El Borde Del Barranco
El Borde Del Barranco
El Borde Del Barranco
Por Jorge Accame
El hombre la siguió hasta la curva. La vio parada en el borde del barranco, con el brazo
extendido, inmóvil por unos segundos. Luego la perdió en la neblina.
Bajó de la camioneta y cerró con llave. En el fondo del monte divisó un automóvil rojo atorado
en la maleza. Era un atardecer nublado y el verde de las plantas resplandecía.
–Señora –llamó.
Comenzó a descender lentamente porque la barranca era casi vertical. Resbaló dos veces antes
de llegar y se rompió el pantalón. Pensó en la mujer. Se preguntó cómo se las habría arreglado
en una pared tan escarpada.
Escuchó un llanto de niño que provenía desde el interior del auto. Se aproximó y a través de
los vidrios astillados distinguió en el asiento de atrás un bebé de meses.
El hombre tanteó las puertas pero estaban trabadas. Con cuidado, terminó de romper el
parabrisas. Se retorció hacia adentro, llegó hasta el niño y lo sacó. Lo apoyó en el pasto,
envuelto en su campera.
Luego volvió por el conductor. Era la mujer que lo había detenido en la ruta. Empujó su cuerpo
hacia el respaldo. En el peso comprendió que estaba muerta. Una muerta serena, sin muecas
de dolor ni de miedo. Sólo en los suaves labios morados se alargaba un suspiro de cansancio,
porque su instinto de madre la había forzado a trabajar más allá de las jornadas humanas.
Viscoso en la oscuridad
Seguer y Guitián subieron de noche, por no contradecir a la viuda, porque ella decía que sería
más fácil si lo sorprendían dormido.
Llevaron linternas, sogas para enlazarlo, una jaulita de medio metro de largo; y dos cuchillos y
un revólver por si se retobaba. Aunque como la mujer les rogaba que le tuvieran paciencia y
trataran de no lastimarlo, estaban dispuestos a no usar las armas. Ella se conformaba con que
lo soltaran lejos, en el monte, porque estaba fastidiada de tenerlo frente a la casa.
Los hombres treparon por la escalera con cuidado de no hacer ruido. Juan Seguer iba adelante.
Apoyó las cosas en la primera superficie plana que encontró y, haciendo fuerza con sus brazos,
subió de un salto. Luego ayudó a Mario Guitián. Arriba había un olor caliente y nauseabundo,
como a carne podrida y apenas se podía respirar.
Prendieron las linternas y comenzaron la búsqueda. Guitián fue hacia el fondo y Seguer hacia
el frente. Habían quedado de acuerdo en que si lo veían, se avisarían sin hablar, sólo
iluminando el techo.
Seguer caminó despacio sobre los tablones del piso. No siempre podía evitar que crujieran.
Pocos metros atrás de él, escuchaba también las pisadas de Mario. Llegó hasta las aberturas
que daban al exterior. Lo sorprendió hallarlas clausuradas con vigas clavadas a los marcos.
Afuera graznó un zorro del agua. Juan se sentó en un fardo de pasto y recorrió con la linterna
todos los rincones. Vio algunas herramientas en desorden y una rata enorme, pero ningún
indicio del animal. Decididamente no estaba en el sector que le había tocado revisar.
De pronto, el techo se iluminó. Mario Guitián lo había localizado. Fue hasta allá lo más rápido
que pudo y en el trayecto tropezó con algo y cayó haciendo bastante ruido. Señaló con la
linterna para ver. Primero no comprendió bien qué era lo que estaba en el piso: parecían
pedazos de género desflecado, endurecidos por el polvo. Luego aquel olor asqueroso golpeó
más fuerte su nariz y acomodó mejor las imágenes: se trataba de huesos, grandes huesos con
pedazos de carne adheridos. Investigó un poco más allá y vio una cabeza. Pero no pertenecía a
un animal. Era un cráneo humano.
A los tumbos, alcanzó una de las paredes. Alguien tocó su hombro y se sobresaltó.
–Calmate –murmuró Mario sin prestarle atención y enfocó con su linterna una pila de leña–.
Mirá.
El redondel de luz bajó y mostró una parte del animal, la cola o algo; el resto estaba oculto tras
la leña. Era como una serpiente del grosor de un árbol adulto, anillado y cubierto de pelos. De
vez en cuando se retorcía muy lentamente.
Pero Guitián quería ganar aquel dinero como fuera. Sacó el revólver, le quitó el seguro y
avanzó hacia la leña. Juan Seguer confiesa que no sabe qué sucedió entonces. Ya a esa altura
no tenía ideas para pensar. Se había convertido en una porquería que temblaba muerta de
miedo. Él cree que la montaña de troncos cayó sobre ellos, mejor dicho, que aquella cosa la
empujó para que los aplastara.
Juan Seguer y Guitián rodaron y terminaron en sitios distintos. Las linternas volaron por el aire
y se apagaron al golpear contra el piso.
Seguer iba a levantarse para caminar hasta su compañero, pero algo se movió a su izquierda,
muy cerca. Era como una respiración pesada y sostenida. El terror lo congeló, no dijo más
nada; si hubiera podido, habría detenido el corazón para hacer menos ruido. Aquello
permaneció a su lado unos segundos y luego por algún motivo se alejó. Seguer lo escuchó
deslizarse, viscoso, en la oscuridad.
De pronto se hizo el silencio. Seguer se quedó rígido otra vez. Hubo un último grito de Mario
Guitián y empezaron los chasquidos, como si una boca muy grande estuviera masticando.
Juan Seguer se puso de pie y corrió hacia la escalera. Quiso bajar; las piernas no le
respondieron y se precipitó desde cinco metros de altura. Se rompió un brazo y varias costillas.
Pero aún así logró huir.
El comisario pensó que Seguer se había emborrachado en algún almacén y se había imaginado
la historia.
Sin embargo, el hombre insistía que la señora Ortiz había limpiado todo y ocultado al bicho en
otra parte. Suplicaba que revisaran los sótanos del ingenio.
La viuda aseguraba que, al rato de que él escapara corriendo, Mario Guitián bajó con una
comadreja en la jaula, cobró el dinero y se fue tranquilamente.
Juan intentaba hacerles entender que Guitián estaba muerto, que lo había devorado el
Familiar, y que el plan consistía en que los comiera a los dos. Que no estaba previsto que él
sobreviviera.