchos
kurakas fueron apresados, encarcelados, fusilados y sus tierras pasaron a
manos de los principales políticos, incluido el presidente Pando. Otros
intentos de rebelión, ya en las primeras décadas del s.XX, fueron
igualmente ahogados en sangre, dado que ahora la elite no solo
necesitaba tierras, sino toda la mano de obra posible para el pavoroso
desarrollo minero en torno al estaño que comenzaba a producirse; y una
forma de conseguirla era sacar a los indígenas de sus tierras. Victor Hugo
Cárdenas cita una de las órdenes que dictó el Ministro de Guerra a sus
tropas en 1902: “Respecto de la actitud que manifiesta la indiada, y si
encontrara masas numerosas reunidas en actitud hostil... los disparos se
harán con objeto de herir blanco seguro, prohibiendo todo disparo de
simple fogueo o alarma, que no hace otra cosa que amenguar el respeto
que debe tenerse por la fuerza pública”33. No obstante, la determinación
de resistir y reclamar lo que consideraban era de justicia llevó a las
autoridades indígenas a nuevos actos de protesta en Chayanta y Pocoata,
Machaka, Caquiaviri, Patamaya, Aroma, Loayza, Pacajes... sofocados de
nuevo con masacres ordenadas por las autoridades provinciales y
nacionales. La historia de Bolivia está salpicada de estos acontecimientos.
En el Perú, a las sucesivas rebeliones de indígenas y campesinos en la
Sierra Central34 siguió entre otras la que tuvo lugar en Huancané (Puno)
en 1867. El presidente Prado y el Congreso Nacional aprobaron un decreto
extraordinario llamado “Ley del Terror” que autorizaba al ejército a
trasladar a los habitantes de las comunidades indígenas sublevadas a las
regiones selváticas del oriente, a la par que se les permitía usar cualquier
método que considerasen adecuado para solucionar el problema. En
cooperación con mercenarios de los hacendados afectados por la
rebelión, los soldados vencieron a los indígenas e iniciaron sangrientas
acciones represivas no solo en Huancané sino en otros lugares de la
31
- Víctor Hugo Cárdenas. “La lucha de un pueblo”. En: Xavier Albó (comp..) Raíces de América. El
Mundo Aymara. Madrid, 1988.
32
- En algunas zonas de Bolivia llamados también “españoles”.
33
- Cit. Pág. 514.
34
- Patrick Husson. De la guerra a la rebelión. Huanta, S.XIX. Lima, 1992.
32
Sierra35. Pocos años más tarde, en 1885, el alcalde de un barrio indígena
de Huaraz, Pedro Pablo Atusparia, junto con varios varayoq del Callejón
de Huaylas (sierra de Ancash), organizaron otra gran sublevación
propugnando la devolución de sus tierras y la eliminación o expulsión de
la población blanca36. De nuevo el ejército enviado desde Lima organizó
una feroz campaña represiva, seguida por la prensa gamonalista en estos
términos: “Aún después de la entrada en esta ciudad (Huaraz) de las
fuerzas expedicionarias comandadas por... y de la derrota de los
indígenas, de recuerdos imperecederos para nosotros, la situación de
Departamento no estaba definida; todavía el desorden y la anarquía
imperaban en muchos de los pueblos, y no se podía decir, con verdad, que
la tranquilidad y la paz reinasen, ni podía asegurarse cuándo terminaría
ese estado anómalo que estaba aniquilando las industrias y matando el
trabajo... En los últimos días fue aprisionado y pasado por las armas el que
nos inquietaba desde las breñas y escarpadas rocas de la Cordillera Negra.
El cacique Pedro Cochaquín pagó con su vida su insensata y salvaje
pretensión de dominar el Departamento con sus huestes armadas de
palos y lanzas... Un esfuerzo del Supremo Gobierno salvará la nación”37. A
este alzamiento siguieron los de Ilave y Juli (orillas del Titikaka) en 1896,
liquidados igualmente con cientos de muertos indígenas. En 1915,
también en la zona de Puno, el dirigente Teodomiro Gutiérrez Cuevas,
llamado Rumi Maki (Mano de Piedra) lideró una gran sublevación por la
recuperación de sus tierras y la abolición de la servidumbre del trabajo
obligatorio para las autoridades políticas, judiciales y eclesiásticas,
también reprimido a conciencia por las tropas gubernamentales. De
nuevo en 1923 en Huancané volvieron a rebelarse los campesinos,
intentando crear un “pueblo libre aymara”, siendo fusilados sus líderes y
las tierras comunales repartidas entre las haciendas. Todavía en 1930 y
1945 en Azángaro y Chucuito se produjeron nuevas sublevaciones contra
los hacendados.
En Ecuador fueron comunes estas rebeliones indígenas, en la zona de
Cañar y Azuay, contra el diezmo -que consideraron abusivo-, en defensa
de las tierras comunales, contra el tributo estatal y contra la contribución
subsidiaria (en forma de trabajo obligatorio, al igual que en el Perú
llamadas “conscripciones”) En el centro y norte de la sierra ecuatoriana
los conflictos estallaron contra la extensión de las haciendas sobre las
tierras de las comunidades, y contra las contribuciones desmesuradas
exigidas por el Estado. Especial virulencia tuvo la represión del alzamiento
dirigido por Fernando Daquilema en Chimborazo (1872) conocido como el
35
- Thomas M. Davies. Indian Integration in Peru. A Half Century of Experience. 1900-1948. Lincoln,
1974.
36
- William W. Stein. El levantamiento de Atusparia. El movimiento popular ancashino de 1885: un
estudio de documentos. Lima, 1988.
37
- Diario El Bien Público. Lima, 6 de noviembre de 1885. Citado por Stein. Cit. Pág.270.
33
Cápac Apu, llevado a cabo contra los diezmeros abusivos y ahogada en
sangre después de que los sublevados asaltaran las ciudades de
Cajabamba y Punín. Todos estos levantamientos, al igual que en Bolivia y
Perú, se agudizaron en la sierra ecuatoriana durante las últimas décadas
del s.XIX, cuando el gamonalismo logró su mayor expansión amparado por
los gobiernos. Se dictaron así las leyes de derogación de los cabildos
indígenas, según las cuales las tierras comunales pasaban a los “consejos
municipales”, que podían arrendar las tierras y liquidarlas por adquisición
individual38. Todos estos conflictos y luchas continuaron en el s. XX. Los
indígenas siguieron reclamando por la recuperación de estas tierras,
contra los excesos gamonalistas y contra la tiranía de funcionarios
públicos corruptos, empeñados en someterles a una continua extorsión
laboral y económica. Sucesos como los de Patateurco en Tungurahua
(1907), Chillanes en Bolívar (1913), Guamote en Chimborazo (1921),
Sinincay en Azuay (1923) o Urcuquí en Imbabura (1924) muestran este
camino de continua rebelión39.
En Argentina, en la zona de la puna jujeña, las tierras indígenas habían
sido transformadas en fiscales desde 1835, y prohibido que los originarios
pagaran arriendos ni cargas personales “que a título de propietarios les
hayan impuesto los descendientes de los antiguos encomenderos”
coloniales. Aunque, como indicamos más arriba, tales arriendos y
gravámenes continuaron siendo exigidos. Entre otros por el antiguo
Marqués de Yavi, Fernando Campero, que alegaba derechos familiares
sobre esas tierras. Derechos que le fueron reconocidos en una sentencia
de la Corte Suprema de Justicia de la Nación en 1877, aunque aclarando
que existía un contrato mediante el cual el titular del derecho real cedió a
perpetuidad o por largo tiempo el dominio útil de los predios,
reservándose el dominio directo, a cambio de un canon anual 40. Es decir,
el enfiteuta (los indígenas) y sus herederos conservarían la tierra mientras
pagasen. Dado que el cobro de este canon (que en realidad funcionaba
como arriendo) fue licitado por los propietarios entre ciertos particulares
y mayordomos, los abusos se hicieron crónicos y motivaron algunas
protestas, desarrolladas en 1850, 1852, 1860 y 1864 y en toda la zona:
Humahuaca, Tilcara, Purmamarca, Salinas Grandes, Casabindo,
Cochinoca… En 1872 los campesinos indígenas de estos dos últimos
pueblos de la Puna protestaron ante la Corte Provincial de Jujuy por los
cobros indebidos ejecutados por los agentes de Campero; protestas que
38
- Gerardo Fuentealba. “La sociedad indígena en las primeras décadas de la República. Continuidades
coloniales y cambios republicanos”. En: Enrique Ayala Mora (edit) Nueva Historia del Ecuador. Vol 8.
Época Republicana II. Quito, 1990.
39
- Oswaldo Albornoz. Las luchas indígenas en el Ecuador. Guayaquil, 1976; José Almeida Vinueza.
“Luchas campesinas del S. XX”. En: Enrique Ayala Mora (edit) Nueva Historia del Ecuador. Vol 10.
Época Republicana IV. Quito, 1990.
40
- Andrés Fidalgo. ¿De quién es la Puna? Jujuy, 1988.
34
fueron desoídas dado que el terrateniente y el grupo de propietarios
puneños representaban la fuerza política más importante de la Provincia.
Los indígenas se alzaron entonces y ocuparon Yavi, siendo acusados de
“comunistas” y de “bolivianos” que atacaban el territorio nacional. La
rebelión se extendió a otros pueblos, ocuparon las fincas y se declaró
“general sublevación”. Tropas nacionales y provinciales se enfrentaron a
los alzados en Quera (1875) donde murieron más de 200 indígenas, siendo
otros fusilados en sus pueblos respectivos “para mayor escarmiento”. El
bando del Gobernador de la Provincia de Jujuy señalaba que “por cuanto
un considerable número de habitantes de los cuatro departamentos de la
Puna se han declarado en abierta rebelión contra las autoridades
legalmente constituidas de la Nación y de la Provincia, asaltado a mano
armada poblaciones indefensas, asesinando a sus vecinos, incendiando y
saqueando varias propiedades”, el Presidente había ordenado la
intervención del modo más drástico41. Años después, en 1913, todavía los
puneños se quejaban del trato recibido ante un Interventor General
nombrado para determinar las circunstancias de lo acontecido. Los
indígenas elevaron este reclamo: “Nuestros abuelos y padres han sido los
primeros en denunciar y gestionar la reivindicación de nuestros
territorios; por este motivo, todo el poder armado de la provincia cayó
sobre ellos en los campos de Quera, donde la masacre sepultó por
centenares a puneños altivos y conscientes de sus deberes”42. Aún en
1946, una comisión de ellos fue hasta Buenos Aires para entrevistarse con
el presidente Juan Domingo Perón; al día siguiente fueron obligados a
embarcar en un tren de ganado y devueltos a la Puna.
En Chile, la normativa contra las comunidades fue aplicada en el norte, en
la zona de Atacama y Antofagasta, pero tuvo una especial incidencia en el
sur, una fase cruel de exterminio de los pueblos indígenas situados más
abajo de la conocida como “la frontera” desde los tiempos coloniales. Sus
tierras fueron invadidas por el ejército en la llamada Campaña del Sur. El
Mercurio de Valparaíso llegó a publicar en 1859: “Los hombres no
nacieron para vivir inútilmente y como los animales selváticos, sin
provecho del género humano; y una asociación de bárbaros, tan bárbaros
como las pampas o como los araucanos, no es más que una horda de
fieras, que es urgente encadenar o destruir en el interés de la humanidad
y en bien de la civilización”. Como ha señalado Jorge Pinto, surgieron
voces contra esta posición, como las de Eulogio Altamirano, Aquinas Ried
o J.C. Morales, en la Revista Católica o en la Revista del Pacífico, e incluso
se llegó a un agrio debate parlamentario en 1868 en el que el senador
Vicuña Mackenna llevó la voz cantante entre los anti-indigenistas: “Basta
ya de timideces; aquí hay que llamar las cosas por su nombre, y la única
41
- Idem. Pág. 37.
42
- Idem. Pág. 62.
35
palabra que cabe es conquista”, fueron sus palabras en la Cámara de
Diputados. Después de la guerra despiadada de los años 1870 y 80, los
araucanos habían sido reducidos, habían perdido sus tierras que fueron
repartidas entre colonos (muchos de ellos los soldados que participaron
en la guerra de conquista) cuando no exterminados en su mayor parte. El
discurso de la desolación sustituyó entonces tímidamente al anterior pro-
indigenista entre algunos escritores y políticos: Jorge Klickmann escribió la
novela La ciudad encantada (1892), una defensa de la cultura destruida, y
otros autores publicaron algunos trabajos de corte antropológico, como
Tomás Guevara (Las últimas familias y costumbres araucanas), Pedro Ruíz
Aldea (Los araucanos y sus costumbres), Isidoro Errázuriz (Tres razas) u
otros de temática jurídica, como Julio Zenteno Barros (Condición legal del
indígena, 1891). Pero poco más se hizo y los araucanos y mapuches
quedaron relegados a la más mísera condición, sin tierras y sin futuro ni
esperanza43.
En Colombia se siguió el proceso general ya enunciado para el resto de las
repúblicas andinas de liquidar sus formas tradicionales de propiedad.
Aparte las misiones religiosas de “reducción y civilización”, se insistió en el
“atraso” que la existencia de estos “resguardos indígenas” comportaba
para amplias zonas de la nación. Los “resguardos”, aunque procedentes
de la normativa colonial, fueron modificados por la legislación
republicana. Se reconocía dominio pleno sobre las tierras tradicionales a
favor de una comunidad originaria, y se les permitía en ellas el ejercicio de
ciertas formas de autogobierno, siendo –solo sobre el papel- “inalienables,
imprescriptibles e inembargables”. Pero la situación cambió cuando la
presión de los terratenientes aumentó sobre los gobiernos regionales y
nacionales. En 1858, en Cundinamarca y Boyacá, los resguardos fueron
divididos en lotes y parcelas y repartidos –vendidos en realidad- entre los
indígenas. El resultado fue que éstos a su vez se vieron obligados a
malvenderlos a los gamonales de sus pueblos, convirtiéndose en
miserables peones a jornal o en arrendatarios forzosos de las que hasta
entonces habían sido sus tierras; u obligados a marchar a otras zonas de
colonización, desvinculándose de su cultura y de sus formas organizativas.
Además, estas tierras, antaño agrícolas, fueron dedicadas por los
gamonales masivamente a la ganadería, con lo que los precios de los
alimentos subieron e hicieron más difícil aún la subsistencia de este
campesinado cautivo y encerrado en las haciendas. En otras zonas, como
el valle del Cauca, la situación fue similar y las voces de protesta para
impedir las leyes de parcelación fueron acalladas con una sangrienta
43
- Juan Marchena. “El poder y la palabra en la Historia Andina”. En: Historia Andina. Vol. VIII. Quito,
2006; Jorge Pinto Rodríguez, Jorge (ed.) Del discurso colonial al proindigenismo. Ensayos de historia
Latinoamérica. Temuco, 1996.
36
represión y la enajenación forzada de las tierras comunales, que se
transformaron en parte de las grandes haciendas de la zona. Frente a
estas medidas, los procesos de resistencia tanto legal como violenta no se
hicieron esperar; procesos que concluyeron con un elevado saldo de
muertos y detenidos. Parte de estas luchas conllevarían al mantenimiento
de algunos de los resguardos en determinadas regiones. La Ley 89 de
1890, establecía una cierta tolerancia con los resguardos y cabildos
indígenas mientras se encontraba una formula para sacar a los originarios
de lo que la misma ley llamaba “estado de salvajismo”. Es decir, un
compás de espera. En 1910, un indígena llamado Manuel Quintín Lame
Chantre, que había nacido en la hacienda de Polindara, cerca de Popayán,
fue elegido representante y defensor de los cabildos indígenas del Cauca y
viajó a Bogotá a fin de recuperar las cédulas reales de los resguardos,
pidiendo ser recibido por el Congreso. Pocos años después dirigió un
levantamiento en sus pueblos de origen que se extendió por el Huila,
Tolima y el Valle, protestando contra el terraje o impuesto que pagaban
los indígenas a los gamonales por tierras que hasta entonces habían sido
suyas: “¿A cuenta de qué seguimos descontando terraje por un pedazo de
tierra que es de nosotros? ¿Nos da miedo que nos quemen los ranchos y
nos corten los cercos, porque reclamamos lo que nuestro Señor nos dio?
Los blancos nos quitaron las tierras porque no supimos defenderlas, y hoy
nos quieren estrechar más; no lo podemos permitir”44. Lame fue acusado
de construir una “república de los indígenas” y arrestado durante años, a
pesar de lo cual el movimiento continuó hasta llegar a constituirse en un
serio conflicto nacional que fue denunciado en la capital como una
"verdadera guerra racial". Él seguía hablando por “los restos de mi raza
que vive hoy… odiada, engañada, perseguida, pisoteada, robada por las
personas no indígenas colombianas de los trece departamentos”45.
Después de nuevas detenciones, asesinatos de líderes y asaltos a las
tierras comunales, en 1938 se obtuvieron los primeros resultados de su
lucha con la restitución de los resguardos de Ortega y Chaparral46.
Es decir, desde Colombia a Argentina, estas campañas de subyugación y
masacres campesinas no impidieron la larga lucha de los pueblos
indígenas por sus tierras, sus derechos, sus autoridades y su identidad. La
resistencia pareció enquistarse al interior de las almas.
La literatura andina, desde fines del siglo XIX hasta mediados del XX, está
plagada de obras y autores que han narrado con detalle y excelente
expresión la rudeza de esta vida y las injusticias cometidas con la
población indígena en los Andes: desde el boliviano Alcides Arguedas con
Raza de Bronce; Huasipungo o Atrapados del ecuatoriano Jorge Icaza; el
44
- Manuel Quintín Lame. En defensa de mi raza. Bogotá, 1971.
45
- Idem. Pág. 63.
46
- Diego Castrillón Arboleda. El Indio Quintín Lame. Bogotá, 1973.
37
peruano Ciro Alegría con El mundo es ancho y ajeno o Los perros
hambrientos; el también peruano José María Arguedas con Los ríos
profundos o Todas las sangres; el boliviano Jesús Lara con Yawarninchij
(Nuestra sangre) o Yanakuna; hasta, por citar a un último autor, Manuel
Scorza, con su pentalogía que comienza con Redoble por Rancas y termina
con La tumba del relámpago... todos han rescatado a su manera la
palabra perdida e iluminado la imagen oculta de este gigantesco drama
del gamonalismo y la de destrucción de las comunidades andinas. Sin
olvidar, obviamente, que todo ello ha quedado en la memoria colectiva de
estos pueblos; memoria que aún espera su rescate. La literatura en
lenguas indígenas, basada la mayor parte de las veces en esta memoria es,
así mismo, testimonio inmarchitable de estas luchas.
38
Culturas de resistencia: raíces y alas.
“Nuestros abuelos dicen q ue cada una de las partes del cuerpo de Iqiqu
está tomando forma y ha empezado a revivir. Otros dicen que cada parte
del cuerpo se ha levantado y está en camino hacia wiñay marka (ciudad
eterna). Un día no muy lejano, indudablemente, llegará a wiñay marka. Se
juntarán y Iqiqu tomará una fuerza sobrenatural que reunirá y llevará
adelante a su pueblo. Renacerá la nación Aymara y tendrá mucho poder en
el Universo”47.
47
- Cuento del Eqeqo, tradición oral recogida por Víctor Ochoa. En Xavier Albó (comp.), Raices de
América. El Mundo Aymara, Alianza América, Unesco, Madrid, 1988, pág. 493.
39
la mayor parte de la población, y muy especialmente para los más
carenciados.
La CEPAL (Comisión Económica para América Latina y el Caribe, organismo
de Naciones Unidas) insiste en la necesidad de aplicar fórmulas que
conjuguen la transformación productiva con la equidad; incluso el Banco
Mundial o el Foro de Davos incorporan ahora este discurso a sus planteos,
conscientes del terrible resultado de las políticas que hasta hace poco
proponían. A la vez, advierten que, para la mayor parte de los gobiernos
latinoamericanos, alcanzar este equilibrio no será tarea sencilla, y que por
mucho tiempo la estabilización de los precios y el asegurar los salarios
mediante el control de la inflación, seguirá siendo lo más importante en
una sociedad abatida por los fracasos; pero sin profundizar en los costos
sociales que dichas políticas acarrean cuando no se asientan en
modificaciones estructurales ni de la producción ni del Estado.
Este posicionamiento gubernamental apenas reconoce la importancia de
los indicadores sociales regionales o de las microcifras, que muestran un
claro deterioro en la situación de los sectores populares, cada vez más y
más sumidos en la pobreza y en la desesperanza; y lo que es peor,
electoralmente tampoco parecen importarles demasiado, lo que sin duda
pone en tela de juicio los sistemas electorales de éstas frágiles
democracias. Unos indicadores que muestran la incorporación anual de
seis millones de personas al contingente de pobres en el continente, el
aumento vertiginoso de la mortalidad infantil -dadas las precarias
condiciones sanitarias en que vive la población-, de la desnutrición y de la
juventud sin escolarizar, ocasionado todo ello por el abandono por parte
del Estado de sus prestaciones sociales, ahora consideradas como
rémoras, generadoras de déficit público y finalmente eliminadas tras el
achicamiento del aparato estatal, siguiendo las indicaciones de los
expertos internacionales que los planificadores gubernamentales han de
tomar como dogma irrenunciable. Como aparecía en una viñeta publicada
hace unos días en la prensa española, el FMI daba las gracias a las clases
desarrapadas por su paciencia secular.
Es en estas circunstancias donde el problema de la población indígena
adquiere su auténtica dimensión. Si el Estado se muestra como un estado
excluyente es porque su carácter, en la mayor parte de América Latina, se
ha ido bosquejando en función de los intereses de la clase o de la alianza
de clases dominante que lo generó y lo constituye; de aquí la exclusión
que termina realizando -en la práctica pero también en la teoría-, para
con el resto de los sectores sociales y económicos.
Y no puede olvidarse que la población indígena en América Latina, en una
notable diferencia con lo que normalmente se aprecia en Europa a través
de los medios de comunicación, no se reduce a pueblos o comunidades
40
selváticas en claro peligro de extinción ante el avance de la "civilización",
sino a la mayor parte de los habitantes de muchos países de la región o, al
menos, a un porcentaje bien significativo, especialmente en la región
andina... Es decir, una parte importante de la ciudadanía. Surge pues la
pregunta: ¿su exclusión es producto de su raza, o son excluidos por
pertenecer a los sectores populares más terriblemente afectados por las
políticas neoliberales; o lo son por la combinación letal de ambas
circunstancias?.
En las últimas décadas, diversas organizaciones indígenas
latinoamericanas y ciertos grupos de intelectuales vinculados a ellas han
remarcado el hecho diferencial étnico y cultural como una ventaja
positiva para el conjunto de estos pueblos, luchando por afianzar en el
contexto de la sociedad nacional sus procesos de autodemarcación, de
creación colectiva, de formalización de su conciencia comunitaria,
presentando la reivindicación étnica y la educación en sus lenguas y sus
valores como una lucha por la defensa de la identidad de estos grupos
sociales frente a la anomia, a los procesos de despersonalización e
irracionalidad de la sociedad de masas representada por la Nación-Estado
y por la globalización.
Hasta ahora, estas batallas han sido observadas como la “lucha de las
minorías”. Pero, ¿qué sucede cuando este hecho diferencial "afecta" a
porcentajes mucho mayores de la población, y cuando precisamente es la
minoría blanca la que detenta históricamente la representación y la
actuación del Estado?. Se entiende mucho mejor así el interés de las élites
nacionales por soslayar el problema étnico; y por soslayar también que la
"incorporación de la población indígena a los destinos nacionales" se ha
producido sustituyendo forzadamente sus elementos constitutivos -
políticos, culturales o lingüísticos- por otros completamente extraños a
ellos, en un afán por alienarlos, y mediando la expropiación de las tierras
comunales y la ampliación de las haciendas, el destrozo irreversible de los
ecosistemas donde se mantenían, y el vertido hacia las industrias, las
maquilas o la recolección monoproductora, de estos pueblos indígenas
como mano de obra abundante y semigratuita, lo que les ha permitido
mantener bajo mínimos los costos de producción y enriquecerse en el
mundo globalizado.
Hace casi ochenta años, el pensador peruano José Carlos Mariátegui
afirmaba que el "problema del indio" era un problema social antes que
étnico48. Ahora, en los últimos tiempos, la presencia masiva de indígenas
serranos en las ciudades de la costa peruana y en especial en Lima, ha
despertado viejos temores criollos, hablándose de "cholificación del
Perú", de "desborde popular", de "andinización de las ciudades", cuando
48
- Siete ensayos de interpretación de la realidad peruana. Primera edición, Lima, 1928.
41
la lógica de los procesos conlleva forzosamente a un universo de fusión
cultural e integración que parece estar marcando el nacimiento de una
nueva nación. En Bolivia ha sucedido algo similar, a partir del crecimiento
impresionante de la ciudad de El Alto, y del desbordamiento de las
ciudades con población desplazada.
Los esquemas de clasificación social o incluso étnica en muchos países de
la América Latina oligárquica, precisamente aquellos donde la población
indígena-mestiza presenta los mayores porcentajes, están dejando de
tener sentido, y los cambios en las últimas décadas así lo demuestran.
¿Quién es indígena? ¿Quién no lo es? Si pasamos de las apreciaciones del
censista a las autoidentificaciones, o autoclasificaciones, los resultados
sorprenden. Y ello tiene que ver con la desaparición de los actores sociales
de esa América Latina oligárquica tradicional (los terratenientes, la
oligarquía como clase gobernante) y la aparición de nuevos gestores
políticos y económicos, pero sobre todo con la reubicación de quienes se
suponía debían estar siempre debajo: “los indios”. Las poblaciones
"campesinas" –un eufemismo para evitar el uso de la palabra indígena- se
están resistiendo política, social y económicamente a seguir ocupando el
lugar subordinado en que les sumió primero el régimen colonial y luego el
régimen oligárquico. Y es una resistencia abrumadoramente mayoritaria,
donde aparecen más como ciudadanos de la república en defensa de sus
derechos que simplemente como "inditos incultos anclados en sus
tradiciones ancestrales". Las mujeres y los hombres andinos de nuestros
días, precisamente utilizando su larga lucha étnica reivindicativa,
aparecen mucho más preocupados por la educación y el progreso
material que por los mitos ancestrales o el retorno del Inca. Como señala
Tristan Platt, tanto el auge de una "creciente clase mercantilista
campesina (indígena)" surgida de las mismas formas de organización
comunitaria-cooperativista, o la consolidación del indígena minero como
obrero asalariado y sindicalizado, tienden a identificar la adquisición de
una "conciencia de avanzada". En palabras de un indígena minero,
militante sindical: "los campesinos que vienen a la mina aprenden qué es
la civilización del otro".
A pesar del peligro que puede representar la inmersión de esta masa de
población en las alienantes reglas del juego del sistema dominante, son
muchos los detalles que nos pueden llevar a suponer que no es tan trágica
la situación si consiguen defender su posición y sus elementos
diferenciadores desde la conquista de la ciudadanía. Sobre si esto
acarreará cambios más que sustanciales en la realidad latinoamericana no
nos queda la más ligera duda. Nada va a ser igual, ni en Ecuador, ni en
Colombia, ni en Perú, ni en Bolivia... Nada está ya siendo igual. La
"conquista de la nación por el indio", o los nuevos mecanismos de
participación política, inventados, reinventados, propuestos o
42
conquistados, indican que nos encontramos ante cambios muy
importantes en la sociedad y en la política del subcontinente. Y su
incorporación a las masas electorales, capaces de situar a sus líderes en
las sedes departamentales, gubernativas y presidenciales, como estamos
observando en los últimos meses, es un hecho incuestionable e
imparable, por más que los analistas políticos de corte occidental se
nieguen a aceptarlo tal cual es.
Hablan y reivindican la conquista de la ciudadanía, de sus derechos, y
entre ellos –muy destacadamente- del derecho a la educación. Reclamos
que los otros consideran una invasión; pero se trata de una “invasión” que
es justamente el punto de partida de un proceso de construcción de
nuevas identidades: de invasores a ciudadanos. De meros “indios” a
indígenas republicanos. Identidades que se están forjando, que son
nuevas, que son calificadas como "desborde popular" (sartawi-
levantamiento, rebelión, motín) y que alientan, como ya indicamos, los
temores de la vieja sociedad criolla, cuando no el recelo o el rechazo -por
desconocimiento entre otras muchas cosas- de ciertos grupos de opinión
occidentales. A estos cambios también tenemos que irnos
acostumbrando; y dejar de considerar a la población indígena, desde el
acomodado primer mundo, a partir de parámetros exclusivamente
folklóricos o culturalistas.
Posibilitar la esperanza, configurar espacios desde donde edificarla, son
las nuevas funciones de muchos dirigentes indígenas en nuestros días:
esperanza basada en ideales propios, en valores específicos, en proyectos
liberadores. Esta búsqueda de adscripción étnica en el contexto de la
batalla por los derechos ciudadanos y constitucionales, y desde la solidez
de su tradición, su lengua, su cultura, sus mecanismos de representación,
su concepto de la educación, frente a la represión, frente a la muerte,
frente a la más injusta y desigual de las realidades, es, para numerosos
indígenas o campesinos latinoamericanos, una forma de construir la
esperanza en proyectos cuya realización es percibida como posible y
deseable, enfrentándose y venciendo con sus derechos ciudadanos a la
dominación histórica, a las nuevas formas de represión y al modelo
exclusivista del Estado.
Como siempre ha sucedido a lo largo de tantos siglos de pasado, el
mundo indígena ha sabido y podido reconstruirse y modificar sus
estructuras para defenderse, resistir y crecer. Porque, como escribió un
querido amigo peruano, la capacidad de creación y reinvención del
mundo andino es extraordinaria.
Han sido capaces de crear nuevas formas de representación y
organización y dar un nuevo sentido a la Comunidad andina, y una
cultura democrática asamblearia, de mediación y consenso, se va
43
abriendo paso, debiéndose destacar el papel fundamental que las mujeres
han tenido, tienen y tendrán en este proceso.
Unas palabras al respecto: La región andina se ha convertido en los
últimos años en un universo de mujeres. Basta recorrer sus rutas, sus
campos, sus pueblos, sus barrios... Allí, aquí, por todas partes, una, diez,
cien, mil mujeres indígenas construyen la realidad cotidiana: sirven
comidas, atienden una escuela, llenan los mercados con sus productos,
capitanean un emprendimiento local, organizan una cooperativa,
establecen un puesto de salud, fundan una empresa comunal, crean una
red asistencial, introducen nuevas formas de organización, de pensar en lo
colectivo, se empoderan frente a la realidad porque saben que de ellas
depende el futuro de muchos: para que coman, sean atendidos, aprendan
en unas escuelas devastadas por la inexistencia, la ineficacia y la
voracidad del Estado, los hijos, los pobres, los miserables, los
abandonados, los perdidos, los olvidados... Las mujeres latinoamericanas
en general y andinas en particular han liderado el cambio desde lo
pequeño pero desde lo fundamental; desde la escala humana, porque
nadie sino ellas conoce cual es la verdadera dimensión de lo fundamental.
Su empoderamiento, casi nunca individual, casi siempre colectivo, ha
surgido de la misma necesidad de poner fin a la catástrofe. Y usan sus
herramientas basales: la lógica de la solidaridad, del trabajo horizontal,
del compromiso vital, de la batalla de la vida contra la muerte.
Han revitalizado mecanismos que parecían escondidos, cuando no
relegados, olvidados, ocultos, pero vivos en la memoria colectiva de estas
mujeres. Han trabajado y trabajan desde el hecho diferencial del género,
y desde sus aportes étnicos y culturales como una ventaja positiva para el
conjunto de las sociedades, luchando por construir y afianzar procesos de
autodemarcación, de creación colectiva, de formalización de su
conciencia comunitaria, presentando sus reivindicaciones como una lucha
por la defensa de la identidad de los sectores desfavorecidos frente a la
anomia de una clase política tradicionalmente masculina, corrupta e
individualista, y frente a los procesos de despersonalización e
irracionalidad de la sociedad contemporánea. La lucha de muchas mujeres
en América Latina nos muestra el verdadero combate por la conquista de
la ciudadanía.
Han sido capaces primero de superar la secular situación de precariedad,
en todos los ámbitos, en que la mujer vivía y era relegada, a través de su
autosuperación mediante una capacitación que ellas mismas han logrado,
la mayor parte de las veces sin más apoyos que su tesón e inquebrantable
voluntad; la educación de la mujer ha sido así un factor fundamental en
estos cambios. Además, han creado nuevas formas de representación y
organización, dando un nuevo sentido al concepto comunidad, y
44
originando una nueva cultura democrática, de mediación y consenso, que
se va abriendo paso decididamente, y en la que la educación posee un
valor fundamental. En los diversos comités, asambleas comunales y
organizaciones de base, el peso de la mujer es hoy día decisivo, y en
muchos casos mayoritario. En el nuevo papel que han alcanzado las
autoridades locales las mujeres poseen un protagonismo especial,
augurando nuevas posibilidades de avance y conquista de los espacios
propios. Ante estos nuevos principios de liderazgo, la dirigencia de las
mujeres plantea, además, la conquista de su autonomía.
Los cada día más numerosos comités y asambleas comunitarias o
vecinales, o juntas y asambleas de jóvenes, sean aymaras, quechuas,
cañaris, mapuches, puneños... usando, además, los cada vez más
extendidos sistemas de comunicación popular –las radios en lenguas
indígenas, por ejemplo, y poco a poco la televisión- para elevar y difundir
los reclamos al Estado por tierras, educación y servicios y contra la
exclusión y la injusticia, se van transformado en consustanciales con la
esencia del indígena andino. El nuevo papel de las autoridades locales –de
mil y un tipos, de mil y una categorías, desde mallkus a secretarios
generales- como agentes de representación y sociabilidad, les permite un
nuevo avance, una nueva conquista, una cada vez mayor y más intensa
reproducción social, económica y cultural.
Los nuevos principios y formas de autoridad proponen acceder a una
soberanía diferente, que está dejando de ser representada por la clase
política tradicional, corrupta y clientelar que, en su opinión, personifica a
la Nación-Estado y desde ella a la globalización. La lucha a la que en los
últimos tiempos estamos asistiendo entre esta dirigencia contra los
convenios internacionales firmados por los gobiernos nacionales
respectivos –valga señalar el TLC- es bien demostrativa de estos cambios.
En todos los países de la región andina, dirigentes de comunas campesinas
y pueblos indígenas se oponen a estos tratados, alegando que están
promovidos por grupos empresariales favorecidos por los gobiernos, a los
que acusan de entreguistas y autoritarios, y sometidos a la presión de los
Estados Unidos. En Ecuador, la CONAIE49 lleva tiempo movilizando sus
efectivos contra el TLC; del mismo modo en Perú y Bolivia la contestación
ha sido contundente; en Colombia, la ONIC50 ha propuesto
“movilizaciones continentales”. Consideran su causa como “justa y
soberana”, emanada de una autoridad popular que reivindica sus
intereses colectivos puestos en peligro por una desigual inserción en el
mundo globalizado. Así, con estos tratados –aseguran- las empresas
norteamericanas se adueñarán de sus conocimientos ancestrales,
49
- Confederación de Nacionalidades Indígenas del Ecuador.
50
- Organización Nacional Indígena de Colombia.
45
patentándolos para obligarles a pagar por sus propios saberes, a la par
que ahogarán a los campesinos indígenas con productos agrícolas
importados –muchos de ellos transgénicos- según las leyes ominosas de
un mercado cada vez más hegemónico administrado a nivel mundial. A
todo ello, concluyen, se unirá la privatización total de los servicios
públicos, con lo que su exclusión será todavía más profunda. La prueba de
que tienen razón es que todo ello ha sucedido ya.
La dirigencia indígena alcanza grados superiores de coordinación en torno
a confederaciones y agrupaciones “nacionales indígenas” como las ya
señaladas, o de comuneros indígenas y campesinos a nivel regional y
local, desde las que también se lucha a otra escala contra estos tratados y
acuerdos: desde sus pancartas se dice luchar por el respeto a la dignidad
y atención a las necesidades prioritarias de las comunidades, por la
defensa de los pequeños productores, incapaces de competir con la
importación de productos agrícolas subvencionados, por la defensa de la
educación pública volcada a las necesidades reales de los pueblos
indígenas, y contra un sistema al que acusan de tomar a la educación
superior como mercancía, proponiendo en este punto la creación y
desarrollo de las universidades interculturales de la nacionalidades y
pueblos indígenas y una educación superior intercultural... Una dirigencia
que ha logrado, con las luchas promovidas desde los colectivos que
representan -y que se diversifican desde los paros activos, los bloqueos de
caminos, rutas y accesos a las ciudades y capitales, o los
desabastecimientos de productos a grandes masas de población, hasta
otras más radicales como asaltos y tomas de edificios públicos y aún de
sedes parlamentarias o aprehensión de rehenes- ser oídos por los
gobiernos, promover debates y diálogos sin someterse a chantajes y
amenazas, y extender al total de la ciudadanía el derecho a estar
informada de las decisiones que les afecten, exigiendo que éstas
decisiones sean transparentes y se tomen en beneficio de la población.
Dirigencia que también promueve su participación en la toma de
decisiones, asegurándose que sea resguardada la soberanía popular sobre
los recursos nacionales, especialmente en cuanto a la venta e
internacionalización de los mismos (hidrocarburos, aguas, energía...)51 Por
último, una dirigencia que ha llegado a organizarse hacia adentro y hacia
fuera -desde federaciones provinciales, regionales o incluso panandinas
de indígenas y campesinos, hasta los llamados “Frentes Únicos”- a fin de
difundir sus proyectos, convertirse en actores políticos y transformarse en
51
- Una soberanía que, aunque a veces se olvide y aparezca como un elemento trasnochado, está recogida
en la Resolución 1803 de la Asamblea General de Naciones Unidas de 14 de diciembre de 1962, donde
queda salvaguardado el derecho de los pueblos y las naciones a la soberanía permanente sobre sus riquezas
y recursos naturales, que debe “ejercerse en interés del desarrollo nacional y del bienestar del pueblo del
respectivo Estado”.
46
alternativas reales de poder de cara a la conquista democrática de los
gobiernos nacionales. El mundo andino no ha cesado ni cesará de dar
sorpresas en este sentido a los politólogos convencionales. Ecuador,
Bolivia y Perú son buenos ejemplos al respecto. Ya nada volverá a ser igual
en la Sierra.
Por tanto, los dirigentes comunales, como nuevos kurakas, soportan su
autoridad -en las diferentes escalas de la dirigencia- en el prestigio de la
labor desarrollada ante el conjunto de los nuevos comuneros en la nueva
realidad; en las tareas de mediación ejercida en el seno de la comunidad;
en la intermediación entre ésta con los diversos agentes externos a la
misma -tanto procedentes del Estado como de otros organismos públicos
y privados-; y –cada vez con mayor importancia- por los logros en el plano
educativo que, normalmente por sus propios medios, van alcanzando.
A los valores tradicionales como pertenencia e identidad suman ahora
otros nuevos, que tienen que ver con la participación y el desarrollo
individual mediante la educación y el trabajo para la colectividad; y sobre
todo, los que permiten realizar un aterrizaje, lo más realista posible, sobre
los problemas que les afectan. En especial en su relación dialéctica con un
Estado nacido en otra lógica. Los grandes temas que aparecen ahora en
sus agendas son las reformas políticas y “étnicas” de los Estados, los
“bailes” de la identidad indígena, el sentido de sus “usos y costumbres”, el
contraste y complementariedad entre derechos indígenas y legalidad
estatal, la tierra, los recursos y el territorio. Resulta bien significativo que
en los últimos cambios constitucionales llevados a cabo en varios países
de la región andina, conceptos como el de país “multiétnico y
pluricultural” se han ido abriendo camino. E incluso en Ecuador se ha
incorporado el término de “nacionalidades”. En otros países se han
producido avances sustanciales como la incorporación de nuevas formas
de propiedad colectiva, a partir de las llamadas “tierras comunitarias de
origen”; incluso hay propuestas más contundentes, como la de
desbolivianizar a Bolivia para indigenizarla. En general, parece avanzarse
con fuerza hacia el reconocimiento de personería jurídica a los ayllus,
pueblos andinos y comunidades, mediante la creación de “distritos
municipales indígenas”, donde la municipalización se transforme en el
núcleo duro de las reformas institucionales, porque, señalan, desde aquí
se produce un mayor fortalecimiento étnico, tendiéndose a lograr –o al
menos eso es lo que se desearía por parte de los actores políticos
indígenas- la jurisdicción sobre el territorio, el control social sobre sus
recursos, mayores niveles de representación ante y en los diferentes
órganos del poder estatal, la autonomía fiscal, la potestad de recibir,
recaudar y manejar fondos externos e internos, y una mayor libertad
cultural. Hay lugares en el continente donde ello se ha podido ir
consiguiendo adoptando el modelo municipal, pero manteniendo sus usos
47
y costumbres tradicionales, evitando en lo posible la ingerencia del Estado
cuando ésta ha sido en detrimento de sus intereses colectivos,
especialmente en lo referente a privatizaciones de tierras.
Claro que el camino a recorrer es largo y lleno de espinas cuando no de
inconvenientes y retrasos. Además, hay que señalar las abundantes
contradicciones en el conjunto de estas medidas adoptadas por el Estado,
fuertemente presionado por las luchas campesinas. Por ejemplo, parece
que no tiene sentido otorgar derechos de propiedad comunal o colectiva
sin, al mismo tiempo, otorgar el derecho de ejercer la autoridad pública
en ese territorio. O, en los conflictos de competencias entre los Tribunales
Constitucionales y los Consejos de Estado u órganos similares de superior
gobierno, éstos últimos acaban por anular o no aplicar las sentencias de
los primeros -en muchos casos favorables a los indígenas en una
aplicación cabal de los textos constitucionales- alegando razones de
Estado o de manifiesta utilidad pública nacional, como sucede en los
temas referentes a recursos petroleros, mineros o energéticos (aguas).
Otros asuntos no menos importantes tienen también cabida en las
discusiones que, a nivel interno y por mil vericuetos en el seno de estos
pueblos andinos, se vienen produciendo. Por ejemplo, lo que tiene que
ver con identidad e identificación. En el censo de 2001, el 62 % de los
bolivianos mayores de 15 años afirmó “pertenecer” a alguno de los 33
pueblos indígenas que se especificaban en el formulario. Y además, un
importante sector de ellos vive ya en las ciudades, pues el 50 % de los
paceños se declararon aymaras y un 10 % quechua, mientras en El Alto, el
gran barrio/ciudad arriba de La Paz, el 74 % dijo ser aymara. En Ecuador,
en los últimos censos parece detectarse que el número de personas que
se “identifican” como indígenas crece, debido a que el nuevo
posicionamiento de las organizaciones indígenas en el contexto de la
política nacional ha hecho aumentar el orgullo a sentirse tal, o, al menos,
a no tener que esconder su condición. Este dato contrasta con que en el
censo ecuatoriano de 2001, el número de mestizos fue del 77% y el de
indígenas solo el 7%, lo que evidentemente no concuerda con la realidad.
En otros lugares se plantea la necesidad de introducir reformas electorales
favoreciendo el cuoteo étnico. Ahora bien, ¿es todo esto efímero o se
acabará imponiendo la vieja fórmula de la democracia occidental de un
ciudadano un voto?. El debate es bien importante y candente en nuestros
días. Cuestiones como qué asigna o define la identidad étnica: ¿Lengua,
indumentaria, lugar de residencia, rituales?. ¿Qué valores influyen en la
autoasignación individual?. Aún siendo ésta una cuestión eminentemente
subjetiva, parece que ser indígena ya pasa por la propia conciencia, y en
este caso la autoasignación subjetiva se aproxima, como ha indicado
reiteradamente Xavier Albó para Bolivia, a la identidad más objetiva. La
identidad autoconstruida continua y constantemente, cada día menos
48
velada. Y el debate, en las sociedades urbanas, cada vez más importante
en los terrenos no solo económico y social sino cuantitativo, está abierto y
en flor. Cuando menos, las lógicas del pasado parecen quebradas y, si no
se impone una sola de ellas sobre las demás, los nuevos mecanismos
representativos, en lo colectivo e individual, serán cada vez más
exponentes de realidades más complejas, cambiantes y sincréticas en lo
político y lo cultural. Estamos, de nuevo, ante el reto de la diversidad.
Algo similar podemos decir de la llamada “justicia indígena” o, con mayor
aprehensión, “justicias indígenas”. Otro debate en marcha, en la medida
que buena parte de los problemas que afectan a estos pueblos no pueden
ser resueltos por la justicia ordinaria u “occidental”, dadas las diferencias
culturales y las lógicas diferentes entre ambos mundos. No solo por una
cuestión lingüística (el derecho a ser juzgado o a defenderse en su propia
lengua), sino por las fallas evidentes del sistema judicial convencional
aplicado a estos universos, de las que la historia ofrece un florido ramillete
desde la conquista española. Si en las relaciones complejas establecidas al
interior de los pueblos indígenas, la “justicia” (lo justo, lo equilibrado, lo
medido, lo equitativo, en las relaciones de reciprocidad, redistribución e
intercambio, regidas en el mundo andino por las raíces “ayni” o “tinku”) se
hallaba en el núcleo de las formas de organización, las formas impuestas
por regímenes abusivos, autoritarios y coercitivos para con estos pueblos
como fueron el colonial y el republicano, se basaron en un concepto y una
aplicación de la justicia que en poco podían beneficiar o cubrir las
necesidades y expectativas de estas sociedades originarias. Frente a esta
realidad surge la cuestión de la “justicia indígena”, reconocida con mayor
o menor tibieza en algunos cuerpos legales de los países andinos, como
un horizonte más real y beneficioso para estos colectivos, aunque no
exento de problemas y paradojas: ¿Ha de formar parte esta justicia
indígena de un cuerpo especial dentro del sistema de la justicia del
Estado? ¿A quiénes afecta y a quiénes no? ¿Para qué casos? ¿Debe ser
regulada como un cuerpo más, creándose una especie de codificación?
¿Hay que homogeneizar ambos cuerpos jurídicos? ¿Se trata de una sola
justicia indígena o por el contrario debe considerarse la existencia de
múltiples, variadas y diversificadas “justicias indígenas”? ¿Hasta donde
éstas se conforman solo y exclusivamente desde una plataforma de “usos
y costumbres”? ¿Qué sucede cuando estos “usos y costumbres” chocan o
se interfieren con los cuerpos ordinarios de la justicia estatal? ¿Qué
sucede cuando estos “usos y costumbres” chocan o se interfieren con
derechos considerados como inviolables (castigos físicos, castigos
morales, incluso privación de la vida)?. Todo un debate de flecos y
ramificaciones sumamente importantes que muestran la vitalidad del
mundo que se nos presenta.
49
Las dirigencias indígenas se enfrentan también al grave problema de la
violencia. Una violencia contra las colectividades que, aparte de endémica
y estructural a todo lo largo del cordón andino como hemos analizado,
adquiere en los últimos años una dramática dureza en varias regiones,
especialmente en ciertas zonas de Colombia. Al ocupar áreas aisladas
pero dotadas de una alta biodiversidad (ideales para ciertos cultivos), a la
vez poseedoras de abundantes riquezas minerales y de hidrocarburos
estratégicas para el desarrollo nacional, estas comunidades se han
transformado en incómodos testigos de los conflictos armados que asolan
el país, ante la actuación y presencia de fuerzas insurgentes, militares y
paramilitares que resuelven allí sus enfrentamientos; y que usan estas
áreas como zonas de paso o de repliegue, situando a estos pueblos y
resguardos en el centro mismo del conflicto. O siendo expropiadas sus
tierras por el Estado para grandes proyectos nacionales. Al ser la parte
más débil, por más que han intentado mostrarse ajenos a estos conflictos
y solicitado se les respete en estas guerras que no son las suyas, han
sufrido los embates, castigos y represiones por parte de todos los actores
beligerantes. Líderes y comunidades han soportado las consecuencias de
esta situación, con numerosos asesinatos y masacres, en el intento de
expulsarlos de estas zonas o, en el caso de grupos de narcotraficantes, de
obligarlos a ciertos cultivos ilícitos que acaban siendo destruidos por el
Estado en colaboración con otras fuerzas internacionales, devastando
además el medio agrícola convencional del que viven normalmente.
Frente a todo esto, los reclamos de las autoridades de comunidades y
organizaciones indígenas, reivindicando el respeto a su autogobierno, a su
dinámica organizativa y a sus derechos territoriales, no solo han sido
desoídos por todas las partes en conflicto, sino que se ha llevado a cabo
una feroz campaña de eliminación de buena parte de la dirigencia de
estos pueblos, en uno de los procesos más silenciosos, dramáticos y
sangrientos de nuestra contemporaneidad, a fin de lograr la disgregación
y desintegración de los campesinos, provocando su desplazamiento
forzado y el abandono de sus territorios.
Autoridades indígenas que, no obstante las dificultades por las que
atraviesan, siguen solicitando asumir un papel activo en los procesos de
paz; no solo porque la guerra ocupa sus territorios, sino porque para ellos
su visibilidad es la única garantía de que no serán exterminados. Están
intentando fortalecer sus gobiernos autóctonos para no verse
involucrados en el conflicto armado, y para ejercer un control efectivo que
evite la vinculación de las comunidades con los grupos armados, así como
la injerencia de éstos en asuntos indígenas que solo a ellos competen,
como son la educación, la salud, el ejercicio de sus formas de gobierno, de
organización y de justicia... Y sin aceptar que estos asuntos sean resueltos
desde fuera y bajo las condiciones de un conflicto armado. Solicitan
50
también respeto hacia sus decisiones, como las posiciones de neutralidad,
autonomía y paz, manteniendo las posiciones del derecho internacional
humanitario, sin pagar “vacunas” ni “rescates”, y sin dejar de reclamar la
devolución de sus tierras arrebatadas por la violencia de los
terratenientes, por ciertos sectores económicos para sus grandes
inversiones (a través de megaproyectos estatales, que han llevado a
expropiaciones forzosas e injustas) por grupos de narcotraficantes o de
paramilitares al servicio de los grandes propietarios.
En el mundo indígena andino la emigración es otro fenómeno
contemporáneo que afecta con gran rotundidad; no solo por su valor
cuantitativo, sus repercusiones en lo económico, lo cultural o lo social; y
no solo por su escala (a las capitales de los Estados, a Estados Unidos o a
Europa) ya que cada vez son más los que opinan que emigrar es la única
salida. Aunque en las regiones y países receptores de esta emigración se
habla con profusión del “problema de los migrantes” o “problema de la
emigración”, pocas veces se ha insistido en las consecuencias que tal
hecho ocasiona en los lugares de originen de estos contingentes:
despoblación, desestructuración familiar, pérdida de identidad e
incorporación forzada de nuevos valores mal asumidos e interpretados,
deficiente uso de las remesas recibidas, pérdida de la población mejor
preparada... Por otra parte, hay casos en los cuales se detectan algunas
potencialidades, como retorno de capitales para inversiones locales,
incorporación a la comunidad de formas de organización más efectiva, de
nuevos liderazgos, de nuevos valores “democráticos” o políticos, de
salvaguarda de determinados “derechos”, de ampliación de los horizontes
culturales de referencia o incluso de revalorización de lo “autóctono” u
“originario”, o una preservación y puesta en valor de sus “raíces” frente a
un deshilachado, en este sentido, mundo globalizado. Es decir, se abre un
camino hacia identidades más difusas pero más conformadas por dobles o
múltiples identidades que, frente a muchos inconvenientes, presenta a la
vez aspectos más funcionales. Al fin y al cabo, en el largo camino de los
pueblos andinos que llevamos expuesto, este pluriculturalismo que ellos
tienen asumido desde antiguo les permite una continua adaptación a
nuevas situaciones. Porque, a pesar de todo, podemos hallar síntomas de
que, a la par que se mantienen –o se refuerzan en algunos casos-
referencias individuales o colectivas a unas raíces, se mueven con mayor
agilidad y eficiencia en los nuevos ambientes donde se desarrollan.
Muchas de las nuevas organizaciones indígenas han surgido,
paradójicamente, por el aporte de elementos externos. En un ambiente
de progresiva democratización de los estados nacionales, de fuerte
participación de diversas instituciones de apoyo (desde las ONG’s a ciertos
organismos internacionales), de mayor acceso al conocimiento de la
realidad mundial, de mayor valorización de lo ecológico, o de mayor
51
contacto entre grupos antes aislados por la multiplicación de las redes de
comunicación, las organizaciones indígenas se han incorporado con fuerza
en los últimos treinta años al devenir político, cultural y económico de las
sociedades latinoamericanas en un mundo cada vez más globalizado. No
cabe duda de que, al lado de fenómenos externos, la habilidad de las
organizaciones o de algunos de sus líderes para aprovechar estas
coyunturas globales han sido de una extraordinaria importancia. Han roto,
por así decirlo, su horizonte local, y han irrumpido en la aldea global no
solo para defenderse, sino para reclamar y fortalecer sus derechos a la
diferencia. De ahí que, al referirnos a organizaciones indígenas, no solo
estemos haciendo mención a fenómenos de alcance regional o nacional
sino a otra escala más elevada. Como en otras ocasiones y escenarios,
también en este terreno la creatividad y la riqueza de los pueblos andinos
se muestra con pujanza ,y traza líneas de futuro que resulta difícil
aventurar.
52
La larga lucha por la educación.
53
que se intentaba romper la barrera del analfabetismo y promover valores
que condujeran a defender la justicia social y el sentido de nación
indígena, así como su cultura y su lengua. “Crear nuestras escuelas” figura
en el discurso de muchos de los dirigentes indígenas desde hace décadas.
Es decir, entender la educación no sólo como redentora del individuo, sino
como potenciadora de la colectividad y de la comunidad 53.
Sin olvidar que, en este terreno, la paradoja estaba servida. Por una parte
porque, desde bien antiguo, el manejo interesado de los textos jurídicos y
su manipulación a manos de la elite blanca-mestiza sirvió para engañar a
los indígenas, lo que extendió entre ellos el miedo o recelo ante la letra, y
arraigadas cautelas frente al que sabía leer y escribir, quien “seguro
engañará”. Por otra parte, saber leer o escribir en el seno de una
comunidad significaba quedar señalado entre los patrones y gamonales,
quienes conferían muchas veces crueles castigos contra los “indios
leídos”, aparte crear un prejuicio en la sociedad sobre el “indígena leído”.
Pero, a pesar de todo ello, los ayllus, parcialidades y comunidades, cada
vez fueron más conscientes de que romper la barrera del analfabetismo
era el único modo de vencer la opresión gamonalista, de poder denunciar
ante las instituciones del Estado los abusos que contra ellos cometían, de
reivindicar sus derechos conculcados, y de difundir y extender sus luchas y
reclamos. Así, el aprendizaje de la lectura y la escritura se realizaba
muchas veces en el silencio de la clandestinidad, leyendo libros que se
ocultaban como el tesoro más preciado, y dotando a los osados alfabetos
–en algunas zonas conocidos como peritos- de una aureola de heroicidad
que aún recuerdan con orgullo los ancianos.
Es de señalar la evidente relación entre este anhelo de los ayllus y
comunidades por lograr la alfabetización de sus miembros, y sus
continuos reclamos y luchas contra el gamonalismo; normalmente ambos
procesos han corrido en paralelo de modo que llegan a confundirse. Un
mayor espíritu de combate contra las formas opresivas de la clase
terrateniente por parte de los indígenas, colonos, peones y campesinos, se
ha correspondido con mayores deseos de consolidar sus escuelas. De ahí
que a veces, cuando dichos procesos no se ponen en relación, parece que
las escuelas fueron un foco de subversión contra el orden gamonalista. Un
estudio más detenido sobre estos levantamientos campesinos –cuya cifra
se concentra especialmente a fines del s.XIX y primeras décadas del s.XX-
demuestra que sus motivos obedecen al aumento de la presión de los
hacendados para con sus colonos en estos años, que llegó a ser terrible; y
que los ayllus y comunidades respondieron no solo con la insurrección y la
quema de propiedades en algunos casos, sino afianzando sus lazos de
53
- Xavier Albó y William Carter. “La comunidad Aymara: un mini-estado en conflicto”. En: Xavier Albo
(comp.) Raíces de América... Cit. Pág. 451-494.
54
solidaridad y de identidad cultural, y trazando un camino de futuro que
quisieron hallar en la educación; algo así como evitar que el pasado se
mantuviera y reprodujera.
Aunque las iglesias -católicas y protestantes, fundamentalmente
adventistas- comenzaron desde las primeras décadas del s.XX a fundar
escuelas entre los pueblos indígenas de la región andina, fueron varias las
comunidades que emprendieron en esas fechas la tarea de buscar
profesores para las que comenzaron a llamarse “escuelas de los ayllus.”
Es el caso, entre muchos, del ayllu de Qapaqanaqa, en Caiza, Potosí, cuya
escuela data de 192654. Don Santos Marka T’ula, ya citado, señalaba que
los gamonales en la zona de Ilata55 “nos exigían que no debíamos
aprender a leer, ni siquiera nos dejaban entrar a la escuela de los vecinos
q’ara del pueblo”56, por lo que organizaron la escuela del ayllu en 1924,
que venían solicitando desde años atrás. Así se expresaban los
apoderados de los ayllus de la provincias de Pacajes: “La instrucción
pública según datos, cuenta hacen (sic) 569 escuelas municipales
particulares y oficiales... y a la clase indígena no han dotado de este
deber; por estas razones hemos pedido desde 1919 escuelas en todas las
comunidades, ya sean sostenidas por el gobierno o por nosotros mismos,
que nos vemos privados de la instrucción que hemos pedido... Hemos
obtenido la venia, pero las autoridades de la provincia se valen para que
no aprovechen, quedándonos en la ignorancia, siendo el blanco de los
abusos”. Solicitaron instalar ellos mismos las escuelas a su costa, “donde
nos convenga, sin necesidad de permiso especial del Ministerio de
Instrucción para cada caso, y que las personas, autoridades, vecinos y
patrones que nos obstaculizan sean penados severamente” 57.
Así surgieron los nombrasqa yachachiqkuna, maestros a los que la
comunidad pagaban con casa y comida, hospedándolos por turno entre
las diferentes familias del ayllu, entregándoles anualmente ropa para
vestirse y parte del excedente comunitario para alimentarlos, o a veces
cultivando entre todos la “parcela del maestro” o el “ganado del
maestro”. Éstos, en su mayor parte, eran alfabetos que habían aprendido
en el cuartel, en la cárcel, en la sacristía de las iglesias o en la casa
hacienda, escuchando las lecciones que algunos maestros contratados por
los gamonales dictaban a sus hijos, o porque las “señoras de la casa”
habían enseñado a algún “indito” como acto de caridad o de mero
aburrimiento.
54
- Agradezco esta información al maestro y compañero Pánfilo Yapu Condo, quien está realizando una
investigación sobre este tema. Ver también Ana Pérez, Historia de las escuelas indígenas de Caiza “D”.
La Paz, 1996.
55
- Paqasa, Urinsaya. Corregimiento de Qhurawara, Pacajes. La Paz.
56
- Don Santos Mark’a Tula, cacique principal ... Cit. Pág. 17.
57
- Idem. Pág. 35.
55
La oposición a estas escuelas de los ayllus desde las instancias oficiales se
basaba en que todas las “escuelas indigenales” –así las llamaban en La
Paz- debían ser rigurosamente “contraloreadas” para asegurar una
“radical castellanización de los indios” con maestros adecuados para ello,
seleccionados y preparados por el Estado. Un informe del gobierno
boliviano en 1925 señalaba: “32 jóvenes provincianos, mestizos y criollos,
fue el elemento que debía prepararse para el magisterio rural... para
llevar al indio las corrientes civilizadoras de las clases superiores... Pero es
menester que el Estado se ocupe de organizar las escuelas, de
contralorear la preparación de los maestros y de supervigilar su
desenvolvimiento eficazmente, a fin de evitar daños a la raza y al país,
ocasionados por falsas interpretaciones de los fines educativos
perseguidos. Y ante todo hay que atender a la castellanización del indio a
fin de asimilarlo radicalmente a la nacionalidad”58. En otros documentos
oficiales se señala la necesidad de “integrar al indio a la nacionalidad
boliviana en calidad de eficiente productor y soldado incomparable”59.
Pero el empeño de los ayllus siguió. Fue importante desde estas primeras
décadas del S.XX -en general en toda la región andina- la obligatoriedad
de la alfabetización de los conscriptos en las leyes de servicio militar
obligatorio, concretada en los años treinta con un sistema de alfabeto
ilustrado en castellano o con “letras de madera ensartadas en alambre”,
que ha quedado en la memoria popular. Normalmente concentraban a los
reclutas indígenas quechuas o aymaras de cada regimiento para forzarles
al aprendizaje, siguiendo un método didáctico bien sui generis que aún
recuerdan con pavor algunos viejos veteranos60. Pero al regreso a sus
lugares de origen estos licenciados del ejército transmitieron al resto de
los comuneros lo aprendido, transformándose en circunstanciales y la
mayor parte de las veces maestros únicos o peritos. Querían en los ayllus
nombrasqa yachachiqkuna, salidos de entre ellos mismos, para garantizar
una educación respetuosa y correcta. Los ancianos recuerdan el empeño
en esos años de algunos kurakas: “Santos Cornejo en eso hablaba: que se
58
- Idem. Pág. 36.
59
- Marta Irurozqui. “Qué hacer con el indio? Análisis de las obras de Franz Tamayo y Alcides Arguedas”.
En: Revista de Indias, N.200, 1992. Pág. 559.
60
- “A pura patada”. Resultan ilustrativos al respecto los recuerdos de Gregorio Condori Mamani.
(Ricardo Valderrama Fernández y Carmen Escalante Gutiérrez, eds. De nosotros los runas. Gregorio
Condori Mamani, Autobiografía. Lima, 1977): “También en el cuartel hay abecedario para el que no sabe
leer, letras en madera ensartadas en alambre: a, b, c, d, j, k, p. Las clases enseñaban todo el abecedario y
cuando terminabas te daban primer año. Cuando entrabas te preguntaban: -¿Sabes leer?. Si decías no sé
leer, traían esas letras para enseñarte, los sargentos, el subteniente. El abecedario se hacía después del
almuerzo... En el ejército me enseñaron el abecedario. También firmaba mi nombre, las letras a, o, i, p,
reconocía en el papel... Ahora dicen que los que entran al cuartel... salen con los ojos abiertos sabiendo
leer. Esos que no tienen boca también salen con la boca reventando a castellano. Así era... Hasta antes de
entrar al cuartel no sabía castellano; ya en el cuartel mi boca reventó a castellano. En el cuartel esos
tenientes, capitanes, no querían que hablásemos runa simi: -Indios, carajo, ¡castellano!- decían. Así a pura
patada, te hacían hablar castellano los clases”. (Runa simi: la lengua de los runas)
56
hagan escuelas. Desde entonces hasta hoy día siguen las escuelas, lo que
antes no solía haber. Así en Urinsaya Aransaya hubieron escuelas en cada
comunidad, cada cual con su maestro. Y nos decía también: No quieran
maestros españoles q’aras, porque ellos no les enseñarán bien. En verdad
ellos no nos enseñaron bien. Pero ya había ayuda con los comuneros que
habían ido al servicio, porque éstos habían aprendido a leer. Ellos ya nos
ayudaban”61.
Estos maestros circunstanciales casi siempre desarrollaron su labor en
difíciles circunstancias, siendo perseguidos por los gamonales y
encarcelados o desterrados. Gamonales que incluso llegaron a quemar,
como en la zona de Azángaro o en el norte potosino, varias escuelas de
ayllus. En el diario El País de Cochabamba del 19 de octubre de 1927, se
anunciaba: “Han sido confinados tres maestros de escuelas indigenales,
apresado en la cárcel uno, varios han tenido que huir y los caciques que
fueron hasta la Paz para conseguir permisos para la fundación de ellas
están igualmente presos y perseguidos. Es que los patrones y autoridades
rurales se oponen a la alfabetización del indio”62.
En estas condiciones, los censos de las décadas de 1920 y 1930 arrojan en
la región porcentajes de analfabetismo superiores al 85%, donde la
relación entre los que aparecen como de raza “india” y “sin instrucción”
era todavía casi del 100%.
Algunos autores relacionan los cambios en esta materia con los inicios del
llamado “indigenismo” serrano (cusqueño, puneño, paceño, quiteño,
etc…) cuando ciertos intelectuales de la región comenzaron a desmarcarse
de la visión romántica del “indio” extendida en las ultimas décadas del
s.XIX y abordaron lo que denominaron “el problema del indio”, en cuya
solución la educación jugaba un papel primordial. En algunos casos se
crearon escuelas particulares para “ilustrar a la clase artesana”, algunas
con tendencias anarquistas; en otros casos se fueron abriendo escuelas
“oficiales”, normalmente en las cabeceras de los distritos y provincias, y
en las que la elite mestiza acaparó las pocas plazas disponibles. Pero, en
general, las escuelas particulares fueron mucho más abundantes que las
públicas, a veces en una proporción de diez a una o incluso mayor, y en la
mayoría de ellas la cultura misti era la predominante, mucho más cercana
a la blanca y occidental que a la indígena, la cual seguía siendo
considerada como bárbara y a extinguir.
La diferenciación entre “pueblos con escuela” y “pueblos sin escuela”
comenzó a ser grande, de manera que la discriminación educativa
continuó durante décadas. En los “pueblos con escuela”, mistis y
terratenientes consolidaron a sus hijos como continuadores de la
61
- Santos Marka T’ula. Cit. Pág. 39.
62
- Ayllu: pasado y futuro... Taller de Historia Oral Andina. Cit. Pág. 57.
57
diferencia mediante la educación, que solo ellos recibían; en los segundos,
“peritos”, maestros de ayllus, conscriptos licenciados o enseñantes
ocasionales, continuaron haciendo una tarea no solo dificultosa sino
descoordinada y, como indicamos, peligrosa en ocasiones. Era muy difícil
que un hijo de un comunero o colono de hacienda se inscribiera en una de
estas escuelas, no solo por la dificultad de mantenerlo en un pueblo o
ciudad distinto al de su residencia –a veces se usaban para ello las redes
familiares, ayudando a la familia que lo recibía en la ciudad con regalos en
especie después de las cosechas- sino porque los terratenientes
sancionaban a los que enviaban a sus hijos a estudiar fuera del pueblo.
Era una manera de perpetuar su control absoluto sobre la mano de obra
en sus haciendas.
Por otra parte, las paradojas mencionadas más arriba continuaron
vigentes durante décadas: si saber leer y escribir era –en opinión de
algunos comuneros- un camino para hacerse holgazanes, maniobreros,
“tinterillos”63, intrigantes y ladinos, gozando de poca confianza para el
común de los pobladores, para otros, ser alfabeto significaba un arma –o
al menos una estrategia- de superación, liberación y formulación de un
discurso propio64. Pero en esta cuestión acabó por triunfar la certeza de
que aprender a leer era un modo efectivo de defenderse y, en el mejor
caso, de ser útil a la comunidad. Por años fue común en la Sierra oír que
“indio leído, indio perdido” o “indio instruido, indio torcido”. Estas frases
conformaron parte importante del imaginario construido desde las elites
blancas y mistis para con los indígenas, uno más de los muchos prejuicios
establecidos para impedir el desarrollo de la educación entre los pueblos
indígenas. Algunos comuneros comentaban: “En Cochabamba he
escuchado a los patrones hablar: Ama waqaychu, hijita (no llores hijita).
Entonces su mujer les decía: Ahora, poco a poco estos indios de los
colegios van a salir. Nos han de ganar no más, papi. Imposible que
podamos seguir jalándoles (con argollas) de la nariz”65.
Dominar la letra y el papel escrito fue así un objetivo de los ayllus. Porque
desde los tiempos coloniales les quedaba claro –una certeza extendida
por toda la región- que la escritura en sí misma estaba revestida de
autoridad: “papel manda”, decían66. Poseer el papel escrito o no poseerlo
era una distinción fundamental; manejarlo, guardarlo y protegerlo
formaba parte de la responsabilidad de la autoridad, como se deduce del
cuidado que en estos asuntos pusieron muchos kurakas, personeros y
jilacatas, quienes, como el ya citado Don Santos Marka T’ula,
consideraban que en los documentos se guardaba la esencia de la
63
- Litigantes, abogados con o sin título.
64
- José María Arguedas. Formación de una cultura nacional indoamericana. México, 1962.
65
- Santos Marka T’ula. Cit. Pág.36.
66
- Frank Salomon. “How an Andean Writing Without Words”. En: Current Antropology. N.42, 2001.
58
comunidad. Para proteger ésta había que proteger aquellos. Un asunto
que procedía de la continua demanda de “títulos” oficiales que la justicia
les solicitaba en los cientos de pleitos interpuestos por los kurakas,
apoderados y personeros de ayllus y comunidades en reclamo de sus
tierras y bienes secuestrados por hacendados, por el Estado o por otras
comunidades. Presentarlos ofrecía posibilidades de ganar el litigio; no
presentarlos significaba perder pleito y tierras, de ahí el celo para su
conservación y el ansia de gamonales y abogados sin escrúpulos por
arrebatárselos.
En un oficio remitido por Marka T’ula puede leerse: “Poseíamos nuestros
títulos antiguos todos los representantes en esta petición, y nos los han
arrebatado... De este atentado nos quejamos ante el señor Fiscal General
de la República, reclamando nos los hagan devolver y no pudimos
conseguir nuestro objeto. En busca de dichos títulos fuimos hasta Potosí
en fecha... y a la capital Sucre en fecha... y por repetidas veces exigimos al
Notario de Hacienda de La Paz nos franquee testimonios... y nos decía que
no existían en el Archivo, y no encontramos en ninguna de las capitales ya
indicadas; en las provincias y cantones se ocultan los escritos que van de
ésta a los superiores con sus decretos, haciéndolos desaparecer cuando
tenemos alguna demanda”67. La comunidad lo recuerda así: “El título era
muy querido, por eso también mi padre sabía llorar por sus títulos”, y otro
apoderado del pueblo de Jesús de Machaka, Faustino Llanki Titi, escribía:
“Solicito a su autoridad... que me haga cargo como sangre de cacique que
soy del pueblo de Jesús de Machaka, que tenemos muy antiguos títulos
desde el tiempo del coloniaje por venta y composición por la Corona de
España”68. Otros se los aprendían de memoria y, aunque analfabetos, eran
capaces de dictar de corrido los memoriales. Marka T’ula ordenaba: “Por
eso ahora deben aprender bien todas estas mis palabras, para cuando yo
esté preso”. Otro cacique apuntaba que eran los niños los que debían
aprender rápido para poder manejar los documentos: “No sabemos leer ni
conocemos la lengua en la que está escrita la legislación y sin embargo
debemos sujetaros a ella... Solo queremos la instrucción de los niños
aborígenes para que no sufran lo que nosotros sufrimos”69. O bien usaban
otro método: depositar sus documentos en el Archivo General de la
Nación para su custodia, como hace años me comentaba el siempre
recordado Don Gunnar Mendoza, Director del Archivo Nacional de Sucre;
como se desprende de uno de los documentos que portaba Marka T’ula:
“Archivo General de la Nación. Certifica: que el indígena originario Santos
Marka Tola ha depositado en esta oficina nacional cinco expedientes
67
- Idem. Pág.23.
68
- Idem. Pág.26.
69
- Vitaliano Soria Choque. “Los caciques apoderados y la lucha por la escuela. 1900-1952”. En:
Educación indígena: ¿ciudadanía o colonización? La Paz, 1992.
59
relativos a todas las diligencias que han seguido los originarios del
departamento de La Paz, habiendo sacado de cada uno de ellos un
testimonio auténtico: los referidos expedientes se hallan archivados en
esta oficina para su catalogación. Lleva este certificado el interesado para
resguardo de su derecho. Sucre.. 1920”70.
De cualquier modo, la importancia de los papeles era tal que se les hacían
ofrendas especiales (wajt’ar) para purificarlos, dotarlos de poder ante los
tribunales y proteger a sus portadores de las fuerzas malignas que
pudieran encubrir: “Llegaban a la casa y ahí mismo... se daban ofrendas..
Venían de todas las comunidades... y se ofrecían a la laguna sagrada
Willkani.. Así amontonando papeles (títulos) se quemaba ante ellos la
ofrenda de llamas y ovejas”71.
Junto con los maestros más o menos formales, los “peritos” o los llamados
“escribanos de ayni” no podían faltar en las comunidades: algún
campesino más o menos versado en la escritura gozaba de este atributo,
llegando incluso a ejercer por esta destreza cargos de autoridad. Bilingües,
manejaban los dos códigos culturales, el indígena y el occidental,
representados por el idioma nativo y la escritura en castellano, y
trasladaban con habilidad los conceptos necesarios de uno a otro en cada
ocasión. Servían para rellenar una solicitud, escribir una carta o dar
consejos sobre un pleito, y cobraban igualmente en especie según se
tratase de un asunto u otro. Eran un seguro para la comunidad, pues
como indicaban, “los abogados nos cobran por cienes (sic) lo que no
podemos pagar por vernos en la miseria y despojados de nuestras casas y
nuestros bienes que constantemente nos usurpan, y por la intervención y
defensa de abogados nos vemos constantemente calumniados por casos
subversivos que jamás habíamos pensado... los abogados son los
causantes para que nos veamos enredados en pleitos y deben ser
castigados”72. Manuel Scorza narra73 algunos de estos esfuerzos de las
comunidades por contar con los letrados propios. Esfuerzos mantenidos
durante décadas por los comuneros para que el guambra74 más despierto
del ayllu aprendiera primero en la escuela local, luego cursara la
secundaria en la capital de la provincia, y estudiara a continuación la
carrera de derecho en la Universidad de San Marcos de Lima. Al egresar
como abogado se le llevaba de vuelta al pueblo, se le abría “oficina para el
común”, y era entonces cuando se tenía la seguridad de que no serían
estafados ni engañados por “tinterillos” ajenos y abusadores.
70
- Santos Marka T’ula... Cit. Pág.27.
71
- Idem. Pág.31
72
- Idem. Pág.28.
73
- Redoble por Rancas. Barcelona, 1984.
74
- Muchacho.
60
Siguiendo con el proyecto de las escuelas de ayllus, algunos mallkus y
kurakas avanzaron en la educación de las comunidades estableciendo
redes de escuelas: pretendían crear un núcleo central donde los mejores
alumnos vivieran en régimen de internado para su formación como
maestros indígenas, y un conjunto de seccionales en los pueblos más
pequeños donde se realizaría el primer aprendizaje. Una de estas
iniciativas fue, en Bolivia, la realizada en Warisat’a (La Paz) en 1931 por el
maestro Elizardo Pérez, donde se combinaba la instrucción en castellano,
el cálculo y las matemáticas con prácticas agropecuarias, de higiene, salud
colectiva e industrias caseras75. También en Chajnacaya (Caiza, Potosí) se
creó otra escuela de estas características en 1926, al principio
semiclandestina, que dio origen al Núcleo de Educación Indígena de Caiza
“D” en 1934, la primera escuela normal indígena de Bolivia 76. La diferencia
entre estos proyectos estribaba en que en el segundo se atendía al
aprendizaje en lengua nativa. Estas escuelas querían ser, según las
planificaron los ayllus, un “instrumento de liberación indígena..
asumiendo la necesidad de aprender a leer, a escribir y a hablar el
castellano, conocer los números, hablar la lengua de la clase dominante
para defenderse y no ser engañados... abrir los ojos y la mente hacia la
lengua y cultura del colonizador, para defenderse como personas y como
pueblo y luchar por sus derechos”77, a fin de evitar los abusos de los
patrones blancos y mistis , y de aún de los mismos curas, entre ellos el de
la “depositada”78. Pero los ancianos recuerdan cuánto les costó sacar
adelante estas escuelas, no solo por los trabajos comunitarios realizados
para edificarlas y pagar al maestro, sino por los muchos ponchos, ovejas,
chuspas,79 cántaros de chicha, gallinas y chanchos que debieron regalarles
a los inspectores del gobierno para que las dejasen funcionar.
En Ecuador, las Escuelas del Chimborazo, también en los años treinta,
fueron otro intento en la misma dirección. Similares iniciativas se tomaron
en la región peruana de Puno, y en general en todo el Perú, donde
existieron cada vez más escuelas de ayllus o escuelas comunales
centralizadas donde se fueron formando jóvenes que a su vez ejercieron
como maestros de las siguientes generaciones de indígenas y campesinos.
Poco a poco la escritura y la lectura en castellano se fueron extendiendo
75
- Lucca Citarella. La educación indígena en América Latina. Quito, 1990; Ángel Peñaranda. La
Educación Boliviana, La Paz, 1987.
76
- Todos estos datos sobre Caiza me han sido aportados por Pánfilo Yapu Condo. Ver también Elizardo
Pérez, Warisata, escuela-ayllu. La Paz, 1963.
77
- Idem.
78
- Práctica que consistía en que si un joven del pueblo deseaba casarse con una muchacha, debía llevarla
antes a la casa del cura para que pasara una semana sirviendo al sacerdote. De ahí que al hijo mayor en
algunas zonas quechuahablantes de Bolivia se le llamase kuraqwawa, es decir, hijo del cura. Una
descripción muy vivida de este abuso puede leerse en Yanakuna de Jesús Lara, editada en Cochabamba en
1952.
79
- Bolsas para guardar la hoja de coca.
61
más allá de las propuestas del Estado. Pero hubo también proyectos
oficiales, como los desarrollados por los presidentes peruanos Prado y
Bustamante80: en Ojherani (Azángaro) se crearon las Brigadas de
Culturización Indígena en los años 40, con camiones dotados de altavoces
que recorrían los pueblos, seguidas de las Brigadas Alfabetizadoras,
aunque su calado entre los campesinos no fue muy profundo debido a la
excesiva rapidez con se impartían los programas. Luego siguieron los
Núcleos Escolares Campesinos (NEC), con talleres, granjas y mini-servicios
de salud, en los cuales la comunidad, mediante mit’a, construía los
edificios y mantenía a los estudiantes, con una aportación estatal bien
escasa.
En Bolivia, tras la guerra del Chaco, y en torno al sindicalismo campesino,
se crearon en 1936 escuelas en Ucureña y Vacas (Cochabamba) y se
reivindicaron centros de enseñanza en las haciendas81. Buena parte de
estos proyectos se discutieron en los Congresos Indigenales (1943, 1945 y
1947) especialmente durante el gobierno de Villarroel, y se desarrollaron
a través de direcciones departamentales o federaciones agrarias82.
Cuando el presidente fue asesinado por la oligarquía y colgado de una
farola en La Paz, muchos de los líderes que habían defendido estas
reformas fueran represaliados, encarcelados en zonas remotas o
directamente ejecutados, como en Aykachi en 1946, donde el gobierno
llegó incluso a utilizar la aviación contra los indígenas.
Aparte de estas propuestas surgidas de las comunidades o apoyadas por
estas, a partir de la segunda y tercera década del s.XX comenzaron a
desarrollarse en la región andina las Escuelas Normales estatales,
destinadas a formar maestros para los pueblos indígenas, normativizar la
enseñanza en las provincias y atender a la inmensa población analfabeta.
A veces fueron creadas por presiones de los primeros grupos de
intelectuales indigenistas, agrupados en torno a las universidades
provinciales; otras por el peso que los Ministerios de Instrucción Pública
comenzaron a cobrar en el seno de los gobiernos, como el caso del
ministro peruano Luis Valcárcel, ya citado. Para este fin los ministerios
recurrieron a asesores extranjeros, europeos en un comienzo pero cada
vez más norteamericanos, especialmente tras las misiones Maryknoll.
En Bolivia, la primera Escuela Normal de Maestros fue establecida en
Sucre en 1909 (Misión Belga). Luego siguieron la Escuela Normal Agrícola
80
- En realidad, un esfuerzo del ministro de educación de éste último presidente, Luis Valcárcel, destacado
indigenista.
81
- Karen Claure. Las escuelas indigenales: otra forma de resistencia comunitaria. La Paz, 1989;
Roberto Choque Canqui. “La escuela indigenal: La Paz. 1905-1938”. En: Educación indígena
¿ciudadanía o colonización?. La Paz, 1992.
82
- Marta Irurozqui. “A bala, piedra y palo”. La construcción de la ciudadanía política en Bolivia.
1826-1952. Sevilla, 2000.
62
de Sopocachi (La Paz) en 1911, y otras en Umala, Colomi y Puna, en las
décadas de 1910 y 1920. En Perú, aunque también se habían creado por
las mismas fechas, las Normales fueron renovadas por la Ley Orgánica de
Educación, dictada por el presidente Manuel Pardo en 1940, en la que los
indígenas figuraban como “clase necesitada de desarrollo y modernidad”,
aplicándoseles un currículo que pretendía uniformar culturalmente al
país.
A pesar de que la mayoría de los maestros surgidos de ellas eran bilingües,
todas las escuelas rurales donde enseñaron, en nombre de esta “ideología
civilizadora”, mantuvieron la enseñanza en castellano y se relegaron las
lenguas vernáculas. Además, no cumplieron el propósito de los ayllus de
enseñar a los comuneros, porque los estudiantes que ingresaron a estas
Normales fueron casi todos mestizos de las ciudades, que luego se
negaban a marchar a los pueblos más apartados. De modo que aunque las
escuelas en el medio rural pudieron multiplicarse, solo los maestros de
peor promedio en las Normales marchaba al campo, o lo hacían como
castigo, o por tener menores influencias entre los políticos
departamentales o provinciales... Otro problema fue la marcada
estandarización de las enseñanzas, sin considerar las características
peculiares de cada ayllu, pueblo o comunidad, de modo que el maestro
siempre parecía ser extranjero en medio de una cultura y una lengua a la
que no solo no valorizaba sino que estigmatizaba como atrasada y a
combatir; y su carácter de “incuestionable” le transformaba en un
personaje intocable para muchos miembros de la comunidad, como si al
hacerlo negaran el progreso y se apuntaran al atraso de quedar sin
maestro. De hecho, queda en la memoria colectiva de muchos ayllus la
presunción de que la escuela era un lugar rígido donde castigos y golpes
forjaban a la persona, y la preparaba para el mundo que les esperaba
entre blancos y mestizos. La enseñanza quedaba restringida al lenguaje
escrito, a recitar, a la instrucción simultánea de la clase completa, con
escasa comunicación oral, y donde el ideal del maestro era un aula donde
se trabajaba duro, en silencio, y donde la palabra hablada quedaba
supeditada a la palabra escrita. Ello explica la escasa participación de
muchos niños porque, sencillamente, no hablaban castellano; o porque se
les mandaba a ir por leña para la cocina como castigo por hablar su lengua
nativa en la clase, en una educación represiva y menospreciadora hacia su
persona y cultura, hasta lograr que se avergonzara de su lengua y su
origen83.
La revolución de 1952 significó para Bolivia un impulso muy importante
para la educación. El nuevo código educativo fue promulgado en 1955,
83
- Experiencias diferentes y comparadas en: J. Calvo Pérez y J.C. Godenzzi (comp.) Multilingüismo y
educación bilingüe en América y España. Cusco, 1997.
63
extendiendo la enseñanza obligatoria y gratuita para todos, aunque se
priorizó la homogeneización cultural, la castellanización y
occidentalización de los alumnos indígenas84. En el Perú fue durante el
gobierno de Velasco Alvarado (1968) cuando las escuelas se extendieron
prácticamente por todos los pueblos, aunque en similares condiciones a
las ya expuestas. Y en Ecuador la presión de algunas organizaciones
indígenas y comunitarias fue consiguiendo lentamente lo que los
gobiernos apenas aceptaron85.
Quedó por tanto en pie el viejo reclamo de los ayllus: la enseñanza en su
lengua, en su cultura, en su medio. Comenzó la batalla por la Educación
Intercultural Bilingüe (EIB). Querían evitar que, en el mejor de los casos, el
bilingüismo de algunos maestros solo sirviera como puente para enseñar
el castellano, siendo, al final del proceso, las lenguas nativas ignoradas y
relegadas. O que se entendiera la alfabetización, realizada en castellano,
como un proceso tras el cual el indígena solo sabía garabatear su nombre.
Como han señalado algunos especialistas, “enseñar las primeras letras a
alguien que no habla ese idioma, o lo hace muy deficientemente, es
simplemente ridículo”86. El resultado, al día de hoy, es que la proporción
de indígenas en las tasas globales de analfabetismo y deserción escolar en
América Latina es altísima. A la vez, los países de mayor población
porcentual indígena son los más analfabetos.
La batalla por cambiar las cosas a través de una educación bilingüe e
intercultural viene, pues, de antiguo87. En Perú, varios intelectuales locales
propusieron a principios del s.XX (en Puno y en Cusco) una
estandarización pedagógica del quechua, y procuraron habilitarlo para la
docencia88. Ya comentamos los intentos en La Paz y Caiza de llevar
adelante programas bilingües en los años treinta. Pero no será hasta la
década de 1990 cuando pudo ser puesto en práctica con una cierta
eficacia. Primero, con el reconocimiento en las Constituciones de
Colombia, Ecuador, Perú y Bolivia, de las lenguas autóctonas y del
plurilingüismo de sus sociedades. Después, con la puesta en marcha de
programas específicos para que este derecho fuese reconocido y
desarrollado en los procesos educativos, normalmente mediante decretos
y leyes que ampliaban y concretaban el articulado constitucional en esta
84
- Marcelo Sanjinés. Educación rural y desarrollo en Bolivia. La Paz, 1968.
85
- J. Sánchez-Parga. “Formas de la memoria. Tradición oral y escolarización”. En: Pueblos Indígenas y
Educación. N.6, Quito, 1988.
86
- Juan de Dios Yapita. “La afirmación cultural aymara”. En: Xavier Albó (comp..) Raíces del mundo
aymara... Cit. Pág. 210.
87
- Carlos Iván Degregori. “Del mito de Inkarri al mito del progreso: poblaciones andinas, cultura e
identidad nacional”. En: Socialismo y participación, N.36, Lima, 1986; Id. “Educación y mundo andino”.
En: Inés Pozzi-Escott, Madeleine Zúñiga y Luis Enrique López, (eds.) Educación Bilingüe Intercultural.
Reflexiones y desafíos. Lima, 1991.
88
- Carlos Contreras. “Maestros, mistis y campesinos en el Perú rural del s.XX”. IEP, Documentos de
trabajo, N.80, Lima, 1996.
64
materia. Procesos en los que, una vez más, las autoridades indígenas y
campesinas han querido estar presentes y participar en ellos para que se
cumplan, al fin, sus expectativas89. Presencia y participación oficiales que
apenas han conseguido todavía90.
Los primeros años de la EIB fueron titubeantes, de experimentación y
aislamiento respecto de los sistemas educativos regulares. La falta de
apoyos oficiales hizo depender a estos programas de diversas
instituciones internacionales, casi siempre ONG’s, de escasa continuidad y
abundante dispersión de métodos, objetivos y alcances, cuando no
marcadamente sesgados por intereses empresariales o religiosos. Otros
problemas fueron la falta de un sistema de escritura convencional para
muchas de estas lenguas nativas, de normalización lingüística, la carencia
de materiales didácticos, de personal especializado... Como ha señalado
Víctor Hugo Torres91, muchas propuestas surgieron a partir de las
estrategias concretas de ciertas comunidades, de acuerdo a su particular
contexto socio cultural, privilegiando escenarios locales, con lo que el
sistema quedó excesivamente atomizado y resultó difícil formular
proyectos más abarcadores. Pero el concepto de bilingüismo y
biculturalismo se fue abriendo paso, introduciéndose en la enseñanza
aspectos culturales indígenas, aunque desde su concepción más
tradicional (familia, comportamientos sociales, cotidianidad, ritualidad...)
Fue en los años 90 cuando los gobiernos comenzaron a oficializar este tipo
de enseñanza, regulándola legalmente y creando organismos
competentes al interior de los ministerios de educación92. En Perú estaba
oficializada desde la época de Velasco Alvarado, luego desmantelada y
vuelta a oficializar en 1982. En Bolivia, se reguló en 1992, culminando en
1994 con la ley de Educación Intercultural Bilingüe, de la mano del primer
vicepresidente aymara del país, Víctor Hugo Cárdenas93. En Ecuador se
creó la Dirección Nacional de EIB en 1988, y en Chile la CONADI en 1995.
En muchos casos la EIB solo se ha dictado al nivel primario, y apenas
supera los tres primeros grados, por los que son considerados “programas
de transición” a la educación nacional reglada. Pero en sus propósitos se
declara intercultural, porque promueve la afirmación y la práctica del
educando indígena en su propia cosmovisión, en lo cultural, lo social y lo
científico, apropiándose selectiva y críticamente de otros elementos
culturales de las demás sociedades de su entorno; y bilingüe, porque
propicia la enseñanza y el manejo de las lenguas indígenas como
89
- Elvio Miranda Zambrano. Educación Bilingüe Intercultural. UNSAAC, Cusco, 1990; Dense Arnold y
Juan de Dios Yapita. El rincón de las cabezas. Luchas textuales, educación y tierras en los Andes. La
Paz, 2000.
90
- Rodrigo Montoya. Por una Educación Bilingüe en el Perú. Lima, 1990.
91
- Interculturalidad y Educación Bilingüe. Encuentros y desafíos. COMUNIDEC, Quito, 1994.
92
- Roberto Choque. Educación Indígena. Taller de Historia Oral Andina. La Paz, 1992.
93
- Plan Nacional de Acción Educativa de Bolivia. Ministerio de Educación. La Paz, 1996.
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instrumento de aprendizaje y comunicación, y del castellano como lengua
de relación intercultural, de modo que se conviertan en idiomas
polifuncionales.
Por tanto, y como señala el ecuatoriano Víctor Torres, “la EIB ayuda a la
identificación del pueblo indígena con su cultura y su lengua, desarrolla la
valoración y autovaloración como pueblo, a no ser sujeto de la
explotación sino de la liberación, a reconocer el pasado histórico y a
reivindicar la cultura”94.
En todas estas formulaciones y planteos hay, además, un claro propósito
de denuncia contra la globalización educativa que diversos organismos
internacionales intentan extender (sobre todo el Banco Mundial y el FMI)
en el continente latinoamericano, con la aquiescencia -cuando no la
complicidad- de algunos gobiernos: “La reforma neoliberal profundiza la
desigualdad, porque el ajuste que realiza consiste en producir el
desfinanciamiento del sistema de instrucción pública, y el establecimiento
de teorías, acciones, reglas, proposiciones, conceptos, dispositivos y
costumbres que producen una distribución de los saberes más injusta,
más elitista, más concentrada socialmente, más centralizada
regionalmente y más dependiente internacionalmente”, señala Adriana
Puigrós95. Por ello la EIB es, además de una demanda, una necesidad
urgente.
En Bolivia se ha intentado ampliarla gradual y progresivamente a todo el
sistema educativo, mientras en otros países el objetivo es mantener la
enseñanza prolongada de la lengua originaria y el fomento del
bilingüismo, a la vez que la universalización del uso del castellano 96. Desde
La Paz se ha implementado el Servicio Nacional de Alfabetización y
Educación Popular (SENALEP) que trabaja en lenguas originarias aymara y
quechua; se han organizado también cursos nacionales de EIB para
maestros rurales97, y con la Ley de Reforma Educativa de 1994 se ha
seguido apoyando al viejo sistema nuclear (rurales y urbanos) diseñado
por los ayllus a principios del s.XX, manteniendo sus postulados de luchar
por la transformación integral de la sociedad para que ésta sea más justa
e intercultural.
En Ecuador, donde el programa ha sufrido diversas interferencias por
parte de algunas autoridades gubernamentales, se han ido creando centro
educativos comunitarios en la mayor parte de las nacionalidades
indígenas a través del MOSEIB (Modelo del sistema de EIB) promoviendo
94
- La escuela india. Quito, 1992.
95
- “Educación y sociedad en América Latina de fin de siglo: del liberalismo al neoliberalismo
pedagógico”. Revista EIAL, n.10, 1999.
96
- Educación y poblaciones indígenas en América Latina. UNICEF, Bogotá, 1993.
97
- Hacia una educación Intercultural Bilingüe. Confederación Sindical Única de Trabajadores
Campesinos de Bolivia. La Paz, 1991.
66
la “valoración y recuperación crítica de la cultura de sus ancestros”,
contribuyendo al fortalecimiento social de las respectivas etnias mediante
procesos de socialización, descentralización y autonomía, y previendo la
participación activa de los líderes comunitarios y docentes de cada
escuela. En el sur ecuatoriano, algunas comunidades como los Saraguro
por ejemplo, han desarrollado interesantes experiencias en torno a la
escuela quichua Inti Raymi. En Perú el modelo ha ido desarrollándose
paulatinamente98, y en él la participación de las facultades de educación
de las universidades en los departamentos serranos ha sido muy
importante, al igual que la de algunos colectivos docentes y de líderes
comunitarios99. En la zona de Azángaro y Puno, donde ha sido tradicional
el bilingüismo quechua-castellano, o incluso el trilingüismo con el aymara,
los resultados han sido exitosos, aunque en la escritura el castellano sigue
siendo utilizado casi con exclusividad100. En Argentina, Chile o Colombia,
todavía se están discutiendo buena parte de estos proyectos.
Diversas comunidades indígenas se muestran reticentes a este tipo de
enseñanza, no por sus objetivos -que al fin y al cabo son los que llevan
años pretendiendo alcanzar- sino por la realidad de su puesta en marcha:
Primero porque el estado no ha aportado los recursos necesarios como
para que los profesores bilingües, que han de salir de las mismas
comunidades, puedan efectivamente lograr una buena formación por
falta de apoyos económicos; en cambio, hay un alto número de
educadores monolingües en castellano que alcanzan un nombramiento en
los centros de EIB, y ello implica que, para algunos dirigentes indígenas, la
escuela no es el lugar adecuado para enseñar a sus niños su lengua y
modo de vida, máxime cuando esta enseñanza es dictada por
desconocedores de ellas, temiendo se produzca un enjuague cultural y la
pérdida de sus tradiciones ancestrales. Segundo porque el Estado no dota
a las escuelas de suficientes y adecuados textos escolares ni bilingües ni
en lenguas originarias, con lo que la mayor parte de la enseñanza sobre
estos manuales se tiene que hacer solo en castellano. Tercero, porque
muchas de estas escuelas carecen de seguimiento, asesoramiento o
evaluaciones competentes, y debido a ello los programas acaban por
perder la mayor parte de sus lineamientos. Y cuarto porque, ante estos
problemas enunciados, tanto docentes como alumnos acaban manejando
ambas lenguas con un notable grado de interferencia entre ellas, y
98
- Política Nacional de Educación Bilingüe y Educación Intercultural. 1991-1995. Ministerio de
Educación. Dirección General de Educación Bilingüe. Lima, 1991.
99
- Patricia Ames. “Mejorando la escuela rural: tres décadas de experiencias educativas en el Perú”, IEP,
Documentos de Trabajo, 96, Lima, 1999; Id. “Las prácticas escolares y el ejercicio del poder en las
escuelas rurales andinas”, IEP, Documentos de Trabajo, 102, Lima, 1999; Id. Para ser iguales, para ser
distintos. Educación, escritura y poder en el Perú, Lima, 2002; Virginia Zavala. Desencuentros con la
escritura. Escuela y comunidad en los Andes peruanos. Lima, 2002.
100
- Andrés Arias Lizares. “Propuesta de educación en el Altiplano”. En: Allpanchis, N.31-53, Lima 1999;
Manuel Valdivia Rodríguez. “La educación en Puno”. En: Allpanchis, N.31-53, Lima 1999.
67
terminan por no hablar correctamente ni el castellano ni la lengua
indígena. En Ecuador, por ejemplo, es corriente en las escuelas el uso de
un “Quichuañol” o “Chaupi Lengua”101.
De cualquier manera, y a pesar de estas deficiencias, la EIB ha demostrado
que tiene mucho camino que recorrer, pero que está en la dirección
adecuada para que estas comunidades puedan afirmar sus derechos
como ciudadanos y defender sus derechos como indígenas.
101
- Chaupi, mitad, centro.
68
Final, por ahora.
Awkiñas ch’amawa
Taykañas ch’amawa
Waynitu q’ax q’ax q’ax.
Ser viejo es difícil
Ser vieja es difícil
Ser joven, fuerte fuerte fuerte102.
Por tanto puede deducirse que con todas estas energías sociales,
culturales, lingüísticas, políticas y económicas que se desprenden de los
universos indígenas andinos, no se trata de regresar a los tiempos idílicos
del Tawantinsuyu. Pero, como concluyen muchos autores, detrás de los
mil y un movimientos indígenas, de cada pueblo, de cada comunidad, de
cada asamblea, de cada comité de vecinos, de productores, de regantes,
de artesanos, de cada grupo de mujeres organizadas, hay una historia
larga y pesada de lucha por su independencia, su autonomía, su
educación y su libertad; en su cultura, en su tierra, cerca de sus Huacas,
sus Apus y sus Supay. O en otro lugar, distante y diferente, adonde les
llevó la emigración, construyendo desde sus raíces nuevos horizontes. El
día que los indígenas originarios dejen de ser considerados por el Estado
Nacional como el sector mas bajo de la escala social, el que debe ser
incorporado a empellones a la vida globalizada, se les conozca en su
riqueza de siglos, se les reconozca el tesón demostrado en tantos años de
luchas, se les conceda la autonomía por la que tanto han peleado, de la
que deben gozar para su gobierno y organización, y se les admita sin
complejos ni racismos como parte constitutiva y fundamental de la
ciudadanía republicana, sin que ello les lleve a renunciar a sus
identidades, en estados pluriétnicos y pluriculturales, seguramente
estarán comenzando a vencerse estos quinientos años terribles que
cargan a sus espaldas.
102
- Baile Awki-Awki. Tradición Aymara. Estribillo cantado.
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