ESTRADA, HUGO (SDB) - para Mi, ¿Quien Es Jesús

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P. Hugo Estrada s.d.b.

Para Mí, ¿Quién es Jesús?


Indice
Para Mí, ¿Quién es Jesús?
Unas Preguntas
1. PARA MÍ, ¿QUIÉN ES JESÚS?
Segunda conversión
Perder para ganar
¿Sociedad cristiana?
Abran las puertas
2. ¿QUÉ DICE LA GENTE DE JESÚS?
Muchas opiniones
Los varios pasos
Hay que arrodillarse
3. ¿CREO EN JESÚS?
Hay que definirse
Se presento como el enviado
Nunca negó que era Dios
¿Quien es éste?
¿Cómo llegar hasta El?
4. ¿ES JESÚS SEÑOR DE MI VIDA?
¿Maestro o Señor?
Si me aman
Camino, verdad y vida
Indispensable proclamar
¿Jesús o Barrabás?
Unas Afirmaciones
5. JESÚS ES LA PALABRA DE DIOS
Jesús vida y luz
Hijo de Dios
La Palabra se encarnó
Ver a Dios
6. JESÚS ES EL CORDERO DE DIOS
El Cordero Pascual
En silencio al matadero
Una revelación
Una condición
Este es el Cordero de Dios
Lavar las túnicas
7. JESÚS ES LA LUZ DEL MUNDO
La Fe es un don
La Fe es dinámica
Niños en la fe
Vete a lavar
8. JESÚS ES EL CAMINO LA VERDAD Y LA VIDA
Jesús es el camino
Jesús es la verdad
Jesús es la vida
Conocer - Experimentar
9. JESÚS ES NUESTRO SALVADOR (I)
El sustituto
El siervo sufriente
El cumplimiento de la promesa
El famoso diálogo
Del agua y del Espíritu
Los espejismos
Un mundo no salvado
10. JESÚS ES NUESTRO SALVADOR (2)
Cómo nos salva Jesús
Los términos teológicos
Apropiación
11. JESÚS ES NUESTRO SANADOR
Jesús contra la enfermedad
Jesús envía a curar
Ante el misterio
¿Por qué curaba Jesús?
Que se las lleve…
Unos Temas
12. EL TEMA CLAVE DE JESÚS
Las parábolas
Las condiciones
Las pruebas
El precio
Algo mucho mejor
Huesos secos
13. EL MANDAMIENTO DE JESÚS
Amor a Dios
El amor al prójimo
Como Yo…
A la par nuestra
14. EL ENCUENTRO CON JESÚS
El encuentro
Cómo se llega a ese encuentro personal
¿Huésped o Señor?
Algo indispensable
Algo definitivo en la vida
Unos Regalos
15. JESÚS NOS REGALA LA EUCARISTÍA
El alimento que no perece
La carne y la sangre de Jesús
Los efectos del Pan de Vida
El maná y el Pan de Vida
La institución de la Eucaristía
La manera de comer el Pan de Vida
16. JESÚS NOS REGALA EL ESPÍRITU SANTO
Un Paráclito
El mundo no lo puede recibir
No los dejaré huérfanos
El ministerio de enseñanza
El testimonio
El que convence
Toda la verdad
También lo que ha de venir
Todo muy bonito, pero…
17. JESÚS NOS REGALA UNA IGLESIA
Jesús fundó una Iglesia
La misión de la Iglesia
La comunión de los santos
La jerarquía en la Iglesia
Como un hospital
Arca de salvación
Madre y Maestra
Los solitarios
18. JESÚS NOS REGALA UNA MADRE
Caná: el vino mejor
El tema mariano
Escena cristocéntrica
En el Calvario
El gran regalo
El primer devoto de María
Simplemente la madre
Unas Conclusiones
19. SIGNIFICADO DE LA MUERTE DE JESÚS
La inscripción en la cruz
La túnica de Jesús
Jesús entrega a su madre
No le quebraron las piernas
Sangre y agua
Todo está consumado
Ante la cruz de Cristo
20. SIGNIFICADO DE LA RESURRECCIÓN DE JESÚS
El testimonio de San Juan
Las primeras manifestaciones
Aparición a los apóstoles
Encontrar a Jesús en comunidad
Dos cosas más
21. SIGNIFICADO DEL ENCUENTRO CON JESÚS
Inteligencia y Espíritu
La experiencia de Jesús
La palabra como espada
La Fe del corazón
La fe por el oír
Nueva criatura
La vida en Cristo
NIHIL OBSTAT:
CON AUTORIZACION ECLESIASTICA

Puede imprimirse:
Pbro. Lic. Heriberto Herrera, s.d.b.
Provincial de los Salesianos en Centroamérica
Unas Preguntas
1. PARA MÍ, ¿QUIÉN ES JESÚS?

Hace más de 500 años que el evangelio llegó a las tierras


latinoamericanas. Con la espada del conquistador también vino la cruz de
Jesús. Después de tantos años, ¿qué es lo que encontramos de cristianismo?.
Es algo alarmante. Si alguien va a un centro yoga. Ve una imagen del
DIVINO MAESTRO. Pero ese «divino maestro» de los centros yogas no
predica lo mismo que el Jesús del evangelio. En los centros espiritistas hay
cuadros del sagrado corazón, veladoras y candelas; pero el espiritismo está
expresamente prohibido en el capitulo 18 de deuteronomio, en la biblia.
Muchos jóvenes hablan de Jesús, tienen «posters» de Jesús, entonan
canciones de Jesús; pero no siguen la moral de Jesús en lo que respecta a las
relaciones prematrimoniales. En la Universidad San Carlos de Guatemala,
pintaron un enorme mural del Che Guevara; había un letrero que decía: «el
Che si, Jesus no». Más del noventa por ciento de los universitarios se
profesan cristianos; pero no fueron capaces de pintar un mural más grande
en el que se leyera: Jesus, si. Nuestras familias pacíficamente se llaman
cristianas; pero no se reza en familia, por lo general; no son familias de
sacramentos, sino cristianos ocasionales.
Mucho de lo que se llama «religión» es una mezcla de paganismo y
cristianismo, de superstición y religión. Este triste tablero de lo que
llamamos cristianismo latinoamericano es alarmante desde todo punto de
vista.
Jesús, después de haber predicado y hecho milagros, cuando ya estaba
cercano a su pasión, les hizo una pregunta quemante a SUS apóstoles:
Ustedes ¿qué piensan de mí? (Mt 16, 15). La pregunta era de suma
importancia; los tres evangelistas sinópticos la dejaron consignada en sus
evangelios. Esta pregunta es básica para todo cristiano. En medio de un sin
número de teorías e hipótesis acerca de Jesús, el cristiano debe preguntarse:
Para mí ¿quién es Jesús?
Cuando el Señor les formuló esta pregunta a sus apóstoles, Pedro,
inspirado por Dios, contestó: Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios (Mt 16, 16).
Hasta que no haya brotado esta respuesta del corazón de cada uno de
nosotros, no podemos estar tranquilos. Debe brotar del corazón. No sólo de
la mente.

Segunda conversión
En nuestra vida deben darse dos conversiones; una es la ingenua
conversión de nuestra niñez. Con facilidad el niño acepta todo lo que le
dicen cuando se prepara para su primera comunión. Lo determinante es la
conversión en la edad adulta. El sí definitivo que se le debe dar al Señor
cuando ya no somos niños. Son muchas las personas que nunca han tenido
un encuentro personal con el Señor; se han contentado con vivir un
cristianismo de «ambiente»; en el fondo de sus corazones nunca le han dado
un sí definitivo al Señor.
Santa Teresa cuenta que ella tuvo su segunda conversión hacia los
cuarenta años. Este dato es muy impresionante porque esta santa había
vivido en un convento desde su niñez.
Mientras una persona no haya llegado a su segunda conversión, se dará,
muchas veces, en su vida una ambigüedad con respecto a la religión. Muchas
familias van a misa para navidad, cantan villancicos, y luego vuelven a sus
casas para celebrar una fiesta pagana. Los novios se presentan ante el altar
para recibir la bendición de Dios; pero al domingo siguiente ya no van a
misa, y no vuelven a rezar juntos. Muchos llegan a la iglesia el día domingo;
están en su banca muy devotos, muy religiosos; pero durante la semana
viven como si no fueran cristianos. A estas ambigüedades se llega porque la
personas no han tenido su segunda y auténtica conversión.
Pedro le acababa de decir a Jesús: Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios; pero
cuando Jesús comenzó a explicarles que debía ir a Jerusalén para que lo
crucificaran, Pedro se lo llevó aparte para decirle que no debía permitir eso.
Jesús lo llamó SATANAS; porque Pedro estaba repitiendo la tentación del
espíritu del mal en el desierto; quería apartar a Jesús de su cruz.
Pedro no aceptaba un Mesías derrotado. Pedro, como los demás del
pueblo judío, quería un Mesías triunfador que aplastara a los enemigos del
pueblo de Israel.
Muchos cristianos no quieren un Jesús con cruz. Un Jesús que exija
compromiso, sacrificio. Quieren un Jesús que deje vivir en paz. Optan por
una «religión» más cómoda que consista en prácticas piadosas, en
procesiones, flores, candelas, peregrinaciones, novenas. Todo este
ritualismo, si no leva a un cambio de vida, es vano. Hasta puede convertirse
en superstición, en idolatría.
En nuestra iglesia, lastimosamente, todavía prevalece mucho el
«sacramentalismo»; muchos acuden rutinariamente a la confesión, a la
comunión, a la unción de los enfermos, sin las debidas condiciones; casi
creen en un valor mágico de los sacramentos. Tienen miedo de tomar la cruz
de Jesús y por eso se agarran de prácticas piadosas para tranquilizar su
conciencia, para hacerse pasar por cristianos, cuando, en realidad, son unos
paganos llenos de supersticiones. Mientras no llegue la «segunda
conversión» en el individuo pueden engañarse a sí mismo: puede creerse
cristiano, cuando, en realidad, es un pagano que se ha aferrado a ciertos ritos
religiosos para «tener contento a Dios», y que no le suceda nada malo.
Hubo un momento en que el mal ladrón simuló ser religioso; estaba
crucificado junto a Jesús, y le dijo: Si eres el Hijo de Dios, bájate de la cruz
y bájanos a nosotros. Parecía una oración; pero era la desesperación de
alguien que se dirigía a Jesús; no porque lo amara, sino porque quería
servirse de Jesús para que lo bajara de la cruz. Muchas de las prácticas
religiosas de nuestro pueblo -mal llamada, a veces «religión popular»- no
son más que un repetir la actitud del mal ladrón: se acude a Jesús no porque
se le ame, sino porque se quiere ser bajado de la cruz de la enfermedad, del
sufrimiento, del apuro económico.

Perder para ganar

Cuando Jesús vio que se querían servir de él con fines no espirituales, fue
muy tajante y les advirtió a sus apóstoles que si se querían llamar sus
discípulos, tenían que «negarse a sí mismos y tomar su cruz» (Mc 8, 34).
También les puntualizó que si querían ser sus seguidores, tenían que perder
su vida para ganarla (Mc 8, 35).
¿Qué significa negarse a sí mismo? En nosotros existen dos
personalidades: la del hombre viejo y la del hombre nuevo. «El hombre
viejo» nos inclina hacia lo fácil, lo torcido, lo impuro. El «hombre nuevo»
apareció en nosotros el día de nuestro bautismo; el hombre nuevo nos lleva
por un difícil camino del Evangelio. Cuando le decimos no a nuestro hombre
viejo, le decimos sí a Jesús, y tomamos la cruz de nuestro compromiso y
responsabilidades de cristianos.
Perdemos nuestra vida, cuando ante oportunidades fabulosas que el
mundo nos exhibe, pero que implican injusticia, falsedad, corrupción, le
decimos no al mundo, y pasamos por «grandes tontos» ante el criterio
mundano. Perdemos ante el mundo; pero ganamos nuestra vida para Dios.
Escojamos el camino estrecho, la puerta angosta se la salvación que Jesús
nos señala. Estas directivas evangélicas son muy estrictas y, por eso, los que
tienen miedo de tomar la cruz de Jesús, mejor se agarran de algunas
prácticas piadosas por medio de las cuales pretenden se buenos cristianos.

¿Sociedad cristiana?

Pacíficamente nuestra sociedad se llama cristiana. Abundan los signos


«religiosos», que no equivalen a cristianos. Pero nuestra sociedad no resiste
un examen serio acerca de sus mentado cristianismo, de su religión
acomodatica, que da grandes «facilidades» a todos.
Nuestra economía está basada en el egoísmo. Cada quien busca acaparar
cosas para sí mismo. De allí que los ricos cada vez se hagan más ricos, y los
pobres se queden, cada vez más, sin lo poco que tienen. Se olvida un
principio evangélico: somos simples administradores. Todo lo que tenemos
se nos ha entregado para administrarlo, para negociarlo en el servicio de los
demás. Un día nos pedirán cuenta de nuestra administración.
Nuestra política dista mucho de se cristiana. Un político se supone que es
alguien que se siente llamado a «servir» al pueblo. En la realidad, con mucha
frecuencia, el político es el que se sirve del pueblo para sus aviesas
intenciones de poder y enriquecimiento.
A los primeros dirigentes de su iglesia, Jesús le lavó los pies, y les hizo
ver que así como él, el Maestro, les lavaba los pies a ellos, así debían ellos
lavar los pies a sus hermanos. El auténtico político en sentido cristiano es el
que está dispuesto a lavar los pies del pueblo, a sacrificarse por el bien del
pueblo. Este principio evangélico hasta les causa risa a algunos; si tuvieran
que ponerlo en práctica, ni siquiera hablarían de política.
Nuestra cultura en su raíz más profunda no es cristiana. Esta cultura se
proyecta, sobre todo, en nuestros medios de comunicación social: televisión,
radio, prensa. Allí se retrata la ideología egoísta de nuestra sociedad: la
corrupción, la violencia, la falsedad. Muchas tinieblas y apenas unos tímidos
rayos de luz.
Nuestras familias cómodamente se autodenominan cristianas; pero no se
reza en familia; esposo y esposa hasta se avergüenzan de orar juntos. No son
familias en las que florezca una rica vida espiritual. Son familias de un
cristianismo tradicional basado, las más de las veces, en ritos religiosos para
determinadas ocasiones.
Ser cristiano no consiste en llevar signos religiosos en la solapa del saco o
en la blusa. Ser cristiano significa llevar a Jesús en el corazón. Este, por
desgracia, no es el denominador común de nuestra sociedad.
Abran las puertas

Hay un cuadro en el que se ve a Jesús tocando los inmensos ventanales del


edificio de las Naciones Unidas. El cuadro es impresionante, pero, al mismo
tiempo, provoca tristeza: Jesús todavía está fuera del edificio; no ha logra
que lo inviten. Este cuadro nos viene a la mente cuando pensamos en que
hace ya más de medio milenio que el Evangelio de Jesús llegó a nuestras
tierras latinoamericanas, que se llaman cristianas. La realidad es que el
Evangelio de Jesús no ha logrado penetrar en esa maraña de ritos religiosos
que son una mezcolanza de paganismo y cristianismo, de religión y
superstición. El Papa Juan Pablo II, en sus discursos, menciona mucho la
«nueva evangelización» que urge en Latinoamérica. Esa nueva
evangelización no consiste precisamente en nuevos datos acerca de Jesús,
sino en una manera más convincente de presentar el Evangelio que lleva a
las personas a una «Segunda» conversión, a una entrega consciente a Jesús
en la edad adulta.
El Señor antes de su pasión le pregunto a sus apóstoles: ¿Quien soy yo
para ustedes? Pedro respondió en nombre de todos: Tú eres el Mesías, el
Hijo de Dios. Ahora, nadie puede responder en lugar nuestro. El Señor
necesita la respuesta personal de cada uno de nosotros. Ante un tablero de
teorías e hipótesis acerca de Jesús en nuestro mundo latinoamericano, Jesús
nos pide una respuesta personal: «¿Quien soy yo para tí?»
No debemos quedarnos tranquilos hasta poderle decir, como Pedro:
«Señor, tú para mi eres Dios». O, también: «Señor, ¿a quién voy a ir; sólo tú
tienes palabras de vida eterna».
2. ¿QUÉ DICE LA GENTE DE JESÚS?

Algunas veces me pregunto cómo es posible que nuestro pueblo


«aparente» ser tan devoto, y luego viva una religión tan «mediocre», en una
«volubilidad» constante en lo que respecta a las cosas de Dios. Personas que
el domingo van a misa y frecuentan también centros espiritistas. Personas
muy devotas en la iglesia, y luego, a las pocas horas, pasados de copas en
fiestas que tienen poco de cristiano.
Nuestro pueblo dice que es «eminentemente» cristiano, pero resulta que
en los medios de comunicación masiva, que se supone son los que reflejan el
«sentir» de nuestro pueblo, como que se tiene miedo de hablar de Dios, del
Evangelio. Jesús es un gran ausente en la televisión, en la radio y en los
periódicos. Algunos periodistas hasta hacen gala de «ateísmo» y se permiten
hacer bromas de lo que cree nuestro pueblo, como que fuera cosas
«medievales» muy pasada de moda.
En la raíz de todo esto existe un cristianismo de ambiente cultural. La
gente se llama cristiana porque desde niños les dijeron que «eran cristianos»
pero en la realidad nunca han hecho una opción definitiva por Jesús. Por eso
se vive una «religión» de apariencia, de ritos y no de corazón.
Jesús a sus apóstoles les preguntó en cierta oportunidad: ¿Qué piensa la
gente de Mí? (Mt 16, 13). Para Jesús existían dos clases de personas: los
discípulos, que lo conocían y lo seguían, y los otros, la gente, los que se
contentaban con repetir lo que escuchaban de los demás a ceca de Jesús. Y,
en efecto, el enfoque que un discípulo hace acerca de Jesús es muy diferente
del que hace uno que no es seguidor del Señor. Y aquí se encuentra una
primera pauta para darnos razón acerca de la actitud religiosa de un
individuo. Algunos son simples «admiradores» de Jesús, pero no sus
discípulos. Todavía no han hecho la opción de seguirlo hasta las últimas
consecuencias. Son personas tambaleantes que están a merced de la
circunstancias.

Muchas opiniones

Los discípulos comenzaron a poner al tanto a Jesús acerca de los miles de


comentarios y «chismes» que se ventilaban acerca de su persona.
En realidad, a Jesús el pueblo lo colocaba en un sitial de gran importancia.
Lo comparaban con Elías, con Jeremías, con Juan Bautista, personajes
destacados en la espiritualidad del pueblo judío. No estaba mal. Pero ese no
era el lugar conveniente para Jesús.
En la actualidad, pululan sinnúmero de opiniones acerca de Jesús. Los
musulmanes lo respetan como gran profeta. Los judíos lo conceptúan entre
los grandes engañadores del mundo. Los mormones y Testigos de Jehová no
aceptan que Jesús sea Dios. Algunos se profesan cristianos y al mismo
tiempo frecuentan salas espiritistas y carpas donde les tiran las cartas.
Algunos creen en el Jesús de quien les hablaron en un templo yoga, con el
divino Maestro, que es muy distinto del Jesús del Evangelio. Otros quieren
introducir a Jesús en la sociedad como un «Che Guevara» con ojos que
echan chispas de violencia. Otros dicen: «Jesús, Jesús», a toda hora, pero no
hacen lo que El manda en el Evangelio. Total, en nuestra sociedad existe un
mosaico de opiniones acerca de Jesús.
El Señor, después de escuchar a sus apóstoles, cuando le informaban
acerca de lo que la sociedad de su tiempo pensaba acerca de El, los llevó al
plano de lo «personal» y les preguntó: Bueno, y yo ¿quién soy para ustedes?
(Mt 16, 15) Jesús antes de hacerles esta pregunta, como el maestro que
adiestra a los alumnos para el examen, los había ido preparando con
antelación. Ya les había explicado su «evangelio». Ya les había hecho
presenciar varios milagros, multiplicaciones de panes, cambio de agua en
vino, múltiples curaciones de enfermos, expulsiones de malos espíritus,
poder contra la tempestad en el mar. Ahora, los interrogaba para ver qué
habían comprendido de su mensaje. Pedro fue quien interpreto el sentir de
todos: Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios. (Mt 16, 16).
A cada uno el Señor quiere hacernos la idéntica pregunta: «¿Quien soy yo
para ti?». Al señor no le interesa que sepamos de memoria lo que dijo
Napoleón acerca de El. No le interesa que repitamos lo que han dicho los
santos Padres de la Iglesia, o los literatos y pensadores de moda. Al Señor le
interesa nuestra respuesta de tipo personal. Y esa respuesta es la que muchos
todavía no tienen ni en su corazón ni en sus labios.
A muchos el día de su bautismo los llevaron a una iglesia. Sus padres se
comprometieron a ayudarlos a crecer espiritualmente y acompañarlos hacia
la «Confirmación», para que de jóvenes pudieran hacer su «opción personal»
por Jesús. En nuestra iglesia el bautismo de niños y la confirmación de los
jóvenes forman u solo bloque.
Lo lamentable del caso es que a muchos se les ha ido pasando ese
momento. Se han seguido llamando cristianos, pero en el fondo de su
corazón, no son cristianos porque nunca se han preguntado quién es Cristo
para ellos, y, por eso mismo, nunca lo han «aceptado personalmente». Puede
ser que los hayan «llevado» para recibir el sacramento de la confirmación,
pero ese sacramento lo recibieron por fuerza de la «tradición» y no porque
sentían la viva necesidad «de darle su sí» definitivo al Señor. Esta es la gran
tragedia espiritual de muchos de nuestra iglesia. Se llaman pacíficamente
cristianos; pero su vida demuestra que su cristianismo es un cristianismo
basado en ritos y no en la fe de su corazón.
Pilato, durante el juicio, le hizo a Jesús una quemante pregunta: ¿Eres tú
el rey de los judíos? (Jn 18, 33) Jesús le devolvió otra pregunta más
quemante todavía: ¿Eso lo dices por ti mismo, o te lo han dicho otros de mí?
(Jn 18, 34). Esa es la pregunta decisiva de Jesús nos plantea a cada uno de
nosotros: «¿Lo que piensas acerca de mí es producto de lo que se dice en el
ambiente en que vives o es lo que tienes dentro del corazón?»
San Pablo se caracterizó por su inquina contra todo lo que sonaba a
«Jesús». Quiso borrar ese nombre del pueblo judío. Hasta que un día se
encontró, en una visión, con el Señor, y, entonces, se entregó a El en cuerpo
y alma. Pablo llegó a decir: Para mí el vivir es Cristo (Flp 1, 21). También
afirmó que todo lo consideraba BASURA comparado con el hallazgo de
Cristo (Flp 3, 8). A su amigo Timoteo, le escribía: Yo sé en quién he creído.
Pablo no afirmaba que creía lo que se decía de Jesús, sino que creía en Jesús.
Por eso era un cristiano a carta cabal.
Esa es la opción que muchos no han hecho todavía. Y mientras
permanezcan en ese letargo espiritual, seguirán imitando a las “veletas”: un
día hacia la derecha ritualistas y otro día hacia la izquierda erótica.

Los varios pasos

El evangelio de San Juan describe bellamente los pasos que dio Nicodemo
para descubrir quién era Jesús. Una noche fue a visitarlo -no quería todavía
dar la cara- y le dijo a Jesús: Si no vinieras de Dios, no podrías hacer los
milagros que haces (Jn 3, 2). Nicodemo había venido siguiéndole la pista a
Jesús. Lo había escuchado y lo había visto actuar milagrosamente. Según él,
tenía la clave en sus manos. Jesús le rectificó algo que él, nunca se hubiera
podido imaginar. Le dijo que tenía que «volver a nacer» del «agua» y del
«Espíritu». Jesús le subrayó a Nicodemo que el llegar a descubrirlo como el
Hijo de Dios requería, además de la inteligencia, la acción directa del
Espíritu Santo.
Esta es una verdad que muchos todavía no han descubierto. Creen que se
puede conocer a Jesús solamente a través de los libros. La inteligencia, nos
acerca a Jesús, los signos que vemos fuera y dentro de nosotros, nos acercan,
como Nicodemo, a Jesús, pero necesitamos la «luz que viene de lo alto»:
necesitamos el poder del «Espíritu Santo» que nos ayude a romper el
envoltorio que recubre la figura humana de Jesús.
Cuando Pedro descubrió quién era Jesús, dijo: Tú eres el Cristo el Hijo de
Dios vivo (Mt 16, 16). Jesús lo hizo razonar asegurándole que no era «la
sangre y la carne» -su intelecto de pescador- el que lo había llevado hasta ese
descubrimiento; había sido Dios por medio de su Santo Espíritu el que lo
había iluminado para llegar a ese descubrimiento (Cfr. Mt 16, 17).
Con nuestras solas fuerzas humanas no podemos llegar a saber quién es,
Jesús. Necesitamos el poder del Espíritu Santo. Para llegar a El, son
indispensables la razón y la iluminación de Dios.
Los maestros de este mundo para ganar prosélitos prometen cosas
halagadoras... la gente va tras ellos esperando que se realicen todas esas
promesas. Si quisiéramos hacer una síntesis de lo que prometen esos
maestros, diríamos que ellos van diciendo que en sus alforjas llevan
SALUD, DINERO y AMOR. Y, por eso muchas personas llevan cadenas,
pulseras, incienso, ceniza, toda clase de amuletos. Sus famosos maestros les
han asegurado que allí esta la solución de sus problemas.
Jesús no andaba buscando prosélitos fáciles. Cuando los apóstoles
descubrieron que Jesús era el Hijo de Dios, Jesús no les prometió la solución
de todos sus problemas, sino que les garantizó que lo llevarían a la cruz, y
que si ellos querían ser sus discípulos, tendrían también que tomar su cruz y
seguirlo.
El cristianismo lo definió Jesús como un «camino estrecho» (Mt 7, 14). El
cristiano es el que no quiere ir por donde va el montón, sino por donde va
Jesús, que es una senda de justicia, de verdad, de servicio. Un camino
estrecho. Por eso el cristianismo sabe que le toca llevar una cruz.
Cuando Jesús habló de que lo llevaría a la cruz, sabía bien lo que decía.
Cuando él era niño de 11 años, un hombre llamado judas galileo se había
rebelado contra el dominio romano. La conjuración había sido aplastada y
2000 personas habían sido crucificadas. Toda la gente supo qué era morir en
la pena máxima, en la cruz. Jesús hablaba de algo espantoso. A sus
seguidores les dijo precisamente que eso era lo que a El le esperaba. Y que si
querían llamarse sus «discípulos» también ellos debían llevar una cruz.
Este es un punto álgido para muchos en el seguimiento de Jesús. Buscan
un Jesús fácil; un Jesús que no hable de «camino estrecho», un Jesús sin
exigencias, un Jesús bonachón que sólo predique paz y amor, y no exija nada
para conseguir esa verdadera paz y ese amor, que son tan distintos de la paz
y el amor que el mundo promete. Por eso tienen miedo de decirle al Señor
que quieren ser sus discípulos, y se quedan como simples «oyentes» de
Jesús, como admiradores de Jesús, y no como verdaderos discípulos.

Hay que arrodillarse

Todos los que un día se encontraron de veras con Jesús, no pudieron


seguir de pie; sintieron la urgencia de echarse a sus pies. Cuando Pedro, ante
el mandato de Jesús, obtuvo una pesca milagrosa, se echó a sus pies y le
dijo: Apártate de mí que soy un pobre pecador (Lc 5, 8). El centurión, que
estaba junto a la cruz, y que fue testigo de todo lo que sucedió alrededor de
la Cruz, terminó diciendo: Verdaderamente éste era el Hijo de Dios (Mc 15,
39). Tomás, cuando vio a Jesús resucitado ante él, cayó de rodillas y dijo:
Señor mío y Dios mío (Jn 20. 28).
Una persona cuando, de veras, se encuentra con Jesús y se decide a se su
discípulo, no puede seguirlo como los que «admiran a un cantante» o a un
artista de cine. El que se entrego a Jesús cae de rodillas ante El, y acepta la
cruz que el le ofrece para su salvación. Eso es lo que le ha faltado a muchos
que se siguen llamando cristianos, pero que todavía no se han decidido a
declararlo el Señor de su vida. A. Jesús no le agrada que sólo de noche se le
visite, como Nicodemo. El quiere que se le confiese a pleno sol, como el
convertido Nicodemo el día viernes santo. Que el Espíritu Santo nos ilumine
también a nosotros para que sepamos descubrir a Jesús como el Hijo de
Dios, y para que no le tengamos miedo a la cruz salvadora que el nos ofrece.
3. ¿CREO EN JESÚS?

Alguna persona, a veces, alega: “Yo no creo que Jesús haya existido”.
Está persona no esta exponiendo bien su dificultad con respecto a Jesús. Que
Jesús haya existido, no es ningún problema, como no es problema la
historicidad de Napoleón, o Hitler. Hasta historiadores paganos, como
Suetonio y Tácito, hablan de Jesús como un personaje histórico. Lo que sí es
problema para muchos es saber si de veras Jesús es Dios como El lo afirmó.
Para nosotros los cristianos es fundamental profundizar en la personalidad
de Jesús, pues toda nuestra religión esta centrada en la persona de Jesús. Si
Jesús de veras es Dios, entonces la Biblia para nosotros es Palabra de Dios,
pues Jesús mismo la afirmó. Si Jesús es Dios, entonces nos aferramos
totalmente a su mensaje con respecto la más allá y a los principios morales
que El enseño de parte de Dios.

Hay que definirse

Un día, mientras Jesús caminaba con sus apóstoles, les pregunto: ¿Qué
dice la gente de mí? (Mt 16, 131). Los apóstoles le expusieron al Señor las
opiniones que circulaban en el ambiente con respecto a El. En la actualidad,
también superabundan las teorías acerca de Jesús. Para unos no pasa de ser
un gran moralista; otros lo respetan como un filósofo; hay quienes lo quieren
presentar como un revolucionario al estilo del Che Guevara. Jesús a sus
apóstoles les pidió que se definieran con respecto a El; les dijo: Y ustedes,
¿qué piensan de mí? (Mt 16, 15).
A todo cristiano el Señor le pide que se defina con respecto a El. Si toda
nuestra creencia se basa en el mensaje de Jesús, debemos estar plenamente
convencidos acerca de la personalidad de Nuestro Señor Jesucristo.
Nuestra información acerca de Jesús la encontramos esencialmente en los
Evangelios. Hay que partir del hecho que los Evangelios no intentan darnos
una “biografía de Jesús”. La intención de los escritores de los Evangelios fue
más bien esbosarnos el MENSAJE DE JESUS, y respaldarlo con algunos
hechos de su vida. Creemos firmemente en los Evangelios, ya que sus
autores brillaron ante sus comunidades por su santidad de vida y fueron
testigos oculares de lo que nos narraron. El Evangelista San Juan nos dice:
Lo que hemos visto y oído eso les contamos. Es de sumo interés ver cómo
nos muestran a Jesús los cuatro evangelistas.
Se presentó como el enviado

San Lucas, en su capítulo cuatro, relata que Jesús, a los treinta años, se
hizo presente en la sinagoga de su pueblo Nazaret; tomo el rollo de la
Escritura y, comentando el pasaje de Isaías 61, El Espíritu del Señor está
sobre Mí y me ha enviado, aseguró: Hoy se ha cumplido esta Escritura.
Muchos se sorprendieron. Jesús no hizo ninguna ratificación. Se presento
como el enviado de Dios, anunciado en las Escrituras.
Jesús en su enseñanza no era como los maestros de la ley; ellos citaban
continuamente a las grandes autoridades: “Como dice Yahvé”; “como se
encuentra en el libro de Isaías”; “como dice el gran maestro tal”. Jesús
simplemente decía: Yo les digo... Antiguamente se les dijo... pero yo digo.
Las afirmaciones de Jesús desconcentraron a los grandes líderes religiosos
del pueblo judío. Jesús decía: Yo soy la luz del mundo (Jn 8, 12). Yo soy la
resurrección y la vida (Jn 11, 25). Yo soy el camino, la verdad y la vida (Jn
14, 6).
Al mismo tiempo que hablaba continuamente de sí mismo, era el hombre
más humilde; servía a todos. Uno de sus últimos gestos fue lavar los pies a
sus apóstoles, un oficio que sólo era de los esclavos de aquel tiempo.
Jesús hizo temblar a los dirigentes religiosos cuando se presentó como el
MESÍAS, anunciado por los profetas. Mesías, en hebreo, significa UNGIDO.
En Griego se dice Cristo. En la antigüedad se ungía a los reyes, a los
sacerdotes, a los profetas. Jesús, más que usar la palabra Mesías, emplea la
expresión Hijo de Hombre. Esta expresión era la que había adoptado el
profeta Daniel para hablar del futuro MESÍAS (Daniel cap. 7). Según los
estudiosos de la Bíblica, Jesús prefirió la expresión HIJO DEL HOMBRE,
en vez de Mesías, para no causar zozobra entre el pueblo. Muchos esperaban
al Mesías como líder político que los libraría del poder de Roma. Por eso
Jesús en el Evangelio, continuamente se llama a sí mismo el Hijo del
Hombre.

Nunca negó que era Dios

Mientras los apóstoles le contaban a Jesús lo que la gente pensaba acerca


de El, los detuvo y les preguntó: Y ustedes ¿Qué piensan de mí? Pedro
respondió: Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios. Jesús no corrigió a Pedro; no
le dijo que estaba exagerando. Simplemente puntualizó que eso solamente lo
podía haber captado por obra del Espíritu Santo (Mt 16, 13-16).
Ante el Sanedrín, Caifás, para que todos escucharan de labios de Jesús su
punto de vista, le preguntó: En nombre de Dios te conjuro a que nos digas si
tú eres el Mesías, el Hijo de Dios. Jesús sin dilación, respondió: Tú lo has
dicho. No se esperaba Caifás semejante “blasfemia”. Se rasgó las vestiduras
en señal de protesta. Las autoridades, entonces, condenaron a Jesús porque,
según ellos, “se hacía pasar como el Hijo de Dios”. Y Jesús no se retractó en
lo más mínimo.

Para Jesús era lo normal afirmar que era Dios. El Padre y yo somos una
misma cosa (Jn 10, 30), le dijo a Felipe, que le pedía: Señor, muéstranos al
Padre (Jn 14, 9). A Tomás le aclara. El que me ve a mí, ve al Padre. Después
de la Resurrección, se le apareció a Tomás; el apóstol cayó de rodillas y dijo:
Señor mío y Dios mío. Jesús no le impidió que se hincara y que lo “adorara”
como Dios. Como su Señor.
Uno de los escándalos más grandes para los dirigentes religiosos fue
cuando Jesús le dijo a un paralítico que le iba a “perdonar sus pecados”. Los
especialistas de las Escrituras, allí presentes, comentaban que sólo Dios
podía perdonar los pecados. Jesús para probar que El “podía perdonar los
pecados”, curó al paralítico. También a María Magdalena le aseguró que,
debido a su amor, le eran perdonados sus “muchos pecados”.
La vida de Jesús está tachonada de “milagros”. San Juan, más que llamar
“milagros”, a los hechos maravillosos que Jesús realizaba, se refiere a ellos
como “señales”. San Juan construye su Evangelio alrededor de siete señales
que son como “explicaciones” de lo que era Jesús. En Caná de Galileo,
cuando Jesús cambia el agua en vino, el evangelista señala que con Jesús ha
comenzado “la nueva religión”. Jesús multiplicaba los panes, y luego dice:
“Yo soy el Pan de Vida”, y, en esa forma, preanuncia la Eucaristía, la Cena
del Señor, que instituirá el día jueves santo. Jesús resucita a Lázaro, y, antes
de hacerlo, afirma: “Yo soy la resurrección y la vida”. Para el Evangelista
San Juan, las señales, que realiza Jesús, son la explicación de quién es Jesús.
En los “milagros““ de Jesús no se busca de ninguna manera hacer “alarde
de fuerza”, de poder, sino, sencillamente, socorrer al “necesitado”, y ayudar
a todos los que participan del “suceso maravilloso” a reflexionar acerca de
Jesús como el enviado de Dios. En los “milagros” de Jesús no debemos
buscar lo espectacular o una explicación de tipo científico, sino más bien la
confirmación del mensaje de Jesús. Ante los que se asombraban porque
Jesús afirmaba que le perdonaba los pecados al paralítico, Jesús dijo: Pues
para que vean que tengo poder de perdonar los pecados, toma tu camilla y
vete a tu casa (Lc 5, 24), y el paralítico quedó curado al instante.
El Evangelio narra que los dirigentes religiosos enviaron a unos guardias
para que apresaran a Jesús. Cuando llegaron, Jesús estaba predicando;
prudentemente esperaron que finalizara su plática para entrar en acción. Sin
querer, que escuchar su mensaje. Regresaron a sus jefes sin llevar a Jesús, y
expresaron el motivo: Nunca nadie había hablado como El. Este era también
el parecer del pueblo sencillo, que lo oía sin prejuicios; al escucharlo decían:
¿Dónde aprendió éste esas cosas?... Nos habla con autoridad y no como
nuestros maestros (Mc 1, 22).
Todos los hechos y dichos de Jesús confirma que es el HIJO DE DIOS. Su
personalidad, la santidad de su vida, sus milagros no dejan la mayor duda
acerca de que, de veras, Jesús es el Mesías anunciado por las Escrituras.

¿Quien es éste?

San Juan para ayudarnos a penetrar en la personalidad divina y humana de


Jesús nos dice que El Verbo se hizo carne y puso su tienda entre nosotros (Jn
1, 14). Jesús es Dios viviendo entre nosotros, viene a vivir entre nosotros
para mostrarnos el camino de salvación y a ayudarnos a alcanzar esa
“salvación”. El mismo Jesús afirma: Tanto amó Dios al mundo que envió a
su Hijo único para que todo el que crea en El no se condene, sino que tenga
vida eterna (Jn 3, 16).
San Pablo también nos toma de la mano y nos conduce hacia Jesús y nos
lo presenta como la imagen visible de Dios invisible (Col 1, 15). Esta figura
que emplea San Pablo para hacernos más “comprensible” a Jesús, es de un
gran alcance. Quiere decir que ver a Jesús es ver a Dios. Si queremos saber
cómo es Dios de bondadoso y misericordioso, basta que centremos nuestro
pensamiento en ese Jesús del Evangelio, urgido por acercarse al que sufre, al
que llora y al que peca.
Para los hombres el conocimiento de Dios ha sido gradual y se puede
seguir, paso a paso, en la Biblia. Desde el Dios violento y castigador del
antiguo Testamento se llega a la revelación total de Dios por Jesús, que
muestra a Dios como el Padre del perdón y de la misericordia, que tiene un
plan de amor para cada uno de sus hijos.

¿Cómo llegar hasta El?


El Evangelio no sólo presenta nítidamente la figura de Jesús como Dios y
hombre, sino que también muestra el camino para acercarse a El. Nicodemo,
una noche, fue a entrevistarse con Jesús; comenzó diciéndole a Jesús: Sí tú
no vinieras de Dios, no podrías hacer las obras que realizas (Jn 3, 2 La fe de
Nicodemo en Jesús había seguido un proceso de lenta observación y
reflexión hasta dar el paso decisivo hacia el Señor. Pero todavía le faltaba
algo. Jesús se lo señaló: Debes nacer de nuevo por el agua y el Espíritu
Santo (Jn 3, 3).
Nuestra razón nos puede acercar a Jesús; pero sin la ayuda del Espíritu
Santo no podemos penetrar en su personalidad de Dios y Hombre. Jesús lo
puso de manifiesto cuando Pedro le dijo: Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios
vivo. Jesús concreto: Pedro, esto no te lo ha revelado ni la carne ni la
sangre, sino mi Padre que está en el Cielo (Mt 16, 17). Pedro nunca hubiera
podido llegar a descubrir la personalidad divina de Jesús sin la iluminación
del Espíritu Santo. Lo mismo sucede con nosotros: nuestra razón, nuestro
estudio de la personalidad de Jesús, nos pueden acercar a El, pero para
llamarlo Dios, necesitamos la revelación del Espíritu Santo.
Una vez que nos encontramos con Jesús como verdadero Dios y
verdadero hombre, no nos queda sino doblar la rodilla y adorarlo como a
NUESTRO SEÑOR JESUCRISTO. Así lo hicieron todos los que en el
Evangelio, un día, se encontraron con El. Junto a la cruz, el incrédulo
centurión, al ver todos los acontecimientos que se desarrollaban alrededor de
Jesús, no tuvo más que exclamar: Verdaderamente éste era Hijo de Dios (Mt
27, 54). Cuando el desconfiado Tomás estuvo frente a frente con Jesús
resucitado, que le hablaba, cayó de rodillas diciendo: Señor mío y Dios mío.
Pablo se encontró también después de largo camino, con Jesús resucitado y
escribió: Ante el nombre de Jesús se doble toda rodilla, en el cielo, en la
tierra y en los infiernos (Flp 2, 10).
Cuando no hemos encontrado con Jesús, “Dios y hombre”, no nos queda
más que caer de rodillas y decir, JESÚS ES EL SEÑOR.
4. ¿ES JESÚS SEÑOR DE MI VIDA?

A los primeros seguidores de Jesús el nombre de cristianos les costaba


sangre; había sido un apodo que les habían puesto en Antioquía; ser cristiano
equivalía a ser marginados en la sociedad, a exponerse a ser llevados al circo
romano para ser devorados por la fieras. Bastaba que los cristianos pusieran
unos granitos de incienso ante la estatua del César y dijeran: «César es el
Señor», para que sus vidas fueran salvadas. Pero los auténticos seguidores de
Jesús no aceptaban postrarse ante nadie que no fuera Jesús. Su credo, al
principio de la iglesia. Fue: «JESÚS ES EL SEÑOR».
En la actualidad, ser cristiano no implica ningún riesgo para muchos;
hasta en un título de honor en el campo social. Es porque ser cristiano, para
muchos, no conlleva ningún compromiso vital. Cuando los primeros
cristianos llamaron a Jesús KYRIOS, Señor, en griego, entendían ser sus
esclavos en todo el sentido de la palabra. El esclavo llamaba «señor» a su
dueño, y estaba las 24 horas del día su servicio. Para muchos se ha perdido
el sentido de «Señor», referido a Jesús. Para ellos es un simple titulo
honorífico. Jesús fue muy concreto cuando aseguró: No todo el que diga:
Señor, Señor, entrará en el reino de los cielos, sino el que cumpla la
voluntad del Padre que está en los cielos. Jesús no puede ser el Señor de
nuestra vida, mientras no hagamos su voluntad. En el Padrenuestro, todos los
días pedimos: Venga tu reino, hágase tu voluntad en la tierra como en el
cielo. El reino de Jesús nunca puede ser efectivo en nosotros, mientras no
hagamos en todo la voluntad de Dios.
Con tristeza, un día Jesús le dijo al apóstol Felipe: Hace tanto tiempo que
estoy con ustedes y todavía no me conocen. Es posible que, pacíficamente,
nos llamemos seguidores de Jesús, pero que todavía no hayamos penetrado
en el sentido de lo que significa ser seguidores de Jesús; que todavía Jesús
no sea Señor de nuestra vida.
Es bueno que nos planteemos algunas preguntas para saber si Jesús es el
Señor de nuestras vidas.

¿Maestro o Señor?

Cuando los fariseos se dirigen a Jesús, en el Evangelio, lo llaman


«maestro» Para ellos era un simple rabino con mucha sabiduría, pero nada
más. Es llamativo observar cómo en el Evangelio de San Mateo, en la última
Cena, cuando Jesús anuncia que uno de los apóstoles la va a traiciona, Judas
pregunta: ¿Seré yo, maestro? En Getsemaní, cuando Judas vende a Jesús con
un beso, le dice: ¡Salve maestro¡ Para Judas, Jesús ya no era su Señor. Había
pedido la fe en él; por eso, inconscientemente, lo llamaba “maestro”.
Los apóstoles, en cambio, lo llaman Señor. En la última Cena, cada uno
pregunta: ¿Seré yo, Señor? Cuando toda la gente abandona a Jesús. Pedro le
dice: Señor ¿a quién iremos?: tú tienes palabras de vida eterna (Jn 6, 68).
Cuando Pedro ve que Jesús camina sobre el mar, le dice: Señor, mándame ir
a ti caminado sobre el agua. Una de las confesiones de fe más bellas, en el
Evangelio, es la del apóstol Tomás; después de su larga duda, cae de rodillas
ante el Resucitado y le dice: Señor mío y Dios mío. Para todos los discípulos
Jesús era SU SEÑOR, su KYRIOS. Creían firmemente en él.
Hay un dato interesante. Durante la tormenta en el mar, los apóstoles,
enojados, se dirigen a Jesús y lo regañan: Maestro, ¿no te das cuenta de que
nos estamos hundiendo? (Mc 4, 38). Los apóstoles en ese momento crítico,
pierden la confianza en Jesús. Por eso lo reprochan por estar durmiendo, y lo
llaman simplemente «maestro».
Algunas personas hablan de que se han «peleado con Dios». Para un
verdadero seguidor de Jesús, esto no tiene sentido. Sí Jesús es nuestro Señor,
no podemos darnos el lujo de reprenderlo, de pelearnos con él, de pedirle
cuentas de sus acciones. Podemos despertarlo por medio de nuestros ruegos
en la oración, pero nunca regañarlo. Los discípulos de Emaús iban
desalentados por el camino; Jesús , viajero anónimo, se puso en medio de
ellos. Los discípulos de Emaús le hablaron de Jesús. Le dijeron que era
poderoso en hechos y en palabras; pero, en realidad estos discípulos
hablaban sólo «de memoria», intelectualmente, nada más, porque no estaban
viviendo la experiencia de Jesús en sus corazones. Cuando descubrieron a
Jesús resucitado en el viajero anónimo, ya no pudieron seguir en su camino
de derrota, sino que sintieron la urgencia de ir a anunciar a todos su
encuentro con el Señor. Ahora Jesús ya no era para ellos un «maestro»
bueno, sino el Señor de sus vidas. Es posible, que como los discípulos de
Emaús, estemos repitiendo de memoria datos acerca de Jesús; pero que sólo
los creamos intelectualmente, sin estarlo viviendo. Jesús, sólo será el Señor
de nuestras vidas, cuando vivamos de corazón la experiencia de Jesús como
Señor de nuestra vida.
Si me aman

Jesús fue tajante cuando dijo: ¿Por qué me llaman Señor, si no hacen lo
que yo digo? (Lc 6, 46). En nuestros tiempos han parecido muchos
movimientos llamados de Jesús. Ha habido mucho entusiasmo; Jóvenes que
llevan «posters» de Jesús; camisolas con la imagen de Jesús; pero esos
mismos entusiastas de Jesús llevan una moral distinta a la del Evangelio. Se
han fabricado una religión a su manera.
Jesús, en la última Cena, les dio a los apóstoles una clave para saber si
eran auténticos discípulos, les dijo: Si ustedes me aman, practicarán mis
mandamientos. No podemos decir que Jesús es nuestro Señor, si no
practicamos sus mandamientos. Nuestra gran tentación consiste en llevar en
el bolsillo unas tijeras para recortar de los mandamientos; o para tijeretear
algún pasaje del Evangelio que nos resulte molesto.
Jesús advirtió: No todo el que diga: Señor, Señor, entrara en el reino de
los cielos, sino el que haga la voluntad del Padre que está en el cielo (Mt 7,
21). No basta ser «entusiasta» de Jesús para que él sea el Señor de nuestra
vida. Hay que cumplir todos sus mandamientos.
El Señor, además, especificó que todo sus mandamientos, toda la Biblia,
la ley y los profetas, se resumían en un solo mandamiento: amar a Dios y al
prójimo (Mt 22, 38-40). Es el mandamiento más difícil. Es fácil caer en la
tentación en que incurrieron el sacerdote y el levita de la parábola: ellos
quería encontrar a Dios sólo en el templo. Por eso evadieron, olímpicamente,
al malherido que estaba a la vera del camino. Pero Dios estaba allí en ese
necesitado. El sacerdote y el levita no pudieron encontrar a Dios ese día
porque no abrieron bien los ojos de la fe para reconocer a Dios en la figura
demacrada del malherido, que reclamaba su ayuda, a la vera del camino.
No podemos asegurar que Jesús es el Señor de nuestra vida, mientras no
nos hayamos especializado en reconocerlo a través de los varios «disfraces»
con que se nos presenta. Jesús dice: Todo lo que ustedes les hagan a estos
mis hermanos pequeños, a mí me lo hacen. No habla Jesús de lo que
hacemos a nuestros amigos, a las personas importantes, se refiere a los más
pequeños, los necesitados, los enfermos, los marginados.
Jesús no es todavía el Señor de nuestra vida, si no hemos aprendido a
descubrirlo en los más necesitados, que son los retratos más perfectos de
Jesús.
Camino, verdad y vida

Jesús no habla de «caminos», en plural, sino de «camino», en singular.


Para Jesús solamente existe una vía: es él mismo. A nuestro alrededor
pululan los maestros espirituales y científicos: todos nos aseguran que tienen
la verdad, el camino auténtico. Todos nos quieren descifrar el misterio del
más allá, del dolor, de Dios mismo. Para nosotros, en un mundo pluralista,
hay respeto y caridad para todos; pero nos quedamos con el camino de Jesús,
con su verdad por que para nosotros Jesús es Dios y, por eso es el Señor de
la historia, de lo presente y del futuro.
El libro de los hechos narra que los cristianos de berea acudían
continuamente a la Biblia para consultar la Palabra de Dios con respecto a lo
que les enseñaban los demás maestros. Esta es una actitud muy cuerda; sobre
todo en tiempos de tanta confusión como los nuestros. Debemos tener muy
presente las palabras de Jesús, y aferrarnos con todo el corazón ellas.
Entre los partidos políticos, a veces se dan alianzas. En el cristianismo no
pueden haber alianzas. Jesús dice claramente que no se puede servir a dos
señores al mismo tiempo. Y este es el gran error de muchos llamados
cristianos: tienen dos candelas encendidas, una para Jesús y la otra para el
mundo. Visitan el Santísimo, pero también acuden a centros de magia o de
espiritismo. «El que no está conmigo, está contra mí», dice Jesús. Muy claro:
no se puede ser cristiano de dos candelas; o nuestro señor es el mundo, con
sus criterios ambiguos, o es Jesús el Señor de nuestra vida, y lo tenemos
como nuestro camino, verdad y vida.

Indispensable proclamar

San Pablo, como buen maestro espiritual, señaló algo indispensable para
el que se quiera llamar discípulo de Jesús; dijo Pablo: Si confiesas con tus
labios que Jesús es el Señor, y crees en tu corazón que Dios lo resucito,
entonces alcanzarás la salvación (Rm 10, 9).
Hay que creer con el corazón; debe se una experiencia de vida. En
segundo lugar, hay que proclamar a Jesús como Señor. Este es un punto muy
débil para muchos laicos. En nuestra iglesia ha predominado durante muchos
años el «clericalismo». Se ha «demostrado» al laico; y por eso, el laico hasta
ha llegado a creer que la proclamación del mensaje es oficio del religioso,
del sacerdote. Según Pablo en su carta a los romanos, la proclamación está
íntimamente conectada con la salvación del individuo.
En la vida del buen ladrón se patentiza cómo su conversión lo lleva a
proclamar a Jesús como Rey, Señor.
El buen ladrón comienza insultando a Jesús, blasfemando. Al permanecer
durante varias horas junto a la cruz de Jesús, escucha sus palabras que tocan
su corazón, y se convierte. Primero confiesa sus pecados; le dice al otro
ladrón que ellos con razón están allí por ser delincuentes, pero que Jesús es
justo. Luego se dirige a Jesús rogándole que le acepte en su reino. Muy
elocuente esta escena: cuando el buen ladrón entrega su corazón a Jesús,
siente la urgencia de proclamarlo como Rey, Señor y le pide un lugar en su
reino: Acuérdate de mí cuando estés en tu reino.
Abundan los cristianos «de armario»; sólo son cristianos dentro de la
iglesia. Fuera de la iglesia nadie los distingue como seguidores del Señor por
su manera de ser y de hablar. Señal de que una persona se ha convertido en
profundidad, es que comienza a sentir la urgencia de llevar el mensaje de
Jesús a los demás. Señal de que una persona es un seguidor mediocre de
Jesús es que tiene temor de hablar de las cosas de Dios.

¿Jesús o Barrabás?

Si se nos pidiera que dentro de un circulo marcáramos con una cruz el


lugar que Jesús ocupa en nuestra vida, ¿en qué sitio la colocaríamos la cruz?
Para muchos estaría en un extremo del circulo. Otros, tal vez, pondrían la
cruz fuera del circulo: señal de que Jesús no controla sus vidas. Si Jesús es el
Señor de nuestra vida, sólo puede estar en el centro del círculo, en el centro
de nuestra vida.
Pilato a los del pueblo los puso en un dilema: les pregunto; «¿A quién
quieren, a Jesús o a Barrabás?» Barrabás era un criminal. Jesús era el santo.
El pueblo escogió a Barrabás. Parece increíble, pero esa es la historia que
continuamente se da a nuestro alrededor: se desprecia el camino de justicia
de verdad que propone Jesús; se opta por el camino de corrupción, de
mentira, de injusticia, de pecado, que propone el mundo, que representa a
Barrabás.
Dice la Biblia: Ante el nombre de Jesús se doble toda rodilla en el cielo.
En la tierra y en los infiernos, y toda lengua proclame que Jesús es el Señor
(Flp 2, 10). Mientras Jesús no sea el Señor de nuestra mente, de nuestro
corazón, de nuestro trabajo, de nuestro hogar, de nuestras diversiones y
PROYECTOS, NO PODEMOS, pacíficamente, llamar a Jesús el Señor de
nuestra vida.
Unas Afirmaciones
5. JESÚS ES LA PALABRA DE DIOS

En los vitrales de algunas iglesias se representa a los cuatro evangelistas


con el símbolo de alguno de los cuatro animales de los que habla San Juan
en el Apocalipsis. A San Juan se le reconoce por el símbolo del águila. El
motivo es porque Juan con ojos de águila -muy penetrantes- se introduce en
la vida de Jesús para hablarnos de su divinidad y de su humildad. San Juan,
más que acumular acontecimientos acerca de la vida de Jesús, sobreabunda
en reflexiones teológicas acerca de la personalidad de Jesús. Su objetivo lo
expresa cuando escribe, hacia el final de su evangelio: Estas (cosas) han sido
escritas para que ustedes crean que Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios, y
para que creyendo tenga vida en su nombre (Jn 20, 31). Todo el Evangelio
de Juan se encamina a ayudarle al lector a creer en Jesús y recibir vida
eterna.
Lo primero que Juan hace, al iniciar su Evangelio, es presentarnos la
figura de Jesús. Para eso se vale de una imagen literaria fascinante. Nos
muestra a Jesús como la Palabra de Dios -el Verbo de Dios- que “se hace
carne”, es decir, que se humaniza viene a poner su casa entre nosotros. Con
esta figura, Juan presenta a Jesús como la Palabra de Dios que se encarna y
viene a decirnos quién es Dios y lo que Dios quiere de nosotros.
Juan comienza afirmando: En el principio ya existía la Palabra; y aquél
que es la Palabra estaba con Dios y era Dios. El estaba en el principio con
Dios. Por medio de él Dios hizo todas las cosas; nada de lo que existe fue
hecho sin él (Jn 1, 1-3). San Juan, al decir, “en el principio”, está afirmando
que Jesús es “eterno”, que no ha sido creado por Dios como las demás
criaturas. Al indicar que “estaba con Dios y era Dios”, Juan afirma sin
titubeos la divinidad de Jesús: la Palabra es Dios. Igual a Dios. No otro Dios,
sino el mismo Dios. Este concepto es incomprensible para la mente humana.
Por la fe nosotros lo aceptamos, y lo recibimos como revelación de Dios.
Porque está revelado en la Biblia, por eso lo creemos, aunque no logremos
penetrar ese “misterio” de Dios.
De la Palabra -de Jesús- Juan también nos dice que por medio de él fueron
hechas todas las cosas (Jn 1, 3). La Palabra -Jesús- es el creador de todo.
Pero el mismo no fue creado por nadie, ya que como es Dios, existía desde
el principio.
Por medio de estos breves y profundos versículos, san Juan nos dice,
sintéticamente, que Jesús es la Palabra de Dios que se hace hombre y viene a
vivir entre nosotros; que es el creador de todo y que no fue creado por nadie
porque desde el principio ya era Dios. Estos conceptos los recibimos por
revelación de Dios en la Biblia. Por eso lo aceptamos con fe, aunque nuestra
mente humana no logre comprenderlos.
Todo esto concuerda con lo que afirma san Mateo. Este evangelista
presenta a Jesús como el EMMANUEL, que significa: Dios con nosotros.
Dios viene a vivir entre nosotros. A traernos su mensaje. A salvarnos (vea
Mt 1, 23).

Jesús vida y luz

Refiriéndose a Jesús, escribe san Juan: En él estaba la VIDA y la vida era


la LUZ de los hombres. La luz resplandece en las tinieblas, y las tinieblas no
prevalecieron contra ella (Jn 1, 4). El Evangelio de Juan comienza hablando
de la vida, y concluye con la afirmación de que se escribió este Evangelio
para que los hombres tengan vida (vea Jn 20, 31). En el Evangelio de Juan,
Jesús promete “vida eterna” al que crea en él (vea Jn 6,47). Jesús también
asegura que ha venido para que los hombres “tengan vida y la tengan en
abundancia” (Jn 10, 10).
La vida a la que se refiere San Juan en su Evangelio es la “vida eterna”, la
vida que vive Dios, y que sólo él puede dar. Al que cree en Jesús, se le
comunica esa “vida eterna”. En ese sentido, para el que acepta a Jesús, la
“vida eterna”, la vida de Dios, comienza ya en este mundo.
Para recibir esa “vida eterna”, Jesús pone una condición: creer en él. El
que cree en mí -dice Jesús- tiene vida eterna (Jn 6, 47). La fe que Jesús
reclama no es puramente intelectual. Sino una fe que del corazón, confianza
total en Jesús, por medio de la cual se acepta a Jesús como Hijo de Dios que
vino a salvarnos. La fe en Jesús implica la aceptación total de su Palabra y
sus mandamientos. El que tiene fe en Jesús, lo acepta como su Salvador y
Señor.
También san Juan exhibe a Jesús como LUZ que brilla en medio de las
tinieblas. En la Biblia, las tinieblas simbolizan, el caos, la maldad. La
presencia de Dios, en la Biblia, aparece cuando Dios dice: Hágase la luz (Gn
1, 3). La presencia de la Palabra de Dios -Jesús- en el mundo es la luz de
Dios que viene a definir la frontera entre lo bueno y lo malo. Llega para que
el hombre no camine a tientas, sino en la seguridad de una senda iluminada.
Jesús es como el gran sol de Dios que nos hace ver las cosas cono son. Que
nos enseña a distinguir lo que es de Dios y lo que es del espíritu de las
tinieblas. Con la llegada de Jesús como luz del mundo, concluye para el
hombre su peregrinar en la incertidumbre. Jesús dijo: Yo soy la luz del
mundo: el que me sigue, no andará en tinieblas (Jn 8, 12). Con la llegada de
Jesús sabemos cual es el Camino, la Verdad y la Vida (vea Jn 14, 6).
En la Ultima Cena, Juan nos va a presentar el terrible caso de Judas. El
apóstol traidor no resiste la luz de Jesús, y sale apresuradamente de la Ultima
Cena. San Juan apunta: Una vez que Judas hubo recibido el pan, salió. Y era
de noche (Jn 13, 30). Judas, al apartarse de Jesús, cae en el caos de las
tinieblas y es zarandeado por las fuerzas del mal que lo conducen a la
desesperación, al suicidio.
Siempre con referencia a Jesús como luz del mundo, san Juan puntualiza
que Jesús es: Luz que alumbra a todo hombre (Jn 1, 9). Con la llegada de
Jesús, “LUZ VERDADERA”, las demás luces son como estrellas fugaces
que se borran cuando aparece el sol. Con la encarnación de la Palabra, de
Jesús, desaparecen las dudas y miedos del hombre ante el destino, las fuerzas
maléficas, la muerte, el más allá. Jesús, como Palabra de Dios, como vocero
de Dios, ilumina a todos los hombres acerca de los retadores enigmas de la
vida.
Con la llegada de Jesús, se verifica una nueva creación. Dios,
nuevamente, dice: “Hágase la luz”. Por eso san Juan llama a Jesús, luz
verdadera que alumbra a todos los hombres.

Hijo de Dios

Los del pueblo de Israel durante siglos soñaban con un Mesías prometido
que sería enviado de Dios. Lo habían idealizado tanto, que lo llegaron a
fabricar a su manera. Esperaban un Mesías político, lleno de poder y de
riqueza; creían que ese Mesías los libraría del yugo romano que los
humillaba. La gran sorpresa del pueblo judío fue que Jesús, que se
presentaba como Mesías, como enviado de Dios, no nació en un palacio,
sino en un pesebre. No llegó rodeado de soldados y cortesanos. Era un
humilde carpintero que predicaba el perdón, la mansedumbre, la pureza, la
justicia, el amor.
San Juan, en su Evangelio, da cuenta del rechazo de Jesús, cuando
escribe: El mundo no le conoció. Vino a los suyos, y los suyos no lo
recibieron (Jn 1, 10-11). El “mundo”, en san Juan, significa lo contrario al
Evangelio. Lo que se opone a la luz. Cuando san Juan afirma que Jesús vino
“a los suyos” se refiere al pueblo judío, que era el pueblo escogido por Dios
para ser el depositario de su Palabra y llevarla a todas las gentes. Dios en el
Antigua Testamento, a los Israelitas, los llama su “especial tesoro” (Ex 19,
5). Era el pueblo de la antigua Alianza, figura del nuevo pueblo de Dios, la
Iglesia.
Este pueblo de Israel, que todos los sábados se reunía en la sinagoga para
leer a los profetas, que anunciaban la venida del Mesías, fue el que rechazó a
la Palabra hecha carne, a Jesús. No sólo no aceptaron su Evangelio, su
mensaje de parte de Dios, sino que lo crucificaron.
Pero no todos rechazaron a Jesús. Hubo personas de buena voluntad que
abrieron su corazón a Jesús. A esas personas les llegó la salvación que Jesús
traía de parte de Dios Padre por medio del Espíritu Santo. San Juan esto lo
resumen cuando escribe: Más a todos los que le recibieron, a los que creen
en su nombre, les dio potestad de ser hechos hijos de Dios (Jn 1, 12).
Todo ser humano, desde el momento que ha recibido el don de la
existencia, es hijo de Dios, en sentido amplio. Pero en el sentido que Juan le
da en su Evangelio, sólo es hijo de Dios el que acepta el don de la filiación
divina que Dios le concede. Dios ofrece adoptar como hijos a los que
acepten a Jesús como su enviado. Del hombre depende aceptar o rechazar
esa oferta de filiación divina. De ser hecho hijo de Dios.
De niños, por medio del bautismo, por gracia -gratis- se nos concede el
don de se hechos hijos de Dios, por medio de la fe de la Iglesia y de nuestros
padres, que nos hunden en Jesús, en sus méritos. Más tarde, en nuestra edad
adulta, cuando aceptamos por la fe a Jesús, nos apropiamos personalmente
del don que se nos había concedido en nuestro bautismo.
Ser “hijos de Dios”, no es un titulo, nada más. Debe apreciarse en el
individuo su filiación divina por medio de su fe en Jesús, por su nuevo
nacimiento y por su amor a Dios y al prójimo.

La Palabra se encarnó

Una de la afirmaciones más extraordinarias de Juan en su Evangelio es


cuando escribe: Y la Palabra se hizo carne, y puso su morada entre nosotros,
y hemos contemplado su gloria, gloria que recibe del padre como su hijo
único, lleno de gracia y de verdad (Jn 1, 14). Aquí se encuentra sintetizada la
“encarnación” de la Palabra de Dios. Dios, por medio de Jesús, se humaniza.
Viene a poner su morada entre nosotros. En el Antiguo Testamento, Dios se
manifestaba de manera especial en el Tabernáculo, especie de capilla portátil
a través del desierto. En el Nuevo Testamento, Jesús es el nuevo
Tabernáculo. En él se manifiesta Dios. San Pablo lo captó bellamente,
cuando afirmó que Jesús es la imagen visible del Dios invisible (Col 1, 15).
Desde el momento, que la palabra se “ha hecho carne”, se ha humanizado,
ya podemos saber quién es Dios y cómo es Dios. Ver a Jesús, en el
Evangelio, es saber quién es Dios. Cómo ama, cómo perdona, cómo sana,
cómo salva, cómo llena de vida abundante.
San Juan, además, da su testimonio acerca de lo que él mismo descubrió
en Jesús. Dice Juan que contempló la “gloria” de Jesús, y que lo vio “lleno
de gracia y de verdad”.
La gloria de Jesús es la “gloria de Dios” que se manifiesta en Jesús.
Cuando se descubre a Jesús se descubre la gloria de Dios. Ante el primer
milagro de Jesús, en Caná de Galilea, san Juan dice que Jesús manifestó su
gloria (Jn 2, 11). Se manifestó el poder de Dios en Jesús. Eso redundó en la
gloria de Dios. Juan asegura que, al ver el poder de Dios en Jesús, sus
primeros discípulos “creyeron en él” Cuando en el Evangelio, vemos el
poder de Dios, obrando en Jesús, nace en nosotros la fe en Jesús. O se
acrecienta la fe que ya tenemos. Por eso San Pablo aseguraba que la fe viene
como resultado de la predicación que nos expone el mensaje de Jesús (Rm
10, 17). Cuando vemos a Jesús actuar con poder, cuando en Jesús se revela
la gloria de Dios, creemos en Jesús. Nuestra fe en él se inicia o se robustece.
La carta de los Hebreos explica que Jesús es el resplandor glorioso de
Dios, la imagen misma de lo que Dios es (Hb 1, 3). Jesús es el “resplandor
de Dios”. La gloria de Dios se manifiesta en Jesús por medio de su poder
que se convierte en amor, en perdón, en sanación, en salvación para la
humanidad caída. Todo lo que Jesús lleva a cabo redunda en gloria de Dios.
El rostro de Dios se aprecia con claridad en la personalidad de Jesús.
San Juan también nos dice que contempló a Jesús lleno de GRACIA Y
DE VERDAD. Todo lo que Jesús trae es don, es Gracia. Algo inmerecido.
Que no podemos alcanzar con nuestros propios méritos. Que se nos da la
posibilidad de obtener debido a la misericordia de Dios hacia nosotros. Jesús
mismo es el don más grande de Dios para sus hijos.
Juan, además, comparte con nosotros que contempló a Jesús lleno de
Vedad. Jesús mismo afirmó: Yo soy la verdad (Jn 14, 6). Antes de Jesús, los
hombres expusieron sus “verdades”. Cada uno esgrimía sus argumentos.
Para probar la verdad. Con Jesús nos llega la Verdad total. Antes de Jesús,
los hombres se esforzaron en intuir quién era Dios. Con Jesús, nos llega la
Verdad acerca de Dios. Sólo Jesús nos puede decir quién es Dios, pues él
mismo es Dios. En Jesús vemos la imagen visible de Dios invisible (Col 1,
15).
Jesús vino a enseñarnos a vivir en la Verdad. La verdad los hará libres, (Jn
8, 32). Decía Jesús. Para eso, el Señor les prometió a sus discípulos que les
enviaría al Espíritu Santo que los llevaría a toda la verdad (Jn 16, 13). La
verdad que Jesús enseña no es para filosofar. Es para que sea aceptada; para
ponerla en práctica.
Un acercamiento sincero a Jesús debe llevarnos a contemplar en él la
Gracia y la Verdad. A descubrir la gloria de Dios en todas sus palabras y
actitudes. Un encuentro con Jesús debe llevarnos a vivir en la Gracia de
Dios. En el Nuevo Testamento, Dios nos muestra el resplandor de su rostro,
en el rostro de Jesús. Ver a Jesús es ver a Dios. Eso es lo que en resumidas
cuentas, nos enseña Juan en su Evangelio.

Ver a Dios

Moisés, un día, le rogó a Dios que le mostrara su rostro. Dios le contestó:


Te aclaro que no podrás ver mi rostro, porque ningún hombre podrá verme y
seguir viviendo (Ex 33, 20). La Biblia. Con una imagen literaria, cuenta que
a Moisés solamente se le concedió ver a Dios “de espaldas”, Por medio de
esta figura, la Biblia nos enseña que a Moisés se le concedió una profunda
experiencia de Dios. Moisés que le pide a Dios “ver su rostro”, es la imagen
de todo ser humano que busca “ver a Dios”, que quiere encontrarse con él.
San Juan nos afirma algo excepcional con respecto al ansia de todo ser
humano de poder ver a Dios. Dice Juan: Nadie ha visto jamás a Dios; el hijo
único, que es Dios y que vive en íntima comunión con el Padre, es quien nos
lo ha dado a conocer (Jn 1, 18). Con la venida de Jesús, ya no se ve a Dios
“de espaldas”. Jesús nos viene a decir quién es Dios. Cómo es Dios. Al
mostrarnos su rostro, Jesús hace resplandecer en él el rostro de Dios Padre
(Hb 1, 13). Ver a Jesús es ver a Dios. Conocer cómo es Dios.
En el Antiguo Testamento, al recordar la entrega de la ley en el Sinaí,
Dios les decía a los de su pueblo: Ustedes oyeron sus palabras, pero, aparte
de oír su voz, no vieron ninguna figura (Dt 4, 12). Ahora, en el Nuevo
Testamento, con la encarnación de la Palabra, se escucha la voz de Dios y se
contempla la imagen “visible de Dios invisible”.
Jesús es Dios. Está en íntima comunión con Dios Padre. Por eso nos
puede decir quién es Dios. Qué quiere Dios de nosotros. En la Ultima Cena,
el apóstol Felipe le dijo a Jesús: Señor muéstranos al Padre. Jesús le
respondió: Felipe, hace tanto tiempo que estoy con ustedes ¿y todavía no me
conoces? El que me ve a mí ve al Padre (Jn 14, 9). También Jesús dijo: Yo y
mi Padre somos uno (Jn 10, 30). Ver a Jesús es ver a Dios. Jesús nos revela a
Dios.
La manera como Jesús revela a Dios no es por medio de grandes
adquisiciones. Jesús revela a Dios en su misma persona. Así como ama
Jesús, así ama Dios. Como Jesús compadece, perdona y sana, así Dios
compadece, perdona y sana. Todo eso es lo que Juan nos quiere enseñar en
su Evangelio, cuando dice que el Hijo, Jesús, nos ha dado a conocer a Dios.
Ante las múltiples teorías, hipótesis, de los hombres con respecto a Dios,
para los que creemos en Jesús, su Palabra para nosotros es definitiva. Como
Pedro, nosotros le decimos a Jesús: Señor, tú tienes palabras de vida eterna
(Jn 6, 68). Las palabras de los hombres son limitadas, llenas de prejuicios, de
ignorancia. Las palabras de Jesús son “eternas”. Son Palabra de Dios. La
Verdad absoluta.
A los grandes santos de Antiguo Testamento, Dios se les manifestó “de
espaldas”, como a Moisés. Ahora, en el Nuevo Testamento, ante la aparición
de la Palabra hecha carne, en Jesús, podemos oír la voz de Dios; ver la
imagen de Dios. Esa es la gran revelación que el Espíritu Santo le inspiró a
San Juan. El apóstol a quien Jesús amaba, el que tuvo su cabeza más cerca
del corazón de Jesús en la Ultima Cena; el único de los apóstoles que estuvo
junto a la cruz del Señor, por medio de la iluminación del Espíritu Santo,
estamos viendo el rostro de Dios Padre. Estamos en comunión con la
Santísima Trinidad. Eso es ver el rostro de Dios.
Los conceptos, que por inspiración del Espíritu Santo, expuso san Juan en
el “Prólogo” de su Evangelio (Jn 1, 1-18), son un breve tratado de alta
teología acerca de Jesús, de su humanidad y de su divinidad. Con su mirada
de águila, san Juan nos guía de la mano para penetrar, hondamente, en la
personalidad de la Palabra hecha carne, para que, al conocer mejor a Jesús,
lo aceptemos como el Cristo, el Hijo de Dios, y para que, creyendo en él,
tengamos vida eterna.
6. JESÚS ES EL CORDERO DE DIOS

San Juan, después de haber presentado a Jesús como “la Palabra de Dios”,
que viene a vivir entre nosotros, ahora, lo muestra como el CORDERO DE
DIOS QUE QUITA EL PECADO DEL MUNDO. La primera vez que el
Bautista señaló a Jesús en medio de la gente, no dijo: “Les presento a mi
primo Jesús”, sino: He aquí el Cordero de Dios que quita el pecado del
mundo (Jn 1, 29). ¿Qué intentaba expresar el Bautista cuando afirmó que
Jesús era el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo? Ciertamente en
su mente había varias ideas por medio de las que el Bautista intentaba
rescatar la misión salvadora con la que Jesús había sido enviado al mundo.
Examinemos algunas de estas ideas que Juan Bautista pudo haber tenido
cuando se valió de la figura del cordero para identificar a Jesús como el
Mesías.

El Cordero Pascual

Sin lugar a duda, al presentar a Jesús, el Bautista recordaría lo que narra el


capitulo doce del Exodo. A los israelitas, antes de la esclavitud de Egipto, se
les había ordenado que mataran un cordero y que con su sangre pusieran una
señal sobre sus puertas. Debido a esta señal de sangre, los primogénitos de
los hebreos se salvaron de la muerte. Jesús venía para entregar en la cruz su
sangre por medio de la cual los cristianos somos liberados de la esclavitud
del pecado, del demonio y de la muerte. La sangre de Cristo significa su
pasión, su muerte redentora en la cruz.
Juan Bautista era hijo del sacerdote Zacarías. Había visto lo que se llevaba
a cabo todos los días en el Templo de Jerusalén. Tanto en la mañana como en
la tarde, se ofrecía un cordero para pedir perdón por los pecados del pueblo.
Era un sacrificio vicario. Significa que los corderos morían en lugar de los
que habían pecado. Era el rito simbólico que Dios les había señalado para
manifestar su arrepentimiento por el pecado.
San Pedro muy bellamente afirma: Ustedes no fueron rescatados de su
vana manera de vivir heredada de sus padres, con oro o plata, corruptibles,
sino con la sangre preciosa de Cristo, cordero sin mancha y sin defecto (1P
1, 18-19). Eso era lo que Juan Bautista quería señalar cuando indicaba que
Jesús era el Cordero de Dios.
En silencio al matadero

También Juan Bautista, al indicar que Jesús era el Cordero de Dios,


tendría muy presente lo que setecientos años antes había escrito el profeta
Isaías. A este profeta se le había revela que el Mesías iba a se como un
“cordero que sería llevado en silencia al matadero” con los pecados de los
hombres (ver Is 53). El cordero es llevado al matadero y sin resistirse
entrega su lana al que lo trasquila. Una nota característica de Jesús durante
su pasión es su silencio impresionante. Cuando llegó “su hora”, la hora de
Dios, Jesús no puso resistencia a los que lo capturaron. Antes, en varias
oportunidades, se les había escabullido. Ahora, Jesús “se entrega”. Sabe que
su sangre es el precio para pagar el rescate por la salvación de la humanidad.
San Juan, en su Evangelio, describe a Jesús muriendo a la misma hora que
en el Templo de Jerusalén se sacrificaban los corderos pascuales. El
Evangelista san Mateo proporciona un dato de mucha relevancia. Apunta
que cuando Jesús murió, se rasgó arriba a abajo el velo del Templo (Mt 27,
51). El Templo de Jerusalén estaba dividido en dos compartimientos. Uno de
ellos se llamaba el lugar “Santísimo”. Allí sólo ingresaba el Sumo Sacerdote
una vez al año: llevaba un poco de sangre del sacrificio para colocarlo sobre
la parte superior del Arca de la Alianza, que se llamaba “Propiciatorio”.
Para introducirse en el lugar Santísimo, el Sumo Sacerdote debía pasar a
través de una gruesa cortina que dividía el lugar santo del lugar Santísimo.
Cuando muere Jesús, en la cruz, esa cortina rasgada señala que el acceso a
Dios ha quedado ya libre. Antes el pecado era una cortina gruesa que
impedía llegar a Dios. Ahora, después de la muerte del Señor, todos
podemos ir directamente a Dios cuando vamos atrás de Jesús, que nos va
abriendo el camino.
En el pensamiento del Bautista, Jesús es el Cordero que va a ser inmolado
para que la gruesa cortina del pecado sea rota y podamos tener acceso
directo a Dios por medio de Jesús.
El pueblo judío tenía una ceremonia impresionante el Día de la Expiación.
Ese día todo el pueblo se reunía para implorar perdón por los pecados de la
comunidad. Se seleccionaban dos corderos. Uno se inmolaba totalmente.
Moría en lugar de los culpables. Sobre el otro cordero todos los del pueblo
ponían sus manos como para transmitirle sus pecados. Luego los
precipitaban en un barranco para que se fuera con los pecados de todos. Por
medio de estos ritos simbólicos, el pueblo le expresaba a Dios su
arrepentimiento.
Para Juan Bautista, Jesús venía para ser ese cordero sobre el que toda la
humanidad iba a poner sus manos manchadas de pecado para que fuera
precipitado en el abismo de la muerte con los pecados de todo el mundo.
Jesús en la cruz, se llevó nuestros pecados. Muy bien lo expresó san Pedro
cuando escribió: Cristo mismo llevó nuestros pecados en su cuerpo sobre la
cruz, para que nosotros muramos al pecado y vivamos una vida de rectitud
(1P 1, 24).

Una revelación

Es extraño que el Bautista, al presentar a Jesús ante todos, diga que “no le
conocía” (vea Jn 1, 31-34). Ellos eran primos: el Bautista era seis meses
mayor de Jesús. Lo que el Bautista quería dar a entender era que, al
principio, no sabía que Jesús era el Mesías, el enviado de Dios. Pero el
mismo Bautista aseguró que se le había dado una señal para reconocerlo
como el Ungido del Señor.
Cuando estaba bautizando a Jesús en el río Jordán, vio que una paloma se
posaba sobre la cabeza de suprimo. En ese momento Juan Bautista recibió la
revelación de Dios acerca de que Jesús era el Mesías esperado. La Paloma
era el símbolo del Espíritu Santo. Por eso presentó a Jesús como el que
bautiza con el Espíritu Santo.
Basándose en esta revelación, Juan Bautista no dudó en afirmar que Jesús
era “El” Cordero de Dios que quita el pecado del mundo. Este artículo es de
suma importancia: al decir que Jesús es “el” Cordero que quita el pecado del
mundo, se está indicando que sólo Jesús puede perdonar el pecado. El
Bautista no habla de “pecados” del mundo, sino “del pecado del mundo”.
Todos los pecados del mundo forman un todo que se define como “el pecado
del mundo”.
El pecado es lo más terrible para una persona. Difícil decir qué es un
pecado. Lo más indicado para saber qué es pensar que con el pecado
repetimos en nosotros la pasión de Cristo. Los judíos por medio de los
romanos llevaron al Señor al suplicio de la cruz, pero ellos sólo fueron
representantes de toda la humanidad. Todos colaboramos en la pasión de
Jesús con nuestros pecados. Cada uno aportamos espinas, lanzas, insultos,
torturas. Por eso pecar es repetir la pasión de Jesús. La pasión fue obra del
pecado de la humanidad. El centurión romano que hundió su lanza en el
costado de Cristo es un representante de cada uno de nosotros: cuando
pecamos, hundimos nuestra lanza de ingratitud en el costado de Cristo.
Una condición

Es común que muchas personas, al sentir el peso del pecado sobre sus
conciencias, busquen a alguien que los libre de esa carga fatídica. Algunos
se hunden en “ríos sagrados” para ser purificados del pecado. Otros, se
“bañan en sangre de animales”, o se someten a “limpias con agua de chilca”
o con inciensos misteriosos. Las clínicas de los psicólogos y siquiatras son
muy frecuentadas por personas que quieren ser liberados de su “complejo de
culpa”. Lo cierto es que la Biblia afirma, categóricamente, que sólo hay uno
que puede quitar el pecado: el Cordero de Dios, Jesús.
La condición para que la sangre del Cordero de Dios nos libere de
nuestros pecados, es la confesión de los mismos con fe y arrepentimiento.
Escribe san Juan en su primera carta: Si decimos que no tenemos pecado, nos
engañamos a nosotros mismos. Y la verdad no está en nosotros. Si
confesamos nuestros pecados, él es fiel y justo para perdonar nuestros
pecados, y limpiarnos de toda maldad (1Jn 1, 8-9).
Judas, cuando sintió que su conciencia le reventaba por el remordimiento
de haber traicionado a Jesús, fue a gritar sus pecados ante los dirigentes
religiosos del pueblo judío. No por eso quedó perdonado. Judas demostró
que estaba angustiado por su traición, pero no mostró arrepentimiento. Si
hubiera acudido junto a la cruz del Cordero que quita el pecado del mundo,
hubiera experimentado lo que experimentó el buen ladrón, cuando confesó
su pecado ante Jesús y pidió misericordia. No basta contar los pecados. Hay
que arrepentirse y acudir, no a los demás, sino al cordero de Dios, que es el
único que puede quitar el pecado.
El que acude a un amigo, a un psicólogo, a un siquiatra puede aliviarse de
su “complejo de culpa”, pero no por eso va a quedar perdonado. La sangre
del Cordero de Dios solamente puede limpiar a los que ante Jesús reconocen
sus culpas y reciben con fe el perdón que el Señor les concede.

Este es el Cordero de Dios

En la Ultima Cena, después de decir. Esto es mi Cuerpo…, Jesús añadió:


Esta es mi sangre del nuevo pacto, que por muchos es derramada para la
remisión de los pecados (Mt 26, 28). De manera especial en la Eucaristía se
nos aplica el poder de la sangre del Cordero de Dios derramada para la
remisión de los pecados.
La carta a la Hebreos afirma que Jesús es el Sumo Sacerdote que ruega
por nosotros ante el padre. Ofrece su sacrificio en la cruz por nuestra
salvación. En la Eucaristía, nosotros que, por el bautismo pertenecemos a un
pueblo de sacerdotes, participamos del sacerdocio de Jesús, y ofrecemos al
Padre lo más santo que podemos imaginar: el Cuerpo y la Sangre de Jesús.
La Eucaristía es un sacramento eminentemente purificador, sanador. En ella
somos limpiados con la sangre del Cordero que quita el pecado del mundo.
San Pablo escribió: Cada vez que comen de este Pan y beben de este Cáliz,
proclaman la muerte del Señor hasta que él vuelva (1 Co 11, 26). La
Eucaristía es la “renovación” del Sacrificio de la cruz. No se trata de
“repetición” del sacrificio de Jesús. El Señor murió una sola vez para
siempre. Al hablar de “renovación” del sacrificio de la cruz, entendemos la
“actualización del sacrificio de la cruz. En la Eucaristía, por medio de la fe,
recibimos el valor de la sangre de Cristo que nos purifica. Nos perdona. Por
eso Pablo decía: Cada vez que comen de este Pan y beben de este Cáliz,
proclaman la muerte del Señor hasta que él vuelva (1Cor 11, 26).
Antes de la Comunión. El Sacerdote muestra la Hostia consagrada y dice:
“Este es el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo”. Como el
Bautista, el sacerdote exhibe la Hostia consagrada, afirmando que allí está el
Cordero de Dios que quita el pecado del mundo. La asamblea dos veces
responde: “Ten piedad de nosotros”. A la tercera vez la asamblea dice:
“Danos la paz”. Primero se pide piedad, perdón. Luego, con fe, se solicita la
paz que trae el perdón de Dios.
En la Eucaristía, por la fe, nos fortalecemos con el Pan de Vida que
comunica Vida eterna. Con la sangre de Cristo, somos purificados de
nuestros pecados que no son graves, pues si hay algún pecado grave, para
eso el Señor ha dejado el sacramento de la Reconciliación. La Eucaristía es
un sacramento que hay que recibirlo en amistad con Dios.

Lavar las túnicas

En el Apocalipsis, san Juan expone una visión que se le concedió. Vio a


ciento cuarenta y cuatro mil personas vestidas de blanco frente al trono de
Dios y del Cordero. Un anciano le explica a Juan que los que están vestidos
de blanco son los que vienen de la gran tribulación y han lavado sus
vestiduras en la sangre del Cordero (Ap 7, 14). El día de nuestro Bautismo se
nos entregó una vestidura blanca, símbolo de la Gracia de Dios.
Lastimosamente, por nuestra debilidad, manchamos con frecuencia nuestras
vestidura con el pecado. Pero el Señor, en su misericordia, nos de la gran
oportunidad de limpiarnos constantemente. Cada vez que acudimos al
Sacramento de la reconciliación con sincero arrepentimiento y fe, lavamos
nuestra vestidura en la Sangre del Cordero. Cada vez que participamos en la
Eucaristía con las debidas condiciones, se nos aplica el mérito de la sangre
de Jesús: nuestras vestiduras son limpiadas cada vez más. Toda nuestra vida
es un limpiar continuo de nuestra vestidura para, un día, poder formar parte
de los ciento cuarenta y cuatro mil bienaventurados -cantidad simbólica que
significa multitud incontable- para alabar y bendecir a Dios eternamente en
el cielo.
Todas estas ideas eran las que Juan Bautista quería expresar cuando
presentó a Jesús ante la multitud, diciendo: He aquí el Cordero de Dios que
quita el pecado del mundo (Jn 1, 29).
7. JESÚS ES LA LUZ DEL MUNDO

Quiero referirme a dos fotografías que destacan dos momentos distintos


de la historia de la humanidad. En una fotografía se ve una bellísima catedral
medieval, con sus elevadas agujas y su mística arquitectura, que descuella
sobre toda la población: es el centro de todo. La otra fotografía muestra la
catedral de San Patricio, en Nueva York; se ve minúscula, como aplastada
por los enormes rascacielos que la circundan. Estas dos fotografías hacen
referencia a dos momentos de nuestra historia. Antiguamente la iglesia era el
corazón de la ciudad; los habitantes desarrollaban su trabajo alrededor del
pensamiento religioso. En la actualidad, lo religioso ha quedado como
marginado, nos encontramos en una sociedad “secularizada”, en donde lo
material tiende a aplastar a lo espiritual. En medio de esta sociedad, cada vez
más descristianizada, se encuentra el hombre como un ciego en medio del
camino. No sabe hacia dónde enfilar. Busca algo seguro a qué aferrarse, y
como que todo se le escapa de la mano. El hombre moderno, en medio de las
tinieblas de tanta confusión, busca una luz que lo guíe por su entenebrecida
senda.
El pasaje del ciego de nacimiento, del capítulo 9 de San Juan, tiene mucho
que revelarnos acerca de cómo el ciego hombre de nuestro siglo puede
encontrar la luz de la fe, que anda buscando, cuando se encuentra con Jesús,
que dijo: Yo soy la Luz del mundo (Jn 9, 5).

La Fe es un don

El ciego de nacimiento no conocía a Jesús. No había oído hablar de él.


Cuando Jesús pasó junto a él, no le pidió nada; no sospechaba quién era. Es
muy distinto el caso del ciego Bartimeo de quien nos habla San Marcos (vea
Mr 10, 46-52). Bartimeo ya había oído hablar de Jesús; cuando supo que
pasaba junto a él, se puso a gritar pidiéndole ayuda. Apenas Jesús lo llamó,
Bartimeo saltó y lanzó al aire su manto. Antes de recibir la vista en sus ojos,
ya bartimeo había recibido la luz en su corazón.
El ciego de nacimiento, en cambio, desconoce quién es Jesús. Aquí lo
interesante: el ciego no pide nada a Jesús. Es Jesús quien lo ve y se adelanta
para curarlo.
Es Dios quien se adelanta para llegar a nosotros. La fe es un “don” de
Dios. Nadie puede “producir” fe en su vida; la fe se recibe como regalo de
Dios. El medio de que se vale Dios para entregarnos la fe es su Palabra que
penetra en nosotros, toca el corazón, y, si ese corazón abre su puerta, llega la
fe, regalo de Dios.
San Pablo describió bien este proceso espiritual cuando afirmó: La fe
viene como resultado del oír y lo que se oye es el mensaje de Cristo (Rm 10,
17).
Sin embargo, no basta escuchar la Palabra. La Palabra interpela y pide una
respuesta. Al ciego, Jesús le habló y le ordenó que fuera a lavarse los ojos en
la piscina de Siloé. Desde el momento que el ciego aceptó ir a la piscina, era
porque creía en aquel individuo que le hablaba. Santiago dijo que hay que
ser no sólo “oídores”, sino “hacedores” de la Palabra, que pide una
respuesta. Esta respuesta es como el abrir la puesta del corazón para recibir
la fe, el regalo de Dios

La Fe es dinámica

La primera vez que al ciego le preguntaron quién lo había curado, su


repuesta fue: Ese hombre que llaman Jesús (Jn 9, 11).
Para el ciego, Jesús era un simple “hombre”, seguramente muy bueno;
pero hasta allí: un hombre.
El enfrentamiento que el ciego debe tener con los dirigentes de la
sinagoga le sirve para definir mejor su fe. Ellos sostienen que Jesús es un
hereje, un pecador. El ciego comienza a defender que eso no es posible. El
ciego llega a decir: Si este hombre no viene de Dios, no podría hacer nada
(Jn 9, 33). Para el ciego está claro: si ese hombre lo ha curado de manera tan
milagrosa, debe ser alguien bendecido por Dios, un profeta (Jn 5, 17).
El “ignorante” ciego les está dando clases de teología práctica a los
Rabinos de la sinagoga. Bien dijo Jesús: Gracias, Padre, porque has
revelado estas cosas a los sencillo, y las has escondido a los sabios y
entendidos (Mt 11, 25). El ciego ha recibido la revelación de Dios porque
abrió su corazón a la Palabra de Jesús. Aquellos sabiondos, por su orgullo, se
han quedado sin entender nada de Dios. La luz solamente les ha servido para
encandilarlos y no ver nada.
El ciego, ahora, ya está preparado para un paso más hacia la madurez en
su fe. Se encuentra por la calle con Jesús; el ciego está cabizbajo porque lo
acaban de expulsar de la sinagoga. Jesús nuevamente, se le acerca; toma la
iniciativa del diálogo y le dice: ¿Crees en el Hijo del Hombre? Jesús
empleaba la expresión “Hijo del Hombre” para referirse al Mesías, el
enviado de Dios. El ciego responde: Dime quien es para que yo crea. Aquí
viene la revelación total que faltaba: Soy yo. El ciego cae de rodillas y dice:
Señor, yo creo (Jn 9, 38).
Es sumamente aleccionador cómo el ciego fue progresando en su fe con
respecto a Jesús. Primero, habló de él como un “hombre llamado Jesús”.
Más tarde, ante los dirigentes de la sinagoga, que afirmaban que Jesús era un
pecador, el ciego aseguró que Jesús era un “profeta”. Ahora, allí en la calle,
el ciego, al saber que Jesús es el mesías, se hinca y lo llama: “Señor” (Jn 9,
38).
El ciego, en esta forma, llega a un “encuentro personal” con Jesús. Es más
que seguro que este ciego llegaría a ser uno de los discípulos sobresalientes
de las primeras comunidades cristianas. Por algo el evangelista se toma tanto
cuidado en describir ese proceso en la maduración de la fe de este ciego.
Ahorra el ciego tenía plena luz en sus ojos y en su corazón.

Niños en la fe

Una de las lacras de nuestra Iglesia es la multitud de personas que se han


quedado con una fe “infantil”. No por su sencillez y humildad, sino por su
falta de maduración. Se les llevó de niños para ser bautizado, pero no han
progresado nada en su fe. Son personas maduras por la edad, pero niños por
su fe.
Para muchos, Jesús todavía es un simple “hombre” muy bueno. Un gran
maestro de moral y de espiritualidad. Se puede comparar con otros maestros
religiosos de la historia.
Otros, ya le dan a Jesús la categoría de un gran “profeta” de Dios. Trajo
signos, milagros y bellos discursos; pero hasta allí. No son muchos los que
con autenticidad han madurado en su fe hasta llegar -como el ciego- a
postrarse ante Jesús y declararlo el Señor de su vida, de su trabajo, de sus
diversiones, de su familia, de su dinero. Son muchísimos los que todavía no
han tenido un “encuentro personal” con Jesús, y, por eso mismo, lo admiran,
pero todavía no se han postrado, conscientemente, ante él. Por eso mismo, su
fe no es una fe de un cristiano maduro. Hay muchísimas personas en nuestra
Iglesia que son niños en la fe.
Sería interesante analizar algunos factores que han impedido la
maduración en la fe de muchas personas.
Al ciego de nacimiento, su sinagoga lo defraudó. No lo preparó par un
encuentro con el Mesías. Le habían enseñado a hacer consistir la religión en
un ritualismo vacío. Cuando se encontró con Jesús lo capacitó para darles
algunas lecciones teológicas a los doctores de su sinagoga. Al ciego de
nacimiento su “Iglesia” no le sirvió de nada en su crisis religiosa.
Había que preguntarse si en nuestra Iglesia no se ha acentuado la
enseñanza puramente intelectual de los cosas religiosas, en el ritualismo, sin
antes haber logrado una “evangelización” previo que lleve al individuo a un
“encuentro personal” con Jesús. Mientras no exísta ese encuentro personal,
se está construyendo un edificio sobre arena. Nuestra Iglesia tiene mucho
que meditar en esa “nueva evangelización” que se no está pidiendo a nivel
mundial.
El ciego se encontró con una sociedad que no lo supo respaldar cuando
más lo necesitaba. Todos vieron el milagro patente. Cómo el ciego de
nacimiento quedaba curado por Jesús. Hubo asombro, hubo exclamaciones,
comentarios. Pero pasó la euforia. Nadie se puso de parte del ciego para
defenderlo contra los dirigentes de la sinagoga que lo expulsaron de la
asamblea religiosa.
La sociedad en que vivimos se llama pacíficamente cristiana. Pero vive un
“cristianismo de ambiente”. Mezcla de ritos, supersticiones, miedos e
ignorancia religiosa. Es una sociedad que se “emociona” ante lo religioso,
pero que ha profundizado poco en sus creencias religiosas. No sabe dar
“razón de su fe”. Por eso, ante la dificultad, nadie aparece como testigo. Se
busca una religión fácil; sin compromisos molestos. El que se mete en
problemas es dejado solo. Vivimos en una sociedad que busca la religión
como medio para solucionar sus problema. Se buscan los milagros de Señor,
pero se deja a un lado al Señor de los milagros. Esta sociedad no ayuda para
nada en la maduración de la fe.
Al ciego le faltaron los de su propia familia. Lo dejaron solo con sus
problemas religiosos. Los padres del ciego, más que cualquier otro, sabían
muy bien cómo se había curado su hijo. Cuando fueron entrevistados por los
dirigentes religiosos, lo único que se atrevieron a decir fue: Pregúntenle a él;
ya tiene la edad suficiente (Jn 9, 21)
A muchos jóvenes y adolescentes su familia les está fallando en el aspecto
religioso. Un día los llevaron a una Iglesia para ser “bautizados”; los padres
se comprometieron delante de Dios y de la iglesia a educar cristianamente a
sus hijos. Lo cierto es que en muchos hogares, los hijos no reciben una
educación religiosa. No ven diariamente en sus padres una vivencia
propiamente religiosa. Llega el momento de la crisis, y los adolescentes y los
jóvenes no están preparados para hacerles frente a los problemas de fe que el
mundo les plantea. Sus padres no los prepararon para eso. Como al ciego de
nacimiento, sus padres les están fallando en algo tan esencial para la vida, la
religión. ¿De qué sirve que se les este proporcione el alimento material, si no
se les robustece para la vida con el alimento espiritual? Cuando el ciego
necesitó más de sus padres, en sus problemas de tipo religioso, sus padres le
fallaron. Son muchos los jóvenes y adolescentes que no encuentran ningún
respaldo en sus padres para que su fe pueda progresar y madurar.

Vete a lavar

En medio de una sociedad turbada y convulsionada, son muchas las


personas que se preguntan cómo tener fe, cómo encontrarla. En una película
del famoso director WOODY ALLEN, se exhibe al protagonista que sale
dando saltos de un hospital porque le han quitado la sospecha de un tumor
canceroso en el cerebro. De pronto queda paralizado. Medita que tarde o
temprano volverá a estar al borde de la tumba. Se pregunta por Dios …
Comienza a buscarlo en varias iglesias. Hay una escena muy significativa; el
protagonista vuelve del supermercado; de una bolsa de plástico extrae lo que
ha comprado: un crucifijo, una biblia, un cuadro de un santo, un poco de pan
y un frasco de leche. Todo lo coloca sobre la mesa. Esta escena la encuentro
significativa porque refleja la actitud de muchas personas; ponen en el
mismo nivel religión y frasco de leche; la Biblia y un paquete de pan…
Existe una confusión muy grande en lo que respecta a las verdades
religiosas, a la vivencia cristiana. De aquí que el hombre moderno se
encuentra paralizado, angustiado porque no sebe darse una respuesta clara
acerca de su origen y de su fin último: ¿De dónde vengo? ¿A dónde voy?
Muchos son como ciegos de nacimiento en medio del camino.
Afortunadamente, Jesús continúa acercándose, a cada uno porque quiere
regalar el don de la fe: la luz que ayude a ver claro en medio de la noche
oscura. Pero Jesús continúa siendo exigente; siempre ordena: “Vete a lavar
en la piscina”. La palabra de Jesús no es simplemente para deleitar los oídos;
hay que seguirla, ponerla en práctica.
Es lo que muchos no aceptan. No quieren “lavarse”; no quieren quitar de
sus ojos el lado del pecado. Sin lavamiento no hay curación. Quieren gozo,
pero sin tener que molestarse en ir a la piscina de Siloé -el confesionario-
para que la gracia los pueda purificar.
El día de Pentecostés, San Pedro repitió lo mismo que Jesús le había
enseñado. Cuando le preguntaron qué se debía hacer para recibir la luz del
Espíritu Santo, Pedro también dijo que antes tenía que “arrepentirse”, e irse a
lavar en el río -bautizarse-; en esa forma serían perdonados sus pecados, y
recibirían la luz del Espíritu Santo. (Vea Hch 2, 38)
La fórmula de Jesús y la de Pedro no han cambiado: antes de recibir la luz
del Espíritu Santo, hay que lavarse. Con lodo en el alma, no puede haber fe.
Con lodo en el corazón no existe encuentro personal con el Señor.
A la vera del camino, por nuestras calles, en los altos edificios y en las
covachas marginales, abundan los ciegos de nacimiento. Todo un mundo,
lleno de esperanza y de gozo espiritual, está cerrado para muchísimas
personas que, como el ciego de nacimiento, no logran ver la belleza de los
niños llenos de inocencia.
Jesús no deja de acercarse a cada uno. Quiere regalarnos o aumentarnos el
don de la fe. Pero Jesús tiene sus condiciones: que se escuche con corazón
abierto su Palabra y que se ponga en práctica. Jesús dijo: Dichosos los que
escuchan la Palabra de Dios y la ponen en práctica. También dijo: Dichosos
los de limpio corazón porque ellos verán a Dios (Mt 5, 8). La dicha de la fe,
que Jesús promete, es solamente para los que cumplen su Palabra y aceptan
lavarse en las aguas de su misericordia.
8. JESÚS ES EL CAMINO LA VERDAD Y LA VIDA

Me contaba una señora que en un momento muy crítico de su vida,


cuando estaba totalmente turbada, apareció una amiga y la llevó a un lugar
en donde se le dijo que le ayudarían en su problema. Cuando se dio cuenta la
señora, todos estaban tomados de las manos rezándole a JUPITER. ¡Parece
algo del pasado, del tiempo del paganismo, eso de rezarle a Júpiter¡ En la
actualidad hay mucha confusión; las personas no tienen el suficiente espíritu
crítico para analizar lo que se les presenta. Aceptan sin más lo que se les
ofrece como la solución de sus problemas.
Antes de la pasión, Jesús dio a sus apóstoles un concejo muy
determinante; les dijo: No se turbé el corazón de ustedes (Jn 14, 1). El verbo
griego del que se traduce “turbar”, equivale a no dejarse llevar de un lado
para otro, como las olas de mar. Ese fue el consejo de Jesús ante la
inminencia del escándalo de la Cruz: no se dejen llevar de un lado para otro.
Y para no ser arrastrados de un lado para otro, como las olas, Jesús les dio la
clave; les dijo: Crean en mí… Yo soy el camino, la Verdad y la Vida (Jn 14,
6).
Jesús es el camino

Pláticaba con un amigo que maneja una avioneta; me contaba la turbación


que experimenta cuando el aparato de radio ya no enlaza con la torre control.
Se siente como perdido. El temor le invade. Ese es el caso de muchas
personas: van de un lado para otro porque ignoran el camino que los
conduce. Hacia Dios. Nosotros venimos de Dios y vamos hacia Dios. Lo
más decisivo en nuestra vida es conocer el camino de regreso hacia Dios.
San muchas las personas que intentan señalarnos ese camino; con ellas
sucede como cuando en un país extraño, le pedimos a alguien una dirección;
nos dan tantas indicaciones que nos quedamos como antes. Jesús no hace así,
él no se limita a darnos “indicaciones”; él nos toma de la mano y nos dice:
“Sígueme a mí; yo soy el camino”. Esa es la gran diferencia con todos los
demás.
Con razón la Carta a los Hebreos llama a Jesús “nuestro precursor”. La
palabra de la que se traduce precursor, en griego, es PRODROMOS, que
significa: el que va adelante. Esta palabra griega según los técnicos, tiene
mucha relación con lo que sucedía en el antiguo puerto de Alejandría.
Cuando llegaba un barco muy grande, lo hacían preceder de un barquito que
lo iba dirigiendo para que no topara con alguno escollo. ¡Bella figura
aplicada a Jesús ¡ El es nuestro PRODROMOS, que nos precede para que no
seamos destrozados al chocar con algún escollo. Esto nos trae a la memoria
los versos del salmo 23: Nos guía por el sendero recto, haciendo honor a su
nombre. El salmo nos describe al Señor como el buen pastor que no se puede
desprestigiar llevándonos por barrancos peligrosos; nos guía por el “sendero
recto”.
Seguir a Jesús es encontrar el camino seguro que nos conduce de regreso
hacia Dios, de donde hemos venido.

Jesús es la verdad

Superabundan los maestros espirituales en las esquinas, en los parques, en


la televisión. En la radio, en la prensa, aseguran que tienen la vedad. Nuestro
gran problema es saber discernir qué es de Dios y qué no es de Dios.
Jesús anticipó que los falsos maestros -lobos- se iban a presentar con piel
de ovejas. Harían cosas portentosas. Jesús dio una norma inequívoca para
saber si son ovejas o lobos; dijo Jesús: Por sus frutos ustedes los pueden
conocer (Mt 6, 20).
Debemos someter a examen a estos maestros; sobre todo en su vida
privada, en su doctrina con relación a la Biblia; en su obediencia al
Magisterio de la Iglesia. A los que no le querían creer, Jesús les dijo: Crean
al menos por lo que hago.
En la tormenta en el mar, los apóstoles se cuestionaron, al ver a Jesús que
apaciguaba el mar, y dijeron: ¿Quién es éste a quien el mar obedece? Los
apóstoles habían tenido múltiples oportunidades de analizar las obras y la
vida de Jesús. Por eso aquel día, en que todas las personas abandonaban a
Jesús porque no se doblegaba ante ellos haciendo milagros, Pedro tomo la
palabra y dijo: Señor, ¿a quién iremos? Tú tienes palabras de vida eterna (Jn
6, 68). Pedro y los demás apóstoles se quedaron con Jesús, después de
haberlo sometido, a detenido examen. ¡Sólo él tenía palabras de vida eterna
¡Sólo él era la verdad¡
Pablo escribió: El Evangelio es poder de Dios para salvación de lo que
creen (Rm 1, 16). Pablo analizó despaciosamente el mensaje de Jesús y se
dio cuenta que era poder de Dios para transformar vidas. Por eso se quedó
con Jesús. Continúan frecuentando a los varios maestros. Les encanta lo
exótico, lo novedoso y, sobre todo. Lo fácil, lo que no hable de cruz, de
renuncia de sacrificio. Quieren buscar ilusorias “gangas” de salvación; por
eso se quedan con los maestros que les ofrecen “melcochas” en lugar del
Cuerpo y la Sangre de Cristo.

Jesús es la vida

Un hombre de rostro adusto me decía: “Sólo suena mi despertador, todas


las mañanas, y yo tomo conciencia, con tristeza. De que debo continuar
viviendo”. ¡Esta no es la vida “abundante” de que nos habló Jesús¡ El Señor
aseguró que él venía para traer “vida abundante” (Jn 10, 10).
Jesús antes de retornar hacia el Padre les dijo a los apóstoles que les
dejaba la paz, y que se las dejaba no como la daba el mundo. El mundo
ofrece la paz. Pero la paz que el mundo ofrece es “de plástico”; está
fabricada a base de cosas que hoy podemos tener y mañana podemos perder.
La paz del mundo es “artificial”, momentánea, porque no está en el interior
de la persona, sino en el exterior de la persona misma.
Son muchísimos lo que van en pos de la paz de “plástico” que el mundo
les ofrece. Muchas personas andan llevando amuletos; buscan afanosamente
inciensos mágicos, que dicen que traen gozo; preguntan por técnicas
sicológicas que afirman que los pueden hacer felices; frecuentemente centros
espirituales no cristianos en donde les han asegurado que pueden transformar
su tristeza en gozo.
Hay una leyenda en que se cuenta que un hombre cayó en un poso. Pasó
Buda y le dijo: “Si hubieras cumplido lo que yo enseño, no te habría
sucedido eso”. Pasó Confucio, y le dijo: “Cuando salgas, vente conmigo y te
enseñaré a no caer en el pozo”. Pasó Jesús, vio a aquel hombre desesperado,
y bajó al pozo para ayudarlo a salir. Esa es la gran diferencia entre Jesús y
los demás maestros. Jesús es el único que nos puede dar vida abundante
porque él mismo es la Vida. “Yo soy la vida”, dijo Jesús. Y los que lo hemos
experimentado podemos dar fe que, de veras, la paz -la vida abundante- que
Jesús proporciona no es artificial, sino algo muy real.
Santa Teresa fue una mujer muy perseguida porque quiso reformar
muchos monasterios religiosos, que se habían apartado de la santidad. A
Santa Teresa hasta llegaron a meterla en la cárcel. Fue precisamente esta
santa la que, en su libro “Las moradas”, afirmó que sentía una paz y una
serenidad muy profundas. Se valió de una comparación muy típica; dijo que
sentía por dentro como un brasero con inciensos muy olorosos. Una
característica muy notoria en los santos es el gozo espiritual, su serenidad.
Es la paz que Jesús les ha regalado. Es la vida abundante de Jesús que se
manifiesta en ellos.
Conocer-Experimentar

En la última cena, Felipe le pidió algo a Jesús: Muéstranos al Padre (Jn


14, 8). La respuesta de Jesús fue muy importante para él y para nosotros.
Jesús le dijo: Felipe, hace tanto tiempo que estoy con ustedes y ¿todavía no
me conoces? El que me ve a mí ve al Padre. (Jn 14, 9). En la Biblia
“conocer” significa “experimentar algo”. Los apóstoles habían vivido
durante varios años con Jesús, pero no se habían entregado del todo a él, no
lo habían “experimentado”. Después de la resurrección, cuando vino sobre
ellos el Espíritu Santo, conocieron en profundidad quién era Jesús, lo
experimentaron. Ya no preguntaron quién era el Padre, sino que, al saber
quién era Jesús, supieron, al mismo tiempo, quién era Dios Padre. Son
muchísimas las personas que no han “experimentado” a Jesús. Lo conocen
como un maestro bueno y sabio, pero no lo han encontrado como un Jesús
vivo en su existencia. Como los discípulos de Emaús, caminan junto al
Señor, pero sus ojos todavía están “velados” y no lo han descubierto. No lo
han llegado a “experimentar” como el camino que lleva a la verdad en la que
se encuentra la Vida abundante.
Es llamativo el caso de las golondrinas que, al emigrar, atraviesan
larguísimas distancias, pero no se pierden; siempre vuelven a su lugar de
origen. Lo mismo sucede con las palomas mensajeras: vuelan y vuelan a
través de largos kilómetros, y no fallan cuando vuelven a su hogar. Sólo el
hombre va dando tumbos; sólo el hombre es como una golondrina
desorientada que va de un lado hacia otro, en busca de los varios maestros
espirituales y de las varias escuelas que afirman que tienen el secreto de la
felicidad. Sólo el hombre es como desorientada paloma mensajera que no
logra el mensaje.
Jesús afirmó: Si alguno está agobiado y cansado, venga a mí y yo le haré
descansar (Mt 11, 28). También dijo: Si alguno tiene sed, venga a mí y beba,
del que cree en mí brotarán ríos de agua viva (Jn 7, 39). Los que se han
atrevido a acercarse al Señor, no se han sentido defraudados. En él han
encontrado una respuesta auténtica para sus vidas. De personas melancólicas
en insatisfechas, se han convertido en personas llenas de un gozo espiritual
que nadie puede arrancar. Jesús es verdaderamente nuestro “precursor”,
nuestro “buen pastor” que “nos” guía a aguas tranquilas y verdes pastos,
haciendo honor a su nombre”. Sólo Jesús ha podido asegurar: Yo soy el
Camino, la Verdad y la Vida (Jn 14, 6).
9. JESÚS ES NUESTRO SALVADOR (I)

Cuando el pecado entró en el corazón del hombre todo quedó revuelto:


hubo muerte de la alegría, de la serenidad, de la bendición. Hasta la
naturaleza fue infectada por el pecado del hombre. Dios sabía, de sobra, que
el hombre nunca podría curarse él solo de la terrible epidemia del pecado. En
su misericordia, desde ese mismo instante, le prometió UN SALVADOR. El
libro del Génesis, en su capitulo tercero, nos da todos los pormenores de esta
maravillosa promesa. El Señor en lugar de aniquilar a los desobedientes
seres humanos, que habían querido “ser como Dios”, les da una nueva
oportunidad de rehabilitarse; les hace una promesa fabulosa. Le dice a la
serpiente -símbolo del mal-: Pondré enemistad entre ti y la mujer, y entre tu
descendencia y su descendencia: su descendencia te aplastará la cabeza (Gn
3, 15). En ese mismo momento, la Biblia comienza a mostrar cómo Dios
tiene un plan de salvación para los hombres.
“La descendencia de la Mujer” indica, en el texto bíblico, aquel pueblo del
cual va a nacer el Mesías. Pablo, más tarde, refiriéndose al Mesías, anota:
Nacido de una mujer (Ga 4, 4). Desde este primer momento, ya Jesús es
anunciado como la “descendencia de la mujer” que aplastará la cabeza de la
serpiente. Aquí se inicia la HISTORIA DE LA SALVACIÓN. La Historia de
cómo Jesús es enviado por el Padre, por medio del Espíritu Santo, para que
sea el SALVADOR DE LOS HOMBRES. Toda la Biblia nos hablará acerca
de este plan de Dios; paulatinamente, por medio de ricas figuras, se va
anunciando a Jesús como el salvador de los hombres.

El sustituto

A Abrahán, Dios le pide que le sacrifique a su hijo Isaac, a quien tanto


había esperado. El anciano lo lleva la monte Moría para cumplir el mandato
de Dios. Siente que se le revienta el corazón. El niño lleva sobre sus espaldas
la leña para el sacrificio. Inocentemente, el niño le pregunta a su papá que
dónde está el cordero que van a sacrificar. Abrahán, casi llorando, le
responde: Dios proveerá.
Abrahán ya tiene la mano levantada con el puñal para sacrificar a su hijo;
un ángel le detiene la mano; le asegura que todo era un prueba de Dios. En
eso se escucha balar a un corderito; lo atrapan; ese cordero es el
SUSTITUTO del hijo: muere en lugar del niño.
Al leer la Biblia, con la nueva visión que nos da el Nuevo Testamento, nos
damos cuenta de que ese cordero que sustituye al niño en el sacrificio, es una
figura de Jesús. El Señor va a morir en la cruz, en otro monte para
sustituirnos a nosotros que merecíamos la muerte por nuestros pecados. Eso
es lo que se llama SACRIFICIO VICARIO.
En el libro del Levítico se enumeran las reglas para llevar a cabo los
sacrificios. El cordero, en el sacrificio, era el sustituto del pecador. Ese
cordero debían ser “sin defecto”. El pecador, antes de que el cordero fuera
sacrificado, confesaba sus pecados y ponía sus manos sobre la cabeza del
cordero para indicar que le transmitía sus pecados. Lo importante aquí no era
el sacrificio mismo, sino la confesión de pecados, el arrepentimiento. Por
este medio el Señor concedía a los antiguos pedir perdón por sus culpas.
Este cordero sin defecto, nos habla de otro cordero, el del Nuevo
Testamento: Jesús. El Señor, viene a sustituirnos a nosotros. Muere en lugar
de nosotros. Se lleva nuestros pecados. Todos pusimos sobre él nuestras
manos sucias de pecado. Por eso dice la Biblia: “El llevó nuestros pecados”.
El siervo sufriente

En el Antiguo Testamento, la figura más clara de Jesús como el cordero


sustituto, que muere para salvar a los hombres, se halla en el capítulo 53 del
profeta Isaías. Presenta al futuro Mesías como un Cordero que es llevado, en
silencio, al matadero. Dice el profeta: “Fue atormentado a causa de nuestras
maldades; el castigo que sufrió nos trajo la paz, por sus heridas alcanzamos
la salud” (Is 53, 5). En este pasaje bíblico, el profeta Isaías remarca
perfectamente el papel del sacrificio vicario de Jesús; el Señor es el cordero
que lleva nuestros pecados; muere en lugar de nosotros. Con su muerte nos
trae el perdón, la paz, la salvación. El profeta acentúa el sacrificio voluntario
de Jesús; se asemeja a un cordero que voluntariamente llega para ser
“traspasado” por los hombres, para salvarlos.
El mismo profeta habla indicando cuál era el camino para conseguir esa
salvación, que Dios enviaba por medio de su Siervo Sufriente; decía Isaías:
Que el malvado deje su camino, que el perverso deje sus ideas; vuélvanse al
Señor, y él tendrá compasión de ustedes; vuélvanse a nuestro Dios, que es
generoso para perdonar (Is 55, 7). Cuando nos acercamos al Antiguo
Testamento, con mentalidad del Nuevo Testamento, es decir, después de
habernos encontrado con Jesús como el enviado de Dios, entonces vamos
descubriendo a Jesús a cada paso, bajo el velo de ricas imágenes que nos
anuncian al Salvador que Dios enviará a los hombres. Este es el camino que
debe seguirse, al leer el Antiguo Testamento. Por eso Jesús decía:
Escudriñen las Escrituras porque ellas hablan de mí (Jn 5, 39).

El cumplimiento de la promesa

Todo el Nuevo Testamento nos muestra con claridad cómo en Jesús se


cumplen todas las promesas de Dios de enviar un salvador para los hombres.
Los Evangelios patentizan que la promesa de salvación se ha cumplido. El
libro de los Hechos narra cómo los primeros cristianos proclamaron que la
salvación de Dios había llegado en Jesús. Las Cartas son una reflexión
teológica acerca de la salvación que Dios nos envió por medio de Jesucristo.
En el libro del Apocalipsis, por adelantado, se nos anuncia cómo será, al
final de los tiempos, la consumación de la obra salvadora de Jesús.
En su Evangelio, San Juan trae a colación el caso de un hombre llamado
Nicodemo; era un gran teólogo y especialista en la Escritura. Llevaba una
vida intachable según la ley. Según los dirigentes religiosos judíos bastaba
cumplir con la ley y, automáticamente, ya se era santo. Cuando Nicodemo
llegó de noche , para conocer a Jesús, porque había quedado impactado por
sus obras y palabras, el Señor, de entrada, le dijo: Tienes que volver a
nacer… del agua y del Espíritu Santo. Aquel hombre quedó desconcertado.
No se esperaba que Jesús le dijera que tenía que comenzar de nuevo.
Seguramente esa noche sólo inició su proceso de conversión. Las palabras de
Jesús lo golpearon en lo profundo de su corazón. Su proceso de conversión,
según se aprecia en el Evangelio, fue progresivo, hasta culminar el día
viernes santo, cuando no tuvo miedo de estar junto a la cruz del Señor.
En su diálogo con Nicodemo, Jesús le demostró que para salvarse no basta
ser religioso y conocedor de la Escritura. No basta llevar una vida
éticamente buena. El Señor le dijo a Nicodemo algo que lo dejó totalmente
turbado; el Señor le puntualizó: Te aseguro que el que no nace del agua y del
Espíritu no puede entrar en el reino de Dios. Lo que nace de padres
humanos, es humano, lo que nace del Espíritu es espíritu” (Jn 3, 5-6). El
Señor le estaba demostrando a Nicodemo que sólo con el poder humano, con
sus propios recursos, no podría alcanzar la salvación. Tenía que “nacer de
nuevo” y eso no era posible de una manera puramente humana, sino sólo por
el “poder de Dios”, por el agua y el Espíritu.
El Señor se sirvió de una figura muy bella. Le dijo: Así como Moisés
levanto la serpiente en el desierto, así también el Hijo del Hombre tiene que
ser levantado, para que todo el que crea en él tenga vida eterna (Jn 3, 13-
15). Se refería Jesús a lo que había sucedido en el desierto con los del pueblo
judío. Después de haber visto milagros y prodigios de Dios para sacarlos de
la esclavitud de Egipto, se habían puesto a murmurar contra Dios.
Aparecieron, entonces, serpientes venenosas que les causaban gran
mortandad. El pueblo se dio cuenta de que había perdido la bendición del
Señor. Se arrepintió, y el Señor le dio un medio para que fueran curados de
las mordeduras mortíferas de las serpientes. Si querían ser sanados, tenían
que ver hacia una serpiente de bronce que el Señor mandó colocar en la
punta de un palo, que estaba en alto. Los que tenían la fe suficiente para
creer en esa promesa del Señor, quedaban curados. Esto era lo que Jesús le
recordó a Nicodemo, cuando le dijo que así como la serpiente había sido
levantada en el desierto, así también sería puesto en alto el Hijo del hombre.
Jesús se refería, anticipadamente, a su levantamiento en el Calvario para que
nosotros quedáramos curados de nuestra muerte de pecado.

El famoso diálogo

El diálogo de Jesús con Nicodemo es básico para comprender en qué


consiste la salvación que Jesús nos trae de parte de Dios, y que se nos
comunica por medio del Espíritu Santo. Veámoslo.
El nacimiento natural nos convierte en hijos de Adán, infectados por la
corrupción. Por naturaleza somos inclinados al mal, al pecado. Hay una raíz
del mal en nosotros que nos viene del nuestros primeros padres. Los
teólogos, llaman esa raíz del mal, “pecado original”. Si somos de Adán ,
muestra mentalidad será puramente humana, sin el poder de Dios.
Los frutos de vamos a producir, serán de la carne: odios, envidias,
lujurias, orgullo, borracheras, sensualidad (Ga 5, 19). Por eso, Jesús le dice a
Nicodemo que tienen que “volver a nacer”. El nuevo nacimiento, a que se
refiere Jesús es el nacimiento espiritual, que nos hace hijos de Dios. Los que
son guiados por el Espíritu, son hijos de Dios, dice la Carta a los Romanos.
Al nacer de nuevo, se nos comunica una nueva naturaleza, la naturaleza
divina que nos habilita para producir frutos del Espíritu: amor gozo, paz,
bondad, paciencia, benignidad, mansedumbre, fe templanza” (Ga 5, 22).

Del agua y del Espíritu

Pero para que esto pueda suceder en cada uno, en primer lugar, se necesita
un arrepentimiento de lo malo de la vida pasada. De todo lo que no es de
Dios, sino del mundo. El agua, en este caso simboliza la purificación que nos
viene del arrepentimiento y la confesión de nuestros pecados. Pero todo esto
no es posible sin la intervención directa del Espíritu Santo, que convence del
pecado… y lleva a toda la verdad (Jn 16, 8.13).
Lo primero que el Espíritu Santo realiza en nosotros, es un
convencimiento del pecado; nos señala lo que le desagrada a Dios en
nosotros, lo pecaminoso. Luego nos concede la gracia suficiente para cortar
con el mal y ser revestidos de la Gracia de Dios. Sin la intervención del
Espíritu Santo, no podríamos arrepentirnos de abrirnos a la Gracia de Dios.
Por eso dice Jesús que hay que volver a nacer “del agua y del Espíritu”.
La imagen de la Serpiente de bronce, con la que se compara a Jesús, es de
un gran alcance espiritual. Los que miraban hacia la serpiente con fe en la
promesa de Dios de que sería curados, se salvaban de la muerte. Los que
miran con fe a Jesús, en lo alto de la cruz, reciben la fuerza salvadora que
nos viene de la muerte y resurrección de Jesús. Quedamos curados de
nuestros pecados. Quedamos habilitados para tener la vida abundante que el
Señor ofrece a los que creen en él. Por eso, Jesús, ante Nicodemo, se
presenta como el que viene para salvar a los hombres de la muerte eterna,
merecida por haber sido mordidos por la serpiente del pecado.

Los espejismos

El hombre en su peregrinar hacia la eternidad, es como alguien que se está


muriendo de sed de infinito. Muchos en ese desierto, son fascinados por
“espejismos”: Creen que han encontrado la fuente que quitará su sed
ardiente en ritualismos, en acumulación de buenas obras, en teologías. Pero
la sed sólo puede ser calmada por el agua de la fuente viva que es el mismo
Jesús. Nadie más nos puede salvar. Hay que ver hacia lo alto, hacia la cruz.
Jesús es nuestro único salvador.
Todo este proceso se realiza por medio de un regalo de Dios, que nosotros
no merecemos. Simplemente Dios nos da la oportunidad de salvarnos, si
nosotros nos atrevemos a creer en su promesa de ver hacia lo alto, hacia la
muerte expiatoria de Jesús, el Cordero que quita el pecado del mundo. Esto
es gratis, pero implica la respuesta del hombre. Es como en el caso del
enfermo; el médico puede proceder a operarlo solamente si el enfermo da su
autorización. El médico ofrece su “salvación”; pero si el enfermo rehusa, el
médico no puede operar. Todo esto está, gráficamente, expresado en el
Apocalipsis. Allí se exhibe a Jesús como el que toca a la puerta de nuestro
corazón y dice: Si abres la puerta, entraré y cenare contigo (Ap 3, 20). Dios
es todopoderoso para abrir la puerta; pero respeta la libertad del hombre;
sólo el que habita dentro de la casa puede abrir la puerta. Jesús ofrece su
salvación; sólo el que acepta a Jesús como su salvador, y abre su puerta,
puede ser salvado. Cuando Zaqueo abrió la puerta de su casa a Jesús, el
Señor le pudo decir: Zaqueo, hoy ha llegado la salvación a esta casa (Lc 19,
9).
El carcelero, que cuidaba a Pablo, en Filipos, le preguntó: ¿Que debo
hacer para salvarme? Pablo le respondió: Cree en el Señor Jesucristo y
serás salvo tú y tu familia (Hch 16, 31). Creer en Jesús no es simplemente
aceptarlo “intelectualmente”, sino aceptar de corazón el camino de salvación
que él propone: el Evangelio.
Un mundo no salvado

A nuestro alrededor, en el mundo en que vivimos, observamos tantos


signos antievangélicos: guerra, sensualidad, violencia, egoísmo, idolatría del
dinero, del sexo, del poder. Es un mundo no salvado. Es un mundo que “no
ha nacido de nuevo”. Es hijo de Adán, y, por eso, procede los frutos de
Adán: el pecado. El mundo, asombrosamente, es un gigante en el progreso.
Pero en el espíritu es un enanito; alguien que no ha nacido del agua y del
Espíritu. Por eso, sus filosofías, sus criterios, y hasta sus teologías producen
los frutos del hombre no renacido. Es un mundo mordido por las venenosas
serpientes del pecado. No basta la educación, ni el progreso, ni la técnica
para que el mundos se salve. La única manera de salvarse es la que ya indicó
Jesús: hay que ver hacia lo alto, ya no, ahora, a la serpiente de bronce, sino a
Jesús que, desde el Calvario, nos entrega el valor de su sangre redentora. El
que alargue la mano, con fe, podrá quedar salvo. En “ningún otro hay
salvación”, les decía San Pablo a sus oyentes, cuando predicaba con el fuego
del Espíritu Santo.
Para todo el que, agobiado por el peso de su pecado pregunte, alguna vez:
¿Qué debo hacer para salvarme?, la respuesta sigue siendo la misma que ya
dio Pablo: CREE EN EL SEÑOR JESUCRISTO Y SERÁS SALVO TU Y
TU FAMILIA.
O la del mismo Jesús: Tanto amó Dios al mundo, que envió a su Hijo
único para que todo el que crea en él, no se pierda, sino que tenga vida
eterna (Jn 3, 16).
10. JESÚS ES NUESTRO SALVADOR (2)

Con naturalidad llamamos a Jesús NUESTRO SALVADOR, pero, tal vez,


sin profundizar cómo nos salva Jesús y de qué nos salva. Salvar en el sentido
que se le da en la Biblia, significa sustraer a alguien de algún grave peligro
en que se encuentra. El pueblo judío tenía la experiencia de haber sido
salvado de la esclavitud. Conocía perfectamente lo que sentía el que pasaba
de esclavitud a la libertad.
El Nuevo Testamento encontró adecuado el término “salvación” para
indicar la obra de Jesús que nos salvó del pecado y la condenación, que es su
consecuencia. Todo el Nuevo Testamento nos va exponiendo como se fue
llevando a cabo la obra de “salvación” de los hombres por medio de Jesús.
Desde un principio en el Evangelio, se anticipa que el nombre de Jesús
significa “Yavé salva”.
El ángel le dice a José que el nombre de su hijo será Jesús, que significa
“salvador”, porque llega para salvar a los hombres de sus pecados. Al mismo
tiempo, los ángeles les anuncian a los pastores que les ha nacido un
“salvador”.
Cuando Jesús recién nacido es llevado al templo, el anciano Simeón lo
toma en sus brazos y le da gracias a Dios porque ha visto la “salvación”.
Simeón identifica a Jesús niño con la salvación de Dios.
Jesús, al presentarse por primera vez en la sinagoga de Nazaret, comienza
diciendo que ha sido ungido por el Espíritu Santo para traer liberación a
todos los que estén prisioneros de algo (cfr. Lc 4, 18).
En cierta oportunidad Jesús está predicando en la sinagoga; un individuo
que se encuentra aprisionado por un mal espiritual, comienza a retorcerse y a
vociferar; Jesús ora por él y queda liberado. Ante la palabra del Señor la
salvación de Dios se hace efectiva para todos los que necesitan ser liberados
de algo: del pecado, de un mal espíritu, de una enfermedad, de su tristeza.
Por eso Jesús les dice: Sólo digo esto para que ustedes puedan ser salvados
(Jn 5, 34). La predicación del Señor tiene la finalidad de liberar, de salvar.
Jesús, sin ambages, asegura: Yo soy la puerta, el que por mí entre, se salvará
(Jn 10, 9). La figura que emplea el Señor es muy ilustrativa: Jesús viene para
ser esa puerta “estrecha” por medio de la cual puedan pasar los que buscan la
salvación.
Ante la Palabra del Señor, nadie puede continuar lo mismo: o aceptan la
“buena noticia” de salvación y la vida abundante que de ella brota, o
persisten en sus pecados, en su falta de salvación.
El avaro Zaqueo acepta que Jesús llegue a su casa; Zaqueo no logra
resistir los martillazos de la palabra de Jesús; termina confesándose delante
de todos y prometiendo dar la mitad de todos sus bienes a los pobres, y
asegurando que va a reparar el mal que ha causado a los demás. La mujer
samaritana, ante la palabra de Jesús, rompe con sus múltiples adulterios, y va
gritando jubiloso, por el pueblo, la alegría de sentirse liberada de su pasado.
Ante Jesús los enfermos con fe son sanados y los espíritus malos tienen que
batirse en retirada.
Toda la obra de Jesús se manifiesta como una obra de salvación. De allí
que San Lucas afirmara: Vino a buscar y a salvar lo que estaba perdido (Lc
19, 10). San Pedro a su vez, en su sermón, les decía a las gentes: No hay otro
nombre en el cual haya salvación (Hch 4, 12).

Cómo nos salva Jesús

Lo primero que el Señor hizo, al empezar su obra de salvación, fue traer


una BUENA NOTICIA acerca de quién era Dios. Para muchos Dios era
alguien lejano, terrible, justiciero a quien se debía temer. Jesús comienza por
afirmar que Jesús es un Padre, un Papá; hay que dirigirse a él con la sencillez
de un niño; no hay que dudar en llamarlo “Papá”. En la parábola del hijo
pródigo, se presenta a Dios como el padre que siempre tiene abierta la puerta
de su casa para recibir al hijo rebelde que regresa, para abrazalo, perdonarlo
y hacerle una fiesta. Jesús les hacia ver a las gentes que así como Dios cuida
a las aves del cielo y los lirios del campo, que un día se van a convertir en
basura, con mayor razón tiene cuidado de sus hijos, los hombres, y que hasta
tienen contados los cabellos de su cabeza. Que tiene un plan de amor para
cada uno. Para hace más asequible la imagen, el Señor dijo: El que me ve a
mí ve al Padre (Jn 14, 9), que significa: así como yo perdono, amo, curo,
comprendo, compadezco, así lo hace también el Padre. San Pablo repitió este
concepto cuando dijo que Jesús era la imagen visible del Dios invisible (Col
1, 15). Si alguno quiere tener una idea exacta acerca de Dios, debe centrar su
atención en la personalidad de Jesús. ¡Así es Dios¡
Jesús también señaló con claridad cuál era el camino hacia el Padre; dijo:
Yo soy la puerta, el que por mí entre se salvará (Jn 10, 9). Aceptar el
evangelio de Jesús, su buena noticia, y enfilar por el camino del Evangelio,
es pasar por esa puerta que lleva al Padre, a la salvación. San Pablo como
predicador experimentado, un día, expresó, con acierto, lo que era la
predicación del Evangelio, como medio de salvación; dijo Pablo: El
Evangelio es poder de Dios para salvación de los que creen (Rm 1, 16).

Los términos teológicos

En la Santa Biblia hay algunos términos que expresan la manera en que


llega a nosotros la salvación de Jesús. Es preciso conocer el significado de
estos términos.
JUSTIFICACIÓN, en nuestro idioma, significa encontrar razones para
“justificar” lo que estamos haciendo o diciendo. En la Biblia, no tiene el
mismo significado. Por el pecado, el pecador sabe que es digno de castigo,
de condenación. Pero resulta que cuando Dios ve al pecador arrepentido, que
pide perdón, en lugar de juzgarlo y condenarlo, lo recibe con amor y le
aplica los méritos de Jesús en la cruz. De esta manera, la deuda del pecador
queda totalmente anulada; se rompe la factura de su deuda. Según la Biblia,
el pecador queda justificado: la misericordia de Dios sale garante de la deuda
del pecador. Esto se encuentra bellamente ilustrado en la parábola del Hijo
pródigo. El muchacho rebelde, que se ha hundido en la vida de pecado,
decide volver a pedir perdón a su padre; a toda costa quiere que su padre lo
trate como un “esclavo”; pero el padre, en vez de eso, lo abraza, lo besa;
ordena que le cambien sus sucias vestiduras por una túnica blanca, que le
pongan un anillo en el dedo y que se organice una fiesta. Esa es la
“justificación” en el sentido bíblico. Debido a los méritos de Jesús, Dios
Padre, cuando nos arrepentimos y pedimos perdón, no nos trata como a
esclavos, sino que nos regala la vestidura blanca de su Gracia, nos pone el
anillo -las arras del Espíritu Santo-, y nos organiza una fiesta, una vida
nueva, abundante. Ya no hay temor a Dios, sino agradecimiento y amor por
su misericordia hacia nosotros. Por eso San Pablo escribe: Habiendo, pues,
recibido de la fe nuestra justificación, estamos en paz con Dios por medio de
nuestro Señor Jesucristo (Rm 5, 1).
Según nuestra justicia humana, merecemos se castigados y tratados como
esclavos por nuestros pecados y rebeliones contra Dios. Según la justicia de
Dios, que es misericordia, cuando nos arrepentimos, nos perdona, nos llena
de su gracia y de su Espíritu Santo. Justificación en la Biblia significa poner
a alguien en buena relación con Dios.
San Pablo nos advierte que esta “justificación nos viene por la fe. Esa fe
de que habla Pablo. Consiste en creer firmemente que Dios es así como
Jesús nos dice que es. Que la parábola del Hijo pródigo no es bello
cuentecito oriental, sino una tremenda realidad que se hace efectiva en cada
uno de nosotros, cuando pedimos perdón y creemos en la oferta de salvación
que Jesús nos presenta. A eso es lo que Pablo le llama ser “justificados por la
fe”.
RECONCILIACIÓN es otro término bíblico que nos especifica en que
consiste la salvación de Jesús. Cuando dos personas están enemistadas y
alguien logra que hagan las paces, que vuelvan a se amigos, allí se da una
“reconciliación”. Por el pecado, el hombre se enemista con Dios; lo ofende;
se rebela contra sus mandamientos. De aquí nace el miedo a Dios, la lejanía
de todo lo que pueda hablar de Dios. Adán escondido es la imagen del
hombre que ha pecado y le tiene miedo a Dios.
San Pablo escribió. Fuimos reconciliados con Dios por la muerte de su
hijo Jesucristo (Rm 5,10). Jesús por medio de su muerte, borra la barrera que
el pecado levanta entre Dios y el hombre; ahora, nuevamente, el hombre ya
puede recibir la bendición de Dios; ya puede dialogar nuevamente con él.
Cuando el marido y la mujer se pelean, se da el caso de alguien que logra
mediar entre ellos, que los reconcilia. Para nosotros nuestro “mediador” es
Jesús. Dios envió a Jesús para que con su muerte en la cruz nos demostrara
lo mucho que nos amaba, y para que supiéramos que por la muerte de Jesús,
ya no había motivo para andar huyendo de El, como Adán. Por eso Jesús
dijo: Tanto amó Dios al mundo que envió a su Hijo único para que todo el
que crea en él no se condene, sino que tenga vida eterna (Jn 3, 16). Jesús
vino para reconciliarnos con Dios. Al verlo muriendo por nosotros en la
cruz, nos animamos a no tenerle miedo a Dios, a amarlo y a acercarnos a él
que siempre está dispuesto a recibirnos en su casa.
REDENCIÓN es una palabra que nos hace remontarnos hasta el mundo
griego y romano, cuando existía la esclavitud. Alguien podía llegar al
mercado de los esclavos y comprar, “rescatar” al que estuvieron amarrado
por las cadenas de la esclavitud. El precio de la humanidad esclavizada por
el pecado, por el mal, era humanamente impagable; por eso Dios tuvo que
enviar a su hijo Jesús para que el fuera el precio de nuestra redención, de
nuestra liberación de la esclavitud en manos del señor de las tinieblas. Bien
decía San Pedro. Ustedes fueron comprados, no con oro y plata corruptibles,
sino con la sangre preciosa de Jesús, Cordero sin mancha y sin defecto (1P
1, 18-19).
Pero, ¿de qué nos redime Jesús? La respuesta la encontramos en las
palabras que Jesús pronunció cuando hizo su primera prédica en Nazaret;
dijo el Señor: El espíritu del Señor esta sobre mí, porque me ha consagrado
para llevar LA BUENA NOTICIA a los pobres; me ha enviado a anunciar la
libertad a los cautivos, y dar la vista a los CIEGOS; a PONER EN
LIBERTAD a los oprimidos; a anunciar el año favorable del Señor (Lc 4,
18-19).
Aquí está expuesto qué nos libera Jesús. Nos libera de nuestros egoísmos,
que nos encadenan y nos hacen infelices a nosotros mismos y a los que viven
con nosotros. Rompe las cadenas del PECADO que nos desorienta, nos
esclaviza por medio del odio, la impureza, la envidia, el licor, la droga, y
tantas otras cosas más. Jesús viene para liberarnos de nuestras CEGUERAS
en cuanto a nuestros criterios antievangélicos, de nuestras filosofías erradas,
de nuestras supersticiones e idolatrías. Jesús rompe las cadenas de la
inmortalidad, de la ambición desmedida, del poder, del sexo, de la droga, del
odio.
San Pablo, refiriéndose a esta redención escribía que Cristo se dio a sí
mismo en rescate por todos (Tt 2, 6). El mismo Jesús aseguró que él venía a
dar la vida en rescate por muchos (Mt 20, 28). Todo eso entendemos cuando
afirmamos que Jesús nos vino a rescatar.
El término PROPICIACIÓN no es común en nuestro léxico de todos los
días. De aquí que debemos aclarar qué quiere decir la Biblia cuando afirma
que Dios hizo a Jesús instrumento de PROPICIACIÓN por su propia sangre,
mediante la fe (Rm 3, 25). La Biblia “Dios habla hoy”, traduce este pasaje,
de la siguiente manera, que es más asequible: Dios hizo que Cristo, al
derramar su sangre, fuera el instrumento de perdón. Este perdón se alcanza
por la fe.
Para comprender lo que significa “propiciación”, hay que recordar el
sentido del sacrificio en el pueblo judió del Antiguo Testamento. El pecador
se sentía rechazado por Dios. Se valía, entonces, de un sacrificio para
demostrarle a Dios su arrepentimiento. El Cordero, que inmolaba,
simbolizaba su aceptación de que merecía ser destruido por su pecado. El
cordero moría en lugar del pecador.
Para comprender mejor el significado de “propiciación”, también nos
puede ayudar el recuerdo de lo que era el PROPICIATORIO, para los judíos
del Antiguo Testamento. La parte superior del Arca de la Alianza era una
tapa de oro; allí depositaba el sacerdote un poco de sangre del sacrificio. Esa
sangre sobre el propiciatorio era la que clamaba ante Dios pidiendo perdón
por los pecados del pueblo. En el Nuevo Testamento, Jesús es el instrumento
de propiciación; su sangre en la cruz clama por nosotros pidiendo perdón; el
que, por la fe, acepta esa propiciación de Jesús, queda en paz con Dios,
recibe el perdón de sus pecados. Este es el sentido de la propiciación de
Jesús por nosotros.
Al referirnos a la salvación de Jesús, no nos quedamos solamente en un
aspecto negativo, en la liberación de nuestro pecado. Se nos concede ser
“hijos de Dios”.
La ADOPCIÓN es el aspecto eminentemente positivo que hay que
destacar cuando nos referimos a la salvación que nos viene por medio de
Jesús. La Carta a los Romanos, en su capítulo octavo, expone que una vez
que somos perdonados, se nos regala el Espíritu Santo por medio del cual
quedamos marcados como “Hijos de Dios”; somos adoptados como hijos de
Dios.
No sólo se cancela nuestra deuda, sino que se nos entrega el titulo de
“hijos de Dios”. Además se nos dice que pasamos a ser coherederos de
Cristo. Cuando San Pablo nos habló de esta “ADOPCIÓN”, y de ser
coherederos de Jesús, seguramente tenía en mente lo que significaba la
adopción en el pueblo romano. El que era adoptado como hijo de una familia
romana, quedaba eximido de todas sus deudas anteriores y pasaba a gozar de
todos los beneficios de un auténtico hijo. Al ser redimidos por Jesús y
aceptar ese regalo del Señor, por medio del arrepentimiento y la fe, nuestra
deuda pasada queda totalmente cancelada, y se nos regala el bello titulo de
“hijos de Dios” De esta manera, se completa en nosotros la salvación que
Dios nos ofrece por medio de Jesús.

Apropiación

Da la impresión que esta salvación que el Señor ofrece sea algo muy
aéreo, y que no hay que hacer casi nada para recibirla, sino sólo decir que se
“acepta” a Jesús. A la luz de Nuevo Testamento, no es así. La salvación, que
Dios nos envía por medio de Jesús, hay que recibirla muy conscientemente.
Con el corazón y con la inteligencia. San Pablo advierte: Si confiesas con tus
labios que Jesús es el Señor y crees en tu corazón que Dios lo resucitó,
entonces alcanzarás la salvación (Rm 10, 9). Para alcanzar esa salvación
deben entrar en juego, la mente y el corazón. Confesar con los labios indica
que, previamente, algo se ha aceptado en el corazón. Si alguien, de veras,
cree en la salvación que Jesús le ha otorgado, si la ha vivido, ya no puede
quedarse callado; tiene que confesarlo. No hacerlo equivaldría a demostrar
que no hay sincera conversión y fe.
Algo más tener fe en la salvación que Jesús ofrece, no es un simple
sentimiento. Implica un “hacer algo” que el mismo Jesús indica. Las
primeras palabras de Jesús en el Evangelio de San Marcos son: El reino de
Dios ha llegado a ustedes, arrepiéntanse y crean en el Evangelio (Mc 1, 15).
Jesús señala un camino totalmente práctico para entrar en el reino de la
salvación: hay que arrepentirse, romper con un pasado de pecado, y enfilar
por el camino del Evangelio. Jesús fue muy preciso con los discípulos,
cuando les dijo: Si ustedes me aman, practicarán los mandamientos (Jn 15,
14). No hay salvación, si no existe arrepentimiento y cumplimiento de los
mandamientos del Señor.
San Pedro exhortaba a sus fieles a “ dar razón de su fe” (1P 3, 15).
Nosotros hablamos de la salvación. Es lo esencial de nuestra religión. Por
eso mismo debemos saber con certeza, inteligentemente, qué significa la
salvación que Dios nos envía por medio de Jesús.
El historiador Jenofonte cuenta que el rey Astiages tenía un oficial
llamado Sacar a quien había encargado alejar a las personas indeseables, e
introducir en la mansión del rey a las personas que le eran gratas. El oficio
de Jesús es ser un “mediador” entre Dios Padre y los hombres. Dios Padre,
ante el fracaso del hombre por su maldad y su pecado, envía a Jesús para que
sea la “puerta a través de la que deban pasar los que quieren llegar a Dios.
Jesús por eso, se presenta como el “camino” para llegar hacia el Padre. La
salvación de la que habla toda la Biblia no es algo puramente intelectual; es
algo que cada uno debe buscar y apropiarse. San Pablo decía: Murió y se
entregó por mí (Ga 2, 20). La salvación de Jesús, al mismo tiempo que es
para todos los de buena voluntad, es “para mí”. Jesús es mi salvador; él me
justifica, me reconcilia con Dios, me redime de mi pecado y de mi maldad, y
es instrumento de propiciación para que yo pueda salvarme. Cuando yo, por
la fe, con confianza en la palabra de Jesús, aceptó todo esto, me arrepiento
de mis pecados y acudo a Jesús, en ese momento, la salvación que Dios me
envía por medio de Jesús, es una realidad para mí. Vivo mi salvación, en
esperanza: Si persevero en ese camino, mi salvación será consumada en la
eternidad.
11. JESÚS ES NUESTRO SANADOR

Cuando Jesús inicia su misión evangelizadora, para divulgar el reinado de


Dios, va a la sinagoga y destaca que ha sido ungido por el Espíritu Santo
para llevar una misión eminentemente salvadora-sanadora (Lc 4, 18-19).
Jesús, en esta oportunidad, expone su programa de evangelización. Según
los estudiosos de la Biblia, San Lucas citó «de memoria» las palabras del
profeta Isaías, que Jesús comenta en esa oportunidad, y, por eso, deja de
mencionar algunas frases muy determinantes. El texto de Isaías, que Jesús
citó para afirmar que él venia a cumplir lo profetizado acerca del Mesías,
reza así:
El Espíritu del Señor está sobre mí, por cuanto me ha ungido para
anunciar la buena nueva a los pobres, a vendar los corazones rotos; a
pregonar a los cautivos la liberación, y a los reclusos la libertad; a
pregonar el año de gracia del Señor, día de venganza de nuestro Dios; para
CONSOLAR A TODOS LOS QUE LLORAN, para darles diadema en vez de
ceniza, ACEITE DE GOZO en vez de vestido de luto, ALABANZA en vez de
espíritu abatido (Is 61, 1-3).
En este programa de evangelización, que Jesús presenta, se destaca que la
misión salvadora de Jesús tiene una íntima conexión con la salud: viene a
<vendar corazones rotos», ACEITE DE GOZO y Alabanza. Reinado de
Dios, según estos conceptos, se caracterizan por el gozo espiritual de las
personas que, al sentir que sus corazones rotos han sido vendados, se toman
jubilosos. El reinado de Dios se patentiza en salud mental y física que se
proyectan en gozo y alabanza a Dios
Jesús no fue un teórico que se dedicó únicamente a predicar. San Marcos,
en su capitulo primero, presenta los pasos de una jornada de evangelización
de Jesús. Jesús predica en la sinagoga de Cafarnaum. El poder de su palabra
es tan grande que alguien, dominado por las fuerzas del mal, sienten el
impacto de Dios, se revuelve, se contorsiona. Jesús lo libera. Luego Jesús
pasa a platicar con sus amigos en la casa de Pedro. La suegra de Pedro está
en cama con fiebre. Jesús la toma de la mano y la levanta.
Se corre la noticia de la presencia de Jesús y de sus curaciones. Multitudes
de enfermos acuden a la casa de Pedro. Expresamente el Evangelio hace
constar que el Señor curó a <todos» los enfermos que llegaron.
Luego Jesús se retira a orar a un lugar solitario. Hacia la madrugada, antes
de iniciar una nueva jornada de evangelización, los apóstoles tienen que
buscar a Jesús. Lo encuentran orando en un lugar apartado.
Este esquema de una jornada de evangelización de Jesús es sumamente
ilustrativo con respecto a la personalidad y la obra de Jesús. Es hombre de
cielo y tierra. Jesús, según confesión de sus oyentes, no es como los demás
maestros de la ley. Su Palabra tiene el poder de revolver el mal que hay en el
hombre: de liberar al hombre de todo poder maligno. Jesús no viene para
salvar «sólo» almas. Jesús atiende al hombre integral. Alma y cuerpo. Se
preocupa de los enfermos. No dice el Evangelio que curó a unos y a otros los
devolvió con su enfermedad. Curó a todos; atendió a todos. De suma
relevancia es el dato que inserta San Marcos: Después de toda esta jornada
de trabajo de evangelización, Jesús busca un lugar solitario para entregarse a
la oración. Cuando Jesús envió a sus apóstoles a evangelizar, les advirtió que
no debían confiar en su dinero, en sus alforjas, en su bastón, sino en el poder
de Dios. La auténtica evangelización no cuenta únicamente con el intelecto,
con la dialéctica; pone como base el poder que viene de lo alto, y que se
adquiere en la oración. De nada valen los modernos métodos audiovisuales
para difundir la Palabra, si falta el poder de lo alto, la unción por medio del
Espíritu Santo.

Jesús contra la enfermedad

Alguien escribió que a Jesús, en el Evangelio, o se le encuentra sanando o


dirigiéndose a curar a algún enfermo. De esta manera se quiere hacer resaltar
la grandísima importancia que Jesús le dio, en la evangelización, a la
curación de los enfermos.
El P. Bernardo Haring hace notar, alarmado, que este aspecto se ha
descuidado mucho en nuestra Teología, y, sobre todo, en la proclamación del
mensaje.
Con frecuencia se escucha a personas que dicen: «Dios me envió esta
enfermedad». Esta frase no tienen nada de evangélico. Dios no «envía»
enfermedades. Dios es padre amoroso. Dios es bien absoluto. Dios -por
motivos misteriosos- «permite» que el mal del mundo se nos acerque y nos
toque. No es él quien nos envía el mal. Si una persona cree que Dios le ha
enviado una enfermedad, ya no podrá pedir su curación porque si está
convencido de que Dios le ha enviado una enfermedad, se encontrará
bloqueada para tener la fe suficiente para pedir su curación.
El Evangelio, claramente muestra que Jesús siempre está combatiendo la
enfermedad. Toda enfermedad. A ninguno Jesús lo anima a seguir con su
enfermedad. Todo lo contrario. Jesús continuamente está liberando a todo
enfermo que acude a él. No se encuentra el caso de un solo enfermo a quien
Jesús no haya querido curar.
Un leproso le ruega: Si tú quieres puedes curarme (Mc 1, 40). Jesús se
adelanta a responderle: Claro que quiero; queda limpio. Es cierto que existen
enfermedades llamadas «redentoras». A algunos -muy raras veces- el Señor
les pide estar más cerca de su cruz por medio de la enfermedad. No es lo
normal. En estos casos, el Señor concede la gracia de que estas personas
dolientes tengan paz en su corazón. Que no sean individuos llenos de
amargura. Estos casos no son la «normalidad». El Evangelio nos invita
constantemente a acudir con fe al Señor; a creer firmemente en el poder
liberador de Jesús. La cruz que el evangelio nos convida a llevar no consiste
precisamente en la enfermedad. La cruz del cristiano viene a raíz de que el
seguidor de Jesús va por un camino recto, distinto del que señala el mundo.
De allí la contradicción y la persecución. Jesús repetidas veces, nos anima a
pedir nuestra curación. A confirmar en que lo mismo que él hizo por los
enfermos de su tiempo quiere hacer también con nosotros. Si quieres -decía
el leproso- puedes curarme. Y Jesús sigue respondiendo: Claro que quiero.
El Señor llega a la casa de Pedro (Mt 8, 13). Como la cosa más natural,
los apóstoles le piden a Jesús que ayude a la suegra de Pedro, que esta con
fiebre guardando cama. El Señor la toma de la mano y la levanta curada.
Pedro aprendió la lección de Jesús. Más tarde (Hch 3, 6-7) vemos a Pedro
que encuentra un tullido en la puerta del Templo. Pedro repite el gesto de
Jesús; toma al tullido de la mano y lo levanta curado. La Iglesia es la que
tiene que «aprender» a repetir los gestos de Jesús. Los seguidores de Jesús
deben aprender a levantar a los enfermos.
La suegra de Pedro, apenas quedó curada, se puso a servir a sus
huéspedes. Todo cristiano es alguien que ha sido levantado del mal y, por eso
mismo, se siente en la obligación de levantar a todos. De liberarlos del mal
con el poder que Jesús le dio.

Jesús envía a curar


En el Evangelio de San Mateo se aprecia palpablemente que Jesús, a sus
apóstoles y también a sus 72 discípulos -a toda su Iglesia-, los envía a tres
cosas: a predicar, a expulsar demonios y a curar a los enfermos (Cfr Mc 9, 1-
2). Jesús no solamente los envía, sino que además, les garantiza su «poder».
Les asegura que «a los que crean», les seguirán señales milagrosas; entre
esas señales les garantiza que «pondrán las manos sobre los enfermos y éstos
van a quedar curados» (Mc 16,18).
El Señor Jesús reprendió severamente a los apóstoles porque por su falta
de fe no habían podido curar a un joven epiléptico. Las palabras de Jesús
impresionan. Les dijo a sus apóstoles: ¿Hasta cuando voy a tener que
aguantarlos a ustedes? (Mc 9, 19). Habría que preguntarse si Jesús no tiene
mucho que reprocharnos por nuestro miedo de orar por los enfermos; por
nuestra desconfianza en proclamar que el poder sanador de Jesús continúa en
vigor también ahora.

Ante el misterio

R. Lewis escribió un famoso libro sobre el problema del dolor. Fue


elogiado por la crítica. El autor expuso con lucidez el problema del
sufrimiento visto desde distintos ángulos. Al poco tiempo, murió la esposa
del escritor. Lewis quedó sumido en la depresión. Es fácil hablar del
sufrimiento cuando estamos sanos. La enfermedad es una tremenda
tentación. Nos desconcierta. Nos deja llenos de dudas, de incertidumbre.
Job era «buena persona», pero cuando la enfermedad lo zarandeó
comenzó a hacer preguntas terribles a Dios. Protestó. Se sumió en la
depresión también él.
Mucha razón, por esto, tenía el apóstol Santiago cuando ordenaba que
cuando alguno está enfermo, debe ser acompañado por la oración de la
comunidad. Llamen a los presbíteros de la iglesia -dice el apóstol- para que
oren por él, ungiéndolo con aceite en nombre del Señor, y la ORACION DE
FE salvará al enfermo. El Señor lo levantará. Si hubiera cometido pecado,
le serán perdonados. Santiago termina aconsejando: Por eso, confiésense
unos a otros sus pecado, y oren unos por otros para ser sanados (St 5, 16).
En las concretas y preciosas recomendaciones que da Santiago, se hace
hincapié en la «oración de fe». Nada de formulismos y legalismos. Nada de
ritos mágicos. Oración de fe indica la oración confiada en la presencia viva
de Dios. Santiago recalca la «confesión de pecados». El pecado es obstáculo
para la sanación. Impide la bendición de Dios. Muchos quieren ser liberados
de sus enfermedades, pero ellos mismos no hacen nada por expulsar de sí
mismos una de las peores causas del mal: el pecado.
Ante el desconcierto que causan el sufrimiento y la enfermedad, la
comunidad no debe abandonar en ningún momento a su enfermo. Debe
acercarlo a Jesús como hicieron los apóstoles con la suegra de Pedro.

¿Por qué curaba Jesús?

Algunos, al hablar de las curaciones milagrosas de Jesús, acentúan que


Jesús quería probar su divinidad. Es cierto que por medio de los milagros se
traslucía con evidencia la divinidad del Señor, pero, Jesús, esencialmente,
curaba a los enfermos porque tenía compasión de su sufrimiento. Porque se
conmovía ante el dolor humano.
Jesús no espera que nadie lo llame: detiene el entierro en el que una viuda
va a enterrar a su único hijo, y resucita al muchacho. Jesús ve a un pobre
enfermo en la piscina de Betesda, que lleva 38 años sin poder curarse; sin
que el enfermo le pida nada, se le acerca y le ofrece sanarlo.
La carta a los Hebreos muy claramente afirma que Jesús «es el mismo
ayer, hoy y siempre» (Hb 13, 8). Quiere decir que Jesús continúa ahora
mismo acercándose al que sufre para liberarlo de sus males. Jesús continúa
diciendo, como hace 2000 años: Vengan a mí los que están agobiados y
cargados que yo los haré descansar. Tomen mi yugo y aprendan de mí que
soy manso y humilde de corazón, y encontrarán descanso para sus almas
(Mt 11, 28-29). Hay que tomar muy en cuenta una condición que Jesús pone
a los que desean tener «paz para sus almas»: deben aceptar el YUGO del
Señor, es decir, su ley, sus mandatos. Algunos quieren ser curados por Jesús,
pero no quieren aceptar su yugo, sus mandamientos.
Muy de tomarse en cuenta es el testimonio comprobado que presenta
David Wilkerson. En Estados Unidos, se ha atendido a drogadictos por
medio de meditación bíblica, oración y atención médica. El resultado es muy
superior al del Estado. En el centro cristiano la recuperación asciende a un
70%; en el centro del Estado apenas llega a un 5%.
La oración lo que hace es acercar al enfermo a Jesús, como lo hicieron los
amigos de Pedro cuando el Señor curó a la suegra de Pedro.
Que se las lleve…

San Mateo narra otra jornada evangelizadora de Jesús en su capítulo 8. Al


bajar Jesús del Monte de las Bienaventuranzas, después de su bella prédica,
se dedica a curar a los enfermos. En Jesús se une la teoría y la práctica. No
es un palabrero nada más. San Mateo apunta: Sanó a todos los enfermos.
Esto sucedió para que se cumpliera lo que anunció el profeta Isaías cuando
dijo: El tomó nuestras debilidades y cargó con nuestras ENFERMEDADES
(Mt 8, 16-17).
Jesús vino para llevarse nuestras debilidades; para cargar con nuestras
enfermedades. Dejémosle que se las lleve. Permitamos a Jesús tomar
nuestras cargas. Arranquémonos de ellas y echémoselas encima. Para eso
vino el Señor. No pensemos que le estamos pidiendo algo fuera de lugar.
Cuando acudimos a él para rogarle que nos cure. Hagámoslo con la misma
naturalidad con que Pedro y sus amigos le rogaron al Señor que curara a la
suegra enferma. La oración de fe, que Santiago recomienda para los
enfermos, incluye, precisamente, esa confianza y naturalidad de acercarse a
Jesús y decirle, como el leproso: Si tú quieres, puedes curarme. La respuesta
del Señor, ya la conocemos: Claro que quiero.
Unos Temas
12. EL TEMA CLAVE DE JESÚS

Los especialistas en la Escritura dicen que el tema principal de Jesús en su


evangelización es “el reino de Dios”. Es por eso de vital importancia tener
un concepto claro acerca de qué entiende Jesús cuando habla del “reino de
Dios”. Algunos, cuando oyen hablar de reino de Dios, automáticamente,
piensan en el más allá, en el cielo. Pero no es, precisamente, éste el sentido
que Jesús le da a la expresión “reino de Dios”.
El especialista en la Biblia, William Barclay, nos da una pauta muy certera
para saber con precisión qué se entiende por reino de Dios. Nos dice Barclay
que en el “Padre nuestro” tenemos la clave para saber qué entiende Jesús por
reino de Dios. Nos dice Barclay que en el “Padre nuestro” tenemos la clave
para saber qué entiende Jesús por reino de Dios. El Señor ordenó rezar
diciendo: “Venga tu reino, hágase tu voluntad así en la tierra como en el
cielo”. El reino de Dios se realiza cuando se hace la VOLUNTAD DE DIOS,
lo más perfectamente posible, así como se hace en el mismo cielo.
Reino de Dios en el Evangelio indica el “reinado” de Dios. El “gobierno”
de Dios en nuestra vida. Cuando hacemos la voluntad de Dios lo más
perfectamente posible, entonces, Dios está “gobernando” en nuestra vida,
está reinando en nosotros.
Hay que hacer constar que mientras Marcos y Lucas optan por la
expresión “reino de Dios”, prefiere decir “reino de los cielos”, ya que San
Mateo se dirigía a una comunidad judía en la que se evitaba pronunciar el
nombre de Dios: se reservaba sólo para ocasiones muy especiales.
Cuando Jesús envía a sus discípulos a evangelizar los manda a anunciar el
reinado de Dios como algo dinámico en la vida de las personas. Les ordena:
Vayan y prediquen diciendo: el reino de los cielos se ha acercado. Sanen
enfermos, limpien leprosos, resuciten muertos, echen fuera demonios… (Mt
10, 7-8). Para Jesús el reinado de Dios se anuncia no sólo predicando, sino
sanando, expulsando demonios, liberando a los oprimidos.
El evangelizador, para poderlo ser, primero tiene que haber ingresado en
el “reinado de Dios”. Dios debe estar gobernando su vida. Debe tener
experiencia de la nueva vida en que ya no gobierna su yo, sino Dios.
Las parábolas

Los Evangelios recogen varias parábolas por medio de las cuales Jesús
quiso definir lo que era el “reino de Dios”. Jesús indicó que el reinado de
Dios en el individuo comienza por medio de una semilla que se introduce en
su corazón. Esa semilla es la Palabra de Dios. Esa semilla es lanzada por el
evangelizador. Si cae a la vera del camino, la pisotea la gente y no llega a
fructificar. Si cae en la piedra, no logra penetrar. Si va a parar entre espinas,
éstas la ahogan. La semilla que cae a la vera del camino, simboliza a los que
reciben la Palabra superficialmente, nada más. La piedra representa los
corazones endurecidos por el pecado: la Palabra no logra ingresar en ellos.
Las espinas son símbolo de los afanes materiales que ahogan la Palabra. El
buen terreno, el corazón dispuesto, es donde se introduce la semilla de la
Palabra y comienza a desarrollarse y a producir abundantes frutos (vea Mt
13).
Jesús hacía notar que la semilla puede ser como un granito de mostaza -
insignificante- que, paulatinamente, se va desarrollando hasta convertirse en
un arbusto.
Este reino de Dios, este “reinado” de Dios en nosotros, debe ser como un
“tesoro escondido” que alguien descubre y está dispuesto a vender toda su
fortuna con tal de comprar el campo en donde se encuentra ese tesoro.
Encontrar el “tesoro escondido” del “reinado” de Dios en nosotros es lo
esencial de la evangelización. Cuando alguien lo ha encontrado, dará el paso
indispensable hacia la conversión con la que se inicia el reinado de Dios en
nosotros (Mt 13, 44).
Pertenecer al reino de Dios, es lo más importante en la vida. Por eso Jesús,
categóricamente, dijo: Busquen primero el reino de Dios y su justicia, y todo
lo demás se les dará por añadidura (Mt 6, 33). De aquí que en todo el
sentido de la palabra, ser cristiano es dejar que Dios reine en nuestra vida.
Que se haga en nosotros la voluntad de Dios. Mientras Dios no gobierne en
nuestra vida, somos cristianos de nombre, pero no de corazón.
Tan importante es ingresar en el “reinado” de Dios, que Jesús ordenó que
debíamos suplicarlo siempre diciendo: Venga tu reino, hágase tu voluntad en
la tierra como en el cielo. Cuando alguien ya ingresó en el reinado de Dios,
ya puede asegurar que ha encontrado un “tesoro”, la “perla de valor
inigualable”. Ser cristiano de corazón implica el gozo de haberse encontrado
con algo verdaderamente maravilloso por lo cual se está dispuesto a jugarse
el todo por el todo.

Las condiciones

Al comenzar su evangelización, Jesús dejó bien indicadas las condiciones


para poder ingresar en el “reinado” de Dios en nuestra vida. Las primeras
palabras de Jesús, al iniciar su predicación fueron: El reino ha llegado:
ARREPIENTANSE Y CREAN EN EL EVANGELIO (Mt 1, 15). Aquí las dos
condiciones básicas para poder ingresar en el reinado de Dios en nosotros.
Para que Dios pueda gobernar nuestra vida, hay que comenzar por
ARREPENTIRSE, por romper con todo aquello que ofende a Dios y a los
demás. Mientras no se haya reconocido el propio pecado y no se haya dado
el paso hacia el rompimiento con lo pecaminoso, todavía Dios no puede
gobernar nuestra vida.
El segundo paso: algo positivo, CREER EN EL EVANGELIO. Para
nosotros el Evangelio, la buena noticia de Dios, es Jesús mismo. Creer en el
Evangelio para nosotros es depositar nuestra confianza total de Jesús, en su
amor, en su redención, en el camino de salvación que él nos propone.
Así entendido el cristianismo, no es nada fácil. Por eso Jesús decía que
para poder ingresar en el reinado de Dios en nosotros había que “hacerse
como niños”. El niño no desconfía de su papá. El niño no cree que su papá lo
conduzca hacia algún abismo peligroso. Está seguro que su padre buscar
para él lo mejor. Se duerme confiado en el hombro de su papá. Así quiere
Jesús que nos abandonemos en él. En su Palabra. En sus promesas.
También Jesús señaló otra condición para poder pertenecer al reino de
Dios. Dijo Jesús: Bienaventurados LOS POBRES DE ESPIRITU porque de
ellos es el reino de los cielos (Mt 5, 3). En el Evangelio, pobre es aquel que -
tenga mucho o como- se siente necesitado de Dios. Sabe que sin la ayuda del
Señor está totalmente perdido. Esa es la pobreza de espíritu que pide el
Señor para podernos dar ingreso en su reino. Para poder reinar en nosotros.
Una trampa muy común, en la que caemos con frecuencia, es la de creer
que somos buenos cristianos porque somos “adictos” a prácticas de culto que
nos agradan. Jesús aclaró esto, cuando dijo: No todo el que diga: Señor,
Señor, ingresará en el reino de los cielos, sino el que haga la VOLUNTAD de
mi Padre que está en los cielos (mt 7, 21). El ser buen cristiano no se define
por la acumulación de rezos, sino por “hacer la voluntad del Padre”. Se
puede ser un “buen religioso” y un mal cristiano al mismo tiempo. El fariseo
de la parábola de Jesús merecía un “sobresaliente” por su asiduidad al
templo; pero Jesús le dio un reprobado en cuanto a su relación con Dios.
Para Jesús lo que contaba no eran los ritos religiosos, los ayunos, las
limosnas, sino el “hacer la voluntad de Dios” en todo. Por eso, al comenzar a
evangelizar, Jesús expresó con toda claridad que para ingresar al reinado de
Dios en nosotros, para que él pudiera gobernar nuestra vida, había que
comenzar por “arrepentirse” y “creer en el Evangelio”, que es lo que
constituye la “conversión” indispensable para poderse llamar seguidor de
Jesús, cristiano.

Las pruebas

El ingreso al reino de Dios se inicia con la semilla de la Palabra de Dios:


se introduce en el corazón y provoca el arrepentimiento y la fe en Jesús: la
conversión. Como señal de que la persona se ha entregado al Señor, viene el
Bautismo, que significa el hundimiento total en Jesús a quien se recibe como
Salvador y Señor. Bautizarse, implica aceptar la Iglesia que Jesús dejó para
que sus seguidores pudieran ser acompañados espiritualmente en su
desarrollo espiritual, y se convirtieran en evangelizadores.
San Pablo decía que el reino de Dios es “justicia, paz y gozo en el Espíritu
Santo” (Rm 14, 17). La justicia, en la Biblia, indica lo recto, lo limpio, lo
que Dios manda. Cuando hay justicia, viene la paz con Dios, con nosotros
mismos y con los demás. De allí que el “gozo del Espíritu Santo” se hace
patente en el corazón.
Señal de que Dios está reinando en nosotros es la paz y el gozo que brotan
de lo profundo del alma y que nadie nos puede quitar. Por otro lado, la
tristeza es una pauta para detectar que hay algo en nosotros que “entristece”
al Espíritu Santo. Dice la carta a los Efesios: “No entristezcan al Espíritu
Santo”. Esto indica que la acción del Espíritu Santo está bloqueada en
nosotros: él quisiera regalarnos la alegría, pero nosotros, al no hacer la
voluntad de Dios, impedimos que el gozo de Dios se deposite en nuestro
corazón. En ese momento, Dios no está “reinando” en nosotros. No está
gobernando nuestra vida. De allí la carencia de alegría espiritual.
Jesús aclaró que el camino del Evangelio es “estrecho”. No quiere decir
que conlleve tristeza. Al afirmar Jesús que el camino del Evangelio es
estrecho, quiere señalar que tiene “barandas”: los mandamientos del mismo
Evangelio, que de ninguna manera nos convierten en seres infelices, sino
que impiden que nos vayamos en el abismo. El camino “ancho” -el de la
perdición- no tiene barandas; los ilusos que van por allí creen que el
libertinaje les traerá la felicidad. Todo lo contrario. Sus carcajadas son
artificiales. Cuando menos lo piensan se van el algún barranco peligroso. Y
luego vienen las consecuencias: el dolor, los conflictos, la frustración. El
camino ancho es camino de muerte.
Dios reina en nosotros, no cuando nos agarramos sólo a prácticas
piadosas, sino cuando enfilamos por el camino angosto de Jesús que trae
gozo espiritual, que muchos quisieran comprar con el dinero que el mundo
les proporciona; pero que sólo se puede adquirir con las monedas que se
reparten a los que ya ingresaron en el reinado de Dios.
Muy bien decía San Pablo: Dios reina, no cuando se habla, sino cuando
se actúa (1Co 4, 20). La religión de Jesús es una religión de hechos, de
compromiso, de obediencia total al Evangelio. Cuando una persona le
permite a Jesús que sea el Señor de su vida, entonces ya ha ingresado en el
reino de Dios. Ya Dios está reinando en su vida.

El precio

San Francisco de Asís en su juventud llevaba una vida libertina. Un día,


escuchó que Dios lo llamaba a una vida de austeridad, de entrega total.
Francisco se lo comunicó a su padre; éste se enfureció; le echó en cara todo
lo que le había dado. Francisco, entonces, se quitó sus vestidos; los dejó a
los pies de su padre y se marchó para entregarse del todo al Señor.
Para ingresar en el reino de Dios, para que Dios pueda reinar en nosotros,
es preciso comenzar por despojarse de la vestidura del “hombre viejo”, de la
pecaminosidad, de lo mundano. Pero no sólo eso: hay que revestirse del
“hombre nuevo”, según los principios de Jesús en el Evangelio. Esa es la
“conversión” indispensable para poder pertenecer al reino de Dios.
Los primeros cristianos simbolizaban muy bien este pasar del mundo a
Dios. El adulto, que iba a ser bautizado, se quitaba sus antiguas vestiduras -
el hombre viejo-; al salir de la pila bautismal, se le entregaba una vestidura
blanca -el hombre nuevo-. Este paso es indispensable, para comenzar a
llamarse cristiano, perteneciente al reino de Dios.
Con frecuencia para nosotros esto se convierte en un “carnaval”. Nos
ponemos una nueva vestidura, pero sin habernos despojado antes de nuestro
antiguo traje de hombres del mundo. Y así resulta esa triste mezcolanza:
cristiano-pagano, tan de moda entre nosotros. El hombre que por fuera tiene
una vestidura blanca, pero que bajo esa vestidura lleva todavía su traje del
“hombre del mundo”, del individuo no convertido. Eses es un disfraz nada
más. Eso no se puede llamar conversión, sino carnaval.
Jesús advirtió: El que pone la mano en el arado y mira hacia atrás, no es
digno del reino de los cielos (Lc 9, 62). El campesino, que está arando, debe
ver siempre hacia adelante. Si mira hacia atrás, los surcos le salen torcidos.
Nuestra gran tragedia es poner la mano en el arado, pero estar viendo
continuamente hacia atrás. Hacia el mundo. Hacia el pecado. Coquetear con
el mal.
Impactante el gesto de Hernán Cortés, cuando llegó a México: le pegó
fuego a sus naves. De esta manera, los soldados no tendrían posibilidad de
mirar hacia la playa con la esperanza de fugarse hacia las naves; tenían que
conquistar aquel territorio: de otra suerte, estaban perdidos. El cristiano
convertido es el que ya le prendió fuego a sus naves del mundo. Ya no puede
intentar ver hacia la playa. Tiene que permanecer con su mirada fija en Jesús
que está delante.
Cuando una persona no se ha convertido de corazón, cuando todavía no se
ha atrevido a quemar sus naves, está viendo hacia la playa. Cree que existe
otra salida para su felicidad. Cree que para salvarse hay “muchos” caminos.
Pero, Jesús en el Evangelio, solamente habló de un único camino. Yo soy el
camino, dijo Jesús. No habló de caminos, en plural, sino de camino, en
singular. Ser seguidor de Jesús es algo serio. Jesús, por eso, decía: El reino
de los cielos sufre violencia y sólo los atrevidos logran alcanzarlo (Mt 11,
12).
El cristiano no convertido se engaña, si piensa que se pueden tener dos
candelas encendidas: una para Dios y otra para el diablo. No se puede. El
cristiano no convertido, tiene sus naves escondidas en la playa. No les ha
pegado fuego todavía. No se ha atrevido a confiar totalmente en Jesús. El
cristiano no convertido, para tranquilizar su conciencia, busca refugiarse -
como el fariseo- en la acumulación de ritos religiosos. Al cumplirlos
legalmente, cree que ya pertenece al reino de Dios. Pero no es así. Dios no
puede reinar en su vida, mientras no se haya despojado de su vestidura de
hombre del mundo. Mientras no haya incendiado sus naves cargadas con los
criterio del mundo.
Despojarse del “hombre viejo” -del pecado-, quemar las naves -atreverse a
confiar sólo en Jesús-, es el precio que debe pagarse para poder ingresar en
el reino de Dios.
Mientras no se haya saldado esa cuenta, se es in simpatizante de Jesús,
nada más; no un cristiano.

Algo mucho mejor

Un viernes por la noche, en un grupo de oración, se me presentó un señor


sonriente y me dijo: “Gracias a Dios es viernes”. Pronunció esta frase con
cierta malicia porque en ese tiempo acababa de estrenarse una película
juvenil titulada precisamente: “Gracias a Dios es viernes”. En este film se
exhibía lo que muchos hacen los fines de semana: bailes, discotecas,
borracheras y otras cosas mundanas más. Aquel señor me contó su historia.
Antes de convertirse, esperaba con ansiedad los viernes por la noche para
irse con los amigos de parranda; para emborracharse, para meterse de cabeza
en orgías pecaminosas. Ahora, había encontrado algo muy superior para los
días viernes por la noche: era el grupo de oración. Todo lo demás le parecía
una tontería. Algo despreciable.
El reinado de Dios en nosotros tiene esa característica: es un “tesoro” que
de pronto aparece en nuestra vida. Algo superior a todo lo que anteriormente
habíamos conocido. Da gozo, alegría. No se cambiaría por nada del mundo.
Esa es la “vida abundante”, que Jesús promete a los que se dejan “gobernar”
por el Espíritu Santo.
Al Rey Salomón, en una visión nocturna, el Señor le dijo que le pidiera lo
que quisiera. Salomón -joven y piadoso- pidió que le concediera la
Sabiduría. En la Biblia, la Sabiduría es el don que ayuda a discernir entre lo
bueno y lo malo; induce a buscar siempre la voluntad de Dios. Salomón
llegó a ser un rey muy sabio, admirado por todo el mundo. Pero, de pronto,
se le metió una mala mujer en su vida. Lo zarandeó. Lo hizo resbalar hacia
la idolatría. Salomón, de rey sabio se convirtió en rey necio.
Bien decía Jesús: Donde está tu tesoro, allí está tu corazón (Lc 12, 34).
Cuando la sabiduría era su tesoro, Salomón se mostró y rey sabio. Cuando su
tesoro comenzó a ser la mala mujer que lo desvió hacia el pecado, entonces
Salomón se convirtió en rey necio.
La verdadera conversión, por medio de la que se ingresa en el reino de
Dios, se identifica por los frutos que muestra. Dice la carta a Gálatas que el
fruto del Espíritu es: Amor, gozo, paz, paciencia, bondad, benignidad, fe,
mansedumbre, templanza (Ga 5, 22). Cuando alguien se deja controlar por el
Espíritu Santo, cuando hace la voluntad de Dios, inmediatamente, se percibe
en el individuo el fruto del Espíritu. Y a la inversa también. Pueden existir
muchas prácticas piadosas, muchos ritos; pero, si no aparece en la persona el
fruto del Espíritu, es señal de que todavía no ha ingresado en el reinado de
Dios. Que Dios todavía no logra controlar su vida por medio del Espíritu
Santo.
Jesús dijo: Si alguno tiene sed, venga a mí y beba. Del interior del que
crea en mí brotarán ríos de agua viva (Jn 7, 38). San Juan apunta que
cuando Jesús pronunció estas palabras, se refería al Espíritu Santo que iban a
recibir los que creyeran en él. Indicador claro de que alguien está viviendo
dentro del reinado de Dios, es que se manifiestan en él los ríos de agua viva
del Espíritu Santo.
Jesús puntualizaba que para que esos ríos brotaran dentro de la persona,
antes debía TENER SED Y ACERCARSE a él. Eso es lo que, muchas
veces, no se nota, en muchos “cristianos”. Se aprecia en ellos sed, pero de
las cosas del mundo; no de las cosas de Dios. Por eso mismo no se acercan a
beber a la fuente de la vida abundante.
En una inmensa mayoría se nota sed de las cosas del mundo. Por eso los
ríos que brotan de sus corazones son ríos de conflictos emocionales, de
angustia, de desilusión. El que, por el contrario, tiene sed de las cosas de
Dios, comienza a sentir el deseo de acercarse a Jesús, de obedecerlo en todo.
Allí se inicia su nueva vida en el Espíritu, que se caracteriza por los ríos de
agua viva que fluyen del corazón.
El que por medio de la conversión se ha acercado a Jesús, nota al instante,
la diferencia entre el agua de charco del mundo y la nueva agua que lleva
hasta la eternidad.
Para San Pablo hubo una época de su vida en que su tesoro era la Ley, la
observancia estricta de todos los preceptos impuestos por la reglamentación
de la religión judía. Un día, Pablo se encontró con Jesús. Se convirtió.
Entonces dijo que todo lo consideraba “basura” comparado con el
conocimiento de Nuestro Señor Jesucristo. Lo mismo le sucedió a San
Agustín. El pensaba que su felicidad estaba en los placeres pecaminosos.
Cuando se convirtió, cuando se entregó a Jesús, pudo escribir: “Señor ¡qué
tarde te amé!”, como quién dice: “He perdido tanto tiempo en la vida en pos
de cosas banales, sin conocer este tesoro, el reinado de Dios en mi vida”.
El ingreso en el reino de Dios debe caracterizarse por haber encontrado
algo muy superior a todo lo demás. Por eso se han comparado el reino de
Dios con el casamiento. Para que exista una boda, antes debe hacer existido
un encuentro de enamorados. Para que una persona, de veras, esté viviendo
dentro del reino de Dios, antes debe haber existido un encuentro personal
con Jesús que deje marcada a la persona de por vida. Ese enamoramiento
debe llevar a la persona a dejar cualquier cosa para seguir a Jesús como el
gran don de Dios para la humanidad.

Huesos secos

El profeta Ezequiel tuvo una visión muy significativa (Vea Ez 37, 1-14).
Vio un desierto en el cual había muchísimos huesos secos. El Señor le
ordenó que les gritaba a esos huesos secos; éstos, al punto, comenzaron a
revestirse de carne y se convirtieron en un inmenso ejército de seres
vivientes. En nuestra Iglesia abundan los huesos secos: un sinnúmero de
bautizados, pero no evangelizados. No convertidos. Su vida se limita a un
acto de culto mecánico el día domingo. A Dios se contentan con darle el
“salario mínimo”. No tienen sed de las cosas de Dios. Son personas
religiosas que todavía no han ingresado en el reinado de Dios. Ellos son los
señores de su propia vida. Jesús todavía no gobierna en sus vidas. No es su
Señor. Este es el triste panorama que no es difícil percibir en muchas de
nuestras iglesias.
La nueva evangelización es una invitación de Dios a todos los profetas,
los bautizados, para gritarles el Evangelio a esos huesos secos, con nuevo
ardos, nuevos métodos, nuevo lenguaje.
El verdadero evangelizador -profeta- es el que ya ha podido hacer la
diferencia en su vida entre los goces del mundo y los goces de Dios. Ya se ha
convertido; ha ingresado en el reinado de Dios. El Señor está gobernado su
vida. El evangelizador, con esta experiencia, es enviado como profeta a sus
hermanos, que todavía no han ingresado en el reinado de Dios, para
anunciarles la nueva vida que promete Jesús con su Evangelio. El
evangelizador, después de haberse despojado de su “hombre viejo”, con su
nueva vestidura de justicia, de paz y de gozo en el Espíritu Santo, va hacia
los huesos secos para gritarles su alegría de haberse encontrado un “tesoro”
inigualable que ha cambiado el rumbo de su vida, y que le ha traído gozo
inexplicable.
Me llamó la atención una perla negra que un diácono, que estaba por
ordenarse de sacerdote, había colocado en la base de su cáliz. Le pregunté el
motivo. Me contó que pertenecía a una familia acomodada que lo había
enviado a los Estados Unidos. Había formado parte de la armada
norteamericana. En uno de sus viajes a Japón había comprado una perla
negra para colocarla en el anillo de compromiso con su novia. En eso se
encontraba, cuando le llegó el llamamiento del Señor para que le sirviera
como sacerdote en un alejado pueblecito. Tuvo que hacer una dura opción.
Por eso, la perla negra que iba a colocar en un anillo de compromiso, la
había incrustado ahora en su cáliz que levantaría todos los días en la misa
para ofrecer su sacrificio al Señor.
Jesús comparó el reino de Dios a una perla preciosa que alguien encuentra y
va a vender todo con tal de conseguirla. Eso debe ser, en realidad, haberse
encontrado con Jesús. Todo se considera basura comparado con el
conocimiento de Nuestro Señor Jesucristo. Cuando una persona ya ha
encontrado esa “perla preciosa”, cuando ya ha hecho su opción por Jesús,
entonces ya se puede llamar cristiano. Ya puede pretender vivir de los
beneficios de pertenecer al reinado de Dios. Cuando Dios, por medio del
Espíritu Santo, esté gobernando su vida, entonces la persona ya puede decir
que es cristiano. Que Dios está gobernando su vida.
13. EL MANDAMIENTO DE JESÚS

Al finalizar el año escolar, a los alumnos se les acumula la materia que


deben estudiar. Ansiosos esperan que el maestro les ayude a elaborar una
síntesis; lo principal, lo secundario. Algo parecido les sucedía a los del
pueblo judío. Se encontraban abrumados por centenares de preceptos
negativos y positivos; en eso apareció Jesús y les hizo una síntesis
maravillosa. Les dijo que toda la Escritura -«la ley los profetas»- se resumía
en amar a Dios con todo el corazón, con toda el alma y con toda la mente, y
en amar al prójimo como a sí mismo (cfr. Mt 22, 37-40).
La síntesis de Jesús nos asombra por su sabiduría; pero, al mismo tiempo,
nos «asusta» porque poner en práctica esa síntesis es lo más difícil que se
pueda concebir en la vida espiritual.

Amor a Dios

Es fácil ilusionarse con respecto a nuestro amor a Dios. Es fácil inventar


una «religión» a nuestra medida, y creer que amamos a Dios. Se puede caer
en la trampa de confundir amor de Dios con emoción religiosa.
El fariseo de la parábola creyó que amar a Dios consistía en llevar
escrupulosa cuenta de todo lo que hacía de bueno. En la parábola se adivina
que este hombre, propiamente, no buscaba a Dios, sino que se estaba
buscando él mismo. Quería conseguir favores de Dios.
Es posible que en nuestras prácticas de piedad no estemos buscando a
Dios de corazón, amándolo con toda la mente, con todo nuestro ser. Es
posible que, como el fariseo, nos estemos buscando a nosotros mismos: que
pretendamos «arrancarle» a Dios alguna gracia, el arreglo de una situación
conflictiva. No es nada raro que en nuestras «supuestas» oraciones muy
subconcientemente, con refinado egoísmo, no pensemos propiamente en la
gloria de Dios, sino en nuestro bien.
El joven rico del Evangelio llegó a creerse muy amante de Dios. Se había
especializado en no faltar a ninguno de los mandamientos de la ley. Se creía
muy seguro de su «religión», de su relación con Dios. Fue sometido a
examen por el mismo Jesús, y quedó «aplazado». Jesús le invitó a seguirlo.
El joven no respondió palabra. Unicamente se alejó. Todas sus prácticas de
piedad, todo el récord de legalismo no le sirvieron para entregarse él mismo
en manos de Dios.
La única manera de demostrarle a Dios que lo amamos es decirle sí en
todo lo que nos pida. Como la Virgen María. Ella buscó cómo expresarle a
Dios que estaba dispuesta a decirle que sí en todo; le dijo que la considerara
como su esclava.
Pedro, le aseguró a Jesús que no lo dejaría nunca. Aunque todos te
abandonen -fueron las palabras de Pedro-, yo jamás te abandonaré. Pedro se
creían muy seguro de su amor hacia Jesús. El momento de prueba le
demostró que todavía le faltaba mucho en su relación de auténtico amor a
Jesús.
Se puede confundir el amor a Dios con emoción religiosa. La noche en
que Pedro le juró a Jesús que «jamás lo abandonaría», estaba emocionado
por las palabras tan espirituales de Jesús. Cuando se encontró con la
realidad, en la noche en el Huerto de los Olivos, toda su emoción religiosa se
la llevó el viento de la prueba.
De un retiro espiritual se puede salir con euforia espiritual; en una
Eucaristía nos podemos emocionar por los cantos, la prédica, el ambiente
místico. La realidad de todos los días nos demostrará si es «emoción» o
auténtico amor lo que sentimos hacia Dios.
Con gran sabiduría Jesús, que conocía el voluble corazón humano, dijo:
No todo el que diga: Señor, Señor, entrará en el reino de los cielos; sino el
que cumpla la voluntad del Padre que está en el cielo (Mt 7, 21). Para Jesús
lo que contaba eran los hechos. Cumplir a cabalidad la voluntad de Dios. En
todo. Fue muy preciso cuando, al despedirse, les dijo a sus apóstoles:
Ustedes serán mis amigos, si hacen lo que yo les digo (Jn 14, 15). Aquí está
la esencia del verdadero amor: cumplir lo que Dios manda, no con segundas
intenciones, como el fariseo y el joven rico, sino como María, que se entrega
totalmente en manos de Dios para ser su «esclava».

El amor al prójimo

Superabundan las canciones de tipo erótico en las que la palabra amor se


menciona en cada verso. Se confunde amor con satisfacción de la
sensualidad, con emoción erótica, con simpatía, con diplomacia.
Ante la confusión con respecto al concepto de amor, es muy iluminadora
la indicación de Jesús en lo que respecta al auténtico amor: ama al prójimo
como a ti mismo. Ahí está el problema ¡Qué difícil decir que amamos al otro
como a nosotros mismos!
Cuando una señora llega a un almacén, la empleada le teme porque ya
sabe que tendrá que bajar muchas cajas de sombreros hasta que la señora
quede satisfecha; la señora quiere para sí el mejor sombrero. Cuando vamos
al cine, escogemos la mejor butaca para gozar, plenamente, de la película.
Así nos amamos a nosotros mismos. Jesús nos ordena que amemos a los
otros con ese refinamiento con que nos amamos a nosotros mismos.
En la sociedad mercantilista en la que vivimos, se nos enseña a buscar
siempre una ganancia. De allí nace el AMOR MERCANTILISTA. Doy para
que me des. Si me das cinco, no puedo darte seis, sino cinco. Así estamos
equilibrados. Este es un amor de comerciante. El comerciante se muestra
amable con el cliente; en realidad no lo ama; lo que le interesa es el dinero
del cliente. El amor «mercantilista», no pasa de una simple relación
utilitaria.
Existe un AMOR ROMANTICO. Los novios llegan al altar con la euforia
de lo que ellos creen amor. Sólo el tiempo podrá decir si es amor lo que
sienten el uno por el otro; o si es simplemente una atracción, una simpatía.
El amor «romántico», en el fondo, es un amor egoísta: amamos nuestro yo
en el tú de la otra persona. Nos enamoramos del momento agradable que
pasamos junto a determinada persona; pero no nos enamoramos de la
persona misma con sus defectos y virtudes. El amor de los enamorados, por
eso, es difícil de ser evaluado. Sólo el tiempo tendrá la última palabra. El
tiempo dirá qué capacidad de perdón y comprensión existe en ellos. Es la
única manera de poder volar el auténtico amor.
El AMOR HUMANISTA nos saca de la realidad y nos lleva a sentirnos
«redentores» de la humanidad. Tal vez un caso clásico de un amor
puramente humanista se encuentra en una novela de Dostoyevski. Un
individuo habla a troche y moche de amor a la humanidad. Pero odia a
unapersona porque se suena la nariz con estrépito. A otro no lo soporta
porque come demasiado despacio. Es fácil sentirse redentor en la mesa de
una cafetería. Amar al otro con sus defectos, con sus lacras, es el
mandamiento más difícil para el que se quiere llamar cristiano.
Los hippies hablaron en demasía de amor. Pero fueron los verdugos de sus
propios padres que se quedaron en sus casas llorando la ingratitud de sus
hijos que por las calles iban gritando: «Amor y paz».
El único amor al que se refiere Jesús es el AMOR DIVINO. Para Jesús
todos somos hijos de un mismo Dios. Somos hermanos. Por más que el color
de nuestra piel sea distinto y hablemos diferentes lenguas. Jesús dice: Todo
lo que ustedes hagan a estos mis hermanos pequeños, a mí me lo hacen (Mt
25, 40). Este es el punto de partida del amor divino.
Hay muchos retratos -disfraces- con que Jesús se nos presenta cuando
menos lo pensamos. El retrato de Jesús resucitado simboliza a las personas
que nos caen bien; nos sentimos a gusto a su lado; no tenemos dificultad en
amarlos. Otro retrato es el de Jesús crucificado: maloliente, escupido,
amoratado. Simboliza a las personas que nos caen mal, que nos estorban en
la vida, que son piedras de tropiezo en nuestro camino; son los pobres que
siempre acuden a «molestar»; son los viciosos y tarados, que nos causan
repulsión. También ellos son Jesús con un disfraz desagradable.
San Juan afirmó sin tapujos: El que dice que ama a Dios y odia a su
hermano, es un mentiroso (1Jn 4, 20). El mismo San Juan advierte: No hay
que amar de palabra y de lengua, sino de obra y en verdad (1Jn 3, 18). Para
San Juan el amor no es teoría, sino hechos de vida en favor de los otros.

Como Yo…

Un paso más delicado: Jesús nos lleva más adelante todavía: nos ordena.
Amense unos a otros COMO YO LOS HE AMADO. Ningún otro podía decir
cosa semejante. Sólo Jesús.
¿Amar como amó Jesús? ¿Es posible eso? Nunca vamos a imitar
totalmente el modelo; pero en lo referente al amor, Jesús es nuestro punto de
llegada. En Jesús encontramos un AMOR DE SACRIFICIO. La noche del
Huerto de Getsemaní, Jesús no experimentó ningún gozo, ningún deleite en
avanzar hacia la cruz. Dijo: Hágase tu voluntad, aunque se le revolvían las
entrañas. Jesús sabía que pagaría con su sangre el rescate de nuestra
liberación. Con sobrada razón, jesús pudo afirmar; Nadie tiene más amor
que el que da su vida por el amigo. Amor implica sacrificio. Se da, no con
propósitos mercantilistas, sino porque se quiere el bien de la otra persona. Es
posible que esa persona hunda su lanza en nuestro corazón como lo hizo el
centurión en el costado de Cristo.
El amor de Jesús es COMPRENSIVO. Es desconcertante ver a Jesús en la
Última Cena; ya sabe que sus «escogidos» lo van a traicionar. A pesar de
todo, los llama «amigos» y les abre su corazón. Ora por ellos para que
«puedan recuperarse» de su traición.
El enfermo de la piscina de Betesda (Jn 5, 5-9), tiene 38 años de llevar a
cuestas su enfermedad. No le pide nada a Jesús. El Señor le pregunta:
«¿Quieres ser curado?» La inconsolable viuda de Naín no le suplica nada a
Jesús. Su hijo está muerto y no hay nada más que hacer. Jesús detiene el
entierro y le resucita a su hijo.
El amor evangélico es el que piensa en el bien del otro; deja a un lado la
ingratitud y la indiferencia del otro para pensar en buscar su bien, para
aliviarlo de su pena.
El amor de Jesús es un AMOR DE PERDON. En la última Cena, Jesús ya
conoce la afrenta que va a padecer de parte de sus llamados «amigos». En
esa misma cena, jesús ya estaba orando por ellos. A Pedro hasta le dio una
señal de tipo auditivo -el canto del gallo- para que ante la tragedia de su
negación, no se desesperaba, sino que recordara que Jesús ya lo sabía y lo
había perdonado de antemano. Una de las características indispensables del
amor es el perdón. Los enamorados pueden repetirse hasta la saciedad que se
aman. Se lo puede repetir mañana, tarde y noche. Si no se saben perdonar, su
amor, simplemente, es un bombón para gozarlo con egoísmo, pero no
auténtico amor. El verdadero amor implica, sobre todo, capacidad de
perdonar sin límite. Por eso San Pablo llega a decir: Les ruego que se
soporte (Ef 4, 1). El apóstol era muy práctico cuando hablaba de amor.
Seguramente a San Pablo nunca lo hubieran invitado para componer la
letra de una canción de amor como las que se estilan en las estaciones de
radio o televisión. San Pablo comprendió totalmente lo que Jesús quería
decir cuando hablaba de amor. Nadie como él para resumir prácticamente lo
que es el amor evangélico. Dice Pablo: Tener amor es saber soportar; es ser
bondadoso; es no tener envidia, ni ser presumido, ni orgulloso, ni grosero,
ni egoísta; es no enojarse ni guardar rencor; es no alegrarse de las
injusticias, sino de la verdad. Tener amor es sufrirlo todo, creerlo todo,
esperarlo todo, soportarlo todo (1Co 13, 4-7). ¡Qué distinto el lenguaje de
Pablo del de las canciones llamadas de amor!
Es posible que se llegue a pensar que lo que pide Jesús con respecto al
amor al prójimo sea algo irrealizable. Los santos demostraron que no es así.
En ellos hay una nota característica: el amor evangélico.
San Francisco se encuentra con un leproso y comienza a besar sus llagas.
Aquel hombre se le queda viendo y le pregunta: «¿Por qué hace esto?» La
Madre Teresa le contesta: «Yo en usted veo a Jesús”. Aquel hombre murió
rezando. Había sentido el amor de Dios a través del amor de una religiosa
santa.

A la par nuestra

La gran tragedia del día el juicio para los malos será cuando Jesús les
diga: Tuve hambre y no me diste de comer; tuve sed y no me diste de beber,
tuve frío y no me vestiste. Ellos alegarán que nunca vieron a Jesús en su vida.
Lo que no hicieron con estos pequeños no lo hicieron conmigo, les dirá el
Señor. A Dios no hay que buscarlo en las alturas. Está a nuestro lado. Hay
que saberlo descubrir bajo sus innumerables disfraces.
A Pedro el Señor le dio una pauta muy segura para controlar si su amor
era auténtico. Primero le preguntó si lo amaba. Pedro respondió que sí.
Entonces -le dijo Jesús-, apacienta mis corderos…, apacienta mis ovejas (Jn
21, 15-17). El amor a Dios debe traducirse en servicio a los hijos de Dios, a
sus corderos a sus ovejas.
El programa que Jesús propone, en lo concerniente al amor a Dios y al
prójimo, nos deja temblando. Nos sentimos impotentes. Cuando Dios exige
algo, se compromete a proporcionar la Gracia necesaria. Dice la Carta a los
Romanos: El amor de Dios ha sido derramado en nosotros por medio del
Espíritu Santo que nos ha sido dado (Rm 5, 5). Es el Espíritu Santo el que
derrama en nosotros el auténtico amor de Dios, que, como un aceite, fluye de
Dios a nosotros y de nosotros al prójimo.
Amar a Dios con todo el corazón y con toda el alma, y al prójimo como a
nosotros mismos, es el resumen más sabio que se nos pueda presentar acerca
de la auténtica religión que agrada a Dios.
14. EL ENCUENTRO CON JESÚS

Un caso muy común en la iglesia: muchas personas conocer a Jesús “de


oídas”; pero no personalmente. Es decir, desde niños han sido bautizados
porque nacieron en una familia cristiana, han frecuentado la iglesia, los
sacramentos; pero Jesús no es alguien a quien amen de corazón, en quien
confían plenamente. Jesús para ellos es alguien muy bueno, el enviado de
Dios que murió y resucitó para salvarlos; pero ese Jesús, de quien tienen
nociones teológicas, no es su amigo, su Señor. No logran tener una relación
más profunda con él. Cuando Job tuvo su tragedia espantosa, al principio, se
sostenía con fe. Conforme fue avanzando la desgracia, para pedirle cuentas
de lo que estaba sucediendo. Más tarde, Job va a analizar su situación: sólo
conocía a Dios “de oídas”. Por eso iba dando tumbos en su fe. Cuando lo
conoció personalmente, se aferró a él y a su proyecto hacia él con todo su
corazón (vea Jb 42).
Un Jesús “de oídas” no logra convertir en profundidad a una persona. Un
Jesús “de oídas” sólo engendra cristianos tibios, sin compromiso con su
iglesia y con la sociedad. Sin un encuentro personal con Jesús no existe el
verdadero cristiano.
En nuestra Iglesia, a veces, se ha descuidado la predicación bíblica con
poder, se ha rutinizado la religión. El resultado: un sinnúmero de cristianos
que conocer a Jesús sólo “de oídas”; pero que no han tenido un encuetro
personal con Jesús. En la nueva evangelización, algo indispensable, esencial,
es ayudar con todos los medios a las personas para que lleguen a un
encuentro personal con Jesús. Mientras este encuentro no se haya producido,
habrá gente religiosa, hasta fanática; pero estará ausente el verdadero
cristiano.

El encuentro

Zaqueo se hallaba subido en un árbol para ver pasar a aquel personaje


famoso de quien todos hablaban: Jesús. El Señor lo miró y le dijo que le
gustaría que lo invitara a su casa. Zaqueo bajó inmediatamente. Hasta ese
momento había un Zaqueo que se había encontrado con el famoso persona
Jesús. Pero todavía no había tenido su encuentro personal con él. Ese
encuentro llegó cuando Zaqueo recibió a Jesús en su casa y, después de
escuchar su palabra de vida, determinó romper con su vida de explotador. El
encuentro personal de Zaqueo se verificó cuando no sólo le abrió a Jesús la
puerta de su casa, sino también la de su corazón; cuando Zaqueo se confesó
delante de todos y prometió que repararía el mal que había hecho y daría la
mitad de su riqueza a los pobres, en este momento Zaqueo tuvo su encuentro
personal con Jesús.
El ladrón, crucificado a la derecha de Jesús, caminó junto a Jesús durante
toda la trayectoria hacia el Calvario durante seis horas que estuvo junto a la
cruz del Señor. Pero su encuentro personal con Jesús, sólo llegó cuando se
confesó delante de todos y acudió a Jesús para que le concedieran un lugar
en su reino. Propiamente las palabras de Jesús en la cruz lo habían
quebrantado; por eso le pedía que reinara en su vida.
Pilato tuvo a Jesús frente a frente. Lo escuchó hablar. Captó que era
inocente. Se valió de varias artimañas para salvarlo. Pero, ante las amenazas
del pueblo de que lo acusaría ante el César, tuvo miedo de perder su alto
puesto, y terminó por entregárselo a los dirigentes del pueblo judío para que
lo crucificaran. Pilato, al verse acorralado por los dirigentes religiosos, dijo:
¿Qué hago con Jesús? (Mt 27, 22). Pilato no supo resolver esta pregunta.
Perdió la oportunidad de tener un encuentro personal con Jesús, que
cambiara el rumbo de su vida. Si en ese momento, Pilato hubiera aceptado a
Jesús, ciertamente no hubiera muerto suicidándose. Sería otra su historia. Tal
vez, ahora, lo recordaríamos como San Poncio Pilato.
El encuentro personal con Jesús se caracteriza por el descubrimiento de
Jesús como el enviado de Dios, para salvarnos por medio de su muerte en la
cruz, y para entregarnos su salvación por medio de su Espíritu Santo, al
resucitar. Esto hace que la persona dé un viraje completo en su vida. Como
Zaqueo, la samaritana y el buen ladrón, la persona, ante la Palabra de Dios,
se siente impelida a romper con su hombre pecaminoso. Además, da un paso
de fe, para poner toda su confianza en la obra redentora de Jesús, y en su
Evangelio, que él propone como camino para recibir la salvación. Así se
cumplen las dos condiciones que Jesús reclama para ingresar en su reinado:
Arrepiéntanse y crean en el Evangelio (Mc 1, 15).
Mientras la persona no haya pasado en su vida por esta crisis de
conversión, no se puede llamar cristiano de corazón. Puede ser un cristiano
de nombre, de los que abundan en nuestra Iglesia; pero no un cristiano
evangelizado y convertido.
Cómo se llega a ese encuentro personal

Hay una estampa bíblica que gráficamente indica cuál es el proceso en la


conversión del cristiano. Me refiero a la escena del Apocalipsis en que Jesús
resucitado se presenta tocando a la puerta y diciendo: He aquí que estoy a la
puerta y llamo, si alguno oye mi voz y abre la puerta, entraré y cenaré con
él (Ap 3, 20).
Lo primero es OIR los toques a la puerta. Es por medio de la predicación
de la Palabra que Dios llega a nuestra vida: que toca a nuestra puerta. Por
eso Pablo insistía en que la fe viene de la predicación (Rm 10, 17). Jesús por
eso, a todos sus seguidores les ordena ir a llevar “su mensaje”. Es por medio
de ese mensaje que la puerta del corazón se puede abrir. La Palabra de Dios
va con el poder del Espíritu Santo y se introduce como espada de doble filo
en las profundidades del alma humana. San Pablo tenía mucha experiencia
en la predicación, y, por eso mismo, llegó a escribir: No me avergüenzo del
Evangelio de Dios que es PODER de Dios para SALVACION del que cree
(Rm 1, 16).
De aquí la importancia capital que debe darse en la nueva evangelización
a la difusión del Evangelio por todos los medios posibles. Nadie está
eximido de esta tarea evangelizadora, de ser un heraldo de Jesús para llevar
su mensaje a cualquier lugar. Por medio de ese mensaje, los que no han
tenido un encuentro personal con Jesús, comenzarán a escuchar toques muy
fuertes a su puerta. No podemos quedarnos tranquilos ante Jesús, mientras
no estemos procurando, por todos los medios de que disponemos, que
muchas puertas sean “aporreadas” para que se abran a la salvación que Jesús
ofrece.
ABRIR LA PUERTA significa aceptar las condiciones que Jesús expone
para poder ingresar en la vida de las personas: “Arrepentirse y creer en el
Evangelio”. Lo más difícil para una persona es renunciar a ser gobernada por
su yo para dejarse gobernar por Jesús que indica un camino muy distinto del
que el mundo nos muestra para ser felices. Reconocerse culpable y cortar
con el pecado es la aventura más arriesgada para un ser humano. Ese es el
primer paso que Jesús pide al que quiera que entre en su casa, y le lleve la
salvación.
El otro paso es “creer en el Evangelio”. Confiar plenamente en la obra de
salvación de Jesús como enviado de Dios, y en el camino que nos propone
para poder llegar a Dios.
Es impresionante que se convirtió más rápidamente el pecador Zaqueo
que el piadoso Nicodemo. Zaqueo se dejó penetrar por la palabra de Jesús, y,
ese mismo día, se entregó a él. Nicodemo, en cambio, se tomó su tiempo. No
se atrevía a optar por el camino de Jesús y a dejar su religión de fariseo.
La mujer samaritana no abrió su puerta a Jesús desde un principio. Se
mostró muy reacia. Hasta quiso discutir con Jesús acerca de asuntos
teológicos. Con paciencia y mucho amor, Jesús la fue evangelizando hasta
que aquella mujer, de adúltera, se convirtió en gozosa evangelizadora.
Un día San Francisco de Sales determinó ir a visitar a un docto amigo que
se había alejado de la Iglesia. Trató de convencerlo para que regresara, para
que se convirtiera. Hubo un momento en que aquel hombre se levantó de su
escritorio y descorrió una cortina: allí tenía escondida a una hermosa mujer.
Aquel individuo, le dijo a San Francisco: “Por esto no puedo”. Jesús y el
pecado no pueden cohabitar. Para que Jesús logre ingresar en la propia vida,
antes hay que eliminar lo que impide su presencia: el pecado. Esta es la traba
que lleva a muchos a no abrir su puerta. Tal vez la abran un poquito, nada
más: quieren coquetear con Dios y con el diablo. Jesús respeta la libertad: no
echa abajo la puerta: se contenta con tocar y tocar. Jesús no entra mientras la
puerta no esté totalmente abierta. No quiere ingresar como ladrón por una
puerta entreabierta.
Jesús no ingresa en una casa mientras no se le invite a pasar, no como un
pordiosero, sino como el regalo más grande de la vida. Tener la puerta
“entreabierta” para Jesús es la actitud de muchos que desde niños han sido
bautizados, pero que nunca han llegado a una conversión profunda: por eso
se encuentran en un impase: quieren ser cristianos, pero sin renunciar a los
criterios del mundo, a lo pecaminoso. Quieren la bendición de Jesús, pero
sin arrepentirse del todo y sin poner su confianza plena en el Señor. Es
grande el número de cristianos “a medias”, que pertenecen a esta categoría;
tienen su puerta “entreabierta” para Jesús. No rechazan al Señor del todo;
pero tampoco le abren de par en par la puerta de su casa a Jesús. El Señor
con respeto permanece de pie frente a la puerta esperando que se abra de par
en par.
CENAR CON JESUS, en la escena del Apocalipsis, simboliza recibir la
salvación de Jesús, la vida abundante en el Espíritu Santo que él ofrece a los
que le abren la puerta de su corazón. Cuando Jesús fue aceptado en la casa
del pecador Zaqueo, le dijo: Hoy ha llegado la salvación a esta casa.
Cuando el buen ladrón acudió a Jesús para que reinara en su vida, el Señor le
contestó: HOY estarás conmigo en el paraíso. Cuando la mujer samaritana
quedó vencida por la palabra amorosa de Jesús, comenzó a experimentar que
el agua que salta para la vida eterna comenzaba a brotar en lo profundo de su
corazón.
Aceptar a Jesús para cenar indica, precisamente, la salvación de Jesús, que
no consiste únicamente en ser perdonados, sino en gozar de los beneficios de
ser liberados del pecado, del egoísmo, de la muerte eterna, de todo lo que
impide realizarse como hijos de Dios. La salvación que Jesús lleva a los
corazones, que le abren sus puertas, se manifiesta en gozo inexplicable. Esto
lo expresó muy bien San Pedro cuando indicó cómo hacer para abrirle la
puerta a Jesús; decía Pedro: Arrepiéntanse y háganse bautizar en nombre del
Señor Jesús para que sean perdonados sus pecados, entonces van a recibir
el don del Espíritu Santo (Hch 2, 38). Aquí Pedro expone las dos mismas
condiciones que Jesús había planteado para poder ingresar en el reino de
Dios.
Para San Pedro, bautizarse equivalía a aceptar a Jesús como Salvador y
Señor. Cuando esto sucede, inmediatamente, Jesús es el que sirve la cena:
regala la experiencia del Espíritu Santo, que según San Juan, son ríos de
agua viva que brotan en lo profundo de nuestro corazón (vea Jn 5, 37-39).

¿Huésped o Señor?

El engaño de muchos es creer que se le puede abrir la puerta a Jesús y


recibirlo solamente en la sala de la casa, como un huésped. Jesús no acepta
eso. Cuando el Señor ingresa en la casa, entiende que se le recibe como
“Señor”, como el dueño absoluto de todo. De aquí que se le deben entregar a
Jesús las llaves de todas las habitaciones de la casa. No se permite reservarse
para sí ninguna llave. Algo más. Cuando el Señor ingresa en la casa, entra
como Señor, y, por eso mismo, comienza a dar órdenes. Jesús comienza por
decir: Si alguno quiere ser mi discípulo, niéguese a sí mismo, tome su cruz y
sígame. Es algo muy comprometedor recibir a Jesús. Decirle que es el Señor
de la casa.
Al ingresar en nuestra vida, el Señor pide que NOS NEGUEMOS a
nosotros mismos; que ya no sea nuestro Yo el que controle, nuestra vida,
sino el Espíritu Santo que nos convence de pecado, nos recuerda lo que Jesús
enseña y nos lleva a toda la verdad.
TOMAR LA CRUZ es, en todo el sentido de la palabra, dejarse crucificar
con Jesús. Dejarse moldear por Dios conforme a los principios del
Evangelio. El “hombre viejo” debe morir para que aparezca una “nueva
criatura” según el espíritu evangélico.
El seguimiento de Jesús debe caracterizarse por seguir fielmente y con
gozo el camino de Salvación que el Señor viene a enseñar. Bien decía Jesús:
Si ustedes me aman, practicarán mis mandamientos (Jn 14, 15).
Aceptar a Jesús en la propia vida es ingresar en el reino de Dios. En el
reinado de Dios. En ese momento, como Pablo, se puede decir: Ya no vivo
yo, sino es Cristo el que vive en mí (Gal 2, 20). Dios reina en una persona
cuando aparece el signo de Dios: el amor. San Juan, por eso, cuando quiso
definir a Dios escribió: Dios es amor (1Jn 4, 8). Señal de que Jesús ha sido
aceptado por una persona en su vida es que esa persona comienza a
distinguirse por su amor a Dios y al prójimo, sobre todo al que está en
necesidad. Si no aparece el amor en una persona, habrá fervor religioso, pero
no reinado de Dios en ella. Donde Jesús es el Señor, donde él reina, se
irradia amor, que es la única y auténtica señal del cristiano.
Pero el Señor no ingresa en casa para formar una isla de espiritualidad con
el individuo. Jesús ingresa, lleva la salvación, llena de su Espíritu Santo,
enseña, y luego envía a todos a ser pescadores de hombres. Envía a amar al
prójimo. A cumplir con los deberes como ciudadanos y como miembros de
la Iglesia. Dice Jesús: Ustedes son la sal de la tierra; ustedes son la luz del
mundo (Mt 5, 13-14). El concepto de cristiano replegado sobre sí mismo,
buscando su propia santidad, no es lo que Jesús quiso para sus seguidores. El
Señor a todos los que lo reciben, los envía a continuar su obra de salvación.
Todo esto indica que abrirle la puerta a Jesús, recibirlo en la propia vida,
no es una bonita figura literaria, sino algo sumamente comprometedor que
viene a revolucionar toda la vida en nuestra relación con Dios, con nosotros
mismos y con los demás.

Algo indispensable
Algunas veces escucho que alguien, como para justificar su cristianismo
mediocre, dice: “Mi mamá es muy católica; mis padres son muy piadosos”.
Todo muy bien, pero hay que recordar que nadie puede aceptar a Jesús en
lugar nuestro. Debe ser una aceptación personal.
Jesús, primero, les preguntó a los apóstoles qué decía la gente acerca de
él. En seguida, les objeta: Y, ustedes, ¿qué piensan acerca de mí? (Mt 16,
15). Jesús a sus apóstoles les pedía que se definieran personalmente con
respecto a él. A Jesús hay que aceptarlo personalmente. Nadie puede abrir la
puerta a Jesús en lugar nuestro. Debe ser un acto muy personal.
Es lo más importante de mi vida. Jesús fue muy claro cuando dijo: El que
crea se salvará, el que no crea se condenará. Un dilema trascendental en mi
vida. Debe ocupar el primer lugar en mi existencia. Jesús decía: ¿De que le
sirve al hombre ganar todo el mundo, si pierde su alma? (Mt 16, 26). ¿De
qué me sirve ser aquí un “triunfador”, sin en la eternidad puedo ser un
“frustrado” en el infierno, así como suena? Son palabras de Jesús. No es
ningún invento humano. Al hombre moderno le repugna que se le mencione
el infierno. Cree que es un mito, algo pasado de moda. Es Jesús mismo el
que, sin paliativos habla de salvación o condenación. De cielo o de infierno.
De aquí que recibir a Jesús, su salvación, debe ocupar el primer lugar de
nuestra vida.
San Agustín cuenta que cuando él se planteaba el problema de su
conversión, siempre decía: “Mañana”. Y así se le fueron muchos años de su
vida perdidos en el pecado. Una de las verdades más evidentes es que no
somos dueños del “mañana”.
Sólo disponemos de estos segundos en los que estamos pensando. Por eso,
San Agustín decía: “Temo al Señor que pasa”. El Señor pasa hoy. No sé si
cuando pase mañana estaré todavía con vida. Muchos dijeron: “Mañana me
convertiré”, y amanecieron en el infierno. No se trata de asustar a nadie;
pero sí de despertar a muchos que tranquilamente duermen en el fatal sueño
del pecado.

Algo definitivo en la vida

Jesús se encontraba en una casa como invitado para una comida. Se


acercó a él una mujer de mala vida. No dijo nada. Unicamente comenzó a
regar con sus lágrimas los pies de Jesús. Rompió su vaso de alabastro -
carísimo- y ungió la cabeza del Señor. Esta mujer con esos gestos estaba
culminando su proceso de conversión. Seguramente, antes había escuchado
la palabra de Jesús que se había introducido en su corazón. Ahora, estaba allí
para demostrarle su “arrepentimiento” y su “fe” plena en él. En ese momento
estaba abriendo la puerta de su casa a Jesús. Durante muchos años esa puerta
había permanecido totalmente cerrada: era una mujer pecadora. Una
prostituta. Apenas aquella mujer cumplió con las condiciones que Jesús
ponía para poder entrar en un corazón, al instante, el Señor ingresó en su
vida; le dijo: “Tus pecados son perdonados”; “Tu fe te ha salvado, vete en
paz”. De esa manera, Jesús entra en la vida de la que había sido prostituta. El
evangelio no da más datos acerca de esta mujer pecadora. Pero,
seguramente, en ella sucedió como con la samaritana: se retiró llena de gozo,
de paz, de Gracia.
Una característica del que se encuentra personalmente con Jesús es la paz,
el gozo la bendición. El encuentro personal con Jesús debe dejar marcada a
la persona para toda la vida. Debe dividir su tiempo en antes de Jesús y
después de Jesús. Es una lástima que para muchos, este encuentro personal
con Jesús no se ha realizado nunca en su vida. Pero ellos Jesús es un
personaje famoso de un libro de historia: enviado de Dios, muy bueno y
santo; pero allá lejos, hace 2000 años. Un jesús “de oídas”, no
experimentado, no logra revolucionar la vida. Un Jesús lejano solamente da
origen a una religión legalista en la que, más que amor a Dios, hay miedo a
Dios. Una religión en la que la relación con Jesús es una relación ritual y no
de corazón.
Pablo, al principio, no podía oír hablar de Jesús. Perseguía a sus
seguidores. Cuando Pablo tuvo su encuentro personal con Jesús, quedó
marcado para siempre. Pablo fue un devoto de Jesús. Llegó a escribir: Para
mí la vida es Cristo (Gal 2, 20); Ya no vivo yo, sino que es Cristo el que vive
en mí; Todo l considero basura con tal de ganar a Cristo. (Fil 3, 8). Cuando
Pablo estaba por morir, decía: “Deseo morir y estar con Cristo”. Pablo llegó
a tener un verdadero encuentro personal con Jesús. Vivió su encuentro con
Jesús toda su vida.
Lo mismo le aconteció a Pedro. Este apóstol llegó a amar a Jesús,
entrañablemente. Después de la resurrección, cuando Jesús le preguntó si lo
amaba, Pedro le respondió: Señor, tú sabes que te amor (Jn 21, 17). Pedro
había negado al Señor en lo rudo de la tentación; pero seguía amando a
Jesús, por eso lloró “amargamente”, cuando el Señor de lejos lo vio, después
que Pedro lo había negado tres veces. Pedro vivió una relación de amor y
confianza total en Jesús. Por eso le llegó a decir: Señor, a quién iremos?:
Sólo tú tienes palabras de vida eterna (Jn 6, 68).
La nueva evangelización debe buscar, por todos los medios, la manera de
llevar a tantos bautizados, que tienen una relación social, ritual con Jesús, a
un verdadero encuentro personal con Jesús. Mientras un cristiano conozca a
Jesús sólo “de oídas”, nunca será un cristiano comprometido, gozoso.
Cuando alguien se llega a encontrar personalmente con Jesús, como Pedro,
como Pablo, como la samaritana, como Zaqueo, y como tantos otros más,
entonces, su religión deja de ser un frío rito de culto para convertirse en una
relación en Espíritu y en Verdad con el Señor. Esta debe ser la culminación
de toda evangelización: llevar a las personas a una sincera conversión que
les haga encontrarse personalmente con Jesús. Entonces, como la
samaritana, se van a convertir en evangelizadores gozosos.
Unos Regalos
15. JESÚS NOS REGALA LA EUCARISTÍA

Cuando Jesús multiplicó los panes, la gente se puso eufórica. Perdió el


sentido espiritual del mensaje de Jesús, y, solamente, pensaron en que Jesús
era el líder ideal para llevarlos contra los romanos. Jesús tuvo que huir: lo
querían coronar rey. Al día siguiente, la gente lo volvió a encontrar;
afanosamente se dirigieron a él. Jesús, en esta oportunidad, los
desenmascaró; les dijo: Ustedes me buscan no porque vieron signos, sino
porque comieron hasta saciarse (Jn 6, 26). Aquella gente buscaba a Jesús no
por su Evangelio, sino por sus panes. Querían servirse de Jesús para
solucionar sus problemas de tipo material y político. Lo que menos les
interesaba era seguir a Jesús, comprometerse con la causa de su Evangelio.
Al ver los intereses creados del gentío, Jesús les dijo: Trabajen por el
alimento que no perece (Jn 6, 27). Jesús lo que intentaba era que no se
quedaran atados por los intereses puramente materiales: que descubrieran el
mensaje espiritual que conllevaba la multiplicación de los panes.
Este fue el preámbulo que le sirvió a Jesús para hablar de un nuevo pan, el
Pan de Vida, que les entregaría y que les daría vida eterna.

El alimento que no perece

Con una imagen muy sugestiva, Jesús se presenta como el Pan de Vida
que da la vida eterna. Dijo Jesús: Yo soy el Pan de vida: el que a mí viene,
nunca tendrá hambre; y el que en mí cree, no tendrá sed jamás (Jn 6, 35). El
hambre y la sed simbolizan las ansias de todo ser humano por resolver el
enigma de su vida: ¿Quién soy yo? ¿De dónde vengo? ¿A dónde voy?
¿Quién es Dios? ¿Qué quiere de mí?
Jesús, al presentarse como el que quita la sed y el hambre, afirma que
tiene la respuesta total para los anhelos de todo ser humano. Esto nos
conecta directamente con el capítulo primero del mismo San Juan. Allí,
Andrés y Juan van siguiendo a Jesús un poco a distancia. Jesús se vuelve
hacia ellos y les pregunta: ¿Qué buscan? (Jn 1, 38). Son las primeras
palabras de Jesús en el Evangelio de San Juan. A Andrés y Juan el Señor los
convida a ir a vivir con él, si quieren tener la respuesta a lo que buscan.
Jesús, al definirse como el Pan de vida, que produce vida eterna, nuevamente
ahora, reafirma que él es la respuesta para la angustiosa búsqueda del
hombre acerca de su origen y su destino.
Pero para que ese Pan de Vida surta efecto, Jesús pide don condiciones:
hay que ir hacia él; hay que creer en él. Ir a Jesús y creer en él indican lo
mismo: creer firmemente en Jesús, no con una fe puramente intelectual, sino
con una fe del corazón, que es confianza absoluta, entrega.
Algo más: ir a Jesús no depende sólo de nosotros. Jesús claramente afirma
que es una gracia de Dios; dice Jesús: Nadie viene a mí, si mi Padre que me
envió no lo trae (Jn 6, 44). Dios, por medio del Espíritu Santo, nos mueve a
ir hacia Jesús y provoca en nosotros la fe en él. No se trata de algo
puramente automático. Dios no violenta nuestra libertad. Nos concede la
gracia, pero de nosotros depende darle nuestro sí definitivo. Jesús nos ofrece
el reino -el reinado de Dios en nosotros-, pero con la condición de que nos
“arrepintamos y creamos en el Evangelio” (Mc 1, 15). Ese es el Pan de Vida
que Jesús ofrece. Hay que comerlo con fe para que produzca en nosotros
vida eterna. Salvación.

La carne y la sangre de Jesús

Comer la carne de Jesús significa aceptar la humanidad de Jesús, la


encarnación de la Palabra de Dios que viene a vivir entre nosotros. San
Pablo definía a Jesús como la imagen visible del Dios invisible (Col 1, 15).
Jesús, en su humanidad, es el enviado de Dios para revelarnos quién es Dios
y cuál es el camino para llegar a él.
La sangre de Cristo simboliza su pasión en la cruz; por medio de ella
Jesús lava el pecado del mundo y nos “justifica”, es decir, nos pone en buena
relación con Dios. Bien escribía San Pedro: Ustedes fueron rescatados, no
con otro o plata, corruptibles, sino con la sangre preciosa de Jesús, cordero
sin mancha y sin defecto (1P 1, 19).
Comer la carne de Jesús y beber su sangre indican la fe en Jesús como
Dios y hombre que viene a enseñarnos el camino de la salvación, a morir por
nosotros para que sean perdonados nuestros pecados, y a resucitar para que
seamos justificados y recibamos el Espíritu Santo. Dijo Jesús: El que come
mi carne y bebe mi sangre, tiene vida eterna, y yo lo resucitaré en el último
día (Jn 6, 54). Cuando con fe aceptamos a Jesús como nuestro Salvador y
Señor, estamos comiendo la carne y la sangre de Jesús.
Los efectos del Pan de Vida

El Señor enuncia cuáles son los efectos que produce en nosotros el Pan de
Vida. Dijo Jesús: El que come mi carne y bebe mi sangre, tiene vida eterna,
y yo lo resucitaré en el último día (Jn 6, 54). También añadió Jesús: El que
come mi carne y bebe mi sangre, en mí mora y yo en él (Jn 6, 56).
En primer lugar, al aceptar con fe del corazón a Jesús, recibimos VIDA
ETERNA. La vida de Dios se nos comienza a comunicar. En el Evangelio de
San Juan, Jesús, muy concretamente, afirma en presente: “Tienen vida
eterna”. La vida eterna comienza para el cristiano ya en esta vida. Conforme
el cristiano se va dejando santificar por Dios, esa vida eterna se va
acrecentando en él. Hasta que un día, se perpetúe en la eternidad, en la gloria
eterna.
También nos asegura Jesús que, al comer el Pan de Vida, él MORA en
nosotros. Aquí se expresa la idea la de comunión con Dios. Común unión
con Dios. Por medio de ese “morar” Dios en nosotros, Jesús nos va
absorbiendo, nos va convirtiendo en algo sagrado. Nos vamos
transformando, cada vez más, en Jesús. En eso consiste la santidad.
Jesús añade que si comemos el Pan de Vida, nos resucitará en el último
día (Jn 6, 54). La muerte para el cristiano que cree en Jesús, es sólo un
momento de paso, “una pascua”. Jesús le ha prometido resucitarlo. Jesús
garantizó que él mismo iba a resucitar, y cumplió su promesa. Nuestra fe en
Jesús nos garantiza que también a nosotros nos resucitará.

El maná y el Pan de Vida

En su afán por contradecir a Jesús, la gente le alegó que Moisés en el


desierto había dado el “maná” como un signo de Dios. Jesús les explicó la
diferencia entre el maná y el Pan de Vida. Les dijo: Los padres de ustedes
comieron el maná en el desierto y murieron. Este es el pan que desciende del
cielo para que el que coma de él no muera (Jn 6, 51). Cuando Jesús dice:
“Este es el Pan de vida”, está exponiendo la diferencia esencial entre el maná
y el Pan de Vida. el maná, que Dios les proporcionó milagrosamente a los
israelitas como alimento, en el desierto, fue solamente una figura, un
anticipo del Pan de Vida. Los antepasados del pueblo de Israel, que
comienron el maná en el desierto, murieron sin haber podido llegar a la
Tierra Prometida. En cambio, los que comen del Pan de Vida, “no morirán”
(Jn 6, 50). Tendrán que morir por la ley de la muerte, que está decretada para
todo ser humano, pero el seguidor de Jesús tiene la garantía de que su muerte
será sólo momentánea porque Jesús le ha prometido que “lo resucitará en el
último día” (Jn 6, 54).
Los que comieron el maná en el desierto murieron. Los que comemos del
Pan de Vida, recibimos la vida eterna desde ahora. Esa vida eterna se va
acrecentando en nosotros hasta que, un día, se va a perpetuar en el cielo.
Esta es la clara promesa de Jesús para el que coma del Pan de Vida.

La institución de la Eucaristía

Cuando el Señor habló del Pan de Vida, no dijo: “Este es el Pan que ahora
yo les doy”. Jesús, más bien, dijo: El pan que yo DARE es mi carne, la cual
DARE para la vida del mundo (Jn 6, 51). Jesús se refiere a un “futuro”,
cuando “dará” el Pan de Vida. Jesús, en esta oportunidad, estaba haciendo
una “promesa”.
Cuando Jesús le habló a la gente de “comer su carne y beber su sangre”,
dice el evangelista Juan que la gente se escandalizó. Pensaron que Jesús
estaba loco. Dijeron: Este modo de hablar es muy duro (Jn 6, 60). La gente
optó por alejarse de él. Jesús no fue detrás de ellos para decirles que le
habían comprendido mal. Que no era eso lo que quería decir. La gente
comprendió perfectamente que Jesús hablaba de “comer su carne” y “beber
su sangre”. De esta manera violenta, Jesús preparó a sus discípulos para la
institución de la Eucaristía.
En la Ultima Cena, se hizo realidad la promesa de Jesús. San Mateo, que
participó en la Ultima Cena, nos cuenta, detalladamente, cómo instituyó
Jesús la Eucaristía. Apunta Mateo: Tomó Jesús pan y lo bendijo, lo partió y,
dándoselo a los discípulos, dijo: Tomen, éste es mi cuerpo. Tomó luego una
copa y, dadas las gracias, se la dio diciendo: Beban de ella todos, porque
ésta es mi sangre de la Alianza, que es derramada por muchos para perdón
de los pecados (Mt 26, 26-28). San Pablo hace notar que Jesús, a los
apóstoles, les mandó hacer lo mismo que él había hecho en la Ultima Cena,
cuando les ordenó: Hagan esto en memoria mía (1Co 11, 25).
En la Ultima Cena, Jesús, expresamente, alude a su cuerpo y a su sangre:
“Este es mi cuerpo”… “Esta es mi sangre”. También dice: “Coman…
Beban…” Los apóstoles comprendieron muy bien que en la Ultima Cena,
Jesús les estaba entregando el Pan de Vida que les había prometido. San
Pablo nos da el sentido de lo que era la Cena del Señor para los primeros
cristianos. Dice Pablo: Cada vez que ustedes comen de este pan y beben de
esta copa, anuncian la muerte del Señor hasta que el venga (1Co 11, 26).
“Anunciar” la muerte del Señor es proclamar la fe en la obra salvadora de
Jesús. Lo que significa su muerte y su resurrección.
El libro de Hechos muestra una especie de fotografía de los primeros
cristianos reunidos en casas particulares para “partir el pan”, es decir, para
celebrar la Eucaristía. Por medio de esa comida espiritual, por la fe, comían
el Pan de Vida, se comían a Jesús por la fe. Tan seguro estaba Pablo de que
en la Eucaristía estaba realmente presente Jesús, que les advirtió a los
corintios: El que coma del pan y beba de la copa del Señor indignamente,
come y bebe su propio castigo (Jn 6, 29).
Una de las acusaciones, que se presentaban contra los primeros cristianos,
era la de “canibalismo”: afirmaban que en reunión secreta, comían u cuerpo
humano. Esta acusación refleja perfectamente la mentalidad de los primeros
cristianos: en la Eucaristía estaban seguros de que por la fe comían el cuerpo
y la sangre de Jesús. Lo que significaba para ellos Jesús: la Palabra de Dios
hecha carne, que había venido a vivir entre nosotros. La sangre de Jesús por
medio de la cual el Señor llevó a cabo la salvación de la humanidad. Los
primeros cristianos habían aprendido de los apóstoles que en la Eucaristía,
comían el Pan de Vida, que Jesús les había prometido en la sinagoga de
Cafarnaún (vea 1Co 11, 23-30). En la Ultima Cena, se hizo realidad la
promesa de Jesús acerca del Pan de Vida.

La manera de comer el Pan de Vida

Cuando Jesús prometió el Pan de vida, dijo: Yo soy el pan de vida: el que
viene a mí, nunca tendrá hambre: el que cree en mí nunca tendrá sed (Jn 6,
35). Ir a Jesús, es lo mismo que creer en Jesús. La condición indispensable
para poder comer el Pan de Vida, es la fe del corazón en Jesús. Sin fe, la
comunión sacramental queda reducida a un simple rito que no produce en
nosotros los efectos que Jesús promete para el que come el Pan de Vida. Sin
la fe, no hay comunicación de la “vida eterna” para el que comulga. Sin la
fe, no se realiza la promesa de la presencia de Jesús en el individuo. Sin la
fe, no se hace efectiva la promesa de Jesús de resucitarnos en el último día.
Cuando, por primera vez, los hebreos, en el desierto, se encontraron con el
“maná”, se preguntaban en su lengua: “¿Manú?”, que significa: “¿Qué es
esto?” Cuando descubrieron que era un alimento, que milagrosamente Dios
les proporcionaba, comenzaron a alabar y bendecir a Dios. Pasaron los años;
el maná se convirtió para ellos en algo rutinario. Ya no les causaba asombro.
Entonces comenzaron a protestar por el maná, y empezaron a añorar las
cebollas y la carne de Egipto.
El peligro siempre existente para los que comulgamos es rutinizarnos.
Perder el asombro por el “nuevo Maná”. Por el Pan de Vida. Acercarnos a la
Eucaristía como a un simple rito. Creer que basta recibir la hostia
consagrada para que, mágicamente, surta efecto de “vida eterna” en
nosotros. Cuando Jesús dice: “El que come y bebe mi sangre tiene vida
eterna, y yo lo resucitaré en el último día”, Jesús, expresamente, habla de
“comer” y de “beber”, es decir, de apropiarse por la fe de Jesús. Apropiarse
de su cuerpo. De su sangre. De todo lo que Jesús es para nosotros. Si no
logramos apropiarnos, por la fe, de Jesús, no puede haber comunión. La
Eucaristía, entonces, queda reducida a un rito vacío.
En el Antiguo Testamento, la comida principal de la cena de pascua, para
el pueblo judío, era el “cordero pascual”. En el Nuevo Testamento, para
nosotros, en la Cena del Señor, nuestra comida es el Pan de Vida. El cordero
pascual tenía que ser comido después de haber sido asado al fuego. El Pan
de Vida sólo puede comerse, si, previamente, ha sido cocido en el fuego de
la caridad. No hay verdadera Eucaristía, si no existe el fuego de la caridad.
Las Eucaristías de los primeros cristianos, descritas en el libro de Hechos, se
caracterizaban por la caridad. Dice el libro de Hechos que los que se reunían
para “partir el pan”, para la Cena del Señor, eran “de un corazón y un alma”
(Hch 4, 32).
Una de las deficiencias más comunes en nuestras Eucaristías dominicales
es que se pretende comer el Pan de Vida, pero sin haber sido antes cocido en
el fuego de la caridad. Sin el fuego del amor, no puede ser asado el nuevo
Cordero Pascual, Jesús, Pan de Vida. No se puede comulgar con Dios, sin
antes no se ha comulgado con el hermano.
Jesús decía: El que come mi carne y bebe mi sangre, en mí mora y yo en él
(Jn 6, 55). Comulgar significa convertirse en Sagrario, en portador de Jesús.
Si los demás no logran ver a Jesús en nosotros, es difícil poder afirmar que
hemos comulgado. Si Jesús no vive en nosotros por el amor y el compromiso
por los demás, es casi seguro que hemos realizado un rito religioso, pero que
no hemos recibido el Pan de Vida.
Alguien escribió que bastaría una sola comunión bien hecha para hacerse
santo. Y esto nos cuestiona seriamente. Nosotros comulgamos tantas veces,
y, ¡qué difícil decir que somos santos!
A los Padres antiguos les gustaba valerse de una comparación para hablar
de lo que debe ser la Santa Comunión en nosotros. Decían que el elemento
superior siempre absorbe al elemento inferior. Si yo como pan, el pan pasa a
ser parte de mi organismo: yo soy el elemento superior que absorbo el pan.
Si como el Pan de Vida, Jesús es el elemento superior que me absorbe. Yo
soy absorbido por Jesús. El Señor vive más en mí cada día, hasta que, como
san Pablo, yo pueda llegar a decir: Ya no vivo yo, sino es Cristo el que vive
en mí (Ga 2, 20). En esto consiste la verdadera comunión. La única. Eso es
lo que significan las palabras de Jesús: El que come mi carne y bebe mi
sangre, en mí mora y yo en él (Jn 6, 57).
16. JESÚS NOS REGALA EL ESPÍRITU SANTO

Algo llamativo: Jesús es el hombre del Espíritu en todas sus palabras y sus
hechos; por algo puede decir: “El Espíritu está sobre mí… me ha
enviado…”. Pero, durante su predicación, Jesús no aborda con amplitud el
tema del Espíritu Santo. Lo reserva para las últimas horas que iba a pasar
con sus discípulos, en la Ultima Cena. El teólogo León Dufour estima que
Jesús no podía hablar de su nueva presencia por medio del Espíritu Santo
porque sus discípulos no estaban capacitados para comprender esa nueva
“experiencia”.
Durante la Ultima Cena, Jesús expone cómo estará en el interior de cada
uno de los discípulos por medio del Espíritu Santo. San Juan, en su
Evangelio, nos va dando cuenta de lo que Jesús les reveló en esa oportunidad
con respecto al Espíritu Santo. Lo valioso de estos datos es que cuando San
Juan escribió su Evangelio ya habían transcurrido setenta años desde aquella
noche famosa de la Ultima Cena. San Juan, en su Evangelio, nos va dando
cuenta de lo que Jesús les reveló en esa oportunidad con respecto al Espíritu
Santo. Lo valioso de estos datos es que cuando San Juan escribió su
Evangelio ya habían transcurrido setenta años desde aquella noche famosa
de la Ultima Cena. San Juan, al ir rememorando aquel acontecimiento, lo
hacía con “conocimiento de causa”, es decir, ya había experimentado en su
propia vida y en la Iglesia lo que significaba la presencia viva del Espíritu de
Jesús.
Comentemos algunos aspectos de la revelación acerca del Espíritu Santo.

Un Paráclito

Jesús captaba la tristeza de sus discípulos ante su futura desaparición.


Quiso reanimarlos; por eso les dijo: Yo le pediré al Padre y les dará otro
Paráclito para que esté siempre con ustedes (Jn 14, 16).
El interesante término PARÁCLITO se ha traducido como “Consolador”,
“Defensor”, “Ayudador”. En griego, este término se empleaba con varios
significados. Se llamaba “paráclito” al abogado que se invitaba para sacar de
apuros a una persona en un conflicto judicial. También se nombraba
“paráclito” al que era enviado para levantar el ánimo de los soldados
deprimidos.
El término escogido por Jesús, para hablar de su nueva presencia entre sus
seguidores, es sumamente sugestivo. Cuando Jesús estaba con sus discípulos
era su abogado en los momentos apurados. El los salvó cuando la tormenta
en el mar los hizo gritas y desconcentrarse. Jesús vino en su ayuda cuando
no lograban hacer nada con el joven epiléptico, cuyo padre se había
sulfurado y estaba armando alboroto.
Cuando los apóstoles necesitaban consultar algún asunto, acudían con
confianza al Señor. Un día le sugirieron que les diera una catequesis acerca
del Padre. Señor, muéstranos al Padre, le suplicaron. Otro día le rogaron:
Señor, enséñanos cómo orar. Cuando estaban con el ánimo decaído -en la
última Cena- Jesús, trató de fortalecerlos; les dijo: No se turbe el corazón de
ustedes… confíen en mí… Yo soy el camino, la verdad y la vida (Jn 14, 1-6).
Todo esto lo haría en el futuro el OTRO PARÁCLITO… Su Espíritu Santo.
No estaría CON ELLOS, sino EN ELLOS (Jn 14, 17). De esta manera, Jesús
les estaba asegurando que no se separaría nunca más de ellos; por medio de
su Espíritu Santo permanecería VITALMENTE siempre dentro de ellos.
Claro está que los apóstoles, en ese momento, no lograban comprender lo
que Jesús les estaba prometiendo. El Señor lo sabía perfectamente. Lo único
que pretendía era ponerlos sobre aviso para cuando todo esto se realizara
después de su resurrección. El ministerio del Espíritu Santo permanecería
VITALMENTE siempre dentro de ellos. El ministerio del Espíritu Santo es
eso mismo: ser a nuestro lado un “paráclito”, un abogado que nos ayude a
afrontar los momentos “difíciles de la vida”. Ser un Jesús dentro de nosotros
que nos “ilumine” acerca de determinados temas relacionados con la fe, y
que nos “consuele” en los momentos críticos de nuestra vida.

El mundo no lo puede recibir

El Señor, muy explícito como siempre, les advirtió que este regalo de
OTRO PARÁCLITO no era para todos, sino para los que le demostraran su
amor “cumpliendo sus mandamientos”. Si ustedes me aman -decía Jesús-,
cumplirán mis mandamientos; y yo le pediré al Padre que les envíe otro
Paráclito (Jn 14, 15-16). También señaló el Señor: Los que son del mundo no
lo pueden recibir, no lo ven NI LO CONOCEN (Jn 14, 17).
En el Evangelio de San Juan, “mundo” significa lo que está apartado de
Dios. La experiencia del Espíritu Santo es un regalo “únicamente” para el
que hace a un lado los criterios antievangélicos, y se decide a seguir los
mandamientos de Jesús. Aquí sucede como en los conciertos; hay mucha
gente en el conservatorio de música, pero sólo algunos tienen afinada su
alma musical para gozar plenamente de la sinfonía que se está interpretando.
O como en los museos; mucha gente va pasando ante centenares de cuadros:
sólo unos pocos logran descubrir la exquisitez de algunos detalles artísticos.
El “mundo”, representado por el “hombre no espiritual”, no logra percibir
la presencia del Espíritu Santo; lo desconoce. Ni se lo imagina. El “hombre
espiritual”, en cambio, por medio de la oración y la escucha de la Palabra,
aprende a detectar los “sonidos inenarrables” por medio de los cuales se
comunica el Espíritu Santo a los que no son del mundo.
Jesús afirmó: Si alguno tiene sed, venga a mí y beba. Como dice la
Escritura, del corazón del que cree en mí brotarán ríos de agua viva (Jn 7,
37-38). El que, como el ciervo sediento, va buscando el agua viva del
Espíritu, experimentará dentro de su corazón un manantial espiritual
indecible. Pero para que eso suceda, hay que ir primero en busca de agua
viva, hay que ser “hombres espirituales”.
La mujer samaritana, que se enfrentó a Jesús, al principio era “no
espiritual”; buscaba únicamente, el agua material. Después de escuchar al
Señor, le llegó la conversión y dijo: “DAME de esa agua”. Ahora lo que le
interesaba era el agua de Jesús. Al momento experimentó que en su corazón
comenzaba a manar un torrente de agua viva; algo que nunca había
experimentado antes en su vida de pecado. A San Agustín le sucedió lo
mismo. Después de su conversión decía con melancolía: “¡Qué tarde te
conocí!” Esto nos toca comprobarlo a nosotros con mucha frecuencia. Las
personas que se convierten, que dejan a un lado el agua del mundo y escogen
el agua de Jesús, de pronto, se llevan las manos a la frente y dicen: “¡Qué
tonto que fui!”.

No los dejaré huérfanos

Cuenta Platón que cuando Sócrates estaba para tomar el veneno con que
lo iban a eliminar, sus discípulos lloraban lamentando que serían en adelante
como hijos sin padre. Algo parecido estaba por suceder en la Ultima Cena.
Pero Jesús prometió algo que Sócrates no pudo prometer. Les aseguró a sus
discípulos que no los dejaría huérfanos, que permanecería con su Espíritu
Santo en ellos. No los dejaré huérfanos -les dijo el Señor-; volveré para estar
con ustedes (Jn 14, 18).
La Biblia muestra la agonía en que se quedó el profeta Eliseo cuando le
fue arrancado su maestro Elías. Se tuvo que contentar con el manto que le
lanzó Elías al despedirse. Elías no le aseguró a Eliseo que volvería a él por
medio de su Espíritu. Jesús sí les aseguró a sus discípulos que estaría en cada
uno de ellos; por eso mismo no debían considerarse como huérfanos. Pero,
también aquí, el Señor recalcó que eso solamente se verificaría en los que
obedecieran sus mandamientos. Si alguno me ama, guardará mi Palabra, y
mi Padre le amará y vendremos a él y HAREMOS MORADA en él, les dijo el
Señor (Jn 14, 23).
Ese “hacer morada” es muy significativo; denota la presencia del Espíritu
Santo en el seguidor obediente de Jesús. Cuando una persona enfila por la
senda de los mandamientos, recibe la promesa del Señor de que hará su
morada en él; experimentará al Espíritu Santo como un Consolador, como un
Abogado, como un Defensor.

El ministerio de enseñanza

Toda la vida del individuo es un interminable aprendizaje. Conforme la


persona se va purificando y siendo fiel a la Palabra, el Espíritu Santo la va
conduciendo cada día más hacia la verdad de Dios. Ya sea un intelectual o
un simple campesino. La Sabiduría de Dios no se aprende en las
universidades, sino de rodillas y con humildad. El Beato Hermano Pedro de
Betancourt no había logrado llegar al sacerdocio, pues su cerebro humano no
le había permitido aprobar los exámenes del seminario. Su cerebro espiritual,
en cambio, era excepcional. El famoso Obispo Francisco Marroquín -
intelectual de primera- narraba que él se quedaba asombrado ante la
sabiduría que el humilde Hermano Pedro tenía de las cosas de Dios. Era la
obra del Espíritu Santo. Jesús les había dicho a sus discípulos: Cuando
llegue el Espíritu, les ENSEÑARA TODAS LAS COSAS.
También les dijo: El Espíritu Santo les recordará todo lo que yo les he
dicho (Jn 14, 25). En los asuntos de fe, el Espíritu Santo es el que nos va
conduciendo según los criterios del Evangelio. Nos ilumina para recordar lo
que hacía y decía Jesús, para ponerlo en práctica. Es como una “memoria”
dentro de nosotros que Jesús nos ha dejado. Es por eso que nosotros antes de
buscar discernimiento acerca de algún problema, antes de tomar una
determinación, invocamos al Espíritu Santo, ya que el Señor lo dejó para que
“nos enseñara todas las cosas” y nos “recordará todo lo que nos dijo”.

El testimonio

El Señor, al referirse al Espíritu Santo, que enviaría, dijo: El dará


testimonio de mí. También ustedes darán testimonio (Jn 15, 26).
El testimonio que da el Espíritu Santo en nosotros acerca de Jesús consiste
en llevarnos a dar una respuesta de fe a Jesús. Ante lo que escuchamos de
Jesús, el Espíritu nos conduce a aceptarlo como el Enviado de Dios, como
nuestro Salvador. Una vez que una persona le ha dado una respuesta de fe a
Jesús, ya no puede quedarse callada; se siente impelida a dar también
testimonio acerca del Señor. Ese fue el caso de Pentecostés. Los 120
discípulos, que en compañía de la Virgen María quedaron llenos del Espíritu
Santo, se sintieron impelidos a salir del Cenáculo para compartir con todos
el Evangelio de Jesús. Bien decía el Cardenal Suenens que Pentecostés es
gente por las calles dando testimonio de Jesús, con poder.
Una prueba de que alguien está lleno del Espíritu Santo es la “necesidad”
que siente de llevar a otros la Buena Noticia de Jesús. Sea también de que
alguien carece de una presencia fuerte del Espíritu Santo es la apatía para la
evangelización, la indiferencia con respecto al apostolado.
Muy sabios fueron los de la iglesia primitiva cuando, al elegir a los siete
primeros diáconos, pusieron como condición que estuvieran “llenos del
Espíritu Santo”. Aquella iglesia pentecostal no quería unos “simples
funcionarios”, sino unos testigos gozosos del poder de Dios en ellos.
Muchas veces, entre nosotros, al tratar de buscar dirigentes para la Iglesia,
se da más importancia a los títulos, a los talentos de la persona que a su
“llenura” del Espíritu Santo. Tal vez por esos las cosas, muchas veces no
resultan bien. Porque predomina el hombre carnal y no el espiritual.

El que convence

La misión del Espíritu Santo es, ante todo purificadora. Por eso Jesús
decía: Cuando él venga, convencerá al mundo de pecado, de justicia y de
juicio (Jn 16, 8).
El mundo condenó a jesús, creyendo que hacía algo bueno. Cuando, en
Pentecostés, Pedro salió a predicar con el poder del Espíritu Santo, los
oyentes se dieron cuenta de su error. Dice la Biblia que se “compungieron”.
Aceptaron y lloraron su pecado.
Es lo primero que el Espíritu Santo realiza en nosotros. Nos señala lo
pecaminoso, tal vez, escondido en nosotros. Es el primer paso para la
conversión, para ser limpiados; luego el Espíritu Santo podrá llenarnos y
moverse con libertad dentro de nosotros. A eso se llama “convencer de
pecado”.
A Jesús lo condenaron como un criminal; como un hereje. Por medio de la
resurrección, Dios probó que el que tenía la razón era Jesús. Dios probó la
justicia de Jesús. El centurión, que estaba junto a la cruz, al ver todos los
acontecimientos que rodeaban la crucifixión, cayó de rodillas diciendo:
Verdaderamente era Hijo de Dios. El Espíritu Santo nos lleva a arrodillarnos
ante Jesús como el Justo, el Santo de Dios. Ese es el convencimiento de
Justicia. En la Cruz, la muerte de Jesús, sirvió para juzgar y condenar el
mundo, el mal. Ante la cruz del Señor, no nos queda sino pedir perdón. Esa
es la obra del Espíritu Santo en nosotros. San Pedro, en su discurso de
Pentecostés, les echa en cara a todos su maldad; al referirse a Jesús, les dice:
Ustedes lo mataron. Los oyentes comenzaron a llorar y a pedir perdón.
Hay un soneto famoso que comienza con el verso “No me mueve mi Dios
para quererte”… En este poema se hace ver que el amor a Dios no debe
nacer del miedo al infierno ni por interés de ir al cielo. El amor a Dios debe
nacer en nosotros cuando nos damos cuenta de lo que significa que Jesús
haya muerto en la cruz por nosotros. Es la obra de convencimiento, de
JUICIO que el Espíritu Santo obra en nosotros cuando nos presenta a Jesús
en la cruz.

Toda la verdad

Hubo muchas cosas que los apóstoles no estaban capacitados para


comprender, cuando Jesús los evangelizaba. El Señor lo hizo saber con
claridad; pero les prometió algo muy consolador; les dijo: Cuando venga el
espíritu de la verdad los guiará a toda la verdad (Jn 16, 13).
No quiere decir que Jesús dejó incompleta su enseñanza; sino que los
apóstoles no podían comprender todavía todo lo que Jesús les estaba
manifestando. Cuando les pudo enviar el Espíritu Santo, entonces ellos, cada
día, se fueron internando, más y más, en la verdad de Dios.
Nosotros creemos que nuestra religión es “revelada”. A través del tiempo,
Dios, progresivamente, nos ha ido revelando su verdad. El Antiguo
Testamento es una preparación para el Nuevo. Eso explica espléndidamente
la Carta a los Hebreos en sus primeros versículos, cuando apunta: En
tiempos antiguos Dios habló a nuestros antepasados, muchas veces y de
muchas maneras, por medio de los profetas. Ahora, en estos tiempos
últimos, nos ha hablado por su Hijo (Hb 1, 1-2). La revelación de Dios ha
sido progresiva a través de los siglos.
Con la llegada de Jesús, se completa para nosotros la revelación total que
Dios nos envía. Y Jesús nos hace partícipes de esa revelación por medio de
su Espíritu Santo, que nos va llevando, conforme se lo permitimos, a TODA
LA VERDAD.
En la religión “revelada”, nosotros no somos los creadores de la verdad a
base de investigación. La verdad de Dios ya está allí frente a nosotros.
Cuando nos dejamos llevar por el Espíritu Santo, él nos va haciendo
descubrir, cada vez más, la verdad de Dios que nos llena de Sabiduría y de
gozo. Ese es nuestro peregrinar hasta llegar un día a encontrarnos con la
verdad plena, en el cielo. San Pablo decía que nosotros ahora, vemos a Dios
como a través de un espejo; pero que un día lo veremos cara a cara (ver 1Co
13, 12).

También lo que ha de venir

El Espíritu Santo no sólo nos va aproximando a la verdad de Dios, sino


que, por anticipado, nos indica las “cosas que han de venir”. Jesús lo
aseguró; dijo que cuando viniera el Espíritu Santo nos adelantaría “las cosas
que han de venir” (Jn 16, 13). Se trata del don de Profecía. El Espíritu Santo,
por medio de los profetas, va preparando a la Iglesia para acontecimiento
que vendrán. Pero la profecía no se refiere sólo al futuro, sino también al
presente. El Espíritu Santo nos hace comprender el porqué de muchos
acontecimientos actuales. El profeta sabe “leer los signos de los tiempos”.
Ruben Darío a los poetas los llamaba “torres de Dios”. Los profetas son
las verdaderas “torres de Dios”. Llevados por el Espíritu Santo, con como
vigías que en lo alto están siempre oteando el horizonte; por eso se anticipan
en prevenir a la Iglesia acerca de lo presente y lo futuro.
Los profetas son las torres de Dios; se dejan conducir por el Espíritu Santo
y, por eso, son los primeros en captar los signos de los tiempos, las señales
que Dios hace a los hombres para que puedan encontrarlo y seguirlo.

Todo muy bonito, pero…

Es emocionante meditar en la obra tan bella que el Espíritu Santo realiza


en la persona que lo recibe. Pero, en la Biblia, categóricamente, se hace
notar que esos beneficios no son para todos. Así como Jesús resucitado
solamente se manifestó a los que lo amaban, así también el Espíritu Santo,
únicamente, se manifiesta plenamente a los que cumplen los mandamientos
y guardan la Palabra de Jesús (vea Jn 14, 23). Esto lo subrayó muy bien San
Pedro el día de Pentecostés. Cuando las personas vieron las maravillas que
había obrado el Espíritu Santo en los discípulos, que salieron del Cenáculo,
les preguntaron que qué debían hacer para poder participar de esos
beneficios. San Pedro les contestó que, en primer lugar, tenían que
arrepentirse de sus pecados y, luego, someterse al Bautismo (cfr. Hch 2, 38).
Esa es la clave para ser “llenados” por el Espíritu Santo. Para que las
promesas de Jesús se hagan realidad en nuestra vida, hay que comenzar por
purificar el vaso que debe ser llenado por el Espíritu Santo. Nunca el
Espíritu Santo se va a derramar en un vaso sucio. Cuando la persona inicia
por purificarse de todo lo que desagrada a Dios y comienza a dar pasos hacia
Jesús, al punto comienza a experimentar los “ríos de agua viva” que brotan
en su corazón. El Espíritu Santo, entonces, ya no es el símbolo de una
Paloma, sino el abogado, el paráclito que nos viene a saber de apuros, el
experto que nos concede sabiduría y discernimiento; el Consolador que nos
llena de gozo y de esperanza. Eso debe ser el Espíritu Santo en nosotros, tal
como lo vivieron los apóstoles después de Pentecostés.
17. JESÚS NOS REGALA UNA IGLESIA

Para muchos se ha vuelto ya un “slogan” decir: Yo acepto a Jesús, pero no


quiero nada con la Iglesia. No es raro también encontrarse con grupos de
personas que, un día cualquiera de la semana, se reúnen en alguna casa
particular o en algún local público para orar y meditar en la Biblia, pero que
el día domingo no asisten a ninguna Iglesia y no se consideran feligreses de
ninguna Iglesia. Hay mucha desorientación al respecto.
Esos grupos leen muy “superficialmente” la Biblia; si meditaran en
profundidad en ella, verían que la Biblia lleva al individuo a reunirse en
“Iglesia”, pero no en una Iglesia fabricada a “nuestra manera”, sino en la
Iglesia que fundó Jesucristo.

Jesús fundó una Iglesia

Después de su bautismo, Jesús inició su predicación acerca del reino de


los cielos. A ese “reino espiritual” pertenecían los que aceptaban su mensaje.
La gente comenzó a seguir a aquél Rabí que atraía por su manera de vivir y
por su predicación y sus milagros. De entre la gente que lo seguía, Jesús
escogió a doce hombres. Durante los tres años de su vida pública, estos doce
hombres recibieron una instrucción “especializada” por parte de Jesús. A
ellos únicamente les concedió determinados “poderes espirituales”. Más
tarde, Jesús escogió a otros 72 discípulos; pero a ellos no les dio ni la misma
instrucción especializada que a sus apóstoles ni les otorgó los mismos
“poderes espirituales”.
Durante su vida Jesús habló concretamente de “su Iglesia”; a Pedro,
delante de los demás apóstoles, le dijo: Tú eres Pedro y sobre esta piedra
edificaré MI IGLESIA (Mt 16, 18). Antes de alejarse físicamente de sus
apóstoles, Jesús les aseguró que no los dejaría “huérfanos”, sino que les
enviaría el Espíritu Santo para que fuera para ellos otro “Consolador”, y
para que “los llevara a toda la verdad”. Esto se cumplió el día de
Pentecostés. El libro de los Hechos de los Apóstoles retrata la incipiente
Iglesia de Jesús reunida en el cenáculo; allí estaban los apóstoles, la Madre
de Jesús, unos 120 discípulos. Se obró en fenómeno de todos conocido,
Pentecostés, y aquella Iglesia sintió el impulso de salir a la calle a “dar
testimonio” de la presencia de Jesús en sus vidas. La venida del Espíritu
Santo llevó a todos los que “se agregaron” a reunirse en la Iglesia. El libro
de los Hechos de los Apóstoles es muy explícito en este punto, cuando dice:
Así, los que hicieron caso de su mensaje fueron bautizados; y aquel día se
agregaron a los creyentes unas tres mil personas. Todos seguían firmes en lo
que los apóstoles les enseñaban, y compartían lo que tenían, y oraban y se
reunían para partir el pan (Hch 2, 41-42).
El Espíritu Santo los llevó a congregarse en una Iglesia que aparece bien
definida con rasgos muy concretos. Allí están los apóstoles, los discípulos y
la Madre de Jesús, ocupando un puesto destacado dentro de la comunidad
(vea Hch 1, 13-14). La “oración” es el lazo que los une espiritualmente. En
un “ambiente de amor” se celebra la Eucaristía -“se parte el pan”-, se repite
lo que Jesús ordenó en la última cena: Hagan esto en memoria mía (Lc 22,
19).
Ante estos rasgos de la Iglesia apostólica tan bien trazados por el libro de
los Hechos de los Apóstoles, se imponen algunas conclusiones. En primer
lugar, decir que se acepta a Jesús, pero que no se quiere nada con la Iglesia
es un “contrasentido”, ya que la Iglesia es la Iglesia de Jesús, que no se
puede despreciar; El la dejó como medio de salvación. Cuando Pablo
perseguía a los cristianos -a la Iglesia-, Jesús se le aparece en el camino y le
dice: Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues? Jesús se identifica con su iglesia.
Otra conclusión es la siguiente: los grupos religiosos en los que faltan
algunos de estos rasgos de la Iglesia, descrita en el libro de los Hechos de los
Apóstoles, no son la Iglesia que Jesús quiso fundar y que aparece el día de
Pentecostés. Donde falta la “jerarquía”, en donde está ausente la Madre de
Jesús, en donde no hay “Eucaristía”, faltan elementos esenciales de la Iglesia
de Pentecostés, de la Iglesia apostólica, que Jesús fundó. De aquí también
que nadie puede estar “inventando” “su Iglesia”, sino que debe recibir la
Iglesia que Jesús les entregó a sus apóstoles y que se ve retratada en el libro
de los Hechos de los Apóstoles.

La misión de la Iglesia

Esencialmente la misión de la Iglesia es continuar la obra de Jesús en el


mundo. Jesús les dijo a sus discípulos: Como el Padre me envió, así los
envío a ustedes. Vayan a todas las naciones y bautícenlas en el nombre del
Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, y enséñenles a obedecer todo lo que
les he ordenado (Mt 28, 19-20). La misión, entonces, de todos los seguidores
de Jesús es continuar su obra evangelizadora en el mundo, de propagar el
REINO DE DIOS.
Esa obra la debe llevar a cabo la Iglesia de la misma manera que lo hizo
Jesús: con la predicación y con el testimonio de vida. A Jesús, en el
Evangelio, se le encuentra constantemente multiplicándose para llevar el
Evangelio a todos los lugares. Cuando los discípulos de Juan Bautista se le
acercan a pedirle sus credenciales como enviado de Dios, Jesús no les hace
un sermón, sino que delante de ellos cura a ciegos, a cojos, a mudos… Jesús
se presenta con los signos mesiánicos que los profetas habían vaticinado.
El cristiano es “otro Jesús” aquí en la tierra, que anuncia incansablemente
la Buena Noticia de Jesús y que la ratifica con su testimonio de vida. La
religión de Jesús no es de ninguna manera una religión “espiritualista”; una
de las enseñanzas básicas del mensaje de Jesús está centrado en la parábola
del buen samaritano. La conclusión de la conocida parábola es muy clara:
para poder llamarse “buen cristiano” es indispensable “saberse bajar del
caballo” para atender a todo hermano necesitado. No se trata, entonces, de
una Iglesia entretenida en elaborar “bellas oraciones”, sino en una Iglesia
que ora para tener la fortaleza de servir a los demás. Jesús lo afirmó
rotundamente: No he venido para ser servido, sino para servir (Mt 20, 28).

La comunión de los santos

Para muchos la Iglesia es el lugar en donde les bautizan a sus hijos, donde
participan en la misa, y en donde se casan. Para otros la Iglesia es una
“simple organización” de la cual se pueden “servir” en determinados
acontecimientos religiosos de la vida; pero ellos se “sienten fuera” de esa
organización.
San Pablo nos proporcionó una imagen “exacta” de lo que es la Iglesia.
Dijo que era como UN CUERPO; Jesús es la cabeza y nosotros somos los
miembros. Por medio del bautismo somos “hundidos” en el cuerpo de Cristo
y comenzamos a ser Iglesia. Por eso mismo es un contrasentido llamarse
cristiano y no pertenecer a ninguna Iglesia. Cristiano sin Iglesia no existe.
A la Iglesia también se le llama “COMUNIÓN DE LOS SANTOS”. En la
Biblia “santo” es el que ha sido bautizado y está en gracia de Dios. La
Iglesia también está formada por los que ya han pasado a la eternidad y están
en la gloria de Dios; por los que se encuentran en el “purgatorio”, en estado
de maduración espiritual, y por los que todavía vamos en peregrinaje hacia
el dedo. Todos nos sentimos aunados por los méritos de Jesús; como todos
los miembros del cuerpo se benefician de la sangre, así todos nos
beneficiamos de la sangre derramada por Jesús y, por eso mismo, nos
“intercomunicamos”. Pedimos a los santos del cielo que se unan a nuestra
oración como le pedimos a nuestro amigo que rece por nosotros en un
momento especial de nuestra vida. Si tenemos confianza en la oración de
nuestra mamá, con mayor razón tenemos confianza en la oración de la
Virgen María y de los santos que están junto al Señor. La oración de ellos,
mientras estaban en esta tierra, era poderosísima; ahora, que están en el
cielo, su oración tiene un valor muy grande. La oración de ellos nos acerca a
Jesús, que es el “único camino que nos lleva hacia el Padre”. También
oramos por nuestros difuntos. Si alguno de ellos murió en Gracia de Dios,
pero todavía le falta alguna purificación, le ofrecemos nuestras oraciones
para que cuanto antes pueda ser admitido en el cielo.
Nuestra Iglesia, entonces, no tiene fronteras; cielo, purgatorio y tierra
estamos injertados en el “Cuerpo Místico” de Jesús; nos sentimos una sola
cosa y compartimos nuestros bienes espirituales. Por eso en nuestro credo
decimos: CREO EN LA COMUNIÓN DE LOS SANTOS.

La jerarquía en la Iglesia

La Iglesia que Jesús fundo es una Iglesia con “jerarquía”. La palabra


“jerarquía” significa, “mando sagrado”. Jesús, de entre la multitud que lo
seguía, escogió a doce. De entre los doce, seleccionó a Pedro. Sólo a él le
dijo: Sobre esta piedra edificaré mi Iglesia (Mt 16, 18); sólo a Pedro le
entregó las lleves del reino de los cielos; sólo a Pedro le ordenó: Apacienta
mis ovejas, apacienta mis corderos (Jn 21, 15-17). Únicamente a Pedro,
Jesús le dijo que había “orado por él para que cuando “volviera” de su
pecado, confirmara a sus hermanos” (Lc 22, 32).
La Iglesia apostólica, que retrata el Nuevo Testamento, es una Iglesia con
una “jerarquía” bien definida. Allí están los apóstoles que presiden, que
ordenan, que reprenden. Juan envía mensajes a siete iglesias. Pablo también
escribe cartas que son leídas por todos como “Palabra de Dios”; así lo
confirma el mismo Pedro en su carta (2P 3, 15). Pablo es tajante en cuanto a
la “excomunión” que debe imponerse a determinado miembro de la Iglesia
de Corinto (1Co 5, 5).
San Pablo se somete a la “jerarquía” y, cuando se acaba de convertir, se
presenta a Pedro y a otros apóstoles (Gal 2, 1-2). En el Concilio de Jerusalén
(Hch 15), se manifiesta una Iglesia cuyos jerarcas se reúnen para discernir, y
están seguros de que su determinación proviene del Espíritu Santo. Lo hacen
constar en su carta pastoral: Le ha parecido bien al Espíritu Santo y a
nosotros no imponerles más cargas que las indispensables (Hch 15, 28).
Los escritores de los Evangelios esbozan una Iglesia con su jerarquía;
cuando mencionan los nombres de los apóstoles, a Pedro siempre lo
nombran en primer lugar. No puede ser una simple casualidad que así lo
hagan. El autor del libro de los Hechos de los Apóstoles, hace resaltar la
figura de Pedro como el gran líder de la Iglesia. Pedro toma la palabra en
nombre de la Iglesia el día de Pentecostés; responde al Sanedrín en nombre
de todos; equilibra los ánimos en el Concilio de Jerusalén; bautiza a los
primeros gentiles.
La Iglesia Católica conserva esta jerarquía, que arranca de la Iglesia
apostólica y que se evidencia en el libro de los Hechos de los Apóstoles.
Entre las Iglesias protestantes no existe una jerarquía a “nivel
internacional”. No pueden reunirse en Concilio, propiamente, pues sus
doctrinas son muy diferentes; no tienen jerarcas que tengan autoridad sobre
los centenares de sectas y denominaciones. Cuando no existe una jerarquía -
universal-, siempre predomina la disgregación; cada quien se siente
“iluminado” por el Espíritu Santo y funda su propia “iglesia”, a la cual le
faltan muchas características, de la Iglesia del libro de los Hechos de los
Apóstoles.
Jesús quiso su Iglesia con una jerarquía; sabía que a través de ella se
podría buscar mejor el discernimiento, y evitar peligrosos “iluminismos” que
confunden y disgregan.

Como un hospital

No es raro que se insista en señalar los defectos de la Iglesia para tener la


excusa de eximirse de pertenecer a ella. Una Iglesia está formada por
hombres, y mientras haya hombres habrá defectos.
Entre los mismos Apóstoles había envidias y celos; una de sus
conversaciones favoritas era platicar acerca de quién sería el que ocuparía el
primer lugar en el reino de Jesús. Cuando vino el Espíritu Santo, en
Pentecostés, quedaron muy purificados; pero permanecieron humanos y, por
eso, entre ellos siempre existían defectos. El capítulo 15 del libro de los
Hechos de los Apóstoles hace constar que los apóstoles se vieron precisados
a reunirse en un Concilio -el primer Concilio de la Iglesia, en Jerusalén-
porque entre ellos no había acuerdo acerca de determinadas doctrinas. Se
reunieron en Concilio: en oración buscaron discernimiento y llegaron a un
acuerdo.
Esta es la tradición de la Iglesia: Reunirse en Concilio para repetir,
precisamente, esa escena del libro de los Hechos de los apóstoles, para
encontrar discernimiento delante del Señor.
Alguien ha descrito la Iglesia como un hospital en donde todos
adolecemos de alguna enfermedad; un hospital está para brindarnos la salud;
el que permanece fuera del hospital, muy difícilmente se va a curar.
Se cuenta la anécdota de un católico que deseaba que su amigo judío
aceptara el cristianismo. Lo invitó a ir a Roma. Allí se encontraron con
muchos malos ejemplos, en esa oportunidad. El pobre cristiano quedó
avergonzado; regresó sin decir palabra. El judío lo llamó y le dijo: “Mira,
quiero bautizarme; he visto muchos defectos en Roma, y he meditado que si
estos hombres no han logrado destruir la Iglesia, es señal que, de veras, es la
Iglesia de Dios; quiero bautizarme”. Y tenía mucha razón.
Jesús dijo: Las fuerzas del infierno no prevalecerán contra ella (Mt 16,
18). Hay muchos defectos en nuestra Iglesia; necesita mucha purificación;
pero es un hospital, y mientras estemos adentro, buscando llevar salud a
otros, también encontraremos salud para nosotros mismos.

Arca de salvación

Si alguien quiere viajar a Europa, puede ir en avión o en barco. También


puede ir nadando a través del mar, pero no se le garantiza que vaya a llegar.
A la Iglesia nosotros la llamamos “Sacramento de salvación” porque es
como una nave, como un Arca, que nos ha dejado el Señor, para que allí
dentro, todos juntos, formando comunidad, nos salvemos durante la travesía
de nuestra vida.
Los que afirman que creen en Jesús, pero no se someten a ninguna Iglesia,
deberían recordar que Jesús ordenó: Vayan a todas las gentes, bautícenlas.
¿Dónde van a encontrar quién los bautice, si no tienen Iglesia?
En el capítulo sexto de San Juan se conservan las palabras de Jesús: Les
aseguro que si ustedes no comen el Cuerpo del Hijo del Hombre y no beben
su Sangre, no tendrán vida; el que come mi Cuerpo y bebe mi Sangre, tiene
vida eterna y Yo lo resucitaré el último día (Jn 6, 53-54). ¿A dónde irá a
comer el Cuerpo de Cristo el que no pertenece a una Iglesia en la que pueda
participar de la Cena del Señor, la Eucaristía? El Apóstol Santiago escribe: Si
alguno está enfermo, llame a los Presbíteros de la Iglesia para que lo unjan
con aceite y oren por el enfermo (St 5, 14-15). ¿A qué Presbíteros va a
llamar el que no tiene Iglesia? El Evangelio de San Juan describe el
momento en que Jesús se aparece a los Apóstoles y les dice: A quienes
ustedes les perdonen los pecados, les quedarán perdonados, y a quienes no
se los perdonen, les quedarán sin perdonar (Jn 20, 23). ¿Quién le va a
perdonar sus pecados, en nombre de Dios y de la comunidad, al que no
dispone de Presbíteros?
Por eso el autor de la carta a los Hebreos advierte: No dejen de asistir a
nuestras reuniones como algunos acostumbran” (Hb 10, 25). Aquí se llama
la atención a los que ya comenzaban a “separarse” de la Iglesia.

Madre y Maestra

Juan XXIII, en una de sus encíclicas, llamó a la Iglesia “Madre y


Maestra”. La madre es la encargada de ayudar a su hijo a crecer; le
proporciona buen alimento; busca que tenga enseñanza.
Eso intenta la Iglesia con los fieles. En el segundo capítulo del libro de los
Hechos de los Apóstoles, encontramos un retrato de la Iglesia en sus inicios;
dice así: Así pues los que hicieron caso de su mensaje, fueron bautizados, y,
aquel día, se agregaron a los creyentes una tres mil personas. Todos seguían
firmes en lo que los Apóstoles les enseñaban y compartían lo que tenían y
oraban y se reunían para partir el pan (Hch 2, 41-42).
Un retrato auténtico de la Iglesia en sus inicios: Unos Apóstoles
enseñando; unos discípulos aprendiendo, orando y compartiendo la Cena del
Señor. Ese es el papel de la Iglesia: enseñar, orientar, proporcionar alimento
espiritual.
A una madre hay que amarla con todo el corazón. Una madre tiene
defectos y virtudes; el hijo amoroso se fija en las virtudes de su madre;
nunca anda propalando los defectos de su madre. Nuestra Iglesia es nuestra
“madre y maestra”; con el pretexto de que deseamos su purificación, no
podemos exhibirla como “una mala mujer”. El que así obra, no es un buen
hijo. La madre perfecta no existe. La Iglesia, nuestra madre, no es perfecta
porque está cargada con nuestros pecados. Somos nosotros los que afeamos
el rostro de nuestra madre la Iglesia. ¡Qué bien cabría aquí reflexionar sobre
el complejo de “querer tirar la primera piedra”!

Los solitarios

El capítulo 20 de San Juan, recuerda el momento en que diez Apóstoles


estaban encerrados en una habitación. Se les aparece Jesús, y entonces tienen
la experiencia de Jesús resucitado. Ese día, el Apóstol Tomás estaba fuera de
la comunidad; andaba buscando la verdad “por su cuenta”; se quedó sin la
experiencia de la resurrección. Tomás tuvo que volver a la comunidad: allí
se le aparece Jesús. Muchos se parecen al Apóstol Tomás: quieren ser
salvados fuera del arca de la Iglesia, de ese “Sacramento de salvación”.
Como Tomás, tienen que aprender que Jesús habla a su Iglesia reunida, a su
Cuerpo Místico, en donde cada uno debe ser una “piedra viva”, así lo dice
San Pedro en su carta (1P 2, 5).
A la Iglesia hay que conocerla para poderla amar y para serle fiel, porque
ella es el “Sacramento” -algo sagrado- que Jesús fundó para que dentro de
ella obtuviéramos la salvación.
18. JESÚS NOS REGALA UNA MADRE

Cuando San Juan escribió su Evangelio, ya habían transcurrido unos


setenta años desde la vida pública de Jesús. San Juan había tenido suficiente
tiempo para poder meditar en todos los acontecimientos de la vida del Señor.
Entre los varios temas que San Juan desarrolla en su Evangelio no falta el
tema mariano. Después de haber vivido bajo el mismo techo de la Virgen
María, Juan, ahora, la presenta en dos pasajes clave de la vida de Jesús: En
Caná de Galilea, cuando hace su primer milagro, y en el Calvario, cuando
Jesús deja a la Virgen María como la madre espiritual de la Iglesia.

Caná: el vino mejor

En Caná de Galilea se celebraba una fiesta de casamiento. María era una


invitada especial lo mismo que Jesús y sus primeros discípulos. Cuando se
terminó el vino, los organizadores de la fiesta sintieron que se les venía
encima un gran problema: la vergüenza de tenerles que decir a los invitados
que se había terminado la fiesta por falta de vino.
La Virgen María acudió inmediatamente a Jesús. Unicamente le dijo: No
tienen vino (Jn 2, 3). Con eso estaba dicho todo. Al principio, Jesús le hizo
ver que no debía inmiscuirse en este asunto porque todavía no había llegado
“su hora”, es decir, la hora de su muerte y resurrección. Lo cierto es que ante
la súplica de María, Jesús terminó por convertir en vino seis tinajas de agua
de cien litros cada una. El evangelista concluye afirmando que ése fue el
primer milagro de Jesús y que sus discípulos, al verlo, creyeron en él.
En este cuadro evangélico, San Juan quiere resaltar el simbolismo del
vino. El maestro de ceremonias, le dice al dueño de la casa: Has reservado el
vino mejor para lo último (Jn 2, 10). Jesús con su Evangelio es el vino mejor
de Dios. El Antiguo Testamento, ahora, quedaba superado con el Nuevo
Testamento que Jesús traía. El Evangelio de Jesús, Dios lo tenía reservado
para la etapa final del mundo. Jesús es el vino mejor.
La abundancia de vino, que Jesús proporcionó -600 libros-, significa la
superabundancia de la Providencia de Dios. En una de las multiplicaciones
de los panes, sobra tanto pan que los apóstoles tienen que recoger el pan
sobrante en doce canastos.
Dice San Juan que con este primer milagro Jesús “manifestó su gloria” (Jn
2, 11). Por eso al milagro de Caná se le ha llamado la “segunda epifanía”.
Epifanía, en griego, significa manifestación. En Belén, Jesús fue
manifestado a los Magos de Oriente como el Mesías. En Caná de Galilea,
por medio del milagro, Jesús es manifestado como el Mesías, de Dios que
trae el gozo del Espíritu Santo.

El tema mariano

El cuadro de Caná de Galilea es eminentemente “cristocéntrico”, es decir,


Cristo está en el centro de todo el acontecimiento; pero, al mismo tiempo,
tiene un tema eminentemente mariano. San Juan, después de 70 años de
haber reflexionado en el papel de María en la Iglesia, la presenta como la
Madre Auxiliadora de la comunidad. Eso es evidente en este cuadro
evangélico.
Al no más aparecer el problema de la carencia de vino, seguramente, los
dueños de la casa pensaron en ir a alguna tienda para comprar vino. Alguien
habrá sugerido el hombre de alguno que pudiera tener algún barril de vino.
Todos se pusieron tensos, nerviosos. Lo primero que hizo María fue acudir a
Jesús. Le dijo poquísimas palabras en las que se encerraba toda la
problemática de la familia que estaba por pasar una vergüenza por el fracaso
de su fiesta. María le dijo a Jesús: No tienen vino (Jn 2, 3). Jesús le
respondió: Mujer, ¿por qué me dices esto? Todavía no ha llegado mi hora
(Jn 2, 4). La hora de Jesús era el momento de su muerte y resurrección. Si
Jesús hacía un milagro, todos se darían cuenta de que no era como todos los
demás. En ese momento comenzarían a perseguirlo, a tratar de eliminarlo.
En ese momento comenzaría a perseguirlo, a tratar de eliminarlo. En ese
momento comenzaría “su hora”. La Virgen María durante treinta años había
conocido la bondad de su Hijo: sabía que nunca dejaba desamparada a la
gente en necesidad. Por eso María acudió a los sirvientes y únicamente les
dijo: Hagan lo que él les diga (Jn 2, 5).
Santiago escribió: La oración eficaz del justo tiene mucho poder (St 5,
16). ¿Quién más justo que la llena de Gracia, la Madre del Señor? San Juan,
después de muchos años de vivir en compañía de la Virgen María, quiere
hacer ver el gran poder que tiene el ruego de María ante Jesús. El Señor le
acaba de decir que todavía no ha llegado su hora. Sin embargo, no puede
resistir la súplica de su afligida madre, y hace el milagro. Convierte el agua
en vino. No cabe duda que San Juan está mostrando el poder de intercesión
de María ante su Hijo Jesús. Es como que San Juan nos dijera: “Abran bien
los ojos: miren lo que logra la oración de María”.

Escena cristocéntrica

Al principio, parece que esta escena en Caná de Galilea es


“marianocéntrica”. Como que María fuera la protagonista de todo. Pero, al
concluir el pasaje evangélico, nos damos cuenta de lo que ha sucedido:
María ha logrado que todos tengan la mirada fija en Jesús mientras convierte
el agua en vino. María queda en la penumbra. El que sobresale es Jesús.
Aquí Juan, decididamente, está indicando el papel de María en la
comunidad. Ella está para auxiliar a sus hijos, para rogar por ellos, para
llevarlos a Jesús. El es el único que tiene la solución del problema. El único
que puede hacer milagros. El Espíritu Santo se sirve de María para llevar a
los cristianos a Jesús.
En nuestro lenguaje popular decimos: “La Virgen me hizo un milagro”.
Eso simplemente significa: María rogó por mí a Jesús para que me hiciera el
milagro. Sólo Jesús puede hacer milagros. En Caná de Galilea, no es María
la que hace el milagro, sino Jesús.
Antes del milagro, no hay que pasar por alto algo muy determinante. Hay
varias ORDENES de María y de Jesús. En primer lugar, María les dice a los
sirvientes. Hagan lo que él les diga. Luego, Jesús les ordena a los sirvientes:
Llenes las tinajas… lleven las tinajas… (Jn 2, 7.8). En el Evangelio de San
Juan, Jesús dice: El que conoce mis mandamientos y los guarda, ése me ama,
y al que me ama, lo amará mi Padre y yo lo amaré y me manifestaré a él (Jn
14, 21). Jesús promete manifestarse a los que obedecen sus mandamientos.
En Caná de Galilea, Jesús manifiesta su gloria con el milagro, después que
los sirvientes han obedecido sus órdenes. Por otra parte, María, antes de que
Jesús actúe, indica a los sirvientes el camino correcto para la solución del
problema: Hagan lo que él les diga. María, en su experiencia personal,
conoce que el camino de Jesús es el camino de Dios. Por allí hay que enfilar
para que Dios se manifiesta.
Una falta devoción a la Virgen María ha pretendido que la Virgen María
pueda introducir en el cielo al pecador, que ha sido su devoto, por una puerta
clandestina. Esto es antievangélico. Muy bien decía San Pablo: Si alguno les
enseña otro evangelio, sea maldito (2Co 11, 4). La Virgen María no está para
enseñar “otro evangelio”. Ella está para decir: Hagan lo que él les diga. Es
decir, vayan por el camino del Evangelio. Entren por la puerta “angosta” (Mt
7, 13). La Virgen María, como madre Auxiliadora, está para acudir en
auxilio de sus hijos en problemas; pero, antes les dice: Hagan lo que él les
diga.
El pueblo ha captado este rol de María como Madre Auxiliadora de la
comunidad que se encuentra en apuros. De allí brota la oración más antigua
a María que se registra en la Iglesia: “Bajo tu amparo nos acogemos, Santa
Madre de Dios. No desprecies nuestras súplica en las NECESIDADES;
antes bien líbranos de todos los peligros, Oh Virgen gloriosa y bendita”. El
pueblo ha experimentado que la Virgen María cumple su misión de Madre
espiritual que Jesús le encomendó en el Calvario, rogando, como en Caná de
Galilea, por sus hijos que se encuentran en problemas.
Esto lo condensó muy bien el gran devoto de la Virgen María, San
Bernardo, cuando escribió: “Jamás se ha oído decir que ninguno de cuantos
han acudido a ti haya sido abandonado de ti”.
Así como lo acontecido en Caná se ha llamado la “segunda epifanía -
manifestación- de Jesús, también se le puede llamar la “epifanía de María”
hecha por San Juan. Después de setenta años del milagro de Caná, cuando
San Juan escribe su Evangelio, no puede olvidar la intervención de María en
favor de la comunidad que pasaba por una grave crisis. En su Evangelio,
Juan creyó conveniente consignar lo que él había presenciado acerca del
poder del ruego de María ante su Hijo Jesús. San Juan quiso dejar testimonio
para las futuras generaciones de lo que significa la presencia de María como
madre Auxiliadora en una comunidad.

En el Calvario

Caná y el Calvario están íntimamente conectados para San Juan en lo que


respecta al tema mariano. En Caná, “la hora” de Jesús -la hora de su muerte
y resurrección- todavía no había llegado. En el Calvario, ya llegó “la hora”
de Jesús. En ambos pasajes, Jesús a su madre la llama “Mujer”. Algunos
comentaristas creen que se trata de un título honorífico equivalente a Señora.
Otros, comentaristas, más bien, piensan que la llama Mujer porque en el
momento de “su hora”, se han cortado los vínculos puramente familiares.
Ahora Jesús debe estar totalmente solo, sin ninguna influencia familiar, para
llevar a cabo la obra de la redención.
En la Biblia se describe el momento en que Abrahán acompaña a su hijito
para sacrificarlo en el Monte Moria. El niño lleva sobre los hombros la leña
que servirá para el sacrificio. El Evangelio describe a María junto a Jesús en
el Calvario mientras su Hijo carga el leño de la cruz en el que se llevará a
cabo el sacrificio de la redención del mundo. Pero hay una variante: en el
monte Moria, un ángel detuvo la mano de Abrahán para impedirle matar a su
hijo. En el monte Calvario, nadie detuvo la mano del mundo que sacrificó a
Jesús que se fue con los pecados de la humanidad.
Algún pinto romántico dibujó a María desmayada junto a la cruz. Nada
más fuera de la realidad. El evangelista San Juan, que estaba allí presente,
dice que María estaba “al pie de la cruz”. Como el soldado que está al pie
del cañón. María en ese momento trágico no le podía fallar a su Hijo. Las
madres sacan fuerza de la debilidad para acompañar a sus hijos en los
momentos duros de la vida. María permanecía junto a la cruz hablándole con
los ojos a su Hijo. Animándolo a llevar a cabo la obra de la redención que el
Padre le había encomendado.
A Jesús nadie lo llevó a la fuerza a la cruz. Varias veces, durante su vida, a
Jesús lo quisieron eliminar sus enemigos. El Señor no lo permitió porque no
había llegado su hora. Pero cuando llegó la hora, él mismo se encaminó
hacia Jerusalén con decisión. En el Huerto de los Olivos, él mismo avanzó
hacia los soldados para entregarse. Jesús tomó su cruz. La abrazó. Sabía que
era el medio que Dios le había dado para realizar la redención del mundo.
La Virgen María, también tomó su cruz. Desde un principio el anciano
Simeón le había advertido que su Hijo sería “signo de contradicción”, que
una espada de dolor le atravesaría el corazón. María sabía que su Hijo, según
las profecías, sería el Siervo Sufriente, y que, por eso mismo, a ella le tocaría
ser la madre sufriente. La Virgen María, al decir: “Hágase”, había aceptado
la cruz que para ella había escogido el Señor. Por eso estaba junto a la cruz
de pie. Acompañando al Siervo Sufriente como la Madre Dolorosa.
Una de las condiciones que Jesús puso para los que querían ser sus
seguidores es que “tomaran su cruz”. Si alguno quiere ser mi discípulo -dijo
Jesús-, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame (Mt 16, 24). El Señor no
acepta que sus discípulos “se resignen” a llevar su cruz; quiere que la
“tomen” voluntariamente. Simón de Cirene rehusaba, al principio, tomar la
cruz de Jesús. Luego, descubrió el significado de ayudar al Señor, y lo hizo
con devoción. El buen ladrón blasfemaba al estar colgado de la cruz.
Después de varias horas de estar escuchando a Jesús junto a la cruz, su
corazón fue quebrantado y aceptó que era un criminal que merecía el
suplicio.
La Virgen María al pie de la cruz, es el modelo del cristiano que “toma”
su cruz. “Hágase”, de corazón. Como Jesús tomó su cruz, así María se
agarró de su cruz. Era el camino que Dios le indicaba para poder acompañar
al Siervo Sufriente. El cristiano no es el que anda huyendo de la cruz. El
discípulo de Jesús es el que ya aceptó su cruz y por eso la lleva junto a Jesús
como Cirineo piadoso que tiene parte en la cruz del Señor. El cristiano es el
que como San Pablo, llega a decir: Completo en mi cuerpo lo que falta a los
padecimientos de Cristo en favor de su cuerpo que es su Iglesia (Col 1, 24).

El gran regalo

Si en el Calvario, Jesús solamente hubiera querido dejar a su madre al


cuidado del apóstol Juan, hubiera bastado con que dijera: Hijo, he ahí a tu
madre (Jn 19, 27). Pero Jesús se dirigió también a María y le dijo: Mujer, he
ahí a tu hijo (Jn 19, 26). San Juan muestra con toda claridad que Jesús, en
sus últimos momentos, quiso nombrar a la Virgen María como madre
espiritual de la Iglesia. El apóstol Juan junto a la cruz representaba a la
Iglesia. Ahora ya no iba a estar físicamente Jesús en la tierra: sólo iba a
quedar el Jesús místico, el Cuerpo místico de Cristo, la Iglesia. Jesús le
encomendaba a su madre que hiciera de madre del Jesús místico, la Iglesia,
que quedaba ahora en el mundo.
Al concluir el milagro de Caná, San Juan apunta: Después de esto
descendieron a Cafarnaum, él su madre, sus hermanos y sus discípulos; y
estuvieron allí no mucho tiempo (Jn 2, 12). Aquí, San Juan comienza a
presentar a María como la que se va introduciendo como madre espiritual de
la comunidad de Jesús. En el Calvario, María recibe el título oficial de
Madre de la Iglesia: Mujer, he ahí a tu hijo. Del Calvario, María va a
descender como madre de la Iglesia. Más tarde la vamos a encontrar, el día
de Pentecostés, en el lugar destacado que la Iglesia le da como madre. El
libro de Hechos describe la Iglesia de Jesús el día de Pentecostés en el
Cenáculo. Allí están los apóstoles -la jerarquía-, los discípulos, la Madre de
Jesús (vea Hch 1, 14). Esta es la fotografía que exhibe la Biblia de la Iglesia
que Jesús fundó. Jesús quiso una madre espiritual para su Iglesia.
El libro de Hechos describe la Iglesia de Pentecostés con una breve frase:
Perseveraban unánimes en la oración con María la Madre de Jesús (Hch 1,
14). María es la madre que persevera en oración junto a los hijos que Jesús le
encomendó junto a la cruz.
El mismo libro de Hechos describe cómo la Iglesia de Pentecostés,
después de recibir la fuerte efusión del Espíritu Santo, sale a predicar a las
calles de Jerusalén. Todos salieron a dar testimonio. También la Virgen
María, por supuesto. San Juan, al hablar de su testimonio personal, afirma
que él cuenta lo que ha VISTO Y OIDO (1Jn 1, 1). La que mejor podía
contar lo que había VISTO Y OIDO acerca de Jesús era su madre. María fue
la gran evangelizadora de las primeras comunidades. La que les brindaba los
detalles íntimos acerca de la vida de Jesús. La Virgen María fue madre y
Evangelizadora de las primeras comunidades cristianas.

El primer devoto de María

El apóstol Juan bajó del Calvario acompañado de su nueva madre


espiritual, la Virgen María. Literalmente, el texto griego dice: Juan la recibió
entre sus cosas propias (Jn 19, 27). La traducción más corriente dice: Y
desde aquella hora, el discípulo la recibió en su casa (Jn 19, 27). Desde ese
momento, María comenzó a ser para Juan el gran regalo que Jesús -que lo
amaba mucho- le había entregado antes de expirar. Juan comenzó a vivir
bajo el mismo techo de la Virgen María. Fue, por eso mismo, el primero que
comenzó a observar cómo era la cristiana modelo: la que mejor había
escuchado la Palabra de Dios y la que mejor la había practicado. No por
nada Juan fue el gran teólogo entre los Evangelistas. El gran predicador
acerca del amor, en sus cartas. El gran visionario del libro del Apocalipsis.
De aquí, que sin temor, se puede muy bien afirmar que San Juan fue el
primer devoto de la Virgen María. No pudo haber sido de otra manera.
Imposible vivir bajo el mismo techo de la madre de Jesús y quedarse sin
experimentar la santidad de la “llena de Gracia”, de la “bendita entre todas
las mujeres”.
Cuando la Biblia se refiere a los “hermanos de Jesús”, emplea un
“hebraísmo”: los judíos llamaban hermanos también a los parientes
cercanos, a los primos hermanos. No tiene sentido que si María tenía otros
hijos, Jesús dejara a su madre a alguien que no era su hijo. ¡Qué mala
educadora hubiera sido la Virgen María que no había logrado que ninguno
de sus supuestos hijos la acompañara en el momento trágico del Calvario!
En cambio, tiene mucho sentido lo que sucedió: Jesús, al no tener hermanos
carnales, le encomendó a su madre al único apóstol que se atrevió a
acompañarlo.

Simplemente la madre

Después de setenta años de meditar en los varios acontecimientos de la


vida de Jesús, San Juan, al escribir su Evangelio, no pudo dejar de
mencionar los dones grandes acontecimientos marianos en que él había
tomado parte activa: Caná y el Calvario. En Caná recordó a María como la
madre Auxiliadora de la comunidad que se encuentra en problemas. San
Juan no pudo olvidar el valor de la intercesión de María ante su Hijo Jesús.
Pero tampoco olvidó que antes del milagro, la misma Virgen María, les
indicó a los sirvientes que debían hacer todo lo que Jesús les indicaba. María
es la que continúa en la Iglesia auxiliando a sus hijos en sus múltiples
necesidades. También ahora, como entonces, María es la madre exigente que
nos repite: Hagan lo que él les diga.
Juan, en su Evangelio, con gozo recordó que del Calvario él había bajado
con el gran regalo que Jesús le había dejado: su madre. Juan sabía que esa
madre no era sólo para él, sino para toda la Iglesia. Juan describe a María
junto a la cruz de Jesús como la gran discípula que voluntariamente ha
tomado su cruz y la lleva junto a Jesús. Juan también muestra a María como
la madre que baja del Calvario para hacerse cargo del Cristo místico, la
Iglesia, que Jesús le encomendó junto a la cruz.
En la Ultima Cena, Jesús les prometió a sus discípulos que no los iba a
dejar huérfanos. Les prometió estar dentro de ellos por medio del Espíritu
Santo. En el Calvario, Jesús proveyó para que su Iglesia no se quedara sin
una madre: le entregó a su Madre Santísima.
Tanto en Caná, como en el Calvario, la Virgen aparece como la madre
Auxiliadora de la Iglesia. La que permanece en el Cenáculo, y persevera
unánime en la oración, con el Jesús místico, la Iglesia de la cual Jesús la
nombró madre espiritual.
Unas Conclusiones
19. SIGNIFICADO DE LA MUERTE DE JESÚS

Una característica del Evangelio de San Juan es que todos los detalles que
proporciona con respecto a la pasión tienen un sentido profundo que debe
descubrirse para poder captar lo que el evangelista quiere comunicar con
respecto a la pasión de Jesús. No hay que quedarse anclados en el simple
dato que San Juan proporciona: hay que calar el sentido simbólico del
mismo.

La inscripción en la cruz

Pilato ordenó que en la cruz se fijara un letrero con el motivo de la


condena de Jesús. Estaba escrito en tres idiomas: hebreo, latín y griego. En
el letrero todos los viandantes podían leer: JESUS NAZARENO, REY DE
LOS JUDIOS.
Seguramente Pilato había mandado colocar ese letrero en la cruz para
vengarse de los judíos que lo habían presionado a condenar a Jesús, pues
bien sabia Pilato que Jesús era inocente de todo delito. Pilato, al colocar
aquel letrero sobre la cruz, sin saberlo, estaba colaborando para que desde lo
alto fuera proclamada una gran verdad: Jesús moría como rey no sólo de los
judíos, sino de todo el mundo. El letrero sobre la cruz estaba escrito en las
tres lenguas más importantes del mundo en aquel momento. El hebreo era la
lengua del pueblo de Dios. El griego era el idioma de la cultura: los griegos
dominaban culturalmente el ambiente. El latín era la lengua del pueblo que,
políticamente, dominaba en ese momento: los romanos. Las tres lenguas en
el letrero de la cruz, estaban proclamando que Jesús moría como rey de todo
el mundo.
Durante el juicio, Pilato, en son de broma, le había preguntado a Jesús:
¿Eres tú el rey de los judíos? Creía Pilato que Jesús le iba a responder con un
no rotundo. Pero su sorpresa fue cuando Jesús aceptó que era rey de los
judíos; pero aclaró que su reino era de tipo espiritual.
En el Evangelio de San Juan se demuestra que la glorificación de Jesús se
realiza en la cruz. Parece un contrasentido. Pero para Juan, en el momento
que Jesús es crucificado, lleva a cabo la misión que el Padre le ha
encomendado para salvar al mundo. En la cruz, Jesús glorifica al Padre y es
glorificado por el Padre. Por eso, en su Evangelio, San Juan acentúa todos
los datos acerca del reinado de Jesús. Los soldados para burlarse de él, le
tejen una corona de espinas, le echan encima un manto de púrpura y le
colocan, a manera de cetro, un palo en la mano.
Otro dato muy llamativo. La mayoría de las versiones de la Biblia, dicen:
“Pilato se sentó en el tribunal en el lugar llamado el Enlosado, y en hebreo
Gábbata” (Jn 19, 13). Alonso Schokel, en su traducción, dice que Pilato sacó
afuera a Jesús y lo sentó en un escaño, en el sitio que llamaban el Enlosado
(en la lengua del país, Gábbata). Esta traducción es muy importante porque
concuerda con lo que afirma San Justino, uno de los primeros escritores
cristianos. San Justino sostiene que Pilato sentó a Jesús en el sillón en que se
sentaba el juez para juzgar. Jesús sentado en el sillón del juez es como Cristo
que en lugar de ser juzgado, juzga a la humanidad.
Días antes de la pasión, unos griegos se habían acercado a los apóstoles
para decirles: Queremos ver a Jesús. En esa oportunidad, Jesús les dijo: Ha
llegado la hora en que el Hijo del Hombre va a ser glorificado (Jn 12, 23).
Mientras los griegos hablaban con Jesús, se oyó una voz del cielo que decía:
Lo he glorificado y lo volveré a glorificar (Jn 12, 28). La cruz, en el
pensamiento de San Juan, es como un trono para Jesús. Desde allí juzga al
mundo, y, al mismo tiempo, glorifica al Padre y es glorificado por él.
A Nicodemo, el experto en las Escrituras, Jesús le anticipó: Cuando yo sea
levantado, atraeré a todos hacia mí (Jn 12, 32). En la cruz, el mundo y el
demonio creían que derrotaban a Jesús, pero la cruz es el lugar del triunfo de
Jesús. De allí domina al mundo. El mismo Nicodemo, que antes no se atrevía
a definirse como discípulo de Jesús, ahora, ante la cruz, cobra valor y da la
cara, mientras los que se llamaban discípulos, se esconden y se avergüenzan
de Jesús.
Uno de los primeros títulos que los cristianos primitivos le dieron a Jesús
fue el de Señor: Jesús es el Señor. Desde la cruz Jesús reina como Señor de
corazones. Al verlo en la cruz, Jesús nos conquista, no con armas y por la
fuerza, sino con el amor. Al ver a Jesús en la cruz se comprende lo que el
mismo Señor le dijo a Nicodemo: Tanto amó Dios al mundo que ENTREGO
su único Hijo para que todo el que crea en él, no se condene, sino que tenga
vida eterna (Jn 3, 16). Para San Juan, Jesús crucificado equivale a Jesús
exaltado en la cruz.

La túnica de Jesús
San Juan narra que la túnica de Jesús era de una sola pieza y que los
soldados para no destruirla, determinaron sortearla. Los soldados mientras
echaban suertes sobre la túnica, ignoraban que estaban cumpliendo una
profecía acerca del Mesías. En el salmo 22, 19, se lee: Se repartieron entre sí
mis vestidos, y sobre mi túnica echaron suertes.
Algunos han llegado a afirmar que esa túnica había sido tejida por la
Virgen María. No es nada extraño. Era frecuente entre los judíos, que cuando
alguien iba a partir hacia un lugar lejano, su madre le hiciera una túnica de
una sola pieza. Pero lo que aquí, quiere poner de relieve san Juan es la
coincidencia entre la túnica que llevaba el Sumo Sacerdote y la que llevaba
Jesús. El Sumo Sacerdote para el sacrificio se ponía una túnica de una sola
pieza. Jesús, en la cruz, es el gran sacerdote que va a ofrecerse él mismo por
la salvación del mundo. También lleva la túnica apropiada para tal evento.
Lo que san Juan quiere resaltar, al mencionar el detalle de la túnica, es la
figura sacerdotal de Jesús en la cruz.
La carta a los Hebreos, al referirse al sacerdocio de Jesús, apunta: Pero
éste posee un sacerdocio perpetuo porque permanece para siempre. De ahí
que pueda también salvar perfectamente a los que por él se llegan a Dios,
ya que está siempre vivo para INTERCEDER en su favor (Hb 7, 23-25).
“Pontifex”, en latín, es el nombre del sacerdote. Pontifex quiere decir
constructor de puentes. El sacerdote es el que se acerca al altar para rezar por
el pueblo. En la cruz, Jesús es el sacerdote que construye un puente entre
Dios y nosotros. Por medio de su muerte en la cruz, de su sangre, Jesús nos
“justifica”, es decir, nos pone en buena relación con Dios. Tiende un puente
entre Dios y los hombres.

Jesús entrega a su madre

Antes de expirar, jesús le encomienda a su madre al único apóstol que lo


acompaña, san Juan. La Biblia menciona en varias oportunidades a los
“hermanos” de Jesús. En el lenguaje hebreo, equivale a parientes cercanos,
posiblemente, primos hermanos. La Virgen María no tuvo más hijos. Por eso
Jesús tuvo que encomendar su madre a Juan. Dice el Evangelio que Juan se
la llevó a su casa. Si la Virgen María hubiera tenido otros hijos, no tiene
sentido que Juan se la llevara a su casa. Los “demás” hijos no lo hubieran
permitido.
Y aquí, nuevamente, el sentido profundo de los detalles que san Juan
enuncia en su narración. Juan, en ese momento, representa a los demás
apóstoles, a la Iglesia de Jesús. El Señor, al decirle a su madre: Mujer, he ahí
a tu hijo (Jn 19, 26), la está nombrando madre de su “hijo espiritual”, el
Jesús místico, la Iglesia. Es por eso que cuando se presenta la Iglesia en
oración, el día de Pentecostés, el escritor hace mención expresa de la Madre
de Jesús, que ocupa un lugar destacado en la Iglesia que fundó Jesús.
Los primeros cristianos, como Juan, se llevaron a María a su casa. Todo el
que no quiera defraudar a Jesús en su última voluntad en la cruz, se lleva a
María a su casa. Es devoto de la Virgen María. Una iglesia en la que no se le
da el lugar destacado que Jesús quiso para su Madre, no es la Iglesia que
Jesús fundó. Todo cristiano, como Juan, se lleva a su casa a María como un
regalo y un encargo que Jesús le ha dejado.

No le quebraron las piernas

Los romanos acostumbraban dejar a los ajusticiados en el suplicio el


mayor tiempo posible para que fueran devorados por los cuervos y sufrieran
más. Los judíos, en cambio, tenían la costumbre de enterrar a los
ajusticiados el mismo día de su muerte. El día de la crucifixión era un día
especial: la víspera de la fiesta de Pascua. Por eso los judíos pidieron que se
apresurara la muerte de los tres reos. Los soldados optaron por quebrarles las
piernas para provocar una muerte inmediata. San Juan hace notar que con
Jesús no se siguió este procedimiento, pues ya había muerto. Unicamente, un
soldado, le dio el golpe de gracia ensartándole su lanza en el costado.
En el libro de Números (9, 12) se prohibía que al cordero pascual le
quebraran los huesos. Debía ser asado al fuego. San Juan quiere presentar a
Jesús como el Cordero Pascual del Nuevo Testamento. En el Antiguo
Testamento, la sangre del cordero pascual, en Egipto, había librado de la
muerte a los primogénitos de los hebreos. Ahora, la sangre de Cristo nos trae
la salvación de la muerte, del demonio y del pecado.
San Juan, además, tiene otro detalle relevante. Pone la muerte de Jesús a
la misma hora en que se mataban los corderos en el templo de Jerusalén. San
Juan quiere hacer bien la diferencia entre los sacrificios del Antiguo
Testamento y el nuevo Sacrificio de Jesús en la cruz. Jesús es el Cordero de
Dios que el Padre “entrega” como muestra de su amor para la salvación del
mundo (vea Jn 3, 16). La primera presentación pública que se hace de Jesús
en el Evangelio de san Juan es cuando el Bautista dice: He ahí el Cordero de
Dios que quita el pecado del mundo (Jn 1, 29). En el Antiguo Testamento,
sobre el propiciatorio -parte superior del Arca de la Alianza- se colocaba un
poco de sangre del sacrificio. Esa sangre permanecía clamando misericordia
por el pueblo. En la cruz, es la sangre de Jesús la que permanece pidiendo
misericordia por todo aquel que se acerca con fe para implorar el perdón de
sus pecados.

Sangre y agua

El profeta Zacarías escribió, refiriéndose al futuro Mesías: Mirarán al que


traspasaron (Za 12, 10). El soldado que atravesó con su lanza el costado de
Cristo no sabía que ya estaba profetizado este dato en la Escritura. San Juan
trae a colación este detalle y le da un significado particular. Dice san Juan
que él vio que del costado de Cristo salió sangre y agua. Estos dos elementos
simbolizan dos grandes sacramentos que Jesús regaló a su Iglesia.
El agua simboliza el bautismo. El agua, que brota del costado de cristo,
hace posible que, por la fe, el pecador se hunda -se bautice- en Jesús, en sus
méritos adquiridos en la cruz. Por eso el agua del bautismo indica la
purificación que nos viene de la cruz de Cristo.
La sangre simboliza el sacramento de la Eucaristía. Durante la Ultima
Cena, Jesús les dijo a los apóstoles: Esta es mi sangre de la Alianza, que es
derramada por muchos para el perdón de los pecados (Mt 26, 27). En la
antigüedad, los pactos se sellaban con sangre. Moisés rocía con la sangre del
sacrificio el pacto entre Dios y el pueblo de Israel. Jesús, en la Ultima Cena,
hace constar que la nueva Alianza será sellada con “su propia sangre”.
San Juan Crisóstomo, al comentar que del costado de Cristo brotó sangre
y agua, afirma que la sangre es el único elemento que puede borrar el pecado
del hombre. El agua es la nueva vida en el Espíritu Santo, que Jesús concede
una vez que ya ha llevado a cabo la redención de la humanidad.

Todo está consumado

Los otros tres evangelistas anotan que Jesús murió después de dar un gran
grito. Sólo san Juan cita las últimas palabras de Jesús antes de exhalar el
último suspiro: Todo está cumplido (Jn 19, 30). Los luchadores griegos
cuando tenían totalmente vencido a su contrincante, daban un gran grito.
Jesús no muere como un derrotado, sino como un triunfador. “Todo está
cumplido” significa que ya ha llevado a cabo la terrible misión para la que
había venido al mundo: para ser inmolado por la salvación de los hombres.
Ha llegado la hora de su glorificación. De su triunfo.
“Todo está cumplido” significa que se han verificado al pie de la letra
todas las profecías mesiánicas con relación al martirio del Mesías. Todo lo
que el salmo 22 predecía acerca del suplicio del Mesías se ha realizado en su
totalidad. Ha sido atravesado por una lanza, como lo había anticipado el
profeta Zacarías. En la cruz, Jesús ha quedado desfigurado, sin rostro,
doliente, como lo había visto, 700 años antes, el profeta Isaías: como el
Siervo sufriente, como el Cordero llevado en silencio al matadero con los
pecados de todos.
Durante su vida Jesús varias veces había hablado de “su hora”, el
momento culminante de su pasión y muerte. Toda su vida estaba encaminada
a este momento decisivo para el que había sido enviado por el Padre. En el
Getsemaní, tuvo pavor de este instante; por eso había rezado: Padre, si es
posible, que pase de mí este cáliz.
Ahora el cáliz ya había pasado. “Todo se había cumplido” como Dios
Padre lo había ordenado. Ahora, Jesús, ya podía entregar su Espíritu. Alonso
Schokel, en su versión de la Biblia, traduce: Y, reclinando la cabeza, entregó
el Espíritu (Jn 19, 30). Schokel escribe con mayúsculas Espíritu. Muchos
comentaristas afirman que debe ser así, pues Jesús, al morir, en la cruz, ha
cumplido ya la obra de la redención de la humanidad y puede entregar su
Espíritu Santo. Esto nos hace recordar el momento en que Jesús prometió
ríos de agua viva para los que creyeran en él. En esa oportunidad, Juan
anota: Se refería al Espíritu Santo que iban a recibir los que creyeran en él.
Porque aún no había Espíritu, pues todavía Jesús no había sido glorificado
(Jn 7, 39). Para san Juan la glorificación de Jesús se lleva a cabo en el
momento que muere en la cruz. De aquí que Jesús, ahora, ya puede entregar
su Espíritu Santo. Y, en efecto, es lo primero que hace, cuando se aparece a
sus apóstoles. Les dice: Reciban el Espíritu Santo (Jn 20, 22).

Ante la cruz de Cristo


Ante la cruz de Cristo hay que tomar partido. La sangre de Cristo se
acepta para salvación o se rechaza para condenación. Judas estuvo muy
cerca de Jesús, pero murió envuelto en su propia sangre y no en la de Jesús.
El mal ladrón fue salpicado por la sangre de Cristo; pero murió blasfemando.
Los dirigentes religiosos, los más preparados para descubrir al Mesías
anunciado en la Escritura, estuvieron ante la cruz para gritar: “¡Qué su
sangre caiga sobre nosotros!” Los soldados, que jugaban a los dados de
espaldas a la cruz, para sortear la túnica de Jesús, ni siquiera captaron el
sentido profundo del sacrificio cruento de Cristo.
El buen ladrón fue salpicado por la sangre de Cristo. Se sintió
compungido por sus palabras. Terminó confesándose en público y clamando
a Jesús: la sangre de Cristo surtió efecto para él. Nicodemo y José de
Arimatea temían definirse como discípulos de Jesús. Ahora, frente a la cruz
de Cristo, recibieron todo el valor necesario para no avergonzarse de Jesús:
para confesar su fe profunda en él. Un centurión, que se apartó del grupo de
los soldados, comenzó a oír y ver todo lo que sucedía alrededor de la cruz.
Terminó haciendo un acto de fe en Jesús: ¡Verdaderamente éste era Hijo de
Dios! (Mt 27, 54).
En el Antiguo Testamento, a los leprosos, que sanaban, se los rociaba con
sangre para testificar su curación. A los que eran apartados para el servicio
de Dios, también se los rociaba con sangre. El sello que se ponía en los
pactos era la sangre del sacrificio. La cruz de Cristo, su sangre, nos cuera de
nuestra lepra espiritual, el pecado. Nos consagra para Dios en el Bautismo.
Nos constituye hijos de Dios de la Nueva Alianza.
Nosotros nos acercamos a la cruz de Cristo, no para ponernos sentimentales,
sino para ser favorecidos con la sangre preciosa del “Cordero sin mancha y
sin defecto”, que nos purifica, y nos justifica, nos pone en buena relación
con Dios y nos entrega su Espíritu Santo para tener una vida abundante.
20. SIGNIFICADO DE LA RESURRECCIÓN DE JESÚS

Los evangelistas sinópticos, al referirse a la resurrección del Señor, se


esmeran en presentar argumentos para probar la autenticidad de la
resurrección de Jesús. El evangelista San Juan opta por otro camino. San
Juan fue un testigo ocular de todos los acontecimientos de la pasión,
sepultura de Jesús y resurrección. Como testigo de primera mano, San Juan,
más que presentar pruebas de la resurrección del Señor, narra cómo varias de
las personas conocidas de la comunidad se encontraron con Jesús resucitado.
Este es un camino muy seguro para probar la autenticidad de la resurrección
de Jesucristo.

El testimonio de San Juan

San Juan narra cómo María Magdalena va de madrugada al sepulcro del


Señor para concluir de embalsamar el cuerpo de Jesús. Por la prisa de la
víspera de la pascua y el descanso del sábado, que iniciaba en la tarde del
viernes, tuvieron que embalsamar muy a la carrera de Jesús. Ahora, María
Magdalena, quiere terminar del todo el proceso de embalsamamiento.
También va al sepulcro apenas clarea el día porque siente el impulso de su
corazón de ir a llorar al sepulcro de Jesús.
La sorpresa de la Magdalena fue encontrar corrida la enorme piedra que
cerraba el sepulcro. Ni por un instante le pasó por la mente que Jesús hubiera
resucitado. Más bien pensó en un robo, en una posible profanación del
cadáver del Señor. Corrió inmediatamente a dar parte a la “jerarquía” de la
Iglesia: a Pedro y a Juan.
Aquí comienza el testimonio personal de Juan con respecto a su encuentro
con la resurrección. Juan, detalladamente, nos cuenta cómo Pedro y él fueron
corriendo al Sepulcro. Al encontrarlo vacío, Juan narra que Pedro sólo se
limitó a comprobar que no estaba el cuerpo del Señor. No hizo ningún
comentario. Juan, por su parte, nos testifica que, al ver la sábana en la que
habían envuelto al Señor y el sudario aparte, “VIO Y CREYO PORQUE
AUN NO HABIAN ENTENDIDO LA ESCRITURA QUE ERA
NECESARIO QUE ÉL RESUCITARA DE LOS MUERTOS“ (Jn 20, 9).
El testimonio de Juan es de suma importancia. San Juan creyó en la
resurrección de Jesús antes de haberlo visto resucitado. Es que Juan era el
mejor preparado de todos para creer: Juan había recostado su cabeza en el
pecho de Jesús durante la Ultima Cena. Juan era el único de los apóstoles
que había estado, minuto a minuto, junto a la cruz del Señor; había
participado también en el entierro. Juan era el único que no había negado a
Jesús. Por eso su corazón y su mente estaban más abiertos para creer lo
increíble.
San Juan afirma que, al ver el sepulcro vacío, comprendió todo lo que la
Escritura decía acerca de la muerte y resurrección del Mesías. Aquí, Juan
está indicando que la Biblia es el camino seguro para poder llegar a la fe en
la muerte y resurrección de Jesús. Por eso Jesús recomendó: Escudriñen las
Escrituras… ellas hablan de mí (Jn 5, 39). La fe -dice San Pablo- viene como
resultado de oír el mensaje que habla de Jesús (Rm 10, 17). Cuando
acudimos a la Escritura, es Dios que, por medio del Espíritu Santo, nos va
llenando de fe hasta encontrarnos con Jesús resucitado, que es la respuesta
para todas las interrogantes del hombre.

Las primeras manifestaciones

María Magdalena se queda llorando junto al sepulcro. De pronto ve a


alguien que está junto a ella. Cree que se trata del jardinero, y sospecha que
sea él quien se ha llevado el cadáver de Jesús. Le suplica que le diga dónde
lo ha colocado. Magdalena escucha la inconfundible voz de Jesús que le
dice: María. Es la primera aparición de Jesús resucitado. Se manifestó,
precisamente, a una laica, a alguien de quien había expulsado siete
demonios. María amaba inmensamente a Jesús, y eso era lo que contaba para
el Señor. Inmediatamente, Jesús envía a María Magdalena a dar la noticia de
su resurrección a los demás discípulos.
No deja de impresionar que Jesús, para llevar la noticia más fabulosa del
mundo -la resurrección-, no escogió a Pedro ni a Juan, ni a ninguno de los
apóstoles. Designó para eso a una laica de la que había expulsado siete
demonios. Aquí se ve plenamente realizada la promesa de Dios: Aunque los
pecados de ustedes fueran rojos como la grana, quedarán más blancos que
la nieve (Is 1, 18). Para Jesús lo que contaba era el amor de María
Magdalena. Su confianza total en él. Por eso la escogió para ser la primera
anunciadora de la resurrección. Todo el que se encuentra con Jesús
resucitado es enviado a llevar la noticia, a Evangelizar. Después que Jesús se
le aparece a María Magdalena, la envía inmediatamente a Evangelizar, a
compartir con los demás su gozo, su regalo.
Algunos se han preguntado por qué la Virgen María no va junto con las
mujeres al sepulcro. La Virgen María es el modelo del cristiano: Jesús había
asegurado que resucitaría, y ella esperaba en silencio que se realizaría la
promesa de su Hijo. Creía que el sepulcro no era la conclusión de todo.
Cuando todos, fallaban, María permanecía firme en la fe.
Aparición a los apóstoles

Posiblemente en el mismo lugar en donde se había celebrado la Ultima


Cena, se encontraban los temerosos apóstoles. Cada pequeño ruido era
agrandado en el silencio por su miedo; temían que la guardia romana fuera a
capturarlos. San Juan hace constar que las puertas y ventanas del salón
donde les apareció el Señor estaban cerradas. Jesús, en su nueva dimensión
de resucitado, pasa a través de las paredes. Así lo había hecho también al
resucitar del sepulcro. El evangelio afirma que un ángel corre la piedra del
sepulcro. No lo hace para que Cristo pueda salir, sino para que los demás
puedan comprobar que Jesús no está dentro.
Es explicable el susto de los apóstoles ante Jesús que de pronto se coloca
en medio de ellos. El Señor tuvo que comenzar por calmarlos, por llamarlos
por su nombre, para que se fuera todo temor, todo miedo.
En su Evangelio, San Juan dejó consignados varios de los detalles de esta
famosa aparición de Jesús a los apóstoles. Cada dato que Juan nos
proporciona lleva un significado profundo que no se nos debe escapar.
LA PAZ ESTE CON USTEDES (v. 20). Es lo primero que el Señor les
dice, y era lo que más necesitaban los temerosos apóstoles en ese momento.
Cada uno se sentía con un enorme “complejo de culpa”: habían negado a
Jesús, lo habían dejado solo. Cuando el Señor comienza por desearles paz,
los apóstoles experimentan como que alguien les quitara un tremendo peso
de su conciencia. Era como que Jesús les dijera: “No se aflijan por lo que
pasó: alégrense porque ya estoy de nuevo con ustedes”.
LES MOSTRO LAS MANOS Y EL COSTADO (v. 20). Juan había
estado junto a la cruz y había visto cómo el soldado le clavaba la lanza a
Jesús en el corazón del que brotó sangre y agua. Ahora el Señor les mostraba
las cicatrices de sus manos y costado como para hacerles ver que ése era el
“precio” de la paz que ahora les podía regalar. Esa paz que era perdón, gozo,
fortaleza.
COMO MI PADRE ME ENVIO, ASI LOS ENVIO YO A USTEDES (v.
21). Jesús era un “embajador” del Padre para traer a los hombres el
evangelio de salvación y la salvación misma por medio de su muerte y
resurrección. Ahora, Jesús, envía a sus apóstoles para que ellos también sean
“embajadores” suyos para que cuenten a todo el mundo quién había sido
Jesús y lo que habían visto y oído de él. Todo evangelizador es el que se ha
encontrado con Jesús resucitado y se siente enviado a llevar la noticia a sus
hermanos.
RECIBAN EL ESPIRITU SANTO (v. 22). A sus apóstoles, Jesús no los
envía por su propia cuenta. Les comunica el poder de su Espíritu Santo para
que puedan cumplir la misión que les encomienda. Algunos comentarista de
la Biblia han llamado “adelanto de Pentecostés” a esta entrega del Espíritu
Santo que Jesús les hace a sus discípulos el día de la resurrección.
San Juan, cuando Jesús prometió el Espíritu Santo como ríos de agua viva
dentro del que creyera en él, hizo notar: Aún no había venido el Espíritu
Santo porque Jesús no había sido aún glorificado (Jn 7, 39). En la cruz,
Jesús es glorificado. Ahora, ya puede entregar su Espíritu Santo. Y es lo
primero que hace con sus apóstoles.
A QUIENES LES PERDONEN LOS PECADOS, LES QUEDARAN
PERDONADOS, A QUIENES NO SE LOS PERDONEN, LES
QUEDARAN SIN PERDONAR (v. 23). Jesús, como Dios que era,
perdonaba pecados. Ahora, que ya no iba a estar físicamente en la tierra,
cedía el ministerio del perdón a su Iglesia por intermedio de los “sacerdotes”
del nuevo Testamento, que acababa de ordenar en la Ultima Cena.
Al recibir el ministerio del perdón, los apóstoles se sintieron perdonados
ellos mismos por Jesús. Y, al mismo tiempo, portadores del perdón de Dios
para los demás. Por eso, más tarde, en una de sus cartas, San Juan va a
escribir: Si confesamos nuestros pecados, fiel y justo es Dios para
perdonarnos y limpiarnos de toda maldad (1Jn 1, 9).
Todo cristiano es el que ha tenido un encuentro personal con Jesús
resucitado. Ha aceptado el valor de sus llagas y por eso se siente perdonado,
sanado. Pero, además, se siente enviado por el mismo Jesús a compartir con
los demás su vivencia cristiana. Todo cristiano, una vez que se ha encontrado
personalmente con Jesús, es enviado a evangelizar, y para eso, el Señor le
comunica su Espíritu Santo.

Encontrar a Jesús en comunidad

A continuación, San Juan pasa a exponer que no todos pueden encontrarse


con Jesús resucitado fácilmente. San Juan expone el caso del apóstol Tomás.
Pasó por una crisis de fe, cuando Jesús fue sepultado. Se alejó de la
comunidad. Cuando el Señor se les apareció a los apóstoles, Tomás estaba
ausente. Esta comunidad “pascual” fue la que se acercó a Tomás a compartir
su vivencia del encuentro con Jesús resucitado. Tomás se mostró sumamente
reacio. Hasta llegó a decir que no iba a creer, si antes no metía su mano en el
costado de Jesús. El amor de sus hermanos, de su comunidad, su testimonio
de gozo, hizo que Tomás volviera a la comunidad. Cuando estaba de nuevo
entre ellos, Jesús resucistado se les volvió a aparecer. Tomás cayó de rodillas
y dijo: Señor mío y Dios mío (Jn 20, 28).
Juan aporta otro dato acerca de la importancia de la comunidad para que
Jesús resucitado se manifieste. Cuenta Juan que, unos días después, se
encontraban en una barca siete apóstoles. Había desánimo entre ellos porque
durante toda la noche no habían podido pescar nada. De pronto, desde la
orilla, Jesús les gritó: Echen la red a la derecha. Tuvieron una pesca
milagrosa. Al llegar a la orilla, Jesús les tenía preparada una comida.
La intención de San Juan es muy clara: el estar en comunión, en
comunidad, favorece la manifestación de Jesús. El ausentarse de la
comunidad, dificulta el encuentro con Jesús resucitado.
Jesús le dice a Tomás algo de mucha importancia: Tú has creído porque
has visto; bienaventurados los que creen sin ver (Jn 20, 29). De esta manera,
Jesús les estaba anticipando a sus discípulos, que, de ahora en adelante, no
debían pretender verlo físicamente. Tendrían que encontrarlo por la fe.
Serían dichos, si así lo hicieran.

Dos cosas más

Hacia el final de su Evangelio, San Juan exhibe la escena en que Jesús le


pregunta a Pedro, si lo ama. Pedro está un poco confundido. No sabe si Jesús
le está echando en cara sus negaciones. Jesús termina por indicarle a Pedro
cómo demostrarle su amor; le dice: “Apacienta mis ovejas; apacienta mis
corderos” (Jn 24, 15-17). Para Jesús lo que cuenta son los hechos. Por eso,
en la Ultima Cena, les decía a sus discípulos: Si ustedes me aman, guardarán
mis mandamientos (Jn 14, 15). La manera de demostrarle al Señor nuestro
amor, es cumplir lo que él nos ha encomendado.
Los comentaristas insisten en que el capítulo 21 de Juan es un apéndice.
Propiamente el Evangelio de Juan concluye con el capítulo 20. Y es,
precisamente, al concluir este capítulo que Juan escribe: Estas (cosas) se han
escrito para que crean que Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios, y para que
creyendo tengan vida en su nombre (Jn 20, 31). Antes, Juan nos había
compartido que ante el sepulcro vacío, él había recordado todo lo que decía
la Escritura acerca de la muerte y resurrección del Señor. Ahora, Juan nos
deja esta Escritura acerca de sus experiencias junto a Jesús para que, a su
vez, nos sirva para encontrarnos también nosotros con un Jesús resucitado,
que sea respuesta, para nuestros enigmas, y nos conceda la vida eterna por
medio de su Espíritu Santo.
21. SIGNIFICADO DEL ENCUENTRO CON JESÚS

Dialogaba con un grupo de universitarios. Me decían que habían estado


reflexionando acerca de las varias religiones en el mundo, y que habían
llegado a la conclusión de que todas las religiones eran buenas. Yo les dije
que les iba a exponer mi punto de vista, valiéndome de una comparación. Si
durante muchos años hemos estado escribiendo en una máquina de escribir,
y de pronto aprendemos a manejar una computadora, podemos comprender
la gran diferencia que existe entre la máquina de escribir y la computadora.
Cuando nos hemos encontrado «personalmente con Jesús», respetamos a los
que profesan otra religión, pero no nos pasa por la mente poner a Jesús en el
mismo nivel de otros fundadores de religiones. Cuando uno se ha encontrado
personalmente con Jesús, uno está seguro de que ha encontrado un tesoro
inigualable que los demás no tienen.
Muchos cristianos nunca han tenido un encuentro personal con Jesús. De
allí viene su «confusión». Por eso, un día aparecen en la iglesia, otro van a
un centro espiritista, visitan a los yogas, consultan a los que «tiran las
cartas», aceptan algunas teorías de los rosacruces, sienten curiosidad por Sai
Baba. La raíz de estas inseguridades y desviaciones se encuentra en que
estas personas nunca han encontrado personalmente a Jesús como un tesoro
en su vida.
Mucha razón tuvo Jesús cuando, después de haber predicado y hecho
milagros ante los apóstoles, les preguntó: ¿Y ustedes qué piensan de mí? (Mt
16, 15). Los apóstoles le acababan de comentar al Señor lo que la gente
decía de él. Jesús, ahora, les pidió una respuesta de tipo personal. Lo que los
teólogos, los científicos, los pensadores, los psicólogos, los historiadores
dicen de Jesús puede servirnos a nosotros como punto de arranque para sacar
nuestras propias conclusiones acerca de Jesús. Lo cierto es que a Jesús lo
debemos conocer personalmente. No por lo que los demás digan acerca de
él, sino por nuestra experiencia personal. Es la única manera de ser cristiano.
El que no es cristiano en todo el sentido de la palabra.
La manera en que algunos personajes del Evangelio se encontraron con
Jesús, puede ser para nosotros una guía segura para tener un encuentro
personal con él. Por eso, veamos el caso de algunos personajes del Evangelio
que tuvieron experiencia personal de Jesús.
Inteligencia y Espíritu

Una noche, un sabio judío, especialista en las Escrituras, fue a visitar a


Jesús. Se llamaba Nicodemo. Comenzó diciéndole a Jesús: Nadie puede
realizar las señales que tu realizas, si Dios no está con él (Jn 3, 2).
Nicodemo con su intelecto había descubierto que Jesús no era como los
demás maestros de la ley: había algo divino en él que los demás no tenían.
Jesús aceptó la conclusión a la que había llegado Nicodemo, pero le añadió
algo que el sabio judío ignoraba. Le dijo que para ingresar en el reinado de
Dios debía volver a nacer del agua y del Espíritu Santo (Jn 3, 3). Lo que
Jesús le estaba indicando a Nicodemo era que no bastaba con lo que su
intelecto había descubierto. Le faltaba algo indispensable: tenía que
convertirse. Y eso no lo podría lograr con sus propios medios: necesitaba la
acción directa del Espíritu Santo.
El encuentro personal con Jesús sólo se puede alcanzar por la acción del
Espíritu Santo en nosotros. Esto lo expresó Jesús con claridad ante Pedro.
Jesús les preguntó a los apóstoles qué pensaban acerca de él, Pedro
respondió: Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo (Mt 16, 16). Jesús le acotó:
Pedro esto no te lo ha revelado la carne ni la sangre, sino mi Padre que está
en el cielo (Mt 16, 17). Nadie puede sólo con su intelecto descubrir la
personalidad divina de Jesús. Esta es obra del Espíritu Santo en nosotros.
También San Pablo llegó a esta misma conclusión. Desde joven, Pablo
había estudiado las Escrituras. Era un especialista en la Palabra de Dios.
Pero nunca se había encontrado con el protagonista de las Escrituras, que es
Jesús. El Señor mismo lo indicó, cuando dijo: Escudriñen las Escrituras…
ellas hablan de mí (Jn 5, 39). Pablo solamente con su inteligencia no había
logrado encontrarse con Jesús en las Escrituras. Más tarde, Pablo va a
escribir: Nadie puede decir: Jesús es Señor, si no es por el Espíritu Santo
(2Co 12, 3). El encuentro personal con Jesús es obra del Espíritu Santo en
nosotros.
El encuentro personal con Jesús no se queda en un plano puramente
intelectual: lleva implícita la «conversión», el dejar lo malo y enfilar por el
camino del Evangelio. Hay que cambiar de manera de pensar y de actuar.
Era lo que Jesús llamaba «volver a nacer».
Es impresionante observar cómo se convirtió más rápidamente el gran
pecador Zaqueo que Nicodemo. Cuando Jesús se autoinvitó para ir a la casa
de Zaqueo, éste escuchó la palabra de Jesús, y terminó por confesarse en
público esa misma noche. Se comprometió a dar la mitad de sus riquezas a
los pobres y a reparar el daño causado a otras personas. Nicodemo, en
cambio, no se rindió ante Jesús la noche en que fue a visitarlo. Se tomó su
tiempo. El día que crucificaron a Jesús, mientras los discípulos se escondían
y negaban a Jesús, Nicodemo salió a dar la cara y a demostrar que se había
convertido por obra del Espíritu Santo y que creía firmemente en Jesús como
el enviado de Dios.
El encuentro personal con Jesús sólo se puede llevar a cabo por la acción
del Espíritu Santo, que nos lleva a una conversión profunda, que se compara
con un nuevo nacimiento. De aquí que San Pablo definía el encuentro
personal con Cristo como el inicio una nueva vida; decía Pablo: El que está
en Cristo es nueva criatura: lo viejo ya pasó (2Co 5, 17).

La experiencia de Jesús

San Juan en su Evangelio nos narra vívidamente cómo fue su encuentro


personal con Jesús. Juan había sido discípulo de Juan Bautista: él le había
señalado a Jesús como el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo, el
único que podía bautizar con el Espíritu Santo. Un día, Juan y su amigo
Andrés decidieron ir a conocer a Jesús. Iban detrás de él, cuando el Señor se
volvió hacia ellos y les dijo: ¿Que buscan? (Jn 1, 38). Estas son las primeras
palabras que Jesús pronuncia en el Evangelio de San Juan. Jesús se les
presenta a aquellos discípulos como la «respuesta» a todas sus inquietudes
espirituales. Juan y Andrés le preguntaron que dónde vivía; el Señor les
respondió que si querían conocerlo debían irse con él. Así lo hicieron. Ese
día se encontraron con Jesús como el Mesías de Dios. Juan nunca pudo
olvidar aquel día memorable; hasta dejó consignada en su Evangelio la hora
exacta de su encuentro con Jesús: era las cuatro de la tarde.
Al no más encontrarse con Jesús, ellos salieron disparados a buscar a sus
respectivos hermanos para compartir con ellos la buena noticia y llevarlos a
Jesús. Andrés fue a buscar a su hermano Simón -Pedro-. Juan fue en busca
de su hermano Santiago. Hemos encontrado al Mesías (Jn 1, 41), fueron las
palabras con que Andrés le presentó el Evangelio a su hermano Simón.
A Jesús no se le puede encontrar a la carrera. El Señor es la respuesta para
nuestras inquietudes espirituales, pero hay que irse a vivir con él. Hay que
hacer «la experiencia con Jesús». El Señor les indicó a Juan y Andrés que si
querían conocerlo debían irse con él. Es lo que le ha faltado a muchos. No
han tenido «tiempo» para irse con Jesús. Les ha alcanzado el tiempo para
todo, menos para buscar una «experiencia con Jesús». Se trata de una
oración más prolongada, de oír más sonoramente la Palabra de Dios. De
romper con todo lo que nos impida ir en pos del Señor que se nos quiere
manifestar.
Cuando alguien se ha encontrado personalmente con Jesús, siente la
urgencia de compartir su hallazgo con las personas queridas. Andrés se fue
corriendo a buscar a su hermano Simón para llevarlo a Jesús. Si en la Iglesia
muchos no demuestran ansias de evangelizar es porque no han tenido un
encuentro personal con el Señor. Conocen sólo intelectualmente al Señor:
todavía no es un Jesús real, vivo en su existencia.

La palabra como espada

Una definición acertadísima de la Palabra de Dios: una espada que se


hunde hasta las profundidades más recónditas del alma (Hb 4, 12). Eso fue
lo que le sucedió al buen ladrón. El había estado a la par de Jesús en muchos
lugares: en la cárcel, en el camino hacia el Calvario, en la cruz. Según el
testo evangélico, tanto el buen ladrón como el malo insultaban, al principio,
al Señor. La clave de la conversión del buen ladrón estuvo en las seis horas
que éste permaneció en la cruz escuchando las «siete palabras de Jesús”. San
Marcos afirma que Jesús fue crucificado a las nueve de la mañana y que
murió a las tres de la tarde. La Palabra de Dios, al fin, caló en el corazón del
buen ladrón. Fue una espada aguda que se le hundió en profundidad. De
pronto se sintió pecador. Reprochó al otro ladrón, que seguía insultando a
Jesús. Le hizo ver que él era inocente, que ellos sí eran delincuentes. Pero no
se quedó allí. Dirigió su mirada hacia el Señor, y con la fe que le había
venido del oír la Palabra, le dijo: Jesús, acuérdate de mí, cuando estés en tu
reino (Lc 23, 42).
La Palabra de Dios fue la que horadó el corazón de piedra del buen
ladrón, a quien la tradición llama Dimas -san Dimas-. Esa Palabra dentro de
su corazón le convenció de pecado y provocó en él la fe en Jesús como el
que podía salvarlo. Por eso le suplicó que le concediera un rincón en su
reino.
Por medio de la Palabra de Dios, se llega a conocer a Jesús como Salvador
y Señor de nuestra vida. Es la Palabra de Dios la que quebranta nuestro
corazón de piedra para que ingrese la gracia y el Espíritu Santo provoque la
fe del corazón que nos salva. Una de las urgencias en el proceso de nueva
evangelización es la intensificación de la predicación de la Palabra de Dios.
Es la única llave que puede abrir el corazón para que ingrese la fe, la
salvación.

La Fe del corazón

Apolos se llamaba el gran predicador que llegó de Alejandría. A todos los


admiraba; sin embargo, Aquila y Priscila -una pareja de esposos muy
espirituales- pronto detectaron que a aquel gran predicador le faltaba algo:
un encuentro personal con Jesús. Con mucha caridad lo ayudaron. De esta
manera, a sus dotes oratorias, Apolos añadió la fe del corazón, y llegó a ser
un predicador con mucho poder de Dios en la comunidad, así lo cuenta el
libro de los Hechos de los Apóstoles (Hch 18, 24).
Heribert Müller es un famoso teólogo católico, especialista en la teología
del Espíritu Santo. Un día recibió el Bautismo en el Espíritu Santo, y pudo
escribir: «Durante 15 años he conocido al Espíritu Santo con el intelecto,
ahora lo conozco con el corazón». Es un caso muy repetido: muchos, como
Apolos y Heribert Müller, tienen muchos conceptos acerca de Jesús. Pueden
ser teólogos muy sabios, pero es muy posible también que no tengan
experiencia personal de Jesús. No han tenido un encuentro personal con el
Señor. Mientras no haya llegado este encuentro, no puede haber un
cristianismo auténtico. Habrá religiosidad, buena voluntad, pero no
cristianismo. La única manera de ser cristiano es conocer personalmente a
Jesús. Las otras maneras de pretender ser cristianos no son las auténticas.
Cuando el extorsionador Zaqueo se bajó del árbol para recibir a Jesús en
su casa, se había encontrado únicamente con un personaje famoso a quien
todos aclamaban. Cuando Zaqueo escuchó la palabra de Jesús, que cenaba
en su casa, Zaqueo no pudo resistir más: se puso de pie e hizo una confesión
pública de sus pecados. Le prometió a Jesús que iba a repartir la mitad de sus
riquezas entre los pobres, y que iba a reparar el mal causado a otras
personas. Ahora, Zaqueo ya no veía a Jesús sólo como un personaje famoso,
sino como el Mesías, el enviado de Dios. Por eso Jesús le pudo decir en ese
instante: Zaqueo, hoy ha legado la salvación a tu casa (Lc 19, 9). La
salvación de Jesús sólo nos puede llegar cuando por la fe lo encontramos
personalmente como nuestro Salvador y Señor.

La fe por el oír

Un etíope -un cortesano de la reina Candace- iba en su carruaje; se le


ocurrió abrir las Escrituras de los judíos; se encontró con el capítulo 53 del
profeta Isaías en donde se describe al Mesías como un cordero que en
silencio es llevado al matadero con los pecados de todos. El Espíritu Santo
impulsó misteriosamente al evangelista Felipe a que se acercara al carruaje
del etíope. Felipe se valió de la figura de Jesús como Salvador (Hch 8, 34-
39). La Palabra de Dios, expuesta con la unción del Espíritu Santo, provocó
en el etíope un encuentro personal con Jesús. Aquel pagano pidió ser
bautizado. La Biblia lo describe gozoso que regresa a su patria. Seguramente
llegó a ser uno de los primeros evangelizadores de ese país.
Dice la carta a los Romanos: La fe viene como resultado del oír la
Palabra que nos habla del mensaje de Jesús (Rm 10, 17). Es la predicación
ungida la que se mete por el oído y se va al corazón. Una vez que ingresa la
fe en Jesús al corazón, llega la salvación.
Hay urgencia de evangelizadores ungidos por el Espíritu Santo que, de
persona a persona, puedan llevar el Evangelio a las personas para que
puedan tener un encuentro personal con Jesús, que cambie para siempre el
rumbo de sus vidas. Para que se encuentren con un Jesús que los salva y los
envía a evangelizar.
Lo mismo sucedió en la casa de un militar romano llamado Cornelio. Era
un hombre caritativo y piadoso; desconocía quién era Jesús. El Espíritu
Santo lo llevó invitar a Pedro a su casa. Mientras Pedro les predicaba el
«Kerigma» -lo básico acerca de Jesús-, el Espíritu Santo se derramó en los
miembros de aquella familia. Allí hubo lenguas, profecía, gozo, alabanza. En
ese momento, Jesús resucitado se hizo presente en esa familia por medio de
su Espíritu Santo, que se manifestó carismáticamente (vea Hch 10).
Los miembros de la familia de Cornelio eran «buena gente», pero
desconocían la salvación que viene de la fe en Jesús. Su vida se revolucionó
totalmente desde que el Señor ingresó en su casa por medio de la
predicación de Pedro. De paganos se convirtieron en cristianos. La fe
salvadora los hizo experimentar la presencia viva de Jesús resucitado en sus
vidas, en su hogar.
Muchas familias son «buena gente», como la familia de Cornelio. Jesús es
para ellos como un «ilustre invitado», pero no el Señor de su familia. Hasta
que no tengan un encuentro personal con Jesús, no van a experimentar lo que
verdaderamente significa ser cristianos. No van a saber hacer la diferencia
entre un Jesús «Huésped de honor», y un «Jesús que salva y reina» en el
hogar.

Nueva criatura

El carcelero que cuidaba a san Pablo, es más que seguro que era hosco,
terrible. Por algo era carcelero. Tenía bajo su custodia no a ángeles, sino a
peligrosos delincuentes. Aquel carcelero comenzó a ser impactado por el
Testimonio de Pablo y de su compañero Silas. Después de haber sido
flagelados, todavía con la espalda sangrante, Pablo y Silas, a media noche,
entonaban cánticos religiosos. Eso era inaudito. El carcelero estaba
acostumbrado a oír las palabrotas y blasfemias de los presos. De pronto se
vino un terremoto. Las puertas de la cárcel se abrieron. El carcelero tomó un
puñal para suicidarse, pues pensó que los presos se habían fugado, y, cuando
esto sucedía, había pena de muerte para el carcelero. Pablo le gritó: le hizo
ver que no se habían escapado. El carcelero cayó de rodillas diciendo: ¿Qué
debo hacer para salvarme? (Hch 16, 30) Pablo le contestó: Cree en el Señor
Jesucristo y te salvarás tú y tu familia (Hch 16, 31). El carcelero fue
rápidamente evangelizado por Pablo. Terminó pidiendo ser bautizado con
toda su familia.
Y aquí un camino total. Aquel hosco carcelero se convirtió en un
bondadoso anfitrión: convidó a Pablo y a Silas a pasar a su casa; les lavó las
heridas, les sirvió una cena caliente. Todos juntos en familia alabaron y
bendijeron a Jesús que se había hecho presente en aquel hogar por medio de
su Espíritu Santo.
Un encuentro personal con Jesús cambia la vida de las personas. Por eso
Pablo, más tarde, va a escribir: La fe viene como resultado del oír el mensaje
que habla de Jesús (Rm 10, 17). Para muchos su cristianismo consiste en
pecado y confesión, confesión y pecado. Su normalidad es la falta de
comunión con Dios. Es porque su cristianismo no está cimentado en un
encuentro personal con Jesús. Su cristianismo consiste en acumulación de
prácticas de piedad. El día que se encuentren personalmente con Jesús, van
experimentar la salvación de Jesús, que convierte a las personas en «nuevas
criaturas» (2Co 5, 17), que hace que rompan con su pasado mundano e
inicien su «andar en el Espíritu»; que dejen los frutos de la carne, y
comiéncen a producir los frutos del Espíritu (Gal 5, 22).
En el Evangelio de san Marcos, cuando Jesús comienza a predicar, dice:
Conviértanse y crean en el Evangelio. (Mc 1, 15). Para Jesús, un encuentro
personal con él, debe iniciar con una «conversión», un cambio de manera de
pensar y de actuar. No se puede ser cristiano si no se vive normalmente en
Gracia de Dios. Si no hay un cambio de vida. Si no aparece «una nueva
criatura», si el hombre viejo no ha sido enterrado, si el hombre nuevo -el
hombre espiritual- no se evidencia en el individuo.

La vida en Cristo

El gran problema en la Iglesia es que para muchos Jesús todavía es el


personaje de un libro de historia. Para ellos Jesús está en su libro y no en su
corazón. Todavía no han tenido un encuentro personal con el Señor. Todavía
Jesús no es alguien real, que vive en sus mentes y corazones. Un amigo. Un
compañero de viaje. Un resucitado que sigue hablando, consolando,
sanando, bendiciendo.
San Pablo no conoció personalmente a Jesús; pero tuvo un encuentro
especialísimo con Jesús resucitado por medio de una visión. De allí en
adelante, para Pablo, Jesús fue un personaje real en su vida. Un día escribió:
Por causa de Cristo lo he perdido todo, y todo lo considero basura a cambio
de ganarlo a él y encontrarme unido a él (Flp 3, 8). Fue el mismo Pablo el
que aseguró: Para mí la vida es Cristo (Flp 2, 20). Cuando Pablo estaba por
despedirse de la vida, llegó a expresar su sentir sobre Jesús, cuando escribió:
Deseo morir y estar con Cristo (Flp 1, 23). Eso había sido para Pablo su
encuentro personal con Jesús: lo había marcado para toda la vida. Había
cambiado el rumbo de su existencia.
Un día, cuando la gente quería milagros, Jesús, más bien, les pidió fe:
debían comer su cuerpo y beber su sangre. Todos comenzaron a abandonar
al Señor. Se quedó sólo con los apóstoles; Jesús les expresó que los dejaba
en libertad de marcharse. Pedro respondió en nombre de todos, y dijo: Señor,
¿a quién iremos?, Tú tienes palabras de vida eterna (Jn 6, 68). Pedro
confiaba plenamente en Jesús, sólo él podía tener palabras de Dios. Las
demás eran palabras humanas. Así concebía Pedro su encuentro personal con
Jesús. San Juan al hablar de su conocimiento de Jesús, afirmaba que había
«visto, oído y tocado» a Jesús. Su evangelio es el testimonio de lo que para
el representaba su encuentro personal con Jesús; así lo expresó, cuando
anotó: Estas cosas fueron escritas para que ustedes crean que Jesús es el
Cristo el Hijo de Dios, y para que creyendo tengan vida en su nombre (Jn 6,
31).
Ser cristiano no consiste en tener conocimientos acerca de Jesús y cumplir
con algunas normas de tipo evangélico. Se es cristiano hasta que se tiene un
encuentro personal con Jesús, y se manifiesta un «nuevo nacimiento» y una
«relación personal» con el Señor. Lo serio del asunto es que gran parte de los
que asisten a la Iglesia no han llegado a tener este encuentro personal con
Jesús.
Table of Contents
Para Mí, ¿Quién es Jesús?
Unas Preguntas
1. PARA MÍ, ¿QUIÉN ES JESÚS?
Segunda conversión
Perder para ganar
¿Sociedad cristiana?
Abran las puertas
2. ¿QUÉ DICE LA GENTE DE JESÚS?
Muchas opiniones
Los varios pasos
Hay que arrodillarse
3. ¿CREO EN JESÚS?
Hay que definirse
Se presento como el enviado
Nunca negó que era Dios
¿Quien es éste?
¿Cómo llegar hasta El?
4. ¿ES JESÚS SEÑOR DE MI VIDA?
¿Maestro o Señor?
Si me aman
Camino, verdad y vida
Indispensable proclamar
¿Jesús o Barrabás?
Unas Afirmaciones
5. JESÚS ES LA PALABRA DE DIOS
Jesús vida y luz
Hijo de Dios
La Palabra se encarnó
Ver a Dios
6. JESÚS ES EL CORDERO DE DIOS
El Cordero Pascual
En silencio al matadero
Una revelación
Una condición
Este es el Cordero de Dios
Lavar las túnicas
7. JESÚS ES LA LUZ DEL MUNDO
La Fe es un don
La Fe es dinámica
Niños en la fe
Vete a lavar
8. JESÚS ES EL CAMINO LA VERDAD Y LA VIDA
Jesús es el camino
Jesús es la verdad
Jesús es la vida
Conocer - Experimentar
9. JESÚS ES NUESTRO SALVADOR (I)
El sustituto
El siervo sufriente
El cumplimiento de la promesa
El famoso diálogo
Del agua y del Espíritu
Los espejismos
Un mundo no salvado
10. JESÚS ES NUESTRO SALVADOR (2)
Cómo nos salva Jesús
Los términos teológicos
Apropiación
11. JESÚS ES NUESTRO SANADOR
Jesús contra la enfermedad
Jesús envía a curar
Ante el misterio
¿Por qué curaba Jesús?
Que se las lleve…
Unos Temas
12. EL TEMA CLAVE DE JESÚS
Las parábolas
Las condiciones
Las pruebas
El precio
Algo mucho mejor
Huesos secos
13. EL MANDAMIENTO DE JESÚS
Amor a Dios
El amor al prójimo
Como Yo…
A la par nuestra
14. EL ENCUENTRO CON JESÚS
El encuentro
Cómo se llega a ese encuentro personal
¿Huésped o Señor?
Algo indispensable
Algo definitivo en la vida
Unos Regalos
15. JESÚS NOS REGALA LA EUCARISTÍA
El alimento que no perece
La carne y la sangre de Jesús
Los efectos del Pan de Vida
El maná y el Pan de Vida
La institución de la Eucaristía
La manera de comer el Pan de Vida
16. JESÚS NOS REGALA EL ESPÍRITU SANTO
Un Paráclito
El mundo no lo puede recibir
No los dejaré huérfanos
El ministerio de enseñanza
El testimonio
El que convence
Toda la verdad
También lo que ha de venir
Todo muy bonito, pero…
17. JESÚS NOS REGALA UNA IGLESIA
Jesús fundó una Iglesia
La misión de la Iglesia
La comunión de los santos
La jerarquía en la Iglesia
Como un hospital
Arca de salvación
Madre y Maestra
Los solitarios
18. JESÚS NOS REGALA UNA MADRE
Caná: el vino mejor
El tema mariano
Escena cristocéntrica
En el Calvario
El gran regalo
El primer devoto de María
Simplemente la madre
Unas Conclusiones
19. SIGNIFICADO DE LA MUERTE DE JESÚS
La inscripción en la cruz
La túnica de Jesús
Jesús entrega a su madre
No le quebraron las piernas
Sangre y agua
Todo está consumado
Ante la cruz de Cristo
20. SIGNIFICADO DE LA RESURRECCIÓN DE JESÚS
El testimonio de San Juan
Las primeras manifestaciones
Aparición a los apóstoles
Encontrar a Jesús en comunidad
Dos cosas más
21. SIGNIFICADO DEL ENCUENTRO CON JESÚS
Inteligencia y Espíritu
La experiencia de Jesús
La palabra como espada
La Fe del corazón
La fe por el oír
Nueva criatura
La vida en Cristo

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