ESTRADA, HUGO (SDB) - para Mi, ¿Quien Es Jesús
ESTRADA, HUGO (SDB) - para Mi, ¿Quien Es Jesús
ESTRADA, HUGO (SDB) - para Mi, ¿Quien Es Jesús
Puede imprimirse:
Pbro. Lic. Heriberto Herrera, s.d.b.
Provincial de los Salesianos en Centroamérica
Unas Preguntas
1. PARA MÍ, ¿QUIÉN ES JESÚS?
Segunda conversión
En nuestra vida deben darse dos conversiones; una es la ingenua
conversión de nuestra niñez. Con facilidad el niño acepta todo lo que le
dicen cuando se prepara para su primera comunión. Lo determinante es la
conversión en la edad adulta. El sí definitivo que se le debe dar al Señor
cuando ya no somos niños. Son muchas las personas que nunca han tenido
un encuentro personal con el Señor; se han contentado con vivir un
cristianismo de «ambiente»; en el fondo de sus corazones nunca le han dado
un sí definitivo al Señor.
Santa Teresa cuenta que ella tuvo su segunda conversión hacia los
cuarenta años. Este dato es muy impresionante porque esta santa había
vivido en un convento desde su niñez.
Mientras una persona no haya llegado a su segunda conversión, se dará,
muchas veces, en su vida una ambigüedad con respecto a la religión. Muchas
familias van a misa para navidad, cantan villancicos, y luego vuelven a sus
casas para celebrar una fiesta pagana. Los novios se presentan ante el altar
para recibir la bendición de Dios; pero al domingo siguiente ya no van a
misa, y no vuelven a rezar juntos. Muchos llegan a la iglesia el día domingo;
están en su banca muy devotos, muy religiosos; pero durante la semana
viven como si no fueran cristianos. A estas ambigüedades se llega porque la
personas no han tenido su segunda y auténtica conversión.
Pedro le acababa de decir a Jesús: Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios; pero
cuando Jesús comenzó a explicarles que debía ir a Jerusalén para que lo
crucificaran, Pedro se lo llevó aparte para decirle que no debía permitir eso.
Jesús lo llamó SATANAS; porque Pedro estaba repitiendo la tentación del
espíritu del mal en el desierto; quería apartar a Jesús de su cruz.
Pedro no aceptaba un Mesías derrotado. Pedro, como los demás del
pueblo judío, quería un Mesías triunfador que aplastara a los enemigos del
pueblo de Israel.
Muchos cristianos no quieren un Jesús con cruz. Un Jesús que exija
compromiso, sacrificio. Quieren un Jesús que deje vivir en paz. Optan por
una «religión» más cómoda que consista en prácticas piadosas, en
procesiones, flores, candelas, peregrinaciones, novenas. Todo este
ritualismo, si no leva a un cambio de vida, es vano. Hasta puede convertirse
en superstición, en idolatría.
En nuestra iglesia, lastimosamente, todavía prevalece mucho el
«sacramentalismo»; muchos acuden rutinariamente a la confesión, a la
comunión, a la unción de los enfermos, sin las debidas condiciones; casi
creen en un valor mágico de los sacramentos. Tienen miedo de tomar la cruz
de Jesús y por eso se agarran de prácticas piadosas para tranquilizar su
conciencia, para hacerse pasar por cristianos, cuando, en realidad, son unos
paganos llenos de supersticiones. Mientras no llegue la «segunda
conversión» en el individuo pueden engañarse a sí mismo: puede creerse
cristiano, cuando, en realidad, es un pagano que se ha aferrado a ciertos ritos
religiosos para «tener contento a Dios», y que no le suceda nada malo.
Hubo un momento en que el mal ladrón simuló ser religioso; estaba
crucificado junto a Jesús, y le dijo: Si eres el Hijo de Dios, bájate de la cruz
y bájanos a nosotros. Parecía una oración; pero era la desesperación de
alguien que se dirigía a Jesús; no porque lo amara, sino porque quería
servirse de Jesús para que lo bajara de la cruz. Muchas de las prácticas
religiosas de nuestro pueblo -mal llamada, a veces «religión popular»- no
son más que un repetir la actitud del mal ladrón: se acude a Jesús no porque
se le ame, sino porque se quiere ser bajado de la cruz de la enfermedad, del
sufrimiento, del apuro económico.
Cuando Jesús vio que se querían servir de él con fines no espirituales, fue
muy tajante y les advirtió a sus apóstoles que si se querían llamar sus
discípulos, tenían que «negarse a sí mismos y tomar su cruz» (Mc 8, 34).
También les puntualizó que si querían ser sus seguidores, tenían que perder
su vida para ganarla (Mc 8, 35).
¿Qué significa negarse a sí mismo? En nosotros existen dos
personalidades: la del hombre viejo y la del hombre nuevo. «El hombre
viejo» nos inclina hacia lo fácil, lo torcido, lo impuro. El «hombre nuevo»
apareció en nosotros el día de nuestro bautismo; el hombre nuevo nos lleva
por un difícil camino del Evangelio. Cuando le decimos no a nuestro hombre
viejo, le decimos sí a Jesús, y tomamos la cruz de nuestro compromiso y
responsabilidades de cristianos.
Perdemos nuestra vida, cuando ante oportunidades fabulosas que el
mundo nos exhibe, pero que implican injusticia, falsedad, corrupción, le
decimos no al mundo, y pasamos por «grandes tontos» ante el criterio
mundano. Perdemos ante el mundo; pero ganamos nuestra vida para Dios.
Escojamos el camino estrecho, la puerta angosta se la salvación que Jesús
nos señala. Estas directivas evangélicas son muy estrictas y, por eso, los que
tienen miedo de tomar la cruz de Jesús, mejor se agarran de algunas
prácticas piadosas por medio de las cuales pretenden se buenos cristianos.
¿Sociedad cristiana?
Muchas opiniones
El evangelio de San Juan describe bellamente los pasos que dio Nicodemo
para descubrir quién era Jesús. Una noche fue a visitarlo -no quería todavía
dar la cara- y le dijo a Jesús: Si no vinieras de Dios, no podrías hacer los
milagros que haces (Jn 3, 2). Nicodemo había venido siguiéndole la pista a
Jesús. Lo había escuchado y lo había visto actuar milagrosamente. Según él,
tenía la clave en sus manos. Jesús le rectificó algo que él, nunca se hubiera
podido imaginar. Le dijo que tenía que «volver a nacer» del «agua» y del
«Espíritu». Jesús le subrayó a Nicodemo que el llegar a descubrirlo como el
Hijo de Dios requería, además de la inteligencia, la acción directa del
Espíritu Santo.
Esta es una verdad que muchos todavía no han descubierto. Creen que se
puede conocer a Jesús solamente a través de los libros. La inteligencia, nos
acerca a Jesús, los signos que vemos fuera y dentro de nosotros, nos acercan,
como Nicodemo, a Jesús, pero necesitamos la «luz que viene de lo alto»:
necesitamos el poder del «Espíritu Santo» que nos ayude a romper el
envoltorio que recubre la figura humana de Jesús.
Cuando Pedro descubrió quién era Jesús, dijo: Tú eres el Cristo el Hijo de
Dios vivo (Mt 16, 16). Jesús lo hizo razonar asegurándole que no era «la
sangre y la carne» -su intelecto de pescador- el que lo había llevado hasta ese
descubrimiento; había sido Dios por medio de su Santo Espíritu el que lo
había iluminado para llegar a ese descubrimiento (Cfr. Mt 16, 17).
Con nuestras solas fuerzas humanas no podemos llegar a saber quién es,
Jesús. Necesitamos el poder del Espíritu Santo. Para llegar a El, son
indispensables la razón y la iluminación de Dios.
Los maestros de este mundo para ganar prosélitos prometen cosas
halagadoras... la gente va tras ellos esperando que se realicen todas esas
promesas. Si quisiéramos hacer una síntesis de lo que prometen esos
maestros, diríamos que ellos van diciendo que en sus alforjas llevan
SALUD, DINERO y AMOR. Y, por eso muchas personas llevan cadenas,
pulseras, incienso, ceniza, toda clase de amuletos. Sus famosos maestros les
han asegurado que allí esta la solución de sus problemas.
Jesús no andaba buscando prosélitos fáciles. Cuando los apóstoles
descubrieron que Jesús era el Hijo de Dios, Jesús no les prometió la solución
de todos sus problemas, sino que les garantizó que lo llevarían a la cruz, y
que si ellos querían ser sus discípulos, tendrían también que tomar su cruz y
seguirlo.
El cristianismo lo definió Jesús como un «camino estrecho» (Mt 7, 14). El
cristiano es el que no quiere ir por donde va el montón, sino por donde va
Jesús, que es una senda de justicia, de verdad, de servicio. Un camino
estrecho. Por eso el cristianismo sabe que le toca llevar una cruz.
Cuando Jesús habló de que lo llevaría a la cruz, sabía bien lo que decía.
Cuando él era niño de 11 años, un hombre llamado judas galileo se había
rebelado contra el dominio romano. La conjuración había sido aplastada y
2000 personas habían sido crucificadas. Toda la gente supo qué era morir en
la pena máxima, en la cruz. Jesús hablaba de algo espantoso. A sus
seguidores les dijo precisamente que eso era lo que a El le esperaba. Y que si
querían llamarse sus «discípulos» también ellos debían llevar una cruz.
Este es un punto álgido para muchos en el seguimiento de Jesús. Buscan
un Jesús fácil; un Jesús que no hable de «camino estrecho», un Jesús sin
exigencias, un Jesús bonachón que sólo predique paz y amor, y no exija nada
para conseguir esa verdadera paz y ese amor, que son tan distintos de la paz
y el amor que el mundo promete. Por eso tienen miedo de decirle al Señor
que quieren ser sus discípulos, y se quedan como simples «oyentes» de
Jesús, como admiradores de Jesús, y no como verdaderos discípulos.
Alguna persona, a veces, alega: “Yo no creo que Jesús haya existido”.
Está persona no esta exponiendo bien su dificultad con respecto a Jesús. Que
Jesús haya existido, no es ningún problema, como no es problema la
historicidad de Napoleón, o Hitler. Hasta historiadores paganos, como
Suetonio y Tácito, hablan de Jesús como un personaje histórico. Lo que sí es
problema para muchos es saber si de veras Jesús es Dios como El lo afirmó.
Para nosotros los cristianos es fundamental profundizar en la personalidad
de Jesús, pues toda nuestra religión esta centrada en la persona de Jesús. Si
Jesús de veras es Dios, entonces la Biblia para nosotros es Palabra de Dios,
pues Jesús mismo la afirmó. Si Jesús es Dios, entonces nos aferramos
totalmente a su mensaje con respecto la más allá y a los principios morales
que El enseño de parte de Dios.
Un día, mientras Jesús caminaba con sus apóstoles, les pregunto: ¿Qué
dice la gente de mí? (Mt 16, 131). Los apóstoles le expusieron al Señor las
opiniones que circulaban en el ambiente con respecto a El. En la actualidad,
también superabundan las teorías acerca de Jesús. Para unos no pasa de ser
un gran moralista; otros lo respetan como un filósofo; hay quienes lo quieren
presentar como un revolucionario al estilo del Che Guevara. Jesús a sus
apóstoles les pidió que se definieran con respecto a El; les dijo: Y ustedes,
¿qué piensan de mí? (Mt 16, 15).
A todo cristiano el Señor le pide que se defina con respecto a El. Si toda
nuestra creencia se basa en el mensaje de Jesús, debemos estar plenamente
convencidos acerca de la personalidad de Nuestro Señor Jesucristo.
Nuestra información acerca de Jesús la encontramos esencialmente en los
Evangelios. Hay que partir del hecho que los Evangelios no intentan darnos
una “biografía de Jesús”. La intención de los escritores de los Evangelios fue
más bien esbosarnos el MENSAJE DE JESUS, y respaldarlo con algunos
hechos de su vida. Creemos firmemente en los Evangelios, ya que sus
autores brillaron ante sus comunidades por su santidad de vida y fueron
testigos oculares de lo que nos narraron. El Evangelista San Juan nos dice:
Lo que hemos visto y oído eso les contamos. Es de sumo interés ver cómo
nos muestran a Jesús los cuatro evangelistas.
Se presentó como el enviado
San Lucas, en su capítulo cuatro, relata que Jesús, a los treinta años, se
hizo presente en la sinagoga de su pueblo Nazaret; tomo el rollo de la
Escritura y, comentando el pasaje de Isaías 61, El Espíritu del Señor está
sobre Mí y me ha enviado, aseguró: Hoy se ha cumplido esta Escritura.
Muchos se sorprendieron. Jesús no hizo ninguna ratificación. Se presento
como el enviado de Dios, anunciado en las Escrituras.
Jesús en su enseñanza no era como los maestros de la ley; ellos citaban
continuamente a las grandes autoridades: “Como dice Yahvé”; “como se
encuentra en el libro de Isaías”; “como dice el gran maestro tal”. Jesús
simplemente decía: Yo les digo... Antiguamente se les dijo... pero yo digo.
Las afirmaciones de Jesús desconcentraron a los grandes líderes religiosos
del pueblo judío. Jesús decía: Yo soy la luz del mundo (Jn 8, 12). Yo soy la
resurrección y la vida (Jn 11, 25). Yo soy el camino, la verdad y la vida (Jn
14, 6).
Al mismo tiempo que hablaba continuamente de sí mismo, era el hombre
más humilde; servía a todos. Uno de sus últimos gestos fue lavar los pies a
sus apóstoles, un oficio que sólo era de los esclavos de aquel tiempo.
Jesús hizo temblar a los dirigentes religiosos cuando se presentó como el
MESÍAS, anunciado por los profetas. Mesías, en hebreo, significa UNGIDO.
En Griego se dice Cristo. En la antigüedad se ungía a los reyes, a los
sacerdotes, a los profetas. Jesús, más que usar la palabra Mesías, emplea la
expresión Hijo de Hombre. Esta expresión era la que había adoptado el
profeta Daniel para hablar del futuro MESÍAS (Daniel cap. 7). Según los
estudiosos de la Bíblica, Jesús prefirió la expresión HIJO DEL HOMBRE,
en vez de Mesías, para no causar zozobra entre el pueblo. Muchos esperaban
al Mesías como líder político que los libraría del poder de Roma. Por eso
Jesús en el Evangelio, continuamente se llama a sí mismo el Hijo del
Hombre.
Para Jesús era lo normal afirmar que era Dios. El Padre y yo somos una
misma cosa (Jn 10, 30), le dijo a Felipe, que le pedía: Señor, muéstranos al
Padre (Jn 14, 9). A Tomás le aclara. El que me ve a mí, ve al Padre. Después
de la Resurrección, se le apareció a Tomás; el apóstol cayó de rodillas y dijo:
Señor mío y Dios mío. Jesús no le impidió que se hincara y que lo “adorara”
como Dios. Como su Señor.
Uno de los escándalos más grandes para los dirigentes religiosos fue
cuando Jesús le dijo a un paralítico que le iba a “perdonar sus pecados”. Los
especialistas de las Escrituras, allí presentes, comentaban que sólo Dios
podía perdonar los pecados. Jesús para probar que El “podía perdonar los
pecados”, curó al paralítico. También a María Magdalena le aseguró que,
debido a su amor, le eran perdonados sus “muchos pecados”.
La vida de Jesús está tachonada de “milagros”. San Juan, más que llamar
“milagros”, a los hechos maravillosos que Jesús realizaba, se refiere a ellos
como “señales”. San Juan construye su Evangelio alrededor de siete señales
que son como “explicaciones” de lo que era Jesús. En Caná de Galileo,
cuando Jesús cambia el agua en vino, el evangelista señala que con Jesús ha
comenzado “la nueva religión”. Jesús multiplicaba los panes, y luego dice:
“Yo soy el Pan de Vida”, y, en esa forma, preanuncia la Eucaristía, la Cena
del Señor, que instituirá el día jueves santo. Jesús resucita a Lázaro, y, antes
de hacerlo, afirma: “Yo soy la resurrección y la vida”. Para el Evangelista
San Juan, las señales, que realiza Jesús, son la explicación de quién es Jesús.
En los “milagros““ de Jesús no se busca de ninguna manera hacer “alarde
de fuerza”, de poder, sino, sencillamente, socorrer al “necesitado”, y ayudar
a todos los que participan del “suceso maravilloso” a reflexionar acerca de
Jesús como el enviado de Dios. En los “milagros” de Jesús no debemos
buscar lo espectacular o una explicación de tipo científico, sino más bien la
confirmación del mensaje de Jesús. Ante los que se asombraban porque
Jesús afirmaba que le perdonaba los pecados al paralítico, Jesús dijo: Pues
para que vean que tengo poder de perdonar los pecados, toma tu camilla y
vete a tu casa (Lc 5, 24), y el paralítico quedó curado al instante.
El Evangelio narra que los dirigentes religiosos enviaron a unos guardias
para que apresaran a Jesús. Cuando llegaron, Jesús estaba predicando;
prudentemente esperaron que finalizara su plática para entrar en acción. Sin
querer, que escuchar su mensaje. Regresaron a sus jefes sin llevar a Jesús, y
expresaron el motivo: Nunca nadie había hablado como El. Este era también
el parecer del pueblo sencillo, que lo oía sin prejuicios; al escucharlo decían:
¿Dónde aprendió éste esas cosas?... Nos habla con autoridad y no como
nuestros maestros (Mc 1, 22).
Todos los hechos y dichos de Jesús confirma que es el HIJO DE DIOS. Su
personalidad, la santidad de su vida, sus milagros no dejan la mayor duda
acerca de que, de veras, Jesús es el Mesías anunciado por las Escrituras.
¿Quien es éste?
¿Maestro o Señor?
Jesús fue tajante cuando dijo: ¿Por qué me llaman Señor, si no hacen lo
que yo digo? (Lc 6, 46). En nuestros tiempos han parecido muchos
movimientos llamados de Jesús. Ha habido mucho entusiasmo; Jóvenes que
llevan «posters» de Jesús; camisolas con la imagen de Jesús; pero esos
mismos entusiastas de Jesús llevan una moral distinta a la del Evangelio. Se
han fabricado una religión a su manera.
Jesús, en la última Cena, les dio a los apóstoles una clave para saber si
eran auténticos discípulos, les dijo: Si ustedes me aman, practicarán mis
mandamientos. No podemos decir que Jesús es nuestro Señor, si no
practicamos sus mandamientos. Nuestra gran tentación consiste en llevar en
el bolsillo unas tijeras para recortar de los mandamientos; o para tijeretear
algún pasaje del Evangelio que nos resulte molesto.
Jesús advirtió: No todo el que diga: Señor, Señor, entrara en el reino de
los cielos, sino el que haga la voluntad del Padre que está en el cielo (Mt 7,
21). No basta ser «entusiasta» de Jesús para que él sea el Señor de nuestra
vida. Hay que cumplir todos sus mandamientos.
El Señor, además, especificó que todo sus mandamientos, toda la Biblia,
la ley y los profetas, se resumían en un solo mandamiento: amar a Dios y al
prójimo (Mt 22, 38-40). Es el mandamiento más difícil. Es fácil caer en la
tentación en que incurrieron el sacerdote y el levita de la parábola: ellos
quería encontrar a Dios sólo en el templo. Por eso evadieron, olímpicamente,
al malherido que estaba a la vera del camino. Pero Dios estaba allí en ese
necesitado. El sacerdote y el levita no pudieron encontrar a Dios ese día
porque no abrieron bien los ojos de la fe para reconocer a Dios en la figura
demacrada del malherido, que reclamaba su ayuda, a la vera del camino.
No podemos asegurar que Jesús es el Señor de nuestra vida, mientras no
nos hayamos especializado en reconocerlo a través de los varios «disfraces»
con que se nos presenta. Jesús dice: Todo lo que ustedes les hagan a estos
mis hermanos pequeños, a mí me lo hacen. No habla Jesús de lo que
hacemos a nuestros amigos, a las personas importantes, se refiere a los más
pequeños, los necesitados, los enfermos, los marginados.
Jesús no es todavía el Señor de nuestra vida, si no hemos aprendido a
descubrirlo en los más necesitados, que son los retratos más perfectos de
Jesús.
Camino, verdad y vida
Indispensable proclamar
San Pablo, como buen maestro espiritual, señaló algo indispensable para
el que se quiera llamar discípulo de Jesús; dijo Pablo: Si confiesas con tus
labios que Jesús es el Señor, y crees en tu corazón que Dios lo resucito,
entonces alcanzarás la salvación (Rm 10, 9).
Hay que creer con el corazón; debe se una experiencia de vida. En
segundo lugar, hay que proclamar a Jesús como Señor. Este es un punto muy
débil para muchos laicos. En nuestra iglesia ha predominado durante muchos
años el «clericalismo». Se ha «demostrado» al laico; y por eso, el laico hasta
ha llegado a creer que la proclamación del mensaje es oficio del religioso,
del sacerdote. Según Pablo en su carta a los romanos, la proclamación está
íntimamente conectada con la salvación del individuo.
En la vida del buen ladrón se patentiza cómo su conversión lo lleva a
proclamar a Jesús como Rey, Señor.
El buen ladrón comienza insultando a Jesús, blasfemando. Al permanecer
durante varias horas junto a la cruz de Jesús, escucha sus palabras que tocan
su corazón, y se convierte. Primero confiesa sus pecados; le dice al otro
ladrón que ellos con razón están allí por ser delincuentes, pero que Jesús es
justo. Luego se dirige a Jesús rogándole que le acepte en su reino. Muy
elocuente esta escena: cuando el buen ladrón entrega su corazón a Jesús,
siente la urgencia de proclamarlo como Rey, Señor y le pide un lugar en su
reino: Acuérdate de mí cuando estés en tu reino.
Abundan los cristianos «de armario»; sólo son cristianos dentro de la
iglesia. Fuera de la iglesia nadie los distingue como seguidores del Señor por
su manera de ser y de hablar. Señal de que una persona se ha convertido en
profundidad, es que comienza a sentir la urgencia de llevar el mensaje de
Jesús a los demás. Señal de que una persona es un seguidor mediocre de
Jesús es que tiene temor de hablar de las cosas de Dios.
¿Jesús o Barrabás?
Hijo de Dios
Los del pueblo de Israel durante siglos soñaban con un Mesías prometido
que sería enviado de Dios. Lo habían idealizado tanto, que lo llegaron a
fabricar a su manera. Esperaban un Mesías político, lleno de poder y de
riqueza; creían que ese Mesías los libraría del yugo romano que los
humillaba. La gran sorpresa del pueblo judío fue que Jesús, que se
presentaba como Mesías, como enviado de Dios, no nació en un palacio,
sino en un pesebre. No llegó rodeado de soldados y cortesanos. Era un
humilde carpintero que predicaba el perdón, la mansedumbre, la pureza, la
justicia, el amor.
San Juan, en su Evangelio, da cuenta del rechazo de Jesús, cuando
escribe: El mundo no le conoció. Vino a los suyos, y los suyos no lo
recibieron (Jn 1, 10-11). El “mundo”, en san Juan, significa lo contrario al
Evangelio. Lo que se opone a la luz. Cuando san Juan afirma que Jesús vino
“a los suyos” se refiere al pueblo judío, que era el pueblo escogido por Dios
para ser el depositario de su Palabra y llevarla a todas las gentes. Dios en el
Antigua Testamento, a los Israelitas, los llama su “especial tesoro” (Ex 19,
5). Era el pueblo de la antigua Alianza, figura del nuevo pueblo de Dios, la
Iglesia.
Este pueblo de Israel, que todos los sábados se reunía en la sinagoga para
leer a los profetas, que anunciaban la venida del Mesías, fue el que rechazó a
la Palabra hecha carne, a Jesús. No sólo no aceptaron su Evangelio, su
mensaje de parte de Dios, sino que lo crucificaron.
Pero no todos rechazaron a Jesús. Hubo personas de buena voluntad que
abrieron su corazón a Jesús. A esas personas les llegó la salvación que Jesús
traía de parte de Dios Padre por medio del Espíritu Santo. San Juan esto lo
resumen cuando escribe: Más a todos los que le recibieron, a los que creen
en su nombre, les dio potestad de ser hechos hijos de Dios (Jn 1, 12).
Todo ser humano, desde el momento que ha recibido el don de la
existencia, es hijo de Dios, en sentido amplio. Pero en el sentido que Juan le
da en su Evangelio, sólo es hijo de Dios el que acepta el don de la filiación
divina que Dios le concede. Dios ofrece adoptar como hijos a los que
acepten a Jesús como su enviado. Del hombre depende aceptar o rechazar
esa oferta de filiación divina. De ser hecho hijo de Dios.
De niños, por medio del bautismo, por gracia -gratis- se nos concede el
don de se hechos hijos de Dios, por medio de la fe de la Iglesia y de nuestros
padres, que nos hunden en Jesús, en sus méritos. Más tarde, en nuestra edad
adulta, cuando aceptamos por la fe a Jesús, nos apropiamos personalmente
del don que se nos había concedido en nuestro bautismo.
Ser “hijos de Dios”, no es un titulo, nada más. Debe apreciarse en el
individuo su filiación divina por medio de su fe en Jesús, por su nuevo
nacimiento y por su amor a Dios y al prójimo.
La Palabra se encarnó
Ver a Dios
San Juan, después de haber presentado a Jesús como “la Palabra de Dios”,
que viene a vivir entre nosotros, ahora, lo muestra como el CORDERO DE
DIOS QUE QUITA EL PECADO DEL MUNDO. La primera vez que el
Bautista señaló a Jesús en medio de la gente, no dijo: “Les presento a mi
primo Jesús”, sino: He aquí el Cordero de Dios que quita el pecado del
mundo (Jn 1, 29). ¿Qué intentaba expresar el Bautista cuando afirmó que
Jesús era el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo? Ciertamente en
su mente había varias ideas por medio de las que el Bautista intentaba
rescatar la misión salvadora con la que Jesús había sido enviado al mundo.
Examinemos algunas de estas ideas que Juan Bautista pudo haber tenido
cuando se valió de la figura del cordero para identificar a Jesús como el
Mesías.
El Cordero Pascual
Una revelación
Es extraño que el Bautista, al presentar a Jesús ante todos, diga que “no le
conocía” (vea Jn 1, 31-34). Ellos eran primos: el Bautista era seis meses
mayor de Jesús. Lo que el Bautista quería dar a entender era que, al
principio, no sabía que Jesús era el Mesías, el enviado de Dios. Pero el
mismo Bautista aseguró que se le había dado una señal para reconocerlo
como el Ungido del Señor.
Cuando estaba bautizando a Jesús en el río Jordán, vio que una paloma se
posaba sobre la cabeza de suprimo. En ese momento Juan Bautista recibió la
revelación de Dios acerca de que Jesús era el Mesías esperado. La Paloma
era el símbolo del Espíritu Santo. Por eso presentó a Jesús como el que
bautiza con el Espíritu Santo.
Basándose en esta revelación, Juan Bautista no dudó en afirmar que Jesús
era “El” Cordero de Dios que quita el pecado del mundo. Este artículo es de
suma importancia: al decir que Jesús es “el” Cordero que quita el pecado del
mundo, se está indicando que sólo Jesús puede perdonar el pecado. El
Bautista no habla de “pecados” del mundo, sino “del pecado del mundo”.
Todos los pecados del mundo forman un todo que se define como “el pecado
del mundo”.
El pecado es lo más terrible para una persona. Difícil decir qué es un
pecado. Lo más indicado para saber qué es pensar que con el pecado
repetimos en nosotros la pasión de Cristo. Los judíos por medio de los
romanos llevaron al Señor al suplicio de la cruz, pero ellos sólo fueron
representantes de toda la humanidad. Todos colaboramos en la pasión de
Jesús con nuestros pecados. Cada uno aportamos espinas, lanzas, insultos,
torturas. Por eso pecar es repetir la pasión de Jesús. La pasión fue obra del
pecado de la humanidad. El centurión romano que hundió su lanza en el
costado de Cristo es un representante de cada uno de nosotros: cuando
pecamos, hundimos nuestra lanza de ingratitud en el costado de Cristo.
Una condición
Es común que muchas personas, al sentir el peso del pecado sobre sus
conciencias, busquen a alguien que los libre de esa carga fatídica. Algunos
se hunden en “ríos sagrados” para ser purificados del pecado. Otros, se
“bañan en sangre de animales”, o se someten a “limpias con agua de chilca”
o con inciensos misteriosos. Las clínicas de los psicólogos y siquiatras son
muy frecuentadas por personas que quieren ser liberados de su “complejo de
culpa”. Lo cierto es que la Biblia afirma, categóricamente, que sólo hay uno
que puede quitar el pecado: el Cordero de Dios, Jesús.
La condición para que la sangre del Cordero de Dios nos libere de
nuestros pecados, es la confesión de los mismos con fe y arrepentimiento.
Escribe san Juan en su primera carta: Si decimos que no tenemos pecado, nos
engañamos a nosotros mismos. Y la verdad no está en nosotros. Si
confesamos nuestros pecados, él es fiel y justo para perdonar nuestros
pecados, y limpiarnos de toda maldad (1Jn 1, 8-9).
Judas, cuando sintió que su conciencia le reventaba por el remordimiento
de haber traicionado a Jesús, fue a gritar sus pecados ante los dirigentes
religiosos del pueblo judío. No por eso quedó perdonado. Judas demostró
que estaba angustiado por su traición, pero no mostró arrepentimiento. Si
hubiera acudido junto a la cruz del Cordero que quita el pecado del mundo,
hubiera experimentado lo que experimentó el buen ladrón, cuando confesó
su pecado ante Jesús y pidió misericordia. No basta contar los pecados. Hay
que arrepentirse y acudir, no a los demás, sino al cordero de Dios, que es el
único que puede quitar el pecado.
El que acude a un amigo, a un psicólogo, a un siquiatra puede aliviarse de
su “complejo de culpa”, pero no por eso va a quedar perdonado. La sangre
del Cordero de Dios solamente puede limpiar a los que ante Jesús reconocen
sus culpas y reciben con fe el perdón que el Señor les concede.
La Fe es un don
La Fe es dinámica
Niños en la fe
Vete a lavar
Jesús es la verdad
Jesús es la vida
El sustituto
El cumplimiento de la promesa
El famoso diálogo
Pero para que esto pueda suceder en cada uno, en primer lugar, se necesita
un arrepentimiento de lo malo de la vida pasada. De todo lo que no es de
Dios, sino del mundo. El agua, en este caso simboliza la purificación que nos
viene del arrepentimiento y la confesión de nuestros pecados. Pero todo esto
no es posible sin la intervención directa del Espíritu Santo, que convence del
pecado… y lleva a toda la verdad (Jn 16, 8.13).
Lo primero que el Espíritu Santo realiza en nosotros, es un
convencimiento del pecado; nos señala lo que le desagrada a Dios en
nosotros, lo pecaminoso. Luego nos concede la gracia suficiente para cortar
con el mal y ser revestidos de la Gracia de Dios. Sin la intervención del
Espíritu Santo, no podríamos arrepentirnos de abrirnos a la Gracia de Dios.
Por eso dice Jesús que hay que volver a nacer “del agua y del Espíritu”.
La imagen de la Serpiente de bronce, con la que se compara a Jesús, es de
un gran alcance espiritual. Los que miraban hacia la serpiente con fe en la
promesa de Dios de que sería curados, se salvaban de la muerte. Los que
miran con fe a Jesús, en lo alto de la cruz, reciben la fuerza salvadora que
nos viene de la muerte y resurrección de Jesús. Quedamos curados de
nuestros pecados. Quedamos habilitados para tener la vida abundante que el
Señor ofrece a los que creen en él. Por eso, Jesús, ante Nicodemo, se
presenta como el que viene para salvar a los hombres de la muerte eterna,
merecida por haber sido mordidos por la serpiente del pecado.
Los espejismos
Apropiación
Da la impresión que esta salvación que el Señor ofrece sea algo muy
aéreo, y que no hay que hacer casi nada para recibirla, sino sólo decir que se
“acepta” a Jesús. A la luz de Nuevo Testamento, no es así. La salvación, que
Dios nos envía por medio de Jesús, hay que recibirla muy conscientemente.
Con el corazón y con la inteligencia. San Pablo advierte: Si confiesas con tus
labios que Jesús es el Señor y crees en tu corazón que Dios lo resucitó,
entonces alcanzarás la salvación (Rm 10, 9). Para alcanzar esa salvación
deben entrar en juego, la mente y el corazón. Confesar con los labios indica
que, previamente, algo se ha aceptado en el corazón. Si alguien, de veras,
cree en la salvación que Jesús le ha otorgado, si la ha vivido, ya no puede
quedarse callado; tiene que confesarlo. No hacerlo equivaldría a demostrar
que no hay sincera conversión y fe.
Algo más tener fe en la salvación que Jesús ofrece, no es un simple
sentimiento. Implica un “hacer algo” que el mismo Jesús indica. Las
primeras palabras de Jesús en el Evangelio de San Marcos son: El reino de
Dios ha llegado a ustedes, arrepiéntanse y crean en el Evangelio (Mc 1, 15).
Jesús señala un camino totalmente práctico para entrar en el reino de la
salvación: hay que arrepentirse, romper con un pasado de pecado, y enfilar
por el camino del Evangelio. Jesús fue muy preciso con los discípulos,
cuando les dijo: Si ustedes me aman, practicarán los mandamientos (Jn 15,
14). No hay salvación, si no existe arrepentimiento y cumplimiento de los
mandamientos del Señor.
San Pedro exhortaba a sus fieles a “ dar razón de su fe” (1P 3, 15).
Nosotros hablamos de la salvación. Es lo esencial de nuestra religión. Por
eso mismo debemos saber con certeza, inteligentemente, qué significa la
salvación que Dios nos envía por medio de Jesús.
El historiador Jenofonte cuenta que el rey Astiages tenía un oficial
llamado Sacar a quien había encargado alejar a las personas indeseables, e
introducir en la mansión del rey a las personas que le eran gratas. El oficio
de Jesús es ser un “mediador” entre Dios Padre y los hombres. Dios Padre,
ante el fracaso del hombre por su maldad y su pecado, envía a Jesús para que
sea la “puerta a través de la que deban pasar los que quieren llegar a Dios.
Jesús por eso, se presenta como el “camino” para llegar hacia el Padre. La
salvación de la que habla toda la Biblia no es algo puramente intelectual; es
algo que cada uno debe buscar y apropiarse. San Pablo decía: Murió y se
entregó por mí (Ga 2, 20). La salvación de Jesús, al mismo tiempo que es
para todos los de buena voluntad, es “para mí”. Jesús es mi salvador; él me
justifica, me reconcilia con Dios, me redime de mi pecado y de mi maldad, y
es instrumento de propiciación para que yo pueda salvarme. Cuando yo, por
la fe, con confianza en la palabra de Jesús, aceptó todo esto, me arrepiento
de mis pecados y acudo a Jesús, en ese momento, la salvación que Dios me
envía por medio de Jesús, es una realidad para mí. Vivo mi salvación, en
esperanza: Si persevero en ese camino, mi salvación será consumada en la
eternidad.
11. JESÚS ES NUESTRO SANADOR
Ante el misterio
Los Evangelios recogen varias parábolas por medio de las cuales Jesús
quiso definir lo que era el “reino de Dios”. Jesús indicó que el reinado de
Dios en el individuo comienza por medio de una semilla que se introduce en
su corazón. Esa semilla es la Palabra de Dios. Esa semilla es lanzada por el
evangelizador. Si cae a la vera del camino, la pisotea la gente y no llega a
fructificar. Si cae en la piedra, no logra penetrar. Si va a parar entre espinas,
éstas la ahogan. La semilla que cae a la vera del camino, simboliza a los que
reciben la Palabra superficialmente, nada más. La piedra representa los
corazones endurecidos por el pecado: la Palabra no logra ingresar en ellos.
Las espinas son símbolo de los afanes materiales que ahogan la Palabra. El
buen terreno, el corazón dispuesto, es donde se introduce la semilla de la
Palabra y comienza a desarrollarse y a producir abundantes frutos (vea Mt
13).
Jesús hacía notar que la semilla puede ser como un granito de mostaza -
insignificante- que, paulatinamente, se va desarrollando hasta convertirse en
un arbusto.
Este reino de Dios, este “reinado” de Dios en nosotros, debe ser como un
“tesoro escondido” que alguien descubre y está dispuesto a vender toda su
fortuna con tal de comprar el campo en donde se encuentra ese tesoro.
Encontrar el “tesoro escondido” del “reinado” de Dios en nosotros es lo
esencial de la evangelización. Cuando alguien lo ha encontrado, dará el paso
indispensable hacia la conversión con la que se inicia el reinado de Dios en
nosotros (Mt 13, 44).
Pertenecer al reino de Dios, es lo más importante en la vida. Por eso Jesús,
categóricamente, dijo: Busquen primero el reino de Dios y su justicia, y todo
lo demás se les dará por añadidura (Mt 6, 33). De aquí que en todo el
sentido de la palabra, ser cristiano es dejar que Dios reine en nuestra vida.
Que se haga en nosotros la voluntad de Dios. Mientras Dios no gobierne en
nuestra vida, somos cristianos de nombre, pero no de corazón.
Tan importante es ingresar en el “reinado” de Dios, que Jesús ordenó que
debíamos suplicarlo siempre diciendo: Venga tu reino, hágase tu voluntad en
la tierra como en el cielo. Cuando alguien ya ingresó en el reinado de Dios,
ya puede asegurar que ha encontrado un “tesoro”, la “perla de valor
inigualable”. Ser cristiano de corazón implica el gozo de haberse encontrado
con algo verdaderamente maravilloso por lo cual se está dispuesto a jugarse
el todo por el todo.
Las condiciones
Las pruebas
El precio
Huesos secos
El profeta Ezequiel tuvo una visión muy significativa (Vea Ez 37, 1-14).
Vio un desierto en el cual había muchísimos huesos secos. El Señor le
ordenó que les gritaba a esos huesos secos; éstos, al punto, comenzaron a
revestirse de carne y se convirtieron en un inmenso ejército de seres
vivientes. En nuestra Iglesia abundan los huesos secos: un sinnúmero de
bautizados, pero no evangelizados. No convertidos. Su vida se limita a un
acto de culto mecánico el día domingo. A Dios se contentan con darle el
“salario mínimo”. No tienen sed de las cosas de Dios. Son personas
religiosas que todavía no han ingresado en el reinado de Dios. Ellos son los
señores de su propia vida. Jesús todavía no gobierna en sus vidas. No es su
Señor. Este es el triste panorama que no es difícil percibir en muchas de
nuestras iglesias.
La nueva evangelización es una invitación de Dios a todos los profetas,
los bautizados, para gritarles el Evangelio a esos huesos secos, con nuevo
ardos, nuevos métodos, nuevo lenguaje.
El verdadero evangelizador -profeta- es el que ya ha podido hacer la
diferencia en su vida entre los goces del mundo y los goces de Dios. Ya se ha
convertido; ha ingresado en el reinado de Dios. El Señor está gobernado su
vida. El evangelizador, con esta experiencia, es enviado como profeta a sus
hermanos, que todavía no han ingresado en el reinado de Dios, para
anunciarles la nueva vida que promete Jesús con su Evangelio. El
evangelizador, después de haberse despojado de su “hombre viejo”, con su
nueva vestidura de justicia, de paz y de gozo en el Espíritu Santo, va hacia
los huesos secos para gritarles su alegría de haberse encontrado un “tesoro”
inigualable que ha cambiado el rumbo de su vida, y que le ha traído gozo
inexplicable.
Me llamó la atención una perla negra que un diácono, que estaba por
ordenarse de sacerdote, había colocado en la base de su cáliz. Le pregunté el
motivo. Me contó que pertenecía a una familia acomodada que lo había
enviado a los Estados Unidos. Había formado parte de la armada
norteamericana. En uno de sus viajes a Japón había comprado una perla
negra para colocarla en el anillo de compromiso con su novia. En eso se
encontraba, cuando le llegó el llamamiento del Señor para que le sirviera
como sacerdote en un alejado pueblecito. Tuvo que hacer una dura opción.
Por eso, la perla negra que iba a colocar en un anillo de compromiso, la
había incrustado ahora en su cáliz que levantaría todos los días en la misa
para ofrecer su sacrificio al Señor.
Jesús comparó el reino de Dios a una perla preciosa que alguien encuentra y
va a vender todo con tal de conseguirla. Eso debe ser, en realidad, haberse
encontrado con Jesús. Todo se considera basura comparado con el
conocimiento de Nuestro Señor Jesucristo. Cuando una persona ya ha
encontrado esa “perla preciosa”, cuando ya ha hecho su opción por Jesús,
entonces ya se puede llamar cristiano. Ya puede pretender vivir de los
beneficios de pertenecer al reinado de Dios. Cuando Dios, por medio del
Espíritu Santo, esté gobernando su vida, entonces la persona ya puede decir
que es cristiano. Que Dios está gobernando su vida.
13. EL MANDAMIENTO DE JESÚS
Amor a Dios
El amor al prójimo
Como Yo…
Un paso más delicado: Jesús nos lleva más adelante todavía: nos ordena.
Amense unos a otros COMO YO LOS HE AMADO. Ningún otro podía decir
cosa semejante. Sólo Jesús.
¿Amar como amó Jesús? ¿Es posible eso? Nunca vamos a imitar
totalmente el modelo; pero en lo referente al amor, Jesús es nuestro punto de
llegada. En Jesús encontramos un AMOR DE SACRIFICIO. La noche del
Huerto de Getsemaní, Jesús no experimentó ningún gozo, ningún deleite en
avanzar hacia la cruz. Dijo: Hágase tu voluntad, aunque se le revolvían las
entrañas. Jesús sabía que pagaría con su sangre el rescate de nuestra
liberación. Con sobrada razón, jesús pudo afirmar; Nadie tiene más amor
que el que da su vida por el amigo. Amor implica sacrificio. Se da, no con
propósitos mercantilistas, sino porque se quiere el bien de la otra persona. Es
posible que esa persona hunda su lanza en nuestro corazón como lo hizo el
centurión en el costado de Cristo.
El amor de Jesús es COMPRENSIVO. Es desconcertante ver a Jesús en la
Última Cena; ya sabe que sus «escogidos» lo van a traicionar. A pesar de
todo, los llama «amigos» y les abre su corazón. Ora por ellos para que
«puedan recuperarse» de su traición.
El enfermo de la piscina de Betesda (Jn 5, 5-9), tiene 38 años de llevar a
cuestas su enfermedad. No le pide nada a Jesús. El Señor le pregunta:
«¿Quieres ser curado?» La inconsolable viuda de Naín no le suplica nada a
Jesús. Su hijo está muerto y no hay nada más que hacer. Jesús detiene el
entierro y le resucita a su hijo.
El amor evangélico es el que piensa en el bien del otro; deja a un lado la
ingratitud y la indiferencia del otro para pensar en buscar su bien, para
aliviarlo de su pena.
El amor de Jesús es un AMOR DE PERDON. En la última Cena, Jesús ya
conoce la afrenta que va a padecer de parte de sus llamados «amigos». En
esa misma cena, jesús ya estaba orando por ellos. A Pedro hasta le dio una
señal de tipo auditivo -el canto del gallo- para que ante la tragedia de su
negación, no se desesperaba, sino que recordara que Jesús ya lo sabía y lo
había perdonado de antemano. Una de las características indispensables del
amor es el perdón. Los enamorados pueden repetirse hasta la saciedad que se
aman. Se lo puede repetir mañana, tarde y noche. Si no se saben perdonar, su
amor, simplemente, es un bombón para gozarlo con egoísmo, pero no
auténtico amor. El verdadero amor implica, sobre todo, capacidad de
perdonar sin límite. Por eso San Pablo llega a decir: Les ruego que se
soporte (Ef 4, 1). El apóstol era muy práctico cuando hablaba de amor.
Seguramente a San Pablo nunca lo hubieran invitado para componer la
letra de una canción de amor como las que se estilan en las estaciones de
radio o televisión. San Pablo comprendió totalmente lo que Jesús quería
decir cuando hablaba de amor. Nadie como él para resumir prácticamente lo
que es el amor evangélico. Dice Pablo: Tener amor es saber soportar; es ser
bondadoso; es no tener envidia, ni ser presumido, ni orgulloso, ni grosero,
ni egoísta; es no enojarse ni guardar rencor; es no alegrarse de las
injusticias, sino de la verdad. Tener amor es sufrirlo todo, creerlo todo,
esperarlo todo, soportarlo todo (1Co 13, 4-7). ¡Qué distinto el lenguaje de
Pablo del de las canciones llamadas de amor!
Es posible que se llegue a pensar que lo que pide Jesús con respecto al
amor al prójimo sea algo irrealizable. Los santos demostraron que no es así.
En ellos hay una nota característica: el amor evangélico.
San Francisco se encuentra con un leproso y comienza a besar sus llagas.
Aquel hombre se le queda viendo y le pregunta: «¿Por qué hace esto?» La
Madre Teresa le contesta: «Yo en usted veo a Jesús”. Aquel hombre murió
rezando. Había sentido el amor de Dios a través del amor de una religiosa
santa.
A la par nuestra
La gran tragedia del día el juicio para los malos será cuando Jesús les
diga: Tuve hambre y no me diste de comer; tuve sed y no me diste de beber,
tuve frío y no me vestiste. Ellos alegarán que nunca vieron a Jesús en su vida.
Lo que no hicieron con estos pequeños no lo hicieron conmigo, les dirá el
Señor. A Dios no hay que buscarlo en las alturas. Está a nuestro lado. Hay
que saberlo descubrir bajo sus innumerables disfraces.
A Pedro el Señor le dio una pauta muy segura para controlar si su amor
era auténtico. Primero le preguntó si lo amaba. Pedro respondió que sí.
Entonces -le dijo Jesús-, apacienta mis corderos…, apacienta mis ovejas (Jn
21, 15-17). El amor a Dios debe traducirse en servicio a los hijos de Dios, a
sus corderos a sus ovejas.
El programa que Jesús propone, en lo concerniente al amor a Dios y al
prójimo, nos deja temblando. Nos sentimos impotentes. Cuando Dios exige
algo, se compromete a proporcionar la Gracia necesaria. Dice la Carta a los
Romanos: El amor de Dios ha sido derramado en nosotros por medio del
Espíritu Santo que nos ha sido dado (Rm 5, 5). Es el Espíritu Santo el que
derrama en nosotros el auténtico amor de Dios, que, como un aceite, fluye de
Dios a nosotros y de nosotros al prójimo.
Amar a Dios con todo el corazón y con toda el alma, y al prójimo como a
nosotros mismos, es el resumen más sabio que se nos pueda presentar acerca
de la auténtica religión que agrada a Dios.
14. EL ENCUENTRO CON JESÚS
El encuentro
¿Huésped o Señor?
Algo indispensable
Algunas veces escucho que alguien, como para justificar su cristianismo
mediocre, dice: “Mi mamá es muy católica; mis padres son muy piadosos”.
Todo muy bien, pero hay que recordar que nadie puede aceptar a Jesús en
lugar nuestro. Debe ser una aceptación personal.
Jesús, primero, les preguntó a los apóstoles qué decía la gente acerca de
él. En seguida, les objeta: Y, ustedes, ¿qué piensan acerca de mí? (Mt 16,
15). Jesús a sus apóstoles les pedía que se definieran personalmente con
respecto a él. A Jesús hay que aceptarlo personalmente. Nadie puede abrir la
puerta a Jesús en lugar nuestro. Debe ser un acto muy personal.
Es lo más importante de mi vida. Jesús fue muy claro cuando dijo: El que
crea se salvará, el que no crea se condenará. Un dilema trascendental en mi
vida. Debe ocupar el primer lugar en mi existencia. Jesús decía: ¿De que le
sirve al hombre ganar todo el mundo, si pierde su alma? (Mt 16, 26). ¿De
qué me sirve ser aquí un “triunfador”, sin en la eternidad puedo ser un
“frustrado” en el infierno, así como suena? Son palabras de Jesús. No es
ningún invento humano. Al hombre moderno le repugna que se le mencione
el infierno. Cree que es un mito, algo pasado de moda. Es Jesús mismo el
que, sin paliativos habla de salvación o condenación. De cielo o de infierno.
De aquí que recibir a Jesús, su salvación, debe ocupar el primer lugar de
nuestra vida.
San Agustín cuenta que cuando él se planteaba el problema de su
conversión, siempre decía: “Mañana”. Y así se le fueron muchos años de su
vida perdidos en el pecado. Una de las verdades más evidentes es que no
somos dueños del “mañana”.
Sólo disponemos de estos segundos en los que estamos pensando. Por eso,
San Agustín decía: “Temo al Señor que pasa”. El Señor pasa hoy. No sé si
cuando pase mañana estaré todavía con vida. Muchos dijeron: “Mañana me
convertiré”, y amanecieron en el infierno. No se trata de asustar a nadie;
pero sí de despertar a muchos que tranquilamente duermen en el fatal sueño
del pecado.
Con una imagen muy sugestiva, Jesús se presenta como el Pan de Vida
que da la vida eterna. Dijo Jesús: Yo soy el Pan de vida: el que a mí viene,
nunca tendrá hambre; y el que en mí cree, no tendrá sed jamás (Jn 6, 35). El
hambre y la sed simbolizan las ansias de todo ser humano por resolver el
enigma de su vida: ¿Quién soy yo? ¿De dónde vengo? ¿A dónde voy?
¿Quién es Dios? ¿Qué quiere de mí?
Jesús, al presentarse como el que quita la sed y el hambre, afirma que
tiene la respuesta total para los anhelos de todo ser humano. Esto nos
conecta directamente con el capítulo primero del mismo San Juan. Allí,
Andrés y Juan van siguiendo a Jesús un poco a distancia. Jesús se vuelve
hacia ellos y les pregunta: ¿Qué buscan? (Jn 1, 38). Son las primeras
palabras de Jesús en el Evangelio de San Juan. A Andrés y Juan el Señor los
convida a ir a vivir con él, si quieren tener la respuesta a lo que buscan.
Jesús, al definirse como el Pan de vida, que produce vida eterna, nuevamente
ahora, reafirma que él es la respuesta para la angustiosa búsqueda del
hombre acerca de su origen y su destino.
Pero para que ese Pan de Vida surta efecto, Jesús pide don condiciones:
hay que ir hacia él; hay que creer en él. Ir a Jesús y creer en él indican lo
mismo: creer firmemente en Jesús, no con una fe puramente intelectual, sino
con una fe del corazón, que es confianza absoluta, entrega.
Algo más: ir a Jesús no depende sólo de nosotros. Jesús claramente afirma
que es una gracia de Dios; dice Jesús: Nadie viene a mí, si mi Padre que me
envió no lo trae (Jn 6, 44). Dios, por medio del Espíritu Santo, nos mueve a
ir hacia Jesús y provoca en nosotros la fe en él. No se trata de algo
puramente automático. Dios no violenta nuestra libertad. Nos concede la
gracia, pero de nosotros depende darle nuestro sí definitivo. Jesús nos ofrece
el reino -el reinado de Dios en nosotros-, pero con la condición de que nos
“arrepintamos y creamos en el Evangelio” (Mc 1, 15). Ese es el Pan de Vida
que Jesús ofrece. Hay que comerlo con fe para que produzca en nosotros
vida eterna. Salvación.
El Señor enuncia cuáles son los efectos que produce en nosotros el Pan de
Vida. Dijo Jesús: El que come mi carne y bebe mi sangre, tiene vida eterna,
y yo lo resucitaré en el último día (Jn 6, 54). También añadió Jesús: El que
come mi carne y bebe mi sangre, en mí mora y yo en él (Jn 6, 56).
En primer lugar, al aceptar con fe del corazón a Jesús, recibimos VIDA
ETERNA. La vida de Dios se nos comienza a comunicar. En el Evangelio de
San Juan, Jesús, muy concretamente, afirma en presente: “Tienen vida
eterna”. La vida eterna comienza para el cristiano ya en esta vida. Conforme
el cristiano se va dejando santificar por Dios, esa vida eterna se va
acrecentando en él. Hasta que un día, se perpetúe en la eternidad, en la gloria
eterna.
También nos asegura Jesús que, al comer el Pan de Vida, él MORA en
nosotros. Aquí se expresa la idea la de comunión con Dios. Común unión
con Dios. Por medio de ese “morar” Dios en nosotros, Jesús nos va
absorbiendo, nos va convirtiendo en algo sagrado. Nos vamos
transformando, cada vez más, en Jesús. En eso consiste la santidad.
Jesús añade que si comemos el Pan de Vida, nos resucitará en el último
día (Jn 6, 54). La muerte para el cristiano que cree en Jesús, es sólo un
momento de paso, “una pascua”. Jesús le ha prometido resucitarlo. Jesús
garantizó que él mismo iba a resucitar, y cumplió su promesa. Nuestra fe en
Jesús nos garantiza que también a nosotros nos resucitará.
La institución de la Eucaristía
Cuando el Señor habló del Pan de Vida, no dijo: “Este es el Pan que ahora
yo les doy”. Jesús, más bien, dijo: El pan que yo DARE es mi carne, la cual
DARE para la vida del mundo (Jn 6, 51). Jesús se refiere a un “futuro”,
cuando “dará” el Pan de Vida. Jesús, en esta oportunidad, estaba haciendo
una “promesa”.
Cuando Jesús le habló a la gente de “comer su carne y beber su sangre”,
dice el evangelista Juan que la gente se escandalizó. Pensaron que Jesús
estaba loco. Dijeron: Este modo de hablar es muy duro (Jn 6, 60). La gente
optó por alejarse de él. Jesús no fue detrás de ellos para decirles que le
habían comprendido mal. Que no era eso lo que quería decir. La gente
comprendió perfectamente que Jesús hablaba de “comer su carne” y “beber
su sangre”. De esta manera violenta, Jesús preparó a sus discípulos para la
institución de la Eucaristía.
En la Ultima Cena, se hizo realidad la promesa de Jesús. San Mateo, que
participó en la Ultima Cena, nos cuenta, detalladamente, cómo instituyó
Jesús la Eucaristía. Apunta Mateo: Tomó Jesús pan y lo bendijo, lo partió y,
dándoselo a los discípulos, dijo: Tomen, éste es mi cuerpo. Tomó luego una
copa y, dadas las gracias, se la dio diciendo: Beban de ella todos, porque
ésta es mi sangre de la Alianza, que es derramada por muchos para perdón
de los pecados (Mt 26, 26-28). San Pablo hace notar que Jesús, a los
apóstoles, les mandó hacer lo mismo que él había hecho en la Ultima Cena,
cuando les ordenó: Hagan esto en memoria mía (1Co 11, 25).
En la Ultima Cena, Jesús, expresamente, alude a su cuerpo y a su sangre:
“Este es mi cuerpo”… “Esta es mi sangre”. También dice: “Coman…
Beban…” Los apóstoles comprendieron muy bien que en la Ultima Cena,
Jesús les estaba entregando el Pan de Vida que les había prometido. San
Pablo nos da el sentido de lo que era la Cena del Señor para los primeros
cristianos. Dice Pablo: Cada vez que ustedes comen de este pan y beben de
esta copa, anuncian la muerte del Señor hasta que el venga (1Co 11, 26).
“Anunciar” la muerte del Señor es proclamar la fe en la obra salvadora de
Jesús. Lo que significa su muerte y su resurrección.
El libro de Hechos muestra una especie de fotografía de los primeros
cristianos reunidos en casas particulares para “partir el pan”, es decir, para
celebrar la Eucaristía. Por medio de esa comida espiritual, por la fe, comían
el Pan de Vida, se comían a Jesús por la fe. Tan seguro estaba Pablo de que
en la Eucaristía estaba realmente presente Jesús, que les advirtió a los
corintios: El que coma del pan y beba de la copa del Señor indignamente,
come y bebe su propio castigo (Jn 6, 29).
Una de las acusaciones, que se presentaban contra los primeros cristianos,
era la de “canibalismo”: afirmaban que en reunión secreta, comían u cuerpo
humano. Esta acusación refleja perfectamente la mentalidad de los primeros
cristianos: en la Eucaristía estaban seguros de que por la fe comían el cuerpo
y la sangre de Jesús. Lo que significaba para ellos Jesús: la Palabra de Dios
hecha carne, que había venido a vivir entre nosotros. La sangre de Jesús por
medio de la cual el Señor llevó a cabo la salvación de la humanidad. Los
primeros cristianos habían aprendido de los apóstoles que en la Eucaristía,
comían el Pan de Vida, que Jesús les había prometido en la sinagoga de
Cafarnaún (vea 1Co 11, 23-30). En la Ultima Cena, se hizo realidad la
promesa de Jesús acerca del Pan de Vida.
Cuando Jesús prometió el Pan de vida, dijo: Yo soy el pan de vida: el que
viene a mí, nunca tendrá hambre: el que cree en mí nunca tendrá sed (Jn 6,
35). Ir a Jesús, es lo mismo que creer en Jesús. La condición indispensable
para poder comer el Pan de Vida, es la fe del corazón en Jesús. Sin fe, la
comunión sacramental queda reducida a un simple rito que no produce en
nosotros los efectos que Jesús promete para el que come el Pan de Vida. Sin
la fe, no hay comunicación de la “vida eterna” para el que comulga. Sin la
fe, no se realiza la promesa de la presencia de Jesús en el individuo. Sin la
fe, no se hace efectiva la promesa de Jesús de resucitarnos en el último día.
Cuando, por primera vez, los hebreos, en el desierto, se encontraron con el
“maná”, se preguntaban en su lengua: “¿Manú?”, que significa: “¿Qué es
esto?” Cuando descubrieron que era un alimento, que milagrosamente Dios
les proporcionaba, comenzaron a alabar y bendecir a Dios. Pasaron los años;
el maná se convirtió para ellos en algo rutinario. Ya no les causaba asombro.
Entonces comenzaron a protestar por el maná, y empezaron a añorar las
cebollas y la carne de Egipto.
El peligro siempre existente para los que comulgamos es rutinizarnos.
Perder el asombro por el “nuevo Maná”. Por el Pan de Vida. Acercarnos a la
Eucaristía como a un simple rito. Creer que basta recibir la hostia
consagrada para que, mágicamente, surta efecto de “vida eterna” en
nosotros. Cuando Jesús dice: “El que come y bebe mi sangre tiene vida
eterna, y yo lo resucitaré en el último día”, Jesús, expresamente, habla de
“comer” y de “beber”, es decir, de apropiarse por la fe de Jesús. Apropiarse
de su cuerpo. De su sangre. De todo lo que Jesús es para nosotros. Si no
logramos apropiarnos, por la fe, de Jesús, no puede haber comunión. La
Eucaristía, entonces, queda reducida a un rito vacío.
En el Antiguo Testamento, la comida principal de la cena de pascua, para
el pueblo judío, era el “cordero pascual”. En el Nuevo Testamento, para
nosotros, en la Cena del Señor, nuestra comida es el Pan de Vida. El cordero
pascual tenía que ser comido después de haber sido asado al fuego. El Pan
de Vida sólo puede comerse, si, previamente, ha sido cocido en el fuego de
la caridad. No hay verdadera Eucaristía, si no existe el fuego de la caridad.
Las Eucaristías de los primeros cristianos, descritas en el libro de Hechos, se
caracterizaban por la caridad. Dice el libro de Hechos que los que se reunían
para “partir el pan”, para la Cena del Señor, eran “de un corazón y un alma”
(Hch 4, 32).
Una de las deficiencias más comunes en nuestras Eucaristías dominicales
es que se pretende comer el Pan de Vida, pero sin haber sido antes cocido en
el fuego de la caridad. Sin el fuego del amor, no puede ser asado el nuevo
Cordero Pascual, Jesús, Pan de Vida. No se puede comulgar con Dios, sin
antes no se ha comulgado con el hermano.
Jesús decía: El que come mi carne y bebe mi sangre, en mí mora y yo en él
(Jn 6, 55). Comulgar significa convertirse en Sagrario, en portador de Jesús.
Si los demás no logran ver a Jesús en nosotros, es difícil poder afirmar que
hemos comulgado. Si Jesús no vive en nosotros por el amor y el compromiso
por los demás, es casi seguro que hemos realizado un rito religioso, pero que
no hemos recibido el Pan de Vida.
Alguien escribió que bastaría una sola comunión bien hecha para hacerse
santo. Y esto nos cuestiona seriamente. Nosotros comulgamos tantas veces,
y, ¡qué difícil decir que somos santos!
A los Padres antiguos les gustaba valerse de una comparación para hablar
de lo que debe ser la Santa Comunión en nosotros. Decían que el elemento
superior siempre absorbe al elemento inferior. Si yo como pan, el pan pasa a
ser parte de mi organismo: yo soy el elemento superior que absorbo el pan.
Si como el Pan de Vida, Jesús es el elemento superior que me absorbe. Yo
soy absorbido por Jesús. El Señor vive más en mí cada día, hasta que, como
san Pablo, yo pueda llegar a decir: Ya no vivo yo, sino es Cristo el que vive
en mí (Ga 2, 20). En esto consiste la verdadera comunión. La única. Eso es
lo que significan las palabras de Jesús: El que come mi carne y bebe mi
sangre, en mí mora y yo en él (Jn 6, 57).
16. JESÚS NOS REGALA EL ESPÍRITU SANTO
Algo llamativo: Jesús es el hombre del Espíritu en todas sus palabras y sus
hechos; por algo puede decir: “El Espíritu está sobre mí… me ha
enviado…”. Pero, durante su predicación, Jesús no aborda con amplitud el
tema del Espíritu Santo. Lo reserva para las últimas horas que iba a pasar
con sus discípulos, en la Ultima Cena. El teólogo León Dufour estima que
Jesús no podía hablar de su nueva presencia por medio del Espíritu Santo
porque sus discípulos no estaban capacitados para comprender esa nueva
“experiencia”.
Durante la Ultima Cena, Jesús expone cómo estará en el interior de cada
uno de los discípulos por medio del Espíritu Santo. San Juan, en su
Evangelio, nos va dando cuenta de lo que Jesús les reveló en esa oportunidad
con respecto al Espíritu Santo. Lo valioso de estos datos es que cuando San
Juan escribió su Evangelio ya habían transcurrido setenta años desde aquella
noche famosa de la Ultima Cena. San Juan, en su Evangelio, nos va dando
cuenta de lo que Jesús les reveló en esa oportunidad con respecto al Espíritu
Santo. Lo valioso de estos datos es que cuando San Juan escribió su
Evangelio ya habían transcurrido setenta años desde aquella noche famosa
de la Ultima Cena. San Juan, al ir rememorando aquel acontecimiento, lo
hacía con “conocimiento de causa”, es decir, ya había experimentado en su
propia vida y en la Iglesia lo que significaba la presencia viva del Espíritu de
Jesús.
Comentemos algunos aspectos de la revelación acerca del Espíritu Santo.
Un Paráclito
El Señor, muy explícito como siempre, les advirtió que este regalo de
OTRO PARÁCLITO no era para todos, sino para los que le demostraran su
amor “cumpliendo sus mandamientos”. Si ustedes me aman -decía Jesús-,
cumplirán mis mandamientos; y yo le pediré al Padre que les envíe otro
Paráclito (Jn 14, 15-16). También señaló el Señor: Los que son del mundo no
lo pueden recibir, no lo ven NI LO CONOCEN (Jn 14, 17).
En el Evangelio de San Juan, “mundo” significa lo que está apartado de
Dios. La experiencia del Espíritu Santo es un regalo “únicamente” para el
que hace a un lado los criterios antievangélicos, y se decide a seguir los
mandamientos de Jesús. Aquí sucede como en los conciertos; hay mucha
gente en el conservatorio de música, pero sólo algunos tienen afinada su
alma musical para gozar plenamente de la sinfonía que se está interpretando.
O como en los museos; mucha gente va pasando ante centenares de cuadros:
sólo unos pocos logran descubrir la exquisitez de algunos detalles artísticos.
El “mundo”, representado por el “hombre no espiritual”, no logra percibir
la presencia del Espíritu Santo; lo desconoce. Ni se lo imagina. El “hombre
espiritual”, en cambio, por medio de la oración y la escucha de la Palabra,
aprende a detectar los “sonidos inenarrables” por medio de los cuales se
comunica el Espíritu Santo a los que no son del mundo.
Jesús afirmó: Si alguno tiene sed, venga a mí y beba. Como dice la
Escritura, del corazón del que cree en mí brotarán ríos de agua viva (Jn 7,
37-38). El que, como el ciervo sediento, va buscando el agua viva del
Espíritu, experimentará dentro de su corazón un manantial espiritual
indecible. Pero para que eso suceda, hay que ir primero en busca de agua
viva, hay que ser “hombres espirituales”.
La mujer samaritana, que se enfrentó a Jesús, al principio era “no
espiritual”; buscaba únicamente, el agua material. Después de escuchar al
Señor, le llegó la conversión y dijo: “DAME de esa agua”. Ahora lo que le
interesaba era el agua de Jesús. Al momento experimentó que en su corazón
comenzaba a manar un torrente de agua viva; algo que nunca había
experimentado antes en su vida de pecado. A San Agustín le sucedió lo
mismo. Después de su conversión decía con melancolía: “¡Qué tarde te
conocí!” Esto nos toca comprobarlo a nosotros con mucha frecuencia. Las
personas que se convierten, que dejan a un lado el agua del mundo y escogen
el agua de Jesús, de pronto, se llevan las manos a la frente y dicen: “¡Qué
tonto que fui!”.
Cuenta Platón que cuando Sócrates estaba para tomar el veneno con que
lo iban a eliminar, sus discípulos lloraban lamentando que serían en adelante
como hijos sin padre. Algo parecido estaba por suceder en la Ultima Cena.
Pero Jesús prometió algo que Sócrates no pudo prometer. Les aseguró a sus
discípulos que no los dejaría huérfanos, que permanecería con su Espíritu
Santo en ellos. No los dejaré huérfanos -les dijo el Señor-; volveré para estar
con ustedes (Jn 14, 18).
La Biblia muestra la agonía en que se quedó el profeta Eliseo cuando le
fue arrancado su maestro Elías. Se tuvo que contentar con el manto que le
lanzó Elías al despedirse. Elías no le aseguró a Eliseo que volvería a él por
medio de su Espíritu. Jesús sí les aseguró a sus discípulos que estaría en cada
uno de ellos; por eso mismo no debían considerarse como huérfanos. Pero,
también aquí, el Señor recalcó que eso solamente se verificaría en los que
obedecieran sus mandamientos. Si alguno me ama, guardará mi Palabra, y
mi Padre le amará y vendremos a él y HAREMOS MORADA en él, les dijo el
Señor (Jn 14, 23).
Ese “hacer morada” es muy significativo; denota la presencia del Espíritu
Santo en el seguidor obediente de Jesús. Cuando una persona enfila por la
senda de los mandamientos, recibe la promesa del Señor de que hará su
morada en él; experimentará al Espíritu Santo como un Consolador, como un
Abogado, como un Defensor.
El ministerio de enseñanza
El testimonio
El que convence
La misión del Espíritu Santo es, ante todo purificadora. Por eso Jesús
decía: Cuando él venga, convencerá al mundo de pecado, de justicia y de
juicio (Jn 16, 8).
El mundo condenó a jesús, creyendo que hacía algo bueno. Cuando, en
Pentecostés, Pedro salió a predicar con el poder del Espíritu Santo, los
oyentes se dieron cuenta de su error. Dice la Biblia que se “compungieron”.
Aceptaron y lloraron su pecado.
Es lo primero que el Espíritu Santo realiza en nosotros. Nos señala lo
pecaminoso, tal vez, escondido en nosotros. Es el primer paso para la
conversión, para ser limpiados; luego el Espíritu Santo podrá llenarnos y
moverse con libertad dentro de nosotros. A eso se llama “convencer de
pecado”.
A Jesús lo condenaron como un criminal; como un hereje. Por medio de la
resurrección, Dios probó que el que tenía la razón era Jesús. Dios probó la
justicia de Jesús. El centurión, que estaba junto a la cruz, al ver todos los
acontecimientos que rodeaban la crucifixión, cayó de rodillas diciendo:
Verdaderamente era Hijo de Dios. El Espíritu Santo nos lleva a arrodillarnos
ante Jesús como el Justo, el Santo de Dios. Ese es el convencimiento de
Justicia. En la Cruz, la muerte de Jesús, sirvió para juzgar y condenar el
mundo, el mal. Ante la cruz del Señor, no nos queda sino pedir perdón. Esa
es la obra del Espíritu Santo en nosotros. San Pedro, en su discurso de
Pentecostés, les echa en cara a todos su maldad; al referirse a Jesús, les dice:
Ustedes lo mataron. Los oyentes comenzaron a llorar y a pedir perdón.
Hay un soneto famoso que comienza con el verso “No me mueve mi Dios
para quererte”… En este poema se hace ver que el amor a Dios no debe
nacer del miedo al infierno ni por interés de ir al cielo. El amor a Dios debe
nacer en nosotros cuando nos damos cuenta de lo que significa que Jesús
haya muerto en la cruz por nosotros. Es la obra de convencimiento, de
JUICIO que el Espíritu Santo obra en nosotros cuando nos presenta a Jesús
en la cruz.
Toda la verdad
La misión de la Iglesia
Para muchos la Iglesia es el lugar en donde les bautizan a sus hijos, donde
participan en la misa, y en donde se casan. Para otros la Iglesia es una
“simple organización” de la cual se pueden “servir” en determinados
acontecimientos religiosos de la vida; pero ellos se “sienten fuera” de esa
organización.
San Pablo nos proporcionó una imagen “exacta” de lo que es la Iglesia.
Dijo que era como UN CUERPO; Jesús es la cabeza y nosotros somos los
miembros. Por medio del bautismo somos “hundidos” en el cuerpo de Cristo
y comenzamos a ser Iglesia. Por eso mismo es un contrasentido llamarse
cristiano y no pertenecer a ninguna Iglesia. Cristiano sin Iglesia no existe.
A la Iglesia también se le llama “COMUNIÓN DE LOS SANTOS”. En la
Biblia “santo” es el que ha sido bautizado y está en gracia de Dios. La
Iglesia también está formada por los que ya han pasado a la eternidad y están
en la gloria de Dios; por los que se encuentran en el “purgatorio”, en estado
de maduración espiritual, y por los que todavía vamos en peregrinaje hacia
el dedo. Todos nos sentimos aunados por los méritos de Jesús; como todos
los miembros del cuerpo se benefician de la sangre, así todos nos
beneficiamos de la sangre derramada por Jesús y, por eso mismo, nos
“intercomunicamos”. Pedimos a los santos del cielo que se unan a nuestra
oración como le pedimos a nuestro amigo que rece por nosotros en un
momento especial de nuestra vida. Si tenemos confianza en la oración de
nuestra mamá, con mayor razón tenemos confianza en la oración de la
Virgen María y de los santos que están junto al Señor. La oración de ellos,
mientras estaban en esta tierra, era poderosísima; ahora, que están en el
cielo, su oración tiene un valor muy grande. La oración de ellos nos acerca a
Jesús, que es el “único camino que nos lleva hacia el Padre”. También
oramos por nuestros difuntos. Si alguno de ellos murió en Gracia de Dios,
pero todavía le falta alguna purificación, le ofrecemos nuestras oraciones
para que cuanto antes pueda ser admitido en el cielo.
Nuestra Iglesia, entonces, no tiene fronteras; cielo, purgatorio y tierra
estamos injertados en el “Cuerpo Místico” de Jesús; nos sentimos una sola
cosa y compartimos nuestros bienes espirituales. Por eso en nuestro credo
decimos: CREO EN LA COMUNIÓN DE LOS SANTOS.
La jerarquía en la Iglesia
Como un hospital
Arca de salvación
Madre y Maestra
Los solitarios
El tema mariano
Escena cristocéntrica
En el Calvario
El gran regalo
Simplemente la madre
Una característica del Evangelio de San Juan es que todos los detalles que
proporciona con respecto a la pasión tienen un sentido profundo que debe
descubrirse para poder captar lo que el evangelista quiere comunicar con
respecto a la pasión de Jesús. No hay que quedarse anclados en el simple
dato que San Juan proporciona: hay que calar el sentido simbólico del
mismo.
La inscripción en la cruz
La túnica de Jesús
San Juan narra que la túnica de Jesús era de una sola pieza y que los
soldados para no destruirla, determinaron sortearla. Los soldados mientras
echaban suertes sobre la túnica, ignoraban que estaban cumpliendo una
profecía acerca del Mesías. En el salmo 22, 19, se lee: Se repartieron entre sí
mis vestidos, y sobre mi túnica echaron suertes.
Algunos han llegado a afirmar que esa túnica había sido tejida por la
Virgen María. No es nada extraño. Era frecuente entre los judíos, que cuando
alguien iba a partir hacia un lugar lejano, su madre le hiciera una túnica de
una sola pieza. Pero lo que aquí, quiere poner de relieve san Juan es la
coincidencia entre la túnica que llevaba el Sumo Sacerdote y la que llevaba
Jesús. El Sumo Sacerdote para el sacrificio se ponía una túnica de una sola
pieza. Jesús, en la cruz, es el gran sacerdote que va a ofrecerse él mismo por
la salvación del mundo. También lleva la túnica apropiada para tal evento.
Lo que san Juan quiere resaltar, al mencionar el detalle de la túnica, es la
figura sacerdotal de Jesús en la cruz.
La carta a los Hebreos, al referirse al sacerdocio de Jesús, apunta: Pero
éste posee un sacerdocio perpetuo porque permanece para siempre. De ahí
que pueda también salvar perfectamente a los que por él se llegan a Dios,
ya que está siempre vivo para INTERCEDER en su favor (Hb 7, 23-25).
“Pontifex”, en latín, es el nombre del sacerdote. Pontifex quiere decir
constructor de puentes. El sacerdote es el que se acerca al altar para rezar por
el pueblo. En la cruz, Jesús es el sacerdote que construye un puente entre
Dios y nosotros. Por medio de su muerte en la cruz, de su sangre, Jesús nos
“justifica”, es decir, nos pone en buena relación con Dios. Tiende un puente
entre Dios y los hombres.
Sangre y agua
Los otros tres evangelistas anotan que Jesús murió después de dar un gran
grito. Sólo san Juan cita las últimas palabras de Jesús antes de exhalar el
último suspiro: Todo está cumplido (Jn 19, 30). Los luchadores griegos
cuando tenían totalmente vencido a su contrincante, daban un gran grito.
Jesús no muere como un derrotado, sino como un triunfador. “Todo está
cumplido” significa que ya ha llevado a cabo la terrible misión para la que
había venido al mundo: para ser inmolado por la salvación de los hombres.
Ha llegado la hora de su glorificación. De su triunfo.
“Todo está cumplido” significa que se han verificado al pie de la letra
todas las profecías mesiánicas con relación al martirio del Mesías. Todo lo
que el salmo 22 predecía acerca del suplicio del Mesías se ha realizado en su
totalidad. Ha sido atravesado por una lanza, como lo había anticipado el
profeta Zacarías. En la cruz, Jesús ha quedado desfigurado, sin rostro,
doliente, como lo había visto, 700 años antes, el profeta Isaías: como el
Siervo sufriente, como el Cordero llevado en silencio al matadero con los
pecados de todos.
Durante su vida Jesús varias veces había hablado de “su hora”, el
momento culminante de su pasión y muerte. Toda su vida estaba encaminada
a este momento decisivo para el que había sido enviado por el Padre. En el
Getsemaní, tuvo pavor de este instante; por eso había rezado: Padre, si es
posible, que pase de mí este cáliz.
Ahora el cáliz ya había pasado. “Todo se había cumplido” como Dios
Padre lo había ordenado. Ahora, Jesús, ya podía entregar su Espíritu. Alonso
Schokel, en su versión de la Biblia, traduce: Y, reclinando la cabeza, entregó
el Espíritu (Jn 19, 30). Schokel escribe con mayúsculas Espíritu. Muchos
comentaristas afirman que debe ser así, pues Jesús, al morir, en la cruz, ha
cumplido ya la obra de la redención de la humanidad y puede entregar su
Espíritu Santo. Esto nos hace recordar el momento en que Jesús prometió
ríos de agua viva para los que creyeran en él. En esa oportunidad, Juan
anota: Se refería al Espíritu Santo que iban a recibir los que creyeran en él.
Porque aún no había Espíritu, pues todavía Jesús no había sido glorificado
(Jn 7, 39). Para san Juan la glorificación de Jesús se lleva a cabo en el
momento que muere en la cruz. De aquí que Jesús, ahora, ya puede entregar
su Espíritu Santo. Y, en efecto, es lo primero que hace, cuando se aparece a
sus apóstoles. Les dice: Reciban el Espíritu Santo (Jn 20, 22).
La experiencia de Jesús
La Fe del corazón
La fe por el oír
Nueva criatura
El carcelero que cuidaba a san Pablo, es más que seguro que era hosco,
terrible. Por algo era carcelero. Tenía bajo su custodia no a ángeles, sino a
peligrosos delincuentes. Aquel carcelero comenzó a ser impactado por el
Testimonio de Pablo y de su compañero Silas. Después de haber sido
flagelados, todavía con la espalda sangrante, Pablo y Silas, a media noche,
entonaban cánticos religiosos. Eso era inaudito. El carcelero estaba
acostumbrado a oír las palabrotas y blasfemias de los presos. De pronto se
vino un terremoto. Las puertas de la cárcel se abrieron. El carcelero tomó un
puñal para suicidarse, pues pensó que los presos se habían fugado, y, cuando
esto sucedía, había pena de muerte para el carcelero. Pablo le gritó: le hizo
ver que no se habían escapado. El carcelero cayó de rodillas diciendo: ¿Qué
debo hacer para salvarme? (Hch 16, 30) Pablo le contestó: Cree en el Señor
Jesucristo y te salvarás tú y tu familia (Hch 16, 31). El carcelero fue
rápidamente evangelizado por Pablo. Terminó pidiendo ser bautizado con
toda su familia.
Y aquí un camino total. Aquel hosco carcelero se convirtió en un
bondadoso anfitrión: convidó a Pablo y a Silas a pasar a su casa; les lavó las
heridas, les sirvió una cena caliente. Todos juntos en familia alabaron y
bendijeron a Jesús que se había hecho presente en aquel hogar por medio de
su Espíritu Santo.
Un encuentro personal con Jesús cambia la vida de las personas. Por eso
Pablo, más tarde, va a escribir: La fe viene como resultado del oír el mensaje
que habla de Jesús (Rm 10, 17). Para muchos su cristianismo consiste en
pecado y confesión, confesión y pecado. Su normalidad es la falta de
comunión con Dios. Es porque su cristianismo no está cimentado en un
encuentro personal con Jesús. Su cristianismo consiste en acumulación de
prácticas de piedad. El día que se encuentren personalmente con Jesús, van
experimentar la salvación de Jesús, que convierte a las personas en «nuevas
criaturas» (2Co 5, 17), que hace que rompan con su pasado mundano e
inicien su «andar en el Espíritu»; que dejen los frutos de la carne, y
comiéncen a producir los frutos del Espíritu (Gal 5, 22).
En el Evangelio de san Marcos, cuando Jesús comienza a predicar, dice:
Conviértanse y crean en el Evangelio. (Mc 1, 15). Para Jesús, un encuentro
personal con él, debe iniciar con una «conversión», un cambio de manera de
pensar y de actuar. No se puede ser cristiano si no se vive normalmente en
Gracia de Dios. Si no hay un cambio de vida. Si no aparece «una nueva
criatura», si el hombre viejo no ha sido enterrado, si el hombre nuevo -el
hombre espiritual- no se evidencia en el individuo.
La vida en Cristo